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DE PILLOS Y DRAGONES.

DOS CUENTOS DE ANTONIO CASTRO LEAL

Noé Blancas Blancas


(Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP))
[email protected]

RESUMEN
En los relatos “El laurel de San Lorenzo” y “El dragón pragmatista”, Antonio
Castro Leal nos ofrece su visión de la Revolución Mexicana y del positivismo
porfirista, respectivamente, que constituyen toda una valoración de la
mexicanidad. En el primero, el campesino Genovevo guía a una horda de
revolucionarios desbalagados para saquear y ultrajar una pequeña
población, al final es castigado con la horca; en el segundo, Aníbal Altozano,
un estudiante de Filosofía, pretende, mediante el dominio de la Lógica, vivir
de los tontos. Revolución y Lógica son entonces concebidas por el
campesino y el estudiante como una legitimación del pillaje –“adueñarse de
lo ajeno para tener […] lo que tenían los ricos”–, que Castro Leal identifica
como un retorcido pragmatismo derivado del Positivismo porfirista. Aún
más, como un ultraje a toda idea de nación y a la Filosofía misma –el ideal
helénico. Con esta percepción, los dos relatos podrían leerse como la
síntesis de la poética del autor y, al mismo tiempo, de la visión nacional de
toda una generación.
PALABRAS CLAVE: Crítica literaria, Castro Leal, “Los Siete sabios”,
mexicanidad, literatura de la Revolución, pharmakos.

ABSTRACT
Antonio Castro Leal, in the stories “El laurel de San Lorenzo” and “El dragón
pragmatista”, offers his vision about Revolución Mexicana and about
Positivismo of Porfiriato, respectively, which is a valuation of the
“mexicanidad”. In the first story, the peasant Genovevo introduces a horde
of deserters “revolucionarios” in order to loot and outrage a little town,
finally hi was hanged; in the second story, a Logic student, Aníbal Altozano,
claims, through the domain of the Logic, live off of fools. “Revolución” and
Logic are conceived by the peasant and by the student like a legitimation of
pillage –“take over the affairs of others for to have […] what the rich
haves”–, that Castro Leal identifies a like mistaken pragmatism derived
from “porfiriano” Positivism. Even more, this is an outrage for any idea of
nation and for the Philosophie self –the Hellenic ideal. With this perception,
both stories could be read like a synthesis of the poetic of the author and,
at the same time, of the national vision of a whole generation.
WORDKEYS: Literary Criticism, Castro Leal, The “Siete Sabios”,
“Mexicanidad”, Literatura Of Revolution, Pharmakos.

INTRODUCCIÓN

De la narrativa de Antonio Castro Leal,1 sólo dos cuentos, “El laurel de San
Lorenzo” y “El dragón pragmatista”, cuentan acciones que se desarrollan en
un ambiente mexicano; rural, el primero, y capitalino, el segundo.2 El
primero relata un acontecimiento revolucionario: el ajusticiamiento
fuenteovejunesco de un campesino culpable del ultraje que sufre un pueblo
a manos de una tropa revolucionaria, narrado por un comerciante español.
El segundo es una divertida crítica al positivismo porfirista de la Escuela
Nacional Preparatoria, y a su inutilidad disfrazada de pragmatismo.3
Probablemente, el estilo, de Castro Leal, entendido como la visión
trascendente de un autor –su poética, para decirlo con un término
apropiado a sus convicciones–, deba buscarse precisamente en estos
relatos.4
La proporción nacionalista resulta también exigua, sobre todo,
tratándose de un miembro de una generación preocupada prioritariamente
en el tema del espíritu de lo mexicano (ver Calderón Vega, 1972; y Krauze,
1985). Sin embargo, esta muestra constituye toda una visión de la
literatura mexicana por parte de su generación: la crítica a los excesos y la
ausencia de objetivos de la Revolución Mexicana, instaurada luego como
discurso nacionalista; la crítica al positivismo y al encajonamiento de la
filosofía.
De ser esto así, quizá el análisis de estos textos, tarea que ahora
pretendo esbozar, en general desairada a lo largo del siglo pasado, revele,
asimismo, no sólo la percepción de la literatura, la historia y la filosofía de
la época por parte de una generación evidentemente crítica y visionaria,
sino también ciertos matices de la realidad de esos años, cuya influencia
aún nos marca.

