Vida Cotidiana Primeros Cristianos - Hamman
Vida Cotidiana Primeros Cristianos - Hamman
Vida Cotidiana Primeros Cristianos - Hamman
LOS PRIMEROS
CRISTIANOS
ADALBERT G. HAMMAN
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PARTE PRIMERA
EL ENTORNO
Capítulo I
EL MARCO GEOGRAFICO
Capítulo II
Los viajeros
Las hostelerías
La hospitalidad
EL AMBIENTE SOCIAL
La procedencia social
Los oficios
Condiciones de la mujer
PARTE SEGUNDA
LA PRESENCIA EN EL MUNDO
Capítulo I
LA CONTAMINACIÓN DE LA FE
El método de la evangelización
Capítulo II
El asalto de la inteligencia
PARTE TERCERA
EL ROSTRO DE LA IGLESIA
Capítulo I
IGLESIAS E IGLESIA
Unidad y diversidad
El primado de Pedro
Capítulo II
La acogida en la comunidad
La viuda y el huérfano
Justino el filósofo
Capítulo III
RETRATOS DE FAMILIA
Justino el filósofo
PARTE CUARTA
EL HEROÍSMO DE LO COTIDIANO
Capítulo I
Capítulo II
La iniciación cristiana
Santidad y misericordia
CONCLUSIÓN
NOTA BIBLIOGRÁFICA
INTRODUCCIÓN
El historiador que explora una época tan alejada como el siglo II cristiano tiene
la impresión de penetrar en una cueva, deja la luz para meterse en la oscuridad.
Nada destaca, todo está rodeado de sombras. Hay que dejar que los ojos se
acostumbren, antes de explorar y de descubrir. El descubrimiento llega a base
de larga paciencia y la paciencia se convierte en un descubrimiento fascinante:
ver y hacer que vuelva a la vida lo que parecía definitivamente enterrado.
Además, se trata del período en el que se acaba lo que Renan llama «la
embriogénesis del cristianismo»1. En esa fecha, «el niño tiene todos sus
órganos; está desprendido de su madre; ahora ya vive su propia vida». La
muerte de Marco Aurelio, en el 180, señala en cierto modo el fin de la
Antigüedad que, todavía durante el siglo II, ha brillado con resplandor
incomparable, y el adormecimiento de un mundo nuevo.
En el siglo III la situación cambiará tanto para la Iglesia como para el Imperio.
Las comunidades cristianas, que ya son florecientes, dejarán impresionantes
vestigios. Es una época de grandes obras cristianas, de grandes figuras
cristianas, incluso de genios: Cartago, Alejandría son los lugares privilegiados
en esta floración.
Los cristianos llevan la misma vida cotidiana que las demás gentes de su
tiempo. Habitan las mismas ciudades, se pasean por los mismos jardines,
frecuentan los mismos lugares públicos —aunque se les encuentra menos en
las termas y en el teatro—, utilizan las mismas carreteras, son pasajeros en los
mismos navíos. Multiplican sus relaciones, siempre dispuestos a prestar un
servicio, ejerciendo todos los trabajos salvo los que no se armonizan con su fe.
Se casan como los demás, preferentemente con correligionarios, a fin de poder
compartir unas mismas preocupaciones de vida moral y de fidelidad recíproca.
Esta vida de todos los días, que compone la trama de la existencia cristiana,
apenas aflora en los historiadores, pues éstos están más atentos a los grandes
acontecimientos y a los grandes personajes.
Con respecto a las fuentes se planteó una cuestión: ¿Podemos utilizar los
escritos de Tertuliano y de Clemente de Alejandría, al menos los que
corresponden a los primeros años de la producción literaria de ambos? Estas
obras reflejan con frecuencia una situación más antigua, la que los autores
encontraron en el momento de su conversión. Los utilizaremos con discreción,
en la medida en que corroboran o precisan las informaciones que nos
proporcionan quienes les precedieron.
La lectura atenta de los autores del siglo II requiere tanta imaginación como
discernimiento para descubrir la vida de entonces y percibir los temblores de
esa vida, a la vez exaltante y frágil, que fue la del cristiano de aquel tiempo:
mostrar, ciertamente, pero no mostrar más que lo que hubo.
Y la vida diaria, tachonada por las fiestas o los ritos, permitirá percibir el
transcurso del tiempo. La conclusión surgirá sola: la fe ilumina y transfigura la
existencia cotidiana, como la lámpara de la que habla la carta de Pedro, «que
brilla en un lugar oscuro, hasta que apunte el día y que la Estrella de la mañana,
Cristo, se levante en los corazones» (2 Pdr., 1, 19).
_________________
LA VIDA COTIDIANA DE
PARTE PRIMERA
EL ENTORNO
Capítulo I
EL MARCO GEOGRÁFICO
Han bastado un apóstol genial y una sola generación de hombres para recorrer
-en sentido inverso- los caminos abiertos por las legiones, para surcar todo el
Mediterráneo, para evangelizar Efeso, Filipos, Corinto, Atenas y llegar, más allá
de Roma, «a los límites de Occidente»2, que para cualquiera que quiera
entenderlo no pueden indicar más que España.
Esta religión nueva se va implantando con tanto vigor que llega a inquietar, en
el año 64, al emperador Nerón, y provoca la primera persecución, la que costó
la vida a Pedro, primer obispo de la Ciudad Eterna, y al apóstol de las naciones,
que fue decapitado fuera de la ciudad, en la vía Apia sin duda, en el año 67.
Sólo se ataca a lo que molesta y es una amenaza.
Tácito ha trazado en los Anales el cuadro patético de una ciudad asolada por el
incendio, en la que las acusaciones más infamantes eran lanzadas contra el
emperador megalómano. «Para silenciar este rumor, Nerón suscitó acusados e
infligió las torturas más refinadas a unos hombres, odiados a causa de sus
abominaciones, a quienes las gentes llamaban cristianos. Aquel de quien
provenía este nombre había sido, bajo el reino de Tiberio, entregado al suplicio
por el prefecto romano Poncio Pilato»3.
Poncio Pilato-Cristo: el Imperio se nos presenta como juez del Galileo, testigo
de su paso y de su acción. Llegará la hora, ya está sonando, en la que el mismo
poder romano reconocerá la victoria de Cristo. Tácito confiesa la expansión de
lo que él llama «execrable superstición», no solamente en Judea, en donde ha
brotado, sino hasta en Roma. La redada de la policía recogió a «una multitud
considerable», que fue sacrificada, según expresión del historiador romano,
hábil en el empleo de la elipsis, «no por interés general, sino por la crueldad de
una sola persona». Los que se escurrieron entre las mallas tomaron el relevo.
Esta sucesión refleja bastante bien la extensión del cristianismo a lo largo de los
dos primeros siglos. Asia está representada por un solo titular, los griegos
forman una tercera parte de la lista.
La primera iglesia de Roma es tan poco latina como es posible serlo. Los
cristianos de allí hablan el griego. Sirios, asiáticos, griegos apátridas han
acogido en Roma con fervor el mensaje del Evangelio. Son ellos quienes
forman el primer núcleo. Tras ellos siguen los autóctonos y los africanos.
Antioquía es una ciudad bulliciosa, animada día y noche, en la que los hombres
de negocios gustan de encontrarse para establecer relaciones fructíferas y
comerciar. Ciudad magnífica, una de las más bellas del Imperio con sus calles
enlosadas, sus templos, sus pórticos... La comunidad cristiana, aumentada con
los tránsfugas de Jerusalén, esta formada principalmente por fieles de origen
pagano de donde, en el siglo II, saldrá el obispo Ignacio, una de las nobles
figuras de su tiempo. Y la ruta de Antioquía a Roma, que va a tomar Ignacio,
muchos de sus compatriotas también la tomarán, tanto por tierra como por mar.
Son millares en la capital, lo cual hace decir a Juvenal: «el Oronte sirio ha
volcado sus aguas en el Tíber»11. Los sirios se extienden por todas partes, en
el valle del Po, en la Galia y hasta las orillas del Rin. Uno tiene una fonda en
Sicilia12, otro un comercio en Puzzuol13, donde Pablo encuentra ya
cristianos14.
Toda la costa oriental del Mediterráneo, desde Antioquía hasta Pérgamo, está
ya estructurada en «iglesias», que gravitan alrededor de Efeso y de Esmirna.
Esta era la provincia romana de «Asia y de Frigia», abierta al norte hacia el
Bósforo y Bizancio, y al sur hacia Siria.
Efeso ofrecía sus amplias atarazanas, que hacían de su puerto el mercado más
próspero de Asia15: importaba los vinos del mar Egeo y de Italia, exportaba la
madera y la cera del Ponto, la lana de Mileto y el azafrán de Cilicia. Ferias
comerciales y fiestas religiosas atraían a multitudes. En esta ciudad era
tradición una gran efervescencia espiritual. El templo de Artemisa abría sus
puertas al pueblo16. Los frigios veneraban a Cibeles, «la madre de los dioses»,
cuyo culto extendieron a través del Imperio hasta las orillas del Rin17, en todas
las ciudades donde había guarniciones romanas18.
Apenas muerto Juan Evangelista, Ignacio pasa por estas ciudades asiáticas.
Sus cartas dan testimonios de la vitalidad y de la avanzada organización que
poseían. A las iglesias de Efeso y de Esmirna, ya mencionadas, se añaden la
de Tralles y de Magnesia, ambas en la gran vía que lleva a Efeso.
La población del Asia Menor tenía una excepcional aptitud para el comercio y
para las disciplinas del espíritu. Esmirna es la capital indiscutible de la
«segunda sofística». Filostrato la compara con el caballete de la lira. El imperio
le ofrecía posibilidades inagotables. Vivos de espíritu, instruidos, elocuentes,
flexibles hasta el punto de saber adaptarse a todos los climas y a todas las
situaciones, los habitantes de Asia se abrieron rápidamente camino en la
sociedad cosmopolita de Roma. Los comerciantes de Italia no tenían más salida
que asociarse con los Levantinos o desaparecer. Se los encuentra por todas
partes en Roma y en Occidente, y en todas partes tienen abiertas sus tiendas.
Romanos y marselleses tenían que decir: vamos a comprar a los levantinos,
como en las islas Mauricio y en las islas de Reunión dicen «ir a los chinos»
refiriéndose a las tiendas de ultramarinos. Las inscripciones hacen referencia a
su presencia en Maguncia, en el país de los helvéticos y en Gran Bretaña23. En
el siglo II los encontramos en el valle del Ródano. Son verosímilmente
comerciantes originarios de Asia y de Frigia los que traen el Evangelio a Lyon,
al mismo tiempo que traen los productos de Oriente y la ciencia médica. Ellos
son quienes dan a la capital de las Galias su más ilustre obispo.
El Asia Menor es tierra generosa, donde los hombres son fácilmente crédulos y
exaltados; ella es la que proporciona bien pronto a la Iglesia preocupaciones
que ensombrecen el siglo II. En el burgo oscuro de Ardabau, en la frontera entre
Frigia y Misia, Montano, un recién convertido de espíritu exaltado, se puso un
día a llamar la atención a su alrededor, y después a grandes masas, con el
espectáculo de sus éxtasis: acabó tomándose a sí mismo como el Espíritu
Santo24. El movimiento montanista se extendió desde el Asia hasta Roma y
Cartago, donde lo encontraremos más adelante 25.
En Marsella se juntaban la ruta del norte y la vía marítima por la que afluían las
mercancías de Italia o de Oriente. Y en este puerto figuraban para la
exportación la cerámica, la lana, los jamones y los salchichones, que Varrón
elogia28, los quesos de Nimes y de Toulouse, el aceite y el vino de las orillas
del Ródano o de Beziers. Una vasija de barro hallada en Italia lleva la
inscripción: soy vino de Beziers y tengo cinco años29. Y Plinio reprocha a los
marselleses que le echan agua al vino que exportan30.
En el siglo II, Lyon no sólo es mercado para el comercio del trigo, del vino, de la
madera, sino que también es uno de los mayores centros de manufactura del
Imperio, y muchos de sus artículos han sido encontrados tanto en Germania
como en Inglaterra35. Inscripciones, esculturas, bajorrelieves del siglo II nos
permiten apreciar el papel que tuvo la ciudad tejedora de seda, ombligo de las
Galias36.
Junto con su comercio, los fenicios habían traído sus divinidades, contra las
cuales se había levantado muchas veces el Dios del Antiguo Testamento. En
Cartago, el Dios de los cristianos fue precedido por el Baal Hammón barbudo,
vestido con una larga túnica, coronado con una tiara, llevado sobre tres
esfinges46. Le estaba asociada Tanit: «gruesa, barbuda y con los párpados
caídos; parecía sonreír, con los brazos cruzados sobre su abultado vientre
pulido por los besos de las muchedumbres».
A través de todas las vicisitudes de su historia, Cartago conservó los lazos que
le unían a Oriente, por medio de los navíos que hacían escala en su puerto.
Escipión había destruido totalmente la ciudad; su suelo fue «execrado y rasado,
y los pastores vinieron con sus rebaños sobre las ruinas de la orgullosa ciudad.
Los Gracos, y después César, dando pruebas de hombres realistas,
reconstruyeron Cartago, a la que Augusto devolvió el lustre de antaño.
Roma, y más tarde los númidas, pusieron en explotación esas tierras tan ricas
para el cultivo del trigo. A partir del siglo II, los Antoninos amplían la red viaria,
construyen monumentos de cuya importancia son testigos todavía las ruinas del
acueducto, las termas y el anfiteatro, de incomparable belleza y cuyos vestigios
bastan para estimar hoy día sus dimensiones y su suntuosidad48.
Ningún texto, ningún vestigio, ninguna alusión literaria hace referencia a los
orígenes cristianos en Cartago52. Tertuliano, próximo todavía a los
acontecimientos, no habla jamás de ellos. Agustín53, en el siglo IV, se contenta
con afirmar varias veces que el Evangelio llegó como el fundador de la ciudad,
del Oriente. Son numerosos los logros arquitectónicos y culturales que unen la
iglesia africana con la iglesia oriental54. Tertuliano, que habría podido ser una
figura tanto de la literatura griega como de la latina, es traducido tan pronto
como publica55. La influencia de Oriente en la liturgia africana nos permite
llegar a la conclusión de que ésta dependía de aquélla. La arquitectura religiosa
de Africa acusa un parenteso claro con la de Oriente, particularmente con la de
Siria56.
Aún concediéndole una buena parte de retórica, no hay que olvidar que el
concilio de Africa, convocado por Agripino, sin duda hacia el año 120 o quizás
antes, reunió a setenta obispos. Por una especie de contragolpe, el Africa
romanizada, hacia fines del siglo II, había conquistado a su vencedor. El Obispo
de Roma Víctor y el emperador Septimio Severo son ambos africanos de
origen.
Los judíos eran tan numerosos en Alejandría como hoy en Nueva York. Su
riqueza -y también se decía que la usura que practicaban- provocaba frecuentes
disturbios, que se repetían cada siglo, y a los que, en el siglo V, el obispo Cirilo
tratará de poner remedio. Cuando aparece el Evangelio, los judíos están en
plena prosperidad y ocupan dos barrios de la ciudad, particularmente el barrrio
del Delta71 . Sus relaciones con Palestina son frecuentes, gracias a las
peregrinaciones a Jerusalén. Es posible que entre ellos se pudieran encontrar
algunos de los que se opusieron a Esteban72.
Es muy posible que Apolo, al que se refiere la primera carta a los Corintios, se
convirtiera en Egipto, su país, como afirma uno de los más autorizados testigos
del texto76. Los primeros vestigios seguros nos los proporcionan unos
fragmentos del Evangelio, que se remontan a los comienzos del siglo II 77. Las
páginas cristianas más antiguas que poseemos están escritas en griego. Las
traducciones de la Biblia (empezando por el Nuevo Testamento y los Salmos)
en lengua copta, hechas sin duda en Hemópolis la grande, aparecen en el siglo
III y atestiguan que el Evangelio ya había penetrado hasta el interior del país,
cuatrocientos kilómetros arriba del Nilo. El centro de partida es Hemópolis, lo
cual puede dar razón de la leyenda que sitúa allí a la Sagrada Familia cuando la
persecución de Herodes78. Allí hay ya un obispo, lo más tarde en el año 150,
cuyo nombre es Colón79.
Parece que el obispo Demetrio ordenó a los tres primeros obispos que dirigieron
las comunidades de Antinoe, Neucrates y Ptolomea, ciudades de Egipto ya
helenizadas84. Otras veinte iglesias son atribuidas a su sucesor Heraclas. Si
creemos a Eusebio, cristianos de Egipto y de toda la Tebaida, la parte
meridional del país, fueron martirizados en el año 202 en Alejandría, lo cual nos
permite concluir que el cristianismo se extendió por el valle del Nilo a lo largo
del siglo II 85.
Por otra parte, debemos señalar la penetración cristiana en Asia oriental, que
incluye el país del Eufrates y del Tigris (el Irak actual). Entre ambos ríos, Edesa
(en el lugar que hoy ocupa la ciudad turca Urfa), era la capital de un pequeño
Estado independiente, el Osroene, incrustado entre Roma y los partos86. Su
situación geográfica hacía de este Estado un inmenso mercado de las
caravanas de Oriente, lo cual abrió Edesa a las influencias y a las invasiones
tanto del Este como del Oeste. Por lo demás, el hecho de que estuviera próximo
a Harán, donde Abraham había estado establecido, había aumentado su
prestigio.
Trajano conquistó Osroene el año 114, que es la época que nos interesa. El
país recobró su independencia a cambio de sus halagos a Roma. El comercio
de la seda había atraído desde largo tiempo a gran cantidad de judíos, que
posiblemente fueron jalones en la evangelización. Incluso se encontraban allí
algunos que fueron testigos en Jerusalén de Pentecostés y de la primera
predicación de Pedro87. Se presume que el apóstol de ese país fue Addai, muy
posiblemente de origen judío88. Eusebio recoge la leyenda según la cual el rey
Abgar había escrito una carta a Jesucristo y el apóstol Tadeo había venido a
evangelizar el país89.
Es cierto que al final del siglo II Edesa es evangelizada y posee una iglesia que
podría ser parecida a la de Doura94. Durante la controversia pascual, hacia el
año 190, «obispos de Osroene y de las ciudades del país»95, toman parte en
ella e intervienen en Roma. Incluso nos ha llegado el nombre del obispo Palut,
ordenado por Serapión de Antioquía96. Aggai, que seguramente fue un
sucesor, murió mártir97.
Tenemos que buscar la cuna de Taciano al este del Tigris. Probablemente sus
padres hablaban el siríaco. Desde esos confines del mundo, el afán de saber lo
llevó, como a tantos otros, a través de Grecia hasta Roma, donde se convirtió y
se hizo discípulo de Justino el Filósofo, que tenía allí una escuela. Después de
la muerte de su maestro, escribió su Discurso a los Griegos, volvió al país de
sus abuelos y redactó una Armonía de los cuatro Evangelios, el Diatessaron,
que estuvo durante mucho tiempo en boga en la Iglesia siríaca y del que se
encontró un fragmento en 1933, en Doura Europos, a orillas del Eufrates.
Otro escritor de Edesa, Bardesán, nacido el año 156, amigo de la infancia del
rey Abgar IX, fue uno de los primeros poetas que compusieron himnos litúrgicos
en siríaco. Parece que intentó construir, en ese punto de confluencia de culturas
y de pueblos, una síntesis de la ley cristiana y de la ciencia100. Ya desde
finales del siglo II Edesa aparece como una hoguera de intensa vitalidad literaria
e intelectual, donde se forjó la lengua siríaca cristiana y el lugar de partida de la
penetración cristiana hacia el este de Asia, a Armenia y a Persia.
Apenas dos siglos bastaron para que los herederos espirituales del «nuevo
Israel», del que habla San Pablo, traigan la luz del Evangelio a la tierra de su
lejano antecesor, cuya promesa hizo temblar en otro tiempo a Abraham.
Adalbert G. Hamman
La vida cotidiana de los primeros cristianos
Edic. Palabra. Madrid 1986, págs. 11-28
NOTAS
21 EusEBio, Historia eclesiástica, IV, 26, 3. Citaremos este libro Hist. ecl.
29. CIL, XV, 4542; cfr. 4543. Ver M. CLAVEL, Béziers et son territoire dans
l'Antiquité, París 1970, pp. 318-319.
33. CIL, XII, 489. Ver también art. Marseille en DACL, X, 2247.
34. 2 Tim 4, 8-11. Las opiniones sobre este tema están divididas. Ver la
documentación y la opinión favorable en E. GRIFFE, La Gaule chrétienne,
p. 17, nn. 6 y 7.
43. Ibid., 1, 10, 2. Autores como Harnack (Mission..., pp. 881-883) piensan
que Ireneo pudo instituir otros obispos en Galia y en los territorios
renanos, apoyándose en Adv. haer, I, 10, 2, donde se habla de las
«iglesias» de Germania. En general no son seguidos en este punto.
46. Según CH-A. JULIEN, Histoire de l'Afrique du Nord, 28 ed; puesta al día
por Ch. Courtois, París 1951, p. 88. Se encontrará en esta obra
particularmente una bibliografía exhaustiva hasta 1950. Para «Africa
romana» ver también el estudio de E. ALBERTINI, puesto al día por L.
Leschi, Argel 1950. Mapa y grabados.
47
Apol., 9, 2.
48
ESTRABÓN. Geografía, 832, XVII, 3, 14.
49
Ibidem.
50 Cfr. el elogio a Cartago, en Florides, sobre todo III, 16, IV, 18.
54 Baste con citar: el símbolo de la fe (F. J. BADCOCK, RB, 45, 1933, p. 3):
el bautismo de los herejes, carta de Firmiliano, entre las de Cipriano, 75,
PL 3, 1154: la liturgia de las estaciones (ver H. LECLERCO, art. Carthage,
en DACL, II, 2206). Esta cuestión merecería una seria monografía. Para la
arquitectura, ver art. Afrika, RAC, I, p. 175.
57 CIL, VIII, 7150, 7155, 8423, 8499. Sobre las colonias judías, leer P.
MONCEAUX, Les Colonies juives en Afrique romaine, en Revue des
études juives, 1902, p. 1.
58
A. DELATTRE, Gamart. Lyon 1895. Para Hadrumeto, A. F. LEYRAL'D, Les
Catacombes africaines: Susse-Hadrumeto, Argel, 1922.
M. Saumagne me afirmó, en la primavera de 1971, haber visto signos
cristianos en las catacumbas cuando se descubrieron. El P. Ferron es
mucho más reservado y se inclina a negarlo. Ver, por ejemplo, J. FERRON,
Epigraphie juive, en Cahiers de Byrsa, VI, 1956, pp. 99-102.
59
Apol., 7,3; Ad nation., 1 14.
61 Adv. Jud., 7.
72 Hech 6, 9.
73
Desde el año 100 circula entre los herejes un apócrifo de Juan, el
Evangelio de los Egipcios, que San Ireneo conoció y utilizó. G. BARDY,
Pour 1'histoire de l'école d'Alexandrie, «Viere et Penser», 1942, p. 84, n. 2.
93 AMBROSIO, In Ps., 45: PL 14, 1143; JERÓNIMO, ep. 59, 5: PL 22, 589.
GREGORIO NACIANCENO, Or. 33: PG 36, 228.
