Pablo Vi

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SOBRE EL DIÁLOGO AUTÉNTICO SEGÚN PABLO VI

El humanismo secular profano finalmente apareció en su terrible estatura y en


un cierto sentido desafió al Concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se
encontró con la religión del hombre que se hace Dios. ¿Qué sucedió? ¿Una
lucha, una batalla, una condena? Podría haber sido así, pero no sucedió. La
antigua historia del samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del
Concilio. Un sentimiento de simpatía sin límites lo impregnó todo1.

Pero, ¿no es ingenua esta simpatía? ¿No habría que defender la fe de los fieles
católicos del relativismo moderno y de la religión antropocéntrica? Pablo VI lo
sabía. Su primer discurso como Papa afirmaba: «Defenderemos a la santa Iglesia
de los errores de doctrina y de costumbres que dentro y fuera de sus confines
amenazan la integridad y ensombrecen la belleza»2. En realidad, una y otra cosa
no son incompatibles. Más bien son fases de una misma solicitud pastoral, la que
expuso genialmente Pablo VI en su primera encíclica Ecclesiam Suam.
Podríamos recordar aquí, para entrar en el espíritu de este documento, un
aspecto de la estructura básica del Evangelio: mientras más cerca están los
hombres del Reino que Jesús predica, más exigente es Él con ellos. Es exigente
con los fariseos y doctores de la Ley, porque conocen la palabra de Dios; y es más
exigente aún con sus discípulos, que conviven con su misterio. En Ecclesiam
Suam, que pasa por ser la «encíclica del diálogo», la apertura dialógica hacia el
mundo moderno aparece como tercer elemento de un proceso, que antes exige a
los creyentes, en primer lugar, la conciencia renovada de lo que el Señor espera
de la Iglesia, y, en segundo lugar, la conversión desde su mediocridad e
infidelidad a esa verdad de lo que debe ser la Iglesia. Sólo entonces es sostenible
el diálogo con el mundo sin perder la propia identidad.
El método es exigente y de una coherencia extraordinaria en sus tres fases:
conciencia, renovación y diálogo. Entonces se reconoce la conveniencia de éste
último desde la identidad de la Iglesia según su Fundador, no meramente como
una estrategia pastoral hoy presumiblemente más eficaz. Pero el Papa que lo
propone está pensando en cristianos de fe muy viva, de esperanza cierta, de
caridad ardiente. Por eso se atreve a llamarlo «diálogo de la salvación» y a
considerarlo como continuación del diálogo de salvación que Dios mismo
sostiene con el hombre mediante la divina revelación: «El diálogo de la salvación
fue abierto espontáneamente por iniciativa divina; Él nos amó primero (1 Jn 4,
19); nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres
el mismo diálogo»3. Este diálogo nuestro se basa en el diálogo divino que se
experimenta como algo vivo y actual en la fe que recibe la revelación divina y en
la consiguiente oración: «Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable
relación dialogal ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante

1
Cit. en Martínez Puche OP (ed.) Pablo VI. Documentos esenciales, XXXI.
2
Cit. en id. XVI.
3
Ecclesiam Suam 74.
Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros,
esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad»4.
El Papa del diálogo, del levantamiento de la excomunión a los Ortodoxos,
de la visita a la ONU, de los encuentros variados en los viajes apostólicos, por
esto mismo, fue también el Papa de la claridad doctrinal en su Credo del Pueblo
de Dios (1967), Marialis Cultus y Mense Maio, Mysterium Fidei, de la firmeza
respecto de las costumbres en Populurom Progressio, Humanae Vitae y
Sacerdotalis Coelibatus. No estamos ante un híbrido de exigencia hacia adentro y
transigencia hacia afuera, porque el centro es un mismo e idéntico amor eclesial:
«Habiendo Jesucristo fundado su Iglesia para que fuese al mismo tiempo madre
amorosa de todos los hombres y dispensadora de la salvación», el Papa quiere en
su primera encíclica aclarar «lo más posible»5 la importancia de que se
encuentren la Iglesia y la humanidad. Para ello la Iglesia debe ser Iglesia e
intentar amar al mundo con Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16).
Esta primera encíclica está de principio a fin dominada, se diría, por la
exigencia del semper magis que la gracia misma de la salvación conlleva. Así se
expone en la introducción: el Papa quiere dar a la comunión eclesial «mayor
cohesión y un mayor gozo» (8), la doctrina sobre la Iglesia no será «nunca
suficientemente estudiada y comprendida» (10) porque contiene la totalidad del
designio de Dios, el rostro real de la Iglesia no es «jamás suficientemente perfecto,
jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso» cuando se
le compara con la «imagen ideal de la Iglesia», con su «divino concepto
animador» (11), por lo que el Papa pide ayuda y consejo para «ver cuál es el
deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y
hacerles tener a mayor perfección» (12). Así se puede disponer la Iglesia al
diálogo con el mundo, con un «amoroso servicio... hoy más urgente» (17).