“EL LAUREL DE SAN LORENZO”. LA NOCHE ESPIRITUAL

El texto podría entenderse como un recuento de la Revolución Mexicana,


resumido en un trágico acontecimiento vivido por un español más como
testimonio que como actor de los hechos. Si bien, relata –en primera
persona y a muchos años de distancia– sólo una de sus aventuras, el que se
trate de un hombre que ha vivido toda la Revolución, “desde los primeros
levantamientos en el norte de la República hasta las últimas batallas en los
alrededores de Celaya”,5 hacen de esa aventura una síntesis nada casual
del movimiento.
La percepción del narrador coincide en gran medida con la que
tuvieron de la Revolución Los Siete Sabios e incluso algunos ateneístas,
como Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso: “noche espiritual” le llamó
Manuel Gómez Morín (ver Calderón Vega, 1972: 16); “desquiciamiento
infernal”, Antonio Caso en una carta que dirigió a Reyes (ver Krauze, 1985:
59).
Pero al mismo tiempo, existe la convicción de que después del caos –
y precisamente producto de ese caos–, resurge –según Gómez Morín y
según lo plantea también el cuento– la idea de un nuevo México (Gómez
Morín, 1972:8).
Así, sin ser del todo optimista, pero tampoco escéptico, Castro Leal
elabora una crítica serena de la Revolución, sin mitificarla ni condenarla
gratuitamente.
La aparición del movimiento armado se da, en San Lorenzo, el pueblo
donde ocurre la historia, como una “larga noche de saqueos” y violaciones;
noche ciega, protagonizada por forajidos y salteadores de caminos que
parten al amanecer, como si no les fuera dada la luz del día para sus
atropellos: el día, sobre todo el amanecer, es propicio para la mayoría de
los hechos y sólo las tropas revolucionarias se sirven de las sombras para
actuar.
Desde el asalto que sufre el gachupín, Liberto Urraza, en su carro de
ferrocarril, a manos del general Chávez, antes de llegar accidentalmente a
San Lorenzo, los revolucionarios están asociados con la noche. Durante el
asalto, en el que Urraza pierde, además del ferrocarril, el anular izquierdo,
en su afán por retrasar el saqueo, “el tren corría entre las sombras de la
noche acercándose cada vez más a su destino”. Y después de que el general
Chávez perdió la apuesta, la misma locomotora se vuelve oscura y se pierde
en noche: “Me quedé de pie, en la oscuridad, en aquel lugar desamparado.
El tren, apagadas las luces, se hundió en la sombra”.
La suerte que corre el carro de Urraza, conducido por la gente del
general Chávez, es el destino que Castro Leal adjudica a la Revolución. E
incluso, en ese afán de identificar los hechos armados con la oscuridad, cae
en una imprecisión en cuanto al tiempo que permanecen los 300 hombres
desbalagados de Villa en San Lorenzo. Al principio, nos dice que “Una
madrugada [...] resonaron en la plaza galopes de caballos, balazos y gritos
salvajes (Castro Leal, 1984: 25).
Lógicamente, la madrugada es la última parte de la noche,
prácticamente el comienzo del nuevo día, antes del alba. Pero el narrador,
sin aclarar si los revolucionarios permanecieron sólo unas cuantas horas –
las que faltaban para que amaneciera por completo– o todo un día con su
noche, agrega que: “Fue una noche terrible de saqueo, asesinatos y
violaciones”. En las sombras de esa noche larguísima se oían tiros,
imprecaciones, quejas, gritos, maldiciones (Castro Leal, 1984: 26).
No podemos saber si a esa misma madrugada en que los
revolucionarios llegaron le llama “noche larguísima” o se trata de la noche
después de todo un día de disparos. Todo parece indicar que los
“trescientos forajidos” no asaltaron el pueblo por la madrugada, sino por la
noche. Quizá, Castro Leal quiso enfatizar la idea de madrugada para aludir
al principio de siglo, cuando ocurre el levantamiento de armas, y por eso en
el relato madrugada y “noche terrible de saqueo” son la misma cosa,
usando la figura de la noche sólo para acentuar la confusión.
Al fin de cuentas, los atropellos tienen lugar en la oscuridad, no a la
luz del día.
Este uso cercano y hasta ambiguo de noche y madrugada no es, sin
embargo, un descuido ni una casualidad: la concepción de Castro Leal –
como la de Los Siete Sabios– respecto de su generación, es que viven el
principio de una nueva era, según afirma en su ensayo “Nuestro tiempo”,
incluido en el volumen Repasos y defensas:
Una era en que nuestra acción es más amplia, de mayores
consecuencias y de mayor responsabilidad de lo que ha sido en el
pasado. El destino del hombre, del hombre en todos los lugares
de la tierra, está en las manos del hombre de nuestro tiempo
(Castro Leal, 1987: 326).

Gómez Morín ha llamado a su generación, la de 1915, “generación eje”


