El Ciclo de Thomas Newton - Matias Segura

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“ Mira, puedes aceptar la ciencia y

enfrentar la realidad, o bien puedes


creer en ángeles y vivir en un mundo
infantil de fantasía.”
Lisa Simpson.
Capítulo 1
1
Abrí los ojos. Todo brillaba. Un resplandor. Me encandiló desde antes de
abrir los párpados. No era el sol; pues de ese modo el brillo provendría de
una sola dirección. Intenté mantener los ojos cerrados, aun así la luz me
lastimaba, pero la curiosidad terminaba por convencerme de a ratos para que
los abriera y averiguara si seguía allí.
No sabía si estaba parado, acostado o flotando, pareciera que allí la
gravedad no existía. Sentía que me estaba moviendo, lentamente, pero no
sabía hacia dónde. Me planteé el hecho de que no había recibido muchas
instrucciones al respecto. Debí haber planeado algo antes de llegar allí, el
único plan que tenía era llegar. “Una vez allí veremos”, solía decirme a mí
mismo.
Después de vivir las experiencias más sobrenaturales y paranormales que
la raza humana jamás haya vivido lo lógico hubiera sido creer que estaba
cerca, pero uno nunca sabe. Hay un universo para cada posibilidad, cada
opción, la respuesta a cada pregunta que comienza con un “¿Qué tal si?”.
Podía ser que todo eso fuera en vano. Después de todo: ¿valía la pena? Mi
padre siempre me decía que en determinadas situaciones debía hacer más
caso a esto –señalando el corazón– que a esto –señalando mi cerebro.
Siempre creí que era algo muy cursi. “Y mira dónde estoy ahora”, pensé.
Nunca lo habría logrado si no hubiera escuchado a mi corazón.
La luz comenzó a perder brillo, así que lentamente abrí los ojos. Empecé
a descender, hasta apoyar los pies sobre una superficie. El escenario iba
apareciendo a medida que el resplandor desaparecía. Estaba en una enorme
sala donde todo, inclusive el piso, estaba hecho de madera. El techo estaba
muy alto, seguro que si tronaba los dedos las paredes me hubieran respondido
en forma de eco, pero estaba paralizado y no podía hacerlo. A mis laterales,
aparecieron asientos en forma de tablones, similares a los que uno encuentra
en cualquier iglesia. Al final del pasillo que indicaban éstos, se formó un
estrado que sobresalía a más de dos metros del nivel del piso. No había dudas
de que la representación gráfica la estaba creando mi mente. Estaba en una
corte, donde se me iba a llevar a cabo un juicio, determinando si era culpable
o inocente por mis acciones. Me preguntaba quién sería el juez. Dios no
existe, según me habían dicho.
Donde terminaban los asientos en forma de tablones, había un pequeño
vallado de maderas cilíndricas y una mesa en cada extremo; las dos tipo
escritorio con dos asientos. “Dos asientos”, pensé, “¿a caso tendré un
abogado defensor?”. Cuando recuperé el control de mi cuerpo elegí una mesa
al azar, la de la derecha. Nunca supe de qué lado iba el acusado, o si eso era
indiferente. Tampoco me importaba. Me senté, aunque no cómodo del todo
porque no sabía si había llegado a tiempo, tarde o muy temprano para el
juicio, aunque en ese lugar el tiempo no existe, y tampoco debe llamárselo
lugar porque eso haría alusión a un determinado espacio físico.
Comencé a golpear los dedos sobre la superficie de la mesa a ritmo de
galope, impaciente, ansioso por lo que pasaría a continuación. Golpeaba cada
vez más fuerte, hasta que fui interrumpido por una imponente voz, gruesa y
firme, que retumbó en toda la corte.
– ¡Silencio!
Me puso los pelos de punta. La voz llegó hacia mí en todas direcciones.
Miré hacia todos lados y no había nadie. Virgilio me había dado la
bienvenida de la misma manera. Parecía que acostumbraban a asustar a las
personas de esa manera en aquel lugar, aunque no debe llamárselo lugar
porque eso haría alusión a un determinado espacio físico.
– ¿Por qué estás aquí? –preguntó, sonando de una manera en la que exigía
una respuesta rápida y concisa.
– Porque quiero que me devuelvan…
– ¡No, eso no! –me interrumpió al instante, como si pudiera leer mi mente
y saber qué iba a decir–. ¿Por qué estás aquí cuando no deberías estarlo?
¿Cómo te atreves a ensuciar estos dominios, con el sucio hedor que emanan
tus poros junto a tu presencia?
– Convicción –respondí osadamente, disminuyendo el volumen de mi voz
al llegar a la última sílaba, en señal de arrepentimiento e inseguridad por no
saber a quién o a qué me estaba dirigiendo y qué tanto poder tendría en la
decisión final sobre mi destino.
Escuché una especie de suspiro. Era claro que no esperaba un tipo de
respuesta como esa. Mientras tanto, yo seguía mirando hacia todos lados,
girando sobre mi posición, para saber a dónde dirigir mi palabra. El estrado
estaba vacío. El jurado también.
– Has llegado muy lejos, Thomas Newton –volvió a echar un suspiro, esta
vez más largo–. Nadie ha llegado tan lejos… en su vida.
No sabía cómo responder a eso, así que me quedé en silencio. Además,
estaba intentando no abrir la boca para aguantar la risa, porque en ese
momento me di cuenta de que su voz sonaba igual a la de Sean Connery. Por
más que no haya podido exteriorizarla y representarla con una carcajada, las
ganas de reír me mataban los nervios, y mierda que estaba nervioso.
– Qué tal si comienzas por decirme cómo has llegado a estos dominios.
– Señor… quién quiera que sea, es una historia muy larga y no tengo
tiempo que perder. Necesito que por favor me deje llevar…
– ¡Silencio! –Gritó tan fuerte que sentí cómo raspaba mis tímpanos–.
Aquí no existe tal cosa como el tiempo, así que comienza a hablar. O de lo
contrario me veré obligado a…
– ¿A qué? –Lo interrumpí, con un tono elevado en suspicacia–. Tú
tendrás mucho poder con los muertos, pero te olvidas que yo estoy vivo.
Se produjo un silencio eterno, más allá de que haya durado unos
segundos. Aunque no se podía mesurar en segundos, porque allí el tiempo no
existe, pero mis sentidos lo interpretaban de otra forma.
– Pero si sobre los seres que pertenecen a este mundo, si tú me
entiendes… –dijo en modo de “jaque mate”.
Respiré hondo y acepté mi derrota. No podía jugar a pasarme de listo con
fuerzas que no podía comprender. Comprendí que lo inteligente era
desembuchar. Pero era todo tan extraño que me hacía sentir como si estuviera
diciendo cosas absurdas. Tuve que intentarlo de todos modos.

2
Nunca hubiera llegado a este lugar –que no debe llamarse lugar porque
eso haría alusión a un determinado espacio físico– de no ser por aquel
recuerdo perdido en mi memoria de cuando tenía cinco años. Es curioso
como hasta los detalles más pequeños durante nuestra vida pueden marcar
grandes diferencias en nuestro futuro.
Habíamos salido a caminar en familia en una tarde de otoño. Catriel –mi
hermano– todavía no había nacido y Alicia –mi hermana– era tan pequeña
que mi madre aún la llevaba en brazos. Como mis piernas eran cortas, me
pareció una distancia interminable, pero sólo fueron dos kilómetros –
distancia que en el futuro iba a ser algo cotidiano realizarla a pie. Llegamos a
una encrucijada de calles en las que había cinco esquinas. Lo estoy diciendo
mal; el lugar suele denominarse por los vecinos “las cinco esquinas”, cuando
en realidad son seis. El lugar es una especie de centro comercial –aunque en
ese entonces no era tan activo– donde hay casas de comida, de ropa,
electrónica, una zapatería, y otros locales que hacen que constantemente haya
gente caminando por allí.
En el centro de las esquinas se dibujaba un camino de vías de tren,
discontinuadas y algo castigadas por el paso del tiempo. Curioso, como todo
chico de cinco años, me llamó la atención porque estaba acostumbrado a que
los trenes no anduvieran por las calles. Mis padres me dijeron que se trataba
de un tranvía, y me explicaron lo que era –no voy a explicar qué es un tranvía
porque asumo que ya lo sabes. Como si se tratara de obra del destino –y
estimo que así es– ese recuerdo sólo rondó por mi cabeza las semanas
posteriores a ese hecho, y no sé por qué, juraba que había visto al tranvía
pasar por allí. Podía describirlo y todo. Sólo tenía un vagón, rojo, de un estilo
muy inglés y con ensamblajes tanto metálicos como de madera. Aminoraba
su marcha al doblar una esquina, y tocaba una especie de claxon chillón –
parecido al de una locomotora antigua– a su paso. No lo sé, de algún modo lo
recordaba. Pero ese recuerdo desapareció, se quedó dormido en el olvido
hasta hace poco.
Como era muy chico y no tenía la misma capacidad de orientación que
tengo ahora, nunca supe dónde era. El hecho de que eran seis esquinas
hubiera ayudado, pero no lo recordaba. Pasé miles de veces por ese lugar a lo
largo de mi vida, y nunca reparé en las vías. Hasta hace poco…
No fue hasta que pasé por aquel lugar con Sofía –que ya sé que no se
llama así, pero tú me entiendes. Íbamos al cine, ya que ella nunca había visto
una película. Yo quería ver “León el Profesional”, pero supuse que como era
una especie de cita y Sofía era una principiante en lo referente a lo cineasta
“Antes del Amanecer” hubiera sido una opción más acertada que ver a Jean
Reno dejando una pila de cadáveres a su paso. Más allá de que ya había sido
advertido de que era una película muy cursi me gustó, tal vez porque en ese
entonces me encontraba demasiado… digamos sensible. Iba caminando con
ella, tomados de la mano, cuando de repente mi cabeza hizo un clic y presté
atención a las vías. Eso despertó el recuerdo perdido de aquella caminata que
tuve con mi familia, y no pude creer lo estúpido que había sido de pasar
tantas veces por allí y nunca darme cuenta. No sólo despertó el recuerdo, sino
una especie de obsesión. Yo juraba que había visto el tranvía, pero ya en ese
entonces las vías eran discontinuas, así que era imposible. Sin embargo, la
imagen no dejaba de acechar en mi recuerdo. Hasta creo que Alicia lo había
visto, podía verlo reflejado en sus ojos azules, a ella también le llamaba la
atención.
Siempre me gustó todo lo relacionado con la investigación, tanto como
detective como lo periodístico. De hecho, periodismo siempre fue una de las
carreras que tuve latente como opción, pero desde que terminé la escuela que
llevo dos años sin saber qué hacer de mi vida. Comencé una especie de
investigación. Fui a la biblioteca pública que está frente a la plaza, al lado de
la iglesia donde se casaron mis padres. Allí conservaban diarios en forma de
fichas desde el año 1880. Sofía me acompañó a todas mis visitas a la
biblioteca, nunca se despegaba de mi lado. Logré recolectar mucha
información al respecto, sin saber el fin de la propia investigación.
Se dice que allá por 1910, Ituzaingó era un lugar que estaba casi
despoblado. Sólo había grandes terrenos llenos de árboles y pastizales tan
altos como una persona, y algunas granjas de los primeros habitantes. Los
granjeros vendían sus productos en el centro comercial de la ciudad. Para
ello, debían atravesar algunos tediosos kilómetros llenos de pantanos y
matorrales, ya sea a carreta o a pie. Faltaba un medio de transporte que
comunicara con la estación ferroviaria que se dirigía hacia la ciudad capital.
En 1914, una adinerada familia alemana llegó al pueblo, buscando vivir
en medio de la paz y la armonía que proporcionaba el campo: la familia
Kaufmann. Estaban muy alegres de que sus niños tuvieran tanto espacio para
jugar. Pero al poco tiempo, se percataron de una importante desventaja: sus
automóviles eran inútiles porque no habían caminos. Gracias a que era un
hombre poderoso e influyente en las decisiones políticas del gobierno, el
señor Kaufmann convenció al municipio de que se construyeran calles y
caminos en aquel lugar. Por suerte, no era tan antipático y avaricioso como
todo el mundo creía, y era consciente de la necesidad de un medio de
transporte para sus nuevos vecinos, los granjeros. Así fue cómo mandó a
construir el tranvía, el cual asombrosamente, en menos de un año, fue
inagurado.
El tranvía pasaba por el medio de las calles hasta llegar al centro de la
ciudad. Su diseño era tan inglés cómo todos los trenes del país. Tenía dos
vagones para pasajeros con asientos de madera y un tercer vagón vacío para
que los granjeros pudieran llevar sus mercaderías –a pesar de que yo había
visto uno sólo. Era un medio de transporte barato y eficaz. Lamentablemente,
tenía una desventaja.
Gracias al tranvía y las nuevas calles, el pueblo comenzó a crecer. Se
construyeron casas y mucha gente nueva apareció de la nada. Para 1920, ya
casi no había granjas; los granjeros habían sido tentados con fuertes sumas de
dinero por sus tierras para construir nuevos hogares. Aquel campo solitario y
pacífico en el cual el señor Kaufmann aspiró por tantos años vivir con su
familia, lentamente se fue convirtiendo en una ciudad, llena de vecinos,
autos, ruidos molestos, negocios… La familia Kaufmann puso en venta la
casa, desapareció y nunca más se supo de ellos.
El tranvía siguió funcionando, pero cada vez con menos frecuencia y
menos usuarios. Para 1945, ya casi todas las familias del lugar contaban con
un medio de transporte propio, por lo que quedó fuera de servicio. Su
recorrido fue reemplazado por un autobús, lo cual el municipio creyó más
conveniente y económico.
Probablemente te estés preguntando qué demonios tiene que ver todo esto
con tu pregunta. Bueno, el Señor Kaufmann era arqueólogo, un hombre muy
obsesivo con Egipto. Mínimo una vez al mes partía hacia allá. Cada vez traía
más reliquias egipcias a su mansión, esfinges, jarros, máscaras, restos de
pirámides… Con el tiempo no tuvo más lugar donde guardarlas, así que se le
ocurrió cavar, cavar y cavar. Mandó a hacer unas catacumbas bajo su casa,
fosas enormes para reconstruir el interior de una pirámide en ellas, estaba
loco.
Cuanto más me adentraba en la investigación, más me obsesionaba, sin
saber por qué. Es como si el destino hubiera querido traerme a este lugar, que
no debo llamar lugar porque eso haría alusión a un determinado espacio
físico.
Lo que me costó un poco más fue encontrar dónde se ubicaba esta
mansión. Quería entrar a esas malditas catacumbas.

3
Había dado interrupción a la investigación, yendo contra mi propia
voluntad, porque sabía que se me acababa el tiempo con Sofía. Quería estar
con ella, aprovechar sus vacaciones al máximo posible. Se deshacía en mis
brazos. A cada abrazo la sentía más alejada del mundo. Por lo menos sabía
que iba a desaparecer y no me tomó por sorpresa. Y así pasó la mañana del
sábado. Desperté en la reserva ecológica junto a los primeros rayos de sol.
Ella no estaba. A mi lado sólo estaba su vestido rojo, los zapatos, su chaqueta
y su ropa interior. Como si se hubiera desnudado y hubiera salido corriendo,
pero sé que no fue así.
Fui a mi casa, me metí en mi habitación sin decir una sola palabra y cerré
de un portazo. Atrás de la biblioteca escondía una botella de whisky, “por si
las dudas” solía decirme, aunque sabía que sólo era un boleto de ida. Mi
madre golpeaba la puerta, preguntaba dónde estaba Sofía, pero su voz se
apagaba a cada trago que tomaba. Después de dos años de haber vivido una
vida sin sentido que era un infierno donde el tiempo pasaba cada vez más
lento para mí había llegado a un momento donde las cosas parecían
armonizarse a mi favor; y tuvo que irse, junto a ella.
Estuve tres días sin salir de mi habitación, sin comer, sin bañarme, y casi
sin dormir. Me mantenía vivo a base de alcohol. Cuando la botella se acabó,
tuve que llenar el vacío que Sofía había dejado en mi vida con alguna
actividad que me mantuviera ocupado. Así que reanudé la investigación.

4
Nunca fui de llevarme muy mal con mis padres. Excepto cuando se
trataba de mi escuela, el “Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús”, o como yo
solía llamarlo: “Esclavas y Esclavos de las Sagradas Monjas Hijas de Puta”.
Odiaba el hecho –y lo sigo odiando– de que me hayan enviado a una escuela
católica, y más aún, que no me dejaran cambiarme. Lo que derivó en un par
de intentos fracasados de que me expulsaran; como cuando puse una bomba
casera en uno de los sucios inodoros de los baños e hice estallar las tuberías;
o cuando clavé un cuchillo contra el pizarrón antes de que comenzara la
clase, sabiendo que la profesora Anabella –una tipa que parecía tener
Alzheimer– no despertaría al cien por cien antes de tomar el café en el recreo
y no se percataría de ello, y luego revoleé una goma contra el pizarrón y
creyó que había sido el cuchillo. No me expulsaron, tuve que padecer ese
infierno hasta hace dos años. Como mis padres habían ido a esa escuela y se
habían conocido allí…
La escuela era gigante. Su arquitectura era bastante antigua. Tenía tres
pisos. Ocupaba casi toda una manzana. Además, contaba con una especie de
capilla, donde los sábados había que asistir obligatoriamente a las misas –al
menos durante los primeros siete años que asistí– y soportar los interminables
discursos del Padre Adolfo. Una de las pocas cosas que me gustaba era la
cancha de básquet, que no tenía piso de madera pero al menos estaba cubierta
bajo techo y podíamos jugar los días que llovía.
Lo que más odiaba era el ambiente a iglesia que reinaba allí. Las
imágenes de Cristo martillado a la cruz –que nunca entendí por qué
representaban a su dios de la forma en qué murió en lugar de la forma en que
vivió– y vírgenes por doquier, monjas y curas –a los cuales consideraba
pedófilos porque siempre se les desviaba la mirada cuando una chica de
secundaria pasaba con la pollera más corta de lo permitido– caminando por
los pasillos todo el tiempo… no lo toleraba. Con mis amigos llamábamos a la
escuela “la fábrica de ateos”, porque era tal el odio que generaba que nadie
quería saber nada con la religión. Todas esas estúpidas reglas estrictas sobre
estar siempre bien peinado y con la camisa dentro del pantalón y no decir
malas palabras y no masticar chicle y muchas estupideces más. Lo peor que
podía pasar era que una monja te viera besándote con una chica, peor que
volar las tuberías con una bomba casera. Siempre tenía que hacerlo a
escondidas con Abril –mi novia de la secundaria. Nos escabullíamos por las
arboledas que estaban detrás de los campos de fútbol. Aunque hubiera
deseado que me vieran sólo para molestarlas, pasándole la lengua por el
cuello de manera salvaje mientras le deslizaba una mano por el pelo, desde la
espalda hasta llegar a sus nalgas y con la otra desabotonaba su camisa para
tocarle las… La cosa es que odiaba mi escuela.
Nunca me olvidaré de Miguel, el portero. Un tipo que ya era viejo cuando
lo conocí –a los seis años– y siguió igual de viejo hasta que terminé la
escuela, nunca envejeció. Con mis amigos solíamos decir que era un
animatronic creado por Steven Spilberg. Cuando éramos pequeños, lo
molestábamos en los recreos. En lugar de denunciarnos a las monjas, se
limitaba a aterrarnos con sus historias, diciendo que si seguíamos molestando
nos enviaría al laberinto de túneles subterráneos que había bajo la escuela,
llenos de agua podrida, cucarachas y ratas. Obviamente, como éramos chicos,
nos cagábamos hasta las patas y salíamos corriendo. Nunca creí que esas
historias fueran ciertas.
Si uno se detenía a prestarle atención a la escuela, y suprimía con su
imaginación los detalles modernos como los matafuegos, las ventanas o los
reflectores, se podía deducir que la escuela alguna vez había sido una
mansión. La mansión de un excéntrico arqueólogo alemán obsesionado con la
egiptología.

5
Si, lo había descubierto. La mansión de Kaufmann era la actual “Esclavas
del Sagrado Corazón de Jesús”. Tenía que entrar de alguna manera y
adentrarme en esas malditas catacumbas. Sólo así llenaría el vacío que Sofía
había dejado en mi vida.
Así que un sábado a la noche me vestí de negro, me puse guantes y un
pasamontañas en la cabeza que me hacía transpirar como un testigo dando
falso testimonio, e irrumpí en propiedad privada y me convertí en un
criminal. Rompí cosas a mi paso e hice otras cosas peores, y cuando entré en
las catacumbas… bueno, aquí estoy, ¿no?
Capítulo 2
1
La sala estaba en silencio, nadie respondía. Parecía que había estado
hablando solo como un idiota por unos minutos. Fingí toser, de modo que
pudiera llamar la atención de alguien, reverberaba contra las paredes.
– Eso no tiene sentido –se dignó a hablar al fin– y no responde a mi
pregunta. ¿Cómo has entrado a estos dominios con vida?
Me enfocaba tanto en que su voz era tan parecida a la de Sean Connery
que no me hubiera sorprendido si se dignaba a aparecer en el estrado y mi
imaginación lo representaba tal cual al actor escocés.
– Ya te dije, por las catacumbas.
Caminé hasta quedar de frente al estrado. Por un momento, la voz de mi
interlocutor pareció llegar desde esa posición. Allí había un martillo como los
que usan los jueces para emitir su veredicto, todo creado por mi imaginación.
¿Por qué lo veía representado como un juicio?
– Parece que no entiendes la gravedad de tu asunto, Thomas –echó una
carcajada seca, corta, poco amistosa–. Decidiremos qué hacer contigo en base
a lo que nos cuentes. Yo que tú me esforzaría, e intentaría no omitir detalles
clave.
Mire hacia atrás, el extremo frontal al estrado. Había una puerta doble de
entrada, muy grande. Podía jurar que estaba cerrada. Ya estaba pensando en
escapar. Sentía que perdía el tiempo, aunque el tiempo no existía en aquel
lugar, que no debe llamarse lugar porque eso hace alusión a un determinado
espacio físico.
– Está bien –caminé hacia la mesa y me volví a sentar–. No hubiera
llegado nunca aquí sin la ayuda de Adelaida.
– Prosiga.

2
A unas cuadras de mi casa hay un descampado, contra la ruta. No es un
barrio peligroso, pero al verlo tan oscuro, los que pasan en auto por la ruta a
altas horas de la noche hacen caso omiso al semáforo y aceleran aunque esté
en rojo por miedo a que los roben o se los coma un hombre lobo. Algunos
inadaptados tiran basura allí todo el tiempo, no soporto a la gente que no sabe
usar un cesto de basura. Cuando hay empleados municipales limpiando con
un rastrillo y acumulando toda la basura en un contenedor ya sabes lo que
pasará: vuelve la feria.
Una vez al año –pero nunca en una fecha determinada, sino cuando
quieren– se hace una especie de feria donde la mayor parte la ocupa una
carpa de circo. No me gusta el circo, lo odio. No sólo porque de chico me
aterraban los payasos pintados de blanco con peluca roja y sonrisa maligna
gracias a Stephen King, sino porque no tolero el maltrato animal. Una de las
cosas más aterradoras era bajarme del autobús en esa esquina y ver que, a tan
sólo veinte metros de mi posición, había osos y leones encerrados en unas
jaulas tan finas que podían destruirlas en un ataque de furia. Como si fuera
poco, durante la función, solían pegarles con un látigo para que hicieran su
gracia.
Lo bueno era lo que se encontraba fuera de la carpa: la feria. Traían toda
clase de juegos: autos chocadores, una rueda de la fortuna gigante la cual se
aconsejaba no comer nada antes de subir –no seguí ese consejo y desembocó
en una horrible experiencia la primera vez que me subí en ella–, tiro al blanco
y muchas otras cosas por las cuales vale la pena no estar encerrado frente a
un televisor jugando a los videojuegos cuando eres chico.
Eran las vacaciones de Sofía, y yo era su guía, así que debía asegurarme
de que pasara un buen rato. La feria era ideal. Que conste que ella tampoco
hizo caso a la regla de la rueda de la fortuna. Por suerte no había comido
mucho. Luego, para calmar el vértigo, fuimos al tiro al blanco. Un tiro al
centro del blanco y ganaba un conejo de peluche gigante. Era un rifle de aire
comprimido con balas de pintura. Siempre creía tener buena puntería, pero no
era así. Sofía, en cambio, logró atinar tres veces al punto rojo, dejándome en
ridículo y ganando ese conejo de peluche gigante ella misma. Tenía suerte de
principiante en todo lo que hacía. Sin lugar a dudas, siempre sospeché que era
especial. Desde el primer momento en que la vi.
Mientras Sofía recibía su premio, desvié mi mirada hacia una pequeña
tienda llena de lucecitas parecidas a las de navidad, con una mesa redonda en
el centro que soportaba una bola de cristal. La bola tenía una luz blanca en su
interior, arena y monedas antiguas. A su lado, una vieja con una pollera negra
hasta los tobillos, una camisa con lunares y un pañuelo rojo sobre la cabeza,
me miraba fijo e hizo un gesto con las manos para atraerme. Tenía como tres
anillos por dedo, de esos que tienen piedras de colores en el centro. Los aros
que colgaban de sus orejas eran gigantes, se trataba de una gitana. Para ser
sincero, las gitanas siempre me dieron miedo. Son gente tan extraña. A
medida que me iba acercando apreciaba cada vez más arrugas en su cara.
Tenía anteojos oscuros, no podía ver sus ojos, lo cual me ponía nervioso.
– ¿Quieres saber el futuro, muchacho? –preguntó, con la voz ronca. Tenía
las yemas de los dedos amarillas. Deduje que fumaba mucho.
– No, gracias. Me conformo con saber el presente.
– Claro, ya lo sabes… ella se irá. No hay nada que puedas hacer para
evitarlo.
Musité entre dientes “vieja loca” y me di la vuelta. Pero algo me hizo
volver hacia ella. Nunca creí en las brujerías y esas cosas, pero últimamente
todo parecía real.
– Ustedes dos están muy enamorados. No deberían. Ella no es de aquí.
Están violando las leyes naturales.
– ¿Y cómo puedes tú saber eso? –pregunté con un tono suspicaz.
La anciana se quitó los anteojos y pude ver unos ojos grises, del color
más muerto y marchito que haya visto en mi vida, y las pupilas blancas. Fue
escalofriante.
– Nací con la maldición de verlo todo.
Sofía me tomó del brazo y casi me mata de un infarto. Tenía el conejo de
peluche gigante en el otro, apenas podía sostenerlo.
– ¿Sabes? Deberíamos comprar unas manzanas acarameladas, sean lo que
sean, para el camino. Huelen ricas –todo era nuevo para Sofía.
– Es más pura de lo que pensaba. Si pudieras ver a través de su piel…
La anciana sacó una pipa y la llenó de tabaco en la punta. Encendió
cuidadosamente con un fósforo y comenzó a pitar. Era un tabaco muy
hediondo.
– Vámonos, Thomas. Me da miedo –dijo Sofía, y me arrastró del brazo
hacia sus preciadas manzanas. Yo no podía dejar de ver a la vieja. Entonces
comencé a pensar que tal vez podía darme información sobre el lugar del que
vino Sofía, aunque no debe llamarse lugar porque eso haría ilusión a un
determinado espacio físico. Por supuesto que la poca información que Sofía
me daba al respecto no la creía, porque como ambos despertamos con
amnesia, suponía que lo poco que decía al respecto era producto de delirios o
una bola de mentiras de una niña que quería esconder su verdadera identidad.

3
Cuando Sofía desapareció, me encerré en mi habitación y volví al
alcohol, vaciando lentamente la botella de whisky que escondía detrás de la
biblioteca, como ya había dicho. Ahora que lo pienso, lo primero que hice no
fue reanudar mi investigación. Fui a visitar a la gitana.
Estaba de suerte. La feria ya había terminado y se estaba trasladando.
Estaban desarmando la carpa, llevándose a los animales en camionetas y
limpiando toda la porquería que habían dejado. Corrí a la tienda de la vieja,
desesperado, creyendo que ya sería demasiado tarde. La tienda seguía allí,
pero no veía a la vieja por ningún lado. Había una chica morena de unos
diecisiete años vestida igual que la vieja limpiando la mugre con un rastrillo.
Era una versión joven de la anciana, tal vez era su nieta, nunca pregunté.
– ¿Está aquí la… –casi me sale “vieja gitana” de los labios– señora que
lee el futuro?
– Está cerrado –respondió de manera cortante, sin siquiera mirarme a los
ojos, y siguió barriendo.
Tuve que insistir.
– Necesito hablar con ella. Por favor. Es importante.
La chica se acomodó el pelo detrás del pañuelo, era naturalmente lacio y
le llegaba hasta la cintura. Sus ojos color café me miraban con desconfianza.
Los gitanos nunca confían en nadie, o eso me habían dicho.
La vieja apareció caminando lentamente con un bastón desde detrás de la
carpa, de la manera más senil posible, daba lástima. Verla me hacía desear
nunca llegar a su edad para tener que irme a dormir todos los días pensando
que la guadaña me atraparía antes de despertar. Estaba más encorvada que el
Jorobado de Notre Dame. Seguía con la pipa prendida a la boca. Después de
todo, el tabaquismo no la iba a matar.
Su nieta –al menos yo estimaba que era su nieta– le ayudó a sentarse y
siguió barriendo, pero cerca de la mesa, desconfiada, echando vistazos agrios
a cada rato, como si fuera a matarla o robarle.
– Se ha ido, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
– Cada cosa vuelve a su lugar. Demasiado jugaron ustedes dos con el
destino.
– ¿A dónde se ha ido?
– Dónde no. Dónde haría alusión a un determinado espacio físico –he ahí
por qué comencé a repetir esa frase una y otra vez–. Ella ha regresado a… –a
estos “dominios”.
Llegué a través de las catacumbas, como Alicia a través del agujero de
conejo. ¿A caso importa?
Capítulo 3
1
– Claro que importa. Has violado el orden del universo. ¿Tienes idea de
lo que podrías destruir? ¿De cuánto daño podrías causar?
Esta vez la voz parecía venir desde mis espaldas, pero al voltear no había
nadie allí. Era una tortura psicológica, una constante intimidación para que
diera las respuestas que él –o ellos– querían oír.
– ¿No se supone que ustedes son seres perfectos? ¿Cómo es posible que
se les haya pasado por alto ese error y haya llegado hasta aquí? ¡¿Y por qué
no muestras la cara, maldita sea?! –el eco repitió tres veces más las últimas
dos palabras. Luego de eso, silencio, no respondió.
El martillo del estrado levitó, como si un hombre invisible estuviera
sosteniéndolo, y golpeó contra la madera. Un sonido seco que elevó mi ritmo
cardíaco, me ponía nervioso.
– Si haces sonar el martillo dos veces más tu alma quedará atrapada en la
nada por toda la eternidad. Cuida tus palabras, no sabes a quiénes te diriges.
Me quedé en silencio, pensando en lo que había dicho. “A quiénes te
diriges”, estaba en lo cierto: eran varios, no uno solo.
– Vine aquí por amor… ustedes no pueden entender eso –Dije enojado,
siendo consciente de lo cursi que sonaban mis palabras.
– ¿Amor? ¿Qué sabes tú de eso? No existe tal cosa, es un invento humano
–echó una carcajada de desprecio.
– ¿Tú crees? Hasta hace poco estaba convencido de que no existía nada
después de la muerte, y mira dónde estoy… aunque dónde hace alusión a un
determinado espacio físico, bla bla bla, ya lo sé.
Escuché unos pasos detrás de mí. Alguien se acercaba, pero cuando
volteaba, no veía nada. Cada vez me ponía más nervioso.
– ¿Entonces te enamoraste de la mensajera y llegaste a estos dominios
siguiendo tus sentimientos? ¿Cómo pudiste enamorarte? ¿Cómo sabes que
estás enamorado?
– Bueno… es algo complejo de explicar. Tal vez la humanidad no está
preparada para explicarlo con palabras. Es algo que va más allá de las
palabras. Técnicamente, siempre estuve enamorado de ella… o mis
sentimientos me confunden. Recuerdo cuando lo descubrí.

2
El sofá del living era lo más incómodo del universo para dormir. No era
de esos que se hacían cama, o que tenían almohadones mullidos y suaves. Era
duro y las puntas de los resortes casi se salían del cuero que lo forraba.
Además, era corto y no permitía que me estirara, por lo que tuve que dormir
casi en posición fetal.
Ya era de día, lo sabía porque el color negro de mis párpados cerrados se
había convertido en un rojo chillón, el sol que entraba por la ventana. Alguien
echó una manta sobre mí. Quería seguir fingiendo que estaba dormido, pero
la persona que lo había hecho seguía allí.
– Estás frío.
Abrí los ojos y Sofía estaba allí.
– ¿Por qué eres tú lo primero que veo al despertar desde hace cuatro días?
Sonreía. “Qué extraño”, pensé. Supuse que iba a estar enojada por haberla
dejado sola en la reserva ecológica la noche anterior. Ya no estaba fría, podía
saberlo sin siquiera tocarla.
Por la posición del sol, parecían ser las diez de la mañana, o un poco más
temprano. La casa estaba en silencio, no escuchaba a mi madre haciendo el
desayuno en la cocina. “Y pensar que ya me había acostumbrado”. Desde
que Sofía llegó a casa que había recuperado el hábito de cocinar. Todo un
milagro.
– ¿Están todos durmiendo? –pregunté mientras me levantaba y me
sacudía el pelo.
– Fueron al centro comercial –dijo mientras traía una bandeja con el
desayuno. Algo olía a quemado. Las tostadas estaban casi negras de un lado y
del otro sin dorar; los huevos estaban raros, les faltaba un poco de cocción; lo
único que no tenía defectos era el jugo de naranja. No me quería imaginar
cómo había quedado la cocina–. En cuanto a lo de anoche… ¿lo siento? –
colocó la bandeja sobre mis piernas, casi derrama el jugo al hacerlo.
Habíamos discutido la noche anterior. No podía enojarme con ella, no
tenía la culpa de nada. Con quien estaba enojado era con mi mismo. Todo el
tiempo que había pasado ignorando a mis hermanos, a mi madre, dejando que
cada vez se alejaran más, y nunca se me ocurrió por lo menos intentar
cambiar las cosas. Es horrible no saber nada sobre tu familia, las cosas que le
pasan, lo que sienten, sus problemas. Es muy difícil saberlo cuando cada uno
vive su vida para sí mismo, cuando prefieren esconderse tras un muro de
indiferencia y enojo. Aquellos problemas no fueron derivados de la aparición
de Sofía en mi casa, eran problemas que ya se encontraban vigentes desde
hacía mucho tiempo.
– Nosotros, cuando pedimos disculpas, no preguntamos, directamente
decimos “lo siento” –sonreí por su torpe error.
– Lo siento. No debí hablar de tu padre cuando se lo mucho que les
molesta a ti y a tu familia –se sentó a mi lado.
– No te preocupes, no fue la gran cosa, pero… ayudaría si me dijeras un
poco más sobre ti.
Comí una tostada y fingí que me gustó sólo para no hacerla sentir mal.
Tuve que tomarme todo el jugo para poder bajarla.
– No creo que tu estés listo para eso –dijo mientras miraba hacia la
ventana. Odiaba cuando no tenía la respuesta a una pregunta o no quería
decirla y no me miraba a los ojos.
– Si nunca lo intentas nunca lo sabrás. Sólo digo… ni siquiera sé por qué
estás de vacaciones aquí.
Sofía era como una esponja. Todo lo que veía lo absorbía y lo mimetizaba
para parecer más humana. Soy muy nervioso, y tengo muchos tics. Por
ejemplo, cuando me siento, comienzo a temblar las piernas. También me
pellizco la nariz constantemente, la gente cree que cuando lo hago es porque
miento, pero no es así. El peor de todos es morderme las uñas, nunca verás
mis uñas prolijas, siempre todas con puntas y rasposas, creo que con el paso
del tiempo me afiló los dientes. Todos estos tics fueron absorbidos por Sofía.
En cuestión de dos días, ella los tenía todos. Además, tenía un tic propio:
golpear los dedos contra una superficie al ritmo del galope de un caballo, y
ese no lo copió de mí. De hecho, yo lo copié de ella.
– Sabes… creo que eres una de las personas más afortunadas de la Tierra.
El problema es que no lo sabes, y te sientes vacio. No quiero que vuelvas a
enojarte, pero… tu vida está llena de pequeños problemas que tienen
soluciones simples, pero prefieres dejarlos ahí, presentes, sin resolver. Lo
haces para castigarte, te odias por no ser el hijo ejemplar, el hermano
ejemplar o el novio perfecto. Entonces… decidiste solucionarlo todo de una
manera. Un día al atardecer, saliste de tu habitación sin hacer el más mínimo
ruido y te escabulliste por la puerta trasera para no alertar a nadie de tu salida.
Te fuiste sin dejar una nota siquiera. Caminaste por los rincones más
solitarios de las calles hasta llegar al puente que pasa por arriba de las vías
del tren, ese al que tú llamas irónicamente “puente inter dimensional”,
acompañado por tu propia soledad. Solías cruzarlo con tu padre cuando ibas a
la plaza del otro lado a acompañarlo a que tocara la guitarra al aire libre,
amaba la música. Tienes recuerdos felices en aquel lugar, tal vez por eso
creíste que sería muy poético…
– Saltar –la interrumpí.
No lo recordaba por la amnesia, pero aquellas palabras detonaron una
explosión de imágenes y pensamientos en mi cabeza. Cansado de vivir la
vida que estaba llevando a cabo, opté por la drástica opción de suicidarme.
Me paré al filo de la cornisa del puente, dejando la punta de los pies
sobresalientes. Podía sentir el viento frío invernal golpeándome la cara.
Estaba decidido a hacerlo. Ya estaba por venir el tren. Pero algo evitó que lo
hiciera. Uno jamás cree llegar hasta ese entonces.
– ¿Y tú cómo sabes eso? –pregunté, asustado por sus palabras, me
temblaban las manos.
– No me creerías si te lo dijera –comenzó a acercarse a mi sin despegarme
la vista de los ojos.
– ¡Inténtalo, por favor! –elevé la voz lo suficiente como para convencerla,
pero limitándome a no sonar violento. De todos modos no podía actuar de
manera violenta. Fui invadido por una sensación que no hacía mucho había
experimentado, algo familiar en toda la situación. Ese tipo de cosas siempre
sucede sin saber por qué, no todo en la vida tiene que tener una explicación.
Me hacía sentir diferente.
Me acerqué a su cara y la besé, no muy rápido, sino de manera lenta para
no asustarla o no obligarla a hacer algo que no quisiera. Ella respondió de la
misma manera. Nos besamos como si hubiésemos sido una pareja que no se
veía por años. Lentamente nos dejábamos llevar. La bandeja cayó al suelo,
escuchamos los platillos y el vaso hacerse pedazos pero no nos importó. Fue
como si ella no fuera ella y yo no fuera yo. Deslizábamos las manos uno en el
cuerpo del otro. No pensábamos, estábamos poseídos.
En aquel momento sentí el contacto con Sofía como una linterna que
recorría todo mi cuerpo por dentro, eliminando toda la oscuridad acumulada
que había en él. A ninguno de los dos nos importaba que el sofá fuera chico o
incómodo, no pensábamos interrumpir el momento para ir a mi habitación o a
un lugar más apropiado. Estaba apoyado sobre ella, mientras la envolvía en
mis brazos y me deslizaba sobre la suavidad de su piel. Respirábamos
agitados, cada vez nos costaba más atrapar las bocanadas de aire. Nos
embestíamos lentamente uno contra el otro, despacio. Mis labios perdían el
contacto con los suyos a cada movimiento que hacíamos.
No era la primera vez que hacía algo así. Solía hacerlo con chicas que
acababa de conocer en un bar o en alguna fiesta, pero era más que nada por
diversión o por deporte, como decían mis amigos. Muy pocas veces había
sentido algo por la persona con la que lo estaba haciendo. Por no decir una
sola vez, con Abril, aunque éramos muy jóvenes y no entendíamos mucho al
respecto… dudo que ustedes entiendan algo de todo eso, así que no entraré en
detalles. Sólo intento explicar qué carajo es el amor.
Mientras lo hacía, me di cuenta de que sentía algo por Sofía. La amaba, la
amé los días anteriores también. A decir verdad, me daba miedo, porque era
de esa clase de sentimiento profundo que se adhiere como un abrojo a tu ser y
cuesta despegarlo, que domina nuestro corazón y hace que el cerebro actúe de
manera irracional. ¿Podía una amnesia temporal hacerme olvidar lo que
sentía por una persona?
Nos quedamos un tiempo recostados como estábamos bajo la manta,
intentando comunicarnos con las miradas. Mientras le acariciaba un cachete
con dos dedos delicadamente para correrle los pelos de la cara y apreciar sus
rasgos faciales descubrí que sabía quién era, ya no estaba con una extraña.
Descubrí que lo sabía, pero todavía no lo sabía. “Un sentimiento así no puede
aparecer de un día para el otro”. De todos modos no quería ir más allá y
seguir preguntando, no quería arruinar el momento, era perfecto, mi alma
sabía el por qué.
– Sólo voy a decirte una cosa, y no es una pregunta, así que no necesitas
responderme… tú no eres normal.
Sofía sonrió, creo que entendió a qué me refería.

3
Comencé a llorar. Me daba vergüenza, no lloraba desde los trece. Había
olvidado que el sabor de las lágrimas no era amargo, sino salado. Envidio a la
gente que tiene facilidad para llorar. Por más que te haga ver débil y estúpido,
es una herramienta para descargar nervios, tensiones, ira acumulada, y toda
esa porquería. Al no tener esa facilidad, hay que recurrir a otros métodos para
descargar, como emborracharse, iniciar una riña con alguien por un motivo
muy estúpido, golpear o romper objetos de tu casa, tener sexo sin sentido con
alguien que acabas de conocer en estado de ebriedad o drogado en un bar,
etcétera. Ésta vez era distinto: lloraba porque creía que no volvería a ver a
Sofía.
– ¿Sabes por qué los humanos no son perfectos? –preguntó mi
interlocutor.
Hice un gesto de no saber, alzando los hombros.
– Porque tienen sentimientos, y se dejan llevar por ellos. Es imposible
que te hayas enamorado de una mensajera. Es imposible, créeme. Tal vez
confundiste las cosas… ¿Te habías enamorado antes de conocerla? ¿Alguna
vez?
No sabía qué responder. A cada palabra o pregunta que hacía, me sentía
cada vez más en jaque. La única persona por la que había sentido algo
parecido al amor antes de Sofía era Abril. ¿Pero era necesario que hablara
sobre ello? Parecía que sí. Quería que todo acabara cuanto antes, aunque el
tiempo no existe en aquel lugar, que no debe llamarse lugar porque eso hace
alusión a un determinado espacio físico.

