El Niño Que No Sabia Soñar

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El niño que no

sabía soñar

Vauro Senesi

Traducción de Manuel Manzano


Título de la edición original: Kualid che non riusciva a sognare

Primera edición en esta colección: abril, 2009

© Vauro Senesi, 2007


Edición original de Piemme Edizioni, Cásale Monferrato (Italia)
© de la traducción, Manuel Manzano, 2009
© de la presente edición, 2009, Ediciones Ámbar, S.L.
Rambla Can Mora, 18, local 2, 08172 - Sant Cugat del Valles (Barcelona)
http://www.ediambar.es

Publicado por acuerdo con Il Caduceo srl Literary Agency


(www.ilcaduceo.it) y Antonia Kerrigan Agencia Literaria

Printed in Spain
Depósito legal: B-11464-2009

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A las madres y a los hijos.
A mi madre Inés, a mis hijos Fiaba y Rosso
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Todo negro.
Un negro tan denso que le parecía poder tocarlo.
Kualid acababa de abrir los ojos, a veces se despertaba en plena noche.
No estaba seguro de haberlos abierto en realidad, quizás aún estuviera
durmiendo y tenía los párpados cerrados, de ahí que hubiese tanta oscuridad.
Sacó un brazo por debajo de la manta áspera, y se restregó los ojos hasta que
sintió que empezaban a dolerle. No, se había despertado y tenía los párpados
abiertos. Los abrió aún más, mucho más, y durante un rato dejó de parpadear,
tanto que los ojos empezaron a arderle. Después, poco a poco, consiguió
capturar con la mirada una fina veta de claridad, tenue y móvil. Venía del
fondo de la habitación, de la rendija de la entrada. La puerta no era más que
una vieja tela de paño grueso, de rayas grises y azules. De vez en cuando un
soplo de aire, fuera, conseguía moverla, dejando entrar aquella delgada veta
que se alargaba y se acortaba con el movimiento de la tela. Apenas un poquito
de claridad, poco más que el reflejo de que aquella noche no debía de haber
luna o, si había, las nubes la habrían cubierto. Otras noches, cuando Kualid se
desvelaba, la tela de la entrada proyectaba una verdadera hoja de luz, limpia,
no la veta centelleante que veía ahora. Hubiera querido que luciera la luna y
que la noche fuera clara. Entonces no habría necesidad de frotarse los ojos o de
mantenerlos muy abiertos para tener la seguridad de que estaba despierto. El
haz de luz llegó a la tetera, sobre el hornillo, en la habitación, y la sombra de su
pico curvado se proyectaba, aumentada, en la pared. A Kualid le parecía una
serpiente con la boca abierta. Incluso le había dado un nombre a aquella
serpiente: Asmar.
Asmar era su amiga, la serpiente de las noches de luna. Cuando la veía en
la pared, Kualid sabía que podía salir a mirar Kabul desde lo alto. Si era
invierno se envolvía bien en sus dos mantas y, lentamente, sin hacer ruido,
apartaba la tela de la entrada y salía. Se sentaba sobre una gran piedra y
empezaba a lanzar piedrecitas hacia la ciudad, que se extendía abajo, en la
cuenca, rodeada de montañas. La nieve de los montes parecía capturar la luz de
la luna para después dejarla descender por el valle, sobre las casas, sobre las
ruinas. En contraste, se alcanzaban a ver las filas de agujeros negros de las
ventanas de los edificios que construyeron los shuraui, los rusos. Eran los

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

edificios más grandes de la ciudad, grandes paralelepípedos grises uno al lado


del otro; algunos habían sido destrozados por los bombardeos, pero otros
todavía se mantenían en pie. Aquí y allá, unos pocos puntos de temblorosa luz
amarilla llegaban desde los cuarteles de los talibanes; en el silencio de la noche
se podía oír el zumbido lejano de los generadores eléctricos de gasolina. El resto
de la ciudad estaba alumbrado solo por la luna y por los reflejos de la nieve. Le
daban un color uniforme, roto únicamente por alguna zona de sombra, de un
gris lechoso pero brillante, muy diferente del rojizo opaco del polvo, color que
dominaba durante el día.
Kualid sólo volvía a casa cuando ya tenía el brazo entumecido a fuerza de
lanzar piedras y los párpados pesados debido al sueño; estaba seguro de que
soñaría algo en cuanto se tumbara en la esterilla. Casi nunca recordaba los
sueños y eso le disgustaba, porque su primo Said le tomaba el pelo:
—No es verdad que no te acuerdes de los sueños, es que eres tan tonto que
no tienes. No eres capaz de soñar —le decía. Después empezaba a contar
historias de reyes y de guerreros de afilados sables que siempre terminaban por
degollarlo precisamente a él, a Kualid, o de fieras feroces que inevitablemente lo
devoraban—. Mira —continuaba Said—, te presto mis sueños, ¿te gustan? —Y
se echaba a reír, haciendo el gesto de pasarse el pulgar por el cuello mientras
sacaba la lengua. Qué cretino era Said, se creía que le daba miedo, pero Kualid
no tenía miedo de nada ni de nadie.
Solo que ese asunto de no recordar los sueños le fastidiaba. Le fastidiaba
tanto que, aunque nunca lo admitiría, estaría dispuesto a pedirle prestados sus
sueños a Said. Algunas veces, por la noche, antes de dormirse, intentaba
recordar aquellas historias insulsas para ver si conseguía soñarlas. Pero por la
mañana, al despertarse, no encontraba huella alguna.
Aquella noche, en todo caso, la serpiente de las noches de luna no se
proyectaba en la pared, y no invitaba a Kualid a salir. Fuera, seguramente, el
cielo era tan oscuro como la habitación. No tenía miedo de la oscuridad, pero el
sueño no quería volver a cerrarle los ojos, y no sabía qué hacer.
Para distraerse, empezó a escarbar con la uña el agujero en la pared de
barro seco, reduciendo al polvo los pequeños trozos, deshaciéndolos entre el
pulgar y el índice. Lo hacía tan a menudo que el agujero ya era bastante
profundo: podía convertirse en la madriguera oculta de Asmar, la serpiente de
las noches de luna, o al menos podría refugiarse cuando no hubiera luna, pensó
Kualid. Después dejó de escarbar el agujero en la pared y decidió quedarse
tumbado e inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad. Quizás así llegara el
sueño. La mirada hacia el techo cortó la triste línea de luz, y todo volvió a ser
negro.
Así que podías tener los ojos bien abiertos y no ver nada, o sólo verlo todo
negro. Se lo había planteado unos días antes, cuando vio a un talibán muerto.
Kualid iba de camino al bazar; el abuelo le había dado monedas, nada más
para comprar cuatro mandarinas. Había llegado un pick-up a gran velocidad,

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levantando una nube de polvo en la calle de tierra, y se había detenido de golpe


frente a un cuartel militar rodeado por un muro y cerrado por una cancela de
hierro. Justo a su lado. De la trasera saltaron cinco guerrilleros con el turbante
negro blancuzco por el polvo, kalaschnikov y cartucheras de proyectiles de
artillería pesada sujetas como cinturones sobre los chaquetones de camuflaje.
Habían bajado la puerta de la trasera del pick-up mientras uno de ellos abría,
entre crujidos, la cancela de hierro. Luego descendió de la cabina otro militar.
Tenía una pistola makarov metida en un viejo cinturón ruso con una hebilla de
bronce que brillaba, y la hoz y el martillo grabadas sobre la estrella.
—Dejad a ese pobre de ahí dentro, cabrones —había gritado con voz ronca
—, ocupémonos ahora de Fhami. —Acto seguido, los guerrilleros corrieron a la
cabina y sacaron a un hombre.
—Despacio —gritó el militar de la pistola en el cinturón.
El hombre tenía los brazos abiertos, apoyados en los hombros de los dos
guerrilleros que lo sostenían por las caderas. Por detrás, otro lo aguantaba por
la cintura, como para guiarle. Conseguía caminar, aunque, de vez en cuando, se
le doblaban las piernas, como si las rodillas cedieran. Llevaba la cabeza
vendada y las gasas, que también le cubrían parte del rostro, estaban
empapadas en sangre. Sólo la boca quedaba libre. La tenía semiabierta y, junto a
un hilo de baba rojiza, emergía un lamento débil, intermitente, que cesaba de
golpe para empezar un instante después, como un estribillo.
El grupo desapareció en el cuartel dejando el pick-up con la trasera abierta,
y entonces Kualid se había acercado para curiosear. Allí, tendido sobre la batea,
estaba el talibán muerto.
Tenía el cuerpo vuelto en la dirección opuesta a la de Kualid, así que lo veía
del revés.
La parte inferior del busto se había reducido a un empasto de tejido
quemado y carne sanguinolenta, el oscuro amasijo continuaba hasta donde
habrían tenido que encontrarse las piernas, y donde en cambio sólo colgaban
vacías unas deshilachadas perneras. Los brazos estaban colocados a lo largo de
los costados, con las palmas de las manos hacia abajo. El talibán no llevaba
turbante, lo habría perdido en la explosión que lo había matado, o después,
durante el transporte. Los tupidos cabellos y la barba parecían rubios, quizá
porque estaban llenos de polvo fino y blanquecino. Sobre el rostro sólo alguna
manchita oscura, rastros de sangre ya coagulada.
La boca entrecerrada dejaba entrever los dientes. Pero Kualid se fijó en los
ojos. Rodeados por una línea negra de kajal, estaban abiertos, de un verde
intenso ya velado de opacidad. Parecían mirar hacia algo en la lejanía, o a algo
cerquísima, inmóviles y atentos, como si aquello que fuera pudiera huir con un
movimiento rápido, de un momento a otro. Kualid intentó interceptar con la
propia mirada el recorrido de la del muerto, seguirla para ver qué había en el
fondo, pero se perdía enseguida, sobre el perfil abrupto de las ruinas de un
muro, en el gris impreciso del cielo.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Entonces, quizás, aquello no estaba fuera, sino dentro de los ojos del
muerto, pensó Kualid. Para eso, para ver dentro de los ojos de aquel hombre, se
había izado con los brazos sobre la trasera y había acercado la cara a la del
talibán tendido. Pero justo en aquel momento notó que lo agarraban por detrás
y tiraban de él con violencia.
—¿Qué haces, mocoso? ¿Buscas algo que robar de los bolsillos de este
hermano caído por Alá? ¿Eso es lo que quieres, sucio ladrón?
El miliciano que lo había agarrado era grande, con la barba y los cabellos
negros como el turbante que le envolvía la cabeza. Lo sacudía manteniéndolo
agarrado por la camisa con una sola mano, mientras que con la otra lo
amenazaba con darle una bofetada, que sin embargo no llegaba.
El miliciano seguía gritándole cosas que Kualid, asustado y confuso, no
conseguía oír; sólo veía una boca abrirse y cerrarse entre los tupidos pelos de la
barba. Se fijó en que le faltaba un diente, justo delante, un agujero negro del que
de vez en cuando salían bolitas de saliva. Y le entraron ganas de reír, intentó
reprimirse, pero las risas le salieron incontenibles del pecho, risas sincopadas de
espasmos continuos, que cesaron de repente.
Ahora el soldado lo miraba con expresión hosca, pero también perpleja.
—¿Te ríes? Entonces es que eres un necio, sólo un pobre necio... ¡Lárgate
antes de que te retuerza el pescuezo!
Pasó una fracción de segundo desde que Kualid se dio cuenta de que el
miliciano había soltado la presa hasta que se vio volar por los aires por la
patada que este le había asestado. Aterrizó bruscamente entre el cemento
desmenuzado de la acera y la calle agujereada. Notó una quemazón en la
rodilla, que sin embargo no le impidió levantarse de golpe y escapar a la
carrera.

Ahora la herida de la rodilla ya se había encostrado. Con la mano bajo las


mantas, Kualid empezó a rascarse y a arrancarse pequeños trocitos, y así se
distrajo del pensamiento de qué era lo que veía el talibán muerto. Los
ronquidos bajos y continuos del abuelo, que dormía en la misma habitación, le
recordaban el ruido lejano de los generadores de gasolina. Ni siquiera se dio
cuenta de que, finalmente, se dormía.
El borbotar del agua que empezaba a hervir en la tetera de pico curvado, en
la cocinilla de petróleo, se coló en los sueños vacíos de Kualid. El burbujear del
líquido sustituyó en un crescendo de sonido a su sueño sin imágenes, hasta que,
tras abrir los ojos, Kualid se encontró mirando la silueta de su madre, agachada
junto al hornillo. La enfocó lentamente, liberándose de los restos del sueño que
todavía le nublaban la vista.
La habitación siempre estaba envuelta en la oscuridad, pero las llamas
rojizas que rozaban el metal tiznado de la tetera dibujaban intensos claroscuros
en los pliegues del burka de su madre, regalándole una efímera viveza a aquel

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

azul desteñido. Kualid le miró el rostro libre del velo, que la mujer se había
levantado sobre la cabeza. Su madre aún tenía el cabello negro, un mechón le
acariciaba la frente, los pómulos altos evidenciaban el hundimiento de las
mejillas, una sombra le enmarcaba los ojos como un ligero maquillaje, pero solo
era la señal de un cansancio permanente.
Kualid le sonrió sin esperar que ella le correspondiera. Desde que Fahrid, el
padre de Kualid, había muerto, la sonrisa de su madre parecía haberse ido con
él. Kualid tampoco recordaba haber visto nunca aquella sonrisa, y a veces,
cuando salían afuera juntos y el rostro de su madre iba cubierto por el tejido del
burka, se preguntaba si allí debajo, a hurtadillas, mamá sonreía.
—Vamos, levántate, que el té ya casi está listo —le dijo con su voz baja y
ligeramente ronca. Mamá no hablaba mucho, como si los labios que no se
cerraban para sonreír tampoco se abrieran con facilidad ni siquiera para buscar
las palabras. Quizá por eso cada frase suya era para Kualid como una caricia, y
le hacía feliz.
La cortina de la entrada se apartó y en la habitación entró la figura curvada
del abuelo, que se había levantado antes para ir por agua. Llevaba una garrafa
amarilla de plástico. Vació parte del contenido en una bacinilla de lata, se
agachó, metió las manos nudosas y se lavó la cara. Gotas transparentes se
deslizaron y se perdieron en su barba blanca, como si hubieran sido engullidas.
—¡Te toca a ti, morro sucio! —le dijo el abuelo a Kualid, sonriendo y
dándole un cachete. Kualid se pasó agua por la cara y por los cabellos,
restregándose los mechones cortos, color castaño oscuro. Hinchaba las mejillas
y echaba fuera el aire, como para expulsar los escalofríos que le recorrían la
espalda de arriba abajo por el contacto con el agua fría. Mamá se levantó,
recogió la bacinilla y, en silencio, desapareció en la otra habitación para hacer
sus abluciones.
—Bien, ahora tomemos el té —dijo el abuelo y, después de coger la tetera
de pico curvado, la levantó para dejar caer desde arriba el líquido dorado en un
vaso de metal. Llenó otro para Kualid y se lo tendió. El humo claro que subía de
la taza se confundía con la barba blanca del abuelo.
«El abuelo tiene la barba de humo, de hilillos de humo atados», pensó
Kualid y, disfrutando de la tibieza del vaso entre las manos, se puso a mirar al
abuelo sin llevarse el té a la boca. El viejo captó su mirada y la cambió por una
respuesta:
—No, Kualid, esta mañana no hay pan. Bébete el té mientras esté caliente,
ya habrá pan esta tarde, si Dios quiere.
Pero Kualid seguía pensando en la barba de humo: parecía que cada hilo
pasara bajo la piel del rostro del abuelo y la levantara en una arruga.
—Abuelo —le preguntó entonces—, tú eres viejo, pero ¿cuánto?
—¿Me estás preguntando cuántos años he vivido? Muchos, Kualid, tantos
que ya no recuerdo cuándo nací.
—Y yo, abuelo, ¿cuántos años he vivido?

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

El viejo se echó a reír y la retícula de arrugas alrededor de los ojos se hizo


aún más densa.
—¿Cuántos años quieres haber vivido, tú? ¡Sólo eres un niño, un chiquillo!
Habrás vivido diez, once años. ¿Qué importa cuántos? Se nace, se es niño, luego
joven, y finalmente viejo como yo y después, si Dios quiere, llega la muerte, si
es que no llega antes, como le pasó a tu padre.
El abuelo se llevó el vaso a la boca y bebió un largo sorbo de té, como
tragando algún recuerdo amargo.
Kualid estaba a punto de preguntarle si también un día él tendría una
barba de humo, pero desde fuera les llegaban en ese momento las voces lejanas
de los muecines, que se encontraban, se perdían y después volvían a
encontrarse, entrelazándose como las arrugas del abuelo.
—Es la hora de la oración de la mañana, Kualid, no debemos olvidarnos del
Señor misericordioso, estamos en sus manos.
El abuelo desenrolló una pequeña alfombra rojiza con flecos, tan raída que
ya no se distinguían los motivos ornamentales con la que fue tejida. Se arrodilló
y se puso a rezar. Levantaba y bajaba el torso y los brazos, de cara al muro
sobre el que había colgado un cuadrito con un papel recortado que, en
caracteres árabes, reproducía un versículo del Corán. El cuadrito indicaba la
dirección de la Meca y, al menos en el recuerdo de Kualid, siempre había estado
allí. «Quizás —pensó Kualid— es más viejo que el abuelo.»
Rezando, el abuelo siseaba algo con los labios entrecerrados, pero tan
despacio que sólo un ligero movimiento de los pelos de la barba indicaba que
estaba hablando. Kualid, que se había arrodillado a su lado y rezaba repitiendo
los gestos, empezó a imitar también el siseo; sólo el sonido, porque no
conseguía distinguir las palabras. «Será una antigua plegaria particularmente
agradecida a Dios», pensó, mientras tocaba el suelo con la frente.
El abuelo estaba enrollando la alfombrilla de la oración y mamá había
reaparecido para beberse su té, cuando desde fuera, fuerte y rotunda como el
sonido de la perdiz, irrumpió la voz de Said.
—Rata, vente afuera, tenemos que irnos. ¡Deprisa, Rata perezosa!
Kualid tenía los dos incisivos superiores grandes y un poco salidos, y por
eso Said le había apodado con ese mote. Rata. Al principio Kualid se enfadaba
y, enrojeciendo como una sandía, le gritaba a Said todos los insultos que
conocía. Pero después se había acostumbrado. Y a decir verdad, ahora, en el
fondo, Kualid estaba hasta un poquito orgulloso de su sobrenombre.
No antes de haberse despedido de mamá y del abuelo, se precipitó fuera
para alcanzar a su primo. Se había puesto encima un viejo y pesado chaquetón
de color indefinido. Le iba un par de tallas más grande, las manos desaparecían
dentro de las mangas y los faldones le llegaban casi a los tobillos, pero iba bien
para protegerse del último frío de la estación.
—¡Ya era hora! —lo recibió Said. Era un poco mayor que Kualid, y un vello
oscuro le asomaba ya encima del labio superior. Said estaba orgulloso de ello—:

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Mira —le decía a menudo a Kualid—, yo ya tengo bigote. ¡Soy un hombre, no


un niñito como tú!
Y Kualid le respondía, aludiendo a las cejas del primo, negras y pegadas
entre ellas:
—¡Claro, solo que a ti el bigote te crece en la frente en vez de debajo de la
nariz!
Said se había envuelto en una manta que también le cubría la cabeza. Con
las mejillas rojas por el frío, lo esperaba apoyado en el mango de madera de una
azada, con el pie sobre el metal herrumbroso.
—¡Vamos, Rata, ves por tu azada, que tenemos mucho camino que hacer!
—le dijo en una nube de vapor.
Said y Kualid salían de Kabul a menudo, e iban por la carretera de
Jalalabad. La calzada había sido reducida a escombros y quedaban enormes
agujeros. Una vez elegido un buen lugar, esperaban a oír el ruido de un motor
que se acercara y, con las azadas, se ponían a rellenar de piedras y tierra los
agujeros más grandes, esperando una propina o un pequeño regalo por parte
de los conductores de los camiones o de las viejas furgonetas destartaladas que
de vez en cuando transitaban por aquella pista en ruinas.
Mientras una palidez gris se filtraba por el borde de las montañas
anunciando la inminencia del alba, los dos se encaminaron, cada uno con la
azada en el hombro, por la senda que bajaba hacia la periferia de la ciudad. La
seguirían un poco para después alcanzar la carretera más grande que,
remontando la montaña, llevaba a Jalalabad o, si se desviaba hacia el norte, a la
línea del frente entre los talibanes y los muyahidines del comandante Massoud.
Donde las superficies socavadas daban paso a grandes placas de cemento
resquebrajado, se encontraban las ruinas de las primeras construcciones de la
capital. Se recortaban, inestables, con formas que las destrucciones habían
hecho extrañas e improbables, perfiles oscuros en la sombra todavía no vencida
por la luz de la mañana, inmóviles, como fósiles de animales prehistóricos.
Animales prehistóricos, pero vivos y en movimiento, parecían también las
figuras que empezaban a animar la ciudad. Hombres que, arropados en sus
mantas, jadeaban pedaleando sobre pesadas bicicletas chinas, escupiendo
nubecitas de vapor a cada respiración. A ratos cruzándose en el recorrido, a
ratos agrupándose, fueron formando un tráfico aún raro y silencioso.
En el aire oscuro los últimos montoncitos de nieve sucia del invierno se
asomaban a los lados de la calle, interrumpiendo la monotonía de los cúmulos
de escombros.
—¿Agujereamos uno? —le dijo Said a Kualid riéndose, y señaló una
montañita de nieve helada un poco más grande que las otras.
—¡Claro! ¡Así caminaremos más ligeros!
Apoyaron las azadas en una pared y se colocaron frente al muro de nieve.
Los chorros calientes y humeantes de su orina agujerearon la nieve tiñéndola de
un amarillo transparente y haciéndola chisporrotear. Said y Kualid se miraron

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

con complicidad, riéndose. Estaban todavía medio agachados, intentando


recomponerse los pantalones, cuando un ruido llamó su atención. Era un
crujido continuo e intermitente, que se acercaba cada vez más.
—Eh, Kharachi, ¿ya estás por aquí? —dijo Said volviéndose hacia el viejo
que se había acercado a ellos, y nivelando la mirada a la misma altura que la del
otro, porque el hombre no tenía piernas y deambulaba con el torso apoyado en
un pequeño carrito de madera con cuatro ruedas chirriantes.
—¿Y vosotros? —respondió el viejo—. Siempre listos para meteros en
problemas, ¿verdad?
Inmediatamente seguido por Kualid, Said se enderezó. Ahora miraba al
viejo desde arriba, se ajustó los calzones para darse importancia.
—¿Qué problemas? ¡Nosotros vamos a trabajar —y con un gesto un
poquito teatral señaló las azadas apoyadas en la pared—, no a disfrutar del día
entero como tú!
El verdadero nombre del viejo era Mohammud, kharachi eran los carritos
del mercado, pero desde el momento en que Mohammud se vio obligado a
ayudarse de un carrito, Kharachi se había convertido también en el nombre con
que lo llamaban todos desde que había llegado a Kabul por el norte, desde la
zona de Kapisa. Se sabía que, en el tiempo de la guerra contra los rusos, un
cohete disparado desde un helicóptero había alcanzado su casa y matado a toda
su familia, y que él había perdido las piernas. Nadie sabía cómo había
conseguido llegar a Kabul, si se había arrastrado hasta allí con su carrito o si lo
había traído alguien. De todos modos, en aquella parte de la ciudad, todos lo
conocían un poco, porque el viejo del carrito parecía no detenerse nunca,
siempre estaba en movimiento por las calles del barrio. Si el chirriar de las
ruedas se perdía de día entre el ruido del tráfico y los gritos de la gente, era
perfectamente audible en el silencio de la noche. Kualid, a menudo, se
preguntaba si Kharachi dormía alguna vez, si lograba tumbar aquel torso o si
sencillamente cerraba los ojos sobre su carrito de madera y seguía moviendo los
brazos para empujarse. El viejo subsistía de las limosnas y no se sabía dónde
vivía, probablemente en cualquier agujero excavado entre los escombros de uno
de tantos edificios destruidos.
—¿Y tú, chiquillo? —Esta vez el viejo se volvió hacia Kualid—. ¿También tú
vas a trabajar? ¿Con esa azada que es más grande que tú? ¿Seguro que puedes
con ella?
Kualid sintió que le estaba tomando el pelo, en parte porque Said se había
echado a reír al oír las palabras del viejo. Le habría contestado mal, le habría
dicho algo que lo ofendiera. Y no fue la compasión lo que lo refrenó, sino el
sentido del respeto hacia los ancianos que le habían inculcado. Miró a Kharachi,
su cara repleta de pequeñas arrugas, como si en vez de envejecer, sencillamente
se hubiera marchitado, con aquel turbante gris de largas espiras que se envolvía
sobre la cabeza, excesivamente grande en consonancia con la cara.
«Quizá —pensó Kualid— se pone un turbante tan grande para parecer más

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alto», y se esforzó en sonreír, asintiendo con la cabeza.


Said se hurgó en un bolsillo, extrajo una moneda e, inclinándose, se la
tendió al viejo:
—¡Ten, Kharachi, y que Dios sea contigo! —dijo.
Kualid se quedó aturdido. Ya era increíble que Said tuviera una moneda,
pero que la regalara era algo verdaderamente extraordinario. Miró a su primo
con expresión interrogativa y el otro le respondió encogiendo los hombros, con
una mirada de ostentosa indiferencia que desanimó cualquier pregunta.
—Gracias, chicos, y que la paz sea con vosotros —dijo el viejo haciendo
desaparecer la moneda en algún bolsillo escondido bajo la manta que le cubría
el torso. Después se alejó en la misma dirección por la que había llegado.
Aún había suficiente silencio para oír, más allá del chirrido de las ruedas, el
repiqueteo seco y rítmico de los guijarros que el viejo empuñaba y con los que
se empujaba golpeando el adoquinado, con un movimiento continuo y
sincronizado de los brazos, como si remara sobre el asfalto.
La fila de ruinas que llenaba la calle mostraba de vez en cuando señales de
la gente que seguía poblándola. Palos de madera que sujetaban una marquesina
de chapa que se apoyaba sobre una pared de barro seco, que se mantenía en pie
entre una catarata de escombros. Cortinas de tela de saco y de plástico en las
ventanas de alguna habitación que, quién sabe cómo, había resistido al
derrumbamiento de la vivienda. Mientras el cielo se iba aclarando cada vez
más, conservando sin embargo obstinadamente la misma tonalidad de gris, de
aquel paisaje en ruinas empezaron a emerger figuras humanas. Movimientos
silenciosos que parecían ralentizados por la inmovilidad de las formas irreales
de las estructuras devastadas.
Lo que quedaba de un palacio, más alto y más moderno que las
construcciones de fango, se recortaba como un amasijo de piedras, ladrillos y
pináculos bajos. El esqueleto de cemento armado se mantenía en pie pero las
estructuras internas parecían haberse debilitado y caído unas sobre las otras.
Superficies lisas de linóleo se habían tumbado hacia abajo tapando a otras,
enormes jirones de cal parecían haber adquirido la consistencia de un tejido
mojado, como si el edificio, en lugar de derrumbarse, sencillamente se hubiera
desinflado. La nieve que se había infiltrado, congelándose entre las fisuras y los
intersticios formados por las ruinas, parecía cimentarlo, impidiendo la
definitiva caída de todo.
Más adelante empezaba una larga fila de grandes contenedores
herrumbrosos. Suplían a las tiendas, y a menudo también a las viviendas.
Algunos estaban abiertos y mostraban su mercancía: viejas cubiertas de
neumáticos, retales de tejido, recipientes de plástico, garrafas de gasolina o
petróleo, montones de prendas usadas...
Un poco distanciado de la fila, sobre un cerro aislado de tierra y grava, se
divisaba otro contenedor: el metal oxidado se abría en más puntos, desgarrones
grandes y pequeños enmarcados por jirones abruptos de chapa que se

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proyectaban hacia el exterior. Toda la estructura tenía una forma ligeramente


combada, como si hubiera sido hinchada desde el interior. Said se lo señaló a
Kualid.
—¿Sabes por qué estalló? —le preguntó. Kualid lo sabía perfectamente,
pero también sabía cuánto le gustaba a su primo explicar historias espantosas.
Así que se limitó a replicarle con una mirada interrogativa.
Said siguió hablando casi con ímpetu, la expresión seria que asumió no
lograba celar la satisfacción que le proporcionaba explicar el cuento.
—En contenedores como aquel —dijo— también eran encerrados por los
muyahidines quince, veinte prisioneros, soldados del presidente quienes se
había aliado con los rusos. Los encerraban allí dentro y luego, por una abertura,
echaban al interior granadas y bombas de mano... ¡Bum! ¡Bum! Saltaba todo,
hombres y hierro. ¿Te imaginas, Kualid, qué carnicería? Brazos, piernas, trozos
de tripas, todo mezclado y quemado como un kebab.
Kualid realmente se esforzaba en imaginárselo, un enorme kebab humeante
de carne, quién sabe si conseguiría soñarlo durante la siguiente noche, así
tendría un sueño que contarle a Said. Quién sabe.
Ya habían alcanzado a los confines de la ciudad. Dos grandes bloques de
cemento estaban colocados, a poca distancia, en el medio del carril para obligar
a ralentizar a cualquiera que llegara. Después de los bloques, rodeados por
rollos de alambre de púas en los que el viento enredaba trozos de trapos y
papel, y de una pared de sacos de arena amontonados, surgía una garita de
tablones de madera. Era uno de los puntos de control de los talibanes.
A pesar de que ya era casi de día, en el dosel todavía brillaba la luz rojiza
de una lámpara de petróleo. Salió un soldado, arropado por una pesada manta
bajo la que, vuelto hacia abajo, asomaba el cañón bruñido de un kalaschnikov.
—¿Podemos pasar? —le gritó Said.
El soldado tenía los ojos enrojecidos por el sueño. Se limitó a hacer una
seña perezosa con la mano y volvió a retirarse a su garita.
La pesada ametralladora apostada sobre el trípode, en un nido de sacos
terreros, parecía abandonada. Solo el metal oscuro y brillante de aceite hacía
intuir su mortal eficacia. Un ligero viento movía dos espesos mechones de
cintas brillantes colgadas del cañón del arma como un trofeo, produciendo un
leve crujido. Parecían cabelleras, pero eran cintas de audio y de videocasete. A
veces, en los puestos de control talibanes también podían verse viejos aparatos
televisivos ahorcados con cuerdas. Cabelleras y cuerdas servían para recordar
que música e imágenes eran instrumentos del demonio, y escucharla o mirarlas
era una blasfemia imperdonable.
—Sin embargo —dijo Kualid sonriendo y llevándose una mano a la oreja—,
se oye de todos modos.
—¿Qué es lo que se oye? —preguntó Said.
—¿Cómo que qué? Pues la música, la música aprisionada dentro de
aquellas tiras de plástico. Escucha, ¿no la oyes? Sale justo de allí. —Kualid

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

señaló las cabelleras de cinta colgadas de la ametralladora.


Said le dio un ligero empujón.
—De verdad, Rata, que llegas a ser tonto. No sale ninguna música de las
cintas, sólo es el viento que las hace crujir.
—De todos modos —se obstinó Kualid—, hay música encerrada en aquellas
cintas, y en algunas hasta hay figuras. Me lo ha dicho el abuelo, él la ha oído y
también ha visto las figuras y me ha contado que se mueven como si estuvieran
vivas. Pero ¿cómo hacen para salir de las cintas? ¿Tú lo sabes, Said?
El primo no perdió la ocasión para darse un poco de importancia.
—Claro que lo sé, chiquillo. Las cintas tienen que estar bien enrolladas y
metidas en latas de plástico. Luego, esas latas se meten dentro de las máquinas
que sacan fuera la música, y si se meten en esas cajas grandes con un cristal
delante también sacan fuera las figuras. Pero es pecado, y nunca hay que
hacerlo. Y además, ¿dónde vas a encontrar las maquinitas y las cajas con el
cristal delante? —concluyó Said.
Kualid miró a su alrededor. De repente, con un movimiento rápido, antes
de que Said tuviera tiempo de decir nada más, dejó la azada en el suelo y
superó de un salto el muro de sacos de arena. Alcanzó la ametralladora y
alzándose hasta el cañón, arrancó un mechón de cintas colgado y lo hizo
desaparecer enseguida en un bolsillo del chaquetón.
Luego volvió al lado de Said y recogió su azada como si nada hubiera
ocurrido.
—¿Pero estás loco? —le increpó Said—. Si los soldados te hubieran visto
nos habrían dado una paliza, quizás hasta nos habrían metido en la cárcel.
Marchémonos de aquí enseguida, ahora que podemos. —Y apresuró el paso,
casi hasta la carrera. Kualid lo seguía a poca distancia, pero le costaba mantener
el ritmo. Caminaron rápido y en silencio, agarrados a sus azadas. Los jadeos se
transformaron en nubecillas de vapor que se sucedían rápidas antes de
desaparecer en el aire.

El suelo de la calle estaba de nuevo levantado. Piedras, tierra batida y montones


de nieve congelada y polvorienta al borde de la calzada, donde se levantaban
las rocas desnudas de la montaña. Ya había dejado atrás Kabul. El día pleno
inundaba la ciudad, allí abajo, y cruel enseñaba todas sus heridas. Se entreveía
en lontananza la estructura imponente y arrogante del palacio real, descarnada,
con sus cúpulas reducidas a un esqueleto de torres de hierro. Los reflectores
que, únicas luces siempre encendidas en la noche, iluminaban el oscuro
complejo de la cárcel de Pul-i-charky, se apagaron simultáneamente, vencidos
por la luz del día.
Said se detuvo y se apoyó en el mango de la azada, Kualid lo alcanzó
saboreando el breve descanso. Ninguno había dicho una palabra desde hacía al
menos una hora, pero, como si acabara de interrumpir el discurso, Said dijo:

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—... y además, Rata, ¿para qué quieres un manojo de cintas?


