Sótano Octavo. Un Testimonio Valiente de Cómo Enfrentarse Al Cáncer

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 120

SÓTANO OCTAVO

Rafael Martínez-Simancas

2
Índice

Portadilla
Créditos

SÓTANO OCTAVO
Prólogo
Hasta la médula
El primer ganglio centinela
El hospital de día
Bienvenido al mundo del ciclo
Los amigos preguntan
¡Hola, melanoma!
Las curas
Días de polvo
Le ha tocado el siete
Con ayuda de los amigos
La normalidad
Marcianos en Madrid
Que os pongáis buenos tós
Una comisión
La última voluntad de tita Carmen
Llega el otoño
Saltar el obstáculo
Nosotros los «quimioterapiados»
Olores y sinsabores
Una pegatina roja
Configuración norte-sur
Todo a cien
628.2
Soy un astronauta
El autotrasplante

3
Manuel y la teoría del padre bueno
¿Para qué?
Una médula tierna
¡Quiero un polo!

La guinda

4
Créditos

Edición en formato digital: octubre de 2013

© Rafael Martinez-Simancas, 2013


© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427
08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 21.654-2013

ISBN: 978-84-9019-594-5

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

5
SÓTANO OCTAVO

6
Prólogo

Paracelso, médico del siglo XVI, nos decía que todos los fármacos son venenos
disfrazados. En sus inicios, el tratamiento del cáncer, centrado en la eliminación de la
célula tumoral, siguió el principio inverso: todos los venenos podrían ser fármacos
disfrazados. En la actualidad, hemos transformado la medicina en general, y la terapia del
cáncer en particular, en una ciencia altamente especializada y tecnificada, eso sí, muy
eficaz, pero hemos dejado a un lado algo que debe acompañar siempre nuestro quehacer
diario, que es el cuidado de los enfermos en el más estricto sentido de la palabra. Rafael
—yo siempre le llamo Rafael— lo describe muy bien: el protocolo es el protocolo (no les
chafo la anécdota porque es, de verdad, fantástica).
Muchas veces me han preguntado por qué me dedico a una especialidad como la
hematología, sobre todo en su área oncológica. La respuesta es sencilla: hace veinte años,
durante mi rotación como estudiante de Medicina, vi cómo a una adolescente con
leucemia aguda le hacían un trasplante de médula ósea en el Hospital La Paz. Y me hice
la misma pregunta que se hizo Rafael: ¿por qué a ellos?, ¿por qué a nadie? Desde
entonces lo tuve claro y aún hoy, a pesar de todo, lo sigo teniendo claro. Soy yo el que
está agradecido a los enfermos, por todo lo que me enseñan cada día, y en eso Rafael no
es una excepción. No hay cuarenta tipos de linfoma, no es cierto. Eso es lo que dicen los
libros. Pero ya lo decía sir William Osler hace muchos años: el estudiar los fenómenos de
la enfermedad sin libros es como navegar en un mar desconocido, mientras que el
estudiar libros sin pacientes es como nunca hacerse a la mar. Retomando el hilo anterior,
no hay solo cuarenta tipos de linfomas, hay tantos como pacientes con linfoma. Cada
tipo tiene su peculiaridad, pero no solo biológica, que es de lo que nos ocupamos los
médicos, sino biográfica, y esa es la parte de la que nos olvidamos con frecuencia. En
eso Rafael es un maestro, cada día de consulta, cada conversación, cada gesto, cada
silencio, es una enseñanza. Y créanme, eso no se enseña en las facultades, en las cuales
dentro de poco no se enseñará ni Medicina.
Tengo la suerte de dedicarme a lo que me fascina y me apasiona, que es el contacto
diario con los pacientes. Por eso estudié Medicina. En la consulta, cada día disfruto más
y pueden estar seguros de que conocer a personas como Rafael es absolutamente
enriquecedor. Yo no lo conocía antes, no conocía su profesión, su trayectoria, y de
verdad que ha merecido la pena, y como además nos vamos a seguir viendo durante
muchos años, podré seguir disfrutando de sus enseñanzas.
La descripción de todo su proceso diagnóstico y terapéutico es simplemente
extraordinaria, y de lectura obligada, no solo para los pacientes, sino también para los
médicos. Si nos limitamos a poner un tratamiento y a aplicar un protocolo, nuestra labor
no tendría ningún sentido. Debemos bajar al sótano octavo (ya lo entenderán cuando
lean el libro) para acompañar a nuestros enfermos. Solo así conseguiremos avanzar y
estar al lado de nuestros pacientes. Eso es lo que esperan nuestros pacientes de nosotros.
Sidney Farber solo pudo descubrir el efecto de los antifolatos en el tratamiento de la

7
leucemia linfoblástica infantil cuando se preocupó (y no solamente se ocupó) de aquellos
niños que sufrían en los sótanos de un hospital de Boston. ¿Hemos perdido el arte de la
curación? Espero y deseo que no, se lo debemos a nuestros pacientes.
Por todo ello, quiero desde aquí agradecerle a Rafael su libro (yo ya he tenido la suerte
de leerlo) y sobre todo que me haya permitido encabezarlo. Soy yo el que está de verdad
agradecido.

MIGUEL ÁNGEL CANALES ALBENDEA


Jefe de sección del Servicio de Hematología
Hospital La Paz
Madrid, 12 de abril de 2013

8
A los que van a la batalla sin temor

9
Yo no soy aquel muchachillo desesperado de Tablada, ni aquel novillero frenético, ni aquel dramático rival de
Joselito, ni aquel maestro pundonoroso y enconado... La verdad, la verdad, es que yo he nacido esta mañana.

MANUELCHAVES NOGALES,
Juan Belmonte, matador de toros

Papá: sé que lo tuyo es un asunto de hadas, ogros y duendes.


Las hadas son el sistema inmunológico, tu médula.
Los ogros son el linfoma que ataca a tu sistema.
Los duendes son la quimioterapia.
Como las hadas no pueden con los ogros llaman a los duendes y con ellos luchan para expulsarlos.

VÍCTOR MARTÍNEZ-SIMANCAS
SAFONT,11 años

10
Hasta la médula

El 3 de noviembre de 2011 me hicieron una ecografía de estómago y el médico que


estaba al frente del ecógrafo dijo en la penumbra de su consulta: «Tiene unas manchas
ahí muy feas, son de gran tamaño, así que no me extraña que le duelan, por su bien
espero que no sea un linfoma porque es usted una persona muy joven.» Desde ese día
hasta mayo de 2012 pasaron seis sesiones de quimioterapia y cinco quirófanos. En un
momento del proceso al linfoma se le añadió un melanoma; no tenía que estar porque
nadie le había invitado, pero surgió un punto de sangre en un viejo lunar de mi pierna
izquierda. Por cierto, en mi lucida pierna izquierda, porque uno es consciente de lo que
puede presumir y de lo que no.
Esas palabras del doctor: «Es usted muy joven» las he vuelto a escuchar en repetidas
ocasiones. Es como si te dijeran: «¡Hola amigo, ¿usted por aquí en esta consulta?, ¡pero
si no le esperamos todavía!, ¡adónde va!» Al principio me molestaba, pero luego te das
cuenta de que en realidad lo dicen como un halago.
Después de un largo proceso clínico, cuando me miro al espejo veo más cornadas que
las que pueda tener un torero. Esas son las cornadas físicas, las que se ven, las que se
pueden enseñar a los amigos en un arranque de sinceridad y luego podrás comprobar la
cara de estupor que ponen. En el fondo, compartir una herida alivia a quien la enseña,
pero acojona a quien la ve porque nadie se quiere poner en tu pellejo, es comprensible.
Empatía con el enfermo sí pero hasta un punto, porque hay cicatrices que duelen en piel
ajena, es un extraño fenómeno físico. También están las otras heridas, que son las que
van por dentro y no se cosen con hilo de seda. Esas marcas también hay que tenerlas en
cuenta; Javier Barbero, que es el psicólogo de los enfermos hematoncológicos de La Paz,
me advirtió de que mi vida no iba a tener un paréntesis sino que sería diferente a partir
del diagnóstico. No iba a ser un tiempo de retiro y luego una vuelta a la vida cotidiana,
por supuesto que regresaría al mundo de los sanos, pero con una experiencia que me iba
a condicionar de por vida.
Todavía hoy, en este momento en el que arranco el libro, estoy a la espera del
autotrasplante de médula, que es una manera onanista de acabar con el linfoma de todas
todas; mis células provocaron el mal y ellas van a ser las que encuentren el bien. Al
parecer las quimios anteriores no surtieron el efecto deseado por el doctor Miguel
Canales. venga, tengo que decirlo: Jesús le dijo a Lázaro que se levantara y que
anduviera, pues de igual manera Canales me dijo que me iba a curar. Nunca me he fiado
tanto de alguien: si el doctor Canales me dijera que tengo que lanzarme por el tajo de
Ronda allá que iría de cabeza para cumplir su sublime recomendación. La fe en tu
médico se convierte en dogma religioso porque harás aquello que te diga sin ponerlo en
duda, puesto que nadie como él conoce tus cañerías. Puede que tu madre te pariese,
pero él te va a devolver la salud.
Tengo claro, pero muy claro, que hace treinta años estaría muerto, por lo tanto la
prórroga se la debo a la medicina y a cuantos ángeles me he encontrado por el camino;

11
sí, ángeles con alas, gente desconocida que se han portado conmigo como auténticos
guardianes de mi salud tanto física como mental. Mis ángeles han sido una gente muy
especial y al contrario de la creencia popular tenían sexo, puesto que he visto ángeles
chico y ángeles chica. Mis ángeles no me han dejado ni un momento, y llevados por su
incansable labor han llegado a despertarme una noche para darme «¡la pastilla de
dormir!», palabra. En un hospital todo se rige según el protocolo y si dice que hay que
dar al enfermo la pastilla para que se duerma, por supuesto se le despierta y así
cumplimos con el rito.
Ángeles que reaparecieron de la noche de los tiempos como mi imprescindible doctora
María Alcocer, a la que conocí hace veinticinco años cuando era una joven residente en
el Puerta de Hierro porque era la mejor amiga de una amiga común, y que reapareció por
una carambola literaria puesto que nos vimos de repente como amigos de Facebook de
David Torres. Al ángel Alcocer le debo multitud de mensajes y de llamadas de consulta,
sus palabras siempre acertadas y sobre todo que apareciera cuando más falta hacía. Me
pregunto qué hubiera sido de mí si el ángel Alcocer en lugar de dedicarse a la
hematología hubiera sido pediatra: no me hubiera quedado otro remedio que regresar a la
infancia. Eso sí, le agradezco que no hiciera medicina forense, porque esos son los
únicos especialistas que aún teniendo los mejores datos de ti nunca pueden dártelos en
persona porque en ese momento ya no eres persona.
Siempre que te ocurre algo así hay gente que tiende al tópico de explicarte que vas a
aprender muchas cosas y que de la enfermedad se sale reforzado. Error: de la
enfermedad hay que salir por obligación aunque no aprendas nada de ella, aunque seas
igual de zoquete que antes, aunque seas igual de egoísta que siempre; de la enfermedad
puedes salir igual de cenutrio e intransigente porque los fármacos no cubren carencias
emocionales. Hay que intentar ser menos grandilocuente y más sensato.
En todo este tiempo he aprendido varias cosas que tengo por conceptos muy sólidos,
en primer lugar un sentimiento de gratitud infinita a mis ángeles, a esas personas del
Hospital de La Paz que han estado pendientes de mí, y lo otro que he aprendido es que
no conoces el llanto hasta que no te diagnostican un cáncer. Puede que cuando cuelgues
el teléfono no reacciones, puede que tampoco cuando lo cuentes en tu casa y trates de
hacer ver a tus hijos pequeños que papá tiene una enfermedad que es grave pero de la
que se va a curar (¡por supuesto!); pero llegará un momento en el que la soledad venga a
respirar a tu cuello y entonces notes la dimensión real del problema. En efecto todo es
relativo: hay tumores peores y hay estadios de la enfermedad que se llevan mejor que
otros, pero que te toque a ti siempre es una putada, una gran y enorme putada. Es en ese
momento cuando descubres que el llanto es un sótano y que has llegado a llorar hasta la
octava planta, donde nadie te escucha porque estás completamente en soledad, nadie que
no tenga lo tuyo puede descender a ese nivel. Antes del cáncer sabías que la pena podía
llevarte a bajar a un segundo sótano y ya lo experimentabas como terrible sensación de
angustia. Ahí puedes situar el llanto porque te ha dejado una novia, por una faena en el
trabajo, por no haber aprobado un examen que era importante. Pero en realidad el cáncer
te hace descender hasta el octavo sótano sin proponértelo y conoces un paisaje lunar en

12
el que eres el único habitante. A ese llanto hay que concederle su tiempo porque de otra
manera te sobrepasaría, pero también tienes que cortarlo para que no ocupe todo el
espacio.
Y eso no es lo malo: lo peor es que adivinas que aún la pena puede tener más pisos por
debajo y experimentas el vértigo de morir joven, al menos en mi caso, porque el 3 de
noviembre de 2011 tenía cincuenta años recién cumplidos, una salud más que decente y
llevaba una vida sana controlada por una doctora experta en medicina alternativa que me
ponía agujas de acupuntura y me recetaba productos de medicina natural con los que
estaba completamente identificado. Aclaro que toda la toxicidad de mi vida estuvo en
fumar puros y que nunca había fumado un cigarro, ni había probado las drogas, ni bebía
alcohol hasta desmayar. Inclúyase en el relato una sana actividad deportiva de gimnasio
que mantenía a punto mis músculos de una manera envidiable para afrontar el medio
siglo de vida.
La gratitud también me descubrió un nuevo horizonte, nunca había sentido tantas
ganas de dar las gracias a personas desconocidas para mí apenas unos meses antes. El
primero de ellos fue un celador que se quedó para sacarme de la primera máquina de
PET porque vio que lo estaba pasando mal, sudaba a chorros por el miedo. Cuando el
tubo me devolvió a la vida después de media hora de exploración, aquel celador estaba
allí con su brazo extendido y para desearme que no fuera nada lo que me iban a
diagnosticar. He olvidado su nombre, no así el de otras personas que citaré, pero tengo
claro que es el primer ángel que un no creyente había visto en su vida.
El 3 de noviembre de 2011, antes de tumbarme en la camilla en la que me harían la
ecografía chivata, tenía muchos planes por delante, no podía imaginar que el futuro me
tuviera preparada una jugada tan intensa.
Hasta ese instante mi único contacto con la cirugía había sido una operación de
vesícula por laparoscopia; ahora puedo presumir con cierto orgullo de tener conocimiento
de medicina nuclear... a nivel de usuario. En todos estos meses he procurado no perder el
sentido del humor y no caer en las trampas que hace la mente y que pueden ser
proyecciones muy canallas de sombras terroríficas, porque si quieres encontrar a un
enemigo no te marches muy lejos, quédate con tus pensamientos cuando estás débil y
verás lo que es el miedo. He aprendido muchas cosas que me gustaría compartir, para
empezar esta proximidad con la enfermedad que me parece de obligado cumplimiento
para todo el mundo, incluso para aquellos que piensan morir de un ataque de salud a los
ciento y pico años. La enfermedad se tiene como un país al que nunca irás de visita hasta
que un ecógrafo pregona las manchas que ve en tu estómago sin tener en cuenta que seas
joven o mayor, sin saber si tienes tiempo o estás ocupado
Años atrás había escrito un libro acerca de la enfermedad de otra persona, la de mi
amigo Julio Anguita, aquel libro se llamó Corazón rojo y narraba las circunstancias que
habían llevado al que fue coordinador general de Iu, y ex secretario general del PCE, a
caer en varios procesos coronarios. Muchas veces he recordado las charlas en casa de
Julio en Córdoba cuando preparábamos el libro, y así como el infarto Julio lo tenía como
consecuencia de una vida de estrés y tabaco, como parte de una huida hacia delante sin

13
freno en la que se ven inmersos casi todos los políticos que cenan, comen y duermen
fuera de casa, yo no era capaz de encontrar relación entre el «jodío» linfoma y su
antecedente: tampoco los médicos son capaces de establecerla. El cáncer de sangre,
como todos, surge y se desencadena cuando las células malas se comen a las buenas.
Puede que tu sonrisa exterior oculte que dentro de tu organismo se esté librando una
batalla entre leucocitos de gran intensidad. Por alguna parte de tu cuerpo se están dando
de leches y tú no te has enterado de nada porque eres ajeno a tu propio destino.
Lo curioso de esta enfermedad, y que no tienen por ejemplo los pacientes de
coronarias, es el tratamiento por quimioterapia, que ha evolucionado mucho en los
últimos años pero que en esencia no deja de ser que te envenenan para sanarte. Antes de
ponerte bueno se llevan por delante a todas las células que pueden. Eso lo iremos viendo
porque me gustaría detallar paso a paso la enfermedad por si fuera útil para alguien, y
por si pudiera aportar una sonrisa en una de esas interminables sesiones de tratamiento
en las que las horas pasan con lentitud de carro de paja tirado por unos caballos
percherones. Los médicos se encargarán de las dosis y de cómo te las administran, pero
nadie te dirá cómo debe andar tu cabecita para no resbalar por la pendiente de la
angustia, para no irse a vivir al octavo sótano en una tienda de campaña montada deprisa
y mal. En mi caso reinventé la realidad para nombrarla de otra manera que me fuera más
útil, me acordé de mi admirado Fernando Beltrán (a quien su hija pequeña bautizó como
«poeta y nombrador de cosas»), e inventé canciones de letras absurdas y juegos
mentales para no dejar la cabeza en barbecho. Me propuse estar un paso por delante de
la desesperación, y aun sabiendo que bajaría al octavo sótano de vez en cuando trataría
de llevar una vida normal.
Esta vez no iba a contar la enfermedad de Julio Anguita, esta vez no iba a poner dos
grabadoras encima de una mesa para que otro me narrara su vida, esta vez el que estaba
allí en primera fila era yo y una enfermedad que hasta el momento tenía nombre
desconocido: linfoma. Por supuesto que me acordé de Jardiel Poncela cuando decía que
la Medicina era la ciencia de acompañarnos a la muerte con palabras griegas (vale, un
chiste negro, pero también el humor negro sirve cuando se trata de animar).
En noviembre de 2011 me acababan de nombrar director de Qué!, la segunda cabecera
española de la prensa gratuita; era un proyecto muy interesante, un gran reto, dejaba
atrás más de un cuarto de siglo ligado a la radio para adentrarme en la prensa escrita.
Aquel mes mis hijos cumplían diez años y a mí me dolía la espalda, pero no tanto como
para pensar que me iba a convertir en un enfermo. Además tenía una novela por
continuar y algunos proyectos por delante que acometer. Todo iba bien hasta que me
tumbé para hacer la ecografía. A partir de ese momento supe que podría correr o gritar
pero el bicho iría conmigo, lo llevaba dentro, él era Alien y estaba dentro de mi tripa. La
solución inteligente era pactar una convivencia pacífica porque sabía que para darle caña
tendrían que pasar por encima de mí mismo; en efecto, así fue.

14
15
El primer ganglio centinela

Murphy siempre tiene razón: si llevas dos teléfonos pero solo uno de ellos está
conectado al coche entonces sonará aquel que no está vinculado al sistema de manos
libres que te permite hablar sin incurrir en falta administrativa acompañada de su justo
castigo en forma de multa. Así ocurrió en el trayecto desde mi casa al periódico cuando
llamó el doctor Canales para decir cuál era el diagnóstico exacto de «lo mío». Uno ya
puede respirar cuando sabe que «lo suyo» tiene nombre; sabido es que en todas las
coplas lo peor que te puede pasar es que canten que lo tuyo no tiene nombre, eso es un
castigo terrible para una persona a poco sensible que esta sea. De gente que lo suyo no
tenía nombre están llenas las canciones de Quintero, León y Quiroga.
Después de varios intentos frustrados de conversación interruptus porque la línea se
cayó un par de veces, supe que tenía un linfoma no Hodgkin tipo B folicular grado 3.
Ahí me di cuenta de que había caído en una red de espías que hablaban en secreto y que
el doctor Canales debía ser su contacto en Madrid capital. Pocas veces me he atrevido a
preguntar sobre un argumento tan contundente como el de «le ha tocado a usted un
linfoma no Hodgkin tipo B en grado 3», pero se me debió notar la cara de panoli y me lo
tradujeron: «linfoma de evolución lenta pero enormemente agresivo». Y eso no fue cosa
de una tabla que ponen encima de los linfocitos y dicen hasta aquí son dialogantes y
hasta aquí muy agresivos, ¡qué cuernos!, para llegar a ese diagnóstico hubo una sesión
clínica con expertos en microscopios y en la lengua de Hodgkin y en todos sus puñeteros
dialectos. El hematólogo y el patólogo no se ponían de acuerdo, debió ser casi una
discusión teológica de cónclave en el que los obispos se tiran de los pelos en el nombre
de Dios.
Días antes, en la consulta del doctor Canales, hice la primera pregunta seria que había
hecho en mis largos años de periodista: «¿Doctor, me voy a morir?», y él me miró con
cara de perplejidad infinita: «De esto, no», y pasó a otra cosa. La otra cosa fue
tumbarme boca abajo en una camilla para «hacerme la médula», pinchar en hueso y
extraer una muestra que serviría para ponerle apellido al linfoma. Allí, en aquella consulta
tuve el primer contacto con la poesía clínica, ¡existe, es verdad!, la enfermera dijo:
«Ahora notará un pinchazo leve, luego más intenso y en un momento experimentará
como si le quitaran un trozo de alma.» Tal cual así fue, lo prometo. El pinchazo en la
médula entra directo en la esencia del alma más antigua, entronca con la tradición de la
medicina de los egipcios, notas cómo te roban una parte de lo más profundo y luego
cómo extraen la aguja inmensa que vuelve de la mina a la que había descendido para
recoger la veta de mineral carnoso. Caramba, no todos los días te quitan un trozo de
alma y no todos los días te tocan el alma así, que esas canciones bastante lamentables
que hablan de rozar tu alma no tienen ni idea de lo que es una consulta de hematología.
Podemos discutir si el alma existe, pero puedo prometer que una parte de ella se extrae
con una aguja de buen tamaño.
Cuando tienes algo serio de verdad te das cuenta que pocos médicos se mojan a la

16
hora de realizar un diagnóstico puesto que se trata de una enorme responsabilidad porque
pueden no acertar y eso llevaría a que te aplicaran un tratamiento incorrecto. A la hora de
extender recetas todos tienen la muñeca muy suelta y te recomiendan no sé cuántos tipos
de fármacos, pero una cosa muy diferente es ponerle nombre y apellidos a una
enfermedad grave, ahí son pocos los doctores que se aventuran a cruzar la línea del
valor.
Para llegar al diagnóstico de linfoma tipo B folicular grado 3 tuve que pasar por mi
primer PET, un escáner con una alta definición que realiza fotografías internas al detalle.
En realidad es el estudio más pormenorizado que pueden hacerte, el siguiente paso sería
abrirte en una autopsia con las consecuencias irreversibles que tiene para el organismo,
puesto que ya se sabe que cuando se abre un muñeco luego sobran piezas y no sabes qué
hacer con ellas. El PET es una máquina inmensa que acojona bastante, se parece mucho
a esos inventos del TBO que se inspiraban en enormes cacharros que funcionaban con
complicadas poleas, un artilugio digno de la vida del barón Münchhausen, una ballena
varada en un cuarto, un torpedo gigantesco antes de ser lanzado por un submarino
nuclear por lo menos.
La máquina del PET del Hospital de La Paz es la primera que hubo en España y hasta
la fecha había realizado cerca de veinticuatro mil viajes (entiendo que son viajes porque
entras y sales de un enorme tubo que no está cerrado pero que se asemeja a la boca de
un tigre). Veinticuatro mil viajes puede parecer un número elevado, pero hasta que no lo
comparas con el aforo completo de la plaza de toros de Las ventas no te das cuenta de lo
que estás hablando. Por ese tubo al que me enfrentaba por primera vez habían pasado
todos los que llenan la plaza una tarde de San Isidro cuando se pone hasta la bandera, y
me refiero desde el callejón a la andanada más alta pasando por los tendidos de sol y
sombra, y también la presidencia. Todos esos que aplauden o se aburren, los que saben
de toros y los que van a lucirse, los que se buscan la vida y los que venden helados;
todos, habrían pasado por el PET del Hospital de La Paz.
Nadie te dice cómo aguantar mentalmente la prueba, solo te ordenan que estés quieto y
que no te muevas. Pero ese consejo no es suficiente, no vale. Además te pueden dar un
timbre de pánico, la primera vez no me lo dieron porque entenderían que no tenía pánico
o porque se les habría estropeado el mecanismo del timbre que sería lo más probable
puesto que el PET tiene numerosas averías entre otras cosas porque no para nunca. Para
superar el trance recordé un ejercicio que les hacía a mis alumnos de radio: contar un
minuto mentalmente. Si te ocupas de contar treinta minutos mentalmente entonces no
tienes tiempo para miedos porque estás en otra cosa, de esa manera el ruido que hace la
máquina y que tanto se parece al centrifugado de una lavadora se lleva bastante mejor.
En esos momentos hay que entrar con espíritu infantil y con ánimo dispuesto. Lo de
infantil no es una metáfora gratuita porque me contaron que una vez tuvieron que pasar a
una niña de siete años y estaban preocupados por cómo podría reaccionar. La niña lo
hizo de maravilla, de la mejor manera posible: se durmió y luego tuvieron que despertarla
al acabar la prueba. Además, una máquina que se llama PET no puede imponer pánico,
¡si al menos la llamaran el Gran PET, o la «Tragahuesos», sería otra cosa. Respeto,

17
todo, prudencia también, pero miedo no porque no deja de ser un cacharro que aspira a
ser un día un OVNI si aprendiera a volar.
Me propuse adoptar una actitud positiva y activa para pasar el trago de la gran
máquina, si a las cosas les quitas solemnidad entonces son mucho más llevaderas. Por
otra parte he de decir que apenas me equivocaba en un minuto, claro que también podía
ser que las enfermeras y enfermeros me dieran la razón para tranquilizarme, esa segunda
parte la tendrían que contar ellos. Los imagino diciendo: «sí, sí, tú cuéntale que lo ha
clavado y se marcha más contento a su casa».
Después del primer PET vino el primer ganglio centinela (luego hubo más cuando
apareció el melanoma).
Ahí es cuando me entero de que los ganglios funcionan en cadena y son chivatos unos
de otros. Los ganglios actúan como las viejas marionetas del teatro de cachiporra:
«¿Niños, habéis visto pasar a la bruja, por dónde se ha ido?», y los niños gritaban: «¡Sí,
sí, por ahí!» Pues los ganglios igual.
Hasta ese momento, hasta que te llaman, uno cree que la enfermedad es una porque
tiene un solo nombre, pero en el linfoma hay hasta cuarenta apellidos distintos, puede ser
Hodgkin o no y luego tener varios grados según esté afectada la médula o no y si
aparecen a un lado y a otro del diafragma. De todo eso te enteras después porque
sinceramente, ¡yo qué narices sabía!, yo solo ponía mi condición de enfermo y la
literatura clínica la dejaba en manos de quienes entendían de eso, «doctores tiene el
hospital». No solo dejaba la literatura, también la capacidad de alterar mi agenda en
función de lo que tocaba. Se acabaron los periodos largos, a partir del diagnóstico inicial
mi vida iba a contarse por semanas y por tickets de aparcamiento que pagaba cada vez
que iba al hospital. Dos intentos que hice de vacaciones, tanto en Semana Santa como en
verano, se fueron a hacer puñetas porque las agendas médicas tenían otro ritmo. Eso
también lo aprendí pronto: no preguntes cuándo sales de una prueba, de una consulta o
de una habitación, sencillamente date por satisfecho cuando lo hagas sea la hora que sea.
Tampoco tengas pudor porque con las batas que se abrochan en la espalda todo el
mundo verá tu culo, y ya están hartos de ver culos por lo que tal vez no les sorprenda el
tuyo ni por apolíneo ni por caído. un culo dentro de una bata suelta tiene tanto glamour
como una pata de pollo sin piel colocada en una bandeja blanca de plástico. Sí, lo siento,
ya sé que no se puede dudar del culo propio, pero cuando las cosas vienen de esa
manera no te libras de sentir falso pudor.
El primer ganglio centinela se estimó que estaba en la zona del cuello. Nota al margen
he de decir que nunca-nunca me ha gustado que me tocaran el cuello desde que de
pequeño vi una película de Drácula. Por culpa de aquel espanto he dormido durante años
con las sábanas hasta la cabeza, ¡sí, qué pasa!, cada uno tiene sus manías. Pero yo no le
podía contar a mi médico los problemas que había tenido por culpa de Cristopher Lee en
la consulta en la que entraba y salía la enfermera poetisa que me advirtió de cómo se me
iba a marchar el alma por la aguja. No podía decir que odiaba que me tocaran el cuello
porque veía en el doctor Canales una gran cara de felicidad cuando palpó uno de ellos y
dijo: «¡Ah, es muy fácil, está aquí muy cerquita!», y de ahí pasé con un volante a la

18
consulta de maxilofacial para que me sacaran el ganglio del cuello, pero el doctor Cebrián
acababa de salir de guardia, no lo vio claro y pensó que mejor lo dejábamos para otro día
con quirófano de por medio puesto que sería más llevadero el asunto para ambos. Yo lo
agradecí un montón, aunque a mi prima Julia, que me acompañaba (médico también en
La Paz), le parecía estupendo que me quitaran el ganglio en un sillón de dentista. El
papel de mi prima en todo el proceso ha sido fundamental puesto que nunca le vi perder
la calma, y encima me traía gelatinas a la habitación que tanto se agradecen cuando las
que te dan en el hospital son mejorables de aspecto y sabor. Julia es otro de mis ángeles
aunque a ella ya la conocía incluso antes de que se matriculara en la Facultad de
Medicina.
El ingreso programado para quitar el ganglio fue mi primer contacto con una planta de
un hospital tan grande, y fue donde aprendí otra fase muy importante de una
recuperación clínica: el compañero de habitación. Puedo decir (y espero que ellos
también) que he tenido una suerte importante porque todos me aportaron algo y porque
fueron personas entrañables. No puedes imaginar la relación tan estupenda que llegas a
establecer con tu compañero de habitación hasta que no te ves tumbado en horizontal.
Eso de estar conectados a un suero une mucho, y Manolo, conductor de autobuses
jubilado, fue el primer varón con el que compartía cuarto después de haber hecho la mili.
Nadie se puede hacer a la idea de cómo te recibe tu compañero de cuarto cuando vuelves
del quirófano; a poco que sea buena persona, y en este caso se trata de una gran
persona, aquello tiene aspecto de triunfo en la batalla de las Termópilas. Reconocerse
«superviviente» en el otro tiene un alto grado de satisfacción personal. Le deseé mucha
suerte cuando se lo llevaban al quirófano, y al regresar yo allí estaba él dándome ánimos.
Solo nos faltó brindar con los goteros para celebrar tan magnífico reencuentro. Lo
curioso es que veinticuatro horas antes no nos conocíamos, nunca nos habíamos visto en
la vida y es posible que no compartiéramos gustos en fútbol o en política, pero la relación
de amistad en un hospital se establece tan rápido como los niños son capaces de
relacionarse en un parque infantil: uno llega allí, se presenta y desde ese momento tienes
derecho a ser de la pandilla.
Para quitar el ganglio tuve que pasar al quirófano en el que me aplicarían anestesia
general, que es esa manera de no ser tú sin dejar de serlo del todo. De alguna manera el
anestesista te aplica un «olvidil» en vena que te permite dejar el cuerpo en la camilla pero
tú irte tan lejos como alcance el sueño, que tampoco es tal puesto que luego no tienes
conciencia de haber soñado con nada.
La doctora que me aplicó la anestesia me dijo: «A ver, cuéntame algo divertido porque
en mi quirófano no se duerme nadie que no se ría, ¿qué tienes tú que sea divertido?», y
le respondí que por mi condición de padre de mellizos era el padre de zipi y zape, y la
doctora se partió de risa. Algo más le debí explicar entre sueños y despertares porque
cuando amanecí de nuevo a la conciencia allí estaba ella a mi lado muerta de risa. Es
verdad, como luego me explicó un día el doctor Asensio, catedrático de Medicina y
cirujano experto en La Paz: «Cuando uno sale de la anestesia y le reaniman para salir del
sueño profundo, si le preguntan dónde ha nacido puede decir con toda naturalidad que en

19
vancouver.» Y es muy cierto. Yo debía ser de vancouver de abajo porque la anestesista
se partía conmigo, lo cual se lo agradezco porque con sus manos mágicas consiguió que
yo pasara por el trance sin mayores complicaciones. Luego te llevan a la unidad de
reanimación, donde vuelves a despertar porque el cuerpo tiende a dormir mientras tenga
restos de anestesia (y porque también es bueno disfrutar de ese momento de auténtica
placidez que dan los fármacos, es una de las grandes ventajas que tiene el siglo XXI). Un
puntito de cogorza de anestesia siempre sienta bien.

