Entre Escila y Caribdis

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ENTRE ESCILA Y CARIBDIS

Ensayo de coyuntura
Crisis política y la hipótesis de un gobierno «no constitucional»

Desde hace algunos meses vengo dándole vueltas a la hipótesis de un gobierno transicional
como único medio de resolver la enorme crisis de representación que padece nuestro país.
Aunque se trata aún de una hipótesis preliminar, expuesta a revisión y debate, su
fundamentación tiene que ver con la situación de estancamiento en la que parece haber
entrado la democracia peruana en los últimos tres años, con presidentes destituidos,
congresos cerrados y una población crecientemente desencantada de sus representantes, a los
que castiga de forma sistemática cada vez que se celebran elecciones generales y
parlamentarias. La hipótesis de un gobierno transicional, que no tiene nada que ver con la
administración que encabeza hoy el presidente Francisco Sagasti, y cuyas características
expondré en las siguientes líneas, partiría entonces de la evidencia de que el Perú ha entrado
en un peligroso círculo vicioso desde el que no se avizora salida alguna a menos que optemos,
de forma consensual (enseguida explicaré de qué manera) por una conducción transicional, de
emergencia y «no constitucional», que permita alejarnos del abismo al que parecemos
asomados como nación. Tal gobierno, como delinearé más adelante, tendría que poner en
marcha un conjunto básico de medidas relacionadas en su mayor parte con una reforma
integral del sistema político peruano, el mismo que ha provocado este impasse social sin
precedentes y es responsable del dramático distanciamiento entre los ciudadanos y sus
representantes. Más allá de hablar de la posibilidad de convocar a una Asamblea
Constituyente que culmine con una nueva Constitución Política del Estado, para la que, como
defiendo también en el presente ensayo, el Perú no cuenta con las condiciones políticas y
sociales necesarias, este gobierno transicional y «no constitucional» tendría que preparar
primero el terreno institucional adecuado para que cualquier reforma constitucional resulte
viable. En síntesis, lo que este hipotético régimen transicional y «no constitucional» tendría por
objetivo no sería más que el ordenamiento de distintos aspectos de la vida política con el fin
de hacer factible una auténtica democracia en el país, donde los ciudadanos, a través del
sufragio, tengan realmente la posibilidad de elegir un determinado modelo de nación y donde
los comicios sirvan realmente para enfrentar proyectos diferentes de país y no apetitos
meramente individuales, como sucede hoy. De esa suerte, al cabo de un plazo determinado, el
gobierno de emergencia podría finalmente iniciar un proceso de transición hacia una
democracia protagonizada por partidos sólidos e institucionales y por unos poderes del Estado
que, lejos de la tensión y el enfrentamiento inútiles, tiendan a la transacción y el diálogo.

EL IMPASSE POLÍTICO

Aunque muchos observadores y protagonistas de la política peruana no lo hayan notado