Kualid no respondió y, aunque se sentía cansado, empezó a caminar de
nuevo dejando a su primo atrás. No podía decirle que aquella noche, al
tumbarse para dormir, se pondría la cinta debajo de la cabeza como si fuera una
almohada. Y entonces quizá la música y las figuras saldrían, para entrar
después en su cabeza y transformarse en coloridos sueños. No podía decírselo a
Said, porque seguro que se burlaría de él a gusto. Pero probar no costaba nada.
Ahora caminaban de nuevo uno al lado del otro, en silencio, y el cansancio
por la subida les cortaba el aliento.
Bordeaban el lado rocoso de la montaña. Al otro lado de las empinadas
curvas que se sucedían una tras otra, estaban delimitados por pendientes que a
ratos caían verticales, a ratos se ladeaban hasta llegar a las explanadas de abajo,
donde algunos campesinos atrevidos o desgraciados arrebataban un pedazo de
tierra que cultivar a las minas que infestaban toda el área. Abandonada a los
lados de la calzada, de vez en cuando aparecía la carcasa retorcida de algún
viejo carro blindado ruso; el orín que lo corroía, alterando forma y color,
permitía que se disolviera con el paisaje, como si formara parte de él desde
siempre.
Pasaron junto a un gran dromedario. Un trozo de cuerda deshilachada le
colgaba del cuello. Los párpados, de pestañas larguísimas, estaban casi
cerrados. Se chupaba el prominente labio inferior como subrayando su atávica
indiferencia ante todos y ante todo.
Tras pasar una curva cerrada de la carretera, Said se detuvo.
—¡Mira allí abajo! —le dijo a Kualid con tono excitado, señalando un punto
del declive menos empinado—. Es un camión. ¡Un camión que ha volcado! —La
cabina y el remolque destacaban entre el blanco sucio de las placas de nieve y el
gris de las piedras que se habían desprendido de las paredes de la montaña.
Estaba todo pintado con bonitos dibujos elaborados, de colores vivísimos.
Estaba volcado sobre un lado, como si se hubiera dormido, esparciendo la carga
por todo su alrededor—. Debe de ser un camión paquistaní —continuó Said—.
El remolque está lleno de sacos, puede que sea harina. ¡Venga, corramos a
verlo!
Kualid estaba perplejo.
—¿Y si aún queda alguien dentro?
—¿Pero quién quieres que haya? Seguro que el conductor se ha ido a
buscar ayuda —dijo Said.
Kualid no estaba convencido.
—Si cogemos algo es robar, es pecado grave. ¡Si nos pillan pueden
cortarnos una mano como castigo!
—Esto no es robar, los sacos están abandonados —insistió Said—, están por
el suelo, ¿no lo ves? ¡Es como recoger la fruta de un árbol silvestre, no es robar!
El camión había caído a una veintena de metros desde el arcén de la
carretera hacia abajo. Kualid y Said lo observaron desde lo alto.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—Y además —retomó Kualid—, es peligroso dejar la carretera para llegar


hasta allí, ya sabes que hay minas escondidas bajo el suelo. ¿Y si pisamos una?
—Mira —dijo Said, cada vez más excitado—, hay huellas en las placas de
nieve, deben de ser del conductor que se ha ido. Basta meter los pies en ellas y
si él no ha saltado por los aires tampoco nosotros volaremos.
Clavó la azada en un montoncito de grava y, sin añadir más, casi se lanzó a
la carrera por la pendiente. Kualid lo miró saltar de una piedra a otra y después
alargar las piernas para meter los pies en las huellas que se distinguían sobre la
nieve. Los bordes de la manta que le envolvía el cuerpo saltaban arriba y abajo,
parecía un murciélago enloquecido. Por fin alcanzó uno de los sacos y se subió
encima como un cazador que posa con su presa. Después se sacó una navajita, y
como el cazador dispuesto a desollar al animal, se agachó para desgarrar la tela
del saco. Metió las manos por el corte y las sacó llenas de polvo blanco. Lo lanzó
al aire y enseguida se formó una nubecilla clara que se mezcló, antes de caer al
suelo, con la del vapor de su aliento.
—¡Es harina! —gritaba entusiasmado—. ¡Kualid, es harina! ¡Es un regalo de
Alá! ¡Ven, Rata, corre! —Agitaba los brazos invitando a su primo a reunirse con
él.
Pero Kualid no lograba moverse del arcén de la carretera. Intentaba
ordenárselo a sus piernas, pero no le obedecían, como si los pies hubieran
echado raíces en aquel terreno pedregoso. Para darse coraje pensaba en lo
contentos que estarían el abuelo y su madre si volviera a casa con la harina.
Pero en su imaginación la sonrisa del abuelo se superponía a la expresión
enojada de cuando le reprochaba que debía estar atento a las minas: «¡Son como
las víboras del desierto, escondidas, camufladas, pero listas para morderte de
repente!». Ahora era como si sintiera dentro el veneno de la víbora, y estuviera
inmovilizado.
Said se cansó pronto de agitar los brazos y de llamar a Kualid. Se quitó la
manta de los hombros, la extendió en el suelo y con decisión empezó a llenarla
de los puñados de harina que extraía del saco, demasiado pesado para poder
transportarlo.
Kualid se acurrucó, apretando las manos alrededor del mango de madera
de la azada, y se quedó allí, mirando al vacío.
Cargando su manta, anudada a modo de hatillo y llena de harina, Said
remontó la ladera. Un poco por el peso, un poco porque ya había gastado en la
ida la confianza en sí mismo y la energía, se movía más lentamente, prestando
más atención a sus pisadas. Kualid lo vio acercarse y se quedó inmóvil. Sentía
vergüenza por no haber tenido la valentía de seguir a su primo en aquella
pequeña, afortunada, aventura. Seguro que ahora Said se burlaba de él por su
cobardía. Notó que se estaba ruborizando y bajó la cabeza por temor a que el
otro pudiera notarlo. Por esa razón, cuando estuvo a su lado, no vio que la cara
de Said también estaba encarnada, debido al esfuerzo y a la excitación.
—Entonces, Rata, ¿tienes intención de quedarte ahí acurrucado todo el día?

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—le dijo Said—. ¡Venga, levántate, vamos!


—Vale —respondió Kualid. Se esperaba el primer golpe de un momento a
otro y lo miraba de soslayo, con una sombra de desconfianza. Pero Said se
limitó a recoger la azada, a echarse el hatillo al hombro y a retomar el camino.
Parecía más delgado, ahora que ya no iba envuelto en la manta. Kualid notó
que el labio inferior de Said era presa de un ligero temblor—. ¿Tienes frío? —le
preguntó, también para romper el silencio.
—Un poco —respondió Said—, pero si me muevo me caliento.
Caminaron aún durante un buen rato, escuchando solo el ritmo jadeante de
sus propias respiraciones.
—Aquí. Este me parece un buen sitio —dijo Said cuando se encontraron a
la salida de una amplia curva de la carretera—. Aquí —continuó— los camiones
llegan lentos a la curva, y los conductores tienen todo el tiempo para verte y, si
Dios quiere, para pararse. Cuando oigas que llega uno ponte a rellenar aquellos
agujeros de allí. —Y, con un movimiento del mentón, señaló a Kualid dos o tres
socavones profundos en la calzada.
—¿Por qué? ¿adónde vas tú? —le preguntó Kualid, un poco alarmado.
—Yo voy un poco más adelante, es inútil estar los dos en el mismo sitio. Si
a ti no te dan nada, puede que sí me lo den a mí después. De todos modos, ¿de
qué te preocupas? Tú eres el primero y si te dan algo es seguro que a mí no me
dan nada. Además —añadió— yo ya me he ganado este bonito saco de harina.
—Y le dio una palmada orgullosa al hatillo que llevaba al hombro.
Kualid apoyó la espalda en la pared de roca y vio a Said alejarse por la
calzada hacia arriba, con los oídos ya listos para detectar el primer ruido de un
motor lejano.

No los vio llegar. Eran tres chicos, también iban armados con azadas, debían de
haber salido de detrás de la curva. Kualid se los encontró delante como por
ensalmo, y por un reflejo inesperado y espontáneo aplastó aún más la espalda
contra la roca.
—¿Qué haces aquí, mocoso? ¡Este sitio es nuestro! —le dijo con tono
amenazador el mayor de los tres, que tenía toda la pinta de ser el jefe.
Acompañó las palabras con un empujón con la mano abierta contra el pecho de
Kualid, que lo lanzó de espaldas hacia la pared de roca de la que apenas
acababa de separarse. Pero, por aquel día, Kualid ya se había sentido bastante
cobarde por no haber seguido a Said a por la harina. Reaccionó de golpe. Dejó
caer la azada al suelo y se lanzó encima del chico, agarrándose a su casaca. En
un instante los dos se revolcaban entre las piedras y la tierra batida. Los demás
componentes del grupo parecían desorientados por la rápida reacción de
Kualid y se limitaron a apartarse un poco para dejarles espacio a los dos que se
peleaban. Su adversario era decididamente más grande y más fuerte. Kualid se
agarraba a él con todas sus fuerzas y mientras el otro lograba inmovilizarle los

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

brazos en un abrazo sin escapatoria, él intentaba apretarlo con las piernas.


Hasta llegó a morderlo en un antebrazo, cerrando la mandíbula todo lo que
pudo, para que el dolor del mordisco llegara al músculo del otro, superando la
resistencia del espeso tejido de la manga. A pesar de ello, bien pronto se
encontró con la espalda contra el suelo y con las rodillas del chico clavadas en la
barriga. Se le había subido encima y lo estaba sacudiendo, agarrándolo por el
cuello del chaquetón y golpeándole la cabeza sobre el suelo duro. Kualid, desde
abajo, veía su cara enrojecida y sudada, la respiración agitada que salía como el
ruido de un estertor por unas narices dilatadas por la rabia. Y le parecía que
aquella cara se agrandaba y se achicaba al ritmo de los violentos bandazos que
el chico seguía encajándole.
—¡Aplástale la cabeza! ¡Mátalo!
Los otros dos de la banda, que hasta ahora se habían quedado aparte,
incitaban ahora a su compañero, excitados por el resultado de la pelea. Y pronto
pasaron de las palabras y de los gritos a los hechos. Kualid advirtió las
repentinas punzadas de dolor por las patadas que le daban en los costados.
Ahora eran tres las caras enrojecidas que lo miraban. Pero una desapareció de
repente, una fracción de segundo después del ruido seco de la pedrada que
había golpeado al agresor en la cabeza, abatiéndolo. Kualid logró a duras penas
volver la cabeza hacia la dirección de la que le pareció que había llegado el tiro
y vio a Said que ahora corría hacia él. Gritaba. Un grito sin palabras, continuo y
violento; rabia en estado puro.
Había dejado caer el hatillo de harina en la calzada y se acercaba cada vez
más rápidamente, blandiendo la azada como si fuera una lanza. El chico
abatido por la piedra se levantó pasándose los dedos por la sien herida, y tras
un momento de indecisión se dio a la fuga. Quizás asustado por aquel grito
salvaje, su compañero lo siguió precipitadamente. Said embistió al que aún
estaba encima de Kualid, arrollándolo literalmente, con un ímpetu que,
liberando a su primo, arrojó al otro al suelo. También cayó Said, arrastrado por
su misma carrera, pero intentó igualmente aferrar a su adversario por los
tobillos, mientras este trataba de escapar levantándose con movimientos
convulsos. Pataleando, el chico logró liberarse y echó a correr hacia el recodo
por el que había llegado. Said mantuvo aquel grito, como si lo hubiera
contenido durante demasiado tiempo y ahora que lo había liberado no
consiguiera detenerlo, y empezó a lanzarle piedras al que se alejaba corriendo,
sin alcanzarlo, porque esta vez eran tiros improvisados e imprecisos, que
servían sobre todo para desatar la ira que aún lo encendía. Sólo se detuvo
cuando el otro desapareció tras la curva.
Todavía apretando en la mano la última piedra que había cogido, el grito se
transformó en un jadeo fuerte e irregular. Dándole la espalda a Kualid, siguió
mirando hacia el punto por donde había desaparecido el chico, como si aquel
pudiera reaparecer de un momento a otro.
—¡Eh, Said! —lo llamó Kualid, que ahora estaba sentado apoyando un

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

brazo en el suelo y con el otro a la altura del rostro, dedicándose a limpiar la


sangre que le goteaba de la nariz. Said se volvió con los ojos todavía perdidos,
lejanos, como si aquella llamada hubiera llegado de un lugar demasiado lejano
—. ¡Said! —insistió Kualid. El otro pareció recobrarse, y por fin su mirada se
centró en su primo.
Kualid le sonrió, con la cara aún sucia de sangre.
—Se han escapado más rápido que un caballo, les hemos metido el miedo
dentro, ¿eh, Said? —Y la sonrisa se abrió en una risotada. También Said se echó
a reír, el apretado puño se aflojó y dejó caer al suelo la piedra que contenía.
Kualid se puso de pie y, sin dejar de reír, apoyó una mano en el hombro de su
primo, que hizo otro tanto. Se quedaron allí, apoyados el uno en el otro, como
para resistir a la tempestad de carcajadas que emergía de su interior.

Un repentino estruendo llenó el aire. Kualid y Said apenas tuvieron tiempo de


levantar los ojos hacia el cielo cuando ya los perfiles de los dos viejos Mig
soviéticos que, volando a baja altura, se dirigían al norte, hacia el frente, se
habían reducido a dos puntos oscuros. Desaparecieron en la lejanía, en el límite
entre las crestas de las montañas y las nubes grises del fondo. El ruido
atronador de los aviones tapó aquel más sordo del camión. Los dos chicos lo
vieron cuando ya se les acercaba. Era un camión grande, con el remolque
cubierto por una tela encerada; las ruedas dobles hacían saltar las piedras del
suelo y del tubo de escape salía un humo denso y negro. La respiración del
motor bajo el esfuerzo.
—¡La harina! —gritó Said en el mismo instante en que su mirada se puso a
buscar el punto de la carretera en que había abandonado su hatillo. Kualid lo
vio lanzarse a perseguir al camión con los brazos extendidos, como si quisiera
agarrarse al humo negro que a ratos lo envolvía, y echó a correr tras él. Cuando
alcanzó a su primo, el camión ya estaba lejos y la manta se había fundido
prácticamente con la tierra y las piedras; la harina se había salido y estaba
esparcida por todo su alrededor, mezclándose con la mugre del suelo y la
humedad dejada por las gomas mojadas por la nieve, que imprimieron sus
huellas en la masa.
Said estaba cabizbajo, agachado cerca de lo que ahora parecía la carroña de
algún animal, sus hombros se sacudían con breves espasmos. Por un instante,
Kualid pensó que estaba llorando, pero después se dio cuenta de que aquellos
espasmos eran solo la respiración jadeante por la atolondrada carrera. Kualid
estaba de pie, a dos pasos de su primo, y no lograba encontrar las palabras para
hablarle. Fue Said quien rompió el silencio de lo que ya empezaba a parecer una
pequeña ceremonia fúnebre. Recogió la manta, ya reducida a un trapo, la
sacudió para limpiarla un poco y dijo:
—Vamos a recuperar las azadas.
Se encaminó el primero, sin volverse a mirar la mancha de harina y

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

suciedad que quedaba en la tierra.


Sin decírselo, decidieron no separarse más y se instalaron pasada la curva,
a esperar la llegada de algún vehículo, juntos. Sin siquiera un comentario sobre
la harina perdida, Said se envolvió bien en la sucia manta. Agachado en el
borde de la carretera, Kualid engañaba al tiempo lanzando piedrecitas al otro
lado.
—Sabes, Rata —dijo Said en un momento dado, como si continuara un
discurso que sin embargo había empezado sólo en sus pensamientos—, mi
padre ha ido a hablar con el mulá. Quiere que me acepten en la escuela
coránica. Dice que allí te dan de comer todos los días, y para nosotros sería una
buena ayuda, porque mis hermanitos y mis hermanitas son pequeños y no
traen nada a casa.
—Pero ¿a ti te gustaría? —le preguntó Kualid. No hubo tiempo para una
respuesta, porque de detrás de la curva llegó el ruido del motor de un camión.
Cogieron las azadas y se pusieron a recoger tierra y piedras y a echarlas en un
gran hoyo de la calzada. Trabajaron con mucho empeño, como si no hubieran
hecho otra cosa en todo el día. El morro verde oscuro de un gran camión
apareció en la curva. Said y Kualid lo oyeron acercarse, sin volverse a mirarlo
para no interrumpir el trabajo pero atentos al ruido del motor, esperando oír el
cambio de marchas que anunciaría la intención de pararse del conductor.
Tuvieron que apartarse de un salto, porque el camión les pasó por delante
sin siquiera disminuir la marcha. El remolque, abierto, iba cargado de soldados
talibanes. Apiñados unos junto a otros, ocupaban hasta el último centímetro de
espacio. Podían parecer una masa informe, envueltos en mantas y en turbantes,
una masa de la que brotaban los cañones brillantes de los kalaschnikov. Said y
Kualid los vieron pasar, buscándoles la mirada, ninguna de las cuales apuntó
en su dirección. Parecían ausentes, no expresaban ninguna agresividad o
exaltación, sino solo la pasiva espera de llegar a quién sabe qué destino.
—Seguro que se desvían hacia el norte —dijo Said mientras el camión se
alejaba—. Van al frente.
Apoyaron las azadas y se colocaron de nuevo al borde de la calzada, a la
espera de otro camión, que esta vez se paró. Era un viejísimo furgón
Volkswagen. Donde la herrumbre aún no lo había corroído, mostraba en los
lados las huellas de dibujos pintados: flores, corazones rojos e inscripciones en
caracteres ilegibles para Said y Kualid. Era uno de los muchos trastos
abandonados por los hippies venidos de Occidente, muchos años antes, cuando
en Afganistán no había guerras y el país era meta de caravanas de turistas
aventurados en busca de paisajes exóticos y buena materia prima para fumar.
Pero eso seguro que los dos primos no podían saberlo. El que se sentaba al lado
del chófer bajó la ventanilla sonriendo, mientras que el conductor se giró para
hurgar en una bolsa que tenía en el asiento trasero.
—Ya veréis cómo mi amigo encuentra algo para vosotros —dijo el tipo de
la ventanilla. Después le dio a Kualid la bolsita que le había pasado el otro—.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Tomad, comed a nuestra salud y que la paz sea con vosotros.


—¡Gracias, y que la paz sea con vosotros! —respondieron Said y Kualid
casi a coro. La furgoneta arrancó petardeando.
—¿Has visto qué alegres estaban? —le dijo Kualid a Said—. ¡Eso es que van
a una boda!
—Seguro —replicó Said—. Y llevan como regalo cosas para comer. El saco
en el que hurgaba el conductor debía de estar lleno. Venga, Rata, miremos qué
nos han dado.
Kualid abrió la bolsita de plástico y empezó a sacar el contenido,
pasándoselo al primo y enumerándolo, como si, nombrándolas una por una, las
cosas que sacaba aumentaran de valor: «Seis panes, dátiles secos y... ¡mira,
también dos trozos de carne!».
—Comámonos un pan ahora mismo —dijo Said—, el resto nos lo dividimos
y esta tarde lo llevamos a casa. A mis hermanitos les encantan los dátiles. —
Said cogió uno de los panes y lo partió por la mitad, dándole una parte a
Kualid. Eran panes planos como tortitas, blandos, de consistencia un poco
gomosa y de forma oblonga. Los dos empezaron a comer a pequeños
mordiscos, masticando cada pedacito con calma, para hacer durar lo más
posible aquel sabor ligeramente ácido. Comían y se miraban, con ojos alegres y
cómplices, como comunicándose el uno al otro el placer que estaban
experimentando, haciéndolo así aún más intenso.
Cuando los dos primos, de vuelta a Kabul, se despidieron, ya caía la tarde y
las nubes grises parecían absorber el color de los últimos reflejos de un sol
invisible. Pronto los muecines llamarían a la oración, luego la ciudad se
apagaría en una de sus infinitas noches de toque de queda. Kualid se apresuró a
enfilar el camino que lo llevaba a su casa, en la parte alta de la ciudad, a media
colina, a los pies de la ladera de la montaña. Se sentía satisfecho, y también un
poco orgulloso del botín del día; además de la comida, él y Said también habían
logrado alguna moneda, y no veía la hora de entregárselo todo al abuelo y a su
madre.
—Entonces, muchacho, ¿tú y tu amigo habéis trabajado duro? —La voz
provenía de detrás de su espalda, desde abajo. Lo había sobresaltado,
distrayéndolo de sus pensamientos de satisfacción. Se volvió de golpe y,
bajando la mirada, vio al viejo Kharachi, aparecido quién sabe de dónde con su
carrito—. ¿Y bien? —continuó el viejo mirándolo de abajo arriba—. ¿Habéis
sacado provecho?
Quizá para emular la generosidad demostrada por su primo aquella
mañana, quizá por el orgullo que le proporcionaban los buenos resultados del
día, pero sin decir una palabra, Kualid metió la mano en la bolsita, sacó uno de
los panes y se inclinó para dárselo al viejo.
—Gracias, chico, que la paz sea contigo —le dijo Kharachi antes de
reanudar su incesante peregrinaje.
Había hecho aquel gesto sin siquiera pararse a pensar. Pero ahora, mientras

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

subía por el camino, le daba vueltas a ello.


«Le he quitado un pan de la boca a mi abuelo y a mi madre —pensó—, y
¿por qué? ¡Para dárselo a ese viejo mendigo! Al menos podría haberle dado sólo
la mitad, que a él ya le habría parecido suficiente. Pero el abuelo siempre me
dice la caridad que se da, Dios te la devuelve doblada, y entonces quizás he
hecho bien. Pero... ¿y si se lo cuento y después se enfada y me llama lelo?»
En el último tramo de la cuesta, Kualid puso término a sus elucubraciones.
—No le diré nada al abuelo —resolvió—, y será Dios quien decida si he
sido caritativo o inconsciente.
Cuando vio la figura de su madre cubierta por el burka, agachada delante
de la puerta de casa y absorta en el cuidado de un pequeño fuego de ramitas
secas, echó a correr hacia ella.
—¡Mamá, mamá! ¡Mira lo que traigo! —gritó dejando caer la azada y
sacando la bolsita de plástico para enseñársela. La madre se levantó.
—Ven a casa, Kualid —le dijo cuando la hubo alcanzado.
Su delgada mano de largos dedos salió de los pliegues del tejido del burka y
se apoyó en un hombro del chico. Él la notaba viva y ligera, como si en su
hombro se hubiera posado un pajarillo, y aquel contacto, que siempre le daba
sensación de paz, calmó su excitación. Se dejó conducir al interior de la casa, ya
envuelta en la penumbra.
—¡Mira, mamá, también hay un trozo de carne!
Kualid abrió la bolsita y se la tendió a su madre. La mujer se liberó el
rostro, levantándose el velo sobre la cabeza. Cogió la bolsita y se la llevó a la
otra habitación. Tampoco esta vez había sonreído, pero Kualid leyó en sus ojos
una sosegada satisfacción que lo hizo sentir importante, feliz. El abuelo, en
cambio, aquella misma tarde, después de comer, expresó su complacencia
pasándole una mano sobre la cabeza, despeinándolo.
—¡Qué valiente es nuestro hombrecito! —dijo—. Mañana vendrás conmigo
a la ciudad, porque estoy cerrando un pequeño negocio con un comerciante
paquistaní. He ahorrado un poco y con eso le compraré una partida de ropa
usada que luego venderemos en el bazar. Así, si Dios quiere, podremos sacar
algo de beneficio. Me ayudarás a cargar la mercancía en el carro y a empujarlo
hasta aquí.
Al oír hablar de ahorros, Kualid se acordó de las monedas que había
ganado. Enseguida se hurgó en los bolsillos del chaquetón, y así se encontró con
los dedos enredados en el mechón de cintas que aquella mañana había
arrancado del cañón de la ametralladora, y en el que no había pensado más.
Consiguió desenredar los dedos y sacar las monedas.
—Mira, abuelo, con esto podremos comprarle más ropa al paquistaní —le
dijo al viejo ofreciéndoselas.
Su madre se había retirado a la otra habitación. El abuelo, tendido sobre la
esterilla, ya había empezado a roncar. También Kualid se notaba los párpados
pesados por el sueño: había sido un día largo. Al lado de su jergón, sacó del

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

chaquetón el mechón de cintas, reduciéndolo a una bola. Lo tuvo en la mano un


poco, mirándolo. Las cintas parecían capturar la poca luz que quedaba en la
habitación y devolverla en tenues reflejos. «Quizá también devuelvan la música
y las figuras que tienen dentro», pensó Kualid. Metió el mechón en una bufanda
de tela y, tumbándose, se la colocó debajo de la cabeza, como si fuera una
almohada. Cuando movía la cabeza las cintas emitían un ligero crujido, que a
Kualid, que tenía la oreja aplastada sobre la bufanda, le parecía muy fuerte:
«Aquí está la música, ya empieza a salir». Fue el último pensamiento antes de
hundirse en un sueño pesado.

Cuando se despertó, y se sentó en su jergón, la habitación todavía estaba


envuelta en la oscuridad. Siguiendo los ronquidos constantes logró distinguir la
silueta del abuelo, envuelto en las mantas. «Pero el alba debe de estar cerca —
pensó Kualid—, la noche se está yendo.» Se volvió para mirar las cintas aún
envueltas en la bufanda e intentó recordar si le habían regalado algún sueño. Se
concentró, entrecerrando los ojos para localizar al menos un jirón enredado
entre los párpados. Pero nada, ninguna música, ni tampoco una imagen le venía
a la mente. «Said tiene razón cuando dice que soy un estúpido», reflexionó
amargamente. «No hay nada de nada en estas cintas de plástico.» Y, en un
instante, la desilusión se trasformó en temor. «¿Y ahora qué hago?», pensó.
«Están prohibidas, y yo las he robado. Si me las encuentran causaré problemas
a toda la familia. ¡Soy un idiota! ¡Debo esconderlas!»
Evitando hacer ruido se puso los zapatos, un par de viejas botas de las que
había perdido los cordones. Se puso el chaquetón y recogió la bufanda con las
cintas. Se apretó el hatillo al pecho como para protegerlo de miradas
indiscretas, apartó el paño de la entrada y salió afuera. Se detuvo un momento
frente a casa para mirar alrededor con aire circunspecto, pero no vio a nadie.
Todas las viviendas cercanas estaban todavía a oscuras, aunque la oscuridad
del cielo ya cedía el paso a la tímida luz del día y las estrellas se apagaban. Dejó
el camino y empezó a trepar por la ladera escarpada de la montaña. Continuaba
manteniendo el hatillo apretado con los dos brazos, así que de vez en cuando
resbalaba sobre el balasto; entonces se apoyaba en una rodilla para levantarse y
retomaba la cuesta.
Jadeaba cuando decidió que ya se había alejado de las viviendas lo
suficiente. Miró hacia abajo, hacia las casas, a duras penas se distinguían de las
masas de rocas. Se agachó, dejó el hatillo en el suelo, y empezó a cavar con las
manos, pero la tierra helada estaba demasiado dura y con las uñas sólo
conseguía arañarla. Entonces renunció a la idea de hacer un hoyo para enterrar
las cintas: las sacó de la bufanda, que se enrolló al cuello, y las cubrió con una
piedra. Pero le pareció que aún podía entreverse alguna de aquellas malditas
tiras, y entonces puso otra encima, y luego otra más, hasta que las cintas
desaparecieron bajo un cúmulo de piedras. «Ya está —pensó Kualid mirándolo

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

— la tumba de los sueños.» Ahora se sentía más ligero y se lanzó barranco


abajo, corriendo con los brazos abiertos, como para volar.

—¿Qué tengo que hacer contigo?


Su madre estaba de pie en el umbral de casa y tenía las manos cerradas
sobre el pecho. En aquellas manos, y en el tono de voz, Kualid pudo leer toda
su preocupación, puesto que lo expresado por el rostro estaba oculto por el
velo. Se sintió invadido por una ola de vergüenza y, bajando la cabeza, sólo
consiguió murmurar:
—Perdona, mamá.
En casa el abuelo estaba desenrollando la alfombra para la oración. Se
volvió hacia Kualid:
—¿Es que quieres que tu madre se muera de un susto por tu culpa?
Kualid guardó silencio, con la cabeza gacha, luego sintió la mano del
abuelo que le arrancaba la bufanda del cuello.
—¡Hasta me has robado la bufanda, pequeño delincuente!
De refilón, levantó un poco la mirada para escudriñar la expresión del
viejo, y vio que su rostro era firme, las arrugas parecían haberse petrificado.
—¿Por qué te has ido cuando aún era de noche? ¿Y dónde has estado?
Kualid continuaba en silencio, aunque sabía perfectamente que el abuelo, a
diferencia de su madre, no renunciaría a una respuesta.
—¡Te he preguntado que dónde has estado! ¿Te has quedado sordo? —El
abuelo seguía hostigándolo, y entonces, siempre manteniendo la cabeza baja,
Kualid levantó el brazo para señalar un punto vago.
—Por allí —susurró.
—¿Qué quiere decir por allí? ¿Por allí, dónde? —insistió el abuelo.
—No tenía sueño y me he ido a dar una vuelta por la montaña, abuelo.
El bofetón le acertó en plena cara. Kualid no lo había visto llegar, y lo notó
por el sonido plano que hizo sobre su mejilla más que por el dolor. Más bien
parecía que el dolor no quería alcanzarlo, alejado por un nuevo fogonazo de
vergüenza. El abuelo casi nunca le pegaba.
—Sabes que nunca debes abandonar el camino de tierra. En las laderas de
las montañas hay minas y proyectiles que no explotaron. ¿Quieres morir? ¿O
quedarte mutilado? ¿Cuántas veces te lo he repetido? ¡Espero que esto sirva
para recordártelo mejor!
El abuelo le volvió la espalda y salió de la habitación.
Kualid se quedó allí, inmóvil. La vergüenza se transformó en un zumbido
sordo, como de un enjambre de avispas, un zumbido que parecía volverse cada
vez más fuerte, que le llenó los oídos hasta aturdirlo. Quizá por eso no logró
captar en la voz del abuelo la vena de angustia que lo invadía.
—¿Entonces? ¿Te decides a venir afuera? Vamos a coger el carrito, ¿te has
olvidado que tenemos que ir a la ciudad? —Ahora la voz del abuelo volvía a ser

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

la de siempre, ronca y fuerte, y Kualid se sintió alentado.


El carrito se encontraba algo lejos de la casa. El abuelo había construido una
caseta fijando una tela de plástico a la carcasa de un viejo blindado reventado y
algunos palos clavados en el terreno.
—¡Venga, ayúdame a sacarlo!
Kualid agarró un asta del carro y empezó a tirar.
—Despacio, despacio, hombrecito —dijo el viejo pasándole una mano por
los cabellos.
Las grandes ruedas del carro rebotaban en los hoyos del terreno escarpado
que llevaba al camino de tierra. Los baches se transmitían de la madera a los
músculos de Kualid, como para desafiarlo, y entonces el chico apretaba aún
más fuerte la mordaza de sus manos alrededor del palo, hasta que se le
entumecían los brazos.
—Te domaré, bestia arisca —pensaba, imaginándose ocupado en pleno
desafío contra un animal mitológico. Pero justo cuando por fin lograron
alcanzar el camino de tierra, una rueda se hundió en un agujero del arcén.
El abuelo y Kualid se detuvieron a mirar el carrito ladeado en el borde del
camino.
El viejo había apoyado una mano en la cadera y con la otra se alisaba la
barba, pensando qué hacer.
El chico miraba un poco al carrito y un poco al abuelo, como esperando la
solución de uno de los dos.
—¡Fuerza, Kualid! —dijo finalmente el viejo—. Tú empuja la rueda que hay
en el agujero y yo tiro del carro por delante. Si hacemos fuerza los dos juntos
quizá podamos liberarlo, si Dios quiere.
Kualid saltó enseguida al hoyo. Metió las manos debajo de la llanta de
hierro de la rueda, se apoyó luego con todo el torso y, apuntalándose con los
pies en el borde del agujero, comenzó a empujar. Sintió el frío del metal sobre la
mejilla y un gran calor por el esfuerzo en todo el resto del cuerpo. Con la vista
nublada por el sudor que le caía en los ojos, vio frente a sí la espalda arqueada
del abuelo. Con los brazos doblados sobre el travesaño y los músculos
contraídos, parecía un pájaro que no consiguiera alzar el vuelo.
—¡Se mueve, abuelo, se mueve! —gritó Kualid con el poco aliento que le
quedaba. La rueda había hecho casi medio giro y él lo había notado en la piel.
Se apoyó mejor en el borde del hoyo, con ambos pies, el cuerpo prácticamente
en horizontal entre el arcén y la rueda, para impedir que resbalara. No bastó,
con un ruido leñoso la rueda resbaló hacia atrás, para volver a detenerse
exactamente donde estaba antes. El abuelo y Kualid se tomaron un momento de
pausa, pero breve, porque estaban ansiosos por liberar el carrito.
—Intentemos empujar los dos —propuso el viejo.
Un gran pick-up se detuvo al otro lado del camino. Montada sobre un
trípode, en la caja trasera había una ametralladora pesada de la que pendía
como un festón la ristra de proyectiles de latón y cobre. Dos hombres bajaron de

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

la cabina, otros dos se quedaron al lado del arma.


Todos llevaban barba y turbante y uno, el chófer, llevaba un par de gafas
oscuras. Se pusieron a mirar los esfuerzos del chico y del viejo, sin hablar, los
rostros impasibles.
—Deben de ser los soldados de guardia en la antena de la cima de la
montaña, que vuelven después de haber llegado el relevo —jadeó el abuelo—.
Sigamos empujando.
Entonces, el silencio se quebró por la risotada del de las gafas oscuras, al
que enseguida hicieron eco los demás.
—¡Yala! —dijo el hombre de las gafas oscuras, haciéndoles un gesto con la
mano al resto del grupo para que lo siguiera. Los dos que estaban en la parte
trasera del pick-up saltaron de la caja con agilidad. Kualid y el abuelo dejaron de
empujar el carro. Gafas Oscuras les estaba diciendo a ellos algo en una lengua
que les costaba entender.
—Deben de ser árabes —le susurró el abuelo a Kualid.
Gafas Oscuras y uno de sus compañeros saltaron al hoyo, apartaron a
Kualid y al viejo y empezaron a empujar el carro, mientras que los otros dos
tiraban de las astas.
—Ahh-eh, ahh-eh —gritaban, para marcarse el ritmo. En pocos minutos el
carro estuvo libre.
El abuelo se llevó una mano al corazón e hizo una reverencia para
agradecérselo a Gafas Oscuras y a sus compañeros, antes de que se montaran
de nuevo sobre el pick-up y partieran a gran velocidad, haciendo saltar las
piedras del camino con los neumáticos. El pick-up desapareció de la vista en un
instante, pero el abuelo y Kualid consiguieron divisar el brazo de Gafas Oscuras
asomando por la ventanilla en un gesto de saludo. Levantaron una mano para
responder.
—Vamos, sube al carro —le dijo el viejo a Kualid, sonriendo.
—Pero, abuelo —replicó Kualid—, yo quiero ayudarte a tirar de él.
—¿De verdad piensas que soy tan viejo como para no poder solo? Y
además, desde aquí, el camino es todo bajada. ¡Súbete al carro, te he dicho!
A Kualid no le quedó más que obedecer, aunque no a su pesar, porque la
idea de ser paseado como a un señor no le desagradaba en absoluto. Se acuclilló
sobre las varas de la batea, mientras que el abuelo agarró firmemente los palos
del remolque, preparándose para partir.
Las ruedas empezaban a pasar por encima de los primeros baches cuando,
mirando alrededor, Kualid vio que Said, acompañado por su padre, estaba
bajando el último tramo del barranco para alcanzar el camino. El padre lo
sujetaba por el hombro con una mano y los dos caminaban juntos, atentos a no
resbalar.
—¡Said, eh, Said! —gritó Kualid, pero no obtuvo respuesta, y de nada le
sirvieron sus frenéticas señales con los brazos. «Pero no está tan lejos», pensó, y
llevándose ambas manos a la boca gritó aún más fuerte el nombre de su amigo,

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

esperando atraer su atención. Said y su padre, mientras, habían alcanzado el


camino, y el carro seguía avanzando a trompicones. Caminaban lentamente, o
al menos así le pareció a Kualid que, volviéndose, gritó una última vez—: ¡Said,
Said! ¿Que no me oyes?
Entonces le pareció que su primo le devolvía un gesto de saludo. Un gesto
breve, casi escondido, la palma de la mano que se abría un instante, sin que ni
siquiera el brazo se separara del costado, pero eso le bastó a Kualid para
levantar el suyo y moverlo en el aire. Quería saludar a Said, habría querido
compartir con él la alegría que le proporcionaba aquel viaje en el carro, pero al
final se resignó y volvió a mirar hacia delante, hacia la espalda del abuelo.
—¿Qué, has acabado ya de gritar? —le dijo el abuelo sin volverse.
—Sí, abuelo —respondió Kualid—, es solamente que he visto a Said, va con
su padre y también ellos se dirigen hacia la ciudad. He gritado para saludarlo,
pero ha sido como si no me oyera, como si estuviera enfadado conmigo.
—¿Y por qué tendría que estar enfadado contigo? ¡Os lleváis muy bien!
Quizá sólo estuviera inmerso en sus pensamientos. Los pensamientos unas
veces acercan a las personas, y otras veces las alejan. Si Said tiene pensamientos
que lo alejan, entonces está lejos aunque a ti te parezca cerca, y tu voz no puede
alcanzarlo.
—¿Adónde lo estará llevando su padre? —dijo Kualid.
—Dios lo sabe —respondió el abuelo, y después calló. Únicamente se oía el
soplar de un viento suave y el crujir de las ruedas del carro. El viejo siguió
tirando en silencio.
«Quizá también a él le han venido pensamientos que alejan a las personas»,
pensó Kualid.
Las chabolas bajas, amontonadas en la ladera de la montaña, salieron del
alcance de su mirada.
«Es como un río que al correr se lleva también lo que se refleja en la
superficie», pensó Kualid. No le ocurría a menudo viajar sobre un medio de
transporte y poder ver cómo se movía el paisaje teniendo la sensación de estar
quieto.
Poco más allá de las casas, en un claro de tierra llana que cortaba el declive,
piedras planas y grises brotaban del terreno, agrupadas, pero sin seguir ningún
orden ni en la colocación ni en la forma. En algunos puntos las piedras estaban
amontonadas unas sobre otras formando cúmulos de los que se levantaban
altas y delgadas cañas de bambú. En la punta habían sido atadas banderas
verdes, muchas ya reducidas a trapos desgarrados por la intemperie. El viento
apenas las movía. Era uno de los muchos cementerios esparcidos alrededor de
Kabul. Cada pequeña población tenía el suyo, y a menudo era más extenso que
el pueblo mismo.
El abuelo volvió la cabeza para mirar a uno de los cúmulos de piedras.
—Las banderas verdes de los mártires de la guerra santa —dijo. Pero era
más un pensamiento en voz alta que una frase dirigida a Kualid—. Al otro lado

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

del frente, al norte, en el Panshir, los cementerios son iguales, e iguales son
también las banderas de los mártires. Quizá cuando se encuentren en el paraíso
de Alá los mártires dejen de ser enemigos.
También Kualid se volvió a mirar aquel cúmulo de piedras, pero a él sólo
se le ocurrió que se parecía al que había hecho aquella mañana para enterrar las
cintas, la tumba de los sueños.
Cuando llegaron a la periferia de la ciudad, Kualid bajó del carro. Se
avergonzaba un poco de dejarse ver siendo llevado por el abuelo, tanto más
porque las calles ya estaban animadas por la usual multitud de bicicletas, viejos
taxis amarillos y enjambres de peatones, entre los que se divisaban, de vez en
cuando, a los márgenes del flujo, los burkas amarillos o azules de las pocas
mujeres en circulación, como pétalos desteñidos arrastrados por la corriente.

