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Redes

ISSN: 0328-3186
[email protected]
Universidad Nacional de Quilmes
Argentina

Podgorny, Irina
LOS MEDIOS DE LA ARQUEOLOGÍA
Redes, vol. 14, núm. 28, -noviembre, 2008, pp. 97-111
Universidad Nacional de Quilmes
Buenos Aires, Argentina

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=90717083005

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s e c c i ó n t e m á t i c a

L os medios de la arqueología *

I rina P odgorny **

R esumen

En este trabajo se discute la asociación de la arqueología con la idea de “monu-


mento”. Para ello se presenta un esbozo de la historia del surgimiento del objeto
científico moderno como resultado de la conjunción de la anticuaria con las
prácticas de la ingeniería y la topografía. En ese marco se muestra cómo la
arqueología moderna reposa en la medialización de los objetos.

Palabras clave: medios técnicos – excavación – trabajo de campo.

La vasta difusión del uso metafórico del término “arqueología” para dar cuenta
de una concepción alternativa de la Historia vuelve significativa la pregunta por
las condiciones de constitución de la arqueología como ciencia. En la arqueología
del saber se describía un doble acceso al pasado a través de los documentos y
monumentos, en el que la “arqueología” habría tomado la vía de los monumen-
tos. En ese sentido, el uso metafórico de “arqueología”, según Michel Foucault,
es sinónimo del pasaje del documento al monumento. Foucault mismo, sin
embargo, en una de las pocas ocasiones en las que describe la disciplina, se refie-
re tan solo a una forma de la ciencia de la Antigüedad anterior al establecimien-
to de la arqueología: “Hubo un tiempo en que la arqueología, como disciplina
de los monumentos mudos, de los restos inertes, de los objetos sin contexto y de
las cosas dejadas por el pasado, tendía a la historia y no adquiría sentido sino por
la restitución de un discurso histórico: podría decirse, jugando un poco con las
palabras, que, en nuestros días, la historia tiende a la arqueología, a la descripción
intrínseca del monumento” (Foucault, 1969: 11).
Precisamente, esta oposición entre documento y monumento, es decir entre
una hermenéutica filológica y un análisis dirigido “a las cosas en sí”, como tam-
bién el giro hacia el monumento, que incluso pudo resultar innovador en el
marco del discurso histórico tradicional, ocultaron el fenómeno decisivo que

* Otra versión de este artículo fue publicada como “Medien der Archäologie” (Archiv für
Mediengeschichte, 3, Universidad de Weimar, 2003), en el marco de una beca de la Fundación
Alexander von Humboldt en el seminario de Estética del profesor Friedrich Kittler.
** conicet, Museo de La Plata.

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determinó el surgimiento de la arqueología como ciencia hacia fines del siglo xix:
las técnicas de excavación y su registro. Dichos procedimientos arqueológicos
dejaban atrás la mera colección de monumentos, sin que su objeto se hubiera
transformado no obstante en un documento. Antes bien, se trata de la mediali-
zación del monumento y de la generación de un objeto arqueológico en el propio
sentido del término. Este giro en los medios técnicos que funda la arqueología
como ciencia moderna en el siglo xix constituye el centro del presente trabajo.
Habré de dedicarme menos al espacio del museo y de la colección, investigado
en profundidad en las últimas décadas, cuanto a los procedimientos vinculados
al trabajo de campo para buscar dar cuenta de una historia de la arqueología que
no se refiera únicamente a una historia de las ideas, sino a las técnicas y medios
ligados a la producción de saber (cf. Coye, 1997; Lucas, 2001).

M onumentos y amateurs

En el presente, suele definirse a la arqueología como la ciencia que, a partir de la


excavación de restos materiales, investiga las culturas del pasado. Dicha relación
entre la excavación y la investigación de culturas antiguas y de los tiempos prehis-
tóricos tiene su propia historia. Mientras que los diccionarios de la actualidad
subrayan la “excavación” como método central de la arqueología, en el siglo xix la
disciplina era definida únicamente en relación con la interpretación de los monu-
mentos figurados. En efecto, desde las primeras décadas del siglo xix, la interpre-
tación de los “monuments figurés que les anciens de tous le pays nous ont laissés”
constituyó el objeto central de una nueva ciencia;1 ya en el año 1837, en los circui-
tos de habla alemana se debatía sobre la disciplina de “Alterthumskunde” (estudio
de la Antigüedad) a la que también se la denominaba usando el sustantivo griego
“Archäologie”, aunque se señalaba que “dicho sustantivo en tiempos recientes se ha
referido más bien a los estudios de lo antiguo y al arte”.2 En 1807, Friedrich August
Wolf había caracterizado el objeto de la “ciencia de la Antigüedad” (“Alterthums-
Wissenschaft”) como aquella ciencia dedicada a los griegos y romanos a la que le
servían de fuentes “los vestigios de los tiempos pretéritos, las obras antiguas, los
monumentos antiguos” (Wolf, 1986: 144 y 145). Según Wolf, había tres tipos de
vestigios (“Überresten”): las obras escritas (que ocupaban el primer rango y eran
tratadas como fuentes principales, base de todas las investigaciones filológicas y
1 Cf. Dictionnaires de l’Académie (1835) donde se refiere a la “science des monuments de
l’Antiquité”. Cf. Grell (1982).
2 Entrada “Alterthumskunde”, Rheinisches Conversations-Lexicon oder encyclopädisches
Handwörterbuch für gebildete Stände, herausgegeben von einer Gesellschaft rheinländischer
Gelehrten, Colonia, Louis Bruère, 1837, pp. 434-436.

