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RAZÓN Y PALABRA

Primera Revista Electrónica en Iberoamérica Especializada en Comunicación


http://revistas.comunicacionudlh.edu.ec/index.php/ryp

Pesadillas distópicas en el cine de ciencia-ficción


Dystopian Nightmares in the Science-Fiction Film
Genre

María Dolores Clemente-Fernández

Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), España

mariadolores.clemente@unir.net

Fecha de recepción: 21 de abril de 2016

Fecha de recepción evaluador: 10 de junio de 2016

Fecha de recepción corrección: 5 de julio de 2016

Resumen
La ciencia-ficción ha sido un terreno abonado para poner en pie aterradoras semblanzas
de futuros posibles apoyadas en la dicotomía utopía-distopía. El tratamiento de estas
sociedades distópicas, concebidas como maquinarias perfectas de opresión, represión y
anulación del pensamiento crítico, ha evolucionado principalmente desde Estados fuertes
y paternalistas –deudores de los totalitarismos nazis y estalinista– hasta gigantescas
corporaciones globales abanderadas del libertarismo.

Palabras clave: Distopía, Utopía, Ciencia-Ficción, Género Cinematográfico,


Totalitarismo, Libertarismo.

Abstract
The Science-Fiction has been a fertile soil for the sketch of possible and terrifying future-
views which rest on the dichotomy between utopia-dystopia. The handling of these
dystopian societies, conceived as a perfect machinery of oppression, repression and
annulment of critical thinking, has evolved primarily from strong and paternalistic states

Varia Vol. 20. Núm. 3_94 Jul.-Sept., 2016 ISSN: 1605-4806 pp. 826 - 842 826
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–which are debtors towards Nazi and Stalinist totalitarianism– to huge global
corporations which are the standard-bearers of libertarianism

Keywords: Dystopia, Utopia, Science-fiction, Film Genre, Totalitarianism,


Libertarianism.

WINSTON: ¿Cómo evitar lo que tengo delante de los


ojos? Dos y dos son cuatro.

O’BRIEN: A veces, Winston. A veces son cuatro, a veces


son cinco, a veces son todo eso al mismo tiempo. Ni el pasado,
ni el presente, ni el futuro existen por sí solos, Winston. La
realidad está en la mente humana: no en la mente individual que
comete equivocación y en seguida perece, sino en la mente del
Partido que es colectiva e inmortal.

Richard Burton (O’Brien) y John Hurt (Winston) en la


película 1984 (Nineteen Eighty-Four, Michael Radford, 1984)

1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Dos obras


emblemáticas del pasado siglo, publicadas respectivamente en 1949 y en 1932, que
suponen un compendio de lo que se ha venido a denominar ciencia-ficción distópica. Las
dos tejen pavorosos escenarios futuros en los que un Estado fuerte y poderoso controla
todos los aspectos de la existencia humana. La voluntad del individuo y su misma
identidad es aplastada por la voluntad y la identidad colectivas, un producto de la
ingeniería social sustentado en mitos fundacionales y prácticas rituales nacionalistas. El
ciudadano de estas entelequias distópicas, despojado de su misma “humanidad” en favor
de una “sociedad ideal”, se convierte en miembro de un superorganismo o –más acorde
con una sociedad hiperindustrializada– en una mera pieza que debe encajar a la perfección
dentro de la maquinaria de Estado, aunque para ello sea necesario limar previamente sus
irregularidades.

Si bien Orwell diseñó un mundo que se inspiraba en gran medida en los


totalitarismos que sacudían Europa –principalmente el estalinismo, pero también el
nazismo– y Huxley profundizó en cambio en los excesos del capitalismo, los mecanismos
de control empleados por sus respectivos aparatos estatales contienen no pocos elementos
comunes, que son homólogos a los del relato nacional. Supresión de la libertad de acción
y de pensamiento, reeducación (leída en términos de condicionamiento, lavado de cerebro
y adoctrinamiento), en la que desempeñan un importante papel los mass media, estricto
control de la sexualidad y de la natalidad (así como de las relaciones sentimentales y
familiares) y manipulación del lenguaje. Vitales para la propia legitimidad de estas
sociedades de pesadilla son la construcción de una identidad colectiva alrededor de una

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imaginería, de una mitología y de una historia reelaborada al servicio del poder, dando
pie siguiendo a Hobsbawm a diversas tradiciones inventadas que “intentan conectarse
con un pasado histórico que les sea adecuado” (2002, p. 8) para apoyar la idea que tienen
de nación1.

“La utopía es un género literario ya prácticamente extinguido” (Mora, 2008, p.


345). El hueco que esta ha dejado ha sido cubierto por su opuesto, la distopía, que goza
de gran popularidad tanto en la literatura como en el cine de ciencia-ficción, donde parece
haber encontrado su medio natural. Antes siquiera de que la ciencia-ficción2 fuera
conocida como tal3, el cine mudo había puesto en pie ensoñaciones revolucionarias
ambientadas en otros planetas como Aelita (Yakov Protazanov, 1924) o aterradoras
semblanzas de un futuro deshumanizado en el que los hombres se confunden con las
máquinas como Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927) que bebían de la dicotomía
utopía-distopía. Y es que la ciencia-ficción permite esbozar futuros posibles
intermediados por el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, posibilidades que –
siguiendo a Isaac Asimov– pueden ser leídas en términos de avances o de retrocesos, de
tal forma que “el concepto de ciencia-ficción aparece unido al cambio social” (De Miguel,
1988, p. 130) que puede provocar dicho desarrollo. Su puesta en escena permite explorar
los límites de las convenciones y las fronteras de “lo aceptado” así como poner sobre el
tapete las contradicciones del progreso y las consecuencias éticas, morales, espirituales o
sociales de los avances científicos y tecnológicos. En ocasiones, se evidencia el sustrato
absurdo e irracional de nuestra naturaleza tecnófila, reflexionando sobre cuestiones como
el poder de los mass media, la evolución de la industria armamentística, la objetualización
del sujeto y su conversión en producto de consumo, el miedo hacia el “otro” o la alteración
de conceptos como “humanidad”, “conciencia” o “identidad”.

