El Niño Que No Sabia Soñar
El Niño Que No Sabia Soñar
El Niño Que No Sabia Soñar
sabía soñar
Vauro Senesi
Printed in Spain
Depósito legal: B-11464-2009
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. No obtenemos ningún beneficio económico ni directa
ni indirectamente (a través de publicidad). Por ello, no consideramos que nuestro
acto sea de piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la
siguiente…
RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta
lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
Todo negro.
Un negro tan denso que le parecía poder tocarlo.
Kualid acababa de abrir los ojos, a veces se despertaba en plena noche.
No estaba seguro de haberlos abierto en realidad, quizás aún estuviera
durmiendo y tenía los párpados cerrados, de ahí que hubiese tanta oscuridad.
Sacó un brazo por debajo de la manta áspera, y se restregó los ojos hasta que
sintió que empezaban a dolerle. No, se había despertado y tenía los párpados
abiertos. Los abrió aún más, mucho más, y durante un rato dejó de parpadear,
tanto que los ojos empezaron a arderle. Después, poco a poco, consiguió
capturar con la mirada una fina veta de claridad, tenue y móvil. Venía del
fondo de la habitación, de la rendija de la entrada. La puerta no era más que
una vieja tela de paño grueso, de rayas grises y azules. De vez en cuando un
soplo de aire, fuera, conseguía moverla, dejando entrar aquella delgada veta
que se alargaba y se acortaba con el movimiento de la tela. Apenas un poquito
de claridad, poco más que el reflejo de que aquella noche no debía de haber
luna o, si había, las nubes la habrían cubierto. Otras noches, cuando Kualid se
desvelaba, la tela de la entrada proyectaba una verdadera hoja de luz, limpia,
no la veta centelleante que veía ahora. Hubiera querido que luciera la luna y
que la noche fuera clara. Entonces no habría necesidad de frotarse los ojos o de
mantenerlos muy abiertos para tener la seguridad de que estaba despierto. El
haz de luz llegó a la tetera, sobre el hornillo, en la habitación, y la sombra de su
pico curvado se proyectaba, aumentada, en la pared. A Kualid le parecía una
serpiente con la boca abierta. Incluso le había dado un nombre a aquella
serpiente: Asmar.
Asmar era su amiga, la serpiente de las noches de luna. Cuando la veía en
la pared, Kualid sabía que podía salir a mirar Kabul desde lo alto. Si era
invierno se envolvía bien en sus dos mantas y, lentamente, sin hacer ruido,
apartaba la tela de la entrada y salía. Se sentaba sobre una gran piedra y
empezaba a lanzar piedrecitas hacia la ciudad, que se extendía abajo, en la
cuenca, rodeada de montañas. La nieve de los montes parecía capturar la luz de
la luna para después dejarla descender por el valle, sobre las casas, sobre las
ruinas. En contraste, se alcanzaban a ver las filas de agujeros negros de las
ventanas de los edificios que construyeron los shuraui, los rusos. Eran los
6
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
7
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
8
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Entonces, quizás, aquello no estaba fuera, sino dentro de los ojos del
muerto, pensó Kualid. Para eso, para ver dentro de los ojos de aquel hombre, se
había izado con los brazos sobre la trasera y había acercado la cara a la del
talibán tendido. Pero justo en aquel momento notó que lo agarraban por detrás
y tiraban de él con violencia.
—¿Qué haces, mocoso? ¿Buscas algo que robar de los bolsillos de este
hermano caído por Alá? ¿Eso es lo que quieres, sucio ladrón?
El miliciano que lo había agarrado era grande, con la barba y los cabellos
negros como el turbante que le envolvía la cabeza. Lo sacudía manteniéndolo
agarrado por la camisa con una sola mano, mientras que con la otra lo
amenazaba con darle una bofetada, que sin embargo no llegaba.
El miliciano seguía gritándole cosas que Kualid, asustado y confuso, no
conseguía oír; sólo veía una boca abrirse y cerrarse entre los tupidos pelos de la
barba. Se fijó en que le faltaba un diente, justo delante, un agujero negro del que
de vez en cuando salían bolitas de saliva. Y le entraron ganas de reír, intentó
reprimirse, pero las risas le salieron incontenibles del pecho, risas sincopadas de
espasmos continuos, que cesaron de repente.
Ahora el soldado lo miraba con expresión hosca, pero también perpleja.
—¿Te ríes? Entonces es que eres un necio, sólo un pobre necio... ¡Lárgate
antes de que te retuerza el pescuezo!
Pasó una fracción de segundo desde que Kualid se dio cuenta de que el
miliciano había soltado la presa hasta que se vio volar por los aires por la
patada que este le había asestado. Aterrizó bruscamente entre el cemento
desmenuzado de la acera y la calle agujereada. Notó una quemazón en la
rodilla, que sin embargo no le impidió levantarse de golpe y escapar a la
carrera.
9
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
azul desteñido. Kualid le miró el rostro libre del velo, que la mujer se había
levantado sobre la cabeza. Su madre aún tenía el cabello negro, un mechón le
acariciaba la frente, los pómulos altos evidenciaban el hundimiento de las
mejillas, una sombra le enmarcaba los ojos como un ligero maquillaje, pero solo
era la señal de un cansancio permanente.
Kualid le sonrió sin esperar que ella le correspondiera. Desde que Fahrid, el
padre de Kualid, había muerto, la sonrisa de su madre parecía haberse ido con
él. Kualid tampoco recordaba haber visto nunca aquella sonrisa, y a veces,
cuando salían afuera juntos y el rostro de su madre iba cubierto por el tejido del
burka, se preguntaba si allí debajo, a hurtadillas, mamá sonreía.
—Vamos, levántate, que el té ya casi está listo —le dijo con su voz baja y
ligeramente ronca. Mamá no hablaba mucho, como si los labios que no se
cerraban para sonreír tampoco se abrieran con facilidad ni siquiera para buscar
las palabras. Quizá por eso cada frase suya era para Kualid como una caricia, y
le hacía feliz.
La cortina de la entrada se apartó y en la habitación entró la figura curvada
del abuelo, que se había levantado antes para ir por agua. Llevaba una garrafa
amarilla de plástico. Vació parte del contenido en una bacinilla de lata, se
agachó, metió las manos nudosas y se lavó la cara. Gotas transparentes se
deslizaron y se perdieron en su barba blanca, como si hubieran sido engullidas.
—¡Te toca a ti, morro sucio! —le dijo el abuelo a Kualid, sonriendo y
dándole un cachete. Kualid se pasó agua por la cara y por los cabellos,
restregándose los mechones cortos, color castaño oscuro. Hinchaba las mejillas
y echaba fuera el aire, como para expulsar los escalofríos que le recorrían la
espalda de arriba abajo por el contacto con el agua fría. Mamá se levantó,
recogió la bacinilla y, en silencio, desapareció en la otra habitación para hacer
sus abluciones.
—Bien, ahora tomemos el té —dijo el abuelo y, después de coger la tetera
de pico curvado, la levantó para dejar caer desde arriba el líquido dorado en un
vaso de metal. Llenó otro para Kualid y se lo tendió. El humo claro que subía de
la taza se confundía con la barba blanca del abuelo.
«El abuelo tiene la barba de humo, de hilillos de humo atados», pensó
Kualid y, disfrutando de la tibieza del vaso entre las manos, se puso a mirar al
abuelo sin llevarse el té a la boca. El viejo captó su mirada y la cambió por una
respuesta:
—No, Kualid, esta mañana no hay pan. Bébete el té mientras esté caliente,
ya habrá pan esta tarde, si Dios quiere.
Pero Kualid seguía pensando en la barba de humo: parecía que cada hilo
pasara bajo la piel del rostro del abuelo y la levantara en una arruga.
—Abuelo —le preguntó entonces—, tú eres viejo, pero ¿cuánto?
—¿Me estás preguntando cuántos años he vivido? Muchos, Kualid, tantos
que ya no recuerdo cuándo nací.
—Y yo, abuelo, ¿cuántos años he vivido?
10
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
11
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
12
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
13
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
14
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
15
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
16
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
17
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
18
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
No los vio llegar. Eran tres chicos, también iban armados con azadas, debían de
haber salido de detrás de la curva. Kualid se los encontró delante como por
ensalmo, y por un reflejo inesperado y espontáneo aplastó aún más la espalda
contra la roca.
—¿Qué haces aquí, mocoso? ¡Este sitio es nuestro! —le dijo con tono
amenazador el mayor de los tres, que tenía toda la pinta de ser el jefe.
Acompañó las palabras con un empujón con la mano abierta contra el pecho de
Kualid, que lo lanzó de espaldas hacia la pared de roca de la que apenas
acababa de separarse. Pero, por aquel día, Kualid ya se había sentido bastante
cobarde por no haber seguido a Said a por la harina. Reaccionó de golpe. Dejó
caer la azada al suelo y se lanzó encima del chico, agarrándose a su casaca. En
un instante los dos se revolcaban entre las piedras y la tierra batida. Los demás
componentes del grupo parecían desorientados por la rápida reacción de
Kualid y se limitaron a apartarse un poco para dejarles espacio a los dos que se
peleaban. Su adversario era decididamente más grande y más fuerte. Kualid se
agarraba a él con todas sus fuerzas y mientras el otro lograba inmovilizarle los
19
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
20
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
21
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
22
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
23
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
24
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
25
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
26
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
27
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
28
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
29
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
del frente, al norte, en el Panshir, los cementerios son iguales, e iguales son
también las banderas de los mártires. Quizá cuando se encuentren en el paraíso
de Alá los mártires dejen de ser enemigos.
También Kualid se volvió a mirar aquel cúmulo de piedras, pero a él sólo
se le ocurrió que se parecía al que había hecho aquella mañana para enterrar las
cintas, la tumba de los sueños.
Cuando llegaron a la periferia de la ciudad, Kualid bajó del carro. Se
avergonzaba un poco de dejarse ver siendo llevado por el abuelo, tanto más
porque las calles ya estaban animadas por la usual multitud de bicicletas, viejos
taxis amarillos y enjambres de peatones, entre los que se divisaban, de vez en
cuando, a los márgenes del flujo, los burkas amarillos o azules de las pocas
mujeres en circulación, como pétalos desteñidos arrastrados por la corriente.
30
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
queroseno, montones de leña seca. Un niño, algo más pequeño que Kualid,
estaba agachado detrás del trapo sobre el que exponía su mercancía: cuatro
rollos de papel higiénico rosa. Sólo el naranja brillante de algunas cestas de
mandarinas se destacaba sobre la uniformidad polvorienta que parecía
envolverlo todo. Las tiendas se habían montado con las ruinas de lo que una
vez fueron construcciones. Telas clavadas en vigas de paredes destruidas o en
viejos palos de la luz, retorcidos y herrumbrosos, suplían a las marquesinas.
Parecían telarañas sucias y colgantes. No se advertía el olor a especias
característico de los mercados de oriente, sino solo a hortalizas y carnes
podridas, mezclado con el hedor ácido de los líquidos que corrían a cielo
abierto por una suerte de desagües cavados entre la calle y las aceras. No se
oían los gritos de los vendedores o la algarabía de la muchedumbre. A pesar de
que el mercado estaba lleno, todo parecía desarrollarse en voz baja, casi en
silencio.
