Origami Dreams de Jon Padgett en Español
Origami Dreams de Jon Padgett en Español
Origami Dreams de Jon Padgett en Español
EXTRAÑAS
relatos diferentes para gente rara
Jon Padgett
Michael Wehunt
Philip Fracassi
Ted E. Grau
DILATANDO MENTES EDITORIAL
Esta es una publicación gratuita de
Dilatando Mentes Editorial.
Prohibida su venta.
contenidos
-La quedada fílmica de octubre:
Bajo la casa
(Un relato de Michael Wehunt)
-Canciones de amor de la
máquina musical de hidrógeno
(Un relato de Ted E. Grau)
-Sueños Origami
(Un relato de Jon Padgett)
-Mandala
(Un relato de Philip Fracassi)
Un relato de
Michael Wehunt
lA QUEDADA FÍLMICA DE
OCTUBRE: BAJO LA CASA
Relato finalista de los Premios Ignotus
Alem
El primer plano de Bajo la Casa parte desde el borde de la fila de árboles y se prolonga
durante más del dos por ciento de la duración total de la cinta. La lente resplandece con
un parpadeo rosa-amarillento, las motas de polvo se hinchan hasta formar corpúsculos, y
más allá de la pradera con matas que llegarían hasta el pecho de un hombre, las sombras
pierden sus contornos con el incipiente atardecer. Es una introducción de corte elegante,
aunque incongruente.
Los cuatro hombres, creyendo que la película estaba incompleta, llegaron hasta allí
para concluirla. Se detuvieron en el primer mirador, contemplando la vieja casa colonial
mientras los pinos blancos crujían tras ellos, las ardillas gritando en las ramas. En algún
lugar cerca del lago Cord, los somormujos replicaban los aullidos de los lobeznos. Los dos
perros plantaron sus orejas ante aquellas llamadas, luego se volvieron para husmear por
el suelo, un tierra desconocida repleta de nuevos olores, vagando por la hierba hasta que
Cheung y Mayne les ordenaron regresar a su lado.
La casa parecía como si alguna vez se hubiera encogido de hombros y después se hubie-
ra acostado a dormir, y en ese ensueño, sorprendió a Adam con cierta familiaridad. Y no
simplemente por la película. Era el sabor del aire, la forma en la que el marco del cielo
mutaba cuando un viento aislado atrapaba las copas de los árboles. Aquello era algo así
como un lugar que él iba a ir a visitar, lo cual que no tenía sentido porque, por supuesto,
ya estaban allí. ¿Y qué importaba? Familiar o no, desde el extremo de su prado cargado de
vegetación, las ventanas de la casa le devolvían la mirada con una avidez muda nada disi-
MENTES EXTRAÑAS - LA QUEDADA FÍLMICA DE OCTUBRE: BAJO LA CASA
mulada. No parecían ojos en absoluto. Alem encontró ese efecto más discreto que cuan-
do había sido filmado por Lecomte, aun cuando sintió la más que perfecta anticipación de
las virutas de pintura vieja desprendiéndose de las paredes contra la palma de su mano.
Mientras que los demás habían perdido la cuenta las veces que habían visionado Bajo la
Casa, Alem había permanecido ajeno a ella hasta la semana que habían dejado atrás. No
podía creer que ese clásico de culto, por poco ortodoxo que fuera, hubiera permanecido
fuera de su radar durante tanto tiempo, y todavía estaba procesando lo que había visto.
Y lo que estaba percibiendo en esos momentos. La reconciliación de las dos sensaciones.
Lo único que sabía con certeza era que la casa parecía exhausta, como lo estaría cualquier
vivienda abandonada en un bosque, sobre todo cuando era contemplada a través de sus
lentillas.
Todos estaban agotados. Mil cien millas al norte de Nuevo Hampsire sin detenerse en
ningún hotel, y Alem, especialmente, no era mucho de dormir en el coche.
–No es tan espeluznante –dijo Harlan a su lado.
–Pero, ¿ves el círculo en la hierba? –Cheung señaló al prado del jardín.
–Sí –respondió Harlan–. Es difícil no verlo. Todavía no ha crecido demasiado.
–¿Esperas que lo haga? –preguntó Cheung–. Primero, allí se hizo una hoguera. Y segun-
do, los Lecomitas lo mantienen todo acorde a como estaba en la tercera escena.
–Nada de Lecomitas –dijo Mayne–. Necesitas haber forjado una leyenda detrás de ti
antes de optar a ganarte algún adepto.
Cheung se echó a reír y avanzó entre la hierba. Era el más alto de todos —Harlan parecía
referirse a él como Yao Ming en bastantes ocasiones— y los tallos se abrieron alrededor
de su cintura. Baily, su golden retriever, avanzó al trote junto a él. El perro de Mayne, un
border collie, rompió su vigilia y lo siguió. Al parecer, Mayne le ponía el nombre de Foster
a todos los perros que rescataba, e intentó que los del hogar de acogida temporal le per-
mitieran quedárselo.
Alem conocía apenas tres detalles triviales sobre cada uno de aquellos tipos. Eso no le
ayudó demasiado a que pudiera componerse una imagen de ellos que se saliera de la ubi-
cua idea del friki del terror. Término este que, había proliferado últimamente y del que
alardeaba él mismo, pero que, por algún motivo, no les sentaba demasiado bien a aquellas
personas. También se daban cierto aire a unos leñadores, si bien sin barba. Pero eran se-
rios, aunque solo eso. Escuchó hablar del blog La Quedada Fílmica de Octubre el pasado
invierno, y conocer a Cheung y Harlan en una convención en Atlanta le permitió, de
manera gradual, acceder al grupo.
Mayne también dio un paso hacia delante, pero no se adentró en el prado. El círculo
tenía unos veinte pies o más de ancho, como uno de esos anillos dibujados en la cosecha
pero a pequeña escala. La hierba de su interior había alcanzado más altura que la que
Aparte del ambiental que se percibe de fondo, no hay sonido en Bajo la Casa hasta el mi-
nuto dieciséis, cuando la oscuridad se ha adueñado de todo por completo. Solo se aprecia el
crujido de puertas y tablones durante el trasiego de pasos por la planta baja y ni tan siquiera
cuando el grupo encuentra al perro junto a la puerta del sótano pronuncian palabra alguna,
presumiblemente, se quedan en silencio. Entonces te das cuenta de que no has oído todavía
nada que no sea la respiración humana. No lo harás hasta que la película corta abruptamen-
te hacia el prado exterior. Una gran hoguera llena el encuadre, un montón de miembros cer-
cenados y apilados comienzan a humear. La pila comienza a crepitar. A lo lejos, los somor-
mujos trinan con su canto similar al de una flauta. Luego, la cámara se desplaza hacia arriba,
sobrepasando las siluetas de las copas de los árboles, para mostrarnos las estrellas borrosas a
consecuencia del humo, y alguien —los fans sostienen que es Lecomte— les recita algo. Ese
es el único fragmento considerable de diálogo en toda la película.
