(Selecciones Eroticas Sileno 00) Anonimo - Obsesiones Impudicas

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El matrimonio de Harry y Caroline es un festival de

adulterios. Juntos y por separado se entregan a los


placeres más frenéticos: Harry con su propia suegra, su
hermana, dos jovencitas que se fingen púdicas y varias
ninfómanas que no ocultan sus preferencias obsesivas;
Caroline con los hijos y los sobrinos de sus amigas y
con cualquier hombre que estimule sus caprichos
eróticos. Una familia que se empecina en violar todos
los tabúes, en el ambiente refinadamente pervertido de
la época victoriana.
Anónimo

Obsesiones impúdicas
Selecciones eróticas Sileno - 00
ePub r1.1
Titivillus 11-11-2017
Título original: Caroline
Anónimo, 1991
Traducción: Pomertext
Diseño de cubierta: Rosa María Sanmartí
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
1
CUANDO era niño pensaba que las calles que conducían a
nuestra casa, o atravesaban el país, eran algo así como
caminos que salían de este mundo para entrar en otro. Por la
noche, imaginaba que unos enormes portones se cerraban al
final de los caminos, y que había carruajes, calesas y
carretillas de vendedores ambulantes esperando a que se
volvieran a abrir al anochecer.
A los niños les fascinan estos misterios. A veces pienso
que el mundo es más real en la infancia que en la madurez,
pues al hacernos adultos nos formamos una imagen distinta de
la realidad. Un niño dice «yo» y de inmediato surgen un sinfín
de identidades que le hacen disfrutar de la fecundidad de las
cosas. Sin embargo, al llegar a la mediana edad, o incluso
antes, adquirimos conciencia de nuestros propios conflictos
internos. Uno desea adoptar otras identidades sin abandonar la
suya y se encuentra inmerso en el fragor de una batalla interna.
A menudo, oímos decir a la gente: «hoy no me reconozco», o
bien: «no me gusta como soy, ¡daría lo que fuera por
cambiar!», o incluso (y es más frecuente en el caso de las
mujeres), «mañana cambiaré; seré más yo mismo; mejoraré».
Yo, que soy un hombre maduro, tengo mi propia
personalidad y la de alguien a quien no conozco. Me miro en
el espejo, en cualquiera de los que encuentro, y me pregunto
quién es ése que me devuelve la mirada y a quien sólo me une
un sentimiento de turbación, una sensación de molestia al ver a
ese hombre cuyo aspecto no es el mío, con esa despeinada
cabellera de tenues rizos que le caen sobre el rostro.
Un día, me invadió un instante de exquisito terror, de ese
pánico que se siente a causa de una profunda excitación y un
estremecimiento que surge del alma cuando me miré al espejo
del dormitorio de mi madre. La imagen que proyectó era la de
un joven de cuerpo entero que no reconocí, y me pregunté:
«¿Quién soy yo, entonces?». No me atreví a afrontar el
reflejo de mis ojos en blanco.
Si en ese momento hubiera entrado mi madre, estoy
convencido de que habría corrido en busca de su abrazo, si
bien a mis diecisiete años ya era demasiado mayor para tales
sentimentalismos. Aun así, hubo ocasiones en que, sin ningún
motivo aparente, ella me había estrechado entre sus brazos
haciéndome sentir sus pechos llenos y la calidez de su mirada.
Mi padre apenas aparecía por casa puesto que, cuando no
estaba en Londres por negocios, se iba de caza o montaba a
caballo. Yo no tenía un interés especial en esta última
actividad, pero mis hermanas, Adelaide y Berta, montaban
sobre sementales blancos porque eran los preferidos de mi
padre; al parecer, las yeguas carecían de interés. Les enseñó a
montar como hombres, con las piernas a ambos lados de la
silla, haciendo oídos sordos a las protestas de mi madre, la
cual sostenía que esa modalidad no era apropiada para
señoritas y temía que los vecinos pudieran verlas. Con la
llegada del buen tiempo, los tres solían salir junios a cabalgar
después del almuerzo y no regresaban hasta la hora de comer,
con los rostros enrojecidos y sudorosos.
Mamá no les dejaba sentarse a la mesa hasta que hubieran
tomado un baño, cosa que hacían las dos juntas para ahorrar
agua e ir aprisa mientras mi padre las observaba, se fumaba un
cigarro y se frotaba la entrepierna. Me daba la impresión que
mi madre se sentía muy violenta en esas ocasiones, pero tardé
mucho tiempo en comprender la razón. Berta tenía veinte años
y era una muchacha exuberante, de curvas muy pronunciadas
y con un carnoso labio inferior.
Adelaide, dos años más joven, aunque dieciocho meses
mayor que yo, era la más tranquila de las dos, delgada pero
bien proporcionada. Sus chapoteos en la bañera evocaban en
mí el recuerdo del sonido de las olas que mueren en la playa.
Se salpicaban y reían. Mamá les pedía que se estuvieran
quietas y ellas obedecían, pero al momento continuaban con
sus juegos. Mi madre hacía una mueca de disgusto y les decía:
«No sé qué voy a hacer con vosotras». Entonces, papá se ponía
a leer el periódico sin decir palabra. Su comportamiento me
parecía una falta de cortesía, pero en aquella época los adultos
se me antojaban un mundo aparte.
Berta se casó un año más tarde, contra la voluntad de papá
que la fustigó al enterarse de su decisión, pero sólo consiguió
que mi hermana se volviera más rebelde. Muchas noches le oí
entrar en su dormitorio y escuché el siseo de la fusta y los
gritos de Berta.
En tales ocasiones, mamá desaparecía y se encerraba en su
cuarto, unas veces sola y otras con Adelaide. Ésta protestaba a
veces y huía al solarium hasta que los gritos de su hermana
remitían. Entonces se producía un silencio impresionante que
me llenaba de temor. Cuando por fin salía papá, Berta se metía
en la cama y nadie decía una palabra hasta la mañana
siguiente. Mamá también se molestaba con ella, aunque
sospecho que no por causa de sus esponsales.
Adelaide no tardó en encontrar un pretendiente. «Es un
imbécil», le oí decir a mi padre en una conversación con
mamá. Sin embargo, esta vez no fustigó a su hija y
continuaron saliendo juntos a cabalgar. Cuando Berta nos
visitaba, papá no recibía a su marido y sólo hablaba con ella en
su habitación, donde permanecía una media hora y luego
bajaban juntos al salón con expresión risueña; los días de
castigo ya habían tocado a su fin.
Berta y Adelaide continuaron muy unidas después de
casadas, pero no duró demasiado. Varios meses después de la
boda de Adelaide, Berta tuvo que marcharse a la India, donde
su marido debía unirse a su regimiento. «Ya se han acabado
los días felices», decía mamá y rompía a llorar. Adelaide era
más apacible y no nos visitaba con frecuencia. Mi madre
estaba intranquila y una mañana me pidió que fuera a verla y
le llevara una cesta con pastas.
Yo no quería ir porque hacía una mañana preciosa. Era un
viaje largo, le dije, y la cesta era muy incómoda de llevar.
—No seas perezoso, Harry, y coge la calesa —espetó ella.
Estuve dando vueltas por la casa, pero al fin decidí que
tenía que ir si no quería oírla más durante todo el día. Cogí la
cesta de la cocina, así como un poco de cerveza para
refrescarme durante el trayecto. Por entonces la prefería al
vino, pero ahora no la suelo tomar.
Hacía un mes que no veía a mi hermana. Siempre había
existido un profundo cariño entre ambos, pero no lo
manifestábamos porque papá nos observaba continuamente. El
trayecto me llevó dos horas. Fui paseando, me entretuve en
una taberna y llegué a Kent al mediodía. Imaginé los portones
de la infancia mientras mi caballo avanzaba por los caminos y
casi quise volver a ser un niño.
Cuando llegué a la propiedad, vi la casa con ese color
blanco que sólo las casas de campo tienen cuando los rayos del
sol reflejan en las ventanas y les confieren una luminosidad
especial. Un jardinero se quitó el sombrero al verme y
extendió la horca que llevaba en la mano para indicarme el
camino flanqueado por enormes y magníficos rododendros. La
criada que me acompañó al interior era delgada y de tez
pálida, como si el sol la evitara siempre. Me dijo que la señora
estaba descansando, pero que la señorita Caroline me recibiría
en el estudio.
Quise saber quién era esa señorita, pero uno nunca deber
hacer preguntas a un criado que no conoce. Como soy una
persona reacia a las etiquetas, le dije que me anunciaría yo
mismo, cogí el sombrero y la cesta y me dirigí sin más al
estudio.
Cuando abrí las hojas de las puertas tuve una visión
extraordinaria. Vi a la más exquisita de las criaturas, apenas
algo mayor que yo, que llevaba un vestido blanco y rosa; un
lazo recogía el ondulado cabello castaño que le cubría los
hombros. Tenía una nariz pequeña y recta y sus ojos eran
grandes. Recuerdo que enseguida reparé en su estrecha cintura
y sus sinuosas caderas. A pesar de su edad, sus senos eran
prominentes, y los labios, encantadores.
Nos presentamos de inmediato. Siempre resulta más fácil
cuando no hay adultos presentes.
—¿Cómo está Adelaide? —le pregunté.
—Oh, muy bien, es decir… Harry, tengo que hablar
contigo. Espero que no te importe, aunque ya sé que no nos
conocemos. ¿Quieres que tomemos un poco de vino?
Sonrió y se sentó al tiempo que se recogía ligeramente la
falda.
—Claro, cómo no —repuse con voz trémula.
Hice sonar la campana y le pedí al criado que nos sirviera.
Un momento después, degustábamos el excelente vino y mis
ojos se perdieron en los de ella.
—No sé cómo… —empezó a decir Caroline.
Yo le pregunté si podía subir a ver a Adelaide y me pidió
que no lo hiciera todavía. Jugueteó con la copa y exhaló un
suspiro.
—Discúlpame Harry, pero si Berta estuviera aquí me
resultaría menos embarazoso explicarlo. Es más fácil contarlo
a una mujer que a un hombre. Adelaide se encuentra bien
físicamente, pero está tan deprimida que no sé cómo
reconfortarla.
—Continúa, ¿qué es lo que intentas decirme?
Le tomé una mano entre las mías y ella me dedicó una
sonrisa angelical.
—Tienes que perdonarme, Harry, que no te mire a los ojos
al decirte que… Bueno, que su marido no le ha puesto nunca
un dedo encima. Esa es la pura verdad. ¿Te importaría
llenarme de nuevo la copa? Me siento incómoda diciéndote
estas cosas, por muy familiar suyo que seas.
Me apresuré a coger la botella de vino, pero con los
nervios, le vertí un poco en las faldas. Me sonrojé y me
deshice en disculpas.
—No importa. Puedo cambiarme de vestido. Como ves, he
traído mis cosas. Su esposo se fue la semana pasada por
negocios. Nunca la ha besado, ni siquiera en la boca; ya sabes
a qué me refiero.
—Sigue —la alenté.
Me senté junto a ella en el sofá, a pesar de que el protocolo
exigía que tomara asiento en una silla aparte.
Caroline se mordió el labio inferior; parecía divertida y
tímida al mismo tiempo.
—No sé muy bien qué pensarás de mí por hablarte de esta
forma —murmuró.
Le sostuve solícito la mano, tan cálida y suave, aunque
llena de fuerza.
—Digas lo que digas, será como si el cielo hiciera llover
dulces palabras —le dije.
—¡Oh, Harry! ¡Qué galante! Bien, como ya te he dicho, él
nunca…, ni en la cama ni… ¿Me entiendes? Tengo la
impresión de que en estos momentos eres la única persona a
quien recibiría. ¿Verdad que la abrazarás para animarla? Eso
es justo lo que necesita. Sólo un instante. Yo, como mujer, no
puedo ofrecerle el consuelo varonil que precisa. Un instante de
reposo, unas palabras que la serenen; nada más. Dime que lo
harás.
¡Ah, cielos, de qué forma presionaba su mano entre las
mías! ¡Qué mirada suplicante más dulce! Acercamos los
rostros y nos echamos atrás de inmediato, como dos
enamorados que quieren besarse pero temen hacerlo en ese
momento y en ese lugar.
—¡Haría cualquier cosa por ti, Caroline!
—¿Me lo prometes? No sé. Cumple con tu obligación,
Harry, y ya veremos después. Es posible que necesite tu ayuda,
también, antes de que me case. Cumple con tu deber para con
ella, eso es todo lo que te pido. Ven, te acompañaré a su
dormitorio. Está demasiado apagada y quiero devolverle la
alegría.
—Sí, por supuesto.
En ese momento no comprendí sus perversos planes, pero
no tardaría en hacerlo. Supongo que siempre había pensado
que Adelaide era pura. Cuando llegamos al rellano del primer
piso, Caroline me condujo hasta una esquina y me pidió con
un ademán que no me moviera. A través de la baranda, vi la
puerta entreabierta del cuarto de mi hermana.
—¿La besarás, Harry? —me preguntó entre susurros.
Estábamos tan cerca que pude sentir la dureza de sus
pechos contra mi abrigo.
—¿Así? —me preguntó con una sonrisa antes de que
pudiera contestar.
Levantó la cara y metió la lengua en mi boca y aprisionó
mis labios entre los suyos de manera que la aferré con
brusquedad por las caderas y presioné sus muslos contra mi
cuerpo. Fue un momento delicioso, increíble. Me embargó un
éxtasis que nunca había sentido antes. La verga se me puso
tiesa al instante y la restregué contra su vientre, mientras
imaginaba que Adelaide había desaparecido y que Caroline
ocupaba su lugar.
—Sí —gemí con voz tenue.
Empezó a mover la lengua de nuevo. Me entregué a esa
boca lasciva, húmeda y suculenta.
—Me lo has prometido. Eso es lo que ella necesita —dijo.
Sentí su estómago frotarse contra mi polla y vi sus ojos
iluminados por el placer. No pude hablar, no supe qué decir.
De repente, balbuceé:
—Sí, pero y si…
—Caroline, ¿quién está contigo? —inquirió mi hermana.
Retrocedí un poco, pero mi joven reina me sostuvo la
mano.
—Es Harry, querida. ¿Te sientes mejor ahora? ¿Podemos
entrar? —preguntó precipitadamente, y cuando quise darme
cuenta, ya me encontraba en el dormitorio.
—¿Harry? ¡Oh, eres tú!
Adelaide estaba tumbada en el lecho, bajo la sábana. El
camisón estaba tirado en el suelo. Su vestido, blusa y zapatos
estaban esparcidos a los pies de la cama. La sábana la cubría
hasta la barbilla. Yo no sabía cómo ponerme, consciente de mi
polla tiesa que pugnaba por salirse de los pantalones.
—Cariño, es una bendición que haya venido. Anda, dale
un beso.
Entonces, Caroline me empujó hacia adelante. Las rodillas
chocaron contra la cama y caí a medias sobre Adelaide.
—¿Harry?
En su voz había un tono de sorpresa. Nunca me había
encontrado ante una situación igual, así que no supe qué hacer
ni qué decir.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
La postura de mi cuerpo ocultó mi verga erecta.
—Sí, bésame si quieres.
Me echó un brazo alrededor del cuello, agaché el rostro
hacia el suyo y le besé la nariz y las mejillas.
—Voy a buscar un poco de vino —dijo Caroline y salió.
—¿Te lo ha contado ya? Túmbate a mi lado, por favor,
pero antes quítate los zapatos o mancharás las sábanas —
murmuró Adelaide, dejando caer la cabeza sobre la almohada
y apartando el brazo de mi cuello como si estuviera muy débil.
—Querida Adelaide, ¿qué te pasa? —inquirí tontamente,
mientras me desataba los cordones de los zapatos.
—Quítate también la chaqueta; me rozan los botones.
Vamos, échate. ¿Es que no te ha contado nada, Harry?
Me tumbé junto a ella, no sin una sensación de
incomodidad. Advertí la exuberancia de sus pechos bajo la
sábana blanca de algodón que subrayaban el contorno del
vientre, las caderas y la unión de los muslos.
—Sí —respondí.
Tuve la sensación de que no podía respirar. Me oprimía el
pecho. Ella apoyó la cabeza en mi hombro, me cogió el brazo
y se lo colocó alrededor de la cintura.
—No es un hombre bueno, Harry. Bésame al menos,
necesito mucho cariño.
—Claro.
Posé los labios sobre los suyos y los separé al sentir el
contacto. En ese cálido instante no supe si besaba a mi
hermana o a Caroline, pero entonces apartó la cara, azorada, y
desvió la mirada hacia la ventana.
—Harry, nunca me habías besado así antes. ¿Es que no me
querías? —murmuró.
No encontré una respuesta. De nuevo, volvió el rostro
hacia mí con los labios separados y vi la punta de su lengua
rosada y sus pequeños dientes blancos. Su semblante me
pareció apasionado.
—Repítelo, me siento muy sola —me susurró, pero
entonces entró Caroline con una bandeja de plata y unas copas
que tintineaban al rozarse.
—El vino da un sabor especial a los besos —dijo con una
sonrisa.
Me incorporé a medias, con un sentimiento de
culpabilidad. Mi hermana me cogió la mano y condujo la
palma hasta su cadera. En su tacto había algo de
desesperación, de excitación, tal vez, no sabría decirlo.
—Adelaide, siéntate y bebe un poco —le dijo Caroline
acercándole una copa.
—No puedo. No estoy vestida —objetó ella, pero aun así
se incorporó, tapándose el pecho con la sábana.
No pude sustraerme a la visión de aquella espalda desnuda
y del pequeño y turgente trasero que asomaba debajo; sentí un
estremecimiento de la verga. Ella se llevó la copa contra el
pecho. Una sonrisa cruzó por los rostros de las dos jóvenes.
Caroline se sentó al lado de Adelaida.
—Eso no importa, querida —dijo Caroline—. ¿Harry no te
ha visto nunca los pechos?
—Por supuesto que no —repuso mi hermana, que lanzó un
leve chillido cuando Caroline le bajó la sábana hasta el talle.
Vi su pálido vientre y el ombligo. Cuatro centímetros más
abajo, y otro grito, y el vello púbico de Adelaida quedó al
descubierto, rizado y espeso. Unas gotas de vino cayeron entre
tan tupida mata—. ¡No, por favor, Caroline! —imploró.
No sirvió de nada; la sábana ya estaba a sus pies y no pudo
volver a cubrirse. Los senos, grandes, llenos y níveos, estaban
coronados por unos pezones tostados.
—Bébete el vino. Y tú también, Harry. ¡Vamos, vamos!
—Harry, es algo indecente, es… ¡Oh! —gritó mi hermana,
pues cuando apuró la copa de un solo trago, Caroline la
empujó hacia atrás, le quitó la copa y la hizo rodar hasta sus
pies.
—Todavía no te ha besado como es debido, ¿verdad? —
inquirió Caroline.
—¡Para! —espetó Adelaide, sin luchar por levantarse, con
la cabeza apoyada en la almohada y los pezones enhiestos.
Caroline le puso la mano derecha en el hombro, ejerciendo
una presión suave.
—Harry, bésala en la boca, mientras yo lo hago en el sitio
en que han caído las gotas de vino —dijo divertida.
Entonces, bajó la cabeza y llevó los labios hacia el sexo de
mi hermana, cálido, frondoso, suave.
—¡Ha… Harry! —gimió Adelaide y, entonces, le atrapé
los labios entre los míos y restregué la polla contra su cadera.
2
UNOS diez años antes de aquella tarde junto a Caroline y
Adelaide, es decir, cuando era un chiquillo, solía llorar para
pedir cosas.
Como es lógico, al crecer cambié. A menudo me
embargaba la melancolía. Me sentaba por las mañanas en un
lecho de hierba y arrancaba algunas briznas con la mente
absorta o miraba a través de las verjas y me preguntaba qué
misterio se ocultaba detrás de las plantas, donde la tierra es
más oscura y seca. Me daba la impresión de que veían pasar a
la gente con un curioso encanto, solitarias y quietas. La tierra
espera con paciencia lo que ha de venir: los dientes de hierro
de los rastrillos o los pétalos que caen sobre ella en mudo
balanceo.
Mi madre no aparecía hasta que Berta, Adelaide y papá
habían salido a montar. Los traseros de mis hermanas se me
antojaban dos perfectas peras sobre las monturas.
«¿Qué estás haciendo, Harry?», me preguntaba ella. Las
madres siempre hacen las mismas preguntas a sus hijos, ya
sean pequeños o adultos. Desde hace tiempo, creo que tienen
un libro secreto repleto de frases y que pasan de unas a otras
continuamente. Ningún hombre tiene jamás acceso a él.
Con frecuencia, al entrar en la casa, mamá echaba un
vistazo al recibidor, me buscaba con la mirada, y preguntaba:
«¿Eres tú, Harry?», lo cual era absurdo porque me había visto
perfectamente. He conocido a otras madres que hacen y dicen
otro tanto; las frases son idénticas e incluso la entonación es la
misma.
A veces, al verme taciturno, me preguntaba:
—¿Qué es lo que quieres?
A esa pregunta yo siempre contestaba que no lo sabía.
—Eso es bueno. Ten cuidado con lo que deseas, porque
podrías conseguirlo —decía siempre.
Por entonces, ignoraba el sentido de sus palabras, si bien
no tardaría en averiguarlo a pesar mío y para mi deleite, debo
añadir. Uno no debe ser hipócrita.
En un primer momento, aquella tarde sólo me satisfizo
tener a Adelaide casi desnuda bajo mi cuerpo, así que me
entregué a sus labios mientras Caroline le lamía despacio el
sexo.
Puse las manos en las mejillas de mi hermana. Al principio
ésta se limitó a mover las caderas al compás de nuestros besos
cuando, de pronto, oí una bofetada y una protesta ahogada.
Caroline le había dado un cachete en los muslos para obligarla
a separarlos. Sin embargo, no le presté atención entregado a
nuestros mutuos lametones; su caliente saliva me lubricaba los
labios y mis manos sobre sus orgullosos pechos sentían esos
pezones duros que nunca me había atrevido a ver.
Caroline empezó a lamerla más abajo. Las yemas de los
dedos de mi hermana me presionaban con fuerza el cuello.
Sentí su cálido aliento en mi boca y entonces se deslizó en
busca de mi polla y empezó a describir círculos alrededor de la
bragueta.
—¿Quieres, Harry? —masculló entre dientes, con una
mezcla de pasión y timidez.
—¿Si quiero, qué?
Yo deseaba que lo dijera.
—Follarme. Levanta esa verga. ¡Ahora!
Sus palabras me sorprendieron un poco. Sentí el leve
contoneo de sus caderas ante la urgencia de la lengua de
Caroline. «Las nalgas de ambas jóvenes se han posado en las
monturas»: ese fue el pensamiento que me asaltó. Las oscuras
y secretas aberturas entre las piernas y los húmedos sexos se
mecían sobre el cuero de las monturas al galopar.
—Sí. ¡Oh Dios, sí!
Me arrodillé después de desabotonarme la bragueta y me
bajé los pantalones mientras Caroline se levantaba y se
enjugaba la boca con la mano.
—No. Quítatelos, Harry. Desnúdate. Oh, Adelaide, mira
qué grande la tiene. ¡Qué verga!
Mi hermana se fijó en mis pelotas, se volvió sobre el
estómago y escondió la cara entre las manos, pero Caroline la
obligó a darse la vuelta otra vez. Entonces Adelaide no pudo
sino observar mi miembro erecto y se llevó un dedo a la boca.
Hay gente que piensa que todos los actos amorosos son
casi iguales. Yo creo que no; es más, todos son diferentes pues
dependen de las posturas que se adopten o de las palabras que
se digan. Claro que cada uno tiene su propio estilo y siempre
hay ciertos procedimientos que se repiten. Algunas mujeres
chillan un poco, otras lloran y sacuden las piernas, otras
contonean levemente el trasero con cada arremetida, algunas
alcanzan el orgasmo múltiple sin poder contener escandalosos
gemidos de éxtasis, otras no cesan de hablar y proferir
obscenidades, y también están las que enmudecen y se limitan
a respirar profundamente.
Me enamoré de Caroline la primera vez que la vi. Después
de desnudarse y unirse a nosotros en la cama, tuve esa
sensación de pecaminosa lujuria que casi no he vuelto a sentir
en los años que siguieron. Luego me puse entre las piernas de
mi hermana, le alcé las rodillas y coloqué el miembro en la
puerta de su vulva.
—Dime antes que me quieres —susurró.
Caroline se inclinó hacia un lado, interpuso el rostro y la
besó en los labios. Empecé a mecer el pene entre los rizos de
su vello púbico; era una sensación deliciosa. Decidí no
penetrarla de inmediato y me limité a gozar jugueteando con la
vagina.
Respiraba pausadamente, con los ojos fijos en los míos
mientras yo movía la verga de arriba abajo.
—La excitaré un poco más antes de que se la metas. Dile
que la quieres —propuso Caroline.
Al principio no pude. Tenía el corazón, la polla y los
testículos demasiado henchidos. Recuerdo que ambos
temblábamos por la espera. Me fijé primero en el dedo que se
llevó a la boca y luego en los párpados entrecerrados. ¡Es
curioso que recuerde esas dos cosas!
—Separa más las piernas, Adelaide —le ordené con un
tono de voz ronco.
Al oírme me dedicó una amplia sonrisa, asintió con un
murmullo y las extendió a los lados formando una gran V.
—Ahora fóllame, Harry. ¿Te atreves? Métemela, quiero
sentir cómo te corres. Cariño, quiero tu polla dentro de mí.
—¿Quién te ha enseñado a decir esas cosas? —le pregunté
sorprendido.
—Dime que me deseas o no te lo diré nunca. Yo fui una
chica muy mala… ¡Oh, sí!
—Te deseo, te deseo, te deseo… ¡Ah!
De repente la había ensartado hasta el fondo. Su vulva era
suave y muy estrecha. Presioné el vientre contra el suyo, se la
metí hasta no poder más y sentí los genitales rozar su trasero.
Oí una música celestial.
—¡Sigue! —gimió al abrazarme la cintura con las piernas.
Todo se difuminaba ante mis ojos. Se estremeció al
embeberse mi verga. Nuestras bocas se encontraron, lengua
contra lengua. Mis movimientos eran pausados y sentí el
temblor de mi poderosa herramienta.
—Eres un chico muy malo. ¡No te detengas! —jadeó.
Caroline nos abrazó. Me fijé en sus nalgas, las acaricié con
solicitud, palpé con el índice hasta encontrar su sedoso orificio
y me dediqué a frotárselo con sensualidad. Introdujo la lengua
en nuestras bocas. Nos lamimos con frenesí hasta alcanzar el
éxtasis. Los sentía por doquier: los traseros, pechos, entre las
nalgas, y me balanceé con mayor urgencia mientras
respirábamos con agitación y gozábamos intercambiando
apasionados besos. Parecía que la cabeza y el estómago me
iban a estallar. Anhelaba follarla una y otra vez; me oí gemir
con fuerza.
—¡No te corras aún, Harry! Déjame hacerlo a mí primero.
¡Ah! —imploró entre jadeos.
—¡Ya no aguanto más!
El deseo era demasiado fuerte y febril.
—Dentro de mí. Déjala dentro de mí y córrete. Quiero
sen…, sentirla, Harry. ¡Sí! ¡Ah, sí!
Me clavó las uñas en la espalda. Cerró los muslos
alrededor de mi cintura con tanta fuerza que me ahogaba.
Fuego y nieve; eyaculé un desmesurado y espeso chorro de
semen. Ella sintió cómo la inundaba mientras buscábamos con
premura la boca del otro. Los testículos chocaban contra su
trasero al tiempo que yo expelía el esperma en una
interminable cascada, o al menos eso es lo que uno siente en el
fragor del ardiente deseo.
Al final, con el último espasmo, su boca selló la de
Caroline. Me apercibí de su incesante temblor al gozar. Entre
cortas arremetidas, se la hundí varias veces hasta que
quedamos saciados. Con la última embestida expelí un chorro
aún más espeso y la oí respirar satisfecha al sentirlo en su
interior.
El lecho dejó de moverse y nos invadió una repentina
quietud. Puse la palma de la mano sobre el cálido trasero de
Caroline, igual que los niños de pecho se agarran a sus
sonajeros antes de dormir.
—Ha sido muy hermoso, Harry. Me ha encantado —dijo
Adelaide al tiempo que me regalaba un dulce beso.
Retiré despacio el pene de su cremosa vulva y le rocé los
labios del sexo. Nos apartamos un poco para descansar, con
los miembros entumecidos tras el ya agonizante combate
amoroso.
Me eché boca arriba y miré al techo labrado con motivos
florales. El cielo yacía ahora a mi lado. Entonces, Caroline
saltó sobre nosotros, un relámpago de piernas, el tupido sexo y
los senos turgentes, y me puso en medio de ambas. Las cogí de
las manos. Retozamos como chiquillos.
—Uno nunca se corre con tanto gusto como cuando se
trata de algo prohibido, y no debería ser así —dijo Caroline,
acurrucando la nariz en mi cuello.
Quise decirle entonces que la adoraba, pero mi desafiante
pene se había empezado a debilitar.
—No tenías que haber esperado tanto tiempo para hacerlo
con ella —continuó.
Mi hermana chasqueó la lengua en un ademán para que se
callara y me dio la espalda sin soltarme la mano, con las
nalgas contra mi muslo.
—Nunca quiso antes —fueron sus palabras.
—¡Claro que sí! —objeté, aunque nunca se me había
pasado por la cabeza una idea semejante.
—¡Claro que no! —replicó, y me dio una patada en la
pierna.
—Bueno, ahora ya lo habéis hecho. Nunca se deben eludir
las obligaciones —sentenció Caroline.
Quise hacerles mil preguntas pero entonces se apoderó de
mí una pesada somnolencia.
—Nuestro hombrecito está cansado. ¿Demasiado cansado,
tal vez?
Esas palabras eran de Caroline, por supuesto, que se
deslizó hacia abajo y se metió mi polla en la boca. Di un
respingo y aferré la sábana con la mano libre. Al hacerlo, mi
amada puso la lengua sobre el glande y esbozó una sonrisa.
—Pobre cosita, es demasiado sensible.
Me estremecí y tensé las piernas.
—No, Caroline. Tú sí que eres demasiado pervertida —
respondió Adelaide sin darse la vuelta.
Deslizó la mano hacia la entrepierna y sostuvo mis bolas
con la palma.
—Quieto —murmuró—. No te muevas.
Cerré los ojos; me sentía en el paraíso. Sin prisas, Caroline
aprisionó la verga entre los labios y empezó a succionarla con
movimientos pausados. Una mano se cerró alrededor de mis
pelotas, como si las quisiera sopesar y, de repente, Adelaide se
giró para esconder la cabeza bajo mi hombro. Uno de sus
duros pezones me rozó el pecho.
—Siento ser tan libidinosa, Harry.
Se incorporó y me metió la lengua en la boca. Gemí
abrazado a ella con fuerza. Sentí con sorpresa y excitación
cómo me temblaba el miembro. Entonces Caroline dio buena
cuenta de él con sus sinuosos movimientos.
—¿Siempre fuiste así? —quise saber.
Mi hermana asintió con un ademán y escondió aún más el
rostro en mi hombro.
—¿Muy a menudo, Adelaide?
Ella aseveró con otro gesto.
—Yo creí que eras virgen —dije sorprendido.
Entonces se movió, me mordisqueó la oreja y me susurró:
—No seas ingenuo. Nadie lo es.
La verga se me fue poniendo erecta debido a los continuos
estímulos. Le cogí las nalgas y se las separé. Caroline seguía
succionándome el pene. De pronto se detuvo y me miró.
—Ese orificio la vuelve loca —me dijo con una sonrisa.
—¡Mentira! ¡Harry! ¡Ah!
Le metí el índice por el recto y sentí su posesiva presión.
—¿Te gusta? —inquirí con voz ronca.
—¡Oh, Harry, no seas malo! ¡No!
Demasiado tarde. Ya le había introducido la primera
falange en el orificio y sentí cómo cedía la presión.
—Te gusta; no cabe duda.
Estaba excitado de nuevo y no pude seguir hablando. La
lengua de Caroline me lamía el miembro de arriba abajo. Miré
al techo extasiado.
—No es la primera vez, Harry.
—¡Oh, Caroline, te odio! ¡Harry, saca el dedo ahora
mismo! —espetó, pero ya la había taponado.
Con cada movimiento le metía más el índice y se lo clavé
hasta el fondo. La cogí por el cabello y la atraje hacia mí sin
prestar atención a sus protestas. La sostuve con fuerza y
empecé a mecer el dedo de adentro hacia afuera.
—¡Vamos, Harry! ¡Métesela por detrás! Está muy
excitado, Adelaide.
—No quiero. Harry, ni se te ocurra. ¡Por favor, no! ¡Ah!
¡Bestias! ¡Detente, te digo! No quiero, no quiero, no quiero.
—Célebres palabras, sí señor. ¡Vamos, móntala! Yo sé
cómo dominarla.
—¡No, por favor! ¡Os odio! ¡Ay!
Saqué el dedo y me puse sobre ella en un instante.
Caroline se arrodilló en el suelo y la aferró por las piernas, de
manera que las turgentes nalgas quedaran expuestas para el
asalto al borde de la cama. Forcejeó en un vano intento por
levantarse. Por mi parte, la obligué a poner los hombros contra
el colchón.
—Tienes que azotarla antes, Harry. Así es como debe
hacerse.
—¡Caro…! ¡Ay!
Reprimió el alarido de mi hermana con una sonora palmeta
da sobre las nalgas que le hizo una marca rosada en su níveo
trasero.
—¡Estate quieta, cariño! Sé qué es lo que deseas, y lo vas a
tener. ¡Así!
Caroline continuó propinándole azotes. Adelaide trataba de
evitarlos levantando las caderas pero la mano seguía
marcándola imperturbable. Yo le presionaba con las manos los
hombros temblorosos.
—¡Detente, por lo que más quieras!
Otra palmetada. Tenía el trasero tan rojo que mi polla
empezó a estremecerse de excitación.
—No le hagas daño, Caroline —imploré.
—Claro que no. No seas memo. ¿Es que no te das cuenta
de que le gusta?
El llanto y los gemidos de Adelaide eran más débiles
ahora. Con cada azote lanzaba un prolongado jadeo mientras
las nalgas enrojecían y movía las caderas con menos violencia
que antes.
—¿Dos más? ¿Quieres otras dos palmetadas, querida? —
inquirió Caroline.
—¡No, no! Me duele mucho. ¡Ay!
¡Ah, qué brillante y sonrosada tenía la grupa!
—Sólo uno más, Harry. Ven aquí.
La palmetada fue la más intensa de cuantas le había
propinado y entonces me puse detrás de mi hermana, que no
dejaba de sollozar. Le alcé un poco el trasero y me dispuse a
ensartarla.
—¡No lo hagas, Harry! ¡Por detrás no!
La obligué a inclinarse hacia adelante, la así por la cintura
con fuerza y me situé en medio de sus suculentas nalgas.
Intentó zafarse al sentir la presión de la verga contra el orificio
posterior.
—¿Te la meto?
Resonaron sus insistentes negativas, si bien el tono de su
voz era débil.
—No temas, Harry. Podrá con toda dentro.
—No podré, no podré. ¡No le dejes! ¡Harry!
Apoyó las piernas contra las mías. Los músculos del recto
de dilataron como una flor que espía el atardecer y cuyos
pétalos se abren despacio. Se la introduje unos cuatro
centímetros y entonces ella dio un pequeño respingo que
facilitó la penetración un poco más. ¡Qué angosta y esponjosa
era la abertura! Caroline sonreía al verme ensartarla y no pudo
evitar sostenerme las bolas.
—¿Te gusta? Sigue, no te pares. Métesela más adentro
ahora. ¿Verdad que la quieres más adentro, Adelaide? Venga,
querida. Dile a tu hermano que sí.
—¡Sí! ¡Oh, Harry, dame más!
—Sí, bonita. Maravilloso. ¡Eres una zo… zorra! ¡Qué
culo! Adelaide, te la voy a meter hasta las pelotas. ¡Qué
delicia!
Me rozó el estómago con las suaves nalgas. Se la había
introducido tanto que los testículos se balanceaban contra
aquel húmedo chochito.
—¡Sigue, sigue! Muévete, Harry. No te correrás tan
fácilmente esta vez, amor mío —susurró Caroline, poniendo
su mejilla contra la mía.
—¿Amor mío? —repetí esas palabras sorprendido.
Volví el rostro en busca de sus ardorosos labios sin dejar
de satisfacer la premura de los movimientos de Adelaide, que
me exigían ir más aprisa.
—Si tú quieres, y estoy segura de que sí. Dale todo lo que
tienes, Harry.
—Quiero…, quiero también tu culo.
La deseaba, así que con frenesí le metí el índice en el ano.
Todo eran palabras entrecortadas; una mezcla de imágenes
obscenas y actos sexuales.
—Lo tendrás, pero acaba primero con ella. Tómala,
querido. Es toda tuya.
—¡Házmelo, Harry! ¡Ah! ¡Oh, sí! ¡Deprisa, que voy a
correrme otra vez!
—Menea el trasero, Adelaide. Lo quiero todo.
Me incliné hacia adelante y le cogí los pechos. Ella volvió
la cara hacia mí. Nuestros labios se encontraron y
entrelazamos las lenguas. Contoneó la grupa con urgencia,
recibiendo una y otra vez mi larga polla en el recto. Su cálido
aliento me llenaba la boca.
Jadeaba de gusto y Caroline me abrazó en ese dulce
momento en que me entregaba a mi hermana con febriles
movimientos de cadera sintiendo su sexo y sus manos en la
entrepierna.
—¡Córrete dentro de ella, Harry! ¡En el culo de tu
hermana!
Entonces, Caroline me dio un azote por debajo de los
testículos. En ese instante, Adelaide me miró extasiada y me
dijo muy cerca de la cara:
—¡Me corro, Harry! ¡Hazlo tú también, ahora!
—¡Cielo santo, en tu culo! ¡Qué obscenidad! —exclamé.
En esas ocasiones, la palabras pueden sonar de lo más
infantil. Yo también estaba a punto de correrme. Tenía la verga
dentro de ella y permanecí quieto unos instantes, con los ojos
en blanco debido al intenso placer. Con las piernas abiertas, mi
hermana presionó el trasero contra mi vientre y eyaculé hasta
la última gota movido por el deseo. Adelaide echó la cabeza
hacia atrás y le besé el cuello con los postreros embates. Nos
estremecimos de gusto.
Una vez más, el silencio y la calma nos embargaron.
Caroline seguía acariciándome los testículos con los dedos.
Nos relajamos y entonces saqué la polla lentamente y me
tumbé boca arriba junto a mi hermana, que yacía muy quieta y
jadeante con una expresión angelical en el rostro.
—Ha sido fantástico que vinieses, Harry.
Caroline sonrió, a su compañera y se puso sobre mí con las
piernas abiertas y la vulva palpitante. Sus ojos todavía tenían
esa expresión de desafío.
3
HAN pasado veinte años desde aquella tarde. El lecho sigue
como estaba entonces, sólo ha sido cambiada la colcha, que
ahora es de seda y con encajes. Los rayos del sol penetran
como entonces en la habitación durante las tardes de verano,
iluminando con haces de luz los pechos y muslos de mi
amada.
El amor es un juego y mi esposa, la querida Caroline, lo ha
hecho posible. Un juego en el que no hay perdedores, como
ella dice. Se lanzan los dados del deseo y tanto los traseros
como las vulvas comienzan a palpitar.
Incluso esa tarde en la que retozábamos los tres después de
poseer a mi hermana, hablamos de ello. Adelaide sonrió sin
comprender y se estiró como hacen los gatos, con las piernas
enfundadas en unas medias negras, los muslos llenos, los
pechos turgentes, y las nalgas ansiosas por recibir mi verga.
—Nunca habríamos realizado tantas obscenidades si
Caroline no hubiera sido tan pervertida —nos decía a menudo.
Le encanta emplear ese adjetivo. En varias ocasiones nos
hemos descubierto sonriéndonos mientras nos acariciábamos
placenteramente. No había malicia en nuestros encuentros
amorosos, sino… Pero no, debo continuar la narración.
Caroline me interrumpe con frecuencia para leer mis
escritos. No me gusta lo que he redactado y así se lo he
comentado. No consigo encontrar las palabras que expresen
con fidelidad lo que siento. Las palabras, como las mariposas,
escapan de mi red.
No se puede describir el peso de un pecho melifluo al
contacto con la palma de la mano, ni el irresistible deseo de
acariciar unas nalgas desnudas o la sensación de posar los
dedos sobre el tupido sexo de una muchacha que solloza muy
cerca de tu rostro. Es como querer alcanzar la luna o las
estrellas con la mano. Eso es lo que intento explicarle una y
otra vez a Caroline, pero ella se limita a atusarme el cabello.
Sus besos evocan en mis labios el vivo deseo de poseerla.
—¿Estás seguro, cariño, de que no te exiges demasiado?
Ya verás cómo lo consigues. Papá solía decir que si querías
hacer algo a la perfección, debías hacerlo sin detenerte a
pensarlo, porque la mente te hace dudar, dificulta cualquier
esfuerzo y te desvía del objetivo propuesto. La señorita
Withers cenará esta noche con nosotros. Espera a verle las
bragas; las lleva muy ajustadas.
Caroline tiene la costumbre de irse de un tema a otro sin
darse cuenta.
—¿Que se las veré?
Intento que retomemos la primera conversación, pero
resulta poco menos que imposible.
—Pues claro que sí. Ya sabes que es una solterona muy
atractiva y, aunque me cueste admitirlo, cariño, es cinco años
más joven que yo. Es posible que llore pero yo le enjugaré las
lágrimas con solícitos besos. Ojalá fuera un hombre para tener
una polla. Bueno, a veces me gustaría serlo. Te escandaliza,
¿verdad?
—No.
Pero me pongo azorado, y eso me delata. Intento simular
que sus palabras son una mera pose pero el deseo me quema
por dentro, igual que a ella.
—La señorita Withers, Harry, es como… Bueno, se parece
mucho a Gertrude Smeath. ¿Te acuerdas de ella?
—Por Dios, sí. Pero bésame, ¡ahora!
—Todavía no. Apenas has empezado tu relato. Escribe tres
páginas más, por favor, antes de que anochezca y llegue la
Withers. Ya sabes que Adelaide y yo queremos leer lo que has
escrito acerca de nosotras. Así que continúa con tu obligación.
Habla de Gertrude, ¡era tan especial!
—Pero no la llamaré así.
—¡Eso sí que no! ¡Ni se te ocurra! Es un nombre precioso.
¿Cuánto hace que la conocimos?
—Tres o cuatro años —dudé.
—En cualquier caso, eso no importa. Cuéntalo todo de
principio a fin y elude ser convencional.
Caroline me sonríe y sale. Cojo la pluma y retomo la
narración intentando recordar aquella ocasión. Las palabras no
hacen más que bailar en la memoria, arabescos de verbos y
adjetivos; las comas salpican las oraciones como pinceladas de
cálidos colores sobre un lienzo. Empiezo a hacer un sinfín de
acotaciones. Un personaje habla mientras el otro permanece en
silencio en espera de que le llegue el turno de intervenir.
Llego entonces a Gertrude Smeath. Muy bien. Todo
empezó seis meses después de la primera orgía en que la
conocimos. Antes debo hacer un inciso para aclarar que el
marido de Adelaide no la había tratado como ella insistía en
hacerme creer. La única verdad era que se había aburrido de él,
había conocido a Caroline poco antes y ambas se habían
entregado a toda suerte de perversas conjuras amorosas.
Después de retozar en el dormitorio, mi hermana no tardó en
abandonar a su compañero. Éste se marchó a Ceilán para
hacerse cargo de la plantación de té de su padre y le cedió la
casa a su esposa, un acto generoso en el que fue decisiva la
persuasión de Caroline, que no tuvo escrúpulos para despreciar
en su cara la idea de que la propiedad es privilegio exclusivo
de los varones.
Pero me estoy desviando del tema y no quiero que mi
mujer se enfade conmigo por ello. No soporto divagar.
No me esperaba lo que nos deparó aquella primera tarde
que ya he descrito. Las muchachas, porque eso es lo que eran
entonces, habían estado jugueteando con sus cuerpos y, en mi
opinión, la picara Caroline había aprovechado mi visita para
cambiar de juego con la complicidad de Adelaide, que estuvo
todo el tiempo escuchándonos desde la escalera, si bien yo no
lo supe hasta pasado un tiempo.
Me satisface haber aclarado este punto que algunos pueden
calificar de pedante, pero no importa. Volvamos a Gertrude,
una dama de treinta años con el cuerpo de una diosa y no me
cabe la menor duda de que sigue conservándose así.
Ocurrió con la llegada del buen tiempo y, por tanto, la
temporada de los paseos en bicicleta. Nos la encontramos en el
camino, a un kilómetro y medio de la casa de Adelaide. Se le
había deshinchado la rueda delantera de la bicicleta y no tenía
ningún medio al alcance para volver a hincharla, así que la
cargamos como pudimos en el carruaje y la acompañamos a su
casa. Al llegar, nos encontramos frente a la hermosa mansión
que poseía su esposo.
—Sois muy jóvenes — nos comentó.
Yo no podía apartar la mirada de la deliciosa prominencia
de aquel trasero bajo los bombachos que vestía. En efecto,
nuestros ojos se encontraron y sin la menor sombra de sentirse
ofendida, se dio la vuelta y me preguntó:
—¿Te gustan?
Me temo que con aquel movimiento, los bombachos
traicionaron su figura.
Sea como fuere, así se inició nuestra amistad. Las mujeres
tienen un instinto especial para ciertos asuntos, y Gertrude no
tardó en intuir que nuestra relación no iba a ser en absoluto
convencional. Sí, empezó a preguntarnos cosas que al
principio me hicieron sentir violento, más incluso que a
Adelaide o Caroline. Por fin abordamos el tema del
matrimonio de mi hermana; matrimonio a medias, debería
decir.
—Una no quiere que el marido esté merodeando todo el
día por la casa porque eso impide que una pueda disfrutar de
determinados placeres, ¿no estáis de acuerdo? —preguntó.
Esa tarde tomamos mucho vino. Estoy convencido de que
pretendía que bebiéramos más de la cuenta para que
soltáramos la lengua, pero Caroline le ahorró el esfuerzo. No
había razón para emborracharse.
—Somos tan librepensadores como tú, Gertrude. ¿Verdad
que ahora lo llaman así? —inquirió Caroline.
—Sí, querida, y me satisface que lo seáis. Se ha hablado
mucho de ello. ¿Leéis con frecuencia? —preguntó al darse
cuenta de que mi amada observaba un libro que había sobre la
mesa, junto a ella.
Antes de que pudiera responder, prosiguió.
—Es de Sade, un hombre perverso. Me temo que te
sorprendería demasiado su lectura. Es mejor que no lo leas.
Por supuesto, se trataba de una sutil invitación a hacer
exactamente lo contrario, así que Caroline lo tomó entre las
manos con gesto indiferente para no evidenciar la curiosidad
que sospecho la consumía.
—Es un libro muy complejo —repuso ella desconcertando
a Gertrude.
Extendió el brazo para depositarlo de nuevo sobre la mesa
y lo abrió por la primera página, en la que aparecía el título.
Realizó ese gesto con una calma y elegancia tales que sentí
que estaba cada día más enamorado de ella. En ese momento
me percaté de su calculada frialdad, algo que hasta entonces
me había pasado desapercibido.
—¿Has leído al marqués de Sade?
Hubo una gran sorpresa en la voz de Gertrude. Caroline se
había apuntado un tanto, como decimos ahora. La dama se
levantó y se dirigió a donde estaba sentada su interlocutora y
apoyó las nalgas en un brazo de la silla. Se interpuso entre
Caroline y el libro, un gesto que dejó perpleja y algo asustada
a mi futura esposa, cogió el volumen y lo depositó en el regazo
de Caroline.