4
¿Quién es Abril? Bueno, lo había recordado hacía poco, el mismo día que
conocí a Sofía, así que tal vez mis palabras no sean tan acertadas.
Mi cuarto, tal y como lo había dejado, creo. Si que era un desastre, pero
en comparación a la habitación de Alicia era un dormitorio de un hotel cinco
estrellas. Para empezar, mi cama no estaba tendida, una bola de sábanas y
frazadas se abultaba a sus pies, todo revuelto. Mi escritorio lleno de hojas
sueltas y papelitos con notas, todo revuelto. La biblioteca carecía de orden,
los libros no respetaban una línea horizontal, estaban apilados en un caos
total, todo revuelto. El piso lleno de calcetines apelotonados tirados, por
supuesto, ropa que debería estar en el ropero, pero que se encuentra de a
bollos por el suelo, la ventana, la biblioteca, la cama y hasta las paletas del
ventilador del techo.
Uno de los cajones abiertos de mi escritorio me llamó la atención, estaba
salido hacia fuera y revuelto, como si alguien hubiera estado buscando algo.
Dentro de él había una foto de una chica. Eso la trajo de regreso a mi
memoria: Alicia, mi novia. Si mal no recordaba, esa foto solía estar en un
cuadro, y era el doble del tamaño actual. Estaba partida al medio, sin tijera,
con los dedos. La persona que había estado alguna vez al otro lado de la foto
era yo.
Alicia y yo nos conocimos en la escuela, desde muy chicos, aunque no
fuimos muy amigos que digamos hasta que cumplimos catorce años. La niña
de cabello castaño claro y ojos color miel había cambiado mucho por aquel
entonces, todos podían notarlo, era más atractiva. Labios carnosos, piel
blanca con una ligera aglomeración de pecas en su cara, una mirada que decía
mil palabras por centímetro cuadrado, las curvas de su cintura… todos podían
notarlo, pero yo fui el que más tardó en hacerlo.
Mis recuerdos no estaban muy claros, pero pude vislumbrar algo de
nuestro primer beso. Fue en una noche de verano de mucho calor. Volvíamos
del parque empapados hasta la médula, nos habíamos tirado a la fuente de
aguas danzantes de la plaza del lado sur. Nuestros pulmones estaban agotados
de tanta risa, risa sana, no provocada por el alcohol o las drogas. Por aquel
entonces no estaba liado en esas cosas. La acompañé hasta su casa y cuando
iba a darle el beso de las buenas noches en la mejilla y decir “nos vemos
mañana” me corrió la cara y me dejó sin aire con un beso en la boca.
Entonces ambos caímos enamorados ciegamente, o algo parecido.
Metí la mano hasta al fondo del cajón y encontré una agenda pequeña,
llena de números telefónicos. “Que esté su número, por favor”, supliqué
frente a las páginas. Si, estaba. Bajé las escaleras a toda velocidad para discar
el número, debía hacerlo rápido porque Alicia siempre ocupaba la línea desde
el otro teléfono. Mamá vivía regañando cuando llegaba la cuenta, con
llamadas de hasta tres horas. “No, tú corta primero”, eso implicaba que iba a
seguir hablando por una hora más. El teléfono sonó tres veces y atendió.
– ¿Hola?
Pude reconocer su voz. La frase “Te veo mañana, Tommy” sonó en mi
cabeza. Como odiaba que me llamaran por el diminutivo de mi nombre.
– ¿Abril?
– ¿Qué demonios quieres, Thomas?
Y gracias a esa hostilidad recordé que no era mi novia, sino mi ex novia.
¿Qué carajo hago hablando de esto? Siento que nos estamos desviando
del punto.
5
– Todo tiene que ver con todo. Es tu destino. Cada pequeño detalle que
afecta tu vida influye en tu futuro. Imagina que regresas al pasado y evitas
enamorarte de Abril. El efecto mariposa haría una bifurcación en tu vida y
crearía un universo paralelo, en el que nunca hubieras llegado a estos
dominios.
– Entonces estás diciendo el amor me trajo aquí.
Mi primer jaque, y se sentía tan bien.
– Si. Y es el amor el que te va a sacar de estos dominios también.
Siempre y cuando sea verdadero, y no producto de una confusión. –Escuché
como si alguien cambiara de página una carpeta con hojas grandes y
arrugadas. Probablemente estaban leyendo un informe sobre lo sucedido y
verificando si mis palabras eran sinceras o un perverso intento de manipular
su veredicto–. Tu destino se ha desviado más de lo aceptable. Esto es
inaudito. ¿Cómo conociste a la mensajera?
– Bueno… una mañana en la reserva ecológica. Si quieres que sea
preciso, la mañana del lunes 27 de junio de 1995.
Capítulo 4
1
– ¡Despierta, despierta!
Mi cabeza, explotaba. Parecía que acababa de pasarle un desfile de
soldados por encima. Las sienes me ardían y al mínimo movimiento que
hacía sentía mi masa encefálica moverse dentro del cráneo, tambaleándose
como si fuera gelatina. Mi frente estaba transpirada, demasiado aceitosa, gran
parte de mi pelo yacía pegado a ella. La boca, seca, con un desagradable
gusto a cartón viejo. Mis labios cuarteados y cubiertos de tierra. Abrí los
párpados lentamente y la claridad del día me quemó la vista, tuve que
cerrarlos al instante. Aun así pude echar un vistazo al entorno que me
rodeaba. Estaba tirado en la reserva.
– ¿Ya despertaste?
Los pájaros y sus cantos mañaneros taladraban mis tímpanos. Mi ropa
estaba empapada de sudor y el viento del invierno castigaba mi cuerpo de
manera salvaje. Junté el valor suficiente para abrir los ojos, no veía más que
una mancha verde en el centro que se iba disipando lentamente, hasta que
desapareció y pude ver su cara.
– ¡Rápido, levántate! Eres mi nuevo instructor.
“¿Instructor?”, la ignoré. Creía que era una ilusión por el cansancio
mental que tenía en aquel momento. Traté de reconstruir en mi cabeza, con
pedazos de recuerdos que no aparecían, ¿cómo había ido a parar en aquel
lugar? Como no lograba recordar nada supuse lo obvio, una buena
borrachera, o mucho peor, drogas. Después de todo, era lo más lógico, mi
estado correspondía a una clásica resaca.
No, no era una ilusión. Su mano en mi hombro se sentía muy real. Me
estaba apurando. “¿En qué me metí anoche?”, pensé. Mi vista seguía borrosa,
y creí que era una niña. Pero cuando todo se aclaró, me di cuenta de que era
más grande. “¿Mi hermana? Yo no tengo hermana, ¿O sí?”. Si, estaba en un
estado de delicadeza tan grave que no podía recordar a mi familia, nada.
Intentaba con mucho esfuerzo, pero en lugar de recuerdos sólo encontraba
agujeros negros flotando por mis pensamientos. Llegué a pensar que me
golpeé la cabeza muy fuerte y caí desmayado en la reserva, toda teoría en
aquel entonces podía ser verdadera.
– ¡Vamos, muévete! –me empujaba, intentando interrumpir mi estado
catatónico, hipnótico, tratando de reconstruir hechos. Sus palabras lastimaban
mis oídos, sonaba cada vez más chillona.
– ¿Quién eres?
– Se me ha indicado que el día lunes 27 de junio de 1995 a las siete y
treinta y cinco horas estarías aquí en esta reserva esperándome.
– ¿Qué?
Pensé que ella también había tenido una noche dura. No estaba tan
gastada como yo, pero si tenía los labios cuarteados, un poco de sombra en
sus ojeras y el pelo, largo y amarillo, todo enredado y volado, aunque muy
probablemente se debía al viento invernal. Su ropa estaba limpia y seca, un
suéter de lana rojo con capucha y un bolsillo largo sobre su vientre tipo
canguro y pantalones cortos de color crema. Estaba descalza, sus pies se
hundían en la tierra mojada y le atravesaba los espacios entre los dedos.
Parecía que la noche anterior había llovido. Miraba a su alrededor,
confundida y desorientada, como si nunca hubiera visto el lugar antes.
– ¿Cómo te llamas? –le pregunté con la voz seca ya que mi garganta, muy
seca, raspaba al enunciar cada palabra, haciendo que casi me atragantara.
– ¿Te refieres a un nombre? No tengo uno.
Me sorprendió. No lo que dijo, sino de la manera en que lo dijo. De
haberlo dicho de otra manera hubiera reído y la hubiera tratado de loca, pero
lo dijo de una manera tan convencida que llegué a creérmelo.
– ¿Y tú? ¿Tú si tienes nombre?
– Claro…. Yo soy…
No, tampoco lo recordaba. Si había tomado algo la noche anterior, tenía
que ser muy fuerte para que no pudiera recordar mi nombre. Empecé a
desesperarme, creí que un ataque de pánico se apoderaba de mí. Mi cerebro
intento crear posibles escenarios para calmar mi desesperación, como por
ejemplo, que todo era un mal sueño del que todavía no había despertado, y
llegué a golpearme la cabeza contra la arena para intentar despertar, pero no,
estaba en el mundo real.
Me puse de pie, intentando mantener el equilibrio porque me sentía muy
mareado. No era mi intención reaccionar de manera violenta, pero a los gritos
la gente se entiende.
– ¡¿Quién eres, de dónde demonios vienes y quién te ha dicho que estaría
aquí en este preciso momento?!
La chica se cubrió con las manos hacia delante, creyendo que iba a
empujarla o golpearla, y no la culpo, en mi estado y con actitud violenta yo
reaccionaría de la misma manera. Sus ojos se llenaron de miedo y cubrieron
sus iris avellanos con un manto lagrimoso, aunque, por suerte, no se echó a
llorar, hubiera sido el colmo.
– No sé quién me envió, sólo sé que tú serás mi instructor –dijo
esforzando la voz con un nudo en su garganta. Inspiré hondo y traté de sonar
más calmado.
– ¿Instructor de qué?
– No soy de aquí. Deberás mostrarme qué es lo que hacen en este lugar, la
gente que conoces, tus experiencias… eso.
Para mí todo carecía cada vez más de sentido. O la chica no se hacía
expresar claramente o yo estaba interpretando todo mal.
– Lo siento, no puedo. Verás… no recuerdo nada. Tengo amnesia, así que
deberías buscarte a otro “instructor” o lo que sea que estés buscando. No
trabajo para una agencia turística ni para ninguna embajada… creo.
Volteé y caminé, sin rumbo alguno porque no recordaba donde vivía,
simplemente quería alejarme de ella. Pensé que caminando, tomando aire
fresco y despejando un poco mis sentidos los recuerdos comenzarían a
despertar poco a poco en mi cerebro, pero no podía concentrarme con los
chasquidos de sus pasos a mi espalda, parecía que no iba a rendirse.
– ¿Vas a seguirme todo el día verdad?
Se detuvo a mi paso e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Después de
meditarlo por unos breves segundos llegué a la conclusión de que no me
venía mal algo de compañía, más que nada porque podía ayudarme a
recuperar mi memoria, con cualquier dato que pudiera aportar, por más débil
que fuera.

2
Caminamos por el camino surcado de la reserva hasta llegar a una ruta,
levemente transitada. La reserva era una especie de bosque pequeño, en
comparación a otros, estaba muy próxima a lo que parecía ser un barrio
pacífico, no veía mucho movimiento de gente.
El problema no era que no veía gente, sino que todo estaba violentamente
destruido. Había casas sin techo, postes de luz tirados sobre las veredas,
arrancados, partidos, árboles en medio de la calle que cortaban el tránsito,
ramas por doquier… “¿Qué demonios pasó aquí?”. Deduje que la tormenta
del día anterior no había sido una tormenta cualquiera. Pero era lo que menos
me preocupaba en aquel momento.
Mi estómago emitía sonidos de todo tipo, estaba vacío. Por suerte
estábamos frente a un café bar, y más afortunado aún, al palpar mis bolsillos
descubrí que tenía dinero, mojado, pero dinero en fin. Ella me seguía como si
fuera mi sombra, más confundida que yo, mirando hacia todos lados de
manera examinadora, tocaba las texturas de los pasamanos y de la puerta de
entrada como si estuviera tratando de asimilarse con el mundo.
El olor a café negro cautivó mi olfato, haciéndome esclavo de su
propaganda y terminar deseando comprar uno. Mi amnesia no afectó mi
caballerosidad, por lo que accedí a comprar algo para mi extraña
acompañante en el viaje de regreso a mi memoria. Volteé para preguntarle
que quería, creyendo que estaba a mi espalda, pero se había quedado en la
entrada, frente a un televisor, tocando la pantalla con cuidado como si fuera
una jaula con gente viva adentro. La camarera me miró con cara rara, su
expresión oscilaba entre enojo y una sonrisa hundida en la comisura de sus
labios aguantando para no estallar.
En la tele estaban hablando sobre la tormenta. “Un tifón azota la zona
oeste dejando destrozos a su paso. No hubo muertes pero si hay muchos
heridos y evacuados que perdieron su casa. No se registraba una tormenta
igual desde hacía ochenta años cuando una masa de aire caliente…”. Me
consideraba afortunado de haber pasado la noche afuera de mi casa y seguir
con mi vida.
– ¿Qué es esto? –me preguntó señalando el televisor. No lo podía creer.
– Eso se llama televisor. Lamento que en la cueva de dónde vienes no
haya uno, pero aquí está lleno de esos –dije aminorando el volumen de la
voz, la gente que estaba tomando su desayuno comenzaba a desviar sus
miradas hacia nosotros, no quería pasar vergüenza.
– ¡No vengo de una cueva! –dijo enojada.
– ¿Entonces de dónde vienes?
– “Dónde” hace alusión a un lugar en un determinado espacio físico, y no
vengo de un lugar.
Pasé unos segundos tratando de comprender lo que había dicho, pero
fracasé.
– Parece que te has golpeado mucho más fuerte que yo. ¿Quieres un café?
Lentamente se despegó del televisor y se sentó en una mesa pequeña
próxima a la entrada.
– Si, lo que sea que tú quieras.
Nos quedamos en la mesa esperando a que la camarera viniera con
nuestra orden. La chica agarró los cubiertos de la mesa comenzó a moverlos
de manera extraña. Luego pasó el dedo índice por el servilletero.
– ¿Te sientes bien? –le pregunté. Asintió con la cabeza sin despegar la
vista de los cubiertos.
La camarera apareció con nuestra orden, panques y dos tazas de café
negro. Una chica joven que no tenía más de veinte años, cabello marrón
enrulado, labios pintados de un tono vibrante entre rojo carmesí y bordó que
combinaba con su uniforme y una sonrisa imposible de despegar de su cara,
probablemente parte de la política del café bar. “Eso se llama hipocresía”.
Tenía las yemas de los dedos manchadas con tinta y resaltadotes, deduje que
se trataba de una universitaria que trabajaba para pagar sus estudios y
aprovechaba el poco tiempo libre que tenía para repasar sus apuntes.
Mi “invitada” se quedó mirando el plato de panques analíticamente.
– ¡Eso se come, ¿Sabes?! –dije irritado.
Comenzó a devorarlos de una manera salvaje y poco educada, no podía
culparla, yo también tenía mucha hambre. Por suerte había poca gente, no
quería pasar vergüenza, aunque al parecer, era inevitable. Tomó un sorbo de
su café y escupió todo sobre la mesa, algunas gotas calientes llegaron a
salpicar sobre mi cara, cuánto la odié en aquel momento.
– ¡¿Qué se supone que es esto?! –preguntó tambaleando su lengua,
tratando de quitarse el sabor.
– Se llama café, idiota.
– ¡Es horrible!
– ¡Acaba con tu comida rápido, quiero irme!
Todas las miradas se volvieron a nosotros, algunos reían de manera
burlona.
Ella puso un dedo sobre mi frente, lo arrastró sobre la piel y luego me
mostró la yema. Sangre.
– Estás lastimado. Todo es cíclico –dijo sorprendida.
Me toqué la frente para asegurarme de que no estuviera mintiendo, era
cierto.
– Probablemente me golpeé y esa es la causa por la cual no puedo
recordar nada.
Me limpié con una servilleta de papel. La hice un bollo y me la guardé en
el bolsillo, no podía dejar sangre en los restos de comida.
Todavía no había empezado a comer, repentinamente perdí el hambre. Mi
cerebro estaba más ocupado que mi estómago, el cual podía esperar.
– A ver… necesito que seas clara conmigo. ¿En qué se supone que debo
instruirte o guiarte?
– Sólo tengo una semana. Debes mostrarme cómo es aquí la vida –dijo
con la boca llena, escupiendo pedazos de comida al pronunciar las palabras.
– Aquí en “la vida” tragamos antes de hablar –dije irónicamente y con
cara de asco.
– ¿Por qué no tienes un nombre?
– Por el mismo motivo que tú no recuerdas el tuyo. –dijo rápido, esta vez
tragando antes de hablar. No me ayudaban sus respuestas, al contrario, me
confundían cada vez más.
– Pues vamos a tener que ponerte un nombre, aquí en “la vida” la gente
suele tenerlo, para identificarse y comunicarse.
No, era obvio que no iba a obtener una propuesta creativa de su parte
porque no conocía ningún nombre. Su expresión… le daba igual tener un
nombre o no, estaba frente a la persona más rara del planeta en una de las
situaciones más raras de mi vida, ya nada podía sorprenderme.
– ¿Y en qué me va a beneficiar el hecho de tener un nombre? Es absurdo.
Se me ocurrió una idea disparatada, pero podía funcionar. No tenía ganas
de pensar en un nombre, a decir verdad, en aquel entonces mi cabeza estaba
tan confundida que no podía pensar en muchas cosas. Llamé a la camarera
que suponía que era universitaria alzando la mano como un alumno en clase
que desespera por decir la respuesta de una pregunta antes de que la diga
otro. Ni bien llegó, sacó del bolsillo de su delantal un libro de notas y una
lapicera creyendo que le iba a pedir algo más.
– No, no, no deseo ordenar más. Sólo quería ver si podías adivinar el
nombre de… mi hermana.
La camarera al principio desconfió un poco, le parecía un poco inusual.
Aun así, pensó por unos segundos y luego dijo de manera insegura:
– ¿Sofía?
– ¡¿Cómo lo supiste?!
Fingí sorpresa, la camarera se sonrojó y se retiró antes de que le llamaran
la atención por no estar trabajando.
– ¿Sofía? ¿Qué significa? –preguntó.
– No lo sé, pero será tu nuevo nombre. De ahora en más responderás al
nombre de Sofía.
– ¿Debería yo buscar un nombre para ti de la misma manera?
– No, yo me voy a llamar de la manera que quiera.
Sofía terminó de comer sus panques y limpió sus dedos con una
servilleta, delicadamente, uno por uno. Luego se arremangó las mangas del
buzo y vi que tenía unas manchas de tinta en el brazo, eran números.
– ¡Espera! –dije desesperadamente y le quite la servilleta de las manos.
Tomé su brazo para leer lo que decía: 83503820. Ella me miraba con cara de
“¿qué hice?”.
– ¿Es un número de teléfono?
– ¿Qué es…?
– Un teléfono, eso mismo. Quédate aquí, ya vengo. No te metas en
problemas.

3
Caminé hacia las cabinas de teléfonos públicos repitiendo el número con
los labios una y otra vez. Los tubos estaban algo polvorientos y sucios para
mi gusto. Elegí el más limpio, creo, y marqué los números con los nudillos,
de veras que estaban muy sucios, tenían manchas de café y manchones de
sustancias pegajosas llenos de pelusas que indicaban la antigüedad de cada
una. No tenía ni idea de a quién estaba llamando, pero todo lo que pudiera
aportar pistas era bueno en aquel momento. Sonó tres veces. Llegué a
imaginar que el número pertenecía a un hospital psiquiátrico y que Sofía era
una fugitiva, pero al escuchar el “hola” del otro lado, de una voz femenina
cuarentona, automáticamente reconocí de quién se trataba.
– Hola… ¿Mamá?
– ¡Por dios, Thomas! ¡¿Dónde has estado?!
Sonaba a madre desesperada, su agitación aceleraba a cada palabra que
decía. “Cierto, mi nombre es Thomas”, pensé. El solo hecho de escuchar su
voz traía recuerdos a mi cabeza, absurdos y lejanos, pero podían ayudarme a
definir mi identidad. Por ejemplo, la primera vez que aprendí a andar en
bicicleta. Mi madre me sostenía por la espalda, empujando para darme
impulso y siempre me soltaba. Tenía una bicicleta pequeña de color celeste,
la pintura estaba llena de raspones por la innumerable cantidad de veces que
había caído al suelo al intentarlo. Debido a malas experiencias, a mi madre se
le ocurrió que podía ser mucho más seguro practicar sobre el pasto, bajo el
limonero de nuestro terreno. Tardé bastante, estuve una tarde entera para
aprender a mantener el equilibrio sobre dos ruedas. Pero valió la pena, ya que
mi madre lo sintió como un logro propio. A pesar de aquel recuerdo, que se
mostró en mi cabeza en una fracción de segundo, no podía recordar su cara.
– Estuve en una fiesta con unos amigos y… me quedé a dormir en la casa
de uno de ellos. Era tarde y estaba muy cansado para volver.
No era un gran mentiroso, no se me podía ocurrir algo mejor.
– ¿A sí?, ¡Entonces dime dónde estuviste los otros dos días, hoy es
domingo, Thomas!... No lo puedo… Hasta llamamos a la policía… Creímos
que la tormenta te había matado –se detuvo porque ya estaba sollozando.
Sentía un alivio enorme al escuchar nuevamente la voz de su hijo
desaparecido. “¿Dónde estuve todo este tiempo?”, me pregunté a mi mismo.
Por ahora sólo quería volver a casa para así poder recuperar un gran
porcentaje de mis recuerdos. Por supuesto, no sabía dónde vivía.
– Tranquila, mamá. Estoy bien. ¿Puedes venir a buscarme?, estoy en el
Café Victoria de… frente a la reserva.
– ¿Estás al otro lado de la autopista?...pero… quédate dónde estás, ya voy
por ti. –cortó rápidamente.
“Qué alivio”, pensé. De lo contrario jamás hubiera encontrado mi casa.
Probablemente iba a sufrir el peor reproche de mi vida por parte de mi madre,
pero no importaba mientras todo volviera a su orden natural.
Volví a la mesa y dejé unos billetes sobre el servilletero, creo que dejé un
poco de plata demás para la propina.
– Vamos, tú te vienes conmigo.
Sofía se levantó y me siguió hasta la salida. Nos quedamos sentados en el
cordón de la vereda, esperando a mi madre. La luz del sol comenzaba a tomar
fuerza, serían las once de la mañana.
Tomé el brazo de Sofía, el que tenía escritos los números, examinando
que no tuviera más datos. Un brazo muy suave y delicado, algo pequeño. No
podía ser muy adulta. Tenía la piel muy fría, clara y libre de manchas o
marcas. Iba a preguntarle su edad, pero probablemente tampoco la sabía,
supuse que tenía unos diecisiete o dieciocho años. Yo tampoco sabía mi edad,
pero estaba seguro de que tenía un par de años más que ella.
– ¿Por qué tienes el número de teléfono de mi casa escrito con tinta en tu
brazo?
– Alguien le dijo a alguien que con ese número te encontraría.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– ¡¿Hay algo que sepas, inútil?!
Se quedó mirándome fijo sin responder, una mirada incómoda que me
llenaba de culpa, automáticamente logro que me arrepintiera de mi exalte.
– Perdón, es que me pone nervioso el hecho de no saber cómo vine a
parar a este lugar y quién te envió a verme…
– Ya tendrás todas tus respuestas, paciencia. –trataba de tranquilizarme.
Los autos pasaban por la ruta sin detenerse, no estaba seguro de cuál era
el auto de mi madre, tampoco de su cara, así que tenía que quedarme quieto y
esperar a que ella me reconociera.
– ¿La gente se pone nerviosa cuando no encuentra las respuestas de sus
preguntas?
– Mucho.
– Debe ser porque la gente no tolera ser paciente. Quiere todo al instante,
de lo contrario desespera. Si aprendieran a vivir más relajados entenderían
que el simple hecho de dejar pasar el tiempo responde todas las preguntas.
“¿No sabe lo que es un café pero dice algo así?”, pensé. La miré con cara
confusa y miró hacia otro lado guardando silencio. Parecía muy normal
cuando se quedaba quieta y no abría la boca.
– ¿Qué le voy a decir a mi madre de ti?
– No lo sé, se supone que tú eres el indicado para esto. Durante una
semana deberás guiarme.
– ¿Tienes dónde quedarte?
– No.
– ¿Tienes padres?
– ¿Progenitores? No.
– ¿Tienes un lugar donde quedarte?
– No.
Mi peor pesadilla hecha realidad. Si quería respuestas tenía que
mantenerla cerca, y para ello, si no tenía dónde quedarse, iba a tener que
quemar mis neuronas buscando una buena excusa para que pudiera quedarse
en mi casa. Analizando el tono que había utilizado mi madre en la previa
llamada telefónica llegue a la conclusión de que era un tanto histérica y
estricta, y con esas cualidades dudaba mucho que le permitiera a Sofía
quedarse en nuestra casa por una semana. Todavía quedaba la esperanza de
que mi padre, a quien todavía no lograba recordar, fuera algo más permisivo
y comprensivo.
Miré los pies de Sofía, descalzos y llenos de mugre y arena. Su pelo
estaba hecho un desastre. Lo único que tenía impecable era su ropa. “¿Por
qué está descalza?”, me pregunté.
– Sofía, mi madre vendrá por nosotros en cualquier momento y estás
hecha un desastre. Si no te arreglas un poco creerá que eres una ramera o algo
por el estilo.
– ¿Qué es una ramera?
Estallé en una carcajada malvada, el hecho de que lo preguntara en serio
lo hacía más gracioso aún.
– No importa. Ve adentro y dile a la camarera que te diga dónde está el
baño, o lee los carteles para ubicarlo, ¿Sabes leer, verdad?
– Si, si sé. ¿Por qué no vienes conmigo?
– No puedo entrar contigo al baño de damas, sería algo pervertido. Lávate
la cara y peina un poco tu pelo como puedas.
Mi mirada bajó hacia sus pies nuevamente. Me saqué las zapatillas y se
las puse, total yo ya estaba fregado, mi madre iba a creer que tuve una fiesta
dura llena de bebidas alcohólicas y drogas de todos modos, por lo tanto se
esperaba verme en un estado deplorable. Le quedaban bastante grandes, si
bien yo no era muy alto ni corpulento, tenía unos pies muy largos. Hice lo
que pude con los cordones para sujetárselos
– ¡Ahora ve! ¿Qué esperas?
Dije casi echándola. Miró con un poco de desconfianza, dando los
primeros pasos lentamente, pero luego se convenció a sí misma y se adentró
en el bar. Aquel era mi momento para escapar y deshacerme de ella, pero no
podía. Primero porque sabía que era una pieza clave para la reconstrucción de
mi memoria; y segundo porque, por alguna extraña razón, me daba cosa
dejarla sola. Es un mundo muy cruel para dejar sola a una chica tan
desorientada que parece venir de otro planeta.
Cinco minutos después de que Sofía atravesó la puerta de entrada,
comencé a escuchar unos pasos de zapatos de tacones cada vez más fuertes
viniendo hacia mí. Una mujer adulta de pelo por la altura de los hombros
teñido de rojo oscuro, anteojos negros, una blusa negra y una pollera roja por
debajo de la rodilla se dirigía hacia mi posición a toda prisa. Su cara
expresaba un enojo descomunal. Tenía que ser mi madre.
– Hola ma…
Un puñetazo en mi mejilla derecha interrumpió mi frase, dejándome
tumbado sobre el piso, pude sentir la textura de sus anillos. “Tal vez me lo
merezco”, pensé.

4
– ¡¿Cómo te atreves a hacerme pasar por algo así?! ¡¿Tienes idea de lo
preocupada que estaba?!
Comenzó a gritarme mientras yacía en el suelo, debilitado, confuso y a su
merced. A esa hora la gente comenzaba a aparecer con más frecuencia en el
bar. Todos los que terminaban de estacionar y salían de sus autos volteaban a
mirar el espectáculo.
– Vaya manera de saludar… –dije enojado. Me puse de pie frente a ella,
se quitó los anteojos dejando al descubierto sus ojos marrones rodeados de
párpados rebosantes de maquillaje para cubrir las marcas del tiempo en su
piel.
– Creí que te habías muerto, Thomas. –dijo mientras me estrujaba con un
fuerte abrazo. “Primero me golpea y ahora quiere ahogarme”, pensé.
– Tienes mucho que explicarme en el viaje.
Me tomó de la mano e intentó llevarme en dirección a su automóvil. La
interrumpí al instante, quitándole su mano de encima de mí, forcejeando.
– ¡Espera, mamá! No estoy solo.
El sol comenzaba a molestar a mi madre, achicaba los ojos cada vez más
al punto que ya no podía aguantarlo y no tuvo más remedio que volver a
ponerse sus gafas oscuras. Se quedó quieta en silencio unos pocos segundos.
– ¿Qué quieres decir?
Por suerte, en ese mismo momento, alguien toca mi hombro derecho. Al
darme la vuelta veo a Sofía con la cara libre de manchas y el pelo
humedecido peinado hacia atrás, mucho mejor a como lo tenía antes.
– Oh, aquí estás. Mamá, ella es… Sofía.
La voz me temblaba por los nervios. Mi madre miró a Sofía de pies a
cabeza.
– Encantada, Sofía. Soy Melanie, la madre de Thomas. –dijo a la vez que
se acercaba a ella y estrechaba su mano sólo de la punta de sus dedos, un
saludo más clásico entre mujeres.
– Ella viene con nosotros, mamá.
– No hay problema, de todos modos tú y yo vamos a hablar.
La seguimos hasta el auto. Un Ford familiar, largo de color azul, parecía
estar nuevo por su estado impecable. Obviamente, tuve que abrirle yo la
puerta a Sofía porque no sabía cómo abrir la puerta de un auto, mi madre nos
miró y sonrío al ver tal caballerosidad por parte de su hijo. Temía que, como
probablemente nunca había estado arriba de un auto, comenzara a gritar al
arrancar y mi madre la terminara bajando por demente. Por suerte, eso no
pasó, aunque la miraba a cada rato a través del espejo retrovisor por si las
dudas. Mi madre no soltó una palabra hasta pasado el primer kilómetro.
A medida que avanzábamos observaba el desastre que había dejado la
tormenta. Los carteles de las paradas de autobuses estaban incrustados en las
rejas de los frentes de las casas. Había un lugar donde vendían piletas de
plástico al lado del supermercado. Las piletas y restos de piletas estaban por
todos lados, habían volado hasta un kilómetro a la redonda. Las veredas
estaban peladas, la mayoría de los árboles estaban quebrados o habían sido
arrancados desde sus raíces.
– ¿Dónde estuviste, Thomas?
Tuve que inventarme una historia en menos de un segundo, una buena.
– Estuve en una fiesta con mis amigos, en este lado de la ciudad. Se nos
hizo tarde y me quedé en la casa de uno a dormir. Cuando desperté era tarde
y sus padres habían pedido pizzas para todos, así que me quedé a la noche a
comer con ellos y… ya sabes. Luego esto de la tormenta…
– ¡¿No se te ocurrió antes llamarme para que no estuviera con el corazón
en la boca estos últimos tres días?!
Su tono de voz se elevó bruscamente, a la vez que pisaba el acelerador
más a fondo y soltaba las manos del volante, haciendo gestos rápidos y
violentos con ellas al hablar. Por suerte, lo aminoró al descubrir que sus
nervios iban a provocar que todos terminemos estampados contra un árbol a
un costado de la ruta. Me quedé en silencio y no respondí, sólo hice un gesto
encogiéndome de hombros.
– Mírate cómo estás. Estás descalzo, sucio, despeinado, tienes tierra por
todos lados.
– Estuve en la reserva, mamá.
El silencio que se produjo a continuación nos dio una prórroga para frenar
nuestro ritmo cardíaco, pero todo empeoró más aún cuando volvió a abrir la
boca.
– Así que… Sofía es… ¿Tu novia?
– ¡Mamá! Ella es sólo… sólo es una amiga…
– ¡Oh, por dios, Thomas! ¡Dime que no está embarazada!
Automáticamente, mi cara se puso pálida y sentí un calor molesto en la
nuca. No recordaba si mi madre había sido siempre así de desubicada y
directa.
– ¿Estoy embarazada? –preguntó Sofía desde el asiento trasero, la frutilla
del postre. Me pegué un palmazo en la frente que provocó que volviera a
molestarme el golpe que tenía en ella. Tenía ganas de abrir la puerta y tirarme
del auto andando a noventa kilómetros por hora. Lo que fuera necesario para
librarme de aquella situación tan incómoda.
– ¡No, no está embarazada!
Mi madre dibujó en su cara una sonrisa poco amistosa, dejando al
descubierto sus dientes, amarillentos por la edad, pero más que nada
amarillentos por el cigarrillo, su olor a nicotina la delataba, y por supuesto, la
caja de cigarrillos que tenía en el cenicero de la puerta. Probablemente
aquellos días, con la preocupación y su temor por mi desaparición, su
adicción había aumentado gravemente.
– Qué alivio. Aunque por otro lado, lo supuse. Dudo que me des nietos
alguna vez con tu actual estilo de vida parrandero. Eres un desastre.
– ¿Estilo parrandero? ¿De qué hablas? ¡Estoy con una amiga! ¿No
podrías esperar para tener esta conversación luego?
Suspiró y durante los quince minutos siguientes se dedicó a mantener sus
ojos fijos en la carretera. A través del espejo podía ver cómo el pelo de Sofía
se secaba y de a poco comenzaba a tomar volumen. Se lo tuvo que haber
lavado con algo más que agua porque ya no lo tenía de un color amarillo
opaco, sino de un dorado más brillante. Cuando sus ojos se encontraron con
los míos desvié la mirada al instante hacia la ventanilla. “Rara”.

5
Para bien de todos, llegamos a lo que parecía ser mi casa en esos quince
minutos, antes de que mi madre pudiera decir algo más. Por suerte, la
tormenta no la había destruido. Sólo tenía algunas ramas en el tejado. Un
chalet de tejado negro con canaletas espesamente cubiertas por hojas secas.
Las paredes con ladrillos a la vista, ladrillos que no tenían el típico tono
anaranjado, sino uno más oscuro, tendiendo al bordó, ya que estaban
barnizados para lograr su impermeabilidad. Una ventana muy amplia de
forma rectangular cruzaba la fachada en el segundo piso. Detrás de ella, un
chico de unos quince años y una chica de unos dieciocho miraban hacia el
auto con cara de asombrados. “Mis hermanos”, pensé.
Automáticamente vinieron recuerdos a mi cabeza, hasta pude recordar sus
nombres. Catriel era el más chico, tenía toda la cabellera enrulada, mi
hermana solía burlarse de él diciendo que era adoptado porque nadie en la
familia tenía el pelo de esa manera. Era el modelo ejemplar de la familia,
nunca desaprobaba nada en la escuela, su pieza siempre estaba
impecablemente ordenada y nunca se metía en problemas. También vino a mi
cabeza el audio de mi madre gritando “Si tan sólo fueras un poco más como
Catriel”. Alicia era todo lo contrario. Su habitación era un desastre, los
profesores vivían citando a mi madre por sus frecuentes disturbios en la
escuela y siempre estaba revolcándose con un chico diferente. Había entrado
en una etapa de rebeldía de un día para el otro, si no me equivoco, esto pasó
cuando ella tenía trece. Antes solía ser una niña tímida sin amigos que nunca
abría su boca.
Cuando entramos a casa, Alicia estaba vestida con unas medias de nylon
negras agujereadas, una pollera de Jean y una remera de una banda que no
podía leer su nombre porque las letras estaban llenas de puntas, arrugas y
distorsiones. Sus ojos delineados como si fuera un mapache resaltaban sus
enormes esferas azules. La cara pálida, sin vida, que le contrastaba el pelo
tintado de un color tan oscuro como el carbón parecía de una muerta viviente.
Por supuesto, no desperdició la oportunidad para comparar su vulgar
comportamiento con lo que me había pasado.
– ¡Te lo dije, mamá! ¡De seguro estaba drogado en la casa de uno de sus
estúpidos amigos!
– Ya basta, Alicia. Dale un respiro.
Catriel se encontraba en la mesa de la cocina mirando la televisión, nos
daba la espalda, no decía una sola palabra.
– ¿Y quién es ésta? –preguntó señalando a Sofía con la punta de su dedo
índice izquierdo, una larga uña pintada de negro sobresalía de ella.
– Soy Sofía.
– ¿Sofía qué?
Un apellido, ¿Cómo pude ser tan estúpido?, tuve que haberle buscado un
nombre completo. El hecho de haberme quedado unos segundos pensando en
un apellido y Sofía preguntándome con la mirada “¿Qué hago ahora?”
trajeron consecuencias.
– Jordan, Sofía Jordan.
“¿No podía decir un apellido más estúpido?”, pensé, pero fue lo único
que se me ocurrió. Estaba pensando en Michael, tal vez. Sólo que lo
pronuncié en español, con J.
– ¿Ves, mamá? No sabe ni como se llama, después te quejas de mí.
Se acercó y me empujó contra el refrigerador, sentí los imanes de todas
las pizzerías y casas de comida a las que solíamos llamar cuando mi madre
no estaba en casa o no tenía ganas de cocinar en mi espalda. Otro recuerdo, la
comida de delivery era la más consumida en nuestra casa.
– ¡Eres un idiota, Thomas! Mamá casi se muere de un ataque en estos
días.
Sin más palabras que decir, se retiró de la cocina. Los tacones de sus
pesadas botas de cuero negras sonaron violentamente desde los escalones
hasta su habitación.
– Oh, lo siento, Sofía. Mis hijos no se llevan muy bien entre sí. –se
disculpó mi madre en nombre de Alicia mientras yo le ofrecía una silla en la
que sentarse frente a la mesa. “Ahora se viene la parte difícil”, pensé. Tenía
que decirle a mi madre que Sofía se iba a quedar con nosotros… por una
semana. Mi madre comenzó a abrir los cajones de la cocina, sacó una olla de
bronce y se puso un delantal de tela fina a cuadrillé. Como había una invitada
no quería quedar mal y se produjo el milagro de que cocine. No era muy
buena cocinera, pero al menos aquella vez lo intentó. Fui a la heladera, la
cual estaba llena de cajas de pizza congelada, a servirme un vaso de agua fría,
pero terminé optando por llevarme a la mesa la botella entera, estaba muy
sediento.
Sofía observaba a Catriel, quien la estaba ignorando. Extendió su mano
hasta que respondió y se la estrechó, tal como lo había aprendido del saludo
de mi madre. Sonreía por su logro, pero mi hermano rápidamente volteó la
mirada hacia la pantalla.
– Y dime, Sofía… ¿Tus padres saben dónde estás?
Preguntó mi madre mientras les quitaba la piel a unas patas de pollo.
– No tengo padres –respondió de una manera tan fría que hasta captó la
atención de Catriel. Mi madre llenó su cara de pena al instante, deseando no
haber preguntado nunca sobre ello.
– Lo siento, yo no…
No tardé más de dos minutos en vaciar la botella. Comencé a tener en
cuenta la posibilidad de que había estado deshidratado.
– ¿Vives lejos?
– No.
– ¿Dónde vives?
– Aquí.
Respondía de manera fría y cortante, parecía que se había olvidado la
sutileza en el lugar de dónde había venido. Mi madre soltó el cuchillo sobre
las achuras del pollo y luego echó una carcajada, creyendo que se trataba de
una broma.
– Mamá… ¿Puedo preguntarte algo?
Preguntar “¿Puedo preguntarte algo?” me daba un pequeño lapso de unos
pocos segundos para juntar el coraje suficiente para preguntar. Suspiré.
– ¿Puede quedarse aquí Sofía por unos días?
– Una semana. –acotó Sofía. Le eché una mirada asesina. Estaba adentro
de un ataúd y cada cosa que decía era un clavo más en la tapa.
– ¡¿Qué?!
– No molestará, Mamá. Es que tiene un problema… personal, y debemos
ayudarla. Por favor.
No le gustaba para nada la idea, pero parecía agradarle Sofía. Tardó unos
segundos en dar una respuesta.
– Está bien, pero… ¿Estás seguro de que no está embarazada?
– ¡Mamá!
Pude haberme retirado a mi pieza en busca de más catalizadores de
recuerdos, pero tuve que empeorar las cosas al ver una foto familiar en la
cocina. Una foto vieja, podía decirlo por la apariencia de Alicia, una niña.
Catriel no tenía ni cinco años. Estábamos todos abrazados en un sofá, mamá
y un hombre de sonrisa blanca pareja y pelo pincho ligeramente canoso nos
sostenía de los extremos del sillón.
– ¿Dónde está papá?
– ¡Thomas!
Catriel se levantó y desapareció al instante. No hizo falta que nadie me
explicara nada, los recuerdos vinieron solos a mi cabeza.
Hacía unos cinco años, mi padre había muerto. Nada fue lo mismo desde
aquel entonces. Una noche discutió muy fuerte con mi madre, no estoy
seguro de por qué. Yo no estaba en casa aquella noche, nunca estaba, así que
sólo puedo decir lo que me contaron. Mi padre no era alcohólico, pero tenía
la costumbre de tomar mucho cuando se juntaba con sus amigos en el bar de
la reserva. No me refiero al Café Victoria, sino a uno de apariencia más seria,
lúgubre y adulta, un lugar mucho menos familiar. Según me dijeron todos
intentaron que no volviera a casa manejando, pero lo hizo de todos modos.
Chocó contra un camión que transportaba combustible. Mi madre me arrastró
a la fuerza al funeral, no quería ver su cadáver.
– Lo siento. –dije en voz baja, arrepintiéndome por haberlo mencionado.
– ¿Estás bien, Thomas? –me preguntó Sofía. Sostenía su cabeza con la
palma de su mano, apoyando el codo sobre la mesa. Prestaba atención a todas
las palabras que decíamos y a todas nuestras reacciones, no paraba de
analizar nuestro entorno familiar.
Entonces fui a mi habitación… y encontré el número de teléfono de Abril.
Capítulo 5
1
Otro silencio. Cada vez se hacían más largos. Cuando terminaba de
hablar, sentía que me estaba dirigiendo a un psicólogo, y que lo estaba
aburriendo y durmiendo con mis historias. Me sentía cada vez más estúpido.
– ¿Sigues ahí? –pregunté al aire.
– Creo que comienzo a entenderlo. –Hizo una pausa. Parecía estar
murmurando cosas con otros “jueces”–. La mensajera pidió unas vacaciones,
es cierto. Teniendo en cuenta que están destinadas a realizar ese trabajo toda
la eternidad, de vez en cuando se les concede la libertad de tomarse
vacaciones, y siempre eligen La Tierra. Pero ella violó las leyes, accedió al
designio divino y lo modificó a su gusto para satisfacer su curiosidad. ¿Y
sabes quién llenó su cabeza de estupideces para que lo hiciera?
Me levanté de la silla y me senté sobre el escritorio. Quería estar cómodo
porque, por lo visto, tenía para rato con el testimonio, a pesar de que el
tiempo allí no existía, y no debe decirse allí porque hace alusión a un
determinado espacio físico.
– Claro que lo sé –bajé la cabeza, algo decepcionado.