20
El hospital de día

No me gusta la ópera, lo siento por aquellos que la encuentren sublime, pero un sitio en
el que puedes escuchar la angustia interpretada por una gran voz y secundada por una
enorme orquesta me impresiona. Siempre he creído que Dios habría encargado a Wagner
una ópera para cuando le toque su aparición estelar en el Valle de Josafat. Algo que me
supera por elevación porque me sobrecoge; no me gusta, no quiero adelantar mi vista al
Valle de Josafat antes de tiempo, además aquello debe ser un macrobotellón de almas que
esperan destino, una suerte de pradera de San Isidro pero sin rosquillas tontas y listas.
Lo aclaro porque el primer día que visité el hospital de día tenía un sentimiento
operístico de la vida, es decir, tremendo por miedoso. Sin haberme puesto de acuerdo
con Wagner yo entré en el hospital de día repitiendo un estribillo bastante coñazo: «¿Por
qué yo?»; era un por qué doloroso que me situaba en el centro del mundo por puro
egoísmo de enfermo. Ese «¿por qué yo?» era una tortura mental que en realidad
escondía un «¡Qué hago yo aquí con lo bien que se está ahí afuera!» pero reducido a
lamento wagneriano de walkirio tocado por los leucocitos, ahí es nada. Pero nada más
entrar en la gran sala de tratamiento cambié de opinión: a ambos lados de mi campo de
visión, como si los hubieran puesto allí como secundarios de lujo, tenía a dos
compañeros que me iban a hacer compañía en mi primer ciclo de quimioterapia. Y era
una visión cinematográfica: a un lado una chica joven de unos veinte años vestida de
negro, hermosa y elegante, con un pañuelo rosa que cubría su cabeza sin pelo, al otro
lado un crío, un niño que no tendría doce años que le contaba a la enfermera cómo debía
pinchar su brazo para que fuera más eficaz. La enfermera lo tomaba como un juego y
ambos se llamaban por su nombre porque eran viejos conocidos. La chica, en cambio,
hermosamente varada sobre su juventud y sobre al apoyabrazos del sillón, tenía los ojos
cerrados. Entonces se me fue al garete mi posición teatral y tan bien ensayada: «¿Por
qué yo?»... no, hombre, no: «¿Por qué ellos?» A fin de cuentas yo había cumplido
cincuenta años, tenía dos hijos, un buen trabajo, una vida llena de proyectos, una novela
policíaca por continuar, un periódico que dirigir, algunos amigos con los que charlar. Mi
proyecto hasta ese momento había sido un éxito, en Roma ya tendría la edad de un
senador o estaría criando malvas, en cambio ellos, ¿por qué ellos?, ¿por qué una chica
tan hermosa tenía que estar enganchada a un árbol del que caía el tratamiento?, ¿por qué
un niño que era poco mayor que los míos tenía que estar en esa sala y no en el colegio
corriendo en el patio o dejándose las entendederas en las matemáticas que llenan las
cabezas de su edad de tablas y divisiones? Ninguno de los tres deberíamos estar: ellos
porque tenían juventud y belleza, yo porque estaba cargado de proyectos. En realidad
nadie debe pasar por el hospital de día de Hematología, pero es parte de esa ruta que
envenena pero cura, de ese ciclo de vida que introduce muerte por la vena para luego
sanar el cuerpo. Nadie en este mundo debe pasar por allí, pero si te toca has de tener la
entereza suficiente para saber que el salvavidas en el que te vas a apoyar eres tú. Habrá
gente a tu alrededor, estarás atendido como nunca, pero el salvavidas que impedirá que te

21
vayas a pique es tu cabeza.
Dejando la ópera a un lado, es conveniente detenerse en ese microcosmos que es un
hospital de día para enfermos hematológicos; es bastante parecido al bar de La guerra de
las galaxias que sacaba George Lucas en la primera de las entregas de la saga. Allí
estamos todos los que tenemos problemas relacionados con la sangre y son variopintos,
desde problemas de coagulación a linfomas pasando por enfermos de leucemia y de
hemofilia; todos aquellos que tienen un desajuste con tumores líquidos. Los que los
tienen con sólidos están en la zona de Oncología.
Aquella sala grande, llena de sillones pegados a la pared y numerados había que dotarla
de otra dimensión; sin duda que si fuera un bar se llamaría El Hematocrito Loco y
servirían las combinaciones en vena más llamativas de Madrid, unos combinados de
llamativos colores que ofrecen el paraíso en generosas dosis. También se podía modificar
aquella realidad viéndola como el gran botellón de la medicina pública madrileña al que
acude gente de diversa especie y condición; incluso se admiten menores acompañados. Y
los números en los sillones están puestos para cuando suene la música y se convierta en
una pista de baile; entonces podrás sacar a la chica de negro con el pañuelo rosa diciendo
el número de su sillón, o podrás decir al niño que se baje porque tienes ganas de jugar a
la pelota con él, o le podrás decir a un enfermero que inicie un bingo para sortear un
chute gratis entre los afortunados. Cualquier cosa porque la obligación del enfermo es
transformar la realidad para mejorarla y huir de ella, igual que el prisionero lo que debe
tener claro es que su primer mandamiento es salir de allí lo antes posible. En nuestro
caso no había Convenio de Ginebra que nos amparase, pero sí teníamos obligación de
escapar por nuestros propios medios; algunos más hábiles que yo habrían trenzado unas
sábanas para descender por la ventana, pero se me hacía un acto de bricolaje imposible
para mi limitada habilidad manual. Elegí el camino de cambiar el color de fondo del
paisaje como se puede hacer con los salvapantallas del ordenador.
La sala de inyectados es otro de los lugares en los que se podría haber experimentado
el ensayo del Bosón de Higgs porque el tiempo pasa a una velocidad diferente. Es otra de
esas zonas del hospital en la que sabes cuándo llegas e ignoras cuándo te puedes
marchar. Para entretener al personal tienen conectada una televisión a un programa que
en mi caso era de mañana y que congregaba la atención de todo el mundo cuando daban
recetas de cocina (en ese todo el mundo incluyo al personal sanitario y médico). Pero lo
que más me divertía era seguir el espacio del corazón, el que se dedica a las aventuras
pasionales de nuestro famoseo. Escuchar cómo alguien absolutamente intrascendental,
uno de esos que deberían estar en el libro de «Biografías prescindibles», daba consejos
de amor, o de felicidad, o trazaba cómo iban a ser sus vacaciones de Navidad, me
parecía ciencia ficción. ver que alguien era capaz de presentarse como autor de su propio
destino a varios meses a la vista es para un enfermo hematológico como contemplar a un
marciano que llega de muy lejos. ¡Qué cosa, qué gente, qué seguridad en sí mismos!, y
te planteas si acaso la vida es eso que se refleja en las secciones de corazón y vísceras de
la tele y que a ti te ha tocado la peor suerte. Era cuando más ganas me daban de pedirle a
Alfonso, otro de mis ángeles en la quimioterapia, que por favor llamara a la orquesta

22
porque quería arrancar el baile en ese momento, un vals que nos sacara de la locura de
ver cómo en televisión proyectan un mundo absurdo para unas personas que luchamos
por ganar un día, luego otro y con suerte conquistar una meta de grandes extensiones en
el calendario sin pisar el hospital de día.
Para que no me tomaran por loco me ponía los cascos y escuchaba música; parecerá
extraño pero no hay mejor auditorio para escuchar canciones que un sillón de
quimioterapia. Te sientas y tienes todo el tiempo del mundo por delante y puedes
escuchar la música como no lo habías hecho antes porque nada te distrae. Prometo que
descubrí matices hasta de canciones de los Beatles que las tenía por muy conocidas.
Igual que uno nunca sabe para quién escribe supongo que tampoco ellos saben para
quiénes cantan y mucho menos para el lugar en el que van a escuchar canciones. La vida
sería perfecta si tuviera banda sonora, y en algunos momentos uno no es nada sin un
buen compás para seguir, da igual que esté solo porque lo importante es notar. A través
de unos pequeños cascos el cuarteto más famoso de Liverpool sonando solo para mí, no
conozco otro lujo mayor.
Una vista a tu alrededor te permite observar los más extraños brebajes que se pueden
preparar en un laboratorio; el mundo de la creación artística también ha llegado a los
expertos en combinaciones químicas para usuarios atrapados en una máquina. Aquí
también hay estrellas como las de la Guía Michelin y cada químico presenta sus
creaciones para presumir de ellas. Hay bolsas blancas, rojas, bolsas de líquidos
transparentes y otras que están tapadas por una funda azul (son las quimios que tienen la
característica de ser fotosensibles). Recuerdo que cuando llegaba la fase de la bolsa azul
cobalto, Carmen, enfermera del hospital de día, la situaba en el «árbol» del que colgaban
todos los botes y tocándome en el hombro pronunciaba siempre el mismo ritual:
«¡Ahora, Rafael, ya está bajando!», y se marchaba.
Cuando uno está sentado en un sillón del que no te puedes mover durante seis horas
cualquier muestra de cariño por leve que sea se percibe como un beso de cuento, y no es
nada cursi porque juro que todo lo que pasa en la sala de baile de los sillones numerados
es jodidamente real. El cariño con el que Carmen me rozaba el hombro mientras miraba
al árbol del que caía la «quimio» y pronunciaba siempre-siempre las mismas palabras me
parecía un regalo que ella me hacía sin que yo pudiera corresponderle a cambio. Esa es
otra de las derivadas de esta larga cadena de gratitudes en la que entras cuando eres un
paciente.
Antes he dicho que la sala es un lugar de calma porque tendemos a escuchar música, a
ver sandeces en la tele o a leer un libro (también se le dedica mucho tiempo a dormir),
pero también tiene sus momentos de bulla. Para mí eran los peores porque es cuando la
gente tiende a contar «lo suyo» y lo suyo es en muchas ocasiones un coñazo insufrible
de medicaciones erróneas y de tratamientos equivocados porque sabido es que «de
poeta, de médico y de loco todos tenemos un poco». En ese gallinero de pastillas y
tratamientos hay quien tiende a sentir empatía y a decirte que él estaba mejor que tú y
que tengas cuidado con las recaídas. De esos líos de granja conviene huir porque restan
mucha energía, igual que la música suena en toda dimensión en la sala también las

23
palabras pueden herir si las tiran a dar. uno cree que está en fase de recuperación y que
las cosas pintan razonablemente bien hasta que alguien tiene a bien chafarte tu ilusión
inmediata y en vez de golpearle en la nariz lo que toca es darle las gracias y mirar con
cara de me ha gustado lo suyo.
En una de esas reuniones conocí a un señor tan cenizo que solo recordar su cara me
llena de amargura; espero que esté bien a pesar de que todo lo malo que pudiera pasarle
a un hombre le había ocurrido a él: su biografía era una sucesión de malas noticias
encadenadas pero de las que era capaz de remontar el vuelo. Era increíble que estuviera
vivo porque salvo haberle pasado un portaaviones de la US Navy por encima cuando
estaba en el bidé todo le había ocurrido a ese hombre que intentaba rematar las frases
con una sonrisa, pero las palabras encadenadas le llenaban de melancolía la boca; un
digno nieto de pirata cansado en la taberna del puerto. Todo era triste en su relato de
sanatorio en el que ejercía de cronista porque era veterano de los más diversos
tratamientos; a veces la NASA se gasta millonadas en enviar a personas al espacio para
estudiar cómo responde su organismo cuando fijándose bien en un solo hombre podrían
descubrir muchas cosas. Pero él había superado todos los ciclos, pruebas e instalación de
catéteres varios, podría decirse que era un banco de pruebas para la medicina, pero sobre
todo para él mismo.
A pesar de su tristeza gótica ese hombre no proyectaba ningún mal a nadie, ya tenía
suficiente con lo suyo. Y si lo contaba era porque parecía lo que era: un relato increíble.
A pesar de todas las calamidades que le habían ocurrido en ningún momento quiso tirar la
toalla... en cambio, en los hospitales no es extraño escuchar a algunas personas que no
desean vivir más, y esto es muy serio porque pueden tener un efecto contagioso perverso
que pude ver al menos en dos ocasiones. La primera de ellas fue la noche previa a que el
doctor Asensio (sí, ese genio que va de humilde franciscano), me operase de la tripa para
buscar un ganglio centinela que diera alguna pista de lo que estaba pasando en el
mesenterio (hermosa palabra de gran contenido poético pero en ese momento no estaba
para rimas). El destino que es el sorteo de camas hizo que cayera en una habitación con
un señor muy mayor que más que hablar emitía ruidos guturales casi siempre de
negación. La única que le entendía era su mujer, una señora de igual edad, que se
sentaba en una silla a los pies de la cama. Aquel tipo no hacía más que regañar a su
mujer y ella intentaba callarle. Después de encender la luz de su mesilla y de despertarme
notables veces pude escuchar como cerca de las tres de la madrugada aquel hombre
emitía un gruñido fatal: «Yo me quiero morir, ya he vivido lo suficiente.» Y, ella,
resignada pero harta, y en la misma posición en la misma silla en la que la había conocido
seis horas antes respondió: «Las enfermeras me van a bajar a urgencias porque les he
dicho que me maltratas y me quieres matar con una pistola.» Al día siguiente me
cambiaron de habitación. La extraña pareja siguió durante un tiempo en el hospital, lo sé
porque días más tarde me encontré a la mujer en la puerta del Hospital general de La Paz
que es el gran hall por donde pasamos todos: enfermos, médicos, personal sanitario,
visitas varias y mucha gente de mirada perdida.
Ese deseo de morir lo volví a escuchar meses más tarde ya en la fase del autotrasplante

24
de médula de un compañero ocasional de habitación al que trajeron porque la quimio que
le aplicaron en el hospital de día le había dado fiebre. A pesar de ser médico y no muy
mayor se le veía abatido y con la mirada de túnel; en realidad no había nada dentro de él
porque todo era un vacío inmenso. Sin saberlo había bajado al sótano octavo y como no
era consciente no sabía cómo salir porque para eso hace falta recordar cuál ha sido la
puerta de salida, al sótano octavo llegas porque te llevan. Este médico reconvertido en
mal paciente porque ejercía de hipocondríaco vomitó la primera noche como si estuviera
rodando El exorcista en 3D y no dejaba de quejarse a su mujer, que le trataba como si
fuera un niño: «Por favor, no me hagas eso, pórtate bien.» Aquel tipo pasó un día
horrible para él porque estaba francamente mal, sin duda que afectado por una causa
física pero mucho peor que eso: acosado por su cabeza. Me dieron ganas de hablarle del
sótano octavo, pero no me hubiera escuchado porque igual que sus ojos no estaban allí
su cabeza tampoco, sus oídos menos, su intención tampoco, su moral ausente y el resto
de sus orificios ocupados por sondas y catéteres. No era mayor pero se movía como un
anciano en sus últimas horas.
Aquel tipo esperó a que viniera a visitarle su hijo pequeño y delante de él y de su mujer
dijo una frase terrible porque la sentía de verdad: «Yo no quiero vivir más.» Es peligroso
desear con fuerza el mal porque a veces se consigue.
Los que estábamos en la sala del hospital de día nos dividíamos en dos categorías y no
era en función de la enfermedad, no éramos «curados» e «incurables», éramos los que
tenían o no el port-a-Cath. Si no lo tenías te cogían una vía en el brazo y el proceso de
acoplamiento de la aguja solía doler, yo creo que les dolía más a los sanitarios que tenían
que pinchar cuando de la otra manera era más sencillo.
Fue Alfonso, mi introductor en el lenguaje de la hematología elemental explicada para
consumidores de primer nivel, quien me habló de las maravillas del (en adelante)
«porta». Un invento subcutáneo que se deja instalado y que conecta con una vena de
entrada al corazón, un botón de silicona que se lleva alojado bajo la piel y donde pinchan
para que caiga la quimio a través de una aguja de sección más amplia que la que pueden
colocar en un brazo. visto así todo son ventajas, pero había que ponerse en la tarea
porque la instalación del «porta» requería una entrada en quirófano muy elemental, en
un quirófano de rayos X, pero quirófano al fin y al cabo. Logré superar las dos primeras
sesiones de quimio sin el porta, pero el doctor Canales me dio en su consulta la hora para
la citación puesto que a él también le parecía una maravilla de la ciencia llevar el «porta».
El proceso de instalación es curioso: pasas por supuesto por la sala del hospital de día y
te asignan un sillón, allí Alfonso te inyecta polaramine, que es un fármaco que se utiliza
para evitar alergias y que bien se podría llamar «soñadil», porque tiene un efecto
inmediato sobre el sueño. un frasco de polaramine es suficiente para que ronque a pierna
suelta un batallón de aguerridos soldados en el frente. Aquello hace su efecto y al cabo
de un rato vienen a por ti con una silla de ruedas; guiados por el celador que hace el
papel de esos ciclistas chinos que tanto gustan a los turistas, cruzamos la explanada gélida
que separa al hospital de día del Hospital general, una extensión de cemento que a mitad
de diciembre era la estepa de los lobos y que a mitad de julio se convirtió en una sucursal

25
del Sahara. En mi caso era extensión helada que crucé emborrachado de polaramine y
rumbo al quirófano del Hospital general en donde me tumbaron, pero antes me
enseñaron los modelos de «porta» que más se llevaban esa temporada. De haber estado
más lúcido hubiera dicho que era una moda de prêt-à-porter, pero me faltaban los
reflejos, era evidente.
Tumbado en la camilla del quirófano me dijo la enfermera: «has tenido suerte, el jefe
en persona quiere ponerte el porta y eso que se iba ya a casa». El jefe resultó ser un
médico muy agradable que, con perdón, había sido oyente mío en la radio y me tenía
cierta ley. Lo hizo con una maestría admirable relatando por pasos cómo iba a ser el
proceso y yo creo que le respondía también de manera animada porque el polaramine
también tiene su versión flamenca de incontinencia verbal. Describo este episodio con
mayor detalle porque en un momento de la charla en la que le tocaba a él hablar dijo:
«esto es mi dedo y esta es tu yugular, ¿está claro?» («sí», le respondí de manera tímida,
¡qué otra cosa podía hacer!). «Bueno pues ahora vas a notar cómo corto con un bisturí
ahí, es un segundo... espera, ¡ya!, ya puedes seguir hablando, ¿por dónde íbamos?»
Así fue como me instalaron el «porta» en el pecho con cuatro grapas en la zona de la
instalación y dos pequeñas grapitas en el cuello, allí donde señaló mi yugular. Le quedé
muy agradecido, no en vano en esa época yo publicaba artículos en la sección de Madrid
de Abc, el diario centenario que siempre ha presumido de llevar dos grapas en el centro.

26
Bienvenido al mundo del ciclo

Las quimios se dan en seis ciclos que se distancian los días que estime tu médico, en
mi caso el doctor Canales. Me tocó cada catorce días con una línea de fármacos potentes
destinada a ser los marines que invadieran la playa de los malos para darles lo que
vulgarmente se entiende por «pal pelo». Al final del tercer ciclo vuelta al PET para que
evalúen cómo va el tratamiento y al final del sexto ciclo otro PET que resuelva todas las
dudas.
Aprendí lo de los ciclos por pura analogía cuando Alfonso me preguntó por qué ciclo
iba, lo entendí a la primera, ¡qué tío más listo!, el polaramine no me había afectado el
entendimiento. Nota al margen: hay fármacos que deberían permitirse los fines de
semana por lo que tienen de aspecto social; si uno acude a una cita con un puntito de
polaramine tiene grandes posibilidades de triunfar... o de quedarse dormido en el escote,
pero en cualquier caso no pasmarse en la indiferencia del tubo de neón que se come las
sombras.
Las náuseas son el peor amigo que te puedes encontrar y te encontrarás en alguno de
los ciclos. Yo aguanté los dos primeros con cierta alegría pero en el tercero me daba asco
cuando ofrecían el bocadillo de queso de mediodía. Hasta ese momento no tenía nada en
contra del queso, pero alguna reacción de la quimio mezclada con el olor que
desprendían los bocadillos me proporcionaba un asco infinito.
Los efectos de los ciclos se acumulan, tal y como me advirtió Canales, y al llegar el
sexto estás realmente cansado. No tuve la temida «pájara» que puede entrar a mitad de
los ciclos tal y como me advirtió Ana Palacio, superviviente de un cáncer importante. En
mi caso notaba que cada vez que salía del ciclo me costaba más dar pasitos hasta el
aparcamiento donde mi mujer había dejado el coche para llevarme a casa. Y al llegar a
casa no tenía hambre, solo cansancio y sueño, un terrible jet-lag como si hubiera llegado
de un país remoto y no reconociera el horario de Madrid. Solo quería dormir hasta que la
quimio se diluyera a través del sueño, cuando en realidad se elimina por la orina (que se
vuelve de color naranja al final e impresiona ver cómo eliminas esa toxicidad que antes
ha recorrido tu cuerpo dando vueltas y cargándose a cuantas células se encuentre de por
medio: malas y buenas. Que se lleve las malas te da igual, pero que limpie también las
buenas es apabullante, te convierte en un hombre sin rumbo. Nunca he subido a un ring,
pero es fácil visualizar a la quimio naranja, a esa cabrona que se te pega al sabor de la
garganta, dándose puñetazos con todo lo que encuentra en su camino.
Consecuencia inmediata es la caída del pelo de «cualquier parte del cuerpo, pero luego
sale más fuerte, más rizado y en general rojizo», como bien señaló Alfonso, al que
intenté vacilar: «¿Sale en todo el cuerpo, pero en todo?», y me miró con vacile infinito:
«No, si no tienes pelos en la cabeza luego no esperes a que te salga melena.» Pues es
una lástima porque me hubiera encantado tener melena de heavy, pero se ve que no he
sido llamado por ese camino.
Es verdad que por culpa de los líquidos tu cuerpo sufre un proceso de otoño, en los

27
paseos que daba con mi perro veía cómo me iba quedando igual que los árboles del
invierno: deshojado, delgado, pero en pie. Tenía la certeza absoluta de que para aquellos
árboles, y para mí, llegaría la primavera y los días largos nos iban a sentar muy bien. De
momento me tocó buscar pantalones estrechos porque uno no puede dejar que la estética
le perjudique la mente. Si te pones la misma ropa que tenías antes de caer enfermo
entonces te verás mucho peor porque perder diez kilos es lo suficiente para mirar en el
espejo a un panoli que se parece a ti metido en una chaqueta que te recuerda a la tuya.
No es cuestión de renovar el armario, pero, al menos, que los pantalones no te queden
grandes, porque eso aumenta la sensación de pena.
Luego es cierto que uno florece, recuerdo que durante unos días tuve una barba tan
tupida como la de los vaqueros de los cómics, esos tipos duros que sostienen un cigarro
con la boca que previamente se han encendido con una cerilla que pasaron por su cara.
una barba bastante exagerada que divertía a mis hijos porque no recordaban a un padre
tan velludo.
Todo se recupera al dejar las quimios, hasta el sabor del jamón que te puede repeler
por la intensidad de su olor, o tu colonia favorita que ya no usas; hasta podrías tolerar a
alguien cerca que fumara un cigarro, algo que mientras estás sometido a quimioterapia es
imposible. En el aparcamiento del periódico en el que tenía plaza (el sótano cuarto... la
vida contada en varios sótanos) solía haber gente que se reunía para fumar, y pasar entre
ellos me producía auténtico asco de los que no se pueden disimular.
A estas alturas resulta evidente que mi arraigada pasión por fumar habanos (puros
hechos en Cuba) se había acabado para siempre. Adiós a aquellos días felices en los que
llegué a visitar la comarca de Pinar del Río, o aquella tarde en la que disfruté de la
presencia del viejo cultivador de hoja Alejandro Robaina, tercero de una saga de
productores de tabaco cubano, el único hombre que podía viajar por el mundo con una
vitola en lugar de con un pasaporte. Robaina era sabio, decía que fumar no tenía que ser
necesariamente malo, eso sí, él solo encendía el primer tercio del puro y el resto lo
dejaba abandonado en el cenicero para que se consumiera solo hasta morir. No sé si
tenía razón el viejo Robaina, que llegó a cumplir 91 años, todos ellos reflejados en los
pliegues de su piel como buen guajiro, hombre de campo; a veces me acuerdo de lo que
decía otro cubano, Guillermo Cabrera Infante, que sentenció que no mata el humo, mata
la vida. La jodida vida que oxida tus pulmones cada vez que respiras, pero si no respiras
no podrás seguir vivo. Un grado de toxicidad es hasta saludable, nosotros los enfermos
hematológicos estamos vivos porque luchamos contra el bicho. A veces es bueno
recordar la frase de la película Gladiator: «Lo que hacemos en la tierra tiene su reflejo
en la eternidad.» Tenemos que dar las gracias a nuestra capacidad de lucha, pero también
a la de quienes se pasan los días mirando por un microscopio para hacernos la vida más
llevadera. Los avances en este campo de la medicina son notables a pesar de que los
recortes en Sanidad también lo son, y sería lamentable que esos recortes dieran con una
generación de investigadores que las pasan canutas pero cuyo trabajo ha permitido que el
cáncer pueda ser tratado en España igual que en Estados Unidos o en cualquier otra parte
del mundo. El Hospital de La Paz de Madrid es una de las referencias en trasplante de

28
médula ósea y más nos vale que lo siga siendo durante muchos años.
Entre primera fase y segunda del ciclo tuve la oportuna visita a la máquina del PET,
inmensa y tragadora de fuego como la recordaba. De nuevo mi ejercicio mental de contar
el tiempo para distraer la atención. Y esta vez con todo lujo de detalles porque me dieron
el botón de pánico, que sostuve entre mis dedos con la dosis de pánico recomendable, es
decir: mucha.
Se programó la segunda fase del ciclo. El quinto fue el que llevé peor por náuseas, pero
bajo control. Cada vez se me hacía más duro acabar haciendo pis de color naranja antes
de salir para casa. Ese olor era también el sabor de mi garganta y era el humo que subía
de la batalla interna de los linfocitos a leches en una guerra de guerrillas que dejaba
pequeño el asalto ruso a San Petersburgo: allí se luchaba célula a célula y con la bayoneta
calada porque no tienen sitio apenas para disparar. Menos mal que los linfocitos no
hablan porque hubiera sido terrible escuchar los gritos de la masacre de unos contra
otros. Sabía perfectamente que también caían células buenas porque mi cuerpo se
cansaba cada vez más.

29
Los amigos preguntan

Los amigos son/somos muy pesados y los triunfos deportivos de la selección española
de fútbol han hecho mucho daño en las relaciones afectivas.
Los amigos preguntan por tu enfermedad con criterio de partido de fútbol: «¿Vamos
ganando?», «¿Cuánto queda?», «¿Cuándo te dan el alta?», «¿Estás mejor o peor que
esta mañana?» Es indudable que Vicente del Bosque ha conseguido unos hitos deportivos
que jamás había alcanzado el deporte español en varias generaciones, pero también ha
contaminado las relaciones de amistad. Aquí o estás en la prórroga o en los penaltis, pero
no se entiende que el árbitro prolongue el partido más de noventa minutos porque
pensamos con el reglamento de fútbol en la cabeza. Y nada puede durar más de lo que
pensamos que es justo para un encuentro entre dos equipos que serán enemigos feroces
pero que tienen claro que después de sudar viene la ducha y a cenar en casa.
Los amigos llaman y preguntan e intentan verte, pero no entienden que entres y salgas
de un hospital porque te lo indica el médico y no porque te hayas ganado el premio al
más capullo de los enfermos de Hematología. A veces me han dado ganas de convocar
una rueda de prensa como hacen los toreros, y los futbolistas, para pedirles a los médicos
que por favor me acompañen para responder a las preguntas técnicas. Los amigos
hacen/hacemos preguntas imposibles de resolver sin una pizarra delante y sin haber
estudiado Medicina ni haber sacado el número 1 en el MIR. Y, además,
quieren/queremos saber en qué día exacto nos van a devolver la salud como si eso
estuviera en las manos de los médicos de manera prevista, no pudiendo errar ni en el
diagnóstico ni en la fecha de alta porque todos juran y prometen que irán a la puerta del
hospital a llevarte unos globos y dar saltitos junto a ti, pero al final sueles salir en taxi,
que es lo más normal que le pasa a cualquiera que no sea famosa o torero. Si hubiera
anotado las promesas de cañas y comidas creo que habría llenado la agenda para los
siguientes años invitado por todos mis amigos, que, con perdón, son unos tíos
estupendos que seguro estarían dispuestos a invitar, ¿todos?, eso, casi todos.
Pero los amigos son/somos muy pesados cuando no nos dan la respuesta que estamos
buscando y, por eso, preguntamos lo mismo de maneras distintas con una técnica que
aprendimos de niños y que servía para evitar las negativas de nuestras madres que al
final seguían siendo igual de negativas pero no por eso íbamos a dejar la oportunidad de
dar el coñazo, porque a través del aburrimiento se alcanzan grandes cotas.
Pues ese deseo de saberlo todo al detalle lleva a auténticas melancolías, porque cuando
respondes que no sabes cuándo estarás «curado» entonces se entristecen y de manera
metafórica eres tú el que tiene que bajarse de la cama del hospital y tumbarlos allí un rato
para que se les pase el sofoco.
También es posible que pregunten/preguntemos para evitar que nos pase lo mismo a
nosotros, porque el morbo está en el detalle de saber cómo empezó «lo tuyo» para
aplicarlo a «lo suyo», es automático. Les escuchas por teléfono respirar hondo y luego
aliviados porque, en el fondo, en el fondo, llaman muchas veces para comprobar que «lo

30
tuyo» no es «lo suyo», y para afirmarlo con mayor rotundidad repito que los amigos
son/somos muy pesados porque alguna vez también lo he hecho.
Antes de esto, mucho antes, en mi anterior vida fui un hipocondríaco declarado que
compartía charla amigable con Chumy Chúmez en los últimos tiempos de Diario 16.
Chumy era hipocondríaco de libro, tanto es así que en el año 2000 escribió uno: Cartas
de un hipocondríaco a su médico de cabecera. Pero la hipocondría, como las tonterías
de la adolescencia, se disipa en cuanto te dan un diagnóstico que supera tus más negras
previsiones, cuando ves que la cosa es tan seria que durante un tiempo vas a ocuparte de
un problema serio de verdad y te vas a dejar de dolores puntuales que son gases o
músculos mal estirados.
¿Qué cosas no se le deben preguntar a un amigo enfermo?:

1) ¿Cuándo sales? (Porque no tiene la respuesta.)


2) ¿Ya tienes los resultados? (No, porque suelen tardar una semana.)
3) ¿Te encuentras mal? (A esto está permitido responder: «¡No, no te jode!»)
4) ¿Tienes náuseas, vomitas? (La pregunta provoca náuseas y ganas de vomitar.)
5) ¿Te llevo algo? (Sí, el alta, por favor.)
6) ¿Quieres unas flores? (¿Pero cuándo me has regalado flores tú a mí?)
7) ¿Puedo ir a verte aunque esté acatarrado? (Hombre, mejor no, porque solo me
faltaba acabar estornudando por tu culpa.)
8) ¿Las grapas internas cómo te las quitan? (Habitualmente se disuelven solas, aunque
a la tercera vez que te lo preguntan dudas de si te vuelven a intervenir para quitarte las
grapas internas y aquella cirugía no tendría fin.)
9) ¿Y esto no se cura mejor en otro hospital? (Eso algunos no lo piensan pero lo dicen
fuertemente.)
10) Harás un libro con todo lo que estás viviendo, ¿no? (¡Al fin una pregunta
inteligente!)

Y, aun conociendo estas elementales pautas de comportamiento, el amigo


pregunta/preguntamos siempre las mismas nueves cosas por idéntico orden. La décima la
pregunta tu editor, que hasta en el lecho del dolor ve una posibilidad de negocio en forma
de libro.

Con respecto al tiempo que dura el proceso de estar enfermo, mi prima la doctora Julia
Martín sostiene algo muy interesante: en la vida todos caminamos en una larga cinta
transportadora que te lleva y tú vas viendo el futuro a lo lejos y sabes que estás yendo
porque marchas a la par que los demás. Pero, si un día te pones enfermo entonces te
bajas de la cinta y ves cómo los demás se alejan dejándote atrás.
A ella le pasó durante los diez días en los que una de sus hijas se puso enferma y tuvo
mucha fiebre. veía cómo su marido iba a la consulta, cómo sus otras hijas iban al colegio
pero en cambio aquella niña se abrazaba a ella y las dos en casa esperando la clemencia

31
del termómetro. Es cuando Julia argumentó la teoría de la cinta transportadora que te
lleva sin notar la velocidad pero que aprecias su movimiento cuando tienes que bajarte de
ella.
En mi caso me costaba mirar lejos en el calendario, esto ya lo he contado, porque el
día a día era demasiado intenso. En una misma jornada podías tener náuseas y hambre,
sueño y estar desvelado, podías reír o hacer una visita al sótano octavo sin proponértelo,
porque las conexiones del miedo funcionan de manera directa sin que nadie llame al
botón del ascensor.
En realidad lo «nuestro» nunca tiene fecha de curación porque pasamos a ser
enfermos crónicos que tienen que someterse a pruebas continuas cada vez más alejadas
en el tiempo si las cosas van bien.
No habrá una fiesta de graduación con globitos cuando salgas del hospital, no te
pondrán un birrete ni una medalla encima del pijama horrible que da la Seguridad Social.
(¿Dónde está la moda de España?, no es necesario estigmatizar al enfermo con un
sambenito de algodón pasado después de la vuelta al mundo en ochenta lavadoras.)
No hay un final inmediato para lo «nuestro», así que la victoria es parcial, no toca
techo, pero como nada en la vida, salvo la ilusión que nos sitúa en los cien años viviendo
perfectos y sin dolor de juanetes. El triunfo es seguir contándolo, a veces con el sabor
metálico de la quimio en la boca (algo parecido decía La Fornarina: «¡Cuando canto la
boca me sabe a sangre!»), a veces con la alegría que da ver cómo a tu árbol despoblado
le salen unas ramitas y florece la vida aunque no sea la hora.

32
¡Hola, melanoma!

Nuestras vidas no están dotadas de banda sonora y eso es un fallo garrafal porque
desde que Hollywood nos enseñó la fuerza dramática que tiene una orquesta en un plano
de cine todo en nuestra vida debería estar sometido a un pentagrama. No es lo mismo
acercarse a la chica cuando llega el metro chirriando sus ruedas que esperar al golpe
exacto con el que marca el inicio de la acción una trompeta para sentirse un galán con el
cuello subido por las calles de Manhattan. La banda sonora de nuestra vida no la
elegimos, y lo que es peor, tampoco la podemos escuchar nosotros: son los demás los
que nos dicen si les gusta.
Descartada la presencia de banda sonora en momentos puntuales, no por eso el resto
de nuestro comportamiento deja de ser cinematográfico, y aquella noche hacía frío y
llovía débilmente en Madrid, lo prometo. Acababa de salir de la consulta privada del
dermatólogo Antonio Torrelo en el Paseo de La Castellana, era un miércoles y el viernes
anterior había terminado con el sexto ciclo de quimio. Torrelo me vio más delgado y le
conté la causa, y de paso le pedí que mirase un lunar pequeño que tenía en la pierna
izquierda y que había sangrado unos días antes. Ese lunar estuvo ahí desde que era
pequeño, siempre, y aunque no he sido muy dado a tumbarme al sol cuando iba a la
piscina o a la playa me dejaba un pegote de protector solar encima como quien quiere
ocultar mucho más la mancha para protegerla del sol.
Ese lunar había sangrado un día en el que me rasqué la pierna por encima de los
vaqueros. Fue mi mujer la que me recomendó que llamara a Torrelo porque yo no tenía
muchas ganas de visitar más consultas clínicas. Y esa noche mi amigo el doctor me hizo
una primera biopsia tumbado en la camilla de su consulta, en la misma camilla donde
trataba a los niños, porque Torrelo es especialista en dermatología infantil y entre sus
pacientes están mis hijos.
Llovía, lo he dicho, y en Madrid hacía una de esas noches de febrero que son tan
dadas a llevar levantada la solapa del abrigo y a usar gorra (por supuesto que la llevaba,
porque otro de los efectos secundarios del tratamiento es sentir frío en la cabeza). Y no
hubo más en aquella cita aunque en mí se generó la inquietud: acababa de terminar el
sexto ciclo, todo había ido bien en el PET de control del mes anterior (el día de Reyes,
cuando mis hijos fueron a ver la Cabalgata, su padre se movía entre las tripas del PET),
nada llevaba a pensar que no tuviera otra cosa que un lunar que se hubiera rozado con la
tela del vaquero y como mi pierna también había adelgazado estaría más débil y por eso
se levantó una pequeña costra.
Cinco días después el doctor Torrelo me llamó a la hora de la comida (ya es raro que
un médico te aborde al móvil por mucha confianza que tenga contigo) para pedirme que
pasara por la consulta a última hora porque le iban a traer el resultado del laboratorio y
luego nos tomábamos una caña juntos. La llamada me dio muy mala espina porque
descubrí que el doctor Torrelo me ocultaba una parte del relato, justo el final del mismo.
La llamada la recibí cuando comía en un restaurante con mis antiguos compañeros de

33
colegio Fernando el Católico de Madrid, algunos de ellos hacía treinta y cinco años que
no los veía. A partir de la llamada de Torrelo mi cabeza giró a otro lugar más recóndito,
quizás iniciando una de las primeras excursiones al sótano octavo sin todavía saberlo
porque mis antiguos compañeros llamaban continuamente mi atención. Lamento que
perdí muchos matices en el relato siempre vívido y apasionado que se contaba en una
mesa de reencuentro, con una gente entrañable con la que viví una escuela de otro siglo,
¡y tanto, porque estudiamos en un aula presidida por crucifijo y escoltada a los lados por
los retratos de Franco y José Antonio!, una escuela pública del barrio de Chamberí donde
los lunes y viernes se izaba y arriaba la bandera nacional al son del himno que sonaba en
un tocadiscos. Todos fuimos alumnos de don Máximo Maíllo Sánchez, prototipo de
maestro nacional que usaba traje de pana negro, que presumía de haber nacido con el
siglo, por lo tanto en 1968 don Máximo estaba a punto de jubilarse. Algo bueno hizo
aquel gran hombre por nosotros como para que tanto tiempo después Emilio González
Conde, José Luis Ávila Bermúdez y yo le recordáramos con un cariño casi familiar.
La comida pasó muy rápido, luego me marché al periódico y a las ocho, después de
cerrar la portada con mi equipo, estaba puntual en la consulta de Torrelo en la parte alta
de La Castellana. La manera de recibirme la enfermera me dio algunas claves: algo no iba
bien, y en la consulta la cara de Antonio confirmó mi sospecha: «Tienes un melanoma;
no es bueno, como sabes, lo mejor es que lo digas a tu hematólogo en La Paz y que él
sea quien guíe los siguientes pasos.» Me vine abajo en su consulta y me puse a llorar, y
creo que él también conmigo. «Rafael, has tenido mala suerte pero también buena,
piensa que de no haberte fijado en el lunar, de haberlo dejado crecer, estaríamos
hablando de otra cosa. La lesión es de 1,01 centímetros en la Escala de Breslow» (otro
nombre más a agregar a la lista de familiares conocidos en mi año horribilis porque era
mezcla de horror y de bilis), «hasta un milímetro los protocolos de melanoma nos dicen
que con quitarlo es suficiente, pero en este caso estamos obligados a buscar el ganglio
centinela y a recortar más alrededor de la piel, tanto a lo largo como a lo profundo para
dejar un margen de seguridad». A mi pregunta de ¿cuánto?, la respuesta de «dos
centímetros, y hay que hacerlo en quirófano con anestesia general, es lo más prudente».
¿Y en ese momento qué banda sonora me correspondería?; no lo sé, no estaba para
escuchar música pero cabían dos soluciones: o instalarme en el silencio del sótano o
buscar una marcha animada que me sirviera para tirar hacia delante. Lo hice, encontré el
arranque del Sargento Pepper's para decir que saldríamos de esta igual que habíamos
salido de las seis sesiones de quimio. Torrelo me dijo que preguntara en La Paz por una
joven dermatóloga que controlaba tumores de piel, la doctora Marta Feito.
Esa noche en Madrid —¿hace falta que lo diga?— llovía, la lluvia había vuelto a su cita
con la nostalgia, que es la melancolía de aquello que cuesta superar solo. Seguro que no
era nada premeditado, pero el tiempo a veces juega estas cartas cinematográficas.
En mi vida del linfoma se incorporaba un nuevo término: el melanoma. Pues a por él:
«¡Hola, melanoma!»
El melanoma no duele, no se nota, tan solo actúa y crece a gran velocidad. Se trata de
un cáncer sólido, no participa de las características del linfoma que es un cáncer de la

34
sangre. Sabía de su existencia porque leí que el multimillonario Emilio Azcárraga, al que
apodaban el Tigre, se había ido al otro barrio hacía una década a causa de un melanoma
no localizado a tiempo. El Tigre era una persona que tenía dinero para costearse el
tratamiento en el hospital que le diera la gana, podía elegir cualquier parte del mundo,
pero es evidente que el melanoma eligió antes que él y se lo llevó a la tumba.
Era increíble, pero una lesión tan mínima me llevó de una consulta a otra hasta dar con
la doctora Marta Feito y ella me envió a las consultas externas de cirugía plástica donde
conocí al doctor César Casado; sería él el encargado de localizar los ganglios y de hacer
el margen de seguridad correspondiente sobre los restos de mi antiguo lunar que había
retirado Torrelo en la consulta. Casado hizo un dibujo en el papel y explicó cómo y de
dónde iba a cortar para que lo tuviera claro: «haré una elipse y quitaré dos centímetros
alrededor del punto señalado. ¿Tiene alguna duda?, por favor dígamela ahora porque la
próxima vez nos veremos en el quirófano».
Yo acababa de quitarme de la cabeza los seis ciclos de quimioterapia de encima y
trataba de recuperar mi vida «normal» de periodista, de escritor, de padre, cuando el
melanoma me iba a enviar de nuevo al «hule» (así le llaman los toreros a la mesa de
operaciones, porque a fin de cuentas es un hule sobre el que descansará tu cuerpo
dormido bajo los efectos de la anestesia).
Para dar con los ganglios me sometí a unas inyecciones de un líquido que se pinchaba
alrededor del antiguo lunar; lo hicieron en seis ocasiones porque las conté aguantando la
respiración en cada una de ellas, y luego aplicaban una sonda que emitía unos sonidos
bastante cómicos, eran iguales que los pitidos de un submarino cuando anuncian
inmersión. Y de repente pasó algo cómico: sonó el teléfono de la doctora que estaba
localizando los ganglios por mi ingle y también tenía pitidos como señal. Será que no
tenía suficiente con las voces de ballena eléctrica que salían del ecógrafo para llevar un
timbre de parecidas características. Estas cosas solo pasan en las películas de Mister
Bean, bueno, y también a veces cuando eres el sujeto pasivo de una sonda clínica que
una vez quiso ser sonda lunar.
En realidad fueron dos «hules» los que me gané por campeón porque a la primera no
tuvimos suerte, o quizá sí. Localizaron dos ganglios centinelas (esos jodidos chivatos que
todo lo cuentan), y dos fueron los que quitó el equipo de Casado. El primero de ellos
limpio, perfecto, pero en el segundo apareció una microlesión, una micrometástasis que
obligaba a retirar todos los ganglios de la pierna izquierda a la altura de la ingle, lo cual
iba a dejarme una cicatriz de torero para siempre, y de tamaño generoso.
Cómo sería mi cara que el joven cirujano dijo una frase que no olvidaré nunca: «Esto
es lo que hay que hacer, yo sé cómo se hace, fíese usted de mí porque en lo mío soy
muy bueno.» Y me emocionó porque con su edad algo parecido le dije a un jefe en la
radio. Pensé que también yo en lo mío había tratado siempre de ser bueno, que es una
manera honrada de ejercer tu oficio y de estar siempre preparado. El doctor César
Casado es un cirujano plástico magnífico, con un gran cartel a pesar de su juventud, hijo
de una eminencia de la cirugía de Salamanca que es jefe del servicio de cirugía plástica
de La Paz, César Casado sénior. Sus palabras fueron un acto de empatía más allá de lo

35
que exige el juramento hipocrático, supe que se ponía de mi parte para batallar contra el
jodido melanoma.
volví de nuevo al quirófano, cuarta intervención desde que me diagnosticaron el
linfoma, y esta vez no hizo falta hacer un preoperatorio porque el anterior era de veinte
días atrás. Iba camino de sacarme un bonoquirófano como algunos tienen un abono
transporte; seguro que reuniendo puntos me daban una batería de cocina. A los pilotos de
líneas aéreas se les aprecia por las horas de vuelo que acumulan, pues a mí me deberían
haber premiado por las horas de anestesia. Cuando era pequeño, en mi colegio había un
«cuadro de honor» en los que destacaban a los mejores alumnos de la semana. Si
hubiera existido algo así mi foto hubiera estado en el recibidor de La Paz justo encima de
donde dice «Información», aunque todo el mundo se empeña en preguntarle cualquier
duda al vendedor de lotería de la Cruz Roja.
Esos días fueron de mucha información acumulada y cruzada. El exceso de
información a un enfermo le bloquea porque no sabes cómo administrarlo bien, primero
porque no eres capaz de digerirla con calma y luego porque cansa en la cabeza, tú sabes
a lo que te enfrentas, pero tampoco se trata de hacer un máster en cada especialidad
médica por la que pasas porque puedes acabar tarumba no siendo médico.
El melanoma lo tenía por superado cuando apareció ese ganglio resistente con su
jodida micrometástasis, pero a su vez el doctor Canales quiso que me hicieran una
prueba porque el último PET había indicado que me había roto una costilla (no le
encontraba explicación posible salvo a que un día se me cayó la moto al salir del garaje y
no pude hacer mucho esfuerzo por sostenerla porque tenía reciente la instalación del
port-a-Cath). Me tocó subirme a «otro de los cacharritos de la feria» que me faltaban por
conocer: una gammagrafía ósea, que es una prueba nuclear para saber si tus huesos están
sanos. La prueba es mínima teniendo la experiencia del enorme tubo del PET, pero tuve
uno de los mayores sustos que he vivido en el hospital. Yo creo que al operario
encargado de manejar los mandos se le olvidó subir la placa que avanzaba desde los
tobillos hasta el cráneo y que si no llego a dar una voz de alarma me hubiera quedado sin
nariz, o por lo menos sin la punta de la misma, porque la máquina iba directa a por la
ternilla nasal. Grité y la máquina subió en el último segundo y enseguida apareció una
enfermera para decir que «por supuesto se hubiera detenido antes de golpearme», pero
no lo tengo tan claro, porque al operario le estaban enseñando esa mañana cómo se
manejaban los mandos. ¿Y si hubiera sido un kamikaze de los que disfrutan viendo la
cara de pánico de los desgraciados que se cruzan con ellos por la carretera? ¿Y si aquel
operario era un torpe redomado en las máquinas de marcianitos y se le hubiera ido la
mano? Prometo que del susto ese día me quedé sin comer.
Y lo que son las cosas: el resultado de esa prueba nunca me fue comunicado, por lo
que entiendo que estaba todo bien o que el operario se cargó la máquina para siempre
dejándola inservible del todo.
Así pues tenía por delante la segunda intervención del melanoma, nuevos ganglios por
descubrir, la gammagrafía ósea, el linfoma, las quimios pasadas... todo eso unido es un
exceso de información que los pacientes tendemos a confundir y a que nos confunda.