A veces en las películas el elemento propiamente “científico” llega a convertirse


en una mera excusa, casi un McGuffin empleando la terminología hitchcockiana, para
reflexionar sobre cuestiones que se consideran preocupantes del presente y alertar al
espectador de los peligros que, en consecuencia, pueden llegar a cernirse en el futuro. Tal
es el caso de Aelita, una producción soviética inspirada muy libremente en la novela de
Aleksei Tolstoi en donde se subvierte el sentido de la historia original al convertir la
aventura marciana en una mera pesadilla sufrida por el protagonista (Nikolai Tsereteli).

Sin embargo, utopía y distopía son dos conceptos tan íntimamente entrelazados
que pueden llegar a suponer las dos caras de la misma moneda. Ya un filme temprano
como Metrópolis –obra maestra del director Fritz Lang realizada en colaboración con su
entonces esposa, Thea von Harbou– presentaba una sociedad escindida en la que la
existencia próspera e idílica de los ciudadanos privilegiados, habitantes de la superficie,
se apoyaba en la pobreza y alienación de los obreros, mano de obra prácticamente esclava
y por ende invisibilizada al estar relegada a una vida subterránea. Puede encontrarse otro
sustancioso ejemplo en El cuento de la doncella (The Handmaid’s Tale, Volker

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Schlöndorff, 1990), en donde se hace patente que la utopía de unos implica


necesariamente la distopía de otros, todos aquellos excluidos o disidentes que
normalmente son tachados de traidores o antipatriotas. Adaptación de la novela El cuento
de la criada (1985) de la escritora canadiense Margaret Atwood, presenta un futuro en el
que la contaminación y la radiactividad han provocado que solo una de cada cien mujeres
pueda tener hijos. Gilead, república ficticia en la que tiene lugar la acción (asentada en lo
que antaño fuera los Estados Unidos), ha tomado cartas en el asunto: partiendo de una
premisa del Génesis –la estéril Raquel, ofreciendo su esclava Bihlá a su marido para tener
“hijos por medio de ella” (Gn 30, 3)–, convierte a las escasas mujeres fértiles en úteros al
servicio de las familias pudientes. Tras ser sometidas a un proceso de reeducación previa
que recalca sus obligaciones (“Vais a convertiros en doncellas. Vais a servir a Dios y a
vuestro país”), las siervas son despojadas formalmente de su identidad. Tal es lo que le
sucede a la protagonista (Natasha Richardson) que, vestida con el uniforme oficial –de
rojo–, será rebautizada como Offred, que hace referencia a su nuevo estatus, trazando un
paralelismo con el pasado esclavista estadounidense: “Of-fred” es lo mismo que “De-
Fred”, el nombre del oligarca (Robert Duvall) que va a poseerla. A las rebeldes o a las
estériles les esperan destinos menos “afortunados”: la prostitución, los trabajos forzados
en zonas contaminadas (llamadas las Colonias) o la muerte.

El cuento de la doncella ilustra el auge del conservadurismo y del


fundamentalismo religioso, poniendo de relieve “the growing influence of the rhetoric of
the conservative moral majority throughout the 1980s, as well as the systematic erosion
of many of the rights for women that were gained in the 1960s and 1970s” (Wolmark,
1993, p. 102). En Gilead las mujeres son categorizadas en función de roles de género: hay
esposas, sirvientas, tías4 y doncellas, pero las prostitutas o las trabajadoras de las colonias
“have no status [...] and [...] are rendered invisible” (Wolmark, 1993, p. 102). Pero
Atwood no solamente augura un futuro distópico sino que dinamita el mismo concepto
de “Estado ideal” al atacar el sustrato teocrático y machista sobre el que se asientan
muchas de las teorizaciones relativas a ese concepto, las cuales oscurecen y objetualizan
a la mujer en virtud de lo que consideran su naturaleza. Mismamente, pueden encontrarse
algunas similitudes entre la fantasía patriarcal pergeñada por Atwood y la visión de “lo
femenino” en utopías del pasado como la Ciudad del Sol de Tommaso Campanella5.