—Papá tiene una magnífica biblioteca. Ah, sí, claro, Le
Philosophe dans le Boudoir —dijo.
—En ese caso, tu papá estará muy bien instruido porque,
como ves, el libro contiene varias ilustraciones.
—¿A qué te refieres? —inquirió Adelaide levantándose,
llena de curiosidad.
Gertrude le dedicó una sonrisa, le señaló el otro brazo de la
silla y mi hermana se llevó la mano a la boca con un ademán
de sorpresa al pasar las páginas. Entonces, Gertrude me miró y
me sugirió que yo también debería echarles un vistazo. Como
se encontraba muy cerca de mí, me aproximé cuanto pude a
ella y le rocé las piernas.
Confieso que me sonrojé al instante, no tanto por el
placentero contacto como por lo que vi.
—Supongo que éste es Dolmance —dijo Caroline al
reparar en la imagen de un joven caballero con los pantalones
bajados hasta los tobillos con una impresionante erección
provocada por la mano de una bella muchacha de su edad que
mantenía separados los muslos, firmes y llenos; la joven le
miraba fijamente con una amplia sonrisa. Al fondo de la
ilustración, ataviada con un transparente camisón, aparecía una
chiquilla de quince años que los observaba con un dedo en la
boca.
Caroline pasaba las hojas sin prisa. Cada grabado era más
obsceno que el anterior.
—II sodomise sa soeur —dijo Gertrude con una sonrisa
maliciosa.
En efecto, un muchacho estaba haciendo exactamente eso:
había introducido el pene en el ano de una joven y la miraba
extasiado. Caroline me miró de soslayo y me sonrió, una
sonrisa tan significativa que no se le escapó a nuestra
anfitriona, cuya mano, con absoluta discreción y rapidez,
empezó a hurgarme en los pantalones provocándome una
erección.
—¿Harry es un chico malo? —preguntó juguetona.
Me excité muchísimo al contacto de sus dedos y ella, sin
perder más tiempo, me la sacó.
—Respóndele, Adelaide —dijo Caroline divertida.
Mi hermana sacudió la cabeza, azorada.
—Mira, se le ha puesto dura con sólo oímos. Estoy
convencida de que todos nosotros hemos sido libertinos y no
hay porqué avergonzarse de ello —sentenció la dama.
—No me gusta el final de la novela; es horrible —comentó
Caroline.
Entonces, Gertrude le cogió el cabello con la mano libre y
la obligó a enfrentarse a sus ojos.
—Estoy de acuerdo, querida. Nadie quiere crueldad, sólo
placer. ¿Qué edad tenías cuando lo leíste?
Yo estaba transfigurado. Mientras hablaba, la boca de la
dama casi rozaba la de Caroline. La respuesta de mi amada fue
rápida: «diecisiete». Adelaide suspiró y las miró primero a
ellas y después a mí. Puesto que yo la tenía enfrente, mi
hermana no pudo evitar ver cómo Gertrude acababa de
desabotonarme la bragueta.
—Es una buena edad, cheri. Supongo ya tendrías unas
firmes tetillas. ¿Te castigaron alguna vez con la fusta o las
correas? ¿Con la vara, tal vez?
Caroline murmuró algo incomprensible pues ambas tenían
las lenguas demasiado ocupadas. Entonces, Gertrude se situó
detrás de la espalda de mi futura esposa y sin dejar de besarla,
empujó a Adelaide, que cayó encima de Caroline.
—Mete la lengua en nuestras bocas —le sugirió al tiempo
que me meneaba la polla con movimientos pausados.
Me excité por momentos. Me fijé en el húmedo contacto
de las tres lenguas, que empezaron a lamer los senos y los
muslos de sus compañeras; una perfecta mêlée de miembros
hambrientos de placer. En ese momento, Gertrude se incorporó
y se separó de mi hermana y de mi amada dejándolas casi sin
aliento y azoradas. Las tres se fijaron en mi verga al unísono.
—Ya estoy a punto —dijo la dama con orgullo—, ¿y
vosotras? Seguro que sí; tenéis cara de estarlo.
—Adelaide sí —respondió Caroline.
Sonrió y se echó el cabello hacia atrás. Mi hermana
levantó la mano y espetó:
—¡Cállate!
Entonces me miró fijamente, como si estuviera a la
defensiva. Yo le sostuve la mirada.
—¿Lo estás? —le pregunté.
—No, Caroline miente —contestó.
—¿Dónde te gustaría hacerlo? ¿Sobre la hierba, en la
cama, sobre la mesa? No importa, el placer es el mismo —
comentó la dama.
Deshizo el lazo negro que le rodeaba el cuello y se
desabrochó uno a uno los botones nacarados de la blusa. Al
quitársela, dejó al descubierto los pechos.
—Yo soy la mayor, así que Harry podría hacerlo primero
conmigo, ¿os parece bien? —preguntó.
Tenía unos senos exuberantes, el doble de grandes que los
de las muchachas, y unos pezones tostados y duros. Luego, sin
mediar palabra, se desabotonó los bombachos y se los bajó
hasta las rodillas.
Se me antojó voluptuosa e increíblemente bella. Bajo el
monte de Venus aparecía su sexo, frondoso y magnífico.
—¿Y bien? —preguntó—, ¿te va a dar vergüenza
hacérmelo delante de ellas?
—Venga, Harry. Quiero verlo. Gertrude, date la vuelta,
inclínate y apoya las manos en las rodillas —propuso Caroline
con su habitual descaro.
Se puso de pie. La dama le sonrió con una mezcla de
admiración y sorpresa, pero se apresuró a adoptar la postura
que le habían indicado y presentó a las jóvenes las nalgas,
grandes y apretadas. Tenía un lunar en el glúteo izquierdo que
le confería un mayor atractivo.
Me quité la chaqueta y los tirantes. Todo era quietud en el
estudio. Sólo se escuchaba el monótono tic-tac del reloj.
Al sentir que me acercaba, y yo que me exhibía, Gertrude
se llevó las manos a las nalgas y las separó. Doblé las rodillas
y puse entonces el miembro entre las medias lunas de aquellas
voluptuosas posaderas.
—¡Sírvete, Harry! — murmuró.
Nunca había oído esa expresión con anterioridad, si bien
más tarde supe que la gente del campo la utiliza con
frecuencia, así como también dicen que una muchacha ha sido
«cubierta», para indicar que la han penetrado.
Las dos jóvenes no dijeron ni una palabra. Presioné mi
mano contra el vello púbico de la dama, sentí los labios de la
vulva cálidos y húmedos y luego me levanté un poco hasta
palpar el orificio superior. En ese momento, Gertrude separó
más las piernas y volvió a apoyar las manos en las rodillas.
Con suavidad, empecé a introducir la polla en el ano y sentí
cómo invadía las sedosas y contraídas paredes del recto, hasta
que los testículos le rozaron el sexo. Gertrude exhaló un jadeo
y se quedó muy quieta.
—¡Despacio, Harry!
Me resentí, o eso creo, de la intrusión de la voz de
Caroline. Al parecer, me iban a aleccionar a mí también. La
voz autoritaria de las hembras resulta bastante «peligrosa», en
este sentido. Algunas se limitan a hacer lo que se les pide, pero
otras, más seguras de sí mismas, toman la iniciativa y alteran
el orden de los papeles del hombre y de la mujer. A lo largo de
mi vida he conocido a otros hombres que coinciden conmigo
en esto. Uno se adentra por un rato en un mundo diferente
gobernado por las mujeres. Algunas son siempre así, pero
Adelaide y Caroline nunca lo fueron; es más, sabían hasta
dónde llevar el juego, puesto que después se restituía el
antiguo orden.
Por lo que recuerdo de aquella ocasión, yo no sabía cómo
reaccionar ante la pasión de Gertrude, cuyas nalgas se
contoneaban con creciente urgencia ante mis embates; primero
la cogí por las caderas y luego, más excitado, le acaricié los
muslos hasta la altura del vello púbico.
Ni mi hermana ni Caroline hicieron un solo movimiento.
Sin duda, se estaban besando porque podía oír sus leves
sonidos. Se habían sentado para disfrutar mejor del
espectáculo de mi verga meciéndose contra aquella grupa y del
balanceo de los testículos. Llevé las palmas de las manos hacia
los pechos de la dama y sentí el cálido contacto de sus duros
pezones en mi piel.
Había transcurrido un minuto de constantes arremetidas.
Debo confesar que las muchachas me habían entrenado muy
bien durante los meses precedentes, me habían enseñado a no
correrme demasiado pronto, e incluso me habían golpeado en
las pelotas cuando lo hacía y bromeaban sobre ello. En suma,
que me moldearon a su antojo y no me arrepentí en absoluto
de cuanto aprendí. Una joven imaginativa siempre será mayor
que su pareja, aunque éste le doble la edad.
Gertrude se corrió en silencio mientras presionaba una y
otra vez el trasero contra mi vientre. Yo también expelí mi
propio jugo, tratando de no gemir. Aquella grupa era una pura
delicia, pues abarcaba toda mi cintura; yo era bastante delgado
entonces, debo subrayar. Me sacudió un temblor repentino y
cambié de orificio. Empecé a follarla con frenesí. Entonces, la
dama gimió, como si la estuviera haciendo gozar al máximo.
—¿Te gustan sus pelotas? ¿Verdad que son hermosas? —oí
decir a Caroline.
Mi hermana murmuró algo por respuesta. Estoy seguro de
que mi amada estaba buceando con la mano bajo las faldas de
la otra. Mis continuos jadeos de placer llenaron la habitación.
Me fijé en ella: cortinas aterciopeladas, muebles exquisitos,
ornamentos de plata, un jarrón con flores. Tenía la verga
dentro del chocho de una atractiva mujer a quien apenas
conocía. Se apoderó de mí un irresistible deseo de besarla,
pero sabía que ella no querría volver el rostro hacia mí.
Estábamos «ofreciendo un espectáculo» y nada más.
—¡Ah! ¡Oh, Caroline! ¡Cariño! —escuché exclamar a mi
hermana.
No las miré. No quería verlas y no lo hice. La silla crujía.
La grupa de Gertrude me apremiaba y entonces me corrí de
gusto sin poder contener ya el chorro de esperma. Le solté los
pechos, separé las medias lunas de su trasero y eyaculé sobre
él hasta la última gota de caliente semen.
Después, Gertrude se incorporó, se volvió hacia mí y,
presionando los senos contra mi pecho, me besó con pasión.
—Eso es lo que necesitaba —dijo, y añadió—: ¡Míralas!
Me volví con el pene entre sus manos. Adelaide estaba
sentada con el vestido levantado. Arrodillada frente a ella,
Caroline aguantaba las piernas de su compañera sobre los
hombros y le lamía el sexo despacio.
4
A nuestro regreso, yo estuve más pensativo que Adelaide y
Caroline. En cierto modo, lamentaba cuanto había ocurrido.
Prefería el cerrado círculo de nuestro trío, como Caroline
gustaba de llamarlo. Yo no deseaba que saliéramos al mundo,
sino que nos mantuviéramos juntos en algún lugar remoto y,
por lo tanto, seguros —como pensaba entonces—.
Con su sentido femenino, mi hermana y Caroline eran
conscientes de ello, pero al comentárselo sólo obtuve una
implacable negativa que no esperaba. Ya en casa de mi
hermana y mientras tomábamos el té, Caroline dijo de
improviso:
—Gertrude nos quiere ver…, ya sabes…, haciéndolo. Me
ha dicho que pronto habrá una recepción y quiere que
asistamos los tres. ¿Te pondrás celoso, cariño?
—¿Harry? Sí, seguro que sí —aseveró Adelaide.
Con el semblante sombrío repuse que no me importaba, así
que me refugié en la lectura del periódico. Sabían que mentía;
me lo notaron en los ojos.
—Tú lo has hecho, y delante de nosotras —dijo con
crispación Caroline mientras cruzaba las piernas.
—No es… —empecé a decir, pero me detuve.
Ella tenía una lengua viperina.
—¿No es lo mismo? ¿Es eso lo que querías decir?
¡Escúchale, Adelaide! Se la metió delante de nosotras y dice
que no es lo mismo.
—¡Cállate! Ojalá no lo hubiera hecho. Tú me empujaste a
ello —exploté y subí a las habitaciones.
Quería huir, esconderme y que nadie me encontrase jamás.
Entré en mi cuarto y me puse a dar vueltas. Las oí reírse abajo.
«Ten cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo»,
me había dicho mamá. «He actuado como un animal», pensé;
sí, me había comportado como tal con Gertrude Smeath. En
cualquier caso, me habían utilizado, se habían servido de mí
como de un animal de granja.
Había transcurrido media hora y seguía enojado. Las temía
y al mismo tiempo las deseaba; no me las podía apartar del
pensamiento. Entonces escuché unos pasos que subían, me
recompuse y me senté en la cama. Llamaron a la puerta y
mascullé algo. Adelaide entró y cerró la puerta tras ella.
—Sabes que Caroline tenía razón. Lo hiciste con ella
delante de nosotras, es un hecho. La gente se excita y hace
cosas. Bueno, a mí no me importó. No lo habrías hecho si no
hubieses querido. Disfrutaste, ¿no es verdad?
Se acercó y tomó asiento junto a mí. Estaba radiante. Me
tocó la mano. Miré hacia la alfombra y le dije lo que pensaba.
—¿Que te sentiste utilizado? Por supuesto que no; al
menos, no más que cualquier mujer. A las jovencitas tímidas
se las inicia en el placer por la fuerza y a los hombres se les
enseña a no serlo.
El tono de su voz era casi tan triste como el mío.
—¿A ti te iniciaron? —quise saber.
El corazón me palpitaba con fuerza y le rodeé los hombros
con el brazo. Se tumbó de espaldas y me atrajo hacia sí. Un
momento después, estábamos echados sobre la cama con los
pies apoyados en el suelo. Durante meses me había preguntado
por qué había cambiado mi hermana. Entrecerró los párpados
y me miró.
—Por favor, no seas duro con nosotras, Harry.
—¿Te iniciaron? —insistí.
—Sí, un poco. Házmelo, Caroline no nos importunará, me
lo ha prometido.
Empezó a desabotonarme la bragueta y a frotarme el
miembro. El aliento le olía a una mezcla de té y vino. Separó
las piernas y me hizo besarla con dulzura mientras
hablábamos. Me volvió a preguntar si quería hacerlo con ella.
—Naturalmente que sí —le respondí metiendo la mano
bajo sus faldas.
Tenía la vulva húmeda. La piel de los muslos era suave y
delicada. Se me estremeció el miembro al contacto de su
mano. Me preguntó qué haría yo si la viera jugueteando con la
polla de otro hombre.
—¡Basta! —gruñí.
—Bájate los pantalones, tonto, y ponte entre mis piernas.
Entrelazamos nuestras lenguas y sentí el estremecimiento
de su sexo contra mi verga. Meneó el trasero sinuosamente y
entonces le cogí las nalgas, hambriento. Con la respiración
agitada, coloqué el pene en la abertura de la vulva y me incliné
para acariciarle la mejilla con la mía. Con suavidad, levantó
las piernas y me rodeó la cintura con fuerza.
—No quiero verte hacerlo con ningún otro.
—¡Sssh! No seas memo. Tú también lo harás con otras, y
lo sabes. Te fijarás en el contoneo de mi grupa mientras le
follas a otra. ¿Y qué me dices de Caroline? La quieres más que
a mí, y estoy contenta por ti. Si a mí no me afecta, ¿por qué
habría de ser diferente para ti? Así…, muévete un poco más.
Me gusta que hagas eso.
—Lo sé. Así que te iniciaron.
—Ya te lo he dicho, sólo un poco. Las muchachas lo
necesitan. Es lo mejor, porque después ansían más. Yo también
quiero aleccionar a alguna joven en su día, igual que hace
Caroline conmigo. Tú serás nuestro aliado, claro está. No te
corras demasiado pronto. Muévete, Harry. Más.
—Caroline dijo que te penetraron por vez primera hace
tiempo.
—¿En serio?
Su voz era ronca. Meneó el trasero con mayor urgencia al
sentir las arremetidas de mi polla.
—Cuando salías a cabalgar, ¿te follaron? Seguro que sí.
Dime la verdad.
—No te pares, Harry. Hablas demasiado. Limítate a
hacérmelo. ¡Oh, haz que me corra!
—Él te enculó, ¿verdad? Allí, delante de Berta, te lo hizo.
No entendía por qué volvíais de montar a caballo siempre
sonrojadas y sudorosas.
—Berta fue más libertina que yo, y lo sabes. ¡Oh, cariño,
sí! ¡Me corro! ¡Harry…, eyacula dentro de mí!
—Te enculó, Adelaide, lo sé. Yo…, ¡Ah!
De repente, me corrí chorro tras chorro mientras ella me
metía la lengua en la boca. Por fin, quedé saciado y ella se
llevó la mano a mi cabello para atusármelo, como si consolara
a un niño que llora.
—¡No me has contestado aún! —insistí.
—¡Sssh!
Bajó despacio las piernas y las apoyó en el suelo
separándolas. Restregué el estómago contra su suave y cálido
vientre al tiempo que mi polla se estremecía y expelía las
últimas gotas de esperma sobre los labios de la vulva.
Entonces, no me sentí ni vencedor ni vencido; me limité a
aceptar la nueva alineación de nuestro compañerismo
amoroso.
—Ya se siente mejor —oí que mi hermana le decía a
Caroline cuando bajó.
«Como si insinuara que he estado enfermo», pensé con
disgusto.
—Harry, baja y abramos una botella —gritó Caroline
desde el estudio y cuando aparecí corrió a mi encuentro y me
besó.
—Nadie se atreverá a romper nuestro círculo. ¿No estás de
acuerdo?
—Claro que no, y él lo sabe —sonrió Adelaide.
Con esas palabras parecía sugerir que los tres nos
complementábamos. No pude negar entonces que así fuera y
todavía pienso lo mismo. Eran mis ángeles y me habían
escogido como caballero y guardián de sus propios deseos.
—Si no hubieses sido así, Harry, todo habría sido
diferente. Seríamos incapaces de compartir cualquier placer
con un extraño —me comentó Caroline aquella tarde.
A partir de entonces me sentí más unido a ella y creo que
hasta sintió celos de Adelaide, a quien también me sentía muy
próximo. Si bien nadie hizo el menor comentario al respecto,
yo lo intuía, por eso aquella noche hice el amor con Caroline
mientras que mi hermana tuvo que dormir sola.
Cada vez permanecía menos tiempo en la residencia
paterna, cosa que mamá fue aceptando gradualmente, a pesar
de que le resultaba muy poco convencional la idea de que tres
jóvenes compartieran la misma casa. Estoy convencido de que
lo acabó tolerando gracias a la insistencia de Caroline. Los tres
solíamos dormir juntos, aunque no siempre hacíamos el amor;
a veces nos contentábamos con besarnos y retozar como
chiquillos. Caroline llamaba a esas ocasiones «juegos de lo
más civilizados».. En esos momentos y amparados por la
oscuridad, nos decíamos cosas dulces y también obscenas. De
vez en cuando me chupaban la polla al mismo tiempo, luego
una me lamía todos los recovecos del cuerpo mientras la otra
me ofrecía la boca y los pechos.
—Lo hacemos por amor y eso nos hace sentir bien —me
comentó Caroline al día siguiente de la visita de Gertrude—,
Gertrude —continuó— es diferente. Es una mujer muy
libertina porque, después de dejaros a solas durante un rato
para que gozarais, nos dijo que para ella era normal acostarse
con dos hombres a la vez, es decir, que uno se la follaba al
tiempo que el otro la ensartaba por detrás. Me resulta difícil
imaginar algo así. Nos explicó que a veces se desmayaba de
tanto placer.
—Me parece que a muchas jovencitas les encantaría
probarlo —dijo Adelaide con una risita.
Se mordió el labio y me dedicó una sonrisa. Sin duda se
preguntaba si me excitaba esa observación.
—Cuando iniciemos a una muchacha, la obligaremos a
hacerlo —sentenció Caroline, insinuando que ellas mismas no
lo intentarían.
Esa era nuestra peculiar forma de hablar.
—Fue Gertrude quien nos desengañó en el siguiente
encuentro que tuvimos. Este fue de carácter más privado que
el anterior, pues a los dos días nos envió una invitación para
comer con ella. Me pregunté quién más nos acompañaría y me
asaltaron absurdas visiones de mi hermana y Caroline
desnudándose tras los postres y ofreciendo un espectáculo con
desconocidos. Gertrude, sin embargo, nos recibió sola. Estaba
encantadora con aquel vestido rosa de seda. Se había
maquillado excesivamente las mejillas, los labios y los ojos,
pero le conferían el misterio propio de una diosa egipcia.
—Me vais a perdonar que no me pare a charlar con
vosotros después de comer pero es que tengo que recibir a
otros invitados —dijo, dejándonos en ascuas.
—¿Así que esperas a alguien más? —preguntó Caroline
con esa frialdad que yo admiraba tanto en ella.
—En efecto, aunque son más jóvenes que vosotros.
Vendrán después del almuerzo. Será como volver a la escuela.
Son muy atractivos —repuso Gertrude, que pretendía
mantener el misterio un poco más.
Dos bellas criadas que rondaban los diecisiete años nos
sirvieron la comida. No vestían el usual atuendo oscuro de las
criadas, sino un vestido claro, con medias igualmente
traslúcidas y hebillas plateadas en los zapatos. Iban tocadas
con unas cofias blancas con un gracioso lazo en un ángulo; el
cabello recién lavado.
—¡Qué vestido tan bonito, Gertrude! —remarcó Adelaide
con énfasis.
Fue en esos pequeños detalles en los que advertí cuánto
había aprendido mi hermana de Caroline, que siempre fue la
más sutil de las dos.
—Me lo he puesto para la ocasión, querida. Estoy
aleccionando a las chicas como criadas y damas de compañía.
Quiero que mis invitados se lo pasen bien, ya me entiendes.
Todas las mañanas les pongo a punto las nalgas con una fusta
o una vara. Son hermanas, por supuesto. Ya lo habréis notado.
Resulta más fácil con parientes que con desconocidos, porque
cada una ya sabe cómo puede reaccionar la otra.
Caroline y Adelaide alabaron tanta sagacidad. Uno casi
podía sentir cómo se comunicaban entre ambas sin mediar
palabra. Gertrude se apercibió de ello y les dedicó una sonrisa
de complicidad.
—Por lo que veo, no os atrevéis a hacer la primera
pregunta —dijo—. Os lo diré yo entonces. Mis muchachas son
dóciles pero no se dejan dominar. Cuando les pides que
atiendan a un invitado, ya sea varón o mujer, van a la
habitación de éste o de aquélla y les ofrecen sus favores. No
obstante, siempre las dejo elegir. Con esto quiero decir que si
les desagrada un caballero o una dama, me veo obligada a
disculparme con ellos, claro que esto rara vez ocurre. En
realidad sólo me ha sucedido en una ocasión y es bastante
improbable que se repita.
—Pero las podrías obligar —osó decir Caroline.
—Sí, naturalmente. Pero, ¿de qué serviría? Las haría
desgraciadas; sería como tenerlas presas entre el relativo lujo
que les ofrezco. Si las despidiera acabarían en otra casa donde
se limitarían a cumplir con los deberes cotidianos de cualquier
criada. Si las forzara a satisfacer a mis invitados no tardarían
en aborrecer el placer que supone lamer el cuerpo de una dama
o ser cabalgada por un caballero. Al darles este margen de
elección, las hago felices. Dentro de dos o tres años las
sustituiré por otras. Ellas lo saben, pero no dejaré que se vayan
con las manos vacías, puesto que mis invitados son muy
generosos.
—Cuéntanos cómo las aleccionas, Gertrude —quiso saber
Adelaide.
—El proceso es tan largo que no tendré tiempo suficiente
de explicártelo, o eso creo, querida. De todas formas lo
intentaré.
Como es lógico, se debe empezar con una muchacha
inexperta. No resulta demasiado difícil encontrarlas. Conozco
a una chiquilla que ya está en edad de requerir educación de
este tipo. Sin embargo, de momento tengo a dos jóvenes
varones que iniciar —repuso la dama para nuestro asombro.
Antes de que me pudiera recuperar por completo de la
sorpresa y mientras mis dos ángeles lanzaban risitas histéricas,
Gertrude continuó:
—Pero cambiemos de tema o de lo contrario nos
aburriremos con repeticiones innecesarias, ¿no os parece?
El tono de su voz era tan alegre que se me antojó una
estupidez la idea de haber sido utilizado por ella en nuestro
primer encuentro. Y eso fue precisamente lo que me dijo más
tarde.
—Todo el mundo utiliza a los demás, Harry, para darse
placer mutuamente. No hay nada de malo en ello, puesto que
nos enriquece. Quizás me llamen hedonista pero si es así, me
lo tomaré como un cumplido. La vida es breve, así que
disfrutemos de ella y sus placeres mientras aún podamos.
En cualquier caso, los inusuales acontecimientos de
aquella tarde me enseñaron, como mi hermana y Caroline
esperaban, que existe una mayor igualdad entre sexos de la
que la sociedad se atreve a admitir abiertamente.
Desde la ventana pude ver un carruaje que se detuvo
delante de la casa y del cual descendieron una noble dama de
exquisito aspecto y pronunciadas curvas, acompañada por dos
jóvenes de apariencia saludable que la acompañaron hasta la
puerta principal.
—Puedes observarlo todo, Harry, pero no quisiera que
ellos te vieran y te voy a decir porqué: tengo la intención de
educarlos sólo por mujeres —comentó Gertrude al tiempo que
me indicaba mi escondite, tras un biombo con motivos florales
que había en una esquina del salón. Éste me permitiría
observar con toda claridad lo que sucediera sin ser visto.
Cuando sonó la campana me apresuré a meterme detrás de
mí refugio. Escuché un murmullo de voces y el ruido del
carruaje al alejarse. Un momento después, condujeron a los
jóvenes arriba. No dijeron ni una palabra; parecían algo
tímidos pero al mismo tiempo expectantes. Entonces entraron
en el dormitorio y se pusieron contra la pared, frente al lecho
de matrimonio.
—¡Vamos a iniciar a estos dos sementales, pues eso es lo
que serán muy pronto, en el arte de hacer el amor en la cama!
—dijo Gertrude dirigiéndose a las muchachas.
—Roger es el hijo de Beatriz, a quien ya conocéis. Alfred
es su sobrino. Beatriz suele invitar los fines de semana a sus
amistades femeninas y le gusta que se diviertan, por lo que
tenemos que conseguir que los chicos estén a la altura de las
circunstancias. Todas ellas son mujeres maduras a quienes les
encanta que las penetren unas pollas adolescentes como las de
estos dos. Lo principal es que nuestros jóvenes sementales no
se dejen llevar por el deseo y se contengan para que no
eyaculen demasiado pronto. Si lo hacen, los castigaremos y
volveremos a empezar. Muchachos, ¡desnudaos!
Ante la repentina y decidida orden de la dama, los
chiquillos empezaron a temblar pero obedecieron. Puesto que
ya se habían quitado los abrigos al entrar en la casa, se
dispusieron a desabotonarse las camisas, las doblaron y las
pusieron a sus pies. Luego se quitaron los zapatos, los
calcetines y los pantalones. Se quedaron desnudos, con los
penes abatidos.
Los ojos de mi hermana y Caroline resplandecían. Los
chicos se mordieron los labios y parecían algo tímidos ante las
hambrientas miradas de que eran objeto.
—Nos encanta verlos así antes de excitarlos. A las damas
les entusiasma meterse en la boca esas cositas, como llaman a
sus pequeñas vergas, y sentir cómo se les ponen tiesas.
¿Habéis sido exprimidos esta mañana? —les preguntó.
Los muchachos asintieron con un gesto, turbados. Yo no
sabía a qué venía esa extraña pregunta, pero no tardé en intuir
su significado.
—¿Os gustó? —quiso saber, a lo cual ambos se sonrojaron
y volvieron a asentir mientras Gertrude se volvía hacia las
chicas y continuaba—: Como se suele decir, y con razón, el
silencio de los jóvenes es una virtud porque, como vosotras
habéis ya experimentado, cuando se folla o se encula a una
señorita se espera de ella que no grite. Pues bien, lo mismo
ocurre con los varones. Y ahora que estáis tranquilos, quiero
que me olisquéis. Venga, muchachos, ¡adelante con vuestra
obligación!
En ese momento, la dama indicó a Adelaide y a Caroline
que se sentaran en la cama y se levantó las faldas hasta las
rodillas. Al hacerlo, los chiquillos se pusieron alerta, como dos
sabuesos tirando de sus correas. Se abalanzaron a sus pies,
Roger por delante y Alfred por detrás. Adelaide y Caroline se
cogieron con fuerza de la mano, excitadas, y les vieron meter
la cabeza debajo de las enaguas de Gertrude. En ese momento,
ella se abrió de piernas y puso los brazos en jarras.
—Uno me olisquea el trasero y el otro el chocho —explico
con voz queda—. Es una sensación deliciosa. Me encanta
sentirme atendida por dos cachorros al mismo tiempo. ¡Oled,
diablillos! ¡Oled!
—Ya verás cómo antes de un minuto han empezado a
lamerte —comentó Adelaide con los ojos más brillantes que
jamás había visto.
Sin embargo, Gertrude sacudió la cabeza.
—No, querida. No lo harán. No pueden hacer nada que no
se les haya ordenado previamente. Ese es el precio que deben
pagar para gozar con señoritas. Sólo podrán lamerme cuando
se lo mande, de lo contrario serán castigados u orinaré en sus
bocas para que aprendan a obedecer. Muy bien, ¡salid
muchachos!
Se echaron hacia atrás y aparecieron de nuevo, con los
rostros azorados, como cabía esperar y las pollas visiblemente
enhiestas.
—¡Fijaos en esas expresiones de placer! —sonrió
Gertrude, mientras invitaba a las muchachas a incorporarse—.
Vamos, queridas, sentid ahora sus vergas y sus pelotas si
queréis. Les entusiasma que los acaricien. Ya veréis como no
se mueven cuando lo hagáis.
Mis ángeles no se lo pensaron dos veces. Lejos de sentirme
celoso, se apoderó de mí una fuerte excitación al verlas sacudir
de arriba a abajo aquellas jóvenes erecciones.
—¿Con qué frecuencia se les exprime? —preguntó
Caroline, quien luego me confesaría que le gustaba mucho esa
frase e incluso la emplearía con frecuencia refiriéndose a mí.
—Hasta seis veces al día. Por las noches, en la cama,
tienen que hacerlo dos veces como mínimo. Sus penes no son
aún lo bastante gruesos y a las señoras les encanta ofrecer el
trasero y sentir el esperma chorrear por entre las nalgas. Como
tienen que ensancharles el ano, se corren antes que las damas;
por eso hay que aleccionarlos. Ya tendrás ocasión de ver cómo
se les enseña este arte. Quitaos los vestidos, chicas, y poneos
en las esquinas de la cama. Mostradles vuestros traseros. Estoy
segura de que ya os habéis acostumbrado a esa postura.
Adelaide y Caroline se miraron unos instantes y luego se
fijaron en el biombo tras el cual sabían que me ocultaba. La
polla se me puso tiesa al contemplarlas.
Estaba a punto de ver cómo las follaban, o les daban por el
culo.
Si me hubiera atrevido, me habría levantado y las habría
estrechado entre mis brazos.
«Sí, adelante. Dejadme ver», pensé para mis adentros.
5
LOS jóvenes estaban de nuevo uno al lado del otro, tras
moverse como si se lo hubieran ordenado sin mediar palabra,
con los penes erectos. Era una visión realmente extraña.
Mi hermana y Caroline se movieron despacio, como yo
esperaba que hicieran. Cadera contra cadera y algo inclinadas,
se desnudaron. A pesar de las muchas veces que las había
visto hacer lo mismo, aún me fascinaba la escena. En lo
primero que uno reparaba era en sus perfectas pantorrillas,
enfundadas en medias grises y, por encima de aquéllas, las
suaves rodillas, los tersos muslos, los ligueros y la palidez de
las ingles. Entretanto, Gertrude pasó por en medio de los
muchachos apartándolos con brusquedad y tomó aquellos
pequeños miembros entre las manos.
Entonces, como si hubiesen oído alguna señal, mi hermana
y Caroline dejaron al descubierto las nalgas y se arremangaron
los vestidos por encima de las caderas, ante lo cual Gertrude
les sonrió complacida.
—¡Estáis magníficas! ¿Es así como solíais presentaros
para vuestra educación? —sonrió, mientras hacía avanzar con
paso lento a los dos jóvenes.
A juzgar por lo que vi, todos los movimientos estaban
calculados de antemano. En cierto modo envidiaba a los dos
jóvenes. Ni Adelaide ni Caroline se movieron. Poseían unos
traseros tan redondos y llenos que no pude sino reprimir una
exclamación, temeroso de tocar el biombo o respirar tan
profundamente que pudieran descubrirme. Estaba tan excitado
que hubiera hecho cualquier cosa por verlas penetradas o
sodomizadas en aquel preciso instante.
—¿Y bien? —les preguntó Gertrude.
Los chicos estaban tan cerca de ellas que casi les rozaban
las tersas nalgas con los miembros. Parecían muy ansiosos.
—Contestaremos a eso después, Gertrude. Ordénales ahora
que nos folien —exigió Caroline.
—No tan deprisa, cariño. Primero hay que azotarlos, y a
vosotras también. Es un ejercicio que tanto Beatriz como yo
adoramos. Ahora, muchachos haced lo que os he enseñado
muy, muy despacio. Presionad vuestras cositas contra sus
anos.
Caroline levantó un poco el trasero y Adelaide hizo otro
tanto. Al cabo, se quedaron quietas de nuevo. Escuché sus
profundas respiraciones. Las piernas de los jóvenes temblaban.
Por mi parte, yo también había separado las piernas y me
había desabotonado los pantalones como si fuera a participar
en el acto. «¡Seguid, seguid!», quise gritar, puesto que la
lentitud con que se desarrollaba la escena me excitaba
sobremanera.
—Ahora, metédselas. Despacio. Buenos chicos. Así, muy
bien. Presionad con suavidad hacia dentro… ¡Ya es suficiente!
Adelaide lanzó un ahogado gemido. Las vergas de los
chiquillos estaban dentro de aquellos rosados orificios,
inmóviles. Pasaron algunos segundos. Las muchachas
apretaron los puños y luego se relajaron.
—Ahora, centímetro a centímetro —ordenó Gertrude.
Adelaide y Caroline jadearon. Había una cierta
morbosidad en el tono de voz de la dama al contemplar cómo
cedían los músculos del recto ante la presión de los penes.
Obligó a los chicos a detenerse cuando ya les habían
introducido unos diez centímetros.
—Muy bien. ¡Quietos ahí!—dijo.
Ellos obedecieron. Las rodillas les seguían temblando.
Alfred lanzó un leve gruñido pues le había metido a mi
hermana la mitad del miembro.
—¡Aguanta! —espetó Gertrude, ante lo cual el chico bajó
la cabeza.
De nuevo, se hizo el silencio y esperaron. ¡Cuánto
anhelaba salir de mi escondite y besarlas a ambas! Creo que la
dama advirtió mi deseo, puesto que dio un paso hacia atrás y
se volvió hacia el biombo para sonreír.
—Muy bien, metédselas hasta el fondo y comenzad a
moveros. Contaré hasta cuarenta, empezando ahora —dijo.
Entonces, con la respiración cada vez más agitada, los
jóvenes continuaron su labor, se detuvieron un instante y las
sacaron casi del todo.
—Uno, dos… —empezó la cuenta.
Hasta entonces, nunca había imaginado algo semejante, y
menos aún lo había visto. Adelaide y Caroline contoneaban los
traseros con sinuosidad, con las manos apoyadas en la colcha y
las piernas abiertas. Sabían que no debían emitir ningún
sonido, al menos en aquella ocasión. Movían las caderas a los
lados con la boca entreabierta.
—Sujetadlas por la cintura y trabajadlas —ordenó
Gertrude, que ya había contado hasta quince.
En ese momento, los muchachos comenzaron a ensartarlas
con mayor urgencia, al unísono. Sin duda estaban
perfeccionando todas las horas de entrenamiento que habían
recibido con anterioridad. Tenían los rostros enrojecidos; las
ventanillas de la nariz se dilataban y contraían por el esfuerzo.
Uno podía sentir el deseo y el placer que llenaban la
habitación. Me vi reflejado en sus caras; el macho y la hembra,
la bella y la bestia.
—Cuando llegue a cuarenta, os correréis. No antes —dijo
la dama, aunque si los habían aleccionado bien ya lo sabrían.
Creo que la orden iba más dirigida a las chicas que a ellos.
Aceleraron las arremetidas en cuanto oyeron que iba por el
número treinta. El seco entrechocar de las nalgas contra los
estómagos resonó con fuerza. Adelaide y Caroline
comenzaron a estimularse los sexos. Abrieron las bocas,
pusieron los ojos en blanco y, sin dejar de jadear, empezaron a
contonear las caderas con creciente urgencia. Al ver tanta
lascivia, me dejé llevar por el momento y casi me corro del
gusto. Después, Gertrude me dijo que pudo oír claramente mi
profunda respiración, aunque nadie más se apercibió de ella.
Con los ojos casi cerrados, se movieron con violencia y, al
escuchar «cuarenta», se las metieron hasta el fondo y
eyacularon al compás de los jadeos de las muchachas, que
tenían los índices tan empapados como los orificios
posteriores. No pude sustraerme a la visión de aquellos dedos
brillantes y los hubiera lamido de tener ocasión. Sentía un
arrebato desenfrenado al contemplar la escena.
Gertrude les dejó estremecerse de placer por unos instantes
mientras mantenían embebidas las vergas. Entonces, chasqueó
los dedos y ordenó:
—¡Basta! Id al baño, lavaos y esperad.
Obedecieron a toda prisa, a pesar de estar aun eyaculando.
Cerraron la puerta tras ellos y Gertrude me sacó de mi
escondite y me cogió el miembro entre las manos, como
hiciera antes con los chiquillos.
—¿Qué tenemos aquí? —sonrió.
Me sentí turbado ante aquellas palabras. Tal vez, pienso
ahora, lo deseara inconscientemente. He conocido a muchos
hombres que han sido iniciados de la misma manera, a veces
por familiares, a veces por otros que el azar ha cruzado en sus
caminos.
—No le tomes el pelo, Gertrude. Se ha portado muy bien,
así tan quieto. ¡Oh, Harry, eres todo un caballero! —exclamó
Caroline, que se arrojó a mis brazos apartando las manos de la
dama para cogerme la polla. Esperaba poder follarla entonces,
así que empecé a levantarle el vestido, pero una mano detuvo
la mía.
—¡Detente, sinvergüenza, o mamá te castigará! —dijo mi
amada con una sonrisa.
—¡Más bajo! Los chicos podrían oírnos —advirtió
Gertrude.
Caroline me besó y me abotoné de nuevo los pantalones
guardando el miembro todavía desafiante.
—Ha sido magnífico —comentó Adelaide—. ¡Qué
poderoso chorro de semen! Me sentí inundada. ¿Verdad que no
te has ofendido, Harry?
Estuve a punto de contestar que no, y que me había
complacido verlos actuar, cuando de repente alguien llamó a la
puerta.
—¡Marchaos, desvergonzados! Esperadme abajo —dijo, y
dirigiéndose a nosotros continuó—: ¡Qué pesados son estos
muchachos!
—¿Qué vas a hacer ahora con ellos? —quiso saber
Caroline.
—Dentro de media hora tendrán que masturbarse, querida.
Los he estado instruyendo durante dos meses y creo que lo
están haciendo bastante bien. Unas semanas más y lo sabré a
ciencia cierta. Se han portado a la perfección con vosotras dos.
En general, los masturbo yo mientras les hablo de sus
obligaciones y demás. Los jóvenes tienen tendencia a correrse
demasiado pronto y con el truco de contar hasta cuarenta trato
de poner remedio a ello. Al darles órdenes, les demuestro que
la mujer es quien manda.
—Sin embargo, al principio se resistirían, ¿no es verdad?
—preguntó Adelaide.
—Algunos chiquillos son rebeldes, sí, pero cuando se
encuentran entre dos mujeres se les empina al momento.
Entonces los puedes manejar a tu antojo. Estoy convencida de
que os sucedió lo mismo al principio —añadió—, pero al
menos los habéis visto actuar y habéis gozado con ellos. ¿Tú
qué opinas, Harry? ¿Te parece adecuado que se aleccione de
igual manera a chicos que a chicas?
Adopté una mirada pensativa que sospecho no sorprendió
a nadie. Las muchachas me miraron expectantes.
—A esa edad, sí. No hay nada malo en ello. Por el
contrario, al igual que las chicas, los muchachos deben estar a
la altura de lo que se espera de ellos —repuse.
Sentía curiosidad por saber algo y le pregunté a Gertrude:
—¿Cuánto tiempo tendrán que cumplir con sus
obligaciones una vez los hayas iniciado del todo?
—Al menos un año, Harry, y es posible que hasta dos.
Después, todo depende de Beatriz y de sus amigas. Quizás,
luego quieran cambiar un poco. Las mujeres maduras tienen
una clara preferencia por los jóvenes que instruyo, puesto que
responden a sus deseos con sólo chasquear los dedos. Si dentro
de un par de años se han cansado de estos dos muchachos se
apresurarán a reemplazarlos, aunque estoy segura de que
preferirán conservarlos, dada su sumisión y experiencia en
materia sexual. Las damas los guardarán para su placer como
oro en paño, no te quepa duda. Como veis, queridos, mis
muchachos son bastante distintos de los demás.
—¡Me encantaría que me esperaran por las noches en mi
dormitorio! —comentó Caroline pellizcándome el trasero,
pero no me inmuté.
—Sí, pero no creo que los vayas a necesitar hasta dentro
de muchos años, Caroline. Una mujer de mediana edad no
encuentra pretendientes tan fácilmente como tú, y menos aún
dos vergas a la vez, como en el caso de Alfred y Roger.
—Me imagino los placeres de que disfrutarán Beatriz y sus
amigas. Pero, ¿no les importa a sus maridos? —preguntó
Adelaide.
—Estoy segura de que no lo saben. Los chiquillos son
tranquilos y educados y no dan muestras de su promiscuidad
hasta que las damas lo ordenan. Todo se hace con la más
absoluta discreción, dada la naturaleza de los encuentros. Así,
a Beatriz le entusiasma tumbarse en la cama, con las piernas
abiertas y que los muchachos le succionen los pies desnudos al
tiempo que un tercero se la folla. ¡Languidece cuando se lo
hacen en la quietud de las tardes!
—¡Dios mío! ¿Estás sugiriendo que Alfred y Roger la
cabalgan? —pregunté.
—Bueno, de momento, no estoy segura del todo. Creo que
hasta ahora se han limitado a lamerle los pies mientras otro le
da placer —repuso Gertrude inocentemente.
Hubo un momento de silencio. Éramos conscientes de que
los jóvenes esperaban abajo. Además, como no me sentía
demasiado dispuesto a hablar con Caroline y mi hermana, me
dispuse a agradecerle a nuestra anfitriona tan delicioso
entretenimiento.
—Me encanta que lo llames así —sonrió—, porque es una
palabra que sugiere un sinfín de deleites y que podemos
utilizar en medio de una conversación profana sin que nuestros
interlocutores intuyan a qué nos referimos en realidad.
—¿Te importaría que viéramos cómo los masturbas, antes
de marcharnos? —preguntó Caroline.
Gertrude sacudió la cabeza.
—Preferiría que no, cariño. No quisiera que pensaran que
los exhibía. Les he dejado disfrutar con vosotras, pero su
instrucción debe seguir su curso sin alteraciones y sólo en
presencia de mujeres maduras para que no se sientan
violentos. Seguro que lo entendéis.
—Claro, por supuesto que lo entendemos —asintieron
ellas con educación.
Partimos sin echar un último vistazo a los jóvenes que,
seguramente, estarían esperando en algún salón la llegada de
Gertrude.
—Me gustaría ver cómo le lamen los pies a Beatriz, uno a
cada lado y ella siendo penetrada —dijo Caroline en el
carruaje—, ¿Me lo harías, Harry? Supongo que debe ser una
sensación muy placentera.
—Lo haría toda la vida si quisieras casarte conmigo —
repuse tan inesperadamente que apenas advertí el significado
de mis palabras.
—¡Oh, Harry! ¿Hablas en serio?
Sentada junto a mí y Adelaide enfrente, se arrojó a mis
brazos y me preguntó con dulzura:
—¿Te parece que soy lo bastante pervertida como para
casarme?
Sonreí feliz y la besé en los labios. Adelaide suspiró
encantada. Con aquellas palabras, habíamos sellado
seriamente nuestro compromiso.
6
—AHORA tienes que conocer a papá y a mamá; a toda mi
familia —dijo Caroline entre un chorro de palabras que siguió
y que hacían referencia a Adelaide.
De nuevo, esa es mi curiosa naturaleza, se me imponía
algo que no quería hacer. Ese paso me ponía nervioso en
extremo. Caroline me ha dicho a menudo que si hubiera sido
capaz de convivir con ella y Adelaide en una cabaña, alejados
de las miradas de la sociedad y con la única preocupación de
conseguir comida, yo me habría sentido plenamente
satisfecho. Por mi parte, disfrutaba bromeando con ella acerca
de ello, diciendo que esa cabaña debería estar recubierta de
hiedra y tener una chimenea y una cerca.
—Por supuesto, y con tres cuencos de avena, como los tres
ositos—respondía ella.
Reían mis excentricidades, pues su misión era la de acabar
con ellas. A mí no me importaba. Mi paraíso consistía en
retozar con ambas en la cama, en sentir sus húmedas bocas
contra la mía y sus chochitos preparados para las arremetidas
de mi verga. A veces, por requerimiento de Caroline, hacíamos
el amor en silencio, entrelazando nuestros cuerpos bajo las
sábanas. Dada su desbordante imaginación, una noche nos
sorprendió con la fantasía de querer nadar en un estanque
límpido con tres jovencitas a su alrededor que se zambullían,
pasaban por entre sus piernas y la acariciaban y lamían en
passant.
—¿Y qué le gustaría hacer a Adelaide? —le pregunté a mi
hermana, satisfecho con el futuro que habíamos decidido y en
el que yo siempre permanecería al lado de Caroline. Mi
hermana dijo que nunca nos abandonaría y que seríamos un
trío de eternos amantes.
Tras un largo momento de reflexión, Adelaide continuó:
—Me encantaría montar desnuda sobre un semental blanco
con un jinete detrás y mi trasero meciéndose contra su polla al
compás del trote del caballo.
Me pregunté si habría experimentado alguna vez esa
supuesta fantasía erótica u otra variante parecida, pero no me
atreví a preguntárselo abiertamente.
La cabeza me daba vueltas. La idea de ser presentado
como un perfecto desconocido a los padres de Caroline, al
tiempo que les anunciaba la intención de contraer matrimonio
con su hija, se me antojó la menos apropiada por la
incomodidad que requiere la etiqueta de tales acontecimientos,
si bien a Caroline no parecía preocuparle en absoluto.
—Todo saldrá bien, Harry. Me precio de tener bastante
tacto en esos asuntos. En cualquier caso, mamá vendrá a
visitarnos pasado mañana, y tendrá el gusto de conocerte.
No me inquietaba ese punto. Conocer a la familia de
Caroline por partes, por así decirlo, me daba mayor seguridad.
La hora del encuentro se acercaba y me puse más nervioso, lo
cual divertía bastante a mi hermana y a Caroline.
—Mamá no es un ogro. Ya verás como no tardas en
apreciarla —me aseguró ella.