2
Volaba a toda velocidad. Me había acostumbrado a la idea de que en este
lu… en estos dominios las leyes de la física no existen. Escapaba de Virgilio.
Debía escapar de mi espacio o me alcanzaría con su maldita guadaña.
Volaba sobre una especie de océano que parecía nunca acabar. El agua
era tan transparente que casi podía ver las plataformas continentales, o lo que
fuera que había allí abajo.
Me dirigía hacia el horizonte, al cual parecía no poder avanzar. Llevaba
horas volando, aunque es imposible decirlo ya que, en estos dominios no
existe el tiempo. Como bien había dicho Adelaida: “Las agujas del reloj
avanzan, el tiempo no”. La delgada línea celeste horizontal cada vez parecía
más lejana. Sin embargo, comencé a avistar tierra firme.
Era una isla paradisíaca, con el agua de un color azul tan impecable y
transparente que podía ver los corales desde arriba. Las olas eran inmensas,
agitadas, pero al llegar a la orilla el agua estaba calma, como si fuera un piso
hecho de fluidos azules. La arena, blanca y cristalina como el azúcar. Las
palmeras gigantes, sin hojas secas, de un tono verde tan vivo como el césped
de mi espacio. Estaba en un espacio compartido, lo había imaginado así, y así
se dio.
Cuando descendí, no vi ningún espíritu rondando por allí, pero si podía
escucharlos. Murmuraban anécdotas entre sí, hechos y acontecimientos
sucedidos durante sus vidas. Eran miles de voces hablando al mismo tiempo,
pero no eran insoportables porque podía elegir no escucharlas. La isla se
hacía cada vez más pequeña, formando un círculo en medio del océano, todo
lo demás era tragado por el agua.
– ¿Quién eres? No te había visto antes por aquí –dijo un chico que se
aproximaba a la orilla remando en un bote de madera viejo. No tenía más de
dieciséis años. Se parecía un poco a Catriel, sólo que con el pelo mucho
menos ondulado, sin rulos. Estaba vestido como un marinero, con una remera
blanca con rayas azules y un pañuelo rojo que le cubría el cuello. Llevaba un
bigote falso pegado sobre el labio.
– Soy Thomas, estoy buscando un espacio compartido.
– Pues este es mi propio espacio, mi querido marinero –dijo mientras
bajaba del bote y me echaba un vistazo de pies a cabeza–. Hay algo raro en
ti... –comenzó a caminar en círculos alrededor de mí.
– Disculpa… ¿Cómo dijiste que te llamabas?
– No lo dije –respondió agriamente–. Cuando estaba vivo, solía llamarme
Lucas Martin. Pero aquí, en el mundo de los muertos, soy conocido como
Chuck Marine: el guardián de los siete mares del Más Allá –proclamó
mientras dibujaba una espada en sus manos y la alzaba hacia el cielo.
– Cómo digas… ¿Hace cuánto que estás muerto?
– Es difícil de decir, ya que aquí el tiempo no existe… no lo sé, pero
mucho más que tú, seguro. Si mal no recuerdo, estaba navegando en un
buque holandés rumbo a Nueva España. Llevábamos esclavos. Cuando, de
repente, fuimos emboscados por piratas. Sólo recuerdo un cañonazo, una gran
explosión. ¡Boom! Y… luego llegué aquí.
– ¿No eres un poco joven como para formar parte de una tripulación
marinera? –pregunté con algo de suspicacia.
– No soy tan joven como aparento. Esta es la edad que elegí para pasar el
resto de mi eternidad, la mayoría lo hace. Nadie quiere ser un viejo de
cuarenta años para siempre, ¿o sí? –respondió enojado.
– Lo siento, es que no entiendo mucho de este lugar, soy nuevo aquí. Por
una de esas casualidades… ¿No habrás visto a una chica de mi edad, pelo
amarillo, ojos marrones, petisa, rostro no muy maduro?
Chuck Marine lo pensó por unos instantes, pellizcando los extremos de su
falso bigote.
– Veo muchas personas todo el tiempo, no estoy seguro.
– Es un ángel.
Echó una carcajada corta y burlona, totalmente fingida, sólo con el
objetivo de molestarme.
– Eso será imposible. La apariencia de los ángeles es diferente para todos
los que los ven. ¿No te explicaron eso cuando te dieron la bienvenida?
– No tuve una bienvenida muy cálida que digamos. Bueno… seguiré mi
camino.
Comencé a levitar nuevamente para dirigirme hacia alguna dirección al
azar, pero Chuck me tomó de la pierna antes de que saliera disparado.
– ¿Crees que llegarás muy lejos? No conoces el lugar, estarás volando por
los mares toda la eternidad antes de llegar a vislumbrar tierra firme. Si
quieres puedo llevarte a la ciudad más cercana. Allí, quizás tengas más éxito
en tu búsqueda.
Chuck me invitó a subir a su bote y navegamos hacia el horizonte. Era un
ser algo patético, pero no veía malas intenciones en sus acciones, y con eso
me alcanzaba. Además de su bigote falso, también tenía una cicatriz falsa en
el lado izquierdo de su cara que comenzaba en su frente, continuaba su paso
en la ceja y terminaba en la mejilla, parecía dibujada con un lápiz delineador.
No quería darme mucha charla. Iba sentado frente a mí, remando, sentado
sobre una tarima, cantando canciones sobre saqueos de barcos extranjeros y
tomar ron. Desafinaba horriblemente y tosía entre verso y verso.
Todo el ron me voy a tomar
Y de un barco lo voy a saquear
Con mi espada voy a luchar
Y la sangre caerá al mar
Miré mi reflejo en el agua del océano, tenía la cara fresca, estaba peinado
y parecía un poco más joven, todo lo contrario a cómo me sentía. De repente,
comencé a ver otros rostros brillantes en el agua, rostros que alguna vez había
visto en mi vida y habían quedado en el olvido, gente que tal vez vi alguna
vez en la calle, en el autobús, en la escuela, en una fiesta… y por lo visto a
todos les había llegado su hora.
– ¿Qué son todos esos rostros?
– No todos saben apreciar el placer de viajar en bote en el océano,
algunos prefieren materializarse con el agua y viajar a dónde los lleve la
corriente. Por eso lo llamo el Mar de las Almas.
“Qué lugar más extraño”, pensé.
– ¿Y por qué estás buscando un ángel, marino? Se supone que los ángeles
deben buscarte a ti.
– Es… una amiga, creo que puede estar en problemas.
– Pfff –escupió al agua–. ¿Amistad entre un ángel y un humano? No creo
que exista tal cosa. Son seres odiosos. Mi ángel, por ejemplo, nunca entrega
mis mensajes.
– ¿Los ángeles entregan mensajes?
Me miró con cara de idiota, comprimiendo sus párpados, como si estuviera
preguntando algo más que obvio.
– Si. Le he enviado miles de mensajes a mi familia, pero nunca recibo sus
respuestas.
– Ha pasado mucho tiempo desde… desde que América se llamaba
Nueva España. Probablemente tus seres queridos ya hayan muerto. ¿Has
intentado encontrarlos?
La cara del joven pirata se lleno de desilusión, pero sin perder su postura.
Parecía ser un tipo testarudo, dispuesto a no mostrar su debilidad nunca.
Fingió no importarle, con aire soberbio y frío.
– Nunca respetaron mi sueño de ser un marinero. Estoy seguro de que no
quieren verme. ¿Sabes qué? ¡Mejor así!
La noche comenzó a caer rápido. Creí que se trataba de un producto de mi
imaginación o la del lunático marinero pirata. El cielo comenzó a fundirse en
un azul oscuro y se lleno de estrellas brillantes más grandes de lo normal,
rodeadas por una especie de neblina roja, casi rosada, como si se tratara de
una nebulosa. Parpadeaban y oscilaban entre diferentes gamas de colores. La
aglomeración de astros estelares era tan densa que parecía que estuviésemos
bajo la cola de una galaxia.
La proa del bote chocó contra un muelle de piedra a la altura de nuestras
cabezas. La neblina de las estrellas había bajado al nivel del suelo y no podía
ver qué había más allá.
– ¿Dónde estamos?
– En un lugar donde se reúnen millones de almas a diario. Te deseo suerte
en tu búsqueda, marinero–. Un sombrero negro maltrecho con una pluma
verde larga y una calavera dibujada en su frente apareció en su cabeza y se lo
sacó para despedirme, llevándoselo al pecho como si estuviera dando sus
respetos a un muerto. Después de todo, si estaba allí, estaba muerto; habrá
pensado.

3
Caminé sobre el piso de piedra a través de la niebla roja, llena de
destellos de luces que parecían estimularse a mi paso. No podía ver siquiera
mis propios pies. “Esto ya no parece el paraíso”, pensé. Todo se disipó en
cuestión de segundos, el aire quedó limpio dejando al descubierto el paisaje
del lugar. Estaba en una inmensa ciudad, llena de escaleras de mármol que
llevaban a terrazas rodeadas de gigantes columnas, me recordaba a los
Jardines de Babilonia, aunque no había el más mínimo rastro de vegetación.
En los cuatro extremos había terrazas más prominentes, de las cuales caían
cataratas de corriente muy activa. Su gran caudal parecía blanco por la
espuma, era como ver un alud de nieve cayendo desde una montaña.
Llegando al centro, se surcaban canales acuáticos como los de Venecia, de
agua casi verde pero limpia. Todo lucía húmedo, como si hubiera estado
lloviendo.
Las almas eran conducidas por botes que se remaban solos, por arte de
magia. Algunos trepaban a las columnas para poder apreciar toda la vista.
Todos lucían felices, enérgicos, jóvenes y frescos. Todos eran niños o
adolescentes. Nadie quería ser adulto allí. Hablaban entre si y se reían,
probablemente recordando sus historias de la vida. Los niños corrían por
arriba del agua como si estuvieran pisando concreto. Había muchos seres allí,
demasiados, me iba a costar encontrar lo que buscaba. Mi rostro comenzó a
contrastar entre tantas sonrisas y mejillas sonrojadas .Era muy fácil señalar
con el dedo y encontrar a “Wally” entre la multitud.
– ¿Eres nuevo? –preguntó alguien a mis espaldas. Pensé que sería
Virgilio, pero tenía la voz de una mujer joven y delicada.
Volteé, creyendo no encontrar nada, pero por suerte me equivoque, no
estaba de humor para juegos. Era una mujer casi igual a Bianca, sólo que más
adulta. Tenía la misma tez bronceada naturalmente, a veces gris, a veces
tendiendo a dorado, dependiendo del ángulo en que se la viera. Su cabello era
corto, castaño claro, alisado artificialmente, cualquier corriente de viento, por
más mínima que fuera, invertía la dirección de si flequillo, que de cualquier
manera quedaba prolijo. Era más alta, y abría más sus labios al sonreír,
dejando al descubierto un diente incisivo levemente chueco. Por su
vestimenta, supuse que no se trataba de un ser normal. Llevaba una túnica
muy parecida a la de Virgilio, pero no era negra, era blanca, con brillo propio,
de tela fina y sedosa, casi podía ver el contorno de la silueta de su cuerpo a
través de ella.
– Si, algo así –respondí lo suficientemente cortante como para demostrar
que no estaba buscando mantener una conversación con ella.
– Se te nota. ¿Cómo te llamas?
– Thomas.
Seguí caminando, atravesando los canales de agua como si fueran parte
del suelo. La misteriosa entrometida se dio a mi persecución, levitando por
los aires de una manera exquisita, casi como si estuviera patinando sobre
hielo, demostrando que ya era una profesional en dominar la falta de
existencia de las leyes de la física.
– ¿Eres humana? –pregunté sin interrumpir mi mirada y mi camino hacia
el frente.
– No, soy eso que tú llamas “ángel”. Estoy en mi descanso, pero si
necesitas ayuda en algo, o que responda alguna pregunta, estoy disponible.
Toda mi atención se vio atraída hacia ella luego de escuchar esas
palabras, aunque le eché una mirada suspicaz, no me convencía
completamente.
– ¿Así que eres un ángel? ¿Cómo hago para encontrar a mi padre?
– Ehm… –se quedó pensando unos segundos la respuesta–. Es algo muy
complicado. Hay un sin fin de almas en este mundo. Siento desilusionarte.
Mis ojos amagaron a largar lágrimas por unos segundos, pero hice fuerza
para contenerlas. Me sentía tan vacío y solo en un mundo tan poblado que
resultaba irónico. Todos podían notar que yo tenía algo diferente a ellos, y me
apuntaban con sus miradas, sin dejar de sonreír, por unas fracciones de
segundo, tratando de averiguar qué.
– ¿Por qué todos lucen tan… felices? Están muertos, eso no puede
alegrarlo a uno.
– Porque la muerte es el final de la vida, pero el inicio de otra existencia:
la eternidad. Al principio todos tienen sus dudas e inseguridades. Esto es
acerca de disfrutar, divertirse, hacer todo lo que uno no pudo hacer durante su
vida. Para ustedes los humanos, la eternidad es ideal, ustedes tienen
sentimientos.
– ¿Cómo te llamas? –pregunté, intentando sonar amistoso. Aunque era
pura hipocresía, ya que sabía que tener un ángel a mano podía ser de gran
ayuda.
– Los ángeles no tenemos nombre, pero puedes llamarme Wendy. Es el
primer nombre que encontré en tu cabeza.
Virgilio había hecho algo parecido, sólo que su nombre se relacionaba
vagamente con su profesión; en cambio, Wendy de Peter Pan no parecía tener
relación alguna con este ángel. Así se representan las cosas en el mundo de
los muertos
– ¿Pueden ustedes leer mis pensamientos?
Movió su dedo índice de lado a lado, negando la pregunta.
– Tu mente elige el nombre, y lo que yo digo así lo procesa tu mente. Te
acostumbrarás, no hay necesidad de apurarse.
No, ni modo que quería acostumbrarme al lugar, tenía planeado volver a
la Tierra.
Me quedé sentado en la cornisa de una terraza, contemplando una especie
de atardecer naranja sobre el cielo. Las almas materializaban sus
pensamientos; construían objetos con su imaginación en sus manos para
presumirle a los demás cosas que tuvieron en la Tierra mientras estaban
vivos. Era irónico pensar que de todo lo que tiene uno en la Tierra, al morir
nada se lleva.
Como si estuviera intentando consolarme, Wendy puso una mano en mi
hombro y comenzó a masajear mi omóplato con su dedo pulgar en forma
circular a modo de masajes. El contacto con su cuerpo me hacía sentir más
cálido, y a ella también. Supuse que todos los ángeles eran portadores de un
aura fría, Sofía siempre estaba congelada, y cuando la tocaba, lentamente su
temperatura aumentaba.
– Si aquí puedes hacer lo que quieras y ser feliz, ¿por qué no se suicidan
todos los habitantes de la Tierra?
– ¿Qué sería de la muerte sin la vida? –corrió su mano, despacio, e hizo
silencio por unos segundos. Se sentó a mi lado, dejando colgar sus pies desde
la cornisa–. Eres raro, tienes un aura extraña…
La voz de mi interior, esa que generalmente ignoraba porque me llevaba
al fracaso todo el tiempo, intentaba decirme que podía confiar en ella. Tal vez
sea un sexto sentido, pero cuando conoces a una buena persona, o un ángel en
este caso, lo sabes desde el primer momento en que la ves. Son seres puros
que no tienen ni el más mínimo peso sobre sus conciencias, brillan mucho
más que el resto de los seres y sus almas se encuentran libres de cualquier
pecado.
– Estoy vivo –dije rápido, uniendo las sílabas como si fuera una sola
palabra. Tenía miedo de haber cometido un gran error.
Su cara se llenó de sorpresa. Tenía la boca abierta y los ojos
completamente al descubierto, eran de un tono verde que nunca había visto
en la Tierra.
– ¿Cómo es posible? –preguntó en voz baja mientras se acercaba a mi
cara.
– Estoy buscando a un ángel que tuvo unas vacaciones en la Tierra.
Wendy se tapo la boca con las manos. Perdió un poco de brillo y todos
los sus colores se volvieron un tono más opaco. Estaba asustada.
– ¿Virgilio te dejó pasar?
– No… tuve que volar para poder escaparme.
Tomó mi mano y, mientras me miraba a los ojos, intensamente
preocupada, todo el escenario se fundió hasta convertirse en un bosque, muy
parecido al de la reserva ecológica de mi ciudad. Comprendí que tal vez, todo
lo que veía, mi cerebro lo reconstruía tomando objetos y texturas de los
paisajes que ya había presenciado alguna vez en la Tierra. A pesar de que la
gran densidad de árboles no permitía el paso de la luz del sol, un sol
imaginario, había luz, pero no sabía de dónde venía.
– Ella ha desaparecido. Temó lo peor… –me decía mientras caminaba en
círculos a mi posición, con los brazos cruzados detrás de su cintura.
– ¡¿Tú la conoces?! –pregunté casi a los gritos.

4
– ¡Silencio! –se detuvo y me echó una mirada poco amistosa–. Alguien
podría escucharnos. Ella dijo que se iba a tomar unas vacaciones, pero
presiento que metió la pata en algo y ahora se encuentra en problemas. ¿La
has conocido en la Tierra?
Asentí con la cabeza.
– Es culpa de ese humano. Vivía llenándole la cabeza de basura sobre la
Tierra. No paraba de hablar de su pasado. Así fue como la convenció de que
visitara la Tierra. Yo sabía que se iba a meter en problemas.
– ¡Momento! –le grité mientras la detenía, tomándola de los brazos. Las
palmas de mis manos sintieron cómo su temperatura se tornaba cada vez más
cálida ante mi contacto–. ¿En qué clase de problemas pudo haberse metido?
– No lo sé… pero sospecho que tiene algo que ver con el hecho de que tú
estés aquí, vivo. Haremos lo siguiente: busca a ese humano que metió esas
ideas en su cabeza, ella era su ángel; yo, iré a averiguar en qué problemas se
ha metido.
Sin nada más que decir y de manera muy cortante, Wendy comenzó a
levitar en el aire hacia el techo de ramas y hojas que formaban los árboles.
Entre hoja y hoja podía ver pequeños espacios por los que se filtraba la luz
del sol, parecían estrellas en el cielo.
– ¿A quién busco? ¡¿Cómo lo encuentro?! –grité al aire, pero ya era tarde,
se había ido.
El piso del bosque estaba cubierto por una especie de humo blanco,
parecido al efecto que produce el hielo seco al echarle agua encima. Cuando
movía el pie rápido y ocasionaba una corriente de aire, se disipaba un poco y
podía ver restos de ramas secas y hojas marchitas que crujían a mis pasos.
Los troncos de los árboles formaban diversos caminos si se los miraba
desde el punto de vista indicado. Eran tres, y no tenía ni la más mínima idea
de a dónde me conducían. Intenté averiguarlo, con mi imaginación, pero no
logré más que mover algunas ramas que tapaban el final del camino.
Definitivamente, me encontraba en el espacio de otra persona. Me abrí
camino por el del medio. A medida que me adentraba en él, la luz cada vez se
retrasaba más, como si fuera un buzo nadando hacia el fondo del mar. Ya no
podía ver el suelo, no por el humo, sino por la oscuridad. Aun así, sentía
cómo pisaba hojas, pero no de los árboles, sino hojas de papel. Al principio,
las pisaba cada muchos pasos, pero cada vez eran más. Imaginé cómo una
linterna aparecía en mis manos, muy similar a la que había encontrado en el
subsuelo de la escuela. “¿Cómo no se me ocurrió antes?”. Tomé una de las
hojas del suelo, con una marca marrón de la suela de mis zapatillas. Tenía un
texto escrito con una máquina de escribir, con olor a tinta fresca y manchones
corridos.
“La vida es ese largo recorrido que un alma monta sobre un cuerpo.
Explora la tierra, conoce a otros, se relaciona con ellos, ama, ríe, llora,
grita, canta, escucha, mira, siente… eso es lo que envidian ellos, nuestros
sentimientos. Por eso les gusta vernos, estar con nosotros, buscar todo tipo
de excusas para poder compartir una conversación o escuchar una anécdota
de nuestras vidas. La verdad es que los compadezco, ya que toda una
eternidad sin amar es como limpiarse el culo sin cagar”.
Largué una carcajada por esa última línea. Parecía que el escritor venía
inspirado y luego, en un declive que lo condujo a la disforia, plasmó al papel
lo primero que se le ocurrió, frustrado por no poder encontrar ese cierre
mágico que haría que todas las palabras anteriores tuvieran sentido. “¿Está
hablando de los ángeles?”, me pregunté a mi mismo. Tomé otro papel,
abollado, arrugado, como si no le hubiera gustado al escritor al releerlo y lo
hubiera desechado. La página estaba escrita por la mitad.
“Si tuviera una oportunidad de experimentarlo, saber que existe, tan sólo
ese breve momento bastaría para desmoronar toda su eternidad. Se
preguntaría a si misma cómo ha hecho para vivir tanto tiempo sin tamaño
sentimiento. Eso los convertiría en mortales. Tal vez no son seres tan fuertes
como todos piensan, y son más frágiles que una estatua de vidrio.”
A medida que me acercaba, comenzaba a escuchar cada vez más fuertes
unos golpazos metálicos que hacían eco entre los árboles. Un sonido
vagamente familiar. Eran los impactos de los dedos del escritor contra las
teclas de su máquina. Se detenía por algunos segundos, tal vez para pensar, y
luego arrancaba nuevamente a toda velocidad. No era el único sonido que
reinaba en el ambiente, unas ramas crujientes se acercaban cada vez más a
mis espaldas. Me tomaron de los brazos y las piernas como si fueran sogas.
No podía librarme, por más que lo imaginara. Estaban tan apretadas que
cortaban la circulación de mi sangre. Fue la primera vez que consideré la
posibilidad: ¿podía morir en el mundo de los muertos? El sonido de las teclas
se detuvo, pero esta vez no retomó su escritura. Alguien se movía hacia mi
posición. Podía ver la sombra de una silueta viniendo a mis espaldas. “Este
tipo no debe de ser muy amistoso”, pensé.
– Les dije… miles de veces… que no me interrumpieran… mientras
escribo. ¡Me hacen perder la concentración! –dijo alterado, dando respiros
profundos entre palabras para no perder la cordura.
– Lo siento, yo sólo buscaba…
– ¿Thomas? –preguntó sorprendido.
Las ramas se aflojaron y me dieron espacio para librarme. Sentía el
hormigueo de la sangre volviendo a rellenar los vasos vacíos. Cuando volteé
lo vi. Llevaba un chaleco azul arriba de una impecable camisa blanca
arremangada unos centímetros por debajo de sus codos, metida dentro de su
pantalón de tela fina de color crema, sujeto con un cinto de cuero marrón y
una hebilla dorada en el centro. Tenía mocasines de gamuza algo sucios por
caminar en el bosque. Cuando levanté mi mirada hacia su cara, pude ver su
sonrisa blanca, impecable, sus ojos comenzando a supurar lágrimas detrás de
sus lentes de lectura de marco fino y su pelo castaño pincho, levemente
canoso. Era tal cual como lo recordaba, como la última vez que lo había
visto.
– ¿Papá?
Capítulo 6
1
– Así es. Tu padre ha contaminado la mente de la mensajera. La ha
manipulado, tentándola con atributos humanos tan insignificantes como los
sentimientos.
– Todos eran jóvenes, felices, jugaban con su imaginación, disfrutaban de
la eternidad… pero mi padre no. Decidió aislarse de los demás y vivir solo en
su propio espacio, al que había decorado como a la reserva. No lo culpen a él,
todo es mi culpa. Es mi culpa seguir preocupándolo aun después de morir.
Casi vuelvo a llorar. Era cierto. Mi vida era decadente, no sabía
disfrutarla. Tenía una grave tendencia hacia la autodestrucción. Alcohol,
drogas, insomnio, cruzar una avenida sin ver el semáforo, irme a dormir
todos los días deseando no despertar. Y pensar que me quejaba de Alicia. Yo
era el peor.
– Es tu familia, ¿verdad? Lo preocupa que su familia se autodestruya.
– ¡No estamos hablando de mi familia! ¡No vine a eso! –me enojé–. ¡¿Por
qué no muestras la cara de una vez por todas?!
Tomé la silla y la revoleé contra el estrado, de manera que quedo reducida
en miles de pedazos. En esos dominios podía tener cuánta fuerza yo quisiera.
No me importaba, era sólo para descargar, en lugar de llorar… Un golpe
dirigido hacia la nada y hacia nadie, a no ser contra mí mismo. El martillo
volvió a sonar contra el estrado.
– ¡Orden! –gritó–. Si te dejas llevar una vez más por tus absurdos
sentimientos pasarás toda una eternidad flotando en medio de la nada,
torturándote con tus propios pensamientos para siempre.
Volví a sentarme sobre el escritorio, enojado, respirando hondo para
intentar calmarme.
Juraría que la puerta se abrió a mis espaldas y alguien entró, pero cuando
volteé, no había nada ni nadie.
– ¿Qué es lo que pasaba con tu familia que llevó a Gabriel Newton a
atreverse a jugar con la cabeza de una mensajera?
– Bueno… La comunicación, supongo. Desde que murió que las cosas
dejaron de ser como antes.

2
Era el martes 28 de junio de 1995. El día posterior a la aparición de Sofía
en mi vida. Como si tuviera un reloj biológico dentro de mi cabeza, desperté
a las siete en punto, o al menos eso decía el despertador sobre la mesita de
luz, el cual, por supuesto, no estaba programado. Dormí algo así como
catorce horas, y sentía que seguía con sueño. Por mi cabeza rondó el
pensamiento de que debía ir a un doctor a que me hicieran una tomografía a
la cabeza por el golpe y la pérdida de memoria. ¿Qué mejor hora que las siete
de la mañana para ir al hospital? Debía aprovechar que nadie estaba
despierto, a excepción tal vez de Catriel. Se levantaba a las siete para entrar a
la escuela a las nueve, no porque la escuela quedara lejos, sino para hacerse el
desayuno, mi madre hacía años que había dejado de hacerlo; y de paso hacer
la tarea, momentos antes de salir. No me importaba que él estuviera
despierto, a quien no quería cruzarme era a Sofía. Quería que me diera
espacio, parecía no entenderlo. “Sólo faltan unos días”, me decía a mí mismo.
Nunca me levantaba al instante de la cama, siempre esperaba unos diez
minutos con los ojos cerrados, procurando seguir semi despierto. Una vez que
me creí listo para comenzar el día estiré los brazos y las piernas para
desperezarme, pero mi espacio se vio reducido. Algo frío estaba a mis
espaldas. Me di la vuelta y allí estaba ella, Sofía. Si que se sentía en casa.
Había olvidado que mi madre le había asignado mi cuarto, pero a ella no
pareció molestarle mi presencia, a pesar de que no se trataba de una cama de
dos plazas. Tenía un camisón blanco, muy viejo y amarillento, probablemente
de mi madre. Dormía de la manera más pacífica, con la boca cerrada, sin
roncar, con la mitad de la cara oculta dentro de un fuelle de la almohada. Sus
párpados vibraban de a ratos como el aleteo de un colibrí, como si estuviera
soñando.
Me levanté de la cama despacio y con cuidado, para no despertarla. No
me puse las zapatillas hasta salir del cuarto para no hacer ruido al caminar, el
piso estaba hecho de listones de madera y algunos estaban más sueltos que
otros y rechinaban al pasar. Tomé algo de dinero de mi cajón, y algo extra del
bolso de mi madre, me pegué una ducha rápida y me encaminé hacia el
hospital.
Nunca había ido solo al hospital, siempre acompañado por mis padres, y
de chico. El solo hecho de pensarlo era deprimente. Pero con veinte años se
suponía que no podía ir a la sala de espera acompañado por mi mamita, digo,
ni que hubiera sido algo grave. Cosas como esa eran las que me hacían sentir
cada vez más viejo. Viejo tal vez no sea la palabra, pero si “menos niño”,
cada vez más alejado de mi infancia y de mi adolescencia, toda una juventud
desperdiciada. Tal vez ya era hora de que madurara, pensar a futuro y no
sobre el pasado, lamentándome de las cosas que no había hecho. Todavía
estaba a tiempo, podía empezar una carrera universitaria, aunque me iba a
costar porque llevaba más de dos años sin estudiar, y en la escuela tampoco
hacía mucho; o buscar un trabajo para dejar de ser una lacra mantenida en mi
casa. No todos teníamos la suerte de León –un amigo de la escuela con
mucha suerte–, que el padre le compró el videoclub para que no lo molestara
más en su casa.
Eso necesitaba, estar lejos de mi casa. El aura depresiva de mi casa a
veces se hacía insoportable. Mi familia estaba completamente separada, cada
uno hacía lo suyo; no había diálogo y muy rara vez comíamos todos juntos en
una mesa. Parecíamos extraños conviviendo entre sí en un tiempo
compartido. No es que no haya intentado antes cambiar las cosas, de hecho,
yo siempre era el primero en abrir la boca de lo que fuera para sacar diálogo,
pero nadie me respondía, o me respondían con una oración corta y cerrada sin
dejar lugar a otra. Catriel vivía hipnotizado con la tele y sus videojuegos,
Alicia siempre drogada o revolcándose con los vagos de sus novios o las dos
cosas juntas, y mamá bajo los efectos de sus pastillas para dormir, leyendo
libros tan lúgubres como su estado de ánimo, novelas de mujeres que
engañaban a sus maridos y otros temas del mismo estilo. Mi familia ya no era
una familia.
Nadie trabajaba. Vivíamos del seguro de vida de mi difunto padre. No sé
qué se le pasó por la cabeza al sacar ese maldito seguro, uno no espera morir
de la manera en que él murió. Pero bueno, la gente nunca está segura de nada,
por eso compra seguros.
Mientras esperaba en la sala a ser atendido, me planteé el problema de mi
familia. La muerte de mi padre nos afectó a los cuatro de maneras diferentes.
Mi madre había optado por encerrarse en su habitación a llorar. No quería
que sus ojos la vieran sufriendo, aunque era inútil porque podíamos oírla.
Para callar el llanto optó por las pastillas. Calmantes varios, pastillas para
dormir como Xanax, Valium, Clonazepam y todas esas porquerías. Lo
admito, le robaba algunas de vez en cuando para drogarme con mis amigos.
Dejó de cocinar, dejó de limpiar, dejó de lavar la ropa. En cuestión de un
mes, la casa ya era un desastre. Comíamos cada uno en nuestras habitaciones.
Encargábamos pizza, generalmente. Nuestras habitaciones estaban llenas de
servilletas sucias y cajas de pizza apiladas. Nunca le dábamos propina al
chico de la moto. Los tres estuvimos un tiempo largo sin ir a la escuela.
Mi madre pareció salir de su pozo depresivo a los tres meses. Ahora
fumaba, casi dos atados por día. Por las mañanas oía cómo tosía. Al menos
salía al patio o a la calle a comprar alcohol. Algo era algo. Luego comenzó a
recurrir a los bares, donde conoció a una especie de novio y… me da asco
hablar de eso, no quiero.
Catriel fue el más reservado. Nunca lloró, ni gritó, ni se quejó de nada.
Tampoco nunca lo vi descargar su ira acumulada, lo cual me parecía por
sano. Además, temía que un día explotara en un ataque de rabia e hiciera algo
que pudiera lastimarlo. Desde que murió mi padre, muy rara vez lo escuchaba
hablar. Pasaba todo el día viendo la tele, jugando a sus videojuegos, leyendo
libros con la tapa forrada, vaya a saber uno qué títulos. Por lo menos nunca
dejó de ser limpio, prolijo y ordenado. Fue el primero en volver a la escuela,
solo, sin que nadie le dijera nada. Nunca hizo amigos, nunca tuvo novia,
nunca hablaba con nadie… el aislamiento tarde o temprano iba a llevarlo a la
depresión.
El peor caso –aunque no muy lejano al mío– fue el de Alicia. Alicia era la
niña más dulce la familia. “La princesita de papá”, incluso su favorita. Era la
del medio. Cuando mi padre murió… fue la primera en salir de la casa, pero a
la madrugada, a escondidas, como si a mi madre en aquel entonces le hubiera
preocupado y se lo hubiera impedido. Salidas nocturnas, malas influencia,
drogas, alcohol, sexo con el primero que se cruzara –fuera menor o mayor de
edad–, ese molesto estilo gótico que fue adquiriendo de a poco, pesimismo,
una visión oscura de la realidad que arrastraba a todo lo que estuviera a su
alrededor. Me considero muy afortunado de que aún siga viva y no se haya
muerto de sobredosis o la haya asesinado algún psicópata. Luego de un
tiempo, empezó a traer a sus víctimas sexuales a casa. Mi madre nunca le dijo
nada. Yo no podía dormir por los gritos, su habitación estaba al lado de la
mía y la pared que nos separaba era muy fina. Así que esas noches me iba a
vagar por la calle y así comenzó mi insomnio.
Cada uno vivía en su propio mundo.
Por suerte, las cosas mejoraron un poco con los años. Mi madre asistió a
un grupo de autoayuda. Catriel siguió de la misma manera que antes, pero por
lo menos no dañaba su salud. Y Alicia… bueno… al menos dejó de traer
hombres a su habitación para devorarlos.
Faltaba un lazo que nos volviera a unir. Algo que hiciera fluir nuestra
comunicación y nos hiciera entender que, como papá había muerto, debíamos
estar más unidos que nunca. Ese lazo fue Sofía.

3
Por supuesto, llegué al hospital caminando. Nada de taxis ni autobuses. Si
la distancia era menor a cuatro kilómetros, yo caminaba. Estaba
acostumbrado. Luego de la muerte de mi padre no quería estar mucho tiempo
en casa, y caminar hacia todos lados me daba algo de tiempo extra fuera. Si
lo hacía por lugares por los que nunca antes había estado era como un boleto
para escapar de la realidad. A veces, de hecho, salía a caminar sin siquiera
saber a dónde ir, a donde los pies me llevaran. De todos modos, el hospital no
estaba tan lejos, unos dos kilómetros o menos.
Me aterraban los hospitales. No sólo por el hecho de que en ellos muere
mucha gente, y hay morgues, y gente herida gravemente y otras situaciones
gráficamente perturbadoras como ver entrar a la sala de emergencias a un
hombre desangrándose por la femoral; sino porque una de mis peores
pesadillas era la gran acumulación de restos de virus de diversas
enfermedades flotando por los pasillos de los hospitales, impregnados a sus
paredes y a las manijas de las puertas. Lo que más temía era entrar sano y
salir enfermo. Pero tenía que tomar el riesgo. El golpe en mi cabeza no podía
ser nada bueno, así que respiré hondo y entré.
No había mucha gente en la espera del médico clínico. Eran cuatro filas
de asientos plásticos azules muy poco ergonómicos, vacíos en su gran
mayoría. Las pocas personas que estaban allí no parecían estar muy
enfermas, de hecho parecían estar más sanas que yo. Había una mujer joven
con un bebé en sus brazos, que por suerte estaba durmiendo, no suelo tolerar
mucho el llanto de los bebés; un hombre abrigado exageradamente con una
campera bastante inflada que le daba la apariencia de musculoso, pero los
jeans ajustados delataban su verdadera contextura física; una mujer con el
pelo planchado, los labios pintados, pendientes brillantes, un saco de
terciopelo rojo y una estola de piel blanca cubriendo sus hombros que parecía
que se había equivocado de lugar, a “Cruella Devil” sólo le faltaba sacar su
boquilla para pitar finos cigarrillos, estaba muy pálida y tal vez esa era su
consulta; y un viejo canoso con el pelo humedecido peinado para atrás que
tenía la mano izquierda vendada de una manera bastante improvisada, la gasa
estaba bien, pero estaba manchada de restos de sangre y yodo y estaba
forrada con cinta aisladora verde. Uno detrás del otro fueron pasando al
consultorio hasta que llegó mi turno.
– Thomas Newton. –dijo el doctor verificando en la planilla que haya
dicho bien el nombre. “Ese soy yo”.
Es extraño ver doctores tan jóvenes. Lo sé porque más de una vez me
había planteado estudiar medicina Es una carrera universitaria muy difícil, y
los graduados mayormente suelen ser gente de más de treinta años. Éste
doctor tendría unos veintisiete, aunque era algo calvo de la frente y tenía
anteojos de considerable aumento, la cara redonda y la frescura de su piel
libre de manchas mantenían su toque de juventud. Distraído, analizando los
detalles del médico, intentaba encontrar las palabras para comentarle mi
situación. No sabía por dónde empezar.
– Entonces… ¿Qué te trae por aquí Thomas? –preguntó de manera
amable, pero intentando apurarme porque llevaba como veinte segundos en
silencio.
– Ehm… me golpeé la cabeza en la frente de alguna manera y… desperté
en la playa con algo de… amnesia, creo.
El doctor puso cara de incrédulo, levantando una ceja y achicando la otra.
Me corrió el pelo de la frente y examinó el golpe.
– ¿Qué tanta amnesia?
– No recordaba siquiera mi nombre. ¿Es grave?
– No lo sé, tendrás que hacerte una tomografía.
“Doctores… nunca saben nada”, pensé. Mejor dicho, nunca te dan una
respuesta directa, siempre te hacen dar vueltas.
Luego de esperar por una hora que me hicieran la tomografía, el doctor
dijo que no parecía ser muy grave, pero que si sentía mareos, vista borrosa o
dolores de cabeza intensos que lo llamara cuanto antes. En cuanto a la
amnesia, le conté que recuperé gran parte de mi memoria, y me aseguró que
en cuestión de días volvería sola. “La gente nunca está segura de nada, por
eso compra seguros”.

4
Volví a mi casa frustrado. El médico no me había dicho nada claro y los
testigos de la fiesta del fin de semana tampoco. “Al menos recuperé mi
campera”, pensaba. Luego hablaré sobre ello, no quiero irme por las ramas.
De haber sido otras las circunstancias, le habría dado menos importancia al
asunto, ¿A quién le importaba saber qué me pasó? Lo importante era que
estaba vivo. Pero no podía, quería saber quién demonios era Sofía, y por lo
que me constaba en aquel momento, podía ser una persona que perdió el
conocimiento y alguien podía culparme de secuestro por ello, en el peor de
los casos, claro.
Quizás debía dejarme de vueltas, ir a la policía y reportar su desaparición.
¿Pero qué tal si era mi culpa que ambos perdiéramos el conocimiento? ¿Y si
había sido yo quién la drogó o la golpeó en la cabeza y luego me golpeé a mi
mismo? No recordaba nada, por ende, todo podía ser posible.
Sería mediodía, nunca llevaba un reloj encima. Alguien cometió el error
de contarme una vez que en el brazo izquierdo, desde el dedo meñique, hay
una vena que va directo al corazón, y los químicos que desecha la pila del
reloj se filtran a través de los poros y son tóxicos y… nunca más volví a usar
un reloj. De todos modos el olor delataba que era la hora de comer, olor a
carne con salsa, y venía de mi casa. Todavía no me acostumbraba a que mi
madre cocinara, era algo nuevo e impactante para todos. Pero las sorpresas no
acababan allí.
Pasé por la cocina con la cabeza gacha, sin mirar a mi madre para evitar
el diálogo, cosa que siempre hacía, y subí las escaleras. Todo normal, hasta
que escuché la voz de Catriel, hablando, sonriendo, jugando con alguien a sus
videojuegos. Estaba tratando de enseñarle a Sofía a jugar al Sonic, con
mucho éxito porque ya lo dominaba a la perfección.
– ¡Cuidado, no!
Catriel, tan antisocial que era, había hecho una amiga. Ambos estaban en
su habitación, sentados en la cama frente al televisor. La empujaba despacio
cada vez que cometía un error, la hacía reír. Aquella concepción autista y
cerrada de Catriel había desaparecido de un día para el otro. Lo que todos nos
había costado repetidos intentos de hablarle para saber qué era lo que pasaba
por su cabeza y que lograra transmitir sus sentimientos a través de palabras y
no reprimirlos, Sofía lo había logrado en unos minutos. “¿Qué tiene ella de
especial?”, me pregunté a mi mismo.
La puerta estaba abierta, pero golpeé de todos modos. No estaba
acostumbrado a entrar a la habitación de Catriel, siempre fue muy reservado
con esas cosas. Quizás porque no quería que le desordenaran las cosas, o
porque no quería que invadieran su privacidad. Algunas veces me atreví a
husmear en su cuarto, no por curiosidad, sino por preocupación, y encontraba
hojas en el tacho de basura, hojas escritas a modo de diario, contando las
cosas que le sucedieron en el día o cosas que le molestaban y lo hacían
enojar, pero siempre terminaban abolladas en el tacho. La muerte de mi padre
nos afectó a todos.
– Permiso… Sofía, ¿Puedo hablar contigo?
A Catriel no le gustó que interrumpiera su momento, pero la curiosidad
me pudo más. Sofía puso el juego en pausa, resoplando, se levantó de la cama
y salió de la habitación.
– ¿Dónde estuviste toda la mañana? –Murmuraba.
Entramos a mi pieza y cerré la puerta. Había un poco más de orden,
faltaban las clásicas medias en el piso y la ropa abollada por todos lados y las
telaraña que se habían formado debajo de la cama ya no estaban, al igual que
las pelusas y el polvillo. Probablemente mi madre estuvo ordenando como
buena anfitriona para que Sofía se sintiera más a gusto. Me puse de espaldas
a la puerta, respiré hondo y miré a Sofía a los ojos, que parecía estar molesta.
– ¿Hay algo que quieras decirme?
– ¿Algo como qué? –preguntó mientras se recostaba en la cama, con las
zapatillas puestas, eso si me molestaba. Que yo lo hiciera era una cosa, pero
que los demás…
– Algo que tú sepas y yo no.
– Hay mucho que yo sé que tú no sabes, así como hay mucho que tú sabes
que yo no sé. La idea es intercambiar esos conocimientos, ¿entiendes?
– ¡Basta! ¡¿Estuviste en la fiesta conmigo?! ¡¿Lo recuerdas?! –me exalté.
Sofía agarró mi almohada y la estrujó en sus brazos, tratando de ahogar sus
nervios, hundía sus dedos en ella. Sin embargo, su cara se encontraba libre de
expresión alguna, como si no le importara nada de lo que estábamos
hablando.
– Yo no estuve en la fiesta contigo… yo.
Caí de cola al piso, deslizando mi espalda contra la puerta y me agarré la
cabeza con las manos.
– ¿Por qué es tan importante? ¿No puedes simplemente dejar de
preguntarte el por qué de las cosas que no tienen ni la más mínima
importancia? –preguntaba desde la cama, tratando de evitar la conversación.
Cada vez me desesperaba más.
– ¿Quién eres?
Sofía se levantó de la cama y se sentó en cuclillas, frente a mí.
– Haremos un trato. Enséñame todo sobre este lugar, qué haces en un día
normal de tu vida y, a cambio, te iré dando respuestas.
– O sea que si sabes quién eres.
Asintió con la cabeza, sonriendo.
– ¿Por qué quieres conocer este lugar? Esto no es una zona turística, ni
una ciudad tan bella o...
– Porque estoy de vacaciones. Y me quedan seis días, así que estamos
perdiendo el tiempo aquí, me temo.