99. Orat, 42. Para Taciano ver M. ELZE, Tatian und seine Theologie,
Gotinga 1960 (bibliografía).
PARTE PRIMERA
EL ENTORNO
Capítulo II
«La presencia de Roma dio la unidad al mundo. Todos los hombres deben
reconocer los servicios que Roma prestó a la humanidad, al facilitar sus
relaciones y permitiendo que disfrutaran todos de los beneficios de la paz»1. De
hecho, en el siglo II, el Imperio romano explota plenamente la victoria y conoce
una prosperidad jamás alcanzada. La pax romana no es un mito: a los cristianos
de la época les parece un don del cielo, y Arístides proclama, en su famosa
filípica «sobre Roma»: «El universo entero es una sola ciudad». La tierra y el
mar son seguros, las ciudades están en paz y son prósperas, las montañas y
los valles están cultivados, los mares surcados por navíos que transportan
productos del universo entero2. Se podía ir de Oriente a Occidente3, del Rin y
del Ródano al Eufrates y al Tigris sin abandonar tierra romana.
Los viajes
Existen mapas de carreteras para los viajeros, con indicación de las estaciones
o postas, la distancia, los lugares donde se podía pasar la noche. En unas
excavaciones se encontraron en Vicarello, cerca del lago Bracciano, en Italia,
muy concurrido por las cualidades de sus aguas, tres vasos de plata en forma
de columnas miliares con el itinerario completo de Gades (Cádiz) a Roma.
Provienen de españoles que fueron a someterse a una cura de aguas6.
También existe otra guía, el Itinerario de Antonino, que es de tiempos de
Diocleciano.
La principal ruta romana era el Mediterráneo, que bañaba todas las provincias
de Oriente a Occidente, las unía, las acercaba, facilitaba los intercambios y las
relaciones. Es acertada la frase de un historiador: «El Mediterráneo, son rutas7.
Rutas que unen la tierra a la islas, las islas a la tierra, Asia a Grecia, Egipto a
Africa y a Italia. Las rutas marítimas crean puertos y condicionan la navegación;
los barcos encuentran a lo largo de estas rutas avituallamiento y seguridad; y
durante la estación de invierno, cuando los viajes eran imposibles, encuentran
tranquila espera. Por eso no es de extrañar que una isla tan frecuentada como
Chipre fuera cristiana muy pronto. Lo mismo ocurre con Creta: el Evangelio le
fue llevado ya en el siglo II por los barcos procedentes de Siria o de Asia, que
invernaban allí. Los pasajeros cristianos, como Pablo en otro tiempo, se
dedicaban durante esa estación muerta, es decir, durante cuatro meses de
invierno, desde el 10 de noviembre al 10 de marzo9, a anunciar el Evangelio.
Los barcos de cabotaje, de forma redondeada, no tenían más que una veintena
de remos, manejados por libertos u hombres libres y que servían para colocar al
navío a favor del viento, pero nunca para impulsarlo10. El barco romano era
bajo de borda, sin puente, con travesaños o pasarelas11; a veces tenían unos
refugios sucintos en proa o en popa. Por lo general son centenares los viajeros
que no encuentran un resguardo durante la travesía.
En el Mediterráneo se navega frecuentemente durante la noche, cuando se
levanta el viento, a la luz de las estrellas12, en la costa occidental de Italia, de
Puzzuol a Ostia, pero también en las orillas de Grecia. A falta de gobernalle, el
timonel guía al barco sirviéndose de un simple canalete13; evita el mar abierto y
navega con la costa a la vista.
El Isis, gran cargo de trigo que circulaba entre Alejandría y Roma en la época
de los Antoninos, llevaba 1.146 toneladas de cereales, más que una fragata del
siglo XVIII 14. El barco en que viajaba Pablo llevaba 276 pasajeros. El
historiador Josefo se embarcó para Roma con 600 personas a bordo15. Se
juntaba en los barcos una población cosmopolita; en ellos se mezclaban sirios y
asiáticos, egipcios y griegos, cantantes y filósofos, comerciantes y peregrinos,
soldados, esclavos, simples turistas. Todas las creencias, todos los cultos, toda
clase de clero iban codo con codo. Era una verdadera ganga para el cristiano
anunciar el Evangelio como lo había hecho el apóstol Pablo, modelo de viajero
cristiano.
Los barcos eran igual de rápidos que los de comienzos del siglo pasado,
cuando Chateaubriand tardó cincuenta días en ir de Alejandría a Túnez y
Lamartine tardó doce de Marsella a Malta16. La velocidad estaba en función del
viento: si era favorable, hacían falta cinco días de Corinto a Puzzuol 17, doce de
Nápoles a Alejandría18, cinco de Narbona a Africa19. Catón tardó menos de
tres días en ir de Roma a Africa20. A esa velocidad, habría tardado dieciocho
días de Liverpool a Nueva York, sin embargo, Benjamín Franklin, tardó cuarenta
y dos días en 1775. Según leemos en un papiro, una travesía de Alejandría a
Roma duró cuarenta y cinco días. Todo dependía de las condiciones
atmosféricas y del número de escalas. Estas eran treinta y seis de Alejandría a
Antioquía, dieciséis de Alejandría a Cesarea21. Para regresar de Asia a Roma,
Cicerón se embarcó en Efeso un 1 ° de octubre y llegó a la Ciudad Eterna el 29
de noviembre, después de dos meses de viaje22. Es cierto que, en este caso, la
estación estaba ya avanzada y no era favorable. Hay que atribuir sin duda al
reciente invento de la gavia las velocidades récord que cita Plinio23. El lino del
que se hicieron las velas acortó la distancia y acercó las tierras.
Las escalas de simple fondeo y las estancias de largo invierno eran ocasión
para que los viajeros se pusieran en contacto con sus compatriotas en el puerto
o para hacer nuevos conocimientos. El temperamento comunicativo de los
orientales, con frecuencia apoyado en la profesión o en el negocio, el uso
universal de la lengua griega, que era comprendida desde Alejandría a Lyon en
todas las ciudades que tenían puerto, facilitaron la progresión del Evangelio.
El viaje por tierra era menos cómodo, normalmente menos rápido; lejos de las
grandes arterias y en las regiones montañosas, menos seguro. Ciertas
regiones, como Córcega y Cerdeña, tenían fama por sus partidas de
bandidos24. Las gentes modestas viajaban a pie, con los vestidos remangados
y con un mínimo de bagaje, protegidos de la lluvia por un abrigo; otros, viajaban
a lomo de mula o de caballo. El peatón hacía etapas de unos treinta kilómetros
al día25.
El carruaje tirado por dos caballos era el transporte más cómodo. Como no
existía el ronzal, la tracción animal perdía eficacia26. El carruaje pesado de
cuatro ruedas, de origen galo, tirado por ocho o diez caballos o mulos,
transportaba una buena cantidad de viajeros y de bagajes27. Las
prescripciones imperiales limitaban la carga de viajeros de 200 a 330 kilos, y la
carga en transporte pesado a un máximo de 500 kilos. En todos los puestos de
relevo se encontraban muleteros o animales de carga, alquiladores de carruajes
organizados en corporaciones.
Los viajeros
En esa época más que en ningún otro momento de la historia, el viaje era
condición indispensable de toda la vida comercial: una inscripción nos hace
saber que un hombre de negocios de Hierápolis, en Frigia, la ciudad de Papías,
vino setenta y dos veces a Roma28; hazaña impresionante incluso para quien
hoy viaja en avión.
Había otros que viajaban para satisfacer su curiosidad o para ampliar su cultura.
Los estudiantes frecuentaban las escuelas o los maestros célebres de Atenas,
de Alejandría, de Roma, de Marsella o de Lyon. En Atenas, los estudiantes eran
tan numerosos que la pureza de la lengua griega peligraba32. La curiosidad de
espíritu y la viveza de la inteligencia se unen en los más nobles incitándoles a
buscar el saber, como fue el caso de Justino; a otros los mueve la sola ambición
-más pragmática- de hacerse maestro de retórica, sofista o médico, comediante
o escultor33. No hay fronteras para el saber. El Imperio a todos concede visado
para adquirir conocimientos.
Las grandes fiestas religiosas, los juegos de Roma o de Olimpia, los misterios
de Eleusis y los centros de medicina como Pérgamo atraen a la muchedumbre y
a los artistas. Los judíos movilizan barcos enteros (ya existía el sistema de los
«charters») para celebrar la Pascua en Jerusalén34. Finalmente, algunos viajan
por placer, y hay peregrinos que son, sobre todo, «turistas»35. Plinio36, señala
un detalle que hoy todavía es actual: «Nuestros compatriotas recorren el mundo
y desconocen su propio país».
También los cristianos, ya en el siglo II, van a Palestina, para hacer sus
peregrinaciones. Melitón llega desde Asia Menor, Alejandro desde Capadocia
(Turquía actual), Pionios desde Esmirna. Un siglo más tarde los peregrinos se
multiplican. Eteria parte de Burdeos y recorre todo el Oriente bíblico.
Afortunadamente nos ha dejado el diario de su viaje37.
Las hostelerías 45
- ¡Patrón, la cuenta!
- Has bebido un sextarium de vino. (Al parecer esto no entra en la cuenta). Pan:
un as.
- De acuerdo
- La chica, ocho ases.
- También de acuerdo.
- ¡Vaya, sí que me cuesta caro este mulo!59. (Sobre los demás precios guarda
una prudente discrección).
Las tabernas tienen mala reputación. El derecho romano reconoce que en ellas
se practica la prostitución60, el dueño tiene fama de avaro, granuja, un poco
bribón y rufián; su mujer61 tiene fama de bruja; la criada, de ramera62. Al
dueño de la fonda se le reprocha que echa agua al vino y que sisa del heno de
los asnos63. Nada de higiene, poca honradez, mucha licencia; para alojarse
había que no ser ni muy exigente ni muy formalista.
Frecuentados sobre todo por gente de clase baja, cocheros, muleros, los
mesones y las hostelerías tenían una sólida reputación de suciedad, de ruido y
de incomodidad66. Bien que se notaban los inconvenientes de ser extranjero o
de no tener ni amigos ni conocidos. Todo esto explica la importancia que en la
Antigüedad, tanto pagana como judía y cristiana, se daba a la hospitalidad
privada y pública.
La hospitalidad
Hay que tener bien presentes las condiciones de viaje a las que nos hemos
referido, para comprender mejor las abundantes exhortaciones de las cartas
apostólicas67 y de los escritos cristianos, que insisten en la práctica de la
hospitalidad68. Toda la Antigüedad ha considerado que la hospitalidad tiene un
carácter en cierto modo sagrado. El extraño que atraviesa el umbral de la puerta
es una especie de enviado de los dioses o de Dios. Las ciudades, las
corporaciones, los miembros de las asociaciones practicaban el deber recíproco
de la hospitalidad69.
Queridísimo, tu conducta es la de un buen fiel en todo lo que haces con los que
están de paso, y éstos han dado testimonio de tu caridad públicamente en la
Iglesia; harás bien en ayudarles de una manera digna de Dios en sus viajes. Por
el Nombre es por lo que han emprendido viaje, sin recibir nada de los gentiles.
Nosotros debemos acoger a estas personas, a fin de colaborar con ellos en la
obra de la verdad.
Esto explica que los hermanos de Corinto, gran ciudad porteña, estuviesen un
poco hartos, y que Clemente78 los exhortara para animarlos; también explica la
gratitud de Ignacio de Antioquía por la acogida que le han dispensado en todas
partes. Melitón de Sardes, en el siglo II, compuso incluso un escrito, hoy
perdido, sobre la hospitalidad79. La disponibilidad con la que las comunidades
recibían a los hermanos que estaban de paso es algo que llena de admiración a
los mismos paganos. A este propósito, Arístides pudo escribir en su
Apología80: «Si ven a un extraño, lo acogen bajo su techo y se regocijan de
tenerlo con ellos, como si fuera un verdadero hermano». Mas para algunos
como Luciano, esta liberalidad cristiana es objeto de burla81.
Los más dignos de confianza eran los que llevaban una carta de recomendación
de la comunidad madre90. Había otros que se conformaban con ir en busca de
compatriotas o de correligionarios para pedirles ayuda. Es posible que existiera
una contraseña o algo por el estilo. Esto es lo que posiblemente insinúa la
Didaché, cuando dice: «el pasajero que se presenta a vosotros en el nombre del
Señor»91. Griegos y romanos intercambiaban una tessera hospitalis, es decir,
un objeto de diversas formas -un carnero o un pez del que cada cual poseía una
parte; al juntarlos, coincidían perfectamente92.
Cuando se trata de uno de esos caminantes modestos que viajan a pie de lugar
en lugar, la Didaché recomienda: «ayudadles lo mejor que podáis»93. La
acogida comprende asilo y subsistencia. Los griegos invitaban al huésped a una
sola comida el día de su llegada o al día siguiente. Si llega en el momento de
una comida de fiesta, es invitado inmediatamente 94. A mí personalmente me
sucedió esto recientemente en Myconos, donde fui invitado de manera
inesperada a un banquete de bodas. En Homero leemos que al viajero no se le
pregunta el nombre sino después de la comida que se le ha ofrecido95.
Una vez escrita la carta, se plegaba el papiro, se enrollaba y se ataba con una
cuerda cuyas extremidades eran selladas. La dirección se escribía en la cara
externa. Después de utilizada, la carta servía para que los niños hicieran
ejercicios de escritura por la cara que no estaba escrita, y a los mayores les
servía como papel borrador.
El concepto de carta era bastante elástico, pues iba del simple billete breve a la
composición literaria, del mensaje a la exhortación. Es difícil señalar una
frontera entre los diversos géneros. No hay más que ver la diferencia entre la
carta a los Romanos y la carta a Filemón. Algunas cartas se conservaron en los
archivos de las iglesias, como ocurrió en Corinto con las cartas recibidas y
enviadas102. Se hicieron colecciones de cartas103. Clemente de Roma conoció
ya una colección de cartas paulinas 104.
Además de las epístolas canónicas, las cartas cristianas son con frecuencia
mensajes de exhortación, especie de homilías que las comunidades
acostumbraban a leer durante la celebración eucarística, para la edificación de
todos. Las actas y las pasiones de los mártires forman parte de estos escritos y
su utilización en la liturgia es manifiesta.
Esto ofrecía a los falsarios una oportunidad demasiado buena, y las cartas
apócrifas empiezan a proliferar. Hasta los más callados de los Apóstoles se
sueltan de repente la lengua. Se inventa una correspondencia de catorce cartas
entre Pablo y Séneca107. Hasta se hace intervenir a Jesucristo mismo y se dice
que escribió una carta al rey Abgar108. A su vez, Poncio Pilato da testimonio de
la resurrección del Señor, en una carta dirigida a Claudio109. No es para
asombrarse en una época que cultiva lo maravilloso y en la que abundan las
«cartas venidas del cielo110. Luciano, el burlón, compuso una de ellas para
burlarse de la credulidad popular de su tiempo111.
Las cartas permiten a Roma informar y estar informada y, ya desde el año 97,
ejercer un papel moderador. La llegada de Pedro confiere al obispo de Roma
una autoridad cada vez más firme, sobre todo desde la carta que Clemente
envía a «la iglesia de Dios que se encuentra en Corinto112. Enterado de las
dificultades que atraviesa la comunidad, envía a ella tres emisarios, portadores
de una carta en la que toma postura con tacto pero con firmeza, como quien
quiere ser obedecido. Casi un siglo más tarde, Dionisio de Corinto nos dice que
aún se seguía leyendo esta carta en la reunión de los domingos113.
Esta correspondencia nos permite levantar la punta de un velo que nos oculta
una época de contornos difusos. Herejes y agnósticos emplean los mismos
procedimientos para divulgar sus doctrinas118.
Las siete cartas de san Ignacio a las comunidades asiáticas y a Roma son una
joya de la antigua literatura cristiana. Están llenas a rebosar y al mismo tiempo
son un testimonio, una exhortación y un himno al Señor. Una carta de Policarpo
«a la iglesia de Dios que se encuentra como extranjera en Filipos» nos ha sido
felizmente conservada119.
¿Cómo llegó la carta de Lyon hasta Efeso? Las postas imperiales, creadas por
Augusto124 y que duran hasta el final del Imperio, estaban reservadas a la
función pública. Eran como una especie de «valija diplomática». Para utilizar
este correo se necesitaba un diploma especial, llamado combina, marcado con
el sello del emperador. Los soldados utilizan la comunicación entre sus
guarniciones para enviar sus cartas. Es el caso de un joven egipcio, que lleno
de orgullo por su nuevo nombre romano, le escribe a su padre, y le envía su
retrato, que ha pagado con las tres primeras monedas de oro que ha cobrado:
la «fotografía» del militar pasa a ocupar un lugar destacado en el hogar
paterno125.
El medio más sencillo y más corriente para hacer llegar una carta a su
destinatario consistía en confiarla a un mensajero. Se podía contratar a un
mensajero a portes pagados o a portes compartidos. También se podían
solicitar los servicios de agentes de sociedades para enviar el correo. Existían
tabellarii privados, como sabemos por autores de esa época126; sabemos de
su existencia también por una incripción, entre otras, hallada en Puzzuol127, en
la Italia meridional, lo cual no tiene nada de extraño, puesto que era una ciudad
en la que se embarcaban gran cantidad de viajeros. Mediante una propina a la
salida y a la llegada, era fácil confiar una carta a un conocido, a un compatriota
o a un viajero comerciante. Un obsequio «al portador», cuando se recibía el
mensaje, era garantía del cumplimiento del encargo. Comerciantes llevaron las
cartas de Ignacio a las diversas iglesias128.
La carta de los hermanos de Lyon, debió de llegar primero a Roma, pues las
relaciones entre ambas ciudades eran frecuentes. Hacia esa misma época,
Ireneo se encuentra en la capital llevando una carta de la comunidad129. Desde
Roma, era fácil confiar la misiva a cualquier hermano o compatriota que se
embarcaba en Puzzuol o en Ostia camino de Efeso.
Adalbert G. Hamman
La vida cotidiana de los primeros cristianos
Edic. Palabra. Madrid 1986, págs. 29-45
........................
NOTAS
1
IRENEO, Adv. haer., IV, 30. 3. Sobre el mismo tema se puede ver lo que
dicen los contemporáneos paganos: PLINIO, Hist. nat., 14, 2; EPICTETO,
Dissert., III, 13, 9; ARÍSTIDES DE ESMIRNA, Eis Basileia, ed. Gebb, p. 66;
TERTULIANO, De anima, 30. Inscripción de Halicarnaso, en A. CAUSSE,
Essai sur le conflit du christianisme primitif et de la civilisation, París 1920,
p. 28.
35 Es el caso de un egipcio del siglo II, que visitaba las fuentes del Nilo,
cuya carta se conserva en el Museo Británico. Greek Papyri in the British
Museum, III, Londres, 1907, p. 206, n. 854.
41 Epitafio.
42 Acta Justini, 4.
44 De praescriptione, 30.
48 Orat., 27.
49 Ibidem.
52 CIL, XII, 4377. Ver las reservas de T. KLEBERG, op. Cit., pp. 66 y 72.
62 APULEYO, Metam., I, 7, 8.
64 TERTULIANO, De fuga, 13, CIL, IV, 3948. T. KLEBERG, op. Cit., pp. 111-
112.
66 Ps. VIRGILIO, Copa, 2; HORACIO, Ep., I, 14, 21; AusoNlo, Mosella, 124.
67 Rom 12, 13; 1 Tim 5, 10; Tit 1, 8; Hebr 6, 10; 13, 2; 1 Pdr 4, 9.
68 Ver entre otros, para nuestra época, HERMAS, Similitude, 9, 27; Prec. 8,
10. Ps. CLEMENTE, Hom., 9.
73 Josué, 2.
74 1 Clem., 10-12.
77 3 In 5-8.
78 1 Clem., 1, 1.
79
Hist. ecl., IV, 26, 2.
80
Apología, 15.
85 Acta Archelai, 4.
88 Didaché, 12, 5.
92 Didaché, 12, 1.
93 Ibid., 12, 2.
94
CH. LÉCRIVAIN, loc. Cit., p. 298.
95
Odisea, 9, 18.
96
R. MONTAIGNE, La Civilisation du désert, París, p. 87.
97
Did., 12, 5.
98
Ibid., 11, 1.
99
Hebr. 13, 22.
101 Ver H. LECLERQ, arts. Ostrakon y Papyrus, en DACL, XII, 70-112; 1370-
1520 (bibli.); A. DEISSMANN, Licht von Osten, Tubinga 1923, pp. 116-213;
J. SCHNEIDER, art. Brief, RAC, II, pp. 564-585 (bibliografía hasta 1954).
111 Ibidem.
118 Para Valentín, ver CLEMENTE DE ALEJANDRíA, Stromata, II, 8, 36; 20,
114; III, 7, 59.
121 Ver nuestro libro La Priére, t. II, pp. 96-104; 134-141; 268-269.
Capítulo III
EL AMBIENTE SOCIAL
La procedencia social
Una interpretación política del éxito del cristianismo pretende que se debe a una
«revancha» del proletariado sobre el Imperio capitalista. Hay que precaverse
contra una extrapolación tan tendenciosa y unos esquemas desmentidos por un
análisis más riguroso4. San Pablo convierte en Tesalónica al procónsul de
Chipre, Sergio Paulo5, y en Berea «a muchas mujeres nobles» 6. Los judíos
convertidos Aquila y Priscila poseen una casa en Roma y otra en Efeso; ambas
son lo suficientemente amplias para acoger en ellas a la iglesia local en el
triclinio o en el atrio7. Desde su origen la Iglesia convierte a personas
acomodadas, a veces con fortuna. En Corinto, el tesorero de la ciudad se suma
a la comunidad8.
Roma, abierta a todas las influencias, y a todas las escuelas ve cómo afluyen a
ella sofistas y filósofos. A mitad del siglo II Justino es el primer filósofo conocido
de la comunidad cristiana. Simple miembro de la iglesia local, funda una
escuela de filosofía cristiana cercana a las Termas de Timoteo, en casa de un
tal Martín24. Justino otorga derecho de ciudadanía al pensamiento cristiano y, a
los convertidos, el derecho a pensar. Gracias a él, pensadores como Taciano, el
Sirio, engrosan las filas de la Iglesia. Marción, un rico armador llegado a Roma
desde las orillas del mar Negro, atraído por la ebullición intelectual de la
comunidad se une a ella y le hace donación de 200.000 sextercios, que le serán
devueltos cuando él también se erige en fundador de una escuela y de una
iglesia rival25.
Los hermanos llegan desde los lugares más diversos y se instalan en los barrios
de la ciudad entre sus compatriotas, formando grupos nacionales 32, y todos
ellos entienden la lengua griega, que les mantiene unidos. Hablan esta lengua
más o menos correctamente, a juzgar por los textos que leemos en los epitafios.
Son simultáneas la lengua maltratada de un Apolonio, la ruda de un plebeyo
procedente del campo y el hablar incorrecto de un africano recién instalado en
Roma. Y la lengua griega es la que se utiliza en la liturgia hasta el siglo III,
cuando el latín se impone33".