(1972: 24).
En el relato, la partida de la tropa de los 300 “forajidos” marca el
comienzo de la reconstrucción del pueblo y comienza también el castigo
para Genovevo –el causante del ataque–, castigo que se corona con el
ajusticiamiento del campesino. Acciones que se desarrollan durante el
amanecer o durante el día.
Después de la Revolución –parece decirnos Castro Leal–, en México
debe amanecer, con una luz rosada, encendida bajo el blanco “como en la
flor del durazno” (Castro Leal, 1984: 34).
Por eso el color del caballo que sirve para la ejecución de Genovevo
es “un rosillo flor de durazno”, el mismo que lleva al gachupín a San
Lorenzo y cuyo color era resaltado por “la luz rosada del amanecer” (Castro
Leal, 1984: 18); la misma luz que hace brillar el anca del mismo caballo el
día de la ejecución. Como si la muerte de Genovevo significara un amanecer
para el pueblo.
El amanecer está siempre asociado con el recomienzo, con la vida
nueva, desde la salida de Urraza de su pueblo de España: “Un buen día
salió del pueblo con la gorra sobre la oreja, acinturado en su faja roja, sus
alpargatas nuevas y unas cuantas pesetas en el bolsillo”; y su vida al llegar
al México: “Muchos años durmió sobre el mostrador de la tienda,
levantándose a las cuatro de la mañana, a barrer y sacudir...” (Castro Leal,
1984: 8). La madrugada es necesaria en el camino a la prosperidad.
Igualmente, Urraza, después de haber perdido su tren, llega a San Lorenzo
una mañana, guiado por Genovevo, y recomienza una vez más su negocio.
Es, asimismo, durante la mañana cuando se celebran los matrimonios
de las mujeres ultrajadas durante el ataque revolucionario, con lo que ya
nadie sabe quiénes fueron violadas y quiénes se casaron por solidaridad. La
ejecución de Genovevo ocurre también durante una mañana, y a partir de
ahí el pueblo recomienza su vida pacífica.
Para Castro Leal, pues, debe amanecer. Pero no sin antes haber
ajusticiado a los causantes no de la Revolución sino de los desastres
sufridos por el país durante el movimiento armado. Para él, existen
culpables directos de las mujeres violadas, de las iglesias destrozadas, de
los asesinatos, los saqueos. Pero esa culpa recae en los mismos indios, en
ese “furor que corre en las entrañas del mexicano” –y que Gómez Morín
llama “herencia de Huitzilopochtli” (1972: 25); un furor que en el relato se
comparan con los hilillos de “esas corrientes escasas que mojaban el fondo
de las cañadas”:
Así de pequeño, de manso, de inofensivo. Pero en las crecientes,
el agua sube hasta la falda del cerro, y esas cañadas, donde el
torrente ha dejado muy alta su huella de musgos resecos,
muestran la cólera impetuosa de esas aguas mansas (Castro Leal,
1984: 18-19).

La “huella de musgos resecos” es una elocuente comparación a la huella


que dejan los “forajidos” en San Lorenzo: “Por todas partes boñiga e
inmundicias, y entre la cantina y el centro de la plaza, una media docena de
cadáveres” (Castro Leal, 1984: 27).
Pero Castro Leal también atribuye esa fuerza devastadora, ciega, a la
idea que de la Revolución tenían los indios: “Para él [Genovevo] Revolución
quería decir adueñarse de lo ajeno para tener –‘a como diera lugar’– lo que
tenían los ricos”. Por lo que: “Aguardaba con visible impaciencia el incidente
que lo pusiera en condiciones de vivir de la Revolución. Era como una deuda
que el país tenía con él” (Castro Leal, 1984: 20).
Así, nuestro “sabio” no condena la Revolución en sí –“la Revolución
tiene que cambiar la vida de los pobres”– sino “los crímenes y asaltos
cometidos por las hordas que se cobijaban bajo la bandera de la
Revolución” (Castro Leal, 1984: 24).
Es significativo que en el momento del ataque, la tropa no esté
siquiera compuesta de revolucionarios, sino de “trescientos forajidos, resto
de un batallón villista deshecho por tropas del general Obregón”, “ya sin la
responsabilidad que tenían como fuerzas regulares de un ejército”. Se trata
de un grupo convertido en gavilla de bandidos, que se había dispersado “sin
más propósitos que enriquecerse con los bienes del prójimo” (Castro Leal,
1984: 25).
Por otra parte, el pueblo donde ocurre la tragedia tiene el nombre de
San Lorenzo sólo simbólicamente, pues bien podemos entender San
Lorenzo como México, principalmente por dos razones: cuando el gachupín
es conducido por Genovevo al pueblo, en medio de aquel paisaje “me puse
a pensar en México” (Castro Leal, 1984: 18), y al recordar su llegada a
México, prácticamente repite esa travesía:
El pueblo a donde íbamos se defendía del viajero. Pero no con
serranías abruptas, ni con barrancas y acantilados. Iba poniendo
delante de nosotros, como hacen los mexicanos, un cortés
pretexto. Uno tras otro. Trasponéis una loma y, después de una
planicie toda cortesía, otra loma accesible, amable. Y así, loma
tras loma, hasta que al fin os fatigáis. Hay que comprender esa
negación hecha de concesiones incompletas, que disfrazan tan
bien la resistencia y la tenacidad (Castro Leal, 1984: 18).

Asimismo, el nombre de San Lorenzo es un nombre al azar, es el nombre


del santo del día en que se cuenta la historia. Así que bien podría ser San
Juan o San Miguel o cualquier otro nombre, cualquier otro día. O todos los
días. El pueblo, cuyo nombre es disfrazado y que finalmente queda en el
anonimato, puede ser el de cualquier pueblo, o de todos los pueblos. Todo
México.
Y su aislamiento, que era tal que la Revolución, “después de las
entradas de Obregón y Villa, parecía haber olvidado a aquel villorrio tan
fuera de las rutas estratégicas que ligaban a las principales poblaciones de
la región” (Castro Leal, 1984: 22), y donde ”la vida, como en tantos otros
pueblos del interior de México, parecía haberse detenido en el tiempo”
(Castro Leal, 1984: 23)—, recuerda el “exilio interior” en que quisieron vivir
Castro Leal, Julio Torri, Carlos Díaz Dufoo hijo, Mariano Silva y Aceves por
1915, en la época carrancista. Entonces, ellos
pensaron alquilar una casa alejada de la ciudad, en San Ángel tal
vez, para aprender griego, dialogar y leer. Se declaraban aquello
que Castro Leal predicaba a Díaz Dufoo: “enemigo declarado del
mundo”. Eran —recordaba Castro Leal— un grupo de anacoretas;
hombres decididos a preservar la pequeña flama de la cultura en
medio de los días más violentos de la Revolución. [...] Mucho
tiempo después, las memorias de la Revolución que escribía
Castro Leal se resumían con estas palabras: “En aquellos
momentos en que la Revolución aislaba a la gente” (Krauze,
1985: 60).