5
Caminaba por la calle al atardecer. Serían las siete, esa hora que ya bajó
el sol y, aunque todo se encuentre oscuro, las luces de los faros no se prenden
hasta las ocho. Mis pies ya se conocían el camino de memoria, por eso
miraba hacia abajo a medida que avanzaba.
Era miércoles 29 de junio de 1995. Había discutido con Sofía y la había
dejado sola en la reserva ecológica. Lo único que le hacía falta a mi vida era
una persona aparecida de la nada que me recuerde lo carente de sentido que
era. Aunque pretendía que sus palabras me rebotaban, no lo hacían, me
atravesaban. “¿Quién se cree que es? Aparece en mi vida sin siquiera saber
quién es, no responde a mis preguntas y… ¿se queda a vivir en mi casa?”. Tal
vez Sofía era una representación de mi imaginación exteriorizada, lo que se
suponía que yo debía ser y no era. Era mi perfecto reemplazo en mi familia,
sabía cómo comunicarse con ellos, les agradaba – bueno, a Alicia no tanto–
era amable, alegre, y yo no merecía siquiera tener una familia… pensé en
huir y no regresar nunca jamás. Pero para pensarlo mejor, necesitaba algo de
ayuda.
– ¡Roberto, sírveme un Exterminador Tres!
Me senté en una de las sillas altas sin respaldo frente a la barra, la cual ya
estaba toda pegoteada por los derrames de miles de bebidas que se servían
cada noche.
El bar de Roberto era uno de los agujeros más oscuros y depresivos de
toda la ciudad. La mayoría de los bares servían tragos sólo los fines de
semana, este no. Allí se podía tomar alcohol hasta la cirrosis cualquier día de
la semana. Además, era poco probable cruzarse con alguien normal, ya sea un
ex profesor, un familiar, una vecina mormona o una persona que conoces que
lleva a cabo una vida modelo sin el más mínimo secreto oscuro que pueda
señalarte con el dedo y juzgarte por estar allí. El círculo del bar de Roberto
estaba formado por “almas perdidas”, gente de todas las edades que tiró su
vida por el retrete y no sabe cómo volver, entonces escapa a través del
alcohol.
Estéticamente, el lugar no era nada agradable. Se entraba por un callejón
muy estrecho entre dos fábricas abandonadas, donde el olor a orín, humedad
y vómitos rancios formaban una firme barrera que mantenía alejada a
cualquier persona decente. Se entraba por una puerta de chapa negra oxidada
que daba a unas escaleras que conducían a un subsuelo. Una vez dentro,
sabías que estabas fuera de la realidad. Se ambientaba con música depresiva a
un volumen relativamente alto, pero lo suficientemente bajo como para poder
hablar con quien tengas a tu lado; poca iluminación, habría en todo el lugar
un total de cuatro lamparitas sin farol con los cables pelados; grafitis de todos
colores en las paredes, algunos que anunciaban cosas sin sentido por el grave
estado de ebriedad del autor; y un viejo televisor al fondo que reproducía
imágenes psicodélicas y extravagantes.
– ¡Exterminador Tres! –gritó el cantinero.
Exterminador Tres era una bebida de mi creación. Roberto insistía con
que debía patentarla. Era un porrón de cerveza alemán de medio litro, pero
lleno de vodka, whisky, ron, tequila, coñac y licor de anís. Era un camino
seguro hacia el estado máximo de ebriedad para huir de la realidad. Al
principio, quemaba. Sentías el ardor pasar por la garganta y atravesar el
camino del esófago hasta llegar al estómago, era el napalm de las bebidas
alcohólicas.
– ¿Día difícil Thomas? –preguntó con una pícara sonrisa.
– Vida difícil.
Estaba a punto de pegarle un trago profundo y abundante al Exterminador
Tres cuando, al otro lado de la barra, vi a Alicia con un sujeto que tendría
cinco años más que ella. Había olvidado que el bar se había convertido en un
refugio suburbano para los góticos. Los “vampiros” tomaban alcohol allí
hasta que el sol se escondía, y luego salían a hacer bullicio por la ciudad.
“Alicia, perra perdida. No son ni las ocho de la noche y ya estás alcoholizada,
con las pupilas dilatadas, sentada en el regazo de un motoquero
cocainómano”, pensé. Sonreía sin siquiera saber por qué, mientras se
besuqueaba con el muy maldito de una manera muy asquerosa. Murmuró
algo en su oído y salieron afuera. Ella me echó un vistazo, pero desvió la
mirada rápidamente, intentando decirme “yo no te vi, tú no me viste”.
“¿Qué demonios estoy haciendo?”, pensé. Mi padre no hubiera querido
que termináramos así. Si nos estaba viendo desde algún lugar, como Sofía
insinuaba que podía ser cierto, estaría intentando revivir para golpearnos.
Bueno, golpearnos no, no era un hombre violento, pero seguro que nos
sacaría a empujones de aquel lugar y nos gritaría un sin fin de cosas contra
las cuales no tendríamos argumentos para defender lo que estábamos
haciendo. Que mi vida se haya ido al demonio lo aceptaba, ya había
aprendido a vivir con ello. Pero que la vida de Alicia también… eso no lo
toleraba. ¿Y qué seguía? ¿Catriel en unos años tomando alcohol y drogas en
el mismo lugar? Cómo odiaba esa idea.
Salí afuera sin siquiera pagar mi bebida, probablemente otro borracho lo
hizo por mí. En el callejón, Alicia y su novio de turno estaban a punto de
volverse muy íntimos contra un paredón que se caía a pedazos, detrás de unos
contenedores de basura. Estaba tan confundida que ni sabía lo que estaba
haciendo.
– ¡Alicia, vamos a casa!
El tipo volteó la cabeza mientras seguía trabajando con mi hermana.
Tenía una cresta al mejor estilo punk de color verde y la cara llena de aretes.
– ¡Ve a molestar a otro lado, niño! –dijo con la lengua toda trabada, casi
tartamudeando.
A pesar de que medía veinte centímetros más que yo y pesaba treinta
kilos más, no iba a retirarme sin hacer nada. Miré a mis alrededores en busca
de un objeto con el que pudiera golpearlo. “Bingo”, una botella de vino vacía.
La empuñe del pico y la rompí en la cabeza del muy mal nacido. Cayó al piso
al mismo tiempo que lo hicieron los restos de vidrio. Quiso retomar el
conocimiento pero no pudo, estaba muy drogado y alcoholizado para ello.
Sentí un poco de culpa y le tomé el pulso para verificar que siguiera vivo.
Probablemente, al otro día no recordaría nada.
– ¡Vámonos a casa! –dije mientras la tomaba de la mano.
– Como digas…
Apenas podía caminar, tenía que apoyarse sobre mí para hacerlo. Tenía
un aliento terrible, hasta habían restos de alcohol en su pelo. Era la primera
vez que yo hacía algo por el estilo. Alicia y yo nunca fuimos muy unidos.
Antes de entrar en su etapa de locura, era igual de reservada conmigo.
Casi me hace tropezar un par de veces. Caminábamos muy lento, no iba a
durar así todo el camino a casa. Hicimos una parada y nos sentamos en el
cordón de la vereda. Se apoyó en mi hombro y se durmió.
– ¡Alicia! ¡Alicia, despierta! –grité mientras la abofeteaba en los cachetes.
Tenía miedo de que tuviera una sobredosis o algo por el estilo. Las pupilas de
sus ojos estaban tan dilatadas que se habían robado casi todo el tono azul de
sus ojos.
– ¿Cuánto crees que vas a durar así?
– ¿Dónde está la rarita de Sofía? –preguntó confundida, mirando hacia
todos lados.
– Sé que no recordarás nada por la mañana, pero… no puedes echarle la
culpa a papá por esto. No eres así por culpa de su muerte, eres así por propia
elección.
No tuve que haber dicho eso, comenzó a llorar como una desquiciada.
Llovían por su cara las lágrimas manchadas de negro debido a su maquillaje.
Tal vez necesitaba hacerlo.
Nos quedamos sentados en el cordón de la vereda por horas, intentando
que se le pasara un poco el efecto de destrucción. Sería media noche, no lo
sabía, nunca llevo un reloj encima por el trauma del mercurio y la vena que
va directo al corazón. Cuando despertó, volvimos a casa. Entramos por la
puerta trasera para que mi madre no la viera de esa manera, aunque ya era
tarde y estaba durmiendo. Llevé a Alicia a su habitación, subimos las
escaleras a razón de un escalón cada diez segundos. La recosté en su cama
boca abajo como a un bebé, para que no se ahogara. Aunque ya había
vomitado demasiado, uno nunca sabe.
– Buenas noches –dije retóricamente, sin esperar a que respondiera.
– Eres el mejor hermano que una hermana puede tener, Thomas –
murmuró con la cara contra la almohada.”Si dijo eso, sigue bajo efectos de
las drogas”, pensé. Cerré la puerta para no ponernos sentimentales.
Jamás pensé que haría algo así. En otra ocasión, de haberla visto así, la
hubiera ignorado y hubiera dejado que el destino se encargara de ella, como
ya lo había hecho miles de veces. Pero algo hizo un clic en mi cabeza, tal vez
si seguía ignorándola hubiera empeorado cada vez más y más, al igual que si
seguía ignorando a toda mi familia. Esa clase de afecto podía contribuir a
que, poco a poco, dejara de intentar destruir su vida, tanto ella como yo. “No
es tan difícil, ¿por qué no lo hice antes?”.
Culpa de Sofía. Sí, todo fue su culpa. Abrí la puerta de mi habitación con
la esperanza de no encontrarla allí, pero estaba acostada en mi cama,
durmiendo, ocupando todo el ancho del colchón. ¿Existía la posibilidad de
que fuera ella quien detonó ese clic en mi cabeza? No lo sabía, tenía sueño,
pero aquella noche escogí el sofá.
Antes de cerrar los ojos, suspiré:
– No te preocupes, papá. Estaremos bien.
Capítulo 7
1
– Adelaida me contó que los ángeles son seres tan puros que traerían la
paz en medio de una guerra. No sé hasta qué punto sea cierto. Sigo siendo tan
escéptico como antes.
Otra vez ese incómodo silencio. Otra vez las murmuraciones entre los
“jueces”.
– ¿Has peleado con la mensajera? ¿Cómo puedes pelear con alguien que
amas?
Resoplé.
– Es tan simple que es demasiado complejo para tu perfección.
Más silencio.
Esta vez, un ruido provino de los listones de madera que daban a mis
espaldas, como si alguien se hubiera sentado para cumplir la función de
espectador en el juicio. Pero volteé y, nuevamente, no había nadie ni nada
allí. Me sentía un tanto perseguido.
– Dijiste algo sobre recuperar una campera…
Eché una carcajada seca.
– ¿Ahora me van a decir que una maldita campera es clave para decidir
mi destino?
El silencio otorga. Tuve que hablar de ello.

2
Desde el primer día –el lunes– comencé una especie de investigación a lo
Sherlock Holmes para averiguar qué demonios me había pasado aquel fin de
semana. Entrevistar a conocidos, cosas por el estilo. Una cosa llevó a la otra.
Subí las escaleras enfadado por la conversación que tuve con Abril, luego
de encontrar su número de teléfono en mi cajón. Entré a mi cuarto
nuevamente y allí estaba Sofía, contemplando el desastre.
– ¿Qué haces aquí?
Empecé a ordenar rápidamente todo, desesperado. Entiéndase por ordenar
meter todo lo que haya fuera de lugar dentro del ropero y luego hacer fuerza
para cerrar la puerta. Por más que se tratara de una rara muy rara, había una
chica en mi habitación y no me gustaba que los demás miraran mi basural, en
especial por los calzoncillos que podía encontrar uno vaya a saber dónde.
– Tu madre dijo que podía dormir aquí.
Por supuesto, iba a pagar su estadía con creces, y mi madre iba a disfrutar
su venganza en cómodas cuotas.
– Pero hay una sola cama.
– Dijo que podías dormir en el sofá del living.
– ¿Vas a desterrarme de mi cuarto?
Se encogió de brazos. No tenía ganas de discutir. Así que me puse el
primer par de zapatillas que encontré en el piso y me retiré en silencio,
resoplando. No podía librarme de ella, me seguía como un perro callejero al
que acababa de darle algo de comer.
– ¡¿Quieres darme un poco de espacio?! –le dije en la cara, haciendo un
gesto de espacio con las manos.
– Te dije que eres mi guía, para algo estoy aquí, para que me muestres el
lugar.
– Espero que por lo menos me dejes ir al baño solo…
Sobre la mesa del living había un casete VHS de película, “Jurassic
Park”. Examiné mi billetera. “Qué estúpido”, pensé. Allí tenía una credencial
del videoclub, con mi nombre y todo, pude haberme mi fijado antes. Solía
alquilar películas en aquel lugar los fines de semana, dos o tres. Las miraba
todas los sábados por la noche y cuando despertaba la mañana del domingo,
elegía la que más me había gustado y la volvía a ver. Generalmente, las
volvía a ver el domingo a la tarde, los domingos a la mañana era cuando
volvía a mi casa destruido.
– ¿Quién alquiló Jurassic Park?
– Tú lo hiciste. El miércoles –respondió Catriel sin despegar los ojos del
televisor, estaba hipnotizado jugando al Sonic. Eso me bastaba como una
excusa para salir. Si mal no recordaba, el videoclub no quedaba muy lejos.
Obviamente, fui cortejado por Sofía y su molesta presencia todo el camino.
El barrio era muy tranquilo. Todas las casas eran muy similares a la mía,
rodeadas por cercos o libustros. Las veredas estaban protegidas por hileras de
pinos muy altos de un color verde oscuro muy apagado, opaco y casi sin
brillo, proporcionaban muy buena sombra. En épocas de media estación, el
sol era molesto y uno apuraba el paso para llegar a la sombra de éstos, pero
una vez allí, la temperatura cambiaba al punto de que los pelos se te erizaban
y querías volver rápidamente a la luz. Luego de la tormenta todo quedó hecho
un desastre. Las calles, ligeramente transitadas, tenían formas un poco
irregulares. La mía, por ejemplo, era en forma de ese, la plaza de la rotonda
que había en el centro del barrio deformaba a todas las manzanas. Si pasa por
allí alguien que no conoce el lugar es muy probable que termine haciendo
algunas cuadras demás, pero no era tan grave como para llegar al extremo de
perderse.
Tuve que robar unas zapatillas viejas del ropero de Alicia para Sofía – no
se imaginan lo que encontré allí– y ya que estaba algo de ropa de la época en
la que no se vestía como una desquiciada. Encontré muy poco de ese tipo de
indumentaria, tuve que meter mi brazo en las profundidades de su ropero
lleno de prendas apelotonadas; una camisa a cuadros roja, blanca y azul y el
único par de pantalones de jean que no tenía agujeros ni desgarres, aunque si
tenían un poco de desgaste en el color, alguna vez fueron azules pero ahora se
acercaban mucho a un blanco grisáceo. Lo bueno era que, por lo menos, le
atiné al talle. Ahora Sofía hacía olor a ropa vieja y naftalina.
Mi resaca no se había disuelto. Seguía atormentándome cada vez que
pasaba un auto, que un pájaro chillaba al viento y, la peor de todas, una
ambulancia que pasó al lado nuestro a toda prisa con las sirenas. No era muy
común que pasaran ambulancias por aquella calle, tenía que ser justo ese día.
Sofía miraba para todos lados de manera analítica. Parecía aprender muy
rápido sobre nuestro mundo. Por algunas cosas no necesitaba preguntar, sólo
se quedaba callada, veía, analizaba y comprendía. Yo estaba casi igual que
ella, salvo que lo mío era un problema de falta de recuerdos, no de
conocimientos.
– Te tocas la nariz todo el tiempo.
Ahora me observaba a mí. Es cierto, era un tic del que aún no me había
librado, no como el de comerme las uñas, que me llevó unos cuatro años
eliminarlo. La gente solía mirarme mal cuando pellizcaba la punta de mi
nariz con el índice y el pulgar de mis manos, una vez me habían dicho que
era así porque esa clase de tic es la que delata a alguien cuando está
mintiendo. Yo no mentía, al menos no en cosas importantes.
– No, sólo a veces. No me doy cuenta de cuando lo hago.
Como le daba curiosidad, comenzó a tocarse la nariz de a poco, se
pellizcaba la punta. Bajó los brazos y sufrió de abstinencia por unos
segundos, hasta que se rindió y volvió a hacerlo. De tantas veces que lo
repetía, la punta de su nariz había quedado colorada.
– Felicidades, ahora tienes un tic –me burlé de ella mientras le palmeaba
la espalda.
Mi memoria no me falló, el videoclub estaba tan cerca como lo recordaba.
Estaba en su mejor época. Hacía poco, lo habían remodelado todo, y habían
sacado los pósters de películas de los setenta y los ochenta, como Alien,
Depredador, Flashdance, Duro de Matar, Arma Mortal; y reemplazado por
estrenos más recientes, como Pulp Fiction, Forrest Gump, Corazón Valiente y
Jumanji. Y al fin, León, el dueño, me había hecho caso y había ordenado a las
películas por género y orden alfabético, antes era todo un caos y podías
encontrar un drama romántico entre cinco películas de acción o una película
para adultos entre películas infantiles. León era un chico de mi edad,
habíamos ido juntos a la escuela. Era tan desordenado e irresponsable como
yo, cosa que cualquiera podía apreciar en su cabello, no sólo
catastróficamente despeinado, sino con restos de gel de tres días de
antigüedad. Pero tenía buena memoria, muy buena, y al menos en mi caso
particular, no necesitaba anotar que retiré una película porque lo archivaba en
su cabeza. Fue por eso que cuando entré por la puerta, croó un muñeco de
plástico con forma de sapo anunciando mi llegada y lo primero que León me
gritó fue:
– ¡Jurassic Park! ¡Ahora!
Se la tiré sobre el mostrador, enojado. Al rato me arrepentí, porque ese
mostrador era uno nuevo con la superficie de vidrio y pude haberlo roto del
golpe.
– Lo siento pero debo multarte. Casi cinco días de retraso… eso serían
unos…
Era malísimo para las matemáticas, lo que le faltó comprar para su
hermoso nuevo mostrador fue una calculadora.
León inclinó la cabeza para ver a Sofía mientras me cobraba, ni siquiera
contó los billetes. Sofía estaba viendo uno de los televisores del fondo que
estaba reproduciendo Apolo 13. Tenía esa misma expresión que en el café,
esa cara de estar descubriendo algo desconocido. Tocaba la pantalla con los
dedos, como si pudiera hacer contacto con Tom Hanks.
– ¿Quién es tu amiga? –preguntó León con los ojos duros, casi sin
parpadear. La verdad es que era muy mujeriego, tanto, que no hablaba con
mujeres, excepto con las que entraban a alquilar una película. No es que Sofía
fuera fea, pero él estaba en esa etapa de desesperación que cualquier chica le
daba lo mismo. De hecho, Sofía no era nada fea.
– No lo sé, apareció… no importa. Por una de esas casualidades… ¿No
sabes dónde estuve el fin de semana?
León largó una carcajada y se atragantó con la gaseosa que estaba
tomando. Cuando terminó de toser, se secó las lágrimas y se dignó a
responder. A veces era tan estúpido…
– Intentaste besar a Abril en la fiesta de cumpleaños de Bianca. Su novio
quiso golpearte pero… increíblemente le diste una buena paliza sobre el
pasto, Daniel San. Estabas muy borracho… no, yo no diría borracho…
parecías poseído –se seguía riendo.
– ¿Nada más?
– Luego te fuiste. Desapareciste. No me diste ni tiempo de reclamarte la
película. ¿Qué te pasó?
Todavía no recordaba a mis amigos, si es que tenía más, pero estaba
seguro de que León no era el más allegado a mí. Aun así, era una persona de
confiar, y me conocía desde que tenía cinco años. Cuando se lo proponía,
abría sus oídos a los problemas de los demás e intentaba dar consuelo o
aconsejar posibles soluciones. “Si tan sólo aplicara las cosas que dice en su
vida”, decía Abril de él.
– Pues… no recuerdo nada de todo el fin de semana, y hoy desperté tirado
en la reserva con un golpe en la frente. Y como si fuera poco, ella me
despertó, dice que debo ser su guía y desde entonces que no puedo quitármela
de encima. ¿Y adivina qué? ¡Se quedará en mi casa por una semana!
Largué todo en voz baja, procurando que Sofía no escuchara.
– Además, creo que hay algo raro con ella. Actúa de manera muy extraña,
pregunta cosas obvias y… no sabía lo que era un café.
León se quedó unos segundos en silencio, pero no pudo contener por
mucho más la risa dentro de sus cachetes. Consideré que pudo haber sido un
error contárselo.
– Thomas, ¿Con qué te drogaste?
No podía ser más inútil. Lo único que hacía era burlarse de mí.
– ¿Tienes la dirección de Abril?
– Sí que te golpeaste fuerte… –dijo mientras escribía sobre un panfleto.
Al menos para eso servía.
Lo ideal hubiera sido salir del videoclub e ir a la casa de Abril, hablar con
ella en persona y escuchar su versión. Pero no había juntado del coraje
suficiente para hacerlo. Después de todo, por algo habíamos cortado, y
sumándole a todo que golpeé a su novio… no me animaba a ir a la puerta de
tu casa a tocar el timbre y dar la cara. Prefería volver a casa dormir. Tenía
mucho sueño, tal vez no había dormido tanto en la playa.
No soy de las personas que duermen siestas durante la tarde, mucho
menos de las que se acuestan temprano. Generalmente me cuesta un mundo
dormirme si hay sol. Es lo que me pasaba la mayoría de las veces que volvía
a mi casa de una fiesta y ya era de día y volvía muerto, totalmente agotado, y
aun así no podía pegar un ojo. Además, mi habitación no tenía persianas, lo
que hacía que conciliar el sueño costara aún más. Pero aquel día, a pesar de
todas las desventajas antes mencionadas, logré dormir. No al instante, luego
de unos minutos. Sofía se había quedado hablando con mi madre en la
cocina. Hablaba tan fuerte que se escuchaba hasta el altillo. Mi madre reía, y
no eran de esas risas falsas que uno finge par quedar bien en una
conversación. Hacía años que no la escuchaba reír.

3
El martes, luego de mi visita al médico, fui a entrevistar a mi siguiente
testigo. El sol había terminado de salir por completo, lo que significaba una
sola cosa para mí: Abril debía estar despierta. Miré por primera vez el
panfleto en el que León me había anotado su dirección. “Cierto”. Alicia vivía
en la parte más rica del barrio, ella pertenecía a la clase alta. Su padre era el
dueño de un concesionario de autos al otro lado de la ciudad. Recordé que me
hacía sentir pobre cada vez que entraba a su casa y veía los pisos cerámicos
color madera lustrosos, el juego de sillones forrados de pana combinados, los
cuadros de Andy Warhol en las paredes, cinco televisores en toda la casa, tres
baños, la cocina de seis hornallas… No tengo nada en contra de la gente de la
clase alta, pero si en contra de las chicas malcriadas, Abril era una, la reina de
ellas. Toda su vida, cosa que pidió, cosa que sus padres le dieron, por eso
siempre quería que las cosas se hicieran como ella decía en la escuela, de lo
contrario, se enojaba y comenzaba a insultar a todos. Por ejemplo, cuando
teníamos diez años, la maestra nos asignó como tarea pensar en una obra de
teatro para la fiesta de fin del ciclo lectivo. La mayoría eligió Peter Pan, pero
ella quería Romeo y Julieta, con ese aire petulante en sus palabras y sus
gestos, como si William Shakespeare fuera indiscutiblemente mejor y más de
clase que James Barrie. Como ganó Peter Pan, se largó a llorar, nos gritó a
todos que nos fuéramos al demonio y se fue del aula. Sin embargo, no era una
mala persona, más de una vez me ayudó con la tarea, y lo más importante,
estuvo siempre a mi lado cuando mi padre murió. Había días que la odiaba, y
había días que la amaba; eso es amistad. Tal vez tuvimos que dejar las cosas
bajo ese título siempre.
Las veredas de aquella parte de la ciudad tenían aspersores; el pasto era
más verde y parecía cortado a regla; las casas eran muy grandes, con diseños
arquitectónicos modernos, casas cuadradas con forma de aglomerados de
cubos tridimensionales y vidrios espejados: y lo más ridículo de todo, casetas
de seguridad en cada esquina, lo único que hacen los vigilantes allí dentro es
dormir y escuchar la radio, nunca vigilan nada. El garage de la mayoría de las
casas era doble, algunas triple, donde aparcaban camionetas 4x4, sedanes de
lujo y hasta deportivos de colección. Caminar por aquel lugar me ponía
nervioso. Las calles eran angostas, de una sola mano, no eran pavimentadas,
pero estaban alisadas.
La casa de Abril, al igual que algunas de las de sus vecinos, estaba
protegida por una reja negra de fina herrería trabajada artesanalmente de tres
metros a lo largo de todo el frente. A pesar de ser lujosa, conservaba su toque
clásico de chalet con su tejado negro y paredes de ladrillos a la vista, como la
mía, pero ésta lucía mejor. En ese momento, recordé que la reja tenía un viejo
truco para poder abrirla sin llave. No tenía picaporte, pero podía abrirse el
pestillo de la cerradura metiendo el dedo meñique en la ranura. El viejo truco
seguía funcionando, y los hombres de las casetas de seguridad jamás lo
notaron. Pero no lo hacía para meterme en la casa sin permiso, sino porque, si
tocaba el timbre desde la reja, la cámara de seguridad iba a enfocarme y, por
supuesto, Abril no iba a abrirme. Si golpeaba la puerta de la entrada, tal vez
creería que su madre había olvidado las llaves o algo por el estilo. Llegué a la
entrada esquivando esos ridículos aspersores, que de todos modos, lograron
salpicarme los pantalones.
Toqué el timbre. Esa irritante melodía de la Sinfonía N°40 de Mozart,
reproducida por un pitido chillón insoportable, había olvidado lo mucho que
la detestaba. Abril abrió al instante, cómo si me hubiera estado esperando
detrás de la puerta. Pero no era así.
– ¿Mamá? ¿Otra vez te olvidaste…?
Se llevó una sorpresa al verme. Estaba totalmente producida, tenía aretes
dorados circulares grandes pero discretos en las orejas, el pelo suelto y
prolijamente lacio, aquel aroma a esencia de naranjas que me hacía
estornudar, sombra en los párpados, una blusa negra y un pantalón negro
ajustado, botas de cuero y una cartera bajo su brazo izquierdo. Hubiera
preferido que la cartera la llevase bajo el brazo derecho, de esa manera,
hubiera quedado libre su brazo izquierdo, el cual hubiera dolido menos
porque es diestra. Me largó un golpe a puño cerrado en la quijada y caí al
piso. Mi cabeza casi rompe una maceta de barro colorado que tenía un
helecho.
– ¡Imbécil! ¿Qué demonios haces aquí? –preguntó exaltada mientras me
pateaba en el estómago, aunque con menos fuerza. Las botas dolían igual.
– ¡Detente! –le grité y la tiré al piso, tomándola del pie.
Cuando era chico, mis padres me anotaron en clases de Judo y Sipalki,
sabía algo así cómo veinte maneras diferentes de tirar a alguien al piso, desde
cualquier posición. Luego la tomé de los brazos para que no me rasguñara
con sus filosas uñas largas pintadas con esmalte.
– ¡Basta! ¡Lo siento, de verdad!
Forcejeó un poco pero se cansó rápidamente. Me miró con esos ojos de
decepción y lástima al mismo tiempo. Cerró la boca e inhaló aire
profundamente para luego resoplar con recelo.
– Mi novio me dejó por tu culpa, ¿Hasta cuándo vas a seguir arruinando
mi vida?
– No sé lo qué pasó. Tenía la esperanza de que me lo contaras.
Se levantó del piso y se sacudió la ropa, por costumbre, porque el piso de
lajas azuladas estaba prácticamente impecable.
– ¿Cuándo vas a dejar de escapar de la realidad tomando alcohol y vaya a
saber qué otras cosas?
“Confirmado, tengo fama de alcohólico y drogadicto”.
– Ven, necesitas hielo para la quijada. –me invitó a su casa.
“Papi” y “mami” no estaban en casa, y era hija única, por lo que estaba
sola. De lo contrario, no me hubiera dejado entrar a su casa. No por su madre,
la cual dentro de todo era la más normal de la familia, sino por su padre, el
que me odiaba. Nunca le agradé, ni él a mí, y vivía diciéndole a su hija que
yo era una mala influencia para ella o cosas por el estilo. El problema era que
yo no tenía un Ford Mustang descapotable como su anterior novio, ese si le
agradaba.
Me senté en una silla redonda, larga y sin respaldo frente a la barra de la
cocina, parecía un bar, sólo que en un bar no habría un porta cuchillos lleno,
o un molinillo de pimienta de madera. La heladera estaba escondida,
camuflada entre los muebles, lo descubrí cuando Abril abrió una puerta del
mueble y se prendió una luz, luego sacó de allí una botella con agua
congelada ya preparada, como si en esa casa fuera costumbre que la gente
resultara golpeada. Me la revoleó fuerte, con la intención de que la atajara,
pero con una ligera malicia de golpearme de paso.
– ¿Entonces no recuerdas nada? –preguntó mientras se sentaba y se
recogía el pelo entre los dedos hacia atrás.
– Desperté en la reserva con amnesia, no recordaba ni cómo me llamaba,
fue horrible.
– Eres un caso perdido, Thomas.
El frío de la botella de agua congelada me entumeció la mandíbula. Podía
pellizcarme fuerte y no sentir nada. Pero el hecho de tener hielo en la cara no
me hacía una persona fría de sentimientos, y las palabras de Abril lastimaban,
hablaba de mí como si no tuviera más esperanza.
– ¿Qué fue lo que hice?
– Intentaste besarme… o eso me pareció. Alan lo interpretó de la peor
manera, y se acercó a amenazarte. Él también estaba borracho, cosa que no
me gusta en lo más mínimo. Tal vez fue por eso que le pudiste dar terrible
golpiza.
Tenía un problema para recordar las cosas que había hecho la semana.
Todo lo demás, recuerdos de mi familia, de mi infancia y de la escuela venían
solos a medida que pasaba el tiempo. Era extraño, porque por lo general uno
recuerda con más detalles lo que pasó hace una semana que lo que pasó hace
años.
– Te preguntaría quién era la chica con la que fuiste a la fiesta, pero… no
lo recuerdas, ¿verdad? –dijo algo celosa, suspirando. Celosa no porque
todavía me amara o algo por el estilo, sino porque, como bien dije antes,
malcriada e hija única, sentía que todo lo que le perteneció alguna vez le
pertenecería para siempre… si es que alguna vez me amó.
– ¿Una chica? ¿Cómo era?
– Una chica rubia que nunca había visto antes por aquí. Tendría unos
dieciocho o diecinueve años, aunque tenía cara de niña. Delgada… no lo sé,
no me importa.
La describió de manera indiferente.
Despegué de mi cara la botella de agua congelada, que ya estaba derretida
en su mayor parte, y la tiré a la pileta. De mientras, analizaba la posibilidad
de que la chica que estuvo conmigo aquella noche era Sofía. De ser así, ella
también se había golpeado la cabeza, por eso se comportaba tan extraña.
¿Pero de dónde había salido? Abril dijo que nunca antes la había visto por
aquí.
– ¿Qué pasó luego de... de la golpiza? –le pregunté casi con una sonrisa
en la cara. Sabía que le molestaba.
– Te fuiste con ella sin decir una sola palabra.
– Abril, no sé por qué pero… tengo miedo. No sé qué me está pasando.
Ella me miraba confundida, pero sabía que lo decía en serio. En el fondo
de sus melosos ojos color miel, sabía que estaba preocupada por mí, pero lo
escondía tras un manto de indiferencia superficial.
– ¿Podrías anotarme la dirección de Bianca?
En el mismo panfleto que me había dado León, comenzó a anotar con una
lapicera. Parecía un detective, tratando de armar los pedazos del
rompecabezas del fin de semana, yendo de acá para allá. Tarde o temprano,
llegaría al fondo de la situación.
– Lo siento si te estoy haciendo llegar tarde a algún lado.
Abril echó una carcajada seca, dejando al descubierto los dientes de su
mandíbula superior. Tenía los colmillos ligeramente más adelantados que el
resto de la dentadura, cosa que cuando dejaba sus labios a medio cerrar,
quedaban las puntas al descubierto.
– Es curioso… estaba yendo a golpearte a tu casa, así que gracias por
venir.
“Perra”, pensé. Era más que obvio que, si iba tan arreglada y maquillada,
era porque quería que sintiera celos.

4
Camino a su casa, recordé quién era Bianca. No éramos muy amigos que
digamos, simplemente fuimos juntos a la escuela. Al igual que a Catriel, era
otro de los tantos ejemplos que usaba mi madre para reprocharme cómo debía
ser. Tenía notas excelentes, nunca se metía en problemas y era una de las
personas más prolijas que conocía. Siempre vestía de manera formal, con
sacos de lana de colores apagados y opacos, y si llevaba puesta una pollera,
siempre era larga hasta las rodillas y llevaba medias abajo. A pesar de tener el
pelo rubio ceniza y los ojos verdes, tenía la piel con una especie de bronceado
permanente, detalle que siempre llamaba la atención de los demás. Nunca
faltaba a clases, tenía prácticamente una asistencia perfecta, la favorita de la
escuela. Pero todo eso cambió el último año.
Cuando estábamos terminando la escuela, Bianca apareció con el pelo
cortado a la altura de sus hombros. Aquel símbolo de rebeldía tomó por
sorpresa a la escuela. Todos bromeábamos diciendo que el pelo largo
mantenía encerrada la parte mala de Bianca. Sus notas bajaron drásticamente,
sus padres eran citados repetidas veces por los profesores debido a su
conducta subversiva, tomaba alcohol, iba a fiestas… no era ella, tal y como
había sucedido con Alicia. Lo mejor era que tenía una casa con un terreno
muy grande, en el cual había piscina y parrilla. Los fines de semana que sus
padres iban a pescar… esos fines de semana había fiesta. La escuela terminó,
pero la fiestas de Bianca no. No tenía problemas con que se tiraran a su pileta
o ensuciaran el pasto, pero para evitar incidentes, cerraba su casa bajo llave,
lo cual era una desventaja, porque la gente que quería ir al baño tenía que
hacer sus necesidades contra un árbol y las parejas que… bueno, ya me
entienden. Antes estaba seguro de que Bianca por nada en el mundo iba a
terminar siendo un parásito como yo. “La gente nunca está segura de nada,
por eso compra seguros”.
Serían las once de la mañana y supuse que Bianca probablemente seguía
durmiendo, así que di un par de vueltas más alrededor de la manzana al llegar
a la puerta de su casa, que por suerte daba a la calle y no se escondía tras una
reja. Todavía había algunas latas de cerveza abolladas bajo los ligustros que
separaban las casas de sus vecinos laterales. Toqué el timbre y tuve que
esperar casi un minuto. Conclusión: estaba dormida.
Bianca abrió la puerta, con los párpados casi cerrados al cien por ciento
para cubrirse de la luz solar, despeinada, con una remera verde que le llegaba
hasta la mitad de sus muslos y en pantuflas. Bostezaba sin taparse la boca,
podía ver los rellenos de sus muelas.
– ¿Thomas? ¿Qué haces aquí?
Su perro, un ovejero alemán llamado Sugar, advirtió mi llegada ladrando
sin parar. Era terriblemente molesto, porque una vez que empezaba a ladrar,
podía pasarse horas así. Por suerte, siempre estaba atado en el patio trasero,
aunque dicen que perro que ladra no muerde.
– Perdón por despertarte… yo…
– ¡No estaba durmiendo! –se exaltó. Ambos sabíamos que no era cierto.
– ¿Tienes un minuto para hablar?
– Un minuto, si. –respondió irónicamente. Extendió un brazo hasta el
marco de la puerta, no era tan amable como Abril para dejarme pasar.
– Es sobre la fiesta del viernes… o el sábado…
– ¡Qué buena paliza que le diste al novio de Abril! Se lo merecía… –se
rió y me extendió la otra mano para que se la chocara.
– Eso escuché. La cosa es que no recuerdo nada y… ¿Has visto a la chica
con la que vine a la fiesta?
Bianca se rascaba la cabeza, tratando de recordar.
– Vino mucha gente, pero creo que sé a quién te refieres. Una chica rubia,
un poco más petisa que yo… ¿De dónde salió?
– Es lo que trato de averiguar. ¿Hice algo fuera de lo común? Además
de… ya sabes… la pelea.
– Estuviste toda la noche hablando con esa chica. Se reían, se miraban
uno al otro… no estaban bailando ni tomando alcohol como todos los demás.
Se quedaron sentados en unas sillas de paja viejas que tengo en el fondo,
como un par de aburridos. Luego, de la nada, te levantaste, sonriendo, fuiste a
hablar con Alice, su novio te empujó y… ¿Por qué no recuerdas nada?
– No lo sé… desperté en la playa con un golpe en la cabeza. Tengo algo
así como amnesia.
La cara de Bianca oscilaba entre la risa y la sorpresa.
– Oh… cierto… espera aquí.
Salió corriendo hacia adentro y a los pocos segundos volvió con una
campera de cuero.
– La dejaste aquí antes de irte.
Mi vieja campera de cuero por la que tanto había ahorrado. Tenía la
esperanza de que me durara para toda la vida, ¿Por qué la habría olvidado?
A diferencia de los demás, Bianca me aseguró que no estaba tomando
alcohol. Me sentía cada vez más lejos de la verdad. Ninguna imagen sobre
aquella noche venía a mi cabeza.

5
Me saqué el buzo y me puse la campera de cuero, con ella me sentía más
yo, algo me volvía. “Un día normal de mi vida”, como había dicho Sofía.
Sinceramente, un día normal de mi vida era lo más anti rutina que podía
existir en la vida. No tenía compromisos, obligaciones, horarios… nada.
Comía cuando tenía hambre, dormía cuando tenía sueño, salía de mi casa
cuando se me daba la gana y nadie me molestaba por ello. Excepto yo. Yo
mismo me castigaba por llevar aquel deplorable estilo de vida, más que nada
psicológicamente. A fin de cuentas, un día normal de mi vida era lo más
aburrido que alguien se pudiera imaginar, mi vida no tenía nada de
interesante. El sólo hecho de ver a Sofía caminando a mi lado, tan
entusiasmada y ansiosa por conocer “cómo era la vida en aquel lugar” me
hacía sentir mal, porque no había mucho que mostrarle. Entonces tuve que
improvisar.
Según mi agenda inventada, los martes eran los días que iba al centro
comercial con amigos, pero aquella vez, no estaba con mis amigos porque mi
invitada exclusiva era Sofía. La verdad es que los centros comerciales no
suelen ser de mi gusto, atestados de gente empujándose entre sí, desesperada
por comprar y consumir y consumir y consumir. Pero los días de semana por
la tarde no solía ser tan así. Ignorando las aglomeraciones de gente, tenía
muchas actividades para pasar el día, como una pista de bolos, un cine, una
sección de videojuegos de fichines, un patio de comidas y la sección de
lectura de la librería, aunque esta última opción era reservada para mis visitas
solitarias. Otra de las secciones que más me gustaba era la casa de
instrumentos musicales, donde siempre me quedaba en la vidriera mirando
cosas sobre las cuales no entendía mucho, sólo por curiosidad, y
proponiéndome algún día aprender música. Mucho de lo que me proponía
jamás lo cumplía, tal vez ese era mi problema.
Parte del centro comercial era a techo abierto, principalmente el patio de
comidas. Dentro, tenía dos pisos, y en el centro, una fuente de aguas
danzantes llena de luces donde la gente tiraba monedas, supuestamente para
pedir deseos con la esperanza de que se les cumpliera. Al verla, recordé que
con Abril solíamos robar monedas de aquella fuente para el autobús porque
siempre nos gastábamos todo el cambio en los fichines. Tal vez fuimos algo
irrespetuosos ante los deseos de los demás.
Debo admitir que fue más divertido de lo que esperaba. En especial
cuando encontré en un bolsillo de mi campera un fajo de dinero que juraría
que antes no estaba allí. Soy una de esas personas que cree que el dinero va y
viene, así que no temo gastarlo, más aún cuando aparece de la nada. Crease o
no, tampoco soy muy egoísta, a pesar de que Alicia diga lo contrario, y gran
parte la gasté en compras para Sofía, en especial en ropa adecuada para ella.
No había prenda que no le gustara, era algo indecisa, así que yo tenía que
elegir por ella. Particularmente, no me gusta comprar ropa, lo odio, y soy de
tener un gusto muy raro para elegir mi vestimenta… pero para las mujeres
puedo decir sin presumir que soy el mejor. Se veía unos años más adulta con
unos vaqueros azules ligeramente ajustados al contorno de sus piernas, botas
de cuero marrón por encima de los talones, de suela bien gruesa pero flexible
y un saco de lana texturada y suave negra. Desde mi punto de vista, el rojo
combinaba perfecto con sus ojos y contrastaba con sus mechones de pelo
amarillo, por lo que luego conseguimos un saco de gamuza de ese color y con
rayas negras tramadas de manera horizontal y vertical de diferentes grosores.
La cabeza de Sofía era muy esférica, y se me ocurrió que una boina podría
nivelar sus proporciones. Por último, luego de otras numerosas prendas,
busqué el vestido ideal para “cenicienta”, también de color rojo, de tela
sedosa quedaba aferrada a su piel casi sin dibujar arrugas y llegaba hasta por
encima de las rodillas, curiosamente no quedaba mal con las botas marrones,
no era ni muy formal ni muy informal, lograba ese equilibrio perfecto en un
punto medio. Todo se veía bien en Sofía. Prefería gastar el dinero en cosas
para ella, ya que probablemente era dinero sucio y no quería sentirme mal al
respecto. No tenía ni la menor idea de cómo había ido a parar en mi campera.
Además, me gustaba usarla de maniquí.
Luego de caminar por horas, paramos en el patio de comidas a descansar
y tomar helado. Si, casi era invierno, pero es cuando más me gusta tomar
helado, en especial el de tramontana o sambayón. Por supuesto, Sofía
preguntó qué era el helado, aunque pareció gustarle, aun cuando noté que lo
tomaba despacio debido a una posible extra sensibilidad en los dientes. No se
atrevía a morderlo, sólo lo lamía de a poco mientras se derretía y derramaba
entre sus dedos. Por suerte aprendió a usar las servilletas.
Ambos nos quedamos en silencio por un rato, me agradaba más de esa
manera, ya que siempre estaba preguntando algo. Su mirada, pensativa, se
perdió en la nada, apuntando a un ángulo al cual seguramente no estaba
prestando atención. “A veces quisiera leer mentes”, pensé.
Un ligero dolor de cabeza comenzó a molestarme, tal vez por caminar
tantas horas o porque no comía adecuadamente desde hacía mucho tiempo,
siempre yendo de acá para allá, tratando de reconstruir los pedazos del fin de
semana perdido en el olvido en mi cabeza, pero tampoco tenía mucho apetito.
Trataba de ignorar el dolor, venía de a ratos, y se iba al instante, era bastante
molesto. Pensé que serían dolores provocados por el golpe que tenía en la
cabeza, era lo más lógico.
– ¿Te sientes bien? –preguntó Sofía, que ya había terminado su helado y
había interrumpido su mirada pensativa. Ahora observaba cómo una molestia
me aquejaba.
– Si… no es nada.
Sentía como unas ligeras descargas eléctricas en la frente.
Estaba oscureciendo y ya era hora de volver a casa, más que nada para
reivindicarme ante mi madre, quien ya parecía haber perdido sus esperanzas
en mi. Nos separamos para cargar las bolsas entre los dos, habíamos
comprado mucha ropa. Comenzaba a sentirme somnoliento, casi tenía que
hacer fuerza para mantener los ojos abiertos, después de todo me había
levantado muy temprano, y había caminado mucho. Aun así, no olvidé la
parte del trato que había acordado con Sofía.
– Entonces… ¿Te divertiste? –le pregunté casi bostezando. Ella respondió
sonriendo y asintiendo con la cabeza, sin mirarme.
– ¿Responderás a mis preguntas ahora?
– Sí, pero… deberías ser más paciente. Con el tiempo todas tus respuestas
serán respondidas. –respondió algo insegura.
Algo que notaba cada vez en Sofía era que, gradualmente, se volvía más
expresiva, ya sea con gestos faciales o con los tonos de voz que usaba para
hablar. Todo lo que aprendía de los demás lo imitaba, y cada vez se hacía
más “humana”, le decía en forma de burla. Por ejemplo, mi característico tic
de pellizcarme la nariz, ya lo hacía tan regularmente como yo.
– ¿De dónde vienes?
– Vengo de un lugar que, si te lo dijera, no lo comprenderías porque tu
mente no está preparada para ello, y lo más probable es que lo malinterpretes
y tengas una idea errónea sobre quién soy o de dónde vengo.
Me quedé unos segundos tratando de procesar lo que dijo.
– Por favor dime que no eres un extraterrestre que viene de Marte para
avisarme que en cinco años la Tierra será destruida –me encantaba ese disco.
Largó una carcajada.
– ¡No! Y ya basta de preguntas. No eres tan divertido cuando te pones en
preguntón.
– Lo mismo digo de ti. –murmuré, pero me escuchó y me empujó de
manera juguetona. Cada vez sentía más curiosidad sobre ella, y cada vez me
sentía más alejado de la verdad.
6
– El problema era de dónde había salido ese fajo de billetes. Tuve que
entrevistar una vez más a Abril para averiguarlo. Sólo que yo no fui hacia
ella, ella vino hacia mí. Y yo no hice la pregunta, la respuesta vino sola…
¿Estás seguro de que quieres escuchar esto?
Más silencio. Dentro de poco los iba a escuchar roncando.
– Ejem… –fingí toser.
– Si, continúa.
Capítulo 8
1
Eso sucedió la mañana del miércoles.
Siempre envidié a la gente que puede recordar con tanta claridad sus
sueños. Los sueños eran mi único medio sano y natural para escapar de la
realidad, ya que los efectos del alcohol y las drogas no cuentan. Al
despertarme, parecía olvidar todo, o que soñé toda la noche que estaba viendo
un paredón negro en la oscuridad. Con suerte, a lo largo del día, algunas
imágenes venían a mi cabeza. Muy rara vez podía saber sobre qué soñé.
Algunas veces soñaba que todavía estaba en la escuela, aunque calificaba a
aquello como una pesadilla, ya que la odiaba. Muy rara vez soñaba con mi
padre, más que nada recuerdos, como la vez que me enseñó a hacer una
trampa para sapos en el jardín, una trampa inofensiva, que sólo privaba al
pobre réptil por unos segundos de su libertad, para luego soltarlo.
Sinceramente, no recuerdo cómo era.
La mañana del miércoles desperté de uno de los sueños más raros de mi
vida, y podía recordar imágenes tan vivas de él que parecía que lo había
vivido de verdad. Soñé que estaba en un campo gigante, sin fin, cubierto por
un césped muy verdoso y cortado casi a regla, parecido al de los estadios de
fútbol, sólo que menos sintético. O mejor dicho, parecido a… bueno, ya
saben. A lo lejos, escuchaba la voz de Sofía. Gritaba, me llamaba, repetía mi
nombre una y otra vez, pero no a pedido de socorro, sino como si estuviera
buscándome. Caminaba en dirección al sonido, pero me sentía tan ligero que
comencé a correr, y podía hacerlo a gran velocidad, casi no sentía desgaste en
mis piernas. Sentía la fricción del aire contra mi cara. Algo me decía que
debía ir más rápido, ya que el campo parecía nunca terminar. Comencé a
saltar, daba saltos tan largos como si fuera un astronauta en la Luna, se sentía
genial. Continué con los brincos hasta que quedé suspendido en el aire y
descubrí que podía volar, a gran velocidad. La sensación era tan placentera
que olvidaba el hecho de que Sofía me estaba llamando, y no la encontraba.
No soy de darle una interpretación a los sueños ni nada por el estilo, pero me
pareció bastante peculiar debido a que siempre sueño imágenes
distorsionadas o nada, y toda aquella ilusión se sentía muy real.
Al despertar, estiré mis piernas antes de dar el primer paso pero… claro,
había olvidado que yo debía dormir en el sofá. Sofía estaba otra vez allí, a mi
lado, sólo que estaba vez no estaba durmiendo, me estaba mirando, con la
cara apoyada sobre la almohada. Cuando me di la vuelta, mi nariz quedó casi
chocando con la suya, tenía la punta muy fría.
– Hablas dormido –dijo con la voz algo apagada. Seguía sin entender por
qué se iba a dormir a mi cama, que no era de dos plazas, estando yo en ella.
Era incómodo, y no sólo por una cuestión de espacio.
Alguien golpeó la puerta de la habitación, era mi madre. Tenía la
costumbre de dar tres toques con la punta de sus nudillos y esperar unos tres
segundos antes de abrir la puerta sin siquiera recibir una respuesta.
– Buenos días –nos dijo y se quedó mirándonos, apoyada en el marco de
la puerta, dibujando en su cara una expresión picaresca.
– ¿Puedo hablar contigo, Thomas?
“Eso no puede ser bueno”, pensé. Me levanté de la cama y la expresión
de mi madre desapareció al ver que estaba vestido, hasta con la campera de
cuero y las zapatillas. Sofía se quedo recostada en la cama con los ojos
cerrados, tratando de ganas unos momentos más de sueño.
Mi madre cerró la puerta y me preguntó en voz baja.
– ¿Quién es Sofía Jordan?
Debí haberlo visto venir, tarde o temprano iba a ser bombardeado de
preguntas al respecto, preguntas de las cuales ni siquiera yo tenía respuestas.
– Es una amiga, la conocí en la fiesta de Bianca…
Mi madre llenó su cara de suspicacia.
– Me sorprendes, Thomas. Verdaderamente me sorprendes…
Pensé que se venía un clásico sermón sobre lo vago que soy, y sobre
cómo debería ser mi vida un poco más como la de Catriel y… pero no.
– Me sorprende que, de un día para el otro, aparezcas con una chica tan
sana y aplicada, y no una de las rameras con las que frecuentas en esas
fiestas. Estoy orgullosa de ti, yo sabía que tarde o temprano ibas a cambiar.
Me abrazó. Era algo incómodo porque, definitivamente, no estaba
acostumbrado a esa clase de afecto por su parte. Me estrujó hasta dejarme sin
aire.
– No lo arruines, Thomas, no lo arruines.
– Está bien –dije casi preguntando. Se veía tan feliz que no me atrevía a
decirle la verdad. Sofía no era mi novia ni nada por el estilo. De todos modos,
si se lo hubiera dicho, no me hubiera creído. Una vez que se fue, noté que
Alicia estaba espiando detrás de la puerta entreabierta de su habitación.
Cuando vio que la había descubierto abrió la puerta y se quedó echándome
una mirada maliciosa. Por las ojeras que le llegaban hasta las mejillas podía
deducir que tenía una resaca olímpica.
– No sé en qué problemas te has metido, Thomas, pero te juro que voy a
averiguarlo. –dijo con tono de amenaza, y cerró de un portazo. “Perra”,
pensé. Esa misma noche me diría que era el mejor hermano que una hermana
podía tener.