En la Ciudad del Sol todo está sometido a minuciosas reglas: el trabajo y el ocio,
el vestuario, la dieta, las relaciones sexuales, el ejercicio físico y un larguísimo etcétera.
Y es que según Campanella son los “Maestros” los que saben “cuál es el varón
sexualmente adecuado a cada mujer” (2005, p. 161), puesto que “si se descuida la
procreación, después no se puede lograr artificialmente la armonía de los diversos
elementos del organismo, del cual nacen todas las virtudes” (p. 162). Por ello, “si alguna
mujer no es fecundada por el varón que le fue asignado, es apareada con otros y, si por
fin resulta estéril, se convierte en común para todos” (p. 162). Al estar la óptima

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femineidad definida por la maternidad, las mujeres que no pueden tener hijos no tienen
los mismos honores que las que sí. Campanella reflexiona por escrito “sobre si la
comunidad de mujeres es más conforme a la naturaleza y más útil a la procreación, y por
consiguiente a toda la República, o bien la propiedad de las mujeres y de los hijos” (p.
220), decantándose por la primera opción. Del mismo modo los niños y niñas son
educados de forma común y divididos según sus aptitudes, si bien “como en su mayor
parte nacen bajo la misma constelación, todos los coetáneos son semejantes en virtud,
costumbres y aspecto físico” (p. 163). Aquí, al igual que en otras utopías renacentistas
como Nueva Atlántida de Francis Bacon (publicada en 1627, un año después de la muerte
de su autor), la ciencia –por aquel entonces entreverada de magia y superstición– es
tratada como un ingrediente principal:

La unión de la ciencia y la aspiración utópica es en buena medida producto del


siglo XVII [...]. Desde entonces [...], la utopía se ha venido apoyando de manera creciente
en la ciencia, hasta el punto de que las dos se hallan inextricablemente interconectadas y
el progreso se ha presentado como la quintaesencia de la ideología de la modernidad
(Claeys, 2011, p. 151).

En desarrollos posteriores, esa búsqueda de la “perfección física de todos los


habitantes” (de la Torre y Ramírez, 1997, p. 109), para la que Campanella echaba mano
principalmente de la astrología, vendrá de la mano de la eugenesia y de la ingeniería
genética. Claro que, del mismo modo que esos avances permiten crear especímenes cada
vez más “bellos” y perfectos, también posibilitan la marginación de los menos agraciados
genéticamente, como ocurre por ejemplo en la película Gattaca (Andrew Niccol, 1997)–
. En Gattaca la manipulación del genoma ha permitido concebir un “nuevo estándar” de
“cuerpos y mentes equiparados” con el que clasificar a los seres humanos en válidos y
no-válidos, dando lugar a “una nueva clase baja, ya no determinada por el estatus social
o el color de la piel. No, ahora es una ciencia la que automáticamente nos discrimina”.

La ciencia se revela amenazante en Orwell y Huxley. 1984 fue adaptada a la gran


pantalla en los cincuenta6 y en los ochenta en sendas producciones británicas, siendo la
última la más famosa. Un mundo feliz tuvo bastante menor fortuna –fue versionada en
dos telefilmes mediocres, de 1980 y de 1998–, si bien su influencia en el cine ha sido
igualmente poderosa. Buena parte de las distopías impresionadas en el celuloide plasman
de forma recurrente los motivos presentes en ambas obras, reflejando el temor ante el
auge de los totalitarismos en el siglo XX –por lo general estalinismo y nazismo, o una
mezcla de ambos– y haciéndose eco de sus devastadoras consecuencias. Igualmente,
contienen implícita una “quiebra de la fe en el progreso” así como “una importante
disminución de las esperanzas puestas en los avances de la ciencia” (López Keller, 1991,
p. 7), puesto que esos adelantos se ponen habitualmente al servicio del poder –ya sea de
los Estados, ya sea de las grandes corporaciones–. Al tiempo, se “vienen a negar las
utopías literarias existentes” (Mora, 2008, p. 344) atacando su misma esencia: a tenor de
estas producciones, la búsqueda de la sociedad “perfecta” deriva obligatoriamente en

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totalitarismo, una idea que ya “estaba implícita desde la crítica de Aristóteles a la


República de Platón” (Claeys, 2011, p. 175).

Cabe mencionar al respecto dos producciones británicas como notables


excepciones: High Treason (Maurice Elvey, 1929) y La vida futura (Things to Come,
William Cameron Menzies, 1936). High Treason, basada en una obra de Noel Pemberton
Billing, es una curiosa película de entreguerras que augura –antes de la II Guerra Mundial
y la posterior Guerra Fría– que en 19407 el mundo estará fracturado en dos grandes
bloques enfrentados (los Estados del Atlántico y Europa). Las grandes corporaciones
armamentísticas alimentan el conflicto entre las dos potencias, orquestando la guerra
desde la sombra, mientras que la Liga Mundial de la Paz trata de detenerlo a toda costa.
Finalmente el líder de la Liga (Humberston Wright) toma una decisión desesperada, la
única para poner fin a la inminente guerra: matar al presidente de Europa, lo que le
convierte a la vez en reo condenado a muerte por asesinato y en mártir por la paz. El filme
presenta marcados rasgos de utopía cristiana, con un líder mesiánico que no duda en
sacrificarse por la humanidad y una Liga de hombres y mujeres consagrados a la causa,
cuya pureza viene acentuada por sus uniformes blancos. En La vida futura, el mismísimo
H. G. Wells dio forma a un guion fracturado en tres partes, inspirado en parte en su novela
The Shape of Things to Come (publicada tres años antes). En la primera, ambientada en
1940, asistimos al comienzo de una guerra mundial que durará décadas. La segunda, que
arranca en 1966, mostrará los estragos de la misma: más allá de la destrucción ocasionada
por los bombardeos y de las consecuencias de la plaga esparcida por las armas biológicas
(“the wandering sickness”, traducida como “la enfermedad errante”), la guerra constante
ha aniquilado la civilización y envilecido a los escasos supervivientes, agrupados en
pequeñas comunidades dispersas de reminiscencias feudales, lideradas por señores de la
guerra que pelean entre sí por el control de los escasos recursos disponibles. La tercera
parte muestra la necesaria superación de ese estadio primitivo gracias al progreso
propiciado por la ciencia: en 2036 las rivalidades territoriales han sido dejadas muy atrás
y la humanidad en su conjunto es guiada por una hermandad de científicos. Hijas de su
tiempo, ambas obras exhiben un profundo pacifismo fruto de la desesperación,
planteando la necesidad de tomar las riendas de un mundo abocado al abismo. En las dos
películas se ofrece como solución a una humanidad dividida por las fronteras y por las
miserias nacionalistas y localistas la conformación de un partido mundial movido por
ideales universales y regido por la razón.