De alguna manera, San Lorenzo simboliza también el campo de la cultura


en México, asaltado por las revueltas revolucionarias y que Henríquez Ureña
describía en 1916 con evidente pesar:
Sobre la hollada alfombra, los destrozados sitiales, la biblioteca
dispersa, ¿podrá alcanzarse vida fecunda? No sé si en la
incomprensible justicia de los dioses haya compensaciones reales
cuando la destrucción material es también la destrucción de la
vida espiritural (Henríquez Ureña, 1916: 58-59).

Durante esa noche espiritual, recuerda Alfonso Caso, transcurrieron sus


estudios, “en medio de todas las dificultades, inherentes a la lucha armada
[...]. La ciudad frecuentemente carecía de luz y de agua, y de
prácticamente todos los servicios municipales” (ver Krauze, 1985: 62).
Alberto Vázquez del Mercado perdió su cátedra de literatura en la
Escuela Preparatoria. Cosío Villegas, al describir su travesía para esquivar la
Plaza de Armas en su camino a la escuela, dice que ya estando ahí
“comenzaban los tiroteos y a veces se usaban pequeños cañones” (ver
Krauze, 1985: 62).
Gómez Morín es el más explícito:
Fue la época en que los salones servían de caballeriza; se
encendían hogueras con confesionarios, se disparaba sobre los
retratos de ilustres damas “científicas” y la disputa por la
posesión de un piano robado quedaba resuelta con partirlo a
hachazos lo más equitativamente posible. La época en que se
volaban trenes y se cazaban transeúntes. En que se fusilaban
imágenes invocando a la virgen de Guadalupe. En que, con el rifle
en la mano, los soldados pedían limosna (Gómez Morín, 1972:
18-19).

San Lorenzo, además de simbolizar México, el campo de la cultura y la vida


retirada que soñaba Castro Leal con algunos ateneístas, simboliza también
el mundo ideal del “sabio” potosino. Ésta es la descripción de la vida de San
Lorenzo:
El pueblo había sido siempre feliz. Vivía de sus campos de tierras
feraces. [...] Se sentían en San Lorenzo la moderada prosperidad
de un pueblo que vive de la agricultura. [...] Se hacían préstamos
cuantiosos sin firmar un papel. Promesas de venta o compromisos
de negocios hechos en una conversación ocasional obligaban
tanto como el documento más solemne. [...] Ahí se vivía en un
mundo limpio y primitivo, que ya va desapareciendo en todas
partes (Castro Leal, 1984: 22-23).

Este “mundo feliz”, llamado San Lorenzo, fue arrasado, violado, destruido
por la tropa de forajidos. Era tan perfecto, que no faltaban la justicia y el
merecido castigo a los transgresores de esa felicidad, así como tampoco la
solidaridad ante los desastres y la unanimidad de criterio para sentenciar a
los culpables. Ahí, los mismos causantes de las desgracias saben
autocondenarse; reciben su castigo con pesadumbre pero con docilidad: de
rodillas.
El asunto toca también el tema del “chivo expiatorio”, quizá más a la
manera del traidor que del pharmakos griego, pues este último constituye la
liberación de culpas a través del sacrificio de un inocente, y Genovevo no es
para nada inocente. El narrador le llama heredero de Huitzilopochtli: aquél
que, para poder nacer, tuvo que asesinar a sus 400 hermanos, según el
mito nahua. Judas que elige vender a su propia sangre abriendo la puerta al
enemigo, y elige al final su cadalso –el árbol donde será ajusticiado–, la
figura de la Malinche aparece aquí, masculinizada, pero nítida. No es poco
significativo que sea un español el que relate la historia. La tragedia
provocada sirve después de todo para purgar la mala yerba –Genovevo–, y
para que el pueblo se repliegue en una inusitada solidaridad que debe
entenderse literalmente como un renacimiento: las chicas deciden casarse
masivamente para que nadie se entere –salvo los respectivos esposos, claro
está– de quiénes fueron las ultrajadas.
Tenemos, entonces, antes y después del saqueo, el mundo perfecto
que concebía Castro Leal: la tribu del hombre caritativo y honrado,
inteligente y tolerante, culto y bien intencionado, el hombre necesario para
que la humanidad, según apunta en su citado ensayo “Nuestro tiempo”:
pueda vivir sin angustia, sin temor, sin sobresaltos, sin hambre ni
miseria, gozando a lo que tiene derecho; a pasar por el mundo
feliz, en interesada contemplación, en amistad con todos los
hombres, satisfechas sus necesidades, reducidos sus dolores a lo
perecedero de la carne y abierto su espíritu a todos los consuelos
que redimen de los deleznable de la vida y de la tiranía del
tiempo (Castro Leal, 1987: 327).