Más que cualquier estadística hay un hecho que muestra hasta qué punto en la
comunidad romana se vive la fraternidad: dos obispos, con seguridad Pío y
Calixto, eran esclavos de origen. ¡Podemos imaginar a los nobles Cornelii,
Pomonii, Caecilii, recibiendo la bendición de un papa que todavía lleva el sello
de su antiguo amo! Esta es la revolución del Evangelio. Influye en las
estructuras sociales transformando el corazón de los hombres.
«De esta manera se abría el poema extraordinario del martirio cristiano, esa
epopeya del circo que durará doscientos cincuenta años, y de donde surgirá el
ennoblecimiento de la mujer y la rehabilitación del esclavo» 41; a partir de
entonces, los hombres eran juzgados por su fidelidad y por una cierta nobleza
moral, fruto del Evangelio, y no por sus orígenes.
Los datos que Tertuliano nos ha dejado sobre la comunidad de Cartago son
algo posteriores a los de Roma y Lyon. No obstante, nos permiten al menos
conocer el medio ambiente en el que el Evangelio es anunciado. Los mártires
de Scili son campesinos, granjeros o trabajadores rurales 42. Lo que impresiona
a Tertuliano de los cristianos de Cartago y lo que determina a este hombre de
leyes a unirse a ellos es el espectáculo de su caridad y de su unidad, cuya
descripción nos ha dejado en el Apologético43. Cartago es una comunidad muy
variada, en la que las personas con fortuna, o al menos las bien situadas
económicamente, son suficientemente numerosas para abastecer con
regularidad la caja común. «El depósito de la piedad» servía para asistir a los
hermanos pobres o perseguidos, especialmente, como dice Tertuliano, a los
huérfanos, a las muchachas que no tenían dote para casarse, a los sirvientes
que llegaban a la ancianidad, a los naufragados que siempre eran numerosos
en un puerto, a los confesores de la fe, a los condenados a trabajar en las
minas, a los encarcelados y a los desterrados.
Los oficios
En el siglo II, los fieles y la misma Iglesia buscan el modo de abrirse paso,
mezclándose lo más posible con la vida de los demás, ejerciendo los mismos
oficios que ellos, es decir, en una palabra: permaneciendo en el mismo trabajo
que se tenía antes de la conversión. Esta lo que cambia es el espíritu y no el
entretejido cotidiano de la vida:
«Banqueros, sed honrados». Esta exhortación, formulada por primera vez por
Clemente de Alejandría71, y que fue atribuida a San Pablo y a Jesucristo mismo,
introducida en la Constitución apostólica72, era una recomendación a la que se
hacía poco caso. Había cristianos a quienes viudas y rentistas confiaban sus
economías, incluso siendo clérigos —obispos o diáconos—, encargados de la
caja común, y que estuvieron convictos de aprovecharse sin reparos de la
generosidad de los hermanos73. La escalada del dinero, el ganarlo por todos los
medios, incluida la usura en la que «mojan» hasta los mismos obispos
africanos, va a acabar trágicamente por el perjurio de un gran número a la hora
de la persecución74.
En la época de Marco Aurelio, son numerosos los cristianos que sirven en las
legiones romanas, especialmente en la XII, establecida en Melitene (Turquía), y
en la III, establecida en Lambese (Africa del Norte). «Llenamos vuestros
campamentos»83, alardea Tertuliano, sin duda en cargos subalternos la mayor
parte; el ejército significaba la promoción de los modestos, para quienes el
cargo de centurión era como el bastón de mariscal, y la pensión de veterano
representaba la seguridad.
Es cierto que la Iglesia del siglo II procura apartar a los fieles de la profesión
militar, cuando no la prohibe. Es éste uno de los agravios que el patriota Celso 88
echa en cara a los cristianos: les dice que están zapando los fundamentos del
Imperio. «¿Qué ocurriría si todos hicieran lo mismo?: El emperador se
encontraría pronto solo y el Imperio quedaría a merced de los bárbaros». Pero
para Orígenes89 el emperador tiene más necesidad de cristianos que de
soldados.
El oficio de las armas no es más que un caso particular de un principio más
amplio. ¿Es que la situación del soldado es diferente de la de la Iglesia, que
vive en el mundo? ¿Cómo mantenerse en la vocación sin resentirse de las
contaminaciones y de los compromisos? ¿Está el cristiano condenado «a vivir
como un eremita o como un gimnosofista?» 90. Es curioso comprobar que
Tertuliano es quien se levanta contra una reclusión semejante. Tarde o
temprano, los cristianos mezclados en la vida del mundo se preguntarán cómo
conciliar la vida de las dos ciudades. Lo veremos pronto.
En el siglo II, filósofos y sofistas son adulados por las ciudades y los príncipes.
En la persona de Marco Aurelio, la filosofía dirige el Imperio. Cansados de una
religión sin poesía y sin alma, los romanos se dirigen desde hace mucho tiempo
hacia los maestros del pensamiento 91. La filosofía se convierte en una escuela
de espiritualidad y el filósofo se convierte en un director de conciencias y en un
maestro de vida interior. Muchos de entre ellos, como escribe Clemente de
Alejandría92 por experiencia, se acercan al cristianismo. Esta brusca invasión de
la «inteligentzia», en una Iglesia mal preparada para asimilarla, representa una
riqueza y un explosivo. Junto a un Justino, ¡cuántos filósofos mal convertidos
que ponen en peligro la ortodoxia!
Los filósofos como Justino, que se hacen cristianos, lejos de considerar que la
fe y la razón son incompatibles, alardean de llevar el manto de filósofo. La
búsqueda de la verdad los condujo al Evangelio 93, Platón es el pedagogo del
Logos94. La Iglesia otorga carta de nobleza a la corporación.
La simple moral excluía a los prostituidos de uno y otro sexo, y con mayor razón
a quienes negociaban con «el más antiguo oficio del mundo». Sin embargo,
llama la atención que en la Tradición apostólica102 se hable de ello
explícitamente como si no fuera así de por sí mismo. La sensibilidad de la
época no era la nuestra.
Desde los primeros momentos los cristianos excluyen todos los oficios que tiene
algo que ver con los cultos paganos, tales como la construcción o
embellecimiento de los templos, proveer a las ceremonias o proporcionar
ministros103. En este punto se produjo algún relajamiento: —«Hay que vivir»—,
lo cual explica la réplica de Tertuliano 104: «¡Tú adoras a los ídolos, puesto que
facilitas que sean adorados!». La indignación de un sacerdote de Cartago llega
al colmo cuando se entera de que un fabricante de ídolos ha sido promovido a
cargos eclesiásticos105
Para los cristianos ¿cómo vivir en una ciudad invadida por las divinidades? Era
inevitable el enfrentamiento.
Condición de la mujer
¿Es la Iglesia misógina? No sería difícil formar un dossier tanto para afirmarlo
como para negarlo. La realidad es más compleja. Por otra parte, no hay que
perder de vista que conocemos la antigüedad sólo a través de lo que han dichos
los hombres; las mujeres han estado mudas. Ciertamente juegan un papel
activo en las comunidades cristianas. Tanto en Oriente como en Roma, y tanto
en la Iglesia como en las sectas disidentes, mujeres, con frecuencia ricas de
fortuna, contribuyen a la expansión cristiana, hasta tal punto que podemos
preguntarnos si la Iglesia, en sus orígenes,‘ no era de predominancia femenina,
como lo fue en la sociedad burguesa del siglo XIX.
Es sabido que en la época imperial las mujeres dan el tono del fervor y de la
práctica religiosa107, pero ¿cómo explicar la seducción que el cristianismo ejerce
sobre ellas? Tanto más cuanto que la frecuencia de los templos, sobre todo el
de Isis, podía satisfacer las aspiraciones más variadas 108. En ellos las mujeres
buscaban —y encontraban— con mayor frecuencia hombres que la divinidad.
Una de las novedades del Evangelio consistía en enseñar la igualdad del
hombre y de la mujer, la grandeza de la virginidad, la dignidad e indisolubilidad
del matrimonio. El Evangelio asociaba la práctica religiosa a la pureza de los
hombres. Estas afirmaciones se oponían a las ideas recibidas: condenaban la
moral pagana.
Bajo el Imperio, la muchacha joven era desposada a una edad en la que todavía
jugaba con las muñecas. Los matrimonios eran concertados por terceros o por
agencias especializadas109. Concluida sin ningún atractivo, la unión se vivía sin
dignidad. La fidelidad conyugal era maltratada: espectáculos, termas y festines
favorecían encuentros que no tenían mañana 110.
Pero es cierto que la armonía conyugal, la igualdad de los esposos son menos
acentuadas que la sumisión de la mujer y su papel de educadora. La
rehabilitación de la condición de la mujer se va realizando lentamente,
progresivamente.
Este realismo contrasta con el espíritu exaltado de ciertas sectas que prohíben
a la mujer su función maternal. Tomás, en los Hechos que usurpan su nombre,
enseña a la hija del rey Gundafar el día de su matrimonio, junto con la fe, la
continencia absoluta. «He venido a abolir las obras de la mujer»125.
A las mujeres sin marido y en la plenitud de la edad, que arden por un hombre
indigno de su propio rango y no quieren sacrificar su propia condición, les
permitió —cuenta Hipólito escandalizado— como cosa lícita unirse al hombre,
esclavo o libre, que hubieran escogido como compañero de lecho, y sin estar
casados ante la ley, considerarlo como marido 134.
Estas uniones libres, frecuentes en esa época, las autoriza el papa con la
condición de que sean sancionadas por la Iglesia y se sometan a las reglas
comunes de la fidelidad y de la indisolubilidad 135. El riesgo de estos
matrimonios, legítimos en el fuero interno, contraídos más o menos en la
clandestinidad —pues el derecho no los reconocía—, consistía en que fueran
estériles o en que llevaran a los cónyuges a practicar el aborto, antes que
reconocer al hijo de un liberto o de un esclavo. El concubinato mismo autorizado
por la ley disponía a la esterilidad voluntaria.
Las jóvenes viudas, a las que Pablo ya recomendaba que se casaran para
evitar convertirse en víctimas de su ociosidad, son tomadas a cargo de la caja
común. Las más fervorosas se agrupan en comunidades 139.
1
ORIGENES, Contra Celso, I, 28.
2
Ibid., III, 39; I, 62.
3
Orat., II. Ver A. DEMAN, Science marxiste et histoire romaine, en Latomus
1960, pp. 781-791.
4
A. BIGELMEIR, Die Beiteilung der Christen am Of fentlichen Leben,
Munich 1902, pp. 211-216.
14 DION CASIO, Hist., 67, 14; SUETONIO, Domitianus, 15; EUSEBIO, Hist.
ecl. III, 17. Ver A. HARNACK, Die mission und Ausbreitung..., p. 572.
15 Cfr. HIPOLITO, Philosophoumena, IX, 12: CIL, VI, 13 040. Ver también
para los «Cesariani equites», Acta Petri cum Simone, 4. Ver A. HARNACK,
Mission..., p. 562.
20 De corona, 12.
21 G. DE Ross1, Roma sotterranea., II, tabl. 49/50, n. 22. 27; tabl. 41, n.
23 2 Apol., 2.
24 Acta Just., 3, 3.
26 H. LIETZMANN, ad loc.
30 Apol., 67.
31 Passio Sixti et Laurentii, ed. Delehaye, Analecta Boli., 51, 1933, pp. 33-
98.
36 Ibid., V, 1, 18.
37 Ibid., V, 1, 14.
38
Ibid., V, 1, 17.
39
Adv. haeres., I, 13, 3.
43 Apol., 39.
51 IGNACIO, Ad Polycarp., 5, 1.
53 1Cor7,17.
54 Protréptico, X, 100.
62 De idolatr., 11.
64 Ibid., 42, 9.
66 HERMAS, Sim., VIII, 1; 20, 1-2; cfr. Sim., 1, 1-11, sobre todo, 5.
67 PAEDAGOGUS, II, 3.
68
Grave problema planteado con frecuencia a lo largo de la historia de la
Iglesia, desde la Antigüedad hasta nuestros días.
69 HERMAS, Sim., IX, 26, 2. Ver nuestras Vie liturgique et vie sociale, París
1968, p. 97.
71 Stromata, 1, 28, 177; ORIGENES, In Matth., 22. 23. 24; Ps. CLEM. ROM.,
II, 51; III, 50; XVIII, 20.
72 Const. ap., II, 36.NOTAS DE LAS PAGINAS 57-61
74 CIPRIANO, De lapsis.
76 Trad. ap., 16. Ver también TERTULIANO, De idolatr., 17; MINUCto FÉLix,
Octavio, 8; ORIGENES, Contra Celso, VIII, 75.
79 1 Clemente, 37.
80
SÉNECA, De clementia, II, 2, 1; I, 5, 1. En M. SPANNEUT, El estoicismo de
los Padres de la Iglesia, París 1957, p. 388.
82 1 Apol., 39, 5.
83 Apol., 37, 4.
90 Apol., 42.
91 La obra clásica sobre este tema es el estudio de H. I. MARROU, Histoire
de 1'éducation dans l'Antiquité, París 1948, sobre todo, pp. 283-296.
96 De idolat., 10.
97 Ibidem.
104 De idolatr., 6.
105 Ibid., 7, 3.
110 Una de las razones que explican la severidad contra los espectáculos
era la puesta en escena de mujeres ligeras, que ponían en peligro la
fidelidad conyugal. La mujer honesta perdía atractivo. Ver nuestra Vie
quotidienne en A f rique du Nord au temps de saint Augustin, París 1979,
cap. 6.
111
Para las reacciones paganas, ver por ejemplo ATENÁGORAS, Legatio,
11; ORIGENES, Contra Celso, III, 44.
112 Léase la excelente introducción de Fr. QUERE-JAULMES a La femme,
col. Ictys, n. 12, París 1968.
113 EusEBIO, Hist. ecl., V, 17. Ver las observaciones de P. NAUTIN, Lettres
et écrivains chrétiens, París 1961, pp. 66-68.
114 Hist. ecl., V, 17, 24. Leer también las observaciones de E. PETERSON,
Frühkirche, Judentum und Gnosis, Friburgo 1959, p. 214.
115 EusEBIO, Hist. ecl., III, 16, 4; DION CASio, Hist. Rom., LXVII, 14, 1.
120 Diogneto, 5, 6.
122 SuETONIO, Domit., 22; PLINIO, Carta, IV, 10, 6. Ver art. Abtreibung,
RAC, I. 55-60.
123 Publicado por GRENFELL y HUNT, The Oxyrhinchos Papyri, IV, n. 744,
en A. DEISSMANN, Licht vom Osten, Tubinga 1923, p. 134. Otros
testimonios: Didaché, 2, 2; Bernab., 19, 5; JUSTINO, 1 Apol., 27-29;
MINUCIO FELIx, Octavio, 32, 2; ATENAGORAS, Suppl., 35; TERTULIANO,
Apol., 9; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., II, 10, 95-96. Ver también F.
J. DOELGER, Antike und Christentum, 4, 1930, pp. 23-28.
128 ARISTIDES, Oratio platonica, 2, ed. Dindorf, II, p. 394. Ver no obstante
P. DE LABRIOLLE, La réaction paienne, París 1934, p. 83.
129 2 Apol, 2.
130 Ad Scapul., 3.
131 Ad uxor., II, 4, 1, Ver también Apol., 3, 4. Ver CIPRIANO, De lapsis, 6;
Testim., 3, 62.
134 HIPÓLITO, Philos., IX, 12. Cfr. A. L. BALLINI, Il valore giuridico della
celebrazione nuziale cristiana, Milán 1939, p. 24.
136 Didasc., III, 8, 24. Ver ARISTIDES, Or., 15; Trad. apost., 18.
137 Cfr. QUINTILIANO, Inst. or., V, 9, 14; DION CASIO, Hist. rom., 49, 8.
138 Didasc., 111, 19, 1-2. Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., III, 5, 32-
33; CIPRIANO, De hab. virg., 19; De lapsis, 30.
140 Por ejemplo EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 17, 41, 55; VI, 5; VIII, 3, 14.
PARTE SEGUNDA
LA PRESENCIA EN EL MUNDO
Capítulo I
LA CONTAMINACIÓN DE LA FE
El efecto sorpresa para el Estado romano explica la dificultad que tuvo para
valorar el peligro y su lentitud en reaccionar. Cuando el Imperio se tambalea, el
contagio ha alcanzado al universo. Las medidas jurídicas que se elaboran
llegan con retraso respecto de los acontecimientos.
¿Cómo explicar el éxito donde todas las demás religiones venidas de Oriente
habían fracasado? La rapidez y la profundidad, que va a la par con la
universalidad a la vez social y geográfica de la progresión, merecen reflexionar
sobre todo ello, si queremos descubrir cuáles fueron sus resortes y sus motivos.
Para convencerse de ello basta con comparar lo que sabemos, a veces lo que
adivinamos, de la situación y de los hombres del siglo II con la generación
siguiente, que nos es mejor conocida. El clima es muy diferente en tiempos de
Tertuliano y de Orígenes. Algo del impulso primero se ha desvanecido. La
Iglesia ha pasado por sus primeras experiencias, ha conocido defecciones; está
magullada por las herejías y tiene el aliento cortado por las persecuciones. Está
despertando a lo cotidiano.
Durante el primer siglo, la vida cristiana estaba tan mezclada con el judaísmo
que el Estado romano no distinguía una de otro todavía, sino que los confundía
hasta tal punto que les reconocía los mismos privilegios: libre ejercicio del culto,
dispensa del ejercicio militar, exención de todos los cargos, obligaciones y
funciones incompatibles con el monoteísmo11. La dispensa de culto al
emperador se suplía con una oración por él. Los cristianos permanecerán fieles
a esta práctica12.
Las cosas cambian a comienzos del siglo II, cuando la distinción se puede
hacer con nitidez. El Estado reconoce, como lo muestra la carta de Plinio, la
originalidad de la autonomía del movimiento cristiano 13. Cuando la tempestad se
desata sobre el judaísmo, en el año 135, los cristianos no son molestados en
absoluto, viven en paz y prosperan14.
Los mismos cristianos procuran tomar sus distancias del judaísmo y afirman su
independencia. En Jerusalén, el obispo Marcos, que en esa época dirige la
Iglesia, es de origen pagano. La Iglesia, alimentada con la experiencia paulina,
tomó conciencia de la ambigüedad de esa situación, que podía perjudicar
mucho al Evangelio.
Pero para entonces la discusión tiene ya algo de académica, pues las fuerzas
vivas de los cristianos actúan a partir de entonces en medio de los paganos.
Libre por fin de toda tutela, la Iglesia, que ya es adulta, se enfrenta con el
mundo greco-romano.
El método de la evangelización
El hecho de haber abandonado el arameo para sustituirlo por el griego fue una
intuición genial y una inserción de la levadura evangélica en plena masa
humana. Con eso la Iglesia tomó una opción misionera, escogió la lengua de
todo el mundo, la que más posibilidades tenía de hacer repercutir su mensaje
hasta las fronteras del Imperio. El griego jugaba el papel que hoy juega el
inglés, permitía que se circulara y hacerse comprender en todas las metrópolis y
centros urbanos del mundo. Lo peligroso habría sido limitarse sólo al griego,
pues en las mismas puertas de Antioquía se hablaba el siríaco. Y para
evangelizar a los galos Ireneo tuvo que usar «su dialecto bárbaro» 18; la
evangelización merecía que se renunciase a la bella lengua de los griegos.
El primer impulso a la expansión misionera fue dado por Pablo y los demás
Apóstoles. Las comunidades de origen apostólico, como Corinto o Efeso,
conservan vivo el recuerdo y el orgullo de su fundación. El genio misionero de
Pablo sacudió los espíritus: su don innato de simpatía, su sentido de
comunicarse con las personas más diversas. Como un río sabe rodear los
obstáculos y baña todos los terrenos, fluyendo hacia su meta. ¡Cuántos
nombres se acumulan en sus saludos, cuántos rostros de mujer afloran en sus
cartas; él, a quien se ha querido hacer pasar por un misógino!
Nada más exacto que la palabra «contagio» empleada por Tácito y Plinio para
caracterizar la nueva religión y su propaganda, de boca a oreja, de esposa a
marido, de esclavo a ama y de amo a esclavo, de zapatero remendón a cliente,
en la intimidad del tienducho, como lo prueban los testimonios llegados hasta
nosotros.
Entre la renuncia total y la vida cotidiana, todavía quedaba sitio para la acción
espontánea de quienes, sin salir de su ambiente propio, siguiendo con su oficio
o a lo largo de viajes no específicamente apostólicos, predicaban la buena
nueva30. A Celso se le calienta la boca contra estos evangelizadores
improvisados, porque no han frecuentado las escuelas y carecen de cultura.
Salta a la vista que Celso entra a la carga, sus ataques son brutales. Da golpes
bajos para ganar con más facilidad. Su cultura «insolente» la emprende con la
«quimera» nueva, que conmociona a la sociedad y a la civilización, a la que él
está profundamente apegado.
Los primeros evangelizados son los miembros de la familia propia. No son raros
los casos en que el Evangelio se extiende a todo el hogar, al cónyuge y a los
hijos. Justino cita el ejemplo de cristianos que lo son «desde la infancia»33. Uno
de los compañeros del mártir-filósofo afirma al prefecto Rústico de Roma:
«Hemos recibido este mismo credo de nuestros padres» 34. Policarpo confiesa
que sirve a Cristo desde hace ochenta años, lo cual permite suponer que fue
bautizado a una edad muy temprana 35. Igualmente, Papilos, de Pérgamo,
responde al procónsul que «sirve a Dios desde su infancia» 36 .
Desde San Pablo conocemos familias en las que los padres se convierten junto
con sus hijos y con los domésticos; a este conjunto, judíos y paganos lo
designaban con el nombre de «casa» 38. Esta «contaminación» familiar es lo que
explica la asombrosa difusión del Evangelio en Bitinia, que Plinio describe y que
alcanza a jóvenes y adultos.
Los amos cristianos evangelizan a los sirvientes y a los esclavos que tienen a
su servicio, lo cual es una revolución para sus relaciones y echa por tierra las
barreras. Un fragmento de la Apología de Arístides, recientemente descubierto
en un papiro, afirma: «Los amos cristianos convencen a sus esclavos o a sus
sirvientas y a los hijos, si los tienen, para que se hagan cristianos, y así se
aseguran su amistad, y cuando se han hecho cristianos los llamas «hermanos»,
sin discriminación, pues ya están unidos en una misma comunidad» 45.
Sin duda fue así como la joven Blandina encontró la fe. Igual debió ser para el
esclavo Proxeno, liberto de Marco Aurelio y de Vero, ascendido a chambelán y
tesorero. Cuando murió, los antiguos esclavos le construyeron un mausoleo que
se conserva en Roma, en Villa Borghese. Uno de los esclavos, que estaba
ausente en el momento en que murió, se empeñó, al volver, en añadir un
testimonio personal de la fe de su amo. Escribió en el sarcófago estas palabras,
que hoy se ven mutiladas: Proxeno fue acogido en el seno de Dios. Cuando
volvió a Roma su liberto Ampelio, le rindió este homenaje 46.