Mediante un ejercicio de extrapolación, películas como 1984 (Michael Anderson,


1956), 1984 (Nineteen Eighty-Four, Michael Radford, 1984), Fahrenheit 451 (François
Truffaut, 1966), THX 1138 (George Lucas, 1971), Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002) o
V de Vendetta (V for Vendetta, James McTeigue, 2005) denuncian las lacras de Estados
autoritarios y paternalistas: la estandarización de la población, la supresión del
pensamiento crítico8, la eliminación del arte (o su conversión en mera propaganda), la

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felicidad basada en el (auto)engaño y la inconsciencia y, en definitiva, la concepción del


individuo como un ser potencialmente dañino. Por su propio bien, es preferible que los
seres humanos –naturalmente viciosos, egoístas y violentos– sean educados negándoles
cualquier autonomía y madurez o directamente estén adormecidos por las drogas, como
relata Bradbury en su novela Fahrenheit 451 (publicada inicialmente por episodios en la
revista Playboy entre 1953 y 1954):

Hemos de ser todos iguales [...] todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen
de cualquier otro. Entonces, son todos felices, porque no pueden establecerse diferencias
ni comparaciones desfavorables [...]. Un libro es un arma cargada en la casa de al lado.
Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál
podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? (Bradbury, 1995, p. 68).

El proceso de despersonalización requiere la represión de las emociones, cuando


no su misma supresión, un proceso que tiene lugar por defecto, por exceso o mediante
una combinación de ambos: en Un mundo feliz la eliminación de la familia convive con
una actitud totalmente abierta ante las relaciones sexuales: “el mundo es estable. La gente
es feliz; tiene lo que desea, [...] ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que
estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores demasiado fuertes” (Huxley, 1990, p. 172).
Sucede lo mismo en La fuga de Logan (Logan’s Run, Michael Anderson, 1976): la
promiscuidad es observada como una banalización del sexo, que priva a los hombres y
mujeres de entablar vínculos más profundos. No es extraño por tanto que, convertidos los
habitantes en una suerte de autómatas sin sentimientos, sea un superordenador el que
dirima sus destinos, caso de La fuga de Logan o de Lemmy contra Alphaville (Alphaville,
une étrange aventure de Lemmy Caution, Jean-Luc Godard, 1965), una premisa que los
hermanos Wachoswki llevarán al paroxismo en su trilogía Matrix.

Todo ello está encaminado a lograr un ciudadano acorde con la construcción


sociopolítica planteada. “¿Se puede reformar la sociedad, y con mayor razón predecir el
advenimiento de una era nueva en la historia de la humanidad, sin un cambio previo o
concomitante de la naturaleza humana?” (Reszler, 1984, p. 195). No obstante, la mirada
puesta en el futuro se sustenta en la construcción del pasado; basta recordar la famosa
consigna del Partido en 1984: “El que controla el pasado controla el futuro; y el que
controla el presente controla el pasado” (Orwell, 1995, p. 242). Así, una de las
herramientas más potentes empleada por los Estados distópicos para legitimar su poder y
desarrollar el honor nacional es el falseamiento de la historia y la elaboración de mitos
falaces: en el escalofriante universo orwelliano “diariamente y casi minuto por minuto, el
pasado era puesto al día [...]. Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado
y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria” (Orwell, 1995, p. 47). En muchas
ocasiones, la llegada al poder parte de una situación previa de guerra o de catástrofe, lo
que es leído en términos de decadencia y posterior renacimiento: el partido en el poder
justifica su función al ser el único capacitado para manejar el timón, recuperando el
rumbo de una sociedad perdida. Por ejemplo, en la película El cuento de la doncella se

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dice que los dirigentes de Gilead fueron los únicos dispuestos a “sacar una escoba y barrer
la inmundicia”. Sin embargo esto solo supone una ruptura con el pasado más reciente,
sumido en el caos, pues Gilead se enorgullece de ser una nación que mira a los “valores
del pasado” trazando una línea directa desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta
la actualidad. Del mismo modo, en Fahrenheit 451 se conforma un nuevo relato nacional,
según el cual Benjamin Franklin –uno de los “Padres Fundadores” de Estados Unidos–
fue el primer bombero consagrado a la quema de libros, en su caso de aquellos “de
influencia inglesa de las colonias” (Bradbury, 1995, p. 44). Las manipulaciones y
mentiras institucionales, difundidas constantemente por los medios e incrustadas en las
mentes de los niños mediante el adoctrinamiento, emplean el miedo –con frecuencia
entremezclado de odio– como ingrediente principal: al castigo, a la anarquía, a la guerra,
al hambre, a los enemigos (tanto exteriores como interiores), a los extranjeros, a otras
razas, etc. Avivado conscientemente desde las altas instancias, es empleado como excusa
para suprimir libertades, derechos y todo aquello cuya mera existencia pueda hacer
vulnerable al Estado.