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arqueológicas), las obras artísticas (artes plásticas y literatura) y, finalmente, los


restos de todo tipo “en donde la literatura y la técnica común aparecen más o
menos en la misma proporción. Corresponden a esta clase las piedras con inscrip-
ciones que se acercan más a los escritos que a los productos artísticos” (Wolf, 1986:
32-33). Esas tres clases de obras pueden ser analizadas como monumentos o testi-
monios de épocas pasadas en su valor histórico, pero también tratados como obje-
tos estéticamente bellos. Es decir, hacia el 1800, en Europa se usaban
denominaciones muy distintas para distintas disciplinas cuya delimitación no
resultaba clara. Con el término alemán “Althertumskunde” (“ciencia de la
Antigüedad”) se aludía a una mirada ordenadora sobre dicha totalidad, una suerte
de estadística del mundo antiguo, el inventario de todo lo que quedaba de la reli-
gión, la ciencia y el arte, de la vida política, ciudadana y doméstica.
La actividad del científico dedicado a la Antigüedad (a diferencia del mero
coleccionista de memorabilia) se modeló colectivamente a través de las distintas
tareas encaradas por la sociabilidad del mundo erudito, organizada esta última a
través de sociedades y redes de corresponsales. Consistía, sobre todo, en seleccio-
nar y coleccionar antigüedades a fin de darles difusión a través de descripciones
y dibujos. Cabe subrayar tres elementos: en primer lugar, el carácter visual del
estudio de la Antigüedad; en segundo lugar, la valoración de los monumentos
“parlantes” (monedas, inscripciones y actas) por encima de los monumentos
considerados “mudos”; finalmente, la confianza en los primeros, que en tanto
“monumentos de la verdad” constituían una suerte de garantía frente a la supers-
tición y el riesgo de la falsificación de fuentes históricas (Mora, 1998).3
En los debates en torno a las denominaciones y el objeto de las disciplinas
dedicadas a la Antigüedad se discutieron las distintas relaciones con la historia, la
filología, el arte y la praxis de los diletantes. En el año 1850, en Berlín se definía el
estudio de la arqueología como parte monumental de la filología general que “a
diferencia de las fuentes y objetos literarios, se basa en las obras monumentales y
las huellas de técnicas antiguas; abarcando tanto las obras de arte y arquitectura
como la exploración de los sitios y el conocimiento de las inscripciones”.4 En este
planteo tan seguro de sí, la arqueología se definía en relación con la filología a la
vez que trataba de diferenciarse de los métodos de los aficionados a la Antigüedad
que proveían los materiales y de los artistas y arquitectos que podían instruir sobre
cuestiones artísticas. La exploración de los sitios y la comparación de las obras de
arte, por otro lado, formaban parte del método arqueológico.

3 El concepto de “monumento” se vincula tanto con las fuentes documentales como con los
restos materiales del pasado; cf. Tortosa y Mora (1996).
4 “Wissenschaftliche Vereine. Beilage A. Archäologische Thesen”, Archäologischer Anzeiger. Zur
Archäologischen Zeitung, Jahrgang viii, 21.22, septiembre-octubre de 1850, p. 203.

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En este marco, los “monumentos” se obtenían sobre la base de diversas estra-


tegias y redes: hasta las primeras décadas del siglo xx, las personas que descubrían
los “monumentos” en el campo o in situ se diferenciaban de aquellos que las
describían y dibujaban. Como refería el boletín alemán Archäologische Anzeiger
de octubre de 1850, los aficionados a la Antigüedad (como los viajeros eruditos
o los observadores e investigadores que vivían cerca de ruinas) le brindaban al
arqueólogo materiales que este elaboraría sobre la base de la filología: “Esa
dependencia del arqueólogo de los aficionados a la Antigüedad y de los artistas,
que a menudo ha dado lugar a que se abuse de la calificación de arqueólogo para
diletantes anticuarios de todo tipo, pone al arqueólogo ante mayores dificultades
a la hora de obtener y evaluar su material en la medida en que hay un número
creciente de objetos de origen muy diverso y de valor artístico muy variable”.5 Y
en efecto, la producción de saber sobre la Antigüedad y la prehistoria a través de
“monumentos” –ya fueran “mudos” o “parlantes”– ocurría –y sigue ocurriendo–
en dos espacios muy diferentes: en el campo, donde se recolectan los objetos y se
fragmenta las ruinas o se las observa; y en el museo y la colección en donde se
reúnen y reordenan los objetos según diferentes criterios para estudiarlos, archi-
varlos o exponerlos. En el apartado que sigue, esbozaremos algunos episodios
ligados al vínculo que se establece entre los monumentos, el terreno y las prácti-
cas de un grupo de expertos que –en apariencia– poco se relacionan con la anti-
cuaria y la arqueología.