Conciencia. Si la Iglesia tiene la obligación actual de ahondar en la conciencia que ha


de tener de sí misma, es para «confirmarse en los planes de Dios sobre ella, para volver
a encontrar mayor luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia
misión y para determinar los mejores medios» (19) para un contacto fecundo con la
humanidad. El Papa pide entonces a los católicos, y nos parece que aquí está el paso
decisivo que explica todo el talante de su Pontificado, la apertura desde una
autenticidad cristiana interiormente probada, más reflexión, un acto de fe más interior,
que nazca más de la novedad de la gracia como palabra de salvación; por tanto. El
Señor mismo lo pide así, pues, «¿no ha invitado a acoger interiormente el Reino de
Dios? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad?»
(22). Resuena de nuevo la predicación de San Agustín, maestro especialmente personal
de Montini: la Iglesia no debe instalarse en la costumbre si quiere vivir en la verdadera
obediencia a Jesucristo, por lo que el cristiano tiene que ser en lo posible ese «hombre
interior» del Doctor de la gracia; no es introspección lo que se pide, sino una reflexión
que interioriza la fe; es el reconocimiento de la «necesidad de considerar las cosas
conocidas en un acto reflejo para contemplarlas en el espejo interior del propio
espíritu», es «la búsqueda de la verdad reflejada en lo interior de la conciencia» (30).

4
Id. 73.
5
Id. 1.3.
La Iglesia es una institución que, sin embargo, nació con «conciencia profética»
y las dos cosas deberán caminar juntas al ritmo de una caridad que «crezca más y más
en conocimiento y en plenitud de discreción (Fil 1, 9)» (23). Por eso la profesión de fe en
la Iglesia de hoy ha de ser como en los días de su surgimiento en el tiempo del
Evangelio, «firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa» (24). Tenemos fe,
dice el Papa, pero, ¿es lo suficientemente interior? ¿Es experiencia de Cristo que habita
en los corazones? Hoy esto es sumamente necesario, porque las grandes
transformaciones actuales de la humanidad son un conjunto de desarrollos y turbaciones
que «sacude a la Iglesia misma» y sus miembros están influidos también, con los demás
hombres, por un clima tal que «un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de
extravío, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a aceptar los más extraños
pensamientos como si la Iglesia tuviera que renegar de sí misma y abrazar novísimas e
impensables formas de vida» (28). Y lo que es interior en el espíritu de cada uno es
interior en la institución eclesial que se sabe Cuerpo Místico de Cristo, es decir, unión
con Cristo; la contemplación de tal misterio produce las obras saludables de los
cristianos.
Esta conciencia renovada de la Iglesia, como «renovado descubrimiento de su
relación vital con Cristo» (37), es el primer y más grande fruto que Pablo VI espera del
Concilio. Y tal es el programa de su Pontificado. Por su misma hondura, la Iglesia debe
ser para el cristiano un misterio pero a la vez «un hecho vivido, del cual el alma fiel
puede tener una casi connatural experiencia» (39). De esta experiencia proviene la
aceptación espontánea de la misión de la jerarquía en la Iglesia. Es un «sentido de la
Iglesia» (40) dice el Papa, con palabras que recuerdan las reglas de San Ignacio de
Loyola para sentir con la Iglesia. Desde este sentido recuperarán los cristianos la
importancia de haber sido bautizados para que su bautismo y toda su iniciación
cristiana sea un hecho en la conciencia.