Sin embargo, Kualid estaba excitado por el espectáculo de personas y
objetos que ofrecía el zoco, que a él le parecía una fiesta. Lo llenaba de
curiosidad y energía. Corría delante del carro tirado por el abuelo para abrirle
paso entre la gente. Agitaba los brazos, haciendo el gesto de abrir paso, como si
estuviera pasando la carroza del rey. A veces llegaba incluso a tironear y
empujar a los transeúntes que se detenían. Uno de ellos, un hombretón de
mediana edad con una espesa barba negra y un cucurucho de panes bajo el
brazo, no se lo tomó muy bien y le encajó a Kualid un empujón en pleno pecho
que lo mandó de culo al suelo. Pero el chico estaba demasiado excitado como
para empezar a quejarse y, mientras el hombretón se alejaba sacudiendo la
cabeza y farfullando algo a propósito de la educación de los niños, se levantó de
golpe y, sin siquiera preocuparse de sacudirse con la mano los pantalones
manchados de barro, retomó su frenética actividad. A menudo se volvía hacia
atrás para cerciorarse de que el abuelo seguía avanzando sin obstáculos. Fue así
como cayó entre las piernas de un guardia municipal. El guardia urbano llevaba
una larga barba blanca, y no se sabía si era más viejo él o el raído uniforme gris
que vestía. Era un uniforme que se remontaba a los tiempos en que los rusos
estaban en Kabul, o quizás incluso antes. Desde entonces ya nadie pagaba a los
guardias urbanos. Pero, en Kabul, muchos guardias, por orgullo del cuerpo o
porque no habían encontrado otra ocupación, continuaban ejerciendo su labor,
tolerados por los talibanes y mantenidos por la población que de vez en cuando
les daba algo. Así que todos habían envejecido junto a sus uniformes, que al
menos les servían para no sentirse mendigos.
—Eh, muchacho, ¿por qué no miras por dónde vas? —le gritó el guardia a
Kualid cogiéndolo por los hombros.
—Perdone, señor —le respondió Kualid levantando la cabeza para mirarlo
—, estoy ayudando a mi abuelo a abrirse camino con el carro. —Y le señaló al
viejo que se acercaba mientras tanto.
El guardia urbano aflojó las manos sobre los hombros de Kualid y lo miró
31
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
32
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
33
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
las mejillas. Los ojos estaban enmarcados por un par de viejas gafas de miope,
con las lentes gruesas y redondas.
—Entonces —continuó el hombrecillo—, ¿te decides a salir de ahí abajo?
En el desasosiego de la fuga se había metido debajo de una mesa, chocó
contra uno de los caballetes de madera que la sostenían y volcó el estante sobre
el que había unos cuantos botes de tinta, que rodaron por el suelo. Uno se había
abierto y el color se le había caído encima, manchándolo de rojo.
—Por el amor de Dios —le dijo el hombrecillo cuando finalmente Kualid se
puso de pie y pudo verlo mejor—. Mira cómo te has puesto, perdido de tinta,
de mi tinta. Qué te crees, ¿que me la regalan? ¿que puedo permitirme
malgastarla en un mocoso como tú? —Pero la expresión enojada del
hombrecillo estaba empezando a transformarse en una media sonrisa.
Kualid masculló un torpe: «Perdone, señor», mientras miraba a su
alrededor, un poco para no verse obligado a mirar a la cara al hombrecillo, y
otro poco porque se le despertó cierta curiosidad por la tienda. Había frascos
con pinceles de todos los tamaños y sobre todo muchos botes de medidas
diferentes salpicados de colores: amarillo, azul, verde, además del rojo que se
había volcado encima. Aquellos botes le parecieron muchas lámparas de
Aladino que encerraban, dejándolos sin embargo entrever, a los genios del arco
iris, capaces de derrotar a la penumbra que envolvía la tienda.
—¿Y bien? —insistió el hombrecillo—. ¿Te vas a quedar mucho rato ahí
embobado? Vuélvete por dónde has venido que yo tengo que trabajar, y ahora
también reponer en su sitio todo lo que has tirado al suelo.
—¿Qué hace con todos estos colores? —le preguntó Kualid. La curiosidad
ya había superado a la vergüenza.
—¿Cómo que qué hago? Trabajo. Pinto inscripciones, insignias, versos del
sagrado Corán, los míos son los mejores caracteres de toda la ciudad, puedes
apostarlo, chico. Pero ahora vete, te he dicho, y déjame en paz. Que Dios sea
contigo.
—Que Dios sea contigo —respondió Kualid y salió de la tienda a paso de
caracol, porque no podía separar los ojos de los botes de pintura.
Babrak, que así se llamaba el hombrecillo, era un calígrafo. El suyo era un
arte antiguo, el único permitido por los talibanes, que además de considerar
blasfema, como enseña el Corán, cualquier representación de Dios o del ser
humano, habían prohibido toda forma de dibujo o pintura, excepto el
embellecimiento de los caracteres de la escritura.
Mientras Babrak se recolocaba las gafas redondas sobre la nariz y se
disponía a ordenar su tienda, Kualid ya corría entre la muchedumbre, que
había vuelto a animar las aceras, hacia la explanada donde había dejado al
abuelo con el comerciante paquistaní. No tenía ni idea de cuánto tiempo había
transcurrido, las emociones habían sido demasiadas: el ladrón, el miedo, y
sobre todo los colores de la tienda del calígrafo. Temió que, acabada la
negociación, el abuelo lo hubiera buscado y que ahora estuviera preocupado y
34
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
35
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
36
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
dos era Kualid. El que tenía enfrente parecía otro Said. Vestía una larga túnica
blanca, limpia, un chaleco oscuro, y sobre la cabeza llevaba un gorrito de encaje,
también blanco. Pero lo que más le impactó fue la expresión de la cara. Parecía
haber perdido la alegre arrogancia que nunca lo abandonaba y en su lugar
ahora había una máscara de seriedad, que no lograba cubrir completamente
cierto matiz de tristeza.
Fue Said quien rompió el silencio.
—Ya no voy a poder ir a la carretera de Jalalabad, Kualid —le dijo con una
voz que quería ostentar gravedad—. No iré nunca más, esas son cosas de niños.
Me han aceptado en la escuela coránica. Mi padre va a acompañarme a la
madraza, donde me quedaré. Ayer, cuando nos cruzamos, íbamos a cerrar los
detalles con el mulá.
—¿Pero entonces quieres decir que no volveremos a vernos nunca más? —
preguntó Kualid sin disimular una nota de miedo en la voz.
—Nos veremos si Dios quiere —respondió Said.
En aquel momento llegó la llamada seca de su padre:
—¡Said, vamos!
—Tengo que irme. Adiós, que la paz sea contigo. —Said le dio la espalda y
corrió a reunirse con su padre.
Kualid no lograba encontrar las palabras, ni siquiera las justas para
responder a la despedida de su primo. Abrió la mano en un gesto que el otro ni
siquiera vio. Y se quedó allí, viendo cómo se alejaba con su padre hacia la calle
principal, mientras los otros miembros de la familia regresaban a su casa, que
parecía tragárselos uno a uno.
Sólo cuando Said y su padre hubieron desaparecido al final de la calle, en lo
alto del declive, Kualid se decidió a recoger las azadas del suelo y a volver hacia
casa. Un curioso pensamiento le atravesó la mente, lo único que consiguió
arrancarlo de aquel velo aturdidor que parecía envolverlo: «No me ha llamado
Rata ni siquiera una vez». Y ya sólo eso le provocó una pequeña punzada de
melancolía.
Repuestas las dos azadas tras el muro de la casa, Kualid se puso a caminar
sin proponerse una meta fija. Ya era tarde para ir a la carretera de Jalalabad, y
luego la idea de llenar hoyos sin la compañía de su primo pareció adelantar
aquella nostalgia que pronto empezaría a sentir por su ausencia. En todo caso,
los planes del día se habían desbaratado y Kualid se limitaba a poner un pie
delante del otro, sin pensar en nada, atento sólo a no resbalar por la pendiente
que bajaba hacia la ciudad. Faltó poco para que no le arrollara una de las
muchas pesadas bicicletas chinas que circulaban por las calles de Kabul. El
hombre que la conducía se vio obligado a poner los pies en el suelo para frenar
la carrera, pues los frenos debían de haber desaparecido hacía ya tiempo. El
hombre se apartó en el último segundo y siguió caracoleando sobre su bicicleta
para recobrar el control después de haber derrapado un poco. También Kualid
pareció recobrarse, miró al hombre que se alejaba y llegó a oír el insulto que le
37
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
dirigió.
Se dio cuenta que había llegado a la tienda del calígrafo sólo cuando, sin
saber cómo, se la encontró delante. Estaba convencido de haber vagado sin
intención de llegar a un lugar determinado.
Sin embargo, de las miradas impacientes que de vez en cuando le lanzaba
el hombrecillo, dedujo que ya llevaba un buen rato observándolo. Estaba como
hipnotizado por los movimientos de Babrak. Lo miraba mojar el pincel en los
botes de tinta con gestos parcos, mesurados, como si un solo movimiento más
brusco pudiera hacer huir la justa tonalidad y convertir en opacos los colores.
Observó atento la elegancia de los caracteres que el calígrafo pintó sobre un
cartel de madera apoyado sobre la mesa de trabajo. Parecía que aquellas
formas, primero afiladas y después más amplias, emergieran solas de las cerdas
del pincel, pero luego notó que la mano del calígrafo, más que empuñarlo,
parecía acariciarlo, casi convencerlo con dulzura de que se dirigiera a donde él
quería.
—¿Qué, tienes la intención de quedarte ahí clavado todo el día? —le dijo
Babrak, que había reconocido al chiquillo que el día anterior le había puesto la
tienda patas arriba—. Si tanta curiosidad sientes por mi trabajo, ven aquí a
echarme una mano.
Kualid se sintió arrollado por la emoción. Pero si la timidez le robaba las
palabras, el deseo de poder participar en lo que le parecía un ritual mágico, y
ser hasta iniciado en ello, aceleró sus pasos. En un instante estuvo junto al
calígrafo, preguntándole, pero sólo con los ojos, qué tenía que hacer.
—Mira —le dijo Babrak con tono teatralmente serio—. Esto es un pincel,
cógelo. —Kualid lo agarró inmediatamente, apretando el mango en su puño—.
Eh, eh —lo recriminó el hombrecillo—, lo estás empuñando como un bastón, no
se coge así. No vas a darle con él a nadie en la cabeza. Mira. —Babrak abrió con
delicadeza el puño de Kualid y con sus delgados dedos colocó el pincel entre
los del chico, después de haberlos dispuesto del modo apropiado—. ¿Ves?
Ahora ya está mejor —dijo—. Así puedes controlarlo y moverlo como quieras.
Tienes que pensar que el pincel es una cosa viva y que tus dedos sirven para
domesticarlo. Justo como se domestica a un caballo, con determinación, pero
también con delicadeza. Por lo demás, las cerdas del pincel son de crin de
caballo de verdad —concluyó despeinando a Kualid, como a veces hacía el
abuelo.
Kualid todavía no había dicho una palabra, concentrado en observar el
pincel y bien atento a no cambiar la posición de los dedos de como Babrak se la
había colocado. Se esforzaba en evitar que le temblara la mano, como si el
pincel estuviera hecho de cristal delicado, el cristal azul y sutil de los frasquitos
de Herat y, como aquellos, que pudiera estallar en mil pedazos de un momento
al otro.
—Ven —le dijo Babrak acompañándolo con una mano sobre el hombro—,
empecemos aprendiendo a mezclar las tintas.
38
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
39
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Said aún notaba en la boca el sabor caliente del carnero hervido, que comió
junto a los demás estudiantes de la escuela coránica a la hora del almuerzo.
Ahora estaba con ellos en una habitación de la madraza, de techo bajo y de
paredes desnudas. El suelo estaba cubierto por muchas alfombras sobre las que
él y unos treinta compañeros más estaban sentados, con el sagrado libro del
Corán abierto entre las manos.
El maestro, un tipo alto y delgaducho, con una espesa barba gris y
encrespada que le llegaba hasta el pecho, leía de pie y en voz alta algunos
versículos del texto santo. Los estudiantes tenían que repetirlos a coro una y
otra vez. Las lecciones consistían más o menos en eso, y se sucedían iguales
todos los días. Ocurría que de vez en cuando un mulá venía a dar su propia
interpretación de los textos, explicando el sentido e incitando a los chicos a
creer en la única fe, pero generalmente solo tenían que aprenderse de memoria
los versículos. No era algo fácil, porque estaban escritos y había que recitarlos
en árabe clásico y casi nadie entendía el significado. Sería por eso que, como
ahora, Said se distraía a menudo. Apenas tuvo la impresión de que el maestro
no lo estaba mirando, dejó de participar en el monótono coro con sus
compañeros y dedicó la lengua a la voluptuosa búsqueda, entre los dientes y el
paladar, de los restos del carnero.