¿Fue Ampelio quien llevó la buena nueva a su amo, o fue el amo quien
encontró en él un discípulo y después un hermano? Debieron darse ambos
casos. Este proselitismo exigía tacto y discreción, para evitar las conversiones
simuladas o las delaciones. El noble Apolonio, de Roma, fue denunciado por
uno de sus esclavos47. Atenágoras, nos dice que, sin embargo, estas delaciones
fueron raras48. Esto prueba que muchos esclavos de amos cristianos siguieron
siendo paganos. La historia de los mártires de Lyon nos lo afirma así, puesto
que los esclavos paganos fueron detenidos junto con sus amos cristianos sólo
porque se presumía que también eran cristianos 49
Plinio, Celso y Porfirio, con tanta ironía como despecho, reconocen la rápida
profusión de conversiones entre las mujeres. Más que en Roma, en Oriente,
donde las esposas llevan una existencia bastante retirada, la mujer evangeliza a
otras mujeres. Clemente de Alejandría describe el papel de estas cristianas, que
ayudaban a los primeros apóstoles y que son las únicas que pueden entrar en
los gineceos, servir de intermediarias y llevar a esas habitaciones estrechas,
oscuras y sofocantes, la doctrina liberadora del Señor, «sin que la mala
intención haya podido vituperarlas ni levantar sospechas injustas» 53.
Desde muy pronto, la Iglesia instituye diaconisas, encargadas del servicio de las
mujeres, que van a visitar a domicilio a las cristianas que viven en casas
paganas54. La condición más bien reclusa de la mujer griega explica el hecho de
que esta institución naciera en Oriente y casi no se implantara en el Occidente
romano, donde la mujer es más libre.
Es posible que los primeros soldados hayan sido evangelizados, como insunúa
Celso57, por misioneros itinerantes, que «recorrían las ciudades y los
campamentos». Pablo ya predicó a las cohortes pretorianas 58. Hay pretorianos
cristianos en tiempo de Nerón 59. Y el mismo Tertuliano reconoce que, en su
época, los cristianos llenaban el ejército60.
A mitad del siglo II, con la conversión de espíritus cultivados, la Iglesia conoce
un florecimiento intelectual que explica la extraordinaria efervescencia de la
gnosis, es decir, de la voluntad de saber; pretendido saber, por otra parte, y
esencialmente intelectual. Enriquecimiento intelectual. Enriquecimiento y
amenaza a la vez. La ciencia sin el fervor es estéril, pero el fervor sin la ciencia
es más peligroso todavía, como lo demuestra el gnosticismo en hombres y
mujeres exaltados.
Parece que la mayor parte de los maestros cristianos eran laicos. Un siglo más
tarde, un cierto número de catequistas lo son también 78. Prolongan sus
enseñanzas con sus escritos, que habitualmente son «apologías» del
cristianismo, dirigidas a las autoridades civiles, a los magistrados y hasta a los
emperadores. Estas valientes dedicatorias, a veces presuntuosas, prueban al
menos que los cristianos, lejos de estar confinados en ghettos, hacen frente sin
complejos a la sociedad y a los filósofos.
La mayor parte de la gente no puede seguir una demostración con una atención
mantenida, por eso tienen necesidad de que se le sirvan parábolas. Así hemos
visto en nuestros días a esos hombres llamados cristianos extraer su fe de
parábolas. No obstante, de vez en cuando actúan como verdaderos filósofos. A
decir verdad, tenemos ante nuestros ojos su desprecio a la muerte. Otro tanto
podemos decir del hecho de que una especie de pudor les inspire el recato para
el uso del matrimonio. Hay entre ellos, hombres y mujeres, que se abstienen de
las relaciones sexuales durante toda su vida. Y también los hay que, por medio
de una dirección, de una disciplina del alma y por una rigurosa aplicación moral,
han adelantado hasta tal punto que no tienen nada que envidiar a los
verdaderos filósofos81.
Es un análisis del hecho cristiano que vale su peso en oro. Lo que llama la
atención de Galeno no es la doctrina, de la que no hace comentario, pues
seguramente no ha tenido ocasión de profundizar en ella, sino la actitud
existencial de los cristianos que él ha observado, que ha visto vivir «ante sus
propios ojos», como él mismo dice. Ha querido ver cómo se conducen
cotidianamente. De sus observaciones, lo que destaca es el desprecio a la
muerte, la vida casta tanto en los hombres como en las mujeres —que, en
algunos, llega a la continencia absoluta—, la disciplina y el rigor de las
costumbres.
Estas observaciones de Galeno coinciden con los informes que han llegado
hasta nosotros. Nos encontramos con tres motivaciones principales, que
explican la rápida difusión del cristianismo bajo los Antoninos: el mensaje
evangélico en sí mismo, la fraternidad vivida por todos, el testimonio de
santidad que llega hasta el martirio. Son motivaciones que, lejos de
yuxtaponerse, se coordinan y actúan multiplicando sus efectos.
La gesta de la sangre está plagada de hechos como éste 106. Las exageraciones
literarias no quitan nada a la fuerza impulsiva del testimonio, al menos para los
hombres de buena fe. El ejemplo y el valor de los mártires, desde los más
humildes hasta los más importantes, daban que pensar. En el alma, igual que
en la Iglesia, hay que dejar tiempo a la semilla para que brote y acabe por dar
fruto.
2 La expresión es de Shakespeare.
15 Rom 2, 17-24.
23 Lc 10, 7.
24 Didaché, 11-13.
26 Ibid., V, 10, 2.
27 Ibidem.
33 1 Apol., 15, 6.
34
Acta Justini, 4, 7; La geste du sang, p. 173.
35 Martyr. Poi, 9, 3.
40 Ad Polyc., 8, 2.
48 Supl., 35.
51 Tertuliano, Ad Scapulam, 4.
58 Filip 1, 13.
71 De idolat., 16.
76 2 Apol., 2.
85 TERTULIANO, Ad Scapulam.
88 Mand., IV, 9.
89 Ad Donat., 3.
90
1 Apol., 15; 2 Apol., 2, 12; TACIANO, Orat., 29.
94 Dial., 96, 2.
98 Pensamientos.
101 Martyrium, 17. Ver también Hist. ecl., IV, 13, 3; TERTULIANO, Ad
Scapulam, 5.
Capítulo II
¿Cómo puede, una mujer que se convierte, sustraerse al sacrificio que ofrece el
padre de familia con la punta de la toga sobre su cabeza, en el ara del hogar,
ante los hijos y los sirvientes?7. Tiene que respirar el humo del incienso al
comienzo del nuevo año y en el primer día de cada mes8. Si quiere asistir a una
reunión litúrgica, levanta objeciones y sospechas. Una inscripción expresa su
desgarramiento: Pagana entre los paganos, fiel entre los fieles 9.
Cada ciudad tenía sus fiestas, que se celebraban con gran fasto. ¿Cómo podía
el cristiano sustraerse a ellas? ¿Cómo negarse a gestos de piedad elemental
casi maquinales, pero con los que uno se hacía solidario de un largo pasado?
18.
Los choques, y más adelante la persecución, van siendo más graves a medida
que el Imperio recela una amenaza, ve que surge una oposición a patricios y
filósofos, a su estructura y a su orden inmutable. El hecho de la existencia del
cristianismo exigía del Imperio imaginación y flexibilidad. La burocracia romana,
recelosa y conservadora, se muestra incapaz de estar a la altura de las
circunstancias. El choque se hace inevitable; la persecución, endémica y local
en tiempo de los Antoninos, se extiende a la par que aumenta la amenaza.
En Roma cualquier religión tenía que estar autorizada por el Senado. Además,
el derecho de asociación exigido para formar cualquier grupo, se obtenía por
medio de un senado-consulto o por medio de una constitución imperial; sin esta
autorización, las reuniones eran ilícitas y la comunidad no podía poseer bienes
ni lugares de culto. Esa era la ley. La suspicacia y el miedo habían llegado a ser
tales que Trajano prohibió en Asia la constitución de un colectivo de
bomberos40.
Sin embargo, los fieles podían formar parte de asociaciones funerarias 41,
permitidas a la gente humilde para administrar la caja común, cobrar las cuotas
mensuales y poseer cementerios. ¿Aprovecharon los cristianos la cobertura
jurídica de estas asociaciones para poder reunirse? No lo sabemos
exactamente. Pero la ley sobre los colegios autoriza a los tenuiores (la gente de
condición modesta) a que se reúnan religiones causa (por motivos religiosos)42.
Los emperadores no tenían miedo del pueblo, sino de las clases elevadas. La
oposición les vino desde la nobleza, pues muy pronto el Evangelio penetró en
las capas superiores de la sociedad, lo cual despertó las sospechas. De hecho,
el Imperio practicaba la tolerancia religiosa como uno de los axiomas de su
gobierno43.
Por muy liberal y restrictiva que sea esta disposición, el hecho es que pone a la
autoridad a merced de la opinión pública, de la vox populi: El emperador no se
explica acerca de la naturaleza del delito, ni señala ninguna ofensa que atente
contra la moralidad. Víctima de un formulismo jurídico, defiende la letra contra el
espíritu. Trajano, igual que Marco Aurelio, está harto de la obstinación de los
cristianos en seguir siéndolo.
Perennis concluyó.
Con respecto al Estado, desde san Pablo los cristianos preconizan una lealtad
sin quiebra, salvo algunos casos de resistencia muy aislados. Las
persecuciones endémicas del siglo II no llegan a modificar esta actitud. Los
apologistas defienden la causa del Evangelio con sus escritos ante los
emperadores, convencidos —u obstinados en estar convencidos— de que éstos
están de buena fe.
Ya puede el cristiano vivir como todo el mundo, frecuentar las termas y las
basílicas, ejercer los mismos oficios que los demás, que siempre hará las cosas
con ciertos matices, incluso a veces actuará con reservas. Hay una parte de su
vida que no está clara, que extraña. Su fe es tachada de fanatismo, su
irradación es proselitismo, su rectitud es reproche.
El pueblo acaba por notar que ha habido un cambio. La mujer evita los
atuendos llamativos, el marido ya no jura por Baco o por Hércules 66. Incluso el
hecho de pagar los impuestos es sospechoso: «Nos quiere dar una lección»,
dicen esos mediterráneos. Se sabe que los cristianos son escrupulosos en
cuanto a los pesos y las medidas 67. Su honestidad misma es la que se revuelve
contra ellos o los señala a la atención pública.
«Es un buen hombre ese Gayo Sexto, ¡lástima que sea cristiano!». Otro
personaje dice: «Estoy verdaderamente sorprendido de que Lucio Ticio, un
hombre tan inteligente, se haya hecho cristiano de repente». Y Tertuliano
apostilla: «No se le ocurre preguntarse si Gayo es buen hombre y Lucio es
inteligente precisamente porque son cristianos; si no se han hecho cristianos
porque el uno es un buen hombre y el otro es inteligente» 68.
Incluso las ausencias son espiadas. Los cristianos evitan todas las fiestas
religiosas, ¡y bien sabe Zeus si las hay a lo largo del año! Se aparta del teatro,
de los juegos del circo, lo cual parece inverosímil a los romanos y a los
africanos que tienen un gusto inveterado por el espectáculo 72.
Pero ese mismo pueblo deja de reír y de burlarse cuando sus intereses son
lesionados. ¡Podríamos imaginar el revuelo de los pasteleros si la Iglesia
suprimiera las Primeras Comuniones! Pues de ese mismo estilo fueron las
denuncias a las que se refiere Plinio.
Los paganos están prontos para la calumnia, pero los cristianos, más agresivos,
tienen una réplica mordaz. Basta con leer a Tertuliano, las imprecaciones de los
Oráculos sibilinos81 o la literatura apocalíptica de la época para encontrar la
efervescencia mística, la amenaza de catástrofes, hasta alcanzar la
exageración y la desmedida.
Existen los exaltados y existen los mal convertidos. Las sectas escapan con
frecuencia al control de la Iglesia y en ésta no siempre la atmósfera es sana y
algunas costumbres irreprochables. La masa no hace distingos, sino que
generaliza y mezcla a cristianos con gnósticos y montanistas en una
reprobación global. Los paganos se asustan y contratacan. Todo ello es como
un pugilato de amenazas y de profecías de desgracias.
Durante siglos los fieles de Cristo siguen siendo tenidos por responsables de las
desgracias del Imperio93. Celso y Apuleyo afirman que el progreso del
cristianismo debilita al Estado. Los dioses habían hecho la grandeza de Roma y
ellos solos podían mantenerla o restablecerla. Agustín 94, en la Ciudad de Dios,
se verá obligado a emprender la defensa de los cristianos, a la caída de Roma
en el año 440, pues los paganos que quedan los acusan de haber
desencadenado la ira de los dioses; esto muestra hasta qué profundidad habían
llegado las raíces de este sentimiento en el alma pagana.
El asalto de la inteligencia95.
Estos mismos cenáculos se instalan en Roma, donde uno tras otro Valentín,
Marción, Apeles y Rhodon coinciden, pero se separan «por desacuerdos entre
ellos, pues sostienen opiniones inconciliables» 97. Todos sienten repugnancia
hacia la autoridad y la organización jerárquica. En Roma, que es poco dada al
misticismo y a la filosofía, más que en ninguna otra parte hay gran desconfianza
por parte de los fieles hacia los especulativos y los bullidores de ideas, «los
sencillos y los ignorantes se extrañan de la exégesis atrevida y de las
interpretaciones exageradas de los recién llegados» 98. Bastantes fueron,
seducidos, pero la gran mayoría resistió frente a esta nueva enseñanza.
La audacia doctrinal va con frecuencia emparejada con la audacia moral. Simón
el Mago tiene a su lado a una prostituta retirada. Marción, según dice Tertuliano,
fue condenado en Oriente por una falta contra la moral, antes de ir a Roma a
enturbiar la fe99. La inclinación hacia las admiradoras jóvenes y ricas, «curas
de alma fructíferas y dulces al mismo tiempo» 100 perdió a más de uno. Un tal
Marcos se aprovechó de la hospitalidad de un diácono de Asia para abusar de
su mujer, de rara belleza y a la que a partir de entonces llevaba consigo a todas
partes, con gran escándalo de las Iglesias 101. En Cartago, Hermógenes, dado a
la gnosis, pintor y amante de sus modelos, mezcla el perfume de las mujeres
con las reminiscencias de la filosofía griega102.
El hombre siente que sobre él pesa el yugo del destino. El dios de Aristóteles se
desinteresa del mundo; el dios de los estoicos, lejos de liberar al mundo, lo
esclaviza con un determinismo universal. Las religiones orientales ofrecen
dioses que salvan. A esta expectación en que está el mundo va dirigida la
respuesta que Clemente de Alejandría 107 da a un valentiniano: «de este poder,
de esta lucha de poderes, el Señor nos libra, nos da la paz: ha venido a nuestra
tierra para traérnosla».
Por esa época la capital está plagada de filósofos de todo pelaje, venidos de
todas partes del Imperio. Marco Aurelio abre Roma a todas las escuelas,
ofreciendo la posibilidd de una confrontación filosófica universal. Con
pensadores de renombre se mezclan filósofos de tres al cuarto, bribones,
charlatanes y farsantes hirsutos y andrajosos, con los pelos en desorden,
barbas en cascada y uñas de fiera, según nos dice Taciano 109, que los conoció:
Su suciedad es proverbial y, para muchos de ellos, esa es su filosofía.
Metidos entre la muchedumbre, se les encuentra por todas las esquinas con
facha de predicadores populares, «monjes mendicantes de la Antigüedad».
«Su barba nos cuesta diez mil sextercios —decía la gente—; más barato nos
saldría contratar machos cabríos»110.
Crescente abre el fuego con Justino. Aunque pelean con armas iguales, el
primero da tortazos al aire115, el segundo dice palabras de oro. El pagano
enseña la filosofía de Diógenes, que profesa el desasimiento y vive de la
mendicidad; pero Luciano, que tiene la lengua bien afilada, acusa a sus
seguidores de acumular el oro en sus harapos 116.
Marco Aurelio, «el santo del paganismo», es de madera distinta que Crescente,
campana agrietada de la filosofía 120. En su persona reúne el poder y la ciencia.
Los autores cristianos Tertuliano y Melitón de Sardes, alaban «su humanidad y
su filosofía»; y eso cuando no dicen de él que es el protector de los
cristianos121. La objetividad exige que estas afirmaciones se miren con
reservas. De nada sirve hacer cristianas a la fuerza grandes almas, como lo han
hecho quienes han inventado una correspondencia entre el apóstol Pablo y
Séneca. Los bustos del emperador filósofo lo representan barbudo, fino de
trazos, con la mirada lejana y la barbilla retraída.
Por mucho que Marco Aurelio quiera afirmar que todos los hombres pertenecen
a una misma raza124, que todos están habitados por el mismo ser divino, que
reparte a cada uno sus dones, él no puede amar de verdad a los hombres ni
puede tener confianza en ellos hasta el punto de influir en su conducta, porque
está demasiado introvertido, demasiado sometido a la sola razón. No muestra
ninguna simpatía por los cristianos, no se siente hermano de ellos 125. Tanto el
filósofo como el emperador se sienten en él mismo agredidos por ellos, porque
han llevado la discusión a su propio terreno y se han opuesto a su norma de
vida.
En vano se refiere el filósofo a «la lámpara que luce en el fondo del alma» 126,
pues no hay esperanza que ilumine su camino; sólo la muerte puede librarlo de
la vida y del ser. Así no es posible dar acogida a la fe de los mártires que, con
su muerte, proclaman la resurrección de los muertos y no solamente la
inmortalidad del alma.
Frente a los gnósticos, Ireneo ve en la incorruptibilidad final de la carne la piedra
de toque de la antropología cristiana, la realización de la promesa inscrita en la
creación del hombre127. Negar esta verdad es negar el cristianismo.
Al mismo tiempo que es filósofo, Marco Aurelio sigue fiel a las instituciones
religiosas del Imperio. Por el contrario, Luciano de Samosata es un
librepensador que preanuncia a Voltaire. Este sirio helenizado, ciudadano del
mundo y no del Imperio, profesa un perfecto escepticismo en vez de cualquier
religión o cualquier filosofía. De la divinidad, el artista que hay en él sólo aprecia
la belleza de la estatua128. Disfruta con su elegancia, como disfruta con el arte
griego y su cultura. Abarca en un mismo desprecio a los constructores de
sistemas, a los predicadores de la moral y a quienes prometen la felicidad.
«Aprovecha el presente, pasa riéndote ante todo lo demás y no te apegues
seriamente a nada». La conclusión de Menipo es digna de Cándido.
Todo lo más que hace es echar en cara a los mártires «su suicidio pomposo y
teatral»129, porque es demasiado ligero para comprender el heroísmo y la
grandeza de la fe. Es un espíritu sarcástico y burlón, y su ironía es demasiado
superficial para hacer un análisis del hecho cristiano y para no rechazar en una
común reprobación todas las formas de la religión, la concepción misma de la fe
y de lo sobrenatural.
Un amigo de Luciano, sin duda tan escéptico como «el burlón de Samosata»,
compuso en el año 178 la obra crítica sin duda más violenta del siglo contra el
cristianismo. Palabra de verdad130 es su título; fue salvada del olvido porque
Orígenes la refutó setenta años más tarde.
Este es el tono que emplea. Aparte esta ironía, Celso aplica a la revelación
cristiana la crítica que un David Strauss ilustrará en el siglo XX. No da muestras
de ninguna ciencia exegética, ni distingue entre los géneros literarios de la
Biblia; utiliza un método comparativo elemental para reducir los relatos bíblicos
a las leyendas paganas, a tesis platónicas torpemente expuestas, a los relatos
tomados de las religiones orientales de Mitra y Osiris. Así el relato de Sodoma y
Gomorra resultaría tomado de la leyenda de Faetón 136; para la descripción de la
torre de Babel, Moisés habría copiado el episodio de Homero sobre los Aloadas,
que soñaron con subir para tomar por asalto el cielo. Todo lo que a Celso le
parece admisible ya se encuentra en Platón que lo ha expuesto
excelentemente137. Se diría que estamos ante la crítica racionalizada del siglo
XVIII.
¿Qué sentido puede tener para un dios un viaje como ése? ¿Sería para
saber lo que pasa entre los hombres? ¿Pero no lo sabe todo? ¿Es que, a
pesar de su poder divino, es incapaz de mejorarlos sin tener que enviar a
alguien corporalmente, para que lo haga? 138.
Para Celso, la salvación traída para sanar una humanidad herida, el sentido de
un nuevo nacimiento143, de una conversión, son propiamente impensables,
porque revolucionan el orden del mundo en los determinismos de su
movimiento. La acogida del hijo pródigo le parece incomprensible. Para él, el
hombre está determinado, «no se cambia la naturaleza de la gente». Los malos
no se enmiendan ni por la fuerza ni por la mansedumbre144. La antropología
cristiana, la humildad, y la contrición violentan la Weltanschauung de Celso. El
dios de Celso se parece al dios de Nietzsche, el dios de la naturaleza altanera,
y no el consolador de los afligidos o el dueño de los miserables 145. El
cristianismo le parece una docrina bárbara para gente sin cultura, que
desprecian «los conocimientos hermosos», como si fueran un obstáculo para el
conocimiento de Dios146. En esto Celso nos recuerda a aquel helenista que no
quería leer el Nuevo Testamento, porque estaba escrito en un griego que no era
puro. Jerónimo nos habla de repugnancias por el estilo. Mejor que nadie,
Orígenes puede mirar a Celso desde lo alto de su cultura y de su erudición 147.
Se sintió herido en lo más vivo al verse clasificado entre los hombres sin letras.
Del análisis doctrinal, Celso pasa a la crítica de los cristianos que él ha visto
vivir. Les echa en cara su indiferencia cívica, porque se sustraen a la ciudad y a
los cargos cívicos. En esto repite los agravios ya imputados antes a los
cristianos, sin mostrar la independencia propia de un gran espíritu 148: La religión
cristiana no es la religión nacional de nadie e impide que sus adeptos participen
en los cultos que cimentan la ciudad.
El reproche esencial que Celso hace a los cristianos es que no tienen civismo,
que se niegan a jurar al emperador, lo cual les parece esencialmente grave en
momentos en que los bárbaros están a las puertas 150. A este reproche la réplica
de Orígenes es la más endeble, la menos percutiente: «Nosotros ayudamos a
los príncipes de una manera más eficaz, revestidos de la armadura de Dios,
proporcionándoles ayudas espirituales» 151. Tendría que haberle preguntado a
Celso por qué él no se había comprometido con el Estado. El polemista se
recrea con las discusiones internas y con los anatemas que las iglesias se
lanzan recíprocamente152. Conoce las sectas que pululan y distingue
perfectamente lo que él llama ya «la Gran Iglesia» 153. Orígenes contesta de bote
pronto: «Nuestras asambleas salen airosas si se las compara con la de la
ciudad de Atenas, de Corinto o de Alejandría» 154. No da una respuesta de
altura.
Desde la perspectiva que da el paso del tiempo, Orígenes puede medir hasta
qué punto, tanto Celso como Luciano y como Marco Aurelio, en definitiva lo que
hicieron fue subestimar a sus interlocutores. La presencia en la Iglesia, a lo
largo de los decenios siguientes, de personajes como Tertuliano, Lactancio,
Clemente, Orígenes, más tarde Agustín, da la medida de la cortedad de vista de
los paganos.