–Algunas de esas estrellas llevan colgadas en el firmamento mucho más tiempo del que lo
hizo mi padre. Objetos deformados. Puedo recordar una noche, la luna repleta de agujeros,
era más fuerte y joven por entonces. Mi padre ya había caído del cielo y yo pronto lo cul-
tivaría. El mundo era muy frío y silencioso y yo estaba desnudo, abrazándome a mí mismo
mientras mis pies descalzos se deslizaban por la superficie congelada del lago. A través de
aquellos árboles. Al tercer o cuarto intento de avanzar, caigo, mi pómulo se resquebraja
contra el hielo y me quedo tumbado tiritando, sintiendo mi rostro entumeciéndose incluso
mientras se hincha de un dolor amoratado. Por debajo de mi cuerpo, el hielo era opaco, cu-
Harlan
Después de todo, Foster había estado cerca de la puerta del sótano, y no estaba seguro
de qué le asustaba más, si la expresión fláccida del ausente rostro del collie o que se re-
plicara lo visto en la película. Encontraron al perro temblando sobre un charco de orina
1 En Francés en el original: De este modo, todos nuestros padres tienen los mismos ojos.
La verdad es que, Bajo la Casa, es un cortometraje. Dura tan solo cuarenta y dos minu-
tos. Si tenemos en cuenta que más de un cuarto de ese metraje está ocupado por el in-
terminable silencio de esa hoguera encarada hacia el espectador, es claro que la película
está tratando de evitar con todas sus fuerzas ser una producción mayoritaria. Cuando un
personaje dice «De este modo, todos nuestros padres tienen los mismos ojos» en un fran-
cés bello y fluido, aunque se supone que desconoce el idioma, esa mirada no va dirigida a
Hollywood. Ni tan siquiera a las escuelas de cine.
Los comentarios en la red todavía aparecen, de manera intermitente, para cuestionar si
había sido creada para ser algo más que eso. Si Bajo la Casa, en la práctica, era una pelícu-
Mayne
Una vez que supieron dónde estaba la casa, no podían aguantarse las ganas de ir. Cheung
se burlaría entonces diciendo que deberían cambiarse el nombre por el de La Quedada
Fílmica de Agosto, luego por el de La Quedada Fílmica de Septiembre. Pero la tradición
mandaba. Realizaban un viaje por carretera una vez al año y acampaban en una de las
Cheung
El silencio de la casa parecía estar compuesto por diversas capas. Cheung se despertó de
su ensoñación a medias y se sentó, escuchando. Por debajo del lamento de Mayne y sus
húmedos resoplidos, mientras trataba de sacar a su perro del estado etéreo en el que se en-
contraba inmerso. Por debajo de los suaves e infantiles ronquidos de Alem. Cheung sintió
como si la casa hubiera aguantado la respiración antes de su llegada y hubiera tenido la
necesidad de susurrarle algo desde su llegada.
Ya no le importaba la recreación de la película. El blog y la novela que nunca había em-
pezado. Sentía que Lecomte estaba en aquella casa. Tal vez bajo ella, sí, formando parte
de la casa. No sería la primera vez que esa metáfora cobraba forma en su cabeza. Pero casi
se distinguía un olor en el aire, un sabor. La casa estaba llena de «casis» y de un temor
familiar que le era desconocido hasta entonces.
Baily había salido de la habitación. Casi se levantó para ir a buscarla. Sabía que debía
hacerlo, pero sentía sus huesos demasiado pesados. Hasta él llegó aquella otra parte del
sueño en aquel instante. Por un momento, pareció como si algo lo miraba desde el otro
lado de la puerta, pero no era nada. Se acomodó en su saco de dormir.
[Aquí, una palabra, o un nombre, ha sido tachado con trazos gruesos]
Lecomte
Harlan
Por la mañana. Los otros dijeron que escribirían mi parte, que garabatearían sobre lo que
hice. No ven que alguien más ha estado escribiendo también. La luz, proveniente de los
bosques, es grisácea, y llega con dificultad a través de los tablones de las contraventanas
repletas de arañazos. Hay polvo en la luz. En la pared, la piel negra del can pende de un
gancho. Se agita como un abrigo colgado de una percha y me río. La sangre del suelo que
Alem
Alem cogió el cuaderno de viaje de Harlan y comenzó a pasar las hojas desde atrás para
encontrar su artículo, así sabría dónde buscar. Pero había algo en los ojos de Harlan, cierta
falta de reconocimiento en su rostro, y, por un breve instante, hubiese jurado que Harlan
llevaba la corona, con su cabeza inclinada hasta casi tocarle el hombro. Sin embargo, re-
gresó a una página en blanco y registró su artículo, con pesar, como si él mismo estuviera
predispuesto a no escribir, «Esta parte es como esa en la que todos pensamos que vamos a
morir aquí». Y, por supuesto, se dio cuenta de que, de todos modos, lo había escrito.
Cheung todavía no le había mencionado a Harlan nada sobre Baily, pero estaba implíci-
to en su rostro. En el aire que lo rodeaba, a punto de aparecer de un instante a otro. Que
uno de ellos pudiera haber matado al perro y pudiera haber pasado casi media noche en
lo alto de un árbol y que, a la mañana siguiente, no tuviera ninguna pregunta que respon-
der, decía mucho de lo asustados que estaban todos.
Después de unos cuantos minutos de esas imágenes propias de un viaje lisérgico, siguen
la fogata y la corona, con esos extraños efectos visuales como la duplicidad y la transfor-
mación; una figura cubierta con la piel de un perro subiéndose encima de un hombre que
duerme; ochenta pesados y exasperantes segundos de un luminoso plano desde el punto
de vista de quien sujeta la cámara, paseando por el bosque mientras el lago brilla a través
Cámara
La pantalla es gris y está rayada con bandas temblorosas mientras desciende la escalera
en la penumbra y hace un barrido para mostrar todo el sótano. Se puede ver a Cheung en
la pared más próxima, agachado sobre algo. Un brillo amarillento llega desde la esquina
inferior izquierda y el sótano adquiere mayor nitidez.
–¿Cheung? –pregunta la voz de Mayne, fuera de plano–. ¿Estás bien?
Alem se mueve dentro de plano sosteniendo una linterna. Su otra mano se acerca y toca
a Cheung, que se levanta y camina hacia el centro del suelo de tierra. El cámara persiste
en grabar a la perra durante unos segundos. No está bien. Solo al hacer un zoom, se hace
evidente que Baily todavía respira, algo que se deduce de los leves estertores de su caja
torácica, con su pelaje pintado de rojo. Tiene la mirada perdida, los ojos en blanco.
–El otro es un abrigo –dice Harlan, y la pantalla se mueve al son de su risa.
–Aquí está el agujero –dice alguien, y la panorámica cambia para mostrar la cavidad en
la pared de ladrillo, hay una gruesa losa de piedra apoyada a su lado. En este punto, el
audio se vuelve plano y es engullido por un sonido nuevo. Un zumbido bajo, chirriante,
como si muchas puertas oxidadas se abrieran lentamente, es algo que se percibe en la ur-
dimbre del vídeo.
–Dios Santo –grita una voz. El cámara, que ha comenzado a avanzar hacia el agujero, se
gira. Cuatro figuras están bajando las escaleras, y mientras que Mayne, Cheung y Alem
corren hacia Harlan y pasan por delante de él, las cuatro efigies llegan al sótano. La lin-
terna se ha quedado a los pies de las escaleras, y en su haz de luz, se ven cuatro manchas
borrosas mirando hacia la pantalla. Lentamente, como si la lente estuviera corrigiendo su
enfoque, la sensación de emborronamiento se atenúa para dejar a la vista a Mayne, Che-
ung, Alem y Harlan, cada uno de ellos con la cabeza inclinada sobre su hombre izquierdo.
Tienen las bocas abiertas y emiten, o inhalan, ese profundo sonido sordo.
Harlan, el que sujeta la cámara, se ríe y dice–: Hola.
