El Inefable Grito Del Suicidio

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El

inefable grito del suicidio


Arik Eindrok

“Entonces… ¿qué más queda?”, me preguntaba


“Suicidarse…”, respondía contundentemente mi alma.

Mi historia no era diferente, quizás, a aquellas tragedias que se animan en las


grandes pantallas, esas que las personas admiran y que ganan premios. Sin
embargo, algo había en esta mezcolanza de vivencias que me hacían recordar
cada día lo mucho que desperdiciábamos el tiempo. Mi principal característica
fue la nostalgia, la melancolía y la tristeza. Comencé a vivir no sé cómo ni
cuándo, pero muy pronto, en cuestión de efímeros años, entendí que la vida,
tal como era experimentada, no era digna de ser llamada así. En todo caso,
debía ser la muerte la que debía ser vivida, ahí se podría tener mayor
esperanza, paz y quietud que en el desolado mundo donde habitaba. Estoy
seguro de que allá fuera habrá demasiada gente que no entenderá un carajo de
esto, o que simplemente pensará que estoy loco. Pero a mí lo único que me
quedaba por entender es el porqué de esta historia, saber qué clase de maldita
suerte hizo que mi existencia fuese posible. Ahora lo consideraba todo de
nuevo, ¡qué curioso! La verdad es que nunca pensé que pasaría de nuevo. Solo
espero no quedar atrapado en estos recuerdos miserables, en esta vida absurda
que he llevado por tantos años en la infinita vastedad del espacio y del tiempo.

Siempre me arrepentí de todo cuanto hice, nunca logré alcanzar eso que
los grandes seres dicen existe en un rincón de nuestro interior. Me resultaba
cansado tener que escuchar a las personas, siempre denuncié algo en su
comportamiento y en sus charlas que me hería, que lastimaba un concepto
divino que tuve del humano alguna vez. En ningún lugar encontré un sitio
donde pudiera reposar mi insaciable alma, mis ganas de intelecto y amor, de
pasión y de ese fuego que todo lo consume. Fui un extranjero en un infierno
perdido entre constantes pedazos de cielo, a los cuáles, por más que me
elevaba, nunca podía llegar. Todo en mí no fue sino solo una novela. Vivía
como en un cuento, perdido y aislado de mí mismo, sin encontrar esa energía
que podría hacerme inmortal en un mundo donde ya nadie se preocupaba por
otra cosa que no fuese dinero y sexo. Jamás seguí una corriente ideológica
determinada, nunca estuve feliz de estar vivo. Añoraba la muerte con todo mi
ser, deseaba librarme de este sufrimiento sin sentido. No obstante, a pesar de
todo, de mi comportamiento adusto, de mi desprecio hacia mis semejantes, de
mi rebelión contra el mundo injusto en que vivía, de mis constantes querellas
internas y de mis crisis, a pesar de eso pude amar, llorar, reír, sentir y
reflexionar, aunque fuese muy brevemente. Al final, y sin quererlo siquiera, en
esa absurda brevedad, yo viví.

Generalmente, el asunto de la existencia no me perturbaba en lo más


mínimo, el posible sentido de la vida debía hallarse de forma inmanente en el
hecho de experimentarla. Y, aunque fuese un engaño, así había vivido y así
hubiera muerto de no haber sido por un desastroso enmarañado de sucesos e
imágenes que modificaron mi consciencia y desfragmentaron mi esencia. Yo
era alguien común y corriente, a pesar de que cuando era pequeño tenía ideas
raras sobre el futuro. Lo que ahora comenzaba sin que pudiera evitarlo estaba
fuera de mi comprensión, se retorcía en la sombra de mi alma. Y si hubiese
podido cambiar algo en toda esta historia sería la percepción de vivir y
aprender, de ser y evolucionar. Por desgracia, estaba tan conminado a un
sinsentido que mi lucha resultaba ineficaz sin importar la fuerza con que diera
la contra a la absurdidad del mundo. Terminé por creer que no era humano, y,
de serlo, lo era en demasía. Los sentimientos y su correlación con la mente me
enfermaban a al punto de no poder diferenciar entre lo real y lo ilusorio, lo que
debía ser vivido por obligación y lo que solamente el desprendimiento
absoluto propiciaría. Sin embargo, en el corto tiempo, aquí y ahora, ninguna
especie de música, arte o poesía fue suficiente para endulzar el estruendoso
rugido de la tormentosa existencia humana, siempre de prisa y sin saber hacia
dónde ir, sin un principio ni un final, tan solo demasiado fútil y anodina como
para ser valiosa. Yo era demasiado joven para morir, pero también estaba
demasiado aburrido como para vivir. Y, en fin, esta es mi historia…

Asistía a la escuela más prestigiada de matemáticas de la región. Me
entretenía en ir y aprender cosas, particularmente las lecciones de probabilidad
me agradaban. Desde el semestre anterior me había sentido más
comprometido que nunca con la escuela, pues de ello dependería mi futuro.
Esas cosas siempre decían las personas, incluyendo a mis profesores y mis
padres. Para eso se estudiaba, precisamente; para terminar la universidad e ir
al mundo con armas para ganarse la vida. En general, considero que soy
centrado y tranquilo, algo despistado también. No asisto a la mayoría de las
fiestas escolares, no tomo, no fumo y no me drogo. No tengo la clase de
distracciones que tienen mis compañeros; busco hacer algo en la vida, aunque
aún no sepa qué o para qué. Tengo el turno vespertino y me agrada, no deseo
cambiarme al matutino a pesar de la constante insistencia de mis padres. Por
ahora me va bien en las clases, supongo que así debe ser. Estudio bastante y
casi soy el mejor alumno si no fuera por un amigo que es más aplicado que yo.
Y todo es normal en este lugar, los estudiantes venimos y tomamos lecciones,
los viernes hay fiestas, los fines de semana más fiestas o quedarse en casa a
estudiar. Yo estoy en el quinto semestre y me gusta bastante. No sé en qué
momento adquirí este gusto por esta ciencia exacta, pero recuerdo que una vez
reprobé un examen en la secundaria, me sentí terriblemente mal, y a partir de
ese momento puse particular atención en las matemáticas.

De regreso a casa usualmente tomo un camión que ya no quiero tomar


porque asaltan seguido, pero no tengo opción, es el único medio de regresar a
casa de mi tía. Yo lamento que se haya terminado el periodo de clases, pues
ahora viene lo peor: estar en el hogar. Al llegar siempre me recuesto y
permanezco unos instantes mirando el techo de este lugar que odio. Hace ya
dos años que nos echaron de nuestra casa por problemas que hubo con mi tío.
Esta historia, que son solo las vivencias y meditaciones a las que me enfrento,
refleja únicamente una vida más, o así lo considero yo.

Recuerdo que antes solía creer en la felicidad, y no es que ahora no lo


crea, pero algo en mí intenta surgir, solo que sigo conteniéndolo. Y bueno,
dicen las personas que siempre estoy hablando de mí, que todo cuanto soy es
todo lo que me importa, que me gusta solo tener la atención en mi persona y
que soy un egoísta irremediable. Nunca he reparado en ello hasta ahora, trato
de no prestar mucha atención a las pláticas ajenas. Yo pienso, cuando regreso
sentado en el transporte público, que las personas nunca se callan, que hay
demasiado ruido en todos lados, pláticas estúpidas por doquier. Me siento
incómodo desde hace dos años porque mi vida dio un giro que jamás esperaba.
El hecho es que por culpa de un tío al cual apreciaba bastante perdimos
nuestro hogar. Al parecer, la causa de su desgracia económica y en la vida
fueron las mujeres, el libertinaje y el despilfarre. Por desgracia, papá nunca
prestó atención a comprar una casa propia, y el lugar donde nací y crecí
pertenecía a mi tío. Así que cuando hubo problemas sencillamente fuimos
arrojados como basura a la calle, barridos muy lejos de aquella casa que en mi
corta existencia fue un tremendo refugio para mí. Evidentemente, no hubo
lugar al que pudiéramos ir de no ser por este calabozo donde habito. Vivimos
en solo dos cuartos contiguos que apestan a humedad y donde no entra el rayo
del sol. La cocina es pequeña, debo mencionar, pero útil. El baño quizás es lo
menos peor, considero. Hay un jardín que búnker, nuestro perro, se ha
encargado de destruir. Estamos en el subterráneo, literalmente. Arriba viven
mis tíos y mis primas, en una hermosa casa. Lo peor de este sitio es que se
encuentra en la punta del cerro, donde no hay mucho transporte y se batalla
con absolutamente todo. Lo que más me entristece es observar a mis padres
impotentes ante tal situación, especialmente porque hay demasiado ruido y ni
yo ni mi hermana podemos estudiar cómo nos gustaría, pero ¿qué se le va a
hacer?

Como sea, siempre son las mismas pláticas, eso he notado en la gente.
Todos hablan acerca de su pasado, de las cosas que les gustaría volver a vivir y
de aquellas que cambiarían. O, de otro modo, platican de las vidas ajenas
inmiscuyéndose en situaciones absurdas. Mis padres no son la excepción al
tipo de gente que vive pensando en su pasado, siempre hablan acerca de que
hubiera ocurrido si hubieran comprado esta casa, o de si hubieran hecho caso
de sacar aquel crédito. Mi madre dice que mi padre tuvo mucho dinero en un
tiempo y que prefirió darlo a quienes lo necesitaban en su familia en lugar de
adquirir una mejor propiedad. Pienso que tal vez ella tenga razón al decir que
fue un tonto. Sin embargo, estas reflexiones ahora son insulsas, pues no
tenemos casa y este lugar es horrible. No sé cómo es que hasta he resistido
esta condición, solo quisiera irme muy lejos y no volver nunca.

Mis esfuerzos están concentrados en eso, de hecho, en largarme. Luego


pienso que sería infeliz si me fuese y mis padres se quedasen aquí, pero ¿qué
más da? Estudio matemáticas y espero poder ser algo en la vida, solo que no
se gana bien sin tener palancas y eso me preocupa. Estaría mejor si pudiese
ingresar a una empresa y ganar bastante dinero por mi propio esfuerzo, pues
hay muchas cosas que quiero adquirir, o eso creo. También considero
adecuado irme a otro país y hacer una nueva vida; entre más, lejos mejor. De
mi familia externa no guardo sino recuerdos nefandos, casi todos mis tíos,
primos y demás no tienen ni en qué caerse muertos. Envidio a ciertos
compañeros cuyos familiares tienen dinero, o al menos están estudiados, pero
los míos no son así. Desde que llegué aquí, algo en mi cerebro ha comenzado
a deteriorarse y extrañas ideas tratan de imponerse, unas que antes jamás había
tenido. Hasta el momento, sigo siendo como el resto, afortunadamente. Temo
perderme en mí y que llegue el día en que no me reconozca más, en que la
vida me parezca insulsa y no encuentre sentido en nada. Por ahora, como dije,
encuentro interesantes bastantes cosas. Quiero hacer mucho y poder adquirir
un apartamento en algún lugar lejano y donde encuentre otro tipo de gente. Por
cierto, desde que llegué aquí leo bastante y me ejercito tanto como puedo en
un parque al que asisto con mi madre cada mañana. De lunes a viernes, por las
tardes, asisto a la universidad. Al regresar de las clases, ya de noche, estudio
los temas siguientes de la asignatura de probabilidad, me gusta esa rama. Me
he atorado un poco en cosas de algo llamado procesos estocásticos, pero ya
saldré adelante. Aunque últimamente algo que se ha metido en mis
pensamientos me sugiere que lo que anhelo carece de sentido. Cada vez parece
ganar terreno tal concepción, pero no le dejo crecer y siempre me convenzo de
que el mundo no puede ser tan malo, y de que mis metas son las de cualquier
otro humano.

Nunca pensé que a tal punto se podría disolver lo inculcado, aunque


supongo que debía ser lo mejor. El momento del quiebre ni siquiera lo puedo
intuir, pues, por más que intente, llego siempre al mismo resultado. Supongo
que las causas son raras e imperceptibles, una especie de despertar
absolutamente personal que no cuadra con la mente humana. De ahí que la
mayor parte de la sociedad se halle embaucada con banalidades y que, salvo
rarísimas excepciones, ninguno logre captar la transición. En ocasiones, me
cuestionaba si el cambio no tenía que ver con la supuesta expansión de la
consciencia o el surgimiento inminente de una percepción mucho más allá de
lo que todos podían ver. Supongo que las personas usan el rechazo de la
verdad como un mecanismo de defensa que los mantiene cómodos y
satisfechos en una realidad artificial confeccionada a su medida, provista de
todos sus vicios y placeres necesarios para imaginar un inexistente sentido de
la vida.

Mis padres eran personas que, aunque los quería mucho, habían seguido
los patrones establecidos sin cuestionarse nunca nada, como todo el mundo. Y
yo, si por alguna extraña razón no hubiese tenido la suficiente curiosidad,
hubiese llevado una vida igual de absurda y humana. Claro que en esos
momentos nada de esto atravesaba mi ser, todo lo que importaba era mirar
chicas y masturbarme, jugar videojuegos y terminar la escuela pronto. Al igual
que la mayor parte de los humanos era parte del rebaño y no veía
absolutamente nada de malo en ser normal. No sé si llegué a sentirme
agradecido o maldito con todo lo que paulatinamente fui descubriendo, casi
diría que llegué a rozar los más recónditos bordes de los abismos donde reina
la esquizofrenia. Tantas revelaciones, tanta sabiduría para una esencia tan
ínfima. La verdad parecía escoger solo a unos cuántos quienes pagaban un alto
precio por conocerla. Ahora entendía que el modo de vivir actual fue impuesto
por intereses oscuros de quienes buscaban la degradación de la raza a la que
por casualidad pertenecía. En fin, no sé cómo fue que me perdí a mí mismo en
tal maremágnum de ideas y de pesimismo cerval, aunque la conclusión de mi
absurda vida fue inevitable: la humanidad no estaba destinada a lograr grandes
cosas, y yo terminé detestando, con un asco y repulsión inmarcesibles, mi
existencia en este cementerio de sueños rotos.

En la escuela me iba bien. Supongo que todavía era normal y, a pesar de


tener destellos de lo que se podría decir un verdadero cambio, aún continuaba
actuando como todos. Pero los hechos deben surgir en cierta manera para
converger en infinitas formas, de las cuales el observador hará suyas las
representaciones que mejor se adapten a su consciencia. En mi caso, el quinto
semestre de la licenciatura fue un tanto extraño y a la vez decisivo para
cambiar mi vida por completo. Las asignaturas del semestre en curso no se me
estaban complicando para nada, cabe resaltar. Me cuestionaba demasiado las
cosas, pero mi limitada formación científica me impedía romper las cadenas
que me mantenían preso en el terreno de lo material y lo trivial.

–Entonces ¿no quedaron dudas? –preguntó el profesor G al terminar la


clase.

–No, todo claro –respondió el grupo.

–Bien, pues quiero que estudien demasiado, el examen será pronto –


informó con un aire frívolo el profesor–. Debo decirles que no será
complicado, por lo cual espero un examen bien hecho.

–¿Cómo bien hecho? –inquirió Brohsef, mi amigo el cerebrito del salón.

–Sí, con todo el detalle que involucra la teoría que hemos visto. Serán
ejercicios prácticos y deberían de poder explicarlos en toda su extensión.

Qué aburrido es a veces escuchar pláticas que solo existen en la cabeza


de uno, pensaba. Yo siempre tengo que hacerlo o, de otro modo, estaría
todavía más aburrido. El examen es en una semana, se adelantará un poco
porque el profesor tiene más grupos que de costumbre y quiere acabar primero
con nosotros. Los viernes por la tarde, pues ¿qué digo?, no tengo nada qué
hacer, solo miro a mis compañeros yendo a fiestas y emborrachándose. No sé
si sea algo bueno o malo, pero no es algo que yo hago. Aún sigo creyendo lo
que dice mi padre sobre regresar temprano a casa y no meterse en problemas,
aunque últimamente me he inclinado a asistir; he sido tentado por algunos
compañeros.

–¡Vaya! ¡Qué bien luce hoy Cegel! ¿No lo creen así, chicos? –preguntó
Heplomt al salir de clase.

–Más te vale que te mantengas lejos de ella –replicó Brohsef, airado–.


Tú sabes muy bien que ella es mi conquista principal.

–¿Principal? Entonces ¿tienes muchas otras? –inquirió Gulphil con una


sonrisa sarcástica en el rostro.
–Pues me gustan muchas mujeres, como a todos los hombres.

–Eso siempre lo dices, se lo has copiado a Heplomt –dije yo tratando de


intervenir someramente.

–Entonces ¿es verdad lo que nos contaste la otra vez? –preguntó


nuevamente Gulphil, con la misma sonrisa–. ¿Es cierto que solo has tenido
una novia en toda tu vida y que aún eres virgen?

–Sí, eso ya te lo he dicho varias veces. ¡No sé por qué lo sigues


preguntando!

–Pero no es para que te enojes, solo que siempre lo olvido –contestó


Gulphil desternillándose.

Y así fue el resto de la plática. Tanto Gulphil como Heplomt se empeñan


siempre en humillar a Brohsef contando sus aventuras y cosas íntimas; ambos
parecen muy experimentados en tales cuestiones.

Usualmente, yo permanecía callado junto a Brohsef, y siempre era el que


menos hablaba. Además, no quería que ellos supiesen que yo también era
virgen, y que la única novia que había tenido solo duró una semana conmigo,
hace ya cuatro años. A decir verdad, mi vida amorosa no había sido fructífera,
en parte porque yo me había interesado en los deportes y en los videojuegos,
haciendo a un lado la búsqueda del amor. Los cuatro nos separamos al llegar al
tren, cada uno tomó su rumbo. Entre mis amigos se encontraban ellos tres:
Brohsef, Gulphil y Heplomt.

Brohsef es blanco y de baja estatura, más que yo. Su voz es horrible, su


cabello tiene caspa y siempre huele mal. A las mujeres les desagrada porque es
presumido y quiere ligarse a todas. Siento lástima por él, pues todas lo
rechazan de una u otra forma. Me cuenta sus futuras conquistas, las
pretendientes que ilusamente cree tener, las chicas con las que sale. Siempre
empieza igual su historia: un día dice que conoció a la mujer de sus sueños y
se olvida totalmente de las demás; le escribe poemas y acrósticos, la lleva a
pasear, gasta su dinero en ella y, al final, lo mismo: rechazado. Una y otra vez
es enviado directo al demonio, con todo y sus chocolates, dulces y poemas. En
pocas palabras, mi amigo Heplomt lo considera un pobre perdedor. Siempre
recibe ofensas y, aunque intente defenderse, nunca lo consigue. Es el genio del
grupo, el que siempre cumple. A veces mis notas sobrepasan a las suyas y esto
parece exasperarle demasiado, pero no comprendo el por qué. Cuando no
puede resolver algún ejercicio o algo se le complica sobremanera, se pone rojo
como un jitomate, se injuria a sí mismo y no le habla a nadie. Suele tener
fantasías raras, como masturbarse con los cabellos que arranca a las chicas que
se lo permiten, o inventarse historias de besos con sus pretendientes, como
pasa con Cegel. Ella es una mujer muy bonita, de piel morena, cabello castaño
y con muy buenos atributos. Es muy amable y va a las fiestas del grupo, se
emborracha y tiene novio. Evidentemente, Brohsef no tiene oportunidad
alguna con ella. Luego está Gulphil. Es quizá con el que más me he sentido a
gusto. Es muy tranquilo, su voz me parece adecuada para situaciones en las
que Brohsef perdería la cabeza. Le gustan los videojuegos como a todos y se
pasa las tardes jugando. Tiene novia y va a fiestas, se emborracha con
modestia. Quisiera decir más de él, pero tampoco me ha contado mucho sobre
su vida privada, hasta ahora. Finalmente, está Heplomt. Sin duda, es el más
avezado en cuanto a temas que Brohsef desdeña. Su modo de hablar es
gracioso y su forma de pensar algo infantil. Nada realmente le interesa, solo
terminar la carrera, ganar dinero y tener muchas mujeres. El sexo lo es todo
para él, se divierte saliendo con una y con otra. Olvida muy rápido a sus
exnovias y siempre habla de todas las chicas que ha follado. Está de más decir
que con dos cervezas ya está ebrio. Cumple en la escuela a costa de copiar, va
al gimnasio y no me parece que sea una persona muy sensata.

Esos son mis tres compañeros. Tengo que tolerarlos puesto que estamos
en el mismo grupo y a veces son útiles. Entre más pasa el tiempo, menos
identificado me siento con ellos, y eso me preocupa. En cuanto a mí, ya he
dicho unas cuántas cosas. Vivimos en casa de mi tía, tras haber sido echados a
la calle por mi tío, quien perdió la casa debido a líos con mujeres. Detesto
vivir ahí ya que siempre hay demasiado ruido, pero no tengo opción. Busqué
irme hace poco, lo malo es que todo está bastante caro y no me alcanzaría para
pagar una renta cerca de la universidad. Tengo una hermana menor y dos
padres que considero me quieren, pues siempre me compran cosas. Llevo una
rutina como todo el mundo: vivo porque debo hacerlo, así me fue enseñado.
De lunes a viernes todo se resumen en la escuela, hacer tareas y jugar
videojuegos. Ocasionalmente salgo con alguna chica, pero este es un secreto
que solo yo conozco. A lo que me refiero es que suelo buscar en redes sociales
mujeres que sean solteras, al menos que no aparezcan con algún tipo en sus
fotos de perfil, luego las agrego e intento hacerles la plática. Al cabo de unos
días entramos en confianza y comienza mi juego. Les propongo realizar
preguntas sobre cualquier asunto y ellas aceptan, no sé si tal vez se deba a que
me consideran atractivo o inofensivo. Como sea, las chicas se desenvuelven y
la plática converge hacia donde quiero: preguntamos cosas que tienen que ver
con las relaciones íntimas. Dependiendo de cómo sea ella, a veces suelo ser yo
quien comienza con alguna cosa referente a su primera vez. Siempre miento
diciendo que no soy virgen, luego vienen las preguntas interesantes: ¿cuántas
veces lo han hecho? ¿Cuántas parejas sexuales han tenido? ¿Qué posiciones y
qué palabras les gustan en la cama? Casi todas ceden y finalmente llega la
pregunta clave: ¿te gustaría alguna vez tener sexo conmigo? Es curioso, pero
la gran mayoría responde afirmativamente. Usualmente termino
masturbándome con estas pláticas, de forma nada modesta. Si las cosas
marchan bien, hasta nos vemos. El asunto es que siempre me pasa igual,
cuando ya nos vemos solo nos besamos y a veces fajamos. Yo tengo
erecciones muy poderosas y a ellas les fascina; sin embargo, nunca me atrevo
a dar el gran paso, nunca he tenido sexo con nadie. O pasa que antes de verlas
me acobardo y les cancelo, o después de vernos ya nunca vuelvo a hablarles.
No entiendo por qué hago esto, pero es difícil sostener el deseo tras haberme
masturbado. Este coqueteo cibernético me fascina, lo disfruto enormemente.

Por otra parte, algo se gestaba en mi interior y hacía que todo careciese
de sentido en el exterior. Había comenzado someramente a cuestionarme cuál
sería el verdadero propósito de mi existencia, aunque la intensidad de tal
cuestión no era todavía lo suficientemente poderosa como para hacerme
abandonar mi banalidad. No me gustaba cuando reflexiones tan misteriosas
me invadían y me privaban del sueño, haciéndome preso de un abismo sin fin
donde bullían emociones insospechadas y en donde contemplaba, con
ignominiosa zozobra, cómo se derrumbaban, una por una, las concepciones
que creía como verdaderas en un mundo anodino y absurdo.

II
Al despertar por la mañana vi que tenía una solicitud de amistad, pero no le
presté atención. Me sentía un tanto raro, no sabía por qué. Fui a la escuela y
todo estaba igual de aburrido, las clases continuaban y solo quería que el
tiempo volase, pero parecía transcurrir más lentamente que de costumbre.
Llegada la hora libre salimos a comprar algo a la tienda, solo Gulphil y yo.
Estuvimos hablando acerca del destino, el tema me interesó y quise exponer
mis ideas al respecto, aunque creo que no lo conseguí. Gulphil me consultaba
porque decía que yo sabía sobre esos temas raros, pero no era así.

–Entonces ¿tú crees en el destino? –preguntó Gulphil, contrariado.

–Bueno, pues yo… –dudé y mejor me callé.

–¿Tú qué? –replicó, curioso–. Mira, ¡ahí va Natzi! ¿No es la chica que
decías te gustaba?

–¡Sí, es ella! Pero ya no me gusta. Bueno sí, aunque es complicado –


repuse con tristeza.

–¿Y eso por qué? He hablado con ella y, al parecer, es buena onda.
Podría ayudarte y conseguirte una cita o algo parecido.

–Sí, supongo –asentí pensando en el asunto del destino–. Supongo que


es bonita al natural.

–Posiblemente, pero ¡qué más da! Entonces ¿qué me dices del destino y
el amor?

–No podría decirte mucho. La verdad es que últimamente hay


demasiadas cosas en mi cabeza, y no sé qué opinar al respecto. Creo que es
triste pensar en el destino, pues exime responsabilidades y reduce las
posibilidades de una independencia humana con respecto a inteligencias
supuestamente superiores. En todo caso, ¿por qué lo preguntas?

–La verdad –dijo mientras se dibujaba en su rostro cierta preocupación–


es que otra vez tengo problemas con mi novia. Ya sabes, la muchacha de la
que te he contado. ¿Recuerdas sobre ello?

–Sí, desde luego. Recuerdo que me contaste varias cosas, pero es difícil.
Según voy rememorando, me dijiste que la conociste en tu trabajo, que ya han
estado juntos algunos años, etc. Sin embargo, han tenido problemas debido a
sus celos y su inseguridad, además de que ya han sido infieles ambos.

–Todo eso es verdad. Mi relación tiene demasiados altibajos, pero la


quiero. Entonces ¿no crees que dos personas se encuentren por una razón
determinada?

–Pareciera que el destino y el libre albedrío se mezclaran en términos


que no logramos comprender. Además, demasiados factores podrían
intervenir, pero tampoco se sabe en qué proporción. Por ejemplo, tenemos el
factor de dios, que muchas personas consideran como un todo en cuanto a
estos temas. Está el factor mental, que versa sobre la injerencia que tienen
nuestros pensamientos para alterar el curso de los sucesos. Está el factor del
karma, desde luego más esotérico y no menos enigmático. En fin, un gran
conglomerado que no resuelve absolutamente nada al respecto.

–Vaya, tú sí que vas más profundamente –exclamó Gulphil, sorprendido.

–Claro que no –me apresuré a indicar, ruborizado–. Supongo que de un


tiempo para acá es esencial complicarme la vida con pensamientos raros. Tal
vez eso hacemos: suponemos ciertos aspectos de la vida, pero la mayor parte
de ellos están ahí y nunca los cuestionamos.

–No importa, no quería que te enredaras más por esto. Pero gracias,
supongo que entonces es cierto, aunque una parte de mí se niega a creerlo.

–¿Qué es cierto?

–Que conocemos a las personas por algo. Quizá todo está ya trazado,
solo vamos cumpliendo con el guion. ¿Nunca has pensado que podríamos ser
personajes de una novela? Sería interesante, recuerdo que esa idea justamente
tú la dijiste hace tiempo –rio y luego se tornó pensativo de nuevo–. Me aterra
la idea de pensar que no decido sobre mis acciones, que no tengo ese poder
para elegir.

–Sí, recuerdo que lo hemos hablado antes. ¡Qué simple puede parecer
algo tan envolvente! Incluso ir a la tienda y elegir una soda de determinado
sabor ya es complejo. Todos los sucesos se desencadenan de ese modo,
pareciera que se desarrollan basándose en el principio de causalidad, aunque
nunca ha sido verdaderamente demostrado. Todavía más espeluznante sería la
teoría de los multiversos, ¿no lo crees así?

–Siempre hablas de cosas que yo jamás he escuchado. ¿De qué trata eso,
pues?

–¿En verdad no la conoces? Es bastante común. No es sino la teoría que


dice que todo lo que vivimos está supeditado a un universo en concreto. Es así
como se explica la multiplicidad de entornos, la división quizás hasta infinita
de opciones. En cada uno de los mundos has elegido algo distinto en algún
momento de tu vida, y ello ha ocasionado una diferencia significativa que lo
cambia todo. El simple hecho de elegir entre levantarte un minuto antes o
después genera un universo diferente. Así, la más insignificante variación abre
el camino a un conjunto de elementos únicos para cada realidad. Sería
interesante dilucidar si ese conglomerado de universos existe solo en nuestro
interior o en alguna otra dimensión.

–Tienes bastantes ideas, deberías de escribir un libro. ¿O acaso es que


piensas desperdiciar tu vida aquí?

–Pues no tengo de otra. En realidad, solo repito cosas que otras personas
han ya expuesto.

–Pero tu forma de ser es única. Eres demasiado inteligente, ya verás que


sí lograrás algo grande, yo lo sé.

Su celular sonó y era, precisamente, su novia. Me quedé ahí y disfruté de


la sombra proporcionada por los árboles. Algún día tendría que saberse la
verdad, aunque fuese dentro de eones. Entonces vi pasar de nuevo a Natzi. Era
delgada, usaba anteojos, los cabellos sueltos y algo en ella más allá de lo físico
me llamaba la atención. Acaso podían ser sus lecturas raras, las cuales podía
apreciar cuando se sentaba detrás en la clase; parecía estar interesada en algo
llamado teosofía. Este semestre tenía la firme de convicción de hablarle, y tal
vez algo bueno podría resultar de todo ello.

Mientras caminaba para regresar a casa de mi tía, nuevamente


experimenté la sensación desagradable que había comenzado desde que nos
mudamos. Me pesaba el cuerpo, el calor era demasiado y sudaba
tremendamente. Pero debía caminar todavía un tramo más, no había alcanzado
el transporte y no me quedaría a esperar otra media hora para el siguiente. Era
horrible y me sentía fatal, algo en mi interior se negaba a continuar. Seguía
batallando con el calor, observando a las personas que pasaban a mi alrededor.
No entendía un carajo de cómo había llegado hasta ahí. Entonces recordé la
pregunta que me hiciera Gulphil sobre el destino, esa que no pude responder
con precisión. Pero ¡qué malditamente adecuado resultaba ahora! Todo ello
comenzó a fluir en mi cabeza, a veces me pasaba así. Tenía esa habilidad para
encerrarme por unos instantes en mí y atormentarme con preguntas sin sentido
o reflexiones triviales.

Hasta ahora había vivido creyendo que era yo quien tomaba todas las
decisiones en mi vida, pero ¿y si no fuese así? ¿Acaso el destino significaba
que no valía la pena esforzarse por nada si, de cualquier modo, ya todo estaba
determinado? ¿Qué había del azar y también de dios, por supuesto? Me
desagradaba la idea de no poder decidir, de no tener voluntad propia, pero
tampoco era una locura pensarlo. Además, también la idea de dios era
determinada, pues era todo poderoso y podía controlarlo todo. ¿Por qué nos
daría libre albedrío? ¿Para qué elegir entre el bien y el mal si dios quiere que
hagamos bien y, si no, seremos enviados al infierno? No había lógica, un ser
supremo nos da libre albedrío y luego nos castiga por no hacer lo que él
quiere. Y si, en un acto de disgustar a dios, el diablo comenzara a hacer el
bien, ¿sería entonces un dios más benevolente que el original?

Una señora me distrajo pidiéndome que le ayudara a recoger unas cosas


que se le habían caído. Parecía ya muy vieja y jorobada, con sus cabellos
demasiado blanquecinos y nubes en los ojos. Recogí una por una sus cosas, las
coloqué en su bolsa y di media vuelta, pero cuanto estaba a punto de
marcharme dijo:
–Con cuidado cuando pienses tanto, o puede ser que termines cediendo
ante tu propio interior. Aquel que no domina los corceles que tiran
salvajemente del carruaje donde viaja como auriga su espíritu, termina por
estrellarse en los sitios menos esperados.

–¿Cómo sabe usted eso? –pregunté como un autómata, pero, al volver la


mirada para quedar de frente a ella, no había nadie.

Inspeccioné el lugar de inmediato. Pregunté si alguien había visto a la


anciana, pero nadie contestó afirmativamente; algunos hasta creyeron que
estaba loco. Terminé cediendo ante sus negativas y me convencí de que había
sido solo parte de mi imaginación. Después de todo, esos arranques donde me
abstraía en mí mismo se habían hecho frecuentes desde que nos mudamos. Ahí
estaba mi hogar, aunque lo rechazase una y mil veces. Lo primero que
observaba al llegar era a mi perro: mugroso, viejo y enfermo; apenas y
levantaba la mirada. No teníamos espacio para él, pero mi padre no quiso
regalarlo, aunque nadie le ponía atención. A mi madre le hartaba la pestilencia
de sus orines, a mi hermana le chocaba bañarlo y yo ya ni siquiera le prestaba
atención. Luego, estaba el atroz ruido que había siempre desde temprano hasta
tarde. Lo peor era observar la casa donde habitaba, si es que se le podría
llamar así, pues no era sino una pocilga. Pero ¿qué sería de nosotros si ese
calabozo no hubiese estado disponible? ¿Dónde estaríamos ahora?

Me recosté un poco y encendí el celular, observé una solicitud de


amistad. Era de una mujer que se llamaba Elizabeth Tiksmatter. Al entrar a su
perfil vi que era toda una artista. Tenía obras majestuosas en su repertorio,
también leía demasiado y parecían interesarle cosas raras, algo sobre
reencarnación y misticismo. Al parecer, había comenzado a trabajar en un
nuevo proyecto para ilustrar los libros de un enigmático escritor hasta ahora
desconocido. Lo más impactante ocurrió cuando miré su fotografía de perfil, a
la cual ni siquiera había prestado atención por mirar su información y sus
obras. No podría describir lo impresionante y sugestivo de su rostro. Sus
cabellos eran rizados y rojizos, sus labios incitaban un deseo de pasión y
fiereza. Su nariz era perfecta, afilada y a la vez precisamente colocada. Pero,
sobre todo, sus ojos me embelesaron. ¡Qué magnífico color carmín refulgía en
ellos! Eran demasiado profundos, ocultaban tantos sentimientos y vivencias, le
daban a su rostro un aspecto único que no había atisbado jamás. Su ser me
parecía casi como algo divino.

Así, durante la comida no pensé en otra cosa que no fuese Elizabeth.


Solo ella mantenía encendido un deseo en mí; sin embargo, no era uno de
amor, tal vez solo de pasión. No entendía qué me ocurría, ella era como el
presagio de un nuevo horizonte. No sentía que quisiera conocerla, tratarla y
amarla, sino solo poseerla en todos los sentidos. Era extraño, muy raro lo que
ella incitaba en mí. Por unos instantes, hasta llegué a pensar que era parte de
mi destino mirar su fotografía, nada más vacío pude dilucidar. Terminé mis
alimentos y regresé al pedazo de cuarto que me tocaba, tomé el celular y volví
a mirar su foto. Qué ojos tan bellos, parecían expresar algo que no entendía.

No logré comprender ni lo más mínimo, pero sabía que esa mirada


carmesí denotaba solo el principio de una historia que tenía dos vertientes. La
primera era aceptar su amistad, buscarla y conocerla; la segunda era rechazarla
y seguir con mi vida. Sabía que la olvidaría pronto, pues no la quería amar,
solo la deseaba. Supuse que estaba dándole mucha importancia al asunto, así
que, con las manos temblorosas, decidí declinar su solicitud y eliminar
cualquier posible contacto. Hasta ahí había llegado Elizabeth, al menos así
creía haberlo decidido yo. El resto de la noche no sé qué cosa en mi interior
acrecentaba cierta sensación de inutilidad, anonadándome e incluso
deprimiéndome terriblemente.

Pasados algunos días me sumía más frecuentemente en mis


abstracciones. Empecé a volverme más taciturno y a hablar cada vez menos
con mis padres. Las noches se tornaron particularmente tormentosas dada la
increíble cantidad de especulaciones que atiborraban mi cabeza. Algo me
estaba afectando, estaba llegando hasta mí y me sugería funestas visiones. Me
sorprendía sentir un rechazo inverosímil hacia todo cuanto el mundo era y
ejercía en mí. ¿Podría ser acaso que todo en lo que había creído desde mi
nacimiento estuviera manipulado por atavismos infames? ¿Qué podía hacer
para evitar que mi alma se atascara de raras memorias y de ideas todavía más
siniestras?

Sin entender nada, caminaba hacia la escuela, tras haber devorado mis
alimentos en la cafetería, cuando curiosamente una vocecita me habló:

–Hola, ¿a dónde vas con tanta prisa?

Volteé y observé que se trataba, nada más y nada menos, de Natzi. Se


había acercado hasta mí y había emparejado sus pasos con los míos. Ahora la
miraba y sabía que, sin ser atractiva, me gustaba.

–Hola, qué tal –respondí con tono afable–. ¿Qué estás haciendo por
aquí?

–Vengo a comer a la cafetería del edificio siete, puesto que la nuestra


está muy fea y dan todo sumamente caro –dijo con ironía–. ¿Acaso tú haces lo
mismo?

Noté al instante eso en ella, que cada palabra o frase la soltaba con
sarcasmo. Me costaba diferenciar cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba.
Gulphil solía decir que en esto éramos iguales, pues según él yo también
mantenía esa actitud incisiva y a la vez solemne hacia los comentarios y
acciones a mi alrededor.

–Sí, yo también hago lo mismo… Por cierto, te he visto un par de veces,


pero nunca me había atrevido a hablarte –afirmé con prontitud.

–¿Y eso por qué? ¿Te parece que soy alguien antisocial? Soy sencilla en
el trato, no te cohíbas.

–No es eso, se trata de… –callé y ella río–. Es que no soy bueno
comenzando cosas, tú sabes, pláticas con desconocidos.

–Sí, de eso ya me he dado cuenta. Pero vamos por allá a platicar, o ¿ya
tienes clase?

Tenía clase, pero ¿qué más daba? No perdería la oportunidad ahora que
al fin se presentaba. Qué extraño era que, cuando más pensaba en el destino y
en por qué las personas se conocen bajo ciertas circunstancias, Natzi era quien
había tomado la iniciativa de hablarme. ¿Habría Gulphil tenido algo que ver
en todo esto? No había forma de saberlo por el momento, así que decidí mentir
y seguirla.
–No, tengo hora libre –dije con la mayor confianza posible.

–¿No tienes clase? Tengo un compañero que va contigo y no me


comentó que hoy tuviesen hora libre.

–¡Ah! Hablas de Gulphil, mi compañero. El asunto es que ya casi son


los exámenes finales y, como yo pasé con honores los primeros, no debo
presentar estos últimos, así que no importa.

Caminamos en círculos por toda la escuela, hasta que decidimos


sentarnos en una banca donde había sombra. La tarde era fresca y hasta
agradable, yo me sentía bien en su compañía, pero no entendía cómo algo así
podía ser real. Su voz me encantaba, era como aquella que hubiese querido
escuchar para ahogar el ruido en mi interior.

–Cuéntame ¿qué te trae por aquí? ¿Qué ha sido de ti y de tu vida? –


exclamó de pronto, aunque aún reía bastante–. Gulphil me ha hablado de ti,
dice que eres raro. ¿Me ayudarás en mis estudios?

–Pues no soy ningún genio, solo trato de apurarme. Claro, te ayudo en lo


que sea.

–Muchas gracias, eres amable. Aquí las personas suelen ser arrogantes y
despiadadas –dijo mientras se echaba el cabello hacia atrás.

–¿Por qué dices eso? Supongo que en todo el mundo hay gente buena y
mala.

–Pues supones mal. Yo solo veo en este mundo gente que vive
inútilmente. Tú sabes, soy algunos años mayor que tú y he visto todo lo que
necesitaba del mundo.

No supe qué decir y la miré detenidamente, luego se desternilló de


nuevo. Me pareció que era sumamente inteligente y con una vida desordenada
y arruinada.

–No te quiero asustar, pensé que tú también sabrías de qué hablo.


Gulphil me ha dicho que eres un poco diferente al resto, así que quise
comprobarlo por mí misma, pero no importa. Entonces ¿sí me ayudarás con
mis materias? Sabes, voy algo retrasada en mis cursos.

–¿En qué semestre estás ahora?

–Estoy en cuarto, pero debería de ir en séptimo. He querido tener esta


conversación contigo, pues parece que empiezas a sentirte angustiado.

No supe cómo había logrado descifrar mis sentimientos, pero tampoco


se lo pregunté. Por primera vez en mucho tiempo sentía materializarse eso que
me había inquietado desde el incidente de la casa. Ella continuó:

–No tienes de qué preocuparte, no te espío. Yo solo, digamos, tengo un


don.

–Ah ¿sí? ¿Y de qué se trata? –inquirí agobiado.

–Tal vez no lo creas, pero en ocasiones puedo leer en los corazones de


las personas, puedo saber lo que hay en su interior. Y te puedo decir que todo
es más complejo de lo que parece, por eso no estoy de acuerdo con eso de la
gente buena y mala. Todos podemos llegar a ser esto o lo otro dependiendo de
las circunstancias. Y de eso se compone la vida, de impulsos causados por
sentimientos que no podemos controlar. Dudo que exista una sola persona que
logre controlar sus pensamientos de manera absoluta.

–Ya veo, tú eres rara. ¿Acaso lees mucho? –pregunté emocionado.

–Lo suficiente. ¿Qué clase de lecturas te agradan?

–Sí, me gusta hacerlo. Podríamos intercambiar libros en alguna ocasión


–le dije sin concluir, un tanto trémulo con mis gustos literarios.

–Desde luego, pero te advierto que yo solo tengo libros raros, quizá no
te gusten.

–No entiendo, ¿qué clase de libros? ¿Acaso eres bruja?

–No, pero estaría bien. Cuando los leas sabrás de qué hablo, son temas
relacionados con el misticismo, el tiempo, la eternidad, la reencarnación, el
infinito, el cosmos y la espiritualidad.

–¡Qué bien! Suena bastante completa tu colección. Yo nunca he leído un


libro sobre eso; de hecho, hasta hace algún tiempo no leía.

–Todo son hábitos y costumbres, ¿no te parece? Todo se nos impone. A


veces me pregunto ¿qué sería de nosotros sin eso?

–¿Sin qué? ¿Sin todo lo que hemos aprendido hasta ahora? –respondí
algo contrariado.

–Algo así. Supongo que es prácticamente imposible para alguien poder


limpiar su cabeza de todo lo que se le ha enseñado desde que nació, sería una
locura incluso. Podemos cambiar de ideas conforme vamos creciendo, pero el
mayor logro de este monstruo que nos absorbe diariamente ha sido el de
etiquetarnos bien con un diseño de fábrica sin el cual no podría ser posible la
existencia.

–Eso suena interesante –asentí un tanto pensativo–. Pero ¿de qué


monstruo hablas?

–Del mundo como es hoy en día. ¿No te parece un pésimo lugar para
vivir? ¿No crees que algo nos controle?

–Pues eso no lo sé. Supongo que quiero hacer cosas. Ya sabes, trabajar y
ganar dinero, ayudar a las personas y ser feliz.

–¡Ja, ja, ja! –se desternilló Natzi mientras su mirada reflejaba una
terrible decepción.

–¿Qué? –espeté al instante–. ¿Acaso encuentras algo de malo en eso?


Así es como se vive usualmente, ¿no?

–Tú lo has dicho. Es lo cotidiano y lo mediocre, creo yo. ¿Y me vas a


decir que también crees en dios y en el amor?

–Bueno, no sé. Mis padres me han educado de cierta forma.

Natzi continuó riendo durante unos segundos que me parecieron eternos.


Me sentía un poco molesto por la forma en que le hacía gracia mi
pensamiento. Entonces recordé cómo yo mismo me había sentido incómodo
últimamente con lo que se me había enseñado sobre el mundo. Era una
graciosa coincidencia que Natzi estuviese precisamente hablando sobre los
temas que me inquietaban.

–Pero si eres como todos los demás –dijo al fin, controlándose un poco–.
Ahora veo que Gulphil me mintió, eres solo un niño, un pequeño capullo ¡Te
hace falta despertar, librarte de los ideales que tus padres te han impuesto, que
el mundo te ha encasquetado!

–Pero ¿cómo podría hacerlo? ¿Cómo puedo ser diferente de los demás?
–pregunté con timidez–. En todo caso, no veo por qué el mundo puede estar
tan mal. Es cierto que no todo es bello aquí, pero…

–No te preocupes, déjalo así –asentó ella, interrumpiéndome con


violencia–. De cierta forma noto algo en tus ojos, son bellos. He observado
desde el interior lo que te atormenta, pronto entenderás lo que te digo. Aún
debes vivir un poco más, aprender y entender que el mundo actual no es un
lugar apto para existir, sino solo un enorme campo donde se lucha
incansablemente por sobrevivir. Claro que otros tienen fortalezas y arrojan
migajas a los más desesperados, pero a veces ni eso. Ya entenderás lo que te
digo, sé que sí, puedo verlo.

–Espero que sí –dije sintiéndome confundido–. De hecho, sí he sentido


que algo en mí intenta despertar, pero no sé qué sea, todavía no quiero que
salga.

–Tal vez no sea tu elección, él decidirá cuándo salir. Así nos pasa a
todos, al principio duele y luego se intensifica la vibración, pero hasta ahí.

–¿A todos? ¿A ti también? –inquirí con curiosidad.

–A todos los que despertamos, los que nos desconectamos y tratamos de


encontrar una identidad propia.

–Y luego ¿qué pasa cuando se despierta?

–Bueno, cada quién lo percibe de forma distinta. Verás, yo estuve ya


casada con alguien que creía era el amor de mi vida, y tuve la concepción de
que el mundo era perfecto. Tú aún debes vivirlo, pero ten en cuenta que
dolerá.
–Entonces ¿es algo normal en la gente eso de despertar? –pregunté con
una curiosidad que no cesaba.

–No, solo a unos cuántos les ocurre, pero presiento que tú serás parte de
esos pocos.

Me quedé meditando sus palabras unos momentos, parecían relacionarse


con el destino, o con esos ojos carmesí de aquella artista. ¿Qué carajos me
sucedía?

–Cada uno debe vislumbrar ese despertar del que te he hablado por sí
mismo. Nunca se puede llegar a tal estado mediante otros, ni siquiera los
libros pueden llevarte ahí donde está el origen y el fin, donde el infinito es
alcanzable y la supremacía deja de ser solo una entelequia.

Quedé asombrado, pues algo en mí sabía que ella diría todo aquello. En
mis sueños la había admirado como a Elizabeth, como a esos ojos carmesí que
penetraban mi espíritu e intentaban sacarlo de las fauces donde estaba
encasquetado desde mi nacimiento.

–Quisiera poder aprender más de ti. Me resulta interesante tu compañía


–le dije en un tono solemne.

–Muchas gracias, ya debo irme a mi clase. ¿Gustas que nos veamos otro
día?

–No lo sé, sería bueno. ¿Qué hay de la ayuda con las asignaturas?

–¡Casi lo olvido! De hecho, el viernes por la tarde será el cumpleaños de


un compañero en el grupo, quizá te gustaría acompañarme. Gulphil también
irá. Bailaremos, beberemos y la pasaremos bien.

Acto seguido me dio su celular y yo lo guardé cuidadosamente. Dije que


asistiría a su reunión y que, en efecto, bailaríamos, beberíamos y la pasaríamos
bien. En realidad, no sé por qué lo dije, puesto que nada de eso eran cosas que
yo quisiera hacer, tal vez solo un impulso.

–Pero no te confundas –aclaró ella con voz firme–, recién te conozco y


no quiero que pienses que te invito por alguna otra cuestión… Sabes, no soy
chica de un solo chico.

–Ah, claro. No te preocupes, no lo había pensado así –le contesté


tímidamente.

Natzi se marchó a su clase y yo me quedé ahí, me recosté en el pasto y


me dormí. Cuando desperté, ya se había hecho tarde para la siguiente clase, así
que decidí no entrar e irme a casa. Después de todo, ya casi había pasado
todos los cursos, nada me preocupaba.

III

Los días siguieron su superfluo curso y finalmente era viernes por la tarde, la
hora en que vería a Natzi para asistir a la dichosa reunión. Ciertamente, era la
primera salida que tenía en mucho tiempo. En la preparatoria solo me había
emborrachado dos veces y ninguna fue tan grave como para meterme en líos
con mis padres. Esta vez era diferente, puesto que creía sentir cierta atracción
hacia Natzi, pero tal vez era solo mi imaginación. Me gustaba, pero no la
quería, no podía ser que comenzase a amarla. Vaya ironía, en cuestión de
minutos escucharía de nuevo su voz y estaríamos partiendo hacia uno de
aquellos sitios donde va la gente cuando quiere perder el tiempo. Más tarde me
encontré con Gulphil, quien al parecer estaba bastante emocionado

–Entonces ¿tú también irás? –me cuestionó bastante sorprendido.

–Natzi me invitó, así que iré.

–¿De verdad? Pero si apenas te conoce, parece que vas por buen camino.

–¿Tú crees? Yo no estoy tan seguro, no sé qué camino quiero tomar.

–Bueno, por ahora no importa –afirmó despreocupadamente–. Iremos a


divertirnos y a pasar un excelente rato.

Hice caso a Gulphil y ambos nos dirigimos al lugar donde


encontraríamos a Natzi. Ella estaba ahí esperándonos, con un suéter negro y su
talante despreocupado. Al vernos sonrió, nos saludó e hizo una señal para que
la siguiéramos. Nos encontramos con algunos de sus amigos, a los cuáles yo
conocía solo de vista y sabía eran de la universidad. Posteriormente,
caminamos largo rato hacia el tren, tiempo en que Gulphil y yo conversamos.

–¿Y ese milagro que aceptas venir a una fiesta? –preguntó él mientras
miraba su celular y hacia muecas de disgusto.

–Pues ya ves, solo por Natzi. Y tú ¿por qué vienes?

–Te gusta mucho, ¿verdad? Yo escuché que a ella le gustaba Leo, el


moreno alto que toma clases en la mañana. Yo solo vengo por diversión, para
pasarla bien. Tú sabes, tengo novia y no busco algo más, pues la amo y quizá
pronto viviremos juntos. Espero que los problemas se solucionen muy pronto
y podamos estar bien.

En eso Gulphil era distinto al resto, en verdad le era fiel a su novia. Sin
embargo, siempre tenían problemas, terminaban y regresaban a la semana
siguiente. Yo pensaba que, en el fondo, su relación era una molestia para
ambos, que el amor se había extinguido hace mucho y que se negaban a
aceptarlo. Las personas son así, solo llegan a estar juntas por costumbre, apego
o cualquier otro capricho. En realidad, siempre he dudado que exista el amor,
es algo tan absurdo.

–Me da gusto que ustedes vayan a estar juntos –mentí para no tener que
lidiar con más pláticas sobre su relación–. No sabía eso sobre Leo; sin
embargo, tengo poco de conocerla, como bien sabes. Quizá solo deseo ver qué
pasa, pues estoy bastante aburrido de la cotidianidad que hay en mi existencia.

–Ya veo. Pues no me parece que sea muy atractiva, aunque es agradable.
Siempre que platico con ella me recuerda a ti y tus abstracciones, esas que
dices te dan de repente y donde meditas cosas, aislándote del mundo. Además,
tiene un talante sarcástico muy parecido al tuyo.

–Sí, ella me ha contado acerca de lo que lee y ha aprendido, parece


interesante. Y sí, he notado que es rara en casi todo.

–Pues entonces ahí está –dijo él sonriendo como un loco–, ¿qué estás
esperando? Ambos tienen ideas similares, es tu momento de brillar.
–No lo sé, siempre hay cosas. ¿Sabes por qué no vino Heplomt? Él
siempre anda en estos asuntos de fiestas.

–Es que ha de estar en el gimnasio. Se metió hace ya un rato y al parecer


lo está tomando en serio. Aunque…

–No lo sabía. Parece que me he perdido de algunas cosas últimamente.


Aunque ¿qué?

–Solo tienes qué calmarte y disfrutar la vida. Hemos notado que te has
apartado más y más. Bueno, no le digas que yo te conté, pero se toma cosas
indebidas, como anabólicos y eso. ¿Quieres saber algo gracioso?

–Pobre, debe estar muy desesperado por su físico. Supongo que sí, ¿qué
más da?

–Pues resulta que Brohsef está molesto con Heplomt. ¿Y sabes por qué?
Pues porque este último se besó con Cegel el fin de semana pasado, durante la
fiesta del sábado.

–Vaya novedad –asentí sin mucha emoción–. Pensé que había pasado
algo más relevante.

–Pues que a Brohsef lo ha rechazado otra chica más.

–Igual de irrelevante. ¿Te das cuenta de que siempre nos vemos


inmiscuidos en los asuntos de los demás? Incluso ahora, yo no debería…

La voz de Natzi nos interrumpió, al parecer esperaríamos un poco por


uno de sus amigos, el último invitado, que llegaría justo al lugar donde
estábamos. Finalmente, partimos hacia el lugar predilecto. Al llegar solo
observé muchas luces, tenían algo de raro, una iridiscencia extraña. Había
meseras, gente bailando, música con alto volumen, mucho alcohol y tabaco.

–¿Qué desean? –preguntó el mesero con la mejor cara que pudo.

–Queremos de todo un poco –replicó Natzi.

–Muy bien, en un momento estará lista su orden –aseguró el mesero


afablemente.
Y así fue como todo comenzó. Sin notarlo, comencé a beber demasiado
rápido, una tras otra, ya solo me limitaba a vaciar las copas sin decir la gran
cosa. Natzi, por lo que pude observar, no se emborracharía, solo bebía lo
necesario para entrar en ambiente. Luego, vino la hora de la verdad: el
momento del baile.

–¡Anda, es tu oportunidad! ¿Qué estás haciendo aquí sentado? ¡Sácala a


bailar! –expresó Gulphil un tanto consternado ante mi pasividad.

–Creo que todavía no es buen tiempo, debo esperar un poco más. De


hecho, lo que me impide hacerlo es que yo no sé bailar muy bien.

Gulphil se desternilló ante lo que consideraba eran impertinentes


excusas y dijo que casi a todas las mujeres les agradaba bailar. Siempre se
tenían mejores oportunidades y opciones si uno sabía bailar. Yo le escuché y
no me pareció que tuviera la razón, aunque permanecí en silencio. De pronto,
uno de los amigos de Natzi pidió su mano y desde ese momento empezó a
bailar con él y los demás sin sentarse ni un solo segundo. Yo solo observaba y
entre más trataba de entender aquellos movimientos rítmicos, más intrincado
me parecía el hecho de imitarlos. Así pasé todavía demasiados minutos, sin
animarme a bailar con Natzi. Finalmente me acerqué a ella, que al fin había
tomado su lugar y bebía un poco.

–Así que te gusta bailar, veo que eres muy buena.

–¡Sí, me encanta! A eso he venido aquí, a bailar y divertirme. ¿Qué me


dices de ti? ¿Sabes bailar, al menos? –preguntó como si realmente no esperase
algo de mí, como si le fuera totalmente indiferente.

–Bueno, la verdad es que yo…, quisiera poder…

–¿Sabes o no? –preguntó tornándose seria, luego rio cuando miró en mi


cara ciertos efectos del alcohol.

–Pues sé lo básico, quisiera aprender más. Tú podrías enseñarme, ¿no


crees?

–Me da la impresión de que ya has bebido demasiado, deberías de parar


con esa copa –dijo poniéndose adusta, luego sonrió–. Claro, desde luego.
¿Cuándo quisieras empezar tus clases?

–¡Ahora mismo! –afirmé alegre de que me prestara atención al fin.

–¿Ahorita? Pero ¡si estamos en una fiesta! Dices que sabes al menos lo
básico, quizá podríamos intentar bailar la próxima.

Me aterroricé absurdamente. No sabía qué hacer, algo en mi cabeza me


indicaba que no estaba en el lugar ni en el tiempo correcto. Desde antes de
llegar a ese bar lo supe, incluso antes de aceptar la invitación. Comúnmente
pasa que no se tiene la voluntad de rechazar aquello contra lo que se ha
luchado largo tiempo, y en la primera oportunidad se abraza lo execrable. Así
me pasaba ahora, de esa forma absurda había terminado en ese sitio, entre esas
personas cuya existencia de alguna forma no reconocía como válida, sin saber
explicar el por qué. Sencillamente tomé a Natzi y jalándola del brazo la llevé
hacia la pista de baile, todo fue tan rápido. Intenté bailar, hacer lo mejor que
pude, pero no resultó. Ella igualmente trató de seguirme el paso, de
acostumbrarse a mi ritmo, uno del cual yo carecía. Poco a poco noté su
incomodidad, hasta que resolvimos bailar por separado y nos limitamos a
mover las extremidades como tontos. Yo me sentía devastado, sabía que había
fallado en mi intento por complacer a Natzi. No entendía porque debía
hacerlo, pero así me pareció correcto. Toda la vida consistía en complacer y
soportar a personas que no entendía. Y no era distinto esta vez, sin contar que
apenas tenía una semana de conocer a aquella niña sarcástica.

–Así no se baila. Te hace falta más soltura, no debes estar tan tieso –
afirmó, algo molesta y a la vez decepcionada por mi fatídica actuación.

–Bueno, realmente no sé. Hago lo mejor que puedo, ¿qué tal si me


enseñas? ¡Tú sí sabes bailar! –repliqué desconcertado, las copas que tan
raudamente había bebido minutos antes comenzaban a hacer efecto.

–Pues se trata de practicar. Tienes que sentir la música, dejarte llevar.


Esta canción va muy rápido, mejor vayamos a sentarnos y luego, cuando pase
una más tranquila, intentaré enseñarte, ¿qué te parece? –exclamó con una
expresión de tristeza y desprecio mal disimulado.

–Sí, hay que ir a sentarnos, y luego veremos –repliqué ya presa del


alcohol.

Nos fuimos a sentar, pero al poco tiempo Natzi consintió en bailar con
los demás compañeros. Había uno que era bastante bueno, realmente no sabía
cómo alguien podía bailar tan bien. Lo hacía tan natural y con tal facilidad, sus
pies se movían de manera fantástica. Hubiera deseado ser él, tener esa
habilidad que jamás me había preocupado por desarrollar. Gulphil se sentó a
mi lado, pero antes de que pudiéramos entablar conversación, lo cual ya era
difícil debido al alto volumen de la música, su celular sonó y salió para no
regresar sino hasta una hora después. Durante este periodo en que estuvo
ausente yo permanecí sentado, continué bebiendo desmedidamente y mirando
cómo Natzi bailaba con cualquier pendenciero que se le presentaba.
Realmente lucía bien, y eso que no estaba tan maquillada, su belleza era
natural. Además, llevaba puesta una blusa sin mangas, de un azul muy
encendido y sus cabellos lacios y negros me fascinaban. Ciertamente no era
atractiva, pero notaba en ella algo único. Creo que ya estaba loco por ella.
Convencido de que debía hacer algo al respecto, conversé ligeramente con uno
de los compañeros que habían asistido con nosotros a la reunión, su nombre
era Mandreriz.

–Oye –le dije ya con confianza debido a mi estado alcohólico–, ¿tú crees
que tengo alguna oportunidad con Natzi?

–Claro que sí –respondió él alegremente–. Todo lo que tienes que hacer


es ser valiente, solo eso. Ya he visto cómo la miras, con qué pasión, y a la vez
noto algo raro, como si pudieras observar algo más allá de su cuerpo. Ella es
profunda, pero a la vez sencilla. Como ves, le gustan las cosas raras, lo
espiritual y metafísico; sin embargo, también sabe bailar, beber y pasarla bien.
Es, en cierta forma, una mujer muy original. Pero supongo ya te has percatado
de ello, o al menos te ha atraído un poco.

–Pues solo ha insinuado cosas, pero nada concreto. ¿Tú podrías


contarme más al respecto?

–Desde luego, solo no menciones mi nombre cuando ella te pregunte


sobre el informante. Es más, haz como si te sorprendieras cuando te lo llegue a
contar alguna vez.
–No te preocupes, yo sabré mantener a salvo tu integridad. Ahora –le
alenté, casi le obligué– cuéntame todo lo que sabes acerca de ella.

–Está bien. Pienso que tienes alguna oportunidad con ella, solo debes ser
cuidadoso, es una mujer muy… especial, loca y difícil. La conocí hace un año,
desde entonces nos hemos llevado bien. Como sabes, ella va atrasada y
tomamos por segunda vez materias con el mismo profesor. Le interesan cosas
como retiros espirituales, fumar hierba, pasarla bien. No bebe mucho y
siempre carga condones. ¡Oh, sí! ¡Eso es! ¡Se prepara ante todo! Si le llegas a
agradar, es capaz de acostarse contigo el mismo día que te conoce. Ella
entiende las necesidades humanas mejor que nosotros, hombres sin vocación
ni sentido. Pero ella es altanera, sarcástica y acaso una demente. Admito que
nunca había conocido a alguien como ella, y jamás me fijaría en alguien así.
Estuvo casada ya durante algunos años y gracias a eso desdeña cualquier
compromiso. Es muy original, ¿no crees? Espera, déjame terminar, aún tengo
mucho qué decir.

–Sí, continúa –le interrumpí solo para asentir a su proposición mientras


me empinaba otra copa de golpe.

–Ya sabe lo que es enamorarse, llegar a amar y que se desvanezca tu


mundo paulatinamente. Ella lo entiende y lo acepta, se ha fortalecido con ello.
Nosotros somos inexpertos a su lado, ella es como una diosa para ti. Tiene
ciertos dones con los cuáles puede adivinar lo que piensas. También es
precavida y sincera, sabe cuándo mientes. Digamos que puede leer claramente
en tu corazón. Está decepcionada de la belleza y del amor, prefiere la
concupiscencia y el libertinaje. Es demasiado libre para este mundo, para estas
relaciones mundanas que nos unen. Realmente no le importa besar cuantas
bocas quiera, acostarse con hombres mediocres solo para satisfacer sus
necesidades. Pero jamás abrirá su interior, pues resguarda un tesoro acaso
imposible de desvelar. Por eso puede ser complicada, porque buscar algo serio
con ella es jugar algo imposible de ganar. En cambio, si solo la buscas para
follar, para satisfacer necesidades de mentes débiles, para conversar sobre una
espiritualidad teórica o para bailar, entonces la encontrarás fácilmente. Yo sé
lo que te digo: es una mujer arrogante pero amable. Es única, ya casi no hay
otras como ella, es una princesa indómita. Muchos hombres la han tratado de
poseer más allá del sexo, pero se ha negado a aceptarlos. ¿Qué más te puedo
decir? No sé qué esperas ahora, no sé para qué la miras así, con ese reflejo
lascivo.