Un siglo antes, Justino había abierto esa vía nueva a través de la cual Platón
podía conectar con Cristo160. Hermoso optimismo de que participan los
maestros de Alejandría y de Capadocia, pero que no es por todos compartido.
Occidente, más sensible al lenguaje del derecho, sigue siendo más pragmático
que especulativo. Taciano, el asirio discípulo de Justino, señala ya la loca
suficiencia de los griegos y su gusto por el sonido de las palabras161. Las
glorias más excelsas, Sócrates, Platón, no encuentran gracia a sus ojos. Roma,
Cartago, Tertuliano, Cipriano, están más cerca de Taciano que de Justino.
19 De idol., 14.
20
Ver APULEYO, El asno de oro; OvIDIO, Fastos, III, verso 325.
36 Mart. Poi., 9.
37
TERTULIANO, De fuga, 13. Ver G. LOPUSZANSKI, en Antiquité classique,
20, 1951, p. 6.
38
JUSTINO, 2 Apol., 2.
39
R. CAGNAT, art. Praefectus Urbi, en Dict. des Antiq., IV, p. 620.
41 Dig., XLVII, 22, 1, 3. Ver también J. GAGE, Les classes sociales dans
l'Empire romain, París 1964, p. 308.
44 L. Homo, ibid.
so Mart. Pol., 8.
52 Ibid., X, 98.
63 Leg., 17.
64
H. LECLERO, art. Accusations, DACL, I, pp. 265-307.
65 Confes., IV, 3, 5.
68 Apol., 3, 1.
74 JUSTINO, 1 Apol., 2.
75 MINUCIO FELIx, Octavio, 9; JUSTINO, Dial., 10; 1 Apol., 3 y passim;
ATENAGORAS, Legat., 3; TEOFILATO, Ad Autol., II, 4. Carta de Lyon en
EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1, 14.
76 Octavio, 9, 6.
78 SUETONIO, Domiciano, 15; DION CASIO, Hist., 67, 14; EUSEBIO, Hist.
ecl., III, 17; TERTULIANO, Apol., 42.
80 Mart. Pol., 3, 2.
82 Ibid., VIII, 73-75, 90-93. En H. LECLERO, art. Eglise et Etat, DACL, IV,
2256.
88 CAPITOL., Ant. Phil., 13; VERUS, Entrop., VIII, 12. Cfr. TERTULIANO,
:Ad nationes, 1, 9.
89 Apol., 40, 12. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 15, 26; TERTULIANO,
Ad Scapulam, 3.
93 Maximino, en EusEBIO, Hist. ecl., IX, 9, 60; ORIGENES, Contra Celso, III,
15; ARNOBIO, Adv. nat., I, 4; 1, 6; CIPRIANO, ep. 75, 10 (de Firmiliano).
94 De civitate Dei, II, 3. -
108 TERTULIANO, De praescr. 7; Apól., 46. Cfr. E. DE FAYE, IOC. Cit., pp.
12,
111 TACIANO, Orat., 19. Ver también PLINIO, Carta, X, 55, 66.
117 Orat., 19. Reproche que tiene explicación por parte de un cristiano,
pero no por parte de un historiador de la cultura griega. Ver H. MARROU,
«De la péderastie comme éducation», en Histoire de l'éducation dans
lAntiquité, pp. 55-67.
118 2 Apol., 3.
127 Ver Adv. haers., V, 6, 1-2; TERTULIANO, Apol., 48, 1-6; 10-11.
130 Edición O. Glóckner, en Kleine texte, 151, 1924, trad. francesa del texto
reconstituido por B. AuBE, La polémique paiénne á la fin du deuxieme
siécle, pp. 277-390.
142 Ibid., III, 1; IV, 2. Ver F. BERTRAND, Mystique de Jésus chez Origéne,
París 1951.
149 ORIGENES, Contra Celso, VIII, 55. E. RENAN, Marco Aurelio, pp. 366-
367.
151 Ibid., VIII, 70; 73. Según Harnack, Celso está sobre todo preocupa-do
por el futuro del Imperio.
PARTE TERCERA
EL ROSTRO DE LA IGLESIA
Capítulo I
IGLESIAS E IGLESIA
Existe una Iglesia, pero existen las iglesias, es decir, gentes que se reúnen. El
cristianismo es una religión de ciudades: de ciudad en ciudad, las comunidades
se van fundando, se organizan y se coordinan, conscientes de que más allá de
su dispersión y de su diversidad forman todos juntos la única Iglesia de Dios.
Hay muchas ciudades que tienen como obispo a personajes de gran altura,
como Policarpo o Ireneo, pero hay otras que escogen una talla adaptada a su
medida. No todos los corsos son Napoleón. La vida de la iglesia local tiene
habitualmente unos comienzos más modestos; elige al hombre más disponible,
al más generoso, que se impone por su calidad y su ejemplo.
El retrato robot del obispo que nos enseñan las cartas pastorales corresponde
exactamente a la situación de un padre de familia que saca adelante la gestión
de sus asuntos; su vida personal y familiar es irreprochable; es siempre
hospitalario y goza de la estima de todos.
El epíscopo debe ser irreprochable, debe haber estado casado una sola
vez, ser sobrio, discreto, cortés, hospitalario, debe saber enseñar. No
debe ser bebedor, ni peleón, sino indulgente, pacífico, desprendido del
dinero; que sepa gobernar bien su propia casa y mantener a sus hijos en
la sumisión y en una perfecta dignidad, pues, si no sabe gobernar su
propia casa, ¿cómo podrá hacerse cargo de la Iglesia de Dios? 13.
—¿Dónde os reunís?
—Donde cada uno quiere y puede ¿crees que nos reunimos en un mismo
lugar?
Esto explica que los asíatas de Roma, fieles a la tradición de su iglesia original,
continúen celebrando la fiesta de Pascua el día de aniversario y no la noche del
sábado siguiente, como los demás fieles de la ciudad. Diversidad que todavía
hoy encontramos en Jerusalén entre confesiones diferentes, y que en aquel
tiempo disgustaba visiblemente al papa Víctor, preocupado por el orden y la
unidad. Tiene ante la vista comunidades en las que unos ayunan mientras otros
ya están celebrando la alegría pascual: los fieles que todavía estaban en
Viernes Santo podían pensar que «se habían equivocado de fecha» cuando se
encontraban con quienes ya estaban celebrando la Pascua.
Las cualidades que se requieren son apenas diferentes de las que enumeran
las cartas pastorales. Se aconseja que no ejerza el comercio ni una función
pública38, pues los negocios podrían comprometer su fama de desinteresado, y
la magistratura le impondría la obligación de presidir las fiestas religiosas de la
ciudad y sacrificar a los dioses.
El celo por la doctrina debe ir a la par que la integridad moral, exigida tanto para
el servicio litúrgico como para el servicio de la sociedad 41. El obispo debe ser el
hombre de todos, no puede hacer acepción de personas, ha de elevarse por
encima de rivalidades y facciones, que provocan cismas 42. El carácter patriarcal
de la iglesia local hace que el obispo sea el padre de la comunidad, atento
igualmente a las necesidades de los pobres que a las exigencias espirituales de
todos. El término «pastor»43, que empieza a tomar fuerza, traduce bien el
espíritu de un ministerio que se compone de servicio y de firmeza, de autoridad
y de benevolencia.
«Así pues, obispo, pon cuidado para que tus acciones sean puras —concluye la
Didascalia—, ten aprecio de tu cargo, porque ocupas la imagen de Dios
todopoderoso y estás en el lugar de Dios todopoderoso».
En su origen los presbíteros son los primeros que se habían convertido, pero
después su elección fue dando preferencia a hombres que tenían una situación
independiente47.
En Occidente no hubo diaconisas. Las que, más tarde, se llamaron así, son
beguinas. Por el contrario, en Asia, el obispo o el diácono no podían ir a algunos
sitios sin que pareciera indiscreto, pero la diaconisa sí podía ir. Visita los
gineceos en donde hay cristianas y catecúmenas casadas con paganos, a fin de
prepararlas para el bautismo y cuidar de su perseverancia. Ayuda al obispo en
el bautismo de las mujeres y se encarga de las unciones 55
Fuera de las grandes metropólis, sobre todo de Roma, las iglesias conservan
una dimensión humana; pastores y fieles se conocen personalmente y forman
juntos una misma familia, en la que los cargos y los ministerios son diferentes,
pero todos al servicio de un mismo Señor. El Pastor de Hermas los compara a
los obreros que construyen una torre, la Iglesia 58.
Carismas e institución
A todo lo largo del siglo una fermentación mística, con visiones y profecías,
remueve a la Iglesia. Si a veces parece que aquí y allá adopta formas
anárquicas o heterodoxas, hay que decir que se trata de «tropiezos» o de
«incidentes del camino» que no hay que confundir con la efervescencia
espiritual que los provoca. Esta efervescencia es un fermento que mantiene en
las comunidades el fervor de los comienzos, alimenta la vocación a la
continencia y el deseo del martirio; es una preparación para las pruebas y un
activador contra la modorra. Morir en la cama podía parecer falta de vibración.
Nada más equivocado que oponer carisma a institución. Son muchos los
obispos carismáticos: Ignacio y Policarpo son conducidos por el Espíritu y
gratificados con revelaciones59. Melitón de Sardes está poseído por el Espíritu 60.
Un siglo después, visiones y revelaciones ocupan todavía un lugar
impresionante en la vida de san Cipriano 61.
En pleno siglo II hay muchos fieles que poseen carismas, signos de vitalidad. El
Espíritu inspira el lirismo de las Odas de Salomón62, escrito judeo-cristiano de
esa época, próximo a la inspiración joánica: «Igual que la mano se pasea sobre
la cítara e igual que hablan las cuerdas, así habla en mis miembros al Espíritu
del Señor».
En Frigia —tierra mística por excelencia—, en el año 172 Montano era presa de
crisis extáticas72. El país entero estaba revolucionado y los obispos andaban
locos. Los «santos de Frigia» oraban con afectación, se ponían la punta del
dedo índice en la punta de la nariz, lo cual les valió el mote de «nariz
atornillada»73. Las localidades de Pepuza y Timión, cunas de la secta, eran
consideradas ciudades santas; el pueblo afluía a ellas en peregrinación 74;
escrutaban el azul del cielo para ver si la nueva Jerusalén descendía de las
nubes. Al mismo tiempo, incluso los prosélitos colmaban de oro y de vestiduras
de moaré a los profetas y a las profetisas75.
Quizás Celso carga la mano, pero lo cierto es que no inventa lo que dice.
«He aquí que la gracia desciende sobre ti. Abre la boca y profetiza. —Yo no he
profetizado jamás, yo no sé profetizar», responde la mujer emocionada. El
mago reduplica sus invocaciones. «Abre la boca. En adelante toda palabra es
profecía».
Los hechos que nos relata Tertuliano, poco sospechoso de injurioso, nos dan
una idea de lo que eran estos fenómenos extáticos,. más cercanos del
espiritismo que del Espíritu Santo. Una mujer piadosa, en Cartago, raptada en
espíritu, conversa con los ángeles, oye cosas ocultas y lee los corazones. A
quienes la consultan les sugiere remedios para sus males 82.
Otra mujer es azotada por un ángel durante la noche por ser excesivamente
coqueta. Ese mismo mensajero le indica la longitud exacta del velo que debe
llevar83. La cantidad de mujeres invadidas por el Espíritu es impresionante... y
sospechosa. Algunas de ellas se ponen a ejercer ministerios en la Iglesia. Una
de ellas bautiza84, otras caen en éxtasis, profetizan, predican, convierten a la
asistencia en las celebraciones litúrgicas85.
Otro obispo90, de las orillas del mar Negro, tuvo una visión, más tarde otras dos,
después tres, se puso a hacer predicaciones como un profeta, y llevó su locura
hasta decir: «sabed, hermanos, que el juicio llegará dentro de un año». Acabó
por llevar la pusilaminidad de los fieles hasta tal espanto, que abandonaron su
país, sus tierras, y la mayor parte incluso vendieron todos sus bienes.
IGLESIAS E IGLESIA
Hay otros ascetas que tienen puntos en común con Marción y el gnosticismo,
rechazan el matrimonio afirmando, como lo hace Satornil, que es obra del
demonio102. Acaban en cisma y se erigen en contra-Iglesia 103. Pero todas estas
desviaciones no deben hacer que perdamos de vista la inspiración profunda
suscitada por la fermentación evangélica; lejos de pactar con el mundo, ésta
mantiene y revivifica la época de los carismas apostólicos y la convicción de
que hay que vivir preparados para el final de los tiempos.
Unidad y diversidad
Desde sus mismos orígenes la Iglesia tiene conciencia de estar abierta a todas
las naciones. No está ligada ni a una ciudad, ni a un imperio, ni a una raza, ni a
una clase social. No es ni la Iglesia de los esclavos, ni la Iglesia de los amos, ni
la de los romanos o de los bárbaros, sino la Iglesia de todos, porque a todos
descubre una misma fraternidad. Todos necesitan a todos. Los grandes no
pueden nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes 109. Su
originalidad se basa en esta reciprocidad. Rápidamente, más rápidamente de lo
que desearían sus detractores, como Celso, se extiende en el espacio, desde
Alejandría a Lyon, alcanza a todas las capas de la sociedad, a la corte imperial
y a la «inteligentsia». Unidad y catolicidad van a la par, la una es su
fundamento, la otra es su vitalidad. Son las dos dimensiones íntimamente
entrelazadas de la única Iglesia católica.
• ¿Eres cristiano?
• Sí
Hacia el final del siglo II, las relaciones entre iglesias van dependiendo cada vez
menos de la iniciativa privada, pues las comunidades ya empiezan a
organizarse entre ellas, a reunirse en sínodos o asambleas de obispos para
adoptar posturas ante problemas de actualidad, como el montanismo117 y la
controversia pascual118. La reunión de Asia excluye de la comunión de la Iglesia
a los herejes. Comunica esta decisión a las demás iglesias, porque esta
decisión compromete a toda la Iglesia y tiene valor universal 119.
Cuando se comparan los textos de una y otra zona, tanto legislativos como
litúrgicos, la Tradición apostólica por una parte y la Didascalia de los doce
apóstoles por otra, que ofrecen una legislación al siglo III, vemos que la primera
reglamenta lo que la vida cotidiana parece desmentir, y la segunda concilia las
directrices de una disciplina flexible con las manifestaciones evangélicas. Aun
cuando Roma va asimilando lentamente los aportes de las diversas regiones del
Imperio, sigue, no obstante, fiel a sí misma y a su genio.
Podemos imaginar la prueba que fue para el asiata Ireneo cuando tuvo que
adaptarse a la mentalidad de los galos, insensibles a cualquier sutilidad, pero
fieles a la fe recibida y que confiesan silenciosamente hasta llegar al martirio. El
obispo de Lyon poseía la flexibilidad y la diplomacia del oriental; es el hombre
del diálogo y la conciliación; sabe armonizar una fe mística con la moderación y
con el gobierno de las almas, el respeto de las diversidades con el sentido de la
Iglesia universal.
El primado romano
No sabemos cómo fue acogida esta carta, pero sí sabemos por el obispo
Dionisio125 que setenta años más tarde todavía era leída en la reunión
eucarística del domingo, lo cual no se explicaría si la intervención de esa carta
hubiera caído mal. El historiador Battifol ve en este hecho «la epifanía del
primado romano»126.
1
TERTULIANO, Apol., 39, 1.
2
Kerigma de Pedro, en CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, V, 5;
ARISTIDES, Apol., 2; TERTULIANO, Apol., 2; Scorpiac., 10; Adv. nat., 1, 8.
3
CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Quis dives salvetur, 42. Sobre la
organización de la Iglesia primitiva, la bibliografía es considerable. Basta
con citar a G. BARDY, La théologie de 1'Eglise de saint Clément de Rome
á saint Irenée, París 1945; P. BATTIFOL, L'Eglise naissante et le
catholicisme, París 1909; H. VON CAMPENHAUSEN, Kirliches Amt und
geistliche Vollmacht in den drei ersten Jahrhunderten, Tubinga 1953; M.
GOGUEL, L'Eglise primitive, París 1947. Para la organización más
especialmente, ver J. COLSON, Les fonctions ecclésiales aux deux
premiers siécles, París-Brujas 1956; La fonction diaconale aux origines de
l'Eglise, París-Brujas 1960.
4
EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37, 2; cfr. V, 10, 2.
5
Art. Episcopos, en ThWNT, II, 607-610.
6
H. VON CAMPENHAUSEN, Op. Cit., p. 91.
7
Bien analizado ya por H. AHELIS, Das Christentum der ersten drei
Jahrhunderte Leipzig 1912, t. 2, más recientemente por J. P. AUDET.
Mariage et célibat dans le service pastoral de 1'Eglise, París 1967.
8
Hech 2, 36 y 5, 42; la casa de Estéfanas, 1 Cor 1, 16; la casa de Filemón,
Filem 2; la casa de Cornelio, Hech 16, 15; la casa de Lidia, Hech 16, 31, 34;
la casa de Onesíforo, 2 Tim 1, 6. La actividad de Ignacio de Antioquía
también debió de ejercerse casa por casa. Hace mención en sus cartas de
esas casas hospitalarias, Smirn., 13, 1. Ver también Policarpo, 8, 2.
ARISTIDES, Apol., 15, 6.
9
Hom. Clen ., 15, 11, 2.
13 1 Tim 3, 1-13.
14 G. BORNKAMM, art. Presbyter, en ThWNT, VI, 672-680.
15 Mc7, 3; 1 Mac 1, 26; 7, 33; 11, 23; 12, 35; 13, 36; 14, 20; 2 Mac 13, 13; 14,
37.
16 Hech 16, 4.
18 1 Tim 4, 14.
19 Tit 1, 5.
22 3 Jn
23 1 Clem., 40.
25 Martirio de Justino, 3, 1.
27 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 23; TERTULIANO, De fuga, 11; CIPRIANO, Carta
55, 11.
28
Passio Philippi, 1; Act. Phileas, 2; Sínodo de Sardica, c. 10 (13). En H.
ARCHELIS, op. Cit., 2, p. 6.
29
EusEBto, Hist. ecl., V, 22; cfr. ibid., VII, 30, 17.
31 Didascalia, IV, 1, 1.
32 Republ., 539-540.
34 IGNACIO, Magn., 3, 1.
35
Son sacerdotes: Ireneo, Cipriano, Cornelio. Es diácono hecho obispo:
Eleuterio, Hist. ecl., IV, 22, 3; EUSEBIO DE ALEJ., Hist. ecl., VII, 11, 24.
45 Didascalia, V, 11.
47 Hom. Clem., 5.
48
Didascalia, XI, 44, 4.
50 Didascalia, IX, 34, 3; XVI, 13, 1. En ningún lugar se dice que los fieles
participan en el nombramiento.
55 Didascalia, XVI, 12, 4; 13, 1. Ver nuestra Vie liturgique et vie socia-le,
París 1969, pp. 139-147.
56 Ibid., XV, 6, 2.
58 Vis., III, 5, 1.
64 Adv. haer. II, 32, 4. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., V, 7, 3-5; 6, 1; 7, 6.
68 Vis., III, 1, 8, 9.
74 Ibid., 49, 1.
82 TERTULIANO, De anima, 9.
90 Ibidem.
91 JUSTINO, Dial., 80, 1; IRENEO, Adv. haer., V, 31-31; EUSEBIO. Hist. ecl.,
III, 28; VII, 25.
97 1 Cc?' 7, 25-38.
98
1 Clem., 28, 1-2; 48, 5.
100 Bien aclarado por P. NAUTIN, Lettres et écrivains chrétiens, pp. 33-43.
110 Smir., 8, 2.
114 Ibid., V, 3, 4.
131 IRENEO, Adv. haer., III, 3, 1-3. Ver también EUSEBIO, Hist. ecl., V, 6, 1.
Capítulo II
«El mundo, antes de Cristo, era un mundo sin amor»; este juicio de un
historiador 1 puede que sea exagerado. No obstante, es una manera de
expresar la asombrosa seducción que el cristianismo ejerció tanto sobre las
masas como sobre las élites. El evangelio de la caridad venía a explicar y a
realizar la fraternidad humana, inscrita en lo más profundo del ser humano y
que ningún filósofo había conseguido que se viviera en los hechos cotidianos.
La Iglesia quiere ser fundamentalmente una fraternidad, como ya lo hacía notar
Ignacio de Antioquía2. Lo que llama la atención de los paganos es encontrarse
con hombres que se aman, que viven la unidad y la ayuda mutua; les sorprende
encontrar una sociedad que pone en práctica una distribución equitativa de
bienes entre ricos y pobres, en una .fraternidad auténtica. El emperador Juliano
ha de reconocer, dos siglos más tarde, que el secreto del cristianismo consiste
«en su humanidad hacia los extraños y en su previsión para el entierro de los
muertos»3, en una palabra, en la hondura de su caridad.
Los paganos del siglo II piensan del mismo modo: «¡Mirad —dicen— cómo se
aman!» 4. Y Tertuliano, contundente y exagerado como de costumbre, añade:
«Ellos se detestan». Séneca, el santo pagano, también pide que se tienda la
mano al náufrago, que se abran los brazos al exiliado, que se ponga la bolsa a
disposición de los necesitados, para compartir los bienes con los hombres. Pero
añade: «El sabio se guardará bien de afligirse por la suerte del desgraciado,
pues su alma debe permanecer insensible ante los males que él mismo alivia: la
piedad es una debilidad, una enfermedad»5. Estas expresiones
«nietzscheanas» dan la medida de la distancia que existe entre el paganismo y
el Evangelio.
Es difícil localizar una comunidad cristiana de término medio, que nos ofrezca el
modelo de una iglesia de metrópoli a escala pequeña. Estamos mejor
informados acerca de Roma que acerca de Tiatira, pero Roma no es toda la
Iglesia, como París no es toda Francia. ¿Cuál es la diferencia entre una
parroquia de la capital y la de un burgo o un pueblo de un cantón? Roma
tampoco es Cartago, lo cual se refleja incluso en el presupuesto económico de
ambas comunidades cristianas. En una ocasión, el alcalde de Atenas, de visita
en Montreal, observaba que la metrópoli canadiense gastaba en quitar la nieve
la misma cantidad que el total del presupuesto de su propia capital. Los
problemas de Atenas no son los de Montreal, ni las necesidades ni los recursos
10
.
La acogida en la comunidad
En la época en que estamos, la comunidad, fuera de las grandes metrópolis,
casi ni sobrepasa el marco de una casa acogedora. La palabra fraternidad tiene
en ella un sentido concreto: los hermanos y las hermanas todos se conocen,
incluso se llaman por sus nombres diminutivos.
La iglesia de Doura Europos, una de las más antiguas que han sido
encontradas, representa ya un estadio evolucionado del edificio transformado
en un lugar de reunión. Se trata de una pequeña ciudad del siglo III
medianamente poblada. Ahora bien, la iglesia apenas si tiene cabida para unas
sesenta personas, es decir, como una gran familia.