M onumentos e ingenieros

En el año 1746, Charles-Marie de La Condamine informaba a la Academia Real


de Ciencias de Berlín sobre los resultados de las mediciones de un monumento
inca que había realizado durante un viaje a las regiones ecuatoriales de Perú, en
un itinerario cubierto de ruinas. Su informe planteaba dos aspectos importantes
sobre el tipo de observación de las mismas. Por un lado, explicaba mediante el
uso de instrumentos de medición la divergencia que surgía entre las representa-
ciones literarias y visuales existentes y los planos, plantas y mediciones exactas
con las que él representaba las mismas ruinas (Podgorny, 2007). Por otro lado,
las ruinas eran parte del paisaje y del presente de los seres humanos que vivían en
sus inmediaciones y las usaban de cantera para obtener materiales para nuevos
edificios, una reutilización que también se daba en Europa.6

5 Ibid.
6 Cf. Mr. de la Condamine, “Mémoire sur quelques anciens monuments du Perou, du tems
des Incas”, Histoire de l’Académie Royale des Sciences et Belles Lettres, 1746, Berlin, 1748.

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En Guatemala y Perú, la Toscana o Andalucía, las ruinas del siglo xviii des-
pertaban el interés de los anticuarios, los comerciantes de antigüedades, los falsi-
ficadores, las asociaciones eruditas y el Estado (Mora, 1998). Mientras las ruinas
del pasado se usaban como materiales para la construcción y hacían su aparición
en el mercado como piezas de colección, paralelamente surgía el problema del
registro y de la transmisión de las ruinas enteras a través de planos, dibujos y
cortes (Podgorny, 2008b). La Condamine sabía que la posibilidad de hacerse una
idea acerca de “cómo habían sido los antiguos edificios” estaba determinada por
varios factores. Los más importantes eran los propios modelos culturales y arqui-
tectónicos así como la destrucción operada por el paso del tiempo. Según La
Condamine, el diseño de los planos de las ruinas que quedaban como testimonio
de las culturas desconocidas debía responder a las ruinas mismas y a los instru-
mentos de medición.
En esos mismos años, tuvieron lugar las excavaciones borbónicas de
Herculano, Pompeya y Estabia, iniciadas como investigaciones aisladas y que
solo paulatinamente fueron adoptando el carácter de un proyecto. Es por eso que
algunos investigadores las han caracterizado como el primer emprendimiento
arqueológico del mundo moderno, organizado y financiado por el Estado
(Rossignani, 1967; Alcina Franch, 1995). Su historia muestra, por el contrario,
una trayectoria menos planeada y mucho más azarosa: así, los ingenieros a cargo
de construir un nuevo palacio en Portici hallaron objetos antiguos mientras ins-
peccionaban el terreno, motivo de los primeros sondeos. En virtud de esos
hallazgos, en 1738 el rey de Nápoles, Carlo VII, ordenó a través de su secretario
de Estado que se continuara con las excavaciones de la “gruta o las ruinas del
antiguo templo” –cuya existencia habían confirmado los ingenieros Alcubierre y
Medrano– con el objetivo de encontrar “algunas esculturas, piezas de mármol o
piedras útiles”. La orden real exigía su extracción y encomendaba a Alcubierre la
dirección de las obras de excavación, indicándole que no perdiera tiempo con
excavaciones superfluas, que informara al rey sobre los objetos que potencial-
mente podían encontrarse en el sitio y sobre los hallazgos efectuados, además de
ordenarle retirarse de la obra si pareciere inútil (Fernández Murga, 1989).
Roque Joaquín de Alcubierre (Zaragoza, 1702-Nápoles, 1780) pertenecía al
cuerpo de ingenieros militares, organismo extremadamente jerárquico y discipli-
nado creado por Felipe V en 1711 (Capel, 1982). Capel y colaboradores (1988)
recuerdan que los ingenieros militares españoles eran convocados como técnicos
para tareas civiles y militares, y que los requisitos eran las siguientes destrezas y
conocimientos: dibujo, diseño de fachadas, plantas y cortes, aritmética y geome-
tría práctica. En la Academia de Barcelona, los ingenieros estudiaban aritmética
general, geometría práctica y especulativa, cálculo de superficies y volúmenes de
figuras y cuerpos planos, la teoría de la plancheta y la nivelación, el diseño de