–Ya veo –asentí calmadamente–, pensé que era diferente. Sin duda, sabe
guardar bien las apariencias. Y yo que pensaba quererla sinceramente, ¡vaya
falacia!

–Vivimos en un mundo de falacias. De hecho, quizá debería decir en una


falacia de mundo –exclamó con una sonrisa malévola Mandreriz, que también
estaba muy bebido–. Tú eres un buen chico, pude notarlo en el semestre
primero cuando íbamos juntos. Ahora incluso lo noto en tu mirada, tienes algo
especial. La verdad, no entiendo qué estás haciendo en un lugar como este.
¿Acaso viniste aquí con la esperanza de tirarte a esa mujerzuela? ¿O tal vez
para embriagarte y salir de tu cotidianidad enfermiza? No te culpo. Todos
hacemos lo mismo, todos aquí buscamos eso y solo eso, ya sabes: dinero y
sexo, placeres regalados. En resumen, una vida hecha. ¿Crees acaso que la
naturaleza humana da para más?

Noté que Mandreriz estaba más tomado de lo que imaginaba. En


momentos así, un dipsómano solía explayarse en explicaciones filosóficas
muy abundantes. Decidí escucharle, cuanto más porque no dudaba de que
quizás él pudiera no ser real, pero no estaba seguro, no tenía control acerca de
mi mentalidad atroz. Asumí que no se trataba de otro reflejo, pero no descarté
la incertidumbre que me atormentaba.

–¡Así es, amigo mío, una falsedad! Escucha lo que le digo. Sé que soy
joven y tú también, somos unos capullos. Sin embargo, el mundo es una
verdadera monstruosidad y esa mujer lo denota a la perfección. Mírala ahora –
decía señalando de manera poco precisa a Natzi, quien bailaba y reía–. Ella
sabe que es una mujer vil, pero le gusta ese papel, ha aceptado tal
comportamiento. Y, aun así, tú la quieres follar, besar y hasta quizás amar.
¿Qué mayor prueba de un comportamiento sin sentido y absolutamente
irracional se quiere? Te aseguro que no eres el único, sino solo una aguja en un
pajar, eso es lo que somos todos. Piensa en tu inutilidad, en tu incertidumbre y
tu intrascendencia. ¿Qué demonios somos en esta vastedad implacable y
desoladora? ¿Qué sentido tiene estar aquí y ahora? Estamos bebiendo y
pasando un supuesto buen rato, pero yo sé que eso es una estupidez, una
blasfemia. Desperdiciamos nuestras vidas y, a no ser que hayas aceptado,
como las personas que observas ahora, una vida así de absurda y moldeada,
entonces estás errando el camino. Tal vez yo no sea el indicado para
aconsejarte, pero te estás equivocando terriblemente. Piensa en las cosas
maravillosas que puedes lograr y luego en que estás aquí y ahora. Así es, a
expensas de las migajas que una mujer impúdica te pueda ofrecer. ¿Acaso es
así de impulsivo el humano en sus deseos más terrenales? ¿Somos solo
esclavos de una poderosa e irracional mente traicionera? ¿Qué es todo esto
sino una prueba irrefutable de la mediocridad humana? Estas personas bailan,
se retuercen, pegan sus cuerpos y se excitan, se embriagan y fuman. Y allá
fuera está un mundo espléndido esperando ser descubierto. No hablo de la
realidad que tú conoces, sino de otro donde hay esperanzas para poder
entender nuestra existencia, para desmenuzar la moral y la integridad. Sí,
hablo de un paraíso donde los valores espirituales y la pasión interna reinan
sobre la decadencia de hambrientos seres como nosotros.

IV
Yo escuchaba a Mandreriz atentamente, prestaba especial atención a la forma
tan incisiva en que atacaba la supuesta mediocridad del mundo. Me parecía
que sus palabras estaban preñadas de una certeza indiscutible, pero que, de
algún modo, me negaba a aceptar. Quizás era cierto que se nos educaba para
no cuestionarnos cosas, para no levantar la voz y aceptar lo que estaba ya
inculcado. No obstante, ¿cómo librarse de todo ello? ¿Cómo renunciar a lo que
se era sin haberlo deseado, sin haber querido tal destino? Tantas sensaciones
mezcladas me anonadaban. Terminaba como un imbécil, tratando de evitar el
llanto y queriendo liberar eso que cada vez sentía más imposible de contener.
Luego escuché a Mandreriz, quien retomó su discurso:

–Seguramente te enamorarás como un idiota, pareces tener mucha


curiosidad por ello. Yo tampoco he estado enamorado, pero sospecho que debe
ser horrible. No podría imaginarme a mí mismo perdiéndome por alguien.
¿Sabías que realmente uno nunca sabe cuándo está enamorado? Es como
viajar a un país donde todo mundo sabe que somos extranjeros, excepto
nosotros. Dicen que es lo mejor que puede pasarle a uno, eso y la muerte. Te
digo esto no porque esté tomado, sino porque creo que tienes una gran carga
de sentimientos. Natzi es solo un peldaño, otro ser cuya existencia tú has
hecho posible al igual que la mía. Puedo decirte que vendrán más del mismo
lugar, tú deberás lidiar con ello. En poco tiempo tu prueba comenzará, yo lo
sé. Ciertamente, el amor sí es como la muerte, pero una que no te mata, ¡qué
estupidez! Es curioso que tal agonía no pueda depender de nosotros, que
llegue tan vorazmente y destruya nuestro mundo, que lo reconstruya y lo
adorne todo. Sin embargo, se va y nos deja peor, sin absolutamente nada, en
ruina total, endeudados con un mundo ficticio y con una tristeza inverosímil.
Por eso no debe enamorarse uno, pues el amor siempre se termina, se muere
agónicamente y se lleva lo mejor de nosotros; y qué paradójico que sea lo
mejor que nos pasa a los humanos en nuestras vidas. ¡Qué triste es la
existencia! ¡Qué asco siento hacia este mundo donde el amor es todo lo que
tenemos! ¡Quiero matar al amor y que jamás nadie vuelva a enamorarse!

Mandreriz se levantó y afirmó que ya era hora de que regresar a casa. Ni


siquiera me dio tiempo para responder a su perorata. Me dejó adrede ahí,
abandonado en un lugar donde sentía náuseas de estar, donde quería
enamorarme por tratar de experimentar esa sensación de estar muerto. Ahora
todo estaba más claro, por eso lo anhelaba. ¡Yo quería morir para ser libre,
pero era imposible! Entonces solo quedaba eso, intentar vivir quemándome al
máximo, explotando vorazmente, y solo aquella sensación podía brindármelo.
Pero Natzi me parecía imposible de adorar, ni siquiera era digna de querer.
Gulphil volvió en esos momentos, al parecer había reñido con su novia de
nuevo, pues su disgusto era notorio.

–Entonces ¿te quedarás otro rato? –inquirió Gulphil a punto de irse,


lucía mal.

–Sí, creo que sí –asentí dubitativo.

Realmente no sé qué clase de impulso hizo que tomara aquella decisión.


¡Qué clase de locura estaba a punto de cometer! ¡Jamás había pasado una
noche fuera de casa! Y ahora lo hacía de la forma más absurda posible, en un
lugar que me producía náuseas y con una cualquiera. ¡Qué remedio, qué
hombre tan imbécil me sentí cuando decidí que me quedaría ahí! Todos
partieron, no sin que antes Gulphil me permitiera llamar a mamá para
informarle que no llegaría a casa, que la pasaría con un amigo donde podría
dormir cómodamente. Tras esto, Natzi se sentó conmigo y comenzamos a
charlar. Luego, intentó enseñarme a bailar, pero ya estaba muy tomado y mis
movimientos eran más torpes que de costumbre. Finalmente, terminó por
ceder en sus intentos y yo quedé como un idiota. Nos sentamos de nuevo y
entablamos otra conversación. Entonces todo se dio de forma extraña, pues
paulatinamente la atmósfera se tornó hostil hasta el punto en que, quizá por mi
embriaguez, fui sincero y expresé cosas que ciertamente la lastimaron, o así lo
sentí.

–¿No te besarías conmigo ahora mismo? –espeté sin la mayor


consideración.

–¿Qué? ¿Besarme contigo? Pues mira, no sé, creo que tenemos poco de
conocernos. Deberíamos de convivir más primero.

–Pero tú me has insinuado que en realidad solo buscas pasar el rato, ¿no
es así?

–Bueno, es cierto que no creo en esas cosas de las relaciones serias, solo
que recién te conozco. No me lo tomes a mal, pero…

–No te parezco atractivo, ¿es eso? ¿O es porque no sé bailar? Lo


lamento.

Ella permaneció en silencio, parecía ofendida y se limitó a escucharme


durante los minutos siguientes. Yo me deshice en reproches y ofensas.

–Es inútil –comencé diciendo–, no soy bueno para esto. Ni siquiera sé


por qué vine aquí, esto no es lo que soy. Siempre lo supe y aun así quise venir
aquí. Es lo que les ocurre a las personas que intentan ser algo que jamás
podrán ser. Ahora mismo podría estar en casa leyendo, estudiando o
sencillamente recostado. ¿Qué necesidad tengo de estar aquí? ¿No es absurdo
esto, toda esta gente y estas situaciones? Aquí venimos a malgastar nuestro
dinero, a conocer gente igual de sinvergüenza que nosotros, a olvidarnos de
nuestra miserable existencia, de nuestra realidad execrable. ¿Y yo qué hago
aquí? Quisiera estar haciendo cualquier otra cosa, no es esto lo que quiero. Me
he equivocado al venir, todo esto ha sido una reverenda estupidez: quedarme,
intentar bailar, querer besarte… En fin, querer dejar de ser yo ha sido tan
absurdo.

Para cuando me percaté de la imprecación que había cometido ya era


demasiado tarde. La cabeza me daba vueltas y no distinguía bien la imagen de
Natzi. Ella me quito la bebida y se limitó a escucharme. Puedo recordar que
repetí lo mismo una y otra vez, atormentándola con recriminaciones acerca de
mi gran error al haber aceptado ir con ella a ese antro. Me deshacía en elogios
de personajes que consideraba eminentes e idolatraba ciencias tan banales
como las matemáticas y la filosofía. En unos pocos minutos había dado a
conocer una vileza sin igual, criticando a los allí congregados, incluyendo sin
querer a Natzi. Mencioné que los asistentes eran solo personas sin talento,
nauseabundas y con escasos valores; sin embargo, no me percataba de cuánto
la hería y la incisión con que mis palabras eran espetadas. Repetí hasta el
cansancio tales acusaciones e injurié mi suerte, mis acciones y mi destino.
Trataba de justificar mi ineptitud y mi fracaso aduciendo que jamás me
sentiría a gusto en circunstancias tales. Finalmente, ocurrió algo que me bajó
la borrachera más pronto de lo que creía.

–Natzi, ¿eres tú? –preguntó una voz ronca tocando el hombro de aquella
víctima.

Cuando ella volteó su semblante cambió y se alegró. Al parecer eran dos


amigos cuya asistencia estaba en duda y que, tras haber culminado antes de lo
esperado la fiesta en donde se hallaban, habían decidido atender la petición de
Natzi y hacer acto de presencia, según contaron. Me saludaron sin mucha
atención y desde un principio me pareció que el primero de los dos hombres
miraba de un modo muy sugestivo a Natzi. Ciertamente, no me parecía que
fuese atractivo: era moreno, casi negro, de estatura mediana, cabellos negros y
lacios, pero sin gracia. Para mí, solo un imbécil más.
–Hola Alperk, hace ya un rato que te esperaba. ¿Por qué tardaste tanto
en llegar?

–Pasa que estábamos en otra fiesta, pero ya terminó y decidimos venir


aquí. Él es un amigo de Costa Rica que he traído para animar la fiesta. La
verdad es que ya venimos algo entonados –afirmó cínicamente.

–¡Oh! Ya veo –exclamó Natzi sin mucho interés en el tipo de Costa


Rica, pero con los ojos clavados en el tal Alperk.

–¡Con que eso era! –pensé para mis adentros–. Por eso soportó todos
mis reproches sobre mi gran error y la estupidez que había cometido al venir
aquí.

–¿Cómo estás? ¿Qué has hecho? Desde esa vez ya no hemos hablado,
pero fue genial el recuerdo –mencionó Alperk con talante suspicaz, insinuando
de forma execrable una situación que solo ellos conocían.

–Sí, yo también lo recuerdo muy gratamente. Y lo que pasa es que he


estado muy ocupada, estudiando y trabajando. Solo hoy me he dado tiempo de
distraerme un poco aquí. He venido a bailar y a beber un poco.

–¿Y cómo van las cosas hasta ahora? ¿Quién es tu amigo? ¿Va en tu
escuela? ¿De dónde lo conoces? –inquirió Alperk, como tratando de incluirme
en la plática; quizá queriendo averiguar qué clase de relación tenía Natzi
conmigo.

Ella se agachó, como obviando las preguntas, luego indicó que trajeran
bebida para sus amigos. Acto seguido dirigió su renovada mirada hacia mí y
sonrió ridículamente. ¿Qué demonios significaba aquello? ¿Quién era yo en
esos instantes? ¿Estaba tan desesperado por sentir algo que matizara el
sinsentido de la existencia?

–Todo va bien, ya me estaba aburriendo hasta ahora que llegaron. Él es


un compañero de la escuela, ha venido aquí para emborracharse y ha decidido
quedarse.

–¡Qué bien! Esos sí que son amigos –expresó Alperk burlonamente


mientras pasaba un brazo por detrás para abrazar a Natzi y pegarla más hacia
él.

Del tipo de Costa Rica solo supe que bailó hasta más no poder. Cuando
la bebida llegó, Natzi recomendó que yo ya no bebiera más, pero hice caso
omiso a su irrelevante admonición y continué devorando copas. Extrañamente,
no sentía que me estuviera embriagando, estaba atento a lo que pudiese
acontecer. Ella, como lo sospechaba, comenzó a bailar con Alperk, quien por
cierto lo hacía a la perfección. Esto me molestó, puesto que él, siendo solo un
idiota, sabía realizar esa actividad y yo no. Además, le tocaba continuamente
el trasero a Natzi y le pegaba su miembro sin que yo pudiese hacer algo para
evitarlo. Así continuaron durante una media hora, tras lo cual los perdí de
vista.

Ahí estaba yo, abstraído nuevamente, en ese estado supersticioso en que


me sumergía cada vez más frecuentemente. De pronto todo se revolvió y me
sentí en trance, confundido y como si despegase de la realidad. Todas las
ficciones que había creado para sentirme menos miserable se esfumaban por
unos instantes, quedaba solo yo, como siempre había sido en aquel sitio frío y
oscuro donde yacía recluido la mayor parte de mi vida exterior. ¡Cuántas cosas
pensaba ahora! Las palabras de Mandreriz eran lo único que flotaba como un
recuerdo sumamente distante. Sentía la necesidad de gritar, de hacer cualquier
cosa para escapar de mí mismo. ¡Qué estúpido había sido al acudir a aquel
sitio! Y, sin embargo, sentía que no podría estar en otro lugar. Miraba las
luces, había demasiadas y fulguraban demencialmente, me infundían temor y
alivio a la vez. Pensaba que en verdad era lamentable todo desde hace un
tiempo. Yo sabía que era así, que ahora yo me comportaba como un hombre
absurdo, alguien arrepentido de sus decisiones a cada instante. ¿Qué buscaba,
qué rayos perseguía? Quería enamorarme, quería amar y saber que era
importante para alguien. Quería tan solo cerciorarme de que aun en mi
reclusión podía sentirme vivo de nuevo, que no todo en mí era lúgubre y seco
como creía.

El mundo, indudablemente como Mandreriz expresara, era un lugar


horripilante para existir. Debía ser alguna clase de broma ridícula el que se
concediese la vida en tales circunstancias y para tales fines. Cuántas personas
en verdad debían morir y a la vez no, pues este era su mundo, uno hecho a su
medida. ¿Qué me hacía diferente entonces? Jamás había reparado en ello de
forma seria, nunca había cuestionado todo lo que era. Y ahora, en un antro
donde las personas iban a malgastar su dinero y a perder su tiempo, lo hacía.
En el lugar menos esperado creía hallar una pista, una importante señal.
Quería enamorarme locamente, quería extinguirme pronto, presentía que no
viviría mucho. De alguna forma algo me lo indicaba, así que requería
experimentar por una vez en mi vida tal sensación. Hasta ahora había vivido
como un patético títere, como una máquina que seguía patrones, como un ser
humano, demasiado humano. Y, por ello, no tenía la convicción de que
realmente la vida valiera algo, acaso podía ser que estuviese en lo cierto. No sé
cómo, pero quería amar, quería algo que hiciese todo más llevadero. Sabía de
los riesgos que todo ello implicaba, pero no importaba. Qué rápido se alejaban
los sentimientos y con qué facilidad se quebrantaban los corazones. Yo no
sabía nada de ello, pero quería experimentarlo. En realidad, todos los humanos
se enamoraban alguna vez, eso era lo que yo pensaba. Todos en algún
momento experimentaban esa muerte en vida, ese nerviosismo y angustia tan
peculiares que eran solo ocasionados por el amor. Yo, hasta ahora, no lo había
hecho, era un súbdito de fútiles ideas sobre algo que jamás entendería.
Recordaba también a las personas que había conocido, las situaciones que
había vivido. Todo quedaba dilapidado por meras coincidencias, por el tiempo
irrevocable, por simples recuerdos que impregnaban una amarga melancolía
en mi interior. Sentía una inutilidad insólita, una demencia desoladora era todo
lo que yo poseía. Y, a pesar de todo, ahí me hallaba yo, viviendo o, cuando
menos, intentando hacerlo.

–¿No ha regresado Alperk todavía? –inquirió su amigo de Costa Rica,


quien había estado bailando por largo rato.

–Ahora que lo mencionas, no ha vuelto –respondí sin tener plena


conciencia–, pero iré a buscarlo.

–Muy bien, cuando lo encuentres dile que ya me debo ir. Quiero saber si
se irá también o se quedará.

–Claro, yo le digo. Oye, una cosa: ¿tú tienes novia? –le cuestioné sin que
se lo esperase.
–Sí, sí tengo. Pero no sabe que estoy aquí, aunque hay confianza. Yo no
le prohíbo nada ni ella a mí, así es como nos hemos mantenido juntos.

–¿Y cómo es que no sospechas que te pueda engañar?

–Sencillamente me resulta indiferente. La quiero, pero ya no la amo.

Sus palabras me resultaron extrañas y decidí no indagar más. En lugar de


eso, comencé a vagar por todo el antro tratando de hallar a Natzi y a su
amiguito. Un temor recorrió mis pensamientos, acaso ellos… ¡No podía ser,
no quería creerlo! Después de todo, aún faltaba demasiado tiempo para el
amanecer. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Dónde dormiría? Y lo peor es que ahora un
sujeto se había robado a Natzi, por no decirlo de otra forma. Busqué cuanto
pude, pero no los hallé. Ya casi cuando me iba a dar por vencido examiné con
más detenimiento la parte de la terraza, ahí estaban ambos. La escena me
produjo un sabor amargo y un escalofrío de lo peor: ella sostenía su rostro con
una delicadeza nauseabunda, mientras él tomaba sus manos y prácticamente le
devoraba la boca.

El lugar me había lastimado desde un principio, y no me refería a aquel


antro que solo era parte de un subconjunto a su vez insignificante. Qué
pesadez sentía en el cuerpo, qué irrelevante era cualquier cosa que me llegaba
a la cabeza. Quizá debido al alcohol, o probablemente a una especie de locura
transitoria de la que era víctima, empecé a temblar. No supe cómo ni por qué,
pero de pronto tuve la idea de que la existencia de los humanos era realmente
miserable. Antes jamás me había parecido así, y sabía que lo olvidaría en
cuanto amaneciera, tal vez antes o después. ¿Qué había de extraño en tal
concepción? Acaso fuese solo el delirio del que era víctima, la situación y el
momento exacto en que todo me hería. De ese modo comenzaba a sospechar
que el mundo era algo más que libros y ciencia, que sexo y diversión. Cuán
ingenuo había sido hasta ahora, cuántas cosas había ignorado en mi estupidez,
cuán parecido era al resto, y con cuántas cosas me había distraído todos los
días desde mi nacimiento.

Las luces infernales de aquel lugar me revolvían la cabeza, me


enloquecían. Parecían ser emisoras de un mensaje que llegaba y rebotaba en
mí. Sí, en aquel lugar pestilente de gente cuyo único objetivo era el de
emborracharse cada fin de semana y buscar sexo fácil y rápido. Yo era como
ellos, estaba ahí y lo peor era que todo me resultaba desagradable. ¿No pasaba
lo mismo con el mundo? ¿Por qué vivía entonces si sentía que todo me
fastidiaba y me hería? No podía ser que la vida se trastornara solo para
molestarme, mi existencia era demasiado insignificante para ello. ¿En qué
clase de pensamientos demoniacos estaba cayendo y a causa de qué?
Recordaba las pláticas del profesor G, que siempre hablaba sobre despertar la
conciencia y salir de la matrix. También estaban esos momentos donde me
solazaba masturbándome con chicas por internet, y aquellos donde pasaba las
tardes embobado con la televisión y videojuegos. Solo había seguido patrones,
era un ciego en un mundo en plena oscuridad y decadencia, en el reino de
aquellos a los cuáles les fue prohibido mirar con otros ojos que no fuesen estos
tan terrenales. ¿Por qué era así el mundo? ¿No estaba todo jodido y no era yo
partícipe de esta basura en la que nos sumergíamos incluso voluntariamente?
¿Qué demonios estaba haciendo a media noche borracho, cansado y
descorazonado en un antro como aquel?

Sentía deseos de salir, de escapar no sabía a dónde. Pero lo que sí sabía


es que al salir de aquella pestilencia entraría a otra. Mejor dicho, era imposible
escapar de lo que comenzaba a detestar. Diría que sentía cómo algo en mi
interior se abría, cómo se despertaba aquello que tan bien había sido ocultado
para no ocasionar un daño irreversible en mi raciocinio. Bien sabía que no
había lugar a dónde ir, que era en este mundo patético y materialista donde yo
me había sentido a gusto, puesto que había sido preparado desde mi
nacimiento para no cuestionarme, para no pensar, no sentir y no alzar la voz,
para estar satisfecho con dinero, sexo y la comodidad de una existencia
rutinaria y absurda. Pero eso era ahora yo: solo un hombre sin sentido metido
en un sitio como este antro repugnante, ahogado en alcohol, queriendo recibir
el cariño de una cualquiera. Qué bien representado me sentía en todo lo que
detestaba, en lo que el mundo era y que aborrecía por completo. No era yo
diferente ciertamente, sino solo uno más entre millones de humanos
adoctrinados. En esos instantes Natzi y su amiguito Alperk volvieron a nuestra
mesa.

–¿Dónde carajos se habían metido ustedes? –preguntó el costarricense


que había estado bailando tan vehementemente–. Ya hasta estoy empapado en
sudor y ustedes…

–Estamos bien, solo fuimos por ahí a platicar, y ya sabes, se nos ha ido
el tiempo… Tú tranquilo. Ya sabes que venimos para divertirnos –contestó
Alperk, el sujeto moreno y feo que se había besado con Natzi.

Lo observé con curiosidad. Me parecía la clase de persona que nunca


querría ser, un hombre vil y patético. Aunque, en el fondo, yo era igual por
estar en tales condiciones, y en un lugar que detestaba, y todo por querer
recibir un poco de cariño de una cualquiera. Así era yo: un hombre fácil, un
ser hambriento de pasión y de vida. Ambos se sentaron junto a mí, luego
comenzaron a platicar.

–¿Cómo van las cosas en la escuela? –inquirí en determinado momento,


sin percatarme de lo absurdo de mi pregunta.

–Yo ya no estudio, me dedico a trabajar, me parece más placentero.


Además, mi padre tiene negocios en toda la zona y me va bien. Tengo todo lo
que quiero: voy a fiestas, conozco chicas, viajo a los lugares que me plazca,
me emborracho y me entretengo a mi gusto –exclamó el sujeto costarricense
con una despreocupación bárbara.

–Tú sí que disfrutas la vida, eso es bueno –asentí sin controlar mucho
mis pensamientos.

–Sí, es un auténtico Don Juan –interrumpió Alperk, el moreno horrible


que se había besado con Natzi–. Por desgracia, yo no corro con tan buena
suerte. Estudio ingeniería mecánica y debo cálculo, se me ha complicado
bastante y eso que ya la cursé dos veces. Pero tampoco me preocupa mucho,
pues mi padre tiene un taller eléctrico y nos va bien. Además, tengo mi coche
y mis cosas; igualmente me divierto, que es lo más importante. La escuela es
solo un complemento, quizás hasta la deje.

Aquellos sujetos me molestaron. Qué curioso que la estupidez humana


es siempre una constante en aquellos que se sienten a gusto con sus vidas.
Sabía que yo podía ser más, pues mientras ellos disfrutaban solazándose con
las comodidades de la vida, yo había comenzado a rechazarlas. Ahora
repugnaba a aquellos dos sujetos y detestaba a Natzi por ser una cualquiera,
porque me había lastimado, y me odiaba a mí mismo porque había hecho
exactamente lo que no debía. Qué trivial era todo aquello, qué imbéciles
aquellos sujetos y qué idiota yo por haber intentado ser algo que en realidad no
era y que jamás sería. Sentía el rigor de haber seguido los impulsos ante los
cuales el ser siempre termina por ceder, sin importar cuán inmensa sea su
voluntad.

–Si quieres, puedo ayudarte en cálculo. Yo pasé esa asignatura con muy
buena nota –asentí por compromiso, sabiendo que preferiría matar a ese sujeto
antes que mezclarme con él.

–Muchas gracias, eso sería fantástico. La verdad es que siempre he


odiado las matemáticas. Mi padre insistió en que ingresara a la universidad,
pero a mí no me interesa –expresaba con un cinismo infame Alperk–. Todo lo
que quiero es follarme a cuantas mujeres pueda y tener mucho dinero. ¿Acaso
no es eso lo que todos deseamos sin excepción?

–Y se te ha olvidado tener una bonita casa en alguna ciudad famosa, así


como también poseer un automóvil último modelo; aunque yo también
quisiera ser el mejor bailarín del mundo –afirmó el costarricense con suma
felicidad, como si aquellos comentarios reafirmaran todo por lo que vivía.

–Pues todo eso viene con el dinero, por eso es lo más preciado que
existe. Mujeres, alcohol, autos, joyas, casas, viajes y demás. ¡Lo que daría por
haber nacido rico! No sabes cuánto envidio a los futbolistas y a los actores, a
los empresarios y a los reyes.

–¡Ya lo sé! Lástima que nacimos con mala estrella, en la pobreza. Pero
no debemos desesperarnos, tal vez lo logremos. Por cierto, ¿escuchaste que el
próximo año ya se retirará del fútbol un tal… y que le dieron el balón de oro
a… Pero lo más interesante de todo es que el equipo… ha comprado a ese
jugador que dicen es el mejor del mundo.

Empezaba a adormecerme con su plática. Me percaté de que estaba


sumamente aburrido de toda la existencia, y que quizá solo por eso había
tomado la decisión de cometer aquella estupidez, la de ir a aquella fiesta. Me
sentía terriblemente agobiado y con la cabeza ahíta de bagatelas. Escuchar la
conversación de esos dos imbéciles me absorbía la poca energía que me
restaba. Ya casi era la una de la mañana y esos sujetos seguían hablando
estupideces. Comentaron mucho acerca de la imprescindible importancia que
tenía en la vida el saber de fútbol, de religión, de espectáculos, del trabajo, de
la vida empresarial, del dinero, de los grandes millonarios y de los cambios
que sufría el país. Sabían de antemano qué ocurría en las vidas de las grandes
celebridades del cine, cuántos hijos tenían, cómo se divertían, sus viajes,
gustos y modas. De los futbolistas ni hablar, pues eran expertos en los últimos
fichajes, en los premios y los torneos, en los campeones de todos los
mundiales y de todas las ligas. En resumidas cuentas, eran unos jodidos genios
en el mundo del deporte, pues también hablaron de boxeo y otros tantos,
demostrando una increíble sabiduría. Y así con cada uno de los otros temas, se
explayaron en cuantiosas explicaciones y se deshicieron en elogios para los
empresarios más famosos, argumentando que ellos darían lo que fuera por
poder conocer a alguno de esos seres sagrados, tal y como les llamaban a los
personajes más ricos del mundo. Recuerdo que hablaron muchas más cosas y
yo solo escuchaba, pareciéndome todo ello algo tan execrable. No podía creer
que yo fuese como ellos, que yo estuviese interesado en esas cosas, que hasta
ahora hubiese vivido bajo el influjo de todas aquellas nimiedades, de
estupideces que hacían de mi vida un sinsentido, pero así era. Tantas
distracciones ocupaban mi mente sin que yo pudiese hacer algo para evitarlo.
Tantas personas que jamás conocería me interesaban, tantas situaciones que
me eran ajenas llenaban mi vida y me sentía a gusto con ello. El mundo
invadía mi paz y mi espíritu sufría terriblemente cuando, de forma ominosa,
decidía abandonarme y entregarme sin oponer resistencia a la irrelevancia en
que mi existencia estaba encasquetada. Tal era la realidad, la mía y la de todos
sin excepción: vivíamos distraídos de lo que sí importaba, y tan preocupados
por puras tonterías y chismes. ¡Qué asco sentía de mí mismo, qué horrible era
ser yo!

V
Súbitamente recordé esos momentos en que me sentía aún más asqueroso. La
verdad es que se trataba de un secreto, o eso creía. Yo era, ni más ni menos, un
adicto a la masturbación. Eso me excitaba de tal forma que pasaba horas y
horas en la madrugada mirando senos, traseros y rostros bañados en placer.
Debido a ello, mis noches eran mucho más cortas de lo habitual. En ocasiones
hasta perdía cinco o seis horas en estos asuntos. No me conformaba con
cualquier actuación, siempre buscaba a aquellas mujeres cuyo rostro me
recordara la increíble belleza física que podía apreciarse tan superficialmente.
Y ahora perseguía el recuerdo de Elizabeth, en su honor me masturbaba
furiosamente. Algunas veces ya ni siquiera contaba el tiempo, simplemente
amanecía todo batido de semen, con los dedos tiesos y la computadora
encendida. Cuando no conseguía el placer mediante esas mujeres que
exponían su desnudez y se masturbaban frente a cámaras, tenía mis
conversaciones como refugio. Sí, esas que sostenía con mujeres que jamás
había conocido y que estúpidamente me entregaban su sexo con palabras. No
sé por qué comencé a recordar esto, quizá porque se nos dijo que en poco
tiempo cerrarían el lugar y que tendríamos que abandonarlo. Mi cabeza estaba
confusa y no sentía ser distinto de lo que detestaba. Nunca me había sentido
fuera de lugar hasta ahora, ciertamente. Siempre el mundo tenía un consuelo,
ya fuese sexo, dinero o alcohol, y hasta el amor; no obstante, me parecía que a
partir de este instante sería para siempre un desconsolado.

–¡Por fin regresaste! ¿Dónde te habías metido? ¿No que solo ibas al
baño? ¡Te tardaste mucho! Yo hasta llegué a pensar que… –fue lo primero que
preguntó el costarricense a Natzi cuando finalmente se dignó en aparecer.

–Ah, ¡sí! Les pido una disculpa –dijo sonriendo de forma grosera y
cínica–, ustedes deberán entenderme…

–Entender ¿qué? –exclamó Alperk, ese maldito granuja que había


besado a Natzi en mi lugar.

Sentí como la repulsión incrementaba hacia ambos, algo había en ellos


que me era desconocido, y hasta pensé que me había confundido en cuanto al
beso. Tal vez me precipité y, en mi embriaguez aluciné, o fueron otros los que
se estaban besando. En el fondo, sabía bien que no me había equivocado, pero
si tan solo pudiera modificar el tiempo y los sucesos.

–Pues verán, les contaré si tanto desean saberlo…

–Bien, mis oídos están atentos ante lo que tú digas, princesa –dijo de
nuevo el granuja.

–Lo que pasa es que… –se detuvo y me miró–, no se vayan a molestar,


en especial tú, que eres tan moralista –terminó diciendo cuando su mirada se
encontró con la mía.

Yo no supe qué decir. Ahora encima de todo yo era el culpable de lo


acontecido, de haber arruinado su fiesta. Ahora yo era un ser empedernido de
moralidad ante las cosas más tontas. No entendía por qué había decidido
asistir a este sitio, me ardían los ojos y sabía que lo peor estaba por venir.

–Bien, esto fue lo que pasó: tal como comenté, después de haber
terminado mi copa y de haber charlado contigo –dijo señalando a Alperk–, me
dirigí hacia los sanitarios. Sin embargo, ocurrió algo que ni yo esperaba, pues
dos chicos comenzaron a hacerme la plática y yo me entretuve demasiado.
Eran altos, de ojos azules, cabellos dorados, cuerpos bien trabajados,
sonrientes, cautivadores y liberales. Platicamos de cosas muy variadas y poco
a poco algo surgió entre nosotros. Noté que uno de ellos, el que más se me
había insinuado hasta el momento, estaba excitado. Comencé a bailar con él y
a embarrarme en su miembro, hasta que nos besamos. Estábamos excitados,
así que decidimos hacerlo. Él es un hombre de dinero, con contactos, así que
salimos y conseguimos un espacio en una de las cabinas de la esquina. Lo
hicimos salvajemente, me hizo de todo y al final terminó en mi boca; fue
exquisito. Sin embargo, el asunto no terminaría ahí, pues al salir de la cabina
el otro sujeto estaba esperando y noté que estaba lo tenía muy parado también.
Sin poder contenerme, y con la aprobación del que me acababa de coger, entré
esta vez con su amigo. Fue grandioso y la tenía más grande, no podía
resistirme. Se la saboreé un buen rato y cuando estaba a punto de venirse, le
quité el condón y me lo tragué absolutamente todo; de hecho, todavía siento su
sabor recorriéndome la garganta, es tan espeso y dulce. Por supuesto que estoy
exhausta, pues gemí como una loca y sudé demasiado.
Cuando Natzi hubo terminado su narración, quedé atónito. Noté que ni
ella ni sus amigos parecían molestos o siquiera sorprendidos. Yo era el único
que no cabía en mí, que sentía una conmoción en mi interior, un choque sin
igual. De hecho, era la misma sensación que tenía cada vez que este tipo de
cosas pasaban: estaba tembloroso, pálido y sudando. No obstante, luchaba por
dominarme para no aparentar mi asombro. Mi corazón latía estrepitosamente,
sentía ansiedad y un nerviosismo demencial. No lograba dominarme y sentía
que mi cabeza iba a explotar, hasta lo borracho se esfumó como por arte de
magia.

–¡Muy bien hecho, amiguita! Eres toda una profesional en esto –


exclamó gustoso Alperk, entre aplausos y risas estruendosas.

–¿En verdad lo crees así? Muchas gracias por eso, eres demasiado
amable y lindo conmigo, en verdad quisiera recompensarte –respondió Natzi
sonrojada y sonriendo con malicia, parecía que yo era un fantasma ante sus
ojos.

–Desde luego que sí, sabes cómo pensamos nosotros. El sexo es lo mejor
que hay, lo único por lo que vale la pena vivir, además del dinero y todo lo que
de él se desprende. Si tuviera millones, te compraría entera sin importar tu
costo.

–No seas exagerado, eres un aguafiestas. Mejor vámonos ya, que están
por cerrar este lugar.

–Bueno, yo ya me voy a mi casa, ya es demasiado tarde para mí –


expresó el costarricense, algo briago y mareado después de tanto baile.

–¿Es en serio? ¿Tan pronto nos dejas? Sabía que eras un cobarde, ¿por
qué te marchas siendo tan temprano? Apenas comenzará lo bueno, ¿es por
ella? –inquirió el amante de Natzi en tono amenazador.

–No, no se trata de eso, solo estoy cansado. Te dejo la diversión a ti –


afirmó guiñándole un ojo con picardía–, solo no te sobrepases, pues ya está
cansada.

–Por eso me caes bien, Natzi. Tú no te andas con rodeos, eres una mujer
demasiado sincera e interesante –afirmó Alperk con su pestilente voz.

–Pues nunca lo había hecho dos veces seguidas con hombres diferentes.
Estuve casada muchos años y sé lo que es tener sexo diario y a toda hora, pero
no sé, de alguna manera me siento culpable.

–¡Ja, ja, ja! –se desternilló Alperk–. ¿Tú culpable? No lo creo, siempre
has sido así de intensa, es tu naturaleza. Pero ¿qué se le va a hacer? ¡No tienes
remedio y eso me encanta! ¿Gustas otro trago?

Natzi aceptó gustosa otro trago que Alperk compró. Por educación me
ofreció más y yo igualmente acepté. Ya todo me daba igual, todo había salido
de la peor forma posible, apenas y tenía conciencia de lo que acontecía a mi
alrededor. Finalmente, la música cesó, así como también las luces tan
iridiscentes que parecían las responsables de alterar un estado en mi interior
con su demoniaco parpadeo mezclado con el alcohol. Eran casi las dos y
media de la mañana y no sabía en qué terminaría toda esta situación, me
parecía que el tiempo avanzaba demasiado lento. ¿Cómo demonios es que
había terminado así? Pensaba en toda la cadena de eventos que me habían
conducido hasta esta situación absurda y fatídica. Apenas tenía una semana de
conocer a Natzi y ya se había burlado de mí, había pisoteado todo lo que era y
me había tachado de idiota, moralista, infantil, odioso y aguafiestas, además
de pésimo bailarín e intento frustrado de filósofo adorador de corrientes
esotéricas que a ella le causaban risa. ¡Cómo diablos no me había ido con
Mandreriz y con Gulphil hace un par de horas! ¡Cómo fui tan iluso como para
pensar en besar a Natzi y hasta intentar algo más! Yo era, en todo caso, el
ridículo por querer que las cosas funcionasen como en mi cabeza aparecían.

Cuando salimos, Natzi me habló por primera vez, mostrándose seca al


trato y con la voz golpeada. Parecía apegada sobremanera a Alperk y alababa
todo lo que éste decía, aunque fueran meras sandeces.

–¿Y tú qué vas a hacer? ¿Piensas regresarte a tu casa? ¿Vendrán por ti o


qué? ¿Dónde tienes pensado pasar la noche?

–Pues… no había pensado en eso –contesté en tono cordial, notando que


lo tomado sí había desaparecido.
–¡Ja, ja, ja! ¡Qué remedio! Pues eso es justamente en lo que tenías que
haber pensado cuando decidiste quedarte. Eres un hombre muy torpe –afirmó
sin prestarme mucha atención–, luego indicó que ellos la pasarían en la calle.

–¿En la calle? ¿Cómo en la calle? ¿Aquí o dónde? Es que no te entiendo


–dije como un demente entre quejidos–. ¡Yo nunca he dormido en la calle!
¡No es posible!

–Pues es lo único que queda, ya que no tenemos para pagar un hotel –


contestó ella disgustada por mi actitud.

–De hecho –interrumpió con malicia Alperk–, yo sí tengo para una


habitación. El problema es que tendríamos que hospedarnos los tres en la
misma, y además por aquí estará sumamente caro, sin mencionar que la hora
no nos ayuda.

–Tienes razón, ya todo debe estar ocupado a esta hora –completó Natzi
airada.

–Podríamos entrar a otro bar, hay algunos que cierran todavía más
noche.

Así se prolongó la discusión durante algunos minutos más. Al fin,


decidimos que dormiríamos en la calle. Yo acepté sin mucha voluntad, pero no
me quedaba de otra. Ya no tenía mucho dinero y tampoco podía regresar a
tales horas a mi casa, sin mencionar que ésta se encontraba en la punta del
cerro y el transporte seguramente se había terminado horas antes. Al final,
había terminado en medio de la calle, con frío y hambre, acompañado de una
mujer que consideraba especial, y que ahora se mostraba como una cualquiera,
aparte de su querido amigo que era un total imbécil. Pues pasa así, a veces
todo se torna misterioso y me esforzaba por intentar ver aquello como un
aprendizaje. También pensaba en mis padres y cómo les mentí acerca de pasar
la noche felizmente en casa de un amigo, ¡qué estupidez! La realidad era otra,
tan patética y miserable. Pero era la que yo había escogido, todo era solo mi
gran error y un tormento al que todavía le faltaba mucho para terminar.

–Bueno, ya que pasaremos aquí la noche lo mejor será buscar una banca
o algo para al menos no quedarnos en el suelo. Lo bueno es que hay bastante
gente por aquí, así no estaremos solos –indicó Alperk sonriente, parecía tan
feliz de estar con Natzi.

–Eso sí, quizá primero deberíamos caminar y explorar las habitaciones


que hay en los alrededores, puede que aún haya alguna vacía.

–A decir verdad, lo dudo, pero si tal es tu deseo podríamos intentar.


¿Qué dices tú, vienes con nosotros? –me cuestionó Alperk, quizá solo para no
dejarme ahí abandonado.

–Sí, claro. Supongo que es mejor que quedarse aquí.

A Natzi pareció disgustarle mi comentario y luego comenzó a caminar,


tomando a Alperk de la mano. Yo iba a su lado, confundido y sintiendo que
hacía mal trío. Caminamos por varias calles adyacentes al bar donde habíamos
estado, preguntamos en varios hoteles y resultó que sí tenían habitaciones,
pero estaban carísimas. Yo no traía ni lo más mínimo y esto pareció
molestarles a mis compañeros de noche. Luego, resignados, decidimos
regresar y tomar una de las bancas como guarida. Alperk se la pasaba
haciendo bromas y comentarios que se me antojaron de lo más torpe y
desabrido. Comentaba por qué las mujeres debían ir del lado de la pared,
cuáles eran sus sueños, sus aspiraciones y hablaba de su familia, diciendo que
eran unos tontos y que él era mejor que todos. También Natzi hablaba con
sumo interés acerca de bagatelas. En fin, su charla fue una auténtica estupidez,
solo platicaron nimiedades como parecía encantarle a Alperk. Yo no participé
para nada en su conversación insulsa. Recuerdo que ayudé a un hombre a
empujar su vehículo que se había quedado atascado e intentó pagarme con una
cantidad modesta de dinero, pero lo rechacé y me sentí satisfecho de haber
hecho algo útil entre tanta absurdidad. Mis compañeros se adelantaron y
cuando llegué ya habían tomado su lugar en la banca, dejándome un espacio
muy pequeño. Me acomodé como pude y noté que Natzi se había acurrucado
en los brazos de Alperk, quien además la había cobijado con su chamarra. El
frío era monumental, y yo moría congelado y hambriento, acaso también
asqueado de existir.

Comenzaron a platicar estupideces nuevamente, pero esta vez yo tomé el


curso de la conversación y traté de intervenir lo más posible. Natzi ya no
hablaba y Alperk parecía querer besarla nuevamente. Yo, con mi charla
mundana, intentaba distraerlo de tal propósito y lo estaba consiguiendo. Le
hablé de deportes y espectáculos, temas que parecían gustarle. Le pregunté
todo lo que pude y finalmente cedí. Decidimos que nos turnaríamos para
cuidarnos entre nosotros, pero yo disimulé estar dormido. Así transcurrió el
resto de la noche, que me pareció eterna. Estaba exhausto después de tantas
cosas, de tantas malas decisiones. No entendía cómo carajos me había
convencido de asistir a esa fiesta y, peor aún, de quedarme en la calle. Si mis
padres se enteraran de mi desgracia, seguro me colgarían. No dormí ni un
segundo, solo mantuve los ojos cerrados, abriéndolos a intervalos y
disimulando lo mejor que pude, prestando atención a todos los sonidos. Ellos
asumieron que me dormí y comenzaron a platicar nuevamente:

–Entonces ¿qué te parece mi oferta? ¿Lo has considerado? –preguntó


Alperk repentinamente, estrechando su brazo para apretar a Natzi contra él.

–Pues sí quiero, amigo. Ya te dije que sí, pero ahora no podemos.

–Y ¿por qué no? –replicó él con molestia–. Nos vamos un rato y no pasa
nada, solo será un encuentro de unos minutos.

–Pues no lo sé. Si él no estuviera aquí, todo sería distinto… Sé que es


solo un estorbo y un perdedor, pero no podemos irnos y abandonarlo aquí a su
suerte.

–Y ¿eso qué? ¡Él quiso quedarse, nadie le obligó! –contestó con molestia
Alperk, parecía ansioso.

–Se quedó por mí, estoy segura –sentenció Natzi con sarcasmo–. No se
lo pedí, pero se quedó. Supongo que al menos debemos esperar. Además, se ha
dormido.

Al instante reconocí la situación y supe que estaban hablando de mí. La


piel se me erizó, ardía en deseos de despertar y golpear a aquel imbécil, pero
me contuve. Lo mejor era esperar a ver qué pasaba, a final de cuentas todavía
faltaban aproximadamente tres horas para el amanecer y para que el transporte
público comenzara a funcionar. Cada minuto de aquella situación fue como un
golpe cada vez más potente, todo se tornó desesperante. Incluso creo que recé
para que el tiempo pudiese transcurrir más de prisa.

–¿Por ti? ¡Ja, ja, ja! –se desternilló Alperk mientras besaba a Natzi en la
mejilla–, ahora sí que me hiciste reír. Entonces dime, ¿acaso le gustabas?

–Pues supongo que todavía, o no sé. Apenas lo conocí la semana pasada,


es un chico muy inexperto en la vida, es un pobre capullo.

–¡Qué cruel! No deberías de jugar así con los sentimientos de los


hombres. Eres toda una diabla, una pecaminosa y caliente –exclamó Alperk
como provocándola.

Decidí abrir un poco los ojos y noté cómo Alperk, ocultando la mano en
su chamarra, frotaba lo que seguramente era uno de los senos de Natzi, que
por cierto eran pequeños como su trasero. Ella gimió un poco y se refugió en
el cuello de aquel granuja, luego se besaron lentamente, jugueteando con su
lengua y acelerando la faje. Nuevamente sentí deseos de abrir los ojos y hacer
algo al respecto, pero ¿qué iba a conseguir con eso? Sencillamente me tragué
mi dolor y fingí roncar.

–¡Basta ya! ¡Lo vas a despertar y…!

–¡Y qué me importa lo que este don nadie pueda pensar o hacer! ¿Acaso
crees que le tengo miedo? Pero si es un idiota, tú misma lo has dicho y lo
sabes.

–Ya lo sé y por eso lo digo. ¡Hazme caso y detente, por favor! –espetó
Natzi mientras seguía gimiendo.

–¿Qué no te gusta, mami? Si tus pezones ya están duros como piedras,


tan ricos que se ven. No quiero imaginarme cómo estará tu jugosa vagina…

–¡Alperk, contrólate! ¿Acaso no te percatas de que estamos en medio de


la calle? Hay gente que pasa y podría delatarnos, no quiero un escándalo.

–Tú estate tranquila, si no tiene nada de malo. Además, este pedazo de


imbécil arruinó nuestra noche. Y vaya que tenía planes especiales para ti.
¿Traes los condones todavía?

–Sabes que siempre los tengo conmigo en mi bolsa, por cualquier cosa –
respondió ella con una carcajada horrible–, nunca los saco de la mochila. Me
han salvado ya en varias ocasiones, tú no tienes idea…

–Pues podríamos utilizarlos ahora, yo tengo dinero para pagar la


habitación. Y así nos libramos de este tonto, mataremos dos pájaros de un tiro.
O dirás que no se te está antojando mi verga tan tiesa.

–Estás demasiado excitado, Alperk. Insisto en que te calmes. Tal vez sea
un pobre diablo este sujeto, pero siento lástima por él y no me atrevo a dejarlo
aquí en solitario.

–Te preocupas demasiado por él. Siento que es de esos sujetos que
todavía creen en el amor a primera vista, tal vez hasta sea virgen.

–¡Ja, ja, ja! Sigues siendo igual de gracioso como aquella vez ¿Aún
recuerdas esa noche en que escapamos y fuimos a comer mariscos? –comentó
Natzi con voz temblorosa, posiblemente ya excitada también.

–¡Y cómo olvidar algo así! Ha sido de los mejores días de mi vida, fue
cuando aún estabas casada, ¿no? Recuerdo que al principio te negaste, pero
cuando viste mi lujoso auto te convenciste. Si tan solo ahora mi padre me lo
hubiera prestado…

–Me gusta tu carro, pero me gusta más tu pecho y otra cosa de ti…

–No digas esa clase de cumplidos, porque te juro que soy capaz de matar
a este pobre infeliz que tienes como perro esperando por tus babas y llevarte al
hotel de una buena vez.

–¡Ja, ja, ja! No digas esas cosas, porque se me está antojando


muchísimo.

–¿Qué se te está antojando? –inquirió él con gusto, parecía que había


logrado su objetivo–. ¿Acaso crees que me iba a quedar así nada más después
de que te follaron esos dos sujetos?

–Ya lo sé, Alperk. Pero, como dices, si tan solo este pelagatos no se me
hubiera pegado como una sanguijuela, ahora podríamos estar reviviendo viejos
tiempos.
–Bien, como tú digas. Solo no quiero que luego te arrepientas y me
reclames, porque no me haré responsable de tus negativas. Mejor cuéntame
otra cosa, ¿a cuántos te has cogido desde nuestro último encuentro?

–¡Oye! ¡Vaya preguntas que haces tú! Si supieras que ya hasta perdí la
cuenta.

–¡Ja, ja, ja! ¿Es que lo haces tan seguido? Tú sí que eres una mujer
afortunada y moderna, me gusta tu estilo.

–Sabes que así soy yo –asintió ella entre carcajadas y gemidos, al


parecer él seguía retorciendo sus pezones–. Me gusta el sexo duro sin
compromisos, sin flores ni chocolates, sin poemas ni detalles; eso se lo dejo a
los niños como éste idiota. Yo voy al grano y entre más pronto mejor, la moral
me importa un bledo. Si cuando estaba casada hice lo que quise, ahora con
mayor razón. Afortunadamente tú entiendes que el amor es un chiste de
pésimo gusto, solo una invención para engañarse de forma ominosa. Por eso tú
y yo somos tan parecidos, ambos somos personas de una noche; o varias, en
nuestro caso.

–Eres, indudablemente, el modelo de mujer a seguir. Me gusta la manera


en que rompes con todos los convencionalismos de la sociedad, con el
concepto arcaico de matrimonio y de una sola pareja. Mereces un altar, mi
diosa, mereces todo. Sabes que yo te complacería siempre que lo necesitases,
pero por desgracia solo somos amantes. Ambos vivimos así, al límite de
nuestras emociones y rozando nuestros cuerpos en la intimidad.

La plática prosiguió con el mismo carácter concupiscente. Yo me limité,


no sé cómo, a fingir que dormía y hasta roncaba. En algunos momentos abría
los ojos y observaba cómo se besaban fervorosamente, se manoseaban y hasta
me pareció que ella se lo había sacado y lo masturbaba, pero supongo que fue
mi imaginación; mi visión era precaria. No sé si en algún momento ellos
notaron que nunca estuve dormido y continuaron a propósito, o si de verdad se
tragaron mi cuento. En todo caso, me era ya indiferente aquello, estaba
adolorido y congelado, triste y decepcionado. En el fondo, algo en mí seguía
aferrándose a Natzi, incluso después de todo lo que había hecho y de cómo me
había pisoteado. No lograba entender cómo una mujer como ella podía ser así
de puta. En fin, preferí guardarme mi coraje y mis comentarios, seguramente
algún día lo pagaría. Antes siempre negaba eso del karma, pero ahora lo
invocaba una y otra vez. Anhelaba también que el tiempo volara para poder
terminar con aquel tormento.

VI
Ambos contaron sus aventuras e infidelidades, bastante numerosas, por cierto.
Natzi no reparaba en dar detalles, atacando ferozmente la moral que la
sociedad hipócritamente sostenía. Argumentaba toda clase de cosas que
Alperk apoyaba y también defendía. Ambos eran partidarios de un liberalismo
que sería, según ellos, el fundamento y la base de la modernidad sexual.
También se distinguían por hablar pestes de todos los que conocían,
especialmente de los que creían más inexpertos en las relaciones. Se
regocijaban afirmando que para ellos el amor no existía, que era solo una
babosada de idiotas como yo que aún tenían esperanza en el mundo. Ella dijo
que le encantaba que terminaran adentro, como supuestamente Alperk solía
hacerlo tiempo atrás, pero que le molestaba tomar la pastilla del día siguiente
tan seguido. Contó que una vez hizo sexo oral al encargado del restaurante
donde trabajaba a cambio de que no le descontara las faltas de su quincena.
Contó éstas y muchas más cochinadas a las cuales Alperk respondía con risas
y aplausos. Por supuesto que no dejaba de tocarla ni de besarla con una pasión
infame.

Entonces noté que Natzi dejó de hablar de golpe. Cuando abrí los ojos
un poco más y me acomodé ligeramente, de forma nítida distinguí que se
masturbaban mutuamente por debajo de la chamarra. Ella gemía y lo
besuqueaba, cosa que él también hacía. Imaginaba que tendría Alperk dedos
introducidos en su vagina, pues a cada cierto tiempo los sacaba y los lamía,
cosa que excitaba a Natzi, quien por su parte sugería “que se la metiera toda y
que se la quería chupar entera”. Tales comentarios se intensificaron y duraron
un buen rato. Finalmente, percibí un olor extraño y escuché cómo ella
saboreaba algo espeso mientras gemía con más intensidad y afirmaba que se
venía. Comprendí entonces que se trataba del semen de Alperk, lo había
masturbado hasta conseguir que éste se corriera y ahora se lo tragaba con gran
deleite. De seguro, de no haber estado yo ahí, habrían pasado una noche
esplendorosa, como las de antes, o eso suponía por su plática.

Quería arrancarle la cabeza a ese maldito de Alperk, y a ella empalarla


viva. No merecía nada de lo que estaba padeciendo, no era justo que yo
tuviese que presenciar tales aberraciones. Mi enfado se quedó solo en palabras
que me laceraron muy profundamente, sería algo que jamás olvidaría. Y a
Natzi la odiaría el resto de mis días, por ser una cualquiera. No se trataba de
moral o de valores sociales, sencillamente de respeto y amor propio. Estaba
ardiendo de ira y me sentía traicionado, humillado y, en general, como un
perfecto idiota.

Hubo silencio y al parecer se quedaron dormidos. Decidí abrir más los


ojos para cerciorarme y noté cómo Natzi descansaba apaciblemente en el
pecho de aquel bastardo. Esa blasfema me había hecho sentir la peor basura
del mundo y había acabado con mi orgullo y mi dignidad. Estaba hecho trizas,
desorientado, temeroso y solo. Cómo añoraba el calor de aquel calabozo
donde vivía, pero a la vez me lamentaba y maldecía mi suerte. Sabía que dios
me había abandonado hace tiempo, aunque siempre quería negarme a
aceptarlo. Todo lo que yo era representaba ignominia y atrocidad. Sabía que
yo pertenecía al mundo humano con toda su corrupción, y que nada podía
hacer para escapar de él, puesto que me había sentido tan a gusto en sus fauces
lamentables. Así, perdido en elucubraciones superfluas, como yo solía llamar
a esos estados de abstracción, terminé por presenciar la puesta del sol. Había
amanecido y el día lucía muy radiante, hasta se me antojó que alegre. Yo, por
el contrario, era un estúpido creyente de ilusiones asquerosas. Agradecí como
nunca que hubiese contemplado la luz del nuevo día después del infierno que
había padecido. Cuando me estiré para levantarme, aquella cualquiera y ese
malnacido también abrieron los ojos y me dieron los buenos días.

–¡Sí que nos vigilaste! ¡Fuiste el primero que se durmió y hasta estabas
roncando! Muy mal hecho, ¡qué pena! –me reclamó Natzi como si nada
hubiera pasado.
–Lo lamento, no era esa mi intención. Solo estaba cansado, supongo –
asentí cabizbajo y fingiendo sonrojarme.

–Bueno, no importa lo que haya pasado. De cualquier modo, lo único


interesante es que ya amaneció y ahora podremos irnos a casa –dijo Alperk
intentando cubrirse los genitales.

–Bien, eso es cierto –confirmó ella con voz cortada–. Incluso, podríamos
ir a desayunar algo rápido, si es que no tienes algo importante qué hacer –dijo
dirigiendo la mirada hacia aquel sujeto.

–No sería mala idea, princesa. Por desgracia, tengo unas cuántas cosas
que hacer, así que será en otro momento. Mejor quedemos para vernos el
viernes próximo por la noche.

Noté que la voz del tipo sonaba golpeada y hasta mostraba cierto
desprecio por Natzi, cosa que evidentemente no hizo durante toda la
madrugada, pues la mantuvo apretada contra él y la manoseó incesantemente.

–Ahora que lo dices yo también tengo cosas que hacer –replicó ella
como disimulando el haber sido rechazada–. Lo mejor será que cada uno
vuelva a sus hogares.

–Pero ¿qué me dices del próximo viernes? ¿Sí saldremos? –atacó de


nuevo Alperk.

–No estoy segura. Yo te aviso, todo dependerá de cuántas ganas tenga y


de si alguien más no me las ha quitado hasta esa fecha –expresó ella sonriendo
y con la más despreocupada actitud.

Luego, los tres caminamos al tren. Yo, desde luego, iba como absorto en
mis pensamientos después de todo lo que había acontecido. Apenas digería
que hace unas horas me había sentido como un imbécil y que la mujer que
creía me gustaba se había prácticamente revolcado frente a mis ojos con un
sujeto de lo más estúpido. Las razones para tal situación fueron raras,
particularmente derivadas del hecho cómico de que yo no sabía bailar y,
encima de eso, había declarado abiertamente la incomodad tan remarcada que
en mí causaba todo ese lugar. Detestaba a las personas, a Natzi en especial, y
al hecho de haber tomado decisiones sumamente idiotas. En fin, había sido
todo un verdadero conjunto de desatinos, estupidez y embriaguez. Sin
embargo, también sentía, en aquel estado febril, que extrañamente no podía
haber vivido aquella noche de otro modo. Una parte de mí creía esa cantaleta
de que todo pasa por algo, pero sabía que tales alucinaciones no eran sino eso,
solo pretextos que las personas usan para justificar sus torpes decisiones y sus
vidas miserables, ¿no? Quién sabe, tenía demasiado sueño, estaba crudo y
herido. Si tan solo yo no hubiera sido quien era, si hubiese sido sincero en mis
convicciones.

–Ambos somos liberales y entendemos que esta es la única forma en que


las personas podemos llevarnos bien –dijo Natzi tomando de la mano a su
amigo, casi llegando al tren; luego prosiguió su discurso–. Toda relación que
se quiera tomar por exitosa tiene como base el sexo sin compromiso, solo así
es que nos sentimos a gusto las personas, ¿no es cierto? Ya ni siquiera hablo
de casarse y de todas esas babosadas, sencillamente no estamos hechos para
ser fieles. Las tentaciones nos absorben y nos enloquecen, siempre se disfruta
más el poseer lo prohibido. Los sentimientos son lo más fluctuante que existe,
lo que menos podemos controlar los humanos. Y, aun así, hay todavía algunos
tontos que se prometen amor eterno y seguir juntos más allá de la muerte ¡Qué
patético! ¡Ja, ja, ja! ¿No lo crees así, amigo?

–Desde luego que sí, es natural querer sentirse valorado por alguien.
Pero yo, por ejemplo, solo me intereso por las beldades fáciles, por aquellas a
las que les interesa algo rápido y placentero, y que no guardan ninguna clase
de prejuicios o de moralidad impuesta por la sociedad. Desde luego, hablo de
mujeres como tú, corazón –finalizó Alperk dirigiéndose de Natzi y guiñándole
el ojo.

Yo escuchaba la plática con cierta pesadez. Ella hablaba del rechazo


hacia el amor, los valores y cualquier tipo de moral. No pude captar todo,
debido a que mi estado de comprensión se hallaba devastado; sin embargo,
noté que ambos reflejaban ciertos conceptos de los cuáles alguna vez yo fui
partícipe y hasta los había usado en mis pláticas virtuales. Ciertamente, nada
de aquello me era más real que las imágenes de mi cabeza, pero nuevamente
volvían esos momentos de abstracción donde solía pintar mundos tan
afrodisiacos y a la vez horribles. Me costaba sobremanera entender las
relaciones entre las dos caras de los humanos, particularmente las mías; su
armonía no era la que reinaba en los cerebros cuerdos. Finalmente, me separé
de Natzi y de su amigo, en absoluta desolación. La despedida fue de lo más
frugal y vergonzoso, juré que jamás volvería a cometer tales equivocaciones.
Esperé un poco antes de retirarme, en una parte tal que ellos no lograran
observar cómo los espiaba. Entonces volvieron a besarse y él la restregaba
contra su miembro. Ella parecía disfrutarlo, o al menos aparentaba bastante
bien la sensación de placer que tal situación producía en su cabeza. Ya no
sabía qué sentir o pensar al respecto, pues desde el día anterior todo parecía
jugarme una mala pasada. Me resultaba inoportuno generar pensamientos y
contrastes sobre un posible destino. Quién sabe, acaso en verdad fuese yo
víctima de la voluntad de otro ser o energía cuyo entendimiento estaba lejos de
mi alcance. Tal vez mi destino era así de cruel, en ese caso solo me quedaba
resignarme y otorgar mi voluntad a factores inciertos en mi actual estado.

Abandoné tales reflexiones, banales y absurdas, cuando subí al camión,


y caí en un profundo sueño. Al llegar a casa todo siguió igual. Había
demasiado ruido, como siempre, y yo moría de hambre y sueño. Fingí que
todo había salido de maravilla e inventé cosas que jamás sucedieron en la
supuesta fiesta de mis amigos. Mis padres, en apariencia, creyeron todo lo que
narré y no hubo más preguntas. Después de comer fui a dormir, y luego me
enfrasqué nuevamente en mis pláticas sexuales cibernéticas, terminando por
masturbarme fogosamente con una muchacha que era madre soltera y que
tenía la fantasía de hacerlo preñada. Finalmente, volví a dormir, otro día más
de la misma joda. ¿Qué importancia tenía amar o no hacerlo? ¿Vivir o morir?
El mero y trivial hecho de respirar y percibir el mundo terrenal no bastaba para
confirmar mi existencia. En el fondo, estaba vacío y tenía náuseas de todo
cuanto era. ¿Cómo aceptar que todo cuanto había creído era solo una falacia
mediante la cual mi estancia en este cementerio de sueños había sido posible?

