Sermones de La Casa Pontificia

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“JUSTIFICADOS GRATUITAMENTE POR MEDIO DE LA FE EN LA SANGRE DE CRISTO”

Predicación del Viernes Santo 2013 en la Basílica de San Pedro

“Por cuanto todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su

gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de

propiciación por su propia sangre [...] para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificado

a los que creen en Jesús (Rom. 3, 23-26).

Hemos llegado a la cumbre del Año de la fe y a su momento decisivo. ¡Esta es la fe que salva, “la fe que

vence al mundo” (1 Jn. 5,5)! La fe –apropiación por la cual hacemos nuestra la salvación obrada por medio de

Cristo, y nos revestimos con el manto de su justicia. Por un lado está la mano extendida de Dios que ofrece su

gracia al hombre; por otro lado, la mano del hombre que se estira para acogerla mediante la fe. La “nueva y

eterna alianza” está sellada con un apretón de manos entre Dios y el hombre.

Tenemos la capacidad de asumir, en este día, la decisión más importante de la vida, aquella que abre las

puertas de la eternidad: ¡creer!

¡Creer que “Jesús murió por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25)! En una

homilía pascual del siglo IV, un obispo pronunció estas palabras excepcionalmente modernas y existenciales:

“Para todos los hombres, el principio de la vida es aquello, a partir de lo cual Cristo se sacrificó por él. Pero

Cristo se sacrificó por él cuando él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida adquirida por aquella

inmolación”1

Este Viernes Santo, celebrado en el Año de la fe y en presencia del nuevo sucesor de Pedro, podría ser, si se

quiere, el principio de una nueva vida. El obispo Hilario de Poitiers, que se convirtió al cristianismo en edad

adulta, mirando hacia atrás antes de convertirse, dijo: “Antes de conocerte, yo no existía” y habla a Jesús

“Antes de conocerte yo no existía”.

Lo que se requiere es que nos pongamos solo del lado de la verdad, que reconozcamos que tenemos

necesidad de ser justificados; que no nos auto-justifiquemos. El publicano de la parábola subió al templo e

hizo una breve oración: “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador”. Y Jesús dice que aquel hombre fue a su casa

“justificado”, es decir, hecho justo, perdonado, hecho criatura nueva, quizáscantando alegremente en su

corazón (Lc. 18,14).


***

Al igual que quien escala una pared de montaña, después de superar un paso peligroso se detiene un

momento para recuperar el aliento y admirar el nuevo panorama que se abre ante él, así lo hace también el

apóstol Pablo al inicio del capítulo 5 de la Carta a los Romanos, después de haber proclamado el gran

mensaje de la justificación gratuita por la fe en Cristo: “Justificados, entonces, por la fe, nosotros estamos en

paz con Dios, por medio de nuestro Jesucristo nuestro Señor, por medio del cual tuvimos también por la fe, el

acceso a esta gracia (paz, fe, gracia) en la cual estamos firmes y por él nos gloriamos en la esperanza de la

gloria de Dios.

Más aún, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce

paciencia, la paciencia experiencia, la experiencia esperanza. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de

Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom. 5, 1-15).

Hoy en día se hacen desde los satélites artificiales, fotografías infrarrojas de regiones enteras de la tierra y de

todo el planeta. ¡Qué diferente se ve el paisaje visto desde arriba, a la luz de los rayos, en comparación con lo

que vemos con la luz natural! Recuerdo una de las primeras fotos de satélite difundidas en el mundo;

reproducía toda la península del Sinaí. Los colores de los relieves y de las depresiones eran muy diferentes,

más evidentes. Es un símbolo. Incluso la vida humana, vista desde los rayos infrarrojos de la fe, desde las

alturas del Calvario, es diferente de lo que se ve “a simple vista”.

“Todo –dijo el sabio, el Qohelet, en el Antiguo Testamento– le pasa también al justo y al impío … He visto algo

más bajo el sol: en lugar del derecho,está la maldad; y en lugar de la justicia, la iniquidad” (Ecl. 3, 16, 9, 2). De

hecho, en todos los tiempos se ha visto a la maldad triunfante y a la inocencia humillada. Pero para que no se

crea que en el mundo hay algo fijo y seguro, notaba Bossuet, que a veces se ve lo contrario, es decir la

inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo. ¿Pero qué concluía el Qohelet, el sabio sobre todo esto?

“Así que pensé: Dios juzgará al justo y al malvado, porque allá hay un tiempo para cada cosa” (Ecl. 3, 17).

Encontró el punto de observación justo.

Aquello que el Qohelet no podía saber y que nosotros más bien sí sabemos es que este juicio ya se ha dado:

“Ahora dice Jesús –caminando hacia su pasión–, ha llegado el juicio de este mundo, ahora será echado fuera

el príncipe de este mundo, y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí “(Jn. 12,

31-32).

En Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. Y si se necesita la fe para creerlo. El

progreso de la humanidad avanza hoy a un ritmo vertiginoso, y la humanidad ve desarrollarse ante sí nuevos
e inesperados horizontes fruto de sus descubrimientos. Aún así, puede decirse que ya ha llegado el final de

los tiempos, porque en Cristo, subido a la diestra del Padre, la humanidad ha llegado a su meta final. Ya han

comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva.

A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Él se ha abierto

ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos otra cosa, más aún, a la

mayoría de los hombres le sugiere lo contrario, pero el mal y la muerte son realmente derrotados para

siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor. El mal ha sido realmente vencido

por la redención que Él trajo.

Una cosa sobretodo se ve diferente, vista a través de los ojos de la fe: ¡la muerte! Cristo ha entrado en la

muerte como se entra en una oscura prisión; pero salió por la pared opuesta. No ha regresado de donde

había venido, como Lázaro que vuelve a a la vida para morir de nuevo. Abrió una brecha hacia la vida que

nadie podrá cerrar jamás a esa brecha. La muerte ya no es un muro contra el que se estrella toda esperanza

humana; se ha convertido en un puente, quizás un “puente de los suspiros”, tal vez porque a nadie le gusta

morir, pero un puente, ya no más un abismo que todo cae y se precipita. “El amor es fuerte como la muerte”,

dice el Cantar de los Cantares (8,6). ¡Pero en Cristo ha sido más fuerte que la muerte!

En su “Historia eclesiástica del pueblo inglés”, Beda el Venerable narra cómo la fe cristiana hizo su ingreso en

el norte de Inglaterra. Cuando los primeros misioneros llegaron de Roma el rey del lugar tenía dudas y

convocó a un consejo de dignatarios para decidir si se les debía permitir o no, a difundir el nuevo mensaje.

Algunos de los presentes se mostraron a favor, otros en contra. En cierto momento, un pájaro salió de un

agujero de la pared, sobrevoló asustado un rato por la sala, afuera estaba la tempestad, la sala estaba

caliente y luego desapareció por un agujero en la pared opuesta.

Entonces se levantó uno de los presentes y dijo: “Señores, nuestra vida en este mundo es como ese pájaro.

Venimos de la oscuridad, no sabemos de dónde venimos, por un poco de tiempo gozamos de la luz y del

calor de este mundo, y luego desaparecemos de nuevo en la oscuridad, sin saber a dónde vamos. Si estos

hombres son capaces de revelarnos algo del misterio de nuestras vidas, debemos escucharlos”.

Y quizás la fe cristiana podría retornar a nuestro continente y en el mundo secular por la misma razón por la

que hizo su entrada: como la única doctrina que puede dar una respuesta seria sobre la muerte.

***

La cruz separa a los creyentes de los no creyentes, porque para algunos es un escándalo y una locura, y para

los otros es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co. 1, 23-24); pero en un sentido más profundo, la
Cruz une a todos las hombres, creyentes y no creyentes. “Jesús tenía que morir [dice el evangelio de San

Juan] no solo por la nación, sino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51 s.).

Los nuevos cielos y la tierra nueva pertenecen a todos y son para todos: porque Cristo murió por todos.

La urgencia que deriva de todo esto es evangelizar: “El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió

por todos” (2 Cor. 5,14). ¡Nos impulsa a la evangelización! Anunciamos al mundo la buena nueva de que “ya

no hay condena para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, que da la Vida, me

libró, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8, 1-2).

(Y padre Cantalamesa repite esta última frase en varios idiomas)

Hay una historia del judío Franz Kafka que es un fuerte símbolo religioso y adquiere un significado nuevo, casi

profético, escuchado el Viernes Santo. Se llama “Un mensaje imperial”. Habla de un rey que, en su lecho de

muerte, llama junto a sí un súbdito y le susurra un mensaje al oído. Es tan importante aquel mensaje que se lo

hace repetir al oído para estar seguro que lo haya escuchado bien. Luego despide con un gesto al mensajero

que se mete en camino. Pero oigamos directamente del autor lo que sigue de la historia, marcada por el tono

onírico y casi de pesadilla típico de este escritor:

“Avanzando primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud como ninguno. Pero la

multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. ¡Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría! En

cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio

interno, de los cuales no saldrá nunca. Y si lo terminara, no significaría nada: todavía tendría que luchar para

descender las escaleras. Y si esto lo consiguiera, no habría adelantado nada: tendría que cruzar los patios; y

después de los patios la segunda cerca de palacios circundante. Y cuando finalmente atravesara la última

puerta –aunque esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la ciudad imperial, el centro del

mundo, donde se amontonan montañas de su escoria. Allí en medio, nadie puede abrirse paso a través de

ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, te sientas junto a tu ventana y te imaginas

tal mensaje, cuando cae la noche”. Hasta aquí el mensaje de Kafka.

Desde su lecho de muerte, Cristo confió a su Iglesia un mensaje: “Vayan por todo el mundo y prediquen el

evangelio a toda criatura” (Mc. 16, 15). Todavía hay muchos hombres que están junto a la ventana y sueñan,

sin saberlo, con un mensaje como aquel. Juan, acabamos de oírlo, dice que el soldado traspasó el costado de

Cristo en la cruz “para que se cumpliese la Escritura que dice: «Mirarán al que traspasaron»” (Jn. 19, 37). En

el Apocalipsis añade: “He aquí que viene entre las nubes, y todo ojo le verá, mismo aquellos que le

traspasaron; y por él todos los linajes de la tierra harán lamentación” (Ap. 1,7).
Esta profecía no anuncia la venida final de Cristo, cuando ya no será el momento de la conversión, sino del

juicio. En su lugar describe la realidad de la evangelización. En ella se verifica una misteriosa, pero real

venida del Señor que les trae la salvación. Lo suyo no será un grito de desesperación, sino de revisión y de

consuelo. Es este el significado de la escritura profética que Juan ve realizada en el costado traspasado de

Cristo, y por lo tanto, de Zacarías 12, 10: “Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de

Jerusalén, un espíritu de gracia y de súplica; y mirarán hacia mí, al que ellos traspasaron”.

La evangelización tiene un origen místico; es un don que viene de la cruz de Cristo, de aquel lado abierto, de

aquella sangre y de aquel agua. El amor de Cristo, como aquel Trinitario, que es la manifestación histórica, es

“diffusivum sui”, tiende a expandirse y alcanza a todas las criaturas especialmente a las más necesitadas de

su misericordia. La evangelización cristiana no es conquista, no es propaganda; es el don de Dios para el

mundo en su Hijo Jesús. Es dar al Jefe la alegría de sentir la vida fluir desde su corazón hacia su cuerpo,

hasta hacer vivificar a sus miembros más alejados de su cuerpo.

Tenemos que hacer todo lo posible para que la Iglesia se parezca cada vez menos a aquel castillo complicado

y sombrío descrito por Kafka, y el mensaje pueda salir de él tan libre y feliz como cuando comenzó su carrera.

Sabemos cuáles son los impedimentos que puedan retener al mensajero: los muros divisorios, partiendo de

aquellas que separan a las distintas iglesias cristianas, la excesiva burocracia, los residuos de los

ceremoniales, leyes y controversias del pasado, aunque se han convertido ya en detritos.

En el Apocalipsis Jesús dice que está en la puerta y llama. A veces, como ha observado nuestro papa

Francisco, no golpea para entrar, sino desde adentro porque quiere salir hacia las periferias existenciales del

pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia, de la indiferencia religiosa, de toda forma de miseria.

Ocurre como con algunos edificios antiguos. A través de los siglos, para adaptarse a las necesidades del

momento, se les llenas de divisiones, escaleras, de habitaciones y cubículos pequeños. Llega un momento en

se ve que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, sino que son un obstáculo,

y entonces hay que tener el coraje de derribarlos y llevar el edificio a la simplicidad y la sencillez de sus

orígenes. Fue la misión que recibió un día un hombre que estaba orando ante el crucifijo de San Damián: “Ve,

Francisco y repara mi Iglesia”.

“¿Quién está a la altura de este encargo?”, se preguntaba aterrorizado el apóstol Pablo frente a la tarea de

ser en el mundo “el perfume de Cristo”, y he aquí su respuesta que vale también hoy: “No porque podamos

atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios, quien nos ha
dado el don para que seamos los ministros de un nuevo pacto, no de la la letra, sino en el Espíritu; porque la

letra mata, pero el Espíritu da vida (2 Cor. 2, 16; 3, 5-6).

Que el Espíritu Santo, en este momento en que se abre para la Iglesia un tiempo nuevo, lleno de esperanza,

reavive en los hombres que están en la ventana a la espera del mensaje, y en los mensajeros, la voluntad de

hacérselo llegar, incluso a costa de la vida.

1 Homilía pascual del año 387 (SCh 36, p. 59 s.).

Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamessa. Tutti i diritti riservati. Una realizzazione Ergobit.

“CON JESÚS EN EL DESIERTO”

14 de marzo de 2014

La Cuaresma comienza cada año con el relato de Jesús que se retira al desierto durante cuarenta días. En

esta meditación introductoria queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este tiempo, qué temas están

presentes en elrelato evangélico, para aplicarlos a nuestra vida.

1. «El Espíritu empujó a Jesús al desierto»

El primer tema es el del desierto. Jesús acaba de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la

buena noticia a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino (cf. Lc 4,18s). Pero no se apresura

a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al

desierto donde permanece cuarenta días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá que se extiende

desde el exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el valle del Jordán. La tradición identifica el lugar

con el llamado Monte de la Cuarentena que da al valle del Jordán.

En la historia ha habido grupos de hombres y mujeres que han optado por imitar a este Jesús que se retira al

desierto. En Oriente, empezando por san Antonio abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina;

en Occidente, donde no existían desiertos de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos.

Pero la invitación a seguir Jesús en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los eremitas. En forma

distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han elegido un espacio de desierto; nosotros debemos

elegir al menos un tiempo de desierto.


La Cuaresma es la ocasión que la Iglesia ofrece a todos, sin distinción, para vivir un tiempo de desierto sin

tener que abandonar, por ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó este ardiente llamamiento:

«¡Volved a entrar en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro

vagabundeo que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú

que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡no te conoces a ti mismo, y busca a quien

te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo… Entra en el corazón: examina allí lo que quizá

percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo»(1).

¡Volver a entrar en el propio corazón! Pero, ¿qué es y qué representa el corazón, del que se habla tan a

menudo en la Biblia y en el lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología humana, donde no es más que

un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón es el lugar metafísico más profundo de una persona; es lo

íntimo de cada hombre, donde cada uno vive su ser persona, es decir, su subsistir en sí, en relación con Dios,

del que procede y en el que encuentra su fin, con otros hombres y con la creación entera. También en el

lenguaje común, el corazón designa la parte esencial de una realidad. «Ir al corazón de un problema» quiere

decir ir a la parte esencial del mismo, del que depende la explicación de todas las demás partes del problema.

Así, el corazón de una persona indica el lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su

realidad más profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales. Es en el corazón donde

tiene lugar el juicio de cada persona, sobre lo que lleva dentro de sí, y que es la fuente de su bondad o de su

malicia. Conocer el corazón de una persona quiere decir haber penetrado en el santuario íntimo de su

personalidad, en el que se conoce a esa persona por lo que realmente es y vale.

Volver al corazón significa, pues, volver a lo que hay de más personal e interior en nosotros.

Lamentablemente la interioridad es un valor en crisis. Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes

a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir el estar constituidos de carne y espíritu, hace

que seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como universo,

tras la explosión inicial (el famoso Big Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de

alejamiento del centro. Estamos constantemente «saliendo», a través de esas cinco puertas o ventanas que

son nuestros sentidos.

Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es, ciertamente, uno de los frutos más

maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y

hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa,

incapaces de volver a entrar. ¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían hacer propia la
amarga constatación que Agustín hacía a propósito de su vida antes de la conversión: «Tarde te amé, belleza

tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba. Deforme,

me arrojaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me tenían

lejos de ti tus criaturas, inexistentes si no existieran en te»(2).

Lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras

personas tiene el poder de hacer desviar nuestra intención, como algunos campos magnéticos hacen desviar

las ondas. La acción pierde su autenticidad y su recompensa. El parecer toma la ventaja sobre el ser. Por eso

Jesús invita a ayunar, a hacer limosna a escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto» (cf. Mt 6,1-4).

La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el

criterio de éxito o fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano, la autenticidad? ¿Cuándo una

persona es realmente ella misma? Sólo cuando acoge, como medida, a Dios. «Se habla mucho —escribe el

filósofo Kierkegaard— de vidas desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que nunca

se dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que

él, precisamente él, su yo, está ante este Dios»(3).

De una vuelta a la interioridad necesitan sobre todo las personas consagradas al servicio de Dios. En un

discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo VI dijo:

«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la

soledad. Ruido y estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no logran recogerse. Víctimas de

mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las distintas formas de la cultura moderna.

Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que

en otro tiempo encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma consigue estar plenamente

ocupada en Dios».

Pero tratemos de ver también cómo hacer, concretamente, para encontrar y conservar la costumbre de la

interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho construir una tienda portátil y

en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar

al Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como un hombre habla con otro» (Ex 33,11).

Pero tampoco esto se puede hacer siempre. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar

solitario para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otro medio más al

alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las carreteras del mundo, decía: Tenemos un eremitorio

siempre con nosotros dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas,
entrar en este eremo. «El hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que habita allí dentro para rezar a

Dios y meditar». Es como tener un desierto siempre «debajo de casa» o mejor «dentro casa», en el que

poderse retirar con el pensamiento en cada momento, incluso yendo por la calle.

Terminamos esta primera parte de nuestra meditación escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación

que san Anselmo de Aosta dirige al lector en una obra famosa suya:

«Ay de mí, miserable mortal, huye durante breve tiempo de tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos

tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y deja de lado tus agotadoras actividades. Atiende un

poco a Dios y reposa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo, excepto a Dios y a quien te ayuda a

buscarlo, y, cerrada la puerta, di a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro yo busco, Señor»(4).

2. Los ayunos agradables a Dios

El segundo gran tema presente en el relato de Jesús en el desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado

cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre» (Mt 4,1). ¿Qué significa para nosotros hoy imitar el

ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se pretendía sólo limitarse en los alimentos y en las bebidas,

y abstenerse de carne. Este ayuno alimenticio conserva todavía su validez y es altamente recomendado,

naturalmente cuando su motivación es religiosa y no sólo higiénica o estética, pero ya no es el único y ni

siquiera el más necesario.

La forma más necesaria y significativa de ayuno se llama hoy sobriedad. Privarse voluntariamente de

pequeñas o grandes comodidades, de lo que es inútil y a veces incluso perjudicial para la salud. Este ayuno

es solidaridad con la pobreza de muchos. ¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la liturgia nos hace

escuchar al comienzo de cada Cuaresma?

«¿Acaso el ayuno que quiero no es éste:

que compartas tu pan con quien tiene hambre,

que lleves a tu casa a los desafortunados privados de techo,

que cuando veas a uno desnudo tú lo cubras

y que no te escondas a quien es carne de tu carne?» (Is 58, 6-7).

Semejante ayuno es también contestación a una mentalidad consumista. En un mundo que ha hecho de la

comodidad superflua e inútil uno de los fines de su propia actividad, renunciar a lo superfluo, saber prescindir

de algo, abstenerse de recurrir siempre a la solución más cómoda, de elegir lo más fácil, el objeto de mayor

lujo, vivir, en definitiva, con sobriedad, es más eficaz que imponerse penitencias artificiales. Además, es

justicia hacia las generaciones que sigan a la nuestra que no deben ser reducidas a vivir de las cenizas de lo
que nosotros hemos consumido y desperdiciado. La sobriedad también tiene un valor ecológico, de respeto

de la creación.

Más necesario que el ayuno de los alimentos es hoy también el ayuno de imágenes. Vivimos en una

civilización de la imagen; nos hemos convertido en devoradores de imágenes. Mediante la televisión, la

prensa, la publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia dentro de nosotros. Muchas de ellas son

insanas, propagan violencia y maldad, no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro. Son

producidas expresamente para seducir. Pero quizá lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida, con

todas las consecuencias que se derivan de ello a continuación en el impacto con la realidad, sobre todo para

los jóvenes. Se pretende, inconscientemente, que la vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.

Si no creamos un filtro, una barrera, reducimos en breve tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a

vertedero. Las imágenes malas no mueren en cuanto llegan dentro de nosotros, sino que fermentan. Se

transforman en impulsos para la imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Un filósofo materialista,

Feuerbach, dijo: «El hombre es lo que come»; hoy quizá habría que decir: «El hombre es lo que mira».

Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras malas. San

Pablo recomienda: «Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca, sino más bien palabras buenas que

puedan servir para la necesaria edificación y provecho de los que escuchan» (Ef4,29).

Palabras malas no son sólo las palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de

manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran discordia y sospechas. En la

vida de una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de cerrar a cada uno en sí mismo, de

congelar, creando amargura y resentimiento. Literalmente, «mortifican», es decir, producen la muerte.

Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo,

resucitar a un hermano o matarle (cf. Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer peor mal que un puñetazo.

En el Evangelio de Mateo figura una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de

todos los tiempos: «Pero yo os digo que de cada palabra inútil los hombres darán cuenta en el día del juicio»

(Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la intención de condenar cada palabra inútil, en el sentido de no

«estrictamente necesaria». Tomado en sentido pasivo, el término argon (a = sin, ergon = obra) utilizado en el

Evangelio indica la palabra carente de fundamento, por lo tanto, la calumnia; tomado en sentido activo,

significa la palabra que no fundamenta nada, que no sirve ni siquiera para la necesaria distensión. San Pablo

recomendaba al discípulo Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los que las hacen avanzan cada vez
más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una recomendación que el papa Francisco nos ha repetido más de una

vez.

La palabra inútil (argon) es lo contrario de la palabra de Dios que se define en efecto, por contraste, energes,

(1 Tes 2,13; Heb 4,12), es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para todo. En este sentido, aquello de

lo que los hombres deberán rendir cuentas en el día del juicio es, en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin

fervor, pronunciada por quien debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son «espíritu y vida»,

sobre todo en el momento en que ejerce el ministerio de la Palabra.

3. Tentado por Satán

Pasemos al tercer elemento del relato recogido sobre el que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el

demonio, las tentaciones. En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es decir, ¿indica la palabra

demonio realmente alguna realidad personal, dotada de inteligencia y voluntad, o es simplemente un símbolo,

un modo de hablar para indicar la suma del mal moral del mundo, el inconsciente colectivo, la alienación

colectiva, etc.?

La prueba principal de la existencia del demonio en los evangelios no está en los numerosos episodios de

liberación de obsesos, porque al interpretar estos hechos pueden haber influido las creencias antiguas sobre

el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es tentado en el desierto por el demonio: ésta es la prueba. La

prueba son también los múltiples santos que han luchado en la vida con el príncipe de las tinieblas. Ellos no

son «quijotes» que han luchado contra molinos de viento. Al contrario, eran hombres muy concretos y de

psicología muy sana. San Francisco de Asís confió una vez a un compañero: «Si los frailes supieran cuántas y

qué tribulaciones recibo de los demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar por mí»(5).

Si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque se basan en los libros, pasan la vida en las

bibliotecas o en el despacho, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial y

precisamente, los santos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien no ha tenido nada que ver con la realidad

de Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con las tradiciones culturales, religiosas, etnológicas sobre

Satanás? Esos tratan normalmente este tema con gran seguridad y superioridad, liquidando todo como

«oscurantismo medieval». Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de no tener miedo alguno del

león, alegando como prueba el hecho de que lo ha visto muchas veces pintado, o en fotografía y nunca se ha

asustado.

Es totalmente normal y coherente que no crea en el diablo quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si

alguien que no cree en Dios creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien, es lo que sucede en nuestra
sociedad. El demonio, el satanismo y otros fenómenos conexos están hoy de gran actualidad. Nuestro mundo

tecnológico e industrializado pulula de magos, brujos de ciudad, ocultismo, espiritismo, adivinadores de

horóscopos, vendedores de mal de ojo, de amuletos, así como de auténticas sectas satánicas. Expulsado por

la puerta, el diablo ha vuelto por la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha regresado con la superstición.

Lo más importante que la fe cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el demonio existe, sino que

Cristo ha vencido al demonio. Cristo y el demonio no son, para los cristianos, dos principios iguales y

contrarios, como en ciertas religiones dualistas. Jesús es el único Señor; Satán no es más que una criatura

«que ha ido mal». Si se le concede poder sobre los hombres es para que los hombres tengan la posibilidad de

elegir libremente de qué parte están, y también para que «no se alcen en soberbia» (cf. 2 Cor 12,7),

creyéndose autosuficientes y sin necesidad de ningún redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto

espiritualnegro. «Ha disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado la puntería y, en cambio, ha

destruido mi pecado».

Con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo

queremos. Satanás, decía un antiguo padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es como un perro atado al

palo: puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no somos nosotros los que nos acercamos, no puede morder.

¡Jesús en el desierto se ha liberado de Satanás para liberarnos de Satanás!

Los evangelios nos hablan de tres tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en

pan»; «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si, postrándote, me adoras». Tienen

un fin único y común a todas: desviar a Jesús de su misión, distraerlo del objetivo para el que ha venido a la

tierra; sustituir el plan del Padre con un plan distinto. En el bautismo, el Padre había mostrado a Cristo la vía

del Siervo obediente que salva con la humilad y el sufrimiento; Satanás le propone una vía de gloria y de

triunfo, la vía que todos entonces se esperaban del Mesías.

También hoy todo el esfuerzo del demonio es el de desviar al hombre del objetivo para el que está en el

mundo que es el de conocer, amar y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en la otra. Desviarlo, es

decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección. Sin embargo, Satanás también es astuto; no aparece en

persona con cuernos y olor a azufre (sería demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas llevándolas al

extremo, absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero es una cosa buena, como lo son el placer, el

sexo, la comida, la bebida. Pero si se convierten en lo más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios,

entonces llegan a ser destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.
Un ejemplo especialmente referido al tema es la diversión, la distracción. El juego es una dimensión noble del

ser humano; Dios mismo ha mandado el descanso. El mal es hacer del juego el objetivo de la vida, vivir la

semana como espera del sábado noche o de la ida al estadio el domingo, por no hablar de otros pasatiempos

mucho menos inocentes. En este caso la diversión cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento

humano y aliviar el estrés y la fatiga, los aumenta.

Un himno litúrgico de la Cuaresma exhorta a utilizar más parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos,

bebidas, sueño y diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido al mundo, de

dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo contrario, nos puede ocurrir lo que

sucedió al Titanic o, más cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio, al Costa Concordia.

4. Porque Jesús se retiró en el desierto

He intentado sacar a la luz las enseñanzas y ejemplos que nos vienen de Jesús para este tiempo de

Cuaresma, pero debo decir que he omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo. ¿Por qué Jesús,

después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser tentado por Satanás? No, ni siquiera lo pensaba;

nadie va a propósito en busca de tentaciones, y él mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la

tentación. Las tentaciones fueron una iniciativa del demonio, permitida por el Padre, para la gloria de su Hijo y

como enseñanza para nosotros.

¿Fue al desierto para ayunar? También, pero no principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre,

cuando Jesús se retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue en el desierto para sintonizar, como hombre,

con la voluntad de Dios, para profundizar la misión que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho

vislumbrar: la misión del Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la humillación. En

definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su Padre. Y este es también el objetivo principal de

nuestra Cuaresma. Fue al desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió al

Monte Tabor, es decir, para rezar (Lc 9,28).

No se va al desierto sólo para dejar algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para

encontrar algo, más aún, a Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno mismo, para ponerse en

contacto con el propio yo profundo, como en muchas formas de meditación no cristianas. Estar a solas con

uno mismo puede significar encontrarse con la peor de las compañías. El creyente va al desierto, desciende a

su corazón, para reanudar su contacto con Dios, porque sabe que «en el hombre interior habita la Verdad».

Es el secreto de la felicidad y la paz en esta vida. ¿Qué más desea un enamorado que estar a solas, en

intimidad, con la persona amada? Dios está enamorado de nosotros y desea que nosotros nos enamoremos
de él. Al hablar de su pueblo como de una novia, Dios dice: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón»

(Os 2,16). Se sabe cuál es el efecto del enamoramiento: todas las cosas y todas las demás personas se

retiran, se sitúan como en el trasfondo. Hay una presencia que llena todo y hace «secundario» a todo el resto.

No aísla de los demás, sino que incluso hace aún más atentos y disponibles hacia los otros, pero

indirectamente, por redundancia de amor. ¡Oh, si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia descubriéramos

lo cerca que está de nosotros, al alcance de la mano, la felicidad y la paz que buscamos en este mundo!

Jesús nos espera en el desierto. No lo dejemos solo todo este tiempo.

Traducido por Pablo Cervera Barranco

1. San Agustín, In Ioh. Ev., 18 , 10: CCL 36, 186.

2. San Agustín, Confesiones, X, 27.

3. San Kierkegaard, La malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.) (Florencia 1972) 663 [trad. esp.: Enfermedad

mortal (Madrid 2005)].

4. San Anselmo, Proslogion, 1: Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97 [Ed. lat./esp.: Obras completas de San

Anselmo, I (BAC, Madrid 2008)].

5. Cf. Speculum perfectionis, 99: FF 1798.


Copyright © 2011, Padre Raniero C

“SAN AGUSTÍN, “CREO EN LA IGLESIA UNA Y SANTA””

Segunda predicación de Cuaresma 2014 –

Desde Oriente a Occidente

En la meditación introductoria de la semana pasada hemos reflexionado sobre el sentido de la Cuaresma

como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las

tentaciones y, sobre todo, crecer en la intimidad con Dios.

En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año 2012

con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín,

Ambrosio, León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno de ellos, a

propósito de la verdad de fe de la que ha sido especialmente defensor es decir, respectivamente, la


naturaleza de la Iglesia, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de Calcedonia y la

inteligencia espiritual de las Escrituras.

El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como

dice Pablo, «de fe en fe» (Rom 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la

Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su anuncio al mundo.

El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían-

somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más

cosas y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque

somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura gigantesca»[1]. Este pensamiento ha

encontrado expresión artística en algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media,

donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen, sentados a hombros, hombres

pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.

Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesarea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa,

respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el

conocimiento de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los padres latinos

en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a la historia de la teología nos convence enseguida

de lo contrario.

Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte temple especulativo y

condicionados por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo,

monofisismo), los padres griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del

dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de Dios. Los

temas más queridos a Pablo —la justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían

quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo respondía bastante mejor Juan con su

énfasis sobre la encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el

obrar más que ser de Cristo.

La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de problemas concretos, jurídicos y

organizativos, que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el

pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la gracia, de la Iglesia,

de los sacramentos y de la Escritura. Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente

predicación cuaresmal.
2. ¿Qué es la Iglesia?

Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha

dejado su huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el

de la Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su lucha contra el donatismo.

El interés por la doctrina de Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el

ámbito protestante (a él se vinculan Lutero, con la doctrina de la justificación, y Calvino, con la de la

predestinación), como en el ámbito católico a causa de las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo1. En

cambio, el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al Concilio Vaticano

II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia

es el nudo crucial que hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de la fe, nos

ocuparemos de este segundo ámbito de interés de Agustín que es la Iglesia.

La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para los escritores latinos anteriores a

Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y

comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios; a ella se le promete

la indefectibilidad; es «la columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia

es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los carismas;

siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo

mediante el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado de Cristo en la cruz,

como Eva por del costado de Adán dormido. 2

Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como tema. Quien estará obligado a

hacerlo es precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los

donatistas. Nadie quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho de que ella fue

la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia

en el designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.

Alrededor del año311, un cierto Donato, obispo de Numidia se negó a readmitir en

lacomunióneclesialaaquellos que durante lapersecución de Dioclecianohabían entregado los Libros Sagrados

a las autoridades estatales, renegando de lafepara salvar la vida. Enel año311fue elegido obispo de Cartago

un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de haber traicionado la fedurante la

persecución de Diocleciano. Un grupo desetentaobispos norte-africanos, liderados por Donato, se opuso

contra este nombramiento. Ellos destituyeron Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar. Excomulgado por el
papaMilcíadesenel año313, permaneció en su puesto, produciendo uncisma, que creó en el Norte de África

una Iglesia paralela a la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo después.

Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín

va elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras

escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y discursos al pueblo. Es

importante distinguir estos dos contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos

aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues,

siempre someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos,

empezando por el directamente antidonatista.

A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos.El cisma donatista había partido de una

convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este

modo carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la ordenación del obispo

Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los donatistas

justifican su separación de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.

En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una conquista para siempre de la teología y

crea las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la

causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra exclusiva de Dios y de

Cristo; el ministro sólo es un instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo

quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza». 3 La validez y la eficacia de los sacramentos no es

impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar…

De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión

de la Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o

terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y de sólo santos; la Iglesia del

tiempo presente siempre será el ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces

buenos y peces malos, es decir santos y pecadores.

Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción: entre la comunión de los sacramentos

(communio sacramentorum ) y la sociedad de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí

visiblemente a todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las Escrituras, la

autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen en común
también la realidad escondida en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la

caridad.

Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y

más todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y

definitiva comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados. «¡Cuántas ovejas que hoy

están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán dentro!»4.

La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad

de la Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir

en algo interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el mismo que opera la unidad en

Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por

medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu Santo»5. Él desempeña

en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador

y unificador. «Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo que es

la Iglesia»6.

La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y

la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza

dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos

sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión

plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la

realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la

propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida

indignamente por los católicos.

B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al

pueblo encontramos estos mismos principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la

polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más en aspectos interiores y

espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados

y conmovidos, como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido a continuación),

animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi

totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:
«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el

cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la

mesa del Señor se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén y

respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del

cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois»7.

El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre

el devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de

trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por muchas personas, reunidas y

fusionadas por la caridad, que es el Espíritu Santo8 . Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero

cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han

sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo,

sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia a la Iglesia se

debe decir que el sacramento «significando causat»: significando la unión de muchas personas en una, la

Eucaristía la realiza, la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».

3. Actualidad de la eclesiología de Agustín

Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas

que ésta debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la

eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta elección sea

particularmente actual. El mundo cristiano se está preparando para celebrar el quinto centenario de la

Reforma protestante. Ya empiezan a circular declaraciones y documentos conjuntos de cara al

acontecimiento9. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión, permaneciendo

prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las

razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la «exclusa» de

un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a un nivel más alto.

La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto de entonces. Se trata de partir

nuevamente desde la persona de Jesús, de ayudar humildemente a nuestros contemporáneos a descubrir la

persona de Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un mundo pre-

cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en

una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice:
«Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2

Cor 4,5).

Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer

volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez

liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las sucesivas polémicas. La

justificación gratuita mediante la fe, por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—,

pero no en oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión

del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si

viviera hoy esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por la fe.

Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de superar los obstáculos seculares.

El camino a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los

donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en la gracia del

Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena

comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.

La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno,

de la gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por lo

tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber fuera de la Iglesia católica algo

que es católico»10. Los dos aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no

pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la Lumen

Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia

no coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión institucional que a la espiritual.

Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico, sentirme más en comunión con la

multitud de los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo

y de la Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento en comunión con el

grupo de aquellos que, aun perteneciendo a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades

fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su Evangelio, se

ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros?

Las persecuciones, tan frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden iglesias y

matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una

sola cosa»!
Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto

de los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a

lo que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos sorprenderemos, u otros se

sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos

en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran

a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus propias raíces.

La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el

principio esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los

obispos con el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que vivifica y mueve

todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una

realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que existe

entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este fundamento místico de la

unidad cuando dijo: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina

y en la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.

Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las

declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de

distintas confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús es Señor,

compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los

cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el

último de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de la paz es la fraternidad.

4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el Espíritu!

En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida

consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros,

antes de concluir nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de entonces.

La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones

prácticas que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos

con envidia y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí tienen es también mío.

Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y

quizás te entristeces pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no

es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú
también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú

posees»11.

Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es

todo el cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo

para sí misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece inmóvil, diciendo que

el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo

es y lo hace para todos!

He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de todos» (1 Cor 12,31): me hace

amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son

míos. Pero hay todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo poseo es más

tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él,

entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras

que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro

lo que otro posee con peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el

carisma de todos.

¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles.

Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que

recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo

todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas

las lenguas anuncia las grandes obras de Dios12.

Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones internas, a la comunidad en que

vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad

de los cristianos será prácticamente un hecho consumado.

Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si

queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén»13.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.

1 A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie

moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
2 Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini

(Bolonia 1972) 490-500].

3 Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.

4 Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».

5 Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.

6 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.

7 Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.

8 Ib.

9 Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión»,

http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf

10 Agustín, De Baptismo , VII, 39, 77 .

11 Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.

12 Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.

13 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.


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“SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA EUCARISTÍA”

Tercera predicación, 2014

1. La reflexión sobre los sacramentos

Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el paso de los Padres griegos a los

latinos es el de los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es

decir, sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada uno de los misterios:

bautismo, unción, Eucaristía .

El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis—

es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre

los misterios», anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto, se ocupa de cada

uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos: ministro, materia,

forma, modo de producir la gracia…


¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de fe de un tema sacramentario como es el de la

Eucaristía sobre el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a

la afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la futura doctrina de la

transustanciación. En el De sacramentis escribe:

«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser

carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando

se realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que utiliza las palabras de

Cristo. Es la palabra de Cristo la que realiza este sacramento» .

En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía más explícito. Dice:

«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo

que existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este

cuerpo que producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen. [...] Es, ciertamente, la

verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de

su carne [...]. El mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de las palabras

celestes se usa el nombre de otro objeto, después de la consagración se entiende cuerpo» .

Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció

sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como

hemos visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su significado simbólico y eclesial.

Algunos de sus discípulos llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es

la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo» . La reacción a la herejía

de Berengario de Tours que reducía la presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y

simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio desempeñaron una parte importante.

Él es la primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia

real .

La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido para designar a la Eucaristía,

pasó poco a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la

Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de Ambrosio sobre la de

Agustín. Expresiones como las del himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado

como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron

agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba recordadas de Ambrosio.
Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo

verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre

sí estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y el de la Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo

real e histórico de Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo

histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo eclesial.

En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo exagerado, casi que —como decía una

fórmula contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre

el altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del sacerdote y masticados por

los dientes de los fieles» . Pero el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en

teología. La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son,

precisamente, el pan y el vino.

2. La Eucaristía y la beraká judía

Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo

en la producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la

consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a afirmar una realidad

existente, sino que producen la realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha

influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la epíclesis del Espíritu Santo, que, como

sabemos, desempeña en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la

consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que precede a la

consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.

Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni

siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca

se ve aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas antiguas, sino también a

abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el

método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los conocimientos

disponibles en su contexto cultural.

El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y

judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre

el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio de Antioquía . Distinguirse

de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una
especie de consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha hecho posible un mejor

conocimiento de su matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se considera como el

cumplimiento de lo que preanunció la Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve

como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo,

Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha

durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido que hoy ningún estudioso serio

sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos

cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían

forma de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron

las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná

—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era la

comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto sinagogal. El

primer nombre con el que es designada la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del

Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía de la que se distingue

ahora por la fe en Jesucristo.

Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la

Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los

estudiosos, él acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue una cena pascual,

sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el

desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir del canon, desde la beraká judía» .

Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la

Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente. Esto

también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por tanto, una imitación del

método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden,

esta vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.

Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo el de L. Bouyer , quisiera tratar

de mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la
institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no

resultará disminuida, sino engrandecida al máximo.

3. ¿Qué ocurrió esa noche?

Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no

es otra cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por

tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la sinagoga. El rito sinagogal estaba

compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La

beraká resume la espiritualidad de la Antigua Alianza y es la respuesta de bendición y de agradecimiento que

Israel da a la palabra de amor que su Dios le había dirigido.

El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los

judíos, pero asumía una importancia particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días

festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la última Cena. Al

comienzo de la comida, cada uno por turno tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los

labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del

ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el

primer cáliz de vino.

Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había

partido el pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después

de la frase, toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…». Y aquí el

ritual, que era sólo una preparación, se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan, que era

considerada como una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.

Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene

significado especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús

no vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del desajuste de la fecha,

falta toda referencia a la manducación del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos

elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo y con la gran

oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es innegable, pero es

independiente de estas discusiones y se explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre

derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la figura del cordero pascual al que

«no se le quiebra ningún hueso» (Jn 19,36).


Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a punto de terminar y las viandas se han consumido, los

comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más

profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el presidente recibiera el agua

del más joven de los presentes y es quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse

servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino

mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la

segunda, por la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente. Concluida la oración,

la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas

veces durante su vida.

Luca dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi

sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas

palabras a la fórmula de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito era un banquete

sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo

para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a

Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar la vida por los suyos como

el verdadero cordero, él declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando

litúrgicamente.

En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y

eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que

habéis celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha redimido de

Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en

conmemoración de una salvación de la esclavitud material en la sangre de un animal; lo haréis en memoria de

mí, Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí habéis comido un alimento

normal para celebrar una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por

vosotros, para haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto mismo en que

yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y eterna Alianza en mi amor».

Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde

el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en

nuestras manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte

por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos
da como sacramento, es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una

sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).

La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12,

14, encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial

bíblico es mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del pasado. Gracias

a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia propia, que no pertenece

al pasado, sino que existe y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta ahora

era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de

Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la

Iglesia.

Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más

evolucionada, de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y

sustancial de Cristo» en la Eucaristía . En efecto, sólo así es posible conservar en el «memorial» instituido por

Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien

lo recibe, como lo había sido su encarnación.

4. Nuestra firma sobre el don

¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la

Eucaristía debe conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su

acción, Jesús ha hecho de su don un «sacramento».

En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de

Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de

Cristo, como actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y vino, que para Dios

no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone

ese valor que yo no puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo y

sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo acto de amor al Padre.

He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha convertido en el don perfecto

para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia

(místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al

Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma»,

escribe Agustín .
Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos

en una familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su

padre. Por su cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo pide, en secreto, a

todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre

como signo del amor de todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el precio

del mismo.

Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le

quiere hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia

vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don, de manera que

llegue a Dios Padre como el don indiferenciado de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de

dicho don. ¡Y qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica

Agustín, es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois

respondéis: Amén y al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tú respondes:

Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que

sois» . Toda la eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su

campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de

sus discípulos), se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere

decir que, al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y

para los hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos: «Tomad, comed; esto es

mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis

sufrimientos, todo lo que me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero que toda

mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una

Eucaristía.

He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la

cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores

de la Iglesia:

«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo

uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino

porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los siglos. Amén» .

_____________________________________________

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1. Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli origini (Bolonia 1972) 415ss.

2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo;

Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].

3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los

sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].

4.GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.

5.Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.

6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age

(Aubier, París 1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán

1996).

7.DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.

8.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.

9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de

Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la

prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria

eucarística (Herder, Barcelona 1969)].

10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L.

ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI

YANG, Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf,

París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].

11.Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.

12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).

13.AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.

14.Didache, IX,4.
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“SAN LEÓN MAGNO Y LA FE EN JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE”

 Cuarta predicación de Cuaresma, 2014

1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo

Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir

directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en

la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del

Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas

tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se

puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la

propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente

exploradas.

La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de

recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía

dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los

primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los

siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.

San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una

razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en

Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no

confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre»1.Tras una larga exploración, los autores

griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue

algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto

ellos de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.

El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la

latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal.

Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por

Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta
Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el

famoso Tomus a Flavianum2.

Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la

forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y

la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada

una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar

de ser lo que era3 . La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres,

el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza humana y no morir en lo referido a la

naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo

que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino

del cielo.

Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas»

de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo

y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos

naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas

reservas y resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la identidad de la

persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.

Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el

pensamiento del papa León:

«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo:

perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […];

nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido

en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un

solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin

separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a

salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona»4.

Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la

doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y

nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el
punto de que, como se canta enel Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al

mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).

Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo,

escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por

una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para

liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro

lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el

deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer,

y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona»5.

2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos

Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que

tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de

Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento:

liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión

de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea

superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de

la ciencia racional»6.Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por

una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».

Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las

exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días.

Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la historia es

preciso prescindir de la fe en él posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones

fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero

en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.

Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este

sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a

los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en

estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que

ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser

«históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.


Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es uno de los máximos

estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen

titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los

orígenes del cristianismo7. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que

se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la

historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e

hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y

remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.

Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han

seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero

de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad,

aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la

transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un

comienzo absoluto.

Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante

un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se

hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en

cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las

tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la

búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación

de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de

un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían

sostenido desde siempre8, pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente

refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.

El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre

Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así

decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El

Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la

fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer
una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de

Dios.

El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la

historia y el Cristo del kerigma, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el

del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe

neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que

me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del

Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana»9Ha tenido lugar, sin duda, el

paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero

no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el

paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las

de la cautividad, Filipenses y Colosenses.

3. Más allá de la fórmula

Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona

de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién

se preparará para la batalla?», dice san Pablo (1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es

Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la

doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de

los Padres.

Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es

verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una

persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La

terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo

los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su

gloria»10. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.

La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la

historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los

evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron

los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los

nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las
mujeres, pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de

Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.

Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino

nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de

Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que

bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe

perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está

más allá de la historia y detrás de la definición?

Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento

«inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-

mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un

trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el

Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo»11. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente

de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.

Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del

verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de

todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et

orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y

Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado» (Hch 2,36).

San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de

santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no

es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la

comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef

3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de

«entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo

conocimiento» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y

lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su

relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio
para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús

venido en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).

4. Jesús de Nazaret, una «persona»

Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo

dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos

limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones

dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el

progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba

la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el

individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).

En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin

duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto

capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más

fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual

existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también

los griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad de la hipóstasis.

Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también

que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es

necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús

persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el

cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía

un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de

doctrinas, de dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.

El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento

repentino de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos darle crédito:

«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me

acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los

modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...]

Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor
de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de

golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente»12.

Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que

pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el

sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí13. Esta definición se aplica

perfectamente también a Jesús resucitado.

Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme

con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera

con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos

asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa

(cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).

Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su

imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de

los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana

misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser

humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda

suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor;

os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre» (Jn 15, 15).

Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la

relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a

menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una

oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de

discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de

carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las

contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura

espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador.

San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos (cf. 2 Cor 3, 16).

En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y

más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora

que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la
posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo

del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1 Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.

2 León Magno, Carta 28.

3 León Magno, Sermo 27,1.

4 DS 301-302.

5 N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino,

Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c. 3.

6 D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.

7 J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids,

Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha

olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].

8 Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual

de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.

9 Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.

10 S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed.C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.

11 Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.

12 J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].

13 Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del

Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca 1978)].


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“SAN GREGORIO MAGNO Y LA INTELIGENCIA ESPIRITUAL DE LAS ESCRITURAS”

Quinta Predicación de Cuaresma, 2014

En el intento de entrar en la escuela de los Padres para dar un nuevo impulso y profundidad a nuestra fe, no

puede faltar una reflexión sobre su manera de leer la palabra de Dios. Será san Gregorio Magno, papa, el que

nos guíe a la «inteligencia espiritual» y a un renovado amor hacia las Escrituras.


Ha sucedido en el mundo moderno, con respecto a la Escritura, lo mismo que se ha producido hacia la

persona de Jesús. La investigación del exclusivo sentido histórico y literal de la Biblia que ha dominado en los

últimos dos siglos partía de los mismos supuestos y llevó a los mismos resultados de la investigación de un

Jesús histórico distinto del Cristo la fe. Jesús era reducido a un hombre extraordinario, un gran reformador

religioso, pero nada más; la Escritura era reducida a un libro excelente, si se quiere el más interesante del

mundo, pero un libro como los demás, que hay que estudiar con los medios con los que se estudian todas las

grandes obras de la antigüedad. Hoy se está yendo incluso más allá. Un cierto ateísmo militante maximalista,

antijudío y anti-cristiano, considera la Biblia, el Antiguo Testamento en particular, como un libro «lleno de

infamias», que hay que quitar de las manos de los hombres de hoy.

A este asalto a las Escrituras, la Iglesia opone su doctrina y su experiencia. En la Dei Verbum, el Vaticano II

reiteró la perenne validez de las Escrituras, como palabra de Dios a la humanidad; la liturgia de la Iglesia les

reserva un lugar de honor en cada una de sus celebraciones; muchos estudiosos, a la crítica más actualizada,

unen también la fe más convencida en el valor trascendente de la palabra inspirada. Quizá la prueba más

convincente es, sin embargo, la de la experiencia. El tema que, como hemos visto, llevó a la afirmación de la

divinidad de Cristo en Nicea, en el año 325, y del Espíritu Santo en Constantinopla, en el año 381, se aplica

plenamente también a la Escritura: en ella experimentamos la presencia del Espíritu Santo, Cristo nos habla

todavía, su efecto sobre nosotros es distinto al de cualquier otra palabra; por tanto, no puede ser simple

palabra humana.

1. Lo antiguo se hace nuevo

El objetivo de nuestra reflexión es ver cómo los Padres nos pueden ayudar a reencontrar esa virginidad de

escucha, esa frescura y libertad al acercarnos a la Biblia que permiten experimentar la fuerza divina que se

desprende de ella. El Padre y Doctor de la Iglesia que elegimos como guía, he dicho, es san Gregorio Magno,

pero para poder comprender su importancia en este campo debemos remontarnos a las fuentes del río en el

que él mismo se inserta y trazar su curso, al menos someramente, antes de llegar a él.

En la lectura de la Biblia, los Padres no hacen más que proseguir la línea iniciada por Jesús y por los

apóstoles, y esto ya debería hacernos cautos en el juicio respecto de ellos. Un rechazo radical de la exégesis

de los Padres significaría un rechazo de la exégesis de Jesús mismo y de los apóstoles. Jesús, a los

discípulos de Emaús, les explica todo lo que en las Escrituras se refería a Él; afirma que las Escrituras hablan

de él (Jn 5,39), que Abraham vio su día (Jn 8,56); muchos gestos y palabras de Jesús tienen lugar «para que

se cumplan las Escrituras»; los primeros dos discípulos dicen de él: «Hemos encontrado a aquel del que
escribieron Moisés y los profetas» (Jn 1,45).

Pero todo esto eran correspondencias parciales. No ha sucedido todavía la transmisión total. Esta se realiza

en la cruz y está contenida en la palabra de Jesús moribundo: «Todo está consumado». También en el

Antiguo testamento había habido novedades, reanudaciones, transposiciones; por ejemplo, el regreso de

Babilonia era visto como una renovación del prodigio del éxodo. Eran re-interpretaciones parciales; ahora se

realiza una re-interpretación global, un salto cualitativo: personajes, acontecimientos, instituciones, leyes,

templo, sacrificios, sacerdocio, todo parece, de golpe, bajo otra luz. Como cuando en una habitación

iluminada por la tenue luz de una vela, se enciende repentinamente una potente luz de neón. Cristo, que es

«luz del mundo», es también luz de las Escrituras. Cuando se lee que Jesús resucitado «abre la mente de los

discípulos a la comprensión de las Escrituras» (Lc 24,45), se quiere decir esta inteligencia nueva, realizada

por el Espíritu Santo.

El cordero rompe los sellos, y el libro de la historia sagrada finalmente puede ser abierto y leído (cf. Ap 5).

Todo permanece, pero nada es como antes. Es el instante que une —y al mismo tiempo distingue— los dos

Testamentos y las dos Alianzas. «Clara y brillante, ¡esta es la gran página que separa los dos Testamentos!

Todas las puertas se abren de una vez, todas las oposiciones se disipan, todas las contradicciones se

resuelven» . El ejemplo más claro para entender lo que sucede en este momento es la consagración de la

Misa, y en efecto, esta no es más que el memorial de la otra. Nada aparentemente ha cambiado sobre el altar

en el pan y en el vino y, sin embargo, sabemos que después de la consagración son algo muy distinto y los

tratamos de manera muy distinta que antes.

Los apóstoles siguen esta lectura, aplicándola a la Iglesia, además de a la vida de Jesús. Todo lo que está

escrito en el libro del Éxodo fue escrito para la Iglesia (1 Cor 10,1-11); la roca que seguía y saciaba la sed de

los judíos en el desierto anunciaba a Cristo y el maná, al pan bajado del cielo; los profetas hablaron de él (1

Pe 1,10s.), lo que se dice del Siervo doliente en Isaías se ha realizado en Cristo, y así sucesivamente.

Pasando del Nuevo Testamento al tiempo de la Iglesia, advertimos dos usos distintos de esta nueva

inteligencia de las Escrituras: uno de tipo apologético y uno de tipo teológico y espiritual; el primero, utilizado

en el diálogo con los de fuera; el segundo, para la edificación de la comunidad. Con respecto a los judíos y a

los herejes, con los que se tiene en común la Escritura, se componen los llamados testimonia, es decir,

colecciones de frases o pasajes bíblicos que se deben aducir como prueba de la fe en Cristo. Sobre esto se

basa, por ejemplo, el Diálogo con el judío Trifón, de san Justino, y muchos otros escritos.

El uso teológico y eclesial de la lectura espiritual empieza con Orígenes, considerado con justicia como el
fundador de la exégesis cristiana. La riqueza y belleza de sus intuiciones, sobre el sentido espiritual de las

Escrituras y sus aplicaciones prácticas, es inagotable. Crearán escuela tanto en Oriente como en Occidente,

donde empieza a ser conocido en tiempos de Ambrosio. Junto con su riqueza y genialidad, la exégesis de

Orígenes introduce también, sin embargo, en la tradición exegética de la Iglesia, un elemento negativo debido

a su entusiasmo por el espiritualismo de cuño platónico. Tomemos la siguiente afirmación suya de método:

«No se debe creer que los hechos históricos son figuras de otros hechos históricos y las cosas corpóreas de

otras cosas corpóreas, sino, más bien, que las cosas corpóreas son figuras de cosas espirituales y los hechos

históricos de realidades inteligibles» .

De este modo, la correspondencia horizontal e histórica, propia del Nuevo Testamento, para la que un

personaje, un hecho o una palabra del Antiguo Testamento es visto como profecía y figura (typos) de lo que

se realiza en Cristo o en la iglesia, se sustituye con la perspectiva vertical, platónica, por la que un hecho

histórico y visible, sea del Antiguo o del Nuevo Testamento, se convierte en símbolo de una idea universal y

eterna. La relación entre profecía y realización tiende a cambiarse en la relación entre historia y espíritu .

2. Las Escrituras, piedras cuadrangulares

Mediante Ambrosio y otros que tradujeron sus obras al latín, el método y los contenidos de Orígenes entran a

manos llenas en las venas de la cristiandad latina y seguirán discurriendo durante toda la Edad Media. ¿Cuál

fue, entonces, en la explicación de la Escritura, la contribución de los latinos? Podemos encerrar la respuesta

en una palabra que es la que mejor expresa su genio propio: ¡organización!

A la aportación de Orígenes se añade, es cierto, la aportación no menos creativa y audaz de otro genio, el de

Agustín que enriquecerá de intuiciones y aplicaciones nuevas y atrevidas la lectura de la Biblia. Pero no se

sitúa en esta línea la aportación más significativa de los Padres latinos, es decir, en el descubrimiento de

significados nuevos y recónditos la palabra de Dios, sino en la sistematización del inmenso material exegético

que se venía acumulando en la Iglesia, en el trazado de una especie de mapa para orientarse en su

utilización.

Este esfuerzo organizativo —empezando con Agustín—, fue llevado a su forma definitiva por Gregorio Magno

y consiste en la doctrina del cuádruple sentido de la Escritura. En este campo es considerado «uno de los

principales iniciadores y de los máximos patrones de la doctrina medieval de los cuatro sentidos», hasta el

punto de que se puede hablar de la Edad Media como de la «época gregoriana» .

La doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura es una parrilla, un modo de organizar las explicaciones de

un texto bíblico o de una realidad de la historia de la salvación, distinguiendo en ellos cuatro campos o niveles
distintos de aplicación: 1. El nivel literal e histórico; 2. El nivel alegórico (hoy se prefiere llamarlo tipológico)

referido a la fe en Cristo; 3. El nivel moral, es decir, en referencia al obrar del cristiano; 4. El nivel escatológico,

que se refiere al cumplimiento final en el cielo. Escribe Gregorio:

«Las palabras de la Sagrada Escritura son piedras cuadrangulares [...]. En cada acontecimiento del pasado

que cuentan [sentido literal], en cada cosa futura que anuncian [sentido anagógico], en cada deber moral que

predican [sentido moral], en cada realidad espiritual que proclaman [sentido alegórico o cristológico], por cada

lado se tienen en pie y son irreprochables» .

En la Edad Media fue compuesto un célebre dístico que resume esta doctrina: Littera gesta docet, quid credas

allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia. «La letra te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la

alegoría. / La moral, qué hacer; adónde tender, la anagogía». Quizá la aplicación más clara de este esquema

se tiene a propósito de la Pascua. Según la letra o la historia, la Pascua es el rito que los judíos llevaron a

cabo en Egipto; según la alegoría, en referencia a la fe, indica la inmolación de Cristo, verdadero cordero

pascual; según la moral, indica el paso de los vicios a las virtudes, del pecado a la santidad; según la

anagogía o la escatología, indica el paso de las cosas de aquí abajo a las de arriba, o también la Pascua

eterna que se celebrará en el cielo.

No se trata de un esquema rígido y mecánico, sino dúctil y susceptible de infinitas variaciones, a partir del

orden en que se enumeran los distintos sentidos. He aquí un texto de Gregorio en el que se ve la libertad con

la que él mismo utiliza el esquema del cuádruple sentido y cómo con él sabe sacar armonías múltiples de la

Escritura. Comentando la imagen de Ezequiel 2, 10, en el rollo «escrito dentro y fuera» («intus et foris», según

la Vulgata), dice:

«El rollo de la palabra de Dios está escrito dentro, mediante la alegoría; fuera, mediante la historia. Dentro,

mediante inteligencia espiritual; fuera, mediante el simple sentido literal, adaptado a los espíritus todavía

débiles. Dentro, porque promete los bienes invisibles; fuera, porque establece el orden de las cosas visibles

con la rectitud de sus preceptos. Dentro, porque otorga la seguridad de los bienes celestes; fuera, porque

enseña cómo utilizar los bienes terrenos, o como sustraerse a su atractivo»

3. Porque aún necesitamos a los Padres para leer la Biblia

¿Qué podemos considerar sobre este modo tan libre y audaz de situarse ante la palabra de Dios? Incluso un

admirador de la exégesis patrística y medieval como el padre De Lubac admite que no podemos ni volver a

ella, ni imitarla mecánicamente en nuestro tiempo . Sería una operación artificial, condenada al fracaso porque
nos faltan los presupuestos de los que partían, el universo espiritual en el que se movían.

Gregorio Magno y los Padres en general acertaban en el punto fundamental: que hay que leer las Escrituras

en referencia a Cristo y a la Iglesia. Lo hacían ya, antes de ellos, como hemos visto, Jesús y los apóstoles. La

parte obsoleta de su exégesis está en haber creído que podían aplicar este criterio a cada palabra de la Biblia,

de manera muy a menudo fantasiosa, empujando el simbolismo (por ejemplo, el de los números) a excesos

que hoy nos hacen sonreír a veces.

Podemos estar seguros, nota De Lubac, que si vivieran hoy, serían los más entusiastas en utilizar los recursos

críticos puestos a disposición por el progreso de los estudios. Orígenes desarrolló un trabajo titánico en su

tiempo, desde este punto de vista, al procurarse, y comparar entre sí y con el texto judío, las diversas

traducciones griegas existentes de la Biblia (la Hexapla) y Agustín no dudaba en corregir algunas de sus

explicaciones a la luz de la nueva versión de la Biblia que iba haciendo Jerónimo .

¿Qué sigue siendo válido de la herencia de los Padres en este campo? Quizá aquí, más que en otros lugares,

tienen una palabra decisiva que decir a la Iglesia de hoy, y que debemos tratar de descubrir. ¿Qué caracteriza

la lectura de la Biblia de los Padres, más allá de sus ingeniosas alegorías y atrevidas aplicaciones, más allá

de la misma doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura? Queda que es de arriba a abajo y en cada punto

suyo una lectura de fe: partía de la fe y llevaba a la fe. Todas sus distinciones entre lectura histórica,

alegórica, moral y escatológica se reducen hoy a una sola distinción: la que existe entre una lectura de fe de

la Escritura y una lectura carente de fe, o al menos carente de una cierta cualidad de fe.

Dejemos aparte a los estudiosos de la Biblia no creyentes que he recordado al comienzo, para los cuales es

sólo un libro interesante, pero sólo humano. La distinción que quisiera evidenciar es más sutil y pasa entre los

mismos creyentes. Es la distinción entre una lectura personal y una lectura impersonal de la palabra de Dios.

Y trato de explicar lo que quiero decir. Los Padres se acercaban a la palabra de Dios con una pregunta

constante: ¿qué dice, ahora y aquí, a la Iglesia y a mí personalmente? Estaban convencidos de que la

Escritura — además de su contenido objetivo, ético y de fe, valido siempre y para todos – tiene en cada

momento nuevas luces que irradiar y nuevas tareas que mostrar personalmente a cada uno.

«Toda la Escritura, está escrito, está inspirada por Dios» (2 Tm 3,16). La expresión se traduce como

«inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original, es una palabra única, theopneustos,

que contiene juntos los dos vocablos, Dios (Theos) y Espíritu (Pneuma). Dicha palabra tiene dos significados

fundamentales. El significado más conocido es el pasivo, puesto de manifiesto en todas las traducciones

modernas: la Escritura está «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento explica así este
significado: «Movidos por el Espíritu Santo hablaron esos hombres (los profetas) de parte de Dios» (2 Pe

1,21). Es, en definitiva, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como

artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo es quien «ha hablado por medio de los

profetas».

Sobre la inspiración bíblica se subraya, normalmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica, es decir, el

hecho de que la Biblia no contiene ningún error (si entendemos «error», correctamente, como ausencia de

una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural y, por tanto, exigible por parte de

quien escribe). Pero la inspiración bíblica se basa en mucho más que la simple inerrancia de la palabra de

Dios (que es algo negativo); se basa, positivamente, en la inagotabilidad, en su fuerza y vitalidad divina. La

Escritura, decía san Ambrosio, es theopneustos no sólo porque está «inspirada por Dios», sino también

porque es «inspirante de Dios», porque inspira Dios !Ahora inspira Dios!

«A qué se puede comparar la palabra de la Sagrada Escritura —escribe san Gregorio— si no a una piedra de

pedernal, es decir, en la que está escondido el fuego? Es fría si se tiene sólo en la mano, pero golpeada por el

hierro, desprende chispas y emite fuego» .

La Escritura no contiene sólo el pensamiento de Dios fijado una vez para siempre; contiene también el

corazón de Dios y su viva voluntad que te indica lo que quiere de ti en un momento determinado, y quizás sólo

de ti. La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este filón de la tradición cuando dice que «las

Sagradas Escrituras inspiradas por Dios [¡inspiración pasiva!»] y redactadas una vez para siempre, comunican

inmutablemente la palabra de Dios mismo y hacen resonar en las palabras de los profetas y de los apóstoles

la voz del Espíritu Santo [¡inspiración activa!»]» . No se trata, pues, sólo de leer la palabra de Dios, sino

también de hacerse leer por ella; no sólo de escrutar las Escrituras, sino dejarse escrutar por las Escrituras.

Se trata de no acercarse a ellas como en un tiempo los bomberos entraban entre las llamas, es decir, con

trajes de amianto encima que les hacían pasar indemnes a través de ellas.

Retomando la imagen de Santiago, muchos Padres, entre los cuales se encuentra nuestro Gregorio Magno,

comparan la Escritura con un espejo . ¿Qué decir de uno que pasara todo el tiempo examinando la forma y el

material del que está hecho el espejo, la época a la que se remonta y muchos otros detalles, pero no se

mirara nunca en el espejo? Así hace quien pasara el tiempo resolviendo todos los problemas críticos que

plantea la Escritura, las fuentes, los géneros literarios, etc., pero no se mira nunca en el espejo, o mejor no

permite nunca que el espejo le mire y escrute a fondo, hasta el punto donde se dividen las junturas de la

médula. Lo más importante, sobre la Escritura, no es resolver sus puntos oscuros, sino ¡poner en práctica los
claros! Ella, dice también nuestro Gregorio, «se entiende haciéndola» .

Una fe fuerte en la palabra de Dios no es sólo indispensable para la vida espiritual del cristiano, sino también

para cualquier forma de evangelización. Hay dos maneras de preparar una predicación o un anuncio

cualquiera de fe, oral o escrito. Yo puedo antes sentarme a la mesa y elegir yo mismo la palabra a anunciar y

el tema a desarrollar, basándome en mis conocimientos, mis preferencias, etc., y luego, una vez preparado el

discurso, ponerme de rodillas para pedir apresuradamente a Dios que bendiga lo que he escrito y dé eficacia

a mis palabras. Es ya algo bueno, pero no es la vía profética. Hay que seguir el orden inverso: primero de

rodillas, luego a la mesa.