Búsqueda y coro fueron interrumpidos bruscamente por la llegada al aula
de un grupo de personas que el maestro saludó calurosamente, antes de echarse
a un lado y dar paso a los protagonistas de la escena.
El grupo estaba compuesto por un mulá bastante gordo, cuya barba no
lograba esconder la obesidad de la cara, de un hombre bajo que llevaba un par
de gafas de aumento con la montura redonda, de otro que vestía sobre la túnica
una chaqueta de camuflaje y llevaba en el hombro un kalaschnikov con la
empuñadura adornada de brillantes tiras de plástico adhesivo pintado, y de dos
chicos, algo más grandes que Said. El hombre de estatura baja con las gafas
40
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
redondas se colocó entre los dos chicos y los empujó hacia delante un poco,
poniendo una mano sobre el hombro de cada uno. Luego empezó a hablar con
un tono al mismo tiempo enfático y monótono, como si ya hubiera repetido
infinitas veces las mismas cosas. Era un discurso que exaltaba las virtudes
religiosas que los dos estudiantes habían demostrado, su abnegación, y sobre
todo el hecho de que habían sabido demostrarse dignos de ser combatientes de
la guerra santa. Los puso de ejemplo para todos, que los miraban en silencio. El
mulá gordo se limitó a asentir a las alabanzas con señas de la cabeza y con
sonrisas, como bendiciendo las palabras del hombre bajito, mientras que el
hombre del kalaschnikov se mantenía mudo y aparte, la mirada enmarcada por
la barba negra, como ojos que escudriñan escondidos tras la espesura de un
seto.
No sabría decir por qué, pero a medida que hablaba el hombre bajito, Said
sintió el sabor del carnero menguar en su paladar, hasta que se encontró con la
boca seca, observando a los chicos. El más robusto, a pesar de su aspecto, tenía
una expresión tímida y un poco perdida, casi infantil. Se diría que habría hecho
cualquier cosa con tal de no estar allí, mientras era mostrado como ejemplo,
pero a pesar de todo trataba de mantener el comportamiento. El otro, que tenía
un físico bastante escuálido, todavía señalado por las ridículas desproporciones
típicas de la adolescencia, trató de compensar el conjunto guerrero posando con
un gesto en el rostro exageradamente orgulloso y agresivo. A Said todo le
parecía un poco ridículo, aunque, quizás a causa de la boca seca, no tenía ganas
de reírse. Más bien, pensó, avergonzándose enseguida, que en su lugar habría
tenido miedo, y que la sequedad de sus labios tenía que ser justo un síntoma de
aquel temor.
41
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
—Eh, estás todo sudado y agitado. ¿Has bajado de la montaña rodando como
un alud de piedras? —le dijo Babrak, retirando la mano con que le había
acariciado sus cabellos húmedos y secándosela sobre la túnica.
—¿Puedo quedarme? —replicó Kualid brusco, para evitar preguntas.
Realmente había rodado hasta la tienda del calígrafo como un alud de
42
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
piedras. Había hecho todo el camino a la carrera, sin detenerse nunca, porque le
había parecido que aquella afirmación, «soy un calígrafo, ¿comprendes?», sería
más real en el momento en que se encontrara en la tienda de Babrak, y entonces
había tenido prisa por llegar, por confirmarlo. Aquel día se concentró aún más
en mezclar los colores en los cuencos, tratando de imponer a los propios gestos
aquella seguridad y aquella fluidez que observaba en los gestos de Babrak
mientras pintaba sus caracteres. Indudablemente, también el calígrafo notó con
cuánto obstinado esmero desarrollaba Kualid las propias tareas, tanto que al
final del día decidió gratificarlo con un billete arrugado que se sacó de un
bolsillo de la túnica.
—Aquí tiene, señor Rata —le dijo con un tono divertido y un poquito
solemne—. Esto es para recompensarte por la ayuda que me has dado. —Se
quedó un poco sorprendido cuando Kualid agarró el billete y se lo guardó sin
siquiera dignarse a echarle una mirada, como si no le diera importancia alguna
—. Bueno, ¿qué pasa, te parece muy poco? —le preguntó—. ¿Tan poco como
para ni siquiera darme las gracias?
—No, no, está bien, señor, muchas gracias —murmuró Kualid.
—Vamos, ven aquí —continuó el calígrafo, que quería ver una sonrisa en el
rostro del chico—. Ahora quiero hacerte un pequeño regalo. —Cogió de una
estantería una hoja de cartón rígido, se agachó en el suelo e invitó a Kualid a
acercarse.
—Sé que no te llamas Rata —le dijo—. Tu nombre es Kualid, una vez se te
escapó y aún lo recuerdo. Ahora escribiré tu nombre sobre este cartel en bonitos
caracteres y luego podrás llevártelo a casa, así también lo recordarás tú —
añadió riendo.
Extrajo un carboncillo de una vieja lata decorada con una inscripción en
cirílico, y se puso a dibujar sobre el cartón el nombre del chico. Con un ojo
seguía el dibujo y con el otro espiaba el rostro de Kualid para verle la expresión,
y así se percató de que el chico observaba más los movimientos de su mano que
las señales que iba trazando.
—Ya está listo —le dijo, mostrándole el cartel—. ¿Qué te parece?
Kualid sonrió, pero Babrak notó que su mirada, después de haberse posado
un poco sobre la inscripción, se desplazó rápidamente de nuevo sobre la mano,
que todavía tenía el carboncillo entre los dedos.
—Comprendo —dijo—. Es esto lo que te interesa más. Bien, además de tu
nombre te regalaré también el carboncillo, quizás así aprendas a escribirlo tú
solo.
El chico agarró el cartel y el carboncillo y al instante su sonrisa se abrió y se
iluminó mucho más. Babrak apenas tuvo tiempo de apreciarlo, antes de que
Kualid se alejara corriendo. Como siempre, las emociones le ponían alas en los
pies.
43
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
El inicio de la primavera se anunciaba cada vez con más indicios. Los montones
de nieve sucia desaparecieron, mágicamente aspirados por los primeros calores,
y el barro empezó a secarse, listo para transformarse en el fino polvo que
oscurecería el aire de los días de sol que llegaban. La noche, en cambio, era
límpida y luminosa. Kualid daba vueltas, tendido sobre su esterilla, y no
lograba coger el sueño.
Pensaba en la expresión orgullosa del abuelo cuando le entregó el billete
que se había ganado con el calígrafo. Los asuntos con el paquistaní fueron bien.
El viejo compró otras partidas de ropa usada para revender en el mercado.
Kualid estaba contento con que su billete pudiera contribuir a aquel pequeño
comercio, que ya permitía que suculentos trozos de carne acompañaran al arroz
en las comidas de la familia mucho más a menudo que antes. Tenía el cartel con
su nombre escondido bajo la esterilla. No se lo había enseñado al abuelo, en
parte porque se avergonzaba, y en parte porque el abuelo sabía leer y escribir, y
Kualid temía humillarlo. En cambio, todavía estaba haciendo girar el
carboncillo entre los dedos. Le gustaba sentir sobre las yemas el polvo sutil que
dejaba. Le recordaba al de las alas de las mariposas que a veces lograba
capturar. Lo miraba y se preguntaba si era precisamente aquel polvo el que le
daba al carboncillo la magia para crear signos, como el polvo de las alas le daba
a las mariposas la magia del vuelo. Cuando por fin sintió que el sueño estaba
llegando y le cerraba los párpados, dejó el carboncillo entre la esterilla y la
pared de barro.
Pero tal como había llegado, el sueño desapareció silenciosamente, y Kualid
se encontró de nuevo con los ojos abiertos. Movió las pupilas de un lado a otro,
intentando enfocar las formas vagas en la habitación aún en penumbra, hasta
que su mirada se fijó en la silueta que proyectaba un rayo de luna en la pared.
Asmar, la serpiente de la noche, había venido a su encuentro. Su sombra negra
destacaba limpia en la pared. Kualid no le quitaba los ojos de encima, como
para no consentirle desaparecer. Mientras tanto, con la mano, buscaba a tientas
el carboncillo. Cuando lo tuvo entre los dedos, empezó lentamente a levantarse
de la esterilla, como si un movimiento apenas un poco más brusco pudiera
ahuyentar a Asmar. Por fin, caminando a gatas como un cazador que se acerca a
la presa, alcanzó la pared. La mano que empuñaba el carboncillo no le tembló, a
pesar de que su corazón palpitara fuerte por la emoción. Estaba firme y segura
cuando empezó a trazar el contorno de la sombra sobre el muro, siguiendo con
esmero el hilo impalpable del perfil. Con el roce, el carboncillo producía sobre
la pared basta un ligero ruido, parecido al de la hojarasca cuando se pisa. A
Kualid, aquel ruido, en el silencio de la habitación, roto solamente por el rítmico
jadear del abuelo, le pareció un estruendo «Escucha —le dijo con el
pensamiento a Asmar—, ahora ya no puedes huir. Tendrás que estar en la
pared, esté o no la luna alumbrando la noche. Es más, también estarás ahí de
día, y yo podré mirarte cuando quiera.»
Sin dejar de contemplar la figura en la pared, Kualid se limpió en el suelo la
44
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
mano sucia por el polvo de carbón. Pasado un rato decidió volver a dormirse
sobre la esterilla, dejó el carboncillo y se durmió. La última imagen que guardó
bajo los párpados fue la de Asmar quieta en la pared.
Y también fue la primera en aparecer por la mañana, cuando abrió los ojos.
«Ahí está —pensó—, realmente he conseguido capturarla, no se ha ido con la
noche.» El negro contorno delimitaba nítidamente el espacio que la sombra de
Asmar había ocupado.
Kualid estaba tan concentrado en contemplarla que no se percató de que el
abuelo, ya despierto, también estaba mirándola. Se sobresaltó cuando oyó la
voz del viejo:
—¿Eso es obra tuya?
El abuelo señalaba el dibujo en la pared con su dedo leñoso. Kualid se
volvió a mirar su rostro, y se sorprendió de no ver una expresión de ira entre
sus arrugas. Más bien una señal de perplejidad, expresada por las espesas cejas
blancas levantadas sobre la frente.
—Sí, lo he hecho esta noche —admitió.
—¿Y se puede saber qué representa? —preguntó entonces el abuelo. En su
voz no había intención alguna de sarcasmo. Solamente una curiosidad que le
confería un timbre ridículo, casi infantil.
Kualid se tranquilizó, y respondió sin apenas respirar:
—Es Asmar, la serpiente de la noche, abuelo.
Únicamente por el estupor del viejo, Kualid se dio cuenta de que el abuelo
no podía saber nada sobre Asmar. Nunca le había hablado de ella. De hecho,
nunca había hablado de ella con nadie. Estaba tan acostumbrado a verla que
daba por sentado que todos la conocían.
—Me recuerda la historia del dragón de Chark —dijo el viejo, como
hablando para sí mismo, con la mirada vuelta hacia el dibujo de la pared.
Mientras tanto, su madre había traído el té y se había acomodado para
escuchar al abuelo, que empezaba a contar la historia del dragón. Kualid
recordó que al abuelo le gustaba contarle antiguas leyendas cuando era más
pequeño, pero ya había pasado mucho tiempo sin que lo hiciera. Retuvo la
respiración por temor de que el mínimo ruido pudiera distraerlo de su cuento.
La voz del viejo pareció provenir de un tiempo lejano, como un eco, y hasta
el hombre, con los ojos siempre fijos en el dibujo, pareció completamente
proyectado en el pasado.∗
—Hace muchos años, a Chark, en el valle de Logar, llegó un hombre santo
llamado Shah-Mahayudin. Los habitantes de aquella aldea hacía ya tiempo que
estaban aterrorizados por un dragón que descendía de las colinas a beber en el
río Logar. Solo después de haber apaciguado la sed volvía, enorme e hinchado,
a su madriguera. Muchas veces planearon matarlo pero cuando el monstruo se
presentaba no sabían hacer otra cosa que encerrarse temblando en sus casas,
La leyenda del dragón de Chark ha sido extraída de La collina delle sabbie che corrono. Leggende
afgane (a cargo de Mimmo Frassineti), Le impronte degli uccelli, Roma 2002.