todavía, los resultados de las últimas elecciones generales y congresales expresan de un modo
brutal las tendencias que se han venido agudizando en los últimos años. Desde que Pedro
Pablo Kuczynski subiera a la presidencia de la República en el año 2016 y el fujimorismo,
principal partido de la oposición, pasara a controlar el Congreso en ese mismo año, la
democracia peruana parece haber entrado en un pernicioso ciclo vicioso, revelando las
limitaciones de nuestro sistema político (que algunos han caracterizado como el de un
presidencialismo parlamentarizado) y produciendo esta inquietante sensación de estar dando
vueltas sobre un mismo eje, en el que a pesar de que las fichas, los actores y los rostros varíen,
el juego y, lo que es peor, el desenlace siguen siendo los mismos. La exacerbación de tales
tendencias tuvo lugar, desde luego, en noviembre pasado, cuando, a la destitución de Martín
Vizcarra, presidente investigado por actos de corrupción, le sucedió un cortísimo régimen
encabezado por el congresista Manuel Merino, que se mantuvo apenas pocos días en el poder
debido a la ausencia de legitimidad popular. Para entonces, el Congreso llevaba ya algunos
años coqueteando peligrosamente con la idea de declarar vacante sucesivamente el cargo de
Presidencia de la República por incapacidad moral –figura contemplada por la Constitución–,
en tanto que Vizcarra había cerrado un año atrás el Congreso de la República a tenor del
artículo 134 de la Carta Magna, que lo autorizaba a hacerlo en caso de que el Parlamento
hubiese negado sucesivamente su voto de confianza o de investidura a dos gabinetes
ministeriales. Mientras todo esto ocurría, entre la población se profundizaba la sensación de
que los políticos estaban enfrascados en una lucha mezquina por el poder en vez de dedicarse
a trabajar por las urgencias del país.
Los enfrentamientos entre el Ejecutivo y el Legislativo fueron particularmente enconados
en los últimos años, tendencias que se agravaron cuando el Congreso descubrió que podía
utilizar la vacancia presidencial casi como un instrumento de extorsión para destituir
presidentes por los motivos más peregrinos, generalmente relacionados con intereses creados
o agendas minúsculas. La caída de Vizcarra, en noviembre del año pasado, sentó un
precedente altamente peligroso, pues el Parlamento descubrió que, ante la menor sospecha
de actos irregulares que pesasen sobre la figura del Presidente de la República, podía poner en
marcha de inmediato un proceso destituyente que desembocase en la salida del cargo del
presidente, a lo que sin duda ha contribuido en no poca medida el carácter ambiguo de la
vacancia presidencial por incapacidad moral1. Por otro lado, el Ejecutivo había descubierto al
mismo tiempo que podía propiciar la caída sucesiva de dos gabinetes ministeriales con el fin de
ordenar la disolución del Congreso, lo que parece haber robustecido la idea de que, dado lo
relativamente fácil que es cerrar el Congreso, el Ejecutivo debería hacer todo lo posible por
hacerlo, para lo cual –es de prever– contaría con la aceptación mayoritaria de la población.
Esta dinámica de amenazas recíprocas ha complicado el panorama político aún más de lo
que ya estaba, colocándonos en un escenario que no se producía en muchas décadas y que
casi siempre ha terminado con la irrupción violenta de los militares en la vida pública. Lo más
llamativo del contexto descrito es que este permanente juego de idas y de vueltas entre
Ejecutivo y Legislativo no se lleva a cabo en nombre de proyectos nacionales opuestos, sino
únicamente en nombre de intereses minúsculos de congresistas y demás funcionarios, gran
parte de los cuales intentar eludir los procesos e investigaciones pendientes con la justicia.
Aunque politólogos tan interesantes como Alberto Vergara hablen de una suerte de «pacto de
no agresión» entre el Legislativo y el Ejecutivo con el fin hacer viable la democracia en nuestro
país2, en este ensayo pensamos que dicha propuesta resulta imposible sin una reforma que
toque las bases de nuestro sistema político, el mismo que nos ha arrastrado a este aparente
callejón sin salida.
Contra lo que se pudiese pensar, las movilizaciones ciudadanas de noviembre del año
pasado en rechazo al gobierno presidido por Manuel Merino no estuvieron motivadas por una
súbita conciencia política despertada entre la población. La mayor parte de los manifestantes
estaban reunidos bajo la consigna del «Que se vayan todos». Se trataba de gente que, en su
inmensa mayoría, no se movilizaba por lo que ocurría en la política, pero que de pronto, ante