México, parece decir, Castro Leal, debe amanecer a este mundo.


Gómez Morín da el último pincelazo al cuento: “Pero, si el alba de
1915 ha de llegar a ser pleno día, es menester un campo común, una
verdad, un criterio, aunque sea provisional para encauzar y juzgar la acción
futura” (Gómez Marín, 1972: 21).

EL DRAGÓN PRAGMATISTA, UNA CARICATURA DE LOS “SABIOS”

El relato es otro de los rostros, si no precisamente de la Revolución, sí de la


época: “El laurel de San Lorenzo” es la vivencia rural, la que vivieron los
pueblos, la de los forajidos, mientras que “El dragón pragmatista” es la vida
de la ciudad, pero sin horrores. La época de la Revolución vivida en las
aulas, aunque no alude precisamente el aspecto ideológico. Es más bien una
especie de caricatura de la época. Una mirada a la vida escolar –ni siquiera
cultural– de esos tiempos.
Aquí nos encontramos a un Castro Leal extremadamente sarcástico:
mientras el “Dragón”, Aníbal Altozano, se pelea con los cálculos de la lógica,
su madre tiene “cálculos en los riñones”; la filosofía de la época es definida
de un pincelazo: “la lógica venía a ser el corazón de nuestra gran época
positivista”, y la traduce en el apotegma “enérgico y preciso: ‘El vivo vive
del tonto, y el tonto de su trabajo’ ” (Castro Leal, 1984: 79-89).
Resaltan en el texto las referencias a personajes, lugares y hechos
reales: Porfirio Parra (profesor de Lógica), Antonio Caso (también profesor
de Lógica), Jesús Urueta, los tres, ateneístas; la Escuela Nacional
Preparatoria, la Alameda Central, Bosque de Chapultepec, Plaza de
Tarasquillo, Plaza de San Ildefonso, Museo de Historia Natural, Aula Justo
Sierra, entre otros.
Estos personajes y lugares, además de recrear el tiempo y lugar en
que se desarrollan los hechos, que son precisamente el tiempo y el lugar en
el que se conocieron Los Siete Sabios, son aprovechados por Castro Leal
para hacer una áspera crítica de la época.
Estas referencias nos dan indicios para situar el tiempo en el que se
desarrolla el relato. Comenzaría en 1912, cuando el profesor Porfirio Parra
era maestro de Lógica de Lombardo Toledano en la Preparatoria Nacional, y
Castro Leal, maestro de literatura universal, quien para ese tiempo ya había
publicado su antología Las cien mejores poesías líricas mexicanas, en
coordinación con los otros “Castros”, como llamaba Henríquez Ureña a
Alberto Vásquez del Mercado y a Manuel Toussaint, quienes para 1914
publicaban la revista Nosotros (ver Krauze, 1985: 46).
La referencia es clara porque: “Nadie llegó a la primera clase del Dr.
Porfirio Parra tan resuelto a aprender a fondo, a ‘aguzarse’, a ‘ponerse
filoso’, a ser ‘un hacha’, como el Dragón” (Castro Leal, 1984: 83).
Asimismo, los últimos hechos del relato se ubicarían –según las
citadas referencias– en 1915, cuando la mayoría de los “sabios” egresa de
la Preparatoria e ingresa a la Escuela de Jurisprudencia. Ese año en que
Antonio Caso fue electo director de la Escuela Nacional Preparatoria y se
ocupó de la mayoría de las cátedras que ahí se impartían: ética, psicología,
lógica, problemas filosóficos y sociología (Krauze, 1985: 67), con lo cual
consiguió, según Cosío Villegas, que Los Siete Sabios no se desprendieran
de la generación del Ateneo (Krauze, 1985: 71) y se convirtió así en “el
maestro por antonomasia, primero en el bachillerato, más tarde en la
Escuela Nacional de Jurisprudencia y, simultáneamente a mis estudios de
derecho, en la Escuela de Altos Estudios” (Krauze, 1985: 72).
Tenemos, pues, un apunte en definitiva contemporáneo a las
primeras actividades de Los Siete Sabios, aunque previas a su agrupación
formal. No es inexacto afirmar entonces que se trata de un texto-
testimonio, aunque en ningún momento autobiográfico, y en apariencia, ni
siquiera verídico. Al menos, no encontramos ningún personaje real con las
características del “Dragón” en los documentos recopilados sobre Los Siete
Sabios. Es más convincente pensar que estamos ante una crítica a la
educación de esa época y la reacción de algunos de los estudiantes —quizá
la mayoría—.
Aníbal Altozano aparece más como un personaje arquetipo que como
un compañero contemporáneo a Los Siete Sabios. Es, en sí mismo, la figura
de la ironía, pues a pesar de su apariencia de intelectual, de estudiante de
Lógica:
Era alto, muy alto, con largas piernas de compás y unas manos
enormes. [...]
Patinaba admirablemente, dominando las principales figuras con
esa soltura que tienen los que pasaron su niñez en ruedas. [...]
... Usaba lentes, los famosos pince-nez, que se prendía a la nariz
con un gesto parsimonioso (Castro Leal, 1984: 80-81).