2
Los acontecimientos extraordinarios no paraban de sorprenderme. Luego
de cepillarme los dientes, cuando bajé a la cocina, estaban todos en la mesa
desayunando, todos menos Catriel que ya se había ido a la escuela.
Increíblemente, mi madre pudo convencer a Alicia para que bajara de su
habitación y comiera algo, últimamente estaba muy flaca, y no hablando en
un sentido bueno, sino en un sentido poco sano. Estaba sentada al lado de
Sofía, la miraba de reojo con cara de soberbia, analizando sus aspectos e
intentando encontrar defectos en su imagen. Sentado frente a ellas, detrás de
un plato lleno de panqueques con miel, observaba el cuadro más polarizado
que podía ver: Alicia, con la cara llena de restos de maquillaje acumulados de
una semana, el pelo grasiento y descuidado, desmechado y mal cortado, los
únicos colores que llevaba puestos eran el blanco pálido de su piel, a través
del cual podía ver las diversas ramificaciones de sus venas, en especial en los
brazos, y el negro de su ropa, la mirada agria, áspera, amarga, como si no
hubiera habido un rastro de felicidad expresado a través de ella en meses; y a
su lado, Sofía, la persona más pura e inocente que conocía, tan viva y fresca
como si volviera a nacer todos los días, los labios rosados sin el más pequeño
rastro de paspe, siempre en un estado de reposo tendiendo a una sonrisa, los
ojos abiertos en su totalidad para observar mejor al mundo que lo rodeaba y
no hundidos y ocultos en más de un cincuenta por ciento por el peso de los
párpados tras una borrachera descomunal, siempre quieta, tranquila, relajada,
salvo cuando hace preguntas o cuando se pellizca la punta de la nariz, la cual
siempre está un tono más colorado que el resto de su piel, y tenía algunas
pecas, muy diminutas y casi invisibles, nunca las había visto antes con
atención, aunque me pareció haberlas visto en la cara, cuando desperté esa
mañana, pero me daba vergüenza seguir explorando sus rasgos faciales a tan
pocos centímetros, si tan sólo hubiera podido ver a través de sus ojos y saber
quién era… Y lo más curioso de todo, ambas tenían la misma edad, y aun así
Alicia parecía mucho más adulta. Sin embargo, su desgaste no quitaba su
belleza. Si, era muy linda, cosa que me sonrojaba con el solo hecho de
pensarlo, porque se supone que un hermano nunca diría eso de su hermana,
un hermano debe decir que es horrible y odiarla, o al menos eso había
entendido en mi casa con el pasar de los años. Y las cosas no iban a mejorar
mucho si comenzaba a amenazarme, como lo había hecho cuando desperté a
la mañana. No tenía ni la menor idea de con qué enemigo me estaba
enfrentando, ya que sabía muy poco de ella, nunca hablábamos.
Alicia le pasó la jarra de jugo de naranja a Sofía con algo de indiferencia
al ver que no llegaba con el brazo, más que un intento por ganar puntos sobre
ella para luego utilizarla como un arma en mi contra parecía hacerlo por
amabilidad. “Raro”, pensé. Recuerdo que una vez le pedí que me pasara la sal
y me la tiró en los ojos. Mi madre fue la última en sentarse, estaba limpiando
las últimas manchas de grasa de los azulejos de la cocina, grasa acumulada de
las pocas veces que cocinó en la historia. Por primera vez en mucho tiempo la
cocina estaba ordenada: había servilletas en el rollo de cocina, pan y en el
centro de la mesa, había desaparecido la pila de platos y cubiertos sucios del
fregadero y no había ropa a medio planchar sobre las sillas.
– Entonces… Sofía, ¿Qué haces de tu vida? –preguntó mi madre para
romper el hielo, se había producido un silencio incómodo porque ninguno de
nosotros entendía por qué estábamos sentados en la mesa, desayunando
juntos como una familia normal. Sofía estuvo a punto de abrir la boca, pero la
dejé con las palabras en la punta de la lengua antes de que dijera alguna
disparatada.
– Sofía es una alumna universitaria de intercambio.
La peor respuesta, la más improvisada. La suspicacia de mi madre
respecto a su identidad aumentaba cada vez más.
– ¿Qué estudias? –preguntó Alicia más desconfiada aún, sin antes tragar,
todavía masticando un pedazo de panqueque como si fuera un chicle. Iba a
abrir la boca, pero Alicia me echó una mirada asesina, tratando de decirme
que no hable por ella.
– Investigación biológica –soltó Sofía al instante. No sabía que era tan
buena improvisando.
“Claro”, pensé. Debió de haberlo leído de los libros de mi biblioteca,
libros que quedaron allí sin volver a ser leídos desde que terminé la escuela.
No sabía que Sofía fuera capaz de mentir. Me pregunto si lo habrá aprendido
de nosotros.
– ¡Qué linda carrera! –mi madre fingía entusiasmo, como si estuviera
pensando “qué bueno, mi hijo sale con una universitaria que va a reivindicar
su mugroso y perezoso estilo de vida y me va a dar nietos para que yo pueda
ser abuela con apenas cuarenta y cinco años y la gente me diga lo joven que
me veo y así pueda conseguirme un novio con el pelo engominado peinado
hacia atrás, un traje alineado de sastrería y un Mercedes Benz descapotable,
que tenga mucho dinero y me compre una casa en el centro de la ciudad, para
que podamos vivir solos, sin mis fracasados hijos y pueda pasar el resto de mi
vida viajando por todo el mundo, pisando todas las islas de la Polinesia y
teniendo sexo químico todos los días”. A veces exagero. Pero podía ver en
sus ojos un pequeño porcentaje de todo lo que dije. Una sonrisa en su cara
con cierto grado de falsedad e hipocresía. Sabía que Sofía mentía, o al menos
lo sospechaba, pero no le importaba, no al ver cómo era. No era de llevar
muchas chicas a mi casa, pero las pocas que corrieron esa suerte, o desgracia,
eran del tipo de chica que no le gusta a ninguna madre para sus hijos… en
otras palabras, las amigas o compañeras de aquelarre de Alicia. Eso fue lo
que hizo que mi madre se llenara la cabeza de ilusiones, ver que no “salía”
con alguien igual a mí.
– Aburrida… murmuró Alicia, mirando hacia otro lado. Mi madre golpeó
la mesa.
– Es bueno saber que todavía queda gente que estudia la vida.
– ¿Verdad que si? –respondió Sofía.
Sus gestos al hablar, tanto faciales como con las manos, se mimetizaban
cada vez más con los nuestros. Hasta arqueaba las cejas y sonreía tanto alegre
como irónicamente, detalle que habrá aprendido de Alicia.
– La vida es para vivirla, no para estudiarla. –Alicia seguía haciéndole la
contra.
– Ehm… no, no estoy de acuerdo con eso. Creo que para lograr apreciar
la vida en su máxima expresión hay que conocer sobre ella. Cuánto más uno
sepa sobre la vida, más podrá disfrutarla. Muchos seres vivos se pasan la vida
entera viviendo sus vidas sin siquiera saber lo que es la misma. Y algunos
hasta desean estar muertos.
Sofía defendía su postura. Alicia iba a abrir la boca para seguir con la
discusión, pero se arrepintió al ver que la misma no llegaría a ningún lado.
– La vida es muy corta.
– Lo sé, por eso es tan especial.
A mi madre no le gustaba la conversación, se había desviado mucho de su
punto. Estaba a punto de interrumpirla antes de que Sofía y Alicia terminaran
en el piso arrancándose los pelos, pero el timbre interrumpió la situación.
– Yo voy –ofrecí voluntariamente.
Era Abril, estaba vestida casi igual que día anterior, o al menos llevaba la
misma cartera bajo el brazo.
– ¿Abril? ¿Qué…?
Se sacó los anteojos de sol antes de hablar.
– Vengo a disculparme. No digas nada. No debí golpearte ni culparte por
golpear a mi novio. De hecho, me hiciste un favor, era un idiota… –comenzó
a desembuchar todo mientras entraba a mi casa sin siquiera pedir permiso. No
la culpo, tal vez era la costumbre. Cuando éramos más jóvenes entraba a mi
casa de esa manera siempre. Se detuvo al ver a Sofía sentada en la mesa,
desayunando con mi familia, no encontraba una explicación para la imagen
que tenía frente a ella–. ¿No es ella la chica que estaba contigo en la fiesta? –
me dijo casi murmurando para que los demás no la escucharan.
“Bingo”, pensé. Ahora estaba confirmado.
Detectaba algo de celos en su cara, no me puedo imaginar las cosas que
habrá pensado al verla desayunando con mi familia. Pero esos celos no
nacían por querer volver conmigo, sino por creer que, luego de ella, ninguna
chica significaría lo mismo para mí y sería infeliz por el resto de mi vida. Es
algo tan complicado y estúpido al mismo tiempo que me da vergüenza
mencionarlo.
La tomé de la mano y la llevé de regreso a la entrada. Alicia asomaba la
cabeza, aprovechando que era una situación incómoda para mí, quería saber
si podía utilizar algo de todo ello en mi contra en el futuro.
– ¿Tienes un minuto para hablar? –preguntó.
– Un minuto, si, desde luego.
– Verás… –suspiró–. Me preocupas, Thomas. Y quiero ayudarte a
recuperar tu memoria pero… veo que ya tienes ayuda.

3
Salimos a caminar. No nos alejamos mucho, sólo dábamos vueltas a la
manzana o nos pasábamos una cuadra. La temperatura había bajado
considerablemente a comparación del día anterior. Abril caminaba a mi lado
frotándose los brazos. Nunca le gustó llevar mucha ropa encima porque decía
que la hacía parecer gorda, creía que con una bufanda en el cuello iba a evitar
una gripe. Yo tampoco salí muy abrigado, mi campera de cuero sólo evitaba
el frío que arrastraba el viento. No me importaba. Cualquier cosa era mejor
que tener la conversación que íbamos a tener en mi casa. De haber hablado
allí me hubiera sentido vigilado, por Alicia o por mi madre. Por eso odiaba
hablar por teléfono.
La situación era puro suspenso. Nos echábamos miradas cortas uno al
otro, intento averiguar quién iba a ser el primero en largar una palabra. Luego
de dar dos vueltas a la manzana, Abril abrió la boca.
– ¿Qué hacía esa chica allí? ¿Son novios o…?
– ¡No! –Respondí al instante–. Es sólo que… está viviendo en mi casa.
Se quedará hasta la semana que viene.
La cara de Abril oscilaba entre la suspicacia y la sorpresa.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Desperté en la reserva y ella estaba a mi lado. Dijo que yo
debía ser su guía, o algo así. Luego fuimos a un café. Yo todavía no podía
recordar mi nombre siquiera. Cuando se arremangó el buzo que llevaba
puesto, vi que tenía un número escrito sobre su piel, el número de teléfono de
mi casa. Llamé a mi madre para que me fuera a buscar y… no sé por qué, ni
ella ni yo nos negamos a que se quedara a vivir con nosotros. Es como si
tuviera un don para lidiar con la gente. Ayer estuvo jugando a los
videojuegos con Catriel. Hablaban, se reían… fue muy extraño. También
habla con mi madre, por las noches. Es como si fuera… la pieza que faltaba
en el rompecabezas.
– ¿No te preocupa? ¡Podría ser una asesina psicópata o algo por el estilo!
–exclamó con un toque de humor en sus palabras.
– De hecho, si. Me preocupa que descubra quién o qué es. Es muy
extraña. Es como... como si nunca hubiera estado en contacto con otras
personas.
– ¡Pfff! Creo que estuvo en contacto con muchas personas. La vi
hablando con mucha gente en la fiesta, hasta que se quedó contigo apartada
del resto de la fiesta y… así estuvieron toda la noche. Aunque se veía algo
diferente hoy…
– No lo sé. De todos modos la semana que viene se irá, y fin del asunto.
Nos quedamos en silencio unos instantes, caminando cada vez más lento.
El frío había entumecido mi nariz y mis ojos comenzaban a supurar lágrimas
heladas por el viento. No, no estaba llorando, llevaba siete años sin hacerlo.
Al llegar a la esquina, nos sentamos en el banco de madera de la parada del
autobús, uno al lado del otro, de manera que no nos viéramos las caras al
hablar.
– Thomas, no estoy segura, pero puede que ese golpe en la cabeza haya
sido la venganza de Alan por lo que le hiciste en la fiesta. Es sólo una teoría.
Además, estaba muy enojado porque alguien en la fiesta robó de su guantera
el dinero que había retirado de un cajero automático. Estaba que le hervían
las orejas. Siempre odié eso de él, que se deje llevar tanto por sus instintos
cuando se enoja. Es un idiota…
“¡Oh no!”, pensé. Tenía mucho sentido, y eso explicaba la extraña
aparición de un fajo de billetes en mi campera. No soy ningún ladrón, no
suelo hacer esas cosas, y mucho menos con dinero. Tal vez, Alan tenía la
respuesta de qué pasó esa noche, pero no me atrevía a ir a preguntarle, al
menos no por el momento. Tenía un cuerpo muy atlético, ya que jugaba al
rugby, como toda la juventud de clase alta de la ciudad. Todavía no me
explicaba cómo había hecho para darle una golpiza.
– No te creo. –dijo Abril sin mirarme, agitando sus piernas por el frío.
– ¿Qué cosa?
– No se irá en una semana –suspiró. – Te conozco, y ya había visto antes
esa expresión en tu cara mientras le hablabas a esta chica en la fiesta. Ella te
miraba de la misma manera. Era como si estuviera viéndonos a nosotros dos
cuando salíamos, pero en tercera persona. Además, por algo la dejas quedarse
en tu casa. Pero no es eso lo que me sorprende, sino que… nunca antes la
habías visto. –se quedó en silencio unos segundos con la vista congelada en
un cartel de papel pegado sobre un caño de la parada: “Clases particulares de
matemática”–. En fin… hablaré con Alan, a pesar de que no deseo volver a
ver su cara. Le preguntaré si fue él quién te golpeó.
– Ayer no ibas a venir a golpearme como dijiste, ¿verdad? –la interrumpí.
– ¿Crees que sería capaz de algo así? –sonrió.
Por primera vez en mucho tiempo, Abril volvió a ser aquella amiga que
había perdido alguna vez, una persona en la cual podía confiar y siempre
estaba allí para ayudarme sin importar lo que pasara. Era increíble que
hubiera gente dispuesta a ayudarme después de lo lacra que había sido todos
esos años. No me consideraba a mi mismo una buena persona, últimamente
no me había estado preocupando mucho por nadie que no fuera yo.
Básicamente, me había convertido en todo lo que odiaba.
– ¿Por qué nos peleamos, Abril? Con esto de la amnesia… no lo
recuerdo. –junté coraje para preguntar.
– Creo que, con el tiempo, dejamos de ser tan especiales uno para el otro.
No estaba destinado a durar.
Como siempre, no obtuve una respuesta concreta, pero perdí las ganas de
saberlo.

3
Al atardecer, llevé a Sofía a la reserva ecológica, sólo para saber si algo
despertaba mi memoria. Era como un bosque, pero artificial. La ventaja de
ello era la garantía de que, en un paseo entre sus árboles, uno no se iba a
encontrar con un oso salvaje y otro tipo de animal que pueda quitarte la vida
en cuestión de segundos. Lo más peligroso en aquel lugar eran las ardillas.
A pesar de que muchas familias pasaban el día allí haciendo picnics, el
lugar estaba impecable, ya que las multas por tirar basura o dejar restos eran
muy severas, pero al menos funcionaba.
El lugar tenía toda clase de árboles, desde pequeños pinos hasta enormes
secoyas. A medida que uno se acercaba al centro de la reserva, entraba en una
zona en que la densidad de árboles era tan alta que casi bloqueaban por
completo el paso de la luz solar. No era muy buen plan de paseo para días
fríos, pero creí que sería divertido. Era uno de los pocos lugares de la ciudad
donde reinaba la paz y no se escuchaban autos, sirenas, gente gritando u otros
ruidos urbanos irritantes. La tormenta no había afectado mucho al lugar. Sólo
a los árboles más altos, había inclinado sus puntas en dirección al este.
El problema era que, una vez que uno se adentraba lo suficiente, era muy
probable que se pierda, más si no visita el lugar frecuentemente. Yo sólo
había ido dos veces, una vez de chico con mis padres y otra con mis amigos,
pero nunca volví porque un ave, no sé de qué tipo, tuvo la increíble puntería
de hacer sus necesidades en mi cara. Por suerte, resolvieron el problema de la
ubicación con carteles y mapas que le servían a uno de guía, además de haber
creado caminos de tierra aplanada sin pasto que, al seguirlos, lo llevaban a
uno de regreso a la entrada.
Recordé la visita que había hecho allí con mi familia. Creo que vino a mi
cabeza gracias al aroma a eucalipto y madera seca, dicen que el olfato es el
acceso directo más rápido a los recuerdos. En aquel entonces tenía unos ocho
años. Estábamos todos juntos, en familia, de cuclillas sobre un mantel grande
en el piso. Recuerdo que yo era muy hiperactivo, y no me gustaba quedarme
quieto en un lugar más de veinte minutos. Así que, mientras mi padre
intentaba sin mucho éxito pescar algo del pequeño lago y mi madre y mis
hermanos comían sándwiches de miga, salí a explorar el lugar. Me gustaba
trepar por los árboles, por más que terminara con las rodillas y las palmas de
las manos raspadas y lastimadas, me divertía con tan poco cuando era
chico…
Lamentablemente, en aquel entonces, no había carteles ni mapas, y mi
sentido de orientación no era tan avanzado como el que tengo ahora. En otras
palabras, me perdí. Y como si fuera poco, estaba anocheciendo. Intenté
encontrar la entrada desesperadamente, pero era como caminar en círculos en
un desierto. Fuera hacia donde fuera, había árboles y hojas de maple
amarillentas en el suelo. Ya estaba planeando buscar un buen lugar con
reparo, debajo de un árbol, para pasar la noche, aunque probablemente nunca
lo hubiera hecho porque me dan miedo los bichos y las arañas. Entonces se
me ocurrió la idea de subir a la punta de un árbol y pedir socorro a los gritos,
un árbol muy alto y con ramas resistentes y gruesas para facilitar mi avance.
Trepé a un secoya, muchas veces casi resbalo y caigo al suelo desde una
altura de la cual probablemente no hubiera sobrevivido. Cuando llegué,
comencé a gritar. No soy muy bueno midiendo las alturas, pero estaba desde
un punto en el que casi podía ver toda la ciudad, hasta mi casa. No quería ni
arriesgarme a mirar hacia abajo, no me dan miedo las alturas pero prefiero no
mirar qué tan alto estoy, más cuando el viento movía el árbol hacia todos
lados y daba la sensación de que iba a caer al suelo con tronco y todo.
Finalmente, me encontraron. Mi padre me miraba desde el suelo, con una
mezcla de orgullo y miedo al mismo tiempo, no podía creer hasta dónde
había trepado. Mi madre fue la única que me castigó, mi padre era mucho
más racional en ese sentido.
– Suena a que verdaderamente lo extrañas. –dijo Sofía cuando terminé de
contarle la historia. Estaba recostada en el suelo, mirando hacia el cielo a
través de los espacios libres que dejaban las ramas de los árboles, llenándose
de pasto del saco de lana negra que le había comprado. Estábamos cansados
de tanto caminar. A ella le encantaba, caminar y preguntar sobre todo lo que
veía. Ya estaba acostumbrado.
– Si... a veces lo extraño mucho. –respondí de manera seca, tratando de
no sonar muy sentimental. No me gusta mostrarme vulnerable ante los
demás, ¿a quién le gusta eso?
– ¿Alguna vez has intentado hablar con él?
– ¡Está muerto!
– A veces alcanza con sólo creer que, donde quiera que esté, te está
escuchando.
A veces me encantaría creer en todo ese tipo de cosas, pero soy ateo.
Debo admitir que siempre fui una persona que sólo cree en lo que ve, no en lo
que quiere creer.
– Cuando alguien muere desaparece. Ya no escucha, no ve, no siente,
deja de ser.
– ¿No crees que al morir todos van a un lugar desde el cual pueden ver y
escuchar a los que siguen vivos? –preguntó Sofía luego de unos segundos.
– Al morir todos vamos bajo tierra, o desaparecen nuestras cenizas junto
al viento, dependiendo de qué tipo de funeral uno tenga…
Sofía comenzó a reír y levantó su cabeza para mirarme mejor.
– No puedes pasar el resto de tu vida creyendo eso. Si una persona que
muere pasa a la nada, ¿cuál es el sentido de la vida?
– La vida no tiene sentido.
– Thomas… la vida tiene mucho sentido. Los sentimientos, por ejemplo.
¿Alguna vez has estado enamorado?
“Guau”, pensé. Sofía nunca hacía preguntas de ese estilo. Siempre se
limitaba a preguntar cosas comunes y ordinarias, pero parecía que ya había
atravesado un límite y ahora se enfocaba en lo metafísico.
– Bueno, si… pero al igual que la vida, el amor no dura para siempre,
desaparece con la muerte. Como en los casamientos, el cura siempre dice:
“hasta que la muerte los separe”. El amor desaparece con la muerte, así que
no tiene sentido.
– No, Thomas. Lo que acaba es el matrimonio, el amor no. Y en el caso
de que tengas razón, eso es lo que lo hace especial. Si todo fuera eterno y
para siempre, nadie lo apreciaría, porque siempre estaría allí. En cambio, si el
amor desaparece, pues entonces cuando aparece debes disfrutarlo lo más que
puedas, porque nunca sabes cuándo se irá.
Era tan profunda y conceptual al mismo tiempo con sus palabras que daba
miedo. Me hacía replantear mi filosofía de vida, ponerla en duda y considerar
en tomar una postura diferente.
– ¿A qué quieres llegar con todo esto?
– Que no debes considerar a la vida como algo transitorio que te llevará
hacia la nada, sino como un camino hacia otro lugar. Estoy segura que tu
padre, en algún lugar, quiere escucharte, pero nunca podrá hacerlo si no
intentas hablarle.
Hubiera querido que aquellas palabras me llegaran más, pero mi cabeza
volvió a doler como el día anterior, esta vez un poco peor. El epicentro del
dolor parecía ser el mismo lugar donde tenía el golpe, en la frente. La
hematoma había desaparecido, pero el dolor no. Prefería ignorarlo, después
de un rato se pasaba.
Sofía se percató de mi molestia. Se acercó y puso su mano en mi frente,
como si estuviera tomándome la temperatura.
– ¿Te sientes bien?
– ¿Por qué siempre estás tan fría?
Tenía las manos congeladas, como si estuviera tocando una superficie de
metal.
No dijo nada, sólo corrió su mano rápidamente y se la metió en un
bolsillo. Se puso de pie y se alejó unos pasos de mí, quedando a espaldas.
– Está cayendo el sol, y hace frío, ¿qué esperabas?... Es curioso que todos
digan “está cayendo el sol”, cuando en realidad el sol no cae, es simplemente
la Tierra que está girando, y todos los saben, pero siguen diciéndolo así de
todos modos… ¡Mira! –se interrumpió a si misma señalando a una ardilla–.
Es una ardilla, leí sobre ellas en tus libros de biología. Por la cola debe de
pertenecer a la tribu de los esciurinos. Pasan la mayor parte del tiempo arriba
de los árboles, sólo bajan para recoger las bellotas que cayeron al suelo.
– ¿Ah? –estaba confundido.
Sofía intento agarrar a la ardilla, lo logró por unos segundos, pero casi la
muerde y tuvo que soltarla. Tienen los dientes muy afilados.
– Creo que no le agrado… ¿Por qué no le agrado a tu hermana?
– ¿Alicia? No lo tomes como algo personal, no le agrada nadie. La
antipatía es el escudo que utiliza para defenderse de un mundo al cual
considera su enemigo.
– Lo sé, pude verlo en su aura.
No hizo falta que preguntara, Sofía detectó la duda en mi cara al instante.
Aunque ya había escuchado antes ese término, en algún lado. Lo único que
sabía es que sólo un número muy limitado de personas podía percibir esas
auras en los demás.
– Es difícil de explicarlo. Al ver a las personas puedo ver sus auras. Son
como campos energéticos de colores que varían según el humor, la salud, los
sentimientos y la personalidad de cada uno. Alicia es una buena persona en el
fondo, sólo que está perdida y necesita que alguien la encuentre.
“Dime algo que no sepa”, pensé.
– ¿Y puedes ver mi aura? Dime lo que ves –pregunté de la manera más
escéptica. Desde mi punto de vista no hacía falta tener ningún don para
percibir esas cualidades en cada persona más que mirarlas con detalle y
hablar con ellas.
– No creo que eso sea necesario…
– ¡Vamos! –insistí
Sofía resopló y me miró fijo a los ojos mientras se mordía los labios, cada
vez tenía más tics nerviosos.
– Puedo ver que hay muchas personas aquí. Los veo como si fueran luces,
radiantes, brillantes. Tú estás en el medio, gris, casi totalmente carente de
resplandor. Tu interior está lleno de oscuridad. Sientes culpa, miedo del
futuro, incertidumbre, ira reprimida, inseguridad de ti mismo. Vives tu vida
apáticamente, creyendo que, a medida que pase el tiempo, inevitablemente
todo empeorará. Eres como una llama que se está apagando, pero algo evita
que tu fuego desaparezca y eso es…
– ¡Basta! –le grité–. ¿De veras ves eso? ¿Quieres saber qué veo yo en ti?
–me enojé–. No eres más que una niña que se esfuerza por encajar en un
lugar al que no pertenece y…
– … amor, eso evita que te apagues. Estás rodeado de él y no lo aprecias,
ni siquiera logras percibirlo.
Iba a responderle, discutir, gritarle… pero no valía la pena. Sólo era una
niña que no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba diciendo. Me
marché, sin decir una sola palabra.
– ¿A dónde vas? –preguntó a mis espaldas, sin moverse.
– Lejos de ti. Vuelve a casa, yo iré al rato.

4
¿En qué estaba? Ah… cierto: el dinero que le había robado al idiota de
Alan. Lo crucé en la feria. Obviamente, no hablamos.
Hicimos una parada en un puesto de tiro al blanco, el que le atinaba se
llevaba un conejo de peluche gigante. Confiado de mis habilidades, compré
una ficha de tres tiros. Creí tener muy buena puntería, pero las balas de
pintura sólo impactaron contra el toldo que cubría el puesto en la parte trasera
del blanco. El dueño sonreía de manera macabra dejando al descubierto tres
dientes de oro, lo que me hizo sospechar que el rifle estaba trucado para que
la bala nunca llegue a donde se apunta. Sofía insistió en intentar. Posicionó el
rifle de manera firme, imitando mis movimientos, apuntó y le pegó al blanco
en el primer intento. Me dejó en ridículo.
– Suerte de principiante –le dije enojado. Ella sonrió, mientras escogía un
peluche a su gusto. Optó por un tigre anaranjado con rayas negras–. De todos
modos, iba a ser un regalo para ti.
– Entonces voy a volver a intentarlo, yo también quiero regalarte algo. –
sonaba cada vez más humana. Me encantaba, la adoraba. La miré por unos
segundos sin prestarle atención a lo que decía y deseé haber podido tener una
cámara de fotos para poder congelar gráficamente aquel momento.
– Perfecto… ya vengo, no te muevas de aquí.
Había tomado mucha gaseosa y quería ir al baño. A diferencia de la
mayoría de la gente que acudía a aquel lugar, yo si me tomaba la molestia de
encontrar uno para hacer mis necesidades. Pero mi vista se desvió hacia
Adelaida, que me estaba llamando desde la tienda que estaba frente a mí.
Estaba distraído. Alguien me empujó de manera muy violenta y caí al
piso, por suerte no en una parte con mucho barro. La campera de cuero evitó
que me raspara los brazos. “¿Qué demonios?”. Era Alan, el ex novio de
Abril. No podía ser nada bueno, ya que medía más de un metro ochenta,
pesaba noventa kilos y aparentaba estar algo molesto. Sus brazos eran más
gruesos que mis piernas y tenía los puños cerrados con los nudillos casi
atravesándole la piel, preparado para molerme a golpes. Era el clásico matón
de pelo con corte militar y vestido con una remera de un equipo de rugby,
podía ser el guardia de seguridad de cualquier disco.
– ¡¿Creías que me iba a olvidar y ya?! –gritó hasta romperse la garganta y
comenzó a patearme la cara y el estómago, por suerte se entretuvo más con lo
segundo. Me dejó sin aire, tanto que casi ni sentía el dolor, sólo la
desesperación por poder respirar.
“No puedo vivir un solo momento de paz y felicidad sin que algo me lo
arruine”, pensé. Lo más triste era que tal vez me lo merecía, nunca entendí
cual fue el motivo por el cual había intentado besar a Abril. Fuera cual fuera
el motivo, estaba seguro de que no lo justificaba, ya que nunca fui la clase de
chico que va a los golpes, soy de los que prefieren hablar o retirarse sin
iniciar una riña.
– ¡Voy a hacerte pedazos! –levantó el pie y apuntó a mi cara. Tenía un
pie enorme y llevaba puestos unos zapatos de suela dura, gruesa y poco
flexible. Quería levantarme pero no podía. “Es el fin”, pensé.
En ese momento, Alan cayó al suelo, inconsciente. Tenía la sien
manchada de pintura verde.
– Auch, ¿lo maté? –Sofía apareció con el rifle de balas de pintura en la
mano. No lo mató, todavía respiraba. Algunos se quedaron apreciando el
espectáculo.
La vieja gitana se reía, mientras le pegaba una pitada a una antigua pipa
de madera. Aunque esa expresión no le duró mucho en la cara, fue
brevemente reemplazada por un gesto de preocupación, mientras le clavaba la
mirada a Sofía.
Sofía fue a buscar su premio, y yo hablé con la vieja. Ya conocen esa
parte de la historia.
Capítulo 9
1
– Lo que nos trae nuevamente a… ¿Cómo has entrado a estos dominios
con vida?
Esta vez no hubo silencio. Cuando se trataba de saber cómo había hecho
para burlar sus límites nunca los había.
– A riesgo de que golpeen nuevamente el martillo… ¿Puede alguien
hacerse presente? Siento que estoy hablándole a las paredes.
– Todo a su tiempo.
Sonreí.
– Creí que aquí el tiempo no existía…
A pesar de aquella afirmación –no sé por qué– trataba de ganar tiempo.

2
Sofía colocó una bolsa de hielo en mi ojo derecho, pidió una en un
quiosco, eso o la robó de una nevera de helados. Estábamos sentados sobre
unos fardos de paja, los que menos olor a contaminado tenían. La feria tiene
dos malas costumbres: orinar en los fardos y vomitar en baldes llenos de
aserrín; un asco.
El gran levante de humor y autoestima que había logrado aquella mañana
había llegado a su inflexión y sido derrotado por el desafortunado evento. Los
duros zapatazos de Alan pusieron mis pies de regreso en la tierra y me
recordaron lo fracasada que era mi vida. Lo único que allí luchaba en contra
de eso era Sofía, intentando animarme a cualquier costo, con esa intención de
nunca rendirse, la amaba. Las gotas condensadas de la bolsa de hielo
chorreaban a lo largo de mi cara, ella las limpiaba con el pulgar, como si
fueran lágrimas.
Creo que intentó besarme, unas dos o tres veces, pero le corrí la cara,
siempre tratando de ser lo más cortés posible. ¿Lo hacía por estúpido? No. De
hecho, era muy tentador e irresistible tener sus labios con ese efecto húmero
de saliva tan cerca de los míos, sentir el aire caliente que exhalaba en la punta
de mi nariz, descubrir los lugares de su cara en los que había pecas tan
diminutas que pasaban desapercibidas. Lo hacía porque, de a ratos, ya no me
sentía tan atraído por ella. Era como una sensación sofocante, sentir un vacío
en el pecho, algo que estaba allí y de un momento para el otro desapareció,
¿cómo podía explicárselo? Tal vez no eran problemas de mi corazón, sino de
mi cabeza, y debía visitar al médico para que me hiciera otra tomografía. Me
volví a sentir un pedazo de basura. Sofía no era tan estúpida, sabía que algo
raro me pasaba.
– ¿Estás así por la golpiza? –preguntó mientras caminábamos por la
vereda, volviendo a casa.
No respondí, seguí mirando hacia abajo, intentando descubrir qué clase
de fuerza cósmica dominaba mis sentimientos como si se tratara de un
dominó: apilándolos a todos, paralelos, armoniosos, ordenados, para luego
empujar uno solo de ellos y lograr que se desplomaran todos en cadena.
– Está bien si no quieres hablarme, pero… –suspiró.
– ¿Sabes lo que dijo esa vieja loca que estaba mirando cómo me molían a
palos?
– Oh… la que me miraba fijo –dijo mirando hacia otro lado, fingiendo no
estar interesada por ese tema de conversación.
– Si, la que te miraba… era ciega.
– Lo sé. Sentía que podía ver a través de mí, como si estuviera desnuda o
fuera transparente. Era incómodo.
– Es curioso porque… dijo que eras un ángel –pregunté luego de juntar el
suficiente coraje.
Sofía se sentó sobre el cordón de la vereda, aflojó los cordones de sus
zapatillas y volvió a atarlos. Le resultaba un poco complicado hacer el doble
nudo, yo no le había enseñado nada de eso. Además estaba nerviosa, los
dedos le temblaban. Yo tenía tanto miedo de la respuesta como ella de darla.
– ¿Qué es un ángel?
Me senté a su lado.
– No lo sé. Son seres mitológicos que no existen más que en un universo
ficticio, fantástico. Tienen alas con plumas blancas en sus espaldas y una
aurora brillante sobre sus cabezas.
– Entonces no soy eso, ¿o encuentras alguna de esas características en mi
imagen? O… –comenzó a llorar. “Lo único qué hacía falta”.
Entre las tantas cosas que me ponen nervioso, una de ellas es ver a
alguien llorar sin saber el motivo. Su cara mantenía la calma; de hecho, tenía
una expresión seria. Normalmente, cuando uno llora, la cara se llena de rubor
y emite irritantes sollozos y gemidos. No era el caso de Sofía; las lágrimas
caían a lo largo de su rostro, como si sus lagrimales simplemente estuvieran
perdiendo agua salada. Puede ver como el blanco de sus ojos lentamente
comenzaba a cristalizarse , cada vez más rojo.
– Estuve leyendo algunos libros de tu biblioteca. El último que leí fue
Peter Pan. ¿Recuerdas lo que pasaba cuando alguien decía que no creía en las
hadas? Bueno, con los ángeles es algo parecido, metafóricamente hablando.
Tú no crees en los ángeles, ¿verdad? –se puso de pie, frente a mí. Para sobre
la vereda, y yo en el asfalto, parecía más alta, tenía que levantar la cabeza
para verla a los ojos.
– Yo sólo creo en lo que veo.
– Eso es perfecto, es lo que debes hacer –se limpió las lágrimas con las
mangas de su saco–. Ahora los entiendo, sé cómo se sienten, pero con razón
son tan especiales. Después de todo, ésta sofocante sensación dentro de mi
pecho, ese vacío gigante que crece cada vez más dentro de mi ser y no sé con
qué llenar, vale la pena. Pero algo me sigue diferenciando de los demás: yo
no voy a mentir, no voy a decir que no te amo. Sé cómo te sientes al respecto,
puedo verlo en tu brillo. Sin embargo, el dolor sigue allí, dentro de ti. Sientes
que te falta algo, y creías haber estado muy cerca de recuperarlo, pero ahora
sabes que no fue así.
No entendía una sola palabra de lo que estaba diciendo. Algo era seguro,
se sentía mal, y se había dado cuenta de que no sentía lo mismo que sentí por
ella hacía tan sólo horas.
– Al menos aprendí por qué es tan especial: porque se termina, como
estas vacaciones –dijo mientras me abrazaba. Su cuerpo, nuevamente frío, se
aplastaba contra el mío. Sus brazos rodearon mis costillas, casi no me dejaba
respirar. Su cabeza se apoyó sobre mi hombro, de modo que no podía ver su
cara.
– ¿Qué pasará una vez que tus vacaciones terminen? –pregunté con algo
de miedo.
– Volveré a… Nunca Jamás –la vibración de sus palabras recorrió mis
huesos, desde la clavícula en la que tenía apoyada su mentón hasta las
falanges de mis dedos gordos.
– Sofía, ¿eres un ángel? –pregunté suspirando en su oído.
– Soy lo que ves, Thomas.
No sabía si era algo superficial o qué, pero me sentía más atraído por su
apariencia o su esencia más que por su personalidad. De todos modos no
pude evitarlo, y mis labios volvieron a encontrarse con los suyos. Me
molestaba que no respondiera las malditas preguntas con si o con no. De
todos modos no hacía falta, sabía que había algo raro con ella, pero jamás
hubiera imaginado que fuera un grado tan alto de rareza.
Cuando llegamos a casa, fuimos directo a mi habitación e hicimos el
amor nuevamente, sólo que esta vez no significo tanto como la primera. No
hacía falta que habláramos, con sólo echarnos las miradas ya sabíamos que
habíamos dejado de ser tan especiales el uno para el otro, ¿pero por qué
seguía ese magnetismo mutuo?
Desde el primer día, nunca pude ignorarla. Nunca quise alejarla de mí.
Había algo en su presencia que simplemente me hacía sentir bien, completo,
más allá de que aquel sentimiento profundo hubiera desaparecido tan rápido
como llegó. O tal vez algo en su imagen, que me resultaba muy familiar.
No pude dormir en toda la noche. Me quedé acostado a su lado,
mirándola, llenándome la cabeza de pensamientos. “¿Es esto real? ¿Es una
broma pesada? ¿O es sólo un mal sueño del que todavía no pude despertar?”.
A decir verdad, tenía sueño, demasiado, pero no podía conciliarlo. Aquello se
debía a que, después de todo, estaba preocupado, preocupado por la partida
de Sofía, la cual estaba muy cerca.