Hay que partir de la certeza de fe de que, en cualquier circunstancia, el Señor resucitado tiene en el corazón

una palabra suya que desea hacer llegar a su pueblo. Y él no deja de revelarla a su ministro, si humildemente

y con insistencia se la pide. Al principio se trata de un movimiento casi imperceptible del corazón: una

pequeña luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia que empieza a atraer la atención y que

ilumina una situación. Realmente «la más pequeña de todas las semillas», pero a continuación te das cuenta

de que dentro estaba todo; había un trueno que hace pedazos los cedros del Líbano. Después te pones a la

mesa, abres tus libros, consultas tus notas, consultas a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a los

poetas… Pero ya es algo muy distinto. Ya no es la Palabra de Dios al servicio de tu cultura, sino tu cultura al

servicio de la Palabra de Dios.

Orígenes describe bien el proceso que lleva a este descubrimiento. Antes de encontrar en la Escritura el

alimento —decía— es necesario soportar una cierta «pobreza de los sentidos; el alma está rodeada de

oscuridad por todos lados, se topa con caminos sin salida. Hasta que, de repente, tras laboriosa búsqueda y

oración, he aquí que resuena la voz del Verbo y enseguida algo se ilumina; a quien la buscaba le sale al

encuentro «saltando sobre las montañas y brincando sobre las colinas» (cf. Cant 2,8), es decir abriéndole la

mente para recibir una palabra suya fuerte y luminosa . Grande es la alegría que acompaña a este momento.

Hacía decir a Jeremías: «Cuando tus palabras me vinieron al encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue

la alegría y el entusiasmo de mi corazón» (Jer 15, 16).

Normalmente, la respuesta de Dios llega en forma de una palabra de la Escritura que, sin embargo, en ese

momento revela su extraordinaria pertinencia a la situación y al problema que se debe tratar, como si hubiera

sido escrita especialmente para ella. Actuando así, él habla, de hecho, «como con palabras de Dios». Este

método vale siempre: para los grandes documentos, para las lecciones que tendrá el maestro con sus

novicios, para la docta conferencia, para la humilde homilía dominical.


Todos nosotros hemos experimentado lo que puede hacer una sola palabra de Dios profundamente creída y

vivida primero por quien la pronuncia y a veces incluso sin saberlo; a menudo se debe constatar que, entre

muchas otras palabras, fue la que tocó el corazón y condujo a más de un oyente al confesionario. La

experiencia humana, las imágenes, las historias vividas, nada de todo esto está excluido de la predicación

evangélica, pero debe estar sometido a la palabra de Dios que debe descollar sobre todo. Nos lo ha

recordado el Santo Padre en las páginas dedicadas a la homilía en la exhortación apostólica Evangelii

gaudium, y es casi presuntuoso por mi parte pensar que puedo añadir algo.

Quiero terminar esta meditación con un pensamiento de gratitud a los hermanos judíos, también como augurio

para la próxima visita del Santo Padre a Israel. Si nos separa de ellos la interpretación que damos de las

Escrituras, nos une el común amor hacia ellas. En el museo de Tel Aviv hay una pintura de Reuben Rubin en

la que se ven rabinos que estrechan, unos al pecho y otros a la mejilla, los rollos de la palabra de Dios, y los

besan como se besa a la propia esposa. Con los hermanos judíos es posible algo parecido a lo que es el

ecumenismo espiritual entre cristianos, es decir, un poner juntos, en un clima de diálogo y de estima mutua, lo

que nos une, sin ignorar o esconder lo que nos separa. No podemos olvidar que de ellos hemos recibido las

dos cosas más valiosas que tenemos en la vida: Jesús y las Escrituras.

También este año, la Pascua judía cae en la misma semana que la cristiana. Nos deseamos y les deseamos

Feliz Pascua, Santo y feliz Pesach.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

Paul Claudel, L’épée et le miroir: Les sept douleurs de la Sainte Vierge , Paris: Gallimard, 1939), 74-75.

ORÍGENES, Comentario a Juan, 10, 110: GCS, Orígenes vol. 4, p. 189).

Cf. H. DE LUBAC, Histoire et Esprit. L’intelligence de l’Ecriture d’après Origène (Aubier, Paris 1950) [trad. it.

Storia y Spirito. La comprensione della Scritura secondo Origene (Edicioni Paoline, Roma 1971)].

H. DE LUBAC, Exegèse Mèdiévale. Les quatre sens de l’Ecriture (Aubier, París 1959) vol. I,1, p. 189; vol. I,2,

p. 537.

GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, II, IX, 8.

GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, I, IX, 30.

H. DE LUBAC, Storia e spirito, 629ss.

Lo hace por ejemplo a propósito del significado de la palabra «pascua», en Enarrationes in Psalmos 120,6:

CCL 40,1791.

AMBROSIO, De Spiritu Sancto, III, 112.


GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, II,10,1.

Dei Verbum, n. 21.

GREGORIO MAGNO, Moralia, I, 2, 1: PL 75,553D.

Ib., I, 10,31.

Cf. ORÍGENES, In Mt Ser., 38: GCS (1933) 7; In Cant., 3: GCS (1925) 202.

“ESTABA TAMBIÉN CON ELLOS JUDAS, EL TRAIDOR”

18 de abril de 2014

Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y de

mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas

Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto

del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros

haríamos mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.

Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los

apóstoles, el ‘evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16).

Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo!

Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana.

¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se

trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación

de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios»

contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba

adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra

los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas

recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio

César para salvar la República!

Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no

tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos sobre el

personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común
del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el despilfarro del perfume preciosos

derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran de pobres —hace notar Juan—, sino

porque “era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los

jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron

treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).

Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi

siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo

por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es,

objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el

competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás.

Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice

claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis

servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible», a diferencia del Dios verdadero que es

invisible.

Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes

teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra

inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo

dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.

«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de

nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al que

se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un

cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas

humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio

de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y

la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena

parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada fames, por parte de algunos pocos? Judas empezó

sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?

Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban

sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la

voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el

terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica,

la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores

habría movido fila los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no

es un mito; ¡se llama Dinero!

Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita;

promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él,

el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al

sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el

sacerdote: «Estás dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a

otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y

amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la

suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!”

Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico de la

parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta

misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados

en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su

corrupción se encontraron en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente

cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la

pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O

más bien se han arruinado a sí mismos y alos demás?

La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus

imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis

con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de

Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros,

pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre

«Nuestro hermano Judas». “Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un

momento al Judas que tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».

Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de

plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel
a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a

Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me

hace temblar— si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de

participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no tengo. Él no sabía quién era

Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.

Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo»,

de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas, allí

todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de

escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el

compositor inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich

bin’s, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa ópera, expresa los sentimientos del pueblo que

escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.

El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido

condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos,

diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él,

arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado.

Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con

la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en

esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado,

como no podía haber olvidado su mirada.

Es cierto que, hablando de sus discípulos, al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha

perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la

perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un

fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre

no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos

asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie

sabe ella misma que esté en el infierno.

Dante Alighieri, que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el

último instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban

condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que, en el último
instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra

este mensaje que vale también para nosotros:

Abominables mis pecados fueron

mas tan gran brazo tiene la bondad

infinita, que acoge a quien la implora .

He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona

gustosamente, a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el

asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en

el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás,

casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos, su beso helado e incluso

lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién

sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza:

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.

¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo

que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre

inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo

confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a

Jesús, sino haber dudado de su misericordia.

Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en

el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de

Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús

como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca

fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda

curado!» (Mt 8,3).

La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el

Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez

que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de

experiencia de misericordia y de ternura divinas!


Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana

de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de

nuestro tiempo:

«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!

Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.

Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...]

Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.

Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.

Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.

El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.

Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido».

Este puede hacer de nosotros la Pascua de Cristo.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamessa. Tutti i dir

“LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO LLENA EL CORAZÓN Y LA VIDA”

Primera Predicación de Cuaresma 2015

Me gustaría aprovechar la ausencia del Santo Padre, en esta primera meditación de Cuaresma, para

proponer una reflexión sobre su Exhortación apostólica Evangelii gaudiun, que no me habría atrevido a hacer

en su presencia. No se tratará, por supuesto, de un comentario sistemático, sino sólo de reflexionar juntos y

asumir algunos de sus puntos clave.

1. El encuentro personal con Jesús de Nazaret

Escrita al concluir el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, la exhortación presenta tres polos

de interés que se entrelazan entre sí: el sujeto, el objeto y el método de la evangelización: quién debe

evangelizar, qué se debe evangelizar, cómo se debe evangelizar. Sobre el sujeto evangelizador, el Papa dice

que se compone de todos los bautizados:

“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero

(cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización

llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La

nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (n. 120).

Esta afirmación no es nueva. La había expresado el beato Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, San Juan Pablo

II en la Christifideles laici; Benedicto XVI había insistido sobre el papel especial reservado en ella para la

familia 1. Incluso antes de esto, la llamada universal a evangelizar había sido proclamada por el decreto

Apostolicam actuasitatem del Concilio Vaticano II. Una vez he escuchado a un laico americano comenzar así

una intervención evangelizadora: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han escrito para

que venga a anunciaros el Evangelio”. Todos, por supuesto, tenían curiosidad por saber quién era este

hombre. Y entonces él, que también era un hombre lleno de humor, explicó que los dos mil quinientos obispos

eran los que estaban reunidos en el Vaticano para el Concilio Vaticano II y habían escrito el documento sobre

el apostolado de los laicos. Él tenía toda la razón: ese documento no estaba dirigida a todos y nadie; estaba

dirigido a todos los bautizados, y él lo tomó con razón como dirigido personalmente a él.

No es, por lo tanto, en este punto donde se tiene que buscar la novedad de la EG del papa Francisco. Él no

hace más que reiterar lo que sus predecesores habían inculcado en varias ocasiones. La novedad debe

buscarse en otra parte, en el llamamiento que dirige a los lectores al comienzo de la carta, y que constituye,

creo, el corazón de todo el documento:

“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su

encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo

cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él” (EG, n. 3).

Esto quiere decir que el objetivo final de la evangelización no es la transmisión de una doctrina, sino el

encuentro con una persona, Jesucristo. La posibilidad de un encuentro cara a cara depende del hecho de que

Jesús, resucitado, está vivo y quiere caminar al lado de cada creyente, así como realmente andaba con los

dos discípulos en el camino a Emaús; es más, como estaba en sus corazones cuando regresaban a

Jerusalén, después de recibirlo en el pan partido.

En el lenguaje católico “el encuentro personal con Jesús” nunca ha sido un concepto muy familiar. En lugar de

encuentro “personal”, se prefería la idea del encuentro eclesial, que se lleva a cabo, es decir, a través de los

sacramentos de la Iglesia. La expresión tenía, para nuestros oídos católicos, unas resonancias vagamente

protestantes. El Papa no piensa evidentemente a un encuentro personal que sustituye al eclesial; sólo quiero
decir que el encuentro eclesial debe ser también un encuentro libre, querido, espontáneo, no puramente

nominal, legal o consuetudinario..

Para entender lo que significa tener un encuentro personal con Jesús, debemos echar un vistazo, por somero

que sea, a la historia de la Iglesia. ¿Cómo se convertían en cristianos en los tres primeros siglos de la Iglesia?

Con todas las diferencias de un individuo a otro y de un lugar a otro, esto ocurría después de una larga

iniciación, el catecumenado, y era el resultado de una decisión personal, incluso también arriesgada por la

posibilidad del martirio.

Las cosas cambiaron cuando el cristianismo se convirtió, inicialmente en una religión tolerada (edicto de

Constantino en el 313) y después, en poco tiempo, en la religión favorecida, cuando no incluso la impuesta. A

principios del siglo V, el emperador Teodosio II emitió una ley según la cual sólo los bautizados podían

acceder a los cargos públicos. A esto se sumó el hecho de las invasiones bárbaras que en breve tiempo

cambiaron por completo la disposición política y religiosa del imperio. Europa Occidental se convirtió en un

conjunto de reinos bárbaros, con una población en algunos casos arriana, en la mayoría pagana.

En las regiones del antiguo imperio (sobre todo en oriente y en Italia centro meridional) ser cristianos ya no

era una decisión del individuo, sino de la sociedad, más aún ahora que el bautismo se administraba casi

siempre a los niños. En cuanto a los reinos bárbaros, en su interior regía la costumbre que la población seguía

la decisión del jefe. Cuando, en la noche de Navidad del 498 o 499, el rey de los francos Clodoveo se hizo

bautizar en Reims por el obispo de San Remigio, todo su pueblo lo siguió. (Esta es la razón por la que Francia

ha tenido el título de “Hija primogénita de la Iglesia”). Así comenzó la práctica del bautismo en masa; mucho

antes de la Reforma protestante estaba en marcha la norma: “Cuius regio eius et religio”: la religión del rey es

también la del reino.

En esta situación, el énfasis no se pone más en el momento y la forma en que uno llega a ser cristiano, es

decir, sobre cómo llegar a la fe, sino sobre las exigencias morales de la misma fe, sobre el cambio de

costumbres; en otras palabras, sobre la moral. La situación, sin embargo, fue menos grave de lo que pueda

parecernos hoy, ya que, con todas las contradicciones que sabemos, sin embargo, la familia, la escuela, la

cultura y poco a poco también la sociedad ayudaban, casi espontáneamente, a absorber la fe. Por no hablar

de que, desde el comienzo de la nueva situación, nacieron formas de vida, como la vida monástica y luego las

diversas órdenes religiosas, en las que el bautismo era vivido en toda su radicalidad y la vida cristiana era el

resultado de una decisión personal, a menudo heroica.


Esta situación llamada “de cristiandad” ha cambiado radicalmente y no es este el caso para detenerse a

ilustrar los tiempos y las formas del cambio. Sólo tenemos que saber que ya no es como en los siglos pasados

en los que se formaron la mayoría de nuestras tradiciones y de nuestra propia mentalidad. El advenimiento de

la modernidad, comenzada con el humanismo, acelerada por la Revolución Francesa y la Ilustración, la

emancipación del Estado de la Iglesia, la exaltación de la libertad individual y la autodeterminación y para

finalizar la secularización radical en la que ha derivado, han cambiado profundamente la situación de la fe en

la sociedad.

De ahí la urgencia de una nueva evangelización, es decir, de una evangelización que se mueva a partir de

bases diferentes a las tradicionales, y teniendo en cuenta la nueva situación. Se trata básicamente de crear

las oportunidades para que los hombres de hoy puedan tomar, en el nuevo contexto, la decisión personal libre

y madura que los cristianos adoptaban al inicio cuando recibían el bautismo y que les convertía en cristianos

reales y no sólo nominales.

2. ¿Cómo responder a las nuevas exigencias?

Naturalmente no somos los primeros en plantearnos el problema. Para no remontarnos todavía más atrás,

recordemos el establecimiento, en 1972, del “Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos” (RICA) que propone

una especie de camino catecumenal para el bautismo de los adultos. En algunos países con religión mixta,

donde muchas personas piden el bautismo siendo adultos, esta herramienta ha demostrado ser muy eficaz.

¿Pero qué hacer con la masa de cristianos ya bautizados que viven como cristianos sólo de nombre y no de

hecho, completamente ajenos a la Iglesia y a la vida sacramental? La respuesta a este problema ha surgido

más de Dios mismo que de la iniciativa humana. Y son los movimientos eclesiales, grupos laicales y

comunidades parroquiales renovadas, aparecidas después del Concilio. La contribución conjunta de todas

estas realidades, a pesar de la gran variedad de estilos y la composición numérica, es que ellas son el

contexto y el instrumento que permite a muchas personas adultas tomar una decisión personal por Cristo,

tomarse en serio su bautismo, convertirse en sujetos activos de la Iglesia.

San Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas “los signos de una nueva

primavera de la Iglesia”. En la Novo millennio ineunte escribía:

“Tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas realidades de asociación, que

tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen

dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu 2”.
De la misma forma se ha expresado, en varias ocasiones, Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del

Jueves Santo de 2012, ha dicho:

“Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación,

que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la

inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.

3. Porqué el evangelio llena de alegría el corazón y la vida del creyente.

Pero ahora volvamos a la carta del papa Francisco. Comienza con las palabras que han inspirado el título del

documento: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”.

Existe un vínculo entre el encuentro personal con Jesús y experimentar la alegría del Evangelio. La alegría del

Evangelio, se experimenta sólo mediante el establecimiento de una relación íntima, de persona a persona,

con Jesús de Nazaret.

Si no queremos que las palabras sean sólo palabras, tenemos que plantearnos a este punto una pregunta:

¿por qué el Evangelio sería una fuente de alegría? ¿La expresión es solamente un eslogan cómodo, o

corresponde a la verdad? Más aún, ¿por qué el Evangelio se llama así: euangelion, o sea buena noticia,

noticia bella, gozosa? La mejor manera para descubrirlo es partir desde el momento en el cual esta palabra

aparece por primera vez en el Nuevo Testamento y precisamente en la boca de Jesús. Marcos al inicio de su

Evangelio resume en pocas palabras el mensaje fundamental que Jesús iba predicando en las ciudades y

pueblos en donde iba, después de su bautismo en el Jordán:

“Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios,

diciendo:El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,

14-15).

A primera vista se diría que esta no es precisamente una noticia “gozosa”, una noticia alegre; suena más bien

como una llamada de atención severa, un llamamiento austero al cambio. En este sentido este viene

propuesto al inicio de la Cuaresma, en el Evangelio del primer domingo, y se acompaña con el rito de las

cenizas en la cabeza: “¡Convertíos y creed en el Evangelio!”. Por eso es vital entender el verdadero sentido de

este inicio del Evangelio.

Antes de Jesús, convertirse significaba siembre “volver atrás”, (como indica el mismo término usado en

hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una

renovada observancia de la ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: “convertíos a mi […], volved de

vuestro camino perverso” (Zc 1, 3-4; cfr. también Jr 8, 4- 5).Convertirse tiene por lo tanto un significado
principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La

conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y

la salvación llegará a vosotros.

Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3,

4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de

las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos

en el inicio de la predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse no

significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el

Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada “decisión del

momento” delante de la realización de las promesas de Dios.

“Convertíos y creed” no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea,

creed; ¡convertíos creyendo! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: “Prima conversio fit per fidem”, la

primera conversión consiste en creer 3. Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más:

pecado – conversión – salvación

(Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros”), sino más bien: pecado –

salvación – conversión. (“Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros”). Los

hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la

plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4, 4).

Muchas parábolas evangélicas no hacen que reiterar este gozoso anuncio inicial. Una es la del banquete. Un

rey hizo un banquete para las bodas de su hijo; en la hora establecida envió a sus siervos a llamar a los

enviados (cfr. Mt 22, 1 ss.). Estos no había pagado antes el precio como se hace en las comidas sociales; no,

el banquete es gratuito. Se trata solamente de aceptar o rechazar la invitación.Otra es la parábola de la oveja

perdida. Jesús la concluye con las palabras: “Así, les dijo que hay más alegría delante de los ángeles de Dios

por un solo pecador que se convierte”. (Lc 15,10). Pero, ¿en qué consiste la conversión de la oveja? Quizás

en que ella haya regresado al rebaño por si misma? No, es el pastor que ha ido a buscarla y la ha llevado al

rebaño cargada en su espalda.

San Pablo, en la carta a los romanos (3, 21 ss.), será el anunciador indómito de esta extraordinaria novedad

evangélica, después que Jesús le hizo pasar esta experiencia dramática en su vida.Así recuerda el hecho que

cambió el curso de su vida::


“Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, [ser circunciso, judío, irreprensible por lo que se

refiere a la observancia de la ley], lo tengo por pérdida, a causa de Cristo.Más aún, todo me parece una

desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas

las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia

justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se

funda en la fe” (Flp 3, 7-9).

Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha

venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único

para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16).

Muchos recuerdan del Evangelio casi solo la frase de Jesús: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a

sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24) y se convencen de que el Evangelio es sinónimo de

sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría. Pero profundicemos el discurso: “me siga” ¿dónde? ¿Al

Calvario, a la muerte de cruz? No, en el Evangelio, esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. Me

siga, a través de la cruz, a la resurrección, a la vida, ¡a la alegría sin fin!

4.La fe y las obras y el Espíritu Santo

Pero ¿no reducimos así el Evangelio a una sola dimensión, la de la fe, descuidando las obras? ¿Y cómo

conciliar la explicación apenas expuesta con otros pasajes del Nuevo Testamento donde la palabra

conversión está dirigida a quien ha creído? A los apóstoles que le seguían desde hace tiempo Jesús les dijo

un día: “Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3); Juan, en el

Apocalipsis, repite a cada una de las siete iglesias el imperativo “convertíos” (metanoeson), donde el sentido

inequívoco de la palabra es: ¡vuelve al fervor primitivo, sé vigilante, cumple las obras de antes, deja de

acunarte en la ilusión de estar bien con Dios, sal de tu tibieza! (cfr. Ap 2-3).

La cosa se explica con una sencilla analogía con lo que sucede con la vida física. El niño ni puede hacer nada

para ser concebido en el sentido de la madre; necesita del amor de dos padres que le dan la vida; pero una

vez que viene al mundo debe formar sus pulmones, respirar, mamar, o de lo contrario la vida recibida se

apaga. En este sentido se entiende la frase de Santiago: “La fe sin las obras está muerta (St 2, 26), en el

sentido de que sin las obras la fe “muere”.

Este es también el sentido que la teología católico siempre ha dado a la definición paulina de la “la fe que obra

por medio del amor” (Ga 5, 6). Uno no se salva por las buenas obras, pero no se salva sin las buenas obras:
podemos resumir así lo que el concilio de Trento dice sobre este punto y que el diálogo ecuménico hace más

y más ampliamente compartido entre los cristianos.

La exhortación apostólica del papa Francisco reflexiona esta síntesis entre fe y obra. Después de haber

iniciado hablando de la alegría del Evangelio que llena el corazón, en el cuerpo de la cartarecuerda todos los

grandes “no” que el Evangelio pronuncia contra el egoísmo, la injusticia, la idolatría del dinero, y todos los

grandes “sí” que esto nos anima a decir al servicio del los otros, el compromiso social, a los pobres.

La exigencia de compromiso que el Evangelio implica, no atenúa la promesa de alegría con la que Jesús

inaugura su ministerio y el Papa inicia su exhortación, es más, la refuerza. Esa gracia que Dios ha ofrecido a

los hombres enviando a su Hijo al mundo, ahora, que Jesús ha muerto y resucitado y ha enviado al Espíritu

Santo, no deja al creyente solo luchando con las exigencias de la ley de del deber; pero hace en él y con él,

mediante la gracia lo que él puede. Le da “una inmensa alegría en medio de todas las tribulaciones” (2 Co 7,

4).

Es la certeza con la que el papa Francisco concluye su exhortación. El Espíritu Santo, recuerda,“viene en

ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8, 26) (EG, n. 280). Él es nuestro gran recurso. La alegría prometida por el

Evangelio es fruto del Espíritu (Ga 5, 21), y no se mantiene si no gracias a un continuo contacto con él.

En un reciente encuentro con los líderes de las Fraternidades carismáticas, el papa Francisco usó el ejemplo

de lo que sucede en la respiración humana 4. Tiene dos fases: está la inspiración con la que se recibe el aire

y está la espiración con la que se expulsa el aire. Son, decía, un bonito símbolo de lo que debe suceder en el

organismo espiritual. Nosotros inspiramos el oxígeno que es el Espíritu Santo mediante la oración, la

meditación de la palabra de Dios, los sacramentos, la mortificación, el silencio; derramamos el Espíritu cuando

vamos hacia los otros, en el anuncio de la fe y en las obras de la caridad.

El tiempo de cuaresma que acabamos de empezar, es, por excelencia, tiempo de inspiración. Hagamos, en

este tiempo, respiraciones profundas; llenemos de Espíritu Santo los pulmones de nuestra alma y así, sin que

nos demos cuenta, nuestro aliento olerá a Cristo. ¡Buena Cuaresma a todos!

************

1 Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia en 2011.

2 Novo millennio ineunte, 46.

3 Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 113, a,4.

4 Discurso a los miembros de la “Catholic Fraternity of Charismatic Covenant Communities and Fellowships”,

Viernes, 31 de octubre de 2014.


“ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE AL MISTERIO DE LA TRINIDAD”

6 de marzo de 2015

1. Poner en común lo que nos une

La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que terminó con un encuentro con el patriarca ortodoxo

Bartolomé, y sobre todo su exhortación a compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el

Occidente latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones cuaresmales de este año para

satisfacer este deseo del Papa, que es también el de toda la cristiandad.

Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano II, en la Unitatis redintegratio, instó a una

consideración especial de las Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta

apostólica Orientale lumen de 1995, escribió:

“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del

patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para

poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad”1.

El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que creo que es fundamental para el camino de la unidad:

“la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”2. La

Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la Encarnación del Verbo; en

Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre en una persona, que murió y resucitó por nuestra

salvación, que nos ha dado el Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu

Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María es la Theotokos, la Madre de

Dios; que tenemos como destino la vida eterna. ¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias

intervienen en la manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son secundarias, no

primarias.

En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y la teología latina estuvieron marcadas por un notable

tinte apologético y polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono más irenista)

en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más correcto que el otro. Es hora de invertir esta

tendencia y dejar de insistir obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en

una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos en común y nos une en una
única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado,

con preguntas e intereses distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su gran

mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas distinciones y está a años luz de distancia de

ellas.

Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad entre los cristianos, se impuso una línea que puede

formularse como: “resolver primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea que

prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que tenemos en común y luego

resolver, con paciencia y respeto mutuo, las diferencias”.

El resultado más sorprendente de este cambio de perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales

reales, en lugar de parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada vez más a

menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo, incluso como un necesario correctivo y

enriquecimiento de la misma. Se ha tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre

la Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a la justificación por la fe.

Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su

valor cuando se aplica a las relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere non

potest perveniri ad tam grande secretum”3: “no se puede llegar a un misterio tan grande por uno solo camino”.

En estas meditaciones trataremos de mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de

encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe cristiana, aunque se haya

alcanzado por vertientes diferentes.

Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la

diversidad de las dos tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu Santo, la

doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta será la convicción que nos guiará en

nuestro viaje de reconocimiento. El papa Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no

silenciadas o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples predicaciones cuaresmales, es evidente

que tocaré estos problemas complejos sin ninguna pretensión de exhaustividad, con una intención y una

orientación práctica, más que especulativa.

Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de

su propias categorías, para asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto

con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos autores ortodoxos posteriores

(Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de
inspiración en el ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas imágenes ante

las cuales puedo rezar.

2. Unidad y trinidad de Dios

Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la Trinidad, es decir a partir de la montaña más alta,

el Everest de la fe4. En los primeros tres siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba explicitando la

doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a la misma acusación que ellos habían dirigido a los

paganos: la de creer en más de una divinidad, de ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los

cristianos que, en todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las palabras “Creo en

Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un pequeño, pero significativo añadido que ya no será

omitido después: “Creo en un solo Dios” (Credo in unum Deum).

No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión.

Hacia el final del IV siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el

monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos aspectos del misterio con la fórmula

“una sustancia y tres personas”, los griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de

un acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total entre las dos teologías:

“¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más

absolutamente que así la misma cosa, aún si con palabras distintas?”5.

Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual

expresarla así: los griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados opuestos; los

griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los

latinos, viceversa; parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas. “El latino, ha

escrito un historiador francés del dogma, considera la personalidad como una forma de la naturaleza; el griego

considera la naturaleza como el contenido de la persona”6.

Yo creo que la diferencia se puede expresar también de otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la

unidad de Dios; sea el símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”. Solamente

que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que

se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las

personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno, siempre ha precedido el tratado “De

Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.


Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya personalizada, porque para ellos “la unidad es el

Padre, del cual y hacia el cual se cuentan las otras personas”7. El primer artículo del credo de los griegos dice

también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre omnipotente” aquí no está separado de “un

solo Dios”, como en el credo latino, sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la

palabra “Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un solo Dios que es el Padre

omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está

perfectamente (sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al Hijo” 8.

Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo, pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo

griego, en el que la unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio y proviene

de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que sigue. El Padre es la fuente, el origen

absoluto del movimiento del amor. El Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es

por causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el Hijo y el Espíritu”, escribe

Damasceno9.

El Padre es el único, también en el ámbito de la Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado

para poder amar. Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras personas

divinas, ser es ser amado.

El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de esta relación. No se puede, por tanto, concebir al

Padre en primer lugar como el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se

debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los cristianos es por tanto el Padre; pero

no concebido separadamente (¿cómo puede llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el

Padre siempre en acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos y que es el

Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un único acto y son un único misterio.

He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre

estos); sin embargo debemos enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología

latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y la actitud justa para hablar de la

Trinidad, el pensamiento latino le ha asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.

Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el

amor mutuo entre el Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores medievales

explicitaron e hicieron casi canónica10. Sobre ella el teólogo Heribert Mühlen ha fundado recientemente su
concepción del Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en

la Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia11.

El primero de los orientales en valorar esta contribución de la teología latina fue san Gregorio Palamas que,

en el siglo XIV, conoció finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:

“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable del Padre por su Verbo, generado de forma inefable;

amor que este mismo Verbo e Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al

Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él connatural”12.

La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto, por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando

escribe: “La Expresión ‘Dios es amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como

sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia divina… sino lo que constituye

su sustancia”13. Me parece una explicación compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la

estela de Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”14.

La diferencia y la complementariedad de las dos teologías no se limita sin embargo solo a la forma de

concebir el ser y las relaciones internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de

Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad inmanente, fuera del tiempo,

mientras los latinos están más interesados en la Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la

historia de la salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en la ontología, y

los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta luz, se comprende la costumbre de los latinos de

iniciar el discurso sobre Dios con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden

también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para todos. En la historia de la

salvación de hecho – lo veremos enseguida – la revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.

El signo más evidente de esta diferencia de actitud son las dos formas distintas de representar la Trinidad en

la iconología griega y en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su cumbre en

Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles iguales y distintos, ubicados en torno a una

mesa. Todo emana una paz y unidad sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como

demuestra la referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa eucarística

entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en el fondo.

En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante, la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al

Padre que con los brazos extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el de

Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos más conocidos son la Trinidad
de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran

otros innumerables ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre que rige en su

seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a

nosotros en la historia de la salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.

3. Dos caminos para mantener abiertos

Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad

de tener abiertos y recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de manera

esquemática. La Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la Ortodoxia a la Trinidad en su vida

interior, o sea en la oración, en la contemplación, en la liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener

presente el enfoque latino en su misión evangelizadora ad extra.

No hay necesidad de demostrar el primer punto. A propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el

riquísimo patrimonio de espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios teólogos

ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al público occidental15. Un texto de san

Basilio expresa bien la orientación de fondo de la visión ortodoxa:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre;

inversamente, la bondad natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se difunden del

Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”16.

En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el

Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las criaturas a Dios, todo

comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la

trinitaria.

Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y

practicar también el enfoque latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto

famoso sintetiza así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:

“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada

de una manera más obscura. El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la

naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio de nosotros y nos concede de

manera más indistinta la propia manifestación. No hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la

divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el peso de la

divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del hijo”17.
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él dice a los apóstoles que no les puede revelar todo

lo que sabe de sí mismo y del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn 16,

12).

Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que

por lo tanto tenemos que vivir constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres

antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca al Dios de los filósofos que

a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de

todos modos tienen que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del mundo

antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma pedagogía que Dios ha usado con la

humanidad entera al revelarse?

Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que

Dios existe, que nos ha creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la persona

de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización hablando de las tres personas divinas?

¿No sería también esto, para usar la imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que

no es capaz de soportar?

Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el

Antiguo Testamento, no es aún “el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo

verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza solamente con Jesús. Es aún el

padre en sentido metafórico, en el sentido de “padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del

cosmos”, “padre celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha comenzado con

el “Dios uno”.

Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y tiene que ser usada para designar lo que las tres

personas divinas tienen en común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres

antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o esencia (2 Pe 1, 4: “participantes

de la divina naturaleza”, theia physis); sea como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en

comunión”19.

La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y

comprensibles a los hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los concilios antiguos,

y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los

hombres de hoy el misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad y relación
subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en el ámbito de su teología y en los ámbitos

de profundización de la fe.

Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz

de ayudar a los hombres de hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto es

justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si mismo, comunión y relación; no

existe amor excepto que entre dos o más personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser,

acompañado por el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta y

transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas divinas la unión se realiza en un

modo de tal manera total que de los Tres, hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el

hombre de hoy está en condiciones de entender.

4.Unidos en la adoración de la Trinidad

San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir esta reconstrucción de las dos vías de enfoque hacia

el misterio de la Santísima Trinidad. Cuando se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más importante

no es quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca

que los lleva a aquella orilla. Así para nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino

quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella20.Nosotros no podemos abrazar el océano,

pero sí podemos entrar en él; por más esfuerzos que hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el

misterio de la Trinidad, aunque podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!

Hay un punto en el que nos encontramos unidos y concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y

Occidente, y es el deber y la alegría de adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos

realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo, o sea aquella regla de

humilde restricción al hablar de Dios, de decir no diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido

oxímoron de san Gregorio Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”21. Adorar es reconocer a Dios

como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la infinita diferencia cualitativa entre el

Creador y la criatura”22;reconocerla sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos.

Adorar dice el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo”(cfr. Rm 1, 18).

Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la más remota antigüedad, se eleva idéntica a la

Trinidad, desde Oriente y desde Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el

principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.

1Orientale lumen, n. 1
2Tertio millennio adveniente, n. 16.

3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en “Monumenta Germaniae Historica”, Auctores

antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.

4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias

cristianas, cfr. Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky, 2007.

5 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 15 (PG 36, 476).

6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, París 1892, 433.

7 Gregorio Naz., Oratio. 42, 16 (PG 36, 4776).

8 Cfr. Gregorio de Nisa, Contra Eunomium 1,42 (PG 45, 464)

9 Juan Damasceno, De fide orthodoxa, I, 8 (PG 94, 824)

10 Agustín, De Trinitate,VIII, 9,14; IX, 2,2; XV,17,31; cfr. Ricardo de San Víctor, De Trin. III,2.18; S:

Bonaventura, I Sent. d. 13, q.1.

11 Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.

12 Gregorio Palamas, Capita physica, 36 (PG 150, 1145).

13 J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, in L’être ecclésial, Genève 1981, p. 38.

14 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a. 4.

15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de

l’Eglise d’Orient, París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original L’Orthodoxie, París

1959); J. Meyendorff, La teología Bizantina, Marietti 1984 (ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).

16 Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).

17 Cfr. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31 (Teologica II), 26; cfr. también Oratio 32 (Teologica III).

18 Agustín, La Trinidad, I,6,10: “El nombre ‘Dios’ indica toda la Trinidad, no sólo el Padre”.

19 J. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, London, 1985.

20 Agustín, La Trinidad IV,15, 20; Confesiones, VII, 21.

21 Gregorio Nazianzeno, Carmi, 29 (PG 37, 507) (sigomenon hymnon).

22 Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal.


Copyright © 2011, Padre Raniero 

“ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE AL MISTERIO DE LA PERSONA DE CRISTO”


13 de marzo 2015

1. Pablo y Juan: Cristo visto desde dos ángulos

En nuestro esfuerzo por poner en común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy

sobre la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno que está presente, no

de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre

de Jesús, debemos pensar que hay uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta

mañana Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos de Él.

Partimos de las raíces bíblicas en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos

caminos distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san Pablo. Resumimos los

pasajes peculiares de este camino, esos por los que se convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el

desarrollo del pensamiento cristiano. Este camino,

- primero, parte de la humanidad para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la

preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de manifestarse de Cristo, la orden con la

que los hombres lo han conocido, no la orden del ser;

- segundo, parte de la dualidad de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo

nuestro Señor”;

- tercero, tiene en su centro el misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La

gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de los muertos.

Para convencerse de la rectitud de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo

embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de Cristo es resumido así:

“nacido de la estirpe de David según la carne,

y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador

por su resurrección de entre los muertos,

Jesucristo, nuestro Señor,” (Rm 1, 3-4).

También en el himno cristológico de Filipenses 2, se habla antes de Cristo en la condición de siervo y

después, a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto, también cuando

define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), para Pablo es siempre el Cristo de la historia,

también si la idea de la preexistencia no está ausente en sus escritos.


Una mirada rápida hacia adelante permite ver cómo serán acogidos y desarrollados estos pasajes paulinos de

Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen indicaban dos fases udos

tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de

Antioquía, los dos nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de Cristo.

Escribe Tertuliano:

“El apóstol enseña aquí las dos naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según

la carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios según el Espíritu’, él indica la

divinidad”[1].

A este camino ascendente del misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos

sintetizar así las características de este segundo camino.

- primero, parte de la divinidad, para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne –

Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo divino y lo invisible, sino al

contrario; Juan se coloca desde el punto de vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el

ser está claro que la divinidad precede en él a la humanidad;

- segundo, es un camino que parte de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne,

divinidad y humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las naturalezas.

- tercero, la gran división, el eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio

pascual.

De Cristo, interesa más la persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual de

muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es Jesús: “Cuando hayáis levantado

al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es

constantemente antepuesta a su venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del

cuarto Evangelio para mostrar la validez de esta reconstrucción resumida:

“Al principio existía la Palabra,

y la Palabra estaba junto a Dios,

y la Palabra era Dios […].

Y la Palabra se hizo carne

y habitó entre nosotros”.

Se trazan así dos raíles en los que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de

las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca entre estos dos caminos, que se
pueden recorrer en un sentido y en el otro. Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y

un elemento humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor

universal,aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el redentor. Para ambos, nuestra

relación con Cristo está mediada y es posible por el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que

se recibe al Espíritu (Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en Cristo (1 Co 12,

3; Jn 6, 63).

Apenas se pasa a la época sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o

arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas. Las escuelas a las que me refiero

son, una, la que por su mayor centro, Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad

de Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia no es, como se ha pensado

a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se

inspiran preferentemente en Juan y los otros en Pablo.

Ninguno de los seguidores de uno u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está

seguro de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que las dos influencias son

visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color

diferente de sus aguas. La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y otros a

Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros interpretan a Pablo a la luz de Juan. La

diferencia está en el esquema, o en la perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.

En el debate entre estas dos escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma

cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el concilio ecuménico de

Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de Occidente, representado por san León Magno. Aquí

la verdad de fondo, llevada adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de la

persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los antioquenos de la integra naturaleza

humana de Cristo. Los dos caminos tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer

abiertas la una y la otra y comunicadas entre ellas.

La misma forma en la que se formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de

Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en la forma juaniana y alejandrina,

partiendo de la afirmación de la unidad y alcanzando la afirmación de la distinción (“uno e idéntico Cristo,

Señor e Hijo unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena, partiendo de la

distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la unidad (“salvando las propiedades de cada una,
las dos naturalezas se combinan para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido

sucesivamente en dos sentidos.

2. El rostro de Cristo en Oriente y Occidente

Nos preguntamos: ¿qué ha pasado después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos

fundamentales cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la definición

dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente una única fe en Cristo, común tanto en

Oriente como en Occidente. San Juan Damasceno en Oriente[2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han

construido ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con la Trinidad y el

Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre

Cristo.

Sin embargo, si ampliamos la mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología

dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún modo se han perdido. Se

han conservado y han dejado su huella, el primero en la espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En

otras palabras, la Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la centralidad de la

encarnación, la divinidad de Cristo y la idea de la divinización; la Iglesia occidental ha privilegiado al Cristo

paulino y antioqueno y con él la humanidad de Cristo y el misterio pascual.

No se trata evidentemente de una división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a

otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído – y con razón – valorizar de

forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de que es admitido por todos que el Cristo de la tradición

bizantina presenta rasgos diferentes al de la tradición latina.

Observemos algunos hechos que ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la

imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo glorioso. Es el que la asamblea

contempla frente a ella, en el ábside de las grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce

al crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde el realismo de la pasión ya

está transfigurado por la luz de la resurrección. Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz

representa el momento de la “exaltación” (Jn 12, 32).

Del misterio de Cristo, sigue siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación.

Coherentemente, la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto con la carne

vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo, dice en una oración suya a Cristo:
“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya

entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado

para subir al cielo”[3].

Lo esencial ya ha sucedido con la encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano,

por el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último Bizancio”[4]. ¿Es ignorado tal vez

el misterio pascual? Al revés, todo el mundo sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la

Pascua en los ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el momento más

valorado no es tanto el abajamiento cuanto la gloria; no es el Viernes Santo, sino el Domingo de

Resurrección. Desde todos los punto de vista, prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.

Estas características se encuentran en el ideal de la santidad que predomina en esta espiritualidad. La

cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen del Cristo glorioso. En la vida de

dos de los santos más típicos de la Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos

encontramos con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la resurrección. El

santo aparece casi transformado en luz.

Ahora demos un vistazo a algunos aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los

tres días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida;

los que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza”[5]. Es decir: mientras

estamos en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el resucitado.

De hecho, en el arte, la imagen característica de Cristo, en Occidente, es el crucificado. Es el que sobresale o

se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del crucificado, en un cierto momento, se

separa del modelo glorioso, regio, y asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el

crucificado paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros (cf. Gal 3, 13).

Asume una gran relevancia, a partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención

a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis, o abajamiento, de Cristo ocupa

un lugar prominente y con él el misterio pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio

de la “imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena. No en vano, el libro más

famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media latina, será precisamente La imitación de Cristo. En

contra de cualquier intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión con Dios,

santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida espiritual en la que se puede prescindir de la

humanidad de Cristo[6].
Los santos proporcionan, también aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo

de haber alcanzado la plenitud de la santidad? No es la conformación al Cristo glorioso de la Transfiguración,

sino la conformación al Crucificado. La Ortodoxia no conoce casos de santos estigmatizados, mientras sí

conoce, hemos visto, casos de santos transfigurados.

La Reforma protestante, en cierto modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental,

paulino, y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de toda teología, en

controversia, a veces, con la “teología de la gloria”. Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no

podemos conocer a Cristo, si no en su abajamiento[7].

Es cierto que Lutero y los protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo, han

afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más que un modelo a seguir con la

imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe?

No es el Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo “para mí”, no el Cristo

“en sí mismo”.

Repito: cuidado con rigidizar estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la

espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los “locos por Dios”, en el que la

asimilación a Cristo en su kénosis, está fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue

habiendo una diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la vía inaugurada

por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos, fieles a Calcedonia, han sido capaces de

abrazar, con su mirada, también al otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.

La gracia del momento presente es que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más

como una amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino, tomado aisladamente,

puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una

concepción demasiado escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica. Por ello

concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].

No es necesario, por lo tanto, eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la

legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es necesario es más bien el intercambio

de dones, el respeto y la estima de la tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para

acceder a la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad oriental, y otra a aquella

occidental, de tal manera que ninguna de las dos pueda acceder a tal plenitud sin la otra.
En la ciudad de Colmar, en Alsacia, existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos

alas del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están abiertas se ve, en el lado

opuesto, la resurrección. La crucifixión es de un realismo impresionante: se ve a un Cristo espasmódico, con

los dedos de las manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el cuerpo está

como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en cada parte. Es uno de esos cuadros de

Cristo de los cuales Dostoevskij decía que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la

fe”[9].

En la otra parte, el Resucitado aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja

entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el riesgo si no de perder la fe,

seguramente de perder la confianza, porque este Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado,

por lo tanto, al dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo eficaz de lo que

debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben

mantenerse juntos.

3. Unidos por el amor a Cristo

Hasta aquí hemos procedido en lo indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre

todo, la historia de las respectivas posiciones entorno a la persona de Cristo. Pero no es esto lo que nos hará

realmente progresar en la vía de la unidad; no será, en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en

Cristo, por indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en profundidad a

ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano cada diferenciación, es un común,

renovado amor por la persona de Jesús de Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las

respectivas tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para nosotros un “tú” y no un

“él”. Para usar una distinción querida por un teólogo ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el

Jesús persona[10].

En el cuerpo humano hay dos pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con

frecuencia para describir las relaciones de sinergía entre Oriente y Occidente), ¡pero hay un solo corazón!

También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este corazón tiene que ser el amor por Cristo.

Escribe uno de los autores espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:

“Al Salvador le ha sido ordenado el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan

grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va únicamente al Cristo. Aquí que es

el lugar de su reposo, porque él solo es el bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)”[11].
Igualmente, en toda la espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No

anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”[12]. Esto no significa restringir al horizonte del amor

cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un

amor mediado, casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre. No, Jesús es un

mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al Padre, porque él es “una cosa sola con el

Padre” (Jn 10, 30). El cristiano puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo

que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

Ya que estamos en el Año de la Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me

permito de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás, en esta misma sede,

comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que

amor de donación y amor de búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el

vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de nuestro amor a Dios. En este

reconocimiento, Oriente se ha adelantado a Occidente[13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero

de la tesis contraria, es decir sobre la incompatibilidad entre ágape y eros[14].

El amor sufre aún, en este campo, de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo

secularizado, sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las almas

consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape; entre los creyentes muchas veces

un ágape sin eros. El eros sin ágape es un amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor

de conquista que reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión de sacrificio,

de fidelidad y de donación de sí, en otras palabras el ágape.

El ágape sin eros nos parece como un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser,

más por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse a un molde

preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los

actos de amor dirigidos a Dios se parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que

escriben a la amada cartas copiadas de un prontuario.

El amor verdadero e integral es como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros

y ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así se presenta el amor de

Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es solo perdón, misericordia, donación de sí; es también

pasión, deseo, celos; no es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece casi

que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor de los consagrados por él.
La belleza y la plenitud de la vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es

capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en él se encuentran, en un

grado infinitamente superior, todas esas cualidades y atenciones que un hombre busca en una mujer y una

mujer en un hombre. El voto de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de

esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”. “Casto – escribe san Juan

Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el eros”[15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de

Cristo.

Concluyamos escuchando el himno más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las

vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y luterana. Se utiliza en el momento de

encender las luces vespertinos y por lo tanto se llama “lucernario”:

¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre inmortal,

celeste, santo, bienaventurado, Jesucristo!

Al llegar al ocaso del sol y, viendo la luz vespertina,

alabamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Es digno cantarte en todo tiempo con voces armoniosas,

oh Hijo de Dios, que nos das la vida:

el universo proclama tu gloria.

[1] Tertuliano, Adv. Praxean, 27,11 (CCL 2, p.1199).

[2] Cfr. Juan Damasceno, De fide Orthodoxa III, (PG 94, 881 ss.) (trad. ital. Roma, Città Nuova 1998, pp.159-

241).

[3] Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos y oraciones (SCh 196, p.332).

[4] Cfr. J. Meyendorff, Cristología ortodoxa, Roma 1974, pp. 225.242.

[5] Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,1, p.195).

[6] Teresa de Ávila, Autobiografía, 22, 1 ss.

[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II (en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703

s.)

[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.

[9] F. Dostoevskij, El idiota II, 4 (Garzanti, Milán 1982, I, p.269).

[10] J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, en L’etre ecclesial, Ginebra 1981, pp.23-56.

[11] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 9 (PG 88, 560-561).


[12] Regla de S. Benito, 4 Prólogo.

[13] P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965, p.161.

[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed. ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).

[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98 (PG 88, 880).

“ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE AL MISTERIO DEL ESPÍRITU SANTO”

20 de marzo 2015

Hoy meditaremos sobre la fe común de Oriente y Occidente en el Espíritu Santo y trataremos de hacerlo “en

el Espíritu”, en su presencia, sabiendo, como dice la Escritura, que “antes que la palabra esté en mi lengua,

tú, Señor, la conoces plenamente” (cfr. Salmo 139, 4).

1. Hacia un acuerdo sobre el Filioque

Durante siglos, la doctrina de la procesión del Espíritu Santo en el seno de la Trinidad ha sido el punto de

mayor fricción y acusaciones recíprocas entre Oriente y Occidente, a causa del famoso “Filioque”. Trato de

reconstruir el estado de la cuestión, para valorar mejor la gracia que Dios nos está haciendo de un acuerdo

también sobre este problema espinoso.

La fe de la Iglesia en el Espíritu Santo fue definida, como se sabe, en el concilio ecuménico de Constantinopla

del 381 con las siguientes palabras: “…y (creemos) en el Espíritu Santo que es Señor y dador de vida, que

procede del Padre y del Hijo, y con el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas”1..

Mirándolo bien, esta fórmula contiene la respuesta a las dos preguntas fundamentales sobre el Espíritu Santo.

A la pregunta “¿quién es el Espíritu Santo?”, se responde que es “Señor” (es decir, pertenece a la esfera del

Creador, no de las criaturas), que procede del Padre y es, en adoración, igual al Padre y al Hijo; a la pregunta

“¿qué hace el Espíritu Santo?”, se responde que “da la vida” (lo que resume toda la acción santificadora,

interior y renovadora del Espíritu) y que “habló por los profetas” (lo que resume la acción carismática del

Espíritu Santo).

A pesar de estos elementos de gran valor, es necesario decir, aún así, que el artículo refleja un estadio aún

provisional, si no de la fe, al menos de la terminología sobre el Espíritu Santo. La laguna más evidente es que

en ella no se atribuye aún explícitamente al Espíritu Santo el título de “Dios”. El primero en lamentar esta

reticencia fue san Gregorio Nacianceno que por su cuenta rompió todos los preámbulos escribiendo: “Y bien,
¿el Espíritu es Dios? ¡Ciertamente! ¿Entonces es consustancial (homoùsion)? Cierto, si es verdad que es

Dios”2..Esta laguna se colmó, de hecho, en la práctica de la Iglesia, la cual, superados los motivos

contingentes que la habían detenido hasta entonces, no dudó en atribuir al Espíritu Santo el título de “Dios” y

definirlo “consustancial” con el Padre y el Hijo.

Esta no era la única “laguna”. También desde el punto de vista de la historia de la salvación, debía parecer

extraño que la única obra atribuida al Espíritu fuera la de haber hablado “por los profetas”, quitando todas sus

otras obras y sobre todo su actividad en el Nuevo Testamento, en la vida de Jesús. También en este caso, el

completar la fórmula dogmática sucede espontáneamente en la vida de la Iglesia, como parece claro por esta

epíclesis de la liturgia llamada de Santiago, donde se le atribuye al Espíritu también el título de consustancial

(en cursiva las frases tomadas del símbolo):

“Manda… tu santísimo Espíritu, Señor y vivificador, que sentado contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo unigénito;

que reina, consustancial y coeterno. Él ha hablado en la Ley, en los Profetas y en el Nuevo Testamento; bajó

en forma de paloma sobre nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, descansando en Él, y bajó sobre los

santos apóstoles… el día santo de Pentecostés”3.

Otro punto, el más importante, sobre el que la fórmula conciliar no decía nada, era la relación entre el Espíritu

Santo y el Hijo y, en consecuencia, entre cristología y pneumatología. El único apunte en este sentido

consistía en la frase “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen” que probablemente se

encontraba ya en el símbolo de fe que el concilio de Constantinopla adoptó como base de su credo.

Sobre este punto la integración del símbolo sucede de manera menos unívoca y pacífica. Algunos Padres

griegos expresaron la relación eterna entre el Hijo y el Espíritu Santo, diciendo que el Espíritu Santo procede

del Padre “a través del Hijo”, que es “imagen del Hijo”4, que “procede del Padre y recibe del Hijo”, que es el

“rayo” que se difunde del sol (el Padre) a través de su esplendor (el Hijo), la corriente que viene de la fuente

(el Padre) a través del río (el Hijo)..

Cuando la discusión sobre el Espíritu Santo pasó al mundo latino, para expresar esta relación se acuñó la

frase según la cual el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”. Las palabras “y del Hijo” en latín suenan

Filioque, y de aquí el sentido con el que se ha sobrecargado esta palabra en las disputas entre oriente y

occidente y las conclusiones manifiestamente exageradas que, a veces, se han tomado.

Quien formuló primero la idea de que el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo” fue san Ambrosio 5.. Él

no estaba influenciado por Tertuliano (que no conoce y no cita nunca), sino por las expresiones apenas

recordadas que leía en sus fuente griegas habituales: san Basilio y también san Atanasio y Dídimo
Alejandrino. Todos estos modos de expresarse destacaban una cierta relación, por lo no aclarado y

misterioso, existente entre el Hijo y el Espíritu Santo, en su origen común en el Padre. Si “a través del Hijo”

quiere decir algo, este “algo” es lo que Ambrosio (quien ignora, como todos los latino, la sutil distinción que

existe en griego entre “provenir”, ekporeuesthai, y “proceder”, proienai) intentó expresar con la expresión “y

del Hijo”.

San Agustín ha dado a la expresión “del Padre y del Hijo” (en él no está aún la expresión literal Filioque) la

justificación teológica que ha caracterizado, a continuación, toda la pneumatología latina. Él usa expresiones

muy matizadas y no coloca al Padre y al Hijo sobre la misma línea, en lo relacionado con el Espíritu Santo,

como aparece en la bien conocida afirmación: “El Espíritu Santo primariamente procede del Padre (de Patre

principaliter) y, por el don que el Padre hace al Hijo, sin ningún intervalo de tiempo, de ambos al mismo

tiempo”6..

Esta doctrina, además de muchos pasajes del Nuevo Testamento (“Todo lo que el Padre posee es mío”, “Él

(el Paráclito) tomará de lo mío), era exigida por su concepción de las relaciones trinitarias como relaciones

basadas en el amor. Ésta permitía también resolver una objeción que quedaba siempre sin respuesta: ¿qué

parte de sí mismo no había expresado por entero aún el Padre en la generación del Hijo, para justificar una

segunda operación trinitaria? ¿Qué distingue la procesión del Espíritu Santo de la generación del Verbo?

Quien acuñó la expresión literal Filioque para indicar la procesión “del Padre y del Hijo”, fue Fulgencio de

Ruspe que, también en otros casos, ha endurecido fórmulas precedentes, aún elásticas, de la teología latina

7.. Él silenció la aclaración de Agustín, según la cual el Espíritu Santo procede “principalmente” del Padre, e

insiste sin embargo en decir que “procede del Hijo como (sicut) procede del Padre”, “enteramente (totus) dal

Padre y enteramente del Figlio”, nivelando así las dos relaciones de origen 8.. Es en esta versión

indiferenciada que la doctrina de la procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo entrará en las

definiciones eclesiales, a partir del III Concilio de Toledo del 589 .9..

Hasta que permaneció a este nivel, la cosa no despertó protestas por parte de los orientales. En el año 809

tuvo lugar en Aquisgrán, por deseo de Carlo Magno, un sínodo para patrocinar la introducción del Filioque en

el símbolo Niceno – Constantinopolitano que se comenzaba, en algunas iglesias, a cantar en la Misa. El

emperador, más que por convicciones personales teológicas, era movido por el deseo de dar una justificación

también doctrinal a su política de emancipación del imperio de Oriente.

Al concluir el concilio, una delegación del emperador fue a Roma, a ver al papa León III, para que adhiriera a

la causa del emperador. Sin embargo, a pesar de que compartía plenamente la doctrina del Filioque, el Papa
consideraba inoportuna su introducción en el símbolo y mantuvo con firmeza su decisión. 10. En esto él

seguía la misma línea de actuación seguida por la Iglesia griega, donde había existido, como hemos visto,

importantes integraciones y profundizaciones del artículosobre el Espíritu Santo, sin por ello tener que

cambiar el texto del símbolo. Sin embargo, ante una nueva presión del emperador Enrique II de Alemania, en

el 1014, el papa Benedicto VIII aceptó que la palabra Filioque fuera introducida también en la recitación

litúrgica del credo, suscitando a continuación, las justas recriminaciones del oriente ortodoxo.

Hoy, en el clima de diálogo y mutua estima que se busca establecer entre Ortodoxos e Iglesia católica, este

problema no parece ser un obstáculo insuperable para la plena comunión. Calificados representantes de la

teología ortodoxa están dispuestos a reconocer, con ciertas condiciones, la legitimidad de la doctrina latina.

Veamos como el teólogo Johannes Zizioulas expone tales condiciones:

“La regla de oro tiene que ser la interpretación que daba san Máximo Confesor de la pneumatología latina o

sea: profesando la doctrina del Filioque, los hermanos occidentales no quieren introducir una segunda causa

(aition) en Dios fuera del Padre, de otra parte el rol intermediario del Hijo en el origen del Espíritu no tiene que

ser limitado a la divina economía, sino que se refiere también a la naturaleza divina. Si Oriente y Occidente

están dispuestos en nuestro tiempo a ambos hacer suyos estos dos puntos de san Máximo, esto ofrecería

una base suficiente para el acercamiento de las dos tradiciones”11.

Con estas palabras se mantiene la posición ortodoxa de que el Padre es la única causa “no causada” de la

procesión del Espíritu Santo: lo que no es incompatible con la posición anteriormente expuesta de Agustín; de

otra parte se reconoce la validez del punto de vista de los latinos de atribuir al Hijo un rol activo en la

procesión eterna del Espíritu Santo del Padre, aunque no se comparte su precisación “como de un solo

principio” (tamquam ex uno principio).

El Catecismo de la Iglesia Católica habla, al respecto, de una “legítima complementariedad que si bien no se

ha vuelto rígida, no impide la identidad de la fe en la realidad del misterio”12. En la misma línea se expresa un

documento del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, del 1995, solicitado por el papa Juan Pablo

II y positivamente acogido por exponentes de la teología ortodoxa 13. Como signo de esta voluntad de

reconciliación, el mismo Juan Pablo II inició la práctica de omitir el añadido Filioque “y del Hijo”, en ciertas

celebraciones ecuménicas en San Pedro y en otros lugares, en los que se proclamaba el credo en latín.

2. Hacia una nueva síntesis

Como siempre, cuando el diálogo es realizado realmente “en el Espíritu”, no se limita a allanar las dificultades

del pasado, sino que abre nuevas perspectivas. La novedad más grande en la pneumatología actual no
consiste solamente en encontrar un acuerdo sobre el Filioque, sino en partir nuevamente desde la Escritura

en vista de una nueva síntesis más amplia y con una espectro de preguntas menos condicionado por la

historia pasada.

De esta relectura, ya iniciada tiempo atrás, ha surgido un dato preciso: el Espíritu Santo, en la historia de la

salvación, no es enviado solo por el Hijo, sino que también es enviado sobre el Hijo; el Hijo no es solo el que

da al Espíritu, sino también el que lo recibe. El momento en el cual se pasa de una a otra fase de la historia de

la salvación, de Jesús que recibe al Espíritu Santo a Jesús que envía al Espíritu, está constituido por el

acontecimiento de la cruz 14.

En el documento del Pontificio Consejo para la unidad de los cristianos, ya mencionado, encontramos un

hermoso texto que resume todas estas intervenciones del Espíritu “sobre” Jesús: en el nacimiento, en el

bautismo, en el ofrecerse en sacrificio al Padre (Hb 9,14), en su resurrección15. Esta relación de reciprocidad

que se encuentra en el plano histórico no puede dejar de reflejar, de alguna manera, la relación existente en la

Trinidad. El mismo documento recordado llega a la siguiente conclusión:

“El rol del Espíritu en lo más íntimo de la existencia humana del Hijo de Dios brota de una relación trinitaria

eterna para la cual el Espíritu, en su misterio de don de amor, caracteriza la relación entre el Padre fuente del

amor y el Hijo predilecto”16.

¿Pero cómo concebir esta reciprocidad en el ámbito trinitario? Es este el panorama que se abre a la reflexión

actual de la teología del Espíritu. La cosa que anima es que en esta dirección se están moviendo juntas, en un

diálogo fraterno y constructivo, teólogos de todas las grandes Iglesias cristianas: ortodoxa, católica y

protestante. Uno de los puntos clave en los que se movía (y por los que estaba condicionada) la reflexión de

los Padres, y en particular de Agustín, fue la falta de reciprocidad entre el Espíritu Santo y las otras dos

personas divinas. Podemos llamar, decían, al Espíritu Santo “Espíritu del Padre”, pero no podemos llamar al

Padre “Padre del Espíritu”; podemos llamar al Espíritu Santo “Espíritu del Hijo”, pero no podemos llamar al

Hijo “Hijo del Espíritu”17.

Este es el punto en el que se intenta hoy superar la dificultad. Es verdad que no podemos llamar a Dios

“Padre del Espíritu”, pero lo podemos llamar “Padre en el Espíritu”; es verdad que no podemos llamar al Hijo

“Hijo del Espíritu”, pero podemos llamarlo “Hijo en el Espíritu”. La preposición usada en la Escritura para

hablar del Espíritu Santo no es “desde”, sino “en”; es “en el Espíritu” que Cristo grita Abba en la tierra (cfr. Lc

10, 21). Si admitimos que esto que sucede en la historia es un reflejo de lo que sucede eternamente en la

Trinidad, tenemos que concluir que es “en el Espíritu” que el Hijo pronuncia su Abba eterno en la generación
del Padre 18. El teólogo ortodoxo Olivier Clément ha anticipado esta conclusión diciendo que “El Hijo nace del

Padre en el Espíritu” 19.

De todo esto emerge un nuevo modo de concebir las relaciones trinitarias. El Verbo y el Espíritu proceden

simultáneamente del Padre. Es necesario renunciar a toda idea de precedencia entre los dos, no solo

cronológica, sino también lógica. Como única es la naturaleza que constituye las tres divinas Personas,

también es única la operación que tiene su fuente en el Padre y que constituye al Padre “Padre, al Hijo “Hijo” y

al Espíritu “Espíritu”. Hijo y Espíritu Santo no deben ser vistos uno después del otro, o uno al lado del otro,

sino “uno en el otro”. Generación y procesión no son “dos actos separados”, sino dos aspectos, o dos

resultados, de un único acto 20.

¿Cómo concebir y expresar este acto abismal del que florece, en conjunto, la rosa mística de la Trinidad?

Estamos ante el núcleo más íntimo del misterio trinitario que se sitúa más allá de cualquier concepto y

analogía humana. Muy sugestiva me parece la indicación ofrecida, a este propósito, por el mismo teólogo

ortodoxo Olivier Clément. Él habla de una “unción eterna” del Hijo por parte del Padre mediante el Espíritu 21.

Esta intuición tiene un sólido fundamento patrístico en la fórmula “ungente, ungido y unción” usada en la más

antigua teología de los Padres. San Ireneo había escrito:

“En el nombre de ‘Cristo’ se suponen uno que ungió, el que fue ungido y la unción misma con que fue ungido.

En efecto, lo ungió el Padre y el Hijo fue ungido, en el Espíritu Santo que es la unción”22.

San Basilio tomó literalmente esta afirmación, repetida a su vez por san Ambrosio 23. En el origen, se refería

directamente a la unción histórica de Jesús en su bautismo del Jordán. Sucesivamente, esta unción fue

considerada realizada al momento de la encarnación 24; pero ya en la época de los Padres se comenzó a

volver hacia atrás. Justino, Ireneo, Orígenes habían hablado de una “unción cósmica” del Verbo, es decir, de

una unción que el Padre confiere al Verbo en vista de la creación del mundo, en cuanto “por medio suyo el

Padre ha ungido y dispuesto cada cosa”25.

Eusebio de Cesarea va aún más allá, viendo realizada la unción en el momento mismo de la generación: “La

unción consiste en la generación misma del Verbo, por la cual el Espíritu del Padre pasa al Hijo, a manera de

fragancia divina” 26. Más autorizada es la opinión de san Gregorio de Nisa que dedica un capítulo entero a

ilustrar la unción del Verbo a través del Espíritu Santo, en su generación eterna del Padre. Él asume que el

nombre “Cristo”, el Ungido, pertenece al Hijo desde la eternidad:

“El óleo de la alegría tiene el poder del Espíritu Santo, con el que Dios está ungido por Dios, así el unigénito

está ungido por el Padre… Como el justo no puede ser a la vez injusto, así el ungido no puede no estar
ungido. Ahora el que nunca está no-ungido, es ciertamente el ungido desde siempre. Y cualquiera tiene que

admitir que el que unge es el Padre y el ungüento es el Espíritu Santo”27.

La imagen de la unción (porque se trata siempre de una imagen) añade algo nuevo que no es expresado por

la imagen más habitual de la espiración. En Occidente, es habitual repetir que el Espíritu se llama así porque

es espirado y espira. En esta visión, el Espíritu Santo desempeña un papel “activo” sólo fuera de la Trinidad,

ya que inspira las Escrituras, los profetas, los santos, etc., mientras que en la Trinidad tendría sólo la cualidad

pasiva de ser espirado por el Padre y el Hijo.

Esta ausencia de un papel activo del Espíritu dentro de la Trinidad, considerada quizás la mayor laguna de la

pneumatología tradicional, se supera de esta manera. De hecho, si se reconoce al Hijo un papel activo en

relación con el Espíritu, expresado por la imagen de la espiración, también se reconoce un papel activo del

Espíritu Santo en relación con el Hijo, expresado por la imagen de la unción. No se puede decir, del Verbo,

que es “el Hijo del Espíritu Santo”, pero se puede decir de él que es “el Ungido del Espíritu”.

3. El Espíritu de verdad y el Espíritu de caridad

La renovada escucha de las Escrituras permite constatar, incluso desde otro punto de vista, la

complementariedad de los dos pneumatologías, oriental y occidental. Se observó, en el ámbito del mismo

Nuevo Testamento, un mayor énfasis, por parte de Juan, del “Espíritu de verdad” y, por parte de Pablo, del

“Espíritu de caridad” 28.“Espíritu de verdad”, en el Cuarto Evangelio, es otro nombre del Paráclito (Jn 14, 16-

17); los adoradores del Padre deben adorarlo “en Espíritu y en verdad”; él lleva “a toda la verdad”; su unción

“da la ciencia y enseña todas las cosas” (1 Jn 2, 20.27). Para Pablo, sin embargo, el efecto principal del

Espíritu es “derramar el amor” en los corazones; fruto del Espíritu es “amor, alegría y paz” (Ga 5, 21); el amor

constituye “la ley del Espíritu” (Rm 8, 2), el amor es “el mejor camino”, el don del Espíritu Santo más grande

de todos (cfr. 1 Co 12, 31).