45
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
46
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
47
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
48
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Por fin llegaron dos camilleros con unas parihuelas de tipo militar.
Los hombres, todavía gritando, se afanaron en poner al herido sobre la
camilla. Kualid aprovechó la confusión del momento para pasar inadvertido
por la cancela del hospital y desaparecer entre las paredes de sus pabellones.
Un olor pútrido, denso, se apoderó tan impetuosamente de su garganta que
lo desorientó por un instante. Entre un pabellón y el otro, el suelo estaba
cubierto de basura: harapos, trozos de gasa oscurecidos por las manchas
marrones de la sangre seca, espalderas de cama enmohecidas y quién sabe qué
más.
Las construcciones bajas, con las paredes grises manchadas con churretes
aún más oscuros, de los departamentos de admisión del hospital eran tres.
Kualid enseguida excluyó uno, que estaba un poco más allá que el resto. Las
ventanas estaban selladas por telas de plástico y trozos de tejido desgarrados y
mugrientos; desde fuera se podía adivinar la oscuridad que reinaba en el
interior. Era el sector reservado a las mujeres y ningún hombre podía acercarse:
a ellas se les concedía el privilegio de morirse solas.
Encomendándose al instinto, el chico pasó el umbral de uno de los dos
edificios restantes. El olor que enseguida lo invadió fue, si cabe, aún más fétido
que el del exterior. Sus ojos, todavía no acostumbrados a la semioscuridad de la
habitación, vieron en el suelo grumos oscuros e indefinidos de mugre, que
emitía un ruido líquido cuando los pisaba avanzando a pasos inciertos por la
enorme estancia. Escudriñó entre las dos filas de catres alineadas contra las
paredes esperando localizar el de Kader. Pero sobre los colchones desnudos y
manchados de sangre no vio más que figuras tendidas en posturas
desordenadas, oscuras e indefinidas, como los grumos de mugre del suelo.
Algunas estaban envueltas por vendas amarillentas, otras cubiertas por jirones
grises de sábanas ya reducidas a harapos.
De vez en cuando el crujido de un movimiento lento o el quejido bajo e
intermitente de alguien, demostraba que estaban vivas, mientras que la
inmovilidad abandonada de otras sugería lo contrario.
Kualid intuyó cuál era la cama de Kader cuando reconoció los hombros
curvados de su padre. Era el último catre de la fila de la derecha. El padre de
Kader estaba de pie junto al jergón, y tenía la cabeza doblada hacia delante. La
mole del hombre tapaba de la vista al niño que estaba tendido. Kualid se acercó
en silencio.
—Hola, Kualid —le dijo el hombre, como si fuera un hecho del todo normal
que el muchacho se encontrara allí. Pero Kualid no encontró voz para
responder al saludo. Su mirada ya se había posado sobre el cuerpecito de
Kader: tendido sobre el colchón parecía aún más pequeño y menudo.
Los insultos que imaginó decirle se borraron de la mente, sin dejar huella.
Se notaba la lengua y el paladar secos. Kader, supino, no se movía; el brazo
derecho acababa en una venda empapada en sangre allí donde tendría que
encontrarse la mano; el tórax, desnudo y huesudo, estaba salpicado de
49
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
50
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
51
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
52
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
53
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Los vaivenes del camión que rengueaba por la calle pedregosa lo hacían
54
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
zarandearse sin parar. Apretado contra los demás, Said estaba sentado sobre un
tablón de madera en el cajón posterior. Con una mano se agarraba a una barra
del toldo, con la otra apretaba el cañón del kalaschnikov que tenía entre las
piernas y que, con todos aquellos bandazos, le rebotaba continuamente contra
las rodillas. De vez en cuando, cuando el chófer cambiaba ruidosamente de
marcha, una nube de humo negro y denso salía del tubo de escape nublando la
vista del cielo que el alba ya teñía de rojo. Con la barbilla hundida en el pecho,
el hombre que estaba a su lado dormía a pesar de las sacudidas y del ruido;
hasta roncaba, y sus ronquidos se confundían con el ruido sordo del motor. Un
chico, apretado entre los otros milicianos en el asiento de delante, se bajó sobre
la cara una punta del turbante y lo agarró con los dientes, para protegerse del
humo y del polvo. Said sólo le veía los ojos, abiertos, pero que no lo miraban.
No habían pasado muchos días desde que él y aquel chico se encontraron
juntos, de pie, delante de los otros estudiantes de la escuela coránica, mientras
un mulá los señalaba como ejemplo de ánimo y fe porque estaban preparados
para la guerra santa. El mulá no era aquel que vio la primera vez, un poco
gordito. Aunque pensándolo mejor puede que sí lo fuera, porque la escena se
repitió muchas veces, siempre igual, aunque con chicos diferentes, tantas que
Said se equivocaba al recordarlas. De una cosa en cambio estaba seguro, el
comandante con la barba negra y el kalaschnikov de la culata decorada siempre
era el mismo.
No hablaba casi nunca. No lo hizo tampoco cuando, al final de la ceremonia
con los otros estudiantes, el maestro coránico le presentó a Said y al otro chico,
solos, en el patio de la madraza. No pronunció palabra.
Se limitó a observarlos desde la espesura de su barba oscura. Los escudriñó
cuidadosamente, como sopesándolos.
Said recordó que el tiempo de aquella mirada le pareció largo y le costó
mucho no ruborizarse. Luego el hombre le hizo una seña de consentimiento al
maestro, como si hubiera concluido un negocio, les dio la espalda a los dos
chicos y se fue. Lo volvieron a ver solamente aquella misma mañana, poco antes
del alba, cuando subieron al camión, ya repleto de combatientes, que vino a
buscarlos. El comandante los miró mientras, torpes, se encaramaron para subir
sobre el cajón, luego se metió en el pick-up de cristales oscurecidos que ahora
conducía a la columna directa a la primera línea del frente. A Said le pareció
que todo había ocurrido demasiado deprisa, le pareció que desde el momento
en que pasó por primera vez por la entrada de la madraza hasta ese momento
que se encontraba con un fusil rebotándole entre las rodillas, los días y los
meses se habían desplegado como se despliega un rollo de cinta si se lo deja
caer manteniendo agarrada entre los dedos una de las puntas. De todos modos,
aunque pensaba en ello raras veces, el tiempo en que se iba a rellenar agujeros
con Kualid se le antojaba lejísimos, tan lejos que no parecía pertenecerle. El
recuerdo de sí mismo con Kualid se había desteñido, desdibujado, y ya no
lograba enfocar la cara de su primo, los rasgos, los ojos, las expresiones. Solo los
55
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
dos dientes que le sobresalían, eso sí lo recordaba bien. «Como los de una
Rata», se sorprendió por un instante pensando. «¿Dónde estará ahora el Rata?»
Casi estaba a punto de mostrar una sonrisa cuando fue vencido por una especie
de entumecimiento obtuso que borró todo pensamiento. También la sutil
sensación de miedo que sentía se hundió lentamente en aquel sopor como una
piedra plana en el lodo del pantano. Said cerró los ojos sin dormirse. Los abría
de vez en cuando, y veía correr las paredes de roca gris de la garganta que
estaban atravesando, detrás de las caras de los hombres apiñados en fila sobre
el tablón frente al suyo, más gris que la roca. El camión bajó por una depresión,
y los bandazos aún se hicieron más violentos cuando las ruedas empezaron a
rodar sobre las piedras lisas del arroyo, bajo pero impetuoso, que corría por el
medio. Luego, después de un último tumbo, por fin se detuvo de un frenazo
ronco. También cesó el ruido del motor, y solamente quedó el susurro del
viento, que ligero remolineaba en aquella cuenca hundida tras una colina
yerma. Era un viento que ya traía el presagio de un frío que llegaría pronto, con
el inminente principio de un nuevo invierno. Golpeando las mejillas de Said lo
reanimó un poco del entumecimiento.
Los hombres se amontonaron sobre la parte posterior del cajón para saltar
del camión, pero nadie habló o gritó; solo se oyó el ruido metálico de las armas
que golpeaban contra el portón de la batea. Algunos centinelas estaban
agachados sobre un gran contenedor enmohecido y los perfiles de otros podían
divisarse sobre la cima del cerro.
No hicieron mucho caso a los hombres recién llegados, que ahora estaban
reuniéndose en grupos esparcidos y desorientados.
El comandante bajó del pick-up y se fue al encuentro de un pequeño grupo
de milicianos, salidos de una especie de refugio cavado en el vientre del
promontorio. Del grupo destacaba un hombre alto, también él con la cara
enmarcada por una larga barba negra, de la que brotaba una sonrisa de dientes
blancos. El hombre llevaba un borde del turbante oscuro que le sujetaba la
cabeza envuelto como una bufanda alrededor del cuello; tenía los ojos de un
verde intenso y la raya de kajal que los enmarcaba acentuaba su aspecto casi
felino, a pesar de los movimientos de guerrero que, en cambio, poseían una
gracia a ratos casi femenina. Llevaba, sobre la túnica larga, un chaquetón a
manchas de camuflaje, y era el único del grupo aparentemente desarmado. Se
trataba evidentemente del comandante de aquella posición, situado justo tras la
línea de fuego. Los combatientes que lo seguían caminaban a una distancia de
unos cuantos pasos, formando alrededor de él un semicírculo de protección.
Los dos comandantes se saludaron llevándose la mano al pecho, luego
desaparecieron, junto al grupo armado, dentro del refugio.
De vez en cuando, como flotando en el aire, llegaba el eco de estallidos
lejanos, entonces Said miraba alrededor, como si pudiera llegar a ver el
resplandor, pero pronto dejó de hacerles caso y se acostumbró a aquellos
gruñidos sordos. Sentía que las correas de la mochila le cortaban los hombros, y
56
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
que le faltaba el aliento en aquel aire enrarecido por la altitud. Los músculos del
cuello, almidonado, le impedían volver la cabeza, así que tenía los ojos fijos en
la espalda del guerrillero que lo precedía, curvado bajo el peso del propio fardo.
Eran las primeras luces del alba cuando Said empezó a marchar, subiendo
la montaña por una senda apenas trazada. Habría querido volverse para echar
un vistazo al niño que iba tras él y al otro miliciano que lo acompañaba, pero el
cuello realmente le dolía demasiado. Intentó distinguir el ruido de sus pasos,
pero era muy débil, y se limitaba al entrechocar de alguna piedra al caminar. El
niño iba con los pies desnudos.
Iba cargado con un enorme saco que contenía víveres y alguna cartuchera
de munición. El saco era tan grande que Said se preguntó cómo hacía el
pequeño para no caer aplastado por él. Al principio de su marcha intentó
ralentizar un poco el paso, preocupado de que el crío no lo consiguiera, pero
luego fue obligado a adaptarse al paso del guerrillero que conducía la pequeña
fila. Ahora, agotado, también dejó de escuchar los pasos del niño y se concentró
solamente en el esfuerzo de mover las propias piernas, una detrás de la otra, sin
pensar en nada. El tableteo repentino de una ráfaga de kalaschnikov lo obligó a
levantar la cabeza. A lo lejos vio, bien camuflado en la cima de un cerro, un
nido de ametralladoras.
Era poco más que un foso, cubierto por un gran paño verde oscuro y
rodeado por una pared hecha de piedras y sacos de arena. Saltaron fuera dos
siluetas que se pusieron a agitar los brazos; del fusil que empuñaba uno de ellos
salió otra descarga de saludo. Said entendió que por fin habían llegado a su
destino, pero no tuvo la fuerza de acelerar el paso, como en cambio hizo el
miliciano que lo precedía.