3
Cinco de la mañana. El sol parecía nunca llegar. Esperaba que sus
primeros rayos impactaran sobre el rostro de Sofía, deseando que nunca
pasara. Tiempo, nada puede vencerlo. Si tan sólo hubiera una manera para
congelarlo y mantener las cosas para siempre como lo son en un determinado
momento la vida sería más fácil, pero no sería vida porque nunca acabaría.
Todos serían felices, todos tendrían lo que quisieran, todos podrían hacer
todo, no existirían las leyes de la física, los ángeles caminarían sobre la Tierra
y los humanos volarían vivos en el mundo de los muertos. “¿A dónde tienes
que regresar, Sofía?”, pensaba. La extraña manipuladora de mis sentimientos,
llegó para darme lo mejor del mundo, demostrarme lo especial que era, y
luego se marcharía. “No tiene sentido”.
“¿Qué pasaría si de verdad fueses un ángel?”, me pregunté a mi mismo,
casi suspirando las palabras. No me importaba que pudiera jugar con mis
sentimientos como si mi persona fuera un tablero de ajedrez, siempre y
cuando me hiciera sentir bien. “Te acompañaría hasta el fin del mundo, y por
qué no, más lejos aun”. “¿Qué pasaría si no fueras más que un producto de
mi imaginación?”, toda variable sonaba lógica. El golpe en la cabeza, la
amnesia, las drogas, el alcohol… existía la posibilidad de que mi mente ya
estuviera arruinada y que Sofía no fuera más que un producto de mi cabeza.
Ya fuera un sueño, imaginación o realidad, se sentía de la misma manera.
No roncaba, silbaba. Dejaba la boca entreabierta y emitía un sonido
extraño cada vez que exhalaba aire. Cada quince minutos, o menos, movía su
cabeza, como si estuviera soñando. Creo que dijo algunas palabras, pero muy
bajo y casi murmurando. Quería que siguiera así, por lo que salí de la cama
cuidadosamente. Sin embargo, sabiendo el riesgo que corría de poder
despertarla, antes de salir de la habitación la besé en la frente. La sensación
de su piel fría estuvo en mis labios toda la mañana. Sólo había una persona en
el mundo con la que podía hablar al respecto, y resultaba un tanto patético
que esa persona fuera Abril, mi ex novia, después de todo seguía siendo mi
amiga, o eso creía.
Fue extraño caminar a esas horas por la calle, no porque nunca lo hubiera
hecho, sino porque siempre era cuando estaba volviendo a casa, drogado,
ebrio y con mucho sueño. Siempre me gustó la madrugada, hace lucir al
vecindario como si fuera otro lugar. A esa hora, todos dormían, los únicos en
la calle eran mis pensamientos y yo. Debo admitir que una de mis mejores
amigas siempre fue la soledad, porque al menos ella nunca me abandonó. En
cambio, Abril estaba allí, pero durmiendo. “Me va a odiar si la despierto”,
pensé, pero no me importaba, estaba dispuesto a lidiar con mi egoísmo. El
único sonido que ambientaba la oscuridad era un coro de grillos chillando al
unísono, tan coordinado como si fuera un metrónomo marcando el compás de
un vals vienés, era extraño escucharlos a esa altura del año.
Doble la esquina hacia la avenida que me llevaba directo al barrio
adinerado de Abril, cuando vi una silueta de una persona en la otra punta de
la cuadra. No soy muy bueno para distinguir si alguien está yendo o viniendo
cuando está a más de cincuenta metros de mi posición, tal vez sea un defecto
de mi vista, aunque nunca tuve que usar anteojos, de hecho podía leer en mi
cuarto hasta el atardecer sin la necesidad de prender la luz hasta que la noche
hiciera su presencia oficialmente. Por suerte, si puedo distinguir a alguien en
la distancia, por la forma de caminar o por su silueta, y esa porra enrulada no
engañaba a nadie, era Catriel. “¿Qué demonios hace Catriel rondando por las
calles a esta hora?”, pensé, aunque probablemente el se hubiera preguntado lo
mismo si me veía. Pensé en gritarle, pero opté por apurar el paso, caminando
sin llegar a apoyar por completo las suelas en la vereda para no hacer ruido y
poder saber hacia dónde se dirigía. Tenía miedo, pensaba que era el único que
hacía esas cosas. Escapar de la realidad, caminar solo, drogarse y tomar
alcohol hasta perder el conocimiento, ese era mi estilo, mi mundo
apocalíptico, no podía permitir que Catriel fuera arrastrado al mismo. Siguió
caminando hasta meterse a un callejón oscuro, sin salida. Me escondí detrás
de un contenedor de basura, arrodillado, aunque no lo suficiente porque había
un charco lleno de agua podrida y barro. Asomaba la cabeza de manera que
sólo quedaran mis ojos al descubierto, un tipo de mala pinta al final del
callejón lo esperaba. Estaba fumando, podía ver las cenizas ardiendo en la
punta de su cigarrillo, tenía una capucha que no me dejaba ver su cara y una
bolsa en la mano derecha. Era lo suficientemente sabio como para saber que
se trataba de un maldito vendedor de drogas. Catriel, tan tranquilo y callado
como siempre, sacó de su bolsillo un rollo de dinero y el encapuchado le
entregó un paquete forrado en papel madera. “Debí suponerlo”, era más que
obvio que tarde o temprano iba a ser como Alicia y yo, sólo que viniendo de
su parte, me ponía más triste, porque era lo único digno que quedaba en mi
familia, la única parte de ella que parecía que nunca iba a sucumbir en la
oscuridad, lamentablemente éramos como un agujero negro que cada vez se
expandía más, arrastrando todo lo que estuviera a su alcance.
Catriel pasó a menos de un metro de mi posición, pero no pudo verme.
Había dos cosas que quería hacer: seguir a Catriel para impedir que
consumiera la porquería que acababa de comprar; y golpear al que se la
vendió hasta que me cansara. Lamentablemente, no podía hacer las dos al
mismo tiempo, opté por la segunda. Tomé un palo de madera que había en el
piso, estaba astillado en la punta y algo humedecido. Lo empuñé con el brazo
extendido, escondiéndolo detrás de una pierna y caminé hacía el muy
maldito. Cómo odiaba a esa clase de tipos, le venden a quién sea que caiga
con dinero, ya sea un niño o un adulto, no les importa nada, a mí sí me
importa.
– ¿Quieres comprar? –preguntó con la voz gastada, probablemente
llevaba días sin dormir, consumiendo la misma porquería que vendía. Los
reflejos del tipo no podían estar muy activos, era pan comido. En lugar de sus
ojos sólo veía sombras que se confundían con sus cejas, sólo podía
vislumbrar la punta de su nariz, con el tabique roto como el de un boxeador.
La mandíbula sobresalía un poco más que el resto de su cara, rodeada por la
típica barba pinchuda de dos tres días sin tocar una afeitadora, probablemente
la única vez que se había bañado, olía a alcohol y transpiración.
Alcé el palo y con un movimiento brusco lo golpeé con toda mi fuerza en
el cuello. El problema fue que no pensé en las consecuencias. Antes de llegar
a golpearlo, el tipo estaba metiendo su mano derecha dentro de su campera.
Una textura metálica se asomaba de ella. “Oh no”. Esa sensación de haber
metido la pata y que ya sea tarde para retirarse. Nunca pensé que el tipo
estuviera armado. Tengo una gran ventaja, además de haber estado sobrio y
relativamente descansado en aquel momento, tengo impulsos muy activos y
rápidos cuando me encuentro en una situación de riesgo, a diferencia de otras
personas que se bloquean en un ataque de pánico y no saben qué hacer. Tenía
el dedo en el gatillo y estaba a punto de disparar, no a mi cara, pero seguro
que a uno de mis órganos vitales. Antes de que llegara a presionarlo, le rompí
la nariz con el palo. Cayó al piso, inconsciente. No sé por qué le quité el
arma, se me ocurren dos respuestas: quería salir cuanto antes tras Catriel con
la tranquilidad de saber que el vende drogas no iba a dispararme por la
espalda; o, simplemente, destino. Lo guardé en la campera con algo de
miedo. No sabía cuál era el seguro y me preocupaba que pudiera resultar
lastimado.
Corrí hasta la esquina pero no veía a nadie. Debía elegir entre cuatro
caminos: norte, sur, este u oeste. Generalmente siempre camino hacia el
norte, los lugares en los que frecuento son cercanos a la reserva, algo siempre
me atrae hacia esa dirección. “Sé que Catriel piensa igual que yo”, pensé, o al
menos cuando éramos chicos.
La reserva estaba bordeada por una avenida muy iluminada. Una vez allí,
pude ver a Catriel. Caminó por la vereda hasta adentrarse en el bosque. Se
sentó en un banco de madera bajo un poste de luz, mirando hacia el norte.
Pensé que iba a juntarse con otros drogadictos para consumir la porquería que
había comprado, pero ese no era su estilo, era demasiado antisocial.
Probablemente quería compartirla con su soledad y ahogarse en su propia
miseria. Me acerqué despacio hasta sentarme a su lado, ni siquiera levantó su
mirada, hizo de cuenta que no estaba allí. Inflaba los cachetes y largaba el
aire lentamente emitiendo un chillido suave pero irritante.
– No te preocupes, no te seguí. Sólo salí a caminar y… –suspiré,
nervioso–. ¿Qué haces a estas horas de la madrugada en la calle?
Me echó una mirada corta e insípida y siguió su vista hacia delante,
ignorándome.
– Estoy preocupado, Catriel. Sofía se irá mañana y tengo miedo del lugar
al que regrese. Ella es… tan frágil, pero a la vez parece ser algo mucho más
complejo que todos nosotros. ¿Quieres que te cuente un secreto? No se llama
Sofía, una mesera en un bar de la playa le puso el nombre porque no tenía
uno. Ha venido a este lugar por vacaciones, buscando aprender, comprender
cómo somos, cómo actuamos y cómo nos sentimos. Nos ha estado analizando
desde el primer día, con los ojos bien abiertos y los oídos bien limpios.
Catriel movió el hombro en señal de indiferencia.
– Se que tienes un vínculo especial con ella, no te había escuchado reír en
años… ¿Por qué no hablas conmigo? Hace mucho que no nos sentamos
simplemente a hablar… ¿Recuerdas tu primer año en la escuela? Te daba
miedo estar rodeado de chiquillos desconocidos y gritones y esperabas a los
recreos para estar conmigo. Solía ser tu mejor amigo, compartíamos todo. Sé
que siempre me tomaste como un ejemplo de vida, pero la verdad es que no
soy digno de serlo. Eso causa más problemas de los que soluciona –dije
señalando el paquete–. Arruina tu vida. Crees que es lo mejor para escapar
del mundo, y rayos que lo es. Pero al escapar del mundo te alejas de tus seres
queridos, de tu vida… no es bueno. Papá no nos crío para que…
– Tú no eres Papá, Thomas –dijo enojado.
– No, claro que no lo soy. Pero sé cómo se sentiría si pudiera a ver a sus
tres hijos destruyendo sus vidas lentamente. Yo ya dije basta, ahora por favor,
no sigas tú. –extendí la mano, mirándolo a los ojos, hasta que me entregó la
bolsa.
– Nunca quise ser como tú, Thomas. Sólo quiero entender por qué eres
como eres. No te preocupes, de todas las veces que compré eso nunca me
animé a consumirlo. Yo no soy el distante, lo eres tú.
– Lo sé, pero quiero cambiar.
– ¿Por qué Sofía tiene que irse? –preguntó con un tono de tristeza,
preocupado, todos iban a extrañarla.
– Porque ella no pertenece aquí.
– ¿Por qué no haces algo al respecto?
Casi lloro.
4
“Al diablo las cámaras de seguridad, voy a saltar”. Apoyé un pie en los
fierros de la reja negra de la casa de Abril y comencé a trepar. Sólo imaginen
que alguien me hubiera visto y llamado a la policía y me hayan encontrado
con un arma en mi campera; no estaría aquí contando mi historia, pero era
posible, nunca me detuve a pensarlo, de hecho, ni recordaba que todavía traía
conmigo ese objeto. Subí al tejado haciendo pie en una ventana decorada con
plantas en macetas de barro que quedaron destruidas en su gran mayoría a mi
paso. Luego salté al balcón de la habitación de Abril y la vi a través de la
ventana, estaba durmiendo. Abrí la traba con cuidado, rezando para que no
rechinara; tuve suerte.
Hacía años que no pisaba su habitación. Había olvidado que allí olía a
madera lustrada y a su perfume favorito de esencia de naranjas, el cual me
hacía estornudar. Había cuatro espejos en total, uno en cada pared, que iban
del suelo hasta casi llegar al techo, angostos y alargados. Pasaba dos horas
con el maquillaje y probándose todo el ropero antes de salir por la puerta
cada mañana. Tenía serios indicios de síndrome obsesivo-compulsivo. Una
vez estaba viendo una enciclopedia en varios tomos forrados de cuero bordó
en su biblioteca sólo por curiosidad. Tomé uno sobre astronomía y, luego de
echarle un vistazo y descubrir que la astronomía definitivamente no era lo
mío, lo regresé a su lugar, pero cometí el error de confundir el número de
tomo, era el treinta y siete y lo había puesto junto al cuarenta.
Automáticamente, apareció a mis espaldas, me echó una mirada asesina,
volvió a ordenarlos por número y estuvo como tres minutos intentando volver
a alinearlos.
Si la despertaba empujándola, iba a gritar, así que opté por susurrar cerca
de su oído, imitando un grito con sordina.
– ¡Abril!
Nada. Sólo se movió como si un mosquito la estuviera acechando.
– ¡Abril, despierta!
– ¡¿Thomas?! –gritó y me golpeó en la cara, otra vez. – ¡Oh, lo siento!
Llevaba puesto un camisón blanco de tela sedosa y brillante que reflejaba
la luz de la luna que entraba por la ventana.
Unos pasos retumbaban contra los pisos de madera del pasillo de las
habitaciones. Alguien se acercaba.
– ¡Escóndete o morirás! –me ordenó, levantando la frazada para que
pudiera colarme bajo su cama, un clásico de clásicos. El padre abrió la puerta,
no pude verlo pero supe que se trataba de él. Se quedó en silencio unos
segundos esperando una respuesta.
– Pesadillas, lo siento –le dijo agitada. Cerró la puerta, murmurando algo
en el camino.
Abril bajó la cabeza desde el colchón y me miró totalmente confusa, con
deseos de golpearme más aun.
– ¡Será mejor que tengas una buena explicación para entrar en mi
habitación a estas horas de la madrugada!
– Necesito hablar urgentemente con alguien y… creo que eres la indicada
–respondí casi arrepentido por haber entrado a su habitación. Salí debajo de
cama arrastrándome con los brazos.
– ¡Habla! –me arrojó una almohada, que aproveche para poder apoyar la
cabeza contra la mesita de luz.
– No quiero que comiences a gritar nuevamente ni llames a un psiquiatra,
así que tal vez necesites tomarte un tiempo para digerir las palabras –respiré
hondo–. Sofía no es de aquí, es de otro mundo –“Ok, me expresé mal”.
– ¿Qué?... Déjame volver a dormir, Thomas –se recostó nuevamente,
dándome la espalda–. Sabía que tenías que estar drogado.
Me senté a los pies de la cama. Iba a sentarme a su lado, pero quería
mantener cierta distancia con ella. En otras palabras, no quería invadir su
privacidad, aunque no había nada que no hubiera visto antes.
– No, no estoy drogado. Y no vendría aquí a decirte algo como eso si no
fuera cierto. De veras creo que no es de aquí, me preocupa mucho. Sabe
cosas de mi pasado que nadie sabe de mi… sabe cosas de mi padre y puede
ver auras o algo así en las personas. Y siento que he estado enamorado de ella
alguna vez.
– ¿Has estado? –preguntó suspicazmente, sin despegar la cabeza de la
almohada, sólo moviendo sus ojos para encontrarme.
– Sentí cómo manipuló mis sentimientos. Hay momentos en los que la
veo a los ojos y veo a otra persona… Ayer fuimos a la feria, y una médium
ciega dijo que Sofía es un ángel. Debiste ver su cara cuando la vio. Y cada
vez que le pregunto si es cierto o no, me responde de manera persuasiva…
odio cuando lo hace.
– Thomas… ¿Eres consciente de que te golpeaste la cabeza y perdiste la
memoria? ¿No crees que todo esto sea producto de tu imaginación?
– Lo pensé, pero Sofía es real. Tú la has visto… ¿No crees en los
ángeles?
– Por supuesto. Pero, ¿Por qué iría un ángel a parar contigo? Eres la peor
basura que existe en la humanidad, los ángeles no perderían tiempo contigo.
Abril solía ser muy directa algunas veces. Tanto, que podía atravesar
cualquier barrera emocional. Era su manera de reaccionar, su constante
defensiva. No importaba si le caías bien o mal, si tenía que decirle algo a
alguien no se andaba con vueltas. Muy poca gente toleraba aquello de ella, se
hacía odiar mucho. Yo, sin embargo, la quería igual, todos tenemos defectos
y si no tienes ninguno, pues tal vez tu defecto sea no tenerlos. Pero la
tolerancia en aquellos días era un lujo que no podía permitirme.
– Lo siento, no quise… –dijo arrepentida mientras hundía los dedos
contra el colchón.
– Ahora recuerdo por qué dejamos de ser tan especiales el uno para el
otro –la miré seriamente y me dirigí hacia la ventana, ya no tenía nada que
hacer en su casa. Creí que podía compartir mis pensamientos con ella, fui
muy estúpido al hacerlo. La verdad era que no podía compartir mis
pensamientos con nadie más que conmigo mismo, estaba solo, siempre lo
estuve.
– A propósito… feliz cumpleaños –esperó a que tuviera un pie fuera de la
ventana–. No lo recordabas, ¿verdad?
Respondí negativamente con la cabeza y me marché.
No recordaba mi cumpleaños porque tal vez mi mente tenía memoria
selectiva. Nunca me gustó cumplir años, siempre me pareció el día más
depresivo del año. ¿A quién se le ocurre festejar que uno envejece y cada vez
está más cerca de su muerte? Muy similar al día de la hipocresía: llamadas de
parientes lejanos que nunca vienen a visitarte o visitas de compañeros de
clase o amigos perdidos de alguna vez en tu vida que fingen conocerte desde
siempre y desean un feliz año nuevo en tu vida. ¿No sería mejor que todos
fuéramos tratados todos los días como en nuestro cumpleaños? En ese caso
no sería hipocresía, sino algo cotidiano, lo que lo hace más real. “Veintiún
años, ¿a dónde se me ha ido la vida?”. Como verán, no era muy optimista que
digamos.

5
Sofía seguía durmiendo. Aproveché para tomar una ducha, con el agua lo
suficientemente caliente para disfrutarla y lo suficientemente fría para
mantenerme despierto. No fue suficiente, tuve que acudir por ayudar de mi
viejo amigo el café. Sólo había un paquete de grano oscuro y rancio que
había estado escondido en el fondo de la alacena por años. Para ser sincero,
no me gusta el sabor del café, pero si su olor y su efecto. Por eso me gusta
tomarlo muy caliente, para que la lengua pierda la sensibilidad y no pueda
sentirlo.
Sentado en la cocina, solo, observé como el sol comenzaba a dar
nacimiento a un nuevo y hermoso día, el último día de las vacaciones de
Sofía y mi cumpleaños. Miré la foto que colgaba de la pared, al lado de la
heladera, la cara de mi padre, y recordé que hubo un tiempo en que solía
disfrutar mis cumpleaños. Mi padre solía hacerlo todo más divertido. Una
vez, cuando cumplí ocho creo, despertó por la mañana y fingió haberlo
olvidado. Entonces salió con el pijama aún puesto, despeinado y sin afeitar
por la puerta y dijo “ya vengo, voy al centro comercial a comprarte un
regalo”. Tardó veinte segundos y volvió a entrar con una caja chata pero
gigante. Era una pista de autos eléctricos de carrera, fue mi regalo de
cumpleaños favorito. Desde su muerte, comencé a odiar esa fecha... “Cierto”,
fui atacado por una epifanía, “mi padre murió un día antes de mi cumpleaños
número dieciséis”. A partir de ese entonces mi regalo favorito fue comprarme
una botella cara de whisky y tomármela toda en la noche, y ese era un regalo
que yo me hacía a mí mismo. Se había convertido en un ritual, disfrutar cómo
el alcohol quemaba mi esófago todo su recorrido hasta el estómago mientras
repasaba una y otra vez en mi cabeza los motivos por los cuales odiaba mi
vida. “Pero este año no”, me prometí.
El reloj marcaba la hora con su molesto tic tac que reverberaba en toda la
cocina predominando sobre el silencio matutino. Catriel no había bajado para
preparar su desayuno aún, pensé que no querría ir a la escuela, no lo culpaba,
yo tampoco hubiera querido en su lugar. Al igual que mi padre solía hacerlo
cada mañana, subí las escaleras y abrí la puerta de cada habitación para ver
cómo lucía mi familia dormida. Solía despertar antes que todos sólo para eso.
A veces, cuando lo hacía, estaba despierto, pero pretendía estar dormido y
mantenía los ojos cerrados hasta que escuchaba sus pasos dirigirse a la
habitación de Alicia. La cama matrimonial donde dormía mi madre la hacía
ver muy solitaria. Se había ido a dormir sin quitarse el maquillaje de la cara,
el cual estaba todo corrido, incluyendo su lápiz labial. Sobre la mesa de luz,
había un cigarrillo que probablemente estuvo prendido cuando mi madre
cayó en sueño y se consumió lentamente toda la noche. Catriel estaba
dormido boca abajo, escondido en su totalidad bajo su frazada con aviones de
la segunda guerra mundial. Podía ver cómo su espalda se inflaba y
desinflaba. Con apenas echar un vistazo corto, uno podía comprender por qué
su habitación siempre estaba tan ordenada: porque no había mucho en ella.
Sólo tenía el ropero, una mesa de luz, la tele con sus respectivos videojuegos,
el tacho de basura lleno de papeles abollados y la cama. No tenía muchos
hobbies, no le gustaban los libros, no coleccionaba nada, no escuchaba
música, se sentía muy vacío. Alicia estaba dormida sobre la cama tendida,
con la ropa puesta. No llevaba maquillaje y estaba vestida muy normalita;
para ser precisos, con ropa prestada o robada del ropero de Catriel. Hasta
estaba peinada, era la que tenía el pelo más oscuro de los tres, aunque se lo
tintaba aun más negro. Si me hubieran dado un dólar por cada mañana que
veía a Alicia trepar por el desagüe para entrar por la ventana a su habitación
sin ser descubierta por mi madre sería millonario. Verla en su cama, a esa
hora y con la cara limpia, sin ojeras o restos de vómito en su cabello era un
avance, uno muy grande. Por último, abrí la puerta de mi propia habitación
para ver a Sofía. Me preguntaba qué hubiera pensado mi padre de ella, si le
hubiera agradado. A todo el mundo le agradaba… excepto un poco tal vez
Alicia. Le hubiera agradado o no, probablemente me hubiera llevado a la
mesa de la cocina para tomarnos una cerveza y decirme algo así como “bien
hecho, muchacho”. Me apoyé sobre la cama con las manos, hundiendo el
colchón y llevé mis labios a unos pocos centímetros del oído de Sofía.
– Por favor, no te vayas –suspiré. Realmente no quería que lo hiciera.
– Quiero quedarme, pero no puedo –respondió con los ojos todavía
cerrados. Volteó y me miró a los ojos, sonriendo, a pesar de que dentro de
ella la tristeza crecía cada vez más y la consumía lentamente. Aprendió
mucho durante la semana, ahora podía dibujar en su cara la expresión de un
sentimiento opuesto al que la invadía–. ¿Crees que eres el único que finge
estar dormido?
Me recosté a su lado mientras la abrazaba, otra vez me sentía dominado
por su ser. A medida que sentía su calor, mi corazón aumentaba sus
pulsaciones y mi estómago quedaba vacío.
– Te lo ruego, dime qué tengo que hacer para que te quedes. Haré lo que
sea.
– No hay nada en este universo que puedas hacer al respecto. Es destino,
está escrito, debe ser como se supone que debe ser.
– ¡Al demonio con el destino! –me exalte–. Yo escribo mi propia vida.
– Eso es lo que tú crees –se acercó a mis labios y me besó.
– ¿Entonces puedo ir contigo? Te acompañaría hasta el fin del mundo.
– Voy más lejos.
“Cuando las cosas se tornan imposibles y uno deja de intentar, es allí
cuando uno se da cuenta de que el amor no existe”, solía decir mi padre. No
tenía sentido, así que una vez le pregunté: “¿Cómo has podido enamorarte de
mamá?”. “Fácil, tuve que hacer posible lo imposible”, respondió, nunca
entendí a qué se refería concretamente. Sin más ganas de seguir luchando
cerré la boca, la abracé y acepté que debía dejarla partir. No más preguntas al
respecto, no más curiosidad, simplemente disfrutar el momento, un claro
ejemplo de lo que deberíamos hacer toda la vida: no preocuparnos por algo
que va a terminar mientras existe.
– Feliz cumpleaños, Thomas –dijo mientras se sonrojaba y dibujaba una
sonrisa en su cara, el mismo tipo de sonrisa que aparecía en sus labios cada
vez que actuaba o decía algo imitando a otros–. No entiendo por qué festejan
algo así, pero por lo que aprendí hace que la gente sea feliz. Siento no haberte
comprado un regalo.
– No es necesario que lo compres.
Abrí la puerta del ropero y escarbé entre las perchas hasta encontrar el
vestido rojo que le había comprado a Sofía en el centro comercial. Todavía
estaba forrado en plástico, no había sido usado.
– Ponte –le dije con una sonrisa en la cara, tratando de animar la situación
y le lancé el vestido a sus pies.
Por un momento, Sofía no entendió qué insinuaba, había un poco de duda
en su cara. Se puso de pie sobre la cama y se sacó el camisón viejo que usaba
para dormir. Estaba semi desnuda, debo admitir que me encantaba verla así.
El vestido de seda se deslizaba por su piel lentamente de arriba hacia abajo, le
quedaba perfecto. Marcaba sus curvas, las cuales no se podían apreciar
mucho con la ropa vieja de de Alicia. Me acerqué y le sacudí un poco el pelo,
estaba limpio y suave pero despeinado, era tan fino que podía despeinarla con
tan sólo soplarle en la cara. Comencé a revisar los cajones, los cuales estaban
más revueltos de lo normal porque mi madre había “ordenado” escondiendo
todo lo que estaba tirado en el piso en ellos.
– ¡Aquí estás! – encontré lo que estaba buscando: un cassette con
canciones de Frank Sinatra. Lo puse en el grabador mientras Sofía me miraba
con la boca entre abierta y los ojos abiertos como dos huevos duros sin
entender qué demonios intentaba hacer.
– Baila conmigo –extendí la mano para ayudarla a bajar de la cama.
Con sus pies en el piso, tomé su otra mano y apoyé mi mentón en su
hombro, de modo que quedaron nuestros cachetes pegados.
– No sé bailar, Thomas –me dijo al oído.
– Sólo sígueme la corriente.
Yo tampoco era un bailarín excelente. De hecho, odiaba bailar, por eso
prefería los bares a las discotecas. Nunca podía llevar el ritmo de una canción
con los pies, siempre hacía el ridículo y me daba vergüenza. No conocía a
nadie que no le gustara o que lo hiciera tan mal como yo, cada vez que los
veía bailando odiaba que lo hicieran parecer tan fácil. Sin embargo, esa
mañana sentía que debía intentarlo, después de todo sólo éramos ella y yo en
la habitación. Al principio se quedó quieta, mientras yo la movía de un lado
al otro, deslizando mis manos suavemente por su espalda. Cuando se tomó su
tiempo para comprender la ciencia, Sofía comenzó a mover los pies, pasos
cortos y lentos, podíamos seguirnos fácilmente. Así nos dejamos llevar,
completamente sueltos, comunicándonos con nuestro cuerpo como si
estuviéramos haciendo el amor, acompañados por la penetrante voz de Frank
cantando “Moon River”.
– Éste es el regalo que quería –le suspiré al oído, mientras sentía que sus
brazos cada vez me apretaban con más fuerza.
– Ejem… –interrumpió Alicia desde la puerta de la habitación, fingiendo
que tosía. Traía en las manos una torta de chocolate decorada con crema y
cerezas, se veía muy empalagosa–. Van a despertar a todo el barrio con esa
basura –dijo de manera amarga, aunque más allá de sus palabras yo sólo veía
su amabilidad tímida, escondida detrás de un muro de ironía.
– No creas que voy a pensar que tú hiciste esa torta –dije de manera
burlona.
– No, yo… –se acercó lentamente hasta quedar a unos centímetros de mí.
Miró de arriba abajo a Sofía, con algo de envidia por su vestido. Debí leer en
sus ojos azules que se aproximaba una de sus maldades, me estampó la torta
contra la cara. Lo hizo rápido, pero con cuidado de no golpear a Sofía, no
porque le cayera bien, sino porque no quería tener problemas con ella–. ¿Te
gusta? –preguntó riéndose.
Comencé a sacarme los pedazos de torta de la cara y se los tiré al pelo,
odiaba tener sucio el pelo. Empezamos a corrernos por toda la casa, a los
gritos y riendo, hacía años que no jugaba con Alicia. Terminamos en el patio,
tirados en el pasto. Nos lavábamos las caras con la manguera que utilizaba mi
madre para regar las plantas. A pesar de que hacía frío, se nos dio por tirarnos
agua uno al otro hasta quedar empapados, como si nos hubiéramos tirado al
mar con ropa. Tiritábamos y largábamos risas interrumpidas cada vez que
tosíamos. Fue uno de los mejores regalos que pude recibir, saber que todavía
tenía una hermana.

6
Generalmente, cuando llegaba mi cumpleaños huía de casa. Pasaba el día
en el bar o en la playa tomando una botella de whisky hasta que perdía el
conocimiento y caía dormido dónde el viento me dejara. “Más vale solo que
mal acompañado”, solía decirme a mí mismo. La verdad es que, si estaba
solo, no era por opción, sino porque esa era mi realidad. La mayoría de mis
amigos de la secundaria había seguido hacia delante con su vida, estudiaban
en la universidad, trabajaban, otros se habían borrado del mapa, y no tenía
novia, Abril no quería saber nada de mí. La única compañía que tenía eran
algunos borrachos o drogadictos extraños que conocía en la calle y
cruzábamos algunas palabras de algún tema sin sentido o que no llevaba a
ninguna conclusión concreta. Esta vez, no podía hacer eso, debía seguir
trabajando en unir a mi familia. Tal y como mi padre había planeado.
Mi madre estaba arreglada, pero no con su apariencia cazadora de
hombres solteros adinerados, sino más familiar. Llevaba un pantalón vaquero
algo gastado en lugar de sus usuales polleras de tela fina que le llegaban hasta
los talones pero eran lo suficientemente transparentes como para saber de qué
color era su ropa interior y tenía un suéter de lana marrón tejido a lana por
ella misma. Si, alguna vez en su vida tejió, antes de casarse. Sabía lo que iba
a pasar con el pastel que compró Alicia, era consciente de que su forma de
decir “te quiero” era estampármelo contra la cara, por eso hizo un pastel de
emergencia. A decir verdad, lucía mucho mejor que el anterior, decorado con
crema tipo merengue quemada en las puntas, polvoreado con chocolate
rayado y frutillas en lugar de cerezas. Además, este si tenía velas. Ver
veintiuna velas sobre mi torta me asustaba, el tiempo pasa más rápido cuando
terminas la escuela. Alicia seguía con la ropa mojada, se había secado por
arriba con una toalla como yo. Catriel estaba muerto de sueño, sus ojos
estaban rojos y gastados, hacía fuerza para no dormirse y poder presenciar mi
cumpleaños. Apoyaba el codo sobre la mesa y con la mano se sostenía la
cabeza. León pasó a saludar y hablar un rato, pero mi madre lo convenció
para que se quedara, comprándolo con comida gratis.
– De todos modos, la gente alquila películas a la noche, ¿no es cierto? –le
dije intentando aliviar su preocupación por no abrir su videoclub a horario.
Una de las visitas que más me sorprendió fue la de Abril, aunque era
obvio que le iba a pesar sobre la consciencia lo que me había dicho esa
mañana. Abril podía ser la persona más cruel del mundo cuando quería, pero
su peor debilidad era lo rápido que el remordimiento la atacaba. No dijo nada,
sólo se quedó en la puerta quieta y extendió su brazo hacia mí, ofreciéndome
un sobre de cartulina verde. Dentro, había una foto mal cortada con una tijera,
una foto mía, de cuando tenía unos catorce años, y tenía un brazo que pasaba
por mi espalda.
– Tienes la otra mitad. La cortaste en la escuela y la tiraste a la basura. Es
la única foto que teníamos juntos, así que no podía dejarla en el cesto.
“Cierto”, pensé. Quería conservar una foto de ella para verla cuando me
sentía solo, pero no quería tener una imagen de nosotros dos juntos. Prefería
mirarla a ella sola, como si hubiera sido la chica con la que siempre fantaseé
y nunca me animé a hablarle, y no vernos juntos y felices para saber que
fracasé en el amor y que ya no había manera de regresar las cosas a cómo
eran antes.
Muchos dirían que había muy poca gente por tratarse de un cumpleaños:
mi familia, una especie de amigo y mi ex novia; pero prefería saber que había
poca gente que me quería y no mucha gente fingiendo quererme. Eso era
mejor que una botella de whisky con un surtido de pastillas dentro de ella,
lejos.
Mi madre encendió las veintiuna velas una por una con un fósforo, cada
vez más rápido para que la llama no llegara a quemarle los pulgares. Apagó
la luz de la cocina y todos comenzaron a cantarme el feliz cumpleaños al
unísono. Ese momento incómodo en el que no sabes qué hacer porque todos
están concentrados en ti, dirigiéndote sus miradas. “No me quiero imaginar
cómo será un casamiento”, pensé. No me quería sentir tan especial, así que
comencé a aplaudir y a cantar junto a ellos, como si el cumpleañero fuera
otro, de esa manera se sentía mejor. Cuando la canción llegó a su clímax,
todos comenzaron a aplaudir más rápido y más fuerte y llene mis pulmones
de aire para extinguir el incendio de todos mis años vividos, pero fui
interrumpido por Sofía.
– ¡Espera! Debes pedir un deseo –advirtió mientras me sacaba la boca de
la mano.
– ¿Y tú dónde aprendiste eso? –le pregunté sonriendo.
Hay dos deseos en ese momento, no uno: el que pedimos en voz alta, y el
que pedimos en silencio. Cuando ambos son el mismo, esa persona encontró
el equilibrio en su vida. Cerré los ojos y pedí para adentro que Sofía nunca se
fuera. Pero cuando enfrente las miradas de todos al abrir los ojos tuve que
pedir algo que no fuera imposible.
– Quiero… quiero ir a la universidad este año. Estuve pensando y voy a
estudiar medicina –y soplé las velas.
Por las caras podía decir que no todos me creyeron, pero es realmente lo
que quería. Lo venía planeando desde hacía un tiempo. Quería hacer algo con
mi vida, y supuse que ayudar a las de otros era lo indicado.
– Vaya que te has golpeado la cabeza muy fuerte en la playa –dijo Abril
con un tono irónico pero amistoso.

7
Cuando llegó la noche, Sofía y yo fuimos a bailar a un club nocturno
donde los vasos de whisky con dos hielos y las sofocantes bocanadas de
puros cubanos eran la prenda común de todos sus recurrentes. La música era
fina, con líneas de piano de jazz y el golpe de las cuerdas del contrabajo
chocando contra su diapasón. Los hombres estaban todos vestidos con
smokings blancos o negros, excepto yo que conservaba mi campera de cuero,
pero llevaba unos lustrosos zapatos de cuero. Las mujeres vestían relucientes
telas exóticas y brillantes, Sofía se camuflaba perfecto con su hermoso
vestido rojo. La única diferencia era que nosotros éramos carne fresca en
aquel lugar, donde todos parecían estar a mitad de sus treinta. No se nos negó
la entrada, pero el hombre de la recepción nos hizo un gesto suspicaz como si
no fuéramos a encajar allí. Todas las miradas se dirigían hacia nosotros, no
sólo por nuestra corta edad, sino porque no teníamos ni la más mínima idea
de qué estábamos bailando, pero lo intentábamos, y no nos importaba lo que
dijeran. La pista de baile era para nosotros solos. Las luces blancas que
emanaban de su superficie acrílica no nos dejaban ver nuestros rostros si nos
alejábamos dando pasos largos, por lo que intentábamos bailar más pegados.
Llevaba los labios pintados del mismo color que su vestido, al principio me
dio cosa besarla y permitir que los restos de su pintura quedaran impregnados
en mis labios, pero después de unos intentos dejó de importarme.
Nos cansamos de presumir nuestra juventud a los demás y fuimos a la
reserva. Un lugar muy solitario a esas horas donde podíamos estar tranquilos.
Sin decir una sola palabra, hicimos el amor sobre el pasto, sin importar que se
nos pegara la tierra a la piel y nos costaran un mundo quitárnosla luego, lo
cual era una de las cosas que más odiaba. No era fanático del sexo sucio al
aire libre, pero quería intentarlo. Se subió arriba de mis piernas y comenzó a
besarme como si fuera la última vez que me iba a ver… “oh, cierto, lo es”.
Levanté su vestido hasta dejar sus muslos desnudos, y comencé a quitar su
ropa interior despacio mientras mis labios se deslizaban por su cuello,
dejando un viscoso camino de saliva a su paso que brillaba a la luz de la luna.
Por un momento, no le quité la mirada de los ojos, le rogaba con mis
pensamientos “por favor, quédate”.
Hicimos una fogata con un encendedor y unas ramas secas y nos
sentamos sobre un tronco viejo. Ambos abrazados, con frío y llenos de arena.
Las despedidas son incómodas y duras para todos, nunca se te ocurre qué
decir en esos momentos. Fue una mala idea no dormir la noche anterior, los
párpados comenzaban a pesarme cada vez más. Sofía, en cambio, estaba
bastante lúcida, pensativa, con sus ojos marrones relejando la débil llama de
la fogata que parecía nunca crecer abiertos al cien por ciento. Estaba a punto
de caer dormido sobre su hombro, mientras le besaba un cachete haciendo
ruido, cuando finalmente abrió la boca.
– Gracias Thomas. Has sido el mejor guía que pude tener.
– Espero que hayas aprendido mucho sobre cómo es la vida aquí.
– Si, ahora sé lo que es el amor, y sé por qué les duele tanto.
– ¿Por qué?
– Porque no está destinado a durar toda una eternidad.
Las primeras lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas hasta quedar
atrapadas en la comisura de sus labios. No se las limpiaba, las dejaba allí,
como si le gustara saborear su sabor salado, el sabor del dolor. Era tarde para
mí, yo no iba a llorar, ya había aceptado que si la amaba debía dejarla ir.
– ¿Volverás alguna vez?
– No, no puedo –dijo entre sollozos–. Si tan sólo existiera una manera,
me quedaría aquí contigo, para siempre, aunque eso implicara morir en algún
punto de mi vida.
Cansado de escuchar tantas frases de su boca que no parecían formar el
más mínimo sentido alguno en mi cabeza, me dispuse a poner los puntos para
que dijera la verdad de una buena vez por todas pero sin presionarla lo
suficiente, ya que no quería que la despedida tuviera una pelea de último
minuto.
– Sofía, es suficiente. Sólo responde con un gesto, ¿Eres un ángel o no?
– Eso que ustedes llaman…
– ¿Eres o no? –dije elevando un poco la voz, pero rediciéndola en las
últimas vocales, arrepentido de haberlo hecho.
Se quedó unos segundos en silencio, mirándome a los ojos y asintió
lentamente con la cabeza, hacia arriba y luego hacia abajo.
– ¿Cómo es posible que seas real? ¿Por qué has venido a parar aquí?
– Siempre envidié a los humanos, y necesitaba unas vacaciones.
– Te amo –le dije con las palabras de corrido, rápido.
Sofía no sabía qué decir. Los labios le temblaban y su cara cada vez
estaba más pálida.
– Tú no me amas a mí… a mí. Nunca te olvidaré, te recordaré por toda
una eternidad.
Lo último que recuerdo es haber visto a Sofía sonriendo, y su imagen
perdiendo cada vez más contraste, mientras mi vista cada vez se volvía más
borrosa y perdía el conocimiento. Quería quedarme más tiempo con ella, pero
de alguna manera el sueño terminó por ganar.
Capítulo 10
1
– ¿Siguen despiertos? –pregunté al aire.
– Ve al grano. ¡Rápido! ¿Cómo has logrado entrar?
– ¿Qué pasa? ¿Se les acaba el tiempo?
Escuché como murmuraban, parecían enojados.
– ¡No te pases de listo, insolente! –gritó alguien a mis espaldas. Esta vez
volteé y si vi a alguien, a Virgilio. No se cansaba de perseguirme por todo el
más allá. Estaba obsesionado con atraparme por haber burlado su torpe
sistema de guardia–. ¿Adivina qué? ¡Aquí si puedo tocarte!
Alzo la guadaña y estaba preparado para lanzar el zarpazo. Como si fuera
poco no podía moverme.
– ¡Virgilio! –gritó uno de los “jueces”. No había duda que tenía un rango
mucho superior que el suyo, porque obedeció al instante.
Ojalá hubiera tenido una cámara para tomarle una foto a la cara de
frustración de Virgilio. Puso la cuchilla de la guadaña sobre su hombro
izquierdo y se sentó en uno de los tablones. Estaba muy enojado.
– ¡Es tu culpa que él esté en estos dominios!... Thomas Newton –pude
sentir cómo me señalaban con un dedo índice–. Termina ya, ¡rápido!
Me senté sobre el escritorio otra vez, pero esta vez de espaldas al estrado.
No quería perder de vista a Virgilio. Me clavaba con los ojos una mirada
asesina.
– Está bien. Cuando entré…

2
Es como despertar de un largo sueño, de esos que nunca sabes cuándo
quedaste dormido, ni en qué lugar. Sólo que en vez de despertar en una cama
despiertas flotando en un lugar donde, mires para donde mires, no se ve nada,
sólo un paredón negro, pero no por la oscuridad, porque puedes verte a ti
mismo como si estuvieras en un escenario en una obra de teatro y un reflector
estuviese apuntándote a ti. La cabeza duele, como la peor resaca del mundo.
Sientes tus huesos arder, como si el esqueleto fuese un armazón hecho de
brazas, consumiéndose lentamente hasta quedar hecho cenizas. Los pulmones
se quedan sin aire, sientes que te van a explotar y que vas a ahogarte, pero
una vez pasado lo peor, aprendes a vivir sin oxígeno. Te sientes como si
estuvieras desnudo, con frío, con la piel erizada con pequeños puntitos como
si fuera una pelota de basquetbol, aunque me miré y seguía vestido, con la
misma ropa que llevaba al momento del disparo. Quieres desplazarte pero no
puedes. Intentas remar con tus brazos, como si estuvieras bajo el agua, pero
no avanzas hacia ninguna dirección. En ese mismo momento, sientes como
toda tu vida pasa frente a tus ojos; el famoso rumor es cierto, pero pasa tan
rápido, en una milésima fracción de segundo, que sólo quedan algunas
imágenes en tu vista, de la misma manera que cuando miras algo fijo por
mucho tiempo y luego, al desviar la mirada, lo sigues viendo por pura magia
de la ilusión óptica. Sólo recuerdo haber visto a mi padre alzándome con sus
brazos extendidos hacia el cielo, intentando ofrecerme la fantasía de volar, y
la primera vez que besé a Sofía; ambas imágenes en tercera persona, como si
estuviera siendo un espectador de una película de mis propios recuerdos.
Una vez que terminé de reconstruir ambas imágenes con mi cabeza, todo
el escenario negro fue consumido por un resplandor cegador, tan brillante que
ni siquiera podía verme a mí mismo, sentía que me iba a quedar ciego. Es allí
cuando comencé a desplazarme, aunque yo no lo diría de esa manera. Yo
sentía que estaba quieto, mientras todo el entorno avanzaba sobre mí, a toda
velocidad. Vi destellos, estrellas, planetas, nebulosas, colas enteras de
galaxias, como si fuera un viaje a través del universo a la velocidad de la luz,
o inclusive más rápido, ya que veía cómo la luz quedaba retrasada detrás de
mí, y podía ver su trayecto como si fuera la cola de un cometa. Si alguna vez
volvía tenía suficiente como para contradecir a la iglesia y a Stephen
Hawking al mismo tiempo. El vacío no se veía negro, sino azul, como la
profundidad del océano, pero más brillante y metalizado. Sentía el viento
chocando en mi cara, volando mi pelo hacia atrás, pero cuando recordé que
en el espacio no había aire, el viento desapareció, de manera curiosa. La
imagen se fundió en sí misma, todos los cuerpos celestes desaparecieron y
sentí cómo era atraído por un fuerte campo gravitatorio, más bien como si
alguien me hubiera empujado desde un avión sin paracaídas. Ahora estaba
cayendo, a toda velocidad, y no podía ver el suelo. El impacto fue terrible,
seco y sin rebote. Sentí el peor dolor de toda mi vida, como si mis órganos se
hubiesen roto todos al mismo tiempo y tuviera miles de hemorragias internas,
pero fue sólo por un fragmento de segundo, desapareció al instante, y quedé
inconsciente.