Como sucedió con la doctrina sobre Cristo, también esta diferente acentuación sobre el Espíritu Santo

permanece en la tradición, y, una vez más, Oriente refleja mayormente la perspectiva juaniana y Occidente la

paulina. La pneumatología ortodoxa dio mayor relevancia al Espíritu luz, y la latina al Espíritu amor. Esta

diversidad está clarísima, en todo caso, en las dos obras que más han influido en el desarrollo de sus

respectivas teologías del Espíritu Santo. En el tratado Sobre el Espíritu Santo de san Basilio, no juega ningún

papel el tema del Espíritu amor, mientras que desempeña uno central el tema del Espíritu “luz inteligible” 29;

en el tratado Sobre la Trinidad de san Agustín, no juega ningún rol el tema del Espíritu luz, mientras sabemos

que desempeña uno central el del Espíritu como amor.


La luz, con los fenómenos que normalmente la acompañan (la transfiguración de la persona y su completa

inmersión interior y exterior en la luz) es el elemento más constante entre los orientales, en la mística del

Espíritu Santo. “¡Ven, oh luz verdadera!”, son las primeras palabras de una oración al Espíritu Santo de san

Simeón el Nuevo Teólogo 30.También la famosa “luz tabórica”, que tanta importancia tiene en la espiritualidad

y la iconografía oriental, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo 31. Un texto del oficio ortodoxo dice que,

en el día de Pentecostés, “gracias al Espíritu Santo, el mundo entero recibió un bautismo de luz” 32.

Concluyo con un pensamiento de san Agustín sobre el Espíritu de amor que, aplicado en las relaciones entre

las diversas Iglesias, haría dar un paso decisivo hacia la unidad de los cristianos. Comentando la doctrina de

san Pablo en 1 Corintios 12, sobre los carismas, san Agustín hace esta reflexión. Al oír nombrar todos esos

maravillosos carismas (profecía, sabiduría, discernimiento, sanaciones, lenguas), alguien podría sentirse triste

y excluido, porque piensa que él no posee nada de todo esto. Pero cuidado, prosigue el santo,

“Si amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien,

¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que

tú posees. La envidia separa, la caridad une. Solo el ojo en el cuerpo tiene la facultad de ver, pero ¿acaso el

ojo ve solo para sí mismo? No, él ve por la mano, por el pie y por todos los miembros… Solo la mano actúa en

el cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el ojo. Si está a punto de recibir un golpe que

no está dirigido a la mano sino al rostro, ¿dice quizás la mano: ‘No me muevo, porque el golpe no está dirigido

a mí’?”33.

Este es el secreto de por qué la caridad es “el camino más excelente” (1 Co 12, 31): me hace amar al cuerpo

de Cristo, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no solo algunos, son “míos”. La

caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos. Es suficiente con no

hacer de sí mismos, sino de Cristo, el centro de interés; no querer “vivir para sí, sino para el Señor”, como dice

el Apóstol (Rm 14, 7-8).

Aplicado a las relaciones entre las dos Iglesias, la oriental y la occidental, este principio conduce a mirar lo

que cada una tiene diferente de la otra, no como un error o una amenaza, sino para regocijarse como un

tesoro para todos. Aplicado a nuestras relaciones diarias, dentro de la misma Iglesia o de la comunidad en la

que vivimos, ayuda a superar los sentimientos naturales de frustración, de rivalidad y de celos.

“Bienaventurado aquel siervo -escribe san Francisco de Asís- que no se exalta (yo añado: y no se regocija)

más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro”34. Que el
Espíritu Santo nos ayude a dirigirnos por este camino exigente, pero al que se le han prometido los frutos del

Espíritu: el amor, el gozo y la paz.

DS, 150.

Gregorio Nacianceno, Discursos, XXXI, 10 (PG 36, 144).

En A. Hänggi – I. Pahl, Prex Eucharistica, Friburgo, Suiza, 1968, p. 250.

Cfr. Atanasio, Cartas a Serapion I, 24 (PG 26, 585s.); Cirilo de Alejandría, Comentario sobre Juan, XI, 10 (PG

74, 541C); S. Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, I, 13 (PG 94, 856B).

Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 120 (“Spiritus quoque Sanctus, cum procedit a Patre et a Filio, non

separatur”).

Agustín, La Trinidad, XV, 26,47.

Fulgencio de Ruspe, Epístolas, 14, 21 (CC 91, p. 411); De fid, 6.54 (CC 91A, pp.716.747) (“Spiritus Sanctus

essentialiter de Patre Filioque procedit”); Liber de Trinitate, passim (CC 91A, pp. 633 ss).

Epístolas, 14, 28 (CC 91, p.420).

DS, 470. En el símbolo del I Concilio de Toledo del 400 (DS, 188), Filioque es un añadido posterior.

Cfr. Monumenta Germaniae Historica. Concilia, t.II, p.II, 1906, pp. 235-244, y en PL 102, 971-976.

J. D. Zizioulas, The Teaching of the 2nd Ecumenical Council on the Holy Spiriti in historical and ecumenical

perspective, en “Credo in Spiritum Sanctum”, vol. I, Libreria Editrice Vaticana 1983, p. 54.

CIC, n. 248.

Cfr. Les traditions Grecque et Latine concernant la procession du Saint-Esprit, en “Service d’Information du

Conseil Pontifical pour la promotion de l’unité des Chrétiens”, n. 89, 1995, pp. 87-91.

Cfr. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 13. 24. 41; Moltmann, El Espíritu de la vida, Queriniana,

Brescia 1994, pp. 85 ss.

Les traditions…, cit., p.90.

Les traditions…, cit., p. 90-91.

Agustín, La Trinidad, V, 12, 13.

Cfr. T. G. Weinandy, The Father’s Spirit of Sonship. Reconceiving the Trinity, Edimburgo 1995.

O. Clément, Les mystiques chrétiens des origines, París 1982 (trad. it. Alle fonti con i Padri, Città Nuova,

Roma 1987, p. 70).

Cfr. Moltmann, op. cit., p. 90; Weinandy, op. cit., pp. 53-85.

Cfr. O. Clément, op. cit. p.58.


Ireneo, Contra las herejías, III, 18,3.

Basilio, Sobre el Espíritu Santo, XII, 28 (PG 32, 116C); S. Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 3, 44.

Gregorio Nacianceno, Discursos, XXX, 2 (PG 36, 105B).

Ireneo, Demostración de la predicación apostólica, 53 (SCh 62, p. 114); cfr. A. Orbe, La Unción del Verbo

(Analecta Gregoriana, vol. 113), Roma 1961, pp. 501-568.

Orbe, op.cit., p. 578.

Gregorio de Nisa, Contra Apolinar, 52 (PG 45, 1249 s.).

Cfr. E. Cothenet, Saint-Esprit, DBSuppl, fasc. 60, 1986, col. 377.

Basilio, Sobre el Espíritu Santo, IX, 22-23 (PG 32, 108 s.); XVI, 38 (PG 32, 137).

Simeón el Nuovo Teólogo, Oración mística (SCh 156, p.150)

Gregorio Palamas, Homilía I sobre la Transfiguración (PG 151, 433B-C).

Sinasario de Pentecostés, en Pentecostaire, Diaconie apostolique, Parma 1994, p.407.

Agustín, Tratados sobre Juan, 32, 8.

Francisco de Asís, Admoniciones XVII (FF, 166).

“ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE AL MISTERIO DE LA SALVACIÓN”

5° predicación, cuaresma 2015

Con esta meditación concluimos nuestra vuelta de reconocimiento por la fe común de Oriente y Occidente, y

la concluimos con lo que nos afecta más directamente, el problema de la salvación: es decir, como los

ortodoxos y el mundo latino han comprendido el contenido de la salvación cristiana.

Es, probablemente, el campo en el cuál es más necesario, para nosotros latinos, dirigir la mirada a Oriente,

para enriquecernos y en parte corregir nuestra manera difusa de concebir la redención realizada por Cristo.

Tenemos la suerte de hacerlo en esta capilla donde la obra de Cristo y el misterio de la salvación ha sido

representada por el arte del padre Rupnik, según la concepción que ha tenido de ello la Iglesia de Oriente y la

iconografía bizantina.

Partimos de una conocida presentación de la distinta forma de entender la salvación entre Oriente y

Occidente que se lee en el Dictionnaire de Spiritualité y que sintetiza la opinión dominante en los ambientes

teológicos:
“El fin de la vida para los cristianos griegos es la divinización, el de los cristianos de Occidente es la santidad

[…]. El Verbo se ha hecho carne, según los griegos, para devolver al hombre la semejanza perdida con Dios

en Adán y divinizarlo. Según los latinos, Él se ha hecho hombre para redimir a la humanidad […] y para pagar

la deuda que se debe a la justicia de Dios”i.

Trataremos de ver donde se funda esta visión distinta y qué hay de verdad en la forma en la que se presenta.

1.Los dos elementos de la salvación en la Escritura

Ya en las profecías del Antiguo Testamento que anuncian “la nueva y eterna alianza” se nota la presencia de

dos elementos fundamentales: uno negativo que consiste en la eliminación del pecado y del mal en general, y

uno positivo que consiste en el regalo de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo; en otras palabras, en el

destruir las obras del hombre y en el reedificar, o restaurar, en él la obra de Dios. Un texto claro, en este

sentido, es el siguiente de Ezequiel:

“Os rociaré con agua pura, y quedaréis purificados. Os purificaré de todas vuestras impurezas y de todos

vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo: os arrancaré de vuestro

cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis

mis preceptos, y que observéis y practiquéis mis leyes. Habitareis en la tierra que yo di a vuestros padres.

Vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 25-27).

Hay algo que Dios vendrá a quitar al hombre: la iniquidad, el corazón de piedra, y algo que vendrá a dar al

hombre: un corazón nuevo, un espíritu nuevo. En el Nuevo Testamento estos dos componentes son

evidentes. Desde el inicio del Evangelio, Juan Bautista presenta a Jesús como “el Cordero de Dios que quita

el pecado del mundo” pero también como “el que bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1, 29, 33). En los sinópticos

prevalece el aspecto de la redención del pecado. En ellos, Jesús se aplica, en más de una ocasión, la suerte

del Siervo de Yahvé que toma sobre sí mismo y expía los pecados del pueblo (cfr. Is 52, 13 – 53,9); en la

institución de la Eucaristía, Él habla de su sangre derramada “por la remisión de los pecados” (Mt 26,28).

Este aspecto también está presente en Juan, unido, precisamente, al tema del Cordero de Dios que quita los

pecados del mundo. En su Primer Carta, Jesús es presentado como “la víctima propiciatoria por nuestros

pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2). Sin embargo, el

elemento positivo está más acentuado en Juan. Con el Verbo hecho carne, ha venido al mundo la luz, la

verdad, la vida eterna y la plenitud de toda gracia (cfr. Jn 1, 16). El fruto principal de la muerte de Jesús no es

la expiación de los pecados, sino en el don del Espíritu (cfr. Jn 7, 39; 19, 34).
En san Pablo vemos estos dos elementos en perfecto equilibrio. En la Carta a los Romanos, que podemos

considerar la primera exposición razonada de la salvación cristiana, en primer lugar destaca lo que Cristo, con

su muerte de cruz (Rm 3, 25), ha venido a eliminar del hombre y esto es: la muerte (Rm 5), el pecado (Rm 6)

y la ley (Rm 7), y después, en el capítulo octavo, expone todo el esplendor de lo que Cristo, con su muerte y

resurrección, ha procurado al hombre, y eso es el Espíritu Santo y con ello la filiación divina, el amor de Dios y

la certeza de la glorificación final. Los dos elementos están presentes en el corazón mismo del Kerygma.

Jesús, se lee, “ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado por nuestra justificación” (Rm 4, 25), donde

por “justificación” no se entiende solo la remisión de los pecados, sino lo que se dice después en el texto:

gracia, paz con Dios, fe, esperanza, amor de Dios derramado en los corazones (Rm 5, 1-5).

Como siempre, en el pasaje de la Escritura a los Padres de la Iglesia, se asiste a una recepción distinta de

estos dos elementos. Según la opinión común, resumida por Bardy en el texto citado, Oriente ha privilegiado

el elemento positivo de la salvación: la deificación del hombre y el restauración de la imagen de Dios;

Occidente ha privilegiado el elemento negativo, la liberación del pecado. La realidad es mucho más compleja,

y solamente si se aclara se podrá facilitar la comprensión recíproca.

Primero vamos a corregir algunas generalizaciones que hacen parecer las dos visiones de la salvación más

distantes entre ellas de lo que son en realidad. Sobre todo, no hay que sorprenderse si en el ámbito latino no

encontramos algunos conceptos centrales para los griegos, como el de “divinización” y de “restauración de la

imagen de Dios”. Estos no aparecen como tales en el Nuevo Testamento que es la única fuente común,

también si representan una forma exquisitamente bíblica de entender la salvación. El mismo término theosis,

divinización, suscitaba reservas por el uso que se hacía de el en el lenguaje pagano y en el de la Roma

imperial (apotheosis).

Los latinos expresaron el efecto positivo del bautismo con el concepto paulino de la filiación divina. Según san

Juan de la Cruz, en el alma cristiana, se cumplen, por gracia, las operaciones que suceden, por naturaleza, en

la Trinidadii:una doctrina no alejada de la ortodoxa de la deificación, sino basada en la afirmación juaniana de

la inhabitación de la Trinidad (Jn 14,23).

Otra observación. No es del todo verdad que la soteriología ortodoxa se resume en la visión ontológica de la

divinización y la latina en la teoría jurídica de san Anselmo, de la expiación debida al pecado. La idea de

sacrificio por el pecado, de redención, de pago de una deuda (incluso, en algunos casos, ¡de un rescate

pagado al diablo!) está presente en san Atanasio, en san Basilio, en san Gregorio Niseno y en el Crisóstomo,

no menos que en sus contemporáneos latinos. Para esto basta consultar una buena reconstrucción del
pensamiento cristiano de los orígenesiii.Un texto entre los muchos es este de Atanasio que también es uno de

los más decididos partidarios de la tesis de la divinización:

“Quedaba aún por pagar la deuda que todos debíamos, ya que todos estábamos condenados a muerte, y esta

fue la causa principal de su venida entre nosotros. Es por esto que, después de haber revelado su divinidad

con sus obras, le quedaba por ofrecer el sacrificio por todos, cediendo el templo de su cuerpo a la muerte por

todos”iv.

Para estos antiguos Padres griegos, el misterio pascual de Cristo es aún parte integrante y camino a la

divinización. Lo es aún en época bizantina. Para Nicolás Casabilas, existían dos muros que impedían la

comunicación entre Dios y nosotros: la naturaleza y el pecado. “El primero fue eliminado por el Salvador con

su encarnación, el segundo con la crucifixión, ya que la cruz destruye el pecado”v.

Solo en algún caso, vemos afirmarse en el interior de la Ortodoxia, la idea de una salvación del género

humano realizada en raíz en la encarnación misma del Verbo, entendida como asunción no de una

humanidad particular, sino como la naturaleza humana presente en cada hombre, a la manera del universal

platónico. En un caso extremo, la divinización sucede incluso antes del bautismo. Escribe san Simeón el

Nuevo Teólogo:

“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya

entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado

para subir al cielo. Entonces, después de haberme creado y poco a poco haberme hecho crecer, tu, también

en tu santo bautismo de la nueva creación, me has renovado y adornado con el Espíritu Santo”vi.

Hasta aquí, por lo tanto, las diversas teorías sobre la salvación no son así netamente divididas entre Oriente y

Occidente, como frecuentemente se querría hacer creer. En cambio donde la diferencia es neta y constante,

desde el inicio hasta hoy, es en el modo de entender el pecado original y por lo tanto el efecto primario del

bautismo. Los orientales no han entendido nunca el pecado original en el sentido de una verdadera “culpa”

hereditaria, sino como la transmisión de una naturaleza herida e inclinada al pecado, como una pérdida

progresiva de la imagen de Dios en el hombre, debida no solo al pecado de Adán, sino al de todas las

generaciones siguientes.

Con el símbolo Niceno – Constantinopolitano todos profesan “un solo bautismo para la remisión de los

pecados”, pero para los Orientales el bautismo no tiene principalmente la finalidad de quitar el pecado original

(en los niños, esta finalidad no la tiene en absoluto), sino la de liberar al hombre de la potencia del pecado en

general, recuperar la imagen de Dios perdida y insertar a la criatura en el Nuevo Adán que es Cristo. Esta
diversa perspectiva se refleja, por ejemplo, en la imagen que se tiene de la Virgen María. En Occidente, ella

es vista como la “Inmaculada”, es decir, concebida sin pecado (macula) original, hasta la definición dogmática

de tal título; en Oriente, el título correspondiente es el de Panhagia, la Toda Santa.

2. Una comparación asimétrica

No tengo necesidad de detenerme mucho más sobre el modo occidental de concebir la salvación obrada por

Cristo, porque esto nos es más familiar. Digamos solo que aquí se asiste a una singular paradoja. Aquel que

fue, durante todo el cristianismo, el cantor por excelencia de la gracia, que mejor que todos ha puesto en

evidencia su novedad respecto a la ley y su absoluta necesidad para la salvación, que ha identificado tal don

con el Donador mismo que es el Espíritu Santo, ha sido también quien, por circunstancias históricas, ha

contribuido mayormente a restringir su campo de acción.

La polémica con los pelagianos ha empujado a san Agustín a poner en evidencia, de la gracia, sobre todo su

aspecto de preservación y de curación del pecado, la llamada gracia preveniente, adyuvante, sanante. Su

doctrina del pecado original, como verdadera culpa hereditaria, transmitida en el acto de la generación sexual,

ha hecho que el bautismo fuera visto principalmente como liberación del pecado original.

Ni Agustín ni otros después de él han callado nunca los otros bienes del bautismo: filiación divina, inserción en

el cuerpo de Cristo, don del Espíritu y muchos otros magníficos dones. Sin embargo, el hecho es que, en el

modo de administrarlo y en la opinión general, el aspecto negativo de liberación del pecado original siempre

ha prevalecido sobre aquel positivo del don del Espíritu Santo (este último asignado más bien al sacramento

de la confirmación). También hoy, si se le pregunta a un cristiano medio qué significa estar en “gracia de Dios”

o vivir “en gracia”, la respuesta casi segura es: vivir sin pecados mortales en la conciencia.

Es el contragolpe inevitable de todas las herejías, el de empujar a la teología a concentrar momentáneamente

el interés en un punto de la doctrina, en detrimento de la totalidad. Es un hecho normal que se nota en tantos

momentos del desarrollo del dogma. Es aquel que empujó a algunos autores alejandrinos al límite del

monofisismo para oponerse al nestorianismo, y viceversa. ¿Qué es lo que ha hecho la ruptura momentánea

del equilibrio, en el caso de Agustín, tan diferente y tan duradera en el tiempo? La respuesta es sencilla: ¡su

solitaria estatura y autoridad!

Hubo, después de él, quien propuso una explicación diferente y más cercana a la de los griegos, Juan Duns

Escoto (1265 – 1308). La finalidad primaria de la Encarnación no fue para él la redención del pecado, sino la

recapitulación de todo en Cristo, “en vista del cual todo ha sido creado” (Col 1, 15 ss.); la finalidad es la unión,

en Cristo, de la naturaleza divina con la humanavii.La Encarnación, por lo tanto, hubiera existido incluso si
Adán no hubiera pecado. El pecado de Adán solo ha determinado la modalidad de esta recapitulación,

haciendo de ella una recapitulación “redentora”.

Pero la voz de Escoto permaneció aislada y solo recientemente ha sido revalorizada por los teólogos. Aquella

que se impuso fue otra voz, que no reequilibraba el pensamiento de Agustín, sino que lo exasperaba. Hablo

de Lutero, quien también ha tenido el mérito, para toda la cristiandad, de poner nuevamente la palabra de

Dios, la Escritura, en el centro y por encima de todo, incluso de las palabras de los Padres, que siguen siendo

palabras de hombres. Con él, la diferencia en comparación con Oriente, en el modo de entender la salvación,

llega a ser realmente radical. A la teoría de la divinización del hombre se contrapone ahora la tesis de una

justicia imputada extrínsecamente por Dios que deja también al bautizado como “justo y pecador” a la vez:

pecador en sí mismo, justo a los ojos de Dios.

Pero dejemos de lado este ulterior desarrollo que merece un discurso aparte. Volviendo a la comparación

entre Ortodoxia e Iglesia católica, hay que destacar un hecho que, a los ojos de algunos autores ortodoxos, ha

hecho parecer en el pasado nuestra concepción de la salvación y de la vida cristiana, distinta, en casi todos

los puntos, de la de ellos. Se trata de una asimetría de fondo presente en la confrontación. En Oriente,

teología, espiritualidad y mística están unidas; no se concibe una teología que no sea también mística, es

decir, experiencial. La reconstrucción de la posición ortodoxa está hecha teniendo en cuenta a teólogos, como

los Capadocios, el Damasceno, Máximo el Confesor, pero también a movimientos espirituales, como los

Padres del desierto, el hesicasmo, el monacato, el palamismo, la Filocalia, y autores místicos como Simeón el

Nuevo Teólogo, Serafín de Sarov, y otros.

Desgraciadamente, esto no ha sucedido en Occidente donde, también en la enseñanza, la mística y la

espiritualidad han ocupado, especialmente con la llegada de la Escolástica, un lugar distinto de la dogmática

e, incluso, la mezcla de las dos cosas ha sido vista con recelo. La confrontación entre Oriente y el Occidente

latino daría lugar a resultados muy diferentes y mucho menos conflictivos, si se tuviera en cuenta los muchos

movimientos espirituales y autores místicos católicos, en los cuales la salvación cristiana no es teorizada, sino

vivida.

En los tres libros, ya citados una vezviii,que más han contribuido a dar a conocer en Occidente la “teología

mística” del Oriente cristiano, solo en uno se encuentran dos menciones (ambas tendencialmente negativas)

de san Juan de la Cruz. Sin embargo, con el tema de la “noche oscura”, él, como varios otros en Occidente,

se coloca en la línea de la visión de Dios en la tiniebla de san Gregorio Niseno. Ninguna mención se hace del

monacato occidental, de san Francisco de Asís y de su espiritualidad positiva y cristocéntrica; de escritos


místicos como la “Nube del no-conocimiento”, tan en sintonía con el apofatismo de la teología oriental. Pero

esto, repito, es más culpa nuestra que de los autores orientales, si de culpa se puede hablar. Somos nosotros

los que hemos obrado la nefasta separación entre teología y espiritualidad y no se puede pedir a los demás

que hagan una síntesis que todavía ni siquiera nosotros hemos intentado hacer.

3. Una oportunidad para Occidente

Volvamos al juicio de Bardy por donde empezamos: Oriente, dice, tiene una visión más optimista y positiva del

hombre y de la salvación; Occidente una visión más pesimista. Querría mostrar como, también en este caso,

la regla de oro, en el diálogo entre Oriente y Occidente, no es la del aut – aut, sino la del et – et. Si la doctrina

oriental, con su altísima idea de la grandeza y de la dignidad del hombre como imagen de Dios, ha puesto de

manifiesto la posibilidad de la Encarnación, la doctrina occidental, con la insistencia en el pecado y la miseria

del hombre, ha puesto de relieve su necesidad. Un discípulo tardío de Agustín, Blaise Pascal, observaba:

“El conocimiento de Dios sin el de nuestra miseria produce orgullo. El conocimiento de nuestra miseria sin el

conocimiento de Dios produce desesperación. El conocimiento de Jesucristo constituye el punto medio,

porque en Él encontramos a la vez a Dios y nuestra miseria”ix.

Para Agustín, San Anselmo, Lutero, la insistencia sobre la gravedad del pecadox era una forma diferente de

poner de manifiesto la grandeza del remedio obtenido por Cristo. Acentuaban “la abundancia de pecado”,

para exaltar “la sobreabundancia de la gracia” (cfr. Rm 5, 20). En ambos casos, la clave de todo es la obra de

Jesús, vista por los orientales, por así decirlo, desde la derecha y desde la izquierda por los occidentales. Las

dos instancias eran legítimas y necesarias. Frente a la explosión de “mal absoluto” en la Segunda Guerra

Mundial, alguien señaló que había traído el olvido de esta amarga verdad sobre el hombre, después de dos

siglos de confianza ingenua en el progreso imparable del hombrexi.

¿Dónde está, entonces, la laguna señalada por nuestra soteriología, por la cual necesitamos, como ya dije,

mirar hacia Oriente? Está en el hecho de que, de esta manera la gracia, por muy exaltada que sea, ha

terminado, en la práctica, por ser reducida a su única dimensión negativa de remedio del pecado. Incluso el

grito audaz del Exultet pascual: “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal y tan grande Redentor!”, mirándolo bien,

no sale de la perspectiva del pecado y la redención.

Es precisamente en este punto, gracias a Dios, que asistimos a un cambio que podríamos llamar de época.

Todas las Iglesias de Occidente, o nacidas de ellas, desde hace más de un siglo, son atravesadas por una

corriente de gracia que es el movimiento pentecostal y las diversas renovaciones carismáticas derivadas del

mismo en las Iglesias tradicionales. No es, en realidad, un movimiento en el sentido corriente de este término.
No tiene un fundador, una regla, una espiritualidad propia; tampoco tiene las estructuras de gobierno, sino

solo para la coordinación y el servicio. Es, de hecho, una corriente de gracia que debería difundirse por toda la

Iglesia y dispersarse en ella como una descarga eléctrica en la masa, y luego, al límite, desaparecer como un

fenómeno en sí mismo.

No se puede ignorar por más tiempo, o considerar marginal, un fenómeno que, de manera más o menos

profunda, ha llegado a cientos de millones de creyentes en Cristo en todas las denominaciones cristianas y

decenas de millones solo en la Iglesia Católica. Recibiendo por primera vez, el 19 de mayo de 1975, a los

responsables de la Renovación Carismática Católica en la Basílica de San Pedro, el beato Pablo VI, en su

discurso, la definió como “una oportunidad (chance) para la Iglesia y para el mundo”.

El teólogo Yves Congar, en su ponencia en el Congreso Internacional de Pneumatología, celebrado en el

Vaticano con ocasión del XVI centenario del Concilio Ecuménico de Constantinopla del 381, al hablar de los

signos del despertar del Espíritu Santo en nuestra época, dijo:

“¿Cómo no situar aquí la corriente carismática, más conocida como la Renovación en el Espíritu? Se ha

propagado como el fuego que corre sobre las malezas. Es mucho más que una moda… Por un aspecto,

sobre todo, se asemeja a un movimiento de despertar: por el carácter público y verificable de su acción que

cambia la vida de las personas… Es como un rejuvenecimiento, una frescura y unas nuevas posibilidades en

el seno de la antigua Iglesia, nuestra madre”xii.

Lo que, en este momento, me gustaría destacar es un punto preciso: ¿en qué sentido y de qué forma se

puede decir que esta realidad es una oportunidad para la Iglesia católica y las Iglesias nacidas de la Reforma?

Esto es lo que pienso al respecto: permite remontar la pendiente y restituir a la salvación cristiana el rico y

apasionante contenido positivo, que se resume en el don del Espíritu Santo. El fin principal de la vida cristiana

aparece en verdad, como decía san Serafín de Sarov, “la adquisición del Espíritu Santo”xiii. San Juan Pablo II,

en un discurso ante los responsables de la Renovación Carismática Católica, en 1998, dijo:

“El movimiento carismático católico, […] como un nuevo Pentecostés, ha suscitado en la vida de la Iglesia un

extraordinario florecimiento de asociaciones y movimientos, particularmente sensibles a la acción del Espíritu.

[…] ¡Cuántos fieles laicos han podido experimentar en su vida la sorprendente fuerza del Espíritu y de sus

dones! ¡Cuántas personas han redescubierto la fe, el gusto por la oración, la fuerza y la belleza de la palabra

de Dios, traduciendo todo esto en un generoso servicio a la misión de la Iglesia! ¡Cuántas vidas han cambiado

totalmente!”xiv
No digo que entre las personas que se identifican con esta “corriente de gracia” todos vivan estas

características, pero sé por experiencia que todos, hasta los más sencillos, saben de que se trata y aspiran a

conseguirlas en sus vidas. La misma imagen externa que se da de la vida cristiana es diferente: es un

cristianismo alegre, contagioso, que no tiene nada del pesimismo sombrío que Nietzsche le reprochaba. El

pecado no se trivializa porque uno de los primeros efectos de la venida del Paráclito en el corazón del hombre

es el de “convencerlo del pecado” (cfr. Juan 16, 8). Lo sé yo que debo a una experiencia así mi sufrida y

reluctante rendición a esta gracia, ¡hace treinta y ocho años!

No se trata de unirse a este “movimiento” – o a algún movimiento -, sino de abrirse a la acción del Espíritu, en

cualquier estado de vida que uno se encuentre. El Espíritu Santo no es monopolio de nadie, mucho menos del

movimiento pentecostal y carismático. Lo importante es no permanecer fuera de la corriente de gracia que

atraviesa, bajo diversas formas, toda la cristiandad; ver en ella una iniciativa de Dios y una oportunidad para la

Iglesia, y no una amenaza o una infiltración ajena al catolicismo.

Una cosa puede echar a perder esta oportunidad, y viene, por desgracia, desde su propio interior. La Escritura

afirma la primacía de la obra santificadora del Espíritu sobre su actividad carismática. Basta leer de corrido 1

Corintios 12 y 13, sobre los diversos carismas y sobre la vía mejor de todas que es la caridad. Sería

comprometer esta oportunidad, si el énfasis sobre los carismas, y en particular sobre algunos de ellos más

llamativos, terminase por prevalecer sobre el esfuerzo de una vida auténtica “en Cristo” y “en el Espíritu”,

basada en la conformación con Cristo y por tanto en la mortificación de las obras de la carne y la búsqueda de

los frutos del Espíritu.

Espero que el próximo retiro mundial del clero, organizado en junio aquí en Roma, en preparación del 50º

aniversario de la Renovación Carismática Católica en el 2017, sirva para reafirmar con fuerza esta prioridad,

sin dejar de alentar por todos los medios el ejercicio de los carismas, tan útiles y necesarios, de acuerdo con

el Concilio Vaticano II, “para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”xv.

Dejemos que los hermanos ortodoxos disciernan si esta corriente de gracia está destinada sólo para nosotros,

Iglesias de Occidente y nacidas de ellas, o si un nuevo Pentecostés es lo que incluso el Oriente cristiano, por

otra razón, necesita. Mientras tanto, no podemos dejar de darles las gracias por haber cultivado y tenazmente

defendido durante siglos un ideal de vida cristiana hermoso y rico, del cual toda la cristiandad se benefició,

entre otras cosas mediante el instrumento silencioso del icono.

Hemos hecho nuestras reflexiones sobre la fe común de Oriente y Occidente, teniendo delante de nosotros,

en esta capilla, la imagen de la Jerusalén celestial con santos ortodoxos y católicos reunidos en grupos
mixtos, de tres en tres. Les pedimos que nos ayuden a realizar, en la Iglesia de aquí abajo, la misma

comunión fraterna de amor que ellos viven en la Jerusalén celestial.

Agradezco al Santo Padre y a vosotros Venerables Padres, hermanos y hermanas, la amable atención y os

deseo a todos una ¡Feliz Pascua!

i G. Bardy, en Dictionnaire de spiritualité, ascétique et mystique, III, Beauchesne, París 1937, col. 1389s.; cfr.

sobre el tema también Y. Spiteris, Salvación y pecado en la tradición oriental, EDB, Bolonia 1999.

ii Juan de la Cruz, Cántico Espiritual A, verso 38

iii Cfr. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines, Londres 1968, cap. 14.

iv Atanasio, De Incarnatione, 20

v N. Cabasilas, La vida en Cristo, III, 1 (PG 153, 572).

vi Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos (SCh 196, 1973, 330 s.).

vii Duns Escoto, Reportationes Parisienses, III,d.7,q.4,§ 5 (ed. Wadding, vol. XI, p. 451).

viii V. Lossky, P. Evdokimov, J. Meyendorf, citados en la primera meditación

ix B. Pascal, Pensamientos, 527 (Brunschvicg); cfr. M. Pelikan, Jesus Through the Centuries, Harper and

Row, Nueva York 1987, p. 73-76.

x Anselmo, Cur Deus homo, XXI: (Nondum considerasti quanti ponderis sit peccatum: “Todavía no has

comprendido bien cuan grave es el pecado”).

xi W. Lippman, cit. por M. Pelikan, op. cit., p. 76.

xii Y. Congar, Actualité de la Pneumatologie, en Credo in Spiritum Sanctum, Libreria Editrice Vaticana, 1983, I,

p. 17ss.

xiii Serafín de Sarov, Coloquio con Motovilov, en I. Gorainoff, Seraphim de Sarov, París 1996 ( ed. ital.

Serafino di Sarov, Turín 1981, p. 178).

xiv Juan Pablo II, Discurso al Comité Nacional de Servicio y el Consejo Nacional de la Renovación en el

Espíritu, 4 de abril de 1998.

xvLumen gentium, 12.


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamessa. Tutti i diritti riserva

“ECCE HOMO”

Predicación del Viernes Santo 2015 en la Basílica de San Pedro


Acabamos de escuchar la historia del proceso de Jesús frente a Pilato. Hay un momento sobre el que

debemos detenernos..

“Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la

cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo

abofeteaban. Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo! ¡Aquí

tienen al hombre! (Jn 19, 1-5).

Entre los numerosos cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me ha impresionado.

Es del pintor flamenco del siglo XVI, Jan Mostaert, y se encuentra en la National Gallery de Londres. Trato de

describirlo. Servirá para una mejor impresión en la mente del episodio, ya que el pintor describe fielmente con

los colores los datos del relato evangélico, sobre todo el de Marco (Mc 15,16-20).

Jesús tiene en la cabeza una corona de espinas. Un haz de arbustos espinosos que se encontraba en el

patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los soldados la idea de esta cruel parodia de su realeza.

De la cabeza de Jesús descienden gotas de sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta

respirar. Sobre los hombres ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más parecido al estaño que a una

tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por los golpes de la flagelación! Tiene las muñecas unidas

por una cuerda gruesa; en una mano le han puesto una caña en forma de cetro y en la otra un haz de varas,

burlándose de los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un dedo, es el hombre reducido a la

impotencia más total, el prototipo de todos los esposados de la historia.

Meditando sobre la Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras: “Cristo agoniza hasta el
final del mundo: no hay que dormir durante este tiempo” . Hay un sentido en el que estas palabras se aplican

a la persona misma de Jesús, es decir a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus miembros. No, a pesar de

que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este

significado demasiado misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras. Jesús

agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus mismos tormentos. “¡Lo habéis

hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no la ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada

hombre y mujer hambriento, desnudo, maltratado, encarcelado.

Por una vez no pensamos en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza, la injusticia, la explotación

de los débiles. De estas se habla a menudo –aunque si nunca suficiente–, pero existe el riesgo de que se

conviertan en abstracto. Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los individuos, en

las personas con un nombre y una identidad precisa; además de las torturas decididas a sangre fría y

realizadas voluntariamente, en este mismo momento, por seres humanos a otros seres humanos, incluso a

niños.

¡Cuántos “Ecce homo” en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros que se encuentran

en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato: solos, esposados, torturados, a merced de

militares ásperos y llenos de odios, que se abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica,

divirtiéndose al ver sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”

La exclamación “¡Ecce homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Quiere decir: ¡de

esto es capaz el hombre! Con temor y temblor, decimos también: ¡de esto somos capaces los hombres! Qué

lejos estamos de la marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que, según algunos, debía nacer de la

muerte de Dios y tomar su lugar .

***

Ciertamente, los cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en el mundo, pero no

se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas designadas y más frecuentes. Jesús dijo un día

a sus discípulos: “Llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios”

(Jn 16, 2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un cumplimiento tan puntual como hoy.

Un obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una Pascua celebrada por los

cristianos durante la feroz persecución del emperador romano Decio: “Nos exiliaron y, solos entre todos,

fuimos perseguido y asesinados. Pero también entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se sufría

se convertía para nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera un campo, un desierto, un barco, una
posada, una prisión. Los mártires perfectos celebraron la fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos

a la fiesta celestial” . Será así para muchos cristianos también la Pascua de este año, el 2015 después de

Cristo.

Ha habido alguno que ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la inquietante indiferencia de las

instituciones mundiales y de la opinión pública frente a todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia

en el pasado . Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del mundo occidental, el Pilato que

se lava las manos.

A nosotros, sin embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia. Traicionaríamos el misterio

que estamos celebrando. Jesús murió gritando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,

34). Esta oración no es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más, no es ni

siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre,

perdónalos!” Y ya que Él mismo ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42),

debemos creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto los que crucificaron

a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no sin antes haber tenido, de alguna manera, un

arrepentimiento) y están con Él en el paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de

llegar el amor de Dios.

La ignorancia se verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la oración de Jesús no se limita a

ellos. La grandeza divina de su perdón consiste en que es ofrecida también a sus más encarnizados

enemigos. Justamente en favor de ellos aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia

y malicia, en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo en la cruz a un hombre

que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de acusar a sus adversarios o de perdonar confiando al

Padre Celeste la tarea de vengarlo, él los defiende.

Su ejemplo propone a los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su misma grandeza de ánimo no

puede comportar simplemente una actitud negativa, con la que se renuncia a querer el mal para quien hace el

mal; tiene que entenderse en cambio como una voluntad positiva de hacerles el bien, como mínimo con una

oración hacia Dios, en favor de ellos. “Rezad por aquellos que os persiguen” (Mt 5, 44). Este perdón no puede

encontrar ni siquiera una consolación en la esperanza de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por una

caridad que perdona al prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante a la verdad, mas bien intentando detener

a los malvados de manera que no hagan más mal a los otros y a si mismos.

Nos viene ganas de decir: “¡Señor, nos pides lo imposible!”. Nos respondería: “Lo sé, pero yo he muerto para
poder dar lo que os pido. No os he dado solo el mandamiento de perdonar y tampoco solo un ejemplo heroico

de perdón; con mi muerte os he procurado la gracia que os vuelve capaces de perdonar. Yo no he dejado al

mundo solo una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos otros. Yo soy también Dios y

desde mi muerte he hecho partir para vosotros ríos de misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el

año jubilar de la misericordia que está a punto de abrirse”.

***

¿Entonces -dirá alguno- seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la muerte? ¡Al contrario!

“Tengan coraje”, él le dijo a sus apóstoles antes de ir hacia la Pasión: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

Cristo ha vencido al mundo, venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el mal, que se

manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de hecho, sobre la cruz de Cristo. Ahora -decía- es

el juicio de este mundo”. (Jn 12, 31). Desde aquél día el mal pierde; y más pierde cuanto más parece triunfar.

Está ya juzgado y condenado en última instancia, con una sentencia inapelable.

Jesús le ha ganado a la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, pero sufriéndola y poniendo

al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha inaugurado un nuevo género de victoria que san Agustín ha

encerrado en tres palabras: “Victor quia victima – Vencedor porque víctima” . Fue “viéndolo morir así”, que el

centurión romano exclamó: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se

preguntaban que significaba el fuerte grito que Jesús emitió muriendo (Mc 15,37). Él que era experto en

combatientes y combates, reconoció en seguida que era un grito de victoria .

El problema de la violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que esta ha inventado formas nuevas y

horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos reaccionamos horrorizados a la idea que se pueda

matar en nombre de Dios. Alguno entretanto objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de violencia?

¿Dios no es llamado “el Señor de los ejércitos?” No le es atribuida la orden de enviar al exterminio ciudades

enteras? ¿No es él quien ordena en la Ley mosaica numerosos casos de pena de muerte?

Si se hubiera dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, él habría respondido lo que respondió sobre

el divorcio: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés les ha permitido de repudiar a vuestras esposas, pero en

el principio no era así” (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era así”. El primer

capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni siquiera pensable la violencia, ni entre los

humanos, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para

castigar a un asesino, es lícito asesinar (Jn 4, 15).

El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No asesinar”, más que por las
excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la “dureza del corazón” y a las costumbres de

los hombres. La violencia, después del pecado hace parte lamentablemente de la vida y el Antiguo

Testamento, que refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su legislación y con la

pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se

destruyan mutuamente .

Pablo habla de un tiempo caracterizado por la ‘tolerancia’ de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia como

tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero viene educando al pueblo hacia un tiempo en el que su plan

originario será ‘recapitulado’ y puesto nuevamente en honor, como para una nueva creación. Este tiempo ha

llegado con Jesús que, en el monte proclama: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’; pero

yo os digo no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra…

Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’; pero yo os digo: amad a vuestros

enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5, 38-39; 43-44).

El verdadero “Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el que Jesús pronunció un

día en una colina de Galilea, sino aquel que proclama ahora, silenciosamente desde la cruz. En el Calvario él

pronuncia un definitivo “¡no!” a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino aún más el

perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no podrá, ni siquiera remotamente, invocar a

Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y

groseras, superadas por la conciencia religiosa y civil de la humanidad.

***

Los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las manos unidas. Hemos

visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos cóptos asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero

pasado, les ha dado la fuerza de morir bajo los golpes, murmurando el nombre de Jesús. Y también nosotros

recemos:

“Señor Jesucristo te pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos los Ecce homo que hay

en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no cristianos. María, a los pies de la cruz tu te has unido al

Hijo y has murmurado detrás de él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el bien, no solo en el

escenario grande del mundo, sino también en la vida cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra

casa. Tu que “sufriendo con el Hijo tuyo que moría en la cruz, has cooperado de una manera toda especial a

la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad” , inspira a los hombres y a las

mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.
Traduccion de Zenit

1.Blaise Pascal, “El mistero de Jesús” (Pensamientos, ed. Brunschvicg, n. 553).

2.F. Nietzsche, La gaya ciencia, III, 125.

3.Dionisio de Alejandría, en Eusebio, Historia eclesiástica, VII, 22, 4.

4.Ernesto Galli della Loggia, “La indiferencia que mata”, en “Corriere della sera” 28 de julio de 2014, p. 1.

5.S. Agustín, Confesiones, X, 43.

6.Cfr. F. Topping “An impossible God”.

7.Cfr. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, 1978.

8.Lumen gentium, n. 61.

“LA ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y VERDAD” – REFLEXIÓN SOBRE LA CONSTITUCIÓN

SACROSANCTUM CONCILIUM

Primera predicación de Cuaresma, 2016

1. El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.

En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del

VaticanoII, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil

hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la

doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de

su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”.

La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta

el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos que efecto produce.

San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al

menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es

más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su

acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:

“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación,

que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible

la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.


Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o ir más allá de esos; sino que significa releer

el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos

en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a

propósito del Vaticano I , pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso

del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la

persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente

este último.

Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se ha enriquecido en estos 50 años del

post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se

ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión cuñada por Karl Barth, es definida “la

Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el

Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su

credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles

descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el Padre.

El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última

etapa alcanzada por la fe, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una

renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no

solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el Credo.

Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen

también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del

Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI

centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente

afirmación:

“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e

iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” .

2. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia

Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum

concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una

renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido

tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo
que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia” y que, en el sentido que ahora

explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).

Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más

espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La

SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la

constitución :

“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son

santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y

por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio

de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de

signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está

ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada

celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada

por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” .

Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta

descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del

Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención

directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre ‘oblicuamente’.

El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto

cristiano en la frase: “ ¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”. (Ap 22,17). Pero Jesús ya había

expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la

Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y

Verdad” (Gv 4, 23).

La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el

Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo (Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv

14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas

y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en

oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso

de lo humano a lo divino.

Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su
naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote

es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios (cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía

en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Luca lo indica explícitamente

cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza

oh Padre, Señor del cielo y de la tierra…”(cf. Lc 10, 21).

La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu

eterno” (Ebr 9,14), o sea por un impulso del Espíritu Santo.

San Basilio tiene un texto iluminador:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre;

inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el

Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” .

En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa

a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a

Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a

través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo

está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy

cercanos a los de Basilio.

“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así

las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” .

No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el

dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter

trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la

Novo millennio ineunte:

“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del

Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia,

cumbre y fuente de la vida eclesial,17 pero también de la experiencia personal, es el secreto de un

cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las

fuentes y se regenera en ellas” .

3. La adoración “en el Espíritu”

Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia
y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no

autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea

que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia.

En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por

Pablo: “Es el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.

El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu” (Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar

en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es

la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza. Es

conocida la afirmación de san Agustín:

“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es

rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es

rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” .

Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto,

sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo està rezado por nosotros, sino que reza en

nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gal 4, 6; Rom 8, 15)

demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de

hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino

que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúan en

nosotros su oración filial.

Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo

para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil” (Rom

8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega

lo que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús;

formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy

simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si

fuera él quien te rezara todavía desde la tierra”.

El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración

litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y

exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los
santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos,

contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.

La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración dirigida “al

Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al

Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal

Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse

para adorar a Dios con una adoración de valor infinito . Escribe:

“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu

eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad,

para satisfacer plenamente este deber y hacer este homenaje divino” .

Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la

espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del

Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de

Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los

santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.

En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través

del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el

Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las

criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús

de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él,

todo es también presencia.

En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de

ella habría podido contemplar su gloria sin morir (cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio

escribe:

“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para

contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los

verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad!” .

¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano!
¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella

cavidad espiritual para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?

4. La oración de intercesión

Junto a la adoración, un componente esencial de la oración litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la

Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y

por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san

Pablo escribe:

“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el

Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál

es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).

El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una

oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de

intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida

terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:

“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del

mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también

por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).

Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados

de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto

cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).

La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de

unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe,

en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de

Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis

intercessoribus”).

Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:

“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos,

la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que

interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos

ruegan por ti, porque incluido entre todos aquellos ” .


La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la más libre de egoísmo, refleja más de cerca la

gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim

2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas

posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de

hacerlo.

Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y

se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y

busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la

tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).

La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración

de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su

pueblo debido al ternero de oro, “si Moises no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su

cólera”. (cf Sal 106, 23).

A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con

el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés,

hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida. (cf Es 32, 32), y la Biblia hace

entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Èl “abandonó el propósito de castigar a su

pueblo”.

Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Peró Moisés

cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro,

desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió

al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar

contra eso, en defensa de Dios, como hizo Moisés.

Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria

de la liturgia, o sea la dosología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre

omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.

1.Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp.

708-728.

2.Juan Pablo II, Carta apostolica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.

3.R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder,
Freiburg, i.b., 2000.

4.Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.

5.SC, 7.

6.S. Basilio di Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).

7.B. Isacco della Stella, De anima (PL 194, 1888).

8.NMI, 32.

9.Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39, p. 1176.

10M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964.

11. M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964. .

12.P. de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.

13.S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32, 181 s.).

14. Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p. 372).

“ACOGED LA PALABRA SEMBRADA EN VOSOTROS” – UNA REFLEXIÓN SOBRE LA CONSTITUCIÓN

DOGMÁTICA DEI VERBUM

Segunda predicación de Cuaresma, 2016

Continuamos nuestra reflexión sobre los principales documentos del Vaticano II. De las cuatro “constituciones”

aprobadas, la de la Palabra de Dios, la Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium,

en tener la calificación de “dogmática”. Esto se explica con el hecho de que con este texto el Concilio

pretendía reafirmar el dogma de la inspiración divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación

con la tradición. Fiel al intento de dar luz a las implicaciones más estrechamente espirituales y edificantes de

los textos conciliares, me limitaré, también aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación

personal.

1. Un Dios que habla

El Dios bíblico es un Dios que habla. “Habla el Señor, … no está en silencio”, dice el salmo (Sal 50, 1-3). Dios

mismo repite infinidad de veces en la Biblia: “Escucha, pueblo mío, quiero hablar” (Sal 50, 7). En esto, la Biblia

ve la diferencia más clara con los ídolos que “tienen boca, pero no hablan” (Sal 115, 5). Dios se ha servido de

la palabra para comunicarse con las criaturas humanas.


Pero ¿qué significado debemos dar a expresiones tan antropomórficas como: “Dios dijo a Adán”, “así habla el

Señor”, “dice el Señor”, “oráculo del Señor”, y otras similares? Se trata evidentemente de un hablar diferente

al humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! “Pondré mi Ley dentro de ellos, y la

escribiré en sus corazones”, dice en el profeta Jeremías (Jer 31, 33).

Dios no tiene boca ni respiración humana: su boca es el profeta, su respiración es el Espíritu Santo. “Tú serás

mi boca”, dice él mismo a sus profetas, o también “pondré mi palabra en tus labios”. Es el sentido de la

célebre frase: “los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 Pe 1, 21). La

expresión “locuciones interiores”, con la que se expresa el hablar directo de Dios a ciertas almas místicas, se

aplica, en un sentido cualitativamente diferente y superior, también al hablar de Dios a los profetas en la

Biblia. Sin embargo, no se puede excluir que en algunos casos, como en el bautismo y la transfiguración de

Jesús, se trataba de una voz que resonaba milagrosamente también a lo exterior.

De todos modos se trata de un hablar en sentido verdadero; la criatura recibe un mensaje que puede traducir

en palabras humanas. Así vívido y real es el hablar de Dios que el profeta recuerda con precisión el lugar y el

tiempo en el que una cierta palabra “viene” sobre él: “El año de la muerte del rey Ozías” (Is 6, 1), “El año

treinta, el día quinto del cuarto mes, mientras me encontraba en medio de los deportados, a orillas del río

Queba” (Ez 1, 1), “En el segundo año del rey Darío, el primer día del sexto mes” (Ag 1, 1). Así de concreta es

la palabra de Dios que de ella se dice que “cae” sobre Israel, como si fuera una piedra: “El Señor ha enviado

una palabra a Jacob. Ella caerá sobre Israel” (Is 9, 7). Otra veces la misma concreción se expresa con el

símbolo no de la piedra que golpea, sino del pan que se come con gusto: “Cuando se presentaban tus

palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15, 16; cf Ez 3, 1-3).

Ninguna voz humana alcanza al hombre en la profundidad en la que lo hace la palabra de Dios. Esta “penetra

hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las

intenciones del corazón” (Hb 4, 12). A veces el hablar de Dios es una voz que “ parte los cedros del Líbano”

(Sal 29, 5), otras veces se parece al “rumor de una brisa suave” (1 Re 19, 12). Conoce todas las tonalidades

del hablar humano.

El discurso sobre la naturaleza del hablar de Dios cambia radicalmente en el momento en el que se lee en la

Escritura la frase: “La palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz

humana, audible con los oídos también del cuerpo. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo

que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos

acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).


¡El Verbo ha sido visto y oído! Y sin embargo lo que se escucha no es palabra de hombre, sino palabra de

Dios porque quien habla no es la naturaleza si no la persona, y la persona de Cristo es la misma persona

divina del Hijo de Dios. En él Dios no nos habla más a través de un intermediario, “por medio de los profetas”,

sino en persona, porque Cristo es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (cf Eb 1, 2). Al discurso

indirecto, en tercera persona, se sustituye el discurso directo, en primera persona. Ya no “¡Así dice el Señor!”,

u “¡Oráculo del Señor!”, sino “¡Yo os digo!”

El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo Testamento, sea el nuevo y directo de

Cristo, después de haber sido transmitido oralmente, se ha puesto por escrito, y tenemos así las divinas

“Escrituras”.

San Agustín define el sacramento como “una palabra que se ve” (verbum visibile) ; nosotros podemos definir

la palabra como “un sacramento que se oye”. En cada sacramento se distingue el signo visible y la realidad

invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material,

como el agua en el Bautismo y el pan en la Eucaristía, una palabra del vocabulario humana, no distinta de las

otras. Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de tal signo, nosotros entramos

misteriosamente en contacto con la viviente verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.

“El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente en el sacramento adorable, de cuanto

la verdad de Cristo lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis

son signos, pero lo que está encerrado en ellas es el mismo cuerpo de Cristo; en la Escritura, las palabras que

escucháis son signos, pero el pensamiento que os dirigen es la verdad misma del Hijo de Dios” .

La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en hecho de que a veces ella misma obra

manifiestamente más allá de la comprensión de la persona que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por

sí misma, ex opere operato, como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y habrá

libros más edificantes que algunos libros de la Biblia (basta pensar en La Imitación de Cristo); pero ninguno de

ellos obra como obra el más modesto de los libros inspirados.

He escuchado a una persona dar un testimonio en un programa televisivo en el que yo también participaba.

Era un alcohólico en fase terminal; no resistía más de una hora sin beber; la familia estaba al borde de la

desesperación. Le invitaron con la mujer a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí alguno leyó un pasaje

de la Escritura. Una frase le atravesó como una llama de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de

eso, cada vez que tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo al releer las

palabras sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de estar completamente sanado. Cuando quería decir
cuál era esa famosa frase, la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra del Cantar de los Cantares:

“Porque tus amores son más deliciosos que el vino” (Ct 1, 2). Los estudiosos habrían arrugado la nariz frente

a esta aplicación, pero el hombre podría decir: “Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida”, como el ciego

de nacimiento decía a sus críticos: “Yo era ciego y ahora veo” (cf. Jn 9, 10 ss.).

Un hecho similar le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha por la castidad, oyó una voz que

repetía: “Tolle, lege!”, toma y lee. Teniendo con él las cartas de san Pablo, abrió el libro decidido a tomar

como la voluntad de Dios el primer texto en el que hubiese caído. Era Romanos 13, 13 s: “Vivamos con

honestidad, como a la luz del día, y no andemos en glotonerías ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni

en contiendas y envidias…”. “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la

sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de

mis dudas” .

2. La lectio divina

Después de estas observaciones sobre la palabra de Dios en general, quisiera concentrarme en la palabra de

Dios como un camino de santificación personal. “La palabra de Dios –dice la Dei Verbum–, es, en verdad,

apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la

vida espiritual” .

Desde el cartujo Guigo II , se han propuesto varios métodos y esquemas para la lectio divina. Estos, sin

embargo, tienen la desventaja de estar diseñados casi siempre en función de la vida monástica y

contemplativa, y por lo tanto poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda la lectura personal

de la Palabra de Dios a todos los creyentes, religiosos y laicos.

Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de la Biblia al alcance de todos. En

la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25) leemos un famoso texto sobre la palabra de Dios. Del mismo

obtenemos un esquema de la lectio divina que tiene tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra,

meditar la palabra, poner en práctica la palabra. Reflexionemos sobre cada una ellas.

a. Acoger la Palabra

La primera etapa es la escucha de la Palabra: “Recibid con docilidad, dice el apóstol, la Palabra sembrada en

vosotros”. Esta primera etapa abarca todas las formas y las maneras en que el cristiano entra en contacto con

la palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas bíblicas, los subsidios escritos y –

insustituible– la lectura personal de la Biblia.

“El Santo Concilio –se lee en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los
religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3, 8), con la lectura frecuente de las

divinas Escrituras. […] Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia,

llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios” .

En esta fase debemos tener cuidado con dos peligros. El primero es pararse en la primera etapa y transformar

la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo

en los lugares de formación académica. Si uno espera a ser desafiado personalmente por la Palabra –observa

Kierkegaard– hasta que no haya resuelto todos los problemas asociados con el texto, las variaciones y las

diferencias de opinión de los expertos, nunca concluirá nada. La Palabra de Dios ha sido dada para que la

pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades . No son los puntos oscuros

de la Biblia, decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡son sus puntos claros!

Santiago compara la lectura de la palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero quien se limita a

estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se

pasa todo el tiempo mirando el espejo –examinando la forma, el material, el estilo, la época–, sin mirarse

jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios es

indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una

comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es

necesario, pero no suficiente.

El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación

hermenéutica alguna. Solo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen:

tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.

Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lc 8, 5-15), Jesús nos ofrece una ayuda para descubrir dónde

estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la recepción de la palabra de Dios. Él distingue cuatro tipos de

suelo: el camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica, entonces, lo que simbolizan

los diferentes terrenos: el camino a aquellos en los que las palabras de Dios no tienen tiempo ni para

detenerse; el terreno pedregoso, a los superficiales e inconstantes que escuchan tal vez con alegría, pero no

dan a la palabra una oportunidad de echar raíces; el terreno lleno de zarzas, a los que se dejan ahogar por las

preocupaciones y los placeres de la vida; el terreno bueno son los que escuchan y dan fruto con

perseverancia.

Leyendo, podríamos tener la tentación de sobrevolar a toda prisa sobre las tres primeras categorías, a la

espera de llegar a la cuarta que, aun con todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En
realidad –y aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡se reconocen en cada una de

las tres categorías anteriores! Los que humildemente reconocen las veces que han escuchado

distraídamente, las veces que han sido inconstantes en las propósitos que ha despertado en ellos la escucha

de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar por el activismo y por las preocupaciones

materiales. He aquí, sin darse cuenta, que se están convirtiendo en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor

nos conceda también a nosotros ser de los suyos!

Sobre el deber de aceptar la palabra de Dios y no dejar que ninguna caiga en saco roto, escuchemos la

exhortación que daba a los cristianos de su tiempo uno de los más grandes estudiosos de la palabra de Dios,

el escritor Orígenes:

“Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor

lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se

pierda del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa dejar caer sus fragmentos

por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan cautos –y es justo que lo seáis–, sabed que descuidar la

palabra de Dios no es culpa menor que descuidar su cuerpo” .

b. Contemplare la Parola

La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en “fijar la mirada” en la palabra, en el estar largo tiempo

delante del espejo, vale a decir en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres usaban para esto

las imágenes del masticar o del rumear. “La lectura –escribía Giugo II– ofrece a la boca un alimento

sustancioso, la meditación, lo mastica y lo despedaza” . “Cuando uno recuerda las cosas oídas dulcemente

las vuelve a pensar en su corazón, se vuelve similar al rumiante”, dice san Agustín .

El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer “cómo es”, aprende a conocerse a sí

misma, descubre su deformidad de la imagen de Dios y de la imagen de Cristo. “Yo no busco mi gloria”, dice

Jesús (Jn 8, 50): aquí el espejo delante de ti y en seguida ves lo lejos que estás de Jesús, si buscas tu gloria;

“bienaventurados los pobres de espíritu”: el espejo está de nuevo delante de ti y en seguida te descubres

lleno de apegos y lleno de cosas superfluas, lleno sobre todo de ti mismo; “la caridad es paciente…” y de das

cuenta cuanto tú eres impaciente, envidioso, interesado. Más que “escrutar la Escritura” (cf Jn 5, 39), se trata

de “dejarse escrutar” por la Escritura.

“La palabra de Dios –dice la Carta a los Hebreos– está viva, eficaz y más cortante que la mejor espada; esa

penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu, en las junturas y en la médula y escruta en los

sentimientos y en los pensamientos del corazón. No hay criatura que pueda esconderse delante de él, pero
todo está desnudo y descubierto a los ojos suyos. (Heb 4, 12-13).

En el espejo de la Palabra, por suerte no vemos solamente a nosotros mismos y nuestra deformidad; vemos

antes de todo el rostro de Dios; mejor aún, vemos el corazón de Dios.

La Escritura, dice san Gregorio Magno, es “una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a

conocer el corazón de Dios en la palabra de Dios” . También para Dios vale el dicho de Jesús: “La boca habla

de la plenitud del corazón” (Mt 12, 34); Dios nos ha hablado en la Escritura, de lo que llena siempre su

corazón, o sea el amor. Todas las Escrituras han sido escritas para esta finalidad: que el hombre pudiera

entender lo mucho que Dios lo ama, y lo entendiese para inflamarse de amor hacia él . El Año Jubilar de la

Misericordia es una ocasión magnífica para volver a leer toda la Escritura desde este ángulo, como la historia

de las misericordias de Dios.

c. Hacer la Palabra

Llegamos así a la tercera fase del camino, propuesto por el apóstol Santiago: “Sean de aquellos que ponen en

práctica la palabra…, quien la pone el práctica encontrará su felicidad en el practicarla… Si uno escucha

solamente y no pone en práctica la palabra, se asemeja a un hombre que observa el propio rostro en un

espejo: apenas se siente observado se va, y enseguida se olvida cómo era”.

Esta es también la cosa que más le agrada a Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la

palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Sin este “hacer la Palabra” todo el resto acaba siendo una

ilusión, una construcción en la arena (Mt 7, 26). No se puede ni siquiera decir de haber entendido la Palabra

porque, como escribe san Gregorio Magno, la palabra de Dios se entiende verdaderamente solamente

cuando se comienza a practicarla .

Esta tercera etapa consiste en obedecer a la Palabra. Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu,

se vuelven expresión de la voluntad viviente de Dios hacia mí, en un determinado momento. Si escuchamos

con atención, nos daremos cuenta con sorpresa que no hay un día en el que, en la liturgia, en la recitación de

un salmo, o en otros momentos, no descubramos una palabra de la cual debemos decir: “¡Esto es para mi!,

¡esto es lo que hoy tengo que hacer!”.

La obediencia a la palabra de Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De tener que obedecer a

órdenes y a autoridades visibles, solo pasa a veces, tres o cuatro veces en la vida, se si trata de obediencias

serias; pero obediencia a la palabra de Dios puede haber una en cada momento. Y también es la obediencia

que podemos hacer todos, súbditos y superiores. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a
un colega suyo del episcopado: “Nada se haga sin tu consenso, pero tú no hagas nada sin el consenso de

Dios” .

Obedecer a la palabra de Dios significa, en realidad, seguir las buenas inspiraciones. Nuestro progreso

espiritual depende en gran parte de nuestra sensibilidad a las buenas inspiraciones y a la rapidez con la que

respondemos. Una palabra de Dios te ha sugerido un propósito, te ha puesto en el corazón el deseo de una

buena confesión, de una reconciliación, de un acto de caridad; te invita a interrumpir un momento el trabajo y

a dirigir a Dios un acto de amor. No pongas excusas, no dejes que pase. “Timeo Iesum transeuntem”, decía el

mismo san Agustín ; o sea decir: “Tengo miedo de la buena inspiración que pasa y que no vuelve”.

Terminamos con el pensamiento de un antiguo Padre del desierto . Nuestra mente decía, es como un molino,

este continúa a moler durante todo el día el primer grano que se pone en él. Apurémonos por lo tanto a poner

en este molino, desde la mañana temprano, el buen grano de la palabra de Dios; de no hacerlo, viene el

demonio y pone en él la cizaña.

La palabra particular que podemos poner hoy en el molino de nuestro espíritu es el lema del año jubilar de la

misericordia: “Sed misericordiosos como es misericordioso el Padre vuestro celestial”.

1.S. Augustin, Trattati sul Vangelo di Giovanni, 80, 3.

2.J.B. Bossuet, Sur la parole de Dieu, in Œuvres oratoires de Bossuet, III, Desclée de Brouwer, Paris 1927, p.

627.

3.S. Augustin, Confessioni, VIII, 29.

4.Dei Verbum, n. 21.

5.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia

di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.

6.Dei Verbum, n. 25.

7.S. Kierkegaard, Per l’esame di se stessi. La Lettera di Giacomo, 1, 22, in Opere, a cura di C. Fabro, cit., pp.

909 ss.

8.Origene, In Exod. hom. XIII, 3.

9.Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia

di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.

10.S. Augustin, Enarr. in Ps., 46, 1 (CCL 38, 529).

11.S. Gregorio Magno, Registr. Epist., IV, 31 (PL 77, 706).

12.S. Augustin, De catech. rud., I, 8.


13.S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).

14.S. Ignazio de Antiochia, L

“ANUNCIAR LA PALABRA – EL ESPÍRITU SANTO, PRINCIPAL AGENTE DE LA EVANGELIZACIÓN”

Tercera predicación de Cuaresma, 2016

Continuamos y terminamos hoy nuestras reflexiones sobre la constitución Dei Verbum, es decir, sobre la

Palabra de Dios. La última vez hablé de la “lectio divina”, es decir de la lectura personal y edificante de la

Escritura. Siguiendo el esquema trazado por Santiago, hemos visto en ella tres operaciones sucesivas: acoger

la Palabra, meditar la Palabra, poner en práctica la Palabra.

Queda una cuarta operación sobre la cual vamos a reflexionar hoy, anunciar la Palabra. La Dei Verbum habla

brevemente del puesto privilegiado que debe tener la Palabra de Dios en la predicación de la Iglesia (DV, nr.

24), pero no se ocupa directamente del anuncio, también porque a este tema el Concilio dedica un documento

a parte, la Ad gentes divinitus, sobre la actividad misionera de la Iglesia.

Después de este texto conciliar, el discurso ha sido retomado y actualizado por el beato Pablo VI con la

Evangelii nuntiandi; por san Juan Pablo II, con la Redemptoris missio, y por el papa Francisco con la Evangelii

gaudium. Desde el punto de vista doctrinal y operativo, por tanto, se ha dicho todo y al más alto nivel de

magisterio. Sería tonto por mi parte pensar poder añadir algo. Lo que es posible hacer, en la línea de estas

meditaciones, es dar luz a algún aspecto más directamente espiritual del problema. Para hacerlo, parto de la

frase del beato Pablo VI según la cual “el Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización” .

1. El medio y el mensaje

Si quiero difundir una noticia, el primer problema que se me plantea es: ¿con qué medio transmitirla?

¿periódico? ¿radio? ¿televisión? El medio es tan importante que la moderna ciencia de las comunicaciones

sociales ha acuñado el eslogan: “El medio es el mensaje” (“The medium is the message”) .

Entonces, ¿cuál es el medio primordial y natural con el que se transmite la palabra? Es el aliento, la

respiración, la voz. Esto toma, por así decir, la palabra que se ha formado en el secreto de mi mente y la lleva

al oído del que escucha. Todos los otros medios no tienen más que potenciar y amplificar ese medio

primordial de la respiración o de la voz. También la escritura viene después y supone la viva voz, ya que las

letras del alfabeto no son otra cosa que signos que indican los sonidos.
También la Palabra de Dios sigue esta ley. Esta se transmite por medio de un aliento. ¿Y cuál es, o quién es,

el aliento, o ruah, de Dios, según la Biblia? Lo sabemos: ¡es el Espíritu Santo! ¿Puede mi aliento animar la

palabra de otro, o al aliento de otro animar mi palabra? No, mi palabra no puede ser pronunciada a no ser que

sea con mi aliento y la palabra de otro con su aliento. Así, se entiende de forma análoga, la Palabra de Dios

no puede ser animada más que por el aliento de Dios que es el Espíritu Santo.

Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de gran alcance. Es la ley fundamental de cada anuncio y

de cada evangelización. Las noticias humanas se transmiten o a viva voz, o vía radio, prensa, internet y así

sucesivamente; la noticia divina, en cuanto divina, se transmite vía Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el

verdadero, esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe, del mensaje, más que el recubrimiento

humano. Las palabras de Dios son “espíritu y vida”(cf. Jn 6,63) y por tanto no se puede transmitir o acoger de

otra forma que no sea “en el Espíritu”.

