El Misterio de San José Esposo y Padre, en El Pensamiento Del Padre José de Verthamont PDF

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El misterio de San José

esposo y Padre, en el
pensamiento del Padre
José de Verthamont
Bertrand de Margerie S.J. (París)

Estudios Josefinos – Centro Español de Investigaciones Josefinas


Año 56 – enero-junio 2002 – número 111

En 1692 el padre Verthamont, jesuita francés (1637-1724),


publicaba un volumen de 588 páginas titulado Octave de Saint
Joseph, contenant ses vertus et ses privilèges (Octavario de San
José. Con sus virtudes y sus privilegios). Se trata de un conjunto de
ocho discursos doctrinales que incluyen también reflexiones
morales bastantes compendiadas. Tras la presentación de su
género literario y de su método, espigaremos en estos discursos
los elementos de una teología bíblico-patrística del matrimonio
virginal de José, de su santidad, de su paternidad y del patrocinio
eclesial que de ello se deriva. No callaremos las críticas que este
libro suscita y, como conclusión, expondremos el interés de la obra
que nos ocupa.
Introducción: género literario y método de los ocho discursos

El estilo con frecuencia retórico confirma que los ocho discursos


han sido escritos para ser predicados o, al menos, para ser
“pronunciables”. El autor es un orador que trata de convencer. Pero
es, ante todo e incontestablemente, un teólogo que se mueve con
toda comodidad en la Sagrada Escritura, en los santos padres y
entre los teólogos escolásticos. Es muy notable el conocimiento
que tiene de los Padres y de sus contenidos josefológicos, como lo
es su familiaridad con numerosos escritores que antes que él
trataron de San José en los siglos precedentes.

Pero lo que más llama la atención es la manera rigurosamente


lógica y grata en que sabe organizar el conjunto de conocimientos
bíblicos, patrísticos y teológicos relativos a san José. Resaltan la
amplitud, la riqueza e incluso la originalidad, al menos relativa de
los puntos de vista que ofrece: Insisto en lo de “al menos relativa”.
Porque si es cierto que él toma sus materiales de otros autores con
frecuencia, autores que no conocemos bien hoy día, nos dan la
sensación de novedad, novedad que se acentúa por la forma que
tiene de asociarlos. Cada uno de los discursos de Verthamont
regocija al lector por algún descubrimiento inesperado, hasta el
extremo de que el lector, sorprendido, se dice espontáneamente:
me gustaría disponer de una edición nueva, moderna, de obra tan
rica. Un índice de los autores citados probaría su enorme variedad.

Subrayemos un aspecto particular: la josefología del padre


Verthamont es profundamente bíblica sobre todo en el sentido de
un sistema sabio y preciso de comparaciones continuas entre san
José, sus situaciones, sus virtudes, sus pruebas y las de otros
personajes del Antiguo y del Nuevo testamento permite al autor
marcarse un auténtico reto: reproducir, a partir de los dos
primeros capítulos de Mateo y Lucas, cerca de seiscientas páginas
acerca de su héroe evitando “repeticiones tediosas” (Prefacio II),
hasta el punto de que su lectura sigue siendo para nosotros un
verdadero “festín”. El secreto del éxito de nuestro autor nos lo ha
desvelado él mismo en su Prefacio, al decir que “las acciones,
virtudes y privilegios de san José radican en el misterio de su
persona”, y que nuestras investigaciones, “por más exigentes que
sean, no sirven más que para dejar entrever un gran número de
maravillas que se escapan a nuestra penetración”.
I. José, esposo virginal de la madre de Dios (Discursos I y II)

Para Verthamont, que en este particular sigue a san pedro


Damiano, doctor de la Iglesia, la virginidad de san José es una
verdad de las que “hay que incluir entre las que son de fe” (D.I, 89).
Nuestro amor refuerza esta sentencia a la luz de un comentario
bíblico de santo Tomás de Aquino: en su lectura del capítulo
primero de la carta a los Gálatas, el aquinatense, de forma
indirecta acentúa: “Si el Señor quiso confiar la custodia de su
madre virgen solo a un discípulo virgen (jn 19, 26), no es posible
sostener que su esposo no fuera virgen” (edición Marietti, párrafo
48).