36
Los días en un hospital pasan muy deprisa, cada hora tiene su protocolo y pocos son
los momentos en los que puedes considerar que estás pasando el tiempo (salvo que estés
en una habitación de aislamiento que también conocí más tarde). A cada cambio de turno
de enfermería, tres por jornada, se repite el protocolo de termómetros, presión, etc. Y
cuando no es la comida es la bandeja de la merienda o la de la cena.
La segunda operación de los ganglios del melanoma, igual que la primera, fue en los
quirófanos nuevos del hospital a los que se accede a través de una larga galería que tiene
aspecto de terminal de aeropuerto, tanto es así que en este caso los bautizaron como la
T4. Por cierto, que si alguien quiere saber lo que es la velocidad que se deje empujar en
una cama por un pasillo, aunque sea a paso normal y sin correr, la sensación de
velocidad es parecida a la que experimentas cuando ves pasar la pared oscura en la que
se refleja la luz del vagón del metro. No sé lo que se siente en un Fórmula 1, pero
tumbado en una cama las paredes y el techo pasan a velocidad de vértigo.
Pasé por la sala de espera de entrada a los quirófanos de la T4 dos veces, la primera de
ellas fue junto a una señora a la que le iban a retirar una prótesis de mama defectuosa,
una PIP que le habían instalado quince años antes cuando tuvo cáncer de mama. Noté
que estaba inquieta (la espera para entrar en un quirófano lo es y puedes estar veinte
minutos esperando en los boxes), empecé a hablar con ella para relajarla y de paso
relajarme yo en la conversación. Aquella mujer no me preguntó por qué estaba allí, no
era capaz de situarse en el ambiente, solo hablaba de su cáncer y dijo una frase mucho
más matizada que las demás, la pronunció muy despacio: «para mí lo peor no fue la
operación, fueron los ciclos de quimioterapia. No volvería a pasar por ellos».
Yo callé, ella me miró y quizá pensándoselo mejor añadió: «O quizá sí.»
Cuando la vida tiene el sabor metálico de la quimio en tu boca y los olores cambian te
sientes un marciano. «Te ponemos malito para luego poder curarte», me dijo una vez la
doctora Sanjurjo con un lenguaje bastante tierno. En el caso de aquella señora habían
pasado quince años, pero en su expresión noté el asco a los botes de quimioterapia. Y
puedo añadir: es verdad, tenía razón.
La segunda ocasión en la que «viajé» por los pasillos de la T4, llevado por las mismas
celadoras de la vez anterior —¡ya es casualidad!—, me recogieron con cara de
incredulidad porque además me había tocado la misma habitación y el mismo número de
cama. Era como encontrarse con un repetidor conocido en los exámenes de septiembre.
En esa ocasión estuve solo un buen rato en los boxes esperando hasta que llegó la
anestesista, una doctora muy simpática que llevaba un gorro de dibujos animados y no
uno verde como lleva el resto porque así lo pauta el reglamento (salvo que seas un forofo
de los dibujos y te hayas comprado uno en una tienda especial). La doctora simpática
avanzó hasta el box en el que estaba mi cama para decir: «Hola, voy a ser su anestesista.
¿Con qué quiere dormir el caballero esta noche?, puede seleccionar entre la carta que le
ofrezco y tengo fútbol o cine... fútbol no porque veo que no le gusta... ¿mejor cine?,
tengo cine español, cine negro americano, cine europeo... ¡cine español, perfecto!... ¡no
me diga que quiere una de Cine de barrio, pues también las tengo»). Me prometió una
epidural acompañada de sedación: «se quedará dormido pero yo le podré despertar si

37
quiero. Antes le pincharé en la espalda». Y lo hizo tal y como había prometido; al
tumbarme de nuevo en la camilla me instó a levantar la pierna derecha, ¡imposible!, y
sonrió porque ya había hecho efecto la epidural. Luego vino una mascarilla que me
dijeron era oxígeno y que respirara hondo, y por ese tobogán dulce que proporciona la
anestesia-sedación me deslicé hasta dejar de ser una persona consciente durante cerca de
una hora.
Me desperté en un par de ocasiones, en una de ellas le pregunté a la anestesista qué
estaban haciendo y ella metió la cabeza detrás del paño verde que separaba la zona
quirúrgica de mi tripa y que me impedía ver. «Te están quitando un ganglio estupendo,
precioso, anda, duerme otro poco», y caí de nuevo. La segunda vez desperté mientras el
doctor Casado ponía las grapas, sabía que eran ellas porque la grapadora suena
exactamente igual si es de oficina que si es de quirófano. Por supuesto que no sentía
dolor alguno porque la epidural te ofrece la posibilidad de asistir a la operación como si
aquello no fuera contigo. Luego vi cómo el doctor echaba mi larga pierna sobre su
hombro y poco a poco la iba vendando para hacer compresión y que la linfa no se
acumulara en el tobillo. Por su forma de comportarse supe que quería demostrar que en
lo suyo «era muy bueno». Aquellos ganglios que me extirpó, diez en total, estaban todos
limpios.
Hasta el momento había estado en un hospital, pero a partir de ese quirófano empecé a
«entender un hospital». Ahí conocí a otro grupo importante de ángeles en la cuarta
planta del hospital de Traumatología: Rosa, Mercedes, Isabel. Una cama de hospital no
tiene nada que ver con la de un hotel, en una cama de hospital te rehaces poco a poco, a
veces por delante de lo que puede tu cuerpo, y te llevas un chasco monumental.
Rosa es auxiliar de enfermería de esa cuarta planta de Traumatología, una persona de
enorme paz interior, reflexiva, lectora y maestra de Reiki, que es una técnica oriental de
canalización de la energía del cuerpo. Rosa y Mercedes forman un equipo perfecto,
ambas se complementan para auxiliar a tu coja voluntad, y lo de coja nunca mejor dicho,
porque yo tenía herida mi pierna izquierda. Con ellas viví uno de los episodios que más
me marcó en mi estancia hospitalaria: al día siguiente de haberme extirpado los dos
ganglios de la primera operación pedí levantarme para ir al baño. «¡Ah, sí!», dijo
Mercedes con cierta guasa gallega, «pues nada, adelante, yo te dejo las muletas al borde
de la cama y vas pasito a pasito, ¿sabes usar unas muletas?»; no, claro, naturalmente que
no, porque era la primera vez que iba a coger unas muletas. «Pues nada, ahí están,
ánimo»... y cuando intenté mover la pierna y no respondió me puse a llorar como un
idiota. «¿Ves?», dijo Rosa que estaba en la habitación, «en ocasiones queremos ir por
delante y es nuestro cuerpo el que dice cuándo podemos caminar otra vez. No te
preocupes porque caminarás, pero ahora debes descansar en la cama y dejar que tu
cabeza descanse también».
Mercedes sentenció: «Rafael, es una ingle y las ingles son muy dolorosas.» Tenía
razón, no porque sintiera dolor, pero sí porque «tirar» de la pierna me costaba mucho y
en ese momento fui incapaz de salir de la cama. Al día siguiente fui capaz (auxiliado por
dos celadoras), de sentarme en el sillón del acompañante. Lo hice de la manera más ruin

38
posible: arrastrando mis posaderas hasta el borde de la cama y luego dejándome caer en
el sillón con mareo de astronauta. Aquella hazaña, sin duda un pequeño paso para el
hombre pero un gran salto para la humanidad, me costó un triunfo, y sudoroso me quedé
en la butaca mientras hacían la limpieza de la habitación. No sé si llegaré a cumplir
noventa años, pero puedo asegurar que tendré mayor capacidad de movimiento que ese
funesto día en el que arrastré el culo hasta llegar al sillón para desfondarme del todo. Me
apliqué una de mis sentencias favoritas: «¡qué lástima de hombre!».
Lo de las ingles que son dolorosas lo interioricé para darme moral y para pensar que
tampoco hay que ganar los cien metros lisos todos los días, basta con pisar la pista y
calentar un poco. Tuve ese pensamiento como prioritario durante unas horas... hasta que
escuché que Mercedes le decía a Agustín, mi compañero de cuarto: «Agustín, te has roto
el tobillo y los tobillos son muy dolorosos.» Entonces me di cuenta de que esa frase debe
ser parte de la terapia general que aplican a los pacientes de la planta, y también
comprobé que Mercedes nos trataba a todos con igual cariño, vaya una cosa por la otra y
en honor a la verdad.
Dije que en Traumatología aprendí a vivir en un hospital. Ya no era un ingreso rápido
para quitar un ganglio, ya no era una recuperación facilita de una operación corta.
Aprendí que sabes cuándo entras pero no cuándo sales, que aunque creas que en la vida
lo controlas todo no es verdad, porque tu cuerpo dice que has de parar y no tienes otra
salida. Quizá tu mente se vea fuera y sin los puntos y grapas, pero tu mecanismo de
supervivencia ralentiza las horas y se adapta a las limpiezas de la herida.
A mí no me gustaba mirar la cicatriz de la pierna que en realidad eran dos: la del
melanoma y sus márgenes de seguridad y la de los ganglios extirpados a la que se añadía
un bote (redón), que recogía el drenaje de la linfa y que colgaba de la cama como se
colgaban antes los botijos de las ventanas. Mirar la herida era asumir el daño moral y no
estaba dispuesto a sufrir más; gran error, porque hasta que no asumes tu herida y no la
miras, la palpas y eres capaz de pasarte la esponja de la ducha frotando, esa herida no
termina de curarse. No es nada científico, pero es otra de las cosas que me enseñó
Mercedes, «las heridas tienes que asumirlas para que cicatricen mejor, son tuyas y no
tienes que tener miedo ante ellas. Míralas, además están fenomenal». A esas alturas mi
cuerpo se empezaba a acostumbrar a cicatrizar con soltura; en Andalucía dirían que
tengo «buena encarnaúra» (buena encarnadura), tal vez, o quizá fuera la necesidad de
tapar cuanto antes el roto en la piel.
Repito que en el hospital de Traumatología de La Paz aprendí a vivir en una habitación
y a acostumbrarme a todo. A mi lado estaba Agustín, un chico joven que se había
ciscado la pierna por varios sitios al resbalar por la sierra mientras practicaba footing, y
separados por un muro ligero estaban otras dos personas, uno era un señor mayor que
había sido pintor y vivía en Benidorm y que debía pensar que la sordera es contagiosa,
por eso soltaba su tripa en el momento más inesperado. Ya se sabe que aquello que uno
no escucha, o no huele, no existe. En mi segundo ingreso el cuarto componente de la
habitación era un anciano que se había roto la cadera; cuando llegué por la tarde estaba
con oxígeno puesto y vigilado por una de sus hijas que no se apartaba de la cabecera.

39
Apenas le pude ver la cara porque respeté la distancia y el silencio que marcaba su hija,
pero era fácil adivinar que aquel hombre no respiraba tranquilo. La hija se marchó a
medianoche y yo corrí las cortinas que me separaban de Agustín y de los otros habitantes
del otro lado del muro. Tengo un sueño bastante profundo, pero sí que escuché que
entraba y salía mucha gente de madrugada, escuché un motor de algún aparato que no
supe identificar, entraron personas cuya voz no me era familiar, desde luego no podía ver
nada pero supe que se trataba del anciano. En el trasiego de idas y venidas me quedé
dormido y no supe más. Al día siguiente Mercedes vino a darnos los buenos días como
tenía acostumbrado y al final nos dijo que nuestro vecino ya no estaba y que nos
podríamos imaginar lo que había pasado escuchando el ruido que suponía se habría
producido de madrugada.
Mercedes era incapaz de pronunciar la palabra «muerte». Yo le pregunté con descaro
si lo habían llevado a otra planta, «no», dijo ella. ¿Y a la UVI?, pregunté, «tampoco». Su
mirada ya no era tan jovial y se movía incómoda pegada a la pared. «Entonces, es que
ha muerto», y movió la cabeza como si le costara reconocerlo. La muerte es una palabra
que no se utiliza en el diccionario de convalecientes por lo que pueda tener de efecto
negativo en la recuperación de un enfermo, pero la muerte es parte de la misma vida. Lo
único que sentí es si aquel anciano había fallecido solo o estaba alguien con él, sentí que
quizá le hubiera gustado estar en su casa antes que morir en una cama articulada y con el
escándalo del agua con burbujas que provoca la botella de oxígeno. Pero es verdad que
nadie puede elegir ni la hora ni el sitio de su final. Quizá Mercedes pensó que nos íbamos
a asustar, pero al revés, una sensación de paz estaba presente: ojalá aquel señor mayor
hubiera hecho una dulce transición entre el sueño, la vida y la muerte, ojalá hubiera
cambiado el lecho de sábanas blancas por el de nubes de algodón. Murió de la manera
más discreta posible, ni una queja salió de su boca, es posible que tuviera asumido que
había llegado al final.
Otra de las cosas que aprendí en el hospital de trauma es que los planes no se pueden
hacer a largo plazo y que mis billetes de AVE para Semana Santa los podía reciclar en
aviones de papel o cambiarlos de fecha. Hasta llegar a la cama de la habitación tenía
pensado escaparme unos días, a ser posible a un sitio con palmeras (mi gran debilidad), y
desde allí retomar la novela policíaca que dejé interrumpida a causa de la enfermedad.
Unos días fuera de Madrid eran lo mejor para descansar la cabeza y meterme en el
silencio que requiere la creación literaria (puedo escribir una redacción con mucho ruido,
pero no logro concentrarme en un texto largo si algo me interrumpe; una cosa es el
ejercicio del periodismo que se alimenta de urgencias y de últimas horas, y otra muy
distinta la actividad creativa; ambas actividades se realizan por escrito, pero cada una
exige su tiempo).
En la radio siempre valoraron mi capacidad de síntesis inmediata, hubo una época en la
que me ocupaba del cierre de la «Hora de los Fósforos» con Carlos Herrera y, sin apenas
darme tiempo a tomar notas a vuelapluma, tenía que componer un texto de un par de
minutos en el que glosaba el tema de la tarde, mezclaba los testimonios de los oyentes y
citaba sus nombres con las anécdotas correspondientes. A eso le llamaba literatura de

40
urgencia: está sometida a las reglas de la sintaxis, ha de cuidar el lenguaje y no repetir
términos, necesita una adjetivación chispeante e inmediata y tiene que cerrar con humor
para que quede un bloque digno. Bien, pues ese ejercicio cuasi circense que tanto
impresionaba ver en directo no tenía nada que ver con la creación de una novela y
menos con la de unos personajes que son pura ficción y no responden a ningún esquema
conocido. Novela que, además, exigía una inmersión en los inicios de la década de los
setenta que me había llevado varias tardes a brujulear en los periódicos escaneados en la
Biblioteca Nacional de Madrid.
Mis planes de relax y alejamiento de La Paz se fueron al garete porque parte de la
recuperación consistiría en visitar la consulta externa de Plástica para que dos veces a la
semana (a veces fueron tres) me sacaran linfa de mi pierna izquierda.
Agustín se marchó un día antes de que me dieran el alta, por primera vez en mi vida
había sido «adelantado» por un cojo. Agustín me ganaba por una semana de hospital,
logró salir en una silla de ruedas con la sonrisa que da recibir un alta antes de lo
esperado.
La habitación, al menos de este lado del muro, se quedó vacía y silenciosa porque a
Agustín le gustaba poner la televisión y yo procuraba disfrutar del silencio, toda televisión
de hospital produce un escándalo de feria. Hay que tener en cuenta que los habitantes del
otro lado del muro también encendían la televisión y no siempre ponían canales
coincidentes, por lo que se montaba un pequeño duelo con el mando a distancia. Solo
faltaba un tipo con un megáfono anunciando los premios de la tómbola; en mi cabeza
empezaba a oler a chorizo frito mezclado con churros y sonaba una canción de Los
Chichos cortada por la bocina aguda de los coches de choque. Ya ven de qué manera tan
simple se puede organizar una feria en una habitación de hospital. Si en lugar de entrar a
ponernos el termómetro hubieran pasado a vendernos relojes y pañuelos entonces
hubiera sido como sentirse en el corazón de una de las muchas ferias de pueblo que se
dan en España durante el mes de agosto.
Por la tarde trajeron a un señor mayor que venía de la REA (reanimación). Aquel
hombre hizo entrada con un numeroso séquito que se componía de varios de sus hijos
más su mujer, de igual edad, y una tata brasileña que se enteraba de poco porque solo
hablaba brasileño, eso sí, muy servicial para todo aquello que se le pedía. Es más, su
exceso de celo en el ejercicio de sus funciones como doméstica casi le cuesta la vida al
anciano que había bajado de la REA. A aquel hombre que permanecía entubado y que
no podía hablar su mujer le preguntó si quería agua (esto ocurre mucho con la gente
mayor que tiene la idea de que uno sale del quirófano con la boca seca cuando eso hace
tiempo que pasó a la historia: cualquier suero administrado por el gotero soluciona el
problema de la boca seca). El señor mayor emitió un sonido gutural profundo que su
mujer interpretó como una afirmación, acto seguido mandó a la brasileña a que trajera
una botella de agua de la máquina y con ella regresó al instante. Le dieron agua a este
hombre y debió írsele por mal canal porque enseguida comenzó a emitir sonidos, pero
esta vez de puro ahogamiento en los pulmones, una tos bastante terrible.
Lo que pasó a continuación ocurrió en apenas cincuenta segundos pero pudiera parecer

41
por el relato que sucedió en más tiempo. Tanto la familia como mi compañero de cuarto
tuvieron mucha suerte porque esa tarde estaba de enfermera Estefi, una chica joven,
rubia, piel blanca y piercing en la lengua, tremendamente eficaz (en una ocasión me tuvo
que pinchar heparina en la tripa y le dije que por favor contara hasta tres y yo cogería
aire profundamente para que no me doliera, cerré los ojos y comencé a contar, y cuando
iba por el dos Estefi se marchaba del cuarto diciendo: «eres un exagerado, ni te has
enterado del pinchazo»). Estefi pertenece a «los marines,» como dice mi amiga Yolanda
Colías, la que sostiene que cuando las cosas se complican hace falta una medicina
agresiva que responda de tú a tú a los ganglios infectados, y que no vale negociar con
hermosas palabras que no impiden el crecimiento de las células malas. Así que aquella
enfermera en cuanto escuchó la segunda tos se lanzó a la cama del enfermo al tiempo
que mandaba literalmente a hacer puñetas al pasillo a los familiares, la mujer y la tata
brasileña, que no se enteraba de mucho pero a la que empujaron también al pasillo. Pude
ver la escena en primera línea no tanto llevado por mi vocación de reportero sino porque
estaba sentado en el sillón de las visitas y llegar hasta la cama me costaba un notable
esfuerzo. Estefi pasó también por encima de mí, mandó llamar a dos celadoras que
estaban tras el muro y giró el cuerpo del anciano mientras le preguntaba cómo se
llamaba. Aquel hombre se ahogaba, lo sé porque una de las celadoras dijo: «¡Se está
poniendo verde!» y Estefi respondió: «A mí este no se me muere aquí, no me sale de los
cojones, ¡a ver, cómo se llama!», y aquel hombre dijo cómo se llamaba y a continuación
que le habían operado el día anterior. Estefi le conminaba a que siguiera hablando,
supongo que para que no perdiera la conciencia y para que fuera capaz de respirar
tranquilo. Por supuesto que la joven enfermera del piercing en la lengua consiguió sacar a
aquel sujeto de una muerte segura, «¡se ha cagado!», dijo una celadora, «me da igual»,
respondió Estefi, «yo lo que no quiero es que se muera y menos en mi turno. La culpa la
tienen estos cachondos de la REA, que para quitarse un problema de encima mandan al
enfermo a planta y se lavan las manos».
He dicho cincuenta segundos pero quizá tardara menos tiempo. Mientras tanto la
familia, esa gran corte que acompañaba al enfermo, esperaba en el pasillo porque así lo
había ordenado Estefi, que se encargó de cerrar la puerta además de buscar una toma de
aire en otra de las camas porque la del anciano no funcionaba. No sé de dónde la sacó, ni
cómo hizo un puente con varios metros de tubo de plástico, pero logró estabilizar al
enfermo, y de paso regañó también a la mujer por haberle dado un vaso de agua.
Yo seguía en mi privilegiada atalaya de juez de pista viendo todo aquello. Nunca me
gusta meterme en la vida de los demás y menos cruzar conversaciones con gente que no
conozco aunque esté en mi misma habitación (por cierto, visitas tan numerosas no se
deberían consentir en los hospitales, aquello no es una romería y los visitantes suelen dar
más la lata que contribuir al descanso del enfermo), pero cuando entró la mujer que
tampoco se enteraba de mucho le dije: «señora, quizá nunca se lo digan pero sepa que su
marido le debe la vida a la actuación de esta enfermera. No se lo digo de manera alegre,
lo he visto y le repito que si ella no llega a estar su marido ahora estaría muerto».
Más tarde llegó un médico de guardia y se dejó convencer por los argumentos de

42
Estefi: aquel hombre necesitaba estar en una habitación donde le pudieran controlar las
constantes de manera más próxima, y se lo llevaron a otra planta.
En mi vida he visto una actuación tan profesional, Estefi había actuado como si fuera
el SAMUR (servicio de atención urgente en ambulancia), los bomberos, el psicólogo y la
policía científica. No escurrió el bulto ni se acobardó. No perdió el tiempo llamando al
médico de guardia que al llegar solo habría podido certificar la defunción y el estado
cadáver de quien había sido un enfermo llegado un par de horas antes a la planta. Sin
pensárselo dos veces logró girar al anciano, consiguió que tosiera y también que fuera
capaz de pronunciar su nombre.
Lo mejor de todo es que Estefi no le dio ninguna importancia a su actuación (ninguna),
ella, como el resto de sus compañeras, estaba orgullosa de la recreación de una procesión
andaluza de Semana Santa que habían montado en el control de enfermería. Nunca
había visto cosa igual, era parecido a un belén pero con tres pasos hechos con unas
cajitas y vestidos con palios y encajes, coronados por figuras compradas en una tienda y
rodeados de nazarenos que habían creado a mano cosiendo sus capirotes y túnicas de
distintos colores, tal y como hubieran hecho en Sevilla. Eso era lo que en realidad
entusiasmaba a Estefi, lo otro supongo que lo vería como un gaje del oficio. Es una de
las imágenes de mayor impacto que he visto en mi vida, y todo ocurrió delante de mis
narices y a velocidad de vértigo, tanto que luego tuve que repasar mentalmente las
imágenes para asimilar todo lo que había visto.
Es verdad, al final una batalla la gana un pelotón de soldados con un cabo al frente.
Los generales están para otras cosas y rara vez descienden al detalle; los generales (los
médicos) pasan consulta a primera hora y lo hacen de manera bastante militar, como si
pasaran revista a la tropa. Mercedes me enseñó a que anotara todo lo que les quería decir
a los doctores porque pasan tan rápido que cuando te quieres dar cuenta ya están en el
pasillo y te has olvidado de preguntarles por algo que te parecía importante. En cambio el
contacto con la enfermería es constante, incluso tienes un timbre colgado de alguna parte
en el cabecero de tu cama y si lo aprietas movilizas a un pelotón de enfermería que
acude de manera inmediata, da igual lo largo que sea el pasillo o la actividad que estén
realizando.
Tenía razón Oswald Spengler: una civilización está en manos de un pelotón de
soldados, y añado que da igual que lleven fusiles de asalto que termómetros digitales, da
igual que vistan de camuflaje o con pijama azul de batalla.

43
Las curas

Para abandonar el hospital de Traumatología tuve que hacerlo en una silla de ruedas; la
primera vez fui capaz de apañarme con las muletas, pero en esta ocasión la pierna pesaba
como si fuera de otra persona. Y encontrar una silla de ruedas en Madrid no es fácil,
tenía que ser silla de ruedas con extensión en la pierna izquierda para que pudiera llevar
la pata tiesa como en las películas. No valía una silla normal y tampoco quería que me
bajara un celador hasta la puerta porque la silla me haría falta para llegar a mi casa y
también para hacer los cien metros de pasillo. Mi culo se iba a acostumbrar al escay
durante una buena temporada.
El encargado de dar vueltas por Madrid fue mi hermano y gracias a él pude salir en dos
ruedas tropezando no pocas veces con las esquinas porque cuando no se tiene costumbre
de pilotar una silla lo normal es pegársela en todas partes, y atención con la puerta del
ascensor, porque si no te alejas lo suficiente te puede ahorcar el tobillo.
Ya en la calle meterme en el coche fue otro espectáculo circense de los que te ofrece la
vida. Tenía que agacharme a la vez que arrastraba el culo por el asiento de atrás y
mantenía la pata tiesa, pero teniendo en cuenta mi altura la pierna ocupaba de lado a lado
el coche. Faltaban días para la Semana Santa y aquella escena me recordó a la de los
traslados que tienen los tronos en Málaga en vísperas de salir de procesión a la calle. Una
banda de tambores y cornetas había puesto el punto tragicómico que merecía la
situación. De nuevo la idea de que nuestra vida ha de tener banda sonora, de otra manera
es un desperdicio, hasta me conformaría con un pianista de cine mudo para animar en las
escenas de peligro.
Después de varias maniobras y no pocos coscorrones conseguí sentarme en el coche
convertido en una figura de pasión de las que se colocan en pasos y tronos; caso de
haberme puesto un casco habría pasado por un romano más de la cuadrilla de Longinos.
La pierna debería estar sujeta, día y noche, por una media de compresión que se
sujetaba a la tripa mediante unas ballenas que para calzarlas daban ganas de repetir el
diálogo de Lo que el viento se llevó: «¡Tira, tira, mami!», y la sirvienta decía: «¡Ay,
señorita Escarlaaaata!» Con el tiempo me convertí en un experto en calzarme la media a
la salida de la ducha, a todo se acostumbra uno con cierta solvencia y decoro.
Salí del hospital con una citación para la consulta externa de Plástica, donde te podía
tocar cualquier médico del servicio, pero César Casado júnior se ocupó de que nos
viéramos las caras él y yo (sería más apropiado decir que nos viéramos los muslos, pero
no iba a ser del todo justo además de quedar como una acepción gay de algo que era
meramente profesional). Uno, en su infinita torpeza o quizá llevado por los deseos de
inmediata mejoría, pensaba que las curas serían pocas y distanciadas en el tiempo, ¡y una
leche, con perdón! En cada sesión manaba de mi pierna un chorro continuo de linfa, un
líquido clarito que no dejaba de brotar. Sin habérmelo propuesto me había convertido en
un «donante universal de linfa»; ahí supe la importancia que tienen los canales linfáticos,
que son los encargados de subir la sangre sucia para que sean filtradas las impurezas.

44
Lo suyo era esperar a que la linfa encontrara otro camino de retorno; tendría que
hacerlo gracias a la media y a unos ejercicios elementales que consistían en mover los
gemelos para potenciar el retorno del líquido. En otro caso me estaba exponiendo a
ganarme «otro quirófano», porque el servicio de Plástica de La Paz es pionero en
reconstruir las venas de la pierna para superar una posible elefantiasis de la extremidad.
Nunca pensé que mi pierna se podía poner como la de un elefante. Al escuchar la
palabra «elefantiasis» creo que me programé para que la linfa encontrara el camino de
retorno lo más pronto posible... pero aun así estuve cerca de dos meses acudiendo a la
consulta del doctor Casado. Allí descubrí varias cosas importantes que ayudan en la
enfermedad, la primera de ellas fueron las conversaciones que mantenía con el médico
(creo que todo el mundo debería tener un cirujano de cabecera, porque son unos
virtuosos y tienen buena conversación); la segunda es que descubrí a otro grupo de
ángeles que iban a marcar mi vida y para bien: Cristina, Paqui, Toñi y la insuperable
Julita, siempre con un jersey azul sobre el hombro cuando sale de paseo a hacer
gestiones por los pasillos del hospital.
Las consultas de Plástica pasaron a ser un encuentro breve porque éramos muchos los
pacientes que esperábamos en el pasillo para ser atendidos, pero cargadas de charlas
interesantes, de buenos consejos y de una manera de recargar pilas como no había
conocido antes. Enseguida aquel equipo empatizó con mi causa y me consta que Casado
habló con otros doctores, que las enfermeras me daban sinceros ánimos: Julita me
mostró su brazo con otra media de compresión porque a ella también le habían quitado
ganglios, pero en esta ocasión de la axila. Julita es una fiel devota de fray Leopoldo de
Alpandeire, beato granadino. Cómo será su infinito corazón que una vez me dijo: «Yo
rezo todos los días a fray Leopoldo y una vez al año voy a visitar su tumba en Granada.
Cuando le rezo pido en general y en particular cito el nombre de dos personas, una de
ellas eres tú.» En otra ocasión hablaba con el doctor y me referí a mi prima Julia que
trabaja en Pediatría, creo que le dije que tenía una prima en La Paz, y Julita interrumpió:
«Tu prima Julia está aquí. ¿No la ves?» Y tenía razón, uno nunca sabe dónde puede
surgirle la familia, y si la familia son sentimientos de cariño que nos unen yo soy parte
también de la familia del servicio de Plástica, al menos por la cantidad de días que fui a
que me «drenaran» la pierna.
Volví tantas veces por la consulta externa de Plástica que me convertí en «paciente
VIP» según Cristina. Perdí la cuenta de las jeringas desechables que tiraban al cubo de
los residuos cargadas del líquido que manaba de mi fuente inagotable, también perdí la
cuenta de los pinchazos y de paso perdí el pudor por enseñar mis cataplines en público
aunque para eso siempre había una mano amable que me daba un trapito para que me
cubriera de manera piadosa; era lo que en pintura los renacentistas llamaban «un pañito
de pureza», que era la única manera de taparle los cataplines a un Cristo. Supongo que a
Jesús en el último trance le debió dar bastante igual que le vieran desnudo, eso era lo de
menos después de horas crucificado y después de que le hubieran dado vinagre para
beber y le hubieran clavado una lanza en el pecho. En semejante momento de dolor ni el
hijo de Dios estaría para andarse con estupideces.

45
El pudor es otra de las cosas que pierdes por los quirófanos; en una ocasión un celador
se esmeraba en que al pasar de la cama a la camilla no se me viera el culo con esa bata
imposible que se anuda a la espalda y que, evidentemente, deja el culo al aire. «¿Y para
qué tanto esfuerzo —pensé—, si en unos minutos en cuanto me duerman me van a dejar
completamente desnudo?» Por cierto, que habría que castigar a un paseo sobre una
rampa sobre un mar infectado de tiburones al tipo que inventó la bata clínica para
enfermos: ¿era necesario que se anudara en la espalda?, ¿tenía que ser tan denigrante?,
¿pasaba algo si se hubiera atado delante como cualquier otra bata normal y corriente?,
¿verle el culo al enfermo es parte de una terapia denigrante orientada a aflojar la moral y
a entrar en el quirófano vencido?
A causa de mi pierna que se hinchaba y que no dejaba de manar líquido repetí
numerosas veces en la consulta. En una de aquellas ocasiones le comenté al doctor
Casado que me parecía que para ser cirujano había que tener un valor especial, porque
no debía ser plato de gusto lo que vieran en consulta o en el quirófano. Y me respondió
algo que me dejó pasmado en primera instancia: «para esto que hago yo no valemos
nadie, pero alguien tiene que hacerlo», y llevaba razón, porque enfrentarse a las cañerías
humanas no es sencillo pero alguien tiene que hacerlo para curar a los demás. Desde
luego que hacer pan y pasteles es también un oficio duro pero más grato que cortar la
piel, sajar ganglios y luego suturar la herida, «pero alguien tiene que hacerlo». En otra de
las charlas le confesé que me hubiera encantado haber estudiado Medicina, pero que hay
cosas de ese oficio que pueden conmigo; tengo claro que igual que Woody Allen dice que
él en una guerra solo vale como prisionero, yo en un quirófano solo valgo como enfermo
en la mesa de operaciones, ese papel lo represento a la perfección. ¡Y tampoco haría mal
de ex enfermo!, ese puede ser el mejor papel de mi vida y estoy deseando poder
presumir de ello. No me importaría salir de esto con las heridas que tengo y enseñarlas
con orgullo como si fueran medallas porque antes que nada deseo terminar con el
proceso y dedicar mi esfuerzo al aprendizaje de todo esto y al olvido de los malos
momentos, que también los ha habido, aunque narrados con distancia tienen el valor de
anécdotas curiosas.
«No tienes una pierna buena y otra mala, tienes una pierna izquierda y una pierna
derecha», sentenció Inma, la fisio, mientras me tenía tumbado en su camilla. Otra de las
casualidades es haber conocido a Inma, que además es vecina de casa y se dedica a
rehabilitar cuerpos en mal estado, entre ellos el mío y a altas horas de la noche, que es
cuando regresa de su trabajo en la clínica. Inma me enseñó a mirarme de nuevo al
espejo, a asumir las cicatrices y también a tocarlas, «aunque esté feo decirlo: tócate,
aprende a tocarte», y de esa manera logramos entre los dos dominar la pierna y hacer
una tabla completa de ejercicios una vez a la semana y luego yo me comprometía a
seguir a diario con una pelota grande de Pilates (era tan grande que me recordaba un
espectáculo de El Tricicle, Slastic, cuando ellos salían vestidos de bebés jugando con
balones de playa). Poco a poco tenía que ir ganando flexibilidad en la pierna, y de paso
abdominales tras la operación del estómago que aún me queda por relatar.
Gracias a Inma (y de momento), he conseguido esquivar la operación para conectar las

46
venas que facilitarían el retorno de la linfa. Lo siento por el doctor Casado, que seguro
hubiera hecho filigranas como de costumbre, pero me alegro por mí porque he evitado
otro quirófano con el consiguiente susto de las celadoras que me bajaron a la T4 dos
veces en quince días; pensarían que estaban viviendo el día de la marmota Phil.
Inma me moldeaba como una croqueta y yo dejaba que las cicatrices se fueran
separando de la piel para que no se formara un callo. Las cicatrices se combaten con
masajes y se limpian con agua y jabón desde el primer día, cuanto más valiente seas con
la esponja mejores resultados obtienes. Eso sí, hay que ser valiente para frotar en una
zona que tienes sensible o en la que has perdido alguna sensibilidad, porque las dos cosas
se pueden dar a la vez. De hecho, la cara interna de mi muslo izquierdo estuvo un tiempo
como si fuera de otra persona, completamente ajena a los estímulos del exterior; por
cierto muy útil cuando me pinchaban en la cara interna para extraer linfa: no notaba
nada.
Después de una operación, las conexiones nerviosas tienen que recolocarse, mi pierna
había sufrido dos agresiones con bisturí y eso era demasiado como para no tener al
menos una discreta resaca que impedía su sensibilidad habitual. Tenía razón Inma:
aunque creas que aquello no se va a recuperar nunca y te veas como un abuelo con su
bastón, las cosas vuelven a su curso, la naturaleza ejerce de sabia y tu físico se
sobrepone a los efectos del bisturí y de las grapas. Es verdad: lo que no te destruye te
hace más fuerte.