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planos y cortes; recibían una formación que enfatizaba las matemáticas –como
formación teórica– o bien en el dibujo como saber práctico (Capel et al., 1988,
cap. 4). Los ingenieros Andrés de los Cobos y Juan Antonio de Medrano –de
quien dependía Alcubierre– se formaron en la primera de estas tradiciones.7
Las excavaciones dirigidas por Alcubierre pronto dieron resultados exitosos:
lo que se había creído en primera instancia un “templo” aislado, resultó ser parte
de las ruinas de una ciudad sepultada bajo veinte metros de lava volcánica, ocul-
ta bajo tierra en la ciudad de Resina; los conocimientos de los ingenieros milita-
res fueron imprescindibles para las excavaciones. “D. Rocco Alcubierre”, escribe
Matteo Zarilli en su réplica a Winckelmann en 1765, “nunca se ha vanagloriado
de ser un anticuario erudito. Profesa la arquitectura militar; y si fue escogido para
dirigir las excavaciones por su Majestad Católica, esta decisión se basó en su
capacidad de saber dirigir una excavación subterránea de modo seguro y de saber
levantar las plantas de los edificios que se fueran encontrando” (Zarilli, 2001:
147). Y en efecto, antes de comenzar las excavaciones, los ingenieros evaluaron,
a través de cálculos de costos y de la masa de tierra a remover, la posibilidad de
realizar una excavación a cielo abierto. Sin embargo, optaron por túneles subte-
rráneos ya que la obra a cielo abierto hubiera sido mucho más onerosa tanto en
términos de mano de obra como por las erogaciones que hubiera supuesto para
la Corona expropiar y destruir los campos en actividad.8 En lugar de una cante-
ra, la obra tomó, en cambio, la forma de una mina a través de cuyos túneles se
sacaban a la superficie los objetos y hallazgos. En ese sentido, dicha excavación
puede ser considerada una obra de ingeniería estatal, realizada por trabajadores y
prisioneros supervisados por un ingeniero militar. Las así llamadas “grutas” for-
maban una red de pasadizos subterráneos por debajo de la ciudad de Resina,
cuyos habitantes temían el derrumbe de sus casas y campos. Por esa razón, los
ingenieros no sólo tenían que medir el tamaño de las ruinas desde las galerías,
sino también calcular la cantidad de pilares necesarios para evitar el derrumbe de
la “mina”.
El trabajo en las galerías terminó dejando su impronta en la manera de visua-
lizar las ruinas y en el trabajo de los ingenieros. Alcubierre tuvo que medir el
tamaño de las mismas desde las galerías subterráneas con el compás y la brújula
puesto que no había espacio suficiente para usar la plancheta, el instrumento
favorito de los ingenieros prácticos (Fernández Murga, 1989). Los estrictos con-
troles de las excavaciones en las “cavernas” también regían el trabajo de los inge-
7 El rey de Nápoles Carlo VII era hijo de Felipe V. Medrano estuvo a cargo de los planos del
nuevo teatro San Carlo di Napoli, que se inauguró en 1737, un año antes del descubrimiento del
teatro de Herculano.
8 La excavación, la publicación y la organización del museo en Nápoles se financiaron con
distintos fondos de las finanzas de la corte napolitana (Represa Fernández, 1988: 47-8, nota 297).