Renovación. El celo principal del Papa es que la Iglesia sea como Cristo la quiere.
«Perfecta en su concepción ideal, en el pensamiento divino, la Iglesia debe tender a la
perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Tal es el gran problema moral
que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la
acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza,
de esfuerzo y confianza, de responsabilidades y de méritos» (43). Una cierta apologética
contrarreformista había actuado sobre la autoconcepción de la Iglesia como una
protección contra los ataques. La Iglesia debía mostrar su perfección al mundo como
signo de credibilidad de la fe cristiana. Pero en esta posición quedaba parcialmente en el
olvido uno de los elementos de la tradición acerca de la Iglesia misma: ella siempre está
necesitada de reforma. La teología antigua y medieval no era corta al respecto. Pablo VI
quiere otro método: el de la conversión. San Juan Pablo II lo seguirá también en este
punto cuando pedirá perdón por pecados pasados de los fieles cristianos. La Iglesia debe
arrepentirse, sin que esto obste para que la llamemos santa.
Un aspecto específico de la renovación eclesial es la actitud frente al mundo
moderno con el que la Iglesia está en contacto, hecho que «le crea una continua
situación problemática, hoy laboriosísima». La vida cristiana como la «defiende y
promueve» la Iglesia, debe también hoy ser valiente al «evitar todo cuanto pueda
engañarla, profanarla, sofocarla, como para inmunizarse contra el contagio del error y
del mal; por otro lado, tiene que adaptarse a los modos de pensar y vivir actuales, en la
medida en que «sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso
y moral». Los cristianos no pueden ser reaccionarios incapaces de alegrarse con los
bienes del progreso, siempre que el discernimiento sobre los mismos sea lúcido en la fe.
Pero, además, tienen la obligación de acercarse al ámbito temporal y «purificarlo,
ennoblecerlo, vivificarlo y santificarlo» (44), lo cual impone un continuo examen y
vigilancia. El Papa pide mucho a los fieles, lo hará también el Concilio. Pero no podían
hacer otra cosa en obediencia al Señor.
La lucidez cristiana de la reforma de la Iglesia, «si puede hablarse de reforma»
dice humildemente el Papa, reconoce el sentido de la misma no en el hecho de cambiar,
sino en una nueva «confirmación en el empeño de conservar la fisonomía que Cristo ha
dado a su Iglesia» en el necesario desarrollo de su «legítima forma histórica y concreta».
El Papa advierte contra el engaño de adoptar como criterio de reforma un minimalismo
institucional que llevara hacia la Iglesia primitiva, porque la fidelidad al Señor tiene que
darse en el hoy del Espíritu Santo, que hace vivo y siempre actual el primer momento
fundacional; advierte también contra el deseo de querer recorrer una vía puramente
carismática de renovación. «Hemos de servir a la Iglesia tal como es... con sentido
inteligente de la historia y buscando humildemente la voluntad de Dios» (49).
De la mentalidad moderna, el Papa teme especialmente una «fascinación»
contraria a la disciplina cristiana, a la ascesis de la caridad. Sigue siendo hoy necesario
para el cristiano «estar en el mundo sin ser del mundo» (51). Más aún, la renovación
lleva de nuevo hacia la plenitud que exige las renuncias evangélicas, de donde nacen las
leyes eclesiásticas: «La Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud, no tanto
cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de
obedecer a Cristo... La vida cristiana que la Iglesia va interpretando y codificando en
prudentes disposiciones... estará siempre marcada por el “camino estrecho” del que nos
habla nuestro Señor; exigirá de nosotros, cristianos modernos, no menores sino quizá
mayores energías morales que a los cristianos de ayer; una prontitud en la obediencia,
hoy no menos debida que en lo pasado, y acaso más difícil, ciertamente más meritoria,
porque es guiada más por motivos sobrenaturales que naturales... El cristiano no es flojo
ni cobarde, sino fuerte y fiel» (53).
Dos indicaciones evangélicas da el Papa sobre la renovación, sólo dos, nos dice,
para dejar al Concilio darnos las prescripciones saludables que estime oportunas en el
Señor. La primera, sobre el espíritu de pobreza, tan «proclamado en el Evangelio, tan
en las entrañas del plan de nuestro destino al Reino de Dios, tan amenazado por la
valoración de los bienes en la mentalidad moderna». Su consideración nos hará
entender también «tantas debilidades y pérdidas nuestras en el tiempo pasado».
Necesitamos la pobreza evangélica para «fundar nuestra confianza más sobre la ayuda
de Dios y sobre los bienes del espíritu, que sobre los medios temporales» y poder
enseñar al mundo así creíblemente el primado de éstos bienes sobre los económicos.
Este espíritu de pobreza nos libera interiormente, «nos hace más sensibles» y nos
permite comprender los problemas reales de la justicia social y económica. La segunda
indicación es la caridad, con su primado en la vida cristiana. Dar la última palabra a la
caridad no es algo teórico, sino una forma de vivir. «Esto sea dicho de la caridad para
con Dios, que es reflejo de su Caridad sobre nosotros, como de la caridad que por
nuestra parte debemos difundir nosotros sobre nuestro prójimo, es decir, sobre el género
humano. La caridad todo lo explica. La caridad todo lo inspira. La caridad todo lo hace
posible, todo lo renueva... ¿No es acaso la hora de la caridad?» (58).
El Papa termina esta parte de la encíclica con una especie de himno a la Madre
de Dios, recomendando su culto, como fuente de «regeneración espiritual y moral de la
vida de la Iglesia» (59).