Era mitad de semana y nuevamente había entablado conversación con


Natzi, aunque había jurado que no le hablaría más. Ella creía que yo me
hallaba molesto por lo acontecido aquella madrugada ominosa, pero afirmé
que no era así. En el fondo, me sentía tremendamente contrariado y enfadado;
no obstante, resolví que quizá lo mejor era olvidar aquello. Intenté una jugada
que salió a la perfección, pues asumí que, en mi creencia, era ella quien estaba
molesta. Además, me mostré ignorante sobre todo lo ocurrido después de que
abandonamos el bar hasta que amaneció. Según mis indagaciones, Natzi era
ignorante acerca de que yo la había visto besándose con su amigo; así como
tampoco nada sabía al respecto de aquellos besos, abrazos, agasajes y
cochinadas que cometieron mientras yo supuestamente roncaba. Al parecer, y
lo digo así porque bien sabía que no era una mujer tonta, se tragó el cuento y
me creyó en verdad ignorante de sus acciones concupiscentes.

En aquellos días ya me sentía más aliviado de la infame presión escolar.


Había acreditado todos los exámenes con honores y tenía bastante tiempo libre
entre mis clases. Recordé entonces al profesor G y sus pláticas. Durante todo
el semestre me había propuesto que al menos una vez asistiría a su cubículo y
trataría de informarme más acerca de todo cuanto en clase insinuaba. Como
creo ya haberlo mencionado, la mayor parte de los estudiantes argumentaban
que el profesor hacía bastante tiempo que había perdido la cordura y que no
gozaba de buena salud mental. Estas difamaciones no se limitaban solo a los
estudiantes, pues también entre los profesores se comentaban cosas similares.
Se decía que el profesor G vivía creyendo que una raza de reptiles dominaría
el mundo, que siempre imaginaba cosas sobre complots y dominación de las
masas. Repetía sin cesar sus teorías y afirmaba, lo más sorprendente, que él
era uno de los más grandes perseguidores de estos seres demoniacos que
tomaban apariencia de hombres. Evidentemente, era rechazado por muchos de
sus colegas y el sentimiento era mutuo, pues el profesor G tenía pocos amigos
y juzgaba de vendidos, corruptos y conformistas a la gran mayoría de los
profesores.

Ese día me hallaba tirado en el pasto, recordando lo que había vivido en


aquella execrable aventura nocturna con Natzi. Las cosas no pudieron haber
terminado peor, y gracias a eso ella se desvanecía sin que yo pudiese evitarlo.
Sabía que podría encontrarla siempre que quisiera, pues no escapaba de mi
imaginación lo que ella era y sería; sin embargo, la fuerza de su energía me
resultaba ya difícil de materializar. Ahora el profesor G atraía mi curiosidad y
por primera vez en mucho tiempo sentía que podría tener una plática con
alguien realmente diferente, con un ser distinto al resto. Más allá del hecho de
su exterioridad, en verdad me emocionaba lo que podría contarme. No esperé
ni un momento y me levanté, me sacudí y acudí a su cubículo, en el tercer piso
hasta el fondo. Tras llamar con sutileza a la puerta apareció un hombre ya
entrado en años, con los cabellos blancos y bien peinados, con bastante porte y
hegemonía, rasurado, flaco, con la nariz puntiaguda y las cejas arqueadas, con
la piel blanca y la voz afable. Me recibió con gentileza, invitándome a pasar y
tomar asiento. Al parecer le intrigaba mi visita más de lo que esperaba, o
sencillamente hacía mucho que alguien no se interesaba por sus discursos.

–Qué tal, ¿cómo estás? ¿Qué te trae por aquí, mi amigo?

–Qué tal, pues la verdad es que yo… Quise venir a saludarlo solamente
–asentí un tanto inquieto.

–Muy bien, me da gusto. ¿Tienes alguna duda al respecto de la clase?

–En realidad, no es eso. Quería saber más sobre lo que nos contó la
semana pasada con respecto a la mala alimentación que llevamos
inconscientemente.

–¡Ah! Es eso –exclamó sonriendo–. Desde luego que sí, tengo mucha
información al respecto; de hecho, todos la tenemos, pero no es ocultado el
acceso.

–¿En verdad? Yo pensé que hoy en día existía libertad de expresión. Ya


sabes usted, como aquí en la escuela.

–¿Tú crees? –respondió entre risas sarcásticas–. ¿Aquí en la escuela hay


eso?

–Sí, bueno, eso creo. Si bien es cierto que el mundo es un lugar un tanto
extraño, supongo que al menos podemos hacer algo.

–Te equivocas, y a la vez tienes razón. Desde luego que podemos hacer
algo, el problema es que no queremos.

–¿Cómo es eso? Yo puedo ver a muchas personas tratando de descubrir


cosas.
–Nada de eso sirve realmente. ¿Acaso crees que eres libre? Todo lo que
debes hacer para saber que no lo eres es intentar vivir sin dinero.

Medité unos momentos, y en verdad sabía que el dinero lo era todo. Por
eso estaba yo ahí, en esa escuela y en ese tiempo. Estudiaba porque así ganaría
dinero, esa era la razón con la cual desesperadamente se justificaba el
sinsentido de los humanos.

–Te diré unas cuántas cosas al respecto –mencionó el profesor G sin


perder su quietud–. Pareces ser inteligente, solo debes ver un poco más allá y
lograrás vislumbrar un paisaje totalmente centelleante.

–Bueno, lo intentaré. Supongo que en parte es destino el que usted y yo


estemos aquí charlando.

–¿Destino? ¿A qué te refieres con eso?

–Sí, destino. Quiero decir lo que ya está determinado. Digo que es muy
probable que esta plática ya haya sido planeada y que en realidad todo sea así.
Entonces solo somos peones con fantasías de libre albedrío y, por ende, de
libertad.

–Desde luego que es solo una postura. Quizá sea una mezcla de ambos.
Sabes, yo me he quebrado la cabeza con tantas reflexiones y jamás he hallado
respuesta.

–¿Ni en las matemáticas? O, no sé, ¿acaso en lo oculto?

–Tristemente, la ciencia es el lugar donde menos hay que buscar si


quieres indagar y descubrir cosas. La matemática, al igual que la medicina, la
justicia, la libertad, la tecnología y las cosas que el humano moderno ha
inventado son solo para aquellos que tienen el poder y el dinero para pagar por
ellos. A nosotros, los del tercer mundo, solo nos arrojan unas cuántas migajas
de vez en cuando.

Quedé un tanto estupefacto por sus palabras. Me parecía que aquel


profesor sabía muchas más cosas de las que aparentaba, y eso ya era ir muy
lejos. Insistí y él dijo que me contaría, pero que necesitaría más de una sesión
para intentar ayudarme a abrir los ojos.
–¿Cómo es eso de abrir los ojos? No logro comprenderlo claramente.

–No importa, lo entenderás. Tú bien sabes que yo, al igual que tus demás
percepciones, son solo parte de los espejismos que en tu mente abundan y
cuya hiperactividad se manifiesta en un plano terrenal. Cada uno vive su
alucinación y destiñe sus sueños como mejor cree conveniente. Pero, al fin y
al cabo, la muerte es la convergencia de cualquier destino. No importa que sea
azar, libre albedrío, dios, o cualquier otra sustancia.

–Entonces ¿los dioses también mueren? ¡Qué raro!

–Las cosas parecen raras a aquellos acostumbrados a la mediocridad de


lo común, pero tú debes intentar entenderlo. Sé que podrás percatarte de lo que
te digo, solo requieres tiempo.

–Y bueno, ¿en cuánto tiempo podré abrir los ojos?

–Eso solo tú lo sabrás. Es paulatino, pues es un despertar que valdrá la


pena. Y, cuando menos te lo esperes, te hallarás a ti mismo en una constante
tormenta de crisis existenciales y sentirás absoluta desesperación al sentirte
parte de un mundo que detestas. Debes ser precavido, pues incluso el suicidio
podría ser la culminación de tu espíritu en tal delirio.

–Y eso ¿es bueno o malo? ¿Acaso morir es entonces un fin y no un


medio?

–Ya sabes, todo es relativo. Ese concepto del bien y el mal ya está muy
gastado como para intentar exponerlo aquí. Como en todo hay variedad de
posturas, algunas opuestas y muy diferentes.

Continuamos charlando, pero nunca terminábamos un tema. Quería


hacerle tantas preguntas a aquel hombre, parecía tan distinto a los demás. De
hecho, notaba una extraña conexión entre Natzi y el profesor G. No sabía por
qué o de qué modo estos seres estaban vinculados a mí. Ni siquiera estaba
seguro de que fuesen reales, pero ni yo lo era quizá. Solo aceptaba los hechos
de una realidad material y de la carne que me conformaba, pero ninguna
certeza tenía de que mi mente estuviese aquí. Tampoco sabía a qué le llamaba
aquí ni qué era el ahora.
–Entonces ¿solo debo abrir mi mente? Y ¿todo ocurrirá a su debido
tiempo?

–Así es. No te desesperes, recuerda que la paciencia y el pensamiento


son los instrumentos más poderosos que puede tener un humano, uno que
todavía conserve su alma.

–¿Conserve su alma? Entonces ¿sí existe el alma? ¿Algunos la han


perdido?

–Son conceptos bastante sujetos a la interpretación. Yo he aceptado la


existencia del alma, en parte como consuelo. Creo que hay algo más que solo
lo terrenal, que existen vibraciones y frecuencias que no podemos percibir. El
reino de lo invisible supera por mucho a este en donde nos hallamos y cuyos
medios para interactuar son los endebles sentidos. Quizás hasta sea posible
que esta realidad sea solo una limitación y una parte de ese todo invisible que
engloba muchas realidades. Todo es cuestión de dudar y creer, como siempre.
Es un tanto complejo explicar porque digo que algunos humanos ya no tienen
alma, pero tú también podrás notarlo, si crees en ello.

–Ya veo, parece complicado. Me decía también algo sobre abrirle los
ojos a los humanos, y tengo la siguiente cuestión: si usted no puede hacerlo; es
decir, solo funge como un guía, entonces ¿quién sí tiene el poder para quitar
ese velo absurdo que nos oculta la realidad superior?

–Tú –respondió con tono autoritario–, solo tú. Yo, por ejemplo, quise ser
maestro y enseñar a las personas. Mi única labor y lo que podemos hacer por
otros es introducirles la duda. En resumen, solo puedes ayudar a alguien más,
pero siempre se elige. Las personas decidirán si darte el beneficio de la duda,
lo cual ya es mucho, o te ignorarán sin remedio. A nadie puedes salvar o
abrirle los ojos, él debe hacerlo por su cuenta. Eso es justamente lo que los
grandes maestros de lo que hoy conocemos como religiones intentaron
enseñar. Pero el humano siempre ha malentendido todo y ha rechazado aquello
que pone en riesgo su poderío y su comodidad. El rechazo hacia lo
desconocido y lo que representa alguna dificultad no premiada con dinero es
una constante en el mundo moderno.
–Ya veo, en eso estoy de acuerdo. Lamentablemente la mayor parte de
las personas no escuchan ni se interesan.

–Pero es peor que eso. Aunque escuchen, aun así, nada se logra en la
gran parte de los casos. De hecho, hasta parece empeorar su estado, pues lo
sublime se ridiculiza y se evidencia como blasfemo en contra de un dios, de la
ciencia o de los supuestos valores sociales. Yo no he tenido éxito aquí, pero no
me rindo. Pienso que esos sujetos, los que gobiernan el mundo, esperarían que
me rindiera ahora mismo. Lástima, porque mientras siga vivo seguiré
pregonando mis ideas e intentando sembrar esa semilla de la duda para formar
personas con razonamiento y no solo con la habilidad de replicar patrones
impuestos.

–Entonces ¿usted piensa que perdemos el tiempo estudiando todas estas


cosas?

–Ciertamente, no sé qué decirte. La ciencia es solo uno de muchos


caminos hacia la verdad. Ninguno de estos caminos es fácil, uno debe trabajar
demasiado. El principal problema, al menos como yo lo veo, con la ciencia
moderna y todos sus derivados es que enfatizan sobremanera el raciocinio y
hacen totalmente a un lado la espiritualidad. Sabes que tal concepción nunca
terminará por abarcarlo todo, y de ese modo se ha exagerado el poder de la
ciencia como única herramienta para entender y explicar el mundo. El reino de
lo invisible es mucho más extenso que el de lo visible. Nuestros ojos solo nos
permiten observar una muy pequeña y fragmentada parte del universo
material. Imagina todo cuanto desconocemos, incluso aquí en este planeta
somos menos que nada. Ahora imagina que existen reinos lejos de tu
imaginación, los cuáles no puedes ver con tus ojos humanos.

–Parece ser más inquietante de lo que colegí –asentí intrigado–. Supongo


que no tengo mucho qué decir, resulta escalofriante pensar que solo he vivido
con lo que me ha sido inculcado.

–Todos vivimos así, existimos bajo un manto que se nos es colocado


desde nuestra misteriosa llegada a este mundo. Pero créeme cuando te digo
que existen otros mundos, debe ser así.
–Y ¿cómo tiene usted esa certeza? ¿Qué pruebas hay de esos universos
paralelos donde la existencia es tan distinta?

–Es algo de lo que terminas por convencerte. En realidad, son solo


teorías, o locuras, como quieras verlo. Sabes que nada te obliga a creer en ello,
pero creo que, si no lo creyésemos así, la existencia sería demasiado
miserable. A lo que voy con esto es que, si este mundo es todo lo que hay,
entonces la vida no tiene ningún sentido.

Por desgracia, el profesor se ocupó dando asesorías a un alumno que


tenía bajo su tutela. Yo, para no interrumpirle, decidí despedirme con tono
modesto y con la sensación de que aquella plática era también parte de alguna
clase de destino. Algo debía haber en él, puesto que su actitud y sus
razonamientos eran tan extraños. En verdad aquel señor flaco y canoso, con
ese aire tan imponente, debía conocer demasiadas cosas referentes a lo
espiritual y a teorías sobre ocultismo. Por otra parte, desde la fiesta con Natzi
y todo lo ocurrido aquella noche no sentía ser yo mismo; es decir, estaba lejos,
me había escapado de mi cuerpo para recorrer senderos lúgubres donde aún
estaba perdido. Y escasos rayos de luz de vez en cuando lograban otorgarme
pistas en aquella eviterna oscuridad donde me hallaba encasquetado. Nunca
había dudado tanto de la realidad, pues siempre había tenido aquellas
imágenes materializadas que ahora se confundían y se parapetaban entre los
mortales.

VII

Justamente cuando el camión se detuvo ante uno de los tantos semáforos,


antes de cruzar un río de agua sucia donde podía observarse personas
drogándose, la casualidad quiso que viera un anuncio. Al comienzo no le
otorgué la menor importancia, pero luego me percaté de su rostro y su nombre.
Leí de nuevo con más calma y observé más agudamente, no había lugar para
dudas, era ella: Elizabeth. Distinguí al momento sus cabellos rojos que ahora
aparecían rizados, tenía ojos perfectamente centelleantes, cejas tan bien
distribuidas y ubicadas que, en combinación con sus pestañas largas y
enchinadas, le otorgaban una belleza celestial, mística e implacable. Su rostro,
además, expresaba la inefable convergencia de abismos indescriptibles en mi
interior. En conjunto, su imagen era la aclaración de que mi locura estaba
pronta y de que debía encontrarla tarde o temprano. Era una estupidez
enamorarse de una imagen, yo era un estúpido desde luego. Sin embargo,
mientras el camión estuvo ahí parado, me asombraron tanto sus facciones
lozanas y el aura iridiscente que la caracterizaba. Su cuerpo, pese a no
observarse en su totalidad, lucía tan bien en un vestido negro y escotado lucía
con vanidad. Sabía que era solo una imagen, pero era todo lo que quería para
que fuese real. Así me había pasado con el mundo siempre, mi vida era solo
producto de delirios expulsados.

Interrumpí mis abstracciones notando que tenía una erección y quería


masturbarme. Antes de que arrancase el camión alcancé a leer un poco del
anuncio. Decía lo que yo ya sabía, que Elizabeth era una eminente artista, muy
exitosa y de una hermosura incomparable. Decía también que sus lienzos
expresaban la dualidad del ser, del mundo, del universo y de la existencia:
aquello que está más allá del bien y el mal. Al parecer su obra era algo más
que simples pincelazos, pues estaba demasiado relacionada con una corriente
de la que nada había escuchado hasta ahora: la reencarnación. Según leí, sus
lienzos también estaban basados en sus pesadillas y sus lecturas. Alcancé a
observar que habría una exposición, pero no pude saber el lugar ni el día, ni
cualquier otro tipo de detalle. El camión arrancó a toda velocidad, alejándome
de lo que creía debía ser mi destino. Dicen que uno no puede huir de él, pero
tal vez en mi caso era lo contrario. Tenía ansias de experimentar un poco de
aquellas sensaciones tan palpitantes solo ocasionadas por el más controvertido
hechizo de todos: el amor.

Durante los siguientes días continué igual de pensativo. Sin duda, los
temas me habían afectado. Sin quererlo, sentía como si mi interior se
alborotara cada vez que recordaba las pláticas donde se hacía alusión a un
despertar, a abrir la mente, a ver con otros ojos, a percatarse de algo que era
imposible para mí hasta entonces. Yo vivía en mi mundo, en mi burbuja, tal
como el resto. Nada había podido derribar mis creencias ni mis costumbres,
esas que mis padres me inculcaron y las cuales seguía irremediablemente.
Fuera de eso, todo lo demás era irrelevante, el mundo era un lugar bello si se
le quería mirar por cierto lado. Tales pensamientos eran los que me atacaban
durante el día, intentaba convencerme de que mi mundo debía persistir en
iguales condiciones. El cambio me aterraba, me atemorizaba pensar que podría
perderme en tantas teorías y llegar a enloquecer. Y, sin embargo, en las noches,
antes de acostarme, tenía nuevamente la sospecha de que yo estaba
equivocado. Me cuestionaba si no serían ciertas todas esas ideas que con tanta
vehemencia rechazaba. Padecía una lucha interna por aceptar nuevas
concepciones y arrojar muy lejos todo lo que hasta ahora era yo. Conforme
pasaban los días las ideas de que el mundo era nauseabundo crecían más y
más. Pensaba en el sufrimiento sinsentido que representaba estar en él, en
todas las injusticias y atrocidades cometidas diariamente y, en fin, en cuán
erróneos eran mis pensamientos hasta esa noche. Todo se juntaba y se
convertía en una llama que quemaba en mi interior. A pesar de todo, noté que
siempre podía volver a engañarme, pero ahora comenzaba a creer que la
mentira era indispensable para sobrevivir en esta realidad. Eso era
exactamente lo que las personas hacían todo el tiempo: se engañaban con
cualquier bagatela que les permitiera obviar lo absurdo de sus miserables
existencias.

Llegado el domingo por la mañana, me levanté temprano para ir a correr.


El día era ligeramente nublado y hasta triste. Me sentía raro, pues desde hace
unos días despertaba con dolor de cabeza, tos, pesadez y una insana sensación
de inutilidad. Además, en mí se gestaba la semblanza de un miserable ser con
anhelos de verdad. Continuaba siendo atormentado, cada vez con más ahínco,
cada vez más convencido de que vivía en un complot, en una gran mentira.
Una vez incluso soñé que la realidad era una configuración diseñada por un
arquitecto anónimo en la cual todos residíamos y experimentábamos cosas. No
obstante, nuestras mentes habían sido codificadas para obedecer ciertos
patrones, y luchar por la preservación del sistema. Se nos permitían ciertas
cosas y otras se nos prohibían. Había una gran producción de humanos en
masa, los cuáles eran etiquetados y se les engordaba el cuerpo con una masa
asquerosa de color blanquizco. Por otra parte, sus mentes eran unidas a una
clase de artefacto muy peculiar, que actuaba como un receptor cuando el
humano aprendía en dicho sistema. Se le enseñaba a obedecer, a no cuestionar,
a ser como el resto. Muchas cosas execrables pasaban en ese sistema, muchos
eran los que lo adoraban y los pocos que se resistían eran aniquilados, se les
erradicaba para siempre por rebeldes. Este sueño se repetía una y otra vez,
dejándome sudoroso y exhausto. Me daba cuenta de que casi ninguno de los
arrojados en aquel holograma deseaba despertar, parecían sentirse a gusto con
lo que para ellos había sido diseñado. Y yo era uno de los pocos que lograba
sentirse extraño, completamente resuelto a escapar para siempre de un mundo
cuya existencia rechazaba y no entendía. Había algunos otros que también
habían intentado escapar, pero ahora estaban desaparecidos. Seguramente los
habían matado, o eso me imaginaba. El sistema no dejaba que nadie se
marchase sin pagar el precio.

Como sea, fui y corrí. Pero justamente cuando ya me proponía volver


sentí, súbitamente, deseos de entrar a la iglesia. Cuando era joven mis padres
me obligaban a ir cada domingo y escuchar cada palabra que recitaba el padre.
En esos tiempos solía creerme todo lo que ahí era expresado, me parecía que
estaba bien, que podía seguir esas enseñanzas y obtener alguna especie de paz
interna. No tenía las ideas que ahora comenzaban a atormentarme, y aunque en
ocasiones deseaba que esto, lo que sea que fuese que me estaba ocurriendo,
cesara, mi cerebro no dejaba de rechazar todos los principios bajo los cuáles
crecí y me desarrollé.

Una vez en la iglesia me senté en uno de los lugares más alejados del
centro, hasta atrás. La verdad es que no deseaba escuchar aquellas palabras,
pues hacía tiempo tenía la ligera impresión de que eran solo mentiras. No
estaba seguro, pero me parecía que había algo repugnante en los sermones de
aquellos sacerdotes. Esto me había ocasionado ya diversos problemas con mis
padres, pues sus convicciones religiosas eran muy fuertes. Era solo que un
sentimiento extraño me invadía, algo que no lograba comprender, como un
destino. Era similar a la sensación que me impulsó para ir a la fiesta con Natzi,
a quedarme esa madrugada en la calle, a platicar con Mandreriz, a conversar
con el Profesor G, a deleitarme con la extraña belleza que notaba en las
pinturas y el rostro de Elizabeth. Justamente a mi lado llegó alguien, una
muchacha misteriosa cuyo rostro no observé al estar ensimismado con mis
pensamiento. Sentí una atracción hacia su presencia, como un relámpago que
impactaba mi interior, y una fuerte vibración retorció mi ser. Estuve inquieto
durante los siguientes minutos hasta que, movido por un impulso de esos que
no entendía, respondí a una de las preguntas que hacía el sacerdote. No
entendí cómo ni por qué, pero, en mi abstracción, había gritado con tal fuerza
que todos voltearon y me miraron atónitos ante mi negativa.

Cuando volví en mí tomé plena conciencia de lo que acababa de pasar.


El sacerdote se hallaba dando un discurso, la explicación posterior al
evangelio. La pregunta arrojada por hacia los presentes era si todos aceptaban
la segunda venida de Jesús y el inminente juicio para vivos y muertos.
Mientras todos habían asentido inclinando la cabeza para no interrumpir la
perorata y para mostrar su sumisión, yo había proferido un grito diciendo
sencillamente que no, que no lo aceptaba. En otras circunstancias jamás habría
intervenido, un escándalo en la iglesia con todos mirándome era lo que menos
quería. Me sentía como un inoportuno, aunque, a final de cuentas, no me
arrepentía, pues algo que cada vez me era más difícil contener me obligaba a
rechazar no solo cualquier religión, sino todo lo que en el mundo se me había
enseñado e inculcado como verdadero. Justamente esta realidad y esta
sumisión me asqueaban, y me parecía que era patético que jamás nos
cuestionásemos lo que éramos. No sabía cómo, pero no lograba acallar esas
voces que se habían materializado en las personas cuyos destinos estaban
vinculados al mío.

–¿Quién dijo eso? ¿Quién dijo que no? –inquirió el sacerdote con tono
autoritario, como molesto ante tal negativa.

Las miradas que recién se habían volcado hacia mí me delataron. Todos


los ahí presentes parecían aceptar tan fácilmente que se les lavara el cerebro.
Antes ni siquiera me hubiera percatado de la gravedad de las palabras que
todos apreciaban y aceptaban, pero desde que miré el retrato de Elizabeth, y
desde hace unas semanas cuando todo esto comenzó, cuando las imágenes se
formaban con mayor realidad fuera de mí, sentía tan cercano un despertar. Y a
la vez lo temía, tenía miedo de perderme entre tantas ideas, de librarme de
todo cuanto estaba en mí tan bien amalgamado. Sentía como si tuviera que
desprenderme de una enorme piedra que estaba sobre mi cabeza y que me
impedía levantar la mirada.

–¿Acaso te atreves a cuestionar mi voluntad? ¿No ves que yo soy la


voluntad del señor todopoderoso en este mundo? –inquirió con mayor
exaltación el sacerdote al ver que me quedaba pasmado, quizá pensaba que
tenía miedo.

–¡Sí me atrevo! –aseguré con la mayor voluntad que pude–. Y no solo la


cuestiono, sino que la rechazo. Me parece absurdo vivir de un modo tan
miserable, esperanzado a que un ser supuestamente omnipotente venga y
limpie este mundo repugnante.

–¡Cómo te atreves! ¿Quién crees que eres tú para cuestionar la voluntad


de dios? ¡Lo único que dices son blasfemias! ¡De seguro eres de esos
jovencitos ateos adoradores de la ciencia! –exclamó el sacerdote agitándose.

–Se equivoca –respondí con una frialdad que me asombró–. Usted y


todos los que aquí escuchan las babosadas con las cuáles les lavan el cerebro
están equivocados. Son ustedes gran parte del problema y deben ser
exterminados por el bienestar del planeta.

Hablaba como si fuese un nuevo ser, me desconocía en absoluto. Lo que


sabía es que en mi interior tenía la convicción de decirlo, incluso era una
obligación poner en su lugar a aquellos enajenados religiosos, y no solo a
ellos, sino que quería salir y gritarle a todo el mundo que estaba equivocado.
¡Sí, quería que supieran que este maldito sistema estaba arruinado y que las
personas eran unos imbéciles esclavos del dinero! ¡Así es, quería gritar a todo
pulmón que la vida no valía nada, que todo daba igual, que el mundo como los
humanos lo habían experimentado era una falacia y que había más, mucho
más, a lo cual aspirar si no viviéramos en nuestras pequeñas burbujas
diseñadas para mantenernos en un estado sumiso! Sin embargo, me contuve.
Noté que la extraña mujercita que se había sentado a mi lado me miraba
anonadada y temerosa ante mi rebeldía.

–¡Tiene el demonio dentro! ¡No sabe lo que dice! ¡Es el diablo mismo! –
añadió una señora mientras se persignaba.

–No, no estoy poseído ni soy el demonio. Solo soy alguien a quien no le


parece correcto que las personas crean todo lo que aquí se les dice. De hecho,
todos ustedes, seres corrompidos –afirmé señalando en tono sarcástico a los
presentes, incluyendo al sacerdote y a sus ayudantes–, no son sino simples
esclavos de algo que está fuera de su alcance. ¿Acaso no logran ver el engaño
milenario que les ha sido contado? ¿Cómo, para empezar, podríamos adorar a
la figura de un hombre ensangrentado y crucificado? ¿Qué clase de símbolo
tan agónico es ese? ¡Ustedes han arruinado el mundo con su magnífica
empresa religiosa y han lavado cerebros durante eones! Pero yo no cederé, yo
no creo nada de lo que aquí dicen. ¡Al demonio con la religión, con dios y con
su jodido retorno! ¡Que cuelguen a los sacerdotes y a los que esperan una
recompensa en el reino de los cielos! ¡Menudas tonterías! ¡Todos son unos
idiotas!

Y salí corriendo de la iglesia, lo más rápido que pude, tanto que


absolutamente nadie osó seguirme, excepto una persona, la mujercita que se
había sentado a mi lado. Yo estaba temblando, como luchando por recuperar el
control de mí mismo. ¿Qué diablos había sido todo ese incidente en la iglesia?
Sentí como si alguien más en mi interior fuese el dueño de tal
comportamiento, aunque en el fondo era yo, solo yo. No estaba seguro de
nada, creía desde hace unos meses, un poco antes de que esta maldita
condición de locura comenzara, que todos los humanos teníamos dos caras,
era algo natural. Si bien es cierto que existían múltiples comportamientos
dependiendo de cada situación, pensaba que todo se resumía a una dualidad
entre el bien y el mal. Pero era más complejo, no creía que pudieran separarse
o discernirse, tampoco pensaba que se podían juzgar los actos de una persona
como correctos o incorrectos. El problema era que ambas caras estaban tan
bien mezcladas y mucho más de lo que usualmente se creía, que quizá sin esa
mezcolanza el humano perdería toda su esencia. Era una argucia que aquellos
seres, supuestamente tan avanzados espiritualmente, se apegaran totalmente a
un solo matiz El auténtico progreso radicaba, según me parecía, en el punto
medio, en el equilibrio de ambas caras, en la perfecta armonía entre esos lados
tan opuestos bajo los cuáles se escondía un sinfín de combinaciones que daban
pauta a los diversos estados del ser.

Recordé entonces que había una pesadilla cuya cotidianidad comenzaba


ya a desquiciarme. De hecho, de forma curiosa, había empezado desde que mi
estado mental comenzó a formar estas imágenes tan dispersas. Parecía que un
nuevo destino comenzaba a amenazarme, algo que expandía un panorama
totalmente distinto del común en el que me había desarrollado. En esta especie
de pesadilla que cada noche se presentaba y me dejaba indefenso, incluso sin
poder dormir después de despertar a las tres de la mañana, sudoroso e
impactado, todo era muy iridiscente. Lo primero que acontecía era que yo
corría sin cesar en distintas partes de un laberinto donde podía observar los
restos de planetas con toda clase de matices. En el cielo había pirámides con
ojos y también escuadras que centelleaban demoniacamente. Luego, parecía
que mis piernas se doblaban y finalmente caía en algo parecido a un agujero
donde infinitos sucesos colapsaban. Podía observar todo lo vivido hasta ahora
y cómo era distorsionado a través de portales.

Recuerdo que existía una voz cuyos susurros decían cosas sobre las
múltiples entidades en el interior del espíritu. A veces podía observar cómo
unos labios totalmente negros y con cuernos en los pliegues sonreían y
vomitaban una masa compuesta por todos los animales posibles que pudieran
existir. Entonces la boca decía que estaba cerca aquel con la habilidad de hacer
que cualquiera se arrodillase ante él sin la menor preocupación o esfuerzo.
Algunas palabras hacían referencia a una bestia enviada por el dios
indiferente. Sus mensajes no los comprendía y cuando pensaba que aquella
cosa se pegaría a mí, caía en un lago de sangre donde flotaban miembros
sexuales masculinos que parecían haber sido rebanados y se hallaban en
estado de putrefacción. Al intentar salir de esas aguas insanas, mi cuerpo
pesaba y sentía como si mi propio pene fuese a desprenderse, como si algo me
dijera que no lo necesitaba. Y al intentar escapar con todas mis fuerzas
despertaba en medio de mi oscura habitación.

–Oye, ¿estás bien? Pensé que nunca dejarías de correr –exclamó una
vocecita mientras una sombra se posaba a mi lado.

Salí de mi abstracción, no sin cierta torpeza, y observé a la persona


dueña de aquella voz. Se trataba justamente de la mujer que se había colocado
a mi lado en la iglesia.
–¡Hola, me disculpo! Es que en ocasiones me pierdo demasiado en mi
cabeza y cuando regreso me hallo en un estado como de retraso mental, pero
pasa rápido.

–Sí, ya me di cuenta –afirmó mientras reía.

Experimenté entonces algo inusual, y sencillamente intenté evadir tal


sensación. Cuando la observé detenidamente, el tiempo sufrió algo
inverosímil. Me parecía que todo lo que había vivido había valido la pena, y
que cada minuto ahora era sagrado.

–¡Oh, sí! Claro, creo que ya pasó –afirmé riendo, cosa que nunca hacía–.
Pero bueno, ¿qué te trae por aquí? –pregunté mostrándome ignorante de su
presencia en la iglesia.

–Lo siento, olvidé presentarme –dijo con esa voz tan peculiar, al tiempo
que el sol brillaba en todo su esplendor–. Mi nombre es Isis y estaba sentada a
un costado tuyo en la iglesia, hace unos momentos.

–¡Ah, la iglesia! ¡Sí, hace unos momentos! Ahora te recuerdo, claro que
sí. Y ¿por qué me has seguido?

–Qué gracioso que lo preguntes después del arrebato que tuviste. ¿Acaso
no sabes que casi se infarta el sacerdote? –exclamó como complacida por
ello–. Ahora no podrás pararte ahí nunca más.

–Mejor, es justo lo que quiero. Ni siquiera sé por qué asistí –respondí


con desdén.

–Entonces ¿no eres religioso? Supongo que no, por lo que dijiste ahí.

–Es complicado. En realidad, sí lo soy, o lo era. Como decirlo, hace unos


meses comencé a dudar de todo lo que me enseñaron, no sé por qué ni cómo
se produjo. Y la religión me ha parecido un chiste al cual se le ha sacado
bastante provecho.

Isis me miró algo extrañada ante mis palabras, supongo que hasta ahora
no había escuchado nunca algo así. O quizá sencillamente estaba riéndose por
dentro de mi heroico y ridículo espectáculo.
–Pareces muy tímido –dijo con una mueca que se me antojó bonita–. Si
quieres me voy, o si gustas puedo acompañarte y podemos caminar. Al fin y al
cabo, aún es muy temprano, y el parque está justo en frente de nosotros.

Entonces se presentó un dilema, qué tortuoso camino debía elegir:


quedarme o irme. En todo caso, no era consciente en esos momentos de la
magnitud de mi decisión. Al menos creía que era mía, pero eso chocaba con la
creencia en un destino. Todo se revolvió en mi cabeza y no lograba
mantenerme en mí, parecía extraviado del mundo real. Me parecía que todo se
hallaba relacionado como una gran telaraña, como un conjunto de relaciones
imposibles de clasificar y acaso predecir. Siempre ha sido así, la incertidumbre
por el futuro es la debilidad de lo humano. Y yo tenía que tomar una decisión
muy simple, pero sentía que de ello dependería incluso mi vida. Nada
importaba ya, pues sentía dar vueltas en círculo. Finalmente, decidí que no
vendría mal un poco de compañía y, casi cuando Isis estaba por marcharse,
quizá molesta por lo mucho que tardé en decidir algo tan simple, la detuve
tomándola del brazo y observándola por primera vez con claridad.

Ciertamente, era una mujer muy tierna, demasiado para mí. Su belleza
no radicaba en su físico, sino en su interior. Qué complicado describir lo que
no se puede tocar. Y, sin quererlo, algo me impulsaba a adorar aquella silueta
que se me antojaba tan inefable. Su cuerpo esbelto me cautivó, sus senos eran
grandes y sus piernas perfectas para su complexión. Su forma de caminar me
agradaba y también su manera de posarse. Ni qué decir de su rostro, fue lo
más parecido a la ternura hecha realidad. Tenía esa mirada temerosa y a la vez
determinada, un carmín extraño se hallaba oculto en su interior, como un
fuego eviterno capaz de penetrar en los más recónditos lugares de mi alma. Y,
de hecho, cuando me miraba, me sentía desnudo, no en cuerpo, sino en algo
cuya naturaleza me era indescifrable. Podía sentir esa dualidad en la
profundidad de su mirada, era la inmarcesible señal de que mi espíritu se
regocijaba al sentir su presencia.

VIII
¡Qué ojos tan majestuosos! Sin duda, comenzaba a creer que estaba
alucinando, pero esta vez esperaba que no fuera así. Seguía absorto con su
mirada, con ese brillo que refulgía más que cualquier estrella, y que parecía
como si una supernova hubiera llegado a su clímax en sus pupilas. Ese rostro
que ya jamás podría olvidar, esos cabellos que parecían ser el llanto del sol,
ese carmín que su mirada desprendía y, sobre todo, esa sonrisa capaz de hacer
que cualquiera se arrodillase ante ella. Era alguien fuera de este mundo, y el
que usara lentes le daba un toque de intelectualidad tremendo. Jamás creí
llegar a ensalzar así la belleza de una mujer, pero ella no era humana, lo supe
desde que sus vibraciones lograron alterar las mías. Cuánto deseaba
contemplarla y qué familiaridad me sentía cuando me hablaba.

–Oye ¿estás bien? –preguntó un tanto desconcertada–. Parece que no me


estás prestando atención.

–Desde luego que sí, es solo que… –me arrepentí y me bloqueé.

–¿Es solo que…? ¿Acaso pasó alguna mujer guapa? –inquirió un tanto
airada.

–No, no es así. ¿Por qué preguntas eso?

–Porque así son los hombres: un día te quieren y al otro te arrojan como
basura.

Entonces sonrió y nuevamente me sentí invadido en lo más profundo de


mi ser. No entendía qué demonios era esta nueva y relampagueante sensación
que no lograba apresar por más que lo intentaba. Tampoco entendía cómo no
me había percatado antes, en la iglesia, de la tierna belleza de Isis. Pero hasta
ahora solo había enfocado mi atención en lo banal. Lo malo era que entre más
intentaba encontrar una explicación a lo que en ella no podía ver, pero sí
sentir, menos lo entendía. Solo sabía que todo en mí se había precipitado a un
ritmo vertiginoso, pues lo que experimentaba superaba por mucho a lo poco
que entendía y que podría expresar. Lo único que me detenía era saber si a ella
le pasaba algo similar, pero seguramente no.

–Solo te estaba probando –afirmó mientras hacía otra vez esas muecas
que tanto me fascinaban–. Pareces un sujeto raro, eso ha hecho que te siguiera
hasta aquí. Fue llamativa la forma en que te opusiste al sacerdote, nunca pensé
que alguien lo haría. Parecías muy tranquilo cuando escuchabas la misa y
luego te trastornaste.

Mis ojos brillaron y me percaté de que me había estado observando.


Algo tiró de mí con mayor fuerza y me sentí indefenso ante el mundo, el único
refugio al que ahora aspiraba era ella: Isis. Pero era una estupidez, apenas la
conocía y quién sabe si volvería a verla de nuevo.

–¡Oh, claro! Entonces ¿pasé la prueba? –pregunté con cierta torpeza.

–Yo diría que sí. Quería ver qué respondías solamente. Mi padre es muy
amigo del sacerdote, es un pastor muy reconocido en toda la región. Él quiere
que yo estudie teología después de terminar la universidad.

–¡Oh, vaya! Entonces ¿asistes a la universidad? –inquirí tratando de


obtener algunos datos sobre ella.

–Sí, desde luego. Si quieres, podemos sentarnos aquí y comer un helado


–indicó mientras me jalaba ligeramente hacia una banca.

Yo sentí que me desmayaba cuando ella me tocó. Sus manos eran


sumamente preciosas, incluso me parecía que era una diosa quien me había
rozado. El resto de la conversación se centró en aspectos banales, pero yo
estaba encantado de escucharla. Creo nunca le había puesto tanta atención a
una persona. Adoraba sus muecas y sus hoyuelos, además de sus dientes y sus
labios tan rosados. No sabía cómo, pero quería besarla y fundirme con ella de
una manera más allá de la carne. Sus ojos soltaban destellos en los cuales
regocijaba todo mi ser, atascándome de esos cromatismos y melifluos
excesivamente lozanos que parecían emerger de cada palabra y cada expresión
que hacía. Sencillamente estaba maravillado, y en cuestión de poco tiempo me
había embotado por completo, me hallaba tan distinto de mí, del que era hace
unas horas. A veces me pregunto: ¿qué sería de mí ahora si la hubiese dejado
ir en aquellos instantes…? ¿No era ella también solo un reflejo de mi alma?

Ambos contamos cosas, como decía, banales. Me enteré de muchos


detalles de su vida. Estudiaba arquitectura en una universidad considerada de
las mejores del país, le gustaba tremendamente lo que hacía y quería dedicarse
a ello el resto de su vida, solo que su padre la molestaba para que estudiase
teología. Carecía de madre, puesto que había fallecido cuando ella era aún
muy pequeña. Le gustaba divertirse, ir a fiestas y beber de vez en cuando. En
cuanto a sus intereses, le fascinaban los monos y el color azul. Ocasionalmente
leía algún libro, pero no pasaban de novelas románticas. En realidad, su
mundo se había visto envuelto por estudios, fiestas, cosas de chicas y un padre
que intentaba imponerle una religión. Me confesó su único gran sueño: llegar
a ser pintora de obras jamás antes vistas.

Como si de un recuerdo que surgiera de repente destrozándolo todo se


tratase a mi mente llegó la imagen de Elizabeth, la genial artista. Con todo lo
que apreciaba en Isis ya me había olvidado por completo de ella, o quizá no.
Me parecía que compartían cierta familiaridad en cuanto a lo que en mí
provocaban y la forma tan rara en que habían llegado a mi vida. También noté
que los ojos de Isis eran tan similares a los de Elizabeth, ya que ambos
expulsaban un fuego demencial, una pasión inhumana. Aquella mirada era
capaz de pulverizar cualquier cosa, tan intenso era su fulgor como el tono rojo
de la sangre misma. Yo, por mi parte, le conté lo que estudiaba y cómo era mi
vida. No me pareció pertinente mencionarle acerca de mi extraña condición,
pero tal vez en un futuro sería imprescindible que lo supiera.

–Bien, ha sido un gusto conocerte –afirmó sonriendo con esos hoyuelos


tan peculiares y esos ojos tan devoradores de almas.

–Al contrario, el gusto es mío –repliqué por cortesía, aunque me hallaba


anonadado ante su belleza más que física–. ¿Será posible que volvamos a
vernos?

–Desde luego que sí. Si quieres podemos vernos mañana por la tarde,
aquí mismo. Así no tienes que acercarte tanto a la iglesia –exclamó entre risas.

–Me parece excelente. Entonces ¿vives por aquí?

–Por desgracia no, solo estoy de visita y me quedaré todas las


vacaciones. Cuando comiencen de nuevo mis clases me regresaré.

–¿Te irás muy lejos?


–¿Por qué tanto interés en eso? –inquirió cortándome los ánimos.

–Nada, olvídalo. Es solo que mi curiosidad a veces es muy imponente.

–Eso es evidente –dijo mientras sonreía ampliamente–. Pero te diré que


vivo a dos horas de la ciudad.

–No es tan lejos, podríamos seguir viéndonos.

Me miró un tanto sorprendida por tan precipitada propuesta, pero no la


rechazó. Yo me sentí ligeramente nervioso por haber lanzado tan pronto tal
proposición. Le di la mano y ella se despidió con un beso en la mejilla, que
sentí como ningún otro. Casi me desmayaba al sentir esos labios rosados tan
cerca de los míos. Había en ella algo mágico e inusual. En cuestión de horas se
había convertido en todo, pasó de ser una vil extraña a ser mi centro de
atención. En ese corto periodo había modificado mi percepción y mis ideas ya
no me parecían relevantes. De cualquier modo, yo debía atraerle, pues era ella
quien me había seguido. Quizá todo era una cadena de coincidencias, un
estado de caos sin sentido y en progresivo aumento, o acaso era mi destino que
así sucediera, que conociera a Isis y cayera rendido ante la magia que
escondía. No lo sabía, pero de regreso a casa solo ella ocupó mis
pensamientos, e incluso olvidé lo mucho que detestaba aquel calabozo. Todo
cuanto me atormentaba, el ruido y la decepción principalmente, estaban ahora
matizados con las memorias de aquella misteriosa mujer en cuyos ojos ardía
un fuego idílico.

Al día siguiente vi a Isis, y así continuamos toda la semana. De suerte


que mis vacaciones recién habían comenzado y, aunque tenía pensado trabajar
e irme de aquel lugar tan execrable, la llegada de esa mujer cambió mi vida
por completo. Sentía como si una energía vivificadora recorriera todo mi
cuerpo, y ni hablar de mi cabeza que estaba cargada de sensaciones
placenteras en extremo. Era como si una colisión de matices se produjera en
mi mente y de ella emergieran millones de sentimientos como jamás los había
sentido. Incluso me deshice de aquellas amigas virtuales con las que sostenía
conversaciones eróticas. Recuerdo que a mis contados amigos les hablé de
Isis, en todo momento su silueta se impulsaba como una deidad sobre
cualquier otro pensamiento. Las pesadillas también cesaron, ya no sentía
tantos deseos de masturbarme y hasta comencé a escribir poemas.

Mi vida había cambiado, me sentía siempre en constante incertidumbre y


algo palpitaba en mi interior sin darme oportunidad de defenderme. ¿En qué
clase de situación me hallaba que incluso había olvidado a Elizabeth y todo lo
relacionado con ella? Y aunque en mi interior continuaba su imagen plasmada,
sentía que ya no importaba. Todas las teorías e ideas que hasta entonces se
habían gestado en mi cerebro contra el mundo y la humanidad se alejaron.
Solo Isis, con su acendrada luminiscencia, iluminaba mi camino. Por mí que el
mundo se fuera al demonio, que colgaran a todos los pobres y que mataran a
todos los ladrones. No tenía ya tiempo para reflexionar sobre lo que hasta hace
unas semanas había ganado tanto terreno en mi conciencia. Parecía como si
renunciase a un despertar que parecía inminente, como si volviera a dormir en
mí la bestia que se proponía destrozar toda concepción.

Entonces llegó el día que me animé a dar el gran paso. Isis, ciertamente,
lucía igual o hasta más animada conmigo. Al parecer todo lo que yo era le
encantaba, lo cual me animó a hacerle una invitación para ir a la feria.
Pasaríamos primero a comer algo y luego al cine, finalmente nos
recostaríamos en cualquier sitio. No quería admitirlo; de hecho, quizá jamás lo
hice, pero estaba cayendo en un precipicio sin oponer la menor resistencia. Me
estaba hundiendo cada vez más en la dulzura de su boca, la cual ansiaba
degustar, y en ese fuego que consumía de forma inexorable todos mis
problemas. Los días previos a nuestro encuentro fueron muy agónicos, pues
realmente creía que ella sentía lo mismo que yo. Pero no me quedaba sino
esperar y averiguarlo cara a cara.

El momento llegó, y, curiosamente, desperté con un sabor amargo en la


boca, producto de una pesadilla en la cual me aventaba desde lo alto de un
edificio, ¡qué locura! No podía estar triste hoy, pues era el día en que
confesaría a Isis todo lo que por ella sentía. Pensaba que, si Isis me rechazaba,
me mataría ahí mismo, pero no era posible. Algo me decía que Isis también
quería besarme, podía leerlo en su mirada fulgurante. Cuando llegué aún no
estaba Isis, quizá se le había hecho tarde. Decidí sentarme a esperar y repasar
los poemas que le había escrito, los cuáles para nada pensaba que fuesen
buenos, pero al menos denotarían una forma sincera de expresarle mis
sentimientos. Al fin pude distinguir su inigualable sonrisa, sus ojos y sus
hoyuelos. Venía corriendo hacia donde yo estaba. ¡Lucía magníficamente
hermosa, casi como una diosa o algo superior!

–Te ruego me disculpes –mencionó bastante agitada–. En verdad que


venía con buen tiempo, pero el transporte estaba muy lento.

–No te preocupes, está bien. Lo único que quería era verte…

No me dejó terminar la frase, pues me abrazó fuertemente. Sentí que


desfallecía y todas esas sensaciones desconcertantes se intensificaron a tal
punto que hasta pensé en besarla y algo más.

–¡Yo sí que tenía muchas ganas de verte! –dijo sonriendo con esos
hoyuelos afrodisiacos, luciendo sus labios tan remarcados de rojo y que
contrastaban perfectamente con su tono de piel.

–Se ven bien tus labios, no los había visto así –exclamé como
hipnotizado con su presencia.

–¿De verdad? Supongo que había olvidado pintármelos la semana


pasada –respondió intentando disimular que se había sonrojado bastante.

Nos miramos y algo cuadró, así lo diría yo, en nuestro encuentro. Sabía
que no podía estar en ningún otro lugar, que esta vez el destino había sido
vencido. Afortunadamente, recuperé la poca racionalidad que me quedaba y
pensé en lo estúpido que era por ilusionarme de ese modo.

–Y bien, ¿a dónde quieres ir primero? ¿Te parece bien seguir la ruta que
habíamos acordado?

–Lo que tú decidas está bien para mí –repliqué como ido.

Ella dijo que sería bueno seguir el plan como lo acordamos y así lo
hicimos. Durante los primeros minutos en que caminamos uno al lado del otro
noté que ella estaba igual de nerviosa que yo. Me encantó su vestimenta: asaba
una blusa negra con corazones blancos y unos pantalones anaranjados con
triángulos azules y amarillos.

–¿Cómo te ha ido en esta semana? ¿Cuándo vuelves a la escuela? –


pregunté tan claramente como pude.

–He estado estudiando algunas cosas, pero me fastidio rápido. También


he visto películas, he dormido mucho y he estado siendo más constante en el
gimnasio.

–¡Qué bueno! Te aseguro que pronto verás resultados –dije tratando de


alentarla.

–Muchas gracias, eres muy lindo –contestó sonrojada y palpando mi


hombro.

Estaba a punto de besarla y de decirle cuántas cosas sentía por ella, pero
me contuve. Tenía que esperar un poco más antes de hacerlo, pues, de alguna
forma, seguía dudando de si ella querría aceptarme como novio. Ambos nos
mirábamos como dos tontos provenientes de alguna sociedad donde todo es
fantástico: reíamos, gritábamos y hasta nos coqueteábamos sin saber lo
desgarrador que es el amor en realidad. El mundo a nuestro alrededor no tenía
mayor importancia, nos daba igual lo que pensaran sobre nuestro desastre, y
yo sentía como si pudiera desaparecer todo lo que me atormentaba mi interior.
Sin embargo, a un costado de la plaza donde comenzaríamos nuestro
recorrido, notamos una gran aglomeración de personas. Nos acercamos y nos
limitamos a vagabundear hasta que observamos una especie de galería. Se
trataba de una exhibición de arte, pero de uno muy raro. Cuando vi el nombre
de la artista quedé impávido. En letras muy llamativas y coronando su retrato
estaba escrito: Elizabeth Tiksmatter.

–¿Qué tienes? Te noto un tanto extraño –preguntó Isis, quien parecía


muy interesada en entrar a la galería.

–Nada, solo estaba pensando en que hace mucho tiempo no me sentía así
de bien, es sencillamente maravilloso –dije ocultando la verdad de la
situación.

–Muchas gracias, me halagas –se apresuró a responder–. Yo disfruto


estar contigo, eres especial.

–¿Especial? ¿Por qué lo dices? No lo creo.


–Para mí sí, eres la persona más especial en mi vida. Desde ese día en la
iglesia pude notar en ti algo. Y, extrañamente, algo en mi cabeza me indicó
que debía seguirte, no sabría cómo explicarlo. Quizá pienses que estoy loca,
solo que así fue. Pensé en ignorar esa voz, pero luego me decidí y te conocí.

–Eso no me lo esperaba, pero qué bueno que decidiste hacer lo que


aquella incierta voz te indicaba. Sabes, yo también suelo escuchar voces
indicándome hacer cosas, es extraño.

–Sí, me siento feliz por haberte conocido. ¿Por qué extraño? –preguntó
en tono sorpresivo, luego se distrajo–. No entiendo qué estamos esperando,
entremos a la galería, quiero ver qué cosas pinta esa mujer tan intrigante.

–Seguro. Yo también estoy interesado en ello. Creo que será mejor si


comenzamos por allá –dije señalando las pinturas donde había menos gente.

En verdad toda la galería era una auténtica locura salida de otro mundo.
De hecho, tanto Isis como yo permanecimos en silencio la mayor parte del
tiempo, maravillados por las pinturas sumamente indescriptibles. Elizabeth
debía tener motivos muy especiales para pintar aquellas cosas, y de modo
incierto su vida me pareció familiar. Experimentaba esa misma sensación que
al aventarme en aquel sueño lúgubre cuyo sentido rimaba macabramente con
mi vida. Comenzaba a enfermarme esa familiaridad que de ninguna forma
podría ser cierta, aunque me parecía que ambos sucesos estaban conectados
con mi existencia de una forma mucho más profunda de lo que creía. Me
aterraba pensar que aquellos mensajes fueran la señal de algún fatal destino,
más ahora que finalmente lograba sentirme feliz con alguien.

Me resultaba tan raro atisbar los lienzos de Elizabeth. Todos eran


geniales, y, sin embargo, la exhibición era gratuita. Lo que me agradó más fue
que Isis me había tomado de la mano para recorrerla, sentía tan bonita esa
sensación: el roce de su mano fina y suave era idílico. Y, a pesar de tan
fenomenal emoción, no podía obviar que las pinturas me impresionaban
profundamente. Parecían estar hechas con pasión, con una invencible voluntad
de expresar sentimientos ocultos. De cada una emanaba un halo que penetraba
en mi interior y desfragmentaba mi alma. Aquellos lienzos eran muy distintos
a las pinturas convencionales, tenían algo raro y onírico, sublime y místico,
divino y demoniaco. En mi contemplación tan humana no concebía que
existiese alguien en el mundo con la capacidad de plasmar tales cosas.

Entre las pinturas que más me gustaron se hallaba la de unas ranas


multicolores que denotaban una tristeza inmensa. Las posiciones en que se
ubicaban, la negrura de sus ojos, los fondos tan bien construidos y la
combinación de matices… Todo era ideal y a la vez sepulcral. Estaba también
una calavera gigantesca con matices tan bien mezclados que era imposible
separarlos con la vista, y que parecía perseguir al mundo con la intención de
devorarlo. También estaban dos auras, diseñadas como la forma de cuerpos
humanos. Uno era un hombre azul y la otra una mujer roja. El primero
sostenía a esta última en sus brazos y parecía que ambos terminarían por
fundirse en uno solo, pero el resultado era incierto. Otra pintura mostraba a
una criatura con intestinos como cerebro y con tres ojos en la cara. Parecía
salida de un reino mucho más allá de lo terrenal, y al parecer denotaba la
venganza de la naturaleza hacia el humano. Estaba también una cabeza de un
tono que no pude identificar, pero expulsaba bolas muy extrañas que se
estrellaban contra las galaxias, como si fuese una clase de apocalipsis. Había
una extraña criatura con garras en pies y manos, con una máscara azul
ensangrentada, un aguijón como de escorpión y con alas; destacaba mucho por
el matiz oscuro en donde parecía existir. Estaba una lechuza cuyo interior
almacenaba el universo en completo caos, y cuyos ojos expresaban un
sufrimiento infinito. Luego, había un ser de aspecto tan desconcertante que el
simple hecho de observarlo generaba angustia y a la vez placer. Su piel era
verde, pero tenía diversas marcas y de apariencia muy antigua. Sus ojos eran
rojos y muy llamativos, como si contuviese la esencia de todo lo que era y
sería. Finalmente, había una pintura algo apartada de las demás que atrajo mi
atención.

–¿Qué te parece si observamos aquella pintura? –mencioné consternado.

–¿Cuál? Pensé que ya habíamos observado todas, cariño –respondió Isis


dulcemente.

Mi corazón palpitó. Me planté frente a ella y la miré, clavé mi vista en el


fuego inmarcesible de su mirada, ese que también observaba en la de
Elizabeth. A nada estaba de besarla, pero me hizo a un lado porque una señora
iba a pasar.

–Entonces ¿vamos a verla o ya deseas que nos vayamos? –inquirí un


tanto molesto por haber perdido la oportunidad.

–¡Vamos! Me han gustado mucho las pinturas de esta artista, es tan rara.

Sin embargo, hubiera deseado no haber sugerido ver aquella pintura,


pues fue muy traumático el suceso. De hecho, había una advertencia y también
una breve reseña sobre su autora que versaba así:
¡Precaución: observar esta pintura puede ocasionar graves problemas mentales!

Este lienzo tan maravilloso fue pintado por la eminente artista Elizabeth Tiksmatter en una de
sus más insólitas revelaciones, las cuáles recibía por parte de seres inmateriales que ella llamaba
los elementales. Según la pintora, en uno de sus más desconcertantes viajes astrales recibió la
iluminación para vislumbrar este lienzo, y luego tuvo la perspicacia para plasmarlo utilizando
medios terrenales. Cabe destacar que dicha visión fue propiciada por una mezcla entre peyote y
ayahuasca, que la artista tuvo oportunidad de consumir mientras visitaba una antigua región de
aborígenes que se ocultaban entre las montañas del sur de América. Sin embargo, se dice que a
partir de ese momento ella ha enloquecido y ha comenzado a malgastar su fortuna, la cual había
heredado de sus misteriosos abuelos. Desde luego, todo son simples rumores, aunque nadie sabe
por ahora el paradero de la talentosa pintora. A pesar de esto, se recomienda discreción y
voluntad fuerte para apreciar en toda su profundidad la siguiente pintura.

–Vaya que debe estar sufriendo esta mujer –dijo Isis un tanto triste y
sorprendida.

–Sí, así parece. Pero en verdad me gustaría ver ese lienzo.

–Creo que yo paso esta vez –replicó temerosa–. Este tipo de cosas no
son lo mío, pero tú ve, yo te espero.

–No, creo que también paso. No quiero hacer algo si no es contigo –


exclamé dejándome llevar por el momento.

IX
Así fue como salimos, no sin que antes Isis se sonrojara a tal punto que evitó
mirarme durante unos minutos. Una vez fuera tuvimos hambre y decidimos ir
a comer algo. Como no conocíamos el lugar pasamos a la pizzería más cercana
y eso fue lo que comimos. Nos entretuvimos demasiado, pues no cesábamos
de comentar los sentimientos tan intensos y sugestivos que aquellas pinturas
nos transmitían. Poco a poco se fue difuminando el recuerdo de esa galería tan
peculiar y nos centramos en nosotros. Luego de comer nos dirigimos hacia la
feria donde comimos muchos dulces, bebimos bastante refresco y compramos
cosas innecesarias; yo estaba embelesado y no tenía control de mis actos.
Cuando ya comenzaba a anochecer, y antes de emprender el regreso a casa,
nos recostamos en una parte boscosa que se hallaba a la salida de la feria; ahí
fue donde todo culminó. Ambos estábamos tirados y mirábamos las estrellas
como tontos, como si ese momento fuese todo lo que importara.

–¿Alguna vez te has preguntado si existe alguien especial para ti en el


mundo? –preguntó ella admirando el firmamento.

–Supongo que sí, creo que todos en algún momento lo deseamos más
que pensarlo. De no ser así, entonces qué cruel es el destino.

–¿Por qué cruel? Muchas personas viven solas y así mueren –replicó sin
dejar de mirar el cielo–. Y tú, ¿crees en el destino?

–Creo que sería cruel puesto que todos nos enamoramos alguna vez en
nuestras vidas, aunque sea una tontería o por poco tiempo. Y si ese
sentimiento no es capaz de conducirnos hacia ese ser especial, entonces
tampoco le veo caso que exista, solo traería sufrimiento. Con respecto al
destino, creo que es algo misterioso que escapa de nuestro entendimiento, algo
que no podemos vislumbrar con ojos humanos.

–Eres muy profundo –comentó mientras viraba hacia mí–. Es como


aquella vez en la iglesia, como esa voz y todo lo que ha pasado.

–¿A qué te refieres exactamente?

–A lo que nos ha conducido aquí. Posiblemente sean solo casualidades,


pero seguramente también has pensado en ello. Bien pudiste haberte quedado
callado en la iglesia ese día, o no ir, pero algo te mantuvo ahí el tiempo
suficiente, y también fue ese algo el que hizo que ese día yo llegara tarde y me
sentase a tu lado. Ese algo te hizo hablar y a mí me susurró seguirte. Y ese
algo es la razón de que ahora estemos juntos. Tal vez eso es el destino, o solo
estoy exagerando. No soy alguien muy inteligente en estas cosas, como puedes
ver.

–Pues a mí me parece que sí, que eres la mujer más inteligente y


pasional que existe.

–¿Pasional? ¿A qué te refieres con eso?

–Que desprendes fuego con tu mirada –afirmé apresuradamente notando


que las palabras se me habían mezclado en la cabeza–. Quiero decir, que en ti
reside mi destino.

Ambos nos callamos, nos limitamos solo a pensar cuán extraño y


absurdo era el encuentro entre dos personas. Tantas posibilidades, tantos
desvaríos. Algunos minutos transcurrieron y luego Isis preguntó:

–¿Sabes algo sobre las estrellas binarias?

–Solo un poco. Recuerdo que una vez leí en un libro sobre ellas, son
peculiares.

–Cuéntame, por favor. Yo, ciertamente, he escuchado el término, pero


nada sé al respecto, y quisiera que tú me ilustraras ahora.

–No sé mucho, pero las estrellas binarias son aquellas que, por ciertas
condiciones, se mantienen juntas y así brillan. Lo curioso es que este tipo de
estrellas regularmente mueren más rápido que las comunes.

–¡Qué triste! Debo confesarte que tengo miedo de morir sola, y también
de vivir así. Es algo que no te he contado, pero mi mayor miedo es sentir que
no valgo nada para los demás. Desde que te conocí me he sentido bien y todo
se ha transformado, pero no quiero que esto se convierta en una molestia.
¿Crees que yo valgo lo suficiente para ti como para darme un espacio en tu
vida?

No podía creerlo, hasta las estrellas parecían caerse cuando Isis profirió
aquellas palabras. De ninguna manera podía desaprovechar la ocasión de
confesarle mis sentimientos.

–Isis, para mí tú eres y lo vales todo. ¿Cómo podría no ser así? ¿Cómo
pensar en la vida sin ti cuando has llegado e iluminado mi penumbra con tu
fuego pasional?

–¿Puedes prometerme que, sin importar lo que pase, estarás conmigo


cuando más sola me encuentre?

Entonces ambos nos miramos, nuestras bocas no resistieron más y se


produjo ese beso tan ansiado para ambos. Debo decir que jamás volví a sentir
lo mismo que en aquellos instantes. No me había percatado, pero estaba
estúpidamente enamorado de Isis, eso explicaba todo. Y con aquel beso
quedaron selladas nuestras almas bajo un destino común. Era como si Isis
pudiera recorrer todo mi cuerpo y yo el suyo, pues ambos vibrábamos en la
misma sintonía, nuestras almas se fundían en la más dulce mezcolanza. Sentía
que moría ante la magnitud de tales sensaciones, nunca había experimentado
algo igual. Era como si realmente el bien y el mal se tornasen indiferentes,
como si toda la vida se redujera solo a nosotros dos. Nada nos importaba sino
pertenecernos, así lo dictaba algo invisible a nuestros ojos mortales. Creo que
jamás había tenido un momento tan placentero, me sentía como si hubiera
vuelto a nacer. Nos miramos y nuevamente nos besamos en repetidas
ocasiones, me encantaba probar su boca y hundirme en su calidez.