Esta ley fundamental es la que vemos en acto, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a

predicar “con el poder del Espíritu Santo” (Lc 4,14 ss.). Él mismo declaró: “El Espíritu del Señor está sobre

mí… Me ha consagrado con la unción, para llevar a los pobres una buena noticia” (Lc 4,18). Apareciendo a

los apóstoles en el cenáculo la noche de Pascua, dijo: “Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a

vosotros. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 21-22). Al dar a los

apóstoles el mandato de ir por todo el mundo, Jesús les concede también el medio para poder cumplirlo –el

Espíritu Santo– y lo concedió, significativamente, en el signo del aliento, de la respiración.

Según Marcos y Mateo, la última palabra que Jesús dijo a los apóstoles antes de subir al cielo fue “Id”: “Id por

todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15; Mt 28, 19). Según Lucas, el

mandamiento final de Jesús parece el opuesto: ¡Permaneced! “Permaneced en la ciudad hasta que seáis

revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24, 49). Naturalmente, no hay ninguna contradicción; el sentido es: id

por todo el mundo, pero no antes de haber recibido el Espíritu Santo.

Todo el pasaje de Pentecostés sirve para alumbrar esta verdad. Viene el Espíritu Santo y así es como Pedro y

los otros apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tal

unción y poder, que tres mil personas se sienten tocadas en el corazón. El Espíritu Santo, venido a los

apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible a evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el

Espíritu Santo es imposible proclamar que “¡Jesús es el Señor! (1 Cor 12, 3), que es el inicio y la síntesis de

todo anuncio cristiano. San Pedro, por su parte, define a los apóstoles como “aquellos que han anunciado el
Evangelio en el Espíritu Santo” (1 Pe 1,12). Indica con la palabra “Evangelio” el contenido y con la expresión

“en el Espíritu Santo” el medio, o el método, del anuncio.

2. Palabras y obras

Lo primero que hay que evitar cuando se habla de evangelización es pensar que es sinónimo de predicación y

por tanto reservada a una categoría particular de cristianos, los predicadores. Hablando de la naturaleza de la

revelación, la Dei Verbum dice:

“Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que

las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos

significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio

contenido en ellas” .

Se trata de una afirmación que se remonta a san Gregorio Magno. “El Señor y Salvador, escribía el santo

doctor, a veces nos advierte con lo que dice, a veces sin embargo con lo que hace”: “aliquando nos

sermonibus, aliquando vero operibus admonet” . Esta ley que vale para la Revelación en su nacimiento, vale

también en su difundirse. En otras palabras, no se evangeliza solamente con las palabras, sino primero con

las obras y la vida; no con lo que se dice, sino con lo que se hace y se es.

Así sucedió al inicio. El estudio todavía más válido sobre “misión y propagación del cristianismo en los

primeros tres siglos” llega a la conclusión que “la sola existencia y labor constantes de las comunidades

individuales fue el principal coeficiente en la propagación del cristianismo . En este año de la misericordia es

útil recordar en qué consistía dicha laboriosidad de las comunidades cristianas. Además de la ayuda fraterna

entre ellos, consistía en las obras de misericordia hacia todos: cuidando a los huérfanos, a los enfermos y a

los presos. La fuerza de estas iniciativas era tan evidente que, queriendo impedir el crecimiento de la fe

cristiana, el emperador Juliano cuando regresó a la religión pagana, intentó introducir análogas instituciones

de caridad en el ámbito civil.

Hay un dicho en inglés que toma un significado muy particular si aplicado a la evangelización: “los hechos

hablan más fuerte que las palabras”. “Deeds speak louder than words”. Una frase de Pablo VI en la Evangelii

Nuntiandi, dice: “El hombre contemporáneo escucha con más placer a los testimonios que los maestros, o si

escucha a los maestros es porque son testimonios”.

Uno de los más importantes moralistas del siglo pasado (no es necesario decir el nombre), una tarde fue

encontrado en un local con una compañía poco edificante. Un colega le preguntó cómo podía conciliar su

conducta con aquello que escribía en sus libros; y él respondió: “¿Han visto alguna vez a una indicación vial
que se pone a caminar en la dirección que indica?”. Una respuesta brillante, pero que se condena por sí

misma. Los hombres no se interesan con aquellos “indicadores viales” que indican la dirección que hay que

tomar, si ellos no se mueven ni un centímetro.

Tengo un hermoso ejemplo de la eficacia del testimonio, en la orden religiosa a la cual pertenezco. La

contribución mayor, aunque escondida, que la orden de los Capuchinos ha dato a la evangelización en los

cinco siglos de su historia, no ha sido, creo, la de los predicadores de profesión, pero la de las hileras de los

‘hermanos laicos’: simples e incultos porteros de los conventos o limosneros. Enteras poblaciones han

encontrado o mantenido su fe gracias al contacto con ellos. Uno de esos, el beato Nicolás de Gesturi, hablaba

talmente poco que la gente lo llamaba “fray silencio’, y a pesar de ello en Cerdeña, 58 años después de su

muerte, la orden de los Capuchinos se identifica con fray Nicola de Gesturi, o con fray Ignacio de Laconi, otro

santo fraile limosnero del pasado. Lo mismo sucedió aquí en Roma, al inicio de la Orden, con san Félix de

Cantalice. Se ha cumplido la palabra que Francisco de Asís dirigió un día a los frailes predicadores: “¿Por qué

se vanaglorian de la conversión de los hombres? Sepan que a convertirlos han sido mis simples frailes con

sus oraciones” .

Una vez durante un diálogo ecuménico, un hermano pentecostal me preguntó -no para polemizar sino para

intentar entender- por qué nosotros los católicos llamamos a María “la estrella de la evangelización”. Fue una

ocasión también para mi, de reflexionar sobre este título atribuido a María por Pablo VI, al concluir la Evangelii

nuntiandi. Llegué a la concusión que María es la estrella de la evangelización, porque no ha llevado una

palabra particular a un pueblo particular, como hicieron también los grandes evangelizadores de la historia;

¡ha llevado la Palabra hecha carne y la ha llevado (también físicamente) a todo el mundo! Nunca ha

predicado, no pronunció sino muy pocas palabras, pero estaba llena de Jesús y donde iba expandía el

perfume, a tal punto que Juan Bautista lo advirtió desde el vientre de su madre. ¿Quién puede negar que la

Virgen de Guadalupe haya tenido un rol fundamental en la evangelización y en la fe del pueblo mexicano?

Hablando a un ambiente de la Curia, me parece justo poner en luz la contribución que pueden dar -y que de

hecho dan- a la evangelización aquellos que pasan la mayoría de su tiempo detrás de un escritorio a resolver

asuntos aparentemente extraños a la evangelización. Se entiende el propio trabajo como servicio al Papa y a

la Iglesia; se renueva cada tanto esta intención y no se permite que la preocupación de la carrera sea principal

en el corazón, el modesto empleado de una Congregación contribuye a la evangelización más que un

predicador de profesión, si éste intenta agradar más a los hombres que a Dios.

3. Cómo volverse evangelizadores


Si el empeño por la evangelización es de todos, intentemos ver cuáles son las premisas y cuales son las

condiciones para volverse verdaderamente un evangelizador. La primera condición está sugerida por la

palabra que Dios dirigió a Abraham: “Sal de tu tierra y ve” (cf. Gen 12, 1). No hay misión ni envío sin una

anterior salida. Hablamos con frecuencia de una “Iglesia en salida”. Tenemos que darnos cuenta que la

primera puerta por la que debemos salir no es la de la iglesia, de la comunidad, de las instituciones, de las

sacristías; es la de nuestro ‘yo’. Lo ha explicado bien en una ocasión el papa Francisco: “Estar en salida,

decía, significa antes de todo salir de centro para dejar en el centro el lugar a Dios”. “Decentrarnos de

nosotros mismos y centrarnos de nuevo en Cristo”, diría Teilhard de Chardin.

Más intenso que el grito dirigido a Abraham es el que Jesús dirige a quienes llama a colaborar con él en el

anuncio del Reino: “Parte, sal de tu yo, reniégate a ti mismo. Entonces todo se vuelve mío. Tu vida cambia, mi

rostro se vuelve tuyo. No eres más tu quien vive, pero yo vivo en ti”. Es el único modo para vencer el nacer de

envidias, celos, miedos de perder la cara, rencores, resentimientos, situaciones de antipatía que llenan el

corazón del hombre viejo; para ser ‘habitados’ por el Evangelio y difundir el olor del Evangelio.

La Biblia nos ofrece una imagen que contiene más verdad que enteros tratados de pastoral sobre el anuncio:

la del libro comido que se lee en Ezequiel:

“Yo miré y aquí, una mano extendida hacia mi tenía un rollo. Lo desplegó delante mio; estaba escrito en el

interior y en el exterior y estaban escritos lamentos, llantos y desdichas. Él me dijo: Hijo de hombre, come lo

que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo.

Después me dijo: Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que yo te doy. Yo lo

comí y era en mi boca dulce como la miel. (Ez 2, 9 – 3, 3; cf anche Ap 10, 2).

Hay una diferencia enorme entre la palabra de Dios simplemente estudiada y proclamada y la palabra de Dios

antes “comida” y asimilada. En el primer caso se dice del predicador “que habla como un libro impreso”; pero

no llega así al corazón de la gente, porque al corazón llega solamente lo que parte del corazón. “Cor ad cor

loquitur, era el lema del beato cardenal Newman.

Retomando la imagen de Ezequiel, el autor del Apocalipsis aporta una variación pequeña, pero significativa.

Dice que el libro devorado era tan dulce como la miel en los labios, pero amargo como la hiel en las entrañas

(cf. Ap 10, 10). Sí, porque antes de herir a los oyentes, la palabra debe herir al anunciador, mostrarle su

pecado y empujarle a la conversión.

No es el trabajo de un día. Pero hay una cosa que se puede hacer en un día, hoy mismo: asentir a esta

perspectiva, tomar la decisión irrevocable, por lo que nos respecta, de no vivir para nosotros mismos, sino
para el Señor (cf. Rm 14, 7-9). Todo esto no puede ser solo el fruto del esfuerzo ascético del hombre; esto

también es obra de la gracia, fruto del Espíritu Santo. “Y para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino

para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, [desde tu seno] al Espíritu Santo como primicia para

los creyentes”. Así nos hace orar la liturgia en la Plegaria Eucarística IV.

Es fácil saber cómo se obtiene el Espíritu Santo en vista de la evangelización. Solo hay que ver cómo lo

obtuvo Jesús y cómo lo obtuvo la misma Iglesia el día de Pentecostés. Lucas describe así el acontecimiento

del bautismo de Jesús: “También Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu

Santo sobre él” (Lc 3, 21-22). Fue la oración de Jesús la que rasgó los cielos e hizo descender al Espíritu

Santo, y lo mismo sucedió con los apóstoles. El Espíritu Santo, en Pentecostés, vino sobre ellos mientras

“perseveraban unánimes en oración” (Hch 1, 14).

El esfuerzo para un renovado compromiso misionero está expuesto a dos peligros principales. Uno de ellos es

la inercia, la pereza, no hacer nada y dejar que hagan todo los demás. El otro es lanzarse a un activismo

humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su

eficacia. Esto también sería una manera de avocarse al fracaso. Cuanto mayor sea el volumen de la actividad,

más debe aumentar el volumen de la oración, en intensidad si no en cantidad. Se objeta: esto es absurdo; ¡el

tiempo es el que es! De acuerdo, pero el que ha multiplicado los panes, ¿no podrá también multiplicar el

tiempo? Además, es lo que Dios hace continuamente y lo que experimentamos cada día. Después de rezar,

se hacen las mismas cosas en menos de la mitad del tiempo.

Entonces se dice: Pero, ¿cómo estar tranquilos rezando, cómo no correr, cuando la casa se está quemando?

Esto también es verdad. Pero imaginamos esta escena: un equipo de bomberos ha recibido una llamada de

alarma y se precipita al lugar del incendio con las sirenas encendidas; pero, llegado a la escena, se da cuenta

que no tiene ni una gota de agua en los tanques. Así somos nosotros, cuando corremos a predicar sin orar.

No es que falte la palabra; al contrario, mientras menos se reza más se habla, pero son palabras vacías, que

no llegan a nadie.

4. Evangelización y compasión

Además de la oración otro medio para obtener al Espíritu Santo es la rectitud de intención. La intención a la

hora de predicar a Cristo puede ser contaminada por diversas causas. San Pablo enumera algunas en la carta

a los Filipenses: por conveniencia, por envidia, por espíritu de contienda y rivalidad (Fil 1, 15-17). La causa

que abarca todos las demás, sin embargo, es solo una: la falta de amor. San Pablo dice: “Si yo hablara

lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que
retiñe” (l Cor 13, 1).

La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que es posible anunciar a Jesucristo por razones que tienen

poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar, en el aumento del

número de seguidores, una legitimidad a su propia pequeña iglesia, especialmente si de su propia fundación.

Se puede anunciar, tomando literalmente una frase del Evangelio, para llevar el Evangelio hasta los confines

de la tierra (cf. Mc 13, 10), de manera que se complete el número de los elegidos y apresurar la venida del

Señor.

Algunos de estos motivos en sí mismos no son malos. Pero solos no son suficientes. Falta ese verdadero

amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio. El Evangelio del amor solo se puede

anunciar si no por amor. Si no nos esforzamos en amar a las personas que tenemos delante, las palabras se

transforman fácilmente en piedras en las manos que hieren y de las que nos refugiamos, como nos

protegemos de una tormenta de granizo.

Siempre tengo en cuenta la lección que la Biblia, implícitamente, nos da con el relato de Jonás. Jonás se ve

obligado por Dios a ir a Nínive a predicar. Pero los ninivitas eran enemigos de Israel y Jonás no quería a los

ninivitas. Él está visiblemente contento y satisfecho cuando pueden gritar: “¡Faltan cuarenta días y Nínive será

destruida!”. La perspectiva no parece desagradarle en absoluto. Pero los ninivitas se arrepienten y Dios les

perdona su castigo. Llegado a este punto, Jonás entra en crisis. “Tú –le dice Dios casi en tono de disculpa– te

apiadaste de la planta… ¿y no he de apiadarme yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento

veinte mil personas que no saben distinguir entre su derecha y su izquierda?” (Jonás 4,10 s). ¡Dios tiene que

hacer un mayor esfuerzo para convertirle a él, el predicador, que para convertir a todos los habitantes de

Nínive!

Amor, entonces, por los hombres. Pero también y sobre todo amor por Jesús. Es el amor de Cristo el que nos

tiene que mover. “¿Me amas? –dice Jesús a Pedro–. Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15 ss.). Debemos amar a

Jesús, porque solo los que están enamorados de Jesús lo puede anunciar al mundo con profunda convicción.

Se habla con entusiasmo solo de lo que se está enamorados.

Proclamando el Evangelio, tanto con la vida como con las palabras, no solo le damos gloria a Jesús, sino que

también le damos alegría. Si bien es cierto que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de

los que se encuentran con Jesús” , también es cierto que los que difunden el Evangelio llenan de alegría el

corazón de Jesús. La sensación de alegría y bienestar que una persona prueba al sentir de repente que le

vuelve a fluir la vida en uno de sus miembros hasta ahora inerte o paralizado, es un pequeño signo de la
alegría que prueba Cristo cuando siente que su Espíritu vuelve a vivificar a algún miembro muerto de su

cuerpo.

Hay, en la Biblia, una palabra que no había notado nunca antes: “Como frío de nieve en tiempo de la siega,

así es el mensajero fiel a los que lo envían; pues al alma de su señor da refrigerio” (Prov 25, 13). La imagen

del calor y del frío hace pensar a Jesús en la cruz gritando: “¡Tengo sed!”. Él es el gran “segador” sediento de

almas, al que estamos llamados a dar refrigerio con nuestro humilde y devoto servicio al Evangelio. Que el

Espíritu Santo, “principal agente de la evangelización”, nos conceda dar a Jesús esta alegría, con las palabras

o con las obras, según el carisma y el oficio que cada uno de nosotros tiene en la Iglesia.

1.B. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, nr. 75.

2.El slogan es de Marshall McLuhan, Understanding Media. The Extensions of Man, Mc Graw Hill, New York

1964.

3.DV, 2.

4.Gregorio Magno, Hom. in Evangelium, XVII.

5.A. von Harnack, Die Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten, Hinrichs,

Leipzig 1902; ed. it. Missione e propagazione del cristianesimo nei primi tre secoli, Cosenza 1986, rist. 2009,

pp. 321s.

6.EN, 41.

7.Celano, Vita Seconda, CXXIII, 164 (FF, 749)

8.Papa Francisco, Evangelii gaudium, 1.

“MATRIMONIO Y FAMILIA EN LA GAUDIUM ET SPES Y HOY”

Cuarta predicación de Cuaresma, 2016

Dedico esta meditación a una reflexión espiritual sobre la Gaudium et spes, la constitución pastoral sobre la

Iglesia en el mundo. De los varios problemas de la sociedad tratados en este texto conciliar -cultura,

economía, justicia social, paz-, el más actual y problemático es el relativo a matrimonio y familia. A esto la

Iglesia ha dedicado los dos últimos sínodos de los obispos. La mayoría de nosotros aquí presentes no vivimos

directamente este estado de vida, pero todos debemos conocer los problemas, para entender y ayudar a la
gran mayoría del pueblo de Dios que vive en el matrimonio, hoy especialmente al centro de los ataques y

amenazas por todas partes.

La Gaudium et spes trata en profundidad de la familia al inicio de la Segunda Parte (nrr. 46-53). No viene al

caso citar sus afirmaciones, porque no es más que la doctrina católica tradicional que todos conocemos, a

parte del relevo dado al mutuo amor entre los cónyuges, reconocido ya abiertamente como un bien, también

primario, del matrimonio, junto a la procreación.

A propósito de matrimonio y familia, la Gaudium et spes, según su buen conocido procedimiento, destaca

primero las conquistas positivas del mundo moderno (“las alegría y las esperanzas”), y en segundo lugar los

problemas y los peligros (“las tristezas y las angustias”). Yo me propongo seguir el mismo método, pero

teniendo en cuenta los cambios dramáticos sucedidos, en este campo, en el medio siglo que ha pasado

desde entonces. Llamaré velozmente la atención sobre el proyecto de Dios sobre matrimonio y familia, porque

es siempre desde este que nosotros creyentes debemos partir, para después ver qué puede aportar la

revelación bíblica a la solución de los problemas actuales. Me abstengo deliberadamente de tocar algunos

problemas particulares discutidos en el sínodo de los obispos, sobre los cuáles solo el Papa ya tiene el

derecho de decir todavía una palabra.

1. Matrimonio y familia en el proyecto divino y en el Evangelio de Cristo

El libro del Génesis tiene dos historias distintas de la creación de la primera pareja humana, que se remontan

a dos tradiciones diferentes: la jahwista (siglo X a.C.) y la más reciente (siglo VI. a.C.) llamada “sacerdotal”. En

la tradición sacerdotal (Gen 1, 26-28) el hombre y la mujer son creados simultáneamente, no uno del otro; se

pone en relación el ser masculino y femenino con el ser a imagen de Dios: “Dios creó al hombre a su imagen;

a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó”. El fin primario de la unión entre el hombre y la mujer es

visto en el ser fecundos y llenar la tierra.

En la tradición jahwista que es más antigua (Gen 2, 18-25), la mujer sale del hombre; la creación de dos sexos

es vista como remedio a una petición (“No está bien que el hombre esté solo; le quiero dar una ayuda que sea

parecido”); más que el factor procreativo, se acentúa el factor unitivo (“el hombre se unirá a su mujer y los dos

serán una sola carne”); cada uno es libre frente a la propia sexualidad y a la del otro: “Entonces los dos

estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza”.

La explicación más convincente del porqué de esta “invención” divina de la distinción de los sexos la he

encontrado no en un exegeta; sino en un poeta, Paul Claudel:

“El hombre es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender al prójimo que introduciéndolo en
su carne. No había otro medio de hacerle entender la dependencia y la necesidad, más que mediante la ley

de otro ser diferente [la mujer] sobre él, debida al sencillo hecho de que existe” .

Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro que es el prójimo, hasta el Otro con la letra

mayúscula que es Dios. El matrimonio nace en el signo de la humildad; es reconocimiento de dependencia y

por tanto de la propia condición de criatura. Enamorarse de una mujer o de un hombre es hacer el acto más

radical de humildad. Es un hacerse mendicante y decir al otro: “Yo no me basto por mí mismo, necesito de tu

ser”.

Si, como pensaba Schleiermacher, la esencia de la religión consiste en el “sentimiento de dependencia”

(Abhaengigheitsgefühl) frente a Dios, entonces, podemos decir que la sexualidad humana es la primera

escuela de religión. Hasta aquí el proyecto de Dios.

No se explica el resto de la Biblia si, junto con la historia de la creación, no se tiene en cuenta también el de la

caída, sobre todo lo que se le dice a la mujer: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor

parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gen 3,16). El predominio del hombre

sobre la mujer forma parte del pecado del hombre, no del proyecto de Dios; con esas palabra Dios lo

preanuncia, no lo aprueba.

La Biblia es un libro divino – humano no solo porque tiene por autores a Dios y al hombre, sino también

porque describe, mezclados entre sí, la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre. Esto es particularmente

evidente cuando se compara el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia con su actuación práctica en

la historia del pueblo elegido. Para permanecer en el libro del Génesis, ya el hijo de Caín, Lámek, viola la ley

de la monogamia tomando dos mujeres. Noé con su familia aparece una excepción en medio de la corrupción

general de su tiempo. Los patriarcas Abrahán y Jacob tiene hijos de varias mujeres. Moisés sanciona la

práctica del divorcio; David y Salomón mantienen un verdadero harem de mujeres.

Más que en las particulares transgresiones prácticas, el desapego del ideal inicial es visible en la concepción

de fondo que se tiene del matrimonio en Israel. El oscurecimiento principal tiene que ver con dos puntos

cardinales. El primero es que el matrimonio, de fin, se convierte en medio. El Antiguo Testamento, en su

conjunto, considera el matrimonio como una estructura de autoridad de tipo patriarcal, destinada

principalmente a la perpetuación del clan. En este sentido se entienden las instituciones del levirato (Dt 25, 5-

10), del concubinato (Gen 16) y de la poligamia provisoria. El ideal de una comunión de vida entre el hombre y

la mujer, fundada sobre una relación personal y recíproca, no es olvidada, pero pasa a un segundo plano

respecto al bien de la prole. El segundo oscurecimiento grave tiene que ver con la condición de la mujer: de
compañera del hombre, dotada de igual dignidad, esta aparece cada vez más subordinada al hombre y en

función del hombre.

Un rol importante, en el mantener vivo el proyecto inicial de Dios sobre el matrimonio, lo desempeñaron los

profetas, en particular Oseas, Isaías, Jeremías y el Cantar de los cantares. Asumiendo la unión del hombre y

de la mujer como símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, en consecuencia, estos volvían a poner en

primer plano los valores del amor mutuo, de la fidelidad y de la indisolubilidad que caracterizan la actitud de

Dios hacia Israel.

Jesús, venido a “recapitular” la historia humana, implementa esta recapitulación también a propósito del

matrimonio.

“Se acercaron a él algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le dijeron: «¿Es lícito al hombre divorciarse de

su mujer por cualquier motivo?». Él respondió: «¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los

hizo varón y mujer (Gen 1, 27) y dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su

mujer, y los dos no serán sino una sola carne? (Gen 2, 24). De manera que ya no son dos, sino una sola

carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,3-6).

Los adversarios se mueven en el ámbito restringido de la casuística de escuela (si es lícito repudiar a la mujer

por cualquier motivo, o si es necesario un motivo específico y serio), Jesús responde llevando el discurso a la

raíz, al inicio. En su citación, Jesús se refiere a ambas historias de la institución del matrimonio, toma

elementos del uno y del otro, pero de ellos destaca, como se ve, sobre todo el aspecto de comunión de las

personas.

El texto siguiente, sobre el problema del divorcio, también se orienta en esta dirección; reafirma, de hecho, la

fidelidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial por encima del bien mismo de la prole, con el que se habían

justificado en el pasado poligamia, levirato y divorcio:

“Le objetaron: Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Les respondió Jesús:

Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al

principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer -no por concubinato- y se case con otra,

comete adulterio” (Mt 19, 7-9).

El texto paralelo de Marcos muestra cómo, también en caso de divorcio, hombre y mujer se sitúan, según

Jesús, en un plano de absoluta igualdad: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio

contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”(Mc 10, 11-12).

Con las palabras: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, Jesús afirma que hay una intervención
directa de Dios en cada unión matrimonial. La elevación del matrimonio a “sacramento”, es decir a un signo de

la acción de Dios, no reposa por lo tanto solo en el débil argumento de la presencia de Jesús en las bodas de

Caná ni sobre el texto de Efesios que habla del matrimonio como un reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia

(cf. Ef 5, 32); empieza, implícitamente, con el Jesús terreno y forma parte también de su conducir las cosas al

inicio. Juan Pablo II define el matrimonio “el sacramento más antiguo” .

2. Qué nos dice hoy la enseñanza bíblica

Esta es, en resumen, la doctrina de la Biblia, pero no podemos detenernos. “La Escritura, decía san Gregorio

Magno, crece con quien la lee” (cum legentibus crescit) ; revela implicaciones nuevas a medida que se le

plantean cuestiones nuevas. Y hoy, cuestiones o provocaciones nuevas sobre el matrimonio y la familia hay

muchas.

Nos hallamos ante una contestación aparentemente global del proyecto bíblico sobre sexualidad, matrimonio

y familia. ¿Cómo comportarse frente al fenómeno? El Concilio inauguró un nuevo método, que es de diálogo,

no de enfrentamiento con el mundo; un método que no excluye siquiera la autocrítica. Creo que debemos

aplicar este método también en la discusión de los problemas del matrimonio y de la familia. Aplicar este

método de diálogo significa procurar ver si en el fondo incluso de las contestaciones más radicales existe una

instancia positiva que hay que acoger.

La crítica al modelo tradicional de matrimonio y de familia que ha conducido a las actuales, inaceptables,

propuestas del deconstructivismo, comenzó con la Ilustración y el Romanticismo. Con intenciones diferentes,

estos dos movimientos se expresaron contra el matrimonio tradicional, valorado exclusivamente por sus

“fines” objetivos: la prole, la sociedad, la Iglesia, y demasiado poco por sí mismo, en su valor subjetivo e

interpersonal. Todo se pedía a los futuros esposos, excepto que se amaran y se eligieran libremente entre sí.

Incluso hoy en día, en algunas partes del mundo hay esposos que se conocen y se ven por primera vez el día

de su boda. A tal modelo, la Ilustración opuso el matrimonio como pacto entre los cónyuges y el Romanticismo

el matrimonio como comunión de amor entre los esposos.

Pero esta crítica se orienta en el sentido originario de la Biblia, ¡no contra ella! El Concilio Vaticano II recibió

esta instancia cuando, como decía, reconoció como bien igualmente primario del matrimonio el mutuo amor y

la ayuda entre los cónyuges. San Juan Pablo II, en una catequesis de los miércoles, decía:

“El cuerpo humano, con su sexo, y su masculinidad y feminidad, …es no sólo fuente de fecundidad y de

procreación, como en todo el orden natural, sino que encierra desde el principio el atributo esponsal, o bien,
de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y, mediante

este don, realiza el sentido mismo de su ser y existir” .

En su encíclica “Deus caritas est”, el papa Benedicto XVI ha escrito cosas profundas y nuevas a propósito del

eros en el matrimonio y en las relaciones mismas entre Dios y el hombre. “Esta estrecha relación entre eros y

matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno –escribía– en la literatura fuera de

ella” .

Una de los equivocaciones más grandes que hacemos a Dios es terminar haciendo de todo lo relacionado con

el amor y la sexualidad un ámbito saturado de malicia, donde Dios no debe entrar y sobra. Como si Satanás, y

no Dios, fuera el creador de los sexos y el especialista en el amor.

Nosotros, los creyentes -y también muchos no creyentes- estamos lejos de aceptar las consecuencias que

algunos sacan hoy de estas premisas: por ejemplo, que baste con cualquier tipo de eros para constituir un

matrimonio, incluido aquél entre personas del mismo sexo, pero este rechazo adquiere otra fuerza y

credibilidad si se une al reconocimiento de la bondad de fondo de la instancia, e igualmente a una sana

autocrítica.

No podemos en efecto silenciar la contribución que los cristianos dieron a la formación de aquella visión

puramente objetivista del matrimonio contra la cual la cultura occidental moderna se ha lanzado con

vehemencia. La autoridad de Agustín, reforzada en este punto por Tomás de Aquino, acabó por arrojar una

luz negativa sobre la unión carnal de los cónyuges, considerada el medio de transmisión del pecado original y

no privada, ella misma, de pecado “al menos venial”. Según el doctor de Hipona, los cónyuges debían acudir

al acto conyugal “con disgusto” (cum dolore) y solo porque no había otro modo de dar ciudadanos al Estado y

miembros a la Iglesia .

Otra instancia que podemos hacer nuestra es la igual dignidad de la mujer en el matrimonio. Como hemos

visto, está en el corazón mismo del proyecto originario de Dios y del pensamiento de Cristo, pero a lo largo de

los siglos ha sido desatendida a menudo. La Palabra de Dios a Eva: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te

dominará” tuvo una trágica realización en la historia.

En los representantes de la llamada “Gender revolution”, revolución de los géneros, esta instancia ha llevado

a propuestas desquiciadas, como la de abolir la distinción de sexos y sustituirla con la más elástica y subjetiva

distinción de “géneros” (masculino, femenino, variable), o la de liberar a la mujer de la “esclavitud de la

maternidad” proveyendo de otros modos, inventados por el hombre, al nacimiento de hijos. En los últimos

meses hay una sucesión de noticias sobre hombres que pronto se podrán quedar embarazados y dar a luz a
un hijo. “Adán da a luz a Eva”, se escribe sonriendo, pero lo que daría es ganas de llorar. Los antiguos

habrían definido todo esto con un término: Hybris, la arrogancia humana contra Dios.

Precisamente la elección del diálogo y de la autocrítica nos da derecho a denunciar estos proyectos como

“inhumanos”, o sea, contrarios no solo a la voluntad de Dios, sino también al bien de la humanidad.

Traducidos a su práctica a gran escala, conducirían a daños humanos y sociales imprevisibles. Nuestra única

esperanza es que el sentido común de la gente, unido al “deseo” natural del otro sexo y al instinto de

maternidad y de paternidad que Dios ha inscrito en la naturaleza humana, resistan a estos intentos de sustituir

a Dios, dictados más por atrasados sentimientos de culpa del hombre, que por un genuino respeto y amor por

la mujer.

3 Un ideal que es necesario redescubrir

No menos importante que la tarea de defender el ideal bíblico del matrimonio y de la familia es para los

cristianos la tarea de redescubrirlo y vivirlo en plenitud, de manera que se vuelva a proponer al mundo con los

hechos, más que con las palabras. Los primeros cristianos, con sus costumbres, cambiaron las leyes del

Estado sobre la familia; nosotros no podemos pensar que se haga lo contrario, o sea cambiar las costumbres

de la gente con leyes del Estado, aunque como ciudadanos tengamos el deber de contribuir a que el Estado

haga leyes justas.

Después de Cristo, nosotros leemos justamente el relato de la creación del hombre y de la mujer a la luz de la

revelación de la Trinidad. Bajo esta luz, la frase: “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios

le creó, macho y hembra los creó”, revela por fin su significado, que había sido enigmático e incierto antes de

Cristo. ¿Qué relación puede haber entre ser “a imagen de Dios” y ser “macho y hembra?”. El Dios bíblico

carece de connotaciones sexuales; no es ni varón ni mujer.

La semejanza consiste en esto. Dios es amor y el amor exige comunión, intercambio interpersonal; requiere

que haya un “yo” y un “tú”. No existe amor que no sea amor por alguien; donde no hay más que un sujeto no

puede haber amor, sino sólo egoísmo o narcisismo. Allí donde Dios es concebido como Ley o como Potencia

absoluta, no hay necesidad de una pluralidad de personas (¡el poder se puede ejercer también solos!). El Dios

revelado por Jesucristo, siendo amor, es único y solo, pero no es solitario; es uno y trino. En Él coexisten

unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de

personas.

Dos personas que se aman -y el caso del hombre y la mujer en el matrimonio es el más fuerte- reproducen

algo de lo que ocurre en la Trinidad. Allí dos personas -el Padre y el Hijo-, amándose, producen (“exhalan”) el
Espíritu que es el amor que les une. Alguien ha definido el Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, esto es,

no la “tercera persona de la Trinidad”, sino la primera persona plural .

En esto precisamente la pareja humana es imagen de Dios. Marido y mujer son en efecto una carne sola, un

solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. En la pareja se reconcilian entre

sí unidad y diversidad. En esta luz se descubre el sentido profundo del mensaje de los profetas acerca del

matrimonio humano, que eso es por lo tanto símbolo y reflejo de otro amor, el de Dios por su pueblo. Esto no

significaba sobrecargar de un significado místico una realidad puramente mundana. No era cuestión sólo de

simbolismo; era más bien revelar el verdadero rostro y el objetivo último de la creación del hombre varón y

mujer.

¿Cuál es la causa de la inconclusión y de la insatisfacción que deja la unión sexual, dentro y fuera del

matrimonio? ¿Por qué este impulso cae siempre sobre sí mismo y por qué esta promesa de infinito y de

eterno resulta siempre decepcionada? A esta frustración se busca un remedio que no hace más que

acrecentarla. En lugar de modificar la calidad del acto, se aumenta su cantidad, pasando de un partner a otro.

Se llega así al estrago del don de Dios de la sexualidad, en marcha en la cultura y en la sociedad de hoy.

¿Queremos, de una buena vez, como cristianos, buscar una explicación a esta devastadora disfunción? La

explicación es que la unión sexual no se vive en el modo y con la intención pretendida por Dios. Este objetivo

era que, a través de este éxtasis y fusión de amor, el hombre y la mujer se elevaran al deseo y tuvieran una

cierta pregustación del amor infinito; recordaran de dónde venían y a dónde se dirigían.

El pecado, empezando por Adán y Eva bíblicos, ha atravesado este proyecto; ha “profanado” ese gesto, o

sea, lo ha despojado de su valor religioso. Ha hecho de él un gesto que es fin en sí mismo, concluso en sí

mismo, y por ello “insatisfactorio”. El símbolo ha sido desgajado de la realidad simbolizada, privado de su

dinamismo intrínseco y por lo tanto mutilado. Jamás como en este caso se experimenta la verdad del dicho de

Agustín: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

Nosotros de hecho, no hemos sido creados para vivir en una eterna relación de pareja, sino para vivir en una

eterna relación con Dios, con el Absoluto. Lo descubre incluso el Faust de Goethe, al término de su largo

vagar; pensando a su amor por Margarita, al término de su poema exclama: “Todo lo que pasa es solamente

una parábola. Solamente aquí [en el cielo] lo inalcanzable se vuelve realidad .

En el testimonio de algunas parejas que han tenido la experiencia renovadora del Espíritu Santo y viven la

vida cristiana carismáticamente se encuentra algo de aquel significado original del acto conyugal. No hay que

asombrarse que sea así. El matrimonio es el sacramento del don recíproco que los esposos hacen de sí
mismos, uno al otro y el Espíritu Santo es, en la Trinidad, el “don” o mejor el “donarse” recíproco del Padre y

del Hijo, no un acto pasajero sino un estado permanente. Donde llega el Espíritu Santo, nace o renace, la

capacidad de volverse don. Es así que opera la “gracia de estado” en el matrimonio.

4 Casados y consagrados en la Iglesia

También si nosotros los consagrados no vivimos la realidad del matrimonio, he dicho al inicio, debemos

conocerla para ayudar a quienes viven en esa. Añado ahora un ulterior motivo: ¡tenemos necesidad de

conocerla para ser, también nosotros, ayudados por ellos!

Hablando de matrimonio y virginidad el apóstol dice: “Cada uno tiene el propio don (chárisma) de Dios, quien

de una manera y quien en otra”. (1 Cor 7, 7); o sea: los casados tienen su carisma y quien no se casa “por el

Señor” tiene su carisma.

El carisma -dice el mismo apóstol- es “una manifestación particular del Espíritu, para la utilidad común” (1 Cor

12, 7). Aplicado a la relación entre casados y consagrados en la Iglesia, esto significa que el celibato y la

virginidad son también para los casados y que el matrimonio es también para los consagrados, o sea para su

ventaja. Tal es la naturaleza intrínseca del carisma aparentemente contradictoria: algo de “particular” (“una

manifestación particular del Espíritu”) que entretanto nos sirve a todos (“para la utilidad común”).

En la comunidad cristiana, consagrados y casados pueden “edificarse” mutuamente. Los casados están

llamados, por los consagrados, al primado de Dios y de lo que no pasa; son introducidos por el amor por la

palabra de Dios que ellos pueden profundizar y “despedazar” para los laicos. Pero también los consagrados

aprenden algo de los casados. Aprenden la generosidad, el olvidarse de sí mismos, el servicio a la vida, y con

frecuencia una cierta “humanidad” que viene del duro contacto con la realidad de la existencia.

Hablo por experiencia propia. Yo pertenezco a una orden religiosa donde, hasta hace alguna década atrás

nos levantábamos de noche para rezar el oficio “Matutino”, que duraba aproximadamente una hora. Después

llegó el gran cambio en la vida religiosa, a continuación del Concilio. Pareció que el ritmo de la vida moderna

-el estudio para los jóvenes y el ministerio apostólico para los sacerdotes- no consintieran más aquel

levantarse nocturno que interrumpía el sueño, y poco a poco esta práctica fue abandonada, a parte de

algunos lugares de formación.

Cuando más tarde el Señor me hizo conocer de cerca, en mi ministerio, a varias familias jóvenes, descubrí

una cosa que me conmovió positivamente. Estos jóvenes papás y mamás tenían que levantarse no una, sino

dos, tres o también más veces durante la noche, para dar de comer, suministrar la medicina, arrullar al niño

que llora, o quedarse despierto cuando tiene fiebre. Y por la mañana uno de los dos, o los dos, al mismo
horario de siempre corren al trabajo, después de haber llevado al niño o a la niña con los abuelos o al nido o

jardín de infantes. Hay una ficha que sellar, con buen tiempo o con mal tiempo, sea con buena que con mala

salud.

Entonces me he planteado: ¡si no tenemos cuidado corremos un grave peligro! Nuestro tipo de vida si no es

apoyado por una auténtica observancia de la Regla y por un cierto rigor de horarios y costumbres, corre el

riesgo de volverse una vida al ‘agua de rosas’ y de llevarnos a la dureza del corazón. Lo que los buenos

progenitores son capaces de hacer en favor de sus hijos carnales; el grado de olvido de sí al cual son

capaces de llegar para proveer a la salud, estudios y felicidad de ellos, tiene que ser la medida de lo que

deberemos hacer nosotros para los hijos o hermanos espirituales. Nos da el ejemplo de esto el apóstol Pablo

que decía querer “prodigarse, más aún, consumirse”, en favor de sus hijos de Corinto (cf 2 Cor 12, 15).

Que el Espíritu Santo, dador de carismas, nos ayude a todos nosotros, casados o consagrados, a poner en

práctica la exhortación del apóstol Pedro: “Pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como

buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”, (…) para que Dios sea glorificado en todas las

cosas, por Jesucristo. ¡A él sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos! Amén (1Pt 4, 10-11).

1.P. Claudel, Le soulier de satin, a.III. sc.8 (éd. La Pléiade, II, Parigi 1956, p. 804).

2.Giovanni Paolo II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano, Roma 1985, p. 365.

3.Gregorio Magno, Moralia in Job, 20, 1, 1.

4.Giovanni Paolo II, Discorso all’udienza del 16 gennaio 1980 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Libreria

Editrice Vaticana 1980, p. 148).

5.Benedetto XVI, Enc. Deus caritas est, 11.

6.Cf. S. Agostino, Discursos, 51, 25 (PL 38, 348).

7.Cf. Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.

8.W. Goethe, Faust, final parte segunda: „Alles Vergängliche / Ist nur ein Gleichnis; /Das Unzulängliche,/Hier

wird’s Ereignis“.

“EL CAMINO HACIA LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS”

REFLEXIÓN SOBRE LA UNITATIS REDINTEGRATIO

Quinta Predicación de Cuaresma, 2016


1. El camino ecuménico después del Vaticano II

La moderna ciencia hermenéutica ha vuelto familiar el principio de Gadamer de la “historia de los efectos”

(Wirkungsgeschichte). Según este método, para entender un texto es necesario tener en cuenta los efectos que este ha

producido en la historia, pasando a formar parte de la historia y dialogando con ella .

Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no se puede entender

completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del Nuevo y no se puede entender el Nuevo

Testamento si no es a la luz de los frutos que ha producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio

histórico-filológico de las “fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también

las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo antes, diciendo que cada

árbol se conoce por sus frutos (cf. Lc 6, 44).

En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se aplica también a los textos del

Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que

es el tema de esta meditación. Cincuenta años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad

encerrada en ese texto. Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la unidad

entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas Iglesias de una nueva actitud al

respecto, los Padres conciliares así expresan el intento del documento:

“Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez expuesta la doctrina sobre

la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los

católicos los medios, los caminos y las formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” . Las

relaciones, o los frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido

constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos bilaterales con casi todas las

confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la

superación de prejuicios”.

Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y institucional ha sido

creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de

las iglesias cristianas afín de promover un mejor conocimiento reciproco y superar los prejuicios.

Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo del encuentro y de la

reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos encuentros célebres que han marcado el camino del

ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y

de Benedicto XVI con los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004,
y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el camino ecuménico.

A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los creyentes de distintas

Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin intenciones de proselitismo y en plena fidelidad

cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece

particularmente vivo en mi memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al

movimiento ecuménico.

En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”, “Una manifestación por

Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno por una calle diferente, caminaban en procesión

hacia el centro de la ciudad. También el pequeño grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro

camino rezando. Al llegar al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo

frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una manifestación “por” Jesús, se

convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia se podía casi tocar con la mano en un país que no está

acostumbrado a manifestaciones religiosas de este tipo.

También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un signo del invocado nuevo

Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos

en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre

los presentes, con las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en lenguas,

glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión: “Si Dios les dio a ellos la misma

gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).

El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los creyentes de las distintas

Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo

no ver en eso un signo que nos empuja a aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el

camino hacia una unidad más plena en el plano visible?

Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos, acostumbrado por mis estudios

preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como “adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.

2. A un año del V Centenario de la reforma protestante (1517)

En la Cuaresma del año pasado, traté de mostrar los resultados a los que ha llegado, a nivel teológico, el diálogo

ecuménico con el oriente ortodoxo. Al libro que recoge tales meditaciones di el título “Dos pulmones, una única

respiración” el cual dice por sí solo a lo que tendemos y que en gran parte ya se ha realizado .

En esta ocasión quisiera dirigir la atención a las relaciones con el otro gran interlocutor del diálogo ecuménico que es el
mundo protestante, sin entrar en cuestiones históricas y doctrinales, pero para mostrar cómo todo nos empuja a ir adelante

en el esfuerzo de recomponer la unidad del occidente cristiano.

Una circunstancia hace este esfuerzo particularmente actual. El mundo cristiano nos prepara a celebrar el quinto

centenario de la Reforma en el 2017. Es vital para el futuro de la Iglesia no perder esta ocasión, permaneciendo

prisioneros del pasado, o limitándose a usar un tono más conciliador en el establecimiento de los aciertos y errores en

ambos lados. Es el momento de hacer, creo, un salto de calidad, como cuando una barca llega a la compuerta de un río o

de un canal que le permite proseguir la navegación a un nivel superior.

La situación ha cambiado profundamente en estos quinientos años, pero como siempre, es difícil tomar pronto conciencia

de lo que es nuevo. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma en el siglo XVI

fueron sobre todo las indulgencias y la forma en la que sucede la justificación del pecador.

Pero ¿podemos decir que estos son problemas con los cuales se mantiene o cae la fe del hombre de hoy? En una

conferencia celebrada en el Centro “Pro unione” de Roma, el cardenal Walter Kasper explicaba que mientras para Lutero

el problema existencial número uno era cómo superar el sentido de la culpa y obtener un Dios benévolo, hoy el problema

es más bien el contrario: como dar de nuevo al hombre de hoy el verdadero sentido del pecado que se ha perdido del todo.

Creo que todas las discusiones seculares entre católicos y protestantes acerca de la fe y las obras han terminado por hacer

perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que el apóstol quiere afirmar, sobre todo en Romanos 3, no es

que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto que somos justificados por la

gracia, sino que somos justificados por la gracia de Cristo. La persona de Cristo es el corazón del mensaje, incluso antes

de la gracia y la fe.

Después de haber presentado a la humanidad en su estado universal de pecado y de perdición en los dos capítulos

anteriores de la Carta, el apóstol tiene el increíble valor de proclamar que esta situación ha cambiado radicalmente, “en

virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús”, “por la obediencia de uno solo”(Rm 3, 24; 5, 19).

La afirmación de que esta salvación se recibe por fe, y no por obras, está presente en el texto y era lo más urgente donde

arrojar luz en los tiempos de Lutero, cuando era claro, al menos en Europa, que se trataba de la fe en Cristo y de la gracia

de Cristo. Pero esa viene en segundo lugar, no en el primero. Cometimos el error de reducir a un problema de escuelas, a

lo interior del cristianismo, lo que era para el apóstol una afirmación mucho más amplia y universal. Hoy estamos

llamados a redescubrir y proclamar juntos el fondo del mensaje paulino.

En la descripción de las batallas medievales siempre hay un momento en el que, superados los arqueros, caballería y todo

lo demás, la lucha se concentraba alrededor del rey. Allí se decidía el éxito final de la batalla. También para nosotros la

batalla de hoy está alrededor del rey… La persona de Jesucristo es el verdadero juego. Tenemos que volver, desde el
punto de vista de la evangelización, al tiempo de los apóstoles. Hay una similitud entre nuestro tiempo y el de ellos. Ellos

estaban frente a un mundo pre-cristiano; en Occidente, nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano.

Cuando el apóstol Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: “Anunciamos esta o esa

doctrina”; dice: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23), y otra vez: “Nosotros predicamos a Cristo Jesús

el Señor” (2 Cor 4, 5). Esto es el verdadero “articulus stantis cadentis et Ecclesiae”, el artículo por el cual la Iglesia se

mantiene o cae.

Esto no significa ignorar todo lo que la Reforma protestante produjo de nuevo y válido, tanto en la teología y como en la

de la espiritualidad, especialmente con la reafirmación de la primacía de la Palabra de Dios. Significa más bien permitir

que toda la Iglesia se beneficie de sus logros positivos, una vez liberados de ciertos excesos y refuerzos debidos a la

atmósfera recalentada del momento, a la interferencia de la política y a las controversias posteriores.

Un paso importante en este sentido fue la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmada el 31 de

de octubre de 1999, entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de Iglesias Luteranas” . En su conclusión, que dice:

“La comprensión de la doctrina de la justificación expuesta en esta Declaración muestra la existencia de un consenso entre

luteranos y católicos sobre los puntos fundamentales de la doctrina de la justificación. A la luz de este acuerdo son

aceptables las diferencias que existen con respecto al lenguaje, los desarrollos teológicos, y los énfasis particulares que ha

tomado la comprensión de la justificación. [...] Por esta razón, la elaboración luterana y la católica de la fe en la

justificación , en sus diferencias, están abiertas la una a la otra de tal forma que no invalida de nuevo el consenso

alcanzado sobre verdades fundamentales” .

Yo estaba presente cuando el acuerdo fue proclamado en San Pedro durante unas vísperas solemnes presididas por el Papa

Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala, Bertil Werkström. Me impresionó una observación que el Papa hizo en la

homilía. Expresaba, si no recuerdo mal, este pensamiento: ha llegado el momento de dejar de hacer de esta doctrina de la

justificación por la fe un tema de lucha y disputas entre los teólogos, y tratar, en cambio, de ayudar a todos los bautizados

a hacer, de esta verdad, una la experiencia personal y libertadora. Desde ese día, no he parado, cada vez que he tenido la

oportunidad en mi predicación, de exhortar a los hermanos a tener esta experiencia.

La justificación mediante la fe en Cristo debería ser predicada por toda la Iglesia y con mayor vigor que nunca. Ya no, sin

embargo, en contraposición a las “buenas obras”, que es un asunto superado y resuelto, sino en oposición, en todo caso, a

la pretensión del mundo secularizado de poder salvarse solo, con su ciencia, la tecnología o las técnicas espirituales de su

invención. Estoy convencido de que si estuvieran vivos hoy en día, esta sería la forma en la que Lutero, Calvino y otros

reformadores ¡predicarían la justificación gratuita mediante por la fe!

“Las sociedades modernas – leemos en un libro que ha hecho historia – son construidas sobre la ciencia. Le deben su
riqueza, su poder y la certeza de que una riquezas y poderes aún mayores serán accesibles al hombre el día de mañana si él

quiere [...]. Provistos de todo el poder, con todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades todavía tratan

de vivir y enseñar sistemas de valores, ya socavados en la base por esta misma ciencia” .

Los “sistemas de valores obsoletos” son, por supuesto, para el autor, los sistemas religiosos. Jean-Paul Sartre llega a la

misma conclusión desde un punto de vista filosófico. Él hace decir a uno de sus personajes: “Yo mismo hoy me acuso y

solo yo me puedo absolver también, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada” .

Es a este tipo de desafíos lanzados por el cientificismo ateo y el secularismo que deben responder los cristianos de hoy en

día con la doctrina de que “el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo” (cf. Gal 2, 16).

3. Más allá de las fórmulas

Estoy convencido de que en el diálogo ecuménico con las Iglesias protestantes pesa mucho el rol de frenado de las

fórmulas. Me explico. Las formulaciones doctrinales y dogmáticas, que en sus inicios fueron el resultado de procesos

vitales y reflejaban el camino coral de la comunidad y la verdad alcanzada con fatiga, con el paso del tiempo tienden a

endurecerse para convertirse en “consignas”, etiquetas que indican una pertenencia. La fe ya no termina en la realidad de

la cosa, sino en su formulación. Estamos en las antípodas de lo que debería ser, según la famosa afirmación de Tomás de

Aquino: “Fides non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem”: la fe no termina en su formulación, sino la cosa en sí misma .

Es el fenómeno del formalismo ya en la antigüedad, una vez terminada la fase creativa de los grandes dogmas . Sólo

recientemente se dieron cuenta, por ejemplo, que las divisiones dentro del Oriente cristiano, entre Iglesias calcedonianas y

las llamadas monifisistas o nestorianas, estaban basados, en muchos casos, en fórmulas y el sentido diferente dado, en

ellas a los términos ousia y hypostasis, que no tocaban la sustancia de la doctrina. Se ha podido restablecer, así, la

comunión entre y con diferentes Iglesias orientales.

Este obstáculo es particularmente visible en las relaciones con las Iglesias de la Reforma. Fe y obras, Escritura y tradición:

son contraposiciones comprensibles y en parte justificadas en su nacimiento, pero llevan al engaño si son repetidas y

mantenidas en pie, como si nada hubiera cambiado en quinientos años de vida.

Tomemos la contraposición entre fe y obras. Esta tiene sentido si por buenas obras se entiende principalmente (como

lamentablemente sucedía en la época de Lutero) indulgencias, peregrinaciones, ayunos, limosnas, velas votivas, y todo lo

demás. En cambio lleva fuera del camino si por buenas obras se entiende las obras de caridad y de misericordia. Jesús en

el Evangelio reprende que sin esas no se entra en el Reino de los Cielos y Él se verá obligado a decir: “Lejos de mí”. No

se es justificado por las buenas obras, pero no nos salvamos sin las buenas obras. La justificación es sin condiciones de la

parte de Dios, pero no es sin consecuencias. Esto lo creemos todos, católicos y protestantes y lo decía ya el Concilio de

Trento.
Lo mismo hay que decir de la contraposición entre Escritura y tradición. Esta surge apenas se toca el problema de la

revelación, como si los protestantes tuvieran solamente la Escritura y los católicos la Escritura y la tradición juntas.

Cuando en realidad todas las Iglesia tienen una propia tradición. ¿Qué es lo que explica la existencia de tantas

denominaciones diversas dentro del protestantismo, si no el modo diverso que tiene cada una de interpretar las Escrituras?

¿Y qué es la tradición en su contenido más verdadero si no justamente, la Escritura leída en la Iglesia y por la Iglesia?

Ni siquiera la fórmula luterana “Simul iustus et peccator”, “justo y pecador al mismo tiempo”, es un obstáculo insuperable

a la comunión. Forma parte de la tradición católica desde el tiempo de los Padres, la definición de la Iglesia como “casta

meretriz” (casta meretrix), como santa y que siempre necesita ser reformada” . Lo que se dice de la Iglesia en su conjunto

como cuerpo de Cristo, ¿no se debería aplicar también a cada uno de sus miembros?

Lo que puede ser objeto de una explicación diversa y complementaria es el modo con el cual se entiende esta presencia

simultánea de santidad y de pecado en el hombre redimido. En el adjunto a la Declaración conjunta sobre la justificación

hay una explicación de la fórmula “simul iustus et peccator” que no es incompatible con la doctrina católica. Se afirma

que la justificación opera una renovación real en la vida del bautizado, incluso si esto no se vuelve nunca una posesión

adquirida, sobre la cual el hombre pueda apoyarse delante a Dios, mas que queda siempre dependiente de la acción del

Espíritu Santo.

En 1974 hubo una noticia que asombró y divirtió al mundo entero. Un soldado japonés, enviado durante la última Guerra

Mundial a una isla de Filipinas para infiltrarse entre el enemigo y recoger información, había vivido treinta años

escondiéndose en la jungla y alimentándose de raíces, frutos y alguna presa, convencido de que aún había guerra y él

seguía en su misión. Cuando lo encontraron fue difícil convencerlo de que la guerra había terminado y que podía volver a

su país.

Yo creo que sucede algo similar entre los cristianos. Hay cristianos a los que es necesario convencerles, en ambas

formaciones, que la guerra ha terminado, las guerras de religión entre católicos y protestantes han terminado. ¡Tenemos

otras cosas que hacer que la guerra uno al otro! El mundo ha olvidado o no ha conocido nunca a su Salvador, a aquel que

es la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida ¿Y perdemos el tiempo discutiendo entre nosotros?

4- Unidad en la caridad

Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es suficiente encontrarse

unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un camino que el movimiento ecuménico ha

experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si

la unidad de los discípulos tiene que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar

una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no están unidas por el
hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos

exhorta a “hacer la verdad en la caridad – veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra

en la verdad si no a través de la caridad – non intratur in veritatem nisi per caritatem» .

La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se encuentra ya enteramente

abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la doctrina, porque las diferencias son y se resuelven

con paciencia en los lugares correspondientes. Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente

unidos desde ahora. El signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el hablar

en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando consientan que vuestro corazón

adhiera a la unidad a través de una sincera caridad” .

Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y nuevo, si se aplica al

amor entre los miembros de las diversas Iglesias.

“La caridad es paciente…

La caridad no es envidiosa…

No busca solo su interés (o solo el interés de la propia Iglesia).

No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).

No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se

alegra de sus éxitos espirituales).

Todo cree y todo soporta” (1 Cor 13,4 ss).

“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”. También entre los

cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo. “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos

convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta

volvernos, como él ha querido, “una sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una

rueda. Parten desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan también

entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…

Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que existía entre nosotros, o sea

la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a los otros al Padre en un solo Espíritu” (Ef 2, 14.18).

No dejemos de hacerlo para la alegría del Corazón de Cristo y para el bien del mundo.

Traducción de Zenit

1.Cf H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tübingen 1960.

2.UR, 1.
3.Due polmoni, un unico respiro. Oriente e Occidente di fronte ai grandi misteri della fede. Libreria Editrice Vaticana

2015.

4.El texto de la Declaración se encuentra en el Enchiridion Vaticanum (EV) 17,744-817.

5.Ib, nr. 40.

6.J. Monod, Il caso e la necessità, Mondadori, Milano 1970, 136s.

7.J.-P. SARTRE, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.

8.S.Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae , q. 1,a.2,ad 2.

9.G. L. Prestige, God in Patristic Thought, London 1952, chap. XIII; ed. Italiana Dio nel pensiero dei Padri, Bologna, Il

Mulino, 1969, pp. 273 ss. (El triunfo del formalismo).

10.Cf. H.U. von Balthasar, “Casta meretrix, in Sponsa Chnristi, Morcelliana, Brescia, 1969.

11.Agostino, Contra Faustum, 32, 18 (CCL 321, p. 779).

12.Agostino, Discursos, 269, 3-4 (PL 3)

“DEJAOS RECONCILIAR CON DIOS”

Predicación del Viernes Santo 2016 en la Basílica de San Pedro

“Dios nos ha reconciliado consigo por Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación […].Por Cristo

os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él

fuéramos justicia de Dios. Cooperando, pues, con Él, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de

Dios, porque dice: ‘En el tiempo propicio te escuché y en el día de la salud te ayudé’. ¡Este es el tiempo

propicio, este el día de la salud!” (2 Cor 5, 18-6,2).

Son palabras de San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios. El llamamiento del Apóstol a reconciliarse

con Dios no se refiere a la reconciliación histórica entre Dios y la humanidad (esta, acaba de decir, ya ha

tenido lugar a través de Cristo en la cruz); ni siquiera se refiere a la reconciliación sacramental que tiene lugar

en el bautismo y en el sacramento de la reconciliación; se refiere a una reconciliación existencial y personal

que se tiene que actuar en el presente. El llamamiento se dirige a los cristianos de Corinto que están

bautizados y viven desde hace tiempo en la Iglesia; está dirigido, por lo tanto, también a nosotros, ahora y

aquí. “El momento justo, el día de salvación” es, para nosotros, el año de la misericordia que estamos

viviendo”.
¿Pero qué significa, en el sentido existencial y psicológico, reconciliarse con Dios? Una de las razones, quizá

la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que este

tiene de Dios. ¿Cuál es, de hecho, la imagen “predefinida” de Dios en el inconsciente humano colectivo? Para

descubrirla, basta hacerse esta pregunta: “¿Qué asociación de ideas, qué sentimientos y qué reacciones

surgen en ti, antes de toda reflexión, cuando, en el Padre Nuestro, llegas a decir: ‘Hágase tu voluntad’?”

Quien lo dice, es como si inclinase su cabeza hacia el interior resignadamente, preparándose para lo peor.

Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios con todo lo que es desagradable, doloroso, lo que, de una

manera u otra, puede ser visto como limitante la libertad y el desarrollo individuales. Es un poco como si Dios

fuera el enemigo de toda fiesta, alegría y placer. Un Dios adusto e inquisidor.

Dios es visto como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una

entidad que se impone al individuo desde el exterior; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La

transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que requiere una reparación adecuada que el

hombre sabe que no es capaz de darle. De ahí el temor y, a veces, un sordo resentimiento contra Dios. Es un

remanente de la idea pagana de Dios, nunca del todo erradicada, y quizás imposible de erradicar, del corazón

humano. En esta se basa la tragedia griega; Dios es el que interviene, a través del castigo divino, para

restablecer el orden moral perturbado por el mal. A la origen de todo hay la imagen de Dios “envidioso” del

hombre que la serpiente instiló en Adam y Eva.

Por supuesto, ¡nunca se ha ignorado, en el cristianismo, la misericordia de Dios! Pero a esta solo se le ha

encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. La misericordia era la excepción,

no la regla. El año de la misericordia es la oportunidad de oro para sacar a la luz la verdadera imagen del Dios

bíblico, que no solo tiene misericordia, sino que es misericordia.

Esta audaz afirmación se basa en el hecho de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 08.16). Solo en la Trinidad, Dios es

amor, sin ser misericordia. Que el Padre ame al Hijo, no es gracia o concesión; es necesidad, aunque

perfectamente libre; que el Hijo ame al Padre no es gracia o favor, él necesita ser amado y amar para ser Hijo.

Lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, que es el amor personificado.

Es cuando crea el mundo, y en este las criaturas libres, cuando el amor de Dios deja de ser naturaleza y se

convierte en gracia. Este amor es una concesión libre, podría no existir; es hesed, gracia y misericordia. El

pecado del hombre no cambia la naturaleza de este amor, pero causa en este un salto cualitativo: de la

misericordia como don se pasa a la misericordia como perdón. Desde el amor de simple donación, se pasa a

un amor de sufrimiento, porque Dios sufre frente al rechazo de su amor. “He criado hijos, los he visto crecer,
pero ellos me han rechazado” (cf. Is 1, 2). Preguntemos a muchos padres y muchas madres que han tenido la

experiencia, si este no es un sufrimiento, y entre los más amargos de la vida.

***

¿Y qué pasa con la justicia de Dios? ¿Es, esta, olvidada o infravalorada? A esta pregunta ha respondido una

vez por todas San Pablo. Él comienza su exposición, en la Carta a los Romanos, con una noticia: “Ahora, se

ha manifestado la justicia de Dios” (Rm 3, 21). Nos preguntamos: ¿qué justicia? Una que da “unicuique suum”,

a cada uno la suyo, ¿distribuye por lo tanto, las recompensas y castigos de acuerdo a los méritos? Habrá, por

supuesto, un momento en que también se manifestará esta justicia de Dios que consiste en dar a cada uno

según sus méritos. Dios, en efecto, ha escrito poco antes del Apóstol.

“El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan

gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que

obedecen a la injusticia” (Rm 2, 6-8).

Pero no es esta la justicia de la que habla el Apóstol cuando escribe: “Ahora, se ha manifestado la justicia de

Dios”. El primero es un acontecimiento futuro, este un acontecimiento que tiene lugar “ahora”. Si no fuese así,

la de Pablo sería una afirmación absurda, desmentida por los hechos. Desde la perspectiva de la justicia

retributiva, nada ha cambiado en el mundo con la venida de Cristo. Se siguen viendo a menudo, decía

Bossuet , a los culpables en el trono y a los inocentes en el patíbulo; pero para que no se crea que hay alguna

justicia en el mundo y cualquier orden fijo, si bien invertido, he aquí que a veces se nota lo contrario, a saber,

el inocente en el trono y el culpable en el patíbulo. No es, por lo tanto, en esto en lo que consiste la novedad

traída por Cristo. Escuchemos lo que dice el Apóstol:

“Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en

virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por

su propia sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y justificador a los que creen

en Jesús” (Rm 3, 23-26).

¡Dios hace justicia, siendo misericordioso! Esta es la gran revelación. El Apóstol dice que Dios es “justo y el

que justifica”, es decir, que es justo consigo mismo cuando justifica al hombre; él , de hecho, es amor y

misericordia; por eso hace justicia consigo mismo – es decir, se demuestra realmente lo que es – cuando es

misericordioso.

Pero no se entiende nada de esto, si no se comprende lo que significa, exactamente, la expresión “justicia de

Dios”. Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar
de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es

aquella por la cual él nos hace justos mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9)

es aquella por la cual él nos salva” . En otras palabras, la justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace

justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos.

Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después que durante siglos, al menos en la predicación

cristiana, se había perdido el sentido y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el

próximo año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador, sentí que

renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del paraíso” .

Pero no fueron ni Agustín ni Lutero quienes por primeros explicaron así el concepto de “justicia de Dios”; la

Escritura lo habia hecho antes de ellos.

“Cuando se ha manifestado la bondad de Dios y de su amor por los hombres, él nos ha salvado, no en virtud

de las obras de justicia cumplidas por nosotros, sino por su misericordia” (Tt 3, 4-5). “Dios rico de misericordia,

por el gran amor con el que nos ha amado, de muertos que estábamos por el pecado, nos ha hecho revivir

con Cristo, por la gracia habéis sido salvados” (Ef 2, 4).

Decir por lo tanto: “Se ha manifestado la justicia de Dios”, es como decir: se ha manifestado la bondad de

Dios, su amor, su misericordia. ¡La justicia de Dios no solamente no contradice su misericordia, pero consiste

justamente en ella!

***

¿Qué sucedió en la cruz tan importante al punto de justificar este cambio radical en los destinos de la

humanidad? En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI escribió:

“La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado de lado. Tiene que ser

descargado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, visto que los hombres no son capaces,

lo haga el mismo Dios – esta es la bondad incondicional de Dios” .

Dios no se ha contentado de perdonar los pecados del hombre; ha hecho infinitamente más, los ha tomado

sobre sí y se los ha endosado. El Hijo de Dios, dice Pablo, “se ha hecho pecado a nuestro favor”. ¡Palabra

terrible! Ya en la Edad Media había quien tenía dificultad en creer que Dios exigiese la muerte del Hijo para

reconciliar el mundo a sí. San Bernardo le respondía: “No fue la muerte del Hijo que le gustó a Dios, mas bien

su voluntad de morir espontáneamente por nosotros”: “Non mors placuit sed voluntas sponte morientis” . ¡No

fue la muerte por lo tanto, sino el amor el que nos ha salvado!


El amor de Dios alcanzó al hombre en el punto más lejano en el que se había metido huyendo de él, o sea en

la muerte. La muerte de Cristo tenía que aparecer a todos como la prueba suprema de la misericordia de Dios

hacia los pecadores. Este es el motivo por qué esta no tiene ni siquiera la majestad de una cierta soledad,

sino que viene encuadrada en aquella de dos ladrones. Jesús quiso quedarse amigo de los pecadores hasta

el final, y por esto muere como ellos y con ellos.

***

Es la hora de darnos cuenta que lo opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. Jesús no ha

opuesto la misericordia a la justicia, pero a la ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Perdonando los

pecados, Dios no renuncia a la justicia, renuncia a la venganza; no quiere la muerte del pecador, pero que se

convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Jesús en la cruz no le ha pedido al Padre vengar su causa; le pidió perdonar a

sus crucificadores.

El odio y la brutalidad de los ataques terroristas de esta semana en Bruselas nos ayudan a entender la fuerza

divina contenida en las últimas palabras de Cristo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,

34). Por grande que sea el odio de los hombres, el amor de Dios ha sido, y será, siempre más fuerte. A

nosotros está dirigida, en las actuales circunstancias, la exhortación del apóstol Pablo: “No te dejes vencer por

el mal antes bien, vence al mal con el bien” (Rom 12, 21).