Diálogo. La Iglesia que se ha diferenciado del mundo puede dialogar con él. «El
Evangelio es luz, es novedad, es energía, es nuevo nacimiento, es salvación. Por eso
engendra y distingue una forma de vida nueva... No os conforméis a este mundo (Rom
12,2)» (61). Pero «cuando la Iglesia se distingue de la humanidad no se opone a ella,
antes bien se le une». De este modo la Iglesia no abraza con avaricia la misericordia de
Dios que le ha dado existencia, sino que «convierte su salvación en argumento de interés
y de amor para todo el que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su
esfuerzo comunicativo universal» (65). Cuando la Iglesia se renueva según la identidad
que el Señor le ha dado y le exige, siente el deber de la evangelización. El Papa llama
diálogo a la evangelización misma. La autoridad sobre el mensaje evangélico existe,
pero ella misma se verifica en el amor y el sacrifico que anuncia: «Cierto es que hemos
de guardar el tesoro de verdad y de gracia que la tradición cristiana nos ha legado en
herencia; más aún: tendremos que defenderlo... Pero ni la custodia, ni la defensa colman
todo el deber de la Iglesia respecto a los dones que posee. El deber congénito al
patrimonio recibido de Cristo es la difusión, es el ofrecimiento, es el anuncio... Nosotros
daremos a este impulso interior de la caridad el nombre, hoy ya común, de diálogo»
(66).
De ahí la famosa expresión de esta encíclica: «La Iglesia debe ir hacia el diálogo
con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje;
la Iglesia se hace coloquio» (67). Este diálogo empieza en la relación con Dios
instaurada sobrenaturalmente mediante la Encarnación del Verbo de Dios. El misterio
mismo de Dios está implicado en el diálogo y la Iglesia lo honra acatando el hablar
amoroso del Dios verdadero: «El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el
hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de
la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo
que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en
esta conversación de Cristo entre los hombres donde Dios da a entender algo de Sí
mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde
dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: El es Amor; y cómo quiere ser honrado y
servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno
y confiado; el niño es invitado a él y de él se sacia el místico» (72).
El diálogo que propone el Papa a la consideración de la Iglesia es por tanto el
mismo «diálogo de la salvación» iniciado por Dios. Ha nacido de la caridad, no se ha
hecho cálculos de resultados. Y así debe ser el diálogo nuestro con la humanidad. Dios
no ha impuesto a nadie su conversación, sino que ha solicitado en amor que fuera
acogida libremente; por parte de Dios el diálogo se ha hecho posible a todos, se destina
a todos. Y lo ha hecho normalmente procediendo por grados, con humildes comienzos
para llegar a un resultado óptimo. Así ha de ser el diálogo de los cristianos, incansable a
«la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz» (79).
El Papa enfrenta en seguida, en variaciones sucesivas, la cuestión delicada de si
esta actitud dialogal es necesariamente la única. Se anticipó así a las forzadas
distinciones que se han hecho posteriormente entre anuncio evangélico con autoridad
apostólica y diálogo caritativo. Teóricamente, dice Pablo VI, la Iglesia podría reducir al
mínimo las relaciones con el mundo, «tratando de liberarse de la sociedad profana;
como podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse,
anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos; podría, por el contrario,
acercarse tanto a la sociedad profana que tratase de alcanzar un influjo preponderante y
aun ejercitar un dominio teocrático sobre ella». El Papa señala el camino con humildad:
«Nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras
formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no siempre podrá ser
uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho
existente» (80). En cuanto a las actitudes, este camino exige «un propósito de corrección,
de estima, de simpatía y de bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica
ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil» (81). Por lo mismo, se dice más