Dentro de los mecanismos habituales empleados para subyugar a las masas, el


control de lenguaje resulta tanto o más efectivo que la violencia y el terror. Esto resulta
especialmente evidente en 1984, donde el sentido de las palabras muta y se retuerce
haciendo posible que, por ejemplo, dentro de la maquinaria estatal el Ministerio de la
Verdad se encargue de la propaganda, el Ministerio de la Paz de la guerra y que los tres
principales eslóganes del Partido sean “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud.
La ignorancia es la fuerza”. Del mismo modo se acuñan nuevos términos como crimental
–crimen mental– o doblepensar –“saber y no saber, hallarse consciente de lo que es
realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener
simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en
ambas” (Orwell, 1995, p. 42)– convenientemente recogidos en el Diccionario de
Neolengua. Pero las ambiciones de ese nuevo idioma llamado neolengua van mucho más
allá de la mera persuasión: su finalidad última es el embotamiento de la mente merced al
empobrecimiento del lenguaje y de la comunicación, “haciendo imposible todo crimen
de pensamiento” (Orwell, 1995, p. 60). No en vano su proceso de creación se apoya en
“destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para
dejarlo en los huesos” (Orwell, 1995, p. 58). De esta manera se impone al “viejo idioma
con toda su vaguedad y sus inútiles matices de significado [...] la belleza de la destrucción
de las palabras” (Orwell, 1995, p. 59).

En Lemmy contra Alphaville se aprecia una situación análoga: todas las


habitaciones del hotel en el que se aloja el protagonista (Eddie Constantine) contienen
una Biblia que en realidad es un diccionario. Este libro se actualiza con frecuencia porque
a diario desaparecen palabras que son prohibidas y sustituidas por otras “nuevas palabras
que expresan nuevas ideas”. Como corresponde a un sistema regido por la fría lógica para

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el que la poesía resulta incomprensible y peligrosa, los habitantes de Alphaville


desconocen, por ejemplo, el significado de términos como “consciencia”, “¿por qué?”,
“petirrojo”, “lloroso”, “luz otoñal”, “amor” o “ternura”. De esta manera, las maquinarias
distópicas planteadas por Orwell y por Godard parten de la hipótesis de Sapir-Whorf, en
la medida en que el lenguaje modela la capacidad de sentir y de pensar del ser humano
(Sisk, 1997). Las manipulaciones lingüísticas se han convertido en un cliché de la ciencia
ficción distópica, por lo que “la lucha por el poder del mundo se reduce a establecer quién
controla las palabras” (Galán Rodríguez, 2007, p. 128); podemos encontrar un ejemplo
de ello en la película V de Vendetta, donde se dice lo siguiente:

Recuerdo cómo empezó a cambiar el significado de las palabras. Palabras con las
que no estábamos familiarizados como “colateral” y “entrega” empezaron a dar miedo,
mientras que otras como “fuego nórdico” y “artículos de lealtad” empezaron a cobrar
poder. Recuerdo que “diferente” pasó a significar peligroso.

Esta cita en concreto –un fragmento de la biografía de Valerie (Natasha


Wightman), personaje represaliado a causa de su condición sexual– no aparece en el
cómic en el que se basa el guion y acerca el filme al universo orwelliano, a lo que
contribuye también la presencia de John Hurt en el reparto (el actor británico fue el
protagonista de la versión más famosa de 1984, la dirigida por Michael Radford
justamente en ese mismo año). Si bien la película conservó las alusiones al nazismo del
cómic original, escrito por Alan Moore e ilustrado por David Lloyd, aligeró
sensiblemente la densidad del mismo9 y pasó por alto las referencias a las políticas de
Margaret Thatcher, evidenciadas desde el mismo prólogo (firmado en 1988): “en la
prensa circula la idea de campos de concentración para los enfermos del SIDA [...]. El
gobierno ha expresado su deseo de erradicar la homosexualidad, incluso como concepto
abstracto. Y uno se pregunta qué nueva minoría será atacada después” (Moore y Lloyd,
1989, p. 2). Con un trasfondo igualmente crítico ante el thatcherismo, la película Hijos de
los hombres (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2006), inspirada en la novela de P. D.
James, muestra cómo el autoritarismo británico ha tomado las riendas en un mundo en
extinción y dirige sus iras contra los inmigrantes, a los que da “caza como a cucarachas”.

Y es que, como satirizaba Orwell en la descorazonadora Rebelión en la granja,


“todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros” (1990,
p. 174). Esta triste realidad no solamente se personifica en el culto al líder, habitual en
totalitarismos10, sino también en la existencia de élites que seducen, manipulan y engañan
a una masa aborregada: cúpula de dirigentes y altos funcionarios en las adaptaciones de
1984, en Brazil (Terry Gilliam, 1985) o en V de Vendetta, inescrupulosos “hombres de
negocios que tienen a su disposición inventos recientísimos en materia tecnológica y
psicológica” (Amis, 1966, p. 91) en películas como Robocop (Paul Verhoeven, 1987), La
isla (The Island, Michael Bay, 2005), Repo Men (Miguel Sapochnik, 2010) o In Time
(Andrew Niccol, 2011). En definitiva, un mundo fracturado entre los que detentan el
poder y los que lo sufren.