1
Cuando se produjo la salida de Martín Vizcarra, en noviembre pasado, y Manuel Merino asumió la
jefatura del Estado, no faltaron aquellos que volvieron los ojos hacia el Tribunal Constitucional en espera
de que el máximo intérprete de la Constitución se pronunciara sobre la oportunidad y correcta
aplicación de la figura de la vacancia presidencia por incapacidad moral en el caso de Vizcarra. El
Tribunal Constitucional rechazó tales demandas, demostrando así que la solución para el momento
crítico que vivía entonces el país no descansaba en la Constitución, cuyos caminos parecían haberse
agotado, desbordados por los acontecimientos, y que dicha solución pasaba por pensar políticamente (y
no judicialmente) la situación. Dicho en otros términos: la situación reclamaba una salida política, no
judicial.
2
Ver artículo de Vergara en el siguiente enlace: https://vergarapaniagua.com/2021/03/21/no-vacare-no-
disolvere/
el carácter vomitivo de la operación orquestada por el Congreso, decidió salir a las calles a
manifestar su repudio contra el conjunto de la clase política. No pedían nada en concreto,
salvo la salida de absolutamente todos. Era, pues, contra lo que pudiese parecer, el clímax del
apoliticismo, de la desafección política, tendencia que viene corroyendo a la ciudadanía desde
hace muchas décadas y que suele expresarse, entre otras cosas, en la alta volatilidad del voto
durante los procesos electorales y en el apoyo a candidatos independientes u outsiders. Tal
actitud de la población es precisamente uno de los factores que motivan la escritura del
presente ensayo, pues, aunque la situación se haya naturalizado, pensamos que no puede
haber democracia sin participación o interés de la población en los asuntos públicos.
Lejos de pensar que la crisis política se resolvió en noviembre pasado con la designación de
un gobierno de transición presidido por el congresista Francisco Sagasti (si bien hemos de
admitir que dicha medida calmó los ánimos en el país entero), creemos que el sistema político,
al haber quedado intacto, podría nuevamente propiciar escenarios parecidos al que vivimos
todos los peruanos en aquel mes si no se constituye una voluntad política y nacional por
corregir muchos vicios del sistema político que, a nuestro parecer, han sido los principales
causantes del atolladero en el que nos encontramos y que sigue –y seguirá– reflejándose en
las competencias electorales.

LA HIPÓTESIS DEL GOBIERNO TRANSICIONAL, DE EMERGENCIA, CONSENSUAL Y «NO


CONSTITUCIONAL».

Para asumir la necesidad de un gobierno transicional, de emergencia, consensual y «no


constitucional», como he decidido titularlo, es indispensable adoptar el punto de vista de la
realpolitik y dejar de lado por un momento la creencia de que el orden democrático y
constitucional debe prevalecer por encima de cualquier circunstancia. Si hiciéramos caso a las
decenas de politólogos de tendencia liberal que intentan encontrar una solución a la crisis
actual dentro de la legalidad vigente, tendríamos que contentarnos con pensar que el balotaje
electoral previsto para el próximo domingo 6 de junio servirá para cortar el nudo gordiano en
el que parecemos estancados, lo que parece a todas luces imposible. Como tampoco es de
desear un gobierno militar debido al enorme riesgo autoritario que esta clase de regímenes
conlleva, y por la congénita tendencia de los cuerpos armados a implementar medidas con un
estilo vertical, sin participación ciudadana, lo que venimos a defender en este ensayo es la
formación de una Junta Provisoria de Gobierno que asuma las riendas del país y, a la par que
desarrolle las funciones necesarias a cualquier régimen ordinario, apruebe un conjunto de
medidas relacionadas fundamentalmente con la reforma del sistema político. Dicho gobierno
tendría que declarar en stand-by la democracia por un periodo indeterminado hasta que no se
haya garantizado dicha reforma, lo que implicaría únicamente el cierre consensuado y
transitorio del Congreso bajo la premisa de que la convivencia entre el Legislativo y el Ejecutivo
se hará imposible hasta tanto no se resuelva la cuestión de la reforma política. Este último
punto es el que fundamenta la idea de que dicho régimen sea «no constitucional», en la
medida en que estaría basado en una salida que no descansa en la actual Constitución. Si
decidimos entrecomillar dicha característica es sencillamente por su carácter relativo, pues si
bien la Constitución no contempla en ningún caso la formación de una Junta de esa naturaleza,
esta estaría revestida de cierta legitimidad popular al provenir de un consenso nacional. Como
mencioné anteriormente, una situación semejante a la nuestra hubiera provocado en otros
tiempos la intervención sin miramientos de las fuerzas armadas en la vida política del país, que
posiblemente hubiera ordenado muchos aspectos de nuestra sociedad y empujado el reloj de
la historia hacia adelante, pero todo ello a un costo social, político e institucional que no
estamos en condiciones de aceptar. Como lo que se requiere es evitar un derramamiento de
sangre, así como ahuyentar el fantasma de la impredictibilidad, es mucho más conveniente
pensar en una salida lo más cercana posible a la institucionalidad y llevada a cabo
estrictamente por los civiles. De ahí la necesidad de hablar de una Junta Gubernativa que
reúna las siguientes tres características:

a) Proceder de un mandato popular; esto es, partir de un consenso entre la sociedad civil
de que es necesaria la constitución de una Junta de Gobierno transicional como única
forma de solucionar la crisis originada por el colapso de nuestro sistema de
representación. Hacia la formación de ese consenso tendrían que concurrir
necesariamente poderosos actores e intelectuales con gran ascendiente sobre la
opinión pública, tales como los medios de comunicación, quienes tendrían que
colaborar en la tarea de promover entre la ciudadanía la idea de una Junta de
Gobierno. Este trabajo permitiría dotar al trabajo de la Junta de un cierto nivel de
legitimidad popular, condición indispensable sin la cual se desdibujaría la razón de ser
de la Junta, que sería considerada únicamente como el proyecto de ciertas élites, sin
bases sociales de apoyo.
b) Estar integrada por al menos una terna de gobierno. Esto es esencial por dos razones,
a saber: por un lado, garantizaría una mínima pluralidad en el Ejecutivo; por el otro, se
conjuraría el riesgo de que el poder recaiga sobre un solo individuo, lo que podría dar
origen a una autocracia.
c) Llevar adelante una reforma política que ponga fin a la terrible inestabilidad que sigue
viviendo el país desde hace cinco años. En el siguiente acápite desarrollaré con mayor
extensión este punto.