47
Días de polvo

Puede parecer mentira, pero en todo este proceso también ha habido periodos de
calma. Lidón, mi mujer, que es persona en exceso metódica y ordenada, se había hecho
con una carpeta color lima para guardar los primeros documentos de La Paz. A esas
alturas la carpeta amenazaba con reventar a causa de todos los papeles que llevaba
dentro. La carpeta incluía informes, altas, análisis y citaciones, además de recetas y pases
para familiares cuando estaba ingresado. La carpeta era la historia de mi enfermedad
narrada en varios capítulos a su vez repartidos en diversas subcarpetas, todas ellas con su
correspondiente nombre situado en la lengüeta superior para facilitar el acceso a la
documentación. Estoy seguro de que un Airbus gigante vuela con menos papeles de los
que contiene mi carpeta con el historial. Igual que las matrioskas rusas, los expedientes
clínicos se pueden guardar unos dentro de otros. Aquella carpeta recogía hasta el número
de pinchazos que llevaba en el cuerpo, un dato que jamás me interesó conocer pero que
ahí está por si acaso alguna vez un médico tuviera cierto interés por conocer al detalle
todo lo que me habían hecho.
Con esa carpeta fui a visitar a la médico del seguro que tenía que confirmar mi baja y
cuando se la enseñé un poco más y se desmaya, pero no sé qué sería peor, porque a
continuación pidió que le hiciera un «breve resumen» de mi historial clínico. ¿Breve?,
¿es posible resumir todo este tiempo en dos frases? Mi trabajo consiste en narrar noticias
en poco espacio y en sacar el titular correspondiente para que puedan ser leídas con
mayor atención, pero en ese momento fui incapaz de darle un «lead informativo», así
que comencé el relato por el ya conocido día 3 de noviembre de 2011. Pobre doctora,
¡cómo sería de convincente lo que le contaba que quedó en darme la baja hasta que
estuviera del todo recuperado del proceso de autotrasplante de médula!; creo que le
aburrí con un relato que superaba el espacio que tenía el formulario para rellenar. Hasta
le hablé del octavo sótano y me miró con cara de «esto debe ser muy interesante pero le
rogaría menos detalles, por favor».
Aquella doctora no dijo la manida frase de «es usted muy joven para esta
enfermedad», pero sí me dijo que alguien con mi tono de voz, mi entusiasmo por la vida
y el aspecto que ofrecía no tenía pinta de estar malo del todo. A veces me pregunto si los
«quimioterapiados» tendríamos que llevar hábito y campanilla para que el personal
supiera con quién se cruzaba en el ascensor.
He de añadir que la doctora es una señora encantadora a la que conseguí convencer
para que comprara alguno de mis libros, el oficio de escritor requiere de estos gestos de
habilidad comercial para vender el producto y aun así se pasa hambre.
Entre pierna y consulta logramos (lo pongo en plural porque en ese momento ya
éramos muchos los que trabajábamos en el mismo bando) que la famosa carpeta de color
lima criara polvo. Aquello sí que era noticia memorable, porque lo habitual es que la
carpeta paseara un par de veces a la semana. Habíamos logrado evitar la consulta externa
de Plástica, la de Dermatología con la doctora Feito, la del doctor Canales, y así hasta

48
completar un mapamundi de felicidad extrahospitalaria. Supongo que me echaría en falta
el empresario del aparcamiento de La Paz, porque me había convertido en uno de sus
mejores clientes.
Hubo una larga pausa en el combate del invierno, para algo ya estábamos en
primavera, fecha que había establecido como final de todos mis males teniendo en cuenta
que hice los cálculos a finales de noviembre de 2011, cuando empezaron los ciclos.
Tampoco había que ser un lumbreras: tres ciclos, parón, PET, otros tres ciclos, parón,
PET y a casa como un campeón, porque mi cabeza se había hecho a la idea de que
tampoco iba a ser para tanto un «jodido linfoma» cogido a tiempo, de masa reducida y
sin afectar a la médula. Hasta pensaba hacer una fiesta con mis amigos en el jardín, claro
que para eso me hacía falta tener casa con jardín, y no se daba esa circunstancia. ¡Pero
qué importa!, cuando uno quiere dar una fiesta en el jardín a los amigos tampoco los
amigos te van a afear la conducta por no tener jardín. Dejémoslo en que quería una
fiesta con globos, algo que a mis hijos les gustaba mucho porque detrás de unos globos
siempre hay una piñata y tal vez una tarta.
Estábamos en primavera y deseaba desayunar un cruasán en París; sí, en efecto era un
antojo un tanto extraño porque no siempre que he viajado a París he comido cruasanes
en el desayuno, pero me había dado por ahí. Cuando hice un curso de periodismo en la
calle del Louvre desayunaba café au lait y un cruasán por diez francos en la Rue du 4
Septembre, y entonces echaba en falta el aceite de oliva en crudo puesto por encima de
una tostada de pan. Tampoco vamos a analizar al detalle el sentido de un antojo porque
nunca lo tienen: París bien vale un cruasán y punto.
Mientras la carpeta color limón cogía polvo, el doctor Canales «programó» (ese es el
lenguaje técnico) otro PET para analizar linfoma, melanoma, si hubiera, y cualquier otra
circunstancia que pudiera chivar el gran aparato nuclear. Bueno, pues otro PET y ya
había perdido la cuenta, lo importante es que saliera bien, pero ¿y si el PET daba algún
tipo de actividad?
En esos días previos a la prueba bajaba cada noche al octavo sótano, sucedía cuando
en mi casa todos estaban dormidos y no podía hablar con nadie, ni siquiera con un amigo
porque de madrugada no se llama a nadie. Entonces descendía a toda la crudeza del
miedo. Era la peor trampa que me podía hacer la mente, porque aprovechaba mi
agotamiento de la jornada laboral para luego hacerme trampas en el solitario: ¿y si el PET
daba como resultado algo que no esperaba? Lo suyo es que dijera que todo estaba bien y
que la quimio había fundido los restos de los ganglios afectados y que aquel PET fuera el
último para luego pasar a otro tipo de seguimiento menos aparatoso como es el TAC (me
hicieron uno al comienzo de todo el proceso y me avisaron: va a notar mucho calor en la
boca y en los genitales, ¡nunca había vivido un calentón más tonto!, lo de la boca se
podía soportar, pero tener los genitales al baño María es notablemente incómodo para la
salud).
El octavo sótano nunca se termina de marchar, quizá lo sabio es manejarlo con
prudencia para que se convierta en una visita corta y no te atrape como un inquilino más.
Pero el muy cabrón no se terminaba de marchar nunca y aparecía por la noche en

49
horario de teletienda, cuando más débil está tu cabeza y más sueltos van los fantasmas.
Y de nuevo nada podía hacer más que intentar salir pronto, pero el llanto seco te ata los
pies al suelo, lloras tantas veces como respiras y también cuando inspiras, lloras como
suena un acordeón y nadie te oye porque estás solo en el puto sótano.
Llegó el PET (es verdad que para ese momento había perdido la cuenta. Me acordé de
un chico joven que conocí en el hospital de día, un chaval encantador que tenía contados
sus pasos por el PET y llevaba once. Yo también los podría haber contado en caso de
mirar la carpeta color lima, pero me pareció que era mejor perder la cuenta porque era
una manera de alejar el peligro). Como siempre, me recibió Juan, un enfermero
encantador con el que empaticé en mi primer ingreso para quitar el ganglio centinela;
entonces él estaba en la planta y recordaba que me atendió. Juan y Miguel Ángel me
tienen por socio antiguo de la máquina del PET. De nuevo pasé por el ritual de beber
agua con protones (sabe a anís), y luego dejar que te inyecten un líquido que viene en
una jeringa metálica que impide que le dé la luz. Si te paras a pensar que te están
inyectando algo que no ves lo que es podrías salir corriendo y no dejar de hacerlo, como
Forrest Gump, pero la medicina exige actos de fe y en ese momento tocaba uno de ellos.
Luego te dejan tranquilo, más de media hora en una butaca en un cuarto aislado
porque te has convertido en un ser que contamina. Ni Juan ni Miguel Ángel se podían
acercar a un metro de mí. Por supuesto te tienes que poner esa bata tan glamourosa que
deja tu culo al aire y permiten que estés con ropa interior ¡y calcetines! Tremenda
imagen, yo me los quitaba porque me parecía lamentable mi aspecto con la bata y los
calcetines, uno está obligado a mantener la dignidad hasta en los peores momentos o
quizá más en esos trances en los que te juegas algo importante en la vida.
Para «animar» la estancia no te permiten escuchar música ni leer un libro porque la
concentración de azúcar que lleva el contraste se iría al cerebro al detectar actividad.
Como todo divertimento tienes un folio pegado a la puerta de entrada en el que puedes
leer en letra Times, negrita, cuerpo 20: «LOS RESULTADOS DEL PET SE RECOGERÁN A LOS
NUEVE DIAS HÁBILES EN SECRETARÍA.» El único divertimento es contar qué fecha será a
partir de ese día contado en días hábiles, ¿el sábado lo es?, ¿qué pasa si hay un puente?,
¿si voy el décimo día habrán destruido la prueba y me tocará repetirla? Una angustia
porque no tienes a nadie que resuelva tan sesuda inquietud.
La prueba fue bastante larga, «te has ganado un PET de vuelta y vuelta» me dijeron
antes de entrar en el tubo: primero con la cabeza por delante como era costumbre y luego
al revés, con los pies, metiendo el cuerpo hasta la cintura y quizás algo más allá porque
parece que le vas a rematar de cabeza a la entrada del túnel. Como allí dentro no puedes
llevar reloj tampoco sabes qué hora es ni cuando acabas; de hecho quedé mal con una
persona con la que había quedado a las dos y media y la llamé a las cuatro menos cuarto.
¿Cómo explicarle que acababa de salir de un túnel con bata y calzoncillos y con los
calcetines puestos?, no lo iba a creer.
Ese tubo tiene que estar conectado con algún agujero negro porque allí dentro el
tiempo pasa de otra manera, aunque como he dicho a mí me gusta contar de cabeza los
treinta minutos que dura la prueba, pero cuando es «vuelta y vuelta» como aquel día

50
entonces pierdes el oremus incluso aunque lleves calcetines.
La prueba dio como resultado que quedaba «vivo» un único ganglio de dos
centímetros, una birria de bicho teniendo en cuenta que en el primer PET tuve
adenopatías de 13 centímetros alrededor del estómago, en el mesenterio.
Mi amiga la doctora Alcocer era partidaria de darme un par de ciclos de quimio de
propina y se acabó el «enojoso asunto», como le gustaba repetir a mi hermana Concha.
Pero María Alcocer no era mi hematóloga aunque sí amiga, y me acompañó a la consulta
del doctor Canales para hacerle la propuesta, pero el doctor era partidario de ir a por el
ganglio. Los dos mantuvieron una charla científica que sobrepasaba mis conocimientos, y
siempre dentro de una cordialidad exquisita llegaron ambos a la conclusión de que
«pinchando» ese ganglio obtendríamos la información adecuada para combatirlo. Fue la
primera vez en la que el doctor Canales mencionó la palabra «autotrasplante», y le
pregunté si me operarían de la espalda para sacar la médula, pero no era así, el proceso
consistía en varias semanas de ingreso en la sexta planta diagonal y la médula sería
retirada a través de la sangre mediante una máquina parecida a la de hemodiálisis.
De nuevo experimenté la sensación de que me había montado en todos los cacharritos
de la feria de La Paz, ¡no me faltaba ni uno!
Para ir a por el ganglio cabían tres opciones, la primera, un PAAF, que consistía en
pinchar sobre la zona y con una aguja fina extraerlo. Ni que decir tiene que hacía falta un
manitas de cirujano que se la jugara sin ver la zona y fiándose de las imágenes grabadas
que deja el PET. La segunda opción era una laparoscopia para llegar al punto adecuado.
Y la tercera, una cirugía abierta con los efectos secundarios que tendría en cuanto a una
recuperación más lenta.
No creo que haga falta explicar qué opción ganó y por qué margen de votos. El doctor
Canales sometió mi caso a una sesión clínica y el resultado fue abrirme en canal por la
tripa sin mayores miramientos. Otra cornada, y ya iban unas cuantas.

51
Le ha tocado el siete

Sí, soy supersticioso, pero no tengo un número en el que tenga especial fe cuando se
trata de comprar un décimo de lotería, me da igual. En realidad mi número favorito
siempre ha sido el dos, y lo es desde que era niño, creo que porque he sido muy vago y
el dos viene detrás del uno y no hace falta recorrer la tabla de números. Los pares me
han caído más simpáticos que los impares aunque luego en Periodismo aprendí que si
quieres que alguien lea tus columnas lo que tienes que procurar es que vaya en columna
impar en el margen de salida (a la derecha para los que no han estudiado Periodismo y
Tecnologías de la información, que en mi caso cursé con un tipómetro, una auténtica
antigüedad, pero no puedo ocultar mi pasado entre cíceros y puntos Didot).
Canales «programó» la operación y el viernes me citó la enfermera del doctor Asensio
en su consulta a las ocho de la mañana del lunes. La hora era bastante exagerada pero
estaba antes de que el doctor pasara consulta, de tal manera que tendría tiempo de hablar
conmigo, y así fue. De esa manera tan madrugadora conocí al doctor Asensio, que es
otra eminencia de la cirugía pública, profesor en la facultad y amigo de los chistes
contados a tiempo (gracias a uno de ellos pude soportar que me quitara las grapas de la
tripa). El doctor explicó que tendría que abrir y que a su lado estaría un equipo
analizando las muestras para «descartar que sea melanoma y para que nos diga si es
linfoma y de qué tipo». Es decir, a esas alturas aún podía aparecer un melanoma a pesar
de la cadena ganglionar que me había extirpado el doctor Casado. De la consulta de
Asensio salí con una citación para ingresar de nuevo en el hospital, y ya había perdido la
cuenta de cuántas veces lo había hecho, me pasaba como con el PET.
Ingreso y posterior operación que duraría lo que fuera oportuno, «usted va a estar
dormido y no se va a enterar, pero le cuento que podemos estar algún tiempo en el
quirófano».
El doctor vino a verme la tarde antes de la intervención quirúrgica, cosa bastante
extraña en un cirujano, se sentó en una silla a los pies de la cama y repitió el proceso que
iba a hacer señalando con su dedo desde el ombligo hasta cerca del pene. «¿Lo ve?,
mañana le voy a hacer así y si hiciera falta le haré un siete.» Entendí que el siete llegaba
más abajo de la tripa y que requeriría una recuperación más lenta.
Como se trataba de una nueva cicatriz pregunté con cierto humor pero con escaso
éxito: «¿Será muy grande la cornada?», y me respondió el cirujano: «No tengo ni idea,
nunca he operado con cuernos, pero si le hace ilusión me los pongo.» Antes de
marcharse de la habitación le dije que estaba en sus manos y que aun sabiendo lo
delicado que iba a ser me fiaba plenamente de él, y me devolvió el cariño con una frase
que me impactó: «Lo sé, sé que se fía usted de mí, lo noto en su mirada.» De nuevo
tuve suerte al conectar con un cirujano, creo que es otra de las fases para recuperar la
salud y restaurar la confianza en una pronta recuperación.
En el sorteo de aquella tarde me había tocado un siete, cualquiera se hubiera puesto
muy contento, pero recuerdo que mi reintegro acababa en dos... ¡puñetero siete!

52
Estaba ingresado en la quinta planta, donde pasé una de las noches más surrealistas
que he vivido nunca. Mi compañero de habitación era un octogenario protestón que le
hacía la vida imposible a su mujer, y que encendía y apagaba la luz tres veces por
minuto. Intenté dormir sin pensar en el siete, ni en el ochenta y dos que eran los años del
vecino, pero a las tres de la mañana me desperté para ir al baño porque no podía más
con aquel concierto para locos que estaba escuchando. La mujer me miró con cara de ida
y yo le devolví la mirada con cara de pocos amigos. Antes de dormirme pude escuchar a
la mujer decirle al marido: «Las enfermeras me van a bajar a urgencias porque me duele
mucho la espalda. Les he dicho que me quieres pegar un tiro con una pistola. Me
maltratas y lo sabes.» Por fortuna en el hospital no dejan entrar con armas porque aquel
viejo podía haber montado un Puerto Hurraco en apenas un instante. El sueño tuvo
piedad de mí y así pude llegar hasta las siete de la mañana, que es la hora en la que cobra
vida el hospital y entran a ponerte el termómetro encendiendo todas las luces posibles
que haya en la habitación y haciendo el mayor ruido posible para que se note que ha
comenzado el día. En la mili hacían lo mismo pero con una trompeta, y no sé qué es más
desagradable.
Lo mejor es que eran las siete y el viejo no había cometido ningún crimen, al revés: se
había quedado dormido y muy tranquilo, «siempre le pasa igual», dijo su mujer: «Por la
mañana duerme y por la noche se queja.» Desde luego no había podido tener más
suerte, ¡cómo sería mi cara que al volver del quirófano la enfermera logró el cambio de
habitación!, al fin dejaría de presenciar los fuegos artificiales con el flexo de la cama que
montaba mi ilustre vecino.
La operación salió cabalística: no hubo un siete pero sí un cuatro que fueron las horas
que pasé en el quirófano mientras analizaban tejidos, ganglios y líquidos que extraía el
doctor Asensio. Ninguno de ellos estaba contaminado, ni rastro de melanoma, ni huellas
del linfoma. «He palpado su aorta con mi mano —dijo más tarde en la habitación— y le
puedo asegurar que no he visto nada raro, otra cosa es lo que digan los expertos del
microscopio, los hematólogos, pero nada de lo que le he sacado tiene restos de patología
en los tejidos analizados.»
De nuevo escuché la palabra «mesenterio», y lo que es la vida, en agosto de 2012 en
la plaza de toros de Las Ventas al joven matador Fernando Cruz le dieron un cornalón de
veinte centímetros que le afectó el colon y el mesenterio, luego algo de razón tenía
cuando le pregunté al doctor Asensio cuán grande iba a ser «la cornada».
Supe después que el doctor se había preocupado al ver una masa negra en mi
estómago: eran los restos de los ganglios «fundidos» por la quimioterapia, pero a primera
vista podían ser tejidos afectados por el melanoma, lo cual hubiera complicado aún más
la intervención, pero no hubo siete aunque sí un cinco; tal y como me prometió tenía una
costura desde dos dedos más abajo del esternón hasta el arranque de mi ombligo. Por
cierto, me había quedado un ombligo estupendo después de la laparoscopia que me hizo
el doctor Muñoz Calero para extirpar la vesícula, y con esta intervención el ombligo se
había quedado ligeramente inclinado al principio, luego los masajes de Inma y los tímidos
abdominales que empecé a hacer con la pelota de Pilates lograron devolver el ombligo a

53
su sitio. Podrá parecer un acto de vanidad este comentario; en efecto, lo es, cada uno
estima su ombligo en lo que considera oportuno, digo yo.
La cicatriz estaba custodiada por puntos y por grapas (veintitrés), otro número a tener
en cuenta.
La convalecencia se extendió una semana ingresado. No puedo decir que el doctor
Asensio sea mi amigo porque tampoco se trata de presumir, pero he de agradecerle que
todos los días, todos, viniera a visitarme; hasta el domingo, que entró en vaqueros: «¿Le
importa a usted que su cirujano pase vestido de civil a visitarle?»
La batalla por el cáncer a través de un microscopio es fundamental, pero siempre hará
falta que un cirujano ponga sus manos en su cuerpo y puedo decir que tuve suerte de
que fuera él.
Para quitar las grapas me contó una anécdota que me hizo prometer no hacerla pública
nunca, pero llegados a estas alturas en las que nos conocemos por dentro y por fuera
espero que no le importe que la desvele: «Imagine a un joven cirujano residente en el
Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, finales de los setenta» (evidentemente era él el
protagonista de la historia que me contaba mientras quitaba una grapa sí y otra no,
mientras notaba pellizcos en la piel), «ese joven cirujano recibe en urgencias a un señor
que dice que se ha dado un golpe fuerte en el pinganillo. Imagine usted lo que hace ese
joven cirujano: enseguida le quita la ropa al paciente y empieza a investigar en el bajo
vientre y en sus partes, pero no encuentra nada, pero el paciente vuelve a decir que se ha
dado un fuerte golpe en el pinganillo. Entonces el residente pensó en la última opción que
le quedaba: el tacto rectal; en mi oficio se dice que cuando falta información te la da un
tacto rectal. Y estaba dispuesto a introducir el dedo por el ano de aquel hombre, pero
algo me hizo volver a preguntar: "¿Oiga, dónde está el pinganillo?", esperando que se
señalara alguna parte oculta de su cuerpo. Y respondió: "El Pinganillo está en Camas, mi
cortijo."» De esa manera consiguió entretenerme y que riera un buen rato mientras
escuchaba cómo iban cayendo las grapas en la bandeja metálica que sostenía la
enfermera. Hacían el mismo sonido de los balines de plomo de las antiguas escopetas de
feria.
Después indicó a la enfermera que me pusiera una faja que previamente habíamos
comprado en la farmacia. A partir de ese momento añadía a mis cicatrices (cornadas) la
media de compresión de la pierna izquierda y una faja que debería acompañarme durante
un tiempo. Bien mirado la reina de Inglaterra que celebraba esos días sus sesenta años en
el trono estaba bastante mejor que yo con cincuenta y sin trono. La faja se pone
tumbado y la tienes que llevar todo el día, siendo especialmente incómoda cuando estás
sentado, por lo que me recomendó no conducir en las siguientes dos semanas. vaya
cuadro, ¡qué pena de hombre!, vaya ecce homo, solo me faltaba que me cantaran unas
saetas por el pasillo.

La parte buena de aquella semana en la quinta planta fue mi segundo compañero de


habitación, Pepe, una persona cariñosa y entrañable, antiguo director de sucursal de
Banesto en los tiempos de Mario Conde. Había pasado por la política y había sido

54
alcalde de un pueblo de la Comunidad de Madrid, y lo más importante, su papel de pater
familiae de una gente estupenda que se comportaban como una piña: su mujer, su hija
Arancha, que es enfermera en el hospital, el novio de ella que trabaja en una ambulancia
del SAMUR y su sobrina, también enfermera. Todos ellos alrededor de Pepe, que se
reponía de una operación de tiroides. Puedo decir que tuve suerte con él, un señor en
medio de nuestros dolores, que eran diversos: los suyos de cabeza y los míos de tripa.

55
Con ayuda de los amigos

«What do I do when my love is away /Does it worry you to be alone? / How do I feel by the end of the day / Are
you sad because you're on your own / No, I get by with a little help from my friends / Mmm I get high with a little
help from my friends / Mmm I'm gonna try with a little help from my friends.»

THE BEATLES,
A Little Help From My Friends

Este torero ha sido un poco raro porque no ha ido nunca en cuadrilla y porque no ha
llevado estampitas en la maleta, ni unas fotos para poner en la habitación del hotel. Este
torero no se ha puesto jamás de rodillas ante nadie, ni ante un altar, pero no dudaría en
salvar a un amigo aunque la vida le fuera en ello. Hay un dicho gitano que sentencia:
«¡Dios mío, tú no me des pero ponme donde haya!», y la vida me ha puesto siempre
junto a personas magníficas un poco por suerte y otro poco porque me he trabajado los
afectos para no ser fría estatua de jardín. El cariño no se pide ni se agradece, se da, y si
aciertas con la persona adecuada lo recibes con mayor intensidad.
En este camino me han acompañado los amigos de siempre, otros que han reaparecido
y alguno que se ha escondido —tampoco lo he echado en falta, sinceramente, la
enfermedad te dota de una capacidad de olvido instantánea para los prescindibles, si no
han aparecido será porque no han querido, pero no les voy a dedicar ni el microsegundo
que haría falta para decir «que les den» en un tono castizo que tengo aprendido desde el
instituto (esa manera de desprecio la tuve que aprender porque en andaluz no tenemos
otra expresión similar y que resulte tan oportuna)—. A veces he podido parecer hosco
porque cuando querían comer conmigo yo andaba con náuseas, o porque cuando querían
que saliéramos a pasear no podía levantarme de la cama. Tampoco me ha gustado dar
pena y mucho menos que me vieran cuando estaba en un bache y pálido como cirio de
cuaresma. «uno nunca sabe si te llama y puedes molestar porque estás, ¡yo qué sé!,
quizá vomitando plomo!», dijo en una ocasión Ángel Expósito. Y tenía razón, porque
conozco lo que es vomitar plomo y que tus tripas chirríen vacías hasta estremecer por
culpa del ácido.
Hoy sé que gran parte de mi recuperación se la debo al cariño de los amigos, el calor
que he sentido viene en parte por los médicos, por supuesto de mi familia (Lidón, que ha
portado la famosa carpeta limón que rima con su nombre, y ha estado siempre a mi lado
porque cuatro orejas escuchan más que dos en una consulta. Lidón nunca me ha dado
palmaditas, ni falsas esperanzas, pero ha dormido a mi lado en butacas que no quisiera
un faquir para él. Y ha ejercido de madre/padre en casa durante el tiempo que he estado
en el hospital). La carpeta terminó «tuneada» con pegatinas redondas de colores de tal
manera que más se parecía a un traje de gitana para ir a la Feria que a un archivo de
informes médicos. Yo creo que «tuneó» la carpeta porque me metía mucho con ella. Mi
padre pintó un armario del cuarto de mi hermana cuando era pequeña, pero el barco y las

56
olas inquietaban a la niña; la solución fue añadir en el mar unos peces grandes de cabeza
gorda que le daban una dimensión de acuario al cuadro y restaba importancia a la
seriedad con la que el velero rompía la espuma de las olas.
Y debo mucho, en grado muy importante, a los amigos, algunos no saben cuánto. En
todos estos meses he atesorado gestos, mensajes y acciones que superan con creces el
cariño normal que puede admitir una persona sin ponerse roja de vergüenza.
En cabeza de la cúspide de gratitudes tengo que situar ex aequo al doctor Miguel
Canales y a la doctora María Alcocer, a uno por haber llevado mi tratamiento y a otra
por la lata que le he dado haciéndole preguntas imposibles invocando la condición de
amigo plasta. Con ella he puesto a prueba todos los manuales de la medicina aplicados a
casos concretos, que en el organismo del enfermo Rafael se volvían específicos,
singulares, únicos. Todas las dudas que puede tener un enfermo se las he preguntado a
ella por teléfono y en los momentos más insólitos, y puedo presumir de que siempre-
siempre me he sentido atendido, especial y curado, porque como ella dice: «Tú, tranqui,
que esto no es na'.»
Seamos serios: sin los médicos a estas alturas estaría muerto, mi vida habría acabado
entre los terribles dolores que dan unos ganglios hinchados de trece centímetros;
recuerdo cómo tiraban de mi tripa y de qué manera impedían que pudiera comer o beber.
Por lo tanto tengo mucha suerte, la vida me ha dado esta prórroga y tengo la obligación
de aprovecharla con todas las consecuencias. Antes de aquellos dolores en la tripa me
gustaba fumar puros habanos, y nunca más volveré a hacerlo porque creo que le debo a
la oncología mucho más de lo que ella ha hecho por mí, y sería una estupidez manifiesta
estropearme la vida a causa del humo una vez que me hubieran curado del linfoma.
Entre mis obligaciones está comportarme de manera irreprochable desde el punto de vista
clínico y hasta ejemplar por lo que pudiera significar de ayuda para otras personas.
En lo que me queda de existencia estaré en gratitud con médicos, familia y amigos. En
realidad estoy en gratitud con la vida, que me ha permitido jugar esta prórroga tan
generosa, porque sé que no a todo el mundo le ocurre igual, «hay gente en mi consulta a
la que descubro melanomas en estado avanzado y les tengo que decir que hagan todos
los papeles que crean oportunos porque no les queda mucho tiempo», dijo el doctor
Torrelo para que me hiciera una idea de lo peligroso que era el melanoma y de la suerte
que había tenido al cogerlo a tiempo.
A mi familia también le tengo gratitud, por supuesto; ellos han estado a pie de cama y
han sabido consolar mis angustias cuando bajaba al sótano octavo. Durante mi
recuperación de la operación de retirada de los ganglios de la pierna izquierda pasé toda
la Semana Santa de 2012 de la silla de ruedas al sofá y de ahí a la cama; esa era toda mi
actividad lúdica. En una de aquellas tardes de zapping puse Telemadrid y emitían una
procesión, quizá la más famosa de Madrid: el Cristo de Medinaceli. El reportero le
preguntó a un penitente por qué llevaba un gran estandarte; era un señor de cierta edad,
y respondió: «Es una promesa, mi mujer tiene cáncer.» Y rompió a llorar: «¡Estas
enfermedades matan más al que está al lado que a quien las tiene!, ¿me entiende?»; no le
faltaba razón a ese buen hombre al que le tocaba cargar con un pesado estandarte de la

57
cofradía para que su mujer se recuperara del terrible cáncer.
En ese momento pensé que mucha gente hacía muchas cosas por mí sin que las
supiera, y más tarde pude comprobar que estaba en lo cierto. Días antes, a través de un
correo me llegó una foto desde la India donde estaba mi entrañable Ana de las Heras
trabajando de cooperante. No entendí bien la foto a la primera: se trataba de una mano
que sostenía un plato con comida (arroz y unas flores que simbolizan en el budismo la
impermanencia), que Ana iba a ofrecer a Buda en mi honor en el templo de Bodhgaya,
que es un lugar santo para el budismo. Ana habría sido una coprotagonista estupenda en
la novela de Somerset Maugham, El filo de la navaja, porque se había marchado de
cooperante para encontrar sentido en un paréntesis laboral de su vida. A través de un
correo me enteré que Buda sabía lo mío y que Ana lo había puesto a trabajar para la
causa. Claro, Buda. ¿Y por qué no?
Un amigo de mi padre que era musulmán viajó a La Meca tal y como manda la Sura
XXII del Corán, pero a la vuelta hizo escala en Roma y fue al Vaticano, «por si acaso los
cristianos tuvieran razón». Fue una manera elegante de cumplir con los dos dioses
monoteístas más influyentes, de esa forma se garantizaba el acierto en un cálculo
elemental de posibilidades.
Este torero, insisto, poco amigo de capillas y capillitas (salvo las visitas a las catedrales
e iglesias barrocas, que me entusiasman), de repente se vio amparado por muchos dioses
y santos. una señora con la que coincidí en la espera del PET del 5 de enero, la tarde-
noche de la cabalgata de Reyes, me regaló una estampita del Cristo de Medinaceli porque
dijo que yo tenía luz. Otro amigo, Arturo, puso «a echar humo» (literal) a un convento
de monjas en el que su familia era muy creyente, «les pedimos por cosas importantes,
por tonterías no se les molesta». Mi hermana Concha, que había vivido en Brasilia, puso
a rezar al seminario de aquella ciudad; los pobres seminaristas pidiendo por un tipo que
no habían visto en su vida. Graciano me recomendó a los monjes de Silos. Y Xysquia,
una monja que estudió Periodismo y con la que coincidí durante mi etapa en El Mundo
(donde habíamos mantenido nuestras diferencias), no dejó de rezar por mí cada día, y
hasta me regaló una pequeña figura que llevo desde entonces en la mochila que me
cuelgo al hombro antes de salir de casa. Ella fue quien me dijo que la expresión que más
se repite en la Biblia es «no tengas miedo».
Para no ser creyente no está mal en «enchufe». Quizá lo más emotivo fue cuando
llamó Julio Cabrera, Hermano Mayor de Los Gitanos de Madrid: «Rafael, este miércoles
santo uno de los cirios del Señor llevará tu nombre.» Juro que no le pude responder, me
emocionó en extremo, tan solo acerté a decirle «te llamo mañana» y así lo hice para
darle las gracias. Los Gitanos son una cofradía asentada en Madrid y que recuerda a esa
otra centenaria que procesiona por las calles de Sevilla en jueves santo.
Al margen de estos apoyos «celestiales» he recibido no pocos afectos terrenales de
amigos tan cercanos como Julio Anguita, que al enterarse llamó desde Córdoba: «¡Pero,
Rafael, si tú eres muy joven!», o el abrazo de Juan Adriansens, al que hacía muchos
años que no veía y que vino a visitarme en una de aquellas convalecencias en el hospital.
Juan es un gran aficionado al arte, un pintor excepcional, ¿sería que quería comprobar mi

58
estado de ruina para luego pintar un cuadro al respecto?
Una compañera del Qué!, Ana, devota de santa Gema, cada vez que iba a la iglesia
ponía dos velas, una por ella y otra por mí. De esa manera me vi protegido como nunca
lo había estado y quizá como no me mereciera, porque no he sido santo ni ratón de
sacristía. Decía Tierno Galván que Dios nunca abandona a un buen marxista (claro que
pensar que Tierno era marxista es mucho aventurar, pero como frase le quedó redonda.
Prosoviético sí que era, al menos en la fonética: en uno de sus pregones se refirió a John
Lennon como John Lenox porque le sonaría más a camarada del otro lado del telón de
acero).
Guardo algunos mensajes de ánimo de amigos entrañables de los que me había
distanciado con el tiempo, como los de Javier Capitán, o Carlos Herrera, que no se
atrevió a llamar pero sí envió un mensaje en clave de avutardas (él sabe a lo que me
refiero), y me consta que ha estado muy pendiente a través de María José Navarro, que
le informaba. Sí, llamó Julia Otero, con la que también hacía tiempo no coincidía. Y
junto a ellos el cariño de Javier García Vila, Pedro Blasco, Félix Madero (mi brother),
Benjamín Lana, Daniel Extremera, Héctor Casado, Antonio Naranjo, María José Ariza,
David Torres, Charo Cuevas, Amaya Corral, María Becerril, Begoña Aranguren
(«querido Rafa, no te preocupes por las cicatrices que tengas en el cuerpo porque los
hombres marcados sois mucho más atractivos», llegó a escribir en un mensaje), y Ana
Palacio (que pasó por una situación parecida a la mía y me ha mostrado su solidaridad de
«quimioterapiada»), Gregorio Gordo, Ignacio González, Antonio Miguel Carmona y la
presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, a la que me encontré un día
y me dijo: «Has adelgazado, ¿dieta Duncan?», sonreí pero no dije nada, luego retrocedió
y añadió: «Tú estás malo, ¿verdad?, ¿te puedo ayudar?», de nuevo sonreí: «Gracias,
presidenta, estoy muy bien llevado en La Paz, todo irá bien.» Marco Zanardi, José Luis
del Valle, Eduardo Torres-Dulce, Manuel Aragón, Carlos Humanes y César Albiñana han
estado tan pendientes de mí como lo hubieran hecho por un hermano. Mi amiga Sara
Campelo, que todos los días al pasar camino del trabajo se detenía ante el edificio de La
Paz y me enviaba una foto por whatsapp para que viera cómo era la vida en el exterior,
fotos que conservo como el álbum de los días ingresado durante el proceso del
autotrasplante de médula: algunos con niebla, otros con sol, todos ellos me los perdí
detrás del cristal de una ventana que no se podía abrir porque así lo imponían las
condiciones de asepsia e higiene. Daniel Llagüerri en una de mis operaciones se agarró a
una estampa de la Virgen del Pilar y no la soltó en toda la mañana, lo supe porque lo
desveló Miguel Ángel Liso.
Mis hermanos Julián (y su mujer Alicia) y Concha, que al ser mayores que yo no
terminaban de asimilar que a su hermano pequeño le estuviera pasando todo esto. Lo
siento, Concha, ya he dicho que eres mayor, pero ya verás cómo te alcanzo tal y como te
prometí cuando era un niño. La prima y doctora Julia Martín, mi «otro hermano» el
doctor Antonio López Abad. Antonio Jiménez, claro, siempre.
Y mis hijos, que a pesar de tener diez años entendieron perfectamente lo que le pasaba
a su padre, quizás a Lidón le costó más asimilarlo porque se lo quedó dentro (por mi

59
culpa también conoció los primeros pisos del sótano y se descentró en 5.° de primaria,
pero luego pudo remontar gracias a una madurez impropia de su edad), y a Víctor, que
con una naturalidad dijo una tarde: «Yo no siento frío, papá, quizá tú sí porque tienes
quimioterapia.» Genial: tener quimioterapia te vuelve más sensible a las temperaturas,
¡no le faltaba razón!
No sigo con más nombres porque no me gustaría hacer una guía de teléfonos y porque
no se trata de presumir sino de agradecer. A todos ellos les tendría que dar las gracias
hasta llamándoles al móvil de madrugada. A pesar del frío interno que hace sentir la
quimio, como bien se dio cuenta Víctor, nunca he estado solo... salvo cuando bajaba al
sótano octavo, pero eso, espero, corría por mi cuenta como cosa mía. Sin todos los
citados habría sido más difícil recorrer descalzo este camino.
Decía la santa de Ávila que Dios también está entre pucheros, pues de igual forma
debe andar por los PET y se apiada de aquellos que no tenemos fe pero sí creemos en la
ayuda de los amigos.