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Ya allá por 1729, Jonathan Swift sugería con sorna que los ricos devoraran
literalmente a los niños pobres en Una modesta proposición para prevenir que los niños
de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país y para hacerlos útiles al
público (1729), pintando una sociedad caníbal que se alimenta de la marginación y de la
pobreza. Una idea que nos retrotrae fácilmente a películas ya clásicas como Cuando el
destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973) y La fuga de Logan, con
sus peculiares soluciones para evitar la superpoblación y la vejez. En ocasiones el sistema
“cultiva” sus propias castas, concibiendo artificialmente –o, dicho de otra forma,
fabricando en serie– ciudadanos de segunda, en ocasiones destinados a ser meros
consumibles, como puede verse en La isla, Nunca me abandones (Never Let Me Go, Mark
Romanek, 2010) o El atlas de las nubes (Cloud Atlas, Tom Tykwer, Andy y Lana
Wachowski, 2012). Del mismo modo, los estragos ocasionados por la voracidad humana
son palpables en la Tierra, “un planeta que muy pronto no será más que un lugar de paso,
un obrador abandonado” (Virilio, 1996, p. 99). Es por ello que en producciones como
Alita, ángel de combate (Gunnm, Hiroshi Fukutomi, 1993) o Elysium (Neill Blomkamp,
2013) las clases pudientes habitan en ciudades volantes que garantizan su supervivencia
a costa de seguir exprimiendo a una Tierra cada vez más agostada y polucionada.

En algunas de estas obras, como en las dos adaptaciones de Orwell –hijas de la


Guerra Fría– y en la mencionada THX 1138 –primer largometraje dirigido por George
Lucas–, subyace una dura crítica ante una aplicación perversa de los principios
igualitarios del socialismo y del comunismo, ilustrando su deriva hacia un proceso de
estandarización que aliena al individuo. En THX 1138, los empequeñecidos ciudadanos
llegan a convertirse literalmente en números –el título de la película es el nombre del
protagonista–, lo que también sucede en la novela Nosotros del ruso Evgueni Ivanóvich
Zamiátin11. En el filme de Lucas, al igual que en el libro de Zamiátin, el cristianismo
ocupa un lugar preponderante, como evidente narcótico en el primero y “como antecesor
del Estado Único” (Hernández-Ranera, 2008, p. 17) en el segundo. Al igual que los
obreros de Metrópolis, cuyos movimientos mecánicos y repetitivos les hacen asemejarse
a robots, THX 1138 (encarnado por Robert Duvall) está obligado a automatizar su
conducta por medio de drogas de consumo obligatorio para poder desempeñar
satisfactoriamente su función. Uniformidad, mecanización, estandarización,
simplificación, son términos que definen todo lo que le rodea: la ciudad subterránea en la
que vive, el atuendo, las relaciones personales, el trabajo, el entretenimiento, etc. El
lenguaje es trivializado y simplificado, reducido a una serie de consignas que abusan del
eufemismo y que son reproducidas sin cesar, como la banda sonora de un enorme centro
comercial o las conversaciones pregrabadas de contestador telefónico: “Trabaja duro,
incrementa la producción, evita los accidentes y sé feliz” o “Demos gracias por tener
comercio. Compra más. Compra más ahora. Compra y sé feliz”. Su misma persona no es
más que una mera mercancía a la que se ha asignado un presupuesto determinado, de tal
forma que, cuando decide escapar, el éxito en la fuga vendrá dado por razones puramente

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económicas: una vez que su captura resulta demasiado costosa, el sistema la cancela de
inmediato.

Pueden percibirse asimismo algunas concomitancias entre Nosotros y la novela


Himno (1938), en la que la escritora rusa (pero nacionalizada estadounidense) Ayn Rand
denunciaba los males del control del Estado. En Himno la creatividad y el talento del
individuo son liquidados en pro del colectivismo y del altruismo; en definitiva, de un
burdo igualitarismo. En sus novelas –además de en sus ensayos– Rand ensambló un
corpus ideológico; madre del llamado objetivismo y musa del liberalismo libertario, para
esta autora “the tribal notion of the ‘common good’ has served as the moral justification
of most social systems –and of all tyrannies– in history” (1966, p. 12). Convencida de
que el bienestar “no puede lograrse inmolando a unos en beneficio de otros” (2006, p. 45)
y de que el modelo más racional y justo de relación humana es el intercambio comercial,
Rand se postula en sus obras como una firme defensora del capitalismo de libre mercado.
Esto se hace especialmente patente en uno de sus libros más importantes, La rebelión de
Atlas (publicado en 1957), en el que da forma a una sociedad distópica en la que el
intervencionismo gubernamental impide crecer a los considerados mejores: aquellos que
se encuentran “en la cúspide de la pirámide intelectual”, explotados y parasitados por “los
débiles de intelecto” (1968, p. 1099). Rand se pregunta: ¿qué pasaría si esos hombres y
mujeres emprendedores, que cargan como Atlas el mundo sobre sus hombros, decidieran
–hartos de impuestos, burocracia, regulación y leyes arbitrarias– simplemente librarse de
ese peso y echarse a un lado? La respuesta es tajante: la incompetencia, la deshonestidad
y la falta de miras camparían a sus anchas y acabarían por sumir a los Estados Unidos en
el caos. Esta apasionada apología del mercado libre –en el que “the exceptional men, the
innovators, the intellectual giants are not held down by the majority” (Rand, 1966, p. 18)–
ha sido llevada al cine en la forma de trilogía deficitaria12 por iniciativa del hombre de
negocios John Aglialoro, corriendo la promoción a cargo del movimiento Tea Party.