El mismo Dios ha dado a San José una mujer prudente, piensa


Verthamont a la luz del libro de los Proverbios: “El Espíritu Santo
nos asegura que os padres de un hijo pueden muy bien darle como
dote cuando lo quieren casar una casa hermosa, grandes riquezas,
pero solamente Dios puede proporcionarle una mujer prudente y
virtuosa; el texto griego añade una palabra (harmozete) que
expresa grandes realidades y que significa que únicamente Dios es
capaz de acomodar las inclinaciones de un esposo y de una esposa,
de regular sus humores, de suerte que de sus palabras y sus
acciones se forme una especie de armonía” (Pr 19, 14; DI, 14).

De la misma manera, según Verthamont, parece que el espíritu


Santo haya hecho pronunciar esta profecía salomónica a favor de
san José: “Se dará al hombre de bien una mujer virtuosa para
recompensar la santidad de sus acciones” (Si 26, 3; D I, 26). Sí,
comenta nuestro autor, se dará al incomparable san José una
buena esposa, que será el fruto de la inocencia de su vida”. Precisa
algo más adelante (p.27): “La Trinidad destina al justo perfecto, cual
fue san José, una esposa virtuosa como recompensa por la
santidad de los primeros años años de su vida: san José, por tanto,
y por leyes de e4stricta justicia, ha merecido ser esposo de María”.

El libro hace acompañar esta consideración con un pensamiento


que la simboliza a la perfección: “de la misma manera que entre los
judíos los jóvenes comparaban a las doncellas con las que
deseaban casarse”; al igual “que Jesús ha adquirido a la Iglesia su
esposa por la efusión de toda su sangre, Dios quiso que san José se
sometiera a esta práctica; en el lugar del texto ordinario en que
leemos “habiendo sido María, su madre, desposada con José, en el
Siríaco encontramos: ‘María, su Madre, habiendo sido comprada
por José’. De esta suerte era necesario que José se despojase de
todos sus bienes para pagar esta perla infinitamente preciosa”, la
virgen María (D I, 27; Mt 1, 18; cf. Gm 34; I R 8), y añade
Verthamont: ha pagado por adelantado a Dios con todas sus
virtudes heroicas; ha dado el tesoro de su humildad, los frutos de
su justicia, la inmensidad de su caridad, las prerrogativas de su
pobreza, el esplendor y las hermosuras de su perfecta virginidad”
(D I, 28).

Para Verthamont, el matrimonio virginal de María y de José ha sido


fecundado no solamente por el nacimiento virginal de Jesús sino
también “por estos grandes santos que han conservado la
virginidad en su matrimonio y que son los frutos de la casta alianza
de José y de María”. Porque dice, “esta gloriosa raza de esposos
castos, que comienza con el padre y la madre de Jesús, florecerá
hasta la consumación de los siglos y servirá al mismo tiempo como
a la Iglesia de hermoso ornamento” (D II, 97).

Cuando escribimos estas páginas puede pensarse que un punto de


vista como éste no ha perdido actualidad. Más bien al contrario. La
Iglesia siempre admitió la licitud de estos matrimonios
excepcionales, sacramentales y no consumados. Jacques Maritain
nos dice haber sido testigo en bastantes celebraciones
matrimoniales de este estilo. Y sabemos que son muchas las
parejas que hoy día, teniendo como telón de fondo el matrimonio
virginal de María y José, practican la continencia periódica,
renunciando en su espíritu de oración y por amor de Dios a
placeres legítimos, de forma especial en el horizonte de la
procreación responsable y deseosa de racionalizar en la práctica el
mandamiento divino del creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). Incluso
hay quien en la actualidad propone esta práctica por espíritu de
reparación de los abortos que son fruto de una sensualidad
irracional. Citemos a este propósito el folleto publicado en 1991
por el editor D.D. Morin con el título “Aborto, la ofensa a dios”
(Bouére, Francia, 61 pp.)
II. La Santidad Silenciosa del Justo José

Verthamont es un contemplativo del misterio de José, en quien


considera con amor el misterio mismo de la Providencia divina.
Para nuestro autor, en José está inseparablemente silencio y
palabra.

