Sapiens-Descubrimiento de La Ignorancia 1
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Los últimos 500 años han sido testigos de un crecimiento vertiginoso y sin precedentes del poder
humano. En el año 1500, había unos 500 millones de Homo sapiens en todo el mundo. En la
actualidad, hay 7.000 millones.[1] Se estima que el valor total en bienes y servicios producidos
por la humanidad en el año 1500 fue de 250.000 millones de dólares de hoy día.[2] En la
actualidad, el valor de un año de producción humana se acerca a los 60 billones de dólares.[3] En
1500, la humanidad consumía unos 13 billones de calorías de energía al día. En la actualidad,
consumimos 1.500 billones de calorías diarias.[4] (Considere el lector de nuevo estas cifras: la
población humana se ha multiplicado por 14, la producción por 240 y el consumo de energía por
115.)
Pero el momento único, más notable y definitorio de los últimos 500 años llegó a las 5.29.45 de
la mañana del 16 de julio de 1945. En aquel preciso segundo, científicos estadounidenses
detonaron la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México. A partir de aquel
momento, la humanidad tuvo la capacidad no solo de cambiar el rumbo de la historia, sino de
ponerle fin. El proceso histórico que condujo a Alamogordo y a la Luna se conoce como
revolución científica. Durante dicha revolución la humanidad ha obtenido nuevos y enormes
poderes al invertir recursos en la investigación científica. Se trata de una revolución porque,
hasta aproximadamente 1500 d.C., los humanos en todo el mundo dudaban de su capacidad para
obtener nuevos poderes médicos, militares y económicos. Mientras que el gobierno y los
mecenas ricos destinaban fondos para la educación y el estudio, el objetivo era, en general,
conservar las capacidades existentes y no tanto adquirir otras nuevas. El típico gobernante
premoderno daba dinero a los sacerdotes, los filósofos y los poetas con la esperanza de que
legitimaran su gobierno y mantuvieran el orden social. No esperaba que descubrieran nuevos
medicamentos, inventaran nuevas armas o estimularan el crecimiento económico.
El bucle de retroalimentación de la revolución científica. La ciencia necesita algo más que simplemente la
investigación para producir progreso. Depende del refuerzo mutuo de la ciencia, la política y la economía. Las
instituciones políticas y económicas proporcionan los recursos, sin los cuales la investigación científica sería casi
imposible. A cambio, la investigación científica proporciona nuevos poderes que son usados, entre otras cosas, para
obtener nuevos recursos, algunos de los cuales se reinvierten en investigación.
Durante los últimos cinco siglos, los humanos han creído cada vez más que podían aumentar sus
capacidades si invertían en investigación científica. Esto no era solo cuestión de fe ciega: se
había demostrado repetidamente de manera empírica. Cuantas más pruebas había, más dispuestas
estaban las personas ricas y los gobiernos a invertir en ciencia. No hubiéramos podido nunca
pasear sobre la Luna, modificar microorganismos y dividir el átomo sin estas inversiones. El
gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, ha destinado en las últimas décadas miles de millones
de dólares al estudio de la física nuclear. El conocimiento que estas investigaciones han
producido ha hecho posible la construcción de plantas de energía nuclear, que proporcionan
electricidad barata a las industrias estadounidenses, que pagan impuestos al gobierno de Estados
Unidos, que emplea algunos de dichos impuestos para financiar más investigaciones en física
nuclear.
¿Por qué los humanos modernos desarrollaron una creencia creciente en su capacidad para
obtener nuevos poderes mediante la investigación? ¿Qué fraguó la relación entre ciencia, política
y economía? Este capítulo considera la naturaleza única de la ciencia moderna con el fin de
proporcionar parte de la respuesta. En los dos capítulos siguientes se examinarán la formación de
la alianza entre la ciencia, los imperios europeos y la economía del capitalismo.
IGNORAMUS
Los humanos han buscado comprender el universo al menos desde la revolución cognitiva.
Nuestros antepasados invirtieron una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en intentar descubrir las
reglas que rigen el mundo natural.
Pero la ciencia moderna difiere de todas las tradiciones previas de conocimiento en tres puntos
fundamentales:
La revolución científica no ha sido una revolución del conocimiento. Ha sido, sobre todo, una
revolución de la ignorancia. El gran descubrimiento que puso en marcha la revolución científica
fue el descubrimiento que los humanos no saben todas las respuestas a sus preguntas más
importantes.
Las tradiciones premodernas del conocimiento, como el islamismo, el cristianismo, el budismo y
el confucianismo, afirmaban que todo lo que era importante saber acerca del mundo ya era
conocido. Los grandes dioses, o el único Dios todopoderoso, o los sabios del pasado, poseían la
sabiduría que lo abarca todo, que nos revelaban en escrituras y tradiciones orales. Los mortales
comunes y corrientes obtenían el saber al profundizar en estos textos y tradiciones antiguos y
comprenderlos adecuadamente. Era inconcebible que la Biblia, el Corán o los Vedas fallaran en
un secreto crucial del universo, y que este pudiera ser descubierto por criaturas de carne y hueso.
Las antiguas tradiciones del conocimiento solo admitían dos tipos de ignorancia. Primero, un
individuo podía ignorar algo importante. Para obtener el conocimiento necesario, todo lo que tenía
que hacer era preguntar a alguien más sabio. No había ninguna necesidad de descubrir algo que
nadie sabía todavía. Por ejemplo, si un campesino de alguna aldea de la Castilla del siglo XIII
quería saber cómo se originó la raza humana, suponía que la tradición cristiana poseía la respuesta
definitiva. Todo lo que tenía que hacer era preguntarle al sacerdote local.