Como siempre, parecía tener el poder de brotar de la nada. Kualid se encontró


frente a Kharachi con su carrito, justo en medio de la calle, tan en medio que el
abuelo se vio obligado a ralentizar un poco la marcha para evitarlo con el carro.
Kualid vio que Kharachi lo miraba y le devolvió la mirada, pero fue una mirada
de lado, no directa, como si quisiera preguntarle con los ojos si podía saludarlo.
Al ver al viejo minusválido le volvió a la mente el pan que le había regalado el
día anterior. No le había dicho nada al abuelo de aquel episodio y ahora temía
que Kharachi lo descubriera, preguntando por ello, o agradeciéndoselo. Quizá
Kharachi logró entender la mirada del chico, o más probablemente fue llamado
a uno de sus misteriosos recorridos, pero cuando Kualid y el abuelo casi
estuvieron a su lado, el minusválido echó mano de las dos piedras que siempre
llevaba y, empujándose con ellas, desapareció velozmente entre las piernas de
una multitud que se abrió un poco para dejarlo pasar y se cerró enseguida,
escondiéndolo de la vista.
El lugar de la cita con el mercante paquistaní se encontraba en el margen
oriental de la zona del mercado. Tendrían que atravesar un buen trecho para
alcanzarlo. En el mercado la muchedumbre era aún más densa, y el abuelo se
afanaba en poder hacer pasar su carro. Personas y carros se movían en todas
direcciones, encallándose en grupos de hombres absortos en hacer negocios o
sencillamente en curiosear alrededor de los que vendían mercancías. Parecido a
los montones de harapos expuestos sobre las aceras, el burka de alguna mujer se
distinguía solo por la mano que salía, efectuando tímidamente el gesto de quien
pide caridad. Por la piel de la mano se podía saber si se trataba de una anciana
abandonada o de una de las muchas jóvenes viudas de guerra, que ahora no
contaban con más compañía que la miseria.
No era un mercado rico en colores, y por otra parte tampoco era rico en
mercancías. Generalmente, cosas pobres: vestidos viejos, piezas de recambio
oxidadas, cuartos de cabrito colgados de ganchos o colocados sobre un
mostrador, pero en todo caso negros de moscas, garrafas de gasolina o

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

queroseno, montones de leña seca. Un niño, algo más pequeño que Kualid,
estaba agachado detrás del trapo sobre el que exponía su mercancía: cuatro
rollos de papel higiénico rosa. Sólo el naranja brillante de algunas cestas de
mandarinas se destacaba sobre la uniformidad polvorienta que parecía
envolverlo todo. Las tiendas se habían montado con las ruinas de lo que una
vez fueron construcciones. Telas clavadas en vigas de paredes destruidas o en
viejos palos de la luz, retorcidos y herrumbrosos, suplían a las marquesinas.
Parecían telarañas sucias y colgantes. No se advertía el olor a especias
característico de los mercados de oriente, sino solo a hortalizas y carnes
podridas, mezclado con el hedor ácido de los líquidos que corrían a cielo
abierto por una suerte de desagües cavados entre la calle y las aceras. No se
oían los gritos de los vendedores o la algarabía de la muchedumbre. A pesar de
que el mercado estaba lleno, todo parecía desarrollarse en voz baja, casi en
silencio.
Sin embargo, Kualid estaba excitado por el espectáculo de personas y
objetos que ofrecía el zoco, que a él le parecía una fiesta. Lo llenaba de
curiosidad y energía. Corría delante del carro tirado por el abuelo para abrirle
paso entre la gente. Agitaba los brazos, haciendo el gesto de abrir paso, como si
estuviera pasando la carroza del rey. A veces llegaba incluso a tironear y
empujar a los transeúntes que se detenían. Uno de ellos, un hombretón de
mediana edad con una espesa barba negra y un cucurucho de panes bajo el
brazo, no se lo tomó muy bien y le encajó a Kualid un empujón en pleno pecho
que lo mandó de culo al suelo. Pero el chico estaba demasiado excitado como
para empezar a quejarse y, mientras el hombretón se alejaba sacudiendo la
cabeza y farfullando algo a propósito de la educación de los niños, se levantó de
golpe y, sin siquiera preocuparse de sacudirse con la mano los pantalones
manchados de barro, retomó su frenética actividad. A menudo se volvía hacia
atrás para cerciorarse de que el abuelo seguía avanzando sin obstáculos. Fue así
como cayó entre las piernas de un guardia municipal. El guardia urbano llevaba
una larga barba blanca, y no se sabía si era más viejo él o el raído uniforme gris
que vestía. Era un uniforme que se remontaba a los tiempos en que los rusos
estaban en Kabul, o quizás incluso antes. Desde entonces ya nadie pagaba a los
guardias urbanos. Pero, en Kabul, muchos guardias, por orgullo del cuerpo o
porque no habían encontrado otra ocupación, continuaban ejerciendo su labor,
tolerados por los talibanes y mantenidos por la población que de vez en cuando
les daba algo. Así que todos habían envejecido junto a sus uniformes, que al
menos les servían para no sentirse mendigos.
—Eh, muchacho, ¿por qué no miras por dónde vas? —le gritó el guardia a
Kualid cogiéndolo por los hombros.
—Perdone, señor —le respondió Kualid levantando la cabeza para mirarlo
—, estoy ayudando a mi abuelo a abrirse camino con el carro. —Y le señaló al
viejo que se acercaba mientras tanto.
El guardia urbano aflojó las manos sobre los hombros de Kualid y lo miró

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

sonriendo bajo el ala del sombrero.


—Así que le abres paso a tu abuelo. Muy bien, podrías convertirte en un
perfecto guardia urbano —le dijo, llevándose la mano rígida a la sien en un
ridículo saludo militar, que Kualid le devolvió atento, serio y enorgullecido por
la felicitación recibida. El guardia urbano saludó también al abuelo, pero no a la
manera marcial, sencillamente con el gesto tradicional de ponerse la mano
sobre el corazón, y el abuelo, que tenía los brazos ocupados en los palos del
carro, le contestó con un gesto de la cabeza. Kualid volvió a caminar a su lado.
El camión del comerciante paquistaní era un poco más grande que una
furgoneta, decorado con garabatos pintados. Estaba aparcado en una amplia
plaza de tierra, que se abría entre casas y ruinas, justo al borde de la zona del
mercado. Destacaba entre los otros que estaban aparcados en el claro, algunos
vacíos, otros cargados con contenedores, leña o montones de bombonas de gas.
Un poco mas allá ardía una hoguera hecha con tablas de cajas, de la que se
elevaba un humo blanco, sucio como los últimos cúmulos de nieve que aún
resistían a los márgenes de la explanada. Unos de pie, otros agachados, un
corrillo de hombres se calentaba alrededor del fuego, extendiendo las manos
hacia el calor. El comerciante paquistaní estaba con la espalda apoyada en la
cabina de su furgoneta.
Era un hombrecillo bajo y un poco panzudo, parecía que bajo la túnica
larga escondiera una sandía, o al menos es lo que pensó Kualid cuando lo vio.
Era de tez muy oscura, con un bigotito cuidado y, en la punta de la nariz,
un par de gafas de espejo con una curiosa montura de plástico fucsia. En la
cabeza, un sombrerito redondo bordado y adornado con lentejuelas plateadas.
El abuelo y el comerciante se saludaron dándose la mano. Luego, con un
gesto amplio del brazo, el paquistaní le señaló al viejo las balas de ropa, atadas
con alambre, que llenaban el remolque de la furgoneta. Aquel gesto abrió paso
al tira y afloja entre los dos. La voz del mercante, que alababa la calidad y la
conveniencia de la mercancía, y la del abuelo, que enumeraba los motivos por
los que el precio tenía que bajarse, se sobreponían la una a la otra, y,
ciertamente, era difícil de veras distinguirlas y hallar el sentido de las palabras.
Quizá por eso Kualid se cansó pronto de seguir la negociación y para él la
escena se volvió como si fuera muda. Se concentró en los gestos más que en las
palabras. Mientras que el abuelo estaba quieto, con los brazos a lo largo de los
costados y las manos cerradas en puños, como echando el ancla en el terreno
para no ser arrollado y arrastrado por la corriente de palabras del paquistaní,
este último gesticulaba con los brazos y con la cabeza, y casi también con todo
el cuerpo, doblándose sobre sí mismo como si el precio propuesto por el abuelo
fuera una puñalada en el vientre para justo después abrir los brazos y dar a
entender que no podía bajarlo más, y la negociación no se interrumpió ni por
un instante y la danza de los gestos pareció que duraba hasta el infinito. Kualid
vio que en toda aquella agitación, la tripa del paquistaní bailoteaba sin parar.
«Ahora —pensó— la sandía que esconde debajo saltará afuera.» Imaginó la

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

sandía redonda rodando lejos, deprisa, perseguida por el paquistaní apurado y


gesticulante.
El abuelo estaba demasiado ocupado en la negociación como para
percatarse de que Kualid empezaba a alejarse. Un paso tras otro, caminando
distraídamente, seguía un recorrido casual, quizás el de la sandía imaginaria, y
sin siquiera darse cuenta se encontró entre la multitud de una calle adyacente a
la explanada. Se volvió, y vio que el abuelo y el comerciante paquistaní aún
estaban ocupados en sus asuntos, al lado de la furgoneta pintada. Animado por
el hecho de que estuvieran a la vista, decidió dejarse arrastrar un poco por el
flujo de gente, para no aburrirse. No era más alto que las piernas de los
caminantes y le pareció que se movía en un bosque animado y silencioso, si no
fuera por el chisporroteo irregular y ruidoso de algún que otro vehículo
desvencijado que transitaba por la calle.
Pero al rato el bosque de piernas se abrió, y se descompuso
desordenadamente en cien direcciones distintas, como trastornado por una ola
repentina, anunciada por un grito: «¡Al ladrón!». En un instante el grito se
multiplicó en voces distintas: «¡Al ladrón, al ladrón, detenedlo!».
Kualid casi fue atropellado por una figura que corría desesperadamente,
dando codazos para abrirse paso. Apenas tuvo tiempo de verlo. Era un joven
con la túnica aleteándole por la carrera, rasgada, probablemente por alguien
que había tratado de agarrarlo. No le pareció que tuviera nada entre las manos,
quizá se había librado del objeto robado para huir más cómodamente. Pero
aquel instante le bastó a Kualid para ver el miedo en la expresión del fugitivo,
los ojos desorbitados, los labios rígidos y entrecerrados como una herida de
cuchillo. Dos, tres detonaciones de pistola resonaron secos e inesperados y
enmudecieron la algarabía de la muchedumbre, que se dispersó enseguida,
como un banco de peces atravesado por un depredador.
En el breve lapso en el que otras detonaciones se sucedieron a la primera,
Kualid se tiró al suelo en el zaguán semioscuro de una de las muchas tiendas
que se abrían a lo largo de la acera. Rodó dentro y sintió que chocaba contra
algo que cedió enseguida, seguido por el ruido un poco metálico de objetos que
cayeron chocando entre ellos. Una sustancia húmeda y viscosa le goteó encima,
pero Kualid estaba demasiado asustado para hacerle caso. Se acurrucó en
posición fetal en el punto donde estaba y apretó los párpados para no ver nada,
como si eso pudiera alejar cualquier peligro. Todavía tenía los ojos cerrados
cuando oyó una voz baja y un poco huraña que lo reprendía:
—¿Y tú de dónde sales? —le dijo la voz—. Mira la que has armado.
Kualid entreabrió los párpados, lo suficiente para ver el contorno de su
interlocutor. A pesar de que lo miraba de arriba hacia abajo, se percató
enseguida de que no era un gigante. Se esforzó en enfocarlo mejor, y vio a un
hombrecillo delgaducho y de baja estatura. Tenía los brazos en jarras para darse
aires amenazadores pero la cara, incluso en su expresión ceñuda, parecía
demostrar un carácter tímido como la barba negra pero afeitada que le dibujaba

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

las mejillas. Los ojos estaban enmarcados por un par de viejas gafas de miope,
con las lentes gruesas y redondas.
—Entonces —continuó el hombrecillo—, ¿te decides a salir de ahí abajo?
En el desasosiego de la fuga se había metido debajo de una mesa, chocó
contra uno de los caballetes de madera que la sostenían y volcó el estante sobre
el que había unos cuantos botes de tinta, que rodaron por el suelo. Uno se había
abierto y el color se le había caído encima, manchándolo de rojo.
—Por el amor de Dios —le dijo el hombrecillo cuando finalmente Kualid se
puso de pie y pudo verlo mejor—. Mira cómo te has puesto, perdido de tinta,
de mi tinta. Qué te crees, ¿que me la regalan? ¿que puedo permitirme
malgastarla en un mocoso como tú? —Pero la expresión enojada del
hombrecillo estaba empezando a transformarse en una media sonrisa.
Kualid masculló un torpe: «Perdone, señor», mientras miraba a su
alrededor, un poco para no verse obligado a mirar a la cara al hombrecillo, y
otro poco porque se le despertó cierta curiosidad por la tienda. Había frascos
con pinceles de todos los tamaños y sobre todo muchos botes de medidas
diferentes salpicados de colores: amarillo, azul, verde, además del rojo que se
había volcado encima. Aquellos botes le parecieron muchas lámparas de
Aladino que encerraban, dejándolos sin embargo entrever, a los genios del arco
iris, capaces de derrotar a la penumbra que envolvía la tienda.
—¿Y bien? —insistió el hombrecillo—. ¿Te vas a quedar mucho rato ahí
embobado? Vuélvete por dónde has venido que yo tengo que trabajar, y ahora
también reponer en su sitio todo lo que has tirado al suelo.
—¿Qué hace con todos estos colores? —le preguntó Kualid. La curiosidad
ya había superado a la vergüenza.
—¿Cómo que qué hago? Trabajo. Pinto inscripciones, insignias, versos del
sagrado Corán, los míos son los mejores caracteres de toda la ciudad, puedes
apostarlo, chico. Pero ahora vete, te he dicho, y déjame en paz. Que Dios sea
contigo.
—Que Dios sea contigo —respondió Kualid y salió de la tienda a paso de
caracol, porque no podía separar los ojos de los botes de pintura.
Babrak, que así se llamaba el hombrecillo, era un calígrafo. El suyo era un
arte antiguo, el único permitido por los talibanes, que además de considerar
blasfema, como enseña el Corán, cualquier representación de Dios o del ser
humano, habían prohibido toda forma de dibujo o pintura, excepto el
embellecimiento de los caracteres de la escritura.
Mientras Babrak se recolocaba las gafas redondas sobre la nariz y se
disponía a ordenar su tienda, Kualid ya corría entre la muchedumbre, que
había vuelto a animar las aceras, hacia la explanada donde había dejado al
abuelo con el comerciante paquistaní. No tenía ni idea de cuánto tiempo había
transcurrido, las emociones habían sido demasiadas: el ladrón, el miedo, y
sobre todo los colores de la tienda del calígrafo. Temió que, acabada la
negociación, el abuelo lo hubiera buscado y que ahora estuviera preocupado y

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

enfadado con él.


Afortunadamente llegó justo cuando el abuelo le dirigía con la mano un
último saludo al comerciante paquistaní, que se alejaba a bordo de su
furgoneta.
Tres grandes balas de ropa ya habían sido colocadas sobre el carro y atadas
con cuerdas: evidentemente, concluido el asunto, el paquistaní ayudó al abuelo
a cargarlas. El viejo, que probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que
su nieto se había alejado, se volvió para buscarlo. Y mientras Kualid le dirigía la
sonrisa más inocente que pudo, el abuelo se llevó las manos a las sienes y
emitió un grito de aprensión.
—Kualid, ¿qué te ha pasado, niño mío? ¿Dónde te has herido? —El viejo
parecía a punto de caer de rodillas.
Fue entonces cuando Kualid se miró y se dio cuenta de que estaba todo
sucio de rojo. Corrió a abrazar al abuelo, para consolarlo:
—No me pasa nada, abuelo —le dijo con voz estrangulada—, no estoy
herido, es tinta, sólo tinta, no te preocupes, no es sangre. —Y mientras tanto
seguía abrazándolo, cada vez más fuerte. El viejo lo separo de sí, cogiéndolo
por los hombros, y lo escrutó en silencio por un largo momento, como para
cerciorarse de que estuviera entero de veras.
—Venga, Kualid, vámonos a casa, ayúdame a empujar el carro, el camino
parecerá más largo ahora que está cargado.
Tanto era el alivio al constatar que el nieto estaba sano y salvo, que al viejo
ni siquiera le vino a la mente preguntarle cómo se había manchado de aquel
modo. Y Kualid, a quien no le convenía levantar la liebre, se apresuró a agarrar
una de las astas del carro.
Llevaban ya un rato empujando, cuando el abuelo se volvió hacia el chico.
—Será difícil que tu madre consiga lavarte esa túnica —le dijo—. Cuando
abra las balas que he comprado espero encontrar algo que pueda irte bien, si
Dios quiere.
La llamada del muecín a la oración de la tarde los pilló poco más allá de la
mitad del camino. Acercaron el carro al borde del camino y, tras desenrollar su
alfombrilla para el rezo, el abuelo empezó a darle gracias a Dios, y Kualid hizo
lo propio, poniéndose a su lado, pinchándose las rodillas con las piedras del
suelo.

Aquella noche, agotado por el día de trabajo, el abuelo roncó más de lo


habitual. Kualid, en cambio, todavía excitado por las experiencias que había
vivido, no logró pegar ojo. Fuera debía de haber luna llena, porque la hoja de
luz que se filtraba de la tela de la entrada proyectaba sobre la pared la sombra
del pico de la tetera. Kualid se fijó en ella. Era Asmar, la serpiente de la noche:
su amiga volvía a encontrarlo. A fuerza de mirarla, a Kualid le pareció que se
movía. Le pareció que la sombra se había deslizado, por un instante, como si la

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

serpiente quisiera subir por el muro y alcanzar el techo. Probablemente fuera


solo un ligero soplo de viento que, moviendo la tela, dejó entrar, por un
instante, un poco más de claridad, pero Kualid lo interpretó como una
invitación de Asmar a salir a la noche clara. «No, Asmar», le respondió en sus
pensamientos. «Es inútil que te agites, esta noche no quiero salir a mirar la luna.
Mañana me iré con Said a llenar los agujeros de la carretera de Jalalabad, y
quiero estar descansado.» Y para que la serpiente no replicara, dejó de mirarla y
se volvió hacia el otro lado.
Luego, como siempre cuando esperaba la llegada del sueño, se puso a
escarbar con la uña en el agujero de la pared. Esta vez, en cambio, imaginó que
notaba en las yemas un líquido denso en lugar de la granulosidad del barro
seco, algo como la tinta que le había caído encima en la tienda del calígrafo.
Mientras se dormía fantaseó que del agujero de la pared brotaban riachuelos de
colores iguales a los que había visto en los botes de tinta, y por la mañana,
cuando se despertó, se asombró un poco de no encontrar traza alguna sobre la
pared. La fantasía había sido tan real que casi se parecía a un sueño.
Era un día sereno, anunciado por un amanecer luminoso que se disolvía ya
en el azul intenso del cielo. Acompañado por algunos vecinos, el abuelo fue a
abrir las balas de ropa usada que le había comprado al paquistaní, para
seleccionar lo que al día siguiente se llevaría al mercado para vender. Pero Said
aún no se había dejado ver. Kualid lo estaba esperando ansioso delante de la
puerta de casa. Para engañar la espera ya había ido por las dos azadas. Y ahora
estaba allí, con una azada en cada mano, esperando ver llegar a su primo de un
momento a otro.
El sol subió cada vez más, y Said no llegaba. Kualid, que ya no podía
esperar más, se echó las dos azadas al hombro y se fue con paso rápido hacia la
casa de su primo.
La vivienda de Said no estaba demasiado lejos y Kualid no tardó mucho en
llegar. Pero una vez que llegó se detuvo a poca distancia de la casa de barro
seco, porque vio que toda la familia del primo estaba allí fuera. La madre,
tapada con el burka, llevaba en brazos al hijo más pequeño, que parecía
sostenido por una nube azul. El torso, los brazos y la cara gordinflona surgían
de los pliegues del burka, como la mano de la mujer, que cogía con la suya a una
de las hermanas de Said. La otra hermana y el otro hermano, un poco mayor,
estaban a su lado. En cambio, Said y su padre estaban aparte, como a punto de
irse, pero todos estaban quietos.
Kualid entendió que ocurría algo, pero no pudo evitar llamar a su primo:
—¡Said! ¡Said! Tenemos que irnos a la carretera de Jalalabad, ¿no te
acuerdas?
Pareció que aquel grito hubiera llevado un aliento de movimiento a aquel
cuadro inmóvil. Said se volvió hacia Kualid, luego hacia el padre, que le dirigió
un gesto de consentimiento. Con una breve carrera alcanzó al primo. Ahora
estaban uno frente al otro, en silencio, mirándose. Y el más asombrado de los

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

dos era Kualid. El que tenía enfrente parecía otro Said. Vestía una larga túnica
blanca, limpia, un chaleco oscuro, y sobre la cabeza llevaba un gorrito de encaje,
también blanco. Pero lo que más le impactó fue la expresión de la cara. Parecía
haber perdido la alegre arrogancia que nunca lo abandonaba y en su lugar
ahora había una máscara de seriedad, que no lograba cubrir completamente
cierto matiz de tristeza.
Fue Said quien rompió el silencio.
—Ya no voy a poder ir a la carretera de Jalalabad, Kualid —le dijo con una
voz que quería ostentar gravedad—. No iré nunca más, esas son cosas de niños.
Me han aceptado en la escuela coránica. Mi padre va a acompañarme a la
madraza, donde me quedaré. Ayer, cuando nos cruzamos, íbamos a cerrar los
detalles con el mulá.
—¿Pero entonces quieres decir que no volveremos a vernos nunca más? —
preguntó Kualid sin disimular una nota de miedo en la voz.
—Nos veremos si Dios quiere —respondió Said.
En aquel momento llegó la llamada seca de su padre:
—¡Said, vamos!
—Tengo que irme. Adiós, que la paz sea contigo. —Said le dio la espalda y
corrió a reunirse con su padre.
Kualid no lograba encontrar las palabras, ni siquiera las justas para
responder a la despedida de su primo. Abrió la mano en un gesto que el otro ni
siquiera vio. Y se quedó allí, viendo cómo se alejaba con su padre hacia la calle
principal, mientras los otros miembros de la familia regresaban a su casa, que
parecía tragárselos uno a uno.
Sólo cuando Said y su padre hubieron desaparecido al final de la calle, en lo
alto del declive, Kualid se decidió a recoger las azadas del suelo y a volver hacia
casa. Un curioso pensamiento le atravesó la mente, lo único que consiguió
arrancarlo de aquel velo aturdidor que parecía envolverlo: «No me ha llamado
Rata ni siquiera una vez». Y ya sólo eso le provocó una pequeña punzada de
melancolía.
Repuestas las dos azadas tras el muro de la casa, Kualid se puso a caminar
sin proponerse una meta fija. Ya era tarde para ir a la carretera de Jalalabad, y
luego la idea de llenar hoyos sin la compañía de su primo pareció adelantar
aquella nostalgia que pronto empezaría a sentir por su ausencia. En todo caso,
los planes del día se habían desbaratado y Kualid se limitaba a poner un pie
delante del otro, sin pensar en nada, atento sólo a no resbalar por la pendiente
que bajaba hacia la ciudad. Faltó poco para que no le arrollara una de las
muchas pesadas bicicletas chinas que circulaban por las calles de Kabul. El
hombre que la conducía se vio obligado a poner los pies en el suelo para frenar
la carrera, pues los frenos debían de haber desaparecido hacía ya tiempo. El
hombre se apartó en el último segundo y siguió caracoleando sobre su bicicleta
para recobrar el control después de haber derrapado un poco. También Kualid
pareció recobrarse, miró al hombre que se alejaba y llegó a oír el insulto que le

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

dirigió.
Se dio cuenta que había llegado a la tienda del calígrafo sólo cuando, sin
saber cómo, se la encontró delante. Estaba convencido de haber vagado sin
intención de llegar a un lugar determinado.
Sin embargo, de las miradas impacientes que de vez en cuando le lanzaba
el hombrecillo, dedujo que ya llevaba un buen rato observándolo. Estaba como
hipnotizado por los movimientos de Babrak. Lo miraba mojar el pincel en los
botes de tinta con gestos parcos, mesurados, como si un solo movimiento más
brusco pudiera hacer huir la justa tonalidad y convertir en opacos los colores.
Observó atento la elegancia de los caracteres que el calígrafo pintó sobre un
cartel de madera apoyado sobre la mesa de trabajo. Parecía que aquellas
formas, primero afiladas y después más amplias, emergieran solas de las cerdas
del pincel, pero luego notó que la mano del calígrafo, más que empuñarlo,
parecía acariciarlo, casi convencerlo con dulzura de que se dirigiera a donde él
quería.
—¿Qué, tienes la intención de quedarte ahí clavado todo el día? —le dijo
Babrak, que había reconocido al chiquillo que el día anterior le había puesto la
tienda patas arriba—. Si tanta curiosidad sientes por mi trabajo, ven aquí a
echarme una mano.
Kualid se sintió arrollado por la emoción. Pero si la timidez le robaba las
palabras, el deseo de poder participar en lo que le parecía un ritual mágico, y
ser hasta iniciado en ello, aceleró sus pasos. En un instante estuvo junto al
calígrafo, preguntándole, pero sólo con los ojos, qué tenía que hacer.
—Mira —le dijo Babrak con tono teatralmente serio—. Esto es un pincel,
cógelo. —Kualid lo agarró inmediatamente, apretando el mango en su puño—.
Eh, eh —lo recriminó el hombrecillo—, lo estás empuñando como un bastón, no
se coge así. No vas a darle con él a nadie en la cabeza. Mira. —Babrak abrió con
delicadeza el puño de Kualid y con sus delgados dedos colocó el pincel entre
los del chico, después de haberlos dispuesto del modo apropiado—. ¿Ves?
Ahora ya está mejor —dijo—. Así puedes controlarlo y moverlo como quieras.
Tienes que pensar que el pincel es una cosa viva y que tus dedos sirven para
domesticarlo. Justo como se domestica a un caballo, con determinación, pero
también con delicadeza. Por lo demás, las cerdas del pincel son de crin de
caballo de verdad —concluyó despeinando a Kualid, como a veces hacía el
abuelo.
Kualid todavía no había dicho una palabra, concentrado en observar el
pincel y bien atento a no cambiar la posición de los dedos de como Babrak se la
había colocado. Se esforzaba en evitar que le temblara la mano, como si el
pincel estuviera hecho de cristal delicado, el cristal azul y sutil de los frasquitos
de Herat y, como aquellos, que pudiera estallar en mil pedazos de un momento
al otro.
—Ven —le dijo Babrak acompañándolo con una mano sobre el hombro—,
empecemos aprendiendo a mezclar las tintas.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Se acercaron a una tabla apoyada en dos caballetes de madera y sobre la


que había una serie de frascos.
«Debe de ser esa misma la que tiré ayer», pensó Kualid, temiendo por un
instante que el calígrafo quisiera reprenderlo por el desastre que había
provocado. Pero Babrak ni siquiera dio señales de ello. Se limitó a conducir la
mano de Kualid hacia uno de los botes.
—Este es el azul —le dijo—. Ahora moja ligeramente el pincel y después
pásalo por el borde del frasco para dejar la tinta que sobre. Muy bien, así. —
Kualid miraba las cerdas del pincel impregnadas de color y le pareció haberlo
robado del cielo—. Ahora úntalo en este cuenco limpio —continuó Babrak—.
Bien, limpia bien el pincel con el trapo y mójalo en el rojo, pero no mucho, sólo
un poco.
Siguiendo las indicaciones del calígrafo, Kualid mezcló el rojo con el azul
en el cuenco.
—¿Ves qué bonito violeta hemos conseguido? —dijo Babrak—. De dos o
más colores pueden obtenerse infinitos, un arcoiris inagotable.
Kualid miró hechizado el morado aparecido milagrosamente en el cuenco,
sin acabar de creerse que era él el que lo había hecho nacer y entonces su
mirada se desplazó del cuenco al rostro sonriente del calígrafo, como
pidiéndole que le confirmara aquel hechizo. Junto a los colores también se
mezclaron las horas de aquel día. El amarillo con el rojo, que le regaló el color
naranja del sol de verano, el azul con el amarillo, y he aquí el verde, pero no un
verde sucio y desteñido como el de las banderas de los mártires del cementerio,
pensó Kualid, sino un verde brillante, vivo. Las voces de los muecines, que
invitaban a la primera oración de la tarde desde los almenares, hicieron que
Kualid se diera cuenta del tiempo que había transcurrido. Babrak se apresuró a
desenrollar su alfombra de rezo y cesó toda actividad; Kualid se arrodilló a su
lado. El eco del canto de los muecines se perdió en el aire estancado y todo se
quedó en silencio.
Al rato, el estruendo prepotente de un pick-up anunció la llegada de una
patrulla de la policía moral talibana. Era un cuerpo especial que tenía la tarea
precisa de cerciorarse de que las reglas del Corán, o al menos la interpretación
que los talibanes les daban, fueran respetadas estrictamente. A menudo,
durante las horas de oración, recorrían las calles de la ciudad para controlar que
nadie osara continuar la propia actividad, despreciando la obligación religiosa
de interrumpirla.
Con la frente apoyada en el suelo de la tienda, Kualid miró el paso de los
guardas de la moral. Con sus rostros oscuros como sus turbantes y sus barbas,
estaban sobre la parte trasera del pick-up empuñando los kalaschnikov y mirando
a su alrededor, listos para captar la mínima señal de movimiento. El pick-up se
alejó rápidamente, llevándoselos lejos. Como sombras, pensó Kualid, que
desaparecen si una nube cubre el sol.
—Se ha hecho tarde, señor —fueron las primeras palabras que Kualid

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

consiguió dirigirle al calígrafo aquel día—. Debo volver a casa.


—Vete entonces, chico —le dijo Babrak—. Pero, a propósito, ni siquiera me
has dicho tu nombre.
—Rata, me llamo Rata —le respondió Kualid de golpe, sin siquiera pensar
por qué había respondido así, por qué había usado el mote que le había colgado
Said en vez de su verdadero nombre.
Observó la expresión un poco perpleja de Babrak, que se despedía de él:
—Bien, Rata, que la paz sea contigo —le dijo— y vuelve cuando quieras.
—Que la paz sea contigo —respondió Kualid, mientras las piernas parecían
moverse solas y se dirigía a la carrera hacia la calle donde estaba su casa. Corría
para desatar la excitación acumulada en aquella jornada. Corría por la felicidad
de aquel «vuelve cuando quieras». Corría para no dejarse sorprender en la
ciudad por el toque de queda.