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nieros, que tenían que entregar al secretario de Estado un informe semanal sobre
sus descubrimientos y hallazgos. Sin dudas, las críticas de los anticuarios, más
que dirigirse al método, se planteaban en relación al control de las excavaciones
y a las posibilidades de acceder a esta información regulada por las jerarquías del
cuerpo de ingenieros y los permisos reales (Grell, 1982: 94-102; Allroggen-
Bedel, 1986).
Represa Fernández (1987), Alroggen-Bedel (1983) y Parslow (1995) investiga-
ron el desarrollo de los métodos de excavación en Pompeya, Herculano y Estabia,
desde la búsqueda de antigüedades hasta el diseño de planos de las obras arquitec-
tónicas y la organización de las ciudades, basados en las prácticas de los ingenieros
militares Pierre Bardet (1742-1744), Karl Weber (1750-1763) y Francisco de La
Vega (1764-1797). Sin embargo –como destaca Mora (1998: 60)–, las excavacio-
nes borbónicas no pueden ser consideradas el punto de partida de un nuevo
método para la investigación de la Antigüedad y el pasado: y aunque dichas exca-
vaciones metódicas no determinaron la metodología de una nueva ciencia arqueo-
lógica, fue de decisiva importancia la relación que se estableció en dichas obras
entre la búsqueda de antigüedades y el uso de técnicas y métodos propios de los
ingenieros, arquitectos, topógrafos y técnicos en minería para llegar a los objetos
y a las ruinas.
En efecto, en el imperio español –tanto en Europa como en América–, los
ingenieros o los arquitectos militares con mucha frecuencia se encargaron de
inspeccionar las ruinas, o su tarea como directores de obra los llevó al hallazgo
fortuito de objetos antiguos (cf. Mora, 1998: 90). En las expediciones napoleó-
nicas a Egipto (1798-1801) fueron los ingenieros y los arquitectos quienes
midieron las ruinas con sus instrumentos y llevaron a cabo excavaciones metódi-
cas que, como los primeros trabajos de Bardet, Weber y De la Vega, terminaron
constituyendo un nuevo método de registro (Bourguet, 1998, 1999; Bret, 1999;
Forgeau, 1998; Pinault Sørensen, 1999). Como prueba la expedición francesa al
Peloponeso (1829-1831), donde arquitectos de la Académie des Beaux-Arts y
arqueólogos de la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres realizaron excava-
ciones en busca de objetos, estos métodos quedaron circunscriptos a personas y
espacios concretos (cf. Lucarelli, 1996). Por otro lado, en el trabajo de campo y
las excavaciones francesas en Olimpia, basadas en fuentes históricas, fueron
determinantes la “mirada del arquitecto” –es decir el interés en los materiales y
tipos de construcción, en los detalles arquitectónicos, en la representación de las
ruinas a través de números y planos– y las herramientas y los instrumentos de los
ingenieros-topógrafos, geómetras, dibujantes y anticuarios. El método de excava-
ción se limitaba –como siguió siendo el caso una década más tarde en Nínive y
Khorsabad y en la nueva disciplina de la Prehistoria– a la mera eliminación de
materia terrestre. La excavación, en este sentido, no deja de ser una actividad arte-

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sanal y técnica, con reglas que proceden del saber de los mineros o de los obreros
de canteras y de la construcción civil o militar (cf. Coye, 1997: 131).

M edios de la arqueología

Fue tan solo en la segunda mitad del siglo xix cuando la excavación, controlada
y efectuada por los mismos arqueólogos, se transformó en el método y la praxis
centrales de la arqueología. Las excavaciones de Pompeya dirigidas por Giuseppe
Fiorelli, las excavaciones alemanas en Olimpia (1875-1881), los trabajos de
Schliemann en Troya y Grecia,9 los de Flinders Petrie en Egipto, los de Augustus
Lane Fox/Pitt Rivers10 en Inglaterra y las excavaciones en las cavernas prehistó-
ricas de Francia transformaron el trabajo de campo y la excavación en el espacio
constitutivo de la labor arqueológica. Dicha tendencia se sistematizó con la
publicación de L’ archéologie sur le terrain de Paul Jobard en el año 1903, del
manual Methods and Aims of Archaeology de William Flinders Petrie en 1904 y
con la aparición del Manuel de recherches préhistoriques editado por la Societé
Préhistorique de France en 1906 (Coye, 1997).11 En su manual, Flinders Petrie
le asigna al arqueólogo la tarea de controlar con su presencia permanente la mar-
cha de la excavación.12 El trabajo de Petrie es un buen ejemplo de los distintos
métodos utilizados para investigar los monumentos del pasado en las últimas
décadas del siglo xix. Como hijo de un ingeniero agrimensor británico, Petrie
(1853-1942) aprendió de su padre el arte de la agrimensura topográfica. En
1881, comenzó a medir las pirámides egipcias con sus instrumentos. En aquella
época, la excavación, que Schliemann (1879) caracterizaba como “un arte que no
puede ser estudiado en las universidades”,13 para Petrie no constituía sino un
complemento de las mediciones. Veinte años después, en cambio, la excavación
se había transformado en el método central en sus investigaciones con las que

9 Para Schliemann, por ejemplo, la dependencia de la interpretación de las cosas a partir de los
textos era tal que allí donde no existieran tampoco podría existir la arqueología. CF. Meyer, 1958:
425, nota 84. En ese sentido no sorprende que la prehistoria fuera considerada una “discipline of
illiterates” (cf. Malina y Vašíček 1990: 48).
10 La inclusión de planos e información topográfica, así como el registro tridimensional de los
datos aparece en la obra de Augustus Lane Fox / Pitt Rivers Excavations in Cranborne Chase de fines
del siglo xix. Según Wheeler, la presentación tridimensional –la base de la excavación moderna– impli-
caba que cada objeto, gracias a su registro en los planos y plantas, podría virtualmente colocarse en el
lugar que ocupaba en el momento de su descubrimiento. Cf. Borden, 1991.
11 En 1890 A. Crépaux-Delmaire publicó Archéologie, guide pratique, géographique, historique
et chronologique à l’usage des fouilleurs archéologues et de l’enseignement public en Orléans.
12 Sobre la prehistoria, cf. Coye 1997: 131.
13 Carta de Schliemann a Sir A. (53), Londres 22 de agosto 1879, en Meyer, 1958: 81.

