Sermones de La Casa Pontificia
Sermones de La Casa Pontificia
Sermones de La Casa Pontificia
“Por cuanto todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su
gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de
propiciación por su propia sangre [...] para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificado
Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la fe que salva, “la fe que
vence al mundo” (1 Jn. 5,5)! La fe –apropiación por la cual hacemos nuestra la salvación obrada por medio de
Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que ofrece su
gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se estira para acogerla mediante la fe. La “nueva y
eterna alianza” está sellada con un apretón de manos entre Dios y el hombre.
Tenemos la capacidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que abre las
¡Creer que “Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25)! En una
homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunció estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales:
“Para todos los hombres, el principio de la vida es aquello, a partir de lo cual Cristo se sacrificó por él. Pero
Cristo se sacrificó por él cuando él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida adquirida por aquella
inmolación”1
Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se
quiere, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al cristianismo en edad
adulta, mirando hacia atrás antes de convertirse, dijo: “Antes de conocerte, yo no existía” y habla a Jesús
Lo que se requiere es que nos pongamos solo del lado de la verdad, que reconozcamos que tenemos
necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e
hizo una breve oración: “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador”. Y Jesús dice que aquel hombre fue a su casa
“justificado”, es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva, quizáscantando alegremente en su
Al igual que quien escala una pared de montaña, después de superar un paso peligroso se detiene un
momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el
apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado el gran
mensaje de la justificación gratuita por la fe en Cristo: “Justificados, entonces, por la fe, nosotros estamos en
paz con Dios, por medio de nuestro Jesucristo nuestro Señor, por medio del cual tuvimos también por la fe, el
acceso a esta gracia (paz, fe, gracia) en la cual estamos firmes y por él nos gloriamos en la esperanza de la
gloria de Dios.
Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom. 5, 1-15).
Hoy en día se hacen desde los satélites artificiales, fotografías infrarrojas de regiones enteras de la tierra y de
todo el planeta. ¡Qué diferente se ve el paisaje visto desde arriba, a la luz de los rayos, en comparación con lo
que vemos con la luz natural! Recuerdo una de las primeras fotos de satélite difundidas en el mundo;
reproducía toda la península del Sinaí. Los colores de los relieves y de las depresiones eran muy diferentes,
más evidentes. Es un símbolo. Incluso la vida humana, vista desde los rayos infrarrojos de la fe, desde las
“Todo –dijo el sabio, el Qohelet, en el Antiguo Testamento– le pasa también al justo y al impío … He visto algo
más bajo el sol: en lugar del derecho,está la maldad; y en lugar de la justicia, la iniquidad” (Ecl. 3, 16, 9, 2). De
hecho, en todos los tiempos se ha visto a la maldad triunfante y a la inocencia humillada. Pero para que no se
crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, notaba Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la
inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo. ¿Pero qué concluía el Qohelet, el sabio sobre todo esto?
“Así que pensé: Dios juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa” (Ecl. 3, 17).
Aquello que el Qohelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio ya se ha dado:
“Ahora dice Jesús –caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera
el príncipe de este mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí “(Jn. 12,
31-32).
En Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. Y si se necesita la fe para creerlo. El
progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve desarrollarse ante sí nuevos
e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de
los tiempos, porque en Cristo, subido a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han
A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Él se ha abierto
ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos otra cosa, más aún, a la
mayoría de los hombres le sugiere lo contrario, pero el mal y la muerte son realmente derrotados para
siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor. El mal ha sido realmente vencido
Una cosa sobretodo se ve diferente, vista a través de los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo ha entrado en la
muerte como se entra en una oscura prisión; pero salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde
había venido, como Lázaro que vuelve a a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que
nadie podrá cerrar jamás a esa brecha. La muerte ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza
humana; se ha convertido en un puente, quizás un “puente de los suspiros”, tal vez porque a nadie le gusta
morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo cae y se precipita. “El amor es fuerte como la muerte”,
dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡Pero en Cristo ha sido más fuerte que la muerte!
En su “Historia eclesiástica del pueblo inglés”, Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en
el norte de Inglaterra. Cuando los primeros misioneros llegaron de Roma el rey del lugar tenía dudas y
convocó a un consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, a difundir el nuevo mensaje.
Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. En cierto momento, un pájaro salió de un
agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala, afuera estaba la tempestad, la sala estaba
Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: “Señores, nuestra vida en este mundo es como ese pájaro.
Venimos de la oscuridad, no sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del
calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos
hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos”.
Y quizás la fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secular por la misma razón por la
que hizo su entrada: como la única doctrina que puede dar una respuesta seria sobre la muerte.
***
La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para algunos es un escándalo y una locura, y para
los otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co. 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, la
Cruz une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. “Jesús tenía que morir [dice el evangelio de San
Juan] no solo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.).
Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.
La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: “El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió
por todos” (2 Cor. 5,14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que “ya
no hay condena para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me
Hay una historia del judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi
profético, escuchado el Viernes Santo. Se llama “Un mensaje imperial”. Habla de un rey que, en su lecho de
muerte, llama junto a sí un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo
hace repetir al oído para estar seguro que lo haya escuchado bien. Luego despide con un gesto al mensajero
que se mete en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono
“Avanzando primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno. Pero la
multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En
cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio
interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no significaría nada: todavía tendría que luchar para
descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y
después de los patios la segunda cerca de palacios circundante. Y cuando finalmente atravesara la última
puerta –aunque esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del
mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de
ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas
Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: “Vayan por todo el mundo y prediquen el
evangelio a toda criatura” (Mc. 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están junto a la ventana y sueñan,
sin saberlo, con un mensaje como aquel. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de
Cristo en la cruz “para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»” (Jn. 19, 37). En
el Apocalipsis añade: “He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, mismo aquellos que le
traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación” (Ap. 1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del
juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización. En ella se verifica una misteriosa, pero real
venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de revisión y de
consuelo. Es este el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de
Cristo, y por lo tanto, de Zacarías 12, 10: “Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de
Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron”.
La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel lado abierto, de
aquella sangre y de aquel agua. El amor de Cristo, como aquel Trinitario, que es la manifestación histórica, es
“diffusivum sui”, tiende a expandirse y alcanza a todas las criaturas especialmente a las más necesitadas de
mundo en su Hijo Jesús. Es dar al Jefe la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su cuerpo,
Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia se parezca cada vez menos a aquel castillo complicado
y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de él tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera.
Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, partiendo de
aquellas que separan a las distintas iglesias cristianas, la excesiva burocracia, los residuos de los
En el Apocalipsis Jesús dice que está en la puerta y llama. A veces, como ha observado nuestro papa
Francisco, no golpea para entrar, sino desde adentro porque quiere salir hacia las periferias existenciales del
pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia, de la indiferencia religiosa, de toda forma de miseria.
Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del
momento, se les llenas de divisiones, escaleras, de habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en
se ve que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo,
y entonces hay que tener el coraje de derribarlos y llevar el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus
orígenes. Fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: “Ve,
“¿Quién está a la altura de este encargo?”, se preguntaba aterrorizado el apóstol Pablo frente a la tarea de
ser en el mundo “el perfume de Cristo”, y he aquí su respuesta que vale también hoy: “No porque podamos
atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha
dado el don para que seamos los ministros de un nuevo pacto, no de la la letra, sino en el Espíritu; porque la
Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de esperanza,
reavive en los hombres que están en la ventana a la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de
14 de marzo de 2014
La Cuaresma comienza cada año con el relato de Jesús que se retira al desierto durante cuarenta días. En
esta meditación introductoria queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este tiempo, qué temas están
El primer tema es el del desierto. Jesús acaba de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la
buena noticia a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino (cf. Lc 4,18s). Pero no se apresura
a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al
desierto donde permanece cuarenta días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá que se extiende
desde el exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el valle del Jordán. La tradición identifica el lugar
En la historia ha habido grupos de hombres y mujeres que han optado por imitar a este Jesús que se retira al
desierto. En Oriente, empezando por san Antonio abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina;
en Occidente, donde no existían desiertos de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos.
Pero la invitación a seguir Jesús en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los eremitas. En forma
distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han elegido un espacio de desierto; nosotros debemos
tener que abandonar, por ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó este ardiente llamamiento:
«¡Volved a entrar en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro
vagabundeo que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú
que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡no te conoces a ti mismo, y busca a quien
te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo… Entra en el corazón: examina allí lo que quizá
percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo»(1).
¡Volver a entrar en el propio corazón! Pero, ¿qué es y qué representa el corazón, del que se habla tan a
menudo en la Biblia y en el lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología humana, donde no es más que
un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón es el lugar metafísico más profundo de una persona; es lo
íntimo de cada hombre, donde cada uno vive su ser persona, es decir, su subsistir en sí, en relación con Dios,
del que procede y en el que encuentra su fin, con otros hombres y con la creación entera. También en el
lenguaje común, el corazón designa la parte esencial de una realidad. «Ir al corazón de un problema» quiere
decir ir a la parte esencial del mismo, del que depende la explicación de todas las demás partes del problema.
Así, el corazón de una persona indica el lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su
realidad más profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales. Es en el corazón donde
tiene lugar el juicio de cada persona, sobre lo que lleva dentro de sí, y que es la fuente de su bondad o de su
malicia. Conocer el corazón de una persona quiere decir haber penetrado en el santuario íntimo de su
Volver al corazón significa, pues, volver a lo que hay de más personal e interior en nosotros.
Lamentablemente la interioridad es un valor en crisis. Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes
a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir el estar constituidos de carne y espíritu, hace
que seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como universo,
tras la explosión inicial (el famoso Big Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de
alejamiento del centro. Estamos constantemente «saliendo», a través de esas cinco puertas o ventanas que
Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es, ciertamente, uno de los frutos más
maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y
hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa,
incapaces de volver a entrar. ¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían hacer propia la
amarga constatación que Agustín hacía a propósito de su vida antes de la conversión: «Tarde te amé, belleza
tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba. Deforme,
me arrojaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me tenían
Lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras
personas tiene el poder de hacer desviar nuestra intención, como algunos campos magnéticos hacen desviar
las ondas. La acción pierde su autenticidad y su recompensa. El parecer toma la ventaja sobre el ser. Por eso
Jesús invita a ayunar, a hacer limosna a escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto» (cf. Mt 6,1-4).
La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el
criterio de éxito o fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano, la autenticidad? ¿Cuándo una
persona es realmente ella misma? Sólo cuando acoge, como medida, a Dios. «Se habla mucho —escribe el
filósofo Kierkegaard— de vidas desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que nunca
se dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que
De una vuelta a la interioridad necesitan sobre todo las personas consagradas al servicio de Dios. En un
discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo VI dijo:
«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la
soledad. Ruido y estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no logran recogerse. Víctimas de
mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las distintas formas de la cultura moderna.
Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que
en otro tiempo encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma consigue estar plenamente
ocupada en Dios».
Pero tratemos de ver también cómo hacer, concretamente, para encontrar y conservar la costumbre de la
interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho construir una tienda portátil y
en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar
al Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como un hombre habla con otro» (Ex 33,11).
Pero tampoco esto se puede hacer siempre. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar
solitario para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otro medio más al
alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las carreteras del mundo, decía: Tenemos un eremitorio
siempre con nosotros dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas,
entrar en este eremo. «El hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que habita allí dentro para rezar a
Dios y meditar». Es como tener un desierto siempre «debajo de casa» o mejor «dentro casa», en el que
poderse retirar con el pensamiento en cada momento, incluso yendo por la calle.
Terminamos esta primera parte de nuestra meditación escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación
que san Anselmo de Aosta dirige al lector en una obra famosa suya:
«Ay de mí, miserable mortal, huye durante breve tiempo de tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos
tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y deja de lado tus agotadoras actividades. Atiende un
poco a Dios y reposa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo, excepto a Dios y a quien te ayuda a
El segundo gran tema presente en el relato de Jesús en el desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado
cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre» (Mt 4,1). ¿Qué significa para nosotros hoy imitar el
ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se pretendía sólo limitarse en los alimentos y en las bebidas,
y abstenerse de carne. Este ayuno alimenticio conserva todavía su validez y es altamente recomendado,
La forma más necesaria y significativa de ayuno se llama hoy sobriedad. Privarse voluntariamente de
pequeñas o grandes comodidades, de lo que es inútil y a veces incluso perjudicial para la salud. Este ayuno
es solidaridad con la pobreza de muchos. ¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la liturgia nos hace
Semejante ayuno es también contestación a una mentalidad consumista. En un mundo que ha hecho de la
comodidad superflua e inútil uno de los fines de su propia actividad, renunciar a lo superfluo, saber prescindir
de algo, abstenerse de recurrir siempre a la solución más cómoda, de elegir lo más fácil, el objeto de mayor
lujo, vivir, en definitiva, con sobriedad, es más eficaz que imponerse penitencias artificiales. Además, es
justicia hacia las generaciones que sigan a la nuestra que no deben ser reducidas a vivir de las cenizas de lo
que nosotros hemos consumido y desperdiciado. La sobriedad también tiene un valor ecológico, de respeto
de la creación.
Más necesario que el ayuno de los alimentos es hoy también el ayuno de imágenes. Vivimos en una
prensa, la publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia dentro de nosotros. Muchas de ellas son
insanas, propagan violencia y maldad, no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro. Son
producidas expresamente para seducir. Pero quizá lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida, con
todas las consecuencias que se derivan de ello a continuación en el impacto con la realidad, sobre todo para
los jóvenes. Se pretende, inconscientemente, que la vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.
Si no creamos un filtro, una barrera, reducimos en breve tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a
vertedero. Las imágenes malas no mueren en cuanto llegan dentro de nosotros, sino que fermentan. Se
transforman en impulsos para la imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Un filósofo materialista,
Feuerbach, dijo: «El hombre es lo que come»; hoy quizá habría que decir: «El hombre es lo que mira».
Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras malas. San
Pablo recomienda: «Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca, sino más bien palabras buenas que
puedan servir para la necesaria edificación y provecho de los que escuchan» (Ef4,29).
Palabras malas no son sólo las palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de
manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran discordia y sospechas. En la
vida de una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de cerrar a cada uno en sí mismo, de
Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo,
resucitar a un hermano o matarle (cf. Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer peor mal que un puñetazo.
En el Evangelio de Mateo figura una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de
todos los tiempos: «Pero yo os digo que de cada palabra inútil los hombres darán cuenta en el día del juicio»
(Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la intención de condenar cada palabra inútil, en el sentido de no
«estrictamente necesaria». Tomado en sentido pasivo, el término argon (a = sin, ergon = obra) utilizado en el
Evangelio indica la palabra carente de fundamento, por lo tanto, la calumnia; tomado en sentido activo,
significa la palabra que no fundamenta nada, que no sirve ni siquiera para la necesaria distensión. San Pablo
recomendaba al discípulo Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los que las hacen avanzan cada vez
más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una recomendación que el papa Francisco nos ha repetido más de una
vez.
La palabra inútil (argon) es lo contrario de la palabra de Dios que se define en efecto, por contraste, energes,
(1 Tes 2,13; Heb 4,12), es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para todo. En este sentido, aquello de
lo que los hombres deberán rendir cuentas en el día del juicio es, en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin
fervor, pronunciada por quien debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son «espíritu y vida»,
Pasemos al tercer elemento del relato recogido sobre el que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el
demonio, las tentaciones. En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es decir, ¿indica la palabra
demonio realmente alguna realidad personal, dotada de inteligencia y voluntad, o es simplemente un símbolo,
un modo de hablar para indicar la suma del mal moral del mundo, el inconsciente colectivo, la alienación
colectiva, etc.?
La prueba principal de la existencia del demonio en los evangelios no está en los numerosos episodios de
liberación de obsesos, porque al interpretar estos hechos pueden haber influido las creencias antiguas sobre
el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es tentado en el desierto por el demonio: ésta es la prueba. La
prueba son también los múltiples santos que han luchado en la vida con el príncipe de las tinieblas. Ellos no
son «quijotes» que han luchado contra molinos de viento. Al contrario, eran hombres muy concretos y de
psicología muy sana. San Francisco de Asís confió una vez a un compañero: «Si los frailes supieran cuántas y
qué tribulaciones recibo de los demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar por mí»(5).
Si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque se basan en los libros, pasan la vida en las
bibliotecas o en el despacho, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial y
precisamente, los santos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien no ha tenido nada que ver con la realidad
de Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con las tradiciones culturales, religiosas, etnológicas sobre
Satanás? Esos tratan normalmente este tema con gran seguridad y superioridad, liquidando todo como
«oscurantismo medieval». Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de no tener miedo alguno del
león, alegando como prueba el hecho de que lo ha visto muchas veces pintado, o en fotografía y nunca se ha
asustado.
Es totalmente normal y coherente que no crea en el diablo quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si
alguien que no cree en Dios creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien, es lo que sucede en nuestra
sociedad. El demonio, el satanismo y otros fenómenos conexos están hoy de gran actualidad. Nuestro mundo
horóscopos, vendedores de mal de ojo, de amuletos, así como de auténticas sectas satánicas. Expulsado por
la puerta, el diablo ha vuelto por la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha regresado con la superstición.
Lo más importante que la fe cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el demonio existe, sino que
Cristo ha vencido al demonio. Cristo y el demonio no son, para los cristianos, dos principios iguales y
contrarios, como en ciertas religiones dualistas. Jesús es el único Señor; Satán no es más que una criatura
«que ha ido mal». Si se le concede poder sobre los hombres es para que los hombres tengan la posibilidad de
elegir libremente de qué parte están, y también para que «no se alcen en soberbia» (cf. 2 Cor 12,7),
creyéndose autosuficientes y sin necesidad de ningún redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto
espiritualnegro. «Ha disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado la puntería y, en cambio, ha
destruido mi pecado».
Con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo
queremos. Satanás, decía un antiguo padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es como un perro atado al
palo: puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no somos nosotros los que nos acercamos, no puede morder.
Los evangelios nos hablan de tres tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en
pan»; «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si, postrándote, me adoras». Tienen
un fin único y común a todas: desviar a Jesús de su misión, distraerlo del objetivo para el que ha venido a la
tierra; sustituir el plan del Padre con un plan distinto. En el bautismo, el Padre había mostrado a Cristo la vía
del Siervo obediente que salva con la humilad y el sufrimiento; Satanás le propone una vía de gloria y de
También hoy todo el esfuerzo del demonio es el de desviar al hombre del objetivo para el que está en el
mundo que es el de conocer, amar y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en la otra. Desviarlo, es
decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección. Sin embargo, Satanás también es astuto; no aparece en
persona con cuernos y olor a azufre (sería demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas llevándolas al
extremo, absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero es una cosa buena, como lo son el placer, el
sexo, la comida, la bebida. Pero si se convierten en lo más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios,
entonces llegan a ser destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.
Un ejemplo especialmente referido al tema es la diversión, la distracción. El juego es una dimensión noble del
ser humano; Dios mismo ha mandado el descanso. El mal es hacer del juego el objetivo de la vida, vivir la
semana como espera del sábado noche o de la ida al estadio el domingo, por no hablar de otros pasatiempos
mucho menos inocentes. En este caso la diversión cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento
Un himno litúrgico de la Cuaresma exhorta a utilizar más parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos,
bebidas, sueño y diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido al mundo, de
dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo contrario, nos puede ocurrir lo que
He intentado sacar a la luz las enseñanzas y ejemplos que nos vienen de Jesús para este tiempo de
Cuaresma, pero debo decir que he omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo. ¿Por qué Jesús,
después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser tentado por Satanás? No, ni siquiera lo pensaba;
nadie va a propósito en busca de tentaciones, y él mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la
tentación. Las tentaciones fueron una iniciativa del demonio, permitida por el Padre, para la gloria de su Hijo y
¿Fue al desierto para ayunar? También, pero no principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre,
cuando Jesús se retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue en el desierto para sintonizar, como hombre,
con la voluntad de Dios, para profundizar la misión que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho
vislumbrar: la misión del Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la humillación. En
definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su Padre. Y este es también el objetivo principal de
nuestra Cuaresma. Fue al desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió al
No se va al desierto sólo para dejar algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para
encontrar algo, más aún, a Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno mismo, para ponerse en
contacto con el propio yo profundo, como en muchas formas de meditación no cristianas. Estar a solas con
uno mismo puede significar encontrarse con la peor de las compañías. El creyente va al desierto, desciende a
su corazón, para reanudar su contacto con Dios, porque sabe que «en el hombre interior habita la Verdad».
Es el secreto de la felicidad y la paz en esta vida. ¿Qué más desea un enamorado que estar a solas, en
intimidad, con la persona amada? Dios está enamorado de nosotros y desea que nosotros nos enamoremos
de él. Al hablar de su pueblo como de una novia, Dios dice: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón»
(Os 2,16). Se sabe cuál es el efecto del enamoramiento: todas las cosas y todas las demás personas se
retiran, se sitúan como en el trasfondo. Hay una presencia que llena todo y hace «secundario» a todo el resto.
No aísla de los demás, sino que incluso hace aún más atentos y disponibles hacia los otros, pero
indirectamente, por redundancia de amor. ¡Oh, si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia descubriéramos
lo cerca que está de nosotros, al alcance de la mano, la felicidad y la paz que buscamos en este mundo!
3. San Kierkegaard, La malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.) (Florencia 1972) 663 [trad. esp.: Enfermedad
4. San Anselmo, Proslogion, 1: Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97 [Ed. lat./esp.: Obras completas de San
como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las
En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año 2012
con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín,
Ambrosio, León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno de ellos, a
El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como
dice Pablo, «de fe en fe» (Rom 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la
Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su anuncio al mundo.
El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían-
somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más
cosas y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque
somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura gigantesca»[1]. Este pensamiento ha
encontrado expresión artística en algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media,
donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen, sentados a hombros, hombres
pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.
Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesarea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa,
respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el
conocimiento de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los padres latinos
en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a la historia de la teología nos convence enseguida
de lo contrario.
Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte temple especulativo y
condicionados por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo,
monofisismo), los padres griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del
dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de Dios. Los
temas más queridos a Pablo —la justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían
quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo respondía bastante mejor Juan con su
énfasis sobre la encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el
La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de problemas concretos, jurídicos y
organizativos, que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el
pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la gracia, de la Iglesia,
de los sacramentos y de la Escritura. Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente
predicación cuaresmal.
2. ¿Qué es la Iglesia?
Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha
dejado su huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el
de la Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su lucha contra el donatismo.
El interés por la doctrina de Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el
predestinación), como en el ámbito católico a causa de las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo1. En
cambio, el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al Concilio Vaticano
II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia
es el nudo crucial que hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de la fe, nos
La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para los escritores latinos anteriores a
Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y
comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios; a ella se le promete
la indefectibilidad; es «la columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia
es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los carismas;
siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo
mediante el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado de Cristo en la cruz,
Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como tema. Quien estará obligado a
hacerlo es precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los
donatistas. Nadie quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho de que ella fue
la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia
a las autoridades estatales, renegando de lafepara salvar la vida. Enel año311fue elegido obispo de Cartago
un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de haber traicionado la fedurante la
contra este nombramiento. Ellos destituyeron Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar. Excomulgado por el
papaMilcíadesenel año313, permaneció en su puesto, produciendo uncisma, que creó en el Norte de África
una Iglesia paralela a la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo después.
Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín
va elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras
escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y discursos al pueblo. Es
importante distinguir estos dos contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos
aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues,
siempre someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos,
A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos.El cisma donatista había partido de una
convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este
modo carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la ordenación del obispo
Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los donatistas
justifican su separación de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.
En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una conquista para siempre de la teología y
crea las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la
causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra exclusiva de Dios y de
Cristo; el ministro sólo es un instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo
quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza». 3 La validez y la eficacia de los sacramentos no es
impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar…
De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión
de la Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o
terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y de sólo santos; la Iglesia del
tiempo presente siempre será el ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces
Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción: entre la comunión de los sacramentos
(communio sacramentorum ) y la sociedad de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí
visiblemente a todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las Escrituras, la
autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen en común
también la realidad escondida en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la
caridad.
Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y
más todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y
definitiva comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados. «¡Cuántas ovejas que hoy
están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán dentro!»4.
La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad
de la Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir
en algo interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el mismo que opera la unidad en
Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por
medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu Santo»5. Él desempeña
en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador
y unificador. «Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo que es
la Iglesia»6.
La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y
la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza
dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos
sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión
plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la
realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la
propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida
B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al
pueblo encontramos estos mismos principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la
polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más en aspectos interiores y
espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados
y conmovidos, como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido a continuación),
animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi
totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:
«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el
cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la
mesa del Señor se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén y
respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del
cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois»7.
El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre
el devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de
trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por muchas personas, reunidas y
fusionadas por la caridad, que es el Espíritu Santo8 . Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero
cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han
sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo,
sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia a la Iglesia se
debe decir que el sacramento «significando causat»: significando la unión de muchas personas en una, la
Eucaristía la realiza, la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».
Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas
que ésta debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la
eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta elección sea
particularmente actual. El mundo cristiano se está preparando para celebrar el quinto centenario de la
acontecimiento9. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión, permaneciendo
prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las
razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la «exclusa» de
un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a un nivel más alto.
La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto de entonces. Se trata de partir
persona de Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un mundo pre-
cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en
una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice:
«Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2
Cor 4,5).
Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer
volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez
liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las sucesivas polémicas. La
justificación gratuita mediante la fe, por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—,
pero no en oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión
del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si
viviera hoy esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por la fe.
Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de superar los obstáculos seculares.
El camino a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los
donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en la gracia del
Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena
comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.
La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno,
de la gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por lo
tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber fuera de la Iglesia católica algo
que es católico»10. Los dos aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no
pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la Lumen
Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia
Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico, sentirme más en comunión con la
multitud de los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo
y de la Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento en comunión con el
grupo de aquellos que, aun perteneciendo a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades
fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su Evangelio, se
ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros?
Las persecuciones, tan frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden iglesias y
matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una
sola cosa»!
Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto
de los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a
lo que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos sorprenderemos, u otros se
sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos
en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran
a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus propias raíces.
La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el
principio esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los
obispos con el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que vivifica y mueve
todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una
realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que existe
entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este fundamento místico de la
unidad cuando dijo: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina
y en la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.
Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las
declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de
distintas confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús es Señor,
compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los
cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el
último de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de la paz es la fraternidad.
En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida
consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros,
antes de concluir nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de entonces.
La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones
prácticas que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos
con envidia y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí tienen es también mío.
Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y
quizás te entristeces pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no
es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú
también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú
posees»11.
Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es
todo el cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo
para sí misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece inmóvil, diciendo que
el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo
He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de todos» (1 Cor 12,31): me hace
amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son
míos. Pero hay todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo poseo es más
tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él,
entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras
que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro
lo que otro posee con peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el
carisma de todos.
¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles.
Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que
recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo
todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas
Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones internas, a la comunidad en que
vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad
Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si
queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén»13.
[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.
1 A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie
moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
2 Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini
4 Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».
8 Ib.
http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf
Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el paso de los Padres griegos a los
latinos es el de los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es
decir, sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada uno de los misterios:
El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis—
es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre
los misterios», anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto, se ocupa de cada
uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos: ministro, materia,
Eucaristía sobre el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a
la afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la futura doctrina de la
«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser
carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando
se realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que utiliza las palabras de
En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía más explícito. Dice:
«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo
que existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este
cuerpo que producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen. [...] Es, ciertamente, la
verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de
su carne [...]. El mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de las palabras
Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció
sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como
hemos visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su significado simbólico y eclesial.
Algunos de sus discípulos llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es
la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo» . La reacción a la herejía
de Berengario de Tours que reducía la presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y
simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio desempeñaron una parte importante.
Él es la primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia
real .
La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido para designar a la Eucaristía,
pasó poco a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la
Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de Ambrosio sobre la de
Agustín. Expresiones como las del himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado
como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron
agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba recordadas de Ambrosio.
Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo
verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre
real e histórico de Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo
histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo eclesial.
En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo exagerado, casi que —como decía una
fórmula contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre
el altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del sacerdote y masticados por
los dientes de los fieles» . Pero el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en
teología. La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son,
Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo
en la producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la
consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a afirmar una realidad
existente, sino que producen la realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha
influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la epíclesis del Espíritu Santo, que, como
sabemos, desempeña en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la
consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que precede a la
Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni
siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca
se ve aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas antiguas, sino también a
abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el
método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los conocimientos
El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y
judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre
el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio de Antioquía . Distinguirse
de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una
especie de consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de «judaizar».
En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha hecho posible un mejor
conocimiento de su matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se considera como el
como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo,
Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha
durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido que hoy ningún estudioso serio
sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos
cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.
Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían
forma de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron
las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná
—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era la
comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto sinagogal. El
primer nombre con el que es designada la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del
Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía de la que se distingue
Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los
estudiosos, él acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue una cena pascual,
sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el
Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la
Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente. Esto
también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por tanto, una imitación del
método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden,
Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo el de L. Bouyer , quisiera tratar
de mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la
institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no
Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no
es otra cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por
tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la sinagoga. El rito sinagogal estaba
compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La
El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los
judíos, pero asumía una importancia particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días
festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la última Cena. Al
comienzo de la comida, cada uno por turno tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los
labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del
ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el
Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había
partido el pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después
de la frase, toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…». Y aquí el
ritual, que era sólo una preparación, se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan, que era
considerada como una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.
Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene
significado especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús
no vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del desajuste de la fecha,
falta toda referencia a la manducación del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos
elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo y con la gran
oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es innegable, pero es
independiente de estas discusiones y se explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre
derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la figura del cordero pascual al que
comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más
profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el presidente recibiera el agua
del más joven de los presentes y es quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse
servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino
mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la
segunda, por la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente. Concluida la oración,
la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas
Luca dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi
sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas
palabras a la fórmula de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito era un banquete
sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo
para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a
Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar la vida por los suyos como
el verdadero cordero, él declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando
litúrgicamente.
En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y
eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que
habéis celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha redimido de
Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en
mí, Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí habéis comido un alimento
normal para celebrar una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por
vosotros, para haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto mismo en que
Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde
el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en
nuestras manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte
por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos
da como sacramento, es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una
sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12,
14, encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial
bíblico es mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del pasado. Gracias
a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia propia, que no pertenece
al pasado, sino que existe y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta ahora
era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de
Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la
Iglesia.
Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más
evolucionada, de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y
sustancial de Cristo» en la Eucaristía . En efecto, sólo así es posible conservar en el «memorial» instituido por
Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien
¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la
Eucaristía debe conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su
En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de
Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de
Cristo, como actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y vino, que para Dios
no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone
ese valor que yo no puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo y
He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha convertido en el don perfecto
para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia
(místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al
Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma»,
escribe Agustín .
Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos
en una familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su
padre. Por su cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo pide, en secreto, a
todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre
como signo del amor de todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el precio
del mismo.
Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le
quiere hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia
vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don, de manera que
llegue a Dios Padre como el don indiferenciado de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de
Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica
Agustín, es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois
Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que
sois» . Toda la eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su
campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de
Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere
decir que, al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y
para los hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos: «Tomad, comed; esto es
mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis
sufrimientos, todo lo que me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero que toda
mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una
Eucaristía.
He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la
cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores
de la Iglesia:
«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo
uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino
_____________________________________________
2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo;
Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los
sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age
(Aubier, París 1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán
1996).
9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de
Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la
prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria
10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L.
ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI
YANG, Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf,
París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].
12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).
14.Didache, IX,4.
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“SAN LEÓN MAGNO Y LA FE EN JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE”
Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir
directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en
la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del
Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas
tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se
puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la
propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente
exploradas.
La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de
recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía
dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los
primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los
siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.
San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una
razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en
Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no
confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre»1.Tras una larga exploración, los autores
griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue
algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto
El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la
latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal.
Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por
Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta
Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el
Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la
forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y
la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada
una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar
de ser lo que era3 . La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres,
naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo
que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino
del cielo.
Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas»
de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo
y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos
naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas
persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.
Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el
«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo:
nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido
en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un
solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin
separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a
salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona»4.
Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la
doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y
nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el
punto de que, como se canta enel Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al
mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).
Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo,
escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por
una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para
liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro
lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el
deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer,
y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona»5.
Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que
tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de
Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento:
liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión
de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea
superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de
la ciencia racional»6.Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por
una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».
Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las
exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días.
fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero
en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.
Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este
sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a
los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en
estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que
ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser
estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen
titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los
orígenes del cristianismo7. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que
se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la
historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e
hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y
remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.
Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han
seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero
de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad,
aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la
comienzo absoluto.
Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante
un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se
hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en
cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las
tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la
búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación
de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de
un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían
sostenido desde siempre8, pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente
refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.
El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre
Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así
decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El
Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la
fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer
una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de
Dios.
El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la
historia y el Cristo del kerigma, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el
del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe
neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que
me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del
Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana»9Ha tenido lugar, sin duda, el
paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero
no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el
paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las
Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona
de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién
se preparará para la batalla?», dice san Pablo (1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es
Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la
doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de
los Padres.
Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es
verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una
persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La
terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo
los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su
gloria»10. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.
La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la
historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los
evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron
los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los
nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las
mujeres, pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de
Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.
Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino
nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de
Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que
bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe
perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está
Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento
«inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-
mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un
trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el
Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo»11. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente
de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.
Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del
verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de
todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et
orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y
San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de
santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no
es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la
comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef
3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de
«entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y
lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su
relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio
para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús
Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo
dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos
limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones
dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el
progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba
la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el
individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).
En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin
duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto
capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más
fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual
existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también
Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también
que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es
necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús
persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el
cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía
un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de
El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento
«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me
acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los
modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...]
Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor
de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de
golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente»12.
Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que
pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el
sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí13. Esta definición se aplica
Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme
con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera
con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos
asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa
Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su
imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de
los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana
misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser
humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda
suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor;
os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre» (Jn 15, 15).
Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la
relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a
menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una
oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de
discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de
carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las
contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura
espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador.
San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos (cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y
más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora
que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la
posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo
del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.
4 DS 301-302.
5 N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino,
6 D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
7 J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids,
Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha
8 Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual
9 Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
12 J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
13 Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del
En el intento de entrar en la escuela de los Padres para dar un nuevo impulso y profundidad a nuestra fe, no
puede faltar una reflexión sobre su manera de leer la palabra de Dios. Será san Gregorio Magno, papa, el que
persona de Jesús. La investigación del exclusivo sentido histórico y literal de la Biblia que ha dominado en los
últimos dos siglos partía de los mismos supuestos y llevó a los mismos resultados de la investigación de un
Jesús histórico distinto del Cristo la fe. Jesús era reducido a un hombre extraordinario, un gran reformador
religioso, pero nada más; la Escritura era reducida a un libro excelente, si se quiere el más interesante del
mundo, pero un libro como los demás, que hay que estudiar con los medios con los que se estudian todas las
grandes obras de la antigüedad. Hoy se está yendo incluso más allá. Un cierto ateísmo militante maximalista,
antijudío y anti-cristiano, considera la Biblia, el Antiguo Testamento en particular, como un libro «lleno de
infamias», que hay que quitar de las manos de los hombres de hoy.
A este asalto a las Escrituras, la Iglesia opone su doctrina y su experiencia. En la Dei Verbum, el Vaticano II
reiteró la perenne validez de las Escrituras, como palabra de Dios a la humanidad; la liturgia de la Iglesia les
reserva un lugar de honor en cada una de sus celebraciones; muchos estudiosos, a la crítica más actualizada,
unen también la fe más convencida en el valor trascendente de la palabra inspirada. Quizá la prueba más
convincente es, sin embargo, la de la experiencia. El tema que, como hemos visto, llevó a la afirmación de la
divinidad de Cristo en Nicea, en el año 325, y del Espíritu Santo en Constantinopla, en el año 381, se aplica
plenamente también a la Escritura: en ella experimentamos la presencia del Espíritu Santo, Cristo nos habla
todavía, su efecto sobre nosotros es distinto al de cualquier otra palabra; por tanto, no puede ser simple
palabra humana.
El objetivo de nuestra reflexión es ver cómo los Padres nos pueden ayudar a reencontrar esa virginidad de
escucha, esa frescura y libertad al acercarnos a la Biblia que permiten experimentar la fuerza divina que se
desprende de ella. El Padre y Doctor de la Iglesia que elegimos como guía, he dicho, es san Gregorio Magno,
pero para poder comprender su importancia en este campo debemos remontarnos a las fuentes del río en el
que él mismo se inserta y trazar su curso, al menos someramente, antes de llegar a él.
En la lectura de la Biblia, los Padres no hacen más que proseguir la línea iniciada por Jesús y por los
apóstoles, y esto ya debería hacernos cautos en el juicio respecto de ellos. Un rechazo radical de la exégesis
de los Padres significaría un rechazo de la exégesis de Jesús mismo y de los apóstoles. Jesús, a los
discípulos de Emaús, les explica todo lo que en las Escrituras se refería a Él; afirma que las Escrituras hablan
de él (Jn 5,39), que Abraham vio su día (Jn 8,56); muchos gestos y palabras de Jesús tienen lugar «para que
se cumplan las Escrituras»; los primeros dos discípulos dicen de él: «Hemos encontrado a aquel del que
escribieron Moisés y los profetas» (Jn 1,45).
Pero todo esto eran correspondencias parciales. No ha sucedido todavía la transmisión total. Esta se realiza
en la cruz y está contenida en la palabra de Jesús moribundo: «Todo está consumado». También en el
Antiguo testamento había habido novedades, reanudaciones, transposiciones; por ejemplo, el regreso de
Babilonia era visto como una renovación del prodigio del éxodo. Eran re-interpretaciones parciales; ahora se
realiza una re-interpretación global, un salto cualitativo: personajes, acontecimientos, instituciones, leyes,
templo, sacrificios, sacerdocio, todo parece, de golpe, bajo otra luz. Como cuando en una habitación
iluminada por la tenue luz de una vela, se enciende repentinamente una potente luz de neón. Cristo, que es
«luz del mundo», es también luz de las Escrituras. Cuando se lee que Jesús resucitado «abre la mente de los
discípulos a la comprensión de las Escrituras» (Lc 24,45), se quiere decir esta inteligencia nueva, realizada
El cordero rompe los sellos, y el libro de la historia sagrada finalmente puede ser abierto y leído (cf. Ap 5).
Todo permanece, pero nada es como antes. Es el instante que une —y al mismo tiempo distingue— los dos
Testamentos y las dos Alianzas. «Clara y brillante, ¡esta es la gran página que separa los dos Testamentos!
Todas las puertas se abren de una vez, todas las oposiciones se disipan, todas las contradicciones se
resuelven» . El ejemplo más claro para entender lo que sucede en este momento es la consagración de la
Misa, y en efecto, esta no es más que el memorial de la otra. Nada aparentemente ha cambiado sobre el altar
en el pan y en el vino y, sin embargo, sabemos que después de la consagración son algo muy distinto y los
Los apóstoles siguen esta lectura, aplicándola a la Iglesia, además de a la vida de Jesús. Todo lo que está
escrito en el libro del Éxodo fue escrito para la Iglesia (1 Cor 10,1-11); la roca que seguía y saciaba la sed de
los judíos en el desierto anunciaba a Cristo y el maná, al pan bajado del cielo; los profetas hablaron de él (1
Pe 1,10s.), lo que se dice del Siervo doliente en Isaías se ha realizado en Cristo, y así sucesivamente.
Pasando del Nuevo Testamento al tiempo de la Iglesia, advertimos dos usos distintos de esta nueva
inteligencia de las Escrituras: uno de tipo apologético y uno de tipo teológico y espiritual; el primero, utilizado
en el diálogo con los de fuera; el segundo, para la edificación de la comunidad. Con respecto a los judíos y a
los herejes, con los que se tiene en común la Escritura, se componen los llamados testimonia, es decir,
colecciones de frases o pasajes bíblicos que se deben aducir como prueba de la fe en Cristo. Sobre esto se
basa, por ejemplo, el Diálogo con el judío Trifón, de san Justino, y muchos otros escritos.
El uso teológico y eclesial de la lectura espiritual empieza con Orígenes, considerado con justicia como el
fundador de la exégesis cristiana. La riqueza y belleza de sus intuiciones, sobre el sentido espiritual de las
Escrituras y sus aplicaciones prácticas, es inagotable. Crearán escuela tanto en Oriente como en Occidente,
donde empieza a ser conocido en tiempos de Ambrosio. Junto con su riqueza y genialidad, la exégesis de
Orígenes introduce también, sin embargo, en la tradición exegética de la Iglesia, un elemento negativo debido
a su entusiasmo por el espiritualismo de cuño platónico. Tomemos la siguiente afirmación suya de método:
«No se debe creer que los hechos históricos son figuras de otros hechos históricos y las cosas corpóreas de
otras cosas corpóreas, sino, más bien, que las cosas corpóreas son figuras de cosas espirituales y los hechos
De este modo, la correspondencia horizontal e histórica, propia del Nuevo Testamento, para la que un
personaje, un hecho o una palabra del Antiguo Testamento es visto como profecía y figura (typos) de lo que
se realiza en Cristo o en la iglesia, se sustituye con la perspectiva vertical, platónica, por la que un hecho
histórico y visible, sea del Antiguo o del Nuevo Testamento, se convierte en símbolo de una idea universal y
eterna. La relación entre profecía y realización tiende a cambiarse en la relación entre historia y espíritu .
Mediante Ambrosio y otros que tradujeron sus obras al latín, el método y los contenidos de Orígenes entran a
manos llenas en las venas de la cristiandad latina y seguirán discurriendo durante toda la Edad Media. ¿Cuál
fue, entonces, en la explicación de la Escritura, la contribución de los latinos? Podemos encerrar la respuesta
A la aportación de Orígenes se añade, es cierto, la aportación no menos creativa y audaz de otro genio, el de
Agustín que enriquecerá de intuiciones y aplicaciones nuevas y atrevidas la lectura de la Biblia. Pero no se
sitúa en esta línea la aportación más significativa de los Padres latinos, es decir, en el descubrimiento de
significados nuevos y recónditos la palabra de Dios, sino en la sistematización del inmenso material exegético
que se venía acumulando en la Iglesia, en el trazado de una especie de mapa para orientarse en su
utilización.
Este esfuerzo organizativo —empezando con Agustín—, fue llevado a su forma definitiva por Gregorio Magno
y consiste en la doctrina del cuádruple sentido de la Escritura. En este campo es considerado «uno de los
principales iniciadores y de los máximos patrones de la doctrina medieval de los cuatro sentidos», hasta el
La doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura es una parrilla, un modo de organizar las explicaciones de
un texto bíblico o de una realidad de la historia de la salvación, distinguiendo en ellos cuatro campos o niveles
distintos de aplicación: 1. El nivel literal e histórico; 2. El nivel alegórico (hoy se prefiere llamarlo tipológico)
referido a la fe en Cristo; 3. El nivel moral, es decir, en referencia al obrar del cristiano; 4. El nivel escatológico,
«Las palabras de la Sagrada Escritura son piedras cuadrangulares [...]. En cada acontecimiento del pasado
que cuentan [sentido literal], en cada cosa futura que anuncian [sentido anagógico], en cada deber moral que
predican [sentido moral], en cada realidad espiritual que proclaman [sentido alegórico o cristológico], por cada
En la Edad Media fue compuesto un célebre dístico que resume esta doctrina: Littera gesta docet, quid credas
allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia. «La letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la
alegoría. / La moral, qué hacer; adónde tender, la anagogía». Quizá la aplicación más clara de este esquema
se tiene a propósito de la Pascua. Según la letra o la historia, la Pascua es el rito que los judíos llevaron a
cabo en Egipto; según la alegoría, en referencia a la fe, indica la inmolación de Cristo, verdadero cordero
pascual; según la moral, indica el paso de los vicios a las virtudes, del pecado a la santidad; según la
anagogía o la escatología, indica el paso de las cosas de aquí abajo a las de arriba, o también la Pascua
No se trata de un esquema rígido y mecánico, sino dúctil y susceptible de infinitas variaciones, a partir del
orden en que se enumeran los distintos sentidos. He aquí un texto de Gregorio en el que se ve la libertad con
la que él mismo utiliza el esquema del cuádruple sentido y cómo con él sabe sacar armonías múltiples de la
Escritura. Comentando la imagen de Ezequiel 2, 10, en el rollo «escrito dentro y fuera» («intus et foris», según
la Vulgata), dice:
«El rollo de la palabra de Dios está escrito dentro, mediante la alegoría; fuera, mediante la historia. Dentro,
mediante inteligencia espiritual; fuera, mediante el simple sentido literal, adaptado a los espíritus todavía
débiles. Dentro, porque promete los bienes invisibles; fuera, porque establece el orden de las cosas visibles
con la rectitud de sus preceptos. Dentro, porque otorga la seguridad de los bienes celestes; fuera, porque
¿Qué podemos considerar sobre este modo tan libre y audaz de situarse ante la palabra de Dios? Incluso un
admirador de la exégesis patrística y medieval como el padre De Lubac admite que no podemos ni volver a
ella, ni imitarla mecánicamente en nuestro tiempo . Sería una operación artificial, condenada al fracaso porque
nos faltan los presupuestos de los que partían, el universo espiritual en el que se movían.
Gregorio Magno y los Padres en general acertaban en el punto fundamental: que hay que leer las Escrituras
en referencia a Cristo y a la Iglesia. Lo hacían ya, antes de ellos, como hemos visto, Jesús y los apóstoles. La
parte obsoleta de su exégesis está en haber creído que podían aplicar este criterio a cada palabra de la Biblia,
de manera muy a menudo fantasiosa, empujando el simbolismo (por ejemplo, el de los números) a excesos
Podemos estar seguros, nota De Lubac, que si vivieran hoy, serían los más entusiastas en utilizar los recursos
críticos puestos a disposición por el progreso de los estudios. Orígenes desarrolló un trabajo titánico en su
tiempo, desde este punto de vista, al procurarse, y comparar entre sí y con el texto judío, las diversas
traducciones griegas existentes de la Biblia (la Hexapla) y Agustín no dudaba en corregir algunas de sus
¿Qué sigue siendo válido de la herencia de los Padres en este campo? Quizá aquí, más que en otros lugares,
tienen una palabra decisiva que decir a la Iglesia de hoy, y que debemos tratar de descubrir. ¿Qué caracteriza
la lectura de la Biblia de los Padres, más allá de sus ingeniosas alegorías y atrevidas aplicaciones, más allá
de la misma doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura? Queda que es de arriba a abajo y en cada punto
suyo una lectura de fe: partía de la fe y llevaba a la fe. Todas sus distinciones entre lectura histórica,
alegórica, moral y escatológica se reducen hoy a una sola distinción: la que existe entre una lectura de fe de
la Escritura y una lectura carente de fe, o al menos carente de una cierta cualidad de fe.
Dejemos aparte a los estudiosos de la Biblia no creyentes que he recordado al comienzo, para los cuales es
sólo un libro interesante, pero sólo humano. La distinción que quisiera evidenciar es más sutil y pasa entre los
mismos creyentes. Es la distinción entre una lectura personal y una lectura impersonal de la palabra de Dios.
Y trato de explicar lo que quiero decir. Los Padres se acercaban a la palabra de Dios con una pregunta
constante: ¿qué dice, ahora y aquí, a la Iglesia y a mí personalmente? Estaban convencidos de que la
Escritura — además de su contenido objetivo, ético y de fe, valido siempre y para todos – tiene en cada
momento nuevas luces que irradiar y nuevas tareas que mostrar personalmente a cada uno.
«Toda la Escritura, está escrito, está inspirada por Dios» (2 Tm 3,16). La expresión se traduce como
«inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original, es una palabra única, theopneustos,
que contiene juntos los dos vocablos, Dios (Theos) y Espíritu (Pneuma). Dicha palabra tiene dos significados
fundamentales. El significado más conocido es el pasivo, puesto de manifiesto en todas las traducciones
modernas: la Escritura está «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento explica así este
significado: «Movidos por el Espíritu Santo hablaron esos hombres (los profetas) de parte de Dios» (2 Pe
1,21). Es, en definitiva, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como
artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo es quien «ha hablado por medio de los
profetas».
Sobre la inspiración bíblica se subraya, normalmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica, es decir, el
hecho de que la Biblia no contiene ningún error (si entendemos «error», correctamente, como ausencia de
una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural y, por tanto, exigible por parte de
quien escribe). Pero la inspiración bíblica se basa en mucho más que la simple inerrancia de la palabra de
Dios (que es algo negativo); se basa, positivamente, en la inagotabilidad, en su fuerza y vitalidad divina. La
Escritura, decía san Ambrosio, es theopneustos no sólo porque está «inspirada por Dios», sino también
«A qué se puede comparar la palabra de la Sagrada Escritura —escribe san Gregorio— si no a una piedra de
pedernal, es decir, en la que está escondido el fuego? Es fría si se tiene sólo en la mano, pero golpeada por el
La Escritura no contiene sólo el pensamiento de Dios fijado una vez para siempre; contiene también el
corazón de Dios y su viva voluntad que te indica lo que quiere de ti en un momento determinado, y quizás sólo
de ti. La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este filón de la tradición cuando dice que «las
Sagradas Escrituras inspiradas por Dios [¡inspiración pasiva!»] y redactadas una vez para siempre, comunican
inmutablemente la palabra de Dios mismo y hacen resonar en las palabras de los profetas y de los apóstoles
la voz del Espíritu Santo [¡inspiración activa!»]» . No se trata, pues, sólo de leer la palabra de Dios, sino
también de hacerse leer por ella; no sólo de escrutar las Escrituras, sino dejarse escrutar por las Escrituras.
Se trata de no acercarse a ellas como en un tiempo los bomberos entraban entre las llamas, es decir, con
trajes de amianto encima que les hacían pasar indemnes a través de ellas.
Retomando la imagen de Santiago, muchos Padres, entre los cuales se encuentra nuestro Gregorio Magno,
comparan la Escritura con un espejo . ¿Qué decir de uno que pasara todo el tiempo examinando la forma y el
material del que está hecho el espejo, la época a la que se remonta y muchos otros detalles, pero no se
mirara nunca en el espejo? Así hace quien pasara el tiempo resolviendo todos los problemas críticos que
plantea la Escritura, las fuentes, los géneros literarios, etc., pero no se mira nunca en el espejo, o mejor no
permite nunca que el espejo le mire y escrute a fondo, hasta el punto donde se dividen las junturas de la
médula. Lo más importante, sobre la Escritura, no es resolver sus puntos oscuros, sino ¡poner en práctica los
claros! Ella, dice también nuestro Gregorio, «se entiende haciéndola» .
Una fe fuerte en la palabra de Dios no es sólo indispensable para la vida espiritual del cristiano, sino también
para cualquier forma de evangelización. Hay dos maneras de preparar una predicación o un anuncio
cualquiera de fe, oral o escrito. Yo puedo antes sentarme a la mesa y elegir yo mismo la palabra a anunciar y
el tema a desarrollar, basándome en mis conocimientos, mis preferencias, etc., y luego, una vez preparado el
discurso, ponerme de rodillas para pedir apresuradamente a Dios que bendiga lo que he escrito y dé eficacia
a mis palabras. Es ya algo bueno, pero no es la vía profética. Hay que seguir el orden inverso: primero de
Hay que partir de la certeza de fe de que, en cualquier circunstancia, el Señor resucitado tiene en el corazón
una palabra suya que desea hacer llegar a su pueblo. Y él no deja de revelarla a su ministro, si humildemente
y con insistencia se la pide. Al principio se trata de un movimiento casi imperceptible del corazón: una
pequeña luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia que empieza a atraer la atención y que
ilumina una situación. Realmente «la más pequeña de todas las semillas», pero a continuación te das cuenta
de que dentro estaba todo; había un trueno que hace pedazos los cedros del Líbano. Después te pones a la
mesa, abres tus libros, consultas tus notas, consultas a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a los
poetas… Pero ya es algo muy distinto. Ya no es la Palabra de Dios al servicio de tu cultura, sino tu cultura al
Orígenes describe bien el proceso que lleva a este descubrimiento. Antes de encontrar en la Escritura el
alimento —decía— es necesario soportar una cierta «pobreza de los sentidos; el alma está rodeada de
oscuridad por todos lados, se topa con caminos sin salida. Hasta que, de repente, tras laboriosa búsqueda y
oración, he aquí que resuena la voz del Verbo y enseguida algo se ilumina; a quien la buscaba le sale al
encuentro «saltando sobre las montañas y brincando sobre las colinas» (cf. Cant 2,8), es decir abriéndole la
mente para recibir una palabra suya fuerte y luminosa . Grande es la alegría que acompaña a este momento.