En primer lugar, José es silencio. Pero no un silencio cualquiera,


sino silencio de amor, como comunica en este admirable análisis:
“Ni la pena que sufrió cuando se apercibió del embarazo de la
Virgen ni el gozo que le invadió cuando encontró a Jesús en el
templo le hicieron romper el silencio. Quizá porque su lengua no
bastaba a su corazón y porque las grandes realidades que estaban
aconteciendo le cerraban la boca por la imposibilidad de
expresarlas. Al igual que sucedió con Pablo después de su rapto. O
mejor, porque estaba ocupado enteramente en amar y todas las
fuerzas de su alma no podían aplicarse a otra cosa que al amor de
Jesús. El movimiento de nuestros pensamientos y afectos, cuando
es tan excesivo, suspende el movimiento de nuestras lenguas. De
la misma manera, no resulta extraño que José, estando todo él
abrasado del fuego sagrado que su divino hijo vino a traer a la
tierra, no hablase casi nada a los humanos” (DV. 312).

Para Verthamont, el silencio de José, lejos de ser el de quien no


tiene nada que decir, es el silencio del hombre que habla con Dios,
el silencio de un estático ocupado de amar a Jesús; el silencio de
quien prefiere hablar de los hombres a Jesús que de Jesús a los
hombres. Es hermosa la aclaración: “jamás ha existido nadie con
quien Jesús haya conversado más largamente ni más dulcemente
que con su padre visible; y nunca se ha conocido un padre que
haya tenido tanto placer con su hijo como José lo tuvo en conversar
con José (DV, 315).

Silencio de extático, diríamos nosotros. Verthamont piensa que el


silencio corporal y verbal de José es un fruto de su silencio
espiritual de quietud en Dios evocado por su sueño místico
entrecortado por conversaciones angélicas. Conecta en ello con
san Simón de Casia y con los exegetas recientes: “este sueño de
nuestro santo era un arrobamiento y uno de estos éxtasis que
duraron casi tanto como su vida. En efecto, san Juan Crisóstomo
compara el sueño de José con el que Dios envió a Adán cuando
formó a Eva … los sueños del esposo de María eran misteriosos”
(DV, 284).
¿Cuáles eran estos misterios que José aprendía en sueños?
Verthamont no tiene dudas al respecto: 2En este sueño preferible a
las vigilias más útiles, nuestro santo aprende los misterios de la
Trinidad, de la Encarnación, de la redención y de la reconciliación
de los hombres”. La afirmación, extraña a primera vista, no hace
más que explayar el contenido de la declaración del ángel a José:
“Jesús salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Verthamont
prosigue con su explicación dirigiéndose a san José: “Tienes que
creer José, que una virgen es madre de dios y que un Dios es hijo;
te persuadirás de que este niño pequeño librará a su pueblo, no de
la dominación de los romanos, sino de la esclavitud del pecado y
de la tiranía de los demonios” (DV, 297).

También hay que observar con Verthamont (DV, 407) y con Ruperto
deutz (In Mt; ML 168, 1323), que Dios “no quiso revelar el misterio
de la encarnación a José sino después que hubiera sufrido el duro
martirio del espíritu y del corazón para que los hombres
encontrasen en su persona un modelo cumplido de la más perfecta
justicia”.

Y hemos llegado a la exégesis de la justicia de San José tal y como


se manifiesta en su angustia (Mt 1, 18). Se esperaría quizá vera
Verthamont hacerse eco pura y llanamente de la interpretación de
san Bernardo: san José se habría echado atrás por humildad ante
un matrimonio con la santísima Virgen María por haberse
considerado indigno. Pero, para nuestro autor, “este sentimiento
tan ventajoso para la humildad de san José no es, en verdad, el más
común entre los doctos ni el que creo yo más cierto; a pesar de
todo, este sentimiento parece apoyarse de alguna forma en las
Sagradas Escrituras (D VI, 414). ¿En qué consiste este apoyo?
Verthamont nos lo precisa: “El embajador celestial no se dirige a
San José en estos términos, “no sospeches de María, no la
condenes…, sino que lo explica de la siguiente manera; José, hijo de
David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer; es decir, no te
dejes llevar por este temor respetuoso que te conduce a apartarte
de María. No tiene que oponerse tu humildad a los designios que
Dios tiene sobre tu persona y el sentimiento que tienes de ti mismo
no debe ser un impedimento para que sigas viviendo con la madre
de Dios” (D VI, 424-425). Por último, subraya Verthamont (425), el
ángel, al llamar a José hijo de David lo quq quiere es animarle
recordándole las promesas hechas al rey profeta.