Era un personaje más que simple: “Su lenguaje estaba tejido con
expresiones populares y pintorescas, que enriquecía constantemente su
prodigiosa invención semántica” (Castro Leal, 1984: 82).
Pero también y, sobre todo, Aníbal Altozano es una buena caricatura.
Al describirlo y narrar sus ocurrencias, Castro Leal no repara en ridiculizar
conductas, personajes, ideas, doctrinas.
Estamos, pues ante una caricaturización casi total de la época y del
mundo estudiantil. Castro Leal no deja títere con cabeza.
Parece que lo que se propuso nuestro “sabio” al crear al “Dragón” fue
reunir todos los defectos condenados por su generación y adjudicarlos a una
sola persona –para evitar críticas directas–; defectos todos derivados,
principalmente, de la improvisación.
Leyendo con un poco de atención, podemos encontrar a algunos de
Los Siete Sabios e incluso algunos ateneístas caricaturizados en alguna de
las facetas del “Dragón”.
Antonio Caso, quien “hacía continuas referencias al egoísmo de la
ciencia, predicando en cambio la bondad de la intuición” (Krauze, 1985:
93), está presente cuando Aníbal Altozano, después de “tronar” su examen
de Lógica, condena a ésta y declama: “Sobre el enjambre casuístico de las
finalidades escolásticas o materialistas [...], la flecha encendida del
implacable instinto” (Castro Leal, 1984: 97).
Asimismo, Gómez Morín, con su facilidad de discurso, y quien hablaba
sólo “en ocasiones especiales y solemnes”, aparece en la prontitud para la
palabra del “Dragón”:
Tenía fácil palabra y aprovechaba cualquier ocasión para lanzar
un discurso. Era con frecuencia el orador oficial de campañas
políticas dentro y fuera de la ciudad. [...] Todo lo que leía lo
incorporaba inmediatamente a su tesoro de recursos oratorios;
unas veces eran ideas y otras, simples adornos deslumbrantes,
hechos de palabras lapidarias con el nombre de algún autor
notable. Cuando Jesús Urueta puso de moda las citas griegas,
Aníbal Altozano lo imitó incontinenti (Castro Leal, 1984: 82).

Obviamente, las actitudes de Aníbal no son exactamente las del personaje


que Castro ridiculiza, sino que están exageradas y distorsionadas, pues de
lo contrario se trataría de copias fieles; sin embargo, no es difícil reconocer
las alusiones.
Al criticar la Lógica positivista de aquellos años, se refiere también
hacia la posición pragmática de su generación, atribuyendo a este
pragmatismo fines tan simples como risibles. Y en esto se da vuelo:
Estudiar Lógica era graduarse de animal racional. Los demás, los
que nunca la habían estudiado, eran racionales por casualidad.
Pero para el Dragón la Lógica no sólo era el coronamiento del
bachillerato, sino un arma poderosa en la lucha por la vida. [...]
La veía como un amuleto mágico capaz de cambiar, para su
beneficio, el rumbo de la vida. Si aprendía Lógica podría vivir, en
lo futuro, de los tontos; y si no, tendría que vivir –por más duro
que esto fuera– de su trabajo.
la humanidad se divide en tres clases: los teológicos, los
metafísicos y los positivos [...].

Todos los que le prestábamos dinero pertenecíamos, en cambio, a


la era positiva.

[…] ¿qué derecho tenía Antonio Caso de hacernos pensar cuando


los alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria habían aprendido
siempre la Lógica sin reflexionar? (Castro Leal, 1984: 80-92).

Si caricaturiza a su generación, ¿por qué no hacerlo también con los


ateneístas? De ellos señala su afición griega: “¿No es correcto decir el señor
Aristóteles, el señor Sócrates y el señor Platón? Por mostrar cortesía con la
antigüedad se me amoscaron los contemporáneos” (Castro Leal, 1984: 93).
Es obvio que el reverencial “señor” no es más que una mala pasada
del “Dragón”; y si no, veamos cómo después antepone el mismo reverencial
a las “cucurbitáceas”, que era el nombre con el que los estudiantes
llamaban a ciertas señoras “fácilmente asequibles en el mercado del
placer”:
Lo del señor Aristóteles y lo del señor Sócrates le cayó en gracia a
la Santísima Trinidad y me empezó a preguntar: —“¿Sabe usted
si el señor Ornitorrinco está emparentado con las señoras
Papaveráceas?”. [...] —¿Conoce usted a las señoras
cucurbitáceas?” (Castro Leal, 1984: 95).

Pero no se trata de una ridiculización de la cultura griega (o de la “señora”


cultura griega), ni siquiera de la afición que experimentaron los ateneístas.
Tan no es así, que el mismo nombre que adoptó esta generación fue la de
los Siete Sabios, en evidente alusión a los Siete Sabios de Grecia.
Castro Leal se burla más bien de quienes hicieron de esa afición una
moda ridícula:
Los estudiantes del Estado de Chiapas, cuyo nombre pertenecía a
la época más brillante de la historia griega y sus apellidos a las
más remotas provincias vascongadas (Sócrates Lizárraga,
Homero Incháustegui, Platón Larrañaga) (Castro Leal, 1984: 90).
O a quienes, sin saber nada de la cultura griega, como el “Dragón”,
presumían de cultos aludiéndola sin causa justificada:
A él se atribuye aquella frase, que remató elegantemente con un
famoso nombre helénico:
—... el candidato brilla por sus virtudes, y se destaca como una
bandera sobre el horizonte, y ya sabemos —señores— que la
virtud redime al hombre y salva a las sociedades, como dijo... el
Partenón! (Castro Leal, 1984: 82).