¿Libertad del individuo frente a las cadenas de la teórica voluntad de la mayoría?


¿Fin de una distorsionada utopía socializante, convertida en un entorno de pesadilla?
Muchos de los estilemas de las distopías de corte totalitario han sido explotados,
convertidos en clichés, por políticos liberales. El 10 de octubre de 1975, Margaret
Thatcher apuntó al socialismo como el azote del individualismo: “Some Socialists seem
to believe that people should be numbers in a State computer. We believe they should be
individuals. We are all unequal. No one, thank heavens, is like anyone else, however
much the Socialists may pretend otherwise” (Margaret Thatcher Foundation, s.f.). En el
debate presidencial sostenido entre los candidatos Jimmy Carter y Ronald Reagan el 28
de octubre de 1980, el segundo se postuló en uno de sus discursos como aquel capaz de
“to take government off the backs of the great people of this country and turn you loose
again to do those things that I know you can do so well, because you did them and made
this country great” (Golway, 2008, p. 53). No obstante, la alternativa ofrecida por el

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liberalismo, aparentemente anclada en la realidad y en la racionalidad, se revela como


igualmente utópica (o distópica, según se mire):

una visión utópica de opulencia universal [...] y [...] una democracia idealizada,
descrita incluso como un ‘fin de la historia’, basada en la soberanía popular [...]. En su
forma más extrema, estos elementos han sido entendidos como utópicos cuando se
combinan dando lugar a la fantasía de un mercado no regulado que aspira a superar la
soberanía nacional, mediante un régimen de corporaciones multinacionales cuasi
omnipotentes que impone a la población mundial una estrategia económica, política y
cultural de globalización. El liberalismo ha prometido frecuentemente que la vida buena
consistía en maximizar la libertad, la autonomía y la independencia individuales, y ha
pregonado el cultivo de la codicia o el egoísmo como medio para lograrlas. Siempre ha
denigrado a la ‘sociedad’, o la existencia de cualquier bien común o público que se desvíe
de la supuesta suma de los bienes individuales y ha despreciado la comunidad y los lazos
colectivos, así como unas formas de comportamiento más altruistas (Claeys, 2011, pp.
10-11).

Así pues, “the libertarian science fiction utopia is a place without taxes and
government” (Mühlbauer, 2006, p. 157). Por ejemplo, en la novela de Robert A. Heinlein
La luna es una cruel amante (1966) –“one of the bibles of the libertarian movement”
(Mühlbauer, 2006, p. 157)–, los colonos de la Luna se sublevan contra el yugo económico
de la Tierra y proclaman su independencia, estableciendo un evidente paralelismo con la
revolución estadounidense. En la bandera de la nueva república figuran las siglas
TANSTAAFL, que se corresponden con el eslogan “There Ain’t No Such Thing As A
Free Lunch”, traducible como “el almuerzo gratis no existe”13. Como señala Mühlbauer,
este lema “was used by Milton Friedman as a book title14 [...] and became a widespread
proverb in libertarian circles” (2006, p. 157).

Aunque se estuvo rumoreando una posible adaptación allá por 2004 –como dejó
escrito Tim Minear (productor ejecutivo de la famosa serie de ciencia-ficción Firefly) en
su página web el 20 de enero de ese año, el guion iba a correr a su cargo–, La luna es una
cruel amante todavía no ha sido llevada al cine. De las películas basadas en obras de
Heinlein, la más famosa sin duda es Starship Troopers: Las brigadas del espacio
(Starship Troopers, 1997), dirigida por el neerlandés Paul Verhoeven, si bien su evidente
tono satírico subvertía las intenciones del escritor. Como declaró su director, “When we
were working on the [Robert] Heinlein book, we felt like we had something that was
pretty militaristic, pretty right-wing, and you could even say had a tendency to be fascist.
We felt we should counter that with irony and other means to make it interesting to
ourselves” (Tobias, 2007); en su traslación a la gran pantalla, el canto a los valores
marciales efectuado por Heinlein se transforma en una distopía militarista. Starship
Troopers: Las brigadas del espacio bebe de las fuentes del western reproduciendo la
confrontación entre el ejército estadounidense y las naciones indias, convertidas aquí en
una confederación de insectos alienígenas que luchan por conservar su hábitat. Resulta
igualmente interesante analizar una película anterior de Verhoeven: RoboCop (1987).
Realizada en plena era Reagan, esta producción estadounidense pinta un futuro sombrío

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marcado por la pérdida de poder gubernamental y por las privatizaciones, en este caso de
los cuerpos de seguridad. La Omni Comsumer Products (OCP) –cuyo mismo nombre
“sugiere el moderno mundo de las corporaciones y su preocupación no solo por crear
productos para el consumo, sino por transformar al consumidor en un producto y, al final,
por consumir al público mismo al que pretende estar sirviendo” (Telotte, 2002, p. 197)–
se encarga de la gestión de la policía, lo cual no le impide mantener vínculos con el crimen
organizado; más al contrario, ser dueña de los mecanismos de control estatales le permite
garantizar, además de jugosos beneficios, una total impunidad a sus miembros, un puñado
de yuppies sin conciencia. En RoboCop el dominio ejercido por las grandes empresas
tiraniza ferozmente al individuo, aunque al ciudadano medio, hipnotizado por la
telebasura, parece no importarle demasiado. Otro tanto sucede en Están vivos (They Live,
John Carpenter, 1988), en donde el mundo está secretamente gobernado por una raza
extraterrestre que subyuga a la humanidad empleando como armas la publicidad y el
consumismo.