Cuando llegó y superó a duras penas el murete de sacos de arena, uno de
los guerrilleros ya se había sentado sobre una caja de munición, mientras el otro
calentaba el agua para el té en una lata sobre un pequeño fuego de matojos. El
humo de la minúscula hoguera atenuaba un poco el olor de orina y moho que
impregnaba la trinchera. Said se echó al suelo, apoyando la mochila en la pared
del hoyo y deslizándola de su espalda; pasó los brazos por entre las correas,
pero se quedó apoyado con los hombros, como si ya no pudiera despegarse.
—Salam aleicum, hermano. —La voz estridente del guerrillero que había
aparecido a su lado de repente lo obligó a volverse de golpe, provocándole un
latigazo de dolor en el cuello. Por un instante contrajo los labios. No tuvo
tiempo de responder al saludo cuando el otro se desató en una risotada aún
más chillona. Said lo miró perplejo. Se estaba poniendo en cuclillas a su lado,
con la cabeza envuelta en un turbante sucio que tenía prácticamente el mismo
color grisáceo que su cara. Una cinta pintada de rojo le atravesaba el rostro del
mentón hasta el nacimiento del pelo. Eso, añadido a la media risotada que
todavía le retorcía la boca, le otorgaba una expresión alucinada. Said estaba a
punto de dirigirle la palabra cuando el otro, haciendo palanca con el brazo
sobre el kalaschnikov, se puso de pie como si tuviera un muelle dentro, y se fue,
57
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
58
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
en la culata del arma apuntada, pero los ojos los tenía cerrados. Said se
sorprendió al constatar que el otro dormía tranquilamente.
59
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
del comandante resbalarle hombro abajo sobre la espalda y moverse sus dedos,
lentamente, como en una caricia torpe. El último borde de la manta de la
entrada volvió a su lugar, borrando todo resto de claridad. En la oscuridad, a
Said le pareció oír todavía la risotada chillona de Cinta Roja proviniente de
fuera.
Kualid alternaba sus días. Algunos los pasaba con el abuelo en el puesto del
mercado, otros, la mayoría, en la tienda de Babrak. Al abuelo no le importaba,
también porque, de vez en cuando, el calígrafo le soltaba al chico alguna
moneda de propina que acrecentaba la exigua economía familiar.
Aquella mañana Kualid se despertó particularmente excitado. Había
soñado, estaba seguro. Su sueño, todo negro, se había animado finalmente con
imágenes. Sentado en la esterilla, apretó los ojos en la oscuridad para no
perderlas, para fijarlas en la memoria y poderlas saborear cuando la mañana
hubiera llegado.
Eso es, ya le parecía verla cruzar, veloz, en el aire, como si volara, o mejor,
como si nadara en el vacío. Luego se detuvo enrollándose sobre sí misma, y
levantando la cabeza plana lo miró con su ojo rojo. «He soñado con Asmar, la
serpiente de la noche», pensó Kualid. «La he visto moverse y mirarme. Tenía un
ojo rojo... como el dragón de Chark convertido en serpiente cuando va a saciar
la sed al río, cada viernes.»
Kualid se levantó, intentando no hacer ruido para no despertar al abuelo,
que aún dormía envuelto en su manta. Se acercó a la pared sobre la que había
dibujado con el carboncillo el perfil de Asmar y se inclinó hacia delante para
observarla. «Parece realmente la serpiente del sueño —reflexionó para sí—,
pero no me mira. Quizá no puede verme...» Por un momento se insinuó en su
mente la imagen de Kader con el rostro cubierto con el trozo de gasa, Kader sin
sus ojos. Evitó aquel pensamiento que cada vez lo angustiaba más. Además,
Kader ya no existía, había muerto unos días después de su ingreso en el
hospital. Su padre fue después a buscar el cuerpecito envuelto en un trozo de
sábana y el abuelo de Kualid lo había ayudado a cavar la pequeña fosa donde lo
enterraron.
Una piedra plantada en el terreno entre muchas otras, eso es lo que
quedaba de Kader. Cuando Kualid, sentado en el carro del abuelo en dirección
al bazar, pasaba cerca del cementerio, de vez en cuando echaba un vistazo, pero
ya no lograba reconocer la piedra de Kader entre la multitud de ellas que
constelaban.
Kualid volvió a estudiar el dibujo de la serpiente sobre el muro. «No puede
verme porque le falta el ojo», concluyó.
El abuelo siempre llevaba consigo el cuchillo. No era un gran cuchillo como
los que Kualid había visto en la cintura de algún comandante talibán, que
tenían mangos de hueso grabado. Este era poco más que un sacapuntas, pero el
60
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
El rumor había corrido por todo Kabul, desde el bazar hasta las barracas
amontonadas en las laderas de las montañas que rodeaban la ciudad: estaban a
punto de abrir un nuevo hospital. Los primeros en hacer correr la voz fueron
los hombres que trabajaban en su construcción, ya casi completada. Decían que
era grande. Se había levantado en el espacio en que en un tiempo hubo una
escuela construida por los soviéticos, cerca del centro de la capital. Muchos ya
habían ido a curiosear por los alrededores de sus paredes.
—Parece que es obra de una organización italiana —le dijo Babrak a
Kualid, que lo escuchaba atento.
—¿Qué quiere decir italiana? —preguntó el chico.
—De Italia —respondió el calígrafo—. Es un país muy lejano, y está casi
todo rodeado por mar. —Kualid nunca había visto el mar, y le costaba
imaginárselo. Pero le avergonzaba preguntarle a Babrak cómo era, así que se
limitó a asentir:
—Comprendo —dijo serio.
El calígrafo retomó el discurso:
—Esta organización ya tiene un hospital en el norte, en Hanaba, en el
Panshir. Mis amigos lo han visto y me han contado que no se paga nada cuando
te ingresan allí, tampoco la comida que te dan. Dios quiera que aquí también
61
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
sea así.
Kualid se asombró un poco:
—¿Tienes amigos que han estado en el norte? Pero allí están los
muyahidines de Massoud...
—Mis amigos son pastores nómadas, para ellos no existe la línea del frente,
solo existen los rebaños. Sabes —continuó Babrak—, el médico que dirige el
hospital llegó a un acuerdo con el gobierno para poder contratar mujeres de
aquí como enfermeras y sirvientas; se dice que eligen especialmente a aquellas
que tienen más necesidad de trabajar, como las viudas. ¿Por qué no avisas a tu
madre?
Kualid contestó con un gruñido. Sabía que su padre estaba muerto, cierto,
pero nunca pensaba en su madre como en una viuda, aquella palabra no le
gustaba mucho. Su madre era su madre y punto. Además había visto bien a
algunas viudas, con los burka sucios pidiendo caridad con la mano extendida, y
también había visto muchas veces a los talibanes echarlas a latigazos, cuando se
volvían demasiado atrevidas. Su madre no pedía caridad, ni estaba amenazada
con ser golpeada por los talibanes.
—Mi madre no es una viuda —concluyó en voz baja, tanto que al calígrafo
sólo le llegó un murmullo incomprensible.
Babrak no hizo caso y prosiguió:
—Esta mañana, Farhid, que conoce al médico italiano, ha venido a
buscarme. Me ha dicho que necesitan un pintor, no sé para qué. Iré mañana. Y a
ti, ¿no te gustaría ver el nuevo hospital?
A Kualid le volvieron a la mente el hedor nauseabundo y las figuras
informes de los cuerpos abandonados sobre los catres que vio en la penumbra
cuando fue a ver a Kader, y no entendía cómo el calígrafo podía pensar que le
interesara ver un hospital. Así, una vez más, contestó con un medio gruñido
que no significaba ni sí, ni no.
Babrak empezó a molestarse un poco por el escaso entusiasmo del chico:
—Bien —dijo entonces—, yo voy mañana porque buscan a un pintor. Tú
también eres ya un poco pintor, por tanto si quieres puedes acompañarme; si
no, te quedas en casa porque no sé cuándo volveré a la tienda.
A la mañana siguiente, mientras tenía entre las manos el vaso, Kualid se fijó
en su madre, que se llevaba el jarro, mientras el abuelo, agachado cerca de él,
estaba saboreando su té caliente.
Cuando volvió a la habitación, la mujer percibió sobre sí la mirada del hijo,
que aún no se había llevado el vaso a la boca.
—Me miras como si no me hubieras visto nunca —le dijo—. ¿Pasa algo? ¿Es
que ya has hecho una de las tuyas?
El chico estaba pensando en lo que el calígrafo le había contado sobre el
nuevo hospital el día anterior. Estaba confuso: no sabía si decirle a su madre
que allí buscaban mujeres para trabajar. La miró aún más intensamente, en casa
tenía el rostro descubierto. «Qué guapa es. No es una viuda, ¿por qué puede
62
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
63
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
La escena que se desarrollaba frente a los ojos del calígrafo y del chico los
dejó atónitos. Aquellas mujeres, una vez dentro, se levantaban el velo del burka
y se descubrían el rostro. Caras jóvenes o ancianas, mechones de pelos
entrevistos, ojos temerosos o curiosos, bocas cerradas o abiertas en tímidas
sonrisas. Aquello que afuera parecía una informe colada de tela desteñida,
dentro estallaba de repente en una riqueza de detalles diferentes, como
diferentes eran las caras femeninas que increíblemente aparecían. «Como
cuando se tira una piedra a un estanque calmado y turbio —pensó Babrak—, y
entonces su superficie se encrespa de innumerables olas pequeñas a las que el
sol regala reflejos igualmente todos diferentes y todos brillantes.»
Las mujeres, de una en una, le daban sus datos personales a un hombre que
los apuntaba en un registro y les entregaba un pequeño cupón. Cerca del
hombre del registro había dos extranjeros. Tal como se lo habían descrito,
Babrak enseguida reconoció al médico italiano en uno de ellos. Era alto y
delgado; la nariz aguileña que despuntaba de la mata erizada de la barba y el
pelo gris y despeinado le daban el aire de un pájaro desplumado. También el
otro tenía que ser italiano porque hablaba con él en una extraña lengua, en voz
alta. Obviamente, Babrak no entendía nada de lo que se decían los dos, pero no
pudo dejar de notar lo ruidosas que eran las risotadas que el amigo del médico
emitía de vez en cuando, como una ráfaga. El segundo italiano era más bajo y
de talle bastante macizo, y también llevaba barba.
«Sin embargo —reflexionó para sí el calígrafo— a ellos nadie les obliga a
llevarla.» Hacía años que Babrak cultivaba la curiosidad de ver cómo sería su
propia cara sin barba, pero los talibanes habían prohibido taxativamente a los
hombres afeitarse el rostro, así que nunca podía satisfacerla.
Pero lo que más impresionó al calígrafo y al chico fue la figura oscura que,
de brazos cruzados, estaba observando la escena a poca distancia del grupo de
mujeres y extranjeros. Con el turbante negro que le envolvía la cabeza y la
barba corta pero espesa que le cubría las mejillas, se trataba inequívocamente de
un miliciano talibán. Pero parecía desarmado, no tenía el kalashnikov, ni se veían
palos o fustas brotar entre los pliegues de su larga túnica. Y, algo aún más
increíble, miraba con atención a las mujeres que mostraban el rostro a los
extranjeros, pero sin intervenir, como si eso no representara la grave ofensa a la
moral que debería ser. Más bien, a una seña del médico, se acercó y lo ayudó,
traduciendo para él lo que una de ellas le estaba diciendo.
Poco después, el otro italiano, el ruidoso, le dio hasta una palmadita en el
hombro, y el talibán reaccionó con una sonrisa divertida. Cuando se dieron
cuenta de la presencia del calígrafo y de Kualid, los dos italianos y el talibán
fueron a su encuentro.
—Do you speak english? —le preguntó el doctor a Babrak.
El calígrafo le echó un vistazo de refilón al hombre del turbante negro y,
aunque no descubrió en su rostro ninguna expresión inquisitoria, prefirió no
arriesgarse. Habitualmente los talibanes sospechaban de las personas que
64
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
65
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
66
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
—Bien, ahora pones otro poco de amarillo, no mucho y luego mézclalo bien. —
Babrak seguía meticulosamente la preparación de la tinta con la que colorearía
el mar. Kualid mezclaba los colores en un cuenco grande de plástico, con
cuidado de no ensuciar el suelo.