Hacía decir a Jeremías: «Cuando tus palabras me vinieron al encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue
Normalmente, la respuesta de Dios llega en forma de una palabra de la Escritura que, sin embargo, en ese
momento revela su extraordinaria pertinencia a la situación y al problema que se debe tratar, como si hubiera
sido escrita especialmente para ella. Actuando así, él habla, de hecho, «como con palabras de Dios». Este
método vale siempre: para los grandes documentos, para las lecciones que tendrá el maestro con sus
vivida primero por quien la pronuncia y a veces incluso sin saberlo; a menudo se debe constatar que, entre
muchas otras palabras, fue la que tocó el corazón y condujo a más de un oyente al confesionario. La
experiencia humana, las imágenes, las historias vividas, nada de todo esto está excluido de la predicación
evangélica, pero debe estar sometido a la palabra de Dios que debe descollar sobre todo. Nos lo ha
recordado el Santo Padre en las páginas dedicadas a la homilía en la exhortación apostólica Evangelii
gaudium, y es casi presuntuoso por mi parte pensar que puedo añadir algo.
Quiero terminar esta meditación con un pensamiento de gratitud a los hermanos judíos, también como augurio
para la próxima visita del Santo Padre a Israel. Si nos separa de ellos la interpretación que damos de las
Escrituras, nos une el común amor hacia ellas. En el museo de Tel Aviv hay una pintura de Reuben Rubin en
la que se ven rabinos que estrechan, unos al pecho y otros a la mejilla, los rollos de la palabra de Dios, y los
besan como se besa a la propia esposa. Con los hermanos judíos es posible algo parecido a lo que es el
ecumenismo espiritual entre cristianos, es decir, un poner juntos, en un clima de diálogo y de estima mutua, lo
que nos une, sin ignorar o esconder lo que nos separa. No podemos olvidar que de ellos hemos recibido las
dos cosas más valiosas que tenemos en la vida: Jesús y las Escrituras.
También este año, la Pascua judía cae en la misma semana que la cristiana. Nos deseamos y les deseamos
Paul Claudel, L’épée et le miroir: Les sept douleurs de la Sainte Vierge , Paris: Gallimard, 1939), 74-75.
Cf. H. DE LUBAC, Histoire et Esprit. L’intelligence de l’Ecriture d’après Origène (Aubier, Paris 1950) [trad. it.
Storia y Spirito. La comprensione della Scritura secondo Origene (Edicioni Paoline, Roma 1971)].
H. DE LUBAC, Exegèse Mèdiévale. Les quatre sens de l’Ecriture (Aubier, París 1959) vol. I,1, p. 189; vol. I,2,
p. 537.
Lo hace por ejemplo a propósito del significado de la palabra «pascua», en Enarrationes in Psalmos 120,6:
CCL 40,1791.
Ib., I, 10,31.
Cf. ORÍGENES, In Mt Ser., 38: GCS (1933) 7; In Cant., 3: GCS (1925) 202.
18 de abril de 2014
Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y de
mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas
Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto
del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros
Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los
apóstoles, el ‘evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16).
Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo!
¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se
trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación
de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios»
contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba
adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra
los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas
recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio
Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no
tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos sobre el
personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común
del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el despilfarro del perfume preciosos
derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran de pobres —hace notar Juan—, sino
porque “era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los
jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron
Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi
siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo
por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es,
objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el
competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás.
Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice
claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis
servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible», a diferencia del Dios verdadero que es
invisible.
Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes
teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra
inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo
dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.
«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de
nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al que
se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un
cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas
humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio
de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y
la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena
parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada fames, por parte de algunos pocos? Judas empezó
sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?
Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban
sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la
voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el
terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica,
la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores
habría movido fila los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no
Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita;
promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él,
el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al
sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el
sacerdote: «Estás dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a
otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y
amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la
Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico de la
parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta
misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados
en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su
cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la
pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O
La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus
imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis
con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de
Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros,
pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre
«Nuestro hermano Judas». “Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un
momento al Judas que tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».
Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de
plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel
a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a
Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me
hace temblar— si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de
participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no tengo. Él no sabía quién era
Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.
Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo»,
de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas, allí
todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de
compositor inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich
bin’s, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa ópera, expresa los sentimientos del pueblo que
escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.
El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido
condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él,
arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado.
Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con
la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en
esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado,
Es cierto que, hablando de sus discípulos, al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha
perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la
perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un
fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre
no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos
asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie
Dante Alighieri, que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el
último instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban
condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que, en el último
instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra
He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona
gustosamente, a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el
asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en
el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás,
casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos, su beso helado e incluso
lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién
sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.
¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo
que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre
inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo
confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en
el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de
Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús
como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca
fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda
La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el
Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez
que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de
de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de
nuestro tiempo:
Me gustaría aprovechar la ausencia del Santo Padre, en esta primera meditación de Cuaresma, para
proponer una reflexión sobre su Exhortación apostólica Evangelii gaudiun, que no me habría atrevido a hacer
en su presencia. No se tratará, por supuesto, de un comentario sistemático, sino sólo de reflexionar juntos y
Escrita al concluir el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, la exhortación presenta tres polos
de interés que se entrelazan entre sí: el sujeto, el objeto y el método de la evangelización: quién debe
evangelizar, qué se debe evangelizar, cómo se debe evangelizar. Sobre el sujeto evangelizador, el Papa dice
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero
(cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización
llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La
nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (n. 120).
Esta afirmación no es nueva. La había expresado el beato Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, San Juan Pablo
II en la Christifideles laici; Benedicto XVI había insistido sobre el papel especial reservado en ella para la
familia 1. Incluso antes de esto, la llamada universal a evangelizar había sido proclamada por el decreto
Apostolicam actuasitatem del Concilio Vaticano II. Una vez he escuchado a un laico americano comenzar así
una intervención evangelizadora: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han escrito para
que venga a anunciaros el Evangelio”. Todos, por supuesto, tenían curiosidad por saber quién era este
hombre. Y entonces él, que también era un hombre lleno de humor, explicó que los dos mil quinientos obispos
eran los que estaban reunidos en el Vaticano para el Concilio Vaticano II y habían escrito el documento sobre
el apostolado de los laicos. Él tenía toda la razón: ese documento no estaba dirigida a todos y nadie; estaba
dirigido a todos los bautizados, y él lo tomó con razón como dirigido personalmente a él.
No es, por lo tanto, en este punto donde se tiene que buscar la novedad de la EG del papa Francisco. Él no
hace más que reiterar lo que sus predecesores habían inculcado en varias ocasiones. La novedad debe
buscarse en otra parte, en el llamamiento que dirige a los lectores al comienzo de la carta, y que constituye,
“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su
encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo
cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él” (EG, n. 3).
Esto quiere decir que el objetivo final de la evangelización no es la transmisión de una doctrina, sino el
encuentro con una persona, Jesucristo. La posibilidad de un encuentro cara a cara depende del hecho de que
Jesús, resucitado, está vivo y quiere caminar al lado de cada creyente, así como realmente andaba con los
dos discípulos en el camino a Emaús; es más, como estaba en sus corazones cuando regresaban a
En el lenguaje católico “el encuentro personal con Jesús” nunca ha sido un concepto muy familiar. En lugar de
encuentro “personal”, se prefería la idea del encuentro eclesial, que se lleva a cabo, es decir, a través de los
sacramentos de la Iglesia. La expresión tenía, para nuestros oídos católicos, unas resonancias vagamente
protestantes. El Papa no piensa evidentemente a un encuentro personal que sustituye al eclesial; sólo quiero
decir que el encuentro eclesial debe ser también un encuentro libre, querido, espontáneo, no puramente
Para entender lo que significa tener un encuentro personal con Jesús, debemos echar un vistazo, por somero
que sea, a la historia de la Iglesia. ¿Cómo se convertían en cristianos en los tres primeros siglos de la Iglesia?
Con todas las diferencias de un individuo a otro y de un lugar a otro, esto ocurría después de una larga
iniciación, el catecumenado, y era el resultado de una decisión personal, incluso también arriesgada por la
Las cosas cambiaron cuando el cristianismo se convirtió, inicialmente en una religión tolerada (edicto de
Constantino en el 313) y después, en poco tiempo, en la religión favorecida, cuando no incluso la impuesta. A
principios del siglo V, el emperador Teodosio II emitió una ley según la cual sólo los bautizados podían
acceder a los cargos públicos. A esto se sumó el hecho de las invasiones bárbaras que en breve tiempo
cambiaron por completo la disposición política y religiosa del imperio. Europa Occidental se convirtió en un
conjunto de reinos bárbaros, con una población en algunos casos arriana, en la mayoría pagana.
En las regiones del antiguo imperio (sobre todo en oriente y en Italia centro meridional) ser cristianos ya no
era una decisión del individuo, sino de la sociedad, más aún ahora que el bautismo se administraba casi
siempre a los niños. En cuanto a los reinos bárbaros, en su interior regía la costumbre que la población seguía
la decisión del jefe. Cuando, en la noche de Navidad del 498 o 499, el rey de los francos Clodoveo se hizo
bautizar en Reims por el obispo de San Remigio, todo su pueblo lo siguió. (Esta es la razón por la que Francia
ha tenido el título de “Hija primogénita de la Iglesia”). Así comenzó la práctica del bautismo en masa; mucho
antes de la Reforma protestante estaba en marcha la norma: “Cuius regio eius et religio”: la religión del rey es
En esta situación, el énfasis no se pone más en el momento y la forma en que uno llega a ser cristiano, es
decir, sobre cómo llegar a la fe, sino sobre las exigencias morales de la misma fe, sobre el cambio de
costumbres; en otras palabras, sobre la moral. La situación, sin embargo, fue menos grave de lo que pueda
parecernos hoy, ya que, con todas las contradicciones que sabemos, sin embargo, la familia, la escuela, la
cultura y poco a poco también la sociedad ayudaban, casi espontáneamente, a absorber la fe. Por no hablar
de que, desde el comienzo de la nueva situación, nacieron formas de vida, como la vida monástica y luego las
diversas órdenes religiosas, en las que el bautismo era vivido en toda su radicalidad y la vida cristiana era el
ilustrar los tiempos y las formas del cambio. Sólo tenemos que saber que ya no es como en los siglos pasados
en los que se formaron la mayoría de nuestras tradiciones y de nuestra propia mentalidad. El advenimiento de
la sociedad.
De ahí la urgencia de una nueva evangelización, es decir, de una evangelización que se mueva a partir de
bases diferentes a las tradicionales, y teniendo en cuenta la nueva situación. Se trata básicamente de crear
las oportunidades para que los hombres de hoy puedan tomar, en el nuevo contexto, la decisión personal libre
y madura que los cristianos adoptaban al inicio cuando recibían el bautismo y que les convertía en cristianos
Naturalmente no somos los primeros en plantearnos el problema. Para no remontarnos todavía más atrás,
recordemos el establecimiento, en 1972, del “Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos” (RICA) que propone
una especie de camino catecumenal para el bautismo de los adultos. En algunos países con religión mixta,
donde muchas personas piden el bautismo siendo adultos, esta herramienta ha demostrado ser muy eficaz.
¿Pero qué hacer con la masa de cristianos ya bautizados que viven como cristianos sólo de nombre y no de
hecho, completamente ajenos a la Iglesia y a la vida sacramental? La respuesta a este problema ha surgido
más de Dios mismo que de la iniciativa humana. Y son los movimientos eclesiales, grupos laicales y
comunidades parroquiales renovadas, aparecidas después del Concilio. La contribución conjunta de todas
estas realidades, a pesar de la gran variedad de estilos y la composición numérica, es que ellas son el
contexto y el instrumento que permite a muchas personas adultas tomar una decisión personal por Cristo,
San Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas “los signos de una nueva
“Tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas realidades de asociación, que
tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen
dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu 2”.
De la misma forma se ha expresado, en varias ocasiones, Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del
que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la
Pero ahora volvamos a la carta del papa Francisco. Comienza con las palabras que han inspirado el título del
documento: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”.
Existe un vínculo entre el encuentro personal con Jesús y experimentar la alegría del Evangelio. La alegría del
Evangelio, se experimenta sólo mediante el establecimiento de una relación íntima, de persona a persona,
Si no queremos que las palabras sean sólo palabras, tenemos que plantearnos a este punto una pregunta:
¿por qué el Evangelio sería una fuente de alegría? ¿La expresión es solamente un eslogan cómodo, o
corresponde a la verdad? Más aún, ¿por qué el Evangelio se llama así: euangelion, o sea buena noticia,
noticia bella, gozosa? La mejor manera para descubrirlo es partir desde el momento en el cual esta palabra
aparece por primera vez en el Nuevo Testamento y precisamente en la boca de Jesús. Marcos al inicio de su
Evangelio resume en pocas palabras el mensaje fundamental que Jesús iba predicando en las ciudades y
“Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios,
diciendo:El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,
14-15).
A primera vista se diría que esta no es precisamente una noticia “gozosa”, una noticia alegre; suena más bien
como una llamada de atención severa, un llamamiento austero al cambio. En este sentido este viene
propuesto al inicio de la Cuaresma, en el Evangelio del primer domingo, y se acompaña con el rito de las
cenizas en la cabeza: “¡Convertíos y creed en el Evangelio!”. Por eso es vital entender el verdadero sentido de
Antes de Jesús, convertirse significaba siembre “volver atrás”, (como indica el mismo término usado en
hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una
renovada observancia de la ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: “convertíos a mi […], volved de
vuestro camino perverso” (Zc 1, 3-4; cfr. también Jr 8, 4- 5).Convertirse tiene por lo tanto un significado
principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La
conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y
Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3,
4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de
las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos
significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el
Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada “decisión del
“Convertíos y creed” no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea,
creed; ¡convertíos creyendo! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: “Prima conversio fit per fidem”, la
primera conversión consiste en creer 3. Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más:
(Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros”), sino más bien: pecado –
salvación – conversión. (“Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros”). Los
hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la
plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4, 4).
Muchas parábolas evangélicas no hacen que reiterar este gozoso anuncio inicial. Una es la del banquete. Un
rey hizo un banquete para las bodas de su hijo; en la hora establecida envió a sus siervos a llamar a los
enviados (cfr. Mt 22, 1 ss.). Estos no había pagado antes el precio como se hace en las comidas sociales; no,
perdida. Jesús la concluye con las palabras: “Así, les dijo que hay más alegría delante de los ángeles de Dios
por un solo pecador que se convierte”. (Lc 15,10). Pero, ¿en qué consiste la conversión de la oveja? Quizás
en que ella haya regresado al rebaño por si misma? No, es el pastor que ha ido a buscarla y la ha llevado al
San Pablo, en la carta a los romanos (3, 21 ss.), será el anunciador indómito de esta extraordinaria novedad
evangélica, después que Jesús le hizo pasar esta experiencia dramática en su vida.Así recuerda el hecho que
refiere a la observancia de la ley], lo tengo por pérdida, a causa de Cristo.Más aún, todo me parece una
desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas
las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia
justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se
Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha
venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16).
Muchos recuerdan del Evangelio casi solo la frase de Jesús: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a
sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24) y se convencen de que el Evangelio es sinónimo de
sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría. Pero profundicemos el discurso: “me siga” ¿dónde? ¿Al
Calvario, a la muerte de cruz? No, en el Evangelio, esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. Me
Pero ¿no reducimos así el Evangelio a una sola dimensión, la de la fe, descuidando las obras? ¿Y cómo
conciliar la explicación apenas expuesta con otros pasajes del Nuevo Testamento donde la palabra
conversión está dirigida a quien ha creído? A los apóstoles que le seguían desde hace tiempo Jesús les dijo
un día: “Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3); Juan, en el
Apocalipsis, repite a cada una de las siete iglesias el imperativo “convertíos” (metanoeson), donde el sentido
inequívoco de la palabra es: ¡vuelve al fervor primitivo, sé vigilante, cumple las obras de antes, deja de
acunarte en la ilusión de estar bien con Dios, sal de tu tibieza! (cfr. Ap 2-3).
La cosa se explica con una sencilla analogía con lo que sucede con la vida física. El niño ni puede hacer nada
para ser concebido en el sentido de la madre; necesita del amor de dos padres que le dan la vida; pero una
vez que viene al mundo debe formar sus pulmones, respirar, mamar, o de lo contrario la vida recibida se
apaga. En este sentido se entiende la frase de Santiago: “La fe sin las obras está muerta (St 2, 26), en el
Este es también el sentido que la teología católico siempre ha dado a la definición paulina de la “la fe que obra
por medio del amor” (Ga 5, 6). Uno no se salva por las buenas obras, pero no se salva sin las buenas obras:
podemos resumir así lo que el concilio de Trento dice sobre este punto y que el diálogo ecuménico hace más
La exhortación apostólica del papa Francisco reflexiona esta síntesis entre fe y obra. Después de haber
iniciado hablando de la alegría del Evangelio que llena el corazón, en el cuerpo de la cartarecuerda todos los
grandes “no” que el Evangelio pronuncia contra el egoísmo, la injusticia, la idolatría del dinero, y todos los
grandes “sí” que esto nos anima a decir al servicio del los otros, el compromiso social, a los pobres.
La exigencia de compromiso que el Evangelio implica, no atenúa la promesa de alegría con la que Jesús
inaugura su ministerio y el Papa inicia su exhortación, es más, la refuerza. Esa gracia que Dios ha ofrecido a
los hombres enviando a su Hijo al mundo, ahora, que Jesús ha muerto y resucitado y ha enviado al Espíritu
Santo, no deja al creyente solo luchando con las exigencias de la ley de del deber; pero hace en él y con él,
mediante la gracia lo que él puede. Le da “una inmensa alegría en medio de todas las tribulaciones” (2 Co 7,
4).
Es la certeza con la que el papa Francisco concluye su exhortación. El Espíritu Santo, recuerda,“viene en
ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8, 26) (EG, n. 280). Él es nuestro gran recurso. La alegría prometida por el
Evangelio es fruto del Espíritu (Ga 5, 21), y no se mantiene si no gracias a un continuo contacto con él.
En un reciente encuentro con los líderes de las Fraternidades carismáticas, el papa Francisco usó el ejemplo
de lo que sucede en la respiración humana 4. Tiene dos fases: está la inspiración con la que se recibe el aire
y está la espiración con la que se expulsa el aire. Son, decía, un bonito símbolo de lo que debe suceder en el
organismo espiritual. Nosotros inspiramos el oxígeno que es el Espíritu Santo mediante la oración, la
meditación de la palabra de Dios, los sacramentos, la mortificación, el silencio; derramamos el Espíritu cuando
El tiempo de cuaresma que acabamos de empezar, es, por excelencia, tiempo de inspiración. Hagamos, en
este tiempo, respiraciones profundas; llenemos de Espíritu Santo los pulmones de nuestra alma y así, sin que
nos demos cuenta, nuestro aliento olerá a Cristo. ¡Buena Cuaresma a todos!
************
1 Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia en 2011.
4 Discurso a los miembros de la “Catholic Fraternity of Charismatic Covenant Communities and Fellowships”,
6 de marzo de 2015
La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que terminó con un encuentro con el patriarca ortodoxo
Bartolomé, y sobre todo su exhortación a compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el
Occidente latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones cuaresmales de este año para
Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano II, en la Unitatis redintegratio, instó a una
consideración especial de las Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta
“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del
patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para
poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad”1.
El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que creo que es fundamental para el camino de la unidad:
“la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”2. La
Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre en una persona, que murió y resucitó por nuestra
salvación, que nos ha dado el Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu
Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María es la Theotokos, la Madre de
Dios; que tenemos como destino la vida eterna. ¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias
intervienen en la manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son secundarias, no
primarias.
En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y la teología latina estuvieron marcadas por un notable
tinte apologético y polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono más irenista)
en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más correcto que el otro. Es hora de invertir esta
tendencia y dejar de insistir obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en
una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos en común y nos une en una
única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado,
con preguntas e intereses distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su gran
mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas distinciones y está a años luz de distancia de
ellas.
Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad entre los cristianos, se impuso una línea que puede
formularse como: “resolver primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea que
prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que tenemos en común y luego
El resultado más sorprendente de este cambio de perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales
reales, en lugar de parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada vez más a
menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo, incluso como un necesario correctivo y
enriquecimiento de la misma. Se ha tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre
la Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a la justificación por la fe.
Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su
valor cuando se aplica a las relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere non
potest perveniri ad tam grande secretum”3: “no se puede llegar a un misterio tan grande por uno solo camino”.
En estas meditaciones trataremos de mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de
encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe cristiana, aunque se haya
Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la
diversidad de las dos tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu Santo, la
doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta será la convicción que nos guiará en
nuestro viaje de reconocimiento. El papa Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no
que tocaré estos problemas complejos sin ninguna pretensión de exhaustividad, con una intención y una
Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de
su propias categorías, para asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto
con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos autores ortodoxos posteriores
(Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de
inspiración en el ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas imágenes ante
Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la Trinidad, es decir a partir de la montaña más alta,
el Everest de la fe4. En los primeros tres siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba explicitando la
doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a la misma acusación que ellos habían dirigido a los
paganos: la de creer en más de una divinidad, de ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los
cristianos que, en todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las palabras “Creo en
Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un pequeño, pero significativo añadido que ya no será
No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión.
Hacia el final del IV siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el
monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos aspectos del misterio con la fórmula
“una sustancia y tres personas”, los griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de
un acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total entre las dos teologías:
“¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más
Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual
expresarla así: los griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados opuestos; los
griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los
latinos, viceversa; parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas. “El latino, ha
escrito un historiador francés del dogma, considera la personalidad como una forma de la naturaleza; el griego
Yo creo que la diferencia se puede expresar también de otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la
unidad de Dios; sea el símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”. Solamente
que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que
se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las
personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno, siempre ha precedido el tratado “De
Padre, del cual y hacia el cual se cuentan las otras personas”7. El primer artículo del credo de los griegos dice
también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre omnipotente” aquí no está separado de “un
solo Dios”, como en el credo latino, sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la
palabra “Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un solo Dios que es el Padre
omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está
perfectamente (sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al Hijo” 8.
Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo, pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo
griego, en el que la unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio y proviene
de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que sigue. El Padre es la fuente, el origen
absoluto del movimiento del amor. El Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es
por causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el Hijo y el Espíritu”, escribe
Damasceno9.
El Padre es el único, también en el ámbito de la Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado
para poder amar. Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras personas
El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de esta relación. No se puede, por tanto, concebir al
Padre en primer lugar como el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se
debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los cristianos es por tanto el Padre; pero
no concebido separadamente (¿cómo puede llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el
Padre siempre en acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos y que es el
Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un único acto y son un único misterio.
He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre
estos); sin embargo debemos enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología
latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y la actitud justa para hablar de la
Trinidad, el pensamiento latino le ha asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.
Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el
amor mutuo entre el Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores medievales
explicitaron e hicieron casi canónica10. Sobre ella el teólogo Heribert Mühlen ha fundado recientemente su
concepción del Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en
El primero de los orientales en valorar esta contribución de la teología latina fue san Gregorio Palamas que,
en el siglo XIV, conoció finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:
“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable del Padre por su Verbo, generado de forma inefable;
amor que este mismo Verbo e Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al
Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él connatural”12.
La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto, por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando
escribe: “La Expresión ‘Dios es amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como
sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia divina… sino lo que constituye
su sustancia”13. Me parece una explicación compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la
La diferencia y la complementariedad de las dos teologías no se limita sin embargo solo a la forma de
concebir el ser y las relaciones internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de
Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad inmanente, fuera del tiempo,
mientras los latinos están más interesados en la Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la
historia de la salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en la ontología, y
los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta luz, se comprende la costumbre de los latinos de
iniciar el discurso sobre Dios con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden
también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para todos. En la historia de la
salvación de hecho – lo veremos enseguida – la revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.
El signo más evidente de esta diferencia de actitud son las dos formas distintas de representar la Trinidad en
la iconología griega y en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su cumbre en
Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles iguales y distintos, ubicados en torno a una
mesa. Todo emana una paz y unidad sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como
demuestra la referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa eucarística
entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en el fondo.
En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante, la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al
Padre que con los brazos extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el de
Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos más conocidos son la Trinidad
de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran
otros innumerables ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre que rige en su
seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a
Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad
de tener abiertos y recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de manera
No hay necesidad de demostrar el primer punto. A propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el
riquísimo patrimonio de espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios teólogos
ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al público occidental15. Un texto de san
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre;
inversamente, la bondad natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se difunden del
En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el
Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las criaturas a Dios, todo
comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la
trinitaria.
Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y
practicar también el enfoque latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada
de una manera más obscura. El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la
naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio de nosotros y nos concede de
manera más indistinta la propia manifestación. No hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la
divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el peso de la
divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del hijo”17.
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él dice a los apóstoles que no les puede revelar todo
lo que sabe de sí mismo y del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn 16,
12).
Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que
por lo tanto tenemos que vivir constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres
antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca al Dios de los filósofos que
a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de
todos modos tienen que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del mundo
antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma pedagogía que Dios ha usado con la
Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que
Dios existe, que nos ha creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la persona
de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización hablando de las tres personas divinas?
¿No sería también esto, para usar la imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que
no es capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el
Antiguo Testamento, no es aún “el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo
verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza solamente con Jesús. Es aún el
padre en sentido metafórico, en el sentido de “padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del
cosmos”, “padre celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha comenzado con
el “Dios uno”.
Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y tiene que ser usada para designar lo que las tres
personas divinas tienen en común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres
antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o esencia (2 Pe 1, 4: “participantes
de la divina naturaleza”, theia physis); sea como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en
comunión”19.
La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y
comprensibles a los hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los concilios antiguos,
y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los
hombres de hoy el misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad y relación
subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en el ámbito de su teología y en los ámbitos
de profundización de la fe.
Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz
de ayudar a los hombres de hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto es
justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si mismo, comunión y relación; no
existe amor excepto que entre dos o más personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser,
acompañado por el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta y
transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas divinas la unión se realiza en un
modo de tal manera total que de los Tres, hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el
San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir esta reconstrucción de las dos vías de enfoque hacia
el misterio de la Santísima Trinidad. Cuando se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más importante
no es quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca
que los lleva a aquella orilla. Así para nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino
quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella20.Nosotros no podemos abrazar el océano,
pero sí podemos entrar en él; por más esfuerzos que hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el
misterio de la Trinidad, aunque podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!
Hay un punto en el que nos encontramos unidos y concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y
realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo, o sea aquella regla de
humilde restricción al hablar de Dios, de decir no diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido
oxímoron de san Gregorio Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”21. Adorar es reconocer a Dios
como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la infinita diferencia cualitativa entre el
Creador y la criatura”22;reconocerla sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos.
Adorar dice el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo”(cfr. Rm 1, 18).
Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la más remota antigüedad, se eleva idéntica a la
Trinidad, desde Oriente y desde Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el
1Orientale lumen, n. 1
2Tertio millennio adveniente, n. 16.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias
cristianas, cfr. Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky, 2007.
6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, París 1892, 433.
10 Agustín, De Trinitate,VIII, 9,14; IX, 2,2; XV,17,31; cfr. Ricardo de San Víctor, De Trin. III,2.18; S:
11 Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.
15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de
l’Eglise d’Orient, París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original L’Orthodoxie, París
1959); J. Meyendorff, La teología Bizantina, Marietti 1984 (ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).
17 Cfr. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31 (Teologica II), 26; cfr. también Oratio 32 (Teologica III).
18 Agustín, La Trinidad, I,6,10: “El nombre ‘Dios’ indica toda la Trinidad, no sólo el Padre”.
19 J. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, London, 1985.
En nuestro esfuerzo por poner en común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy
sobre la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno que está presente, no
de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre
de Jesús, debemos pensar que hay uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta
mañana Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos de Él.
Partimos de las raíces bíblicas en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos
caminos distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san Pablo. Resumimos los
pasajes peculiares de este camino, esos por los que se convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el
- primero, parte de la humanidad para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la
preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de manifestarse de Cristo, la orden con la
- segundo, parte de la dualidad de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo
nuestro Señor”;
- tercero, tiene en su centro el misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La
gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de los muertos.
Para convencerse de la rectitud de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo
embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de Cristo es resumido así:
después, a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto, también cuando
define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), para Pablo es siempre el Cristo de la historia,
Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen indicaban dos fases udos
tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de
Antioquía, los dos nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de Cristo.
Escribe Tertuliano:
“El apóstol enseña aquí las dos naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según
la carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios según el Espíritu’, él indica la
divinidad”[1].
A este camino ascendente del misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos
- primero, parte de la divinidad, para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne –
Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo divino y lo invisible, sino al
contrario; Juan se coloca desde el punto de vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el
- segundo, es un camino que parte de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne,
divinidad y humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las naturalezas.
- tercero, la gran división, el eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio
pascual.
De Cristo, interesa más la persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual de
muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es Jesús: “Cuando hayáis levantado
al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es
constantemente antepuesta a su venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del
Se trazan así dos raíles en los que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de
las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca entre estos dos caminos, que se
pueden recorrer en un sentido y en el otro. Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y
un elemento humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor
universal,aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el redentor. Para ambos, nuestra
relación con Cristo está mediada y es posible por el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que
se recibe al Espíritu (Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en Cristo (1 Co 12,
3; Jn 6, 63).
Apenas se pasa a la época sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o
arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas. Las escuelas a las que me refiero
son, una, la que por su mayor centro, Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad
de Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia no es, como se ha pensado
a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se
Ninguno de los seguidores de uno u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está
seguro de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que las dos influencias son
visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color
diferente de sus aguas. La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y otros a
Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros interpretan a Pablo a la luz de Juan. La
diferencia está en el esquema, o en la perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.
En el debate entre estas dos escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma
cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el concilio ecuménico de
Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de Occidente, representado por san León Magno. Aquí
la verdad de fondo, llevada adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de la
persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los antioquenos de la integra naturaleza
humana de Cristo. Los dos caminos tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer
La misma forma en la que se formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de
Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en la forma juaniana y alejandrina,
Señor e Hijo unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena, partiendo de la
distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la unidad (“salvando las propiedades de cada una,
las dos naturalezas se combinan para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido
Nos preguntamos: ¿qué ha pasado después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos
fundamentales cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la definición
dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente una única fe en Cristo, común tanto en
Oriente como en Occidente. San Juan Damasceno en Oriente[2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han
construido ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con la Trinidad y el
Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre
Cristo.
Sin embargo, si ampliamos la mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología
dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún modo se han perdido. Se
han conservado y han dejado su huella, el primero en la espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En
otras palabras, la Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la centralidad de la
No se trata evidentemente de una división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a
otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído – y con razón – valorizar de
forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de que es admitido por todos que el Cristo de la tradición
Observemos algunos hechos que ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la
imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo glorioso. Es el que la asamblea
contempla frente a ella, en el ábside de las grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce
al crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde el realismo de la pasión ya
está transfigurado por la luz de la resurrección. Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz
Del misterio de Cristo, sigue siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación.
Coherentemente, la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto con la carne
vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo, dice en una oración suya a Cristo:
“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya
entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado
Lo esencial ya ha sucedido con la encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano,
por el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último Bizancio”[4]. ¿Es ignorado tal vez
el misterio pascual? Al revés, todo el mundo sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la
Pascua en los ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el momento más
Resurrección. Desde todos los punto de vista, prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.
cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen del Cristo glorioso. En la vida de
dos de los santos más típicos de la Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos
encontramos con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la resurrección. El
Ahora demos un vistazo a algunos aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los
tres días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida;
los que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza”[5]. Es decir: mientras
estamos en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el resucitado.
se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del crucificado, en un cierto momento, se
separa del modelo glorioso, regio, y asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el
crucificado paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros (cf. Gal 3, 13).
Asume una gran relevancia, a partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención
a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis, o abajamiento, de Cristo ocupa
un lugar prominente y con él el misterio pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio
de la “imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena. No en vano, el libro más
famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media latina, será precisamente La imitación de Cristo. En
contra de cualquier intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión con Dios,
santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida espiritual en la que se puede prescindir de la
humanidad de Cristo[6].
Los santos proporcionan, también aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo
La Reforma protestante, en cierto modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental,
paulino, y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de toda teología, en
controversia, a veces, con la “teología de la gloria”. Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no
Es cierto que Lutero y los protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo, han
afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más que un modelo a seguir con la
imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe?
No es el Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo “para mí”, no el Cristo
“en sí mismo”.
Repito: cuidado con rigidizar estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la
espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los “locos por Dios”, en el que la
asimilación a Cristo en su kénosis, está fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue
habiendo una diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la vía inaugurada
por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos, fieles a Calcedonia, han sido capaces de
abrazar, con su mirada, también al otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.
La gracia del momento presente es que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más
como una amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino, tomado aisladamente,
puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una
concepción demasiado escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica. Por ello
concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].
No es necesario, por lo tanto, eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la
legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es necesario es más bien el intercambio
de dones, el respeto y la estima de la tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para
acceder a la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad oriental, y otra a aquella
occidental, de tal manera que ninguna de las dos pueda acceder a tal plenitud sin la otra.
En la ciudad de Colmar, en Alsacia, existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos
alas del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están abiertas se ve, en el lado
los dedos de las manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el cuerpo está
como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en cada parte. Es uno de esos cuadros de
Cristo de los cuales Dostoevskij decía que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la
fe”[9].
En la otra parte, el Resucitado aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja
entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el riesgo si no de perder la fe,
seguramente de perder la confianza, porque este Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado,
por lo tanto, al dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo eficaz de lo que
debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben
mantenerse juntos.
Hasta aquí hemos procedido en lo indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre
todo, la historia de las respectivas posiciones entorno a la persona de Cristo. Pero no es esto lo que nos hará
realmente progresar en la vía de la unidad; no será, en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en
Cristo, por indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en profundidad a
ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano cada diferenciación, es un común,
renovado amor por la persona de Jesús de Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las
respectivas tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para nosotros un “tú” y no un
“él”. Para usar una distinción querida por un teólogo ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el
Jesús persona[10].
En el cuerpo humano hay dos pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con
frecuencia para describir las relaciones de sinergía entre Oriente y Occidente), ¡pero hay un solo corazón!
También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este corazón tiene que ser el amor por Cristo.
Escribe uno de los autores espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:
“Al Salvador le ha sido ordenado el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan
grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va únicamente al Cristo. Aquí que es
el lugar de su reposo, porque él solo es el bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)”[11].
Igualmente, en toda la espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No
anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”[12]. Esto no significa restringir al horizonte del amor
cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un
amor mediado, casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre. No, Jesús es un
mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al Padre, porque él es “una cosa sola con el
Padre” (Jn 10, 30). El cristiano puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo
que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).
Ya que estamos en el Año de la Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me
permito de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás, en esta misma sede,
comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que
amor de donación y amor de búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el
vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de nuestro amor a Dios. En este
reconocimiento, Oriente se ha adelantado a Occidente[13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero
El amor sufre aún, en este campo, de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo
secularizado, sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las almas
consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape; entre los creyentes muchas veces
un ágape sin eros. El eros sin ágape es un amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor
de conquista que reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión de sacrificio,
El ágape sin eros nos parece como un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser,
más por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse a un molde
preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los
actos de amor dirigidos a Dios se parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que
El amor verdadero e integral es como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros
y ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así se presenta el amor de
Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es solo perdón, misericordia, donación de sí; es también
pasión, deseo, celos; no es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece casi
que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor de los consagrados por él.
La belleza y la plenitud de la vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es
capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en él se encuentran, en un
grado infinitamente superior, todas esas cualidades y atenciones que un hombre busca en una mujer y una
mujer en un hombre. El voto de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de
esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”. “Casto – escribe san Juan
Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el eros”[15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de
Cristo.
Concluyamos escuchando el himno más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las
vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y luterana. Se utiliza en el momento de
[2] Cfr. Juan Damasceno, De fide Orthodoxa III, (PG 94, 881 ss.) (trad. ital. Roma, Città Nuova 1998, pp.159-
241).
[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II (en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703
s.)
[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.
[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed. ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).
[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98 (PG 88, 880).
20 de marzo 2015
Hoy meditaremos sobre la fe común de Oriente y Occidente en el Espíritu Santo y trataremos de hacerlo “en
el Espíritu”, en su presencia, sabiendo, como dice la Escritura, que “antes que la palabra esté en mi lengua,
Durante siglos, la doctrina de la procesión del Espíritu Santo en el seno de la Trinidad ha sido el punto de
mayor fricción y acusaciones recíprocas entre Oriente y Occidente, a causa del famoso “Filioque”. Trato de
reconstruir el estado de la cuestión, para valorar mejor la gracia que Dios nos está haciendo de un acuerdo
La fe de la Iglesia en el Espíritu Santo fue definida, como se sabe, en el concilio ecuménico de Constantinopla
del 381 con las siguientes palabras: “…y (creemos) en el Espíritu Santo que es Señor y dador de vida, que
procede del Padre y del Hijo, y con el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas”1..
Mirándolo bien, esta fórmula contiene la respuesta a las dos preguntas fundamentales sobre el Espíritu Santo.
A la pregunta “¿quién es el Espíritu Santo?”, se responde que es “Señor” (es decir, pertenece a la esfera del
Creador, no de las criaturas), que procede del Padre y es, en adoración, igual al Padre y al Hijo; a la pregunta
“¿qué hace el Espíritu Santo?”, se responde que “da la vida” (lo que resume toda la acción santificadora,
interior y renovadora del Espíritu) y que “habló por los profetas” (lo que resume la acción carismática del
Espíritu Santo).
A pesar de estos elementos de gran valor, es necesario decir, aún así, que el artículo refleja un estadio aún
provisional, si no de la fe, al menos de la terminología sobre el Espíritu Santo. La laguna más evidente es que
en ella no se atribuye aún explícitamente al Espíritu Santo el título de “Dios”. El primero en lamentar esta
reticencia fue san Gregorio Nacianceno que por su cuenta rompió todos los preámbulos escribiendo: “Y bien,
¿el Espíritu es Dios? ¡Ciertamente! ¿Entonces es consustancial (homoùsion)? Cierto, si es verdad que es
Dios”2..Esta laguna se colmó, de hecho, en la práctica de la Iglesia, la cual, superados los motivos
contingentes que la habían detenido hasta entonces, no dudó en atribuir al Espíritu Santo el título de “Dios” y
Esta no era la única “laguna”. También desde el punto de vista de la historia de la salvación, debía parecer
extraño que la única obra atribuida al Espíritu fuera la de haber hablado “por los profetas”, quitando todas sus
otras obras y sobre todo su actividad en el Nuevo Testamento, en la vida de Jesús. También en este caso, el
completar la fórmula dogmática sucede espontáneamente en la vida de la Iglesia, como parece claro por esta
epíclesis de la liturgia llamada de Santiago, donde se le atribuye al Espíritu también el título de consustancial
“Manda… tu santísimo Espíritu, Señor y vivificador, que sentado contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo unigénito;
que reina, consustancial y coeterno. Él ha hablado en la Ley, en los Profetas y en el Nuevo Testamento; bajó
en forma de paloma sobre nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, descansando en Él, y bajó sobre los
Otro punto, el más importante, sobre el que la fórmula conciliar no decía nada, era la relación entre el Espíritu
Santo y el Hijo y, en consecuencia, entre cristología y pneumatología. El único apunte en este sentido
consistía en la frase “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen” que probablemente se
Sobre este punto la integración del símbolo sucede de manera menos unívoca y pacífica. Algunos Padres
griegos expresaron la relación eterna entre el Hijo y el Espíritu Santo, diciendo que el Espíritu Santo procede
del Padre “a través del Hijo”, que es “imagen del Hijo”4, que “procede del Padre y recibe del Hijo”, que es el
“rayo” que se difunde del sol (el Padre) a través de su esplendor (el Hijo), la corriente que viene de la fuente
Cuando la discusión sobre el Espíritu Santo pasó al mundo latino, para expresar esta relación se acuñó la
frase según la cual el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”. Las palabras “y del Hijo” en latín suenan
Filioque, y de aquí el sentido con el que se ha sobrecargado esta palabra en las disputas entre oriente y
Quien formuló primero la idea de que el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo” fue san Ambrosio 5.. Él
no estaba influenciado por Tertuliano (que no conoce y no cita nunca), sino por las expresiones apenas
recordadas que leía en sus fuente griegas habituales: san Basilio y también san Atanasio y Dídimo
Alejandrino. Todos estos modos de expresarse destacaban una cierta relación, por lo no aclarado y
misterioso, existente entre el Hijo y el Espíritu Santo, en su origen común en el Padre. Si “a través del Hijo”
quiere decir algo, este “algo” es lo que Ambrosio (quien ignora, como todos los latino, la sutil distinción que
existe en griego entre “provenir”, ekporeuesthai, y “proceder”, proienai) intentó expresar con la expresión “y
del Hijo”.
San Agustín ha dado a la expresión “del Padre y del Hijo” (en él no está aún la expresión literal Filioque) la
justificación teológica que ha caracterizado, a continuación, toda la pneumatología latina. Él usa expresiones
muy matizadas y no coloca al Padre y al Hijo sobre la misma línea, en lo relacionado con el Espíritu Santo,
como aparece en la bien conocida afirmación: “El Espíritu Santo primariamente procede del Padre (de Patre
principaliter) y, por el don que el Padre hace al Hijo, sin ningún intervalo de tiempo, de ambos al mismo
tiempo”6..
Esta doctrina, además de muchos pasajes del Nuevo Testamento (“Todo lo que el Padre posee es mío”, “Él
(el Paráclito) tomará de lo mío), era exigida por su concepción de las relaciones trinitarias como relaciones
basadas en el amor. Ésta permitía también resolver una objeción que quedaba siempre sin respuesta: ¿qué
parte de sí mismo no había expresado por entero aún el Padre en la generación del Hijo, para justificar una
segunda operación trinitaria? ¿Qué distingue la procesión del Espíritu Santo de la generación del Verbo?
Quien acuñó la expresión literal Filioque para indicar la procesión “del Padre y del Hijo”, fue Fulgencio de
Ruspe que, también en otros casos, ha endurecido fórmulas precedentes, aún elásticas, de la teología latina
7.. Él silenció la aclaración de Agustín, según la cual el Espíritu Santo procede “principalmente” del Padre, e
insiste sin embargo en decir que “procede del Hijo como (sicut) procede del Padre”, “enteramente (totus) dal
Padre y enteramente del Figlio”, nivelando así las dos relaciones de origen 8.. Es en esta versión
indiferenciada que la doctrina de la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo entrará en las
definiciones eclesiales, a partir del III Concilio de Toledo del 589 .9..
Hasta que permaneció a este nivel, la cosa no despertó protestas por parte de los orientales. En el año 809
tuvo lugar en Aquisgrán, por deseo de Carlo Magno, un sínodo para patrocinar la introducción del Filioque en
emperador, más que por convicciones personales teológicas, era movido por el deseo de dar una justificación
Al concluir el concilio, una delegación del emperador fue a Roma, a ver al papa León III, para que adhiriera a
la causa del emperador. Sin embargo, a pesar de que compartía plenamente la doctrina del Filioque, el Papa
consideraba inoportuna su introducción en el símbolo y mantuvo con firmeza su decisión. 10. En esto él
seguía la misma línea de actuación seguida por la Iglesia griega, donde había existido, como hemos visto,
importantes integraciones y profundizaciones del artículosobre el Espíritu Santo, sin por ello tener que
cambiar el texto del símbolo. Sin embargo, ante una nueva presión del emperador Enrique II de Alemania, en
el 1014, el papa Benedicto VIII aceptó que la palabra Filioque fuera introducida también en la recitación
litúrgica del credo, suscitando a continuación, las justas recriminaciones del oriente ortodoxo.
Hoy, en el clima de diálogo y mutua estima que se busca establecer entre Ortodoxos e Iglesia católica, este
problema no parece ser un obstáculo insuperable para la plena comunión. Calificados representantes de la
teología ortodoxa están dispuestos a reconocer, con ciertas condiciones, la legitimidad de la doctrina latina.
“La regla de oro tiene que ser la interpretación que daba san Máximo Confesor de la pneumatología latina o
sea: profesando la doctrina del Filioque, los hermanos occidentales no quieren introducir una segunda causa
(aition) en Dios fuera del Padre, de otra parte el rol intermediario del Hijo en el origen del Espíritu no tiene que
ser limitado a la divina economía, sino que se refiere también a la naturaleza divina. Si Oriente y Occidente
están dispuestos en nuestro tiempo a ambos hacer suyos estos dos puntos de san Máximo, esto ofrecería
Con estas palabras se mantiene la posición ortodoxa de que el Padre es la única causa “no causada” de la
procesión del Espíritu Santo: lo que no es incompatible con la posición anteriormente expuesta de Agustín; de
otra parte se reconoce la validez del punto de vista de los latinos de atribuir al Hijo un rol activo en la
procesión eterna del Espíritu Santo del Padre, aunque no se comparte su precisación “como de un solo
El Catecismo de la Iglesia Católica habla, al respecto, de una “legítima complementariedad que si bien no se
ha vuelto rígida, no impide la identidad de la fe en la realidad del misterio”12. En la misma línea se expresa un
documento del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, del 1995, solicitado por el papa Juan Pablo
II y positivamente acogido por exponentes de la teología ortodoxa 13. Como signo de esta voluntad de
reconciliación, el mismo Juan Pablo II inició la práctica de omitir el añadido Filioque “y del Hijo”, en ciertas
celebraciones ecuménicas en San Pedro y en otros lugares, en los que se proclamaba el credo en latín.
Como siempre, cuando el diálogo es realizado realmente “en el Espíritu”, no se limita a allanar las dificultades
del pasado, sino que abre nuevas perspectivas. La novedad más grande en la pneumatología actual no
consiste solamente en encontrar un acuerdo sobre el Filioque, sino en partir nuevamente desde la Escritura
en vista de una nueva síntesis más amplia y con una espectro de preguntas menos condicionado por la
historia pasada.
De esta relectura, ya iniciada tiempo atrás, ha surgido un dato preciso: el Espíritu Santo, en la historia de la
salvación, no es enviado solo por el Hijo, sino que también es enviado sobre el Hijo; el Hijo no es solo el que
da al Espíritu, sino también el que lo recibe. El momento en el cual se pasa de una a otra fase de la historia de
la salvación, de Jesús que recibe al Espíritu Santo a Jesús que envía al Espíritu, está constituido por el
En el documento del Pontificio Consejo para la unidad de los cristianos, ya mencionado, encontramos un
hermoso texto que resume todas estas intervenciones del Espíritu “sobre” Jesús: en el nacimiento, en el
bautismo, en el ofrecerse en sacrificio al Padre (Hb 9,14), en su resurrección15. Esta relación de reciprocidad
que se encuentra en el plano histórico no puede dejar de reflejar, de alguna manera, la relación existente en la
“El rol del Espíritu en lo más íntimo de la existencia humana del Hijo de Dios brota de una relación trinitaria
eterna para la cual el Espíritu, en su misterio de don de amor, caracteriza la relación entre el Padre fuente del
¿Pero cómo concebir esta reciprocidad en el ámbito trinitario? Es este el panorama que se abre a la reflexión
actual de la teología del Espíritu. La cosa que anima es que en esta dirección se están moviendo juntas, en un
diálogo fraterno y constructivo, teólogos de todas las grandes Iglesias cristianas: ortodoxa, católica y
protestante. Uno de los puntos clave en los que se movía (y por los que estaba condicionada) la reflexión de
los Padres, y en particular de Agustín, fue la falta de reciprocidad entre el Espíritu Santo y las otras dos
personas divinas. Podemos llamar, decían, al Espíritu Santo “Espíritu del Padre”, pero no podemos llamar al
Padre “Padre del Espíritu”; podemos llamar al Espíritu Santo “Espíritu del Hijo”, pero no podemos llamar al
Este es el punto en el que se intenta hoy superar la dificultad. Es verdad que no podemos llamar a Dios
“Padre del Espíritu”, pero lo podemos llamar “Padre en el Espíritu”; es verdad que no podemos llamar al Hijo
“Hijo del Espíritu”, pero podemos llamarlo “Hijo en el Espíritu”. La preposición usada en la Escritura para
hablar del Espíritu Santo no es “desde”, sino “en”; es “en el Espíritu” que Cristo grita Abba en la tierra (cfr. Lc
10, 21). Si admitimos que esto que sucede en la historia es un reflejo de lo que sucede eternamente en la
Trinidad, tenemos que concluir que es “en el Espíritu” que el Hijo pronuncia su Abba eterno en la generación
del Padre 18. El teólogo ortodoxo Olivier Clément ha anticipado esta conclusión diciendo que “El Hijo nace del
De todo esto emerge un nuevo modo de concebir las relaciones trinitarias. El Verbo y el Espíritu proceden
simultáneamente del Padre. Es necesario renunciar a toda idea de precedencia entre los dos, no solo
cronológica, sino también lógica. Como única es la naturaleza que constituye las tres divinas Personas,
también es única la operación que tiene su fuente en el Padre y que constituye al Padre “Padre, al Hijo “Hijo” y
al Espíritu “Espíritu”. Hijo y Espíritu Santo no deben ser vistos uno después del otro, o uno al lado del otro,
sino “uno en el otro”. Generación y procesión no son “dos actos separados”, sino dos aspectos, o dos
¿Cómo concebir y expresar este acto abismal del que florece, en conjunto, la rosa mística de la Trinidad?
Estamos ante el núcleo más íntimo del misterio trinitario que se sitúa más allá de cualquier concepto y
analogía humana. Muy sugestiva me parece la indicación ofrecida, a este propósito, por el mismo teólogo
ortodoxo Olivier Clément. Él habla de una “unción eterna” del Hijo por parte del Padre mediante el Espíritu 21.
Esta intuición tiene un sólido fundamento patrístico en la fórmula “ungente, ungido y unción” usada en la más
“En el nombre de ‘Cristo’ se suponen uno que ungió, el que fue ungido y la unción misma con que fue ungido.
En efecto, lo ungió el Padre y el Hijo fue ungido, en el Espíritu Santo que es la unción”22.
San Basilio tomó literalmente esta afirmación, repetida a su vez por san Ambrosio 23. En el origen, se refería
directamente a la unción histórica de Jesús en su bautismo del Jordán. Sucesivamente, esta unción fue
considerada realizada al momento de la encarnación 24; pero ya en la época de los Padres se comenzó a
volver hacia atrás. Justino, Ireneo, Orígenes habían hablado de una “unción cósmica” del Verbo, es decir, de
una unción que el Padre confiere al Verbo en vista de la creación del mundo, en cuanto “por medio suyo el
Eusebio de Cesarea va aún más allá, viendo realizada la unción en el momento mismo de la generación: “La
unción consiste en la generación misma del Verbo, por la cual el Espíritu del Padre pasa al Hijo, a manera de
fragancia divina” 26. Más autorizada es la opinión de san Gregorio de Nisa que dedica un capítulo entero a
ilustrar la unción del Verbo a través del Espíritu Santo, en su generación eterna del Padre. Él asume que el
“El óleo de la alegría tiene el poder del Espíritu Santo, con el que Dios está ungido por Dios, así el unigénito
está ungido por el Padre… Como el justo no puede ser a la vez injusto, así el ungido no puede no estar
ungido. Ahora el que nunca está no-ungido, es ciertamente el ungido desde siempre. Y cualquiera tiene que
La imagen de la unción (porque se trata siempre de una imagen) añade algo nuevo que no es expresado por
la imagen más habitual de la espiración. En Occidente, es habitual repetir que el Espíritu se llama así porque
es espirado y espira. En esta visión, el Espíritu Santo desempeña un papel “activo” sólo fuera de la Trinidad,
ya que inspira las Escrituras, los profetas, los santos, etc., mientras que en la Trinidad tendría sólo la cualidad
Esta ausencia de un papel activo del Espíritu dentro de la Trinidad, considerada quizás la mayor laguna de la
pneumatología tradicional, se supera de esta manera. De hecho, si se reconoce al Hijo un papel activo en
relación con el Espíritu, expresado por la imagen de la espiración, también se reconoce un papel activo del
Espíritu Santo en relación con el Hijo, expresado por la imagen de la unción. No se puede decir, del Verbo,
que es “el Hijo del Espíritu Santo”, pero se puede decir de él que es “el Ungido del Espíritu”.