¡Tenemos que desmitificar la venganza! Esa ya se ha vuelto un mito que se expande y contagia a todo y a

todos, comenzando por los niños. Gran parte de las historias en las pantallas y en los juegos electrónicos son

historias de venganza, a veces presentadas como la victoria del héroe bueno. La mitad, si no más, del

sufrimiento que existe en el mundo (cuando no son males naturales), viene del deseo de venganza, sea en la

relación entre las personas que en aquella entre los Estados y los pueblos.

Ha sido dicho que “el mundo será salvado por la belleza” ; pero la belleza puede también llevar a la ruina. Hay

una sola cosa que puede salvar realmente el mundo, ¡la misericordia! La misericordia de Dios por los hombres

y de los hombres entre ellos. Esa puede salvar, en particular, la cosa más preciosa y más frágil que hay en

este momento, en el mundo, el matrimonio y la familia.

Sucede en el matrimonio algo similar a lo que ha sucedido en las relaciones entre Dios y la humanidad, que la

Biblia describe, justamente, con la imagen de un matrimonio. Al inicio de todo, decía, está el amor, no la

misericordia. Esta interviene solamente a continuación del pecado del hombre.

También en el matrimonio al inicio no está la misericordia sino el amor. Nadie se casa por misericordia, sino

por amor. Pero después de años o meses de vida conjunta, emergen los límites recíprocos, los problemas de
salud, de finanza, de los hijos; interviene la rutina que apaga toda alegría. Lo que puede salvar un matrimonio

del resbalar en una bajada sin subida es la misericordia, entendida en el sentido que impregna la Biblia, o sea

no solamente como perdón recíproco, sino como un “revestirse de sentimientos de ternura, de bondad, de

humildad, de mansedumbre y de magnanimidad”. (Col 3, 12). La misericordia hace que al eros se añade el

ágape, al amor de búsqueda, aquel de donación y de compasión. Dios “se apiada” del hombre (Sal 102, 13):

¿no deberían marido y mujer apiadarse uno del otro? ¿Y no deberíamos, nosotros que vivimos en comunidad,

apiadarnos los unos de los otros, en cambio de juzgarnos?

Recemos. Padre Celeste, por los méritos del Hijo tuyo que en la cruz “se hizo pecado” por nosotros, haz caer

del corazón de las personas, de las familias y de los pueblos, el deseo de venganza y haznos enamorar de la

misericordia. Haz que la intención del Santo Padre en el proclamar este Año Santo de la Misericordia,

encuentre una respuesta concreta en nuestros corazones y haga sentir a todos la alegría de reconciliarse

contigo en el profundo del corazón. ¡Que así sea!

Traducción de Zenit

1.Jacques-Bénigne Bossuet, “Sermon sur la Providence” (1662), in Oeuvres de Bossuet, eds. B. Velat and Y.

Champailler (Paris: Pléiade, 1961), p. 1062.

2.S. Agustín, El Espíritu y la letra, 32,56 (PL 44, 237).

3.Martin Lutero, Prefación a las obras en latín, ed . Weimar, 54, p.186.

4.Cf. J. Ratzinger – Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice Vaticana 2011, pp. 151.

5.S. Bernardo de Claraval, Contra los errores de Abelardo, 8, 21-22 (PL 182, 1070).

6.F. Dostoevskij, El Idiota, parte III, cap.5.

“EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DEL SEÑORÍO DE CRISTO”

1° predicación, cuaresma 2017

1. «Él dará testimonio de mí»

Al leer la oración de la Misa del primer Domingo de Cuaresma una cosa me impresionó. En ella no se pide a

Dios Padre que nos ayude a realizar una de las obras clásicas de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la

limosna. Se pide, en cambio, «crecer en el conocimiento del misterio de Cristo». Creo que esta es, de hecho,

la obra más bella y agradable a Dios que podemos hacer, y con mis meditaciones querría contribuir a este fin.
Continuando la reflexión iniciada en la predicación de Adviento sobre el Espíritu Santo que debe impregnar

toda la vida y el anuncio de la Iglesia («¡Teología del tercer artículo!»), en estas meditaciones cuaresmales

nos proponemos remontarnos del tercer al segundo artículo del Credo. En otras palabras, trataremos de

poner de relieve cómo el Espíritu Santo «nos introduce en la verdad plena» sobre Cristo y sobre su misterio

pascual, es decir, sobre el ser y actuar del Salvador. Sobre el actuar de Cristo, en sintonía con el tiempo

litúrgico de la Cuaresma, trataremos de profundizar el papel que el Espíritu Santo realiza en la muerte y

resurrección de Cristo y, tras él, en nuestra muerte y en nuestra resurrección.

El segundo artículo del Credo, en su forma completa, suena así:

«Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios

de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia del

Padre; por quien todo fue hecho».

Este artículo central del Credo refleja dos fases diferentes de la fe. La frase «Creo en un solo Señor

Jesucristo», refleja la primerísima fe de la Iglesia, inmediatamente después de la Pascua. Lo que sigue en el

artículo del Credo: «Hijo Unigénito de Dios…» refleja una fase posterior, más evolucionada, posterior a la

controversia arriana y al concilio de Nicea. Dedicamos la presente meditación a la primera parte del artículo

«Creo en un solo Señor Jesucristo», y vemos lo que el Nuevo Testamento nos dice en torno al Espíritu como

autor del verdadero conocimiento de Cristo.

San Pablo afirma que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de

santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Llega a afirmar que «nadie puede decir: Jesús

es el Señor, si no en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3), es decir, gracias a su iluminación interior. Atribuye al

Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le ha dado a él, como a todos los santos

apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5); dice que los creyentes serán capaces de «comprender la amplitud, la

longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento» sólo si son

«fortalecidos por el Espíritu» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y

lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su

relación con el Padre y le dará testimonio (cf. Jn 16,7-15). Más aún, precisamente esto será, de ahora en

adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero espíritu de Dios y no de otro espíritu: si impulsa a

reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).

lgunos creen que el énfasis actual sobre el Espíritu Santo puede ensombrecer la obra de Cristo, como si ésta
fuera incompleta o perfectible. Es una incomprensión total. El Espíritu nunca dice «yo», nunca habla en

primera persona, no pretende fundar una obra propia, sino que siempre hace referencia a Cristo. Él es el

Camino, la Verdad, la Vida; ¡el Paráclito ayuda a hacer comprender todo esto!

La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de toda la obra y

persona de Cristo. Pedro concluye su discurso de Pentecostés con la solemne definición, hoy se diría «Urbi et

Orbi»: «Sepa, pues, con certeza, toda la casa de Israel, que Dios ha constituido a ese Jesús que vosotros

habéis crucificado, Señor (Kyrios) y Mesías» (Hch 2,36). A partir de ese día, la comunidad primitiva empezó a

releer la vida de Jesús, su muerte y su resurrección, en forma diferente; todo pareció claro, como si un velo

hubiera caído de sus ojos (cf. 2 Co 3,16). Aun viviendo codo con codo con él, sin el Espíritu no habían podido

penetrar en la profundidad de su misterio.

Hoy está en curso un acercamiento entre la teología ortodoxa y la teología católica sobre este tema de la

relación entre Cristo y el Espíritu. El teólogo Johannes Zizioulas, en un congreso celebrado en Bolonia en

1980, por una parte expresaba sus reservas sobre la eclesiología del Vaticano II porque, según él, «el Espíritu

Santo fue introducido en la eclesiología después de que se hubiera construido el edificio de la Iglesia sólo con

material cristológico», y por otra, sin embargo, reconocía que también la teología ortodoxa tenía necesidad de

repensar la relación entre cristología y neumatología, para no construir la eclesiología sólo sobre una base

pneumatológica . En otras palabras, a nosotros latinos nos impulsa profundizar el papel del Espíritu Santo en

la vida interna de la Iglesia (que es lo que ocurrió después del Concilio) y a los hermanos ortodoxos el de

Cristo y el de la presencia de la Iglesia en la historia.

2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo

Volvamos pues al papel del Espíritu Santo en relación al conocimiento de Cristo. Se perfilan ya, en el marco

del Nuevo Testamento, dos tipos de conocimiento de Cristo, o dos ámbitos en los que el Espíritu realiza su

acción. Hay un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su misterio y de su persona, y hay un

conocimiento más subjetiva, funcional e interior que tiene por objeto lo que Jesús «hace por mí», más que lo

que él «es en sí mismo».

En Pablo prevalece aún el interés por el conocimiento de lo que Cristo ha hecho por nosotros, por la obra de

Cristo y en particular su misterio pascual; en Juan prevalece el interés por lo que Cristo es: el Logos eterno

que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es «una sola cosa con el Padre» (Jn 10,30). Pero estas

dos tendencias aparecerán evidentes únicamente de los acontecimientos posteriores. Aludimos a ellas

brevemente porque esto nos ayudará a captar cuál es el don que hace el Espíritu Santo, en este campo, hoy
a la Iglesia.

En la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como garante de la tradición apostólica en torno

a Jesús, contra las innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma san Ireneo— se le ha sido confiado el

Don de Dios que es el Espíritu; de él no participan cuantos se separan de la verdad predicada por la Iglesia

con sus falsas doctrinas . Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado al

predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que «el Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta

finalidad, impetrado del Padre como maestro de verdad, él que es el Vicario de Cristo y su administrador,

habría flaqueado en su oficio» .

En la época de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo es visto como el custodio de la

ortodoxia cristológica. En los Concilios, la Iglesia tiene la firme certeza de estar «inspirada» por el Espíritu al

formular la verdad en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la unidad de su persona, a la integridad de su

humanidad. Por lo tanto, el acento está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático, eclesial de Cristo.

Esta tendencia sigue siendo predominante en teología, hasta la Reforma. Sin embargo, con una diferencia.

Los dogmas que en el momento de formularse eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la

Iglesia, una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder mordiente, a hacerse formales. «Dos

naturalezas una persona», se convierte en una fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada de un

largo y sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este tiempo, magníficas experiencias de un

conocimiento de Cristo íntimo, personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de san Bernardo y

Francisco de Asís; pero éstas no influían mucho sobre la teología. También hoy se habla de ellas en la

historia de la espiritualidad, no en la de la teología.

Los reformadores protestantes dan un vuelco a esta situación y dicen: «Conocer a Cristo significa reconocer

sus beneficios, no indagar sobre sus naturalezas y los modos de la encarnación» . El Cristo «para mí» salta al

primer plano. Al conocimiento objetivo y dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio

exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se antepone el «testimonio interno» que el

Espíritu Santo hace a Jesús en el corazón de todo creyente.

Cuando, más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el protestantismo oficial, a convertirse en

«ortodoxia muerta», surgirán periódicamente movimientos, como el pietismo en el ámbito luterano y el

metodismo en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice del conocimiento de Cristo coincide,

en estos ambientes, con el momento en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente toma conciencia de

que Jesús murió «por él», precisamente por él, y lo reconoce como su Salvador personal:
«Por primera vez con todo el corazón yo creí;

creí con fe divina,

y el Espíritu Santo obtuve el poder

de llamar mío al Salvador.

Sentí la sangre de expiación de mi Señor

directamente aplicada a mi alma» .

Completamos esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase en la manera de concebir la

relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento de Cristo: la que ha caracterizado los siglos de la Ilustración,

de los que nosotros somos directos herederos. Vuelve a estar en auge un conocimiento objetivo, separado;

sin embargo, no ya de tipo ontológico, como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa

saber quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, las naturalezas, la persona), sino quién ha sido en la

realidad de la historia. ¡Es la época de la investigación en torno al llamado «Jesús histórico»!

En esta fase, el Espíritu Santo ya no desempeña ningún papel en el conocimiento de Cristo; está del todo

ausente en ello. El «testimonio interno» del Espíritu Santo se identifica ahora con la razón y con el espíritu

humano. El «testimonio exterior» es lo único importante, pero con ello ya no se entiende el testimonio

apostólico de la Iglesia, sino únicamente el de la historia, comprobada con los distintos métodos críticos. El

presupuesto común de este esfuerzo era que para encontrar al verdadero Jesús, hay que buscar fuera de la

Iglesia, desatarlo «de las vendas del dogma eclesiástico» .

Sabemos cuál fue el resultado de toda esta investigación del Jesús histórico: el fracaso, aunque esto no

significa que no haya traído también muchos frutos positivos. A este respecto, todavía persiste un

malentendido de fondo. Jesucristo —y después de él otros hombres, como san Francisco de Asís— no ha

vivido simplemente en la historia, sino que ha creado una historia, y vive ahora en la historia que ha creado,

como un sonido en la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado de los historiadores racionalistas

parece querer separarlo de la historia que ha creado, para restituirlo a la común y universal, como si se

pudiera percibir mejor un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta. La historia que

Jesús ha comenzado, o la onda que ha emitido, es la fe de la Iglesia animada por el Espíritu Santo y sólo a

través de ella se remonta uno a su fuente.

No se excluye con ello la legitimidad de la normal investigación histórica sobre él, pero esta debería ser más

consciente de su límite y reconocer que no agota todo lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más
noble de la razón es reconocer que hay algo que la supera , así el acto más honesto del historiador es

reconocer que hay algo que no se alcanza con la sola historia.

3. El sublime conocimiento de Cristo

Al final de su obra clásica sobre la historia de la exégesis cristiana, Henri de Lubac llegaba a una conclusión

bastante pesimista. A nosotros los modernos nos faltan —decía—, las condiciones para poder resucitar una

lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la

unidad de las Escrituras que ellos tenían. Querer imitar hoy su audacia al leer la Biblia sería casi exponerse a

la profanación porque nos falta el espíritu del que brotaban esas cosas . Sin embargo, no cerraba del todo la

puerta a la esperanza; en otra obra suya dice que «si se quiere reencontrar algo de lo que fue, en los primeros

siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir en primer lugar un

movimiento espiritual» .

Lo que De Lubac notaba a propósito de la inteligencia espiritual de las Escrituras, se aplica, con mucha mayor

razón, al conocimiento espiritual de Cristo. No basta con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy

actualizados. Si falta el soporte de una experiencia vivida del Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo

IV, a la primera elaboración de la teología del Espíritu, lo que se dice permanecerá siempre en lo exterior del

verdadero problema. Nos faltan las condiciones necesarias para elevarnos al nivel en el que obra el Paráclito:

el impulso, la audacia y esa «sobria embriaguez del Espíritu», de la que hablan casi todos los grandes autores

de aquel siglo. No se puede presentar a un Cristo en la unción del Espíritu, si no se vive, en cierto modo, en la

misma unción.

Ahora bien, precisamente aquí se ha realizado la gran novedad deseada por el P. De Lubac. En el siglo

pasado surgió, y ha ido ampliándose cada vez más, un «movimiento espiritual» que ha creado las bases para

una renovación de la pneumatología a partir de la experiencia del Espíritu y de sus carismas. Hablo del

fenómeno pentecostal y carismático. En sus primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido como

reacción a la tendencia racionalista y liberal de la Teología (como el pietismo y el metodismo mencionados

más arriba), ignoró deliberadamente la teología y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la

teología.

Pero cuando, hacia la mitad del siglo pasado, penetró en las Iglesias tradicionales que tenían una amplia

instrumentación teológica y recibió una acogida de fondo por parte de las respectivas jerarquías, la teología ya

no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del

Espíritu Santo, los más conocidos teólogos del momento, católicos y protestantes, examinaron el significado
del fenómeno pentecostal y carismático para la renovación de la doctrina del Espíritu Santo .

Todo esto nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista del conocimiento de Cristo. ¿Qué

conocimiento de Cristo va surgiendo en esta nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más

significativo no es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas metodologías sugeridas por la filosofía

del momento (estructuralismo, análisis lingüístico, etc.), sino el redescubrimiento de un dato bíblico elemental:

¡Que Jesucristo es el Señor! El señorío de Cristo es un mundo nuevo en el cual se entra sólo «por obra del

Espíritu Santo».

San Pablo habla de un conocimiento de Cristo de grado «superior», o, incluso, «sublime», que consiste en

conocerlo y proclamarlo precisamente como «Señor» (cf. Flp 3,8). Es la proclamación que, unida a la fe en la

resurrección de Cristo, hace de una persona un salvado: «Si con tu boca proclamas que “¡Jesús es el Señor!”,

y con el corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Ahora bien, este

conocimiento sólo lo hace posible el Espíritu Santo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no bajo la

acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Cada uno, por supuesto, puede decir con los labios aquellas palabras,

incluso sin el Espíritu Santo, pero no sería entonces la gran cosa que acabamos de decir; no haría de la

persona un salvado.

¿Qué hay de especial en esta afirmación que la hace tan decisiva? Se puede explicar la cosa desde distintos

puntos de vista, objetivos o subjetivos. La fuerza objetiva de la frase: «Jesús es el Señor» está en el hecho de

que hace presente la historia y en particular el misterio pascual. Es la conclusión que brota de dos

acontecimientos: Cristo murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación; por eso es el

Señor. «Para esto Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor de los muertos y de los vivos» (Rom 14,9).

Los acontecimientos que la han preparado se han encerrado en esta conclusión y en ella se hacen presentes

y operantes. En este caso la palabra es realmente «la casa del ser ». La proclamación: «Jesús es Señor» es

la semilla desde la cual se ha desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior.

Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende de nosotros— la fuerza de esa proclamación

está en el hecho de que supone también una decisión. Quien la pronuncia decide sobre el sentido de su vida.

Es como si dijera: «Tú eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi salvador, mi

jefe, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre mí». Yo pertenezco a ti más que a mí mismo,

porque tú me has comprado a caro precio (cf. 1 Cor 6,19ss).

El aspecto de decisión inherente a la proclamación de Jesús «Señor» asume hoy una actualidad particular.

Algunos creen que es posible, e incluso necesario, renunciar a la tesis de la unicidad de Cristo, para favorecer
el diálogo entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús «Señor» significa precisamente

proclamar su unicidad. No en vano el artículo nos hace decir: «Creo en un solo Señor Jesucristo». San Pablo

escribe:

«Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud

de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las

cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos

nosotros» (1 Cor 8,5-6).

El Apóstol escribía estas palabras en el momento en que la fe cristiana se asomaba, pequeña y recién nacida,

a un mundo dominado por cultos y religiones potentes y prestigiosas. El valor que hoy es necesario para creer

que Jesús es «el único Señor» es nada en comparación con el que hacía falta entonces. Pero el «poder del

Espíritu» no se concede más que a quien proclama a Jesús Señor, en esta acepción fuerte de los orígenes.

Es un dato de experiencia. Sólo después de que un teólogo o un anunciador ha decidido apostar todo sobre

Jesucristo «único Señor», lo que se dice todo, incluso a costa de ser «expulsado de la sinagoga», sólo

entonces experimenta una certeza y un poder nuevos en su vida.

4. Del Jesús «personaje» al Jesús «persona»

Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es, decía, la novedad y la gracia que Dios está

concediendo en nuestros tiempos, a su Iglesia. Me he dado cuenta de que cuando interrogaba a la tradición

sobre todos los demás temas y palabras de la Escritura, los testimonios de los Padres se agolpaban en la

mente; cuando he probado a interrogarla sobre este punto, permanecía casi muda. Ya en el siglo III, el título

de Señor no es comprendido ya en su significado kerigmático; fuera del ámbito religioso judío, no era tan

significativo para expresar suficientemente la unicidad de Cristo. Orígenes considera «Señor» (Kyrios) el título

propio de quien está todavía en la fase del temor; le corresponde, según él, el título de «siervo», mientras que

a «Maestro» le corresponde el de «discípulo» y amigo .

Se sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en un nombre de Cristo como los

demás, incluso muy a menudo en uno de los elementos del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor

Jesucristo». Pero una cosa es decir: «Nuestro Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!».

Un índice de este cambio es el modo en que fue traducido en la Vulgata el texto de Filipenses 2,11: «at omnis

lengua confiteatur quia Dominus noster Iesus Christus in gloria est Dei Patris», «toda lengua proclame que el

Señor nuestro Jesucristo está en la gloria de Dios Padre». Pero una cosa es decir «nuestro Señor Jesucristo

está en la gloria de Dios Padre» y otra decir: «Jesucristo es nuestro Señor para gloria de Dios Padre». De
este modo, que es el de las traducciones hoy en curso, no se pronuncia sólo un nombre, sino que se hace

una profesión de fe.

¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace hacer en el conocimiento de

Cristo? Está en el hecho de que la proclamación de Jesús Señor es la puerta que consiente el conocimiento

de Cristo ¡resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas

(y de correspondientes herejías), ya no sólo objeto de culto y de memoria, aunque sea la litúrgica y

eucarística, sino persona viviente y siempre presente en espíritu.

Este conocimiento espiritual y existencial de Jesús como Señor, no lleva a descuidar el conocimiento objetivo,

dogmático y eclesial de Cristo, sino que lo revitaliza. Gracias al Espíritu Santo, dice san Ireneo, la verdad

revelada, «como un depósito valioso contenido en un vaso de valor, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer

también al vaso que la contiene» . A uno de estos dogmas, el que constituye la segunda parte de nuestro

artículo del Credo: «engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre», dedicaremos, si Dios quiere,

nuestra próxima meditación.

No sabría indicar una resolución práctica mejor a tomar al término de estas reflexiones que la que se lee al

comienzo de la Exhortación Apostólica del papa Francisco Evangelii gaudium:

«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su

encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo

cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (n.3).

© De la traducción Pablo Cervera Barranco

1.Cf. JOHANNES D. ZIZIOULAS, «Cristologia, pneumatologia e istituzioni ecclesiastiche: un punto di vista

ortodosso», en Cristianesimo nella storia 2 (Bologna 1981) 111-127.

2.Cf. S. IRENEO, Contra las herejías, III, 24, 1-2.

3.TERTULIANO, La prescripción de los herejes, 28, 1: CCL 1, 209.

4.F. MELANCHTON, Loci theologici, en Corpus Reformatorum (Brunsviga 1854) 85.

5.CH. WESLEY, Himno «Gloria a Dios, alabanza y amor» (Glory to God and Praise and Love).

6.Cf. A. SCHWEIZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, II (Múnich 1966) 620s.

7.B. PASCAL, Pensamientos, 267 (ed. Brunschwicg).

8.Cf. H. DE LUBAC, Eségèse médiévale, II, 2 (París 1964)79.

9.H. DE LUBAC, Storia e Spirito (Roma 1971) 587.

10.AA.VV, Erfahrung und Theologie des Heiligen Geistes (Múnich 1974) (trad. it. La riscoperta dello Spirito
(Milán 1977); cf. también Y. CONGAR, Credo nello Spirito Santo, 2 (Brescia 1982) 157-224 [trad.esp. El

Espíritu Santo (Barcelona 21999)]; J. MOLTMANN, El Espírito de la vida (Salamanca 1998); M. WELKER, Lo

Spirito di Dio. Teologia dello Spirito Santo (Brescia 1995) 17.

11.Es la famosa afirmación del filósofo MARTIN HEIDEGGER en su Carta sobre el humanismo (Alianza

Editorial, Madrid 2013).

12.Cf. ORÍGENES, Comentario a Juan, I, 29: SCh 120,158.

13.Cf. SAN IRENEO, Contra las herejías, III, 24,1.


Copyright © 2011, Padre Raniero C

“EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA DIVINIDAD DE CRISTO”

2° predicación, cuaresma 2017

1. La fe de Nicea

Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto

no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento

llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción

griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados

en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias

naciones europeas.

Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en

absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las

Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-

cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.

La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este

movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero

ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el

ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el

fenómeno . Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas

meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe
en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo

lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales . Es una confirmación de la vida de

que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.

Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció

restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor

Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En

efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús

Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título

Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión

aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya

en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la

primitiva comunidad .

Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es

suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo —lo sabemos

por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el

único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de

Cristo.

Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor,

Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos,

precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su

culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.

Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el

concilio de Nicea del 325:

«Nacido del Padre antes de todos los siglos:

Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma sustancia (homoousios) del Padre».

El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él,

ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en

mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su
convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven,

gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que

dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la

semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere») .

La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido

afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el

concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de

eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la

divinidad de Cristo en las discusiones teológicas.

Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos,

engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir,

engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir,

pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que

no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás

criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue

inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la expresión

«engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea,

Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar

su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo.

Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y

filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las

cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas,

Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la

cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer

lugar, las criaturas.

La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del

universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del

ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del

primero, no de las segundas.

Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en
cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino

en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.

Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde

les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión

sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo

Jesús.

El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes

controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica

reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum») . En el uso

que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde

toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por

un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre

seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que

se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre» .

Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para

Kant lo es la existencia misma de Dios . No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un

postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de

ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la

explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que

ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la

salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.

2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en

su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios

principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se

cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o

se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la

divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por

quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los

arrianos:
«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino

que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad» .

San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los

judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe

de los cristianos es la resurrección de Cristo» . Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se

debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y

resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él

es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe

de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un

cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy

presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a

veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda,

un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él

representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a

todo esto parasitismo literario.

Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero

si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante

ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como

«creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser

supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una

fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones

de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.

También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por

objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto.

Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no

de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero

ciertamente no de Jesús.

Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del

significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores
y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio

pascual de muerte y resurrección.

Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al

reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se

daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la

fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es

ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en

él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos,

después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis

que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San

Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para

tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín .

En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha

tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y

que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide)

escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer.

3. ¿Quién es el que vence al mundo?

Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias.

Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un

esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas

las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un

nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el

Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el

Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no

ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente.

Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe:

«Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos

entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena

política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente
no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías

de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no

juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más

bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se

alegrará» (Jn 16,20).

Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre

lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En

efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En

este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de

ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al

hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la

naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»

(Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene

abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el

evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos y Zoè:

estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran

cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y

muy difundido.

¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno,

Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que

entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un

significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado

todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo

de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su

mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» . En la línea de lo

que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda

humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).

«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el


mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia,

se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba

fundada sobre roca» (Mt 7,25).

4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»

Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara

a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre

humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una

muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del

papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto

momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano:

«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]

Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»

Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe

en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos

que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias

ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo

revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.

Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son

palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A

nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos

reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la

ocasión para hacerlo.

¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en

este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte,

precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el

sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de

nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá

de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus

primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!


La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús

merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros,

venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.

© De la traducción Pablo Cervera Barranco

1.ULRICH LAEPPLE (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).

2.LAEPPLE, o.c., 34.

3.Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción de Marana-tha.

4.Martyrium Polycarpi, VIII,2

5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X, 96, en C. KIRCH, Enchiridion Fontium

Historiae Ecclesiasticae Antiquae (Herder, Barcelona 1965) 23.

6.SAN ATANASIO, De decretis Nicenae synodi, 31.

7.SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta a Cledonio: PG 37,181.

8.SAN ATANASIO, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.

9.I. KANT, Crítica de la razón práctica, cap. III, VI

10.SAN ATANASIO, Contra Arianos I, 17-18: PG 26, 48.

11.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120, 6: CCL 40, 1791.

12.SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.

13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.

14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.
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“EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA MUERTE DE CRISTO”

3° predicación, cuaresma 2017

1. El Espíritu Santo en el misterio pascual de Cristo

En las dos meditaciones precedentes, hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la

«verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como «Señor» y como «Dios verdadero de

Dios verdadero». En las restantes meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra de

Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en
primer lugar, en la presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.

Apenas publicado el programa de estas predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore

Romano, se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad habrá en sus meditaciones?

He respondido: Si se entiende «actualidad» en el sentido de referencias a situaciones o acontecimientos en

curso, temo que haya muy poco de actual en las próximas predicaciones de Cuaresma. Pero, en mi opinión,

«actual» no es sólo «lo que está en curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son

las eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo de la propia existencia, en cada

época y en cada cultura. Es la misma distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre

estamos tentados de anteponer lo urgente a lo importante, y lo «reciente» a lo eterno». Es una tendencia

agudizada especialmente por el ritmo apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los

medios de comunicación

¿Qué hay más importante y actual para el creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la

vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, el inicio de la verdadera vida?

Ahora bien, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a tales problemas.

La diferencia que hay entre esta actualidad y la mediática de las noticias es la misma que hay entre quien

pasa el tiempo mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por la ola siguiente!) y quien

levanta la mirada para contemplar el mar en su inmensidad.

Con esta conciencia meditemos, pues, el misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La

Carta a los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios»

(Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua

del texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu Santo, que estaba en él, el impulso

para ofrecerse en sacrificio al Padre y la fuerza que lo sostuvo durante su pasión.

Sucede para el sacrificio como para la oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te

bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu Santo que suscitaba en él la oración y era

el Espíritu Santo quien lo impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno que el Hijo

hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al

Padre por nosotros en el tiempo.

La relación entre el Espíritu Santo y la muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan.

«No había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa de los ríos de agua viva—

porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra en
Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús «entregó el Espíritu», simbolizado por el

agua y la sangre; escribe, en efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua

y la sangre» (1 Jn 5,7-8).

El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del

nacimiento y luego, públicamente, en su bautismo, el Espíritu Santo es dado a Jesús; en el momento de la

muerte Jesús da el Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido, él lo ha

derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a las multitudes el día de Pentecostés (Hch

2,33). A los Padres de la Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El Señor —escribía san

Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron), para soplar sobre la

Iglesia la incorruptibilidad» .

En este punto debemos evocar la observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de Cristo.

Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando

«no sólo se conmemora un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su significado

para nosotros y se acoja santamente» . Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el

Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué ha cambiado a propósito de nuestra

muerte.

2. Uno murió por todos

El Credo de la Iglesia termina con las palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo

futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente,

porque la muerte no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado de

cerca para pasarla en silencio.

Para poder valorar el cambio obrado por Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios

intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque el hombre intenta hoy

«consolarse» con ellos. La muerte es el problema humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión

filosófica moderna sobre la muerte.

«Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá

sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no… Pero de nadie se dice: quizá muera o quizá no

muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de

hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo, debe morir; está

condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe
morir, no hay remedio, está condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o un poco

más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer» .

Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo .

Este pensamiento de Agustín lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte

entrara con pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre como «un-ser-para-la-

muerte», él hace de la muerte no un accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida,

aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la

vida y se entrega a la muerte. «Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el

fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada es la

única posibilidad del hombre.

Es el vuelco más radical de la visión cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin

embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su larga reflexión sobre el hombre no es ni

escandalosa ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino humano

abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender la diferencia que introduce la fe en Cristo.

Más que la filosofía son quizá los poetas quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas

sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo de los soldados en la

trinchera durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:

«Se está

como en otoño

en los árboles

las hojas».

La misma Escritura del Antiguo Testamento no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en

los libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet,

el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte.

«Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Sal 90,12).

¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el

sabio del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo habrá un

juicio.

La Biblia nos refiere las opiniones inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y triste; no

hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie que libere de los infiernos. No hay vuelta de la
muerte… Nacimos por casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab 2,1ss). Sólo en

este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada

por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios,

aunque no se sabe qué quiere decir esto en concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee:

«Preciosa es delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos apoyarnos demasiado

en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la

muerte de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.

¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello,

el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema: «Cuando existo yo —decía— no

existe aún la muerte; cuando existe la muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de

exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que desplazaban los cementerios fuera de la

población.

También se han agarrado remedios positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra,

sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”) —decía el poeta latino—, porque quedarán

mis escritos, mi fama». «He erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el hombre

sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como especie .

Otro de estos remedios paliativos es la reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina

como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente qué es la

reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga

concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si

debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca todas estas vías de escape ilusorias: «Está establecido

que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Heb 9,27). ¡Una sola vez! La

doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe de los cristianos.

En nuestros días se ha ido más allá. Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene

muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción de que la especie humana, gracias

a los progresos de la tecnología, ya está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir

durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta

final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar

inmediatamente en las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia humana: «No moriréis en

absoluto; al contrario, seréis como Dios» (cf. Gén 3,4-5)


3. La muerte ha sido devorada por la victoria

Existe un único y verdadero remedio para la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo

proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo anuncia al mundo este cambio:

«Si por la caída de uno solo, muchos murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia

proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados abundantemente sobre muchos […]. En

efecto, si por la caída de uno solo, la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la

abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de ese uno que es Jesucristo»

(Rom 5,12-17).

Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios:

«La muerte ha sido sumergida en la victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu

aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean

dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).

El factor decisivo es colocado en el momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero,

¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro mismo de la muerte? Podemos

rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha

salido por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro que, sin embargo, debe

volver a morir. No, él ha abierto una brecha en el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden

seguirlo.

Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz

de sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a la muerte que mataba al hombre» .

Y san Agustín: «A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a nosotros, que creemos

en su resurrección, para que pasemos también de la muerte a la vida». La muerte se ha convertido en un

paso ¡y un paso hacia lo que no pasa! Dice bien Juan Crisóstomo :

«Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El

poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a

la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor,

entonces esta ya no es muerte, sino un sueño» .

Todos estos modos de explicar el sentido de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la

explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte, Jesús ha venido a poner en la

condición humana, más que en lo que ha venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado
del hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el odio, no lo hace sólo para pagar,

en lugar de los hombres, su deuda insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el rey!);

¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos sean habitados por el amor!

El hombre se había condenado por sí solo a una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte,

descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha podido prescindir de la muerte, a causa

de la libertad del ser humano: el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la trágica

realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar que el sufrimiento y la muerte digan su palabra.

Pero dado que el amor ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el amor quien

tiene ahora la última palabra.

4. Qué ha cambiado en la muerte

¿Qué ha cambiado, pues, con Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para la fe.

No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra

con fuerza el icono ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en la pared de la

izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a

todos los que se agarran a él, en los infiernos de este mundo.

Esto explica la actitud paradójica del creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los

demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que debe bajar a aquel abismo oscuro; pero

también de esperanza porque sabe que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el

Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad». A los fieles de Tesalónica,

afligidos por la muerte de algunos de ellos, san Pablo les escribía:

«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros

que no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó, creemos también que Dios, por

medio de Jesús, llevará de nuevo con él a los que han muerto» (1 Tes 4,13-14).

No les pide que no estén afligidos por la muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no

creyentes. La muerte no es para el creyente el final de la vida, sino el comienzo de la verdadera; no es un

salto en el vacío, sino un salto a la eternidad. Es un nacimiento y es un bautismo. Es un nacimiento, porque

sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte, sino que dura para siempre. Por eso

la Iglesia no celebra la fiesta de los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su nacimiento

para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a
la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una vez llegado a la luz. Escribe

Cabasilas:

«Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y

formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión,

mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma

tomando por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los santos» .

La muerte es también un bautismo. Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo

ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser «bautizados en la muerte de Cristo»

(Rom 6,4). Antiguamente, en el momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos los

pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y salía de ella una criatura nueva,

simbolizada por la túnica blanca con la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la

mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni angustia porque las

cosas primeras han pasado» (Ap 21,4). Todo sepultado para siempre.

Durante varios siglos, especialmente desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética

católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar sobre la muerte, describiendo

visualmente sus diferentes estadios y su inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón.

Casi todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con una calavera al lado, incluso

Francisco de Asís que también había llamado a la muerte «hermana».

Una de las atracciones turísticas de Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se

puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para una época tan secularizada y

despreocupada como la nuestra; sobre todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito

que sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui; lo que yo soy, tú serás».

Todo esto ha dado a alguien el pretexto de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte.

Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho para acrecentar el miedo a la muerte,

sino para quitarlo; Cristo, dice la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a la

muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb 2,15). ¡El cristianismo no se abre camino

con el pensamiento de nuestra muerte, sino con el pensamiento de la muerte de Cristo!

Por eso, más eficaz que meditar sobre nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y

debemos decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha meditación era también el

pan cotidiano en la espiritualidad de los siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y
gratitud, no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí!» (Gál 2,20).

Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por

cuenta propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos de media hora. Conocí a una

mujer intelectual que se profesaba atea. Un día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su

hija de dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve del quirófano martirizada, con

tubos, sondas y goteros por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de

consuelo.

La madre, sabiendo que era piadosa y religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del

Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un evangelio, corre a

comprar uno a los capellanes; se sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se duerme,

pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el

libro escrito después de la muerte de la hija—, y la madre se despertaba!». Se despertaba de su ateísmo. La

lectura de la pasión de Cristo la había cambiado la vida para siempre .

Terminemos con la simple, pero densa oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia

per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu

santa cruz has redimido el mundo».

©de la traducción PABLO CERVERA BARRANCO

1.SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Efesios, 17.

2.SAN AGUSTÍN, Epístola 55,1,2: CSEL 34,1, p.170.

3.Cf. SAN AGUSTÍN, Sermón Guelf. 12, 3: MiscAg I, 482ss.

4.SAN AGUSTÍN, Confesiones I, 6, 7.

5.Cf. M. HEIDEGGER, Essere e tempo, § 51 (Longanesi, Milán 1976) 308s [trad. esp. Tiempo y ser [Tecnos,

Madrid 2014)].

6.HORACIO, Odas, III, 30,1.6.

7.MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 66: SCh 123, 96.

8.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120,6.

9.SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Haebr, hom. 17,2: PG 63,129.

10.N. CABASILAS, La vida en Cristo, I, 1-2 (Rialp, Madrid 41999) 20-21.


“EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO”

4° predicación, cuaresma 2017

En las primeras dos meditaciones de Cuaresma Hemos reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce

en la verdad plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero. En la última meditación

hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su

muerte redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su resurrección y la nuestra.

San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que

Cristo «fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de

los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que

entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande,

exterminado» de resucitados a la vida y a la esperanza (cf. Ez 37,1-14).

Pero no querría proseguir mi meditación por esta línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda

la teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no significa hacer entrar a la fuerza el

Espíritu Santo en toda afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza del Paráclito,

que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por así decirlo, en la sombra, como entre bastidores.

Más que hablar «del» Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en» el Espíritu Santo,

con todo lo que comporta este simple cambio de preposición.

1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico

Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la

resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido

realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los

términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia (como

alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la

historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el

que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha

propuesto?

Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque

alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su

evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc
1,4) y que transmitimos a los demás.

La fe de los discípulos, salvo alguna excepción (Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su

trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las

palabras de los dos discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres

días» (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado.

Ahora —siempre en calidad de historiadores— vayamos a algún año, incluso a alguna semana después.

¿Que encontramos? Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz

alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el

mundo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y

universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos.

«La piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha convertido en piedra angular» (1 Pe

2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro

nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch

4,12).

¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían

huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por

él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: «¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede

realizar el historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa respuesta.

La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia,

como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se

abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia

y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento

en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas

vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita

Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado.

La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María

demuestra el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo en la comunidad,

atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador

profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo

de Poncio Pilato , calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para
quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad.

¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la

consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e

inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la

explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento

decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos

huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo

provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente

nueva y a la fundación de la Iglesia. Este “algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua» .

Se ha observado justamente que, si se niega el carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento

de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: «La idea

de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio

inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el

acontecimiento —es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente un

lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento» .

¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos

captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al

sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes

que ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe

constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta con

constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la

fe . Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la

mirada, pero no con los pies.

2. Significado apologético de la resurrección

Pasando de la historia a la fe, también cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo

Testamento y de la liturgia de la Iglesia es asertivo, apodíctico, que no se basa en demostraciones dialécticas.

«Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta.

Estamos aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo que llamamos el kerigma.

«Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que

Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así,
estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes, de haber

creído, porque entonces se experimenta que Jesús está vivo.

Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en

Jesucristo. Dios Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha

puesto un sello definitivo a su reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas, san

Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba

segura sobre él» (Hch 17,31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la

vida de su Hijo Jesús.

La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos hombres

—tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por causas equivocadas, incluso por causas

inicuas. Su muerte no ha hecho verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad de

ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que «nadie tiene amor más

grande que quien da la vida por la persona amada» (Jn 15,13).

Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo,

Jesús respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se

le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el vientre

del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su

fundamento, todo el edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros

seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-

15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo».

Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los

cristianos, y no es cristiano quien no lo cree .

3. Significado mistérico de la resurrección

Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la

autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un

significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que

creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de

nuestra propia resurrección de la muerte:


«Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, aquel que resucitó a

Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita

en vosotros» (Rom 8,11).

La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento.

El segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado: «Después de que muramos —

exclama uno de los siete hermanos asesinado bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y

eterna» (cf. 2 Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la

revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más

maduro.

Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la

insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez más evidente —especialmente tras la

experiencia del exilio— que la suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una

retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible no caer en la desesperación.

Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la

desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15).

El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la

mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la

mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una

novedad. Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó viuda, sin hijos varones, es

expuesta por el cuñado), ellos hipotizan el caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete

maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la

resurrección, ¿de quién va a ser mujer»?

Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está

el error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección su fundamentación más profunda y

más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En

cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la zarza

ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama

«Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace

generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que

¡Abraham, Isaac y Jacob están vivos en alguna parte!


Más que sobre la respuesta de Jesús a los saduceos, la fe en la resurrección se basa en el hecho de su

resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, —exclama Pablo—, ¿como

pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la

resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15,12-13). Es absurdo pensar en un

cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe

en la nada.

La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del

corazón humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos,

es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo,

alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por

la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad (cf. 2 Cor 5,1-5; 1 Cor 15,51-53).

Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y

«arras». Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san Pablo a propósito del Espíritu (2

Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la

diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez

efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago,

sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de su Espíritu, nos ha dado como arras el

amor, cuando nos dé toda la realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que completará

lo que ya ha dado» .

Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y son parte de ella, así las arras son parte de la plena

posesión del Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más que la inmortalidad del

alma, quien asegura, como se ve, la continuidad entre nuestra vida presente y futura.

Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión, la condición espiritual de los

resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman

mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la

resurrección, son hijos de Dios».

Se ha intentado explicar el tránsito de la condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la

naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la

oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la

incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en


potencia; se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44).

La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio

impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a

pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para

representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí

misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es

Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de

Dios.

Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y

gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera

después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús

al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como

sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa»

con él en la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8,17).

Una simpática historia narrada por un escritor alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna

más que todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval vivían dos monjes unidos entre

sí por una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no

hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufus,

que era capataz, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas;

Rufinus que era organista, como toda resonando melodías celestes.

Al final hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo

que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría bastado una palabra. Si era como

habían pensado, diría simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era totalmente

imposible— fuera otra cosa, diría: aliter, distinto!

Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche,

pero nada; esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada. Finalmente, en el aniversario de la

muerte, de noche, en un halo de luz, el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta,

seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el amigo sacude la cabeza en signo negativo.

Desesperado, grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y finalmente de los

labios cerrados del amigo salen, como en un soplo, dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo
muy diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo que habían imaginado, que no se

puede describir, y poco después muere también él, por el deseo de alcanzarlo .

El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni

nunca entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (cf. 1 Cor 2,9).

San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una

visión; estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de que no podía haber nada

más grande y radiante de lo que había visto, dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le

respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos bienes, porque, en relación con

los bienes futuros, ellos son como un cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero» .

Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y

aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la orilla. Y también para

nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos

que nos conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia ella .

©de la traducción PABLO CERVERA BARRANCO

1.TÁCITO, Anales 25.

2.MARTIN DIBELIUS, Iesus (Berlín 1966) 117.

3.CHARLES H. DODD, History and the Gospel (Londres 1964) 76.

4.Cf. SØREN KIERKEGAARD, Diario, X, 4, A, 523.

5.Cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Psalmos, 120, 6: CCL 40,1791.

6.SAN AGUSTÍN, Sermones, 23, 9: CCL 41, 314.

7.H. FRANCK, Der Regenbogen. Siebenmalsieben Geschichten (Leipzig 1927).

8.SAN SIMEÓN NUEVO TEÓLOGO, Segunda oración de agradecimiento: SCh 113, 350.

9.SAN AGUSTÍN, La Trinidad IV,15,30; Confesiones, VII, 21.

“SE HA MANIFESTADO LA JUSTICIA DE DIOS”

EL V CENTENARIO DE LA REFORMA PROTESTANTE, UNA OCASIÓN DE GRACIA Y RECONCILIACIÓN

PARA TODA LA IGLESIA”

5° predicación, cuaresma 2017


1. Los orígenes de la Reforma protestante

El Espíritu Santo que —hemos visto en las meditaciones anteriores—nos conduce a la verdad plena sobre la

persona de Cristo y sobre su misterio pascual, nos ilumina también sobre un aspecto crucial de nuestra fe en

Cristo, es decir, sobre el modo en que la salvación realizada por él nos alcanza hoy en la Iglesia. En otras

palabras, sobre el gran problema de la justificación del hombre pecador mediante la fe. Creo que tratar de

arrojar luz sobre la historia y sobre el estado actual de este debate es la forma más útil para hacer del

aniversario del V centenario de la Reforma protestante una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la

Iglesia.

No podemos prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que está centrado

dicho debate. Dice:

21Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los

profetas, 22justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna;

23todos pecaron y están privados de la gloria de Dios 24y son justificados por el don de su gracia, en virtud

de la redención realizada en Cristo Jesús, 25a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su

propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos

anteriormente, 26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente,

para ser él justo y justificador del que cree en Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse?

¡Queda eliminado! ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe. 28Porque pensamos que el

hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley.

¿Cómo ha podido suceder que este mensaje tan consolador y luminoso se haya convertido en la manzana de

la discordia en el seno de la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa en dos continentes religiosos

diferentes? También hoy, para el creyente medio, en algunos países del norte de Europa, dicha doctrina

constituye la divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado que fieles laicos

luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la justificación por la fe?», como la condición para poder

escuchar lo que yo decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la Reforma con «el artículo

con el que la Iglesia está en pie o cae» (articulus stantis et cadentis Ecclesiae).

Debemos remontarnos a la famosa «experiencia de la torre» de Martín Lutero ocurrida en los años 1511 o

1512. (Se llama así porque se piensa que ocurrió en una celda del convento agustino de Wittenberg llamada

«la Torre»). Lutero estaba angustiado, hasta casi la desesperación y el resentimiento hacia Dios, por el hecho

de que con todas sus observancias religiosas y penitencias no lograra sentirse acogido y en paz con Dios.
Fue aquí donde de repente se le encendió en la mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive

por la fe». Fue una liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la muerte, escribió: «Cuando

descubrí esto me sentí renacer y me parecía que se abrían de par en par para mí las puertas del paraíso» .

Con razón, algunos historiadores luteranos remontan a este momento, es decir, a algunos años antes del

1517, el verdadero comienzo de la Reforma. La ocasión que transformó esta experiencia interior en una

verdadera avalancha religiosa fue el incidente de las indulgencias que hizo que Lutero decidiera colocar las

famosas 95 tesis, en la iglesia del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre del 1517. Es importante señalar esta

sucesión histórica de los hechos. Ella nos dice que la tesis de la justificación por fe y no por las obras, no fue

el resultado de la polémica con la Iglesia del tiempo, sino su causa. Fue una verdadera iluminación desde lo

alto, una «experiencia» (Erlebnis), como es definida por él mismo.

Surge una pregunta espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado por la toma de posición de Lutero?

¿Qué había en ella de tan revolucionario? San Agustín había dado muchos siglos antes, sobre la expresión

«justicia de Dios», la misma explicación. «La justicia de Dios (justitia Dei) —escribió— es aquella gracias a la

cual, por su gracia, llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de Dios (salus Dei) (Sal 3,9) es

aquella por la cual Dios nos salva nosotros» .

San Gregorio Magno había dicho: «No se llega desde las virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes». Y

san Bernardo: «Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo apropio (usurpo!) con confianza del costado

traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. […] ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, recordaré

sólo tu justicia. En efecto, ella es también la mía, porque tú eres para mí la justicia de parte de Dios (cf. 1 Cor

1,30)» . Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho paulino «la letra mata,

mientras que el Espíritu da la vida» (2 Cor 3,6), escribe que por letra se entienden también los preceptos

morales del Evangelio, por lo cual «también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia

de la fe que sana» .

El concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tiene dificultades en reafirmar esta

convicción del primado de la fe y de la gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama

de la reforma encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley necesarias en el contexto de todo

el proceso de la salvación, según la fórmula paulina de la «fe que obra a través de la caridad» («fides quae

per caritatem operatur») (Gál 5,6) . Así se explica cómo, en el contexto del nuevo clima de diálogo ecuménico,

haya sido posible llegar a la Declaración conjunta de la Iglesia Católica y de la Federación Mundial de las

Iglesias Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el 31 de octubre de 1999, en la que
se toma nota de un acuerdo fundamental, aunque todavía no total, sobre esta doctrina.

Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de «mucho ruido para nada»? ¿Fruto de un equívoco?

Debemos responder con firmeza: ¡no! Es cierto que el magisterio de la Iglesia nunca había anulado las

decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo

que habían escrito Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo, las revoluciones no estallan

por ideas o teorías abstractas, sino por situaciones históricas concretas, y la situación de la Iglesia, desde

hacía tiempo, no reflejaba realmente las convicciones. La vida, la catequesis, la piedad cristiana, la dirección

espiritual, por no hablar de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir que lo que cuenta

son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se entendían en general las enumeradas

por Jesús en Mateo 25, sin las cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos; se entendían

más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a la Iglesia y, como compensación a estas cosas,

las indulgencias.

El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no sólo a la latina. Después de que el

cristianismo se convirtió en religión de estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la

familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir sobre el momento en que se llega a la fe y sobre

la decisión personal con la que se llega a ser creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas de la fe, en

otras palabras, sobre la moral, sobre las costumbres.

Un signo revelador de este desplazamiento de interés lo indica Henri de Lubac en su Historia de la exégesis

medieval. En la fase más antigua, el orden de los cuatro sentidos de la Escritura era: sentido histórico literal,

sentido cristológico o de fe, sentido moral y sentido escatológico . Cada vez más a menudo, este orden se

sustituye por uno diferente en el que el sentido moral viene antes del cristológico o de fe. Antes del «qué

creer», se plantea el «qué hacer». El deber viene antes del don. En la vida espiritual, se pensaba, primero

está la vía de la purificación y luego la de la iluminación y la de la unión . Sin darse cuenta, se venía a decir

exactamente lo contrario de lo que había escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las

virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes».

2. La doctrina de la justificación por fe, después de Lutero

A continuación de Lutero y mucho antes que los otros grandes dos reformistas, Calvino y Zwiglio, la doctrina

de la justificación gratuita por la fe, en aquellos que hicieron de ello una razón de vida, tuvo por efecto una

indudable mejora de la calidad de vida cristiana, gracias a la circulación de la palabra de Dios en lengua

vulgar, a los numerosos himnos y cantos inspirados, a los subsidios escritos, hechos accesibles al pueblo por
la reciente invención y difusión de la imprenta.

En el frente exterior, la tesis de la justificación por la sola fe se convirtió en la línea divisoria entre el

catolicismo y el protestantismo. Muy pronto (en parte, con Lutero mismo), esta contraposición se extendió y se

convirtió también en contraposición entre cristianismo y judaísmo, con los católicos que representaban, según

algunos, la continuación del legalismo y ritualismo judío, y el protestantismo que representaba la novedad

cristiana.

La polémica anticatólica se casa con la polémica antijiudía que, por otras razones, no estaba menos presente

en el mundo católico. El cristianismo se habría formado por oposición, no por derivación, del judaísmo. A partir

de Ferdinand Christian Baur (1792-1860), se va afianzando la tesis de las dos almas del cristianismo: la

petrina del llamado «protocatolicismo» (Frühkatholizismus) y la paulina que encuentra su expresión más

acabada en el protestantismo.

Esta convicción lleva a distancias lo más posible la religión cristiana respecto del judaísmo. Se intentarán

explicar las doctrinas y los misterios cristianos (incluido el título de Kyrios, Señor, y el culto divino dado a

Jesús), como fruto del contacto con el helenismo. El criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un

dicho y de un hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es atestiguado en el medio ambiente

hebreo del tiempo. Si no fue esta la razón principal de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que,

unida a la acusación de deicidio, lo favoreció, dándole una tácita cobertura religiosa.

A partir de los años ’70 del siglo pasado, hubo un vuelco radical en este ámbito de los estudios bíblicos. Y es

necesario decir algo sobre ello para clarificar cuál es el estado actual de la doctrina paulina y luterana de la

justificación gratuita por la fe en Cristo. La naturaleza y el objetivo de este discurso mío me dispensan de citar

los nombres de los autores modernos comprometidos en este debate. Quién está versado en la materia no

tendrá dificultad en dar nombre a los autores de las tesis aquí aludidas; a los demás, pienso que no les

interesan los nombres sino las ideas.

Se trata de la llamada «nueva perspectiva sobre Jesús de Nazaret», también conocida como «tercera vía de

investigación sobre el Jesús histórico» (tercera después de la liberal del siglo XIX y la de Bultmann y

seguidores del siglo XX). Esta nueva perspectiva consiste en reconocer en el judaísmo la verdadera matriz

dentro de la cual se ha formado el cristianismo, destruyendo el mito de la irreductible alteridad del cristianismo

con respecto al judaísmo. El criterio con el que se juzga la mayor o menor probabilidad de que un dicho y un

hecho de la vida de Jesús sea auténtico es su compatibilidad con el judaísmo de su tiempo, no su

incompatibilidad como se pensaba en un tiempo.


Algunas ventajas de este nuevo enfoque son evidentes. Se reencuentra la continuidad de la revelación. Jesús

se sitúa dentro del mundo judío, en la línea de los profetas bíblicos. Se hace también más justicia al judaísmo

del tiempo de Jesús, mostrando su riqueza y variedad. El inconveniente es que se ha ido tan lejos en esta

conquista que se la ha transformado en una pérdida. En muchos representantes de esta tercera investigación,

Jesús termina por disolverse completamente en el mundo judío, sin distinguirse más que por alguna

interpretación particular de la Torah. Se le reduce a uno de los profetas judíos, un «carismático itinerante»,

«un campesino judío del Mediterráneo», como alguien ha escrito. Recuperada la continuidad, se ha perdido la

novedad. La nueva perspectiva ha producido estudios de muy diverso nivel (por ejemplo, los de James D. G.

Dunn, mi autor preferido); pero he aludido a la versión que ha circulado más ampliamente a nivel divulgativo e

influido en la opinión pública.

Se sigue reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado que se haya construido cada vez una

imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento y no nos damos cuenta de que continuamos en la

misma línea. Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos depende, de hecho, al menos en parte, del

sentimiento de culpa (¡más que justificado!) respecto del pueblo judío y de la nueva actitud respecto de ellos,

inaugurada en la Iglesia católica por el decreto «Nostra Aetate» del Vaticano II. Un fin excelente, pero

perseguido con un medio inadecuado (al menos para el modo en que se utiliza).

Quién ha puesto en evidencia lo iluso de este enfoque a efectos de un diálogo serio entre judaísmo y

cristianismo fue precisamente un judío, el rabino estadounidense Jacob Neusner . Quien ha leído el libro de

Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya sabe mucho sobre el pensamiento de este rabino con el cual

dialoga en uno de los capítulos más apasionantes de su libro. Jesús no puede ser considerado un judío como

otro cualquiera, explica Neusner, visto que se pone a sí mismo por encima de Moisés y se proclama «Señor

del sábado».

Pero, sobre todo respecto de san Pablo, la «nueva perspectiva» muestra toda su insuficiencia. Según uno de

sus más conocidos representantes, la religión de las obras, contra la que el Apóstol se lanza con tanta

vehemencia en sus cartas, no existe en la realidad. El judaísmo, incluso en el tiempo de Jesús, es un

«nomismo de la alianza» (Covenantal Nomism), es decir, una religión basada en la iniciativa gratuita de Dios y

en su amor; la observancia de la ley es consecuencia de ello, no la causa; sirve para permanecer en la

alianza, no para entrar en ella. La religión judía sigue siendo la de los patriarcas y los profetas, en cuyo centro

está la hesed, la gracia y la benevolencia divina.

Se buscan entonces los posibles blancos distintos a la polémica de Pablo: no «los judíos», sino los «judeo-
cristianos», o ese tipo de judaísmo «celoso» que se siente amenazado por el mundo pagano circundante y

reacciona a la manera de los Macabeos. En definitiva, lo que había sido su judaísmo, antes de la conversión,

y que le había llevado a perseguir a los creyentes helenistas como Esteban.

Pero estas explicaciones parecen insostenibles y terminan por hacer incomprensible y contradictorio el

pensamiento del Apóstol. En los capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una acusación tan universal

como la humanidad misma: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios»;

por tres veces se lee la expresión «judíos y griegos», es decir judíos y gentiles, del mismo modo. ¿Cómo se

puede pensar que a una acusación tan universal corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de

creyentes?

3. La justificación por fe: ¿doctrina de Pablo o de Jesús?

La dificultad nace, en mi opinión, del hecho de que la exégesis de Pablo se comporta, a veces, como si el

problema comenzara con él y como si Jesús no hubiera dicho nada al respecto. La doctrina de la justificación

gratuita por la fe no es un invento de Pablo, sino el mensaje central del Evangelio de Cristo, en cualquier

modo en que haya sido conocido por el Apóstol: ya sea por revelación directa del Resucitado, o por la

«tradición» que dice haber recibido y que no estaba limitada ciertamente a las pocas palabras del kerigma (cf.

1 Cor 15,3). Si no fuera así, tendrían razón aquellos que dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero fundador

del cristianismo.

El núcleo de la doctrina está contenido ya en la palabra «Evangelio», alegre noticia, que Pablo ciertamente no

ha inventado de la nada. Al comienzo de su ministerio, Jesús proclamaba: «El tiempo se ha cumplido y el

reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama,

llamarse «buena noticia» si sólo fuera un amenazador llamamiento a cambiar de vida? Lo que Cristo encierra

en la expresión «reino de Dios» —es decir, la iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la

humanidad—, san Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad fundamental. «Reino

de Dios» y «justicia de Dios» los ha acercado Jesús mismo entre sí cuando dice: «Buscad primeramente el

reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).

Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», enseñaba ya, por tanto, la justificación mediante

la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre «volver atrás», como indica el mismo término hebreo shub;

significaba volver a la alianza violada, mediante una renovada observancia de la ley. Convertirse, en

consecuencia, tiene un significado principalmente ascético, moral y penitencial y se realiza cambiando la

conducta de vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis
salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el sentido de convertirse hasta Juan Bautista

incluido.

En boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al comienzo de su predicación),

respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse ya no significa volver atrás, a la

Antigua Alianza y a la observancia de la ley; significa hacer un salto hacia adelante, entrar en la Nueva

Alianza, captar este reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él mediante la fe. «Convertíos y creed»

no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed; convertíos

creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse», cuanto «ser consciente», es decir darse cuenta de la

novedad, pensar de modo nuevo. El humanista Lorenzo Valla (1405-1457), en sus Adnotationes in Novum

Testamentum, ya había puesto de relieve este sentido nuevo de la palabra metanoia en el uso de Jesús.

Innumerables datos evangélicos, y la mayoría de ellos seguramente se remontan a Jesús, confirman esta

interpretación. Uno es la insistencia con la que Jesús afirma la necesidad de hacerse como un niño para

entrar en el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene nada que dar, sólo puede recibir; no

pide una cosa a los padres porque se la ha ganado, sino sólo porque sabe que es amado. Acepta la

gratuidad.

Tampoco la polémica paulina contra la pretensión de salvarse por sus obras nace con él. Hay que negar una

infinidad de hechos para excluir del Evangelio todas las referencias polémicas a un cierto número de

«escribas, fariseos y doctores de la ley». No se pueden dejar de reconocer en la parábola del fariseo y del

publicano en el templo los dos tipos de religiosidad contrapuestos a continuación por san Pablo: la de quien

confía en sus prestaciones religiosas y la de quien se confía a la misericordia de Dios y vuelve a casa

«justificado» (Lc 18,14).

No se trata de una tentación presente solo en una religión, sino en toda religión, incluido por supuesto el

cristianismo. (¡Los evangelistas no recogieron las parábolas de Jesús para criticar a los fariseos, sino para

amonestar a los cristianos!). Si Pablo toma de mira el judaísmo es porque ese es el contexto religioso en el

que viven él y sus interlocutores, pero se trata de una categoría religiosa más que étnica. Judíos, en el

contexto, son aquellos que, a diferencia de los paganos, están en posesión de una revelación, conocen la

voluntad de Dios y, fortalecidos por este hecho, se sienten al seguro por parte de Dios y juzgan al resto de la

humanidad. Ya en el siglo III, Orígenes decía que ahora, los que son tomados de mira por las palabras del

Apóstol, son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y diáconos», es decir, los guías, los maestros del

pueblo .
La dificultad de conciliar la imagen que Pablo nos da de la religión hebrea con lo que conocemos de ella por

otras fuentes deriva de un error fundamental de método. Jesús y Pablo tienen que ver con la vida vivida, con

el corazón; los estudiosos, en cambio, con los libros y los testimonios escritos. Las declaraciones orales o

escritas dicen exactamente lo que las personas saben que deben ser o que querrían ser, no necesariamente

lo que son. No sorprende encontrar en las Escrituras y en las fuentes rabínicas del tiempo afirmaciones

conmovedoras y sinceras sobre la gracia, la misericordia, la iniciativa preveniente de Dios; pero una cosa es lo

que dice la Escritura o lo que enseñan los maestros, y otra lo que los hombres tienen en el corazón y gobierna

sus acciones.

Lo que sucedió en el momento de la Reforma protestante ayuda a comprender la situación en el tiempo de

Jesús y de Pablo. Si uno mira la doctrina enseñada en las escuelas de teología del tiempo, las definiciones

antiguas nunca impugnadas, a los escritos de Agustín tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de

Cristo, lectura diaria de las almas piadosas, encontrará allí una magnífica doctrina de la gracia y no entenderá

contra quién la pagaba Lutero; pero si uno mira la vida cristiana del tiempo, el resultado, como hemos visto, es

muy diferente.

4. Cómo predicar hoy la justificación por fe

¿Qué concluir de esta mirada a vista de pájaro a los cinco siglos transcurridos desde el comienzo de la

Reforma protestante? Es vital, en efecto, que el centenario de la Reforma no se desaproveche,

permaneciendo prisioneros del pasado, intentando establecer errores y razones, quizá en un tono más

pacífico que en el pasado. Debemos, más bien, dar un salto adelante, como cuando un río llega a una esclusa

y reanuda su curso a un nivel más alto.

La situación ha cambiado desde entonces. Las cuestiones que provocaron la separación entre la Iglesia de

Roma y la Reforma fueron sobre todo las indulgencias y el modo en que tiene lugar la justificación del impío.

Pero, ¿podemos decir que estos son los problemas con los cuales se mantiene en pie o cae la fe del hombre

de hoy? En una ocasión recuerdo que el cardenal Kasper hizo esta observación: para Lutero el problema

existencial número uno era cómo superar el sentimiento de culpa y obtener un Dios benevolente; hoy el

problema, si acaso, es el contrario: cómo devolver al hombre el verdadero sentido del pecado que ha perdido

del todo.

Esto no significa ignorar el enriquecimiento realizado por la Reforma o desear volver atrás, al tiempo anterior.

Más bien, significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus muchas e importantes conquistas,

una vez liberadas de ciertas distorsiones y excesos debidos al clima acalorado del momento y a la necesidad
de enderezar abusos crasos.

Entre los excesos que resultan de la secular concentración sobre el problema de la justificación del impío, uno

me parece que ha hecho del cristianismo occidental un anuncio sombrío, concentrado totalmente en el

pecado, que la cultura secular ha acabado por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo que Jesús,

con su muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo que ha donado, es decir, el Espíritu Santo.

Muchos exegetas consideran hoy el capítulo tercero de la carta a los Romanos sobre la justificación por la fe,

como inseparable del capítulo octavo sobre el don del Espíritu y un todo uno con él.

La justificación gratuita mediante la fe en Cristo debería ser predicada hoy por toda la Iglesia y con más vigor

que nunca. Sin embargo, no en oposición a las «obras» de que habla el Nuevo Testamento, sino en contraste

con la pretensión del hombre postmoderno de salvarse por sí solo con su ciencia y tecnología o con

espiritualidades improvisadas y tranquilizadoras. Estas son las «obras» en las que confía el hombre moderno.

Estoy convencido de que si Lutero volviera a la vida, este sería el modo en que también él predicaría hoy la

justificación por la fe.

Otra cosa importante deberíamos recoger todos, luteranos y católicos, del iniciador de la Reforma. Para él —

hemos visto—, la justificación gratuita por la fe fue ante todo una experiencia vivida y sólo posteriormente

teorizada. Lamentablemente, después de él, se convirtió cada vez más en una tesis teológica a defender o a

combatir, y cada vez menos en una experiencia personal y liberatoria, a vivir en la propia relación intima con

Dios. La declaración conjunta de 1999 recuerda muy oportunamente que el consenso alcanzado por los

católicos y luteranos sobre verdades fundamentales de la doctrina de la justificación deberá tener efectos y

encontrar una respuesta, no sólo en la enseñanza de las Iglesias, sino también en la vida de las personas (n.

43).

Nunca debemos perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que le importa afirmar al Apóstol en

primer lugar, en Romanos 3, no es que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe en

Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, cuanto que somos justificados por la gracia de Cristo.

Cristo es el corazón del mensaje, aún antes que la gracia y la fe. Él es, hoy, el artículo con el que la Iglesia se

mantiene en pie o cae: una persona, no una doctrina.

Debemos alegrarnos porque esto es lo que está sucediendo en la Iglesia y en mayor medida de lo que

normalmente se piensa. En los últimos meses he podido participar en dos encuentros: uno en Suiza,

organizado por evangélicos con la participación de los católicos; el otro en Alemania, organizado por católicos

con la participación de los evangélicos. Este último celebrado en Augsburgo en enero pasado, me ha parecido
verdaderamente un signo de los tiempos. Había seis mil católicos y dos mil luteranos, en su mayoría jóvenes,

procedentes de toda Alemania. El título en inglés era «Holy Fascination», santa fascinación. El que fascinaba

a la multitud era Jesús de Nazaret, hecho presente y casi tangible por el Espíritu Santo. Detrás de todo esto,

una comunidad de laicos y una casa de oración (Gebetshaus), activa desde hace años y en plena comunión

con la Iglesia católica local.