Las cuatro hombres no responden. El nuevo Alem toca la linterna con suavidad y el só-
tano se queda a oscuras con un clic.
–La única manera de llegar allí es a través de los túneles –dice el primer Harlan. Se mur-
mura algo, se arrastran los pies y se araña cerca del micrófono. La cámara pasa a modo
de visión nocturna, con las zapatillas de Harlan brillando con un verde extraño. Se ríe de
nuevo cuando la imagen se levanta para dejar al descubierto a los cuatro dopplegängers
Lecomte
—M. Lecomte
Un relato de
Ted E. Grau
Hacía solo dos días que Doyle había vuelto a la Colina cuando ya planeaba su próxima
escapada.
Desapareció tres semanas atrás de una lectura en City Lights, haciendo autoestop hasta
el Aeropuerto Internacional de San Francisco y volando veintitrés horas para hacer un
tour por algún lugar de mala muerte de Indonesia. Gritando a través de la jungla, pro-
bando los productos autóctonos, sacando el máximo provecho a lo laxo de las prohibicio-
nes en cuanto a comportamientos poco apropiados. Siempre iba solo, y regresaba como
si hubiera madurado, con un par de cicatrices nuevas, una bolsa atiborrada de baratijas
extrañas, y suficientes historias para mantenernos ocupados hasta su próxima desapari-
ción. No lo culpé por ausentarse, al menos no esa noche. El poeta era un asco, mezclaba
tiempos y metáforas sin saber exactamente por qué. Debió haber absorbido una dosis de
Ferlinghetti1 en Boise por medio de un juego telefónico. Las chicas pensaban que era
fuerte, pero solo por su parecido con Tab Hunter2. Podría haber guardado cierto pareci-
do con Borgnine3 y las chicas seguirían locas por él, solo por el hecho de encontrarse en
un escalafón superior al nuestro, ensombrecido por el tejado iluminado. Se supone que
todo el mundo es hermoso cuando los focos se encienden. Pensé que era de la parte más
alejada de la costa, allí donde el cabello rubio y una barbilla prominente te garantizaban
un sueldo y los profesionales escribían todos los diálogos por ti. Aún así, se veía bastante
bien aquella noche, guardando su mejor verso para después del show.
1 Lawrence Ferlinghetti: poeta y editor estadounidense, perteneciente a la generación beat.
2 Actor y cantante estadounidense famoso por su canción “Young Love”.
3 Ernest Borgnine fue un actor estadounidense conocido por sus papeles en “De aquí a la eternidad”, “Johnny Guitar”, “Ve-
racruz”, “Marty”, “Doce del patíbulo” o “Grupo salvaje” entre otras películas.
Después de recorrer las laderas, comenzamos a atravesar la montaña por una carretera
Caminamos casi una milla por una suave pendiente ascendente, uniéndonos a una pro-
cesión de viajeros de todos los estadios de la vida y de lo que parecían ser un centenar de
países. Muchos de ellos vieron a Doyle y le mostraron sus respetos en saludos de diversa
índole. Él respondió a su vez, como el embajador de una peregrinación. Aquella era la
lista de invitados navideños de Doyle que había cobrado vida y se había congregado en
una montaña de California. Una reunión de hermandad internacional alejada de ojos
Miles de personas aguardaban pacientemente en una cola que giraba en espiral alrededor
de la estructura, mirando hacia el interior de la puerta, con la esperanza de echar un vista-
zo a lo que había al otro lado. Mientras esperaban alcanzar la entrada, mujeres y hombres,
SUEÑOS ORIGAMI
“Estaba limpiando una habitación y, deambulando por allí, me acerqué al di-
ván y no pude recordar si le había quitado el polvo o no. Dado que estos movi-
mientos son habituales e inconscientes, no pude recordar y sentí que era imposi-
ble hacerlo... Si las vidas complejas de muchas personas continúan inconscien-
temente, esas vidas son como si nunca hubieran existido.”
—León Tolstói
“Todo lo que hace que el mundo sea como es ahora, desaparecerá. Tendremos
nuevas reglas y nuevas formas de vivir. Tal vez haya una ley para no vivir en ca-
sas, entonces ya nadie podrá esconderse de nadie...”
—Shirley Jackson
N...,
He hecho un descubrimiento durante mi limpieza a fondo anual. Puede que las re-
cuerdes con cierta simpatía, o eso espero. Estaba limpiando el viejo y robusto suelo de
madera de debajo de mi cama cuando me fijé en una cinta adhesiva que colgaba del
somier. Despegué el resto del material semi pegajoso, revelando un agujero que tendría
tal vez el tamaño de una moneda de diez centavos. Mi curiosidad se despertó, metí el
dedo índice de una de mis manos en su interior y choqué con un pequeño cúmulo de
papeles doblados de bordes rasgados. Acabé por tener que agrandar aquella abertura
en el somier y saqué la figurita de papel, hojas satinadas que habían sido reconvertidas
en una pequeña casa, al estilo origami.
MENTES EXTRAÑAS - SUEÑOS ORIGAMI
Estoy algo inquieto, siendo el único propietario del somier en cuestión y he vivido
solo durante años (con la única excepción de nuestro demasiado breve tiempo juntos).
Además, a mis ojos expertos, las hojas que lo componen no parecen tener más que unos
años de antigüedad y, como sabes, he vivido solo en este rancho durante treinta años o
más.
Cuando los desdoblé, encontré que los papeles contenían palabras, en su mayoría
estaban llenos de una manuscrita caligrafía que en nada se parecía a tu elegante cali-
grafía, ni a mi minuciosa cursiva. Las hojas parecían ser entradas de un diario, aunque
cuestiono su autenticidad no ficcional por razones que enseguida pasarán a ser obvias.
Me pregunto si tendrías alguna idea de quién las escribió, o de cómo fueron a parar
debajo del colchón en el que he dormido durante tantos años. Lo que sigue es una tras-
cripción del texto.
Este sueño fue especial, comienza el diario, y quiero recordar los detalles tanto como mi
memoria me lo permita.
Los días previos a nuestro viaje había trabajado más horas de lo habitual. Estaba su-
pervisando el traslado de los materiales de la biblioteca jurídica de la antigua firma a
la nueva. Trataba de dejarlo todo cerrado antes de las vacaciones, lo que, por supuesto,
empeoró las cosas. Sin embargo, me marché una hora antes, para alivio de mis compa-
ñeros de trabajo. Margaret estaba de pie junto al ventanal cuando llegué a casa, y al
poco estábamos en la carretera Interestatal y cruzábamos el túnel de Foyle, en direc-
ción a la playa.
Cuando Foyle se alejó, frunciendo el ceño detrás de nosotros sobre el puente de la
bahía, nuestro estado de ánimo se relajó. Margaret sonrió, creo que por primera vez en
semanas.
Acabábamos de dejar a las niñas con los abuelos, con quienes pasarían una semana.
–Las quiero –dijo Margaret con un suspiro–, pero gracias a Dios que se han ido. –
Cuando sonríe, sus ojos siempre se arrugan —marrones con una sombra almendrada, la
cicatriz moteada y oscura debajo de uno de ellos, un recuerdo del vuelo 389, de la tra-
gedia que convirtió nuestras vidas en un caos hace una década. El barrio de Margaret
envuelto en llamas y cubierto por el humo negro. Lo recuerdo—.
Asiento, cojo su mano, y por una vez ella no la retira. A los quince minutos —una
puesta de sol en el cielo sobre el concurrido pero llevadero tráfico de la autopista— un
indicio de tranquilidad real comenzó a gestarse.