La Didascalia siríaca describe una comunidad que todavía tiene una dimensión
humana, en donde el obispo personalmente acude a socorrer a los pobres,
porque conoce a la perfección a todos los que tienen dificultades 11. Si un
hermano de paso se suma a la reunión, ha de «mostrar la patita blanca», antes
de ser admitido en la asamblea12.
«El diácono debe ser los oídos del obispo —dice la Didascalia—, su boca, su
corazón y su alma»14. Para un diácono estas recomendaciones están cargadas
de sentido. «Este corazón, esta alma», son el hogar de todos los hombres, de
todas las hermanas, cada cual con su historia, cada cual con sus necesidades
materiales y espirituales. No hay uno solo para quien la fe no represente un
riesgo, un reto, un desgarramiento. La historia de Perpetua nos permite entrever
hasta qué profundidad la conversión era como sajar en la carne viva de los
afectos familiares, y al mismo tiempo encontrarnos una gran delicadeza en la
amistad entre Perpetua y Felicidad, entre los compañeros de martirio y la
comunidad de Cartago. Los diáconos asedian materialmente las puertas de la
cárcel, tratando de suavizar la situación de los presos incluso con sobornos. Es
la imagen misma de la fraternidad vivida y compartida.
La viuda y el huérfano
Los huérfanos eran como los «hijos naturales» de la Antigüedad. Será preciso
llegar a la época cristiana y al reinado de Constantino para encontrar
establecimientos dedicados a recogerlos. La situación de los hijos sin padres,
legítimos o no, era de lo más precario. Legisladores y filósofos autorizaban
incluso la exposición de hijos no deseados 19. Tertuliano 20 reprocha
violentamente este crimen a los paganos de su tiempo, pero no habla ni de los
bastardos ni de los hijos ilegítimos, pues posiblemente son asimilados
púdicamente a los huérfanos.
Este contexto sociológico nos permite situar mejor las disposiciones que toman
los cristianos de esa misma época: ¿Recogían a los niños abandonados? No
conocemos texto alguno que lo afirme explícitamente. ¿Cómo podría
Tertuliano28 calificar de infanticidio, con tan gran violencia, el abandono de niños
que tiene ante su propia vista, si los cristianos no habían considerado que era
un crimen no recoger a «uno de esos pequeños»?
Sea lo que fuere de esos niños encontrados, la Didascalia29 nos informa acerca
de la actitud de los cristianos para con los huérfanos y las huérfanas. El primer
responsable es el obispo. Siendo padre de la comunidad, ¿no lo es ante todo de
aquellos y aquellas que ya no tienen padre? De ordinario confía el huérfano a
una familia cristiana.
Los hijos de los mártires eran como lactantes privilegiados para la comunidad.
En Cartago32, una mujer recoge y adopta espontáneamente al hijo de Perpetua,
puesto que su familia era rica y no estaba a cargo de la comunidad. El joven
Orígenes también es recogido por una mujer de Alejandría 33, cuando su padre,
Leónidas, muere mártir. Eusebio habla de un cristiano llamado Severo, que en
Palestina se hace cargo de la viuda y de los hijos de mártires.
En Pérgamo, en Asia Menor, la multitud invoca a los hijos para debilitar el valor
de su madre Agatonicé:
Las viudas, junto con los niños, planteaban a la comunidad un caso social
diferente. Su existencia sólo es alegre en las operetas; la realidad histórica es
otra. En Roma, la mujer volvía a caer bajo la férula de su familia o de la familia
del marido cuando éste moría35. Pero su situación se hace muy incómoda,
cuando ninguna de las dos familias son cristianas. Además, las disposiciones
jurídicas favorecían a los hijos y no a la viuda.
Dios en harapos
Los pobres eran la mayor parte de esta cifra impresionante. Esto que ocurría en
Roma, ocurría también en todas las comunidades. Cada una de éstas tenía sus
pobres. Esta situación expresa, incluso en la época dorada de los Antoninos, la
condición económica de una sociedad en la que las disparidades eran
flagrantes; los económicamente débiles eran numerosos, como actualmente en
algunos países de América Latina.
Acá y allá encontramos filántropos como ese boticario que dejó 300 botes de
medicinas y 60.000 sextercios para proporcionar remedios a los pobres de su
ciudad natal46. Por muy loables qúe sean estos gestos, no eran más que una
gota de agua en un mar de necesidades.
Quienes más gravemente se veían afectados por la situación social eran los
enfermos, los disminuidos, los necesitados, los parados, las personas de edad,
sobre todo los esclavos que ya no podían trabajar, los náufragos frecuentes en
los puertos, en donde además se concentran las primeras comunidades. Esta
lista puede alargarse en tiempos de mala cosecha, de guerra y de calamidad.
Son principalmente casos sociales, personas que atraviesan duras pruebas, sin
familia, desplazados, quienes están a cargo de los hermanos. Entonces es
cuando la fraternidad adquiere un sentido y una responsabilidad concretos. ¿De
qué serviría —como dice Santiago 47— desearles paz sin ofrecerles abrigo,
alimento ni vestidos?
En función de este sufrimiento humano, la Iglesia pide que el obispo elegido sea
un hombre que «ame al pobre» 48: «Acuérdate de los pobres —le recomienda la
Didascalia—, tiéndeles una mano y aliméntalos» 49. Cuando el obispo poseía
una fortuna personal, subvenía con ella a las necesidades mayores de la
comunidad. El diácono conocía cada uno de los casos individuales, buscaba a
los enfermos, estudiaba cada situación, examinaba cuáles eran los casos a los
que había que prestar mayor atención, procuraba descubrir a los pobres
vergonzantes, que disimulaban sus necesidades.
Caridad concreta que se imponía, tanto más cuanto que los hospitales todavía
no existían. Los médicos eran normalmente monopolio de los ricos. En Egipto y
en Grecia hay médicos públicos, pero en Italia se van estableciendo muy
lentamente55. En tiempo de los Antoninos, la mayoría de los médicos que vienen
a Roma proceden de Grecia y de Asia Menor. Los hermanos o los sacerdotes
médicos que conocemos por los epitafios encontraban amplio campo para
ejercer su arte y su asistencia.
En muchos casos, el diácono procuraba por todos los medios encontrar una
familia o un particular que acogiera y cuidara a un enfermo solitario. En Roma
los esclavos enfermos o minusválidos eran con frecuencia abandonados en la
isla del Tíber y confiados al dios Esculapio. Era tal el abandono en el que se
encontraban, que el emperador Claudio obligó a los amos a que cuidaran a sus
esclavos enfermos. Además, estipuló que los que llegaran a sanar fueran
libertados. El amo que matara a un esclavo enfermo para no tener que cuidarlo
sería perseguido por homicidio 56
Esta ley dice más que suficiente acerca de la inhumanidad de las costumbres
romanas en una época en que la civilización es de lo más brillante 57.
El castigo supremo que los paganos infligían a los mártires consistía en dejarlos
sin sepultura. En Lyon, arrojan sus cadáveres a las rapaces, bajo una vigilancia
militar; ni siquiera pagando los cristianos consiguen sustraerlos a esta última
ignominia66. El relato que nos ha llegado explica el motivo: «Creían los paganos
que así triunfaban de Dios y arrebataban a sus víctimas la posibilidad de una
resurrección. Decían: Veamos si ahora resucitan, si su Dios puede socorrerlos y
arrancarlos de nuestras manos».
La fraternidad es grandísima entre los que y las que sufren por la misma causa.
Hay una gran delicadeza y un cúmulo de atenciones recíprocas entre los
confesores de la fe. En Lyon, la joven Blandina sostiene el valor de Pontico, que
sólo tiene quince años76. La gesta de los mártires es una epopeya de la
fraternidad. La condición social de cada uno ya no existe. La grácil Blandina es
la protagonista en Lyon: por ella tiembla toda la comunidad; al final mostrará tal
entereza «que agota y harta a los verdugos» 77, y gracias a esto, hermanos que
habían apostatado vuelven y acaban por confesar su fe.
En atención a los más jóvenes, a los más débiles, a los que tienen miedo o a los
que flaquean, se crea un clima de calor y de ternura para confortarlos y,
después de una debilidad, levantarlos. Cuando llega la hora suprema, los
hermanos y las hermanas se dan el beso de la paz, igual que lo hacían en el
momento de ofrecer juntos el sacrificio eucarístico, con el fin de sellar su
comunión fraterna79.
Más allá de la perseverancia y de la muerte ¡qué orgullo para los que quedan!
¡Con cuánta piedad recogen sus osamentas! 80. Escriben a las otras iglesias
contando la historia de sus mártires, cuyo sacrificio es un honor para todos 81. De
comunidad en comunidad los cristianos se pasan copias de estas cartas 82, pues
se trata de una historia y de una gloria de familia.
Esta fue la suerte reservada a los cristianos, hombres y mujeres, durante las
persecuciones en Africa, en Italia y en Palestina.
Los hermanos no se quedan en sólo rezar por los hermanos condenados a las
minas, sino que acuden a ayudarles de diversas maneras. La comunidad de
Roma, especialmente vigilada y periódicamente afectada por este castigo, envía
recursos para aliviar a los hermanos que están en las minas, como lo atestigua
Dionisio obispo de Corinto85. La iglesia de Roma está continuamente al tanto de
la situación de los proscritos. Les envía hermanos para llevarles alimentos, para
suavizar de algún modo el rigor de su condición y hacerles sentir que la
fraternidad no es una palabra hueca, sino que quiere expresarse en las horas
más dolorosas.
El obispo de Roma, Víctor, posee la matrícula de los fieles que trabajan en las
minas de hierro de Cerdeña. Obtiene su liberación por el intermedio de un
sacerdote, hacia el año 190, gracias a la intervención todopoderosa de Marcia,
la amante del emperador Cómodo; Jacinto, que la ha educado es quien va a
llevar la carta, en la que se concede la gracia, al gobernador de Cerdeña, que
deja en libertad a los cristianos86.
Más prosaicamente, hay otros hermanos que se encuentran en prisión por no
haber pagado sus deudas o los impuestos 87. En aquella época el derecho penal
era intransigente. El que iba a ser futuro papa Calixto, se encontraba en
Cerdeña, junto con otros hermanos cristianos, condenado a las minas, porque
había hecho una malversación de fondos. Por este motivo Calixto no figuraba
en la lista de Víctor. No obstante, pudo beneficiarse de la gracia concedida a
todos. Jacinto había llevado bien su negociación y el gobernador conocía sus
relaciones en la corte.
Los hermanos condenados a prisión o a las minas son una carga más para la
comunidad, que «se esfuerza en economizar el dinero necesario, con el fin de
sostenerlos y, eventualmente, liberarlos» 88. Los cristianos condenados durante
la persecución de Diocleciano a las minas de cobre de Feno, cuarenta
kilómetros al sur del Mar Muerto, son tan numerosos que forman una
comunidad 89.
Otros hermanos son víctimas de los piratas en Africa y en las costas del
Mediterráneo. Por eso es por lo que, una generación más tarde, en tiempos de
Cipriano, la comunidad de Cartago recauda rápidamente 100.000 sextercios,
para el rescate de las víctimas a las que se había puesto precio 90
Ya desde sus orígenes la Iglesia anima a los amos cristianos para que liberten a
sus esclavos, pero sin grabar la caja común. Ignacio de Antioquía indica: «Que
los esclavos no tengan demasiada impaciencia en ser libertados a cargo de la
comunidad, pues esto sería mostrarse esclavos de sus propios deseos» 91.
Tanto para él como para el apóstol Pablo 92, la verdadera libertad es interior. «Si
soy esclavo, lo soporto. Si soy libre, no me envanezco »93.
Un siglo más tarde, sigue siendo verdad el mismo elogio. Roma sostiene a las
comunidades de Siria99; ayuda a Capadocia100, para que rescate a los
prisioneros cristianos que están en poder de los Bárbaros. Roma es la gran
metrópoli en la que se fraguan los negocios, en la que el dinero rueda, se gana
y se gasta. Testigo de esto es el armador afortunado que considera poco un
«cheque» equivalente a diez millones de francos que entrega a la comunidad.
Cada comunidad, igual que una asociación profesional cualquiera, tenía una
caja que era alimentada por las donaciones de los fieles. Desde la época de san
Pablo los fieles aportan una ofrenda en la reunión dominical 101. En los
comienzos, estos dones eran depositados sobre la mesa de la celebración 102.
Las ofrendas en especie, vestidos, alimentos, concretan las cargas que ha de
tomar sobre sí la comunidad.
Igual que los judíos y los paganos, los cristianos también aportan ofrendas al
culto, no «para ser consumidas inútilmente por el fuego, como los otros 105, pues
Dios no hace nada con ello, sino para que les sirvan a los desherados». La
purificación y la espiritualización del sacrificio cristiano hacen entender que
ahora las ofrendas responden a la pedagogía divina, que enseña al hombre el
retorno de la creación universal a él y al mismo tiempo la participación fraterna
de los bienes que a todos y para todos han sido dados.
Desde el siglo III, la Iglesia, que se ha hecho más numerosa y menos generosa,
se ve obligada a recurrir de nuevo a las contribuciones judías de las primicias y
los diezmos110.
Los recursos tienen el valor que les presta la fraternidad que expresan. La
Iglesia rechaza toda ofrenda que sea producto de una ganancia o de un oficio
ilícito120. Al axioma de que el dinero no tiene olor, los cristianos responden:
«Más vale morir de miseria que aceptar los dones de impíos y pecadores». Es
un gesto de grandeza el de los cristianos de Roma, que devuelven a Marción,
cuando este reniega de la fe, el dinero que había dado a la comunidad.
8 Ibid., 1, 27.
9 El historiador Bolkestein (op. cit., p. 421) afirma que «la moral oriental se
preocupa de las relaciones entre ricos y pobres, la occidental, de las
relaciones de hombre a hombre».
14 Ibid., I, 44 4.
15 Ver JUSTINO, Apol., 67; HERMAS, Vis., IV, 3; Mand., VIII, 10; Sim., I, 8; V,
7; IX, 26; ARISTIDES, Apol., 15; TERTULIANO, Apol., 39.
16 Ex 22, 21-23. Ver también nuestra Vie liturgique... pp. 12, 16, 100, 101,
140-143.
17 Santiago, 1, 27.
18 Peregrin., 12.
22 Ibid., X, 66 (72).
24 Ibid., I, 8.
25 CH. GIRAUD, Essai sur le droit f rancais au Moyen Age, París 1866, I, p.
464.
37 1 Tim 5, 14.
38 Ver art. Digamus, RAC, III, 1017-1020, que aduce textos en apoyo.
39 Ibidem.
40
Hechos, 6, 1.
48 Const. ap., II, 50, 1. Ver también IGNACIO, Polic., 4; JUSTINO, 1 Ap., 67;
HERMAS, Sim., IX, 27, 2; CIPRIANO, 5, 1; 41, 1; Const. II, 26, 4 y III, 3, 2;
IRENEO, Adv. haer., IV, 34.
49 Didascalia, XIV, 3, 2.
50
Dictionnaire des Antiquités, III, p. 1717.
53 Didascalia, XV, 8, 3.
65 Sobre esta cuestión ver F. DE VISSCHER, Anal. Boll., 69, 1951, pp. 39-
54.
66 EUSEBIO, Hist. ecl., VI, 62, La geste du sang, p. 58. Ver también
EusEBIO, Hist. ecl., VIII, 6, 7.
67 Mart. Pion., 9, 3.
69 Mart. Perp., 3, 4.
70
Mart. Pion., 11, 4.
74 Pereg., 12.
78 Mart. Perp,, 3, 6.
79 Ibid., 21, 3.
80 Act. Justin., 6, 2; Acta Carpi, 47. La geste du sang, pp. 40, 45.
91 IGNACIO, Ad Polic., 4.
92 1 COY 7, 21-22.
97 TH. ZAHN, Comm. in Rom. ad loc. Patrum apost. opera, fasc. 2, Leipzig
1876, p. 57.
99 Ibid., VII, 5, 2.
107 Se lee en el CSEL 26, pp. 186-188. Para los dones de alimentación, ver
Trad. ap., 5, 1-2; 28, 1-8.
109 HERMAS, Sim., V, 1, 3; Bernabé, 19, 10; ARISTIDES, Apol., 15, 7; Mart.
de Lucius et Mont., 21; Didascalia, V, 1-6. Sobre este tema ver, A.
GuILLAUME, Jeúne et charité, París 1954, pp. 21-45.
110 Didascalia, IX, 34, 5 y 35, 2; Const. ap., VII, 29, 1-3. Sobre esta
cuestión, ver nuestra exposición L'Offrande liturgique, en Vie liturgique et
vie sociale, pp. 251-295.
113 ORELLI, Inscr. lat., 2252, 3217. Colegio de los habitantes procedentes
de Berite, en Puzuol, MOMMSEN, Inscr. Neap., 2476, 2488; dos colegios de
comerciantes asiáticos en Málaga, CIL, II, p. 254.
116 Aparte del caso de Marción: TERTULIANO, Adv. Marcionem, IV, 4, ver
EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37.
122 Kerygma Petri, ed. Holl., TU NF, 20, 2, 1899, p. 233, n. 503.
Capítulo III
RETRATOS DE FAMILIA
Ignacio es obispo de Antioquía al comienzo del siglo II, cuando la Iglesia tiene
cincuenta años de existencia. De Pablo a Ignacio hay la distancia que separa a
un misionero, que se adapta al modo de vivir de un indio, de un indio que se
convierte al Evangelio y reconsidera el cristianismo. Llegado del paganismo,
Ignacio ha sido formado por los filósofos. Sus letras son las de un griego para
quien el griego es la expresión de su alma y de su sensibilidad, de su cultura y
de su pensamiento.
Conocemos al hombre solamente a través de sus siete cartas, que son las
únicas que nos permiten penetrar en «el jardín de su personalidad». «El estilo
de sus escritos es el hombre». ¡Qué hombre y qué corazón! En frases cortas y
densas, con un estilo sincopado, brusco, discurre un río de fuego. No hay
énfasis, no hay literatura, sino un hombre excepcional, ardiente, apasionado,
heroico con modestia, benevolente con lucidez; un don innato de simpatía,
como ocurre con el apóstol Pablo, y una doctrina segura, clara, en la que está
anclada una ética exigente.
Ignacio tiene el sentido del hombre y el respeto para cada uno, aunque sea
hereje. La dificultad no está en amarlos a todos, sino en amar a cada uno,
empezando por el pequeño, el débil, el esclavo, el que nos hiere o nos hace
sufrir, como se lo escribe y se lo recomienda a Policarpo 3. Sabe amar a los
hombres sin demagogia, y sabe corregirlos sin humillarlos. Aplica a Cristo 4 con
predilección la imagen del médico; imagen que a él mismo le cuadra
perfectamente. Está al servicio de la verdad de la fe, aunque sea incómodo y
amenace con atraerle incomprensiones o incluso hostilidad. El afecto que
despierta hacia él mismo es ante todo un homenaje. «Este yunque bajo el
martillo» no es un hombre de concesiones.
De todas sus cartas, la que más fielmente traduce la pasión mística que le
quema es la que escribe a los Romanos. En ella, su lengua da tropezones
tratando de expresar el temblor de emoción y de entusiasmo que lo sacude. La
llama provoca la expresión y la hace incandescente. ¿Qué importan las
palabras? Lo único que cuenta para él es encontrarse con su Cristo y Dios. «Es
glorioso ser un sol poniente, lejos del mundo, hacia Dios. Ojalá pueda
levantarme en su presencia»9. Para Ignacio no se trata simplemente de la
espera de una fe abstracta, sino de una pasión que le aprieta la garganta, de un
amor que lo devora, de una quemadura incomparable con cualquier quemadura
de nuestros corazones de carne. «Ya no hay en mí más fuego para la materia;
sólo un agua viva que murmura dentro de mí y me dice: "Ven al Padre"» 10.
Quien lee la carta a los Romanos sin ideas preconcebidas ve en ella uno de los
más emocionantes testimonios de la fe, el grito del corazón que no puede
engañar ni engañarse, que emociona porque es verídico. A primera vista, el
hombre nos parece pertenecer a otra época. Basta con que removamos un
poco las cenizas para ver que estas páginas han conservado el fuego que las
hacía arder.
Justino el filósofo
De todos los filósofos cristianos del siglo II, Justino es sin duda el que llega a lo
más hondo de nuestro ser. Este laico, este intelectual, ilustra el diálogo que
comienza entre la fe y la filosofía, entre cristianos y judíos, entre Oriente, donde
él había nacido, y Occidente, donde abre una escuela en Roma al cabo de
numerosas etapas. Su vida fue una larga búsqueda de la verdad. De su obra,
compuesta rudamente y sin arte, se desprende un testimonio cuyo precio ha ido
creciendo con el paso de los siglos. Para este filósofo, el cristianismo no es una
doctrina, ni siquiera un sistema, sino una persona: el Verbo encarnado y
crucificado en Jesús, que le desvela el misterio de Dios.
La filosofía misma nunca había sido para él una curiosidad del espíritu, sino
búsqueda de la sabiduría. El pensamiento de los filósofos de todas las escuelas
es lo que él había buscado, practicado, amado; lo conocía por dentro, no
habiendo buscado la verdad sino para vivirla. Había viajado, interrogado,
sufrido, con el fin de encontrar lo verdadero. Sin duda por esta razón nosotros
descubrimos detrás de lo que él descubre un desprendimiento, incluso una
desnudez que es lo que avala a su testimonio. Este filósofo del año 150 está
más cercano a nosotros que muchos de los pensadores modernos.
Los padres de Justino eran colonos acomodados; puede que fueran de esos
veteranos dotados de tierras por el Imperio; esto explicaría en el filósofo su
rectitud de carácter, su gusto por la exactitud histórica, las lagunas de su
argumentación. No posee ni la flexibilidad ni la sutilidad dialéctica de un heleno.
Vivió en contacto con judíos y samaritanos.
Retirado a la soledad, Justino iba errático por los arenales meditando sobre la
visión de Dios, sin que su inquietud se sosegase, cuando se encontró con un
anciano misterioso que disipó sus vanas ilusiones. Este le mostró que el alma
humana no podía alcanzar a Dios por sus propios medios; el cristianismo era la
única verdadera filosofía, que lleva a su cumplimiento todas las verdades
parciales: «Platón prepara para el cristianismo», dirá Pascal.
Es éste un instante que señala una fecha en la historia cristiana y que a Peguy
le gustará recordar; momento en el que se encuentran el alma platónica y el
alma cristiana. La Iglesia acogió a Justino y, con él, a Platón. Cuando se hizo
cristiano en el año 130, el filósofo, lejos de abandonar la filosofía, afirma haber
encontrado en el cristianismo la única filosofía segura que colma todos sus
deseos. Siempre lleva puesto el manto de los filósofos. Para él es un título de
nobleza.
«Nadie ha creído en Sócrates hasta morir por lo que éste enseñaba. Pero, por
Cristo, artesanos y hasta ignorantes han despreciado el miedo a la muerte» 13.
Estas nobles palabras las dirige Justino al Senado de Roma. También a él le
toca aceptar la muerte por la fe que había recibido y transmitido. En el momento
de su martirio, el filósofo cristiano no está solo, sino rodeado de sus discípulos.
Las actas nos citan seis de ellos 14. Esta presencia, esta fidelidad hasta en la
muerte, eran el homenaje más emocionante que se pueda ofrecer a un maestro
de sabiduría.