La renovada escucha de las Escrituras permite constatar, incluso desde otro punto de vista, la
complementariedad de los dos pneumatologías, oriental y occidental. Se observó, en el ámbito del mismo
Nuevo Testamento, un mayor énfasis, por parte de Juan, del “Espíritu de verdad” y, por parte de Pablo, del
“Espíritu de caridad” 28.“Espíritu de verdad”, en el Cuarto Evangelio, es otro nombre del Paráclito (Jn 14, 16-
17); los adoradores del Padre deben adorarlo “en Espíritu y en verdad”; él lleva “a toda la verdad”; su unción
“da la ciencia y enseña todas las cosas” (1 Jn 2, 20.27). Para Pablo, sin embargo, el efecto principal del
Espíritu es “derramar el amor” en los corazones; fruto del Espíritu es “amor, alegría y paz” (Ga 5, 21); el amor
constituye “la ley del Espíritu” (Rm 8, 2), el amor es “el mejor camino”, el don del Espíritu Santo más grande
Como sucedió con la doctrina sobre Cristo, también esta diferente acentuación sobre el Espíritu Santo
permanece en la tradición, y, una vez más, Oriente refleja mayormente la perspectiva juaniana y Occidente la
paulina. La pneumatología ortodoxa dio mayor relevancia al Espíritu luz, y la latina al Espíritu amor. Esta
diversidad está clarísima, en todo caso, en las dos obras que más han influido en el desarrollo de sus
respectivas teologías del Espíritu Santo. En el tratado Sobre el Espíritu Santo de san Basilio, no juega ningún
papel el tema del Espíritu amor, mientras que desempeña uno central el tema del Espíritu “luz inteligible” 29;
en el tratado Sobre la Trinidad de san Agustín, no juega ningún rol el tema del Espíritu luz, mientras sabemos
inmersión interior y exterior en la luz) es el elemento más constante entre los orientales, en la mística del
Espíritu Santo. “¡Ven, oh luz verdadera!”, son las primeras palabras de una oración al Espíritu Santo de san
Simeón el Nuevo Teólogo 30.También la famosa “luz tabórica”, que tanta importancia tiene en la espiritualidad
y la iconografía oriental, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo 31. Un texto del oficio ortodoxo dice que,
en el día de Pentecostés, “gracias al Espíritu Santo, el mundo entero recibió un bautismo de luz” 32.
Concluyo con un pensamiento de san Agustín sobre el Espíritu de amor que, aplicado en las relaciones entre
las diversas Iglesias, haría dar un paso decisivo hacia la unidad de los cristianos. Comentando la doctrina de
san Pablo en 1 Corintios 12, sobre los carismas, san Agustín hace esta reflexión. Al oír nombrar todos esos
maravillosos carismas (profecía, sabiduría, discernimiento, sanaciones, lenguas), alguien podría sentirse triste
y excluido, porque piensa que él no posee nada de todo esto. Pero cuidado, prosigue el santo,
“Si amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien,
¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que
tú posees. La envidia separa, la caridad une. Solo el ojo en el cuerpo tiene la facultad de ver, pero ¿acaso el
ojo ve solo para sí mismo? No, él ve por la mano, por el pie y por todos los miembros… Solo la mano actúa en
el cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el ojo. Si está a punto de recibir un golpe que
no está dirigido a la mano sino al rostro, ¿dice quizás la mano: ‘No me muevo, porque el golpe no está dirigido
a mí’?”33.
Este es el secreto de por qué la caridad es “el camino más excelente” (1 Co 12, 31): me hace amar al cuerpo
de Cristo, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no solo algunos, son “míos”. La
caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos. Es suficiente con no
hacer de sí mismos, sino de Cristo, el centro de interés; no querer “vivir para sí, sino para el Señor”, como dice
Aplicado a las relaciones entre las dos Iglesias, la oriental y la occidental, este principio conduce a mirar lo
que cada una tiene diferente de la otra, no como un error o una amenaza, sino para regocijarse como un
tesoro para todos. Aplicado a nuestras relaciones diarias, dentro de la misma Iglesia o de la comunidad en la
que vivimos, ayuda a superar los sentimientos naturales de frustración, de rivalidad y de celos.
“Bienaventurado aquel siervo -escribe san Francisco de Asís- que no se exalta (yo añado: y no se regocija)
más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro”34. Que el
Espíritu Santo nos ayude a dirigirnos por este camino exigente, pero al que se le han prometido los frutos del
DS, 150.
Cfr. Atanasio, Cartas a Serapion I, 24 (PG 26, 585s.); Cirilo de Alejandría, Comentario sobre Juan, XI, 10 (PG
Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 120 (“Spiritus quoque Sanctus, cum procedit a Patre et a Filio, non
separatur”).
Fulgencio de Ruspe, Epístolas, 14, 21 (CC 91, p. 411); De fid, 6.54 (CC 91A, pp.716.747) (“Spiritus Sanctus
essentialiter de Patre Filioque procedit”); Liber de Trinitate, passim (CC 91A, pp. 633 ss).
DS, 470. En el símbolo del I Concilio de Toledo del 400 (DS, 188), Filioque es un añadido posterior.
Cfr. Monumenta Germaniae Historica. Concilia, t.II, p.II, 1906, pp. 235-244, y en PL 102, 971-976.
J. D. Zizioulas, The Teaching of the 2nd Ecumenical Council on the Holy Spiriti in historical and ecumenical
perspective, en “Credo in Spiritum Sanctum”, vol. I, Libreria Editrice Vaticana 1983, p. 54.
CIC, n. 248.
Cfr. Les traditions Grecque et Latine concernant la procession du Saint-Esprit, en “Service d’Information du
Conseil Pontifical pour la promotion de l’unité des Chrétiens”, n. 89, 1995, pp. 87-91.
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 13. 24. 41; Moltmann, El Espíritu de la vida, Queriniana,
Cfr. T. G. Weinandy, The Father’s Spirit of Sonship. Reconceiving the Trinity, Edimburgo 1995.
O. Clément, Les mystiques chrétiens des origines, París 1982 (trad. it. Alle fonti con i Padri, Città Nuova,
Cfr. Moltmann, op. cit., p. 90; Weinandy, op. cit., pp. 53-85.
Basilio, Sobre el Espíritu Santo, XII, 28 (PG 32, 116C); S. Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 3, 44.
Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 53 (SCh 62, p. 114); cfr. A. Orbe, La Unción del Verbo
Basilio, Sobre el Espíritu Santo, IX, 22-23 (PG 32, 108 s.); XVI, 38 (PG 32, 137).
Con esta meditación concluimos nuestra vuelta de reconocimiento por la fe común de Oriente y Occidente, y
la concluimos con lo que nos afecta más directamente, el problema de la salvación: es decir, como los
Es, probablemente, el campo en el cuál es más necesario, para nosotros latinos, dirigir la mirada a Oriente,
para enriquecernos y en parte corregir nuestra manera difusa de concebir la redención realizada por Cristo.
Tenemos la suerte de hacerlo en esta capilla donde la obra de Cristo y el misterio de la salvación ha sido
representada por el arte del padre Rupnik, según la concepción que ha tenido de ello la Iglesia de Oriente y la
iconografía bizantina.
Partimos de una conocida presentación de la distinta forma de entender la salvación entre Oriente y
Occidente que se lee en el Dictionnaire de Spiritualité y que sintetiza la opinión dominante en los ambientes
teológicos:
“El fin de la vida para los cristianos griegos es la divinización, el de los cristianos de Occidente es la santidad
[…]. El Verbo se ha hecho carne, según los griegos, para devolver al hombre la semejanza perdida con Dios
en Adán y divinizarlo. Según los latinos, Él se ha hecho hombre para redimir a la humanidad […] y para pagar
Trataremos de ver donde se funda esta visión distinta y qué hay de verdad en la forma en la que se presenta.
Ya en las profecías del Antiguo Testamento que anuncian “la nueva y eterna alianza” se nota la presencia de
dos elementos fundamentales: uno negativo que consiste en la eliminación del pecado y del mal en general, y
uno positivo que consiste en el regalo de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo; en otras palabras, en el
destruir las obras del hombre y en el reedificar, o restaurar, en él la obra de Dios. Un texto claro, en este
“Os rociaré con agua pura, y quedaréis purificados. Os purificaré de todas vuestras impurezas y de todos
vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo: os arrancaré de vuestro
cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis
mis preceptos, y que observéis y practiquéis mis leyes. Habitareis en la tierra que yo di a vuestros padres.
Hay algo que Dios vendrá a quitar al hombre: la iniquidad, el corazón de piedra, y algo que vendrá a dar al
hombre: un corazón nuevo, un espíritu nuevo. En el Nuevo Testamento estos dos componentes son
evidentes. Desde el inicio del Evangelio, Juan Bautista presenta a Jesús como “el Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo” pero también como “el que bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1, 29, 33). En los sinópticos
prevalece el aspecto de la redención del pecado. En ellos, Jesús se aplica, en más de una ocasión, la suerte
del Siervo de Yahvé que toma sobre sí mismo y expía los pecados del pueblo (cfr. Is 52, 13 – 53,9); en la
institución de la Eucaristía, Él habla de su sangre derramada “por la remisión de los pecados” (Mt 26,28).
Este aspecto también está presente en Juan, unido, precisamente, al tema del Cordero de Dios que quita los
pecados del mundo. En su Primer Carta, Jesús es presentado como “la víctima propiciatoria por nuestros
pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2). Sin embargo, el
elemento positivo está más acentuado en Juan. Con el Verbo hecho carne, ha venido al mundo la luz, la
verdad, la vida eterna y la plenitud de toda gracia (cfr. Jn 1, 16). El fruto principal de la muerte de Jesús no es
la expiación de los pecados, sino en el don del Espíritu (cfr. Jn 7, 39; 19, 34).
En san Pablo vemos estos dos elementos en perfecto equilibrio. En la Carta a los Romanos, que podemos
considerar la primera exposición razonada de la salvación cristiana, en primer lugar destaca lo que Cristo, con
su muerte de cruz (Rm 3, 25), ha venido a eliminar del hombre y esto es: la muerte (Rm 5), el pecado (Rm 6)
y la ley (Rm 7), y después, en el capítulo octavo, expone todo el esplendor de lo que Cristo, con su muerte y
resurrección, ha procurado al hombre, y eso es el Espíritu Santo y con ello la filiación divina, el amor de Dios y
la certeza de la glorificación final. Los dos elementos están presentes en el corazón mismo del Kerygma.
Jesús, se lee, “ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado por nuestra justificación” (Rm 4, 25), donde
por “justificación” no se entiende solo la remisión de los pecados, sino lo que se dice después en el texto:
gracia, paz con Dios, fe, esperanza, amor de Dios derramado en los corazones (Rm 5, 1-5).
Como siempre, en el pasaje de la Escritura a los Padres de la Iglesia, se asiste a una recepción distinta de
estos dos elementos. Según la opinión común, resumida por Bardy en el texto citado, Oriente ha privilegiado
Occidente ha privilegiado el elemento negativo, la liberación del pecado. La realidad es mucho más compleja,
Primero vamos a corregir algunas generalizaciones que hacen parecer las dos visiones de la salvación más
distantes entre ellas de lo que son en realidad. Sobre todo, no hay que sorprenderse si en el ámbito latino no
encontramos algunos conceptos centrales para los griegos, como el de “divinización” y de “restauración de la
imagen de Dios”. Estos no aparecen como tales en el Nuevo Testamento que es la única fuente común,
también si representan una forma exquisitamente bíblica de entender la salvación. El mismo término theosis,
divinización, suscitaba reservas por el uso que se hacía de el en el lenguaje pagano y en el de la Roma
imperial (apotheosis).
Los latinos expresaron el efecto positivo del bautismo con el concepto paulino de la filiación divina. Según san
Juan de la Cruz, en el alma cristiana, se cumplen, por gracia, las operaciones que suceden, por naturaleza, en
Otra observación. No es del todo verdad que la soteriología ortodoxa se resume en la visión ontológica de la
divinización y la latina en la teoría jurídica de san Anselmo, de la expiación debida al pecado. La idea de
sacrificio por el pecado, de redención, de pago de una deuda (incluso, en algunos casos, ¡de un rescate
pagado al diablo!) está presente en san Atanasio, en san Basilio, en san Gregorio Niseno y en el Crisóstomo,
no menos que en sus contemporáneos latinos. Para esto basta consultar una buena reconstrucción del
pensamiento cristiano de los orígenesiii.Un texto entre los muchos es este de Atanasio que también es uno de
“Quedaba aún por pagar la deuda que todos debíamos, ya que todos estábamos condenados a muerte, y esta
fue la causa principal de su venida entre nosotros. Es por esto que, después de haber revelado su divinidad
con sus obras, le quedaba por ofrecer el sacrificio por todos, cediendo el templo de su cuerpo a la muerte por
todos”iv.
Para estos antiguos Padres griegos, el misterio pascual de Cristo es aún parte integrante y camino a la
divinización. Lo es aún en época bizantina. Para Nicolás Casabilas, existían dos muros que impedían la
comunicación entre Dios y nosotros: la naturaleza y el pecado. “El primero fue eliminado por el Salvador con
Solo en algún caso, vemos afirmarse en el interior de la Ortodoxia, la idea de una salvación del género
humano realizada en raíz en la encarnación misma del Verbo, entendida como asunción no de una
humanidad particular, sino como la naturaleza humana presente en cada hombre, a la manera del universal
platónico. En un caso extremo, la divinización sucede incluso antes del bautismo. Escribe san Simeón el
Nuevo Teólogo:
“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya
entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado
para subir al cielo. Entonces, después de haberme creado y poco a poco haberme hecho crecer, tu, también
en tu santo bautismo de la nueva creación, me has renovado y adornado con el Espíritu Santo”vi.
Hasta aquí, por lo tanto, las diversas teorías sobre la salvación no son así netamente divididas entre Oriente y
Occidente, como frecuentemente se querría hacer creer. En cambio donde la diferencia es neta y constante,
desde el inicio hasta hoy, es en el modo de entender el pecado original y por lo tanto el efecto primario del
bautismo. Los orientales no han entendido nunca el pecado original en el sentido de una verdadera “culpa”
hereditaria, sino como la transmisión de una naturaleza herida e inclinada al pecado, como una pérdida
progresiva de la imagen de Dios en el hombre, debida no solo al pecado de Adán, sino al de todas las
generaciones siguientes.
Con el símbolo Niceno – Constantinopolitano todos profesan “un solo bautismo para la remisión de los
pecados”, pero para los Orientales el bautismo no tiene principalmente la finalidad de quitar el pecado original
(en los niños, esta finalidad no la tiene en absoluto), sino la de liberar al hombre de la potencia del pecado en
general, recuperar la imagen de Dios perdida y insertar a la criatura en el Nuevo Adán que es Cristo. Esta
diversa perspectiva se refleja, por ejemplo, en la imagen que se tiene de la Virgen María. En Occidente, ella
es vista como la “Inmaculada”, es decir, concebida sin pecado (macula) original, hasta la definición dogmática
No tengo necesidad de detenerme mucho más sobre el modo occidental de concebir la salvación obrada por
Cristo, porque esto nos es más familiar. Digamos solo que aquí se asiste a una singular paradoja. Aquel que
fue, durante todo el cristianismo, el cantor por excelencia de la gracia, que mejor que todos ha puesto en
evidencia su novedad respecto a la ley y su absoluta necesidad para la salvación, que ha identificado tal don
con el Donador mismo que es el Espíritu Santo, ha sido también quien, por circunstancias históricas, ha
La polémica con los pelagianos ha empujado a san Agustín a poner en evidencia, de la gracia, sobre todo su
aspecto de preservación y de curación del pecado, la llamada gracia preveniente, adyuvante, sanante. Su
doctrina del pecado original, como verdadera culpa hereditaria, transmitida en el acto de la generación sexual,
ha hecho que el bautismo fuera visto principalmente como liberación del pecado original.
Ni Agustín ni otros después de él han callado nunca los otros bienes del bautismo: filiación divina, inserción en
el cuerpo de Cristo, don del Espíritu y muchos otros magníficos dones. Sin embargo, el hecho es que, en el
modo de administrarlo y en la opinión general, el aspecto negativo de liberación del pecado original siempre
ha prevalecido sobre aquel positivo del don del Espíritu Santo (este último asignado más bien al sacramento
de la confirmación). También hoy, si se le pregunta a un cristiano medio qué significa estar en “gracia de Dios”
o vivir “en gracia”, la respuesta casi segura es: vivir sin pecados mortales en la conciencia.
el interés en un punto de la doctrina, en detrimento de la totalidad. Es un hecho normal que se nota en tantos
momentos del desarrollo del dogma. Es aquel que empujó a algunos autores alejandrinos al límite del
monofisismo para oponerse al nestorianismo, y viceversa. ¿Qué es lo que ha hecho la ruptura momentánea
del equilibrio, en el caso de Agustín, tan diferente y tan duradera en el tiempo? La respuesta es sencilla: ¡su
Hubo, después de él, quien propuso una explicación diferente y más cercana a la de los griegos, Juan Duns
Escoto (1265 – 1308). La finalidad primaria de la Encarnación no fue para él la redención del pecado, sino la
recapitulación de todo en Cristo, “en vista del cual todo ha sido creado” (Col 1, 15 ss.); la finalidad es la unión,
en Cristo, de la naturaleza divina con la humanavii.La Encarnación, por lo tanto, hubiera existido incluso si
Adán no hubiera pecado. El pecado de Adán solo ha determinado la modalidad de esta recapitulación,
Pero la voz de Escoto permaneció aislada y solo recientemente ha sido revalorizada por los teólogos. Aquella
que se impuso fue otra voz, que no reequilibraba el pensamiento de Agustín, sino que lo exasperaba. Hablo
de Lutero, quien también ha tenido el mérito, para toda la cristiandad, de poner nuevamente la palabra de
Dios, la Escritura, en el centro y por encima de todo, incluso de las palabras de los Padres, que siguen siendo
palabras de hombres. Con él, la diferencia en comparación con Oriente, en el modo de entender la salvación,
llega a ser realmente radical. A la teoría de la divinización del hombre se contrapone ahora la tesis de una
justicia imputada extrínsecamente por Dios que deja también al bautizado como “justo y pecador” a la vez:
Pero dejemos de lado este ulterior desarrollo que merece un discurso aparte. Volviendo a la comparación
entre Ortodoxia e Iglesia católica, hay que destacar un hecho que, a los ojos de algunos autores ortodoxos, ha
hecho parecer en el pasado nuestra concepción de la salvación y de la vida cristiana, distinta, en casi todos
los puntos, de la de ellos. Se trata de una asimetría de fondo presente en la confrontación. En Oriente,
teología, espiritualidad y mística están unidas; no se concibe una teología que no sea también mística, es
decir, experiencial. La reconstrucción de la posición ortodoxa está hecha teniendo en cuenta a teólogos, como
los Capadocios, el Damasceno, Máximo el Confesor, pero también a movimientos espirituales, como los
Padres del desierto, el hesicasmo, el monacato, el palamismo, la Filocalia, y autores místicos como Simeón el
espiritualidad han ocupado, especialmente con la llegada de la Escolástica, un lugar distinto de la dogmática
e, incluso, la mezcla de las dos cosas ha sido vista con recelo. La confrontación entre Oriente y el Occidente
latino daría lugar a resultados muy diferentes y mucho menos conflictivos, si se tuviera en cuenta los muchos
movimientos espirituales y autores místicos católicos, en los cuales la salvación cristiana no es teorizada, sino
vivida.
En los tres libros, ya citados una vezviii,que más han contribuido a dar a conocer en Occidente la “teología
mística” del Oriente cristiano, solo en uno se encuentran dos menciones (ambas tendencialmente negativas)
de san Juan de la Cruz. Sin embargo, con el tema de la “noche oscura”, él, como varios otros en Occidente,
se coloca en la línea de la visión de Dios en la tiniebla de san Gregorio Niseno. Ninguna mención se hace del
esto, repito, es más culpa nuestra que de los autores orientales, si de culpa se puede hablar. Somos nosotros
los que hemos obrado la nefasta separación entre teología y espiritualidad y no se puede pedir a los demás
que hagan una síntesis que todavía ni siquiera nosotros hemos intentado hacer.
Volvamos al juicio de Bardy por donde empezamos: Oriente, dice, tiene una visión más optimista y positiva del
hombre y de la salvación; Occidente una visión más pesimista. Querría mostrar como, también en este caso,
la regla de oro, en el diálogo entre Oriente y Occidente, no es la del aut – aut, sino la del et – et. Si la doctrina
oriental, con su altísima idea de la grandeza y de la dignidad del hombre como imagen de Dios, ha puesto de
del hombre, ha puesto de relieve su necesidad. Un discípulo tardío de Agustín, Blaise Pascal, observaba:
“El conocimiento de Dios sin el de nuestra miseria produce orgullo. El conocimiento de nuestra miseria sin el
Para Agustín, San Anselmo, Lutero, la insistencia sobre la gravedad del pecadox era una forma diferente de
poner de manifiesto la grandeza del remedio obtenido por Cristo. Acentuaban “la abundancia de pecado”,
para exaltar “la sobreabundancia de la gracia” (cfr. Rm 5, 20). En ambos casos, la clave de todo es la obra de
Jesús, vista por los orientales, por así decirlo, desde la derecha y desde la izquierda por los occidentales. Las
dos instancias eran legítimas y necesarias. Frente a la explosión de “mal absoluto” en la Segunda Guerra
Mundial, alguien señaló que había traído el olvido de esta amarga verdad sobre el hombre, después de dos
¿Dónde está, entonces, la laguna señalada por nuestra soteriología, por la cual necesitamos, como ya dije,
mirar hacia Oriente? Está en el hecho de que, de esta manera la gracia, por muy exaltada que sea, ha
terminado, en la práctica, por ser reducida a su única dimensión negativa de remedio del pecado. Incluso el
grito audaz del Exultet pascual: “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal y tan grande Redentor!”, mirándolo bien,
Es precisamente en este punto, gracias a Dios, que asistimos a un cambio que podríamos llamar de época.
Todas las Iglesias de Occidente, o nacidas de ellas, desde hace más de un siglo, son atravesadas por una
corriente de gracia que es el movimiento pentecostal y las diversas renovaciones carismáticas derivadas del
mismo en las Iglesias tradicionales. No es, en realidad, un movimiento en el sentido corriente de este término.
No tiene un fundador, una regla, una espiritualidad propia; tampoco tiene las estructuras de gobierno, sino
solo para la coordinación y el servicio. Es, de hecho, una corriente de gracia que debería difundirse por toda la
Iglesia y dispersarse en ella como una descarga eléctrica en la masa, y luego, al límite, desaparecer como un
fenómeno en sí mismo.
No se puede ignorar por más tiempo, o considerar marginal, un fenómeno que, de manera más o menos
profunda, ha llegado a cientos de millones de creyentes en Cristo en todas las denominaciones cristianas y
decenas de millones solo en la Iglesia Católica. Recibiendo por primera vez, el 19 de mayo de 1975, a los
responsables de la Renovación Carismática Católica en la Basílica de San Pedro, el beato Pablo VI, en su
discurso, la definió como “una oportunidad (chance) para la Iglesia y para el mundo”.
Vaticano con ocasión del XVI centenario del Concilio Ecuménico de Constantinopla del 381, al hablar de los
“¿Cómo no situar aquí la corriente carismática, más conocida como la Renovación en el Espíritu? Se ha
propagado como el fuego que corre sobre las malezas. Es mucho más que una moda… Por un aspecto,
sobre todo, se asemeja a un movimiento de despertar: por el carácter público y verificable de su acción que
cambia la vida de las personas… Es como un rejuvenecimiento, una frescura y unas nuevas posibilidades en
Lo que, en este momento, me gustaría destacar es un punto preciso: ¿en qué sentido y de qué forma se
puede decir que esta realidad es una oportunidad para la Iglesia católica y las Iglesias nacidas de la Reforma?
Esto es lo que pienso al respecto: permite remontar la pendiente y restituir a la salvación cristiana el rico y
apasionante contenido positivo, que se resume en el don del Espíritu Santo. El fin principal de la vida cristiana
aparece en verdad, como decía san Serafín de Sarov, “la adquisición del Espíritu Santo”xiii. San Juan Pablo II,
“El movimiento carismático católico, […] como un nuevo Pentecostés, ha suscitado en la vida de la Iglesia un
[…] ¡Cuántos fieles laicos han podido experimentar en su vida la sorprendente fuerza del Espíritu y de sus
dones! ¡Cuántas personas han redescubierto la fe, el gusto por la oración, la fuerza y la belleza de la palabra
de Dios, traduciendo todo esto en un generoso servicio a la misión de la Iglesia! ¡Cuántas vidas han cambiado
totalmente!”xiv
No digo que entre las personas que se identifican con esta “corriente de gracia” todos vivan estas
características, pero sé por experiencia que todos, hasta los más sencillos, saben de que se trata y aspiran a
conseguirlas en sus vidas. La misma imagen externa que se da de la vida cristiana es diferente: es un
cristianismo alegre, contagioso, que no tiene nada del pesimismo sombrío que Nietzsche le reprochaba. El
pecado no se trivializa porque uno de los primeros efectos de la venida del Paráclito en el corazón del hombre
es el de “convencerlo del pecado” (cfr. Juan 16, 8). Lo sé yo que debo a una experiencia así mi sufrida y
No se trata de unirse a este “movimiento” – o a algún movimiento -, sino de abrirse a la acción del Espíritu, en
cualquier estado de vida que uno se encuentre. El Espíritu Santo no es monopolio de nadie, mucho menos del
atraviesa, bajo diversas formas, toda la cristiandad; ver en ella una iniciativa de Dios y una oportunidad para la
Una cosa puede echar a perder esta oportunidad, y viene, por desgracia, desde su propio interior. La Escritura
afirma la primacía de la obra santificadora del Espíritu sobre su actividad carismática. Basta leer de corrido 1
Corintios 12 y 13, sobre los diversos carismas y sobre la vía mejor de todas que es la caridad. Sería
comprometer esta oportunidad, si el énfasis sobre los carismas, y en particular sobre algunos de ellos más
llamativos, terminase por prevalecer sobre el esfuerzo de una vida auténtica “en Cristo” y “en el Espíritu”,
basada en la conformación con Cristo y por tanto en la mortificación de las obras de la carne y la búsqueda de
Espero que el próximo retiro mundial del clero, organizado en junio aquí en Roma, en preparación del 50º
aniversario de la Renovación Carismática Católica en el 2017, sirva para reafirmar con fuerza esta prioridad,
sin dejar de alentar por todos los medios el ejercicio de los carismas, tan útiles y necesarios, de acuerdo con
Dejemos que los hermanos ortodoxos disciernan si esta corriente de gracia está destinada sólo para nosotros,
Iglesias de Occidente y nacidas de ellas, o si un nuevo Pentecostés es lo que incluso el Oriente cristiano, por
otra razón, necesita. Mientras tanto, no podemos dejar de darles las gracias por haber cultivado y tenazmente
defendido durante siglos un ideal de vida cristiana hermoso y rico, del cual toda la cristiandad se benefició,
Hemos hecho nuestras reflexiones sobre la fe común de Oriente y Occidente, teniendo delante de nosotros,
en esta capilla, la imagen de la Jerusalén celestial con santos ortodoxos y católicos reunidos en grupos
mixtos, de tres en tres. Les pedimos que nos ayuden a realizar, en la Iglesia de aquí abajo, la misma
Agradezco al Santo Padre y a vosotros Venerables Padres, hermanos y hermanas, la amable atención y os
i G. Bardy, en Dictionnaire de spiritualité, ascétique et mystique, III, Beauchesne, París 1937, col. 1389s.; cfr.
sobre el tema también Y. Spiteris, Salvación y pecado en la tradición oriental, EDB, Bolonia 1999.
iii Cfr. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines, Londres 1968, cap. 14.
iv Atanasio, De Incarnatione, 20
vii Duns Escoto, Reportationes Parisienses, III,d.7,q.4,§ 5 (ed. Wadding, vol. XI, p. 451).
ix B. Pascal, Pensamientos, 527 (Brunschvicg); cfr. M. Pelikan, Jesus Through the Centuries, Harper and
x Anselmo, Cur Deus homo, XXI: (Nondum considerasti quanti ponderis sit peccatum: “Todavía no has
xii Y. Congar, Actualité de la Pneumatologie, en Credo in Spiritum Sanctum, Libreria Editrice Vaticana, 1983, I,
p. 17ss.
xiii Serafín de Sarov, Coloquio con Motovilov, en I. Gorainoff, Seraphim de Sarov, París 1996 ( ed. ital.
xiv Juan Pablo II, Discurso al Comité Nacional de Servicio y el Consejo Nacional de la Renovación en el
“ECCE HOMO”
debemos detenernos..
“Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la
cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo
abofeteaban. Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo! ¡Aquí
Entre los numerosos cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me ha impresionado.
Es del pintor flamenco del siglo XVI, Jan Mostaert, y se encuentra en la National Gallery de Londres. Trato de
describirlo. Servirá para una mejor impresión en la mente del episodio, ya que el pintor describe fielmente con
los colores los datos del relato evangélico, sobre todo el de Marco (Mc 15,16-20).
Jesús tiene en la cabeza una corona de espinas. Un haz de arbustos espinosos que se encontraba en el
patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los soldados la idea de esta cruel parodia de su realeza.
De la cabeza de Jesús descienden gotas de sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta
respirar. Sobre los hombres ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más parecido al estaño que a una
tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por los golpes de la flagelación! Tiene las muñecas unidas
por una cuerda gruesa; en una mano le han puesto una caña en forma de cetro y en la otra un haz de varas,
burlándose de los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un dedo, es el hombre reducido a la
Meditando sobre la Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras: “Cristo agoniza hasta el
final del mundo: no hay que dormir durante este tiempo” . Hay un sentido en el que estas palabras se aplican
a la persona misma de Jesús, es decir a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus miembros. No, a pesar de
que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este
significado demasiado misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras. Jesús
agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus mismos tormentos. “¡Lo habéis
hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no la ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada
Por una vez no pensamos en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza, la injusticia, la explotación
de los débiles. De estas se habla a menudo –aunque si nunca suficiente–, pero existe el riesgo de que se
conviertan en abstracto. Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los individuos, en
las personas con un nombre y una identidad precisa; además de las torturas decididas a sangre fría y
realizadas voluntariamente, en este mismo momento, por seres humanos a otros seres humanos, incluso a
niños.
¡Cuántos “Ecce homo” en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros que se encuentran
en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato: solos, esposados, torturados, a merced de
militares ásperos y llenos de odios, que se abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica,
divirtiéndose al ver sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”
La exclamación “¡Ecce homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Quiere decir: ¡de
esto es capaz el hombre! Con temor y temblor, decimos también: ¡de esto somos capaces los hombres! Qué
lejos estamos de la marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que, según algunos, debía nacer de la
***
Ciertamente, los cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en el mundo, pero no
se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas designadas y más frecuentes. Jesús dijo un día
a sus discípulos: “Llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios”
(Jn 16, 2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un cumplimiento tan puntual como hoy.
Un obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una Pascua celebrada por los
cristianos durante la feroz persecución del emperador romano Decio: “Nos exiliaron y, solos entre todos,
fuimos perseguido y asesinados. Pero también entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se sufría
se convertía para nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera un campo, un desierto, un barco, una
posada, una prisión. Los mártires perfectos celebraron la fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos
a la fiesta celestial” . Será así para muchos cristianos también la Pascua de este año, el 2015 después de
Cristo.
Ha habido alguno que ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la inquietante indiferencia de las
instituciones mundiales y de la opinión pública frente a todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia
en el pasado . Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del mundo occidental, el Pilato que
A nosotros, sin embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia. Traicionaríamos el misterio
que estamos celebrando. Jesús murió gritando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,
34). Esta oración no es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más, no es ni
siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre,
perdónalos!” Y ya que Él mismo ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42),
debemos creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto los que crucificaron
a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no sin antes haber tenido, de alguna manera, un
arrepentimiento) y están con Él en el paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de
La ignorancia se verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la oración de Jesús no se limita a
ellos. La grandeza divina de su perdón consiste en que es ofrecida también a sus más encarnizados
enemigos. Justamente en favor de ellos aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia
y malicia, en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo en la cruz a un hombre
que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de acusar a sus adversarios o de perdonar confiando al
Su ejemplo propone a los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su misma grandeza de ánimo no
puede comportar simplemente una actitud negativa, con la que se renuncia a querer el mal para quien hace el
mal; tiene que entenderse en cambio como una voluntad positiva de hacerles el bien, como mínimo con una
oración hacia Dios, en favor de ellos. “Rezad por aquellos que os persiguen” (Mt 5, 44). Este perdón no puede
encontrar ni siquiera una consolación en la esperanza de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por una
caridad que perdona al prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante a la verdad, mas bien intentando detener
a los malvados de manera que no hagan más mal a los otros y a si mismos.
Nos viene ganas de decir: “¡Señor, nos pides lo imposible!”. Nos respondería: “Lo sé, pero yo he muerto para
poder dar lo que os pido. No os he dado solo el mandamiento de perdonar y tampoco solo un ejemplo heroico
de perdón; con mi muerte os he procurado la gracia que os vuelve capaces de perdonar. Yo no he dejado al
mundo solo una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos otros. Yo soy también Dios y
desde mi muerte he hecho partir para vosotros ríos de misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el
***
¿Entonces -dirá alguno- seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la muerte? ¡Al contrario!
“Tengan coraje”, él le dijo a sus apóstoles antes de ir hacia la Pasión: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
Cristo ha vencido al mundo, venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el mal, que se
manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de hecho, sobre la cruz de Cristo. Ahora -decía- es
el juicio de este mundo”. (Jn 12, 31). Desde aquél día el mal pierde; y más pierde cuanto más parece triunfar.
Jesús le ha ganado a la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, pero sufriéndola y poniendo
al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha inaugurado un nuevo género de victoria que san Agustín ha
encerrado en tres palabras: “Victor quia victima – Vencedor porque víctima” . Fue “viéndolo morir así”, que el
centurión romano exclamó: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se
preguntaban que significaba el fuerte grito que Jesús emitió muriendo (Mc 15,37). Él que era experto en
El problema de la violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que esta ha inventado formas nuevas y
horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos reaccionamos horrorizados a la idea que se pueda
matar en nombre de Dios. Alguno entretanto objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de violencia?
¿Dios no es llamado “el Señor de los ejércitos?” No le es atribuida la orden de enviar al exterminio ciudades
enteras? ¿No es él quien ordena en la Ley mosaica numerosos casos de pena de muerte?
Si se hubiera dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, él habría respondido lo que respondió sobre
el divorcio: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés les ha permitido de repudiar a vuestras esposas, pero en
el principio no era así” (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era así”. El primer
capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni siquiera pensable la violencia, ni entre los
humanos, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para
El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No asesinar”, más que por las
excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la “dureza del corazón” y a las costumbres de
los hombres. La violencia, después del pecado hace parte lamentablemente de la vida y el Antiguo
Testamento, que refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su legislación y con la
pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se
destruyan mutuamente .
Pablo habla de un tiempo caracterizado por la ‘tolerancia’ de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia como
tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero viene educando al pueblo hacia un tiempo en el que su plan
originario será ‘recapitulado’ y puesto nuevamente en honor, como para una nueva creación. Este tiempo ha
llegado con Jesús que, en el monte proclama: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’; pero
yo os digo no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra…
Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’; pero yo os digo: amad a vuestros
El verdadero “Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el que Jesús pronunció un
día en una colina de Galilea, sino aquel que proclama ahora, silenciosamente desde la cruz. En el Calvario él
pronuncia un definitivo “¡no!” a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino aún más el
perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no podrá, ni siquiera remotamente, invocar a
Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y
***
Los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las manos unidas. Hemos
visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos cóptos asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero
pasado, les ha dado la fuerza de morir bajo los golpes, murmurando el nombre de Jesús. Y también nosotros
recemos:
“Señor Jesucristo te pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos los Ecce homo que hay
en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no cristianos. María, a los pies de la cruz tu te has unido al
Hijo y has murmurado detrás de él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el bien, no solo en el
escenario grande del mundo, sino también en la vida cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra
casa. Tu que “sufriendo con el Hijo tuyo que moría en la cruz, has cooperado de una manera toda especial a
la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad” , inspira a los hombres y a las
mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.
Traduccion de Zenit
4.Ernesto Galli della Loggia, “La indiferencia que mata”, en “Corriere della sera” 28 de julio de 2014, p. 1.
SACROSANCTUM CONCILIUM
En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del
VaticanoII, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil
hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la
doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de
su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”.
La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta
el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos que efecto produce.
San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al
menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es
más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su
acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:
“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación,
que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible
el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos
en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a
propósito del Vaticano I , pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso
del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la
persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente
este último.
Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se ha enriquecido en estos 50 años del
post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se
ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión cuñada por Karl Barth, es definida “la
Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el
Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su
credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles
El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última
etapa alcanzada por la fe, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una
renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no
Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen
también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del
Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI
centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente
afirmación:
“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e
iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” .
Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum
concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una
renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido
tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo
que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia” y que, en el sentido que ahora
explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).
Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más
espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La
SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la
constitución :
“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son
santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y
por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio
de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de
signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está
ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada
celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada
por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” .
Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta
descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del
Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención
El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto
cristiano en la frase: “ ¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”. (Ap 22,17). Pero Jesús ya había
expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la
Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y
La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el
Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo (Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv
14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas
y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en
oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso
de lo humano a lo divino.
Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su
naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote
es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios (cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía
en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Luca lo indica explícitamente
cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza
La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre;
inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el
En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa
a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a
Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a
través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo
está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy
“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así
las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” .
No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el
dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter
trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la
“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del
Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia,
cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las
Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia
y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no
autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea
que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia.
En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por
Pablo: “Es el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.
El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu” (Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar
en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es
“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es
rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es
rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” .
Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto,
sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo està rezado por nosotros, sino que reza en
nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gal 4, 6; Rom 8, 15)
demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de
hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino
que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúan en
Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo
para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil” (Rom
8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega
Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús;
formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy
simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si
El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración
litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y
exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los
santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos,
Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al
En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal
Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse
“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu
eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad,
Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la
espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del
Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de
Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los
En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través
del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el
Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las
criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús
de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él,
En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de
ella habría podido contemplar su gloria sin morir (cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio
escribe:
“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para
contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los
¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano!
¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella
4. La oración de intercesión
Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y
por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san
Pablo escribe:
“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál
es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).
El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una
oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de
intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida
“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del
mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también
Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados
de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto
cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).
La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de
unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe,
en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de
Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis
intercessoribus”).
Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:
“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos,
la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que
interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos
gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim
2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas
posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de
hacerlo.
Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y
se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y
busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la
La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración
de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su
pueblo debido al ternero de oro, “si Moises no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su
A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con
el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés,
hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida. (cf Es 32, 32), y la Biblia hace
entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Èl “abandonó el propósito de castigar a su
pueblo”.
Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Peró Moisés
cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro,
desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió
al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar
Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria
de la liturgia, o sea la dosología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre
omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.
1.Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp.
708-728.
2.Juan Pablo II, Carta apostolica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
3.R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder,
Freiburg, i.b., 2000.
4.Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.
5.SC, 7.
8.NMI, 32.
12.P. de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.
Continuamos nuestra reflexión sobre los principales documentos del Vaticano II. De las cuatro “constituciones”
aprobadas, la de la Palabra de Dios, la Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium,
en tener la calificación de “dogmática”. Esto se explica con el hecho de que con este texto el Concilio
pretendía reafirmar el dogma de la inspiración divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación
con la tradición. Fiel al intento de dar luz a las implicaciones más estrechamente espirituales y edificantes de
los textos conciliares, me limitaré, también aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación
personal.
El Dios bíblico es un Dios que habla. “Habla el Señor, … no está en silencio”, dice el salmo (Sal 50, 1-3). Dios
mismo repite infinidad de veces en la Biblia: “Escucha, pueblo mío, quiero hablar” (Sal 50, 7). En esto, la Biblia
ve la diferencia más clara con los ídolos que “tienen boca, pero no hablan” (Sal 115, 5). Dios se ha servido de
Señor”, “dice el Señor”, “oráculo del Señor”, y otras similares? Se trata evidentemente de un hablar diferente
al humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! “Pondré mi Ley dentro de ellos, y la
Dios no tiene boca ni respiración humana: su boca es el profeta, su respiración es el Espíritu Santo. “Tú serás
mi boca”, dice él mismo a sus profetas, o también “pondré mi palabra en tus labios”. Es el sentido de la
célebre frase: “los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 Pe 1, 21). La
expresión “locuciones interiores”, con la que se expresa el hablar directo de Dios a ciertas almas místicas, se
aplica, en un sentido cualitativamente diferente y superior, también al hablar de Dios a los profetas en la
Biblia. Sin embargo, no se puede excluir que en algunos casos, como en el bautismo y la transfiguración de
De todos modos se trata de un hablar en sentido verdadero; la criatura recibe un mensaje que puede traducir
en palabras humanas. Así vívido y real es el hablar de Dios que el profeta recuerda con precisión el lugar y el
tiempo en el que una cierta palabra “viene” sobre él: “El año de la muerte del rey Ozías” (Is 6, 1), “El año
treinta, el día quinto del cuarto mes, mientras me encontraba en medio de los deportados, a orillas del río
Queba” (Ez 1, 1), “En el segundo año del rey Darío, el primer día del sexto mes” (Ag 1, 1). Así de concreta es
la palabra de Dios que de ella se dice que “cae” sobre Israel, como si fuera una piedra: “El Señor ha enviado
una palabra a Jacob. Ella caerá sobre Israel” (Is 9, 7). Otra veces la misma concreción se expresa con el
símbolo no de la piedra que golpea, sino del pan que se come con gusto: “Cuando se presentaban tus
palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15, 16; cf Ez 3, 1-3).
Ninguna voz humana alcanza al hombre en la profundidad en la que lo hace la palabra de Dios. Esta “penetra
hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las
intenciones del corazón” (Hb 4, 12). A veces el hablar de Dios es una voz que “ parte los cedros del Líbano”
(Sal 29, 5), otras veces se parece al “rumor de una brisa suave” (1 Re 19, 12). Conoce todas las tonalidades
El discurso sobre la naturaleza del hablar de Dios cambia radicalmente en el momento en el que se lee en la
Escritura la frase: “La palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz
humana, audible con los oídos también del cuerpo. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos
Dios porque quien habla no es la naturaleza si no la persona, y la persona de Cristo es la misma persona
divina del Hijo de Dios. En él Dios no nos habla más a través de un intermediario, “por medio de los profetas”,
sino en persona, porque Cristo es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (cf Eb 1, 2). Al discurso
indirecto, en tercera persona, se sustituye el discurso directo, en primera persona. Ya no “¡Así dice el Señor!”,
El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo Testamento, sea el nuevo y directo de
Cristo, después de haber sido transmitido oralmente, se ha puesto por escrito, y tenemos así las divinas
“Escrituras”.
San Agustín define el sacramento como “una palabra que se ve” (verbum visibile) ; nosotros podemos definir
la palabra como “un sacramento que se oye”. En cada sacramento se distingue el signo visible y la realidad
invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material,
como el agua en el Bautismo y el pan en la Eucaristía, una palabra del vocabulario humana, no distinta de las
otras. Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de tal signo, nosotros entramos
misteriosamente en contacto con la viviente verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.
“El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente en el sacramento adorable, de cuanto
la verdad de Cristo lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis
son signos, pero lo que está encerrado en ellas es el mismo cuerpo de Cristo; en la Escritura, las palabras que
escucháis son signos, pero el pensamiento que os dirigen es la verdad misma del Hijo de Dios” .
La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en hecho de que a veces ella misma obra
manifiestamente más allá de la comprensión de la persona que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por
sí misma, ex opere operato, como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y habrá
libros más edificantes que algunos libros de la Biblia (basta pensar en La Imitación de Cristo); pero ninguno de
He escuchado a una persona dar un testimonio en un programa televisivo en el que yo también participaba.
Era un alcohólico en fase terminal; no resistía más de una hora sin beber; la familia estaba al borde de la
desesperación. Le invitaron con la mujer a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí alguno leyó un pasaje
de la Escritura. Una frase le atravesó como una llama de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de
eso, cada vez que tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo al releer las
palabras sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de estar completamente sanado. Cuando quería decir
cuál era esa famosa frase, la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra del Cantar de los Cantares:
“Porque tus amores son más deliciosos que el vino” (Ct 1, 2). Los estudiosos habrían arrugado la nariz frente
a esta aplicación, pero el hombre podría decir: “Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida”, como el ciego
de nacimiento decía a sus críticos: “Yo era ciego y ahora veo” (cf. Jn 9, 10 ss.).
Un hecho similar le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha por la castidad, oyó una voz que
repetía: “Tolle, lege!”, toma y lee. Teniendo con él las cartas de san Pablo, abrió el libro decidido a tomar
como la voluntad de Dios el primer texto en el que hubiese caído. Era Romanos 13, 13 s: “Vivamos con
honestidad, como a la luz del día, y no andemos en glotonerías ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni
en contiendas y envidias…”. “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la
sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de
mis dudas” .
2. La lectio divina
Después de estas observaciones sobre la palabra de Dios en general, quisiera concentrarme en la palabra de
Dios como un camino de santificación personal. “La palabra de Dios –dice la Dei Verbum–, es, en verdad,
apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la
vida espiritual” .
Desde el cartujo Guigo II , se han propuesto varios métodos y esquemas para la lectio divina. Estos, sin
embargo, tienen la desventaja de estar diseñados casi siempre en función de la vida monástica y
contemplativa, y por lo tanto poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda la lectura personal
Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de la Biblia al alcance de todos. En
la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25) leemos un famoso texto sobre la palabra de Dios. Del mismo
obtenemos un esquema de la lectio divina que tiene tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra,
meditar la palabra, poner en práctica la palabra. Reflexionemos sobre cada una ellas.
a. Acoger la Palabra
La primera etapa es la escucha de la Palabra: “Recibid con docilidad, dice el apóstol, la Palabra sembrada en
vosotros”. Esta primera etapa abarca todas las formas y las maneras en que el cristiano entra en contacto con
la palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas bíblicas, los subsidios escritos y –
“El Santo Concilio –se lee en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los
religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3, 8), con la lectura frecuente de las
divinas Escrituras. […] Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia,
llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios” .
En esta fase debemos tener cuidado con dos peligros. El primero es pararse en la primera etapa y transformar
la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo
en los lugares de formación académica. Si uno espera a ser desafiado personalmente por la Palabra –observa
Kierkegaard– hasta que no haya resuelto todos los problemas asociados con el texto, las variaciones y las
diferencias de opinión de los expertos, nunca concluirá nada. La Palabra de Dios ha sido dada para que la
pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades . No son los puntos oscuros
de la Biblia, decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡son sus puntos claros!
Santiago compara la lectura de la palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero quien se limita a
estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se
pasa todo el tiempo mirando el espejo –examinando la forma, el material, el estilo, la época–, sin mirarse
jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios es
indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una
comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación
hermenéutica alguna. Solo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen:
Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lc 8, 5-15), Jesús nos ofrece una ayuda para descubrir dónde
estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la recepción de la palabra de Dios. Él distingue cuatro tipos de
suelo: el camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica, entonces, lo que simbolizan
los diferentes terrenos: el camino a aquellos en los que las palabras de Dios no tienen tiempo ni para
detenerse; el terreno pedregoso, a los superficiales e inconstantes que escuchan tal vez con alegría, pero no
dan a la palabra una oportunidad de echar raíces; el terreno lleno de zarzas, a los que se dejan ahogar por las
preocupaciones y los placeres de la vida; el terreno bueno son los que escuchan y dan fruto con
perseverancia.
Leyendo, podríamos tener la tentación de sobrevolar a toda prisa sobre las tres primeras categorías, a la
espera de llegar a la cuarta que, aun con todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En
realidad –y aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡se reconocen en cada una de
las tres categorías anteriores! Los que humildemente reconocen las veces que han escuchado
distraídamente, las veces que han sido inconstantes en las propósitos que ha despertado en ellos la escucha
de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar por el activismo y por las preocupaciones
materiales. He aquí, sin darse cuenta, que se están convirtiendo en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor
Sobre el deber de aceptar la palabra de Dios y no dejar que ninguna caiga en saco roto, escuchemos la
exhortación que daba a los cristianos de su tiempo uno de los más grandes estudiosos de la palabra de Dios,
el escritor Orígenes:
“Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor
lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se
pierda del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa dejar caer sus fragmentos
por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan cautos –y es justo que lo seáis–, sabed que descuidar la
b. Contemplare la Parola
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en “fijar la mirada” en la palabra, en el estar largo tiempo
delante del espejo, vale a decir en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres usaban para esto
las imágenes del masticar o del rumear. “La lectura –escribía Giugo II– ofrece a la boca un alimento
sustancioso, la meditación, lo mastica y lo despedaza” . “Cuando uno recuerda las cosas oídas dulcemente
las vuelve a pensar en su corazón, se vuelve similar al rumiante”, dice san Agustín .
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer “cómo es”, aprende a conocerse a sí
misma, descubre su deformidad de la imagen de Dios y de la imagen de Cristo. “Yo no busco mi gloria”, dice
Jesús (Jn 8, 50): aquí el espejo delante de ti y en seguida ves lo lejos que estás de Jesús, si buscas tu gloria;
“bienaventurados los pobres de espíritu”: el espejo está de nuevo delante de ti y en seguida te descubres
lleno de apegos y lleno de cosas superfluas, lleno sobre todo de ti mismo; “la caridad es paciente…” y de das
cuenta cuanto tú eres impaciente, envidioso, interesado. Más que “escrutar la Escritura” (cf Jn 5, 39), se trata
“La palabra de Dios –dice la Carta a los Hebreos– está viva, eficaz y más cortante que la mejor espada; esa
penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu, en las junturas y en la médula y escruta en los
sentimientos y en los pensamientos del corazón. No hay criatura que pueda esconderse delante de él, pero
todo está desnudo y descubierto a los ojos suyos. (Heb 4, 12-13).
En el espejo de la Palabra, por suerte no vemos solamente a nosotros mismos y nuestra deformidad; vemos
La Escritura, dice san Gregorio Magno, es “una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a
conocer el corazón de Dios en la palabra de Dios” . También para Dios vale el dicho de Jesús: “La boca habla
de la plenitud del corazón” (Mt 12, 34); Dios nos ha hablado en la Escritura, de lo que llena siempre su
corazón, o sea el amor. Todas las Escrituras han sido escritas para esta finalidad: que el hombre pudiera
entender lo mucho que Dios lo ama, y lo entendiese para inflamarse de amor hacia él . El Año Jubilar de la
Misericordia es una ocasión magnífica para volver a leer toda la Escritura desde este ángulo, como la historia
c. Hacer la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino, propuesto por el apóstol Santiago: “Sean de aquellos que ponen en
práctica la palabra…, quien la pone el práctica encontrará su felicidad en el practicarla… Si uno escucha
solamente y no pone en práctica la palabra, se asemeja a un hombre que observa el propio rostro en un
Esta es también la cosa que más le agrada a Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Sin este “hacer la Palabra” todo el resto acaba siendo una
ilusión, una construcción en la arena (Mt 7, 26). No se puede ni siquiera decir de haber entendido la Palabra
porque, como escribe san Gregorio Magno, la palabra de Dios se entiende verdaderamente solamente
Esta tercera etapa consiste en obedecer a la Palabra. Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu,
se vuelven expresión de la voluntad viviente de Dios hacia mí, en un determinado momento. Si escuchamos
con atención, nos daremos cuenta con sorpresa que no hay un día en el que, en la liturgia, en la recitación de
un salmo, o en otros momentos, no descubramos una palabra de la cual debemos decir: “¡Esto es para mi!,
La obediencia a la palabra de Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De tener que obedecer a
órdenes y a autoridades visibles, solo pasa a veces, tres o cuatro veces en la vida, se si trata de obediencias
serias; pero obediencia a la palabra de Dios puede haber una en cada momento. Y también es la obediencia
que podemos hacer todos, súbditos y superiores. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a
un colega suyo del episcopado: “Nada se haga sin tu consenso, pero tú no hagas nada sin el consenso de
Dios” .