60
La normalidad

A pesar de llevar un reloj en la muñeca como todo el mundo, el 1 de agosto de 2012


comprobé que mi tiempo era otro; aquello que la gente tiene por «normalidad» se me
había desplazado un poco del eje sin ser consciente. Lo pude comprobar en mi banco, al
que había ido a sacar dinero del cajero, allí me encontré con Alfonso, el director, que me
preguntó si empezaba mis vacaciones y le respondí lo que para mí en ese momento era
normal: «Sí, bueno, en realidad acabo de salir después de estar una semana en el hospital
y luego en casa bastante molesto tres días con vómitos. Ahora estaré unos días en
Málaga, pero el 19 regreso a Madrid para continuar con el tratamiento y ya veremos
cómo respondo para iniciar el autotrasplante de médula. Y en Málaga nada de tomar el
sol, ya ves que siempre llevo una gorra porque con el tratamiento no me puede dar el sol,
aparecerían manchas, me han dicho.» Al acabar la frase me di cuenta de que aquel
hombre había estado dando pasitos hacia atrás hasta llegar a la puerta de su despacho
quizá con ganas de asirse al marco de la puerta para no caer desmayado. No me había
dado cuenta de la cantidad de información de peso que le acababa de transmitir al
director de la sucursal bancaria y cómo esta lo había afectado provocándole una
saturación mental de la que tardaría horas en recuperarse. En realidad era como si se
hubiera tropezado con un caníbal y le estuviera narrando con naturalidad el olor que
desprenden los sesos humanos cuando está caliente la parrilla. Lo fundí, acabé con sus
ganas de preguntar, supongo. Quizá lo prudente la próxima vez sea una respuesta
monosilábica.
Acababa de darme cuenta de dos cosas: primero, de que tenía poco saldo en la cuenta,
y después, que me había cambiado el eje de la normalidad: lo que para mí y los enfermos
de cáncer es normal para los demás es un trago amargo. De esto también te das cuenta
cuando dicen que eres muy valiente y, palabra, que no lo sientes así porque estás en el
día a día de la recuperación y porque tu cabeza dice que las cosas van razonablemente
bien, que estás en buenas manos y que el tiempo juega a tu favor, pero los demás no
dejan de verte como un gladiador arañado por las fieras.
Es la normalidad la que gira contigo y la que hace estable tu mundo, pero asombra en
los demás. El torero provoca emociones en el tendido cuando se aproxima a los pitones
del toro; muchas veces esos gritos le asombran porque él no nota el miedo; esto también
le pasa al trapecista y al domador del circo. La normalidad de los que pasamos cerca de
la muerte es nuestra manera de lucirnos en la faena, conscientes del peligro pero
poniendo por delante la necesidad de transmitir calma y belleza. Mi normalidad no es
producto de una ingestión de barbitúricos, no tomamos nada para eludir el presente, lo
que hacemos es encajar nuestro horizonte poco común entre la vida de los demás.
El resto de clientes de la sucursal habrían ido ese día a sacar dinero y estarían
contando cómo iba a ser su mes completo de vacaciones, niños, fotos y viajes. En
cambio el mío era un mes recortado en el calendario pero a su vez completo porque tenía
tiempo para hacer las cosas que me gustaban. Pero es verdad: lo que otros se iban a

61
gastar en botes de protección solar yo me lo iba a tomar en bote de Rituximab vía
intravenosa, así a chorro, como el que bebe de una botella y tiene toda la noche por
delante.

62
Marcianos en Madrid

En agosto de 2012 el hombre puso una pica en Marte. Desde luego que no fue todo lo
aparatoso que vivimos aquellos que estuvimos pendientes de la televisión en la
madrugada del 16 de julio de 1969. Recuerdo que vi las imágenes en el televisor de mi
abuela en Rute, nuestro pueblo, y que a la tradicional falta de calidad de las imágenes se
añadía el misterio de recibirlas desde la mismísima Luna en directo. Yo era un niño de
ocho años que en cualquier momento esperaba una reacción virulenta por parte de los
selenitas y acto seguido una declaración de guerra que nos íbamos a enterar de lo que
vale un cohete. Con nosotros estaba tío Jesús, el hijo mayor de mi abuela Concha, y sus
comentarios desacralizaban el solemne momento narrado con toda pomposidad por el
entonces enviado especial de TVE a Houston, Jesús Hermida. Supongo que Hermida
tendría presente el experimento de Orson Welles con La guerra de los mundos y medía
sus palabras para no contagiar miedo sino transmitir la información que llegaba a su
monitor. Otra cosa es que hubieran puesto a narrar a Matías Prats, desde luego que
hubiéramos ganado en color y en detalle de la narración sabiendo hasta cómo se llama el
tío segundo del director del centro de seguimiento de Robledo Chavela, en Madrid.
Matías era un fenómeno de la crónica deportiva y taurina, durante años solo era gol si lo
había cantado Matías Prats.
La noche del 20 de julio de 1969 todos estuvimos pegados a la televisión y, por qué
negarlo, también acojonados por lo que pudieran mostrar las imágenes de la pantalla. En
el salón de mi abuela, tío Jesús puso el contrapunto humorístico: aquello decía él, ni era
la Luna, ni estaba en directo, ni leches que le dieron. En realidad se trataba de un
montaje previamente grabado en un estudio de Hollywood porque los norteamericanos
no se iban a permitir hacer el ridículo ante los rusos que seguían esas imágenes para
captar detalles de la tecnología de la NASA. Un desastre del Apolo XI habría sido
aprovechado por el Kremlim para hacer sangre en su eterno enemigo.
Valga la detallada narración de la llegada del hombre a la Luna para compararla con la
tristeza de la llegada de la sonda espacial a Marte, algo que vimos en unas imágenes en
Internet sin que Hermida pudiera darle volumen de misterio. De nuevo es importante el
contexto, como aquella banda sonora de la que he hablado. Sin la liturgia de la aventura
cualquier conquista espacial se convierte en una oferta más de congelados de un gran
supermercado. Así que llegamos a Marte y además de comprobar que allí hacía tiempo
que nadie había pasado la escoba nos dimos cuenta de que no había marcianos. ¿Hay
algo más terrible que ir a Marte y no encontrar marcianos?, eso no se hace, hombre de
Dios. Todos los cómics que habíamos leído, todas esas historias de avistamientos de
OVNIS, toda esa literatura nocturna escrita para acojonar al lector adolescente se
quedaba en nada. Lo malo no es que no hubiera marcianos en Marte, lo peor es que ni
siquiera quedaban restos de colillas humeantes (sostiene mi amigo Anacleto
Rodríguez Moyano que la policía no es tonta, porque cuando se encuentra una colilla
en un cenicero enseguida deducen que ahí alguien ha fumado).

63
Los «quimioterapiados» tenemos algo de marcianos. Ana Palacio me contó que
cuando acababa las sesiones se encontraba como si hubiera llegado de Marte. No es mala
la metáfora porque no tienes claro ni el día, ni la hora, ni siquiera si serás capaz de
caminar con imaginarias botas de plomo hasta el cuarto de baño. Todo es superior a ti,
hasta una tortuga podría parecer ágil comparada con un «quimioterapiado».
Los amigos quieren quedar contigo para comer, ¡pero tú no tienes hambre!, o quieren
verte y tú no estás para nadie. Condición de marciano es llevar otro ritmo diferente, ni
mejor ni peor pero tuyo, porque tú sí quieres salir, comer, cenar, pero el cuerpo va a otro
ritmo y los sabores de las comidas son distintos. En uno de los «internamientos» sin pase
pernocta le dije a la auxiliar que servía las bandejas de la comida si acaso me había
tocado una dieta sin sal, «no», respondió. Efectivamente, era una dieta normal, pero mi
paladar había mutado, porque es otra de las condiciones de ser un marciano; quizá por
eso acabas con una mascarilla en la cara, dicen que es para evitar contagios pero yo sé
que es porque eres un marciano y la atmósfera común te perjudica. Yo creo que lo suyo
es que nos hubieran puesto una escafandra para caminar por el pasillo de la sexta planta
diagonal (se llama así para diferenciarse de la otra sexta planta en la que está el servicio
de Urología. Podríamos decir que los marcianos estábamos allí entre «pitos y flautas»).
El proceso de autotrasplante de médula exigía tres ingresos de una semana espaciados
con tres semanas de descanso. Otra vez el sabor metálico que tenía superado, el asco por
el olor de mi propia colonia, la pérdida del vello del cuerpo y fragilidad en las uñas. Por
eso ya habíamos pasado, ¡lo recuerdo perfectamente!, pero el ser máster en Medicina
Nuclear a nivel de usuario no te exime de ciertos engorros, por ejemplo el de ser
marciano fuera de Marte en el mes en el que el hombre llegó al planeta rojo y no se
encontró con nadie. Luego quizá la comparativa de los «quimioterapiados» con los
marcianos no fuera la más adecuada, quizás éramos oriundos de otra galaxia más lejana.
Bien pensado, Marte es muy poca cosa para nosotros, total a Marte va cualquiera, hasta
una sonda espacial de la NASA.

64
Que os pongáis buenos tós

Durante estos meses he desarrollado una profunda manía por el timbre que suena en la
sala de espera de Hematología, es una escala musical que suena a música de terror
porque a continuación puede ir tu nombre: «Rafael Martínez-Simancas, consulta 2.» Ni
en los tiempos de la facultad cuando tocaba examen oral las he pasado tan canutas.
Todas las pruebas que te puedan hacer, todas las analíticas, placas y resonancias, cobran
sentido de repente cuando te sientas al otro lado de la mesa y te cuentan cuál es el
resultado y de qué manera te van a «programar» posteriores acciones.
La manía al timbre es la misma del perro de Pavlov, pero da igual si en lugar de esa
monótona escala musical pusieran un fragmento de María Jesús y su acordeón, «de
alguna manera tienen que llamar», como bien dijo Javier Barbero cargado de lógica
aplicada para mentes obtusas como la mía.
Pero ese «puñetero» timbre que me resulta tan antipático como la vieja campana con
la que anunciaban el final del patio en el colegio (me refiero a aquellos tiempos de la
prehistoria del PRE-BUP cuando el magisterio se ejercía en latín y de espaldas a los
alumnos: listas de reyes godos, hazañas de conquistadores y Formación del Espíritu
Nacional) también ofrece grandes alegrías. Puedo asegurar que el linfoma se cura porque
he visto salir a pacientes con la mayor sonrisa que han tenido en su vida diciendo que el
doctor Canales les había citado para una revisión de rutina dentro de unos meses porque
las adenopatías habían desaparecido. Quizás el caso más simpático fue el de una señora
de avanzada edad que salió de la consulta, metió su cabeza en el cuarto de las
enfermeras y luego dijo bien alto para que todos nos enteráramos: «¡Ya está, curada!,
¡Que os pongáis buenos tós!», y hasta es posible que acompañara sus palabras con una
acción de sus manos semejante a la de un torero que brinda la faena a la plaza aunque
ese detalle igual lo ha reconstruido mi mente de manera tramposa. Sí tengo clara su voz y
la textualidad de sus palabras, no olvidaré su pequeña cara de felicidad y de qué manera
cruzó la sala, el pasillo y se perdió por la puerta de salida del hospital de día. ¡Qué coño,
se lo había ganado! Y me alegré por ella, por luchadora y por haber mantenido la moral
en alto a pesar de que la edad nos castiga con todo tipo de achaques. La imaginé llegando
a casa y diciéndoselo a las vecinas como quien cuenta que ha vuelto de vacaciones del
Caribe, orgullosa de lucir moreno. La lucha contra el cáncer nos deja cada día historias
emocionantes que deberían tener mayor repercusión porque por desgracia vende más la
tristeza que la alegría.
En el verano de 2012 se montó un absurdo debate en la red porque una presentadora
de televisión, Terelu Campos (hija de la periodista María Teresa Campos), había
celebrado por todo lo alto su «alta» médica después de haber superado un cáncer de
pecho, incluso había aparecido en Interviú presumiendo de lozanía y biquini. Tuve la
ocasión de contestar a algunos de esos mensajes diciendo que quizá no sabían lo que era
salir de un cáncer y si a Terelu le apetecía dar saltos en televisión, pues adelante, porque
es lo que le pedía el cuerpo. Tenemos derecho, y casi obligación, de celebrar nuestras

65
conquistas porque se pasa bastante mal, «color negro panza de mosca», como le gusta
decir a un amigo. A diario leemos que tal famoso o artista ha fallecido «a causa de una
larga enfermedad», ni siquiera se atreven a decir la palabra «cáncer». Tuve la ocasión de
tratar al gran Sancho Gracia, le hice una de aquellas entrevistas de contraportada de El
Mundo en M2 y luego coincidí con él en un viaje a Buenos Aires. Llevaba su
enfermedad con una dignidad admirable y en ningún momento se prestaba a la
compasión. Sancho Gracia era una persona cargada de vitalidad y fue un ejemplo de
lucha hasta el final. Le recuerdo en un pequeño autobús que nos llevó a cenar a un
restaurante del barrio de Palermo, en Buenos Aires; se puso de pie y cantó un tango,
puede que fuera Volver, y al acabar dijo: «¡Ahí lo dejo, y estoy criado en Uruguay, no en
Argentina.» Decía el Cyrano de Rostand que había que hablar fuerte y que la voz te
vibre; la de Sancho Gracia vibraba con luz propia de estrella y de persona entrañable.
Supongo que cuando trabajas en la construcción te afectan más todas las malas noticias
que pueden producirse alrededor de un andamio, pues bien, cuando eres un
«quimioterapiado» te influyen en el ánimo las malas noticias relacionadas con el cáncer.
No olvidemos que se trata de vivir y que cuando estás sensible cualquier tontería te echa
para atrás el ánimo, mucho más si alguien sucumbe por una enfermedad de la que te
estás tratando; por eso son tan importantes los testimonios de aquellos que han salido
vivos, porque son más que los otros que han caído.
En otra ocasión me dirigí al director de una tertulia radiofónica con el que tengo
amistad para que le pidiera, por favor, a un tertuliano que retirase sus metáforas acerca
de la economía española y el cáncer y que no dijera nunca más que el mal se extiende
como una metástasis por las instituciones del Estado. «Disculpa, no tiene ni puta idea de
lo que está hablando», puse en el mensaje y lo repito ahora. Nadie tiene ni idea de lo que
es la palabra «metástasis» hasta que asumes que la están pronunciando referida al
interior de tu cuerpo.
La lucha por el cáncer ha avanzado mucho; recuerdo a mi pobre tía Encarnita en su
casa de Rute doblada en una butaca atacada por un cáncer de mama que terminó
llevándosela a la tumba. Insisto en que no soy un experto en nada y que solo sé de
medicina nuclear «a nivel de usuario», pero también puedo añadir que el buen ánimo y
las ganas de salir ayudan. Si pudiera le repetiría a esa señora de la consulta que hiciera de
nuevo su despedida para grabarla en vídeo y subirla a youtube. En realidad la mayor
conquista de la hematología es que «nos pongamos buenos tós».

66
Una comisión

A veces la rutina del hospital se altera y eso es motivo de alborozo en la planta;


tengamos en cuenta que allí todo está medido y reglado: la comida, la merienda, el
desayuno, la cena, la medicación, la visita de los médicos (los lunes, al menos cuando
estuve en la sexta planta diagonal, en Hematología, visita el médico rodeado de toda la
corte celestial de ayudantes. Mentiría si no dijera que esa comitiva la he imaginado bajo
palio como cuando de niño veía a Franco hacer la entrada triunfal en la Basílica de San
Francisco el Grande de Madrid. Hay costumbres que se han perdido, pero esta del bajo
palio era de un efecto tremendo, causaba sensación en los presentes y aseguro que ese
humo espeso que veíamos en tele de blanco y negro, ese olor a incienso agitado, llegaba
hasta nuestra casa).
La rutina de opositor también llega a los hospitales: podrías tomar una pastilla con los
ojos cerrados solo si te dijeran qué hora es y, entonces, podrías decir de qué fármaco se
trata.
Esa rutina se vio una mañana interrumpida y por mi culpa, todo sea contado. Se me
ocurrió decir que por la noche había visto unos bichitos como diminutos ciempiés que se
movían por el suelo del cuarto de baño; tampoco causaban espanto y seguro que si llego
a entrar sin gafas ni los hubiera visto. La planta de Hematología se limpia dos veces al
día (menos la cuerda de la persiana, que debió ser instalada aquella semana en la que
Franco estrenó palio), y por ese motivo me extrañaba la presencia de pequeños insectos
en el baño, que no eran desagradables, ni molestaban, ni parecían una presencia agresiva
para el ser humano, yo creo que hasta cumplían con su obligación de distraer al enfermo.
Mi «denuncia» (suena fuerte pero no encuentro otro término mejor) llegó a oídos de la
superioridad de la planta, que envió a la mañana siguiente a un grupo de expertos. Digo
grupo porque eran tres y me asombra porque en principio iba a ser el fontanero el que
debía «poner silicona en las rendijas de la ducha». A esa conclusión había llegado la
superioridad después de consultar con las señoras de la limpieza y con un camillero, que
no era experto en extinción de plagas, pero como estaba en el pasillo haciendo tiempo
para bajar a un enfermo a unas pruebas también quiso dar su opinión. Es verdad que esa
pre-comisión tardó un tiempo en obtener el resultado porque cada uno hablaba de un tipo
de insecto distinto y es sabido que en materia de entomología cada uno opinamos de una
manera diferente. Al final pesó más el argumento del celador: se trataba de un diminuto
ciempiés (¡y qué otra cosa había dicho yo que fui quien se enfrentó con el animalito cara
a cara!). Y la pre-comisión opinó que salía de las rendijas de la ducha, por la noche, y
que vivía en la humedad de las aguas, por lo tanto lo suyo era avisar al «fontanero», en
singular, para que aplicara de inmediato una dosis de silicona que acabara con el
ciempiés.
Aquello de la silicona me alarmó un poco porque pensé que me iban a clausurar la
ducha y se acababan los lujos filipinos; una ducha lo es cuando estás ingresado porque en
ese momento te «desconectan» de la bomba que enchufa la quimio y puedes caminar sin

67
arrastrar el palo con ruedas (las enfermeras le llaman el «arbolito» porque de él pueden
colgar varios goteros que funcionan de manera simultánea), es toda una experiencia que
anima a los sentidos y otorga felicidad al usuario. Si ponían silicona me quedaba sin
ducha matutina porque no iba a entrar en la habitación de otros con mi toalla y mis
zapatillas, eso estaba muy mal visto; recordaba que una vez y por mi culpa mi
compañero de cuarto, al que le dio un apretón, se metió en el baño de otra habitación a
hacer lo suyo y le cayeron las iras de las limpiadoras porque ese cuarto estaba limpio. La
culpa fue mía porque yo estaba con otro apretón en nuestro baño y el pobre compañero
no podía domar más a su vejiga y por eso invadimos Polonia.
Vino no el fontanero, llegaron tres expertos en fontanería y desatascos. Entre ellos
tampoco se ponían de acuerdo en qué hacer para solucionar el asunto. La silicona que
quería la autoridad de la planta fue desechada de inmediato porque no era una buena idea
y en contra llovieron argumentos de todo tipo. Los tres expertos que integraban la
comisión hicieron varias entradas al cuarto, luego pasaron al baño, todo esto sin saludar
porque debían estar muy concentrados en sus reflexiones. Pasaron los tres a la vez
dentro de la ducha en la que a duras penas cabe una persona sola, supongo que
tropezarían entre ellos en homenaje al camarote de los Marx, supongo que tomarían
medidas, sacarían muestras para analizar, tendrían sus momentos de duda. Me acordé de
que en Francia creen que un camello es un caballo que fue diseñado por una comisión
(las cosas siempre se complican), por lo tanto se podía esperar cualquier circunstancia.
La comisión tripartita podría tomar la decisión de clausurar el baño: el mío y hasta el de
la planta, ya veía entrar a la Unidad Militar de Emergencia para instalar baños de
campaña en el pasillo y todos en cola para hacer pis. Era un momento apasionante que
rompía la rutina de cada mañana; en mi colegio pasaba lo mismo cuando se rompía un
cristal y entraban los cristaleros a cambiarlo, era un espectáculo que nos sacaba de la
monotonía de las clases.
El portavoz dijo en un momento de la discusión que aquello estaba muy mal y que no
podía dar garantías de seguridad alguna. Ellos harían lo que buenamente podrían hacer
pero tampoco garantizaban que el resultado fuera muy honroso porque en realidad lo
suyo era: «¡levantar todo el suelo de la planta!». No daba crédito, aquel operario quería
desmontar la unidad completa de Hematología para cambiar suelo y cañerías porque en
su opinión habían quedado viejas y en ruinas. Si fuera por él nos metía en tiendas de
campaña en la explanada de entrada del hospital (no lo dijo pero lo colegí). Una reforma
que empezaría levantando el suelo y que vaya usted a saber dónde acabaría porque esas
cosas las carga el diablo. Pobre ciempiés, vería aquello como la confirmación de que el
género humano no deja de inventar cosas para hacerle la vida imposible.
Finalmente la comisión reunida en sesión extraordinaria de pasillo y sin mayores
disensiones sentenció que lo suyo era dar una lechada por la zona del wáter; por lo tanto
no era cierto que los ciempiés vivieran bajo el plato de ducha y el problema lo teníamos
en otra zona, por lo tanto la lechada tendría éxito porque ya había sido utilizada en otras
partes del hospital y funcionó. La lechada iba a terminar con la pequeña plaga y nos
devolvería a la rutina. Así fue: pusieron la lechada, se marchó la comisión y dejaron la

68
puerta del baño abierta para que ventilara. El resultado fue que también dejaron algo que
resbalaba en el suelo y que la señora de la limpieza al pasar la fregona no solo no
consiguió eliminar sino que extendió por buena parte de la entrada a la habitación,
dotando a las visitas de una improvisada pista de patinaje que nos divertía mucho porque
cuando alguien resbala te ríes —es como cuando alguien choca contra un cristal, aunque
no lo quieras no lo puedes evitar, es así—. La mancha se mantuvo durante un día y
medio; mi compañero de habitación esa semana, David, se partía de la risa cada vez que
alguien resbalaba y acompañaba el patinazo con un «cuidaooo» en el que alargaba
mucho la vocal de salida como si con eso fuera a evitar el peligro.
La lechada quedó puesta y sus efectos secundarios también porque olía fatal en el
baño, además de haber quedado unas manchas blancas infames de masa apelotonada y
repartida sin ningún arte.
El olor, repito, insufrible, pero como yo estaba con náuseas tampoco me pareció tan
espantoso. Y, sí, las noches posteriores volví a ver ciempiés por el suelo que iban y
venían a su antojo como si la lechada no hubiera ido con ellos porque, efectivamente,
salían de las rendijas de la ducha en las que se escondían durante el día.

69
La última voluntad de tita Carmen

Otras de las fuentes solventes para conocer la información de la planta son los pasillos
de entrada que están junto a los ascensores. Cuando llevas mucha paliza encima
acercarte hasta ellos es un esfuerzo colosal, así que cuando alcanzas la zona, mar abierto
porque has dejado atrás la puerta de entrada de la planta, te sientas en uno de esos
puñeteros e incómodos asientos de plástico que seguro que cualquiera conoce de los
estadios de fútbol. De manera incomprensible nadie los había arrancado de su base como
hacen en los estadios, y teníamos mayores motivos que los hooligans para cometer ese
acto de barbarie.
Sentado en los asientos de plástico del hall que da a los ascensores uno puede recibir
información de todo tipo aunque no la busque porque las conversaciones se cruzan sin
pudor. Debe de ser que la presencia de alguien en pijama y zapatillas lleva a los demás a
pensar que están como en su casa, y en una de esas soirées conocí el increíble relato de
la tita Carmen narrado por una sobrina muy querida de la finada que a su vez lo exponía
a los cuatro vientos en conversación multibanda. La amada, querida, respetada y
venerada tita había subido a los cielos años después de que lo hiciera su marido. Hasta
ahí un relato muy normal que se podría escuchar en cualquier hospital del mundo porque
cualquiera tiene una tita finada. Lo que hacía singular la muerte de tita Carmen era su
última voluntad; la gente deja escritas cosas muy raras que luego se ven obligados a
cumplir los parientes. En el estanque del Retiro madrileño cada vez que lo desecan para
limpiar aparecen mogollón de urnas que la gente deja caer de manera disimulada cuando
va en barca (está prohibido tirar las cenizas y mucho más las urnas, pero se ve que
pensarán qué narices hacen con la urna y lo envían todo al fondo del lago). El resultado
es un espectáculo macabro a mitad de camino entre una feria de objetos funerarios y una
exposición de chatarra oxidada.
La tita había dejado por encargo que sus cenizas fueran mezcladas con las de su
marido porque para eso conservó durante todo el tiempo la urna en el salón de su casa.
La urna presidía las tardes de culebrón y los partidos de fútbol a los que tita asistía
porque su marido era muy madridista e imaginaba que le haría ilusión conocer cómo iba
la liga. Lógico.
Los deudos tenían como misión mezclar las cenizas del extinto matrimonio para
dejarlas en Almonte. Pensé que quizá la pareja era oriunda de aquel pueblo onubense y
tal vez devota de la imagen de la Virgen del Rocío, pero no: se refería a una sala rociera
de Madrid. La tita quería que parte de las cenizas acabaran allí porque ella era muy
aficionada a bailar sevillanas y entendía que su marido, aunque no le gustaba salir mucho
de casa, tampoco le iba a negar ese último capricho. Por lo tanto una parte de las cenizas
debía acabar allí y la sobrina charlatana recibió el encargo de la familia para acometer la
misión. Ya en la sala aparecieron las primeras dudas, la principal era que si las dejaban en
una maceta iba a darse cuenta el camarero de que allí ocurría algo extraño, luego se
dieron cuenta de que había mucha gente y era imposible encontrar un rincón en soledad.

70
Cenaron, bebieron y llegó la hora del baile. La sobrina y parte del séquito familiar que la
acompañaba salieron a taconear una rumbita con la bolsa de unos grandes almacenes en
la que iban las cenizas. Bolsa que portaba de manera discreta y que empezaría a esparcir
su contenido cuando la situación fuera favorable. Entre taca-taca y oleole, la sobrina dejó
caer la ceniza sobre el suelo del tablao flamenco de la sala rociera. El problema vino
cuando se dieron cuenta de que el suelo era de grandes losetas blancas en las que se
notaba mucho que había suciedad encima. «Mira, las cenizas tan oscuras, la gente
mirando, aquello en el suelo, y yo les decía a los primos: "seguid bailando, seguid
bailando", mientras les daba pataditas a las cenizas de la tita y el tito, ¡no había forma!,
¡mira que nos costó...!, pero es que ella quería que se esparcieran sus cenizas por allí
como último homenaje a lo que más le gustaba hacer en el mundo, que era bailar
sevillanas.» (Y añadió que la dificultad hubiera sido menor si hubieran permitido fumar,
porque entonces era muy habitual que la gente tirase las colillas al suelo, «pero con un
suelo tan limpio se notaba mucho más»).
Imagino la cara del equipo de limpieza que tuviera que barrer la pista al día siguiente,
tal vez extrañados por un color oscuro que podrían achacar a que la gente no sabe donde
pisa en la calle y luego entran con toda la mugre a bailar.
De esa manera tan poco noble se despidió tita Carmen de este mundo, a patadas en un
tablao de losetas blancas. Ignoro cuál era el lugar elegido para arrojar la otra parte de las
cenizas porque con la primera ya tuvo la familia bastante sacrificio. Vista así la cosa es
más sencillo el encargo que recibió un aficionado del Betis, que pasaba al campo con las
cenizas de su padre en un tetrabrik.

71
Llega el otoño

A una persona sometida a un largo tratamiento le puede afectar cualquier cosa, hay que
intentar que sea en positivo, pero es inevitable que la tristeza (la «tristura»), aparezca por
algún motivo que no controlamos. Por ejemplo cuando pasado el mes de agosto los días
se vuelven más cortos. Esa ausencia de luz puede poner la melancolía a dar vueltas y de
esa noria hay que alejarse porque consume mucha energía mental, desgasta las
esperanzas y te sitúa en un paréntesis absurdo entre la realidad y los temores.
La puerta del miedo nunca se termina de cerrar, lo sabes porque la escuchas chirriar.
Esa puerta del miedo ha existido toda tu vida por otros motivos, la primera vez que la
viste fue en las pesadillas de niño cuando soñabas con llegar al baño situado al fondo de
un pasillo y no llegabas nunca, hasta es posible que por culpa de ese miedo te hicieras pis
en la cama. La puerta del baño alejada en un pasillo de terror es uno de los primeros
miedos más comunes de la humanidad. Luego esos miedos se agrandan y se
perfeccionan porque aún de adultos podemos soñar con tremendas pesadillas que tardan
en disiparse aunque te despiertes. Ya no te persiguen brujas, pero son situaciones igual de
incómodas que te pueden asfixiar. Ese miedo hay que tener en cuenta que puede
aparecer y te lleva de la mano hasta donde quiere salvo que le mires a la cara y le digas:
¡Basta! Esa es la palabra mágica —dirás que toda la vida confiando en el «abracadabra,
pata de cabra», y resulta que con una palabra se disuelve el miedo—. Claro, solo aquello
que es complejo de verdad tiene una solución simple, en otro caso caes en la red del
miedo y te pierdes en la fraseología de los conjuros absurdos.
Después del verano llegó el primer día de lluvia en otoño, y como es habitual una lluvia
tremenda que cae e inunda. Era viernes en Madrid y las principales salidas estaban
atascadas porque caía pañí, como se dice en caló. Un pañí que había oscurecido el cielo
hasta dejar encender las farolas prematuramente a muy temprana hora de la tarde. Por lo
tanto se daba la despedida oficial al buen tiempo, aunque luego llegara el «veranillo de
San Miguel», y tomabas conciencia de que no solo iba a cambiar el clima sino también la
luz, y eso es un factor de depresión temporal. Calles encharcadas, coches embotellados,
luz artificial a las cinco de la tarde, cielo oscuro, gotas que se estampan contra las gafas,
el ballet de paraguas por la acera, gente que corre con los hombros altos (¿por qué
será?), y la naturaleza detenida mientras suena la lluvia.
Alguien dijo en el autobús: «¡vaya mierda de día!», y no pude evitar sonreírle mientras
le miraba. ¿Mierda de día?, este hombre no sabe lo que es un día de mierda. No, no era
un día terrible, era un día de lluvia, y nada más. Cuando estás enfermo y pendiente de tu
recuperación en la que confías con total seguridad (plena), todos los días tienen su
encanto, y aquel viernes en la ciudad también lo tenía.
No te puedes permitir el lujo de pensar que hay un día que te gustaría borrar de tu
biografía porque entonces es un día que has perdido. No lo hubiera hecho en ningún
caso, pero podía haberme bajado del autobús para pisar los charcos, caminar sin
paraguas y sentarme en un banco de la calle aunque dijeran que estaba loco. Sí, llovía,

72
¿y qué? En otras circunstancias, un año antes, quizás hubiera pensado como aquel
viajero que era una tarde de mierda, pero ese sujeto estaba lleno de vida en su cuerpo y
seguro que en sus planes entraba cumplir noventa años y algunos más de propina. No
tengo reproche con su actitud, todo lo contrario, cada uno vive su experiencia cotidiana
partiendo de niveles distintos de conocimiento y educación. Seguro que ese viajero solo
había conocido el sótano segundo y sin entrar en muchos detalles, no todos tienen la
obligación de analizarse con detenimiento, con vivir e ir tirando ya tienen bastante.
Lo «bueno» que tenía ese día era que todo estaba cargado de vida, hasta el mortecino
reflejo de las luces de los coches atascados en el asfalto mojado. Las luces traseras llenan
el suelo de rojo y luego se proyectan en el agua hasta convertirlo en llama viva. Todo
tenía vida, hasta el vaho que se crea en los cristales de los vehículos. De niño
aprovechaba ese vaho de los autobuses para colocar la palma de mi mano con el puño
cerrado y dejar una huella diminuta que parecía la del pie de un gnomo; luego solo había
que poner cinco circulitos que eran los dedos. Lo hacíamos todos los niños y era muy
divertido. Los chicos mayores dibujaban corazones o siluetas femeninas; cada uno pinta
en el vaho aquello que más estima conveniente.
Ese día aprendí a que nunca más volvería a entristecerme una tarde con lluvia porque
era otro día más que me había regalado la experiencia de vivir, y desperdiciar la
posibilidad del juego de la vida solo porque no te gustan las cartas que te han tocado no
es serio. Uno juega con lo que tiene aunque le toque bailar con la más fea, que tampoco
será tan fea, solo es cuestión de encontrarle su encanto. Ah, y por supuesto, de ponerlo
todo de tu parte para resultar encantador.
Sonreír cuando hace sol en una hermosa tarde de verano es muy fácil, y si estás en
una isla griega parece que es de catálogo de viajes y vacaciones; estás obligado a hacerlo,
y si no te sale la sonrisa el camarero te pondrá una copa en la mano para que tomes
conciencia de dónde estás y lo que disfrutas en ese momento. En cambio hay que ser
hábil, no digo listo, para sacarle partido a una tarde de lluvia cuando los días se van
haciendo cada vez más cortos y la ciudad se llena de paraguas y atascos.
Si vives pensando que tus días son infinitos entonces ya verás el chasco que te vas a
llevar.

73
Saltar el obstáculo

El miedo también se proyecta como una sombra de la cueva de Platón. El miedo puede
llevar a que lo pases muy mal antes de una prueba, me ocurrió cuando me querían
implantar una llave subclavicular para iniciar el autotrasplante de médula. La instalación
iba a ser parecida a la del port-a-Cath y no tendría que doler más, ni ser más aparatosa.
La llave Hickman son dos «luces», como dicen los médicos, un mecanismo exterior que
se ve y que sirve para el proceso de entrada y salida de la sangre que no se podría
realizar a través del porta porque no aguantaría la presión y que reúne todos los
requisitos que facilitan la tarea del autotrasplante. Luego, cuando se va a retirar, el
proceso es más sencillo, se puede hacer en planta y no en el quirófano de Rayos, que es
donde se instalan tanto uno como otro sistema (con una anestesia local y sin tener que
llegar a dormir al paciente).
Es así de sencillo, pero yo le cogí miedo, ojeriza infantil más bien. Solo el nombre,
Hickman, me llevaba a pensar en Adolf Eichmann, aquel nazi ejecutor de la terrible
«solución final».
Antes de llegar a ese proceso había pasado por varias semanas de ingreso no
consecutivas, con otras tres semanas de descanso de por medio y que hicieron de mi
verano un continuo entrar y salir de la sexta planta diagonal de La Paz. En esas semanas
de ingreso había desarrollado un potente mecanismo mental que me llevaba a vomitar, sí
o sí, a los tres días de estar ingresado. El calendario consistía en acudir un domingo por
la noche, el lunes por la mañana empezaban con la quimioterapia (el cisplatino), y al
llegar al miércoles comenzaban las náuseas y los vómitos. Los médicos le dan cero
importancia a los vómitos aunque tienen claro que esa quimio es fuerte y los puede
producir. Para los hematólogos no es nada que sea mejor o peor en la reacción al
tratamiento, hay unos fármacos que pueden evitarlos pero también es verdad que existen
personas que desarrollamos más ese centro neuronal del vómito.
No podía hacer nada contra esos episodios tan desagradables que sonaban en toda la
planta y que se prolongaban durante una semana, también al regresar a casa. Y entre mis
temores estaba el que mis hijos me vieran vomitar, y aquí engancho con un relato infantil
que puede ser útil: yo no quería que me vieran vomitar porque yo vi cómo vomitaba mi
padre cuando estaba enfermo. A mi padre se le presentó un cuadro tremendo que resultó
ser un cáncer de páncreas que acabó con su vida en quince días, eso ocurrió en 1975, yo
tenía trece años. Recuerdo su sombra proyectada en la pared del pasillo, una imagen que
salía de su habitación en la que mi madre le ayudaba poniendo su mano sobre la frente y
acercándole el cubo. Pude ver aquello pero no intervine porque era un niño: ante mí la
imagen de la persona que más he querido en mi vida, débil, agotado, vencido por la
enfermedad. No era posible que alguien tan lleno de vida, tan cariñoso, tan cómplice,
aquel que estudiaba conmigo los deberes y tenía una paciencia infinita con mi torpeza en
matemáticas estuviera vencido por la enfermedad. Yo no lo sabía, pero intuía que mi
padre se moría, a aquel sentimiento terrible contribuía la proyección de la sombra de la

74
caverna de Platón en la pared inmensa de un pasillo.
Cuento esta experiencia sensorial porque aporta muchas claves y, en mi caso, fue
definitiva para conocer bastante de lo que me estaba pasando. Hay personas que hacen el
duelo con las mismas «estaciones de penitencia» que tuvo el difunto, y así hay gente que
se ahoga después de que uno de sus padres haya muerto de enfermedad pulmonar, o
personas que sienten palpitaciones cuando ha habido algún fallecido a causa de
enfermedad cardiovascular en su entorno. No lo hacen de manera consciente pero su
cuerpo pasa por el duelo hasta que se libera. Es como si nos programáramos para sentir
lo mismo y de esa manera pudiéramos despejar alguna incógnita pendiente.
A este escrito le iba a llamar en principio: «No se pueden cumplir cincuenta años.» Los
libros cambian de nombre hasta que, al igual que les pasa a los puentes, encuentran su
punto de equilibrio, se afianzan y así pasan los siglos. La referencia a esa edad viene
porque nada más cumplir los cincuenta aparecieron las goteras, sé que no hay una
relación directa entre enfermedad y estado de ánimo, pero al igual que conozco que en
un estado sereno se controla mejor, cuando la «tristura» te invade es posible que estés
dándole categoría a tu enfermedad. Un centurión de Cafarnaún salió al paso de la
comitiva de Jesús para pedirle que le ayudara porque su siervo estaba en casa paralítico y
gravemente enfermo. «Yo iré y le curaré», le dijo Jesús, y este centurión acuñó la
célebre frase: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastaría para sanarle» («domine non sum dignus»). No le pide un milagro directo, no le
pide que haga una demostración de magia espectacular, ni que separe las aguas, tan solo
una palabra. En realidad una palabra es mucho más que un concepto, tenía razón el
centurión porque una palabra era lo que le hacía falta y fue lo que obtuvo como
respuesta. Porque hay palabras que sanan pero muchas otras hieren como espadas de
doble filo, y depende de cómo esté tu estado anímico hay palabras que tienen cabeza
nuclear que explota en tu jardín y derrumba tu casa.
En mi cabeza pesaba la enfermedad de mi padre porque yo no quería que mis hijos me
vieran vomitar, pero mucho menos quería morir mientras ellos fueran niños, no quería
que les pasara lo mismo. De manera inconsciente me estaba aproximando al final de los
días de mi padre. O quizá no tan inconsciente: el inicio de mi enfermedad se localiza en
los primeros días de noviembre (mi padre falleció un día 5 de ese mes), ¡y mis vómitos
comenzaban siempre en miércoles! (mi padre murió un miércoles).
Nunca he sentido tanta paz, ni tanta seguridad, como cuando me tumbaba en el sofá y
apoyaba mi cabeza en sus piernas. Es curioso porque no lo hacía con mi madre, pero sí
buscaba ese momento de estar con él; hasta recuerdo una vez cómo escuchaba los
latidos de su corazón y cómo hice por acompasar los míos a los suyos para sentirme
unido a él; pensé que era la mejor manera de establecer un vínculo duradero, nuestros
corazones se habían sincronizado de manera espontánea. Pocas veces había vuelto a ese
lugar de plenitud y de seguridad, a esa cámara isobárica que me aislaba de la presión
exterior hasta convertirme en una persona feliz. Por desgracia disfruté poco tiempo de
esos momentos, o se cortaron cuando más falta me hacía porque entraba en la
adolescencia y necesitaba la figura de referencia de un padre.