Al final el calígrafo le hizo añadir agua al barniz denso que llenaba, casi
hasta al borde, el recipiente.
—Perfecto, ahora va bien —dijo, rascándose la barba rala y mirando el
resultado final de la mezcla: una especie de verde guisante que tendía al
amarillo.
Cuando llegaron el médico italiano y Sernior, Babrak y Kualid ya habían
pintado casi la mitad de la pared que reproducía el mar.
—What's that? —estalló el médico, dirigiéndose al calígrafo—. The sea is
blue, not yellow. Have you never seen the sea?
El talibán estaba a punto de traducir pero Babrak, herido en el orgullo,
contestó enseguida, con tono resentido:
—No, I have never seen the sea. There is not sea in Afghanistan. Do you know,
doctor? —Se detuvo. Escrutó la cara divertida del médico y la sorprendida del
talibán, y se dio cuenta de la imprudencia que había cometido incluso antes de
que Sernior, un poco ceñudo, estallara:
—¡Entonces entiendes el inglés!
Kualid se quedó helado. Babrak no sabía qué responder, se habría mordido
la lengua por la propia inconsciencia. Estúpido, qué estúpido había sido. El
talibán se dirigió al médico y, apuntando el dedo contra el calígrafo, añadió:
—He is a lier, he understands English!
El silencio se rompió por una gran risotada.
—Ok, ok —le dijo el médico al calígrafo, que estaba allí quieto, mirando el
suelo como esperando que se lo tragara—. But, English or not, the sea is not
yellow. Please, mister Babrak, paint it blue.
Entonces Sernior también sonrió, aunque sin renunciar a lanzarle a Babrak
su mirada amonestadora: «¡No intentes engañarme otra vez!», parecía
significar.
Pocas horas después, el mar de la pared era todo azul. Aunque no del todo,
a decir verdad. En una esquina, un pececito nadaba en una pequeña poza de
color verde guisante, que tendía al amarillo. Kualid no tuvo el ánimo de
preguntarle al calígrafo si lo había dejado por diversión o por desquite hacia
aquel médico extranjero que pretendía que conociera el color del mar. Aunque
todo el mundo sabe que no hay mar en Afganistán.
67
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
68
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
olores. El chico se hundía y se dejaba transportar como por las aguas de un río,
por una corriente a ratos lenta y soñolienta, a ratos rápida y vivaracha.
La llamada do los muecines que invitaba a la primera oración de la tarde
desde los almenares les llegó inesperada, aunque la luz del día que iba
destinándose lo anunciaba, alargando las sombras que adelantaban la noche.
Como la luz, también el pueblo del bazar se despejaba, la algarabía animada se
apagaba y todo, también el aire, parecía detenerse.
Kualid fue corriendo a por la alfombra para la oración que el abuelo
guardaba en una bolsa, para entregársela, pero el viejo le dio la espalda.
No paró de trabajar como todos los demás, siguió atando con bramante sus
vestidos usados. Kualid se maravilló, generalmente el abuelo se detenía a los
primeros ecos de las voces de los muecines.
«¿Es posible que no los haya oído, que esté volviéndose sordo de verdad?
—pensó—. Sin embargo, tiene que haberse enterado de que todos se disponen a
la oración.»
Estaba a punto de tirar del abuelo por un borde de su chaleco y advertirlo,
cuando el silencio fue roto por el ruido del motor y del frenazo nervioso de un
coche.
El chico se volvió y apenas tuvo tiempo de ver el pick-up cargado de
talibanes de la policía moral con sus turbantes negros, cuando ya habían saltado
abajo y corrían hacia ellos. Por instinto se interpuso para proteger al abuelo,
pero el primer miliciano que los alcanzó le dio un violento empujón que lo
mandó de espaldas sobre el adoquinado.
La punzada de dolor no le impidió intentar levantarse, pero sólo consiguió
incorporar el torso haciendo fuerza con los brazos. Vio durante un instante la
cara del abuelo, que parecía más asombrado que asustado, luego la mano del
talibán que empezaba a abofetear al viejo, borrando toda expresión. Otro
talibán lo golpeaba en la espalda con una vara. Otro más le dio un puñetazo en
el vientre. El abuelo se dobló sobre sí mismo. A Kualid le pareció que
desaparecía, como fagocitado por el vórtice de las largas túnicas y los turbantes
negros de los milicianos que lo sometían, sin dejar de golpearle.
La rabia que le sobrevino repentina, como un fogonazo de calor, quemó en
un santiamén el dolor y el miedo. Kualid se arrojó con furia contra el grupo de
talibanes que ahora estaban arrastrando al abuelo hacia el pick-up. Saltó, como
un gato salvaje, sobre la espalda de uno de ellos, agarrándose a su túnica e
intentando morderle un hombro. Luego fue como si algo estallara, no frente a
él, sino dentro, detrás de los globos oculares, en las órbitas: un relámpago de
luz blanca y un dolor sordo, instantáneo. Ni siquiera tuvo tiempo de darse
cuenta de que había sido golpeado por la culata de un kalaschnikov, entre el
pómulo y la raíz de la nariz, cuando se encontró de nuevo en el suelo.
Con una mano aún cargada de rabia, hundía los dedos en la tierra
pedregosa como si quisiera arrancarla, con la otra se frotaba la cara para librarse
de los reflejos del relámpago de luz blanca que todavía le bailaban frente a los
69
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
ojos, nublándose la vista. Cuando logró enfocar la mirada sólo vio el pick-up que
se alejaba, y entonces las lágrimas se mezclaron con los mocos y el riachuelo de
sangre que le salía de la nariz, le empapó la cara.
Llegó a casa después de la hora del toque de queda, cuando ya estaba
oscuro. Su madre todavía no había encendido la lámpara de petróleo, para
ahorrar combustible. El chico apareció como un leve perfil oscuro que se
recortaba contra la entrada, entre la oscuridad de la habitación y la claridad
tenue de la noche.
Por eso la mujer no se dio cuenta enseguida de la cara tumefacta de su hijo.
—Gracias a Dios, habéis vuelto —empezó—. Hace mucho que se ha hecho
oscuro y estaba preocupada. Bueno, ahora enciendo la lámpara y os preparo
algo de comer.
Se inclinó para encender la lumbre y, mientras la llamita se expandía por la
mecha, Kualid dijo con voz ronca:
—El abuelo no está.
La frase sonó casi más como una pregunta que como una afirmación,
porque en el camino hacia casa, mientras sentía las punzadas de dolor que se
ramificaban por el hombro y el ojo derecho, que se había hinchado hasta que los
párpados se habían unido entre ellos en una protuberancia amoratada, no logró
ahogar completamente la esperanza de que los talibanes hubieran dejado al
viejo, y que de alguna manera hubiera llegado a casa antes que él. Sabía que no
era posible, pero no pudo dejar de imaginarse que lo abrazaba. «Sí —había
pensado—, el abuelo me estrechará fuerte contra su pecho, aunque seguro que
después se enfadará por haber dejado en el bazar el carro y la mercancía.»
—El abuelo no está.
Oír su voz pronunciando aquellas palabras trituró en mil pedazos toda
fantasía de esperanza. Su madre levantó la lámpara encendida.
—¿Dónde está el abuelo? ¿Por qué no está con...? —Estaba preguntando
cuando a la luz rojiza y temblorosa de la lumbre se le apareció la cara herida de
su hijo. La mujer se detuvo y un pequeño grito le huyó del pecho—. ¡Señor
misericordioso! ¿Qué te ha pasado, hijo mío? —preguntó con la voz rota por la
angustia, llevándose ambas manos a la boca. Kualid le contó cómo el abuelo
había ignorado la llamada a la oración y cómo se lo había llevado la policía
moral, y mientras le hablaba a su madre, todo lo que había ocurrido le parecía
irreal. El tono de su voz fue disminuyendo poco a poco. Tenía la cabeza
apoyada en el regazo de la mujer que, con un paño empapado en agua, le
limpiaba la cara de la sangre coagulada y trataba de aliviarle el dolor de las
heridas.
Fue el contacto con las manos de la madre, junto con el agua fresca, lo que
gradualmente infundieron en Kualid una sensación de seguridad.
Cada gesto de la mujer era una caricia para él y sintió que le invadía un
tibio letargo que pronto lo obligó a cerrar los ojos, y a dormirse.
El hematoma del ojo volvió a dolerle, y el chico se despertó en la habitación
70
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
71
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
—Eh, ¿es que quieres romper la cancela? —La voz de Kharachi le llegó de
detrás, de abajo. Como siempre, el torso del hombre apoyado sobre su carrito
de madera apareció en el lugar y en el momento más inesperados. Kualid se
interrumpió sólo un instante para mirarlo y contestar:
—¡Tengo que entrar! —Después continuó golpeando con los puños la
chapa roja de la cancela del hospital.
Con el ruido metálico de los golpes, no oyó a Kharachi que le decía:
—Espera aquí, yo me ocupo. —Y se asombró no poco cuando por fin la
cancela se abrió, y se lo encontró delante, acompañado por un hombre que, un
poco fastidiado, le preguntaba qué quería.
—Tengo que hablar con el talibán —dijo Kualid casi gritando—. Tengo que
hablar con él enseguida.
El hombre, uno de los obreros que trabajaban en los últimos detalles de la
estructura, miró perplejo primero a Kualid y después a Kharachi, que lo había
ido a llamar pasando por una entrada secundaria.
—¿De qué talibán habla el crío? —le preguntó al inválido, que respondió
abriendo los brazos y encogiendo los hombros. Entonces Kualid hizo el gesto de
seguir adelante, intentando pasar entre Kharachi y el obrero. Pero este último lo
agarró rápido por el brazo y lo detuvo antes de que pudiera dar el primer paso
—. ¿Dónde crees que vas? El hospital está cerrado. —Pero el crío, sacudiéndose
para soltarse, empezó a gritar, y esta vez a pleno pulmón:
—¡Déjame, tengo que hablar con el talibán, el talibán que hace la guardia,
déjame entrar!
—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —La voz llegó por detrás, y
Kualid la reconoció enseguida. Era Sernior.
El obrero aflojó la presa y Kualid pudo volverse. El inconfundible chirrido
de las ruedas del carrito de Kharachi señaló que el mutilado había decidido
desaparecer. El chico se calló delante del talibán, que ahora observaba al obrero
con expresión ceñuda, con los brazos en jarras.
—¿Entonces? —prosiguió Sernior, que aún esperaba una respuesta a su
pregunta.
El obrero, claramente atemorizado, farfulló:
—Este chico quería entrar por la fuerza en el hospital, no sé por qué. Lo he
parado y él se ha puesto a gritar como un loco...
—Te buscaba a ti —lo interrumpió Kualid, encontrando el coraje para
mirarlo directamente a los ojos.
—¿A mí? —le preguntó perplejo al chico.
Quizá fuera por la cara deformada por los golpes y los cardenales, o quizá
fuera que cuando vino con el calígrafo no le había hecho mucho caso, pero
Sernior no reconoció al pequeño ayudante de Babrak. Kualid lo entendió por su
mirada interrogativa y empezó a sentirse perdido. Pero con un desesperado
72
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
73
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
74
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Titubeó un poco antes de bajar del coche. Abandonar aquel asiento era
como dejar el último asidero para ser tragado por las paredes que ahora lo
dominaban. Kualid se decidió a saltar al suelo sólo cuando oyó el golpe de la
portezuela del conductor, que había bajado después de apagar el motor.