Obedecer a la palabra de Dios significa, en realidad, seguir las buenas inspiraciones. Nuestro progreso
espiritual depende en gran parte de nuestra sensibilidad a las buenas inspiraciones y a la rapidez con la que
respondemos. Una palabra de Dios te ha sugerido un propósito, te ha puesto en el corazón el deseo de una
buena confesión, de una reconciliación, de un acto de caridad; te invita a interrumpir un momento el trabajo y
a dirigir a Dios un acto de amor. No pongas excusas, no dejes que pase. “Timeo Iesum transeuntem”, decía el
mismo san Agustín ; o sea decir: “Tengo miedo de la buena inspiración que pasa y que no vuelve”.
Terminamos con el pensamiento de un antiguo Padre del desierto . Nuestra mente decía, es como un molino,
este continúa a moler durante todo el día el primer grano que se pone en él. Apurémonos por lo tanto a poner
en este molino, desde la mañana temprano, el buen grano de la palabra de Dios; de no hacerlo, viene el
La palabra particular que podemos poner hoy en el molino de nuestro espíritu es el lema del año jubilar de la
2.J.B. Bossuet, Sur la parole de Dieu, in Œuvres oratoires de Bossuet, III, Desclée de Brouwer, Paris 1927, p.
627.
5.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia
7.S. Kierkegaard, Per l’esame di se stessi. La Lettera di Giacomo, 1, 22, in Opere, a cura di C. Fabro, cit., pp.
909 ss.
9.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia
Continuamos y terminamos hoy nuestras reflexiones sobre la constitución Dei Verbum, es decir, sobre la
Palabra de Dios. La última vez hablé de la “lectio divina”, es decir de la lectura personal y edificante de la
Escritura. Siguiendo el esquema trazado por Santiago, hemos visto en ella tres operaciones sucesivas: acoger
Queda una cuarta operación sobre la cual vamos a reflexionar hoy, anunciar la Palabra. La Dei Verbum habla
brevemente del puesto privilegiado que debe tener la Palabra de Dios en la predicación de la Iglesia (DV, nr.
24), pero no se ocupa directamente del anuncio, también porque a este tema el Concilio dedica un documento
Después de este texto conciliar, el discurso ha sido retomado y actualizado por el beato Pablo VI con la
Evangelii nuntiandi; por san Juan Pablo II, con la Redemptoris missio, y por el papa Francisco con la Evangelii
gaudium. Desde el punto de vista doctrinal y operativo, por tanto, se ha dicho todo y al más alto nivel de
magisterio. Sería tonto por mi parte pensar poder añadir algo. Lo que es posible hacer, en la línea de estas
meditaciones, es dar luz a algún aspecto más directamente espiritual del problema. Para hacerlo, parto de la
frase del beato Pablo VI según la cual “el Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización” .
1. El medio y el mensaje
Si quiero difundir una noticia, el primer problema que se me plantea es: ¿con qué medio transmitirla?
¿periódico? ¿radio? ¿televisión? El medio es tan importante que la moderna ciencia de las comunicaciones
sociales ha acuñado el eslogan: “El medio es el mensaje” (“The medium is the message”) .
Entonces, ¿cuál es el medio primordial y natural con el que se transmite la palabra? Es el aliento, la
respiración, la voz. Esto toma, por así decir, la palabra que se ha formado en el secreto de mi mente y la lleva
al oído del que escucha. Todos los otros medios no tienen más que potenciar y amplificar ese medio
primordial de la respiración o de la voz. También la escritura viene después y supone la viva voz, ya que las
letras del alfabeto no son otra cosa que signos que indican los sonidos.
También la Palabra de Dios sigue esta ley. Esta se transmite por medio de un aliento. ¿Y cuál es, o quién es,
el aliento, o ruah, de Dios, según la Biblia? Lo sabemos: ¡es el Espíritu Santo! ¿Puede mi aliento animar la
palabra de otro, o al aliento de otro animar mi palabra? No, mi palabra no puede ser pronunciada a no ser que
sea con mi aliento y la palabra de otro con su aliento. Así, se entiende de forma análoga, la Palabra de Dios
no puede ser animada más que por el aliento de Dios que es el Espíritu Santo.
Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de gran alcance. Es la ley fundamental de cada anuncio y
de cada evangelización. Las noticias humanas se transmiten o a viva voz, o vía radio, prensa, internet y así
sucesivamente; la noticia divina, en cuanto divina, se transmite vía Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el
verdadero, esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe, del mensaje, más que el recubrimiento
humano. Las palabras de Dios son “espíritu y vida”(cf. Jn 6,63) y por tanto no se puede transmitir o acoger de
Esta ley fundamental es la que vemos en acto, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a
predicar “con el poder del Espíritu Santo” (Lc 4,14 ss.). Él mismo declaró: “El Espíritu del Señor está sobre
mí… Me ha consagrado con la unción, para llevar a los pobres una buena noticia” (Lc 4,18). Apareciendo a
los apóstoles en el cenáculo la noche de Pascua, dijo: “Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a
vosotros. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 21-22). Al dar a los
apóstoles el mandato de ir por todo el mundo, Jesús les concede también el medio para poder cumplirlo –el
Según Marcos y Mateo, la última palabra que Jesús dijo a los apóstoles antes de subir al cielo fue “Id”: “Id por
todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28, 19). Según Lucas, el
mandamiento final de Jesús parece el opuesto: ¡Permaneced! “Permaneced en la ciudad hasta que seáis
revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). Naturalmente, no hay ninguna contradicción; el sentido es: id
Todo el pasaje de Pentecostés sirve para alumbrar esta verdad. Viene el Espíritu Santo y así es como Pedro y
los otros apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tal
unción y poder, que tres mil personas se sienten tocadas en el corazón. El Espíritu Santo, venido a los
apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible a evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el
Espíritu Santo es imposible proclamar que “¡Jesús es el Señor! (1 Cor 12, 3), que es el inicio y la síntesis de
todo anuncio cristiano. San Pedro, por su parte, define a los apóstoles como “aquellos que han anunciado el
Evangelio en el Espíritu Santo” (1 Pe 1,12). Indica con la palabra “Evangelio” el contenido y con la expresión
2. Palabras y obras
Lo primero que hay que evitar cuando se habla de evangelización es pensar que es sinónimo de predicación y
por tanto reservada a una categoría particular de cristianos, los predicadores. Hablando de la naturaleza de la
“Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que
las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos
significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio
contenido en ellas” .
Se trata de una afirmación que se remonta a san Gregorio Magno. “El Señor y Salvador, escribía el santo
doctor, a veces nos advierte con lo que dice, a veces sin embargo con lo que hace”: “aliquando nos
sermonibus, aliquando vero operibus admonet” . Esta ley que vale para la Revelación en su nacimiento, vale
también en su difundirse. En otras palabras, no se evangeliza solamente con las palabras, sino primero con
las obras y la vida; no con lo que se dice, sino con lo que se hace y se es.
Así sucedió al inicio. El estudio todavía más válido sobre “misión y propagación del cristianismo en los
primeros tres siglos” llega a la conclusión que “la sola existencia y labor constantes de las comunidades
individuales fue el principal coeficiente en la propagación del cristianismo . En este año de la misericordia es
útil recordar en qué consistía dicha laboriosidad de las comunidades cristianas. Además de la ayuda fraterna
entre ellos, consistía en las obras de misericordia hacia todos: cuidando a los huérfanos, a los enfermos y a
los presos. La fuerza de estas iniciativas era tan evidente que, queriendo impedir el crecimiento de la fe
cristiana, el emperador Juliano cuando regresó a la religión pagana, intentó introducir análogas instituciones
Hay un dicho en inglés que toma un significado muy particular si aplicado a la evangelización: “los hechos
hablan más fuerte que las palabras”. “Deeds speak louder than words”. Una frase de Pablo VI en la Evangelii
Nuntiandi, dice: “El hombre contemporáneo escucha con más placer a los testimonios que los maestros, o si
Uno de los más importantes moralistas del siglo pasado (no es necesario decir el nombre), una tarde fue
encontrado en un local con una compañía poco edificante. Un colega le preguntó cómo podía conciliar su
conducta con aquello que escribía en sus libros; y él respondió: “¿Han visto alguna vez a una indicación vial
que se pone a caminar en la dirección que indica?”. Una respuesta brillante, pero que se condena por sí
misma. Los hombres no se interesan con aquellos “indicadores viales” que indican la dirección que hay que
Tengo un hermoso ejemplo de la eficacia del testimonio, en la orden religiosa a la cual pertenezco. La
contribución mayor, aunque escondida, que la orden de los Capuchinos ha dato a la evangelización en los
cinco siglos de su historia, no ha sido, creo, la de los predicadores de profesión, pero la de las hileras de los
‘hermanos laicos’: simples e incultos porteros de los conventos o limosneros. Enteras poblaciones han
encontrado o mantenido su fe gracias al contacto con ellos. Uno de esos, el beato Nicolás de Gesturi, hablaba
talmente poco que la gente lo llamaba “fray silencio’, y a pesar de ello en Cerdeña, 58 años después de su
muerte, la orden de los Capuchinos se identifica con fray Nicola de Gesturi, o con fray Ignacio de Laconi, otro
santo fraile limosnero del pasado. Lo mismo sucedió aquí en Roma, al inicio de la Orden, con san Félix de
Cantalice. Se ha cumplido la palabra que Francisco de Asís dirigió un día a los frailes predicadores: “¿Por qué
se vanaglorian de la conversión de los hombres? Sepan que a convertirlos han sido mis simples frailes con
sus oraciones” .
Una vez durante un diálogo ecuménico, un hermano pentecostal me preguntó -no para polemizar sino para
intentar entender- por qué nosotros los católicos llamamos a María “la estrella de la evangelización”. Fue una
ocasión también para mi, de reflexionar sobre este título atribuido a María por Pablo VI, al concluir la Evangelii
nuntiandi. Llegué a la concusión que María es la estrella de la evangelización, porque no ha llevado una
palabra particular a un pueblo particular, como hicieron también los grandes evangelizadores de la historia;
¡ha llevado la Palabra hecha carne y la ha llevado (también físicamente) a todo el mundo! Nunca ha
predicado, no pronunció sino muy pocas palabras, pero estaba llena de Jesús y donde iba expandía el
perfume, a tal punto que Juan Bautista lo advirtió desde el vientre de su madre. ¿Quién puede negar que la
Virgen de Guadalupe haya tenido un rol fundamental en la evangelización y en la fe del pueblo mexicano?
Hablando a un ambiente de la Curia, me parece justo poner en luz la contribución que pueden dar -y que de
hecho dan- a la evangelización aquellos que pasan la mayoría de su tiempo detrás de un escritorio a resolver
asuntos aparentemente extraños a la evangelización. Se entiende el propio trabajo como servicio al Papa y a
la Iglesia; se renueva cada tanto esta intención y no se permite que la preocupación de la carrera sea principal
predicador de profesión, si éste intenta agradar más a los hombres que a Dios.
condiciones para volverse verdaderamente un evangelizador. La primera condición está sugerida por la
palabra que Dios dirigió a Abraham: “Sal de tu tierra y ve” (cf. Gen 12, 1). No hay misión ni envío sin una
anterior salida. Hablamos con frecuencia de una “Iglesia en salida”. Tenemos que darnos cuenta que la
primera puerta por la que debemos salir no es la de la iglesia, de la comunidad, de las instituciones, de las
sacristías; es la de nuestro ‘yo’. Lo ha explicado bien en una ocasión el papa Francisco: “Estar en salida,
decía, significa antes de todo salir de centro para dejar en el centro el lugar a Dios”. “Decentrarnos de
Más intenso que el grito dirigido a Abraham es el que Jesús dirige a quienes llama a colaborar con él en el
anuncio del Reino: “Parte, sal de tu yo, reniégate a ti mismo. Entonces todo se vuelve mío. Tu vida cambia, mi
rostro se vuelve tuyo. No eres más tu quien vive, pero yo vivo en ti”. Es el único modo para vencer el nacer de
envidias, celos, miedos de perder la cara, rencores, resentimientos, situaciones de antipatía que llenan el
corazón del hombre viejo; para ser ‘habitados’ por el Evangelio y difundir el olor del Evangelio.
La Biblia nos ofrece una imagen que contiene más verdad que enteros tratados de pastoral sobre el anuncio:
“Yo miré y aquí, una mano extendida hacia mi tenía un rollo. Lo desplegó delante mio; estaba escrito en el
interior y en el exterior y estaban escritos lamentos, llantos y desdichas. Él me dijo: Hijo de hombre, come lo
que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo.
Después me dijo: Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy. Yo lo
comí y era en mi boca dulce como la miel. (Ez 2, 9 – 3, 3; cf anche Ap 10, 2).
Hay una diferencia enorme entre la palabra de Dios simplemente estudiada y proclamada y la palabra de Dios
antes “comida” y asimilada. En el primer caso se dice del predicador “que habla como un libro impreso”; pero
no llega así al corazón de la gente, porque al corazón llega solamente lo que parte del corazón. “Cor ad cor
Retomando la imagen de Ezequiel, el autor del Apocalipsis aporta una variación pequeña, pero significativa.
Dice que el libro devorado era tan dulce como la miel en los labios, pero amargo como la hiel en las entrañas
(cf. Ap 10, 10). Sí, porque antes de herir a los oyentes, la palabra debe herir al anunciador, mostrarle su
No es el trabajo de un día. Pero hay una cosa que se puede hacer en un día, hoy mismo: asentir a esta
perspectiva, tomar la decisión irrevocable, por lo que nos respecta, de no vivir para nosotros mismos, sino
para el Señor (cf. Rm 14, 7-9). Todo esto no puede ser solo el fruto del esfuerzo ascético del hombre; esto
también es obra de la gracia, fruto del Espíritu Santo. “Y para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino
para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, [desde tu seno] al Espíritu Santo como primicia para
los creyentes”. Así nos hace orar la liturgia en la Plegaria Eucarística IV.
Es fácil saber cómo se obtiene el Espíritu Santo en vista de la evangelización. Solo hay que ver cómo lo
obtuvo Jesús y cómo lo obtuvo la misma Iglesia el día de Pentecostés. Lucas describe así el acontecimiento
del bautismo de Jesús: “También Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu
Santo sobre él” (Lc 3, 21-22). Fue la oración de Jesús la que rasgó los cielos e hizo descender al Espíritu
Santo, y lo mismo sucedió con los apóstoles. El Espíritu Santo, en Pentecostés, vino sobre ellos mientras
El esfuerzo para un renovado compromiso misionero está expuesto a dos peligros principales. Uno de ellos es
la inercia, la pereza, no hacer nada y dejar que hagan todo los demás. El otro es lanzarse a un activismo
humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su
eficacia. Esto también sería una manera de avocarse al fracaso. Cuanto mayor sea el volumen de la actividad,
más debe aumentar el volumen de la oración, en intensidad si no en cantidad. Se objeta: esto es absurdo; ¡el
tiempo es el que es! De acuerdo, pero el que ha multiplicado los panes, ¿no podrá también multiplicar el
tiempo? Además, es lo que Dios hace continuamente y lo que experimentamos cada día. Después de rezar,
Entonces se dice: Pero, ¿cómo estar tranquilos rezando, cómo no correr, cuando la casa se está quemando?
Esto también es verdad. Pero imaginamos esta escena: un equipo de bomberos ha recibido una llamada de
alarma y se precipita al lugar del incendio con las sirenas encendidas; pero, llegado a la escena, se da cuenta
que no tiene ni una gota de agua en los tanques. Así somos nosotros, cuando corremos a predicar sin orar.
No es que falte la palabra; al contrario, mientras menos se reza más se habla, pero son palabras vacías, que
no llegan a nadie.
4. Evangelización y compasión
Además de la oración otro medio para obtener al Espíritu Santo es la rectitud de intención. La intención a la
hora de predicar a Cristo puede ser contaminada por diversas causas. San Pablo enumera algunas en la carta
a los Filipenses: por conveniencia, por envidia, por espíritu de contienda y rivalidad (Fil 1, 15-17). La causa
que abarca todos las demás, sin embargo, es solo una: la falta de amor. San Pablo dice: “Si yo hablara
lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que
retiñe” (l Cor 13, 1).
La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que es posible anunciar a Jesucristo por razones que tienen
poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar, en el aumento del
número de seguidores, una legitimidad a su propia pequeña iglesia, especialmente si de su propia fundación.
Se puede anunciar, tomando literalmente una frase del Evangelio, para llevar el Evangelio hasta los confines
de la tierra (cf. Mc 13, 10), de manera que se complete el número de los elegidos y apresurar la venida del
Señor.
Algunos de estos motivos en sí mismos no son malos. Pero solos no son suficientes. Falta ese verdadero
amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio. El Evangelio del amor solo se puede
anunciar si no por amor. Si no nos esforzamos en amar a las personas que tenemos delante, las palabras se
transforman fácilmente en piedras en las manos que hieren y de las que nos refugiamos, como nos
Siempre tengo en cuenta la lección que la Biblia, implícitamente, nos da con el relato de Jonás. Jonás se ve
obligado por Dios a ir a Nínive a predicar. Pero los ninivitas eran enemigos de Israel y Jonás no quería a los
ninivitas. Él está visiblemente contento y satisfecho cuando pueden gritar: “¡Faltan cuarenta días y Nínive será
destruida!”. La perspectiva no parece desagradarle en absoluto. Pero los ninivitas se arrepienten y Dios les
perdona su castigo. Llegado a este punto, Jonás entra en crisis. “Tú –le dice Dios casi en tono de disculpa– te
apiadaste de la planta… ¿y no he de apiadarme yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento
veinte mil personas que no saben distinguir entre su derecha y su izquierda?” (Jonás 4,10 s). ¡Dios tiene que
hacer un mayor esfuerzo para convertirle a él, el predicador, que para convertir a todos los habitantes de
Nínive!
Amor, entonces, por los hombres. Pero también y sobre todo amor por Jesús. Es el amor de Cristo el que nos
tiene que mover. “¿Me amas? –dice Jesús a Pedro–. Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss.). Debemos amar a
Jesús, porque solo los que están enamorados de Jesús lo puede anunciar al mundo con profunda convicción.
Proclamando el Evangelio, tanto con la vida como con las palabras, no solo le damos gloria a Jesús, sino que
también le damos alegría. Si bien es cierto que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de
los que se encuentran con Jesús” , también es cierto que los que difunden el Evangelio llenan de alegría el
corazón de Jesús. La sensación de alegría y bienestar que una persona prueba al sentir de repente que le
vuelve a fluir la vida en uno de sus miembros hasta ahora inerte o paralizado, es un pequeño signo de la
alegría que prueba Cristo cuando siente que su Espíritu vuelve a vivificar a algún miembro muerto de su
cuerpo.
Hay, en la Biblia, una palabra que no había notado nunca antes: “Como frío de nieve en tiempo de la siega,
así es el mensajero fiel a los que lo envían; pues al alma de su señor da refrigerio” (Prov 25, 13). La imagen
del calor y del frío hace pensar a Jesús en la cruz gritando: “¡Tengo sed!”. Él es el gran “segador” sediento de
almas, al que estamos llamados a dar refrigerio con nuestro humilde y devoto servicio al Evangelio. Que el
Espíritu Santo, “principal agente de la evangelización”, nos conceda dar a Jesús esta alegría, con las palabras
o con las obras, según el carisma y el oficio que cada uno de nosotros tiene en la Iglesia.
2.El slogan es de Marshall McLuhan, Understanding Media. The Extensions of Man, Mc Graw Hill, New York
1964.
3.DV, 2.
5.A. von Harnack, Die Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten, Hinrichs,
Leipzig 1902; ed. it. Missione e propagazione del cristianesimo nei primi tre secoli, Cosenza 1986, rist. 2009,
pp. 321s.
6.EN, 41.
Dedico esta meditación a una reflexión espiritual sobre la Gaudium et spes, la constitución pastoral sobre la
Iglesia en el mundo. De los varios problemas de la sociedad tratados en este texto conciliar -cultura,
economía, justicia social, paz-, el más actual y problemático es el relativo a matrimonio y familia. A esto la
Iglesia ha dedicado los dos últimos sínodos de los obispos. La mayoría de nosotros aquí presentes no vivimos
directamente este estado de vida, pero todos debemos conocer los problemas, para entender y ayudar a la
gran mayoría del pueblo de Dios que vive en el matrimonio, hoy especialmente al centro de los ataques y
La Gaudium et spes trata en profundidad de la familia al inicio de la Segunda Parte (nrr. 46-53). No viene al
caso citar sus afirmaciones, porque no es más que la doctrina católica tradicional que todos conocemos, a
parte del relevo dado al mutuo amor entre los cónyuges, reconocido ya abiertamente como un bien, también
A propósito de matrimonio y familia, la Gaudium et spes, según su buen conocido procedimiento, destaca
primero las conquistas positivas del mundo moderno (“las alegría y las esperanzas”), y en segundo lugar los
problemas y los peligros (“las tristezas y las angustias”). Yo me propongo seguir el mismo método, pero
teniendo en cuenta los cambios dramáticos sucedidos, en este campo, en el medio siglo que ha pasado
desde entonces. Llamaré velozmente la atención sobre el proyecto de Dios sobre matrimonio y familia, porque
es siempre desde este que nosotros creyentes debemos partir, para después ver qué puede aportar la
revelación bíblica a la solución de los problemas actuales. Me abstengo deliberadamente de tocar algunos
problemas particulares discutidos en el sínodo de los obispos, sobre los cuáles solo el Papa ya tiene el
El libro del Génesis tiene dos historias distintas de la creación de la primera pareja humana, que se remontan
a dos tradiciones diferentes: la jahwista (siglo X a.C.) y la más reciente (siglo VI. a.C.) llamada “sacerdotal”. En
la tradición sacerdotal (Gen 1, 26-28) el hombre y la mujer son creados simultáneamente, no uno del otro; se
pone en relación el ser masculino y femenino con el ser a imagen de Dios: “Dios creó al hombre a su imagen;
a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó”. El fin primario de la unión entre el hombre y la mujer es
En la tradición jahwista que es más antigua (Gen 2, 18-25), la mujer sale del hombre; la creación de dos sexos
es vista como remedio a una petición (“No está bien que el hombre esté solo; le quiero dar una ayuda que sea
parecido”); más que el factor procreativo, se acentúa el factor unitivo (“el hombre se unirá a su mujer y los dos
serán una sola carne”); cada uno es libre frente a la propia sexualidad y a la del otro: “Entonces los dos
La explicación más convincente del porqué de esta “invención” divina de la distinción de los sexos la he
“El hombre es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender al prójimo que introduciéndolo en
su carne. No había otro medio de hacerle entender la dependencia y la necesidad, más que mediante la ley
de otro ser diferente [la mujer] sobre él, debida al sencillo hecho de que existe” .
Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro que es el prójimo, hasta el Otro con la letra
por tanto de la propia condición de criatura. Enamorarse de una mujer o de un hombre es hacer el acto más
radical de humildad. Es un hacerse mendicante y decir al otro: “Yo no me basto por mí mismo, necesito de tu
ser”.
(Abhaengigheitsgefühl) frente a Dios, entonces, podemos decir que la sexualidad humana es la primera
No se explica el resto de la Biblia si, junto con la historia de la creación, no se tiene en cuenta también el de la
caída, sobre todo lo que se le dice a la mujer: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor
parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gen 3,16). El predominio del hombre
sobre la mujer forma parte del pecado del hombre, no del proyecto de Dios; con esas palabra Dios lo
preanuncia, no lo aprueba.
La Biblia es un libro divino – humano no solo porque tiene por autores a Dios y al hombre, sino también
porque describe, mezclados entre sí, la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre. Esto es particularmente
evidente cuando se compara el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia con su actuación práctica en
la historia del pueblo elegido. Para permanecer en el libro del Génesis, ya el hijo de Caín, Lámek, viola la ley
de la monogamia tomando dos mujeres. Noé con su familia aparece una excepción en medio de la corrupción
general de su tiempo. Los patriarcas Abrahán y Jacob tiene hijos de varias mujeres. Moisés sanciona la
Más que en las particulares transgresiones prácticas, el desapego del ideal inicial es visible en la concepción
de fondo que se tiene del matrimonio en Israel. El oscurecimiento principal tiene que ver con dos puntos
conjunto, considera el matrimonio como una estructura de autoridad de tipo patriarcal, destinada
principalmente a la perpetuación del clan. En este sentido se entienden las instituciones del levirato (Dt 25, 5-
10), del concubinato (Gen 16) y de la poligamia provisoria. El ideal de una comunión de vida entre el hombre y
la mujer, fundada sobre una relación personal y recíproca, no es olvidada, pero pasa a un segundo plano
respecto al bien de la prole. El segundo oscurecimiento grave tiene que ver con la condición de la mujer: de
compañera del hombre, dotada de igual dignidad, esta aparece cada vez más subordinada al hombre y en
Un rol importante, en el mantener vivo el proyecto inicial de Dios sobre el matrimonio, lo desempeñaron los
profetas, en particular Oseas, Isaías, Jeremías y el Cantar de los cantares. Asumiendo la unión del hombre y
de la mujer como símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, en consecuencia, estos volvían a poner en
primer plano los valores del amor mutuo, de la fidelidad y de la indisolubilidad que caracterizan la actitud de
Jesús, venido a “recapitular” la historia humana, implementa esta recapitulación también a propósito del
matrimonio.
“Se acercaron a él algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le dijeron: «¿Es lícito al hombre divorciarse de
su mujer por cualquier motivo?». Él respondió: «¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los
hizo varón y mujer (Gen 1, 27) y dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y los dos no serán sino una sola carne? (Gen 2, 24). De manera que ya no son dos, sino una sola
Los adversarios se mueven en el ámbito restringido de la casuística de escuela (si es lícito repudiar a la mujer
por cualquier motivo, o si es necesario un motivo específico y serio), Jesús responde llevando el discurso a la
raíz, al inicio. En su citación, Jesús se refiere a ambas historias de la institución del matrimonio, toma
elementos del uno y del otro, pero de ellos destaca, como se ve, sobre todo el aspecto de comunión de las
personas.
El texto siguiente, sobre el problema del divorcio, también se orienta en esta dirección; reafirma, de hecho, la
fidelidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial por encima del bien mismo de la prole, con el que se habían
“Le objetaron: Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Les respondió Jesús:
Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al
principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer -no por concubinato- y se case con otra,
El texto paralelo de Marcos muestra cómo, también en caso de divorcio, hombre y mujer se sitúan, según
Jesús, en un plano de absoluta igualdad: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio
contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”(Mc 10, 11-12).
Con las palabras: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, Jesús afirma que hay una intervención
directa de Dios en cada unión matrimonial. La elevación del matrimonio a “sacramento”, es decir a un signo de
la acción de Dios, no reposa por lo tanto solo en el débil argumento de la presencia de Jesús en las bodas de
Caná ni sobre el texto de Efesios que habla del matrimonio como un reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia
(cf. Ef 5, 32); empieza, implícitamente, con el Jesús terreno y forma parte también de su conducir las cosas al
Esta es, en resumen, la doctrina de la Biblia, pero no podemos detenernos. “La Escritura, decía san Gregorio
Magno, crece con quien la lee” (cum legentibus crescit) ; revela implicaciones nuevas a medida que se le
plantean cuestiones nuevas. Y hoy, cuestiones o provocaciones nuevas sobre el matrimonio y la familia hay
muchas.
Nos hallamos ante una contestación aparentemente global del proyecto bíblico sobre sexualidad, matrimonio
y familia. ¿Cómo comportarse frente al fenómeno? El Concilio inauguró un nuevo método, que es de diálogo,
no de enfrentamiento con el mundo; un método que no excluye siquiera la autocrítica. Creo que debemos
aplicar este método también en la discusión de los problemas del matrimonio y de la familia. Aplicar este
método de diálogo significa procurar ver si en el fondo incluso de las contestaciones más radicales existe una
La crítica al modelo tradicional de matrimonio y de familia que ha conducido a las actuales, inaceptables,
propuestas del deconstructivismo, comenzó con la Ilustración y el Romanticismo. Con intenciones diferentes,
estos dos movimientos se expresaron contra el matrimonio tradicional, valorado exclusivamente por sus
“fines” objetivos: la prole, la sociedad, la Iglesia, y demasiado poco por sí mismo, en su valor subjetivo e
interpersonal. Todo se pedía a los futuros esposos, excepto que se amaran y se eligieran libremente entre sí.
Incluso hoy en día, en algunas partes del mundo hay esposos que se conocen y se ven por primera vez el día
de su boda. A tal modelo, la Ilustración opuso el matrimonio como pacto entre los cónyuges y el Romanticismo
Pero esta crítica se orienta en el sentido originario de la Biblia, ¡no contra ella! El Concilio Vaticano II recibió
esta instancia cuando, como decía, reconoció como bien igualmente primario del matrimonio el mutuo amor y
la ayuda entre los cónyuges. San Juan Pablo II, en una catequesis de los miércoles, decía:
“El cuerpo humano, con su sexo, y su masculinidad y feminidad, …es no sólo fuente de fecundidad y de
procreación, como en todo el orden natural, sino que encierra desde el principio el atributo esponsal, o bien,
de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y, mediante
En su encíclica “Deus caritas est”, el papa Benedicto XVI ha escrito cosas profundas y nuevas a propósito del
eros en el matrimonio y en las relaciones mismas entre Dios y el hombre. “Esta estrecha relación entre eros y
matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno –escribía– en la literatura fuera de
ella” .
Una de los equivocaciones más grandes que hacemos a Dios es terminar haciendo de todo lo relacionado con
el amor y la sexualidad un ámbito saturado de malicia, donde Dios no debe entrar y sobra. Como si Satanás, y
Nosotros, los creyentes -y también muchos no creyentes- estamos lejos de aceptar las consecuencias que
algunos sacan hoy de estas premisas: por ejemplo, que baste con cualquier tipo de eros para constituir un
matrimonio, incluido aquél entre personas del mismo sexo, pero este rechazo adquiere otra fuerza y
autocrítica.
No podemos en efecto silenciar la contribución que los cristianos dieron a la formación de aquella visión
puramente objetivista del matrimonio contra la cual la cultura occidental moderna se ha lanzado con
vehemencia. La autoridad de Agustín, reforzada en este punto por Tomás de Aquino, acabó por arrojar una
luz negativa sobre la unión carnal de los cónyuges, considerada el medio de transmisión del pecado original y
no privada, ella misma, de pecado “al menos venial”. Según el doctor de Hipona, los cónyuges debían acudir
al acto conyugal “con disgusto” (cum dolore) y solo porque no había otro modo de dar ciudadanos al Estado y
miembros a la Iglesia .
Otra instancia que podemos hacer nuestra es la igual dignidad de la mujer en el matrimonio. Como hemos
visto, está en el corazón mismo del proyecto originario de Dios y del pensamiento de Cristo, pero a lo largo de
los siglos ha sido desatendida a menudo. La Palabra de Dios a Eva: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te
En los representantes de la llamada “Gender revolution”, revolución de los géneros, esta instancia ha llevado
a propuestas desquiciadas, como la de abolir la distinción de sexos y sustituirla con la más elástica y subjetiva
maternidad” proveyendo de otros modos, inventados por el hombre, al nacimiento de hijos. En los últimos
meses hay una sucesión de noticias sobre hombres que pronto se podrán quedar embarazados y dar a luz a
un hijo. “Adán da a luz a Eva”, se escribe sonriendo, pero lo que daría es ganas de llorar. Los antiguos
habrían definido todo esto con un término: Hybris, la arrogancia humana contra Dios.
Precisamente la elección del diálogo y de la autocrítica nos da derecho a denunciar estos proyectos como
“inhumanos”, o sea, contrarios no solo a la voluntad de Dios, sino también al bien de la humanidad.
Traducidos a su práctica a gran escala, conducirían a daños humanos y sociales imprevisibles. Nuestra única
esperanza es que el sentido común de la gente, unido al “deseo” natural del otro sexo y al instinto de
maternidad y de paternidad que Dios ha inscrito en la naturaleza humana, resistan a estos intentos de sustituir
a Dios, dictados más por atrasados sentimientos de culpa del hombre, que por un genuino respeto y amor por
la mujer.
No menos importante que la tarea de defender el ideal bíblico del matrimonio y de la familia es para los
cristianos la tarea de redescubrirlo y vivirlo en plenitud, de manera que se vuelva a proponer al mundo con los
hechos, más que con las palabras. Los primeros cristianos, con sus costumbres, cambiaron las leyes del
Estado sobre la familia; nosotros no podemos pensar que se haga lo contrario, o sea cambiar las costumbres
de la gente con leyes del Estado, aunque como ciudadanos tengamos el deber de contribuir a que el Estado
Después de Cristo, nosotros leemos justamente el relato de la creación del hombre y de la mujer a la luz de la
revelación de la Trinidad. Bajo esta luz, la frase: “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios
le creó, macho y hembra los creó”, revela por fin su significado, que había sido enigmático e incierto antes de
Cristo. ¿Qué relación puede haber entre ser “a imagen de Dios” y ser “macho y hembra?”. El Dios bíblico
La semejanza consiste en esto. Dios es amor y el amor exige comunión, intercambio interpersonal; requiere
que haya un “yo” y un “tú”. No existe amor que no sea amor por alguien; donde no hay más que un sujeto no
puede haber amor, sino sólo egoísmo o narcisismo. Allí donde Dios es concebido como Ley o como Potencia
absoluta, no hay necesidad de una pluralidad de personas (¡el poder se puede ejercer también solos!). El Dios
revelado por Jesucristo, siendo amor, es único y solo, pero no es solitario; es uno y trino. En Él coexisten
personas.
Dos personas que se aman -y el caso del hombre y la mujer en el matrimonio es el más fuerte- reproducen
algo de lo que ocurre en la Trinidad. Allí dos personas -el Padre y el Hijo-, amándose, producen (“exhalan”) el
Espíritu que es el amor que les une. Alguien ha definido el Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, esto es,
En esto precisamente la pareja humana es imagen de Dios. Marido y mujer son en efecto una carne sola, un
solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. En la pareja se reconcilian entre
sí unidad y diversidad. En esta luz se descubre el sentido profundo del mensaje de los profetas acerca del
matrimonio humano, que eso es por lo tanto símbolo y reflejo de otro amor, el de Dios por su pueblo. Esto no
significaba sobrecargar de un significado místico una realidad puramente mundana. No era cuestión sólo de
simbolismo; era más bien revelar el verdadero rostro y el objetivo último de la creación del hombre varón y
mujer.
¿Cuál es la causa de la inconclusión y de la insatisfacción que deja la unión sexual, dentro y fuera del
matrimonio? ¿Por qué este impulso cae siempre sobre sí mismo y por qué esta promesa de infinito y de
eterno resulta siempre decepcionada? A esta frustración se busca un remedio que no hace más que
acrecentarla. En lugar de modificar la calidad del acto, se aumenta su cantidad, pasando de un partner a otro.
Se llega así al estrago del don de Dios de la sexualidad, en marcha en la cultura y en la sociedad de hoy.
¿Queremos, de una buena vez, como cristianos, buscar una explicación a esta devastadora disfunción? La
explicación es que la unión sexual no se vive en el modo y con la intención pretendida por Dios. Este objetivo
era que, a través de este éxtasis y fusión de amor, el hombre y la mujer se elevaran al deseo y tuvieran una
cierta pregustación del amor infinito; recordaran de dónde venían y a dónde se dirigían.
El pecado, empezando por Adán y Eva bíblicos, ha atravesado este proyecto; ha “profanado” ese gesto, o
sea, lo ha despojado de su valor religioso. Ha hecho de él un gesto que es fin en sí mismo, concluso en sí
mismo, y por ello “insatisfactorio”. El símbolo ha sido desgajado de la realidad simbolizada, privado de su
dinamismo intrínseco y por lo tanto mutilado. Jamás como en este caso se experimenta la verdad del dicho de
Agustín: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Nosotros de hecho, no hemos sido creados para vivir en una eterna relación de pareja, sino para vivir en una
eterna relación con Dios, con el Absoluto. Lo descubre incluso el Faust de Goethe, al término de su largo
vagar; pensando a su amor por Margarita, al término de su poema exclama: “Todo lo que pasa es solamente
En el testimonio de algunas parejas que han tenido la experiencia renovadora del Espíritu Santo y viven la
vida cristiana carismáticamente se encuentra algo de aquel significado original del acto conyugal. No hay que
asombrarse que sea así. El matrimonio es el sacramento del don recíproco que los esposos hacen de sí
mismos, uno al otro y el Espíritu Santo es, en la Trinidad, el “don” o mejor el “donarse” recíproco del Padre y
del Hijo, no un acto pasajero sino un estado permanente. Donde llega el Espíritu Santo, nace o renace, la
También si nosotros los consagrados no vivimos la realidad del matrimonio, he dicho al inicio, debemos
conocerla para ayudar a quienes viven en esa. Añado ahora un ulterior motivo: ¡tenemos necesidad de
Hablando de matrimonio y virginidad el apóstol dice: “Cada uno tiene el propio don (chárisma) de Dios, quien
de una manera y quien en otra”. (1 Cor 7, 7); o sea: los casados tienen su carisma y quien no se casa “por el
El carisma -dice el mismo apóstol- es “una manifestación particular del Espíritu, para la utilidad común” (1 Cor
12, 7). Aplicado a la relación entre casados y consagrados en la Iglesia, esto significa que el celibato y la
virginidad son también para los casados y que el matrimonio es también para los consagrados, o sea para su
ventaja. Tal es la naturaleza intrínseca del carisma aparentemente contradictoria: algo de “particular” (“una
manifestación particular del Espíritu”) que entretanto nos sirve a todos (“para la utilidad común”).
En la comunidad cristiana, consagrados y casados pueden “edificarse” mutuamente. Los casados están
llamados, por los consagrados, al primado de Dios y de lo que no pasa; son introducidos por el amor por la
palabra de Dios que ellos pueden profundizar y “despedazar” para los laicos. Pero también los consagrados
aprenden algo de los casados. Aprenden la generosidad, el olvidarse de sí mismos, el servicio a la vida, y con
frecuencia una cierta “humanidad” que viene del duro contacto con la realidad de la existencia.
Hablo por experiencia propia. Yo pertenezco a una orden religiosa donde, hasta hace alguna década atrás
nos levantábamos de noche para rezar el oficio “Matutino”, que duraba aproximadamente una hora. Después
llegó el gran cambio en la vida religiosa, a continuación del Concilio. Pareció que el ritmo de la vida moderna
-el estudio para los jóvenes y el ministerio apostólico para los sacerdotes- no consintieran más aquel
levantarse nocturno que interrumpía el sueño, y poco a poco esta práctica fue abandonada, a parte de
Cuando más tarde el Señor me hizo conocer de cerca, en mi ministerio, a varias familias jóvenes, descubrí
una cosa que me conmovió positivamente. Estos jóvenes papás y mamás tenían que levantarse no una, sino
dos, tres o también más veces durante la noche, para dar de comer, suministrar la medicina, arrullar al niño
que llora, o quedarse despierto cuando tiene fiebre. Y por la mañana uno de los dos, o los dos, al mismo
horario de siempre corren al trabajo, después de haber llevado al niño o a la niña con los abuelos o al nido o
jardín de infantes. Hay una ficha que sellar, con buen tiempo o con mal tiempo, sea con buena que con mala
salud.
Entonces me he planteado: ¡si no tenemos cuidado corremos un grave peligro! Nuestro tipo de vida si no es
apoyado por una auténtica observancia de la Regla y por un cierto rigor de horarios y costumbres, corre el
riesgo de volverse una vida al ‘agua de rosas’ y de llevarnos a la dureza del corazón. Lo que los buenos
progenitores son capaces de hacer en favor de sus hijos carnales; el grado de olvido de sí al cual son
capaces de llegar para proveer a la salud, estudios y felicidad de ellos, tiene que ser la medida de lo que
deberemos hacer nosotros para los hijos o hermanos espirituales. Nos da el ejemplo de esto el apóstol Pablo
que decía querer “prodigarse, más aún, consumirse”, en favor de sus hijos de Corinto (cf 2 Cor 12, 15).
Que el Espíritu Santo, dador de carismas, nos ayude a todos nosotros, casados o consagrados, a poner en
práctica la exhortación del apóstol Pedro: “Pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como
buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”, (…) para que Dios sea glorificado en todas las
cosas, por Jesucristo. ¡A él sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos! Amén (1Pt 4, 10-11).
1.P. Claudel, Le soulier de satin, a.III. sc.8 (éd. La Pléiade, II, Parigi 1956, p. 804).
2.Giovanni Paolo II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano, Roma 1985, p. 365.
4.Giovanni Paolo II, Discorso all’udienza del 16 gennaio 1980 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Libreria
7.Cf. Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.
8.W. Goethe, Faust, final parte segunda: „Alles Vergängliche / Ist nur ein Gleichnis; /Das Unzulängliche,/Hier
wird’s Ereignis“.
La moderna ciencia hermenéutica ha vuelto familiar el principio de Gadamer de la “historia de los efectos”
(Wirkungsgeschichte). Según este método, para entender un texto es necesario tener en cuenta los efectos que este ha
Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no se puede entender
completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del Nuevo y no se puede entender el Nuevo
Testamento si no es a la luz de los frutos que ha producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio
histórico-filológico de las “fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también
las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo antes, diciendo que cada
En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se aplica también a los textos del
Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que
es el tema de esta meditación. Cincuenta años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad
encerrada en ese texto. Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la unidad
entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas Iglesias de una nueva actitud al
“Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre
la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los
católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” . Las
relaciones, o los frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido
constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos bilaterales con casi todas las
confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la
superación de prejuicios”.
Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y institucional ha sido
creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de
las iglesias cristianas afín de promover un mejor conocimiento reciproco y superar los prejuicios.
Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo del encuentro y de la
reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos encuentros célebres que han marcado el camino del
ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y
de Benedicto XVI con los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004,
y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el camino ecuménico.
A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los creyentes de distintas
Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin intenciones de proselitismo y en plena fidelidad
cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece
particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al
movimiento ecuménico.
En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”, “Una manifestación por
Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno por una calle diferente, caminaban en procesión
hacia el centro de la ciudad. También el pequeño grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro
camino rezando. Al llegar al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo
frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una manifestación “por” Jesús, se
convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia se podía casi tocar con la mano en un país que no está
También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un signo del invocado nuevo
Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos
en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre
los presentes, con las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en lenguas,
glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión: “Si Dios les dio a ellos la misma
gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).
El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas
Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo
no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el
Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos, acostumbrado por mis estudios
preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como “adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.
En la Cuaresma del año pasado, traté de mostrar los resultados a los que ha llegado, a nivel teológico, el diálogo
ecuménico con el oriente ortodoxo. Al libro que recoge tales meditaciones di el título “Dos pulmones, una única
respiración” el cual dice por sí solo a lo que tendemos y que en gran parte ya se ha realizado .
En esta ocasión quisiera dirigir la atención a las relaciones con el otro gran interlocutor del diálogo ecuménico que es el
mundo protestante, sin entrar en cuestiones históricas y doctrinales, pero para mostrar cómo todo nos empuja a ir adelante
Una circunstancia hace este esfuerzo particularmente actual. El mundo cristiano nos prepara a celebrar el quinto
centenario de la Reforma en el 2017. Es vital para el futuro de la Iglesia no perder esta ocasión, permaneciendo
prisioneros del pasado, o limitándose a usar un tono más conciliador en el establecimiento de los aciertos y errores en
ambos lados. Es el momento de hacer, creo, un salto de calidad, como cuando una barca llega a la compuerta de un río o
La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia
de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI
fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador.
Pero ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre de hoy? En una
conferencia celebrada en el Centro “Pro unione” de Roma, el cardenal Walter Kasper explicaba que mientras para Lutero
el problema existencial número uno era cómo superar el sentido de la culpa y obtener un Dios benévolo, hoy el problema
es más bien el contrario: como dar de nuevo al hombre de hoy el verdadero sentido del pecado que se ha perdido del todo.
Creo que todas las discusiones seculares entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer
perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es
que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la
gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes
de la gracia y la fe.
Después de haber presentado a la humanidad en su estado universal de pecado y de perdición en los dos capítulos
anteriores de la Carta, el apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado radicalmente, “en
virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”, “por la obediencia de uno solo”(Rm 3, 24; 5, 19).
La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por obras, está presente en el texto y era lo más urgente donde
arrojar luz en los tiempos de Lutero, cuando era claro, al menos en Europa, que se trataba de la fe en Cristo y de la gracia
de Cristo. Pero esa viene en segundo lugar, no en el primero. Cometimos el error de reducir a un problema de escuelas, a
lo interior del cristianismo, lo que era para el apóstol una afirmación mucho más amplia y universal. Hoy estamos
En la descripción de las batallas medievales siempre hay un momento en el que, superados los arqueros, caballería y todo
lo demás, la lucha se concentraba alrededor del rey. Allí se decidía el éxito final de la batalla. También para nosotros la
batalla de hoy está alrededor del rey… La persona de Jesucristo es el verdadero juego. Tenemos que volver, desde el
punto de vista de la evangelización, al tiempo de los apóstoles. Hay una similitud entre nuestro tiempo y el de ellos. Ellos
estaban frente a un mundo pre-cristiano; en Occidente, nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano.
Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: “Anunciamos esta o esa
doctrina”; dice: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23), y otra vez: “Nosotros predicamos a Cristo Jesús
el Señor” (2 Cor 4, 5). Esto es el verdadero “articulus stantis cadentis et Ecclesiae”, el artículo por el cual la Iglesia se
mantiene o cae.
Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, tanto en la teología y como en la
de la espiritualidad, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir
que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados de ciertos excesos y refuerzos debidos a la
Un paso importante en este sentido fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de
de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas” . En su conclusión, que dice:
“La comprensión de la doctrina de la justificación expuesta en esta Declaración muestra la existencia de un consenso entre
luteranos y católicos sobre los puntos fundamentales de la doctrina de la justificación. A la luz de este acuerdo son
aceptables las diferencias que existen con respecto al lenguaje, los desarrollos teológicos, y los énfasis particulares que ha
tomado la comprensión de la justificación. [...] Por esta razón, la elaboración luterana y la católica de la fe en la
justificación , en sus diferencias, están abiertas la una a la otra de tal forma que no invalida de nuevo el consenso
Yo estaba presente cuando el acuerdo fue proclamado en San Pedro durante unas vísperas solemnes presididas por el Papa
Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala, Bertil Werkström. Me impresionó una observación que el Papa hizo en la
homilía. Expresaba, si no recuerdo mal, este pensamiento: ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la
justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados
a hacer, de esta verdad, una la experiencia personal y libertadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la
La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin
embargo, en contraposición a las “buenas obras”, que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición, en todo caso, a
la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su
invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros
“Las sociedades modernas – leemos en un libro que ha hecho historia – son construidas sobre la ciencia. Le deben su
riqueza, su poder y la certeza de que una riquezas y poderes aún mayores serán accesibles al hombre el día de mañana si él
quiere [...]. Provistos de todo el poder, con todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades todavía tratan
de vivir y enseñar sistemas de valores, ya socavados en la base por esta misma ciencia” .
Los “sistemas de valores obsoletos” son, por supuesto, para el autor, los sistemas religiosos. Jean-Paul Sartre llega a la
misma conclusión desde un punto de vista filosófico. Él hace decir a uno de sus personajes: “Yo mismo hoy me acuso y
Es a este tipo de desafíos lanzados por el cientificismo ateo y el secularismo que deben responder los cristianos de hoy en
día con la doctrina de que “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (cf. Gal 2, 16).
Estoy convencido de que en el diálogo ecuménico con las Iglesias protestantes pesa mucho el rol de frenado de las
fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, que en sus inicios fueron el resultado de procesos
vitales y reflejaban el camino coral de la comunidad y la verdad alcanzada con fatiga, con el paso del tiempo tienden a
endurecerse para convertirse en “consignas”, etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de
la cosa, sino en su formulación. Estamos en las antípodas de lo que debería ser, según la famosa afirmación de Tomás de
Aquino: “Fides non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem”: la fe no termina en su formulación, sino la cosa en sí misma .
Es el fenómeno del formalismo ya en la antigüedad, una vez terminada la fase creativa de los grandes dogmas . Sólo
recientemente se dieron cuenta, por ejemplo, que las divisiones dentro del Oriente cristiano, entre Iglesias calcedonianas y
las llamadas monifisistas o nestorianas, estaban basados, en muchos casos, en fórmulas y el sentido diferente dado, en
ellas a los términos ousia y hypostasis, que no tocaban la sustancia de la doctrina. Se ha podido restablecer, así, la
Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las Iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición:
son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y
Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente (como
lamentablemente sucedía en la época de Lutero) indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas, y todo lo
demás. En cambio lleva fuera del camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en
el Evangelio reprende que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y Él se verá obligado a decir: “Lejos de mí”. No
se es justificado por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones de la
parte de Dios, pero no es sin consecuencias. Esto lo creemos todos, católicos y protestantes y lo decía ya el Concilio de
Trento.
Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la
revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas.
Cuando en realidad todas las Iglesia tienen una propia tradición. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas
denominaciones diversas dentro del protestantismo, si no el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras?
¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero si no justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?
Ni siquiera la fórmula luterana “Simul iustus et peccator”, “justo y pecador al mismo tiempo”, es un obstáculo insuperable
a la comunión. Forma parte de la tradición católica desde el tiempo de los Padres, la definición de la Iglesia como “casta
meretriz” (casta meretrix), como santa y que siempre necesita ser reformada” . Lo que se dice de la Iglesia en su conjunto
como cuerpo de Cristo, ¿no se debería aplicar también a cada uno de sus miembros?
Lo que puede ser objeto de una explicación diversa y complementaria es el modo con el cual se entiende esta presencia
simultánea de santidad y de pecado en el hombre redimido. En el adjunto a la Declaración conjunta sobre la justificación
hay una explicación de la fórmula “simul iustus et peccator” que no es incompatible con la doctrina católica. Se afirma
que la justificación opera una renovación real en la vida del bautizado, incluso si esto no se vuelve nunca una posesión
adquirida, sobre la cual el hombre pueda apoyarse delante a Dios, mas que queda siempre dependiente de la acción del
Espíritu Santo.
En 1974 hubo una noticia que asombró y divirtió al mundo entero. Un soldado japonés, enviado durante la última Guerra
Mundial a una isla de Filipinas para infiltrarse entre el enemigo y recoger información, había vivido treinta años
escondiéndose en la jungla y alimentándose de raíces, frutos y alguna presa, convencido de que aún había guerra y él
seguía en su misión. Cuando lo encontraron fue difícil convencerlo de que la guerra había terminado y que podía volver a
su país.
Yo creo que sucede algo similar entre los cristianos. Hay cristianos a los que es necesario convencerles, en ambas
formaciones, que la guerra ha terminado, las guerras de religión entre católicos y protestantes han terminado. ¡Tenemos
otras cosas que hacer que la guerra uno al otro! El mundo ha olvidado o no ha conocido nunca a su Salvador, a aquel que
es la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?
4- Unidad en la caridad
Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es suficiente encontrarse
unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha
experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si
la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar
una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no están unidas por el
hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos
exhorta a “hacer la verdad en la caridad – veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra
La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se encuentra ya enteramente
abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son y se resuelven
con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente
unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el hablar
en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón
Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y nuevo, si se aplica al
La caridad no es envidiosa…
No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).
No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se
“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”. También entre los
cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo. “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos
convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta
volvernos, como él ha querido, “una sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una
rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también
entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…
Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que existía entre nosotros, o sea
la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a los otros al Padre en un solo Espíritu” (Ef 2, 14.18).
No dejemos de hacerlo para la alegría del Corazón de Cristo y para el bien del mundo.
Traducción de Zenit
2.UR, 1.
3.Due polmoni, un unico respiro. Oriente e Occidente di fronte ai grandi misteri della fede. Libreria Editrice Vaticana
2015.
9.G. L. Prestige, God in Patristic Thought, London 1952, chap. XIII; ed. Italiana Dio nel pensiero dei Padri, Bologna, Il
10.Cf. H.U. von Balthasar, “Casta meretrix, in Sponsa Chnristi, Morcelliana, Brescia, 1969.