–¿Te gusto o por qué me besas de este modo? –inquirió ella sonriendo.

–Por supuesto que sí, me gustaste desde el primer día. La verdad es que
desde entonces te he adorado, y ahora no podía contener más mis
sentimientos.

–Yo también siento demasiadas cosas por ti, tanto que creo me voy a
desmallar.

Continuamos besándonos, sentir el toque de su mano en mi piel era


relajador. Yo acariciaba sus cabellos y su rostro, todo en ella me resultaba
divino. Cuando llegó la ocasión del poema su cara me parecía la de una deidad
suprema mientras sus ojos resplandecientes avanzaban entre las líneas de
aquella composición maltrecha. Y a pesar de que, según yo, no era para nada
bueno con las palabras, a ella le encantó y hasta me pidió que continuara con
tal actividad. Por desgracia, se hizo noche y tuvimos que regresar, lo cual fue
rápido. La dejé cerca de su casa y luego regresé a la mía sin poder evitar mi
emoción. En el camino de vuelta nos habíamos besado bastante y sentía su
sabor recorriendo mi boca. Llegué muy tarde a mi casa, faltaba poco para la
media noche. Mis padres no me regañaron como tal, solo dijeron que estaba
más extraño que de costumbre y que actuaba como un demente. Al día
siguiente Isis y yo oficializamos nuestra relación, al fin éramos novios. Estaba
tan feliz que creía se me desbordaría el pensamiento, aunque acaso eso ya
había pasado desde hace mucho.

El tiempo pasó volando, y con él me perdí para nunca más volver.


Fueron sencillamente las mejores vacaciones que pude haber tenido, pues vi a
Isis tanto como nuestras actividades nos lo permitieron. Sentía como si el
destino nos hubiese reconfortado un poco después de tan agitadas
tempestades, pero la verdadera tragedia apenas estaba por comenzar.

Isis me contó que ella había tenido problemas con su padre, que era
pastor. Él quería que ella se dedicara principalmente a la religión y no a la
arquitectura. Como su padre estaba educado a la antigua insistía en que ella
debía mantenerse virgen hasta el matrimonio, y hasta ahora así había sido.
Esto me alegró, puesto que yo me encontraba en las mismas condicionales, y
no precisamente por decreto de mis padres o alguna religión. En realidad,
había tenido bastantes oportunidades, pero nunca me había animado a hacerlo.
Como sea, conocí muchos aspectos de Isis que me agradaron, y otros tantos
que me sorprendieron, pero todo en ella era jodidamente perfecto. Supe que
era vegana y también estaba unida a una organización que se dedicaba a
buscar refugio a animales de la calle. Sin siquiera percatarnos hasta hicimos
planes de los lugares que visitaríamos, de las fotos que tomaríamos, de lo que
seríamos en el futuro, siempre juntos. En todo figurábamos como dos estrellas
binarias intentando refulgir en el oscuro y tempestuoso cielo donde reinaba lo
terrenal.

Entonces comenzaron de nuevo las clases. La escuela era la misma,


algunos profesores cambiaron, los compañeros los de siempre, todo igual
excepto que ahora tenía una razón para luchar. Asistía a todas las lecciones,
pero mi mente estaba muy lejos, posada en el fuego ardiente que en los ojos de
Isis ardía con pasión y dulzura. Mis compañeros me notaban distraído y los
profesores decían que debía regresar al planeta Tierra, cosa que ni siquiera
tenía contemplada llevar a cabo, pues jamás supe cuándo me fui. Y, aunque mi
desempeño se veía notablemente afectado, era inevitable no pensar en Isis y en
todo lo que representaba en mi corazón.

Fue así como nuevamente conversé con mis tres amigos. Gulphil seguía
teniendo problemas con su novia, bastante graves, por cierto. Habían discutido
por bagatelas, pues ella siempre se inventaba historias para hacer dramas y
ahora hasta le pegaba, lo arañaba y lo mordía; me mostró una horrible cicatriz
en el antebrazo derecho. Pobre Gulphil, parecía muy desesperado, su relación
era un infierno donde terminaban una semana y regresaban a la otra. Lo peor
es que él era incapaz de oponerse a esta situación absurda, pues realmente
decía quererla. Ella se emborrachaba, lo engañaba y lo molestaba en todo
momento con llamadas para saber dónde y con quién estaba. Se escudaba
argumentando que estaba enferma, cosa que Gulphil bien sabía, pues la
acompañaba a sus terapias con el psiquiatra. En fin, todo estaba muerto desde
hacía bastante tiempo, pero ellos seguían aferrándose a un sinsentido. Esa era
la lamentable condición en que mi amigo vivía y, no sé por qué, me sentía
identificado con él. Quizá por esto último lo escuchaba y lo consolaba, hasta
lo incitaba a luchar por ella e intentar solucionar las cosas.

Por otro lado, estaba Heplomt. Justo cuando pensaba que le estaba
yendo bien descubrí la verdad. Me contó todo acerca de sus aventuras y el
gimnasio. Se había acostado con muchas mujeres y se sentía desilusionado,
pues el placer que antes le enloquecía ahora le había abandonado. Me dijo que
hasta había sentido deseos de estar con un hombre, pero de inmediato se
arrepintió y me juró que no era homosexual. Otra cosa que le preocupaba era
el desmedido consumo de energéticos, bebidas y todo tipo de suplementos que
estaba ingiriendo. Sentía extraños cambios y tenía calambres en el cuerpo,
hasta su voz estaba distinta, orinaba copiosamente y con un olor raro. No
obstante, parecía tener una musculatura muy bien definida para el poco tiempo
que llevaba entrenando. Había intentado dejar esas cosas, pero había fracasado
desastrosamente. Ahora quería incluso inyectarse quién sabe qué cosa, todo
para complacer a su entrenador. Su mayor miedo era que su pene ya no se
levantase, pues follar era lo que más amaba en la vida. Yo me limitaba a
escucharlo y a desearle suerte, le aconsejaba dejar tantas cosas que se metía en
el cuerpo, pero seguramente no lo veía con buenos ojos.

Finalmente estaba Brohsef, aquel sujeto con todas las probabilidades en


su contra. No solo era chaparro, de pelo casposo y mugroso, con ropa de
abuelo, voz horrible, actitud de discapacitado mental y boca apestosa, sino que
también era engreído, lo que faltaba. Por ser mi amigo nunca tuve una
discusión seria con él, aunque ahora parecíamos desacordar en todo lo que no
fuese la escuela. Al menos en él no se había producido gran cambio, solo que
había sido rechazado por al menos tres mujeres durante las vacaciones. Me
contó que diariamente observaba los perfiles de las mujeres más guapas de la
universidad, hasta había conseguido apoderarse de algunas cuentas y así
agregarlas sin que sospechasen. Además, una nueva tendencia le había
acometido: la de masturbarse con los cabellos de las mujeres que le rodeaban.
Se la pasaba contando historias tan parecidas a las de Heplomt, solo que, por
tratarse de Brohsef, a todos les parecían tonterías. Me contó que una vez casi
besaba a Liliana, una de las tantas estudiantes que le gustaban, obviamente no
le creí nada. Se masturbaba como mínimo diez veces al día y trabajaba los
fines de semana para mantener a su madre y a su abuela, pues no tenían apoyo
alguno. Su vida y sus conductas eran complicadas, yo me limitaba a escuchar,
tal como en el caso de mis otros dos compañeros.

De modo curioso y siniestramente sin sentido, lo que acontecería


después jamás lo terminaría de comprender. Aquel semestre mi vida estaba por
volcarse en una desdichada masa que una vez deformada nunca regresaría a la
normalidad. Todo era normal hasta que uno de los primeros días de clase
apareció un nuevo estudiante, tan raro que a todos nos desconcertó. Se había
cambiado a nuestra escuela para tomar una especialidad, y me pareció muy
extraño desde el primero momento en que lo vi. Quizá yo tenía esa rara
costumbre de imaginar elementos en los ojos de las personas, y si en los de
Isis y Elizabeth observaba un fuego que todo lo consumía, en la mirada del
nuevo estudiante observaba todo lo contrario. Había en sus grandes y bonitos
ojos, de un azul precioso, una nevada que enfriaba todo a su paso. Sí, en esa
mirada solo imperaba el hielo y la quietud. Justamente se adecuaba a su talante
y a su peculiar comportamiento esa mirada tan especial, pues era muy callado.
Desde el primer momento se mostró determinado como ningún otro, atraía a
todas las mujeres y las rechazaba sin siquiera conocerlas. Siempre estaba solo,
serio y como reflexionando cosas que nadie podía entender. Parecía abstraerse
con mayor profundidad que el resto. Participaba en el taller de composición
literaria y se decía que era escritor. Sus cabellos eran muy negros y su piel
blanca. Su aspecto refinado, su hermoso rostro y su estatura elevada le hacían
sobresalir entre todos nosotros. Parecía estar muerto entre humanos que
realmente habían insultado el concepto de vivir, pues sentía que aquel ser no
seguía los preceptos que en el mundo imperaban y nos consumían.

Mientras tanto, yo seguía con Isis, aunque nuestra relación se tornó un


tanto extraña. Desde luego que la amaba más que nada, pero los problemas,
pese a que en realidad no los consideraba así, comenzaron a manifestarse. Yo
solía obviarlo todo, pero ella exigía tiempo y se molestaba cuando yo quería
un poco de espacio. Me percaté de que siempre conseguía lo que quería a toda
costa. Pese a esto, todo siguió bien, salimos y visitamos muchos lugares. Nos
encantaban los museos y el teatro, pasear sin sentido y olvidarnos de que el
mundo a nuestro alrededor era una estupidez y que este circo de monos
contaminados plagaba la atmósfera con su inmundicia. Y cuando ella sonreía
podía olvidarme de toda la malicia y sonreír también como un idiota, pues
sabía que me rodeaba un halo de energía misteriosa y poderosa. Innumerables
fueron los atardeceres que vivimos juntos mientras nos besábamos
tiernamente. No podía permanecer mucho tiempo enojado con ella, pues tenía
ese fuego que consumía los pesares de mi alma, y que tan indispensable me
era para vivir. Vibrábamos como dos locos en medio de un infernal teatro de
aburridos cuerdos. Dejé tantas cosas por ella: cumpleaños, reuniones, hasta mi
familia, y creo que hasta a mí mismo. Me perdí voluntariamente en la dulce y
meseta de su sonrisa y me encantó hacerlo. Qué maravilloso y a la vez terrible
me resultaba estar enamorado, era la enfermedad y la alegría condensadas en
una deidad dual que me consumía a cada segundo. Entendía finalmente que el
amor era el estigma que daba origen a todos los elementos que me constituían.
Toda mi amargura y mi ira habían menguado, pero ¿por cuánto tiempo?
Sentía tantos deseos de morir envuelto en la manta tejida por los sentimientos
puros que se habían solidificado en el amor que vibraba intensamente en mi
alma. No me explicaba cómo podría algún día extinguirse todo lo que no
conseguía explicar ni cómo hacer que el amor durase por siempre en este
mundo pestilente. Me sentía al máximo estando con Isis, aunque al mismo
tiempo mis temores acerca del final se incrementaban.

En la escuela ya no me concentraba para nada y, pasadas algunas


semanas, noté que el chico nuevo de inmediato arrasó en las calificaciones,
incluso mi amigo Brohsef no podía creerlo. Jamás las notas de ese misterioso
muchacho descendían, siempre obtenía la perfección. En poco tiempo se
convirtió en el mejor estudiante de toda la universidad, tal vez del país; sin
embargo, esto parecía darle igual, ni siquiera prestaba atención a las clases,
pues se la pasaba leyendo a escondidas libros que nadie conocía. En las horas
libres se sentaba y cerraba los ojos, alejado del resto, así permanecía como
auténtica estatua y solo unos minutos antes del comienzo de la próxima clase
abandonaba lo que parecía ser una meditación muy profunda. Ni qué decir en
los deportes, pues era demasiado bueno en todo, era el capitán del equipo de
baloncesto. No entendíamos cómo podía hacer tantas cosas y, aun así, tener
tan buenas notas. Lo más enigmático de todo es que no parecía esforzarse,
siempre terminaba primero los exámenes y la naturalidad de sus respuestas
asombraba a profesores a los cuáles les había tomado años aprender tales
cosas. Tenía memoria increíble y un halo de magnificencia le circundaba
siempre. Por otra parte, sabía dibujar, pintar y tocar instrumentos musicales.
Era como si no hubiese una sola cosa que no dominase con facilidad. Todos le
adoraban y le temían, se guardaban de inquirirle cosas, pues siempre
permanecía callado y se alejaba a meditar cada que podía. La soledad parecía
haberle robado el corazón.

Recuerdo que en una ocasión una chica que estaba profundamente


enamorada de él le arrebató uno de sus libros. El título de aquel ejemplar nos
impresionó, pues se trataba del Bhagavad Gita, uno de los sagrados textos del
hinduismo. Desde luego yo lo sabía porque lo vi en un documental, pero los
demás creyeron que era magia y se alejaron de él aún más, tratándolo con
repulsión. En fin, parecía que un halo de misterio absoluto emanaba de aquel
hombre, como si no fuese humano. A nadie le hablaba, de nadie se fiaba y por
supuesto que tampoco asistía a ninguna fiesta ni se involucraba en cosas
grupales. Cabe destacar que siempre trabajaba solo, aun contra la voluntad de
los profesores, y, pese a ello, sus trabajos eran los mejores. Era un ser
superdotado, uno de esos que ya no hay, que solo nacen cada mil años.
Terminó por ser admirado por todos y su mutismo solo engrandecía su figura.
Mis amigos Heplomt y Gulphil convenían en decir que era un fantoche, que
seguramente tenía todo arreglado, puesto que también parecía tener mucho
dinero, cuando menos el suficiente para tener automóvil propio muy lujoso y
vestir elegantemente.

Todo eso era lo concerniente al nuevo estudiante cuyo nombre nadie


sabía, pues los profesores solían llamarle por su apellido, que era
impronunciable. Incluso su nombre era motivo de discusión, pues él mismo
pidió a las autoridades de la escuela que no lo revelaran por nada del mundo.
Yo, desde luego, tampoco me le acercaba mucho. Solo recuerdo que un día
nos encontramos casi a la salida de la escuela, cerca del estacionamiento.
Entonces fue muy peculiar lo que sentí, pues todo mi cuerpo se enfrió como
contagiado por su gélida y avasallante mirada. Cuando nuestros ojos se
encontraron divisé el rompimiento de infinitos mundos en su interior, como si
el cosmos entero fuese consumido y renaciera a cada momento. La visión me
aterró y decidí apartar mi mirada, pues me pareció que aquel ser no pertenecía
al mundo humano. Algo de celestial y poderoso se escondía en aquel traje con
el cuál aparentaba ser uno de nosotros. Esa fue la primera vez que intercambié
una mirada y quizás algo más con aquel nuevo estudiante que tan fácilmente
nos demostraba nuestra inferioridad en todo sentido.

Así fue como el semestre trascurrió, bajo el yugo del nuevo estudiante y
con sorpresivas tormentas que debilitaban mi espíritu. Ya casi cuando estaba
por terminar, pasó que aumentaron los problemas con Isis. Empezaron los
malentendidos, llegaron los celos, la desconfianza y demás emociones
destructivas. Sin embargo, nuevamente nos repusimos y nos levantamos con
mayor vigor. Progresivamente todo se convirtió en un ciclo del que
difícilmente lograríamos salir. Y, a pesar de todo, seguía deseando sus labios
rojos, añoraba su sublime sonrisa y el brillante fuego de su mirada. La visitaba
todos los fines de semana y entre semana nos veíamos siempre que podíamos.
Mis padres se terminaron por acostumbrar a mi ausencia y yo me sentía feliz,
puesto que ya no tenía que soportar estar en aquel calabozo, tolerando el ruido
que mis tíos y primas hacían. Indudablemente, pese a los problemas, sabía que
Isis era la mujer de mis sueños, el amor de mi vida.

Las nuevas vacaciones estaban por llegar, y ambos estábamos ansiosos por
compartir más días juntos, por vivir nuevas emociones y asistir a más obras de
teatro, tomarnos más fotos en los museos, ir a la feria donde nos besamos por
primera vez, y correr como idiotas bajo la lluvia sintiendo que el mundo a
nuestro alrededor no valía nada. Quería ansiosamente volver a vivir unas
vacaciones como las pasadas, quería conocerla nuevamente y adorarla en todo
su esplendor. Quedaba una semana para que las vacaciones comenzaran y yo
había ya aprobado todas las asignaturas, aunque mis notas no se comparaban
con las del semestre anterior, pues habían decaído demasiado. El nuevo
estudiante sostenía el primer lugar sin la menor dificultad y a mis amigos los
notaba un tanto inquietos. Finalmente llegó el viernes, y como estaba aburrido,
además de que Isis acompañaría a su madre por algunas cosas de la despensa,
decidí que era un buen momento para ir y hablar con el profesor G, puesto
que, desde aquella plática hace unos meses, no habíamos vuelto a conversar.

–Pasa bienvenido –exclamó el profesor G mientras me abría la puerta de


su cubículo.

–Muchas gracias, es usted muy amable.

–No, al contrario. Cuéntame ¿qué te trae por estos rumbos?

–Pues, en realidad, varias cosas. Últimamente he estado distraído, mis


notas han bajado y, bueno yo…, venía a pedirle un consejo…. sobre amor.

–Pues ahora sí erraste el camino –expresó riendo.


–Ah, es que yo esperaba recibir algún consejo.

–Soy el peor consejero en esa clase de asuntos. Verás, tengo una


demanda de mi exesposa. Lo único que te puedo decir es que evites
enamorarte a como dé lugar, que apartes eso de tu vida, solo te distraerá y te
dejará con un sabor de boca muy amargo.

–¿Tan malo es enamorarse?

–Pues ¿qué te puedo decir? Creo que el amor no es para todos. Quisiera
instruirte mejor al respecto, aunque solo puedo decirte que toda relación está
condenada al fracaso. Y créeme que no te deseo el mal, si acaso estás tú en
esas circunstancias. Sin embargo, es mejor que te prepares desde ahora, solo
por si las dudas.

Permanecí ahí sentado, contemplando el despejado cielo, hacía bastante


calor y los rayos del sol iluminaban el cubículo. Pensaba que en estos
momentos todos estaban en determinadas situaciones, ya fuese por casualidad
o por destino. Esa sensación me jodía, cuando quería escapar repentinamente
de lo que era y me percataba en toda su expresión del significado que tenía ser
yo.

–Pero dime, además del amor, ¿en qué otra cosa ha reposado tu
pensamiento? –preguntó el profesor G, observándome tan distraído.

–Supongo que es complicado expresarlo. Recuerdo que antes hablamos


acerca de tantos temas que me es penoso enfocarme en uno, puesto que ni
siquiera he meditado un poco sobre ellos. Me interesó lo que nos contó acerca
de las sociedades secretas, en uno de aquellos días en que era su alumno.

–Bastante interesante. Sabes, creo que en el fondo te sientes abrumado


por todos tus sentimientos, pero deberías intentar apaciguar esas mareas que
tan ferozmente amenazan con inundar tu mente. En el fondo, todas las teorías
están vinculadas. ¿Alguna vez has pensado que el mundo en que vives fue
diseñado para que solo pudieras observar los aspectos más terrenales?

–Ciertamente sí. La verdad es que nunca le he dado importancia, solo ha


sido un pensamiento que va y viene.
–Ese es un buen comienzo. Eres alguien distinto al resto, puedo notarlo
en tu mirada. Estoy seguro de que pronto, más de lo que tú crees, podrás
entender mis palabras y surgirá en ti un despertar, una separación algo
dolorosa, frustrante y acaso mortal: una separación incisiva.

–¿Separación incisiva? ¿A qué se refiere con ese supuesto despertar?

El profesor rio y en su silueta comprobé que no se trataba de una


imagen, cosa que estúpidamente llegué a dudar, sino que era real, a diferencia
de los demás.

–No tiene caso que yo intente mostrártelo. Tengo la confianza de que tú


podrás dilucidarlo, ya no falta mucho. En tu mirada noto una tormenta que
desea destruir el mundo y eso es peculiar, pues casi todos prefieren perpetuar
lo que ya es y no luchar por crear. Pero en tu mente hallarás a aquel que te
mostrará la verdad, todo a su debido tiempo. Por ahora no quiero asustarte con
profecías, prefiero contarte lo que sé sobre las sociedades secretas que tanto te
interesan.

Y así, el profesor G me contó lo que sabía acerca de las sociedades


secretas. El concepto era intrincado, había demasiada controversia en torno al
tema. Sin embargo, el profesor afirmaba con una confianza absoluta que en
verdad existían estas sociedades y que incluso él había perseguido a algunos
de sus miembros en diversas ocasiones. El profesor partía haciendo una
explicación del gnosticismo, cuyos miembros conformaron diversas sectas que
evolucionaron y se aliaron, todo entre un secretismo y una confidencialidad
absoluta. Particularmente en Alemania y en Francia existieron personajes
importantísimos, cuyos nombres el profesor no me dijo por seguridad, los
cuales contribuyeron a conformar el amanecer de lo que posteriormente se
conocería como el nuevo orden mundial.

Más tarde, después de haber conspirado para derrocar las monarquías y


de haber impulsado distintas revoluciones, los principales integrantes de estas
sociedades tan radicales emigraron hacia Norteamérica, donde nuevamente
fraguaron planes maquiavélicos para ocasionar una revolución y una
reconstrucción total del país. De tal suerte que el profesor aquí hacía una
pausa, pues creía que los principios originales de la secta más poderosa entre
todas las que existen habían sido transgredidos y acomodados por nuevos
personajes cuyo capital infinito les permitió escalar hasta los más altos niveles
en sus logias. Así fue como se consolidaron diversos estratagemas para
dominar el mundo, anticipándose a cualquier sucesos a través de una agenda,
festejando rituales y perfeccionando de estrategias de control de masas. El
eslabón primordial de todo era, desde luego, el dinero.

En todos lados los miembros de estas sociedades tan poderosas habían


logrado infiltrarse y asegurar un control total del mundo. El profesor afirmaba
sin dudarlo que ellos habían controlado todas las guerras, desde Napoleón
hasta Hitler, y hoy en día eran los responsables de armar a ambos bandos,
buscando así una conflagración. Desde luego, los principales integrantes de
estas logias jamás daban la cara, pero se murmuraba que eran dueños de todos
los bancos y que manipulaban a placer la ciencia, la religión, los medios de
comunicación, la política y todo lo que fuese necesario para preservar el poder.
El profesor sabía bastantes cosas acerca de estos sujetos que dominaban al
mundo y que adoraban antiguas y extrañas deidades, de las cuáles se afirmaba
que eran responsables de la creación de los seres humanos, reducidos a un
experimento fallido y abandonados en este miserable planeta. Escuché todavía
algunas teorías más y luego el profesor se ocupó nuevamente. Me despedí de
él con muchas cosas flotando en mi cabeza.

En el camino de vuelta a casa el sol parecía hechizarme con su


resplandor, y me sentía como hacía tiempo cuando ese maldito sopor desataba
una lúgubre tristeza en mi interior. Las palabras del profesor G me hicieron
daño. No dejaba de pensar en esas supuestas sociedades secretas que lo
gobernaban todo, y aunque en primera instancia parecía una locura si
reflexionaba e intentaba unir todas las piezas, si pensaba en lo miserable que
era el mundo y en lo absurdo de nuestras vidas, sí podría ser cierto. Sin
embargo, quizá era yo quien me negaba a aceptarlo, tenía tanto miedo de que
mi mundo ficticio se derrumbase.

Pasé la noche sin poder dormir, incluso discutí con Isis, pues afirmaba
sin cesar que seguramente otra mujer me había robado el corazón, ya que mis
respuestas eran raras y no parecía estar interesado en ella. Me lastimaban sus
palabras, pero mi cabeza estaba lejos de mí. Tras lo ocurrido sentía
nuevamente renacer aquella entidad que otrora lograse apresar como a una
bestia salvaje. Pero ahora creía que me desgarraría si seguía conteniendo la
personalidad que había mantenido dormida, aunque no creía que perdería por
completo la razón. El punto es que las sensaciones que por Isis llegué a habían
comenzado a disminuir inevitablemente. Sabía que seguía enamorado de ella,
pero la intensidad había menguado, y, tristemente, me aterraba pensar que a
ella le ocurría lo mismo. Sin embargo, no aceptaría perderla, pues significaba
todo para mí. Pero con aquellas palabras acerca de un despertar que aseveró
con tanta determinación el profesor G y, sobre todo, con la llegada de aquel
nuevo estudiante, sentía que mi energía era absorbida sin que pudiese hacer
algo.

No conseguía dormir, pues una pesadilla ignominiosa me robaba el


sueño que tanta falta me hacía. En él, me hallaba en un biblioteca donde todos
los libros se hallaban sellados bajo siete sellos que nadie podía abrir, además
de que una especie de monstruo con sesos por doquier vagaba entre los
rincones de aquella estancia. Dicha criatura poseía un pene ensangrentado en
la frente y su cuerpo estaba asquerosamente lacerado. Emanaba un olor como
nunca lo había percibido e iba rodeado de unas sombras que parecían risueñas
y alborotadas con los trágicos destinos que sentía desvanecerse en mí. Tenía la
cabeza de chico y el cuerpo de humano, con los senos despellejados y ahítos
de arabescos extraños; sin embargo, solo vagaba perturbadoramente sin
percatarse de mi presencia. Era como si estuviese excluido del mundo, pero no
solo del terrenal, sino del espiritual. No sé cómo, pero sabía a la perfección
que todos me habían olvidado, que mi recuerdo había sido extirpado de las
mentes de aquellos que en vida llegué a apreciar alguna vez. Y lo peor era que
al observarme no era sino solo un suspiro, algo que pronto se desvanecería en
la nada. Lo que más me molestaba de aquella biblioteca era el constante ir y
venir de esa entidad funesta y, más aún, el silencio. En el mundo humano que
ahora recordaba vagamente lo único que añoraba era la solead que tanto se
escapaba de mi dominio, y ahora, paradójicamente, me aterraba el demencial y
enfermizo silencio que imperaba como nunca. Era un silencio espiritual, diría
yo, en conjunto con una soledad desoladora. Solo estaba yo ahí, sentado y en
agonía, siendo excluido de cualquier universo. Sentía sencillamente que había
desaparecido para siempre.

Atormentado por el silencio y la soledad desoladora, decidía explorar la


biblioteca, viendo que todos los libros pertenecían a un autor cuyo nombre
había sido devorado por la eternidad. Asqueado de tan absurda situación
resolvía salir a costa de cualquier cosa. Y así lo hacía, solo para descubrir un
doloroso escenario que jamás olvidaría. Ahí me hallaba yo, ingenuo e
inmundo, a las afueras de aquel sitio donde vigilaba el corderito blasfemo y
donde los libros habían sido sellados en nombre de la gran bestia. Y, al salir,
descubría que se extendía sobre mí un desierto de hielo. Era como sentirme en
el más profundo lugar alguna vez conocido, y atisbando hacia el cielo vi que
éste estaba formado por sangre y todas las blasfemias del mundo se
observaban ahí; no obstante, mi atención se centró en una especie de discos
apilados de los cuáles me parecía emanaban quejidos horribles.

Cuando estaba por explorar aquel gélido infierno una sombra gigantesca,
tan grande como el universo, se posó sobre mí. Al mirarla quedé atónito, pues
era la divinidad demoniaca. No sabía cómo, pero algo en mí dictaba que así se
llamaba aquella criatura cuya rareza superaba a las bestias más excéntricas.
Tenía todas las alas del mundo, además de fulgurar con un azul sombríamente
ennegrecido. Su cara era sumamente bella, la más hermosa de todas, pues sus
ojos, que brillaban con un violeta divino, poseían todos los elementos alguna
vez pensados. Lo que más me sorprendía era su armadura, que cubría tan
perfectamente su piel blanca manchada de puntos negros. Ni hablar de lo
último que pude presenciar antes de despertar, pues infinitas hadas de verdosa
luminiscencia se amontonaban en tropel alrededor de la dualidad que
equilibraba los mundos e imponía los destinos a unos y a otros. Aquella
criatura divina y demoniaca a la vez era la fuerza masculina y femenina en una
sola, perfectamente abarcaba el bien y el mal en uno. Luego, dicha sombra se
posaba sobre un misterio improbable, que no era sino el ser de la cuarta raza
que anunciaba el renacimiento de la hasta entonces oscura alma.

Desperté a las tres de la mañana, con un sudor frío y la piel erizada.


Tenía algunos mensajes de Isis, pero nada alentadores. En la oscuridad, me
senté y pensé en mi vida hasta ahora, en la forma tan rara en que todo había
girado. Al fin y al cabo, quizá solo daba vueltas a hechos predeterminados con
la intención de modificar lo imposible. La idea de que la vertiginosa
barahúnda de sentimientos que Isis me ocasionaba comenzaría a disminuir me
atormentó desde entonces, menguando mi fuerza interna con mayor opresión
cada vez.

Turbios días acontecieron y los sueños raros continuaron, cada vez


aumentaban en su insistencia porque yo descifrase mensajes de los que nada
entendía. De cualquier modo, siempre terminaba en el desierto helado y en
aquella biblioteca, con el corderito blasfemo merodeando y con una profunda
mezcla de tristeza, agonía, incertidumbre, melancolía, nostalgia, depresión,
odio, soledad y, desde luego, apabullado por el maldito silencio. Mi vida
parecía consumirse mientras yo lo era por estas pesadillas tan estrafalarias.
Paulatinamente perdí la capacidad de poder describir lo que veía, pues las
palabras eran tan ineficaces para expresar aquello que en mi cabeza se
presentaba. Mi relación con Isis tomó un giro que yo llamaría natural: la
amaba y me encantaba todo de ella, pero sentía cómo tristemente ella dejaba
de sentir lo que en un comienzo le diera sentido a todo.

El tiempo siguió su trágico curso y yo quedé con Isis para despejarnos


un poco el fin de semana. Decidimos ir al teatro y pasar a comer alguna cosa
en la plaza. Una vez ahí pudimos conversar sobre un tema de sumo interés del
que ella quería hablarme y el cual me había inquietado los días pasados, pues
no entendía de qué podría tratarse.

–En verdad me gustas mucho, quisiera que pudieras prometerme que te


quedarás conmigo pase lo que pase –dijo sonriendo tiernamente, tanto que fui
incapaz de objetarle algo.

–Ni siquiera tienes por qué preguntarlo, claro que me quedaré contigo –
asentí sin percatarme del verdadero sentido de tales palabras–. Yo siempre
estaré para ti, sin importar el cómo ni el dónde.

–Pero tengo miedo –replicó ella con tono fatigado–, tú no comprendes la


gravedad del asunto.

–¿De qué estás hablando? –inquirí estremecido imaginando algo


horrible–. ¿Acaso hay algo que no me hayas dicho?
–No tienes por qué enfadarte conmigo, no es algo malo, es solo que
yo…

Me sentía casi muerto, estaba temblando y solo esperaba lo peor. De


alguna manera mi mente fraguaba pensamientos muy hirientes. Temía que Isis
pudiera haberse enamorado de algún otro hombre. ¡No, era imposible, yo la
amaba y ella a mí! Además, había entre nosotros algo excepcional, algo que
nadie más podría igualar. Las sensaciones que brotaban desde el centro de mi
ser me elevaban hasta un palacio edificado solo para ella y yo. Y ahora estaba
aterrado ante la idea de que alguien más hubiera podido horadar tan
nefandamente en nuestro pequeño refugio. De ser así, todo habría terminado
para mí. Si no la tenía a ella, nada tenía para seguir vivo, me mataría
inmediatamente.

–En realidad, se trata de una cosa pasada, de algo que me aquejó hace
tiempo –al fin exclamó terminando con el suspenso que casi me fulminaba.

–¿Cosa del pasado? Me gustaría que pudieras contarme, si es que


quieres.

–No es tan fácil, pero lo intentaré. De cualquier modo, es algo que debes
saber.

–Sí, claro. Aunque tampoco quisiera que te incomodaras contándome


algo que te traiga tan malos recuerdos.

–No importa, es algo que deseo hacer y que debes saber. Prefiero
contártelo, pues no quiero tener ningún secreto contigo –expresó tomando mi
mano y pasándola por su suave carita angelical.

No sé por qué recordé a mis amigos entonces. Indudablemente me sentía


un tanto desconcertado cuando Heplomt buscaba la lujuria y se acostaba con
tantas mujeres sin remordimiento alguno, o cuando Gulphil se aferraba a una
relación sin sentido. Ellos parecían tan opuestos, como reflejos de dos
hombres que yo podía ser, pero que a la vez rechazaba y solo formaban parte
de los fragmentos que habitaban en mi interior. El primero tan apesadumbrado
y doblegado por el peso de una interacción que trastornaba su vida en una
miserable historia. Y el otro tan distintamente, viviendo entre pasiones de una
noche, consumiendo anabólicos y envilecido por una enfermiza necesidad de
sexo. Por supuesto que el caso más grave era el de mi amigo Brohsef, el pobre
jamás había tenido relaciones, aunque yo tampoco. Estaba absolutamente
enviciado con masturbarse más de diez veces al día, además de que lo hacía
con los cabellos que arrancaba a las muchachas con quienes convivía. Él era
indudablemente la imagen más cruda que existía en los pensamientos
diseminados para materializarse en mi cruel realidad.

–Verás, esto pasó hace algunos años –empezó Isis, sacándome de la


abstracción en que me hallaba–. Quizá me lleve algún tiempo, pero te diré lo
más que pueda.

–No te inquietes, podré esperar el tiempo que sea necesario.

–Bien –dijo mientras su vista se empañaba–, no siempre he sido una


buena hija. Sé que tal vez te suenen raras mis palabras, pero solo yo sé un
secreto sobre mi padre que a nadie le he contado y que en cierta forma
también me ha afectado.

La escuché sin pronunciar una sola palabra, esperaba impacientemente


por conocer ese dichoso secreto y cómo le había afectado.

–Como sabes, mi padre es pastor de la iglesia y aparentemente es un


hombre genuino, aunque, no siempre ha sido así. Esto que te diré es muy
delicado y es algo que trato de enterrar, así que, por favor, solo compréndeme.

Dicho esto, su llanto aumentó sobremanera y parecía muy distinta a la


mujer tan sonriente e intelectual de la que me enamoré.

–Mi madre murió hace ya bastante tiempo, casi no la recuerdo ahora.


Cuando eso pasó todos nos vimos extremadamente afectados por la pérdida,
estábamos devastados. Fue entonces cuando lo descubrí –y aquí apretó mi
mano con fuerza–. Una noche de tantas oí el llanto de mi padre y lo espié,
miraba por el filo de la puerta. Sin embargo, observé de más, pues mi padre
pasó del llanto a la masturbación. Al principio me repugnaba ver cómo lo
hacía, sentía deseos de devolver el estómago al mirar su pene erecto. Pero
pasaron varias noches así y yo solo deseaba olvidar la escena, hasta que un día
soñé que me hacía suya. A partir de ese momento comenzó la pesadilla en mi
triste realidad, pues era solo una niña indefensa y desfragmentada en un
mundo cruel y vil. Cada noche iba y me asomaba, me tocaba la vagina viendo
cómo mi padre se masturbaba con furia. Especialmente sus gestos me
excitaban demasiado, ni qué decir que, cuando él se veían, yo imaginaba que
lo hacía dentro de mí y me empapaba. Continué así durante un año, pensando
en todo momento en el pene de mi padre y fantaseando que durante las noches
me hacía su mujer. Un vez incluso soñé que mamá estaba ahí, y que lo
hacíamos entre los tres. Tenía raros sueños donde yo lamía la vagina de mi
madre mientras mi padre me penetraba y se corría en mí, pues mi mayor sueño
era que me embarazara con su esperma caliente. Lo más raro de todo es que
parecíamos rodeados de unas execrables sombras que reían y se solazaban con
nuestros actos incestuosos. Bien sé que todo esto es asqueroso y que después
me culparás por ser una infame, aunque has de entender que era repugnante y
raro cómo se surgían tales impulsos en mi cabeza, pues no los controlaba,
parecían provenir de un lugar oculto en mí que en ocasiones me poseía y me
enloquecía, como si alguien más tomara mi cuerpo. Lo único que jamás
olvidaré es que, en una de esas pesadillas, una ocasión donde creo que tuve
múltiples orgasmos, pude atisbar, por solo unos segundos, una criatura tan
demoniaca y celestial, tan masculina y femenina, tan buena y mala que me
susurró algo acerca de la marca de la dualidad, aunque no lo comprendí. Lo
más singular de esta entidad era que poseía las alas de todas las criaturas de la
Tierra, conocía y podía manejar todos los destinos posibles y estaba en donde
fuese imperante la tristeza, además de que sus ojos eran el motivo de la
creación, tan bellos y con un tono violeta que enloquecerían a cualquiera que
osara mirarle.

–¿Y cómo fue que todo eso acabó? –fue lo único que acerté a murmurar
en mi perplejidad.

Parecía tan irreal escuchar a Isis proferir tales palabras, estaba absorto.
¿Quién se iba a imaginar que la mujer que creía amar había crecido añorando
que su padre la preñara?

–Sentía que ya no podía contenerlo más, que en cualquier día ese otro yo
emergería y terminaría violando y hasta asesinando a mi padre. Odiaba a mi
madre por haberse muerto, pues gracias a eso nos había jodido y reducido a
esto. mi padre se había vuelto un adicto a la masturbación colocándose la ropa
interior que ella usaba, y yo era una niña incestuosa y blasfema que se mojaba
imaginando aberraciones sexuales. La situación continuó oscureciéndose hasta
que un día noté que mi padre había regresado borracho a la casa, pero no venía
solo, alguien lo acompañaba. Me sentí intimidada y herida, como una novia
despechada. Tantas noches lo había visto masturbarse y ahora no podría
poseerlo, sino que otra mujer lo complacería. Sin embargo, me equivocaba,
pues al asomarme observé claramente que mi padre era penetrado por un
hombre mucho mayor que él, y que gozaba infinitamente. Todo en mí se
contrajo ante la escena que se me presentaba, pues no creía que fuese un
hombre el compañero de pasiones que tanto deleite le proporcionaba al padre
que yo deseaba tan vehementemente.

–¿Y qué hiciste? ¿Acaso se lo reprochaste o decidiste solo hacer como si


nada hubiese pasado?

–Me resigné, era solo una niña. A partir de entonces odié a mi padre
tanto como a mi madre, pero, sobre todo, me odié a mí misma. Jamás volví a
tocarme pensando en aquel hombre que maldecía fuera mi padre, y desde
luego que tampoco lo espié nuevamente. Hasta la fecha no sé ni me importa lo
que haga, pues parece que la religión lo ha cambiado. Es eso, o es más
reservado en sus actos, puesto que jamás lleva ya a nadie a casa y se la pasa
leyendo la biblia, hablando sobre religión y la salvación de aquellos que creen
en cristo. Me fastidia escucharlo, está enfermo y hasta creo que se ha vuelto
loco. Nunca se lo he contado a nadie por miedo, vergüenza y asco.

–Vaya, ha sido una historia un tanto rara y que jamás me esperé.

–Sí, lo sé. No te pediré que intentes comprenderme, pues las personas


solo saben juzgar, solo que tú eres distinto y quería contártelo.

–Jamás te lastimaría, pues eres lo mejor que hay en mi vida –afirmé con
ternura, acariciando sus mejillas envueltas en lágrimas–. Eso ha quedado en el
pasado, eras solo una niña, era imposible que pudieras entender lo que ocurría.
Ahora que lo haces ha quedado enterrado y, además, me tienes a mí. Yo no te
dejaré sola nunca.
Ella me miró y sus ojos parecían mucho más hermosos que nunca, el
fuego de su mirada se había intensificado. Sus ojos se parecían tanto a los de
Elizabeth, el tono del fulgor había incluso variado.

–Eres tan bueno conmigo, encontrarte ha sido lo más bonito en mi


existencia.

No tuve tiempo de responderle, de decirle que la amaba locamente como


a nadie más, que solo con ella podía estar y que, al morir, era lo último que
quería ver. Toda la felicidad que pudiera haber sentido se desbordó al sentirme
amado por ella, pues era absolutamente recíproco el sentimiento. No me
interesaba su pasado ni las cosas que hubiese hecho, tan solo quería
constituirla en cada parte de su ser.

–Tienes que cuidarme –me suplicó aferrándose a mi abrazo–. Por favor,


dime que así será, pues soy tan frágil en el fondo. No quiero perderte ni deseo
que algo nos separe. No quiero volver a sentir que esa presencia en mí emerge
y destruye lo único que amo.

–Te cuidaré más que a mi vida porque te amo con una locura no humana
–dije totalmente entregado a su dulce boca y a su eterna calidez.

Y como si de un hechizo se tratase, cuando menos lo esperamos, el


tiempo se había ido más rápidamente de lo que esperábamos. Nos apresuramos
y regresamos, por supuesto que la acompañé hasta donde me fue posible, pues
no deseaba conocer a su padre, mucho menos ahora. Lo último que me dijo me
inquietó sobremanera.

–Oye, quería comentarte algo que quizá te asombre, pero…

–Desde luego, dime de qué se trata –dije virando y otorgándole toda mi


atención.

–Ya llevamos algo de tiempo juntos, y cuando me besas con esa pasión
pareciera que ambos quisiéramos otra cosa. Ya sabes, creo que es tiempo de
hacer el amor.

Casi se me salía el corazón del pecho, pues no sabía cómo reaccionar.


Durante todo el tiempo desde que la conocí jamás había pensado en ello,
curiosamente. Y, en realidad, me excitaba mucho, especialmente sus grandes
senos, pero no era precisamente lo que buscaba en ella. Desde luego que era
tan divina y hermosa, solo que adoraba su ser lejos de las concepciones
terrenales del mundo. Sentía, en mi irrisoria percepción, que tener relaciones
íntimas acabaría con lo sublime y puro que desde hace tiempo creía podría
pronto extinguirse.

–Sí, desde luego que sí. También he estado pensando en ello, solo que
no quise decir algo al respecto porque pensé que quizá te incomodaría –
mencioné sonrojado.

–Bueno, tal vez todavía no sea el momento adecuado, no lo sé. Temo


que, si lo hacemos, podamos llegar a contaminar esto que hemos construido, o
que todo se reduzca a ello. Tengo miedo y a la vez es algo que quiero hacer,
pues eres el amor de mi vida.

–Desde luego que no cambiará las cosas, tal vez hasta nos una aún más.

Y seguido de esto besó mis labios y me sonrió, luego partió hacia su


casa. Por mi parte, regresé un tanto revuelto por todas las cosas que me había
relatado y por las sensaciones que había experimentado. En verdad que la
amaba, mucho más de lo que esta simple palabra podría significar. Entre tantas
ideas me pareció muy llamativa la visión de aquella criatura que me describió
con tanta magnificencia Isis, parecía guardar una extraña y acaso irónica
similitud con la que yo observase en mis sueños dentro de la biblioteca donde
imperaba el silencio y el olvido, quizá fue eso lo que vi al hallarme fuera en el
desierto del hielo. Para aumentar más el misterio también estaban aquellas
sombras que reían una y otra vez, y por supuesto la cuestión del destino que
nuevamente aparecía. Ahora sabía muy bien la verdad sobre aquellos ojos que
se proclamaban como los más hermosos, pues pertenecían una entidad cuya
dualidad marcaba el rumbo de la existencia. El hecho de que poseyera
innumerables misterios que ningún ser, por muy avezado que fuera, pudiera
revelar, le convertía en una deidad muy superior a cualquier otra.

Pasé toda la noche meditando lo que Isis había dicho acerca de tener
relaciones, finalmente mi deseo se cumpliría y sería con la mujer que amaba.
En ocasiones no podía resistir ya las ganas de hacerlo, pero la masturbación
lograba calmarme. Sin embargo, esta vez todo sería distinto, pues tendría a Isis
conmigo y podríamos hacer el amor de una forma libre y mucho más elevada.
No existía absolutamente ninguna razón para evadir el acontecimiento que
innegablemente ocurriría algún día, así que me decidí a plantear una fecha y
hacerlo. Añoraba penetrar a Isis y hacerla mía, devorar cada trozo de su alma
en un plano más allá de lo banal, saborear el néctar de su boca para mitigar mi
impetuoso destino.

XI

De acuerdo con lo acordado, el próximo fin de semana sería el elegido para


hacerlo con Isis, así como también sería mi primera vez con alguien en la
intimidad. Estaba nervioso en extremo, aunque intentaba calmarme; sin
embargo, las cosas se presentaron de forma un tanto rara, pues en ocasiones
pareciera que no somos sino títeres de una poderosa entidad, o que en verdad
no poseemos libre albedrío. Estas abstracciones que súbitamente me alejaban
del mundo se hicieron más frecuentes cada vez, todo a mi alrededor se
esfumaba mientras yo me enfrascaba en elucubraciones superfluas acerca de
temas que jamás, dada mi humanidad, podría comprender. Como tal había casi
infinitas formas en las cuáles se podían presentar los sucesos de nuestras
vidas, las combinaciones de tiempo y espacio, de personas que conocíamos a
cada momento, de situaciones que por una razón desconocida nos veíamos
obligados a experimentar. Dentro de todo esto a veces me entraba una
melancolía casi esquizofrénica en la que sentía un gran apego hacia mis
padres, incluso quería matarme antes que ellos murieran para no tener que
sufrir su pérdida.

Así me adentraba en un mar de dudas. Era raro que un humano pensara


tanto o se complicara de tal manera la vida, eso creía yo. Hasta ahora nunca
me había cuestionado el significado de la existencia o el porqué de lo que
ocurría. Tal vez todo fuesen meras coincidencias en las cuáles evidentemente
imperaba el azar. Pero qué maravilloso tuvo que haber sido el azar para que se
diera la vida en un planeta entre millones, en una galaxia que no representaba
sino la nada en un universo misterioso. Y, aunque estuviese desnudo ante la
verdad, no quería creer todavía en el azar por completo, pues estaba el otro
lado de la moneda, me refiero al destino. Tampoco quería pensar que todos
nuestros actos estaban ya decididos, y que solo seguíamos un camino, como si
de un libro se tratara, uno donde las páginas se hojeaban y nuestra historia
proseguía obviando cualquier intervención. En cualquier caso, la mayor
interrogante era quién había escrito dichas páginas, o qué fuerza actuaba para
que las cosas sucedieran con precisión de acuerdo con lo establecido. De
existir una entidad con tal poder debía tratarse de algo parecido a un dios. Pese
a ello seguía viviendo como un autómata, seguía siendo solo otro humano
más, igual al resto y que se había enamorado. A veces esto me enfermaba,
aunque siempre terminaba por regresar a lo que consideraba real, pues nada
del otro lado era tan fuerte como para arrastrarme lejos del origen. Podría decir
que estaba fragmentado, pues una parte de mí luchaba por emerger y descubrir
mundos más allá de mi cabeza. Y la otra, la que siempre se imponía, se
aferraba a permanecer entre las personas y a vivir ordinariamente. Mi
existencia había adquirido los tintes de un dilema inefable.

Estas ideas germinaban en mi interior y me aterrorizaban. El semestre


pasado aún pensaba que adoraba las matemáticas y que eran la verdad. Sin
embargo, después de conocer a Isis y de experimentar tantos sentimientos que
me parecían sumamente lejos de mi alcance, comenzaba a decepcionarme del
mundo terrenal, de la ciencia y de todo lo relacionado con el humano. Y, en
ocasiones, hasta se me había ocurrido, raramente, que la existencia carecía de
un sentido, que no era sino una constante pesadilla de la que me era imposible
despertar, de donde nadie podía escapar y cuyo sufrimiento no valía nada. A
final de cuentas, ningún camino conducía a la sublimidad, a una vida distinta,
a un aprendizaje o una sabiduría más allá de las teorías ilustradas. Quizá solo
la soledad y la abstracción profunda podrían revelar ciertas posibilidades, pero
el mundo incitaba a la estupidez por todos lados.

Luego, abandonando estas ideas, regresaba a mi vida. Me hallaba en


cama, siendo miserable y odiando estar en esta cueva donde apestaba a
humedad, donde siempre había tanto ruido y olía a orines de un perro que solo
esperaba la muerte. Mi padre trabajaba incesantemente y había comenzado a
pregonar que compraría una casa en algún lugar lejano, pues cerca estaba todo
caro. Mi madre hacía la comida, el quehacer y apoyaba a mi hermana con sus
tareas. Todo seguía normal, las personas trabajaban, estudiaban, reían,
lloraban, se divertían y se enamoraban. Pensaba en cómo era mi vida antes de
conocer a Isis, en todo el rencor que sentía y cómo ahora todo había sido más
llevadero y mucho menos aburrido. Creía, con tristeza, que todos los
sentimientos que habían explotado en mí y en cuya tormenta me hallaba
atrapado habían disminuido ligeramente. Quizá solo había pasado esa fase del
enamoramiento y ahora seguía la del amor verdadero. Ciertamente, había
cambiado bastante, ya no me entretenía con las pláticas sexuales y casi no
hablaba con nadie. Mi concepción de los estudios también se había
modificado, quizá para mal, pues mis notas cayeron. Sospechaba que en mí
había alguien más que buscaba emerger, pero ¿quién?

Tantas cosas, tantos sucesos y, sin embargo, nada de lo humanamente


razonado representaba lo más irrisorio en el mundo, mucho menos en el
universo. Mi existencia, como la de cualquier otro, era insignificante, ¿o no?
Tras estos pensamientos me lamentaba y surgía en mí la necesidad de justificar
mi vida. Desde luego que existía un sentido, estaba en mi familia, en Isis, en
mis estudios, en las cosas que hacía día con día, en salir de este sitio, en
trabajar y divertirme, en aprender y en ser feliz. O tal vez como tantos lo
hacían el sentido de mi vida era trabajar incesantemente para comprar cosas,
emborracharme y casarme, tener hijos que serían igual de miserables que yo,
envejecer y ser intrascendente en el cosmos. Y, aunque viviera de otra forma
distinta, sería igual al final, pues moriría formando parte de una raza que me
parecía cada vez más repulsiva e imbécil. El hombre más brillante no era
distinto del más miserable, pues la vida nada valía, tales eran mis nuevas
percepciones. No podía ser así, desde luego que no, me recriminaba de
inmediato. Estas ideas me atormentaban porque no tenía recuerdos de cómo ni
de cuándo comenzaron a germinar en mí. A veces me deprimía y trataba,
ciertamente lo hacía, de vivir como antes. Quizá todo empezó desde que nos
mudamos, aunado con mi desprecio por el mundo y la humanidad. O tal vez la
llegada de Isis con tantas emociones que jamás creí poseer había no solo
cambiado mi vida, sino mi percepción. O sería acaso el profesor G un
importante factor en ello, con sus pláticas que nadie escuchaba, sus ideas raras
y sus conspiraciones. Nada indicaba con certeza cuándo se produjo este
cambio que rechazaba y al que me rehusaba por ser tan contrario a la forma en
que había sido acondicionado para vivir, pero que ahora, instintivamente,
otorgaba gran poder a mi mente.

Y por supuesto que una parte oculta en mi consciencia seguía pensando


en Elizabeth. No comprendía lo que aguardaba en su mirada, ese fuego
extraño, esos ojos cuya sublime naturaleza me amedrentaba. Parecía incluso
no ser humana, sino una invención de una mente que, en su enfermedad, había
logrado materializar tan inefable obra de arte. Sus labios incitaban a pasiones
desconocidas, sentía un deseo que no experimentaba con Isis. Qué
profundidad expresaban además sus pinturas que atisbara en el museo donde
se exhibía su colección. Y, sobre todo, qué incertidumbre me carcomía cuando
recordaba ese lienzo que no observé. Pensaba qué clase de situación
aguardaría tras aquella cortina oscura y la endiablada advertencia. Además,
estaba esa otra historia que escuché al salir del museo, donde se afirmaba que
Elizabeth había enloquecido tras concluir con esa pintura. Nada era seguro,
sino que me estaba perdiendo en un mundo repleto de fantasmas que
aparentaban vivir.

Tras una insignificante prolongación en el cementerio de los sueños,


llegó el día. Era sábado por la mañana y había acordado con Isis que iríamos a
un hotel cercano al centro de la ciudad. Al llegar a su casa, cuando abrió la
puerta, la miré dubitativa y con una expresión de picardía. Ambos entendimos,
sin hablar, que lo haríamos sin posponer la fecha. De este modo partimos, y
durante el camino hablamos poco. Ambos estábamos nerviosos por ser nuestra
primera vez, tanto juntos como personalmente. Ella me parecía agradable, me
complacía escucharla y saber que estaba ahí para mí. Era difícil hallar en el
mundo a alguien que entendiese los sentimientos, que no lastimara más el
corazón ya tan afligido por las condiciones execrables en las que vivíamos. Yo
pensaba en esos momentos que sería para siempre, que duraría eternamente lo
que ambos sentíamos, pues en el instante en que llegó a nosotros o surgió en
nuestro interior el amor fue como un relámpago que fulminó todo a su
alrededor. Era lo mejor que me había pasado en la vida, pero comenzaba a
invadirme un temor inhumano al pensar que ella podría lastimarme, o que yo
podría hacerlo. Me inquietaba sobremanera la nueva personalidad que creía
poseer, o quizás exageraba y solo era yo mismo intentando liberarme de esta
simulación en donde era obligado a existir. Me sentía distinto al que hasta hace
poco era, como si una sucesión de transiciones se hubiera desencadenado
distorsionando todas las ocasiones en las que sentía dentro la mirada de dios
aniquilando mi voluntad. Entonces, cuando bajaba el ritmo y dilucidaba mi
endeble determinación, sabía que llegaría al sitio de donde me sería imposible
volver a un estado pasado. Más pronto de lo que colegí llegamos a la calle
donde se hallaba el hotel, y posteriormente nos dirigimos a la entrada.

–Entonces ¿quieres entrar o no? –preguntó Isis, nerviosa y contrariada.

–Pues ya estamos aquí, supongo que no hay vuelta atrás –respondí igual
de agitado, el corazón me iba a estallar.

–Bueno, pero hay mucha gente alrededor. Esperemos un poco más,


mejor vamos a dar una vuelta y luego regresamos.

–Bien, concuerdo contigo –afirmé con el cerebro revuelto.

Nos abrazamos y exploramos alrededor, compramos unos panes y luego


retornamos. En aquellos momentos una magia inefable arremetió contra
nuestra naturaleza inferior, proyectándonos como dos almas alocadas hacia un
paraíso atemporal. Hubiera querido quedarme ahí por siempre, matar el
devenir, exterminar lo exterior y fundirme eternamente en la mirada inmortal y
en la esencia magnificente de Isis.

–Sigue habiendo mucha gente, me da bastante pena –dijo enrojeciendo y


mostrándose desconfiada.

–Si quieres lo dejamos para otro día, no tiene por qué ser ahora –le dije
con cariño.

–No, debe ser ahora –respondió cambiando su semblante–. Vamos, ahora


que esos sujetos de allá entran también, es nuestro momento.

Me jaló de la mano y cuando menos lo esperábamos ya estábamos


adentro. Pagamos y pedimos los preservativos, me pareció que la señora nos
fulminaba con la mirada. Mostramos las credenciales y nos entregó la llave. Al
subir las escaleras las piernas me temblaban, ascendía temeroso y con grandes
dudas. Al abrir la habitación estos temores de multiplicaron. Ahí estaba un
cuarto espacioso, una cama matrimonial, un baño con agua caliente, una
pantalla y un sillón muy raro. Todo estaba listo para que nos entregáramos a la
pasión que nos competía, o eso creía.

–Muy bien, pues todo está listo. Es hora de hacerlo –comentó Isis
sonriendo.

–Sí, claro. Ha llegado el momento –sentencié sintiendo un nerviosismo


incesante.

–Te amo –dijo ella con ojos suplicantes y melancólicos.

–Yo también te amo, Isis –asentí mirándola solemnemente.

Comenzamos a desnudarnos mientras nos mirábamos fijamente. Nos


acercamos y unimos nuestras bocas, levanté su vestido negro y sentí su piel,
tan suave y resplandeciente. Nos sentíamos tan jóvenes y pertenecientes, era
algo que todo el mundo hacía y ahora nos llegaba la hora a nosotros. Sí, el
momento de restregar nuestros cuerpos, de unirnos y formar un solo ser. Ya
nos habíamos despojado de toda la ropa y habíamos errado las cortinas,
entonces me recosté sobre la cama mientras ella iba por el preservativo. Nada
más importaba, ninguna teoría o idea de la absurda que era la existencia. Ya
casi estábamos empezar, sin embargo…

–¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo malo? –inquirió Isis al ver que me
levantaba de salto.

–Nada, es solo que… –sentí pena de decírselo.

–¿Qué? ¿No te sientes seguro o acaso pasa que te has arrepentido?

–No nada de eso –farfullé con desconfianza–. En realidad, no sé qué


pasa conmigo.

Isis me miró un tanto desconcertada y lo comprendió todo. Por alguna


extraña razón, por alguna clase de contradicción anómala, no lograba que mi
pene se levantara. Era muy incierto lo que sentía, no podía entenderlo. En mi
mente lograba percibir placer, experimentaba la excitación de observar el
cuerpo desnudo de Isis y saber que la penetraría me enloquecía. Sin embargo,
era como si algo estuviera roto en mí, como si no lograra conectar mi mente
con mi cuerpo, pues esa energía sexual y el deseo de poseerla no se
materializaban y, por ende, mi pene no se levantaba. Me sentí devastado ante
tal condición, maldije mi destino, mi suerte y mi existencia. Isis lo intentó todo
para lograr que se izara mi miembro, aunque nada ocurrió por más que lo
intentó.

–¿Qué pasa contigo? ¿Es que acaso no te excito? ¿No te deleita ver este
cuerpo desnudo ante ti y la idea de poseerme? –preguntó ella triste y molesta a
la vez.

–No es eso, créeme que es lo que más quisiera. No logro comprenderlo,


pues en mi mente siento un gran placer, pero no logro conectar con mi cuerpo.

–No te creo. ¿Acaso eres homosexual? ¿O es que no te excito?

–Nada de eso. Por favor, trata de entenderme. El problema no eres tú,


sino yo.

–No te creo –dijo suspirando y alejándose de mí–. Seguramente es


porque deseas a alguien más. Mi cuerpo no es el mejor, pero al menos podrías
habérmelo dicho.

–Yo… en verdad lo siento. Si tan solo pudieras estar tú en mi lugar.

Permanecimos en silencio, ella tomó su celular y se sentó en la cama


dándome la espalda, yo me senté en el extremo opuesto. Entonces me sentí
enfadado conmigo mismo, no era posible que mi cuerpo se impusiera, la
mente mandaba. Quizá se debía a que no había desayunado bien, por lo cual
tomé un pan y lo devoré. Ciertamente sentía hambre, pero no funcionó. Decidí
tomar un baño con agua fría, tal vez así mi cuerpo saldría de tan ominosa
condición. Tardé bastante tiempo e intenté masturbarme como nunca en mi
vida, pero sin lograr que mi pene se levantara, aunque fuese un poco. La
sensación era nueva, era como si estuviese bloqueado de algún modo, y en
verdad que en nada tenía que ver Isis con ello. Lo más raro era que la amaba,
pero no sentía el deseo de poseerla con locura. La quería de un modo
diferente, sentía que podía morir por ella, pero no era capaz de penetrarla. Qué
paradójico resultaba todo, tantas veces me había masturbado como un loco con
aquellas mujeres a las que contactaba para charlar sobre sexo, tantas veces
había añorado tener mi primera vez, sentir lo placentero de los cuerpos
pegados, y ahora que finalmente se daba era incapaz de excitarme, al menos
de manifestarlo en mi cuerpo.

–¿Ya casi sales? Ya tardaste mucho ahí –escuché que preguntaba Isis
mientras tocaba la puerta del baño.

–¡Sí, ya casi salgo! Todo está bien, no te preocupes –contesté


medianamente trabado en mi habla.

–¿Quieres que entre? –cuestionó ella en un tono severamente adusto.

–No lo sé. Ya casi salgo, mejor espérame –afirmé albergando la falsa


esperanza de que al terminar la ducha y sentirme más tranquilo mi pene se
levantaría.

–Bueno, entraré solo a darte un poco de champú, porque adentro no hay.

No supe qué contestar, me sentí amenazado y aterrado ante la idea de


que Isis entrara e intentara nuevamente tener relaciones, pues mi pene no
respondía ni daba la menor señal de vida.

–Entonces ¿sí o no? Pareciera que no quieres.

–Bueno, yo… –enmudecí y me resigné a que entrara.

Ni siquiera esperó mi confirmación, Isis entró totalmente desnuda y con


el champú entre sus manos. Me miró y se pegó a mí, sentía muy bien su calor
y el roce de su cuerpo con el mío. Tomó mi flácido pene entre sus manos y lo
jaló con intensidad, pero no funcionó. Me sentí apenado y le agradecí que me
trajera el champú, acto seguido se retiró con semblante triste. Fue entonces
cuando se me ocurrió que tal vez necesitaba olvidarme de todo aquello y
concentrarme. Intenté orar, incluso supliqué a quien fuera, dios o el demonio,
que mi pene se levantara, pero tampoco sirvió. Ya resignado, desesperado y
sintiendo deseos de desaparecerme o de matarme, recurrí a un terrible ardid.
Intenté masturbarme pensando en otras mujeres, en aquellas con las que tantos
sueños húmedos había tenido en la secundaria y en la preparatoria, desde
compañeras, profesoras y hasta familiares. Recordé incluso toda la pornografía
que había mirado, las posiciones, los rostros, los senos, las corridas, las
fantasías, las pláticas sexuales, absolutamente todo lo traje a mi mente. Pero, a
pesar de todo, mi pene seguía sin mostrar el más leve signo de erección.