75
Cada uno establece sus vínculos afectivos como siente, conozco a personas que ponen
por delante de sus padres a alguno de sus tíos porque se han criado con ellos y los tienen
por alguien más próximo. Otros eligen a alguno de sus hermanos, con el que tienen un
vínculo de especial relación que les proporciona seguridad.
Mi padre representaba la figura completa para mí y un espejo en el que proyectarme
en tanto era buen conversador, persona muy educada, excelente jinete y enamorado de
su trabajo hasta límites románticos. Precisamente su lado como jinete me ha servido no
pocas veces en la vida. Mi padre sostenía que para saltar un obstáculo «antes tenías que
verte al otro lado con el corazón»; el obstáculo se podía superar si estabas seguro, no
tenías miedo y pensabas que eras la persona que lo podía conseguir. Él lo había hecho
muchas veces con un caballo que recordaba con gran cariño: Lagartijo. En otro caso
podrías tropezar con las barras o caer del caballo porque el animal sabe a quién lleva
encima y si duda o es una persona segura. Saltar al otro lado con el corazón era lo
contrario a ser un loco que galopa por una pista de equitación, tenías que saber cuáles
eran tus límites y fijarte en aquellos obstáculos adecuados a tu nivel. No valía pensar que
eras capaz de saltar un vertical de dos metros como se hace en los grandes concursos
olímpicos, si no estás preparado no puedes acometerlo. En mi caso, con una pequeña
barra de noventa centímetros de altura era suficiente.
Esa teoría de que las dificultades se atraviesan con el corazón la he tenido muy
presente en los días de hospital. Por ejemplo, sabes que duermes allí una noche y que a
la mañana siguiente a las ocho van a llevarte a un quirófano para una intervención. Pero
sabes, también, que ese día además de las ocho tiene más horas y que llegarán las doce
del mediodía, hora en la que con suerte volverás de nuevo a tu habitación tras pasar por
la sala de reanimación en la que estarás hasta recobrar plenamente la conciencia. Mi
corazón se programaba en que volvería a las doce, o a la una, y que aquel día tendría
una tarde y luego una noche y así hasta completar un calendario.
Es evidente que no soy un loco, ni un masoquista, y que he entrado en los quirófanos
con miedo más o menos elevado, pero sabía que volvería a mi cama para ver el resto del
día. Un loco entraría en el quirófano escupiendo al suelo y arengando a los doctores a
que fueran afilando el bisturí; una persona con el corazón sereno sabe que la vida es
frágil pero que está en las mejores manos.
Para dejar de vomitar tendría que crearme un espacio de felicidad, volvía de nuevo al
sofá de mi casa en Cuatro Caminos, donde mi padre se sentaba en un lado y yo me
tumbaba a lo largo para posar mi cabeza sobre él. En ocasiones me llegaba el olor de
unos pequeños cigarros puros que fumaba de la marca Panther y que venían en unas
cajitas metálicas de color vainilla con dibujo y letras en negro.
Mi padre murió, repito, un miércoles. Quizá por ahí venían mis vómitos.

La eternidad por fin comienza un lunes


y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, al abolido.

76
Y en él se apagan todos los murmullos
y aquel rostro que amábamos se esfuma
y en vano es ya la espera, nadie viene.

La eternidad ignora las costumbres,


le da lo mismo rojo que azul tierno,
se inclina al gris, al humo, a la ceniza.

Nombre y fecha tú grabas en un mármol,


los roza displicente con el hombro,
ni un montoncillo de amargura deja.

Y sin embargo, ves, me aferro al lunes


y al día siguiente doy el nombre tuyo
y con la punta del cigarro escribo
en plena oscuridad: aquí he vivido.

ELISEO DIEGO, Comienza un lunes

77
Nosotros los «quimioterapiados»

La sala de espera de la consulta del hospital de día donde te citan para las revisiones es
un lugar lleno de gente conocida. Son personas que has visto varias veces en todo el
proceso, algunos son compañeritos de butaca cuando te daban la quimio en aquel lugar,
otros estuvieron contigo en la planta de Hematología y algunos no sabes situarlos pero los
tienes por uno de los tuyos porque los «quimio-terapiados» somos gente de forzosa
hermandad.
La sala de espera tiene dos tipos de asientos: los terribles y los tapizados, es una
división que le gustaría a McLuhan que a su vez creó la dicotomía entre apocalípticos e
integrados; esta es más fácil de comprender. Si te encuentras con alguien con mala cara
enseguida te preguntas si tendrá lo mismo que tú y si estará en peligro porque el
tratamiento no le está funcionando. En cambio, cuando ves a alguien con buen aspecto
puedes dar por bien empleada la mañana. Eso me ocurrió al encontrarme con un señor
quizá de mi edad, con barba y algunos pelos dispersos en la cabeza, lo mejor era su
sonrisa porque ya estaba curado. Y se trataba de una persona que se había sometido a un
autotrasplante de médula, es decir, alguien que ya había recorrido un camino que me
tocaría caminar a mí en un plazo corto de tiempo. Estaba curado, lo dijo y le
preguntamos incrédulos, y era verdad. Quizá su piel, o esos pelos tan lamentables que
salen cuando vuelve la actividad celular lo podrían decir, pero era incuestionable su
sonrisa, la de un superviviente, o mejor la de una persona que había triunfado ante la
adversidad, un guerrero que había vuelto de la batalla, un gladiador que había llegado a la
edad de jubilación, un arbusto que renacía después de las heladas del invierno, por lo
tanto era primavera en su sonrisa y nos la contagiaba a todos los demás.
En cierto sentido era la versión discreta de aquella señora que dijo en la consulta de
Hematología: «¡Que os pongáis buenos tós!», solo que en este caso se trataba de alguien
mucho más discreto. Es evidente que me identifiqué con él por su manera de contarlo y
porque había salido con éxito. Ahí confirmé algo que tenía claro desde que empecé a
escribir este relato: mi obligación de transmitir al resto de enfermos que se puede salir,
que se sale y que aunque a veces hay días terribles todo tiene un sentido y es recuperar
la salud a ser posible con la erradicación definitiva de la enfermedad. una vez que debió
verme algo agobiado, el doctor Canales me dijo que la enfermedad, y el hospital, son una
temporada y que luego te curas, pasa el miedo y todo vuelve a la normalidad, que no
pensara que iba a pasarme la vida en un hospital, «yo doy malas noticias a veces pero
llegará un día en el que las dé buenas, eh», dijo Canales mientras extendía un montón de
recetas que correspondían a citas de pruebas que me había ganado por campeón.
Un tiempo después le dije al doctor Casado: «Realmente yo para lo que sirvo es para
ex enfermo.» Tenía claro que quería dejar los días de controles y hospital. En el edificio
de extracciones, una sala espectacular donde no menos de cien personas esperan todas
las mañanas a que les saquen sangre, me conocían todas las enfermeras y enfermeros y
no son menos de doce, cada uno en un puesto repartido en dos plantas.

78
Y también me conocían las administrativas que daban cita. Una mañana en la que tuve
que guardar una cola de media hora, como era lo habitual, salvo en el mes de agosto, en
el que parece que nadie enferma, al llegar al mostrador y sabiendo que era una cara
conocida le dije a la administrativa: «Quiero dos entradas, centraditas, por favor», y ella
en un golpe de lucidez mental me respondió: «Solo me quedan dos de pasillo y fila 14.»
Menos mal que todavía queda gente con sentido del humor a pesar de estar en sitios
donde el personal no acudimos por placer, y donde se respira el miedo del novillero antes
de que salga el morlaco a la plaza. Igual que a nadie le amarga un dulce a nadie le gusta
un pinchazo con una jeringa, que en mi caso se convertía en show porque la extracción
se realizaba a través del port-a-Cath (un enfermero pidió en una ocasión un biombo para
que me taparan. Le dije que me daba igual, pero me respondió: «No, si lo hago por la
gente que es muy cotilla, una vez se desmayó uno que estaba mirando mientras gritaba
¡que le pincha en el corazón!, ¡qué le pincha en el corazón!, y se vino abajo»). De hecho
entre los puestos de extracción hay un sillón verde, enorme, con aspecto de cómodo.
Tiene su explicación: «Ahí ponemos a los que se marean.» Y en la pared unas
instrucciones prolijas para activar en caso de parada cardiorrespiratoria aunque hay quien
tiene otra opinión: «Si tenemos que actuar siguiendo ese protocolo tan estupendo el
paciente se muere, lo mejor son dos leches bien dadas y recupera la conciencia», me dijo
David, un enfermero de Jerez cargado de sentido común. Digamos que cada uno tiene su
método y que lo importante es que el resultado sea bueno.
Aquella sonrisa del hombre sin miedo era mejor que cuarenta chutes de quimioterapia.
Había vuelto a la salud, a la vida, por lo tanto era posible. «¡Qué suerte y qué buen
ejemplo!»
En realidad estaba deseando olvidarme de lo que es un PET, de a qué hora son los
análisis, de la merienda del hospital, de los ciempiés, de la cara de Canales (con perdón
porque es un médico magnífico) y de los cristales sucios por fuera de la planta de
Hematología, porque como no se pueden abrir las ventanas el único mecanismo es
contratar a Spiderman y eso no siempre es posible porque casi siempre anda liado
salvando a la humanidad. ¡Eso!: ¿y por qué Spiderman no venía a salvarnos a todos?, si
podía contra malos universales, ¿no iba a poder con un linfoma cualquiera? En realidad
daba igual si venía Spiderman o no, yo me hubiera conformado con el profesor Bacterio
de la TIA, ese que por culpa de un crecepelo infalible dejó calvo a Mortadelo. Ibáñez nos
podía dedicar un tebeo a los «quimioterapiados».

79
Olores y sinsabores

Discúlpeme el lector si insisto en que a causa de la quimioterapia se alteran los olores y


los sabores hasta el punto de que tu colonia habitual te dé asco. Lo de la colonia tiene un
pase porque puedes vivir sin ella pero, en cambio, tener el paladar en ruinas es
tremendamente desagradable porque te deja retraído y fastidiado. Uno ve a la gente
disfrutar en las terrazas de una buena comida y siente envidia sana de aquellos días en
los que el tomate, el jamón o las lentejas tenían sabor.
Me parecía tremendamente injusto perder el paladar, ¡si hasta a los condenados a
muerte se les da la posibilidad de elegir la cena! (y casi siempre piden langosta). En
nuestro caso la langosta sabría a pollo a la plancha, así de injusto es el paladar con los
«quimioterapiados». La idea de irme de este mundo, cuando me asaltaba, sin poder catar
de nuevo los sabores naturales me llevaba a una tristura indecente. Ni siquiera podría
realizar ese último deseo del condenado, total me iba a dar lo mismo un salmorejo que
una sopa de cocido.
Es cierto que el mal sabor se corrige a las pocas semanas, y si estás muy entrenado, a
los pocos días, eso me pasaba cada vez que salía de la sexta planta diagonal. Resulta
asombroso cómo el cerebro se entrena y es capaz de reinventar sabores cuando no es
posible llegar a ellos, yo quería que la comida tuviera sabor y lo que hacía era imaginarlo,
y aunque supiera a cartón hacía esfuerzos titánicos por darle sentido, pero hay un punto
en el que sabe igual morder una galleta que un trozo de jamón york; cuando lo superas es
que estás mejor, pero hasta ese momento es una tristeza comer, merendar, probar
cualquier bocado de algo que te sabrá soso por narices.
La vida no podía ser tan «cabrona» con un enfermo, nos tenía que dar otra
oportunidad para oler las flores también. La vida no nos podía quitar el placer de caminar
por un huerto que en mi caso lo cambiaba por pasear por un vivero que hay cerca del
colegio de mis hijos («y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado / mi espíritu
errará, nostálgico», escribió Juan Ramón en El viaje definitivo). Allí probaba mi
pituitaria acercándome a las flores hasta que de repente comenzaban a oler de nuevo, y
era tal y como lo recordaba, porque la memoria del olor y el sabor se recupera. La única
absurda ventaja que tiene la quimioterapia es que puedes cortar cebolla sin que te caigan
lagrimones (este detalle no sé si es científico y por lo tanto universal pero a mí me ha
pasado, aunque por desgracia apenas corto cebolla porque cruda no me gusta, le pongo
una cantidad mínima a la tortilla de patatas para que tenga un ligero toque más suave. La
cebolla cruda en ensalada me espanta, me parece de «un mal gusto exquisito»).
¡Puñetas: la vida no podía castigarnos apagando los sentidos antes de tiempo!, al
menos la oportunidad de sanar para volver a sentir los olores del campo cuando llueve, la
alegría contagiosa de la primavera o el placer de un buen guiso recién hecho cuando
humea sobre un plato que alguien te ha puesto con cariño infinito. Yo quería eso, era otro
de mis motivos para recuperarme lo más pronto posible, quería dejar de estar en
desventaja con mis sentidos, no era justo que la vida siguiera sin mí.

80
81
Una pegatina roja

Vanidad de vanidades... aunque prefiero la versión de Cabrera Infante: «habanidad de


habanidades todo el mundo está en ti Habana». Pero no todo el mundo ha paseado por el
Paseo del Prado habanero bajando hacia el malecón como yo he hecho varias veces con
mi amigo Jesús García, cuando descubrimos aquello que Colón definió como la tierra
más hermosa que los ojos vieran. Colón no sabía de paseos, ni de vanidades, tampoco de
quimioterapias. En realidad no sabía ni que había descubierto un continente, ni que cinco
siglos después el ayuntamiento de Ibiza votaría por mayoría que había nacido allí (los
malpensados sostienen que la votación fue para cobrarle el IBI con atrasos).
La vanidad no funciona en una consulta de hematología, más bien estorba como
molesta todo aquello que no conduzca al final de la sanación. Y así una mañana conocí a
la doctora De Paz (que trabaja en La Paz), y ella con su mejor sonrisa estampó una
pegatina roja encima de una carpeta azul que era mi expediente de autotrasplante de
médula y dijo las palabras mágicas: «¡quedas fichado, a partir de ahora te controlaré
todo!». Y ese todo eran unas pruebas pre-autotrasplante a las que se añadía el PET de
octubre y aquello que fuera importante para mi tratamiento. La doctora tuvo la paciencia
de aguantar todas mis preguntas, algunas absurdas, y tuvo todo el cariño para responder
de manera paciente a un tipo que podría parecer muy seguro de sí mismo pero que tenía
miedo como para hacer una exposición y vender entradas.
Tras la doctora De Paz vendría lo que califiqué como «semana fantástica de la bata
blanca» y consistía en lunes repaso a lunares con la doctora Feito, martes analítica de
control, miércoles instalación en el pecho de la llave Hyckam, jueves curso intensivo para
saber cómo se limpia el Hyckam, y viernes un PET de los de «vuelta y vuelta»,
completo de pies a cabeza. Un PET como Dios manda. Una semana cargada de tensión
porque la cabeza galopa por delante de los miedos y tira de ellos como si fueran todos en
la misma carreta dando tumbos por un camino mal empedrado. En realidad, cuando
tienes prisa los caminos están fatal.
El lunes la doctora Marta Feito sacó la lupa de mirar lunares y luego la cámara que
hace fotos tan cerca que si en la piel habitaran gnomos se les vería salir de sus casas
sonriendo. Ese mapa de la constelación «lunar» sirve para comprobar que nada ha
evolucionado de forma maligna y que todo sigue en su sitio sin generar problemas. Las
fotos las compara con las de la visita anterior y lo hace con detalle de joyero. De verdad
que los lunares vistos con tanto detalle le restan toda poesía a un recorrido por la piel que
tan evocador resulta cuando los cuerpos están en horizontal y relajados para las
cosquillas. En cambio el suelo de la consulta de Dermatología está tan frío que uno
podría pensar que por ahí comenzó el principio del final de Walt Disney.
El martes tocó otra analítica en la sala de extracciones, donde pasan cada mañana
ochocientas personas, y a veces hasta mil. Una sala inmensa en la que eres llamado por
una voz en off automática y luego tu nombre sale en una de las pantallas que cuelgan del
techo. Tantas veces he entrado en la sala de extracciones que raro es el día en el que no

82
me toque alguien conocido. Y esta vez, por supuesto, volví a dar con una enfermera
conocida. Y cuando alguien conoce tus venas mejor que tú es absolutamente normal que
el trato se relaje y surjan bromas.
El miércoles me recibió Alfonso en la sala de pinchar del hospital de día, «te remangas
el brazo, por favor», y ahí entre risas y comentarios acerca de las agujas y la madre que
las parió colocó un pinchazo certero que valdría para adormilar mi cuerpo antes de que
me pusieran la llave Hickman en el quirófano de rayos X. Alfonso hizo la pregunta de
rigor: «¿Has desayunado?», y le respondí la coña habitual: «Por supuesto, tostadas con
un aceite cojonudo», frunció el ceño, pero enseguida se dio cuenta de que le vacilaba. Si
has comido anulas la prueba porque tienes que estar en ayunas, no porque te vayan a
tocar el estómago, pero si hay complicaciones estás en un quirófano y ahí pueden
ponerte anestesia general, entubarte, etc., todo eso que convierte un día normal en una
jornada agradable llena de emociones inolvidables.
La noche anterior soñé con la operación, en realidad llevaba dos noches consecutivas
soñando con ese momento que imaginaba parecido a cuando me instalaron el port-a-
Cath. Los sueños son muy cabrones porque aparecen crudas las imágenes, a veces
habría que pedir anestesia para no soñar con asuntos desagradables, y eso a pesar de que
aquella noche me había propuesto no tener pesadillas, pero las cañerías del subconsciente
son muy suyas, trabajan para sus propios intereses y en nada tienen que ver con tu
razonamiento. Ya te lo puedes proponer con entusiasmo que luego el miedo aparecerá
como si tus sueños los hubiera dirigido el desaparecido Narciso Ibáñez Menta, que fue el
Hitchcock de la televisión en España. Había soñado que una doctora acercaba su cara a
la mía, y en efecto, la persona que me puso la llave fue una doctora; de hecho, todo el
quirófano estaba lleno de mujeres, ni un hombre, por lo tanto mis sueños tienen poco de
documental y mucho de Festival de Cine Fantástico de Sitges.
Alfonso me atontolinó con un «cóctel» de líquidos que caían por el gotero, esta vez no
era el conocido polaramine, se trataba de otro brebaje que solo él sabrá lo que era. Fue
sentarme en la butaca, diez minutos de infusión y agarrarme un pedalín de los que tienen
su punto divertido. El resto lo conocía: vendría una celadora a por mí con una silla de
ruedas (así fue), transitaríamos por la explanada principal hasta llegar al Hospital General
(en efecto), iría con una chaqueta horrible de color verde que dan en el hospital cuando
estás ingresado (otro acierto), probablemente haría un frío de narices en el tránsito (de
narices fue poco), y esperaría en la antesala a que me pasaran al quirófano para la
intervención (me colé porque me pasaron directamente porque me esperaban).
La instalación mucho más sencilla de lo que habían proyectado mis miedos, el trato
excelente, la conversación bastante amena, y en apenas diez minutos lucía en el pecho
otra medalla al mérito hematológico: un Hickman de tamaño generoso colgaba de mi
pecho y entraba por el cuello a través de la yugular por donde también bajaba el porta.
Había llegado al pleno de vías de acceso que puede permitir el cuerpo humano (aunque
creo que también pueden instalar un Hickman en el estómago, pero preferí no preguntar
porque igual te lo ganas por idiota). Fin del quirófano, fin del pedalillo, vuelta al hospital
de día cruzando la plaza helada que no tiene nombre (¿qué tal Stalingrado en homenaje a

83
la revolución de Octubre?, a fin de cuentas hacía frío, el edificio principal tiene una
escalinata como la de la escena principal de El acorazado Potemkim y un poco de humor
siempre es oportuno).
Luego me dieron el tradicional yogur que te arriman cuando vienes de una intervención
ligera para ver si estás bien, si tragas y no tienes efectos secundarios, y para casa con una
cierta inflamación en la zona y el miedo a encontrarte a alguien que al grito de
«¡machote!» te dé un golpe en el pecho que acabe contigo. A partir de ese momento
tienes que asumir que llevas algo por fuera de cierto tamaño que tienes que limpiar a
diario con heparina y que necesita básicamente que no le des un tirón porque en ese caso
se va todo a freír espárragos y toca volver al quirófano para seguir con la segunda parte
de la conversación tan agradable que mantuvimos todos.
Sales del hospital de día más contento que Ricardito y pensando que no había sido
para tanto, y que vaya gracia soñar situaciones horribles que luego no se corresponden
con la realidad. Dan ganas de pedir que te anestesien un poco más para encontrarte con
el médico de la pesadilla y mandarle a hacer puñetas.
Llegó el jueves, que era el cuarto día de la semana fantástica de la bata blanca, quizá
demasiada tensión acumulada porque el cuerpo se resiente de los traqueteos emocionales,
no somos seres con escafandra y traje espacial. La piel transpira sudor pero también
recibe impulsos externos que condicionan tu actitud. Así que jueves y cursillo de limpieza
del Hickman a cargo de Carmen, que es otra enfermera de las más entrañables que hay
en el hospital de día. El curso es bastante complicado porque exige un cierto nivel de
complejidad técnica además de una asepsia impoluta. Para manejar las dos llaves
(«luces» dicen ellos), es necesario inyectar heparina en cada una de ellas de tal forma
que hay que utilizar un frasco y una jeringa nueva para cada llave. A su vez es necesario
limpiar la zona con un espray aséptico y procurar ser hábil, ágil y coordinar bien los
movimientos porque las llaves tienen una pinza que «solo» se deben abrir cuando
inyectas la heparina para luego ser cerradas inmediatamente. Hay que realizar ese
proceso con cierta velocidad puesto que la llave conecta directamente con el corazón, así
que «tonterías las justas». También te advierten de que el principal problema es que se
infecte la zona y en ese caso tienes que ir al hospital de día y quizá volver al quirófano de
Rayos... para continuar con la agradable conversación.
Sabes que la llave instalada es el principio del autotrasplante de médula y que un día te
la quitarán en la habitación; el proceso es tan sencillo como quitar un punto y tirar de la
goma (supongo que el corazón no iría detrás pero tampoco me atreví a preguntar por si
me ganaba una respuesta).
Vuelta a casa en la recta final de la semana de la bata blanca, los cinco días de oro de
la sanidad pública madrileña. Al fin «el fin». Un día más y acabaría la pesadilla, que de
momento había sido más imaginaria que otra cosa, pero los enfermos imaginarios desde
Moliere a la fecha tienen derecho a la existencia. En apenas veinticuatro horas se habría
acabado el mal rato que estaba pasando y comenzaría un largo fin de semana que se
prometía estupendo a pesar de que estaba nublado y amenazaba lluvia.
viernes, día del PET. La cita a las cuatro y media, cuatro horas antes en ayunas. Había

84
perdido la cuenta de las veces que había pasado por aquella máquina que tanto me
impresionaba, cada vez menos la verdad (en mi ránking de pánicos seguía estando el
avión en primer lugar). Juan Cayetano, otro de mis amigos-contacto, no iba a estar esa
tarde pero me dejaría bien encauzado para que la prueba saliera perfecta. De nuevo me
vi en el cuarto en el que te dejan aislado sin escuchar música, ni poder leer, ni hacer nada
para que la glucosa no acuda adonde no debe. Esta vez habían puesto un letrero nuevo
que alegraba bastante porque el anterior que dice que los resultados estarán en secretaría
a los nueve días hábiles ya me lo tenía muy visto (a pesar del aviso aquella tarde una
señora que salía de hacerse la prueba preguntó: «¿Y esto cuándo está y dónde lo
recojo?», y con paciencia infinita le dijeron: «en secretaría en nueve días». El cartel
nuevo era un mensaje corto pero muy eficaz: «las batas se dejarán en el cubo de la
ropa». Y todo viene porque te dan una de esas batas que dejan tu culo al aire aunque si
tienes experiencia te la puedes colocar bien y evitas el espectáculo que puede ser molesto
y herir susceptibilidades.
Sandra, como otras tantas veces, me colocó en el raíl que iba a introducirme en el
túnel. Y como siempre las mismas instrucciones: «Los brazos aquí, respira normal y no
te muevas.» Basta que digan que no te muevas para que te piquen las orejas, la barbilla,
la nariz, las cejas, y hasta es posible que todo a la vez de manera un tanto incómoda.
Para vencer esas tentaciones en las que ya me gustaría ver al santo Job, mi manera de
combatir es contar el tiempo aunque en esta ocasión lo alterné con la preocupación de
que aquello tenía que «salirnos bien», como diría Canales. Tendría que ser así porque
me jugaba la entrada directa en la fase final del auto, o me enfrentaría a otra semana de
quimioterapia de propina en la que me ganaría otros cinco días de quimioterapia
ingresado en la sexta planta diagonal, sí, en esa en la que no se pueden abrir las ventanas.
Y me llenaba todo ese hueco del túnel una pena profunda que había sido llanto horas
antes y que me llevaba a preguntarme qué pasaba si no salía bien, y entonces me dio
igual el PET, lo que pasara dentro, el túnel, el miedo y la hora que era, y yo con el
estómago vacío pero llenas mis venas de líquido que me habían inyectado para ver el
contraste. Sin duda que muchas cosas.
Acabó la prueba, Sandra entró en la sala y dijo las palabras que más te pueden gustar:
«Hemos acabado, te puedes vestir», y te vistes y sales a un pasillo largo que por un lado
da a ninguna parte y por otro tiene una puerta azul de carnicería que se abre
automáticamente cuando te detecta. Un pasillo iluminado por neones donde hace frío
hasta en verano, un lugar impersonal que está entre los vivos y los muertos, un espacio
que no deberías haber pisado nunca y que no deberías volver a pisar jamás. Luego tienes
que subir dos pisos hasta llegar a la salida; antes una parada técnica para hacer pis porque
los protones se eliminan por esa vía, luego caminar por las galerías de un viernes que
están tan desiertas que se podría rodar una película de zombis (¿acaso seré un zombi a
estas alturas?). Ya en la calle un frío que corta y nadie. Nadie, curioso, me llamó aquel
día para ver cómo me había ido la prueba, ni un mensaje en el móvil. Sentí una soledad
de plomo en las venas, era lógico porque los viernes ¿a quién se le ocurre hacerse un
PET, a quién se le pasa por la cabeza que exista la medicina nuclear?

85
Tenía encima una tristura que se podría haber untado con un cuchillo en el pan, pero
en lugar de eso me fui a un Mallorca a comer un cruasán con lechuga, tomate y
mayonesa. Eran las siete de la tarde aunque por la luz podrían ser las diez de la noche,
gotitas de agua en el cristal del coche. El oscurecido más que el día fui yo.

86
Configuración norte-sur

Había entrado el otoño con todo el ruido que hacen las hojas al caer arrastradas por el
viento y por unas tibias gotas (lo siento, ya sé que es tentación hablar del otoño para dar
color, ocre que no mediocre, a un relato, pero esta vez era verdad).
Para entrar al Hospital General hay que hacerlo a través de un gran vestíbulo al que se
accede tras cruzar dos puertas dobles de cristal. Al portero que las gestiona hay que
reconocer su talento, porque las puertas no están igual y depende de cómo esté el tiempo
el tipo sabe jugar con ellas para que entre el menor frío de la calle y a la vez no se escape
la calefacción. Aquel día de otoño en el que me tocaba hacer las pruebas de pre-ingreso
del autotrasplante de médula, las puertas estaban en configuración norte-sur. Lo habitual
es que tengas que cruzarlas en zig-zag y los muy despistados se pierden entre el barullo
de cristales que pueden hacer de espejo según la luz del día. Lo fácil es seguir a quien va
delante, pero a veces no hay un quién y tienes que adivinar la composición de la puerta.
Que estuvieran las dos abiertas en paralelo quería decir que a pesar del otoño la
temperatura exterior era agradable y por eso podías entrar directamente sin hacer el
eslalon habitual de cada mañana para acceder al hall.
Siempre he pensado dos cosas: ese portero es un cachondo y ese hombre ha tenido
que hacer la mili en Marina porque de otra manera no se entiende que domine los vientos
con esa habilidad. Prefiero pensar esa teoría: igual que los romanos tenían a un
destacamento de marinería para poner el toldo al Coliseo estoy convencido de que el
responsable de acceso de las puertas del hospital de día ha sido grumete de fragata en El
Ferrol.
Por cierto que siendo peligrosa la entrada cuando está en configuración zig-zag no lo es
menos la primera esquina del fondo que da acceso a los ascensores generales, porque es
costumbre del personal pegarse a la pared para ir más deprisa y luego tropiezan de cara
en esa esquina produciéndose no pocos sustos cuando «te ataca» una silla de ruedas (que
tienen todas un aire de carro de combate propulsado por un auxiliar de enfermería que no
reconoce un ceda el paso).
El pre-ingreso parecía elaborado como pruebas de un concurso de la televisión, una
gincana: cuatro citas con horas de tal manera que te toca ir de un lado a otro,
descubriendo sótanos, semisótanos, recovecos y despachos que tienen todos el mismo
denominador común: las puertas son metálicas y chirrían como en los castillos antiguos.
Todo gran hospital tiene su punto de mazmorra y este no iba a ser menos. He estado
ingresado en habitaciones en las que daba miedo cuando abrían la puerta, uno se podía
imaginar al fantasma haciendo su entrada tirando de las cadenas enganchadas al tobillo.
La primera prueba fue de audiometría. Me metieron en una habitación que tenía un
micro-locutorio acolchado como había visto en los antiguos estudios de Radiocadena
Española. El aislante eran cajas de huevos forradas con una tela de saco que siempre son
tan agradecidas para los ácaros que anidan allí con entusiasmo de ocupas. En ese
cubículo te ponían unos cascos como los del protagonista de La vida de los otros y la

87
persona encargada de hacer la prueba se sitúa al otro lado de la pecera. El asunto
consiste en levantar la mano cuando escuchas un sonido y en decir si escuchas mejor un
diapasón en la oreja o detrás de ella. La prueba del diapasón me pareció muy interesante
porque parece que afina una orquesta y todo cuerpo debe tener ritmo y afinación para no
estropear la belleza que da una buena armonía.
Esa mañana conocí a otro «ángel» que se llama Carmen y que me ayudó a respirar por
la boca con una pinza en la nariz; no se trataba de una prueba para un concurso absurdo
de televisión sino de echar aire por la boca y de que lo recogiera una máquina a la que
Carmen había acoplado una boquilla que debía morder como hacen los boxeadores con
las férulas de dientes. Igual que en el boxeo (supongo), se trataría de que no se me
cayeran los dientes de un golpe. Le expliqué a Carmen que siempre he sido
extremadamente torpe para las pruebas de soplar porque mis pulmones son de moto
pequeña instalados en chasis de Harley & Davidson, y ella tomó el papel de directora de
orquesta: «sopla cuando yo te diga, retén el aire en tus pulmones, luego suelta y sigue,
sigue, sigue, hasta que no puedas más y yo diré empuja, empuja, empuja». Hubo una
pregunta especialmente divertida: «¿Es fumador?», «Ya no —dije—, pero de buena gana
cambiaba este tubo por un habano de calibre robusto».
Así fue, una perfecta directora de orquesta con la que tuve el honor de actuar en
calidad de primer pulmón. No hubo aplausos al final pero me deseó mucha suerte porque
la actitud positiva cuenta en la recuperación y en mí la vio.
A continuación una ecocardiografía que consiste en meterse por las arterias con un
aparato que trabaja desde la piel hacia dentro y al que untan de una pringosa y fría
gelatina que luego tienes que quitarte como si fuera alquitrán de la playa. Cada vez que
acudo a un ecocardiograma —no era el primero porque acepté estar en un programa de
estudio y seguimiento llamado GECAME—, me toca la misma camilla inestable en la que
te tumban de lado y notas los movimientos de un barco (comencé hablando de barcos al
referirme a las puertas de acceso y creo que la metáfora no era casual). Esa es la planta
en la que murió Franco, donde estaba una placa que lo recordaba pero que con las obras
de reforma había desaparecido para siempre. El recuerdo de Franco se mantuvo en La
Paz hasta el verano de 2012, a partir de ese momento alguien podría afirmar desde
aquella planta de Cardiología: «¡Españoles, Franco ha muerto!», quizás esto ya lo sabe
todo el mundo, pero lo que ignoran muchas personas es que la placa en bronce, cogida a
la pared con unos pernos tamaño tornillo de pantano, desapareció con la reforma; Franco
acabó en un sótano del hospital como también acabó su estatua ecuestre de Nuevos
Ministerios en un almacén de alguna parte. Desde luego que fue una lamentable pérdida,
era un bronce estupendo.
En la primera planta están las habitaciones de enfermos del corazón y la UVI de
Cardiología. Llegué justo a la hora de la visita de los familiares que se agolpaban en el
hall, habían llenado las sillas pegadas a la pared, otros buscaron un buen lugar en el que
apoyar la espalda y un grupo reducido hacía un corro en torno a una mujer que lloraba,
pronto supe por qué. Su marido había fallecido hacía unos minutos; el hombre salió a
trabajar por la mañana y le fulminó el rayo de un infarto que le partió el corazón. Ese

88
hombre no imaginaba que iba a ser la última mañana de su vida, así como su familia
tampoco imaginaba que se iba a reunir en la primera planta. El médico dijo unas palabras
a la viuda y le entregó el reloj y la cartera del fallecido. Lo último que queda de nosotros
es un reloj que nos sobrevive marcando las horas; no es nada cruel, los relojes nunca se
detienen salvo el del Titanic, que lo paró su constructor para dejar constancia de la hora
del hundimiento.
La última prueba fue una ecografía de estómago, quizá debí advertir a la joven doctora
aquello que me dijo el doctor Canales: «De por vida se verán en su estómago unas
manchas grandes y oscuras que son los ganglios fundidos por la quimio. Nosotros
avisamos cuando podemos, pero hay veces que no nos escuchan, o que el médico que
hace la prueba no lee el informe, y se llevan unos sustos tremendos.» Es verdad, a
aquella doctora se le demudó la cara y se marchó sin despedirse con su informe bajo el
brazo; por desgracia me recordó aquella tarde inicial cuando me descubrieron las
manchas grandes en el estómago. Pero esta vez estaba preparado, no me dolía nada y
sabía que la quimio había dejado rastros por mis entrañas (yo sí me había leído el
informe, por la cuenta que me trae).
En ese día de pruebas tan largo, como es habitual cuando uno tiene que someterse a
varias consultas simultáneas, me enteré que otros famosos habían hecho el mismo
recorrido que yo, entre ellos un conocido escritor y autor de teatro amante de los perros
y de la vida de cortijo, y una periodista que a la vejez le había llegado la fama por ser
polemista en las tertulias de la televisión. La fuente que me informó decía: «Pero esos
pasan por otro sitio y ni los vemos.» Luego entiendo que también se pierden la
configuración de las puertas de entrada al hall, aunque aciertan al acudir a la sanidad
pública cuando tienen un problema serio de salud. Meses antes me habían contado que
cuando se trata de personas muy conocidas se les suele cambiar el nombre en la ficha
para que si les llaman por megafonía no causen curiosidad general. Durante todo este
tiempo no me había cruzado con famoso, político o cantante alguno por los pasillos del
hospital y ya era un alumno antiguo, luego se puede afirmar que la salud del famoso y del
político está fuera de dudas: «ellos» no enferman nunca.
(Oiga, y a estas alturas, un año casi de tratamientos varios: ¿qué pasó con el miedo?
Pues como en el cuento de Monterroso, cuando despertó, el miedo seguía ahí.)