PONERSE LAS MEDIAS Y LUEGO LOS ZAPATOS: LA CUESTIÓN DE LA REFORMA POLÍTICA

Desde que en noviembre último estallaran las protestas callejeras que produjeron a la postre
la caída del gobierno ilegítimo de Manuel Merino, diversos sectores de izquierda vienen
predicando el agotamiento del modelo neoliberal y la necesidad de poner en marcha un
proceso constituyente que desemboque en una nueva Constitución. La izquierda, nostálgica de
los tiempos idos, intenta repetidas veces reeditar el pasado calcando viejas experiencias,
muchas de las cuales han tenido resultados fallidos o resultan trasnochadas en la actualidad.
No faltaron tampoco aquellos militantes de izquierdas que, ante la colosal magnitud que
tomaron las manifestaciones en aquel turbulento mes de noviembre, comenzaron a hablar de
una risueña Segunda Marcha de los Cuatro Suyos, recordando –seguramente con melancolía–
la entrañable experiencia vivida tras la caída del gobierno de Alberto Fujimori. La gran mayoría
de ellos, sin embargo, agrupados en las dos grandes fuerzas electorales de izquierdas (las
organizaciones Juntos por el Perú y Perú Libre), comenzaron a promover la necesidad de
convocar una Asamblea Constituyente como medio de poner fin a la crisis vivida en los últimos
cinco años, como si dicha crisis política tuviera su origen necesariamente en la actual
Constitución. Lo que en el fondo ocurre es que la izquierda en su conjunto ha renunciado
desde hace mucho tiempo a pensar en nuevas fórmulas políticas que permitan entender el
Perú de hoy y prefiere, por el contrario, acogerse cómodamente a experiencias del pasado. De
allí que siga hablando, entre otras cosas, de la unidad (incapaz de superar el enorme esfuerzo
unitario que supuso el bloque de la Izquierda Unida en los años 80), la Segunda Reforma
Agraria (tratando de volver a sentir la alegría de las medidas del general Velasco), una nueva
Constitución (pensando siempre en la Constitución del año 1979, precedida por la Asamblea
Constituyente, tiempos en que la izquierda y los sindicatos eran fuertes y gozaban de gran
capacidad de presión).
Una de las más irrefutables muestras del grado de divorcio de la izquierda con respecto a la
población es su escasa capacidad de interpretación de las necesidades o los deseos de esta. La
izquierda no advierte que la ciudadanía, gran parte de la cual, sin pertenecer a ninguna
organización o partido político, acudió a marchar cuando las protestas de noviembre, no desea
un cambio de Constitución, o no al menos por las razones que la izquierda supone. Cuando la
izquierda habla de que la clave para salir de esta crisis se halla en una nueva Constitución,
ignora que gran parte de la población no desea una nueva Constitución porque esté cansada
del modelo económico neoliberal, sino que, en el mejor de los casos, la desea porque
sencillamente está harta de la clase política y de la corrupción y desea una Constitución que
sea más severa con esos delitos, para lo cual bastaría únicamente con introducir
modificaciones en el actual Código Penal. Por mucho que yo pueda desear personalmente un
cambio de Constitución, debo tener la suficiente lucidez para reconocer que no existen las
condiciones políticas y sociales necesarias para hablar realmente de un momento
constituyente, que es casi siempre un momento fundacional, un momento en que se abre paso
un nuevo tipo de orden social distinto del anterior, del Ancien Régime. No obstante, como
escribí anteriormente, la mayoría de la población solo está cansada de sus representantes, lo
que no significa que esté cansada del sistema económico. Una encuesta de Datum publicada
en noviembre del año pasado reveló que, del 56% de la población que se mostraba a favor de
reescribir la Constitución, el 31% lo hacía porque deseaba mayores penas para los corruptos,
en tanto que el 12% anunció que apoyaría un cambio de Constitución para permitir una mayor
intervención del Estado en la economía. Aunque hay que anotar que la encuesta fue realizada
antes de las jornadas de noviembre último, sondeos similares hechos con posterioridad a esos
eventos dibujan un escenario parecido 3. ¿Qué representa esto? Muy sencillo: que la mayor
parte de los que desean un cambio de Constitución no lo hacen por las razones que supone la
izquierda, es decir, para cambiar el modelo económico neoliberal, sino que lo hacen por
razones que bien se podrían corregir por el camino de la enmienda constitucional o por una
reforma del Código Penal.
Por otro lado, cuando la izquierda propone la convocatoria a una Asamblea Nacional
Constituyente es evidente que lo hace con el fin de abrir la discusión en torno al capítulo
económico de la Constitución, sobre el que ha venido insistiendo a lo largo de estos últimos
años. La pregunta se impone por sí sola: ¿qué garantiza que van a lograr cambiar el capítulo
económico si la mayor parte de los partidos del espectro ideológico son de pensamiento
conservador y neoliberal? ¿No indican todas las tendencias que, de instalada dicha Asamblea
Constituyente, su composición sería harto similar a la que hoy observamos en nuestro
deteriorado Congreso, integrado por gentes inefables? De lo que se trata, a nuestro entender,
es de evitar que personas de esas calidades morales ocupen cargos de representación, lo que
es sin duda el motivo de fastidio más claro entre la población, y eso, nuevamente a nuestro
entender, se conseguiría forzando una reforma del sistema político, corrigiendo muchos vicios
y taras de los partidos políticos que han permitido que cualquier individuo llegue al Congreso,
produciendo el descrédito de nuestra clase política y sumiendo en la desmoralización a la
población. Lo conveniente, pues, sería que primero se traten de cambiar las reglas de juego del
sistema político para que luego se pueda discutir un Cambio de Constitución. A esto le
llamamos ponerse las medias y después los zapatos y no a la inversa, como la izquierda
pretende, lo que desembocaría en un nuevo fracaso.
Ahora bien, para que dicha reforma política sea posible únicamente tendrían que llevarse
adelante las recomendaciones planteadas por el Informe Final de la Comisión de Alto Nivel
para la Reforma Política, elaborado por un grupo de trabajo integrado por diversos
especialistas y presentado en marzo del 2019 ante la Presidencia del Consejo de Ministros (ver
enlace). Este documento, que recoge varias recomendaciones de los expertos, ha sido llevado
3
Según una encuesta telefónica del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) realizada entre 1 y el 8 de
diciembre del año pasado, el 48% de la población se pronunció a favor de una nueva Constitución,
mientras que el 49% opinó que sería mejor hacer algunos cambios a la actual Carta Magna. Dentro del
porcentaje de los que estaban a favor de sustituir la actual Constitución por una nueva, el 74% lo hace
porque desea mayores penas a los corruptos, en tanto que el 36% desea una mayor intervención del
Estado en la economía. Para mayor detalle de la encuesta, véase nota del diario La República en el
siguiente enlace: https://larepublica.pe/politica/2020/12/15/una-constitucion-que-castigue-mas-a-
delincuentes-y-a-los-corruptos/?ref=lre
numerosas veces a discusión en diversas comisiones congresales, donde se lo ha matizado,
modificado y finalmente mutilado, volviéndolo una propuesta incompleta e incapaz de
resolver el problema de fondo: la crisis de representación política. Nosotros partimos de que
este informe funciona como un todo, sin cuya aplicación integral difícilmente se pueden
corregir los múltiples defectos y carencias de que adolece nuestro sistema de partidos 4. De
nada serviría aprobar cualquiera de las medidas planteadas en dicho informe si esta no viene
acompañada de todas los demás. Si esto ocurriese, dicha reforma sería insuficiente y quedaría
como una tarea inconclusa, permitiendo que las cosas no cambien en gran medida.
La tarea del gobierno transicional, de emergencia, consensual y «no constitucional», cuya
formación hemos tratado de defender en estas líneas, sería la de aprobar en su totalidad esta
batería de reformas que, si bien no van a cambiar del todo la conducta de nuestra clase
política, sí supondrían un gran avance en el camino de mejorar la calidad de nuestros
representantes, multiplicando las exigencias y filtros que los aspirantes a cargos de elección
popular deben cumplir para poder ingresar a los partidos políticos y estableciendo sanciones
para aquellos que incurran en actos indebidos. Ya no es necesario empezar el trabajo desde
cero, puesto que se cuenta ya con un documento valiosísimo, cuya aplicación ha sido
entorpecida más de una vez por los integrantes de las comisiones congresales, quienes no
tienen el menor interés en que se lleven a cabo reformas en el sistema político por la sencilla
razón de que forman parte de él. Desde la tesis de la Junta Gubernativa que aquí esbozamos,
dichas reformas ya no serían discutidas por el pleno del Congreso, el cual estaría
transitoriamente cerrado, sino que serían promulgadas de oficio por el Ejecutivo, rompiendo
de esa manera con un esquema vicioso que impiden que se concreten tales medidas.