No era un ecumenismo del «¡querámonos mucho!». Misa muy católica (¡con incienso!”), presidida una vez por

mí y una vez por el obispo auxiliar de Augsburgo; otro día, Santa Cena presidida por un pastor luterano, en

total respeto de cada uno por la propia liturgia. Adoración, enseñanzas, música: un clima que sólo los jóvenes

son capaces hoy de organizar y que podría servir como modelo para algún acontecimiento especial durante

las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Pregunté una vez a los responsables si debía hablar de la unidad de los cristianos; me respondieron: «No,

preferimos vivir la unidad, en lugar de hablar de ella». Tenían razón. Son signos de la dirección en que el

Espíritu —y con él el papa Francisco—nos invitan a caminar.

¡Feliz y Santa Pascua!

____________________________________________________________________

©de la traducción PABLO CERVERA BARRANCO

1.M. LUTERO, Prefacio a las obras en latín, ed. Weimar vol. 54, p. 186.

2.SAN AGUSTIN, De spiritu et littera, 32,56 : PL 44,237.

3.SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, II, 7: PL 76,1018.

4.SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.

5.SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-IIae, q.106, a.2.

6.CONCILIO DE TRENTO, «Decretum de iustificatione», 7, en DENZINGER-SCHOENMETZER, Enchiridion

Symbolorum (Herder, Barcelona 341963) n. 1531.

7.Es clásico el dístico con que fue expresado este orden: Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis,

quid agas; quo tendas anagogia. La letra te enseña lo sucedido; lo que necesitas creer, la alegoría. / La moral,

qué hacer; a donde tender, la anagogía.

8.Cf. HENRI DE LUBAC, Histoire de l’exégèse médiévale. Le quatre sens de l’Ecriture, vol I,1 (Aubier, París

1959) 139-157.

8.JACOB NEUSNER, A Rabbi talks with Jesus (McGill-Queen’s University Press, Montreal 2000) [trad. esp.

Un rabino habla con Jesús: el libro con el que Benedicto XVI dialoga en Jesús de Nazaret (Encuentro, Madrid
2008)].

10.ORÍGENES, Comentario de la Carta a los Romanos, II, 2: PG 14,873.


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalam

“O CRUX, AVE, SPES UNICA”

LA CRUZ, ÚNICA ESPERANZA DEL MUNDO

Predicación del Viernes Santo de 2017 en la Basílica de San Pedro

Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de Cristo. Nada más que la crónica de una muerte violenta.

Nunca faltan noticias de muertos asesinados en nuestros noticiarios. Incluso en estos últimos días ha habido

algunas, como la de los 38 cristianos coptos asesinados en Egipto. ¿Por qué, entonces, después de 2000

años, el mundo recuerda todavía la muerte de Jesús de Nazaret como si hubiera pasado ayer? El motivo es

que su muerte ha cambiado el sentido mismo de la muerte. Reflexionemos algunos instantes sobre todo esto.

«Al llegar a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados

con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Al comienzo de

su ministerio, a quien le preguntaba con qué autoridad expulsaba a los mercaderes del Templo, Jesús

respondió: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn

2,19.21), había comentado Juan en aquella ocasión, y he aquí que ahora el mismo evangelista nos atestigua

que del lado de este templo «destruido» brotan agua y sangre. Es una alusión evidente a la profecía de

Ezequiel que hablaba del futuro templo de Dios, del lado del que brota un hilo de agua que se convierte

primero en riachuelo, luego un río navegable y en torno al cual florece toda forma de vida (cf. Ez 47, 1 ss.).

Pero penetremos dentro de la fuente de este «río de agua viva» (Jn 7,38), en el corazón traspasado de Cristo.

En el Apocalipsis, el mismo discípulo al que Jesús amaba escribe: «Luego vi, en medio del trono, rodeado por

los cuatro seres vivientes y los ancianos, un Cordero, en pie, como inmolado» (Ap 5,6). Inmolado, pero en pie,

es decir, traspasado, pero resucitado y vivo.

Existe ya, dentro de la Trinidad y dentro del mundo, un corazón humano que late, no sólo metafóricamente,

sino realmente. Si, en efecto, Cristo ha resucitado de la muerte, también su corazón ha resucitado de la

muerte; él vive, como todo el resto de su cuerpo, en una dimensión distinta de antes, real, aunque mística. Si

el Cordero vive en el cielo «inmolado, pero de pie», también su corazón comparte el mismo estado; es un
corazón traspasado pero viviente; eternamente traspasado, precisamente porque está eternamente vivo.

Fue creada una expresión para describir el colmo de la maldad que puede amasarse en el seno de la

humanidad: «corazón de tinieblas». Tras el sacrificio de Cristo, más profundo que el corazón de tinieblas,

palpita en el mundo un corazón de luz. En efecto, Cristo al subir al cielo, no ha abandonado la tierra, como, al

encarnarse, no había abandonado la Trinidad.

«Ahora se realiza el designio del Padre —dice una antífona de la Liturgia de las Horas—, hacer Cristo el

corazón del mundo». Esto explica el irreductible optimismo cristiano que hizo exclamar a una mística

medieval: «El pecado es inevitable, pero todo estará bien y todo tipo de cosa estará bien» (Juliana de

Norwich).

***

Los monjes cartujos adoptaron un escudo que figura en la entrada de sus monasterios, en sus documentos

oficiales y en otras ocasiones. En él está representado el globo terráqueo, rematado por una cruz, con una

inscripción alrededor: «Stat crux dum volvitur orbis: está inmóvil la cruz, entre las evoluciones del mundo.

¿Qué representa la cruz, para que sea este punto fijo, este árbol maestro entre la agitación del mundo? Ella

es el «No» definitivo e irreversible de Dios a la violencia, a la injusticia, al odio, a la mentira, a todo lo que

llamamos «el mal»; y, al mismo tiempo, es el «Sí», igualmente irreversible, al amor, a la verdad, al bien. «No»

al pecado, «Sí» al pecador. Es lo que Jesús ha practicado durante toda su vida y que ahora consagra

definitivamente con su muerte.

La razón de esta distinción es clara: el pecador es criatura de Dios y conserva su dignidad a pesar de todos

sus desvíos; el pecado no; es una realidad espuria, añadida, fruto de las propias pasiones y de la «envidia del

demonio» (Sab 2,24). Es la misma razón por la que el Verbo, al encarnarse, asumió todo del hombre, excepto

el pecado. El buen ladrón, a quien Jesús moribundo promete el paraíso, es la demostración viva de todo esto.

Nadie debe desesperar; nadie debe decir, como Caín: «Demasiado grande es mi culpa para obtener el

perdón» (Gén 4,13).

La cruz no «está», pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que

ha habido, hay y habrá en la historia humana. «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo —

dice Jesús a Nicodemo—, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,17). La cruz es la

proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí

mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.

***
«Dum volvitur orbis», mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos

tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era

atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la

realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una

sociedad «líquida»; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que

aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.

Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que

el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: «Qué hicimos para

disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros?

¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por

todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada

infinita?»

Se dijo que «matar a Dios es el más horrendo de los suicidios», y es lo que estamos viendo. No es verdad que

«donde nace Dios, muere el hombre» (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el

hombre.

Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una

profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto

desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el

agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.

Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene,

sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra!

Hay esperanza, porque encima de ella «está la cruz de Cristo». Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos

hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: «O crux, ave spes única», Salve, oh

cruz, esperanza única del mundo.

Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado.

«¡Vosotros lo crucificasteis —grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés—, pero Dios lo ha resucitado!»

(Hch 2,23-24). Él es quien «había muerto, pero ahora vive por los siglos» (Ap 1,18). La cruz no «está» inmóvil

en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en

él como una realidad en curso, viva y operante.

***
Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el

análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las

personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y

tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno

de nosotros.

La Biblia lo llama el corazón de piedra: «Arrancaré de ellos el corazón de piedra —dice Dios en el profeta

Ezequiel— y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26). Corazón de piedra es el corazón cerrado a la voluntad

de Dios y al sufrimiento de los hermanos, el corazón de quien acumula sumas ilimitadas de dinero y queda

indiferente ante la desesperación de quien no tiene un vaso de agua para dar al propio hijo; es también el

corazón de quien se deja dominar completamente por la pasión impura, dispuesto a matar por ella, o a llevar

una doble vida. Para no quedarnos con la mirada siempre dirigida hacia el exterior, hacia los demás, digamos,

más concretamente: es nuestro corazón de ministros de Dios y de cristianos practicantes si vivimos todavía

fundamentalmente «para nosotros mismos» y no «para el Señor».

Está escrito que en el momento de la muerte de Cristo «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo,

la tierra tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos muertos

resucitaron» (Mt 27,51s). De estos signos se da, normalmente, una explicación apocalíptica, como de un

lenguaje simbólico necesario para describir el acontecimiento escatológico. Pero también tienen un significado

parenético: indican lo que debe suceder en el corazón de quien lee y medita la Pasión de Cristo. En una

liturgia como la presente, san León Magno decía a los fieles: «Tiemble la naturaleza humana ante el suplicio

del Redentor, rómpanse las rocas de los corazones infieles y salgan los que estaban cerrados en los

sepulcros de su mortalidad, levantando la piedra que gravaba sobre ellos» .

El corazón de carne, prometido por Dios en los profetas, está ya presente en el mundo: es el Corazón de

Cristo traspasado en la cruz, lo que veneramos como «el Sagrado Corazón». Al recibir la Eucaristía, creemos

firmemente que ese corazón viene a latir también dentro de nosotros. Al mirar dentro de poco la cruz digamos

desde lo profundo del corazón, como el publicano en el templo: «¡Oh, Dios, ten piedad de mí, pecador!, y

también nosotros, como él, volveremos a casa «justificados» (Lc 18,13-14) .

© De la traducción Pablo Cervera Barranco

“NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO” (ROM. 12,12)


1° predicación, cuaresma 2018

«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir

cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).

En una sociedad en la que cada uno se siente investido con la tarea de transformar el mundo o la Iglesia, cae

esta palabra de Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este mundo»: después de

estas palabras habríamos esperado que se nos dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino

transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está dentro de vosotros, antes de creer poder

transformar el mundo que está fuera de vosotros.

Será esta palabra de Dios, sacada de la Carta a los Romanos, la que nos introduzca este año en el espíritu de

la Cuaresma. Como desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una introducción general a

la Cuaresma, sin entrar en el tema específico del programa, también por la ausencia de parte del auditorio

ocupado en otro lugar en los Ejercicios Espirituales.

1. Los cristianos y el mundo

Demos primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha sido comprendido y vivido

desde el Evangelio hasta nuestros días. Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si se

quieren comprender las necesidades del presente.

En los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi siempre se entiende en sentido moralmente

neutro. Tomado en sentido espacial, mundo indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en

sentido temporal, indica el tiempo o el «siglo» (aion) presente. Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra

«mundo», se carga de una relevancia moral y viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha

llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la

exhortación de Pablo de la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en su Primera Carta:

« No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.

Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la

arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16).

Todo esto no conduce nunca a perder de vista que el mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá

siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto

amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga

vida eterna» (Jn 3,16).


La actitud hacia el mundo que Jesús propone a sus discípulos está encerrada en dos preposiciones: estar en

el mundo, pero no ser del mundo: «Ya no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero ellos están

en el mundo […]. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16).

Durante los tres primeros siglos, los discípulos se muestran conscientes de esta posición suya única. La Carta

a Diogneto, escrito anónimo de final del siglo II, describe así el sentimiento que los cristianos tenían de sí

mismos en el mundo:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por

sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género

de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres

estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades

griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el

vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de

todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos,

pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria

como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que

conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne» .

Sinteticemos al máximo la continuación de la historia. Cuando el cristianismo se convierte en religión tolerada

y luego muy pronto protegida y favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende inevitablemente a

atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste

así a un doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de permanecer como sal de la

tierra y no perder el sabor, huyen, también físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el monacato

teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio: «Fuge, tasce, quiesce», «Huye, calla, vive retirado» .

Al mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más iluminados tratan de adaptar el ideal del

apartamiento del mundo a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino espiritual del mundo.

San Basilio en Oriente y san Agustín en Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión

ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga

del mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en vertical, no en horizontal, hacia arriba, no

hacia el desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas materiales y las pasiones

humanas, para unirse a lo que es divino, incorruptible y eterno.

Los Padres de la Iglesia —los capadocios en primera línea— proponen una ascética cristiana que responde a
esta exigencia religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin embargo, los valores propios del

Evangelio. Para empezar, la fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del esfuerzo

humano. El acto fundamental no está al final del camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no

está reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San Ambrosio escribirá un tratadito Sobre la

huida del mundo, dirigiéndolo a todos los neófitos . La separación del mundo que él propone es sobre todo

afectiva: «La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino, permaneciendo en la tierra, en observar

la justicia y la sobriedad, en renunciar a los vicios y no al uso de los alimentos» .

Este ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas diversas, toda la historia de la

espiritualidad cristiana. Una oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere et amare

caelestia», «despreciar las cosas de la tierra y amar las del cielo».

2. La crisis del ideal de la «fuga mundi»

Las cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos atravesado, a propósito del ideal

de la separación del mundo, una fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue «criticado» y

mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el

humanismo del renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a veces de matriz paganizante,

por los valores mundanos. Pero el factor determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada

«secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su punto álgido en el siglo XX.

El cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de mundo o de siglo. En toda la historia de la

espiritualidad cristiana, la palabra saeculum, había tenido una connotación tendencialmente negativa, o al

menos ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición al siglo futuro o a la eternidad.

Con el paso de pocas décadas, cambió de signo, hasta asumir, en los años ‘60 y ‘70, un significado muy

positivo. Algunos títulos de libros que salieron en aquellos años, como El significado secular del Evangelio, de

Paul van Buren, y La ciudad secular, de Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado nuevo,

optimista, de «siglo» y de «secular». Nació una «teología de la secularización».

Sin embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo exagerado respecto del mundo,

que no tiene en cuenta suficientemente su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se opone al

espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado momento nos hemos dado cuenta de que al ideal

tradicional de la fuga «del» mundo, se había sustituido, en la mente de muchos (también entre el clero y los

religiosos), por el ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una mundanización.

En este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y delirantes que jamás se han pasado
bajo el nombre de «teología». La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza y se

mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la

muerte de Dios». Existe también una sana teología de la secularización en que ésta no es vista como algo

opuesto al Evangelio, sino más bien como un producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos

hablando.

Alguien ha hecho notar que las «teologías de la secularización» mencionadas no eran otra cosa que un

intento apologético tendente «a proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia religiosa del

hombre moderno»; eran también «la ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente

marginación» . Pronto se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos años no se habló ya

casi de teología de la secularización y algunos de sus mismos promotores tomaron distancias.

Como siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver a interrogar a la Palabra de Dios «viva y

eterna». Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino

transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo

bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

Para el Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos conformarnos: no el mundo

creado y amado por Dios, no los hombres del mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al

encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. El «mezclarse» con este mundo del

sufrimiento y la marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allí,

de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es

el egoísmo.

Detengámonos más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando lo íntimo de nuestra

mente. Todo en nosotros comienza por la mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que dice:

Supervisa los pensamientos porque se convierten en palabras.

Supervisa las palabras porque se convierten en acciones.

Supervisa las acciones porque se convierten en costumbres.

Supervisa las costumbres porque se convierten en tu carácter.

Supervisa tu carácter porque se convierte en tu destino.

Antes que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de pensar, es decir, en la fe. En el origen

de la mundanización hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este sentido, la exhortación

del Apóstol no hace más que revitalizar la de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed»,
¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de pensar «según los hombres» y

comenzad a pensar «según Dios» (cf. Mt 16,23). Tenía razón san Tomás de Aquino al decir que «la primera

conversión se realiza creyendo»: la prima conversio fit per fidem .

La fe es el terreno de enfrentamiento primario entre el cristiano y el mundo. Por la fe el cristiano ya no es

«del» mundo. Cuando leo las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la observación del

universo, la visión del mundo que nos dan escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es

reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo ni siquiera es tomado en cuenta, siento que

pertenezco, gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Dichosos

los ojos que ven lo que vosotros veis» y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación y

dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha

revelado a los sencillos» (Lc 10,21-23).

Entendido en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a creer. El pecado, del que Jesús

dice que el Paráclito «convencerá al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9). Juan escribe: «Esta es

la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee: «También

vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la

manera de este mundo, siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que ahora obra en los

hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu

del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña

un papel decisivo la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde

vía éter.

«Se determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede

sustraerse. Nos atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él se

considera cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las cosas

y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a como las presenta… Su característica es

interpretar el mundo y la existencia humana a su manera» .

Es lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos». Actúa como el vampiro de la leyenda. El vampiro

se pega a las personas que duermen y mientras le chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en ellas un

líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada

vez más en el sueño y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor que el vampiro,

porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el
mundo primero duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías espirituales, inyectando también

una especie de líquido soporífero que hace encontrar el sueño aún más dulce.

El remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído: «¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios

en muchas ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar puntualmente al inicio de la

Cuaresma: «Despierta tú que duermes» (Ef 5,14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).

3. Pasa la escena de este mundo

Pero interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe ajustarse al mundo. No es de naturaleza

ontológica, sino escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo porque la materia es

intrínsecamente mala y enemiga del espíritu, como pensaban los platónicos y algunos escritores influenciados

por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa

con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).

Basta detenerse un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas palabras. Ocurre en la

vida como en la pantalla de televisión: los programas, las llamadas parrillas, se suceden rápidamente y cada

uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso

sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno detrás de otro. De todos los

nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros— ¿qué

quedará de aquí a unos años o décadas? Nada de nada.

Pensemos en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de 40 años de los mitos y las

celebridades de hoy. «Sucederá —se lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como

cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son

riquezas, salud, gloria, si no un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía san Agustín,

una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve

revestido de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos y viñas; en su orgullo

desprecia al propio padre y finge no reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se descubre tal como

se había dormido .

«Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job 1,21). Ocurrirá lo mismo a los

millonarios de hoy con su dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su poder. El hombre,

visto fuera de la fe, no es más que «un dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola

posterior ».

Hoy hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no ajustarse a este mundo: las imágenes. Los
antiguos habían acuñado el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein tou kosmou) ; hoy se debería entender en

el sentido de ayunar de las imágenes del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era

considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para

mantener la línea. Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras que muchas imágenes

lo son. Se han convertido en uno de los vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su antievangelio.

Un himno de la cuaresma exhorta:

Utamur ergo parcius Utilicemos parcamente

Verbis, cibis et potibus, palabras, alimentos y bebidas.

Somno, iocis et arctius sueño y recreo.

Perstemus en custodia. Estemos más atentos en custodiar los sentidos.

A la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras, alimentos, bebidas y sueño— habría que

añadir, las imágenes. Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la concupiscencia de la

carne y la soberbia de la vida, san Juan pone significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16).

Recordemos cómo cayó el rey David… lo que le ocurrió mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy

a menudo abriendo algunos sitios en Internet.

Si en algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por imprudencia propia, sea por la

invasión del mundo que caza a la fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que hicieron en el

desierto los judíos que eran mordidos por serpientes. En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar

excusas en nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a un Crucifijo o vayamos ante el

Santísimo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del

hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha

pasado el veneno, es decir por los ojos.

Con estos propósitos sugeridos por la palabra de san Pablo a los Romanos, y sobre todo con la gracia de

Dios, comenzamos, Venerables padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa Pascua. Hacer

Pascua, decía san Agustín, significa «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no

pasa! Es necesario pasar desde el mundo para no pasar con el mundo. Buena y santa Cuaresma.

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

1.Carta a Diogneto, V, 1-8: Die Apostolischen Vaeter (ed. Kunk –Bihlmeyer) (Tubinga 1856) 143-144.

2.Cf. Vita e Detti dei Padri del deserto (ed. L. Mortari) I (Roma 1986) 97.

3.Cf. De fuga saeculi, 1: CSEL 32, 2, p. 251.


4.SAN AMBROSIO, Exposición sobre el Evangelio de Lucas, IX, 36; De Isaac et anima, 3, 6.

5.Cf. C. GEFFRE, art. «Sécularisation»: en Dictionnaire de Spiritualité 15 (1989) 502s.

6.S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-IIae, q.113, a,4.

7.H. SCHLIER, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, en Riflessioni sul Nuovo Testamento (Paideia,

Brescia 1976) 194s [trad. esp. Poderes y dominios en el Nuevo Testamento (Edicep, Valencia 2008)].

8.Cf. S. AGUSTÍN, Sermo 39,5: PL 38, 242.

9.El lema se remonta a un dicho no canónico atribuido a Jesús mismo: «Si no ayunáis del mundo, no

descubriréis el reino de Dios». Cf. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, 111, 15: GCS 52, p. 242, 2; A.

RESCH, Agrapha, 48 (TU 30 [1906] 68).

“LA CARIDAD NO TENGA FICCIONES”

EL AMOR CRISTIANO

2° predicación, cuaresma 2018

1. En las fuentes de la santidad cristiana

Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas

sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:

«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,

cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues,

vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para

que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con

todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los

seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos

y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de

Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario

que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).

Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja

la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este

campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta
visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la

catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?—

también a la visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos .

Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de

que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser

santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana

es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio— en

la «perfecta unión con Cristo».

La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san

Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una

visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:

«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio

vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino

transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo

bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).

Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue

en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema,

intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes

cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también

«los sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).

A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o

frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que

cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección

comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que

todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha

escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro

de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y pureza.

2. Un amor sincero

El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las

virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del
Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es

amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la

Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:

«Que vuestro amor no sea fingido [...];

amaos cordialmente unos a otros,

cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).

Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el

«sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea

fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el

secreto de la caridad.

El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin

hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos

empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor

sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con

toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —

dice— consiste en amarse intensamente «de corazón».

San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz

misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido.

También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado,

repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace

(Mt 15,19).

Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo

visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del

primero, lo que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad,

que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las

disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita,

todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las

obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la

beneficencia.

Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor
acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la

caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es

precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el

corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo,

búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.

Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la

caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con

cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad

de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres

de Jerusalén.

Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir

que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que

puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad,

sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que

los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el

fundamento de todo.

Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el

Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado.

Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción

divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!

Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos,

sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se

explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, si no la de

un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).

¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a

su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo

que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle;

pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.

3. Caridad con los de fuera


Después de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación de

su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la

comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad

extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la

misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el

mundo externo:

«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis [...].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la

medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la

venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia [...]. Por el contrario, si tu enemigo

tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber [...]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence

al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).

Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético,

y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto

particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los

creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en

que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana.

En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando

el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento

vivía, en aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.

La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda

la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en

tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no

sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general

los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos

extraños en una sociedad evolucionada y emancipada.

La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas

estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y

respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón

que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas

en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de
amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros

ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.

Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del

Monte Athos. Él decía:

«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego

de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de

Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es

malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el

Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por

él, quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia» .

En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia

de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la

medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir

de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la

vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a

decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le

aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3)

4. La caridad ad intra

El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la

comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos

componentes. A este tema el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta.

El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y

los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom

15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones

heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la

sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los

segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no

distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace

comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del

judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles.


Las exigencias de la caridad que el Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son las

mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel

de la Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.

Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido

en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no

viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la

conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:

«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de

juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).

El tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo:

«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es

para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya

conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo [...] procuremos lo que

favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19).

Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y

absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol:

«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor,

pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive

para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el

Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser

Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9).

Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el

señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio

«yo» y su poder; si su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende en

cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro

sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para

quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y

la tradición.

Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta

incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible
al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización

hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su

paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal

2,20], y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).

En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se

abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en

Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en

casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14).

Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).

La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía

esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que

se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como fundador de

la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y

hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel

del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha.

Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el

criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de

las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades

constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De

modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la

condena sobre sí» (Rom 13,1-2).

Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la

comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

1.Cf. Le cause dei santi. Sussidio per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos) (Libreria

Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 32014) 13-81.

2.ARCHIMANDRITA SOFRONIO, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.

“NO OS HAGÁIS UNA IDEA DEMASIADO ALTA DE VOSOTROS MISMOS”


LA HUMILDAD CRISTIANA

3° predicación, cuaresma 2018

La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está

encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar

una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente,

omitiendo lo que hay en medio, suenan así:

«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que

Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de

grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16).

No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas

palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la

caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se

debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad.

Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que

hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí

mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de

mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos

de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de

Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo.

1. La humildad como sobriedad

En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza

bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del

«alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas»

o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al

misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizante

estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la

presunción de la mente como la ambición de la voluntad.

Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación

para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la
humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él

«mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al

menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los

soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios»

(sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la

arrogancia humana, la hybris.

El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad.

Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la

soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad

es mentira.

Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes,

no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado

prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Los filósofos griegos

ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica

de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el

hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de

mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la

humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.

Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-

verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea

errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi

decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su

equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio

cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.

Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede

encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de

reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de

Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente

de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la

verdad» .
2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?

El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros

mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden

de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de

la verdad.

Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como

si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el

pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre

y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene

de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí

mismo!» (Gál 6,3).

La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que

tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros

mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis “hacer”

nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar

algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una

tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que

no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se

usa en uno mismo, más que cuando se usa en los demás.

De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada

pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere

conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que

«cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre

se jacta —o está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!

Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una

nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él

también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que el pecado habita

en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita

en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno

mismo.
Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia.

Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa

nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es

precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo

vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva.

Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir

fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente inalcanzable.

Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada

desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su

propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel» . La misma santa exhortaba a sus hijos

espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por

cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de

su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.

Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se

descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se

quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se

está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se

entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera

vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se

comprende cómo puede haber sido posible a los santos.

Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a

los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la

humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la

moderna psicología considera letal para la persona humana: el narcisismo.

En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante,

todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos

estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!» .

El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en

el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por

«humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su pertenencia a la categoría


de los humildes y los pobres delos que se habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia

explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis)

significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad.

Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con

ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de

Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir

de su Inmaculada Concepción? Para subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió

imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este

modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto

muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse

«humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del

hombre-Dios.

¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo

Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su

perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda

concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha

colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha

podido mover.

En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este

elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que

no se elevó por encima del menor hombre de la tierra [...]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María

maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación,

sino que, como si no viese, permanece en el camino correcto» .

La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la

tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda

mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había

exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y

«elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es

verdaderamente la obra maestra de la gracia divina.

3. Humildad y humillaciones
No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de

María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de

humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que

reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos

capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se

ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para

conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren

nuestros defectos» .

Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el

propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a

solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso

sinceramente— todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen

autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude

a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a

solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera

humildad y a la verdad humilde.

Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre

busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia

gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía,

destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la

búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer

cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).

Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la

mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos

dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de

disipar dichos pensamientos.

La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz

de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier

«clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de

cultivo preferido de este terrible «virus».


«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un

cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y

aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al

orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me

leen» .

La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la

gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra

transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de

humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada

soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo.

En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san

Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó

una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7).

Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en

los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de

Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a

la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche

y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una

impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante,

¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de

la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra

presunción.

A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir

impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su

impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse

bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6).

La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también

para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la

humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el

campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que
pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a

tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un progreso

análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la

corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de

orgullo y de rivalidad.

Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el

Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad:

Señor, mi corazón no es ambicioso,

ni mis ojos altaneros;

no pretendo grandezas

que superan mi capacidad.

Sino que acallo y modero mis deseos,

como un niño en brazos de su madre;

como un niño saciado

así está mi alma dentro de mí.

(Sal 130).

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

1.SANTA TERESA DE JESÚS, Castillo interior, 6ª morada., cap. 10.

2.Il libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. SANTA ANGELA DE

FOLIGNO, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca 1991)].

3.Apophtegmata Patrum, 7 (PG 65, 77).

4.M. LUTERO, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat seguido de «Método

sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].

5.Imitación de Cristo, II,2.

6.B. PASCAL, Pensamientos, n. 150 Br.


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamess

“QUE CADA UNO SE SOMETA A LAS AUTORIDADES CONSTITUIDAS”

LA OBEDIENCIA A DIOS EN LA VIDA CRISTIANA


4° predicación, cuaresma 2018

1. El hilo de lo alto

Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de

haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a

hablar también de la obediencia:

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las

que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de

Dios» (Rom 13,1ss).

A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos

del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el

Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal.

San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en

que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma

que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo;

muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si

obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.

La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo

Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra

sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es

de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas

(como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es

resuelto en el sentido de la obediencia al estado.

La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y

comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del

Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo

un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El

estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los

impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo.
En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a

nuestros exámenes de conciencia.

Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la

obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia,

pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las

consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros

lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea

útil y actual para nosotros hoy.

Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la

debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos,

religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta

obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.

Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad

directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la

sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo

también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a

la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.

La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto.

Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en

cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez

concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado;

sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y

repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.

Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una

orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las

autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación

del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él,

pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se

repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer.

2. La obediencia de Cristo
Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a

qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos

inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de

obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior

debe someterse al superior», sinoque es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el

kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús

«aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para

todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).

El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19:

«Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la

justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la

obediencia!

Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos

de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los

padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no

piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como

por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia

de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán?

Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las

desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a

Dios.

La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar

de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el

puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el

evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn

4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas

para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de

las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.

La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente,
por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en

los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se

apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz

(Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc

23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este

abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».

3. La obediencia como gracia: el bautismo

En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la

estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo

siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento,

es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la

jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:

«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel

a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).

Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto

libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor:

«Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis

entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se

produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la

obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».

Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la

aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia.

En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido

en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo,

en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es

asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de

Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).

De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre

las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante

todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con
una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora

tenemos también la gracia de obedecer!

La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son

«consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato

común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El

Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y,

dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es

como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.

4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo

En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que

acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a

imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o

fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte

confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este

segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.

Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se

hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a

Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a

los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos

frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y

sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios,

excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de

obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo

(2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf.

Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).

Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad

de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de

jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay

que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y
definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez

para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.

El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del

redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la

palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace

el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en

el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos,

con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta

unión con su Esposo» (LG 40).

Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido

íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en

silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia

a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de

Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y

actual para nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que

mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional,

sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los

hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede

exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es

amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a

quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves,

¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?

La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya

sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración.

Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices

«sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la

base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en

cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus

representantes.
Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer

una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este

caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino

que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo

—a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las

multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.

También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer

cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal.

Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como

sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf.

Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a

menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía

estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son

algunos ejemplos recientes.

Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras

opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad.

Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior,

su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.

5. Una obediencia abierta siempre y a todos

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades

visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de

obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece,

más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo

que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su

vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio,

y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada

momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.

He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la

obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber

obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello.
Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el

oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola

autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión.

Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a

preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).

En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un

poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza

por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo

el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o

decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que

hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce [...]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo

estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de

episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento

de Dios» .

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a

todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí

mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por

el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes

a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad

que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante,

en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.

Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta

explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea

obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he

renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier

cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a

Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez

más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo

y agradable a Dios» (Rom 12,1).

También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la
enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios

de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí [...]; me ha sacado de la fosa de

la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a

tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios

quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la

revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante,

todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:

«He aquí que vengo.

En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.

Mi Dios lo quiero,

tu ley está en lo profundo de mi corazón».

Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu

voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas

palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una

nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que

vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza:

que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros

nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo,

oh Dios, para hacer tu voluntad».

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

1.S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a Policarpo 4, 1.

“PONGÁMONOS LAS ARMAS DE LA LUZ” – LA PUREZA

5° predicación, cuaresma 2018

En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los Romanos, hemos llegado al punto donde se dice:

«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las

armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria
y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne

siguiendo sus deseos» (Rom 13,12-14).

San Agustín, en las Confesiones, nos narra el lugar que este pasaje tuvo en su conversión. Había llegado ya

a una adhesión casi total a la fe; sus objeciones fueron eliminadas una tras otra, y la voz de Dios se había ido

haciendo cada vez más apremiante. Pero había una cosa que lo retenía: el miedo de no lograr vivir casto.

Vivía, como se sabe, con una mujer sin estar casado.

Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de esta lucha interior y con lágrimas en los ojos,

cuando, desde una casa cercana, oyó que provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle,

lege!, ¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación de Dios y, teniendo al alcance

de la mano el libro de las Cartas de san Pablo, lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios

la primera frase sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual cayó su mirada fue, precisamente, la

de la Carta a los Romanos que acabamos de recordar. Dentro de él brilló una luz de seguridad (lux

securitatis), que hizo desaparecer todas las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya que, con la ayuda de Dios,

podía ser casto .

Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las tinieblas» son las mismas que en otros lugares

define como «deseos, u obras, de la carne» (cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz»

son las mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos del Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre

estas obras de la carne se pone de relieve, con dos términos (koite y aselgeia), el desenfreno sexual, al cual

se contrapone el arma de la luz que es la pureza.

En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de este aspecto de la vida cristiana; pero sabemos

qué importancia revestía a sus ojos la lista de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom 1,26ss). San

Pablo establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad, y entre pureza y Espíritu Santo:

«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros

trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a

Dios. Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el

Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino

santa. Por tanto, quien esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su Espíritu

Santo» (1 Tes 4,3-8).

Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación» de la palabra de Dios, profundizando el fruto del

Espíritu que es la pureza.


1. Las motivaciones cristianas de la pureza

San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,

benignidad bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que

traducimos con «dominio de sí», es enkrateia. Tiene una gama de significados muy amplia; se puede ejercer,

en efecto, el dominio de sí en el comer, en el hablar, en contenerse de la ira, etc. Sin embargo, aquí, como por

lo demás casi siempre en el Nuevo Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy precisa de la

persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por el hecho de que, poco más arriba, al

enumerar las «obras de la carne», el Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de

sí (¡es el mismo término que deriva de «pornografía»!).

En las traducciones modernas de la Biblia, el término porneia se traduce como prostitución, como impureza,

como fornicación o adulterio y con otros vocablos. La idea de fondo contenida en el término es, sin embargo,

la de «venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto, prostituirse (pernemi, en griego, significa «me

vendo»). Al emplear dicho término para indicar casi todas las manifestaciones de desorden sexual, la Biblia

viene a decir que todo pecado de impureza es, en cierto sentido, un prostituirse, un venderse.

Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son posibles, hacia el propio cuerpo y la propia

sexualidad, dos actitudes opuestas: una fruto del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y otra de

vicio. La primera actitud es conservar el dominio de sí y del propio cuerpo; la segunda es, en cambio, vender o

enajenar el propio cuerpo, es decir, disponer de la sexualidad según el propio antojo, para fines utilitaristas y

distintos de aquellos para los cuales fue creada; un hacer del acto sexual un acto venal, aunque lo útil no

siempre está constituido por el dinero, como en el caso de la auténtica prostitución, sino también por el placer

egoísta fin en sí mismo.

Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples listas de virtudes o de vicios, sin profundizar en la

materia, el lenguaje del Nuevo Testamento no difiere mucho del de los moralistas paganos. También los

Estoicos y los Epicúreos exaltaban el dominio de sí, pero sólo en función de la quietud interior, de la

impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza era gobernada, según ellos, por el principio de la «recta

razón».

En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos paganos, hay ya un contenido totalmente nuevo

que brota, como siempre, del kerigma. Esto es ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se

opuso, de modo muy significativo, como su contrario, el «revestirse del Señor Jesucristo». Los primeros

cristianos eran capaces de captar este contenido nuevo, porque era objeto de catequesis específica en otros
contextos.

Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre la pureza, para descubrir el verdadero

contenido y las verdaderas motivaciones cristianas de esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual

de Cristo. Se trata del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que los Corintios —quizás tergiversando una frase del

Apóstol— adujeron el principio: «Todo me es lícito», para justificar también los pecados de impureza. En la

respuesta del Apóstol está contenida una motivación totalmente nueva de la pureza que brota del misterio de

Cristo. No es lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no es lícito venderse o disponer de sí según el

propio antojo, por el simple hecho de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de

Cristo. No se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de

Cristo [...] y que no os pertenecéis?» (1 Cor 6,15.19).

La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del revés; el valor supremo que hay que salvaguardar ya

no es el dominio de sí, sino el «no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el Señor!» (1

Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús es el Señor!». La pureza cristiana, en otras

palabras, no consiste tanto en establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer el

dominio de Cristo sobre toda la persona, razón e instintos.

Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos perspectivas; en el primer caso, la pureza está en función

de mí mismo, yo soy el objetivo; en el segundo caso, la pureza está en función de Jesús. Esta motivación

cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san Pablo añade en el mismo texto: nosotros no

somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo,

sus miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la impureza,

yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de

Dios. Dice el Apóstol: «¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una

prostituta?» (1 Cor 6,15).

A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la pneumatológica, es decir, referida al Espíritu

Santo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor 6,19).

Abusar del propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios; pero si uno destruye el templo de Dios, Dios le

destruirá a él (cf. 1 Cor 3,17). Cometer impurezas es «entristecer al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4,30).

Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el Apóstol alude también a una motivación

escatológica, es decir, que se refiere al destino último del hombre: «Dios, que ha resucitado al Señor, nos

resucitará también a nosotros» (1 Cor 6, 14). Nuestro cuerpo está destinado a la resurrección; está destinado
a participar, un día, en la bienaventuranza y en la gloria del alma. La pureza cristiana no se basa en el

desprecio del cuerpo, sino, por el contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían los

padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de» la carne, sino la salvación «de la»

carne. Los que consideran el cuerpo como un «vestido extraño», destinado a ser abandonado aquí abajo, no

poseen los motivos que tiene el cristiano para conservarlo inmaculado.

El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con la apasionada invitación: «¡Glorificad, pues, a

Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,20). El cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa esta

gloria cuando la persona vive la propia sexualidad y toda su corporeidad en obediencia amorosa a la voluntad

de Dios, que es como decir: en obediencia al sentido mismo de la sexualidad, a su naturaleza intrínseca y

original que no es la de venderse, sino la de donarse. Esta glorificación de Dios a través del propio cuerpo no

requiere necesariamente la renuncia al ejercicio de la propia sexualidad. En el capítulo inmediatamente

posterior, es decir en 1 Cor 7, san Pablo explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se expresa de dos

maneras y en dos carismas distintos: o a través del matrimonio, o a través de la virginidad. Glorifica a Dios en

su cuerpo la virgen y el célibe, pero lo glorifica también quien se casa, siempre que cada uno viva las

exigencias del propio estado.

2. Pureza, belleza y amor al prójimo

A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san Pablo nos ha ilustrado hasta aquí, el ideal de la

pureza ocupa un lugar privilegiado en cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se puede

decir que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un espacio, cuando describe la vida nueva

en el Espíritu (cf. por ejemplo, Ef 4,17-5,33; Col 3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza se específica,

de vez en cuando, según los diversos estados de vida de los cristianos. Las cartas pastorales muestran cómo

debe configurarse la pureza en los jóvenes, en las mujeres, en los casados, en los ancianos, en las viudas, en

los presbíteros y en los obispos; nos presentan la pureza en sus diferentes caras de castidad, fidelidad

conyugal, sobriedad, continencia, virginidad, pudor.

En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina lo que el Nuevo Testamento —de modo especial,

las cartas pastorales— llama la «belleza» o el carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que, fusionándose

con el otro rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de la « belleza buena », o la «bella bondad», por lo que

se habla indistintamente tanto de buenas obras como de obras hermosas. La tradición cristiana, al llamar a la

pureza «virtud bella», ha recogido esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los abusos y las acentuaciones

demasiado unilaterales que también han existido, algo profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es
belleza!

Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular. Tiene una gama de manifestaciones que va

más allá de la esfera propiamente sexual. Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del

corazón que huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los pensamientos «malos» (cf. Mt

5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que consiste, negativamente, en abstenerse de palabras

deshonestas, vulgaridades y necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y franqueza en

el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación del Cordero Inmaculado «en cuya boca no se

halló engaño» (cf. 1 Pe 2,22). Existe, finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo —

decía Jesús— es la lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está en la luz (cf. Mt 6,22s; Lc

11,34). San Pablo usa una imagen muy sugestiva para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los

cristianos, nacidos de la Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza y de sinceridad» (cf.

1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol —eilikrinéia— contiene, en sí, la imagen de una

«transparencia solar». En nuestro propio texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».

Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo y se tiende

a considerar verdadero pecado sólo el contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo

concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es explicable; la moral había acentuado

demasiado unilateralmente, en el pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis,

en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento de la misma virtud de la pureza

que, de este modo, era empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no. Ahora,

sin embargo, se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza, a favor de

una atención (a menudo sólo verbal) al prójimo. El error de fondo está en contraponer estas dos virtudes. La

Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí. Basta

leer la continuación del pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses que he mencionado al principio, para

darse cuenta de cómo las dos cosas son interdependientes entre sí, según el Apóstol (cf. 1 Tes 4,3-12). El fin

único de pureza y caridad es poder llevar una vida «llena de decoro», es decir, íntegra en todas sus

relaciones, tanto en relación a uno mismo como en relación a los demás. En nuestro texto, el Apóstol resume

todo esto con la expresión: «Comportarse honestamente como en pleno día» (cf. Rom 13,13).

Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la donación a los demás. ¿Cómo

puedo donarme, si no me poseo, sino que soy esclavo de mis pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás,

si no he entendido todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco y que mi propio
cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer que se puede juntar un verdadero servicio a los

hermanos, que exige siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida personal

turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones. Inevitablemente se

termina por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir los

«síes» a los hermanos quien no sabe decir los «noes» a sí mismo.

Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente,

y a descargarlo de toda responsabilidad es que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los derechos y

libertades de los demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal. Pero aparte del hecho de que

viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto

del prójimo. No es verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad de

todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo cometa, contagia y contamina

el ambiente moral del hombre; este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por él

con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc 9,42ss; Lc 17,1ss.). Según

Jesús, también los malos pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por

tanto, al mundo: «Del corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las

fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).

Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo que Pablo define como «la ley del

pecado» del que describe su terrible poder sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se

lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que todo pecado, incluso

personal, lleva a los demás: «Algunas personas se encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un

taladro y comenzó a hacer un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: —¿Qué

haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el agujero debajo de mi

asiento? — Pero ellos replicaron: — ¡Sí, pero el agua entrará y nos ahogará a todos!». La naturaleza misma

ha comenzado a enviarnos signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos modernos en la

esfera de la sexualidad.

3. Pureza y renovación

Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con claridad que los principales instrumentos con que

la Iglesia logró transformar el mundo pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la Palabra,

el kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos, el martirio; y se ve cómo, en el marco del

testimonio de vida, dos fueron, de nuevo, las cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor
fraterno y la pureza de las costumbres. Ya la primera carta de Pedro alude al asombro del mundo pagano

frente al tenor de vida tan diferente de los cristianos. Escribe:

«Ya es bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de gentiles, andando entre libertinajes, instintos,

borracheras, comilonas, orgías e idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís con

ellos a ese derroche de inmoralidad» (1 Pe 4,3-4).

Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que escribían en defensa de la fe, en los primeros siglos

de la Iglesia— atestiguan que el tenor de vida puro y casto de los cristianos era, para los paganos, algo

«extraordinario e increíble». En particular, tuvo un impacto extraordinario sobre la sociedad pagana el

saneamiento de la familia, que las autoridades del tiempo querían reformar, pero cuyo desmoronamiento eran

impotentes de frenar. Uno de los temas sobre los cuales san Justino mártir basa su Apología dirigida al

emperador Antonino Pío, es este: los emperadores romanos están preocupados de sanear las costumbres y

la familia, y se esfuerzan por promulgar, a tal fin, leyes oportunas, que, sin embargo, se revelan insuficientes.

Pues bien, ¿por qué no reconocer lo que han sido capaces de obtener las leyes cristianas en aquellos que las

han acogido y la ayuda que pueden prestar también a la sociedad civil? Algunas luminosas muchachas

cristianas, muertas mártires, mostraron hasta dónde llegaba, en este punto, la fuerza del cristianismo.

No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda exenta de desordenes y pecados en materia

sexual. San Pablo tuvo que reprender incluso un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales

pecados eran claramente reconocidos como tales, denunciados y corregidos. No se exigía estar sin pecado,

en esta materia, como en lo demás, sino luchar contra el pecado.

Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta nuestros días. ¿Cuál es la situación del mundo

de hoy respecto a la pureza? ¡La misma, si no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una sociedad

que, en asunto de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo y en la idolatría del sexo. La tremenda

denuncia que san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de la Carta a los Romanos, se aplica, punto por

punto, al mundo de hoy, especialmente en las sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).

También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores, sino que se intenta incluso justificarlas, es decir,

justificar toda licencia moral y toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los demás y no

ofenda la libertad ajena. Se destruyen familias enteras y se dice: ¿qué mal hay? Es indudable que ciertos

juicios de la moral sexual tradicional debían ser revisados y que las modernas ciencias del hombre han

contribuido a iluminar algunos mecanismos y condicionamientos de la psique humana que eliminan o

disminuyen la responsabilidad moral de algunos comportamientos considerados, un tiempo, como


pecaminosos.

Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo de ciertas teorías pseudocientíficas y

permisivistas que tiende a negar toda norma objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a un hecho

de evolución espontánea de las costumbres, es decir, a un asunto de cultura. Si examinamos de cerca lo que

se llama la revolución sexual de nuestros días, nos damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una

revolución contra el pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios y a veces contra la

misma naturaleza humana.

4. ¡Puros de corazón!

Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación actual en torno a nosotros, que, por lo demás,

todos conocemos bien. A mí me interesa, en efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de nosotros

cristianos en esta situación. Dios nos llama a la misma empresa a la que llamó a nuestros primeros hermanos

de fe: a «oponernos a este torrente de perdición». Nos llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del

mundo, la «belleza» de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A luchar con tenacidad y humildad;

no necesariamente a ser, todos y enseguida, perfectos. Esta lucha es tan antigua como la Iglesia misma.

Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer: nos llama a testimoniar al mundo la inocencia

originaria de las criaturas y de las cosas. El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha

subido a todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de embotamiento y borrachera

de sexo. Hay que despertar en el hombre la nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su

corazón, aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que ya no existe, sino

de una inocencia de redención que nos fue devuelta por Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y en la

Palabra de Dios. San Pablo apunta este programa cuando escribe a los Filipenses: «Sed irreprochables y

sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis

como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que el Apóstol

llama, en nuestro texto, «ponernos las armas de la luz».

Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre

y la mujer, como si la una fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un potencial enemigo,

más que una «ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido, a veces, al menos en la práctica,

precisamente a este conjunto de tabúes, de prohibiciones y de miedos, como si la virtud tuviera que

avergonzarse ante el vicio y no, en cambio, el vicio el que debiera avergonzarse ante la virtud. Debemos

aspirar, gracias a la presencia en nosotros del Espíritu, a una pureza que sea más fuerte que el vicio
contrario; una pureza positiva, no sólo negativa, que sea capaz de hacernos experimentar la verdad de esa

palabra del Apóstol: «¡Todo es puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra palabra de la Escritura:

«Aquel que está en vosotros es más grande que aquel que está en el mundo» (1 Jn 4,4).

Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón», porque de allí sale todo lo que contamina

realmente la vida de una persona (cf. Mt 15,18s). Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón,

porque ellos verán a Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir, tendrán ojos nuevos para ver el mundo y

a Dios, ojos límpidos que saben vislumbrar lo que es bello y lo que es feo, lo que es verdad y lo que es

mentira, lo que es vida y lo que es muerte. Ojos, en definitiva, como los de Jesús. Con qué libertad Jesús

podía hablar de todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto… Ojos como los de María. La

pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a las criaturas, sino en decirlas «sí»; sí en cuanto criaturas de

Dios que eran, y siguen siendo, «muy buenas».

Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este «sí», hay que pasar a través de la cruz, porque

después del pecado, nuestra mirada sobre las criaturas se enturbió; se desencadenó en nosotros la

concupiscencia; la sexualidad ya no es pacífica, se ha convertido en una fuerza ambigua y amenazadora, que

nos arrastra contra la ley de Dios, a pesar de nuestra propia voluntad. En la primera meditación de esta

Cuaresma hemos insistido en un aspecto particularmente actual y necesario de la mortificación: la de los ojos.

Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el ayuno de los alimentos y las bebidas.

Concluimos recordando la experiencia de San Agustín que hemos evocado al comienzo. Después de aquella

experiencia él comenzó a rezar para obtener la castidad de manera nueva. “Señor, dijo, tú me pides de ser

casto: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Una oración que todos podemos hacer nuestra,

sabiendo que en este campo, como in cualquier otro, sin la gracia de Dios no podemos hacer nada.

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

1. S. AGUSTÍN, Confesiones, VIII, 11-12.


Copyright © 2011, 

“QUIEN LO HA VISTO DA TESTIMONIO DE ELLO”

Predicación del Viernes Santo 2018 en la Basílica de San Pedro


Al llegar donde estaba Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los

soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da

testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis

(Jn 19, 33-35).

Nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponda a la verdad histórica, que

quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio. En este caso se juega en ello la honestidad

del autor. En el Calvario, a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que

Jesús amaba». ¡Tenemos un testigo ocular!

Él «vio» no sólo lo que ocurría bajo la mirada de todos. A la luz del Espíritu Santo, después de la Pascua, vio

también el sentido de lo que había sucedido: que en ese momento era inmolado el verdadero Cordero de Dios

y se realizaba el sentido de la Pascua antigua; que Cristo en la cruz era el nuevo templo de Dios, de cuyo

costado, como había predicho el profeta Ezequiel (47,1ss.), brota el agua de la vida; que el espíritu que él

entrega en el momento de la muerte (Jn 19, 30) da comienzo a la nueva creación, como «el Espíritu de Dios»,

aleteando sobre las aguas había transformado, al principio, el caos en el cosmos. Juan, entendió el sentido

recóndito de las últimas palabras de Jesús: «Todo está cumplido».

Pero, ¿por qué —nos preguntamos—, esta ilimitada concentración de significado en la cruz de Cristo? ¿Por

qué esta omnipresencia del Crucificado en nuestras iglesias, en los altares y en cualquier lugar frecuentado

por cristianos? Alguien ha sugerido una clave de lectura del misterio cristiano, diciendo que Dios se revela

«sub contraria specie», bajo lo contrario de lo que él es en realidad: revela su potencia en la debilidad, su

sabiduría en la necedad, su riqueza en la pobreza…

Esta clave de lectura no se aplica a la cruz. En la cruz Dios se revela «sub propia specie», por lo que él es, en

su realidad más íntima y más verdadera. «Dios es amor», escribe Juan (1 Jn 4,10), amor oblativo, y sólo en la

cruz se hace manifiesto hasta dónde se abre paso esta capacidad infinita de auto-donación de Dios.

«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Tanto amó

Dios al mundo que dio (¡a la muerte!) al Hijo unigénito» (Jn 3,16); «Me amó y entregó (¡a la muerte!) a sí

mismo por mí» (Gál 2,20).

***

En el año en que la Iglesia celebra un Sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia

preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo que Jesús amaba, encierra un mensaje

especial. Tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante
joven. Fue un auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea. Fue un encuentro

«personal», existencial. Si en el centro del pensamiento de Pablo está el obrar de Jesús, su misterio pascual

de muerte y resurrección, en el centro del pensamiento de Juan está el ser, la persona de Jesús. De ahí todos

esos «Yo soy» de resonancias eternas que salpican su Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»,

«Yo soy la luz», «Yo soy la puerta», simplemente «Yo soy».

Juan era, casi con certeza, uno de los dos discípulos del Bautista que, al comparecer en la escena de Jesús,

fueron detrás de él. A su pregunta: «Rabbì, ¿dónde vives?», Jesús respondió: «Venid y veréis». «Fueron,

pues, y ese día se quedaron con él; eran aproximadamente las cuatro de la tarde» (Jn 1,35-39). Esa hora

decidió sobre su vida y por eso nunca la olvidó.

Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a

la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo

que Jesús tiene que aportarles. Juan lo descubrió estando con él: «vida en abundancia», «alegría plena».

Hagamos que en todos los discursos sobre los jóvenes y a los jóvenes resuene en el trasfondo la apremiante

invitación del Santo Padre en la Evangelii gaudium: «Invito a todo cristiano, en cualquier lugar y situación que

se encuentre, a renovar hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de

dejarse encontrar por Él, de buscarlo cada día sin descanso. No hay motivo para que alguien pueda pensar

que esta invitación no es para él» (EG 3). Encontrar personalmente a Cristo también es posible hoy porque él

está resucitado; es una persona viva, no un personaje. Todo es posible después de este encuentro personal;

nada cambiará realmente en la vida sin él.

***

Además del ejemplo de su vida, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su

Primera Carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano a los jóvenes de sus Iglesias:

«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis

vencido al maligno. ¡No améis el mundo, ni las cosas del mundo!» (1 Jn 2,14-15)

El mundo que no debemos amar, y al cual no debemos someternos, no es, lo sabemos, el mundo creado y

amado por Dios, no son los hombres del mundo a cuyo encuentro, por el contrario, siempre debemos ir,

especialmente a los pobres, a los últimos. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y de la marginación

es, paradójicamente, el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allá donde el mundo evita ir con

todas sus fuerzas. Es separase del principio mismo que rige el mundo, es decir, el egoísmo.
No, el mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás

y del pecado, «el espíritu que está en el aire» lo llama san Pablo (Ef 2,1-2). Un papel decisivo desempeña en

él la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde por el aire a

través de las infinitas posibilidades de la técnica. «Se determina un espíritu de gran intensidad histórica, al

que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente.

Actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia o un delito.

Entonces no se osa ya situarse frente a las cosas y a la situación, y sobre todo a la vida, de manera diferente

a como las presenta» .

Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos, conformismo. Un gran poeta creyente del siglo

pasado, T.S. Eliot, escribió tres versos que dicen más que libros enteros:

«En un mundo de fugitivos,

la persona que toma la dirección opuesta

parecerá un desertor»

Queridos jóvenes cristianos, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a vosotros, os

exhorto: ¡Sed de los que toman la dirección opuesta! ¡Tened la valentía de ir contra corriente! La dirección

opuesta, para nosotros, no es un lugar, es una persona, es Jesús nuestro amigo y redentor.

Se os confía particularmente una tarea a vosotros: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha

terminado: el amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión —a menudo violenta y tiránica— del otro. En la

cruz Dios se reveló como ágape, amor que se dona. Pero el ágape nunca está separado del eros, del amor de

búsqueda, del deseo y de la alegría de ser amado. Dios no nos hace sólo la «caridad» de amarnos: nos

desea; en toda la Biblia se revela como esposo enamorado y celoso. También el suyo es un amor «erótico»,

en el sentido noble de este término. Es lo que explicó Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est».

«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente [...]. La fe

bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que

asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo

nuevas dimensiones» (nn.7-8).

No se trata, pues, de renunciar a las alegrías del amor, a la atracción y al eros, sino de saber unir al eros el

ágape, al deseo del otro, la capacidad de darse al otro, recordando lo que san Pablo refiere como un dicho de

Jesús: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35).


Es una capacidad que no se forja en un día. Es necesario prepararse para donarse totalmente uno mismo a

otra criatura en el matrimonio, o a Dios en la vida consagrada, empezando por donar el propio tiempo, la

sonrisa y la propia juventud en la familia, en la parroquia, en el voluntariado. Lo que muchos de vosotros

silenciosamente hacéis.

Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha

merecido la gracia de poderlo ejercitar, en pequeña parte, en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron

de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, aunque sólo mirando con

fe al Crucificado. Juan vio proféticamente una última cosa bajo la cruz: hombres y mujeres de todo tiempo y

de cada lugar que miraban a «quien fue traspasado» y lloraba de arrepentimiento y de consuelo (cf. Jn 19, 37;

Zac 12,10). A ellos nos unimos también nosotros en los gestos litúrgicos que seguirán dentro de poco.

©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO

“BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS”

1° predicación, cuaresma 2019

Continuando la reflexión iniciada en Adviento sobre el versículo del salmo: «Mi alma tiene sed del Dios vivo»

(Sal 42,2), en esta primera predicación cuaresmal, quisiera meditar con vosotros sobre la condición esencial

para «ver» a Dios. Según Jesús, es la pureza de corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón porque

ellos verán a Dios» (Mt 5,8), dice en una de sus bienaventuranzas.

Sabemos que puro y pureza tienen en la Biblia, como, por lo demás, en el lenguaje común, una amplia gama

de significados. El Evangelio insiste en dos ámbitos en particular: la rectitud de las intenciones y la pureza de

costumbres. A la pureza de las intenciones se opone la hipocresía, a la pureza de costumbres el abuso de la

sexualidad.

En el ámbito moral, con la palabra «pureza» se designa comúnmente un cierto comportamiento en la esfera

de la sexualidad, orientado al respeto de la voluntad del Creador y de la finalidad intrínseca de la misma

sexualidad. No podemos entrar en contacto con Dios, que es espíritu, de otro modo que mediante nuestro

espíritu. Pero el desorden o, peor aún, las aberraciones en este campo tienen el efecto, comprobado por

todos, de oscurecer la mente. Es como cuando se agitan los pies en un estanque: el barro, desde el fondo,

asciende y enturbia toda el agua. Dios es luz y una persona así «aborrece la luz».
El pecado impuro no deja ver el rostro de Dios, o, si lo deja ver, lo deja ver todo deformado. Hace de él, no el

amigo, el aliado y el padre, sino el oponente, el enemigo. El hombre carnal está lleno de concupiscencias,

desea las cosas ajenas y la mujer de los otros. En esta situación Dios se le aparece como aquel que cierra el

paso a sus malos deseos con esos conminatorios suyos: «¡Tú debes!», «¡Tú no debes!». El pecado suscita,

en el corazón del hombre, un sordo rencor contra Dios, hasta el punto de que, si dependiera de él, querría que

Dios no existiera en absoluto.

En esta ocasión, sin embargo, más que sobre la pureza de las costumbres, querría insistir sobre el otro

significado de la expresión «puros de corazón», es decir, sobre la pureza o rectitud de las intenciones,

prácticamente sobre la virtud contraria a la hipocresía. Nos orienta en este sentido también el tiempo litúrgico

que estamos viviendo. Hemos empezado la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, escuchando de nuevo las

advertencias martilleantes de Jesús:

«Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas… Cuando oréis, no

seáis como los hipócritas… Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6,1-18)

Es sorprendente lo poco que entra el pecado de hipocresía —el más denunciado por Jesús en los Evangelios

—, en nuestros exámenes de conciencia ordinarios. Al no haber encontrado en ninguno de ellos la pregunta:

«¿He sido hipócrita?», he tenido que introducirla por mi cuenta, y rara vez he podido pasar indemne a la

pregunta siguiente. El más grande acto de hipocresía sería esconder la propia hipocresía. Esconderla a uno

mismo y a otros, porque a Dios no es posible. La hipocresía se vence, en gran parte, en el momento que es

reconocida. Y es lo que nos proponemos hacer en esta meditación: reconocer la parte de hipocresía, más o

menos consciente, que hay en nuestras acciones.

El hombre —escribió Pascal— tiene dos vidas: una es la vida verdadera; la otra, la imaginaria que vive en la

opinión, suya o de la gente. Nosotros trabajamos sin descanso para embellecer y conservar nuestro ser

imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos damos prisa en hacerlo

saber, en un modo u otro, para enriquecer con tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos incluso a

prescindir de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, a pesar de parecer

valientes y en dar incluso la vida, con tal de que la gente hable de ello .

Tratamos de descubrir el origen y el significado del término hipocresía. La palabra deriva del lenguaje teatral.

Al principio significaba simplemente recitar, representar en el escenario. A los antiguos no se les escapaba el

elemento intrínseco de mentira que hay en toda representación escénica, a pesar del alto valor moral y

artístico que se le reconoce. De aquí el juicio negativo que se llevaba sobre el oficio del actor, reservado, en
ciertos períodos, a los esclavos y prohibido incluso por los apologetas cristianos. El dolor y la alegría

representados allí y enfatizados no son verdadero dolor y verdadera alegría, sino apariencia, afectación. A las

palabras y a las actitudes exteriores no corresponde la íntima realidad de los sentimientos. Lo que hay en la

cara no es lo que hay en el corazón.

Nosotros utilizamos la palabra fiction en sentido neutral o incluso positivo (¡es un género literario y de

espectáculo muy en boga en nuestros días!); los antiguos le daban el sentido que ella tiene en realidad: el de

ficción. Lo que había de negativo en la ficción escénica ha pasado a la palabra hipocresía. De palabra

originalmente neutra, se ha convertido en palabra exclusivamente negativa, una de las pocas palabras con

significados solo negativos. Hay quien se jacta de ser orgulloso o libertino, nadie de ser hipócrita.

El origen del término nos pone sobre la pista para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida

un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona para convertirse en

personaje. El personaje no es otra cosa que la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje

una máscara. La persona es desnudez radical, el personaje es todo vestimenta. La persona ama la

autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a sus

convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y

torpe.

Esta tendencia innata del hombre se acrecienta enormemente con la cultura actual, dominada por la imagen.

Películas, televisión, Internet: todo se basa ahora principalmente en la imagen. Descartes dijo: «Cogito ergo

sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo por «parezco, luego soy». Un famoso moralista ha

definido la hipocresía como «el tributo que el vicio paga a la virtud» . Acecha principalmente a las personas

piadosas y religiosas. Un rabino del tiempo de Cristo, decía que el 90% de la hipocresía del mundo se

encontraba en Jerusalén . El motivo es simple: donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la

piedad y de la virtud, allí es más fuerte la tentación de aparentarlos para no parecer que se carece de ellos.

Un peligro viene también de la multitud de ritos que las personas piadosas suelen realizar y de las

prescripciones que se han comprometido a cumplir. Si no están acompañados por un continuo esfuerzo de

poner en ellos un alma, mediante el amor a Dios y al prójimo, se convierten en cáscaras vacías. «Estas cosas

—dice san Pablo hablando de ciertos ritos y prescripciones exteriores— tienen una apariencia de sabiduría,

con su aparente religiosidad, humildad y austeridad respecto del cuerpo, pero en realidad no sirven que para

satisfacer la carne » (Col 2,23). En este caso, las personas conservan, dice el Apóstol, «la apariencia de la

piedad, mientras que han renegado de su fuerza interior» (2 Tm 3,5).


Cuando la hipocresía se hace crónica crea, en el matrimonio y en la vida consagrada, la situación de «doble

vida»: una pública, evidente, la otra oculta; a menudo una diurna, la otra nocturna. Es el estado espiritual más

peligroso para el alma, del cual es muy difícil salir, a menos que intervenga algo desde el exterior rompiendo

el muro dentro del cual uno se ha encerrado. Es el estado que Jesús describe con la imagen de los sepulcros

blanqueados:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera

tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo

vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad (Mt 23,27-28).

Si nos preguntamos por qué la hipocresía es tan abominada por Dios, la respuesta es clara. La hipocresía es

mentira. Es ocultar la verdad. Además, en la hipocresía, el hombre degrada a Dios, lo pone en el segundo

puesto, colocando en primer lugar a las criaturas, al público. Es como si en presencia del rey, uno le diera la

espalda para dirigir su atención únicamente a los siervos. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el

corazón» (1 Sam 16,7): cultivar la apariencia más que el corazón, significa automáticamente dar más

importancia al hombre que a Dios.

La hipocresía es, pues, esencialmente falta de fe, una forma de idolatría en cuanto que pone las criaturas en

el lugar del Creador. Jesús hace derivar de ella la incapacidad de sus enemigos de creer en él: «¿Cómo

podéis creer vosotros, que tomáis la gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene solo de

Dios?» (Jn 5,44). La hipocresía también carece de caridad hacia el prójimo, porque tiende a reducir a los otros

a admiradores. No reconoce su dignidad propia, sino que los ve solo en función de la propia imagen. Números

de audiencia y nada más.

Una forma derivada de la hipocresía es la duplicidad o la no sinceridad. Con la hipocresía se trata de mentir a

Dios; con la duplicidad en el pensar y en el hablar se trata de mentir a los hombres. Duplicidad es decir una

cosa y pensar otra; decir bien de una persona en su presencia y hablar mal de ella apenas se ha dado la

espalda.

El juicio de Cristo sobre la hipocresía es como una espada en llamas: «Receperunt mercedem suam»:

«recibieron su recompensa». Firmaron un recibo, no pueden esperar otra cosa. Una recompensa, además,

ilusoria y contraproducente también en el plano humano, porque es muy cierto el dicho de que «la gloria huye

de quien la persigue y persigue a quien la huye».

Está claro que nuestra victoria sobre la hipocresía no será nunca una victoria a primera vista. A menos de

haber llegado a un nivel altísimo de perfección, no podemos evitar sentir instintivamente el deseo de que nos
pongan bien, de quedar bien, de agradar a los demás. Nuestra arma es la rectificación de la intención. A la

recta intención se llega mediante la rectificación constante, diaria, de nuestra intención. La intención de la

voluntad, no el sentimiento natural, es lo que hace la diferencia a los ojos de Dios

Si la hipocresía consiste en mostrar también el bien que no se hace, un remedio eficaz para contrarrestar esta

tendencia es ocultar incluso el bien que se hace. Privilegiar esos gestos ocultos que no serán estropeados por

ninguna mirada terrena y conservarán todo su perfume para Dios. «A Dios —dice san Juan de la Cruz—, le

agrada más una acción, por pequeña que sea, hecha a escondidas y sin el deseo de que sea conocida, que

mil otras realizadas con el deseo de que sean vistas por los hombres». Y también: «Una acción hecha entera

y puramente por Dios, con corazón puro, crea todo un reino para quien la hace» .