Said aún notaba en la boca el sabor caliente del carnero hervido, que comió
junto a los demás estudiantes de la escuela coránica a la hora del almuerzo.
Ahora estaba con ellos en una habitación de la madraza, de techo bajo y de
paredes desnudas. El suelo estaba cubierto por muchas alfombras sobre las que
él y unos treinta compañeros más estaban sentados, con el sagrado libro del
Corán abierto entre las manos.
El maestro, un tipo alto y delgaducho, con una espesa barba gris y
encrespada que le llegaba hasta el pecho, leía de pie y en voz alta algunos
versículos del texto santo. Los estudiantes tenían que repetirlos a coro una y
otra vez. Las lecciones consistían más o menos en eso, y se sucedían iguales
todos los días. Ocurría que de vez en cuando un mulá venía a dar su propia
interpretación de los textos, explicando el sentido e incitando a los chicos a
creer en la única fe, pero generalmente solo tenían que aprenderse de memoria
los versículos. No era algo fácil, porque estaban escritos y había que recitarlos
en árabe clásico y casi nadie entendía el significado. Sería por eso que, como
ahora, Said se distraía a menudo. Apenas tuvo la impresión de que el maestro
no lo estaba mirando, dejó de participar en el monótono coro con sus
compañeros y dedicó la lengua a la voluptuosa búsqueda, entre los dientes y el
paladar, de los restos del carnero.
Búsqueda y coro fueron interrumpidos bruscamente por la llegada al aula
de un grupo de personas que el maestro saludó calurosamente, antes de echarse
a un lado y dar paso a los protagonistas de la escena.
El grupo estaba compuesto por un mulá bastante gordo, cuya barba no
lograba esconder la obesidad de la cara, de un hombre bajo que llevaba un par
de gafas de aumento con la montura redonda, de otro que vestía sobre la túnica
una chaqueta de camuflaje y llevaba en el hombro un kalaschnikov con la
empuñadura adornada de brillantes tiras de plástico adhesivo pintado, y de dos
chicos, algo más grandes que Said. El hombre de estatura baja con las gafas

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

redondas se colocó entre los dos chicos y los empujó hacia delante un poco,
poniendo una mano sobre el hombro de cada uno. Luego empezó a hablar con
un tono al mismo tiempo enfático y monótono, como si ya hubiera repetido
infinitas veces las mismas cosas. Era un discurso que exaltaba las virtudes
religiosas que los dos estudiantes habían demostrado, su abnegación, y sobre
todo el hecho de que habían sabido demostrarse dignos de ser combatientes de
la guerra santa. Los puso de ejemplo para todos, que los miraban en silencio. El
mulá gordo se limitó a asentir a las alabanzas con señas de la cabeza y con
sonrisas, como bendiciendo las palabras del hombre bajito, mientras que el
hombre del kalaschnikov se mantenía mudo y aparte, la mirada enmarcada por
la barba negra, como ojos que escudriñan escondidos tras la espesura de un
seto.
No sabría decir por qué, pero a medida que hablaba el hombre bajito, Said
sintió el sabor del carnero menguar en su paladar, hasta que se encontró con la
boca seca, observando a los chicos. El más robusto, a pesar de su aspecto, tenía
una expresión tímida y un poco perdida, casi infantil. Se diría que habría hecho
cualquier cosa con tal de no estar allí, mientras era mostrado como ejemplo,
pero a pesar de todo trataba de mantener el comportamiento. El otro, que tenía
un físico bastante escuálido, todavía señalado por las ridículas desproporciones
típicas de la adolescencia, trató de compensar el conjunto guerrero posando con
un gesto en el rostro exageradamente orgulloso y agresivo. A Said todo le
parecía un poco ridículo, aunque, quizás a causa de la boca seca, no tenía ganas
de reírse. Más bien, pensó, avergonzándose enseguida, que en su lugar habría
tenido miedo, y que la sequedad de sus labios tenía que ser justo un síntoma de
aquel temor.

Kualid había vuelto otra vez a rellenar agujeros en la carretera de Jalalabad.


Ahora iba con otro chico, Kader.
Kader tenía más o menos la misma edad que Kualid, pero daba la
impresión de ser menor. Parecía todo ojos de tan grandes que los tenía, o quizás
era una sensación debida al hecho de que su rostro tenía rasgos menudos, así
como que, por lo demás, era enjuto físicamente. Los brazos y las piernas
parecían más delgados que el mango de la azada que empuñaba.
Kader siempre seguía a Kualid un paso por detrás. Difícilmente se le ponía
al lado cuando caminaban para llegar a su lugar en la carretera. Así, los largos
paseos generalmente se desarrollaban en silencio. Además, Kader hacía todo lo
que le decía Kualid sin discutir. Ni siquiera discutía sobre el reparto de las
propinas y de la comida que habían ganado al acabar el día.
A veces Kualid se aprovechaba de ello, cogiéndose un poco más de lo que
le correspondía. No muy a menudo, sin embargo, porque cuando lo había
hecho siempre se había sentido culpable. No lo hacía por avaricia, sino por
rabia. Pronto se dio cuenta de que Kader lo consideraba el jefe, que esperaba de

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

él protección, y si por un lado eso le agradaba y hacía que se sintiera


importante, por el otro lo ponía nervioso. Sentía la carga de una
responsabilidad que no había elegido, y la obediencia ovina con la que su
nuevo compañero ejecutaba cada orden suya todavía lo irritaba más, porque los
ojos enormes de Kader se llenaban de una tan ilimitada como pasiva
admiración por él. Demasiada para que pudiera creer que la merecía.
Aquel pensamiento le proporcionó una molesta sensación de
incompatibilidad, tan pegajosa como la deferencia de Kader. Intentó sacudírsela
de encima con agresividad, insultando a Kader, llamándolo araña por sus
delgados miembros. En alguna ocasión había estado a punto de pegarle,
poniendo como pretexto alguna insignificante tontería, pero a lo sumo llegó a
sacudirlo por sus hombros huesudos. ¿Cómo podría pegarle de verdad, siendo
tan delgado? Y luego Kader no reaccionaba nunca, no reaccionaba a los insultos
y tampoco a las sacudidas. Sencillamente bajaba la cabeza y después, pasado el
momento, volvía a hablarle con aquellos ojazos de los que no había modo de
borrar su estúpida y obstinada admiración, que se ocultaba a lo sumo tras un
estupor incapaz de traducirse en preguntas. Así que Kualid se sentía culpable, y
eso aún le daba más rabia.
Nunca admitiría, ni siquiera a sí mismo, que aquella rabia nacía del hecho
de que Kader no era Said. Más bien, trataba siempre de no pensar en Said.
Pensar en su primo lo ponía triste, y él prefería la rabia a la tristeza.
Probablemente por eso aquella mañana contestó de malos modos a Kader,
que fue a buscarlo a casa con la azada en el hombro.
—¿Se puede saber qué quieres de mí? —le había gritado—. No puedo
tenerte pegado a mí. Tengo cosas más importantes que hacer que rellenar
agujeros. Soy un calígrafo, ¿comprendes? ¡Un pintor!
Tampoco supo por qué había acabado la frase con una afirmación tan
perentoria. Ciertamente, había vuelto muchas veces a la tienda de Babrak,
todavía lo ayudaba a mezclar las tintas, y quizá justo por eso Babrak toleraba
sus visitas, pero de eso a ser un calígrafo había un buen trecho, y además
tampoco sabía leer ni escribir. No se detuvo mucho sobre ese pensamiento. No
quería darle tiempo a Kader para contestarle, y sobre todo no quería darse
tiempo para ver sus ojazos admirados y afligidos. Se volvió de golpe, dándole
la espalda al otro y echó a correr por la bajada hacia la calle que llevaba a la
ciudad.
—Vete a llenar los hoyos solo —gritó aún, sin volverse.

—Eh, estás todo sudado y agitado. ¿Has bajado de la montaña rodando como
un alud de piedras? —le dijo Babrak, retirando la mano con que le había
acariciado sus cabellos húmedos y secándosela sobre la túnica.
—¿Puedo quedarme? —replicó Kualid brusco, para evitar preguntas.
Realmente había rodado hasta la tienda del calígrafo como un alud de

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

piedras. Había hecho todo el camino a la carrera, sin detenerse nunca, porque le
había parecido que aquella afirmación, «soy un calígrafo, ¿comprendes?», sería
más real en el momento en que se encontrara en la tienda de Babrak, y entonces
había tenido prisa por llegar, por confirmarlo. Aquel día se concentró aún más
en mezclar los colores en los cuencos, tratando de imponer a los propios gestos
aquella seguridad y aquella fluidez que observaba en los gestos de Babrak
mientras pintaba sus caracteres. Indudablemente, también el calígrafo notó con
cuánto obstinado esmero desarrollaba Kualid las propias tareas, tanto que al
final del día decidió gratificarlo con un billete arrugado que se sacó de un
bolsillo de la túnica.
—Aquí tiene, señor Rata —le dijo con un tono divertido y un poquito
solemne—. Esto es para recompensarte por la ayuda que me has dado. —Se
quedó un poco sorprendido cuando Kualid agarró el billete y se lo guardó sin
siquiera dignarse a echarle una mirada, como si no le diera importancia alguna
—. Bueno, ¿qué pasa, te parece muy poco? —le preguntó—. ¿Tan poco como
para ni siquiera darme las gracias?
—No, no, está bien, señor, muchas gracias —murmuró Kualid.
—Vamos, ven aquí —continuó el calígrafo, que quería ver una sonrisa en el
rostro del chico—. Ahora quiero hacerte un pequeño regalo. —Cogió de una
estantería una hoja de cartón rígido, se agachó en el suelo e invitó a Kualid a
acercarse.
—Sé que no te llamas Rata —le dijo—. Tu nombre es Kualid, una vez se te
escapó y aún lo recuerdo. Ahora escribiré tu nombre sobre este cartel en bonitos
caracteres y luego podrás llevártelo a casa, así también lo recordarás tú —
añadió riendo.
Extrajo un carboncillo de una vieja lata decorada con una inscripción en
cirílico, y se puso a dibujar sobre el cartón el nombre del chico. Con un ojo
seguía el dibujo y con el otro espiaba el rostro de Kualid para verle la expresión,
y así se percató de que el chico observaba más los movimientos de su mano que
las señales que iba trazando.
—Ya está listo —le dijo, mostrándole el cartel—. ¿Qué te parece?
Kualid sonrió, pero Babrak notó que su mirada, después de haberse posado
un poco sobre la inscripción, se desplazó rápidamente de nuevo sobre la mano,
que todavía tenía el carboncillo entre los dedos.
—Comprendo —dijo—. Es esto lo que te interesa más. Bien, además de tu
nombre te regalaré también el carboncillo, quizás así aprendas a escribirlo tú
solo.
El chico agarró el cartel y el carboncillo y al instante su sonrisa se abrió y se
iluminó mucho más. Babrak apenas tuvo tiempo de apreciarlo, antes de que
Kualid se alejara corriendo. Como siempre, las emociones le ponían alas en los
pies.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

El inicio de la primavera se anunciaba cada vez con más indicios. Los montones
de nieve sucia desaparecieron, mágicamente aspirados por los primeros calores,
y el barro empezó a secarse, listo para transformarse en el fino polvo que
oscurecería el aire de los días de sol que llegaban. La noche, en cambio, era
límpida y luminosa. Kualid daba vueltas, tendido sobre su esterilla, y no
lograba coger el sueño.
Pensaba en la expresión orgullosa del abuelo cuando le entregó el billete
que se había ganado con el calígrafo. Los asuntos con el paquistaní fueron bien.
El viejo compró otras partidas de ropa usada para revender en el mercado.
Kualid estaba contento con que su billete pudiera contribuir a aquel pequeño
comercio, que ya permitía que suculentos trozos de carne acompañaran al arroz
en las comidas de la familia mucho más a menudo que antes. Tenía el cartel con
su nombre escondido bajo la esterilla. No se lo había enseñado al abuelo, en
parte porque se avergonzaba, y en parte porque el abuelo sabía leer y escribir, y
Kualid temía humillarlo. En cambio, todavía estaba haciendo girar el
carboncillo entre los dedos. Le gustaba sentir sobre las yemas el polvo sutil que
dejaba. Le recordaba al de las alas de las mariposas que a veces lograba
capturar. Lo miraba y se preguntaba si era precisamente aquel polvo el que le
daba al carboncillo la magia para crear signos, como el polvo de las alas le daba
a las mariposas la magia del vuelo. Cuando por fin sintió que el sueño estaba
llegando y le cerraba los párpados, dejó el carboncillo entre la esterilla y la
pared de barro.
Pero tal como había llegado, el sueño desapareció silenciosamente, y Kualid
se encontró de nuevo con los ojos abiertos. Movió las pupilas de un lado a otro,
intentando enfocar las formas vagas en la habitación aún en penumbra, hasta
que su mirada se fijó en la silueta que proyectaba un rayo de luna en la pared.
Asmar, la serpiente de la noche, había venido a su encuentro. Su sombra negra
destacaba limpia en la pared. Kualid no le quitaba los ojos de encima, como
para no consentirle desaparecer. Mientras tanto, con la mano, buscaba a tientas
el carboncillo. Cuando lo tuvo entre los dedos, empezó lentamente a levantarse
de la esterilla, como si un movimiento apenas un poco más brusco pudiera
ahuyentar a Asmar. Por fin, caminando a gatas como un cazador que se acerca a
la presa, alcanzó la pared. La mano que empuñaba el carboncillo no le tembló, a
pesar de que su corazón palpitara fuerte por la emoción. Estaba firme y segura
cuando empezó a trazar el contorno de la sombra sobre el muro, siguiendo con
esmero el hilo impalpable del perfil. Con el roce, el carboncillo producía sobre
la pared basta un ligero ruido, parecido al de la hojarasca cuando se pisa. A
Kualid, aquel ruido, en el silencio de la habitación, roto solamente por el rítmico
jadear del abuelo, le pareció un estruendo «Escucha —le dijo con el
pensamiento a Asmar—, ahora ya no puedes huir. Tendrás que estar en la
pared, esté o no la luna alumbrando la noche. Es más, también estarás ahí de
día, y yo podré mirarte cuando quiera.»
Sin dejar de contemplar la figura en la pared, Kualid se limpió en el suelo la

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

mano sucia por el polvo de carbón. Pasado un rato decidió volver a dormirse
sobre la esterilla, dejó el carboncillo y se durmió. La última imagen que guardó
bajo los párpados fue la de Asmar quieta en la pared.
Y también fue la primera en aparecer por la mañana, cuando abrió los ojos.
«Ahí está —pensó—, realmente he conseguido capturarla, no se ha ido con la
noche.» El negro contorno delimitaba nítidamente el espacio que la sombra de
Asmar había ocupado.
Kualid estaba tan concentrado en contemplarla que no se percató de que el
abuelo, ya despierto, también estaba mirándola. Se sobresaltó cuando oyó la
voz del viejo:
—¿Eso es obra tuya?
El abuelo señalaba el dibujo en la pared con su dedo leñoso. Kualid se
volvió a mirar su rostro, y se sorprendió de no ver una expresión de ira entre
sus arrugas. Más bien una señal de perplejidad, expresada por las espesas cejas
blancas levantadas sobre la frente.
—Sí, lo he hecho esta noche —admitió.
—¿Y se puede saber qué representa? —preguntó entonces el abuelo. En su
voz no había intención alguna de sarcasmo. Solamente una curiosidad que le
confería un timbre ridículo, casi infantil.
Kualid se tranquilizó, y respondió sin apenas respirar:
—Es Asmar, la serpiente de la noche, abuelo.
Únicamente por el estupor del viejo, Kualid se dio cuenta de que el abuelo
no podía saber nada sobre Asmar. Nunca le había hablado de ella. De hecho,
nunca había hablado de ella con nadie. Estaba tan acostumbrado a verla que
daba por sentado que todos la conocían.
—Me recuerda la historia del dragón de Chark —dijo el viejo, como
hablando para sí mismo, con la mirada vuelta hacia el dibujo de la pared.
Mientras tanto, su madre había traído el té y se había acomodado para
escuchar al abuelo, que empezaba a contar la historia del dragón. Kualid
recordó que al abuelo le gustaba contarle antiguas leyendas cuando era más
pequeño, pero ya había pasado mucho tiempo sin que lo hiciera. Retuvo la
respiración por temor de que el mínimo ruido pudiera distraerlo de su cuento.
La voz del viejo pareció provenir de un tiempo lejano, como un eco, y hasta
el hombre, con los ojos siempre fijos en el dibujo, pareció completamente
proyectado en el pasado.∗
—Hace muchos años, a Chark, en el valle de Logar, llegó un hombre santo
llamado Shah-Mahayudin. Los habitantes de aquella aldea hacía ya tiempo que
estaban aterrorizados por un dragón que descendía de las colinas a beber en el
río Logar. Solo después de haber apaciguado la sed volvía, enorme e hinchado,
a su madriguera. Muchas veces planearon matarlo pero cuando el monstruo se
presentaba no sabían hacer otra cosa que encerrarse temblando en sus casas,

La leyenda del dragón de Chark ha sido extraída de La collina delle sabbie che corrono. Leggende
afgane (a cargo de Mimmo Frassineti), Le impronte degli uccelli, Roma 2002.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

esperando a que se conformara con el agua del río...


El té dejó de humear en el jarro, se estaba enfriando, pero ni Kualid ni su
madre lo vertieron en los vasos. Era una tarea del abuelo, pero el abuelo
continuaba con su cuento, con las manos cruzadas en el regazo.
—Un día pensaron que Shah-Mahayudin podría ayudarles, y fueron a
buscarlo. El hombre santo estaba meditando, sentado a la sombra de las ramas
de un gran árbol. «Os ayudaré —dijo—, si les dais una parte de vuestras
pertenencias a los pobres, para que puedan comer.» Estuvieron todos de
acuerdo y le llevaron pieles, huevos y cestas de trigo. Shah-Mahayudin cortó
unos cuantos árboles y fabricó una enorme jaula sobre el pedregal del río, y
quedó a la espera. La bestia compareció después de treinta noches para saciar
su monstruosa sed...
El canto del muecín para la oración irrumpió, desgarrando el denso silencio
que había alrededor del cuento del abuelo. Automáticamente Kualid se levantó
para ir a buscar la alfombrilla de la oración del viejo, pero se detuvo porque se
dio cuenta de que el abuelo no parecía interrumpir la historia. Se preguntó si es
que estaba tan concentrado en contar la historia que no había oído las llamadas
del muecín, o sencillamente si con la edad estaba convirtiéndose en un poco
duro de oído. Tampoco su madre se había movido, así que Kualid no dijo nada
y siguió escuchando.
—En cuanto empezó a beber, Shah-Mahayudin eligió un guijarro de la
ribera y, con puntería precisa, lo golpeó en uno de sus ojos ardientes. El dragón
se revolvió en una oleada y el hombre santo le dijo: «Dragón, ahora tienes que
levantarte y seguirme». El monstruo salió del agua y, manso, lo siguió hasta su
silla bajo el árbol cuyas ramas le daban sombra. «Ahora, dragón, vivirás en esta
jaula para el resto de tu vida. Cada viernes podrás aplacar tu sed. Ese día irás al
río bajo la forma de una pequeña y veloz serpiente negra. Después, una vez en
la jaula, serás de nuevo tú mismo.» En Chark, los viernes, tras el ocaso, a veces
la gente ve una pequeña serpiente negra, con fuego en uno de los ojos,
deslizándose a lo largo de la ribera del río.
El abuelo calló y por fin pareció recobrarse apartando la mirada del dibujo
y dirigiéndola hacia Kualid.
—Una pequeña serpiente negra, justo como tú, Asmar —le dijo
despeinándole los cabellos. Después se levantó y volviéndole la espalda
curvada salió de la pequeña entrada sin añadir más. También su madre se
levantó y se llevó a la otra habitación la bandeja con la jarra del té, que nadie
bebió. Kualid se quedó allí, en cuclillas, como saboreando las palabras del
abuelo, que aún aleteaban por la habitación. No se dejó distraer ni siquiera por
el ruido de un motor que provenía de la calle abajo: un vehículo rengueaba por
la subida. El ruido primero se alejó, luego desapareció de repente. Un
paréntesis de silencio se quebró poco después por un grito agudo de mujer,
lacerante y desesperado, que vino de no muy lejos. Kualid corrió con su madre,
que ya se precipitaba afuera, echándose el velo del burka sobre el rostro con un

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

gesto veloz, y la siguió deprisa.


Vieron el vehículo a un lado de la calle a pocos centenares de metros de
ellos, a la altura de la casa de la familia de Kader.
—Estoy segura de que el chillido venía de allí —dijo la madre de Kualid, y
se dirigió casi corriendo, entorpecida por el tejido del burka, hacia el punto que
había señalado. También Kualid echó a correr y enseguida superó a su madre.
Se detuvo a pocos metros de la casa de Kader: la veía desde arriba, desde la
cima de un montículo pedregoso del terreno.
Frente a la vivienda de barro seco apareció un grupo de personas. Había
tres hombres, uno era el padre de Kader, los otros dos no los conocía,
probablemente habían llegado en el vehículo que estaba aparcado más abajo.
Estaban el hermano y la hermana pequeños de Kader, de pie, inmóviles,
como dos figuritas inanimadas al lado de la puerta de entrada. Y estaba la
madre de Kader. Cubierta con el burka azul desteñido, parecía un saquito ligero
que el viento se divertía en llenar y vaciar, porque se levantaba y enseguida se
doblaba sobre sí misma, para volver a levantarse de nuevo. Aquella especie de
danza infinita fue interrumpida por la madre de Kualid, que llegó mientras
tanto, y la mujer la abrazó mezclando el tejido de su burka con el de ella, en una
única nube de tela. Las dos mujeres desaparecieron juntas por la entrada de la
casa. Kualid no se movió de donde se encontraba, atascado, inmovilizado por el
muro de tragedia que se levantaba de aquella escena.
Vio a uno de los dos desconocidos que intentaba rodear con un brazo los
hombros del padre de Kader, que sin embargo rechazó bruscamente el gesto,
empezando a golpearse las sienes con los puños cerrados, sin parar, hasta que el
otro desconocido lo detuvo agarrándole las muñecas con fuerza entre las
manos. El padre de Kader se libró de él y se encaminó decidido hacia el
vehículo parado al borde de la calle, los otros dos lo alcanzaron y se acercaron.
Luego desaparecieron dentro del automóvil, que partió enseguida. Kualid no
oyó el ruido del motor, le pareció que todo se desarrollaba en silencio, en un
tiempo dilatado y mudo.
—¿Qué ha pasado? —Kualid le repetía una y otra vez la pregunta al
hermanito de Kader, pero aquel ni siquiera parecía oírle. Se estaba acurrucando
al lado del muro de la casa, concentrado en lanzar piedrecitas contra una piedra
más grande que había algo más allá. Los ojos del chiquillo estaban fijos en la
piedra y parecía que aquello constituyera todo su universo—. ¡Dime qué ha
pasado! —Ahora Kualid gritaba, desesperado por la angustia y por el mutismo
del otro.
La respuesta, seca como el ruido de una rama que se parte, llegó de la
hermanita de Kader, que se había quedado a un lado hasta aquel momento, ya
acostumbrada a no intervenir en los discursos de los hombres, aunque
solamente fueran niños.
—Una mina, nuestro hermano Kader ha cogido una mina y le ha explotado
en la mano. —También ella habló con voz alta, todavía aguda e infantil, para

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

tapar la de Kualid, que seguía preguntando obsesivamente.


Kualid se volvió de golpe, como si hubiera sido golpeado por una de las
piedras que el hermano de Kader seguía lanzando impertérrito.
—¿Qué has dicho? —le gritó a la niña casi con rabia.
—¡He dicho una mina —respondió ella decidida—, una mina!
—¿Dónde, dónde la ha encontrado? —la hostigó Kualid, que sentía cómo
una nueva angustia le cerraba la garganta.
—En la carretera de Jalalabad. Había ido allí con la pala... —Kualid ni
siquiera dejó que la pequeña acabara la frase. Tenía que ahogar, antes de que
aflorara, el insoportable pensamiento que le venía a la mente.
Echó a correr como un loco, pendiente abajo, hacia la calle.
—Es culpa mía, tenía que acompañarlo. —Era un pensamiento obstinado,
que emergía a pesar de que él intentara sofocarlo con el ruido de las piedras que
chocaban desplazadas por su carrera y con el eco de la propia respiración cada
vez más jadeante que le martilleaba en las sienes. No bastaba. Quizá por eso,
una vez alcanzada la calle, Kualid echó a correr aún más rápido, hacia abajo,
hacia la ciudad.
—Eh, muchacho, ¿te persigue el demonio? —Kharachi, aparecido de la
nada como siempre, se había parado frente a él con su carrito. Kualid no le
respondió y no se detuvo. Lo superó de un salto, como si fuera un matojo seco.
Se encontró jadeante delante de la cancela de hierro, pintada de un gris ya
comido por el orín, del hospital Karte-se. La cancela estaba cerrada. Agachado,
con los hombros contra el muro que rodeaba el hospital, un hombre,
probablemente el guarda, dormitaba con la cabeza gacha, el tejido raído del
turbante le escondía el rostro.
Kualid se detuvo, jadeando y con los hombros temblándole por el esfuerzo,
a poca distancia de la cancela y clavó los ojos en ella, como si pudiera abrirla
con la mirada.
«Tengo que verlo —pensaba—. Tengo que ver a Kader. Estoy seguro de
que lo han traído aquí.» Se sentía invadido por una rabia sorda. «Estúpido,
mocoso estúpido. ¿Qué creías que podías hacer tú solo en la carretera de
Jalalabad? Lo que te ha pasado te lo has buscado. ¡Te lo mereces, estúpida
araña!»
Eso es lo que habría querido gritarle a Kader en cuanto lo viera, y quizá
también lo sacudiría, cogiéndolo por sus patéticos hombros huesudos. Fue
rescatado de sus fantasías agresivas por los repetidos bocinazos de un
destartalado taxi blanco y amarillo, que se paró delante de la cancela. El guarda
adormilado se levantó y golpeó con el puño sobre la chapa de la valla, hasta
que alguien, desde dentro, se decidió a abrirla. El taxi blanco y amarillo avanzó
un poco para pararse de nuevo justo a mitad de la entrada del hospital.
Se abrieron las portezuelas y salieron dos, tres, cuatro hombres, que a su
vez sacaron a otro, inerte. Lo cogieron por los tobillos, y luego por las axilas.
Mientras lo sujetaban así, le gritaron a alguien que no se decidía a llegar.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Por fin llegaron dos camilleros con unas parihuelas de tipo militar.
Los hombres, todavía gritando, se afanaron en poner al herido sobre la
camilla. Kualid aprovechó la confusión del momento para pasar inadvertido
por la cancela del hospital y desaparecer entre las paredes de sus pabellones.
Un olor pútrido, denso, se apoderó tan impetuosamente de su garganta que
lo desorientó por un instante. Entre un pabellón y el otro, el suelo estaba
cubierto de basura: harapos, trozos de gasa oscurecidos por las manchas
marrones de la sangre seca, espalderas de cama enmohecidas y quién sabe qué
más.
Las construcciones bajas, con las paredes grises manchadas con churretes
aún más oscuros, de los departamentos de admisión del hospital eran tres.
Kualid enseguida excluyó uno, que estaba un poco más allá que el resto. Las
ventanas estaban selladas por telas de plástico y trozos de tejido desgarrados y
mugrientos; desde fuera se podía adivinar la oscuridad que reinaba en el
interior. Era el sector reservado a las mujeres y ningún hombre podía acercarse:
a ellas se les concedía el privilegio de morirse solas.
Encomendándose al instinto, el chico pasó el umbral de uno de los dos
edificios restantes. El olor que enseguida lo invadió fue, si cabe, aún más fétido
que el del exterior. Sus ojos, todavía no acostumbrados a la semioscuridad de la
habitación, vieron en el suelo grumos oscuros e indefinidos de mugre, que
emitía un ruido líquido cuando los pisaba avanzando a pasos inciertos por la
enorme estancia. Escudriñó entre las dos filas de catres alineadas contra las
paredes esperando localizar el de Kader. Pero sobre los colchones desnudos y
manchados de sangre no vio más que figuras tendidas en posturas
desordenadas, oscuras e indefinidas, como los grumos de mugre del suelo.
Algunas estaban envueltas por vendas amarillentas, otras cubiertas por jirones
grises de sábanas ya reducidas a harapos.
De vez en cuando el crujido de un movimiento lento o el quejido bajo e
intermitente de alguien, demostraba que estaban vivas, mientras que la
inmovilidad abandonada de otras sugería lo contrario.
Kualid intuyó cuál era la cama de Kader cuando reconoció los hombros
curvados de su padre. Era el último catre de la fila de la derecha. El padre de
Kader estaba de pie junto al jergón, y tenía la cabeza doblada hacia delante. La
mole del hombre tapaba de la vista al niño que estaba tendido. Kualid se acercó
en silencio.
—Hola, Kualid —le dijo el hombre, como si fuera un hecho del todo normal
que el muchacho se encontrara allí. Pero Kualid no encontró voz para
responder al saludo. Su mirada ya se había posado sobre el cuerpecito de
Kader: tendido sobre el colchón parecía aún más pequeño y menudo.
Los insultos que imaginó decirle se borraron de la mente, sin dejar huella.
Se notaba la lengua y el paladar secos. Kader, supino, no se movía; el brazo
derecho acababa en una venda empapada en sangre allí donde tendría que
encontrarse la mano; el tórax, desnudo y huesudo, estaba salpicado de

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

pequeñas y grandes manchas negras, como quemaduras de cigarrillo. Pero lo


que más impactó a Kualid fue una gasa puesta sobre la cara, que la cubría
completamente. También sobre la gasa había manchas de sangre, o más bien
parecía que fueran precisamente esas manchas lo que la mantenía pegada a la
cara del niño. Kualid desplazó la mirada al padre de Kader, como esperando
que el hombre le dijera algo. Kader no se quejaba, no emitía sonido alguno.
Kualid habría querido que una palabra, un ruido, rompiera aquel silencio
pegajoso que parecía mantener inmóvil a Kader, a su padre, e incluso a él
mismo. El padre de Kader, sin embargo, no habló: siguió mirando a su hijo,
pero parecía que su mirada no lograra contener aquella figura tan pequeña, ni
enfocarla, y de vez en cuando, entonces, rápidos movimientos de los ojos daban
la impresión de que la buscara en otro lugar, lejos de allí. Fue Kualid quien
rompió el silencio. Quizá para cerciorarse de que todavía pudieran salir las
palabras de su boca seca.
—No llora —le dijo con voz ronca al padre de Kader, como si eso pudiera
consolarlo.
—No llora porque ya no tiene ojos —respondió el hombre hablando para sí
mismo más que para Kualid.

El cuenco lleno de tinta azul resbaló de las manos de Kualid; el color se


extendió en una mancha densa sobre el suelo de la tienda, pequeñas manchas
puntearon la larga túnica del chico. Gotas azules. «Como las lágrimas que
Kader no puede llorar», se sorprendió pensando Kualid, mirándolas. Llevaba
toda la mañana esforzándose, sin éxito, en echar de la mente el pensamiento de
Kader. Buscaba la rabia dentro de sí como antídoto a la angustia y al
sentimiento de culpa que le invadían. Se esforzaba en revivir la irritación que le
provocaba la mirada de admiración del crío, pero enseguida se le aparecía la
imagen de la gasa cubriendo la cara de Kader, y bajo aquella gasa, pensó, ya no
estaban sus ojos. Estaba allí, de pie, con los brazos abandonados a lo largo de
los costados, mirando sin ver el charco de tinta azul que poco a poco se
expandía hasta rozar los dedos de sus pies desnudos.
—¡Qué desastre! —La voz de Babrak lo pilló por sorpresa, e
instintivamente levantó un brazo como para protegerse el rostro de un bofetón.
Aquel gesto de defensa enterneció al calígrafo, que nunca había tenido la
intención de golpear al chico—. Bueno, si Dios quiere, no es grave —dijo,
acentuando el tono sosegado de la voz—. El cuenco no se ha roto y la mancha
de tinta la secaremos con los trapos. Pero ten cuidado de no mojarte los pies,
que no quiero tus huellas por toda la tienda —añadió con una sonrisa,
despeinándole los cabellos a Kualid.
Pero Kualid no logró corresponder a aquella sonrisa.
Corrió a un rincón a coger los trapos, luego se puso a gatas a secar con ellos
la mancha de color, con la cabeza gacha para evitar la mirada de Babrak. El

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

calígrafo se percató de que algo atormentaba al chico y trató de estimularlo para


que se lo contase.
Viéndolo frotar atolondradamente el suelo con los trapos, como si le fuera
la vida en ello, aún intentó distraerlo.
—¡Eh, si continúas frotando así de fuerte, en lugar de la mancha habrá un
agujero y al final te caerás dentro! —le dijo.
Pero tampoco esta vez recibió respuesta. Siempre sin levantar la cabeza, el
chico imprimió aún más fuerza a los movimientos de sus brazos.
El resto del día transcurrió así, en silencio.
Babrak no dejó de observar a Kualid, sin lograr descubrir en la cara del
chico un leve gesto de sonrisa ni aquella expresión orgullosamente feliz que le
iluminaba los ojos cuando, mezclando las tintas, lograba conseguir un color
particularmente brillante.
—Ahora tengo que irme —dijo Kualid apresuradamente, y se dirigió
rápido hacia la puerta.
—Espera un momento, Rata —le dijo Babrak con complicidad, y el chico se
detuvo en la entrada, sin volverse hacia él.
—Vamos, ven, que quiero proponerte un cambio. —Con un gesto de la
mano lo invitó a volver atrás.
Kualid se le acercó con pasos lentos, manteniendo obstinadamente la
cabeza gacha.
—Un cambio es un negocio —retomó el calígrafo— y yo no confío en quien
no me mira a los ojos cuando trato de negocios.
Por fin, el chico se decidió a levantar la mirada, y si Babrak no vio el
relámpago de desafío que se esperaba, sí vio en cambio un reflejo de curiosidad
que desmentía la ostentada ausencia.
Animado, continuó:
—Bien, así está mejor. Mira, sé que tú tienes un secreto...
—¡Yo no tengo ningún secreto! —lo interrumpió brusco Kualid.
—Qué pena —continuó el calígrafo—, te he observado todo el día y me ha
parecido que estabas muy ocupado en esconderlo dentro de ti. Tan ocupado
que, por bonito o feo que sea, he pensado, tiene que ser un secreto valioso. Y
como también yo poseo un secreto muy valioso, se me ha ocurrido que
podíamos intercambiárnoslos. Tú me cuentas el tuyo y yo te cuento el mío. Así,
en lugar de uno solo, cada uno de nosotros tendrá dos secretos valiosos, por
bonitos o feos que sean. Pero evidentemente me he equivocado. Tú me has
dicho que no tienes ningún secreto. Entonces no puede hacerse ningún cambio
y no hay negocio. Eso significa que el mío lo tendré para mí —concluyó.
Kualid lo miró perplejo, no entendía si el calígrafo estaba bromeando o
hablaba en serio. Sin embargo, desde que lo conocía, siempre pensó que Babrak
era un poco mágico, y ahora la posibilidad de descubrir un secreto suyo le
despertaba mucha curiosidad.
—No sé si el mío es un secreto —soltó—, de lo que estoy seguro es de que

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

es una cosa fea.


—Ya te he dicho que bonito o feo no hay diferencia —replicó el calígrafo—.
Así que, si quieres, decídete a explicarlo, que no puedo estarme aquí toda la
tarde.
Kualid entonces, como alguien que después de mil indecisiones da un salto
para zambullirse en la garganta de un río, se puso a hablar, de un tirón.
—No es una historia sobre mí, es sobre un amigo mío. Bueno, ni siquiera es
amigo mío, es únicamente un chiquillo pesado que conozco. Ayer cogió una
mina, una de esas pequeñas, verdes, que tienen la forma de una mariposa. La
cogió con la mano, el muy estúpido, y la mariposa le robó los ojos. ¡Eso era! Y
ya te he dicho que no era un secreto. ¿Ya estás contento?
Babrak lo miró intensamente y después de una breve pausa que a Kualid,
quien apenas se movió, le pareció larga, dijo en voz baja, casi susurrándola, una
sola palabra:
—Continúa.
Kualid no se reprimió más.
—Ya no tiene ojos —explotó— ni siquiera puede llorar. Y es culpa mía
porque lo dejé ir solo a la carretera de Jalalabad. Es culpa mía —repitió. Y por
fin aquellas lágrimas que Kader ya no podría verter nunca más emergieron, en
cambio, de sus ojos, y le mojaron las mejillas.
Babrak alargó una mano, no para despeinarle el pelo como generalmente
hacía, sino para darle una ligera caricia en el rostro.
—Este es tu secreto —dijo después—. Ahora que me lo has dado ya no es
solo tuyo. Un poco lo llevarás tú y un poco lo llevaré yo, y así será más ligero
para los dos.
Kualid sorbió con la nariz y se secó los ojos con la manga de la túnica.
—Bien —prosiguió el calígrafo—, ahora me toca a mí cumplir nuestro
pacto. Sígueme.
Babrak se dirigió hacia un rincón de la tienda. Apoyada en la pared había
una caja de madera verde oscuro, con números y letras en cirílico. Era un viejo
contenedor soviético para municiones.
En ese momento en la caja solo había botes de tinta.
Agarrándola por una de las asas, el calígrafo desplazó la caja, descubriendo
una pequeña escotilla en el suelo de tierra. El escondite estaba cubierto por una
losa de chapa delgada. Kualid observó, cada vez más emocionado, cómo Babrak
la levantaba con movimientos lentos, casi rituales, y después de haberla
apoyado en la pared, se inclinaba para extraer del agujero otra caja más
pequeña, envuelta en un paño un poco sucio de tierra. El calígrafo quitó el
paño, pero antes de levantar la tapadera de la caja pareció tener un momento de
indecisión, y se detuvo.
—Ahora te enseñaré mi secreto —dijo con un tono que mostraba una
sombra de preocupación—, creo que te gustará. Pero, como todos los secretos,
también este es peligroso. Kualid, debes jurarme que nunca se lo contarás a

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

nadie, por ningún motivo.