3
La entrada al cielo, finalmente. No debería llamarlo cielo, es que en el
lugar del que vengo todo el mundo lo llama así, creyendo que se encuentra
arriba de nuestras cabezas, atravesando las fronteras del espacio, a millones y
millones de años luz. La verdad es que este lugar, que no debo llamar lugar
porque eso haría alusión a una ubicación en determinado espacio físico, no
queda ni abajo ni arriba nuestro. Es algo que está más allá de nuestra
capacidad cognitiva, y tal vez sea mejor de esa manera.
El viaje fue corto, aunque me pareció una eternidad, el tiempo es relativo.
Es una experiencia dolorosa, la piel quema, los ojos arden, los pulmones se
quedan sin aire y la luz al final del camino… bueno, eso es cierto. Luego de
un largo sueño, del cual no puedo recordar nada, aparecí acostado en el
césped. “No funcionó”, fue lo primero que pensé. Algo parecido a cuando
desperté en la reserva. Pero había algo raro en aquel lugar, algo que lo
diferenciaba de mi hogar.
El pasto tenía una textura muy suave y felpuda. Era de un color verde que
nunca antes había visto en mi vida, tenía brillo propio y estaba muy saturado,
con apariencia húmeda, se sentía como si me hubiera quedado dormido con la
cara apoyada sobre un oso de peluche gigante y hubiera transpirado durante
mis sueño. Los árboles estaban ubicados perfectamente, todos de tronco
flaco, largos y verticales, rectos sin una sola curva, paralelos entre sí, estaban
llenos de verdín en la corteza. En el horizonte, un resplandor ascendente se
filtraba entre los árboles, casi oculto, podía verlo sin lastimarme los ojos. No
había casi ningún sonido característico de una arboleda de la tierra, como lo
suelen ser el canto de los pájaros o el sonido del viento moviendo las ramas y
las hojas.
Lentamente, el dolor de cabeza desapareció. Me sentía muy ligero y
renovado, fue como volver a nacer. “¿Estoy vivo o estoy muerto?”, me
pregunté a mi mismo. Existía una gran probabilidad de que no lo hubiera
logrado. Nunca me había detenido a pensar a dónde iría uno cuando muere, y
si lo hubiera hecho, puedo asegurar que nunca se me hubiera cruzado por la
cabeza un lugar como éste, que no debo llamar lugar porque eso hace alusión
a un determinado espacio físico.
Pensé en que tal vez nunca podía regresar, y quedaría atrapado para
siempre en el mundo de los muertos, vivo. Sentí un poco de miedo al
respecto, pero nada de eso me importaba. También pensé en la posibilidad de
que me encontrara en un mundo gigante, casi infinito, en el cual nunca podría
encontrar a Sofía, o que las posibilidades de lograrlo serían de una en un
millón, pero para mí la posibilidad seguía existiendo.
Cuando me puse de pie, me costó retomar el equilibrio, me sentía un poco
mareado. Mirara para donde mirara, sólo veía pasto, resplandor y árboles. No
había un cielo celeste, sólo una extensión del resplandor. Di un giro completo
para analizar con más detalle dónde me encontraba, no había nadie, o eso me
pareció.
– Bienvenido –dijo una voz gruesa, adulta, un poco ronca y relajada. Miré
hacia todos lados, no sabía de dónde provenía–. Bienvenido a lo que los
griegos llamaban “Eliseos”, los vikingos “Valhalla” y los cristianos
“Paraíso”. Aunque ninguno de esos nombres es el correcto, ya que no tiene
nombre.
La voz me engañaba. Venía de mis espaldas, pero cuando volteaba, no
había nada. Me enloquecía.
– ¿Quién eres? –pregunté al aire, sin saber a quién dirigirme.
– Puedo decirte qué soy. Soy tu guía, aquel que te enseñará los conceptos
básicos sobre tu estadía en la eternidad y, una vez que entiendas todo,
desapareceré y seguiré con las millones de almas que llegan aquí por día
terrestre. ¿Quién soy? No tengo nombre. Pero dado a que los humanos tienen
la costumbre de ponerle un nombre a todo lo que ven y descubren, puedes
llamarme Virgilio. Será un nombre que te resultará familiarizado con mi
labor, o al menos eso puedo saber desde tus pensamientos.
“¿No tiene nombre? No otra vez”, deduje que, al parecer, todos los seres
de aquel mundo no llevaban nombres, me preguntaba cómo hacían para
comunicarse e identificarse entre sí.
– Pero… Virgilio era quien guiaba a Dante en el infierno… ¿Estoy en el
lugar al que va la gente mala?
– ¡Ay, humanos! –dijo en tono burlón, resoplando. Su denso aire de
ironía delataba que estaba cansado de su trabajo–. Aquí no hay jueces, ni
dioses que hayan creado el universo ni nada por el estilo. Lamento
comunicarte que nada de lo que dicen las religiones terrestres es cierto, son
sólo cuentos que dejan moralejas, cuentos que la gente interpretó de manera
equivocada, cuentos creados para infundir miedo y regular las conductas
sociales de los humanos… la muerte es un arma, señor Newton.
– ¿La muerte es qué? –pregunté confundido.
– La muerte es un arma, un concepto que utilizan los humanos para
controlar a los demás. “No hagan esto o, cuando mueran, serán condenados a
una eternidad de sufrimiento y padecimiento” –gritaba imitando a un humano
codicioso en medio de un discurso religioso–. Aquellos a los que les gusta
jugar a ser dioses en el mundo de los vivos… no te preocupes, nada de ello
rige aquí. A demás… tengo por entendido que tú eres ateo, y no se supone
que deba darte una clase sobre teología, ya que eso es algo que les incumbe a
los vivos.
– ¿O sea que aquí vienen todas las personas que mueren, sin importar lo
que hayan hecho durante sus vidas?
– Si. Lamentablemente, si.
Me cansé de mirar hacia todos lados, tratando de encontrarme cara a cara
con mi interlocutor, así que me senté de cuclillas sobre el pasto.
– No se me informó cuál fue la causa de tu muerte.
“Tal vez porque no me morí, imbécil”, pensé, pero callé mi mente al
instante ya que, por lo que dijo de mis pensamientos sobre Virgilio, creía que
podía leer mi mente. No sé por qué, pero tuve miedo de confesar que estaba
vivo, o de preguntar si estaba vivo o muerto, así que inventé una causa, muy
similar a la que me llevó a aquel lugar.
– Caí a un pozo muy profundo y… la luz se apagó. –respondí haciendo un
gesto de la estampada con las manos.
– Cosas que pasan –dijo de manera irónica.
– ¿Por qué no hay otros… muertos aquí?
– Porque este es tu espacio, el lugar que creó tu imaginación. Puedes
modularlo a tu gusto. Aquí las leyes de la física no existen, puedes hacer lo
que quieras, lo que imagines, todo es posible.
– Creo que está bien así –dije de manera sospechosa.
– Inténtalo.
Imaginé que los árboles desaparecían, y lo hicieron, se desvanecieron
lentamente, quedando devorados por el resplandor. Miré hacia arriba e
imaginé el cielo anaranjado con nubes rosadas, muy similar a un atardecer.
No podía creer que mi mente pudiera hacer todo eso, era muy placentero.
Rompí con la llanura del pasto agregando un profundo acantilado frente a mí,
los pedazos de tierra caían y se disolvían antes de llegar a la arena, que
pertenecía a una playa que me gustaba. Era todo muy similar a lugares en los
que ya había estado en la tierra.
– ¿Es cierto que… todas mis preguntas y dudas existenciales serán
respondidas?
– ¿Tú qué crees? –apareció Virgilio a mi lado. Un hombre que medía algo
así como un metro noventa, robusto, con una túnica negra que no dejaba ver
sus pies. Tenía el pelo negro largo lacio peinado hacia atrás, una nariz gruesa
muy poligonal y violenta, los ojos de un color marrón avellano casi rojo y el
mentón partido muy prominente. Su expresión era seria y fría, como bien
había dicho: no parecía muy feliz con su trabajo.
– ¿Tú eres Virgilio?
– Si, o al menos una representación gráfica de lo que tu imaginación
interpreta sobre mi imagen. Esto es como en los sueños; no puedes soñar con
una cara que nunca hayas visto antes. No todos me ven de la misma manera,
y no me arriesgaría a preguntar qué estás viendo en este momento –sus
palabras sonaban malhumoradas, secas y cortantes.
Con mi memoria, hice aparecer un banco de madera, de espaldas al
acantilado, y me senté. Virgilio se quedó parado frente a mí.
– ¿Y cómo hago para ver a los demás? ¿Puedo entrar en el espacio de
otros seres?
– Por supuesto. De hecho, hay muchos espacios de reunión, donde se
juntan muchos seres e intercambian sus pensamientos.
Pensé en mi padre. Quería verlo. Aunque en parte no, ya que al verme
allí, lo interpretaría como que fallecí, y eso lo pondría triste. Creo que la
mayor parte de mis ganas se debía a las conversaciones que había tenido con
Sofía, ella quería que hablara con mi padre. De todos modos, quería saber
dónde estaba.
– ¿Entonces puedo encontrarme con mi padre?
– Como poder se puede, todo es posible. Pero… para ser sincero, es como
encontrar una aguja en un pajar. ¿Te haces una idea de qué tan grande es
esto?
– No lo sé, tú dime.
– Tu mente no está preparada para comprenderlo, no eres un ser capaz de
hacerlo. No comprendes el infinito, la eternidad, lo inimaginable... Este lugar,
palabra que no utilizaría para definirlo, es algo muy parecido a lo que algunos
físicos de tu planeta llegaron a aproximarse con sus teorías: un universo
paralelo, otra dimensión. O lo que algunos filósofos denominaron como el
mundo de las ideas.
– ¿Puedo volver a la Tierra?
– No. Es una de las pocas cosas imposibles que existen aquí.
“Rayos”, pensé. Me preguntaba cómo haría para volver. Si no lo lograba,
por lo menos quería encontrar a Sofía y pasar el resto de mi eternidad junto a
ella. Pero aquello de “una aguja en un pajar” no alimentaba mucho mis
esperanzas.
– ¿Dónde estás? –suspiré, en forma de soliloquio.
– ¿Dónde está quién? –preguntó Virgilio confuso.
¿Era una buena idea preguntarle? Por algún motivo, me pareció que no.
No se veía nada amistoso, y además, la gitana me había contado sobre las
reglas divinas respecto a la relación entre seres mortales y seres del más allá:
estaban estrictamente prohibidas y no eran muy bien vistas entre ellos.
Probablemente, si preguntaba sobre Sofía, hubiera desatado alguna especie de
mal.
– ¿Puedes llevarme a un espacio compartido para conocer a otros seres?
– Por supuesto –respondió Virgilio ofreciéndome su mano. Cuando la
tomé, algo extraño sucedió.
Un choque eléctrico impidió que hiciéramos contacto. Yo sentí un ligero
cosquilleo, pero Virgilio parecía haberse llevado la peor parte. Tenía la cara
horrorizada, pálida, como si hubiera visto a un fantasma. Sus párpados
dejaron al descubierto sus ojos rojizos ante el asombro. Se miró la mano,
asustado, sin comprender lo que sucedió. Sus labios temblaban, no podía ser
nada bueno.
– ¡Es imposible, tú eres un ser que está vivo! –dijo casi a los gritos.
“Sabía que no podía ser algo bueno”, pensé. Las cosas se pusieron peor
cuando, en las manos de Virgilio, apareció de la nada una enorme guadaña
con una hoja muy afilada. Tenía la cara furiosa, llena de rabia y el sudor de su
frente atrapado entre las arrugas formadas por su gesto de odio.
– ¡¿Cómo es posible?! –gritó.
“Hora de correr”, me dije a mi mismo, y salí disparado hacia mi
salvación, a la cual no sabía cómo llegar. La guadaña pasó a centímetros de
mi espalda, quedando la punta de su hoja enterrada en el pasto. Volteé y vi a
Virgilio intentando sacarla. Corrí sin parar.
Corrí hacia la playa, caí del acantilado sin importarme si sobrevivía o no
al impacto. Por suerte, no pasó nada. A medida que caía sentía cómo flotaba,
mi cuerpo cada vez más ligero descendió hasta hacer contacto con la arena
como si fuera una pluma. Luego, seguí por la orilla del mar a toda velocidad,
cada vez más rápido, a una velocidad humanamente imposible. No sentía
desgaste ni la sensación de quedarse sin aire por esprintar a toda velocidad, y
no se debía sólo a la adrenalina que corría por mis venas en ese momento de
riesgo, sino porque estaba en un lugar en el que las leyes de la física no
existían. Entonces supuse que podía dar grandes saltos, y comencé a
desplazarme de a brincos, como si la gravedad fuera muy débil o,
directamente, no existiera. La sensación de vértigo lentamente desaparecía.
– ¡Espera, vuelve aquí! –gritaba Virgilio de manera furiosa.
Allí, víctima del miedo, comprendí que, si podía dar tamaños saltos,
también podía volar, y lo logré. Levitaba sobre el mar, hacia el horizonte,
impulsado como si tuviera un cohete en mi espalda, dejando una estela de
espuma blanca a mi paso. Rompía el agua con una mano, era una de las cosas
más divertidas que había hecho en toda mi vida. El miedo desapareció.
Detrás de mí, la playa se hacía cada vez más pequeña. Virgilio, parado en la
orilla, maldecía cosas que no podía escuchar.

3
Uno de los jueces comenzó a reír. A Virgilio no le gustaba para nada. La
vena que recorría su sien derecha iba a explotar. Sin embargo, se limitó
quedarse callado.
– No puede tocarme porque estoy vivo, ¿verdad?
– No. Es por otro motivo.
Esperé un rato, pero no me dijeron cuál era ese motivo.
– ¿Has vuelto a tener otro encuentro con Virgilio?
– Claro… cuando encontré a mi padre en su mundo.

4
Cuando volvimos a vernos, nos abrazamos, ambos dejando lágrimas
sobre el hombro del otro. Mi padre y yo, claro… no me refería a Virgilio.
Dijeron que era imposible, que era como encontrar una aguja en el pajar, y lo
había logrado.
Nunca creí volver a ver a mi padre. Había olvidado que era escritor, tenía
varios libros publicados pero nunca logró hacerse un nombre fuerte en el
ambiente. Además de los libros de autoayuda que escribió a comienzos de su
carrera, tenía un su haber numerosas novelas de suspenso. Nunca me atreví a
decirle que sus textos me parecían un plagio implícito a Stephen King. Pero
durante los últimos meses de su vida, enfocó su escritura hacia un estilo más
metafísico y ficticio. Nunca quiso dar muchos detalles al respecto, y se
encerraba en su estudio, que era una parte del sótano detrás de un biombo y
mejor decorada, todas las noches a escribir hasta altas horas de la madrugada
mientras intentaba que las ideas llegaran a su cabeza deleitándose con un
vaso de whisky añejo con dos cubos de hielo. Mi madre no quería que
entráramos en su estudio, y cuando murió se dedicó a conservar todo tal y
cómo estaba en él; tengo la sospecha que sigue sobre el escritorio el vaso con
un poco de whisky aguado por el hielo, pero como respetaba sus caprichos
nunca entré a averiguarlo. Una vez logré sacarle algunas palabras de la trama
de su nuevo libro: “trata de un hombre que muere”; era muy reservado con
sus trabajos. Al parecer, el fin de la vida no era suficiente como para acabar
con su apetito de escritura.
– Creía que no volvería a verte jamás.
– No estoy muerto, papá –le dije mientras me desprendía de su fuerte
abrazo para poder verlo a los ojos. Ahora que podía verlo de cerca descubrí
que las canas de sus patillas no habían desaparecido–. ¿Qué estás
escribiendo?
– Nada en especial. Cosas sin principio y sin fin. Textos sobre ángeles y
otros seres de este mundo… ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Eres producto
de mi imaginación? –preguntó asustado.
– No estoy seguro. Todo es posible, ya nada me sorprende.
Un pequeño mueble de madera oscura apareció detrás de mi padre. Abrió
la puerta y dentro de él había toda clase de licores y dos vasos de vidrio
octogonales. Alegre, y de manera rápida, sirvió algo anaranjado en los dos.
– Esto hay que celebrarlo. Nunca tuve el placer de beber un trago con mi
hijo una vez hecho hombre –dijo mientras me alcanzaba el vaso a la mano y
aparecían cubos de hielo dentro de él. Lo miré con algo de desconfianza.
– No es real… así que no tendrá efecto, ¿cuál es la gracia?
– Bueno… puedo recordar el efecto que producía el alcohol e imaginar
que sucede –sonrió entre dientes. Siempre tenía una respuesta para todo.
Sentados en el pasto, sobre miles de hojas escritas y libros hablamos
sobre nuestra familia, los mejores recuerdos que teníamos juntos y aquellos
en los que él no estuvo presente debido a su partida. Amaba escuchar cada
detalle sobre la vida de Melanie, mi madre, aunque sintió algo de pena al
saber que su vida se había vuelto un círculo vicioso de numerosos novios y
barbitúricos luego del accidente, aunque ya se lo imaginaba. Mi madre
siempre fue muy propensa a las recaídas de ánimo, ya fuera porque un
pariente se iba a vivir lejos o incluso por ver una película dramática de bajo
presupuesto; así que imagínense cómo la afectó la muerte de su esposo.
Aunque disfracé un poco su situación, no mencionando detalles precisos y
vergonzosos.
Llevábamos tanto tiempo hablando que había perdido la noción del
tiempo, más allá de que el tiempo no existía en aquel lugar. Casi olvido el
verdadero objetivo por el cual había ido a visitarlo a ese misterioso bosque.
Debía encontrar la manera de decírselo sin sonar egoísta y desinteresado, que
eran los adjetivos que más se apegaban a mi personalidad después de todo.
De todos modos, la verdad era que no había entrado al mundo de los muertos
para visitarlo a él, sino para encontrar a Sofía.
– Escribes sobre ángeles… ¿cómo es el tuyo? –pregunté finalmente,
luego de juntar el coraje suficiente.
– Bueno, ella es… –me echó una mirada suspicaz, levantando una ceja
más que la otra, yo no heredé esa capacidad–. No ha pasado por aquí en un
largo… bueno, el tiempo no existe, así que no sabría decirte –dijo mientras
sacaba un reloj de bolsillo de sus pantalones, en el cual las agujas estaban
detenidas a las dos y cuarto.
– ¿Tienes idea de qué le pasó?
– Ha ido de vacaciones en la Tierra, pero tengo por entendido que ya
volvió… les he enviado una inmensa cantidad de mensajes, nunca dejé de
hacerlo. A Catriel, Alicia, tu madre, tú… pero tengo la sospecha de que
nunca lograron interpretarlos. A veces no entiendo por qué los ángeles
simplemente no escriben los mensajes en un papel y los dejan en el buzón de
las personas vivas… sospecho que se debe a que no quieren que haya
comunicación entre nuestros mundos.
Padre e hijo. Teníamos esa clase de comunicación en la cual no hacía
falta mediar con palabras. Sabía que estaba escondiendo algo, y el ya se había
percatado de mi sospecha sobre ello. Se pellizcaba la nariz, tal y como yo lo
hacía todo el tiempo, como si los tics fueran hereditarios, sólo que este tenía
una diferencia: él lo hacía sólo cuando estaba mintiendo. Eso y mirar para
abajo: cuando mi padre miraba para abajo, estaba mintiendo; cuando miraba
para arriba, no sabía la respuesta, según decía mi madre en su ausencia.
– Es curioso porque… tu ángel estuvo viviendo en nuestra casa esta
última semana. Desapareció de un día para el otro… ¿Tú la has enviado?
Mi padre se quitó los anteojos. Echó su aliento sobre los lentes y
comenzó a pulirlos con un trapo de lana. Estaba serio y no me dirigía la
mirada.
– Sí y no.
Cómo odiaba ese tipo de respuesta. Eso o cuando me respondían con una
pregunta.
– ¡Las respuestas son o afirmativas o negativas! –dije exaltado.
– Bueno… pues en este mundo, todo es posible –sonrió–. Déjame
contarte cómo fue mi experiencia al llegar aquí. Fui recibido por un ser
arrogante y antipático que me dio la noticia: “estás muerto”. Muerto, exiliado
de la vida, separado por el resto de la eternidad de mi familia, fue uno de los
peores dolores que pueden existir en todo el universo. Me costó mucho
acostumbrarme a usar mi mente… Si caminamos, en este mundo, es porque
nuestra mente recrea la ley de la gravedad. De lo contrario, flotaríamos todo
el tiempo. Todo es a nuestra elección, podemos hacer lo que queramos por el
resto de la eternidad. ¿Pero sabes qué? Luego de un tiempo aburre. Aburre y
es triste, porque lo único que quieres es lo único que no puedes tener.
Entonces me aislé en mi propio mundo. No tolero compartir mi espacio con
otros espíritus; todos disfrutan de su eterna estadía y me lo refriegan en la
cara, son huecos. Nadie nunca viene a visitarme, excepto mi ángel, claro.
Apareció un día… o un “lo que sea” diciendo que entregaría mensajes a
quién quiera en el mundo de los vivos. Así que hice mi primer intento. El
mensaje era para ti: “cuida a tus hermanos y a tu madre”. No estoy seguro de
cómo habrás recibido el mensaje, pero no puedo quejarme por tu trabajo con
ellos. Los veo todo el tiempo desde aquí arriba, o desde “donde sea”. Sé muy
bien que, a pesar de ser distante con ellos, los amas, no tengo la más mínima
duda. Como no tenía con quién hablar de todas esas cosas que pasaban por mi
cabeza, entablé una extraña relación amistosa con este ángel. Son seres muy
absorbentes, aprenden muy rápido. Al principio era fría, callada, insípida…
luego de repetidas visitas su condición se humanizó cada vez más. Hacía
gestos al hablar, sonreía, movía sus cejas… pero no dejaba de ser una
imitación de mi persona. Luego descubrí que estos seres no tienen
sentimientos, viven toda su eternidad sin experimentar algo parecido a ellos.
Pero yo estaba convencido de que no era así. Este ángel despertó una gran
curiosidad por los sentimientos humanos en su interior, y allí fue cuando me
di cuenta que no soy tan bueno describiendo sentimientos con palabras como
creía. Y nunca dejaba de hacer preguntas al respecto. De alguna manera,
convenció a sus superiores de que le dieran unas vacaciones en la Tierra.
Cuando vi desde aquí que estaba contigo… no podía creerlo, ¿cómo pueden
existir coincidencias tan astronómicas?
– Entonces… ¿No fuiste tú quien la envió?
Negó con la cabeza. Obviamente que le creía, sus palabras sonaban
sinceras para mí. Además, era mi padre, no tenía motivo alguno para
introducir a un ángel en mi vida, y en el remoto caso de que lo tuviera, debía
de ser uno muy bueno.
– ¿Puedes vernos desde aquí?
– Todos los días de tu vida.
Me avergonzaba el hecho de que hubiera visto ciertas situaciones de mi
vida como si se tratara de un cine, algunas más cotidianas que otras, como
drogarme, alcoholizarme, pelear a puño limpio con algún idiota o tener sexo
con quien se me cruzara en el camino. Por las dudas no le pregunté qué vio.
– Por más cursi que suene, me enamoré de ella, papá. Como habrás
podido ver desde aquí.
Mi padre echó una carcajada seca, pero sin el característico tono burlón.
No se burlaba de mí, sino de la situación.
– Thomas, tú no estás enamorado de ella.
– ¿Cómo sabes lo que siento? Tú mismo dijiste que no puedes describir
los sentimientos –argumenté enojado.
– No es lo que tú crees, sólo que…
Ambos fuimos interrumpidos por una presencia no grata. Un torbellino de
humo negro apareció a unos metros de nuestra ubicación, volando las hojas
en todas direcciones hasta que en su centro apareció una silueta humana.
Nadie había invitado a la fiesta a Virgilio. Tenía la guadaña, afilada y
preparada en sus manos. Tal vez no había ninguna guadaña, y sólo era la
representación gráfica que mi mente creaba sobre la muerte; además, esa
túnica negra lo hacía parecer una parca. “Se terminó la fiesta”, pensé. Estaba
asustado y mi imaginación no me permitía escapar, estaba bloqueado.
– Siento interrumpir su reencuentro, familia Newton. Vengo en son de
paz –dijo con su aire antipático al ver el miedo que denotaba de mi cara.
– ¿Qué demonios quieres, Virgilio? –mi padre intentó defenderme.
– No, no tengo ningún problema contigo, Gabriel. Es tu hijo. Ha violado
todo tipo de leyes divinas a su paso por este mundo, y es hora de que vuelva a
vivir el resto de su vida donde corresponde –dijo extendiendo su mano, su
garra huesuda.
Mientras me encontraba bloqueado, sin saber qué hacer, mi padre intentó
preguntarme con su mirada qué debía hacer.
– Debes volver a la Tierra, no perteneces a este lugar. Ven conmigo, te lo
pido por las buenas. Limpiaré todo este desastre y nada de esto habrá pasado.
Virgilio estaba dispuesto a negociar. Supuse que si quisiera matarme o
algo mucho peor, ya lo habría hecho. A pesar de que se trataba de un ser tan
arrogante y malhumorado como él mismo, había buenas intenciones en sus
actos. Mi padre dijo algo sobre unos tales “superiores” que autorizaron las
vacaciones de Sofía en la Tierra. Tal vez, Virgilio estaba subordinado hacia
ellos y se las iba a ver muy oscuras si no resolvía mi problema, mi
intromisión en el mundo de los muertos.
No quería meter en problemas a mi padre, ni a Sofía ni a nadie. Pensé que
había llegado muy lejos, y ya era hora de retirarme. Estaba haciendo algo que
nunca nadie en la historia había hecho, y no tenía ni la más mínima idea de
cómo hacerlo. Podía que todo estuviera escrito, y tuviera que aceptar que
nunca volvería a ver a Sofía, que ella no era para mí y que debía seguir
adelante con mi vida. ¿Cómo podía ser tan ciego y tan estúpido por una chica
cuando las hay de a millones en la Tierra? “Se acabó”, me dije a mi mismo,
“al menos pude volver a ver a mi padre”. Acerqué mi mano a Virgilio,
despacio y con un poco de duda en mis movimientos sin quitarle la mirada de
los ojos, desconfiado.
– Lo siento, papá… algún día volveré –le dije con un nudo en la garganta,
con algo de dificultad para pronunciar las palabras.
Cuando mis dedos apenas tocaron los suyos, Virgilio sintió una descarga
eléctrica, podía ver una especie de rayos azules y violeta a través de su piel,
recorriendo sus arterias y desembocando en sus ojos. Cayó al piso de rodillas,
y comenzó a apretarse las costillas con una mano en su corazón, o donde se
suponía que debía de haber uno. Las arrugas de sus mejillas no dibujaban el
miedo, sino la preocupación por no saber lo que estaba ocurriendo. Parecía
tratarse de un ser poderoso que nunca en su eternidad había experimentado
algo parecido al dolor.
– Parece que las cosas van a ser más complicadas de lo que planeaba –
dijo con una sonrisa irónica entre dientes, mirando hacia el piso.
– No puedes tocarlo, Virgilio –dijo Wendy, salida de la nada, mientras lo
señalaba con el dedo índice–. No puedes cambiar lo que está escrito.
Virgilio se levantó y sacudió su túnica, echando una mirada maliciosa a
Wendy. Lucía más amargado de lo normal.
– ¿Escrito? ¿Cómo podría esto estar escrito? ¡Esto es una locura! Ustedes
y sus viajes a la Tierra van a llevar a la destrucción nuestro universo…
“Más cínico imposible”.
– ¿No se te ocurrió que alguien pudo modificarlo a su gusto?
– Estúpidos… –Virgilio comenzó a reírse de manera poco a amistosa–.
No crean que todo esto les será perdonado tan fácilmente –sin más nada que
decir, desapareció de la escena dejando una fina capa de humo negro. Sus
amenazas me sonaban muy “humanas”.
– Yo sólo quería que mi familia permaneciera unida… –murmuró mi
padre entre dientes, pero lo suficientemente fuerte para quitarle el sentido de
soliloquio–. Ese fue mi último mensaje… y al parecer, de una manera u otra,
ha llegado a su destinatario: tú. Pero… no quería que te metieras en
problemas por ello.
Aun después de muerto, mi padre seguía intentando evitar que me metiera
en problemas. Pero esta vez era inevitable. Esa fue su manera de admitir que
había mentido, y confesar que fue él quien envió a Sofía. Podía ver en sus
ojos cómo se moría nuevamente rogando que lo perdonara. Por supuesto que
lo perdonaba. ¿Cómo podía culparlo por enviarme a un ángel?
– Thomas, debemos irnos. Sé dónde está.
No la miré a la cara, estaba ocupado abrazando a mi padre, dándole un
último abrazo de despedida, como si no nos volviéramos a ver nunca.
– El destino me llama –dije irónicamente.
Ambos estábamos seguros de que, tarde o temprano, yo iba a morir y que
tal vez el destino volvería a juntarnos. Pero, citando su propia frase: “la gente
no está segura de nada, por eso compra seguros”.
Wendy me tomó de la mano y ambos nos desvanecimos. Todo quedó
fundido en una luz blanca brillante, muy parecida al resplandor que se
encontraba en el cielo de mi espacio. A lo lejos, veía pequeños y débiles
haces de luz que iban reconstruyendo un nuevo escenario.
– ¿Dónde está?
Wendy no respondió.
Capítulo 11
1
Los “jueces” murmuraron y emitieron una orden.
– ¡Virgilio! –El mismo se puso de pie–. Ve a traerla.
“Perfecto”, pensé. Todo indicaba que los “jueces” se estaban
convenciendo con mi historia, y la balanza de la justicia estaba a mi favor.
Virgilio se teletransportó, dejando una fina capa de humo negro tras su
desaparición.
Una sonrisa se dibujó en mi cara sin que me diera cuenta.
– No cantes victoria, Thomas Newton. Aún nos debes muchas respuestas.
¿Qué fue lo que te dijo Wendy? ¿Ella te trajo hasta aquí?
Asentí con la cabeza. Sabía que me iba a arrepentir, pero no pude
resistirme.
– Hasta aquí no, su señoría. Aquí hace alusión a un determinado espacio
físico. Hasta estos dominios.
Se produjo un silencio.
– Error mío.
– No ha problema. Equivocarse es de humano.

2
Estaba con Wendy, ella me tomaba de la mano, en medio de una infinidad
blanca. Diría que era la nada pero… había blanco, y un color es algo. Wendy
estaba más nerviosa que yo. Sus brazos temblaban, y sus labios vibraban,
como si estuviera tomando aliento para comenzar a hablar.
– Escucha con mucha atención, Thomas Newton, porque puede que no
vuelva a repetir esto.
Hice un gesto intentando responder “soy todo oídos”.
– Los ángeles visitamos el mundo de los vivos constantemente. Pero casi
siempre por trabajo. Es un trabajo agotador, y estamos destinados a hacerlo
por toda la eternidad. En raras ocasiones, se nos conceden unas vacaciones, y
la mayoría elegimos la Tierra. Pero cada vez que lo hacemos, necesitamos un
guía, un humano que encontramos escrito en el Designio Divino, una especie
de elegido. Antes de partir, hacemos un juramento de no alterar la vida de los
seres vivos y nunca revelar nuestra identidad. Como sabrás, no somos seres
materiales: somos seres espirituales. Así que para materializarnos en el
mundo de los vivos necesitamos un cuerpo, el cual tomamos “prestado”, y
también está escrito en el Designio Divino.
– ¿Qué es el Designio Divino? –pregunté, aunque ya me formaba una
idea en la cabeza al respecto.
– El Designio Divino es el libro donde está escrita la vida de cada ser
vivo de todos los universos, del principio al fin, y todo lo que sucederá. Es el
orden del universo, escrito antes de que el tiempo existiera. Te cuento un
secreto, y prometes no decirle a nadie cuando regreses a la Tierra: la historia
del universo es cíclica. Todo sucede una y otra y otra vez –dibujó con sus
dedos en el aire un recorrido similar al símbolo infinito–. El universo
comienza, o mejor dicho, siempre vuelve a comenzar, con una gran explosión
que ustedes los humanos llaman “Big Bang”. Es cierto, así fue cómo pasó.
Antes de esa explosión el tiempo no existía, y toda la materia desparramada
por el universo en la actualidad estaba concentrada en un solo conglomerado.
Debido a la explosión, comenzó la expansión. Pero gracias a la gravedad que
generan los cuerpos, llegará un punto en que el universo dejará de expandirse
para comenzar a contraerse y volver otra vez al punto cero. Todo sucede una
y otra vez. Así que los superiores, a media que el tiempo pasaba en el mundo
de los vivos, escribieron el Designio Divino: una especie de enciclopedia que
contiene el destino de cada ser vivo y todos los hechos que ocurren a lo largo
de la historia. Es imposible alterarlo. Bueno… tal vez debamos replantearnos
eso. Sofía demostró que si es posible. Te cuento otro secreto: todos los
ángeles fuimos humanos alguna vez, sólo que no lo recordamos. Sofía es la
más humana que conozco, y nunca me resultó extraño que estuviera
obsesionada con el amor. El Designio Divino está dividido por capítulos. Hay
un apartado con un tema que la obsesionaba aun más: el amor a primera vista.
Así que ignoró el destino y eligió el cuerpo de una humana que había
experimentado el amor a primera vista en la Tierra el sábado 25 de junio de
1995. Increíblemente lo logró, burló el Designio Divino, y ahora temo lo
peor.
Digamos que entendí una parte de todo lo que dijo.
– ¿Qué es lo peor que podría suceder?
– Imagina que la condenen a sufrir por el resto de la eternidad en medio
de la nada… o que, debido a esa falla en el Designio Divino, se corra la voz
de que no todo es tan rígido como parece y se desate una anarquía en el Más
Allá. Esas cosas ponen en peligro la existencia de todos los universos.
Podríamos desaparecer del cosmos.
“Amor a primera vista”, me quedé atrapado en ese término. Nunca había
creído en tal cosa. ¿Cómo puedes enamorarte de alguien la primera vez que lo
ves y sin conocerlo? Es imposible.
– Debes rescatar a Sofía, Thomas. Estoy segura de que sus intenciones
eran buenas.
En el escenario apareció una especie de bosque nocturno con un río
angosto en el medio, y un pequeño bote con dos remos a los costados. Todo
estaba cubierto por una espesa neblina, y casi no había luz, sólo el brillo que
reflectaba un satélite parecido a la luna, pero más rosado.
– Al final de este río tendrás una oportunidad de convencer a los
Superiores de que perdonen a Sofía y que te devuelvan lo que te pertenece.
Son muy estrictos, ten cuidado con lo que dices y no dices. ¡Oh, casi lo
olvidaba! –desabrochó de su cuello un collar, del cual pendía un medallón
dorado con un símbolo grabado en el centro: el símbolo infinito–. Sin esto no
podrás atravesar el universo. Tu cuerpo ardería hasta desintegrarse.
Se acercó y me lo abrochó al cuello. Podía sentir sus dedos fríos en mi
nuca. Estaba nerviosa, así que le llevó un par de intentos abrocharlo.
– ¿Cómo hago para salvarla?
– Si lo que realmente sientes por ella es amor, todo saldrá bien. Estoy
convencida de que es así –sonrió–.
Subí al bote, creyendo en ella, hasta la última palabra que dijo. El agua
del río era más espesa de lo normal, fangosa. Sólo me permitía remar
despacio. A medida que avanzaba, analizaba en mi cabeza todas las palabras
de Wendy.

3
– ¿Devolver lo que te pertenece? –preguntó uno de los jueces con un tono
burlón–. No hay dudas de que has llegado hasta estos dominios gracias al
amor que sientes, pero tú no amas a ningún ángel, mi querido humano.
No entendía a lo que se refería. Me puse de pie para ver si así lograba
entenderlo mejor.
– No lo recuerdas… ¿Sabes por qué padeciste un cuadro de amnesia?
Negué con la cabeza. Tenía miedo de la respuesta.
– Porque el universo es cíclico. Si vuelves, esto nunca habrá sucedido.
La frente comenzó a dolerme. En el mismo lugar donde tenía el golpe con
el que desperté en la reserva, junto a Sofía.
– ¿O sea que ustedes pueden decirme qué pasó en ese fin de semana que
no recuerdo?
– Mucho mejor… podemos hacer que lo recuerdes tú mismo.
Mis sienes sintieron como si dos agujas las penetraran. Al principio
ardían, pero luego desaparecía. Caí al piso, paralizado, ni siquiera sentí el
dolor del impacto. Sentí la mente relajada, clara. No tenía que esforzarme
para acceder a mis recuerdos.

4
A pesar de lo que me había dicho Sofía, no me sentía una de las personas
más afortunadas de la Tierra. Tal vez el problema era que no lo sabía, me
sentía vacío. Mi vida estaba llena de pequeños problemas que tenían
soluciones simples, pero prefería dejarlos ahí, presentes, sin resolver, y
preocuparme un mundo por ellos. Lo hacía para castigarme, me odiaba por
no ser el hijo ejemplar, el hermano ejemplar o el novio perfecto. Entonces…
decidí solucionarlo todo de una manera rápida y sencilla. Un día al atardecer,
salí de mi habitación sin hacer el más mínimo ruido y me escabullí por la
puerta trasera para no alertar a nadie de mi salida. Me fui sin dejar una nota
siquiera. Caminé por los rincones más solitarios de las calles hasta llegar al
puente que pasa por arriba de las vías del tren, ese al que irónicamente llamo
“puente inter dimensional”, acompañado por mi propia soledad. Solía
cruzarlo con mi padre cuando iba a la plaza del otro lado a acompañarlo a que
tocara la guitarra al aire libre, amaba la música. Crease o no, hasta un puente
de mierda puede traerte buenos recuerdos, y creí que sería muy poético saltar
desde allí.
El sábado 25 de junio de 1995 salí a la calle con un solo motivo,
suicidarme. Iba a hacerlo, estaba totalmente convencido. No había dejado
ninguna clase de nota, ni lo había hablado con nadie. El verdadero suicida
nunca anuncia su muerte.
El puente ya no era como antes. Estaba bastante maltrecho, se caía a
pedazos. Son treinta y cinco escalones para subir a un camino muy angosto,
rodeado de un alambrado oxidado que teóricamente se encuentra allí para
evitar que la gente caiga. Las luces que cuelgan del techo de chapa que cubre
su recorrido –chapa también oxidada y llena de agujeros, de modo que
cuando llueve te mojas de todos modos– no funcionan, así que a la noche
muy poca gente se atreve a cruzarlo. Con mis amigos lo llamábamos “el
puente inter dimensional” porque decíamos que era tan aterrador que, al
cruzarlo, nos transportaba a otro mundo: el lado norte de la ciudad.
Podía ver al tren aproximarse. Estaría a unos quinientos metros. Ya estaba
preparado. Había abierto un espacio entre el alambrado para poder saltar, de
modo que si no me mataba la caída, el tren terminaría el trabajo. Estaba harto
de la vida, no me llevaba a ningún lado más que hacia la lenta
autodestrucción, así que la estaba apurando. Cuando mi madre me decía que
quería nietos yo le decía que de ninguna manera iba a traer más vida a este
mundo, porque la vida me parecía una mierda.
El tren estaba cada vez más cerca. Así que cerré los ojos, respiré hondo,
pero antes de saltar decidí ver echar una vista panorámica al mundo por
última vez, los tejados llenos de hojas secas de las casas de Ituzaingó desde
unos quince metros. No vi los tejados, vi a una persona. Me estaba viendo
desde la calle, del lado norte. Era una chica de unos diecisiete o dieciocho
años, aunque tenía cara de niña. Tenía el pelo amarillo. Llevaba un bolso
gigante sujeto a una correa que le atravesaba la espalda. Parecía una
mochilera. Me miraba fijo.
– ¿Vas a saltar? –grito para que pudiera escucharla desde allí arriba.
– No, claro que no –mentí. Aunque, técnicamente, ya no quería hacerlo.
Alguna especie de fuerza cósmica había logrado que me arrepintiera. Tuvo
que haber sido eso, ¿verdad?
– ¿Entonces por qué no bajas para que pueda verte mejor?
Había algo extraño en su acento. No tenía un acento propio del lugar,
parecía una extranjera. Se trababa en algunas palabras.
Bajé las escaleras, lentamente. Allí seguía la chica, con un buzo rojo con
las mangas arremangadas hasta los codos y unos pantalones capri color
crema. No había duda de que su mirada era angelical. Tenía los ojos
avellanos, y no me los quitaba de encima. Era como si alguien hubiera
mandado un ángel para salvarme la vida. Tal vez así lo fue. En ese momento,
algo me golpeó mucho más fuerte de lo que me habría golpeado la caída y el
tren.
Mi estómago se sentía vacío. Mis brazos y mis piernas temblaban.
Intentaba luchar contra ello pero sabía que acabaría siendo vencido. A
medida que me acercaba notaba cómo sus mejillas se ruborizaban cada vez
más.
– Saltar no iba a solucionar nada.
– Lo sé, es que me gustan las alturas, y la vista desde allí es grandiosa –
mentí, a pesar de que sabía que no iba a convencerla de lo contrario.
Nuestras auras armonizaron… aquel ambiente que habíamos creado. Nos
sentíamos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida.
– Yo no quiero saltar –dijo, mientras dejaba al descubierto su sonrisa
blanca, brillante, irradiaba alegría.
– No eres de aquí, ¿verdad?
– No. Soy de Australia. Acabo de llegar.