Verthamont, por lo tanto, ha comprendido lo que le inclina a ceptar


esta exégesis de la humildad – si se nos permite hablar de esta
suerte -, reasumida y perfeccionada en nuestro tiempo por X León
Dufour. A pesar de todo, no cree que ella sea la más verdadera.
¿Cuál es la más verdadera para él? Es la que nos explica, en Mt 1,
19, el lazo que existe entre la justicia de San José y su voluntad de
no difamar públicamente a María, y por lo mismo la tesis de san
Bernardo no da una explicación adecuada. Para Verthamont, Mt, 1,
19 significa que José se vio fuertemente solicitado a la injusticia
pero supo portarse con “equidad” y “justicia”. Después de haber
citado las opiniones de dos doctores de la Iglesia, pedro Crisólogo y
Juan Crisóstomo, da la sensación de que hace suya esta primera
apreciación: “El Evangelio no asegura solamente que José albergó
alguna sospecha de esta preñez; dice que no cabe dudar del
testimonio de estos sentidos”. Nuestro autor afirma: “El esposo
visible de María se decía que su mujer había manchado su
reputación. Yo no quiero condenarla pero tampoco me es posible
no ver lo que mis ojos me están descubriendo” (VI, 385).

Y a pesar de todo, influido por Crisóstomo, Verthamont considera


que José 2se defiende contra la verosimilitud que está acuciando a
su espíritu; su alta sabiduría hace que este gran santo supere con
la fe las pruebas que sus sentidos y su razón hacen aparecer todo
aquello como hecho infalible” (D VI, 387).
Veamos por tanto que, según Verthamont, el texto de Mateo
sugiere a la vez en el alma del esposo de María una humildad que
le permite temer el convivir con ella y también el deseo de evitar
cualquier juicio temerario hacia María encinta. Se comprenden las
dudas de Verthamont puesto que también hoy día los intérpretes
no se ponen de acuerdo.

En todo caso, es cierto que la exaltación que hace Mateo de la


justicia del justo José de la justicia no era sólo a la santidad
teocéntrica de José , sino también su justicia horizontal en relación
con María. Lo ha comprendido muy bien nuestro autor: para él, la
resolución de José al querer dejar a la Virgen María era el más fiel
fruto de la justicia ante María que de su humildad. Siguiendo a San
Juan Crisóstomo, Verthamont nos declara que la inversión de todas
las leyes de la naturaleza es más creíble que un pecado de María (D
VI, 399; cf. 407).

Para Verthamont, el ángel del señor, deseando consolar a san José


después de la angustia de su duda, “no sólo revela la encarnación
del verbo, también le declara tácitamente padre de este Hombre-
Dios porque la cualidad de padre de Jesús es la más extraordinaria,
la más divina que hombre alguno pueda poseer en la tierra, de ahí
que san Juan Crisóstomo juzga con razón que el cielo dio a José un
motivo de gloria imposible de explicar y comprender (D VI, 398). El
misterio de José, incluyendo el misterio del matrimonio virginal,
nos obliga a esclarecer la paternidad misteriosa del hijo de David.
III. José Padre de Jesús

Por una serie de razonamientos convergentes Verthamont aborda


el misterio de aborda el misterio de la paternidad del Hijo de David
teniendo siempre delante al Hijo de Dios.

En primer lugar evoca la filiación de Juan Evangelista en relación


con María y la de Jesús en relación con José en un contexto de
denominaciones: “Ya ers suficiente para José que Jesús le hubiese
llamado una sola vez padre para que esta alta dignidad fuese
irrevocablemente atribuida a su persona, de la misma suerte que
ha bastado a san Juan Evangelista que Jesús le haya proclamado
una vez hijo de la Virgen para permitirle mirarla por toda la vida
como su madre. Pero es que nuestro divino salvador quiso
autorizar el singular privilegio de José confirmándolo miles y miles
de veces, es decir, siempre que la ha honrado con el nombre de
padre durante la larga sucesión de años en que ha convivido con
él”. Se encarga de subrayar también que Jesús ha llamado padre
directamente a José y añade también que le ha confirmado
indirectamente como tal “cuando los judíos se empeñaron es
oscurecer el brillo de sus milagros echándole en cara con un cierto
aire de menosprecio que era hijo de un carpintero: este hijo
respetuoso, muy lejos de rechazar a su padre, ha dado a entender
a sus enemigos que podría ser a la vez hijo de Dios e hijo de José”
(D III, 154).