89
Todo a cien

Me acababan de poner otro plazo: cien días. Hasta el momento conocía los plazos de
vencimiento de las letras mercantiles: treinta, sesenta y noventa días, pero en medicina
son unos tipos más serios y crean el día «más cien». Hasta llegar al autotrasplante de
médula, para ser más exactos, al momento en el que prende la médula descongelada,
todo son días «menos». El día en el que prende es el día «cero» y a partir de ahí
comienza la carrera hacia el día cien, que es el plazo prudencial que le dan a la
enfermedad para que desaparezca.
Es como si el hematólogo se pusiera cara a la pared y comenzara a contar tapándose
los ojos con las manos como hacen los niños que juegan al escondite, y al llegar a cien se
diera la vuelta diciendo: «¡a por ti!». Ese día más cien más te vale que la enfermedad se
haya escondido para siempre porque irán a buscarla con analíticas varias y con otro PET
que debe ser el de despedida de todo el proceso. Si tenemos en cuenta el alto porcentaje
de éxito que tienen los trasplantes autólogos, entonces el día más cien se convierte en la
fiesta de graduación del vapuleado enfermo al que le han dado quimios, pastillas, malos
ratos y otros momentos de pánico en vena o bien servidos como canapés fríos.
Yo estaba destinado a ser otro del «todo a cien» y tenía todo el interés por no dejar
pasar mucho el tiempo, cuanto antes empezáramos el proceso antes llegaría la fecha.
Además, ya lucía en el pecho la medalla Hickman con distintivo rojo y azul (son los
colores de cada una de las entradas que tiene el tubo). La Hickman es la máxima
condecoración de la orden de los quimioterapiados, no es medalla pensionada pero
cuando te la ponen notas sobre tu pecho la chatarra que debió notar el camarada Bresnev
cuando presidía desfiles de las tropas soviéticas desde el balcón del Kremlim. Y un honor
semejante hay que lucirlo con mucho orgullo, porque no todo el mundo tiene la suerte de
presumir de Hickman, y eso que el mío se había estropeado algo: tuvo una ligera
infección que fue detectada a tiempo por la doctora Sanjurjo ganándome otra pastilla
extra de antibiótico cada doce horas. Mi pequeño pastillero no daba para más, en ese
momento a las pastillas habituales había que añadir otra para combatir un herpes labial y
el antibiótico para evitar que la infección (a la que me empeñaba en llamar «oxidación»)
terminara por echarme abajo la medalla con distintivo rojo y azul. Caso de caer, las
instrucciones eran muy sencillas; nada de alarmas, nada de pánicos, presionar con un
dedo sobre la yugular durante diez minutos y esperar a que cerrara el vaso
correspondiente, luego pasar el dedo por el recorrido del pecho hasta llegar al agujero de
salida del tubo, recoger el Hickman del suelo y, ¡muy importante!: tirarlo a la basura.
«No me venga usted con el Hickman en la mano como me vienen algunos pacientes
porque no lo quiero para nada, lo recojo con mucho cariño y lo tiro a la papelera», me
había avisado la doctora Sanjurjo.
El proceso para iniciar el descuento hasta el día «más cien» debía comenzar después
de esas tres semanas de ingreso separadas entre sí por tres semanas y luego un PET para
hacernos una idea de cómo iba el asunto. No se descartaba una cuarta semana de ingreso

90
para dar quimioterapia en caso de que el PET diera como resultado algún resto de
enfermedad, ¡y lo dio! No era nada tremendo puesto que la masa tumoral había
disminuido con respecto al PET anterior, pero sí quedaban restos y en una sesión clínica
celebrada un lunes («la eternidad comienza un lunes», que decía Eliseo Diego), el doctor
Canales decidió que me había ganado esa cuarta semana de ingreso, lo que llevaría a
otras tres semanas de «libertad vigilada» en casa para iniciar posteriormente el
autotrasplante tras pasar por la aféresis, que es el proceso de sacar la médula a través de
la sangre ayudados por una máquina enorme traída de Estados unidos y que igual servía
para sintonizar Radio Tirana que para hacer una aféresis.
Una cuarta semana era otra putada más del destino, porque se trataba de castigar a
unos ganglios que medían 1,4 centímetros, realmente poca cosa, pero volverían a darme
el ciclón platino de tan ingrato recuerdo. No era suficiente con darme de leches las tres
semanas anteriores, me había ganado una cuarta. Y, si mis cálculos no fallaban, me metía
de lleno en Navidad tocando la pandereta y contando con los dedos los días que faltarían
hasta llegar al más cien.
La verdad es que me daba igual, lo importante era cómo se lo iba a contar a mis hijos
para que vieran que su padre entraba tan contento en esa otra semana de ingreso porque
era lo mejor para él y lo que más convenía para el tratamiento. «Es importante la música
que se le pone a las cosas», me había dicho Javier Barbero. No es igual decir: «A vuestro
padre le han puesto una llave en el pecho que le duele mucho» que decir: «mirad, gracias
a esta llave nunca más me van a pinchar en las venas». En efecto, la publicidad es la que
ayuda a vender el producto.
Ingresé en la noche de «jálovin» de noviembre de 2012; se había cumplido un año
desde que comenzó el proceso. Ni el de Núremberg contra los nazis había durado tanto
(fue del 18 de octubre de 1945 al 1 de octubre de 1946. Y en esos meses les dio tiempo
a procesar a seiscientas once personas y a escuchar a trescientos sesenta testigos en la
sala).
Yo podía haber convocado a una delegación de hematocritos para que testificaran en
mi defensa en el proceso de La Paz; hubiera sido inútil pero habría conseguido la
atención mediática justo en unos días en los que se hablaba de rescate económico en
España y del huracán Sandy en Estados Unidos, un fenómeno convertido en huracán
tropical que inundó Nueva York para pasmo de los negacionistas del cambio climático.
Ese «jálovin» me tocó pasarlo en el hospital, donde también se viven las festividades
con entusiasmo. Allá donde hay una persona con bata y una jeringa en la mano hay
siempre un conato de «jálovin», no hace falta más disfraz, y eso que en el 2012 lo más
reclamado en las tiendas era la careta de ecce homo, que dio la vuelta al mundo, porque
sabido es que las ideas tontas viajan a la velocidad de la luz mientras que los
experimentos científicos tardan más tiempo en ser dados a conocer. un idiota se hace
mundialmente famoso en cuestión de segundos gracias a las redes sociales.
Era, en efecto, la cuarta y última semana de un largo proceso que había comenzado en
julio y que Miguel Canales había calculado que serían cuatro meses y medio. La
medicina no es una ciencia exacta, aquello de no hay enfermedades sino enfermos y no

91
hay linfomas sino ganglios cabrones que no ceden y emiten captación en el PET.
Ahora bien, el PET no es como el «ojo de águila» del tenis, no es el juez Salomón, no
tiene una autoridad mundial indiscutible. El PET también se puede equivocar y dar por
señal de enfermedad lo que es una infección común. Hace un año no sabía nada de esto
y nada sabía en ese momento, pero hay que reconocer que el enfermo también aporta
sus teorías.
Lo importante es saber cómo se interpreta la prueba del PET y para eso están los
hematólogos, yo solo servía como enfermo en vías de pronta sanación, un mantra que
me repetía varias veces a la hora para no caer en melancolías. «Esto es como subir el
Tourmalet, Rafa», me había escrito César Albiñana en un sms, «aunque te parezca
jodido, después de cada pico llega un llano, y hay que tener la cabeza fría para saber que
todo esfuerzo tiene su recompensa».
Según mis avezados cálculos volvería al hospital el puente de la Constitución; teniendo
en cuenta que ingresaba al comienzo del puente de Todos los Santos podría decir como
en la Oca: «de puente a puente y sigo porque me lleva la corriente».
Otra vez había vuelto a olvidar (sabiamente, bendita amnesia parcial) el sabor de las
quimios y las náuseas correspondientes, aunque en esta ocasión me tenía prohibido
vomitar, me lo había propuesto con firme propósito. Es verdad que la medicación puede
conducir a ese estado tan lamentable, pero no le ocurre igual a todo el mundo, por lo
tanto algo debía estar haciendo mal.
De nuevo otro ingreso en el hospital, esta vez no por vía de urgencias como pasaba los
domingos sino por la recepción general, adonde acude la gente con sus bolsas de mano y
la angustia de saber que al día siguiente van a ser intervenidos.
Y, de nuevo, otro compañero de habitación y los mismos rituales de termómetro,
tensión, limpieza, bandejas de comidas y caminitos por el pasillo en esos paseos que se
hacen lejanos cuando estás cansado; todo un pasillo, ¡menudo reto!
Allí volvía a ponerme bueno después de que me hubieran puesto un poco malito.

92
628.2

Ese era el número de habitación y la cama que me había tocado en el cuarto ingreso en
la sexta diagonal. Cuarto ciclo para combatir una pequeña lesión localizada, ¡cómo no, en
el mesenterio!, esa zona ignorada del cuerpo a la que había llegado gracias a las
explicaciones de los doctores. El mesenterio es como la cara oculta de la Luna porque no
pueden acceder a él con facilidad y, si lo hacen, les costaría encontrar un ganglio entre
tanta grasa acumulada (ellos le llaman «las asas»), y yo lo imaginaba como esa parte
blanca de los entrecotes que se vuelve amarilla cuando se les hace vuelta y vuelta, la
responsable de dar sabor a la carne.
No era una visión muy apetecible imaginarme como un buey cortado en lonchas, pero
a veces las imágenes se nos quedan sin saber por qué y no se marchan nunca salvo que
sean superadas por otras más absurdas.
Cuarto ciclo e igual protocolo, solo que en esta ocasión contaba con la ayuda de la
hipnosis para no vomitar que me había practicado Javier Barbero. Por delante seis días
de ingreso en la 628.2. Y de nuevo el ritual de saludos a las enfermeras conocidas que te
reciben con el mismo entusiasmo que en la recepción de un crucero: saludos, risas y
«ponte el pijama que ahora vamos a verte». Desde el momento en el que te quitas tu
ropa y te pones un pijama de hospital dejas de ser un ciudadano para convertirte en un
paciente al que despertarán de madrugada para poner el termómetro, al que despertarán
también para dar «la pastilla para dormir» si hiciera falta, al que sacarán analíticas de
manera asidua y al que darán un cerro de pastillas sobre todo con el desayuno. Miriam,
la enfermera que me había tocado en esa ocasión por las mañanas, las llamaba «las
chuches». Unas eran las que tocaban por el tratamiento y otras te las colocaban de
manera preventiva, por si acaso, y el «caso» era bastante amplio porque cubría varios
frentes a la vez, no fuera que algo se levantara en pie de guerra.
En el baño de la 628 también había animalitos con muchas patas que salían por la
noche cerca del plato de ducha, ¡ni se me ocurrió decir nada teniendo en cuenta la
experiencia que había tenido con la «lechada» que provocó algunos patinazos entre el
personal sanitario y las visitas! Igual iba a tener razón el fontanero jefe y aquella planta
había que levantarla entera para darle una alegría. Y es posible que con el tiempo alguien
lo haga, porque esos ciempiés tienen que ser animalitos jurásicos y preconstitucionales.
Lo nuevo de mi ingreso en la 628 era que podía presumir de la llave Hickman que
pendía en mi pecho. Una llave por la que me llegaba el tratamiento y también me hacían
las analíticas matutinas (entre las seis y las siete de la mañana, que ya son horas para
soliviantar al hematocrito que estará dormido).
Hubo cuarta semana de ciclo, lo había escuchado como posibilidad pero se convirtió en
algo real. Los días eran más cortos en noviembre e ingresar a las seis de la tarde era casi
hacerlo de noche: el mismo ritual de peso, medidas y pijamas.
En la cuarta semana aprendí que nuestras vidas son girasoles, me lo enseñó Víctor, con
el que compartía habitación. Víctor tenía ochenta y tres años, era un tipo grande que

93
padecía leucemia, los médicos le querían dar quimio, pero antes tenían que conocer el
origen de su fiebre, que podía estar en la tripa o en el riñón. Víctor hablaba poco, y lo
poco que decía era para contar lo enamorado que estaba de su mujer, con la que llevaba
desde que ella tenía dieciséis años, que fue cuando se conocieron y a él se le paró el
corazón. Ella era un poco más joven pero tenía alzheimer y dificultades para moverse
sola; lo que no había borrado el alzheimer era el cariño que sentía por él, y sabiendo que
estaba ingresado y que no le gustaba la comida del hospital ella le traía todas las tardes
algo que a Víctor le gustara: tortilla de patatas o croquetas. Al despedirse se daban un
beso en los labios con el ritmo lento de dos adolescentes. Víctor quería que se marchara
pronto a casa para que no estuviera sentada en una silla haciendo la visita; el truco era
decir que iba a dormir aunque no era verdad. Entonces los hijos del matrimonio se
llevaban a «mamá», que de manera muy protocolaria se despedía de mí todas las noches
con tanto cariño que parecía que me conocía desde hacía mucho tiempo: «¡hale, a
descansar usted también, que le veo con muy buena cara y me alegro mucho. Hasta
mañana». Y así era: hasta mañana.
Pero Víctor no se dormía, lo sé. Detrás de la cortina permanecía encendida su luz
hasta muy tarde, y cuando cruzaba por delante de él para ir al baño, o para dar un paseo
por el pasillo, sus ojos me seguían. Para seguir con la ficción de que estaba dormido yo
no le hablaba, solo levantaba la mano como el indio que saluda a otro indio y él me
respondía con el mismo gesto. Somos girasoles porque su cabeza estaba donde estaba la
luz, a veces girado hacia mi cama y en ocasiones mirando al pasillo hasta que volvía.
Nada hay de cálido en un flexo de hospital que emite una luz blanquecina, pero Víctor no
buscaba las vitaminas que tiene el sol, se conformaba con la compañía que le
proporcionaba.
Así era nuestra relación: sin palabras al principio.
Una mañana dijo sentirse muy triste y el médico que pasaba consulta le preguntó por
qué, y fue cuando supe que su mujer, anciana y con alzheimer, le parecía la mujer más
guapa del mundo, «he tenido suerte al casarme con ella». Lo que alarmó al médico es
que Víctor le dijo que tenía ganas de morir; lo que no sabía el médico pero yo sí porque
me lo había contado es que gracias a su pensión vivían él, su mujer, su hija, el marido y
dos hijos. Por desgracia tanto su hija como el marido estaban en paro, así que sabía que
era la fuente de ingresos familiar aunque no tenía ganas de seguir tirando de la
locomotora, estaba cansado; aquella fiebre de origen no localizado le cansaba mucho y
estar en el hospital le machacaba. A él lo que le habría gustado era volver a casa con su
mujer, a dar paseos por el barrio y a ocuparse de ella. Ambos estaban muy solos sin el
otro, los años habían trazado una relación de dependencia basada en el cariño de la que
podrían aprender muchas parejas, los años habían dejado el amor en el esqueleto pero
sin embargo habían creado una red de afecto que les mantenía pendientes el uno del
otro. Sin ella en el hospital, Víctor era un girasol que daba vueltas por la noche buscando
una luz.
A Víctor le trasladaron a una habitación individual para que estuviera mejor atendido,
se fue un día antes de que me dieran el alta. Lo volví a ver más tarde cuando ingresé

94
para el autotrasplante de médula; seguía en aquella habitación de la izquierda según
avanzabas por el pasillo, allí estaba su hijo en la puerta. Saludé desde lejos porque a esas
alturas no era recomendable que le diera la mano a nadie.
Víctor murió mientras yo estaba en una habitación aislado, me enteré al salir, no me lo
quisieron decir. A su hijo le dejó encargado que me diera una de sus piedras, porque le
gustaba coleccionar minerales. Dicen que fue un fallo multiorgánico, pero yo creo que
fue su voluntad; quería morirse y lo logró a pesar de que dejaba aquí a la mujer que más
le había gustado en su vida y que, tocada por el alzheimer, le olvidaría muy pronto por
desgracia. Los girasoles no viven mucho tiempo.

95
Soy un astronauta

Una máquina grande, inmensa, mayúscula que recordaba a las antiguas radios que
utilizaban los espías de la desaparecida RDA. Una máquina de color marrón llena de
botones negros que podías imaginar girando con mucho ruido, haciendo «clac-clac»
como ocurría con las radios que tenían muy duro el selector de onda media y de
frecuencia modulada.
Dos camas junto a dos grandes máquinas eran la parte central de la unidad de aféresis
en la que comenzaba el proceso del autotrasplante de médula («que ni es operación, ni
trasplante, ni ná», como definió un amigo sevillano que imaginaba que iban a abrirme en
canal para sacar literalmente los higadillos encima de la mesa del quirófano). La cuestión
era estar tumbado allí durante buena parte de la mañana y de la tarde mientras mi sangre
entraba y salía de mi cuerpo hasta la máquina de los espías. De ese cuidado se encargaba
Antonio, que es el enfermero que cuida de quienes pasamos por allí con más preguntas y
temores que otra cosa. La máquina hacía ruido y la sangre salía por un tubo del Hickman
para entrar por el otro, el proceso era sencillo pero no dejaba de tener sus efectos
secundarios como eran sequedad en la boca y no poder bajar de la cama ni para ir al
baño porque el proceso no se podía interrumpir. Así que con aquella temblequera de
barco de pesca mi sangre comenzó a abandonar mi cuerpo y fue cuando me sentí como
un astronauta que navega por el espacio sin gravedad. La máquina aspiraba mis arterias y
luego devolvía por otro canal aquello que se había apropiado y a lo que le había hecho el
correspondiente hurto de plaquetas y neutrófilos. Dice que se parece bastante a una
máquina de diálisis, es posible, pero para mí era una nave espacial con un motor diésel
de pequeño barco pesquero, así que tocotocotoco durante seis horas sacó mi sangre del
cuerpo y le dio un garbeo por ahí fuera. La leyenda negra dice que algunos cantantes se
renuevan la sangre cada año, pues en ese caso yo estaba cumpliendo con la tradición de
los ídolos del rock.
Como todo lo que ocurre en La Paz la amabilidad impera en sus actuaciones y te
cuidan con especial cariño. En las camas tienes derecho a ver la televisión o a pedir
alguna de las películas de su fondo de catálogo, y quizás hasta llevarte una de casa si lo
pactas previamente. A mí me daban ganas de poner música, la banda sonora de 2001:
Una odisea del espacio, un vals de Strauss con el Danubio azul como excusa era lo
mejor que podía suceder porque aunque no me pudiera mover de la cama y me tocara
hacer pis en un «conejo» como les llaman en la planta de Traumatología, aquel espacio
alicatado en blanco que tanto se parecía a una cocina antigua habría mejorado con una
decoración como la del concierto de Año Nuevo en Viena.
Es verdad que en la cama no experimentas sensación de ingravidez alguna (no flotas
como Pedro Duque en el espacio), pero nadie te podía quitar la sensación de vivir
durante unas horas como un astronauta en su pequeña nave propulsada por un motor
asmático que tiraba de tus venas con cansina reiteración de tal manera que a veces
notaba cómo chupaba líquido y pensabas si detrás de esa succión mecánica se te iría el

96
alma y tú con ella para quedar enredado entre las bobinas que giraban de manera
constante, sin desfallecer. Una máquina que hubiera sido una locura en la Transilvania
del conde Drácula.

97
El autotrasplante

Llegó el día, era el 23 de noviembre de 2012. Había visto muchas veces el pasillo y la
puerta de cristal que no debíamos traspasar porque estaba prohibido; allí se encontraban
los enfermos que iban a ser sometidos a un trasplante de médula, ya fuera autotrasplante
(autólogo) o alogénico (procedente de un donante). El pasillo no es tan largo pero parece
eterno cuando tienes que cruzar la puerta de cristal, una vez abierto aquel pasadizo que
daba con la sanación no había vuelta atrás. La puerta se abriría y quedaría cerrada para
mí en los próximos días, ¿cuántos?: los que fueran necesarios. Estaba programada otra
sesión de cinco días de quimioterapia intensiva, decían que era cinco veces mayor que
las anteriores y su trabajo consistiría en destruir todo lo que se encontrara a su paso. Era
una auténtica quimio-Hiroshima; de hecho el mayor peligro está en la recuperación,
porque si la médula no responde en ese caso tienes un serio problema de salud que te
puede dar el último disgusto de tu vida. La quimio era tan fuerte que ya no se trataba de
un gotero veinticuatro horas como las anteriores, en esta ocasión la infusión duraba unas
cuantas horas porque consideraban que era suficiente, a juzgar por las náuseas y vómitos
que me ocasionó debía ser muy intenso el cóctel de brebajes concentrados («es que
usted es muy "vomitoso"» decía una de las doctoras). «Ya, coño, ¿y qué?» Tampoco me
ayudaba mucho saber que era de arcada fácil, ya me habría gustado ser como David, que
hasta podía comer mandarinas en la cama sin inmutarse.
Mi habitación era la última del pasillo, llegué a ella tras pasar el umbral de la zona
prohibida. Era la mejor habitación en la que había estado nunca: solo, sin compañía, una
habitación amplia con un baño también amplio en el que podría entrar en la ducha sin
hacer ejercicios de estiramientos como me había ocurrido en todas las estancias
anteriores. Una habitación que olía a limpio porque la higiene es fundamental en una
planta de Hematología, luego supe que solo la sexta diagonal se limpiaba dos veces al día.
Todo listo para pasar un largo periodo en el hospital.
Antes de ponerme el traje de faena me senté en la cama con las piernas cruzadas, miré
a la pared y lloré porque aquel sitio en el que había entrado con tanta energía iba a ser mi
«cárcel» durante el próximo mes si no se complicaban las cosas. Había escuchado de
todo: relatos de personas que habían pasado una semana en la UCI, y también cómo la
temida mucositis te podía hacer la vida imposible. Lloré porque mi vida iba a ser aquella
habitación y el paisaje que se proyectaba sobre la M-30 madrileña: coches que pasaban
muy deprisa por la tarde y que entraban atascados a la ciudad durante la mañana. Hacía
un frío de mausoleo, tanto que Lidón vino al día siguiente con un radiador para calentar
el cuarto.
Mi nueva vida estaba regulada por no pocas instrucciones, de entrada un régimen
estricto de enjuagues bucales cada dos horas desde agua con limón a jarabes químicos,
todo destinado a evitar la mucositis; en realidad era para paliarla, porque te afecta de
todos modos (de momento seguía sin saber de qué se trataba).
La primera semana con quimio y luego programarían el día en el que volvieran a mi

98
cuerpo las sustancias que me extrajeron durante la aféresis en las dos mañanas en las que
me sentí un cosmonauta. A partir de ahí habría que esperar a que prendiera, y desde ese
momento la morfina se convertiría en otra compañera de viaje. Llegó la morfina y con
ella la engañosa sensación de no saber si estás dormido o despierto, tanto que una tarde
desperté diciendo que había toreado junto a José Tomás en la plaza de toros de Valencia
(la verdad es que no se me daba mal recibir al toro con el capote). Sin duda que un
absurdo, pero la morfina es la puerta al absurdo, es droga que no causa dependencia
durante pocos días y que evita el dolor. En alguna ocasión tuve que pedir de manera
puntual que subieran la dosis porque me dolía la garganta; recuerdo que la doctora de
guardia me dijo: «vale, yo le subo la dosis, pero cuando se crea que es un pollo me avisa
y se la vuelvo a bajar». El dolor de garganta era la mucositis que empezaba a hacer de
las suyas, se instaló sin que me diera mucha cuenta y con ella llegó la ausencia de apetito
y la alimentación por vía parenteral. A esas alturas toda el agua que bebiera la vomitaría
y cualquier cosa de comer me daría un asco monumental. Lo mejor de las bandejas de
comidas es que traían jarras con hielo y una Pepsi-Cola con la que podía hacer gárgaras
para aliviar mis llagas en la boca. La mucositis es eso: llagas desde la punta de la nariz
pasando por el paladar (llagas debajo de la lengua, bastante incómodas), y luego se
prolongaban por todo el tracto intestinal hasta el final de su recorrido. Una noche antes
de acostarme noté cómo la boca entera se movía por dentro, mi paladar estaba hecho de
gelatina que desprendía trocitos que podía escupir lentamente en una batea de cartón.
Llamé a la enfermera porque temía que esos trozos se fueran a mi garganta y me
ahogaran, pero no había problema, eso no iba a ocurrir, sencillamente tenía una mucositis
de caballo; lo recomendable era tomar una pastilla para dormir y dejar de pensar. Cuando
salí supe que había sido una mucositis grado 4 (el grado máximo es 5). El final de fiesta
fue cuando se me puso la lengua completamente blanca y apenas notaba el frío o el
calor; a esas alturas habían vuelto a dejar de tener sabor los alimentos por efecto de la
quimioterapia. La lengua blanca tiene un término más científico que es la lengua
descamada, y en efecto no la podían haber bautizado mejor porque el músculo se
convierte en un desierto sensorial que es un problema a la hora de probar la comida
caliente porque no la notas.
Todas las tardes, casualmente coincidiendo con la etapa más dura de las náuseas,
entraba una persona del servicio de comidas para preguntar qué iba a tomar al día
siguiente —en general puedes optar entre tres platos de primero y tres de segundo
(cuando estás en el autotrasplante, solo en esa fase)—. Cuidado que aquella señora lo
decía todo con una amabilidad extraordinaria, pero a mí me daba arcadas la lectura del
menú. Una comida que venía en la bandeja gris y que tenía que poner en el micro-ondas
de la habitación durante dos minutos antes de comerla, la idea es que no me llegara
ningún germen porque hubiésemos tenido un problema serio. El olor de la comida
recalentada también me daba náuseas y más de una noche no cené, menos mal que
estaba con la alimentación parenteral, que también desapareció como desapareció un día
la morfina, ese día llegó cuando ya había prendido el auto-trasplante (el día 14 de
diciembre, diez días exactos después de ponerme las bolsas que estuvieron congeladas a

99
180 grados bajo cero). Me dijeron que iba a oler a berberechos la habitación cuando
realizaran la maniobra de colocar las bolsas; en efecto, así fue, y desde entonces les he
cogido una manía especial a los berberechos, mejillones y almejas. La habitación estuvo
oliendo durante tres días porque cuando eres un «niño burbuja» no se puede abrir la
ventana y has de tener la puerta cerrada por lo que la ventilación procede a través del
sistema de aire acondicionado que en el mes de diciembre funcionaba como transmisor
del viento helado que llegaba desde la sierra.
Y llegó un día en el que el doctor Canales dijo que se acababa el aislamiento y que
podía salir a dar paseos por el minipasillo que tenía ante mi puerta. Podría atravesar
aquel recinto prohibido y se acababan las precauciones de contagio que habían llevado a
que cualquier persona que entrara en la habitación se tuviera que lavar las manos con una
solución hidroalcohólica de áloe vera, además de colocarse una bata y en ocasiones hasta
unas calzas. Hasta tuve suerte porque se adelantó mi alta cuando ya las enfermeras me
hablaban de cómo se celebraba la Navidad en la sexta diagonal; la verdad es que pocas
personas tan animosas como ellas y tan dispuestas a prestar ayuda.
Recogí el alta y saqué del armario mi ropa, que llevaba veinticuatro días sin verla. Es
extraño ponerse unos pantalones después de tanto tiempo. Miré bien el cuarto sin
ninguna nostalgia pero con curiosidad; durante esa larga estancia solo había cruzado la
puerta en dos ocasiones: para que me hicieran una placa de tórax y para una eco-grafía
de estómago (tuve mucho hipo durante unos cuantos días, tanto que hasta me dolía el
diafragma). Para la ecografía me bajaron en la cama, por supuesto con mascarilla en la
boca para prevenir contagios, y el camillero debió tener un mal día porque no pudo soltar
más sapos y venablos por su boca porque la cama giraba mal. Prometo que no tenía la
culpa y que a punto estuve de quedarme en la planta baja, donde hacían las ecografías,
porque nadie quería empujar la cama que tan mala fama tenía.
Recogí, me puse la mascarilla, la gorra y comencé a abandonar muy despacio el pasillo
decorado para la Navidad. Ya el doctor Canales me había advertido de que me costaría
dar paseos porque me iba a cansar, y era cierto, los primeros diez metros hasta el control
de enfermería fueron lentos y cansados. Atravesar el hall del hospital me costó un
triunfo, parecía que llevaba botas de plomo en los pies. En el hall me esperaba el padre
Manuel, con el que había establecido una amistad muy entrañable, me acompañó hasta el
garaje y se puso delante cuando bajaba la escalera por si me tropezaba (yo me agarraba a
la barandilla por el mismo motivo). Mis botas de plomo pesadas tiraban de mis tobillos
como no había imaginado, y luego todo ese cansancio del que me había hablado Canales
al que se añadían los veinticuatro días de internamiento por ser «niño burbuja», ¡y eso
que el primer día cuando entré caminé para trazar un circuito dentro de la habitación,
pero luego entre la borrachera de morfina y lo incómodo que es arrastrar «el palo»
cargado de potingues se me quitaron las ganas de excursión.
Es curioso cómo perdí la noción del tiempo, podían haber pasado cinco o seis meses, o
tres días. Borré todo lo malo, todo lo ingrato, al igual que la mucositis también se
perdieron los momentos. La mente selectiva siempre ayuda en la defensa de tu propia
causa, la mente es la mejor abogada defensora que puedes encontrar: hace trampas y

100
proyecta el miedo en todas direcciones, pero cuando se sabe en tierra firme crea un
mecanismo protector que ayuda a la huida. No recuerdo nada malo del autotrasplante,
pero sí conservo la memoria fotográfica de la habitación: los dos pequeños armarios, la
ventana que no se podía abrir y en la que se estampaban las gotas de lluvia, dos
estanterías para dejar cosas, en una de ellas estaba el micro-ondas, la mesilla en la que
ponía el teléfono con una base para escuchar música, la otra mesilla donde las
enfermeras dejaban las bateas con un fonendo y un termómetro, y a la derecha la
enorme puerta que se abría y siempre era con una noticia. Y todo regulado por un
cronómetro que decía que a las siete de la mañana tocaba sacar sangre para la analítica y
a las cuatro y media entraba David para pincharme en la tripa la odiosa heparina que
dejaba mi estómago tatuado de moratones.
En una de las paredes tenía el calendario de Adviento que habían hecho mis hijos, una
gran cartulina dividida en días y dentro de cada uno de ellos un mensaje; en la pared del
fondo estaban sus fotos, las que ellos habían seleccionado para que me acompañaran en
el hospital, curiosamente eran sus fotos de más niños. Para mí ellos no dejaron de estar
nunca a mi lado, los sentía muy próximos y su presencia me daba ánimos para salir de
allí. En realidad nunca sabes cuándo te van a dar el alta hospitalaria, pero estaba
convencido de que iba a ser pronto.

101
Manuel y la teoría del padre bueno

Ya he contado que tuve suerte al conocer al cura Manuel Chaves y los días de ingreso
me demostraron el alto valor de su amistad. Con Manuel podía hablar de cualquier cosa:
toros, historia, la vida, los libros. No encontraba en él nada que me hiciera recordar a un
cura que hablara del alma inmortal, del pecado, del perdón. Manuel y Javier Barbero son
las personas que sanan con palabras, que es la mejor de las medicinas.
Yo no le preguntaba cuándo iba a volver a verme pero siempre que me hizo falta
estaba; es curioso cómo se enteraría o cómo estimaba que podía necesitar su presencia.
A Manuel le gusta poner un punto de humor a sus intervenciones y eso nos unía porque
somos de la misma pasta. Nunca le vi alterado, amargado, o con ganas de evangelizar y
reconducir mi «pecadora vida» hacia derroteros más cristianos. Con Manuel hablé de
Jesús, claro, pero también de Mahoma, que había estado tan presente en los primeros
años de mi vida, de los toreros que me habían llamado la atención y de los libros que
consideraba imprescindibles, ¡por supuesto el de Manuel Chaves: Juan Belmonte,
matador de toros! Este Chaves no conocía a su «pariente» sevillano y pude solucionar el
desencuentro gracias a una librería por internet que prometía entregar el libro en cuarenta
y ocho horas.
Manuel forma parte de un grupo de siete curas que ofrecen servicio religioso en La
Paz; cuando le conocí llevaba veinte años con la bata blanca que puede provocar el
equívoco con un médico; le ha pasado muchas veces hasta que la gente lee en letras
azules bordadas sobre su bolsillo la palabra: «padre». Conoce muy bien cada una de las
plantas del hospital y tiene una memoria prodigiosa que le lleva a recordar fechas,
pacientes y médicos que les atendieron. Es tan minucioso con sus recuerdos que si se le
escapa algún dato se enfada con él mismo y no deja de darle vueltas al magín hasta que
aparece (le pasó un día con Almuñécar, pueblo granadino que se escapó de su memoria
durante un momento, y sin Almuñécar no podíamos hablar de Boabdil, y tampoco del
desembarco de Abderramán I, que llegó a Al-Ándalus huyendo de Siria y que loco de
nostalgia se hizo traer palmeras y granados para colocarlos en Córdoba y sentirse menos
príncipe en el exilio.
En una ocasión estuvimos hablando del papel de hombre paciente que tenía san José,
del que desconocemos muchos detalles de su vida, y al despedirnos se quedó dando
vueltas a cómo le llamaban a san José. Al cabo de un rato me llegó un sms al teléfono:
«San José, el hombre cabal.» Pues, en efecto, mucho de cabal tiene Manuel Chaves,
también de persona a la que le gusta buscar el hueco de la esperanza por desesperada
que sea la situación; en la planta de «paliativos» estuvo una señora de Rumanía a la que
dieron un mal diagnóstico, pero ella se resistía a morir en La Paz y le decía a Manuel que
«de paliativos se sale, se sale». Su constancia, una alta dosis de moral y fuerza de
voluntad la sacaron, en efecto, de paliativos para marcharse de vuelta a su país, donde la
esperaba un hijo de diez años. Se marchó con un saco de pastillas y no pocas
indicaciones médicas para combatir su enfermedad. El alta fue un triunfo para ella, para

102
su familia y para quienes conocimos el relato, porque nos dio moral para una buena
temporada. Los más cenizos decían que era un alta para morir en su país, ¿bueno, y
qué?, pero de lo que puedo estar seguro es de que aquella señora no murió en Madrid y,
lo que es mejor, rompió el cerco de la planta de paliativos cuya leyenda dice que una vez
cruzado su umbral no saldrás de allí con vida. Pues ¡y una leche!, lo cual es el mejor
conjuro para vencer el miedo. Se puede, claro que se puede.

Hacía años que no iba a una misa y fui a ver «actuar» a Manuel, que tenía una manera
muy didáctica de comentar las lecturas, en primer lugar porque le acompaña su voz
fuerte y después porque aplica lecturas milenarias que proceden de Palestina en asuntos
cotidianos del siglo XXI. Mis convicciones religiosas han variado poco, sigo siendo no
creyente y sostengo que la religión en el pasado fue un atraso y un lastre en la Historia,
pero no puedo ser tan idiota como para no reconocer que detrás de la religión hay
personas excelentes. No creo en Dios pero sí en Manuel, por lo tanto algo de cielo tendré
ganado en el caso de que exista. Desde aquella primera misa, que nada tenían que ver
con las del colegio, hasta hoy he seguido acudiendo cuando he podido, sobre todo los
viernes por la tarde que es el día en el que a Manuel le toca guardia. Las capillas de La
Paz (conozco dos pero creo que son tres) no tienen nada de arte barroco, que tanto me
gusta, más bien parece que las decoró el mismo interiorista que se ocupó de los TALGO
de los años sesenta, pero no es el lugar sino la persona y «la palabra». Mucha gente se
dice católica no practicante; yo, gracias a mi amistad con Manuel, me convertí en
practicante no católico, pero eso a Dios no creo que le ofenda porque más que estar en el
precepto y en cumplir con las normas de la Iglesia he preferido estar con los hombres y
con la empatía de sus mensajes. Hombres o mujeres fueron quienes me llevaron al
quirófano, hombres o mujeres fueron los que me limpiaron las heridas, hombres o
mujeres estuvieron pendientes de mi fiebre, de mis pruebas, de mis náuseas. Y gracias a
ellos estoy aquí, por lo tanto mi gratitud con el ser humano no tiene límite, ese ser
humano que es capaz de dar amor a cambio de nada, sin esa ayuda la vida sería algo
vacío y extraño. No puedo vivir en un lugar de altas palmeras porque Madrid tiene un
clima complicado, pero puedo soñar en traerlas cerca como hizo Abderramán I, el
primero de los omeyas que tuvo mando en la Península.
Manuel, cuando se refiere a Jesús en misa, lo cita como «el padre bueno»; en una
ocasión le pregunté por qué y me lo aclaró: «no todo el mundo tiene una buena imagen
de su padre, me pasaba cuando me refería al Padre delante de algunos niños y estos se
asustaban porque esa figura en su casa correspondía a la de un tirano, a una persona que
les gritaba y les pegaba tanto a ellos como a sus hermanos y a su madre». La figura del
padre bueno es una creación literaria de Manuel para explicar el Evangelio.
De alguna manera creo que nos descubrimos el uno al otro y que fue un encuentro
como el de los colonos que iban a América: una sorpresa en todos los sentidos y en todas
direcciones.
Guardo uno de sus primeros sms como un tesoro de afecto personal: «Rafael, te hago
presente en la oración y doy gracias a Dios por tu generosidad. Tu mirada serena, tu gran

103
corazón y tu mente lúcida te permiten ver más allá de ti mismo. Mi pequeña aportación
—cuanto puedo ofrecerte como persona y como amigo— adquiere otra dimensión
porque tú lo haces posible. El espíritu sopla donde quiere... y su acción es eficaz cuando
encuentra un corazón inquieto, acogedor, agradecido y capaz de conmoverse como el
tuyo. Un abrazo, MJChaves.»
Manuel, además de un hombre de fe, es un hombre de inteligencia y de bondad.

104
¿Para qué?

