La Calle Aún Es Nuestra

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La calle aún es nuestra1

Carlos Valdés

El hombre alto dudó, se detuvo un segundo. “¿Qué harías en mi lugar, si te quedara un-solo-
minuto-de-vida?”, se preguntó, recordando la sonrisa o el puñal amenazantes; pero no tuvo
tiempo para responderse; vio la luz del carro azul de la policía, y reanudó la marcha a pesar del
cansancio y de la lluvia. Caminó lo más derecho que pudo, con la mayor naturalidad del mundo,
como si fuera un trabajador de regreso a su casa, y trajera dinero en la bolsa y tuviera un empleo
seguro, una familia, ahorros en la alcancía de barro, y todo lo que debe tener un individuo para
que la policía no pueda acusarlo de vagancia y de mal vivir.
Era un esfuerzo continuo y agotador; debía dominar el temblor de sus manos, imponerse a los
pies adoloridos que se negaban a caminar con naturalidad, sobreponerse al sentimiento de
desamparo que le aflojaba los músculos.
Al fin desaparecía la luz roja, amenazante, de la patrulla: “Identifíquese, ¿en dónde vive?, ¿en
qué trabaja?”; y la orden incontrovertible: “Acompáñenos.” Y luego fingir una dignidad absurda;
no ver más la luz del sol; experimentar la angustia de continuar siendo libre aun detrás de las
rejas, y odiarlas porque no son capaces de destruir el amor a la vida; pues por más miserable y
débil que sea esta pasión, tiene fuerza bastante para doler como una muela podrida y, al mismo
tiempo, para maravillar como un parto. “Lo bueno de los animales (continuó pensando el
hombre) es que no pierden su valioso tiempo en meditaciones estúpidas.”
El hombre disminuía la marcha, aflojaba la tensión a medida que la luz roja, cada vez más
pequeña y débil, cumplía su metamorfosis de cíclope en luciérnaga. Cuando la patrulla
desapareció, el hombre estaba parado sobre un charco. El agua se le metía por las roturas de los
zapatos; sin embargo pensaba: “No doy un paso más, aunque me maten.”

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Carlos Valdés, “La calle aún es nuestra”, en El nombre es lo menos, FCE, SEP, México, 1985, 105-115.
(Lecturas mexicanas, 76)
Sin ninguna señal previa la lluvia aumentó. Grandes gotas caían sobre la cabeza del hombre,
sobre sus ropas deshilacliadas, resbalaban después hacia el suelo, donde el hombre fijaba los pies
con terquedad. “No daré un paso”, pensaba mientras veía pasar los autos que levantaban con las
ruedas rápidas cortinas de agua. Aunque llueve, corren como locos; sus faros rastreadores tratan
de adivinar el camino. Parece que les urge llegar a casa. Los que tienen a dónde ir pueden
matarse corriendo; pero los que no, nos quedamos a acompañar a las ranas en los charcos. De
nada sirve vivir en la ciudad, si no se posee un techo.
Entrevió a una señora que mecía su voluminosa humanidad dentro de un auto grande y
voluminoso como ella, y que en sus brazos redondos y maternales apretaba a una criatura, hijo,
perro u objeto, que también se parecía a su dueña, madre o propietaria. El carro mugía atrapado
en una zanja traidora que había ocultado la lluvia. El potente motor al fin pudo salvar el
obstáculo.
El hombre no sentía rencor, ni desprecio; aun se habría divertido de no ser por el hambre.
Cuando llueve en el campo, hasta las vacas se alegran. Se dio cuenta de que se había olvidado
que existían las vacas, y la buena leche cremosa. Imaginó un gran vaso de cristal que rebosaba de
líquido nutritivo, espeso y lechoso; lo hizo con tal pasión que sintió una fuerte punzada en el
estómago.
“Cuidado: que el hambre no se te suba a la cabeza; es peor que el aguardiente puro", se dijo y
caminó rumbo al centro, detrás de las luces rojas de los autos. Caminar es un síntoma favorable;
los muertos no andan. Una risa alegre subió a su garganta. Podía reír como si estuviera en un
desierto: la acera estaba vacía, y en el arroyo los autos se ensimismaban en el ruido de sus
motores. Choferes sordos, amurallados detrás de la velocidad y de los cristales corridos. Se
olvidan que el campo está al terminar las últimas casas. Bastaría que dieran vuelta en U, y sin
gastar más gasolina de la que usan para llegar a sus hogares, se podrían convencer de que existen
árboles, pasto y vacas; pero quizá sólo serían capaces de ver distancias, de pensar en kilómetros
y en litros de gasolina.
El hombre alto de ropa deshilachada, cerró los ojos e imaginó el campo donde crecen los
árboles y el pasto, y hay vacas gordas con ubres hinchadas de leche cremosa, nutritiva, que
impide la caída prematura de los dientes; si no tenemos dientes ni dinero para ponernos
dentadura postiza, lo mejor es la leche. Entreabrió los labios, para que su risa pudiera fluir sin