Jesús recomienda con insistencia este ejercicio: «Reza en lo secreto, ayuna en lo secreto, haz limosna en lo

secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (cf. Mt 6,4-18). Son delicadezas respecto de Dios

que tonifican el alma. No se trata de hacer de esto una regla fija. Jesús dice también: «Brille así vuestra luz

delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los

cielos» (Mt 5,16). Se trata de distinguir cuándo es bueno que los demás vean y cuándo es mejor que no vean.

Lo peor que se puede hacer, al término de una descripción de la hipocresía, es utilizarla para juzgar a los

otros, para denunciar la hipocresía que existe en torno a nosotros. Jesús aplica a esos precisamente el título

de hipócritas: «¡Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo y luego verás bien para quitar la paja del ojo de tu

hermano!» (Mt 7,5). Aquí es realmente el caso de decir: «Quien de vosotros esté sin pecado que tire la

primera piedra» (Jn 8,7). ¿Quién puede decir que está del todo exento de alguna forma de hipocresía? ¿No

es un poco también él un sepulcro blanqueado, distinto dentro de lo que aparece en el exterior? Quizá sólo

Jesús y la Virgen estuvieron libres, de manera estable y absoluta, de toda forma de hipocresía. El hecho

consolador es que apenas uno dice: «He sido un hipócrita», su hipocresía es vencida.

«Si tu ojo es sencillo»

La Palabra de Dios no se limita a condenar el vicio de la hipocresía; nos impulsa también a cultivar la virtud

opuesta que es la sencillez. «La lámpara del cuerpo es el ojo; por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo

será luminoso» (Mt 6,22). La palabra «sencillez» puede tener —y también hoy lo tiene— el sentido negativo

de candidez, ingenuidad, superficialidad e imprudencia. Jesús se preocupa de excluir este sentido; a la

recomendación: «Sed sencillos como palomas», sigue la invitación a ser también «prudentes como

serpientes» (Mt 10,16).

San Pablo retoma y aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza evangélica sobre la sencillez. En
la carta a los Romanos escribe: «Quien da, que lo haga con sencillez» (Rom 12,8). Se refiere, en primer lugar,

a aquellos que en la comunidad se dedican a obras de caridad, pero la recomendación se aplica a todos: no

sólo a quien da de su dinero, sino también a quien da de su tiempo, de su trabajo. El sentido es no hacer

pesar lo que se hace por los demás o en el propio oficio. Alessandro Manzoni, que en su novela «Los novios»

encarnó tan bien el espíritu del Evangelio, tiene una escena delicadísima a este respecto. El buen sastre del

pueblo

«interrumpió su discurso, como sorprendido por un pensamiento. Se detuvo un momento; luego puso juntos

un plato de viandas que había sobre la mesa, y le añadió un pan, puso el plato en una servilleta y tomada ésta

para las cuatro puntas, dijo a su niña mayor: —Coge aquí—. Le dio en la otra mano una cantimplora de vino, y

añadió: —Ve a casa de María la viuda; deja estas cosas, y dile que es para estar un poco más alegre con sus

niños. Pero ve de buena forma; que no parezca que le das limosna» .

El apóstol Pablo habla de sencillez también en otro contexto que nos interesa especialmente porque afecta a

la Pascua. Escribiendo a los Corintios dice:

«Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada

nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de

corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad» (1 Cor 5,7-8).

La fiesta que el Apóstol invita a celebrar no es una fiesta cualquiera, sino la fiesta por excelencia, la única

fiesta que el cristianismo conoce y celebra en los tres primeros siglos de su historia, es decir, la Pascua. La

vigilia de la Pascua, el 13 de Nisán, el ritual judío ordenaba que la dueña de casa explorara toda la casa a la

luz de la vela, rebuscando en cada esquina, para hacer desaparecer cualquier pequeño vestigio de pan

fermentado y celebrar así, al día siguiente, la Pascua solo con pan ázimo. El fermento, en efecto, era para los

hebreos sinónimo de corrupción y el pan ázimo, símbolo de pureza, novedad e integridad. En este sentido

Jesús llama a la hipocresía fermento, «el fermento de los fariseos» (Lc 12,1).

San Pablo ve en la práctica ritual judía una grandiosa metáfora de la vida cristiana. Cristo fue inmolado; él es

la verdadera Pascua de la que la antigua era una espera; es necesario, pues, explorar la casa interior, el

corazón, despojarse de todo lo que es viejo y corrupto, para ser «una masa nueva»; hacer, también dentro de

nosotros, la gran limpieza primaveral. La palabra griega heilikrineia que se traduce como «sinceridad»

contiene la idea de esplendor solar (helios) y de prueba o juicio (krino) y significa, por eso, una transparencia

solar, algo que ha sido probado a la luz y encontrado puro.

La virtud de la sencillez tiene el modelo más sublime que se pueda pensar: Dios mismo. San Agustín escribió:
«Dios es trino, pero no es triple» . Él es la simplicidad misma. La Trinidad no destruye la simplicidad de Dios,

porque la sencillez se refiere a la naturaleza y la naturaleza de Dios es una y simple. Santo Tomás recoge

fielmente esta herencia, haciendo de la sencillez, el primero de los atributos de Dios .

La Biblia expresa esta misma verdad de manera concreta, por medio de imágenes: «Dios es luz y en él no hay

tinieblas» (1 Jn 1,5). La ausencia de toda mezcla es también uno de los múltiples significados del título divino

Qadosh, Santo. Pura plenitud, pura simplicidad. La gran mística santa Catalina de Génova designa este

aspecto de la naturaleza divina, de la que estaba enamorada, con neto, un término que indica, a la vez,

pureza e integridad, plenitud y homogeneidad absoluta. Dios es un «todo de una pieza». La simplicidad de

Dios es «pura plenitud»; a él, dice la Escritura, «nada se le puede añadir ni quitar» (Sir 42,21). En cuanto es

suma plenitud, nada se le puede añadir; en cuanto que es suma pureza, nada se le debe quitar. En nosotros

las dos cosas nunca están unidas; la una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre quitando

algo, purificándonos, «quitando el mal de nuestras acciones» (cf. Is 1,16).

Cualquier acción, aunque sea pequeña, si se realiza con intención pura y simple, nos hace ser «a imagen y

semejanza de Dios». La intención pura y simple recoge las fuerzas dispersas del alma, prepara el espíritu y lo

une a Dios. Es principio, fin y adorno de todas las virtudes. Tendiendo a Dios solo y juzgando las cosas en

relación a él, la sencillez rechaza y vence la ficción, la hipocresía y cualquier duplicidad. Esta intención pura y

recta es ese ojo simple del que habla Jesús en el Evangelio, que ilumina todo el cuerpo, es decir, toda la vida

y los actos del hombre y los preserva inmunes del pecado.

La sencillez es una de las conquistas más arduas y más bellas del camino espiritual. La sencillez es propia de

quien ha sido purificado por una verdadera penitencia, porque es fruto de un total desprendimiento de sí

mismo y de un amor desinteresado hacia Cristo. Se alcanza poco a poco, sin desanimarse por las caídas,

sino con firme determinación de buscar a Dios por él mismo y no por nosotros mismos.

Si puedo permitirme sugerir un propósito al final de esta meditación, hay que buscar en el salterio, o en la

liturgia de las Horas, el salmo 139; recitarlo lenta y repetidamente, como si lo leyéramos por primera vez, más

aún, como si lo estuviéramos componiendo nosotros mismos o fuéramos los primeros en pronunciarlo. Si la

hipocresía y la doblez consisten en buscar la mirada de los hombres más que la de Dios, aquí encontramos el

remedio más eficaz. Rezar este salmo es como someterse a una especie de radiografía, como exponerse a

los rayos X. Uno se siente atravesado de un lado a otro por la mirada de Dios. Recuerdo siempre la impresión

cuando lo recité por primera vez en el modo que he dicho. Comienza así:
«Señor, tú me sondeas y me conoces.

Me conoces cuando me siento o me levanto,

de lejos penetras mis pensamientos;

distingues mi camino y mi descanso,

todas mis sendas te son familiares.

No ha llegado la palabra a mi lengua,

y ya, Señor, te la sabes toda…

¿Adónde iré lejos de tu aliento,

adónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás tú;

si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el margen de la aurora,

si emigro hasta el confín del mar,

allí me alcanzará tu izquierda,

me agarrará tu derecha.

Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,

que la luz se haga noche en torno a mí»,

ni la tiniebla es oscura para ti,

la noche es clara como el día,

la tiniebla es como luz para ti».

Lo maravilloso es que esta toma de conciencia de estar bajo la mirada de Dios no crea un sentimiento de

vergüenza o de malestar, como quien se siente observado y descubierto en sus pensamientos más secretos;

al contrario, da alegría porque se entiende que es la mirada de un padre que nos ama y nos quiere perfectos

como él es perfecto. El salmista termina, de hecho, su oración con el grito exultante:

«Sondéame, oh Dios, y conoce mi corazón,

ponme a prueba y conoce mis sentimientos,

mira si mi camino se desvía,

guíame por el camino eterno».

Sí, mira, Señor, si seguimos un camino de mentira y guíanos, en esta Cuaresma, por la vía de la sencillez y

de la transparencia. Amén.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.Cf. B. PASCAL, Pensamientos, 147 Br.

2. LA ROCHEFOUCAULD, Máximas, 218.

3.Cf. STRACK-BILLERBECK, I, 718.

4. S. JUAN DE LA CRUZ, Máximas, 20 y 21.

5.ALESSANDRO MANZONI, I promessi sposi, cap. XXIV [trad. esp. Los novios (Rialp, Madrid 2001].

6. S. AGUSTÍN, De Trinitate, VI, 7.

7.S. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I,3,7


C

“¡ENTRA EN TÍ MISMO!”

2° predicación, cuaresma 2019

San Agustín lanzó un llamamiento que a distancia de tantos siglos conserva intacta su actualidad: «In te

ipsum redi. In interiore homine habitat veritas»: «Entra en ti mismo. En el hombre interior habita la verdad» .

En un discurso al pueblo, con insistencia aún mayor, exhorta:

«¡Entrad de nuevo en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Yendo lejos os perderéis. ¿Por

qué os encamináis por carreteras desiertas? Entrad de nuevo desde vuestro vagabundeo que os ha sacado

del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te has hecho extraño a ti mismo,

a fuerza de vagabundear fuera: no te conoces a ti mismo, y ¡busca a aquel que te ha creado! Vuelve, vuelve

al corazón, sepárate del cuerpo… Entra de nuevo en el corazón: examina allí lo que quizá percibiste de Dios,

porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo, en tu interioridad eres

renovado según la imagen de Dios» .

Continuando el comentario iniciado en Adviento sobre el versículo del Salmo «Mi alma tiene sed del Dios

vivo», reflexionemos sobre el «lugar» en que cada uno de nosotros entra en contacto con el Dios vivo. En

sentido universal y sacramental este «lugar» es la Iglesia, pero en sentido personal y existencial es nuestro

corazón, lo que la Escritura llama «el hombre interior», «el hombre escondido en el corazón» . A esta elección

nos impulsa también el tiempo litúrgico en que nos encontramos. Jesús en estos cuarenta días está en el

desierto, y es allí donde lo debemos alcanzar. No todos pueden ir a un desierto exterior; pero todos podemos
refugiarnos en el desierto interior que es nuestro corazón. «En la interioridad del hombre habita Cristo», nos

ha dicho Agustín.

Si queremos una imagen plástica, o un símbolo que nos ayude a aplicar esta conversión hacia el interior, nos

la ofrece el Evangelio con el episodio de Zaqueo. Zaqueo es el hombre que quiere conocer a Jesús y, para

hacerlo, sale de casa, va entre la multitud, sube a un árbol… Lo busca fuera. Pero hete aquí que Jesús al

pasar lo ve y le dice: «Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que quedarme a tu casa» (Lc 19,5). Jesús

lleva a Zaqueo a su casa y allí, en secreto, sin testigos, ocurre el milagro: conoce verdaderamente quién es

Jesús y encuentra la salvación.

Nos parecemos a menudo a Zaqueo. Buscamos a Jesús y lo buscamos fuera, por las calles, entre la multitud.

Y es el mismo Jesús quien nos invita a entrar en nuestra casa en nuestro propio corazón, donde él desea

encontrarse con nosotros.

Interioridad, un valor en crisis

La interioridad es un valor en crisis. La «vida interior» que en un tiempo era casi sinónimo de vida espiritual,

ahora, en cambio, tiende a ser mirada con sospecha. Hay diccionarios de espiritualidad que omiten totalmente

las voces «interioridad» y «recogimiento» y otros que las llevan, pero no sin expresar algunas reservas. Por

ejemplo, se destaca que, después de todo, no hay ningún término bíblico que corresponda exactamente a

estas palabras; que podría haber habido, en este punto, un influjo determinante de la filosofía platónica; que

podría favorecer el subjetivismo y así sucesivamente.

Un síntoma revelador de este descenso del gusto y estima de la interioridad es la suerte que ha tocado a la

Imitación de Cristo que es una especie de manual de introducción a la vida interior. De libro más amado entre

los cristianos, después de la Biblia, ha pasado, en pocas décadas, a ser un libro olvidado.

Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición»,

es decir, el estar constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano inclinado; inclinado, sin

embargo, hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como el universo, tras la explosión inicial (el famoso Big

Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del centro. «No se sacia el ojo de

mirar, ni el oído se sacia nunca de oír», dice la Escritura (Qo 1,8). Estamos perennemente en «salida», a

través de esas cinco puertas o ventanas que son nuestros sentidos.

Otras causas son, en cambio, más específicas y actuales. Una es la emergencia de lo «social» que es

ciertamente un valor positivo de nuestros tiempos, pero que, si no se reequilibra, puede acentuar la

proyección hacia lo exterior y la despersonalización del hombre. En la cultura secularizada y laica de nuestros
tiempos el papel que desempeñaba la interioridad cristiana fue asumido por la psicología y el psicoanálisis, las

cuales se detienen, sin embargo, en el inconsciente del hombre y en su subjetividad, prescindiendo por su

íntimo vínculo con Dios.

En el campo eclesial, la afirmación, con el Concilio, de la idea de una «Iglesia para el mundo» ha hecho que al

ideal antiguo de la fuga del mundo, se haya sustituido a veces el ideal de la fuga hacia el mundo. El abandono

de la interioridad y la proyección hacia lo externo es un aspecto —y entre los más peligrosos— del fenómeno

del secularismo.

Hubo incluso un intento de justificar teológicamente esta nueva orientación que ha tomado el nombre de

teología de la muerte de Dios, o de la ciudad secular. Dios —se dice— nos ha dado él mismo el ejemplo. Al

encarnarse, él se ha vaciado, ha salido de sí mismo, de la interioridad trinitaria, se ha «mundanizado», es

decir, dispersado en lo profano. Se ha convertido en un Dios «fuera de sí».

La interioridad en la Biblia

Como siempre, a la crisis de un valor tradicional, se debe responder en el cristianismo haciendo una

recapitulación, es decir, retomando las cosas en su principio para llevarlas a un nuevo cumplimiento. En otras

palabras, se trata de partir de nuevo desde la palabra de Dios y, a su luz, encontrar, en la misma Tradición, el

elemento vital y perenne, liberándolo de los elementos caducos de los que se ha revestido a lo largo de los

siglos. Es lo que el concilio Vaticano II siguió como método en todos sus trabajos. Igual que en la naturaleza,

en primavera, se poda el árbol de las ramas de la temporada anterior para hacer posible que el tronco florezca

de nuevo, así hay que hacer también en la vida de la Iglesia.

Ya los profetas de Israel lucharon para trasladar el interés del pueblo desde las prácticas exteriores de culto y

del ritualismo, a la interioridad de la relación con Dios. «Este pueblo —leemos en Isaías— se acerca a mí solo

con palabras y me honra con los labios, mientras que su corazón está lejos de mí y el culto que me rinde es

un aprendizaje de costumbres humanas» (Is 29,13). El motivo es que «el hombre mira las apariencias, pero

Dios escudriña el corazón» (1 Sam 16,7). «Rasgaos el corazón, no las vestiduras, —se lee en otro profeta» (Jl

2,13).

Es el tipo de reforma religiosa que Jesús retomó y llevó a cabo. Uno que analice la actuación de Jesús y sus

palabras, fuera de preocupaciones dogmáticas, desde un punto de vista de la historia de las religiones, nota

sobre todo una cosa: que él quiso renovar la religiosidad judía, terminada a menudo en lo seco del ritualismo y

del legalismo, poniendo en el centro de ella una relación con Dios intima y vivida. Él no se cansa de apelar a

ese ámbito «secreto», el «corazón», donde se opera el verdadero contacto con Dios y con su voluntad viva y
del que depende el valor de toda acción (cf. Mt 15,10ss). El llamamiento a la interioridad encuentra su

motivación bíblica más profunda y objetiva en la doctrina de la inhabitación de Dios, Padre, Hijo y Espíritu

Santo, en el alma del bautizado .

Con el paso del tiempo, en la visión bíblica de la interioridad cristiana algo se había ofuscado, contribuyendo a

la crisis de la que he hablado anteriormente. En ciertas corrientes espirituales, como en algunos de los

místicos renanos, se había ofuscado el carácter objetivo de esta interioridad. Insisten en volver al «fondo del

alma» mediante lo que ellos llaman «introversión». Pero no siempre resulta claro si este «fondo del alma»

pertenece a la realidad de Dios o a la del yo, o, peor aún, si es ambas cosas juntas, fusionadas de manera

panteísta.

En los últimos siglos el aspecto del método había acabado por prevalecer sobre el contenido de la interioridad

cristiana, reduciéndola a veces a una especie de técnica de concentración y de meditación, más que en el

encuentro con Cristo vivo en el corazón, aunque no han faltado en ninguna época espléndidas realizaciones

de la interioridad cristiana. Santa Isabel de la Trinidad está en la línea de la más pura interioridad objetiva,

cuando escribe: «Yo he encontrado el paraíso en la tierra, porque el paraíso es Dios y Dios está en mi

corazón».

Regreso a la interioridad

Pero volvamos al presente. ¿Por qué es urgente volver a hablar de interioridad y redescubrir el gusto sobre

ella? Vivimos en una civilización toda proyectada hacia lo exterior. Ocurre en el ámbito espiritual lo que se

observa en el ámbito físico. El hombre envía sus sondas hasta la periferia del sistema solar, fotografía lo que

hay en planetas lejanos; ignora, en cambio, lo que se agita a pocos miles de metros bajo la corteza terrestre y

no consigue, por eso, prever terremotos y erupciones volcánicas. También nosotros sabemos, ahora en

tiempo real, lo que sucede en el otro extremo del mundo, pero ignoramos lo que se agita en el fondo de

nuestro corazón. Vivimos como en una centrifugadora en acción a toda velocidad.

Evadirse, es decir, salir fuera, es una especie de palabra de orden. Incluso hay una literatura de evasión,

espectáculos de evasión. La evasión está, por así decirlo, institucionalizada. El silencio da miedo. No se logra

vivir, trabajar, estudiar sin alguna voz o música alrededor. Hay una especie de horror vacui, de miedo del

vacío, que impulsa a aturdirse.

Tuve ocasión de entrar una vez en una discoteca, invitado a hablar a los jóvenes allí reunidos. Me bastó para

hacerme una idea de lo que reina allí: la orgía del barullo, el ruido ensordecedor como droga. Se han hecho

investigaciones entre los jóvenes a la salida de la discoteca y a la pregunta: «¿Por qué os reunís en este
lugar?»; algunos han respondido: «¡Para no pensar!». Pero es fácil imaginar a qué manipulaciones se

exponen los jóvenes que han renunciado ya a pensar.

«Imponedles un trabajo pesado y que lo cumplan y no hagan caso de palabras engañosas» [de Moisés], fue

la orden del faraón de Egipto a sus ministros para con los Israelitas (cf. Éx 5,9). La orden tácita, pero no

menos perentoria, de los faraones modernos es: «¡Imponed el ruido sobre estos jóvenes, que se aturdan con

él, de modo que no piensen, no hagan elecciones libres, sino que sigan la moda que nos conviene, compren

lo que decimos nosotros, piensen como nosotros queremos!» Para un sector muy influyente de nuestra

sociedad, el del espectáculo y la publicidad, los individuos cuentan solo en cuanto que son «espectadores»,

números que hacen subir las «audiencias» de los programas.

Hay que oponerse con un rotundo «¡no!» a este vaciamiento. Los jóvenes son también los más generosos y

dispuestos a rebelarse contra las esclavitudes y, de hecho, hay multitud de jóvenes que reaccionan a este

asalto y, en lugar de huir, buscan lugares y tiempos de silencio y contemplación para reencontrarse de vez en

cuando consigo mismos y, en sí mismos, con Dios. Son muchos, aunque nadie habla de ello. Algunos han

fundado casas de oración y adoración eucarística perpetua y a través de la Red dan la posibilidad a muchos

para que se unan a ellos.

La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla mucho hoy de autenticidad y se hace de ello el

criterio de éxito o fracaso de la vida. El filósofo quizá más conocido del siglo pasado, Martin Heidegger, puso

este concepto en el centro de su sistema. Para el cristiano la autenticidad verdadera no se alcanza más que

viviendo «coram Deo», en la presencia de Dios.

«Un vaquero —escribe Kierkegaard— el cual, si esto fuera posible, es un yo delante de sus vacas, es un yo

muy inferior; un soberano que fuese un yo frente a sus esclavos, lo mismo. En el fondo ninguno de los dos es

un yo, en ambos casos falta la medida… Pero, ¡qué acento infinito adquiere el yo cuando adquiere conciencia

de existir ante Dios, convirtiéndose en un yo humano cuya medida es Dios! […] Se habla muchos de vidas

desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de aquel hombre que nunca se dio cuenta, porque no tuvo

nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está

ante este Dios» .

El Evangelio nos narra la historia de uno de estos «vaqueros». Había huido de la casa paterna y había

gastado sus bienes y su juventud, viviendo disolutamente. Pero un día «entró en sí mismo». Pasó revista a su

vida, preparó las palabras que tenía que decir y se puso en camino hacia la casa paterna (cf. Lc 15,17). Su

conversión se realizó en este momento, antes de moverse, mientras estaba solo en medio de una piara de
puercos. Se realizó en el momento en que «entró dentro de sí». A continuación no hizo más que ejecutar lo

que había deliberado. La conversión externa fue precedida por la interior y recibió de esta su valor. ¡Cuánta

fecundidad en aquel «entrar en sí mismo!».

No son solo los jóvenes los que son arrollados por la oleada de exterioridad. También lo son las personas

más comprometidas y activas en la Iglesia. ¡También los religiosos! Disipación es el nombre de la enfermedad

mortal que nos acecha a todos. Se termina por ser como un vestido del revés, con el alma expuesta a los

cuatro vientos. En un discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, san Pablo VI

dijo:

«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y la

soledad. Ruido y estruendo han invadido casi todo. Las personas no logran ya recogerse. Víctimas de mil

distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las diversas formas de la cultura moderna.

Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que

antes encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma logra estar plenamente ocupada en

Dios».

Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es ciertamente uno de los frutos más

maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y

hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa,

incapaces de entrar de nuevo en ella. ¡Presos de la exterioridad! San Agustín describe así su vida antes de la

conversión:

«Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y te buscaba aquí abajo, lanzándome deforme, sobre estas

formas de belleza que son tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de

ti esas criaturas que no existirían tampoco si no fuera por ti que las haces existir» .

¡Cuántos de nosotros deberían repetir esta amarga confesión: «Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba

fuera!» Hay algunos que sueñan con la soledad, pero la sueñan solamente. La aman, siempre que se

mantenga en el sueño y no se traduzca nunca en la realidad. En realidad, rehúyen de ella, tienen miedo de

ella. La desaparición del silencio es un síntoma grave. Han sido eliminados casi en todas partes esos carteles

típicos que en cada pasillo de las casas religiosas reclamaban en latín: Silentium! Yo creo que en muchos

ambientes religiosos se impone una elección: ¡O silencio o muerte! O se reencuentra un clima y tiempos de

silencio y de interioridad o es el vaciamiento espiritual progresivo y total. Jesús define el infierno como «las

tinieblas exteriores» (cf. Mt 8,12) y esta designación es altamente significativa.


No hay que dejarse engañar por la objeción habitual: pero a Dios se le encuentra fuera, en los hermanos, en

los pobres, en la lucha por la justicia; se le encuentra en la Eucaristía, en la Palabra de Dios… Todo cierto.

Pero, ¿dónde «encuentras» realmente al hermano y al pobre, si no en tu corazón? Si los encuentras sólo

fuera, no es un yo, una persona a la que encuentras, sino una cosa; te chocas más que encontrarlo. ¿Dónde

encuentras al Jesús de la Eucaristía si no en la fe, es decir, dentro de ti? Un verdadero encuentro entre

personas no puede tener lugar más que entre dos conciencias, dos libertades, es decir, entre dos

interioridades.

Es erróneo, por lo demás, pensar que la insistencia en la interioridad pueda perjudicar al compromiso activo

por el reino y la justicia; pensar, en otras palabras, que afirmar la primacía de la intención pueda perjudicar a

la acción. La interioridad no se opone a la acción, sino a un cierto modo de realizar la acción. Lejos de

disminuir la importancia del actuar para Dios, la interioridad la fundamenta y la preserva.

El eremita y su eremitorio

Si queremos imitar lo que Dios ha hecho al encarnarse, imitémosle verdaderamente hasta el fondo. Es cierto

que él se vació, salió de sí mismo, de la interioridad trinitaria, para venir al mundo. Sin embargo, sabemos

cómo ha sucedido esto: «Lo que era permaneció, lo que no era lo asumió», dice un antiguo aforismo a

propósito de la Encarnación. Sin abandonar el seno del Padre, el Verbo vino en medio de nosotros. También

nosotros vamos hacia el mundo, pero sin salir nunca del todo de nosotros mismos. «El hombre interior —dice

la Imitación de Cristo— se recoge espontáneamente porque no se dispersa nunca del todo en las cosas

exteriores. A él no le perjudica la actividad exterior y las ocupaciones a su tiempo necesarias, pero sabe

adaptarse a las circunstancias» .

Pero tratemos de ver también cómo hacerlo, concretamente, para recuperar y conservar la costumbre de la

interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se hizo construir una tienda portátil y en cada

etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor.

Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre con otro» (Éx 33,11).

Esto no siempre se puede hacer. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario para

recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere otra astucia más al alcance de la mano. Al

enviar a sus frailes por las calles del mundo, decía: Nosotros tenemos siempre un eremitorio con nosotros

dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en esta ermita.

«Hermano cuerpo es la ermita y el alma el eremita que habita dentro de él para orar a Dios y meditar» . Es la

misma recomendación que santa Catalina de Siena expresaba con la imagen de la «celda interior», que cada
uno lleva consigo y a la que siempre es posible retirarse con el pensamiento, para reanudar un contacto vivo

con la Verdad que habita en nosotros. Es a esta celda interior, no delimitada por paredes, dice S. Ambrosio,

que Jesús nos invita diciendo: «Tú, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta,

ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto». (Mt 6,6)

Hemos escuchado al inicio el apremiante llamamiento de san Agustín a reentrar en el corazón; terminamos

escuchando otro llamamiento igualmente apremiante en la misma dirección, lo que san Anselmo de Aosta

dirige al lector al comienzo de su Proslogion:

¡Venga, pues, desgracia humana, huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus

tumultuosos pensamientos! Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos

quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa un instante en Él. ¡«Entra en el aposento» de tu espíritu,

ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle y, «una vez cerrada la puerta», búscale! ¡Ahora di

«corazón mío», di todo entero ahora a Dios: «Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco»! (Sal 27,8).

Con estos deseos y propósitos iniciamos nuestra jornada de trabajo al servicio de la Iglesia.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.S. AGUSTÍN, De vera rel. 39, 72: PL 34,154.

2.S. AGUSTÍN, In Ioh. Ev., 18, 10: CCL 36, 186.

3.Cf. Rom 7,22; 2 Cor 4,16; 1 Pe 3,4.

4.Cf. Jn 14,17.23; Rom 5,5; Gál 4,6.

5.S. KIERKAGAARD, La malattia mortale, II, en Opere [ED. C. FABRO] (Florencia 1972) 662-663 [trad. esp.

Enfermedad mortal (Alba Libros, Madrid 2005)].

6.S. AGUSTÍN, Confesiones, X, 27.

7.Imitación de Cristo, II, 1.

8.Leyenda Perugina, 80: Fuentes Franciscanas, n. 1636.

9.S. Ambrosio, De Cain et Abel, I, 9, 38 (CSEL 32,1, p. 372).

“LA IDOLATRÍA, ANTÍTESIS DEL DIOS VIVIENTE”

3° predicación, cuaresma 2019


Cada mañana, al despertar, experimentamos algo singular, a lo cual no hacemos caso casi nunca. Durante la

noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la

ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las

cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo

conciencia de ello, me doy cuenta de ellas. Antes era como si no existieran.

Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los

atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es

necesario, también para el espíritu un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos

exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y

Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).

La idolatría antigua y nueva

El Dios «vivo» de la Biblia está así definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es

la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por

casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica

lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los

ídolos, un salmo dice:

Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,

hechura de manos humanas.

Tienen boca, y no hablan,

tienen ojos, y no ven,

tienen orejas, y no oyen,

tienen nariz, y no huelen,

tienen manos, y no tocan,

tienen pies, y no andan;

no tiene voz su garganta (Sal 114,3-7).

Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla,

que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura:

se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios.

La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está

siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca.
También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la

pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.

Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos

dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros.

Al comienzo de la carta a los Romanos leemos estas palabras:

«La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la

verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues

Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles

para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son

inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo

lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó

envuelto en tinieblas» (Rom 1,18-21).

En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi

exclusivamente a la tesis de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios a partir de las

criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en

el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la

cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del

Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir

incluso los cedros del Líbano.

El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él;

en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la

naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide

el mundo en dos categorías: griegos y judíos, es decir, paganos y creyentes, y comienza su

requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo

pagano en la impiedad y en la injusticia. Dice que es un atentado a la verdad; no a esta o a aquella

verdad, sino a la verdad originaria de todas las cosas.

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la

impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que

consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a

Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en
«ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer

como si no existiera».

En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf.

Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho

y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese

«reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que

existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo,

concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25).

Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria

del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).

El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en

este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley

de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del

hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral

de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es

decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.

En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen

invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom

9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27).

Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha

cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre

a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que

hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así

sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.

«¡Tú eres ese hombre!»

Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos

encontrado, en occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo

moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen,

sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta

afirmación es verdadera! Sí, dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el
problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un

sucedáneo suyo.

Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel

Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a

gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe

el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque

el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado

de la circulación y puesto a salvo en la Galería de la Academia. Es lo que le sucedió a Nietzsche

cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!» . No se daba cuenta de

que no había matado al verdadero Dios, sino una copia de «escayola».

Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con

el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología

la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil

para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo

y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y

Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y

trino.

Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso

de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos

nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los

creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí,

parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero

escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la

máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y

veamos cómo.

«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otro, a ti mismo

te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los

que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas

pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).
La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir

en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer

incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una

verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó

una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico

que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para

él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus

ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta

historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la

muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a

David: «¡Tú eres ese hombre!» (cf. 2 Sam 12,1ss).

Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una

justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo

segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!».

La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los

paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir

—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra

ti.

El «juez», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado,

más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre

piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del

mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes

decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos,

presbíteros y diáconos, es decir, los guías, los maestros .

Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso

puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo.

Él desenmascara la ilusión extraña y frecuente de las personas piadosas y religiosas de considerarse

al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si

fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el

privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que
conocen bien, harán una excepción para ellos.

Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro

hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche,

se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es

decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a

arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole

enmendarse.

«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad

de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para

el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,4-5).

¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo

precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar

una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de

repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en

pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí

la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de

aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He

pecado!» (2 Sam 12,13), o se produce un endurecimiento ulterior del corazón y se refuerza la

impenitencia. De la escucha de esta palabra de Pablo se sale o convertidos o endurecidos.

Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice

— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido

de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en

cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de

su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos

los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas

obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que

repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del

fariseo y del publicano en el templo y en otros infinitos modos.

Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son

tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y, en el caso específico, los
llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría

es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del

Creador», yo soy idolatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del

Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he

traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo,

especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que

desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo esta misma charla que

estoy dando.

En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en

el centro y en el primer puesto en el universo, sometiendo todo a él. Basta que aprendamos a

escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús,

«de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases

nuestras comienzan con la palabra «yo».

El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer

servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —¡también Dios!—, al propio éxito y a la

propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que

desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable.

Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no

cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.

Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que

hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El

Espíritu Santo me ha «convencido de pecado». Comienza para mí el milagro siempre nuevo de la

conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la

conversión más radical consiste en «enderezarnos» y re-dirigirnos a Dios. No podemos hacerlo en el

transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de

hacerlo, y es ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.

Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en

luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de

su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir,

sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la
encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre

nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que

todos secretamente queremos ser.

Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.F. NIETZSCHE, La gaia ciencia, n. 125.

2.ORÍGENES, Comentario de la Carta a los Romanos, 2,2: PG 14,873.

“ADORARÁS AL SEÑOR TU DIOS”

4° predicación, cuaresma 2019

Este año se celebra el VIII centenario del encuentro de Francisco de Asís con el Sultán de Egipto al-Kamil en

1219. Lo recuerdo en esta sede por un detalle que se refiere al tema de nuestras meditaciones sobre el Dios

viviente. Tras el regreso de su viaje a Oriente en 1219, santo Francisco escribió una carta dirigida «A los

gobernantes de los pueblos». En ella decía entre otras cosas:

Estáis obligados a tributar al Señor tanto honor entre el pueblo que se os a confiado, que cada noche se

anuncie, mediante un pregonero o algún otro signo, que se alabe y dé gracias al Señor Dios Todopoderoso

por parte de todo el pueblo. Y si no hacéis esto, sabed que deberéis dar razón de ello a Dios ante el Señor

vuestro Jesucristo el día del juicio .

Es opinión difundida que el santo sacase la ocasión para esta exhortación por lo que había observado en su

viaje a Oriente, donde había escuchado la llamada vespertina a la oración dirigida por los muyahidines desde

lo alto de los minaretes. Un hermoso ejemplo no solo de diálogo entre las diversas religiones, sino también de

enriquecimiento mutuo. Una misionera, que trabaja desde hace muchos años en un país africano, escribió

estas palabras:«Nosotros estamos llamados a responder a una necesidad fundamental de los hombres, a la

profunda necesidad de Dios, a la sed de absoluto, a enseñar el camino de Dios, a enseñar a orar. He aquí

porqué los musulmanes hacen, por estas partes, tantos prosélitos: enseñan enseguida y dan forma simple a

adorar a Dios».

Nosotros cristianos tenemos una diferente imagen de Dios —un Dios que es amor infinito aún antes que

potencia infinita—, pero esto no debe hacernos olvidar el deber primario de la adoración. A la provocación de
la mujer samaritana: «Nuestros padres adoraron en este monte; sin embargo, vosotros decís que está en

Jerusalén el lugar donde hay que adorar», Jesús responde con palabras que son la carta magna de la

adoración cristiana:

«Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros

adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los

judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu

y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en

espíritu y verdad» (Jn 4,21-24).

Fue el Nuevo Testamento el que elevó la palabra adoración a esta dignidad que antes no tenía. En el Antiguo

Testamento, además de a Dios, la adoración se dirige en algunos casos también a un ángel (cf. Num 22,31) o

al rey (1 Sam 24,9); por el contrario, en el Nuevo Testamento cada vez que se intenta adorar a alguien aparte

de Dios y de la persona de Cristo, aunque sea incluso un ángel, la reacción inmediata es: «¡No lo hagas! Es a

Dios a quien se debe adorar» . Como si se corriera, en caso contrario, un peligro mortal. Es lo que Jesús, en

el desierto, recuerda terminantemente al tentador que le pide que le adore: «Escrito está: Al Señor tu Dios,

adorarás, sólo a él dará culto» (Mt 4,10).

La Iglesia ha recogido esta enseñanza, haciendo de la adoración el acto por excelencia del culto de latría,

distinto de llamado de dulía reservado a los santos y del llamado de hiperdulía reservado a la Virgen. La

adoración es, pues, el único acto religioso que no se puede ofrecer a ningún otro, dentro del universo,

tampoco a la Virgen, sino sólo a Dios. Aquí está su dignidad y fuerza única.

La adoración (proskunesis), al comienzo, indicaba el gesto material de postrarse rostro en tierra delante de

alguien, en señal de reverencia y sumisión. En este sentido plástico la palabra es usada todavía en los

Evangelios y en el Apocalipsis. En ellos la persona ante la cual uno se prostra, sobre la tierra, es Jesucristo y

en la liturgia celestial el Cordero inmolado, o el Todopoderoso. Sólo en el diálogo con la Samaritana y en 1

Corintios 14,25 él aparece suelto de su significado exterior e indica una disposición interior del alma hacia

Dios. Esto llegará a ser cada vez más el significado ordinario del término y en este sentido, en el credo,

decimos del Espíritu Santo que es «adorado y glorificado» al igual que el Padre y del Hijo.

Para indicar la actitud exterior correspondiente a la adoración, se prefiere el gesto de doblar las rodillas, la

genuflexión. También este último gesto está reservado exclusivamente a la divinidad. Podemos estar de

rodillas ante la imagen de la Virgen, pero no hacemos la genuflexión ante ella, como la hacemos ante el

Santísimo Sacramento, o el Crucificado.


Qué significa adorar

Pero, más que el significado y el desarrollo del término, nos interesa saber en qué consiste y cómo podemos

practicar la adoración. La adoración puede ser preparada por larga reflexión, pero termina con una intuición y,

como cualquier intuición, no dura mucho. Es como un relámpago de luz en la noche. Pero de una luz especial:

no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y

conjunto de la bondad de Dios y de su presencia que quita el aliento. Es una especie de naufragio en el

océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios. Adorar, según la expresión de santa Ángela de Foligno

recordada otra vez, significa «recogerse en unidad y sumergirse en el abismo infinito de Dios».

Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Él dice por sí solo que la

realidad está demasiado más allá que toda palabra. En la Biblia resuena alta la advertencia: «¡Calla ante él

toda la tierra!» (Hab 2,20) y: «¡Silencio en la presencia del Señor Dios!» (Sof 1,7). Cuando «los sentidos son

rodeados por un inmenso silencio y con la ayuda del silencio envejecen las memorias», decía un Padre del

desierto, entonces no queda más que adorar.

Fue un gesto de adoración el de Job, cuando, encontrándose cara a cara con el Todopoderoso al final de su

historia, exclama: «He aquí, son muy mezquino: ¿qué te puedo responder? Me pongo la mano sobre mi

boca» (Job 40,4). En este sentido, el versículo de un salmo, retomado luego por la liturgia, en el texto hebreo

decía: «Para ti es alabanza el silencio», Tibi silentium laus! (cf. Sal 65,2, texto Masorético). Adorar —según la

maravillosa expresión de san Gregorio Nacianceno— significa elevar a Dios un «himno de silencio» . Como a

medida que se sube una alta montaña el aire se hace más enrarecido, así a medida que uno se aproxima a

Dios la palabra debe hacerse más breve, hasta hacerse, al final, totalmente muda y unirse en silencio a aquel

que es el inefable .

Si se quiere decir algo para «parar» la mente e impedir que vagabundee en otros objetos, conviene hacerlo

con la palabra más breve que exista: Amén, Sí. Adorar, en efecto, es asentir. Es dejar que Dios sea Dios. Es

decir sí a Dios como Dios y a sí mismos como criaturas de Dios. En este sentido, Jesús es definido en el

Apocalipsis, el Amén, el Sí hecho persona (cf. Ap 3,14). Se puede también repetir incesantemente con los

serafines: «Qadosh, qadosh, qadosh: Santo, santo, santo».

La adoración exige, pues, que nos pleguemos y se esté callado. Pero, ¿es un tal acto, digno del hombre? ¿No

lo humilla, derogando su dignidad? Más aún, ¿es realmente digno de Dios? ¿Qué Dios es si necesita que sus

criaturas se postren por tierra delante de él y callen? ¿Es acaso, Dios, como uno de esos soberanos

orientales que inventaron para sí la adoración? Es inútil negarlo, la adoración supone para las criaturas
también un aspecto de radical humillación, un hacerse pequeños, un rendirse y someterse. La adoración

implica siempre un aspecto de sacrificio, sacrificar algo. Precisamente así atestigua que Dios es Dios y que

nada ni nadie tiene derecho a existir ante él, si no en gracia de Él. Con la adoración se inmola y se sacrifica el

propio yo, la propia gloria, la propia autosuficiencia. Pero esta es una gloria falsa e inconsistente, y es una

liberación para el hombre deshacerse de ella.

Al adorar, se «libera la verdad que estaba prisionera de la injusticia». Se llega a ser «auténticos» en el sentido

más profundo de la palabra. En la adoración se anticipa ya el regreso de todas las cosas a Dios. Uno se

abandona al sentido y al flujo del ser. Como el agua encuentra su paz en fluir hacia el mar y el pájaro su

alegría en seguir el curso del viento, así el adorador en adorar. Adorar a Dios no es tanto un deber, una

obligación, cuanto un privilegio, más aún, una necesidad. ¡El hombre necesita algo majestuoso que amar y

adorar! Está hecho para esto.

Por tanto, no es Dios quien necesita ser adorado, sino el hombre quien necesita adorar. Un prefacio de la

Misa dice: «Tú no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya

nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo nuestro Señor» . Estaba totalmente

desviado F. Nietzsche cuando definía al Dios de la Biblia «ese Oriental ávido de honores en su sede celestial»

Sin embargo, la adoración debe ser libre. Lo que hace la adoración digna de Dios y a la vez digna del hombre

es la libertad, entendida ésta, no sólo negativamente como ausencia de coacción, sino también positivamente

como impulso gozoso, don espontáneo de la criatura que expresa así su alegría de no ser ella misma Dios,

para poder tener un Dios por encima de sí al que adorar, admirar, celebrar.

La adoración eucarística

La Iglesia católica conoce una forma particular de adoración que es la adoración eucarística. Toda

gran corriente espiritual, en el seno del cristianismo, ha tenido su particular carisma que constituye su

contribución particular a la riqueza de toda la Iglesia. Para los protestantes, este es el culto de la

palabra de Dios; para los ortodoxos, el culto de los iconos; para la Iglesia católica, es el culto

eucarístico. A través de cada una de estas tres vías, se realiza el mismo objetivo de fondo, que es la

contemplación de Cristo y de su misterio.

El culto y la adoración de la Eucaristía fuera de la Misa es un fruto relativamente reciente de la piedad

cristiana. Comenzó a desarrollarse en Occidente, a partir del siglo XI, como reacción a la herejía de

Berengario de Tours que negaba la presencia «real» y admitía una presencia sólo simbólica de Jesús
en la Eucaristía. A partir de esa fecha, sin embargo, no ha habido, se puede decir, un santo, en cuya

vida no se note un influjo determinante de la piedad eucarística. Ella ha sido fuente de inmensas

energías espirituales, una especie de hogar siempre encendido en medio de la casa de Dios, en el cual

se han calentado todos los grandes hijos de la Iglesia. Generaciones y generaciones de fieles

católicos han advertido el estremecimiento de la presencia de Dios al cantar el himno Adoro te devote,

ante el Santísimo expuesto.

Lo que diré de la adoración y de la contemplación eucarística se aplica casi por completo también a la

contemplación del icono de Cristo. La diferencia es que en el primer caso se tiene una presencia real

de Cristo, en el segundo una presencia sólo intencional. Ambas se basan en la certeza de que Cristo

resucitado está vivo y se hace presente en el sacramento y en la fe.

Estando tranquilos y silenciosos, y posiblemente largo tiempo, ante Jesús sacramentado, o ante un

icono suyo, se perciben sus deseos respecto de nosotros, se depositan los propios proyectos para

dar cabida a los de Cristo, la luz de Dios penetra, poco a poco, en el corazón y lo sana. Ocurre algo

que evoca lo que les pasa a en los árboles en primavera, es decir, el proceso de la fotosíntesis. Brotan

de las ramas las hojas verdes; estas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción

de la luz solar, son «fijados» y transformados en alimento de la planta. Sin tales hojitas verdes, la

planta no podría crecer y dar frutos y no contribuiría a regenerar el oxígeno que nosotros mismos

respiramos.

¡Nosotros debemos ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas y de las

almas contemplativas. Al contemplar el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el

Espíritu Santo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice

también el apóstol Pablo cuando escribe: «Todos nosotros, a rostro descubierto, reflejando como en

un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen, de gloria en gloria, según la

acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18).

Nuestro poeta, Giuseppe Ungaretti, al contemplar una mañana en la orilla del mar el surgir del sol,

escribió una poesía de solo dos brevísimos versos, tres palabras en total: «Me ilumino de inmensidad

». Son palabras que podrían ser hechas propias por quien está en adoración ante el Santísimo

Sacramento. Sólo Dios conoce cuántas gracias ocultas han descendido sobre la Iglesia gracias a

estas almas adoradoras.

La adoración eucarística es también una forma de evangelización y entre las más eficaces. Muchas
parroquias y comunidades que la han puesto en su horario diario o semanal lo experimentan

directamente. La vista de personas que por la tarde o de noche están en adoración silenciosa ante el

Santísimo en una iglesia iluminada ha empujado a muchos transeúntes a entrar y, después de haber

permanecido un momento, a exclamar: «¡Aquí está Dios!». Precisamente como está escrito que

sucedía en las primeras asambleas de los cristianos (cf. 1 Cor 14,25).

La contemplación cristiana nunca es en un sentido único. No consiste en mirarse, como se dice, el

ombligo, a la búsqueda del propio yo profundo. Consiste siempre en dos miradas que se cruzan.

Hacía, pues, una óptima contemplación eucarística aquel campesino de la parroquia de Ars que

pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con la mirada dirigida al sagrario y que, interrogado por el

Santo Cura qué hacía así todo el tiempo, respondió: «¡Nada, yo le miro y Él me mira!».

Si a veces se abaja y flaquea nuestra mirada, nunca flaquea, sin embargo, la de Dios. La

contemplación eucarística se reduce, a veces, simplemente a hacer compañía a Jesús, a estar bajo su

mirada, dándole incluso la alegría de contemplarnos, que, en cuanto criaturas sacadas de la nada y

pecadoras, sin embargo, somos el fruto de su pasión, aquellos por los que él ha dado la vida. Es un

acoger la invitación de Jesús dirigida a los discípulos en Getsemaní: «Permaneced aquí y velad

conmigo» (Mt 26,38).

La contemplación eucarística no es impedida, pues, en sí, por la aridez que a veces se puede

experimentar, ya sea debida a nuestra disipación, o, en cambio, permitida por Dios para nuestra

purificación. Basta darla un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción derivada del fervor,

para hacerle feliz y decir, como decía Charles de Foucauld: «¡Tu felicidad, Jesús, me basta!»; es decir:

me basta con que tú seas feliz. Jesús tiene a disposición la eternidad para hacernos felices; nosotros

no tenemos más que este breve espacio de tiempo para hacerle feliz: ¿cómo resignarse a perder esta

oportunidad que ya no volverá nunca eternamente?

Al contemplar a Jesús en el Sacramento del altar, nosotros realizamos la profecía hecha en el

momento de la muerte de Jesús sobre la cruz: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Más aún, dicha

contemplación es ella misma una profecía, porque anticipa lo que haremos por siempre en la

Jerusalén celestial. Es la actividad más escatológica y profética que se pueda realizar en la Iglesia. Al

final ya no se inmolará el Cordero, ni se comerán ya sus carnes. Es decir, cesarán la consagración y la

comunión; pero no cesará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros. Esto es lo que, en

efecto, los santos hacen en el cielo (cf. Ap 5,1ss). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un
único coro con la Iglesia de arriba: ellos delante, nosotros, por así decirlo, detrás del altar; ellos en la

visión, nosotros en la fe.

En 1967 comenzó la Renovación Carismática Católica que en cincuenta años ha tocado y renovado a

millones de creyentes y ha suscitado innumerables realidades nuevas, personales y comunitarias.

Nunca se insiste suficientemente en el hecho de que éste no es un “movimiento eclesial”, en el

sentido común de este término; es una corriente de gracia destinada a toda la Iglesia, una «inyección

de Espíritu Santo» de la que ella tiene necesidad desesperadamente. Es como una sacudida eléctrica

destinada a descargarse sobre la masa que es la Iglesia y, una vez que esto ha ocurrido, desaparecer.

Menciono aquí esta realidad porque ella inició precisamente con una extraordinaria experiencia de

adoración del Dio vivo que ha sido el tema de esta meditación. El grupo de estudiantes de la

Universidad Duquesne de Pittsburgh que participó en el primer retiro, se encontró, una noche, en la

capilla ante el Santísimo, cuando, de pronto, sucedió una cosa singular, que una de ellos, más

adelante, describió así:

«El temor del Señor comenzó a correr en medio de nosotros; una especie de terror sagrado nos

impedía levantar los ojos. Él estaba allí personalmente presente y nosotros teníamos miedo de no

resistir a su excesivo amor. Lo adoramos, descubriendo por primera vez lo que significa adorar.

Hicimos una experiencia abrasadora de la terrible realidad y presencia del Señor. Desde entonces

entendimos con una claridad nueva y directa las imágenes de Yahvé que, en el monte Sinaí, truena y

estalla con el fuego de su mismo ser; hemos entendido la experiencia de Isaías y la afirmación según

la cual nuestro Dios es un fuego devorador. Este sagrado temor era, en cierto modo, la misma cosa

que el amor, o al menos así lo advertíamos nosotros. Era algo sumamente amable y bello, aunque

ninguno de nosotros vio ninguna imagen sensible. Era como si la realidad personal de Dios,

espléndida y deslumbrante, hubiera venido a la habitación llenándola a ella y a nosotros a la vez» .

Simultánea presencia de majestad y de bondad en Dios, de temor y amor en la criatura; el «misterio

tremendo y fascinante», como lo definen los estudiosos de las religiones. La persona que describió en

estos términos la experiencia de ese momento no sabía que estaba haciendo una síntesis perfecta de

los rasgos que caracterizan el Dios vivo de la Biblia.

Terminamos con un versículo del Salmo 95 con el cual la Liturgia de las Horas nos hace empezar cada

nuevo día:
Entrad, adoremos, prosternémonos,

¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho!

Porque él es nuestro Dios,

y nosotros el pueblo de su pasto,

el rebaño de su mano.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.S. Francisco de Asìs, Escritos, BAC, Madrid 1993, p. 61.

2.Cf. Ap 19,10; 22,9; Hch 10,25-26; 14,13s.

3.SAN GREGORIO NACIANCENO, Poemas, 29: PG 37, 507.

4.PS.- DIONISIO AREOPAGITA, Teología mística, 3: PG 3, 1033.

5.MISAL ROMANO, Prefacio común IV.

6.FRIEDERICH NIETZSCHE, La Gaia ciencia, n. 135.

7.En PATTI GALLAGHER MANSFIELD, As by a New Pentecost. Beginning of the Catholic Charismatic

Renewal, Amor Deus Publishing, Phoenix, AZ, 2016, p. 131.


Copyright © 2011, Padre Raniero Cantalamessa. Tutti i diritti riservati. Una realizzazione Ergobit.

“DIOS HA ELEGIDO LO QUE ES NECIO PARA EL MUNDO PARA CONFUNDIR A LOS SABIOS”

5° predicación, cuaresma 2019

Juan y Pablo: dos miradas diferentes sobre el misterio

En el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que no se entienden si no se tiene en cuenta

un dato fundamental, es decir, el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia

el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan.

Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación. Jesús, Verbo hecho carne, es para él el supremo

revelador del Dios vivo, aquel fuera del cual «nadie va al Padre». La salvación consiste en reconocer que

Jesús «ha venido en carne» (2 Jn 7) y en creer que él «es el Hijo de Dios» (1 Jn 5,5); «Quien tiene al Hijo,

tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1 Jn 5,12). En el centro de todo, como se ve, está «la

persona» de Jesús hombre-Dios.

La peculiaridad de esta visión joánica salta a los ojos si la comparamos con la de Pablo. Para Pablo, en el
centro de atención no está tanto la persona de Cristo, entendida como realidad ontológica; está, más bien, la

obra de Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y resurrección. La salvación no está tanto en creer que

Jesús es el Hijo de Dios venido en carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros pecados y

resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). El acontecimiento central no es la encarnación, sino el

misterio pascual.

Sería un error fatal ver en ello una dicotomía en el origen mismo del cristianismo. Cualquiera que lee sin

prejuicios el Nuevo Testamento comprende que, en Juan, la encarnación es en vistas del misterio pascual,

cuando Jesús finalmente derrame su Espíritu sobre la humanidad (Jn 7,39), y entiende que para Pablo el

misterio pascual supone y se basa en la Encarnación. Aquel que se hizo obediente hasta la muerte y muerte

de cruz, es uno que «tenía la forma de Dios», igual a Dios (cf. Flp 2,5ss). Las fórmulas trinitarias en las que

Jesucristo es mencionado junto al Padre y al Espíritu Santo, son una confirmación de que, para Pablo, la obra

de Cristo tiene sentido por su persona.

La distinta acentuación de los dos polos del misterio refleja el camino histórico que la fe en Cristo ha hecho

después de la Pascua. Juan refleja la fase más avanzada de la fe en Cristo, aquella que se tiene al final, no al

comienzo de la redacción de los escritos neotestamentarios. Él está al final de un proceso de remontarse a las

fuentes del misterio de Cristo. Esto se nota observando desde dónde comienzan los cuatro Evangelios.

Marcos comienza su evangelio desde el bautismo de Jesús en el Jordán; Mateo y Lucas, que vinieron

después, dan un paso atrás y hacen comenzar la historia de Jesús desde su nacimiento de María; Juan, que

escribe el último, hace un salto decisivo hacia atrás y coloca el comienzo de la historia de Cristo no ya en el

tiempo, sino en la eternidad: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn

1,1).

El motivo de este desplazamiento de interés es bien conocido. La fe, entretanto, entró en contacto con la

cultura griega y ésta está más interesada en la dimensión ontológica que en la histórica. Lo que importa para

ella no es tanto el desarrollo de los hechos, cuanto su fundamento (archè). A este factor ambiental se añadían

los primeros síntomas de la herejía doceta que cuestionaba la realidad de la Encarnación. El dogma

cristológico de las dos naturalezas y de la unidad de la persona de Cristo estará casi enteramente basado en

la perspectiva de san Juan del Logos hecho carne.

Es importante tener en cuenta esto para comprender la diferencia y la complementariedad entre teología

oriental y teología occidental. Las dos perspectivas, la paulina y la joánica, aunque fusionándose juntas (como

vemos que sucede en el Credo Niceno-Constantinopolitano), conservan su distinta acentuación, como dos
ríos que, confluyendo uno en otro, conservan durante un largo trecho el distinto color de sus aguas. La

teología y la espiritualidad ortodoxa se basa predominantemente en Juan; la occidental (la protestante más

aún que la católica) se basa principalmente en Pablo. Dentro de la misma tradición griega, la escuela

alejandrina es más joánica, la antioqueña más paulina. Una hace consistir la salvación en la divinización, la

otra en la imitación de Cristo.

La cruz, sabiduría de Dios y poder de Dios

Ahora quisiera mostrar qué comporta todo esto para nuestra búsqueda del rostro del Dios vivo. Al término de

las meditaciones de Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo momento en que se hace carne,

introduce en el mundo la vida eterna. Al final de estas meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de

Pablo que, en la cruz, cambia el destino de la humanidad. Escuchemos enseguida el texto donde aparece

más clara la perspectiva paulina sobre la cual queremos reflexionar:

«Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios

valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los

griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad

para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de

Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres»

(1 Cor 1,21-25).

El Apóstol habla de una novedad en el actuar de Dios, casi un cambio de ritmo y de método. El mundo no ha

sabido reconocer a Dios en el esplendor y en la sabiduría de la creación; entonces él decide revelarse de

modo opuesto, a través de la impotencia y la necedad de la cruz. No se puede leer esta afirmación de Pablo

sin recordar el dicho de Jesús: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a

los sabios y entendidos y se las revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25).

¿Cómo interpretar este vuelco de valores? Lutero hablaba de un revelarse de Dios «sub contraria specie», es

decir, a través de lo contrario de lo que uno se esperaría de él . Él es potencia y se revela en la impotencia, es

sabiduría y se revela en la necedad, es gloria y se revela en la ignominia, es riqueza y se revela en la

pobreza.

La teología dialéctica de la primera mitad del siglo pasado llevó esta visión a sus últimas consecuencias. Entre

el primer y el segundo modo de manifestarse de Dios no existe, según Karl Barth, continuidad, sino ruptura.

No se trata de una sucesión sólo temporal, como entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino de una oposición

ontológica. En otras palabras, la gracia no construye sobre la naturaleza, sino contra ella; toca al mundo
«como la tangente al círculo», es decir lo roza, pero sin penetrar dentro, como, en cambio, hace la levadura

con la masa. Es la única diferencia que, según dice el mismo Barth, le retenía de llamarse católico; todas las

demás le parecían, en comparación, de poca monta. A la analogía entis, él oponía la analogía fidei, es decir, a

la colaboración entre naturaleza y gracia, la oposición entre la palabra de Dios y todo lo que pertenece al

mundo.

Benedicto XVI, en su encíclica «Deus Caritas Est», muestra las consecuencias que tiene esta distinta visión a

propósito del amor. Karl Barth escribió: «Donde entra en escena el amor cristiano, comienza inmediatamente

el conflicto con el otro amor [el amor humano] y este conflicto no tiene fin ». Benedicto XVI escribe, por el

contrario:

«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente [...]. La fe

bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que

asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo

nuevas dimensiones» .

La oposición radical entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, fue atenuándose en los escritos

posteriores del mismo Barth y ahora ya no encuentra casi seguidores. Por tanto, podemos acercarnos con

más serenidad a la página del Apóstol para entender en qué consiste realmente la novedad de la cruz de

Cristo.

Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su contrario», pero bajo lo contrario de lo que los hombres han

pensado siempre de Dios, no de lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la

suprema manifestación del amor de Dios por los hombres. En cierto sentido, sólo ahora, en la cruz, Dios se

revela «en la propia especie», en lo que le es propio. El texto de la primera Carta a los Corintios sobre el

significado de la cruz de Cristo debe ser leído a la luz de otro texto de Pablo en la Carta a los Romanos:

«En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos;

ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a

morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por

nosotros» (Rom 5,6-8).

El teólogo medieval bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392) nos proporciona la clave mejor para entender en

qué consiste la novedad de la cruz de Cristo. Escribe:

«Dos cosas dan a conocer al amante verdadero y le aseguran el triunfo sobre el amado: hacerle todo el bien

que le es posible y tolerar por su amor los más terribles tormentos: el sufrimiento es aún mayor prueba de
amistad que el llenar de sus bienes. Pero Dios era inaccesible para todo sufrimiento y no podía ofrecer al

hombre la prueba suprema de amor […]. Tenía que darnos alguna prueba y, pues nos amaba con locura,

manifestarnos lo extremado de su amor. Para esto inventa y lleva a cabo este anonadamiento maravilloso. Y

encuentra en ello la manera de poder sufrir los más atroces tormentos. Y habiéndole mostrado con su tortura

la intensidad del amor, obliga al hombre, que antes le huía por el temor de su odio, a que se le acerque

confiado» .

En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha sufrido por nosotros. La relación entre las

dos cosas es la de un amor de beneficencia que se hace amor de sufrimiento.

Pero, ¿qué ha ocurrido tan importante en la cruz de Cristo para hacer de ella el momento culminante de la

revelación del Dios vivo de la Biblia? La criatura humana busca instintivamente a Dios en la línea de la

potencia. El título que sigue al nombre de Dios es casi siempre «omnipotente». Y he aquí que, abriendo el

Evangelio, se nos invita a contemplar la impotencia absoluta de Dios en la cruz. El Evangelio revela que la

verdadera omnipotencia es la total impotencia del Calvario. Hace falta poca potencia para proseguir, en

cambio, se requiere mucha para ponerse a un lado aparte, para borrarse. ¡El Dios cristiano es esta ilimitada

potencia de ocultamiento de si!

La explicación última está, pues, en el nexo indisoluble que existe entre amor y humildad. «Se humilló a sí

mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). Se humilló haciéndose dependiente del objeto de su

amor. El amor es humilde porque, por su naturaleza, crea dependencia. Lo vemos, en pequeño, por lo que

ocurre cuando dos personas humanas se enamoran. El joven que, según el ritual tradicional, se arrodilla ante

una chica para pedir su mano, hace el acto más radical de humildad de su vida, se hace mendigo. Es como si

dijera: «Yo no me basto a mí mismo, necesito de ti para vivir». La diferencia esencial es que la dependencia

de Dios respecto de sus criaturas nace únicamente por el amor que tiene hacia ellas, la de las criaturas entre

sí, de la necesidad que tienen la una de la otra.

«La revelación de Dios como amor, escribió Henri de Lubac, obliga al mundo a revisar todas sus ideas sobre

Dios» . La teología y la exégesis están aún lejos, creo, de haber sacado de ello todas las consecuencias. Una

de dichas consecuencias es ésta. Si Jesús sufre de forma atroz en la cruz no lo hace principalmente para

pagar en lugar de los hombres su deuda insoluta. (¡Con la parábola de los dos siervos, en Lucas 7,41ss.,

explicó anticipadamente que la deuda de diez mil talentos fue cancelada por el rey gratuitamente!). No, Jesús

muere crucificado para que el amor de Dios pudiera llegar al hombre en el punto más remoto en el cual se
había alejado rebelándosele, es decir, en la muerte. Incluso la muerte está habitada por el amor de Dios. En

su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI, escribió:

«La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado estar. Debe ser eliminado,

vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, puesto que los hombres no son capaces de ello, que

lo haga Dios mismo: esta es la bondad incondicional de Dios» .

El motivo tradicional de la expiación de los pecados mantiene, como se ve, toda su validez, pero no el motivo

último. El motivo último es «la bondad incondicional de Dios», su amor.

Podemos identificar tres etapas en el camino de la fe pascual de la Iglesia. Al comienzo hay solamente dos

hechos escuetos: «Ha muerto, ha resucitado». «Vosotros lo crucificasteis, Dios lo ha resucitado», grita a las

multitudes Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2,23-24). En una segunda fase, se plantea la pregunta: «¿Por

qué murió y por qué ha resucitado?», y la respuesta es el kerygma: «Murió por nuestros pecados; ha

resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). Faltaba aún una pregunta: «Y, ¿por qué ha muerto por

nuestros pecados? ¿Qué le ha empujado a hacerlo?» La respuesta (unánime, en este punto, de Pablo y de

Juan) es: «Porque nos ha amado». «Me amó y se entregó a sí mismo por mí», escribe Pablo (Gál 2,20);

«Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», escribe Juan (Jn 13,1).

Nuestra respuesta

¿Cuál será nuestra respuesta frente al misterio que hemos contemplado y que la liturgia nos hará revivir en la

Semana Santa? La primera y fundamental respuesta es la de la fe. No una fe cualquiera, sino la fe mediante

la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que “arrebata” el reino de los cielos

(Mt 11,12). El Apóstol concluye con estas palabras el texto del que hemos partido:

«Cristo Jesús [se convertiò] para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así

—como está escrito—: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,30-31).

Lo que Cristo ha llegado a ser «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más

nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! Yo no me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san

Bernardo:

«Yo, en verdad, tomo con confianza para mí (usurpo!) lo que me falta de las entrañas del Señor, porque

rebosan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. No careceré seguramente de

mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también

soy muy grande por lo que respecta a los méritos […] ¿Cantaré acaso mi justicia? “Señor, recordaré sólo tu
justicia” (cf. Sal 71,16). Ella es, en verdad, también mía; porque tú te has hecho para mí justicia que viene de

Dios (cf. 1 Cor 1,30)» .

No dejemos pasar la Pascua sin haber hecho, o renovado, el golpe de audacia de la vida cristiana que nos

sugiere san Bernardo. San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a “despojarse del hombre viejo” y

«revestirse de Cristo» . La imagen del desvestirse y revestirse no indica una operación sólo ascética,

consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos con otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir

las virtudes. Es, ante todo, una operación que hay que hacer mediante la fe. Uno se pone ante el crucifijo y,

con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, la propia miseria pasada y presente, como quien se despoja

y arroja en el fuego sus trapos sucios. Luego se reviste de la justicia que Cristo ha adquirido para nosotros;

dice, como el publicano en el templo: «¡Oh Dios ten piedad de mí, pecador!, y vuelve a casa como él,

«justificado» (cf. Lc 18,13-14). ¡Esto sería realmente un «hacer la Pascua», realizar el santo «tránsito»!

Naturalmente, no todo termina aquí. De la apropiación debemos pasar a la imitación. Cristo —señalaba el

filósofo Kierkegaard a sus amigos luteranos— no es sólo «el don de Dios que hay que aceptar mediante la

fe»; es también «el modelo a imitar en la vida» . Quisiera destacar un punto concreto sobre el que tratar de

imitar el actuar de Dios: lo que Cabasilas destacó con la distinción entre el amor de beneficencia y el amor de

sufrimiento.

En la creación, Dios ha demostrado su amor por nosotros llenándonos de dones: la naturaleza con su

magnificencia fuera de nosotros, la inteligencia, la memoria, la libertad y todos los demás dones dentro de

nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por nosotros. Así sucede también en las

relaciones de las criaturas entre ellas. Cuando brota un amor, se siente inmediatamente la necesidad de

manifestarlo haciendo regalos a la persona amada. Es lo que hacen los novios entre sí. Pero sabemos cómo

funcionan las cosas: una vez casados, afloran los límites, las dificultades, las diferencias de carácter. Ya no

basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay que aprender a «llevar los pesos uno

del otro» (cf. Gál 6,2), y a sufrir el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se

convierte también en ágape, amor de donación y no sólo de búsqueda. Benedicto XVI, en la encíclica citada

(n.7) , se expresa así:

Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de

felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para

buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así,

el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia
naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No

puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como

don.

La imitación del actuar de Dios no se refiere sólo al matrimonio y a los casados; en un sentido distinto, nos

toca a todos nosotros, los consagrados antes que a cualquier otro. El progreso, en nuestro caso, consiste en

pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a sufrir por Cristo y por la Iglesia. Sucede en la vida

religiosa lo que sucede en el matrimonio y no hay que asombrarse de ello, desde el momento que es también

un matrimonio, un desposorio con Cristo.

