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naturaleza. Se ha resaltado la sumisión de la misma al baile del nacimiento y la muerte.

En el otro polo estaría lo sobrenatural y eterno. El ser humano, para muchos, pertenece
fundamentalmente a este plano, sería una criatura dotada de una chispa divina, dotada
de espíritu y asistida por la gracia. En este caso no se niega la naturaleza humana, sino
que se la sitúa principalmente en el plano sobrenatural. Lo que se niega es una
concepción estrictamente naturalista de la naturaleza humana.

Consideremos, por último, el contraste entre lo natural y lo artificial. Hasta hace


poco se veía como la oposición entre dos dominios disjuntos de objetos. Los seres
vivos, por supuesto, caían siempre del lado de lo natural. El ser humano, productor de
los artefactos, era considerado también como parte de lo natural. Actualmente las cosas
han cambiado. Tendemos a ver lo natural y lo artificial como fuerzas que confluyen en
la producción de los mismos objetos, no como dominios disjuntos de objetos. Los seres
vivos, tanto como los no vivientes, pueden ser producto a un tiempo de la naturaleza y
del arte. Por ejemplo, los ecosistemas de un parque natural protegido están controlados
técnicamente y legislados por leyes sociales. El ratón y el maíz transgénicos son al
mismo tiempo hijos de la naturaleza y de la tecnología. En parte siempre ha sido así, al
menos desde que hay agricultura y cría selectiva de animales domésticos. Pero hoy la
capacidad de intervención técnica sobre lo vivo es mucho más radical, pues podemos
manejar directamente sus bases moleculares y genéticas.

Nos preguntamos hoy si deberíamos seguir en la línea de una creciente


artificialización de lo natural. Asimismo, el propio ser humano puede ser sometido a
modificaciones técnicas, puede ser convertido en artefacto. Aquí el debate sobre la
naturaleza humana se desplaza ya decididamente desde el territorio del ser hacia el
territorio del deber ser. Nos preguntamos si es correcta, conveniente, deseable o justa, la
artificialización del ser humano; para qué, en qué medida, hasta qué punto, con qué
límites. ¿Marca o no la naturaleza humana los límites de la intervención técnica sobre el
propio ser humano?, ¿conviene que pasemos de ser entidades naturales a ser artefactos
de nuestra propia creación? Estaríamos aquí en el caso de una concepción no naturalista,
sino artificialista, de la naturaleza humana.

Hemos comprobado, pues, que no hay nada de redundante en la idea de una


concepción naturalista de la naturaleza humana. Uno de los filósofos más influyentes en
la línea de la naturalización ha sido David Hume, con su Tratado sobre la naturaleza
humana. Hume afirmaba que con un enfoque empirista basado en el método inductivo,
Los dos vectores señalados, es decir, capacidad de intervención técnica y
naturalización, están relacionados entre sí. Una vez que el ser humano pasa a ser sin
más parte de la naturaleza, se puede pensar que pasa también a disposición de la
intervención técnica, como lo están ya otras zonas de lo natural. En cierta manera, dicha
artificialización del ser humano ha estado presente desde tiempos inmemoriales. Pero
actualmente puede resultar mucho más profunda y quizás irreversible dado el desarrollo
y la convergencia de varias tecnologías muy potentes.

He aquí el territorio de la presente ponencia: intentaré dejar al menos planteado


el debate sobre la naturaleza humana desde la perspectiva de la filosofía de la
naturaleza, así como la polémica acerca de la conveniencia y límites de la intervención
técnica sobre la naturaleza humana.

Abordaré estas cuestiones mediante un breve repaso de las posiciones que


niegan la existencia de la propia naturaleza humana (apartado 2). A continuación me
centraré en la idea de naturalización y disponibilidad técnica (apartado 3). Presentaré
dos formas clásicas y asumidas de intervención sobre el ser humano: el cultivo y la
terapia (apartado 4). Seguirá el debate con las formas más recientes de intervención y
supuesta mejora técnica del ser humano (human enhancement), defendidas
filosóficamente bajo el rótulo de transhumanismo (apartado 5). Por último, estableceré
un resumen crítico y conclusivo (apartado 6).