¿Qué clase de trampa era la que me aprisionaba? ¿Qué intento tan vil del
destino me atrapaba? ¿Qué coincidencia tristísima era la que me atacaba? Era
una estupidez atribuir una importancia tan significativa a mi vida. A final de
cuentas, sería indiferente para el orden de las cosas, en caso de que existiese,
que yo no pudiera excitarme. Absolutamente ningún dios, entidad o energía se
preocuparía por mis problemas. De nada servía sentirse como una víctima, o
que ello era parte de un aprendizaje, pues ya todo había perdido su color.
Afligido por tales pensamientos decidí salir del baño y enfrentar mi patética
realidad.

–Entonces no funcionó, ¿cierto? –fue lo primero que Isis exclamó


cuando me vio.

–No, no funcionó… –respondí con voz sepulcral.

–¡Vámonos, por favor! Este lugar me enferma, no quiero estar aquí ni un


minuto más. ¡Anda, date prisa!

–Sí, claro. Solo me visto y nos vamos. ¿Tienes hambre?

–No, solo quiero que te des prisa. Tengo que llegar a hacer algunas cosas
a casa.

Noté que estaba molesta y triste. En un desesperado intento por


explicarle cómo me sentía la encaré y le dije:

–Sé que no lo entenderás, pero sí me excitas, al menos en la mente. No


sé qué pasa conmigo, pues incluso hasta cuando voy en el camión el simple
hecho de colocar mi mochila en mis piernas hace que mi pene se levante.

–Quizá la mochila es más excitante que yo –agregó con ironía.


–No es eso, en verdad quisiera que intentaras comprenderme –supliqué
con llanto y nostalgia–. Lo siento mucho, perdóname.

Comencé a vestirme, pero ella se abalanzó sobre mí y me besó. Recorrió


mi cuerpo y se desnudó de nuevo, me aventó al sillón y restregó su vagina en
mi pene. Intentó de todo, hizo lo imposible, y hasta vimos algo de pornografía
para ver si así conseguíamos algo. Sin embargo, parecía más fácil que yo
muriese antes de que mi pene lograra ponerse erecto. Finalmente, renunciamos
a la posibilidad de tener sexo, al menos aquella tarde. Quizás había sido un
mal día, o tal vez era porque no había dormido bien los últimos días. No lo
sabía, no comprendía tal rompimiento entre mi cuerpo y mi mente. Sentí temor
ante la idea de no poder dominar lo que me ocurría, pues ciertamente no
dependía de mí. ¿Cómo iba yo a saber que mi pene no se levantaría justamente
ese día? Acaba de destapar un nuevo y misterioso recoveco que hasta ahora no
sabía que existía. ¿Se trataba solo de Isis o era un problema más general?
¿Ocurriría lo mismo con cualquier otra mujer? ¿Acaso a lo más que podría
aspirar sería solo a masturbarme y ya? Tantas cuestiones me ahogaron durante
el camino de vuelta. Pensaba en lo distinto que todo podría haber sido, en lo
ideal de una situación donde, tras haber hecho el amor, habríamos comido y
seguido el curso natural de las cosas. Pero todo se había quebrado, se había
roto nuestro amor, y ahora sentía tanta pena y temor de dirigirme a Isis,
incluso de besarla o acariciarla.

XII
Isis, por su parte, no pronunció ni una sola palabra en todo el camino de
vuelta, parecía igualmente sumida en sus propias elucubraciones. Al llegar a la
estación del tres donde ella vivía decidió que se iría sola y así fue como se
marchó. Se limitó a darme un beso en la mejilla y a abrazarme con ternura.
Nuevamente no dijo nada y solo me miró con cierta inquietud, como
queriendo adivinar mis pensamientos. En su mirada noté algo distinto, como si
el fuego que tan vivamente fulguraba antes hubiese cambiado de tonalidad.
Quizás estaba alucinando debido a tantas cosas execrables acontecidas.
Regresé a casa, enfadado conmigo mismo y sin ánimo de comer o dormir. Me
recosté en mi cama y me quedé meditando acerca del pésimo día que había
tenido.

Vaya locura, sentía que todo se había ido a la basura. Quién sabe si
podría mirar a Isis de nueva cuenta. Entonces, entre tanto pesimismo, recordé
el extraño sueño que había tenido la otra vez. Qué imponente era aquella
entidad que relacionaba la divinidad y lo demoniaco, que parecía denotar las
dos caras que en todo existían: esa dualidad mística. Qué complicado era
lograr el equilibrio, más cuando todo se inclinaba de un solo lado de la
balanza. Ciertamente, si existía un dios, debía ser éste la perfecta combinación
entre las dos fuerzas antípodas. Pero como todo estaba tergiversado, se habían
enfrascado todas nuestras acciones en una moralidad humana y falsa, se había
clasificado todo de tal forma que las posturas mediadoras desaparecieran. Uno
podía ser esto o lo otro, pero jamás permanecer indeciso. Los humanos
necesitaban tener firmes convicciones en la vida, en lo que hacían y
experimentaban. Debían estar totalmente seguros de ser ellos mismos, de ser
reales y de estar vivos. Si no se tenía esta certeza, nada más importaba, pues se
perdía el interés por consumir, sentir y existir. Los individuos que carecían de
tal interés representaban el verdadero peligro para este sistema, como así lo
llamaba el profesor G. Sabía, en el fondo, que él tenía razón, desde luego que
la tenía cuando dijo que los humanos tenemos el mundo que merecemos, que
no podríamos vivir de otro modo, de uno más elevado, mientras no se
purificara la humanidad misma. Pero no entendía mucho de esto, solo sabía
que en verdad era menester un cambio, que la vida como se vivía no valía
nada. Algo me lo había estado insinuando, esa otra presencia que siempre
estaba ahí, y que parecía observar en los ojos del hielo, que emergía y se
materializaba. Yo la había ignorado, había estado preocupado por estupideces
sin percatarme de mi condición absurda, pero ya no más.

Luego de pensar en muchas cosas terminé llorando, porque de cualquier


modo era impotente para llevar a cabo los cambios. No había modo en que
pudiera desertar y vivir de manera distinta. Volví a mi realidad, a la que existía
fuera de mi cabeza. Qué mal era estar de nuevo en el mundo de los objetos,
ese dónde apenas hace unas cuantas horas no había podido tener sexo con Isis.
Así que, impulsado por un deseo enfermizo, tomé mi pene y comencé a
masturbarme como siempre. Para mi mayor sorpresa, éste se levantó al
instante. No lo creía, pues hasta entonces tenía la convicción de que no se
pararía nunca más; sin embargo, lo podía sentir firme y duro. Además, aquel
bloqueo mental había desaparecido, sentía esa conexión entre mi cuerpo y mi
mente. Pero ¿por qué? ¿Acaso era Isis la responsable de ello? ¿O era solo que
temía poseer a una mujer? No había forma de averiguarlo, me quedé dormido
y tuve nuevamente esa pesadilla donde estaba en la biblioteca del silencio
incómodo, donde fuera reinaba un desierto de hielo y donde habitaba aquella
criatura que parecía controlar los destinos y las esencias duales.

Había pasado una semana desde el incidente con Isis. Mi mente se


mostraba complaciente y podía seguir observándola en el exterior, lucía muy
bien y con una frescura esplendorosa. Nos vimos el miércoles por la tarde y
todo entre nosotros fue mejor; de hecho, curiosamente nos abrazamos, nos
besamos y sentí cómo mi pene se ponía erecto al sentir el contacto de su
cuerpo. Al parecer ya todo estaba más tranquilo, pues incluso reíamos y nos
coqueteábamos. Sentía cómo esa energía que otrora fuese magnificente
refulgía con un brío asombroso de nuevo. El rojo de sus labios manchaba los
míos y sus lentes seguían otorgándole un toque de intelectualidad que
sobrepasaba cualquier belleza física. Al despedirnos todo fue como antes, casi
nos matábamos antes de separarnos, sentíamos que no podríamos dar ni un
solo paso hasta que volviésemos a estar juntos.

Pero yo sabía la verdad tras aquel escenario. Fueron unas cuantas


semanas las que estuvimos así, en las cuáles también todo decayó.
Paulatinamente los problemas se hicieron frecuentes en nuestra relación, todo
lo idílico se transformó en tormentoso. Cada vez discutíamos con mayor vigor,
hasta que caímos, finalmente, en la odiosa rutina, en la cotidianidad de vernos
y besarnos solo por hacerlo. La costumbre se apoderó de los sentimientos que
nos unieron esfumándolos en un santiamén. Así de rápido y con la misma
intensidad con que llegó todo lo que alguna vez sentimos, así se perdió entre la
brumosa amargura de nuestra existencia. Fuimos frágiles y locos, explotamos
demasiado pronto lo que nos quedaba por vivir. Ya nada permanecía entre
nosotros dos que hiciera recordar esas caminatas por las tardes, esa necesidad
con la que creíamos extrañarnos. Aquellas miradas que nos lanzamos ese día
cuando nos conocimos en la iglesia, la forma lozana de percibirnos como dos
seres en unión contra el mundo, todo se había ido. Todo cambió, y con ello
nosotros, pues terminamos mucho más vacíos de lo que estábamos. Pero
quizás ese era el fin de todas las relaciones, aunque se aparentara otra cosa.
Especial atención puse en una hoja que se estrelló contra mí como impulsada
por un fuerte viento una de aquellas tardes melancólicas en que volvía al
calabozo, pues parecía contener un fragmento de un escritor que cuyas
iniciales parecían ser A.E., eso era todo lo que aparecía como firma. Dicho
fragmento parecía describir exactamente lo que sentía justo ahora, en mi
lóbrego presente. Lo conservé en un cuaderno donde colocaba todo lo que le
escribía a Isis, y pensé que sería adecuado analizarlo con más calma:

La grieta

Mirando tu retrato recuerdo de ti incluso la porción más ínfima. Cada expresión tuya me hacía
temblar, revoloteaba todo mi interior con súbitos temblores que matizaban una parte oculta, pero
asombrosa. Y ni siquiera en las entelequias de los campos elíseos llegué sentirme como contigo,
cuando en esos encuentros podía admirarte y tenerte. En la angustia y en la depresión fuimos dos
locos que se atrevieron a romper el hielo, a protestar contra las tinieblas del conformismo, de la
injusticia y de un mundo que en su decadencia había olvidado aquello que se parapeta en lo
sempiterno. Nos elevamos tanto que olvidamos cómo regresar, y es que de hecho no lo hicimos.
Cada uno llegó hasta donde pudo, atravesó inmensos resplandores y supernovas de peculiares
cromatismos, burbujas iridiscentes y terrazas bucólicas de piedras lapislázuli. Jugamos para solo
perder, pero nuestros labios y cuerpos exigieron un contacto, una transición hacia un estado
distinto. Y, sin embargo, aún en eso que creíamos perfecto ocurrió una grieta en la que no
reparamos jamás, pero que paulatinamente fue desgarrando ese universo donde únicamente
existíamos tú y yo. Quizá debimos darnos más paciencia, más tiempo, más entendimiento; tal
vez así estaba escrito o así es como coincidimos. La grieta se convirtió en un agujero que ya
ninguno pudo controlar, absorbió todo lo que construimos en cuestión de nada, solo un vacío y
un dolor sin igual es lo que nos dejó el haber estado juntos. Esos colores que pintaban nuestro
mundo, que le daban un sentido tal que creíamos real nuestra existencia, lo bonito que otorgaba
ese brillo fulgurante a nuestros ojos cuando se encontraban entre sí, el calor de tu aliento
recorriendo mi cuerpo y el sabor embriagador de tu saliva; todo se fue en cuestión de nada,
escapó de nuestras manos aquella magia inefable que solo le es concedida a los mortales cuando
los dioses se aburren de la cotidianidad de lo divino. Y ahora quedan esos reflejos, esos pétalos
donde yacen los recuerdos de tu sonrisa, de nosotros intentando darle la contra al mundo; de dos
cansados rostros que se despiden con nostalgia y tristeza de aquello imposible de permanecer
entre insensatos seres llamados humanos. Fuimos solo una historia más, un cuento interesante
que se tornó insulso y nimio, extinguimos todo lo que había en nuestro interior y quedamos peor
que al comienzo; nos perdimos, nos desgastamos, nos exigimos y nos fallamos. Finalmente,
queda en la ilusión del tiempo un periodo en el que podría decirte, sin temor alguno a
equivocarme, que creo haberte amado.

Tras leer el lúgubre fragmento surgió en mi cabeza la idea de que el


amor era solo temporal y que nunca iba más allá del enamoramiento. Una vez
que se secaba la flor tan bella que se creía inmarcesible cualquier cosa
arrastraba los pétalos hacia la podredumbre del mundo. Temerosas eran las
veces en que el amor se mostraba reticente ante su extinción, pues los
humanos hacían todo lo posible para aferrarse a lo único que tenía sentido en
el mundo. Pese a ello, se iba y dejaba el espíritu decaído y adolorido. Ese era
el problema de enamorarse, que dejaba agujerado el interior y repararlo
tomaba mucho tiempo, algunas veces ni siquiera se lograba. Era triste y
nostálgico recordar los momentos vividos durante el amorío, pues era lo único
que les quedaba a los partícipes de aquella agonía. El amor no estaba hecho
para este mundo, o los humanos no sabían cómo lidiar con él. Siempre se
corrompía fácilmente, se ensuciaba y se evaporaba con tan poco. Pero lo más
grave era el sentido de pertenencia y dependencia en que dejaba las mentes de
los participantes. Entonces recordaba la advertencia que me había hecho con
justificada razón el profesor G, quien sensatamente sugería jamás enamorarse
y concentrar la atención en otras reflexiones.

Nada encajaba conmigo, en todos lados comenzaba a sentirme


incómodo, como si violentos vientos azotaran cada rincón de mi alma. Sentía
con mayor vigor cómo esa entidad en mi interior rompía las cadenas para
surgir, para apoderarse de mi cordura, la poca que me quedaba. ¿Qué dejaba el
hecho de enamorarse sino un sinsentido y un amargo sabor de boca? Me era
imposible encarar que ahora Isis ya no produjera esas sensaciones tan intensas,
pero así era. Y a ella le ocurría algo sumamente similar, notaba su falta de
atención, deseo y amor. Pero yo le amaba, aún lo hacía, o tal vez era solo mi
necedad de querer estar con ella sin que ella ya lo quisiera así. Estaba vacío,
mi mente me devoraba, mis pensamientos me consumían y cada vez tenía
ideas más raras. Me sentía cada vez menos parte de este mundo que
consideraba atroz y carente de cualquier sentido.

Por esos días, cuando sentía casi extinguirse por completo la ínfima
llama que aún existía entre Isis y yo, ocurrió un hecho que me cambiaría para
siempre. Era viernes por la tarde y se había suspendido la clase de la última
hora. La escuela cerraría temprano y ya todo estaba dispuesto para una noche
de fiesta. Todos se preparaban incesantes y por primera vez sentí deseos de
asistir, de escapar a mi condición ominosa, de embriagarme y de ser como
ellos; sin embargo, renuncié a tales intenciones y decidí que mejor vería a Isis.
Ella salía temprano ese día y podría acompañarla de vuelta a su casa. Me
emocionó la idea, aunque ya nada era igual que antes. No obstante, seguía
pensando que quedaba algo por salvar y sentir. Tomé mis cosas y me apresuré
para poder llegar antes y que ella se sorprendiera cuando me viera ahí. Los
días anteriores, precisamente, había estado muy extraña, pero lo atribuí a las
crisis nerviosas que ocasionalmente sufría. En el camino tuve una sensación
peculiar, maldije mi suerte porque el tráfico era horrible. El camión estaba
atascado y todo era una locura. Con mayor razón desdeñé cualquier clase de
destino, puesto que exactamente ese día, ese y no otro, habían cerrado la
avenida principal rumbo a la escuela de Isis y el camión se desvió,
encontrando una congestión terrible. Aun con todo eso estropeando mis
intenciones no perdí la esperanza y decidí esperar, pues finalmente Isis saldría
hasta más tarde, pero yo quería llegar antes. Después de mucho lidiar con los
pitidos de los conductores neuróticos llegué a mi destino. Para llegar a su
escuela debía atravesar una plaza, una que me era muy familiar, pues cuando
recién conocí a Isis pasaba por ahí diariamente acompañándola a la escuela.

Lo que más me gustaba de aquellos días era el hecho de que ella visitaba
el sitio en donde realizaba mi servicio social. Particularmente rememoraba con
cariño cómo siempre me esperaba frente al planetario, donde las salas, los
equipos y el lugar en sí encerraba un halo maravilloso. La sensación que
experimentaba estando en el interior era indescriptible, como si una fuerza me
atrajese. Precisamente ahí descubrí que las agencias espaciales eran una total
argucia, al igual que la supuesta llegada del hombre a la Luna. Como sea, ya
casi en los últimos días se suscitó una plática entre los demás alumnos que
realizaban el servicio social y la encargada del lugar. Se discutía quiénes
tenían novia y se hablaba de una maldición. No presté mucha atención porque
no me interesaba, pero quedó grabado en mi mente lo que se dijo al final. De
todos los que hacían su servicio en el planetario ninguno tenía novia, excepto
yo. Un sujeto confesó con cierta aprehensión que él sí tenía, pero que entrando
al servicio justamente la había perdido. Entonces la encargada mencionó que
esa era la maldición planetaria, pues todos los que entraban ahí siempre
perdían a sus novias.

Este hecho se quedó en mí y siempre que tenía problemas con Isis lo


recordaba con escepticismo, pero con extrañeza. Nuestra relación se había
convertido en todo menos eso, pues discutíamos a cada momento, cosa que
juramos no haríamos cuando comenzamos. Recordaba al profesor G y sus
charlas, sus consejos y su inevitable predicción acerca del fin del amor. No
quería creer en ello, pero se manifestaba a cada instante. Todo era una gran
mentira, el amor era solo un elemento más para distraernos. Por otra parte, la
mirada de Isis ya nada me decía, parecía haber cesado ese fuego que antes
significaba mi principal soporte. Y yo para ella ya nada era sino solo una
molestia, un estorbo del que no se atrevía a deshacerse. Me sentía fatal y
cualquier cosa hubiera dado por regresar el tiempo. A pesar de tantas cosas
extintas la amaba, la adoraba y la apreciaba más que a cualquier otra cosa en la
vida; no obstante, creía aferrarme a diáfanos sueños carentes de solidez. Ella,
Isis, había sido la mujer que más había querido en el mundo, y ahora no
quedaba otra opción sino dejarla ir, pero me negaba a ello. Como si de una
daga que se clavaba en mi corazón se tratase, mientras caminaba pensando
tanto, tras haber bajado del camión y penetrado en la plaza, la vi. Ella era,
como siempre lo había sido, la hermosa flor que se expandía y otorgaba a su
poseedor inmarcesibles delicias y fastuosos regalos, solo que no era yo el que
ahora la sostenía.

Ni siquiera pude controlar lo que sentí en aquellos momentos, quería


abandonar mi cuerpo y no regresar nunca más a este mundo. Todo fue tan
repentino, estaba tan desprotegido. Sucedió en unas bancas donde hace tiempo
solía sentarme con Isis para comer helado. Mientras pasaba, no presté atención
a las personas, aunque me atrajo una mochila. Y justamente quiso un no sé qué
que yo me percatara de tal suceso. Fue tan raro y destructivo, pues el dolor que
estaba a punto de experimentar rebasaba por eones lo que humanamente podía
tolerar. Hubiera querido no mirar, haberme pasado de largo como tantas veces,
haber ignorado todo a mi alrededor y seguir de frente. No obstante, el destino
que tantas veces cuestioné quiso que mis ojos viraran, que observaran de
frente cómo Isis besaba a otro hombre. Al principio no supe qué hacer, no
dejaba de temblar, casi creía que moriría en ese mismo instante. Sentí tantas
cosas en mi interior, tantas sensaciones fluctuaban en mi cabeza. Era como al
inicio, como cuando recién la había conocido, solo que en esta ocasión era yo
el villano. Me detuve casi pasando de largo y me oculté entre uno de los
locales que fútilmente estaban situados en el extremo opuesto a la heladería,
todo con el único objetivo de observar mejor. Mi primera impresión fue
negarlo todo, centrando mi mirada en la mochila, en la figura, la ropa y el
cabello, en sus expresiones y sus muecas. Era ella: Isis, no había duda. Casi
quería intervenir, golpear a aquel sujeto hasta matarlo, también con ella
hubiera acabado, pero no, eso no hubiera sido prudente. De cualquier forma,
¿qué habría ganado con ello? Absolutamente nada sino complicar más las
cosas. Isis no me había elegido ya, había renunciado a la posibilidad de
arreglar lo roto que estaba nuestro mundo, el mismo que yo matizaba y
adornaba con una amorfa concepción de amor.

Desde mi nueva posición podría confirmar que efectivamente era Isis.


Aún albergaba alguna efímera esperanza de que se tratase de algún espejismo,
pero no. Observé todo con detalle y me envolvió una penumbra mental que
dañó notablemente mi cordura. Me dolía, y aunque no podía llorar, pues estaba
absorto, la sensación de ira, miedo, rencor, dolor, amor, odio, compasión,
tristeza, felicidad y despojo que sentí jamás me abandonó del todo. No
importaba lo que hiciera, la amargura y el desdén, el dolor y la agonía no
cesaban en lo más mínimo. Ella se aferraba a él y lo atraía con tal vehemencia
que parecía ser la que incitaba a tal atrocidad. Desde luego él no se negaba y
se complacía degustando su boca, esos labios tan intensamente teñidos de rojo
que antes yo solía disfrutar. Ahora sabía que no existía esa persona que se
alegraba de que yo fuese feliz. Todo era solo un invento en mi mundo, como
todo el libro y la realidad, como yo mismo.

Miré al sujeto con un odio cerval, pero sin sentir ya deseos de dañarlo.
Ahora entraba en una nueva etapa donde ya no temblaba, solo quería
abandonar la vida tan pronto como fuese posible. Qué distorsionada estaba la
realidad, qué diferentes lucían ahora esas estrellas que podía atisbar por una
ventana de la plaza, esas mismas bajo las cuáles, hace ya tanto tiempo, había
besado por primera vez a la mujer que ahora me ocasionaba un sufrimiento sin
igual. ¿Y qué más daba si todo era una joda? De cualquier modo, seguía
sintiendo, me seguían doliendo las cosas del mundo, seguía siendo demasiado
humano. No era diferente del muchacho asustado que detestaba a sus padres y
que rechazaba su vida. Me había engañado tan bien, pero ahora sentía caer ese
velo que me permitía disfrutar de la existencia en sociedad. Toda esperanza de
vivir se desvanecía en esa frontera, en esa dualidad, entre el bien y el mal tan
pésimamente entendidos, entre el cielo y el infierno, aunque en el fondo sabía
que eso era dios. ¿Y qué era yo? Nada más que un miserable, un torturado y
un simple hombre cuya vida se basaba en bagatelas amorosas y especulativas.
Había detestado tanto al mundo y era a la vez tan parecido a él.

Lo que en verdad sentía era pena por mí y por mi situación. Había sido
desechado como cualquier cosa, como un pedazo de basura. Y aunque quizá
mi existencia fuese insignificante, creía merecer algo, pero ese era también mi
mayor error. Lo único que merecía era morir, pues había vivido como uno de
tantos seres que caminan por el mundo sin ningún sentido. Todo se contraía y
se tornaba, a la vez, de múltiples formas y colores. ¿Cómo había podido Isis
cambiarme así? ¿Acaso no siempre decía que yo era todo para ella, que jamás
nadie se podría comparar conmigo? Eso era lo que más me jodía: recordar
tantas promesas, situaciones, momentos y estupideces. ¿Acaso no tenía yo más
valor para ella que todo el mundo? Evidentemente ya no era así, ella había
cambiado. ¿Habría ocurrido todo desde esa tarde donde no pude sostener
relaciones sexuales con ella? O ¿habría sido producto de los cambios tan
violentos que sucedían en mi interior y de los cuáles jamás me percaté? Miré
mi rostro en el cristal del crepúsculo y me parecía que merecía ser exiliado, ya
todo me daba igual. Mi rostro era el olvido y la tristeza, internamente siempre
había sido mi condición. Estaba cansado de aparentar un fructífero anhelo de
vida y de entretenerme, como todos, con cualquier cosa. Ahora se
desencadenaba la bestia que se ocultaba y que pedía a gritos escapar, ahora ya
no era yo, sino algo que me asustaba y devoraba mi mente. Parecía que al fin
surgía una separación incisiva entre las formas de mi alma, aquellas que tanto
buscaba unificar y acercar a la dualidad suprema, a la criatura que divina y
demoniaca a la vez que habita en el desierto helado donde tantas veces me
soñé.

Quise esperar un poco más para ver qué acontecía. Renuncié por
completo a la idea de presentarme ahí. Ya casi cuando me iba nuevamente la
estupidez se apoderó de mí, y en un último arranque por confirmar lo que ya
sabía, decidí llamarle. Ya no miraba el espectáculo de besos frente a mí, pues
no confiaba en mi mirada, pero escuchar su voz me calmaría. Tal vez estaba
paranoico, pues sucedía que a veces lo materializado asumía, para
confundirme, siluetas oscuras y ajenas a mi entendimiento. Tomé el celular y
le marqué, así comprobaría lo que tanto temía. En el fondo solo me engañaba
y buscaba cualquier tipo de negación para contrarrestar los efectos de aquel
martirio. Al marcar Isis no me contestó la primera vez, luego intenté de nuevo
y todo se aclaró. La mujer que creía era ella, como pude observar, se llevó la
mano al bolsillo, como molesta por la interferencia de la llamada, y finalmente
contestó. Lo que más me molestaba de todo aquello era como sus ojos
palpitaban de un modo absurdo para contemplar a aquel zascandil roba novias.

–Hola, Isis. ¿Dónde estás? ¿Ya casi sales?

–Hola. ¿Por qué me marcas ahorita? Estoy en la escuela, ¿en dónde más
estaría?

–Bueno, yo pensé que… –dudé qué decir, casi me dejaba llevar por el
momento, pero me contuve–. Pues quería saber si hoy podíamos vernos, voy
para la plaza que está antes de tu escuela.

–¡No, no puedo! –replicó con severidad– Voy a salir tarde, tengo mucho
qué hacer. No puedo contestarte, hablamos luego.

Y colgó súbitamente, mientras yo miraba cómo guardaba el celular en el


bolsillo para continuar mirando a aquel torpe. Sentí coraje por sus mentiras y
decidí que continuaría el juego hasta que llegara a casa, en caso de hacerlo, y
una vez ahí la acorralaría. En el momento menos esperado atacaría con la
verdad, eso harías. Sin haber abandonado mi condición infame salí y di toda la
vuelta a la plaza para poder tomar el transporte, de otro modo debía pasar
forzosamente por donde estaban ellos, y no quería que me viesen. Sospechaba
que quizás Isis se habría alarmado por la llamada, pues era raro que le hablara
y le pidiera vernos tan repentinamente. A estas alturas ya cualquier cosa
carecía de sentido, incluso vivir o morir. Caminé como un autómata por el
puente, con la lluvia tempestuosa mojando cada parte de mí. Cuando me
asomé hacia el vacío, creí observar mi silueta en el suelo, tirada y
ensangrentada, extinta de toda vida. Era exactamente lo que deseaba, cumplir
aquella visión. Me detuve sintiendo no poder más con mi apesadumbrada
existencia, pero me faltó valor para arrojarme. Quería morir, pero no por las
razones en las que me hallaba sumergido, necesitaba algo más filosófico, más
místico. Quería una razón que fuese más sutil, entonces podría entregarme a
ella, a la muerte, sin ningún prejuicio.

XIII

Al llegar a casa, mojado y devastado, no logré calmarme, y en suspenso


realicé mis actividades. Mi vida se había terminado, aunque quizá nunca había
comenzado. Con qué mirada ahora papá y mamá me recibían. Ellos, que se
habían acostumbrado a estar juntos, que compartían sus vidas sin ningún
sentido. No cené y cuando conversé con Isis no tuve el valor para confesarle lo
que había visto. Ella se mostró indiferente y hasta grosera, tanto que no me
contestó ya a partir de cierta hora. Yo no logré conciliar el sueño, no dormí en
toda la noche, no podía hacerlo. Necesitaba sacar de mí un poco de todo el
cargamento de emociones que me atormentaban, así que escribí sin parar.
Primero pensé en mandarle directamente por chat el resultado de aquella
fatídica y agobiante noche, pero luego me arrepentí y pensé que al día
siguiente se lo enviaría por correspondencia. Todo lo que esa noche saliera de
mis entrañas ella lo leería de mi puño y letra. Terminé hasta las 5 am del día
siguiente y me preparé para ir a clases, no dormí más que dos horas. Esta,
según recuerdo, fue la carta que le envié, sin una palabra más ni una menos.
Claro que, por la hora y el cansancio, creo que hubo bastantes cosas que no
alcancé a expresar en todo su esplendor. Sin embargo, al despertar de mi corto
descanso, no tuve el valor ni la entereza para revisar lo escrito y corregir
errores de sintaxis u ortográficos, así que me pareció buena idea dejarla tal
cual, en su estado más puro. He aquí dicha carta:
Supongo que entre todas las formas posibles de convergencia en un destino estúpido se hallan el
encuentro y la separación. Hablando como el hombre absurdo que soy, más ahora que sé te
marchas y yo me marcho; ahora que la fuerza cede ante los designios de una naturaleza
caprichosa, es entonces cuando la tortura llega. En el suplicio y la tragedia se halla un dolor
pecaminoso y ostentoso, de carcomidos matices; tan benevolente y maltrecho resulta el tiempo
que se invierte. Después de todo, quizá no es línea tal concepto, sino cíclico, pues conforme
aconteció nuestra pequeña historia el gris se apoderó de la iridiscencia que otrora significase la
salvación y la obturación de un suicidio predestinado. Los caminos se torcieron, algo quiso que
así fuera y que en la voluntad estuviera el encontrarnos. Vaya tragedia y a la vez dulzura, qué
casualidad tan enconada que maldigo y bendigo en una dualidad desesperante. Pero eso no es
relevante, como nada en la existencia. El hecho radica en que nos encontramos y pudimos
ilusamente creer en algo maravilloso, que posiblemente fue utópico en un mundo de fantasías
execrables. Debo decir ante todo que te amé y como solías decir, fue verdadero. En esos tiempos
todo era distinto, pero ni siquiera sospechábamos cómo sería la culminación de una historia
conminada al fracaso por sí misma. La esencia fue la realidad tergiversada de los sentimientos
encontrados que concurrieron en un concomitante caos. Y te quise, en verdad que sí. Y aunque
no sé qué es amar, sí te amé, absurdamente creo que lo hice y eso representa cualquier cosa
elevada en el mundo ominoso que nos envuelve.

Recuerdo con rencor y con cariño esos días que solíamos pasar juntos, en cualquier lugar, sin ir
en una dirección, sin un sentido que pudiera importar. El compartir la más miserable existencia
hacía llevadero todo, ensalzaba las ciudades de oro. Y yo ingenuo compartía contigo la infamia
de lo intrascendente. Sin embargo, el arrepentirse sería darle la razón a un posible sentido, y
evidentemente en mi filosofía no cabe esa posibilidad, no existe tal sentido para mí y ahora veo
que tú has creado uno nuevo, con alguien menos absurdo y más vivo. Extrañaré todo de ti,
excepto a ti. Sí, así es. Porque en el fondo no eras tú a quien quería, pues cambiabas a cada
segundo como todo en el mundo. Extrañaré lo que se hallaba en torno a ti, esa dulce sonrisa que
otrora me brindase la esperanza de una muerte nueva, una renovadora. Y las caricias que solías
hacerme se quedarán por siempre en un sitio mucho más profundo que mi piel, porque rozabas
mi alma con la pureza de tu superficie. Sí, esa superficie que tanto añoré tener para mí. Y no sé si
ambos fuimos parte de esta ilusión o de un sistema programado. No sé quién retrocedió primero.
Posiblemente creías que no me eras suficiente, que no eras lo que yo esperaba, pero jamás esperé
algo de ti. Siempre tuviste la forma de ser única sin existir y sin vivir. Por eso te quería, porque
contigo me encontraba y solía imaginarte en tu cabeza dilucidando extraños misterios. Imposible
sería describir todo el proceso, la transformación que sentí cuando te conocí y todo lo que
vivimos en estos años, en este miserable periodo, en este vacío sin fin. Pero cuando pienso en lo
irrelevante de estas palabras, de nosotros, de la vida y de todo cuando se cree que está aquí y
ahora, encuentro divertidas las preocupaciones que atormentan a los humanos. Y pese a todo, sí
llegué a preocuparme por ti; sí quise un nuevo mundo para ti, uno que no pesase tanto sobre tus
hombres y en el cual pudieras descansar como tantas veces lo hacías recostada en mi pecho.
Entonces la nobleza de las sensaciones enloquecía los momentos que jamás fueron nuestros, pues
quizá nuestro ahora jamás existió, siempre un paso atrás de la auténtica verdad.
Y te quise, quizá mucho, quizá poco. Te amé, no lo sé, quizá sí, quizá no. Pero es irrelevante esa
clase de bagatelas, pues el dolor que yace absurdamente en mi interior no lo quiero retener ahí
mientras aún el suicidio no llegue hasta mis entrañas. Cómo recordaré y me atormentaré con esos
momentos en que solíamos abrazarnos y besarnos, en que sostuviste los amuletos y los
obsequios, y, sobre todo, aquel día en el bosque tan misterioso que dio nacimiento a nuestro
encuentro, a la vital y sorpresiva añoranza. Pero como dice el señor del horror cósmico, el amor
siempre es el disfraz del engaño, en realidad nadie puede entender a otra persona ni consolarse;
ahí se encuentra, tristemente, el mundo decadente en que caímos sin remedio. Extrañaré todo de
ti mi muerte nueva, mi antigua compañera cósmica. El desgaste que produjimos ante una
supuesta divinidad no será con justificación. Reitero, para recalcarlo, que te quise como antes a
nadie. Y si el contacto físico que negaba contigo era un impedimento, se debe a lo elevada que te
observaba, a lo sublime que creo puedes ser. Pero ahora otro rasgará tu cuerpo y maquinará
nuevos sueños, con la esperanza de un feliz final. No sé qué será de ti ni de mí, al menos de esta
última concepción tendré que soportar seguir con ella. No sé si desearte bien o mal, pero
tampoco quiero desear algo, solo sentir que puedo liberarme de esta ilusión.

Así fue como todo transcurrió hasta que hoy pude finalmente constatar con mis propios ojos la
realidad que tanto negaba y que en cifrados mensajes transmitía la naturaleza, pero yo ignoraba
astutamente. Y esa astucia se convirtió en desdicha, que a su vez conllevó a la tragedia de un
corazón pisoteado por la vida. Siempre quise que fueras feliz, pero yo jamás quise serlo. He ahí
el problema para la desunión y la no concordancia de filosofías externas al origen del cosmos. Lo
triste será no poder atisbar tus pequeños ojos otra vez, esos que hubiera querido sostuvieran mi
último aliento. Y quedarán inconclusas tantas cosas en nuestra inexistente historia, todas las
películas y los videos, las risas y los juegos, los museos y los sueños. Porque yo solo quise ser
entendido por un entendimiento mayor que no logró rebajarse al mío. Te hice daño en vez de
protegerte, sufriste la exégesis del rechazo humano en honor de las virtudes del espíritu. Y
arruiné los lazos divinos que ahora se han desvanecido con una fuerza y una rapidez mucho
mayor que aquella con la que llegaste ese día.

Lo atesoraré pese a su la irrelevancia del suceso. Guardaré por siempre la fragilidad de este
corazón al sentirse querido, la debilidad en que cae la búsqueda de la verdad ante los fragmentos
de una quimera bien diseñada. Fuiste, eres y serás algo más que el vacío en mí. Te llevaré donde
quiera que esté en la más diminuta fragancia. Estarás ahí y aunque quisiera echarte no lo lograré.
Tú modificaste mi destino y yo el tuyo; o simplemente coincidimos en un absurdo inextricable.
Cualquiera que sea la razón yo no quiero dilucidarla, prefiero sentir que la vida puede ser aún
más absurda sin ti a mi lado. Y gracias por todo, jamás intenté lastimarte, aunque es lo único a lo
que conlleva el amor. Espero, de todo corazón, si es que aún tengo uno, que puedas hallar algo
diferente, algo valioso, algo carnal, algo pasional, algo real en los seres que han llegado a tu vida.

No encuentro algo de inmoral e injusto en las razones que te impulsaron a buscar nuevos
caminos en un círculo vicioso como el nuestro. Recordaré con dolor cuánto te gustaba
escucharme como aquel día primero en que deleité tus oídos con palabras que jamás quise
decirle a alguien, pero tú subyugaste la dureza de un espíritu cubierto por corazas; mismas que
ahora añoro con presteza ante tu huida a los cielos ajenos de un ser más beato para iluminar tu
infierno. Y las frases bonitas, los poemas y los fragmentos se los llevará la muerte y se
convertirán en polvo como tú y yo. Quizá a final de cuentas nunca debimos ser, pero fuimos y
somos, entonces la vida debe aceptarse con profunda ironía y sufrimiento o debe optarse por el
suicidio del alma. Me gustaba escribir para ti, disfrutaba platicar para ti. Y cuando el tiempo,
factor extraño y causante de las agonías absurdas, no permitió que mis pensamientos fuesen
expresados en un papel efímero, se terminó la magia de las sensaciones y los cromatismos en
nuestros besos. Ya vino la rutina, la cotidianidad, la melancolía y la nostalgia. Y todo eso
conllevó a que buscaras otras personas, a que nuevas aventuras vinieran a ti. No sé ni requiero de
cuándo ni cómo comenzó toda esta barahúnda en cuanto a pertenencias fantasiosas que
formamos los humanos. Solo entiendo que el mirarte besando a otro hombre me hizo pensar en
tantas cosas, en tan demoniacas y divinas sensaciones como la extraña criatura que habita este
cuerpo. Nada podrá alguna vez romper la imagen de tu sonrisa ante alguien que no era yo. Esa
mirada y esa felicidad que sin importar si es matrix, pueden solazarnos por unos breves instantes
llamados vida.

Yo te quise, mucho o poco, pero te amé más de lo que te quise. Y cuando ya no pude amarte
intenté quererte, pero el primero arrastró al segundo y el desprendimiento de ambos desde lo más
profundo de mi ser duele incomparablemente. No sé cómo hayas podido tú sacarme de ti, o si
algún día lo harás, no importa ya. No sé cuánto tiempo permanezca en esta realidad, fatigado y
desilusionado por la única persona en quien pude llegar a confiar. A veces no me entendías y yo
a ti tampoco, pero tenías algo que me hacía regresar a ti y de lo cual te cansaste. Mis constantes
reproches y mi simple y sencilla forma absurda de ser contribuyeron a tu partida, a una muerte
nueva, una que no sabía existía. Fue incluso peculiar la vivencia, desde el amanecer presentía
que algo no andaba bien, desde el vivir así pude comprender que tarde o temprano partirías a
otros brazos. No sé si él escriba tan bien como yo, si sea poeta como yo, si quiera suicidarse
como yo, y no sé por qué quisiera saberlo; empero, sé que hubo algo que yo no pude darte, algo
que al degustar otras bocas encontraste y tu espíritu encontró un refugio temporal ante la dureza
de la vida. Me agrada finalmente tu indiferencia ante mí y ante todo lo que llegué a representar,
eres la personificación de la persona ideal en un mundo irreal. Y así llegó la tragedia, te cansaste
de mí. Y sabes, mientras tú besabas y sonreías a otro hombre yo observaba desde la entrada de
aquel tren que jamás me agradó, pensando en tu bienestar y en tu calidez. Recuerdo que al
principio no dejaba de temblar, era miedo, uno que nunca había sentido, uno que solo en sueños
llegué a experimentar y cuando despertaba todo cedía, nuevamente era yo y mi vida de caricatura
en un mundo real. Y aunque jamás pensé que podría atisbarte en compañía de alguien más
recorriendo tus labios, sí lo hice. Fue algo natural sentir infinitud de cosas que no podría
describir, pero quizá a la vez felicidad. Sí, por primera vez sentía felicidad por mí, porque había
sido mostrado el lado cruel pero verídico de un mundo al que siempre fui extranjero. Contigo
llegué a sentirme como en casa, pero fue posada lo que me ofreciste. Luego, al cabo de un parco
tiempo, me arrojaste a la inmundicia y quitaste el velo para destapar la realidad sin precedentes
que me acongoja.

Veo que era verdad cuando decías que tenías a alguien más, pero yo me negaba a creerlo. Y
cuando decías que me querías y que jamás podrías encontrar a un hombre como yo, no sé por
qué lo creía. Pasa lo mismo que al leer un libro, uno siempre cree las cosas que le parecen ciertas
y desdeña las demás tachándolas de imposibilidades. Sin embargo, pasa que la naturaleza enseña
por el camino más doloroso los senderos de la traición. Y pese a todo sigo amándote y
rechazando la verdad, quisiera que el sueño terminase ya y despertar ante ti, volver a mirar esos
ojos que nunca me negaron un beso, ni siquiera cuando no eras mía. Y qué curioso que ahora la
historia se repita, tal vez con ciclos los que el humano vive, pero aprenderé a estar sin ti, aunque
en mí estés en lo más irrisorio, eso bastará para engañarme con tu aliento. Y debo ya desechar
tantas teorías sobre nosotros, sobre lo que pudimos haber compartido. Yo quería demasiado
contigo, pero no me quise a mí mismo, no valoré que yo podía ser feliz contigo. No sé si te
disfruté de más o de menos, pero qué más da si todo terminará y nuestra historia será menos que
lo menos que pueda haber. Contigo perdí algo más que a mí mismo, perdí mi fortaleza y mi
voluntad. No sé desde hace cuánto sostenías este engaño y besabas labios ajenos, pero como dije,
eso es trivial. Matemáticamente hablando, estamos fuera de sintonía por reducción al absurdo,
nuestras vidas, ha quedado demostrado fehacientemente por el método dicho, no convergen.
Fuimos una divergente serie de sucesos trágicos que a final de cuentas terminó sin un infinito, sin
un te quiero, sin un beso sincero.

Presentes estarán en mí tus expresiones y me costará superar que me hayas cambiado. Yo, pese a
todo, nunca te cambié. Muchas veces me tachaste de no quererte tal como eras, de buscar otras
mujeres tan solo porque te di la confianza de mostrarte aquello en lo cual jamás posaría mi
atención. Tuviste todo de mí, excepto lo que buscabas. Y ahora, cual pájaro herido, me refugio en
impensables costumbres, como solías decir. Ahora viviré como el personaje favorito de la serie
que vimos juntos, ese de cabellos azules que tanto te gustaba y que jamás pude representarlo en
la realidad dudosa para ti. Tus comentarios, tu forma de ser, la manera en que me mirabas delante
de tus padres y todo ese escenario que sufrió la peor de las calamidades, terminando todo con
una infidelidad. ¿Pero cuál ha sido la auténtica infidelidad? Quizá ninguna, quizá el no aceptar
que tu cabeza pertenecía a alguien más, que tus suspiros y tus llantos ya compartían otros
derroteros, que otras oquedades cobijaban tu agonía. Yo quise cuidarte, quise hacerte sentir
especial, pero mi torpeza se impuso y te lastimé. Siento un enorme dolor por haberte perdido,
pero más de este modo, por haberlo presenciado en carne propia. Y sí, estaba temblando, no lo
negaré, pero las circunstancias han sido sobremanera extrañas. Yo te perdí, tú me perdiste,
perdimos todo lo que construimos en el fondo del océano absurdo. Te mentiría si te dijese que no
creía que me dejarías algún día, pero te diría la verdad si te dijese que nunca imaginé que con tal
crueldad lo realizarías. Esperaba una respuesta sincera, no un triste y patético beso ajeno.

Ahora espero tus mensajes con ansia, pero sé que no llegarán como antes lo hacían. Ya no soy tu
prioridad como antes lo era, ya no existo de la misma forma, ahora en verdad soy para ti un
hombre absurdo, uno más. Ya no podré completar la colección de puercos ni la poesía pendiente.
Ya quedarán solo tus dibujos y la forma hermosa en que llegaste a maravillar mi existencia. Y
aunque un nudo en la garganta ahogue ahora mi llanto, sé que pronto, más pronto de lo normal,
ya no tendré que lidiar con esta existencia. Te quise y te querré a pesar de tu actitud lacerante y tu
convicción por doblegar los planetas donde me refugiaba. Eras todo lo que tenía, pero caer así
hasta el fondo del abismo no puede ser tan malo, lo terrible es no querer escapar de aquí. Porque
tanto luché por algo y en verdad esta bofetada me redujo al más mínimo tamaño. Nunca fui un
gigante, sino un juguete; jamás tuve algo de ti, sino las sobras que algún otro tiraba para que yo
fuese y las recogiese. Y te admiro en verdad. Eres tan fuerte e inteligente que me has
sorprendido, eso superó al horror. En el momento en que el camión iba jodidamente lento tuve
una visión bochornosa de la carencia de la casualidad. Maldije su lentitud y entendí, cuanto te vi,
que era más patético de lo que creía. Hiciste lo mismo que la vez pasada, se repitió la historia.
Solo que en aquella ocasión era yo el héroe y ahora soy el villano. Sin embargo, como siempre
recalcábamos, los villanos tienen mejores historias y a eso me apego. Todo lo que me queda
ahora es esto, este absurdo, esta irrelevancia. Todo lo que soy es mi filosofía, lo que vivo es mi
ironía. Me aferraré a esto, a esta creencia, a nuevos paradigmas. Entre la tristeza y la angustia
espero hallar mejores compañeros que al menos no traicionen lo poco que pude brindarles.

Es admirable tu determinación para destruir lo que te estorba, pero así eres tú. Lamento no ser
parte de lo que creía era un nosotros, ahora solo hay un yo. Y ese yo, que posiblemente sucumba
ante el suicidio absurdo, no tratará de entender, sino solo de proseguir y agobiarse a sí mismo, de
fulgurar, aunque ya no estés aquí. Gracias por todo, por haberme abierto las puertas de tu casa,
por haberme hecho soñar de esta manera, por haberme llevado a aquel museo que quizá visite en
soledad para atormentar más mi agonía, sería interesante un suicidio entre las virtuosas acuarelas.
Gracias por lo que me diste de ti y por haber soportado a este monstruo tanto tiempo, incluso sin
razón alguna. Ya no podré cuidarte, ya no podré intentar escribirte algo, pues has aniquilado
perfectamente lo poco o mucho que podría quererte, y en el fondo, te quise, quizá sin quererlo.
Pero la coincidencia fue rara. Al subir las escaleras traté de rebasar a todos como siempre, para
lograr llegar temprano a casa, por lo noche que ya era. Quería llegar y mandarte mi tercera
novela, quería saber de ti sin saber que ya lo sabría, más pronto de lo que creería. Y entonces te
vi, tan fantástica y risueña, tan encantada, deleitándote con unos besos que no eran míos. Sentí,
como dije, mucho miedo. No pude dejar de temblar por unos minutos, no sabía qué hacer o hacia
dónde correr, todo se detenía en seco. Creí fantasear y me divertí con mi estupidez. Sería
imposible que la mujer que otrora fuese todo para mí ahora estuviese destruyéndome desde lo
más profundo. Rasqué mis ojos infinitud de veces, pedí despertar y abandonar aquella
imprecación, sostuve teorías sobre una silueta inmensamente parecida a ti; pero nada funcionó
como yo lo esperaba. Y no me sorprendía, nunca lo hacía. Terminé por aceptarlo, sí eras tú con
alguien más. Ese suéter vino que tanto me gustaba, esos pantalones tan característicos de ti,
aunque no logré atisbar tu mochila, eso me dio esperanza, pero al instante la abandoné. No
podría ser tan estúpido como para no reconocer esa sonrisa y esos ojos impertérritos, lo haría
incluso entre la más densa oscuridad. Te compartí mis libros, te compartí lo que yo era, mis
ideas, mi filosofía, mis pasiones, mis escritos, mis poemas, mi vida, mi tiempo, mi yo. Te
entregué lo que jamás volveré a darle a nadie, pues este trauma, aunque superable, no será
reemplazable. Y qué efímero fue nuestro posible amor, qué cómico el encuentro de los
desquiciados.

Fue así como intenté calmarme y lo logré. Dejé de temblar, ahora ya no sabía ni qué expresión
mostrar. Me refugié en un local donde venden herramientas y azulejos, por si alguna vez lo
miras, se halla enfrente del club de baile. Ahí esperé como un perro la triste despedida, como mi
perro, ahora era yo el que iba hacia una muerte nueva. Proseguí a comprobarlo, pero luego
abandoné la idea y decidí que te confrontaría ahí mismo, que miraría tus ojos al verme llegar y
presenciar cómo podía mirarte besando a otro hombre. Sin embargo, algo me detuvo y abandoné
la idea, intenté solazarme nuevamente y lo logré. Nada conseguiría con eso, y no sé si ya había
decidido que no interrumpiría tu nueva felicidad, o si fui un cobarde sin remedio. O si tal vez me
evité la pena de morir estando vivo, pues en parte esa imagen ocasionará una sensación parecida.
El contemplar en primera fila tus gestos y tus cabellos, tus menos y tus gesticulaciones, todo de
ti, pero ahora nada para mí, todo para ustedes. Me sentí oprimido y a la vez torturado, como
ahora mientras escribo estos diálogos. Decidí que te llamaría y lo hice, y tú sabes qué
contestaste.

Yo te observaba mientras sostenías el celular. Por si las dudas, diré que también vi una canasta o
un cesto, y pensé que si realmente así de sencillo se había vaciado el nuestro. Decidí volver y
tomar una ruta alterna, atravesar el puente y entrar otro rumbo, rechacé la idea de cruzar por
donde ustedes reían, e implícitamente de mí. Ya en el puente la lluvia me arropó y pensé que
arrojarme a la avenida cuando un camión pasó, sería un final elegante, pero tenía que escribir
esto y hacértelo saber. También al cruzar el puente tuve la tentación de arrojarme, pero no
función, tenías que leer esto. Finalmente, llegué alternamente al tren esperando no toparme con
ustedes, y creo que tuve éxito. La travesía había terminado, y por buena o mala que fuera ya nada
podía hacer para cambiarla. Y en esos momentos en que tus labios se regocijaban con los de él,
entendí la irrelevancia de mi vida y mi existencia en la tuya, y en la mía. Lamento evidentemente
haber estado en el lugar incorrecto en el tiempo impreciso. Pero cuando minutos después la
lluvia arremetió contra este harapo de carne y hueso, tuve, por unos instantes, la sensación de ser
indiferente, ante todo, ante estos sucesos, ante mi nacimiento y mi muerte nueva, ante mí; y lo
más importante, ante ti y todo lo que contigo alguna vez me hizo creer en nuestro ahora
enterrado amor.

No recibí respuesta alguna en los días subsecuentes. Estaba plenamente seguro


de que Isis había recibido mi carta, pues arreglé una especie de trato con el
cartero para que se la diera especialmente a ella. Esto se realizó de tal modo y
hasta fui informado de que se la había entregado justo cuando estaba por partir
hacia la escuela. Claro que este servicio extra me costó un poco más, pero de
ese modo me aseguraba de que nadie más recibiese la carta y la pudiese
desechar. Resultaba complicada la espera, incluso agonizante. A veces le
dejaba uno que otro mensaje por chat, pero ella se limitaba a leerlos
solamente. Quería saber qué efecto había tenido en ella la carta, qué clase de
cosas tenía en su mente. Me enfermaba la curiosidad y la idea de que siguiese
viendo a ese sujeto, tal vez solo buscaba eliminarme de su vida y ese había
sido el modo.

Fue un día lluvioso cuando, al salir de la escuela un poco más tarde y


tras haber regresado del gimnasio, al cual había comenzado a asistir para tratar
de mitigar un poco esa condición execrable que se apoderaba de mí, la
encontré de frente. Lucía espectacular, tan fresca y vibrante como siempre.
Llevaba sus labios teñidos de un rojo demasiado intenso y sus anteojos a los
cuáles estaba tan acostumbrado. Miré detenidamente esos ojos centelleantes en
los cuáles el fuego había sufrido tantas variaciones, su rostro lozano y
cautivador y sus grandes senos que parecían más grandes que antes. Usaba sus
típicos pantalones anaranjados con puntos azules y una playera negra con
rayas rojas que le dejaba descubierto el ombligo. Tan tierna e ideal lucía su
figura que creí enamorarme de nuevo. Y, sin embargo, sabía que me era
totalmente ajena ya su silueta pestilente, sin detallar que los sentimientos tan
poderosos habían ahora sido reemplazados por una tristeza incisiva que sentía
al cruzar su mirada. Aquella mujer, con toda su dulzura, me había lastimado
como ningún otro ser, había hecho añicos mis pocas esperanzas en la vida.
Aunque la pregunta real era qué sentía en el fondo ella, no pensé, en ningún
momento, ¿qué era lo que sentía yo más allá de lo superficial del suceso?

–Hola. ¿Cómo estás? –cuestioné seriamente.

–Hola. Estoy bien, gracias. ¿Tú qué tal? –respondió desinteresada.

–Bien, ya sabes, lo normal. Me encuentro lidiando con refulgentes


dilemas, como siempre.

Pese a todo, la extrañaba y la necesitaba. Moría de ganas por decirle que


la perdonaba aun si ella no me lo pedía, que seguía amándole como un loco al
cual se le ofrece la cordura y la rechaza porque está a gusto con su condición
demente. Sí, a pesar de todo parecía que el dolor en mi corazón pedía a gritos
un beso de esos labios que ya no eran solo míos. Pensé que era paradójico y
ridículo, aunque eso no cambió mis intenciones. Sentía más que nunca un
deseo que no controlaba por poseerla. Temía que no pudiese expresar mi
excitación en términos carnales, pero a la vez era lo único que quería de ella.
La deseaba más de lo que le amaba, solo así se podía explicar mi situación. El
hecho de saber a la perfección que ella me había engañado, que se había
besado con un hombre mediocre, que había osado traicionar mi confianza y
pulverizar mi alma, me ocasionaba un extraño placer, un deleite que buscaba
expresar. Ya no quería esa ternura ni esa pureza, ahora necesitaba ser un
animal y cogérmela como a una puta barata.

–Bueno –dijo ella mirándome fijamente–. ¿Y acaso hay algo de lo que


debamos platicar?

–Supongo que hay mucho, antes solías escucharme con atención.

–¡Qué contradictorio, porque yo creo que no tenemos nada de qué


platicar!

–Entonces ¿no tienes algo que decir sobre lo que hiciste?

–¿Lo que yo hice? –exclamó en tono pedante–. Yo no hice nada malo,


simplemente me dejé llevar.
–¿Te dejaste llevar? –contesté como un loco–. Pero ¡si besaste a otro
hombre! ¿Cómo puedes decirlo tan quietamente?

–¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Por qué estamos teniendo esta plática?
¿Acaso pretendes que regrese contigo y que todo vuelva a ser como antes?

–No…, bueno yo –tartamudeé y luego me tranquilicé.

–Entonces ¿qué demonios quieres? ¿No te basta con que te ignore? ¿Qué
clase de sujeto eres?

–Es que yo… te amo con todo mi ser –afirmé con una profunda
nostalgia.

–Pero ya no tiene caso, es mejor que te olvides de mí. No quiero que


esto termine como otra de esas novelas románticas que tanto te disgustaban.

–¿Acaso no es posible que me des otra oportunidad? Creo que podemos


intentarlo de nuevo, yo te perdono.

–Jamás me perdonarás, tú no eres así. Solo vete y déjame en paz, ahora


estoy tranquila sin ti, lo nuestro se acabó. Lo que por ti sentía se extinguió
hace tiempo. Quizás es normal, pues todo se termina y no tiene caso que finja
querer estar contigo. Entiende que yo ya no puedo estar como lo estuve antes
para ti, ahora he cambiado y tú también debes vivir como se te antoje.

–Entonces ¿tienes ya una relación? –pregunté con el corazón hecho


trizas.

–¡No, qué tontería! –exclamó enfureciéndose–. No tengo una relación ni


me interesa tenerla. Estoy así bien, sola.

–Pero dime, Isis, ¿por qué besaste a ese sujeto?

–No sé, no lo entiendo. Simplemente sentí el impulso de hacerlo, algo


me atrajo. Tú no lo entiendes, pero él es diferente a ti. Él me escuchó y me
hizo sentir menos vacía.

–¿Acaso él pudo brindarte lo que yo? ¿Qué hay de los poemas y todo lo
demás?
–Todo eso está muerto, ya no sigas aferrándote a esperanzas
inexistentes.

–Entonces ¿ya no podemos regresar? ¿Por qué no lo intentamos?

–Porque no, ya no quiero lastimarte más. He estado muy mal estos días
desde que todo pasó y ahora solo deseo dejar todo atrás. Si quieres saber la
verdad he sentido cosas en mi interior que no puedo controlar. Tengo fantasías
e ideas raras que quisiera que pudieran parar, pero mi cuerpo me pide más.

–¿Cómo más? Explícame, por favor.

–Jamás lo entenderías, eres muy moralista en el fondo. Es solo que yo ya


no puedo ser una mujer de un solo hombre, he cambiado. Ahora veo que lo de
mi padre fue solo el comienzo de esto que vivo y que no controlo. Tan solo
necesito sexo, mucho sexo diariamente, y de formas distintas que hasta
parecerían asquerosas.

–¿Qué clase de cosas estás diciendo? No te entiendo.

–Necesito justamente lo que tú no me puedes dar, ¿no lo ves? –dijo en


tono irónico y atroz–. ¡A ti no se te para el pene y yo quiero que me follen
como una maldita perra!

Seguido de esto se levantó y se fue, yo ni siquiera intenté detenerla.


Sabía muy bien lo que ella pensaba de mí y que, en el fondo, era verdad. No le
era ya funcional y quizá tampoco lo era en la vida, pues poco a poco me había
ido hundiendo en mí mismo. En cierta forma era todo extraño, tan
contradictorio. ¿Por qué diablos no podía penetrar a Isis? ¿Qué demonios
había en ella que la hacía diferente a las demás mujeres? ¿Por qué
masturbándome hallaba un placer ingente que no conseguía con ella? ¿Y por
qué a veces deseaba tanto a otras mujeres y en ella no pensaba al momento del
sexo? Había tantas cosas que no comprendía y en las cuáles sabía que nadie
podía ayudarme. Tanto tiempo deseé dejar de ser virgen y ahora, ahora que se
presentaba una inmejorable oportunidad era un completo inútil.
Desmoralizado y acabado por las palabras de Isis, retorné a mi hogar. No cené
y lo único que hice fue recostarme, hundirme en el dulce regocijo del sueño,
perderme entre esas sombras que anunciaban la muerte y en cuyas facetas
desaparecían todas las siluetas que mi mente materializaba. La imagen de Isis,
sin embargo, permaneció latente con esos labios rojos refulgentes que
indicaban la inminente llegada del fin.

XIV

Me desperté los días siguiente con dolor de cabeza y sin hambre, habían
pasado dos semanas exactamente desde mi encuentro con Isis y nuestra
plática. Los primeros días pensaba que me mataría en algún momento, pero no
tenía el valor. Además, si me iba a matar, debía ser por una razón más
profunda que tan solo una decepción amorosa; empero, se había convertido
ésta en mi obsesión. Y no solo eso, sino que todo se combinaba
demencialmente. Estaba eso que ya no lograba encerrar por más tiempo, esas
imágenes que parecían tan reales, esas pinturas tan artísticas y sugestivas, esos
sueños en la biblioteca del silencio y en el desierto helado, esa criatura que
representaba divinidad y maldad, bien y mal, cielo e infierno, y que a la vez
era más que una simple dualidad, pues parecía ser lo más cercano a dios y
conocer cada uno de los destinos. Lo más llamativo en esta entidad
adimensional era que poseía los ojos más bonitos y cegadores que alguna vez
mirase, y cuando lo hice algo en mí se desfragmento, fue así como todo
empezó.

No tenía caso seguir vivo, pues a cada momento la vida parecía cambiar
de manera que yo no podía mantenerme en pie ante sus masivas sacudidas. Me
molestaba no poder sentirme dueño de mi propia existencia, carecer de las
habilidades para hacer valer mi supuesto libre albedrío. Todo se nublaba y al
final solo la tenía a ella, a la mujer que me hizo añicos y con la que no pude
fornicar. Su recuerdo me hería y me encarnizaba contra mí mismo maldiciendo
mi suerte y los sucesos vividos. Era ese el verdadero tormento, quizá porque
yo era más débil de lo que me imaginaba. Tal vez no la quería; de hecho, sabía
que la odiaba por lo que me había hecho sentir, pero algo en mí la requería. No
era amor, sino solo necedad, necesidad, torpeza, debilidad, dependencia y
cariño. Cualquier palabra era adecuada para traer el sabor de sus besos hasta
mis labios y perderme en su mirada fulgurante donde el fuego se extinguía en
el olvido, donde yacían mis poemas enterrados en su alma marchita.

Extrañamente comencé a tener pesadillas en las cuáles miraba cómo


otros hombres tenían relaciones con Isis, casi siempre negros y vigorosos,
como el sujeto con el que me engañó. Ella estaba endiablada, mantenía un
rostro absolutamente sumergido en el placer y gemía histéricamente mientras
era follada. Cuando despertaba solía encontrar mi pene erecto en demasía y
comencé a perder el control sobre mí. Desde que Isis se fue no había vuelto a
hablar con mujeres sobre temas sexuales, pues en vez de ello me había
trastornado con la pornografía, la miraba cada noche y me brindaba placer a
mí mismo. La sensación de liberación era indescriptible, pues nada me proveía
aquel deleite que hallaba solamente a solas, únicamente conmigo mismo. Perdí
el control y la voluntad, un día afirmaba que no volvería hacer a hacer tal cosa
y dentro de tres días caía de nuevo en el acto, era prácticamente incapaz de
evitar la masturbación. Y, a pesar de todo, seguía sin ser Isis la causante de mi
excitación, aunque todavía creía amarle. Creía que una persona a quien en
verdad se le quiere, a quien se le ama incondicionalmente, posee tantas
virtudes y ocasiona tan tremendo choque de emociones en el interior que no
puede pensarse en el acto sexual con ella.