ENTRE ESCILA Y CARIBDIS: EL BLOQUEO DE LA DEMOCRACIA PERUANA

Según la mitología griega, Escila y Caribdis eran los nombres de dos monstruos situados a
ambos lados de un estrecho canal de agua, de tal suerte que los navegantes que cruzasen por
él tenían que alejarse de Escila sin acercarse demasiado a Caribdis, tarea que resultaba
particularmente difícil dada la estrechez del río. La expresión «estar entre Escila y Caribdis»
proviene de esta leyenda y alude precisamente a esa situación límite en la que nos
encontramos entre dos peligros, algo semejante a estar entre la espada y la pared. Esto –según
postulamos– es lo que viene ocurriendo en el Perú.
En efecto, los resultados electorales de las últimas elecciones presidenciales y congresales
han puesto a la vista de todos una competencia electoral bastante atípica, marcada por la crisis
sanitaria de la Covid-19 y la desaceleración económica, y que ha cosechado, como era
previsible, altos niveles de absentismo y un gran volumen de votos blancos y nulos. La segunda
vuelta electoral enfrentará a dos candidatos igualmente nefastos y con idénticas posibilidades
de terminar de sepultar al país. Aunque algunos hayan preferido eludir la atención sobre esa
inmensa cantidad de gente que no ha acudido a votar o ha votado en blanco, dicha situación
representa un nuevo golpe al sistema de representación peruano, puesto que no asegura gran
legitimidad al gobierno que está por venir. El Congreso de la Republica, por su parte, estará
nuevamente marcado por un alto nivel de atomización, lo que dificultará la formación de
alianzas y augura ya un ambiente crispado para el oficialismo, que no cuenta con mayoría en el
hemiciclo. Así, la figura que hemos observado en años anteriores se vuelve a repetir en esta
elección, abriendo la inquietante interrogante de que, si las cosas no han cambiado
sustantivamente, es porque algo no está funcionando. Mucha gente intuye que algo está
sucediendo, es decir, que si hemos llegado a un escenario donde una candidata investigada