Una vez la Madre Teresa de Calcuta hablaba a un grupo de mujeres y las exhortaba a sonreír a su marido.

Una de ellas la objetó: «Madre, usted habla así porque no está casada y no conoce a mi marido». Ella le

respondió: «Te equivocas. También yo estoy casada y te aseguro que a veces no es fácil tampoco para mí

sonreír a mi Esposo». Después de su muerte se ha descubierto a qué aludía la santa con aquellas palabras.

Tras la llamada a ponerse al servicio de los más pobres de los pobres, emprendió con entusiasmo el trabajo

por su divino Esposo, poniendo en pie obras que maravillaron al mundo entero.

Muy pronto, sin embargo, la alegría y entusiasmo disminuyeron, ella cayó en una noche oscura que la

acompañó durante todo el resto de la vida. Llegó a dudar si tenía todavía fe, hasta el punto de que cuando,

tras su muerte, fueron publicados sus diarios íntimos, alguien totalmente desconocedor de las cosas del

Espíritu, habló incluso de un «ateísmo de la Madre Teresa». La santidad extraordinaria de la Madre Teresa

está en el hecho de que vivió todo esto en el más absoluto silencio con todos, escondiendo su desolación

interior bajo una sonrisa constante del rostro. En ella se ve lo qué significa pasar de hacer las cosas para

Dios, al sufrir por Dios y por la Iglesia.

Es una meta muy difícil, pero afortunadamente Jesús en la cruz no solo nos ha dado el ejemplo de este tipo

nuevo de amor; nos ha merecido también la gracia de hacerlo nuestro, de apropiárnoslo mediante la fe y los

sacramentos. Prorrumpa, pues, en nuestro corazón, durante la Semana Santa, el grito de la Iglesia:

«Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». Te

adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo.

¡Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas: feliz y santa Pascua!

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.Cf. MARTIN LUTERO, De servo arbitrio: WA, 18, 633; cf. también WA, 56, pp. 392. 446-447.

2.KARL BARTH, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino
es la tesis de ANDERS NYGREN, Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969. (Edición original sueca

(Estocolmo 1930).

3.BENEDICTO XVI, Deus Caritas Est, nn. 7-8.

4.NICOLÁS CABASILAS, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristro (Rialp, Madrid

41999) 189 ].

5.H. DE LUBAC, Histoire et esprit, Paris 1950, Ch.5.

6.Cf. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del

VAticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)]..

7.SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.

8.Cf. Col 3,9; Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24).

9.Cf. SØREN KIERKEGAARD, Diarios, X1, A, 154 (año 1849).

“DESPRECIADO Y RECHAZADO POR LOS HOMBRES”

Predicación del Viernes Santo 2019 en la Basílica de San Pedro

«Despreciado y evitado de los hombres,

como un hombre de dolores,

acostumbrado a sufrimientos,

ante el cual se ocultan los rostros,

despreciado y desestimado» (Is 53,3).

Son las palabras proféticas de Isaías con las que se ha iniciado la liturgia la palabra de hoy. El relato de la

pasión que ha seguido ha dado un nombre y un rostro a este misterioso hombre de dolores, despreciado y

rechazado por los hombres: el nombre y el rostro de Jesús de Nazaret. Hoy queremos contemplar al

Crucificado precisamente en esta apariencia: como el prototipo y el representante de todos los rechazados,

los desheredados y los «descartados» de la tierra, aquellos ante los cuales se gira el rostro hacia otra parte

para no ver.

Jesús no ha empezado ahora, en la pasión, a serlo. En toda su vida, él formó parte de ellos. Nació en un

establo porque para los suyos «no había puesto en la posada» (Lc 2,7). Al presentarlo en el templo, los

padres ofrecieron «un par de tórtolas o dos pichones», la ofrenda prescrita por la ley para los pobres que no
podían permitirse el lujo de ofrecer un cordero (cf. Lev 12,8). Un auténtico certificado de pobreza en el Israel

de entonces. Durante su vida pública, no tiene «dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20): un sintecho.

Y llegamos a la pasión. En el relato de ella hay un momento en el que no nos detenemos a menudo, pero que

es muy significativo: Jesús en el pretorio de Pilato (cf. Mc 15,16-20). Los soldados han observado, en la

explanada adyacente, un arbusto de espinos; han cogido un haz y se lo han presionado sobre la cabeza;

sobre la espalda todavía sangrante por la flagelación, le han colocado un manto como burla; tiene las manos

atadas con una tosca cuerda; en una le han puesto un haz de varas y en la otra una caña, símbolos jocosos

de su realeza. Es el prototipo de las personas maniatadas, solas, en manos de soldados y bandidos que

desfogan sobre los pobres desgraciados la rabia y la crueldad que han acumulado en la vida. ¡Torturado!

«¡Ecce homo!», ¡He aquí el hombre!, exclama Pilato, al presentarlo poco después al pueblo (Jn 19,5). Palabra

que, después de Cristo, puede ser dicha del grupo sin fin de hombres y mujeres humillados, reducidos a

objetos, privados de toda dignidad humana. «Si esto es un hombre»: el escritor Primo Levi tituló así el relato

de su vida en el campo de exterminio de Auschwitz. En la cruz, Jesús de Nazaret se convierte en el emblema

de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas de exclamar: «Despreciados, rechazados,

parias de toda la tierra: ¡el hombre más grande de toda la historia ha sido uno de vosotros! A cualquier pueblo,

raza o religión que pertenezcáis, tenéis el derecho de reclamarlo como vuestro.

***

El escritor y teólogo afro-americano, Howard Thurman —aquel al que Martin Luther King consideraba su

maestro y el inspirador de la lucha no violenta por los derechos civiles— escribió un libro titulado «Jesus and

the Disinherited» , Jesús y los desheredados. En él, hace ver lo que representó la figura de Jesús para los

esclavos del Sur, de los que él mismo era un descendiente directo. En la privación de todo derecho y en la

abyección más total, las palabras del Evangelio que repetía el ministro de culto negro, en la única reunión que

se les consentía, daban nuevamente a los esclavos el sentido de su dignidad de hijos de Dios.

En este clima nacieron la mayoría de los cantos espirituales negros que todavía hoy conmueven al mundo .

En el momento de la subasta pública habían vivido el desgarro de ver a las esposas separadas de los maridos

y a los padres respecto de los hijos, vendidos a dueños diferentes. Es fácil intuir con qué espíritu cantaban

bajo el sol o en el interior de sus cabañas: «Nobody knows the trouble I have seen. Nobody knows, but

Jesus»: Nadie sabe el dolor que he experimentado; nadie, excepto Jesús».

***
Este no es el único significado de la pasión y muerte de Cristo y ni siquiera el más importante. El significado

más profundo no es el social, sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió al mundo del pecado, llevó el

amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en el que la humanidad se había metido en su huida de él, es

decir, en la muerte. No es, decía, el sentido más importante de la cruz, pero es el que todos, creyentes y no

creyentes, pueden reconocer y acoger.

Todos, repito, no sólo los creyentes. Si por el hecho de su encarnación el Hijo de Dios se hizo hombre y se

unió a toda la humanidad, por el modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno de los pobres y

rechazados, ha abrazado su causa. Él mismo se ha encargado de asegurárnoslo cuando solemnemente

afirmó que lo que hicimos por el hambriento, el desnudo, el preso, el exilado, se lo hicimos a él y lo que

omitimos hacérselo a ellos no se lo hicimos a Él (cf. Mt 25, 31-46).

Pero no podemos detenernos aquí. Si Jesús solo tuviera esto que decir a los desheredados del mundo, no

sería más que uno entre ellos, un ejemplo de dignidad en la desventura y nada más. Más aún, sería una

prueba ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es conocida la reacción indignada de Iván, el hermano

rebelde de los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona a

Jesús: «¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me había olvidado de él: y más aún, me

maravillaba, mientras se discutía, cómo era posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que

comúnmente, en los debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él ante que cualquier otra cosa» .

Efectivamente, el Evangelio no se detiene aquí; dice también otra cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado!

En él se produjo un vuelco total de las partes: el vencido se ha convertido en vencedor, el juzgado se ha

convertido en el juez, «la piedra descartada por los arquitectos se ha convertido en piedra angular» (cf. Hch

4,11). La última palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la opresión. Jesús no ha devuelto sólo

una dignidad a los desheredados del mundo; ¡les ha dado una esperanza!

En los tres primeros siglos de la Iglesia la celebración de la Pascua no estaba distribuida como ahora, en

varios días: Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado en un solo día. En

la Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la resurrección. Más concretamente, ni la muerte ni

la resurrección se conmemoraban como hechos distintos y separados; se conmemoraba, más bien, el tránsito

de Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La palabra «Pascua» (pasech) significa tránsito: paso del

pueblo hebreo de la esclavitud a la libertad, tránsito de Cristo de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1) y tránsito,

del pecado a la gracia, de los creyentes en él.

Es la fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el comienzo y la promesa del único cambio
pleno totalmente justo e irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos, pertenecientes a

distintas formas de esclavitud todavía en curso en nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!

***

La cruz contiene también un mensaje para aquellos que están en la otra orilla: para los poderosos, los fuertes,

los que se sienten tranquilos en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como siempre, de amor y de

salvación, no de odio o venganza. Les recuerda que al final están vinculados al mismo destino de todos; que

débiles y poderosos, inermes y tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a los mismos límites humanos.

La muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de cada uno, colgada de un hilo. Pone en

guardia contra el peor mal para el hombre que es la ilusión de la omnipotencia. No hay que ir demasiado para

atrás en el tiempo, basta repensar la historia reciente para darnos cuenta de lo frecuente que es este peligro y

a cuántas personas y pueblos lleva a la catástrofe.

La Escritura tiene palabras de sabiduría eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:

«Aprended, gobernantes de toda la tierra…

los poderosos serán examinados con rigor» (Sab 6,1.6).

«En la prosperidad el hombre no comprende,

es parecido a las bestias que mueren» (Sal 49,21).

«¿Para qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?» (Lc

9,25)

La Iglesia ha recibido el mandato de su fundador de ponerse de la parte de los pobres y los débiles, de ser la

voz de quien no tiene voz y, gracias a Dios, es lo que hace, sobre todo en su pastor supremo.

La segunda tarea histórica que las religiones deben, juntas, asumir hoy, además de promover la paz, es no

permanecer en silencio ante el espectáculo que está ante la mirada de todos. Pocos privilegiados poseen

bienes que no podrían consumir, aunque viviesen incluso siglos enteros y masas aniquiladas de pobres que

no tienen un trozo de pan y un sorbo de agua por dar a sus hijos. Ninguna religión puede permanecer

indiferente, porque el Dios de todas las religiones no es indiferente ante todo esto.

***

Volvamos a la profecía de Isaías de la que hemos partido. Comienza con la descripción de la humillación del

Siervo de Dios, pero se concluye con la descripción de su exaltación final. Es Dios que habla:

«Por los trabajos de su alma verá la luz […]

Le daré una multitud como parte,


y tendrá como despojo una muchedumbre.

Porque expuso su vida a la muerte

y fue contado entre los pecadores,

él tomó el pecado de muchos

e intercedió por los pecadores».

Dentro de dos días, con el anuncio de la resurrección de Cristo, la liturgia dará un nombre y un rostro también

en este triunfador. Velemos y meditamos en espera.

___________________________________

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

“¿QUÉ QUIERES DE MÍ MUJER?” LA KÉNOSOS DE LA MADRE DE DIOS

2° predicación cuaresma 2020

En las meditaciones de esta Cuaresma continuamos muestro camino iniciado en Adviento, siguiendo las

huellas de la Madre de Dios. Será una manera de meternos bajo la protección de la Virgen en un momento

tan crítico para toda la humanidad debido a la pandemia Corona virus.

Tenemos que reconocer que no se habla mucho de María en el Nuevo Testamento, al menos no tan a

menudo como esperaríamos, teniendo en cuenta el desarrollo que tuvo en la Iglesia la devoción a la Madre de

Dios. Sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de una cosa: que María no está ausente en

ninguno de los tres momentos constitutivos del misterio de la salvación. De hecho, existen tres momentos muy

precisos que, juntos, forman el gran misterio de la Redención. Ellos son: la Encarnación del Verbo, el Misterio

pascual y Pentecostés.

María no está ausente en ninguno de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la

Encarnación que sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está

escrito que «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente en Pentecostés,

porque está escrito que el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles mientras «permanecían unidos en la

oración con María, la madre de Jesús» (cf. Hch 1,14). Estas tres presencias de María en los momentos claves

de nuestra salvación no pueden ser una casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la

redención. María fue la única entre todas las creaturas en dar testimonio y participar en todos estos
acontecimientos.

En esta Quaresma queremos seguir a María en el Misterio pascual, dejándonos guiar por ella en la

comprensión profunda de la Pascua y en la participación en los sufrimientos de Cristo. María nos toma de la

mano y nos anima a seguirla en este camino, diciéndonos como una madre a sus propios hijos reunidos:

«Vamos también nosotros a morir con él» (Jn 11,16). En el Evangelio, es el apóstol Tomás quien pronuncia

estas palabras, pero es María quien las pone en práctica.

Aprendió la obediencia por las cosas que padeció

El Misterio pascual no comienza, en la vida de Jesús, con el prendimiento en el huerto y no dura solo durante

la Semana Santa. Toda su vida, desde que Juan Bautista lo saludó como el Cordero de Dios, es una

preparación para su Pascua. Según el evangelio de Lucas, la vida pública de Jesús fue toda ella una lenta e

inexorable «subida hacia Jerusalén», donde consumaría su éxodo (cf. Lc 9,31).

Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva Eva. También para

María el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las palabras de Simón sobre el signo de

contradicción y sobre la espada que le traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su

corazón, junto con todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta meditación es

justamente el de seguir a María durante la vida pública de Jesús y ver de qué es figura y modelo en este

tiempo.

¿Qué sucede normalmente en un camino de santidad después de que un alma ha sido colmada de gracia,

después de que ha respondido generosamente con su «sí» de fe y ha comenzado voluntariosamente a

cumplir obras buenas y a cultivar la virtud? Viene el tiempo de la purificación y del despojamiento. Viene la

noche de la fe. Y veremos, de hecho, que María, en este período de su vida, nos sirve como guía y modelo

precisamente en esto: de cómo comportarnos cuando viene en la vida «el tiempo de la poda».

San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de la Virgen la gran

categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a

pesar de su condición divina, no consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen)

de sí» (Flp 2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en su

despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el desconcertante misterio de este

despojamiento» . Este despojarse se consumó al pie de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en

Nazaret, y sobre todo durante la vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil

notar ya entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la fe» .
Todo esto hace de los acontecimientos de María algo extraordinariamente significativo para nosotros;

restituye María a la Iglesia y a la humanidad. Debemos tomar nota con alegría de un gran progreso que se ha

realizado en la devoción a la Virgen, en la Iglesia católica, y del cual quien ha vivido a caballo del Concilio

Vaticano II puede darse cuenta fácilmente. En primer lugar, la categoría fundamental con la que se explicaba

la grandeza de la Virgen era la del «privilegio» o exención.

Se pensaba que María había sido eximida no sólo del pecado original y de la corrupción (que son privilegios

definidos por la Iglesia con los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción), sino que en esta línea se pensaba

también que María había estado exenta de los dolores del parto, del cansancio, de la duda, de la tentación, de

la ignorancia y, finalmente, lo más grave, también de la muerte. De hecho, para algunos María habría sido

elevada al cielo sin haber tenido que pasar por la muerte.

Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado. No se daban

cuenta de que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la disociaba completamente de él,

que, sin tener pecado, quiso experimentar a favor nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia,

tentaciones y muerte. Todo esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se

representaba a la Virgen en estatuas, pinturas e imágenes: una criatura, en general, desencarnada e

idealizada, bella con una belleza a menudo toda humana, y que toda mujer desearía tener, una Virgen, en

definitiva, que parecer haber rozado apenas la tierra con la punta de los pies.

Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II intentamos explicar la

santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de la fe. María caminó, es más, «progresó» en

la fe . Esto no disminuye, sino que acrecienta desproporcionadamente la grandeza de María. La grandeza

espiritual de una criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por lo

que Dios le pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a cualquier otra criatura, más que al

mismo Abraham.

En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo sacerdote que no

sepa compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el

pecado» (Heb 4,15); «Aunque era hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la

kénosis, estas palabras, con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera

clave de comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las cosas que padeció.

¿Acaso Jesús no era lo suficientemente obediente en la infancia o no sabía lo que es la obediencia, que tuvo

que aprender a conocerla «por las cosas que padeció» después? No; aprender tiene aquí el sentido concreto
de experimentar, saborear. Jesús ejercitó la obediencia, creció en esa gracia con las cosas que padeció. Se

necesitaba una obediencia cada vez más grande para superar resistencias y pruebas cada vez más grandes,

hasta la suprema prueba de la muerte.

También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que padeció, para que

nosotros podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una madre que no sepa compadecerse con

nuestras enfermedades, nuestro cansancio, nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo

a semejanza de nosotros, a excepción del pecado.

María durante la vida pública de Jesús

En los evangelios, hay menciones a la Virgen que en el pasado, en el clima dominado por la idea de privilegio,

creaban un cierto malestar entre los creyentes y que ahora, en cambio, nos aparecen como hitos en este

camino de fe de María, que, por eso, no tenemos ningún motivo para dejarlas deprisa de lado o suavizarlas

con explicaciones convenientes. Pasamos a reseñar brevemente estos textos.

Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Esto fue el inicio del misterio pascual de

despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de haberlo encontrado? «¿Por qué me

buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre». ¿Por qué me buscabais? Aquellas

palabras ponían entre Jesús y ella una voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a

según plano toda otra relación, incluso la relación filial con ella.

Sigamos adelante. Encontramos una mención a María en Caná de Galilea, justo en el momento en que Jesús

está comenzando su ministerio público. Conocemos los hechos. ¿Qué respondió Jesús a María, a su discreta

petición de intervención? «¿Qué quieres de mí, mujer?» (Jn 2,4). Cualquiera que sea el modo en que se

quieran explicar estas palabras, éstas tienen un sonido duro, mortificante; parecen poner nuevamente una

distancia entre Jesús y su Madre.

Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de Jesús. Un día, mientras

Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes para hablarle. Quizás la Madre se

preocupaba, como es muy natural en una madre, de su salud, porque poco antes está escrito que Jesús no

podía siquiera comer a causa del gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar

incluso el derecho de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud haciendo valer el

hecho de que era la madre. Por el contrario, se quedó afuera a la espera y otros se dirigieron a Jesús para

decirle: «Fuera está tu madre que quiere hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús

que está ahora y siempre en la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,33).
Conocemos ya la respuesta que sigue. Intentemos ponernos en el lugar de María e intuiremos la humillación y

el sufrimiento que había para ella en esas palabras. Sabemos hoy que en esas palabras está contenido un

elogio más que un reproche para la madre; pero ella no lo sabía, al menos en ese momento. En ese

momento, sólo existía la amargura de un rechazo. No se dice que Jesús después saliera para hablarle;

probablemente María tuvo que alejarse, sin haber podido ver al hijo ni hablarle.

Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo hacia Jesús: «¡Dichoso el

vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de esos cumplidos que bastan por sí solos para

hacer feliz a una madre; pero María, si estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en

estas palabras y gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que escuchan la

Palabra de Dios y la cumplen!» (Lc 11,27-28).

Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio, de las «seguidoras

femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres piadosas —de las cuales incluso da el

nombre— que había sido beneficiadas por parte de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3),

es decir, cuidaban de las necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar

o remendar ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres no figura la madre

y todos saben cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara estos servicios pequeños del hijo,

especialmente si está consagrado al Señor. Es el sacrificio total del corazón.

¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no pueden ser sólo una

coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La kénosis de Jesús consistió en el hecho de

que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el

estado de siervo y pareciendo en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el

hecho de que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar de ellos,

apareciendo delante de todos como una mujer igual a las otras.

La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del mismo modo, la cualidad

de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas humillaciones. Jesús decía que la Palabra es

con lo que Dios poda, limpia y pela los sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he

dicho» (Jn 15,3), y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente

estas Palabras la espada que, según Simeón, un día traspasarían su alma?

La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía un aspecto también

«carnal», en el sentido positivo de este término. Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en
la vida. Sin embargo, ella tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo

la puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena. Una vez iniciado su

ministerio y después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde reposar la cabeza y María no tuvo dónde

posar el corazón.

A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza espiritual, en su grado más

alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar de todos los privilegios, de no poder

aprovecharse de nada, ni en el pasado ni el futuro: ni de revelaciones, ni de promesas, como si no le

pertenecieran y no hubieran tenido nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la

memoria» y, al hablar de ello, hace mención explícita de la Madre de Dios . Consiste en olvidarse —o mejor

dicho, en no poder recordar, ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar únicamente inclinado a Dios,

viviendo en pura esperanza. Es la verdadera y radical pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también

esto, solo en esperanza.

Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que, habiendo vislumbrado un

alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja detenerse en lo bajo, entre sentimientos y

consolaciones naturales, sino que la empuja en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de cara a

la unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos sus seguidores de todos los

siglos, con su Evangelio, pero a la Madre la dirigió a viva voz, en persona.

Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al desierto para ser

tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar sangre… «Yo hago siempre lo que le

agrada» (Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del

Padre.

María discípula de Cristo

¿Cómo reaccionó María a esta conducta del Hijo y de Dios mismo en relación a ella? Probemos a releer los

textos recordados. Constataremos una cosa: nunca la más mínima mención de conflicto de voluntad, de

réplica o de auto justificación por parte de María; ¡nunca una intención de hacer cambiar de decisión a Jesús!

Docilidad absoluta.

Aquí aparece la santidad personal única de la Madre de Dios, la maravilla más alta de la gracia. Para darse

cuenta, basta hacer alguna comparación. Por ejemplo, con san Pedro. Cuando Jesús le hizo entender a

Pedro que en Jerusalén le esperaba rechazo, pasión y muerte, él «protestó» y dijo: No, Señor, esto no puede

suceder, ¡no debe suceder! (cf. Mt 16,22). Se preocupaba por Jesús, pero también por él mismo. María no.
María callaba. Su respuesta a todo era el silencio. No un silencio de repliegue o de tristeza, mas bien un

silencio bueno y santo. Se ve en Caná de Galilea, donde, en lugar de mostrarse ofendida, entiende, en la fe, y

quizás desde la mirada de Jesús, que puede hacerlo y dice, pues, a los servidores: «Haced lo que él os diga»

(Jn 2,5). Incluso cuando —después de aquellas duras palabras de Jesús reencontrado en el templo— se dice

que María no entendía, está escrito que ella callaba y «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).

El hecho de que calle no significa que para María todo es fácil, que no debe superar luchas, fatigas y tinieblas.

Ella estuvo exenta del pecado, no de la lucha y de lo que san Juan Pablo II llamaba «el cansancio de creer».

Si Jesús tuvo que luchar y sudar sangre, para llevar su voluntad humana hasta el punto de adherirse

plenamente a la voluntad del Padre, ¿es acaso sorprendente que haya tenido que «agonizar» también la

Madre? Sin embargo, algo es cierto; que María no habría querido, por nada del mundo, volverse atrás.

Cuando se pregunta a ciertas almas, conducidas por Dios por caminos parecidos, si quieren que se rece para

que todo termine y vuelva a ser como un tiempo atrás, por muy contrariados que estén y a veces en el borde

de la aparente desesperación, se apresuran a responder en seguida; ¡no!

Después de haber contemplado a la madre de Cristo, contemplamos, pues, ahora a la discípula de Cristo. A

propósito de la palabra de Jesús: «¿Quién es mi madre?… El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi

hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35), san Agustín comenta:

«¿No hizo acaso la voluntad del Padre la Virgen María, la cual por fe creyó, por fe concibió, fue elegida para

que de ella naciera la salvación para nosotros entre los hombres, y fue creada por Cristo antes de que Cristo

fuera creado en su seno? Santa María hizo la voluntad del Padre y la hizo enteramente; por eso, vale más

para María haber sido discípula de Cristo que Madre de Cristo. Vale más, y es una prerrogativa más feliz,

haber sido discípula que Madre de Cristo. María era feliz, ya que, antes de dar a luz al Hijo, llevó en el vientre

al Maestro… Por esto también María fue dichosa, porque escuchó la Palabra de Dios y la puso en práctica» .

«Corporalmente, María es sólo madre de Cristo, pero espiritualmente es su hermana y madre» .

Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción continua, una vida

triste? Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los santos, debemos decir que, en este

camino de despojamiento, María descubría día a día una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de

Belén o de Nazaret, cuando estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su cara. Alegría de no

hacer la propia voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él, desde el momento

en que, también respecto de Dios, hay más alegría en dar que en recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos

caminos son inaccesibles y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto
precisamente se da a conocer por lo que es: Dios, el tres veces Santo.

Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas, habla de una alegría

especial, al límite de la posibilidades humanas de comprensión, que llama la «alegría de la

incomprensibilidad» (gaudium incomprehensibilitatis). Esta alegría consiste en entender que no se puede

entender, pero que un Dios entendido ya no sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera

alegría, ¡porque hace ver que Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es

«tu» Dios! Esta es la alegría que los santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen, según santa Ángela,

tuvo, en algunos momento, desde esta vida .

Desde la meditación sobre Maria en la vida pública de Jesús llevamos una certeza muy consoladora: No

tenemos una Madre que no sepa compadecerse de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella

misma, en todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Ahora que está glorificada en el cielo junto al

Hijo, María puede extender su mano materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí,

diciendo, son más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).

En este tiempo de gran tribulación para todo el mundo dirijamos a la Virgen la antigua et bellísima oración del

Sub tuum praesidium:

“Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en

nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater 18: AAS 79 (1987) 382s.

2.Ibidem, 17

3.Lumen gentium, 58.

4.S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo III, 2, 10.

5.S AGUSTÍN, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscellanea Agostiniana, I, 162.

6.S AGUSTÍN, La santa virginidad, 5-6: PL 40, 399.

7.Il libro della Beata Angela da Foligno, Istr. III (Quaracchi, Grottafer

“JUNTO A LA CRUZ DE JESÚS ESTABA MARÍA SU MADRE”

3° predicación cuaresma 2020


María en el Calvario

La palabra de Dios que nos acompaña en nuestra meditación es la de Juan:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena.

Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” Después

dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»

(Jn 19,25-27).

De este texto, tan profundo, consideramos en esta meditación, sólo la primera parte, la narrativa, dejando

para el próximo encuentro el resto del pasaje evangélico que contiene las palabras de Jesús.

Si en el Calvario, junto a la cruz de Jesús, estaba María su Madre, quiere decir que ella estaba en Jerusalén

en aquellos días y, si estaba en Jerusalén, entonces vio todo, asistió a todo. Asistió a los gritos: «¡Barrabás,

no él!»; asistió al Ecce homo, vio la carne de su carne flagelada, sangrante, coronada de espinas,

semidesnuda delante de la multitud, temblando, sacudida por escalofríos de muerte, en la cruz. Escuchó el

ruido de los golpes de martillo y los insultos: «Si eres el Hijo de Dios…». Vio a los soldados que se dividían

sus vestiduras y la túnica que probablemente ella misma había tejido.

«Estaban —se lee— junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María

Magdalena». Había, pues, un grupo de mujeres, cuatro en total (como aparece en el icono). Por lo tanto,

María no estaba sola; era una de las mujeres. Sí, pero María estaba allí como «su madre» y esto cambia todo,

poniendo a María en una situación totalmente distinta a las otras. Recuerdo el funeral de un joven de 18 años.

Varias mujeres seguían al féretro. Todas estaban vestidas de negro, todas lloraban. Todas parecían iguales.

Sin embargo, entre ellas había una distinta, una a la que todos los presentes tenían en cuenta, a la que todos,

sin darse vuelta, miraban a escondidas: la madre. Era viuda y tenía solo ese hijo. Miraba el ataúd, se veía que

sus labios repetían sin pausa el nombre del hijo. Cuando los fieles, en el momento del Sanctus, se pusieron a

proclamar «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del universo», también ella, sin darse cuenta siquiera, se

puso a murmurar: Santo, Santo, Santo… En ese momento pensé en María al pie de la cruz.

No obstante, a ella se le pidió algo mucho más difícil: perdonar. Cuando escuchó al Hijo que decía: «Padre,

perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), ella entendió lo que el Padre celeste esperaba de ella:

que dijera con el corazón las mismas palabras: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y ella las

dijo. Perdonó.

Si María pudo ser tentada, como lo fue también Jesús en el desierto, esto sucedió, sobre todo, al pie de la

cruz. Y fue una tentación profundísima y dolorosísima, porque tenía por motivo al mismo Jesús. Ella creía en
las promesas, creía que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, sabía que, si Jesús hubiera orado, el Padre le

habría enviado «más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,53). Pero ve que Jesús no hace nada. Liberándose

a sí mismo de la cruz, la liberaría también a ella de su tremendo dolor, pero no lo hace. Sin embargo, María no

grita: «¡Baja de la cruz; sálvate a ti y a mí!», o: «Has salvado a muchos otros, ¿por qué no te salvas ahora

también a ti, hijo mío?», aunque es fácil intuir hasta qué punto un pensamiento o deseo similar se asomaría

espontáneamente al corazón de una madre. María calla.

Humanamente hablando, María tuvo todos los motivos para gritar a Dios: «¡Me has engañado!», o, como gritó

un día el profeta Jeremías: «¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir!» (Jer 20,7), y escapar del Calvario. En

cambio, ella no escapó, sino que permaneció «de pie», en silencio, y así se convirtió, de un modo especial, en

mártir de la fe, testigo supremo de la confianza en Dios, tras el Hijo.

Esta visión de María que se une al sacrificio del Hijo encontró una expresión sobria y solemne en un texto del

Concilio Vaticano II:

«La Santísima Virgen también avanzó en el camino de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la

Cruz, donde, no sin un designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció

con ánimo materno a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la víctima engendrada por

ella misma» .

María no estaba, pues, «junto a la cruz de Jesús», cerca de él, sólo en sentido físico y geográfico, sino

también en sentido espiritual. Estaba unida a la cruz de Jesús; estaba dentro del mismo sufrimiento. Ella fue la

primera de los que «compartieron su pasión» (Rom 8,17). Sufría en su corazón lo que el Hijo sufría en su

carne. ¿Y quién podría sólo pensar diferente, si apenas sabe lo que quiere decir ser madre?

Jesús también era hombre; como hombre, en este momento, él no es, a los ojos de todos, más que un hijo

ejecutado en la presencia de la madre. Jesús ya no dice: «¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi

hora» (Jn 2,4). Ahora que su «hora» ha llegado, hay entre él y su madre una gran cosa en común: el mismo

sufrimiento. En esos momentos extremos, en los que incluso el Padre se ha retirado misteriosamente de la

mirada del hombre, a Jesús le queda solo la mirada de la madre, en la que buscar refugio y consuelo.

¿Despreciaría esta presencia y este consuelo materno, aquel que en el Getsemaní pidió a los tres discípulos

diciendo: «Quedaos aquí, y velad conmigo» (Mt 26,38)?

Estar junto a la cruz de Jesús

Ahora bien, siguiendo, como siempre, nuestro principio-guía, según el cual María es figura y espejo de la

Iglesia, su primicia y modelo, debemos plantearnos la pregunta: ¿Qué quiso decir a la Iglesia el Espíritu
Santo, disponiendo que en la Escritura estuviera registrada esta presencia de María y esas palabras de Jesús

sobre ella?

También esta vez, es la Palabra misma de Dios la que, implícitamente, delinea el tránsito de María a la

Iglesia, y dice qué debe hacer todo creyente para imitarla: «Junto a la cruz de Jesús —está escrito— estaba

María su Madre y junto a ella el discípulo que él amaba». En la noticia está contenida la parénesis. Lo que

sucedió ese día indica lo que debe suceder cada día: es necesario estar junto a María al pie de la cruz de

Jesús, como estuvo el discípulo al que él amaba.

Hay dos cosas contenidas en esta frase: primero, que es necesario estar «junto a la cruz», y, segundo, que es

necesario estar junto a la cruz «de Jesús». Se trata de dos cosas distintas aunque inseparables.

Estar junto a la cruz «de Jesús». Estas palabras nos dicen que lo primero que hay que hacer, lo más

importante de todo, no es estar junto a la cruz en general, sino estar junto a la cruz «de Jesús». Que no basta

estar junto a la cruz, es decir, en el sufrimiento, estar ahí incluso en silencio. ¡No! Esto parece ya por sí algo

heroico y, con todo, no es lo más importante. De hecho, puede no ser nada. Lo decisivo es estar junto a la

cruz «de Jesús». Lo que cuenta no es la propia cruz, sino la de Cristo. No es el sufrir, sino el creer y

apropiarse así del sufrimiento de Cristo. Lo primero es la fe. Lo más grande de María al pie de la cruz fue su

fe, más grande incluso que su sufrimiento. Pablo dice que el Evangelio es fuerza de Dios «para todos los que

creen» (cf. Rom 1,16) Para todos los que creen, no para todos los que sufren, aunque, como veremos, las dos

cosas están normalmente unidas entre sí.

Aquí está la fuente de toda la fuerza y la fecundidad de la Iglesia. La fuerza de la Iglesia viene de predicar la

cruz de Jesús —es decir, de algo que a los ojos del mundo es el símbolo mismo de la estupidez y de la

debilidad—, renunciando, de ese modo, a toda posibilidad o voluntad de afrontar el mundo incrédulo y

despreocupado con sus mismos medios que son la sabiduría de las palabras, la fuerza de las

argumentaciones, la ironía, el ridículo, el sarcasmo y todas las demás «cosas fuerte del mundo» (cf. 1 Cor

1,27). Es necesario renunciar a una superioridad humana, para que pueda salir a la luz y actuar la fuerza

divina contenida en la cruz de Cristo. Es necesario insistir sobre este primer punto porque todavía hay

necesidad de ello. La mayoría de los creyentes no ha sido ayudada a entrar en este misterio que es el

corazón del Nuevo Testamento, el centro del kerigma y que cambia la vida.

«Estar al pie de la cruz». Pero, ¿cuál es el signo y la prueba de que se cree realmente en la cruz de Cristo,

que «la palabra de la cruz» no es, precisamente, sólo una palabra, es decir un principio abstracto, una bella

teología o ideología, sino que es verdaderamente cruz? El signo y la prueba es tomar la propia cruz y seguir a
Jesús (cf. Mc 8,34). El signo es participar en sus sufrimientos (Flp 3,10; Rom 8,17), estar crucificados con él

(Gal 2,20), completar, mediante los propios sufrimientos, lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Toda la

vida del cristiano debe ser un sacrificio viviente, como el de Cristo (cf. Rom 12,1). No se trata sólo de

sufrimiento aceptado pasivamente, sino también de sufrimiento activo, vivida en unión con Cristo: «castigo mi

cuerpo y lo someto» (1 Cor 9,27). «Toda la vida de Cristo fue cruz y martirio ¿y tú buscas para ti descanso y

alegría?, amonesta el autor de la Imitación de Cristo .

Han existido, de hecho, en la Iglesia dos modos diversos de ponerse delante de la cruz y de la pasión de

Cristo: uno, más característico de la teología protestante, basado en la fe y la apropiación, que hace hincapié

en la cruz de Cristo, y otro —cultivado, al menos en el pasado, con preferencia por la teología católica— que

insiste en sufrir con Cristo, en compartir su pasión y, como en el caso de ciertos santos, en revivir la pasión de

Cristo incluidos los estigmas. El ecumenismo nos empuja a reconstruir la síntesis de lo que, poco a poco, en

la Iglesia ha terminado por estar en contraposición.

No se trata, evidentemente, de poner en el mismo plano lo obrado por Cristo y lo obrado por nosotros, sino de

acoger la palabra de la Escritura que dice que una cosa —ya sea la fe o las obras—, sin la otra, está muerta

(cf. Stg 2,14ss). Es la fe misma en la cruz de Cristo la que tiene necesidad de pasar a través del sufrimiento

para ser auténtica. La primera carta de Pedro dice que el sufrimiento es el «crisol» de la fe, que la fe tiene

necesidad del sufrimiento para ser purificada, como el oro en el fuego (cf. 1 Pe 1,6-7).

Nuestra cruz no es en sí misma salvación, no es ni fuerza ni sabiduría; por sí misma es pura obra humana, o

incluso castigo. Se convierte en fuerza y sabiduría de Dios en cuanto que —acompañada por la fe y por

disposición de Dios mismo— nos une a la cruz de Cristo. «Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su lecho

del hospital tras el atentado—, significa hacerse particularmente susceptibles, particularmente abiertos a la

obra de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» . Sufrir une a la cruz de Cristo de

manera no sólo intelectual, sino existencial y concreta; es una especie de canal, de vía de acceso, a la cruz

de Cristo, no paralela a la fe, sino formando un todo con ella.

«Esperó contra toda esperanza»

Pero ahora debemos ampliar nuestro horizonte. Para el evangelista Juan, la cruz de Cristo no es solamente el

momento de la muerte de Cristo, sino también el de su «glorificación» y triunfo. La resurrección ya está

operante en el signo del Espíritu que se derrama (cf. Jn 7,37ss.). Por tanto, María en el Calvario compartió

con su Hijo no solo la muerte, sino también las primicias de la resurrección. Una imagen de María al pie de la

cruz, en la que María está solo «triste, afligida, llorosa», (como canta el Stabat Mater), en definitiva, solo la
Dolorosa, no sería completa. En el Calvario, ella no es únicamente la «Madre de los dolores», sino también la

Madre de la esperanza, «Mater spei» como la invoca la Iglesia en su himno.

San Pablo afirma de Abraham que «creyó contra toda esperanza» (Rom 4,18). Lo mismo se debe decir, con

más razón, de María al pie de la cruz: ella creyó, esperando contra toda esperanza, es decir, en una situación

en la que, humanamente hablando, ya no hay motivo alguno para esperar. De un modo que no podemos

explicar (y quizás tampoco ella era capaz de explicarse a sí misma), María, como Abraham, creyó que Dios

era capaz de resucitar a su Hijo «incluso de entre los muertos» (cf. Heb 11,19).

Un texto del Concilio Vaticano II menciona esta esperanza de María al pie de la cruz como un elemento

determinante de su vocación materna. Dice que al pie de la cruz, «ella cooperó especialmente en la obra del

Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad» .

Pasemos a la Iglesia, es decir, a nosotros. De las tres cosas que la Iglesia conmemora en el triduo pascual —

crucifixión, sepultura y resurrección del Señor—, «nosotros —escribió san Agustín— en la vida presente

realizamos lo que significa la crucifixión, mientras que mantenemos por fe y esperanza lo que significan la

sepultura y la resurrección» . También la Iglesia, como María, vive la resurrección «en esperanza». También

para ella, la cruz es objeto de experiencia, mientras que la resurrección es objeto de esperanza.

Como María estuvo junto al Hijo crucificado, así la Iglesia está llamada a estar junto a los crucificados de hoy:

los pobres, los que sufren, los humillados y los agraviados. Estar con ellos con esperanza. No basta

compadecerse de sus penas o incluso tratar de aliviarlas. Es demasiado poco. Esto lo pueden hacer todos,

incluso los que no conocen la resurrección. La Iglesia debe dar esperanza, proclamando que el sufrimiento no

es absurdo, sino que tiene un sentido, porque habrá una resurrección de la muerte. La Iglesia debe estar

«siempre dispuesta a dar razón de su esperanza» (cf. 1 Pe 3,15).

Los hombres tienen necesidad de esperanza para vivir, como del oxígeno para respirar. También la Iglesia

necesita esperanza para proseguir su camino en la historia y no sentirse aplastada por las dificultades. La

esperanza ha estado durante mucho tiempo, y todavía lo es, entre las virtudes teologales, la hermana menor,

la pariente pobre.

El poeta Charles Péguy tiene una bella imagen al respecto. Él dice que las tres virtudes teologales: fe,

esperanza y caridad, son como tres hermanas: dos adultas y una todavía una niña. Caminan juntas por la

calle tomadas de la mano, las dos grandes a los lados y la niña pequeña en el centro. La niña es, por

supuesto, la esperanza. Todos los que las ven dicen: “¡Ciertamente son las dos adultas las que arrastran a la

niña al centro!”. Están equivocados: es la niña Esperanza quien arrastra a las dos hermanas, porque si se
detiene la esperanza se detiene todo .

Debemos —como dice el mismo poeta— convertirnos en «cómplices de la pequeña niña esperanza». ¿Has

esperado algo ardientemente, una intervención de Dios, y no ha sucedido nada? ¿Has vuelto a esperar de

nuevo otra vez más y todavía nada? ¿Ha continuado todo como antes, a pesar de muchas súplicas, muchas

lágrimas, y quizás también muchos signos de que esta vez serías escuchado? Tú continúa esperando, espera

todavía una vez más, espera siempre, hasta el fin. Hazte cómplice de la esperanza.

Hacerse cómplices de la esperanza significa permitir que Dios te desilusione, que te engañes aquí abajo

tantas veces como él quiera. Es más: significa estar contentos en el fondo, en alguna parte remota del propio

corazón, de que Dios no te haya escuchado la primera y la segunda vez y que siga sin escucharte, porque así

te permite que le des una prueba más, de hacer un acto de esperanza más y cada vez más difícil. Te ha dado

una gracia mucho más grande de la que pedías: la gracia de esperar en él. Dios tiene la eternidad para

hacerse perdonar el retardo por sus criaturas!

Es necesario sin embargo prestar atención a una cosa. La esperanza no es sólo una bella y poética

disposición interior, lo difícil que se quiera, pero que deja, por lo demás, inactivo y sin tareas concretas y, por

lo tanto, estéril. Por el contrario, esperar significa justamente descubrir que todavía hay algo que se puede

hacer, una tarea que cumplir y que no se nos deja a merced del vacío ni de una paralizante inactividad.

Incluso cuando no hubiera nada más que hacer por parte nuestra, para cambiar una cierta situación difícil,

quedaría siempre una gran tarea por cumplir, la de mantenernos bastante comprometidos y mantener lejana

la desesperación: la de soportar con paciencia hasta el final. Ésta fue la gran «tarea» que María llevó a

cumplimiento, esperando, al pie de la cruz, y en esto ella está dispuesta ahora para ayudarnos también a

nosotros. En la Biblia asistimos a auténticos sobresaltos de esperanza. Uno de ellos se encuentra en la

tercera Lamentación que es el canto del alma en la prueba más desoladora y que puede ser aplicado casi

enteramente a María al pie de la cruz:

«Yo soy un hombre que ha probado el dolor bajo el látigo de su cólera, porque me ha llevado y conducido a

las tinieblas y no a la luz; me ha tapiado sin salida cargándome de cadenas. Por más que grito: “Socorro”, se

hace sordo a mi súplica. Digo: Se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor».

Pero he aquí el salto de esperanza que cambia todo: «Que la misericordia del Señor no termina y no se acaba

su compasión; «El Señor es mi herencia», y espero en él. «El Señor es bueno para los que esperan en Él y lo

buscan; le irá bien al hombre si es dócil desde joven. Quizá todavía hay esperanza» (cf. Lam 3, 1-29). Desde

el momento en que el profeta decide de esperar de nuevo, el tono cambia: la lamentación se cambia en la
espera humilde de la intervención de Dios

Dirijamos la mirada, una vez más, a aquella que supo estar al pie de la cruz esperando contra toda

esperanza. Invocamos a María como madre de esperanza con las palabras de un antiguo himno de la Iglesia:

Salve Mater misericordiae,

Mater Dei, et mater veniae,

Mater Spei, et mater gratiae,

Mater plena sanctae laetitiae,

O MARIA!

Dios te salve, Madre de misericordia,

Madre de Dios y Madre del perdón.

Madre de la esperanza y Madre de la gracia,

Madre llena de santa alegría,

¡Oh María!

__________________________________________________________

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.Lumen gentium 58.

2.Imitación de Cristo, II, 12,3.

3.JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris 23: AAS 76 (1984) 231.

4.Lumen Gentium, 61.

5.SAN AGUSTÍN, Cartas 55, 2, 3; 14, 24: CSEL 34,2, 171.195.

6.CH. PEGUY, Le porche, en Oeuvres poétiques, 655.

“¡MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO! MARÍA, MADRE DE LOS CREYENTES”

4° predicación, cuaresma 2020

1. «Todos hemos nacido allí»

Continuamos y concluimos nuestra contemplación de María en el misterio pascual. El objeto de nuestra

reflexión de hoy es la palabra que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo a quien él amaba:
«Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dice a su madre: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”

Después dice al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo

propio» (Jn 19,26-27).

En Adviento, al terminar nuestras consideraciones sobre María en el misterio de la Encarnación, hemos

contemplado a María como Madre de Dios, ahora al finalizar nuestras reflexiones sobre María en el Misterio

pascual, la contemplamos como Madre de los cristianos, como Madre nuestra.

Debemos precisar en seguida que no se trata de dos títulos ni de dos verdades que haya que poner en el

mismo nivel. «Madre de Dios» es un título definido solemnemente; se basa en una maternidad real, no sólo

espiritual; tiene una relación estrechísima, más aún, necesaria con la verdad central de nuestra fe, que Jesús

es Dios y hombre en la misma persona; y es, finalmente, un título universalmente acogido en la Iglesia.

«Madre de los creyentes», o «Madre nuestra» indica una maternidad espiritual: tiene una relación menos

estrecha con la verdad central del credo; no se puede decir que el cristianismo lo haya mantenido «en todas

partes, siempre y por todos», sino que refleja la doctrina y la piedad de algunas Iglesias, en particular de la

Iglesia católica, aunque, como veremos, no sólo en ella.

San Agustín nos ayuda a captar rápidamente la semejanza y la diferencia entre las dos maternidades de

María. Escribe:

«María, corporalmente, es solo madre de Cristo, mientras que espiritualmente, en cuanto que hace la voluntad

de Dios, es su hermana y madre. Ella no fue madre en el espíritu de la Cabeza que es el mismo Salvador, del

cual más bien nació espiritualmente, pero ciertamente lo es de los miembros que somos nosotros, porque

cooperó, con su caridad, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son miembros de esa Cabeza» .

En esta meditación, nuestro objetivo quisiera ser el de ver toda la riqueza que hay detrás de este título y el

don de Cristo que contiene, de modo que nos sirva, no solo para honrar a María con un título más, sino para

edificarnos en la fe y crecer en la imitación de Cristo.

También la maternidad espiritual de María respecto de nosotros, análogamente a la física respecto de Jesús,

se realiza a través de dos momentos y dos actos: concebir y dar a luz. María pasó a través de estos dos

momentos: nos concibió y dio a luz espiritualmente. Concibió, es decir, acogió en sí misma, cuando —quizá

en el momento mismo de su llamada, en la Anunciación, y ciertamente después, a medida que Jesús

avanzaba en su misión— empezó a descubrir que ese hijo suyo no era un hijo como los demás, una persona

privada, sino que era el Mesías esperado, en torno al cual se estaba formando una comunidad.

Este fue, pues, el tiempo de la concepción, del «sí» del corazón. Ahora, al pie de la cruz, es el momento del
sufrimiento del parto. Jesús, en este momento, se dirige a la madre, llamándola «Mujer». Aun sin poderlo

afirmar con certeza, conociendo la costumbre del evangelista Juan de hablar, además de directamente,

también por alusiones, símbolos y referencias, esta palabra hace pensar en lo que Jesús había dicho: «La

mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora» (Jn 16,21) y a lo que se lee en el Apocalipsis

de la «Mujer encinta que gritaba de dolor en el trance del parto» (cf. Ap 12,1s.).

Aunque esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz al hombre

nuevo y al mundo nuevo, María está involucrada igualmente en primera persona, como el inicio y la

representante de aquella comunidad creyente. Ese acercamiento entre María y la figura de la Mujer ha sido

acogido pronto por la Iglesia. San Ireneo (discípulo de san Policarpo, ¡a su vez discípulo de Juan!), ve en

María a la nueva Eva, la nueva «madre de todos los vivientes» .

Pero dirijámonos ahora al texto de Juan, para ver si contiene ya algo de lo que estamos diciendo. Las

palabras de Jesús a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y a Juan: «Ahí tienes a tu madre» tienen ciertamente

un significado inmediato y concreto. Jesús confía María a Juan y Juan a María.

Sin embargo, esto no agota el significado de la escena. La exégesis moderna, habiendo hecho progresos

enormes en el conocimiento del lenguaje y de los modos expresivos del Cuarto Evangelio, está cada vez más

convencida de ello que en el tiempo de los Padres. Si se lee el pasaje de Juan únicamente en una clave

minúscula, casi de últimas disposiciones testamentarias, resulta —se ha dicho— «un pez fuera del agua» y

por lo tanto, una disonancia en el contexto en el cual se encuentra. Para Juan, el momento de la muerte es el

momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas. Cada

versículo y cada palabra en ese contexto tienen también un significado simbólico y aluden al complimiento de

las Escrituras.

Dado este contexto, es más un forzamiento hecho al texto el no ver allí más que un significado privado y

personal, que el ver, con la exégesis tradicional, también un significado más universal y eclesial, vinculado, de

alguna manera, a la figura de la «mujer» del Génesis 3,15 y del Apocalipsis 12. Este significado eclesial es

que el discípulo no representa aquí solo a Juan, sino al discípulo de Jesús en cuanto tal, es decir a todos los

discípulos. Ellos son dados a María como hijos suyos por parte de Jesús moribundo, del mismo modo que

María es dada a ellos como madre suya.

Las palabras de Jesús, a veces, describen algo que ya está presente, es decir, revelan lo que existe; en

cambio, a veces, crean y hacen existir lo que expresan. A este segundo orden pertenecen las palabras de

Jesús moribundo a María y a Juan. Como al decir: «Esto es mi cuerpo»…, Jesús hacía del pan su cuerpo, así,
teniendo en cuenta las debidas proporciones al decir: «Ahí tienes a tu madre», y «Ahí tienes a tu hijo», Jesús

constituye a María como madre de Juan, y a Juan hijo de María. Jesús no se limitó a proclamar la nueva

maternidad de María, sino que la instituyó. Por lo tanto, dicha maternidad no viene de María, sino de la

Palabra de Dios; no se basa en el mérito, sino en la gracia.

Al pie de la cruz, María se nos muestra como la hija de Sión que, después del luto y de la pérdida de sus hijos,

recibe de Dios una nueva descendencia, más numerosa que antes, no según la carne, sino según el Espíritu.

Un salmo, que la liturgia aplica a María, dice: «Contaré a Egipto y a Babilonia entre los que me reconocen;

también filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Y de Sión se dirá: “Esta ha nacido allí» (Sal 87,2s). Es

verdad: ¡todos hemos nacido allí! Se dirá también de María, la nueva Sión: tanto uno como otro han nacido en

ella. De mí, de ti, de cada uno, incluso de quienes no lo saben todavía, en el libro de Dios, está escrito: «Este

ha nacido allí».

Pero, ¿no hemos «vuelto a nacer por la Palabra de Dios viva y eterna» (cf. 1 Pe 1,23)?; ¿no fuimos

«engendrados por Dios» (Jn 1,13)? ¿Renacidos «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5)? Es verdad, pero eso no

quita que, en un sentido diferente, subordinado e instrumental, hemos nacido también de la fe y del

sufrimiento de María. Si Pablo, que es un siervo y un apóstol de Cristo, puede decir a sus fieles: «Yo os

engendré para Cristo cuando os anuncié la Buena Noticia» (1 Cor 4,15), ¡cuánto más puede decirlo María,

que es la madre! ¿Quién, más que ella, puede hacer suyas las palabras del Apóstol: «Hijitos míos, por

quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto» (Gál 4,19)? Ella nos da a luz «de nuevo» al pie de

la cruz, porque ya lo ha hecho una primera vez, no en el dolor, sino en la alegría, cuando dio al mundo

justamente aquella «Palabra viva y eterna», que es Cristo, en la cual fuimos regenerados.

Por tanto, como habíamos aplicado a María al pie de la cruz el canto de lamentación de la Sión destruida, que

bebió el cáliz de la ira divina, así ahora, llenos de confianza en las potencialidades y riquezas inagotables de

la Palabra de Dios, que van más allá de los esquemas exegéticos, nosotros aplicamos a ella también el canto

de la Sión reedificada después del exilio que, llena de estupor, mirando a sus nuevos hijos, exclama: «¿Quién

me engendró a éstos? Yo que carecía de hijos y estéril, ¿quién los ha criado?» (Is 49,21).

2. La síntesis mariana del Concilio Vaticano II

La doctrina tradicional católica de María, Madre de los cristianos, recibió una nueva formulación en la

constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, donde se inserta en el cuadro más amplio, respecto del

lugar de María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo.


«La Santísima Virgen —se lee— predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios juntamente con la

encarnación del Verbo, por disposición de la divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino

Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor.

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su

Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia,

la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es

nuestra madre en el orden de la gracia» .

El Concilio mismo se preocupa de precisar el sentido de esta maternidad de María, diciendo:

«La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta

mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la

Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de

la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y

de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la

fomenta» .

Junto al título de Madre de Dios y de los creyentes, la otra categoría fundamental que el Concilio usa para

ilustrar el papel de María, es la de modelo o figura: «La Virgen Santísima —se lee—, por el don y la

prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares,

está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la

Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» .

La novedad más grande de este tratado sobre la Virgen consiste, como se sabe, exactamente en el lugar en

el cual ella se inserta, es decir, en el tratado sobre la Iglesia. Con esto, el Concilio —no sin sufrimientos y

laceraciones, como es inevitable en estos casos— llevaba adelante una profunda renovación de la mariología,

respecto a la de los últimos siglos. El discurso sobre María ya no está separado, como si ella ocupase una

posición intermedia entre Cristo y la Iglesia, sino reconducido al ámbito de la Iglesia como estaba en la época

de los Padres.

María es vista, como decía san Agustín, como el miembro más excelente de la Iglesia, pero un miembro de

ella, no externo o superior a ella:

«Santa es María, dichosa es María, pero más importante es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque

María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior a todos los demás, pero, sin embargo,
un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro de todo el cuerpo, sin duda, más importante que un

miembro, es el cuerpo» .

En seguida después del Concilio, Pablo VI desarrolló ulteriormente la idea de la maternidad de María hacia los

creyentes, atribuyéndola, explícita y solemnemente, el título de Madre de la Iglesia:

Para gloria de la Virgen y para nuestro consuelo, proclamamos a María Santísima «Madre de la Iglesia», es

decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosísima; y

queremos que con dicho dulcísimo título, de ahora en adelante, la Virgen sea todavía más honrada e

invocada por todo el pueblo cristiano .

3. «Y desde aquel momento el discípulo la acogió como algo propio»

Sin embargo, ha llegado el momento de pasar de la contemplación de un título o momento de la vida de María

a su imitación práctica; es decir, de considerar a María en su aspecto de figura y espejo de la Iglesia. La

aplicación es simple: debemos imitar a Juan, tomando a María con nosotros en nuestra vida espiritual. Todo

está aquí.

«Y el discípulo la acogió como algo propio» (eis tá ídia). Se piensa bastante poco en lo que contiene esta

breve frase. Detrás de la misma hay una noticia de importancia enorme e históricamente segura, porque la da

la misma persona interesada. María pasó, por lo tanto, los últimos años de la vida con Juan. Lo que se lee en

el Cuarto Evangelio, a propósito de María en Caná de Galilea y al pie de la cruz, fue escrito por uno que vivía

bajo el mismo techo con María, porque es imposible no admitir una relación cercana, si no la identidad, entre

«el discípulo que Jesús amaba» y el autor del Cuarto Evangelio. La frase: «Y el Verbo se hizo carne», fue

escrita por uno que vivía bajo el mismo techo con aquella en cuyo seno se había realizado este milagro, o al

menos por uno que la había conocido y frecuentado.

¿Quién puede decir qué significó, para el discípulo que Jesús amaba, tener consigo, en su casa, día y noche,

a María? ¿Orar con ella, compartir con ella las comidas, tenerla delante como oyente cuando hablaba a sus

fieles, celebrar con ella el misterio del Señor? ¿Se puede pensar que María vivió en el círculo del discípulo

que Jesús amaba, sin que haya tenido ninguna influencia en la lenta actividad de reflexión y de profundización

que llevó a la redacción del Cuarto Evangelio? En la antigüedad, parece que Orígenes intuyó al menos el

secreto que está bajo este hecho y al cual los estudiosos y críticos del Cuarto Evangelioy los investigadores

de sus fuentes no prestan, por lo general, atención alguna. Él escribe:

«Primicia de los Evangelios es el de Juan, cuyo sentido profundo no puede captar quien no haya apoyado la

cabeza sobre el pecho de Jesús ni haya recibido de él a María, como su propia madre» .
Ahora nos preguntamos: ¿qué puede significar concretamente para nosotros acoger a María en nuestra casa?

Creo que esto se inserta en el núcleo sobrio y sano de la espiritualidad montfortiana de la entrega a María.

Esto consiste en «hacer todas las acciones propias por medio de María, con María, en María y por María, para

poder cumplirlas de modo más perfecto por medio de Jesús, con Jesús, en Jesús y por Jesús».

«Debemos abandonarnos al espíritu de María para ser movidos y guiados según su querer. Debemos

ponernos y quedarnos en sus manos virginales como un instrumento entre las manos de un operario, como

un laúd en las manos de un hábil organista. Debemos perdernos y abandonarnos en ella como una piedra que

se tira al mar. Es posible hacer todo esto simplemente y en un instante, con una sola mirada interior o un

delicado movimiento de la voluntad, o incluso con alguna palabra breve» .

Pero, ¿no se usurpa de este modo el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana, desde el momento en que

es por el Espíritu Santo por quien nos debemos «dejar conducir» (cf. Gál 5,18), al que debemos dejar obrar y

orar en nosotros (cf. Rom 8,26), para parecernos a Cristo? ¿No está escrito que el cristiano debe hacer todo

«en el Espíritu Santo»? Este inconveniente —de atribuir al menos de hecho, tácitamente, a María las

funciones propias del Espíritu Santo en la vida cristiana— ha sido reconocido como presente en ciertas formas

de devoción mariana anteriores al Concilio .

Esto se debía a la falta de una conciencia clara y activa del lugar del Espíritu Santo en la Iglesia. El desarrollo

de un fuerte sentido de la pneumatología no lleva, desde ningún punto de vista, a la necesidad de rechazar

esta espiritualidad de la entrega en María, sino que sólo clarifica su naturaleza. María es precisamente uno de

los medios privilegiados a través del cual el Espíritu Santo puede guiar a las almas y conducirlas a la

semejanza con Cristo, justamente porque María forma parte de la Palabra de Dios y es ella misma una

palabra de Dios en acción. En este punto Grignion de Montfort anticipa los tiempos cuando escribe:

El Espíritu Santo, que es estéril en Dios, es decir, no da origen a otra persona divina–, se hizo fecundo por

María, su Esposa. Con Ella, en Ella y de Ella produjo su obra maestra, que es un Dios hecho hombre, y

produce todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros de esta Cabeza adorable. Por

ello, cuanto más encuentra el Espíritu Santo en un alma a María, su querida e indisoluble Esposa, tanto más

poderoso y dinámico se muestra el Espíritu Santo para producir a Jesucristo en esa alma y a ésta en

Jesucristo .

La frase «ad Jesum per Mariam», a Jesús por María, sólo es aceptable si se entiende en el sentido de que el

Espíritu Santo nos guía a Jesús sirviéndose de María. La mediación creada de María, entre nosotros y Jesús,

encuentra toda su validez, si se entiende como una manera de mediación increada que es el Espíritu Santo.
Para entender, recurramos a una analogía desde abajo. Pablo exhorta a sus fieles a mirar lo que hace él y a

que ellos hagan también lo que ven que él hace: «Lo que aprendisteis y recibisteis, escuchasteis y visteis en

mí ponedlo en práctica» (Flp 4,9). Ahora bien, es cierto que Pablo no intenta ponerse en el lugar del Espíritu

Santo; simplemente piensa que imitarlo significa secundar al Espíritu, desde el momento en que piensa que

también él tiene al Espíritu de Dios (cf. 1 Cor 7,40). Esto vale a fortiori para María y explica el sentido del

programa de Grignion de Montfort de «hacer todo con María y como María». Ella puede decir de verdad como

Pablo y más que Pablo: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). De hecho, ella es

nuestro modelo y maestra precisamente porque es perfecta discípula e imitadora de Cristo.

En un sentido espiritual, esto significa tomar a María consigo: tomarla como compañera y consejera, sabiendo

que ella conoce, mejor que nosotros, cuáles son los deseos de Dios respecto de nosotros. Si se aprende a

consultar y a escuchar en cada cosa a María, ella se convierte verdaderamente, para nosotros, en la maestra

incomparable en los caminos de Dios, que enseña interiormente, sin un clamor de palabras. No se trata de

una posibilidad abstracta, sino de una realidad de hecho, experimentada, tanto hoy como en el pasado, por

innumerables almas.

4. «La valentía que has manifestado…»

Antes de concluir nuestra contemplación de María en el misterio pascual, junto a la cruz, querría que le

dedicáramos también un pensamiento como modelo de esperanza. Llega un momento en la vida, en el cual

nos es necesaria una fe y una esperanza como la de María. Esto pasa cuando parece que Dios ya no

escucha nuestras oraciones, cuando se diría que se contradice a sí mismo y a sus promesas, cuando nos

hace pasar de derrota en derrota y las fuerzas de las tinieblas parecen triunfar sobre todos los frentes

alrededor de nosotros y se produce oscuridad dentro de nosotros, como se produjo oscuridad aquel día sobre

el Calvario (cf. Mt 27,45). Cuando, como dice un salmo, él parece «haber olvidado su bondad y cerrado con

ira sus entrañas» (cf. Sal 77,10). Cuando te llega esta hora, recuerda la fe de María y grita también tú, como lo

hicieron otros: «¡Padre mío, ya no te entiendo, pero confío en ti!»

Quizás Dios nos está pidiendo justamente ahora que le sacrifiquemos, como Abraham, a nuestro «Isaac», es

decir la persona, cosa, proyecto, fundación, o tarea, que nos es querida, que Dios mismo un día nos confió, y

por el cual hemos trabajado toda la vida. Esta es la ocasión que Dios nos ofrece para mostrarle que él nos es

más querido que todo lo demás, incluso que sus dones, incluso que el trabajo que hacemos por él.

Dios dijo a Abraham: «Te he constituido padre de multitud de pueblos» (Gén 17,5), y después del sacrificio de

Isaac: «Por haber obrado así, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré tu
descendencia… Por tu descendencia se bendecirán todas la naciones de la tierra por haber obedecido mi

voz» (Gén 22,16-18). Lo mismo, y mucho más, dice ahora a María: ¡Te haré Madre de muchos pueblos,

madre de mi Iglesia! En tu nombre serán benditas todas las estirpes de la tierra. ¡Todas las generaciones te

llamarán bienaventurada!

Uno de los padres de la Reforma, Calvino, al comentar Génesis 12,3, dice que «Abraham no solo será

ejemplo e intercesor, sino una causa de bendición» . Esto podría hacer comprensible y aceptable a todos los

cristianos la afirmación de san Ireneo: «Igual que Eva, al desobedecer, se convirtió en causa de la muerte

para ella y para todo el género humano, así María, al obedecer, se convirtió en causa de salvación (causa

salutis) para sí misma y para todo el género humano» . Como Abraham, María no es solo un ejemplo, sino

también causa de salvación, aunque, se entiende, de naturaleza instrumental, fruto de la gracia, no del mérito.

Está escrito que cuando Judit volvió entre los suyos, después de haber puesto en riesgo la propia vida por su

pueblo, los habitantes de la ciudad corrieron a su encuentro y el sumo sacerdote la bendijo diciendo: «Que el

Altísimo te bendiga, hija, más que a todas las mujeres de la tierra… Jamás se olvidará en el corazón de los

hombres la valentía que has manifestado» (Jdt 13,18s). Dirigimos las mismas palabras a María: ¡Bendita tú

entre las mujeres! ¡La valentía que has manifestado jamás será olvidada en el corazón de los hombres y en el

recuerdo de la Iglesia!

Resumimos ahora toda la participación de María en el Misterio Pascual, aplicando a ella, con las debidas

diferencias, las palabras con las cuales san Pablo resumió el Misterio pascual de Cristo:

María, aun siendo la Madre de Dios

no consideró como un tesoro celoso su relación única con Dios,

sino que se despojó a sí misma de toda pretensión,

asumiendo el nombre de sierva

y apareciendo en su exterior como cualquier otra mujer.

Vivió en la humildad y en el escondimiento

obedeciendo a Dios, hasta la muerte de su Hijo,

y una muerte de cruz.

Por esto Dios la exaltó y le dio el nombre

que, después del de Jesús,

está por encima todo otro nombre,

para que al nombre de María toda cabeza se incline:


en el cielo, en la tierra y en los abismos,

y toda lengua proclame

que María es la Madre del Señor,

para gloria de Dios Padre. ¡Amén!

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.SAN AGUSTÍN, La santa virginidad, 5-6: PL 40,399.

2.SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 22,4.

3.Lumen gentium, 61.

4.Lumen gentium, 60.

5.Lumen gentium, 63.

6.SAN AGUSTÍN, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscelanea Agostiniana I, 163.

7.SAN PABLO VI, Discurso de clausura del tercer período del Concilio: AAS 56 (1964) 1016.

8.ORÍGENES, Comentario al Evangelio de Juan I, 6, 23: SCh 120, 70-72.

9.SAN LUIS Mª GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a María, nn. 257.259.

10.Cf. H. MÜHLEN, Una persona mystica (Paderborn 1967) [trad. ital. (Ciudad Nueva, Roma 1968) 575ss.;

trad. esp. El Espíritu Santo en la Iglesia (Secretariado Trinitario, Salamanca 1998)].

11.Tratado, n. 20.

12.CALVINO, Le livre de la Génèse, I (Ginebra 1961) 195; cf. G. VON RAD, Genesi (Paideia, Brescia 1978)

204 [trad. esp. El libro del Génesis (Sígueme, Salamanca 42008)].

13.SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 22,4: SCh 211, 441.

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