Aun así, me tomé un whisky antes de la inminente llegada
de la señora Somner y respiré hondo cuando la vi entrar en la
casa. Al saludarla, sin embargo, se desvaneció cualquier
sombra de aprensión, como las pavesas de una hoguera que, al
igual que las estrellas fugaces, brillan unos instantes en el frío
aire de la noche para desaparecer en algún punto.
La señora Jane Somner no había cumplido los cuarenta y
un años aún y era de mi misma estatura. Tenía la piel tan suave
como la de un niño, los pechos llenos y las caderas bien
contorneadas. En efecto, su sonrisa y maneras me subyugaron
de tal modo que le besé la mano complacidamente y la
acompañé al estudio.
—Me han hablado muy bien de ti —fueron sus primeras
palabras.
Pensé en devolverle el cumplido con la misma frase pero
me percaté de que hacerlo podría sonar impertinente, así que
me contenté con asentir modestamente mientras Caroline nos
dedicaba una sonrisa abierta. Entonces, tras una breve
conversación y los sempiternos comadreos de las mujeres, las
tres subieron al primer piso para hacer lo que sea que hagan
las mujeres cuando se encuentran lo cual, según mi
experiencia, consiste en hablar y hablar de las cosas más
profanas.
—Mamá, hemos conocido a una dama muy especial —le
oí decir a Caroline mientras subían.
Me quedé quieto. Sin duda, se refería a Gertrude. ¿Qué le
diría de ella? Escuché con atención y oí a la señora Somner
contestar entre risas:
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que la hace tan especial, querida?
La respuesta de Caroline se perdió en los largos pasillos.
Intenté con una desesperación casi cómica imaginar qué le
diría y qué se reservaría para ella. ¿Por qué había mencionado
a Gertrude?
Del dormitorio me llegaron inequívocas carcajadas, pero
no palabras. Al verlas reaparecer media hora después, adopté
un aire de indiferencia, aunque no advertí ningún signo de
secreto en el semblante de la señora Somner; es más, todo fue
dulzura y decoro hasta el anochecer. No tuve más opción que
limitarme a cumplir con el papel de prometido puesto que era
evidente que la dama iba a pasar la noche con nosotros.
Las jóvenes se retiraron a las diez, no sin antes darme un
casto beso de buenas noches en la mejilla. La madre de
Caroline y yo nos quedamos al fin a solas y me ofrecí a
acompañarla hasta la puerta de su dormitorio.
—En seguida, Harry. Verás, tengo la peculiar costumbre de
desvestirme en la planta baja antes de subir a mi cuarto. Es una
extravagancia que estoy segura no me negarás. ¿Serías tan
amable de ir a buscar mi camisón? Está sobre la cama. Sé buen
chico y te daré un dulce beso de despedida.
Sus palabras me turbaron pero a juzgar por su mirada
escrutadora supe que estaba hablando en serio.
—Claro, por supuesto —me oí responder, temiendo
encontrarme con Caroline o Adelaide en el pasillo, aunque ya
había oído cerrarse las puertas de sus habitaciones.
Como cabe imaginar, subí a toda prisa la escalera, sin
poder evitar un escalofrío de desconcierto y excitación. La
madera del suelo crujía aquí y allí y una o dos veces me
sobresalté al escuchar los latidos de mi corazón, sin dejar de
pensar en lo que tenía que hacer.
Por fin, cuando bajé al estudio llevando en la mano el
camisón azul de encaje y adornado con pequeños lazos, me
encontré con la tenue luz de la única lámpara que iluminaba la
sala. Me sudaban las palmas de las manos. Entré y tuve una
voluptuosa visión.
La señora Somner estaba en el centro de la habitación con
los brazos en jarras y los pies separados. Se había quitado el
vestido y las enaguas, que había dejado encima de una silla.
Entonces advertí que sólo llevaba un corsé gris oscuro de
encaje que hacía resaltar las ligas de un tono rosado, por
encima de las cuales aparecía la palidez de sus muslos.
Calzaba unos botines de media caña negros. Sus magníficos
pechos desbordaban el corsé.
—Cierra la puerta, Harry, y acércate —dijo.
Obedecí sumiso, sin saber si darle el camisón o dejarlo
caer al suelo.
—Déjalo a mis pies y arrodíllate ante mí, Harry. ¿Acaso no
vas a rendir homenaje a tu futura madre política?
—Por supuesto. Yo…, esto… —balbuceé.
—Naturalmente, tendrás más ocasiones para hacerlo, pero
ninguna será tan agradable como la primera —sonrió al tiempo
que me arrodillaba a escasos centímetros de aquel escultural
cuerpo.
Dejé caer el camisón de seda sin apenas darme cuenta de
ello, puesto que tenía el rostro a la altura del liguero y la
señora Somner se estaba levantando el borde inferior del corsé
para mostrar a mis ojos encendidos su oscuro y tupido vello
púbico y la blancura de su vientre. Abrió las piernas y la visión
de sus dedos al separar los suculentos labios de la vulva me
dejó atónito.
—Ven, Harry. Lámelo. Siempre se me humedece. Soy una
romántica; adoro que me veneren.
Entonces, se inclinó un poco, pasó la mano derecha por
detrás de mi cabeza y me atrajo hacia su sexo, abriendo al
máximo las piernas de manera que quedé aprisionado entre los
muslos con la boca rozando aquella deliciosa abertura.
—Así, cariño. ¿Verdad que tiene un sabor delicioso?
Salúdalo y lámelo todo; mete la lengua dentro. Acaríciame las
nalgas entretanto. ¡Abrázame! ¡Ah, sí! ¡Qué lengua tan ágil
tienes! ¿De modo que te han instruido? Incorpórate un poco y
lámeme el ombligo.
Me invadió el más penetrante y sutil de los perfumes al
tiempo que hacía tan peculiar saludo. Apreté los dedos por
toda aquella inmensa grupa con delirante pasión. Los muslos
le temblaban y los presionó con más fuerza contra mis orejas,
que ardían. Sin embargo, no traté de aliviar la presión; al
contrario, me excitaba sobremanera.
—¡Oh, sí, cariño! ¡Ahí! ¡Exactamente ahí! ¡Ahora,
muévela alrededor! ¡Ah!
Comenzó a contonear las caderas de atrás hacia adelante, y
a mi cabeza con ellas. Las nalgas se mecían al contacto de mis
manos. Le lamí el sexo con total sumisión. Era su esclavo.
—¡Ah, Harry, si tuvieras un hermano gemelo, éste podría
lamerme el ano! ¡Me encanta que lo hagan! Me podríais follar
entre los dos, Harry, cuando estuviera preparada. ¿Estás listo?
¿Se te ha puesto dura?
—¡Oh, Dios mío, sí! —exclamé ahogadamente a causa de
la presión de su vulva contra mi boca y la oí reírse mientras
me incorporaba con la polla ardiendo bajó los pantalones.
Sin embargo, apretó los muslos y me presionó los hombros
para que mantuviera la cara unos centímetros por debajo de la
suya.
—No, cariño. Todavía no —dijo—. Es la primera vez que
lo haces conmigo, así que desnúdate y enséñame tus atributos
antes. Tenemos toda la noche por delante.
El deseo me quemaba por dentro. Era muy probable que
todo cuanto había aprendido hasta entonces se lo llevara el
viento. Aquella magnífica criatura iba a ser mía y su
encantadora hija dormía arriba sin sospechar nada. Mi
consciencia y mis instintos animales se debatían en una
cruenta batalla, pero no podía hacer nada por evitarlo. Yo,
además, estaba literalmente obligado a obedecer y lo hice con
la mayor complacencia de que fui capaz. Al cabo de un
momento, ya desnudo, le mostré mis atributos al tiempo que
ella, separada dos pasos de mí, se quitó el corsé y dejó al
descubierto aquellos grandes pechos con los pezones duros.
—Bésame, Harry y restriega la polla contra mi estómago.
Quiero sentirla ahí —dijo mientras nos abrazamos y sentía el
estremecimiento de sus senos contra mi pecho, el roce de las
ligas contra mis muslos y, sobre todo, esa indescriptible
intimidad que te sobreviene cuando dos cuerpos desnudos se
tocan.
Le acaricié las nalgas y nos fundimos en un largo y
apasionado abrazo.
—¿Quieres que nos acostemos ahora? —me propuso
rozándome los labios.
—Déjame… —mascullé, si bien no pude continuar ante la
proximidad de su boca.
—¿Que te deje qué? Aún no me has besado el trasero —
dijo con una leve sonrisa al tiempo que le introducía el índice
en el ano.
Metió la lengua en mi boca con suavidad.
—Hay ocasiones en las que nos gusta juguetear, querido.
¿Quieres que te diga cuál es mi juego favorito? Uno hace de
amo o ama, y el otro de esclavo sumiso. ¿Lo echamos a
suertes?
—Sí —gemí al tiempo que mecía la verga entre nuestros
vientres y ella me estrechaba con fuerza.
Sus medias me rozaron las piernas; era una sensación muy
agradable.
—Antes tienes que conocer los preliminares. No basta con
entregarnos a jugar sin más. Todos tenemos que sufrir un poco
en el arte del amor. Aún no has instruido a ninguna chica,
¿verdad? y sospecho que tampoco sabes cómo se hace. ¿Qué
harías si yo me rebelara?
—Te… te fustigaría —dije casi sin aliento, pues la tersura
de su piel me excitaba sobremanera, pero hubiera sido un
sacrilegio poseerla entonces a la fuerza.
—Magnífico; eso es precisamente lo que deberías hacer.
Pero, ¿y si fuera muy ardorosa? ¿Qué harías?
—Te follaría. ¡Hagámoslo ahora!
—Me pondrías de espaldas y me encularías, ¿no es así?
No, Harry, eso sería cruel. Vamos, túmbame sobre la alfombra
pero no me poseas aún. Todo a su tiempo, querido.
—Pero…, pero Caroline… —objeté.
La puse sobre la frondosa alfombra y entonces me pasó las
piernas alrededor de la cintura y me atrajo hacia sí. El
miembro me ardía, de modo que lo restregué contra su tupido
sexo. Su aliento me llenaba la cara. Sentí sus pechos llenos y
los duros pezones contra las palmas de mis manos.
—Supongo que ya habrás satisfecho a Caroline alguna vez.
¿Qué me dices de Adelaide? ¡Confiésame que eres el joven
granuja que creo que eres!
Puse el rostro sobre el suyo y nos sonrojamos ante tan
inesperadas palabras y la voluptuosa excitación del momento.
—No, a Adelaide no —repuse.
—¡No seas modesto, Harry! —sonrió.
Me besó en la boca y comenzó a mecerme el miembro de
arriba abajo, haciéndome temblar de deseo.
—¿No las has azotado nunca? Sí, seguro que lo has hecho.
Tu hermana es demasiado tímida para confesármelo, pero lo
he visto en sus ojos. ¿Las has enculado a ambas?
—¡Sí! —respondí al tiempo que intentaba restregarme
contra su vientre, pero me asía el miembro con demasiada
fuerza.
—Seguro que has gozado con ellas, Harry. Sin embargo,
no les has calentado las nalgas como debe hacerse. Perdona
que sea tan franca contigo. Todos debemos gozar del amor y
de la pasión. ¿Cómo se han portado esta tarde? Vamos, puedes
decírmelo.
¡Dios santo, era verdad que Caroline se lo había explicado
todo!
—¡Deja que lo haga contigo! —le imploré de nuevo.
—Cariño, aún tienes que aprender el arte del último
despertar. Cuanto más hablemos de ello, más apasionados nos
pondremos cuando empecemos a follar. ¿Fueron sumisas,
Harry? Dímelo.
—¡Sí! —respondí con aspereza.
Entre frase y frase me lamía los labios y me sostenía los
testículos en el hueco de la mano. Anhelaba con desesperación
correrme ante la insistencia de los movimientos de su mano.
No obstante, de vez en cuando me presionaba el pene para
advertirme que no lo hiciera.
—Nunca malgastes tu tesoro cuando haya una mujer que te
ofrezca los labios, el trasero o la vulva para que lo viertas en
ellos. ¡Habla con libertad! Todos aquí compartimos el amor.
Podría decirse que en ese aspecto somos bohemios. Cuando te
hayas casado serás propiedad, por así decirlo, de todas las
mujeres de la casa y ellas, a su vez, serán tuyas. Nunca
llevamos bragas y siempre estamos prestas a recibir una buena
polla.
—¡Magnífico! —exclamé.
—Sí que lo es —murmuró ella—. Somos bastante abiertas
en cuestiones amorosas. No tenemos prejuicios a la hora de
succionar una verga, ni de sentimos inundadas por el esperma
de un hombre. En ocasiones, como ahora, te arrojarás entre los
brazos de una mujer y la satisfarás. Te sentirás el amo de todas
nosotras. ¿Te gustaría hacerlo todo y con todas? Claudia, mi
hermana mayor, es preciosa. ¡Juega con mi sexo mientras
hablamos!
—¿Es verdad todo lo que me has dicho? —Sabía que no
tenía que preguntarlo para comprender que así era.
Levantó las piernas, dobló un poco las rodillas y comenzó
a contonear las nalgas al contacto de mis manos.
—Cuando nos poseen los hombres, Harry, sólo sentimos
placer. Si hubieras visto a Caroline gozar con la fusta aún la
idolatrarías más. ¡Cómo se retorcía de gusto cuando la
azotaban! Después, su padre la montaba por detrás, ella gritaba
una vez, y luego no cesaba de jadear de placer. Él la fustigaba
bastante, antes de penetrarla de atrás hacia adelante una y otra
vez y sólo se escuchaban débiles gemidos. ¡Oh, sí, Harry
querido!
La había aferrado por la cintura y había empezado a
metérsela.
—¡Fóllame, granuja! ¡Fóllame!
Me rozó las piernas con las ligas. Mis genitales se
balanceaban bajo sus redondas nalgas. Sus pechos eran
mullidos almohadones en los que me apoyaba. Qué increíble
túnel del deseo, qué lujuriosa boca, qué frondoso sexo y qué
terso era aquel vientre bajo el mío.
Nos fundimos en continuos jadeos y frases incoherentes.
Mientras me besaba expelió su jugo alrededor de mi vara,
mas no pude seguirla con mi eyaculación en ese instante,
como pretendía, de modo que continué moviéndome con
premura hasta alcanzar el orgasmo.
—¡Pícara! ¡Amor mío! ¡Eres una pervertida! —jadeé.
—Sí, Harry. Llámame como quieras; no me importa. ¡Ah,
sí,! Más deprisa. Córrete, cariño. Has aguantado demasiado
tiempo. Córrete dentro de mí como haces con Caroline y
Adelaide.
—Demonio de mujer… ¡Ah!
La presión de sus piernas alrededor de mi cintura era
mayor ahora. Unimos nuestras bocas; lanzamos salvajes gritos
de ardoroso deseo. Sentí cómo se corría una y otra vez. Expelí
un poderoso chorro de esperma que su esponjosa vulva
absorbió con anhelo hasta la última gota.
Yacimos temblando en la dulzura de aquel momento, mi
polla embebida en su sexo, vello contra vello. Mis testículos
rozaban sus nalgas.
—¿Te ha gustado? Dime que sí.
—Ha sido la mejor experiencia sexual de mi vida —
mascullé, y lo creía.
Relajó las piernas. Estaba echada bajo mi cuerpo con los
muslos separados y los ojos entrecerrados.
—No te muevas aún. Me encanta sentir el roce de tus
pelotas bajo mi trasero. ¿Puedes sentir cómo se me estremece
el chocho alrededor de tu polla?
—Sí, es delicioso. Continúa haciéndolo un poco más.
—Se te volverá a poner dura de inmediato. Llévame arriba.
La cama es mejor sitio para continuar nuestra labor.
—Pero Caroline podría oírnos —murmuré, retirándome de
ella con el miembro medio enhiesto y tembloroso.
—En casa, estamos acostumbrados a todo tipo de sonidos,
Harry. Tú mismo lo vas a comprobar. Anda, trae nuestras
ropas. Sube pegado a mi trasero. Me estás llevando por el
camino del pecado —sonrió, mientras yo recogía los vestidos
y me disponía a seguirla.
—Sí, es cierto —comenté devolviéndole la sonrisa.
—Verás, eso no es del todo verdad puesto que buscamos el
placer y el pecado es dolor. ¿Estás listo? Camina despacio y
nadie nos oirá. Lo digo sobre todo por Adelaide.
—No me importa —repuse, pero ella sabía que mentía.
Me ayudó a coger el resto de la ropa y salimos de la
habitación.
—No me acaricies las nalgas hasta que hayamos subido,
querido —me dijo divertida.
Estábamos transfigurados después de aquellas horas
intensas y desde ese momento así continuaríamos.
7
ATORMENTADO por los recuerdos, bajé a la mañana
siguiente ojeroso. Las chicas ya se habían levantado y la
señora Somner también. Estaba espléndida y fresca, como
suele ocurrir con las mujeres que se levantan con el alba, igual
que las rosas que se abren bajo el calor del sol.
—¡Es un joven encantador! —le comentó a Caroline con
una sonrisa, mientras yo, al recordar cómo la había poseído en
la cama la noche anterior, me sonrojé y me sentí turbado sin
saber dónde mirar.
—Mamá fue agradable contigo; ya te dije que lo sería —
me dijo en el solarium cuando hubimos desayunado—. Estoy
segura de que también tú fuiste muy considerado con ella —
añadió con un tono de voz que aún me hizo sonrojar más.
—¿Y bien? —preguntó de repente al ver que no decía
nadie, pero entonces advirtió la expresión de mi rostro y me
rodeó el cuello con los brazos.
—¡Eres tan divertido, Harry! ¿Disfrutaste de la velada?
No pude sino apercibirme de la ambigüedad de su
pregunta. Iba a responder algo cuando Adelaide entró en la
habitación, cerró la puerta y se apoyó contra ella. En su
semblante había una mezcla de reproche y de excitación.
—Sé que fuiste un pícaro —manifestó y corrió a mi
encuentro para besarme en los labios como si quisiera decir:
«¡Pero nos perteneces!».
Fue tan cálido el beso, tan suave la presión contra mi
cuerpo, que la estreché entre mis brazos con pasión. Al
hacerlo, me apercibí de que Caroline se ponía detrás de mí y
me cogía por los hombros de la chaqueta, que no me había
abotonado y, para mi desconcierto, me pareció que intentaba
alentarnos a seguir, abrazados. Entonces, empero, Adelaide
dio un paso hacia atrás zafándose de mi abrazo y me miró con
dulzura mientras Caroline me quitaba a medias la chaqueta y
me inmovilizaba los brazos con ella.
—¡Mamá! —gritó para mi sorpresa; Adelaide también
parecía confundida.
La señora Somner apareció de inmediato y cerró la puerta
tras ella con el pestillo.
—¿No es encantador? —preguntó.
—¡Caroline, detente! —ordené, pero me pareció estúpido
forcejear y permanecí aprisionado con mi propia chaqueta.
Mi hermana, turbada, dejó caer los brazos a los lados y la
señora Somner se le acercó.
—Vamos a bajarle los pantalones. Quiero mirarlo bien —
dijo la dama.
Adelaide se llevó las manos a la boca para ahogar un
gemido de desconcierto.
—¡No! ¡Qué no, digo! —espeté en vano.
No pude mover los brazos, y apenas salieron de mis labios
estas objeciones, la madre de mi amada me cogió por los
testículos haciéndome dar un respingo.
—Estate quieto, querido. Adelaide, desabotónale los
pantalones y sácasela.
Mi hermana dio otro paso hacia atrás y pareció no saber
más que yo adonde mirar.
—Por favor, cariño, hazlo —dijo la señora Somner al
tiempo que la besaba.
Me resultó imposible verles la cara, pero entonces mi
hermana se acercó a mí. Yo había empezado a excitarme sin
poder hacer nada por evitarlo. Adelaide desvió la mirada.
Metió los dedos en la bragueta, me cogió el miembro y lo
sacó. Yo me había sonrojado como un chiquillo al verme
exhibido ante ellas mientras la dama se acercaba de nuevo y
rodeaba la cintura de Adelaide.
—¿Se la has succionado alguna vez, querida? —quiso
saber.
Mi hermana se puso colorada y sacudió la cabeza. Caroline
sí que lo había hecho, no así Adelaide. A pesar de haber
intentado que lo probara, siempre había desviado la boca de mi
polla.
—Yo no… —empezó a decir y se puso más colorada.
—Tienes que hacerlo, cariño, de vez en cuando. Es un
ejercicio excelente para la complexión y además habrá otros
caballeros en tu vida que desearán que se lo hagas. Arrodíllate
y tómala en tu boca.
—¡Ah no! —objeté, pero fue inútil.
Caroline me dio un tirón y me dejó completamente
inmovilizado. Adelaide parecía hipnotizada. Empezó a
arrodillarse, se detuvo y por fin la señora Somner la obligó
presionándole los hombros con suavidad.
—Haz lo que te digo —le susurró.
—¿La azotarás si no te obedece, mamá? —preguntó
Caroline con una sonrisa mientras yo sentía el aliento de mi
hermana sobre mi verga.
—Igual que he hecho contigo, cariño, sí —fue su fría
respuesta.
Entonces empujó a Adelaide con la mano y de repente una
boca suave como una flor, cálida como el sol de la mañana,
apresó mi polla y se la embebió; el húmedo contacto de su
lengua me hizo estremecer de deseo. La señora Somner, la
diosa de mis sueños de la noche anterior, no esperó para
intervenir. Cogió a mi hermana por la nuca y la obligó a
tragarse unos siete centímetros de mi verga mientras con un
movimiento de la mano que le quedaba libre le levantó las
faldas y le acarició las posaderas.
Adelaide gimió al sentir el temblor de mi pene erecto.
Volvió a intentar incorporarse y de nuevo la obligaron a
chupármela al tiempo que la dama le introducía el índice entre
las nalgas y lo movía dentro del ano.
Hubo más gemidos por parte de mi hermana, que respiraba
agitadamente por la nariz. Me succionaba el miembro con
creciente urgencia. ¡Qué cálido, humedecido y suculento debía
sentirlo dentro de su boca!
—Mueve la polla, cariño. Deja que la tome entera —
murmuró Caroline.
Sentí que la presión de sus brazos remitía. En efecto, me
soltó la chaqueta, se puso a mi lado y apoyó la cabeza en mi
hombro.
—¡Qué hermoso! Mira cómo mamá le trabaja el culo con
el dedo —susurró.
Me abandoné a la adorable sensación de ver a mi hermana
succionándome la verga. Era consciente, empero, de que la
habían forzado a hacerlo. Me puse bien la chaqueta, observé
los movimientos de la cabeza de Adelaide y sentí que estaba a
punto de eyacular pues ahora me lamía arriba y abajo el pene.
Después de todo, ya me había ofrecido su trasero en más de
una ocasión. Éste no era sino un paso más hacia adelante en su
instrucción. Empezó entonces a contonear las caderas con
mayor rapidez.
—Dásela toda, Harry. Enséñale a saborearla —dijo
Caroline al tiempo que me hacía volver el rostro para
encontrarme con sus labios.
A punto de correrme, la estreché entre mis brazos. Moví
con violencia la empapada polla de atrás hacia adelante
mientras me entregaba por completo al goce de nuestras
lenguas entrelazadas. Puse los ojos en blanco, cogí con
brutalidad el cabello de Adelaide y empujé hasta que un
poderoso chorro salpicó su boca, y después otro y otro
mientras ella jadeaba y se estremecía. El semen le resbalaba
por las comisuras de los labios hasta la barbilla. Entonces la
miré, me volví y abracé a la señora Somner.
—¿Lo ves, tonta? Lo habías probado todo menos eso —le
murmuró la dama y se apartó de ella para acercarse a mí hasta
que me dejé caer en el sofá.
—¡Oh, Harry!
Caroline se sentó a mi lado y me abrazó de nuevo con
pasión; jugueteó con mi polla entre sus dedos y me besó con
dulzura en el cuello.
—Mamá es una pervertida, pero ya sé que eso no te
importa.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté mientras aún sentía ese
hormigueo leve y placentero que sigue al orgasmo.
—No siempre existe un porqué. Ella nos lo ha enseñado.
No hay un porqué para el sol, el viento o la lluvia, nos suele
decir, y lo mismo pasa con el amor y el deseo.
—No —repuse algo aturdido y me eché hacia atrás.
Parecía como si mi hermana me hubiese succionado el
alma. En los últimos momentos, si bien no lo dije en voz alta,
Adelaide se había portado mejor de lo que nunca lo había
hecho Caroline. Se había embebido hasta las últimas gotas de
esperma.
Hubo un denso silencio. Caroline me besó en la mejilla.
Sentí su aprehensión y la habría regañado por ello pero no
quise hacerlo pues me pareció innecesario. Así fue, volví la
cara y la besé con pasión.
—¡Diablillo! —dije—. Se lo contaste todo a tu madre,
incluso lo de Gertrude.
—Todo lo que hago es por nuestro bien, Harry —repuso
ella muy cerca de mi boca.
—Tú querías que Adelaide me lo hiciera —dije en un tono
casi acusador.
—Pues claro. Alguna vez tenía que hacerlo, y qué mejor
que contigo la primera vez. Todos esperarán eso de ella
cuando la presenten.
—¿Cuando la presenten? —inquirí sin comprender.
—Sí, cariño. A todas las mujeres de esta casa se las
«presenta» de cuando en cuando. Se hace por diversión —
contestó ella acariciándome el cuello con la nariz sin dejar de
sacudirme la polla para nuestro mutuo deleite.
—Y, naturalmente, eso te incluye a ti también —comenté y
al no recibir respuesta añadía—: ¿Acaso no es cierto? ¡Dime la
verdad!
—Sí, tienes razón. También ocurrirá lo mismo con
Adelaide cuando nos hayamos casado. Tú estarás allí, querido,
para disponer de nosotras cuando te plazca. Ayer por la noche
pensé que teníamos plena libertad para gozar cuanto
quisiéramos. Es una tontería que nos pongamos a discutir
ahora, después de todo lo que hemos dicho y hecho juntos.
Era verdad y no me atreví a contradecirla. Adelaide me
había permitido poseerla con toda libertad. El que fuera
obligada a hacer lo que tarde o temprano habría hecho por
propia voluntad carecía de importancia. Y además, ella era
quien me había incitado a cometer incesto con ella, si bien
jamás pensamos en ello como pecado.
—¿Y bien, Harry? ¿Quieres que nos vayamos? —preguntó
mi amada.
—¡Por Dios, no!
Esa idea era un anatema. Avergonzado por mi
comportamiento, quise remediar mi conducta y la cogí por el
talle.
—Es sólo que…, que no quiero verte haciéndolo con otro
que no sea yo —susurré.
—Haré como que no te he oído, querido Harry, porque no
pienso hacerte caso. Hablas como un romántico y no como el
hombre que me vio ayer haciéndolo con aquel muchacho, y tú
lo sabes. No me digas que no te excitó verme con el trasero
anhelando una polla. Si Gertrude no hubiese estado allí, me
habrías follado y llamado con nombres obscenos, pero me
amabas y me sigues amando ahora; lo sabes tan bien como yo.
Hice una mueca de disgusto. No pude evitarlo.
—Incluso así… —dije sin pensar, pero no encontré
palabras para acabar la frase.
—Hoy nos iremos a casa de mis padres. Ya verás cómo te
gusta, Harry.
Caroline se levantó y se acercó a la ventana donde
permaneció un momento con gesto pensativo. Parecía
contemplar el futuro más que el panorama.
—Si eso es lo que quieres… — dije.
No sabía qué hacer o decir. Su franqueza me
desconcertaba.
—Sí, eso quiero —fue su respuesta.
La estreché entre mis brazos. Éramos como dos chiquillos
bajo la lluvia, abrazados y absortos en nuestros propios
pensamientos.
—Te quiero, Harry. Tus deseos los haré míos, los míos
tuyos y los de ambos serán los de Adelaide. ¡Dime que sí! —
concluyó.
—Sí.
Me sentí fuerte y vacío por dentro al mismo tiempo. Si
alguien debía sentirse culpable, ese era yo y no ella. Caroline
sabía que su madre y yo habíamos tenido un encuentro
amoroso y se lo tomó como algo natural, o eso me pareció.
Abrazado a su cintura, entramos en el estudio, pero estaba
vacío. Del piso superior me llegaron los gemidos de Adelaide
y me dirigí a la escalera, pero Caroline me cogió el brazo.
—¡No, Harry! Está gozando, eso es todo. A mamá le
entusiasma forcejear con las jovencitas. Claro que si quieres
subir, puedes hacerlo.
Su voz era una clara invitación a hacerlo, pero sus ojos me
decían que no.
—No hay por qué preocuparse —dije y me dedicó una
sonrisa angelical.
—Hoy seré tu señora y mañana tú serás mi amo. ¿Te
parece bien? —inquirió.
Me había puesto entre la espada y la pared.
—De acuerdo —respondí y nos besamos.
Adelaide sollozaba arriba.
8
ME dijeron que íbamos a partir después del almuerzo y aún
teníamos que hacer el equipaje. Caroline subió a su cuarto. Me
quedé solo, escuchando el bullicio, cuando apareció Adelaide,
que bajaba la escalera con paso lento. Llevaba un sencillo
vestido blanco con un enorme lazo azul ceñido al talle y otro a
juego en el cabello. Al verme, advertí su semblante torturado.
Le tomé la mano y descubrí que la tenía tan sudorosa como la
mía. Todavía me turbaba el recuerdo de sus labios alrededor de
mi pene y me pregunté si ella sentía lo mismo.
—Fue agradable —dije, y la besé en la boca.
—¿Ah sí? —preguntó con timidez desviando la mirada.
Sus pezones me rozaban el pecho; toda ella temblaba. Se
apoderó de mí una mezcla de deseo y ternura cuando le
acaricié las caderas y el cálido trasero.
—¿Volverás a chupármela alguna otra vez? —inquirí.
—Sí, si eso es lo que quieres.
Le levanté la barbilla y entrelazamos nuestras lenguas.
Tenía una mirada de preocupación.
—¡Oh, Harry, me ha dicho que me follarán esta noche!
Escondió el rostro en mi hombro y juntó las manos. Le
palpé las nalgas y la estreché con fuerza entre mis brazos.
—¿Tú lo deseas?
Sacudió la cabeza.
—No lo sé, Harry. La idea me atrae pero tengo miedo.
—No seas ingenua. ¿Por qué vas a tener miedo? ¿Acaso no
lo hemos hecho juntos antes?
La sentí estremecerse. «A pesar de haberse casado y de
nuestros encuentros amorosos, sigue siendo inexperta», dije
para mis adentros. Volvió a surgir el hombre romántico que
llevo dentro, o eso es lo que habría dicho Caroline. Todavía
estaba ansioso por iniciar un nuevo asalto con ella, pues sentía
el tenue temblor de su vientre contra el mío. Entonces me di
cuenta de que éramos unos hipócritas y unos libertinos que
trataban de ocultar sus pecados amparados en las sombras de
la noche.
—¡Es mi encantadora niñita! —exclamó la señora Somner
al acercarse a nosotros sin hacer el menor ruido.
—¡Y tiene un trasero precioso! Redondo y suave; turgente
y blanco como mármol. Le he dicho que puede disponer de un
paje si ese es su deseo, ¿no es verdad, Adelaide?
Ella se volvió y se abrazó a la señora Somner. La vi
acariciarla como si quisiera protegerla, o eso es lo que
pretendía hacerme creer.
—Un paje, sí —repitió la dama al verme fruncir el ceño
mientras le pasaba un brazo por el hombro a mi hermana.
—Ya lo veis, queridos míos, todo está dispuesto para
vuestro placer, que no vamos a demorar por mucho tiempo.
Adelaide vivirá con nosotros y estoy segura de que tú también,
Harry. Allí disfrutará enormemente del amor. Anda, Harry,
tráenos unos vasos de vino y brindemos por ello.
¿Acaso era yo un criado para que me ordenara lo que le
viniera en gana? Pero no me importó.
Caroline bajó al salón, vino a mi encuentro y me ayudó
con los vasos.
—Adelaide instruirá a su paje, ¿no es cierto, querida? —
preguntó divertida.
Luego les ofreció los vasos a las dos y continuó:
—Aquí tienes a tus tres damas, Harry. ¿A quién poseerás
primero?
—Eres deliciosamente libertina, amor mío —le susurré al
oído eludiendo responder.
Adelaide trató de esconder la mirada tras el vaso.
—Haces bien en llamarme así, Harry. Sé que te gusta que
lo sea. Confiésalo, anda. Quiero que mamá te lo oiga decir.
—Pero, Caroline… —empecé a decir—. Si no se trata de
eso.
—¡Ah, menudo compromiso! Bien, cambiemos de tema.
Mamá, dile lo que piensas del papel de los hombres.
—Harry, querido, nuestro comportamiento te puede
parecer extraño, pero siempre ha sido así, como ya le he
explicado a tu hermana. En todas las casas hay varones que se
convierten en los amos y señores de las mujeres, pero yo hace
tiempo que decidí que conmigo no sucedería lo mismo.
Naturalmente, estoy de acuerdo con que las damas han de
someterse, pero considero que en determinadas ocasiones
deben tomar la iniciativa y no mostrarse, por lo tanto, ni
estúpidas ni frívolas. En cuanto a Adelaide, recibirá la polla de
su paje cuando ella lo desee y lo mimará, pues él será su
pequeño juguete. Por otro lado, habrá momentos en que
precisará las atenciones de una verga más experimentada y
madura, es decir, la de un semental varonil. Eso es
precisamente lo que ocurrió con la educación de Caroline y
deberá continuar siendo así. Todas sus hermanas han pasado
por idéntica experiencia. Y por lo que se refiere a ti, ya
conoces el juego: el del amo y el esclavo, ¿no es así,
Adelaide?
—¿Eh? Bueno, yo…
—Sí, mamá. Ella lo sabe muy bien.
Caroline se situó junto a mi hermana, la tomó entre sus
brazos y la besó en la mejilla.
—¿Verdad que sí? —murmuró a mi azorada hermana que
miraba hacia el suelo.
Esta asintió con un ademán, se mordió el labio y puso esa
mirada de colegiala que siempre empleaba cuando algo la
turbaba.
Hasta ese preciso momento me las había imaginado, a
Caroline y Adelaide, como preciosos juguetes, es decir, para
mí habían sido unas piernas, unos pechos, unos traseros
redondos y unos tupidos sexos que sólo anhelaban mi cuerpo.
—No es más que un juego —me oí decir.
—Un juego, sí, pero cuyas reglas debemos respetar. Y hoy
soy tu ama, cariño —sentenció Caroline.
Miré a la señora Somner y a mi hermana algo
desconcertado. Para demostrarles mi fingida ansiedad, vacié el
vaso de un trago y dije:
—De acuerdo, sea como tú quieres.
Entonces, ven conmigo. ¡Anda, Harry, ven!
Dejé el vaso sobre la mesa y fui a su encuentro con una
sonrisa casi cómica. Entonces, Caroline me cogió la nariz y la
apretó con fuerza. Me hizo sentir como un estúpido, como un
payaso de feria que no sabía dónde meterse mientras Adelaide
miraba divertida el aprieto en que yo estaba.
—¡Basta! —objeté.
—Un caballero no forcejea jamás con una dama, Harry. Yo
soy tu dueña. ¡Dilo!
—Eres…, eres mi dueña —repetí con voz entrecortada.
No me gustaba nada la situación en que me encontraba.
—Así me gusta —dijo ella y me soltó—. Y Adelaide
también será hoy tu ama. Las dos lo seremos. Demuéstrale tu
sumisión, Harry. Bésale los pies; esos bonitos y pequeños pies
suyos.
No pude rehusar, sabía que no podía hacerlo. Había dejado
que Caroline me dominara. Me había puesto la mano sobre el
hombro y la dejé. Además, tenía que considerar algunos
matices. Adelaide había sido forzada a satisfacerme. Si ahora
no me arrodillaba, sería como si la insultara, así que me
arrodille delante de las tres y presioné la boca contra los dedos
de los pies de mi hermana. Sentí cómo se estremecía. Escuché
un beso por encima de mí y me incorporé.
—Harry, la próxima vez no te levantes hasta que te lo
hayan ordenado. ¿Lo entiendes? —dijo la señora Somner con
voz tranquila.
—¡Oh sí! ¡El juego, claro! —respondí.
Se levantó y se puso frente a mí con los senos rozándome
el pecho.
—Con cierta frecuencia, las muchachas se someten a los
hombres, Harry, y eso es lo que deben hacer. Pero a cambio,
cuando un hombre se ofrece a las mujeres, éstas siempre
tienen que tener la oportunidad de escoger. Siempre. Métete
esto en la cabeza. Hay que observar las reglas del juego, ¿me
explico?
Me sonrojé por semejante reprimenda. En ese momento
quise azotarla y abrazarla al mismo tiempo. Adelaide me
observaba con un dedo en la boca.
—Claro, por supuesto —repuse con humildad, y la señora
Somner me miró y sacudió la cabeza.
—El juego es la vida, Harry. ¿Es que no lo entiendes? En
fin, ya lo comprenderás con el tiempo. Venga, muchachas, nos
vamos. Harry, tú irás con Adelaide en una calesa y mi hija y
yo en la otra.
Las seguí sin decir nada, aunque miré a mi hermana como
diciendo: «No me importa lo que diga». Cuando hubieron
cargado el equipaje, nos sentamos en la calesa. Ésta olía a
verano y las motas de polvo se pegaban a los cristales de las
ventanillas.
—Bésame —murmuré.
Hice un amago de acercarme a sus labios y ella desvió la
cara.
—No, Harry. No quiero; ahora no.
—Pero, ¿por qué no?
Intenté obligarla, deseaba demostrarle que no era un
cobarde y que nunca lo había sido.
Adelaide se estremeció, gimió, apoyó la cabeza en mi
pecho y volvió a negarse a ofrecerme la boca.
—No, Harry. Hoy soy tu dueña, recuérdalo. ¡Y si te digo
que no, es que no!
—¡Vaya estupidez! ¿Por qué debemos hacer lo que nos han
dicho? Antes no te comportaste así, cuando estuvimos a solas
en el estudio.
—Lo sé, pero… ¡Harry! ¡Oh! ¡Ah!
La apresé, la forcé a encararme y oprimí los labios contra
los suyos. Al principio se resistió y me golpeó con los puños,
pero luego desistió y le introduje la lengua en la boca.
—Me dijiste que esta noche te iban a follar.
—Sí, así es.
Entrelazamos nuestras lenguas.
—Pues no quiero que te lo hagan —balbuceé levantándole
las faldas y sintiendo la tersura de sus muslos.
—¡No hagas eso! —gimió, pero entonces comenzó a
respirar profundamente al tiempo que le introducía los dedos
en la vulva y le separaba las piernas.
—Pero te dejarás follar, ¿verdad?
—Sí.
Puso los ojos en blanco y contoneó las nalgas ante la
urgencia de mis dedos. Tan ardorosa respuesta hizo que la
polla se me endureciera como el asta de una bandera al tiempo
que la besaba con pasión. Entonces nos alarmamos. La calesa
se detuvo de improviso a una voz del cochero y el carruaje de
la señora Somner se puso a nuestra altura. Tenía la ventanilla
bajada y contemplaba nuestra escena amorosa. Chasqueó los
dedos para captar nuestra atención. La miramos y Adelaide se
apresuró a colocarse bien la falda. Demasiado tarde.
—¡Eres una chica mala! ¡Serás fustigada por esto!
Dio una orden y el carruaje esperó a que nos pusiéramos
en movimiento para seguirnos de nuevo.
—¡Ay, Dios mío! —se lamentó Adelaide.
Entonces rompió a llorar.
9
CUANDO llegamos, ni mi hermana ni yo supimos qué
pensar. Caroline irradiaba felicidad. Al adentrarnos en el
recibidor de la casa, me cogió la mano con fuerza, como un
chiquillo que acaba de llegar a una fiesta; Adelaide iba
acompañada por la señora Somner. En ese momento, sentí un
gran cariño hacia ella al ver su porte orgulloso.
Estoy seguro de que tu madre no quiso decir… —le
susurré a Caroline, pero no me dejó acabar la frase puesto que
sabía de sobras qué quería decir.
—Cariño, sólo le propinará doce golpes con la vara, o seis
si se porta bien —repuso.
Me alarmé, lo confieso. ¿La naturaleza de Caroline sería,
después de todo, como la piel del camaleón que cambiaba de
sus dulces palabras a la fría decisión de dejar que su madre
vapuleara las nalgas de la pobre Adelaide?
—¡Pero yo no puedo permitir eso! —exclamé con poca
convicción, y me hizo callar con un nuevo apretón de mano.
La señora Somner y mi hermana ya habían entrado en el
estudio. Escuché una voz ronca y autoritaria que no nos dejó
duda alguna de a quién pertenecía.
—Anda, ven a conocer a papá —me dijo, y me condujo al
interior para que tuviera el primer contacto con su amo, un
hombre de saludable aspecto con barba de chivo que se mostró
de lo más cortés.
—Así que usted se va a casar con Caroline —me dijo con
sequedad.
—Si puedo, señor, sí.
—No me cabe duda de que puede y de que lo hará, si eso
es lo que mi hija desea. Venga, brindemos por ello.
Me sentí como si me hubieran mezclado en una nueva
vida, igual que se mezcla una carta en una baraja. Me hallada
en medio de un torbellino, pero era agradable. Caroline dio un
beso a su padre e indicó a Adelaide que hiciera otro tanto. Las
besó a ambas en la boca, lo cual suscitó en mi hermana un
sentimiento de confusión; después le pidieron que tomara
asiento en una otomana junto a la señora Somner, que se
apresuró a alabar la belleza de mi hermana.
—También posee una figura magnífica, por lo que puedo
apreciar. ¿Te quedarás con nosotros, querida? ¿Has participado
ya en algún juego hoy? —inquirió el señor Somner, haciendo
las preguntas con tal rapidez que parecían una sola.
—Señoras y señores, vamos a empezar sin más
preámbulos. Adelaide no ha sido instruida del todo, Arnold —
comentó su esposa al tiempo que se fijaba en la mirada de mi
hermana, azorada en extremo por el comentario.
Creí que él iba a decirle algo a Adelaide, pero en cambio
se dirigió a mí.
—¿Tú crees en la educación? —me preguntó.
—Por supuesto que sí, papá. Todos nosotros estamos
ansiosos por aprender —repuso Caroline mientras me sentaba.
Hubiera deseado encontrarme muy lejos a allí en aquel
momento pues me sentí turbado. Pensé en la «cabaña» de la
que habíamos charlado entre bromas y anhelé guardar en ella
todos nuestros romances secretos y nuestros placeres.
Escuché el carraspeo de la voz de nuestro anfitrión como si
me reprochara el no haber hablado. La verdad era que no sabía
qué decir.
—La cuestión es, querido amigo —empezó a decir, y
entonces pareció sentirse algo ridículo al reparar en la
presencia de las señoras y les pidió que nos excusaran.
Entonces, la señora Somner se incorporó obligando a Adelaide
a seguirla, y dijo que era natural que quisiéramos charlar a
solas y que ella y Caroline iban a acompañar a mi hermana a
su dormitorio y, de paso, a enseñarle la casa. Adelaide me
lanzó una mirada de socorro cuando se levantó para salir del
salón. Yo tuve que sentarme de nuevo puesto que me habían
vuelto a llenar el vaso. Al parecer, todavía teníamos que hablar
acerca del matrimonio.
—Harry, se suele decir que todas las mujeres son como los
gatos, de noche todos son pardos. Sin embargo, no estoy de
acuerdo con esa apreciación —dijo el señor Somner y
continuó—: La verdad es que todas son distintas. Están las
complacientes y las rebeldes, las de figura esbelta y las
gruesas. Hay algunas mujeres cuyo trasero se asemeja a un
balón hinchado y tienen los pechos caídos, por lo que
necesitan sostenes y demás. Éstas poseen sin duda una mata de
pelo bien frondosa entre los muslos y son muy receptivas a
cualquier caricia. Por el contrario, hay otras jóvenes que, como
tu hermana y Caroline, poseen un cuerpo grácil cuyas nalgas
se parecen a una pera perfecta y cuyos senos son pequeños y
prometedores; sus vulvas suelen ser estrechas y el vello
púbico, más rizado. Me encanta contemplarlas cuando salen de
tomar un baño, frescas, con el vello de sus sexos ondulado y
seco pero con los carnosos labios ligeramente húmedos. Sin
embargo, algunas veces se muestran demasiado tímidas. En
esas ocasiones, nuestro deber es conquistarlas ¿no estás de
acuerdo?
Sorbí un poco de vino y apreté los labios puesto que me
pareció mejor no responder. Yo no me esperaba un sermón así
y en verdad no sabía qué contestar.
—¿Estás de acuerdo, muchacho? Bien. ¡Excelente!
Pareces bastante maduro para tu edad. Y ahora, por lo que se
refiere a nuestros jueguecitos, te voy a decir algo. Las mujeres,
y las chiquillas a las que éstas aleccionan, disfrutan jugando a
ser nuestras dueñas dominantes. A mí esto no me preocupa y
presumo que a ti tampoco; creo que es incluso excitante. El
secreto está en que nosotros somos los señores todo el tiempo
y ellas lo saben. En realidad, estos juegos no sirven sino para
fomentar el deseo que de otro modo no se manifestaría con
tanta pasión. ¿Me sigues?
—¿Señor? Yo, sí… Creo que sí.
Le vi levantarse y empezar a caminar por la habitación.
—Hablemos de tu querida hermana. Sé que ha cometido
algunos pecados sin importancia, ¿no es cierto? Eso es lo que
mi esposa me ha comentado. Tal vez lo hiciera para llamar la
atención. En cualquier caso, creo que conviene instruirla igual
que a todas las jovencitas que viven bajo mi techo. Las
compensaciones son tales que no podrá rehusar. Ya sé que es
muy buena en la cama, ¿verdad?
—¿Señor? —Su pregunta me pilló tan de sorpresa que me
quedé perplejo y me sonrojé.
—No tienes por qué contestar, querido muchacho. Un
caballero de verdad no comenta estas cosas puesto que le
afectan directamente. Uno no debe hablar de las mujeres,
jóvenes o maduras, como si charlara sobre muebles. Las
hembras son astutas; siempre sopesan los pros y los contras de
todo. A veces son rebeldes y llegan incluso a forcejear con sus
amos y señores. Pero no te inquietes; nunca rechazan un
miembro viril. Míralas a los ojos porque son un signo
inequívoco del placer que obtienen. Y ahora discúlpame, me
voy a ocupar de tu hermana.
—Pero, señor. Yo…
—Recuerda, míralas siempre a los ojos —dijo y añadió
para tranquilizarme—: Te prometo que no la fustigaré
demasiado fuerte.
—Pero si la lastima…
—Querido Harry, uno siempre calcula estas cosas. El
trasero de las jóvenes está más preparado para la fusta que el
de los varones. La aplicación de la fusta, las correas o la vara
es todo un arte, como tendrás ocasión de aprender. Su objetivo
es el de someterlas y prepararlas para el gran asalto. ¡Ya verás
cómo disfrutas observando su placer!
Entonces se dirigió hacia la puerta y le seguí. Me parecía
reprochable lo que estaba a punto de hacer y aun así le seguí
sumiso.
Las cortinas que recubrían las paredes eran de seda azul y
le conferían una sensación de calidez al salón, los muebles
eran antiguos y las alfombras mullidas. Ya en el corredor nos
encontramos con la señora Somner que salía del dormitorio en
el cual oía sollozar a Adelaide.
—Todo está preparado, Arnold. Las muchachas están
listas. Harry, acompáñame a nuestro cuarto oscuro, como lo
llamo. Aunque no es exactamente eso, podremos contemplar
la escena desde un ángulo ideal.