Estaban en una especie de plaza de tierra que acababa a los pies de una red
metálica, tras la que se elevaba el primer edificio del complejo. Había un
pequeño grupo de mujeres, algunas con sus hijos al lado. Kualid no se había
fijado en ellas, porque estaban agachadas en silencio bajo una marquesina
estrecha, hecha con palos de madera y chapa, cerca de una larga mesa sobre la
que iban poniendo los hatillos que apretaban entre los brazos, para que los
guardias pudieran inspeccionar su contenido. Eran parientes de algún preso y
estaban esperando, quién sabe desde cuándo, el permiso para visitarlo. Aunque
no pudiera verles los rostros, cubiertos por el burka, Kualid se sintió como
consolado por la presencia de aquellas figuras: de alguna manera,
representaban una imagen familiar y tranquilizadora que contrastaba con la de
los guardias armados, que parecían estar por todas partes. Cada vez que volvía
la mirada veía más, a lo lejos, colocados sobre las paredes, o cerca, junto a la red
metálica, pero siempre con el kalaschnikov entre las manos. Como el que los
acompañó más allá de la red, hasta el primer pabellón, por un pasillo oscuro y
sin ventanas en el que sin embargo se podía percibir la presencia de otros
milicianos, en cuclillas o apoyados contra las paredes, invisibles en medio de la
oscuridad. Se oía su respiración y, a ratos, un cuchichear sumiso.
Al final del pasillo una sutil línea de luz se proyectaba limpia, filtrándose
por la puerta entornada de una habitación. Sernior la abrió y entró junto al
conductor. Por un instante, el resplandor de la bombilla encendida que colgaba
del techo deslumbró a Kualid, que poco a poco logró enfocar el interior de la
habitación. Era pequeña, con las paredes desnudas.
Tras un maltrecho escritorio estaba sentado un hombre robusto que vestía
un chaquetón ancho de tipo militar. Llevaba la cabeza destapada, la cinta
amplia del turbante envuelto alrededor del cuello como una bufanda. Sernior
empezó a hablar animadamente con él, el chófer se volvió y cerró la puerta. Así,
Kualid se encontró de nuevo en la oscuridad, cerca del guardia que los había
acompañado. Pero sólo por un momento, porque casi de inmediato, chirriando
sobre sus goznes oxidados, la puerta volvió a entreabrirse.
Por el resquicio, Kualid logró entrever la mano de Sernior que, con un gesto
rápido, le pasaba algo a la del hombre robusto tras el escritorio. Un fajo de
billetes verdes, le pareció. El hombre llamó al guardia, que se apresuró a abrir la
puerta para entrar.
—Acompáñalos a la celda de los recién llegados —le ordenó perentorio,
señalándole con un gesto de cabeza a Sernior y al chófer.
—También al chico —añadió volviéndose a Kualid que, por instinto, dio un
paso atrás, como para esconderse en la oscuridad del pasillo.
Otro guardia abrió con movimientos lentos y desganados la puerta de
75
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
hierro que cerraba el paso a una de las alas de la cárcel. El ruido metálico de la
cadena sacudiéndose, liberada del candado, produjo un eco sordo que vibró en
el silencio.
Siguieron durante un rato largo por el pasillo oscuro, empapado de un olor
rancio que se atenuaba de vez en cuando por las ráfagas de viento frío que
entraban por las ventanas de las celdas alineadas a los lados del recorrido.
Algunas tenían las puertas atrancadas, otras estaban abiertas. Kualid echaba
vistazos furtivos, de refilón, sin volver la cabeza. De las ventanas altas,
provistas de barrotes pero no de cristales, junto al aire frío entraba, débil, un
poco de la claridad del día, que se extraviaba entre las sombras humanas que
poblaban aquellas habitaciones fétidas. En cada celda se amontonaban al menos
diez o más presos, inmóviles, para no desperdiciar el estrecho espacio que
estaban obligados a compartir.
Algunos estaban tendidos, con el vientre apoyado contra el entablado de
las literas, la cara vuelta hacia la abertura de la entrada. Otros estaban en
cuclillas sobre el suelo cubierto por viejas alfombras raídas para atenuar el frío.
De las caras, que parecían absorber el color grisáceo de las paredes, brotaban
barbas largas y descuidadas, y estas lo hacían de los pliegues de las mantas que
llevaban envueltas alrededor de la cabeza y del cuerpo. Kualid sintió que
algunas de aquellas miradas, que parecían provenir de la madriguera de algún
animal salvaje, se posaban en él, pero la mayoría, vacías de toda expresión, se
extraviaban en la nada.
Por fin, el pequeño grupo llegó al final del pasillo, que parecía no acabarse
nunca.
—Abre —le dijo el guardia que los había acompañado al que encontraron
delante de la puerta de madera que cerraba el cuarto del fondo. Entraron en un
espacio oscuro. La habitación no tenía ventanas, pero por la poca luz que se
colaba por la entrada pudieron adivinar las siluetas de los hombres que estaban
encerrados, quietos como el aire estancado que los rodeaba.
Eran muchos, apoyados los unos contra los otros en posiciones diferentes;
parecían montones de harapos abandonados allí de cualquier manera. Sernior
le susurró algo a la oreja al miliciano, que abrió enseguida la celda y gritó:
—¿Alguno de vosotros se llama Daud?
No obtuvo respuesta. De hecho, el silencio se hizo aún más denso, como si
también las respiraciones se hubieran detenido. Quizá para romper aquella
pausa infinita, el miliciano levantó el kalaschnikov que empuñaba y con la culata
golpeó violentamente a una de las figuras humanas, la que tenía más cercana. El
quejido resultante fue tapado por su voz enfadada:
—¡Contestad, cabrones, contestad he dicho!
Sernior se volvió de golpe hacia el guardia que seguía gritando y le dio un
empujón con ambas manos abiertas:
—¡Eres un animal! —le dijo, mientras el otro, cogido por sorpresa, caía al
suelo—. ¡Eres un animal!
76
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
—Creía que habías decidido abandonarme y dejar que hiciera todo el trabajo yo
solo. —Babrak estaba pintando de un rosa pálido una de las nubes con ojos de
77
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
78
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
79
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
80
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
81
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Era una noche bastante clara, la luz blanca que se filtraba en la habitación
también parecía traer consigo un frío punzante que le impedía a Kualid volver a
dormirse.
La vieja estufa había consumido las últimas gotas de queroseno, y de la
tibieza suave que había emanado no quedaba más que el olor acre y denso del
carburante quemado.
El chico estaba tendido sobre la esterilla, envuelto en dos mantas que
también le tapaban la cabeza.
Miraba la condensación de su propio aliento formarse y deshacerse en el
aire.
Su mirada cayó sobre la pared donde había estado la serpiente de la noche.
La sombra de la jarra del té se proyectaba, empujada por un rayo de luna, pero
ya no coincidía con la mancha informe del dibujo borrado, y ya no asumía los
contornos de Asmar. Kualid la miró sin interés.
No estaba pensando en nada y su mente parecía reflejarse en el mismo
silencio en que se sumergía. Así, le costó captar el gruñido obtuso que retumbó
hasta a sus orejas, rebotando desde el valle en las paredes de las montañas.
Oyó los estruendos que se sucedían y se confundían unos con otros, y
también una crepitación intermitente, parecida a la que produce la leña seca
cuando arde. El frío que le impedía retomar el sueño lo había entumecido; se
sentía las articulaciones agarrotadas y tuvo que hacer cierto esfuerzo para
82
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
83
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
84
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
85
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
viejo arrojó al suelo la bicicleta sobre la que pedaleaba; por las prisas, tropezó
con las ruedas y cayó de cara contra el adoquinado.
Kualid miraba a su alrededor, confuso y extraviado. Veía levantarse, en
muchos puntos de la ciudad, columnas de humo alto y espeso. Primero grises,
asumían durante un ratito el color de la arena. Eran tan densas que parecían
copas de gigantescos árboles brotados de repente entre las construcciones
destruidas.
Bancos de polvo se hacían densos y se movían en el aire, empujados por el
viento, creando amplias zonas de niebla. Una niebla diferente de la que traían
los vientos del sur, más oscura, más espesa, más marcada. Kualid estaba como
envuelto en el trastorno imprevisto y poderoso que lo rodeaba. Los gritos, las
explosiones, llegaban a sus oídos como ruidos acolchados y tenía la sensación
de que todo se movía a cámara lenta.
El empujón de una mujer, que chocó contra él con el ímpetu de la fuga, lo
reanimó, y el miedo llegó repentino, como los estallidos, a sumergir el estupor
que le había tenido comprimida la boca del estómago hasta aquel momento.
Una sacudida de adrenalina recorrió los miembros del chico obligándolo a
moverse.
La puerta entornada de la tienda del calígrafo parecía invitar a Kualid a
ampararse allí dentro, en aquellas habitaciones que conocía bien y que parecían
poder ofrecerle una protección familiar, cálida.
Kualid la abrió y se precipitó al interior. Los rectángulos de luz que se
proyectaban por las ventanas sin vidrios iluminaron el vacío desolador que
reinaba. Ya no estaban las mesas de madera apoyadas en los caballetes. Las
repisas antes llenas de botes de tinta estaban por los suelos: un cuenco de
plástico blanco, sucio de barniz seco, era todo lo que quedaba para traer a la
mente de Kualid los días de pinceles y colores que habían transcurrido junto a
Babrak. La melancolía ocupó lentamente el sitio del miedo y el chico se agachó
en un rincón algo iluminado de la habitación, como para esconderse de aquellos
recuerdos que lo perseguían.
A pesar de que el burka la cubría totalmente, Kualid enseguida reconoció a
su madre en aquel perfil de mujer que estaba corriendo calle abajo, hacia la
ciudad, sola, hacia su hijo que estaba regresando. La reconoció, no tanto por el
color desteñido del vestido, igual que mil otros, sino por cómo se movía, de un
modo para él inconfundible. También él se puso a correr para ir a su encuentro.
Pronto estuvieron el uno frente a la otra, inmóviles.
El chico percibió la mirada de su madre, que se filtraba por la red que le
cubría los ojos.
Lo escrutaba con ansiedad, de la cabeza a los pies, como para cerciorarse de
que estuviera todo entero. Sólo cuando aquella certeza logró expulsar las
imágenes terribles que el miedo por la suerte del hijo le evocaba, se inclinó y lo
abrazó fuerte, sin decir una palabra. Kualid sintió el crujir del tejido del burka
que, en el abrazo, se había envuelto a su alrededor, y se hundió en él.
86
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
87
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
88
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
89
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
90
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
el abuelo.
Era más silencioso. Nadie gritaba para llamar la atención sobre la propia
mercancía y hasta en los corrillos se hablaba en voz baja, como cuando se
encontraban entre las paredes de una mezquita. Grumos negros de moscas
sobre dos trozos rasgados de carne de oveja expuestos sobre un trapo, el
vendedor cansado de espantarlas con la mano; algo más allá dos pequeñas
bolsitas de plástico transparentes llenas de granos de arroz, en una caja alguna
mandarina, sobre un carrito una decena de latas de Pepsi-Cola.
Kualid se acercó al pequeño grupo que se había formado alrededor de un
chico un poco más grande que él.
El chico vendía extraños contenedores amarillos de plástico que a Kualid
enseguida le trajeron a la mente el cilindro del mismo color que vio entre las
piedras, justo después del bombardeo.
También sobre estos había inscripciones incomprensibles, y también había
dibujos: junto a un rectángulo de estrellas y tiras, estaba representado el medio
busto de un niño que sonreía llevándose una cuchara a la boca. El vendedor
trataba de convencer al grupito de la bondad de su mercancía.
—Es comida, comida buena, americana —decía—. Viene en los sacos de
ayuda que lanzan desde los aviones con los paracaídas, llenos de cosas de
comer. Los recogimos ayer en la carretera de Kapisa.
Pero nadie hacía siquiera el intento de comprarlos, una obstinada y muda
perplejidad estaba pintada en los rostros de las personas que había a su
alrededor. Entonces el chico, para confirmar las propias palabras y vencer la
desconfianza de los otros, abrió uno de ellos, arrancando con los dientes el
borde superior de la bolsita amarilla. Extrajo un paquete transparente que
contenía algo que a Kualid le parecieron galletas secas, lo abrió también y se
puso a masticar ruidosamente una de las galletas. Las ofertas de compra
empezaron enseguida. En el frenesí de las negociaciones el chico escupía de la
boca migas y palabras.