Asimismo, Castro Leal no condena las actitudes en sí, sino la exageración


en alguna de ellas, lo cual no era frecuente entre Los Siete Sabios ni entre
los ateneístas. Es decir, el “Dragón” es como una advertencia del riesgo que
corría su generación y la del Ateneo, de no haber sido extremadamente
precavidos.
Así lo entendemos en la sentencia de Aníbal hacia la Lógica,
anteponiendo lo pragmático a todo:
¿Te apuesto a que el compañero Espíritu Santo no sabe conocer
un buen melón? Y todo ese escándalo por las cucurbitáceas. ¿Para
qué le sirve saber lo que son las cucurbitáceas si cuando compra
un melón se lo dan verde? Ni siquiera lo ha de saber partir. Y se
indigesta con el melón verde mientras se tutea mentalmente con
la distinguida familia de las cucurbitáceas. Hay que buscar lo
positivo; pero no con silogismos —agregó como escaldado—.
Intuición, la intuición es lo que vale (Castro Leal, 1984: 96-97).

Justifica aquí la actividad intelectual del Ateneo de la Juventud tanto como


la actitud pragmática de La Generación de 1915, pero sin estigmatizarlos
como “intelectuales” o “pragmáticos”. Por eso se pregunta: “¿Para qué le
sirve saber lo que son las cucurbitáceas si cuando compra un melón se lo
dan verde?”. Para Castro Leal, pues, el conocimiento por sí mismo no sirve
para nada; pero sus utilidades no se reducen tampoco a las necesidades
apremiantes. Por eso el “Dragón” fracasa en su concepción de la Lógica y –
lógicamente–, reprueba la materia:
La veía como un amuleto mágico capaz de cambiar, para su
beneficio, el rumbo de la vida. Si aprendía Lógica podría vivir, en
lo futuro, de los tontos; y si no, tendría que vivir —por más duro
que esto fuera— de su trabajo (Castro Leal, 1984: 80).

Sus silogismos mal planteados y sus dobles sentidos no podían servir para
más. En el “Dragón” la Lógica no tenía, de hecho, ninguna utilidad.
Así pues, la crítica de Castro Leal no va en contra El Ateneo de la
Juventud, ni en contra de Los Siete Sabios, ni en contra de la Lógica, como
podría parecer en un principio, sino en contra del pragmatismo exacerbado
(¡y de eso hace un siglo!) y de la vulgar creencia que la Lógica, la Filosofía y
cualquier otra ciencia, de no eximirnos de vivir de nuestro trabajo, son
saberes fútiles.
Por otra parte, no es nada raro encontrar este afán por lo pragmático
en “El Dragón pragmatista”, quien, como luego vemos, no tiene nada de
pragmático, pues ni siquiera logra aprobar un examen y quien, por otro
lado, para conseguir beneficios no usa sino enrevesadamente a la Lógica –
no la usa, la desusa. Nada raro, este afán, cuando fue Castro Leal, con
Alberto Vázquez del Mercado, quienes, en septiembre de 1916, forman la
Sociedad de Conferencias y Conciertos, que venía a continuar la labor del
Ateneo de la Juventud, y cuyo único fin era “propagar la cultura entre los
estudiantes de la Universidad de México” (en Krauze, 1985: 74). Es decir,
no el conocimiento por el conocimiento, sino conocimiento antecediendo a la
actividad.
Además, y a diferencia de los ateneístas, cuyas conferencias
abordaban temas puramente artísticos, Los Siete Sabios trataron asuntos
sociales: el socialismo, sindicatos, instituciones democráticas, asociaciones
obreras.
Vale recordar también la actitud de Castro Leal ante la literatura:
antes que dedicarse de lleno a la creación, está más preocupado por
elaborar una colección completa de escritores mexicanos. Actitud que
comparte todo el grupo.
¿Cómo podría, entonces, este “sabio” condenar el pragmatismo? Más
bien, “El Dragón pragmatista” es precisamente lo que no quisieron ser ni
fueron Los Siete Sabios. Castro Leal es explícito cuando el “Dragón” llega a
casa del narrador, de quien no sabemos gran cosa pero cuyo lenguaje es de
lo más sarcástico, a contarle cómo había reprobado el examen. “No me
sorprendió”, dice. O lo que es lo mismo: El “Dragón” nunca tuvo la razón ni
aprendió Lógica. Su pragmatismo no tenía límites y por tanto no era un
pragmático, sino un “vivo”, obsesionado por vivir de los tontos que viven de
su trabajo: Estaba equivocado.