Ahora, más que nunca, necesitábamos ese descanso. El año pasado fue malo. El déci-
Postdata.
Han pasado algunos días. Algo en Margaret no va bien. Creo que puede estar derrum-
bándose otra vez, igual que después de lo del vuelo 389.
El viaje de vuelta a casa en sí transcurrió sin incidentes hasta que pasamos por el
puente de la bahía. Podía sentir a Margaret moviéndose inquieta a mi lado.
–Eso es raro –dijo.
–¿Qué es raro?
–Ese gran cosa que parece un invernadero.
Estábamos atravesando el distrito financiero de Foyle. Efectivamente, el grupo de ras-
cacielos y hoteles parecían estar rodeando un edificio acristalado que no había visto
antes.
–Vaya –contesté–. Debe ser algo relacionado con el acuario.
–Me ha parecido ver a gente en un bote que bajaba por un río allí dentro.
Así que esto es lo que encontré dentro de una serie de papeles doblados dentro de mi
cama, N... Nunca antes he podido explicar por qué te obligué a abandonar la casa y
nuestra vida, serena y amorosa, y no espero que esta carta ayude a que llegue la com-
prensión o el perdón. Solo quiero saber que todavía estás ahí, que las cosas no están
cambiando de nuevo. Aquí, en Dunnstown, cada otoño que llega trae días más largos e
incómodos para la fábrica de papel. ¿Te acuerdas de eso, o son únicamente ondas del
caos en el tejido de las cosas? Más realidades ocultas u olvidadas despertando al sueño
del ahora.
Por favor, N..., respóndeme. Mi estad de salud está mermando, he desarrollado un
tartamudeo inaguantable y me he desmayado durante días. Incluso me vale si solo me
devuelves el sobre sellado con la dirección para saber que estás viva. Que alguna vez
exististe. Siento que todo desemboca en un nuevo mundo, una realidad más negra que
MANDALA
Relato GANADOR DEL PREMIO DARK MUSE AL
MEJOR CUENTO DEL AÑO
Primera Parte
La cala
Las nubes se abrieron como cortinas, dejando al descubierto la tierra que se extendía más
allá.
Los dos muchachos avanzaban a lo largo de la cordillera que era todo su mundo, una
extensión azul que llenaba la parte izquierda de su campo de visión, quedando la derecha
destinado a acres de hierba alta y senderos rurales. El sol flotaba descuidadamente en su
posición de amanecer, esperando con eterna paciencia a que la Tierra prosiguiera su rota-
ción incesante, una bola azul que giraba lentamente en un cielo siempre oscuro y vigilado
por un dios etéreo e indiferente a cien millas de distancia. Casi se podía sentir cómo el
sol sofocaba un bostezo mientras los dos jóvenes corrían alocadamente sobre esa tierra, ya
bronceados como mini-dioses del verano. Gritaban, chillaban y saltaban, abogando por
más energía, desafiando a los cielos a tratar de frenarlos.
Alcanzaron su destino. Una cala pequeña y estrecha que se adentraba en una playa
rocosa, de no más de veinte yardas de ancho y cincuenta de largo desde la ribera hasta el
grueso del océano. Una entrada en forma de renacuajo que solo tenía un punto de acceso
franco —al menos por tierra firme—. El mar podía acceder a la cala siempre que le apete-
ciera, y le gustaba hacerlo siempre a la misma hora.
La marea. Constante como el sol y sometida a ese otro cuerpo celestial, la luna; la her-
mana fea, pálida y de rostro marcado del sol. Ella era una anciana muy malévola, la luna...
Una bromista, si es que eso era posible. Le gustaba jugar al tira y afloja con la humanidad.
Engendrar olas. Enloquecer a los hombres cuando estaba en pleno apogeo de su poder,
Mike esperó fuera de la casa de Joe golpeando rítmicamente sus puños contra la baran-
dilla de madera que discurría a lo largo del porche, con el calor comenzando a calentar su
superficie. Pensó que debería ir a casa para coger protector solar, pero estaba demasiado
lejos y su padre estaría demasiado ocupado. Según le dijo a Mike antes del viaje, pasaría
mucho tiempo en su despacho, escribiendo un artículo para una importante revista mé-
dica. Su padre era cirujano, pero en los últimos años había estudiado más que trabajado,
tratando de crearse un “perfil académico”, fuera lo que fuese eso. Mike pensó que se tra-
taba de otra cosa. Algo que se originó cuando su madre murió. Como si un interruptor en
el cerebro de su padre hubiese sido accionado para asfixiarlo, apagando las luces que lo
guiaban y le animaban a preocuparse del mundo. Seguía siendo bueno con Mike, todavía
Segunda Parte
Durante la marea baja
(9AM – 11AM, aproximadamente)
Mike corría a lo largo de la costa, con sus ojos fijos en la pequeña bajada que conducía a
la delgada franja de playa salvaje y espuma blanca del borde del océano. A su derecha
había un centenar de yardas de hierba espesa y cúmulos de rocas, y más allá de eso, la
pequeña arboleda de abetos de Douglas, con un manto de agujas caídas que cubría hasta
los tobillos. Mike contempló sus pies descalzos, se volvió para ver si Joe estaba ojo avizor
y lanzó una mirada más a la accidentada costa. La escalera que conducía a la cala estaba
a unas cincuenta yardas por delante, pero si bajaba, estaría atrapado.
El mismo camino para entrar que para salir.
Sus dedos se enroscaron con fuerza alrededor del plástico deteriorado del rifle y evaluó
sus opciones.
Entonces se decidió por los árboles.
La sombra parecía refrescar el cuello y los hombros desnudos de Mike, ya calentados por
el sol de media mañana. Su bañador rojo, que le llegaba hasta la rodilla, se había desteñi-
do hasta convertirse en rosa durante los últimos veranos, y no servía de mucho frente a
las finas ramas dispersas y las plantas altas que acariciaban la piel de sus espinillas como
dedos secos mientras se adentraba en la arboleda.
Escondiéndose detrás de uno de los árboles más altos, se agachó, se acuclilló, y echó un
Cuando Joe alcanzó el lateral de su vivienda, vio a un hombre de pie en la puerta de entrada
preparándose para llamar. Era un hombre negro, alto y delgado, vestido con una camisa azul
claro y un sombrero de ala ancha con una insignia en la parte frontal. Un policía. Los ojos de
Joe se precipitaron hacia el camino de entrada, donde otro oficial lo miraba con impaciencia,
apoyado contra un vehículo policial plateado y azul, con el motor aún en marcha.
El oficial de la puerta miró a Joe con una mezcla de preocupación y cautela, como si Joe
pudiera salir huyendo en cualquier momento. Como si fuera un criminal, pensó distraí-
damente.
–¿Eres Joe? –preguntó el oficial, y Joe se encontró estudiando el pesado cinturón negro
que rodeaba la cintura del oficial, haciendo recuento de todos los artículos que sabía que
estarían allí porque su padre le había enseñado todas esas cosas durante toda su vida, has-
ta la pesada pistola negra enfundada.
–Sí, señor –dijo Joe, consciente de cómo hablar con las fuerzas del orden, fueran o no
uniformados.
–Joe –dijo el hombre alto, dejándose caer sobre una rodilla para estar cara a cara con el
niño–. Me llamo Jack Gordon, y el otro oficial de allí es Tim Wells. Somos amigos de tu
padre, y tienes que venir con nosotros, ¿de acuerdo? Te llevaremos hasta donde están tu
madre y tu padre.