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contribuyó notablemente a sustentar la concepción de que la praxis arqueológica


implica la excavación. Sin embargo, la tarea de excavar no podía recaer única-
mente en los arquitectos, puesto que, como en el pasado, seguía siendo ejecutada
por los artesanos, obreros y ayudantes contratados para tal fin. La toma de notas
para protocolizar el avance de las excavaciones, es decir la destrucción del sitio
arqueológico, constituía la línea divisoria entre el saqueo y una actividad cientí-
fica. De esa manera, la excavación, que en términos científicos era más que una
mera labor manual, se transformó en un trabajo intelectual que ponía en relación
aquello que, al descubrirse, aparece como fragmentario. A diferencia de la con-
cepción de Schliemann, los métodos que Petrie publicó en su manual estaban
pensados como bases para la formación de los estudiantes de arqueología.14
Según Petrie (1904), la excavación científica perseguía dos objetivos princi-
pales: “I) obtener planos e información topográfica y 2) obtener antigüedades
transportables o portátiles”, una tarea que exigía “un entrenamiento de la mente
y de los sentidos en la ingeniería” así como la “combinación del académico y el
ingeniero, el lingüista y el físico-matemático” (Petrie, 1904: 3 y 33). De esa
manera, Petrie establece como base fundante de la arqueología moderna aquella
conexión del estudio de la Antigüedad con la ingeniería que se había dado de
manera casual en las excavaciones de Herculano. Así, la excavación científica se
transformó en una obra teórica y práctica que exigía la presencia y las capacidades
mentales del director (“Master”). El arqueólogo ideal, que según confiesa Petrie,
en realidad es de imposible existencia, debía dominar tanto los instrumentos de
medición, la trigonometría, las técnicas de reproducción (dibujo, moldeado,
fotografía), física y química general, historia, lenguas vivas y muertas, como a los
trabajadores; y debía estar dispuesto en todo momento a ejercer su responsabili-
dad: “Cada vez que se produzca un hallazgo, deben ser las manos del director
(“Master”) las que lo extraen del suelo; el pico y el cuchillo deben estar en sus
manos todos los días; y su permanente disposición al trabajo debería leerse en sus
manos, de uñas siempre cortas, y en su piel tosca y dura” (Petrie, 1904: 6-7). En
ese sentido, los trabajadores que ejecutaban las excavaciones no cuentan con la
capacidad de ver “lo arqueológico”; sólo el jefe –el “Master”- tiene “en su mente
una figura del sitio [...] un sitio que, lejos de existir en las capas invisibles de
tierra sólida, existe sólo en el papel” (Petrie, 1904: 19 y 174).15
Sin embargo, extraer antigüedades móviles significaba una competencia entre
el arqueólogo y el comerciante de antigüedades. Hacia fines del siglo xix, la

14 El manual de Petrie se tradujo al español por la Universidad Nacional de La Plata en 1907


(cf. Podgorny, 2008).
15 Para la relación entre registro en el papel y realidad de las cosas en la arqueología en la
Argentina, cf. Podgorny, 2005.