Segundo, toda una tradición podía ser ignorante de cosas sin importancia. Por definición, todo lo
que los grandes dioses o los sabios del pasado no se preocuparon de decirnos carecía de
importancia. Por ejemplo, si nuestro campesino castellano quería saber de qué manera las arañas
tejen sus telarañas, no tenía sentido preguntarlo al sacerdote, porque no había ninguna respuesta a
esta pregunta en ninguna de las Escrituras cristianas. Esto no significaba, sin embargo, que el
cristianismo fuera deficiente. Significaba más bien que comprender de qué manera las arañas tejen
sus telarañas no era importante. Después de todo, Dios sabía perfectamente bien la manera en que
las arañas lo hacen. Si esta fuera una información vital, necesaria para la prosperidad y la salvación
humanas, Dios hubiera incluido una amplia explicación en la Biblia.
El cristianismo no prohibía que la gente estudiara las arañas. Pero los estudiosos de las arañas (si
acaso había alguno en la Europa medieval) tenían que aceptar su papel periférico en la sociedad y
la irrelevancia de sus hallazgos para las verdades eternas del cristianismo. Con independencia de
lo que un estudioso pudiera descubrir acerca de las arañas, o las mariposas, o los pinzones de las
Galápagos, este conocimiento era trivial, sin relación con las verdades fundamentales de la
sociedad, la política y la economía.
En realidad, las cosas no eran nunca tan sencillas. En cualquier época, incluso las más piadosas y
conservadoras, hubo personas que argumentaron que había cosas importantes que toda su tradición
ignoraba. Pero estas personas solían ser marginadas o perseguidas, o bien fundaron una nueva
tradición y empezaron a afirmar que ellos sabían todo lo que hay que saber. Por ejemplo, el profeta
Mahoma inició su carrera religiosa condenando a sus conciudadanos árabes por vivir en la
ignorancia de la divina verdad. Pero el propio Mahoma muy pronto empezó a decir que él conocía
toda la verdad, y sus seguidores empezaron a llamarle «el sello de los profetas». A partir de ahí,
no había necesidad de revelaciones más allá de las que se habían dado a Mahoma.
La ciencia moderna es una tradición única de conocimiento, por cuanto admite abiertamente
ignorancia colectiva en relación con las cuestiones más importantes. Darwin no dijo nunca que
fuera «El sello de los biólogos», ni que resolviera el enigma de la vida de una vez por todas.
Después de siglos de extensa investigación científica, los biólogos admiten que todavía no tienen
una buena explicación para la manera en que el cerebro produce la conciencia. Los físicos admiten
que no saben qué causó el big bang, o cómo reconciliar la mecánica cuántica con la teoría de la
relatividad general.
En otros casos, teorías científicas en competencia son debatidas ruidosamente sobre la base de
nuevas pruebas que aparecen constantemente. Un ejemplo básico son los debates acerca de cómo
gestionar mejor la economía. Aunque individualmente los economistas pueden afirmar que su
método es el mejor, la ortodoxia cambia con cada crisis financiera y con cada burbuja del mercado
de valores, y se acepta de manera general que todavía tiene que decirse la última palabra en
economía.
En otros casos, las teorías concretas son respaldadas de manera tan consistente por las pruebas de
que se dispone que hace tiempo ya que todas las alternativas han sido descartadas. Dichas teorías
se aceptan como ciertas, pero todo el mundo está de acuerdo en que, si aparecieran nuevas pruebas
que contradijeran la teoría, esta tendría que revisarse o desestimarse. Un ejemplo de ello son las
teorías de la tectónica de placas y de la evolución.
La buena disposición a admitir ignorancia ha hecho que la ciencia moderna sea más dinámica,
adaptable e inquisitiva que cualquier otra tradición previa de conocimiento. Esto ha expandido
enormemente nuestra capacidad de comprender cómo funciona el mundo y nuestra capacidad de
inventar nuevas tecnologías. Sin embargo, nos plantea un problema serio, con el que la mayoría
de nuestros antepasados no tuvieron que enfrentarse. Nuestra hipótesis actual de que no lo sabemos
todo y que incluso el conocimiento que poseemos es provisorio, se extiende a los mitos
compartidos que permiten que millones de extraños cooperen de manera efectiva. Si las pruebas
demuestran que muchos de estos mitos son dudosos, ¿cómo podremos mantener a la sociedad
unida? ¿Cómo podrán funcionar nuestras comunidades, nuestros países y el sistema internacional?
Todos los intentos modernos de estabilizar el orden sociopolítico no han tenido otra elección que
basarse en uno de estos dos métodos no científicos.
a. Tomar una teoría científica y, en oposición a las prácticas científicas comunes, declarar
que se trata de una verdad final y absoluta. Este fue el método empleado por los nazis (que
afirmaban que sus políticas raciales eran los corolarios de hechos biológicos) y los
comunistas (que afirmaban que Marx y Lenin habían conjeturado verdades económicas
absolutas que nunca podrían ser refutadas).
b. Dejar fuera la ciencia y vivir según una verdad absoluta no científica.
Esta ha sido la estrategia del humanismo liberal, que se basa en una
creencia dogmática en el valor y los derechos únicos de los seres
humanos, una doctrina que tiene embarazosamente muy poco en común
con el estudio científico de Homo sapiens.
Pero esto no tendría que sorprendernos. Incluso la propia ciencia ha de basarse en creencias
religiosas e ideológicas para justificar y financiar su investigación.