“Dios nos ha reconciliado consigo por Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación […].Por Cristo
os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él
fuéramos justicia de Dios. Cooperando, pues, con Él, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de
Dios, porque dice: ‘En el tiempo propicio te escuché y en el día de la salud te ayudé’. ¡Este es el tiempo
Son palabras de San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios. El llamamiento del Apóstol a reconciliarse
con Dios no se refiere a la reconciliación histórica entre Dios y la humanidad (esta, acaba de decir, ya ha
tenido lugar a través de Cristo en la cruz); ni siquiera se refiere a la reconciliación sacramental que tiene lugar
que se tiene que actuar en el presente. El llamamiento se dirige a los cristianos de Corinto que están
bautizados y viven desde hace tiempo en la Iglesia; está dirigido, por lo tanto, también a nosotros, ahora y
aquí. “El momento justo, el día de salvación” es, para nosotros, el año de la misericordia que estamos
viviendo”.
¿Pero qué significa, en el sentido existencial y psicológico, reconciliarse con Dios? Una de las razones, quizá
la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que este
tiene de Dios. ¿Cuál es, de hecho, la imagen “predefinida” de Dios en el inconsciente humano colectivo? Para
descubrirla, basta hacerse esta pregunta: “¿Qué asociación de ideas, qué sentimientos y qué reacciones
surgen en ti, antes de toda reflexión, cuando, en el Padre Nuestro, llegas a decir: ‘Hágase tu voluntad’?”
Quien lo dice, es como si inclinase su cabeza hacia el interior resignadamente, preparándose para lo peor.
Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios con todo lo que es desagradable, doloroso, lo que, de una
manera u otra, puede ser visto como limitante la libertad y el desarrollo individuales. Es un poco como si Dios
Dios es visto como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una
entidad que se impone al individuo desde el exterior; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La
transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que requiere una reparación adecuada que el
hombre sabe que no es capaz de darle. De ahí el temor y, a veces, un sordo resentimiento contra Dios. Es un
remanente de la idea pagana de Dios, nunca del todo erradicada, y quizás imposible de erradicar, del corazón
humano. En esta se basa la tragedia griega; Dios es el que interviene, a través del castigo divino, para
restablecer el orden moral perturbado por el mal. A la origen de todo hay la imagen de Dios “envidioso” del
Por supuesto, ¡nunca se ha ignorado, en el cristianismo, la misericordia de Dios! Pero a esta solo se le ha
encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. La misericordia era la excepción,
no la regla. El año de la misericordia es la oportunidad de oro para sacar a la luz la verdadera imagen del Dios
Esta audaz afirmación se basa en el hecho de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 08.16). Solo en la Trinidad, Dios es
amor, sin ser misericordia. Que el Padre ame al Hijo, no es gracia o concesión; es necesidad, aunque
perfectamente libre; que el Hijo ame al Padre no es gracia o favor, él necesita ser amado y amar para ser Hijo.
Es cuando crea el mundo, y en este las criaturas libres, cuando el amor de Dios deja de ser naturaleza y se
convierte en gracia. Este amor es una concesión libre, podría no existir; es hesed, gracia y misericordia. El
pecado del hombre no cambia la naturaleza de este amor, pero causa en este un salto cualitativo: de la
misericordia como don se pasa a la misericordia como perdón. Desde el amor de simple donación, se pasa a
un amor de sufrimiento, porque Dios sufre frente al rechazo de su amor. “He criado hijos, los he visto crecer,
pero ellos me han rechazado” (cf. Is 1, 2). Preguntemos a muchos padres y muchas madres que han tenido la
***
¿Y qué pasa con la justicia de Dios? ¿Es, esta, olvidada o infravalorada? A esta pregunta ha respondido una
vez por todas San Pablo. Él comienza su exposición, en la Carta a los Romanos, con una noticia: “Ahora, se
ha manifestado la justicia de Dios” (Rm 3, 21). Nos preguntamos: ¿qué justicia? Una que da “unicuique suum”,
a cada uno la suyo, ¿distribuye por lo tanto, las recompensas y castigos de acuerdo a los méritos? Habrá, por
supuesto, un momento en que también se manifestará esta justicia de Dios que consiste en dar a cada uno
según sus méritos. Dios, en efecto, ha escrito poco antes del Apóstol.
“El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan
gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que
Pero no es esta la justicia de la que habla el Apóstol cuando escribe: “Ahora, se ha manifestado la justicia de
Dios”. El primero es un acontecimiento futuro, este un acontecimiento que tiene lugar “ahora”. Si no fuese así,
la de Pablo sería una afirmación absurda, desmentida por los hechos. Desde la perspectiva de la justicia
retributiva, nada ha cambiado en el mundo con la venida de Cristo. Se siguen viendo a menudo, decía
Bossuet , a los culpables en el trono y a los inocentes en el patíbulo; pero para que no se crea que hay alguna
justicia en el mundo y cualquier orden fijo, si bien invertido, he aquí que a veces se nota lo contrario, a saber,
el inocente en el trono y el culpable en el patíbulo. No es, por lo tanto, en esto en lo que consiste la novedad
“Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en
virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por
su propia sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificador a los que creen
¡Dios hace justicia, siendo misericordioso! Esta es la gran revelación. El Apóstol dice que Dios es “justo y el
que justifica”, es decir, que es justo consigo mismo cuando justifica al hombre; él , de hecho, es amor y
misericordia; por eso hace justicia consigo mismo – es decir, se demuestra realmente lo que es – cuando es
misericordioso.
Pero no se entiende nada de esto, si no se comprende lo que significa, exactamente, la expresión “justicia de
Dios”. Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar
de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es
aquella por la cual él nos hace justos mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9)
es aquella por la cual él nos salva” . En otras palabras, la justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace
justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos.
Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después que durante siglos, al menos en la predicación
cristiana, se había perdido el sentido y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el
próximo año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador, sentí que
renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del paraíso” .
Pero no fueron ni Agustín ni Lutero quienes por primeros explicaron así el concepto de “justicia de Dios”; la
“Cuando se ha manifestado la bondad de Dios y de su amor por los hombres, él nos ha salvado, no en virtud
de las obras de justicia cumplidas por nosotros, sino por su misericordia” (Tt 3, 4-5). “Dios rico de misericordia,
por el gran amor con el que nos ha amado, de muertos que estábamos por el pecado, nos ha hecho revivir
Decir por lo tanto: “Se ha manifestado la justicia de Dios”, es como decir: se ha manifestado la bondad de
Dios, su amor, su misericordia. ¡La justicia de Dios no solamente no contradice su misericordia, pero consiste
justamente en ella!
***
¿Qué sucedió en la cruz tan importante al punto de justificar este cambio radical en los destinos de la
“La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado de lado. Tiene que ser
descargado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, visto que los hombres no son capaces,
Dios no se ha contentado de perdonar los pecados del hombre; ha hecho infinitamente más, los ha tomado
sobre sí y se los ha endosado. El Hijo de Dios, dice Pablo, “se ha hecho pecado a nuestro favor”. ¡Palabra
terrible! Ya en la Edad Media había quien tenía dificultad en creer que Dios exigiese la muerte del Hijo para
reconciliar el mundo a sí. San Bernardo le respondía: “No fue la muerte del Hijo que le gustó a Dios, mas bien
su voluntad de morir espontáneamente por nosotros”: “Non mors placuit sed voluntas sponte morientis” . ¡No
la muerte. La muerte de Cristo tenía que aparecer a todos como la prueba suprema de la misericordia de Dios
hacia los pecadores. Este es el motivo por qué esta no tiene ni siquiera la majestad de una cierta soledad,
sino que viene encuadrada en aquella de dos ladrones. Jesús quiso quedarse amigo de los pecadores hasta
***
Es la hora de darnos cuenta que lo opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. Jesús no ha
opuesto la misericordia a la justicia, pero a la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Perdonando los
pecados, Dios no renuncia a la justicia, renuncia a la venganza; no quiere la muerte del pecador, pero que se
convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Jesús en la cruz no le ha pedido al Padre vengar su causa; le pidió perdonar a
sus crucificadores.
El odio y la brutalidad de los ataques terroristas de esta semana en Bruselas nos ayudan a entender la fuerza
divina contenida en las últimas palabras de Cristo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,
34). Por grande que sea el odio de los hombres, el amor de Dios ha sido, y será, siempre más fuerte. A
nosotros está dirigida, en las actuales circunstancias, la exhortación del apóstol Pablo: “No te dejes vencer por
el mal antes bien, vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).
¡Tenemos que desmitificar la venganza! Esa ya se ha vuelto un mito que se expande y contagia a todo y a
todos, comenzando por los niños. Gran parte de las historias en las pantallas y en los juegos electrónicos son
historias de venganza, a veces presentadas como la victoria del héroe bueno. La mitad, si no más, del
sufrimiento que existe en el mundo (cuando no son males naturales), viene del deseo de venganza, sea en la
relación entre las personas que en aquella entre los Estados y los pueblos.
Ha sido dicho que “el mundo será salvado por la belleza” ; pero la belleza puede también llevar a la ruina. Hay
una sola cosa que puede salvar realmente el mundo, ¡la misericordia! La misericordia de Dios por los hombres
y de los hombres entre ellos. Esa puede salvar, en particular, la cosa más preciosa y más frágil que hay en
Sucede en el matrimonio algo similar a lo que ha sucedido en las relaciones entre Dios y la humanidad, que la
Biblia describe, justamente, con la imagen de un matrimonio. Al inicio de todo, decía, está el amor, no la
También en el matrimonio al inicio no está la misericordia sino el amor. Nadie se casa por misericordia, sino
por amor. Pero después de años o meses de vida conjunta, emergen los límites recíprocos, los problemas de
salud, de finanza, de los hijos; interviene la rutina que apaga toda alegría. Lo que puede salvar un matrimonio
del resbalar en una bajada sin subida es la misericordia, entendida en el sentido que impregna la Biblia, o sea
no solamente como perdón recíproco, sino como un “revestirse de sentimientos de ternura, de bondad, de
humildad, de mansedumbre y de magnanimidad”. (Col 3, 12). La misericordia hace que al eros se añade el
ágape, al amor de búsqueda, aquel de donación y de compasión. Dios “se apiada” del hombre (Sal 102, 13):
¿no deberían marido y mujer apiadarse uno del otro? ¿Y no deberíamos, nosotros que vivimos en comunidad,
Recemos. Padre Celeste, por los méritos del Hijo tuyo que en la cruz “se hizo pecado” por nosotros, haz caer
del corazón de las personas, de las familias y de los pueblos, el deseo de venganza y haznos enamorar de la
misericordia. Haz que la intención del Santo Padre en el proclamar este Año Santo de la Misericordia,
encuentre una respuesta concreta en nuestros corazones y haga sentir a todos la alegría de reconciliarse
Traducción de Zenit
1.Jacques-Bénigne Bossuet, “Sermon sur la Providence” (1662), in Oeuvres de Bossuet, eds. B. Velat and Y.
4.Cf. J. Ratzinger – Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana 2011, pp. 151.
5.S. Bernardo de Claraval, Contra los errores de Abelardo, 8, 21-22 (PL 182, 1070).
Al leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me impresionó. En ella no se pide a
Dios Padre que nos ayude a realizar una de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la
limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de Cristo». Creo que esta es, de hecho,
la obra más bella y agradable a Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este fin.
Continuando la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu Santo que debe impregnar
toda la vida y el anuncio de la Iglesia («¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones cuaresmales
nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo del Credo. En otras palabras, trataremos de
poner de relieve cómo el Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre su misterio
pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo
litúrgico de la Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu Santo realiza en la muerte y
«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios
de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del
Este artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La frase «Creo en un solo Señor
artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase posterior, más evolucionada, posterior a la
controversia arriana y al concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte del artículo
«Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo Testamento nos dice en torno al Espíritu como
San Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de
santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús
es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias a su iluminación interior. Atribuye al
Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos
apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán capaces de «comprender la amplitud, la
longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento» sólo si son
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y
lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su
relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15). Más aún, precisamente esto será, de ahora en
adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro espíritu: si impulsa a
lgunos creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer la obra de Cristo, como si ésta
fuera incompleta o perfectible. Es una incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en
primera persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace referencia a Cristo. Él es el
Camino, la Verdad, la Vida; ¡el Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto!
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de toda la obra y
persona de Cristo. Pedro concluye su discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et
Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha constituido a ese Jesús que vosotros
habéis crucificado, Señor (Kyrios) y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva empezó a
releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma diferente; todo pareció claro, como si un velo
hubiera caído de sus ojos (cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no habían podido
Hoy está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología católica sobre este tema de la
relación entre Cristo y el Espíritu. El teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en
1980, por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano II porque, según él, «el Espíritu
Santo fue introducido en la eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la Iglesia sólo con
material cristológico», y por otra, sin embargo, reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de
repensar la relación entre cristología y neumatología, para no construir la eclesiología sólo sobre una base
pneumatológica . En otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del Espíritu Santo en
la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de
Volvamos pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de Cristo. Se perfilan ya, en el marco
del Nuevo Testamento, dos tipos de conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su
conocimiento más subjetiva, funcional e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo
En Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha hecho por nosotros, por la obra de
Cristo y en particular su misterio pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos eterno
que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas
dos tendencias aparecerán evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a ellas
brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy
a la Iglesia.
En la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como garante de la tradición apostólica en torno
a Jesús, contra las innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha sido confiado el
Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia
con sus falsas doctrinas . Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado al
predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta
finalidad, impetrado del Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su administrador,
En la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es visto como el custodio de la
ortodoxia cristológica. En los Concilios, la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu al
formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la unidad de su persona, a la integridad de su
humanidad. Por lo tanto, el acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial de Cristo.
Esta tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin embargo, con una diferencia.
Los dogmas que en el momento de formularse eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la
Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente, a hacerse formales. «Dos
naturalezas una persona», se convierte en una fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un
largo y sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este tiempo, magníficas experiencias de un
conocimiento de Cristo íntimo, personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y
Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología. También hoy se habla de ellas en la
Los reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen: «Conocer a Cristo significa reconocer
sus beneficios, no indagar sobre sus naturalezas y los modos de la encarnación» . El Cristo «para mí» salta al
primer plano. Al conocimiento objetivo y dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio
exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se antepone el «testimonio interno» que el
Cuando, más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el protestantismo oficial, a convertirse en
metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice del conocimiento de Cristo coincide,
en estos ambientes, con el momento en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de
que Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su Salvador personal:
«Por primera vez con todo el corazón yo creí;
Completamos esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la manera de concebir la
relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración,
de los que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un conocimiento objetivo, separado;
sin embargo, no ya de tipo ontológico, como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa
saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la
En esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el conocimiento de Cristo; está del todo
ausente en ello. El «testimonio interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el espíritu
humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero con ello ya no se entiende el testimonio
apostólico de la Iglesia, sino únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos críticos. El
presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la
Sabemos cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico: el fracaso, aunque esto no
significa que no haya traído también muchos frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un
malentendido de fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de Asís— no ha
vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una historia, y vive ahora en la historia que ha creado,
como un sonido en la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores racionalistas
parece querer separarlo de la historia que ha creado, para restituirlo a la común y universal, como si se
pudiera percibir mejor un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta. La historia que
Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a
No se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica sobre él, pero esta debería ser más
consciente de su límite y reconocer que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más
noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera , así el acto más honesto del historiador es
Al final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión
bastante pesimista. A nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder resucitar una
lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la
unidad de las Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la Biblia sería casi exponerse a
la profanación porque nos falta el espíritu del que brotaban esas cosas . Sin embargo, no cerraba del todo la
puerta a la esperanza; en otra obra suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los primeros
siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un
movimiento espiritual» .
Lo que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las Escrituras, se aplica, con mucha mayor
razón, al conocimiento espiritual de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy
actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo
IV, a la primera elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá siempre en lo exterior del
verdadero problema. Nos faltan las condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el Paráclito:
el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores
de aquel siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si no se vive, en cierto modo, en la
misma unción.
Ahora bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por el P. De Lubac. En el siglo
pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para
una renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y de sus carismas. Hablo del
fenómeno pentecostal y carismático. En sus primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como
más arriba), ignoró deliberadamente la teología y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la
teología.
Pero cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias tradicionales que tenían una amplia
instrumentación teológica y recibió una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la teología ya
no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del
Espíritu Santo, los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes, examinaron el significado
del fenómeno pentecostal y carismático para la renovación de la doctrina del Espíritu Santo .
Todo esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del conocimiento de Cristo. ¿Qué
conocimiento de Cristo va surgiendo en esta nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más
del momento (estructuralismo, análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico elemental:
¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del
Espíritu Santo».
San Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o, incluso, «sublime», que consiste en
conocerlo y proclamarlo precisamente como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la
resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca proclamas que “¡Jesús es el Señor!”,
y con el corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien, este
conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la
acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios aquellas palabras,
incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la
persona un salvado.
¿Qué hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede explicar la cosa desde distintos
puntos de vista, objetivos o subjetivos. La fuerza objetiva de la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de
que hace presente la historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota de dos
acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación; por eso es el
Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9).
Los acontecimientos que la han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen presentes
y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del ser ». La proclamación: «Jesús es Señor» es
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación
está en el hecho de que supone también una decisión. Quien la pronuncia decide sobre el sentido de su vida.
Es como si dijera: «Tú eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi salvador, mi
jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo,
El aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume hoy una actualidad particular.
Algunos creen que es posible, e incluso necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer
el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús «Señor» significa precisamente
proclamar su unicidad. No en vano el artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo
escribe:
«Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud
de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las
cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos
El Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se asomaba, pequeña y recién nacida,
a un mundo dominado por cultos y religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para creer
que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que hacía falta entonces. Pero el «poder del
Espíritu» no se concede más que a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los orígenes.
Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un anunciador ha decidido apostar todo sobre
Jesucristo «único Señor», lo que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga», sólo
Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y la gracia que Dios está
concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia. Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición
sobre todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los Padres se agolpaban en la
mente; cuando he probado a interrogarla sobre este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título
de Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del ámbito religioso judío, no era tan
significativo para expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera «Señor» (Kyrios) el título
propio de quien está todavía en la fase del temor; le corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que
Se sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en un nombre de Cristo como los
demás, incluso muy a menudo en uno de los elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor
Jesucristo». Pero una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!».
Un índice de este cambio es el modo en que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at omnis
lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria est Dei Patris», «toda lengua proclame que el
Señor nuestro Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir «nuestro Señor Jesucristo
está en la gloria de Dios Padre» y otra decir: «Jesucristo es nuestro Señor para gloria de Dios Padre». De
este modo, que es el de las traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se hace
¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace hacer en el conocimiento de
Cristo? Está en el hecho de que la proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento
de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas
Este conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a descuidar el conocimiento objetivo,
dogmático y eclesial de Cristo, sino que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la verdad
revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer
también al vaso que la contiene» . A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro
artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre», dedicaremos, si Dios quiere,
No sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de estas reflexiones que la que se lee al
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su
encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo
cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (n.3).
5.CH. WESLEY, Himno «Gloria a Dios, alabanza y amor» (Glory to God and Praise and Love).
10.AA.VV, Erfahrung und Theologie des Heiligen Geistes (Múnich 1974) (trad. it. La riscoperta dello Spirito
(Milán 1977); cf. también Y. CONGAR, Credo nello Spirito Santo, 2 (Brescia 1982) 157-224 [trad.esp. El
Espíritu Santo (Barcelona 21999)]; J. MOLTMANN, El Espírito de la vida (Salamanca 1998); M. WELKER, Lo
11.Es la famosa afirmación del filósofo MARTIN HEIDEGGER en su Carta sobre el humanismo (Alianza
1. La fe de Nicea
Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto
no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento
llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción
griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados
en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias
naciones europeas.
Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en
absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las
Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-
cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este
movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero
ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el
ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el
fenómeno . Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas
meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe
en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo
lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales . Es una confirmación de la vida de
restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor
Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En
efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús
Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título
Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión
aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya
en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la
primitiva comunidad .
Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es
suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo —lo sabemos
por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el
único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de
Cristo.
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor,
Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos,
precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su
Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el
engendrado, no creado,
El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él,
ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en
mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su
convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven,
gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que
dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la
semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere») .
La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido
afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el
concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de
eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la
Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos,
engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir,
engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir,
pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que
no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás
criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue
inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la expresión
Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar
su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo.
Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y
filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las
cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas,
Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la
cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer
La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del
universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del
ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del
Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en
cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino
Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde
les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión
sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo
Jesús.
El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes
reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum») . En el uso
que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde
toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por
un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre
seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que
Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para
Kant lo es la existencia misma de Dios . No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un
postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de
ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la
explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que
ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la
Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en
su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios
principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se
cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o
se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la
divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por
quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los
arrianos:
«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino
que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad» .
San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los
judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe
debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y
resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él
Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe
de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un
cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy
presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a
veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda,
un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él
representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a
Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero
si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante
ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como
«creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser
supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una
fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones
de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.
También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por
objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto.
Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no
de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero
ciertamente no de Jesús.
Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del
significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores
y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio
Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al
reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se
daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la
fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es
ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en
él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos,
después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis
que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San
Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para
tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín .
En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha
tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y
que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide)
escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer.
Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias.
Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un
esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas
las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un
nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el
Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el
Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no
Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe:
«Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos
entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena
política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente
no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías
de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no
juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más
bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se
Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre
lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En
efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En
este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de
ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al
hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la
naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.
Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»
(Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene
abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el
evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos y Zoè:
estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran
cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y
muy difundido.
¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno,
Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que
significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado
todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo
de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su
mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» . En la línea de lo
que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda
humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).
se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba
Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara
a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre
humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una
muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del
papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto
momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano:
«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]
Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe
en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos
que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias
ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo
Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son
palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A
nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos
reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la
¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en
este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte,
sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de
nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá
de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus
merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros,
venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.
1.ULRICH LAEPPLE (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).
5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X, 96, en C. KIRCH, Enchiridion Fontium
13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.
14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.
Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamessa. Tutti i diritti riservati. Un
En las dos meditaciones precedentes, hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la
«verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como «Señor» y como «Dios verdadero de
Dios verdadero». En las restantes meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra de
Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en
primer lugar, en la presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.
Apenas publicado el programa de estas predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore
Romano, se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad habrá en sus meditaciones?
curso, temo que haya muy poco de actual en las próximas predicaciones de Cuaresma. Pero, en mi opinión,
«actual» no es sólo «lo que está en curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son
las eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo de la propia existencia, en cada
época y en cada cultura. Es la misma distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre
agudizada especialmente por el ritmo apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los
medios de comunicación
¿Qué hay más importante y actual para el creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la
vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, el inicio de la verdadera vida?
Ahora bien, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a tales problemas.
La diferencia que hay entre esta actualidad y la mediática de las noticias es la misma que hay entre quien
pasa el tiempo mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por la ola siguiente!) y quien
Con esta conciencia meditemos, pues, el misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La
Carta a los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios»
(Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua
del texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu Santo, que estaba en él, el impulso
Sucede para el sacrificio como para la oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te
bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu Santo que suscitaba en él la oración y era
el Espíritu Santo quien lo impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno que el Hijo
hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al
La relación entre el Espíritu Santo y la muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan.
«No había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa de los ríos de agua viva—
porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra en
Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús «entregó el Espíritu», simbolizado por el
agua y la sangre; escribe, en efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua
y la sangre» (1 Jn 5,7-8).
El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del
muerte Jesús da el Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido, él lo ha
derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a las multitudes el día de Pentecostés (Hch
2,33). A los Padres de la Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El Señor —escribía san
Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron), para soplar sobre la
Iglesia la incorruptibilidad» .
En este punto debemos evocar la observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de Cristo.
Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando
«no sólo se conmemora un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su significado
para nosotros y se acoja santamente» . Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el
Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué ha cambiado a propósito de nuestra
muerte.
El Credo de la Iglesia termina con las palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo
futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente,
porque la muerte no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado de
Para poder valorar el cambio obrado por Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios
intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque el hombre intenta hoy
«consolarse» con ellos. La muerte es el problema humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión
«Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá
sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no… Pero de nadie se dice: quizá muera o quizá no
muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de
hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo, debe morir; está
condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe
morir, no hay remedio, está condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o un poco
Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo .
Este pensamiento de Agustín lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte
entrara con pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre como «un-ser-para-la-
muerte», él hace de la muerte no un accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida,
aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la
vida y se entrega a la muerte. «Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el
fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada es la
Es el vuelco más radical de la visión cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin
embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su larga reflexión sobre el hombre no es ni
escandalosa ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino humano
Más que la filosofía son quizá los poetas quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas
sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo de los soldados en la
trinchera durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:
«Se está
como en otoño
en los árboles
las hojas».
La misma Escritura del Antiguo Testamento no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en
los libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet,
el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte.
«Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Sal 90,12).
¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el
sabio del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo habrá un
juicio.
La Biblia nos refiere las opiniones inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y triste; no
hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie que libere de los infiernos. No hay vuelta de la
muerte… Nacimos por casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab 2,1ss). Sólo en
este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada
por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios,
aunque no se sabe qué quiere decir esto en concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee:
«Preciosa es delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos apoyarnos demasiado
en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la
¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello,
el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema: «Cuando existo yo —decía— no
existe aún la muerte; cuando existe la muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de
exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que desplazaban los cementerios fuera de la
población.
También se han agarrado remedios positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra,
sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”) —decía el poeta latino—, porque quedarán
mis escritos, mi fama». «He erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el hombre
Otro de estos remedios paliativos es la reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina
como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente qué es la
reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga
concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si
debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca todas estas vías de escape ilusorias: «Está establecido
que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Heb 9,27). ¡Una sola vez! La
En nuestros días se ha ido más allá. Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene
muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción de que la especie humana, gracias
a los progresos de la tecnología, ya está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir
durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta
final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar
inmediatamente en las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia humana: «No moriréis en
Existe un único y verdadero remedio para la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo
proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo anuncia al mundo este cambio:
«Si por la caída de uno solo, muchos murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia
proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados abundantemente sobre muchos […]. En
efecto, si por la caída de uno solo, la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la
abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de ese uno que es Jesucristo»
(Rom 5,12-17).
Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios:
«La muerte ha sido sumergida en la victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu
aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean
dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).
El factor decisivo es colocado en el momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero,
¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro mismo de la muerte? Podemos
rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha
salido por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro que, sin embargo, debe
volver a morir. No, él ha abierto una brecha en el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden
seguirlo.
Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz
de sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a la muerte que mataba al hombre» .
Y san Agustín: «A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a nosotros, que creemos
«Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El
poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a
la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor,
Todos estos modos de explicar el sentido de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la
explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte, Jesús ha venido a poner en la
condición humana, más que en lo que ha venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado
del hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el odio, no lo hace sólo para pagar,
en lugar de los hombres, su deuda insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el rey!);
¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos sean habitados por el amor!
El hombre se había condenado por sí solo a una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte,
descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha podido prescindir de la muerte, a causa
de la libertad del ser humano: el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la trágica
realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar que el sufrimiento y la muerte digan su palabra.
Pero dado que el amor ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el amor quien
¿Qué ha cambiado, pues, con Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para la fe.
No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra
con fuerza el icono ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en la pared de la
izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a
Esto explica la actitud paradójica del creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los
demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que debe bajar a aquel abismo oscuro; pero
también de esperanza porque sabe que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el
Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad». A los fieles de Tesalónica,
«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros
que no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó, creemos también que Dios, por
medio de Jesús, llevará de nuevo con él a los que han muerto» (1 Tes 4,13-14).
No les pide que no estén afligidos por la muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no
sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte, sino que dura para siempre. Por eso
la Iglesia no celebra la fiesta de los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su nacimiento
para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a
la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una vez llegado a la luz. Escribe
Cabasilas:
«Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y
formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión,
mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma
tomando por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los santos» .
La muerte es también un bautismo. Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo
ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser «bautizados en la muerte de Cristo»
(Rom 6,4). Antiguamente, en el momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos los
pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y salía de ella una criatura nueva,
simbolizada por la túnica blanca con la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la
mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni angustia porque las
cosas primeras han pasado» (Ap 21,4). Todo sepultado para siempre.
Durante varios siglos, especialmente desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética
católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar sobre la muerte, describiendo
visualmente sus diferentes estadios y su inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón.
Casi todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con una calavera al lado, incluso
Una de las atracciones turísticas de Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se
puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para una época tan secularizada y
despreocupada como la nuestra; sobre todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito
que sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui; lo que yo soy, tú serás».
Todo esto ha dado a alguien el pretexto de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte.
Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho para acrecentar el miedo a la muerte,
sino para quitarlo; Cristo, dice la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a la
muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb 2,15). ¡El cristianismo no se abre camino
Por eso, más eficaz que meditar sobre nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y
debemos decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha meditación era también el
pan cotidiano en la espiritualidad de los siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y
gratitud, no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí!» (Gál 2,20).
Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por
cuenta propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos de media hora. Conocí a una
mujer intelectual que se profesaba atea. Un día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su
hija de dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve del quirófano martirizada, con
tubos, sondas y goteros por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de
consuelo.
La madre, sabiendo que era piadosa y religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del
Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un evangelio, corre a
comprar uno a los capellanes; se sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se duerme,
pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el
Terminemos con la simple, pero densa oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia
per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu
5.Cf. M. HEIDEGGER, Essere e tempo, § 51 (Longanesi, Milán 1976) 308s [trad. esp. Tiempo y ser [Tecnos,
Madrid 2014)].
En las primeras dos meditaciones de Cuaresma Hemos reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce
en la verdad plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero. En la última meditación
hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su
muerte redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su resurrección y la nuestra.
San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que
Cristo «fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de
los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que
entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande,
Pero no querría proseguir mi meditación por esta línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda
la teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no significa hacer entrar a la fuerza el
Espíritu Santo en toda afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza del Paráclito,
que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por así decirlo, en la sombra, como entre bastidores.
Más que hablar «del» Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en» el Espíritu Santo,
Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la
resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido
realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los
términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia (como
alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la
historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el
que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha
propuesto?
Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque
alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su
evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc
1,4) y que transmitimos a los demás.
La fe de los discípulos, salvo alguna excepción (Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su
trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las
palabras de los dos discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres
días» (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado.
Ahora —siempre en calidad de historiadores— vayamos a algún año, incluso a alguna semana después.
¿Que encontramos? Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz
alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el
mundo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y
universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos.
«La piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha convertido en piedra angular» (1 Pe
2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro
nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch
4,12).
¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían
huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por
él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: «¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede
como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se
abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia
y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento
en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas
vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita
Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado.
La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María
atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador
profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo
de Poncio Pilato , calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para
quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la
consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e
inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la
explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento
decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos
huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo
provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente
de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: «La idea
de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio
inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el
acontecimiento —es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente un
¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos
captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al
sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes
que ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe
constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta con
constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la
fe . Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la
Pasando de la historia a la fe, también cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo
«Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta.
«Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que
Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así,
estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes, de haber
Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en
Jesucristo. Dios Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha
Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba
segura sobre él» (Hch 17,31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la
La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos hombres
—tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por causas equivocadas, incluso por causas
inicuas. Su muerte no ha hecho verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad de
ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que «nadie tiene amor más
Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo,
Jesús respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se
le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el vientre
del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su
fundamento, todo el edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros
seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-
15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo».
Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los
Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la
autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un
significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que
creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de
Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita
La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento.
El segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado: «Después de que muramos —
exclama uno de los siete hermanos asesinado bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y
eterna» (cf. 2 Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la
revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más
maduro.
Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la
insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez más evidente —especialmente tras la
experiencia del exilio— que la suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una
retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible no caer en la desesperación.
Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la
desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15).
El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la
mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la
mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una
novedad. Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó viuda, sin hijos varones, es
expuesta por el cuñado), ellos hipotizan el caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete
maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la
Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está
más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En
cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la zarza
ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama
«Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace
generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que
resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, —exclama Pablo—, ¿como
pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la
resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15,12-13). Es absurdo pensar en un
cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe
en la nada.
La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del
corazón humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos,
es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo,
alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por
Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y
«arras». Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san Pablo a propósito del Espíritu (2
Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la
diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez
efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago,
sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de su Espíritu, nos ha dado como arras el
amor, cuando nos dé toda la realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que completará
lo que ya ha dado» .
Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y son parte de ella, así las arras son parte de la plena
posesión del Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más que la inmortalidad del
alma, quien asegura, como se ve, la continuidad entre nuestra vida presente y futura.
Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión, la condición espiritual de los
resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman
mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la
naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la
oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la
La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio
impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a
pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para
representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí
misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es
Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de
Dios.
Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y
gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera
después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús
al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como
sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa»
Una simpática historia narrada por un escritor alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna
más que todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval vivían dos monjes unidos entre
sí por una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no
hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufus,
que era capataz, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas;
Al final hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo
que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría bastado una palabra. Si era como
habían pensado, diría simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era totalmente
Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche,
pero nada; esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada. Finalmente, en el aniversario de la
muerte, de noche, en un halo de luz, el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta,
seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el amigo sacude la cabeza en signo negativo.
Desesperado, grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y finalmente de los
labios cerrados del amigo salen, como en un soplo, dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo
muy diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo que habían imaginado, que no se
puede describir, y poco después muere también él, por el deseo de alcanzarlo .
El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni
nunca entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (cf. 1 Cor 2,9).
San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una
visión; estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de que no podía haber nada
más grande y radiante de lo que había visto, dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le
respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos bienes, porque, en relación con
los bienes futuros, ellos son como un cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero» .
Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y
aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la orilla. Y también para
nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos
que nos conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia ella .
8.SAN SIMEÓN NUEVO TEÓLOGO, Segunda oración de agradecimiento: SCh 113, 350.
El Espíritu Santo que —hemos visto en las meditaciones anteriores—nos conduce a la verdad plena sobre la
persona de Cristo y sobre su misterio pascual, nos ilumina también sobre un aspecto crucial de nuestra fe en
Cristo, es decir, sobre el modo en que la salvación realizada por él nos alcanza hoy en la Iglesia. En otras
palabras, sobre el gran problema de la justificación del hombre pecador mediante la fe. Creo que tratar de
arrojar luz sobre la historia y sobre el estado actual de este debate es la forma más útil para hacer del
aniversario del V centenario de la Reforma protestante una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la
Iglesia.
No podemos prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que está centrado
21Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los
profetas, 22justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna;
23todos pecaron y están privados de la gloria de Dios 24y son justificados por el don de su gracia, en virtud
de la redención realizada en Cristo Jesús, 25a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su
propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos
anteriormente, 26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente,
para ser él justo y justificador del que cree en Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse?
¡Queda eliminado! ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe. 28Porque pensamos que el
¿Cómo ha podido suceder que este mensaje tan consolador y luminoso se haya convertido en la manzana de
la discordia en el seno de la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa en dos continentes religiosos
diferentes? También hoy, para el creyente medio, en algunos países del norte de Europa, dicha doctrina
constituye la divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado que fieles laicos
luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la justificación por la fe?», como la condición para poder
escuchar lo que yo decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la Reforma con «el artículo
con el que la Iglesia está en pie o cae» (articulus stantis et cadentis Ecclesiae).
Debemos remontarnos a la famosa «experiencia de la torre» de Martín Lutero ocurrida en los años 1511 o
1512. (Se llama así porque se piensa que ocurrió en una celda del convento agustino de Wittenberg llamada
«la Torre»). Lutero estaba angustiado, hasta casi la desesperación y el resentimiento hacia Dios, por el hecho
de que con todas sus observancias religiosas y penitencias no lograra sentirse acogido y en paz con Dios.
Fue aquí donde de repente se le encendió en la mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive
por la fe». Fue una liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la muerte, escribió: «Cuando
descubrí esto me sentí renacer y me parecía que se abrían de par en par para mí las puertas del paraíso» .
Con razón, algunos historiadores luteranos remontan a este momento, es decir, a algunos años antes del
1517, el verdadero comienzo de la Reforma. La ocasión que transformó esta experiencia interior en una
verdadera avalancha religiosa fue el incidente de las indulgencias que hizo que Lutero decidiera colocar las
famosas 95 tesis, en la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre del 1517. Es importante señalar esta
sucesión histórica de los hechos. Ella nos dice que la tesis de la justificación por fe y no por las obras, no fue
el resultado de la polémica con la Iglesia del tiempo, sino su causa. Fue una verdadera iluminación desde lo
Surge una pregunta espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado por la toma de posición de Lutero?
¿Qué había en ella de tan revolucionario? San Agustín había dado muchos siglos antes, sobre la expresión
«justicia de Dios», la misma explicación. «La justicia de Dios (justitia Dei) —escribió— es aquella gracias a la
cual, por su gracia, llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de Dios (salus Dei) (Sal 3,9) es
San Gregorio Magno había dicho: «No se llega desde las virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes». Y
san Bernardo: «Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (usurpo!) con confianza del costado
traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. […] ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, recordaré
sólo tu justicia. En efecto, ella es también la mía, porque tú eres para mí la justicia de parte de Dios (cf. 1 Cor
1,30)» . Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho paulino «la letra mata,
mientras que el Espíritu da la vida» (2 Cor 3,6), escribe que por letra se entienden también los preceptos
morales del Evangelio, por lo cual «también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia
de la fe que sana» .
El concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tiene dificultades en reafirmar esta
convicción del primado de la fe y de la gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama
de la reforma encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley necesarias en el contexto de todo
el proceso de la salvación, según la fórmula paulina de la «fe que obra a través de la caridad» («fides quae
per caritatem operatur») (Gál 5,6) . Así se explica cómo, en el contexto del nuevo clima de diálogo ecuménico,
haya sido posible llegar a la Declaración conjunta de la Iglesia Católica y de la Federación Mundial de las
Iglesias Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el 31 de octubre de 1999, en la que
se toma nota de un acuerdo fundamental, aunque todavía no total, sobre esta doctrina.
Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de «mucho ruido para nada»? ¿Fruto de un equívoco?
Debemos responder con firmeza: ¡no! Es cierto que el magisterio de la Iglesia nunca había anulado las
decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo
que habían escrito Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo, las revoluciones no estallan
por ideas o teorías abstractas, sino por situaciones históricas concretas, y la situación de la Iglesia, desde
hacía tiempo, no reflejaba realmente las convicciones. La vida, la catequesis, la piedad cristiana, la dirección
espiritual, por no hablar de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir que lo que cuenta
son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se entendían en general las enumeradas
por Jesús en Mateo 25, sin las cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos; se entendían
más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a la Iglesia y, como compensación a estas cosas,
las indulgencias.
El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no sólo a la latina. Después de que el
cristianismo se convirtió en religión de estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la
familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir sobre el momento en que se llega a la fe y sobre
la decisión personal con la que se llega a ser creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas de la fe, en
Un signo revelador de este desplazamiento de interés lo indica Henri de Lubac en su Historia de la exégesis
medieval. En la fase más antigua, el orden de los cuatro sentidos de la Escritura era: sentido histórico literal,
sentido cristológico o de fe, sentido moral y sentido escatológico . Cada vez más a menudo, este orden se
sustituye por uno diferente en el que el sentido moral viene antes del cristológico o de fe. Antes del «qué
creer», se plantea el «qué hacer». El deber viene antes del don. En la vida espiritual, se pensaba, primero
está la vía de la purificación y luego la de la iluminación y la de la unión . Sin darse cuenta, se venía a decir
exactamente lo contrario de lo que había escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las
A continuación de Lutero y mucho antes que los otros grandes dos reformistas, Calvino y Zwiglio, la doctrina
de la justificación gratuita por la fe, en aquellos que hicieron de ello una razón de vida, tuvo por efecto una
indudable mejora de la calidad de vida cristiana, gracias a la circulación de la palabra de Dios en lengua
vulgar, a los numerosos himnos y cantos inspirados, a los subsidios escritos, hechos accesibles al pueblo por
la reciente invención y difusión de la imprenta.
En el frente exterior, la tesis de la justificación por la sola fe se convirtió en la línea divisoria entre el
catolicismo y el protestantismo. Muy pronto (en parte, con Lutero mismo), esta contraposición se extendió y se
convirtió también en contraposición entre cristianismo y judaísmo, con los católicos que representaban, según
algunos, la continuación del legalismo y ritualismo judío, y el protestantismo que representaba la novedad
cristiana.
La polémica anticatólica se casa con la polémica antijiudía que, por otras razones, no estaba menos presente
en el mundo católico. El cristianismo se habría formado por oposición, no por derivación, del judaísmo. A partir
de Ferdinand Christian Baur (1792-1860), se va afianzando la tesis de las dos almas del cristianismo: la
petrina del llamado «protocatolicismo» (Frühkatholizismus) y la paulina que encuentra su expresión más
acabada en el protestantismo.
Esta convicción lleva a distancias lo más posible la religión cristiana respecto del judaísmo. Se intentarán
explicar las doctrinas y los misterios cristianos (incluido el título de Kyrios, Señor, y el culto divino dado a
Jesús), como fruto del contacto con el helenismo. El criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un
dicho y de un hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es atestiguado en el medio ambiente
hebreo del tiempo. Si no fue esta la razón principal de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que,
A partir de los años ’70 del siglo pasado, hubo un vuelco radical en este ámbito de los estudios bíblicos. Y es
necesario decir algo sobre ello para clarificar cuál es el estado actual de la doctrina paulina y luterana de la
justificación gratuita por la fe en Cristo. La naturaleza y el objetivo de este discurso mío me dispensan de citar
los nombres de los autores modernos comprometidos en este debate. Quién está versado en la materia no
tendrá dificultad en dar nombre a los autores de las tesis aquí aludidas; a los demás, pienso que no les
Se trata de la llamada «nueva perspectiva sobre Jesús de Nazaret», también conocida como «tercera vía de
investigación sobre el Jesús histórico» (tercera después de la liberal del siglo XIX y la de Bultmann y
seguidores del siglo XX). Esta nueva perspectiva consiste en reconocer en el judaísmo la verdadera matriz
dentro de la cual se ha formado el cristianismo, destruyendo el mito de la irreductible alteridad del cristianismo
con respecto al judaísmo. El criterio con el que se juzga la mayor o menor probabilidad de que un dicho y un
se sitúa dentro del mundo judío, en la línea de los profetas bíblicos. Se hace también más justicia al judaísmo
del tiempo de Jesús, mostrando su riqueza y variedad. El inconveniente es que se ha ido tan lejos en esta
conquista que se la ha transformado en una pérdida. En muchos representantes de esta tercera investigación,
Jesús termina por disolverse completamente en el mundo judío, sin distinguirse más que por alguna
interpretación particular de la Torah. Se le reduce a uno de los profetas judíos, un «carismático itinerante»,
«un campesino judío del Mediterráneo», como alguien ha escrito. Recuperada la continuidad, se ha perdido la
novedad. La nueva perspectiva ha producido estudios de muy diverso nivel (por ejemplo, los de James D. G.
Dunn, mi autor preferido); pero he aludido a la versión que ha circulado más ampliamente a nivel divulgativo e
Se sigue reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado que se haya construido cada vez una
imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento y no nos damos cuenta de que continuamos en la
misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos depende, de hecho, al menos en parte, del
sentimiento de culpa (¡más que justificado!) respecto del pueblo judío y de la nueva actitud respecto de ellos,
inaugurada en la Iglesia católica por el decreto «Nostra Aetate» del Vaticano II. Un fin excelente, pero
perseguido con un medio inadecuado (al menos para el modo en que se utiliza).
Quién ha puesto en evidencia lo iluso de este enfoque a efectos de un diálogo serio entre judaísmo y
cristianismo fue precisamente un judío, el rabino estadounidense Jacob Neusner . Quien ha leído el libro de
Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya sabe mucho sobre el pensamiento de este rabino con el cual
dialoga en uno de los capítulos más apasionantes de su libro. Jesús no puede ser considerado un judío como
otro cualquiera, explica Neusner, visto que se pone a sí mismo por encima de Moisés y se proclama «Señor
del sábado».
Pero, sobre todo respecto de san Pablo, la «nueva perspectiva» muestra toda su insuficiencia. Según uno de
sus más conocidos representantes, la religión de las obras, contra la que el Apóstol se lanza con tanta
«nomismo de la alianza» (Covenantal Nomism), es decir, una religión basada en la iniciativa gratuita de Dios y
alianza, no para entrar en ella. La religión judía sigue siendo la de los patriarcas y los profetas, en cuyo centro
Se buscan entonces los posibles blancos distintos a la polémica de Pablo: no «los judíos», sino los «judeo-
cristianos», o ese tipo de judaísmo «celoso» que se siente amenazado por el mundo pagano circundante y
reacciona a la manera de los Macabeos. En definitiva, lo que había sido su judaísmo, antes de la conversión,
Pero estas explicaciones parecen insostenibles y terminan por hacer incomprensible y contradictorio el
pensamiento del Apóstol. En los capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una acusación tan universal
como la humanidad misma: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios»;
por tres veces se lee la expresión «judíos y griegos», es decir judíos y gentiles, del mismo modo. ¿Cómo se
puede pensar que a una acusación tan universal corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de
creyentes?
La dificultad nace, en mi opinión, del hecho de que la exégesis de Pablo se comporta, a veces, como si el
problema comenzara con él y como si Jesús no hubiera dicho nada al respecto. La doctrina de la justificación
gratuita por la fe no es un invento de Pablo, sino el mensaje central del Evangelio de Cristo, en cualquier
modo en que haya sido conocido por el Apóstol: ya sea por revelación directa del Resucitado, o por la
«tradición» que dice haber recibido y que no estaba limitada ciertamente a las pocas palabras del kerigma (cf.
1 Cor 15,3). Si no fuera así, tendrían razón aquellos que dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero fundador
del cristianismo.
El núcleo de la doctrina está contenido ya en la palabra «Evangelio», alegre noticia, que Pablo ciertamente no
reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama,
llamarse «buena noticia» si sólo fuera un amenazador llamamiento a cambiar de vida? Lo que Cristo encierra
en la expresión «reino de Dios» —es decir, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la
humanidad—, san Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad fundamental. «Reino
de Dios» y «justicia de Dios» los ha acercado Jesús mismo entre sí cuando dice: «Buscad primeramente el
Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», enseñaba ya, por tanto, la justificación mediante
la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás», como indica el mismo término hebreo shub;
significaba volver a la alianza violada, mediante una renovada observancia de la ley. Convertirse, en
conducta de vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis
salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el sentido de convertirse hasta Juan Bautista
incluido.
En boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al comienzo de su predicación),
respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse ya no significa volver atrás, a la
Antigua Alianza y a la observancia de la ley; significa hacer un salto hacia adelante, entrar en la Nueva
Alianza, captar este reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él mediante la fe. «Convertíos y creed»
no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; convertíos
creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse», cuanto «ser consciente», es decir darse cuenta de la
novedad, pensar de modo nuevo. El humanista Lorenzo Valla (1405-1457), en sus Adnotationes in Novum
Testamentum, ya había puesto de relieve este sentido nuevo de la palabra metanoia en el uso de Jesús.
Innumerables datos evangélicos, y la mayoría de ellos seguramente se remontan a Jesús, confirman esta
interpretación. Uno es la insistencia con la que Jesús afirma la necesidad de hacerse como un niño para
entrar en el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene nada que dar, sólo puede recibir; no
pide una cosa a los padres porque se la ha ganado, sino sólo porque sabe que es amado. Acepta la
gratuidad.
Tampoco la polémica paulina contra la pretensión de salvarse por sus obras nace con él. Hay que negar una
infinidad de hechos para excluir del Evangelio todas las referencias polémicas a un cierto número de
«escribas, fariseos y doctores de la ley». No se pueden dejar de reconocer en la parábola del fariseo y del
publicano en el templo los dos tipos de religiosidad contrapuestos a continuación por san Pablo: la de quien
confía en sus prestaciones religiosas y la de quien se confía a la misericordia de Dios y vuelve a casa
No se trata de una tentación presente solo en una religión, sino en toda religión, incluido por supuesto el
cristianismo. (¡Los evangelistas no recogieron las parábolas de Jesús para criticar a los fariseos, sino para
amonestar a los cristianos!). Si Pablo toma de mira el judaísmo es porque ese es el contexto religioso en el
que viven él y sus interlocutores, pero se trata de una categoría religiosa más que étnica. Judíos, en el
contexto, son aquellos que, a diferencia de los paganos, están en posesión de una revelación, conocen la
voluntad de Dios y, fortalecidos por este hecho, se sienten al seguro por parte de Dios y juzgan al resto de la
humanidad. Ya en el siglo III, Orígenes decía que ahora, los que son tomados de mira por las palabras del
Apóstol, son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y diáconos», es decir, los guías, los maestros del
pueblo .
La dificultad de conciliar la imagen que Pablo nos da de la religión hebrea con lo que conocemos de ella por
otras fuentes deriva de un error fundamental de método. Jesús y Pablo tienen que ver con la vida vivida, con
el corazón; los estudiosos, en cambio, con los libros y los testimonios escritos. Las declaraciones orales o
escritas dicen exactamente lo que las personas saben que deben ser o que querrían ser, no necesariamente
lo que son. No sorprende encontrar en las Escrituras y en las fuentes rabínicas del tiempo afirmaciones
conmovedoras y sinceras sobre la gracia, la misericordia, la iniciativa preveniente de Dios; pero una cosa es lo
que dice la Escritura o lo que enseñan los maestros, y otra lo que los hombres tienen en el corazón y gobierna
sus acciones.
Jesús y de Pablo. Si uno mira la doctrina enseñada en las escuelas de teología del tiempo, las definiciones
antiguas nunca impugnadas, a los escritos de Agustín tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de
Cristo, lectura diaria de las almas piadosas, encontrará allí una magnífica doctrina de la gracia y no entenderá
contra quién la pagaba Lutero; pero si uno mira la vida cristiana del tiempo, el resultado, como hemos visto, es
muy diferente.
¿Qué concluir de esta mirada a vista de pájaro a los cinco siglos transcurridos desde el comienzo de la
permaneciendo prisioneros del pasado, intentando establecer errores y razones, quizá en un tono más
pacífico que en el pasado. Debemos, más bien, dar un salto adelante, como cuando un río llega a una esclusa
La situación ha cambiado desde entonces. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de
Roma y la Reforma fueron sobre todo las indulgencias y el modo en que tiene lugar la justificación del impío.
Pero, ¿podemos decir que estos son los problemas con los cuales se mantiene en pie o cae la fe del hombre
de hoy? En una ocasión recuerdo que el cardenal Kasper hizo esta observación: para Lutero el problema
existencial número uno era cómo superar el sentimiento de culpa y obtener un Dios benevolente; hoy el
problema, si acaso, es el contrario: cómo devolver al hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido
del todo.
Esto no significa ignorar el enriquecimiento realizado por la Reforma o desear volver atrás, al tiempo anterior.
Más bien, significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus muchas e importantes conquistas,
una vez liberadas de ciertas distorsiones y excesos debidos al clima acalorado del momento y a la necesidad
de enderezar abusos crasos.
Entre los excesos que resultan de la secular concentración sobre el problema de la justificación del impío, uno
me parece que ha hecho del cristianismo occidental un anuncio sombrío, concentrado totalmente en el
pecado, que la cultura secular ha acabado por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo que Jesús,
con su muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo que ha donado, es decir, el Espíritu Santo.
Muchos exegetas consideran hoy el capítulo tercero de la carta a los Romanos sobre la justificación por la fe,
como inseparable del capítulo octavo sobre el don del Espíritu y un todo uno con él.
La justificación gratuita mediante la fe en Cristo debería ser predicada hoy por toda la Iglesia y con más vigor
que nunca. Sin embargo, no en oposición a las «obras» de que habla el Nuevo Testamento, sino en contraste
con la pretensión del hombre postmoderno de salvarse por sí solo con su ciencia y tecnología o con
espiritualidades improvisadas y tranquilizadoras. Estas son las «obras» en las que confía el hombre moderno.