CONCLUSIONES

Aunque por vías distintas y con temáticas aparentemente excluyentes, en


uno y otro relato, Antonio Castro Leal pone bajo la lente dos posturas –la de
Genovevo y la del Dragón Pragmatista– que pueden fundirse en una sola:
una falsa pragmática. Por un lado, Genovevo ve en la Revolución la
oportunidad de “adueñarse de lo ajeno para tener –‘a como diera lugar’– lo
que tenían los ricos”; para él, el movimiento armado constituía una
oportunidad para “vivir de la Revolución”: “Era como una deuda que el país
tenía con él” (Castro Leal, 1984:20). Por otro lado, el Dragón –véase lo
malicioso del término en cuanto lo comparamos con el peyorativo aplicado a
los viejos políticos: “dinosaurio”– ve en la Lógica la gran oportunidad de
“vivir del tonto”, en oposición a “vivir del trabajo”.
Castro Leal atribuye, pues, ambos males, la Revolución ciega –“noche
espiritual”– y la ignorancia, a la “herencia de Huitzilopochtli”, es decir, el
lado oscuro de la mexicanidad que sólo en el sacrificio ajeno puede concebir
el beneficio propio: la felicidad.
Por ambos lados vemos sacrificio, trágico en el primer caso –todas las
mujeres casaderas deciden contraer matrimonio para que nadie sepa
quiénes fueron violadas–; económico en el segundo –sólo quienes le
prestan dinero al Dragón, sin ilusión de pago, eran considerados
“positivistas”–; y por ambos lados, se trata de una apuesta en pos del bien
común.
La visión de Castro Leal en estos dos relatos da cuenta de la visión de
toda una generación: la “noche espiritual” es el escenario para el pillaje por
parte de “vivos” –revolucionarios o dragones– que, en pos del positivismo
ultrajan mujeres y ciencia creyendo saldar la deuda que el Hombre tiene
con ellos. No es el Positivismo –ni nacionalista ni científico– al que Castro
Leal apuesta, sino a la solidaridad heroica y al conocimiento desinteresado:
en una palabra, a la Atenas azteca.
BIBLIOGRAFÍA

Castro Leal, A. (1917). “El obstáculo”; “La ausencia”, Pegaso (15-21 de


junio), pp. 4-5.

Castro Leal, A. (1959). El laurel de San Lorenzo. México: FCE.

Castro Leal, A. (1984). El imperialismo andaluz y otras historias. México:


SEP/FCE (Lecturas Mexicanas).

Castro Leal, A. (1987). “Nuestro tiempo”, en Repasos y Defensas.


Antología, nota preliminar de Salvador Elizondo; selección de Víctor
Díaz Arciniega. México: FCE (Letras mexicanas).

Diccionario de Escritores Mexicanos.

Gómez Morín, M. (1972). “1915”, en Calderón Vega, L. (1972). Los siete


sabios de México. México: Jus.

Henríquez Ureña, P. (1916). “Lacrimae Rerum”, Vida Moderna, 13 de julio,


citado en Krauze, 1985: 58-59.

Krauze, E. (1985). Caudillos culturales en la Revolución Mexicana. México:


SEP/Siglo XXI/Dirección General de Publicaciones (Cien de México).

1
La obra literaria de Castro Leal, muy escasa ante su obra crítica, fue
reunida por él mismo en el volumen El laurel de San Lorenzo (Castro Leal, 1959),
que después reeditaron la SEP y el Fondo de Cultura Económica en su colección de
Lecturas Mexicanas, bajo el título de El imperialismo andaluz y otras historias
(Castro Leal, 1984), excluyendo dos cuentos –“La literatura no se cotiza” y “Una
historia del siglo XX”–, que el Diccionario de Escritores Mexicanos cataloga
erróneamente como ensayos. Existen, además, dos relatos, “El obstáculo” y “La
ausencia”, que aparecieron en 1917 en la revista Pegaso (Castro Leal, 1917), y que
no fueron incluidos en ningún volumen de cuentos.
2
Los relatos “Adriana”, “El espía del alma”, “Un día de sol en otoño”, “El
cazador del ritmo universal” y “El coleccionista de almas” aluden a México en algún
momento, pero basta omitir tal alusión para que el ambiente pierda nacionalismo.
Un cuento más, “El Príncipe Czerwinski”, se ubica explícitamente en Polonia.
Varsovia, para ser exactos. Asimismo, “La literatura no se cotiza” y “Una historia
del siglo XX” –excluidos por la colección Lecturas Mexicanas–, se ubican, uno en
Estados Unidos y el otro en un país del futuro.
3
“Un día de sol en otoño” y “El cazador del ritmo universal” también
formulan esta crítica al positivismo.
4
El relato “Adriana”, por demás interesante, también podría considerarse
como piedra de toque del estilo narrativo de Castro Leal. Aquí, el miembro de “Los
Siete Sabios” aprovecha la ambigüedad para tejer su historia, que no es una
historia de amor, pero sí de una pareja; no construye un arquetipo femenino, pero
sí una mujer –Adriana. Si bien, no cuenta más que la disolución de un compromiso
matrimonial, el simbolismo del nombre femenino, por un lado, enlaza al relato con
el mito griego –invirtiéndolo: bien puede leerse como una versión de “cómo el
Minotauro abandona el laberinto”–; y por el otro, se vincula íntimamente con la
generación de El Ateneo de la Juventud, cuya influencia helénica es paradigmática.
5
Castro Leal, “El laurel de San Lorenzo”, en El imperialismo andaluz, op.
cit., p. 34 (en lo sucesivo, usaré IA para referirme a este libro, agregando la
respectiva página).

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