Kualid se apartó un poco. Miraba aquella lluvia de migas que ahora caían
al suelo y sobre la túnica del chico. Algunas, en la vehemencia de la discusión,
también alcanzaban al interlocutor. Trató de imaginar su sabor y se sintió
estúpido por no haber recogido el cilindro amarillo que encontró entre las
piedras.
Se vio arrastrado, como por una ola, por una pequeña muchedumbre de
hombres y mujeres que corrían por la calle. Se abandonó a ella, adaptando el
propio paso al de los otros, sin superar al grupo, porque no conocía la meta.
Notó cómo aumentaba su excitación, contagiado por la de las personas que
lo rodeaban corriendo, mientras le llegaban retazos de frases: «... el depósito de
alimentos», «sí, sí, ha sido alcanzado por un misil...», «...harina, hay sacos de
harina».
Cuando, entre las ruinas, apareció en un claro, al fondo de la calle, la
montaña de escombros de lo que había sido un depósito de la Cruz Roja
91
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
92
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
en una sonrisa.
En los días que siguieron, los bombardeos sobre la ciudad se sucedían con
mucha frecuencia pero la zona donde vivía Kualid ya no era alcanzada.
Aquel día el rugido de los estallidos que azotaban Kabul parecía que ya no
quería cesar. A los oídos de Kualid llegaba un ruido continuo de fondo, como
una tormenta que no deja de anunciarse pero de la que no hay huella en el cielo
limpio, surcado únicamente por estelas blancas. El chico miraba hacia abajo,
hacia la meseta, las columnas de humo que, multiplicándose, se levantaban
altas y se proyectaban hacia el cielo, para luego recaer pesadas sobre sí mismas.
Aunque el saco de harina que logró llevar a casa desde el depósito de la
Cruz Roja casi se había terminado y yacía semivacío en un rincón de la casa, su
madre no quiso ni oír razón alguna y le impidió volver a la ciudad. Así, se
pasaba los días mirando el espectáculo terrible y repetitivo de la agonía de
Kabul, y si a veces era invadido por un frenesí que lo habría empujado a correr
por la gran calle abajo, hacia la ciudad, en otros momentos un aburrimiento
denso lo envolvía como en un capullo de muda apatía.
Poco antes del ocaso, cuando el sol ya se escondía tras las montañas,
dejando que la sombra de la noche llenara el valle, el eco de los estallidos
lejanos fue silenciado por el ruido de los motores que rengueaban, entre
estruendos e hipos, calle abajo.
Kualid corrió por la pendiente, haciendo rodar piedras y piedritas a su
paso, para alcanzar deprisa el borde de la calle. Apareció una columna
desordenada de vehículos, repletos de milicianos, que se dirigían hacia las
montañas.
No solo estaban los pick-up con los vidrios oscurecidos o los camiones
militares, había de todo: viejos furgones Volkswagen, taxis amarillos, y hasta
alguna ambulancia rota con la línea roja pintada en el lateral. Entre el humo de
los tubos de escape y el polvo, los vehículos se acercaban y se superaban
recíprocamente, forzando al máximo los motores. Kualid logró divisar
confusamente las caras, entre los montones de turbantes y mantas envueltas
alrededor de los cuerpos, de los talibanes apiñados sobre los cajones o dentro
de los automóviles. Pasaron por delante de sus ojos, sin darle tiempo a
detenerse en ninguno. Pero sus expresiones eran parecidas, casi uniformes,
como si una vena de hosquedad y rabia pasiva las atravesara a todas, borrando
las diferencias.
Tuvo que dar un repentino salto hacia atrás sobre un montículo escarpado
de la calle para no ser atropellado por un pick-up que derrapó sobre los
escombros, después de haber adelantado a un furgón. El pick-up se vio obligado
a ralentizar la marcha para volver a la calzada, la ventanilla del coche se abrió y
Kualid logró ver el rostro que estaba allí enmarcado. Ciertamente, sólo fue
durante un instante, el tiempo de recobrar el equilibrio después del salto hacia
atrás, pero aquella cara, estaba seguro de ello, era la de Sernior.
—Sernior, Sernior... —gritó su nombre agitando los brazos, pero el pick-up
93
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
94
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
del furgón que se estaba quemando. No se oía más que el crepitar de las llamas.
Finalmente, levantando los ojos, vio sobre la oscuridad del cielo la sombra de
un helicóptero quieto, a media altura. El ruido de las palas que giraban
invisibles era apenas perceptible.
Mientras el resplandor del furgón que ardía se consumía, su mirada se
desplazó hacia abajo, hacia la meseta por la que se extendía la ciudad. Era como
si hubiera sido alcanzada por una tormenta de verano, aunque en pleno
invierno. Repentinos relámpagos de luz blanca como la que había invadido
poco antes su habitación, se encendían bajos y fulgurantes, un poco por encima
de las construcciones. Se iluminaban un instante, y una fracción de segundo
antes de que se apagaran manaba el resplandor de un estallido. Relámpagos y
resplandores se sucedían, alumbrando ahora una zona de la ciudad y ahora
otra. Los incendios alumbraban como ascuas esparcidas, impidiendo a la
oscuridad de la noche retomar la posesión de Kabul. Retardadas por la
distancia, las explosiones que llegaban se mezclaban entre ellas por el eco
reflejado por las paredes de la montaña, y formaban un único gruñido continuo
y constante, parecido a un estertor procedente de las entrañas del valle.
A las primeras luces del alba todo pareció enmudecer.
Un silencio pesado, una capa sin sonidos ni ruidos que lo cubría por
completo. La madre de Kualid había sido vencida por un sueño agotador, y él
aprovechó para salir y encaminarse hacia la calle principal. Tenía que ir a
Kabul, tenía que ir.
Encontró un pretexto, para sí mismo, el de averiguar si la tienda de Babrak
todavía se mantenía en pie, pero en realidad no lograba contener la excitación y
la curiosidad de aquella noche de relámpagos y fuegos.
Se paró delante de la carcasa del furgón incendiado. La chapas tiznadas y
retorcidas se habían fundido en informes grumos carbonizados, el humo
todavía subía de la chatarra, impregnando el aire de alrededor con su olor
aceitoso y acre. Vio al hombre de la sonrisa después de haber dado unos pocos
pasos. Yacía en el suelo, de espaldas, en una posición extraña, con los brazos
extendidos hacia arriba en un arco, como si quisiera agarrar algo. Lo que
quedaba de su ropa se había derretido con la carne quemada, y estaba tan negra
como aquella, negra como la cara que parecía modelada en brea, aunque sólo
era un bosquejo de cara: sin orejas, sin pelo, un muñón oscuro en el lugar de la
nariz. La piel de las mejillas se había retirado descubriendo los dientes que, por
contraste, aparecían blanquísimos, como si sonriera. Kualid no se acercó, por un
momento imaginó que aquellos brazos abiertos querían abrazarlo y aceleró el
paso, dándole la espalda al hombre de la sonrisa.
Los primeros cascotes de la ciudad lo recibieron en su aniquilado silencio,
acentuado por las nubes de humo que se elevaban de los incendios que aún
ardían entre los montones de escombros. La calle parecía desierta y, aquí y allá,
la calzada estaba obstruida por esqueletos de automóviles destruidos, formas
retorcidas y absurdas que parecían haber brotado de las grandes manchas
95
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
96
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
No había levantado las manos, pero tenía los brazos abiertos como en el
gesto de alguien que está justificándose de algo sobre lo que no tiene
responsabilidad.
Kualid observó de lejos y no llegó a oír lo que el hombre le decía al
muyahidín, únicamente vio sobre su rostro la sonrisa forzada con la que
intentaba ahuyentar el miedo.
Con un gesto imprevisto el muyahidín golpeó al hombre, le dio una
bofetada en plena cara, el miliciano que estaba junto a él le dio un puñetazo
entre el cuello y el hombro mientras otros muyahidines empezaron a correr
hacia el grupo. El hombre ya había caído al suelo cuando Kualid se volvió y se
fue, sin correr y sin volverse. Ya había visto una escena como aquella, la
recordaba demasiado bien incluso, y la tristeza de aquella evocación apagó toda
curiosidad por lo que estaba ocurriendo.
Uno de los grandes cráteres que laceraban la ciudad, constelándola de
desgarrones, se abría no muy lejos de la tienda de Babrak. Pero la construcción
todavía se mantenía en pie. Kualid se paró delante, estaba contento, y fue hacia
la puerta de un salto. No se sacudía como la última vez que había estado, ahora
estaba cerrada. El corazón le dio un vuelco porque se oyeron ruidos dentro.
«¿Habrá vuelto Babrak?» pensó, pero después el temor ocupó el lugar de
aquella pequeña esperanza. Titubeó antes de abrirla, tratando de descifrar los
ruidos que llegaban del interior.
De repente se abrió la puerta. Kualid dio un salto atrás, y se volvió para
echar a correr, pero una mano lo agarró por el hombro.
—¿Y tú qué haces aquí, chico?
Se volvió y vio al muyahidín que aún lo mantenía agarrado por el hombro.
Era muy delgado, una barba gris y crespa le daba un poco de volumen a sus
mejillas hundidas. Lo miraba serio, con dos ojos de un verde intenso.
—Soy un pintor —le respondió echando mano de los últimos restos de
entusiasmo que había sentido al encontrar la tienda intacta—. Trabajaba aquí,
antes trabajaba aquí —concluyó tratando de otorgar un tono de determinación a
las propias palabras, ya que el miedo empezaba a resquebrajarse.
—Está bien, pintor, entra.
El muyahidín lo empujó dentro de la habitación con una ligera presión de
la mano que aún mantenía sobre su hombro. Kualid se encontró envuelto por
una ligera niebla. Un grupo de cuatro milicianos había encendido un fuego en
el suelo usando como leña la vieja estantería del calígrafo.
Estaban en cuclillas a su alrededor, comían cordero acompañándolo con
pedazos de pan oblongos y planos.
El chico vio sus kalaschnikov apoyados contra la pared, algo lejos.
—Hermanos, os presento a un pintor —dijo con voz alta e irónica el
muyahidín que lo había acompañado dentro.
Entonces los milicianos se volvieron a mirarlo, y Kualid se sintió arder de
vergüenza. Pero en cuanto aquellos estallaron en una carcajada ruidosa, la
97
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
98
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
Sí, ahora le parecía recordar haberse puesto a correr llevando el hilo entre los
dedos... Corrió por la explanada, hacia la carcasa del viejo tanque ruso...
Recordó incluso que la cometa no quería aprender a volar, y que se volvía sobre
sí misma, a un palmo del suelo, sacudiéndose como una paloma con las alas
rotas. ¿Por qué entonces ahora la veía allí arriba, delante de él?
Se notaba la boca seca y pastosa y las sienes le martilleaban.
Intentó frotarse los ojos, para enfocar mejor la imagen de la cometa y tratar
99
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
de entender, pero tenía algo clavado en la parte interior del brazo que le
estorbaba los movimientos.
Sí, la cometa se sacudía, ¿pero qué había ocurrido después?
Quizás un relámpago, un relámpago cegador. Era lo único que creía
recordar, pero no estaba seguro. Era como si las imágenes de sus recuerdos
resbalaran en una habitación oscura, perdiendo forma y contornos, y asomarse
le provocara un dolor físico. Casi como el que, lacerante, sentía en la pierna
izquierda. La cometa amarilla con los ojos redondos que estaba mirando no se
movía, estaba quieta, inmóvil en la pared.
La pared, los dibujos, el hospital... Esforzándose por volver la mirada,
Kualid también vio las nubes, y luego los pájaros, todo con los ojos redondos.
Una mano le desordenó el pelo con una caricia. Se volvió y entrevió a una mujer
rubia que se inclinaba hacia él. Luego notó un pequeño escozor en el brazo, un
poco más intenso que la picadura de un insecto. Después no vio nada más, ni la
cometa amarilla ni las nubes con los ojos redondos ni la enfermera rubia que
apartó la sábana para comprobar la medicación del muñón de su pierna
izquierda, amputada por encima de la rodilla. Se durmió, hundiéndose en un
sueño pesado. Sin sueños.
100
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar
AGRADECIMIENTOS
101