Una de las tomas de conciencia con mi enfermedad fueron las dos preguntas iniciales:
«¿Por qué yo?», que luego evolucionó a un «¿Y por qué ellos?». Pensaba que eran las
dos preguntas serias que te podías hacer cuando estabas luchando en una sala de
Hematología conectado a un gotero de quimio que te administra una «bomba» que al
menor contratiempo pita de manera continuada, como sale en las películas cuando un
corazón ha dejado de latir. Por supuesto que te advierten de que no pasa nada y que
enseguida se vuelve a programar, puede pitar hasta por andar bajo de batería a causa de
que lo hayas desconectado para ir al baño y luego se te olvidara enchufarlo a la pared. Es
otra de las cosas que no tienen importancia pero asustan hasta que no las conoces bien.
Fue Manuel Chaves quien me enseñó que existe una tercera pregunta, quizá la más
dura de responder: «¿Para qué?» La escuchó una vez en boca de un médico al que le
habían diagnosticado cáncer y fue quien descubrió esta inquietud que tengo por piedra
angular sobre la que se construye un buen relato de la enfermedad.
El «¿Para qué?» te sacude en la cabeza con vértigo de infinito como dicen que le pasó
a san Agustín cuando estaba en la playa reflexionando acerca de la Trinidad y vio cómo
un niño llenaba un hoyo en la arena con una concha vacía. El santo de Hipona le
preguntó qué hacía y el niño respondió que llenar ese agujero con toda el agua del mar;
pero le dijo el santo que esa operación era imposible y el niño respondió que tan
imposible como entender la Trinidad. El niño era un ángel, san Agustín, como todos, se
encontró con un ángel en su vida; otra cosa es que los sepamos ver.
Responder a «¿Para qué?» es duro porque no le puedes encontrar sentido racional a
una enfermedad grave que ocupa todo tu tiempo, que se abre en abanico hasta llegar de
acera a acera (Luis Rosales decía que un ciego ocupa toda la calle al repetir los números
de los cupones); pues como ciego que no tiene otro horizonte la enfermedad se mete en
tu presente para ocuparlo con total descaro. Te sientes invadido por una fuerza extraña
que te obliga a hablar su idioma, a adoptar sus costumbres y a renunciar a cuantas otras
tenías antes; en cierta manera te conviertes en un partisano que de día pone cara de buen
chico pero por la noche se dedica al sabotaje para que se retire la enfermedad por donde
ha venido. La lucha continua es una obligación, la mejor receta, y para eso debes tener
una mente despejada de problemas y concentrada en la causa de tu salud.
La respuesta al «¿Para qué?» depende de la capacidad de introspección que tenga una
persona. La mayor parte ni llega a formularse la inquietud, y el resto lo puede vivir desde
un sentimiento fatalista a algo más interiorizado que desemboque en una profunda
cuestión religiosa o en algo laico pero de igual calado. Aquel médico del que me hablaba
Chaves había acabado estudiando Teología porque la respuesta a su pregunta la encontró
por esa vía. Yo elegí otra más doméstica y personal que de paso me sirvió para repasar
algunos argumentos que tenía medio olvidados, entre ellos que lo importante en el
proceso era sanarme, y a continuación que hay que ir ligero de odios y de malos
recuerdos. El cáncer no admite pasajeros con pesadas maletas, hay que transitar por los

105
pasillos de los aeropuertos con una sencilla mochila que ocupe poco espacio, y aun así te
sobrará mochila. Lo importante, todo aquello que necesitas de verdad, apenas estorba,
apenas pesa, apenas ocupa. De ahí en adelante puedes tener por seguro que todo es
prescindible y se puede vivir sin ello. Sobra hasta el apellido porque te llaman, y llamas,
por el nombre. Un ser humano con bata de hospital de esas que se cierran por detrás y
dejan el culo al aire es muy poca cosa, carece de vanidad y de prejuicios. El cuerpo
como recinto y no como exposición de vanagloria.
En ese «¿Para qué?» cabe también la generosidad que en mi caso me llevó a agradecer
todo lo que hacían por mí hasta el más pequeño de los detalles, porque sabía que lo
hacían para curarme. Amor con amor se paga, lo decía Dominique Lapierre en La
ciudad de la alegría: «Todo lo que no se da, se pierde.» Y no estaba dispuesto a que se
perdiera todo aquello que había vivido con la intensidad de un enfermo consciente.
En todo caso la respuesta a mi «¿Para qué?» profundo se la dejo a la gente que me
conoce, ellos son los encargados de evaluar si he sido una buena persona o un gañán sin
memoria. No me corresponde a mí dar respuesta a una pregunta sencilla pero que duele,
como pasa con las buenas preguntas.
En otro nivel más superficial puedo reconocer que cambiaron en mí muchos
conceptos.

Crear mi agenda: todo quedaba en función de mis citas, ingresos y curas. Lo


lamento por algunos amigos a los que tuve que cambiar la cita un par de horas
antes porque la máquina del PET se retrasó. La agenda se convierte en el diario de
un egoísta porque todo está en función de ti.
El valor de los viernes. Era una sensación nueva porque hasta que enfermas parece
que vives instalado en la paz del calendario, a un fin de semana le sucede el
siguiente y así hasta completar un año. Pero cuando dependes de una analítica, o
de un ingreso, tener por delante todo el fin de semana es una sensación infinita que
ocupa mucho más de lo que podrías imaginar. Un viernes se convierte en la puerta
del paraíso porque hasta el lunes no vas a tener que volver por el hospital. Entre el
viernes y el lunes las dos columnas de Hércules: «non plus ultra», casi nada
apenas.
Usar tu pijama en el hospital siempre que puedas porque es tu ropa y te recuerda a
tu casa. El pijama de hospital tiene tres versiones: la bata erótica para las pruebas,
y luego dos tipos de pijama igual de feos, uno en verde imposible y otro en un azul
bastante discreto. En caso de no poder usar tu pijama lo más recomendable es
ponerse el de color azul.

Debido al port-a-Cath instalado en el pecho no podía usar mis camisetas pero sí, al
menos, el pantalón del pijama. Una ducha por la mañana, la maquinilla de afeitar y tu
pijama son claves para encontrarte a gusto. También vi enfermos que decoraban las
paredes de su habitación con fotos o con dibujos de niños, todo es válido para crear un

106
entorno amable.

Cuesta mucho leer en un hospital porque te interrumpen cada poco tiempo y


porque no estás muy concentrado, en cambio es útil tener un lápiz, o un bolígrafo,
y un cuaderno. Ahí puedes expresar comentarios breves, lo puedes utilizar de muro
de las lamentaciones, y puedes dibujar aunque sean trazos extraños que para otros
carezcan de sentido pero para ti no. A mí me dio por dibujar arcos románicos y
árabes de media herradura; nunca antes lo había intentado porque no me veía
capaz. Lo logré.
Sonreír siempre. Es mejor mostrar tu mejor cara que poner otras de defensiva que
te vuelvan un antipático. La persona que te va a atender puede que vea a otros
cincuenta enfermos esa mañana, por lo tanto no se lo pongas difícil y trata de
seducir, que además te da valor añadido y entra en la categoría de devolver el
cariño con cariño.
Nada es grave, todo pasa y de todo se habla en pasado, como decía mi abuela
Concha. Por dura que sea la prueba, o la intervención, hay que tener claro que al
día siguiente volverá a pasar la vida por tu puerta y tienes que abrirla como cada
mañana. Has de tener claro que las cicatrices son marcas y como tales se corrigen
con el tiempo y dejan de doler y de ocupar ese enorme espacio en el espejo en el
que tratas de reconocerte con esfuerzo. Conviene tener presente lo de Teresa de
Ávila: «nada te espante, todo se pasa».
No espantar a los demás con la pena o con relatos escabrosos. No todo el mundo
tiene curiosidad morbosa y le puedes estropear la tarde a un amigo que ha ido de
visita. Si has visto algo desagradable es mejor no contarlo, o hacerlo con sentido
del humor si fuera posible. Si se carece de humor entonces ni intentarlo.
Saber que puedes ayudar. Claro, por supuesto, y me refiero tanto a los voluntarios
de la Asociación Española de Lucha Contra el Cáncer como a tu capacidad de
contagiar experiencias positivas.
Mirar al cielo y aprovechar cada rayo de sol, cada día agradable y también cada
tarde de lluvia. Todo sirve para levantar el ánimo; es verdad que con viento a favor
se hinchan las velas, pero los buenos navegantes saben cómo sacarle partido al
viento de cara. Se avanza más lento y en zig-zag pero sin detener la marcha. Uno
no puede quedarse amarrado en el puerto porque haya olas, se sale, se capean y se
disfruta del lado salvaje que tiene el mar.
Ignorar la tristeza, porque ocupa aquellos lugares en los que tenemos dudas o los
vacíos de la mente. La tristeza cansa y es adictiva, cuidado con chutarse
jeringuillas de pena infinita porque terminas cayendo en la trampa de que eres un
caso perdido y ese estado se retroalimenta como las canciones malas se suceden
unas a otras. La tristeza es inevitable, pero hay que administrar la dosis para que
no se haga omnipresente.
Tener claro que puedes ayudar y ayudarte, sin la segunda parte ni intentes la

107
primera. Todo lo que puedas aportar a otros enfermos que pasan por tu mismo
trance es bueno, por un lado das confianza y por otro te afirmas en tus
argumentos, y eso te da valor para seguir adelante. De esto se trata, de
supervivientes y no de perdedores, por lo tanto tiene algo de relato épico y, digo
yo, que hasta alguna licencia de exageración se puede consentir (no solo exageran
los pescadores cuando hablan del tamaño de la pieza).
El enfado no es recomendable en algunas fases de la quimioterapia porque la
prednisona te puede poner la cabeza como un tambor, literal. Si te enfadas en esos
momentos notarás cómo el corazón late en tu cabeza y no en sentido figurado, es
lo más parecido a estar en un ring enfrentado a un boxeador de pesos pesados,
cada tortazo te calienta las orejas, pues igual.

El enfado solo te lo puedes permitir cuando alguien usa en vano los términos «cáncer»
o «metástasis» para hablar de una situación política o económica. Aprendamos a no
utilizar el nombre del cáncer en vano. La palabra «metástasis» es otro de los miedos que
todos llevamos dentro y que no deseamos escuchar nunca porque significa que la
enfermedad ha saltado la barrera. Cuando el doctor Casado me informó de la
«micrometástasis» en un ganglio me vine abajo porque por culpa de algo tan diminuto
me iban a retirar la cadena ganglionar al completo con lo que podría significar luego de
inflamación de la pierna izquierda.
A la vez que aprendí lo que quería por orden de prioridad (dejarse de rollos malos,
diría un castizo), también desarrollé un instinto que rechazaba algunos aspectos
cotidianos.

El pavor al puñetero timbre de la consulta, la fanfarria previa a que sonara un


nombre. Consideraba que ya había recibido demasiadas malas noticias como para
tener que escuchar más y por eso asociaba el timbre a mal asunto, un reflejo
propio de los perros de Pavlov.
Miedo a la máquina del PET cuando arranca y te engulle por el agujero. Es un
ruido eléctrico agudo que se pone en marcha y te lleva con velocidad hacia atrás.
Lo de la velocidad es muy subjetivo, pero ya he contado que desde una camilla
todo pasa a velocidad de AVE, es un efecto óptico muy condenado. Luego te
tranquilizas cuando la máquina se detiene, pero es necesario que entres y salgas
para captar toda tu silueta, «para que se vea bien el muñeco», como me dijo Juan
el enfermero en una ocasión. El muñeco está claro que es uno.
Angustia por estar recluido en una habitación que no deja de ser una cárcel
sanitaria. Durante los ingresos de las semanas de julio y agosto acuñé el término de
«Guantánamo II, Ciudad de Vacaciones» porque te daban la comida, la bebida
estaba incluida, había paseos en silla de ruedas y podías repetir gotero las veces
que quisieras. De nuevo el humor aunque sea negro te puede salvar de algunas
situaciones. Y la ventana que no se puede abrir es otro problema añadido a la

108
sensación de claustrofobia que puedes desarrollar a poco que funcione mal el aire
acondicionado, que tenía ideas propias e iba según qué habitaciones.
Pena por no ver a tus seres queridos, en mi caso a mis hijos, que no les hubieran
dejado pasar a la planta de Hematología. Vinieron a verme un domingo cuando
estuve en Traumatología pero se cansaron pronto. A mi hija le pareció fascinante la
cama articulada y me sometió a un calvario de sube/baja mientras decía que ella
quería una en casa. Mi hijo, en cambio, se quedó bastante triste y a los pies de la
cama, donde no dejaba de dar patadas o empujones con su pierna. El resultado fue
un mareo espantoso del que tardé un rato en recuperarme. Y sí es verdad que te
alegra ver a los amigos, pero me costaba mucho decirles que vinieran porque a
nadie le gusta ni estar en un hospital, ni visitarlo, dejémonos de tonterías.
Asqueado de bromas pesadas. Un amigo que se interesaba a menudo por mi estado
me llamó para saber cómo andaba, y al final de la conversación, cuando se iba a
despedir, dijo algo que me dolió profundamente: «mira, chico, te voy a decir por
qué no voy a verte. Es que en el fondo me das mucha pena». Valiente amigo,
valiente cabronada. Nunca le digas a un enfermo que te da pena.
Aprensión al recibir la visita médica de «la corte celestial» con el médico bajo
palio.
Mal rollo al pasar por la tienda de la funeraria instalada en el centro comercial en el
que desayunas tras las extracciones de sangre y situado en los bajos del hospital de
día. Muy mala impresión.
Malestar por que fumen a tu lado. El olor del tabaco se vuelve insoportable y lo
dice alguien que fumó puros y que ha llegado a soñar con que volvía a fumarlos
(añado que disfruté mucho de los Partagás número 4 y de los Montecristo
piramidales). Pero esos tiempos pasaron y ahí quedan en el recuerdo.
Contrariedad por no poder subir a la moto, a la que tengo como una prolongación
de mi capacidad emotiva; ir en moto me proporciona la felicidad de un vaquero a
caballo en el oeste. Primero fue por la pierna, que requería atenciones y curas, más
tarde por las plaquetas bajas, que aconsejaban no correr grandes peligros.
Resignarse a arrancarla en el garaje era muy duro para mí; comprendo que suena a
capricho, pero cualquier motero que me lea puede entenderlo, seguro.
Incomodidad al responder a algunas preguntas odiosas, no malintencionadas pero
sí inoportunas. En octubre de 2012 me invitaron a una mesa redonda de
africanistas para que acudiera a hablar de mi novela Doce balas de cañón, en la
que narro el asedio y posterior caída del cerro de Igueriben que dio origen a la
trágica retirada del ejército del general Silvestre y que se conoce por el Desastre de
Annual. Me enviaron un correo y un número de teléfono al que debía contestar, lo
hice, y la persona que lo cogió dijo: «¡Es usted el señor Martínez-Simancas, yo le
hacía a usted gravemente enfermo!» Un tipo muy oportuno.

Hay también otras preguntas incómodas pero las puedes meter dentro del apartado de

109
surrealismo clínico español. Por ejemplo: «¿La quimioterapia impide que se te levante?»,
y del estilo.

Angustia ante la soledad de algunas madrugadas en las que te despiertas y estás


solo, no tan solo como al bajar al sótano octavo pero sí físicamente aislado. No
puedes llamar a nadie y despertarlo para decirle que tienes miedo y te queda el
recurso de encender la luz de la mesilla, como cuando eras niño. Para esos
momentos lo mejor es la música, me ponía los auriculares o conectaba Radio
Clásica.
Cansancio de tener que recordar antes de salir de casa que si era de día tenía que
protegerme con crema solar y acordarme de coger la gorra correspondiente ya
fuera verano o invierno. El sol te duele de una manera descarada, como si fuera
una amenaza, y el frío también pica. La piel se ha vuelto más seca y tiene mayor
sensibilidad. También hay que tener presente el colirio porque los ojos se secan.

No sé si soy mejor persona, ya me gustaría estar en lo cierto y vivir con plenitud esta
prórroga que me ha dado la vida. Tampoco conozco el sentido completo de mi «¿para
qué?», eso tiene que estar reservado para los monjes budistas que controlan el cuerpo
para luego tener lucidez de mente. Algunos amigos con todo el cariño me han señalado lo
que tiene de ejercicio de crecimiento este relato; Félix Madero entre ellos. Tal vez haya
aprendido a mirar la vida con otros ojos y a exprimir los buenos momentos y a no dejar
que las «pájaras» que tiene toda enfermedad me despertaran todas las madrugadas
(algunas sí, pero tampoco han sido «todas»). Mi altura física se puede medir y de hecho
lo hacían cada vez que ingresaba en la sexta diagonal, pero la otra altura que es la que
realmente interesa no la tengo medida porque tampoco es el objeto de este libro. Algo
debo guardar para mí, y eso es una experiencia personal terrible que ha alimentado un
lugar que tenía dormido. Sé que a partir de ahora mi vida tiene otros parámetros que
antes desconocía, pero también estoy convencido de que la cabeza ayuda a recuperarte
de una mala noticia, y que la medicina evoluciona deprisa y que la confianza en doctores
y personal de enfermería me ha ayudado mucho. Ya en el siglo XIX se hablaba del
«microclima del paciente», que define el grado de confianza que se establece entre
enfermos y personas que le cuidan. Si ese microclima funciona entonces tenemos mucho
ganado, casi todo.
Puedo decir que he tenido mucha suerte con el personal que me trata en el Hospital de
La Paz en Madrid, y puedo afirmar que me he fiado siempre de lo que me han dicho,
entre otras cosas porque siempre ha sido la verdad.
Se aprende a ser compañero y generoso, aprendes a que si estás mal otros pueden
estar peor y tu palabra les puede ayudar para salir del trance. Una noche acabé en
urgencias porque tenía fiebre, un simple resfriado, pero cuando vives pendiente de
recuperar la médula cualquier fiebre te obliga a acudir a urgencias para que los
hematólogos de guardia te evalúen. Era lunes por la noche y el servicio de urgencias de

110
La Paz estaba tan lleno como un sábado por la tarde; durante las tres horas que duraron
mis pruebas pude conversar con las dos personas que tenía sentadas a cada lado (nos
tocó butaca; otros, como Benita, que se quejaba amargamente porque no le cogían bien
la vía, estaban en una cama. Aquello era el cuento de la venita de Benita). A la izquierda
tenía a un ex carabinieri de Nápoles que tenía ochenta y cuatro años y estaba hecho un
pincel, la bata imposible que te ponen dejaba ver su tanga negro. Y cuando un
octogenario lleva un tanga negro es porque tiene pensado que puede triunfar. Me recordó
lo que contaban Carmen Rigalt y Rosa Villacastín en ¡Socorro! Me estoy pareciendo a
mi madre; decían que uno de los traumas de su adolescencia es recordar las palabras de
sus madres que les aconsejaban llevar siempre la mejor ropa interior por si se
desmayaban en la calle y las tenía que atender un médico. A la derecha estaba sentada
una cría de dieciséis años que se había intentado suicidar porque después de tener un
aborto el novio la había dejado. A la niña le debí parecer un tipo curioso con su máscara
de tela, «¿por qué la llevas?», «pues porque no me puedo contagiar porque no tengo las
defensas muy lustrosas, mi médula está creciendo y puedo coger cualquier cosa, además
en urgencias están todos los virus que te puedes encontrar en un catálogo». No sé si
logré distraer a la niña, pero sí que tuve ocasión de decirle que no se sintiera culpable o al
final de sus días, porque su vida era muy larga y le quedaban muchas cosas por hacer,
algunas mal, sin duda, pero no por eso iba a quitarse la vida. Uno tiene derecho a
equivocarse las veces que sean necesarias pero no tiene ningún derecho a castigarse con
saña, a veces no hay peor mano que la nuestra.
Y dándole vueltas a mi cabeza que lleva en alerta demasiado tiempo he encontrado un
«para qué» que lo justifica todo: para ellos. Sí, para los que han invertido su tiempo, su
ciencia y el dinero de todos (La Paz es un hospital público) para lograr el objetivo último
de mi sanación. Para mi amiga la doctora María Alcocer que me ha guiado a distancia,
para cada uno de los profesionales de la medicina que me atendieron con un cariño fuera
de los límites que marca el protocolo.
Este «para qué» se extiende como una gratitud sin fronteras y el reconocimiento de
saber que estás en sus manos y que ellas son las mejores en este momento. Para que nos
salga a todos bien, para que «os pongáis buenos tós», para volver a cruzar pasillos de
consultas sin miedo, y para que aquellos que se quedaron por el camino tengan un
descanso eterno y feliz. Nosotros de momento tenemos mucho por andar y no voy a
renunciar a ninguno de los olores que me aguardan, ni placeres ni sabores. Y que todo el
tiempo encerrado en un hospital (en 2012 fueron tres meses repartidos en distintos
ingresos) se convierta en cielo abierto y sin nubes. Y el último «para qué» es muy fácil
de explicar, en realidad no hace falta: para sonreír.

111
Una médula tierna

Lo que me había llevado a urgencias era una médula de recién nacido, porque eso es lo
que era. Igual que a los niños les dan un calendario de vacunación yo también tenía el
mío, que debía empezar a los cuatro meses pasado el día cien del trasplante. Esas
vacunas incluyen sarampión, tos ferina, triple vírica. Imaginaba que me iba a tocar hacer
cola junto a unos bebés que lloraban en una consulta, pero bastaba con avisar al centro
de salud para que tuvieran las vacunas y luego pactar el día para ponérmelas. ¡Una
lástima porque a los niños les dan depresores de la lengua o guantes de látex hinchados
como un globo con ubres y se ponen tan contentos!, y a mí no me iban a dar más que las
buenas tardes y una segura mirada de extrañeza: «¿Usted... a su edad... pero no le han
vacunado del sarampión?» Me iba a convertir en uno de los personajes de Cuatro
corazones con freno y marcha atrás de Jardiel que regresaban a su infancia después de
haber probado un brebaje que cada año les hacía «descumplir». Un sarampión con
cincuenta y un años tiene que ser una faena mayestática por no decir una putada enorme,
hay enfermedades de adolescente que es mejor pasarlas a su tiempo, es como si un
jubilado acudiera a la consulta del urólogo por una fimosis.
Una médula nueva es la manera más clara de saber que eres un recién nacido, un
pipiolo con la experiencia de un tipo grande, una mezcla curiosa pero no por eso tenía
menos peligro de contraer cualquier cosa, al revés, a partir de ese momento cada vez que
salía a la calle en un enero bastante frío todo eran capas de ropa, gorro, bufanda, abrigo
y crema de protección solar porque mi piel se había quedado muy fina. De eso me di
cuenta cuando traté de abrir una botella de plástico y era incapaz de girar el tapón porque
me dolían los dedos, mi piel no era la de un bebé, pero lo parecía en cuanto a los
cuidados que demandaba. Mi memoria guardaba la imagen de fortaleza que me había
llevado a abrir botellas de plástico sin reparar en ellas, pero ahora no era capaz siquiera
de hacer girar levemente el tapón. Igual me pasaba con el teclado del ordenador, que me
provocaba dolor en las yemas de los dedos; todo enfermedades de princesa Disney que
no me pegaban en absoluto. Eso en cuanto al tacto, pero el resto de mis sentidos también
habían quedado «tocados»: el gusto estuvo durante muchos días en la edad del cobre
(todo lo que comía o bebía tenían sabor metálico), el olfato llevaba a que me diera asco
el olor de mi colonia habitual, la vista provocaba el curioso fenómeno de ver de lejos
mejor sin gafas. Todos los sentidos tenían que volver a su lugar, era cuestión de tiempo.
No todo dependía de la médula, pero en ella estaban depositadas mis esperanzas para
recobrar una vida «normal»; eso incluye poder caminar en un día de lluvia sin temor a
coger un simple constipado (no digo una gripe, que probablemente me hubiera costado
ingresar en planta de nuevo). Y no temer a los mareos por las bajadas de tensión que a
veces ocurrían cuando me bajaba del coche o me levantaba del sofá muy deprisa.
Yo era el mismo, pero mi cuerpo tenía algunas limitaciones espacio/tiempo; podía
hacer casi todo pero a un ritmo mucho más lento del habitual, solo era acostumbrarse y
tener por cierto que todo era temporal, y que cualquier cosa que hiciera estaba

112
encaminada a la recuperación total de mi organismo. No llegué a usar bastón pero en
algunos movimientos era un abuelito con todas las letras, y da igual, la vida no está hecha
para transitarla como Fernando Alonso en las carreras de Fórmula 1. Hay que tener la
certeza de que perder el tiempo es en muchas ocasiones la mejor manera de poder
recuperarlo más tarde.
Mi médula tierna era un relato también tierno. Me tenía que haber puesto un cartel
colgado en el pecho: «tengan cuidado con mi médula tierna», y así la gente hubiera
entendido por qué tardaba tanto en levantarme de la silla. Dar explicaciones todo el
tiempo es muy cansado... y muy poco tierno.

113
¡Quiero un polo!

Siempre he creído que conviene tener algunos conceptos claros en la vida porque,
imaginemos, de repente tropiezas con la famosa lámpara y de ella sale el no menos
famoso genio que suspendido en el aire, turbante en la cabeza y brazos cruzados te
pregunta: «¿Cuáles son tus tres deseos?, pídemelos y te los concederé.» En ese
momento entre aturdido y acojonado tienes que responder con celeridad porque el genio
igual que aparece se desvanece, y aunque vivas dos mil años nunca más te lo volverás a
encontrar. No se conoce a nadie que se haya encontrado al genio de una lámpara para
luego volver a encontrárselo de nuevo, eso es imposible. Por lo tanto hay que ensayar los
tres deseos y aunque no aparezca el del turbante, al menos luchar durante toda tu vida
por conseguirlos. Lo he tenido muy claro porque puede que la vida te premie, pero tú
tienes que pelear por tu parte y poner las circunstancias a tu favor, es aquello que le
pasaba a un meapilas que se acercaba cada día a una figura del Santo Ángel de la
Abundancia que había en la iglesia de su pueblo y le pedía que le tocara la lotería, es
verdad que lo hacía con gran puesta en escena, hasta se daba golpes de pecho. Un día
que estaban solos los dos: el ángel y el meapilas, la estatua habló y dijo: «¡pero hombre,
por lo menos compra un décimo!». A esos arranques de fe hay que apoyarlos con
grandes dosis de realidad o en otro caso ya lo puedes intentar con mucho entusiasmo
pero nada hallarás.
¿Pero qué tres cosas le puedes pedir a la vida cuando le has visto las orejas al lobo y
estás francamente jodido?
Durante mi estancia en la 5.a planta mientras duró el postoperatorio de ese ganglio que
buscó con esmero el doctor Asensio, pude ver cómo todas las tardes un chico joven
paseaba a un señor mayor por nuestro pasillo, ambos llevaban la cabeza rapada. Por una
enfermera me enteré de que en la 5.a planta diagonal (justo debajo de Hematología)
estaban los enfermos de cuidados paliativos, quizá no haga falta que detalle que son esas
personas que están sometidas a un tratamiento que alivie su dolor pero que no va a poder
evitar su final. Supongo que aquel anciano tenía más suerte que otros que ni siquiera
podían salir de su habitación porque su estado físico se lo impedía. La misma enfermera
de planta me contó que el joven que empujaba la silla de ruedas era el hijo y que todas
las tardes, al salir del trabajo y hasta las once de la noche, se ocupaba de estar con su
padre. Para que se notara su solidaridad con el progenitor, y quizás en señal de protesta,
se había afeitado la cabeza. Ambos paseaban conversando y se notaba el infinito amor
que tenía aquel hijo por su padre.
No sé lo que habría respondido el enfermo en caso de tropezar con el genio de la
lámpara, es fácil imaginar que lo primero hubiese sido recuperar la salud, pero líbrenos la
vida de tener que pasar por la situación de opinar por alguien que está en la recta de
salida. No lo sé, no puedo imaginarlo, sería un bobo si quisiera elaborar una teoría básica
acerca de aquello que nos es imprescindible cuando la muerte nos llama. Quizá
busquemos regresar a la infancia, al huerto y al patio del que hablaba Juan Ramón, a

114
esos días azules y ese sol de la infancia que dejó escritos Antonio Machado en el bolsillo
de su pantalón y que fueron encontrados después de morir como último testamento del
poeta. Quizás haya quien pida ver un último gol de su equipo, o quien busque el rostro
de su madre. De verdad que no sabría decir qué hubiera pedido aquel enfermo al que
tanto respeto tenía porque paseaba sin mirarnos, como si todo fuera extraño para él.
Sé, porque lo escuché, la conversación que mantuvo con su hijo en la que le pidió un
«polo de fresa». Sí, uno de esos polos comunes que se pueden encontrar en cualquier
puesto de helados y que son muy baratos, todo lo contrario que helados de moda que
son caros además de grasientos.
—¡Quiero un polo de fresa! —dijo el padre.
—Ya, papá, pero te acabas de tomar uno hace veinte minutos.
Se hizo un silencio entre los dos en el que se escuchaba cómo las gomas de la silla se
deslizaban por un suelo lustroso. Parecía que la conversación iba a quedar ahí pero el
padre volvió a tomar la palabra:
—Sí, claro, ¡pero yo quiero un polo de fresa!
Al final va a ser eso, cada uno vamos buscando nuestra sanación por el camino que
nos toca, pero en el fondo la felicidad es el cariño de quien está a tu lado acompañando
tardes de tranquilidad y recorriendo contigo largos pasillos... y el sabor de un polo de
fresa.
De la calle llegaba el escándalo de luz del inicio de la primavera que invitaba a
escaparse de allí aunque fuera en pijama y descolgado con unas sábanas. Me acordé de
Manuel Alcántara, quien hacía poco, y después de salir de una clínica, escribió: «hace un
día como para tener novia formal».

Rute-Madrid-Torremolinos, noviembre 2011-diciembre 2012

115
La guinda

Conocí a Rafa asustado, inquieto, tan lleno de preguntas como carente de respuestas y
con la intuición de los que saben que uno de los indicadores de la fortaleza es la
capacidad de pedir ayuda. Para mí ha sido un lujo que me haya permitido acompañarle
en este apasionante viaje del linfoma. Apasionante por lo de pasión —tiene mucho de
viernes santo— y también por la intensidad de la búsqueda. Este libro que tienes en tus
manos es un buen exponente, doy fe de ello, de todo ese proceso.
El maestro Benedetti ya nos avisó hace tiempo: «Puedo entender un mundo sin
respuestas, pero no puedo entender un mundo sin preguntas.» Rafa sabe de miedo, así
nos lo cuenta sin tapujos, pero hete ahí que el miedo no le impide formularse dos
preguntas radicales, vamos, como si hubiera padecido un cáncer: ¿Por qué? (es decir,
¿por qué yo?) y ¿para qué? La primera la resuelve con contundencia... «¿Por qué yo?...
no, hombre, ¿por qué ellos?»... En cuanto levanta la cabeza y otea el horizonte, sale del
propio ombligo y dimensiona a fondo la cuestión, es decir, trasciende. Esa es la magia de
toda la obra, la impregna de rostros, de otros compañeros inolvidables, camaradas
forzosos que le permiten no personalizar en exceso el infortunio. La rabia aflora al
formular la pregunta. Bendita rabia... Una de las cosas que fue incorporando en todo ese
proceso es que los sentimientos se expresan siempre, aunque fuera en forma de úlcera de
estómago y que, por ello, parecía terapéutico preguntarnos cómo los ventilábamos y en
función de qué mediaciones y de qué valores.
Responder al «¿para qué?» se le hizo mucho más duro. Aquí no vale la racionalidad,
de la que Rafa es un auténtico maestro cartesiano. Inicialmente deja el encargo a los que
le conocen, para que evalúen el grado de buena persona o de gañán al que ha llegado. Y
finalmente, como siempre, es la ruptura del solipsismo lo que le transforma. «He
encontrado un "para qué" que lo justifica todo: para ellos.» Vuelve a trascender desde el
«para qué el cáncer» hacia un «para qué el libro», suficiente y maravillosamente confuso
como para permitirse, en un mágico regate en corto, convertir la amenaza de la pregunta
en la oportunidad de la expresión de reconocimiento y agradecimiento a los que «han
invertido su tiempo, su ciencia y el dinero de todos (La Paz es un hospital público), para
lograr el objetivo último de la sanación». Decía Winston Churchill que «un optimista ve
una oportunidad en todo problema; un pesimista ve un problema en toda oportunidad».
Rafa es un optimista inveterado. No sabemos si por gusto o por necesidad. Lo que sí
sabemos es que, al final, acaban siendo los valores, como la generosidad o la gratitud, los
que sostienen en momentos de dificultad. Gratitud frente a la vida, como muy bien nos
recuerda, por permitirle jugar esta prórroga (¡incluso bastante más que la prórroga!) tan
generosa.
El libro es una canción. Y una canción se compone habitualmente de música y de letra.
Comencemos por la primera. Rafa nos recuerda de vez en cuando la necesidad de que la
vida tuviera banda sonora, porque necesitamos un compás para seguir. También nos dice
que la banda sonora de nuestra vida no la elegimos (¡como él no eligió, obviamente, su

116
cáncer!), ni tan siquiera la podemos escuchar, sino que son los demás los que nos dicen
si les gusta. Volvemos al principio. La vida es válida —o viene validada— solo por la
alteridad, por la presencia del otro. El ejemplo más certero nos lo coloca en su padre, con
el que Rafa fue capaz de sincronizar espontáneamente los latidos del corazón. Hay
músicas que ya no necesitan de letra. Pero Rafa, como buen periodista y literato, es un
maestro de la palabra. En este caso de la palabra encarnada, la que sale del tumulto del
deseo y la que brota del dolor de ese octavo sótano que también le tocó habitar.
A Rafa le ha podido sanar, como él dice, la palabra escuchada, pero entiendo que el
arma psicológica y espiritualmente más potente para él ha sido la palabra expresada, la
biografía narrada, la construcción escrita del peregrino forzado que necesitaba un diario
de campaña. Son las páginas de un vademécum irregular con múltiples funciones. A
veces, de válvula de escape, otras de espacio reflexivo e introspectivo casi críptico, en
otra ocasiones cumpliendo la misión de agenda afectiva que necesitaba ser nombrada
para seguir teniéndola inconmensurablemente presente. Al escritor también le sana su
palabra.
Esta biografía de la espera y de la esperanza se titula Sótano octavo. En alusión a ese
territorio oscuro e insondable en el que a veces, de forma inevitable, se adentra la
persona con cáncer. Y en el que está solo, en contacto con su más íntima y humana
fragilidad. Es el espacio del encuentro con la esencia de la humanidad solitaria y
vulnerable con la que nacemos y con la que acabamos muriendo. Pero no solo es eso.
Una construcción con ocho sótanos habla de verticalidad y elevación que solo pueden
erigirse si hay cimientos sólidos y profundos. Esa es la gran paradoja de la condición
humana, en lo más profundo de nuestra fragilidad se encuentra lo más sólido de nuestra
condición. La verdadera fortaleza la tiene el que no huye de su vulnerabilidad. Quien
asume el descenso al sótano, ese espacio de tinieblas, como Rafa, sin ñoñerías, puede
seguir mirando y degustando las estrellas, a la búsqueda de la luz. Y todo ese camino
tiene mucho de necesidad, pero también mucho de apuesta. Rafa no ha huido, ha hecho
compatible el afrontamiento positivo con el miedo y esa ha sido una de sus capacidades
más valiosas.
El escrito de nuestro autor podía haberse quedado como diario terapéutico al servicio
de él mismo y de sus próximos. Pero Rafa ha querido volver a dimensionarlo, ha querido
trascenderlo, como una herramienta útil para gentes que transiten por el mismo territorio.
Es un mapa, ni el único ni el definitivo, pero en él se encuentran claves para caminar, lo
que no es poco. Y esta es una de las grandezas del texto. El autor lo ha entregado al
editor sin conocer el resultado de las pruebas del día +100 tras su trasplante. La consulta
del día +100 es clave, porque en ella, grosso modo, se comprueba, con los resultados de
las pruebas, la efectividad del trasplante, al que Rafa denominaba «la bala de oro».
Entregar el escrito, sin saber los resultados, confirma la validez del proceso. Es obvio que
todos esperamos y deseamos puntuaciones positivas, pero también, en su caso, es
evidente el mensaje a todos aquellos que transitan por terrenos similares: no perdáis el
reto de vivir el camino, con mayúsculas, no desaprovechéis la oportunidad que se
encuentra tras la amenaza. Va a hacer el proceso menos tortuoso, y hasta incluso más

117
liviano y llevadero. Y hasta lo puede convertir —no gracias a, sino a pesar de...— en una
experiencia de crecimiento.
Rafa, amante del saber taurino, podía haber enfrentado el miura del linfoma como un
novato, dándole prioridad al miedo y, desde ahí, ocupándose en correr, alocarse y
temblar. Afortunadamente, aprendió de Juan Belmonte, y con arte veterano le dio
prioridad al deseo de una buena faena y, desde ahí, se empeñó en parar..., mandar... y
templar. A lo torero.
Enhorabuena, Rafa.

JAVIER BARBERO, psicólogo de enfermos


hematoncológicos de La Paz

Madrid, 14 de marzo de 2013

118
Índice
Portadilla 2
Créditos 5
SÓTANO OCTAVO 6
Prólogo 7
Hasta la médula 11
El primer ganglio centinela 16
El hospital de día 21
Bienvenido al mundo del ciclo 27
Los amigos preguntan 30
¡Hola, melanoma! 33
Las curas 44
Días de polvo 48
Le ha tocado el siete 52
Con ayuda de los amigos 56
La normalidad 61
Marcianos en Madrid 63
Que os pongáis buenos tós 65
Una comisión 67
La última voluntad de tita Carmen 70
Llega el otoño 72
Saltar el obstáculo 74
Nosotros los «quimioterapiados» 78
Olores y sinsabores 80
Una pegatina roja 82
Configuración norte-sur 87
Todo a cien 90
628.2 93
Soy un astronauta 96
El autotrasplante 98
Manuel y la teoría del padre bueno 102
¿Para qué? 105
Una médula tierna 112
¡Quiero un polo! 114

119
La guinda 116

120

También podría gustarte