Joe sintió que su cuerpo se entumecía por el miedo, su mente intentaba procesar ese ex-
traño giro de los acontecimientos. Su cerebro se vació como la leche derramándose por el
suelo hasta un desagüe. Nuevos chispazos de pensamiento llegaron hasta él, llenando el
espacio vacío. ¿Habrían muerto sus padres? ¿Estarían en la cárcel? ¿Les habían tiroteado?
¿Asesinado? ¿O simplemente les habían hecho daño? Tal vez habían tenido un accidente
de coche. Tal vez, tal vez, tal vez... las posibilidades se acumulaban, abrumándolo.
Miró al otro oficial, que ya estaba abriendo la puerta trasera del vehículo, esperando an-
siosamente a que Joe entrara.
–¿Qué ha pasado? –preguntó finalmente Joe, reuniendo el suficiente sentido común
como para formar las palabras.
El oficial —el oficial Gordon, recordó— miró hacia otro lado, como tratando de encon-
trar la respuesta correcta, y luego miró a Joe directamente a los ojos.
Mike descansaba sobre la arena, con la espalda apoyada contra una piedra fría, incómoda,
hundida junto al poste al pie de las escaleras. Las plantas de sus pies apuntaban hacia el
mar, y su muñeca colgaba flácida, atrapada por el brazalete de acero; a su lado, la otra mi-
tad de las esposas descansaban silenciosamente junto al montante. Su barbilla cayó hasta
su pecho. El sol, más abrasador a cada minuto que pasaba, le golpeaba la parte superior
de la cabeza, la nuca, los hombros y las piernas. Levantó la mirada para estudiar las sua-
ves olas, observándolas con una hipnótica fascinación mientras formaban onda tras onda
sobre la arena mojada, como si el océano lamiera la playa con avidez del mismo modo en
que un niño daría buena cuenta de un apetitoso helado o un chupachups.
Pensar en el helado intensificó la sequedad de su boca. Chasqueó sus labios resecos, dejó
que su lengua se enraizara para proporcionar algo de humedad al interior de su cavidad
bucal. Se estaba deshidratando allí, esperando como un idiota a que Joe regresara con la
llave.
Se fijó en que el sol todavía estaba ascendiendo, con lo que imaginó que probablemente
ya eran más de las once. Su estómago rugió ante la idea de almorzar, y lamentó haberse
saltado el desayuno cuando se levantó. Su padre estaba dormido cuando Joe llamó a la
puerta poco después de las nueve, ya preparado y con esa sonrisa en la cara que indicaba
que estaba deseando ir a jugar.
El estómago de Mike protestó de nuevo, y desplazó su cuerpo a lo largo de la roca, tra-
tando de encontrar un lugar donde la superficie áspera no castigara con tanto dolor su
espalda. Sus muslos estaban achicharrándose, así que los movió, se sentó con las piernas
cruzadas, ahuecó la arena húmeda con su mano libre y la arrojó descuidadamente sobre
sus pies descalzos, refrescándolos mientras aguardaba a que Joe regresara.
¿No han pasado ya diez minutos?, pensó, sin estar seguro. Allí el tiempo se dilataba, ob-
servando el oleaje, casi disfrutando de poder estar solo y pensar, de alejarse del mundo,
de la tristeza de su padre, de lo odioso de Joe, de sus pensamientos sobre volver al colegio.
Echaba de menos a su madre, como siempre, especialmente cuando estaban en la cabaña
durante los veranos. Era allí donde se formaron sus primeros recuerdos de ellos jugando
juntos cuando era más pequeño, las cenas familiares, la normalidad. Nadaban en esa
misma ensenada, aferrándose a una colchoneta que se bañaba con cada suave oleaje, ella
con su traje de baño azul brillante, su cabello rubio recogido en una coleta, sonriéndole
mientras braceaba en aquellas aguas frías, riéndose del cosquilleo de las algas entre los
dedos de sus pies.
–¿Lo sientes? –le preguntaba siempre–. ¿Sientes cómo te llaman las algas marinas, ca-
riño? Alzándose, buscando el sol, la vida. –Algunas veces empujaba su colchoneta hacia
Tercera Parte
Primera marea alta
(12PM – 3 PM, aproximadamente)
Se le aceleró el pulso. ¡Sí! Conocía esa canción. Sus ojos cetrinos recorrieron la pequeña
habitación buscando la fuente de origen. La conocía. Una canción llamada Video Killed
the Radio Star. Estaba sonando en...
¡Oh, a oh!
¡Oh, a oh!
Procedía... ¡De una radio! Sí, una radio despertador. La música... La música...
Se supone que debo despertarme, pensó. Pero la voz de su cabeza se apagaba. Estaba tan
condenadamente cansado. Sintió como si tiraran de él hacia abajo, apartándolo de allí.
Sin radio no hay canción, dijo una voz.
Su mente se licuaba, porque estaba muriendo. Muriendo en aquella cama pequeña y
apestosa. Cerró los ojos, incapaz de ver las frenéticas olas fluir alrededor del espejo ova-
lado negro, como si estuviera embravecido, entrando y saliendo de la existencia. Los cajo-
nes de madera oscura de la cómoda eran como dos hileras de sonrientes dientes marrones
debajo del inquieto y errático ojo fosco, el único testigo de su muerte.
Mike rompió la superficie del agua, con el rostro hacia el cielo y la boca abierta.
Y respiró.
Tomó aire en dos o tres respiraciones profundas y entrecortadas. Seguía respirando.
Inhalar, exhalar, inhalar, exhalar. Agachó la cabeza con cautela, pero el agua apenas le
llegaba a la pequeña cicatriz blanca de la barbilla de cuando se la rompió en el columpio
cuando tenía seis años. Le llegaba por el cuello... No podía creerlo.
El nivel del agua estaba disminuyendo.
Rio, vertiendo lágrimas de alivio. Se rio y gritó en señal de victoria, levantó su mano libre
y la lanzó contra una ola rápida. Un último jadeo de ira que el océano le lanzaba. Escupió
al agua, levantó la cabeza y aulló al sol del mediodía.
–Toma, toma, toma –gritó, desafiante contra la naturaleza–. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –gritaba una y
otra vez, el agua cada vez más baja a cada minuto que pasaba, su muñeca produciéndole
un dolor agudo, los cortes en su brazo enturbiando el agua del mar, pero no lo sentía, no
le importaba.
Había sobrevivido.
Pronto, el mar retrocedería por completo y sería capaz de sentarse y descansar.
Ahora vendrá la ayuda, pensó. Sabía que Joe regresaría tarde o temprano. Sabía que su
padre iría a buscarlo cuando viera que no volvía a casa. Sí, la ayuda llegaría. Lo notaba en
los huesos, lo sabía como una verdad absoluta. Se había salvado. Se había salvado.
Miró hacia el océano, más allá de los límites de la bahía, asombrado ante la bestia frus-
trada a la que había derrotado, un gigante del tamaño de planetas. El mar lo miraba con
evidentes muestras de odio. Odio y querencia. Su vida. El océano ansiaba su vida. Pero
él lo había vencido. Había sobrevivido, y ahora, con cautela, victoriosamente, observaba
a la criatura que se extendía ante él como la eternidad, mientras retrocedía más y más.
Esperando su momento.
Los pensamientos de triunfo de Mike se esfumaron mientras contemplaba la superficie
del océano; vio algo imposible de creer.
Había alguien en la cala.