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praxis de la arqueología estaba signada por dicha competencia, que regulaba por
ejemplo los precios de las antigüedades y los costos de las excavaciones, y también
por los conflictos con el Estado. El campo no es un espacio cerrado y organizar
una excavación arqueológica significaba obtener el control sobre el terreno. En
ese sentido, el manual de Petrie establecía procedimientos para observar a los
trabajadores y su ámbito de acción: el uso de telescopios para mirar sin ser visto
o la determinación de indicios para reconocer espías. Uno de los problemas con-
sistía en que los hallazgos en vez de llegar a manos del arqueólogo, eran entrega-
dos por los trabajadores a los traficantes de antigüedades que ubicaban “espías”
en las excavaciones. Es por eso que Petrie proponía pagar a los trabajadores por
cada pieza hallada el mismo valor que en el mercado de antigüedades.
A su vez, el archivo de los materiales en otro registro no “natural” genera
nuevos procedimientos cuya consolidación y normalización habrán de determi-
nar la praxis de la arqueología en el siglo xx. En ese sentido, la excavación puede
ser caracterizada como un proceso de generación de datos arqueológicos a través
del cual cada resto hallado se transforma en un dato utilizable. El registro de la
procedencia original de los objetos se liga a su vez con dos problemas fundamen-
tales de la arqueología: la autenticidad del objeto y la autenticidad de la relación
que permita una determinación de las diacronías, sincronías y la edad relativa o
absoluta del objeto hallado. Es así como la arqueología se diferencia de la mera
extracción de objetos o colección de monumentos por parte de viajeros, investi-
gadores botánicos, aficionados o comisionados por instituciones científicas,
actividades basadas en instrucciones (cf. Riviale, 1996) que indicaban cómo
coleccionar, almacenar y transportar objetos. Por otra parte, la compra de piezas
aisladas o provenientes de colecciones era una práctica usual de los museos e
instituciones científicas del siglo xix. Es por eso que la indicación de registrar el
objeto en relación con la ubicación original y la exigencia de la presencia del
arqueólogo in situ constituyen un giro totalmente novedoso en la praxis arqueo-
lógica. Hacia fines del siglo xix, los métodos de registro del arqueólogo in situ se
transformaron en el criterio decisivo para diferenciar una excavación científica de
una comercial o aficionada. “El registro constituye la línea divisoria absoluta
entre el saqueo y el trabajo científico, entre el traficante y el académico. En la
arqueología, el crimen imperdonable consiste en destruir evidencia que nunca
podrá recuperarse; y todo descubrimiento destruye evidencia a menos que haya
habido un registro inteligente. Nuestros museos son espantosos cementerios de
evidencias asesinadas; se guardan allí los huesos descarnados de objetos carentes
de todo dato sobre la procedencia, la localidad, la antigüedad, datos que les
darían vida histórica y valor” (Petrie, 1904: 48). De esta manera, los aspectos
prácticos de la tarea de excavación y el registro –componentes fundamentales de
los saberes de la ingeniería– empezarán a determinar el trabajo arqueológico.

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Así y todo, las excavaciones y colecciones iniciadas por meros viajeros se


mantuvieron por varias décadas, cada vez más cuestionadas como no científicas.
Las dificultades surgían sobre todo cuando se hallaban objetos poco habituales o
extraordinarios, cuando se consideraba dudosa la autenticidad de la pieza, la
asignación de una capa o la relación de los objetos entre sí. Esos casos solían ser
resueltos con una suerte de “proceso judicial” en el que testigos autorizados –geó-
logos o arqueólogos– eran llevados al lugar de los hechos para evaluar el estado
de la situación. Fue así como se articularon dos modelos para determinar la
autenticidad y el contexto de las piezas halladas: por un lado, el registro de los
materiales in situ por la autoridad científica en el momento del hallazgo mismo,
por el otro la actuación in situ de autoridades y testigos después de producido el
hallazgo en un proceso entre burocrático y judicial (Podgorny y Politis, 2000).
En aquel marco, hacia el 1900 aparece el tema de la “destrucción” y conser-
vación de las ruinas y antigüedades como responsabilidad ética del arqueólogo
frente a la historia. Paralelamente a la historización y publicación de los métodos,
surge la crítica de la “destrucción en aras del arte y las inscripciones”: tanto Petrie
en Inglaterra como Lanciani (1967, 1994) en Roma acusan a los anticuarios de
destruir las ruinas. Por su parte, Flinders Petrie destacaba la relación necesaria
que se establece para el arqueólogo entre la “destrucción” y el registro y produc-
ción de saber: “La destrucción de saber que es necesaria para producir conoci-
miento se ve justificada si se obtienen así conocimientos más profundos y si esos
descubrimientos se registran de manera tal que no podrán ser perdidos de nuevo,
es decir si se confía la historia a una centena de ejemplares de libros en lugar de
muros sólidos y cementerios recónditos [...]. Por eso siempre tenemos que recor-
dar que en el trabajo arqueológico estamos removiendo aquello que para las
épocas futuras sería una prueba tan sólida como lo es para nosotros; y que con-
fiamos todo el conocimiento futuro al papel inflamable y a la buena voluntad de
las generaciones que nos sucederán” (Petrie, 1904: 175).
Fue en ese contexto cuando se acuñó la analogía entre la excavación arqueo-
lógica y la lectura de un libro del que solo existe un ejemplar cuyas páginas se
descomponen a medida que se leen sus líneas.16 Con esa imagen, se le adjudica
al excavador profesional el papel de destructor de un registro histórico único a la
vez que se lo compromete a reemplazarlo por un registro nuevo y de volverlo
reproducible a través de gráficos y diagramas, para compensar de esa manera la
imposibilidad de una segunda excavación del yacimiento arqueológico destruido.
A diferencia de lo que ocurría en época de La Condamine, hacia el 1900 había
cuatro causantes de la destrucción de las ruinas: el tiempo, los seres humanos, la
16 M. Wheeler popularizó esta idea en su “Archaeology from the Earth” (1954), traducido a
varios idiomas; A. Leroi-Gourhan –en el marco francoparlante– la venía utilizando desde la década
de 1930 (cf. Coye, 1997: 277).