Me sentí como un muñeco. La dama me tomó de la mano
como a un niño pequeño. Mientras su marido entraba en la
habitación donde Caroline y Adelaide se encontraban, la
señora Somner me metió en una salita contigua al dormitorio,
con unas sillas, una otomana, botellas de vino y vasos. La
puerta se cerró detrás de nosotros.
—Lo veremos todo desde aquí, Harry. Pierde cuidado, tu
hermana va a gozar sin duda. ¡Arrodíllate sobre la otomana y
mira!
La señora Somner apretó un resorte de la pared y sin hacer
apenas ruido ésta se abrió ligeramente permitiéndome ver el
dormitorio. El hueco era de apenas tres centímetros pero
bastaba para tener una vista del panorama. Entonces vi la cama
de matrimonio cuya cabecera estaba orientada contraía pared.
Sobre el lecho, con el rostro cubierto por las manos, estaba
sentada Adelaide con sólo unas medias y unos botines puestos.
Junto a ella y rodeándole la cintura con un brazo, se hallaba
Caroline igualmente fascinante con aquel pequeño guépière, o
corselete, por el que le asomaban los pezones. Como siempre,
no llevaba bragas, de modo que al tener las piernas un poco
separadas no pude evitar contemplar su frondoso sexo. Vestía
también unas medias negras que se ajustaban a sus piernas
como una segunda piel. En lugar de botines, calzaba unas
babuchas turcas. En la mano izquierda sostenía una vara que
posó entre los muslos de mi hermana. Cuando entró su padre,
sonrió y comenzó a mover la vara como si del arco de un
violín se tratara. Adelaide seguía con el rostro tapado.
—Me ha prometido ser buena, papá.
—¡Oh, Caroline! Yo…
—¡Sssh! No digas nada, cariño. Me lo has prometido. Date
la vuelta y enséñale el trasero a papá. ¡Date la vuelta, te digo!
—¡Oh, no!
Aquellas rudas palabras no le dejaron más opción que
obedecer. Caroline se abalanzó sobre Adelaide como una
tigresa y la obligó a ponerse de espaldas, exhibiendo así la
grupa de mi hermana. En ese preciso momento, la señora
Somner se arrodilló a mi lado sobre la otomana y me puso la
mano en la entrepierna.
—No te preocupes, Harry. Mientras hablabas con Arnold,
le comenzamos a poner el trasero a punto —murmuró ella.
Antes de que pudiera decir algo, me obligó a encararla y
me introdujo la lengua en la boca al tiempo que me frotaba los
testículos con la palma de la mano. Al cabo, me sacó el
miembro.
—Como te he dicho, la hemos ejercitado antes, Harry, y
ahora viene la segunda parte de su instrucción. Te ruego que
no hagas el menor ruido.
Me abandoné a sus apasionados besos. Al instante sufrí
una erección. Recordé a Adelaide de regreso a nuestra casa
después de montar a caballo y la imaginé tomando un baño
toda sudorosa aún. Había esperma flotando en el agua; sin
duda era el de mi padre tras haberlas enculado; a ella y a
Berta.
En momentos así me ciega la excitación. Sentí el
perfumado aliento de la señora Somner, los lametones en mis
mejillas, los enormes pechos al acariciarlos con lascivia. Ella
tenía los párpados entrecerrados por el deleite que estaba
experimentando.
—¡No! ¡Ay! —Escuché gemir a Adelaide y traté de
zafarme de los besos de la dama.
Había caído en la trampa de la señora Somner, que no me
permitía saciar la ansiedad de ver a mi hermana siendo
azotada.
—No, Harry querido. Todavía no. Espera a que tenga las
nalgas un poco más caldeadas —me susurró como si me
amonestara por la impaciencia de mi deseo irrefrenable
mientras oía los sollozos de Adelaide.
Me angustié por ella. La fusta restalló de nuevo en el aire y
entonces me dejó observar la escena del dormitorio. La puerta
de nuestro escondite secreto se abrió y entró Caroline. No me
volví, empero, a mirarla puesto que estaba totalmente
absorbido por lo que veían mis ojos.
Adelaide tensó los muslos y se movió con violencia a
ambos lados de la cama con las piernas algo separadas. Se
cubrió la cara con las manos y arqueó la espalda, de modo que
las nalgas quedaron levemente levantadas; la vara le iba
dejando marcas sonrosadas que contrastaban con la blancura
lechosa de su piel. Tras ella y a un lado, estaba el señor
Somner, fusta en mano, con una evidente erección bajo los
pantalones. Observé cómo la vara le rozaba la grupa una vez
más, y advierta, querido lector, que digo rozaba pues eso es lo
que hacía exactamente. El instrumento punitivo, si bien no
pude verlo con todo detalle hasta que me lo mostraron más
tarde, se movía en diagonal cruzando los hemisferios de las
nalgas de mi hermana.
—¡No! ¡No! —gemía ella.
Aquel fascinante trasero se movía con violencia, igual que
una pelota al caer en un remolino de agua y mecía las caderas
con la misma energía tratando de evitar el intenso contacto de
la vara.
Me sentí como un cobarde y quise gritar que la dejaran en
paz, pero la señora Somner me había cogido el miembro,
erecto, entre sus manos y con un empujón me obligó a
volverme hacia Caroline, que abrió un poco más el hueco de la
pared a sabiendas de que mi hermana no prestaría atención a
nuestra apartada esquina. Me sacó los genitales del pantalón y
los sostuvo en la palma de la mano al tiempo que su madre me
meneaba la polla.
—¿Verdad que Adelaide se está portando muy bien,
mamá? —preguntó Caroline casi conteniendo la respiración.
—Sí, es cierto. No me cabe la menor duda de ello, cariño.
Estaba a punto de correrme, pero apreté los dientes y
retuve el flujo de esperma. Sus tersas mejillas rozaron las
mías. Nunca antes había conocido una sensación igual. Mi
respiración, como las suyas, era entrecortada. Le levanté las
faldas a la señora Somner y palpé aquel enorme y desnudo
trasero con una mano, pues la otra se había ya empezado a
ocupar del de Caroline. Ambas comenzaron a estremecerse.
—¡Ay! —gritó Adelaide al sentir los azotes con mayor
fuerza mientras contoneaba la ardorosa grupa con creciente
ansiedad.
Parecían dos fresas suculentas.
—Una más y papá la hará suya —dijo mi amada.
Así fue. Resonó un nuevo e intenso azote que hizo que mi
hermana arqueara aún más la espalda y levantara la cabeza.
Apretó los puños con fuerza sobre la colcha.
—¡Agáchate, muchacha! ¡Agacha la cabeza y los
hombros! —ordenó el señor Somner que, sin esperar, dejó caer
al suelo la vara y se desabotonó los pantalones sacándose
aquel inusitado y grueso miembro que mediría dos palmos de
las pequeñas manos de Adelaide.
Entonces la inmovilizó sujetándola fuertemente por las
caderas y puso la verga entre las ardientes nalgas de mi
hermana, con el extremo amenazando el ano.
—¡No! ¡Ah! ¡Es demasiado grande, demasiado grande! —
gritó Adelaide meciendo los pechos al sacudir los costados.
La penetró. Distinguí claramente cómo ella apretaba los
dientes, ponía los ojos en blanco, y sacudía la cabeza, aunque
no le sirvió de nada. Él la aferraba como un águila a un
pajarillo y entonces, sin dejar de introducir cada vez más la
polla en el recto, la cogió del cuello con la mano derecha y la
obligó a inclinar la cabeza hacia abajo.
—¡Déjeme! ¡Ah! ¡Suélteme! ¡Oh, no! —gimió mi
hermana.
Cerró los ojos y los puños, pero para entonces Arnold ya le
había introducido la mitad del miembro y con las piernas
juntas, le empezaron a caer los pantalones dejando a la vista
unos musculosos muslos y sus grandes testículos.
Adelaide volvió a chillar. Agachó un poco más los
hombros y levantó el trasero presionándolo contra el vientre de
él, en muda rendición incondicional a aquel miembro viril.
—Así, muchacha. Estás recibiendo una polla en el lugar
que toda señorita debería tomar —gruñó él.
—¡Ya basta! ¡Por favor, señor! —pero esta vez los
gemidos eran leves.
El señor Somner se detuvo con el pene a medio camino.
—Quieta. Vas a aprender lo que es discreción. Si tu madre
estuviera aquí, seguro que la habrías llamado a grandes gritos
—masculló.
Su amonestación pareció desconcertar a mi hermana, que
se quedó inmóvil sollozando. Entonces le metió otros tres
centímetros en el angosto orificio. Ella movió la cabeza de
lado a lado y dirigió la mirada a donde yo me encontraba,
aunque no vio nada, como me confesaría después. Lo que sí
imaginó fueron sus propias fantasías eróticas, sospeché.
—Dame tu culito, niña y ahora córrete o te fustigaré de
nuevo. ¿Es eso lo que quieres? —gruñó.
—Yo… ¡Oh! ¡Ah! —jadeó Adelaide al sentir una brutal
arremetida de aquellas poderosas caderas.
La penetró hasta el fondo y sintió el estremecimiento de
sus nalgas. Ella continuó jadeando mientras Arnold se movía
con urgencia. La estaba «aplacando», pues según me dijeron,
así llamaban a ese momento final.
Sin poder aguantar más, inserté un dedo en cada uno de
sus anos, recibiendo a cambio un complaciente «¡Oh, sí!» de
ambas mujeres. En efecto, comenzaron a mover las caderas de
atrás hacia adelante al tiempo que mis testículos se mecían en
el hueco de la mano de Caroline mientras su libertina madre
me acariciaba la verga.
—¿No nos oíste gemir y jadear? —le pregunté a mi
hermana más tarde.
Era una pregunta absurda puesto que Adelaide había
estado gozando de inenarrables sensaciones y no se había
apercibido de nada que no fueran éstas.
—No escuché nada salvo mis propios gemidos. Casi no
sabía dónde me encontraba, Harry. No había sido enculada por
una polla tan extraordinariamente grande —me confesó
bajando la cabeza con timidez, y yo sabía que no mentía.
Estábamos juntos en la cama, esto es, en la misma cama de
la escena que acabo de describir. Le estaba acariciando las
nalgas y la besaba con dulzura. Sus pechos seguían siendo
suaves y sus pezones duros, aun cuatro horas después de haber
sido sometida a la fusta y al miembro del señor Somner.
Finalmente, me confesó también que había sido papá quien la
había sodomizado por vez primera tras haberla azotado en el
trasero desnudo.
—¿Qué pensarás ahora de mí? —sollozó.
Pero yo, bastante menos ingenuo entonces, sentí esa
curiosa mezcla de rebelión y rendición que tantas mujeres
adoptan ante el esperma y el miembro viril que las inunda por
detrás.
—No seas hipócrita; sé que disfrutaste —le dije con
ternura.
Ella no pudo sino sonreír a su pesar y me dejó ponerme
entre sus piernas, enfundadas en medias negras.
—Me imagino que lo harías con Caroline mientras me
mirabais —comentó divertida.
—Tú disfrutaste —repetí, decidido a ser el vencedor de
nuestro mutuo tanteo.
—Tal vez sí —balbuceó.
En ese momento comencé a meterle la verga en aquella
lubricada y sedosa vulva cuyas paredes la succionaron como
nunca hasta entonces lo habían hecho.
—Es doloroso —dijo—, pero una vez te has acostumbrado
resulta muy agradable… ¡Oh, Harry!
Nuestras lenguas comenzaron el juego del amor una vez
más. La señora Somner y Caroline nos habían dejado a solas
con nuestro placer. Hubo fantasías y deseos de los que no nos
atrevimos a hablar en nuestros encuentros amorosos. Los
mejores son siempre los que guardamos en el pensamiento y
son como condimentos de las pasiones carnales.
—Lo que no se puede expresar, o se dice con torpes
palabras, es siempre lo mejor —suele decir Caroline, y con
toda la razón.
Las imágenes son traslúcidas como los pañuelos de seda
mecidos por la brisa, son mariposas que jamás podrán ser
descritas con palabras porque éstas son frías e impersonales;
son la moneda del deseo que puede intercambiarse con
libertad, puesto que los deseos se pueden valorar pero no
atrapar en el abecedario.
—El único diccionario del amor es la mirada. El único y
tan confuso como una telaraña en la oscuridad, y las telarañas
no tienes páginas. Estas palabras te pueden sonar incoherentes
más son ciertas, Harry. Ya lo descubrirás con el tiempo.
Esto es lo que me dijo Adelaide mucho tiempo después de
haber entrado a formar parte de esta extraña vida.
10
EL recuerdo de la señorita Withers me ha distraído. La
misma de quien he estado hablando hace algunos capítulos. Ha
pasado bastante tiempo desde aquella tarde en que Caroline
me recordó la inminente visita de la dama. Lo que se lee en
apenas una hora requiere varias semanas escribirlo. Se tienen
que buscar las palabras adecuadas para captar la atención del
lector, y eso precisa descartar algunas y emplear otras. Apenas
ocupan unos centímetros sobre el papel, pero las que se
descartan esperan pacientemente el momento de ser escritas
más adelante. Es algo parecido a esas muchachas feas cuyas
madres las tratan como si fueran «atractivas» o «deseables»
cuando no lo son. Pues igual que con esas muchachas ocurre
con las palabras. Sería mejor que escribiera en francés porque
se trata de una lengua suave con un sonido melodioso. Amour
suena más «atractivo» que «amor». Es más suave decir levres
que «labios», o tétons en lugar de pechos.
Las tétons de la señorita Withers, al igual que su trasero
respingón, eran de lo más deseables. Caroline hizo una buena
elección. Las hembras con dèrrieres en forma de pera nunca
fueron de nuestro gusto. Sus glúteos se descuelgan
prematuramente como resultado de no cuidarse.
—¡Qué grupa tiene! Cuando escribas acerca de ella debes
emplear esa palabra —me comentó Caroline después de que la
dama se hubiera marchado.
Era cierto. Me vino al pensamiento la palabra «bulbo»,
puesto que su trasero era blanco y firme y bastante sensible al
contacto de los dedos. Era una delicia acariciarlo, debo añadir.
La señorita Withers tenía treinta y dos años y era virgen;
quizás ese fue el desafío más grande con el que nos
encontramos. Una virgen del llano con el cuerpo de una Venus,
que vestía el extraño atuendo de una diosa: un vestido de una
pieza vaporoso que dejaba entrever sus pronunciadas curvas.
La acariciamos durante horas y la penetré varias veces
inundándola de semen. Nos dijo que se casaría y parecía lo
más apropiado, dada su edad. Con las jóvenes solteras la cosa
es diferente. Todo el mundo sabe que al primer indicio de
vello púbico y al comenzar a desarrollar los pechos, estas
muchachas anhelan ser acariciadas con los dedos y, poco a
poco, se van entregando al amor. A todo esto hay que añadir
que en el silencio de las casas, las horas pasan despacio los
domingos y los días de lluvia; éstos son los momentos en que
el diablo entra en acción.
Uno entra en una de esas casas de campo y se encuentra
con un ambiente civilizado pero al mismo tiempo
encantadoramente depravado. Cuando una chiquilla deja pasar
las lentas horas de los días de otoño o de verano, con toda
probabilidad se entregará a juguetear con su cuerpo hasta
correrse. Los síntomas son evidentes: es una mujer y las
bragas revelan las manchas de un deseo ya seco. Entonces es
cuando ya están listas para ser sometidas, o «ensartadas»,
como se llama a la penetración en determinados círculos. Lo
ideal es que su señor las penetre y no algún joven temerario
que pudiera jactarse de su conquista. Un padre puede ofrecerle
mucha más libidinosidad y dulzura. Una madre que permite
que follen ocasionalmente a sus hijas se sentirá más feliz, igual
que las muchachas, cuyas suaves nalgas arderán en deseo al
sentir una fusta.
Hay muchas maneras de iniciar a una joven. Primero,
como es evidente, tenemos la fusta, las correas, o el látigo,
puesto que, a pesar de los primeros alaridos de dolor, ella sabe
que es observada y se percata de que su vulva ha empezado a
palpitar en el mismo instante en que la vara, le cruza las
posaderas.
Tras esta primera etapa y a pesar de que ella se crea
perdida o desesperada, recibirá el saludo de una lengua en el
vello púbico, cada vez más recio y espeso; le separarán las
piernas y se balanceará con creciente urgencia hasta que al
final sucumba y derrame la miel de su sexo.
El proceso se prologa durante varias semanas hasta que su
chochito sea tan receptivo a la lengua como el trasero a la
fusta y se unirán ambas sensaciones para que conozca un
placer que nunca habría imaginado. Con las artimañas propias
de las jovencitas, la muchacha se decantará por unas
determinadas «obscenidades» que le exigirán quitarse las
bragas y someterse al instrumento disciplinario que la ha
iniciado en el placer. En ese momento, se considera que ya
está preparada para una buena verga y, separándole las
ardorosas nalgas, recibirá con suavidad el miembro viril hasta
el fondo, con el fin de obtener el mayor goce posible. Cuando
lo haya probado, ya no dejará de anhelarlo y caerá en la
frigidez si no lo recibe al menos una vez por semana, según
mis observaciones.
En cuanto a la segunda fórmula de actuación, puede
ocurrir que la impaciencia del varón afecte a la hembra de
manera negativa y ésta se resista a la fusta, a las correas o a la
vara. Y hace bien. A menudo, las hermanas mayores que
disfrutan viendo cómo alguien es fustigado acaban
sucumbiendo también, aunque no es un caso demasiado
frecuente. Una mujer que, tras haber azotado a la muchacha,
siente el palpitar de su ano y se le estremece el sexo, no podrá
resistirse a quitarse las bragas en cuanto vea la fusta y, por
ejemplo, se entregará con frenesí al primer combate amoroso
hasta quedar saciada en espera del siguiente.
Algunas jóvenes no dejan de llorar durante el primer
asalto, mientras que otras se lamentan, gimen, esconden el
sonrojado rostro en la almohada cuando les separan con
violencia las nalgas y gritan: «¡No! ¡Por favor, no!». En
cualquier caso, estas exclamaciones son fingidas porque las
arremetidas dé una larga y gruesa polla las excita sobremanera.
Las pelotas se balancean y chocan contra sus sexos, lo cual las
hace sucumbir de inmediato. «¡Me corro dentro de ti, amor
mío!», ¡qué mágicas palabras! Entonces las inunda un
poderoso chorro de esperma. Emiten susurros entrecortados;
su cuerpo se estremece, «y el mundo se detiene por un
instante». Presionan la grupa contra el vientre varonil,
tiemblan, los corazones palpitan aceleradamente, todo es puro
deleite hasta que el hombre retira la verga y ella se abandona
al ansiado éxtasis.
Hay muchachas que se rebelan y no queda otra opción que
ponerlas en su sitio, es decir, que siendo orgullosas e indóciles,
hay que meterlas en la cuadra, como a las potras, y fustigarlas
en la grupa con severidad.
Como norma general, esas jóvenes son de una altura
considerable y, por lo tanto, son también altivas. Tienen las
piernas largas y un trasero bien contorneado, pero dado su frío
temperamento, se hace difícil excitarlas. Si no basta con unos
azotes, se las debe emborrachar y, con un poco de suerte,
estarán listas para el combate. A pesar de esta maniobra, es
frecuente aun que se muestren díscolas como si guardaran
celosamente el tesoro enterrado entre las nalgas o aprieten con
fuerza las piernas para evitar que las penetren.
Es posible que a quienes la vida no les ha favorecido con
tales experiencias piensen que se trata de una crueldad, cuando
no lo es. Si una chica no ha sido iniciada, sufrirá más en el
tálamo nupcial e incluso puede que no vuelva a disfrutar del
sexo de por vida. Tiene que ser iniciada antes. Una joven será
más feliz después de haber recibido una verga y se sentirá más
libre y satisfecha consigo misma.
Una vez que haya impelido el jugo varonil en ambos
orificios, no se considerará promiscua ni nadie la tratará como
a tal. En efecto, disfrutará al máximo del sexo en lo sucesivo y,
por tanto, elegirá por sí misma a su pareja en tales juegos
amorosos, si bien nunca rechazará la verga que la inició en
ellos. Es más, durante las primeras semanas de su nueva vida
esperará recibirla a diario si es posible y aprenderá toda suerte
de trucos al tiempo que se «someterá» a la fusta puesto que
ahora sabe y acepta que tiene que ser así.
Aún no se ha dicho todo. Tras experimentar esas
sensaciones, la mirada de la joven se torna más cálida. A
menudo juguetea con el vestido, no sabe qué hacer con las
manos y empieza a contonear el trasero con más gracia. La
piel de las nalgas es ahora más tersa, éstas le pesan más y se
separan como nunca había imaginado. En cuanto a la vulva,
una vez abiertos los labios para saludar al miembro viril, se
suele decir que ha regado el jardín y que el vello púbico le
crecerá, y lo más curioso es que parece ser cierto, aunque
Caroline piensa que es pura coincidencia puesto que cuando
las muchachas alcanzan la pubertad, esto ocurre de todos
modos.
Sin embargo, la señorita Withers… ¡Ay de mí! Ya ha
llegado la hora de presentarla. Las buenas memorias deben
madurar como el buen vino antes de ser embotellado. No cabe
duda que ella había empezado a madurar muy bien. Poseía
esos pechos firmes y llenos y ese trasero arrogante que suelen
imaginar los hombres. Después de la cena mantuvimos una
conversación trivial. Me resultó tan interminable e infructuosa
que las dejé charlando y me recluí en el estudio.
—Ya te sugerí que lo hicieras antes de que llegara —me
dijo Caroline.
Me llegó el débil murmullo de sus voces en el salón. La
señorita Withers se iba a casar y estaba un poco asustada. Le
horrorizaba desvestirse delante de un hombre. Me dio un
vuelco el corazón y me asaltaron los fantasmas del pasado
reciente: chiquillas que reían cuando se levantaban las faldas
en los caminos, y las que entre risitas histéricas se escondían
detrás de las puertas de las residencias de verano. Aún oía sus
chillidos en el aire bajo el estridente graznido de los cuervos.
Ya había pasado una hora, así que me aposté detrás de la
puerta con la idea de observar lo que sucediera y entonces
escuché la voz de Caroline.
—A las muchachas se las fustiga por ello. ¿Nunca te
azotaron?
—No, nunca. Mamá lo había prohibido. ¡Oh! —fue la
respuesta de la señorita Withers, que jamás había hablado de
esta manera antes.
Sólo puedo añadir que las palabras se fueron sucediendo,
pues Caroline es muy buena seduciendo con palabras.
—¡Oh, no! —gritó la dama.
—Sí, claro que sí. Sé que te gusta sentirla —respondió
Caroline con firmeza.
Bajé y me oculté tras la baranda. Entonces vi lo que había
estado anhelando. La señorita Withers estaba tumbada cuan
larga era sobre el sofá mientras mi amor, arrodillada a su lado,
le lamía los pezones. ¡Qué hermosos y firmes eran! Tenía las
piernas delgadas y fuertes, enfundadas en las medias. Más
arriba de las ligas la piel quedaba al descubierto. Movía la
cabeza a ambos lados, en un desmayado gesto de
autoindulgencia, si bien no había separado todavía los muslos.
Los juguetones dedos de Caroline le habían levantado el
vestido hasta la cintura, lo cual me permitió ver la frondosa
mata de su abertura.
Hubiera sido una solemne tontería molestarlas. Además,
ver a dos mujeres retozando es algo delicioso. Sin duda
Caroline sabía que las observaba, puesto que después de
acariciarle el sexo la obligó a ponerse de lado, de manera que
yo pudiera contemplar aquella grupa desnuda. ¡Era magnífica!
—Deja que te acaricie. No seas tímida, aquí no hay nadie
más que nosotras dos —dijo Caroline con redomada
hipocresía.
Como la señorita Withers estaba de espaldas con el rostro
escondido, mi amada comenzó a asaltarla con la lengua y los
labios en los más íntimos orificios de la dama.
Esta jadeó de placer, incluso gritó una vez. De cuando en
cuando hacía un amago de zafarse y le suplicaba que no
continuara, como si creyera que pecaba; pero la insistencia de
su compañera pudo más que los lamentos. Con la lengua
recorrió todos los recovecos de su cuerpo. La dama gemía y
cerraba los puños extasiada. Pude ven tanto la abertura del
sexo como el rosado orificio posterior con toda claridad.
Arqueó la espalda, se apoyó contra la pared, giró sobre sí
misma y se dejó caer. Al relajar una pierna, su tarro de miel
quedó completamente abierto al capricho de la abejas del
amor; un símil horrible, lo confieso.
Resulta bastante difícil montar así a una hembra pero, en
contraposición, es más atractivo y obsceno. El deseo se había
apoderado de mí incluso antes de tomar consciencia del
movimiento de mis pies. La señorita Withers se había llevado
una mano al rostro como si no quisiera ver que me acercaba a
ella. Con todo, no pudo evitar oír el avance de mis pasos.
Lanzó un chillido y se habría levantado si Caroline no la
hubiese agarrado con firmeza y la hubiese obligado a callarse
al atraparle los labios con un beso. Me situé en medio de
aquellas largas y suaves piernas.
—¡No, él no! ¡Ay, Dios mío! ¡Sálvame! —imploró la
dama.
Empezó a sacudir la pierna apoyada en el suelo, me cogió
por el brazo y pareció ceder de inmediato; Caroline le sostenía
la otra pierna levantada.
—Un buen asalto, cariño. Eso es lo que necesita —me
susurró Caroline al oído.
La dama volvió a chillar con más fuerza. Tuve que
inmovilizarla mientras acercaba la verga, completamente
erecta, a los labios de la vulva. Los rozó. ¡Ah, qué mágico
momento! Le obligué a levantar un poco más la pierna,
dejándole la raja más al descubierto si cabe, me abalancé sobre
ella y le succioné los pezones al tiempo que le facilitaba a mi
verga el acceso al húmedo sexo.
—¡Detenedle! ¡Detenedle! —siguió implorando.
Con un movimiento brusco, rechazó la polla. Todo parecía
inútil.
—Yo le sujetaré las piernas, cariño. ¡Vuélvelo a intentar!
—dijo Caroline.
—¡No! ¡Bestias! ¡Sois unos animales! ¡Ah!
Entonces, se la metí con brutalidad. Sacudió las caderas al
notar que el vello púbico y los labios del sexo chocaban contra
mi vientre. Me sentí poseído por el diablo. Luego le pedí a
Caroline que me ayudara a darle la vuelta a la dama de manera
que quedara boca abajo. Ésta no cesaba de patalear
violentamente, con los puños apretados.
Empecé, entonces, a azotarle el trasero. Las nalgas se
tornaban más rosadas con cada cachete.
—¡Caroline, sálvame! ¡Por favor, sálvame! —gritaba la
señorita Withers.
Apoyé una rodilla sobre su espalda y continué
propinándole azotes en las nalgas. Sus alaridos llenaron la
habitación. No importaba; quería poseer a aquella lasciva y
rebelde mujer. Los azotes eran cada vez más fuertes. Por fin,
me detuve y me separé un paso de ella con el pene
balanceándose bajo la camisa.
—Hay que dejarla; no quiere aprender —dije abatido.
Las bragas de la dama estaban tiradas en el suelo. Las
recogí con cuidado y se las lancé a la cara. Lloraba. Tenía el
cabello enmarañado pues le habían caído la mitad de las
horquillas y el rostro sonrojado por la batalla campal en la que
acababa de participar; «una batalla amorosa», pensé.
—¡Pobre cosita mía! —dijo Caroline con una sonrisa.
Entonces tomó asiento junto a la dama y la rodeó con el
brazo para consolarla.
—¡Quiero volver a casa! —sollozó aquélla.
—¡Claro, claro! —repuso mi amada, pero nadie se movió.
Tenía los muslos separados y los pechos se balanceaban al
compás de los gemidos. Cerró los ojos. Como no cesaba de
llorar, le permití que apoyara la cabeza en mi hombro.
—¡Pobre niña mala! —susurró Caroline mientras le
levantaba el rostro a la dama.
Inconscientemente, sus labios se encontraron en un
prolongado beso. Me dejé caer a su lado y le posé la palma de
la mano entre los muslos sin hallar resistencia.
—¿Qué estás haciendo? —gimió ella al tiempo que echaba
la cabeza hacia atrás.
Continuaron intercambiando lascivos besos.
—Dándote placer, ¿qué, si no? —ronroneó mi futura
esposa.
—No lo hagas. ¡Qué obscenidad!
Le metí el índice en la vulva y comencé a mecerlo dentro.,
¡Qué cálido y húmedo era! Entonces, al ver que me dejaba
hacer, le abrí más las piernas.
—Levántaselas un poco más; ahora sí se dejará —afirmó
Caroline.
Así lo hice. Parecíamos personajes de un sueño. Con
movimientos pausados, conseguí que se tumbara de cúbito
supino mientras Caroline la besaba.
—Vamos a hacerlo como Dios manda. Levántale el vestido
—dije.(
La situación requería la autoridad de un hombre.
—A la cama, cariño —sugirió ella acompañando las
palabras con un ademán.
La señorita Withers no se movió. Yo tenía el miembro tan
excitado que casi me corrí entre sus muslos.
—Por supuesto —repuse y me dirigí escaleras arriba hacia
el estudio donde me apresuré a desnudarme y esperé con el
pene erecto y tembloroso.
De abajo me llegaron los murmullos, protestas y susurros
de mi amada. Escuché el rumor de unos pasos y el golpe seco
de un par de cachetes; entonces supe que Caroline estaba
enojada. «No quiero». «Claro que sí que quieres», decían. Al
parecer, la señorita Withers era una mujer bastante díscola,
pues se comportaba como una colegiala. Entraron en el
dormitorio, las miré de soslayo y vi aquel glorioso trasero que
acariciaba la cálida palma de Caroline.
Me voy a saltar algunos detalles para ir directamente al
grano. Ambas estaban desnudas, pero envueltas en unas
sábanas. La señorita Withers lanzó un leve grito y escondió el
rostro. Les hice un hueco en la cama y la pusimos entre los
dos. Mientras yo presionaba el pene contra las nalgas de la
dama, Caroline la cogió por el talle. Quité la sábana que la
cubría para dejar al descubierto sus pronunciadas formas, las
curvas de sus caderas y sus enormes pechos, cuyos pezones
nos dispusimos a besar.
—¿Verdad que es preciosa? No nos podemos contentar con
sólo besarte —dijo Caroline obligándola a darse la vuelta.
—¡No, por favor! —gimió la Withers, pero tras aquella
mirada había fuego y deseo.
—Ábrele las piernas y ponte en medio —masculló mi
amada.
La dama dio un respingo e intentó apretar los muslos. Nos
colocamos pecho contra pecho. Sus pezones me quemaban, su
vientre se estremecía. Intentó en vano zafarse de mí. Le rocé
los labios del sexo con la polla y al cabo la penetré.
—Tendremos que fustigarla por la mañana, amor mío. Es
una chica muy mala.
No pude responder. ¡Dios, qué estrecha! Le puse las manos
bajo la redondez del trasero y le apreté las nalgas. Me clavó las
uñas en la espalda, eludió mi boca y comenzó a sollozar de
nuevo. La aferré por las muñecas para que extendiera los
brazos por encima de la cabeza. Nuestros vientres se rozaban
con cada arremetida y sentí el balanceo de sus senos bajo mi
pecho. Aún se resistía, por lo que empecé a presionar la pelvis
con mayor violencia contra su cintura. Nuestra voluptuosa
víctima lloraba y mordía la almohada. Le cubrí de besos las
mejillas.
—¡No, no, no! —se lamentaba.
—Adelante, querida. Entrégate —le susurró Caroline al
oído.
Entonces cambió de posición y se dispuso a lamerle el
cuello al tiempo que frotaba el trasero contra mi muslo.
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la dama
mientras comenzaba a responder con enérgicos movimientos
de cadera a la urgencia de mis arremetidas. Meció la grupa al
contacto de mis manos. Busqué con el dedo el orificio
posterior y se lo introduje, obligándola a jadear de placer al
tiempo que arqueaba la espalda.
—¡Bésame! ¡Córrete mientras me besas! ¡Ahora! —
masculló Caroline.
Estaba a punto de eyacular. Restregué el vello púbico
contra el de la dama y tras un breve gruñido le inundé la vulva
de esperma. Con cada espasmo expelí mi tesoro dentro de ella
al mismo tiempo que introducía la lengua en la boca de
Caroline, abandonados a nuestro mutuo placer. No me retiré de
encima de la Withers hasta que no hube eyaculado la última
perla. Por su parte, ella se estremeció, sonrojada, y mordió con
fuerza la almohada. Al cabo, un espasmo le recorrió el
estómago y empezó a correrse sobre mi herramienta, que sentí
empapada de sus jugos. Continué un momento más hurgando
con el dedo en el ano y entonces lo retiré.
—¿Verdad que finalmente ha sido una buena chica? —
ronroneó Caroline.
Por una vez, no supe qué decir. Rodé sobre la señorita
Withers y me quedé quieto a su lado, satisfecho y gozoso de
sentir su cadera junto a la mía, así que le puse una mano entre
los hermosos muslos y le acaricié el sexo. Los jugos me
mojaron los dedos.
—Quiero volver a casa —exigió la dama, volviéndose
hacia Caroline y presionando así la grupa contra mi pierna.
—No —repuso ella con suavidad, abrazándola.
No es extraño encontrar mujeres así. A pesar de sus
lamentos y sus pataleos, suelen ser dóciles. Existe un cierto
placer en la docilidad, pero no es perdurable. Algunas
muchachas actúan de ese modo cuando saben que las van a
ensartar. Ni siquiera la iniciación más severa consigue a veces
que respondan a las caricias en las nalgas o correspondan a tus
atenciones metiéndote la lengua en la boca. O no han
aprendido a besar, o se les ha olvidado. Poseen unos labios
dulces y ansiosos pero que no saben corresponder, unos ojos
apagados, y unos dedos torpes. Son obedientes pero no
amorosas.
Sin embargo, se esfuerzan por relajarse. También me lo
han comentado algunos.
—Son como corderos; se limitan a succionarte la polla y,
luego se quedan inmóviles, absortas en sus propios
pensamientos —me comentó uno, y añadió—: parece que les
da miedo darse cuenta de lo que ha ocurrido o lo que les has
hecho. Se ponen a temblar mientras te las follas y raramente se
corren. Entonces las fustigas con dureza y lo vuelves a
intentar. Nada. Siempre tensan las nalgas; es inútil azotarlas.
Algunas tienen el cuerpo de una diosa, pero son frías como el
mármol. No hay forma de aleccionarlas, amigo. Créeme.
Y tenía razón. La señorita Withers era una de esas. Tenía la
idea fija de que eyacular era poco menos que un pecado.
Como resultado, estas mujeres prolongan su rigidez al
miembro viril y todo resulta en vano. «Voy a intentar
animarla», dicen los más osados, pero nunca lo consiguen;
nunca. Con la polla tiesa, suspiran y vuelven a intentarlo, o se
toman un whisky y tratan de alimentar esa hoguera donde las
llamas no queman. Lo intentan incesantemente y eso es lo más
extraño.
La verga se me ponía dura con sólo pensarlo. Me volví y la
restregué contra su lustrosa grupa. Ella gimió y chilló entre
ambos. Le separé las nalgas y, apretando los dientes, se la metí
por el recto. Echó la cabeza hacia atrás y me golpeó. Caroline
y yo la asimos por la cintura.
—¡No, no! ¡Por Dios, no! —gritó la dama.
—Estate quieta —espetó mi mujer.
A veces, las palabras surten mayor efecto que una polla.
Parecen que se vayan a morir, pero eso te envalentona a
desflorarlas. Es un desafío para cualquier hombre y no se
puede eludir, además.
—¡Vamos, dame ese culo, mujer!
—¡No! —gimió y se escurrió de nuestro abrazo como un
pez.
Pero entonces ya le había introducido unos cinco
centímetros de mi pene en el angosto ano, de modo que poco a
poco se fue abandonando a mi capricho.
—Así, querida. Déjale hacer. ¡Tómala, tonta! —murmuró
Caroline.
—¡No… quiero! ¡Qué indecencia! ¡Qué bruto!
De pronto, la ensarté un poco más. Anhelaba sentir la
tersura de aquellas nalgas contra mi estómago; carnosas,
redondas y cálidas, se estremecían ante el deleite de recibir mi
pene. Me golpeó las piernas con los talones; sin embargo, ya
era mía. Se la había introducido hasta el fondo y los genitales
se balanceaban bajo su sexo.
—¡Suéltala ahora!—mascullé a Caroline.
Afiancé la posición, la atraje hacia mí y la obligué a doblar
las rodillas.
Caroline hizo un amago de sostenerla por los hombros.
—¡No! —objeté con voz entrecortada.
Entonces me sonrió, se apartó y se tumbó en el lecho con
las piernas abiertas, la vulva expuesta y una rodilla levantada
presionándome los muslos.
—Sí, cariño. Necesita que la encule una buena polla —me
susurró.
—¡Oh, no!
—¡Quieta! —le grité a la señorita Withers, que se encogió
de hombros.
—¡No lo hagas! ¡Me moriré! —gimió.
—Si las jovencitas lo quieren, tú no vas a ser menos.
Menea el trasero, mujer, o te fustigaré. ¡Por Dios que lo haré!
—¡Oh! ¡Bestia! —se lamentó.
Sentí el contoneo de las nalgas contra mi vientre, el
palpitar de los músculos del recto, y advertí la presión que
ejercían sobre el pene las paredes de aquel orificio.
—Acaríciale el chocho, Caroline.
—¡Sí, amor mío!
Mi esposa reptó como una serpiente hasta el cabezal de la
cama, se deslizó debajo de la señorita Withers y comenzó a
lamerle el húmedo sexo.
Ésta jadeó de placer. Teníamos la polla introducida en su
culo y la lengua en la vulva. Entonces, Caroline se incorporó y
le sujetó las caderas al tiempo que yo la penetraba con
creciente urgencia. El trasero de la dama chocaba contra mi
vientre en cada arremetida. La verga se me estremecía. Tal vez
exudara algunas gotas, pues se lubricó muy pronto y comenzó
a menear la grupa. Los tres gemíamos y jadeábamos
entregados a nuestro goce. Capturé los turgentes pechos de
nuestra compañera con las manos y sentí los pezones duros.
—¡Cómo se abandona! ¡Qué culo más hermoso tiene!
No pude esperar más, pues la lengua de mi esposa
comenzó a lamerme los genitales. Me incliné sobre la dama y
le besé el cuello y las tersas mejillas, mas no me permitió que
la besara en la boca. La odié por eso, pero me resarcí
moviendo con violencia las caderas de atrás hacia adelante,
haciéndola gemir.
—Se está corriendo. ¡Sodomízala, cariño! —gritó azorada
mi mujer.
Los dedos de la señorita Withers se aferraron a la
almohada. La oí gemir con la boca abierta, así que finalmente
conseguí alcanzar sus labios. La besé con pasión mientras
eyaculaba; su trasero contra mi estómago y su lengua en mi
boca. En un espasmo, expulsé un chorro de semen dentro de
aquella abertura y sentí cómo gozaba. Expelí el cálido esperma
una y otra vez hasta que quedé saciado.
Me incorporé sin dejar de asirla. Ella se contoneó un poco
más y se corrió. Entonces, Caroline apareció de debajo de la
dama y me besó con dulzura.
—¡Oh, cariño, aún la tienes dentro de ella! Sácala
despacio. Quiero ver ese tesoro.
Retiré el musculoso miembro, que tembló una vez más y
comenzó a relajarse. Habíamos conquistado a la señorita
Withers, o al menos eso creíamos. Por su parte, la dama ocultó
el rostro entre las manos y cerró los ojos. Restregué los
testículos contra sus nalgas temblorosas y me separé.
—¡No quería y me lo hiciste! —me reprochó ella.
Incluso Caroline parecía ahora desconcertada. La dama se
sentó en la cama y se cubrió con la manta sin dejar de
estremecerse.
—¿Todavía quieres irte a casa? —la voz de mi esposa era
seca.
Se levantó y se puso el camisón. Aparte un pie y cogí la
otra sábana. La señorita Withers saltó del lecho. Sólo me
arrepentí de que aquel redondo trasero se alejara de mi abrazo.
—Me voy —dijo con tono suave.
El olor a esperma llenaba la habitación. Se me antojó
demasiado penetrante, pero no así a ella.
—Voy a ver si consigo otro carruaje, puesto que el tuyo se
fue hace rato—dijo Caroline.
La dama se puso los zapatos; yo no estaba allí, solo era un
fantasma de su pasado reciente. Me fijé en su vestido. Las
bragas aún estaban en la planta baja, lo cual me satisfizo al
menos un poco. Parecía ligeramente desaliñada. Sentí que ya
no me atraía. Se acordonó las botas y bajó. Escuché un
murmullo de voces. La puerta principal dio un golpe seco al
cerrarse y oí alejarse un carruaje. Entonces, Caroline regresó.
—¿Crees que armará algún escándalo? —pregunté.
—Le he dicho que no se le ocurra, o ella será quien salga
perjudicada; se lo he remarcado y lo ha comprendido. Pero
ahora abrázame. Toma mis labios.
Desnuda de nuevo, se arrojó entre mis brazos. Nos
besamos y nos susurramos dulces palabras. El hogar es el
mejor refugio. Le comencé a acariciar los pezones.
—¿Te gustó, al menos? —me preguntó.
—No demasiado.
No le dije toda la verdad. El poder de las féminas es
insospechado a veces.
—Al menos nos queda el consuelo de que nunca olvidara
esta noche—repuse.
—Y sin embargo, abominará de ella. ¡Qué tonta! Su futuro
marido buscará el placer en otras mujeres. Eso es lo que traté
de decirle.
—Ya no importa.
—No, ya lo sé. Hay algunas mujeres que no son juiciosas.
No creí que se fuera a infravalorar tanto.
—No importa, querida mía. Lo intentaste.
—Sí, quise lo mejor para ella. Ni siquiera se masturbará,
según me ha dicho. ¡Oh, Dios, qué sitio tan espantoso es el
mundo con gente como ella!
Pronto sobrevino el cálido anochecer. Nos acostamos
juntos y nos dormimos tranquilos.
11
EL amor perdura, no así el deseo. Cuando se toma azúcar
con demasiada frecuencia se acaba por perder su paladar. Al
hablar así, quizás esté traicionando el raciocinio propio de un
hombre de mediana edad como yo. Los jóvenes se mofan de
nosotros por dejar los más exquisitos pasteles en el plato, para
luego mordisquearlos. Las anticipaciones son un afrodisíaco
perfecto. Todo sería diferente si Caroline y Adelaide no
disfrutaran tanto con las hembras como con los varones.
—Somos mujeres coleccionistas —diría Caroline con
mucho orgullo.
En casa de los Somner éramos miembros de un «club»; por
así decirlo, y nos ceñíamos a unas normas establecidas.
Adelaide, una vez la hubieron penetrado a la vista de los
demás, no volvió a serlo, es decir, lord Somner y yo la
poseíamos a capricho pero en privado. Cuando las muchachas
iban a ser ensartadas, subían sumisas la escalera y nos
aguardaban en la cama. Siempre me atrajo un «bollo
cremoso». Me he encontrado muchas veces abrazado a
Adelaide y Caroline tras un encuentro amoroso, y con
frecuencia sentía que anhelaban más. En otras ocasiones, las
chicas jugueteaban con nosotros por parejas. Las puertas de un
dormitorio se cerraban bajo llave hasta que el varón aparecía
de nuevo, bastante más sudoroso que cuando entró.
A veces, los celos se apoderaban de mí. Era una sensación
que odiaba. Con el tiempo dejó de importarme tanto, puesto
que mi esposa me contaba todas sus aventuras con tanto
detalle y cariño que, como muy bien sabía, acababa por arder
en deseo hacia ella. Cualquier sensación que ella o Adelaide
quisieran poner en práctica conjuntamente con otro hombre,
me enojaba sobremanera y tenía que salir de la casa, coger un
caballo y cabalgar a través de los campos. Sin embargo, las
imaginaba haciéndolo y regresaba para encontrarlas con las
nalgas o el sexo humedecidos.
—Has estado follando —le reprochaba a Caroline airado y
entonces ella escondía el rostro entre las manos y restregaba el
vientre contra el mío.
—Tal vez sí, o tal vez no. En cualquier caso, una polla me
acarició el trasero —respondía e inmediatamente continuaba
—: Una muchacha nueva va a venir pronto y no la han
enculado más que una vez. Tienes que ayudarme a instruirla,
cariño.
Eso siempre surtía efecto, y ella lo sabía. La verga se me
empinaba a pesar de no desearlo. Separaba los labios y me
introducía la lengua en la boca. A veces, al besarnos, tocaba
los cardenales que la fusta le había dejado en las nalgas.
—¿Por qué? —le preguntaba.
Yo no solía azotarla por entonces, pero ahora lo hago por
diversión.
—Porque soy una pervertida —respondía y con una
sonrisa burlona añadía—: Quiero más. Fustígame.
—Te odio —decía yo a menudo.
Entonces se tapaba los ojos y asentía. Esta conversación
casi siempre tenía lugar junto a su dormitorio, con la puerta
entreabierta y con la cama deshecha a la vista. Me metía en el
cuarto y cerraba la puerta de un puntapié.
—No te resistas —decía ella.
Su lengua era puro fuego; sus muslos, deseo.
—Detente. Te odio —espetaba yo.
—Sus bolas me rozaban el chocho. ¡Oh, me excita tanto
cuando hace eso! ¡No lo puedo resistir! Me lo hace en todas
las posturas y tú lo sabes. Házmelo también tú, ahora.
—¡Perra! ¡Sucia perra!
—Sí, llámame eso. Me encanta que me digas
obscenidades. Vamos, ódiame, ámame; siempre seré tuya y lo
sabes, esa es la única verdad.
¡Me siento perdido cuando oigo esas cosas! Nos fundimos
en los brazos del otro y así empieza una letanía del amor
verdadero. Le meto la polla en el ano al tiempo que ella me
sonríe, es como el sol que atraviesa la ventana, su conducto se
inunda de esperma. Eso es todo, y no siento remordimientos
por ello. En ocasiones, un pellizco de celos puede convertirse
en la sal del amor, pero uno debe contar los granos cada día y
procurar no sobrepasar el límite o de lo contrario todo estará
perdido!
Yo he poseído a otras mujeres solteras delante de ella y no
me excuso por ello. Los varones practicamos la hipocresía con
más frecuencia que las mujeres. Fingimos serles fieles y a sus
espaldas nos entregamos a otras faldas para regresar a casa y
acusar a nuestras esposas de falta de pasión.
—Pretendéis una falsa autoestima, y eso es lo que os
pierde —dice Caroline.
Mi padre diría: «Una hembra es como un jardín que
mimamos para nuestro placer personal. Y eso exige que no
permitamos que venga otro y se lleve algunas flores».
A veces les decía eso mismo a Caroline y a Adelaide, si
bien no estaba demasiado convencido de la certeza de aquella
frase. Mi hermana se reía.
—¡Qué arrogante! Fíjate en cómo habla de placer; sólo del
suyo. Si fueras un egoísta, cariño, no me habría casado
contigo.
Nunca tenía una respuesta para eso.
—No trates de desconcertarnos —reían las dos.
La lógica de las mujeres se asemeja a un alambre retorcido
que no se puede enderezar. Ahora se habla mucho de
sufragismo, es decir, del voto femenino. Sólo Dios sabe lo que
nos espera. Tal vez, éstos sean los últimos años de la época
dorada, y deberíamos conservarlos. Quizás no haya más
Myrtles. ¡Dios nos libre!