2. La negación de la naturaleza humana

Los filósofos antiguos y medievales que podemos situar en la línea platónica no


pusieron en cuestión la existencia de la naturaleza humana, entendida esta como esencia
o Idea del ser humano. Antes bien, asumieron como una tarea propia la investigación de
los elementos invariantes que condicionan y posibilitan la existencia humana, de los
rasgos esenciales que hacen que seamos precisamente humanos y no cualquier otra
cosa. También Aristóteles y los aristotélicos identifican una cierta naturaleza humana
que consta de aspectos animales, sociales y racionales integrados en una unidad. El ser
humano se halla, así, radicado en el mundo natural, por su condición de animal. Se
puede decir que en Aristóteles hay ya una concepción naturalista de la naturaleza
humana. Estamos ante un naturalismo moderado, no radical. La condición social y
racional distingue al hombre del resto de los vivientes. Gracias a esta naturaleza racional
Sin embargo, el propio Kant ofreció alguna sugerencia que muy bien pudiera
servir a los partidarios del enfoque naturalizador. De hecho, la posición que reserva para
la explicación teleológica tiene más que ver con nuestra forma de entender el mundo
que con la realidad misma de los seres vivos. Dicho de otro modo, para Kant la
necesidad de explicaciones teleológicas se ubica en el terreno epistemológico, no en el
ontológico. Dicha necesidad no deriva de que existan y actúen las causas finales en el
mundo natural, cosa que en rigor pertenecería al campo de lo nouménico y quedaría más
allá de nuestro alcance cognoscitivo, sino de nuestra particular estructura intelectiva.
Esta debilidad ontológica de la teleología supone una baza para el proyecto
naturalizador.

Quizá se pueda atribuir a Darwin el título de “Newton de la brizna de hierba”, el


honor de haber sido el naturalizador de la teleología biológica. El propio Kant, salvado
el anacronismo, quizá lo hubiese reconocido como tal (Nuño y Etxeberría, 2010, 185-
216). Darwin mismo tenía en mente algo así como un proyecto newtoniano para la
biología. Cuestión aparte es que los defensores actuales de la naturalización de lo vivo
no lo sean ya del modelo mecanicista newtoniano. Lo cierto es que la oleada de
naturalización darwinista inmediatamente alcanzó al ser humano, en todas sus
facultades, también las que tienen que ver con la razón y la moral. El propio Darwin
apuntó en esa dirección desde la publicación de su obra sobre El origen del hombre
(The Descend of Man). En este punto difería claramente del codescubridor de la teoría
de la evolución por selección natural, Alfred Wallace, para quien los rasgos
intelectuales y morales del ser humano quedaban al margen de una posible explicación
naturalista. Lo cierto es que la naturalización de estos rasgos se ha mantenido hasta hoy
en el panorama intelectual más como proyecto que como realidad lograda, más como
horizonte metafísico que como ciencia positiva. La intencionalidad lingüística y mental,
la autoconciencia, el sentido del deber moral, son aspectos del ser humano cuya
naturalización efectiva no ha llegado, mas se mantiene siempre en el horizonte como
promesa.

Lo cierto es que una naturalización completa del ser humano exige ir más allá
del darwinismo. Darwin nos habla del origen y la génesis evolutiva de los vivientes, y
en especial del ser humano. Pero no habría que confundir el ser con la génesis. Se trata,
en realidad, de una antiquísima distinción que se remonta al menos a Platón y
Aristóteles. En palabras del biólogo español Andrés Moya (2010, 304): “Las
que por sus condicionamientos innatos, más por sus aspiraciones y proyectos
voluntarios que por el punto de partida de su nacimiento.

Ya hemos visto más arriba cómo Ortega oponía naturaleza a historia. Así como
el resto de los seres siguen su curso marcado por la naturaleza, el planeta su orbita y el
animal su instinto, el ser humano traza su ruta social desde la libertad y la razón, de
modo que acaba desarrollando una historia. Esta distinción, no obstante, no es tan
nítida. Los historicistas sostendrán que también hay una ley de la historia que tiene, por
así decirlo, carácter natural y no elegible. Según estos pensadores, nosotros estamos en
la historia, pero no elegimos su curso. Una ciencia social avanzada –diría el historicista-
podría llegar a explicar y predecir conforme a leyes la marcha de la historia. Por otro
lado, al menos desde Darwin, aceptamos que la propia naturaleza tiene historia, no es
una mera repetición de ciclos, y que además en muchos sentidos resulta impredecible.
Ni siquiera los planetas repiten siempre la misma ruta. El universo en su conjunto, como
anticipó Kant, tiene historia, desde su enigmático origen en una explosión inicial, a
través de la expansión hasta hoy día, y hacia un futuro difícilmente previsible de un
modo determinista. Pero si lo que se quiere decir es que la historia social se mueve en
un plano distinto de la historia natural, y que el ser humano se sitúa principalmente en la
primera, entonces nos hallamos de nuevo ante una concepción no naturalista de la
naturaleza humana.