Cerca del borde en el punto en el que la ensenada se encontraba con el mar abierto,
Joe, desaliñado, esperó a su padre en la sala de espera, con los ojos enrojecidos. Los oficia-
les lo acompañaron hasta un área de emergencia en el que vio a su padre reposado, con
las piernas colgando, sobre el borde de la cama. La habitación estaba atestada de camas
similares, cada una separada por finas cortinas azules recortadas en el techo. Las enfer-
meras y los celadores se movían agitados, empujando carros, hablando, atendiendo a otros
pacientes. No había muchos.
Hank agradeció a los oficiales el que le hubieran llevado y uno de ellos le había agitado
el pelo de la cabeza cuando se marchaba, explicándole a Joe lo sucedido. Se había pro-
ducido un accidente. Uno tonto, según su padre, que estaba sin camisa y colocándose el
aparatoso vendaje de uno de sus antebrazos. Mientras hablaba, los ojos de Joe iban de su
padre a su madre, de una herida a otra, comprobando hasta por dos veces que ninguno de
los arañazos y rasguños de su padre parecían poner su vida en peligro. Tenía unos cuantos
en la cara. Barbilla, mejillas, frente. Una herida de feo aspecto en el puente de su nariz,
que parecía un poco hinchada (del airbag, le había dicho), una raspadura en su hombro
Cuarta Parte
Segunda marea alta
(4PM – 7 PM, aproximadamente)
Mike no sabía qué hora era y se había cansado de mirar el sol en busca de una pista.
El agua se había retirado, revelando una playa húmeda y algunas hebras de algas relu-
cientes. El brazo de Mike colgaba aturdido a un lado mientras descansaba sentado, encor-
vado y temblando, en el último escalón de la escalera al mismo tiempo que el cálido sol
de la tarde azotaba despiadadamente una vez más su espalda y cuello ya quemados, su
cuerpo fluctuando entre el calor y el frío.
Su piel era de color rojo brillante, manchada de carmesí en algunas zonas. No estaba se-
guro de cuánto tiempo llevaba sentado en la cala, pero calculó que unas cinco o seis horas.
En su sueño —porque seguramente era solo eso— se sienta en la playa rocosa, mirando el
océano. Casi podía sentir la cálida brisa del mar sobre su piel, sentir la picazón de la hier-
ba cosquilleando en la parte posterior de sus rodillas.
Su esposa fallecida está sentada a su lado, sin decir nada. Desde su punto de vista en el
sueño, puede ver las piernas de ella. Su piel es pálida y sabe que está desnuda, que no lleva
ropa. O como mucho la parte de abajo de un bikini. No gira la cabeza. No quiere mirarla.
Así que observa el océano.
Es amplio y claro. Olas bajas y extensas, como ondas, que se abren paso hacia la orilla.
El sol rojizo cuelga como una manzana madura sobre el borrón de un horizonte con las
tonalidades de una fresa.
–¡Ayuda! –oye, tan distante y tenue, como si solo pudiera tratarse del quejido de un pá-
jaro que vuela junto a la costa.
Una mano fría y suave se desliza sobre su brazo. Mira hacia abajo, no al rostro, por amor
de Dios no la mires al rostro, y ve los dedos de su esposa apretados alrededor de su muñe-
ca. Como impidiéndole avanzar.
–¡Papá!
Paul levanta la mirada, con ojos perspicaces. Lo ha escuchado, sabe que lo ha hecho.
Trata de avanzar, para ver mejor el agua, pero la mano helada está apretada, reteniéndolo.
Sin molestarse en dirigirle la mirada, agarra la mano, se la quita de encima y se detiene a
examinar el agua desesperadamente, buscando, buscando...
–¡Papá!
¡Ahí! A unas cincuenta yardas, ve a Mike chapoteando en el agua, agitando los brazos y
moviendo la cabeza arriba y abajo. Se sumerge, luego aparece de nuevo.
–¡Mike! –gritó. Oh, Señor, ¿qué le pasa?, piensa, luego se dirige al borde que cae unos
pocos pies hacia la playa grumosa–. ¡Mike! ¡Aguanta! –chilla, sabiendo —de algún modo
así era— que tenía que darse prisa.
Detrás de él oye una voz, instándolo a regresar. Advirtiéndole.
Él la ignora. Salta, estrellando sus zapatos contra la arena y corre hacia el agua, atrave-
sando su superficie en una brusca zambullida, las manos dirigidas hacia su hijo. Nada con
frenesí para alcanzar a su pequeño. Mira hacia arriba, asegurándose de que todavía está
a la vista, el cuerpo se levanta con la sacudida de una ola y... ¡Sí, allí! Él lo ve, agitando su
brazo más despacio ahora, como si estuviera cansado.
Paul abrió los ojos y el peso del mundo cayó sobre él. Estaba de vuelta en la habitación,
con la vía intravenosa goteando en su brazo, su cuerpo demasiado débil para moverse, casi
demasiado frágil para funcionar. El colapso es inminente, pensó. Gracias por los buenos
momentos, chicos, le dice a su corazón, sus pulmones, su hígado, pero ya podéis descan-
sar.
Yacía en la cama, su corazón lento e inestable. La baba se escapaba de su boca. La habi-
tación era brumosa, gris, etérea. Trató de enfocar sus pensamientos, pero estos eran con-
fusos, como tirabuzones. ¿Qué había sido aquel sueño? No podía recordarlo. ¿Acaso esto
era la realidad y no un sueño?
Dirigió la mirada al espejo que estaba al otro lado de la habitación, su brillante superficie
negra palpitando, las olas de su marco chapoteando y chocando unas contra otras.
Paul levantó un brazo tan débil como frágil y se obligó a concentrarse en él. Podía dis-
tinguir los contornos del hueso bajo su piel amarilla y fina como el papel. Se quitó la vía
intravenosa de la mano y la dejó caer, manchando de sangre el suelo. Haciendo acopio de
todas las fuerzas que le quedaban, se centró en el recuerdo de los ojos de Mike. Esas cuen-
cas grandes y asustadas de su hijo, sus manos entrelazadas mientras ambos eran arrastra-
dos hacia abajo, hacia las profundidades.
Se sentó, gimiendo de dolor, su estómago era una colmena de abejas aguijoneándole.
Apartó la manta de su delgado cuerpo, empujó sus piernas, las dejó caer al suelo, sus tobi-
llos nudosos y magullados, sus pies hormigueando contra las frías tablas del suelo.
–Mike... –dijo con una voz que salió como una tos susurrada. Tenía la garganta tan seca,
la boca tan pegajosa, la lengua como papel de lija.
Se levantó. Sus rodillas casi cedieron, pero gracias a Dios aguantaron su peso. Se alejó
de aquella cama de hospital arrastrando los pies, en dirección al espejo. Podía verse a sí
mismo en su ondulante reflejo, y en él no estaba enfermo, viejo y frágil. Era él mismo. Jo-
ven y saludable.
Henchido de coraje, dio unos pocos pasos más y apoyó sus manos sobre la cómoda. Es-
Cuando Mike ya no pudo soportar más el sol, se arrodilló a la derecha del primer esca-
lón y comenzó a cavar, con su mano libre, debajo de una gran roca que se sobresalía unas
cuantas pulgadas de la arena. Un angosto y sombrío hogar de cangrejos cuando estaba
seca, de angulas cuando era sobrepasada por el agua del mar. Excavó, sacando tierra lo
mejor que pudo, tan hondo como le fue posible, su muñeca atrapada tirando de la cadena
con tensión.