—Lo juro por el profeta —se apresuró a responder Kualid que ya no cabía
en la propia piel de curiosidad.
Entonces Babrak se agachó, se puso la caja en el regazo, y por fin la abrió.
—Ven, mira —le dijo al chico, que corrió a agacharse a su lado. Al primer
vistazo Kualid se quedó un poco decepcionado: la caja estaba llena de hojas de
papel, de muchos colores. Pero cuando el calígrafo empezó a sacarlos uno por
uno y a dárselos, se quedó literalmente sin palabras. En cada papel había un
dibujo. No las letras elegantes de la escritura, sino figuras. Un caballo nervioso
que parecía cocear de verdad, pinceladas más claras habían dado a su manto el
brillo de los reflejos de luz. Un halcón, con las alas desplegadas, que se
recortaba limpio contra el azul intenso del cielo sereno. Y… una bailarina, cuyos
velos de colores transparentes parecían moverse realmente al ritmo sinuoso de
sus miembros. Las manos de Kualid empezaron a temblar, así que la bailarina
parecía bailar aún más descaradamente sobre la superficie blanca del papel.
—Pero... es una mujer —balbució el chico, preso de un temor que por un
instante oscureció la fascinante sorpresa que aquellas figuras le habían
provocado.
—Una mujer que baila —lo corrigió Babrak un poco ceñudo.
—Es un pecado —siguió Kualid con la voz invadida por el temor—, un
pecado grave. El profeta dijo que toda representación de figuras de la creación
es una ofensa a la perfección de Dios omnipotente y misericordioso. —Y
mientras decía esas palabras, se acordó de Asmar, la serpiente de la noche, que
con el carboncillo había fijado para siempre en la pared de su casa y, si cabe, su
miedo se hizo aún más intenso.
Miró a Babrak y enseguida se dio cuenta de que en su rostro se había
dibujado una expresión preocupada.
Entonces se arrepintió de lo que acababa de decir. Se debatía entre el miedo
del pecado y el temor de haber ofendido al calígrafo, de no haberse mostrado a
la altura de su confianza. No sabía adónde mirar, si a la hoja dibujada que
todavía tenía entre las manos, o a Babrak, agachado junto a él.
—¿No te parecen bonitos? —La voz calmada del calígrafo lo alcanzó
encontrando su mirada. Kualid no había visto un dibujo en su vida, y aquella
simple pregunta avivó en un santiamén el entusiasmo que todas aquellas
fantásticas figuras hacía que sintiera.
—¡Son bellísimos! —contestó de golpe.
—¿Y de verdad piensas que la belleza puede ofender a Dios? —El calígrafo
se respondió a sí mismo—: ¡Como máximo puede irritar a algún árabe
ignorante como una cabra! —concluyó con un gesto de rabia.
—Quiero ver más. —Menguado el temor, Kualid se dejó invadir por una
irrefrenable curiosidad—. Te lo ruego, Babrak, enséñamelos todos.
Los dibujos empezaron a pasar de las manos del calígrafo a las del chico, y
sólo el roce de las hojas hacía de banda sonora de aquel caleidoscopio de figuras

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

y colores. Uno impresionó particularmente a Kualid, ya ebrio de formas y


signos; era un collage en una cartulina azul. En un ángulo estaba dibujado una
silueta negra, como a contraluz, de un niño que corría. La mano cerrada
sujetaba el hilo invisible de una cometa que despuntaba dorada, en primer
plano, casi en el centro de la hoja. La cometa no estaba pintada, sino hecha con
muchas finas briznas de paja pegadas, así que parecía que la primera ráfaga de
brisa pudiera hacerla volar fuera de la cartulina azul. Kualid le daba vueltas
entre las manos con delicadeza y no se decidía a devolvérselo al calígrafo.
—¿Te gustan las cometas? —le preguntó Babrak—. Cuando yo tenía tu
edad era muy bueno construyéndolas y hacía batallas de cometas con los otros
chicos. Pero a mí, sobre todo, me gustaba verlas volar. —Kualid se acordó de
cuando también Said había construido una a escondidas con un trozo de tela de
plástico blanco fijada a dos delgadas ramitas cruzadas entre sí.
Justo mientras estaba enseñándoselo, al amparo de la carcasa de un viejo
tanque, llegó el padre de Said y los sorprendió. Se había enfadado mucho.
—¿Estás loco? —le había dicho a Said—. ¿No sabes que las cometas están
prohibidas? ¿Quieres meternos en problemas? —Con un gesto brusco había
cogido la cometa de las manos del chico, roto las ramitas y reducido a jirones la
tela de plástico; luego lo echó todo dentro del agujero que se abría en lugar de
la torreta del viejo tanque.
«Y ese fue el único vuelo que hizo la cometa de Said», pensó Kualid. Así,
contestó lacónico a la pregunta de Babrak:
—No sé si me gustan, nunca he visto volar una. —Dicho esto, restituyó al
calígrafo la cartulina azul con la cometa de briznas de paja.
Una vez metidos todos los dibujos en la caja, y después de haberla envuelto
en el paño de nuevo y restituido a su escondrijo, el calígrafo volvió a interpelar
a Kualid:
—¿Estás contento del secreto que te he dado a cambio del tuyo?
El chico contestó con aquella sonrisa que Babrak había intentado arrancarle
durante todo el día.
—Bien —continuó el hombre—, entonces tienes que saber que este secreto
contiene otro, que hay que mantener aún más en secreto. Todos esos dibujos los
he hecho yo.
Kualid abrió los ojos como platos. Trastornado por aquellas imágenes que
le habían pasado por las manos, no había encontrado el modo de preguntarse
de dónde provenían.
—Sabía que eras un mago —murmuró tan bajo que el calígrafo apenas oyó
un susurro indefinible.
—¿Qué has dicho, chico? —Pero Kualid ya estaba fuera de la tienda,
quemando a la carrera las emociones de aquel día.

Los vaivenes del camión que rengueaba por la calle pedregosa lo hacían

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

zarandearse sin parar. Apretado contra los demás, Said estaba sentado sobre un
tablón de madera en el cajón posterior. Con una mano se agarraba a una barra
del toldo, con la otra apretaba el cañón del kalaschnikov que tenía entre las
piernas y que, con todos aquellos bandazos, le rebotaba continuamente contra
las rodillas. De vez en cuando, cuando el chófer cambiaba ruidosamente de
marcha, una nube de humo negro y denso salía del tubo de escape nublando la
vista del cielo que el alba ya teñía de rojo. Con la barbilla hundida en el pecho,
el hombre que estaba a su lado dormía a pesar de las sacudidas y del ruido;
hasta roncaba, y sus ronquidos se confundían con el ruido sordo del motor. Un
chico, apretado entre los otros milicianos en el asiento de delante, se bajó sobre
la cara una punta del turbante y lo agarró con los dientes, para protegerse del
humo y del polvo. Said sólo le veía los ojos, abiertos, pero que no lo miraban.
No habían pasado muchos días desde que él y aquel chico se encontraron
juntos, de pie, delante de los otros estudiantes de la escuela coránica, mientras
un mulá los señalaba como ejemplo de ánimo y fe porque estaban preparados
para la guerra santa. El mulá no era aquel que vio la primera vez, un poco
gordito. Aunque pensándolo mejor puede que sí lo fuera, porque la escena se
repitió muchas veces, siempre igual, aunque con chicos diferentes, tantas que
Said se equivocaba al recordarlas. De una cosa en cambio estaba seguro, el
comandante con la barba negra y el kalaschnikov de la culata decorada siempre
era el mismo.
No hablaba casi nunca. No lo hizo tampoco cuando, al final de la ceremonia
con los otros estudiantes, el maestro coránico le presentó a Said y al otro chico,
solos, en el patio de la madraza. No pronunció palabra.
Se limitó a observarlos desde la espesura de su barba oscura. Los escudriñó
cuidadosamente, como sopesándolos.
Said recordó que el tiempo de aquella mirada le pareció largo y le costó
mucho no ruborizarse. Luego el hombre le hizo una seña de consentimiento al
maestro, como si hubiera concluido un negocio, les dio la espalda a los dos
chicos y se fue. Lo volvieron a ver solamente aquella misma mañana, poco antes
del alba, cuando subieron al camión, ya repleto de combatientes, que vino a
buscarlos. El comandante los miró mientras, torpes, se encaramaron para subir
sobre el cajón, luego se metió en el pick-up de cristales oscurecidos que ahora
conducía a la columna directa a la primera línea del frente. A Said le pareció
que todo había ocurrido demasiado deprisa, le pareció que desde el momento
en que pasó por primera vez por la entrada de la madraza hasta ese momento
que se encontraba con un fusil rebotándole entre las rodillas, los días y los
meses se habían desplegado como se despliega un rollo de cinta si se lo deja
caer manteniendo agarrada entre los dedos una de las puntas. De todos modos,
aunque pensaba en ello raras veces, el tiempo en que se iba a rellenar agujeros
con Kualid se le antojaba lejísimos, tan lejos que no parecía pertenecerle. El
recuerdo de sí mismo con Kualid se había desteñido, desdibujado, y ya no
lograba enfocar la cara de su primo, los rasgos, los ojos, las expresiones. Solo los

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

dos dientes que le sobresalían, eso sí lo recordaba bien. «Como los de una
Rata», se sorprendió por un instante pensando. «¿Dónde estará ahora el Rata?»
Casi estaba a punto de mostrar una sonrisa cuando fue vencido por una especie
de entumecimiento obtuso que borró todo pensamiento. También la sutil
sensación de miedo que sentía se hundió lentamente en aquel sopor como una
piedra plana en el lodo del pantano. Said cerró los ojos sin dormirse. Los abría
de vez en cuando, y veía correr las paredes de roca gris de la garganta que
estaban atravesando, detrás de las caras de los hombres apiñados en fila sobre
el tablón frente al suyo, más gris que la roca. El camión bajó por una depresión,
y los bandazos aún se hicieron más violentos cuando las ruedas empezaron a
rodar sobre las piedras lisas del arroyo, bajo pero impetuoso, que corría por el
medio. Luego, después de un último tumbo, por fin se detuvo de un frenazo
ronco. También cesó el ruido del motor, y solamente quedó el susurro del
viento, que ligero remolineaba en aquella cuenca hundida tras una colina
yerma. Era un viento que ya traía el presagio de un frío que llegaría pronto, con
el inminente principio de un nuevo invierno. Golpeando las mejillas de Said lo
reanimó un poco del entumecimiento.
Los hombres se amontonaron sobre la parte posterior del cajón para saltar
del camión, pero nadie habló o gritó; solo se oyó el ruido metálico de las armas
que golpeaban contra el portón de la batea. Algunos centinelas estaban
agachados sobre un gran contenedor enmohecido y los perfiles de otros podían
divisarse sobre la cima del cerro.
No hicieron mucho caso a los hombres recién llegados, que ahora estaban
reuniéndose en grupos esparcidos y desorientados.
El comandante bajó del pick-up y se fue al encuentro de un pequeño grupo
de milicianos, salidos de una especie de refugio cavado en el vientre del
promontorio. Del grupo destacaba un hombre alto, también él con la cara
enmarcada por una larga barba negra, de la que brotaba una sonrisa de dientes
blancos. El hombre llevaba un borde del turbante oscuro que le sujetaba la
cabeza envuelto como una bufanda alrededor del cuello; tenía los ojos de un
verde intenso y la raya de kajal que los enmarcaba acentuaba su aspecto casi
felino, a pesar de los movimientos de guerrero que, en cambio, poseían una
gracia a ratos casi femenina. Llevaba, sobre la túnica larga, un chaquetón a
manchas de camuflaje, y era el único del grupo aparentemente desarmado. Se
trataba evidentemente del comandante de aquella posición, situado justo tras la
línea de fuego. Los combatientes que lo seguían caminaban a una distancia de
unos cuantos pasos, formando alrededor de él un semicírculo de protección.
Los dos comandantes se saludaron llevándose la mano al pecho, luego
desaparecieron, junto al grupo armado, dentro del refugio.
De vez en cuando, como flotando en el aire, llegaba el eco de estallidos
lejanos, entonces Said miraba alrededor, como si pudiera llegar a ver el
resplandor, pero pronto dejó de hacerles caso y se acostumbró a aquellos
gruñidos sordos. Sentía que las correas de la mochila le cortaban los hombros, y

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

que le faltaba el aliento en aquel aire enrarecido por la altitud. Los músculos del
cuello, almidonado, le impedían volver la cabeza, así que tenía los ojos fijos en
la espalda del guerrillero que lo precedía, curvado bajo el peso del propio fardo.
Eran las primeras luces del alba cuando Said empezó a marchar, subiendo
la montaña por una senda apenas trazada. Habría querido volverse para echar
un vistazo al niño que iba tras él y al otro miliciano que lo acompañaba, pero el
cuello realmente le dolía demasiado. Intentó distinguir el ruido de sus pasos,
pero era muy débil, y se limitaba al entrechocar de alguna piedra al caminar. El
niño iba con los pies desnudos.
Iba cargado con un enorme saco que contenía víveres y alguna cartuchera
de munición. El saco era tan grande que Said se preguntó cómo hacía el
pequeño para no caer aplastado por él. Al principio de su marcha intentó
ralentizar un poco el paso, preocupado de que el crío no lo consiguiera, pero
luego fue obligado a adaptarse al paso del guerrillero que conducía la pequeña
fila. Ahora, agotado, también dejó de escuchar los pasos del niño y se concentró
solamente en el esfuerzo de mover las propias piernas, una detrás de la otra, sin
pensar en nada. El tableteo repentino de una ráfaga de kalaschnikov lo obligó a
levantar la cabeza. A lo lejos vio, bien camuflado en la cima de un cerro, un
nido de ametralladoras.
Era poco más que un foso, cubierto por un gran paño verde oscuro y
rodeado por una pared hecha de piedras y sacos de arena. Saltaron fuera dos
siluetas que se pusieron a agitar los brazos; del fusil que empuñaba uno de ellos
salió otra descarga de saludo. Said entendió que por fin habían llegado a su
destino, pero no tuvo la fuerza de acelerar el paso, como en cambio hizo el
miliciano que lo precedía.
Cuando llegó y superó a duras penas el murete de sacos de arena, uno de
los guerrilleros ya se había sentado sobre una caja de munición, mientras el otro
calentaba el agua para el té en una lata sobre un pequeño fuego de matojos. El
humo de la minúscula hoguera atenuaba un poco el olor de orina y moho que
impregnaba la trinchera. Said se echó al suelo, apoyando la mochila en la pared
del hoyo y deslizándola de su espalda; pasó los brazos por entre las correas,
pero se quedó apoyado con los hombros, como si ya no pudiera despegarse.
—Salam aleicum, hermano. —La voz estridente del guerrillero que había
aparecido a su lado de repente lo obligó a volverse de golpe, provocándole un
latigazo de dolor en el cuello. Por un instante contrajo los labios. No tuvo
tiempo de responder al saludo cuando el otro se desató en una risotada aún
más chillona. Said lo miró perplejo. Se estaba poniendo en cuclillas a su lado,
con la cabeza envuelta en un turbante sucio que tenía prácticamente el mismo
color grisáceo que su cara. Una cinta pintada de rojo le atravesaba el rostro del
mentón hasta el nacimiento del pelo. Eso, añadido a la media risotada que
todavía le retorcía la boca, le otorgaba una expresión alucinada. Said estaba a
punto de dirigirle la palabra cuando el otro, haciendo palanca con el brazo
sobre el kalaschnikov, se puso de pie como si tuviera un muelle dentro, y se fue,

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

desapareciendo rápido tras una curva de la trinchera, no sin haber hecho


estallar otra de sus risotadas agudas. Cuando Said encontró la fuerza para
levantarse y asomar la cabeza más allá del pretil del foso, vio que también
estaba llegando por fin el niño con el gran saco; uno de los milicianos lo
ayudaba a transportarlo por aquel último tramo.
El niño apenas tuvo tiempo de beber en un cuenco de metal el té que le
ofrecieron, cuando tuvo que tomar de nuevo el camino de vuelta junto a los dos
guerrilleros a los que Said y su compañero venían a relevar en aquella posición
avanzada. Estaba colocada más allá de las primeras líneas talibanas, en la tierra
de nadie que separaba las dos formaciones enfrentadas.
El chico vio alejarse a los tres, apoyado con un hombro en la culata de la
ametralladora pesada, montada sobre una plazuela elevada sobre la trinchera.
Sintió como un nudo de nostalgia subiéndole por la garganta, y tragó saliva
para deshacerlo.
—Síguenos. —La orden había llegado de un hombre de complexión robusta
y fibrosa, a pesar de que su barba entrecana ya denunciara una edad avanzada.
Junto a él estaba el guerrillero de la cinta roja. Ahora no se reía; más bien
parecía esforzarse por dar al propio rostro una expresión determinada, que, en
cambio, a causa de los ojos desorbitados y en continuo movimiento, parecía
más una mueca grotesca. El hombre no esperó respuesta, se volvió y se dirigió
hacia un pasillo de la trinchera que se apartaba de la plazuela. Said y Cinta Roja
fueron detrás de él. El hombre caminaba curvando un poco los hombros para
no quedar demasiado expuesto por el borde de la trinchera. Said y el otro
imitaron sus andares. El foso no acababa muy lejos, en una pequeña cuenca más
baja y mejor protegida por los sacos de arena, desde la que pudo ver, a lo lejos,
la garganta de abajo y los cerros que la formaban.
—Quedaos aquí hasta que mande a otros a relevaros —le dijo el anciano a
Said y a Cinta Roja—. Si veis movimiento de hombres o vehículos, que uno de
vosotros corra a advertirme.
Acabada la frase, fijó la mirada sobre Said, ignorando al otro. Lo miró en
silencio, sin cambiar la expresión del rostro. Lo contempló de la cabeza a los
pies. Said sintió el peso de aquellos ojos aunque no comprendió el motivo, y
mantuvo la cabeza baja. La levantó solamente cuando aquel, siempre en
silencio, se hubo ido. Se volvió hacia Cinta Roja y vio que apoyaba el
kalaschnikov en los sacos de arena, con el cañón vuelto hacia el exterior del foso;
tenía el dedo listo sobre el gatillo, escudriñando el paisaje de enfrente con un
semblante exageradamente atento, como si de veras la garganta y los montes ya
estuvieran poblándose de enemigos listos para avanzar. Sin saber bien qué
hacer, Said imitó su postura.
Durante un rato también él se puso a observar el paisaje, pero pronto la
imponente y antigua quietud de aquel escenario sólo le produjo aburrimiento.
Se volvió a mirar a Cinta Roja.
No se había movido ni un milímetro. Mantenía la mejilla siempre apoyada

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

en la culata del arma apuntada, pero los ojos los tenía cerrados. Said se
sorprendió al constatar que el otro dormía tranquilamente.

Llegó anunciándose en el aire como un estruendo en la lejanía, pero en pocos


instantes un violento estrépito repicó potente justo sobre la cabeza de Said.
Parecía que el cielo estuviera absorbiéndose a sí mismo con una larga
respiración ronca, aterradora.
El chico se acurrucó al fondo del hoyo, dejando el fusil y cubriéndose la
cabeza con las manos.
Aún no se había apagado el eco del primero cuando llegó otro. Said sentía
aquellos rugidos de viento, que se sucedían, penetrarle hasta los huesos, y fue
preso de un temblor irrefrenable.
La risotada histérica de Cinta Roja llegó inesperada a romper el silencio
aturdidor que se hacía denso en el intervalo entre un estruendo y otro.
—Wooaaa —le gritó a Said, remedando con la voz el estrépito e imitando el
movimiento de algo que atravesara veloz el aire—. Cohetes, cohetes Katiusha
—continuó a la par que sacudía a Said por un hombro—. Pasan altos, no caen
aquí. —Y empezó a reír de nuevo mirando al chico aún acurrucado. Tal como
había empezado, su risotada acabó, como si alguien la hubiera apagado
pulsando un interruptor. Apartó la mirada de Said y miró más allá de él, sin
dignarse a prestarle la más mínima atención. Cesó también el vuelo de los
cohetes y de nuevo cayó el espeso manto de silencio, mientras la luz se
atenuaba por la llegada del crepúsculo.
Silencio y penumbra devolvieron a Said al aburrimiento. A pesar de que ya
se acababa, aquel día le pareció infinito. Tuvo un instante de extravío cuando
oyó que lo llamaba el hombre anciano, que era el comandante de la avanzadilla.
—Chico —le dijo—, ahora ven conmigo. —Después se volvió al otro
guerrillero, y prosiguió—: Tú quédate, que dentro de poco te llegará el relevo.
La voz del comandante era perentoria, pero la solicitud a Said no había
sonado como una orden: pareció más bien una pregunta, como si de veras
hubiera tenido la posibilidad de expresar un rechazo. Quizá por eso el chico
titubeó un instante. Entonces el comandante puso una mano en el hombro de
Said y lo atrajo hacia sí con una ligera presión.
—Vamos —repitió acercándosele. Recorrieron la trinchera. Said seguía
notando la mano del comandante en el hombro. No lo apretaba, solo estaba
apoyada allí como por casualidad. Pero el chico empezó a sentir inquietud
porque aquel gesto, aparentemente amigable, tenía algo de poco tranquilizador,
algo que Said no supo cómo interpretar.
Llegaron a la entrada de un refugio excavado en el suelo: una pesada
manta ocultaba la vista del interior. Se trataba evidentemente del alojamiento
del comandante. Este apartó con una mano la manta, y con la otra empujó
despacio a Said hacia el interior. Apenas estuvo dentro, el chico sintió la mano

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

del comandante resbalarle hombro abajo sobre la espalda y moverse sus dedos,
lentamente, como en una caricia torpe. El último borde de la manta de la
entrada volvió a su lugar, borrando todo resto de claridad. En la oscuridad, a
Said le pareció oír todavía la risotada chillona de Cinta Roja proviniente de
fuera.

Kualid alternaba sus días. Algunos los pasaba con el abuelo en el puesto del
mercado, otros, la mayoría, en la tienda de Babrak. Al abuelo no le importaba,
también porque, de vez en cuando, el calígrafo le soltaba al chico alguna
moneda de propina que acrecentaba la exigua economía familiar.
Aquella mañana Kualid se despertó particularmente excitado. Había
soñado, estaba seguro. Su sueño, todo negro, se había animado finalmente con
imágenes. Sentado en la esterilla, apretó los ojos en la oscuridad para no
perderlas, para fijarlas en la memoria y poderlas saborear cuando la mañana
hubiera llegado.
Eso es, ya le parecía verla cruzar, veloz, en el aire, como si volara, o mejor,
como si nadara en el vacío. Luego se detuvo enrollándose sobre sí misma, y
levantando la cabeza plana lo miró con su ojo rojo. «He soñado con Asmar, la
serpiente de la noche», pensó Kualid. «La he visto moverse y mirarme. Tenía un
ojo rojo... como el dragón de Chark convertido en serpiente cuando va a saciar
la sed al río, cada viernes.»
Kualid se levantó, intentando no hacer ruido para no despertar al abuelo,
que aún dormía envuelto en su manta. Se acercó a la pared sobre la que había
dibujado con el carboncillo el perfil de Asmar y se inclinó hacia delante para
observarla. «Parece realmente la serpiente del sueño —reflexionó para sí—,
pero no me mira. Quizá no puede verme...» Por un momento se insinuó en su
mente la imagen de Kader con el rostro cubierto con el trozo de gasa, Kader sin
sus ojos. Evitó aquel pensamiento que cada vez lo angustiaba más. Además,
Kader ya no existía, había muerto unos días después de su ingreso en el
hospital. Su padre fue después a buscar el cuerpecito envuelto en un trozo de
sábana y el abuelo de Kualid lo había ayudado a cavar la pequeña fosa donde lo
enterraron.
Una piedra plantada en el terreno entre muchas otras, eso es lo que
quedaba de Kader. Cuando Kualid, sentado en el carro del abuelo en dirección
al bazar, pasaba cerca del cementerio, de vez en cuando echaba un vistazo, pero
ya no lograba reconocer la piedra de Kader entre la multitud de ellas que
constelaban.
Kualid volvió a estudiar el dibujo de la serpiente sobre el muro. «No puede
verme porque le falta el ojo», concluyó.
El abuelo siempre llevaba consigo el cuchillo. No era un gran cuchillo como
los que Kualid había visto en la cintura de algún comandante talibán, que
tenían mangos de hueso grabado. Este era poco más que un sacapuntas, pero el

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

abuelo nunca se separaba de él, y cuando se tumbaba a dormir lo apoyaba en la


esterilla, cerca de la cabeza.
Kualid lo vio justo allí donde tenía que estar, junto a la cabeza del abuelo
dormido. Se dirigió, caminando a gatas, hacia el perfil del viejo y, cuando
estuvo tan cerca como para oír su respiración ronca y jadeante, agarró rápido el
cuchillo y volvió, aún a gatas, frente a la pared de la serpiente.
Esperó un momento a que el corazón, que le latía con fuerza por el temor a
que el abuelo se despertara, ralentizara su ritmo y luego, empuñando el
cuchillo, apoyó la punta en la yema del pulgar de la mano izquierda. Apretó los
dientes e hizo presión; bastó poca para que del dedo emergiese una perla de
sangre, que se agrandó enseguida hasta destilar en pequeñas gotas oscuras.
Entonces Kualid apretó el pulgar contra el muro en el punto donde el dibujo
sugería que estaba la cabeza de la serpiente. Empujó y giró la yema con fuerza,
y cuando la despegó su huella de sangre se veía bien nítida, impresa en la
pared. «Ya está, ahora tienes tu ojo rojo», le dijo a la figura en su mente. «Eres
Asmar, el dragón de Chark, y de ahora en adelante podrás mirarme como yo te
miro a ti.» En silencio, colocó el cuchillo al lado del abuelo y después volvió a
dormirse.
Por la mañana, en cuanto se hubo despertado de nuevo, miró enseguida
hacia la pared porque, aún adormilado, no estaba seguro de distinguir el sueño
de lo que había pasado realmente. Y vio muy bien el ojo del Dragón de Chark.
Rojo. Las primeras luces del día parecía que le encendieran un fuego interior.

El rumor había corrido por todo Kabul, desde el bazar hasta las barracas
amontonadas en las laderas de las montañas que rodeaban la ciudad: estaban a
punto de abrir un nuevo hospital. Los primeros en hacer correr la voz fueron
los hombres que trabajaban en su construcción, ya casi completada. Decían que
era grande. Se había levantado en el espacio en que en un tiempo hubo una
escuela construida por los soviéticos, cerca del centro de la capital. Muchos ya
habían ido a curiosear por los alrededores de sus paredes.
—Parece que es obra de una organización italiana —le dijo Babrak a
Kualid, que lo escuchaba atento.
—¿Qué quiere decir italiana? —preguntó el chico.
—De Italia —respondió el calígrafo—. Es un país muy lejano, y está casi
todo rodeado por mar. —Kualid nunca había visto el mar, y le costaba
imaginárselo. Pero le avergonzaba preguntarle a Babrak cómo era, así que se
limitó a asentir:
—Comprendo —dijo serio.
El calígrafo retomó el discurso:
—Esta organización ya tiene un hospital en el norte, en Hanaba, en el
Panshir. Mis amigos lo han visto y me han contado que no se paga nada cuando
te ingresan allí, tampoco la comida que te dan. Dios quiera que aquí también

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

sea así.
Kualid se asombró un poco:
—¿Tienes amigos que han estado en el norte? Pero allí están los
muyahidines de Massoud...
—Mis amigos son pastores nómadas, para ellos no existe la línea del frente,
solo existen los rebaños. Sabes —continuó Babrak—, el médico que dirige el
hospital llegó a un acuerdo con el gobierno para poder contratar mujeres de
aquí como enfermeras y sirvientas; se dice que eligen especialmente a aquellas
que tienen más necesidad de trabajar, como las viudas. ¿Por qué no avisas a tu
madre?
Kualid contestó con un gruñido. Sabía que su padre estaba muerto, cierto,
pero nunca pensaba en su madre como en una viuda, aquella palabra no le
gustaba mucho. Su madre era su madre y punto. Además había visto bien a
algunas viudas, con los burka sucios pidiendo caridad con la mano extendida, y
también había visto muchas veces a los talibanes echarlas a latigazos, cuando se
volvían demasiado atrevidas. Su madre no pedía caridad, ni estaba amenazada
con ser golpeada por los talibanes.
—Mi madre no es una viuda —concluyó en voz baja, tanto que al calígrafo
sólo le llegó un murmullo incomprensible.
Babrak no hizo caso y prosiguió:
—Esta mañana, Farhid, que conoce al médico italiano, ha venido a
buscarme. Me ha dicho que necesitan un pintor, no sé para qué. Iré mañana. Y a
ti, ¿no te gustaría ver el nuevo hospital?
A Kualid le volvieron a la mente el hedor nauseabundo y las figuras
informes de los cuerpos abandonados sobre los catres que vio en la penumbra
cuando fue a ver a Kader, y no entendía cómo el calígrafo podía pensar que le
interesara ver un hospital. Así, una vez más, contestó con un medio gruñido
que no significaba ni sí, ni no.
Babrak empezó a molestarse un poco por el escaso entusiasmo del chico:
—Bien —dijo entonces—, yo voy mañana porque buscan a un pintor. Tú
también eres ya un poco pintor, por tanto si quieres puedes acompañarme; si
no, te quedas en casa porque no sé cuándo volveré a la tienda.
A la mañana siguiente, mientras tenía entre las manos el vaso, Kualid se fijó
en su madre, que se llevaba el jarro, mientras el abuelo, agachado cerca de él,
estaba saboreando su té caliente.
Cuando volvió a la habitación, la mujer percibió sobre sí la mirada del hijo,
que aún no se había llevado el vaso a la boca.
—Me miras como si no me hubieras visto nunca —le dijo—. ¿Pasa algo? ¿Es
que ya has hecho una de las tuyas?
El chico estaba pensando en lo que el calígrafo le había contado sobre el
nuevo hospital el día anterior. Estaba confuso: no sabía si decirle a su madre
que allí buscaban mujeres para trabajar. La miró aún más intensamente, en casa
tenía el rostro descubierto. «Qué guapa es. No es una viuda, ¿por qué puede

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

interesarle el hospital?», se sorprendió pensando.


—Te miro porque eres guapa, mamá —respondió de golpe. Después metió
los labios en el té, posando los ojos en el vaso, porque se avergonzó de lo que
acababa de decir. Así que se perdió una de las sonrisas especiales que a su
madre le iluminaban por instantes la cara.