Pero discúlpenme, aún no les he hablado de ella. Myrtle
Davington-Haines tenía apenas diecinueve años y su hermana
Norma era dos años más joven. Nos las enviaron para que «se
dedicaran a sus altares del deseo», una frase memorable, en mi
opinión, y que debemos retener en la memoria.
Primero las recibieron el señor y la señora Somner. Esto
ocurrió hará unos veinte años. Mi hermana, Caroline y yo
estábamos a punto de marcharnos a nuestra nueva residencia,
la casa de Adelaide. Ni Myrtle ni Norma tenían la menor idea
del motivo por el que habían venido a parar allí. Sólo les
habían dicho que iban a pasar unas «vacaciones». Dado que
teníamos todos una edad parecida, no les importó lo más
mínimo acompañarnos y nos encargamos de acabar con su
timidez con constantes bromas.
Me encariñé de ambas. Myrtle tenía la piel morena, el
cabello le caía hasta media espalda y su esbelta figura me
agradaba bastante. Su piel era tersa y suave, lo cual resultaba
excitante cuando llegaba la hora de encularla. Precisaba de
mano dura, entonces, como un potrillo resabiado y había que
sostenerla por los hombros para someterla. Tenía unos pechos
altos, redondos y firmes que se insinuaban perfectos bajo su
vestido. Sus caderas eran estrechas pero muy prometedoras.
En una palabra: era el tipo de muchacha que me gustaba.
Poseía unos muslos sedosos cuya cara interior era siempre
cálida. Casi podía abarcarle la cintura con las manos, lo cual
indicaba invariablemente la prominencia de su turgente
trasero.
Norma era más baja. Parecía casi una colegiala. Su grupa
se asemejaba a un melocotón, firme y suave. Con el tiempo se
le descolgaría pero en aquella época era ideal para la
diversión. Sus pezones eran los más enhiestos que jamás había
visto y cuando la hacía mía, sentía una deliciosa sensación al
rozar mi pecho contra ellos.
—El primer día es de descanso. Vamos a explorar las
posibilidades, las resistencias, las conformidades; todo eso, ya
sabes —dijo Caroline y me envió a otra parte en cuanto
llegamos a la casa.
—Sí —dijo Myrtle y Norma la coreó.
Naturalmente, ignoraban de qué estaba hablando, así que
adoptaron un semblante más maduro del que correspondía a su
edad.
Me llevé un libro al jardín y estuve flirteando con una
criada que acababa de llegar. Como siempre, lo primero que
hicieron las muchachas fue dirigirse a su dormitorio. Una hora
después, volví al interior y cuando bajaron al salón tomamos
café y licores. Todas llevaban únicamente unas camisas, unas
medias y unos zapatos. Myrtle y Norma se sonrojaron y
trataron de esconder las piernas.
Una criada nos sirvió sin el menor azoramiento por nuestra
indumentaria ya que el señor y la señora Somner la habían
advertido cualquier posible extravagancia por nuestra parte.
Recibía un extra de diez libras anuales por su discreción. Al
final se convirtió en una «señora», contrajo un feliz
matrimonio y ahora instruye a sus propias muchachas en
Kensington. A veces, la Rueda de la Vida lleva esa buena
suerte a los más receptivos.
La tertulia que tuvo lugar en el estudio fue bastante
tranquila. Charlamos sobre nuestras aficiones, como
coleccionar flores secas, conchas de mar, y cosas así. También
se habló de bordados y de ganchillo. Las hermanas, si bien
estaban algo nerviosas, se fueron acomodando en sus asientos
sin perder consciencia de la exhibición de sus piernas.
Aquellos pequeños montículos nevados que eran sus senos se
insinuaban por entre el escote de las camisas.
—Y luego hay que hacer ejercicio —dijo Caroline de
repente, una vez hubimos bebido más licores.
Tenía la intención de aturdir a sus invitadas, pero nada
más. Algunos consideran que eso es antideportivo, pero
cuando te dejas guiar por el diablo… Y además, éramos
jóvenes entonces.
—¿Estás hablando de criquet y tenis y cosas así? —quiso
saber Myrtle.
—No, querida. Estoy hablando del deporte más
satisfactorio de las mujeres. Tenéis que aprender algunas
posturas. Me imagino que ya os habrán aleccionado sobre ello,
al menos un «poquito».
Norma contuvo la respiración y se llevó la mano a la boca
en un gesto de sorpresa. Myrtle apretó los labios; parecía
demasiado recatada.
Bueno, en cuanto a eso… —continuó Caroline con tono
pensativo..
Entonces dio una palmada y dijo:
—Vamos, subamos al dormitorio de nuevo.
«Las van a fustigar», pensé. Me pasé la lengua por los
labios, pero no me atreví a seguirlas al piso superior. No tardé
en escuchar gritos y sollozos. No oí el restallar de la fusta, sino
un débil sonido más amenazador.
—¡No! ¡Ay! —gritó Myrtle con todas sus fuerzas.
Luego me contaron que ella fue la primera. La pusieron de
espaldas con el trasero desnudo y obligaron a Norma a
contemplar cómo le propinaban a su hermana azotes en las
nalgas. Pensé que la casa se iba a partir en dos con aquellos
gritos cuando finalmente se hizo el silencio y reinó la calma.
Traté lo mejor que supe de disimular la excitación que me
embargaba, pero mi polla parecía pugnar por salirse de los
pantalones sin que pudiera evitarlo.
Caroline bajó y se sentó en mis rodillas.
—¿Qué les has hecho? —le pregunté.
Meneó el trasero ante la excitación de mi pene.
—Las he azotado. Ahora descansan. Tilly, la criada, les
subirá de inmediato algunos refrescos. Me temo que Myrtle
sea bastante rebelde, porque es núbil. Habrá que sostenerla con
fuerza, al principio. Es una lástima pero, ¿verdad que no te
importa?
—No, si a ti tampoco —le respondí y acerqué sus labios a
los míos.
—Sabes que me encanta ver cómo la metes en un chocho.
Quiero verla menearse cuando la hayas enculado, igual que
hiciste con Adelaide. Tengo una idea para sujetarla con fuerza
y creo que le gustará cuando vaya a correrse.
Así fue. Podría saltarme las horas que siguieron, y sin
embargo la espera forma parte de la historia. No volví a ver a
las hermanas hasta la hora de cenar. Les dieron tres azotes con
la vara antes de dejarlas bajar al comedor.
Ambas llevaban bragas blancas lisas, medias blancas y
zapatos igualmente blancos, un ajustado corsé que insinuaba
los pechos y mostraba los pezones con un corte en la parte
inferior que descubría sus tupidos sexos. Alrededor del cuello
llevaban un collar de cuero unido a una cadena plateada.
Hicieron su aparición sonrojadas, temblando, y con los muslos
desnudos por encima de los ligueros. Caroline guiaba a Myrtle
y mi hermana sostenía la cadena de Norma. Teman los brazos
atados a la espalda por una maroma.
—¡Sentaos! Os vamos a dar de comer porque sois unas
niñas pequeñas —dijo Caroline al tiempo que ambas les
llevaban a la boca unas cucharas soperas.
Al principio, Myrtle se resistió, pero la forzaron a tomarse
la sopa. Norma sorbió ruidosamente el líquido y se sonrojó
sobremanera. Yo estaba sentado enfrente y procuré no fijarme
en ellas demasiado. Comí tan despacio como les daban de
comer a ellas. Luego tomaron asiento y vieron comer a
Caroline y a Adelaide. Adoptaron una mirada de aprensión
que apenas advertí.
—Anda, cariño. Te necesito para lo que viene ahora —dijo
Caroline.
Retiré hacia atrás las sillas para ayudar a las hermanas a
incorporarse, con la esperanza de tocar aquellas deliciosas
curvas, lo cual no me fue permitido. Me dirigí de nuevo al
estudio y aguardé. Entonces, entraron las cuatro y sentaron a
las muchachas en unas sillas frente a mí. Las cadenas de los
collares colgaban a sus espaldas y las ataron a un puntal de
madera de modo que no pudieran levantarse. Estaban en una
postura bastante incómoda.
—Están nerviosas por tu polla, cariño —masculló Caroline
y me hizo mirar a la pareja.
—Enséñasela —pidió.
Sentí la fricción de su mano sobre el pantalón al
desabrocharme la bragueta botón a botón.
¡Sus ojos! Todavía puedo ver aquellas miradas. No
pudieron evitar azorarse mientras mi amada me sacaba el
miembro y se lo mostraba, erecto y con el glande enrojecido.
—¿Verdad que no te importa que juguemos con e-du-ca-
ción? —preguntó Caroline remarcando la última palabra sílaba
a sílaba.
Estoy seguro de que no dije nada, pero ellas insisten en
que mascullé algo. «Incluso te sonrojaste un poco», me dice
Caroline con una sonrisa.
A su manera, ésta era una magnífica oportunidad. Me
bajaron los pantalones y me levantaron la camisa para que
pudieran ver también mis testículos. A Norma le ardían los
ojos al verlos. Myrtle se mostraba distante mas no dejaba de
mirarme la entrepierna. Entonces me cubrieron el pene con un
pañuelo de seda. ¡Oh, qué sensación cuando la seda se une a
unos dedos cálidos en el miembro!
Sentí una quemazón en la verga y se me puso dura al
contacto de aquellos dedos juguetones. Mi hermana les
susurraba palabras obscenas a los oídos de las jovencitas:
«polla», «chochito», «pelotas», y «ano», escuché que les
decía.
—Ya lo veis, pequeñas, lo fácil que resulta manipular un
pene —les dijo Caroline.
El mirar formaba en sí mismo parte de su educación. Ellas
habían probablemente imaginado monstruos peludos con
grandes cuernos. Uno nunca sabe lo que piensan las niñas. Me
sostuvieron los genitales ante ellas. Traté de no inmutarme ni
decir nada, pero no pude reprimir un gruñido de éxtasis.
Adelaide les separó las piernas. Me fije entonces en el
excitante temblor de sus montes de Venus.
—Una puede hacer que un varón se corra con la mano, o
también puede recibirlo en la cálida y angosta abertura
posterior —continuó diciendo mi amada—. Después de
fustigaros, os quemarán las nalgas y estaréis ansiosas por
recibir el miembro viril.
—¡No! ¡Yo no lo haré nunca! —chilló Myrtle, coreada por
su hermana.
—Norma, pequeña, aunque te pueda parecer feo ahora,
eso, te da un agradable placer. No te preocupes —le susurró
Adelaide y la besó en el cuello, lo cual obligó a la muchacha a
volver la cabeza.
—¡No! ¡Nunca lo haré! —repitió Myrtle entre sollozos al
borde de la desesperación.
—¿De veras? ¡Te convertirás en una solterona estirada y
chapada a la antigua! Norma es más lista que tú, ¿verdad,
cariño? —preguntó Caroline mientras con un gesto indicaba a
mi hermana que se acercara a la silla en la que estaba sentada
la pequeña, se arrodillase y le hurgase en el sexo bajo las
bragas.
—¡Ah! —gruñó Norma.
De repente estiró las piernas y movió el trasero, excitada y
sorprendida.
—¡Qué delicia! Ya está un poco mojada —dijo Adelaide.
Las mejillas de Myrtle ardían y le castañeaban los dientes.
En cuanto a mí, me guiaron como a un cordero hasta la
más joven. A Norma se le pusieron los ojos como platos al
mirarme la polla desafiante mientras Caroline movía la mano
arriba y abajo alrededor del erecto instrumento de vibrante
músculo.
—¡Sepárale más las piernas! —ordenó Caroline.
La muchacha no ofreció resistencia. Estaba como
hipnotizada. Entonces me fijé en la húmeda mancha de sus
bragas. Luego, comenzó a contonear el cuerpo con los brazos
a los lados, como si de una marioneta se tratara.
—¡Sujétale los brazos! —dijo Caroline, leyéndome el
pensamiento, al tiempo que Adelaide se disponía a hacerlo sin
dejar de acariciar el monte de Venus de la chiquilla desoyendo
los gemidos de fingido terror de Myrtle.
Yo, el joven semental, estaba sujeto por el miembro. A
Caroline le encantaba hacerme eso como cuando, años antes
me habían ofrecido a Verónica, o cuando una chica iba a ser
instruida. Ahora se volvía a repetir idéntico saludo delante de
Norma y Myrtle.
Mi hermana cogió por el cabello a Norma, la obligó a
echar hacia atrás la cabeza y la besó en la boca. Volví a fijarme
en la mancha de humedad de las bragas de aquélla mientras los
juguetones dedos de Adelaide seguían hurgando en aquella
angosta abertura. Entonces, me pareció que había llegado el
momento de probar el lubricado sexo de la muchacha.
—¡Dobla las rodillas! — me ordenó Caroline.
Naturalmente, yo sabía que era vital que las chiquillas
vieran quién mandaba allí. Obedecí y me encontré en medio de
las rodillas de Norma, enfundadas en medias. Se había
adelantado un poco sobre el borde de la silla para dejar la
vulva totalmente indefensa.
—¡Restriégale la verga en el chochito con suavidad y
córrete cuando te lo indique, cariño! —masculló mi amada.
Tenía que obedecer por fuerza, de modo que presioné el
pene hacia abajo con las rodillas algo doblegadas, como una
navaja de barbero medio abierta.
—Relájate, Norma. Estira las piernas y abrázale con ellas
la cintura —susurró Adelaide junto a los labios de la joven.
A nuestro lado, Myrtle continuaba llorando y gimiendo sin
que le prestáramos apenas atención, puesto que Norma era el
centro absoluto de la nuestra. Como Adelaide estaba
besándola, la muchacha no pudo ver quién le quitaba la mano
del mojado sexo y lo dejaba expuesto sin quitarle las bragas.
Le levanté las piernas con vacilación, le cogí una y se la puse
alrededor de mi cintura y guie la otra para que hiciera otro
tanto. Gimió, y entonces presioné la polla dentro de aquella
delicia de abertura. Sentí un ligero estremecimiento al
adentrarme en la humedad de su vulva y casi sentí el palpitar
de los labios inferiores a través del algodón mojado de las
bragas.
—Dentro de un minuto comenzaréis a gozar al unísono y
así ella descubrirá lo placentero que es —dijo Caroline—. Haz
lo que te digo, querido. Deseo que la chiquilla disfrute de esta
experiencia.
—Sí —asentí sumiso.
Los testículos me colgaban de forma curiosa debido a la
extraña postura de mi cuerpo. Me excité con el acto; era una
sensación íntima y secreta que, sin embargo, todos
contemplaban. Estiró las rodillas hacia afuera como las alas de
una mariposa, y comenzó a temblar mientras los labios del
sexo rodeaban mi trémulo pene.
—Permíteme besarla, Adelaide —gruñí.
—Te va a resultar bastante difícil, pero inténtalo de todos
modos —respondió con una sonrisa.
Así fue. Si la chiquilla no hubiese tenido un cuerpo tan
flexible, si no hubiera sido tan joven, me habría pasado toda la
noche intentando conseguir algo imposible. Deslicé los brazos
bajo las axilas de Norma y atraje la parte superior de su cuerpo
hacia mí. Al principio se resistió a que la besara en los labios,
pero a medida que fue sintiendo las palpitaciones de mi pene
se fue rindiendo a mi boca. Sus labios eran una pequeña y
suculenta pera que devoré con fruición.
—Limítate a besarla levemente en la boca; es más abajo
donde tiene que sentir las más placenteras sensaciones —dijo
Caroline al tiempo que me obligaba a apartar la cabeza de la
de Norma. Entonces nos estremecimos en aquel extraño e
inusitado abrazo. Había posado las cálidas nalgas en el
redondeado borde de cuero de la silla.
—¡Despacio, despacio! —exhortó Caroline.
Fue entonces cuando me percaté de la divina maestra que
es en materia de sensualidad. En algunos momentos de la
iniciación, es decir, cuando una chica se encuentra en la misma
posición que Norma y espera que la ensarten, Caroline permite
que las puntas de las lenguas se rocen, pero no los labios. Esa
sensación es magnífica, pues la lengua de la muchacha
comienza a temblar, desesperada, e incluso puede que se rinda
al principio, pero a medida que se va excitando se esfuerza
más por lograr alcanzar la tuya y sentirla, a pesar de que las
bocas no pueden fundirse en un apasionado beso. Resulta de lo
más voluptuoso, y no exagero al decir que este método se ha
empleado en la iniciación de cientos de jovencitas.
Puse la verga en posición y comencé a presionarla en el
interior de aquella angosta gruta por debajo de las bragas,
mientras Caroline me acariciaba el cuerpo y ahogaba mis
jadeos con sus labios. Todo estaba estudiado hasta el último
detalle. Luego nos dijeron que tanto Norma como yo nos
habíamos controlado hasta el final exactamente como ellas
esperaban que hiciéramos.
—Esperad un momento y correos los dos a la vez —
murmuró mi amada al tiempo que ponía la mano libre por
encima de las bragas de Norma y sentía el estremecimiento de
su vientre.
Arqueé un poco más las rodillas y me quedé quieto.
«Espera un poco, espera un poco», Me repetí. Pensé que en
una semana ambas habrían experimentado la penetración, se
las obligaría a separar las piernas si fuera necesario y aunque
gritasen pidiendo auxilio a su madre nadie respondería (me
refiero, claro está, a Myrtle).
—¡Oh! ¡Estoy a punto de… —mascullé.
—Así. Muy bien. Ella también va a correrse. ¡Eyacula,
querido, pero mantenla dentro de ella!
La obedecí. ¡Y de qué manera! Me incliné cuanto pude
para meterle la lengua en la boca y penetrarla con fuerza. Aún
necesitaba disciplina. Las lecciones de la señora Somner no
habían caído en saco roto. El miembro se me inflamó con las
llamas del deseo más impetuoso. Eyaculé, eyaculé en
abundancia, empapándole las bragas. La sentí estremecerse y
me aprisionó con fuerza la cintura. Ese momento se me antojó
una eternidad y, luego, mientras expelía las postreras gotas de
semen, Norma levantó la cabeza hacia el techo para mirarlo
sin verlo. Bajó despacio las piernas y las apoyó en el suelo.
Yo, que aún sufría leves espasmos de placer, traté de
incorporarme con las piernas temblorosas. Myrtle parecía
horrorizada, o eso pretendía hacernos creer a juzgar por la
expresión de su rostro: muda, lívida y con los ojos cerrados.
12
—¿VERDAD que Norma es una «cosita» preciosa? —
preguntó Adelaide divertida.
Con los pantalones medio bajados, vi a Norma subir al
piso de arriba acompañada por Caroline que le rodeaba los
hombros con el brazo. Mi hermana volvió la cabeza y sonrió.
Desaparecieron en el rellano de la escalera.
—Y en cuanto a ésta, mucho me temo que no se pueda
hacer nada por ella. Tendremos que obligarla a aprender por la
fuerza —dijo Adelaide, levantándole la cabeza a Myrtle.
Al ver que no se inmutaba, la soltó.
—Cierras los ojos con demasiada fuerza para una chica
que sólo está asustada, querida —dijo Caroline, ya de regreso.
Marchaos. Sois odiosos e indecentes; todos vosotros —
replicó Myrtle, apartando la mirada de nosotros con los
párpados entrecerrados.
—Estoy convencida de que anhela chuparte la polla, Harry
—sentenció Caroline con tono severo, lo cual hizo que la
muchacha lanzara un chillido y se entregara a la mejor de sus
interpretaciones teatrales.
—¡No! ¡Nunca! ¡No! —gritó con desespero sin dejar de
mirarnos fijamente.
—No, por supuesto que no. Ella cree que podría
mancharse esa preciosa boquita —repuso Caroline con una
mirada penetrante y se dio la vuelta.
Me acabé de abotonar los pantalones y me senté en una
silla. Caroline se recogió los pliegues de las faldas y se dirigió
hacia la puerta.
—¿A dónde vas? ¿Qué va a pasar conmigo? —inquirió
Myrtle, abriendo los ojos de nuevo.
—No tengo ni idea, querida mía —repuso mi amada con
sequedad.
Se recostó contra el quicio de la puerta; nunca me había
mirado como en ese momento, con tanto encanto. Tiene unas
piernas tan perfectas que no me canso de mirarlas y un trasero
redondo como una ciruela.
—Se dice como una pera, cariño —me corrige a veces,
pero yo insisto en mi metáfora puesto que una ciruela es más
sabrosa, incluso resulta más sonoro.
—Me voy a mi casa; lo contaré todo —amenazó Myrtle.
—¿A casa? Claro, vete. Por supuesto. Y sin duda irás
derecha a la cama. Y en cuanto a lo de contarlo todo, ni se te
ocurra. Piensa en la cantidad de preguntas indiscretas que te
harán. Que si te separaron las piernas, o no lo hicieron; que si
te quitaron las bragas; que quién te vio el chocho; y…
—¡Basta ya! ¡No permito que nadie me hable de ese
modo!
—Pues es una lástima, porque aún quedan muchas cosas
en el tintero. En cualquier caso, no podrás librarte de confesar,
pequeña, a no ser que decidas contar que cuando te cogieron
entre dos muchachas, sin la intervención de un hombre, te
pusiste a temblar como una hoja, gritaste como una niña…
—¡Eso no es verdad!
Se hizo un repentino silencio.
—¿Que tú no…? ¿He oído bien, Myrtle? Pues yo pensé
que lo que iba a ser un hermoso sueño de amor lo habías
convertido en una verdadera pesadilla. ¿Estás diciendo que me
equivoqué al pensar eso?
—No lo sé —balbuceó.
La chiquilla me miró de soslayo. Resultaba evidente que al
fijarse en mis pantalones abotonados hasta arriba se había
tranquilizado de momento.
—¿Vas a dejarnos que te llevemos de la mano a la cama
esta noche? Quiero decir, ¿sólo Adelaide y yo?
—¿Me podré…, me podré marchar mañana si os dejo que
lo hagáis?
—No has venido aquí para escuchar promesas, querida.
Solamente las que se refieren a los placeres carnales que irás
descubriendo poco a poco si eres lo bastante digna y sensible.
—Tengo los brazos cansados, eso no es justo.
—¿Quieres excusarnos un momento, querido?
—Claro, cómo no.
Me levanté como un rayo y me dirigí al solarium, desde
donde podría escuchar cuanto sucediera. Oí que Caroline decía
con brusquedad:
—¡Levántate! ¿Me oyes? ¿Acaso quieres probar la fusta
otra vez, Myrtle?
—¡No!
Luego se produjo un nuevo un silencio. Estoy seguro de
que escuché un sonoro beso.
—Quítate las bragas y déjalas caer al suelo. Quiero verte
desnuda.
—No quiero —replicó una voz.
—¡Hazlo! ¡Ahora! ¡Qué chochito tan frondoso! Por favor,
déjame acariciarlo, ¿quieres? Deja al menos que lo toque con
la palma de la mano. Las bragas se han quedado a la altura de
las pantorrillas, pero eso es bueno, así te quedarás de pie con
todo al aire, y un poco desamparada. Sé muy bien lo que me
digo, créeme. Me he encontrado en la misma postura varias
veces mientras me acariciaban las nalgas.
—¿Tú? ¡Oh!
—Es como un cosquilleo muy placentero. Pues claro que
me ha pasado a mí también. El primer ejercicio consiste en
quedarse de pie, muy quieta, mientras te introducen el índice
en cualquiera de los más secretos orificios, Myrtle. Déjate
llevar por la dulce sensación que vas a recibir.
—Contigo no me importa, pero…
—¡Sssh! Nunca hables cuando estés a punto de gozar; al
menos no al principio. Cierra un poco los ojos y entreabre los
labios. De este modo, parecerás muy tentadora. Tienes unas
tetillas y un culito preciosos.
—¡Oh! ¡Ah! —resonó un leve y trémulo gemido que fue
coreado por otro más arriba.
Sin duda, Adelaide estaba metiendo la lengua en la dulce
boca de Norma, al tiempo que ésta abría las piernas. Me sentía
como un mendigo en un festín, haciendo el papel de
compañero expectante de ambas.
—¡Ah! ¡Ahí no! ¡Me voy a desmayar! ¡Me caeré!
—Eso es porque ahora eres más receptiva a nuestras
caricias, Myrtle. No contonees el trasero con tanta violencia,
pequeña. Limítate a dejarme introducir un dedo dentro y otro
en el chochito, ¿Ves qué bien?
—¡Déjame, oh! ¡No, no quiero! ¡Ahí no…!
—¡Sí, Myrtle! Ahí es adónde irá a parar primero el
miembro viril; ya lo descubrirás después.
—No quiero; no con él. ¡La tiene demasiado grande!
—¡Pícara! De modo que la viste antes, ¿no es verdad?
—Sólo me fijé en ella una vez… ¡Oh!
—Estás a punto de correrte, pequeña. Venga, abandónate y
deja que te trabaje el ano con el dedo. Entretanto, piensa en
cosas obscenas, como noches apasionadas y enormes
testículos que se balancean debajo de tu sexo.
—¡Oh, no! ¡Ah!
Aquel lánguido jadeo. Lo conocía muy bien. Conocía los
gemidos, las respiraciones entrecortadas, y esa postrera mirada
agonizante que te habla del éxtasis alcanzado. Escuché el
inconfundible sonido de unos besos, unos muy breves, como
los que me recuerdan el chapoteo en una charca.
—Piensa, querida, que recibirás más de lo que des, una vez
estés a punto para recibir una verga.
—¡No…, po… podré! —gritó y de inmediato añadió—:
¡Deja que me quede contigo, contigo y con Adelaide, solas las
tres!
—¿Para disfrutar únicamente de los placeres de Safo? ¡Ni
lo pienses siquiera! ¿Qué harías cuando nos vieras retozando a
las dos con otros hombres? Ahora date la vuelta, anda. Sí, date
la vuelta, niña tonta. Inclínate. Más, un poco más. ¡Más, te
digo!
—¿Qué me vas a hacer? Oh, por favor, no me aprietes el
cuello así. ¡Me duele! ¡Ay, mamá, sálvame!
—Tu madre no tiene la menor intención de salvarte,
pequeña, sólo quiere que aprendas el arte del amor. Ella te
conoce de sobra, conoce tu reticencia a ofrecer el trasero a un
pene y, sobre todo, conoce tu magnífica capacidad pulmonar
suficiente para echar una casa abajo. Te estoy diciendo que te
prepares, señorita, y ahora.
¡Cielo santo! Me estaban insinuando la entrada en escena.
La polla se me puso dura mientras escuchaba aquella
conversación, recorrí a toda prisa el pasillo y entré en la
habitación. Sí, la muchacha se había inclinado hacia adelante y
tenía la grupa expuesta al tiempo que Caroline le presionaba la
espalda.
—¡Rápido, encúlala!
—¡Oh, no! ¡Por Dios, no lo hagas! ¡Quítamelo de encima!
¡Ah! ¡No, por favor! Es demasiado grande. ¡Mamá!
La sostuve por las caderas mientras Caroline hacía otro
tanto con su cuello y le presionaba la verga contra el trasero.
Era cálido, angosto y receptivo. ¡Qué nalgas! La fui moviendo
con suavidad hasta que encontré el pequeño y rosado orificio.
Me abrí de piernas y le introduje un poco la punta de mi
herramienta, ante lo cual Myrtle gritó desesperada y presionó
los glúteos de tal manera que apenas podía moverme. Trató de
zafarse de mí, pero la aferré con fuerza por el talle. No se
amedrentó en absoluto y continuó presionando los músculos.
Myrtle lloraba y lloraba.
—No puedo…, no puedo metérsela —mascullé.
—¡Adelaide! ¡Trae la fusta! —gritó Caroline resonando en
toda la casa.
—¡Animales, bestias! ¡No os saldréis con la vuestra!
Entonces nos llegó la voz de Adelaide y el ruido de unos
pasos que bajaban la escalera. La fusta golpeaba la baranda al
compás de los pasos. Mi hermana irrumpió en la habitación
como si temiera la invasión de los turcos.
—¿Se está portando mal? —preguntó con un tono
deliberadamente ingenuo y, mirándome, sacudió la cabeza
como diciendo: «¡Qué chico más malo eres!». Estaba casi
desnuda, pues sólo llevaba unas medias y unos zapatos.
—Muy mal, querida. Necesita tres azotes con la vara.
Cariño, apártate a un lado.
—¡Oh Dios, no! ¡Lo haré, os lo juro!
—Demasiado tarde, pequeña. ¡Ayúdame a sostenerla! —
me dijo.
La así con fuerza por la cintura. La muchacha forcejeaba
con violencia tratando de eludir su destino. Me golpeó los
hombros con los puños, así que me vi obligado a sujetarle
también las muñecas.
La fusta restalló en el aire y fue a parar a aquellas
brillantes posaderas, haciéndole saltar las lágrimas. Dio un
respingo con las piernas abiertas. Un cardenal asomó en el
glúteo izquierdo.
—¡Oh, no! ¡Basta! —gimió.
—Uno más, Adelaide. ¡Sigue! —gritó Caroline, que le
sostenía los pechos en el hueco de las manos. Sin duda alguna,
le estaba estimulando los pezones.
—¡No! ¡No! ¡Le dejaré que me lo haga! ¡Os lo juro!
—¡Espera, Adelaide! Quiero oírselo decir otra vez, como
si tuviera que arrepentirse de sus pecados. ¿Qué es
exactamente lo que le dejarás que te haga?
—¡Le dejaré…, le dejaré que…!
—¿Qué? —preguntó esta vez Adelaide.
La vara volvió a cortar el aire y le dejó otra marca a través
del ardiente y redondo trasero de Myrtle cuyas lágrimas
resbalaban hasta las comisuras de los labios al sollozar.
—¡Le dejaré!…, que me posea!
—Estoy convencida de ello, Adelaide. Le vamos a tomar
la palabra. Ya no es necesario sujetarla. Estate preparada con
la fusta por si…
—Claro. Anda, Myrtle, vamos a buscar una postura más
cómoda. Separa las piernas e inclina Respalda todo lo que
puedas; apoya la cabeza y los hombros en el respaldo de la
silla.
—¿Qué me va a hacer?
—Te va a meter la polla por detrás, querida. ¡Estira las
piernas! ¡Venga, separa más las pantorrillas!
—¡Oh! ¡Ah!
Le volví a sujetar las caderas y, con suma delicadeza, le
abrí las medias lunas de las nalgas mientras ella trataba de no
gritar. Sollozaba, pero no se movió con tanta violencia cuando
restregué el miembro contra aquéllas.
—Sí, cariño, sí. Ahora métesela despacio —dijo Caroline
tomando la fusta de las manos de Adelaide y colocándola bajo
la barbilla de Myrtle, con el fin de que levantara la vista y la
fijara en la pared.
A ésta se le llama «la postura de entrenamiento», y se
utiliza cuando la muchacha en cuestión ha sido rebelde. Las
que antes ocultaban el rostro eran obligadas a levantarlo ahora
y observarlo todo. Como todas ellas, Myrtle se resistió y trató
de agachar la cabeza de nuevo, pero un tajante: «¡No!» de
Adelaide la detuvo en su intento. Ambas mujeres se pusieron a
los lados de la chiquilla.
—¡Oh!—gimió Myrtle.
Se la fui introduciendo centímetro a centímetro y sentí la
estrechez del conducto, si bien no era tan angosto como en el
primer intento..
—Mantente así. ¿Le has metido ya la mitad? —quiso saber
Caroline.
Yo asentí con un gesto y mi amada me dedicó una sonrisa.
—No te muevas. Déjala que sienta tu verga. No, Myrtle,
levanta la cabeza. ¡No seas díscola! Cógela por el cabello,
Adelaide.
—¡Ay! —gritaba todo el tiempo la muchacha.
Los músculos cedieron cinco centímetros más y volvió a
chillar. ¡Por Dios, qué estrecha era! La parte posterior de sus
muslos chocaron contra los míos. Sentí el roce de los ligueros
y entonces, con un gruñido, se la introduje hasta el fondo y
mis pelotas comenzaron a mecerse contra su vulva.
—¡Oh, no! —gritó Myrtle, pero se quedó quieta de nuevo.
La dejé que sintiera el pene durante un instante y me
dispuse a moverme de atrás hacia adelante.
—¡Por favor! —imploró.
—¡Sssh! —repuso Caroline volviendo a poner la fusta bajo
la barbilla de ella mientras mi hermana le soltaba el cabello y
lo dejaba caer sobre los hombros.
Un nuevo alarido y Myrtle agachó la cabeza sin que nadie
le dijera nada.
—Vamos a ver a Norma —ordenó Caroline.
Salieron de la habitación dejando que la muchacha me
suplicara. Sin prestar atención a sus ruegos, la arremetí una y
otra vez con urgencia, al tiempo que sus nalgas me chocaban
contra el estómago. Al oír que la puerta se cerraba, trató de
probarlo de nuevo.
—¡Por favor! ¡Suéltame! ¡No quiero hacerlo!
—¡Ya lo creo que quieres! —repuse.
Sentí el contoneo de aquellas nalgas. Con la primera
arremetida, uno siempre tenía que «sostener» a la muchacha.
He oído y visto esto mismo cientos de veces. El temblor de
una verga poderosa las hace olvidar los temores. Cuando te
detienes para sostenerla, siempre encuentras un cierto deleite.
Le pasé la mano por el sedoso vientre en busca de la vulva. Al
sentir el contacto, Myrtle dio un respingo y gimió. Me pareció
que tenía el trasero bastante receptivo a mis solícitos embates,
de modo que la saqué a medias y me detuve.
—¡Sácala del todo, por favor! —me pidió entre sollozos.
No le contesté, me quedé quieto un poco más y luego se la
volví a introducir con fuerza al tiempo que le metía el índice
en el sexo.
—¡Me…, me duele! — gimió ella.
—No mientas —repliqué mientras me disponía para el
asalto final, es decir, que el pene se mueve al principio en
cortos embates y los va alargando progresivamente hasta que
la joven la recibe toda, cuan larga es.
Myrtle seguía lamentándose, aunque esta vez los gemidos
eran más leves y espaciados. Me incliné sobre ella, le cogí los
firmes senos con las manos y sentí la dureza de los pezones
contra mi piel.
—Limítate a no moverte —le aconsejé—. Sólo eso.
Ella pareció resistirse, pero se avino a obedecer. Yo sabía
que lo hacía movida por el contoneo constante de mi polla;
nuestras respiraciones se fusionaron.
—Estira las piernas y empuja el trasero hacia afuera.
¡Buena chica!
—¡Ah! —jadeó entrecortadamente.
Las puntas de sus pies se tocaron y las rodillas comenzaron
a temblarle, como suele ocurrir con el primer encuentro
amoroso. Con cada arremetida, el trasero le chocaba contra mi
vientre y los senos se mecían en los huecos de mis manos. Al
principio no es necesario recurrir al estímulo de los dedos para
que una chica se corra. La primera lección consiste en
obedecer, dependiendo, claro está, del temperamento de la
muchacha. Si ésta se muestra díscola y rebelde, entonces no
quedará más solución que propinarle una docena de azotes
antes de que sea poseída. Por el contrario, también puede
ocurrir que ésta sea poseída después del primer azote; «todo
depende de los preliminares», como suele decir Caroline, lo
cual significa caricias con los dedos, si la joven es receptiva al
contacto o si saca la lengua con lascivia, prueba inequívoca de
que está preparada para ser cabalgada entre los muslos.
—Dentro de un momento…, dentro de un momento…
¡Ah! —gruñí.
Sentí su ano estrecharse alrededor de la polla y entonces
eyaculé un chorro de semen dentro del recto. Le sostuve las
caderas para que me dejara continuar y expelí una poderosa
cascada. Cerré los ojos para saborear mejor el momento en que
ella recibía la ofrenda líquida y jadeaba al sentir mi cálida
presión, ese estremecimiento que recorre a dos cuerpos
fundidos en un abrazo amoroso.
—¡Qué maravilla! ¡Por fin la has poseído!
Era la voz de Caroline. Había bajado al salón sin hacer el
menor ruido y había entrado de puntillas. Me abrazó y me sacó
con toda delicadeza la verga del recto de Myrtle para
ponérmela entre sus muslos.
—Anda, Myrtle, vamos a la cama con Norma; así es como
debe ser —murmuró mi amada al tiempo que la acompañaba
arriba. Las largas piernas de la muchacha avanzaban a grande
pasos; parecía hipnotizada. De placer, esperaba yo. ¿Tenía qué
seguirlas? Caroline se apercibió de la expresión de mi cara,
sacudió la cabeza, le pasó el brazo alrededor de la cintura de
Myrtle y la guio afuera. El aire se llenó de sus susurros, de las
palabras entrecortadas de nuestra nueva conversación, de la
resonancia de sus pasos al subir la escalera.
Me encontré solo una vez más. Tal vez me habían
utilizado, igual que a Myrtle, aunque con mayor conformidad
por mi parte.
—Sí, me siento mejor ahora —fueron las últimas palabras
de Myrtle que escuché aquella noche.
Esta se metió en la cama mientras yo conducía a Norma a
otro dormitorio donde me ofreció aquel tembloroso trasero con
más avidez de la que mostró su hermana mayor. La ensarté dos
veces. Ella gimió, jadeó, se acurrucó a mi lado y se durmió
con las nalgas chorreantes de esperma.
13
—ES una verdadera lástima que no la hayas penetrado por
delante, Harry. Me hubiera gustado verlo; tiene un precioso
chocho —dijo Adelaide pensativa.
Las muchachas estuvieron tres días con nosotros y luego
regresaron a su casa. Las acompañamos hasta la puerta
principal, puesto que nos pareció lo más apropiado. Sus
sombras las perseguían durante el trayecto hasta la mansión.
Entonces, Norma se volvió y nos saludó con la mano; no así
Myrtle. Seguían siendo vírgenes por delante pues esas eran las
órdenes que nos habían dado.
—La mayor seguirá siendo rebelde —comentó Caroline—,
No creo que el tiempo la cambie.
Un criado les abrió la puerta y las hizo pasar. De nuevo nos
quedamos a solas. Sacudí las riendas y los caballos
comenzaron a trotar, de regreso.
—Sí, supongo que tienes razón —concedí a su sabiduría.
Yo había poseído aquellos traseros, uno al lado del otro por
expreso deseo de mi amada, turnándome en la labor mientras
las chiquillas se estremecían y gritaban; Adelaide observaba la
escena a un lado, fusta en mano.
—¿Crees que fuimos algo duros con ellas? —pregunté,
contradiciendo la «sabiduría» que me iba dando la experiencia.
—¿Te pareció que lo demostraban de algún modo? —
inquirió de repente Caroline.
Lo cierto es que si lo hicieron, no lo advertí. Una vez se
hubieron vestido y arreglado, parecían la personificación de la
salud.
—No —repuse, y sacudí con fuerza las riendas para que
los caballos aceleraran el trote.
—Myrtle hará de las objeciones una profesión. Estoy
segura de que habría pataleado hasta extenuarse si no te
hubieras metido entre sus piernas. Me habría gustado verlo —
comentó Adelaide divertida.
—La chiquilla no cesaba de sollozar —dije.
—Sí, pero también disfrutó al mismo tiempo, a pesar de
sus reticencias. En realidad, Harry, debes reconocer que no
tuviste que esforzarte demasiado para ensartarlas. Norma
chillaba sólo porque su hermana también lo hacía. Lo más
probable es que Myrtle acabe en un convento —dijo Caroline,
si bien no creí que hablara en serio.
En efecto, mientras continuábamos el camino de regreso a
casa, cambió del tono de su voz.
—Otra tía Lucía, eso es lo que será —dijo.
Se trata de un comentario que me recuerda lo que sucedió
con esta dama, pero esa es otra historia.
Sé que ya he contado algo de esto en lo que llevo de
manuscrito, y si no lo he hecho, debería haberlo explicado. Se
trata del comentario acerca de que una mujer que se lamenta
hace que uno goce más de la penetración.
Tal vez no haya hablado de quienes se sienten angustiadas,
ni de las que vierten amargas lágrimas y se avergüenzan. Las
lágrimas son, más que otra cosa, petulantes. Hay gente que
piensa que precisamente por mostrar una fingida
desesperación, deberían «llevar escrito en las nalgas la
leyenda: nacida para ser conquistada». Estas dejan de llorar en
cuanto comienzan a gozar de la penetración. A las que se
obstinan en llorar después de todo, hay que dejarlas descansar
un poco. Myrtle no hizo eso, sino que cuando me presentaba la
grupa para que la ensartara, repetía sistemáticamente sus gritos
lastimeros con redomada testarudez.
Nos equivocamos. Fuimos modificando nuestros
propósitos iniciales a medida que nos dábamos cuenta de las
sustanciales mejoras que podríamos alcanzar con otros
procedimientos. Aprendimos mucho.
—Sus padres tuvieron que castigarla la misma noche que
regresó a casa —me comentó Caroline regocijada. No sé cómo
llegó a enterarse de eso; imagino que se lo escuchó decir a los
criados.
Le quitaron las bragas a Myrtle y la sostuvieron para
inmovilizarla al tiempo que le hurgaban la vulva con el dedo
mientras ella contoneaba las nalgas. Como es lógico, la
muchacha gritaba y pataleaba, pero ante el incesante
movimiento del índice no podía evitar correrse de gusto.
Entretanto, le succionaban los pezones. Entonces, incapaz de
resistirse y con los ojos en blanco por el goce que obtenía,
separaba las piernas y recibía el tembloroso miembro viril
dentro del sexo.
Con la luz apagada —continuó Caroline—, la obligaron a
quedarse quieta durante unos minutos con la polla totalmente
dentro y presionándole los labios de la vulva. Myrtle se
estremecía de gusto, pero de repente cerró los muslos y se
mantuvo así. El la obligó a inclinarse hacia adelante hasta que
quedó boca abajo encima de la cama como una muñeca
fláccida, gimiendo con desesperación en la oscuridad. De
improviso y como por arte de magia, comenzó a correrse ante
la urgencia de los movimientos de la verga. Luego, todo fue
diferente a lo ocurrido en nuestra casa.
—¡Házmelo, házmelo! —la oyeron jadear.
Supongo que se refería a algún criado que estaría
escuchando detrás de la puerta del dormitorio. Se oyó el seco
sonido de unos besos y unas lenguas que se encontraban.
Contoneó entonces la grupa con ansiedad ante las continuas
arremetidas del miembro viril. Myrtle fue conquistada y ya
nunca volvería a negarse al sexo.
—¿Dónde nos equivocamos? —preguntó Caroline.
—Eso es lo que yo quisiera saber también —repuse
haciéndome eco de su interrogante.
—Ya lo tengo; seguro que la tenía más grande que la tuya
—dijo Adelaide.
Le di un cachete en las nalgas y ella me sonrió. Al menos,
eso nos enseñó a ser más modestos con nuestras
«pretensiones». Después de todo, las muchachas también
podían recibir placer incluso por encima del nuestro.
Volvamos a tía Lucía. Tenía treinta y siete años cuando
tuvo un encuentro amoroso con dos hombres a la vez.
A la tía Lucía le encantaba gritar así como participar en
orgías poco convencionales. Solía asistir a bodas y funerales.
A éstos acudía vestida de negro, sin importarle en absoluto si
el difunto era un amigo íntimo al que no había vuelto a ver
desde hacía veinte años. Cabe señalar, empero, que nadie la
podía acusar de excéntrica. Era una criatura excepcional con
un cuerpo firme y esbelto, con la misma sensualidad que la
señorita Withers. Solía vestir de negro porque le favorecía en
contraste con aquella tez lechosa y brillante.
Recuerdo que la gente especulaba acerca de si también
llevaba la ropa interior del mismo color. Las mujeres opinaban
que era lo más lógico; los caballeros esperaban que así fuera.
En aquella época se estaban poniendo de moda las bragas
pequeñas, que dejaban al aire unos centímetros de muslo por
encima de las ligas elásticas. Era una visión de lo más
sugerente y excitante.
Una tarde, la tía Lucía volvía del funeral de alguien al que
apenas conocía, según decía la gente. De vuelta desde la
estación, y sola, dos caballeros alcanzaron su carruaje y la
saludaron. La tía Lucía estaba, como es lógico pensar,
llorando, y sólo los pudo entrever a través de las lágrimas que
resbalaban por sus mejillas.
—Permítanos acompañarla en su dolor, señora —dijo uno,
mientras se ponían a los lados del carruaje y la escoltaban
hasta la entrada de su casa. Tras ayudarla a bajar del mismo, se
apercibieron de las hermosas pantorrillas de la dama y, tanto
uno como otro, fueron asaltados por toda suerte de fantasías,
fomentadas por el color negro de su vestimenta. Naturalmente,
a ella no se le escapó este detalle y los invitó a entrar y seguir
acompañándola «en su dolor». No escribo esto
irrespetuosamente, puesto que las lágrimas eran sinceras. Ellos
aceptaron de inmediato.
Mi tía continuó lamentándose mientras pasaban del
recibidor al estudio. Los criados que acudieron fueron
despedidos con un ademán por uno de los hombres. La señora
quería tranquilidad, les dijo con tono autoritario, la condujeron
al sofá y ella comenzó a mecer las nalgas al tiempo que las
lágrimas caían hasta la comisura de los labios.
—Ande, no se ponga de esta manera, querida señora. No
llore más —dijo uno sentándose a la derecha de ella mientras
el otro hacía lo propio a la izquierda, acariciándole los muslos
con solicitud.
Sintió que las manos de aquel gentil caballero rozaban las
ligas que le sujetaban las medias y el espacio entre éstas y las
bragas. Ella pretendió no darse cuenta de aquel movimiento,
como luego confesaría.
—Mi querida señora —murmuró el otro, con un tono de
voz que parecía insinuar que habían, sido amantes durante
mucho tiempo.
La tumbaron hacia atrás sin que ella se resistiera dado su
estado, y uno de los caballeros la besó en la boca «con
ternura», fingiendo consolarla al tiempo que el otro se
empleaba en levantarle las faldas.
—¿Qué pretenden…? —gimió la dama sin forcejear para
evitar que le dejarán las bragas negras al descubierto y le
lamieran los muslos con pasión.
¿Qué pretenden…? ¡Cuántas mujeres han acabado en la
cama por preguntar eso! Es lo que suelen decir cuando alguien
les ha levantado las enaguas y no quieren evitarlo. Tratan de
simular confusión cuando las están acariciando por todas
partes. Eso es exactamente lo que estaba ocurriendo con la tía
Lucía, si bien uno de los caballeros se mostraba más tímido y
retraído que el otro.
—Lo más apropiado sería llevarla a la cama —dijo
alguien.
Le levantaron las piernas. Uno la cogió por las axilas, y
entre ambos la condujeron arriba. La dama estuvo todo el
tiempo sollozando sin llegar a gritar; era como una muñeca de
trapo enorme, según dijeron ellos, mientras la desvestían como
a un niño pequeño soñoliento. Se fijaron entonces, en que toda
la ropa interior era de color negro, lo cual les produjo una
excitación desmesurada. En efecto, al ver que no se movía
para evitar que la tocaran, los caballeros se bajaron los
pantalones y la comenzaron a acariciar con sutilidad, uno los
pezones y el otro se dispuso a lamerle la vulva.
Entonces se la follaron. Creo que es mejor decirlo así
simple y llanamente. Uno la penetró por delante hasta eyacular
de placer mientras ella lanzaba leves gemidos todo el tiempo,
si bien se estiró relajada para que él pudiera ensartarla a
voluntad. Los dos convinieron en que tenía un espléndido
monte de Venus. El otro tomó entonces el lugar del primero y
expelió el semen después de gozar un buen rato.
—¿Qué me están haciendo? —gimió ella varias veces,
pero sólo obtuvo silencio.
Luego, los tres retozaron tumbados en la cama. Mi tía
volvió la cabeza para mirarlos, uno a cada lado e
intercambiaron apasionados besos. Al cabo, comenzó a
estimularse de nuevo el sexo.