La vida cotidiana recobró su ritmo. El trabajo no había cambiado, pero ahora era
más liviano. Blandina no dejaba transparentar nada de su cambio, manifestaba
hacia su ama la misma deferencia y le prestaba los mismos servicios. Pero la
relación entre ambas había adquirido mayor profundidad y mayor significado.
Donde las diferencias de condición podrían chocar, la fe había tejido lazos
invisibles. Pero esta fiesta diaria no duró.
Se acercaban las festividades en las que, todos los años, en el mes de agosto,
se reunían en la confluencia de los dos ríos las tres Galias, representadas por
sus delegados. Desde todas las provincias acudía la multitud. Un gran mercado,
como una feria universal, se celebraba en la ciudad en fiestas. En ninguna otra
ocasión tenía la autoridad más preocupación por vigilar las reacciones de la
plebe. Los cristianos tenían prohibido aparecer en público. Pero la intervención
de unos presuntuosos fue suficiente para desencadenar un tumulto. No se
detuvo ahí el movimiento popular. Los cristianos fueron espiados en sus casas y
buscados por la policía; los esclavos paganos fueron sometidos a tortura para
que denunciaran a sus amos cristianos. Bajo la presión de los soldados, los
acusaron de todos los crímenes que creaba la imaginación popular. La
autoridad, cómplice, fingió ignorar el rescripto de Trajano.
Blandina fue detenida junto con su ama, la desconocida, que echó en olvido su
propia suerte para no pensar más que en su esclava, tan frágil —pensaba—,
que sería incapaz de mantener firme su fe en público. Blandina fue un prodigio
de energía y de valor. Condenada a tormentos, su fortaleza acabó por cansar y
agotar a los verdugos. Se relevaban durante todo el día y, al llegar la noche, ya
sin fuerzas, se extrañaban de ver que un cuerpo tan machacado respiraba
todavía 16.
Los hermanos no tenían ojos más que para ella. Una mirada hacia ella los
llenaba de orgullo y de valor. Menuda, endeble, despreciada, no sólo era el
símbolo del valor, sino como una presencia de Cristo en medio de ellos. «Los
hermanos creían contemplar —dice la carta— en su hermana a Cristo
crucificado por ellos» 17. Ninguna bestia tocó a Blandina, como si las bestias
fueran capaces de tener más humanidad que los hombres. El populacho no
tuvo ni un solo gesto de piedad.
Las fiestas duraron varios días. A los juegos de gladiadores y a la caza del
hombre, acosado por tener fe, sucedían los concursos de elocuencia en lengua
griega y latina 18. Todas las clases disfrutaban con esto, tanto los más
refinados como los campesinos y los plebeyos. Cada día los combates de
gladiadores fueron sustituidos por los suplicios de los cristianos, echados a la
arena de dos en dos como los gladiadores, espectáculo barato que se arrojaba
al populacho.
Lejos de sofocar la religión nueva, la persecución del año 177 no hizo más que
propagarla por todo el suelo galo, incluso más allá. El maestro de obras de esta
actividad evangelizadora fue el heredero del anciano obispo Potino, que murió
en la tormenta: fue Ireneo.
¿Quién es este joven obispo? ¿De dónde procedía? Igual que muchos de sus
fieles, había venido de Frigia, quizá de Esmirna, cuya comunidad cristiana
conoce y donde había tratado al anciano obispo Policarpo, como él mismo
cuenta en una carta dirigida a Florín, que el historiador Eusebio nos ha
conservado21.
Florín había caído en la herejía. Ireneo hace esfuerzos por recuperarlo para la
ortodoxia:
Las obras que se conservan de Ireneo obispo nos permiten mejor sacar un
concepto de Ireneo hombre. Su lengua es fluida, conoce los autores paganos y
los filósofos; incluso cita a Hornero. Pero no confía en el pensamiento profano,
que no es la patria de su alma; ve en él la sentina de la gnosis, cuya acción
devastadora él puede calibrar mejor que nadie.
Ireneo no sólo posee una gran probidad intelectual —estudia directamente los
textos gnósticos—, sino que también respeta a cada individuo, aunque sea un
adversario. En la refutación del gnosticismo no pone ninguna mala pasión,
ninguna agresividad. Todo lo más deja traslucir una punta de humorismo, que
destila salud y equilibrio. Sabe distinguir entre la persona y el error. Hasta en la
controversia sigue siendo pastor, pues los gnósticos también son ovejas suyas.
Una vez escribió: «No hay Dios sin bondad». Tiene la riqueza doctrinal del
pastor, el sentido de la mesura, la atención a las personas. De él se desprende
algo del estilo de Juan: un calor, una pasión contenida, un fervor que se
expresa menos en la elocuencia que en la acción, el sentido de lo esencial, pero
también la perspicacidad que vislumbra la gravedad de las primeras grietas en
el edificio.
Una vez bautizados, los detenidos caen bajo la jurisdicción proconsular y se les
somete a un proceso capital. Saturio, que había evangelizado a ese grupo, se
denuncia a sí mismo y se une a ellos para compartir su suerte, igual que ellos
habían compartido su fe. Todos son enviados a Cartago, a una prisión anexa al
palacio proconsular, en las pendientes de Byrsa. Poseemos el diario de
cautividad de Perpetua, en el que el relato de los acontecimientos y la anotación
de sus impresiones personales destacan como en alto relieve su personalidad.
—¿Se le puede dar otro nombre que el que tiene? —le dije.
El padre no se dio por vencido. Jugó con toda clase de sentimientos, brutal o
tierno, irritado o desesperado. Perpetua quedó tan agotada que «le daba
gracias a Dios y se alegraba cuando él estaba ausente» 38, cuando su padre no
iba a verla durante unos días.
Ten piedad, hija mía, de mis blancos cabellos. Ten piedad de tu padre, si
es que todavía soy digno de que me llames padre. Si te he criado con
mis manos hasta la flor de la edad, si te he preferido a tus hermanos, no
me entregues a la burla de los hombres. Piensa en tus hermanos, piensa
en tu madre y en tu hermana, piensa en tu hijo, que no podrá vivir sin ti.
Revoca tu decisión, no arruines a toda la familia. Ninguno de nosotros
podrá volver a hablar como hombre libre, si llegas a ser condenada 39.
El desgraciado padre se arroja a los pies de su hija, le cubre las manos con sus
besos. La joven sintió que un escalofrío la estremecía. Pero no cedió. El padre
se marchó desesperado.
El día del suplicio, los mártires son sacados de la cárcel y llevados al anfiteatro.
«Sus rostros estaban radiantes, eran hermosos. Perpetua iba la última, con
andar reposado, como una gran dama de Jesucristo, como una hija bienamada
de Dios»43. En la puerta de la arena, quisieron poner a las mujeres las
vestiduras de las sacerdotisas de Ceres. Perpetua se resiste tenazmente.
A todo lo largo del heroico combate, Perpetua, fiel a sí misma, sigue natural y
femenina. Pasa por momentos de debilidad, conserva hasta el final detalles de
delicadeza y de pudores de mujer, e incluso gestos de «coquetería virtuosa»,
arreglándose el cabello y sujetándolo con una fíbula 47. Como la Polixena
antigua48, quería morir con decencia. Cuando se da cuenta de que su túnica se
ha rasgado por un lado, junta los pliegues, para cubrirse las piernas, «más
preocupada de su pudor que por el dolor» 49.
Perpetua está preocupada por Felicidad, que acaba de dar a luz y que está
pálida, «su pecho deja escapar gotas de leche» 50. Cuando Perpetua ve que se
cae, se acerca, le da la mano y le ayuda a levantarse. Aprovecha un momento
de respiro para hablar con su hermano, el catecúmeno, y recomendarle a su
familia y a los otros cristianos. «Permaneced firmes en la fe. Amaos los unos a
los otros. Que nuestros sufrimientos no sean para vosotros motivo de
escándalo» 51 .
Así era la admirable mujer cristiana, cuyo diario, leído y releído en las
comunidades de Africa y de toda la cristiandad, incluso en la iglesia griega,
provocaba un escalofrío que no era de espanto sino de orgullo y de emulación 53.
Inscrita en los más antiguos martirologios, Perpetua forma parte del cortejo
triunfal de mártires de San Apolinar el Nuevo, de Ravena. El mosaico la
representa vestida con elegancia y con un porte noble: una gran dama. Está
entre las primeras que arrancaron al pagano Libanios este grito: «¡Qué mujeres
encuentra uno entre los cristianos!». Son ellas las que nos salvan de la apatía y
de la mediocridad.
_________________
1
Para Ignacio, Justino e Ireneo, hemos utilizado nuestra Guide pratique
des Pares de 1'Eglise, París 1967 (nueva edición, con el título de
Dictionnaire des Pares de 1'Eglise, París 1977).
2
Ep. Rom., 4, 2.
3
Ep. Polyc., 4, 1-3.
4
Ep. Eph., 7, 2.
5
Ep. Trall, 4, 1.
6
Ep. Rom., 4, 3.
7
Ep. Smyrn., 5, 1; 9, 2.
8
Ep. Eph., 2, 1.
9
Rom 3, 2.
10 Rom 7, 3.
11 Dial, 3-5.
12 1 Apol., 59-60.
13 2 Apol., 10, 8.
22 Ibid., V, 4, 2.
28 Pas. Perp., 3.
29
Ibid., 18.
30
/bid. 12
31 Ibid., 3.
32 Ibidem.
33
Ibidem.
34 Ibidem.
35 Ibid., 6.
36 Ibidem.
37
Ibid., 3.
38 Ibidem.
39 lbid., 5.
40 Ibidem.
41 Ibidem.
42 Ibid., 16.
43 /bid., 18.
44 Ibidem.
45 /bid., 20.
46 Ibidem.
47 lbid., 20.
51 Ibidem.
52 /bid., 21.
PARTE CUARTA
EL HEROISMO EN LO COTIDIANO
Capítulo I
«La vida entera del cristianismo es un largo día de fiesta»1, escribe Clemente
de Alejandría. Para el cristiano, la fe ilumina la monotonía gris del tiempo. El
creyente reparte sus días entre su familia, su trabajo y su comunidad.
Mezclados con los paganos, amenazados de continuo por la contaminación o la
denuncia, los cristianos sienten la necesidad de reunirse, de compartir el pan de
la palabra y el pan de la Cena eucarística, con un fervor común. Se reúnen en
un mismo lugar; forman una parochia, expresión que traducimos por
«parroquia» pero que estrictamente significa «los que residen como
extranjeros» en este mundo, con conciencia de su existencia efímera.
Por su misma condición, el cristiano es a la vez ciudadano y extranjero,
enraizado y peregrino; con sus compatriotas comparte una misma ciudadanía,
pero todo su ser está en tensión hacia la ciudad prometida. Cada creyente
comparte una misma fe con todos los que lo han rodeado, acogido, el día de su
bautismo, y siempre que los hemanos y hermanas se reúnen es para recordar
todos juntos que el Señor está en camino con ellos.
El tiempo del cristiano —el día, la semana, el año— tiene el ritmo de su fe, que
lo ha movilizado y va marcándole el camino. Tanto el cristiano como el judío
saben que el tiempo y la historia son conducidos, visitados, habitados por su
Señor. El Dios vivo da al tiempo su plenitud y su sentido, es decir, le da
significado y orientación.
El cristiano vuelve a orar al ponerse el sol 13. Tertuliano le pide que se signe en
la frente, es decir, que haga el signo de la cruz en forma de Tau 14. Texto bíblico
y oración espontánea al mismo tiempo, que reaniman la vigilancia.
Los cristianos acostumbraban a rezar de pie, con las manos elevadas, las
palmas abiertas, en la actitud de los orantes que vemos en las Catacumbas,
igual que Jesucristo había extendido los brazos en la Cruz 17. Es sin duda la
actitud que adoptaban los fieles de Antioquía y de Roma, de Cartago y de
Alejandría. Procedente del mundo sumerio y del judaísmo, esta actitud parecía
la más adecuada para expresar por medio del cuerpo el movimiento del alma y
su deseo de Dios 19.
La oración a horas fijas no es la única herencia judía. Hay que añadir la oración
de bendición antes de las comidas21. También en esto la comunidad cristiana
sigue el ejemplo de Jesucristo mismo22. Para el israelita y para todos los
antiguos, la comida tenía un carácter religioso 23, que se esfumó un poco, pero
sin desaparecer del todo, durante el Imperio, y que se practicaba de un modo
particular con ocasión de determinadas solemnidades.
O bien:
El carácter religioso de la mesa era tal, que los cristianos excluían de ella a los
paganos; es probable que se leyeran versículos de la Escritura o alguna estrofa
de un salmo. El padre de familia podía evocar el misterio eucarístico.
Los niños de Roma y de Cartago jugaban a las nueces, como los de hoy juegan
a las bolas; podían hacerse múltiples combinaciones. Agustín hace alusión a
estos juegos cuando evoca sus años jóvenes. «Dejar las nueces» se convirtió
en sinónimo de salir de la infancia. El bajorrelieve de un sarcófago de Ostia
muestra en un boceto dos grupos de niños jugando a las nueces; uno de ellos
aprieta en su túnica las nueces que le quedan, y está llorando porque ha
perdido39.
El juego de pelota que divierte a los niños no es despreciado por los mayores.
Eran muy aficionados a él Catón y Spurina, el amigo de Plinio 40. Las tabas, que
en un primer momento era juego de niños, como las nueces, se convierte
también en juego de cara o cruz para los mayores, con apuestas. Los juegos de
azar, la ociosidad que fomentan y la pasión que despiertan, explican las
reservas de la Iglesia. Con mayor motivo los cristianos condenan el fraude y los
pasatiempos que se convierten en medios de subsistencia 41.
Bebamos y comamos
que mañana moriremos45.
Haciendo un juego con la palabra ágape, el autor del Apologético señala que la
gran caridad que los cristianos se profesan ha creado esa institución. Esa
comida, que había dado lugar a las más ignominiosas burlas por parte de los
paganos, no se puede comparar con los festines organizados en honor de
Serapis, por ejemplo, cuyo templo era muy visitado en Cartago, y en los que el
humo de las cocinas «alarmaba a los bomberos» 53.
Se encienden las luces cuando cae la noche; cada uno es invitado a cantar en
honor de Dios un cántico sacado de la Escritura, seguramente un salmo. La
utilización del salterio para la oración se remonta a los orígenes cristianos. «La
comida acaba como ha empezado: con la oración».
El fin del ágape contrasta todavía más con las «diffas» alborotadoras de la
época, que dieron lugar a los epigramas de Marcial y a las sátiras de Juvenal.
Estas acababan en ultrajes a las costumbres, «en indecencias y libertinajes».
Los cristianos, sin embargo, se separan «con pudor y modestia, como personas
que en la mesa han recibido una lección más que una comida» 57.
Incluso los mártires, como hemos visto, convierten la última comida que se
concedía a los condenados —la «comida libre»— en ágape, para significar en
vísperas de la prueba suprema su fraternidad y su ayuda mutua en una común
emulación58. Es posible que la presencia del obispo o de un diácono diera a
esta última fracción del pan su valor eclesial o litúrgico.
«Los babilonios cuentan el día entre las dos salidas del sol —dice Plinio—; los
atenienses, entre las dos puestas del sol; los de la Umbría, de mediodía o
mediodía; los pontífices romanos y los que han fijado el día civil, así como los
egipcios y también Hiparco, de medianoche a medianoche» 64. Galos y
germanos, igual que los judíos y los musulmanes de hoy, contaban el comienzo
del día al caer el sol.
Justino afirma de manera más concreta: «El día que se llama día del sol, todos,
ya habiten en ciudades o en el campo, se reúnen en un mismo lugar» 68.
Visiblemente el filósofo cristiano da cuenta de una institución común a toda la
Iglesia, cuya celebración merece ser matizada para una ciudad como Roma, en
la que todavía no conocemos que en esa época hubiera un lugar de culto con
capacidad para acoger una asamblea tan numerosa.
La importancia vital que a los ojos de los cristianos tiene el día del Señor, se ve
en el interrogatorio a los fieles de Abitene, en Túnez, a quienes se les podría
dar el nombre de «mártires del domingo». Detenidos por reunión ilegal,
comparecen ante el procónsul, que les reprocha haber infringido los edictos
imperiales y haber celebrado la eucaristía en casa de uno de ellos. Saturnino le
responde:
—No podía hacerlo: no podemos vivir sin celebrar la cena del Señor.
¿Cuándo y dónde se reúnen los cristianos en domingo? Los fieles tenían que
reunirse en horas fuera del trabajo. En Tróade 73 se reunían por la noche, el
primer día de la semana judía, bien el sábado por la noche o bien el domingo.
Con el alba cada cual reemprendía su trabajo. Esto es lo que viene a decir
Plinio el Joven, que sitúa la reunión «antes del alba» 74, es decir, antes de salir el
sol. El sol naciente como símbolo del Resucitado es muy antiguo, y es posible
que incluso influyera en la redacción de los Evangelios 75.
El autor de Philopatris describe una asamblea litúrgica que tiene lugar en una
casa muy rica, en el piso de arriba 79. La historia de Tecla nos muestra en Iconio
a la joven escuchando desde su ventana predicar a san Pablo en una reunión
litúrgica de la casa de enfrente80. Las reuniones cristianas, no autorizadas por la
ley, no pudieron tener lugar al aire libre como las de los paganos, por eso se
empezó a sospechar que eran actividades clandestinas 81.
—Mi casa es muy grande, caben en ella más de quinientas personas. En ella
hay un jardín.
—Enséñame tu casa y tu jardín.
La gran sala de la casa de Amrah, en Siria, mide 6,30 metros por 7,30 metros 85.
Una habitación destinada a la asamblea litúrgica —sobre todo en una casa
particular— podía tener también otros usos, religiosos o profanos; un día el
propietario ofreció el edificio a la comunidad. Muchas Iglesias romanas —de
San Clemente, de los Santos Juan y Pablo—, que las excavaciones han sacado
a la luz, están construidas sobre casas privadas. Existían, pues, en la Roma del
siglo II, para la población movible y dispersa, diferentes lugares de culto para
los distintos barrios de la ciudad, bajo la presidencia de simples sacerdotes, o
presbíteros. El Liber Pontificalis sitúa los títulos de la ciudad en tiempos del
Papa Evaristo, a comienzos del siglo II86.
Todavía no hay un estilo para las iglesias, puesto que los lugares de culto,
desde Oriene a Occidente, se adaptan a las formas de las moradas domésticas
de la región, de acuerdo con la arquitectura del país. A partir del siglo II
aparecen las primeras iglesias construidas para el culto, principalmente en las
regiones más alejadas de la capital 89. Edesa posee una ya desde esa época.
La asamblea está dirigida por el obispo o por su delegado 91. Los diáconos lo
asisten: lo reciben y lo secundan. Ministros y fieles llevan los vestidos habituales
corrientes, nada los distingue entre ellos ni de los hombres de la calle con
quienes se van a cruzar, cuando acabe la liturgia. En Grecia, las mujeres se
cubren la cabeza con el himatión, que en aquel tiempo llevaban como un amplio
velo, o bien se echan por la cabeza una punta del peplos92. En Cartago,
Tertuliano pone como ejemplo para las coquetas a las mujeres indígenas, que
se velan no sólo la cabeza sino también el rostro 93. Este exigente moralista
regaña a las que se cubren la cabeza con un pequeño velo de tela demasiado
fina. A las jóvenes les «mide» la longitud del velo y les indica cómo tienen que
ponérselo. ¡Podría haberse hecho modisto!
Comienza la misa. Está compuesta de dos grandes partes: una consagrada a la
liturgia de la palabra, en la que los catecúmenos pueden participar; otra
reservada a los fieles, en la que se lleva a cabo el sacrificio eucarístico. Aparte
del domingo, en determinados días Oriente celebra la liturgia de la palabra sin la
eucaristía.
Aparte de los libros canónicos, los cristianos leen otras obras, como la Carta de
Clemente a los Corintios, el Pastor de Hermas. Los corintios leían también los
domingos la carta del Papa Soterio 96; los cartagineses, el edicto del papa
Ceferino97. Cipriano pide que sus cartas en el exilio sean leídas a la comunidad
reunida98.
Sigue la oración común. Toda la comunidad está de pie, con los brazos
elevados. El obispo formula las grandes preocupaciones de la Iglesia y del
mundo. Aquí se expresa la conciencia de la unidad y de la catolicidad. El
celebrante ruega por la perseverancia de los fieles, por los catecúmenos y
también por «quienes nos gobiernan», por la paz en el mundo 103. La oración que
termina la carta de Clemente nos ofrece un modelo de oración universal. Fiel sin
duda a la costumbre litúrgica, el anciano obispo Policarpo, cuando lo apresan,
pide una hora para rezar104. «Rezó en voz alta». En esta súplica, hizo «memoria
de todos los que había conocido en el transcurso de su larga vida, pequeños y
mayores, gente ilustre y gente oscura, y de toda la Iglesia católica extendida por
el mundo entero».
La oración universal era sin duda responsorial —es decir, con estrofas y
estribillos—, como en la sinagoga, a la que la asistencia responde con
aclamaciones tomadas de las comunidades de lengua aramea, sin ser
traducidas, como: Aleluya, Maranhata, Amén. Otras oraciones proceden del
mundo griego, como el Kyrie eléison, que encontrarnos en los ritos latino, copto
y sirio.
Sin embargo, la iglesia de Roma y todas las que la siguen, apartándose del
calendario judío, iban a lo esencial y ponían en primer plano la resurrección de
Jesucristo. La celebran el primer domingo después del 14 de nisán, plenilunio
del equinoccio 116, en el que celebran «el día del Señor».
La solemnidad comienza con un día de ayuno. A la caída de la tarde, los fieles
se reúnen para pasar la noche orando. Al empezar la vigilia se encienden
lámparas, según la costumbre judía. Era la gran vigilia, «la más augusta de
todas las vigilias», dice san Agustín. Duraba hasta el alba. Debía disponer los
corazones para la espera del Señor. Resurrección y espera del Kyrios se
funden en una misma celebración.
Las lecturas hacían referencia al misterio pascual. Se leía en el libro del Exodo
el relato del cordero pascual 118. En Roma se leía el capítulo seis del Profeta
Oseas: «Venid, retornemos a Dios» 119. El celebrante, como nos lo cuenta la
maravillosa homilía de Melitón de Sardes, desarrollaba el paralelismo entre la
Pascua judía y la Pascua cristiana. Cristo pone fin al tiempo de las
preparaciones e introduce definitivamente al pueblo elegido en la tierra de Dios.
El canto del gallo anuncia el nuevo día, día de fiesta y día de alegría. Se rompe
el ayuno. La celebración de la eucaristía adquiere su sentido pleno de memorial
de la muerte y de la resurrección de Jesucristo. Nunca los corazones de los
cristianos estaban más ardientes que ese día, cuando con el alba volvían a
emprender sus quehaceres cotidianos.
Una regulación de los días, de las semanas, del año, centrada en el misterio del
Resucitado, con los tiempos sobresalientes de la oración y de las celebraciones
litúrgicas, prepara a la Iglesia y al universo para el día dé la Resurrección
universal en la que brillará la luz que no se apagará nunca. El «día octavo», en
que el Señor resucitó, es un anuncio del último día y de la consumación de los
siglos.