He aquí una primera afirmación que entra en el campo del


lenguaje: Jesús habla con José de manera filial, se entiende con él
como su padre. Otra (y anterior) prueba lingüística de la paternidad
de José en relación Jesús resulta de la misión confiada por el padre
eterno a José: “Al ordenar a José que imponga el nombre del
salvador, el padre eterno está testimoniando que quería hacerle
partícipe de la gloria de ser padre del Verbo divino, como había
participado él en cierto sentido con Adán la gloria de crear todos
animales de la tierra al confiarle la misión de buscar nombre para
ellos”. También tiene que ser llamado José padre de Jesús por
haber salvado la vida terrena del hijo de Dios (III, 183, 188). José es
el nominador del salvador del mundo.

De este papel paternal de José sobre Jesús se deriva una


importante participación del hijo de David en la obra de la
redención, participación que Verthamont explica de la siguiente
forma: “El salvador pertenecía a san José, y Dios no quiso que se
ofreciera este divino niño como víctima de los pecados de los
hombres hasta que nuestro santo hubiera cedido en cierta manera
sus derechos a favor del género humano al consentir que su hijo
fuese inmolado por algún tiempo para expiar nuestros crímenes”. Y
como en la presentación, María había declarado tácitamente que
ella aprobaba el sacrificio cruento que tenía que hacer por la
salvación de los humanos, por la misma razón “era necesario que
este santo José fuera a Jerusalén para consagrarle a la cruz y a la
muerte, a fin de que el padre eterno aceptase la oblación que se
derivaba de esta auténtica cesión: el padre eterno no quiso
recibirlo para ser sacrificado en su día a su justicia irritada contra
los hombres sin el consentimiento de José y sin el ofertorio
voluntario que le presentó” (D IV, 222).

El razonamiento se muestra a la vez profundo e irrebatible por la


forma en que acentúa los fundamentos bíblicos de la asociación
privilegiada y única de san José a la obra de la redención. Habiendo
establecido que el justo José, esposo de María, participa de manera
única en la paternidad del padre eterno sobre Jesús, Verthamont
puede ver legítimamente en la ofrenda presentación del niño Jesús
que José hiciera al Señor, explícitamente afirmada por Lucas (2, 22),
un consentimiento anticipado al sacrificio de Jesús en la cruz por la
salvación del mundo.
IV-. El patrocinio de San José, prolongación de su paternidad.

José, según nuestro autor, fue de múltiples maneras y por


multiplicidad de razones, el padre virginal de Jesús, incluso del
cristo total que todos constituimos. Al salvar la vida temporal quien
es el salvador trascendente del mundo, al salvar esta vida
precisamente para que Jesús pudiese sacrificarla para la salvación
espiritual y eterna de la humanidad, y al consentir previamente a
su sacrificio en la cruz por nosotros, el justo José ha sido asociado
al que es nuestra justicia para nuestra justificación y su paternidad
no corporal sino espiritual se extiende a todos los miembros de
Cristo, se convierte en patrocinio de la Iglesia.

Aunque estas afirmaciones no se encuentran al pie de la letra en la


obra de Verthamont, sí en cambio (y nuestras citas dan fe de ello)
se hallan en la sustancia. Para él, “José es el Noé del Nuevo
testamento”, afirmación magnífica que precisa de la manera
siguiente: 2El patriarca Noé era justo (Gn 6,9). Toda la gloria de este
santo varón consistía en poseer la verdadera justicia. José, el Noé
del Nuevo Testamento que ha conducido este Arca donde todo
nuestro tesoro estaba encerrado, José ha sido tan justo que San
Mateo, en este pasaje del Evangelio, imita a Moisés y, omitiendo las
otras excelencia de este gran santo, se contenta con asegurar que
era perfectamente justo” (DVI, 429).

Es claro que el Arca confiado a la conducción del nuevo Noé era a


la vez María, tipo de la Iglesia, María arca de la nueva alianza ella
misma, arca de salvación del mundo entero, que nos libra del
diluvio del pecado; y este nuevo Noé no es lamente un justo
preservado de la injusticia como el primero, sino mucho más que
Noé del Génesis, un heraldo de justicia y única a la justificación del
mundo”.