adelante, el diálogo debe ser claro, afable y confiado.
En cuanto a lo que se propone este camino, «si es verdad que no se trata de
obtener inmediatamente la conversión del interlocutor... busca, sin embargo, su
provecho y quisiera disponerlo a una comunión de sentimientos y convicciones» (81). El
amor al interlocutor no puede esperar a su conversión para tratarlo como hermano, y
por eso intenta desde el principio vivir la unión que ya existe con él en la intención
salvadora de Dios; por eso promueve «la familiaridad y la amistad; entrelaza los
espíritus por una mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoístico» (83). Esto no
es esconder la verdad para favorecer la amistad. Más bien es el respeto a la variedad de
«caminos que conducen a la luz de la fe», caminos, por tanto, que convergen hacia un
mismo fin. «Aun siendo divergentes pueden ser complementarios». El Papa recurre aquí
a la noción clásica, platónica y agustiniana, de dialéctica (disciplina disciplinarum), que
permite penetrar en la verdad mirando las cosas desde diferentes ángulos: «La dialéctica
de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad
aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza
y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta
asimilación de los demás» (86).
Pero subsiste el peligro del relativismo, que amenaza a quien quiere tomar la vía
del diálogo. «¿Hasta qué punto la Iglesia debe acomodarse a las circunstancias históricas
y locales en que desarrolla la misión? ¿Cómo precaverse de un relativismo que llega a
afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo cercano a
todos?». La respuesta es la de una fina dialéctica entre el amor fraterno sin límites, que
ya ha sido donado por Cristo y que funda un talante sereno y alegre de convivencia, y la
responsabilidad que impone el conocimiento de Cristo: «Hace falta hacerse hermanos
de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y
maestros». Por lo primero, «hasta cierto punto hace falta hacerse una misma cosa con
las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta
compartir... las costumbres comunes, con tal que sean humanas y buenas» (90). Por lo
segundo, «el apostolado no puede transigir con especie de compromiso ambiguo
respecto de los principios de pensamiento y acción que han de señalar nuestra profesión
cristiana» (91). De ahí «la más grande importancia que la predicación conserva y
adquiere... La predicación es el primer apostolado» (94), por lo que hemos de pedir al
Señor el «grave y embriagador carisma de la palabra (cf. Jer 1, 6)» (95). Sí, el diálogo es
paradójico, es un amor ya incondicional en vista de una consumación de la fraternidad
en un amor más grande, que sigue siendo la meta.
Queda la cuestión sobre los destinatarios del diálogo de la Iglesia y la famosa
respuesta de los círculos de diálogo. Primeramente, queda asentado que «nadie es
extraño al corazón de la Iglesia. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie le es
enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo». El «catolicismo» de la Iglesia de Cristo
consiste en el desbordamiento hacia el mundo de la comunión eclesial como promoción
«en el mundo de la unidad, el amor y la paz» (98), pues ella sabe que «es semilla, que es
fermento, que es sal y luz del mundo». Pero en esta dirección hacia el mundo ella sabe
bien lo que debe ofrecer, y por eso «con cándida confianza se asoma a los caminos de la
historia y dice a los hombres: Yo tengo lo que vais buscando, lo que os falta» (99).
Así, el primer círculo circunscribe a la humanidad entera, abarca el mundo.
«Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros, pero no lo sentimos extraño»
(101). Con completo desinterés temporal, la actitud nuestra es «la disposición a aceptar,
es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano, todo honesto valor humano y terrenal:
no somos la civilización, pero sí promotores de ella» (102). El Papa enfrenta ahora el
problema de la persecución en los países comunistas: ciertamente que el ateísmo es un
obstáculo para el diálogo, y «con todas nuestras fuerzas resistiremos a esta avasalladora
negación» por fidelidad «a Cristo y a su Evangelio y por amor apasionado al destino de