—Estoy muy triste —sollozó sin demasiada convicción,
pero no intentó incorporarse por lo que la cogieron con la
facilidad con que se atrapa a un niño, le dieron la vuelta y
examinaron con deleite aquellas turgentes nalgas.
—Es una señora de lo más curioso. Uno se queda atónito
ante sus reacciones. En la cama se mostró demasiado
indolente, aceptó todo lo que quisimos hacerle, nos ofreció la
lengua cuando se lo pedimos y contoneó el trasero con
ansiedad cuando la sintió toda dentro —me dijeron—. En
mitad del acto más apasionado confesó que estaba sedienta
mientras le estábamos lamiendo ambos orificios. Entonces, yo
—continuó— fui a buscar vino, la incorporamos y la
obligamos a beber de la botella. Se podría decir que aguantó
bien. Cuando estuvimos listos, con las pollas tiesas, la
volvimos a poner boca abajo y ella separó las piernas cuanto
pudo.
—¡No, otra vez no! —gimió.
Los caballeros la poseyeron al mismo tiempo una vez más
y luego la metieron en la cama, y la dejaron dormir.
—Cuando nos fuimos, no dijo ni media palabra; ni siquiera
se movió. Se limitó a seguir sollozando dándonos la espalda y
acurrucada como un niño pequeño. Una semana después
volvimos a visitarla. De nuevo se dejó poseer por ambos sin
ofrecer resistencia. Era algo poco usual, pero ya sabes, querido
amigo, que cuando encuentras una mujer así no te puedes
resistir a hacerla tuya.
—Sí, es cierto —repuse.
La historia no me sorprendió demasiado. Esa clase de
mujeres se inventan las excusas más disparatadas para
justificar su comportamiento, es decir, que se las inventan por
temor a que los criados las juzguen «mal». Uno no puede
dudar que una viuda como ella disfrutara de los placeres
eróticos que recibía. Los caballeros decidieron, sabiamente, no
volver a visitarla. Una mujer que se deja hacer todo pero que
no quiere charlar o comentar nada después del encuentro
amoroso, acaba por cansarte.
—Juzgo que hizo bien —dice Caroline—, porque es muy
probable que no quisiera verse demasiado involucrada con
otros hombres.
La tía Lucía le gustaba emborracharse, como uno puede
imaginar a partir de la breve mención del vino: «aguantó
bien». Quizás se deba a su propensión a las lágrimas, o a su
naturaleza depresiva. En cualquier caso, ella se entregó al más
libertino de los encuentros amorosos poco después de aquel
ménage a trois. Edwin, su hijo adolescente e inexperto en
materia de sexo, se marchó un día con un amigo, pero
regresaron de improviso y al escuchar los gemidos de su
madre, se apresuraron a subir al piso de arriba.
—¿Qué sucede? Vamos a verlo —sugirió el amigo, aunque
Edwin, que conocía las extravagancias de su madre, le dijo
que le esperara.
El amigo, empero, insistió en acompañarlo movido por la
curiosidad.
Era inevitable que encontraran a la dama medio desnuda
en el dormitorio. Junto a la cama, en el suelo, había una botella
casi vacía. La habitación olía a una extraña mezcla de perfume
y vino; las cortinas estaban corridas. Se respiraba
voluptuosidad en el aire.
—¡Ah, sois vosotros otra vez! —exclamó la tía Lucía,
forzando la vista para verlos mejor.
En realidad, los estaba confundiendo con los caballeros
que la habían poseído hacía apenas una semana.
—¿Mamá? —preguntó Edwin algo nervioso al contemplar
aquellos senos.
—Estoy sedienta. Traedme agua. No. Champán —
continuó la dama y se volvió, dándoles la espalda.
Llevaba puesto un camisón muy atrevido. Los jóvenes
comenzaron a cuchichear.
—¡Qué culo tiene! —exclamó el amigo de Edwin.
—¡Eres un grosero, Simpson! —repuso indignado éste,
aunque azorado.
—¡La endemoniada! ¿No me negarás que está buenísima?
Champán, es una idea estupenda.
La madre de Edwin no era tan despistada como pretendía
parecer. Yo creo que ella esperaba el momento propicio. El
azar quiso que uno de los criados de la casa tuviera el mismo
nombre que el amigo de Edwin y la dama, que suponía que se
trataba de la misma persona, escuchó los murmullos y
cuchicheos de los muchachos en el rellano de la escalera y
llamó a grandes gritos a Simpson para que fuera a su
encuentro de inmediato.
—Voy a llamarlo, mamá —dijo Edwin, sólo para ser
amonestado.
La dama le dijo que no debería estar ahí, cosa que el
muchacho tomó de un modo distinto al que pretendía su
madre.
—Tu mamá me quiere ver —dijo Simpson volviéndose
para mirar con detenimiento aquella grupa.
A pesar de sus protestas, Edwin tuvo que quedarse en el
estudio mientras el amigo iba a buscar la botella y unas copas
para llevarlas al dormitorio.
Al poco tiempo, el criado en cuestión se agachó y trató de
ver lo que estaba ocurriendo en el cuarto de su señora por la
cerradura de la puerta. Fue en vano pues habían echado la
llave así que tuvo que contentarse con escuchar los jadeos de
placer que resonaban al otro lado. La cama crujía. Oyó el claro
sonido de unos besos, leves gemidos y gruñidos. La dama iba
a ser ensartada una vez más, y sin duda estaría sosteniendo la
botella en una mano al tiempo que Simpson se colocaba entre
los muslos de la mujer.
Media hora después, el muchacho apareció en el estudio.
—Edwin, es muy tarde, tengo que irme —dijo con
premura y se dirigió a la puerta murmurando todas esas cosas
que uno dice cuando tiene prisa. Todos lo hemos tenido que
hacer cientos de veces.
Edwin se quedó un rato en el salón y luego decidió subir.
Yo estaba a punto de decir que… Pero no, no me gustaría
contar la historia a saltos porque, querido lector, después
tendría que resolver un rompecabezas que se puede evitar. El
criado, que resultó ser una muchacha sensual, se escondió en
un rincón próximo al dormitorio en el que acababa de tener
lugar un voluptuoso encuentro amoroso.
Todo esto me lo contó ella misma en una ocasión, a
cambio, claro está de un soberano.
—Por favor, mamá, contéstame. ¿Te ha «asaltado mi
amigo»? —preguntó Edwin.
—¿A mí? A mí me asaltan, como tú dices, constantemente,
querido. ¿Llevas mucho tiempo aquí? ¿Dónde has estado?
—¡Ese cerdo de Simpson me las a pagar por esto!
—¿Simpson? La doncella no ha estado aquí. ¡Qué raro,
cariño! Todos son muy raros, ¿verdad? Anda, consuélame.
¡Estoy tan deprimida!
—Mamá, ¿dónde has puesto el camisón? ¿Dónde está tu
ropa?
—No tengo ni idea; no lo sé. Me imagino que la
encontrarás caída por el suelo. No, no corras las cortinas, el sol
me deslumbra. Ayúdame a levantarme —dijo.
Edwin se inclinó. Después hubo un denso silencio hasta
que se oyó un sonido que evocaba una succión.
—Me parece que se la metió en la boca, señor —me dijo la
criada.
—Sus besos son casi escandalosos, eso es lo que me han
dicho —comenté.
La muchacha lanzó un gemido de sorpresa. Es curioso que
la gente actúe de esa manera cuando sólo pretendes una clara y
concisa respuesta.
—Bueno, no lo sé, señor. De todos modos, la señora no
dejaba de gemir e incluso se rio una o dos veces. También
dijo: «¡Oh, chico pervertido! ¡Eres un pervertido sexual» y
cosas por el estilo.
—¿Cómo qué? —estaba empezando a arrepentirme de
haberle dado el soberano. La joven lo apretaba con fuerza en
el puño: casi a propósito, yo diría. Todo aquello parecía
inventado por ella en aquel mismo momento.
—Bueno señor, ella dijo: «No. Ayúdame a ponerme las
bragas, Edwin. Están en la cómoda. ¡Oh!».
—La señora gimió y entonces oí un sonido seco y su risa.
El señorito dijo que lo sentía y luego le oí moverse. Decía:
«Déjame». «No», contestaba ella, «todavía no». Hubo más
sonidos secos, besos si usted quiere, y entonces le dijo que se
fuera abajo. Espié desde el rincón y vi que tenía la polla tiesa.
Se la estaba metiendo en los pantalones.
—Total que, después de todo eso, no lo hicieron, ¿verdad,
Alicia?
—No, señor. Pero el señorito haría cualquier cosa por su
madre, y ella por él. Berta, ella sí que los ha oído varias veces.
La señora le dice que se espere un poco y él le contesta que se
reserva sólo para darle placer algún día. La señora lo trata muy
mal, pobre muchacho.
—La tal Alicia te tomó el pelo, memo. Y todo por un
soberano —opinaba Caroline.
—Tal vez —dije yo.
Yo creía la primera parte de la historia. La segunda no
cuadraba con el carácter de la tía Lucía. Uno se deja guiar por
el instinto en esas cosas. Por otro lado, la criada era capaz de
contarme todo lo que yo estaba deseoso de oír, por dinero.
Además, seguro que ella habría llorado y llorado… y
Alicia, no mencionó eso.
14
EN las últimas semanas, mientras he estado ocupado con la
redacción de estas memorias, con las correcciones, las
tachaduras, los añadidos y omisiones de palabras y frases que
me parecían más o menos acertadas, Caroline, me ha
recordado que, bajo ningún concepto, explicara la historia de
la señorita Miriam Crampton-Hythe. Naturalmente, no
pretendía hacerle ningún caso. Aunque según mis notas no ha
llegado todavía el momento de contarla, voy a hacer una
excepción.
La dama tenía treinta y ocho años, y debo confesar que he
conocido a pocas mujeres maduras con unas curvas tan
pronunciadas y unos ojos tan penetrantes como los suyos. No
he tenido ocasión de poseer a muchas mujeres como ella, ya
fuera en una otomana del salón o en una cama.
La verdad es que habíamos conseguido una reputación
asombrosa en materia de relaciones amorosas. Me van a
reprender por decir esto y seguro que me van a preguntar por
qué no lo digo más llanamente.
—Más llanamente es lo contrario de lo que quiero hacer —
contestaré.
Todavía no he conseguido describir con propiedad las
cosas y lo digo sin falsa modestia. Es muy difícil transcribir de
manera fiel el movimiento sutil de una mano desde un muslo
enfundado en una media hasta el encaje de unas bragas. Otros
escritores, como he tenido ocasión de comprobar en las
librerías de la calle Hoywell, de Londres, no se preocupan por
estas cosas. Simplemente dicen: «Me follé a la chica», o bien:
«Sentí sus tetas». El esfuerzo es ímprobo, lo confieso: las
sensaciones de la carne, el leve balanceo de unos senos
melifluos junto a tu pecho, el estremecimiento de una pierna, o
la presión de los hombros varoniles.
—Vamos a ponerle a punto las nalgas —suelen decir
Caroline y Adelaide cuando llega una chica nueva.
Éstas no sobrepasan nunca los dieciocho años, y son
invariablemente rebeldes. A veces me quedo sorprendido por
algunas palabras o unas imágenes que dan vueltas en mi
cabeza cuando las oigo decir eso. ¡Qué indescriptible
sensación es la de ensartar el pálido trasero de una muchacha
que forcejea! El hechizo es siempre distinto, piensen lo que
piensen de ello los defensores de una estricta moral.
Vuelvo a divagar, ya lo ve, querido lector. Soy como un
hombre que un día quiere comerse un pastel de chocolate y al
siguiente prefieres un zumo de naranja. Soy un hedonista. Sí,
lo confieso. Pero ya basta de divagaciones y comencemos con
la historia de Miriam.
Al parecer, la primavera anterior a nuestro primer
encuentro, Miriam había despedido a dos criados y tomado a
otros dos en su lugar: un hombre de cerca de treinta y una
doncella de aspecto más joven. Sin duda, la pareja se
sorprendió un poco del carácter de sus nuevos amos. Miriam
se les antojó una mujer que gustaba de la soledad, puesto que
su casa quedaba apartada. También es cierto, como luego
intuiría yo, que la dama tenía cierta tendencia a la
autoflagelación, o como diríamos hoy, al «masoquismo», si
bien no me convence este término.
Fuera cual fuese la causa de la extraña tendencia de
Miriam, Carrie, la doncella, pareció sentir cierta devoción por
ella desde el primer día. También Charlie, el criado, la
observaba con tímida veneración, en contraposición con la
indolencia general de la pareja que había despedido, como ella
misma nos contó.
A juzgar por su comportamiento, los dos parecían más
unos primos de la dama que sus criados. Por las mañanas le
llevaban chocolate caliente a la cama, aunque ella no lo
hubiese pedido y le daban de comer tostadas untadas en jugosa
mantequilla.
—El criado entraba en el dormitorio con la bandeja
mientras Carrie me peinaba. Era algo poco usual,
naturalmente, pero yo lo consentía. Me gustaba —dijo Miriam.
Creo que lo mejor será que nos lo cuente ella misma, al
menos la mayor parte de la historia.
—Yo llevaba puesto el camisón, como siempre y él me
miraba de soslayo los pechos. Me dedicaba una mirada grave,
casi de adoración y se retiraba. Suspiraba y salía. Luego,
Carrie suspiraba también.
—Un día le pregunté a la doncella si se encontraban a
gusto y si los trataba bien, puesto que habían comenzado a
tomar la costumbre de suspirar continuamente.
—Señora, ¿cómo puede usted preguntar algo así? No
hacemos todo lo que deberíamos hacer por usted. Tal vez sea
exagerado hablar de afecto entre señora y criados, pero ambos
la adoramos. Sólo temo el desgraciado día en que tengamos
que dejar su servicio. Déjeme besarla una vez.
—Pero Carrie, ¡qué súplica es esa! —dije yo.
Un extraño y curioso malestar me recorrió el cuerpo. Me lo
pidió con suavidad y muy correcta, y no me molesté
demasiado cuando se sentó a mi lado en la cama para pedirme
perdón por su atrevimiento.
—No puedo evitarlo, señora. ¿Si la beso me despedirá?
Dígamelo.
La lengua se me clavó en el paladar. Era la pregunta más
desconcertante que jamás me habían hecho. Traté de decir
algo, pero entonces Carrie cogió la bandeja de mi regazo y la
depositó en la mesa contigua a la cama sin levantarse. Pensé
que iba a prepararme la ropa. ¡Qué ingenua! Un momento
después me cogió por la cabellera, me echó la cabeza hacia
atrás y me obligó a hundirla en la almohada. Grité.
—Primero voy a besarte y a sentir tus pechos. Y luego te
voy a hacer mía —declaró ella.
Abrí la boca para chillar. Eso era precisamente lo que ella
esperaba que hiciese. Sus labios descendieron brutalmente
sobre los míos y con la mano libre buceó bajo el camisón hasta
encontrar las nalgas desnudas. Forcejé pero fue tal la presión
de su boca sobre la mía que no pude escapar. Tuvo la
temeridad de meterme la lengua en la boca. Mientras lo hacía,
sacó la mano y me rozó los pechos por un instante para luego
bajarme el camisón hasta los hombros. Al cabo, volvió a
introducir los ansiosos dedos debajo del camisón y buscó
primero los muslos y luego el…
—El chocho, querida. Dilo claramente —comentó
Caroline, y luego la animó a continuar.
—El chocho, sí. Traté de zafarme y comencé a patalear
como una loca. La pervertida se puso encima de mí como una
tigresa hambrienta. Se levantó el uniforme negro, presionó la
rodilla entre mis piernas y llegó a rozarme con los muslos… el
chocho… Comenzó a restregarse al tiempo que me sujetaba la
cintura y llevaba el rostro a la altura del mío.
Mascullé su nombre y la amenacé con llamar a Charlie.
—Hazlo, si quieres. Estoy segura de que vendrá con los
pantalones bajados —me contestó con una amplia sonrisa en
los labios.
Entonces se dispuso a frotar los labios de la vulva contra
los míos, me besó en la boca, en la nariz, en los párpados, con
tal pasión que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba
soñando o si aquello era real. Lo único que supe fue que estaba
sucumbiendo y la odié por ello. La fricción del vello púbico
contra el mío me excitaba sobremanera.
Le supliqué, sollocé y sacudí las piernas. Todo fue en
vano. ‘ Traté de apartarla pero también fue inútil.
—Dámelo todo —masculló.
—¡Nunca, no! —dije yo, pero la pasión del combate
amoroso ya me había inflamado las venas contra mi voluntad.
Mi llanto fue remitiendo y la dejé que me tomara los labios
sin resistirme apenas. El aliento cálido de nuestras bocas y el
movimiento ansioso de su lengua me excitaron tanto como el
roce de nuestras partes más íntimas. Carrie, como la mayoría
de las doncellas, nunca llevaba bragas. La muchacha era ágil y
se contoneaba con urgencia. Nuestros sexos comenzaron a
humedecerse. Sentí un estremecimiento en el vientre y entre
las piernas.
—Ya lo ves, ¡esto es muy placentero! —me dijo sonriendo
muy próxima a mí, pues una mujer se da cuenta del deleite de
otra más deprisa que un varón.
—¡No, no! —gemí, pero no me sirvió de nada.
Carrie se había afianzado entre mis piernas y restregaba las
ligas contra mi carne.
—¡Córrete! ¡Sé que te estás corriendo, igual que yo! —
dijo con voz entrecortada.
Era cierto, y para mi horror le sujeté los hombros con
fuerza y dije palabras obscenas que nunca había dicho antes.
Nos besamos con ardor y eyaculamos nuestros mutuos jugos.
Luego, continuó frotándose contra mí hasta que nos volvimos
a correr. Por fin, nos sentimos saciadas.
—Querida Miriam, ¿verdad que no te habías corrido así
antes? —preguntó Adelaide, haciendo que la dama se
sonrojara.
—¡Oh, sí! En mi juventud me penetraron muchas veces y
sentía el chorro de semen desparramarse entre los muslos. ¡Oh,
no debería haber dicho esto!
Miriam se tapó el rostro con las manos.
—¿Por qué no? Cuando se unen obediencia y placer,
experimentas una sensación muy agradable. Nosotros también
hemos gozado en la cama, con las sábanas bajo los traseros
mientras nos embebíamos una verga entre los labios del
chocho. Créenos, querida. Y ahora, continúa; sólo nos has
contado la mitad de la historia —dijo Caroline.
—La culpa es mía. Tan pronto como comenzamos a
palpitar me descubrí recibiendo las ardientes caricias de
Carrie. ¡Qué loca fui! creía de verdad que se había enamorado
de mí y su juventud me deleitaba, he de añadir. Se arrodilló, se
quitó el uniforme y me ayudo a hacer otro tanto con el
camisón, o casi, porque la dejé hacer y ella me lo sacó por la
cabeza.
—Debemos dejarlo ahora, Carrie —le dije.
—¿Por qué, querida? Apenas hemos comenzado. Cómeme
el chocho. Anda, mientras te acaricio.
Semejante idea no me había pasado por el pensamiento,
aunque ahora sé que esas cosas no son tan repugnantes como
creía en un principio. Se movió como un rayo a través de mi
cuerpo meciendo los senos. Levanté los brazos para
protegerme de ella, pero me sonrió, me presionó los
antebrazos con las rodillas y me dijo:
—Estate quieta.
Entonces fue bajando el trasero hasta mi cara y me aplastó
el chocho contra la boca. Comencé a patalear de nuevo, pero
me tenía tan bien cogida que no dejada de decir que se lo
lamiera.
—¡Cómetelo! ¡Oh, sí! ¡Mete la lengua ahí!
El sabor de los labios de la vulva era salado, aceitoso.
Resoplé, ella se echó hacia atrás, me cogió de los muslos y me
ordenó que continuara usando la lengua. Entretanto comenzó a
acariciarme el chocho con la mano. Ya veis, ahora ya no tengo
reparos para utilizar esa palabra —dijo Miriam con una
sonrisa, azorada.
—Sigue, querida —propuso Adelaide.
Los cuatro estábamos chez nous y muy cómodos. Cogimos
una botella y el vino corrió entre nosotros.
Así pues, yo me encontraba en aquella situación, tan
propia de las mujeres. Deseaba escapar y al mismo tiempo
quedarme allí. Saqué la lengua y comencé a lamérselo. Luego,
al verme tan entregada como ella misma a nuestro mutuo goce,
Carrie se incorporó unos centímetros para que pudiera lamerla
í mejor.
—Sí, sí. ¡Continúa! —masculló—. Adentro y afuera.
Y yo, la señora, me había convertida en sirvienta. Pero
entonces me quedé horrorizada al escuchar unos pasos y una
voz. Era la de Charlie, como os habréis imaginado ya.
—Ah, la estás preparando—declaró él.
Como es lógico, no pude verlo, pero traté por todos los
medios de quitarme a Carrie de encima.
—Deprisa, está forcejeando de nuevo—dijo ella.
Ya casi lo había conseguido cuando llegó él. Sentí su
desnudez, la camisa abierta, su temible y gruesa polla erecta
contra mis muslos. Grité con toda la fuerza de mis pulmones,
pero ella volvió entonces a presionar el sexo contra mi boca
haciéndome callar.
—¡Vaya unas piernas, un culo y unas tetas que tiene! —
escuché, y al cabo, me cogió de las piernas, las apoyó sobre
los brazos y se incorporó.
Aquella temblorosa verga atentaba contra mi vulva. Me
separó los muslos. Intenté golpearlo con los puños, pero tenía
los brazos sujetos por las rodillas de ella.
—¿Se la has metido ya? —oí que Carrie preguntaba.
—Sólo un poco —gruñó él.
Sentí cómo me penetraba. Estaba húmeda y abierta, de
modo que le recibí sin dificultad. Me levantó un poco más las
¡piernas hasta que las rodillas rozaron la cálida espalda de
Carrie.
—¡Jódela con todas tus ganas, Charlie. Necesita que le
presten atención —dijo ella por encima de mis chillidos.
¡Fue denigrante sentir aquel miembro dentro de mí! Carrie
me sostenía la cabeza entre los muslos de ella y por lo tanto no
podía mover la cara.
—Mientras tanto, sigue comiéndomelo —continuó.
Comenzó a contonear el trasero. Os juro por Dios que no
sé cómo describir el tórrido ardor de aquellos momentos. Mi
propio criado estaba empezando a fo…, a follarme. Se dispuso
a mover el miembro de adentro a afuera. Sentí el entrechocar
de sus pelotas por debajo de mis nalgas con cada violenta
arremetida.
—Se va a portar de maravilla —le oí decir a él.
—Ya te lo dije, ¿no es cierto? —respondió Carrie y
entonces dio un respingo.
Charlie se había inclinado hacia adelante y le estaba
lamiendo el trasero sin dejar de ensartarme con creciente
urgencia.
—Es bastante estrecha; no voy a aguantar mucho más —
dijo él.
—Ya la follarás otra vez, y yo veré cómo se lo haces —
replicó Carrie.
Aquello era una pesadilla y el cielo al mismo tiempo. No
tengo palabras para describíroslo, queridos míos. La muchacha
me llenó con sus salados jugos. La escuché gozar en voz alta.
A pesar de no quererlo, abrí la boca ante la presión de su mano
mientras Charlie me penetraba con mayor rapidez, vientre
contra vientre. Sentí que yo también me corría una vez más.
—Apártate de ella, Carrie. Rápido. Se está corriendo, igual
que yo —gruñó.
La muchacha obedeció sin rechistar y dejó que él ocupara
su sitio.
—Así, mujer. Me estoy corriendo dentro de ti. Carrie,
agárrala por las pantorrillas y mantenlas separadas.
Yo estaba extenuada. Carrie se volvió y se dirigió a un lado
de la cama, me cogió por los pies y los separó. Él me metió la
lengua en la boca mientras mis senos quedaban aprisionados
contra su pecho.
—Mueve ese culo, mujer. ¡Levántalo! —masculló él, y me
pellizcó las nalgas haciéndome dar un salto.
Sentí entonces el chorro de semen que me iba inundando
por dentro hasta la postrera gota. Luego, nos estremecimos
mientras él descargaba todo su peso sobre mí. Relajé los
brazos. Cuando Carrie me soltó los pies, los puse otra vez
sobre la cama.
—Apártate de mí —gemí al fin.
Cerré los ojos y desvié la cara. Todavía mantenía la polla
dentro de mí, temblando de gusto.
—¡Estáis despedidos! —dije llorando.
Aquello sonaba de lo más estúpido, lo confieso.
—La voy a azotar —dijo Carrie.
Entonces, él se apartó y me cogió por el talle desde el otro
lado de la cama.
—Lo contaré todo —gemí.
Charlie se rio.
—¡Cállate! Todavía falta lo mejor. Muéstrame el culo,
quiero verlo.
Grité con desesperación. El joven sonrió y me obligó a
darme la vuelta, me sostuvo por el cuello y comenzó a
azotarme en las nalgas. Yo chillé todo el tiempo sin que él no
pudiera hacer nada por evitarlo.
—¡Cállate, te digo! —espetó y me dio un sonoro cachete
en el trasero y luego continuó azotándome justo en medio de
las nalgas. Le supliqué que se detuviera, pero llegó Carrie con
un; vestido en el brazo.
—No le pegues más, Charlie. La señora ya se ha repuesto,
creo. ¿Lo tiene muy estrecho?
—Mucho, sí.
—La mayoría de las chicas de su clase lo hacen en cuanto
llegan a la pubertad. Las desfloran, dicen. Y tienen la cara
dura de hablar sobre la moral y luego rechazan las pollas de
los que les sirven con fidelidad. Déjame a mí ahora, Charlie.
Haz que no se mueva.
—¡Basta! —gemí.
Nada de lo que dijese entonces los aplacaría. Intenté
arañarlo pero me cogió por las muñecas a tiempo.
—Aquí la tienes, Charlie. Ya te dije que haría algo
parecido —dijo Carrie.
Se agachó y cogió una cuerda de debajo de la cama; la
había escondido allí antes de que comenzara esta pesadilla. En
un abrir y cerrar de ojos me habían maniatado por la espalda,
no podía moverme.
—Ahora será una buena chica; eso espero. ¿Estás
conforme? —preguntó Carrie mientras yo me quejaba.
Me dio una bofetada, me forzaron a tumbarme e hicieron
otro tanto entre mis piernas. Me puse a llorar y a amenazarlos,
mas ellos no se inmutaron lo más mínimo. Sería absurdo
repetiros lo que dije; ya podéis imaginaros lo que les llamé.
—Yo no hubiera abierto la boca; eso los habría confundido
—señaló Adelaide.
—Eso fue lo que pensé después, pero en aquel momento,
aturdida como estaba…
—Sí, Miriam. Tienes razón. Deja de hablar por hablar,
Adelaide —replicó mi amada.
Mi hermana nos miró algo avergonzada. Tomó asiento
junto a Miriam y la besó mientras hablaba. Se dieron la mano
y parecieron contentas, y así debía ser, porque Miriam había
pasado la noche con ella y la cama estaba completamente
deshecha por la mañana.
—Vamos a almorzar —propuse— y luego oiremos el resto
de la historia.
15
—ME obligaron a incorporarme —dijo Miriam después del
almuerzo.
Se le habían sonrojado las mejillas a causa del vino y se le
trababa la lengua.
—Estaba de pie, desnuda e impotente. Aquella pareja me
observaba con lascivia y me acariciaban los pechos, las nalgas
y el vello púbico. Traté de volverme y me dieron un leve
cachete en el trasero.
—Sería mejor que la lleváramos abajo —sugirió Charlie.
¡Cómo luché por bajar aquella escalera tan familiar! Si
hubiera habido alguien cerca, habría gritado pidiendo auxilio,
pero los carruajes más cercanos pasaron a un kilómetro de
donde estaba y aquellos dos lo sabían muy bien. Volví a llorar;
no pude hacer nada por evitarlo. Carrie permaneció en mi
dormitorio durante un momento mientras Charlie me conducía
abajo. Al parecer le fascinaba mi trasero, porque lo estuvo
acariciando todo el tiempo y me obligó a precederle hasta el
estudio.
—Déjame ir; no diré nada —imploré.
—¡Siéntate, mujer! —me ordenó y me empujó hacia el
sofá. Entonces, apareció Carrie. Llevaba mi capa en una mano.
—Deja que se cubra los hombros con esto, así no tendrá
frío —dijo.
Se acercó a mí, me la puso y me la abotonó alrededor del
cuello. Sólo entonces me apercibí de que sostenía otra cosa: un
collar ancho y una correa, como la que se usa con los perros.
Lancé un grito e intenté zafarme, pero Charlie me agarró con
fuerza y me ciñeron el collar en el cuello. La correa de cuero
me colgaba por la espalda.
—¿Qué vais a hacerme? —sollocé.
—No te ocurrirá nada si obedeces. Charlie te follará
despacio. Sé que eso es algo que echas de menos. Vas a
disfrutar con nosotros, ya lo verás —dijo Carrie.
Pero mis lágrimas debieron conmoverla porque, al verme
presa del llanto le pidió a Charlie que me ofreciera un brandy,
a lo que me negué con el pretexto de que yo no solía beber a
esa hora. Sin embargo, no sirvió de nada. Por un momento
pareció que Charlie volvía a ser el modesto criado de antes,
puesto que salió del salón y al poco tiempo regresó con una
bandeja con tres vasos. Me echaron la cabeza hacia atrás, me
taparon la nariz y me obligaron a beber. El líquido se escurría
por las comisuras de los labios, lo cual les divertía
sobremanera.
—Huelga decir, queridos, cuánto les imploré que me
dejaran marchar. A veces, hacían oídos sordos a mis súplicas y
tuvieron la temeridad de sentarse a ambos lados del sofá al
tiempo que charlaban como si yo no estuviera presente. En
otras ocasiones me hacían callar como a un chiquillo. Carrie
me forzaba a levantar la cabeza tirando enérgicamente de la
correa. Finalmente, se puso de lado y me habló. Esto es, en
esencia, lo que me dijo:
—Perteneces a la clase alta, por así decirlo, Miriam.
Cuando alguien de clase inferior te magrea el culo, te pones a
chillar como una colegiala y te sientes horrorizada. Sin
embargo, sé muy bien lo que te excita.
Me lo dijo con un tono de voz bastante diferente al que
estoy acostumbrada a escuchar, así que volví la cabeza hacia
ella sorprendida. Al parecer le gustó, porque me sonrió.
—Vaya; al fin he conseguido captar toda tu atención, ¿no
es así? No soy como piensas. Las chicas de tu clase son
instruidas para ser penetradas por delante y por detrás. ¿No te
parece raro que el azar no permitiera que te mantuvieras
virgen, Miriam?
—¿Qué? —pregunté, pues era consciente que responder a
su pregunta era insultarme a mí misma.
—¡Levántate cuando te hable! —espetó, y tiró tan fuerte
de la correa que casi me ahogo.
Charlie sonrió y me dio una palmada en los muslos.
—Haz lo que te dice —sugirió él— o lo pasarás mal.
Temí que fuera cierto lo que me decía. «¿Acaso no confiáis
en mí?», pregunté con voz trémula.
—No te prometo nada. Limítate a comportarte —dijo
Carrie con el mismo tono de voz de antes.
—Me incorporé, me obligaron a volverme y los miré
fijamente. Estaba aterrada. Me separaron las piernas y me
dejaron al descubierto el sexo.
—Charlie, tráele las medias y los zapatos.
Me pareció que él estaba bajo la influencia de Carrie, pues
se apresuró a obedecer y subió al piso. Un momento después
ya estaba de regreso.
—Déjale que te las ponga; le excita hacerlo.
Me sonrojé. Parecía como si supiera algo de mi pasado.
Con rudeza, Charlie me puso las medias y las sujetó con unas
ligas. Luego me puso los zapatos negros. Carrie me observó
con ojo crítico. Charlie me agarró las piernas enfundadas en
las medias y me introdujo el índice entre los labios de la vulva.
—Estoy preparada —fueron sus palabras.
—Y yo también. Ahora te la tirarás otra vez, Charlie.
—¡Oh, no! —chillé, aunque no me escucharon.
—Charlie, querido, tráenos un poco de té y pastas. Hemos
desayunado muy temprano.
—En seguida —respondió, y salió de nuevo.
—¡Por favor, Carrie! —supliqué al cerrarse la puerta.
Me sonrió. De pronto, empezó a describir círculos
alrededor de mis nalgas.
—Me gusta tu culo, Miriam. Es suave, cálido y lleno,
como debe ser. Algunos tienen forma de pera y son feos. El
tuyo es redondo y grande, muy prometedor. ¿Lo sabías?
Sacudí la cabeza y fruncí el ceño. Me había introducido el
índice en el ano hasta la primera falange. Lancé un leve
chillido.
—¿Hace demasiado tiempo? —inquirió sonriendo.
—¿Qué queréis de mí? —sollocé.
—¿Fuiste muy prometedora? ¿A qué edad te follaron por
vez primera? ¿Fue amable contigo? ¿Desagradable? ¿Te azotó
antes de hacértelo? ¿Te resististe y llamaste a tu mamá?
—No sé de qué me hablas —grité.
—Oh, claro que sí —me dijo al tiempo que metía y sacaba
el dedo, obligándome a sacudir las caderas.
Entonces puso la palma de la mano que le quedaba libre
sobre mi vientre, la fue bajando hasta mi sexo y se detuvo.
—No tienes nada que decir —murmuro incoherentemente.
Aquel tono de voz, más relajado, me confundió.
—¿Quién eres y de qué me estás hablando? —quise saber.
—Lo sabrás a su debido tiempo, o tal vez no. ¡Ah, Charlie!
Sí, querido. Dame primero mi ración y luego se la das a
ella. Cógela con fuerza por la correa mientras me siento.
Eso fue lo que ocurrió. Él me inmovilizó al tiempo que
Carrie cogía una taza de té y bebían. Al cabo, se sentó debajo
de mí y me obligó a sostener su mirada, pero fue Charlie quien
me forzó a hacerlo con un tirón del collar. Dio un sorbo y dijo:
—¡Qué coñito tan hermoso tiene, Charlie! ¿Quieres
follártela de pie?
—Sí.
De nuevo, hicieron caso omiso a mis desesperados
gemidos.
—Muy bien. Espera un poco. Déjame estimularla antes y
luego será toda tuya.
Dejó la taza y el plato en el suelo, se desató una bota y con
calculada insolencia me puso el pie enfundado en una media
entre los muslos y me rozó el chocho con los dedos.
—Le gusta —sonrió.
Como es lógico, no pude moverme. Él se puso detrás de
mí.
—Sujétale los hombros con las manos, Charlie.
Contuve la respiración. El contacto de la media me
produjo un hormigueo cada vez mayor. Sentí el chocho
húmedo.
—Creo que ya está lista para ti, Charlie. Tómala contra la
pared. Quiero veros.
—¡No! ¡Socorro! —grité presa del pánico.
Me empujó hacia atrás, me miró a la cara y me puso de
espaldas a la pared. Carrie se sentó frente a nosotros. Él se
desabotonó los pantalones y sacó el miembro.
—Doblega un poco las rodillas —gruñó.
Hice un amago de presionarle los hombros hacia atrás pero
entonces dio un tirón a la correa y me vi forzada a mirar al
techo ante la presión del collar.
—Doblega las rodillas, estúpida —secundó Carrie.
Obedecí. Abrí las piernas. ¡Me sentí ultrajada!
—Ahora, métesela, Charlie —dijo—. Quiero verle la cara.
Entonces, ¡ay Dios mío!, la empezó a restregar contra mi
cuerpo, exploró los labios del sexo, y me dio un seco cachete
en las nalgas. Sacudí las piernas cuando me la metió.
—¡Jesús! ¡Qué bien jode la señora! ¡Cómo se traga mi
polla!
—Ya lo veo. Empieza a follarla, Charlie. Muy despacio.
Escuché sus gemidos.
—Mírale, Miriam, mientras te lo hace —dijo Carrie.
Aunque lo intenté, no pude evitar el mirarla a los ojos.
Apoyé la barbilla en sus hombros al sentir cómo me
presionaba las nalgas con los dedos.
—Pareces ida pero también pervertida, Miriam. ¿Estás
disfrutando? —continuó ella.
Charlie jadeaba de gusto mientras me trabajaba. Aquella
enorme polla me demolía por dentro; su vello púbico se fundía
con el mío. Durante unos segundos estuve convencida de que
era poseída por un animal. Me esforcé por no desviar la
mirada de la suya. Quería que me observara, que se fijara en el
temblor de mis muslos, en mis piernas abiertas al máximo.
Hundí las uñas en sus hombros.
—¡Ah! —gemí.
—Vaya. Empieza a gustarle, Charlie. Puedo oír cómo
choca su culo contra la pared.
—¡Oh, por favor! ¡Por favor! —sollocé sin saber qué
quería realmente.
—Quiere sentir que te corres, cariño, pero no lo hagas aún.
Apártala de la pared y déjasela dentro un poco más. Volveos.
Déjame ver ese trasero.
—¿Pero qué…? —empecé a decir.
¡Qué postura más grotesca! Al principio pude apoyar los
pies en la pared, pero luego me separó aún más y ya no me fue
posible hacerlo. Doblegó las rodillas con el fin de metérmela
toda y facilitar sus arremetidas al tiempo que Carrie se ponía
debajo de nosotros y me introducía un dedo por el ano.
—¡Coge la correa, Charlie! ¡Oblígala a inclinar la cabeza
sobre tus hombros!
—¡Oh, Dios! ¡Me voy a correr! ¡Qué estrecho lo tiene!
—Es que le he metido el dedo en el ano; por eso lo tiene
así.
Gemí. Me estaban poseyendo los dos a la vez. Su índice
casi podía sentir la premura de los movimientos de su polla.
Ladeé la cabeza y balbuceé algo, no sé el qué. Empecé a
correrme, sentí cómo se le estremecía el miembro y entonces
alcanzamos el orgasmo. Expelió un inusitado chorro de
esperma y me inundó.
—¡Sí! ¡Los dos a la vez, correos! —gritó Carrie al ver
cómo jadeábamos entre continuos espasmos.
Recuerdo que me dejé caer de rodillas, los postreros
temblores de su miembro y el semen chorreando entre mis
muslos. Sentí una fuerte repulsión, aunque también me excité.
—Nadie me ha hecho nunca algo así —comentó Adelaide.
—Si no fueras tan tranquila te lo harían —repuse
bromeando, y todos nos echamos a reír de buena gana.
—Toma un poco de té, Charlie —dijo Carrie— y dale algo
de comer.
Yo estaba como aturdida. Me hicieron sentar en la
alfombra y me alcanzaron una taza de té y unas pastas. Me
dieron de comer como a un niño.
—Vámonos a dar un paseo, Charlie. Me gusta la calesa de
Miriam —dijo ella.
—No me dejéis aquí sola y atada —objeté.
Carrie pareció considerar un momento mi ruego.
—De acuerdo, te llevaremos a tu cuarto y te encerraremos
allí —declaró.
Charlie me cogió entonces como a chiquillo y me subió al
dormitorio. Una vez allí, me desató y me miró a los ojos.
—Será mejor que no te muevas de aquí si no quieres tener
problemas —me aconsejó.
Mis sospechas acerca de que él estaba influenciado por su
compañera eran ciertas. Entonces llegó Carrie y le dijo con
sequedad que nos dejara un momento a solas. Cuando éste
salió, traté de levantarme pero ella me empujó contra la cama.
—Estate quieta y escucha, Miriam porque todo lo que voy
a decirte es verdad, y tú lo sabes. Cuando regresemos, Charlie
te poseerá por detrás —iba a continuar hablando cuando la
interrumpí para suplicarle una vez más que me dejara marchar.
—¿Dejarte marchar? ¿Acaso no vives aquí? Nosotros sólo
estamos aquí, digamos, de visita. Somos nosotros quienes
tenemos que marcharnos; cuando lo juzguemos oportuno. Ya
te han follado dos veces, Miriam, pero ahora te han de encular
otra vez. Sólo una vez más. Supongo que no habrás olvidado
cómo hacerlo, ¿verdad?
—No sé de qué me hablas —repuse.
—En ese caso, tendrás el placer de experimentarlo por
primera vez. Se la chuparás antes de que te encule. Te lo
prometo, Miriam.
—¡Eso es monstruoso!
—¡Qué bien finges, querida! —exclamó con una sonrisa
—. Sin duda te enseñaron bien. Creo que hasta estás
disfrutando de esta conversación.
En ese momento empecé a recobrarme de mi aturdimiento.
Se me ocurrió la descabellada idea de arañarle la cara y salir
corriendo, pero nunca hubiera sido capaz de semejante
crueldad; me repelía la idea de desfigurar aquel atractivo
rostro.
—No sé nada de las horribles e indecentes cosas que me
estás diciendo —respondí.
Tenía la cara muy cerca de la mía y me intimidaba.
—¿Ah, no, Miriam? Entonces, quizás soy mejor mentora
de lo que fui sirvienta. Me explico. Esta noche, Charlie te va a
dejar bien a gusto el trasero y yo observaré cómo te mete la
polla entre esas preciosas nalgas tuyas. Mi mayor satisfacción
será verla dentro de ti. Si te resistes te azotaremos, y fuerte. Sí,
tengo una fusta, querida. Vine preparada, como ves.
—¡No lo hagas, Carrie! ¡Por favor, no! —gemí.
Yo había juntado las manos en un gesto de súplica. Me
asió las muñecas y continuó:
—Por la mañana, Charlie te proporcionará más ejercicio.
¿No te suena familiar esta frase? Ya lo creo que sí. Te estirarás
en posición prono con las piernas separadas. No te ataré;
simplemente le dejarás que te folie porque eso es lo que
quiero. No gritarás, ni llorarás. Tampoco trates de resistirte.
Quiero que le metas la lengua en la boca con cada arremetida.
—No, nunca.
—En ese caso, te azotaremos dos veces, ¿entendido? Muy
bien. Me encanta marcar la fusta en un culo tan prometedor
como el tuyo.
Entonces, se incorporó y se dirigió hacia la puerta. Tenía la
llave en la mano y mis pies se enredaron en una sábana. Sabía
que no podría alcanzarla a tiempo.
—¡No, Carrie! ¡No haré nada! —sollocé.
—¡Obedecerás! —exclamó antes de salir.
La llave dio una vuelta en la cerradura y me quedé
encerrada en el cuarto. Estaba sola. Me asaltó una pesadilla,
pero entonces intervino la naturaleza: me dormí con las manos
sobre el sexo en un gesto inconsciente de protegerme. Al
despertarme, les oí acercarse y me puse a discurrir como una
loca qué podía hacer. Pensé en vestirme. ¡Cómo no se me
había ocurrido antes de abandonarme al sueño! Salté de la
cama, desnuda, y me puse a la defensiva cuando entró Carrie.
—Vamos abajo —dijo—, Charlie quiere hacerlo ahora.
16
—HABÍA conseguido quitarme el collar —continuó Miriam
—, pero eso no parecía importarle demasiado a Carrie. Tal vez
viera que yo había fallado en mi intento por mostrarme
enérgica. Me dejé llevar y sucumbí a sus deseos. En efecto, ni
siquiera se preocupó de acercarse a mí para forzarme a
seguirla.
—Venga, Miriam. Tengo la fusta abajo —dijo tranquila.
Las lágrimas me saltaban de los ojos. No quería ni avanzar
ni retroceder. Volví a ser como una chiquilla que sabe que debe
ofrecer el trasero. Carrie lo advirtió puesto que se acercó y me
tomó de la mano.
—¿Acaso no gozaste de la primera vez? —inquirió.
Su voz era casi dulce.
—No —respondí.
—Te mereces seis azotes por esa respuesta. Te lo volveré a
preguntar. ¿Acaso no gozaste de la primera vez?
Agaché la cabeza. Me soltó la mano, me cogió por la nuca
y me introdujo el índice en la vulva. Di un respingo. Ella
sonrió al sentir la calidez de mi cuerpo tras haber dormido.
—No, balbuceé.
—¿Y la segunda vez? Le diré a Charlie que se vaya si me
dices la verdad, Miriam. Después de que te haya ejercitado,
claro está.
Me palpitaba el corazón, mas no supe si creerla o no.
—No fue desagradable —susurré.
—Pero ahora…, ¿Qué? ¿Es que temes ofrecerle el culo a
otro hombre?
—¡No me gusta él! —exclamé enfurecida.
—Eso es irrelevante, Miriam, y lo sabes. La primera vez
no te dimos posibilidad de elegir y tampoco lo vamos a hacer
ahora. Además, es mucho más excitante esto que cuando te lo
hacía tu marido. ¡Andando!
No tengo palabras para describiros cómo me sentí al bajar
de nuevo la escalera. Charlie nos aguardaba sólo con la camisa
puesta. Temerosa, le recordé a Carrie sus palabras: le diría que
se marchara después de ensartarme. Su polla desafiante se me
antojó obscena. Sostenía la fusta junto a una pierna e hizo un
amago de acercarse a mí.
—Primero hay que fustigarla, Charlie, y tú la sostendrás.
—¡No! —grité.
Me volví y corrí hacia la puerta. ¡Ay de mí! Carrie la había
cerrado y guardaba la llave.
—¡Dios, quiero verte gozar! Sujétala, Charlie.
Chillé de nuevo, pero fue en vano. Él me cogió con fuerza
y me obligó a inclinarme hacia adelante de modo que quedé
con el trasero expuesto, y le pasó la fusta a su compañera. ¡Me
hizo arder las nalgas!
—Venga, perra, quiero ver cómo te mueves —sonrió ella
mientras mis alaridos llenaban la habitación y hacía restallar la
fusta contra mis nalgas. Moví con violencia las caderas, pero
cada vez que lo hacía me asestaba un sonoro azote en el centro
de mi derrière.
—¡Ya basta! ¡Ya basta! —gemí.
Me había prometido que sólo me daría seis golpes y ya
había recibido al menos una docena. Me parecía que me iba a
desollar el trasero.
—Está bien. Incorpórala, Charlie. Ahora, Madam, dirígete
a la mesa, inclínate sobre ella con las piernas abiertas y espera
a tu «conquistador».
Mientras hablaba, hizo restallar la fusta en el aire.
La sala se hacía borrosa debido a las lágrimas que cubrían
mis ojos. La mesa que me había indicado era la de roble que
viste, Caroline. No sé cómo llegué hasta ella, me incliné y
separé los pies. Intenté llegar a una de las esquinas pero estaba
demasiado lejos.
—Magnífico, Miriam. Sin duda, te han enseñado bien: las
piernas abiertas, el estómago sobre la mesa y el culo dispuesto
—dijo ella con ironía.
Escuché el movimiento de la fusta y obedecí entre
sollozos.
Entonces, Charlie se me acercó despacio y me puso las
manos sobre las sensibles nalgas. Gemí. Me las separó y grité
de dolor; cerré los ojos.
—Ya verás qué bien responde cuando se la hayas metido,
Charlie.
—Lo sé, aunque se resistirá al principio.
—Ya te dije, querido, que todas lo hacen. No es la primera
vez que le da por el culo una polla tan grande como la tuya.
Métesela hasta la mitad y despacio; quiero verlo.
Me pareció escuchar mis propios jadeos, pero sólo estaban
en mi cabeza. Acercó la verga al ano y le oí contener la
respiración. Entonces me penetró.
—¡Ah! —grité.
Me cogió por el cuello. Sentí su presión. Me había
introducido la mitad de aquella polla dura en el recto y
entonces se detuvo. Gemí. Me costaba respirar.
—Despacio, Charlie. Aguanta un minuto. ¡Qué escena tan
deliciosa! Ahora, ensártala del todo y quédate quieto.
—¡No! ¡Ah! —objeté.
Con un contundente movimiento de la pelvis me la
introdujo hasta el fondo. Sentí el balanceo de sus genitales
bajo mi sexo y entonces me aferró con fuerza las caderas.