—Ah, entonces te has decidido a acompañarme —le dijo Babrak a Kualid


cuando se lo encontró delante, más jadeante de lo habitual. El chico realmente
había tenido que hacer una buena carrera para llegar a la tienda del calígrafo
antes de que este se fuera. Estuvo indeciso hasta el último momento. Buscó
muchos pretextos para retrasar la elección. También se había ofrecido a
acompañar al abuelo con su carro al bazar pero, justo aquella mañana, el viejo
había decidido no ir.
—Hoy estoy cansado, Kualid —le había respondido—, ya sabes, de vez en
cuando mis huesos crujen porque ya hace demasiado tiempo que me aguantan.
—Kualid había pensado en el crujir de las astas del carro y se había imaginado
los huesos del abuelo grises, secos y llenos de vetas como aquellos.
El calígrafo cerró la puerta de la tienda con una cadena y un candado y se
encaminó hacia la vieja escuela soviética, donde ahora se encontraba el hospital.
El chico, por respeto, caminaba algunos pasos por detrás de él, pero con la
espalda recta, imaginándose que los transeúntes con los que se cruzaban
pudieran reconocer su importancia: en el fondo, incluso él también era un poco
pintor, le había dicho Babrak. Estaba tan convencido de ello que, aunque nadie
se dignó a mirar a aquel hombre bajito y con gafas seguido por un muchachito,
sintió encima los ojos de todos, y caminó aún más vanidoso.
Las paredes blanquísimas y recién pintadas del hospital se recortaban
contra el color polvoriento y uniforme de las construcciones bajas y la calle llena
de escombros que lo rodeaban. El contraste era tan fuerte que el edificio parecía
extraterrestre, llegado de una galaxia lejana. La larga fila de espectros
silenciosos que llegaba, pasando el muro, para desaparecer tras la verja de la
entrada, convertía la imagen en algo aún más surrealista. Serían al menos unas
cincuenta mujeres, cubiertas con sus burka; movidos por un viento ligero,
parecían flotar y rozar con sus sombras el blanco de la pared. Algunas llevaban
en brazos a niños pequeños que parecían flotar en aquel río de tejido desteñido.
Advertidas por el rumor que había recorrido toda la ciudad, llegaban para
solicitar trabajo en el hospital.
Babrak y Kualid superaron la fila y, pasada la entrada, se encontraron en el
patio frente a los pabellones del hospital, también pintados de blanco, pero con
un zócalo de un rojo vivo en la base.
Los edificios se elevaban en medio de un gran jardín al cual el frío del
invierno ya inminente negaba el color de las flores, prometido de todos modos
por las ramas de las buganvillas que habían sido plantadas.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

La escena que se desarrollaba frente a los ojos del calígrafo y del chico los
dejó atónitos. Aquellas mujeres, una vez dentro, se levantaban el velo del burka
y se descubrían el rostro. Caras jóvenes o ancianas, mechones de pelos
entrevistos, ojos temerosos o curiosos, bocas cerradas o abiertas en tímidas
sonrisas. Aquello que afuera parecía una informe colada de tela desteñida,
dentro estallaba de repente en una riqueza de detalles diferentes, como
diferentes eran las caras femeninas que increíblemente aparecían. «Como
cuando se tira una piedra a un estanque calmado y turbio —pensó Babrak—, y
entonces su superficie se encrespa de innumerables olas pequeñas a las que el
sol regala reflejos igualmente todos diferentes y todos brillantes.»
Las mujeres, de una en una, le daban sus datos personales a un hombre que
los apuntaba en un registro y les entregaba un pequeño cupón. Cerca del
hombre del registro había dos extranjeros. Tal como se lo habían descrito,
Babrak enseguida reconoció al médico italiano en uno de ellos. Era alto y
delgado; la nariz aguileña que despuntaba de la mata erizada de la barba y el
pelo gris y despeinado le daban el aire de un pájaro desplumado. También el
otro tenía que ser italiano porque hablaba con él en una extraña lengua, en voz
alta. Obviamente, Babrak no entendía nada de lo que se decían los dos, pero no
pudo dejar de notar lo ruidosas que eran las risotadas que el amigo del médico
emitía de vez en cuando, como una ráfaga. El segundo italiano era más bajo y
de talle bastante macizo, y también llevaba barba.
«Sin embargo —reflexionó para sí el calígrafo— a ellos nadie les obliga a
llevarla.» Hacía años que Babrak cultivaba la curiosidad de ver cómo sería su
propia cara sin barba, pero los talibanes habían prohibido taxativamente a los
hombres afeitarse el rostro, así que nunca podía satisfacerla.
Pero lo que más impresionó al calígrafo y al chico fue la figura oscura que,
de brazos cruzados, estaba observando la escena a poca distancia del grupo de
mujeres y extranjeros. Con el turbante negro que le envolvía la cabeza y la
barba corta pero espesa que le cubría las mejillas, se trataba inequívocamente de
un miliciano talibán. Pero parecía desarmado, no tenía el kalashnikov, ni se veían
palos o fustas brotar entre los pliegues de su larga túnica. Y, algo aún más
increíble, miraba con atención a las mujeres que mostraban el rostro a los
extranjeros, pero sin intervenir, como si eso no representara la grave ofensa a la
moral que debería ser. Más bien, a una seña del médico, se acercó y lo ayudó,
traduciendo para él lo que una de ellas le estaba diciendo.
Poco después, el otro italiano, el ruidoso, le dio hasta una palmadita en el
hombro, y el talibán reaccionó con una sonrisa divertida. Cuando se dieron
cuenta de la presencia del calígrafo y de Kualid, los dos italianos y el talibán
fueron a su encuentro.
—Do you speak english? —le preguntó el doctor a Babrak.
El calígrafo le echó un vistazo de refilón al hombre del turbante negro y,
aunque no descubrió en su rostro ninguna expresión inquisitoria, prefirió no
arriesgarse. Habitualmente los talibanes sospechaban de las personas que

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

mostraban cualquier educación; fácilmente las consideraban espías o enemigos


de la religión, y del mismo modo fácilmente las trataban como tales. Babrak
negó con un tímido gesto de la cabeza.
—Ok —le dijo el médico al talibán—. Can do you mind translating for us,
Sernior?
—No problem —respondió aquel.
Sernior era el nombre del talibán. Enmudecido, Kualid seguía el desarrollo
de los hechos. Las novedades de aquel día, las mujeres que enseñaban la cara, el
talibán que lo toleraba y los dos extranjeros, era demasiado para él y lo
superaba, precipitándolo a un estado de ansiedad y excitación que parecía
paralizarle la mente. Pero las sorpresas no habían acabado.
Cuando se encontraron en el pabellón pediátrico del hospital, todavía sin
pacientes pero con las camas ya listas para acogerlos, el calígrafo y el chico
literalmente se quedaron con la boca abierta.
En las paredes de la gran habitación había dibujadas una infinidad de
figuras, grandes, pequeñas, de todas formas y tamaños. Había de todo, peces,
pájaros, mariposas, nubes, y cada figura tenía unos ridículos ojos tan redondos
como pelotas. Todos ellos formaban una algazara de muñecos descabellados y
divertidos. «Como si los dibujos que Babrak tiene escondidos en su tienda
hubieran escapado de su caja y se hubieran encaramado sobre las paredes,
ocupando cada rincón», pensó Kualid, fascinado por todas aquellas formas
extrañas.
También ahora el calígrafo enmudeció.
Separó la mirada de las paredes dibujadas solo para espiar, rápidamente y
tratando de no llamar la atención, la cara del talibán. Le parecía realmente
imposible que estuviera allí, tranquilo, frente a lo que para él debería constituir
una intolerable blasfemia, y no lograba sacudirse de encima un obstinado
sentimiento de inquietud.
Pero fue el propio Sernior el que tradujo para él lo que el médico estaba
explicándole.
—Este es el departamento donde hospitalizaremos a los niños heridos —
decía—, niños que solo han visto guerra y escombros. Así que hemos pensado
que sería bonito que al menos aquí pudieran ver algo divertido, que les haga un
poco de compañía mientras son obligados a guardar cama. Las cosas bonitas
ayudan a curar —añadió. Luego señaló al italiano ruidoso que estaba a su lado
sonriente, y que se estaba rascando la cabeza con gran vigor, como si los pocos
pelos que le quedaban estuvieran infestados de piojos, y continuó—: Este amigo
mío, además de saber hacer jaleo, es bueno dibujando. Y es él el que ha hecho
todos estos muñecos en la pared. Pero pasado mañana nosotros tenemos que
partir hacia el Panshir y no hay tiempo para pintarlos. —Entonces se volvió a
Babrak—: Me han dicho que eres un hábil calígrafo, así que indudablemente
entenderás de tintas y pinceles. ¿Querrías pintar tú estos dibujos?
Babrak se quedó como petrificado, solo sus ojos, detrás de las lentes, se

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

movieron. Rebotaban del médico a la pared, y de la pared al talibán que


acababa de traducirle la propuesta. Hasta que Sernior se impacientó por tanta
indecisión y añadió de su cosecha, con tono un poco brusco:
—¿Qué, te decides a contestar o no, pintor de medio pelo?
Sólo entonces consintió el calígrafo.
—Lo haré —dijo con un hilo de voz. La palmada que de repente recibió en
la espalda lo hizo saltar del susto. Se la había encajado el italiano ruidoso, que
ahora también le apretaba las manos entre las suyas y sacudiéndoselas repetía
riéndose:
—Inshallah, inshallah...
«Inshallah debe de ser la única palabra que conoce de nuestra lengua»,
pensó Babrak, y respondió con una vaga sonrisa incómoda al entusiasmo
ruidoso del otro.
Aquel entusiasmo, sin embargo, había contagiado a Kualid que, mientras
seguía perdido entre los dibujos, ya fantaseaba con ayudar al calígrafo a
rellenarlos de colores. Sobre una de las paredes había dibujado un cielo lleno de
pájaros divertidos y nubes con los ojos redondos. Incluso había una cometa que
se balanceaba por encima de las nubes que también tenía unos ojos redondos.
«Como aquella de briznas de paja que hizo Babrak en cartulina azul», pensó
Kualid, y estaba a punto de tirar de una manga al calígrafo para decírselo pero
se retuvo, porque se dio cuenta a tiempo de que eso habría revelado a los
extranjeros y al talibán el secreto de Babrak, traicionando el pacto que había
hecho con él.
—¿Qué te parece? —le preguntó Babrak a Kualid, en cuanto los otros se
hubieron ido, dejándolos solos en el pabellón para estudiar su trabajo.
—Pienso que el italiano le pinta a todos los ojos redondos y ridículos que
tiene él mismo —respondió el chico. El calígrafo se echó a reír, y Kualid lo imitó
enseguida. Y en aquella carcajada relajaron la tensión que habían acumulado.
A la mañana siguiente, temprano, el calígrafo y el chico estaban de nuevo
frente a las paredes dibujadas, pero esta vez con las tintas y los pinceles que
Babrak se llevó de la tienda. Kualid observaba la cometa en el muro y, por fin,
ya que estaban solos, pudo decirle al calígrafo cómo se parecía a la de la
cartulina azul.
—Quién sabe si el italiano ruidoso sabe que aquí están prohibidas —
reflexionó en voz alta el calígrafo.
—¿Por qué no empezamos a colorear esa? —propuso Kualid.
—No —respondió Babrak— siempre hay que pintar el fondo antes que la
figuras. Empezaremos por la pared donde ha dibujado el mar y los peces. Pero
visto que las cometas te gustan tanto, he construido una de verdad para ti: no
podrás hacerla volar pero sabrás que la tienes. Será otro de nuestros secretos,
pero ahora vamos, pongámonos a trabajar —concluyó.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—Bien, ahora pones otro poco de amarillo, no mucho y luego mézclalo bien. —
Babrak seguía meticulosamente la preparación de la tinta con la que colorearía
el mar. Kualid mezclaba los colores en un cuenco grande de plástico, con
cuidado de no ensuciar el suelo.
Al final el calígrafo le hizo añadir agua al barniz denso que llenaba, casi
hasta al borde, el recipiente.
—Perfecto, ahora va bien —dijo, rascándose la barba rala y mirando el
resultado final de la mezcla: una especie de verde guisante que tendía al
amarillo.
Cuando llegaron el médico italiano y Sernior, Babrak y Kualid ya habían
pintado casi la mitad de la pared que reproducía el mar.
—What's that? —estalló el médico, dirigiéndose al calígrafo—. The sea is
blue, not yellow. Have you never seen the sea?
El talibán estaba a punto de traducir pero Babrak, herido en el orgullo,
contestó enseguida, con tono resentido:
—No, I have never seen the sea. There is not sea in Afghanistan. Do you know,
doctor? —Se detuvo. Escrutó la cara divertida del médico y la sorprendida del
talibán, y se dio cuenta de la imprudencia que había cometido incluso antes de
que Sernior, un poco ceñudo, estallara:
—¡Entonces entiendes el inglés!
Kualid se quedó helado. Babrak no sabía qué responder, se habría mordido
la lengua por la propia inconsciencia. Estúpido, qué estúpido había sido. El
talibán se dirigió al médico y, apuntando el dedo contra el calígrafo, añadió:
—He is a lier, he understands English!
El silencio se rompió por una gran risotada.
—Ok, ok —le dijo el médico al calígrafo, que estaba allí quieto, mirando el
suelo como esperando que se lo tragara—. But, English or not, the sea is not
yellow. Please, mister Babrak, paint it blue.
Entonces Sernior también sonrió, aunque sin renunciar a lanzarle a Babrak
su mirada amonestadora: «¡No intentes engañarme otra vez!», parecía
significar.
Pocas horas después, el mar de la pared era todo azul. Aunque no del todo,
a decir verdad. En una esquina, un pececito nadaba en una pequeña poza de
color verde guisante, que tendía al amarillo. Kualid no tuvo el ánimo de
preguntarle al calígrafo si lo había dejado por diversión o por desquite hacia
aquel médico extranjero que pretendía que conociera el color del mar. Aunque
todo el mundo sabe que no hay mar en Afganistán.

En el bazar, mientras el abuelo arreglaba la mercancía expuesta sobre el carro,


Kualid no paraba de describirle entusiasmado las figuras dibujadas en las
paredes del nuevo hospital, que ahora, gracias a Babrak e incluso a él, brillaban
de colores vivos. Aquello no era un secreto como los dibujos clandestinos del

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

calígrafo. Cuando el hospital se abriera, todos podrían verlo.


—El talibán que han mandado allí para controlar a los extranjeros no ha
dicho nada, abuelo. No se ha enfadado. ¿Pero las figuras no son una ofensa a
Dios?
—No lo sé, Kualid —respondió el abuelo sacudiendo la cabeza—, quizá soy
demasiado ignorante para entenderlo y demasiado viejo para preguntármelo.
En todo caso, los talibanes están convencidos de que sí, y son ellos los que
mandan ahora. Por tanto sería más prudente que tú no fueras contando por ahí
que has ayudado a tu amigo calígrafo a pintarlo.
Luego, los primeros clientes empezaron a acercarse al carro y a hurgar
entre los montones de ropa usada. Las mujeres, siempre acompañadas por un
hombre, hijo o marido, palpaban, pasándoselos entre los dedos, los tejidos, para
probar el estado y la calidad.
A menudo el abuelo intervenía:
—¿Piensas que vendo harapos? Toda esta ropa es buena, si no te fías vete y
déjala estar. —Y también a menudo aquellas se iban de verdad, en silencio, y
eran reabsorbidas por la multitud del mercado. No tanto porque no apreciaran
la mercancía, sino porque no tenían el poco dinero necesario para comprarla.
De todos modos, de vez en cuando alguien se quedaba, y entonces
empezaba una densa negociación. El abuelo era verdaderamente bueno
insistiendo a quien dudaba de la calidad para rebajar el precio. Describía y
exaltaba sus ropas viejas como si fueran los ropajes de un rey. Inventaba
historias sobre su procedencia, y hasta contaba que había conocido a algunos
propietarios, familias ricas, sostenía por lo general, que habían tenido que partir
de repente hacia países lejanos porque estaban amenazadas por los ladrones o
para reunirse con parientes aún más ricos, y que le habían dejado en custodia
aquellos bienes, pero luego no habían vuelto a dar señales de vida.
—Únicamente por eso he decidido vender este vestido finísimo —decía—,
pero a veces temo estar traicionando su confianza, podrían volver y pedírmelo.
En realidad no estoy tampoco tan seguro de poderlo vender, por tanto si lo
quieres te conviene comprarlo enseguida, antes de que me lo piense —concluía
dirigiéndose al cliente.
Sus cuentos fantasiosos no fascinaban solamente a Kualid. En cada
negociación se agrupaba alrededor del viejo un grupo de curiosos, que lo
seguían atentos. Algunos hasta pretendían participar directamente, ora
interviniendo a favor del vendedor, ora a favor del comprador.
El espectáculo acababa solamente cuando la mercancía pasaba de manos.
Entonces el corrillo se derretía y el abuelo hacía desaparecer rápidamente en un
bolsillo interior del largo chaleco marrón que vestía sobre la túnica los billetes
arrugados que había ganado.
Durante los días que pasaba en el bazar era difícil que Kualid se aburriera.
Si la miseria general no permitía una gran cantidad de productos, había sin
embargo un auténtico muestrario de personas, caras, palabras, movimientos,

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

olores. El chico se hundía y se dejaba transportar como por las aguas de un río,
por una corriente a ratos lenta y soñolienta, a ratos rápida y vivaracha.
La llamada do los muecines que invitaba a la primera oración de la tarde
desde los almenares les llegó inesperada, aunque la luz del día que iba
destinándose lo anunciaba, alargando las sombras que adelantaban la noche.
Como la luz, también el pueblo del bazar se despejaba, la algarabía animada se
apagaba y todo, también el aire, parecía detenerse.
Kualid fue corriendo a por la alfombra para la oración que el abuelo
guardaba en una bolsa, para entregársela, pero el viejo le dio la espalda.
No paró de trabajar como todos los demás, siguió atando con bramante sus
vestidos usados. Kualid se maravilló, generalmente el abuelo se detenía a los
primeros ecos de las voces de los muecines.
«¿Es posible que no los haya oído, que esté volviéndose sordo de verdad?
—pensó—. Sin embargo, tiene que haberse enterado de que todos se disponen a
la oración.»
Estaba a punto de tirar del abuelo por un borde de su chaleco y advertirlo,
cuando el silencio fue roto por el ruido del motor y del frenazo nervioso de un
coche.
El chico se volvió y apenas tuvo tiempo de ver el pick-up cargado de
talibanes de la policía moral con sus turbantes negros, cuando ya habían saltado
abajo y corrían hacia ellos. Por instinto se interpuso para proteger al abuelo,
pero el primer miliciano que los alcanzó le dio un violento empujón que lo
mandó de espaldas sobre el adoquinado.
La punzada de dolor no le impidió intentar levantarse, pero sólo consiguió
incorporar el torso haciendo fuerza con los brazos. Vio durante un instante la
cara del abuelo, que parecía más asombrado que asustado, luego la mano del
talibán que empezaba a abofetear al viejo, borrando toda expresión. Otro
talibán lo golpeaba en la espalda con una vara. Otro más le dio un puñetazo en
el vientre. El abuelo se dobló sobre sí mismo. A Kualid le pareció que
desaparecía, como fagocitado por el vórtice de las largas túnicas y los turbantes
negros de los milicianos que lo sometían, sin dejar de golpearle.
La rabia que le sobrevino repentina, como un fogonazo de calor, quemó en
un santiamén el dolor y el miedo. Kualid se arrojó con furia contra el grupo de
talibanes que ahora estaban arrastrando al abuelo hacia el pick-up. Saltó, como
un gato salvaje, sobre la espalda de uno de ellos, agarrándose a su túnica e
intentando morderle un hombro. Luego fue como si algo estallara, no frente a
él, sino dentro, detrás de los globos oculares, en las órbitas: un relámpago de
luz blanca y un dolor sordo, instantáneo. Ni siquiera tuvo tiempo de darse
cuenta de que había sido golpeado por la culata de un kalaschnikov, entre el
pómulo y la raíz de la nariz, cuando se encontró de nuevo en el suelo.
Con una mano aún cargada de rabia, hundía los dedos en la tierra
pedregosa como si quisiera arrancarla, con la otra se frotaba la cara para librarse
de los reflejos del relámpago de luz blanca que todavía le bailaban frente a los

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

ojos, nublándose la vista. Cuando logró enfocar la mirada sólo vio el pick-up que
se alejaba, y entonces las lágrimas se mezclaron con los mocos y el riachuelo de
sangre que le salía de la nariz, le empapó la cara.
Llegó a casa después de la hora del toque de queda, cuando ya estaba
oscuro. Su madre todavía no había encendido la lámpara de petróleo, para
ahorrar combustible. El chico apareció como un leve perfil oscuro que se
recortaba contra la entrada, entre la oscuridad de la habitación y la claridad
tenue de la noche.
Por eso la mujer no se dio cuenta enseguida de la cara tumefacta de su hijo.
—Gracias a Dios, habéis vuelto —empezó—. Hace mucho que se ha hecho
oscuro y estaba preocupada. Bueno, ahora enciendo la lámpara y os preparo
algo de comer.
Se inclinó para encender la lumbre y, mientras la llamita se expandía por la
mecha, Kualid dijo con voz ronca:
—El abuelo no está.
La frase sonó casi más como una pregunta que como una afirmación,
porque en el camino hacia casa, mientras sentía las punzadas de dolor que se
ramificaban por el hombro y el ojo derecho, que se había hinchado hasta que los
párpados se habían unido entre ellos en una protuberancia amoratada, no logró
ahogar completamente la esperanza de que los talibanes hubieran dejado al
viejo, y que de alguna manera hubiera llegado a casa antes que él. Sabía que no
era posible, pero no pudo dejar de imaginarse que lo abrazaba. «Sí —había
pensado—, el abuelo me estrechará fuerte contra su pecho, aunque seguro que
después se enfadará por haber dejado en el bazar el carro y la mercancía.»
—El abuelo no está.
Oír su voz pronunciando aquellas palabras trituró en mil pedazos toda
fantasía de esperanza. Su madre levantó la lámpara encendida.
—¿Dónde está el abuelo? ¿Por qué no está con...? —Estaba preguntando
cuando a la luz rojiza y temblorosa de la lumbre se le apareció la cara herida de
su hijo. La mujer se detuvo y un pequeño grito le huyó del pecho—. ¡Señor
misericordioso! ¿Qué te ha pasado, hijo mío? —preguntó con la voz rota por la
angustia, llevándose ambas manos a la boca. Kualid le contó cómo el abuelo
había ignorado la llamada a la oración y cómo se lo había llevado la policía
moral, y mientras le hablaba a su madre, todo lo que había ocurrido le parecía
irreal. El tono de su voz fue disminuyendo poco a poco. Tenía la cabeza
apoyada en el regazo de la mujer que, con un paño empapado en agua, le
limpiaba la cara de la sangre coagulada y trataba de aliviarle el dolor de las
heridas.
Fue el contacto con las manos de la madre, junto con el agua fresca, lo que
gradualmente infundieron en Kualid una sensación de seguridad.
Cada gesto de la mujer era una caricia para él y sintió que le invadía un
tibio letargo que pronto lo obligó a cerrar los ojos, y a dormirse.
El hematoma del ojo volvió a dolerle, y el chico se despertó en la habitación

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

de nuevo oscura, la cabeza apoyada en la esterilla y ya no más sobre las rodillas


de su madre. Se levantó, cuando el ojo sano se hubo acostumbrado a la
semioscuridad, y miró hacia el punto donde tendría que haber visto el perfil del
abuelo durmiendo. Verlo vacío hizo que en un instante volviera toda la
angustia que el sueño había hecho desaparecer. Le invadió como la violenta
cascada que estalla cuando un dique cede.
Sintió que le faltaba la respiración, como si aquella cascada lo estuviera
ahogando de veras.
Corrió fuera de la habitación, para llenarse los pulmones del aire frío de la
noche. Agachada, junto a la puerta de la casa, estaba su madre. Allí, con el velo
bajado sobre el rostro y el tejido del burka desplazado ligeramente por el viento
que azotaba aquella imagen de extenuante inmovilidad.
—Mamá, ¿qué haces aquí afuera? Hace frío, te pondrás enferma.
—Espero a tu abuelo —respondió la mujer.
El chico comprendió que no se había movido de allí en toda la noche. No
supo qué responderle. Se sintió culpable por haberse dormido, tenía que hacer
algo, tenía que hacerlo enseguida, pero no sabía qué.
Angustia y preocupación se transformaron en una suerte de frenesí
impotente que le corría por los miembros, que le tensaba los músculos y le
entumecía los tendones.
Apartando con un gesto brusco y de fastidio la pesada tela de la puerta,
Kualid regresó a casa.
Vio en el suelo el paño todavía húmedo con el que su madre le había
limpiado el rostro, se inclinó y lo recogió. La silueta de la serpiente nocturna
parecía querer resistir, agarrándose obstinada a la pared, pero Kualid no cedió.
Pasó y repasó el paño sobre la figura, apretando y frotando fuerte, con un
movimiento convulso y rotatorio del brazo.
—¡Vete! —gritaba sin voz—. ¡Vete ya!
Cuando se detuvo, sólo quedaba una mancha informe, rayas oscuras que se
cruzaban y se confundían. Pero el ojo rojo se había quedado allí. El barro seco
de la pared había absorbido la mancha de sangre y no la devolvía. El ojo rojo
parecía mirar a Kualid persistentemente.
Mientras observaba con rabia lo que quedaba del dibujo, al chico le vino
una idea: «Los dibujos en el muro, el nuevo hospital, el talibán que no había
intervenido», pensó en una rápida asociación de ideas. «Tengo que pedirle
ayuda a aquel talibán.» Otros pensamientos llegaron al vuelo, como moscas: el
temor de hablar con el talibán, el de no encontrarlo ya en el hospital, el miedo a
ser golpeado de nuevo. Los espantó como a moscas molestas. Volvió afuera, se
agachó en silencio junto a su madre, la espesa red del burka que cubría los ojos
de la mujer no le permitía ver hacia dónde miraban. Los suyos estaban fijos,
escudriñando el perfil negro de la montaña, ansiosos por verlo recortarse limpio
contra el cielo, cuando empezaran a alumbrar las primeras luces del día. Al alba
correría hasta la ciudad, al hospital, a buscar al talibán.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—Eh, ¿es que quieres romper la cancela? —La voz de Kharachi le llegó de
detrás, de abajo. Como siempre, el torso del hombre apoyado sobre su carrito
de madera apareció en el lugar y en el momento más inesperados. Kualid se
interrumpió sólo un instante para mirarlo y contestar:
—¡Tengo que entrar! —Después continuó golpeando con los puños la
chapa roja de la cancela del hospital.
Con el ruido metálico de los golpes, no oyó a Kharachi que le decía:
—Espera aquí, yo me ocupo. —Y se asombró no poco cuando por fin la
cancela se abrió, y se lo encontró delante, acompañado por un hombre que, un
poco fastidiado, le preguntaba qué quería.
—Tengo que hablar con el talibán —dijo Kualid casi gritando—. Tengo que
hablar con él enseguida.
El hombre, uno de los obreros que trabajaban en los últimos detalles de la
estructura, miró perplejo primero a Kualid y después a Kharachi, que lo había
ido a llamar pasando por una entrada secundaria.
—¿De qué talibán habla el crío? —le preguntó al inválido, que respondió
abriendo los brazos y encogiendo los hombros. Entonces Kualid hizo el gesto de
seguir adelante, intentando pasar entre Kharachi y el obrero. Pero este último lo
agarró rápido por el brazo y lo detuvo antes de que pudiera dar el primer paso
—. ¿Dónde crees que vas? El hospital está cerrado. —Pero el crío, sacudiéndose
para soltarse, empezó a gritar, y esta vez a pleno pulmón:
—¡Déjame, tengo que hablar con el talibán, el talibán que hace la guardia,
déjame entrar!
—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —La voz llegó por detrás, y
Kualid la reconoció enseguida. Era Sernior.
El obrero aflojó la presa y Kualid pudo volverse. El inconfundible chirrido
de las ruedas del carrito de Kharachi señaló que el mutilado había decidido
desaparecer. El chico se calló delante del talibán, que ahora observaba al obrero
con expresión ceñuda, con los brazos en jarras.
—¿Entonces? —prosiguió Sernior, que aún esperaba una respuesta a su
pregunta.
El obrero, claramente atemorizado, farfulló:
—Este chico quería entrar por la fuerza en el hospital, no sé por qué. Lo he
parado y él se ha puesto a gritar como un loco...
—Te buscaba a ti —lo interrumpió Kualid, encontrando el coraje para
mirarlo directamente a los ojos.
—¿A mí? —le preguntó perplejo al chico.
Quizá fuera por la cara deformada por los golpes y los cardenales, o quizá
fuera que cuando vino con el calígrafo no le había hecho mucho caso, pero
Sernior no reconoció al pequeño ayudante de Babrak. Kualid lo entendió por su
mirada interrogativa y empezó a sentirse perdido. Pero con un desesperado

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

chasquido de determinación reaccionó al desaliento que se estaba apoderando


de él.
—Soy el pintor, uno de los pintores —se corrigió enseguida—, que han
coloreado los dibujos de dentro del hospital —dijo, intentando dar un tono de
importancia a la propia voz. Sernior no logró reprimir una sonrisa.
—Así que tú eres el pintor... Bien, ¿y qué quieres de mí, pintor? —Kualid se
sintió animado por aquella sonrisa y empezó a contarle lo que había pasado—.
Mi abuelo es un hombre devoto. Se lo juro, señor. Nunca se ha saltado una
oración. Pero es viejo, quizás está un poco sordo, seguro que no ha oído las
llamadas. —Sernior escuchaba al chico con atención, sin interrumpir sus
explicaciones. Ni cuando se hacía confuso y contradictorio.
Cuando Kualid acabó de hablar, el talibán lo miró a los ojos y leyó la
demanda de ayuda que el niño no tenía fuerzas de expresar con palabras.
—Bien —le dijo—, ahora debes esperarme aquí. Yo iré a ver qué se puede
hacer por ti y por tu abuelo. No sé cuánto tiempo necesitaré. Tú quédate aquí y
no te muevas hasta que vuelva. ¿Me has entendido bien? —Kualid asintió con
la cabeza y Sernior se alejó sin añadir más.
El chico se agachó cerca del muro del hospital y se dispuso a la espera,
imponiéndose no pensar, no empezar a fantasear. Luego fijó la mirada sobre un
punto indefinido delante de él y se esforzó por no moverla de allí aunque, al
rato, empezaron a quemarle los ojos, o más bien, el ojo, el único que lograba
mantener abierto. Parecía no ver el movimiento continuo del tráfico de
personas, bicicletas, carros que animaba la calle frente a él, ni el ir y venir de los
obreros que entraban con sus utensilios y salían del hospital. Estaba convencido
de que si conseguía olvidarse del paso del tiempo no sufriría la ansiedad de la
espera.
—Vale que soy bajo, pero no tanto como para no ser visto. —Kharachi
estaba frente a él. Los brazos en jarras contra sus costados, que terminaban en la
madera del carrito, querían demostrar una irónica indignación, pero solo
conseguían que pareciera un jarrón con asas—. No sólo no me has agradecido
que te hayan abierto la puerta del hospital, sino que ni siquiera me saludas.
¿Sabes que eres un chico bastante raro? —concluyó.
Kualid que, agachado, tenía la cara a la altura de la del minusválido,
titubeó un poco antes de contestarle, como si le costara enfocarlo:
—Perdóname, Kharachi, estaba pensando en mi abuelo. —Después se
hurgó en la túnica y encontró un billete pequeño, uno de aquellos que Babrak le
daba de propina de vez en cuando. Lo sacó y se lo tendió al mutilado.
—Tú quieres ofenderme —reaccionó Kharachi—. Yo no cobro por hacerle
un favor a un amigo.
—Te lo ruego, acéptalo —insistió Kualid—. No es un pago, es sólo una
pequeña demostración de mi agradecimiento.
—¡Bien, si es así! —respondió Kharachi, alargando la mano y agarrando el
billete con rapidez—. Que la paz sea contigo —le dijo al chico alejándose sobre

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

sus ruedas chirriantes.


Kualid no le había dado la limosna al viejo para quitárselo de encima. Y, si
lo pensaba con detenimiento, tampoco por gratitud. Pero el abuelo le había
dicho muchas veces que cada gesto de generosidad era recompensado por Dios.
«Te ruego, Señor grande y misericordioso, haz que pueda volver», pensó,
cerrando los ojos y obligando a la mente a empujar hacia arriba su oración.
«Hacia el cielo —se imaginó—, como la cometa de la cartulina azul.» Después,
de nuevo, evitó todo pensamiento.
Se asustó cuando el gran pick-up de cristales oscurecidos se detuvo justo
delante de él, con un gran frenazo. «Han venido a arrestarme a mí también»,
pensó aterrorizado. Después vio a Sernior que, tras abrir la portezuela del
vehículo, le invitaba a subir, y se serenó un poco.
Nunca había subido a un automóvil, y ahora, sentado entre Sernior y el
conductor, un talibán también barbudo pero más joven, miraba asombrado las
casas semidestruidas de la ciudad correr veloces, como si se deslizaran, unas
tras otras, sobre el cristal oscuro de la ventanilla.
—Vamos a Pul-i-charky —le dijo Sernior en un tono seco.
Kualid sintió un punto de orgullo, porque el talibán le habló como se le
habla a un hombre, y eso sirvió para atenuar la inquietud que le provocaba el
terrible nombre de la cárcel de Kabul.
—Me han dicho —continuó Sernior— que tu abuelo ha sido llevado allí. Yo
no lo conozco en persona. Tendrás que acompañarme dentro y decirme quién
es.
Una regurgitación ácida le subió al chico por la garganta, impregnándole la
voz:
—De acuerdo —contestó con un timbre inseguro.
Pronto, dejadas atrás las últimas filas de casas y ruinas y saliendo a un claro
yermo, divisó la tétrica estructura de la cárcel. Era uno de los pocos edificios
íntegros de la ciudad. Rodeado por muros altos y torres de vigilancia, se
entreveían los pabellones de tres plantas con sus ventanucos oscuros que
parecían agujeros. Sobre las paredes se oxidaban rollos de alambre de púas, y
toda la cárcel parecía ser de orín, a partir de la gran cancela de la entrada
principal.
El pick-up se detuvo a poca distancia de la puerta.
Sernior les dijo al conductor y al chico que no bajaran, y que esperaran. Y se
dirigió a pie hacia la cancela.
Kualid miró aquel castillo de óxido y piedra y se descubrió fascinado por
su imponencia. Luego sus ojos se apostaron sobre la figura de Sernior. Una
puerta más pequeña, recortada en la valla, se abrió y pudo ver al talibán
discutiendo con los dos guardias que acababan de salir, aunque no llegó a
captar las palabras. No pasó mucho tiempo antes de que Sernior se volviera y le
hiciera al chófer un gesto para que se reuniera con él. Los guardias abrieron del
todo la cancela para dejar pasar el pick-up.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Titubeó un poco antes de bajar del coche. Abandonar aquel asiento era
como dejar el último asidero para ser tragado por las paredes que ahora lo
dominaban. Kualid se decidió a saltar al suelo sólo cuando oyó el golpe de la
portezuela del conductor, que había bajado después de apagar el motor.
Estaban en una especie de plaza de tierra que acababa a los pies de una red
metálica, tras la que se elevaba el primer edificio del complejo. Había un
pequeño grupo de mujeres, algunas con sus hijos al lado. Kualid no se había
fijado en ellas, porque estaban agachadas en silencio bajo una marquesina
estrecha, hecha con palos de madera y chapa, cerca de una larga mesa sobre la
que iban poniendo los hatillos que apretaban entre los brazos, para que los
guardias pudieran inspeccionar su contenido. Eran parientes de algún preso y
estaban esperando, quién sabe desde cuándo, el permiso para visitarlo. Aunque
no pudiera verles los rostros, cubiertos por el burka, Kualid se sintió como
consolado por la presencia de aquellas figuras: de alguna manera,
representaban una imagen familiar y tranquilizadora que contrastaba con la de
los guardias armados, que parecían estar por todas partes. Cada vez que volvía
la mirada veía más, a lo lejos, colocados sobre las paredes, o cerca, junto a la red
metálica, pero siempre con el kalaschnikov entre las manos. Como el que los
acompañó más allá de la red, hasta el primer pabellón, por un pasillo oscuro y
sin ventanas en el que sin embargo se podía percibir la presencia de otros
milicianos, en cuclillas o apoyados contra las paredes, invisibles en medio de la
oscuridad. Se oía su respiración y, a ratos, un cuchichear sumiso.
Al final del pasillo una sutil línea de luz se proyectaba limpia, filtrándose
por la puerta entornada de una habitación. Sernior la abrió y entró junto al
conductor. Por un instante, el resplandor de la bombilla encendida que colgaba
del techo deslumbró a Kualid, que poco a poco logró enfocar el interior de la
habitación. Era pequeña, con las paredes desnudas.
Tras un maltrecho escritorio estaba sentado un hombre robusto que vestía
un chaquetón ancho de tipo militar. Llevaba la cabeza destapada, la cinta
amplia del turbante envuelto alrededor del cuello como una bufanda. Sernior
empezó a hablar animadamente con él, el chófer se volvió y cerró la puerta. Así,
Kualid se encontró de nuevo en la oscuridad, cerca del guardia que los había
acompañado. Pero sólo por un momento, porque casi de inmediato, chirriando
sobre sus goznes oxidados, la puerta volvió a entreabrirse.
Por el resquicio, Kualid logró entrever la mano de Sernior que, con un gesto
rápido, le pasaba algo a la del hombre robusto tras el escritorio. Un fajo de
billetes verdes, le pareció. El hombre llamó al guardia, que se apresuró a abrir la
puerta para entrar.
—Acompáñalos a la celda de los recién llegados —le ordenó perentorio,
señalándole con un gesto de cabeza a Sernior y al chófer.
—También al chico —añadió volviéndose a Kualid que, por instinto, dio un
paso atrás, como para esconderse en la oscuridad del pasillo.
Otro guardia abrió con movimientos lentos y desganados la puerta de

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

hierro que cerraba el paso a una de las alas de la cárcel. El ruido metálico de la
cadena sacudiéndose, liberada del candado, produjo un eco sordo que vibró en
el silencio.
Siguieron durante un rato largo por el pasillo oscuro, empapado de un olor
rancio que se atenuaba de vez en cuando por las ráfagas de viento frío que
entraban por las ventanas de las celdas alineadas a los lados del recorrido.
Algunas tenían las puertas atrancadas, otras estaban abiertas. Kualid echaba
vistazos furtivos, de refilón, sin volver la cabeza. De las ventanas altas,
provistas de barrotes pero no de cristales, junto al aire frío entraba, débil, un
poco de la claridad del día, que se extraviaba entre las sombras humanas que
poblaban aquellas habitaciones fétidas. En cada celda se amontonaban al menos
diez o más presos, inmóviles, para no desperdiciar el estrecho espacio que
estaban obligados a compartir.
Algunos estaban tendidos, con el vientre apoyado contra el entablado de
las literas, la cara vuelta hacia la abertura de la entrada. Otros estaban en
cuclillas sobre el suelo cubierto por viejas alfombras raídas para atenuar el frío.
De las caras, que parecían absorber el color grisáceo de las paredes, brotaban
barbas largas y descuidadas, y estas lo hacían de los pliegues de las mantas que
llevaban envueltas alrededor de la cabeza y del cuerpo. Kualid sintió que
algunas de aquellas miradas, que parecían provenir de la madriguera de algún
animal salvaje, se posaban en él, pero la mayoría, vacías de toda expresión, se
extraviaban en la nada.
Por fin, el pequeño grupo llegó al final del pasillo, que parecía no acabarse
nunca.
—Abre —le dijo el guardia que los había acompañado al que encontraron
delante de la puerta de madera que cerraba el cuarto del fondo. Entraron en un
espacio oscuro. La habitación no tenía ventanas, pero por la poca luz que se
colaba por la entrada pudieron adivinar las siluetas de los hombres que estaban
encerrados, quietos como el aire estancado que los rodeaba.
Eran muchos, apoyados los unos contra los otros en posiciones diferentes;
parecían montones de harapos abandonados allí de cualquier manera. Sernior
le susurró algo a la oreja al miliciano, que abrió enseguida la celda y gritó:
—¿Alguno de vosotros se llama Daud?
No obtuvo respuesta. De hecho, el silencio se hizo aún más denso, como si
también las respiraciones se hubieran detenido. Quizá para romper aquella
pausa infinita, el miliciano levantó el kalaschnikov que empuñaba y con la culata
golpeó violentamente a una de las figuras humanas, la que tenía más cercana. El
quejido resultante fue tapado por su voz enfadada:
—¡Contestad, cabrones, contestad he dicho!
Sernior se volvió de golpe hacia el guardia que seguía gritando y le dio un
empujón con ambas manos abiertas:
—¡Eres un animal! —le dijo, mientras el otro, cogido por sorpresa, caía al
suelo—. ¡Eres un animal!