Ya se trate de Estados autoritarios o de grandes corporaciones con gobiernos a su


servicio, las distopías de celuloide trazan un escenario similar: el de una humanidad
sometida a sus propios modelos ideales. El sistema “perfecto” se encarna en una máquina
que cobra vida propia y devora al individuo, reduciéndole a un mero componente siempre
prescindible. La máquina distópica se ceba con las masas, manipulándolas,
amenazándolas, oprimiéndolas y, en última instancia, seduciéndolas con una felicidad
ilusoria, un producto de diseño prefabricado que se nutre de los instintos más básicos y
de los deseos más oscuros.

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Notas

1
Un ejemplo reciente de elaboración de una historia nacional sustentadora es la proposición que presentó
el Partido Popular para que la RAE dejara constancia de que “el habla de los valencianos, que parte sin
duda de la más profunda prehistoria, se escribe ya desde el siglo VI antes de Cristo con el lenguaje ibérico
y, tras las aportaciones sucesivas a partir de las lenguas fenicias, griegas y latinas, ha llegado a nuestros
días en la forma en que la conocemos” (Enguix, 2013). Esto origina, a tenor de Hobsbawm (2002, p. 21),
una paradoja: “las naciones modernas [...] reclaman generalmente ser lo contrario de la novedad, es decir,
buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota, y ser lo contrario de lo construido, es decir, buscan
ser comunidades humanas tan ‘naturales’ que no necesiten más definición que la propia afirmación”.
2
Hija bastarda de un homólogo literario igualmente tardío, la ciencia-ficción cinematográfica no se
constituyó como género hasta la década de los cincuenta del pasado siglo. Si bien puede aplicarse esta
etiqueta con efecto retroactivo a obras muy anteriores, pudiendo rastrearse sus orígenes más remotos a las
abigarradas fantasías del pionero Georges Méliès –como por ejemplo su imprescindible Viaje a la luna (Le
voyage dans la lune, 1902)–, estas se englobaban bajo otros géneros como fantástico, terror o aventuras.
3
El término “science-fiction” fue popularizado por Hugo Gernsback a partir de 1929 en su revista Science
Wonder Stories (Telotte, 2002); “no nació en cuna noble, sino en el humilde jergón de la literatura popular,
de esa literatura pulp que no sería reivindicada [...] hasta muchos años más tarde” (Costa, 1997, p. 31-32).
4
Una especie de policía femenina encargada de reeducar (y castigar, cuando es necesario) a las doncellas.
5
Si bien fue escrita en 1602, no fue publicada hasta 1623.
6
Concretamente en 1956. Antes se había realizado una versión televisiva, Nineteen Eighty-Four (Rudolph
Cartier, 1954).
7
Sin embargo, en el cartel introductorio de la película la fecha que se presenta es 1950. Al parecer este dato
fue cambiado: inicialmente la acción se desarrollaba en 1940, tanto en la versión muda (que es la que se
conserva) como en la sonora (Soister, 2004).
8
“Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de la misma
cuestión, para preocuparle; enséñale solo uno. O, mejor aún, no le des ninguno” (Bradbury, 1995, p. 70).
9
De hecho Moore, insatisfecho con la adaptación cinematográfica, exigió que su nombre fuera retirado de
los títulos de crédito.
10
El “hombre nuevo” por excelencia está personificado en la figura del líder –llamado cariñosamente
Benefactor, Padre, Gran Hermano, etc.–, “un héroe fundador único que ha definido de una vez para siempre
las leyes de la perfección social” (Reszler, 1984, p. 254) dando comienzo a una nueva etapa histórica.
11
Nosotros, escrita en 1920 pero publicada por primera vez en 1924 (traducida al inglés), fue una gran
fuente de inspiración para Orwell y su 1984. “En palabras de Orwell, Huxley tuvo que verse también
influenciado por la obra de Zamiátin, aunque nunca lo llegara a reconocer. De hecho, la reivindicación de
los sentimientos frente al amor programado es una característica de la narración de este brillante escritor
ruso que también se halla presente en Un mundo feliz” (Hernández-Ranera, 2008, pp. 15-16).
12
Poco ambiciosa y de torpe factura, Atlas Shrugged: Part I (Paul Johansson, 2011) cosechó pérdidas y
malas críticas. Para empeorar la situación, en su continuación Atlas Shrugged II: The Strike (John Putch,

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2012) se tomó la insólita decisión de cambiar a todos los miembros del reparto. Finalmente Atlas Shrugged:
Part III (James Manera, 2014), que trastocó de nuevo el reparto, se lanzó al mercado del DVD tras un
estreno (muy limitado) en Estados Unidos en septiembre de 2014. Las continuaciones fueron nominadas a
los premios Razzie (la segunda en las categorías de peor director y peor guion, y la tercera en la de peor
remake o secuela).
13
La traducción no literal “Nada es gratis” da nombre a un blog iniciado en 2009 por un grupo de
economistas liberales y vinculado a FEDEA (Fundación de Estudios de Economía Aplicada). En 2011 seis
de sus miembros (Samuel Bentolila, Antonio Cabrales, Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano, Juan
Rubio Ramírez y Tano Santos) firmaron bajo el pseudónimo colectivo “Jorge Juan” un libro así titulado
sobre la actual situación económica española, publicado por la editorial Destino.
14
There’s no such thing as a free lunch, que fue publicado en 1975.

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