la humanidad» (104). El diálogo es siempre posible «para quien ama la verdad» (106);
pero cuando faltan la libertad de juicio y se usa la palabra dialécticamente para
conseguir fines utilitarios, no se puede hablar. «Esta es la razón por la que el diálogo
calla: La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla hablando únicamente con su
sufrimiento» (107). De todos modos, no podemos renunciar a tratar de comprender los
motivos del ateísmo, que son complejos, entre los que están la exigencia, que nos toca
directamente, de «una presentación más alta y más pura de lo divino»; está también la
pasión cuasi religiosa por «objetivos sociales divinizados», la racionalidad científica que
se detiene en un punto y no continúa hasta la «luz suprema de la comprensibilidad del
universo... el sentido de la Presencia divina» (108), que mueve a la oración. El diálogo
en este primer círculo contempla un panorama total del mundo con el deseo de «ayudar
a la causa de la paz». Y esto es todo un modo de estar en el mundo, que «excluye
fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones... para difundir en todas las instituciones y
en todos los espíritus el sentido, el gusto y el deber de la paz» (110).
El segundo círculo es el de los que creen en Dios. El Papa pone un acento en el
acto de adoración: ellos «adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros
adoramos». Los hijos del pueblo hebreo, en primer lugar, los musulmanes en segundo.
Después las religiones afroasiáticas. «Hemos de manifestar nuestra convicción de que la
verdadera religión es única, y que ésta es la religión cristiana, y alimentar la esperanza
de que como tal llegue a ser reconocida por todos» (111), pero esto no obsta al
«respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas
confesiones religiosas no cristianas» (112). Tenemos con ellas ideales comunes de
libertad religiosa, de fraternidad, de cultura y de bienestar social que, por nuestra parte,
hacen posible y deseable un diálogo. El tercer círculo es el de los cristianos no católicos.
El Concilio se ocupará expresamente de ello. Pero ya el Papa promete los esfuerzos
necesarios para «secundar los legítimos deseos de los hermanos cristianos, todavía
separados de nosotros» en lo que se refiere a tradiciones espirituales, litúrgicas y
canónicas. No puede transigir en lo que se refiere a «la integridad de la fe y en las
exigencias de la caridad», tampoco en lo que toca a las prerrogativas del ministerio
petrino, cuyo sentido es el servicio al «beneficio de todos, para la unidad común, para la
libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia Católica no dejará de hacerse
idónea y merecedora, por la oración y la penitencia, de la deseada reconciliación» (113).
Finalmente, el Papa desea un diálogo abierto dentro de la Iglesia. Lo evoca con
tonos esperanzados y emocionados: «¡Cómo quisiéramos gozar de este familiar diálogo
en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras... sensible a todas las verdades, a todas
las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Cuán
sincero y emocionado... cuán dispuesto a acoger las múltiples voces del mundo
contemporáneo!» Sorprende la visión de Pablo VI de un mundo católico que madura
en el diálogo intraeclesial: «¡Cuán capaz de hacer a los católicos hombres
verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y
valientes!» (117). La falta de este diálogo produciría una inhibición de los creyentes en lo
humano, lo cual no podría ser a honra del don de la gracia, sino contrario al sentido
divino de la misma. Dios quiere hombres enteros, que no se refugien de lo humano en lo
sobrenatural. Desde luego, este diálogo interior en la Iglesia no suprime el ejercicio de la
autoridad instituida por Jesucristo en ella. «El espíritu de independencia, de crítica, de
rebelión, no va de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad, de la concordia,
de la paz de la Iglesia» (119). Dentro de este orden de la caridad que pide obediencia, el
Papa desea que el diálogo intraeclesial crezca en temas e interlocutores, de suerte que
así se acreciente la vitalidad y la santificación del Cuerpo Místico terrenal de Cristo»
(120).

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