76
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

El guardia, levantándose, esbozó una reacción de rabia, apuntando


rápidamente el arma contra Sernior, pero desistió, acobardado por la mirada
autoritaria y determinada de este. En el cuarto todo volvió a estar quieto y en
silencio como antes del choque entre los dos talibanes. Gestos, gritos y lamentos
se hundieron en la aspereza opaca que llenaba el entorno. Esta vez fue Sernior
quien volvió a formular la pregunta:
—¿Hay alguien aquí que se llame Daud?
Pero de nuevo no se movió nadie.
—Abuelo, soy Kualid, hemos venido a sacarte de aquí. Abuelo, ¿estás ahí?
—La voz del chico, afilada por una vibración desesperada, cortó el silencio, que
había vuelto a hacerse denso. En el fondo de la celda una de las sombras
informes y acurrucadas se levantó lentamente y asumió la forma de un hombre
que, con la espalda curvada, empezó a avanzar titubeante hacia el grupo
asomado a la entrada.
—Yo soy Daud —dijo en voz bajísima y manteniendo la cabeza gacha
cuando llegó frente a Sernior.
—Abuelo —exclamó Kualid, abrazando al viejo a la altura de la cintura. Le
pareció que abrazaba a un tronco seco, porque el abuelo no reaccionó de ningún
modo al apretón del chico—. Yo soy Daud —se limitó a repetirle a Sernior con
un susurro.
—Está bien, Daud, ahora nos vamos de aquí —le dijo Sernior con voz
sosegada—. Síguenos, por favor.
Mientras recorrían el pasillo oscuro en sentido inverso, Kualid cogió al
abuelo de la mano. El viejo caminaba a pasos lentos, un poco retrasado con
respecto del resto del grupo. Si al abrazarlo el cuerpo del abuelo le había
parecido un tronco, su mano era ahora una rama partida. Kualid la apretaba
con la suya, pero la sentía fría e inmóvil, los dedos abandonados, que no
respondían a los suyos.
Sentado junto a él en el asiento posterior del pick-up que se alejaba de la
cárcel, Kualid lo observó esperando que el viejo le dijera algo, que al menos
hiciera un gesto que lo sacara de la inmovilidad en que se mantenía envuelto en
la manta sucia que llevaba alrededor de los hombros.
Daud no se había vuelto ni siquiera una vez para mirar la estructura
lúgubre de Pul-i-charky, que desaparecía lentamente, como absorbida por las
montañas lejanas, imponentes sobre la línea del horizonte. Solamente cuando
hubieron dejado atrás las últimas ruinas de la periferia de Kabul y el pick-up
empezó a trepar zarandeándose por la cuesta que llevaba a casa, el viejo deslizó
una mano fuera de los pliegues de la manta. Sin mirar, buscó la de Kualid y
finalmente la apretó en la suya, sin soltarla más.

—Creía que habías decidido abandonarme y dejar que hiciera todo el trabajo yo
solo. —Babrak estaba pintando de un rosa pálido una de las nubes con ojos de

77
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

la pared del departamento pediátrico del hospital, cuando se volvió hacia


Kualid con una expresión irónicamente huraña.
—He tenido cosas que hacer —respondió seco el chico a aquella pregunta
silenciosa. El calígrafo sabía lo que había pasado en los días precedentes y
enseguida comprendió que a Kualid no le apetecía hablar de ello. Por eso
repitió exasperando intencionalmente el tono:
—Ha tenido cosas que hacer. ¡Vaya con el ratoncillo! ¡Ha tenido cosas que
hacer —repitió parodiando la voz de Kualid—, y yo aquí trabajando por los
dos! Te merecerías una buena patada en el culo y en cambio, mira esto... —Con
un gesto teatral le señaló al chico la pared sobre la que había pintado un cielo
abarrotado. El fondo azul, las nubes rosas o grises, los pájaros multicolores,
cada figura estaba pintada. Todas, excepto una: la cometa todavía estaba
inmaculada—. Algo tendrás que hacer —retomó el calígrafo, ostentando
indiferencia—. He pensado que eso lo podrías colorear tú. —Kualid se quedó
sin palabras. Había mezclado las tintas para preparar los colores y dárselos a
Babrak. Había limpiado los pinceles y había dejado caer alguna gota de barniz
sobre el suelo. Pero nunca el calígrafo le había pedido que pintara las figuras de
la pared. Y además, justo la cometa, uno de los dibujos que más le gustaba. La
contempló con los ojos abiertos como platos, como si pudiera pintarla con la
mirada, y no se decidió ni a moverse ni a hablar—. ¿Y bien? —lo apremió
Babrak, escondiendo una sonrisa—. ¿Quieres ponerte a trabajar o no? ¿O quizás
hoy también tienes cosas que hacer?
—¿De qué color debo pintarlo? —le respondió tímidamente Kualid.
—¡Señor misericordioso! —replicó el calígrafo simulando un tono de
sorprendida indignación—. Estas no son preguntas que deba hacer un pintor. Si
el dibujo lo pintas tú, el color lo decides tú. —Después le lanzó una mirada a la
pared marina y a su azul intenso—. Aunque a veces —protestó—, llegue
cualquier doctor extranjero y pretenda decidirlo él. —Kualid estalló en una
carcajada—. Bien, yo tengo que ir a la tienda para resolver algunos asuntos —
dijo Babrak poco después—. Pero volveré para comprobar lo que hayas hecho.
—No le dio tiempo al chico para que replicara y se fue con paso rápido, como si
realmente tuviera prisa por llegar a su taller. Quería que Kualid disfrutara de su
momento en soledad, sin que su presencia pudiera incomodarlo.
La mano del chico temblaba un poco mientras sujetaba el pincel con los
dedos. Ya había mezclado en el cuenco el blanco con el amarillo pero el color
que resultó le parecía demasiado desteñido. Ahora estaba dejando caer del
pincel algunas gotas de rojo bermellón en la mezcla. La primera que cayó se
quedó allí, limpia y redonda como el ojo del Dragón de Chark. «No debo añadir
demasiado rojo —pensó Kualid—, únicamente el que basta para darle calor a
este amarillo pálido.» Dejó que otras tres o cuatro gotas mancharan la tinta del
cuenco y después, tras haber limpiado el pincel con un trapo, empezó a mezclar
las pinturas. Las manchas de bermellón primero se alargaron, siguiendo las olas
que el movimiento rotatorio del pincel le daba a la mezcla, luego se derritieron,

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

desapareciendo, pero no antes de haber dado la propia viveza.


En ese momento Babrak estaba delante de la pared del cielo, con los brazos
en jarras, observando la cometa pintada. Kualid lo observaba con intensidad
todavía mayor. Se esforzaba en contener la ansiedad con que estaba esperando
que el calígrafo valorara el trabajo que ya había acabado. Giraba y giraba el
pincel todavía húmedo entre los dedos para intentar soportar aquella ausencia
de palabras, que en cambio Babrak dilataba intencionadamente, para regalar
más tiempo a las emociones del chico.
—Mmm... me parece un trabajo bien hecho. El color no sobrepasa los
bordes, está bien extendido, uniformemente... —Kualid sentía subir la
excitación, partía de los pies y le hormigueaba por las piernas, pero la espera
del juicio final le impedía todo movimiento—. Bonito, sí, muy bonito —
continuó Babrak—. Me gusta ese amarillo dorado que has elegido. Brilla como
la cometa de briznas de paja que conocemos tú y yo —concluyó con una sonrisa
cómplice. La sonrisa del calígrafo se derritió en la de Kualid como las manchas
de rojo bermellón se habían fundido con los otros colores en el cuenco de las
tintas.

—Abuelo, Babrak ha puesto a salvo el carro y buena parte de la mercancía. —


Desde el mismo momento en que el calígrafo condujo a Kualid a un pequeño
patio detrás de su tienda, y le enseñó el carro del abuelo con las balas de
prendas usadas, el chico se moría de ganas de correr a casa para darle la buena
noticia al viejo.
Apenas había acabado la hora de la oración, el relato de lo que les había
sucedido al anciano y al crío había corrido de boca en boca, susurrado pero con
rapidez. Kharachi lo llevó con su carretón hasta oídos de Babrak. El calígrafo
enseguida fue corriendo al bazar, preocupado por Kualid, pero no lo encontró.
Encontró el carro, en cambio, y las balas abandonadas, y creyó más seguro
llevárselo a su tienda antes de que algún chacal acaparara con todo.
—Abuelo, Babrak ha dicho que podemos pasar a recogerlo cuando
queramos... —La voz de Kualid se estaba tiñendo de un tono de desilusión. Se
había imaginado que el abuelo daría un salto de alegría con aquella noticia, en
cambio fue como si el viejo ni siquiera le oyera. Estaba allí, agachado, delante
de la puerta de casa, con los ojos entornados y las manos abandonadas en el
regazo. Estaba así desde que había vuelto a casa. Dormía, se levantaba, nunca se
bebía del todo su té, luego se iba afuera a sentarse y no se movía hasta el ocaso.
A menudo, la madre de Kualid le llevaba allí el arroz y la carne, si es que había,
y muchas veces el cuenco quedaba casi lleno y la comida se enfriaba, porque no
comía prácticamente nada.
—Pero abuelo, no lo entiendes —insistía Kualid con mayor ímpetu—.
Podremos empezar de nuevo a vender la ropa en el bazar, tenemos que ir a
recoger el carro.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

—Ya iremos, Kualid, si Dios quiere, ya iremos —le había respondido el


viejo finalmente, pero sin ni siquiera volverse a mirarlo, con una voz cansada y
plana.
No transcurrieron muchos días antes de que la carne hervida en el arroz
quedara para el recuerdo.
Las propinas que el calígrafo le daba a Kualid se hicieron más frecuentes,
pero aun así no bastaban para la manutención de la familia.
En invierno la noche llegaba pronto, y a menudo ni siquiera había petróleo
suficiente para encender la lámpara, así que ni se le pasaba por la imaginación
prender la vieja estufa de queroseno. Aún no había empezado a nevar, pero el
frío ya se hacía punzante. Daba, después de los escalofríos, un entumecimiento
que, junto a la oscuridad precoz, traía consigo el consuelo del sueño, y al menos
hacía más breves los días.
Kualid todavía era demasiado pequeño para poder empujar solo el carro
del abuelo. Había empezado a coger de las balas custodiadas en la trastienda de
Babrak la ropa que podía transportar a mano. La llevaba al bazar, y la exponía
en el suelo, en montoncitos sobre un trozo de plástico para que no se
ensuciaran. No era tan bueno regateando como el abuelo. A veces intentaba
contar la historia de la rica familia obligada a partir, se la había oído al viejo tan
a menudo cuando lo acompañaba al mercado que la conocía de memoria, pero
no se formaba ningún corrillo de curiosos, y en la mayoría de los casos, más
bien, el posible comprador se iba riendo o meneando la cabeza.
Así, Kualid renunció pronto a contar historias y sus negociaciones se
redujeron a insistir con una cifra más alta que la que le proponía el cliente, para
rebajarla inmediatamente después si el otro hacía el gesto de irse.
El poco dinero que conseguía arañar al final del día servía para aliviar un
poco la miseria en la que habían caído cuando el abuelo abandonó toda
actividad. Era con eso con los que su madre podía comprar un trozo de carne,
una botella de petróleo, algo para seguir adelante.
Cuando tenía que hacer frente a los gastos, su madre bajaba con él al bazar;
y como a las mujeres no les estaba permitido circular solas, se paraba con el
chico y lo ayudaba a vender la poca mercancía que tenían.
Kualid estaba contento de que lo acompañara su madre, porque en aquellas
ocasiones ella era quien trataba con las mujeres, y siempre conseguía sacar un
precio más alto que el que era capaz de conseguir él. A él las mujeres nunca le
tomaban en serio. Aunque no pudiera verles la cara, notaba cómo se reían bajo
el velo cuando intentaba comportarse como un comerciante experto, y siempre
acababa dejando, por la vergüenza y la rabia, que se llevaran la mercancía por
cuatro duros.
También aquel día su madre estaba con él. Estaban en cuclillas el uno junto
a la otra delante del paño de plástico con los montoncitos de ropa usada. Casi
parecía que la corriente de gente que animaba el bazar los evitara. Todavía
nadie se había parado a mirar sus mercancías.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Kualid aprovechó aquella pausa forzada para dirigirle a su madre la


pregunta que había querido hacerle muchas veces, pero que siempre posponía
por el pudor de romper los largos silencios a los que la mujer lo tenía
acostumbrado.
—Mamá, ¿qué le está pasando al abuelo? ¿Por qué está casi siempre
sentado, inmóvil, delante de la puerta de casa?
Kualid vio la espesa pared del velo que cubría la cara de su madre al
volverse hacia él y adivinó la mirada melancólica que había detrás.
Después de un instante en el que la mujer pareció detenerse a pensar, oyó
su voz absorta que le contestaba:
—Espera, Kualid, el abuelo está esperando.
El chico no la entendió. Y ya estaba a punto de preguntar otra vez: «Mamá,
¿qué es lo que espera el abuelo?», pero se reprimió porque la red del velo que
cubría los ojos de su madre había desaparecido entre los pliegues del burka,
señal de que ella ya había apartado la mirada.

Tiempo después volvió a pensar distraídamente en aquella frase de su madre,


mientras bajaba hacia la ciudad para ir a la tienda de Babrak. Estaba pensativo y
preocupado, porque las balas de prendas usadas se habían ido reduciendo poco
a poco y ya no quedaban más que unos pocos montoncitos.
Caminaba mirándose los pies, y sólo por casualidad echó un vistazo hacia
el claro del cementerio, cuando pasó cerca.
Entonces le volvió a la mente el carro del abuelo.
Al final fue Babrak el que lo empujó hasta casa del chico y luego hasta el
cementerio, con la caja que contenía el cuerpo del viejo encima.
«El abuelo esperaba a morirse», pensó deteniéndose un instante a mirar
una de las banderas verdes que había encima de las tumbas de los mártires, que
el viento agitaba ligeramente.
Quizá fue aquel trapo pintado que se agitaba perezosamente lo que le
sugirió la imagen de la cometa que tenía escondida en una vieja caja, detrás de
casa, bajo una pila de leña seca.
El calígrafo había mantenido la promesa que le hizo delante de las paredes
dibujadas del hospital: construyó una cometa para Kualid.
El chico se acordó de cuando se la dio, una tarde, después del trabajo.
Era un rombo de papel ligero, tensado sobre dos tablillas cruzadas.
Amarillo, amarillo dorado, y el calígrafo pintó encima dos grandes ojos
redondos.
Kualid se la había llevado a casa con el corazón latiéndole fuerte. La
envolvió en uno de los vestidos usados, para esconderla de la vista de los
curiosos, y caminó manteniéndola bajo el brazo, con cuidado de no hacer
demasiada presión por temor a romper aquel objeto tan frágil, pero sujetándolo
firmemente con los dedos por uno de los bordes, como si, de repente, la cometa

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

pudiera escaparse y alzar el vuelo.


Luego fue el abuelo el que lo ayudó a esconderla, el abuelo que se
adelgazaba cada vez más y era cada día más silencioso, como si algo lo aspirara
desde dentro. Pensándolo bien, le pareció que era lo último que le vio hacer. En
casa, cuando ella llevaba el rostro descubierto, Kualid veía crecer cada día una
resignada preocupación en los ojos de su madre, y al cabo de un tiempo
también él había renunciado a intentar sacudir la obstinada pasividad del viejo
con preguntas y charlas.
—La paz sea contigo, Kualid.
El saludo del mutilado lo pilló desprevenido como siempre, apartándolo de
sus pensamientos.
—La paz sea contigo, Kharachi.
Ya hacía bastante tiempo que Kualid no le daba un panecillo o un billete
pequeño, pero cuando Kharachi aparecía, quién sabe de dónde, sobre su carrito,
nunca dejaba de saludar al chico.
Más bien, ya se dirigía a él como a un adulto, sin tomarle el pelo.
Kualid lo había notado y se sentía orgulloso.
Se hurgó en el bolsillo para buscar algo, pero cuando sacó la mano, el otro
ya se había ido, evitándole la incomodidad de quien no ha encontrado nada en
el bolsillo.

Era una noche bastante clara, la luz blanca que se filtraba en la habitación
también parecía traer consigo un frío punzante que le impedía a Kualid volver a
dormirse.
La vieja estufa había consumido las últimas gotas de queroseno, y de la
tibieza suave que había emanado no quedaba más que el olor acre y denso del
carburante quemado.
El chico estaba tendido sobre la esterilla, envuelto en dos mantas que
también le tapaban la cabeza.
Miraba la condensación de su propio aliento formarse y deshacerse en el
aire.
Su mirada cayó sobre la pared donde había estado la serpiente de la noche.
La sombra de la jarra del té se proyectaba, empujada por un rayo de luna, pero
ya no coincidía con la mancha informe del dibujo borrado, y ya no asumía los
contornos de Asmar. Kualid la miró sin interés.
No estaba pensando en nada y su mente parecía reflejarse en el mismo
silencio en que se sumergía. Así, le costó captar el gruñido obtuso que retumbó
hasta a sus orejas, rebotando desde el valle en las paredes de las montañas.
Oyó los estruendos que se sucedían y se confundían unos con otros, y
también una crepitación intermitente, parecida a la que produce la leña seca
cuando arde. El frío que le impedía retomar el sueño lo había entumecido; se
sentía las articulaciones agarrotadas y tuvo que hacer cierto esfuerzo para

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

levantarse y salir a ver qué estaba ocurriendo. La oscuridad, de la que la ciudad


allá abajo era cada noche prisionera, esta vez no parecía tan uniforme. Era como
si en una corriente de lava petrificada y negra se hubiera abierto una grieta, y
de ella eructara magma incandescente.
Abajo, en la zona del aeropuerto, Kualid vio centellear un resplandor
rojizo. A ratos, repentinos relámpagos iluminaban por un instante las volutas
densas y macizas de grandes nubes de humo, que parecían enredarse sobre sí
mismas para luego caer pesadas hacia abajo. El chico se quedó inmóvil
observando aquel espectáculo fascinante, sin entenderlo, hasta que percibió a su
lado la presencia de su madre. La mujer llevaba el velo alzado y miraba absorta
en la misma dirección del hijo. Algunos de aquellos resplandores lejanos
parecían reflejarse sobre el rostro de ella, acentuando, con pinceladas de
sombras, los pómulos marcados. Kualid se volvió para mirarla a la cara. Le
pareció que la mirada de su madre llegaba aún más allá del aeropuerto en
llamas, como si no estuviera observando aquello sino un recuerdo aún más
lejano. Y de aquella distancia le pareció que provenía su voz.
—De nuevo —dijo la mujer—, la guerra nos ha alcanzado de nuevo. Ha
llegado también a la ciudad. —Después se bajó el velo sobre el rostro, como
cerrando un telón entre ella y lo que veía. Apoyó una mano en la nuca de
Kualid y el chico se dejó acompañar a casa por aquella caricia quieta.
Aquella mañana Kharachi no lo saludó.
Kualid se cruzó con él en la esquina de un callejón que desembocaba en la
calle ancha que llevaba a Kabul.
El minusválido tampoco lo vio, ocupado como estaba en mirar, con la
cabeza vuelta hacia arriba, la fila de camiones que estaban dejando la ciudad
para dirigirse hacia el frente, con los remolques repletos de guerrilleros
armados y apiñados. El chico pasó cerca de él y lo oyó toser convulsamente
cuando fue alcanzado por la nube de humo negro salida de un tubo de escape.
En cuanto la calzada se libró de los camiones militares, enseguida fue invadida
por una muchedumbre silenciosa, que pareció brotar de la nada, en un tráfico
desordenado de viejos furgones repletos y carros cargados de trastos pobres.
Otros empujaban a mano pesadas bicicletas, también rebosantes de hatillos.
En dirección hacia el centro, hacia la tienda del calígrafo, Kualid fue
obligado a cortar aquel río que avanzaba en sentido inverso al suyo. Se volvía
continuamente, atraído y con curiosidad ahora por esto ahora por aquello.
Estaba asombrado y aturdido por aquel éxodo que a ratos lo absorbía,
tironeándolo y chocando contra él, y a ratos lo empujaba hacia el borde de la
calle, obligándolo a aplastarse contra los muros cuando el sonido arrogante de
la bocina de un pick-up con los cristales oscurecidos rompía el flujo de la
corriente humana, abriéndose paso con prepotencia.
—¿Qué haces aquí, chico?
La pregunta de Babrak lo pilló desprevenido.
Cuando por fin logró llegar a la tienda del calígrafo, Kualid se quedó

83
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

pasmado al encontrarlo afanoso, intentando cargar sobre un carro un colchón


enrollado, entre las cajas de botes de tinta y la mesa de madera con los
caballetes.
—Esta noche —continuó Babrak— los helicópteros de los muyahidines del
norte han bombardeado el aeropuerto. Mira, todavía está humeando por los
incendios.
Siguiendo con la mirada el punto que el calígrafo le indicaba, Kualid vio la
nube negra que se levantaba en el cielo. Expandiéndose, humeaba en el aire
impregnado del polvo del desierto arrastrado por el viento del sur que se había
levantado mientras tanto, casi para, cubriéndola, proteger la ciudad de la
amenaza que la acechaba.
—Me voy, Kualid, me voy ahora que aún estoy a tiempo. Dicen que
después de la matanza de Massoud los muyahidines del norte se han aliado con
los americanos, y que Kabul caerá pronto. Quedarse aquí no es seguro. Vete tú
también, con tu madre. ¡Si podéis, marchaos!
Kualid escuchó las palabras del calígrafo pero no comprendió más que la
mitad. Siempre había habido guerra. ¿Y entonces por qué ahora todo este
desbarajuste? Se quedó allí, pasmado, mirando a Babrak que completaba los
preparativos, sin tampoco encontrar fuerzas para ayudarlo a cargar las cosas
sobre el carro.
El calígrafo no le desordenó el pelo como normalmente hacía. Esta vez se
inclinó hacia él y le apretó fuerte los hombros con las manos.
—Ahora debo partir —le dijo mirándolo a los ojos—. Adiós, adiós
muchacho, y que la paz sea contigo.
Kualid sintió un nudo en la garganta, un lazo que le impedía contestar al
saludo de su amigo. Sólo cuando el calígrafo ya se estaba alejando, empujando
el carro, salieron las palabras, como a borbotones:
—¿Y la caja de los dibujos? —le gritó.
—La caja está en su sitio, escondida donde tú sabes —respondió Babrak, sin
volverse para mirarlo—. Si los quieres son tuyos. Dios quiera que un día tú
puedas cogerlos.
Aunque el calígrafo ya no podía verlo, Kualid se llevó una mano al pecho y
levantó el otro brazo.
—Que la paz sea contigo —susurró mirando a Babrak desaparecer entre la
multitud.
El bazar estaba abarrotado como siempre. Kualid, agachado cerca del paño
de plástico con las últimas mercancías para vender, estaba pensando que la
ciudad no se había vaciado como podría creerse viendo los grupos de prófugos
que en los días anteriores dejaban Kabul. El humo negro sobre la zona del
aeropuerto desapareció e incluso la niebla de polvo traída por el viento se
estaba aclarando.
«Cualquier día de estos Babrak volverá a su tienda», pensó el chico que,
alentado por aquella normalidad, se sentía invadir por un cierto optimismo.

84
Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Acompañada por el marido, una mujer con un niño le compró un traje de


terciopelo rosa, y enseguida se lo puso al pequeño para protegerlo del frío. Era
divertido verla alejarse con el crío de la mano, que ostentaba un pompón en el
trasero. Metido en un saco para la «Ayuda al tercer mundo» por la distraída
caridad de alguien, el traje era en realidad un disfraz de carnaval, que llegó
hasta Kualid siguiendo los enredados recorridos del mercado negro.
Casi todos los días el chico volvía a la tienda del calígrafo, para recoger las
últimas prendas usadas que quedaban, pero sobre todo porque esperaba que
Babrak hubiera vuelto.
Cuando lo saludó por última vez, el calígrafo se había ido sin siquiera
preocuparse de cerrar la puerta de la tienda. Kualid se estuvo allí delante,
mirándola mientras se sacudía despacio, movida por una racha de viento.
Como el día anterior, y también como aquel primero, la tienda estaba vacía.
El chico no entró, para no aguijonear la punzada de desilusión que siempre
lo traspasaba cuando descubría que, una vez más, su esperanza se demostraba
vana. Levantó la mirada hacia el cielo cuando le pareció oír un estruendo bajo,
pero perceptible, llegar de lejos. Escudándose los ojos con la mano para
protegerse de la luz de aquel límpido día de principios de invierno, escudriñó
hacia el punto del que le pareció que provenía el ruido, pero, aparte del azul
intenso, no vio nada. Sólo cuando volvió la cabeza, aún mirando hacia arriba, se
dio cuenta de las estelas blancas que rompían, como huellas de garras, la
uniformidad de la cúpula celeste. Parecían dibujarse solas, se alargaban
paralelas entre ellas, en parejas.
Otras, distanciadas de las primeras, se estaban formando y el ruido llegaba
después, como si lo dejaran atrás, y cayese rodando.
Por un instante logró divisar, delante de cuatro de aquellas tiras blancas, el
resplandor metálico de un rayo de sol que cruzaba la ruta de un objeto volador.
Era sólo un puntito luminoso, lejanísimo.
Kualid no lograba apartar la mirada de aquel espectáculo, extraño y
bellísimo, que le ofrecía el cielo.
El fragor del primer estallido lo pilló por sorpresa, como una bofetada en
plena cara.
Se elevaron gritos, tapados enseguida por un nuevo estallido y otros más
que se fueron añadiendo, algunos cercanos y violentos, otros más lejanos y
sordos.
En la calle, delante de la tienda del calígrafo se creó el caos. Hombres que
corrían de un lado a otro. Otros que, al contrario, se quedaban inmóviles, como
pasmados, con la cabeza vuelta hacia arriba. Cuando eran arrollados por la
furia de los primeros, echaban a correr a su vez, como reanimados de repente.
Los carros eran abandonados en medio de la calzada, junto a viejos taxis
amarillos, con las puertas abiertas que parecían brazos abiertos intentando
encauzar aquella muchedumbre en fuga. Las mujeres parecían empujadas por
un viento impetuoso que arrastraba los burka junto a su invisible terror. Un

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

viejo arrojó al suelo la bicicleta sobre la que pedaleaba; por las prisas, tropezó
con las ruedas y cayó de cara contra el adoquinado.
Kualid miraba a su alrededor, confuso y extraviado. Veía levantarse, en
muchos puntos de la ciudad, columnas de humo alto y espeso. Primero grises,
asumían durante un ratito el color de la arena. Eran tan densas que parecían
copas de gigantescos árboles brotados de repente entre las construcciones
destruidas.
Bancos de polvo se hacían densos y se movían en el aire, empujados por el
viento, creando amplias zonas de niebla. Una niebla diferente de la que traían
los vientos del sur, más oscura, más espesa, más marcada. Kualid estaba como
envuelto en el trastorno imprevisto y poderoso que lo rodeaba. Los gritos, las
explosiones, llegaban a sus oídos como ruidos acolchados y tenía la sensación
de que todo se movía a cámara lenta.
El empujón de una mujer, que chocó contra él con el ímpetu de la fuga, lo
reanimó, y el miedo llegó repentino, como los estallidos, a sumergir el estupor
que le había tenido comprimida la boca del estómago hasta aquel momento.
Una sacudida de adrenalina recorrió los miembros del chico obligándolo a
moverse.
La puerta entornada de la tienda del calígrafo parecía invitar a Kualid a
ampararse allí dentro, en aquellas habitaciones que conocía bien y que parecían
poder ofrecerle una protección familiar, cálida.
Kualid la abrió y se precipitó al interior. Los rectángulos de luz que se
proyectaban por las ventanas sin vidrios iluminaron el vacío desolador que
reinaba. Ya no estaban las mesas de madera apoyadas en los caballetes. Las
repisas antes llenas de botes de tinta estaban por los suelos: un cuenco de
plástico blanco, sucio de barniz seco, era todo lo que quedaba para traer a la
mente de Kualid los días de pinceles y colores que habían transcurrido junto a
Babrak. La melancolía ocupó lentamente el sitio del miedo y el chico se agachó
en un rincón algo iluminado de la habitación, como para esconderse de aquellos
recuerdos que lo perseguían.
A pesar de que el burka la cubría totalmente, Kualid enseguida reconoció a
su madre en aquel perfil de mujer que estaba corriendo calle abajo, hacia la
ciudad, sola, hacia su hijo que estaba regresando. La reconoció, no tanto por el
color desteñido del vestido, igual que mil otros, sino por cómo se movía, de un
modo para él inconfundible. También él se puso a correr para ir a su encuentro.
Pronto estuvieron el uno frente a la otra, inmóviles.
El chico percibió la mirada de su madre, que se filtraba por la red que le
cubría los ojos.
Lo escrutaba con ansiedad, de la cabeza a los pies, como para cerciorarse de
que estuviera todo entero. Sólo cuando aquella certeza logró expulsar las
imágenes terribles que el miedo por la suerte del hijo le evocaba, se inclinó y lo
abrazó fuerte, sin decir una palabra. Kualid sintió el crujir del tejido del burka
que, en el abrazo, se había envuelto a su alrededor, y se hundió en él.

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Cada día el eco de los estallidos retumbaba desde la ciudad.