Verthamont, la paternidad de José en relación con Jesús implicaba


una posesión de Jesús por José con inmensas consecuencias: “Es
preciso reconocer, como consecuencia necesaria, que el poder de
san José se extendía en cierta manera sobre todas las criaturas
visibles e invisibles y que no sería necesario perjudicar a nadie si él
hubiera dicho: Jesús me pertenece, luego todo lo creado depende
también de mi… Poseyendo al Verbo encarnado, (José) tiene una
especie de derecho universal sobre todas las creatutras… Si el
padre eterno le ha confiado su hijo de una manera tan particular
(Rm 8, 32), le ha dado de alguna forma y en el mismo instante la
posesión de todos los bienes creados” (D IV, 228-229).

Para nuestro autor, así se cumple y se realiza, en el plano espiritual


y universal del Nuevo testamento, el sueño del patriarca José como
verificación primera del Antiguo Testamento: “Esta visión profética
del antiguo José que representaba el sol, la luna y las estrellas
prosternadas a sus pies para adorarlo se ha verificado en su
persona y en la incomparable virtud del esposo de María, si bien de
manera muy diferente. Porque José, virrey de Egipto, vio al mismo
tiempo a su padre, a su madre y a sus hermanos postrados a sus
pies, pero nuestro José vio a Jesucristo, sol de justicia, y a María,
esta luna divina (hablando como la Sagrada Escritura), que se
abajaban ante él cuando él estaba sobre la tierra, y ahora que se
halla en el cielo recibe los respetos de las estrellas que brillan con
más fulgor en el cielo de la Iglesia: hablo de los personajes que más
se distinguen por sus dignidades, por su ciencia, por su santidad…
San José atrae hacia sí a toda la Iglesia” (D VIII, 50-551). Si se admite
la providencia de Dios en el tema del nombre bíblico de José,
organizando el uno la función del otro los dos relatos bíblicos
sobre el antigup y nuevo José, no costará demasiado reconocer la
justeza de los puntos de vista de Verthamont. Puntos de vista que
prolonga, por otra parte, en una dirección escatológica. Merece la
pena seguir este desarrollo admirable: “Cuando Jesucristo salió de
Egipto para retornar a la tierra prometida no se puso la conducción
de una nube destellante de luz, escogió, en cambio, a José por guía:
los israelitas y el salvador de Israel no tenían que ser guiados de la
misma manera ¿Qué se nos quiere dar a entender sino que daría
algún día a José a toda la Iglesia para servirla de conductor en el
camino de la verdadera tierra prometida y para obligarnos, al
mismo tiempo, si queremos vivir y morir santamente, a buscar con
fervor la protección de este gran santo” (D VIII, 557). Este
pensamiento no aparece de forma aislada en Verthamont; lo
desarrolla en estos términos: “Cuando Jesucristo, desde la cruz, dijo
a la Virgen santísima mostrándole a san Juan: “Mujer ahí tienes a tu
hijo”, los doctores aseguran que Dios al morir nos dio a su madre
para todos los cristianos, personificados e el santo Evangelista.
Creo, además que cuando el embajador celestial vino enviado por
Dios para ordenar a San José que sirviese al Salvador y a su madre
en un viaje tan lleno de peligros, tenía el designio de poner a todos
lo hombres bajo la protección de este gran santo porque el Verbo
encarnado encerraba a todos los humanos en su corazón
admirable y la Virgen santísima era la nueva Eva… Parece imposible
que san José sea el defensor de Jesús y de María sin que lo sea
también de todos los hombres” (D VIII, 507).

Este carácter tipológico-eclesial de la huida a Egipto y del retorno


con José como defensor y salvador de Jesús y de María lo acentúa
Verthamont más precisamente siguiendo a Hilario, Anselmo y
Ruperto: ¿Qué nos representa José cuando lleva a Jesús de Judea a
Egipto y de Egipto a Judea? Este gran santo es un resumen de todos
los apóstoles; da la sensación de que su amor por nuestra
salvación está como reunido y concentrado en su corazón para que
Jesús lo empleara en el negocio de la reconciliación de los hombres
con Dios antes de que sirviese para este proyecto de las doce
primeras columnas de la Iglesia. En efecto, al igual que los
apóstoles dejaron a los judíos que menospreciaban el evangelio y
marcharon a llevarlo a los gentiles, de la misma suerte, según
Ruperto, José salió de Judea para ir a Egipto, donde combatió la
idolatría y, cuando este gran santo retornó a Judea estaba
profetizando tácitamente el regreso de los judíos a Jesucristo. (D
VIII. 65).