Tal idea se incrustó en mi cabeza para jamás salir. Me enfrasqué en


lecturas sobre sexualidad y todas me parecían inciertas. Por experiencia propia
sabía que no se podía llegar al orgasmo con quien se amaba, que no se podía
revelar la naturaleza sexual tan bestial que dormitaba en cada uno de nosotros
si se mantenía la copulación con el ser que se adoraba por encima de todo. Era
indispensable que, al menos, se sintiera un ligero desprecio por alguna
facultad de la pareja. Así lo comprobaba en lo que observaba, pues veía con
atención que las chicas eran estúpidas y los hombres las deseaban por esa
estupidez, porque querían someterlas y recalcarles su condición idiota. A su
vez, las mujeres se entregaban a hombres que para nada consideraban
superiores intelectualmente, quizá solo físicamente. Esto las mantenía en un
estado de protección, de reposo y dominación. En todo momento se sabían
dueñas de las riendas de la relación y el sexo les confería más poder del
necesario. En resumen, las mujeres tenían relaciones con hombres mediocres y
éstos las mantenían con mujeres estúpidas. Por otra parte, si se daba que
ambos en la relación eran inteligentes y perceptivos, entonces el sexo no
terminaría bien, pues ambos buscarían imponerse y alguno terminaría siendo
oprimido y sus instintos sexuales se reducirían al mínimo. Por eso las personas
eran infieles, para satisfacer ese impulso autodestructivo y paradójicamente
regenerador que hacía la vida valiosa solo por un momento. Y así es como iba
la cosa, pues era interesante sentirse seguro y amado por la persona que estaba
siempre ahí para nosotros, pero mucho mejor era mantener sexo con amantes,
ya que éstos proporcionaban una emoción necesaria para la vida, así como la
sensación de poder sentir algo más allá de nuestra cotidianidad y de
experimentar y liberar todos los deseos íntimos y execrables que nunca se
podrían explayar con la persona amada.

Desde luego, no eran sino simples suposiciones sobre temas donde no


existía una última palabra; el debate continuaría por siempre. Mi postura
estaba influenciada por vivencias personales y, por ende, comenzaba a
comprender el por qué Isis había querido besar a otro hombre. Se trataba de un
deseo reprimido, más en ella que creció añorando cogerse a su padre. Y ahora
se había manifestado su opresión en una explosión ferviente de deseo sexual,
uno que de ninguna manera podía detener. Cuando éste aparecía era
demasiado peligroso, pues se imponía a toda clase de racionalidad y
conminaba a la víctima a realizar toda clase de actos solo concebibles en la
imaginación. Esa fuerza sexual difícilmente era controlada por medios
externos, debía esperarse que menguara por sí sola y esto no siempre ocurría.

Por otra parte, en el trascurso de los días escolares se habló de una fiesta
en casa de no sé quién. Fui invitado y no me negué, pero tampoco acepté.
Curiosamente, antes de asistir a la fiesta tuve una plática que me cambiaría la
vida, aunque en ese instante fui demasiado humano y torpe, tan adoctrinado
como para no prestar atención a las sabias palabras que me fueron
transmitidas. Pero antes de ello debo decir que me encontré a mis amigos y
lucían peor que nunca.

Primero estaba Gulphil, el pobre malnacido había sido casi consumido


por su novia. Parecía que en verdad solo vivía por y para ella, incluso se
habían ido a vivir juntos. Llevaba una existencia mediocre y satisfacía a su
novia en todos sus caprichos, prácticamente se podía creer que era como su
esclavo. Cuando platicaba con él me incitaba a reconciliarme con Isis y a
pedirle perdón, aunque nunca entendí el porqué. Lucía cada vez más
demacrado, pues trabajaba para poder pagar la renta en donde vivía con su
chica. Además, me contaba que ella le exigía sexo cotidianamente, le pedía
bastante tiempo y en caso de no ver cumplidos sus deseos le amenazaba con
dejarle e irse para siempre. Incluso una vez inventó que estaba embarazada
para cumplir sus propósitos. Todos incitábamos a Gulphil para que le dejara y
se consiguiera una vida más tranquila, pero se negaba. La fidelidad que le
guardaba a su novia era demencial, algo verdaderamente delirante. Tenía
prohibido no contestarle cuando ella marcaba, sin importar qué actividad
interrumpiera. A pesar de que nuestras situaciones eran distintas, en el fondo
ambos sufríamos por lo mismo, por un amor que se complicó y se tornó
complejo y enfermizo hasta límites insospechados. Así prosiguieron las cosas
hasta que un día todo estalló. Gulphil me contó que ella sí tenía derecho de ir a
fiestas sin que nadie le cuestionase algo, cosa que él, obviamente, no podía
hacer. Siempre tenía que dar extensas explicaciones y detalladas cuentas de
dónde y con quién iba y estaba, cuántas horas y en qué momento estaría de
vuelta. Necesitaba informar todo y nada de apagar el celular. Tristemente,
Gulphil había aceptado todo sin protestar.

–¡Ya no sé qué demonios hacer! ¡Estoy perdido y creo que me mataré si


sigo con esta vida tan tumultuosa! –dijo mientras comía una hamburguesa y yo
le escuchaba–. En verdad necesito escapar, requiero de auxilio. Es solo que no
sé cómo dejarla, está muy desamparada y yo soy todo lo que tiene.

–Ya veo –asentí con desgana–. No sé qué decirte, yo no soy bueno


dando consejos de amor, soy el peor.

–Entonces ¿todo entre tú e Isis ya se terminó por completo? ¿Ahora sí en


serio?

–Sí, ahora sí es verdad que ya jamás volveremos a estar juntos –


confirmé–. Tú sabes, ya te conté lo que hizo.

–Es cierto, creo que, después de todo, hiciste bien en terminar. Si yo


estuviera en tu situación…, no sé qué haría. Pero mejor vamos al salón, que la
clase ya está por comenzar.

–Supongo que nunca es fácil estar en la situación de alguien más. Tú y


yo hemos compartido vivencias distintas que al final nos han conducido a lo
mismo.

–Solo que tú eres diferente a mí –respondió para mi asombro–. Tienes


un gran potencial y harás muchas cosas, eres de esas personas que vienen al
mundo muy raramente.

–No digas esa clase de sandeces, por supuesto que no soy especial –
repliqué mostrándome indignado–. ¿Qué hay de especial en mí que no haya en
alguien más?

–Que parece como si nada de este mundo te perteneciera ni te pudiera


deleitar. En ocasiones te he admirado para luego odiarte por ser diferente.
Ojalá algún día pudiera yo ser un personaje de una novela, una escrita por ti.

–¿Por mí? Pero yo solo añoro escribir poesía, jamás he escrito algún
texto de esa clase.

–Pues deberías de intentarlo, tienes ideas raras y una forma de ver las
cosas que en nadie más he hallado. Y, como te decía, tienes algo que te hace
ser extraño, como algo místico y misterioso, como si desearas morirte, pero a
la vez vivieras con tanta pasión. No sé cómo explicártelo, tan solo me pareces
imposible de atrapar en esta cárcel que a todos nos ha doblegado. Yo creo que
puedes llegar a hacer algo grande, como cambiar el mundo, siempre hablabas
de eso, ¿no?

–Cambiar el mundo es imposible. Antes pensaba que podría…

–Antes eras alguien más, no puedes compararte. Justamente ese detalle


complementa mi explicación. Lo que más me gusta y me aterra de ti es esa
gama de personajes que se esconden en tu mente y de los cuáles a veces me
pregunto si soy parte. Me gusta mirar la profundidad y la sublime beatitud de
tu mirada, pues todo un mundo ahíto de sueños, tan escasos hoy en día,
escapaban de tu maravillosa alma.

–¡Qué cosas dices! Me halagas. Sin embargo, últimamente me estoy


asfixiando en mí. No he logrado amalgamar tantos rostros que divagan por mi
cabeza y me aterra pensar que el control se me escape. Tú entiendes y eso es
mucho, me ha agradado tu compañía en todo momento.

–Gracias, siempre te recordaré como una persona que jamás bajó los
brazos. Sé que aún te falta mucho, muchísimo por descubrir. Apenas has
dilucidado un poco de la verdad, creo yo, pero lo lograrás, verás sin tus ojos de
humano y entonces, entonces…. ¡Surgirás como un dios en un mar de muerte
y sufrimiento como lo es la existencia humana!

Ambos nos dirigimos al salón. El resto de la charla se centró en los


sucesos que más habían afectado a Gulphil, todos relacionados con los celos
enfermizos de su enamorada. Le escuché y le aconsejé, pero parecía ido del
mundo. Entendía la sensación porque tal vez era yo quien le había dado vida
inconscientemente, pero no estaba seguro. Parecía querer dar un mensaje,
como despedirse del origen. Tomamos nuestra clase y me pareció que estuvo
demasiado aburrida. Era viernes por la tarde, precisamente el día de la fiesta, y
no fui. Pese a ello, mis compañeros no cedieron y me invitaron para la del otro
viernes. En los días posteriores casi todas las tardes las pasaba con Gulphil,
charlando sobre nuestras decepciones amorosas y los puntos de vista que
teníamos con respecto a las relaciones, el amor, la infidelidad, los celos, etc.
Poco a poco se convirtió en un gran confidente, pues era excelente escuchando
y su forma de ver las cosas, aunque sencilla, me resultaba conveniente. Seguía
teniendo esa pasividad que me asombraba y se reía cuando creía necesario. Yo,
por mi parte, continuaba atormentado por el recuerdo de Isis, lloraba cada
noche y hasta estuve a punto de ir a buscarla y pedirle perdón, tal como lo
sugería Gulphil, pero rechacé la idea. Las pesadillas continuaban con tanta
frecuencia que terminé acostumbrándome a ellas y a la sensación de que vivía
en un mundo fuera de la realidad donde todos lo hacían. La imagen de
Elizabeth volvió a mi cabeza para jamás irse, trayendo consigo la curiosidad
que sentía por mirar aquella pintura prohibida para todos. Me masturbaba
diariamente y había retomado una que otra plática sexual, aunque nada era
igual que antes.

De mis otros dos amigos realmente no supe tanto, no logré acercarme lo


suficiente para conocer mejor sus dolencias, ya bastante tenía con las mías y
con las de Gulphil. Además, ocurrió un incidente que separó para siempre a
Heplomt y a Brohsef, cosa curiosa dado que ellos fueron amigos antes de que
yo los conociese. Este hecho aconteció en uno de esos viernes donde los
estudiantes daban rienda suelta a sus vicios y pasiones, organizando fiestas por
doquier y recurriendo al sexo de una noche. Pues resulta que, entre todo aquel
tropel de vivencias estúpidas, Heplomt aprovechó la situación, valiéndose de
su físico notablemente mejorado, para seducir a Cegel y tirársela en la casa de
una compañera, en una fiesta donde casi todos fueron a excepción de Gulphil,
Brohsef y yo. Así, Heplomt intentó ocultarle la verdad a Brohsef, aunque éste
la descubrió por cuenta propia, pues en un descuido los encontró de frente
besándose cuando salía de una plaza donde iba justamente para comprar unos
boletos e invitar a Cegel al cine, según me contó. Más tarde Heplomt le
confesó todo a Brohsef, incluyendo que se había tirado a Cegel, y no una sola
vez. Gracias a esta patética querella de novela barata la amistad entre ellos
llegó a su fin de por vida. Brohsef dijo que casi golpeaba a Heplomt, cosa
improbable, pero que se contenía por respeto a la amistad que un día tuvieron.

Tras estas banales discusiones todo se rompió y cada uno tomó su


rumbo. Por lo poco que platiqué con Heplomt supe que seguía en el gimnasio,
iba más de tres horas diarias y estaba absolutamente obsesionado con obtener
masa muscular a cualquier precio. Me confesó que había comenzado a tomar
algunos polvos, como solía llamarlos. Y me dijo que su entrenador estaba
intentando convencerlo de que se inyectara algunas cosas que le vendrían de
maravilla. Lo único que le impedía recurrir a tales sustancias era el temor de
que ya no se le parara el pene o de que terminara siendo homosexual. Qué
paradójico, él que tenía esa habilidad temía perderla y yo no podía hacerlo, al
menos no pude con Isis. Además, Heplomt se había desinteresado totalmente
por las clases, cosa que la mayoría hacía ya rumbo al final de la carrera.
Anhelaba tan solo el final del día para largarse al gimnasio y tomarse sus
polvos. Presumía sus músculos a todas las chicas y éstas parecían
corresponderle. Noté que, en general, a todas les atraía un físico musculoso,
aunque la cabeza estuviera de adorno. La de Heplomt lo estaba, creo, pues
asistía a todas las fiestas que podía y con el único objetivo de poder tener
relaciones con alguna despistada. Sus prodigios se habían hecho populares en
la escuela, pues ya todos sabían que iba tras cualquier mujer que le apeteciera,
particularmente las de nuevo ingreso. Su único fin, según me contaba, era
tirarse a tantas mujeres como pudiera, tener un buen empleo, un automóvil del
año, una residencia, ser rico y, sobre todo, poder ser famoso. Lo raro en
Heplomt es que a veces hablaba de matrimonio y de una total fidelidad si éste
se daba, pero yo dudaba que realmente lo dijese en serio, quién sabe.

Con Brohsef tampoco tuve la oportunidad de charlar como hubiese


querido. Se hallaba muy ocupado, según me contó una de las pocas veces que
pudimos regresarnos juntos al tren. Como de costumbre seguía siendo la burla
de todos, dado su aspecto. Sus costumbres indecentes se habían incrementado
demasiado, a tal punto que se masturbaba más de quince veces al día. A veces
incluso lo hacía frente a su madre, cuando ésta se hallaba dormida, y hasta
había pensado en venirse en su cara, pero abandonó tal idea por ser un tanto
atrevida. Coleccionaba los cabellos de las chicas que le gustaban y los usaba
para tocarse, además de que había conseguido hackear unas cuántas cuentas de
redes sociales para agregarse a sí mismo. Yo pensaba que era un depravado
sexual, aunque muy astuto. Sus notas iban bien, aunque desde la llegada de
aquel misterioso joven con ojos tan fríos como el hielo había abandonado la
esperanza de ser el mejor en la clase. Por lo poco que me contó supe que
odiaba a muerte a Heplomt desde aquel incidente. Curiosamente, éste había
sido rechazado por Cegel cuando intentó ser algo más que su amante, y
aunque había quedado dolido, a la semana se le vio besándose con otras.

Pensaba que ellos eran como dos polos opuestos: uno virgen y tranquilo,
el otro todo un maestro del sexo y con una algarabía que impresionaba.
Además, Brohsef estaba demasiado afectado físicamente, en tanto que
Heplomt cada vez lucía con mejor cuerpo. No entendía cómo personas con
características tan diversas pudieron haber sido amigos y cómo ahora debían
separar sus imágenes. Volviendo a lo poco que Brohsef me contó parecía
desesperado sobremanera por perder su virginidad, le repugnaba seguir así.
Yo, ciertamente, no creía todo lo que contaba, pues era cada vez más chismoso
y presumido. Me hablaba de mujeres que lo acosaban o que intentaban besarlo
cuando las saludaba, hasta una vez dijo que una de nuestras compañeras quiso
abusar de él sexualmente. De manera obvia nadie le creía y recibía tan solo
burlas como respuesta a sus atrevidas declaraciones. En última instancia
estaba dispuesto a recurrir a alguna prostituta para abandonar su condición
virginal, o hasta insinuaba querer violar a chicas hermosas.

En fin, tan solo eran problemas cotidianos como los de todo el mundo
los rodeaban a esos seres que compartían la estancia donde me hallaba. Cada
uno guardaba cierta peculiaridad que, en el fondo, no terminaba por entender,
y por ello creía que carecía de sentido. Seguía desconcertado con Isis, con lo
que me había hecho y ante la estupidez que era el seguir amándola como lo
hacía. En ocasiones quería salir corriendo y pedirle perdón, aunque seguía sin
saber la razón. Luego, temía que pudiese verla de nuevo besándose con otro
hombre, entonces renunciaba y me desmoralizaba. Durante mis noches,
preñadas de horripilantes pesadillas, sudaba copiosamente y despertaba como
presagiando un anhelo irrealizable. En la oscuridad de aquella casa que
odiaba, de aquella pocilga donde estaba metido, renacía el rencor contra mis
padres y la vida. Además, no sabía si estaba viviendo o tan solo esperando la
muerte, creía en verdad que ya no había diferencia. Me estaba perdiendo de
manera absurda, y cada día el único refugio donde podía parapetarme quedaba
un poco más descubierto.

XV

En las nuevas vacaciones me aburrí como un imbécil, extrañaba a Isis con


tanto ahínco. Podría decir que fueron las más depresivas y tortuosas semanas
para mí. Entré en un debate por decidir qué postura tomar y creo que me partí.
Una parte de mí quería dar rienda suelta a toda clase de perversiones, entablar
sexo por cualquier medio, abandonar esta condición virginal que negaba
siempre en las pláticas por vergüenza. Sin embargo, la otra me decía que debía
ser frugal al respecto e intentar un cambio, imponer nuevos pensamientos y
purificarme. Puedo decir que perdí el control sobre lo que quedaba de mí.
Unos días me masturbaba con furor y sostenía copiosas charlas sexuales, pero
al otro me arrepentía y me recriminaba, me tachaba de ser el hombre más
aborrecible del mundo. Por otra parte, intenté trabajar para irme, pero no
funcionó. Una depresión maldita se apoderó de mí ocasionando que
abandonase todo deseo de hacer algo, incluso dejé el ejercicio y la poesía, los
libros de estudio ni siquiera los toqué. Había veces en las que ni siquiera tenía
fuerzas para levantarme de la cama y quería quedarme ahí todo el tiempo. Era
tonto sentir que todo estaba en mi contra, pues entendía que un humano tan
miserable no podía tener una importancia significativa como para que el azar,
el destino o dio, se interesara por su existencia.

La depresión y la amargura me carcomieron sórdidamente en las


vacaciones hasta que llegó nuevamente la época escolar y yo seguía
sintiéndome fatal. Recordaba que apenas el semestre anterior tenía una razón
para seguir vivo: Isis. Tal vez era más que eso, no lo sabía, pues me sentía
suspendido en un mar de podredumbre. Los primeros eventos que ocurrieron
fueron las fiestas, como siempre. Sin embargo, ahora ya no me negaba a ir,
pasé a ocupar el puesto número uno entre esa clase de personas. Con Isis lejos
de mi vida, sumergido en quién sabe cuántas formas de mi pensamiento, con
las materializaciones hechas trizas, con una habilidad impecable para echar a
perder lo más puro y, sobre todo, sin un hogar real y soportando el ruido en
todo momento decidí tomar el camino que me parecía más atractivo. De tal
suerte que acepté ir a fiestas, pues ya no me parecía algo malo, estaba
cambiando. Mis notas cayeron más que nunca y poco me interesó. Conocí
nuevos compañeros, los cuáles me parecieron más reales que los otros, pues
ellos vivían para divertirse. Diariamente me emborrachaba y fumaba todo
cuánto podía. Y no solo eso, sino que iba a antros y bares con frecuencia.

Comencé una etapa donde la vida nocturna y el relajo fueron los


principales elementos de mi nuevo destino. Olvidé la sensación de sentirse
apreciado por alguien, y logré encadenar de mejor forma esa entidad que creía
no podría contener más. Pude escapar de aquella pocilga y gozar la vida, eso
era todo lo que importaba. Cambié la percepción que tenía de este tipo de
vivencias y las aprecié con todo mi ser. Constantemente se me veía saliendo de
bares, borracho, entre risas, eructos y mujercitas vomitándose. Obtenía un
goce distinto al que reamente quería, pero ya nada importaba. Y, pese a todo,
seguía siendo virgen, seguía en esta fidelidad instintiva hacia Isis. Me bastaba
con masturbarme cada noche mirando pornografía o charlando sexualmente
con alguna amiga.

Mis padres notaron este decaimiento y cómo me entregaba por completo


a mi nueva vida, una que tantas veces rechacé y critiqué. Intentaron ayudarme,
pero fueron rechazados por ese muro que había construido entre sus consejos y
mi determinación para seguir el camino del alcoholismo y la perdición. A
pesar de todo, mi padre, cada fin de semana, siempre me proporcionaba el
dinero suficiente para la semana. Dejé de comer para poder usar este dinero en
la bebida, me desvelaba y me dormía en clase. Todo se había venido abajo en
mí, me había convertido en uno más de esos seres que antes mirara con
desprecio. ¡Y qué refugio nuevo hallé! Pues entre todas esas pláticas conocí
personas con bastantes problemas, pero que los ahogaban en la bebida, las
drogas y el tabaco. Me sentía cobijado por tal ambiente, pues todo se tornaba
como en un cuento de hadas. Esa sensación de embriaguez me hacía creer que
todo era mágico y me hacía olvidar, por unos instantes, lo miserable que era
existir. Sabía, en el fondo, que quizá yo estaba mal, pero ¿qué era entonces lo
correcto?

Realmente nada importaba desde que existir era tan absurdo. ¿De qué
serviría entonces luchar por algo y seguir los convencionalismos sociales
sobre lo que estaba bien? No, yo ya no estaba para eso, lo único que quería era
destruirme tan pronto como fuera posible. También, en mi alocada cabeza,
comenzó a germinar una idea que, pese a haberla reflexionado previamente,
hasta ahora no había adquirido la suficiente relevancia, pero ahora, tras verme
imbuido plenamente en esta depravación, sí que se tornaba relevante, y era,
nada más y nada menos, que la del suicidio. En el fondo sentía cómo algo en
mí rechazaba, desaprobaba y hasta quería escapar de aquel suplicio. Ese no era
mi mundo y lo sabía, lo intuía de antemano, pero mi endeble voluntad era
incapaz de imponerse. Estaba asqueado de todo: del mundo, de la humanidad,
de la existencia y, sobre todo, de mí.

Pasó entonces un suceso singular desde que había comenzado mi nueva


vida más liberal y común. Una de aquellas noches, un viernes, con el semestre
ya bastante avanzado, se organizó una fiesta donde acudirían casi todos los
estudiantes del último año y podrían invitar a quien quisieran. Obviamente
asistí y algo fue distinto, todo parecía oscuro mientras yo bebía
incansablemente. A mitad de la fiesta vomité y pasé dos horas inclinado en el
lavabo, sentía cómo se me partían las ideas. Mi cuerpo rechazaba a mi mente,
o viceversa. Fue horrible y creo que jamás olvidaré esa sensación, totalmente
opuesta con el deleite que pensaba tener en mis borracheras, donde terminaba
tan idiota que no lograba articular una sola palabra. Esta nueva sensación, en
contraste, era insaciable y sentía que me desgarraba las entrañas. Creo que
tuve miedo de morir por primera vez en mi maltrecha vida. Era como si algo
intentara jalar el aliento de vida que permanecía aún unido a mi cuerpo, como
si algo succionase mi posible alma del pedazo de carne que ahora se hallaba
congestionado de alcohol. Sufrí una eternidad tratando de calmarme y de
lograr que ese algo no se llevara lo que sabía me mantenía aún vivo, y al final
lo conseguí.

Pasado esto regresé al lugar donde se hallaban todos, eran ya las tres de
la mañana. Me acerqué a una muchacha de nombre Miriam, quien estaba
entrada en tragos quizás tanto como yo. Mi crisis había bajado y me sentía
considerablemente mejor, tanto que me animé a fumar un cigarrillo. Esta
mujer, Miriam, era conocida por todos como la más fácil de toda la escuela,
pues se decía que se había acostado con todos, que no existía un solo hombre
que no se la hubiese tirado. Yo la recordaba a la perfección puesto que
pertenecía al club de los que siempre asistían a las fiestas y cooperaba de
forma copiosa para las compras, bebía sin control, fumaba como loca y desde
luego que los rumores eran totalmente ciertos. Recordaba haberla visto
embarrándose en tantos sujetos, besándose a diestra y siniestra con quien
pudiese, sentándose en las piernas de cualquier idiota, incluso tocando partes
prohibidas con una facilidad sorprendente. Pese a todo, nunca habíamos
conversado bien hasta ahora. Todo se dio de forma perfecta, pues los demás se
alejaron y nos quedamos solos. Supe desde el primero momento que estaba
muy ebria y que ya se había besado y fajado con demasiados hombres, estaba
caliente y yo también.

–Hola, ¿qué tal te la estás pasando? –inquirí cortésmente.

–Hola, qué tal –replicó mientras bebía del vaso y eructaba a


continuación–. Disculpa, no pude evitarlo. Yo estoy bien, todo va de
maravilla, como siempre.
–¡Qué bueno! Me parece que en verdad te estás divirtiendo, ¿no es así?

–Evidentemente, para eso estamos aquí. Tú ¿qué tal?

–Yo voy bien. Ya sabes, todo tranquilo…

–¿No eres acaso el que se pasó dos horas vomitando y que ya tenía
preocupados a todos?

–Sí… yo era ese –asentí sonrojándome.

–No te preocupes, a veces pasa que uno no puede controlarse. Pero


mejor hablemos de nosotros –dijo mientras se servía más ron–. Te he visto
incontables veces en las fiestas, pero jamás habíamos hablado hasta ahora, o
¿sí?

–Creo que no. A decir verdad, no recuerdo muy bien.

–No importa, ahora lo estamos haciendo y eso es bueno. Pareces alguien


amable, me das confianza.

–Supongo que sí. ¿Tú por qué vienes a estas fiestas? –pregunté tomando
una postura reflexiva.

–Para sacar cosas que ya no necesito. Es una forma de expresar mi pesar,


pero sé que es una estupidez.

–Bueno, podrías contarme más de ello.

–Pero antes dime, ¿por qué ahora eres lo que eres?

–¿Cómo? No te entiendo –dije mientras bebía de su copa.

–Pues así, como nosotros, como yo. Te conozco lo suficiente, hemos


estado en varias materias juntos y sé que eres mucho más que esto. No sé si
me explico, pero antes eras tan callado, serio y centrado en tus estudios, y
ahora…

–Y ahora ¿qué soy? –interrumpí sonriendo.

–Bueno, eso creo que ni tú lo sabes –replicó devolviendo la sonrisa–. No


es fácil saber lo que uno es, especialmente cuando hay tantas envolturas
alrededor de nuestra auténtica esencia.

–Vaya que eres profunda –le dije pensativo–. Antes yo solía ser como tú,
creo que a veces todavía lo soy.

–Nadie cambia para la eternidad, simplemente van surgiendo nuevas


formas en que se manifiesta la influencia exterior sobre tu interior.

–Entonces ¿somos así de vulnerables ante el mundo? ¿Qué crees tú que


eres?

–Posiblemente sí, así somos de frágiles –contestó haciendo una pausa–.


Tú ya sabes lo que creo y lo que soy, no deberías preguntarlo.

–Bueno, no creo que lo sepa. Será mejor si tú me lo dices.

–¡Sí lo sabes! ¡Me has visto! –replicó con los ojos a punto de estallar en
lágrimas–. ¡Mírame ahora y dime qué es lo que te parece que soy!

La miré como me indicó y guardé silencio. Ciertamente, no era una


mujer atractiva, aunque sí muy sensual. Su rostro era como de una gata, sus
cejas atractivas, su cara maquillada, sus labios carnosos, y sus cabellos cortitos
y pelirrojos, un tanto similares a los de Elizabeth, al menos en el tono. Su
cuerpo excitaba mucho, pues siempre vestía descaradamente, con escotes de
infarto que dejaban entrever unos senos medianamente grandes y caídos, una
cintura ancha, un trasero que evidenciaba por cuántos hombres había pasado y
unas piernas interesantes. No tenía el mejor físico, pero seguía pareciéndome
muy sensual, más que Isis. Así era Miriam, y vaya que deseaba metérselo,
pero no sabía si se me pararía al momento de la verdad y eso me aterraba.

–No tienes por qué reservártelo. Sabes bien que solo soy una puta, una
ramera a la que todos conocen porque se mete con cualquiera.

–Bueno… yo no pienso eso de ti.

–No importa, cariño, es una tendencia. Pero ¿sabes una cosa? –repuso
sobresaltada–. Lo que nadie sabe es que detrás de esta fachada de puta se
esconde una mujer que desea amor, y uno muy sincero. Sé que estoy loca, que
soy una basura de persona, que me ahogo en alcohol y termino en la cama de
quien sea, pero no siempre será así. ¿Sabes otra cosa? Pues resulta que tengo
novio, tenía, mejor dicho, pero el muy hijo de perra se fue, me dejó después de
cinco años. Ambos torcimos todo, nos intoxicamos y seguíamos juntos,
aunque cada quién tenía todo tipo de aventuras. Y debo decirte que lo extraño
y lo amo, pero lo mejor es que se haya ido. Ahora me queda seguir con esta
vida y luchar. Tengo dinero porque mi madre trabaja y le va muy bien, nada
material me falta, pero estoy vacía y tan sola. ¿Y sabes algo más? Pues quiero
casarme, quiero ser amada y amar por igual. Quiero saber que, para una
persona en el mundo, valgo más que solo esto, que puedo ser apreciada y no
tratada solamente como un objeto para satisfacer deseos sexuales. Quiero que
alguien vea algo en mí mucho más allá de lo que el mundo me ha conminado a
ser y de lo que yo misma he aceptado. ¡Tan solo deseo eso: un hombre que me
haga sentir más viva que muerta!

Entonces no pude contenerme más y lo hice. Después de su confesión,


de saber su dolor y de entender la belleza que mantenía escondida, no pude
resistirme. No la quería, no la adoraba y mucho menos la amaba. Ya tampoco
la deseaba, ya no quería tirármela, antes quizá sí, pero después de lo que me
había contado removió en mí sensaciones que había mermado a lo largo de
estos meses donde mi vida había sido una vergüenza. Y, sin que ella se lo
esperase, sin que nadie nos molestase o intuyese que lo haría, lo hice. Me
atrajo sin motivo alguno y así entendía en parte lo que Isis experimentó
aquella ocasión cuando me engañó. Sentir ese fuego, esa llama que
rápidamente se extinguirá, ese cosquilleo, ese sustituto de un amor llevado al
límite. Quería conocer qué se sentía probar esa boca que a tantos había besado,
que tan fácilmente se entregaba y que, sin reproche, admitía los penes de esos
hombres necesitados y confundidos. Para cuando caí en cuenta ella me alejaba
antes de que pudiera meter la lengua hasta su garganta, pero lo que sí había
logrado era hacerlo. A aquella puta y borracha sin remedio, a la que añoraba
un amor sincero, yo le había besado. Sentí entonces que me había devuelto un
poco, pero muy poco realmente, de la infinita lluvia que me empapó cuando
esa misma acción la realizaba con la mujer que había hecho trizas mi corazón.

Me bastó con un beso, creo que ella también lo quería, tal vez no. Estaba
hecho, por primera vez había traicionado a Isis, aunque ya no estuviese
conmigo. Comenzaba a superarla, eso pensaba, aunque me equivocaba. Lo que
sí puedo afirmar es que ese beso ocasionó algo en mí de lo cual, como casi
todo lo que me ocurría, no pude recuperarme. Y no se trató de algo bueno o
malo, simplemente revelador. Era como si con aquel ósculo Miriam me
hubiese devuelto la razón de quién era. No la deseaba ya, solo saboreaba su
beso, esa saliva exquisitamente embriagadora. Ella se sonrojó y me apartó, tal
vez era demasiado alta para mí. Pensé que, de cualquier modo, me gustaría
que pudiese hallar lo que pretendía, pues era alguien interesante, alguien que
sufría los dolores del mundo tanto como yo. La miré con ternura y acaricié su
mejilla maquillada, sintiendo cómo una lágrima mojaba mi mano. La abracé
entonces fuertemente y eso bastó para saber que ella también era, como todo,
parte de las imágenes en las que se expresaba mi delirante alma. Fui incapaz
de hacerle una propuesta sexual y me alejé, todo estaba cambiando
nuevamente, el rompecabezas se reconfiguraba.

El resto de la fiesta fue una joda, pues todos estaban ya muy borrachos.
Heplomt se cogió a Cegel, quien pegaba unos gritos espectaculares que nadie
se atrevió a callar. Asimismo, Miriam hizo un trío con dos tipos que nadie
sabía de dónde venían o quién los había invitado, solo que tenían mucho
dinero. Y así, mientras unos follaban, otros dormitaban o bebían sus últimos
tragos. Yo pensaba en la estupidez que era mi vida, en lo absurdo de mi
condición, en que necesitaba matarme para poder renacer y ver la sublimidad
que ahora yacía muy lejos de mí. Era aún muy humano para poder vislumbrar
la falsedad de la existencia y la temporalidad de cualquier placer.

Algunos días después de la ominosa reunión en la cual había besado a


Miriam para sentirme menos muerto, mi dolor se acrecentó sobremanera. El
semestre agonizaba y estaba a punto de reprobar por primera vez, así que me
apliqué y conseguí zafarme un poco de aquella vida desastrosa. Hasta ahora
solo me había emborrachado, había ido a fiestas, había besado a Miriam para
cuestionar mi interior, había sido un adicto a los juegos de cartas y a la
diversión cualquiera; en fin, había abandonado mi esencia. Pero no todo estaba
perdido, pues a raíz de aquel beso decidí que debía fijar rumbo.

¿No era para mí la vida una gran estafa? ¿No vivía como un suicida en
bares, borracheras, vicios, desveladas y demás elementos del eterno ciclo?
Sentía asco, uno tan profundo que me laceraba, que me destazaba el alma. Un
lamento, un quejido sin precedentes provenía de mi interior, como reclamando
su potestad sobre el humano tan putrefacto en que me había convertido. Y
todo ¿por qué? ¿Acaso por Isis? O ¿era mi destino atravesar esta agonía? No
lo entendía, ni siquiera comprendía cómo había llegado a tal estado y cuántas
imágenes yacían materializadas, además de las personalidades en que me
había fragmentado, cada una más fuerte y enigmática, que sometían fácilmente
a mi auténtico yo, al origen de todo el poder interno. Había sucumbido, sin
percatarme, ante mí mismo. Me había abandonado y era incapaz de salir por
mi propia cuenta. Estaba ahogado en una marea que yo mismo había
ocasionado. Quería matarme, quería salir de mí, escapar lejos de mi propio yo.
Me producía náuseas sentirme tal cual era y pensar que alguien como yo debía
existir. ¿Acaso no existía todo el mundo así? ¿Acaso nunca sentían asco de lo
que eran? ¿Cómo es que las personas no sentían ese deseo tan ferviente de
matarse al concebir la estupidez en que se hallaban tan bien acomodados?

Algunas semanas después de lo acontecido seguía pensando todavía en


la extraña manera en que me perdí. Mi mente se tornaba obsesiva y desataba
patrones nefandos de comportamiento. Había entablado una encarnizada lucha
con mi cuerpo, pues lo sentía desunido de mi cerebro, como si ambos se
hubiesen emberrinchado y cada uno quisiese hacer algo distinto, lo que
lógicamente implicaba una escisión en mis actos. Aquella personalidad que
mantenía dormida ya no luchaba por despertar, sino por imponerse, adquiría
más fuerza, intentaba opacar las imágenes que proyectaba en un desesperado
grito de auxilio. Además del enorme y punzante contraste interno, había caído
en una adicción terrible, la de la masturbación. Pasaba muchas horas mirando
mujeres a través de las webcams o en foros de índole sexual donde contactaba
a cuantas despistadas podía. Había comenzado nuevamente a entablar pláticas
indecentes y esto me excitaba sobremanera, me desquiciaba jalándome el pene
hasta casi querer arrancármelo. Tan seguido lo hacía que terminó por
convertirse en una costumbre, en la adicción a la cual jamás presté atención y,
cuando caí en cuenta de ello, ya era demasiado tarde. Me percaté de que, al
igual que el alcoholismo, la masturbación me era ya indispensable. Cuando
intentaba contenerme experimentaba accesos de ira, desesperación, estupidez,
ansiedad y muy mal humor, no lograba concentrarme y ni siquiera podía
dormir bien.

No entendía por qué las personas requerían mantener relaciones sexuales


con alguien más, si en la masturbación se podía hallar un deleite mucho
mayor. En mi caso, tal era mi situación, enloquecía y hasta miraba pornografía
de lo más asquerosamente imaginable. Era un vil preso de mis impulsos, los
cuáles creía dominar a la perfección. Colegía que, en cuanto quisiera, podía
abandonar a voluntad la masturbación; de hecho, era curioso cómo se daba el
momento en que siempre recurría a ella. Llegué a pensar que lo hacía por
necesidad y no por gusto, pues mi cuerpo lo pedía, aunque mi mente se
negase. El punto es que cuando terminaba el execrable acto me repudiaba y
me enfermaba ser yo, sentía deseos de matarme y de arrancarme el pene.
Entonces hacía promesas a diestra y siniestra, en nombre de Isis, de no
masturbarme nuevamente. Luego resistía a lo más dos o tres días sin tocarme,
pues la abstinencia me sumergía en un estado poco común. Sentía que era
alguien más antes y después de masturbarme. Y en esos pocos días que resistía
sin masturbarme me parecía nauseabundo que tal acción ocasionase tan
enfermizo y exquisito placer en mí, que tal actividad terrenal me satisficiera a
tal punto. Desdeñaba a los hombres que lo hacían y condenaba las relaciones
íntimas como un ente que marcaba la perdición de la humanidad.

Asimismo, me vanagloriaba de tales accesos de grandeza, me sentía tan


distinto, tan superior al mundo, tan merecedor de una gloria suprema. Además,
con todas mis fuerzas anhelaba el regreso de Isis, pensaba que después de
estos meses tendría que ir a buscarla o que ella lo haría. No había contestado
mis cartas, es cierto, pero debía extrañarme tanto como yo a ella. Súbitamente
llegaba el día en que flaqueaba y requería masturbarme, experimentar ese
placer realizado solo por los hombres miserables. Me convencía de que nada
de malo había en tal actividad, pues en todo caso mi masturbación era superior
a la del resto. Lo hacía y me privaba largas horas para lograr un deleite cada
vez mayor. Me mantuve preso de la maquinaria tantas veces, había dado con
mi punto débil y era incapaz de fortalecerme.

Era ya el último semestre e iba más aburrido de lo normal: materias


inútiles, profesores que nada tenían que enseñar y un ambiente plagado de
estupidez. Si bien es cierto que la idea de terminar mis estudios me
emocionaba, pues finalmente podría ganar dinero en el mundo, desdeñaba la
vida tal como era en la civilización. Por así decirlo, sentía estar a punto de dar
un paso hacia algo desconocido y me asustaba, pero también lo requería.
Estaba en incertidumbre, no sabía qué hacer o cómo dirigirme. Pensaba que
podía continuar con una vida de excesos y deleites nocturnos, o acaso debía
reivindicarme y ser un nuevo humano. Ahora sabía que mientras unos cuantos
gozaban, muchos más sufrían. Que el mundo era horrible, aunque la gran
mayoría no tuviera los ojos para verlo desde su verdadera perspectiva.

Recuerdo que, por esos días, mi padre dijo que ya casi estaba listo el
papeleo para el supuesto nuevo hogar. No era ni por mucho una casa
ostentosa, sino una muy pequeña, algo descuidada, pero con todos los
servicios. La desventaja es que se hallaba ubicada muy lejos de la ciudad y el
pasaje era demasiado caro. Por desgracia, no quedaba otra opción. Medité
sobre comenzar una vida por mi cuenta. Podría rentar una habitación e
independizarme, pero sentía que mis fuerzas se tambaleaban y que mi
voluntad se doblegaba. Por una razón u otra estaba débil y decaído, como una
hoja seca que es fácilmente despedazada. Por lo tanto, resolví que irme con
mis padres sería lo más prudente en cuanto terminase la universidad.
Ciertamente, ya me había acostumbrado al excesivo y odioso ruido que en
casa de mi tía siempre resonaba como los cañones del infierno.

Por otra parte, flotaba en la superficie de mis pensamientos un vago,


pero imborrable recuerdo, el de Elizabeth. Ahora que lo rememoraba, sus
obras habían sido espeluznantes y muy sugestivas; sin embargo, nada había
vuelto a saber de ella, ninguna exposición sobre sus lienzos se había
escuchado ni información sobre su paradero había en alguna parte. En internet
parecía que jamás hubiese existido. Llegué, por unos instantes, a creer que, al
igual que las demás imágenes, podía dudar de su veracidad y atribuirla solo a
mi destino. Pero no podía ser así, Elizabeth era real, estaba seguro de que la
había visto. Si bien no directamente, sus ojos tenían que existir, no podían ser
una simple argucia. Además, comenzaba a dudar de mí mismo, de mi cordura
y de lo que entendía por la realidad. Incluso cuestionaba a los demás y su
existencia, ¿qué tal si todos eran simples hologramas? ¿Y si en nuestras
mentes era el único lugar donde se experimentaba todo como real cuando nada
existía en lo que podíamos tocar? ¿Todo era una increíble conjunción de
eventos y de códigos con cierta configuración para poder sentirnos reales y
engañarnos? ¿No eran todos los placeres que experimentábamos aquí una
ilusión? Terminé detestando esta supuesta falacia llamada vida y a su más fiel
engaño, eso que todos experimentábamos y en nuestra propia mente creíamos
que era verdad: la realidad. Tergiversaba todo, estaba revuelto y sacudido por
tantas emociones y por una desilusión absoluta ante la existencia. Entonces
tenía que vivir para olvidar que todos estábamos muertos por dentro, que
estábamos demasiado vacíos para considerarnos reales en un mundo tan ruin
como este.

Con qué ahínco deseaba observar esa pintura prohibida que había
desaparecido junto con su autora, la mujer por la cual ardía en deseos de
consumirme, pero que no podía amar como a Isis, quien había destrozado mi
corazón con su infiel comportamiento y a la cual aún amaba y esperaba como
un idiota. Por otra parte, mis delirios me habían llevado al mundo de la
prostitución. Si bien es cierto que no había estado con una de esas mujeres, me
excitaba demasiado tan solo pasearme por las calles oscuras y malolientes de
los sitios donde sabía que aquella putas se paraban para esperar clientela.
Mirar sus vestimentas apretadas, sus escotes y su maquillaje era fenomenal.
Sin embargo, el recuerdo del fracaso con Isis y el temor a que nuevamente no
fuese funcional a la hora de la verdad me impedían llevar a cabo la acción
final. Regresaba a casa y me masturbaba recordando a las prostitutas,
chorreando mis prendas de forma grotesca. ¿Quién era yo? ¿Cómo definirme?
¿Cómo es que había llegado a este punto en donde mis impulsos se abatían
cual fieras salvajes sobre mi maltrecha carne y envenenaban mi interior? Me
parecía que comenzaba a añorar el no seguir entre los vivos. Sí, eso era: estaba
demasiado aburrido para continuar existiendo tan absurdamente.

XVI

Entonces pasó que, un viernes por la tarde, día predilecto de fiestas y


borracheras, decidí quedarme para visitar al profesor G. Llamé en repetidas
ocasiones a su cubículo, pero no hubo respuesta. Esperé una media hora, y
cuando otro de los profesores me indicó que el profesor G se había retirado
temprano por una junta que tenía pendiente en la subdirección, me sentí triste
y desolado. Resignado a no poder entablar plática, bajé y me tiré en el pasto,
entregándome a reflexiones fútiles. Pasé así unos momentos hasta que se
acercó a mí el que todo lo podía. Se trataba del jovencito misterioso, distinto y
refinado, el que se había llevado todos los honores, el nuevo estudiante. Por
primera vez pude observarlo, no sé cómo ni por qué, de una forma radiante y
magnánima. Lo había visto por última vez hacía una semana y luego había
desaparecido, cosa que no me importó. Ahora lucía todavía más brillante, con
esos ojos azules en forma de flor de loto que expresaban todos los elementos
en uno, aunque me parecían tan fríos en su interior como el hielo. Tenía
facciones tan bien marcadas que parecía enviado de los mismos dioses, sus
cabellos eran negros y ligeramente rizados, perfectamente acomodados. Su
nariz puntiaguda, sus pómulos bien resaltados, su frente imponente, su barbilla
partida. Era lampiño y delgado, pero desplegaba una fuerza descomunal de no
sé dónde. Entonces, aquel humano que parecía más una deidad, al menos esa
sensación ocasionaba en mí, interrumpió mis reflexiones y se dirigió a mí con
su voz tan dulce como la miel:

–Hola. Te vi recostado en el pasto y pensé que estarías igual de aburrido


que yo. ¿No interrumpo algo?

–Hola. Para nada interrumpes, tal como dices estaba pasando un


momento de tedio infame –contesté como trastornado por la presencia que se
escondía en aquel estudiante, sentía una energía divina explayándose.

–Bien, qué bueno que no te niegues a mi compañía. Dime, ¿te sientes


con deseos de conversar sobre algo en particular?

–Ciertamente no. Tengo muchas cosas en la cabeza, pero creo que no lo


entenderías.

–¿Así lo crees? ¿No podrías estar equivocado?

–Bueno, tal vez lo esté. Dime ¿quién eres tú? ¿Por qué eres tan
misterioso? Y ¿por qué en tu mirada parece reposar el infinito?

–Para conocerme tendrás mucho tiempo. Lo poco que puedo decirte


ahora es que ya estás muy cerca de regresar al origen.

–Tus palabras son enigmáticas, tanto como tu personalidad –respondí


dubitativo–. No entiendo de qué querrías hablar conmigo, soy un ser
miserable.

–¿Acaso eso importa? ¿No te das cuenta de que llevas en la marca de la


dualidad, el poder de desgarrar el mundo? Lo malo es que te aferras
demasiado a tu humanidad.

–Eso no importa, ahora ya nada queda de lo que fui. Alguna vez pensé
mucho y terminé de este modo.

–Tu camino se ha consagrado hacia la insensatez, pero tu mente


consolida imágenes para guiarte. ¡Tú sabes la verdad del mundo!

–¿La verdad? ¿Qué verdad es esa? –inquirí con viva curiosidad.

–Sabes muchas cosas, pero al mismo tiempo las has olvidado. La verdad
del mundo es que no existe verdad absoluta. No hay ninguna razón para ser,
nada está justificado. La existencia es solo una ilusión, y la vida humana un
engaño.

–Es una posibilidad… Sin embargo, el mundo debe tener algún sentido,
¿no crees? Además, en todo caso eso no importa, pues aquí en la sociedad
tenemos que trabajar, estudiar y… vivir. Por otra parte, tenemos cosas para
entretenernos: alcohol, drogas y sexo.

–Y todo eso es el símbolo del humano, tan odioso y banal, solo un mero
animal cuya vida está consagrada a la absurdidad de sus formas y
pensamientos.

–Eso ya lo sé, pero ¿no hay acaso algo que te atraiga de este mundo? –
pregunté al tiempo que mis ojos me engañaban, pues creía ver su piel de un
azul como el cielo.

–Sería imposible para mí hablarte si lo que dices fuese verdad. Tú


desconoces el origen, pero experimentas la vida y te mantienes dormitando en
sus engaños, que han cautivado el espíritu que todavía posees. Nada en este
mundo material y sin sentido podría interesarme.

–Entonces ¿por qué existimos si nada de lo que hacemos tiene sentido?

–Los humanos mismos se han encargado de hacer su existencia tan


absurda.

–¿Nosotros somos culpables de todo? Pero ¿cómo podría ser eso?

–Tú ya lo sabes. Los humanos han alimentado algo llamado la


pseudorealidad.

–¿La pseudorealidad? ¿Qué demonios significa eso?

–Es natural que no hayas escuchado de ello. Es un sinónimo de lo que se


conoce como matrix o sistema. Es lo que se encarga de matizar las ilusiones
que percibes como la realidad, el mundo material que te rodea y todo lo que
crees que existe.

–¿Lo que creo que existe? ¿Estás diciendo que aquello que perciben mis
ojos es solo una ilusión?

–Así es, se trata de la pseudorealidad. El concepto está implícito en todo,


es un agente tácito de lo que conoces como vida. Desde tu nacimiento se te
implanta la pseudorealidad, es necesario que así sea, o de otro modo tu
estancia en el mundo sería un infierno. Pseudorealidad son todas las
sensaciones placenteras que experimentas en la vida mundana, son los
sentimientos que te mantienen atado a las personas, es la dualidad: amor y
odio, felicidad y tristeza, placer y dolor, pasión y apatía, engaño y verdad.
Pseudorealidad es la responsable de que puedas sentir un deleite al saborear la
comida, de que percibas un aroma, de que escuches un sonido, de que
observes con esos ojos de humano tan terrenales. Pseudorealidad es que las
personas tengan cultos y religiones, que adoren y se arrodillen ante seres que
nunca existieron. Pseudorealidad es que las personas anhelen cosas materiales,
que peleen constantemente por el poder, que anhelen dinero más que a
cualquier cosa, que haya guerras sin fin, que se inventen armas de destrucción.
Pseudorealidad es que las personas nazcan, crezcan, trabajen hasta sus
muertes, se reproduzcan sin control, se entretengan con bagatelas y que crean
que sus vidas tienen un gran sentido. Pseudorealidad es pasarse las tardes
jugando o realizando labores en una oficina, es necesitar alimentos para
sobrevivir y sueño para recuperarse, es estudiar ciencias y practicar deportes.
Pseudorealidad es querer casarse, formar una familia y perpetuar una raza tan
miserable como la humana. Pseudorealidad es necesitar medicina para curarse,
necesitar respirar para vivir. Es todo lo que te rodea, en lo que has creído y con
lo que has crecido. E lo que siempre ha estado ahí, como una sombra en tu
interior, sin que lo percibas, pero que forma parte de ti, tanto como tu mente,
tan adherida a ti que su compañía te ha resultado imposible de atisbar.

–Entonces ¿toda la vida es pseudorealidad? ¿Absolutamente todo está


definido en ella?

–Parece difícil de creer, ¿no? La pseudorealidad es tan necesaria para ti


como el oxígeno. Te obliga a consumir, a seguir los patrones del mundo. Te
impide cuestionarte y profundizar en ti.

–¿También la pseudorealidad hace que la existencia sea absurda?

–Evidentemente. La pseudorealidad interviene en tus deseos sexuales, en


la atracción hacia las personas, te incita a procrear y a ser como los demás.
Una vez que la pseudorealidad ha invadido cada parte de ti no necesitarás tu
alma, pues ya todo estará dictado por una entidad que todo lo controla, lo ve y
lo ilumina. ¿Qué importa si existe el destino o el libre albedrío? Es indiferente
una vez que logras vencerte a ti mismo.

–Pero ¿qué hacer para escapar de la pseudorealidad?

–Esa es la clave, ahí radica el desprendimiento. El primer paso es olvidar


todo lo que se te ha enseñado desde que naciste, liberarte de toda creencia y
concepción. Debes alejarte de las personas y olvidarte de los sentimientos. Es
prácticamente imposible que un humano pueda librarse de la pseudorealidad,
puesto que ni siquiera se entera en toda su vida que siempre estuvo bajo su
influencia.

–Pero hay algo que todavía no comprendo: ¿quién creo la


pseudorealidad?

–Podría ser cierto que la pseudorealidad siempre ha estado con el


humano, desde su origen, el cual resulta ahora desconocido igualmente.
Quizás incluso es quien le confirió la habilidad de subsistir en esta ilusión al
humano, y quien le priva de ella también. Por desgracia, y esto es lo grave, la
pseudorealidad se ha alimentado perfectamente de la forma en que
actualmente las personas viven, interesadas solo por lo material, dejando en el
olvido la espiritualidad. Esta forma de vida alimenta lo que creemos como
cierto y que tergiversa la realidad en un sinsentido.

–Prácticamente es imposible escapar de la pseudorealidad. ¿Hay alguien


que lo haya logrado?

–La pseudorealidad se ha hecho tan fuerte y ha ejercido tal presión


porque los humanos mismos la han alimentado con sus actos. La
pseudorealidad se alimenta de los sueños de las personas, los absorbe y los
modifica para crear patrones de comportamiento que automáticamente derivan
en técnicas de ilusión. En el mundo moderno no existe un solo ser que pueda
decirse libre de la pseudorealidad, pero a través de la historia ha habido seres
que han logrado desprenderse de casi todos los elementos que les han sido
programados para vivir tan a gusto en este mundo vil.

–¿Cuál es el fin de la pseudorealidad?

–La pseudorealidad se proclama como la procreadora universal. Es


como una infección sin posible cura. ¿Cómo curar a quien se aferra a la
enfermedad? Así pasa con los humanos, pues en vez de buscar la
espiritualidad se revuelcan en el mundo del dinero y del materialismo, del
entretenimiento que conlleva a la estupidización y de los placeres mundanos.

–Que las personas estemos distraídas y que no busquemos la


espiritualidad ni la intelectualidad, ¿es ese el fin supremo de la
pseudorealidad?

–Así es. Aunque solo tú lo percibas, aunque seas una minoría de uno, te
aseguro que no estarás nunca solo. Que solo tú lo veas no significa que solo
para ti sea real, sino que nadie más ha querido verlo, y, si lo han hecho, lo han
ignorado. Tal es el poder de la pseudorealidad.

–Entonces he vivido en una gran mentira ¡Todo lo que he creído como


mi vida, como mi realidad, no han sido sino hologramas, ilusiones como las
imágenes que mi cabeza proyecta! ¿Cómo puedo distinguir la mentira de la
verdad si se hallan tan mezcladas como el bien y el mal?

–Es difícil cuando se derrumban todos los principios bajo los cuáles
creciste y que han guiado tu vida, pero necesario es para el humano que quiera
ver más allá de lo que la mayoría logra atisbar. Cuando dejas de mirar las
cosas con ojos humanos y comienzas a hacerlo con ojos espirituales traspasas
la frontera entre tu humanidad y tu divinidad, llegas lo más cercanamente
posible a dios.

–¿Cómo debo hacerle para ver con esos ojos del espíritu que dices?

–Los humanos han olvidado su divinidad puesto que la pseudorealidad


exige un apego hacia la banalidad y sus formas. Muchos son los que ceden y
gozan en la estupidez, pero tú estás enloqueciendo donde otros se han
conformado, ese es el primer paso para ver con ojos distintos. Cuando
comienzas a sentir que hay algo en tu interior que no puedes controlar, cuando
te percatas de que existe una mínima posibilidad de que el mundo que te rodea
pueda ser una quimera, cuando sabes que algo falta para que la vida no sea tan
vacía y miserable, cuando ves el absurdo en que las personas viven, cuando
sientes no encajar en ninguna parte y cuando nada te llena ni te satisface,
entonces has comenzado a despertar. Sin embargo, esto te conllevará a grandes
crisis existenciales y a un abatimiento, a una depresión y una pérdida total del
deseo de vivir.

–Y ¿qué debo hacer entonces? He vivido en una mentira, eso ya me ha


quedado claro. He sentido deseos de escapar de mí mismo, de huir del mundo,
pero sigo encadenado más que nunca a los vicios y al mundo que rechazo.
¿Cómo es posible que pueda yo detestar y adorar a la vez esta pseudorealidad?

–Una parte de ti se aferra a aquello para lo que fue adoctrinada desde el


nacimiento, pero la otra lucha por liberarse. Esa es la señal del conflicto
interno que simboliza al humano partido entre la banalidad y la sublimidad. Si
este conflicto persiste, entonces querrás matarte, lo querrás con todas tus
fuerzas, pues sabrás que nada te podría pertenecer en este mundo tan carente
de sentido donde tantos ya han sucumbido, y donde tú no podrías hallar nunca
paz y regocijo. El rechazo de la realidad es una virtud que solo los locos
poseen, y eso los hace peligrosos estando vivos, por eso pasa que la muerte los
recoge y los eleva hasta la dimensión donde pueden existir sin anhelar nada,
pues se unen con aquello que existe por sí mismo y que todo lo es y en todo
está.

–¡Qué triste es la vida entonces, qué lamentable situación! ¿Por qué


debemos vivir bajo la pseudorealidad? Lo que me dices es que solo la muerte
puede salvar al humano que ha despertado por completo, ¿no es así?

–Los humanos mismos han pervertido su origen y han dañado la


naturaleza, se han vuelto seres sin espíritu, ambiciosos y estúpidos, han
abandonado la resistencia y muy fácilmente han caído en el infierno que ellos
mismos han creado. La pseudorealidad es el reflejo de todo el mal karma que
los humanos han esparcido y de todos los sentimientos negativos que
diariamente son expresados. La muerte, debes saberlo, no puede ser ni buena
ni mala, sino solo el conducto para el que ya nada desea. Es la liberación del
yo unificado y expresado en el espíritu. Sin embargo, la muerte no acepta a
todos por igual, pues los humanos que mueren siendo absurdos y con deseos
del mundo carnal, por muy mínimos que éstos sean, estarán condenados a
regresar una y otra vez, alimentarán el eterno ciclo de encarnaciones en la
danza cósmica que jamás acaba.

–¿O sea que todos tienen la oportunidad de progresar, tarde o temprano?


Entonces, este mundo, ¿qué demonios es? Y la vida ¿cómo debemos
entenderla?

–Si te lo dijese, tendrías que morir ahora mismo. Cuando llegue tu hora
lo sabrás. Se abrirán los ojos que fueron cerrados desde que llegaste aquí,
comprenderás el sentido de esto por un muy breve momento. Yo no puedo
enseñarte lo que me cuestionas, pues debe ser mostrado por la destrucción del
vínculo entre la materia y el alma. El misterio será clarificado cuando hayas
sufrido y ganado la batalla contra tu interior, contra ti mismo. Y así, cuando
hayas resurgido de entre el fuego eterno, verás que el camino es solo tuyo, que
tú te perteneces y a la vez vibras con la sublimidad misma. Esto es solo el
comienzo, es una posibilidad. La pseudorealidad tampoco está lejos de la
muerte, pues has visto cómo todos viven, aunque su interior esté marchito.
Asimismo, nada está en la exactitud humana, la duda debe proseguir y el flujo
jamás detenerse. Te pertenece algo más que esta existencia sin sentido y eso es
lo más grandioso, te pertenece tu muerte, pues vives siendo un extranjero del
origen. Pero debes merecer la muerte, debes ser digno de ella. De otro modo,
terminarás siendo como el resto de aquellos que detestas, y volverás aquí de
nuevo.

–Parece como si hubieras estado esperando todo este tiempo para


comunicarme esto. Si tan solo te hubieras acercado antes, yo no estaría en
estas condiciones tan lamentables.

–Quizás era necesario que me escucharas en este momento, aquí y ahora


precisamente. A veces queremos controlarlo todo y lo único que obtenemos es
infelicidad, nos aferramos al dinero y al materialismo, como seres que nada
valen sin ello. Además, nos apegamos a las personas en demasía, pues somos
tan torpes que con muy poco nos conformamos. Encima de eso, creemos que
nuestra existencia es valiosa, queremos vivir y ser felices estando ataviados de
ignorancia, absurdismo y vulgaridad. El ser humano, que tan asquerosamente
contamina la esencia en un mundo imposible de purificar, debe destruirse a sí
mismo por completo antes de fulgurar eternamente.

–Es como si todo lo que viví me hubiera traído hasta este momento, pero
eso no puede ser, el destino no puede existir. Dime ¿quién eres tú más allá del
traje que usas? Puedo sentir una extraña y avasallante energía vibrando
indescriptiblemente en tu interior.

Después de eso cerré los ojos unos instantes, como si no esperase


respuesta o ya la supiera. Me sentía muy raro, tan triste y con grandes deseos
enormes de matarme. Más que nunca deseaba saber esa supuesta verdad tan
difícil de dilucidar. Todo parecía contradictorio, tantas teorías e ideas, ciencias
y religiones. Tantos humanos, concepciones y vidas, tantas sensaciones
explotaban en mi interior y me desarmaban ante la crueldad del tiempo.
Entonces, cuando abrí los ojos, me hallaba solo, absorto en mi cabeza, sentado
en el pasto y dudando de lo que había escuchado. Miré el reloj y noté que no
avanzaba, todo era confuso y sentía como si mi corazón se fuese a detener.
Muy vagamente, sin saber si era realidad o pseudorealidad, si aquel susurro
provenía del exterior o del interior, escuché una voz tan melódica como
ninguna otra, muy parecida a la que me comunicase todo lo que creía haber
alucinado. Dicha voz se perdía en un eco que murmuraba:

–Yo soy el dios de tu alma. Soy lo que existe por sí mismo y aquello que
en todo está omnipresente –expresaba cada vez con menos fuerza la inefable
melodía en forma de voz, hasta que se desvaneció por completo– ¡Yo soy el
dios de tu alma! ¡Yo soy tú!

Me levanté y el cielo estaba oscuro, las estrellas parecían anunciar una


tragedia sin igual, la destrucción se encumbraba en la oscuridad de la noche
fría y turbulenta. Estaba mareado, todo daba vueltas a mi alrededor, las
imágenes se mezclaban y me rodeaban, pero no distinguía una en concreto,
sino todas en una y una en todas. Después de escuchar aquellas palabras y de
saber sobre la pseudorealidad, quería en verdad matarme. Sentía gran
curiosidad por desprenderme de este traje que me mantenía atado, que
apresaba la bestia que tan furiosamente buscaba emerger. No podía seguir
llevando una vida tan fútil, algo debía hacer. Había una corazonada no dejaba
de palpitar, que resonaba como una trompeta que anunciaba el apocalipsis de
mi existencia.

Salí de la escuela. Me dirigí hacia la parada del camión y estuve a punto


de cruzar cuando el semáforo estaba todavía en rojo, pero una voz, simulando
una silueta, me detuvo, se trataba de Elizabeth. No, no era ella, ¿o sí? ¿Cómo
identificar a alguien a quien jamás se le ha visto materializarse? No lo sabía,
quizá quería que fuese ella. El hecho es que tuve una visión, pues sentía cómo
mi corazón se salía de su lugar, desgarraba mi pecho e iba a colocarse entre
sus manos. Ella, tenía yo la idea, en verdad era Elizabeth, la excelsa pintora de
obras tan magníficas, pero estaba distinta. Sus labios ensangrentados, su piel
pálida sobremanera, sus medias negras desgarradas. Además, llevaba tacones
muy altos, minifalda, un pronunciado escote y sus cabellos estaban muy
alborotados, sin mencionar que sus ojos estaban vacíos, sin fuego refulgente.
Su imagen contrastaba en demasía con su concepto. Como sea, mi corazón,
negro y podrido, se hallaba entre sus manos, las cuales tenían por dedos unas
largas garras afiladas y membranosas que lo apretaban y lo exprimían hasta
hacer que de él fluyera un líquido viscoso que ella bebía y se embarraba por
toda la cara. Elizabeth, la idílica artista, parecía más bien como un demonio,
pero uno muy excitante y sombrío. Detrás de ella, escuetamente, podía atisbar
las imágenes de sus pinturas que cobraban vida y fue así como perdí mi
cordura al no poder distinguir la realidad de la ilusión, la verdad de la
pseudorealidad.