Kualid veía levantarse las columnas de humo ora en un punto, ora en otro
de la llanura de Kabul. De día siempre estaban las largas tiras blancas que
arañaban el cielo anunciándolas. Pero por la noche no se veían las estelas, y
entonces solamente era el gruñido lejano de los bombarderos los que avisaban.
En la oscuridad, las columnas de humo reflejaban una luminiscencia que
parecía nacer de su interior, y que proyectaba sombras redondas y movimientos
en la densidad de las volutas que subían lentamente.
Cuando todo cesaba, siempre había un largo paréntesis de silencio antes de
que en la calle empezara la procesión de los pick-up y demás vehículos militares
que bajaban o subían hacia la posición talibana del cerro.
A veces pasaban también grupos de prófugos que, con sus petates, iban
buscando refugio por entre las montañas.
Una vez Kualid vio entre ellos a un hombre que, llevándolo con una
cuerda, conducía a un enorme dromedario, sobrecargado de trastos. El largo
cuello del animal destacaba ondulando entre la pequeña muchedumbre de
personas en marcha. Al lado del hombre una mujer caminaba cubierta por un
burka azul, sobre el que a su vez destacaba la mancha rosa del traje de
terciopelo del niño que llevaba entre los brazos.
En cuclillas frente a la entrada de casa, Kualid se detuvo a observar la
ciudad que se extendía por el valle. Se sentía irresistiblemente atraído, como si
un remolino intentara aspirarlo hacia abajo, hacia aquella extensión de viejos y
nuevos escombros.
Pero su madre era inamovible.
—La guerra ya me ha robado a tu padre, no quiero que también se te lleve a
ti —le había dicho, y en su voz había una dureza que ninguna argumentación
podría rayar.
El chico había intentado por todos los medios convencerla de que era
necesario que él fuera a la ciudad. La comida escaseaba cada vez más; los
pequeños intercambios que su madre hacía con los vecinos empezaban a
disminuir, porque, después de las prendas del abuelo y su alfombra para la
oración, no quedaba casi nada que intercambiar.
—¿Ves? —le repetía la mujer, tendiéndole el cuenco con la ración de arroz
hervido que cada día era más reducida—. Aún hoy tenemos con qué
alimentarnos. El Señor grande y misericordioso nos ayudará también mañana.
Kualid no replicaba. Miraba a su madre que, con la mirada baja, se llevaba
pequeños puñados de arroz a los labios; sus mejillas estaban cada vez más
hundidas y se movían lentamente, para alargar la presencia del arroz en la
boca.
«Cuanto menos hay de comer más largas se hacen las comidas», reflexionó
Kualid mientras recogía con los dedos los últimos granos pegados al fondo del
cuenco.
Luego fue como si la meseta sobre la que se extendía la ciudad regurgitara

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

el humo y las llamas que la llenaban, lanzando esquirlas incandescentes hasta


las laderas de las montañas. Kualid apenas tuvo tiempo de ver las bandadas de
puntos oscuros que caían del cielo estriado de blanco, primero apretadas,
después más anchas, como bandadas de pájaros enloquecidos, que los estallidos
hacían florecer por todo su alrededor. Un golpe seco, otro y otro más, una
sucesión de nuevos golpes más rápidos, crepitaciones secas que empezaban
para cesar de golpe y empezar de repente poco después.
Aturdido por las explosiones, vio multiplicarse los relámpagos rojos y
deslumbrantes de los estallidos, bolas de fuego como matas inflamadas, que
proyectaban piedras y esquirlas incandescentes abriéndose en forma de estrella
antes de apagarse en una nube de humo y polvo.
Nacían nuevas continuamente, como eructadas por el suelo, abajo, en la
calle grande que llevaba a la ciudad y también entre las casas bajas del pequeño
barrio donde vivía Kualid.
Las narices, dilatadas por la tensión, se empapaban del olor ácido del
explosivo quemado y el humo que impregnaba el aire, haciendo lagrimear los
ojos, así que las figuras de los vecinos que se echaban al suelo o corrían a buscar
refugio en las frágiles construcciones de barro le llegaban temblorosas y
desenfocadas.
Vio una de las casas, no muy lejos de la suya, desmigajarse en un bullón de
tierra y polvo, una forma de contornos redondeados que se esfumó
derrumbándose lentamente. Se dispersó en el aire ya saturado de forma que se
desvelaron montones de escombros esparcidos.
No se dio el tiempo para pensar que las casas no representaban protección
alguna; su pensamiento voló, como empujado por el desplazamiento de aire del
estallido, hacia su madre. Se precipitó hacia la casa y la encontró allí: estaba de
pie, inmóvil, con la espalda contra una pared, las palmas de las manos al aire
libre sobre la superficie del muro, como para absorber su consistencia.
—Mamá, tenemos que salir de aquí —le gritó Kualid con todo el aliento
que tenía en el cuerpo, para que el ruido de los estallidos no cubriera su voz, y
también para arrancar a su madre de aquella inmovilidad que parecía
mantenerla clavada al muro.
La mujer llevaba el rostro descubierto. Miró a Kualid con una fijeza opaca,
como si no entendiera, como si tampoco hubiera reconocido a su hijo.
El chico la alcanzó de un salto. La agarró por un brazo, tiró de ella y la
arrastró afuera, corriendo. La madre no opuso ninguna resistencia, el brazo casi
inerte entre los dedos de Kualid que la apretaban fuerte, se dejaba conducir por
el hijo.
Antes de alcanzar la carcasa de acero del viejo tanque ruso y de ampararse
allí dentro, por un instante Kualid se sorprendió de lo ligera que se había vuelto
su madre, porque al arrastrarla no había hecho esfuerzo alguno. «Ligera como
el tejido de su burka», pensó mientras la miraba agachada a su lado, apoyada en
las grandes ruedas de hierro oxidado y en la oruga partida del tanque. En

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

aquella posición parecía realmente pequeña, como si entre los pliegues de la


tela del burka que se plegaban unos sobre otros hubiera solo un soplo de viento.
Fue Kualid el primero de los dos en levantarse.
Los estallidos habían cesado un poco, no se oían voces, unas pocas figuras
mudas se movían lentamente entre las nubes estancadas de polvo y humo. Se
oía solamente el crepitar de las llamas que consumían los tablones de madera
de la puerta de una vivienda ahora destruida. De otras no quedaban más que
estalactitas de barro seco, rodeadas de cataratas de escombros: de una de
aquellas emergía, con la planta sucia dirigida hacia arriba, un pie minúsculo, un
pie de niño.
Kualid no lo vio, su atención fue atraída por el amarillo vivo de un objeto
que destacaba entre las piedras grises.
No estaba lejos, dio unos pocos pasos y se acercó. Era un cilindro, no
demasiado grande. Se fijó que sobre el amarillo había algunas inscripciones en
caracteres extraños, y números. No pensó que aquel pequeño cilindro pudiera
estar de alguna manera unido a la destrucción que lo rodeaba, parecía
inofensivo, inocente.
Ya estaba inclinándose para recogerlo cuando la voz de su madre lo
alcanzó. También ella se puso en pie y dejó el refugio tras el tanque.
—Ahora volvamos a casa —le dijo, como si todo lo que acababa de ocurrir
no hubiera sido más que un pequeño inconveniente llegado para romper la
rutina cotidiana.
Kualid se giró hacia ella, que de nuevo llevaba el velo bajado sobre el
rostro, y volvió atrás para alcanzarla, dejando el cilindro amarillo entre las
piedras.
Aquella noche oyó llegar de fuera gritos de desesperación. Fue una voz de
mujer que se quejaba, rezaba, emitiendo de vez en cuando un grito agudo, y
luego se calló. Kualid imaginó a alguien que intentaba consolar el suplicio de
una viuda, o de una madre. Los gritos llegaban desde lejos, pero no tanto como
para no romper el silencio de la noche.
Algunos perros, aún más lejanos, empezaron a ladrar. Parecían contestar a
aquellas voces solitarias que se interrumpían a intervalos irregulares y luego
volvían a resonar, cada vez más débiles y breves. Kualid dejó de oírlos sólo
cuando lo invadió el sueño, pesado y repentino.
La calle que llevaba a la ciudad estaba destrozada.
Enormes agujeros se abrían aquí y allá en la calzada pedregosa. Al pasar
por delante, Kualid echó un vistazo hacia el pequeño cementerio. También
había sido alcanzado. Si algunas piedras quedaban en pie, clavadas en el
terreno, otras habían sido arrancadas por las explosiones y yacían planas en el
suelo, entre la tierra desplazada, como si también los muertos que allí estaban
enterrados hubieran intentado fugarse.
Ahora que ya ni siquiera les quedaba un puñadito de arroz, el chico logró
convencer a su madre de que lo dejara bajar a la ciudad, donde esperaba

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

encontrar algo que comer. Saludó a su mamá agachada en el umbral de casa,


sabiendo que a su vuelta la encontraría allí, en la misma posición.
Caminando, de vez en cuando observaba el cielo, por temor a ver aparecer
las estelas blancas. Durante el día anterior, los bombardeos sobre la ciudad
habían sido particularmente intensos, y ahora esperaba que hubiera una pausa,
o al menos una disminución de los ataques, como si también la guerra tuviese
de vez en cuando la necesidad de detenerse para retomar aliento.
Alcanzó la primera periferia de la ciudad y se percató de que el paisaje
había cambiado. Le costaba orientarse, reconocer el punto al que había llegado.
A las ruinas semidestruidas que conocía bien se habían sumado nuevos
escombros, y muchos de los antiguos se habían derrumbado definitivamente.
Distinguía las destrucciones recientes de las que a lo largo de los años habían
encontrado una suerte de estabilidad que a él se le hacía familiar. Generalmente
eran enormes remolinos que laceraban el terreno, creando amplios vacíos entre
las aglomeraciones de casas. En los bordes de aquellos hoyos se acumulaban
montículos de escombros de todos los tamaños: bloques grandes y minúsculos
de barro seco que fueron paredes y techos, harapos, jirones de chapa retorcida,
trozos de madera quemada, polvo. Kualid se detuvo a mirar las figuras de
hombres y mujeres que vagaban entre los montones de derribos; otras estaban
dobladas, absortas en cavar con las manos entre los escombros. Un hombre
extrajo un objeto enterrado entre los trozos de barro duro, lo sacó agarrándolo
por un borde con las dos manos. Lo miró por un momento, y luego lo tiró. El
objeto resbaló abajo por la pared inclinada del montículo de escombros y se
paró casi a los pies de Kualid. Era un pequeño rectángulo de madera, con
cuatro ruedas a los lados. Kualid lo reconoció enseguida: era el carrito de
Kharachi.
Sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal, mientras miraba una de
las ruedas del carrito que giraba en el vacío, empujada por la inercia. Le pareció
que, moviéndose, la rueda emitía un ligero chillido, o quizás un susurro.
Apartó la mirada del carrito y se alejó, acelerando el paso, en dirección al
bazar. Llevaba la mano metida en uno de los bolsillos de la larga túnica que
vestía, apretando en el puño un billete arrugado, como si pudiera evitarle ser
arrastrado por el viento de un momento a otro. Era el último de los pocos
ahorros que había reunido con la venta de las prendas usadas y las propinas de
Babrak, y tenía que sacar de ello el máximo posible.
Sobre el claro del bazar la gente parecía reunirse en corrillos distanciados
entre sí, pequeños grupos que se formaban y se deshacían para luego juntarse
algo más allá. Espectros de mujer vagaban sacando la mano del burka, y más a
menudo era el niño que llevaban en brazos el que la sacaba en su lugar,
apretando entre los dedos un pequeño cuenco o una lata. No había mucha
mercancía a la venta, generalmente dispuesta en el suelo, los carritos eran raros
y los pocos que había estaban casi vacíos.
El bazar ya no se parecía a lo que Kualid recordaba haber frecuentado con

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

el abuelo.
Era más silencioso. Nadie gritaba para llamar la atención sobre la propia
mercancía y hasta en los corrillos se hablaba en voz baja, como cuando se
encontraban entre las paredes de una mezquita. Grumos negros de moscas
sobre dos trozos rasgados de carne de oveja expuestos sobre un trapo, el
vendedor cansado de espantarlas con la mano; algo más allá dos pequeñas
bolsitas de plástico transparentes llenas de granos de arroz, en una caja alguna
mandarina, sobre un carrito una decena de latas de Pepsi-Cola.
Kualid se acercó al pequeño grupo que se había formado alrededor de un
chico un poco más grande que él.
El chico vendía extraños contenedores amarillos de plástico que a Kualid
enseguida le trajeron a la mente el cilindro del mismo color que vio entre las
piedras, justo después del bombardeo.
También sobre estos había inscripciones incomprensibles, y también había
dibujos: junto a un rectángulo de estrellas y tiras, estaba representado el medio
busto de un niño que sonreía llevándose una cuchara a la boca. El vendedor
trataba de convencer al grupito de la bondad de su mercancía.
—Es comida, comida buena, americana —decía—. Viene en los sacos de
ayuda que lanzan desde los aviones con los paracaídas, llenos de cosas de
comer. Los recogimos ayer en la carretera de Kapisa.
Pero nadie hacía siquiera el intento de comprarlos, una obstinada y muda
perplejidad estaba pintada en los rostros de las personas que había a su
alrededor. Entonces el chico, para confirmar las propias palabras y vencer la
desconfianza de los otros, abrió uno de ellos, arrancando con los dientes el
borde superior de la bolsita amarilla. Extrajo un paquete transparente que
contenía algo que a Kualid le parecieron galletas secas, lo abrió también y se
puso a masticar ruidosamente una de las galletas. Las ofertas de compra
empezaron enseguida. En el frenesí de las negociaciones el chico escupía de la
boca migas y palabras.
Kualid se apartó un poco. Miraba aquella lluvia de migas que ahora caían
al suelo y sobre la túnica del chico. Algunas, en la vehemencia de la discusión,
también alcanzaban al interlocutor. Trató de imaginar su sabor y se sintió
estúpido por no haber recogido el cilindro amarillo que encontró entre las
piedras.
Se vio arrastrado, como por una ola, por una pequeña muchedumbre de
hombres y mujeres que corrían por la calle. Se abandonó a ella, adaptando el
propio paso al de los otros, sin superar al grupo, porque no conocía la meta.
Notó cómo aumentaba su excitación, contagiado por la de las personas que
lo rodeaban corriendo, mientras le llegaban retazos de frases: «... el depósito de
alimentos», «sí, sí, ha sido alcanzado por un misil...», «...harina, hay sacos de
harina».
Cuando, entre las ruinas, apareció en un claro, al fondo de la calle, la
montaña de escombros de lo que había sido un depósito de la Cruz Roja

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

Internacional, ahora rodeado por un alto muro desmoronado a medias, el grupo


se disgregó.
Cada uno aceleró la carrera por cuanto le permitían las piernas. Las
mujeres, estorbadas por los largos burkas, se quedaron un poco atrás, como los
viejos, ralentizados por la edad.
Sobre el montón de escombros otras personas ya cavaban furiosamente con
las manos entre los cascotes, otros se alejaban corriendo, agarrando costales
rasgados que liberaban una estela de polvo blanco que se mezclaba con la de las
ruinas.
Aquí y allá se encendían repentinas y violentas peleas. Kualid vio a un
viejo, empujado por un hombre, rodar abajo por la pendiente de escombros,
levantarse y empezar a lanzar piedras contra el otro, gritando como un loco. La
suya era la única voz que se oía en aquel jaleo, porque la tensión de la búsqueda
de la harina le impedía hablar a la mayoría, concentrados como estaban en
acaparar el máximo posible y de cualquier manera.
El chico se quedó de pie, apartado de la algarabía, un poco porque estaba
aturdido por aquella confusión, un poco porque no sabía por dónde empezar.
Una mujer corría tropezando entre los detritos, montículo abajo, hacia él,
apretando un saco entre los brazos como si sujetara a un recién nacido.
Los disparos precedieron por poco al ruido del frenazo del pick-up de los
talibanes que llegó a toda velocidad. Los milicianos saltaron del vehículo por la
parte de atrás y dispararon al aire breves ráfagas de kalaschnikov, dirigiéndose
hacia los escombros abarrotados. La escena pareció detenerse, como si aquellas
repentinas detonaciones hubieran inmovilizado, por una fracción de segundo,
cada figura en la posición en que se encontraba en el momento en que
empezaron. Luego comenzaron las huidas. Todos escapaban en direcciones
diferentes. La mujer que apretaba el saco como a un niño contra su pecho
tropezó en una cabilla de hierro que asomaba entre los cascotes, y cayó sobre el
montón de detritos como un trapo levantado por el viento que vuelve a caer al
suelo de repente. El saco rodó por encima de las piedras hasta caer a los pies de
Kualid.

Agachado al amparo de un gran contenedor oxidado y semidestruido, el chico


apenas logró retener las convulsiones que le subían de la garganta junto a la
respiración ahogada, un jadear violento le sacudió el tórax, el aire salió de sus
pulmones estallando, y las náuseas le nublaron la vista. Había corrido como un
desesperado, no sabía durante cuánto tiempo, hasta que dejó de oír el ruido de
los disparos que le perseguía; luego, con el último aliento de energía que le
quedaba, se tiró tras aquellos contenedores, exhausto. Pero ahora el saco estaba
allí, delante de él. Apoyó encima las palmas de las manos abiertas, como para
cerciorarse, palpándolo, de su existencia. Sintió sobre la piel el paño basto y,
justo debajo, la consistencia blanda de la harina; sus labios secos se contrajeron

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

en una sonrisa.
En los días que siguieron, los bombardeos sobre la ciudad se sucedían con
mucha frecuencia pero la zona donde vivía Kualid ya no era alcanzada.
Aquel día el rugido de los estallidos que azotaban Kabul parecía que ya no
quería cesar. A los oídos de Kualid llegaba un ruido continuo de fondo, como
una tormenta que no deja de anunciarse pero de la que no hay huella en el cielo
limpio, surcado únicamente por estelas blancas. El chico miraba hacia abajo,
hacia la meseta, las columnas de humo que, multiplicándose, se levantaban
altas y se proyectaban hacia el cielo, para luego recaer pesadas sobre sí mismas.
Aunque el saco de harina que logró llevar a casa desde el depósito de la
Cruz Roja casi se había terminado y yacía semivacío en un rincón de la casa, su
madre no quiso ni oír razón alguna y le impidió volver a la ciudad. Así, se
pasaba los días mirando el espectáculo terrible y repetitivo de la agonía de
Kabul, y si a veces era invadido por un frenesí que lo habría empujado a correr
por la gran calle abajo, hacia la ciudad, en otros momentos un aburrimiento
denso lo envolvía como en un capullo de muda apatía.
Poco antes del ocaso, cuando el sol ya se escondía tras las montañas,
dejando que la sombra de la noche llenara el valle, el eco de los estallidos
lejanos fue silenciado por el ruido de los motores que rengueaban, entre
estruendos e hipos, calle abajo.
Kualid corrió por la pendiente, haciendo rodar piedras y piedritas a su
paso, para alcanzar deprisa el borde de la calle. Apareció una columna
desordenada de vehículos, repletos de milicianos, que se dirigían hacia las
montañas.
No solo estaban los pick-up con los vidrios oscurecidos o los camiones
militares, había de todo: viejos furgones Volkswagen, taxis amarillos, y hasta
alguna ambulancia rota con la línea roja pintada en el lateral. Entre el humo de
los tubos de escape y el polvo, los vehículos se acercaban y se superaban
recíprocamente, forzando al máximo los motores. Kualid logró divisar
confusamente las caras, entre los montones de turbantes y mantas envueltas
alrededor de los cuerpos, de los talibanes apiñados sobre los cajones o dentro
de los automóviles. Pasaron por delante de sus ojos, sin darle tiempo a
detenerse en ninguno. Pero sus expresiones eran parecidas, casi uniformes,
como si una vena de hosquedad y rabia pasiva las atravesara a todas, borrando
las diferencias.
Tuvo que dar un repentino salto hacia atrás sobre un montículo escarpado
de la calle para no ser atropellado por un pick-up que derrapó sobre los
escombros, después de haber adelantado a un furgón. El pick-up se vio obligado
a ralentizar la marcha para volver a la calzada, la ventanilla del coche se abrió y
Kualid logró ver el rostro que estaba allí enmarcado. Ciertamente, sólo fue
durante un instante, el tiempo de recobrar el equilibrio después del salto hacia
atrás, pero aquella cara, estaba seguro de ello, era la de Sernior.
—Sernior, Sernior... —gritó su nombre agitando los brazos, pero el pick-up

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

ya había desaparecido entre el polvo y el caos.


El tráfico se despejó un poco, sin desaparecer nunca por completo: un
camión, un furgón, siempre transitaba algo tras la estela del primer grupo
denso que había pasado. Kualid se aprestó a encaramarse de nuevo sobre la
pendiente y vio el perfil de su madre, de pie al borde del cerro. También ella
observaba, desde detrás de la espesa red del burka, el desarrollo de aquel éxodo
loco.
—Escapan —le dijo a Kualid cuando el chico la alcanzó. En su voz no había
ni tristeza ni complacencia, solo una fría constatación. Tomó en la suya la mano
de Kualid y lo condujo a casa, porque mientras tanto había llegado la noche,
apagando la última pálida luminiscencia del cielo tras las montañas.
La luna no estaba. Kualid estaba tendido sobre su esterilla con los ojos
abiertos en la oscuridad de la habitación. De la calle, distanciados por breves
pausas de silencio, seguían llegando los ruidos de los vehículos en fuga.
Quizá fuera por eso por lo que no lograba conciliar el sueño. Dejaba que su
imaginación proyectara en la oscuridad, como en una pantalla invisible, las
imágenes del día: sus propios pies que, en la carrera, hicieron rodar piedras
pendiente abajo, la cara inmóvil de Sernior en el instante en que la vio y el perfil
de la figura de su madre en lo alto de la pendiente. Miró distraídamente
aquellas imágenes que se sucedieron, sin ningún orden, como si no
pertenecieran ya a su memoria.
Al rato, lacerando el pesado paño que cubría la entrada, una tira de luz
violenta irrumpió en la habitación, imprimiendo, por contraste, sombras negras
y limpias sobre las paredes. Sólo duró un instante, el tiempo justo para borrar
brutalmente, con la intensidad de un resplandor, las figuras que la mente de
Kualid estaba dibujando. Luego, el estallido. Un golpe fuerte que hizo vibrar el
aire y reemplazó la luz blanca por un reflejo rojizo y trémulo, que deshizo los
contornos de las sombras dándoles un movimiento ondeante, casi líquido.
Kualid se precipitó fuera para ver qué estaba sucediendo.
Calle abajo ardía una bola de fuego, el humo negro y espeso tenía la misma
densidad que las llamas y se fundía con ellas como si lo regurgitaran y lo
fagocitaran a la vez.
La bola vomitó dos perfiles de fuego en movimiento. Se distinguían brazos
y piernas moviéndose convulsamente en el intento de alejarse del núcleo
ardiente, como si hubieran robado las llamas y quisieran llevárselas quién sabe
dónde. Una de las figuras se derrumbó casi enseguida, como si hubiera sido
reabsorbida rápidamente por la hoguera de la que huía; la otra en cambio se
mantuvo en pie durante un rato, pero sus frenéticos movimientos se hicieron
poco a poco más lentos e inciertos, como los de un borracho, y tropezó unas
cuantas veces antes de caer al suelo. Las llamas que siguieron devorándola
formaron alrededor un pequeño halo de resplandor: parecía que aún se
moviera, pero en cambio estaba inmóvil.
Entre el resplandor del fuego, Kualid logró distinguir el esqueleto tiznado

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

del furgón que se estaba quemando. No se oía más que el crepitar de las llamas.
Finalmente, levantando los ojos, vio sobre la oscuridad del cielo la sombra de
un helicóptero quieto, a media altura. El ruido de las palas que giraban
invisibles era apenas perceptible.
Mientras el resplandor del furgón que ardía se consumía, su mirada se
desplazó hacia abajo, hacia la meseta por la que se extendía la ciudad. Era como
si hubiera sido alcanzada por una tormenta de verano, aunque en pleno
invierno. Repentinos relámpagos de luz blanca como la que había invadido
poco antes su habitación, se encendían bajos y fulgurantes, un poco por encima
de las construcciones. Se iluminaban un instante, y una fracción de segundo
antes de que se apagaran manaba el resplandor de un estallido. Relámpagos y
resplandores se sucedían, alumbrando ahora una zona de la ciudad y ahora
otra. Los incendios alumbraban como ascuas esparcidas, impidiendo a la
oscuridad de la noche retomar la posesión de Kabul. Retardadas por la
distancia, las explosiones que llegaban se mezclaban entre ellas por el eco
reflejado por las paredes de la montaña, y formaban un único gruñido continuo
y constante, parecido a un estertor procedente de las entrañas del valle.
A las primeras luces del alba todo pareció enmudecer.
Un silencio pesado, una capa sin sonidos ni ruidos que lo cubría por
completo. La madre de Kualid había sido vencida por un sueño agotador, y él
aprovechó para salir y encaminarse hacia la calle principal. Tenía que ir a
Kabul, tenía que ir.
Encontró un pretexto, para sí mismo, el de averiguar si la tienda de Babrak
todavía se mantenía en pie, pero en realidad no lograba contener la excitación y
la curiosidad de aquella noche de relámpagos y fuegos.
Se paró delante de la carcasa del furgón incendiado. La chapas tiznadas y
retorcidas se habían fundido en informes grumos carbonizados, el humo
todavía subía de la chatarra, impregnando el aire de alrededor con su olor
aceitoso y acre. Vio al hombre de la sonrisa después de haber dado unos pocos
pasos. Yacía en el suelo, de espaldas, en una posición extraña, con los brazos
extendidos hacia arriba en un arco, como si quisiera agarrar algo. Lo que
quedaba de su ropa se había derretido con la carne quemada, y estaba tan negra
como aquella, negra como la cara que parecía modelada en brea, aunque sólo
era un bosquejo de cara: sin orejas, sin pelo, un muñón oscuro en el lugar de la
nariz. La piel de las mejillas se había retirado descubriendo los dientes que, por
contraste, aparecían blanquísimos, como si sonriera. Kualid no se acercó, por un
momento imaginó que aquellos brazos abiertos querían abrazarlo y aceleró el
paso, dándole la espalda al hombre de la sonrisa.
Los primeros cascotes de la ciudad lo recibieron en su aniquilado silencio,
acentuado por las nubes de humo que se elevaban de los incendios que aún
ardían entre los montones de escombros. La calle parecía desierta y, aquí y allá,
la calzada estaba obstruida por esqueletos de automóviles destruidos, formas
retorcidas y absurdas que parecían haber brotado de las grandes manchas

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Vauro Senesi El niño que no sabía soñar

negras del adoquinado sobre las que descansaban.


A veces, entre la chatarra, podía distinguir otros muñecos de brea
humanos, como el de la sonrisa.
De vez en cuando, raramente, pasaba un automóvil esquivando las
carcasas.
Kualid no se dio cuenta enseguida de qué eran aquellos montones de
trapos amontonados a los lados de las calles. Luego vio que había piernas,
brazos, cabezas. Pareció que una riada hubiese pasado por la calle y que su
corriente impetuosa hubiera barrido aquellos cadáveres arrojándolos sobre los
diques.
No tenía miedo. Como hay sonidos con frecuencias demasiado altas para
que el oído humano pueda advertirla, también hay horrores demasiado grandes
para ser percibidos por el cerebro. Y luego aquellos cuerpos inertes, mezclados
en desorden, amontonados unos sobre otros, no le daban la idea de haber
estado nunca vivos, animados. Sólo sentía curiosidad por entender qué o quién
los había amontonado de aquel extraño modo.
Enormes, cubriendo con sus moles la perspectiva de la calle, aparecieron
rechinando dos tanques. Las orugas emitían un chirrido metálico que se oía
fuerte, a pesar del estruendo de los motores. Avanzaban lentamente, como
viejas bestias de carga con los huesos ya anquilosados por la artritis. El chico se
echó a un lado para verlos pasar, prestando atención no obstante para no
acercarse demasiado a los cadáveres que yacían a lo largo del arcén de la
carretera. Agachados sobre las torretas, agarrados a las manijas de hierro,
apoyados unos en otros, grupos de hombres armados casi cubrían por entero
las corazas de los dos vehículos pesados. El largo armazón del cañón parecía
brotar de aquel enredo humano, o traspasarlo.
Llevaban en la cara las mismas barbas que los talibanes, los mismos
chaquetones de camuflaje sobre las túnicas largas, el mismo kalaschnikov entre
las manos pero Kualid enseguida se dio cuenta de que se trataba de los
muyahidines del norte, por los sombreros redondos que llevaban casi todos en
lugar del turbante. No gritaban, no hacían ningún gesto de regocijo, parecían
mirar a su alrededor con una expresión de tensión y curiosidad. Sólo uno, con
el que Kualid cruzó la mirada durante un instante, levantó el brazo e hizo con
los dedos la señal de la victoria, mostrando una sonrisa cansada. El chico no le
contestó, tampoco habría tenido tiempo, porque la cara del otro desapareció
casi enseguida, con las otras, en una gran nube de humo negro salida por el
escape del tanque, que se alejó continuando su marcha.
Había un pick-up parado en el cruce entre dos calles. Una decena de
muyahidines había improvisado un puesto de control. Cerraban, dispuestos en
grupos de dos o tres, el acceso a las calles que allí confluían.
Kualid vio que detenían un viejo coche amarillo, como un taxi, uno de los
pocos que había visto transitar en toda la mañana. El conductor salió dejando la
portezuela abierta. Era un hombre gordo, de mediana edad.

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No había levantado las manos, pero tenía los brazos abiertos como en el
gesto de alguien que está justificándose de algo sobre lo que no tiene
responsabilidad.
Kualid observó de lejos y no llegó a oír lo que el hombre le decía al
muyahidín, únicamente vio sobre su rostro la sonrisa forzada con la que
intentaba ahuyentar el miedo.
Con un gesto imprevisto el muyahidín golpeó al hombre, le dio una
bofetada en plena cara, el miliciano que estaba junto a él le dio un puñetazo
entre el cuello y el hombro mientras otros muyahidines empezaron a correr
hacia el grupo. El hombre ya había caído al suelo cuando Kualid se volvió y se
fue, sin correr y sin volverse. Ya había visto una escena como aquella, la
recordaba demasiado bien incluso, y la tristeza de aquella evocación apagó toda
curiosidad por lo que estaba ocurriendo.
Uno de los grandes cráteres que laceraban la ciudad, constelándola de
desgarrones, se abría no muy lejos de la tienda de Babrak. Pero la construcción
todavía se mantenía en pie. Kualid se paró delante, estaba contento, y fue hacia
la puerta de un salto. No se sacudía como la última vez que había estado, ahora
estaba cerrada. El corazón le dio un vuelco porque se oyeron ruidos dentro.
«¿Habrá vuelto Babrak?» pensó, pero después el temor ocupó el lugar de
aquella pequeña esperanza. Titubeó antes de abrirla, tratando de descifrar los
ruidos que llegaban del interior.
De repente se abrió la puerta. Kualid dio un salto atrás, y se volvió para
echar a correr, pero una mano lo agarró por el hombro.
—¿Y tú qué haces aquí, chico?
Se volvió y vio al muyahidín que aún lo mantenía agarrado por el hombro.
Era muy delgado, una barba gris y crespa le daba un poco de volumen a sus
mejillas hundidas. Lo miraba serio, con dos ojos de un verde intenso.
—Soy un pintor —le respondió echando mano de los últimos restos de
entusiasmo que había sentido al encontrar la tienda intacta—. Trabajaba aquí,
antes trabajaba aquí —concluyó tratando de otorgar un tono de determinación a
las propias palabras, ya que el miedo empezaba a resquebrajarse.
—Está bien, pintor, entra.
El muyahidín lo empujó dentro de la habitación con una ligera presión de
la mano que aún mantenía sobre su hombro. Kualid se encontró envuelto por
una ligera niebla. Un grupo de cuatro milicianos había encendido un fuego en
el suelo usando como leña la vieja estantería del calígrafo.
Estaban en cuclillas a su alrededor, comían cordero acompañándolo con
pedazos de pan oblongos y planos.
El chico vio sus kalaschnikov apoyados contra la pared, algo lejos.
—Hermanos, os presento a un pintor —dijo con voz alta e irónica el
muyahidín que lo había acompañado dentro.
Entonces los milicianos se volvieron a mirarlo, y Kualid se sintió arder de
vergüenza. Pero en cuanto aquellos estallaron en una carcajada ruidosa, la

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vergüenza se trasformó en rabia e intentó, soltándose, liberarse de la presa del


muyahidín, para escaparse.
—¡Eh, eh, cuánta prisa! —le dijo él, apretándole el hombro un poco más
fuerte—. No quiero que vayas contando por ahí que los hombres de Jalil, que
soy yo, no respetan el sagrado deber de la hospitalidad. Espera un momento.
El muyahidín soltó la presa. Fue a coger de un envoltorio de tela algunos
de los panes oblongos y se los entregó al chico.
—Acepta este regalo —le dijo sonriendo—, y que la paz sea contigo.
Incrédulo por tanta suerte, con los panes en las manos, Kualid dio unos
pasos atrás, hacia la salida, temiendo que se tratara de una broma, y que lo
detuvieran en cuanto intentara irse.
Pero ninguno de los milicianos hizo gesto de moverse.
Cuando estuvo en el umbral, medio afuera, les gritó:
—Que la paz sea con vosotros —y luego le dio la espalda y echó a correr.
Corrió un buen trozo, hacia la calle que llevaba a su casa, aunque nadie lo
persiguió. Tenía prisa por darle aquellos panes a su madre y verla sonreír...
Los extranjeros llegaron después, muchos. Kualid los veía pasar por las
calles de la ciudad, que poco a poco iban reanimándose, metidos en sus
vehículos blindados del mismo color que la arena.
Columnas de blindados se abrían paso entre la muchedumbre que había
vuelto a las calles.
También sus ropas tenían el color de la arena, y también el casco que
llevaban sobre la cabeza. Había visto pocas caras porque a menudo su boca
estaba cubierta por un pañuelo y los ojos escondidos detrás de gafas oscuras.
En ocasiones los hombres de arena bajaban de sus vehículos acorazados y
caminaban agrupados por algún tramo de calle, agarrados a sus fusiles, pero no
se alejaban nunca mucho de sus casas de acero. La gente les abría paso pero al
mismo tiempo parecían no verlos, no les hablaban, no se detenían a observarlos.
Al principio a Kualid le despertaban una terrible curiosidad pero, emulando el
comportamiento de los otros, nunca trataba de acercarse a ellos; los miraba a
hurtadillas, hasta que se acostumbró a su presencia y ya no les hizo caso. Por lo
demás, en los días que siguieron no faltaron las novedades en la ciudad.
Llegaron otros extranjeros, estos sin el uniforme color arena, y entre ellos
también había alguna mujer con el rostro descubierto. Algunas hasta llevaban
pantalones.
Una mañana vio a un grupo de extranjeros que montaban un objeto macizo
con un tubo saliente sobre un trípode como el de las ametralladoras, pero más
pequeño y más estrecho. Por un instante, cuando apuntaron el tubo hacia un
grupito de mujeres cubiertas por el burka, Kualid temió que estuvieran a punto
de disparar con aquel arma nunca vista. Pero en cambio, a una seña del hombre
que estaba detrás del trípode, las mujeres se levantaron el velo del rostro y con
una mano empezaron a hacer la señal de la victoria. Luego, mientras el hombre
desmontaba el objeto del soporte, otro de los extranjeros les dijo algo a las

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mujeres, que se cubrieron enseguida la cara y se alejaron. Volvió a ver a más


extranjeros con aquella extraña cosa del tubo. Algunas veces la montaban en un
trípode, otras la llevaban colgado del hombro, apuntándola ahora aquí ahora
allá.
El centro de la ciudad se había convertido en un bullicio de tráfico, pero no
solo de bicicletas pesadas y de taxis amarillos rotos. Se había añadido un gran
número de pik-up flamantemente nuevos, que llevaban sobre las portezuelas los
símbolos y las siglas de las distintas agencias de las Naciones Unidas u
organizaciones no gubernamentales que habían llegado hasta allí desde un
montón de países lejanos. Reaparecieron los guardias municipales, con sus
largas barbas y los raídos uniformes grises, pero parecían extraviados en medio
de aquel caos, y superados por los atascos provocados por los puntos de control
militares colocados en los cruces y las rotondas.
Vista desde arriba, en cambio, Kabul parecía la de siempre, un caos de
sedimentos desmoronados alrededor de las montañas y esparcidos hasta llenar
el valle, el barreño, como lo llamaba Babrak. Y justo en Babrak estaba pensando
Kualid mientras miraba la ciudad allá abajo.
No había vuelto a acercarse a la tienda del calígrafo desde el día en que se
encontró a los muyahidines. No tanto por miedo, sino porque ya había
comprendido que el amigo no volvería, y que en la tienda no encontraría sino
un poco de melancolía.
El único motivo por el que le gustaría ir por última vez era la caja de los
dibujos. «Tal vez aún esté escondida allí, o quizás alguien la habrá encontrado
ya», pensaba. No obstante, aunque ya no estaban los talibanes, no se atrevía a
irla a buscar.
Pensando en la caja le volvió a la mente la cometa que Babrak le había
regalado, y que él mantenía escondida debajo de la pila de leña detrás de casa.
También aquella estaba en una caja.
De la pila quedaba solamente alguna rama seca, porque el resto había sido
quemado para cocinar y para calentarse cuando el queroseno se había acabado.
Kualid apartó las pocas ramas que todavía la cubrían y abrió la caja. Abrió el
trapo en el que la había envuelto para protegerla, y se encontró entre las manos
la cometa amarilla dorada, con los dos ojos redondos.
Atado a las varillas por una punta había un rollo de hilo fino.

Sí, ahora le parecía recordar haberse puesto a correr llevando el hilo entre los
dedos... Corrió por la explanada, hacia la carcasa del viejo tanque ruso...
Recordó incluso que la cometa no quería aprender a volar, y que se volvía sobre
sí misma, a un palmo del suelo, sacudiéndose como una paloma con las alas
rotas. ¿Por qué entonces ahora la veía allí arriba, delante de él?
Se notaba la boca seca y pastosa y las sienes le martilleaban.
Intentó frotarse los ojos, para enfocar mejor la imagen de la cometa y tratar

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de entender, pero tenía algo clavado en la parte interior del brazo que le
estorbaba los movimientos.
Sí, la cometa se sacudía, ¿pero qué había ocurrido después?
Quizás un relámpago, un relámpago cegador. Era lo único que creía
recordar, pero no estaba seguro. Era como si las imágenes de sus recuerdos
resbalaran en una habitación oscura, perdiendo forma y contornos, y asomarse
le provocara un dolor físico. Casi como el que, lacerante, sentía en la pierna
izquierda. La cometa amarilla con los ojos redondos que estaba mirando no se
movía, estaba quieta, inmóvil en la pared.
La pared, los dibujos, el hospital... Esforzándose por volver la mirada,
Kualid también vio las nubes, y luego los pájaros, todo con los ojos redondos.
Una mano le desordenó el pelo con una caricia. Se volvió y entrevió a una mujer
rubia que se inclinaba hacia él. Luego notó un pequeño escozor en el brazo, un
poco más intenso que la picadura de un insecto. Después no vio nada más, ni la
cometa amarilla ni las nubes con los ojos redondos ni la enfermera rubia que
apartó la sábana para comprobar la medicación del muñón de su pierna
izquierda, amputada por encima de la rodilla. Se durmió, hundiéndose en un
sueño pesado. Sin sueños.

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AGRADECIMIENTOS

A Cario Musso, que sin él no habría escrito este libro ni en sueños.


A Maya.
A todo el personal de Emergency, y en particular a su presidenta, Teresa
Sarti.

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