Minutos después, tras deshacerse del agua y del barro, fue capaz de deslizar las cade-
ras, la cabeza y los hombros debajo de la roca, dejando las piernas y el brazo prisionero
expuestos. Respiró profundamente, luego comenzó a amontonar arena sobre sus piernas,
manteniendo el sol alejado de su dolorida piel.
La sombra húmeda y fría era como un bálsamo, incluso con su estómago sumergido en
un charco frío y su codo atorado torpemente contra el borde irregular de la roca. Su rostro
finalmente estaba fresco, pero sus ojos seguían hinchados e irritados.
Mientras yacía en la arena húmeda, observó el agua, se preguntó cuánto tiempo tendría
hasta que volviera a por él, o si alguien iría antes a buscarlo. Antes de que fuera demasia-
do tarde.
Tienen que hacerlo, pensó.
Su mente repasaba todos los pasos que lo habían conducido hasta allí una y otra vez. Se
preguntó si había enfadado a Joe en algún momento. Si le había ofendido de alguna ma-
nera. Pero no creía que se tratara de eso. Joe no era demasiado listo, y a veces no era muy
agradable, pero Mike no lo consideraba un ser explícitamente cruel. Ciertamente no un
asesino. No, Mike pensó que debía de haberle sucedido algo. Se preguntó si Joe se habría
lastimado. Si se habría caído y golpeado la cabeza contra una roca. O por las escaleras de
casa. O si lo habían secuestrado en el bosque. Quizás aquella voz también lo había llama-
Paul se sentó con un grito en la garganta. Respiraba con dificultad, rápido, con sus pul-
mones agitados, su corazón latiendo con frenesí. Miró alrededor de la habitación, pero
cuando dejó de hacerlo, la estancia siguió girando sobre él, que ahora había adoptado el
rol de eje de rotación.
Se llevó una mano a la cara y se tocó el pelo. Estaba empapado. Sus ropas estaban ba-
ñadas, sudadas. Se secó el sudor pegajoso de la frente y las mejillas y trató de aclarar su
mente, de calmarse.
Una pesadilla, pensó. Oh, Dios, qué pesadilla.
Puso los pies en el suelo y la cabeza entre las manos, deseó que las náuseas que anegaban
su garganta se disiparan. ¡Marchaos, malditas seáis!
Respiró hondo, estabilizándose, encontrando los dígitos verdes del reloj despertador:
6:03 PM
–Oh, Dios mío –gimió, y se puso de pie, demasiado rápido, por lo que se vio obligado a
colocar una mano sobre el colchón para sujetarse. A través de su malestar y su resaca, vio
La madre de Joe todavía estaba dormida. Él se sentó en una silla de plástico duro que
había junto a la pared, justo debajo de un ventanal orientado al oeste, al brumoso océano
perceptible a lo lejos, agrupándose hasta el horizonte.
Miraba hacia abajo, hacia sus manos apretadas, a sus dedos inquietos sobre su regazo.
Sus entrañas se retorcían de culpa, vergüenza y preocupación. Su padre no parecía darse
cuenta, y estaba confuso en cuanto a cómo solucionar aquella situación de mierda. Mien-
tras estaban sentados al lado de la cama de su madre en la pequeña habitación privada,
El hogar de los Denton era más grande de lo que Paul recordaba. No pudo controlar la
puñalada de envidia que le atravesó el estómago mientras estaba de pie en el amplio por-
che acristalado y levantó la mirada hacia la infinitud de ventanas del segundo piso, hacia
ese alto techo en forma de “A”.
El granero, pensó con una mueca, recordando el apodo que le pusieron a la construcción
en una de las cenas que ambas familias habían compartido muchos años atrás, antes de
la muerte de su esposa. Las invitaciones posteriores se perdieron con las condolencias,
pensó, luego negó con la cabeza y volvió a centrarse en el asunto que tenía entre manos,
aproximándose al amplio juego de puertas dobles de roble. Las golpeó con fuerza, esperó,
Quinta Parte
Segunda marea alta
(8PM – Medianoche, aproximadamente)
El sol se está poniendo, pensó Mike mientras lo veía descender lentamente a través del
espeso cielo azul oscuro en dirección a las enormes fauces del océano. Un muro de nu-
bes rosadas, como de algodón de azúcar, flotaba sobre el horizonte, enalteciendo los ricos
colores del sol poniente, tirando de sus mejillas amarillas para crear un efecto ilusorio de
disolución, como si el sol no se estuviera ocultando, sino deshaciendo, transformándose
en una borrosa sopa gaseosa para ser sorbida por las estrellas, aniquilado por el frío y os-
curo universo.
Se había arrastrado desde debajo de la roca y, aunque ya no sentía el aguijón del sol so-
Los pensamientos de Hank eran como un torbellino. Se veía incapaz de asir todos los hi-
los que giraban en su interior a gran velocidad. Cuando alcanzaba uno, este se escapaba,
entonces se acercaba a otro e iba a por él, pero también se alejaba, evadiendo su lógica, su
habilidad para resolver problemas.
Yo e... es... ¡Esposé a Mike a las escaleras! había gritado Joe a través de sus lágrimas, por
entre sus sollozos. ¡Lo siento mucho! ¡Lo siento mucho!
Hank había hecho su llamada telefónica y había regresado a la habitación del hospital
que había dejado pocos minutos antes para encontrarse con enfermeras entrando y sa-
liendo y los gritos de su hijo. Su primer pensamiento había sido, ¡Dios mío! ¡Se ha muerto!
¡Mi esposa se ha muerto!, y echó a correr hacia la estancia, irrumpiendo en ella, no solo
para descubrir que estaba viva, ¡sino que estaba despierta y mirándolo!
De acuerdo, aquel había sido el primer escalafón en su estado de shock.
Sonrió y se encaminó hacia la cama, tomó su mano, eufórico de ver a su esposa buscán-
dolo con la mirada, con los ojos claros y vivos, ¡tan llenos de vida!
–Cariño –comenzó a decir, y luego se detuvo al estudiar su expresión. ¿Era miedo?–
¿Qué sucede? –fue todo cuanto pudo decir. Ella agarró su mano y miró a Joe, que se había
desplomado en la silla que estaba junto la pared del fondo, con la cara entre las manos,
llorando como un niño pequeño que acababa de ver a su perro atropellado por la camio-
neta de un mensajero.
–¿Joe? –dijo, cada vez más agitado y asustado–. ¿Qué narices está pasando aquí? –In-
cluso miró a una de las enfermeras buscando ayuda, pero ella se limitó a encogerse de
hombros y depositar su atención en los monitores de su esposa, tomando algunas notas en
su libreta.
Mariel apretó la mano de Hank con fuerza. Él la miró, embriagada de emociones. Ella le
devolvió la mirada, y luego atravesó la estancia hasta posar los ojos sobre su hijo.
–Cuéntaselo, Joe. Díselo ahora mismo –dijo ella con voz fuerte, a pesar de que se perci-
bía la debilidad que se ocultaba en ella, el esfuerzo por sonar así.
Joe miró a su padre, su cara bañada por las lágrimas, y le contó lo que había hecho.
Aquel fue el segundo escalafón en su estado de shock.
Hank estaba ya en el maldito aparcamiento, esperando. Joe permanecía a su lado, toda-
vía sollozando. Hank le había pasado un brazo por los hombros, pero apenas podía pensar
con claridad esperando a que Jack acudiera en su busca para llevarlos hasta casa.