Estoy convencido de que si Lutero volviera a la vida, este sería el modo en que también él predicaría hoy la
Otra cosa importante deberíamos recoger todos, luteranos y católicos, del iniciador de la Reforma. Para él —
hemos visto—, la justificación gratuita por la fe fue ante todo una experiencia vivida y sólo posteriormente
teorizada. Lamentablemente, después de él, se convirtió cada vez más en una tesis teológica a defender o a
combatir, y cada vez menos en una experiencia personal y liberatoria, a vivir en la propia relación intima con
Dios. La declaración conjunta de 1999 recuerda muy oportunamente que el consenso alcanzado por los
católicos y luteranos sobre verdades fundamentales de la doctrina de la justificación deberá tener efectos y
encontrar una respuesta, no sólo en la enseñanza de las Iglesias, sino también en la vida de las personas (n.
43).
Nunca debemos perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que le importa afirmar al Apóstol en
primer lugar, en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en
Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, cuanto que somos justificados por la gracia de Cristo.
Cristo es el corazón del mensaje, aún antes que la gracia y la fe. Él es, hoy, el artículo con el que la Iglesia se
Debemos alegrarnos porque esto es lo que está sucediendo en la Iglesia y en mayor medida de lo que
normalmente se piensa. En los últimos meses he podido participar en dos encuentros: uno en Suiza,
organizado por evangélicos con la participación de los católicos; el otro en Alemania, organizado por católicos
con la participación de los evangélicos. Este último celebrado en Augsburgo en enero pasado, me ha parecido
verdaderamente un signo de los tiempos. Había seis mil católicos y dos mil luteranos, en su mayoría jóvenes,
procedentes de toda Alemania. El título en inglés era «Holy Fascination», santa fascinación. El que fascinaba
a la multitud era Jesús de Nazaret, hecho presente y casi tangible por el Espíritu Santo. Detrás de todo esto,
una comunidad de laicos y una casa de oración (Gebetshaus), activa desde hace años y en plena comunión
No era un ecumenismo del «¡querámonos mucho!». Misa muy católica (¡con incienso!”), presidida una vez por
mí y una vez por el obispo auxiliar de Augsburgo; otro día, Santa Cena presidida por un pastor luterano, en
total respeto de cada uno por la propia liturgia. Adoración, enseñanzas, música: un clima que sólo los jóvenes
son capaces hoy de organizar y que podría servir como modelo para algún acontecimiento especial durante
Pregunté una vez a los responsables si debía hablar de la unidad de los cristianos; me respondieron: «No,
preferimos vivir la unidad, en lugar de hablar de ella». Tenían razón. Son signos de la dirección en que el
____________________________________________________________________
1.M. LUTERO, Prefacio a las obras en latín, ed. Weimar vol. 54, p. 186.
7.Es clásico el dístico con que fue expresado este orden: Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis,
quid agas; quo tendas anagogia. La letra te enseña lo sucedido; lo que necesitas creer, la alegoría. / La moral,
8.Cf. HENRI DE LUBAC, Histoire de l’exégèse médiévale. Le quatre sens de l’Ecriture, vol I,1 (Aubier, París
1959) 139-157.
8.JACOB NEUSNER, A Rabbi talks with Jesus (McGill-Queen’s University Press, Montreal 2000) [trad. esp.
Un rabino habla con Jesús: el libro con el que Benedicto XVI dialoga en Jesús de Nazaret (Encuentro, Madrid
2008)].
Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta.
Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido
algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000
años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es
que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.
«Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados
con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Al comienzo de
su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús
respondió: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn
2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua
que del lado de este templo «destruido» brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía de
Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte
primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.).
Pero penetremos dentro de la fuente de este «río de agua viva» (Jn 7,38), en el corazón traspasado de Cristo.
En el Apocalipsis, el mismo discípulo al que Jesús amaba escribe: «Luego vi, en medio del trono, rodeado por
los cuatro seres vivientes y los ancianos, un Cordero, en pie, como inmolado» (Ap 5,6). Inmolado, pero en pie,
Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente,
sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la
muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si
el Cordero vive en el cielo «inmolado, pero de pie», también su corazón comparte el mismo estado; es un
corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.
Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la
humanidad: «corazón de tinieblas». Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas,
palpita en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al
«Ahora se realiza el designio del Padre —dice una antífona de la Liturgia de las Horas—, hacer Cristo el
corazón del mundo». Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística
medieval: «El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien» (Juliana de
Norwich).
***
Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos
oficiales y en otras ocasiones. En él está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una
inscripción alrededor: «Stat crux dum volvitur orbis: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.
¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella
es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que
llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No»
al pecado, «Sí» al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra
La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos
sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la «envidia del
demonio» (Sab 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre, excepto
el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto.
Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: «Demasiado grande es mi culpa para obtener el
La cruz no «está», pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que
ha habido, hay y habrá en la historia humana. «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo —
dice Jesús a Nicodemo—, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,17). La cruz es la
proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí
***
«Dum volvitur orbis», mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos
tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era
atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la
realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una
sociedad «líquida»; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que
Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que
el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: «Qué hicimos para
disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros?
¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por
todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada
infinita?»
Se dijo que «matar a Dios es el más horrendo de los suicidios», y es lo que estamos viendo. No es verdad que
«donde nace Dios, muere el hombre» (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el
hombre.
Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una
profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto
desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el
agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.
Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene,
sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra!
Hay esperanza, porque encima de ella «está la cruz de Cristo». Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos
hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: «O crux, ave spes única», Salve, oh
Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado.
«¡Vosotros lo crucificasteis —grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés—, pero Dios lo ha resucitado!»
(Hch 2,23-24). Él es quien «había muerto, pero ahora vive por los siglos» (Ap 1,18). La cruz no «está» inmóvil
en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en
***
Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el
análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las
tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno
de nosotros.
La Biblia lo llama el corazón de piedra: «Arrancaré de ellos el corazón de piedra —dice Dios en el profeta
Ezequiel— y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad
de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda
indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo; es también el
corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar
una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos,
más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía
Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo,
la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos
resucitaron» (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un
lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado
parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una
liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: «Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio
del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en los
El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de
Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como «el Sagrado Corazón». Al recibir la Eucaristía, creemos
firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos
desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: «¡Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador!, y
«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir
cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).
En una sociedad en la que cada uno se siente investido con la tarea de transformar el mundo o la Iglesia, cae
esta palabra de Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este mundo»: después de
estas palabras habríamos esperado que se nos dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino
transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está dentro de vosotros, antes de creer poder
Será esta palabra de Dios, sacada de la Carta a los Romanos, la que nos introduzca este año en el espíritu de
la Cuaresma. Como desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una introducción general a
la Cuaresma, sin entrar en el tema específico del programa, también por la ausencia de parte del auditorio
Demos primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha sido comprendido y vivido
desde el Evangelio hasta nuestros días. Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si se
En los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi siempre se entiende en sentido moralmente
neutro. Tomado en sentido espacial, mundo indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en
sentido temporal, indica el tiempo o el «siglo» (aion) presente. Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra
«mundo», se carga de una relevancia moral y viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha
llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la
exhortación de Pablo de la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en su Primera Carta:
« No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.
Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la
arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16).
Todo esto no conduce nunca a perder de vista que el mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá
siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga
el mundo, pero no ser del mundo: «Ya no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero ellos están
en el mundo […]. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16).
Durante los tres primeros siglos, los discípulos se muestran conscientes de esta posición suya única. La Carta
a Diogneto, escrito anónimo de final del siglo II, describe así el sentimiento que los cristianos tenían de sí
mismos en el mundo:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por
sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género
de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres
estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades
griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el
vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de
todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos,
pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria
como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que
conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne» .
y luego muy pronto protegida y favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende inevitablemente a
atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste
así a un doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de permanecer como sal de la
tierra y no perder el sabor, huyen, también físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el monacato
teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio: «Fuge, tasce, quiesce», «Huye, calla, vive retirado» .
Al mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más iluminados tratan de adaptar el ideal del
apartamiento del mundo a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino espiritual del mundo.
San Basilio en Oriente y san Agustín en Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión
ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga
del mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en vertical, no en horizontal, hacia arriba, no
hacia el desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas materiales y las pasiones
Los Padres de la Iglesia —los capadocios en primera línea— proponen una ascética cristiana que responde a
esta exigencia religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin embargo, los valores propios del
Evangelio. Para empezar, la fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del esfuerzo
humano. El acto fundamental no está al final del camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no
está reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San Ambrosio escribirá un tratadito Sobre la
huida del mundo, dirigiéndolo a todos los neófitos . La separación del mundo que él propone es sobre todo
afectiva: «La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino, permaneciendo en la tierra, en observar
Este ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas diversas, toda la historia de la
espiritualidad cristiana. Una oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere et amare
Las cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos atravesado, a propósito del ideal
de la separación del mundo, una fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue «criticado» y
mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el
humanismo del renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a veces de matriz paganizante,
por los valores mundanos. Pero el factor determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada
«secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su punto álgido en el siglo XX.
El cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de mundo o de siglo. En toda la historia de la
espiritualidad cristiana, la palabra saeculum, había tenido una connotación tendencialmente negativa, o al
menos ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición al siglo futuro o a la eternidad.
Con el paso de pocas décadas, cambió de signo, hasta asumir, en los años ‘60 y ‘70, un significado muy
positivo. Algunos títulos de libros que salieron en aquellos años, como El significado secular del Evangelio, de
Paul van Buren, y La ciudad secular, de Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado nuevo,
Sin embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo exagerado respecto del mundo,
que no tiene en cuenta suficientemente su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se opone al
espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado momento nos hemos dado cuenta de que al ideal
tradicional de la fuga «del» mundo, se había sustituido, en la mente de muchos (también entre el clero y los
religiosos), por el ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una mundanización.
En este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y delirantes que jamás se han pasado
bajo el nombre de «teología». La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza y se
mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la
muerte de Dios». Existe también una sana teología de la secularización en que ésta no es vista como algo
opuesto al Evangelio, sino más bien como un producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos
hablando.
Alguien ha hecho notar que las «teologías de la secularización» mencionadas no eran otra cosa que un
intento apologético tendente «a proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia religiosa del
hombre moderno»; eran también «la ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente
marginación» . Pronto se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos años no se habló ya
Como siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver a interrogar a la Palabra de Dios «viva y
eterna». Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo
Para el Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos conformarnos: no el mundo
creado y amado por Dios, no los hombres del mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al
encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. El «mezclarse» con este mundo del
sufrimiento y la marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allí,
de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es
el egoísmo.
Detengámonos más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando lo íntimo de nuestra
mente. Todo en nosotros comienza por la mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que dice:
Antes que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de pensar, es decir, en la fe. En el origen
de la mundanización hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este sentido, la exhortación
del Apóstol no hace más que revitalizar la de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed»,
¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de pensar «según los hombres» y
comenzad a pensar «según Dios» (cf. Mt 16,23). Tenía razón san Tomás de Aquino al decir que «la primera
«del» mundo. Cuando leo las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la observación del
universo, la visión del mundo que nos dan escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es
reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo ni siquiera es tomado en cuenta, siento que
pertenezco, gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Dichosos
los ojos que ven lo que vosotros veis» y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación y
dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha
Entendido en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a creer. El pecado, del que Jesús
dice que el Paráclito «convencerá al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9). Juan escribe: «Esta es
la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee: «También
vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la
manera de este mundo, siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que ahora obra en los
hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu
del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña
un papel decisivo la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde
vía éter.
«Se determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede
sustraerse. Nos atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él se
considera cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las cosas
y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a como las presenta… Su característica es
Es lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos». Actúa como el vampiro de la leyenda. El vampiro
se pega a las personas que duermen y mientras le chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en ellas un
líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada
vez más en el sueño y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor que el vampiro,
porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el
mundo primero duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías espirituales, inyectando también
una especie de líquido soporífero que hace encontrar el sueño aún más dulce.
El remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído: «¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios
en muchas ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar puntualmente al inicio de la
Cuaresma: «Despierta tú que duermes» (Ef 5,14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).
Pero interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe ajustarse al mundo. No es de naturaleza
ontológica, sino escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo porque la materia es
intrínsecamente mala y enemiga del espíritu, como pensaban los platónicos y algunos escritores influenciados
por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa
con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).
Basta detenerse un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas palabras. Ocurre en la
vida como en la pantalla de televisión: los programas, las llamadas parrillas, se suceden rápidamente y cada
uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso
sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno detrás de otro. De todos los
nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros— ¿qué
Pensemos en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de 40 años de los mitos y las
celebridades de hoy. «Sucederá —se lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como
cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son
riquezas, salud, gloria, si no un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía san Agustín,
una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve
revestido de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos y viñas; en su orgullo
desprecia al propio padre y finge no reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se descubre tal como
se había dormido .
«Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job 1,21). Ocurrirá lo mismo a los
millonarios de hoy con su dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su poder. El hombre,
visto fuera de la fe, no es más que «un dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola
posterior ».
Hoy hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no ajustarse a este mundo: las imágenes. Los
antiguos habían acuñado el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein tou kosmou) ; hoy se debería entender en
el sentido de ayunar de las imágenes del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era
considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para
mantener la línea. Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras que muchas imágenes
lo son. Se han convertido en uno de los vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su antievangelio.
A la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras, alimentos, bebidas y sueño— habría que
añadir, las imágenes. Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la concupiscencia de la
carne y la soberbia de la vida, san Juan pone significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16).
Recordemos cómo cayó el rey David… lo que le ocurrió mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy
Si en algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por imprudencia propia, sea por la
invasión del mundo que caza a la fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que hicieron en el
desierto los judíos que eran mordidos por serpientes. En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar
excusas en nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a un Crucifijo o vayamos ante el
Santísimo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del
hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha
Con estos propósitos sugeridos por la palabra de san Pablo a los Romanos, y sobre todo con la gracia de
Dios, comenzamos, Venerables padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa Pascua. Hacer
Pascua, decía san Agustín, significa «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no
pasa! Es necesario pasar desde el mundo para no pasar con el mundo. Buena y santa Cuaresma.
1.Carta a Diogneto, V, 1-8: Die Apostolischen Vaeter (ed. Kunk –Bihlmeyer) (Tubinga 1856) 143-144.
2.Cf. Vita e Detti dei Padri del deserto (ed. L. Mortari) I (Roma 1986) 97.
7.H. SCHLIER, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, en Riflessioni sul Nuovo Testamento (Paideia,
Brescia 1976) 194s [trad. esp. Poderes y dominios en el Nuevo Testamento (Edicep, Valencia 2008)].
9.El lema se remonta a un dicho no canónico atribuido a Jesús mismo: «Si no ayunáis del mundo, no
descubriréis el reino de Dios». Cf. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, 111, 15: GCS 52, p. 242, 2; A.
EL AMOR CRISTIANO
Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas
sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:
«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,
cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para
que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con
todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los
seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos
y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de
Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario
que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).
Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja
la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este
campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta
visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la
catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?—
Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de
que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser
santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana
La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san
Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una
visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio
vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo
Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue
en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema,
intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes
cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también
A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o
frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que
cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección
comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que
todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha
escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro
2. Un amor sincero
El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las
virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del
Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es
amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la
Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:
cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).
Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el
«sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea
fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el
secreto de la caridad.
El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin
hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos
empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor
sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con
toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —
San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz
misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido.
También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado,
repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace
(Mt 15,19).
Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo
visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del
primero, lo que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad,
que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las
todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las
obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la
beneficencia.
Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor
acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la
caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es
precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el
corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo,
Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la
caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con
cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad
de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres
de Jerusalén.
Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir
que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que
puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad,
sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que
los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el
fundamento de todo.
Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el
Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado.
Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción
Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos,
sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se
explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, si no la de
un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).
¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a
su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo
que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle;
pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.
su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la
comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad
extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la
misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el
mundo externo:
«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis [...].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la
medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la
venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia [...]. Por el contrario, si tu enemigo
tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber [...]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence
Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético,
y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto
particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los
creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en
que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana.
En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando
el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento
La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda
la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en
tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no
sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general
los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos
La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas
estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y
respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón
que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas
en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de
amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros
Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del
«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego
de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de
Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es
malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el
Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por
En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia
de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la
medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir
de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la
vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a
decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le
aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3)
4. La caridad ad intra
El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la
comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos
El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y
los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom
15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones
heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la
sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los
segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no
distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace
comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del
mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel
Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido
en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no
viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la
«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de
juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).
«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es
para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya
conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo [...] procuremos lo que
Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y
«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor,
pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive
para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el
Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser
Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el
señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio
cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro
sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para
quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y
la tradición.
Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta
incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible
al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización
hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su
paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal
En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se
abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en
Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en
casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14).
Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).
La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía
esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que
se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como fundador de
la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y
hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel
del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha.
Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el
las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades
constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De
modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la
Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la
comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).
1.Cf. Le cause dei santi. Sussidio per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos) (Libreria
2.ARCHIMANDRITA SOFRONIO, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.
La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está
encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar
una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente,
«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que
Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de
grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16).
palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la
caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se
Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que
hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí
mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de
mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos
de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de
En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza
bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del
«alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas»
o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al
misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizante
estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la
Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación
para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la
humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él
«mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al
menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los
soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios»
(sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la
El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad.
Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la
soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad
es mentira.
Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes,
no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado
prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Los filósofos griegos
ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica
de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el
hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de
mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la
humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.
Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-
verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea
errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi
decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su
equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio
Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede
reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de
Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente
de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la
verdad» .
2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?
El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros
mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden
de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de
la verdad.
Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como
si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el
pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre
y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene
de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí
La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que
tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros
mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis “hacer”
nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar
algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una
tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que
no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se
De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada
pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere
conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que
«cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre
Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una
nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él
también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que el pecado habita
en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita
en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno
mismo.
Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia.
Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa
nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es
precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo
vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva.
Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir
Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada
desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su
propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel» . La misma santa exhortaba a sus hijos
espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por
cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de
su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.
Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se
descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se
quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se
está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se
entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera
vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se
Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a
los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la
humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la
En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante,
todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos
El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en
el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por
explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis)
Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con
ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de
Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir
imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este
modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto
muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse
«humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del
hombre-Dios.
¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo
Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su
perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda
concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha
colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha
podido mover.
En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este
elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que
no se elevó por encima del menor hombre de la tierra [...]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María
maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación,
La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la
tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda
mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había
exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y
«elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es
3. Humildad y humillaciones
No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de
María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de
humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que
reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos
capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se
ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para
conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren
nuestros defectos» .
Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el
propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a
solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso
sinceramente— todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen
autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude
a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a
solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera
Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre
busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia
gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía,
destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la
búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer
cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).
mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos
dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de
La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz
de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier
«clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de
cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y
aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al
orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me
leen» .
La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la
gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra
transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de
humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada
En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san
Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó
una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7).
Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en
los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de
Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a
la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche
y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una
impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante,
¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de
la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra
presunción.
A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir
impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su
impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse
La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también
para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la
humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el
campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que
pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a
análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la
corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de
orgullo y de rivalidad.
Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el
no pretendo grandezas
(Sal 130).
2.Il libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. SANTA ANGELA DE
4.M. LUTERO, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat seguido de «Método
1. El hilo de lo alto
Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de
haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las
que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de
A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos
del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el
Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal.
San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en
Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma
que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo;
muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si
La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo
Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra
sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es
de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas
(como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es
La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y
comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del
Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo
un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El
estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los
impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo.
En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a
Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la
obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia,
pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las
consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros
lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea
Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la
debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos,
religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta
Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad
directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la
sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo
también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a
La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto.
Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en
cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez
concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado;
sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y
repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.
Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una
orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las
autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación
del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él,
pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se
2. La obediencia de Cristo
Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a
qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos
inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de
obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior
kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús
«aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para
El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19:
«Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la
justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la
obediencia!
Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos
de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los
padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no
por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia
de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán?
Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las
desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a
Dios.
La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar
de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el
puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el
evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn
4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas
para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de
La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente,
por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en
los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se
apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz
(Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc
23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este
abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».
En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la
estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo
siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento,
es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la
«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel
a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).
Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto
libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor:
«Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis
entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se
obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».
Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la
aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia.
En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido
en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo,
en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es
asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de
Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).
De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre
las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante
todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con
una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora
La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son
«consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato
común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El
Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y,
dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es
como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.
En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que
acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a
imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o
fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte
confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este
segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.
Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se
hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a
Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a
los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos
frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y
sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios,
excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de
obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo
(2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf.
Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad
de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de
jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay
que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y
definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez
palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace
el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en
el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos,
con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta
Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido
íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en
silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia
a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de
Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que
mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional,
sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los
hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede
exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es
amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a
quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves,
La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya
sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración.
Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices
«sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la
base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en
cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus
representantes.
Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer
una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este
caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino
que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo
—a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las
También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer
cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal.
Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como
sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf.
Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a
menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía
estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son
Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras
opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad.
Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior,
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades
visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de
obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece,
más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo
que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su
vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio,
y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada
momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.
He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la
obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber
obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello.
Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el
oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola
autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión.
Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a
preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).
En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un
poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza
por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo
el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o
decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que
hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce [...]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo
estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de
episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento
de Dios» .
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a
todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí
mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por
el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes
a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad
que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante,
Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta
explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea
renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier
cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a
Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez
más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo
También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la
enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios
de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí [...]; me ha sacado de la fosa de
la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a
tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios
quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la
revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante,
Mi Dios lo quiero,
Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas
palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una
nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que
No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza:
que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros
nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo,
En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los Romanos, hemos llegado al punto donde se dice:
«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las
armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria
y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne
San Agustín, en las Confesiones, nos narra el lugar que este pasaje tuvo en su conversión. Había llegado ya
a una adhesión casi total a la fe; sus objeciones fueron eliminadas una tras otra, y la voz de Dios se había ido
haciendo cada vez más apremiante. Pero había una cosa que lo retenía: el miedo de no lograr vivir casto.
Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de esta lucha interior y con lágrimas en los ojos,
cuando, desde una casa cercana, oyó que provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle,
lege!, ¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación de Dios y, teniendo al alcance
de la mano el libro de las Cartas de san Pablo, lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios
la primera frase sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual cayó su mirada fue, precisamente, la
de la Carta a los Romanos que acabamos de recordar. Dentro de él brilló una luz de seguridad (lux
securitatis), que hizo desaparecer todas las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya que, con la ayuda de Dios,
Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las tinieblas» son las mismas que en otros lugares
define como «deseos, u obras, de la carne» (cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz»
son las mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos del Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre
estas obras de la carne se pone de relieve, con dos términos (koite y aselgeia), el desenfreno sexual, al cual
En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de este aspecto de la vida cristiana; pero sabemos
qué importancia revestía a sus ojos la lista de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom 1,26ss). San
Pablo establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad, y entre pureza y Espíritu Santo:
«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros
trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a
Dios. Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el
Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino
santa. Por tanto, quien esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su Espíritu
Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación» de la palabra de Dios, profundizando el fruto del
San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,
benignidad bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que
traducimos con «dominio de sí», es enkrateia. Tiene una gama de significados muy amplia; se puede ejercer,
en efecto, el dominio de sí en el comer, en el hablar, en contenerse de la ira, etc. Sin embargo, aquí, como por
lo demás casi siempre en el Nuevo Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy precisa de la
persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por el hecho de que, poco más arriba, al
enumerar las «obras de la carne», el Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de
En las traducciones modernas de la Biblia, el término porneia se traduce como prostitución, como impureza,
como fornicación o adulterio y con otros vocablos. La idea de fondo contenida en el término es, sin embargo,
la de «venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto, prostituirse (pernemi, en griego, significa «me
vendo»). Al emplear dicho término para indicar casi todas las manifestaciones de desorden sexual, la Biblia
viene a decir que todo pecado de impureza es, en cierto sentido, un prostituirse, un venderse.
Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son posibles, hacia el propio cuerpo y la propia
sexualidad, dos actitudes opuestas: una fruto del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y otra de
vicio. La primera actitud es conservar el dominio de sí y del propio cuerpo; la segunda es, en cambio, vender o
enajenar el propio cuerpo, es decir, disponer de la sexualidad según el propio antojo, para fines utilitaristas y
distintos de aquellos para los cuales fue creada; un hacer del acto sexual un acto venal, aunque lo útil no
siempre está constituido por el dinero, como en el caso de la auténtica prostitución, sino también por el placer
Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples listas de virtudes o de vicios, sin profundizar en la
materia, el lenguaje del Nuevo Testamento no difiere mucho del de los moralistas paganos. También los
Estoicos y los Epicúreos exaltaban el dominio de sí, pero sólo en función de la quietud interior, de la
impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza era gobernada, según ellos, por el principio de la «recta
razón».
En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos paganos, hay ya un contenido totalmente nuevo
que brota, como siempre, del kerigma. Esto es ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se
opuso, de modo muy significativo, como su contrario, el «revestirse del Señor Jesucristo». Los primeros
cristianos eran capaces de captar este contenido nuevo, porque era objeto de catequesis específica en otros
contextos.
Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre la pureza, para descubrir el verdadero
contenido y las verdaderas motivaciones cristianas de esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual
de Cristo. Se trata del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que los Corintios —quizás tergiversando una frase del
Apóstol— adujeron el principio: «Todo me es lícito», para justificar también los pecados de impureza. En la
respuesta del Apóstol está contenida una motivación totalmente nueva de la pureza que brota del misterio de
Cristo. No es lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no es lícito venderse o disponer de sí según el
propio antojo, por el simple hecho de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de
Cristo. No se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de
La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del revés; el valor supremo que hay que salvaguardar ya
no es el dominio de sí, sino el «no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el Señor!» (1
Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús es el Señor!». La pureza cristiana, en otras
palabras, no consiste tanto en establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer el
Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos perspectivas; en el primer caso, la pureza está en función
de mí mismo, yo soy el objetivo; en el segundo caso, la pureza está en función de Jesús. Esta motivación
cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san Pablo añade en el mismo texto: nosotros no
somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo,
sus miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la impureza,
yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de
Dios. Dice el Apóstol: «¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una
A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la pneumatológica, es decir, referida al Espíritu
Santo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor 6,19).
Abusar del propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios; pero si uno destruye el templo de Dios, Dios le
destruirá a él (cf. 1 Cor 3,17). Cometer impurezas es «entristecer al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4,30).
Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el Apóstol alude también a una motivación
escatológica, es decir, que se refiere al destino último del hombre: «Dios, que ha resucitado al Señor, nos
resucitará también a nosotros» (1 Cor 6, 14). Nuestro cuerpo está destinado a la resurrección; está destinado
a participar, un día, en la bienaventuranza y en la gloria del alma. La pureza cristiana no se basa en el
desprecio del cuerpo, sino, por el contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían los
padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de» la carne, sino la salvación «de la»
carne. Los que consideran el cuerpo como un «vestido extraño», destinado a ser abandonado aquí abajo, no
El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con la apasionada invitación: «¡Glorificad, pues, a
Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,20). El cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa esta
gloria cuando la persona vive la propia sexualidad y toda su corporeidad en obediencia amorosa a la voluntad
de Dios, que es como decir: en obediencia al sentido mismo de la sexualidad, a su naturaleza intrínseca y
original que no es la de venderse, sino la de donarse. Esta glorificación de Dios a través del propio cuerpo no
posterior, es decir en 1 Cor 7, san Pablo explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se expresa de dos
maneras y en dos carismas distintos: o a través del matrimonio, o a través de la virginidad. Glorifica a Dios en
su cuerpo la virgen y el célibe, pero lo glorifica también quien se casa, siempre que cada uno viva las
A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san Pablo nos ha ilustrado hasta aquí, el ideal de la
pureza ocupa un lugar privilegiado en cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se puede
decir que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un espacio, cuando describe la vida nueva
en el Espíritu (cf. por ejemplo, Ef 4,17-5,33; Col 3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza se específica,
de vez en cuando, según los diversos estados de vida de los cristianos. Las cartas pastorales muestran cómo
debe configurarse la pureza en los jóvenes, en las mujeres, en los casados, en los ancianos, en las viudas, en
los presbíteros y en los obispos; nos presentan la pureza en sus diferentes caras de castidad, fidelidad
En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina lo que el Nuevo Testamento —de modo especial,
las cartas pastorales— llama la «belleza» o el carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que, fusionándose
con el otro rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de la « belleza buena », o la «bella bondad», por lo que
se habla indistintamente tanto de buenas obras como de obras hermosas. La tradición cristiana, al llamar a la
pureza «virtud bella», ha recogido esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los abusos y las acentuaciones
demasiado unilaterales que también han existido, algo profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es
belleza!
Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular. Tiene una gama de manifestaciones que va
más allá de la esfera propiamente sexual. Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del
corazón que huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los pensamientos «malos» (cf. Mt
5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que consiste, negativamente, en abstenerse de palabras
deshonestas, vulgaridades y necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y franqueza en
el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación del Cordero Inmaculado «en cuya boca no se
halló engaño» (cf. 1 Pe 2,22). Existe, finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo —
decía Jesús— es la lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está en la luz (cf. Mt 6,22s; Lc
11,34). San Pablo usa una imagen muy sugestiva para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los
cristianos, nacidos de la Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza y de sinceridad» (cf.
1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol —eilikrinéia— contiene, en sí, la imagen de una
«transparencia solar». En nuestro propio texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».
Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo y se tiende
a considerar verdadero pecado sólo el contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo
concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es explicable; la moral había acentuado
demasiado unilateralmente, en el pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis,
en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento de la misma virtud de la pureza
que, de este modo, era empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no. Ahora,
sin embargo, se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza, a favor de
una atención (a menudo sólo verbal) al prójimo. El error de fondo está en contraponer estas dos virtudes. La
Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí. Basta
leer la continuación del pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses que he mencionado al principio, para
darse cuenta de cómo las dos cosas son interdependientes entre sí, según el Apóstol (cf. 1 Tes 4,3-12). El fin
único de pureza y caridad es poder llevar una vida «llena de decoro», es decir, íntegra en todas sus
relaciones, tanto en relación a uno mismo como en relación a los demás. En nuestro texto, el Apóstol resume
todo esto con la expresión: «Comportarse honestamente como en pleno día» (cf. Rom 13,13).
Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la donación a los demás. ¿Cómo
puedo donarme, si no me poseo, sino que soy esclavo de mis pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás,
si no he entendido todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco y que mi propio
cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer que se puede juntar un verdadero servicio a los
hermanos, que exige siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida personal
turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones. Inevitablemente se
termina por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir los
Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente,
y a descargarlo de toda responsabilidad es que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los derechos y
libertades de los demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal. Pero aparte del hecho de que
viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto
del prójimo. No es verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad de
todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo cometa, contagia y contamina
el ambiente moral del hombre; este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por él
con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc 9,42ss; Lc 17,1ss.). Según
Jesús, también los malos pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por
tanto, al mundo: «Del corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las
fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).
Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo que Pablo define como «la ley del
pecado» del que describe su terrible poder sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se
lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que todo pecado, incluso
personal, lleva a los demás: «Algunas personas se encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un
taladro y comenzó a hacer un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: —¿Qué
haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el agujero debajo de mi
asiento? — Pero ellos replicaron: — ¡Sí, pero el agua entrará y nos ahogará a todos!». La naturaleza misma
ha comenzado a enviarnos signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos modernos en la
esfera de la sexualidad.
3. Pureza y renovación
Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con claridad que los principales instrumentos con que
la Iglesia logró transformar el mundo pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la Palabra,
el kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos, el martirio; y se ve cómo, en el marco del
testimonio de vida, dos fueron, de nuevo, las cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor
fraterno y la pureza de las costumbres. Ya la primera carta de Pedro alude al asombro del mundo pagano
«Ya es bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de gentiles, andando entre libertinajes, instintos,
borracheras, comilonas, orgías e idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís con
Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que escribían en defensa de la fe, en los primeros siglos
de la Iglesia— atestiguan que el tenor de vida puro y casto de los cristianos era, para los paganos, algo
saneamiento de la familia, que las autoridades del tiempo querían reformar, pero cuyo desmoronamiento eran
impotentes de frenar. Uno de los temas sobre los cuales san Justino mártir basa su Apología dirigida al
emperador Antonino Pío, es este: los emperadores romanos están preocupados de sanear las costumbres y
la familia, y se esfuerzan por promulgar, a tal fin, leyes oportunas, que, sin embargo, se revelan insuficientes.
Pues bien, ¿por qué no reconocer lo que han sido capaces de obtener las leyes cristianas en aquellos que las
han acogido y la ayuda que pueden prestar también a la sociedad civil? Algunas luminosas muchachas
cristianas, muertas mártires, mostraron hasta dónde llegaba, en este punto, la fuerza del cristianismo.
No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda exenta de desordenes y pecados en materia
sexual. San Pablo tuvo que reprender incluso un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales
pecados eran claramente reconocidos como tales, denunciados y corregidos. No se exigía estar sin pecado,
Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta nuestros días. ¿Cuál es la situación del mundo
de hoy respecto a la pureza? ¡La misma, si no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una sociedad
que, en asunto de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo y en la idolatría del sexo. La tremenda
denuncia que san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de la Carta a los Romanos, se aplica, punto por
punto, al mundo de hoy, especialmente en las sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).
También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores, sino que se intenta incluso justificarlas, es decir,
justificar toda licencia moral y toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los demás y no
ofenda la libertad ajena. Se destruyen familias enteras y se dice: ¿qué mal hay? Es indudable que ciertos
juicios de la moral sexual tradicional debían ser revisados y que las modernas ciencias del hombre han
Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo de ciertas teorías pseudocientíficas y
permisivistas que tiende a negar toda norma objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a un hecho
de evolución espontánea de las costumbres, es decir, a un asunto de cultura. Si examinamos de cerca lo que
se llama la revolución sexual de nuestros días, nos damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una
revolución contra el pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios y a veces contra la
4. ¡Puros de corazón!
Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación actual en torno a nosotros, que, por lo demás,
todos conocemos bien. A mí me interesa, en efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de nosotros
cristianos en esta situación. Dios nos llama a la misma empresa a la que llamó a nuestros primeros hermanos
de fe: a «oponernos a este torrente de perdición». Nos llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del
mundo, la «belleza» de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A luchar con tenacidad y humildad;
no necesariamente a ser, todos y enseguida, perfectos. Esta lucha es tan antigua como la Iglesia misma.
Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer: nos llama a testimoniar al mundo la inocencia
originaria de las criaturas y de las cosas. El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha
subido a todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de embotamiento y borrachera
de sexo. Hay que despertar en el hombre la nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su
corazón, aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que ya no existe, sino
de una inocencia de redención que nos fue devuelta por Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y en la
Palabra de Dios. San Pablo apunta este programa cuando escribe a los Filipenses: «Sed irreprochables y
sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis
como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que el Apóstol
Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre
y la mujer, como si la una fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un potencial enemigo,
más que una «ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido, a veces, al menos en la práctica,
precisamente a este conjunto de tabúes, de prohibiciones y de miedos, como si la virtud tuviera que
avergonzarse ante el vicio y no, en cambio, el vicio el que debiera avergonzarse ante la virtud. Debemos
aspirar, gracias a la presencia en nosotros del Espíritu, a una pureza que sea más fuerte que el vicio
contrario; una pureza positiva, no sólo negativa, que sea capaz de hacernos experimentar la verdad de esa
palabra del Apóstol: «¡Todo es puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra palabra de la Escritura:
«Aquel que está en vosotros es más grande que aquel que está en el mundo» (1 Jn 4,4).
Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón», porque de allí sale todo lo que contamina
realmente la vida de una persona (cf. Mt 15,18s). Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir, tendrán ojos nuevos para ver el mundo y
a Dios, ojos límpidos que saben vislumbrar lo que es bello y lo que es feo, lo que es verdad y lo que es
mentira, lo que es vida y lo que es muerte. Ojos, en definitiva, como los de Jesús. Con qué libertad Jesús
podía hablar de todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto… Ojos como los de María. La
pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a las criaturas, sino en decirlas «sí»; sí en cuanto criaturas de
Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este «sí», hay que pasar a través de la cruz, porque
después del pecado, nuestra mirada sobre las criaturas se enturbió; se desencadenó en nosotros la
nos arrastra contra la ley de Dios, a pesar de nuestra propia voluntad. En la primera meditación de esta
Cuaresma hemos insistido en un aspecto particularmente actual y necesario de la mortificación: la de los ojos.
Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el ayuno de los alimentos y las bebidas.
Concluimos recordando la experiencia de San Agustín que hemos evocado al comienzo. Después de aquella
experiencia él comenzó a rezar para obtener la castidad de manera nueva. “Señor, dijo, tú me pides de ser
casto: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Una oración que todos podemos hacer nuestra,
sabiendo que en este campo, como in cualquier otro, sin la gracia de Dios no podemos hacer nada.
soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da
testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis
Nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponda a la verdad histórica, que
quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio. En este caso se juega en ello la honestidad
del autor. En el Calvario, a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que
Él «vio» no sólo lo que ocurría bajo la mirada de todos. A la luz del Espíritu Santo, después de la Pascua, vio
también el sentido de lo que había sucedido: que en ese momento era inmolado el verdadero Cordero de Dios
y se realizaba el sentido de la Pascua antigua; que Cristo en la cruz era el nuevo templo de Dios, de cuyo
costado, como había predicho el profeta Ezequiel (47,1ss.), brota el agua de la vida; que el espíritu que él
entrega en el momento de la muerte (Jn 19, 30) da comienzo a la nueva creación, como «el Espíritu de Dios»,
aleteando sobre las aguas había transformado, al principio, el caos en el cosmos. Juan, entendió el sentido
Pero, ¿por qué —nos preguntamos—, esta ilimitada concentración de significado en la cruz de Cristo? ¿Por
qué esta omnipresencia del Crucificado en nuestras iglesias, en los altares y en cualquier lugar frecuentado
por cristianos? Alguien ha sugerido una clave de lectura del misterio cristiano, diciendo que Dios se revela
«sub contraria specie», bajo lo contrario de lo que él es en realidad: revela su potencia en la debilidad, su
Esta clave de lectura no se aplica a la cruz. En la cruz Dios se revela «sub propia specie», por lo que él es, en
su realidad más íntima y más verdadera. «Dios es amor», escribe Juan (1 Jn 4,10), amor oblativo, y sólo en la
cruz se hace manifiesto hasta dónde se abre paso esta capacidad infinita de auto-donación de Dios.
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Tanto amó
Dios al mundo que dio (¡a la muerte!) al Hijo unigénito» (Jn 3,16); «Me amó y entregó (¡a la muerte!) a sí
***
En el año en que la Iglesia celebra un Sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia
preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo que Jesús amaba, encierra un mensaje
especial. Tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante
joven. Fue un auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea. Fue un encuentro
«personal», existencial. Si en el centro del pensamiento de Pablo está el obrar de Jesús, su misterio pascual
de muerte y resurrección, en el centro del pensamiento de Juan está el ser, la persona de Jesús. De ahí todos
esos «Yo soy» de resonancias eternas que salpican su Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»,
Juan era, casi con certeza, uno de los dos discípulos del Bautista que, al comparecer en la escena de Jesús,
fueron detrás de él. A su pregunta: «Rabbì, ¿dónde vives?», Jesús respondió: «Venid y veréis». «Fueron,
pues, y ese día se quedaron con él; eran aproximadamente las cuatro de la tarde» (Jn 1,35-39). Esa hora
Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a
la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo
que Jesús tiene que aportarles. Juan lo descubrió estando con él: «vida en abundancia», «alegría plena».
Hagamos que en todos los discursos sobre los jóvenes y a los jóvenes resuene en el trasfondo la apremiante
invitación del Santo Padre en la Evangelii gaudium: «Invito a todo cristiano, en cualquier lugar y situación que
se encuentre, a renovar hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de buscarlo cada día sin descanso. No hay motivo para que alguien pueda pensar
que esta invitación no es para él» (EG 3). Encontrar personalmente a Cristo también es posible hoy porque él
está resucitado; es una persona viva, no un personaje. Todo es posible después de este encuentro personal;
***
Además del ejemplo de su vida, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su
Primera Carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano a los jóvenes de sus Iglesias:
«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis
vencido al maligno. ¡No améis el mundo, ni las cosas del mundo!» (1 Jn 2,14-15)
El mundo que no debemos amar, y al cual no debemos someternos, no es, lo sabemos, el mundo creado y
amado por Dios, no son los hombres del mundo a cuyo encuentro, por el contrario, siempre debemos ir,
especialmente a los pobres, a los últimos. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y de la marginación
es, paradójicamente, el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allá donde el mundo evita ir con
todas sus fuerzas. Es separase del principio mismo que rige el mundo, es decir, el egoísmo.
No, el mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás
y del pecado, «el espíritu que está en el aire» lo llama san Pablo (Ef 2,1-2). Un papel decisivo desempeña en
él la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde por el aire a
través de las infinitas posibilidades de la técnica. «Se determina un espíritu de gran intensidad histórica, al
que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente.
Actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia o un delito.
Entonces no se osa ya situarse frente a las cosas y a la situación, y sobre todo a la vida, de manera diferente
Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos, conformismo. Un gran poeta creyente del siglo
pasado, T.S. Eliot, escribió tres versos que dicen más que libros enteros:
parecerá un desertor»
Queridos jóvenes cristianos, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a vosotros, os
exhorto: ¡Sed de los que toman la dirección opuesta! ¡Tened la valentía de ir contra corriente! La dirección
opuesta, para nosotros, no es un lugar, es una persona, es Jesús nuestro amigo y redentor.
Se os confía particularmente una tarea a vosotros: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha
terminado: el amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión —a menudo violenta y tiránica— del otro. En la
cruz Dios se reveló como ágape, amor que se dona. Pero el ágape nunca está separado del eros, del amor de
búsqueda, del deseo y de la alegría de ser amado. Dios no nos hace sólo la «caridad» de amarnos: nos
desea; en toda la Biblia se revela como esposo enamorado y celoso. También el suyo es un amor «erótico»,
en el sentido noble de este término. Es lo que explicó Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est».
«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente [...]. La fe
bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que
asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo
No se trata, pues, de renunciar a las alegrías del amor, a la atracción y al eros, sino de saber unir al eros el
ágape, al deseo del otro, la capacidad de darse al otro, recordando lo que san Pablo refiere como un dicho de
otra criatura en el matrimonio, o a Dios en la vida consagrada, empezando por donar el propio tiempo, la
silenciosamente hacéis.
Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha
merecido la gracia de poderlo ejercitar, en pequeña parte, en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron
de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, aunque sólo mirando con
fe al Crucificado. Juan vio proféticamente una última cosa bajo la cruz: hombres y mujeres de todo tiempo y
de cada lugar que miraban a «quien fue traspasado» y lloraba de arrepentimiento y de consuelo (cf. Jn 19, 37;
Zac 12,10). A ellos nos unimos también nosotros en los gestos litúrgicos que seguirán dentro de poco.
Continuando la reflexión iniciada en Adviento sobre el versículo del salmo: «Mi alma tiene sed del Dios vivo»
(Sal 42,2), en esta primera predicación cuaresmal, quisiera meditar con vosotros sobre la condición esencial
para «ver» a Dios. Según Jesús, es la pureza de corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón porque
Sabemos que puro y pureza tienen en la Biblia, como, por lo demás, en el lenguaje común, una amplia gama
de significados. El Evangelio insiste en dos ámbitos en particular: la rectitud de las intenciones y la pureza de
sexualidad.
En el ámbito moral, con la palabra «pureza» se designa comúnmente un cierto comportamiento en la esfera
sexualidad. No podemos entrar en contacto con Dios, que es espíritu, de otro modo que mediante nuestro
espíritu. Pero el desorden o, peor aún, las aberraciones en este campo tienen el efecto, comprobado por
todos, de oscurecer la mente. Es como cuando se agitan los pies en un estanque: el barro, desde el fondo,
asciende y enturbia toda el agua. Dios es luz y una persona así «aborrece la luz».
El pecado impuro no deja ver el rostro de Dios, o, si lo deja ver, lo deja ver todo deformado. Hace de él, no el
amigo, el aliado y el padre, sino el oponente, el enemigo. El hombre carnal está lleno de concupiscencias,
desea las cosas ajenas y la mujer de los otros. En esta situación Dios se le aparece como aquel que cierra el
paso a sus malos deseos con esos conminatorios suyos: «¡Tú debes!», «¡Tú no debes!». El pecado suscita,
en el corazón del hombre, un sordo rencor contra Dios, hasta el punto de que, si dependiera de él, querría que
En esta ocasión, sin embargo, más que sobre la pureza de las costumbres, querría insistir sobre el otro
significado de la expresión «puros de corazón», es decir, sobre la pureza o rectitud de las intenciones,
prácticamente sobre la virtud contraria a la hipocresía. Nos orienta en este sentido también el tiempo litúrgico
que estamos viviendo. Hemos empezado la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, escuchando de nuevo las
«Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas… Cuando oréis, no
seáis como los hipócritas… Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6,1-18)
Es sorprendente lo poco que entra el pecado de hipocresía —el más denunciado por Jesús en los Evangelios
«¿He sido hipócrita?», he tenido que introducirla por mi cuenta, y rara vez he podido pasar indemne a la
pregunta siguiente. El más grande acto de hipocresía sería esconder la propia hipocresía. Esconderla a uno
mismo y a otros, porque a Dios no es posible. La hipocresía se vence, en gran parte, en el momento que es
reconocida. Y es lo que nos proponemos hacer en esta meditación: reconocer la parte de hipocresía, más o
El hombre —escribió Pascal— tiene dos vidas: una es la vida verdadera; la otra, la imaginaria que vive en la
opinión, suya o de la gente. Nosotros trabajamos sin descanso para embellecer y conservar nuestro ser
imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos damos prisa en hacerlo
saber, en un modo u otro, para enriquecer con tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos incluso a
prescindir de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, a pesar de parecer
valientes y en dar incluso la vida, con tal de que la gente hable de ello .
Tratamos de descubrir el origen y el significado del término hipocresía. La palabra deriva del lenguaje teatral.
Al principio significaba simplemente recitar, representar en el escenario. A los antiguos no se les escapaba el
elemento intrínseco de mentira que hay en toda representación escénica, a pesar del alto valor moral y
artístico que se le reconoce. De aquí el juicio negativo que se llevaba sobre el oficio del actor, reservado, en
ciertos períodos, a los esclavos y prohibido incluso por los apologetas cristianos. El dolor y la alegría
representados allí y enfatizados no son verdadero dolor y verdadera alegría, sino apariencia, afectación. A las
palabras y a las actitudes exteriores no corresponde la íntima realidad de los sentimientos. Lo que hay en la
Nosotros utilizamos la palabra fiction en sentido neutral o incluso positivo (¡es un género literario y de
espectáculo muy en boga en nuestros días!); los antiguos le daban el sentido que ella tiene en realidad: el de
ficción. Lo que había de negativo en la ficción escénica ha pasado a la palabra hipocresía. De palabra
originalmente neutra, se ha convertido en palabra exclusivamente negativa, una de las pocas palabras con
significados solo negativos. Hay quien se jacta de ser orgulloso o libertino, nadie de ser hipócrita.
El origen del término nos pone sobre la pista para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida
un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona para convertirse en
personaje. El personaje no es otra cosa que la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje
una máscara. La persona es desnudez radical, el personaje es todo vestimenta. La persona ama la
torpe.
Esta tendencia innata del hombre se acrecienta enormemente con la cultura actual, dominada por la imagen.
Películas, televisión, Internet: todo se basa ahora principalmente en la imagen. Descartes dijo: «Cogito ergo
sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo por «parezco, luego soy». Un famoso moralista ha
definido la hipocresía como «el tributo que el vicio paga a la virtud» . Acecha principalmente a las personas
piadosas y religiosas. Un rabino del tiempo de Cristo, decía que el 90% de la hipocresía del mundo se
encontraba en Jerusalén . El motivo es simple: donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la
piedad y de la virtud, allí es más fuerte la tentación de aparentarlos para no parecer que se carece de ellos.
Un peligro viene también de la multitud de ritos que las personas piadosas suelen realizar y de las
prescripciones que se han comprometido a cumplir. Si no están acompañados por un continuo esfuerzo de
poner en ellos un alma, mediante el amor a Dios y al prójimo, se convierten en cáscaras vacías. «Estas cosas
—dice san Pablo hablando de ciertos ritos y prescripciones exteriores— tienen una apariencia de sabiduría,
con su aparente religiosidad, humildad y austeridad respecto del cuerpo, pero en realidad no sirven que para
satisfacer la carne » (Col 2,23). En este caso, las personas conservan, dice el Apóstol, «la apariencia de la
vida»: una pública, evidente, la otra oculta; a menudo una diurna, la otra nocturna. Es el estado espiritual más
peligroso para el alma, del cual es muy difícil salir, a menos que intervenga algo desde el exterior rompiendo
el muro dentro del cual uno se ha encerrado. Es el estado que Jesús describe con la imagen de los sepulcros
blanqueados:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera
tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo
vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad (Mt 23,27-28).
Si nos preguntamos por qué la hipocresía es tan abominada por Dios, la respuesta es clara. La hipocresía es
mentira. Es ocultar la verdad. Además, en la hipocresía, el hombre degrada a Dios, lo pone en el segundo
puesto, colocando en primer lugar a las criaturas, al público. Es como si en presencia del rey, uno le diera la
espalda para dirigir su atención únicamente a los siervos. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el
corazón» (1 Sam 16,7): cultivar la apariencia más que el corazón, significa automáticamente dar más
La hipocresía es, pues, esencialmente falta de fe, una forma de idolatría en cuanto que pone las criaturas en
el lugar del Creador. Jesús hace derivar de ella la incapacidad de sus enemigos de creer en él: «¿Cómo
podéis creer vosotros, que tomáis la gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene solo de
Dios?» (Jn 5,44). La hipocresía también carece de caridad hacia el prójimo, porque tiende a reducir a los otros
a admiradores. No reconoce su dignidad propia, sino que los ve solo en función de la propia imagen. Números
Una forma derivada de la hipocresía es la duplicidad o la no sinceridad. Con la hipocresía se trata de mentir a
Dios; con la duplicidad en el pensar y en el hablar se trata de mentir a los hombres. Duplicidad es decir una
cosa y pensar otra; decir bien de una persona en su presencia y hablar mal de ella apenas se ha dado la
espalda.
El juicio de Cristo sobre la hipocresía es como una espada en llamas: «Receperunt mercedem suam»:
«recibieron su recompensa». Firmaron un recibo, no pueden esperar otra cosa. Una recompensa, además,
ilusoria y contraproducente también en el plano humano, porque es muy cierto el dicho de que «la gloria huye
Está claro que nuestra victoria sobre la hipocresía no será nunca una victoria a primera vista. A menos de
haber llegado a un nivel altísimo de perfección, no podemos evitar sentir instintivamente el deseo de que nos
pongan bien, de quedar bien, de agradar a los demás. Nuestra arma es la rectificación de la intención. A la
recta intención se llega mediante la rectificación constante, diaria, de nuestra intención. La intención de la
Si la hipocresía consiste en mostrar también el bien que no se hace, un remedio eficaz para contrarrestar esta
tendencia es ocultar incluso el bien que se hace. Privilegiar esos gestos ocultos que no serán estropeados por
ninguna mirada terrena y conservarán todo su perfume para Dios. «A Dios —dice san Juan de la Cruz—, le
agrada más una acción, por pequeña que sea, hecha a escondidas y sin el deseo de que sea conocida, que
mil otras realizadas con el deseo de que sean vistas por los hombres». Y también: «Una acción hecha entera
y puramente por Dios, con corazón puro, crea todo un reino para quien la hace» .
Jesús recomienda con insistencia este ejercicio: «Reza en lo secreto, ayuna en lo secreto, haz limosna en lo
secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (cf. Mt 6,4-18). Son delicadezas respecto de Dios
que tonifican el alma. No se trata de hacer de esto una regla fija. Jesús dice también: «Brille así vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los
cielos» (Mt 5,16). Se trata de distinguir cuándo es bueno que los demás vean y cuándo es mejor que no vean.