Sin percatarme del semáforo mi cuerpo se movió instintivamente. Di un


paso, dos, y luego un tercero y último hasta que un sonido se aproximó, y todo
cuanto alcancé a vislumbrar fueron unas luces y una figura metálica que se
estrellaba contra mi cuerpo. Pese a ello, creo que di otro paso más y todo
terminó ahí, o eso creía. El momento colapsó con una sensación única, tan
peculiar que concordaba con la bestia que de mí sentía emerger. Era como una
gran fiera intentando desde hace mucho escapar y romper los barrotes de su
jaula, la cual era denotada por la vida.

El golpe ni siquiera lo sentí, estaba ido, tan abstraído en mis


contemplaciones de una imagen que creía relacionar con Elizabeth. No sé por
qué razón avancé, por qué motivo no pude distinguir que el semáforo ya
estaba en rojo y que un automóvil, cuyo conductor iba ebrio, no alcanzó a
frenar a tiempo. Se estremeció mi interior, una fuera sobrenatural me atrajo de
nuevo hacia este envoltorio. Aún no era digno de ella, todavía mi corazón
pertenecía a las imágenes de mi cabeza y su interpretación en la
pseudorealidad. ¿Cómo podría escapar cuando en el último periodo de mi vida
había sido más humano que nunca? Perdí el conocimiento, pero sabía, por
alguna razón desconocida, que mi fin no era este.

XVII

Desconocía cuánto tiempo había pasado desde que todo ocurrió, desde que
perdí el conocimiento. Lo que ahora sabía era que me hallaba en una clínica,
que alguien había llamado a la ambulancia y que me habían salvado la vida.
Sí, había sido el accidente del automóvil. No supe cómo, pero antes de
desfallecer supe lo que pasaba, que el auto me golpeaba y que el conductor iba
ebrio. ¡Cómo hubiera querido desaparecer, haber muerto de forma inmediata,
haberme librado de este dolor sin sentido! Pero no, yacía en aquella cama
rodeado de imágenes que se transformaban en pinturas y que no lograba ya
esfumar. Quería dormir por siempre, quería no ser yo mismo, quería la
inexistencia y soñaba con nunca haber nacido.

Después de unas horas al fin llegaron mis padres, sumidos en el llanto y


la desolación. Realmente no hubo mucho de qué platicar, salvo sus
recriminaciones y hasta enojos por ser tan despistado. Me sentía muy mal,
especialmente porque, si algo detestaba, era sentirme como una carga y dar
problemas a otros. Mi columna estaba muy lastimada y existía una gran
probabilidad de que no volviese a caminar nunca más. Qué irónico resultaba
todo, pues había añorado morir y mi subconsciente había querido suicidarse,
pero en verdad parecía que no era digno de ella, de mi muerte, pues, aunque
me pertenecía, seguía siendo demasiado humano. Mis padres se retiraron
totalmente destrozados y yo no estaba ya en mí. A partir de ese momento no
supe quién fui, me había perdido para siempre. Lloré toda la noche sin poder
olvidar lo que ahora conocía como pseudorealidad.

Pasé algunas semanas en el hospital hasta que conseguí irme a casa, a


ese calabozo. Frustrado y desolado, casi al borde de un nuevo intento de
suicidio, era conducido por mi madre quien no podía contener el llanto. Estaría
conminado a aquella silla de ruedas tal vez el resto de mis días. Más que
tristeza sentía odio contra mis padres, contra mi suerte y contra la
pseudorealidad. Sabía que el destino no existía, pero aun así lo maldecía una y
otra vez. Tanto añoraba irme de aquel ignominioso lugar y ahora me hallaba
peor que nunca. Entré en una fase crítica, creo que ese día murió lo que había
sido yo y mi personalidad fue usurpada por una versión patética de un humano
que jamás quiso existir. Me pasaba los días ido y a veces absorto en lecturas
cuando mi depresión me lo permitía. Desconocía en absoluto lo fácilmente que
puede desgarrarse la voluntad de un humano, lo putrefacto que su cuerpo
puede tornarse y lo insulso de su mente. Jamás había conocido la agonía de
sentir cómo mi espíritu se despedazaba lentamente hasta ahora. Condenado a
aquella silla ni siquiera sentía deseos de llorar tras unas cuantas semanas, pues
estaba consumido por la tristeza y el odio, que se mezclaban perfectamente en
mí. Recuerdo que arrojé al fuego todos los poemas que había escrito, me
sentía el más desdichado en la vida, una que jamás había sido de mi agrado y
que ahora parecía darme una bofetada y carcajearse en mis narices. Nada
podía hacer y en todo momento necesitaba de la ayuda, de la caridad de mi
madre a la que insultaba y despreciaba. A mi padre también lo odiaba, pues
ahora más que nunca me hallaba a su merced, dependía totalmente de él,
comía de su sueldo y él solventaba mi existencia.

Muchas veces, durante ese lapso, pensé en suicidarme, pero siempre la


idea se desvanecía ante lo absurdo de mi vida. Sabía que, para morir, había
que ser digno de su abrazo, y yo ahora no era sino una piltrafa, un humano
mucho más imbécil que cualquier otro. A escondidas conseguía beber algo de
vodka diariamente, lo cual aliviaba un tanto mi dolor. Éste lo conseguía en una
tienda donde mi madre compraba algo de despensa, pues el encargado era un
dipsómano y me había ganado su aprecio dada mi condición, por lo cual me
ofrecía una pequeña porción gratuita de las botellas que él devoraba. Desde
luego, mis padres no sabían de esto, pues lo bebía e inmediatamente masticaba
algún chicle para disimular el aliento alcohólico. Mi cordura era la que más
golpes recibía, pues durante las noches apenas dormía, atormentado por
recuerdos e imágenes que iban y venían con una rapidez descomunal.
Adelgacé en demasía dado que mi alimentación era nula, no sentía deseos de
comer bien, tan solo bebía agua y manoseaba los platillos que con tanto
esmero mi madre me preparaba, tachándolos de asquerosos. Realmente me
había convertido en una molestia, en un estorbo para mis padres, los cuáles
por lástima, supongo, no se deshacían de mí, pues los injuriaba y me
justificaba sabiendo que no podían echarme a la calle dada mi condición de
inválido.

No recibía visitas de nadie, y lo que más me jodía era un hecho que


callaba y reservaba solo para mi dolor, que aumentaba día con día. Había
recibido numerosas cartas de algunos amigos, entre ellos Brohsef, Heplomt y
Gulphil, a la cuáles nunca respondía. Había cerrado todas mis cuentas de redes
sociales y literalmente estaba semimuerto. Lo que llevaba no era vida, tan solo
sobrevivía como podía. Además, y esto era lo importante, había recibido
varias cartas de Isis, quien ignoraba mi condición y pedía verme, quería saber
de mí y conversar. Jamás le contesté, decidí ignorar cada una de sus
peticiones, sería mejor que se besara con cuanto idiota se le presentara, pues
ahora yo no podía ofrecerle nada, quizá nunca pude. Sin embargo, a estas
alturas me seguía afectando pensar en lo que me había hecho, en la forma en la
que había roto mi interior en infinitud de pedazos. Me pasaba largas tardes
elucubrando sobre mi vida pasada, especialmente mi relación Isis. Aquellas
sensaciones que habían despertado, que se habían elevado tanto y que me
habían hecho creer en un sentido más profundo, ¿no era todo eso también
pseudorealidad?

Así con todo, reflexionaba y lo añoraba, pero luego me percataba de que


nada escapaba de la pseudorealidad. Lo que más placer me causaba y mejor
me hacía sentir no eran sino puras mentiras en las cuáles ya no podía creer
desde aquella plática con ese extraño ser. Mi desprecio por el mundo creció en
paralelo a mi nostalgia y melancolía. Era absurdo que los humanos sintiéramos
de pronto tal torbellino de sentimientos y que experimentáramos tal
incertidumbre y deseo de estar con alguien, que creyésemos amar y merecer
ser amados, para que luego todo se fuese al carajo y nos dejase tan agujerados,
tan destrozados en cuerpo, mente y alma. ¿Qué era el amor? Esa cuestión me
perseguía día y noche, al igual que las imágenes. Había perdido el control,
todo fluía y la mezcla de tantos matices dañaba mi percepción. El amor, ahora
lo intuía, era quizá solo una forma en que escapábamos por unos instantes de
la pseudorealidad, pero no podía durar por siempre, pues no había lugar ni
tiempo donde esconderse de esa maquinaria opresiva que todo lo veía. ¡Vaya
cosa! Yo, que tanto me detestaba y que odiaba la vida, me había enamorado
como un idiota, había subido hasta el más glorioso y bello cielo para caer
estrepitosamente en el abismo sin fin.

Me era imposible seguir con tanta tristeza, sabiendo que Isis me había
lastimado de este modo. Quizás aquel suceso lo había desencadenado todo,
aquel encuentro en la iglesia, tan raro y lejano ahora me parecía, pero sonreía
ligeramente al recordarlo. Y también recordaba aquella noche bajo las estrellas
cuando por primera vez nos besamos. Después de todo, tenía una historia de
amor como la de cualquier otro humano. Había amado, había sido amado,
había dañado y lo mismo había recibido. Ahora veía que en realidad era
imposible que el amor fuese más allá de un periodo, de una estación que se
disfrutaba como un elíxir único e irrepetible. ¡Qué triste era cuando todo
terminaba, cuando el amor se sometía a la banalidad de la pseudorealidad!
¡Qué triste era cómo moría todo silenciosamente! Y sentía una nostalgia
tremenda, sentía no poder seguir más. Cuánto y con qué intensidad me había
enamorado de Isis, después de tanto tiempo lo sabía. Quería regresar, lo
hubiera dado todo, aunque en realidad nada poseía, por volver a ese primer
beso, a ese instante donde la conocí. Y tal vez lo hubiese cambiado, tal vez
hubiese preferido no conocerla para no experimentar ni alegría ni pena, solo
seguir con mi absurda vida, pues ella hizo que mi infierno fuese más
soportable, que se convirtiera en un cielo hecho solo para los dos. Luego todo
acabó, todo se desgastó, se perdió y se acabó la locura, la magia y la
intensidad. Ella cambió y yo también, y aunque la seguía amando, no supe
cómo enfrentar las vueltas que daba la ruleta, hasta que aconteció aquel
momento cuando su infidelidad mató por siempre la mayor parte de mi ser.

Era extraño, pues contaba con ella como si fuese una madre, como si
fuese mi interior mismo. Sabía que demasiada felicidad era dañina, pero no me
importó. No entendía por qué o cómo es que sentía tantas cosas por ella, así
como tampoco entendí cuando todo se esfumó. ¡Qué malnacido era el amor!
¿Por qué se iba así? ¿Con qué derecho se alejaba de nuestros corazones y nos
dejaba en el olvido y la desdicha? ¿O es que el amor no era sino otra ilusión,
una reacción química, pseudorealidad? Era lo mejor y lo peor que me había
pasado, vida y muerte, bien y mal, todo lo podía y nada lograba. Y así, me
hundía cada vez más, adolorido y atormentado por tantos recuerdos. A cada
momento había algo que quería cambiar, que quería hacer diferente, que
hubiese preferido no conocer o decir. La inmutabilidad del pasado me
enfermaba, me producía un disgusto sin igual. Quería matarme tan pronto
como pudiera, el suicidio debía ser mi salvación. Pero ¿qué tal si ni con ello
lograba alejar de mí tantas imágenes y sucesos? Nada me era ya necesario,
pero todo parecía enloquecerme. De hecho, la realidad me era indiferente y
molesta, tan ilusoria como todo, nada era cierto mientras estuviera vivo, ni
siquiera Isis lo era. Al final el amor sucumbía ante el deseo, la existencia lo
hacía ante el mínimo anhelo de entender.

En uno de aquellos días, mientras mi madre, cansada y atormentada por


mis conductas despectivas, me conducía por un bazar de antigüedades y libros
inéditos, de inmediato mi atención se centró en un ejemplar cuyo título era
Encanto Suicida. El señor nos contó que era un libro único, jamás publicado,
nunca leído por nadie. Al revisarlo noté que tenía las páginas pegadas,
gastadas solo en los bordes y con un olor a humedad que me atrajo en
demasía. Desde el primero momento noté que en aquel libro se escondía un
misterio insondable, una inquietud sin igual me invadía al intentar averiguar
qué clase de cosas estarían escritas. Las pastas eran muy delgadas y se decía
que el autor era desconocido, que había usado un pseudónimo para publicar y
que había desaparecido poco tiempo después de la publicación del libro. Me
aferré a poseer aquel libro, cuyo precio se me antojó excesivo para un
ejemplar desgastado. Según el vendedor, los demás ejemplares habían sido
quemados por considerárseles profanos y por alentar a las masas a la
destrucción inmanente. Como sea, insistí tanto a mi madre que terminó
cediendo ante el exuberante precio y yo obtuve lo que tanto deseaba.
Extrañamente, sentía como si estuviera destinado a la lectura de aquel libro
único, como si algo me llamase y me lo sugiriese desde un lejano limbo. Sin
embargo, pasé el resto de la tarde en depresión, me fastidiaba la idea de no
poder ser el mismo de antes, quería leer el libro hasta que pudiese caminar de
nuevo, si es que era posible. Sabía que necesitaría mis piernas para ejecutar los
efectos de la causa que en sus inexploradas páginas descansaban. Pasé así una
semana, concentrándome para poder usar mis piernas, no obtuve éxito y caí en
una amargura irremediable.

Pasó entonces que las cartas de Isis aumentaron, rogándome por verme y
suplicando que le perdonara por todo lo ocurrido. Desde luego, no era eso lo
que me alejaba de ella, sino mi lamentable estado. Varias veces me caí sin
lograr sostenerme lo más mínimo, me negaba a asistir a las terapias de
rehabilitación y terminé por perder la esperanza de volver a caminar. Mis
padres eran los más afectados por todo esto, tanto que hubiera preferido ser
huérfano. Fue así como las semanas transcurrieron hasta que mi padre realizó
una acción que jamás elucubré. Resultó que en una fría noche donde mis
pesadillas me mantenían atormentado me despertó y me indicó que me visitera
y me calzara. No capté su intención en esos momentos hasta que salimos y,
cargándome entre sus brazos, me incitó a caminar. La nostalgia que sentí fue
incomparable, comprendí que el pasado vivía en mí más que el presente
decadente que me lastimaba. Había culpado a todos por lo ocurrido, había
maldecido cualquier clase de escenario y el menos probable se había hecho
patente. Mi padre, al que detestaba por no poderme dar un hogar digno y que,
pese a todo, siempre había estado a mi lado, ahora en su desesperación había
decidido ignorar todo cuanto le habían dicho los médicos. Parecía como si
nuevamente fuera yo un niño de pocos años al que se le alienta a dar sus
primeros pasos. Mi padre me sostenía y me alentaba, aunque yo nada decía y
lo consideraba una locura, era imposible que algo así funcionase. Sin embargo,
curiosamente, tras unas cuántas noches ahítas de fracaso, de improperios y de
amargura, pasó que pude dar unos pasos. Mi padre no perdía la paciencia y le
escuchaba pronunciar algunas oraciones de índole religiosa, también su cara
presentaba un semblante solemne y sus ojos estaban decididos a lograr lo que
fuese. Y, lo que en un comienzo fue la mayor tristeza, terminó siendo una
proeza. El milagro, o así lo creo yo, se consumó. Paulatinamente pude dar más
y más pasos, cada vez necesitando menos del soporte que era mi padre y que
jamás dudó ni se alejó por un momento.

Recuerdo que, en ese entonces, mi padre trabajaba demasiado y llegaba


muy cansado, aunque esto no le impedía seguir rehabilitándome a escondidas
durante las noches. Sabíamos de los peligros y de los riesgos, pero jamás
ocurrió algo malo. Así prosiguió el asunto hasta que un día me animé y me
sentí con la energía suficiente para correr como antes lo hiciera, y así fue.
Corrí y corrí como un demente, atravesé la calle y crucé al otro extremo del
cerro donde vivíamos. Ahora, ciertamente, ni siquiera me parecía molesto
habitar en aquel lugar. Desde luego que era desagradable y durante los últimos
años había añorado irme lo más pronto posible, pero jamás valoré que al
menos había tenido un refugio, un lugar donde meterme y comida, compañía y
alguien que me apoyara en todo momento. Sentía deseos de llorar, de
arrancarme el traje de humano y liberarme del mundo de los sentimientos,
pues bien sabía que incluso tantas emociones eran pseudorealidad, nada estaba
exento. Ya en las últimas noches mi padre y yo jugamos con un balón, todo
marchaba a la perfección y, cuando menos lo esperaba, pude recuperar la
habilidad de caminar, correr y estirarme, como si nunca hubiese pasado nada.

Pese a lo anterior y al hecho de haber recuperado mis piernas, no podía


decir lo mismo de mi cabeza. Las pesadillas proseguían cada vez con más
intensidad y siempre terminaba en la locura, despertaba gritando como un
poseído y en un estado impropio. Así, la vida también me era molesta e
innecesaria, pues sabía que la pseudorealidad estaba en todo y nada dejaba al
humano alejarse de ella, nada sino quizá solo la muerte. Tantas reflexiones
pasaron por mi cabeza en esos días lúgubres y aburridos, tantas lecturas y
escritos fueron los que quemé hasta encontrarme con mis primeros poemas y
recordar cómo era todo en ese entonces. Lloraba y me lamentaba, todos mis
actos me parecían incorrectos e indignos, y mi vida era un chiste, una pésima
broma y un calvario sin propósito. Agradecía volver a caminar, pero pasaba
los días recostado, en depresión y con una melancolía enfermiza. Esperaba los
exámenes finales, pues se me había permitido validar los trabajos que llevaba
antes de mi accidente. Éste era el último periodo, después vendría la vida
común y corriente, sería uno más de esos oficinistas ávidos de borracheras y
dinero, tal como lo fui hace algunos meses.

Seguramente volvería a fijarme en alguna mujer cualquiera, tendría


hijos, me casaría, trabajaría de lunes a viernes, me embriagaría los fines de
semana o iría a visitar a mis padres, miraría el fútbol, compraría cosas en el
supermercado, ahorraría para un automóvil, me endeudaría para adquirir una
bonita casa y viajaría. Tal vez hasta tendría amantes, habría discusiones,
problemas con vecinos, estudiaría un posgrado en una universidad famosa y
jugaría fútbol. El pensar en todo esto me entristecía demasiado, rechazaba
absolutamente esa vida tan asquerosa y absurda, tan humana y común. No
entendía cómo las personas podían seguir esos patrones, ¡era la pseudorealidad
seguramente! A los humanos les era imposible ver la estupidez, la ignorancia y
el sinsentido de sus vidas, eso debía ser. Volvían a mí las conversaciones con
aquellos seres que tanto me influenciaron, aunque quizá solo fueran
medianamente ellos y más yo el autor de sus reflejos. Como sea, desde la
plática con el misterioso joven y el accidente, jamás volví a ser el mismo.

Aunado a rompimiento mental en que me hallaba y paralelamente a los


estudios que efectuaba para aprobar los exámenes del último semestre que
dejé inconcluso, también me enfrasqué en la lectura del libro Encanto Suicida,
que no había abierto desde que lo compré. Me interesaron los temas
sobremanera, tanto que los leí repetidamente y cada vez podía hallar algo
nuevo y tan cierto, que reducía en gran medida mis pocas ganas de vivir. No
platicaba con nadie, era como un autómata al que le aborrecía la vida
cotidiana, me causaba disgusto la respiración de las personas, sus miradas y
sus actos, todo en ellos era odioso y execrable, peor que sentirme vivo.
Pensaba en Isis más que de costumbre y de forma idiota, pues ya hacía mucho
desde que su última carta había llegado a mis manos. Colegía que estaba
condenado a existir, si es que lo hacía, siendo un títere de la pseudorealidad,
padeciendo una absurda tristeza, atrapado en el pasado, añorando a cada
instante cambiar la forma en que las cosas sucedían y, sobre todo, hacía
demasiado que no cambiaba palabra alguna con alguien más.

Entre más meditaba aquel raro libros, más de acuerdo estaba con el
misterioso escritor desaparecido. Por desgracia, abandoné un tanto mis
reflexiones dado que los exámenes finales llegaron. Naturalmente, aprobé de
forma sencilla todas las asignaturas y mi graduación la adelantaron para que se
juntara con la del grupo que ya había pagado todo, sería dentro de una semana,
ni más ni menos. Hablé con mis padres, quienes se alegraron bastante y
parecía que aquello representase lo máximo. Por mi parte sentía como si nada
de lo que hubiera hecho hasta ahora valiera la pena. ¿Qué era entonces la vida
y para qué servía si estaba preñada de un matiz absurdo y enfermizo? ¿Cómo
explicar que al humano solo le interesara justamente lo menos relevante?
Infinita cantidad de preguntas bombardeaban mi cabeza, alejando mi
concentración y suprimiendo cualquier imagen. Terminé por creer que había
enloquecido y que la cordura era la debilidad del mundo, pues en todo caso
eran los locos quienes se atrevían a mostrar una fabulosa luz que, aunque
efímera, iluminaba la oscuridad en que el mundo tan plácidamente reposaba.
Al mirar mi rostro en el espejo notaba que no era para nada el mismo de antes,
o tal vez sí, pero con tintes delirantes y decadentes. La inmutabilidad no era un
concepto claro y no sabía a quién conferirla, me preguntaba si era el humano,
en su interior, el que cambiaba constantemente e influenciaba su exterior, o si
era la vida la que cambiaba e infundía en el interior tanta nostalgia y tristeza.

En esos días me sentía más tímido que de costumbre. Seguía sin hablar
con nadie, me la pasaba recostado, ni siquiera me molestaba ya vivir en aquel
calabozo. Incluso nada sentí cuando mi padre dijo que, después de la
graduación, era casi un hecho que nos retiraríamos a vivir a otra parte, lejana
de la ciudad, pero en sus posibilidades era lo único que podía pagar. A mí me
daba igual, pues desde hace un tiempo había abandonado los deseos de vivir.
Cada palabra del libro Encanto Suicida parecía escrita por alguien cuyo sentir
era el mío, alguien que detestaba al mundo tanto como yo y que no lograba
encontrarse, alguien que estaba tan loco como para pensar que el suicidio era
superior a la vida. Pero eso mismo pensaba yo ahora, la pseudorealidad me
había cegado haciéndome creer que la existencia tenía algún sentido; sin
embargo, finalmente había comenzado a despertar y sabía que no podía ni
quería seguir viviendo así, tan absurdamente como todos los humanos.

Un extraño impulso se apoderó de mí y pensé en visitar a Isis. Ella era el


único factor del que no lograba desprenderme, no sabía por qué. Tanto tiempo
y seguía pensando en su sonrisa, en sus ojos y sus labios, en sus cabellos y sus
senos, en su piel y sus anteojos, en su voz y su carisma. ¿Qué sería de ella
ahora? ¿Acaso se habría besado con muchos más? Oficialmente nunca dimos
por terminada nuestra relación, así que… ¿A quién demonios quería engañar?
En verdad la seguía amando, aunque no supiera qué era el amor. Los humanos,
tan vacíos, no podíamos sostener la magia del amor, pero nos
acostumbrábamos a las personas y el apego se enraizaba hasta el fondo del
alma. Debía buscarla y zanjar de una vez por todas esta situación, esta
incertidumbre que desde hace tanto me perseguía; tal vez así lograría
arrancarla de mí. Lo haría con el pretexto de invitarla a mi graduación, la cual
se celebraría en el auditorio y en donde vestiría con traje y corbata, pues ella
siempre quiso verme así. Esperaba que el no haber respondido sus cartas
durante tanto tiempo no hubiese levantado algún rencor entre nosotros.

XVIII

Cuando al fin me encaminé hacia casa de Isis me pareció que estaba un tanto
lejos, mucho más que de costumbre, pero no importaba. Recordaba la
dirección con exactitud y fue toda una babel de contorsiones dolores las que
experimenté. ¿Cuántas veces no recorrí aquellos lugares en su compañía?
¿Cuántas risas, palabras, gestos, abrazos, anhelos y sueños no se habían roto
por completo? Algo me decía que no era una buena idea ir a buscarla, pero
negué mi intuición y seguí. A pesar del dolor y la inquietud que palpitaban en
mi interior me di ánimos y llamé a su puerta.

–¿Quién es? ¿A quién busca? ¡Estoy muy ocupada! –replicó al abrir una
señora con un mantel sucio.

–Disculpe, busco a Isis. Ella solía vivir aquí

–¿Isis? ¿Cuál Isis? Jamás ha vivido aquí ninguna Isis. Mi familia ha


habitado aquí desde que mi abuelo adquirió esta propiedad.

–¿De verdad? –exclamé sorprendido–. Yo solo quería cerciorarme…

–Pues ya lo has hecho, ahora agradecería si te marchases para que


prosiguiera con mis deberes... Y, sin embargo, hay tantas cosas que jamás
dijiste –farfulló cuando ya casi me retiraba resignado.

–¿Cómo? ¿Cosas que nunca dije? ¿De qué habla?

–Pero así siempre pasa, la vida es corta y larga, pero jamás feliz, siempre
triste. Ahora sigo esperando el fin, estoy cansada de estar atrapada aquí, quiero
regresar a mi mundo. ¿Puedes acabar de una vez?

–No sé de qué me está hablando, ¿acabar con qué? ¿Cuál mundo?

–¡Santo cielo! ¿Todavía te queda duda alguna? –exclamó ensimismada y


molesta–. Bien, seguiré aquí esperando por el fin. Mientras tanto, tendré que
ajustar una vez más el reloj, ¡qué fastidio!

–Espere unos momentos, ¿a qué se refiere? ¿De qué habla? ¡Necesito


que me explique!
Pero era muy tarde, la señora había ya cerrado la puerta. Resolví no
molestarla de nuevo, y por más que intenté entender su comportamiento
inusual, no lo logré. Me senté afligido, pensando que en una semana estaría
graduándome y todos estarían felices, me disgustaba saber lo que sentiría.
Entonces algo me distrajo, eran tres luces, como si fueran inmensas bolas de
fuego. Rasgaron el firmamento y entendí que eran un presagio. Todo mi
cuerpo comenzó a temblar sin sentido, mi corazón parecía escaparse de mi
pecho, mi cabeza daba vueltas y se quebraba la coraza. Sabiendo que a nada
bueno me conduciría aquello corrí hacia el sitio donde creía habían caído las
bolas de fuego, cuyo resplandor era más intenso que el del sol. Fueron unas
cuántas calles, hasta que terminé por perderme. Todo era como un laberinto,
siempre que estaba a punto de llegar al punto de quiebre, éste se alejaba.

Qué extrañas eran esas calles y esas casas. Cambiaban en un parpadeo,


se tergiversaban los sonidos y los colores, sombras siniestras entraban y salían.
Tenía la impresión de estar dando vueltas en círculo, de seguir mirando con
ojos humanos. De pronto comenzó a temblar, las casas se derrumbaban para
levantarse de los escombros mucho más deplorables, siempre empezando por
la izquierda. Había unas plantas que masticaban relojes y de ellas emanaba un
almizcle sumamente exquisito. Al fin, cansado y a punto de perder la razón,
me detuve frente a una casa, estaba de vuelta. Era irrelevante lo que había
acontecido momentos o eones antes, pues me hallaba lejos de mí. La casa era
de dos pisos, pintada de color naranja con manchas azules. La puerta estaba
semiabierta, era de color blanco y estaba carcomida. Decidí entrar al no
percibir ninguna presencia a mi alrededor. La casa era ciertamente grande y el
piso de abajo estaba deshabitado. Las habitaciones sumamente horripilantes
tenían manchas de sangre y excremento, apestaban con una intensidad
apabullante. En el exterior, en el techo, había una tubería de dónde provenía
un olor tan pestilente. En un costado estaba echado un perro triste, que me
recordó al mío. Yacía tirado en su propia orina, tenía los párpados cocidos y la
roña le cubría el cuerpo entero. Estuve a punto de retirarme debido a la fetidez
y asquerosidad de aquella casa, hasta que un sonido desconcertante llegó a mis
oídos, parecían provenir del segundo piso, cuya vista no era más agradable que
la del primero. Siempre me había resultado misterioso saber si tenía libre
albedrío, y ahora necesitaba decidir. Resolví dejarlo a la suerte y pensé que, si
el perro daba un ladrido cuando yo estuviera por salir, subiría; de otro modo,
me largaría.

Fue una estupidez, pero así lo hice. Tenía plena certeza de que el perro
nunca ladraría, estaba casi muerto en su tristeza, vomitaba un líquido amarillo
y se diría que esperaba el fin, tal como también lo había dicho la señora del
mantel sucio. Me dirigí hacia la puerta, esperé y nada, ningún ladrido.
Convencido de que me había vuelto loco y de que lo mejor sería regresar y
tomar una siesta para olvidarlo todo, puse un pie fuera. Sin embargo, unas
milésimas de segundo antes de que pusiera mi segundo pie en el exterior de la
deplorable casa, escuché un ladrido. Cuando giré para cerciorarme vi al perro
de pie, apenas se podía sostener. No había duda de que el ladrido provenía de
su desgastada figura. Lo miré fijamente con sus párpados cocidos y sentí
nostalgia, parecida a la que experimenté cuando mi padre me ayudó a
recuperar la habilidad de caminar, así de intensa. Seguido de esto entré de
nuevo y me dirigí hacia las escaleras, pero el perro cayó antes de que yo
llegara al primer escalón, había muerto. No me detuve y seguí, como si ya
antes en muchas ocasiones hubiese subido por aquellos malgastados escalones.
Algo me resultaba tan jodidamente familiar.

Una vez arriba me percaté de que las habitaciones estaban divididas en


dos conjuntos. El primero lucía triste, arrasado por una suerte de mugre que se
apoderaba de cada rincón. Las puertas estaban llenas de arabescos y que me
parecieron satánicos. Una completa gama de artículos desagradables se
extendían a lo largo y ancho de aquella desagradable visión. Salí a punto de
devolver el estómago y me centré en el segundo apartado, de ahí provenían los
gritos. Mi corazón palpitaba con una fuerza descomunal y mi cuerpo temblaba
sin que pudiera hacer algo para calmarme. Cada paso que daba hacia esa
deplorable habitación ocasionaba un zumbido que me desgarraba la cabeza de
modo insoportable. Al fin llegué y di una patada para entrar, pues estaba tan
ansioso por mirar que no tuve tiempo para tocar y esperar apaciblemente. Lo
que vi cambiaría mi vida por completo, incluso si se trataba tan solo de una
ilusión. En cuanto la puerta se abrió por completo algo me devoró
produciendo un resplandor repugnante y un ruido delirante.
Me di cuenta de que estaba en una especie de burdel clandestino, pero
era demasiado tarde para volver. Percibía que había anochecido y escuchaba
cómo muchas personas aplaudían a mi alrededor, usaban máscaras y apestaba
a tabaco. Todos reían y se regocijaban, pero estaba hasta el fondo del lugar y
no lograba visualizar el acto principal. Todos me miraban como si fuese yo un
extranjero, mi ropa y mi aspecto no cuadraban con la elegancia del sitio, pues
solo personas con trajes y vestidos, con corbatas y tacones se apiñaban en las
mesas. Intenté entablar plática con algunos meseros, pero me ignoraban
porque para hablar con ellos debía primero pagar; algunos dijeron que en
breve llamarían a seguridad. Desilusionado, me abrí paso entre la multitud, sin
dejar de temblar y de padecer los estrépitos de mi corazón. Me coloqué al fin
en medio y al frente de todas las personas, pero solo para sentir que moriría en
ese instante. ¡Era Isis! ¡Sí, era ella! ¡En qué situación la encontraba! ¡Sentí
algo inexplicable, se paralizó mi alma! La mujer que alguna vez amé se
hallaba en medio de siete hombres, desnuda, con los párpados maquillados
sórdidamente de negro, con los labios golpeados, el rostro enrojecido tanto
como su trasero, sus senos siendo manoseados por y una cara de placer
extremo. Comprendí de inmediato que se trataba de una orgía, y que Isis era la
protagonista.

Mientras dos la penetraban por la vagina y un tercero por el ano, otros le


acercaban sus penes a la boca y se corrían vigorosamente en todas partes. Eran
hombres horribles con una barriga inmensa. Había negros y blancos, todos
pasando de los sesenta años. De pronto, algunos de esos viejos comenzaron a
orinarse en la cara y el cuerpo de Isis para luego cachetearla hasta hacerla
sangrar. Pero el clímax llegó cuando los dos asquerosos ancianos se vinieron
en su vagina, de donde fluyó el semen espeso y abundante. Todos los
espectadores aplaudían y reían como imbéciles mientras los viejos la pateaban
y la golpeaban con una violencia tremenda. Además, le metían tan adentro de
la garganta sus penes que la hacían vomitar esperma. Noté que otros siete
viejos estaban ya listos, por lo que intuí que la escena se repetiría. Permanecí
absorto, casi diría que mi interior se vacío. Algo que nunca había pensado
invadió mis entrañas. Por segunda vez ella había lastimado la parte más
profunda de mi ser, jamás podría olvidarlo ni perdonarlo ya, pues ni todas mis
muertes podrían lograr que borrase aquella imagen de mi alma.

–¿Qué pasa, amigo? ¿Acaso no te estás divirtiendo? No pareces disfrutar


el acto principal. Si gustas, puedo darte algo, ya sabes, para que entres en
sintonía –exclamó un sujeto con cara de chivo y ojos tan negros como la
oscuridad.

Quise responder, pero por más que lo intenté nada pude articular. Me
aterré al imaginar que quedaría mudo una semana antes de la graduación,
todavía aferrándome a banales concepciones. Giré y creo que tosí arrojando un
curioso objeto en forma de escarabajo blanco.

–Vamos, no seas tímido –continuó el sujeto, que ostentaba un bastón con


el poder de deshacer cualquier misterio y una bola donde el negro parecía
haberse tragado al azul–. Así es cuando llegas aquí por primera vez, así les
pasa a todos. Nuestro amo nos concede ciertas oportunidades, aunque él
siempre gana. Pero anda, siéntate, te va a gustar.

–No, yo nunca quise venir aquí –articulé sintiendo que algo se había roto
entre mi cuerpo y mi cabeza.

–No me digas que no lo gozas. Todos los humanos son así, les gusta
detestar lo que adoran en el fondo. Que esto no sea real no significa que no
puedas disfrutarlo. Es absurdo, pero conmovedor. Esto es la vida en tu humana
percepción: sexo, adoctrinamiento y una libertad ficticia, pero reconfortante.

–¿Quién eres tú? –logré expresar finalmente, sintiendo que la bestia en


mí surgiría en cualquier momento.

–¿Yo? ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¿Quién es ella? ¿Acaso no sabes?
Ella es Isis, la mejor que tenemos. Vino aquí por gusto y lo que hace es
sensacional. Quizá creas que la obligamos, pero ella deseaba esto con todo su
ser, nos contó su fantasía y de inmediato le acogimos. Ella añoraba estar en
una orgía con hombres mayores y gordos, especialmente que no usaran
condón. Ella quería sentir esas cosas duras y erectas, deseaba ser dominada y
tratada como lo que es. Mírala por ti mismo, ¿ves cómo lo disfruta? ¿Qué
mejor que hacer lo que adoras por dinero? ¡Y apenas va calentando, pues por
noche se la follan más de cien ancianos y le encanta! ¡Si tú vieras cuánto
esperma ha recibido! ¿Puedes creer que ha estado preñada ya varias veces y en
todas ha abortado?

La voz de aquel sujeto me resultaba odiosa, como si las llamas del


infierno hubieran entrado en el lugar más sagrado de mi interior. Quería
matarlo, era la primera vez que sentía algo así con tal magnitud. Quería
también matar a Isis y luego matarme yo. El temor, el temblor y las
palpitaciones, todo el extravío, el fuerte golpe mental y espiritual, todo aquello
se convirtieron en una rabia insaciable. No hallaba la manera de contener toda
esta ira y un grito se ahogaba en mi alma. Me dirigí hacia el centro del
espectáculo y vociferé con todas mis fuerzas, causando un estruendo que
derrumbó cuanto me rodeaba y mediante el cual expulsaba miasmas raras que
explotaban con violencia inaudita:

–¡Jódanse todos! ¡Al diablo con esta existencia demente!

Creo que me desgarré la garganta y me lastimé más de lo que creía, pero


no me importó. Tras el grito percibí cómo algunas sombras se revoloteaban en
el techo y se esfumaban, también aquel molesto y execrable sujeto
desapareció. Todo se calmó, todos callaron y el espectáculo se detuvo. Los
ancianos me miraron confundidos y lo que tanto temía aconteció: la mirada de
Isis se posó en mí. Me fulminó con sus ojos, lo único que aún se mantenía
puro, yo atisbé su interior, esa luz, ese brillo que había observado en la iglesia
aquel día. Ella enloqueció y palideció, quedó muda y estoy seguro de que le
ocurrió lo mismo que a mí, su espíritu la abandonó y casi quería matarse. No
supimos que más hacer, pues ya todo daba igual, todo lo bonito y valioso
había muerto sin que ningún intento de resurrección fuese posible. Nuestras
marchitas almas se extinguieron y entre ambos se estableció una conexión
milenaria y ridícula. Pese a todo, supe que la amaba, aunque fuera la
protagonista de un millón de orgías nauseabundas, aunque no hubiera podido
hacerle el amor, aunque nuestra felicidad hubiese sido pseudorealidad. Sentí
cómo las lágrimas escurrían copiosamente por mi rostro, eran dulces y
abundantes. En mucho tiempo, quizá nunca, había llorado de ese modo. Sentía
coraje, pero a la vez compasión, dejé de ser yo mismo y cuando noté que su
llanto se empataba con el mío susurré con las últimas fuerzas de mi corazón:
–¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? Yo te amo Isis…

No pude continuar, no pude esperar su respuesta. Unos gorilas me


sostuvieron por los brazos y comenzaron a golpearme. Solo vi que Isis corrió
hacia lo que parecían ser los vestidores, mientras todos reclamaban las
entradas. Hubo disparos, gritos e injurias, pero yo seguía siendo golpeado y
me protegía como podía. Finalmente fui arrojado del lugar y perdí el
conocimiento.

Una leve llovizna caía y limpiaba las heridas, removiendo la sangre,


aunque el dolor interno en nada se comparaba con el físico. Estaba devastado,
una intranquilidad malsana me arropaba y sabía que en ningún lugar podría
hallar paz mientras siguiese vivo. Sentía no poder más, quería desprenderme
de esta envoltura y alejarme para jamás volver. ¡Cómo detestaba esta
sensación de incertidumbre tan lacerante! Permanecí así unos minutos, tirado
en el suelo, mirando a las personas pasar, con la lluvia cayendo y con el olor
del petricor renovándome. De pronto una voz se dirigió a mí muy
tímidamente:

–Hola, ¿cómo estás? –dijo la vocecita temblorosamente.

Cuando levanté mi jodida cara presencié lo inaudito, ¡se trataba de Isis!


Al principio dudé e intenté sacudir mi cabeza para desfigurar su imagen, pero
no se iba.

–Hola, es que acaso tú… –contesté temblando y sin lograr contener mis
emociones.

–Lamento que hayas tenido que encontrarme en estas condiciones…

Por unos instantes mi mente se vacío. Fue extraño, la mezcolanza de


imágenes y sensaciones me hacían sentir más humano que nunca. Comprendí
que estaba demasiado lejos de poder elevarme hacia lo único que tal vez
podría salvarme. Me trastorné y, sin contenerme, espeté todo cuanto pude. Un
nuevo ser se apoderó de mí, conformado por el conjunto de espejismos que
yacían inalcanzables. Comprendí que me costaba demasiado dejar ir a las
personas, las cosas, los sucesos y la vida.
–No entiendo nada –comencé diciendo mientras el tono de mi voz se
elevaba–. ¡No lo comprendo, maldita sea! ¿Por qué? ¿Qué demonios es lo que
haces? ¿Qué es lo que eres?

–Lo que has visto es lo que ahora soy y lo que siempre seré –contestó
mientras cristalinas lágrimas corrían por su rostro–. ¡Soy una maldita perra!
¡Eso es lo que soy!

La miré, su atuendo tan provocador resultaba tan contrastante con la


memoria que de ella guardaba. Recordaba su angelical silueta, sus facciones
moderadas y finas, su esencia pura y etérea. Pensaba que Isis era incapaz de
engañarme, de serme infiel, que era una mujer demasiado divina para poder
relacionarse con algún otro hombre, pues jamás podría apreciar en ella lo que
yo. Y qué dolor sentí cuando por primera vez la observé besando
apasionadamente a otro hombre, a alguien inferior. Quería ir y hacerla entrar
en razón, pues la había perdonado en ese mismo momento. No debía ser culpa
suya, seguramente no había querido hacerlo, aunque dijese lo contrario.
¿Cómo era posible que la única mujer que yo había amado me ocasionara un
dolor tal?

–¡No! ¡Te conozco y sé que no! –repliqué a sus gritos lastimeros–. ¿Por
qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Dónde está esa mujer cuya grandeza me incitaba a
componer poemas sublimes? ¿Dónde está tu divinidad? ¿No prometimos que
permaneceríamos juntos hasta el fin?

–¡Nunca lo entenderías! Te di todo de mí y me quedé vacía. Traté de


cuidarte tanto como pude. Te advertí que esto era frágil y que debías cuidarme.

–Entonces ¿qué cambió? ¿Qué pasó con todo lo que decías sentir?

–¡Yo cambié, te dejé de amar! –respondió llorando y mirándome como


nunca lo había hecho–. Debes saber que mientras perduró lo que por ti sentía
jamás te fui infiel, jamás te engañé porque te amaba, pero se acabó, ¡se
rompió! ¿Acaso no lo sentiste? Nos convertimos en aquello que tanto
detestábamos, todo se trasformó en problemas y cotidianidad, en algo igual de
humano como lo que tanto decías aborrecer. Y, aun así, seguí contigo, pese a
que ya no te amaba, pero fui débil y…
–Y ¿por eso te besaste con otro? ¿Por eso participas en orgías con esos
ancianos asquerosos? ¿Es por dinero? ¿Qué pensaría tu padre de esto?

–¡Cállate, tú no lo entenderías! ¡Mi padre está muerto! Lo mataron por


deber tanto dinero y ahora… Lo único que hago es sobrevivir y además es
porque… –se detuvo y desvió sus ojos rojos y llorosos.

–¿Por qué? ¿Acaso hay algo que deba saber que me estás ocultando?

–¡No me obligues a decirlo porque no quiero lastimarte! Lo único que te


pido es que te vayas ahora mismo y que te olvides de mí para siempre. La
persona que conociste como yo ha muerto, se ha ido. Intenté contactarte, pero
nunca respondiste mis cartas, estaba devastada tras la muerte de mi padre.
Ahora es diferente, ¡ya no te amo más! Desapareció lo que por ti sentí con
tanta intensidad. Estoy vacía y condenada.

–¿Qué es lo que te niegas a decirme? ¡Necesito que me lo digas, por


favor! ¡No me importa si me lastimas, dilo! –le supliqué de rodillas incluso–.
Debes saber que estuve inválido por un largo tiempo, jamás fue mi propósito
ignorarte.

–No importa ya. No lo diré porque no quiero lastimar tu espíritu más de


lo que ya está. ¡Puedes odiarme el resto de tu vida! ¡Puedes tenerme como a
una maldita zorra infiel! No me interesa conservar algo de ti, solo vete.

–¡No me iré hasta que me digas por qué haces esto y qué es eso que me
lastimaría!

–Vete, por favor –suplicó solemnemente mientras lloraba con más


fuerza.

–¡No, no me iré! –asentí airado–. ¡Dime lo que tengas que decirme!

–¡No, lárgate y déjame en paz! ¡Olvídate de mí!

–¡No, no lo haré! ¡Dímelo, maldita sea! –le insistí con tal vigor que
terminé por convencerla.

–¡Lo hice porque lo deseo con todo mi ser! ¡Deseo ser cogida de tantas
formas y por tantos hombres como sea posible!
–¿Qué demonios estás diciendo? ¿Acaso estás loca? ¿Quién demonios
eres tú? No puede ser cierto –exclamé tomándola del brazo.

–¡Nadie, solo una maldita zorra! Pero una que ya no te pertenece y que
jamás lo hará de nuevo –profirió zafándose de mi mano–. Te advertí que no lo
comprenderías, ¿recuerdas lo que te conté sobre mi padre? Pues aumentó y es
algo que está en mí, que no puedo controlar. Siento la inevitable necesidad de
que me cojan duro y fuerte, si así quieres entenderlo. No lo controlo y tanto mi
cabeza como mi cuerpo lo añoran. ¡Por eso a ti jamás podría poseerte sin
amarte! ¡Eres el único hombre con el que no podría liberar mis fantasías y
parafilias!

–Pero ¿por qué? ¡No entiendo de qué estás hablando! ¡Dímelo sin
rodeos!

–¡Porque a ti no se te para! –dijo secamente, en tanto comprendí que eso


era lo que se negaba a expresar–. Así es, por eso a ti no podría tratarte como a
los demás hombres, porque tú no sirves para coger. ¡Tú no puedes cogerme
como ellos lo hacen, duro y fuerte! No eres más que un niño, un estúpido que
cree en esas tonterías del amor que yo también creí en su momento, pero no
más.

–¿Por qué haces esto? –acerté a exclamar totalmente deshecho, mi


espíritu se hallaba acabado–. ¡Tú me amaste! Y aún me amas, yo puedo
saberlo.

–¡No, ya no! Y si lo hice fue porque creí en lo que decías, pero todo
falló. Ahora veo mi auténtica naturaleza, ahora soy esto y no la mujer de la
que te enamoraste. ¡Y si esos viejos asquerosos me cogen todas las noches es
porque yo así lo quiero! No entenderías el placer que logro experimentar y
todos los orgasmos que tengo cuando siento sus penes hirviendo y su semen
llenándome por dentro ¿Acaso tú puedes hacer algo así por mí? ¡Claro que no!
Tú jamás podrías porque no se te para ¿Acaso ya olvidaste aquel día del hotel?
Si en verdad me amaras, me hubieses hecho tuya, ¡me hubieses cogido como a
la vil perra que soy!

–No puedo creer lo que estás diciendo –dije pasmado y tirándome de


rodillas nuevamente, estaba fulminado.

–Te advertí que te dolería lo que me pedías con tanto vigor que te dijera,
pero tú me provocaste. ¿Acaso puedes follarme toda la noche como lo hacen
todos los hombres con los que he estado? ¿Puedes llenarme la boca y la cara
con tu esperma caliente como ellos lo hacen? ¡No puedes! Y eso es porque tu
amor es una estupidez. Ya no creo en tus cuentos sobre la espiritualidad, lo
que yo necesito no es meditar ni esas cosas, sino alguien que me haga sentir
mujer y que satisfaga mis necesidades. ¿No eres capaz de ver que las personas
somos así de vacías?

–Pero ¡tú eres diferente! Sé que en el fondo se halla tu verdadera esencia


y no lo que pregonas ser.

–Te equivocas, esta soy yo –respondió con fiereza–. Te admiro y te


aprecio como jamás lo haría por alguien más, pero ya no te amo y tampoco
deseo creer en tus palabras ni escucharte. Tú sí eres diferente, lucha por tus
sueños y olvídate de mí. Siempre has pertenecido a los seres más elevados de
los que hablabas, pero yo no. Sigue tu camino, medita y evoluciona, pero
déjame a mí aquí. ¡Esta es tu prueba! Debes abandonarme a mí en esta
podredumbre que tanto disfruto y que yo misma elegí. ¡Vete y jamás vuelvas a
buscarme, porque ya para ti jamás estaré!

Todo en mí ardía con las llamas de mil infiernos. Un dolor como ningún
otro me carcomía desde el fondo de mis entrañas. Ahora entendía que, a pesar
de la distancia y el tiempo, amaba a Isis con locura. Me negaba a creer en sus
palabras, incluso pensaba que había alucinado lo que había visto. Sin duda, mi
espíritu estaba destrozado y quizá jamás podría recuperarse. Ella me miró y en
sus ojos atisbé un brillo desdichado, como el de un demonio que se halla preso
en el lugar incorrecto. Así permanecimos unos instantes hasta que se dio la
vuelta y comenzó a alejarse. Y yo seguía ahí, amándole a pesar de todo. La
odiaba, la detestaba y su presencia me dificultaba la respiración, pero su
compañía, sabiendo lo funesto de su persona, me sería soportable si volviese a
mí. A pesar de todo, estaba dispuesto a estar con ella una vez más. No
interesaba si había sido follada por todos los hombres del mundo o si se había
corrompido como ningún otro ser, si ahora su alma estaba marchitada y su
existencia condenada, yo nunca dejaría de amarle y estaría con ella incluso si
eso implicaba destruir mis sueños y renunciar a mi propia esencia. Amaba a
Isis y, aunque me lastimara, podía soportar todo lo malo que ella hiciera si al
final podía permanecer a su lado y recostarme entre sus brazos.

–¡Isis, nada de eso me importa! –exclamé en un último intento por


detenerla, mientras corría y me ponía en su camino–. Ya te he perdonado, Isis.
¡Regresa conmigo, por favor! ¡Te necesito para continuar! No puedo vivir sin
ti…

–¿Qué estupideces estás diciendo? ¿Acaso eres tú quien ha enloquecido?


¿Cómo podría volver a estar contigo después de todo lo que he hecho?

–No me interesa cuántos hombres te hayan follado ni cuántas veces se


hayan corrido en ti. Tampoco me importa todo lo execrable que hayas dicho,
porque yo…

–¿Por qué tú qué? ¡Estás loco! Deberías odiarme con todo tu ser, soy un
estorbo para ti ¡Déjame en paz, déjame sola! ¡Quiero vivir lejos de ti y nunca
más verte!

–Porque yo te amo… ¡Te amo más que a cualquier cosa! ¡Te amo más
que a mi dignidad, más que a mi vida! ¡No puedo vivir sin ti! –afirmé casi
lamiendo sus tacones y lloriqueando como un imbécil, todo carecía ya de
cualquier sentido.

–No sabes lo que dices, has enloquecido. ¿No escuchaste mis palabras?
Aunque lo quisiera, ya no puedo estar contigo. Yo cambié y ahora nada puedo
sentir por ti. Me jode tenerte cerca, me enferma tu presencia. Me mata sentir tu
respiración y me lastima escuchar tu voz. ¡Olvídate ya de todo lo que vivimos!
No te aferres a esto, pues ya nada queda sino un absurdo entre nosotros.

–Pero yo te amo, Isis. Te amo y no me interesa nada más que estar


contigo…

–¡Pero entiende que yo necesito sexo duro y fuerte, no a un niño como


tú! Entiende que amo cómo esos viejos cerdos y asquerosos me cogen por
todos lados. Entiende que a ti no se te para y que de nada me sirves. Ya nada
queda entre nosotros, ahora solo amo las gruesas vergas de esos viejos y a ti te
odio. ¡Te aborrezco más que a nada en el mundo!

–¡No me interesa! Te amo y no te dejaré ir –dije perdiendo la razón y


apretándole el brazo.

–¡Suéltame, maldito! Gritaré y te golpearán de nuevo ¿Es eso lo que


quieres?

Pero no la solté, y cuando estaba a punto de gritar, la besé. Era extraño,


pues por un segundo todo pasó frente a mis ojos. Sabía que aquel beso no
cambiaría nada, pero no podía evitarlo. Introduje mi lengua hasta el fondo de
su garganta y me tragué toda su saliva, disfruté de esos labios rojos tan
encendidos. ¡Cómo hubiera deseado que aquel beso se prolongara para
siempre! ¡Cómo hubiera querido morir en ese instante! Todas las imágenes
pasaban, todos los momentos entre ella y yo colapsaban, eran arrasados por
una malsana suerte, por una espesura de sangre que emanaba desde mi interior.
¡Qué diferente había sido nuestro primer beso de este último! Pero, al fin y al
cabo, era un beso, uno de la mujer que amaba. Jamás entendí por qué no
lograba excitarme con ella, por qué sentía tal respeto y en tan alta concepción
la tenía que me era imposible tratarla como le hubiese gustado en el sexo.
Supongo que eso fue lo que más me lastimó y no las cosas que hacía, sino el
pensar que jamás imaginé que así terminaría nuestra historia. Y sí, la odiaba y
la aborrecía, sentía un asco endiablado al mirarla, pero también la amaba y
hubiera podido obviarlo todo y comenzar una vida nueva con ella para
aniquilar este vacío anodino y obnubilar la ranciedad de mi existencia, lo cual
ella conseguía en aquellos días preciosos y extintos. Era triste saber cuántas
cosas habían quedado por decir y cuántas otras ya jamás se dirían. Recordaba
que, en nuestros primeros días juntos, ella me había pedido que jamás me
alejara de su lado y me prometió que, pese a todo, estaríamos juntos hasta el
fin. Y ahora este, sabía, era el fin de todo.

XIX
Todos los recuerdos pasaron en ese instante, mi corazón se marchitó y mi alma
sucumbió. Isis me alejó con una fuerte cachetada y me escupió en la cara
como a una basura. Su mirada era tan distinta a la de aquel primer día, y a la
vez tan similar en el fondo. El mundo que conocía se detuvo y solo yo seguía
imaginando las formas que ocasionaban mi sacrilegio. La miraba conmigo,
corriendo, recostada en mis brazos, dormida, comiendo, soñando, despertando,
riendo y hablando. ¡Qué no hubiera dado por tener ese futuro! ¡En verdad
jamás entendería mi comportamiento y por qué me dolía tanto lo que había
hecho! Ahora éramos dos opuestos, seres cuyas vibraciones eran ajenas en
todo sentido. ¿Por qué terminaba todo así? ¿Acaso este destino absurdo y cruel
era el que me deparaba? ¿Acaso esto estaba planeado cuando la conocí aquel
día en la iglesia? Si tan solo hubiese podido penetrarla…

–Si tan solo no te hubiera conocido –expresó como leyendo mis


pensamientos–. Si tan solo todo hubiera sido diferente aquel día. Si tan solo
pudiéramos amarnos de nuevo, pero ya no, nunca más...

–Perdóname, Isis. No sé qué hice mal… –susurré mientras un dolor


punzante me ahogaba.

–Todo se termina así, esta es nuestra historia. Jamás estuvimos


destinados a estar juntos y ya nada queda. Debes saber que estoy embarazada
y ya no puedo abortar, pues moriría. Ya he abortado muchas veces antes, ahora
solo queda tenerlo. Perdóname, te fallé por última vez, a ti que tan bueno
fuiste conmigo siempre. Pero yo no elegí tener estos deseos en mí. Y es cierto
lo que te dije: me encantan las orgías con ancianos negros y gordos, me
encanta su esperma en mi boca y mi vagina. Debo confesarte que me hace
feliz estar finalmente preñada de este modo, lo deseaba tanto. Mi mayor
fantasía apenas la cumpliré y es justamente hacerlo preñada con más de
trescientos en una misma noche… Perdóname, en verdad lo siento… Supongo
que cuando alcances ese estado superior del que tanto hablabas yo estaré
siendo la perra de algún sujeto con suficiente dinero en su billetera para poder
pagar por mi trasero. No sabes cuánto te amé, en verdad lo hice, pero ya no. Y
si es que algún día puedes, solo ven y cógeme como tantos más lo han hecho,
pero ya no me ames nunca en tu vida.
Tras haber pronunciado estas apocalípticas palabras escuché el sonido de
sus tacones alejarse. No la seguí, me quedé ahí, devastado y de rodillas,
sintiendo cómo las gotas de lluvia se estrellaban contra mi rostro. En verdad
nada me quedaba ya, era un muerto viviente, quizá siempre lo había sido. Sin
embargo, ahora era distinto, pues no solo sentía mi cuerpo y mi mente inertes,
sino mi interior, mi espíritu o alma, o lo que fuese. Estaba derrotado y abatido
como nunca lo había estado, tan alejado de ser yo mismo. En todo caso me
parecía absurdo, tantas imágenes para nada, tantas ideas materializadas para
terminar así. Era el humano más infeliz de todos, el más inútil. No solo se
trataba de Isis, sino de mi vida. Nada tenía ya por qué luchar, nada me
importaba ya. Me era indiferente vivir o morir. ¿Qué sentido tenía luchar una
guerra que se sabía perdida desde el comienzo? Solo quería aniquilar a toda la
humanidad y desaparecer todo rastro de mi falsa existencia, ese era ya mi
último anhelo. Todas las fuerzas me abandonaron y me resigné a perecer en
ese críptico lugar.

No sé qué más pasó, pero desperté tras haber perdido el conocimiento.


Me hallaba tirado en el pavimento, sin saber si aún estaba vivo, pero creía que
sí. La lluvia había arreciado y estaba empapado, la sangre que brotaba de mis
heridas era ya poca, aunque sentía un gran dolor en el rostro y en todo el
cuerpo. Afortunadamente pude ponerme de pie, aunque sin desearlo. En parte
la sensación de estar muerto me era agradable, mucho más que la idea de estar
vivo. Siempre había creído que el hecho de existir era un mero acto de fe, pues
se experimentaba y hasta ahí, no había certeza de algo más. Me parecía que la
próxima vez que estuviera bajo esta llovizna sentiría una felicidad
irreprochable, presentía que la separación estaba demasiado cerca.

Ahora sabía que el amor realmente era maravilloso y terrible, fantástico


y miserable, pureza y dolor, pasión y tristeza. Era un cuento tan bien diseñado
que exprimía el posible espíritu de los humanos hasta hacerles enloquecer.
Claro que siempre era peligroso y, de hecho, solía ser dañino entregarse a tal
punto. Ahora sabía también que debía existir el bien y el mal, aunque no los
entendiese. En el fondo, era absurdo hablar en tales términos, pues bueno y
malo dependían del observador. Todo era relativo, qué falacia era la vida y lo
que sabía de ella. Hubiera preferido tanto la inexistencia, nunca haber venido a
este mundo. Asimismo, nada podía impedir que Isis me olvidase y follase en
múltiples orgías, y que yo prosiguiera con mi vida como si nada hubiera
pasado, pero siempre con aquel punzante y eviterno malestar, con esa agonía,
ira y amargura que ya nunca me abandonarían.

Volví a casa con un profundo malestar, vivir ya no era, desde ningún


punto, mínimamente soportable. Una infinidad de preguntas me invadían,
temblaba y mi cabeza no paraba de sentirse lacerada. Por todos lados
observaba a Isis en medio de aquellas orgías, siendo penetrada tan
placenteramente por aquellos ancianos negros, gordos y vomitivos. ¿Cómo es
que podía ser así? ¡Era una maldita golfa, una pérfida, una zorra malnacida! Y
¿cómo podía yo haberle amado? ¿Cómo podía hacerlo ahora? Lo peor de todo
era que la detestaba y la amaba, así de contradictoria era la naturaleza humana.
Por doquier, las personas eran golpeadas y humilladas, pero esto les agradaba
y siempre volvían al sitio donde eran dominadas, era menester para el humano
sentirse inferior y adorar algo, aunque fuese una estupidez como la religión o
la ciencia, o como el dinero y el entretenimiento. Pero todo se desbordaba,
tantas ideas fluían, todas ligadas y encaminadas hacia Isis y su blasfemia. Tan
idílico fue lo que sentí por ella al comienzo, pero tan patético fue nuestro fin
eterno. Me preguntaba por qué todo cuanto ocurría tenía que estar impregnado
de algo miserable y enigmático. ¿Por qué rayos no podía ser como el resto del
mundo? Y, sin embargo, la normalidad era lo que aborrecía y lo que había
buscado destruir con las imágenes y la bestia que en mí habitaban.

Las preguntas no cesaron, ni tampoco las visiones. Aquel funesto


espectáculo fue el aliciente que me impulsó para atormentarme con cuestiones
abstrusas. La ansiedad y la tristeza que sentía, mezcladas hasta el extremo en
mi interior, hacían imposible que pudiera mantenerme con vida. Era como si
mi mente y mi cuerpo ya no pudiesen estar juntos por más tiempo. Era como si
se detestasen, como si se opusieran a seguir unidos. Y quizás había algo más,
algo de lo que carecía el mundo execrable en donde me veía obligado a
permanecer. Y ese algo era el espíritu, que rechazaba permanecer entre la
miseria de la raza humana. Sí, odiaba con todo mi ser a esta civilización
absurda y preñada de estupidez. ¿Cómo estar donde uno no quiere ni puede?
¿Por qué resistir una existencia tan falsa y asquerosa? ¿Por qué anhelaba la
muerte sabiendo que estaba ahíta de incertidumbre? Y, sobre todo, ¿en qué
instante fue que me convertí en esto? ¿Qué era el tiempo sino lo mismo que el
bien y el mal, un mero concepto para intentar capturar lo infinito y hacerlo
asequible ante nuestra reducida comprensión? La vida era tan corta, tan sucia
y mundana. Me sentía cansado en tan poco tiempo, y en parte entendía porque
siempre había vivido tan de prisa, pues misteriosamente presentía lo
ineludible, en tanto que lo deseaba fervientemente.

Estaba trastornado, al borde la locura, detestando y añorando a Isis.


Incluso cuando estaba inválido jamás creí que pudiera hacerme esto. Sobre
todo, me odiaba por haberle conferido tal poder sobre mis emociones. ¡Cuánto
la amé, cuántas cosas logré sentir por ella en su momento! Y ahora solo
quedaba una salida, una que conocía, pero que negaba y añoraba No me sería
posible seguir viviendo de este modo, lo mejor sería consumar el acto, pero
tenía algo de miedo. ¿Por qué era así? ¿Por qué se odia lo que se ama? ¿Por
qué se teme lo que se necesita? Bien y mal, demasiada luz termina por cegar y
demasiada felicidad por entristecer. Lo mejor era mantenerse en el sendero
medio, impasible ante la dudosa existencia, ante la simulada realidad. No
obstante, a mí ya de nada me servía saber algo así, pues era muy tarde para
intentar acercarme a dicho sendero.

¿Acaso me había vuelto loco en esta noche ignominiosa? No estaba


loco, de ninguna forma. ¿Cómo podría estarlo cuando por primera vez veía
todo tan claro? Finalmente lo había comprendido, sabía que la vida era falsa,
que ningún matiz de la pseudorealidad servía para alejar el anhelo supremo
que consagraba a los seres sublimes. Que los humanos se solazaran con esta
ilusión y con su materialismo. Sí, que el mundo se fuera al demonio, más de lo
que ya se había ido. Yo sabía la verdad acerca de todo. Ahora lo sabía, nada
me era ajeno, había alcanzado en la soledad de mi habitación lo que todas las
imágenes intentaban decirme ¿Por qué tardé tanto en descubrirlo? ¿Por qué fui
tan terco al no comprender que era imposible escapar de la pseudorealidad
puesto que la vida misma estaba englobada en el concepto? Pero yo ya no
podía ser como el resto del mundo, era una minoría de uno, estaba loco y se
sentía genial. Sentía lástima por los humanos, pues sabía que nunca
entenderían lo que yo había descubierto. Solo restaba una cosa por hacer para
convertirme en dios…

Pasé toda la semana encerrado en mi habitación, comí y bebí lo mínimo.