Sonó el teléfono y Paul lo descolgó antes de que los ecos del primer timbrazo se hubieran
desvanecido. –¡Sí! ¿Sí? –dijo, frenético, desesperado.
Había pasado más de una hora desde que había llamado a la policía, que habían anotado
su información y una descripción de su hijo, que le habían prometido estudiarla y ver si
encontraban alguna pista. De lo contrario, le habían comunicado con una calma exaspe-
rante, tendría que esperar y presentar un informe oficial de personas desaparecidas por la
mañana. Les había dado las gracias y no había dejado de dar vueltas y vueltas, llamando
a la casa de los Denton cada diez minutos, sin querer alejarse de su propia casa.
Había oscurecido, casi era de noche, cerca de las 9 PM. Durante sus paseos de preo-
cupación, Paul había pensado una y otra vez en aquel sueño. No podía deshacerse de
la sensación de realidad que lo impregnaba; atrapado en aquella cama, tan enfermo que
no podía moverse, consumido por la misma enfermedad que ella, muriendo en la misma
cama en la que ella falleció. Y ella estaba allí. Ahora lo recordaba. Ella le había lanzado
una advertencia, le había avisado de que se iba a quedar con Mike. Recordaba el espejo
negro, que palpitaba y giraba como un globo ocular, resonaban en su mente las olas fre-
néticas del marco. Durante la última hora, asfixiado por la preocupación, cavilando sobre
sus pesadillas, Paul se había dado cuenta de muchas cosas: algunas sobre sí mismo, otras
sobre su esposa, más sobre su relación con Mike.
Solo concédeme algo de tiempo, imploró a cualquier dios que quisiera escucharle. Dame
tiempo y lo arreglaré, suplicaba una y otra vez mientras caminaba y se impacientaba. Sa-
bía que podría ser demasiado tarde. Cuando el mundo se oscureció, y el teléfono no sonó
y la puerta principal no acogió el cuerpo de su hijo, supo que existía una posibilidad muy
real de que no lo fuera a recuperar. Perdió su oportunidad de ser padre, permitió que su
hijo se alejara de él.
Pero aquel sonido había desmoronado sus pensamientos y cuando respondió, la espe-
Durante las últimas horas, Mike se había quedado en silencio observando cómo el océano
engullía al sol, mientras el agua del mar se elevaba, pulgada a pulgada, agonizante, a lo
largo de su cuerpo extenuado.
Cuando el primer roce del viento frío raspó su piel, miró hacia el norte, y vio un grupo de
nubes grises deslizarse elegantemente a lo largo del techo celestial, agitándose, arqueán-
dose a medida que se acercaban cada vez más.
En el momento en que el sol se puso, las nubes se encontraban sobre su cabeza, y el azul
del mar había sido reemplazado por una nada negra que se mezclaba perfectamente con
el cielo nocturno. El agua helada se había elevado hasta su pecho, y se estremeció tanto
que sufrió un espasmo, con su pequeño cuerpo sacudiéndose incontrolablemente. Sus
músculos estaban envarados por la tensión, la deshidratación y el frío, y ya no podía sentir
la mano que estaba atrapada en las esposas. Permanecía flácida en el agua, como un pez
muerto, alimento para quien quisiera tomarla. Sus pies también estaban entumecidos, e
intentó moverse para que la sangre fluyera por debajo de su cintura, cualquier cosa que
hiciera entrar en calor a su organismo.
Estaba maravillado, a pesar de lo terrible de su situación, de lo aciaga que era. Una vez
que el sol había desaparecido, y el brumoso resplandor amarillo de su descenso se había
suavizado y disipado en la noche, la ensenada se había transformado en una cala. Vol-
viendo la vista hacia la escalera, solo pudo distinguir la vaga silueta de las rocas en la parte
superior, el borde de la cresta antes de que se convirtiera en un lienzo de cielo negro y
extinto. El océano en sí era tan inmenso ahora que había absorbido la configuración de la
ensenada, que había anulado la tierra y su circunferencia.
Buscó la luna, pero no estaba. Ha abandonado pronto la función, razonó, pensando en las
máscaras que había visto en las rocas. Probablemente porque conocía el final de la obra.
Mirando fijamente aquel vasto espacio sin forma, aquel oscuro susurro, vio el vacío irre-
flexivo abrirse, expandirse para encontrarse con él. Se vio dentro de aquella gran boca,
una mota de polvo en la superficie de un planeta insignificante; un gran poder, destruc-
tivo y ciego, arrojando la sombra de una montaña sobre su pequeño caparazón de carne
húmeda y temblorosa. Contemplad el vacío, decía, y en ese momento de toma de con-
ciencia, de reconocimiento de aquella visión, Mike supo que pronto estaría muerto.
El agua subió más. Envolviéndose alrededor de sus hombros como una serpiente. Unos
minutos más tarde, le lamía el cuello, y después la barbilla.
El coche patrulla accedió al camino de entrada de los Denton al mismo tiempo que un se-
gundo vehículo abría sus puertas frente al porche. Estacionaron junto al primero y ambos
oficiales salieron y abrieron las puertas traseras de Hank y Joe antes de que Hank pudiera
pronunciar la palabra: –¡Rápido!
Hank comenzó a alejarse en dirección a la cala. Joe gritó detrás de él. –¡Papá! ¡La llave!
¡Necesitas la llave!
Había comenzado a llover. Se produjo un suave murmullo de truenos en lo alto cuando
Hank se giró para mirar a Joe con un leve destello de ira, de hostilidad, luego se esfumó y
dejó paso una especie de calma queda.
–Joe, ¿qué esposas cogiste? ¿Las del armario? ¿Las que tenía en la bolsa de gimnasia?
–Sí –dijo Joe, ya no le importaba si se metía en problemas, ya no le importaba si iba a la
cárcel durante el resto de su vida. Había captado suficientes fragmentos de las conversa-
ciones de sus padres y de otros policías para saber que las cosas eran mucho peores de lo
que habría imaginado.
Paul alcanzó el borde de la cala y miró hacia abajo, buscando desesperadamente a su hijo.
Estaba tan oscuro, y la lluvia y la tormenta que se acercaban eran tan intensas, que era
Paul no sabía qué hacer con su hijo. El agua lo cubría con sus olas.
Los ojos de Mike estaban abiertos y observaban la luz borrosa. El agua lo cubría por
completo, y allí debajo los sonidos llegaban apagados pero voluminosos. Sintió que po-
día escuchar los latidos del corazón de la tierra acompasándose con el suyo. Sintió un
tirón en su mano y miró hacia abajo para ver a su padre tratando de abrir las esposas. A
Mike le ardían los pulmones. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar la respira-
ción.
Estiró su mano libre a través de ese efecto de cámara lenta del agua y la colocó sobre el
hombro de su padre. Era un alivio tocarlo, sentir su peso tan cerca. Ya no tenía miedo. Al
menos no estaba solo, al menos su padre estaba allí con él; al final, su padre había ido a
buscarlo. Las luces de arriba disparaban amplios rayos verdes a través del agua. Miró más
allá del hombro de su padre mientras este luchaba con las esposas, y vio una cara penetrar
en uno de esos haces de luz.
Su madre le sonrió. Una amplia sonrisa, como si no estuviera en absoluto debajo del
agua. Su cabello rubio parecía el de un ángel, arremolinándose alrededor de su cabeza,
brillando como el oro con aquella fosforescencia.
–Ven conmigo, Mike –dijo, y ahora estaba junto a él, su boca sobre su oreja, sus manos