—¡Qué culo! —masculló él.
—Exacto, cariño. ¿Verdad que hemos hecho una buena
elección? Quiero verla moverse y contonearse como solía
hacer antes. Ahora, jódela como un hombre haría con un
trasero como el suyo.
Jadeé. Empezó a trabajarme con su herramienta. Su vientre
chocaba contra mis ardientes nalgas y comenzó a mecerse con
premura, adentro y afuera, gruñendo de placer. La cara
exterior de mis muslos rozaban los suyos.
—Es estupenda, no se resiste demasiado —dijo él.
—Ya veo; tendremos que instruirla al respecto.
Oí desesperada las palabras de Carrie pero, aunque me
avergüence decirlo, un sentimiento de deseo se apoderó de mí.
Volvía a ser una chiquilla inexperta. Era consciente de mi
libidinosidad y sin embargo anhelaba más. Contoneé el trasero
con fuerza y gemí. Carrie sonrió.
—En el futuro, la señora necesitará que la enculen dos o
tres hombres, Charlie.
—Sí, ya lo sé. No se resiste demasiado.
El joven se inclinó hacia adelante, me capturó los pechos
con las manos y sentí los pezones rígidos de deseo.
—Vuelve la cabeza, Miriam. ¡Dame la lengua! ¡Hazlo, o te
azotaré con la fusta por toda la habitación!
—¡Oh! —escuché mi propios gritos de desesperación,
aunque no se trataba tanto de desespero como de lascivia
inconsolable.
«Un criado me está penetrando por detrás», me dije. Lo
cierto es que no quería que se apartara de mí. Volví la cara,
separé los labios y nos fundimos en un apasionado beso.
Charlie se metió mi lengua en la boca.
—La estoy enculando, señora. ¿Le gusta?
Balbuceé algo por respuesta.
—Mueve más el culo, venga —me ordenó.
Así lo hice. Comencé a contonear las nalgas de atrás hacia
adelante. Me inundó un poderoso chorro de esperma. Presioné
el trasero contra su verga hasta embebérmela toda. Nos
besamos y él continuó corriéndose. Sentí la cascada que me
iba llenando el conducto posterior y comencé a mover la grupa
con violencia hasta que, con un postrer espasmo, eyaculó las
últimas perlas.
—Miriam, cariño, deberías haber sido escritora —comentó
Caroline mirándome y asintiendo con un gesto como si
quisiera decir que las palabras de la dama evocaban en cierta
forma la prosa más exquisita.
—Ya lo he pensado algunas veces. En realidad, me habría
gustado relatar las perturbadoras visiones que tuve.
Cuando Charlie hubo retirado la polla de mi trasero, Carrie
me dijo, igual que si fuera una niña pequeña, que debía volver
a la cama hasta la hora en que me trajeran el almuerzo. Intenté
recobrar mi dignidad no contestando, pero me desesperé.
Cuando llegué al dormitorio, que se me antojó de las mismas
proporciones que una celda de la cárcel, me tumbé boca abajo
en la cama y lloré a lágrima viva.
—Anda, métete en la cama como es debido y arrópate —
me ordenó Carrie.
—¡Prefiero morirme antes que continuar con esta
pesadilla! —grité.
No sé lo que me pasó, pero sentí una especie de placer
malsano cuando recordé cómo me fustigaron. Eso es lo más
odioso: que le obligue a una a desear algo que no sabe si
quiere o no y luego sufrir las consecuencias en el alma.
En una mesa, había unas tijeras que yo empleaba para
cortar los patrones de algunos vestidos que me hacía. Antes de
que Carrie se percatara de mis intenciones, me levanté como
un rayo, casi la tiro al suelo de la fuerza con que me abalancé
hacia las tijeras, las cogí con firmeza y las apunté contra mi
pecho.
—¡Me quitaré la vida! —la amenacé.
La punta de las tijeras me rozaba la piel de lo nerviosa que
estaba.
—¡Por Dios, no! —exclamó ella, y en un desesperado
intento, corrió hacia mí y las desvió antes de que me las
clavara.
—¿Qué he hecho? —se lamentó.
Me desconcertó del todo cuando se dejó caer sobre las
rodillas y me puso las manos en los muslos.
Las tijeras cayeron al suelo, junto a ella. No supe qué
hacer.
—¡Déjame sola! —dije a falta de algo más apropiado.
—No, no puedo. Te he herido en lo más profundo. Todo
esto es culpa mía. ¡No te volveremos a hacer algo así! ¡Te lo
aseguro!
Se incorporó hasta ponerse a mi altura y me apercibí de las
lágrimas que resbalaban por aquellas pálidas mejillas. La
joven no fingía. Continuó llorando hasta que sentí que las
rodillas me fallaban y temí caer sobre ella.
No sabía si, después de todas las tribulaciones que me
había hecho pasar, tenía que consolarla. Era una situación de
lo más insólito. No dije nada; me limité a señalarle la cama.
Ella se levantó de inmediato y me ayudó a acercarme al lecho
pasándome un brazo alrededor de la cintura con suma
delicadeza. Había vuelto a caer en una trampa, a pesar de que
sus lágrimas eran reales. Se puso cadera contra cadera y
mejilla contra mejilla, sin dejar de implorarme perdón.
—¿Cómo puedo creeros después de los horribles
tormentos que me habéis hecho pasar? —le pregunté.
—Esto no es un truco, te lo aseguro. Le diré a Charlie que
se vaya si eso es lo que quieres.
No respondí. Tuve la tentación de estrecharla entre los
brazos y creerla. En cambio, le di la espalda ante lo cual se
enjugó las lágrimas y salió del dormitorio.
Me quedé quieta, temblando. Temía que Charlie irrumpiera
de nuevo en el cuarto. No había razón para dudar de su
virilidad y pensé que en cualquier momento podía subir y
poseerme otra vez. Decidí que si lo hacía le complacería. No
me quedaba más opción que esa. Entonces escuché lo que
parecía un altercado. Abajo estaba teniendo lugar una
discusión. La voz de Carrie sonaba irritada. Él también gritó
algo, pero luego bajó la voz. Hubo algunos susurros que
apenas pude oír. En ese momento, volvieron a resonar los
pasos de Carrie en la escalera. Me quedé inmóvil, pero ella me
abrazó y me dijo que Charlie se iría en cuestión de minutos.
Me tumbé en la cama como si no la hubiese escuchado y cerré
los ojos. Sonaron otros pasos en el corredor y la cogí de la
mano, alarmada.
—Sólo va a recoger sus cosas —me dijo para
tranquilizarme.
Escuché el ruido de las pisadas, que subían al cuarto del
servicio. No pude reprimir una sensación de temor, pues creí
que me estaban engañando. No, estaba empaquetando la ropa.
Una intuye estas cosas, supongo, por el ruido que hacen. No le
llevó mucho tiempo recogerlo todo, porque bajó enseguida y
quedó detrás de la puerta entreabierta del dormitorio. Di un
respingo al verle. Carrie me estrechó con fuerza.
—No temas; sólo quiere decirte que lo siente —me
comentó.
—Dile que se vaya.
—Ya lo has oído, Charlie. Vete. Te veré en la posada.
Los siguientes minutos se me antojaron una eternidad.
—De acuerdo —respondió él, y desapareció.
La puerta principal se cerró de golpe; se había ido. Cuando
me hube asegurado de que no se trataba de un nuevo truco, me
relajé. Se apoderó de mí una dulce sensación de libertad que
apenas podía creer. Me senté. Carrie no trató de detenerme,
pero al moverme metió la cara entre mis pechos desnudos y
me volvió a pedir que la perdonara.
—¡Estoy arrepentida, muy arrepentida! —sollozó.
Me descubrí entonces rodeándola con los brazos porque
sentí que era sincera. Las lágrimas me resbalaban en los senos;
sentí que le caían en las comisuras de los labios. Nos pusimos
una al lado de la otra y gemimos como dos hermanas en
pecado. Os aseguro que no me reconocía a mí misma y
tampoco sabía quién era ella. Supe que ya no se trataba de la
doncella que yo había tenido a mi servicio cuando cambió el
tono de la voz, que ahora era más gentil y suave. Entonces me
confesó su historia con palabras entrecortadas que a duras
penas pude entender. Os la voy a contar. Resulta que Charlie
era en realidad un primo suyo bastante pobre. Habían crecido
juntos en el seno de una familia muy piadosa. Más tarde,
cuando Carrie cumplió los quince años, su padre se casó en
segundas nupcias. Su madrastra la azotaba sin que él se
enterase de nada. La pobre fue iniciada por el hermano de la
madrastra. Charlie, al parecer, vio parte de la escena y se sintió
avergonzado. El padre de Carrie nunca lo supo y,
naturalmente, ella tampoco le dijo lo que le había ocurrido. La
madrastra, que entonces tendría mi edad, temió la venganza de
la muchacha pero, como su marido no lo permitiría jamás,
huyó con Charlie, fingieron ser criados y se pusieron al
servicio de damas solitarias como yo para ver cumplida su
venganza en ellas.
—¿Te creíste esa historia? —quise saber.
—No me cupo la menor duda de ello, querido, porque la
repitió una y otra vez durante horas.
—Tenía que haber sido ella quien te consolara. En tu lugar,
la habría echado de mi casa sin pensarlo dos veces —sentenció
Adelaide, aunque sospecho que la creía.
—Me pidió que la perdonara, ¿qué podía hacer? Si la
denunciaba, dirían que era una historia increíble. ¿Cómo
podría vivir yo con esa vergüenza?
—Es verdad. Los magistrados dirían que habías mentido y
provocarían una confusión muy grande —aseveré.
Yo tampoco estaba muy convencido con la historia. Le
pregunté qué había sido de la pareja.
—Carrie me aseguró que no volvería a ocurrir. Yo temía
por las otras damas del condado. Charlie la esperaba, me dijo.
Se marcharían al extranjero y nadie volvería a oír hablar de
ellos. No me convencieron sus propósitos y pensé que con el
tiempo podría recaer en el mismo error que había cometido
conmigo. Le dije, bajo la amenaza de denunciarla, que tenía
que quedarse a mi lado para que la vigilara en todo momento y
que Charlie tenía que irse lejos.
—¿Estás diciendo que aún está contigo? —preguntó
Caroline, asombrada.
—¿Qué opciones tenía? Dejarlos vagar por el mundo, o
preservarlos de sus pecados. Elegí la primera. Ahora la
considero una amiga. Le di un último adiós y la vi marcharse
camino de la posada en la que había quedado con Charlie.
—Me tengo que ausentar durante una hora —la interrumpí.
Me dirigí a casa de Miriam sin pérdida de tiempo. Al
llegar, miré a través de las ventanas, pero las cortinas estaban
corridas. Una casa puede parecer vacía y silenciosa cuando, en
realidad, está habitada. Llamé a la puerta principal con los
nudillos y un momento después apareció una doncella.
Me presenté. Su señora, le dije, era mi invitada y me había
pedido que le llevase algo que estaba en el dormitorio.
Entonces, la criada me miró dubitativa, como yo esperaba, y le
presenté mis credenciales en forma de carte de visite, con lo
cual se apartó y me dejó pasar disculpándose.
—No se preocupe, hace bien en ser cautelosa —le dije.
Me fijé en todos los detalles de la casa. La puerta del
estudio estaba entreabierta, la escalera se hallaba junto a la
pared. Me imaginé a Miriam bajándola desnuda.
—¿Le dijo la señora qué era exactamente lo que debía
llevarle, señor? —me preguntó.
—Un dije, eso es todo. Me comentó que lo encontraría en
la mesa del dormitorio.
Quería ver la habitación en la que habían poseído a Miriam
y me dirigí a la escalera. La casa no se parecía en absoluto a
como nos la había descrito. El dormitorio principal tenía una
cama de matrimonio con doseles colocada contra la pared.
Sobre la mesa había unas tijeras. Llamé a la criada. Las cogí
delante de ella y volvimos a bajar.
—Eso no es lo que buscaba, ¿verdad?
—No, era un dije. Son muy grandes, ¿no cree? —le
pregunté refiriéndome a las tijeras.
—La señora las usa continuamente, señor; para cortar los
vestidos.
—¿Eso es todo? —sonreí.
La mirada de la doncella parecía perdida.
—¿Tiene Carrie el día libre? —inquirí como por
casualidad.
—Yo soy Carrie, señor.
—Discúlpeme, entonces. A veces uno se confunde a
medida que se hace mayor. ¿Hace mucho que está al servicio
de la señora, Carrie?
—Pronto hará tres años, señor.
—Ya comprendo. Y aún le quedan algunos más, estoy
seguro de ello. Tiene una cama preciosa —aventuré a pesar de
saber ya la verdad.
—Esa es la favorita de la señora. Una vez me dijo que me
estirara en ella para probarla, pero no me atreví.
—¿No le tentaba la idea? —pregunté, simulando estar
distraído.
No quería asustar a la joven.
—Yo no puedo hacer esas cosas, señor.
—Tenga, querida. Aquí tiene un soberano por su
honestidad.
Le puse la moheda en el hueco de la mano. Ella la miró
sorprendida por mi gesto. Por alguna razón sabía que la
muchacha no había tenido nunca un soberano en su poder.
—Esta casa le debe dar mucho trabajo, Carrie. ¿No tuvo la
señorita Miriam un criado alguna vez? Creo recordar que se
llamaba Charlie.
—¿Charlie, dice? Nunca he oído hablar de él, señor. Desde
que estoy aquí, nunca.
—¡Vaya con esta caprichosa memoria mía! Estaba
pensando en otra casa.
—Sí, señor. A veces estas cosas ocurren. A mí me pasa lo
mismo. Gracias por el dinero, señor. No tenía por qué dármelo.
—De nada, Carrie. Bueno, adiós.
—Adiós, señor.
La doncella volvió adentro y cerró la puerta como una
barrera contra el mundo. Las cortinas continuaban corridas.
17
—MIRIAM está descansando —me advirtió Caroline en
cuanto hube entrado en la casa.
He oído decir que los japoneses se comunican más con la
expresión facial que con palabras. Si eso es verdad, no son los
únicos. Cuando dos personas se sienten próximas, como
Caroline y yo, las palabras se convierten en algo superficial; la
energía se transmite a través de los ojos.
—Bien, ¿qué averiguaste? —me preguntó ella entonces.
Adelaide se unió a nosotros. Les expliqué mi visita.
Adelaide nos miró y susurró:
—Así que nos mintió. Yo tenía razón.
—¡No seas ingenua, querida! —bromeó Caroline, y adoptó
de nuevo una expresión seria—. Lo describió todo con
demasiada precisión.
—Precisamente, cariño. Lo escribió todo en la mente y
luego sólo tuvo que leerlo con palabras. No creo que la hayan
follado desde hace veinte años; quizás un poco menos —
comenté con una sonrisa.
—¿Qué vamos a hacer con ella? ¡Pobre mujer!
Caroline se volvió hacia mi hermana mientras hablaba. Se
comunicaron con la mirada, igual que hacen los «misteriosos
orientales».
—Sí, eso mismo. Si él está de acuerdo —sonrió Adelaide,
sin haber mediado palabra entre ellas.
—¿En qué estáis pensando? —pregunté como suelen hacer
los hombres cuando pretenden no haber comprendido las
ocasionales transparencias de las mujeres.
—Vamos a verla. Entretanto, prepárate. Dijo algo de una
mesa que no creí —comentó Caroline.
Por un momento me despistó.
—No había ninguna mesa en el estudio, te lo has
imaginado. Cuando la sodomizaron. ¿Te acuerdas de eso? Lo
sé porque le hice una breve visita en una ocasión.
¡Oh, sí! Maldición, me había olvidado de ese punto al
imaginármela con el trasero expuesto. Mis sospechas se habían
ido al traste cuando hube hablado con Carrie acerca del
sospechoso final de la historia. Entonces volví a recordar el
asunto y me pregunté el porqué de la falta de fuego que
Miriam había mostrado cuando la liberaron. No sólo eso. Ella
no había tenido reparos en decir aquellas «palabras
altisonantes» que de otro modo le habría costado tanto
pronunciar.
—Seguro que está esperando a que ocurra algo ahora —
dijo Adelaide llevándose la mano al vestido y comenzando a
desabotonarse el corsé mientras hablaba.
Dejó los pezones al descubierto y se los acarició
delicadamente con los dedos. Puso los ojos en blanco, me
rodeó con los brazos y me besó.
—Espera —objetó Caroline—. Tenemos que prepararla
antes. Concédenos diez minutos, querido y luego sube.
Sé desde hace varios años que hay ciertas extrañas
condiciones de la mente que se deben apaciguar. Todo el
mundo tiene fobias aunque las escondemos en sociedad.
Recuerdo a un artista de gran talento que un día, sentados
sobre una mesa de su estudio, me confesó con un tono
nervioso que sentía debilidad porque una mujer se orinara
encima de él.
—¿Te parece que soy raro? —me preguntó, y me miró con
tanto temor como si le hubiese contestado que sí.
—Por Dios santo, Bertie. No —repuse con la misma
indiferencia que si me hubiese dicho que él leía The Morning
Post en lugar del The Times. Le dije, aunque no lo creía en
absoluto, que había conocido a muchos hombres que
compartían el mismo deseo, y que eso no me parecía para nada
extravagante o raro. El pobre hombre se quedó más tranquilo.
—Es que me excita el cálido chapoteo y la manera en que
se orinan encima de ti —dijo—. Me encanta que una mujer lo
haga sobre mi polla.
No habló de follar, así que yo tampoco se lo mencioné. He
oído hablar de algunos que fustigan a sus hijas o a sus esposas
y las dejan temblando en la cama sin consumar el acto sexual
después. Supongo que con todas estas curiosidades se podría
escribir un libro de moderadas proporciones. Yo también tengo
mis defectos, tantos como cualquier persona, si es que se
pueden considerar como tales. En nuestros juegos eróticos,
Adelaide. Caroline o incluso su madre, me habían obligado en
varias ocasiones a arrodillarme frente a ellas.
Sentirse maniatado es una curiosa sensación. He tenido
muchas experiencias «raras», como olisquear un sexo a través
de las bragas, o palpar en la oscuridad unos muslos bajo las
faldas, arrodillarme y demás. Tengo mis dudas acerca de que
el germen de la sumisión esté dentro de nosotros y espere a
aflorar en el momento oportuno. A todos nos han inculcado el
sentido de la obediencia.
—Es un hecho —me dice a veces Caroline— que las
jóvenes se ven obligadas a hacer toda suerte de obscenidades
movidas por una mezcla de autoridad y de persuasión. Los
jóvenes llevan en lo más profundo de su ser el deseo de ser
forzados a realizar determinados actos que de otro modo no se
atreverían a hacer. Siempre hay algo de libertinaje en cada
uno. Es un no sé qué que en la mayoría de los casos funciona.
No se puede jugar por mucho tiempo con una muchacha
abiertamente lasciva. Es preciso que se resista para excitar a
quien le azote el trasero antes de ensartarla. Luego, la chica
tiene que ir dosificando su sumisión porque eso es lo que se
necesita y se juzga apropiado.
—Algunas no jadean cuando las penetras —repuse yo.
—Eso también es cierto, pero llegado el momento lo
harán. Cuando les separes las nalgas o los muslos, se
apoderará de ellas una sensación de aprehensión. Por esta
razón se tienen que utilizar a veces las coacciones y las
palabras altisonantes. Claro que tú disfrutas mucho más
cuando te ayudo en esa labor, ¿no es verdad, querido?
En efecto. En los últimos años ha habido varias muchachas
a las que Caroline besaba mientras yo me dedicaba a
penetrarlas despacio. Ellas gemían siempre. Al cabo, cuando
las azotábamos en las nalgas trataban de resistirse. Sin
embargo, la polla entraba en aquellos angostos orificios con
facilidad, y te obligaban a doblegar las rodillas un poco al
tiempo que comenzaban a contonear el trasero con premura.
Las que así se comportaban eran las que más placer obtenían
cuando las inundaba de semen. Otras se resistían hasta que se
les humedecía la vulva y entonces permitían que se la metiera
hasta el fondo.
—Muy bien. ¿Verdad que ha sido agradable?
Esa pregunta se la he oído hacer a Caroline en varias
ocasiones al tiempo que, desnuda junto a nosotros y mientras
yo expelía las últimas gotas de esperma dentro de la
muchacha, se entregaba a besarla con dulzura. A veces ellas
susurraban: «sí»; otras escondía el rostro sudoroso entre las
manos mientras yo les acariciaba las nalgas y sentía los
urgentes movimientos de sus caderas hasta que eyaculaban
empapándome la verga con sus jugos.
Nuestros juegos son placenteros. Una joven siempre se
queda con nosotros varios días con toda normalidad antes de
que le quitemos las bragas por vez primera.
—¡Qué guapa te pones cuando te corres! —suelen decirle
Caroline o Adelaide y la chiquilla se sonroja, pero acepta el
cumplido y al final siempre acaba por «prepararse para la
embestida», como solemos decir nosotros.
—Es un sistema de instrucción que funciona —dice
Caroline con orgullo.
Une los labios al formar las palabras y sabe que en esos
momentos la adoro, aunque finge no apercibirse de ello.
Mientras las jóvenes esperan mi llegada en el dormitorio,
bajo al estudio y me desnudo; sólo me dejo puesta la camisa.
La polla se me pone dura.
«¿Se pondrá Miriam a forcejear? ¿Acaso gritará
alarmada?», me pregunté antes de subir.
Entré en la habitación y las hallé a las tres desnudas en la
cama, sólo llevaban puestas las medias. Mis dos amores se
habían apresurado a desvestirse. Adelaide le estaba lamiendo
los pezones a Miriam mientras que Caroline la besaba con
fruición.
Miriam poseía unos muslos magníficos y turgentes.
Huelga decir que cuando una mujer se desnuda, lo hace
deprisa y sin reparar en nada más. Muchas mujeres tienes los
senos pequeños, puesto que apenas se insinúan estas
prominencias bajo sus vestidos, si bien los sostenes se los
realzan hasta que parecen balones hinchados.
El vello púbico era abundante, a juzgar por lo que vi
cuando Adelaide le separó las piernas.
—Está lista para la embestida —dijo Caroline, al tiempo
que me aproximaba a la cama con la polla desafiante y me
arrodillaba entre las piernas de Miriam.
—¡No, no! —gimió ella.
Sabía que no había tiempo que perder, de modo que me
puse sobre ella y le restregué la verga contra el rizado vello.
Pataleó con fuerza. Me presionó las piernas con las
pantorrillas y los húmedos y duros pezones me rozaron la
camisa.
—Va a disfrutar de lo lindo. Caroline, sujétala por los pies
y tú, Adelaide ayúdala —ordené.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué me vas a hacer?
Tenía la cara muy cerca de la mía, la boca aún húmeda por
los besos de Caroline, y los ojos muy abiertos. Unas manos
solícitas le acariciaban los pechos. Le palpitaba la vulva; los
labios sintieron la amenaza de mi miembro. Sacudió las
caderas para hacerme perder el equilibrio. Entonces, le grité;
yo conocía de sobras cuál era mi papel y la cogí por la nariz
con el pulgar y el índice obligándola a abrir la boca y a sentir
el aliento de la mía. Al cabo, le introduje la polla unos tres
centímetros y sentí que’ se estremecía, para luego relajarse. Le
cogí las nalgas y se las separé. Otros tres centímetros, y tres
más. Entonces me detuve y la así por las caderas con fuerza,
sentí los jugos empaparme el miembro y su respiración agitada
contra mis labios. Dobló un poco las rodillas y dejó de
patalear.
Miriam eyaculó mientras la ensartaba con premura, vientre
contra Vientre. Le volví a apretar la nariz hasta que se hubo
corrido y yo la hube inundado con una poderosa cascada.
Nuestros jadeos llenaron el aire, luego nos relajamos. Retiré el
pene tembloroso de su sexo y la dejé gozar sola. Caían gotas
de semen sobre sus medias y entonces me levanté de la cama.
Ella jadeó. Las venas del cuello se le hincharon notoriamente y
el rostro se le enrojeció.
—¡Dejadme marchar! —sollozó, pero Adelaide siguió
manteniéndole las piernas abiertas.
—Deberíamos fustigarla —sugirió Caroline, que aún la
tenía sujeta por los tobillos.
—Luego —repuse—. La azotaré más tarde. Primero tengo
que poseerla por detrás.
—¡Os odio! —exclamó Miriam, pero yo ya me había ido.
Me encontraba al otro lado de la puerta. La mujer me había
succionado todo el semen.
—Dale la vuelta —dijo Caroline.
Escuché un grito, un cachete y luego nada. Habíamos
juzgado correctamente a la dama, al menos eso parecía. Sólo
recibía, y recibe, placer cuando la forzaban. Sus propios
chillidos eran como música para sus oídos, a pesar de que odio
esta manida expresión. Al final iba a ver cumplidos sus
sueños. Me vestí de nuevo, descendí a la planta baja y al poco
tiempo aparecieron Adelaide y Caroline.
—¿Te gustó hacerlo con ella? A veces pienso que me
gustaría ser hombre —dijo mi hermana.
—No nos equivocamos al juzgarla —comentó Caroline,
repitiendo mis pensamientos.
—Voy a atarla. Teníamos que haberlo hecho desde el
principio —dijo Adelaide, y fue a buscar una cuerda.
—¡Impaciente! —le dijo mi amada con una sonrisa.
Entonces cambió la expresión de la cara, vino a mi
encuentro y se sentó en mi regazo.
—¿Sigo siendo tu verdadero amor? —preguntó y antes de
que pudiera responderle, añadió—: disfrutaste metiéndosela,
no me engañes. Lo vi escrito en tus ojos.
—Es verdad —repuse.
La besé en los labios; nadie tiene una boca tan dulce y
deseable como la suya. Sabía que estaba un poco insegura
porque todas las mujeres temen en lo más profundo de sí
mismas perder a sus protectores por otras mujeres.
—Es más joven que yo, aunque sólo sean dos años —dijo
Caroline.
Levantó el trasero de mis rodillas y se dirigió a la ventana
dándome la espalda.
—Eso ya lo sé, y también tiene unas posaderas
encantadoras —comenté.
Vi que encogía los hombros y se reía. Mi querida Caroline,
que había sujetado a tantas muchachas mientras yo las poseía,
estaba jugando a «hagamos ver que es real».
—Supongo que piensas que posee una casa preciosa. No
me lo digas —dijo ella sin volverse.
—Es bastante más grande que la nuestra, como bien sabes,
y dispone de una amplia superficie. Creo que tendré que
visitarla con frecuencia, por supuesto. A no ser que tú me
digas lo contrario —dije mientras me incorporaba y la
abrazaba por detrás.
—¡Vaya con los tortolitos! —oímos decir a Adelaide—.
¡Pobre de mí, siempre tengo que hacer yo todo el trabajo!
Nos dedicó una sonrisa y se dirigió hacia la escalera con
una cuerda en la mano.
—Ahora la fustigaré con más fuerza —decidió Caroline.
—La pobre Adelaide no se merece que la azotes, pero si
tienes que hacerlo… —bromeé.
Entonces se volvió sin dejar de abrazarme.
—No seas memo. Sabes perfectamente de quién estoy
hablando. ¿De veras te ha gustado?
—Tiene un chochito estrecho y cálido, amor mío, pero eso
es todo. No tiene nada en la cabeza, sólo vive para recordar
una habitación en la que una vez la fustigaron y ensartaron.
Vive pensando en repetir una y otra vez aquella experiencia.
Eso es muy poco para atraer a un hombre.
Le enredé los dedos en la cabellera y nos besamos con
dulzura. Caroline exhaló un suspiro.
—Lo sé. Me gustaría que me besaras todo el tiempo
mientras la sodomizas. Dime que lo harás.
—No tengo necesidad de recurrir a su trasero cuando tengo
los vuestros tan cerca, amor mío.
—¿Me lo prometes?
—Naturalmente. El estremecimiento que yo busco está en
tus labios y en ningún otro lugar.
—Le he atado los tobillos y no se ha resistido —dijo
entonces mi hermana, que había regresado al estudio.
—¿De qué estabais hablando? —quiso saber.
—Harry no me ama —repuso Caroline.
La obligué a echarse en el suelo.
—Azótala —le pedí a Adelaide.
Mi amada comenzó a gemir, y un momento después
estábamos todos tumbados sobre la alfombra. Se subieron los
vestidos hasta la cintura y me dispuse a juguetear con aquellos
cálidos sexos al tiempo que metía la lengua en la boca de
Caroline. ¡Qué húmedos tenían los labios de la vulva!
—Si no te corres dentro de ella esta noche, lo puedes hacer
con nosotras. Ese será el mayor de los castigos que le
impondremos —dijo Adelaide.
Entonces, Caroline se zafó de mí y se sentó. Tenía los
pechos expuestos y el cabello suelto sobre los hombros.
—Yo le he propuesto lo mismo —dijo, con algunos
cabellos en las comisuras de los labios, y me guiñó un ojo.
18
EN las ocasiones en que nos traen a algunas muchachas
para ser aleccionadas, Caroline solía decir entre susurros:
—La chica se quedará con nosotros una semana y después
nos pondremos en contacto con usted.
Mientras tiene lugar la conversación, la joven está de pie
observando la habitación, adopta una postura de modestia, o
baja la cabeza hacia el suelo y no sabe qué hacer con las
manos.
He oído decir que es una sensación parecida a cuando
alguien cierra la casa por un tiempo y se marcha de
vacaciones.
—Claro que una cosa no tiene nada que ver con la otra —
dice Caroline con una sonrisa.
Miriam sólo estuvo cuatro días con nosotras. Adelaide le
puso un collar y una correa para pasearla por la casa vestida
con un corsé negro, medias y botines a juego. Tenía el trasero
y los senos al aire. Tuvo que dejarla sola varias veces, atada
por las muñecas a un poste. Si gritaba, Caroline le decía a mi
hermana:
—Sube y átala.
Entonces se oían continuos gemidos, y luego se producía
un profundo silencio.
Adelaide regresaba sonrojada y decía que se había
resistido, pero que le había encantado. Como consecuencia,
ella o Caroline recibían con deleite mis más solícitos saludos.
—Tendrías que darla por el culo antes de que se meta en la
cama —decía Caroline refiriéndose a Miriam.
No sé por qué estaba tan celosa, si sabía que yo había
hecho lo mismo cientos de veces con otras muchachas. Sin
duda se debía a que Miriam vivía sola y pensaba que querría
visitarla de vez en cuando.
Yo no tenía, empero, la menor intención de hacer tal cosa.
Es bastante exagerado pensar que una mujer va a necesitar
constantemente sentirse atendida por un hombre. La sola idea
se me antojaba aburrida en extremo, aún más cuando se trataba
de satisfacerla forzándola a llevar un collar, una cadena y unas
cuerdas atadas a la espalda. Era una situación que no tenía
futuro. Después de despedir a Miriam, que nos devolvió el
saludo desde la ventanilla del carruaje, me preguntó si la iría a
visitar alguna vez.
Caroline lo consideró una afrenta personal.
—Te enviaremos a Charlie —dijo, como si esa persona
existiera realmente, y con un gesto le dijo al cochero que se
pusiera en marcha.
—Eso ha sido un poco cruel. A veces pienso que somos su
única esperanza —repuse yo, con lo cual sólo conseguí que no
nos habláramos durante un par de horas.
Tengo que señalar que no acostumbro a visitar a las
mujeres que hemos aleccionado con anterioridad. Sin embargo
Caroline, que seguía enfadada, encontró la solución a su
problema. Había un joven jardinero que trabajaba por los
alrededores, le hizo venir a casa y las dos mujeres se
encerraron a solas con él.
Cuando éste apareció de nuevo tras un intervalo que creí
necesario, estaba sudoroso y sonrojado. Estuvo de acuerdo en
ser presentado a Miriam y, al parecer, tampoco puso
objeciones a que le llamáramos Charlie.
—Le he dado tres soberanos por los posibles problemas
que pueda tener, aunque estoy segura de que Miriam también
lo recompensará —dijo Caroline.
La miré fijamente y me apercibí de que ya no tenía en el
rostro aquella expresión celosa que había sentido al principio.
—Supongo que habrás comprobado si está preparado para
cumplir con sus futuras obligaciones —dije con ironía.
—Naturalmente —repuso ella sonriéndome, para añadir de
inmediato—: Lo hizo Adelaide; yo me limité a mirar. Ella lo
excitó, pero nada más. En realidad, amor mío, no hicimos el
menor ruido….
—Porque te gusta mirar mientras ella está por la labor —
acabé la frase.
—Es cierto. Pero desde que has cambiado de actitud ya no
nos divertimos tanto como antes.
Entonces se volvió, subió la escalera y se encerró en su
cuarto. Entretanto, mi hermana se marchó con «Charlie» a
casa de Miriam. El silencio llenó nuestra residencia. Las
mujeres son endiabladamente inteligentes en cuanto a estos
jueguecitos, y suelen ser más pacientes que los hombres.
Había pasado media hora y no había escuchado aún ningún
ruido. Me fumé un cigarro, me puse un vaso de whisky y
esperé. Caroline no abriría la puerta del dormitorio hasta que
yo subiera. Si lo hacía ella me recibiría con una amplia sonrisa
en los labios. Lo peor de todo sería que después le comentaría
a Adelaide lo «infantil» de mi conducta.
No quise esperar más tiempo. Supongo que fue consciente
del papel que debía jugar y me arriesgué. Subí los escalones
haciendo bastante ruido, cosa que me pareció necesario hacer
aunque me disgustara. Entré en el dormitorio y la hallé
tumbada en la cama en postura indolente, con las piernas
colgando al borde de la misma y el vestido ligeramente
levantado hasta las rodillas.
—Supongo que querrás que te azote —dije, ante lo cual se
cubrió la cara con las manos y me miró por entre los dedos
abiertos.
—Lo dices porque le he visto la polla, ¿no es verdad? —
preguntó con un tono de indiferencia.
—Date la vuelta, Caroline.
Ella se avino a obedecer, no sin una mueca de disgusto y
se tumbó sobre el vientre levantando el trasero mientras yo
cogía la fusta de una mesita contigua al lecho. Me volví y le
contemplé las nalgas desnudas, puesto que no llevaba bragas.
La perfecta majestuosidad de sus posaderas nunca deja de
excitarme, ¡qué piel más tersa y suave tiene!
La fustigué sin demasiada fuerza y ella gimió. No tenía
intención de lastimarla, y Caroline lo sabía.
—¿Se la cogiste entre las manos, cariño? —pregunté.
—Lo justo para sentir lo dura que era. También le sostuve
las pelotas. ¡Oh! ¡Ah!
La fusta volvió a herirle las nalgas. Sentía una morbosa
predilección por ser fustigada. Supongo que se trataba de una
secuela de su propia instrucción cuando era una adolescente.
—Le habrías dejado que te cabalgara si yo no hubiese
estado en casa, ¿verdad?
—Tal vez. ¡Ah!
Empezaron a aparecer las marcas de la vara.
—Dime que querías que te ese tipo te follara, Caroline.
—¡No! ¡Ay! Está bien, sí que lo deseaba.
—¡Eres una chica demasiado pervertida!
Sabía que eso no era cierto, pero en un momento como
aquel no importaba que lo fuera o no. Todas las mujeres llevan
una Miriam en su interior, si bien no la dejan aflorar. A veces
ocurre que actúan por inercia, como el caso de aquella dama
que fue objeto de idéntico interludio erótico. La azoté de
nuevo y movió las nalgas con violencia. Los cardenales
comenzaron a volverse de un color rojo intenso en contraste
con la blancura de sus muslos. Pasé la vara de una mano a la
otra y le toqué el ano, tembloroso y cálido.
—Pero ¿qué…, qué estás haciendo? ¡Oh! ¡No me metas el
dedo ahí!
—Estate quieta, cariño. Es evidente que te estás excitando
mucho. Ha llegado la hora de encularte. No te muevas, te digo.
¡Levanta el trasero! Venga, muchacha, separa las piernas.
—¡Oh! ¡Es obsceno! ¡No, no lo hagas!
Le abrí las nalgas y apoyé el miembro contra ellas. Ella
gimió y se estremeció al tiempo que sentí el palpitar de la
vulva. Caroline se lamió los labios por la excitación.
—¡Oh, Dios mío! ¡No te voy a dejar! ¡Mamá va a venir!
—¡Quieta, te he dicho! —mascullé.
Puse la mano contra los labios del sexo y sentí el vello
púbico mojado. Ella se resistió y se movió con fuerza a los
lados, pero la así por las caderas y le metí la verga en el recto.
Sacudió la cabeza y golpeó la cama con los puños apretados.
—¡No! ¡Es demasiado grande! ¡No!
Le tapé la boca con la mano. De vez en cuando hay que ser
duro, y sé que Caroline lo encuentra excitante. Con una sola
arremetida se la metí hasta el fondo. Contoneó la grupa con
brutalidad y la hizo chocar contra mi estómago. Al ver que no
podía reprimir un grito, alivié la presión de la mano en su
boca. Entonces me entregué a encularla con premura. Ella
jadeó de gusto mientras respiraba profundamente por la nariz.
—¡Córrete ahora, amor mío!
—¡Oh! ¡Ah! —gimió.
Pero en ese momento apretó los muslos contra los míos,
estiró al máximo las piernas y me dio un golpe con las
pantorrillas. Lejos de ceder, la apresé con mayor fuerza y la
atraje hacia mí. Deslizó las manos sobre la colcha y se quedó
casi al borde de la cama. Los contoneos de su pelvis iban al
compás de mis arremetidas.
—¡Oh, papá! —jadeó.
Se detuvo un instante para dejarme metérsela toda otra vez
y comenzó a correrse con la verga embebida.
—¿Te gustó? —le pregunté, inclinado todo el peso de mi
cuerpo sobre el suyo.
—¡Sí! —suspiró.
—¿De veras? —insistí.
Me refería, naturalmente, al jardinero, y ella lo sabía. La
pregunta era innecesaria, pero me obsesionaba tanto como
Miriam lo había hecho.
—Pues claro que no, cariño. ¡No disfruté con él! —
sentenció.
¡A veces los hombres nos entretenemos con unos juegos
tan estúpidos!
19
CAROLINE, que está mirando el manuscrito como pudiera
hacerlo una madre con su pequeño, me reprocha que hablo
demasiado de mí mismo.
—Si hablo demasiado de ti, cariño, la gente va a pensar
que eres una pervertida —bromeo.
—Pues que me lo digan a la cara —contesta ella.
—Sólo es un mal chiste —respondo, pero ella ya ha salido
del estudio.
Tiene un talento especial para hacerme sentir incómodo
con su fingido disgusto. Las mujeres tienes una manera muy
injusta de decir las cosas, por lo que los demás nos vemos
obligados a reflexionar sobre nuestro comportamiento. Uno
piensa que todas las recriminaciones que nos hacen están
fundamentadas y son palpables. En cualquier caso, no voy a
encontrar a nadie que quiera publicar estas memorias, y
tampoco me voy a molestar en buscarlo.
—¿Y qué vas a hacer con él, entonces? ¿Te vas a quedar
quieto? —me preguntan.
Sólo soy un aficionado con talento, al menos eso creo. Me
basta con tener un miembro largo y grueso y un corazón
apasionado. Que yo sepa, no soy un experto en nada más, y
tampoco ambiciono más.
Cuando escribí la primera parte de este manuscrito aún no
había vivido ese memorable día que cambió mi vida. Con la
excusa de emular a su madre en sagacidad, Caroline había
maquinado un plan para encontrarse con un hombre solitario.
Puesto que era una chica tan atractiva no le costó ningún
esfuerzo conocerlo como por azar. Todo ocurrió en un café
cercano al mercado de la ciudad. Mientras bebía fue objeto de
la mirada de un hombre.
Dicho caballero se apresuró a salir del local para volver a
entrar un minuto después como si pretendiera simular que
acababa de llegar. Se disculpó ante ella y le preguntó si le
importaba que tomara asiento a su mesa. Cuando Caroline le
hubo contestado afirmativamente, ambos comenzaron a
conversar.
Al principio, ella fingió una cierta timidez, pero no tardó
en corear las ocasionales bromas con que el caballero fue
salpicando la charla.
El hombre pensó sin duda que había tenido suerte y le fue
contando sus aventuras, varias de las cuales Caroline juzgó
increíbles, si bien aparentó creerlas. Una vez que el caballero
pensó que ya habían roto el hielo entre ambos, comenzó a
hablarle de cosas más sugerentes. Caroline, que se preciaba de
ser una actriz excelente, fingió escucharle con atención a
medida que la conversación se iba haciendo más íntima. Hizo
el mejor papel de su vida. Entonces aparentó sentirse
secretamente excitada (cosa que la he visto hacer en varias
ocasiones, cuando aleccionábamos a esta o aquella muchacha),
y aceptó un brandy con la intención de simular que se relajaba.
Luego le preguntó a su pretendido seductor si ella podía
contarle una historia que le había sucedido.
—No debería contarle esto porque pensará que soy una
atrevida, pero yo también he asistido a reuniones privadas en
las que había un cierto libertinaje —le dijo.
El caballero se regocijó con aquellas palabras. Caroline se
detuvo un momento antes de comenzar su confesión con el fin
de interesar a su interlocutor, que estaba ansioso por oírla.
—Bueno, te lo contaré si me prometes que no saldrá de
aquí —dijo ella, y comenzó a describir con todo detalle la
imaginaria reunión a la que había asistido como si se tratara de
la típica historia del cartero que llama a la puerta. No me
refiero al manido tópico del «cartero» al que besan en el
recibidor y del que todo el mundo se ríe cuando lo cuentas,
sino a una variante más obscena en la cual la frase de «llama a
la puerta» significa algo muy diferente.
—Con esto quiero decir —continuó al tiempo que miraba
de soslayo a los lados para asegurarse de que no los escuchaba
nadie— que el ofrecimiento del cartero cuando la señora de la
casa le abrió la puerta, era de naturaleza sexual. ¡Oh, pero
usted va a pensar que soy una pervertida!
—¡No se preocupe y continúe! — repuso el caballero.
—No debería contárselo pero si insiste… En vez de
quedarse en el recibidor, que sería lo normal, el cartero se
quedó al otro lado de la puerta principal donde, como es
lógico, estaba el buzón. Entretanto, las damas se encerraron en
una habitación apartada sin saber quién era el cartero. Cuando
éste llamó, la señora se dirigió a la puerta y allí estaba él, con
la gorra en una mano y las cartas en la otra. La señora tuvo
entonces que decidir si aceptaba o no «el ofrecimiento» del
cartero. Si le gustaba lo que veían sus ojos, se fijaría en la
entrepierna del hombre y le abriría la puerta de par en par.
La mirada del caballero era casi cómica.
—¿Me está diciendo que él…, esto…, que estaba
excitado? —le preguntó con voz entrecortada.
—Creo que he hablado más de la cuenta. Supongo que la
culpa es del brandy. No sé lo que pensará usted de mí ahora.
Le juro que no soy una chica en absoluto libertina —repuso
ella, e hizo un ademán de despedirse.
—Por favor, permítame que la acompañe a su casa —
sugirió el caballero.
Caroline se negó al principio a propósito, pero luego
accedió a sus deseos y le permitió que llamara a una calesa. Ya
sentados, el hombre le siguió hablando de las conquistas que
había logrado.
—Si quiere usted pasar cuando lleguemos, conocerá a mi
hermana.
—¿Han recibido ustedes algún paquete? —preguntó
mientras posaba una mano en el muslo de ella.
—¿Qué clase de pregunta es esa, caballero? Estoy segura
de usted no se habría atrevido a jugar a ser el cartero.
—¿Yo? ¡Cielo santo, no! Recuerdo que un día, cuando
estuve en la India… —comenzó a contar, y se enzarzó en una
historia de lo más increíble pero que Caroline encontró
fascinante.
Luego, llegaron a la casa de Adelaide y el hombre la
acompañó hasta la puerta principal y le dijo toda clase de
palabras para darle a entender que se hallaba en presencia de
una dama con una reputación intachable.
—¿Está dentro su hermana? —quiso saber cuándo llegaron
a la puerta.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso pretende comportarse con
ella igual que lo ha hecho conmigo? Si es así, tendrá usted que
presentarse como el cartero de la historia que le he contado.
Estos juegos la divierten tanto o más que a mí —dijo Caroline
metiéndole un muslo en la entrepierna, lo cual le provocó una
visible erección.
—Yo… —jadeó el caballero mientras consideraba la
proposición de mi amada y miraba de soslayo el buzón.
—¿No tiene los suficientes arrestos, acaso? Lo cierto es ya
tiene usted un buen «paquete» entre las piernas —sonrió
Caroline, y le pasó la mano alrededor de la cintura.
—¡Dios mío! —exclamó él..
Envalentonado por las sutiles caricias de ella, le rodeó el
talle con las manos y se dispuso a besarla en el porche.
—No, ese no es el juego del que hemos hablado. Aún no
nos ha presentado sus credenciales, caballero. Llamaré a la
puerta y Adelaide contestará. Quizás no lo haga si lo que ve no
acaba de satisfacerla.
—Bueno, yo…, que Dios me ayude… Quiero decir, ¡qué
divertido!
—Recuerde que somos dos, aunque si lo que me ha
contado es verdad, no tendrá ningún problema para
satisfacernos.
—Claro que puedo. Os voy a inundar los traseros —
fanfarroneó, aunque se sintió algo incómodo por tener que
hablar de aquella manera.
Sin más dilación, Caroline se acercó a la puerta y llamó
tres veces con los nudillos.
—¡Deprisa! Sácatela e introdúcela en la ranura —ordenó
ella.
El hombre se sonrojó antes tales palabras, pero obedeció.
Se desabotonó la bragueta, sacó el rígido pene y se esforzó por
meterlo en el hueco del buzón que había en la puerta.
Naturalmente, se quedó muy quieto, mientras Caroline le
presionaba los testículos por detrás, simulando que trataba de
ayudarlo.
Entretanto, Adelaide no sólo había oído la señal sino que al
escuchar que la calesa se detenía frente a la casa, se acercó a la
ventana para ver de quién se trataba. Oyó la conversación que
tenía lugar en el porche y se dio cuenta de la intención de
Caroline, pues habían comentado muchas veces lo excitante
que sería tener una experiencia de ese tipo. Como es lógico, el
ansioso caballero no sabía nada de todo ello. Lo siguiente que
supo él fue que mi hermana le había cogido la polla desde el
otro lado de la puerta. Entonces se vio obligado a seguir el
movimiento de ésta al abrirse. Adelaide asomó la cabeza y
miró a Caroline. Ambas se echaron a reír ante la atónita
expresión del hombre cautivo.
—Sostenla, querida.
—Sí, ya lo hago. Trae una cuerda enseguida y átale las
muñecas —ordenó Adelaide.
El caballero separó los brazos mientras cedía la presión
sobre el miembro. Dolorido, fue sacándolo de la ranura del
buzón y entonces se cerró la puerta.
Ya he dicho antes, eso creo, que un caballero no se puede
jactar de sus conquistas. Las mujeres sólo se ofrecen cuando
han intimado con él.
He oído hablar de algunos hombres que con frecuencia se
postran ante las damas para implorar que les permitan besarles
los pies, incluso lamérselos. Yo también he participado en
estos juegos, como ya sabe el lector, pero nunca me he dejado
llevar por la obsesión. Si he de ser sincero, la única diferencia
palpable entre estas extravagancias y el hecho de fustigar las
nalgas de una joven radica en que el hombre será sumiso de
por vida mientras que la joven sólo está recibiendo una
determinada educación para alcanzar el placer deseado y
merece la mayor de las consideraciones por prepararse así para
recibir el miembro viril.