Lo peor que se puede hacer, al término de una descripción de la hipocresía, es utilizarla para juzgar a los
otros, para denunciar la hipocresía que existe en torno a nosotros. Jesús aplica a esos precisamente el título
de hipócritas: «¡Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo y luego verás bien para quitar la paja del ojo de tu
hermano!» (Mt 7,5). Aquí es realmente el caso de decir: «Quien de vosotros esté sin pecado que tire la
primera piedra» (Jn 8,7). ¿Quién puede decir que está del todo exento de alguna forma de hipocresía? ¿No
es un poco también él un sepulcro blanqueado, distinto dentro de lo que aparece en el exterior? Quizá sólo
Jesús y la Virgen estuvieron libres, de manera estable y absoluta, de toda forma de hipocresía. El hecho
consolador es que apenas uno dice: «He sido un hipócrita», su hipocresía es vencida.
La Palabra de Dios no se limita a condenar el vicio de la hipocresía; nos impulsa también a cultivar la virtud
opuesta que es la sencillez. «La lámpara del cuerpo es el ojo; por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo
será luminoso» (Mt 6,22). La palabra «sencillez» puede tener —y también hoy lo tiene— el sentido negativo
recomendación: «Sed sencillos como palomas», sigue la invitación a ser también «prudentes como
San Pablo retoma y aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza evangélica sobre la sencillez. En
la carta a los Romanos escribe: «Quien da, que lo haga con sencillez» (Rom 12,8). Se refiere, en primer lugar,
a aquellos que en la comunidad se dedican a obras de caridad, pero la recomendación se aplica a todos: no
sólo a quien da de su dinero, sino también a quien da de su tiempo, de su trabajo. El sentido es no hacer
pesar lo que se hace por los demás o en el propio oficio. Alessandro Manzoni, que en su novela «Los novios»
encarnó tan bien el espíritu del Evangelio, tiene una escena delicadísima a este respecto. El buen sastre del
pueblo
«interrumpió su discurso, como sorprendido por un pensamiento. Se detuvo un momento; luego puso juntos
un plato de viandas que había sobre la mesa, y le añadió un pan, puso el plato en una servilleta y tomada ésta
para las cuatro puntas, dijo a su niña mayor: —Coge aquí—. Le dio en la otra mano una cantimplora de vino, y
añadió: —Ve a casa de María la viuda; deja estas cosas, y dile que es para estar un poco más alegre con sus
El apóstol Pablo habla de sencillez también en otro contexto que nos interesa especialmente porque afecta a
«Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada
nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de
corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad» (1 Cor 5,7-8).
La fiesta que el Apóstol invita a celebrar no es una fiesta cualquiera, sino la fiesta por excelencia, la única
fiesta que el cristianismo conoce y celebra en los tres primeros siglos de su historia, es decir, la Pascua. La
vigilia de la Pascua, el 13 de Nisán, el ritual judío ordenaba que la dueña de casa explorara toda la casa a la
luz de la vela, rebuscando en cada esquina, para hacer desaparecer cualquier pequeño vestigio de pan
fermentado y celebrar así, al día siguiente, la Pascua solo con pan ázimo. El fermento, en efecto, era para los
hebreos sinónimo de corrupción y el pan ázimo, símbolo de pureza, novedad e integridad. En este sentido
Jesús llama a la hipocresía fermento, «el fermento de los fariseos» (Lc 12,1).
San Pablo ve en la práctica ritual judía una grandiosa metáfora de la vida cristiana. Cristo fue inmolado; él es
la verdadera Pascua de la que la antigua era una espera; es necesario, pues, explorar la casa interior, el
corazón, despojarse de todo lo que es viejo y corrupto, para ser «una masa nueva»; hacer, también dentro de
nosotros, la gran limpieza primaveral. La palabra griega heilikrineia que se traduce como «sinceridad»
contiene la idea de esplendor solar (helios) y de prueba o juicio (krino) y significa, por eso, una transparencia
La virtud de la sencillez tiene el modelo más sublime que se pueda pensar: Dios mismo. San Agustín escribió:
«Dios es trino, pero no es triple» . Él es la simplicidad misma. La Trinidad no destruye la simplicidad de Dios,
porque la sencillez se refiere a la naturaleza y la naturaleza de Dios es una y simple. Santo Tomás recoge
La Biblia expresa esta misma verdad de manera concreta, por medio de imágenes: «Dios es luz y en él no hay
tinieblas» (1 Jn 1,5). La ausencia de toda mezcla es también uno de los múltiples significados del título divino
Qadosh, Santo. Pura plenitud, pura simplicidad. La gran mística santa Catalina de Génova designa este
aspecto de la naturaleza divina, de la que estaba enamorada, con neto, un término que indica, a la vez,
pureza e integridad, plenitud y homogeneidad absoluta. Dios es un «todo de una pieza». La simplicidad de
Dios es «pura plenitud»; a él, dice la Escritura, «nada se le puede añadir ni quitar» (Sir 42,21). En cuanto es
suma plenitud, nada se le puede añadir; en cuanto que es suma pureza, nada se le debe quitar. En nosotros
las dos cosas nunca están unidas; la una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre quitando
Cualquier acción, aunque sea pequeña, si se realiza con intención pura y simple, nos hace ser «a imagen y
semejanza de Dios». La intención pura y simple recoge las fuerzas dispersas del alma, prepara el espíritu y lo
une a Dios. Es principio, fin y adorno de todas las virtudes. Tendiendo a Dios solo y juzgando las cosas en
relación a él, la sencillez rechaza y vence la ficción, la hipocresía y cualquier duplicidad. Esta intención pura y
recta es ese ojo simple del que habla Jesús en el Evangelio, que ilumina todo el cuerpo, es decir, toda la vida
La sencillez es una de las conquistas más arduas y más bellas del camino espiritual. La sencillez es propia de
quien ha sido purificado por una verdadera penitencia, porque es fruto de un total desprendimiento de sí
mismo y de un amor desinteresado hacia Cristo. Se alcanza poco a poco, sin desanimarse por las caídas,
sino con firme determinación de buscar a Dios por él mismo y no por nosotros mismos.
Si puedo permitirme sugerir un propósito al final de esta meditación, hay que buscar en el salterio, o en la
liturgia de las Horas, el salmo 139; recitarlo lenta y repetidamente, como si lo leyéramos por primera vez, más
aún, como si lo estuviéramos componiendo nosotros mismos o fuéramos los primeros en pronunciarlo. Si la
hipocresía y la doblez consisten en buscar la mirada de los hombres más que la de Dios, aquí encontramos el
remedio más eficaz. Rezar este salmo es como someterse a una especie de radiografía, como exponerse a
los rayos X. Uno se siente atravesado de un lado a otro por la mirada de Dios. Recuerdo siempre la impresión
cuando lo recité por primera vez en el modo que he dicho. Comienza así:
«Señor, tú me sondeas y me conoces.
me agarrará tu derecha.
Lo maravilloso es que esta toma de conciencia de estar bajo la mirada de Dios no crea un sentimiento de
vergüenza o de malestar, como quien se siente observado y descubierto en sus pensamientos más secretos;
al contrario, da alegría porque se entiende que es la mirada de un padre que nos ama y nos quiere perfectos
Sí, mira, Señor, si seguimos un camino de mentira y guíanos, en esta Cuaresma, por la vía de la sencillez y
de la transparencia. Amén.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
5.ALESSANDRO MANZONI, I promessi sposi, cap. XXIV [trad. esp. Los novios (Rialp, Madrid 2001].
“¡ENTRA EN TÍ MISMO!”
San Agustín lanzó un llamamiento que a distancia de tantos siglos conserva intacta su actualidad: «In te
ipsum redi. In interiore homine habitat veritas»: «Entra en ti mismo. En el hombre interior habita la verdad» .
«¡Entrad de nuevo en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Yendo lejos os perderéis. ¿Por
qué os encamináis por carreteras desiertas? Entrad de nuevo desde vuestro vagabundeo que os ha sacado
del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te has hecho extraño a ti mismo,
a fuerza de vagabundear fuera: no te conoces a ti mismo, y ¡busca a aquel que te ha creado! Vuelve, vuelve
al corazón, sepárate del cuerpo… Entra de nuevo en el corazón: examina allí lo que quizá percibiste de Dios,
porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo, en tu interioridad eres
Continuando el comentario iniciado en Adviento sobre el versículo del Salmo «Mi alma tiene sed del Dios
vivo», reflexionemos sobre el «lugar» en que cada uno de nosotros entra en contacto con el Dios vivo. En
sentido universal y sacramental este «lugar» es la Iglesia, pero en sentido personal y existencial es nuestro
corazón, lo que la Escritura llama «el hombre interior», «el hombre escondido en el corazón» . A esta elección
nos impulsa también el tiempo litúrgico en que nos encontramos. Jesús en estos cuarenta días está en el
desierto, y es allí donde lo debemos alcanzar. No todos pueden ir a un desierto exterior; pero todos podemos
refugiarnos en el desierto interior que es nuestro corazón. «En la interioridad del hombre habita Cristo», nos
ha dicho Agustín.
Si queremos una imagen plástica, o un símbolo que nos ayude a aplicar esta conversión hacia el interior, nos
la ofrece el Evangelio con el episodio de Zaqueo. Zaqueo es el hombre que quiere conocer a Jesús y, para
hacerlo, sale de casa, va entre la multitud, sube a un árbol… Lo busca fuera. Pero hete aquí que Jesús al
pasar lo ve y le dice: «Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que quedarme a tu casa» (Lc 19,5). Jesús
lleva a Zaqueo a su casa y allí, en secreto, sin testigos, ocurre el milagro: conoce verdaderamente quién es
Nos parecemos a menudo a Zaqueo. Buscamos a Jesús y lo buscamos fuera, por las calles, entre la multitud.
Y es el mismo Jesús quien nos invita a entrar en nuestra casa en nuestro propio corazón, donde él desea
La interioridad es un valor en crisis. La «vida interior» que en un tiempo era casi sinónimo de vida espiritual,
ahora, en cambio, tiende a ser mirada con sospecha. Hay diccionarios de espiritualidad que omiten totalmente
las voces «interioridad» y «recogimiento» y otros que las llevan, pero no sin expresar algunas reservas. Por
ejemplo, se destaca que, después de todo, no hay ningún término bíblico que corresponda exactamente a
estas palabras; que podría haber habido, en este punto, un influjo determinante de la filosofía platónica; que
Un síntoma revelador de este descenso del gusto y estima de la interioridad es la suerte que ha tocado a la
Imitación de Cristo que es una especie de manual de introducción a la vida interior. De libro más amado entre
los cristianos, después de la Biblia, ha pasado, en pocas décadas, a ser un libro olvidado.
Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición»,
es decir, el estar constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano inclinado; inclinado, sin
embargo, hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como el universo, tras la explosión inicial (el famoso Big
Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del centro. «No se sacia el ojo de
mirar, ni el oído se sacia nunca de oír», dice la Escritura (Qo 1,8). Estamos perennemente en «salida», a
Otras causas son, en cambio, más específicas y actuales. Una es la emergencia de lo «social» que es
ciertamente un valor positivo de nuestros tiempos, pero que, si no se reequilibra, puede acentuar la
proyección hacia lo exterior y la despersonalización del hombre. En la cultura secularizada y laica de nuestros
tiempos el papel que desempeñaba la interioridad cristiana fue asumido por la psicología y el psicoanálisis, las
cuales se detienen, sin embargo, en el inconsciente del hombre y en su subjetividad, prescindiendo por su
En el campo eclesial, la afirmación, con el Concilio, de la idea de una «Iglesia para el mundo» ha hecho que al
ideal antiguo de la fuga del mundo, se haya sustituido a veces el ideal de la fuga hacia el mundo. El abandono
de la interioridad y la proyección hacia lo externo es un aspecto —y entre los más peligrosos— del fenómeno
del secularismo.
Hubo incluso un intento de justificar teológicamente esta nueva orientación que ha tomado el nombre de
teología de la muerte de Dios, o de la ciudad secular. Dios —se dice— nos ha dado él mismo el ejemplo. Al
La interioridad en la Biblia
Como siempre, a la crisis de un valor tradicional, se debe responder en el cristianismo haciendo una
recapitulación, es decir, retomando las cosas en su principio para llevarlas a un nuevo cumplimiento. En otras
palabras, se trata de partir de nuevo desde la palabra de Dios y, a su luz, encontrar, en la misma Tradición, el
elemento vital y perenne, liberándolo de los elementos caducos de los que se ha revestido a lo largo de los
siglos. Es lo que el concilio Vaticano II siguió como método en todos sus trabajos. Igual que en la naturaleza,
en primavera, se poda el árbol de las ramas de la temporada anterior para hacer posible que el tronco florezca
Ya los profetas de Israel lucharon para trasladar el interés del pueblo desde las prácticas exteriores de culto y
del ritualismo, a la interioridad de la relación con Dios. «Este pueblo —leemos en Isaías— se acerca a mí solo
con palabras y me honra con los labios, mientras que su corazón está lejos de mí y el culto que me rinde es
un aprendizaje de costumbres humanas» (Is 29,13). El motivo es que «el hombre mira las apariencias, pero
Dios escudriña el corazón» (1 Sam 16,7). «Rasgaos el corazón, no las vestiduras, —se lee en otro profeta» (Jl
2,13).
Es el tipo de reforma religiosa que Jesús retomó y llevó a cabo. Uno que analice la actuación de Jesús y sus
palabras, fuera de preocupaciones dogmáticas, desde un punto de vista de la historia de las religiones, nota
sobre todo una cosa: que él quiso renovar la religiosidad judía, terminada a menudo en lo seco del ritualismo y
del legalismo, poniendo en el centro de ella una relación con Dios intima y vivida. Él no se cansa de apelar a
ese ámbito «secreto», el «corazón», donde se opera el verdadero contacto con Dios y con su voluntad viva y
del que depende el valor de toda acción (cf. Mt 15,10ss). El llamamiento a la interioridad encuentra su
motivación bíblica más profunda y objetiva en la doctrina de la inhabitación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Con el paso del tiempo, en la visión bíblica de la interioridad cristiana algo se había ofuscado, contribuyendo a
la crisis de la que he hablado anteriormente. En ciertas corrientes espirituales, como en algunos de los
místicos renanos, se había ofuscado el carácter objetivo de esta interioridad. Insisten en volver al «fondo del
alma» mediante lo que ellos llaman «introversión». Pero no siempre resulta claro si este «fondo del alma»
pertenece a la realidad de Dios o a la del yo, o, peor aún, si es ambas cosas juntas, fusionadas de manera
panteísta.
En los últimos siglos el aspecto del método había acabado por prevalecer sobre el contenido de la interioridad
cristiana, reduciéndola a veces a una especie de técnica de concentración y de meditación, más que en el
encuentro con Cristo vivo en el corazón, aunque no han faltado en ninguna época espléndidas realizaciones
de la interioridad cristiana. Santa Isabel de la Trinidad está en la línea de la más pura interioridad objetiva,
cuando escribe: «Yo he encontrado el paraíso en la tierra, porque el paraíso es Dios y Dios está en mi
corazón».
Regreso a la interioridad
Pero volvamos al presente. ¿Por qué es urgente volver a hablar de interioridad y redescubrir el gusto sobre
ella? Vivimos en una civilización toda proyectada hacia lo exterior. Ocurre en el ámbito espiritual lo que se
observa en el ámbito físico. El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar, fotografía lo que
hay en planetas lejanos; ignora, en cambio, lo que se agita a pocos miles de metros bajo la corteza terrestre y
no consigue, por eso, prever terremotos y erupciones volcánicas. También nosotros sabemos, ahora en
tiempo real, lo que sucede en el otro extremo del mundo, pero ignoramos lo que se agita en el fondo de
Evadirse, es decir, salir fuera, es una especie de palabra de orden. Incluso hay una literatura de evasión,
espectáculos de evasión. La evasión está, por así decirlo, institucionalizada. El silencio da miedo. No se logra
vivir, trabajar, estudiar sin alguna voz o música alrededor. Hay una especie de horror vacui, de miedo del
Tuve ocasión de entrar una vez en una discoteca, invitado a hablar a los jóvenes allí reunidos. Me bastó para
hacerme una idea de lo que reina allí: la orgía del barullo, el ruido ensordecedor como droga. Se han hecho
investigaciones entre los jóvenes a la salida de la discoteca y a la pregunta: «¿Por qué os reunís en este
lugar?»; algunos han respondido: «¡Para no pensar!». Pero es fácil imaginar a qué manipulaciones se
«Imponedles un trabajo pesado y que lo cumplan y no hagan caso de palabras engañosas» [de Moisés], fue
la orden del faraón de Egipto a sus ministros para con los Israelitas (cf. Éx 5,9). La orden tácita, pero no
menos perentoria, de los faraones modernos es: «¡Imponed el ruido sobre estos jóvenes, que se aturdan con
él, de modo que no piensen, no hagan elecciones libres, sino que sigan la moda que nos conviene, compren
lo que decimos nosotros, piensen como nosotros queremos!» Para un sector muy influyente de nuestra
sociedad, el del espectáculo y la publicidad, los individuos cuentan solo en cuanto que son «espectadores»,
Hay que oponerse con un rotundo «¡no!» a este vaciamiento. Los jóvenes son también los más generosos y
dispuestos a rebelarse contra las esclavitudes y, de hecho, hay multitud de jóvenes que reaccionan a este
asalto y, en lugar de huir, buscan lugares y tiempos de silencio y contemplación para reencontrarse de vez en
cuando consigo mismos y, en sí mismos, con Dios. Son muchos, aunque nadie habla de ello. Algunos han
fundado casas de oración y adoración eucarística perpetua y a través de la Red dan la posibilidad a muchos
La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla mucho hoy de autenticidad y se hace de ello el
criterio de éxito o fracaso de la vida. El filósofo quizá más conocido del siglo pasado, Martin Heidegger, puso
este concepto en el centro de su sistema. Para el cristiano la autenticidad verdadera no se alcanza más que
«Un vaquero —escribe Kierkegaard— el cual, si esto fuera posible, es un yo delante de sus vacas, es un yo
muy inferior; un soberano que fuese un yo frente a sus esclavos, lo mismo. En el fondo ninguno de los dos es
un yo, en ambos casos falta la medida… Pero, ¡qué acento infinito adquiere el yo cuando adquiere conciencia
de existir ante Dios, convirtiéndose en un yo humano cuya medida es Dios! […] Se habla muchos de vidas
desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de aquel hombre que nunca se dio cuenta, porque no tuvo
nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está
El Evangelio nos narra la historia de uno de estos «vaqueros». Había huido de la casa paterna y había
gastado sus bienes y su juventud, viviendo disolutamente. Pero un día «entró en sí mismo». Pasó revista a su
vida, preparó las palabras que tenía que decir y se puso en camino hacia la casa paterna (cf. Lc 15,17). Su
conversión se realizó en este momento, antes de moverse, mientras estaba solo en medio de una piara de
puercos. Se realizó en el momento en que «entró dentro de sí». A continuación no hizo más que ejecutar lo
que había deliberado. La conversión externa fue precedida por la interior y recibió de esta su valor. ¡Cuánta
No son solo los jóvenes los que son arrollados por la oleada de exterioridad. También lo son las personas
más comprometidas y activas en la Iglesia. ¡También los religiosos! Disipación es el nombre de la enfermedad
mortal que nos acecha a todos. Se termina por ser como un vestido del revés, con el alma expuesta a los
cuatro vientos. En un discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, san Pablo VI
dijo:
«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y la
soledad. Ruido y estruendo han invadido casi todo. Las personas no logran ya recogerse. Víctimas de mil
distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las diversas formas de la cultura moderna.
Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que
antes encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma logra estar plenamente ocupada en
Dios».
Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es ciertamente uno de los frutos más
maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y
hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa,
incapaces de entrar de nuevo en ella. ¡Presos de la exterioridad! San Agustín describe así su vida antes de la
conversión:
«Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y te buscaba aquí abajo, lanzándome deforme, sobre estas
formas de belleza que son tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de
ti esas criaturas que no existirían tampoco si no fuera por ti que las haces existir» .
¡Cuántos de nosotros deberían repetir esta amarga confesión: «Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba
fuera!» Hay algunos que sueñan con la soledad, pero la sueñan solamente. La aman, siempre que se
mantenga en el sueño y no se traduzca nunca en la realidad. En realidad, rehúyen de ella, tienen miedo de
ella. La desaparición del silencio es un síntoma grave. Han sido eliminados casi en todas partes esos carteles
típicos que en cada pasillo de las casas religiosas reclamaban en latín: Silentium! Yo creo que en muchos
ambientes religiosos se impone una elección: ¡O silencio o muerte! O se reencuentra un clima y tiempos de
silencio y de interioridad o es el vaciamiento espiritual progresivo y total. Jesús define el infierno como «las
los pobres, en la lucha por la justicia; se le encuentra en la Eucaristía, en la Palabra de Dios… Todo cierto.
Pero, ¿dónde «encuentras» realmente al hermano y al pobre, si no en tu corazón? Si los encuentras sólo
fuera, no es un yo, una persona a la que encuentras, sino una cosa; te chocas más que encontrarlo. ¿Dónde
encuentras al Jesús de la Eucaristía si no en la fe, es decir, dentro de ti? Un verdadero encuentro entre
personas no puede tener lugar más que entre dos conciencias, dos libertades, es decir, entre dos
interioridades.
Es erróneo, por lo demás, pensar que la insistencia en la interioridad pueda perjudicar al compromiso activo
por el reino y la justicia; pensar, en otras palabras, que afirmar la primacía de la intención pueda perjudicar a
la acción. La interioridad no se opone a la acción, sino a un cierto modo de realizar la acción. Lejos de
El eremita y su eremitorio
Si queremos imitar lo que Dios ha hecho al encarnarse, imitémosle verdaderamente hasta el fondo. Es cierto
que él se vació, salió de sí mismo, de la interioridad trinitaria, para venir al mundo. Sin embargo, sabemos
cómo ha sucedido esto: «Lo que era permaneció, lo que no era lo asumió», dice un antiguo aforismo a
propósito de la Encarnación. Sin abandonar el seno del Padre, el Verbo vino en medio de nosotros. También
nosotros vamos hacia el mundo, pero sin salir nunca del todo de nosotros mismos. «El hombre interior —dice
la Imitación de Cristo— se recoge espontáneamente porque no se dispersa nunca del todo en las cosas
exteriores. A él no le perjudica la actividad exterior y las ocupaciones a su tiempo necesarias, pero sabe
Pero tratemos de ver también cómo hacerlo, concretamente, para recuperar y conservar la costumbre de la
interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se hizo construir una tienda portátil y en cada
etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor.
Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre con otro» (Éx 33,11).
Esto no siempre se puede hacer. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario para
recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere otra astucia más al alcance de la mano. Al
enviar a sus frailes por las calles del mundo, decía: Nosotros tenemos siempre un eremitorio con nosotros
dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en esta ermita.
«Hermano cuerpo es la ermita y el alma el eremita que habita dentro de él para orar a Dios y meditar» . Es la
misma recomendación que santa Catalina de Siena expresaba con la imagen de la «celda interior», que cada
uno lleva consigo y a la que siempre es posible retirarse con el pensamiento, para reanudar un contacto vivo
con la Verdad que habita en nosotros. Es a esta celda interior, no delimitada por paredes, dice S. Ambrosio,
que Jesús nos invita diciendo: «Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta,
Hemos escuchado al inicio el apremiante llamamiento de san Agustín a reentrar en el corazón; terminamos
escuchando otro llamamiento igualmente apremiante en la misma dirección, lo que san Anselmo de Aosta
¡Venga, pues, desgracia humana, huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus
tumultuosos pensamientos! Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos
quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa un instante en Él. ¡«Entra en el aposento» de tu espíritu,
ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle y, «una vez cerrada la puerta», búscale! ¡Ahora di
«corazón mío», di todo entero ahora a Dios: «Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco»! (Sal 27,8).
Con estos deseos y propósitos iniciamos nuestra jornada de trabajo al servicio de la Iglesia.
5.S. KIERKAGAARD, La malattia mortale, II, en Opere [ED. C. FABRO] (Florencia 1972) 662-663 [trad. esp.
noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la
ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las
cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo
Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los
atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es
necesario, también para el espíritu un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos
exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y
Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).
El Dios «vivo» de la Biblia está así definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es
la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por
casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica
lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los
Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla,
que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura:
La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está
siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca.
También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la
pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.
Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos
dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros.
«La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la
verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues
Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles
para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son
inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo
lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó
En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi
criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en
el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la
cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del
Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir
El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él;
en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la
naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide
requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo
impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que
consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a
Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en
«ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer
como si no existiera».
En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf.
Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho
y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese
«reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que
existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo,
concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25).
Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria
del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).
El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en
este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley
de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del
hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral
de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es
En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen
invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom
9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27).
Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha
cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre
a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que
hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así
Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos
encontrado, en occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo
moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen,
sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta
afirmación es verdadera! Sí, dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el
problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un
sucedáneo suyo.
Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel
Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a
gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe
el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque
el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado
cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!» . No se daba cuenta de
Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con
el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología
la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil
para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo
y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y
Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y
trino.
Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso
de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos
nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los
creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí,
parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero
escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la
máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y
veamos cómo.
«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otro, a ti mismo
te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los
que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas
pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).
La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir
en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer
incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una
verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó
una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico
que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para
él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus
ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta
historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la
muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a
Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una
justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo
segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!».
La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los
paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir
—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra
ti.
El «juez», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado,
más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre
piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del
mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes
decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos,
Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso
puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo.
al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si
fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el
privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que
conocen bien, harán una excepción para ellos.
Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro
hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche,
se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es
decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a
arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole
enmendarse.
«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad
de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para
¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo
precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar
una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de
repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en
pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí
la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de
aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He
Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice
— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido
de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en
cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de
su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos
los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas
obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que
repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del
Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son
tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y, en el caso específico, los
llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría
es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del
Creador», yo soy idolatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del
Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he
traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo,
especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que
desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo esta misma charla que
estoy dando.
En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en
el centro y en el primer puesto en el universo, sometiendo todo a él. Basta que aprendamos a
escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús,
«de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases
El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer
servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la
propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que
desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable.
Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no
cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.
Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que
hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El
conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la
transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de
Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en
luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de
su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir,
sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la
encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre
nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que
Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.
Este año se celebra el VIII centenario del encuentro de Francisco de Asís con el Sultán de Egipto al-Kamil en
1219. Lo recuerdo en esta sede por un detalle que se refiere al tema de nuestras meditaciones sobre el Dios
viviente. Tras el regreso de su viaje a Oriente en 1219, santo Francisco escribió una carta dirigida «A los
Estáis obligados a tributar al Señor tanto honor entre el pueblo que se os a confiado, que cada noche se
anuncie, mediante un pregonero o algún otro signo, que se alabe y dé gracias al Señor Dios Todopoderoso
por parte de todo el pueblo. Y si no hacéis esto, sabed que deberéis dar razón de ello a Dios ante el Señor
Es opinión difundida que el santo sacase la ocasión para esta exhortación por lo que había observado en su
viaje a Oriente, donde había escuchado la llamada vespertina a la oración dirigida por los muyahidines desde
lo alto de los minaretes. Un hermoso ejemplo no solo de diálogo entre las diversas religiones, sino también de
enriquecimiento mutuo. Una misionera, que trabaja desde hace muchos años en un país africano, escribió
estas palabras:«Nosotros estamos llamados a responder a una necesidad fundamental de los hombres, a la
profunda necesidad de Dios, a la sed de absoluto, a enseñar el camino de Dios, a enseñar a orar. He aquí
porqué los musulmanes hacen, por estas partes, tantos prosélitos: enseñan enseguida y dan forma simple a
adorar a Dios».
Nosotros cristianos tenemos una diferente imagen de Dios —un Dios que es amor infinito aún antes que
potencia infinita—, pero esto no debe hacernos olvidar el deber primario de la adoración. A la provocación de
la mujer samaritana: «Nuestros padres adoraron en este monte; sin embargo, vosotros decís que está en
Jerusalén el lugar donde hay que adorar», Jesús responde con palabras que son la carta magna de la
adoración cristiana:
«Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros
adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los
judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu
y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en
Fue el Nuevo Testamento el que elevó la palabra adoración a esta dignidad que antes no tenía. En el Antiguo
Testamento, además de a Dios, la adoración se dirige en algunos casos también a un ángel (cf. Num 22,31) o
al rey (1 Sam 24,9); por el contrario, en el Nuevo Testamento cada vez que se intenta adorar a alguien aparte
de Dios y de la persona de Cristo, aunque sea incluso un ángel, la reacción inmediata es: «¡No lo hagas! Es a
Dios a quien se debe adorar» . Como si se corriera, en caso contrario, un peligro mortal. Es lo que Jesús, en
el desierto, recuerda terminantemente al tentador que le pide que le adore: «Escrito está: Al Señor tu Dios,
La Iglesia ha recogido esta enseñanza, haciendo de la adoración el acto por excelencia del culto de latría,
distinto de llamado de dulía reservado a los santos y del llamado de hiperdulía reservado a la Virgen. La
adoración es, pues, el único acto religioso que no se puede ofrecer a ningún otro, dentro del universo,
tampoco a la Virgen, sino sólo a Dios. Aquí está su dignidad y fuerza única.
La adoración (proskunesis), al comienzo, indicaba el gesto material de postrarse rostro en tierra delante de
alguien, en señal de reverencia y sumisión. En este sentido plástico la palabra es usada todavía en los
Evangelios y en el Apocalipsis. En ellos la persona ante la cual uno se prostra, sobre la tierra, es Jesucristo y
Corintios 14,25 él aparece suelto de su significado exterior e indica una disposición interior del alma hacia
Dios. Esto llegará a ser cada vez más el significado ordinario del término y en este sentido, en el credo,
decimos del Espíritu Santo que es «adorado y glorificado» al igual que el Padre y del Hijo.
Para indicar la actitud exterior correspondiente a la adoración, se prefiere el gesto de doblar las rodillas, la
genuflexión. También este último gesto está reservado exclusivamente a la divinidad. Podemos estar de
rodillas ante la imagen de la Virgen, pero no hacemos la genuflexión ante ella, como la hacemos ante el
Pero, más que el significado y el desarrollo del término, nos interesa saber en qué consiste y cómo podemos
practicar la adoración. La adoración puede ser preparada por larga reflexión, pero termina con una intuición y,
como cualquier intuición, no dura mucho. Es como un relámpago de luz en la noche. Pero de una luz especial:
no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y
conjunto de la bondad de Dios y de su presencia que quita el aliento. Es una especie de naufragio en el
océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios. Adorar, según la expresión de santa Ángela de Foligno
recordada otra vez, significa «recogerse en unidad y sumergirse en el abismo infinito de Dios».
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Él dice por sí solo que la
realidad está demasiado más allá que toda palabra. En la Biblia resuena alta la advertencia: «¡Calla ante él
toda la tierra!» (Hab 2,20) y: «¡Silencio en la presencia del Señor Dios!» (Sof 1,7). Cuando «los sentidos son
rodeados por un inmenso silencio y con la ayuda del silencio envejecen las memorias», decía un Padre del
Fue un gesto de adoración el de Job, cuando, encontrándose cara a cara con el Todopoderoso al final de su
historia, exclama: «He aquí, son muy mezquino: ¿qué te puedo responder? Me pongo la mano sobre mi
boca» (Job 40,4). En este sentido, el versículo de un salmo, retomado luego por la liturgia, en el texto hebreo
decía: «Para ti es alabanza el silencio», Tibi silentium laus! (cf. Sal 65,2, texto Masorético). Adorar —según la
maravillosa expresión de san Gregorio Nacianceno— significa elevar a Dios un «himno de silencio» . Como a
medida que se sube una alta montaña el aire se hace más enrarecido, así a medida que uno se aproxima a
Dios la palabra debe hacerse más breve, hasta hacerse, al final, totalmente muda y unirse en silencio a aquel
que es el inefable .
Si se quiere decir algo para «parar» la mente e impedir que vagabundee en otros objetos, conviene hacerlo
con la palabra más breve que exista: Amén, Sí. Adorar, en efecto, es asentir. Es dejar que Dios sea Dios. Es
decir sí a Dios como Dios y a sí mismos como criaturas de Dios. En este sentido, Jesús es definido en el
Apocalipsis, el Amén, el Sí hecho persona (cf. Ap 3,14). Se puede también repetir incesantemente con los
La adoración exige, pues, que nos pleguemos y se esté callado. Pero, ¿es un tal acto, digno del hombre? ¿No
lo humilla, derogando su dignidad? Más aún, ¿es realmente digno de Dios? ¿Qué Dios es si necesita que sus
criaturas se postren por tierra delante de él y callen? ¿Es acaso, Dios, como uno de esos soberanos
orientales que inventaron para sí la adoración? Es inútil negarlo, la adoración supone para las criaturas
también un aspecto de radical humillación, un hacerse pequeños, un rendirse y someterse. La adoración
implica siempre un aspecto de sacrificio, sacrificar algo. Precisamente así atestigua que Dios es Dios y que
nada ni nadie tiene derecho a existir ante él, si no en gracia de Él. Con la adoración se inmola y se sacrifica el
propio yo, la propia gloria, la propia autosuficiencia. Pero esta es una gloria falsa e inconsistente, y es una
Al adorar, se «libera la verdad que estaba prisionera de la injusticia». Se llega a ser «auténticos» en el sentido
más profundo de la palabra. En la adoración se anticipa ya el regreso de todas las cosas a Dios. Uno se
abandona al sentido y al flujo del ser. Como el agua encuentra su paz en fluir hacia el mar y el pájaro su
alegría en seguir el curso del viento, así el adorador en adorar. Adorar a Dios no es tanto un deber, una
obligación, cuanto un privilegio, más aún, una necesidad. ¡El hombre necesita algo majestuoso que amar y
Por tanto, no es Dios quien necesita ser adorado, sino el hombre quien necesita adorar. Un prefacio de la
Misa dice: «Tú no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya
nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo nuestro Señor» . Estaba totalmente
desviado F. Nietzsche cuando definía al Dios de la Biblia «ese Oriental ávido de honores en su sede celestial»
Sin embargo, la adoración debe ser libre. Lo que hace la adoración digna de Dios y a la vez digna del hombre
es la libertad, entendida ésta, no sólo negativamente como ausencia de coacción, sino también positivamente
como impulso gozoso, don espontáneo de la criatura que expresa así su alegría de no ser ella misma Dios,
para poder tener un Dios por encima de sí al que adorar, admirar, celebrar.
La adoración eucarística
La Iglesia católica conoce una forma particular de adoración que es la adoración eucarística. Toda
gran corriente espiritual, en el seno del cristianismo, ha tenido su particular carisma que constituye su
contribución particular a la riqueza de toda la Iglesia. Para los protestantes, este es el culto de la
palabra de Dios; para los ortodoxos, el culto de los iconos; para la Iglesia católica, es el culto
eucarístico. A través de cada una de estas tres vías, se realiza el mismo objetivo de fondo, que es la
cristiana. Comenzó a desarrollarse en Occidente, a partir del siglo XI, como reacción a la herejía de
Berengario de Tours que negaba la presencia «real» y admitía una presencia sólo simbólica de Jesús
en la Eucaristía. A partir de esa fecha, sin embargo, no ha habido, se puede decir, un santo, en cuya
vida no se note un influjo determinante de la piedad eucarística. Ella ha sido fuente de inmensas
energías espirituales, una especie de hogar siempre encendido en medio de la casa de Dios, en el cual
se han calentado todos los grandes hijos de la Iglesia. Generaciones y generaciones de fieles
católicos han advertido el estremecimiento de la presencia de Dios al cantar el himno Adoro te devote,
Lo que diré de la adoración y de la contemplación eucarística se aplica casi por completo también a la
contemplación del icono de Cristo. La diferencia es que en el primer caso se tiene una presencia real
de Cristo, en el segundo una presencia sólo intencional. Ambas se basan en la certeza de que Cristo
Estando tranquilos y silenciosos, y posiblemente largo tiempo, ante Jesús sacramentado, o ante un
icono suyo, se perciben sus deseos respecto de nosotros, se depositan los propios proyectos para
dar cabida a los de Cristo, la luz de Dios penetra, poco a poco, en el corazón y lo sana. Ocurre algo
que evoca lo que les pasa a en los árboles en primavera, es decir, el proceso de la fotosíntesis. Brotan
de las ramas las hojas verdes; estas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción
de la luz solar, son «fijados» y transformados en alimento de la planta. Sin tales hojitas verdes, la
planta no podría crecer y dar frutos y no contribuiría a regenerar el oxígeno que nosotros mismos
respiramos.
¡Nosotros debemos ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas y de las
almas contemplativas. Al contemplar el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el
Espíritu Santo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice
también el apóstol Pablo cuando escribe: «Todos nosotros, a rostro descubierto, reflejando como en
un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen, de gloria en gloria, según la
Nuestro poeta, Giuseppe Ungaretti, al contemplar una mañana en la orilla del mar el surgir del sol,
escribió una poesía de solo dos brevísimos versos, tres palabras en total: «Me ilumino de inmensidad
». Son palabras que podrían ser hechas propias por quien está en adoración ante el Santísimo
Sacramento. Sólo Dios conoce cuántas gracias ocultas han descendido sobre la Iglesia gracias a
La adoración eucarística es también una forma de evangelización y entre las más eficaces. Muchas
parroquias y comunidades que la han puesto en su horario diario o semanal lo experimentan
directamente. La vista de personas que por la tarde o de noche están en adoración silenciosa ante el
Santísimo en una iglesia iluminada ha empujado a muchos transeúntes a entrar y, después de haber
permanecido un momento, a exclamar: «¡Aquí está Dios!». Precisamente como está escrito que
ombligo, a la búsqueda del propio yo profundo. Consiste siempre en dos miradas que se cruzan.
Hacía, pues, una óptima contemplación eucarística aquel campesino de la parroquia de Ars que
pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con la mirada dirigida al sagrario y que, interrogado por el
Santo Cura qué hacía así todo el tiempo, respondió: «¡Nada, yo le miro y Él me mira!».
Si a veces se abaja y flaquea nuestra mirada, nunca flaquea, sin embargo, la de Dios. La
contemplación eucarística se reduce, a veces, simplemente a hacer compañía a Jesús, a estar bajo su
mirada, dándole incluso la alegría de contemplarnos, que, en cuanto criaturas sacadas de la nada y
pecadoras, sin embargo, somos el fruto de su pasión, aquellos por los que él ha dado la vida. Es un
acoger la invitación de Jesús dirigida a los discípulos en Getsemaní: «Permaneced aquí y velad
La contemplación eucarística no es impedida, pues, en sí, por la aridez que a veces se puede
experimentar, ya sea debida a nuestra disipación, o, en cambio, permitida por Dios para nuestra
purificación. Basta darla un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción derivada del fervor,
para hacerle feliz y decir, como decía Charles de Foucauld: «¡Tu felicidad, Jesús, me basta!»; es decir:
me basta con que tú seas feliz. Jesús tiene a disposición la eternidad para hacernos felices; nosotros
no tenemos más que este breve espacio de tiempo para hacerle feliz: ¿cómo resignarse a perder esta
momento de la muerte de Jesús sobre la cruz: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Más aún, dicha
contemplación es ella misma una profecía, porque anticipa lo que haremos por siempre en la
Jerusalén celestial. Es la actividad más escatológica y profética que se pueda realizar en la Iglesia. Al
comunión; pero no cesará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros. Esto es lo que, en
efecto, los santos hacen en el cielo (cf. Ap 5,1ss). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un
único coro con la Iglesia de arriba: ellos delante, nosotros, por así decirlo, detrás del altar; ellos en la
En 1967 comenzó la Renovación Carismática Católica que en cincuenta años ha tocado y renovado a
sentido común de este término; es una corriente de gracia destinada a toda la Iglesia, una «inyección
de Espíritu Santo» de la que ella tiene necesidad desesperadamente. Es como una sacudida eléctrica
destinada a descargarse sobre la masa que es la Iglesia y, una vez que esto ha ocurrido, desaparecer.
Menciono aquí esta realidad porque ella inició precisamente con una extraordinaria experiencia de
adoración del Dio vivo que ha sido el tema de esta meditación. El grupo de estudiantes de la
Universidad Duquesne de Pittsburgh que participó en el primer retiro, se encontró, una noche, en la
capilla ante el Santísimo, cuando, de pronto, sucedió una cosa singular, que una de ellos, más
«El temor del Señor comenzó a correr en medio de nosotros; una especie de terror sagrado nos
impedía levantar los ojos. Él estaba allí personalmente presente y nosotros teníamos miedo de no
resistir a su excesivo amor. Lo adoramos, descubriendo por primera vez lo que significa adorar.
Hicimos una experiencia abrasadora de la terrible realidad y presencia del Señor. Desde entonces
entendimos con una claridad nueva y directa las imágenes de Yahvé que, en el monte Sinaí, truena y
estalla con el fuego de su mismo ser; hemos entendido la experiencia de Isaías y la afirmación según
la cual nuestro Dios es un fuego devorador. Este sagrado temor era, en cierto modo, la misma cosa
que el amor, o al menos así lo advertíamos nosotros. Era algo sumamente amable y bello, aunque
ninguno de nosotros vio ninguna imagen sensible. Era como si la realidad personal de Dios,
tremendo y fascinante», como lo definen los estudiosos de las religiones. La persona que describió en
estos términos la experiencia de ese momento no sabía que estaba haciendo una síntesis perfecta de
Terminamos con un versículo del Salmo 95 con el cual la Liturgia de las Horas nos hace empezar cada
nuevo día:
Entrad, adoremos, prosternémonos,
el rebaño de su mano.
7.En PATTI GALLAGHER MANSFIELD, As by a New Pentecost. Beginning of the Catholic Charismatic
“DIOS HA ELEGIDO LO QUE ES NECIO PARA EL MUNDO PARA CONFUNDIR A LOS SABIOS”
En el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que no se entienden si no se tiene en cuenta
un dato fundamental, es decir, el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia
Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación. Jesús, Verbo hecho carne, es para él el supremo
revelador del Dios vivo, aquel fuera del cual «nadie va al Padre». La salvación consiste en reconocer que
Jesús «ha venido en carne» (2 Jn 7) y en creer que él «es el Hijo de Dios» (1 Jn 5,5); «Quien tiene al Hijo,
tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1 Jn 5,12). En el centro de todo, como se ve, está «la
La peculiaridad de esta visión joánica salta a los ojos si la comparamos con la de Pablo. Para Pablo, en el
centro de atención no está tanto la persona de Cristo, entendida como realidad ontológica; está, más bien, la
obra de Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y resurrección. La salvación no está tanto en creer que
Jesús es el Hijo de Dios venido en carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros pecados y
resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). El acontecimiento central no es la encarnación, sino el
misterio pascual.
Sería un error fatal ver en ello una dicotomía en el origen mismo del cristianismo. Cualquiera que lee sin
prejuicios el Nuevo Testamento comprende que, en Juan, la encarnación es en vistas del misterio pascual,
cuando Jesús finalmente derrame su Espíritu sobre la humanidad (Jn 7,39), y entiende que para Pablo el
misterio pascual supone y se basa en la Encarnación. Aquel que se hizo obediente hasta la muerte y muerte
de cruz, es uno que «tenía la forma de Dios», igual a Dios (cf. Flp 2,5ss). Las fórmulas trinitarias en las que
Jesucristo es mencionado junto al Padre y al Espíritu Santo, son una confirmación de que, para Pablo, la obra
La distinta acentuación de los dos polos del misterio refleja el camino histórico que la fe en Cristo ha hecho
después de la Pascua. Juan refleja la fase más avanzada de la fe en Cristo, aquella que se tiene al final, no al
comienzo de la redacción de los escritos neotestamentarios. Él está al final de un proceso de remontarse a las
fuentes del misterio de Cristo. Esto se nota observando desde dónde comienzan los cuatro Evangelios.
Marcos comienza su evangelio desde el bautismo de Jesús en el Jordán; Mateo y Lucas, que vinieron
después, dan un paso atrás y hacen comenzar la historia de Jesús desde su nacimiento de María; Juan, que
escribe el último, hace un salto decisivo hacia atrás y coloca el comienzo de la historia de Cristo no ya en el
tiempo, sino en la eternidad: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn
1,1).
El motivo de este desplazamiento de interés es bien conocido. La fe, entretanto, entró en contacto con la
cultura griega y ésta está más interesada en la dimensión ontológica que en la histórica. Lo que importa para
ella no es tanto el desarrollo de los hechos, cuanto su fundamento (archè). A este factor ambiental se añadían
los primeros síntomas de la herejía doceta que cuestionaba la realidad de la Encarnación. El dogma
cristológico de las dos naturalezas y de la unidad de la persona de Cristo estará casi enteramente basado en
Es importante tener en cuenta esto para comprender la diferencia y la complementariedad entre teología
oriental y teología occidental. Las dos perspectivas, la paulina y la joánica, aunque fusionándose juntas (como
vemos que sucede en el Credo Niceno-Constantinopolitano), conservan su distinta acentuación, como dos
ríos que, confluyendo uno en otro, conservan durante un largo trecho el distinto color de sus aguas. La
teología y la espiritualidad ortodoxa se basa predominantemente en Juan; la occidental (la protestante más
aún que la católica) se basa principalmente en Pablo. Dentro de la misma tradición griega, la escuela
alejandrina es más joánica, la antioqueña más paulina. Una hace consistir la salvación en la divinización, la
Ahora quisiera mostrar qué comporta todo esto para nuestra búsqueda del rostro del Dios vivo. Al término de
las meditaciones de Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo momento en que se hace carne,
introduce en el mundo la vida eterna. Al final de estas meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de
Pablo que, en la cruz, cambia el destino de la humanidad. Escuchemos enseguida el texto donde aparece
«Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios
valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los
griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad
para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de
Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres»
(1 Cor 1,21-25).
El Apóstol habla de una novedad en el actuar de Dios, casi un cambio de ritmo y de método. El mundo no ha
modo opuesto, a través de la impotencia y la necedad de la cruz. No se puede leer esta afirmación de Pablo
sin recordar el dicho de Jesús: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a
¿Cómo interpretar este vuelco de valores? Lutero hablaba de un revelarse de Dios «sub contraria specie», es
pobreza.
La teología dialéctica de la primera mitad del siglo pasado llevó esta visión a sus últimas consecuencias. Entre
el primer y el segundo modo de manifestarse de Dios no existe, según Karl Barth, continuidad, sino ruptura.
No se trata de una sucesión sólo temporal, como entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino de una oposición
ontológica. En otras palabras, la gracia no construye sobre la naturaleza, sino contra ella; toca al mundo
«como la tangente al círculo», es decir lo roza, pero sin penetrar dentro, como, en cambio, hace la levadura
con la masa. Es la única diferencia que, según dice el mismo Barth, le retenía de llamarse católico; todas las
demás le parecían, en comparación, de poca monta. A la analogía entis, él oponía la analogía fidei, es decir, a
la colaboración entre naturaleza y gracia, la oposición entre la palabra de Dios y todo lo que pertenece al
mundo.
Benedicto XVI, en su encíclica «Deus Caritas Est», muestra las consecuencias que tiene esta distinta visión a
propósito del amor. Karl Barth escribió: «Donde entra en escena el amor cristiano, comienza inmediatamente
el conflicto con el otro amor [el amor humano] y este conflicto no tiene fin ». Benedicto XVI escribe, por el
contrario:
«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente [...]. La fe
bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que
asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo
nuevas dimensiones» .
La oposición radical entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, fue atenuándose en los escritos
posteriores del mismo Barth y ahora ya no encuentra casi seguidores. Por tanto, podemos acercarnos con
más serenidad a la página del Apóstol para entender en qué consiste realmente la novedad de la cruz de
Cristo.
Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su contrario», pero bajo lo contrario de lo que los hombres han
pensado siempre de Dios, no de lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la
suprema manifestación del amor de Dios por los hombres. En cierto sentido, sólo ahora, en la cruz, Dios se
revela «en la propia especie», en lo que le es propio. El texto de la primera Carta a los Corintios sobre el
significado de la cruz de Cristo debe ser leído a la luz de otro texto de Pablo en la Carta a los Romanos:
«En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos;
ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a
morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por
El teólogo medieval bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392) nos proporciona la clave mejor para entender en
«Dos cosas dan a conocer al amante verdadero y le aseguran el triunfo sobre el amado: hacerle todo el bien
que le es posible y tolerar por su amor los más terribles tormentos: el sufrimiento es aún mayor prueba de
amistad que el llenar de sus bienes. Pero Dios era inaccesible para todo sufrimiento y no podía ofrecer al
hombre la prueba suprema de amor […]. Tenía que darnos alguna prueba y, pues nos amaba con locura,
manifestarnos lo extremado de su amor. Para esto inventa y lleva a cabo este anonadamiento maravilloso. Y
encuentra en ello la manera de poder sufrir los más atroces tormentos. Y habiéndole mostrado con su tortura
la intensidad del amor, obliga al hombre, que antes le huía por el temor de su odio, a que se le acerque
confiado» .
En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha sufrido por nosotros. La relación entre las
Pero, ¿qué ha ocurrido tan importante en la cruz de Cristo para hacer de ella el momento culminante de la
revelación del Dios vivo de la Biblia? La criatura humana busca instintivamente a Dios en la línea de la
potencia. El título que sigue al nombre de Dios es casi siempre «omnipotente». Y he aquí que, abriendo el
Evangelio, se nos invita a contemplar la impotencia absoluta de Dios en la cruz. El Evangelio revela que la
verdadera omnipotencia es la total impotencia del Calvario. Hace falta poca potencia para proseguir, en
cambio, se requiere mucha para ponerse a un lado aparte, para borrarse. ¡El Dios cristiano es esta ilimitada
La explicación última está, pues, en el nexo indisoluble que existe entre amor y humildad. «Se humilló a sí
mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). Se humilló haciéndose dependiente del objeto de su
amor. El amor es humilde porque, por su naturaleza, crea dependencia. Lo vemos, en pequeño, por lo que
ocurre cuando dos personas humanas se enamoran. El joven que, según el ritual tradicional, se arrodilla ante
una chica para pedir su mano, hace el acto más radical de humildad de su vida, se hace mendigo. Es como si
dijera: «Yo no me basto a mí mismo, necesito de ti para vivir». La diferencia esencial es que la dependencia
de Dios respecto de sus criaturas nace únicamente por el amor que tiene hacia ellas, la de las criaturas entre
«La revelación de Dios como amor, escribió Henri de Lubac, obliga al mundo a revisar todas sus ideas sobre
Dios» . La teología y la exégesis están aún lejos, creo, de haber sacado de ello todas las consecuencias. Una
de dichas consecuencias es ésta. Si Jesús sufre de forma atroz en la cruz no lo hace principalmente para
pagar en lugar de los hombres su deuda insoluta. (¡Con la parábola de los dos siervos, en Lucas 7,41ss.,
explicó anticipadamente que la deuda de diez mil talentos fue cancelada por el rey gratuitamente!). No, Jesús
muere crucificado para que el amor de Dios pudiera llegar al hombre en el punto más remoto en el cual se
había alejado rebelándosele, es decir, en la muerte. Incluso la muerte está habitada por el amor de Dios. En
«La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado estar. Debe ser eliminado,
vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, puesto que los hombres no son capaces de ello, que
El motivo tradicional de la expiación de los pecados mantiene, como se ve, toda su validez, pero no el motivo
Podemos identificar tres etapas en el camino de la fe pascual de la Iglesia. Al comienzo hay solamente dos
hechos escuetos: «Ha muerto, ha resucitado». «Vosotros lo crucificasteis, Dios lo ha resucitado», grita a las
multitudes Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2,23-24). En una segunda fase, se plantea la pregunta: «¿Por
qué murió y por qué ha resucitado?», y la respuesta es el kerygma: «Murió por nuestros pecados; ha
resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). Faltaba aún una pregunta: «Y, ¿por qué ha muerto por
nuestros pecados? ¿Qué le ha empujado a hacerlo?» La respuesta (unánime, en este punto, de Pablo y de
Juan) es: «Porque nos ha amado». «Me amó y se entregó a sí mismo por mí», escribe Pablo (Gál 2,20);
«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», escribe Juan (Jn 13,1).