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estorbos; dejó de caminar un instante para oír mejor su risa consoladora, aunque la lluvia se le
colaba por el cuello de la camisa hacia la espalda.
Llega un momento en que el metal bueno y noble del hombre empieza a quebrarse. Se
desciende un escalón, luego otro y otro. Sí, entonces ya no se puede retroceder; sin embargo, la
vida continúa siendo bella y limpia con tal que no se piensen ciertas cosas. La vida no se puede
manchar, sólo uno se mancha y se deteriora: los dientes, el hambre, las pulgas...
“Profesor.”
Unas cuantas semanas bastan para caer muy bajo; pero aun entonces la calle es nuestra;
ninguna ley nos prohíbe caminar por la calle con tal que no estemos muertos. A los pobres,
aunque de mal grado, nos toleran los ricos; pero a los muertos ni siquiera nosotros los
soportamos.
“Profesor.”
Un individuo pequeño y grueso, con un costal al hombro, desde hacía rato caminaba detrás del
hombre alto de ropas deshilachadas. “No me oye”, pensó el más corto de estatura, y dijo luego en
voz alta:
—Profesor, no camine tan aprisa; tengo las piernas más chicas, y no puedo alcanzarlo.
El hombre alto no escuchó la súplica; pero en la bocacalle los autos le impidieron el paso; tuvo
que detenerse, y el gordo del costal lo alcanzó. Entonces le lanzó una vaga mirada de
reconocimiento.
Se resiste a creer que soy un muerto de hambre, no lo convence mi ropa sucia, ni mi barba
crecida, ni mis zapatos rotos; piensa que soy un avaro, que tengo un tesoro oculto en un árbol
hueco. Es el colmo; hace días que me sigue, y me pone nervioso con su terquedad. ¡Ni que fuera
mi sombra!
El hombre alto vio su propia sombra alargada, fantástica, sobre el piso; junto a ella la del otro:
más chica, ancha y grotesca. La [sic] luces de los autos al pasar arrastraban y deformaban las
sombras hasta el absurdo. “Pájaros negros o trapeadores mugrosos.” El hombre alto se rio, no
porque le hicieran mucha gracia sus pensamientos, sino más bien para olvidarse del hambre.
Como si yo hubiera sido un millonario sentimental que se encuentra al hermano que nunca ha
tenido (pero a un hermano que es exactamente el reverso de la medalla del que se soñaba), le
regalé mis últimos cinco pesos. Desde entonces me sigue día y noche. A veces desaparece (quizá
para comer o para hacer sus necesidades, pues hasta un perro necesita satisfacerlas), regresa

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siempre. Se acuesta hasta que yo me duermo y se levanta cuando yo me despierto. Por las
mañanas, la energía que le da la ilusión le permite caminar delante de mí; pero en las tardes, ya
exhausto, se contentaba con seguirme, y no perderme de vista.
—¡Profesor! —dijo el hombre del costal. "Aún no se atreve a pedirme; pero quiere que
limosna. ¿Para qué iba a seguirme, si no tuve esperanza de sacarme algo?", pensó el hombre
después preguntó con acento enérgico:
—¿Por qué me sigues?
—No le voy a pedir nada regalado; sólo deseo que usted me preste unos pesos —aseguró el
hombre del costal.
—¿Cuánto quieres? —preguntó el hombre alto mera curiosidad.
—Diez pesos me bastarían —murmuró el otro.
—¡Con tan poco te conformas! —exclamó con ironía el hombre alto.
¡Qué infantil: cree que soy Dios! Quizá con el tiempo seré como él: un chiflado que le pide
peras a los faroles del alumbrado público.
—¿Qué harías con tanto dinero? —se burló el alto.
—Compraría comida para nosotros, y aun me sobrarían unos pesos. Podríamos tener un perro.
Los no comen casi nada, y hacen mucha compañía.
El hombre alto se rio con todas sus ganas, taba reír; cuando lo hacía se olvidaba del hambre
nosotros como si fuéramos una familia: él, yo, y además, un perro. ¡Seríamos una hermosa
familia!
—¿De dónde voy a sacar diez pesos? — preguntó en serio el hombre alto, cuando terminó de
reír.
—La comida nos duraría quizá para dos veces; el perro aguantaría mucho más, tal vez un año
o dos, mientras no lo mate un auto o se muera de hambre —dijo el del costal.
El hombre alto se dio cuenta de que estaba parado sobre otro charco; pero no se movió. "El
hambre lo volvió loco de remate. Quiere demasiadas cosas: comida y un perro; es un
ambicioso... Ambicioso es una palabra de otro mundo donde hay calor y comida; esta palabra
estúpida no funciona aquí. Empiezo a olvidarme de mis fórmulas para no enloquecer.”El hombre
se puso a caminar, y el otro se deslizó tras él. De pronto volteó, y le dijo con furia:
—No tengo un centavo partido por la mitad.
—Para un individuo ilustrado, ¿qué son diez pesos? —murmuró con terquedad el otro.