4
Ver a este respecto el artículo de Fernando Tuesta Soldevilla titulado «La empequeñecida reforma»,
publicado en el diario El Comercio en octubre del 2020 y disponible en el siguiente enlace:
https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/reforma-politica-la-empequenecida-reforma-por-fernando-
tuesta-soldevilla-noticia/
por corrupción y un candidato fundamentalista de izquierda se disputarán la presidencia del
país, es porque el clima luce bastante enrarecido. Aunque la intuición sea muy extendida, no
se tiene todavía conciencia cabal de lo que está sucediendo; de allí que muchos se vuelvan a
mirar a las instituciones en espera de una respuesta –la actitud del Tribunal Constitucional en
noviembre del año pasado fue notable y sintomática de lo que viene ocurriendo– o intenten
apelar a soluciones que se encuentran dentro del ordenamiento vigente (apelando muchos a
la opción quimérica de votar en blanco masivamente con el propósito de que se convoquen a
nuevas elecciones, lo que, además de improbable, no indicaría que las cosas van a variar en un
segundo proceso electoral si es que no se hacen las reformas de las que hemos hablado).
En una de sus últimas columnas de opinión, el reconocido periodista César Hildebrandt
trataba, casi con desespero, de idear alguna fórmula que acabase con este círculo vicioso que
en estas líneas hemos tratado de capturar. Lo que el director de la publicación Hildebrandt en
sus trece proponía se reducía a lo siguiente: crear, por un lado, una extendida corriente de
opinión que permita exigirles a los candidatos a la presidencia un compromiso público con las
reformas que el país necesita, y por el otro acordar una «tregua político-partidaria de por lo
menos una década para empezar la tarea de la refundación», con una paz impuesta que «no
descartaría las tareas de fiscalización al gobierno multipartidario votado en las urnas».
Enseguida añadía, fiel a su estilo: «Seguramente deliro. No importa. Prefiero soñar con la
regeneración que ponerme a silbar un valsecito». Lo que Hildebrandt intentaba, al igual que
nosotros en este ensayo, y quizás al igual que Vergara en su propuesta sobre un imaginario
«pacto de no agresión» firmado entre el Ejecutivo y el Legislativo, es buscar soluciones más
allá de las herramientas que las leyes vigentes ponen en nuestras manos, soluciones dictadas
por una conciencia política, en el sentido más cabal de la palabra. En este texto nos hemos
atrevido a ir un paso más allá de lo propuesto por Hildebrandt y Vergara para admitir de la
manera más desembozada que toda salida a la crisis que estamos viviendo debe ser
necesariamente no constitucional, o extraconstitucional, que no es lo mismo que decir
anticonstitucional. Como sostuve en un artículo anterior, escrito al calor de las manifestaciones
de noviembre pasado, es posible que las soluciones previstas por la Constitución a la crisis
actual se hayan agotado. Pero dado que la Constitución puede acabarse y la política seguir, es
necesaria una conciencia política que siga ideando fórmulas para destrabar el terrible
momento que vivimos, algo que parece una tarea ardua y a veces utópica dados los tiempos
tecnocráticos que experimentamos, donde ya casi nadie piensa tiende a pensar políticamente
las cosas.
Nuevamente: se trata de evitar por todos los medios que los militares entren por la puerta
falsa a la vida civil (léase: por la vía del golpe). Aunque el militarismo ha sido durante muchas
décadas uno de los partidos políticos más fuertes y activos de nuestra historia, y aunque
debemos reconocer que los golpes militares, para bien o para mal, han producido la
dinamización de nuestro reloj histórico, lo que es cien veces mejor al estancamiento en el que
hoy nos encontramos, queremos aferrarnos a la idea de que sean estrictamente los civiles
quienes se encarguen esta vez de conducir el timonel de la historia, tratando de obrar lo más
cerca posible al principio de la soberanía popular y de preservar tanto como sea posible la
institucionalidad y la legalidad de nuestro país, aunque se necesiten adoptar medidas que no
están contempladas ni previstas por la Constitución, tales como la de conformar una Junta de
Nacional de Gobierno de carácter transitorio y consensual. No deja de ser curioso que toda
esta crisis ocurra a doscientos años exactos del grito libertador de nuestra independencia,
momento quizás oportuno para recordar a esos sabios padres fundadores que, en medio del
caos y la anarquía de nuestros primeros pasos como nación independiente, supieron hallar
formulas políticas para la crisis del momento. Es necesario, por más que las ideas puedan
resultar utópicas o irreales, continuar en esa búsqueda; pues es en las canteras de la utopía y
la irrealidad donde debemos seguir buscando aquello que nos permita romper con la realidad
que estamos viviendo.
Enrique Sarmiento
18 de abril del 2021

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