La oposición entre naturaleza y razón puede aun ser desplegada a través de su


formulación griega. Los griegos, y muy señaladamente Aristóteles, distinguieron entre
physis y logos, entre una forma de investigación física (physikós) y otra lógica (logikós).
La primera aborda las cosas tal cual son, en sí mismas, con total independencia de
nuestra presencia y pensamiento. La segunda se acerca a la realidad desde el logos,
desde el concepto, desde el orden de la razón. La primera es más objetiva, la segunda
más subjetiva. El conocimiento humano, no obstante, requiere la acción combinada y
sinérgica de estos dos modos de investigación.

Hasta aquí hemos contrastado la estabilidad de la naturaleza, su carácter de dato,


de ciclo, de ley inmutable, frente a lo humano, más dinámico, cambiante, menos sumiso
a una legalidad implacable, más elegible según preferencia o razón. Sin embargo, y por
paradójico que parezca, también se pueden ver las cosas en un sentido contrario.
Cuando se ha opuesto lo natural a lo sobrenatural, lo natural a lo eterno, la naturaleza al
espíritu o a la gracia, entonces se ha hecho énfasis en el carácter mudable de la
"cuando se realicen y comparen juiciosamente experimentos de esta clase, podremos
esperar establecer sobre ellos una ciencia que no será inferior en certeza, y que será muy
superior en utilidad, a cualquier otra que caiga bajo la comprensión del hombre"
(Hume, 1988, 41 [Introdution, xxiii]). Esta ciencia supondrá la extensión de los
principios de la filosofía natural newtoniana al estudio de la naturaleza humana, y
dentro de ella al estudio de la moral.
Pero este enfoque naturalista de los estudios sobre el hombre, que promete en
principio la tan ansiada certeza científica, lleva en sí el germen de su propia destrucción,
y a la larga amenaza a la propia ciencia natural, que no deja de ser una actividad y un
producto de la libertad y de la razón humanas. Hoy sabemos por experiencia cómo se
han desarrollado estas tendencias implícitas en el propio planteamiento naturalista, pero
en Hume encontramos ya apuntado el entero recorrido. La naturalización de los estudios
morales parece exigir una reducción metodológica de lo normativo y evaluativo, que
acaba por establecerse como una reducción ontológica definitiva de la razón y la
libertad humanas. De ahí se deriva un emotivismo y un irracionalismo que amenazan a
la propia ciencia en la medida en que se reconozcan los aspectos prácticos de la misma.
Hume asegura que "no nos expresamos estrictamente ni de un modo filosófico cuando
hablamos del combate entre la pasión y la razón. La razón es, y sólo debe ser, la esclava
de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas".
(Hume, 1988, 561 [2,3,3]).
Los riesgos de una naturalización radical de la naturaleza humana fueron
detectados tempranamente por Kant. Esto le llevó a establecer dentro de la esfera del
saber tres ámbitos de autonomía, para la ciencia, la moral y el arte, que se corresponden
aproximadamente con sus tres grandes obras críticas. De este modo, la moral o el arte
quedaban más allá del alcance del método científico, y sometidas a sus propias normas
y valores. Es Kant quien aboga por el estudio científico de la naturaleza inanimada,
conforme al método newtoniano. Pero al mismo tiempo advierte que no verán los siglos
un “Newton de la brizna de hierba”, es decir, alguien que consiga poner el estudio de los
seres vivos dentro del marco del método newtoniano, alguien que reduzca toda
explicación biológica a causa eficiente, alguien que nos permita prescindir de la
teleología a la hora de entender el mundo vivo. En lenguaje contemporáneo, diríamos
que para Kant no es esperable una completa naturalización del estudio de los seres
vivos. Mucho menos, claro está, de los estudios humanísticos.

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