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El hombre alto gritó maldiciones furiosas, violentas. El del costal bajó la cabeza en actitud
humilde, aguantando los insultos, apretando los puños, para que su coraje dormido no fuera a
despertarse.
—Diez pesos —se atrevió a decir en tono humilde pero insistente.
El coraje lo hacía temblar y agitarse como si tuviera fiebre. De sus labios descoloridos
brotaban a borbotones las palabras duras. "Diez pesos", oyó decir el otro, y su furia aumentó a tal
grado que las maldiciones ya no le bastaban; con el puño golpeó la boca que se atrevía a pedir
diez pesos a un mendigo que sufría la peor y más desesperante de las pobrezas, la de no tener
nada que ofrecer cuando se desea dar algo, aun a costa de la propia hambre.
El golpe fue una solución maravillosa. Los hombres se quedaron quietos, silenciosos, sin
deseos ni sentimientos. "Lo he golpeado", pensó el hombre alto. “Me golpeó”, pensó el gordo,
mientras sus manos seguí agarrando tranquilamente el costal.
El hombre alto echó a caminar; el otro lo siguió cierta distancia, más bien por cansancio que
por miedo. Nada había cambiado: el hombre alto caminaba adelante y el otro atrás. Parecía que
caminaban desde hacía varios siglos. El uno alto, flaco y barbón; en mirada había dignidad,
honradez y aun la locura quien prefiere morir de hambre a degradarse trabajando. El otro
individuo, gordo y bajo, exageradamente sucio por amor a la mugre más bien que por pobreza.
El hombre es el perro del hombre. Otra vez estoy pensando con palabras de otro mundo. Si no
arrojo por la borda el peso inútil, pronto me hundiré en la locura. El hombre iba a cruzar la calle;
pero se detuvo a causa de un auto que se aproximaba. Las ruedas veloces ro ron un charco, el
agua se levantó formando una cortina, y fue a caer sobre las piernas del hombre. El ruido del
auto y la risa del chofer se perdieron rápidamente la noche.
Cuando el del costal se acercó, el otro se reía y miraba los pantalones como si le hubiera
sucedido algo cómico. “Éstas son cosas sin importancia, lo único malo es no poder llevarse nada
a la boca, ni tener un sitio para dormir.”A pesar de lo que pensaba, el hombre alto sentía lástima
de sí mismo. Vio a su compañero sintió aún más lástima.
El hombre del costal hizo una mueca que no siendo muy exigente se tomaría por sonrisa, y
repitió su estribillo:
—Profesor, diez pesos bastarían.
—No tengo nada.

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El hombre al alto oyó sus propias palabras, y le sonaron extrañas en el silencio de la ciudad.
“No tengo nada.” Decirlo era admitir y resignarse al silencio de la muerte.
—Pero si tuviera diez pesos, te los daría —dijo.
—¿Ni siquiera cinco pesos, como la primera vez? —preguntó el otro.
—Si los tuviera, también te los daría —dijo el alto con voz cansada—; pero no los tengo.
Ahora lo sabes, puedes marcharte.
El otro lo miraba con incredulidad, sin moverse, esperando aún. Esa terquedad impasible
molestó más que nada al hombre alto. “Si tu mano derecha peca, córtala con tu mano izquierda",
pensó, y levantando un puño amenazador ordenó:
—Lárgate ahora mismo; si te vuelvo a encontrar, no me conformaré sólo con un golpe, estoy
harto de verte.
El del costal retrocedió unos pasos murmurando palabras ininteligibles, quizá de amenaza o de
disculpa.
—Lárgate de aquí —gritó el alto sintiendo que la paciencia se le agotaba, y que su
desesperación aumentaba por momentos.
Se puso a andar lo más aprisa que sus piernas debilitadas por el hambre se lo permitieron. El
otro no se atrevió a seguirlo.
Aquellos cinco pesos que le regalé la primera vez, lo perdieron. Fue demasiado para su
miseria. Se volvió loco: imagina que soy su padrino millonario o algo por el estilo, y no puede
renunciar a su idea fija; preferiría que lo mataran (aun matarme), a perder su fe en mí. Como si
yo no tuviera bastante con la policía; además, tengo que aguantar a este perro gordo, hinchado de
esperanzas o de aire, que no me deja mendigar ni recoger colillas tranquilamente. Otra vez
empieza a seguirme; encima del ruido de la lluvia escucho sus pisadas. La voz del otro lo
alcanzó:

—Profesor, da coraje y cuesta trabajo creer que me niegue esos diez pesos. No conozco a
nadie más que pueda dármelos; y usted que puede, no quiere.
El hombre alto tuvo entonces una visión apocalíptica: vio a todos los hijos del universo
pidiendo a sus padres unas migajas; y a los padres negándose por no tener ni siquiera eso, aunque
su deseo sería darlo absolutamente todo; y a los hijos asesinando a los padres, porque su
desilusión significaba la inanición y la muerte. Vio a las madres de senos fláccidos colgando

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inútilmente; a los padres sin una gota de amor ni de alegría en los corazones vacíos y arrugados;
y al esperma que puede engendrar, pero que ^es incapaz de trasmitir otra herencia que miseria y
asfixia al feto, el cual nunca deja de ser feto hambriento, y se aferra al cordón umbilical que le
impide caer en el vacío absoluto; y a los sobrevivientes, seudohombres frustrados hasta la
médula de los huesos, tratando de olvidar su condición de parias irredentos e irredimibles,
inventando falsas doctrinas de redención e instrumentos para implantar sus locuras, cuyo nombre
varía, pero que en el fondo son igual de destructoras y crueles; y vio a los impotentes sacerdotes
de la muerte, don Quijotes sin hijos, buscando hijastros en todos los Sanchos de la tierra; Quijote
enloquecedor y Sancho enloquecido, padre e hijo, defraudado y defraudador, ladrones y
mendigos.
Llega el día en que la locura se vuelve contra la locura, y la miseria contra la pobreza, y el
odio pervertido contra el odio que originalmente fue amor, y la impotencia lucha a muerte contra
la esterilidad. El único remedio es huir al monte o esconderse entre los muros roñosos de la
ciudad; pero nada nos salva: cuando el hombre no actúa como lobo, actúa como el perro del
hombre; perro o lobo igualmente rabioso y dispuesto a morder; ni la soledad nos salva: todo
hombre trae en su interior a un lobo o a un perro feroz que necesita beber sangre, y cuando su
sed no se satisface, se tras- forma en impulso suicida. El único remedio es aceptar todo tal cual
es, que nos toquen las menos mordidas posibles, ser lobo o perro según las circunstancias, ya que
no podemos ser lo único que vale la pena: corazones a los que les sobra ternura, manos ricas que
construyen para sí y para los demás, cuerpos que engendran con amor, pechos que alimentan con
generosidad y sin esfuerzo, cuya sola inquietud es dar, porque la rica leche les brota como
fuente.
El hombre alto oyó más y más cerca los pasos de su perseguidor. Pensó: “No tengo más
remedio que golpearlo. Voy a tener que...”
El auto de la policía entró en la calle. Su ronda era poco útil; la lluvia impedía casi totalmente
la visibilidad. El aparato de radio más que los ojos los mantenían en contacto con el mundo del
orden; la voz de un sargento acatarrado trasmitía órdenes por el receptor; pero en ese momento
aludía a una patrulla que rondaba muy lejos de esa calle.
—Mira a esos sospechosos —dijo el que llevaba el volante.
—¿Dónde? —preguntó su compañero, estiró el cuello y entrecerró los párpados para ver
mejor.

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La patrulla frenó; pero la pareja de policías sólo distinguió la lluvia que barría de un lado a
otro la calle.
—Juraría que he visto a dos hombres: uno alto y otro pequeño —dijo el que conducía la
patrulla. Luego encendió el motor y se concentró en el manejo, para no ver la sonrisa escéptica
de su compañero.
El auto de la patrulla se perdió en la distancia. Un momento después en la calle, a través de la
cortina de lluvia, se oyeron unos pasos, y luego, como un eco acompasado, surgió el ruido de
otros pasos.
El hombre alto miró hacia atrás, y distinguió más bien adivinó, la sonrisa de su seguidor, o
quizá el puñal de alguien defraudado y enloquecido hasta la desesperación. Había llegado a un
crucero de calles; dudó, no supo por cuál decidirse, se detuvo un segundo: "¿Qué harías en mi
lugar, si te quedara un-solo-minuto-de- vida?", se preguntó recordando el rostro, la sonrisa o el
puñal, amenazantes; pero no tuvo tiempo para responderse; vio la luz del carro azul de la policía,
y reanudó la marcha, a pesar del cansancio y de la lluvia.

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