5
Abrí los ojos para volver a la corte.
La epifanía se sentía como un baldazo de agua fría en la cara.
– No es Sofía de quién me enamoré… ¿Es eso lo que quieren decirme?
Nadie respondió.
No hacía falta que lo hicieran, tenía mucho sentido. Sofía tomó su cuerpo
para experimentar el amor. Estaba seguro de que sus intenciones no eran
malas, pero vaya quilombo en el que me había metido.
Frente al estrado, apareció una nube de humo negra y cuando se disipó,
Virgilio se asomó tras ella con un cuerpo envuelto en una túnica blanca a sus
pies.
– Aquí está –dijo entre dientes.
Sofía. Parecía recién sacada de la morgue. Estaba pálida, tan blanca como
un pescado crudo, y tenía los labios morados. Salí corriendo hacia ella, traté
de reanimarla, sacudiéndola.
– Thomas, es inútil. Es un cuerpo sin alma –dijo uno de los jueces.
– ¿Qué le han hecho? –dirigí mis gritos hacia Virgilio, el único rostro
presente en la sala.
– ¿Nosotros? Nada. Esto es culpa de la mensajera, Thomas Newton. Su
alma debe de estar despertando en un espacio creado por su propia
imaginación. Una vez que el alma sale del cuerpo, no vuelve. Pero dado a que
este es un caso excepcional…
Las manos de Sofía estaban congeladas. Parecía que no había manera de
devolverle el calor a su cuerpo. Aunque, técnicamente, si el cuerpo no tenía
alma no era de Sofía, era de su dueña original.
– ¿Cómo? –pregunté, al borde de quebrar en llanto.
– Ella murió para que Sofía pueda tener un cuerpo con el que transitar por
la Tierra, aun cuando no estaba escrito que sucediera de esa manera. Debes
recordarla, o de lo contrario, nunca habrá existido.
Estaba más fría de lo normal. Apoyé mi cabeza sobre su pecho, esperando
escuchar aunque sea una mínima señal de vida. Nada. Quería que despertara
y todo acabara de una buena vez por todas. A pesar de que en esos dominios
el tiempo no existía, parecía que llevaba una eternidad en el mundo de los
muertos.
Nunca supe controlar mis emociones, mucho menos cuando se trata de la
ira. Harto de toda la declaración que estaba haciendo frente a los jueces, que
parecía no llegar a ningún lado, estallé. Tomé el escritorio y lo revoleé contra
Virgilio. Me sorprendí a mi mismo de poder levantarlo, ya que era muy
pesado, pero no real. El espectro se cubrió con sus brazos y lo redujo a
astillas. Luego tomó su guadaña, esquivé su zarpazo que casi me rompe las
costillas pero logró golpearme con la culata del bastón en la frente. Caí al
piso aturdido, fue un golpe muy fuerte, de esos que te dejan en el suelo
confundido, sin poder levantarte. Cuando estaba preparado para lanzarme
sobre él y molerlo a golpes, el martillo levitó, y sonó nuevamente. Una
violenta descarga eléctrica me paralizó y quedé tumbado en el piso, más duro
que una roca.
– Humanos… –se burló Virgilio.
Lentamente fui desapareciendo. Tan cerca había estado… y tuve que
echarlo todo a perder como un idiota.
Capítulo 12
1
No sé si esto se supone que sea la nada o qué. A decir verdad, siento
mucho frío, así que algo hay. No me puedo mover, mi cuerpo se encuentra
totalmente entumecido, casi ni lo siento. Escucho al viento silbar
violentamente, parece ser un lugar muy abierto. De momento sólo somos mis
pensamientos y yo. Tal vez éste sea el castigo: recordar durante toda una
eternidad que lo intenté y fallé en el intento. La pregunta sería: ¿valió la pena
intentar? Probablemente sí. Imaginen que hubiera tenido éxito. De hecho, en
un universo paralelo, lo tuve, pero en este universo la cagué: estoy muerto.
Éste es el precio que pago por haber cruzado la línea interdimensional, por
haber tocado el otro lado, por haber violado las leyes del universo, por haber
demostrado que dichas leyes pueden romperse.
Junto fuerzas, las exprimo hasta de dónde no las tengo, y logro mover mis
brazos. Aprieto los dientes tan fuerte como si fuera a romperlos de tanta
presión y hago un esfuerzo infernal para lograr ponerme de pie. La parte más
difícil es abrir los ojos, es como si tuviera pesas en los párpados, tal vez
porque no quiero ver dónde me encuentro. Finalmente, me convenzo a mí
mismo y lo hago. Estoy en la boca del lobo. Es una especie de monte gigante,
cubierto de nieve, con puntas de roca filosas. No puedo ver más allá de un
rango de unos treinta metros, de hecho, no tengo ni idea de dónde sale la luz
si el cielo está cubierto por una espesa capa de humo. “Esto debe ser el
infierno”, me digo a mi mismo. “Tengo que salir de aquí”.
Utilizando las últimas fuerzas que quedaban en mis músculos, comienzo a
caminar, sin saber hacia dónde dirigirme. Quiero volver, y no hablo de la
Tierra, hablo de aquel maldito juzgado. Quiero enfrentarme a los jueces a
como dé lugar y demostrarle que mi convicción es mucho más fuerte que sus
leyes divinas. Esto nunca fue sólo por amor, sino también por principios.
– ¿Creen que así pueden detenerme? ¡Nunca van a detenerme! ¡Yo me
cagué en sus leyes, estúpidos dioses de pacotilla! –comienzo a gritar hacia la
nada, la eternidad. Me responde el eco de la inmensidad, algo distorsionado y
desviado por los fuertes vientos–. ¡No pueden vencerme! –grito nuevamente,
aunque sé que es inútil. Nunca lo voy a lograr. Estoy condenado a este lugar.
A medida que avanzó tanteo con las manos extendidas como si fuera un
ciego. No puedo abrir los ojos completamente porque siento cómo comienzan
a congelarse mis retinas. Mis pies comienzan a sumergirse cada vez más
dentro de la nieve, hasta que finalmente chocó con una roca camuflada y
pierdo el equilibrio. Comienzo a caer, esperando que la estampada sea
olímpica y duela como mil demonios, a pesar de que mi cuerpo está casi
entumecido por completo a causa del frío. Pasan algo así como dos segundos
y sigo esperando el impacto. Me pregunto si en este lugar si existe el tiempo.
No lo creo. Cinco segundos, nada. Abro los ojos lo poco que puedo. El viento
choca tan fuerte en mi cara que las lágrimas que salen de mis ojos quedan
congeladas en mis párpados. No veo nada, sólo niebla. Entonces siento que
comienzo a desaparecer.

2
Antes de abrir los ojos ya puedo distinguir la diferencia: estoy en otro
lugar. No hace más frío y hay luz, puedo ver a través de mis párpados el
brillo. Alguien me toma de la mano. La textura de su piel es áspera. De
repente siento un tirón y abro los ojos, exaltado, como si despertara de uno de
esos sueños en los que sientes que estás cayendo a un pozo.
– Thomas, ¿estás bien?
Reconozco esa voz. Es mi padre, pero sólo veo sus pantalones, tengo que
levantar la cabeza para verlo a la cara. Luce más joven que en el mundo de
los muertos, no tiene canas y está afeitado prolijamente. Me mira con esa
sonrisa picarona, como si fuera un niño. Cuando miro mis manos, descubro
que nuevamente soy un niño. “¿Qué demonios pasa?”, me pregunté para
adentro. Mis zapatillas rojas, pequeñas, mi overol de jean azul, la remera
roja… “soy un niño”.
– ¿Papá? ¿Qué sucede? –hasta mi voz suena como la de un niño.
Mi padre me mira confuso, y luego trata de encontrar respuesta en mi
madre, también más joven, con el pelo largo y sosteniendo a Alicia en sus
brazos. Mi madre luce sobria. De hecho, luce como si nunca en su vida
hubiera probado un trago de whisky.
Doy un giro de trescientos sesenta grados para hacer un reconocimiento
del lugar. Estoy en el barrio. Esta zona, en la actualidad, es mucho más activa
comercialmente, ahora sólo hay casas y negocios abandonados. El videoclub
de León no está. Las calles conservan aquellos baches que no serían
emparchados con una mezcla de brea barata y piedras hasta las elecciones de
1994.
– ¿Qué año es? –les pregunto a mis padres, a ambos, que se quedan
mirándome con cara de “qué bicho te picó”.
– 1979 –responde mi madre.
La única que no me mira raro es Alicia. Tiene los ojos mucho más azules
que en la actualidad, el pelo marrón y ondulado y, obviamente, también está
sobria. Me sonríe, cómo si supiera lo que está pasando, pero no lo sabe.
– ¿Te sientes bien? ¿Quieres volver a casa? –pregunta mi madre.
– No, estoy bien. Es sólo que… no puedo esperar hasta que se estrene El
Imperio Contraataca –improviso.
– Yo tampoco –responde mi padre, sonriendo.
Mi madre me ignora y seguimos caminando.
¿Qué demonios me sucede? ¿Viajé en el tiempo? ¿Estoy condenado a
volver a vivir mi vida desde éste punto? ¿Pero por qué mis recuerdos siguen
intactos? ¿Acaso esto es lo que sucede cuando uno muere? ¿Volver a vivir la
vida otra vez? Una persona ordinaria podría deducirlo de esa manera, pero yo
no. Yo ya estuve del otro lado, sé lo que sucede cuando la vida termina. Tal
vez mi vida no terminó, y esto sea una especie de castigo. Aunque no lo veo
como un castigo ya que, de esta manera, puedo corregir una infinidad de
errores que cometí en mi vida. Sin embargo, algo me dice que todo esto es
una ilusión. Me pellizco el brazo, como si intentara despertar de un sueño,
pero no. Todo se siente tan real, el sol en mis ojos, el viento cálido chocando
en mi cara, el tacto de mi padre, los autos que pasan por la calle… no son
vagos recuerdos, puedo apreciar hasta el más mínimo detalle de cada cosa.
Nos detenemos en una esquina, esperando a que los autos nos dejen
cruzar. Al principio me cuesta reconocer el lugar, las Cinco Esquinas, aunque
en realidad son seis. Las vías están allí, con un poco menos de óxido que en
la actualidad, pero casi igual de viejas.
– Deberían poner un semáforo en este maldito lugar, siempre es la misma
historia –reniega mi madre.
– Lo harán –respondo.
¿Por qué este preciso lugar en este preciso tiempo? Esto tiene que ser una
especie de racconto epifánico.
No pregunto por el tranvía al ver las vías. Ya sé lo que es un tranvía, ya sé
que en la antigüedad los trenes también circulaban por las calles. Pero, por
alguna extraña razón, siento que debo hacer mención de ello, o alteraré algo
en el orden de las cosas.
– ¿Por qué hay vías en medio de la calle? ¿No basta ya con todos esos
autos que además debe pasar el tren por aquí? –pregunto haciéndome el
desinformado. Mi padre se ríe.
– Ya no, Thomas. Hace mucho, en este lugar solía haber un tranvía, que
es como un tren pero anda mucho más despacio y entre las calles. Pero me
temo que ya no va a poder interrumpir nuestro paso.
Comienzo a escuchar una campana a lo lejos, cada vez se acerca más.
Desde la esquina situada al norte, se acerca un tranvía rojo, de un solo vagón.
Está casi nuevo, inmaculado. Los autos comienzan a frenar para poder dejar
paso a la máquina. Como si la campana fuera poco para alertar el tránsito, el
chofer hace sonar un claxon que perfora los tímpanos de todos los presentes.
A los pasajeros no parece molestarles el ruido. Estos lucen extraños. Tienen
un estilo de indumentaria diferente al nuestro en la década de los setenta.
Aunque la diferencia no parece ser temporal, sino regional. A través de la
ventana puedo ver hombres jóvenes con boinas de lana, algunos con bigote,
otros con las patillas al mejor estilo John Lennon. Algunas de las chicas de la
misma edad visten ropa abombada con telas de miles de colores, aunque sus
peinados batidos comienzan a imponer el look ochentoso.
“El tranvía dejo de funcionar en 1942, ¿qué demonios pasa”. Pero es
cierto. Yo juro que lo vi, es tal cual lo recuerdo.
– ¿Papá, por qué el tranvía está aquí? –pregunté sacudiéndolo del
pantalón, pero su vista estaba clavada en el vagón rojo.
– En estos tiempos ya nada me sorprende –respondió atónito, sin siquiera
mirarme.
El tranvía comienza a dejar la escena y el tráfico se renueva, y nosotros
como unos idiotas no nos avivamos de cruzar. En la parte trasera del vagón
hay un asiento de madera en el que hay una niña de mi edad sentada. El
tranvía va tan despacio que no corre riesgo de lastimarse, o eso creo. Deja
caer los pies, colgando en el aire, tiene medias blancas hasta la rodilla y
zapatos escolares negros, una pollera escocesa roja, un saco de lana azul
oscuro y una boina de lana, como los pasajeros que viajan en el interior, sólo
que ésta la usa más inclinada, dejando al descubierto su suave melena de pelo
amarillo. La niña me mira a los ojos, fijo, a medida que el tranvía se pierde en
la calle que va hacia el sur. Cuando está por desaparecer de mi vista, la niña
sonríe, y me saluda ondeando su brazo de lado a lado. Esa sonrisa tan
familiar, que irradia un brillo que alumbra hasta la arboleda más oscura…
Sofía. Estoy seguro de que es ella. Así que me desprendo de la mano de mi
padre y salgo corriendo hacia el tranvía.
– ¡Thomas, ven aquí! –grita mi padre, pero no le hago caso.
Los autos frenan de golpe, otros siguen su marcha y me esquivan como
pueden, respondiendo con violentos bocinazos y sucias obscenidades. El
tranvía comienza a tomar velocidad y creo no poder alcanzarlo. Corro como
si mi vida dependiera de ello. La niña al principio parece asustada, pero luego
hace un gesto con sus brazos, como si me estuviera pidiendo que la alcanzara.
Como odio tener piernas cortas en este momento. Finalmente, logró
alcanzarlo de un salto. Sentado al lado de la niña, agitado e intentando
recuperar el aire a bocanadas, veo como mis padres se pierden a lo lejos,
detenidos por el trafico.
– Casi no lo alcanzas –dijo la niña con un acento muy extraño, como si
estuviera intentando hablar español con esfuerzo.
– ¿Sofía? –pregunto, todavía agitado.
– Me temo que no. Cassandra.
La realidad me impacta como si finalmente hubiera llegado al fin del
pozo. Ésta niña es la verdadera dueña del cuerpo que usó Sofía en su estadía
en la Tierra. No tengo ningún sexto sentido, pero puedo decir que su aura se
siente diferente.
– Thomas –respondo, luego de ver en su mirada que está esperando una
respuesta a la presentación. Pero cuando termino de pronunciar mi nombre,
su rostro parece perder toda la sangre que circulaba detrás de su piel,
dejándola pálida como si hubiera visto un fantasma.
– ¡¿Thomas Newton?! –pregunta exaltada.
Asiento con la cabeza.
– ¿Tú también estás muerto?
– No, si, no… no sé, la verdad que ya no lo sé… ¿Cuántos años tienes?
Cassandra se queda pensando la respuesta por unos segundos.
– Debo tener cinco.
– Pero no los tienes, ¿verdad? Estás atrapada en el cuerpo de una niña.
¿Cuántos años tienes en la actualidad?
– Veinte.
Y pensar que siempre creí que Sofía tendría diecisiete o dieciocho.
– Hasta hace unos días estaba en un lugar donde podía crear todo con mi
imaginación… pero ahora esos días parecen tan distantes… de repente la luz
se corta y aparezco en Melbourne, arriba de un tranvía y descubro que soy
una niña y…
– Esto no es Australia, es Argentina –respondo casi riendo por el error.
– ¿Tú crees? –preguntó Cassandra señalando hacia la calle –. Los
argentinos no manejan por la izquierda. Esto es Melbourne. De hecho, el
tranvía tiene un letrero de bronce que dice “City Circle Tram”.
Tiene razón.
– Pero… yo recuerdo haber visto el tranvía en Ituzaingó… de hecho, allí
estaba hace unos minutos.
Cassandra respira hondo, suspira, como si cada vez entendiera menos qué
está pasando.
– Ahora que lo dices… nunca antes había visto esa encrucijada.
– ¿Qué es lo último que recuerdas antes de morir?
Cassandra mira hacia otro lado. Todos los carteles están en inglés y no
entiendo casi nada.
– A ti, lo último que recuerdo es a ti. La tormenta había pasado. Entramos
en una casa abandonada, un bungalow al que la tormenta le había volado gran
parte del techo. Nos colamos por un agujero huyendo del agua, desesperados.
Estábamos empapados de agua fría y el viento nos castigaba más aún. Dijiste
que no fumabas, pero que a veces llevabas un encendedor encima por si las
dudas. No te creí, pero me alegré cuando hiciste una fogata en medio de lo
que parecía ser un living con restos de madera seca. El lugar daba miedo.
Había una máquina de escribir sobre un escritorio lleno de telaraña, muebles
vacíos, paredes con el empapelado desgarrado… me aterraba, pero estando
contigo me sentía segura –se sonrojó–. Me dejaste frente al fuego y
exploraste la casa en busca de ropa seca… no tuviste suerte. Comprendimos
que lo más inteligente era sacarse la ropa, abrazarnos, darnos calor
mutuamente… me siento extraña hablando de eso en esta condición.
No recuerdo nada de lo que dice. Sólo vienen a mi cabeza imágenes
cortas como destellos fugaces, similares a los pocos fragmentos que uno va
recordando de lo que soñó la noche anterior a lo largo del día mientras está
distraído o haciendo otras cosas. Creo saber a qué casa se refiere.
Había una casa en una calle que atraviesa Santa Rosa, a una cuadra de la
avenida, un kilómetro antes de llegar al barrio de Abril. Siempre me llamó la
atención porque tenía un techo triangular de madera que llegaba hasta el piso.
Era la casa más rara del barrio. Siempre me pregunté cómo luciría por dentro.
Por lo visto, logré satisfacer mi curiosidad.
– ¿Y luego?
– Nos quedamos dormidos. Desperté en medio de la noche con dolor de
cabeza. Lo último que recuerdo es caer al piso paralizada y perder el
conocimiento. Luego me dicen que estoy muerta.
Cassandra sonaba triste y asustada, pero al mismo tiempo sus palabras
delataban que ya había superado todo eso.
– Cassandra… no recuerdo mucho de ti. Para ser sincero, nada. ¿Cómo
nos conocimos?
Estas últimas palabras golpearon su autoestima. Por unos segundos se
queda mirándome fijo, seriamente, pero luego considera el hecho de que, al
morir, mis recuerdos pudieron haberse distorsionado un poco. Nada de eso es
cierto, el problema de la amnesia sucedió mientras vivía.
– Estabas en un puente intentando saltar...
Sofía me había contado algo al respecto. Ella debió de haber estado
siguiéndome.
– Lo primero que pensé era que te querías suicidar, así que insistí con que
bajarás. Dijiste que no era lo que parecía, pero no te creí. Cuando te vi… no
sé explicar con palabras nada de lo que me estuvo pasando –suspiró–.
¿Alguna vez fuiste tan estúpido de enamorarte la primera vez que vez a
alguien?
No respondo, porque creo que ya sabe la respuesta.
– Tal vez necesitaba aferrarme a alguien y tú fuiste el primero que se me
cruzó. Estaba sola, no tenía a dónde ir y tenía miedo. Además me caías bien.
Me hiciste reír cuando quisiste darme tu número de teléfono, tenías un
rotulador pero ninguno de los dos un pedazo de papel, así que lo anotaste en
mi brazo –sonrió.
El tranvía comienza a adentrarse en un suburbio de Melbourne. El
conglomerado de edificios altos empieza a desaparecer lentamente y es
reemplazado por viviendas familiares y parques llenos de arboledas y niños
jugando.
– ¿Por qué estamos en Melbourne?
– Porque nací aquí, vivo aquí.
– ¿Entonces qué hacías en Argentina?
La cara de Cassandra se llena lentamente de decepción, y sus ojos se
cristalizan a medida que sus labios tiemblan cada vez más. Espero que rompa
en llanto, pero nunca sucede. Contiene sus lágrimas, puedo notar que está
haciendo fuerza para lograrlo.
– ¿No lo recuerdas? –En la última palabra le patinó un poco la voz.
Respiró hondo y recuperó su voz–. Mis padres murieron en un accidente de
tránsito. Cuando la policía llegó a casa para informármelo no supe cómo
reaccionar. No sé por qué, sentí que quería alejarme de todo. Empaqué
algunas cosas, todo rápido, y tomé un taxi al aeropuerto. Me subí al primer
avión que salía.
– ¿Y cómo es que hablas en español?
– Estudié de chica. Mi tía vive en España y viene algún que otro verano.
“Vaya manera de reaccionar”, pensé. Su historia suena demasiado trágica.
Intento colocar la palma de mi mano en su espalda, sin saber si me permitirá
hacerlo o no. Finalmente rompo con la timidez y la abrazó. Cassandra apoya
su cabeza en mi hombro.
– ¿Qué está sucediendo, Thomas? Siento que es todo parte de una gran
pesadilla de la que todavía no puedo despertar. Quiero despertar.
– No eres un producto de mi imaginación. Esto está sucediendo de verdad
–creí que estaba haciendo un soliloquio interno, pero lo dije en voz alta.
Esto no es una ilusión. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
– ¿Sabes qué es lo más irónico? Que, a pesar de todo, ahora estamos
juntos.
Me corrijo a mí mismo. Tal vez ambos estamos en la misma ilusión.
– Cassandra, imagina algo.
Cassandra me mira confusa.
– Quiero que imagines algo para materializarlo. ¡Haz que ese perro vuele!
Un hombre calvo está paseando un cachorro Collie por un parque, una
versión junior de Lassie. De repente, el perro comienza a levitar, y el hombre
sale corriendo del susto. Ahora creo entender lo que sucede.
– Estamos en tu mundo. Todo esto lo creaste tú. Tal vez
inconscientemente.
El tranvía se detiene sin siquiera emitir ese molesto chirrido de los frenos.
Cassandra se queda quieta, congelada, petrificada. Cuando hecho una vista
panorámica al lugar, descubro que toda la escena se detuvo. El perro sigue
suspendido en el aire, el viento dejó de mover las hojas de los árboles, el
tráfico se atoró… como si alguien hubiera oprimido el botón de pausa. Lo
único que se mueve en el lugar soy yo.
El miedo comienza a acecharme nuevamente. Las orejas y la nuca me
hierven, otra vez la misma sensación de haber estado tan cerca de lograrlo y
que se haya ido todo al caño. Quiero gritar, pero no tiene sentido, nadie me
va a escuchar. En lugar de ello, observo el rostro congelado de Cassandra,
lleno de tristeza, confusión y miedo. La abrazo, y deseo quedarme congelado
también, permanecer toda una eternidad en pausa junto a ella, así al menos
lograríamos estar juntos.
– No puedo recordarlo, pero puedo sentirlo. Te amo – susurro a su oído y
la beso en la mejilla.
– Lo siento, Thomas.
Una voz muy familiar viene de mis espaldas. Es Sofía.

3
Cuando volteo la veo dentro del vagón, sentada entre toda esa gente
extraña. Tiene el pelo recogido hacia atrás con una bincha y una túnica blanca
que parece tener brillo propio. Para cumplir con el estereotipo le faltaría un
halo flotando sobre su cabeza y las alas llenas de pluma en su espalda.
– Todo esto es mi culpa, lo admito.
– Por supuesto que es tu culpa, estúpida –le digo enojado.
Su cara reacciona algo decepcionada, tal vez porque al tratarse de un
reencuentro esperaría menos hostilidad.
– Pero por más que no hubiera hecho nada, habría pasado de todos
modos. Está escrito.
– ¡No, tú lo modificaste! –comienzo a gritar.
Sofía se baja del vagón y camina hasta quedar frente a mí. Comienza a
mover sus brazos a medida que habla, es mucho más humana que antes.
– Iba a suceder de todos modos, así que aproveché la oportunidad para
recordar los sentimientos humanos. ¿Te haces una idea de lo que es vivir sin
amor, Thomas? ¿Sentir que sólo eres un engranaje del gran motor que mueve
el universo? ¿Trabajar sin recibir nada a cambio y ser un espectador de la
vida de los mortales? Yo vi una oportunidad, y la tomé.
Me pongo de pie y camino hacia Sofía, enojado.
– ¡Lo que tomaste fue el cuerpo de Cassandra! ¡La mataste!
– No, claro que no –se acercó y toco la frente de Cassandra como si
estuviera tomándole la temperatura–. Sólo le quité el alma y la guardé en este
dominio. Pensaba devolvérsela, pero cuando volví las cosas se me
complicaron un poco. Esos malditos casi me condenan a una eternidad en la
nada. No quieren aceptarlo, es inevitable, está escrito, sólo que nadie leyó
entre líneas. Sucederá una y otra vez.
– ¿Y su cuerpo? ¡Estás usando su cuerpo ahora! –le grito.
Sofía sonríe de manera ilusa y me atraviesa con su mano en el pecho.
Puedo sentir frío dentro de mis costillas, es una sensación incómoda.
– No estoy usando ningún cuerpo. Esta es la imagen que tu cerebro crea
para mí, la imagen con la cual me conociste. El cuerpo se lo llevó Virgilio,
supuestamente para devolverlo a la Tierra. Me pregunto cómo logró entrar
aquí. Nadie puede… –se interrumpe a sí misma llena su rostro de
suspicacia–. ¿Cómo has entrado?
– Te refieres al mundo de los muertos o a… este espacio en particular.
Sofía no responde, pero encuentra la respuesta por sí sola.
– ¿Quién te dio eso?
Pregunta Sofía, señalando el colgante con el símbolo de infinidad que me
dio Wendy. Antes de que abra la boca para responder, Sofía comienza a reír,
una risa benigna, no maligna.
– Fue Wendy, seguramente. Este es mi lugar privado. Aquí nadie puede
entrar… salvo que lleves eso encima –dice señalando mi colgante–. Escondí
el alma de Cassandra aquí para que nadie la molestara. ¿Quieres volver,
verdad?
Estoy a punto de responder pero me interrumpe, odio que haga eso.
– No importa si quieres o no, ya está escrito. Todo es cíclico. ¿Crees que
entraste al mundo de los muertos sólo con la ayuda de la vieja de la feria?
¡Yo dejé abierta esa puerta! Sabía que las cosas iban a ponerse malas y que
no iba a poder devolverle el alma a esta chica. Por eso dejé el portal abierto.
Para ser sincera, no tenía muchas esperanzas de que lo lograras, deberías de
haberte desintegrado en el intento. Pero el hecho de que lo hayas logrado
significa que está escrito. Eres una especie de elegido, Thomas. Ahora debes
volver.
– ¿Cómo?
Sofía toca la frente de Cassandra con un dedo y esta recupera su cuerpo
actual, o mejor dicho, su apariencia actual. Sigue petrificada. Luego noto que
ya no soy tan pequeño, mi forma volvió a su estado actual también. Ya no
somos niños.
– Debes convencer a los jueces de que todo esto es cierto, lo que sientes.
Es la única manera, el problema es que…
– Su cuerpo –la interrumpo.
Sofía responde con un gesto afirmativo mientras se muerde los labios.
– Estaba en la corte. Virgilio la tenía a sus pies. ¡Debo regresar!
– Tranquilo –Sofía intenta calmarme apoyando las palmas de sus manos
contra mis brazos. Está fría, como solía estarlo cada vez que la tocaba en la
Tierra. ¿Cómo es posible que un ser tan lleno de luz sea tan frío? Ahora
entiendo por qué hizo lo que hizo. Aunque no la perdono del todo, no aún, en
parte la entiendo. ¿Cuál es el sentido de la vida si uno debe entregar mensajes
para siempre sin tener sentimientos y sin apreciar lo bello de la mortalidad?
Lo sé, en su caso sería el sentido de la eternidad, pero desde mi punto de
vista, la eternidad no tiene sentido. Lo bello de las cosas es que tienen un fin,
ese plazo de vencimiento que hace que aprendamos a apreciar lo bello
mientras dure, todos los días como si fuera el último día que va a existir. El
único crimen de Sofía fue…–. No pueden hacer nada con su cuerpo. Es un
objeto material en un mundo espiritual –interrumpió mis pensamientos–. Te
llevaré a los jardines traseros del Palacio de la eternidad. No puedes entrar
por el frente nuevamente, pero si por la puerta trasera. Roba el cuerpo, te
estaré esperando afuera y te guiaré hacia la Tierra…
– Sofía –la interrumpo, no sólo para que sepa lo que se siente–. ¿Es
verdad que fuiste humana alguna vez?
La pregunta le llegó como un baldazo de agua fría. Sus pupilas se
dilataron como si estuvieran buscando absorber la máxima cantidad de luz
posible en medio de la oscuridad. Siento algo de culpa, tal vez se supone que
no debo decir nada al respecto.
– Una vez… hace mucho tiempo –responde mirando hacia abajo, con la
voz casi muda, debo esforzarme para escucharla. Lo poco que veo de su
rostro delata tristeza. Tiene sentimientos, ahora es más humana que nunca–.
Pero es difícil saberlo con precisión, ya que el tiempo aquí no existe. De
todos modos no recuerdo mucho. Ni siquiera puedo recordar cómo llegué a
convertirme en esto.
Se produce un silencio demasiado incómodo.
– ¿Puedes… volver a ser humana?
– Claro que no… además no es lo que quiero. No podría ser humana. Es
estar expuesto todo el tiempo a mucho amor, lo cual no está mal, pero
también a mucho dolor. Es intolerable.
– ¿Qué pasará contigo? ¿Estarás bien?
– Cuando vuelvas a la Tierra nada de esto habrá pasado –Sofía pone un
dedo sobre mi frente, lo arrastra sobre mi piel y luego me muestra la yema.
Sangre.
– Estás lastimado. ¿Lo ves? Todo es cíclico.

4
El Palacio de la Eternidad tiene que ser la construcción edilicia más
grande que he visto en toda mi vida. Luego de atravesar una larga subida de
casi mil escalones de mármol llego a un enorme patio decorado con estatuas
de piedra gigantes. Todas tienen formas humanas, musculosas, algunas
vestidas y otras no, sosteniendo armas, representando batallas. Los cascos de
algunas me recuerdan al imperio romano. La puerta trasera parece la puerta
principal, aunque probablemente, sea igual de los dos lados. Es un inmenso
portal de madera de unos treinta metros de alto, no miento. En lo alto hay
cuatro vitrales circulares inmensos de color rojo y amarillo, al mejor estilo de
una catedral renacentista. La inmensidad me intimida, es como si estar cerca
de enormes estructuras hiciera que el tiempo pasara más lento, aunque en este
lugar el tiempo no existe, y tampoco debe llamárselo lugar porque eso haría
alusión a un determinado espacio físico.
Cuando me acerco descubro que la puerta no tiene picaporte.
Desesperado, comienzo a patearla, sabiendo que no va a dar resultado, pero
me da tiempo para pensar. La madera parece ser muy gruesa, no logro
escuchar la reverberación de los golpes al otro lado.
– ¡Puerta de mierda! –grito a los cuatro vientos.
Como por arte de magia, como si la frase fuera una especie de contraseña
secreta, la puerta se abrió de par en par, emitiendo un molesto sonido de
engranajes oxidados y atascados. Del otro lado sólo hay una oscuridad, una
espesa capa negra que parece no tener fin, tan profunda que al mirarla te
marea. Debo entrar, cueste lo que cueste. Respiro hondo y salgo corriendo.
La oscuridad va desapareciendo a medida que avanzo, dejando al descubierto
un pasillo gigante de piso cerámico y bordeado por columnas griegas. Detrás
de las columnas la oscuridad persiste.
Mientras corro, me pregunto si alguna vez seré capaz de contarle toda
esta travesía a alguien, si me creerán o si me enviarán a un manicomio por
hacerlo. Aunque sé que me va a costar un mundo intentar describirlo todo
con palabras, las palabras quedan cortas para todo lo que he visto hasta este
momento.
Un resplandor comienza a crecer al final del pasillo. Este soy yo yendo
nuevamente hacia la luz. Sin embargo, esta vez parece que la luz está
viniendo hacia mí. Me impacta a toda velocidad, atraviesa mis huesos y me
absorbe. Si no cierro los ojos voy a quedarme ciego.

5
Me desmayé. Despierto sin saber cuándo caí dormido, el sabor de mi
boca lo delata. Lo curioso es que despierto parado, frente a una puerta de
madera lustrosa con un picaporte dorado. Me da la sensación de que ya
estuve en este lugar, que no debe llamarse lugar porque eso haría alusión a un
determinado espacio físico. Con algo de miedo e inseguridad, abro la puerta.
Es la “corte”.
Tres hombres medianos, tal vez altos pero medianos cuando se
encuentran parados próximos a Virgilio, yacen frente al estrado. Lucen tan
humanos como yo. Los tres son idénticos, como si fueran trillizos. Tienen el
cabello grisáceo, algunas arrugas a lo largo de sus rostros y visten finamente
de traje y corbata. ¿Por qué están vestidos así? ¿Es mi imaginación? Es como
si estuvieran de gala para mí condena o de formalidad ejecutiva para mí
proceso. En el suelo, a sus pies, sigue el cuerpo de Cassandra.
Intento acercarme con cuidado, procurando no hacer mucho ruido, pero
Virgilio levanta su mirada y me clava sus ojos rojos.
– ¡¿Tú?! –me grita desde su posición.
Los hombres de traje y corbata se percatan de mi presencia de mi
presencia.
– ¡Virgilio! ¡Te dije que te lo llevaras a la nada! –le grita uno de ellos. Al
parecer estos hombres son los “jueces”. Sus voces suenan un tanto más
humanas, pero siguen siendo igual de gruesas e imponentes, y me siguen
recordando a Sean Connery.
– ¡Eso fue lo que hice! –replica Virgilio en su defensa al mismo tiempo
que hace aparecer su aterradora guadaña en sus manos y se dirige hacia mi
posición.
“Hora de correr”, me digo a mi mismo. Me tiro al suelo y comienzo a
reptar por debajo de los tablones de madera que cumplen su función de
asientos. Las astillas caen sobre mi espalda a media que Virgilio blande la
guadaña con todas sus fuerzas. Desesperado, llego a la primera fila, donde me
quedo sin cobertura y debo enfrentarme a mi cazador. Mi cuerpo comienza a
levitar como por arte de magia, pero descarto ese pensamiento al ver que
Virgilio me está controlando con una mano, como si yo fuera una marioneta
y él estuviera tirando de los hilos. Mi cuerpo sale volando a toda velocidad
contra una pared, y luego caigo al piso. El dolor es intenso, pero hubiera sido
mucho peor de no poder llegar a cubrirme con los brazos. Cuando abro los
ojos veo el cuerpo de Cassandra, cada vez más pálido. Me levanto de un salto
y salgo corriendo hacia ella, ignorando a los jueces, que me miran con el
rostro insípido, carente de toda expresión, como si supieran que nada los va a
dañar jamás, pero antes de llegar a su posición mi cuerpo impacta
violentamente contra el estrado. Ésta vez no pude cubrirme, y mi sien
izquierda sufrió un golpe grave. El golpe me deja un tanto mareado, y me
tardo unos segundos en recuperar el conocimiento. No puedo levantarme, lo
único que puedo hacer es estirar el brazo hacia Cassandra, como si eso me
permitiera alcanzarla y llevármela de regreso a la Tierra. Virgilio se dirige
hacia mí a paso lento, preparando su guadaña para el golpe de gracia con
cierto regocijo en su sonrisa macabra.
– Cassandra… –suspiro con la voz ronca.
– ¿Qué dijiste? –pregunta uno de los jueces.
– Cassandra –respondí un poco más fuerte, echándole una mirada
desafiante.
Virgilio levanta la guadaña con las dos manos en un ángulo de noventa
grados y luego apunta hacia mi cabeza, pero su guadaña se detiene. Me
pregunto cuántas veces más me salvará el destino de sus ataques mortales…
el destino, tal vez sea eso.
– ¡Virgilio! ¡Espera! –grita un juez con voz de mando. Luego se acerca a
mi posición y se agacha, de modo que no tenga que levantar la cabeza para
ver su rostro al hablarle–. ¿La recuerdas, Newton? ¿Es eso? ¿Te llevamos a la
nada como castigo y tus sentidos te guiaron hacia ella? –me pregunta con
cierta curiosidad.
Siento que perdí la voz, así que me conformo con asentir con la cabeza.
El juez hace un gesto de decepción echando una risa corta y seca, pero con
algo de humor, como si hubiera perdido una apuesta insignificante. Se pone
de pie y se echa miradas con sus colegas, como si se estuvieran leyendo sus
pensamientos.
– Entonces eso que ustedes los humanos llaman amor… tal vez sea cierto
–dice sin mirarme, mientras se dirige al cuerpo de Cassandra. Se agacha y lo
examina analíticamente con la mirada–. Debo admitir que ustedes son las
criaturas más curiosas de todo el universo… Virgilio, ¿no tienes trabajo que
hacer?
Virgilio le echa una mirada lúgubre, decepcionada, y desaparece
murmurando algo, a la vez que me mira por última vez, como si me estuviera
diciendo “te veré cuando mueras, infeliz”.
– Has llegado muy lejos, Newton. Nunca me dijiste cómo lograste entrar
a estos dominios… pero quédate tranquilo, ya lo sabré cuando te vayas. –Su
mirada queda atornillada a mis pensamientos, tal vez nunca la olvide y me
visite en pesadillas.
Uno de los jueces se acerca a mí, los otros dos levantan el cuerpo de
Cassandra y desaparecen. Quiero gritar, levantarme, impedir que lo hagan,
pero no me quedan fuerzas para ello.
– Tranquilo, ella volverá a la Tierra, al igual que tú. Pero debo advertirte
algo, Newton: cuando llegue el día y entres aquí como todos los demás se
supone que deben hacerlo… tal vez nos encontremos con dificultades en este
lugar.
Comienzo a intentar hablar, casi rompiéndome la garganta, pero en lugar
de ello emito un sonido distorsionado.
– ¿Qué dices?
– No debe… llamarse… lugar… hace… alusión… a…
Y en tan sólo un parpadeo, aparezco en las catacumbas.
Estoy tirado en el piso. El lugar me da vueltas, como si estuviera
tirado arriba de una calesita. Siento frío y el cuerpo me tiembla como si
tuviera el Mal de San Vito. Y con razón…

6
En mi brazo derecho tengo una pistola, la misma que le saqué al camello
que le vendió droga a Catriel. Mi pecho se siente húmedo, y al pasar mi mano
libre sobre él descubro de qué se trata todo esto. Tengo un disparo en el
corazón, o cerca de él, porque de lo contrario no estaría consciente, estaría
muerto. La palma de mi mano está empapada de sangre, hay sangre por todos
lados, sangre y cocaína. A mi derecha está el paquete que le quité a Catriel,
abierto, casi vacío. La nariz me arde como si me hubiera metido un papel de
lija adentro. Así fue cómo entré al Más Allá: me drogué hasta la médula para
inhibirme y luego me disparé en un órgano vital. “Qué héroe”, me digo a mi
mismo irónicamente. “¿Y ahora qué?”.
Cuando volteo, a mi izquierda, la veo a Cassandra. Esta inconsciente,
pero respira, puedo ver cómo su tórax se comprime y descomprime. Lo logré,
pude traerla de regreso, pero el precio fue mi vida.
Siento la cocaína en mi sangre, actuando sobre mi cuerpo, siendo
eliminada de mi sistema a través de la sangre que estoy perdiendo. No quiero
morir drogado, la muerte se supone que es un momento importante en el que
uno debe estar lúcido y despierto para presenciarlo. Muchos envidian a los
que mueren durmiendo, yo no.
Para sentirme mejor conmigo mismo, me repito una y otra vez que al
menos le salvé la vida a una persona y logré volver a unir a mi familia. Que
se vaya al demonio el mundo. Al menos si muero sé que no voy a estar sólo,
siempre estará mi padre allí.
La sangre que pierdo comienza a formar un charco a mi lado, que se
expande cada vez más, y se dirige hacia Cassandra. Pero una pisada
interrumpe el trayecto, es Sofía otra vez.
– ¿Así fue como entraste? No era necesario –dijo con algo de tristeza en
su rostro. Luce algo transparente, y con la imagen del cuerpo de Cassandra,
aquella imagen que quedó clavada en mi memoria–. Nunca dejaré de
agradecerte, Thomas, nunca. Te recordaré por siempre.
– Yo también –le digo en voz baja, aunque me pareció haber gritado, pero
no puedo notarlo porque estoy drogado y muriendo desangrado.
– No, no lo harás –sonríe Sofía algo triste–. Sé bueno con tu familia, y
cuida mucho a Cassandra. Me tomé la libertad de ver tu futuro en el designio
divino. Tendrán una vida larga y envidiable.
– Sofía… ¿Qué dices? –intento levantarme pero no puedo. Sus palabras
me preocupan más que mi propia muerte.
– Todo es cíclico, Thomas. Y ahora debo interrumpir el ciclo, abrir el
círculo.
Logro levantarme, aunque empiezo a toser sangre cuando lo hago. Sofía
sigue sonriendo, como si todo fuera a estar bien, pero sus ojos comienzan a
llenarse de lágrimas. No puedo distinguir si está feliz o triste, esa es la
desventaja de que haya vuelto su esencia humana.
– Debes volver a tu vida normal. Tengo que devolverte lo que te
pertenece. Te robé una semana de tu vida, y yo voy a hacer que la recuperes.
– Sofía, no entiendo nada.
– Gracias, Thomas.
Sofía desaparece y caigo de rodillas al suelo. La sangre comienza a
regresar a mi cuerpo. Y me desmayo. Creo que esta vez es enserio. Estoy
muerto.
Epílogo
– ¡Despierta, despierta!
Mi cabeza, explota. Parece que acaba de pasarle un desfile de soldados
por encima. Las sienes me arden y al mínimo movimiento que hago siento mi
masa encefálica moverse dentro del cráneo, tambaleándose como si fuera
gelatina. Mi frente está transpirada, demasiado aceitosa, gran parte de mi pelo
yace pegado a ella. La boca, seca, con un desagradable gusto a cartón viejo.
Mis labios cuarteados y cubiertos de tierra. Abro los párpados lentamente y la
claridad del día me quema la vista, tengo que cerrarlos al instante. Aun así
puedo echar un vistazo al entorno que me rodeaba. Estoy tirado en la reserva.
– ¿Ya despertaste?
Los pájaros y sus cantos mañaneros taladran mis tímpanos. Mi ropa está
empapada de sudor y el viento del invierno castiga mi cuerpo de manera
salvaje. Junto el valor suficiente para abrir los ojos, no veo más que una
mancha verde en el centro que se va disipando lentamente, hasta que
desaparece y puedo ver su cara.
– ¿Estás bien? –me pregunta Cassandra, sacudiéndome para que
reaccione–. ¿Cómo llegamos hasta aquí? –pregunta bostezando, y luego me
echa una mirada suspicaz, con una sonrisa picaresca.
– No sé, esperaba que tú me lo dijeras.
Por la posición del sol, deben de ser las siete u ocho de la mañana. La
tormenta se disipó, y a pesar de que pasamos la noche a la intemperie,
milagrosamente estamos vivos e ilesos.
El estómago de Cassandra hace ruido, pidiendo a gritos comida, sonríe al
descubrir que la escuché. Amo su sonrisa, con eso bastó para que me alegrara
la mañana. Tanto, que casi hace que olvide que se me parte la cabeza de
dolor.
– ¿Estás bien? –pregunta Cassandra mientras se sacude la ropa.
– Si, es que… siento como si hubiera dormido muchas horas.
– Yo también.
¿Cómo llegamos hasta aquí? No me importa. Tengo la sensación de que
todo va a estar bien.

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