Me sentía más delgado, estaba desvelado y en mi cabeza no parecía que fuese
realmente yo. Mis padres se limitaron a insistir en que comiera y saliera más,
pero no prestaba atención a sus súplicas. Por otra parte, el fin de semana
entrante sería la graduación, una fecha que a todos emocionaba menos a mí.
En el trascurso de los días pensaba con melancolía en todos los cambios que se
habían producido y que de manera habían modificado mi vida. Así era
precisamente el hecho de vivir: nada le pertenecía al humano, cuyas metas se
tornaban tan superfluas en comparación con el giro de la ruleta de
acontecimientos. Entendía a la perfección que las cosas tan claras que se
presentaban ante mí eran imposibles de dilucidar para otros. ¿Cómo podía
entonces seguir perteneciendo a una raza cuyos ideales eran absurdos,
miserables y tan terrenales? ¿Cómo sentirse parte de algo cuyo flujo es
absolutamente contrario a la esencia intrínseca en el fondo del alma? Aun con
todo esto me mantenía firme y sabía que, aunque desapareciese para siempre,
mi pensamiento quedaría impregnando en lo intangible, solo necesitaba
plasmarlo en un mensaje, de un modo que jamás pudiese ser olvidado.

Ya cualquier cosa me era ridículamente tediosa. Recordaba la gran


intensidad con que había comenzado mis estudios universitarios, los cuáles se
tornaron tan vacíos como todas las teorías y profesores. Todo se marchitaba
tan lastimeramente que en verdad me apenaba que una raza en tal decadencia
continuase reproduciéndose. De cualquier modo, todos teníamos el mismo fin
y, en todo caso, cualquier meta se veía matizada de un sinsentido irremediable.
Cualquier lucha por el ideal que fuese seguía manteniendo al humano
sometido a su condición miserable. La existencia de toda persona era absurda,
tanto como sus ideales materialistas y sus aspiraciones a reproducirse y
perpetuar el error que denotaban. Desde luego que las visiones no se alejaban,
pero ahora se presentaban como bestialidades con deformidades abruptas o
realizando actos obscenos. Ya no confiaba en mi vista, hasta pensé en
arrancarme los ojos, pero me faltó valor.

Seguramente todos dirían que había errado el camino, que estaba loco y
que era un tonto, pues me negaba a ser parte de un engranaje tan banal y
cotidiano. En mí ya no existía algo más allá del cuerpo que me atara a esta
vida, tan solo este contenedor me aprisionaba contra mi voluntad, pero todavía
no era digno de la sublimidad, del medio que me elevaría por encima de toda
la falsedad en la que se revolcaban los triviales humanos. No tengo idea de
cuántas cosas atiborraron mi mente durante esa semana, pues iban y venían,
chocaban y se alejaban. Entre lo que veía y lo que pensaba terminé por
recostarme y no me levanté sino hasta el viernes por la tarde, tan solo porque
mis padres requerían de unos cuántos detalles acerca de la graduación, la cual
comenzaría al día siguiente, temprano y en presencia de autoridades
consideradas importantes.

Debo decir que mis padres no estuvieron muy de acuerdo con mi


indiferencia y mi actitud durante la semana. Esperaban que estuviese más
animado, pues al fin era la graduación, la culminación de todo mi esfuerzo, y
el suyo también. Para ellos tal banalidad significaba la recompensa suprema,
el momento en que podrían sentirse realizados ante un logro de tal magnitud.
Después de todo, no eran diferentes del resto del mundo, pero a su manera
intentaban apoyarme, lo cual jamás comprendí. Por otro lado, creían que sería
bueno que entrase a trabajar cuanto antes, pues había gastos. Además, en
cuanto pasara lo de la graduación nos iríamos a vivir a nuestra casa, y al fin
dejaríamos aquel lugar tan ominoso que ahora ya me daba lo mismo. Vendrían
cambios y una vida nueva se asomaba después de haber soportado tal infierno.
Sin embargo, para mí nada significaba, estaba harto de cualquier tipo de vida,
pues nada valdría tanto como la separación eterna que con ansias esperaba y
que parecía seguir temiendo por alguna razón. Me limité entonces a
permanecer callado y escuchar sus reproches. Me era impensable hablarles
sobre mis ideas, pues para ellos, como para el resto del mundo, no eran sino
tonterías. Creían que en cuanto trabajara me centraría en vivir como todos: que
conocería alguna chica guapa, me casaría, vendrían los hijos y obtener un buen
salario. Después de todo para eso se estudiaba, según ellos. O quizá preferiría
hacer un posgrado y viajar por el mundo realizando investigaciones y
publicando artículos en revistas famosas. Cualquier tipo de vida normal y en
sociedad venía bien para lo que yo debía hacer de acuerdo con sus
pretensiones. A mí, en cambio, simplemente me enfermaba el modo en que
interpretaban mi felicidad, pero no los culpaba porque bien sabía que era la
pseudorealidad la que se manifestaba en ellos, el moldeamiento al que se
habían visto sometidos desde el nacimiento. Ellos me habían educado
conforme mejor les había parecido, pero habían cometido un error terrible y
yo, afortunadamente, creía haber despertado, aunque ya fuese demasiado
tarde. Solo me preguntaba cómo las personas podían soportar una vida tan
monótona y vacía. ¿En qué clase de mundo pestilente nos veíamos forzados a
permanecer?

Llegada la noche mis padres se fueron a dormir un tanto perturbados por


mi actitud desgraciada. Nuevamente el insomnio se hizo presente y no dejaba
de temblar, sentía como si en cualquier momento fuese a colapsar mi mente.
Creo que fue la peor noche de mi vida, pues las imágenes oscilaban entre el
sueño y la realidad, imposibles de distinguir. El pasado, el presente y el futuro
eran formas en que podía alterar la corriente de inmundicia que golpeaba en
todos los ángulos, cual feroz tormenta. Por fin entendía cómo se sentía
enloquecer, algo tan parecido al amor, pero tan lejano a la vida. Qué curioso
que todo proviniese de Isis, era parte fundamental en las eviternas sensaciones
que me inundaban. Pensaba que, si no la hubiese conocido, jamás habría
atravesado por esto. Si tan solo nada de aquello hubiese pasado… Lo que más
me confundía era cómo después de tanto tiempo la seguía adorando. Nunca en
toda mi nauseabunda vida había logrado experimentar un dolor y una angustia
similar, ahí residía el origen de todo este galimatías de rencor amoroso. Ella
había estado al comienzo y al final de todos los que creía eran reales, pero solo
resultaban ser facetas del yo interior. Mis párpados se cerraban, me estremecía
y observaba un rostro muy familiar y sugestivo, era Elizabeth. La mitad de su
rostro anunciaba lo mismo que la lluvia de aquel ominoso día, algo
imprescindible en el camino absurdo de un muerto.

Cuando desperté, tras una tenebrosa noche de irrealidad y sueños


opresivos, sentía como si este fuese un día que jamás olvidaría. Permanecí
media hora tendido en la cama, mirando el techo de aquella casa que tanto
había detestado. Estaba triste, pero era una tristeza descomunal, tan inherente
que de ninguna forma podía arrancarla. También me percaté de que estaba
solo, lo había estado siempre. Todo ser humano nacía y moría solo, esa era la
cruel verdad que todos solían adornar, pero que siempre se presentaba en la
última hora. El reloj marcaba las 6 AM, demasiado temprano, y yo ya no tenía
sueño. La graduación comenzaría a las 10 AM, hora razonable para que todos
se perfumaran y se ataviaran como mejor les viniera en gana. Seguramente
estarían tan emocionados y el ambiente sería de dicha y felicidad. Los padres
se enorgullecerían de sus amados hijos, de aquellos sujetos que no eran
supuestamente como el resto, sino superiores por haber terminado sus estudios
universitarios, porque ahora sí eran alguien en la vida. De todo esto no sé qué
parte me parecía más vacía. Aquellos futuros empresarios solo contribuirían a
alimentar la pseudorealidad, serían consumidores de los vicios universales,
adoradores del falso dios, herederos de la estupidez que sus propios
progenitores les inculcaron. Qué triste me parecía que este acto denotara lo
máximo para las personas ¿Cabía pensar que, al fin y al cabo, todo se reducía
a esto, a formar parte de algo que odiaba?

Recorrí aquella casa desagradable con una sensación traicionera. En una


semana nos iríamos de ahí finalmente, pero ya no me parecía tan funesto el
olor malsano y el ruido ensordecedor, pues mi espíritu estaba bajo la opresión
y el sinsentido de un abismo de proporciones cósmicas para agobiarme con tan
poco. Pero así era yo, siempre vivía en contradicción, por eso tal vez
rechazaba la vida y seguía en ella. Recordaba a mi perro, el que jamás cuidé ni
quise, pero que siempre estuvo ahí. Recordaba su mirada triste, reflejando la
podredumbre de la humanidad, tirado en el suelo y anhelando lo mismo que yo
ahora. En fin, tras haber soltado algunas lágrimas observé que mis padres
habían alquilado vestimentas muy finas y caras, especiales para la ocasión. De
acuerdo con el plan estarían ahí media hora antes, y por unos instantes dilucidé
la posibilidad de que invitasen a mis tíos y demás familia, aunque
afortunadamente logré disuadirlos de tan nefando propósito. Luego, cuando
todo hubiese culminado, iríamos a comer a algún restaurante medianamente
caro y pasaríamos el resto de la tarde celebrando porque ahora yo sería un
hombre eminente, graduado de una universidad ostentosa y con múltiples
posibilidades de ser exitoso, lo cual se resumía en tener dinero y cosas
materiales. Sin duda sería un día inolvidable, uno que quedaría por siempre
grabado en su memoria, y que yo esperaba no vivir.
Me coloqué el traje que me habían alquilado contra mi voluntad y sentí
deseos de salir. Pensé que, de cualquier modo, tendría que asistir a la
graduación, pero podría darme un tiempo a solas para calmarme. No desayuné,
no sentía deseo alguno de probar alimento ni de continuar con esta falacia que
todos aceptaban como vida. Misteriosamente, me entró una nostalgia
tremenda, por lo cual revisé y acomodé todas mis cosas, desde mis libros hasta
mis antiguos poemas. De alguna forma sentía que debía dejarlo ir, que debía
desprenderme de lo más bello que había realizado y lo único que me había
importado alguna vez. Tomé el libro Encanto Suicida, era evidente que me
había cambiado sobremanera. Una conexión mística me alentaba a leerlo una y
otra vez en un solo día, sentía gran afecto por el extraño autor y su sórdida
tragedia.

No había olvidado mi propósito de encontrar a Elizabeth, pero con todo


lo que había ocurrido esta semana ya no tenía fuerzas para nada. Al fin, decidí
que saldría y vagaría un poco, me gustaba caminar y pensar. Tomé el libro
conmigo y también un trozo de papel en conjunto con un lápiz y un borrador.
Antes de salir observé detenidamente a mis padres dormidos en la habitación
contigua. Ellos, pese a todo, eran mi familia, aunque fuesen tan diferentes,
aunque yo estuviera ya loco. Un destello de luz surgió y por un breve lapso me
arrepentí, casi decidía quedarme y continuar con mi absurda existencia tal
como ellos y el resto del mundo, tal como todos los sucesos intrascendentes
que había vivido y las formas que se habían proyectado fuera de mi alma, pero
no, sabía que era demasiado tarde para un ser como yo. Lo que me había
conducido hasta aquí era de una fuerza incuantificable, fuese destino o
casualidad, y ahora me impelía a hacer lo pertinente para quebrar el cordón de
la consciencia.

No podría acumular tantos sucesos, espejismos y sentimientos tan solo


en este carnal traje ilusorio, y en una supuesta realidad que interactuaba con
mis impulsos humanos. Me importaba un bledo lo que dijera cualquier ciencia,
filosofía, creencia, ideología o humanidad, pues eran solo precarias
concepciones que jamás hallarían los recovecos del espíritu. ¡Cuán absurdo
era vivir sin alma! Y todos los monos parlantes a mi alrededor lo hacían tan
fácilmente, pero yo ya no podía más. Me resultaba imposible permanecer más
en este mundo malsano y execrable, ahíto de vicios y podredumbre donde todo
era dinero y sexo. Asimismo, comenzaba a presentir con agitación
desconcertante que probablemente este sería el fin, pero estaba bien, tan
adecuado para un tormentoso torbellino de confusión y paroxismo intrínseco.

XX
Tomé el fragmento que representaba mi vida y lo enterré en el olvido, luego
me levanté y miré a mi alrededor. Era momento de regresar para la
graduación, pero realmente no era lo que deseaba. El sol se elevó, aunque noté
que estaba nublado y me pareció observar un remolino en medio del cielo. De
pronto, como si una trompeta sonase violentamente, un rugido monumental
me conmovió. Sin embargo, parecía que solo yo lo había escuchado. Me
afligía pensar que la vida continuaría con normalidad, con ese carácter
absurdo, mientras que yo seguiría sufriendo y atormentándome con mis
obsesivas elucubraciones. Nada de lo que había vivido los últimos años me
había hecho bien, pero justamente así debía ser la verdad, dolorosa y
desoladora. Me alejé de aquel sitio con nostálgica decepción al saber que las
personas seguirían con sus cotidianas y vacías vidas, tomé el camión y muy
pronto me hallé frente al auditorio. El reloj marcaba las 9.15 AM, todos
estaban ahí reunidos. Entre la algarabía fastidiosa pude distinguir las siluetas
de mis padres, de algunos tíos y primos que habían acudido a pesar de mi
disgusto. El bullicio era descomunal, todos gozaban de una dicha sin
precedentes, excepto yo. Me coloqué frente al barandal para no ser visto, pero
yo sí podía presenciarlo todo. Mis ojos se empañaron, tenía que tomar una
decisión. Lo más razonable era entrar, estar con ellos, sentirme parte de aquel
círculo de graduados que cambiarían al país. Todos lucían atuendos
impecables, tanto hombres como mujeres, con sus trajes y sus vestidos
alquilados. Además, los profesores estaban ahí reunidos y sonreían, saludaban
y se tomaban fotos con sus antiguos estudiantes. En vano intenté ubicar al
profesor G, pues por ningún sitio se hallaba, salvo en el centro del rugido, tal
vez.
Súbitamente, casi cuando estaba por entrar, llegó a mí un sentimiento
que parecía haberse nutrido de toda mi rabia y mi melancolía. Todo parecía
listo para consumar una situación insoportable y carente de sentido. En aquel
auditorio tan majestuoso se llevaría a cabo, dentro de unos minutos, la
ceremonia y la consagración de los hijos ante los padres. Y, sin excepción
alguna, las personas que ahí se congregaban tenían todos los mismos ideales:
los de la mediocridad. ¿Qué vendría después de este momento absurdo?
Seguramente muchos buscarían un buen empleo, ascenderían en sus trabajos,
seguirían emborrachándose los viernes y pasando sus días en una oficina,
realizando cosas intrascendentes y aparentando ser felices. Continuarían con
su vida vacía, añorando como fin el dinero y el materialismo, los viajes, los
automóviles. Buscarían acostarse unos con otros para satisfacer sus
nauseabundos impulsos humanos con aquel restregamiento de carnes.
Añorarían los hombres penetrar y las mujeres ser penetradas, amalgamar sus
fluidos malsanos en uno solo para consumar el acto de la absurda procreación,
perpetuando así a la raza humana hacia el inevitable vacío y la perdición
absoluta. Se casarían e inculcarían a sus odiosas criaturas sus execrables
creencias y aptitudes, preparándoles el escenario para repetir la misma obra
irrelevante que ellos mismos habían representado en otros tiempos, y así hasta
el final de este mísero planeta y de esta triste y errante galaxia en un caótico e
infinito universo. ¿Yo, al fin y al cabo, sería parte de aquella parodia funesta?
La respuesta fue evidente y destructiva al mismo tiempo, pero así era como
debía acontecer el final. Vagabundo e infeliz había sido el símbolo de mi
resurgimiento, pero no en este mundo ni esta dimensión, posiblemente
tampoco con esta esencia.

Después de este día, colegía, nada habría cambiado, todo seguiría igual
de ruin y fútil. Sabía que todo empeoraría, pues ahora para todos los ahí
conglomerados vendría la rendición y la adoración de este sistema tan
decadente, vendría la perpetuación de la pseudorealidad y el abandono total
del yo. Sabía que la vida transcurría así y que no podía ser de otro modo, que
llegaría el momento de conocer a alguien igual de vacío y patético que
quisiera casarse y tener hijos. Lo que las personas entendían como meta y
como algo normal no era sino la consagración de su estupidez y su absurda
forma de existir. Luego, todo seguiría del mismo modo hasta la muerte, sin
ningún otro particular que el de cuidar hijos, trabajar hasta el último instante,
emborracharse, conformarse con el matrimonio y abandonarse a la rutina. Para
ellos eso era bueno, era algo admirable y digno de vivirse. Los humanos creían
que una persona con dinero y con un buen trabajo era digna de admiración, o
que un doctor en ciencias o un gran profesor denotaban lo máximo. Ni hablar
de los imbéciles que vivían admirando futbolistas o actores, pues esos eran los
mayores preservadores de la mediocridad en que se hallaba el mundo. En fin,
los humanos estaban perdidos, sus mentes habían sido violadas por la
pseudorealidad y corrompidas con una facilidad bárbara.

No entendía por qué, pero todo me parecía patético en esas personas que
esperaban ansiosas el comienzo de la graduación. Sabía que de ningún modo
podría yo pertenecer a ellos, y eso era lo más raro. Había crecido en un lugar
donde había sido adoctrinado, pero conseguí un supuesto despertar y eso me
convertía en un loco. Comprendía que de nada servía hablarles sobre mis
ideales o la posible separación de una eterna condena, pues no escucharían e
incluso se burlarían. Para ellos mi forma de pensar denotaba un peligro, pues
ponía en riesgo la perpetuidad de la pseudorealidad. Sin importar que sus
creencias y sus vidas fueran meras argucias se mostraban completamente a
favor de la decadencia. ¿Cómo despertar a una persona que, sabiendo de la
miseria en que se encuentra, se empeña en matizar las mentiras sobre las
cuáles basa su vida para darle un sentido? Este era el poder de la
pseudorealidad, el de hacer que las personas dependieran de ella a tal grado
que, incluso siendo conscientes de su absurdidad, continuaran viviendo del
mismo modo.

No entendía qué demonios ocurría conmigo. ¿Quién era yo? ¿Las


personas que conocía eran reales o imágenes que no podía encerrar en mi
cabeza? ¿Por qué cada una de ellas parecía haberme enseñado algo y a la vez
haberse burlado de mi vida? ¿Qué era este mundo? ¿Cuál era su sentido?
¿Cuál era la esencia de la existencia que para mí no valía nada? ¿Cómo
hubiese sido todo si me hallase del otro lado de la reja, compaginando con
esos seres que rechazaba? Incluso mis padres estaban ahí, pero en nada
marcaban diferencia ante los demás. Tal vez los sentimientos eran el mayor
obstáculo para abandonar la pseudorealidad, pues nos mantenían débiles y
sujetos a lo externo.

Subrepticiamente algo se trepó en mi pie, algo pequeño y sutil. Era una


rana, muy similar a la que observé en una pintura de Elizabeth. Me parecía que
sus ojos profetizaban un misterio, aunque fui incapaz de saber cuál. Me miraba
absorta y sus matices eran demasiado hermosos para ser reales. Pensé entonces
en la naturaleza, en el arte, en la literatura, en la poesía, en todas las cosas de
las cuáles el humano se había distanciado debido al moldeamiento. ¿Cómo
podían los humanos vivir tan aferrados a una absurda y falsa gloria en un
mundo tan diminuto? Y, aun así, cada día el humano expresaba mayor
crueldad, estupidez y absurdidad, como si estas características le fueran
intrínsecas y representativas. En el fondo de mi ser me sentía agobiado, estaba
demasiado cansado para seguir, pues vivía con el único sueño de morir desde
hacía tanto.

Al fin, dejé a la ranita en el mismo sitio donde la encontré. Parecía como


si se hubiese escapado de una pintura, pues era una viva copia. Sin embargo,
tan pronto como me volteé, desapareció dejando en su lugar un charco de
sangre oscura. Desde luego no entendí tal metamorfosis, pero seguía creyendo
que era un presagio, pues en la sangre yacía la figura que nunca pude expresar,
la imagen de la bestia que era yo y que me fundía con el otro ser. Alcé la vista
y observé por última vez a los humanos que esperaban impacientes el
comienzo de una absurdidad más. Ya casi eran las 10 AM, la fecha en que
todo daría comienzo. Abrieron la puerta del auditorio y, uno a uno, fueron
entrando, desapareciendo de mi vista. Los vi a todos, perdidos y convencidos
de tantas mentiras, adoctrinados y adoradores del falso dios. Ahí estaban mis
padres, tan elegantemente vestidos, confiando en que yo llegaría en cualquier
momento. Entraron y rieron, no sin antes asomarse para ver si aparecía, pero
debido a mi posición no lograron verme. Casi me derrotan los malditos
sentimientos, pero resistí, o una fuerza misteriosa en mi mente se impuso dado
que ese debía ser mi destino y no otro. Sabía que, a final de cuentas, no podía
vivir como otros ni intentar hacer lo que todos creían adecuado. Los
sentimientos eran lo más difícil de vencer, pero me hallaba tan roto que no me
resultó tan difícil desecharlos. Sonreí y acaricié el barandal, comencé a
caminar, me alejé poco a poco. En unos momentos más daría comienzo
aquello por lo que muchos consideraban valiosa su vida terrenal, aunque a mí
me parecía que la vida de cualquier humano era miserable, pues sus
concepciones eran solo mentiras hermosamente matizadas. La existencia era
naturalmente absurda, desprovista de sublimidad y con un sutil toque de
cotidianidad. Me enfermaba vivir, eso era lo que en tantos años me negaba a
aceptar y ahora todo lo que me quedaba era la muerte.

Al alejarme de aquel lugar terminé por doblar en un conjunto de


callejones oscuros y enigmáticos. Era una red de oscuros pasadizos, como un
demencial laberinto. No recuerdo cuánto tiempo vagué, perdí la noción de
ello. Me parecía que habían sido segundos, pero también eones. La dualidad
me aterrorizó y podía presenciar cómo en las paredes colgaban espejos de
formas muy variadas, pero que al mirarme en ellos reflejaban una imagen
distinta. En ocasiones éstas querían escapar y solo lograban quebrar el espejo,
les era imposible salir. Me punzaba la cabeza, como si me fuese a estallar. Me
ardía el estómago y mis pies estaban sangrando. La respiración se aceleraba
conforme me acercaba a lo que presentía sería el origen. Después de haber
dado incontables vueltas apareció ante mí una oquedad en una de las paredes.
Tan pronto entré el laberinto fue arrasado por una espesa y oscura lluvia de
sangre para posteriormente deshacerse y mostrarme una virgen con los
estigmas del destino que tanto había negado.

Sacudí mi cabeza y supe que todo había sido una visión. Me había
alejado lo suficiente como para no volver hasta que terminase la graduación.
Me hallaba en una calle solitaria, poco transitada y de mal augurio. De pronto,
un automóvil sumamente parecido al que me había dejado inválido se detuvo,
y de él fue arrojada una mujer. En un comienzo ignoré el suceso, hasta que me
percaté de quién se trataba. ¡Era Elizabeth! Me mantuve impávido, estaba
justo frente a ella, por lo cual, al alzar su mirada, me observó y sus ojos me
consumieron. Sabía que la había conocido antes, mucho antes, pero no sabía
dónde ni cómo, era extraño. Y no hablaba de años, sino de eones. Nuestro
vínculo no tenía comienzo ni fin. Sus ojos, que fulguraban como el fuego
eterno, no se apartaban de mí. Lucía una vestimenta elegante, apretada,
escotada y con tacones. Sus labios estaban pintados de forma intensa y sus
párpados aparecían cubiertos por manchas negras. Y, aunque el maquillaje se
le había arruinado un poco, le sentaba muy bien en su piel blanca. Era alta,
mucho más que yo, y sumamente imponente, preciosa de modo inhumano,
casi irreal. En ella residía un talento como el que tanta falta hacía en el mundo,
era el principio y el fin de mi locura. La miré fijamente y así permanecimos
durante unos momentos, hasta que me habló con voz melancólica, casi en
forma de susurro:

–No sé quién seas, pero tengo la certeza de haberte visto antes, en algún
mundo o algún pasaje ajeno a esta existencia.

–Yo siento lo mismo, aunque es misterioso que pueda encontrarte así,


tan naturalmente –respondí sobrepasado por el deseo.

–¿Me deseas o no? –preguntó sin dejar de mirarme ni un momento–.


¿Acaso puedes sentir amor por mí?

–Por supuesto que te deseo. Mi naturaleza me impide amarte, pero lo


que más quisiera es hacerte mía, no sé por qué.

–Entonces debes ser tú, el que aparecía en mis sueños. Esa silueta en
quien nacían los lienzos –afirmó con sus llameantes ojos–. Yo te vi en muchas
partes, siempre intentaba comunicarme contigo, pero rechacé tu destino y
cambié con ello nuestras vidas. Fui el factor y con cada pintura surgía una
imagen que permanecía en tu eterno interior.

–¿Por qué ya no pintas? ¿Qué haces aquí y ahora con ese atuendo?

–Muy fácil –dijo suspirando y fumándose un cigarrillo–, ahora soy


prostituta, pero de las caras.

–Ya veo, con razón estás vestida así –respondí tartamudeando.

–Estoy segura de que has amado y experimentado sensaciones, pero


ahora te resulta imposible permanecer ante la falacia. ¿Te excita saber que
muchos hombres me han poseído?

–Sí, creo que sí –repuse sin sentir ser yo mismo.

–¿Te acostarías conmigo ahora si te lo propusiera? –preguntó sacudiendo


su divina y flagrante cabellera rizada y pelirroja, era demasiado sensual para
no desearle.

–Supongo que sí, es fácil decidir porque te deseo.

–Bueno, siempre se puede decidir, ¿no crees? Tú ya has decidido estar


aquí, así como lo que harás después.

–Y ¿qué haré después? ¿Por qué eres tú a quien encuentro ahora? ¿Eres
real?

–Tú sabes lo que harás después, pero la pseudorealidad te impide verlo


claramente. Y estoy aquí porque yo soy quien, siendo un mero elemento
circunstancial, cambió tu vida, así de sencillo. Finalmente te puedo decir que
soy tan real como tú lo quieras, y como tú puedas asignarme atributos y
cualidades reales en este mundo ilusorio. Tu mente ha distorsionado la
realidad, tu percepción te ha colocado en determinado punto de referencia.

–¡Elizabeth, creía que te amaba! Debes saber que me masturbaba


pensando en ti, pero amé a otra mujer.

–Eso es esencial en ti. El amor y el deseo son opuestos y, cuando se


combinan, todo se nubla. Amar a alguien es incertidumbre, pero desear a
alguien es destino.

–¿Tú eres mi destino entonces, Elizabeth?

–¿Qué es el destino? ¿Crees que existe o solo te entregas a su sombra


para descargar tu nostálgica figura?

–Eso es lo que necesito entender.

–Pero ya no importa, tú lo has decidido. ¡Ya no queda nada por


dilucidar! ¿O es que te has cegado tanto que no logras atisbar el cuenco del
reptil?

–¿Por qué ya no pintas más? –inquirí nuevamente, tembloroso y


mirando con deseo su cuerpo esbelto, ignorando sus preguntas, aunque sabía
perfectamente las respuestas.

–Porque ya no puedo, se ha extinguido todo lo que era. Ahora estoy


vacía, tanto como el mundo. Desde que mi compañero cósmico murió, todo se
arruinó –masculló recalcando especialmente esta última parte–. Todos
terminan convirtiéndose en lo que tanto detestaban, esa es la transmutación
indispensable de la vida.

–Entonces ¿abandonaste el arte por la prostitución?

–No precisamente, esta es el sendero fugaz. Debí saber antes que, por
desgracia, el arte no da para vivir, menos cuando pintas cosas como yo. En
contraste, el sexo es bien pagado y es necesario para los humanos miserables.

–Ya veo, supongo que el sexo es esencial para sentirse menos muerto.
Dime ¿qué hay de la supuesta pintura prohibida? ¿Aún la recuerdas?

–Por supuesto, fue la última que pinté. De hecho, la terminé la noche en


que él murió, pero nunca fui capaz de discernir el presagio.

–Lo lamento, no quería recordártelo. Es solo que yo…

–Está bien. Tú tienes sus mismos ojos e ideas. Parece que eres el avatar
del olvidado en los páramos adimensionales.

–¿Cómo sabes eso? ¿Acaso hay algo más que conozcas sobre mí?

–Porque soy bruja, ¿no lo sabías ya?

–Pero ¿qué es ser bruja?

–Soñar con un mundo adimensional.

–No te entiendo, Elizabeth. Tampoco te amo ni te odio, solo te deseo


fervientemente. ¿Puedes mostrarme la última pintura?

–No la tengo –afirmó consternada–. Todo mi arte se fue y con él las


visiones de esos seres deformes, además del dolor de estómago y las punzadas
en el tercer ojo.

–Pero debe existir alguna copia, algún lienzo que hayas conservado.

–No es así, vivo en un basurero. Quemé todo cuando acepté sobrevivir


siendo una puta de las más caras.
–Siento que escondes en ti la demencia a la que conlleva la última
imagen, aquella imposible de tolerar.

–¿Por qué lo crees así? ¿Acaso puedes ver en mí más allá de este vacío?

–Sí, puedo atisbar ese fuego único y símbolo de la dualidad máxima, de


la separación eterna.

–Y eso ¿qué significa? ¿No eres tú quien formaba las imágenes y yo


quien pintaba los lienzos? ¿Cómo podrías ver esa última pintura que tanto
anhelas?

–Quizá solo hay una forma, la cual yace en tu interior, en la unión…

En el interior me invadía una melancolía inmunda. Había vivido


prisionero de mis impulsos, mis deseos y mi humanidad. Todos los caminos se
presentaban invadidos del sinsentido que emanaba de mi existencia. Cualquier
creencia o ideología fue desechada y me quedé solo. Perdí a mis supuestos
amigos, me alejé de mis padres y profesores, hasta de Isis. Cualquier actividad
me era indiferente y la vida así se tornaba difícil de soportar. Hasta el sexo se
presentaba como algo terrenal y opuesto a lo que anhelaba. En algún lugar
creía que podía hallar la espiritualidad que era tan escasa en el mundo, que
apenas y resistía al progresivo devenir de lo banal, pero solo encontré dolor,
desilusión, asco y terminé por vomitar todo cuanto era y cuanto se me había
enseñado sobre la vida. Detestaba pensar en lo miserable que era mi existencia
y la de todos los humanos, enfrascados en futilidades y realizando torvas
actividades, añorando estupideces y disfrutando de la pseudorealidad de la
cual eran ellos mismos los principales forjadores.

¡Qué espantosa era la vida! ¿Por qué entonces era tan complicado y
frustrante el arrojarse a los brazos de la muerte? ¿Qué especie de diabólica
fuerza era la que se había manifestado al dar el primer impulso a esta
humanidad envilecida? Lo que más me molestaba era sin duda el hecho de
sentirme tan miserable, absurdo y funesto. Estaba completamente vacío, tanto
que los detalles más pequeños que las personas llamaban felicidad para mí
remarcaban que la vida era solo una argucia. De ningún modo me imaginaba
viviendo muchos años, formando una familia y envejeciendo. Tales ideales se
esfumaron en cuanto me percaté de lo horripilante que me resultaba respirar el
mismo aire que todos los monos parlantes. En mi ostracismo hallaba el único
refugio para la sentencia imperturbable. El destino de los humanos había sido
sellado desde su primer latido, y correspondía a la perpetuidad de este sistema
absurdo donde los sueños y las dudas eran erradicados por su peligrosidad.
Para vivir no se requería de libros, arte, poesía y música, sino solo de
estupidez, acondicionamiento, adoración por lo irrelevante y un incipiente
deseo de reproducirse sin el más mínimo sentido. Yo sabía la verdad, aunque
nadie más lo hiciese, vivía en mí. Estaba a tan solo un paso de lograrlo, solo
un vaho insulso me separaba de la sublimidad.

Y, al terminar estas elucubraciones inverosímiles, me aproximé de la


forma más rápida posible a Elizabeth y besé sus labios. Fue un beso único,
comparable al primer beso con Isis, pero con una sensación amarga y
reconfortante a la vez. Con este beso se detuvo todo el universo interno y,
mientras nuestras lenguas jugueteaban atrapadas en lo eterno, atravesé el
portal por unos instantes. ¡Apareció ante mí la última pintura, el lienzo que
dejaba loco al que lo visualizaba! Jamás esperé tal cosa, ni tal presión o
apabullamiento. Fue imposible mantener la compostura y la cordura ante esa
entidad. Paralelamente, la saliva de Elizabeth la sentía inundando mi boca de
manera exquisita. Olvidé todo por tan breves instantes, olvidé que yo todavía
seguía vivo. Lo que presencié en aquel lienzo tendría un peso decisivo en mis
actos siguientes. Las palabras jamás podrían servir para expresar lo que sentí,
mucho menos esperaba que alguien lo entendiese.

Cuando besé a Elizabeth pude ir más allá de la existencia y maravillarme


con la majestuosidad y el terror de la escena. Se trataba de una infinita
oscuridad, de la luz siendo fuente de las tinieblas. En medio de un espectáculo
tenebroso donde muchas sombras devoraban las almas humanas y donde todo
reencarnaba se encontraba lo que puedo definir como una super entidad, el
máximo elemental, el más divino avatar, la fuente de las imágenes y el creador
de los ciclos. Entendí que podía ser lo que fuese y quien quisiera, podía
transformarse como se le viniera en gana e imitar cualquier pensamiento,
sentimiento, acción, dolor o sueño. Quise cerrar los ojos, pero supe entonces
que su contemplación no podía ser realizada por tan humana forma de
percepción visual. Me parecía que aquel ser de alguna forma existía
independientemente de la existencia misma. Él era adimensional, atemporal y
no podía morir, pues su vida había sobrepasado el concepto de la vida misma.
Adoptaba muchas formas, aunque una única las encerraba en un hechizante
abanico, y en su mayoría mostraban un tinte desconcertante y revelador.
Estaba por encima de cualquier divinidad y encerraba los misterios imposibles
de dilucidar. Lo vi sentado sobre unos extraños diamantes en forma piramidal,
de hermosura inconmensurable, y de tonalidad oscura y verdosa. Tenía
infinitos brazos en los cuáles sostenía enigmáticos y brillantes instrumentos de
destrucción y renovación. Poseía infinitas piernas, bien contorneadas y
musculosas, con las cuales aplastaba los mundos que se le viniera en gana. Sus
espaldas tenían la magnitud del universo, tan vasta y cósmica que apresaba a
las galaxias. No poseía órgano sexual alguno, en su lugar parecía surgir un ojo,
que podía mirar donde fuese, en cualquier dimensión y entidad, exponiendo
sus más internos miedos y pensamientos. Sus pechos palpitaban sin cesar
debido a los infinitos corazones que poseía, los cuáles contenían todo el polvo
a partir del cual surgiría el nuevo mundo de los elegidos. En sus infinitos
estómagos se procesaban sin cesar los ángeles y los demonios, el bien y el
mal, tan perfectamente unidos que ningún mortal podría intentar siquiera
separarlos. Y, finalmente estaban sus infinitos rostros, abarcando todos los
ángulos posibles, representando idealmente a todas las criaturas que alguna
vez hubiesen existido, entre ellas el miserable humano. Algunos de sus rostros
lloraban sangre, otros estaban deformados en extremo y algunos más poseían
arabescos incomprensiblemente tallados. Poseía infinidad de ojos y bocas, de
narices y orejas, a través de los cuáles percibía los atractores que se hallaban
confinados a la eterna devastación. También tenía infinitos cabellos, los cuáles
conectaban los sucesos y eran solo machacados por la divinidad demoniaca
hermafrodita que parecía ser su progenitora. Lo más intrigante era que aquel
ser estaba compuesto por infinitas almas, que parecían fundirse con él más allá
de la muerte. En su silueta, todos los colores, sonidos, sueños y anhelos
flotaban libres y rechazados, ajenos al mundo material. La vida, deformada
por su poder infinito, era tan inversa, tan insignificante y blasfema, y, a final
de cuentas, solo una perspectiva entre un maremágnum eterno. Noté
anonadado que parecía emitir un susurro donde comunicaba, mediante todos
los lenguajes posibles, que la muerte era la única, auténtica y verdadera
realidad.

La visión terminó de modo anómalo y devastador, llevándose de mí lo


único que me mantenía. Me había vencido a mí mismo, era al fin libre y no
existía razón alguna para continuar con el tormento que, pese a mi corta edad,
me parecía llevaba eones resistiendo. Lo último que supe es que la locura se
había consumado, que el lienzo en verdad era tan majestuoso y sublime, y que
nada se podía ya anhelar después de tal iluminación. No había nada, todo se
había esfumado. Ninguna expresión ahora me indicaba que hubiera un
mañana, un después o un futuro. Los sueños donde era consumido por la
fantasmal condición en que existía se tornaban insoportables. La felicidad, la
mayor falacia, era el consuelo que ofrecía la pseudorealidad para seducir a
aquellos cuyo espíritu se había extinguido. De lo que ocurrió después de haber
regresado a mí no tuve plena conciencia. Lo único que quería ahora era
abandonar inmediatamente la existencia, tan mísera y vacía, tan tenue y
desgastante.

Al voltear noté que Elizabeth no estaba, que la soledad siempre había


sido mi única compañera durante estos años, la metamorfosis sufrida había
terminado por opacar mis sueños. Todas las imágenes no eran sino episodios
de mi propio libro, fragmentos expresados en personas para que pudiese
sentirme un poco más vivo. No sabía desde hace cuánto tiempo permanecía
así, tan solo siendo un pedazo de carne hueca, pues sin duda había muerto
internamente desde hacía mucho. Y ahora ya no podía seguir igual, ya era
momento de desprenderme, de decir adiós a todo cuanto detestaba. Jamás me
había sentido parte de los humanos, de sus vidas absurdas y sus metas banales,
de su estupidez idolatrada. En cambio, siempre me había sentido conectado a
lo místico, aunque yo fuese solo un pobre diablo, absolutamente comunicado
con las imágenes mediante las cuales una naturaleza anómala para todos se
presentaba y me convencía de no rendirme, pero ya no podía ni una vida más.
Este era el último viento de la defenestración ante el cual no podía ya
sostenerme.


XXI

Percibí que comenzaba a llover intensamente, estaba empapado y con los


labios sangrando por alguna razón desconocida. De hecho, vomité tres veces
antes de poder sostenerme en pie. Noté que mi sangre apestaba a muerte, y
supe que hoy sería el gran día. La calle estaba solitaria, solo yo y mi libertad
quedaban ahí. No había otro modo, por más que lo quisiese. Éste era el único
camino para un desdichado como yo, alguien que nunca pudo sentirse
identificado con su propia esencia. Sin duda, era demasiado joven, pero estaba
tan cansado y asqueado que incluso me parecía que había vivido de más.
Jamás antes había absorbido este vacío, esta intensidad con que la bestia
jalaba, desatada e imposible de controlar. Comencé a caminar sin rumbo, o eso
creía en mi abstracción. De pronto sentí el impulso de correr, como perseguido
por un torbellino. Entonces corrí demencialmente, sabía que me alejaba de la
vida y era, tal vez, lo más cerca que podía haber estado de la felicidad. En
parte pensaba que había llegado el momento, intentaba convencerme de que
merecía lo que tanto añoraba y de lo cual me sentí indigno durante tantos días.
Pero hoy todo estaba claro, ya la vida era imposible de matizar con algún otro
intento de proyección esquizofrénica y desesperada. Mientras corría y la
tormenta ensangrentada me arropaba presencié lo último, el desenlace de todo
lo que había sido y sería.

Ya nada importaba, pues después de esto sería al fin, alcanzaría el vacío


y atisbaría el destino imposible. No dejé de correr, incluso cuando ya no sentía
los pies. Esta última y desenfrenada carrera era un impulso obsceno como toda
mi vida. Cuando miré atrás por última vez comprobé que el torbellino
desprendía infinidad de formas, tan variadas como las que poseía el ser
supremo de la pintura prohibida de Elizabeth. Ahí, entre sentimientos y
emociones amalgamadas con lo que se conocía como OM, noté el fuego que
en algunas miradas indicaba el fin. Todo se marchitaba, todo estaba condenado
a la soledad y a la desaparición, era un principio vital de lo intangible. Pude
verme a mí mismo en todas las situaciones y momentos de mi existencia,
experimentando toda clase de estados y de contradicciones.

Me agite estrepitosamente, podía presenciar mi nacimiento, mis


primeros años, la ternura con que mis padres me habían criado. Estaban los
primeros logros, los elogios de las personas diciendo que era un niño
inteligente y que me esperaba un gran destino. Vivencias amargas y felices,
incluso desconocidas e imperdonables, todo estaba ahí girando en torno al
origen del torbellino. Observé a la jovencita que me gustaba en la secundaria y
rememoré cómo había sido sentir atracción por vez primera. Vinieron a mí
todas las tardes jugando fútbol en aquel callejón donde solía vivir, los paseos
con mi familia y la emoción de convertirme en joven y adulto, aunque ahora
fuese horrible. Sobre todo, estaba mi casa, el lugar en donde había crecido y
que tantos problemas nos había traído posteriormente. Veía a mi perro, el que
murió sin cuidados, apestoso y mugroso, maldecido por todos, pero que
siempre se había mantenido con firmeza pese a los cambios. Y estaban todos
los momentos, todas las personas que conocí y que creí reales, también las que
no lo eran. A todas ellas, por muy mínimo periodo que las hubiera tratado, les
correspondía una parte de mi camino, como si quisieran anunciar un mensaje
imposible de comprender en la condición terrenal. Me aterraba saber la parca
felicidad que había gozado en mi niñez y en mi adolescencia, siempre al
cuidado de mis padres, a los cuáles indudablemente jamás podría ofrecerles
mucho más que miseria y agonía con mis actitudes. Por más que lo intentaba
siempre terminaba lastimándolos con mis ideas, contrarias a la forma en que
me habían educado. Los quería y los detestaba, pero ya en verdad que no
importaba.

El torbellino se intensificaba a cada instante, aceleraba su marcha y


parecía presionar con mayor fuerza. Ahora podía ver en su interior mis últimos
años, mi evidente desapego del mundo, la soledad en la que me refugiaba ante
los sucesos hirientes de la existencia absurda. Tantos profesores, compañeros
de clase, lecciones, ciencia, creencias y humanidad. Pero sabía que, pese a
todo, el dinero siempre mandaba, aunado con la estupidez. Todo me era
superfluo, sin sabor y sin sentido. No entendía cómo es que no había decidido
poner fin a mi vida muchos años atrás. La pseudorealidad creaba dependencia
y adicción, por ello las personas sentían que la vida importaba y lloraban
penosamente ante la muerte. Ciertamente, ésta última denotaba la única
realidad ante la cual todo rastro de humanidad se desvanecía. Y el impulso del
torbellino era esta hermosa y elevada palabra, la cual se imponía ante
cualquier obstáculo en mi único sendero. Pude observar también los libros que
había leído, los comienzos y los finales de todos mis días, las tareas hechas y
una muy especial caja que se abrió desplegando dos misteriosos humanos muy
parecidos a mí en cuanto a su forma física.

La lluvia se empecinaba y el cielo crujía, sabía que en cualquier


momento llegaría el rugido final. Los truenos y los relámpagos hicieron acto
de presencia y yo no dejaba de correr, ni siquiera podía mirar hacia dónde me
dirigía. En la primera forma proyectada que era yo estaba el amor, ese incierto
tesoro que se convertía en perdición tan pronto se poseía. La magia del amor
residía en eso justamente, en la libertad y la mera contemplación, no en la
posesión y la seguridad. La incertidumbre dotaba al amor de una extraña
naturaleza capaz de perturbar a cualquier tonto que se entregara a sus fauces.
Y yo veía a todas las mujeres que me habían gustado, a todas las que había
besado y tocado, abrazado y rechazado, deseado y odiado. A continuación,
veía a Isis, también a Elizabeth, pero uniéndose y escindiéndose
intermitentemente, atascadas de un miasma cromático que daba paso a
paisajes familiares. Principalmente observaba el calabozo que tanto aborrecía
y el ruido asqueroso que me fastidiaba. Recordaba el sol que siempre me
ocasionaba sensaciones raras y ominosas, la cuesta arriba, la gran pendiente y
la cara del joven suicida. Algo me indicaba que en todo ello había una
fragancia esculpida de amor que necesitaba y que, de otro modo. no hubiera
podido alcanzar. Me ufanaba al manipular las visiones, reales o falsas, de esto
que ya casi finalizaba.

Y ahí, en esa casa execrable y ahíta de ruido y malestar, de pesadumbre


y destinos encontrados, me hallaba yo masturbándome con pornografía e
incapaz de controlar mis impulsos, entablando conversaciones sexuales con
mujeres desconocidas y siendo un esclavo de la pseudorealidad. Luego
atisbaba únicamente a Isis, nuestro encuentro, nuestro primer beso, nuestra
historia y todo lo que llegamos a sentir, todas esas sensaciones que me
elevaban hasta el infinito. Pero también estaban la desolación y la amargura de
nuestro rompimiento, de la inevitable perdición del amor, del innegable fin. La
veía primero pura y etérea, luego depravada y en medio de patibularias orgías
con ancianos negros y fétidos. Mi mente la presentaba con dos caras, una
lloraba y la otra reía, una era ella y la otra era yo. Me sentía miserable al
percatarme de la caída que sufría el humano cuando el único sentimiento que
le alejaba de su banalidad se extinguía sin que se pudiese hacer lo más
mínimo. Y, al fin y al cabo, en el centro del torbellino, que era solo caos,
estaba Elizabeth, presentando todas sus pinturas como matices del alma, como
símbolos de cada momento en mi existencia; particularmente la última, la que
coronaba el paroxismo de la locura. Sus ojos fugaces y sus cabellos pelirrojos
me estremecían, su relación y la mía con aquel escritor suicida, su decadencia
y su fin como prostituta la marcaban con el sello de los rebeldes. Rememoraba
aquel último beso, tan cálido y placentero como el de Isis, pero tan fugaz y
efímero como el amor humano.

En la otra forma emergida y ahora sustancial estaba yo, pero compuesto


por otros fragmentos de mi esencia más oculta. Ahí pude ver a Mandreriz, a
Natzi, al profesor G, a Heplomt, a Gulphil, a Brohsef, a aquel misterioso ser
que se proclamaba dios, a Isis nuevamente y a Elizabeth. Me observé
plenamente como jamás lo había hecho. No era mi cuerpo lo que percibía, sino
algo más allá, algo que me parecía era el espíritu. Sus colores y sonidos eran
infinitos, igual que sus formas. Era como la pintura mejor realizada alguna vez
por el más quimérico soñador. En sus contornos me sugería que yo mismo
pertenecía a la eternidad, aunque en este pestañeo llamado vida me sintiese tan
miserable. Comprendí que mis razonamientos pasados eran ciertos, que sí
estaba loco, pero que aquellas imágenes eran tan reales como yo lo quisiese.
Al fin y al cabo, ¿qué diferencia había entre los sueños, la pseudorealidad, la
vida, la existencia, el bien y el mal, lo absurdo, lo efímero y, sobre todo, el
amor? Todo era un conjunto de fantasías cuya convergencia era infinito dolor
y sempiterna tristeza. En cambio, la sublimidad solo exigía una sola cosa: la
muerte para ser libre.

Al fin me detuve, el torbellino había desaparecido y me hallaba frente a


un monumento cuya cima no alcanzaba a visualizar. Era un edificio gigantesco
y con una estructura piramidal temible, demasiado lujosa, pero con apariencia
de un hospital psiquiátrico, pues era tétrico y oscuro. En cuanto entré noté que
estaba abandonado y también sentí que la lluvia me había purificado, pero a la
vez había lastimado mi condición de entidad viviente. El traje de humano que
durante tantos años me había atado a este mundo ya casi estaba por sucumbir.
Noté que en un rincón había una puerta, así que la abrí y fueron las escaleras
las que me hipnotizaron para jamás devolverme al mundo. No recuerdo bien
cuántos pisos subí, pues sentía que los pies me sangraban, pero proseguía,
como impulsado por una fuerza descomunal. Recorría los escalones en forma
de espiral que me acercaban a la cima del edificio sin saber por qué o cómo.
La lluvia había cesado, ya no escuchaba su triste caída; de hecho, ya no sentía
nada, ni dolor ni angustia ni desesperación ni miedo. Todo se había diluido y
solo restaba una cosa por hacer.

Me pareció eterno el ascenso, como si cada escalón absorbiera los


últimos resquicios de mi vitalidad. Una vez en la cima pensaba que había
alcanzado el cielo, pero solo lo observaba grisáceo y alejado de mi miseria. Un
ser como yo, tan diminuto, incluso con supuestos ideales diferentes, terminaba
por reducirse a la nada, al sinsentido de la existencia que tanto disgusto me
producía y del que no lograba escapar, hasta ahora. Permanecí un momento en
el techo, sintiéndome firme en mi postura de abandonar la vida, pero
reflexionando todavía. En aquel instante seguramente mis padres ya estarían
como locos, más que yo, buscándome por todas partes y llamándome. Ya
todos mis compañeros estarían recibiendo sus papeles, gustosos y prestos para
celebrar, dispuestos a continuar viviendo, aunque fuese de la forma más
estúpida y absurda. Todo el mundo seguiría igual, nada habría cambiado el día
de mañana, pues el humano adoraba su esclavitud tanto como su vida,
supeditada y alimentada por la pseudorealidad que estaba en todo. Pero yo no
estaría ahí, como no había estado festejando mi graduación hace unos minutos.
Sabía que había decidido alejarme y optar por el único camino posible. Pero
¿acaso importaba algo? ¿Qué era mi existencia en todo el posible multiverso?
Vivir o morir era exactamente lo mismo. Seguiría habiendo guerras, drogas,
mujeres violadas, niños hambrientos, obreros explotados, banqueros
desquiciados, agendas ocultas, manipulación mediática, pornografía,
prostitución, religiones lavadoras de cerebro, adoctrinamiento, moldeamiento
en las escuelas, asaltos, extorsiones, injusticia, hipocresía y estupidez. Las
personas continuarían sus rutinarias vidas sin pensar jamás que su supuesta
civilización estaba hecha trizas desde hace mucho. Y, aunque quisiera no ver
solo el lado negativo, trágico y pesimista de la existencia, me era imposible
atisbar la otra cara sabiendo todo lo anterior. ¿Qué humano sensato,
medianamente racional y con sentido común ligeramente desarrollado
apreciaría la vida en tales circunstancias? ¿Cómo es que los monos parlantes
desdeñaban tanto la muerte si ésta era la única verdad a la que se podía aspirar
en este banal y nauseabundo infierno?

No sé cómo, pero ni siquiera me percaté cuando de pronto, al mirar


hacia el suelo, me hallaba en la orilla del edificio, con un pie en la orilla. Un
vértigo terrible me invadió y todo se estremeció, mi corazón estaba a punto de
salirse y mi cabeza de estallar. Al fin estaba postrado en el sitio que me
liberaría de esta existencia vacía y falaz. Recordé aquel beso con Isis, aquella
magnificencia tan pura, pero también sabía que jamás llegaría a sentir algo así
nuevamente. Pobres de mis padres, seguramente estarían desconsolados dentro
de poco. ¿Qué más daba? ¿Acaso importaba ahora? En tanto que seguía
pensando por pura intuición, uno de mis pies luchaba por despegarse del
pavimento.

Escuché entonces un tenue sonido detrás, y al virar atisbé a la rana que


se había convertido en sangre oscura. Me miraba con sus ojos, cual ventanas
de la eternidad, y era portadora de la redención. Sus colores habían cambiado
en demasía y su aspecto me intimidaba. No dejaba de contemplarme, hasta que
hice lo más sagrado del mundo. Fue lentamente, primero un pasito, luego se
levantaba el talón para ser seguido por la planta y los dedos. Uno de mis pies
flotaba en el aire, en el vacío. Cuando dejé de mirar a la rana multicolor en mi
cabeza apareció la imagen de Elizabeth, y sentí el deseo de besarla como hacía
unos instantes. Aún sentía, pese a que afirmaba lo contrario ¿Cómo podía estar
tan vacío y aun así sentir? ¿Acaso la muerte era un sentimiento también, el
más intrincado y supremo? ¿Es que seguía siendo humano, demasiado
humano?

¿Por qué diablos había vivido? Esa era la cuestión que jamás
comprendería mientras estuviese vivo. En tantas ocasiones me sentía forzado y
arrinconado a vivir sin desearlo en lo más mínimo. ¿Es que acaso se elegía
venir a este infierno? ¿Con qué propósito? ¿Para qué tanto sufrimiento y
desdicha? Cualquier justificación me parecía insuficiente, incluso las más
místicas, filosóficas y teosóficas explicaciones terminaban por carecer de una
absoluta certeza. No obstante, ese era, creía yo, el más absurdo y a la vez
grandioso misterio. Tal vez solo había optado por el camino más fácil y
rápido, o probablemente este era mi destino. Y si así era, entonces qué
contradictorio resultaba el más inefable concepto de lo que significaba vivir.
Me cuestionaba por qué no había muerto en aquel accidente cuando fui
golpeado por el automóvil, por qué tenía que experimentar esto. En todo caso,
destino y casualidad se fundían, y nuestro libre albedrío era una cómica
entidad solamente. Al borde del delirio entendía que la vida, con toda su
extravagante alharaca, no valía la pena ser vivida. Durante mi caída todo se
empañaría, ni el cielo ni el infierno me aguardaban. Las palpitaciones y las
sensaciones se desataron como nunca, con una fuerza y magnitud
infinitamente mayores que las causadas por el amor, la supuesta fuerza más
embriagante. Todavía un universo de pensamientos perturbó mi mente al
embotarme con fragancias suculentas y enervantes, recalcitrantes y coloridas
sobremanera. Las lágrimas emanaban sin cesar, presintiendo que ya serían las
últimas que alguna vez vertería sobre este mundo. Finalmente, el triste poeta
escribía su último fragmento, retocaba perfectamente su última composición.

Me observaba a mí mismo regresando de la escuela, siempre cuesta


arriba, con aquella pesada mochila y siendo atormentado por el sol,
deslumbrado por la rareza de una existencia malsana. Pensaba en Isis, en
Elizabeth y en los espejismos que habitaban mi ser. También en mis padres, en
la vida que supuestamente me habían concedido, y en lo rebasado que había
sido por la pseudorealidad. Aquellos dos seres que me habían traído al mundo
ahora tendrían que asistir no a mi graduación, como esperaban gustosos, sino a
mi lúgubre funeral, pensando en mí como un miserable ser. ¡Cuántos
recuerdos todavía guardaba! ¡Cuánto dolor experimentaba al borde del fin que
tanto se postergaba! Pensaba que debía de doler, que tenía que ser así, pero no
creía poder resistirlo si iba más allá de lo físico. Ya nada podía hacer para
cambiar las cosas, mi símbolo siempre había sido fenecer joven. En breve todo
desaparecería, al fin la flama titubeante se apagaría en las sombras de una
existencia sin sentido. Pero incluso en estos momentos lóbregos y decadentes
seguía rechazando al mundo, a dios y a la humanidad que en mí estaba por
sucumbir. Incluso ahora pensaba en cuántas cosas había vivido y que había
reído, llorado, amado, soñado, cuestionado, herido, creído, odiado,
despreciado, adorado, detestado y experimentado lo que se llamaba ilusamente
vida. Sin embargo, me había desilusionado demasiado pronto el percatarme
que no pertenecía al mundo donde todos parecían regresar tantas veces.

Mi existencia había sido triste, aciaga, desesperante y voluble. Pero


¿cuántas cosas recordaba y por qué? ¿Cómo es que un dolor así podía ser
ocasionado por el pasado? Y se mezclaba con el futuro vertiginosamente como
si todos los mundos, las imágenes y los pensamientos fueran uno solo.
¿Cuántas cosas quedarían sin decir? ¿Cuántas cosas quedarían por hacer?
¿Cuántos días más quedarían por vivir y soportar? ¿Cuántas personas, sucesos,
momentos y eventos residían en destinos que ya no podrían pertenecerme?
¿Cuántas ilusiones, besos, destellos de felicidad y elementos de la
pseudorealidad quedarían por experimentar? Pero en verdad no podía seguir
más, la vida se había tornado en mi mayor pesar. Durante la caída todo lo que
observase en el remolino se haría patente y me envolvería en una atmósfera de
especulación. Mis cuestionamientos solo contribuían a incrementar la burla
que había labrado con mi existencia infinitamente carente de sentido.

Colegía que ni siquiera sentiría el golpe, suponiendo que sería por la


altura, o por la indiferencia que había mostrado ante tal acción. Y, mientras
todos festejaban, mientras mis padres me buscaban, mientras Isis participaba
en indecibles bacanales, mientras Elizabeth se corrompía y sus lienzos
denotaban los espejos de mis imágenes, mientras la vida proseguía tan vacía y
fúnebre, en aquel solitario sitio yacería lo que quedaba de mí. Aunque ya no
sería más yo, ya jamás volvería a mí, sino que sería solo un cuerpo esparcido
en el suelo. El cielo rugió como nunca y eso fue lo último que escuché antes
de consumar la verdad. Ahora sí era el fin de mi ser, ya no habría ninguna otra
oportunidad, y no la quería ni la necesitaba. No logré jamás entender el
significado de la existencia, pero ya no importaba, pues partiría para siempre
hacia lo insólito.

En el instante en que sintiera el desprendimiento perdería todo contacto


con mis actos, ya habría llegado el momento de la máxima algarabía. Pero
estaba al fin feliz, eso era lo que había anhelado, aquello por lo que vivía. Así
había sido desde que la pseudorealidad me escupió de sus entrañas: vivía
únicamente por este sagrado instante donde la sublimidad me haría libre. Sabía
que debía vivir para morir, pero morir para evolucionar en el galáctico y
espiritual sendero de la sublimidad. Nunca supe por qué, pero había existido
tan solo para descubrir que la vida era un triste desperdicio en donde la única
salida, la primordial libertad y la inmortal esencia, como era fehaciente para
los locos, estaba simbolizada en la muerte. Ahora yo era digno de ella como
nunca más lo sería, ahí radicaba la última comprensión de la separación eterna
y del momento menos absurdo en mi parábola. Cualquier otra transformación
me habría sido insuficiente, todo cuánto alguna vez fue y sería quedaba
aplastado por mi sempiterna muerte.

Eso fue lo que elucubré superfluamente antes de deslizar el otro pie,


mirando con sorpresiva ansiedad lo lejos que me hallaba del suelo, en donde
muy pronto yacerían mis restos. Podría decirse que había perdido el equilibrio,
aunque creía que se podía elegir. Solo un momentáneo fragmento de tiempo
irreal me sentí suspendido entre el bien y el mal, el ruido y el silencio, el
desierto helado y la divinidad demoniaca hermafrodita cuyos ojos ahora se
revelaban mientras imaginaba en múltiples destellos iridiscentes que caía al
vacío. Aquellos ojos centelleantes de inefable tono púrpura eran los mismos
ojos que poseía Isis, y también Elizabeth si cambiaba la perspectiva. Estaría,
en cuestión de milésimas de segundo, cayendo vertiginosamente. Me habría
arrojado y después de aquellos segundos que para mí durarían eternamente,
mucho más que toda mi vida, me habría desvanecido para siempre.

Así fue como ocurrió lo absolutamente inevitable, pero tan sutil fue el
deleite que ni siquiera pude pensar en el dolor que experimentaría al
estrellarme contra algo más allá del suelo infernal donde tantas ocasiones
había caminado, tan delirante y pensativo. Me arrojé y entré en una extraña
paradoja, pues entre más rápido y cerca me parecía mi llegada al suelo, más
lenta y lejanamente veía mi libertad. Estaba decidido y quebrado hasta el final
de cualquier mundo o tiempo. Fue como si nunca hubiese vivido, y también
como si nunca hubiese muerto. Cualquier cosa era efímera, en todo caso.
Finalmente, la vida no era algo valioso, era algo insulso y absurdo, algo que
no valía la pena llevar a cabo y cuya vivencia me había asqueado hasta el
punto de lo que ahora hacía. Fui consciente todavía por unos breves instantes,
que me parecieron eternos, pero esperaba que se detuviera mi corazón y que el
golpe no me lastimara tanto, no como la existencia nauseabunda que había
soportado. A lo lejos, sabía que Isis y Elizabeth ya no me besarían más,
aunque las amase de maneras tan diversas y humanas. Pero incluso el dolor
que todos sentirían era secundario, y en nada me afectaría, así como tampoco
nada de lo que aconteciese en eras venideras en este lamentable planeta sería
relevante. Sabía que nada había sido importante, y después de esto solo la vil
absurdidad me aguardaba en el túnel. Este era el único final al que siempre
estuve destinado, y que ahora me absorbía suavemente hacia sus entrañas.

Era lo más inefable de mi existencia, lo que siempre quise, lo único que


amé. Tan solo un sonido fue el que de mi ser escapó, el último que proferiría
alguna vez, y cuyo eco resonaría inequívoca e inevitablemente en aquellos que
casualmente contemplasen mi caída, aunque no fuesen sino espejismos de mi
alienada esencia. Entre la ensangrentada lluvia solo la soledad reinaba, y yo
me difuminaba en la poesía más siniestra y el arte más sublime. Tan solo
restaba que se consumara la última sentencia, la más inmaculada, una más allá
del bien y el mal. Ese último sonido tan característico del vacío que rasgaba
mi alma, y que eternizaba el infinito desvarío, era un grito. Sí, se trataba de un
grito horrible y liberador, escandaloso y eviterno. Ese era, pues, mi yo final
extinguiéndose para siempre. Lo último de mí que en el aire se desvanecía era
el melódico grito que siempre añoré proferir, pero que por tanto tiempo
guardé: el inefable grito del suicidio.

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