Toda celebración litúrgica, así como la misma vida cotidiana, no es, en
definitiva, para el cristiano, sino preparación y espera. La incomodidad y la
angustia de los cristianos, con frecuencia amenazados por el poder, poco
seguros del mañana, los disponían para vivir mejor esta precariedad. El
marahata —que significa al mismo tiempo: el Señor viene y Ven, Señor— de las
asambleas litúrgicas, repetido en toda «cena del Señor», cierra el último libro de
la Escritura. Es el clamor de la Iglesia: al mismo tiempo certidumbre y la más
ardiente de las esperas.
_____________
1
CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 47, 3. Tema que ya
encontramos en Filón y Aristóteles.
2
Hist. nat., pr. 14.
3
Mart. Pion., 5, 4. La geste du sang, p. 93.
4
TERTULIANO, De orat., 25. Cfr. Hom. Clem., X, 1: XIX, 12; Rec. Clem., II,
71.
5
Stromata, VII, 7; Paed., II, 2.
6
TERTULIANO, De oral., 23. Para todo lo que se refiere a Tertuliano, ver E.
DEKKERS. Tertullianus en de Geschiednis der Liturgie, Brujas 1947.
7
ORIGENES, De orat., 32; TERTULIANO, Apol., 16, 10; CLEMENTE DE
ALEJANDRIA, Stromata, VII, 43, 7.
8
CLEMENTE DE ALEJANDRIA. Stromata, VII, 43, 7. Oriens Augustus es
una leyenda frecuente en numismática (observación hecha por M. Guey).
Amplio desarrollo del tema de la luz en F. DOELGER, Lumen Christi, en
Antike und Christ., 5, 1936, pp. 1-43.
12 De oral., 31,4.
13
Stromata, VII, 49, 6-7; Apol., 16, 6; De cor., 3; De orat., 26; Ad ux., II, 5.
15 Did., 8, 3.
26 PLUTARCO, Simp., 7.
31 De idol., 16.
32 De spect., 18. -
37 LUCIANO, Saturn., 4, 8.
42 Es de finales del siglo III, escrito, según H. Koch, por un autor católico
en Africa, y según G. Morin, en Roma por un donatista. Ver PLS, I, 49.
45 Paed., III, I1, 80; cfr. COMMOD., Instit., II, 29, 17-19.
51 Carta, 96.
52 Apol., 39.
53
Apol., 39, 15. Cfr. MARCIAL, Epigr., X, 48, 10; JUVENAL, II1, 107; PLINIO,
Paneg., 49.
54
Apol., 39, 15.
67 Carta, X, 96.
68 1 Apol., 67, 1.
73 Hechos, 20, 7.
74 Carta, X, 96.
75 Mc 16, 2 y paral., In 21, 1, 19; Hech 20, 7; 1 Cor- 16, 1; Did., 14, 1. Cfr.
EUSEBIO, Hist. ecl., V, 28, 12; Mal., 4, 2.
77 Ad Smyrn., 13.
82 TERTULIANO, Ad Scapulam, 3.
84 Ibid., IV, 6.
88 Didascalia, XII.
90 1 Apol., 67.
99 Stromata, I, 1.
100
Se atribuyó equivocadamente a Clemente de Roma. Texto traducido en
L'Empire et la Croix, col. Ictys, 2, pp. 132-148.
112 Acta Scili, 14; Acta Apol., 46: Doy gracias; Acta Cyor., 4, 3.
115 Hechos, 20, 7; 1 Cor 5, 7-8. Cfr. EusEBIO, Hist. ecl., V, 24, 6.
116 Sobre la controversia pascual, ver EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 14, 1; V, 23-
24. En un estudio reciente (Passa und Ostern, Berlín 1969). W. Huber hace
derivar la celebración de la Pascua un domingo, de la pascua cuarto-
decimana. En Roma, hasta el pontificado del papa Sotero, la resurrección
se celebraba todos los domingos, sin que hubiera una celebración anual
especial.
Capítulo II
El cristiano puede señalar como con hitos blancos las grandes fechas de su
vida: la conversión, el bautismo, el matrimonio, la muerte. Estas fechas le
permiten localizar lo que los acerca y lo que los aleja de la sociedad que
frecuenta día a día. Son valores nuevos y diferentes que alumbran su camino y
orientan sus actitudes. El amor, la vida, la muerte, que son el ritmo de toda la
existencia humana, extraen de la fe un valor de eternidad. Cristianos y mártires
saben que «el amor es más fuerte que la muerte..., que el amor es el más
fuerte», porque en el día de su bautismo el cristiano ha descubierto el rostro del
Eterno, que es Vida.
La iniciación cristiana
Lo que hoy día es excepción en los países de vieja cristiandad era regla en el
siglo II: «El cristiano no nace, se ha-ce», dice Tertuliano 1. La conversión
implicaba un cambio de vida y de religión, que provocaba una ruptura con la
Ciudad y aislaba al cristiano de su entorno y de la familia que seguía siendo
pagana. Cualquiera que fuesen las convicciones profundas del griego o del
romano, del egipcio o del galo, el bautismo daba un vuelco a su vida familiar,
profesional y social. Los lazos con una religión sociológica son particularmente
difíciles de cortar. Para convencernos, basta con que hoy consideremos la
resistencia que ofrece un ambiente sueco, o incluso francés, que con frecuencia
son agnósticos, cuando un hijo o una hija pasan al catolicismo.
No era fácil ser recibido como catecúmeno. La comunidad tomaba todas las
precauciones para apartar a los indeseables y probar a los candidatos. Es otro
cristiano quien hace el oficio de introducir en la comunidad al candidato. El
pagano que se siente atraído por el Evangelio empieza por informarse.
Acompaña a su amigo cristiano o a su evangelizador a las reuniones de la
comunidad. Se instruye en las verdades nuevas e intenta llevarlas a la práctica;
es un largo aprendizaje que la Iglesia organizará y estructurará más tarde.
Por eso, cuando somos regenerados por el bautismo que nos es dado en
el nombre de las tres Personas, somos enriquecidos por 'este segundo
nacimiento con los bienes que están en Dios Padre, por medio de su Hijo
con el Espíritu Santo. Pues los que son bautizados reciben el Espíritu de
Dios, que los da al Verbo, es decir, al Hijo, y el Hijo los toma y los ofrece
a su Padre, y el Padre les comunica la incorruptibilidad 6.
Las intuiciones de las mitologías religiosas y los temas bíblicos, que con
frecuencia coinciden, afloran en la liturgia y en las catequesis bautismales. El
surgir de la vida, la purificación de las faltas pasadas, la luz en el camino abierto
por la fe, se encuentran, como un denominador común en todos los autores de
esta época, aunque a veces pongan el acento en una u otra de esas
constantes.
Hay dos escritos del siglo II que nos ofrecen precisiones acerca de la manera
de bautizar; la Didaché y la 1 "Apología de Justino, tan rica en datos sobre la
vida litúrgica de esa época. La Didaché nos enseña el ritual más antiguo:
Las dos formas del bautismo, en agua corriente o en una piscina, por inmersión
o por efusión, tienen en cuenta las celebraciones que primitivamente se hacían
al aire libre, en un río o en el mar y que más tarde se trasladaron al interior de
las casas. Los batisterios de Lalibela, en Etiopía, del siglo XI, son todavía al aire
libre. La fórmula bautismal es claramente trinitaria, como en el Evangelio de
Mateo. La triple inmersión es una alusión evidente a la triple invocación que
precede.
Justino tiene una particular afición al tema de la luz, porque ésta expresa la fe
en Jesucristo y señala el itinerario espiritual. Pero hay que preguntar: ¿Cuándo
y dónde se bautizaba? Muy verosímilmente, la Iglesia primitiva acoge al
candidato, una vez preparado, en domingo. El bautismo durante la vigilia
pascual va unido a la organización del catecumenado y de la cuaresma, que se
remonta sólo al siglo III14. Antes de esta fecha todo ello es mucho más flexible.
Perpetua y sus compañeros son bautizados en la cárcel, sin hacer mención del
domingo. Por el contrario, la descripción de Justino parece situarse en el seno
de una reunión dominical.
Una carta de una comunidad concreta nos sirve para hacer el inventario de su
composición. Aparte de los ministros del culto, encontramos en ella a los que y
a las que vi-ven la virginidad y la ascesis, a los padres y madres de familias
cristianas, que son la mayor parte.
Nada más bautizado, el nuevo cristiano reanuda su vida de cada día. Los
pastores temen este enfrentamiento. Esta joven, ese hombre influyente, aquella
mujer casada con un pagano, aquel otro esclavo, ¿van a perserverar? La
espera de la parusía del Señor y la amenaza de las persecuciones mantienen el
fervor, pero al mismo tiempo alimentan una exaltación mística explotada por los
montanistas y similares en propio provecho.
Los ascetas son casos excepcionales en las comunidades, cuando los hay. Las
vírgenes viven habitualmene con sus familias, conservan sus bienes, bajo la
protección de su padre o de su tutor. Su decisión es enteramente libre y
motivada por la espera del reino36. Exponen su elección al obispo 37. Algunas
comienzan a vivir la vida «beguina» en grupos o se asocian a comunidades ya
organizadas de viudas38. Parece que surgen algunos grupos mixtos de ascetas 39
en los siglos II y IV, que serán una preocupación permanente para la autoridad,
que acaba por prohibirlos formalmente, a causa de las desviaciones y los
desórdenes.
Ignacio está fuertemente influido por san Pablo 48. Igual que él, reivindica un
derecho de inspección. El consejo —y eventualmente la autorización— del
obispo se solicitaba sobre todo cuando el matrimonio no estaba ratificado por la
ley, por ejemplo, entre dos esclavos o entre una patricia y un liberto 49. Con
mayor motivo tenía que intervenir en el matrimonio de los huérfanos que
estaban a su cargo. La dimensión de las comunidades permitía que el obispo
conociera las situaciones individuales de las personas y que so-pesara los pro y
los contra.
Por la mañana del día de la boda, la desposada ponía sobre sus cabellos
peinados en seis trenzas una corona de flores, mirto o azahar, que ella misma
había cogido. Llevaba el flammeum, velo color de fuego con el que se la veía
venir de lejos. Esta era la señal para comenzar los cánticos. Cátulo canta a la
novia:
Tertuliano59 se refiere sin duda a la unión de manos ante una mujer casada,
cuando escribe: «Maravillado por un es-pectáculo como ese, Cristo envía su
paz a los esposos cristianos. Donde ellos están, también está Cristo».
El derroche es obligado. Apuleyo61 ironiza sobre los gas-tos de una gran boda
celebrada en Roma, que se elevaban a 50.000 sextercios, aproximadamente
2.000 dólares. Los cristianos ponían cuidado en que los gastos fueran más
discretos.
Las relaciones con la mujer encinta están expresamente prohibidas con este
pintoresco argumento: «No se siembra en un campo que ya está sembrado» 73.
El placer sexual, fuera de la voluntad de engendrar, es contrario «a la ley, a la
justicia y a la razón»74. Los escritores cristianos repiten las prescripciones
bíblicas, pero endurecen su rigor. Están fuertemente influenciados por la
filosofía popular de tendencia estoica 75. Musonio rechaza como ilícito el solo
placer en el uso del matrimonio 76. Por instinto, la vida sexual les evocaba el arte
de la cortesana que prosperaba en Corinto y en Alejandría. Las exposiciones
fastidiosas de Clemente sobre las costumbres de la liebre y de la hiena
preanuncian la peor de las literaturas de los predicantes populares 77.
«Casuística de lo cotidiano»78 y de lo nocturno, sinónimo de torpeza, que acaba
por hastiar al lector del Pedagogo, que se siente aliviado cuando por fin ve
surgir el Logos liberador, deus ex machina, como última referencia79. Más
moderados, los legisladores se conforman con afirmarla legitimidad de la vida
conyugal y la inutilidad de las lustraciones rituales heredadas del judaísmo 80.
El Evangelio había dado mucho valor al niño, lo cual era una revolución en las
costumbres recibidas, puesto que el derecho romano permitía al padre que
expusiera a su hijo. La Iglesia primitiva también subraya el lugar que el niño
tiene en el hogar. Los niños son siempre explícitamente mencionados cuando
se trata de «casas cristianas» 96. Arístides97 alaba su inocencia, Minucio Félix 98
se emociona antesus primeros balbuceos, y Clemente 99 desarrolla amplia-
mente el evangelio de la infancia espiritual en el Pedagogo.
Un epitafio, aunque de una época posterior, nos dice mucho más que todo un
discurso sobre el afecto de una madre:
Las epístolas pastorales levantaron la voz contra las viudas jóvenes ociosas,
que calcorreaban de casa en casa; les aconsejaban que se volviesen a casar. «
¡Y si solamente fueran ociosas! Pero además son charlatanas, indiscretas y
hablan sin ton ni son»110. En ningún lugar se habla de las viudas que sin duda
se volvían a casar. La Iglesia-del siglo II, que es menos liberal, muestra
reservas acerca de las segun-das nupcias 111, quizá por influencia del
montanismo y de las corrientes ascéticas. Atenágoras las condena 112. Ireneo
ironiza sobre «los matrimonios acumulados» 113. Minucio Félix permite sólo un
segundo matrimonio114. Tanto Hermas115 como Clemente de Alejandría116 repiten
el consejo paulino a las corintias: «la viuda será más feliz, en mi en-tender, si se
queda así». La Iglesia anima a los solteros empedernidos a que se casen,
porque la edad no apaga el fuego, que sigue encendido bajo la ceniza 117.
Santidad y misericordia
El Pastor dibuja a la Iglesia con los rasgos de una mujer que está construyendo
una torre. Se acerca a ella, intrigado por las piedras que elige y por las que
rechaza y le pregunta. La mujer responde:
—¿Y esas piedras que se sacan del fondo del agua, que se ponen sobre
la construcción y que se acoplan perfecta-mente en sus junturas con las
que ya están puestas, quiénes son?
—Son los que han pecado y quieren hacer penitencia; por eso no se las
ha tirado muy lejos, porque se arrepienten y podrán servir para edificar la
torre124.
El Pastor advierte con apremio que es urgente convertirse, pero también afirma
que hay remisión para todos los pecados cometidos después del bautismo. Una
anécdota que nos cuenta Clemente125 ilustra esta misma verdad. En una
comunidad cerca de Efeso, el apóstol Juan había observado entre los
catecúmenos a un joven de muy buen aspecto. Se lo recomienda al obispo y se
olvida de él. El protegido se descarría y se hace jefe de bandidos. Cuando Juan
vuelve a pasar por allí, se entera. Sale en su busca, lo encuentra y le habla:
«Soy tu padre, estoy desarmado y viejo. Ten pie-dad, hijo mío, no tengas miedo
de nada, todavía hay esperanza para tu vida».
A mediados del siglo II, las persecuciones dan lugar a deserciones. La vuelta de
los apóstatas plantea una cuestioñ espinosa de conciencia, que siglos más
tarde se volverá a presentar más agudamente, cuando la persecución de Decio
provocará un verdadero desastre. En Asia prevalece la postura rígida. Es
producto de los ascetas, apóstoles de la continencia absoluta, cuyo rigorismo es
la cizaña de la virtud de fortaleza 126.
Dionisio de Corinto les escribe para recordarles la libertad que todos los
cristianos tienen para elegir el matrimonio o la continencia. Les «ordena que
reciban a los que se convierten de cualquier falta que sea» 127.
En Asia Menor, un determinado grupo de mártires preconizaban la misma
actitud intransigente hacia los apóstatas, y les negaban la penitencia. La carta
de Lyon pone de manifiesto la actitud totalmente opuesta de sus mártires, «que
no ataban a nadie y desataban a todo el mundo». Es una clara lección.
Día a día, las primeras generaciones se han ido familia-rizando con la muerte; la
tensión de su fe, la incomodidad de su existencia, la amenaza de la
persecución, les obligaban de grado o de fuerza a escrutar continuamente el
horizonte. La actitud de los creyentes ante el más allá, la afirmación tranquila de
la resurrección de la carne, han producido un profundo choque en el entorno
pagano.
Pionios le replica:
¡Oh! muerte, viejo capitán, ya es la hora. Levemos anclas. Esta tierra nos
hastía, ¡oh muerte! ¡Zarpemos!
—Con esas ideas que tienes, Apolonio, ¿es que amas la muerte?
Para los cristianos, la muerte es la puerta que se abre sobre la vida y sobre el
encuentro que se vislumbra.
Dejadme ser pasto de las fieras; gracias a ellas me será dado llegar a
Dios. Soy el trigo de Dios, soy molido por los dientes de las fieras, para
convertirme en el pan inmaculado de Cristo... Soy esclavo pero la muerte
hará de mí el liberto de Jesucristo, en quien resucitaré 134.
La Iglesia cuida de los enfermos y los inválidos. Confía este cuidado a los
diáconos; las mujeres a las diaconisas. Las viudas los visitan 135 La unción de la
que habla Santiago136 ha dejado pocas huellas en los dos primeros siglos.
Ireneo137 hace alusión a una especie de exorcismo que practicaban los
Marcosianos. Es posible que se trate de un rito que haga referencia a la Carta
de Santiago:
Este texto ofrece más oscuridades que información. Se refiere al uso del aceite
que judíos y griegos empleaban para curar y para fortalecer, para las
enfermedades del cuerpo y para las luchas en el estadio y en la palestra 138.
Encontramos unciones en los exorcismos y en la magia, como se pueden ver en
los gnósticos de Lyon, y no es fácil señalar una línea divisoria. ¿Es escogido el
aceite por razones terapéuticas o por su simbolismo sacramental? Es muy difícil
decirlo.
Al igual que sus compatriotas, los fieles de Grecia celebran las comidas
fúnebres los días 3º, 9º y 40º144. En Roma los funerales acaban el día noveno
con una comida que reúne a parientes y amigos. Lo mismo hacen en el
aniversario, no de la muerte, sino del nacimiento del difunto 145. Esta comida se
celebra ante la tumba, bien al aire libre bien en una sala vecina. En Africa y en
Roma, las excavaciones han des-cubierto junto a las tumbas un mobiliario que
todavía se puede ver en las catacumbas de Domitila y de Priscila.
Lo mismo que los paganos, los cristianos también ofrecen banquetes en honor
de los muertos; se llaman refrigería, nunca ágape, como un uso abusivo los
llame hoy, pues el banquete de caridad, como ya hemos visto, es puramente
evangélico. A esa comida se le da un carácter social, invitando a los pobres, a
las viudas y a otras personas a las que se asiste 148. La catacumbas nos han
conservado pinturas de banquetes funerarios en los que participan los pobres.
Esta es la explicación más verosímil de los cestos llenos de pan que vemos en
los frescos y en los relieves de los sarcófagos 149 .
El culto de los mártires nació del culto a los muertos. «Su conmemoración es
una memoria de los difuntos, que han salido del marco de la vida cotidiana» 150.
En su origen, las honras que se les tributan no se diferencian práctica-mente de
las que se hacen a otros difuntos151. No obstante, el testimonio que habían dado
por su sacrificio había hecho de ellos miembros privilegiados de la comunidad, a
la cual correspondía ocuparse de conservar sus restos y de cuidar su tumba.
Poco a poco, los fieles van conmemorando el aniversario de su martirio y no el
de su nacimiento, como hacen los paganos.
18 1 Apol., 15, 6.
20 Od., 11, 9-10; 15, 8; 21, 2. Cfr. HERMAS, Sim., VIII, 2, 3-4.
21 Sim., VIII, 2, 4.
25 1 Apol., 65, 1.
35 1 Clem., 38, 2.
37 IGNACIO, Ad Polyc., 5, 2.
38
IGNACIO, Ad smyrn., 13, 1; Ad Polyc., 5, 2.
47 Ep. ad Polyc., 5, 2.
54 Efes 5, 25-26.
67 1 Apol., 29.
68 Apol., 15, 4, 6.
85 1 Clem., 21, 8.
86
Didascalia, II.
87
J. DAUVILLIER, Op. Cit., p. 432.
90 2 Tim 1,5.
91 1 Pedro, 3, 1.
98 Octavio, 2, 1.
115 Mand., 4, 4, 1.
129 Ibidem.
141 Para las precisiones y la bibliografía, ver J. DAUVILLIER, op. cit., pp.
561-568.
147 Ichthys, el Pez: Iesous Christos Theou Uios Soter, Jesucristo Hijo de
Dios, Salvador. Documentación en DACL, VII, 1990-2086.
CONCLUSIÓN
Los cristianos de los primeros siglos se encuentran frente a una doble realidad:
el Evangelio y la vida cotidiana. ¿Cómo conformar la vida a la fe recibida, sin
traicionar ni una iota, pero al mismo tiempo sin desertar de las tareas terrestes,
de las responsabilidades de la familia, de la profesión, sin esquivar el hombro,
como lo hicieron los cristianos de Salónica, reduciendo la espera a la inacción?
Toda una generación vive esta tensión, en la que se inspiran los escritos del
ambiente judío-cristiano.
Pero hay otros que se instalan en esta historia y reducen la fe a una gnosis o a
una seguridad en lo eterno, que la deja vacía de su sustancia y de su tensión.
Pierden de vista que la fe no consiste en instalarse en la comodidad, ni es
construir un sistema para gozo del espíritu, sino que consiste en enfrentarse
con lo cotidiano, es recomenzar día a día, en la «espera ansiosa y oscura de lo
Inaudito».
El obispo Cipriano es un modelo de equilibrio y de moderación. Sabe esperar,
otorgando prioridad a su tarea pastoral, y no duda en esconderse hasta el
momento en que estima que su grey va a sacar más provecho de su confesión
que de su presencia. Es el ejemplo de la mayoría silenciosa y fiel.
Para quien trata de conocer las primeras generaciones cristianas, los mártires
sobre todo, amenazados diariamente, inciertos del mañana, lo que más llama la
atención es esa combinación de alegría de vivir y de serenidad ante la muerte.
Allí donde la filosofía sólo podía hacer la angustia más espesa, el Evangelio,
superando la noche, «despierta a la aurora». Ni los paganos de Lyon ni el
emperador Marco Aurelio pudieron ni quisieron leer este testimonio.
A mediados del siglo II, la espera del fin del mundo hace vibrar la última página
de la Didaché, pero se va debilitan-do progresivamente, se decanta y se
interioriza, para dejar paso a un deseo más personal de unirse a Cristo glorioso.
El murmullo de agua viva que surge en lo más íntimo de la fe de Ignacio y dice:
«Ven hacia el Padre», es repetido por la generación de lo primeros cristianos
con un fervor que conmociona, con una firmeza que sosiega, con la novedad de
los corazones sin estorbos. A quienes la esperan vigilan-tes, Dios les descubre
el alba que clarea.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Hemos reducido al mínimo las siglas, con el fin de evitar al lector búsquedas
fastidiosas. Las abreviaturas que hemos utilizado con mayor frecuencia son las
siguientes: Anal. Boll. Analecta Bollandiana, Bruxelas, 1882 y ss. RB. Revue
Bénédictine, abadía de Maredsous, 1884 y ss. CIG, Corpus Inscriptionum
Graecorum, 4 vol., Berlín 1825-1877.