Nuestra respuesta
¿Cuál será nuestra respuesta frente al misterio que hemos contemplado y que la liturgia nos hará revivir en la
Semana Santa? La primera y fundamental respuesta es la de la fe. No una fe cualquiera, sino la fe mediante
la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que “arrebata” el reino de los cielos
(Mt 11,12). El Apóstol concluye con estas palabras el texto del que hemos partido:
«Cristo Jesús [se convertiò] para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así
—como está escrito—: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,30-31).
Lo que Cristo ha llegado a ser «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más
nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! Yo no me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san
Bernardo:
«Yo, en verdad, tomo con confianza para mí (usurpo!) lo que me falta de las entrañas del Señor, porque
rebosan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. No careceré seguramente de
mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también
soy muy grande por lo que respecta a los méritos […] ¿Cantaré acaso mi justicia? “Señor, recordaré sólo tu
justicia” (cf. Sal 71,16). Ella es, en verdad, también mía; porque tú te has hecho para mí justicia que viene de
No dejemos pasar la Pascua sin haber hecho, o renovado, el golpe de audacia de la vida cristiana que nos
sugiere san Bernardo. San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a “despojarse del hombre viejo” y
«revestirse de Cristo» . La imagen del desvestirse y revestirse no indica una operación sólo ascética,
consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos con otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir
las virtudes. Es, ante todo, una operación que hay que hacer mediante la fe. Uno se pone ante el crucifijo y,
con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, la propia miseria pasada y presente, como quien se despoja
y arroja en el fuego sus trapos sucios. Luego se reviste de la justicia que Cristo ha adquirido para nosotros;
dice, como el publicano en el templo: «¡Oh Dios ten piedad de mí, pecador!, y vuelve a casa como él,
«justificado» (cf. Lc 18,13-14). ¡Esto sería realmente un «hacer la Pascua», realizar el santo «tránsito»!
Naturalmente, no todo termina aquí. De la apropiación debemos pasar a la imitación. Cristo —señalaba el
filósofo Kierkegaard a sus amigos luteranos— no es sólo «el don de Dios que hay que aceptar mediante la
fe»; es también «el modelo a imitar en la vida» . Quisiera destacar un punto concreto sobre el que tratar de
imitar el actuar de Dios: lo que Cabasilas destacó con la distinción entre el amor de beneficencia y el amor de
sufrimiento.
En la creación, Dios ha demostrado su amor por nosotros llenándonos de dones: la naturaleza con su
magnificencia fuera de nosotros, la inteligencia, la memoria, la libertad y todos los demás dones dentro de
nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por nosotros. Así sucede también en las
relaciones de las criaturas entre ellas. Cuando brota un amor, se siente inmediatamente la necesidad de
manifestarlo haciendo regalos a la persona amada. Es lo que hacen los novios entre sí. Pero sabemos cómo
funcionan las cosas: una vez casados, afloran los límites, las dificultades, las diferencias de carácter. Ya no
basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay que aprender a «llevar los pesos uno
del otro» (cf. Gál 6,2), y a sufrir el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se
convierte también en ágape, amor de donación y no sólo de búsqueda. Benedicto XVI, en la encíclica citada
Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de
felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para
buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así,
el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia
naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No
puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como
don.
La imitación del actuar de Dios no se refiere sólo al matrimonio y a los casados; en un sentido distinto, nos
toca a todos nosotros, los consagrados antes que a cualquier otro. El progreso, en nuestro caso, consiste en
pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a sufrir por Cristo y por la Iglesia. Sucede en la vida
religiosa lo que sucede en el matrimonio y no hay que asombrarse de ello, desde el momento que es también
Una vez la Madre Teresa de Calcuta hablaba a un grupo de mujeres y las exhortaba a sonreír a su marido.
Una de ellas la objetó: «Madre, usted habla así porque no está casada y no conoce a mi marido». Ella le
respondió: «Te equivocas. También yo estoy casada y te aseguro que a veces no es fácil tampoco para mí
sonreír a mi Esposo». Después de su muerte se ha descubierto a qué aludía la santa con aquellas palabras.
Tras la llamada a ponerse al servicio de los más pobres de los pobres, emprendió con entusiasmo el trabajo
por su divino Esposo, poniendo en pie obras que maravillaron al mundo entero.
Muy pronto, sin embargo, la alegría y entusiasmo disminuyeron, ella cayó en una noche oscura que la
acompañó durante todo el resto de la vida. Llegó a dudar si tenía todavía fe, hasta el punto de que cuando,
tras su muerte, fueron publicados sus diarios íntimos, alguien totalmente desconocedor de las cosas del
Espíritu, habló incluso de un «ateísmo de la Madre Teresa». La santidad extraordinaria de la Madre Teresa
está en el hecho de que vivió todo esto en el más absoluto silencio con todos, escondiendo su desolación
interior bajo una sonrisa constante del rostro. En ella se ve lo qué significa pasar de hacer las cosas para
Es una meta muy difícil, pero afortunadamente Jesús en la cruz no solo nos ha dado el ejemplo de este tipo
nuevo de amor; nos ha merecido también la gracia de hacerlo nuestro, de apropiárnoslo mediante la fe y los
sacramentos. Prorrumpa, pues, en nuestro corazón, durante la Semana Santa, el grito de la Iglesia:
«Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
1.Cf. MARTIN LUTERO, De servo arbitrio: WA, 18, 633; cf. también WA, 56, pp. 392. 446-447.
2.KARL BARTH, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino
es la tesis de ANDERS NYGREN, Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969. (Edición original sueca
(Estocolmo 1930).
4.NICOLÁS CABASILAS, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristro (Rialp, Madrid
41999) 189 ].
6.Cf. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del
VAticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)]..
acostumbrado a sufrimientos,
Son las palabras proféticas de Isaías con las que se ha iniciado la liturgia la palabra de hoy. El relato de la
pasión que ha seguido ha dado un nombre y un rostro a este misterioso hombre de dolores, despreciado y
rechazado por los hombres: el nombre y el rostro de Jesús de Nazaret. Hoy queremos contemplar al
Crucificado precisamente en esta apariencia: como el prototipo y el representante de todos los rechazados,
los desheredados y los «descartados» de la tierra, aquellos ante los cuales se gira el rostro hacia otra parte
para no ver.
Jesús no ha empezado ahora, en la pasión, a serlo. En toda su vida, él formó parte de ellos. Nació en un
establo porque para los suyos «no había puesto en la posada» (Lc 2,7). Al presentarlo en el templo, los
padres ofrecieron «un par de tórtolas o dos pichones», la ofrenda prescrita por la ley para los pobres que no
podían permitirse el lujo de ofrecer un cordero (cf. Lev 12,8). Un auténtico certificado de pobreza en el Israel
de entonces. Durante su vida pública, no tiene «dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20): un sintecho.
Y llegamos a la pasión. En el relato de ella hay un momento en el que no nos detenemos a menudo, pero que
es muy significativo: Jesús en el pretorio de Pilato (cf. Mc 15,16-20). Los soldados han observado, en la
explanada adyacente, un arbusto de espinos; han cogido un haz y se lo han presionado sobre la cabeza;
sobre la espalda todavía sangrante por la flagelación, le han colocado un manto como burla; tiene las manos
atadas con una tosca cuerda; en una le han puesto un haz de varas y en la otra una caña, símbolos jocosos
de su realeza. Es el prototipo de las personas maniatadas, solas, en manos de soldados y bandidos que
desfogan sobre los pobres desgraciados la rabia y la crueldad que han acumulado en la vida. ¡Torturado!
«¡Ecce homo!», ¡He aquí el hombre!, exclama Pilato, al presentarlo poco después al pueblo (Jn 19,5). Palabra
que, después de Cristo, puede ser dicha del grupo sin fin de hombres y mujeres humillados, reducidos a
objetos, privados de toda dignidad humana. «Si esto es un hombre»: el escritor Primo Levi tituló así el relato
de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas de exclamar: «Despreciados, rechazados,
parias de toda la tierra: ¡el hombre más grande de toda la historia ha sido uno de vosotros! A cualquier pueblo,
***
El escritor y teólogo afro-americano, Howard Thurman —aquel al que Martin Luther King consideraba su
maestro y el inspirador de la lucha no violenta por los derechos civiles— escribió un libro titulado «Jesus and
the Disinherited» , Jesús y los desheredados. En él, hace ver lo que representó la figura de Jesús para los
esclavos del Sur, de los que él mismo era un descendiente directo. En la privación de todo derecho y en la
abyección más total, las palabras del Evangelio que repetía el ministro de culto negro, en la única reunión que
se les consentía, daban nuevamente a los esclavos el sentido de su dignidad de hijos de Dios.
En este clima nacieron la mayoría de los cantos espirituales negros que todavía hoy conmueven al mundo .
En el momento de la subasta pública habían vivido el desgarro de ver a las esposas separadas de los maridos
y a los padres respecto de los hijos, vendidos a dueños diferentes. Es fácil intuir con qué espíritu cantaban
bajo el sol o en el interior de sus cabañas: «Nobody knows the trouble I have seen. Nobody knows, but
***
Este no es el único significado de la pasión y muerte de Cristo y ni siquiera el más importante. El significado
más profundo no es el social, sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió al mundo del pecado, llevó el
amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en el que la humanidad se había metido en su huida de él, es
decir, en la muerte. No es, decía, el sentido más importante de la cruz, pero es el que todos, creyentes y no
Todos, repito, no sólo los creyentes. Si por el hecho de su encarnación el Hijo de Dios se hizo hombre y se
unió a toda la humanidad, por el modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno de los pobres y
afirmó que lo que hicimos por el hambriento, el desnudo, el preso, el exilado, se lo hicimos a él y lo que
Pero no podemos detenernos aquí. Si Jesús solo tuviera esto que decir a los desheredados del mundo, no
sería más que uno entre ellos, un ejemplo de dignidad en la desventura y nada más. Más aún, sería una
prueba ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es conocida la reacción indignada de Iván, el hermano
rebelde de los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona a
Jesús: «¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me había olvidado de él: y más aún, me
maravillaba, mientras se discutía, cómo era posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que
comúnmente, en los debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él ante que cualquier otra cosa» .
Efectivamente, el Evangelio no se detiene aquí; dice también otra cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado!
convertido en el juez, «la piedra descartada por los arquitectos se ha convertido en piedra angular» (cf. Hch
4,11). La última palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la opresión. Jesús no ha devuelto sólo
una dignidad a los desheredados del mundo; ¡les ha dado una esperanza!
En los tres primeros siglos de la Iglesia la celebración de la Pascua no estaba distribuida como ahora, en
varios días: Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado en un solo día. En
la Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la resurrección. Más concretamente, ni la muerte ni
la resurrección se conmemoraban como hechos distintos y separados; se conmemoraba, más bien, el tránsito
de Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La palabra «Pascua» (pasech) significa tránsito: paso del
pueblo hebreo de la esclavitud a la libertad, tránsito de Cristo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1) y tránsito,
Es la fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el comienzo y la promesa del único cambio
pleno totalmente justo e irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos, pertenecientes a
distintas formas de esclavitud todavía en curso en nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!
***
La cruz contiene también un mensaje para aquellos que están en la otra orilla: para los poderosos, los fuertes,
los que se sienten tranquilos en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como siempre, de amor y de
salvación, no de odio o venganza. Les recuerda que al final están vinculados al mismo destino de todos; que
débiles y poderosos, inermes y tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a los mismos límites humanos.
La muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de cada uno, colgada de un hilo. Pone en
guardia contra el peor mal para el hombre que es la ilusión de la omnipotencia. No hay que ir demasiado para
atrás en el tiempo, basta repensar la historia reciente para darnos cuenta de lo frecuente que es este peligro y
La Escritura tiene palabras de sabiduría eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:
«¿Para qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?» (Lc
9,25)
La Iglesia ha recibido el mandato de su fundador de ponerse de la parte de los pobres y los débiles, de ser la
voz de quien no tiene voz y, gracias a Dios, es lo que hace, sobre todo en su pastor supremo.
La segunda tarea histórica que las religiones deben, juntas, asumir hoy, además de promover la paz, es no
permanecer en silencio ante el espectáculo que está ante la mirada de todos. Pocos privilegiados poseen
bienes que no podrían consumir, aunque viviesen incluso siglos enteros y masas aniquiladas de pobres que
no tienen un trozo de pan y un sorbo de agua por dar a sus hijos. Ninguna religión puede permanecer
indiferente, porque el Dios de todas las religiones no es indiferente ante todo esto.
***
Volvamos a la profecía de Isaías de la que hemos partido. Comienza con la descripción de la humillación del
Siervo de Dios, pero se concluye con la descripción de su exaltación final. Es Dios que habla:
Dentro de dos días, con el anuncio de la resurrección de Cristo, la liturgia dará un nombre y un rostro también
___________________________________
En las meditaciones de esta Cuaresma continuamos muestro camino iniciado en Adviento, siguiendo las
huellas de la Madre de Dios. Será una manera de meternos bajo la protección de la Virgen en un momento
Tenemos que reconocer que no se habla mucho de María en el Nuevo Testamento, al menos no tan a
menudo como esperaríamos, teniendo en cuenta el desarrollo que tuvo en la Iglesia la devoción a la Madre de
Dios. Sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de una cosa: que María no está ausente en
ninguno de los tres momentos constitutivos del misterio de la salvación. De hecho, existen tres momentos muy
precisos que, juntos, forman el gran misterio de la Redención. Ellos son: la Encarnación del Verbo, el Misterio
pascual y Pentecostés.
María no está ausente en ninguno de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la
Encarnación que sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está
escrito que «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente en Pentecostés,
porque está escrito que el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles mientras «permanecían unidos en la
oración con María, la madre de Jesús» (cf. Hch 1,14). Estas tres presencias de María en los momentos claves
de nuestra salvación no pueden ser una casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la
redención. María fue la única entre todas las creaturas en dar testimonio y participar en todos estos
acontecimientos.
En esta Quaresma queremos seguir a María en el Misterio pascual, dejándonos guiar por ella en la
comprensión profunda de la Pascua y en la participación en los sufrimientos de Cristo. María nos toma de la
mano y nos anima a seguirla en este camino, diciéndonos como una madre a sus propios hijos reunidos:
«Vamos también nosotros a morir con él» (Jn 11,16). En el Evangelio, es el apóstol Tomás quien pronuncia
El Misterio pascual no comienza, en la vida de Jesús, con el prendimiento en el huerto y no dura solo durante
la Semana Santa. Toda su vida, desde que Juan Bautista lo saludó como el Cordero de Dios, es una
preparación para su Pascua. Según el evangelio de Lucas, la vida pública de Jesús fue toda ella una lenta e
Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva Eva. También para
María el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las palabras de Simón sobre el signo de
contradicción y sobre la espada que le traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su
corazón, junto con todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta meditación es
justamente el de seguir a María durante la vida pública de Jesús y ver de qué es figura y modelo en este
tiempo.
¿Qué sucede normalmente en un camino de santidad después de que un alma ha sido colmada de gracia,
cumplir obras buenas y a cultivar la virtud? Viene el tiempo de la purificación y del despojamiento. Viene la
noche de la fe. Y veremos, de hecho, que María, en este período de su vida, nos sirve como guía y modelo
precisamente en esto: de cómo comportarnos cuando viene en la vida «el tiempo de la poda».
San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de la Virgen la gran
categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a
pesar de su condición divina, no consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen)
de sí» (Flp 2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en su
despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el desconcertante misterio de este
despojamiento» . Este despojarse se consumó al pie de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en
Nazaret, y sobre todo durante la vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil
notar ya entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la fe» .
Todo esto hace de los acontecimientos de María algo extraordinariamente significativo para nosotros;
restituye María a la Iglesia y a la humanidad. Debemos tomar nota con alegría de un gran progreso que se ha
realizado en la devoción a la Virgen, en la Iglesia católica, y del cual quien ha vivido a caballo del Concilio
Vaticano II puede darse cuenta fácilmente. En primer lugar, la categoría fundamental con la que se explicaba
Se pensaba que María había sido eximida no sólo del pecado original y de la corrupción (que son privilegios
definidos por la Iglesia con los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción), sino que en esta línea se pensaba
también que María había estado exenta de los dolores del parto, del cansancio, de la duda, de la tentación, de
la ignorancia y, finalmente, lo más grave, también de la muerte. De hecho, para algunos María habría sido
Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado. No se daban
cuenta de que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la disociaba completamente de él,
que, sin tener pecado, quiso experimentar a favor nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia,
tentaciones y muerte. Todo esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se
idealizada, bella con una belleza a menudo toda humana, y que toda mujer desearía tener, una Virgen, en
definitiva, que parecer haber rozado apenas la tierra con la punta de los pies.
Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II intentamos explicar la
santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de la fe. María caminó, es más, «progresó» en
espiritual de una criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por lo
que Dios le pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a cualquier otra criatura, más que al
mismo Abraham.
En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo sacerdote que no
sepa compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el
pecado» (Heb 4,15); «Aunque era hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la
kénosis, estas palabras, con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera
clave de comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las cosas que padeció.
¿Acaso Jesús no era lo suficientemente obediente en la infancia o no sabía lo que es la obediencia, que tuvo
que aprender a conocerla «por las cosas que padeció» después? No; aprender tiene aquí el sentido concreto
de experimentar, saborear. Jesús ejercitó la obediencia, creció en esa gracia con las cosas que padeció. Se
necesitaba una obediencia cada vez más grande para superar resistencias y pruebas cada vez más grandes,
También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que padeció, para que
nosotros podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una madre que no sepa compadecerse con
nuestras enfermedades, nuestro cansancio, nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo
En los evangelios, hay menciones a la Virgen que en el pasado, en el clima dominado por la idea de privilegio,
creaban un cierto malestar entre los creyentes y que ahora, en cambio, nos aparecen como hitos en este
camino de fe de María, que, por eso, no tenemos ningún motivo para dejarlas deprisa de lado o suavizarlas
Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Esto fue el inicio del misterio pascual de
despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de haberlo encontrado? «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre». ¿Por qué me buscabais? Aquellas
palabras ponían entre Jesús y ella una voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a
según plano toda otra relación, incluso la relación filial con ella.
Sigamos adelante. Encontramos una mención a María en Caná de Galilea, justo en el momento en que Jesús
está comenzando su ministerio público. Conocemos los hechos. ¿Qué respondió Jesús a María, a su discreta
petición de intervención? «¿Qué quieres de mí, mujer?» (Jn 2,4). Cualquiera que sea el modo en que se
quieran explicar estas palabras, éstas tienen un sonido duro, mortificante; parecen poner nuevamente una
Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de Jesús. Un día, mientras
Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes para hablarle. Quizás la Madre se
preocupaba, como es muy natural en una madre, de su salud, porque poco antes está escrito que Jesús no
podía siquiera comer a causa del gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar
incluso el derecho de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud haciendo valer el
hecho de que era la madre. Por el contrario, se quedó afuera a la espera y otros se dirigieron a Jesús para
decirle: «Fuera está tu madre que quiere hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús
que está ahora y siempre en la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,33).
Conocemos ya la respuesta que sigue. Intentemos ponernos en el lugar de María e intuiremos la humillación y
el sufrimiento que había para ella en esas palabras. Sabemos hoy que en esas palabras está contenido un
elogio más que un reproche para la madre; pero ella no lo sabía, al menos en ese momento. En ese
momento, sólo existía la amargura de un rechazo. No se dice que Jesús después saliera para hablarle;
probablemente María tuvo que alejarse, sin haber podido ver al hijo ni hablarle.
Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo hacia Jesús: «¡Dichoso el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de esos cumplidos que bastan por sí solos para
hacer feliz a una madre; pero María, si estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en
estas palabras y gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que escuchan la
Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio, de las «seguidoras
femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres piadosas —de las cuales incluso da el
nombre— que había sido beneficiadas por parte de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3),
es decir, cuidaban de las necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar
o remendar ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres no figura la madre
y todos saben cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara estos servicios pequeños del hijo,
¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no pueden ser sólo una
coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La kénosis de Jesús consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el
estado de siervo y pareciendo en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el
hecho de que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar de ellos,
La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del mismo modo, la cualidad
de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas humillaciones. Jesús decía que la Palabra es
con lo que Dios poda, limpia y pela los sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he
dicho» (Jn 15,3), y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente
La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía un aspecto también
«carnal», en el sentido positivo de este término. Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en
la vida. Sin embargo, ella tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo
la puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena. Una vez iniciado su
ministerio y después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde reposar la cabeza y María no tuvo dónde
posar el corazón.
A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza espiritual, en su grado más
alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar de todos los privilegios, de no poder
pertenecieran y no hubieran tenido nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la
memoria» y, al hablar de ello, hace mención explícita de la Madre de Dios . Consiste en olvidarse —o mejor
dicho, en no poder recordar, ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar únicamente inclinado a Dios,
viviendo en pura esperanza. Es la verdadera y radical pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también
Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que, habiendo vislumbrado un
alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja detenerse en lo bajo, entre sentimientos y
consolaciones naturales, sino que la empuja en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de cara a
la unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos sus seguidores de todos los
Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al desierto para ser
tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar sangre… «Yo hago siempre lo que le
agrada» (Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del
Padre.
¿Cómo reaccionó María a esta conducta del Hijo y de Dios mismo en relación a ella? Probemos a releer los
textos recordados. Constataremos una cosa: nunca la más mínima mención de conflicto de voluntad, de
réplica o de auto justificación por parte de María; ¡nunca una intención de hacer cambiar de decisión a Jesús!
Docilidad absoluta.
Aquí aparece la santidad personal única de la Madre de Dios, la maravilla más alta de la gracia. Para darse
cuenta, basta hacer alguna comparación. Por ejemplo, con san Pedro. Cuando Jesús le hizo entender a
Pedro que en Jerusalén le esperaba rechazo, pasión y muerte, él «protestó» y dijo: No, Señor, esto no puede
suceder, ¡no debe suceder! (cf. Mt 16,22). Se preocupaba por Jesús, pero también por él mismo. María no.
María callaba. Su respuesta a todo era el silencio. No un silencio de repliegue o de tristeza, mas bien un
silencio bueno y santo. Se ve en Caná de Galilea, donde, en lugar de mostrarse ofendida, entiende, en la fe, y
quizás desde la mirada de Jesús, que puede hacerlo y dice, pues, a los servidores: «Haced lo que él os diga»
(Jn 2,5). Incluso cuando —después de aquellas duras palabras de Jesús reencontrado en el templo— se dice
que María no entendía, está escrito que ella callaba y «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).
El hecho de que calle no significa que para María todo es fácil, que no debe superar luchas, fatigas y tinieblas.
Ella estuvo exenta del pecado, no de la lucha y de lo que san Juan Pablo II llamaba «el cansancio de creer».
Si Jesús tuvo que luchar y sudar sangre, para llevar su voluntad humana hasta el punto de adherirse
plenamente a la voluntad del Padre, ¿es acaso sorprendente que haya tenido que «agonizar» también la
Madre? Sin embargo, algo es cierto; que María no habría querido, por nada del mundo, volverse atrás.
Cuando se pregunta a ciertas almas, conducidas por Dios por caminos parecidos, si quieren que se rece para
que todo termine y vuelva a ser como un tiempo atrás, por muy contrariados que estén y a veces en el borde
Después de haber contemplado a la madre de Cristo, contemplamos, pues, ahora a la discípula de Cristo. A
propósito de la palabra de Jesús: «¿Quién es mi madre?… El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi
«¿No hizo acaso la voluntad del Padre la Virgen María, la cual por fe creyó, por fe concibió, fue elegida para
que de ella naciera la salvación para nosotros entre los hombres, y fue creada por Cristo antes de que Cristo
fuera creado en su seno? Santa María hizo la voluntad del Padre y la hizo enteramente; por eso, vale más
para María haber sido discípula de Cristo que Madre de Cristo. Vale más, y es una prerrogativa más feliz,
haber sido discípula que Madre de Cristo. María era feliz, ya que, antes de dar a luz al Hijo, llevó en el vientre
al Maestro… Por esto también María fue dichosa, porque escuchó la Palabra de Dios y la puso en práctica» .
Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción continua, una vida
triste? Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los santos, debemos decir que, en este
camino de despojamiento, María descubría día a día una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de
Belén o de Nazaret, cuando estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su cara. Alegría de no
hacer la propia voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él, desde el momento
en que, también respecto de Dios, hay más alegría en dar que en recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos
caminos son inaccesibles y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto
precisamente se da a conocer por lo que es: Dios, el tres veces Santo.
Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas, habla de una alegría
entender, pero que un Dios entendido ya no sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera
alegría, ¡porque hace ver que Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es
«tu» Dios! Esta es la alegría que los santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen, según santa Ángela,
Desde la meditación sobre Maria en la vida pública de Jesús llevamos una certeza muy consoladora: No
tenemos una Madre que no sepa compadecerse de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella
misma, en todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Ahora que está glorificada en el cielo junto al
Hijo, María puede extender su mano materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí,
diciendo, son más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
En este tiempo de gran tribulación para todo el mundo dirijamos a la Virgen la antigua et bellísima oración del
“Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en
nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”
1.JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater 18: AAS 79 (1987) 382s.
2.Ibidem, 17
7.Il libro della Beata Angela da Foligno, Istr. III (Quaracchi, Grottafer
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después
dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»
(Jn 19,25-27).
De este texto, tan profundo, consideramos en esta meditación, sólo la primera parte, la narrativa, dejando
para el próximo encuentro el resto del pasaje evangélico que contiene las palabras de Jesús.
Si en el Calvario, junto a la cruz de Jesús, estaba María su Madre, quiere decir que ella estaba en Jerusalén
en aquellos días y, si estaba en Jerusalén, entonces vio todo, asistió a todo. Asistió a los gritos: «¡Barrabás,
no él!»; asistió al Ecce homo, vio la carne de su carne flagelada, sangrante, coronada de espinas,
semidesnuda delante de la multitud, temblando, sacudida por escalofríos de muerte, en la cruz. Escuchó el
ruido de los golpes de martillo y los insultos: «Si eres el Hijo de Dios…». Vio a los soldados que se dividían
«Estaban —se lee— junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María
Magdalena». Había, pues, un grupo de mujeres, cuatro en total (como aparece en el icono). Por lo tanto,
María no estaba sola; era una de las mujeres. Sí, pero María estaba allí como «su madre» y esto cambia todo,
poniendo a María en una situación totalmente distinta a las otras. Recuerdo el funeral de un joven de 18 años.
Varias mujeres seguían al féretro. Todas estaban vestidas de negro, todas lloraban. Todas parecían iguales.
Sin embargo, entre ellas había una distinta, una a la que todos los presentes tenían en cuenta, a la que todos,
sin darse vuelta, miraban a escondidas: la madre. Era viuda y tenía solo ese hijo. Miraba el ataúd, se veía que
sus labios repetían sin pausa el nombre del hijo. Cuando los fieles, en el momento del Sanctus, se pusieron a
proclamar «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del universo», también ella, sin darse cuenta siquiera, se
puso a murmurar: Santo, Santo, Santo… En ese momento pensé en María al pie de la cruz.
No obstante, a ella se le pidió algo mucho más difícil: perdonar. Cuando escuchó al Hijo que decía: «Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), ella entendió lo que el Padre celeste esperaba de ella:
que dijera con el corazón las mismas palabras: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y ella las
dijo. Perdonó.
Si María pudo ser tentada, como lo fue también Jesús en el desierto, esto sucedió, sobre todo, al pie de la
cruz. Y fue una tentación profundísima y dolorosísima, porque tenía por motivo al mismo Jesús. Ella creía en
las promesas, creía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, sabía que, si Jesús hubiera orado, el Padre le
habría enviado «más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,53). Pero ve que Jesús no hace nada. Liberándose
a sí mismo de la cruz, la liberaría también a ella de su tremendo dolor, pero no lo hace. Sin embargo, María no
grita: «¡Baja de la cruz; sálvate a ti y a mí!», o: «Has salvado a muchos otros, ¿por qué no te salvas ahora
también a ti, hijo mío?», aunque es fácil intuir hasta qué punto un pensamiento o deseo similar se asomaría
Humanamente hablando, María tuvo todos los motivos para gritar a Dios: «¡Me has engañado!», o, como gritó
un día el profeta Jeremías: «¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir!» (Jer 20,7), y escapar del Calvario. En
cambio, ella no escapó, sino que permaneció «de pie», en silencio, y así se convirtió, de un modo especial, en
Esta visión de María que se une al sacrificio del Hijo encontró una expresión sobria y solemne en un texto del
«La Santísima Virgen también avanzó en el camino de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la
Cruz, donde, no sin un designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció
con ánimo materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la víctima engendrada por
ella misma» .
María no estaba, pues, «junto a la cruz de Jesús», cerca de él, sólo en sentido físico y geográfico, sino
también en sentido espiritual. Estaba unida a la cruz de Jesús; estaba dentro del mismo sufrimiento. Ella fue la
primera de los que «compartieron su pasión» (Rom 8,17). Sufría en su corazón lo que el Hijo sufría en su
carne. ¿Y quién podría sólo pensar diferente, si apenas sabe lo que quiere decir ser madre?
Jesús también era hombre; como hombre, en este momento, él no es, a los ojos de todos, más que un hijo
ejecutado en la presencia de la madre. Jesús ya no dice: «¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi
hora» (Jn 2,4). Ahora que su «hora» ha llegado, hay entre él y su madre una gran cosa en común: el mismo
sufrimiento. En esos momentos extremos, en los que incluso el Padre se ha retirado misteriosamente de la
mirada del hombre, a Jesús le queda solo la mirada de la madre, en la que buscar refugio y consuelo.
¿Despreciaría esta presencia y este consuelo materno, aquel que en el Getsemaní pidió a los tres discípulos
Ahora bien, siguiendo, como siempre, nuestro principio-guía, según el cual María es figura y espejo de la
Iglesia, su primicia y modelo, debemos plantearnos la pregunta: ¿Qué quiso decir a la Iglesia el Espíritu
Santo, disponiendo que en la Escritura estuviera registrada esta presencia de María y esas palabras de Jesús
sobre ella?
También esta vez, es la Palabra misma de Dios la que, implícitamente, delinea el tránsito de María a la
Iglesia, y dice qué debe hacer todo creyente para imitarla: «Junto a la cruz de Jesús —está escrito— estaba
María su Madre y junto a ella el discípulo que él amaba». En la noticia está contenida la parénesis. Lo que
sucedió ese día indica lo que debe suceder cada día: es necesario estar junto a María al pie de la cruz de
Hay dos cosas contenidas en esta frase: primero, que es necesario estar «junto a la cruz», y, segundo, que es
necesario estar junto a la cruz «de Jesús». Se trata de dos cosas distintas aunque inseparables.
Estar junto a la cruz «de Jesús». Estas palabras nos dicen que lo primero que hay que hacer, lo más
importante de todo, no es estar junto a la cruz en general, sino estar junto a la cruz «de Jesús». Que no basta
estar junto a la cruz, es decir, en el sufrimiento, estar ahí incluso en silencio. ¡No! Esto parece ya por sí algo
heroico y, con todo, no es lo más importante. De hecho, puede no ser nada. Lo decisivo es estar junto a la
cruz «de Jesús». Lo que cuenta no es la propia cruz, sino la de Cristo. No es el sufrir, sino el creer y
apropiarse así del sufrimiento de Cristo. Lo primero es la fe. Lo más grande de María al pie de la cruz fue su
fe, más grande incluso que su sufrimiento. Pablo dice que el Evangelio es fuerza de Dios «para todos los que
creen» (cf. Rom 1,16) Para todos los que creen, no para todos los que sufren, aunque, como veremos, las dos
Aquí está la fuente de toda la fuerza y la fecundidad de la Iglesia. La fuerza de la Iglesia viene de predicar la
cruz de Jesús —es decir, de algo que a los ojos del mundo es el símbolo mismo de la estupidez y de la
debilidad—, renunciando, de ese modo, a toda posibilidad o voluntad de afrontar el mundo incrédulo y
despreocupado con sus mismos medios que son la sabiduría de las palabras, la fuerza de las
argumentaciones, la ironía, el ridículo, el sarcasmo y todas las demás «cosas fuerte del mundo» (cf. 1 Cor
1,27). Es necesario renunciar a una superioridad humana, para que pueda salir a la luz y actuar la fuerza
divina contenida en la cruz de Cristo. Es necesario insistir sobre este primer punto porque todavía hay
necesidad de ello. La mayoría de los creyentes no ha sido ayudada a entrar en este misterio que es el
corazón del Nuevo Testamento, el centro del kerigma y que cambia la vida.
«Estar al pie de la cruz». Pero, ¿cuál es el signo y la prueba de que se cree realmente en la cruz de Cristo,
que «la palabra de la cruz» no es, precisamente, sólo una palabra, es decir un principio abstracto, una bella
teología o ideología, sino que es verdaderamente cruz? El signo y la prueba es tomar la propia cruz y seguir a
Jesús (cf. Mc 8,34). El signo es participar en sus sufrimientos (Flp 3,10; Rom 8,17), estar crucificados con él
(Gal 2,20), completar, mediante los propios sufrimientos, lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Toda la
vida del cristiano debe ser un sacrificio viviente, como el de Cristo (cf. Rom 12,1). No se trata sólo de
sufrimiento aceptado pasivamente, sino también de sufrimiento activo, vivida en unión con Cristo: «castigo mi
cuerpo y lo someto» (1 Cor 9,27). «Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio ¿y tú buscas para ti descanso y
Han existido, de hecho, en la Iglesia dos modos diversos de ponerse delante de la cruz y de la pasión de
Cristo: uno, más característico de la teología protestante, basado en la fe y la apropiación, que hace hincapié
en la cruz de Cristo, y otro —cultivado, al menos en el pasado, con preferencia por la teología católica— que
insiste en sufrir con Cristo, en compartir su pasión y, como en el caso de ciertos santos, en revivir la pasión de
Cristo incluidos los estigmas. El ecumenismo nos empuja a reconstruir la síntesis de lo que, poco a poco, en
No se trata, evidentemente, de poner en el mismo plano lo obrado por Cristo y lo obrado por nosotros, sino de
acoger la palabra de la Escritura que dice que una cosa —ya sea la fe o las obras—, sin la otra, está muerta
(cf. Stg 2,14ss). Es la fe misma en la cruz de Cristo la que tiene necesidad de pasar a través del sufrimiento
para ser auténtica. La primera carta de Pedro dice que el sufrimiento es el «crisol» de la fe, que la fe tiene
necesidad del sufrimiento para ser purificada, como el oro en el fuego (cf. 1 Pe 1,6-7).
Nuestra cruz no es en sí misma salvación, no es ni fuerza ni sabiduría; por sí misma es pura obra humana, o
incluso castigo. Se convierte en fuerza y sabiduría de Dios en cuanto que —acompañada por la fe y por
disposición de Dios mismo— nos une a la cruz de Cristo. «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su lecho
del hospital tras el atentado—, significa hacerse particularmente susceptibles, particularmente abiertos a la
obra de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» . Sufrir une a la cruz de Cristo de
manera no sólo intelectual, sino existencial y concreta; es una especie de canal, de vía de acceso, a la cruz
Pero ahora debemos ampliar nuestro horizonte. Para el evangelista Juan, la cruz de Cristo no es solamente el
operante en el signo del Espíritu que se derrama (cf. Jn 7,37ss.). Por tanto, María en el Calvario compartió
con su Hijo no solo la muerte, sino también las primicias de la resurrección. Una imagen de María al pie de la
cruz, en la que María está solo «triste, afligida, llorosa», (como canta el Stabat Mater), en definitiva, solo la
Dolorosa, no sería completa. En el Calvario, ella no es únicamente la «Madre de los dolores», sino también la
San Pablo afirma de Abraham que «creyó contra toda esperanza» (Rom 4,18). Lo mismo se debe decir, con
más razón, de María al pie de la cruz: ella creyó, esperando contra toda esperanza, es decir, en una situación
en la que, humanamente hablando, ya no hay motivo alguno para esperar. De un modo que no podemos
explicar (y quizás tampoco ella era capaz de explicarse a sí misma), María, como Abraham, creyó que Dios
era capaz de resucitar a su Hijo «incluso de entre los muertos» (cf. Heb 11,19).
Un texto del Concilio Vaticano II menciona esta esperanza de María al pie de la cruz como un elemento
determinante de su vocación materna. Dice que al pie de la cruz, «ella cooperó especialmente en la obra del
Pasemos a la Iglesia, es decir, a nosotros. De las tres cosas que la Iglesia conmemora en el triduo pascual —
crucifixión, sepultura y resurrección del Señor—, «nosotros —escribió san Agustín— en la vida presente
realizamos lo que significa la crucifixión, mientras que mantenemos por fe y esperanza lo que significan la
sepultura y la resurrección» . También la Iglesia, como María, vive la resurrección «en esperanza». También
para ella, la cruz es objeto de experiencia, mientras que la resurrección es objeto de esperanza.
Como María estuvo junto al Hijo crucificado, así la Iglesia está llamada a estar junto a los crucificados de hoy:
los pobres, los que sufren, los humillados y los agraviados. Estar con ellos con esperanza. No basta
compadecerse de sus penas o incluso tratar de aliviarlas. Es demasiado poco. Esto lo pueden hacer todos,
incluso los que no conocen la resurrección. La Iglesia debe dar esperanza, proclamando que el sufrimiento no
es absurdo, sino que tiene un sentido, porque habrá una resurrección de la muerte. La Iglesia debe estar
Los hombres tienen necesidad de esperanza para vivir, como del oxígeno para respirar. También la Iglesia
necesita esperanza para proseguir su camino en la historia y no sentirse aplastada por las dificultades. La
esperanza ha estado durante mucho tiempo, y todavía lo es, entre las virtudes teologales, la hermana menor,
la pariente pobre.
El poeta Charles Péguy tiene una bella imagen al respecto. Él dice que las tres virtudes teologales: fe,
esperanza y caridad, son como tres hermanas: dos adultas y una todavía una niña. Caminan juntas por la
calle tomadas de la mano, las dos grandes a los lados y la niña pequeña en el centro. La niña es, por
supuesto, la esperanza. Todos los que las ven dicen: “¡Ciertamente son las dos adultas las que arrastran a la
niña al centro!”. Están equivocados: es la niña Esperanza quien arrastra a las dos hermanas, porque si se
detiene la esperanza se detiene todo .
Debemos —como dice el mismo poeta— convertirnos en «cómplices de la pequeña niña esperanza». ¿Has
esperado algo ardientemente, una intervención de Dios, y no ha sucedido nada? ¿Has vuelto a esperar de
nuevo otra vez más y todavía nada? ¿Ha continuado todo como antes, a pesar de muchas súplicas, muchas
lágrimas, y quizás también muchos signos de que esta vez serías escuchado? Tú continúa esperando, espera
todavía una vez más, espera siempre, hasta el fin. Hazte cómplice de la esperanza.
Hacerse cómplices de la esperanza significa permitir que Dios te desilusione, que te engañes aquí abajo
tantas veces como él quiera. Es más: significa estar contentos en el fondo, en alguna parte remota del propio
corazón, de que Dios no te haya escuchado la primera y la segunda vez y que siga sin escucharte, porque así
te permite que le des una prueba más, de hacer un acto de esperanza más y cada vez más difícil. Te ha dado
una gracia mucho más grande de la que pedías: la gracia de esperar en él. Dios tiene la eternidad para
Es necesario sin embargo prestar atención a una cosa. La esperanza no es sólo una bella y poética
disposición interior, lo difícil que se quiera, pero que deja, por lo demás, inactivo y sin tareas concretas y, por
lo tanto, estéril. Por el contrario, esperar significa justamente descubrir que todavía hay algo que se puede
hacer, una tarea que cumplir y que no se nos deja a merced del vacío ni de una paralizante inactividad.
Incluso cuando no hubiera nada más que hacer por parte nuestra, para cambiar una cierta situación difícil,
quedaría siempre una gran tarea por cumplir, la de mantenernos bastante comprometidos y mantener lejana
la desesperación: la de soportar con paciencia hasta el final. Ésta fue la gran «tarea» que María llevó a
cumplimiento, esperando, al pie de la cruz, y en esto ella está dispuesta ahora para ayudarnos también a
tercera Lamentación que es el canto del alma en la prueba más desoladora y que puede ser aplicado casi
«Yo soy un hombre que ha probado el dolor bajo el látigo de su cólera, porque me ha llevado y conducido a
las tinieblas y no a la luz; me ha tapiado sin salida cargándome de cadenas. Por más que grito: “Socorro”, se
Pero he aquí el salto de esperanza que cambia todo: «Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba
su compasión; «El Señor es mi herencia», y espero en él. «El Señor es bueno para los que esperan en Él y lo
buscan; le irá bien al hombre si es dócil desde joven. Quizá todavía hay esperanza» (cf. Lam 3, 1-29). Desde
el momento en que el profeta decide de esperar de nuevo, el tono cambia: la lamentación se cambia en la
espera humilde de la intervención de Dios
Dirijamos la mirada, una vez más, a aquella que supo estar al pie de la cruz esperando contra toda
esperanza. Invocamos a María como madre de esperanza con las palabras de un antiguo himno de la Iglesia:
O MARIA!
¡Oh María!
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3.JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris 23: AAS 76 (1984) 231.
reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba:
«Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”
Después dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo
contemplado a María como Madre de Dios, ahora al finalizar nuestras reflexiones sobre María en el Misterio
Debemos precisar en seguida que no se trata de dos títulos ni de dos verdades que haya que poner en el
mismo nivel. «Madre de Dios» es un título definido solemnemente; se basa en una maternidad real, no sólo
espiritual; tiene una relación estrechísima, más aún, necesaria con la verdad central de nuestra fe, que Jesús
es Dios y hombre en la misma persona; y es, finalmente, un título universalmente acogido en la Iglesia.
«Madre de los creyentes», o «Madre nuestra» indica una maternidad espiritual: tiene una relación menos
estrecha con la verdad central del credo; no se puede decir que el cristianismo lo haya mantenido «en todas
partes, siempre y por todos», sino que refleja la doctrina y la piedad de algunas Iglesias, en particular de la
San Agustín nos ayuda a captar rápidamente la semejanza y la diferencia entre las dos maternidades de
María. Escribe:
«María, corporalmente, es solo madre de Cristo, mientras que espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad
de Dios, es su hermana y madre. Ella no fue madre en el espíritu de la Cabeza que es el mismo Salvador, del
cual más bien nació espiritualmente, pero ciertamente lo es de los miembros que somos nosotros, porque
cooperó, con su caridad, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de esa Cabeza» .
En esta meditación, nuestro objetivo quisiera ser el de ver toda la riqueza que hay detrás de este título y el
don de Cristo que contiene, de modo que nos sirva, no solo para honrar a María con un título más, sino para
También la maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús,
se realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos
momentos: nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá
avanzaba en su misión— empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona
privada, sino que era el Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.
Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del
sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo
afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente,
también por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La
mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis
de la «Mujer encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).
Aunque esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz al hombre
nuevo y al mundo nuevo, María está involucrada igualmente en primera persona, como el inicio y la
representante de aquella comunidad creyente. Ese acercamiento entre María y la figura de la Mujer ha sido
acogido pronto por la Iglesia. San Ireneo (discípulo de san Policarpo, ¡a su vez discípulo de Juan!), ve en
Pero dirijámonos ahora al texto de Juan, para ver si contiene ya algo de lo que estamos diciendo. Las
palabras de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» tienen ciertamente
Sin embargo, esto no agota el significado de la escena. La exégesis moderna, habiendo hecho progresos
enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más
convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave
minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y
por lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra. Para Juan, el momento de la muerte es el
momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada
versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al complimiento de
las Escrituras.
Dado este contexto, es más un forzamiento hecho al texto el no ver allí más que un significado privado y
personal, que el ver, con la exégesis tradicional, también un significado más universal y eclesial, vinculado, de
alguna manera, a la figura de la «mujer» del Génesis 3,15 y del Apocalipsis 12. Este significado eclesial es
que el discípulo no representa aquí solo a Juan, sino al discípulo de Jesús en cuanto tal, es decir a todos los
discípulos. Ellos son dados a María como hijos suyos por parte de Jesús moribundo, del mismo modo que
Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en
cambio, a veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de
Jesús moribundo a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo»…, Jesús hacía del pan su cuerpo, así,
teniendo en cuenta las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús
constituye a María como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva
maternidad de María, sino que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la
Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos,
recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu.
Un salmo, que la liturgia aplica a María, dice: «Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que me reconocen;
también filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Y de Sión se dirá: “Esta ha nacido allí» (Sal 87,2s). Es
verdad: ¡todos hemos nacido allí! Se dirá también de María, la nueva Sión: tanto uno como otro han nacido en
ella. De mí, de ti, de cada uno, incluso de quienes no lo saben todavía, en el libro de Dios, está escrito: «Este
ha nacido allí».
Pero, ¿no hemos «vuelto a nacer por la Palabra de Dios viva y eterna» (cf. 1 Pe 1,23)?; ¿no fuimos
«engendrados por Dios» (Jn 1,13)? ¿Renacidos «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5)? Es verdad, pero eso no
quita que, en un sentido diferente, subordinado e instrumental, hemos nacido también de la fe y del
sufrimiento de María. Si Pablo, que es un siervo y un apóstol de Cristo, puede decir a sus fieles: «Yo os
engendré para Cristo cuando os anuncié la Buena Noticia» (1 Cor 4,15), ¡cuánto más puede decirlo María,
que es la madre! ¿Quién, más que ella, puede hacer suyas las palabras del Apóstol: «Hijitos míos, por
quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto» (Gál 4,19)? Ella nos da a luz «de nuevo» al pie de
la cruz, porque ya lo ha hecho una primera vez, no en el dolor, sino en la alegría, cuando dio al mundo
justamente aquella «Palabra viva y eterna», que es Cristo, en la cual fuimos regenerados.
Por tanto, como habíamos aplicado a María al pie de la cruz el canto de lamentación de la Sión destruida, que
bebió el cáliz de la ira divina, así ahora, llenos de confianza en las potencialidades y riquezas inagotables de
la Palabra de Dios, que van más allá de los esquemas exegéticos, nosotros aplicamos a ella también el canto
de la Sión reedificada después del exilio que, llena de estupor, mirando a sus nuevos hijos, exclama: «¿Quién
me engendró a éstos? Yo que carecía de hijos y estéril, ¿quién los ha criado?» (Is 49,21).
La doctrina tradicional católica de María, Madre de los cristianos, recibió una nueva formulación en la
constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, donde se inserta en el cuadro más amplio, respecto del
encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino
Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor.
Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia,
la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es
«La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta
mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la
Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de
la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y
de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la
fomenta» .
Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para
ilustrar el papel de María, es la de modelo o figura: «La Virgen Santísima —se lee—, por el don y la
prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares,
está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la
La novedad más grande de este tratado sobre la Virgen consiste, como se sabe, exactamente en el lugar en
el cual ella se inserta, es decir, en el tratado sobre la Iglesia. Con esto, el Concilio —no sin sufrimientos y
laceraciones, como es inevitable en estos casos— llevaba adelante una profunda renovación de la mariología,
respecto a la de los últimos siglos. El discurso sobre María ya no está separado, como si ella ocupase una
posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido al ámbito de la Iglesia como estaba en la época
de los Padres.
María es vista, como decía san Agustín, como el miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de
«Santa es María, dichosa es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque
María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, pero, sin embargo,
un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda, más importante que un
miembro, es el cuerpo» .
En seguida después del Concilio, Pablo VI desarrolló ulteriormente la idea de la maternidad de María hacia los
Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima «Madre de la Iglesia», es
decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosísima; y
queremos que con dicho dulcísimo título, de ahora en adelante, la Virgen sea todavía más honrada e
Sin embargo, ha llegado el momento de pasar de la contemplación de un título o momento de la vida de María
aplicación es simple: debemos imitar a Juan, tomando a María con nosotros en nuestra vida espiritual. Todo
está aquí.
«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia). Se piensa bastante poco en lo que contiene esta
breve frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da
la misma persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en
el Cuarto Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía
bajo el mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre
«el discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue
escrita por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al
¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche,
a María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus
fieles, celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo
que Jesús amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización
que llevó a la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el
secreto que está bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelioy los investigadores
«Primicia de los Evangelios es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la
cabeza sobre el pecho de Jesús ni haya recibido de él a María, como su propia madre» .
Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa?
Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María.
Esto consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para
poder cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».
«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos
ponernos y quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como
un laúd en las manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que
se tira al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un
Pero, ¿no se usurpa de este modo el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana, desde el momento en que
es por el Espíritu Santo por quien nos debemos «dejar conducir» (cf. Gál 5,18), al que debemos dejar obrar y
orar en nosotros (cf. Rom 8,26), para parecernos a Cristo? ¿No está escrito que el cristiano debe hacer todo
«en el Espíritu Santo»? Este inconveniente —de atribuir al menos de hecho, tácitamente, a María las
funciones propias del Espíritu Santo en la vida cristiana— ha sido reconocido como presente en ciertas formas
Esto se debía a la falta de una conciencia clara y activa del lugar del Espíritu Santo en la Iglesia. El desarrollo
de un fuerte sentido de la pneumatología no lleva, desde ningún punto de vista, a la necesidad de rechazar
esta espiritualidad de la entrega en María, sino que sólo clarifica su naturaleza. María es precisamente uno de
los medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la
semejanza con Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una
palabra de Dios en acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe:
El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por
María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y
produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por
ello, cuanto más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más
poderoso y dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en
Jesucristo .
La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el
Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús,
encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.
Para entender, recurramos a una analogía desde abajo. Pablo exhorta a sus fieles a mirar lo que hace él y a
que ellos hagan también lo que ven que él hace: «Lo que aprendisteis y recibisteis, escuchasteis y visteis en
mí ponedlo en práctica» (Flp 4,9). Ahora bien, es cierto que Pablo no intenta ponerse en el lugar del Espíritu
Santo; simplemente piensa que imitarlo significa secundar al Espíritu, desde el momento en que piensa que
también él tiene al Espíritu de Dios (cf. 1 Cor 7,40). Esto vale a fortiori para María y explica el sentido del
programa de Grignion de Montfort de «hacer todo con María y como María». Ella puede decir de verdad como
Pablo y más que Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). De hecho, ella es
En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo
que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a
consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra
incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de
una posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por
innumerables almas.
Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le
dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual
nos es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no
escucha nuestras oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos
hace pasar de derrota en derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes
alrededor de nosotros y se produce oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre
el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando, como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con
ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10). Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo
Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es
decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y
por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es
más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.
Dios dijo a Abraham: «Te he constituido padre de multitud de pueblos» (Gén 17,5), y después del sacrificio de
Isaac: «Por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tu
descendencia… Por tu descendencia se bendecirán todas la naciones de la tierra por haber obedecido mi
voz» (Gén 22,16-18). Lo mismo, y mucho más, dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos,
madre de mi Iglesia! En tu nombre serán benditas todas las estirpes de la tierra. ¡Todas las generaciones te
llamarán bienaventurada!
Uno de los padres de la Reforma, Calvino, al comentar Génesis 12,3, dice que «Abraham no solo será
ejemplo e intercesor, sino una causa de bendición» . Esto podría hacer comprensible y aceptable a todos los
cristianos la afirmación de san Ireneo: «Igual que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de la muerte
para ella y para todo el género humano, así María, al obedecer, se convirtió en causa de salvación (causa
salutis) para sí misma y para todo el género humano» . Como Abraham, María no es solo un ejemplo, sino
también causa de salvación, aunque, se entiende, de naturaleza instrumental, fruto de la gracia, no del mérito.
Está escrito que cuando Judit volvió entre los suyos, después de haber puesto en riesgo la propia vida por su
pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: «Que el
Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra… Jamás se olvidará en el corazón de los
hombres la valentía que has manifestado» (Jdt 13,18s). Dirigimos las mismas palabras a María: ¡Bendita tú
entre las mujeres! ¡La valentía que has manifestado jamás será olvidada en el corazón de los hombres y en el
recuerdo de la Iglesia!
Resumimos ahora toda la participación de María en el Misterio Pascual, aplicando a ella, con las debidas
diferencias, las palabras con las cuales san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo:
7.SAN PABLO VI, Discurso de clausura del tercer período del Concilio: AAS 56 (1964) 1016.
9.SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a María, nn. 257.259.
10.Cf. H. MÜHLEN, Una persona mystica (Paderborn 1967) [trad. ital. (Ciudad Nueva, Roma 1968) 575ss.;
11.Tratado, n. 20.
12.CALVINO, Le livre de la Génèse, I (Ginebra 1961) 195; cf. G. VON RAD, Genesi (Paideia, Brescia 1978)