No intento insinuar que el caballero formara parte del
primer grupo que acabo de mencionar. Simplemente estaba a
punto de probar una experiencia nueva. Caroline me explicó la
‘ aventura en estos términos, con la misma parsimonia que las
mujeres acostumbran a utilizar cuando te cuentan algo; es
decir, dan continuos rodeos antes de ir al grano.
—¿Qué hicisteis entonces? —la interrumpí.
—Eso es precisamente lo que estoy tratando de explicarte,
si es que me dejas —replicó ella—. Después de asegurarlo, no
sin bastante resistencia por su parte, lo llevamos al estudio y
allí le „ bajamos los pantalones y le arremangamos la camisa.
No pienso repetirte las imprecaciones del hombre; algunas
eran más propias de un loco que de un caballero. Adelaide le
cogió la verga entre las manos y le ordenó que se quedara
quieto. Entretanto fui a buscar una taza, porque había visto a
mamá hacerlo algunas veces cuando se disponía a jugar en
casa. Le sostuve por los testículos y se los metí dentro de ella.
¡Tenías que haber visto la cara que puso, querido!
No pudo contener la risa. Esperé con paciencia hasta que
decidió continuar:
—Después de eso, y tras haberlo ordeñado como a una
vaca, el pobre comenzó a temblar. Me he olvidado de decirte
que le obligamos a arrodillarse en el momento en que
eyaculaba. Dejé la taza frente a él. Le dije que era un regalo
por su libidinosidad. Casi gritó pidiendo que le perdonáramos.
—¿Lo echasteis de casa?
—No, no. El juego aún no había acabado, amor mío. Le
recordé sus fanfarronerías acerca de inundarnos los traseros.
Intentó incorporarse pero le previne que no lo hiciera mientras
tu querida hermanita se levantaba las faldas y le ponía las
nalgas frente a su cara. Le así la cabeza y la presioné contra la
grupa de ella.
—Hay un trasero al que aún no has inundado —le dije.
Intentó sacudir la cabeza pero no se lo permitimos. Se la
presionamos con fuerza hasta que la polla se le puso dura sin
pretenderlo él.
—¡No puedo! —masculló entre las nalgas de Adelaide.
—Claro que puedes. Tienes que llenar la taza —repliqué.
Entonces, Adelaide se volvió, le apretó las orejas contra
los muslos y le puso el chocho enfrente de la boca.
—¡Pervertidas! —le dije a Caroline.
—¡Mira quién habla! Yo te obligué a hacer lo mismo con
mamá.
—Aquello no era más que un juego —repuse
sonrojándome.
—Bueno, y esto también, cariño. La única diferencia entre
los dos es que al caballero lo forzamos más que a ti.
—¡Cómetelo, perro! —fueron las siguientes palabras de
Adelaide.
El hombre pareció sufrir de repente una transformación.
Separó las piernas y le lamió el sexo con fruición durante un
buen rato. Parecía un sabueso olisqueando una pista. Entonces
se corrió de nuevo sobre la taza. Luego, ella se retiró un paso
hacia atrás, le dio un golpe y se habría caído de bruces si no lo
llego a sostener a tiempo. El juego estaba empezando a
degenerar, lo confieso. No queríamos que nos poseyera, ni él
nos dijo nada al respecto. Le ordenamos que se incorporara y
así lo hizo. Lo llevamos de vuelta al recibidor y le desatamos
las muñecas, que aparecieron faltas de sangre por la presión de
la cuerda. Nos miró atónito.
—¡Vete! —le ordené con sequedad.
Adelaide se había acercado al pomo de la puerta y
comenzó a abrirla.
—¿Os volveré a ver? —nos preguntó dejándonos
desconcertadas.
Nos miramos sin saber si estábamos soñando.
—No, nunca —repuse.
Me di cuenta a tiempo del cambio de su actitud y temí que
nos atacara. Adelaide abrió de par en par la puerta y dio un
paso atrás.
—No me importa lo que me habéis hecho —insistió él—.
Me lo merecía, soy un granuja. No voy a lameros los pies,
pero nadie me había tratado así nunca.
—Tal vez deberían haberlo hecho —contesté.
Aquel momento fue bastante electrizante. No supe qué
hacer. Ya no se trataba de un juego. Puso una mirada anhelante
que me hizo estremecer, pero no se movió.
—Sí, estoy seguro que sentiste miedo —dije.
La historia era bastante extraña pero yo creí todas y cada
una de las palabras de Caroline.
—¿Y después qué? —quise saber.
—Se arrodilló de nuevo, agachó la cabeza y nos besó los
botines. Luego se marchó. Adelaide cerró los ojos. Durante
ese día no hablamos de otra cosa. Más tarde recibimos carta
suya en la que nos suplicaba que repitiéramos la experiencia.
¿Cómo puede una resistirse a un hombre así?
—Le has dejado una marca imborrable en lo más profundo
de su ser —dije.
En la vida ocurren varias cosas parecidas. He oído
historias de hombres que robaban las bragas que las mujeres
tendían en la parte posterior de las casas, pero ignoro si las
olían o qué hacían con ellas. Esos hombres están al margen de
la sociedad. No me gustan los de su calaña. Son personas
malsanas.
Supongo que después de todas estas confesiones no
pensará, querido lector, que soy un hombre raro, ¿verdad? A
mí me habían educado de otra forma. Las palabras del señor
Somner relacionadas con las actitudes del varón eran
correctas. En ocasiones los dos tuvimos que arrodillarnos y
meter la cabeza debajo de las faldas de algunas damas. No
eran más que juegos. Otras veces nos utilizaban para
estimularlas y dado que no nos era permitido sacarnos la polla,
cuando estaban lo suficientemente excitadas nos ordenaban
subir a las habitaciones para, una vez allí, escucharlas reír y
jadear abajo.
Con todo, no tardábamos en volver a descender al salón.
Hablo en plural aunque siempre lo hacíamos por separado. Al
entrar nos encontrábamos con unos labios cálidos y unas
miradas ardientes. Entonces nadie decía una palabra y
comenzábamos a actuar como si nada hubiese pasado. El señor
Somner, que era un hombre más corpulento y experimentado
que yo, decía:
—Venga, ¿a quién le toca ahora probar la fusta? ¿Dónde
están las chicas malas?
Una u otra subía con él entonces. Al cabo, escuchábamos
los usuales gritos, seguidos de jadeos y al final, silencio.
El reloj indicaba que había transcurrido media hora.
20
DE estas memorias puede desprenderse que todas nuestras
amistades han sido extremadamente libertinas. Como es
lógico, el mundo no está hecho de esa manera. ¡Ojalá lo fuera!
Un caso interesante podría ser el de Jane Maudesley y su
hermana, Ethel. La primera tenía veintidós años y la otra era
dos años más joven. Cuando las conocimos eran dos
encantadoras muchachas, tranquilas y modestas.
Hace apenas un mes, Jane vino a visitar a Caroline. Yo
estuve presente cuando llegó la atractiva joven, pero no tardé
en darme cuenta de que deseaba hablar con mi esposa a solas,
de modo que salí del salón. Cuando una hora después me
llamaron para que fuese a despedirla, la encontré con los ojos
llorosos y el rostro pálido. Le pregunté a Caroline qué le había
pasado.
—Te lo diré luego, cariño —repuso con sequedad.
Acompañamos a Jane al carruaje. La besé en las tersas
mejillas y le pasé el brazo por el talle durante un instante;
después, con una amarga sonrisa en los labios, se marchó.
—¿Y bien? —pregunté.
—Tenemos que hablar de esto con Adelaide —repuso ella,
como si insinuara que yo no sería capaz de entender el asunto
por mí mismo.
—Cuéntamelo mientras llega —dije, cogiéndola por el
brazo.
—No, que luego tendré que repetírselo a ella todo.
No me costó advertir la firme decisión de no decirme nada
al respecto. Las mujeres son muy repetitivas cuando hablan de
algo, y no me cabía la menor duda de que éste era uno de esos
casos; no me equivocaba. Pasó media hora larga antes de que
mi hermana volviera de montar a caballo con algunos amigos.
Entonces Caroline anunció la hora del té: es un requisito
indispensable cuando las mujeres van a discutir algo de
naturaleza importante.
Contaré lo que se dijo con mis propias palabras. Al menos
será más breve. El padre de las muchachas, Thomas, era un
viudo que se había unido sentimentalmente a una tal
Esmeralda Tompkins-Smith, la cual se hallaba en idéntico
estado civil.
Por lo que Jane contó a Caroline, parecía que Esmeralda
era una oportunista en muchos sentidos. Con su habitual
talento para guardar las apariencias, ella había empezado a
sospechar que no podría conseguir sus objetivos en la forma
que estaba acostumbrada cuando su marido vivía, así que tuvo
que buscarse un pretendiente.
Tanto Jane como Ethel la consideraban una mujer vulgar.
Al principio sospeché de aquel imparcial punto de vista,
puesto que no parecía muy inteligente pensar que la señora
Tompkins- Smith consiguiera llegar al lecho matrimonial de
Thomas Maudesley con ese carácter. En la conspiración
también participaban, desde la sombra, el hijo de Esmeralda,
Nicolás, y su hermana Mabel.
—No queremos que vivan con nosotros; de ninguna
manera —le había confesado Jane a Caroline.
Seguro que muchas mujeres, al margen de mi querida
esposa, sin querer involucrarse pero sonsacando todos los
morbosos detalles, habían decidido que aquél no era un asunto
en el que pudieran interferir. Pero Caroline se había limitado a
escuchar y finalmente le dijo a Jane que se trataba de un
asunto muy serio que debía considerar antes de darle una
respuesta.
—En primera instancia —dijo Caroline cuando nos hubo
contado toda la conversación—, tenemos que trabar amistad
con la dama. En cuanto a Thomas, tampoco será demasiado
difícil conocerlo. Después de fingir aceptar a la dama en
cuestión, Jane y Ethel convencerán a su padre para que dé una
pequeña fiesta a la cual seremos invitados los tres.
Cuando conocí a Esmeralda, me pareció una mujer
amable, de mirada penetrante, y con una leve actitud de
cautela hacia la gente que no conocía. Debía rondar los
cuarenta, era de estatura mediana y poseía unas abundantes
curvas que, como Caroline observó, debían resultarle bastante
difícil embutir en el estrecho corsé que llevaba. Tenía unos
labios carnosos y llenos. Podríamos emplear el mismo adjetivo
para describir también los pechos y el trasero de la dama. Un
pedazo de mujer, en suma, que sin duda sería magnífica en la
cama.
La hija de ésta, Mabel, tampoco tenía que envidiar
demasiado a su madre, y podríamos calificarla de pequeño
bollo de chocolate, por así decirlo. Digo pequeño porque la
naturaleza no la dotó con demasiada altura. Supongo que me
llegaba a la altura del pecho. Hay un cierto encanto en ello.
Uno podía mirarle los senos, firmes y exuberantes, y
percatarse de que uno apenas tenía que levantar la mano para
tocarlos.
La sola idea… Pero no. Debo continuar…
El hijo era una completa nulidad de diecinueve años; dos
más que su hermana. No pude descubrir en él más que a un
actor secundario en la obra que iba a representarse de
inmediato, pero ese no fue el caso. En varias ocasiones durante
el transcurso del téte-a-téte que habían amañado entre Jane y
Ethel, Esmeralda me habló de la espléndida casa que poseían,
lo cual se me antojó fuera de lugar, si sus intenciones se veían
cumplidas.
—Yo cambiaría las cortinas y varios muebles —observó
mientras miraba a Jane, que se sonrojó y huyó al comedor.
Con un pretexto cualquiera, la seguí y cerré la puerta.
Estaba a punto de romper a llorar de nuevo y exclamó:
—¡Cómo odio a esa mujer!
—Haces bien, pequeña —repuse yo.
Entonces me miró agradecida por ello. Pasé los brazos por
su cintura y le dije que teníamos un cometido que cumplir.
—¿Pero qué puedes hacer tú? Papá está encariñado con
ella, estoy segura —repuso ella al tiempo que correspondía
con timidez a mi abrazo poniendo las manos por encima de
mis antebrazos.
Así nos quedamos por unos instantes.
—Tenemos que discutir el asunto, Jane. Tiene que haber
alguna solución —dije.
Le acaricié la cintura con delicadeza.
—¿Estás seguro? Yo creo que no se puede hacer nada —
respondió mientras yo le pasaba la mano izquierda por la nuca
y, con la intención de consolarla, la atraje hacia mí para que
reposara la cabeza sobre mi hombro. Lo mejor que se puede
hacer cuando una joven se lamenta ya sea a lágrima viva o con
leves sollozos es taparles los ojos con la mano para
reconfortarlas. Así que bajé la mano libre y la llevé hacia sus
nalgas con sumo cuidado, como si lo que pretendiera fuera
ayudarla a mantener el equilibrio.
Los dedos le temblaron al contacto con mis brazos.
Llevaba un vestido vaporoso, lo cual me permitió levantarle
las enaguas hasta que le toqué los glúteos con los dedos, a
través de las bragas. Sentí entonces el más íntimo de los
recovecos de su trasero mientras le susurraba al oído palabras
de consuelo.
Dio un respingo pero eso fue todo. En un momento como
aquél había que decidir si continuar con las caricias o apartar
los dedos después de una última y leve atención. Me decanté
por la primera posibilidad y le presioné deliberadamente las
bragas hacia abajo para introducirle el índice en el ano.
—Tienes que aprender a conciliar la mente con el cuerpo y
te sentirás mejor, Jane —le dije.
«No quiero», dirían algunas muchachas, pero no ella; por
fortuna.
—Supongo que tienes razón —repuso con voz trémula.
Ya era suficiente. Sentí una vez más la calidez de aquel
orificio y luego la dejé marcharse. Tenía los pechos llenos y
firmes, el vientre plano, y los muslos magníficos. La escuché
sollozar y la dejé ir. El vestido se le había quedado enredado
en los ligueros por la parte posterior, donde la había
acariciado. Al percatarse de ello, la joven se ruborizó.
—Ese es el precio que tengo que pagar —la oí decir.
En ese momento apareció Caroline. Tiene un sexto sentido
para saber cuándo tiene que dejarse ver.
—Tenemos que irnos, querido —me dijo y al observar el
rubor en el rostro de Jane se dirigió a ella:
—¿Estás bien, pequeña?
—¡Oh, sí! Pero me temo que no podréis hacer nada por
ayudarnos —respondió.
—No digas tonterías, cariño. Aquí se necesita un toque de
obscenidad y gracias a la ingenuidad te libraremos de esos
indeseables. Sin embargo, no puedes quedarte con los brazos
cruzados. Piensa que tendrás que hacer algunas cosas que te
pueden alterar un poco. ‘
—¡Oh! —exclamó Jane desviando la mirada.
Todavía tenía impresa la marca de mis dedos en las nalgas.
—Es necesario, Jane —repitió Caroline con ternura—,
pero lo discutiremos más adelante, cuando hayamos pensado
en la idea que nos diste.
—Sí, por supuesto.
—Adiós, querida —la abracé de nuevo, pero esta vez sólo
la tomé por las caderas, pues ya le había demostrado cuan
firmes eran mis manos.
Caroline nos observaba satisfecha. Luego la besó.
—¿Qué sentiste? —me preguntó apenas hubimos salido de
la casa.
No era el tipo de pregunta que haría una esposa celosa.
—Tiene un trasero delicioso. No se resistió casi nada. Le
metí la mano por debajo de las bragas.
—Bien, al menos es un buen comienzo. Tal vez fuera
aconsejable que la muchacha no participara en esto
directamente, pero ya veremos. ¿Tienes alguna idea, Adelaide?
—le preguntó a mi hermana en el carruaje.
—Querida, se me acaba de ocurrir la idea más brillante que
he tenido jamás —repuso ella sin ningún rubor, me miró y
preguntó—: ¿Sabes algo sobre fotografía?
—Un poco, sí, pero…
—¡Venga, Adelaide! ¿Nos tienes en ascuas! —exclamó
Caroline con visible impaciencia.
—No. Tengo que pensar en ello un poco más. A veces, me
altero al verla, ya sabéis.
—¿Quién? —le preguntamos al unísono.
—¡Quién va a ser sino Jane! Creo que es bastante
manejable.
—Sí, cariño. Si estás pensando en el mismo juego de
seducirla y luego meterla en la cama de Thomas… ¡Es
fantástico! — exclamó Caroline.
—Esperad a que lleguemos a casa y una vez allí
discutiremos el plan. Hay que elaborarlo hasta en el más
pequeño detalle, pero sé que lo conseguiremos —dijo
Adelaide satisfecha de su sagacidad.
No dijimos nada más sobre el asunto hasta que, y no
soporto tener que decirlo aunque sea verdad, nos metimos en
el estudio y tomamos otro té chino.
21
TENÍA que buscar una cámara fotográfica y un caballete,
unas placas y los productos químicos que fueran necesarios.
—Dentro de poco tendremos un álbum con deliciosas
fotografías obscenas —comentó Caroline después de que mi
hermana nos contara su plan detalladamente.
Caroline no había tenido una idea mejor y eso la hacía
sentirse incómoda.
Me sentí orgulloso de tener dos ángeles como ellas a mí
lado. Necesitaba practicar un poco con la cámara y, tras haber
conseguido el equipo imprescindible y a las modelos
adecuadas, ellas, les fui haciendo fotografías a ambas hasta
que quedaron satisfechas con los resultados. Debo añadir que
se aburrieron un poco con la charla que les di acerca de las
lentes y demás.
Cuando hubimos concluido el trabajo, nos decidimos a
hacer partícipes de nuestro secreto plan a Jane y a Ethel. Al
principio se sorprendieron; Ethel tuvo que taparse la cara con
las manos, pero si teníamos que llevar a la práctica aquella
maquinación, debíamos hacerlo bien, como opinaba Adelaide.
Como usted, querido lector, no sabe de qué estoy hablando
con exactitud, voy a ir derecho al asunto. Dado que no estuve
presente todo el tiempo, me veo obligado a recurrir a una
tercera mano para escribir lo sucedido.
La esencia del asunto radica en las fotografías, puesto que
el tipo de seducción que habíamos urdido no era demasiado
convencional, como tampoco lo eran las circunstancias. Jane y
Ethel fueron visitando a Esmeralda con cierta frecuencia hasta
conseguir hacerse amigas de su hija. Su padre, que ignoraba
todo, aprobaba de buena gana aquella relación.
Durante la tercera visita bebieron el vino que Caroline
había preparado para la ocasión. Éste contenía algo más de una
dosis de láudano. Basté con decir que aún las mujeres más
fuertes sucumben ante este fármaco; una sobredosis puede
llegar a dejarlas inconscientes. Por fortuna, no tuvimos que
llegar a ese extremo. También debo añadir que ésta (la idea,
que no el vino) era la pequeña aportación de Caroline.
Después de haber charlado durante un rato con Esmeralda,
Jane le preguntó si Mabel podía pasar la noche con ellas, ante
lo cual las dos, madre e hija, aceptaron la sugerencia al ver el
camino despejado hacia la casa de los Maudesley. Antes de
irse, Jane les ofreció la botella de vino y unos pastelillos que
no hubieran aceptado de saber Esmeralda y su hijo lo que
contenían: un poderoso afrodisíaco.
Se dieron varios besos hipócritas y las jóvenes salieron de
la casa. Jane tuvo muy cuidado en no cerrar la puerta hasta que
hubo captado la atención de Mabel.
Esperamos una eternidad a que el fármaco surtiera efecto.
Eso también formaba parte del plan.
—Un cuarto de hora —dijo Adelaide.
—No, media hora —replicó Caroline.
Yo aventuré tres cuartos de hora, y gané. Jane se deshizo
en excusas delante de Mabel y salió de la casa para
encontrarse con nosotros en el camino. La esperábamos en un
carruaje.
—¿Creéis que dará resultado? —preguntó.
—Si cuando lleguemos están inconscientes, pequeña, no
habrá duda de que sí. Estoy segura de ahora estarán probando
todo —repuso Adelaide, puesto que esa parte del plan había
sido idea suya.
Confieso que nos pusimos nerviosos cuando llegamos a la
verja principal con el carruaje. El resto del camino lo hicimos
a pie; yo cargaba con la cámara y el caballete.
Adelaide y Caroline fueron las primeras en adentrarse en
las casa. Al cabo de unos minutos regresaron. ¡Ah, qué
excitación!
—Os dije que daría resultado —comentó Adelaide.
Esmeralda estaba estirada cuan larga era en el diván de
color púrpura. Tenía los senos al descubierto y el vestido
arremangado por encima de los ligueros, mostrando el
esplendor de aquellos muslos blanquecinos. Nicolás llevaba
puestos los pantalones pero tenía el miembro fuera de la
bragueta.
—¡Magnífico! Bien, al menos han comenzado —rio
Caroline.
Debe ser muy fuerte…, ese vino —comentó Jane al mirar
ruborizada el pene fláccido del joven.
Todavía teníamos que enseñarle algunas fórmulas a la
muchacha pero, de momento, prometía bastante.
—Así es. Ayúdame a quitarle las botas y los pantalones.
Luego nos ocuparemos de Esmeralda —sugirió mi hermana.
La excitación hizo presa en Jane.
—Tendríamos que levantarlos —dijo.
La aparté, me arrodillé para desatarle las botas y tiré de
ellas con fuerza. ‘
—No hace falta. Ahora los pantalones. Tira de ellos hacia
abajo —repuse mientras Caroline y Adelaide se preocupaban
de quitarle las bragas a Esmeralda y de subirle el vestido hasta
la cintura. Entonces vimos la tupida mata del sexo y, después
de desabrocharle el corsé, los pezones tostados coronando
aquellos enormes pechos.
—Todavía está mojada. Supongo que él le habría
introducido el dedo en la vulva al sentirse excitados —
comentó Caroline echando un vistazo a la bandeja en la que
habían sido puestos los pastelillos.
—¡Qué indecencia! No puedo imaginarme lo que habrán
hecho. Esto…
—¡Sssh! Deja en paz a tu imaginación, Jane. Estamos
arriesgando mucho en estos momentos —replicó Adelaide.
Entre Caroline y yo levantamos a Nicolás y lo llevamos al
borde del diván para luego separar las piernas de su madre y
extenderlas a lo largo del mismo. Caroline tuvo la idea de
poner en el suelo los pantalones del joven junto a las bragas de
la dama.
—Cuando despierte, Esmeralda pensará que se quitó las
bragas primero, ¿verdad que es divertido? Las mujeres nos
damos cuenta de estas cosas —dijo Caroline mientras Jane,
azorada, no sabía hacia dónde mirar.
Mientras hablábamos, el semiconsciente Nicolás dejó caer
la cabeza entre los muslos desnudos de su madre.
—¡Fijaos en esa postura! —sonrió Adelaide.
Coloqué el caballete y la cámara frente al diván, puse las
lentes y enfoqué la pareja presuntamente culpable. La imagen,
como es lógico, aparecía al revés, e incluso más espectacular.
Allí estábamos todos, en aquel silencioso estudio hablando
en voz baja. Las damas se pusieron detrás de mí. Apreté el
dispositivo e hice la fotografía.
—¿Has enfocado los pantalones y las bragas? —quiso
saber ‘Caroline.
Sí. Era un cuadro prefecto y las prendas se podían apreciar
en un ángulo de la placa. Cargué de nuevo la cámara y tomé
otra fotografía para asegurarnos.
—Falta el toque final, cariño. Cuando ella se despierte
tiene que encontrar esperma seco sobre las ligas —dijo
Adelaide.
Jane dio un paso hacia atrás al escucharla, pero luego se
acercó movida por la excitación como una colegiala.
—No entiendo nada —balbuceó.
—Es muy sencillo, pequeña, pero ya has jugado bastante
por hoy. Saca la polla, querido y ponía en su mano. Ahí…
¡Venga, Jane, no seas mema y cógesela! Harry se correrá en
las rodillas de Esmeralda y le rociará los muslos con el
esperma.
—¡Pero…! —objetó Jane al tiempo que yo le cogía la
mano y cerraba los dedos alrededor del miembro erecto.
Apoyé una rodilla en el diván. Comenzó a moverla con
vacilación y luego cada vez más segura.
—¿Acaso no has masturbado a ningún hombre antes? —le
pregunté.
La muchacha abrió la boca. Tenía unos labios suaves y
carnosos. Me acerqué a ella y la besé con dulzura. En aquel
preciso momento, Adelaide le levantó la falda por detrás y le
bajó las bragas hasta las rodillas. Jane jadeó contra mi boca
mientras le metían el índice en el sexo.
—¡Deprisa! —ordenó Caroline. Haz que se corra, Jane.
La joven balbuceó algo incomprensible. Sentí que
doblegaba las rodillas a pesar de no poder verlo. Mi hermana
le estimulaba el clítoris con consumada delicadeza. Los dedos
de Jane comenzaron a moverse de arriba hacia abajo con
premura al tiempo que yo introducía la lengua en aquella
cálida boca.
—¡Haz que me corra! —mascullé, si bien parecía que lo
había dicho un chiquillo y no yo.
El movimiento de los dedos de Adelaide consiguió que
Jane sacudiera el vientre entre continuos espasmos. Su aliento
me llenaba la boca, su lengua se movía al compás de la mano.
—¡Ahora, Jane!
Ese era el desesperado grito de un hombre. Ella gimió de
placer y levantó un poco las caderas.
—La muchacha se está corriendo —dijo Adelaide.
—¡Oh, cariño! ¡Ten cuidado con donde eyaculas! —le
advirtió Caroline.
—¡Quiero follarte, Jane!
—Lo sé —contestó ella en un susurro.
¡Ajá, tenía dos victorias a la vista! Separé los labios de los
suyos para mirar hacia abajo. Tenía la polla en el sitio
adecuado: su chochito; un blanco perfecto. Vi que separaba las
piernas y me mostraba el vello púbico en todo su esplendor.
Tenía que elegir si eyaculaba sobre los muslos de Esmeralda o
en la vulva de Jane, pero ya no había tiempo suficiente. Las
rodillas me fallaron y me corrí entre las piernas de la dama y
alrededor de los ligueros.
—Pobre Jane, le hubiera gustado sentirla dentro de ella.
Era la voz de Adelaide.
Me volví y no pude evitar restregar la verga contra el sexo
de la joven. La sentí subir y bajar entre los lubricados labios de
Jane, sus desnudos muslos contra los míos y el trasero
aprisionado por mi mano.
—¡Ah! —gimió ella sin ofrecer resistencia.
Expelí las últimas perlas y froté el vientre de la muchacha
contra el mío. Hubo unos espasmos más y quedamos saciados
y tranquilos. Escuchamos unos gemidos cercanos y Jane se
apresuró a subirse las bragas. Todavía me estremecía cuando
me apremiaron a meter la polla en la bragueta y a coger a
cámara. Caroline se hizo cargo del caballete.
—¡Deprisa, deprisa! —exclamó Adelaide.
Un momento después ya estábamos los cuatro fuera, con el
frío aire de la noche dándonos en el rostro.
—¡Ay, Dios mío, nos van a oír! —gimió Jane.
—Dentro de unos segundos no escucharán más que sus
propios gritos. Ya están conscientes. ¡Vamos! —dije yo y
salimos corriendo por el camino hasta la verja principal donde
nos aguardaba el carruaje.
Nos metimos dentro, tiré de las riendas y los caballos
comenzaron a galopar hasta que llegamos de nuevo a la casa
de Jane. Entonces, vimos a la joven con Caroline. No pude ver
la siguiente escena, pero pude imaginármela. Voy a explicar lo
que me contaron palabra por palabra.
Al entrar en la casa, las dos se encontraron a solas con
Ethel. Mabel se había acostado, dijo la chiquilla con aire
triunfal.
Al parecer, la joven había bebido un poco del vino que
habíamos preparado, no así Ethel.
—¿Está dormida? —preguntó Jane tratando de guardar la
compostura.
—Sí, querida. Papá se llevará un buen susto cuando la vea
en su cama.
—Eso es precisamente lo que queremos. Dejadme esto a
mí, pequeñas. Volverá dentro de una hora, ¿no es cierto?
Estupendo. Vosotras dos os iréis a la cama en cuanto llegue él.
No quiero que os vea demasiado tiempo porque podríais
estropearlo todo. Actuad con toda naturalidad; no nos llevará
mucho tiempo —explicó Caroline y comenzó a contarle a
Ethel lo que habíamos hecho.
Apenas había llegado al momento de las dos fotografías
cuando Jane la interrumpió para decir que ella misma le
explicaría el resto.
—No debe haber secretos entre las tres puesto que pronto
tendréis que aprenderos el manual de las relaciones amorosas,
queridas mías —espetó Caroline, haciendo que las dos
hermanas se mordieran los labios y la miraran fijamente—.
¿Acaso no es cierto?
Jane asintió con un gesto. Por su parte, Ethel se limitó a
bajar la cabeza y Caroline, mostrándose paciente, no volvió a
hablar del tema. Se dirigió a la escalera para ver si Mabel
estaba dormida y desnuda.
—Creo que ella sí va aprender bien la lección de esta
noche —dijo Jane.
—Poneos los camisones, que yo también voy a hacer lo
mismo —ordenó Caroline—. Vuestro padre puede llegar en
cualquier momento.
Media hora después, Thomas entró en la casa y se encontró
con Caroline, que no llevaba nada debajo del camisón. Voy a
resumir la conversación que sostuvieron. Mabel había sido una
inconsciente al beber tanto vino, le informó mi amada, y por
esa razón creyó conveniente quedarse y meter en la cama a la
muchacha.
—¿En mi dormitorio? —preguntó el sorprendido Thomas,
sin apartar la mirada de la voluptuosa visión de los pechos
semi desnudos de mi esposa y los contornos de sus muslos.
—Ese era mi dilema: ¿dónde la ponía, Thomas? Ni Jane ni
Ethel tienen camas dobles, aunque estoy segura de que pronto
las tendrán. Yo sí tengo una en mi cuarto, y si quieres que me
vaya…
—¿A estas horas? Ni pensarlo, querida. Yo puedo dormir
perfectamente en el sofá.
—¡Ni hablar! ¿Acaso no es esta tu casa? Mabel duerme
como un lirón y no se despertará hasta bien entrada la mañana,
así que no sabrá que has dormido junto a ella. Ven a verla;
tiene una carita tan dulce.
—Yo. Bueno, sí, pero creo que lo mejor sería…
—¡Más bajo, Thomas! No la despiertes, por favor —dijo
Caroline, y empezaron a subir la escalera.
De pronto, Jane y Ethel aparecieron en el rellano vestidas
con el mismo escaso camisón que el de mi amada.
—Duerme tan profundamente que nadie podría despertarla
hasta mañana —dijo Jane.
—Sí, pequeña, pero…
—Bueno. Buenas noches, papá.
Le dio un beso al tiempo que presionaba los pequeños
senos, los muslos y el vientre contra él. Le llegó el turno a
Ethel y le besó, aunque no se acercó tanto a él. Entonces se
volvieron y entraron en sus habitaciones contoneando los
traseros con gracia, sin que padre pudiera evitar mirarlas de
soslayo.
—La visión de las jóvenes, aquellos cálidos cuerpos y la
quietud de la noche, le hicieron excitarse un poco —nos contó
Caroline.
En vista de que se resistía, ella lo condujo junto al lecho en
el que dormía Mabel con la boca entreabierta y los pezones
asomando por encima de la sábana.
—¡Te digo que no! —susurró Thomas, y se volvió hacia la
puerta.
—Tanto la madre como la hija tienen un cuerpo magnífico
y tú puedes pasar una noche placentera —le dijo Caroline
mientras se dirigía hacia la puerta del dormitorio.
—¡Pero, mírala, yo no puedo…! —comenzó 4 decir sin
poder dejar de mirarla.
Caroline se llevó un dedo a los labios.
—Levántate temprano, Tom; antes de que se despierte. Te
vas por la mañana y ella nunca se enterará de que dormiste a
su lado. Además, piensa que si te casas con Esmeralda, habrás
dado una paso de gigante al haber conocido a su hija antes.
Ten por seguro que si se enterara nunca se lo diría a su madre.
No te preocupes por Jane y Ethel. Ellas tampoco dirán nada.
—¡Pero…, mira Caroline… ¿Y si se levanta y me ve en su
cama, es decir, en mi cama…?
—Plantéatelo de esta manera: ¿Hay alguna mujer en esta
casa que, en la oscuridad, te dé la espalda? Que yo sepa, no.
Los tesoros que te rodean son abundantes, Thomas. No
permitas que se echen a perder. ¡Buenas noches!
22
CUANDO escuché este relato se apoderaron de mí los más
obscenos pensamientos, lo confieso.
—¿Le sorprendiste en el acto? —quise saber.
—¿Con Jane y Ethel? ¡Por Dios, no! ¿Acaso esperabas una
orgía con esas muchachas tan bien educadas? ¡Debería darte
vergüenza! Confieso que escuchamos detrás de la puerta. Al
principio hubo un largo silencio. Habíamos pasado el corredor
sin hacer el menor ruido. Luego oímos una voz entrecortada en
el dormitorio, seguida de algunos susurros. Las jóvenes
juntaron las manos y se agacharon, pero las hice levantar de
inmediato. Más susurros.
—¿Qué… estás haciendo aquí? … dormida… Abrázame.
No me importa que lo hagas. No, claro que no. No se lo diré a
mamá. ¡Oh, qué agradable! ¡Qué grande es! Sí, ya sabía que
era tan grande. Es tan cálida, tan agradable. ¿Si qué…?
¿Qué…?
Escuchamos el sonido de un beso.
—¡Oh, eso es indecente! Sí, de acuerdo —decía Mabel.
La voz de Thomas era más gruesa.
—Vuélvete, dame la espalda —decía él.
—¿Qué estás… haciendo? No, así no. ¡No, te digo!
—Limítate a presionar… el trasero contra mí. ¡Qué pechos
más sensuales tienes, querida!
—¡Ah! ¡No hagas eso! ¡No cabe!
—Paciencia, pequeña, y relaja esas nalgas. Ahí, ahí… ¿Lo
ves? Un poco más…
—¡Pero…! ¡Me la estás… metiendo! ¡Oh, qué maravilla!
¡Oh! ¡No tanto!
—Ten paciencia y pronto la tendrás toda dentro. No te
muevas tanto. Así… Ya tengo la mitad dentro. ¡Qué pechos y
qué culo tienes! ¡Qué nalgas tan hermosas! Sí, muévete ahora.
Un poco más. ¡Será más fácil si levantas el trasero… más!
—¡Pervertido…! No quería dejarte hacerlo tan pronto.
Mamá decía…
—¿Qué decía? ¿Qué? Mete la lengua en mi boca. Presiona
un poco más contra mí. Ya casi… Sí… El trasero un poco
más…
—Ahí…, ahí…
Escuchamos algunos lametones. Besos dulces.
Caroline, que se encontraba detrás de las muchachas,
comenzó a acariciarle par derrière a Jane y con la otra mano le
tocaba a Ethel las nalgas.
—¿Qué pasa? —preguntó Ethel con ingenuidad, pues
nunca había oído hablar de la sodomía.
—Yo lo sé —dijo Jane.
Se volvió y sus labios encontraron los de Caroline mientras
le acariciaba solícita el trasero. Entonces Ethel, emulando a su
hermana, se dejó besar en la boca, también. Allí estaba las tres,
entregadas a su mutuo placer y escuchando los gemidos y las
palabras entrecortadas que les llegaban del otro lado de la
puerta. Hasta que se produjeron los jadeos finales y Thomas
eyaculó un poderoso chorro de semen dentro del derrière de
Mabel.
Las muchachas, medio excitadas, se levantaron.
—¿Qué le estaba haciendo? —volvió a preguntar Ethel
cuando hubieron entrado en su habitación.
Lo sabes muy bien, así que no te hagas la tonta —repuso
Jane.
Se tumbó de espaldas con la cabeza apoyada en la
almohada y empujó a Ethel contra la pared. Los pezones
sobresalían por encima del escaso camisón. Caroline se los
acarició con delicadeza. Las tres acabaron retozando en la
cama.
—Me preguntó qué sería lo que le diría su madre —
comentó Ethel.
Puso la cara contra el cuello de su hermana al tiempo que
Caroline les atendía solícita las rodillas y los muslos.
—Eso no importa ahora.
—Las dos no tardarían en ser enculadas por él. Y ahora,
pequeñas mías, no seáis tímidas y quitaos los camisones.
Dejad que os acaricie los muslos —propuso mi esposa.
—No, Caroline, eso es indecente. No digas esas cosas —
Era la voz de Jane.
Mientras se levantaba el camisón por encima de la cintura,
su boca se encontró con la de mi amada, que le cogió la cara
con la mano libre al mismo tiempo que le rozaba los labios de
la vulva con la otra.
—Es delicioso, cariño. ¿No anhelas una buena polla? Tú,
querida mía, serás la primera. Abre las piernas; todavía tienes
mucho que aprender.
—¡No seáis tan pervertidas, vosotras dos! —espetó Ethel.
Entonces sacó la lengua y le lamió el cuello a su hermana
mientras que Caroline describía círculos alrededor de su sexo.
Las tres comenzaron a jadear de placer. Buscaron con los
dedos…
—¡Continúa! —le pedí a Caroline, que me explicaba la
historia con demasiada lentitud para mi gusto.
—¿Qué quieres que te cuente? Les separé las piernas,
cariño. Les metí la lengua en sus bocas y Ethel puso la pierna
entre los muslos de su hermana. Todo fue muy dulce;
comenzaron a correrse y las besé por turnos. Será magnífico
cuando las poseas porque eyaculan abundantemente…
—¿Es que todavía no…?
—¡Calla! No son unas solteronas; es sólo que aún
necesitan que se las eduque un poco. Retozamos y nos
quedamos dormidas hasta la mañana siguiente.
¡Ojalá hubiera estado allí, escondido detrás de las cortinas
o amparado por la oscuridad de aquella alcoba.
Thomas se levantó y se fue a alguna parte antes de que las
jóvenes se despertaran.
Mabel, sorprendida, se encontró en la cama y vio entrar en
el dormitorio a Caroline.
—He dormido sola —le dijo mientras se vestía.
—Y utilizaste las dos almohadas; ya veo —repuso mi
amada, y le anunció que tenía el desayuno preparado.
Mabel se vio obligada a comer sola, pues las otras ya
habían desayunado.
Desconcertada por la ausencia del gallardo semental que la
había enculado la noche anterior, y que seguramente también
la había poseído por delante, la muchacha se apresuró a acabar
de comer y se encontró con Jane y Ethel en el solarium.
—¡Hace una mañana preciosa! ¡Tenéis una casa
encantadora! ¡Me gustará vivir aquí! —dijo la impertinente
señorita, que sólo recibió unas miradas gélidas por respuesta.
—¿Cómo has pasado la noche, querida? ¿Estabas cómoda?
Papá me pidió que te diera algo —comentó Jane al tiempo que
se levantaba y le ponía un soberano en el hueco de la mano.
—¿Un soberano? ¿Por qué?
—¿No lo sabes? Tal vez sea por tus servicios. Papá dijo
que con esta moneda bastaba. En realidad dijo: «Con un
soberano tiene más que suficiente».
—¿Por mis… qué? Creo que no te he entendido bien, Jane.
¡Nadie me ha insultado así en la vida! Voy a exigir
explicaciones. ¡Me voy!
—En cuanto a eso, Mabel, papá dijo que no esperaba
volver a verte más. Sí, puedes irte. De hecho hay una calesa
esperándote en la puerta para llevarte a casa.
—¿En serio? ¿Comprendes lo que quiero decir con lo de
que nadie me ha insultado así nunca? —explotó ella, la cual no
sabía ya qué más decir.
—Aún tienes tiempo para ello —replicó Jane con
sequedad.
Entonces, Mabel se puso el sombrero, dio la vuelta y salió
indignada.
En cuanto a mí, estaba ocupado en escribir y enviar una
carta a Esmeralda. Decía así: «Señora Tompkins-Smith, su
secreto ha sido descubierto. La comprometedora fotografía de
usted con su viril hijo es algo que no querría que el mundo
viera. Si no se ha marchado antes de acabar el día, y si no ha
puesto a la venta su casa, enviaremos fotografías similares a
sus amistades más allegadas. ¡Tenga cuidado!»
Me encanta la exclamación final, si bien resulta un poco
teatral. Por la tarde, Esmeralda y sus dos vástagos se habían
marchado ya. La casa quedó vacía y cerrada.
—Fue cruel pero necesario —comentó Caroline, y añadió
—: He planeado ir a visitar a Jane y a Ethel el sábado, querido.
¿Vendrás?
Naturalmente respondí que sí. No quería perderme por
nada del mundo cómo se había tomado el asunto Thomas.
Aunque no le dijimos nada, la repentina partida de Esmeralda
había sido comentada en todo el condado y cuando fuimos a su
casa lo encontramos abatido. Ethel y Jane también estaban
tristes. Me llevé aparte a ésta última y le pregunté qué pasaba.
—Está deprimido —repuso ella, con el semblante apenado.
La besé y sentí la proximidad de sus pechos y el calor de
las nalgas. Gimió un poco pero no se resistió.
—Ahora depende de ti el animarlo —le aconsejé.
—Sí, eso parece. Caroline dice que era lógico que se
pusiera así pero no es tan sencillo. Y Ethel también está
afligida.
—Yo tengo la solución a eso, pequeña. Nosotros vinimos a
presentarle nuestros respetos y piensa que lo que le sucede a tu
padre no va a desaparecer hasta pasado algún tiempo.
—¡Oh! Yo creía que Caroline se iba a quedar y…
—Ahora tienes que pensar por ti misma, Jane. Espera. Te
voy a decir la solución y no conozco otra mejor que ésta.
—¡No entiendo nada!
No tenía tiempo para explicaciones, ni tampoco quería
darlas. Abrí en el recibidor un maletín que llevaba conmigo y
saqué una botella. Se la di procurando que nadie del estudio,
contiguo al recibidor, lo viera.
Jane la miró y se pasó la lengua por los labios. «Pronto la
besarán otros labios», pensé.
—Se trata de la misma botella de vino que le dimos a
Esmeralda —dijo, mientras se ruborizaba y desviaba la vista.
Ella cogió la botella por el cuello y se inclinó hacia
adelante, o eso me pareció. Con las mujeres nunca se sabe.
—Nos vamos a quedar todos adormecidos —dijo
divertida.
—En absoluto. Sólo llenarás los vasos por la mitad, no
más. Asegúrate de ello. Los pezones se os pondrás duros, tanto
a ti como a Ethel, y contonearéis el trasero con ardor. Las tres
pasaréis buenos ratos. Te desvestirás despacio y…
—¡Ah, Jane, ya veo que has encontrado el vino!
Huelga decir que era Caroline, que se acercó a nosotros.
Nos habló con el tono de voz deliberadamente alto y Thomas
nos oyó. Jane sacudió la cabeza en un gesto para indicarle a mi
esposa que bajara la voz. Sin embargo, eso no era lo que
habíamos planeado. La muchacha, con la botella en la mano,
entró en el estudio mientras Caroline hablaba de su
«descubrimiento». Thomas parecía interesado. Ethel se lo olió
y se apresuró a cruzar las piernas.
—Esta muchacha… Te trajo un vino especial y lo olvidó
en casa —le dijo a Thomas—, ¿no es verdad, Jane?
—Yo…, sí —balbuceó ella, que apenas pudo decirnos que
estaba en deuda con nosotros.
—Gracias, cariño —repuso él—. ¿Te importa si les
ofrecemos un poco a nuestros invitados?
—¡Oh, no! Tenemos que irnos. Perdónanos. Sólo pasamos
un momento para ver si todo iba bien. Estoy convencida de
que a partir de ahora así será. ¿Qué fue lo que dijiste, Jane?
Medio vaso es más que suficiente, ¿verdad? —preguntó
Caroline con segundas y continuó—: Anímate, Thomas, y
disfruta del regalo que te ha hecho tu hija. Es un acto de amor.
Las dos te llevan en sus corazones.
—Sí, por supuesto. Son unos ángeles. ¿Sólo medio vaso?
Tiene que ser un vino excelente, entonces —comentó Thomas,
quien se levantó a buscar unos vasos.
—Un vino añejo, sí —repuse.
El caballero había caído en la trampa. Ethel se sentó rígida
como un témpano de hielo. Tenía la misma expresión asustada
que su hermana. Yo sabía que iban a beberse el vino a
pequeños sorbos, sintiendo el inexorable fuego que les
quemaría las entrañas y luego ya no dejarían de beberlo.
—¿No vais a quedaros a beber siquiera medio vaso? —
preguntó Thomas divertido, aunque bastante ingenuo.
—Lo sentimos, pero hemos de irnos —repuse.
Nos despedimos y salimos de la casa.
—¡Es una lástima que no los veamos gozar! —exclamó
Caroline mientras subíamos al carruaje y mirábamos hacia la
casa donde brillaban las luces y el vino sería servido en la
medida exacta.
—Tiene un paladar agradable —diría Thomas al tiempo
que sus dos ángeles asentirían con un tímido gesto.
Tras el último trago, cuando el fuego les hubiera inflamado
las venas, se mirarían fijamente y luego se relajarían. Ethel y
Jane sentirían el balanceo de sus pechos y los pezones duros.
Después comenzarían a estremecerse de impaciencia.
Separarían los labios y respirarían con suavidad. Thomas
cruzaría las piernas para encubrir la incómoda erección que
pugnaría por salirse de los pantalones. Al final, extendería las
piernas sonrojado, las separaría y sentiría una lascivia que
jamás habría conocido antes. Lo más probable es que se sacara
el miembro ante las miradas anhelantes de sus hijas.
—¡Qué tranquila está la noche! —imaginé que les diría.
—Sí, papá.
Jane sería la primera en hablar. Las voces sonarían lejanas.
Los sexos comenzarían a palpitarles, ansiando ser tocados.
Doblarían un poco las rodillas y abrirían las piernas al tiempo
que suspirarían de placer.
—Venid a sentaron a mi lado, hijas mías. Venid…
Se levantarían despacio. Les parecería que el suelo se
inclinaba bajo los pies. El sofá recibiría con agrado la
turgencia de aquellos traseros, y dejarían caer la cabeza sobre
los hombros de su padre, una a cada lado y con la boca
entreabierta.
Él volvería la cabeza y besaría primero a Jane y después a
Ethel. Les rodearías las cinturas con los brazos y luego sentiría
la suavidad de sus pechos llenos y ricos, a través de los
vestidos.
—¿No te parece que hace mucho calor esta noche, papá?
—Tenéis razón, pequeñas mías. Desabrochados los corsés
y quitaos los vestidos y las bragas; liberaos de los indeseables
sostenes también.
Moverían las manos con una premura que jamás habrían
imaginado, sacando los botones de los ojales y dejarían al
descubierto los senos melifluos, los pezones firmes y se
quitarían por fin los vestidos…
—¿En qué piensas? —me preguntó Caroline
devolviéndome a la realidad.
—En que Thomas ya no volverá a sentirse abatido, y las
muchachas no habrán visto malversada su herencia.
—Esa es la letra. ¿Cuál es la música, querido? —preguntó
divertida, y susurró—: Él les abrirá los caminos en la noche.
¿Serás también tú el que me abra el camino en la noche, se
pose sobre mi vientre y me satisfaga una y otra vez?
—Una y otra vez —coreé.
El carruaje traqueteaba. En la oscuridad cantaba un
pajarillo desde algún lugar y entonces, como si se diera cuenta
de su indiscreción, se calló. La casa se divisaba a lo lejos y se
iba haciendo cada vez más pequeña, como los recuerdos que
esperan volver.
—Pronto llegará el otoño —comentó Caroline.
—Sí, y vendrán las brasas de la lumbre, las maderas nobles
y las noches frías —continué.
Los caminos se estrechaban detrás de nosotros, esperando
que con el anochecer se abrieran las puertas del misterio del
mundo, de los goces ansiados y de los placeres que
aguardaban el momento propicio de ser satisfechos.

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