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búsqueda sin método de objetos antiguos y, sobre todo, los arqueólogos mismos.
Si los arqueólogos no llevaban registro, a través de la excavación fragmentaban
precisamente las relaciones entre objetos y ruinas que permitían reconstruir el
pasado. Es por eso que el suelo aparecía como un mejor conservante para la
historia que los museos. Hacia el 1900, las obras de arte o los objetos aislados
comienzan a perder importancia para los arqueólogos frente a los sitios de los
hallazgos arqueológicos y de las relaciones espaciales entre todos los fragmentos
del pasado.17 Esa destrucción necesaria le confería un carácter único al momen-
to del hallazgo, de la observación y del registro: por primera y última vez, los
objetos aparecían ante la mirada del excavador en el lugar y del modo dado: “En
el momento en que el hecho aparece ante la mirada –un hecho que tal vez nunca
se vuelva a ver y que tal vez nunca tenga parangón– es necesario que el observa-
dor se asegure de todos los detalles, que verifique todo punto que sea de valor
novedoso y que lleve registro de todo con certeza y exactitud” (Petrie, 1904:
49-50). Es decir que se dejó de observar los hechos arqueológicos en su materia-
lidad monumental para considerarlos como datos frágiles y momentáneos de un
experimento irrepetible que incluso pone en cuestión el carácter científico de la
arqueología. Sin embargo, el registro minucioso tenía que garantizar precisamen-
te la repetición de esa observación única –la condición decisiva de su carácter
científico. Sin tal registro los hallazgos no eran más que “pruebas asesinadas”.
Lejos de una actividad mecánica, el registro se presentaba como una decisión: al
igual que en la observación se trataba de decidir qué elementos eran significativos
frente al todo de la realidad.
Las mediciones, los planos de la ubicación y las fotografías de los objetos in
situ eran pasos que garantizaban que la destrucción y posterior reconstrucción del
sitio del hallazgo no quedaran librados a la memoria del excavador, sino que fueran
transferidos a un soporte neutro que permitiera reproducir dichos datos sin el
individuo que los había registrado. Como subraya Petrie, esos requisitos técnicos
volvían necesario dotar a las excavaciones arqueológicas de personal especializado
e idóneo. La excavación y su registro representaban en sí complejas operaciones
en el espacio y en el tiempo, un dispositivo medial específico para investigar el
pasado. Es que el registro “natural” del sitio arqueológico traduce procesos tem-
porales en ordenamientos espaciales que el arqueólogo descubre como tales y a
los que intenta volver a transmitir un ordenamiento temporal. Según Petrie, los
hechos registrados no debían ser elaborados a través de palabras, sino de planos,
ilustraciones y “formas” con la posibilidad técnica de publicar las imágenes cien-
tíficas de manera tan barata y sencilla como las palabras (Petrie, 1904: 114),

17 En el marco de la prehistoria francesa, este tema se plantea en la década de 1920 (cf. Coye,
2007: 276-279).

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Petrie propuso que en las publicaciones los textos solo se usaran como explica-
ción de las ilustraciones. Los procedimientos gráficos reconfiguraban sobre papel
los fragmentos y elementos de las piezas halladas dando por resultado objetos que
nadie había visto nunca antes. En ese sentido, el objeto arqueológico constituye
un paperwork, un trabajo sobre papel que, como escribe Latour (1988), surge a
través de la operación de “dibujar juntos los objetos hasta entonces separados”
(“drawing things together”). Es por eso que el objeto arqueológico puede ser
denominado como un artefacto científico virtual: lo decisivo es que los artefactos
arqueológicos son objetos que no son hallados a través de los medios de la
arqueológica en tanto monumentos, sino que son generados en su carácter par-
ticular a través de dichos medios. De esta manera, pueden diferenciarse tres pasos
centrales del trabajo arqueológico moderno: excavar, registrar y representar como
procesos técnico-mediáticos con los que se aprehenden y registran fragmentos de
artefactos transformados en datos, que luego se elaboran a través de procesos
gráficos para finalmente construir los objetos arqueológicos virtuales que puedan
ser presentados como elementos de una exposición o como ilustraciones. Por lo
tanto, la constitución de objetos arqueológicos no es un producto de la observa-
ción, la colección y representación de monumentos, sino una intervención que
genera y destruye al monumento en su carácter único.
En suma, en la fase en que la arqueología se formó como disciplina científica,
hacia fines del siglo xix, se distanció tanto de la mera observación y colección de
monumentos por los aficionados como de la fijación filológica en los documentos.
Antes bien, se constituye sobre la base de procesos de ingeniería, como la excava-
ción y el registro. Dicha medialización de los monumentos constituye el núcleo de
la arqueología moderna: solo el registro completo en el momento de la excavación
salva al monumento de la desaparición.

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von Zabern.

Artículo recibido el 15 de diciembre de 2006.


Aceptado para su publicación el 1° de agosto de 2008.

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