Para Verthamont, el destino de José prefigura, tanto, el de toda la


Iglesia e incluso el de cada uno de sus miembros, llamados al
anuncio del evangelio bajo su protección.
V. El culto debido a San José, Nuestro Padre y Patrón.
Hemos subrayado el papel privilegiado que José tuvo en la
economía de la salvación en la mente de Verthamont, seguidor de
Ruperto de Deutz. Insistamos por última vez para mejor justificar
con nuestro jesuita el culto debido al padre virginal del redentor:
“Jesucristo, en tanto cuanto hombre, ha sido prometido a José bajo
el nombre de salvador. ¿Por qué así? A fin de persuadirlos de que,
si José no había participado en la formación del cuerpo de Jesús, al
menos había concurrido a hacerlo salvador de todos los hombres
al fatigarse, al viajar y al sudar con él. Por este motivo, continúa
Ruperto, entre todos los patriarcas ha sido José el último a quien
ha prometido el salvador pero de manera más excelente que a los
demás… José, por su cualidad de cooperador de la redención de los
hombres, nos ama mucho más y es mucho más sensible hacia
nuestras cuitas que lo que podrían serlo los padres más
apasionados por sus Hijos (D VIII, 563,565. Cf. Páginas 324, 373 de
los Discursos V y VI, en las que José es presentado como el nuevo
Abraham).

En este mismo sentido, Verthamont cita el testimonio de san


Alberto Magno, doctor de la Iglesia, para el que José es
sustentáculo de todo el género humano porque, al encargarse de
la educación de Jesucristo, había contribuido sobremanera a la
salvación de todos los hombres (D VIII, 563).

Desde este punto de vista, la paternidad espiritual de san José


sobre el género humano se parece, aunque en grado inferior a la
maternidad espiritual de María tal y como la expone el concilio
Vaticano II: “Al concebir a Cristo y traerlo a este mundo, al
presentarlo en el templo a su Padre, sufriendo con su hijo que
moría en la cruz, María aporta a la obra de salvador una
cooperación absolutamente única por su obediencia, su fe, su
esperanza, su ardiente caridad para que fuera devuelta a las almas
la vida sobrenatural. Por eso ha sido constituida para nosotros, en
el orden de la gracia, nuestra madre” (LG 61).

De ahí se deriva nuestro deber de reciprocidad y de culto filial a


san José, deber que también es el de imitar a Jesús y que
Verthamont expresa con elocuente convicción: “El Hijo de Dios ha
sido el primero entre todos los hombres que se ha entregado a
este gran santo. Jamás hijo alguno ha pertenecido tan absoluta y
enteramente a su padre como Jesús ha querido pertenecer a san
José; jamás hijo ha rendido tanto honor a su padre como Jesús al
suyo, porque era razonable que quien había grabado en el fondo
de nuestro corazón la hermosa ley (honrad a vuestro padre) la
guardara exactamente él mismo. En fin, jamás hijo alguno ha
tributado sus servicios a su padre con tanta ternura como el verbo
encarnado lo ha hecho al aparecer como servidor de nuestro
santo. De esta suerte el Salvador, al testimoniarnos un deseo tan
ardiente de que le imitemos, está al mismo tiempo mostrando su
fuerte inclinación a hacer que nosotros amemos y respetemos a
san “José”. Inclinación fundada sobre su justicia y su gratitud, que
desea ardientemente que se honre a los santos en la tierra a fin de
recompensar sus méritos (DVIII, 509-510).
Conclusión: límites e interés permanente del tratado

Nuestra admiración no tiene que impedirnos percibir aspectos


criticables en la obra de este provincial de Aquitania. Así, el “José”
de Verthamont es más angélico que verdaderamente humano,
incluso en momentos determinados más estoico y jansenista que
humano y cristiano (D VI, 414). Esta pagando el autor un pesado
tributo a las tendencias de la época.

Pero estos fallos son excusables y secundarios en comparación con


los méritos inmensos de una auténtica obra maestra como es ésta.
Si parece que no alude a la pertenencia de san José al orden de la
unión hipostática, conocida ya en su tiempo; si no explicita esta
verdad, la conoce implícitamente y de ella hace derivar con fortuna
las consecuencias, más notablemente las tocantes a la
participación íntima y privilegiada de san José en el misterio de la
Redención Sería deseable, por tanto, una nueva edición de este
Octavario de san José que nos legó el padre José de Verthamont.

Transcripción de José Gálvez Krüger

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