Bases Fundamentales Del Contrato

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Bases fundamentales del contrato,

por Gunther Gonzales Barrón


Sumario: 1. Libertad económica y contrato; 2. Libertad jurídica y
contrato; 3. Principios base del contrato; 4. El contrato como categoría
general; 5. El contrato como categoría general en el Código Civil
peruano; 6. El consentimiento en la formación del contrato; 7. La
obligatoriedad de los contratos; 8. La obligatoriedad como hecho
comunicativo o como hecho intimista.

1. Libertad económica y contrato

La persona humana es un ser económico desde el principio de los


tiempos, pues, la necesidad de subsistencia le impone acudir a su
entorno para apropiarse de las cosas y de sus distintas utilidades. La
satisfacción de ese interés se traslada al plano normativo de la religión,
de la moral, y, finalmente, del derecho, por lo que el concepto de
propiedad, sea individual, familiar o comunal, con el objeto de asegurar el
disfrute pacífico de las cosas. En las sociedades primitivas, la economía
se basa en el autoconsumo, por tanto, las familias, o grupos sociales
reducidos, producen todos los bienes que necesitan, por lo que el grupo
social, solo se preocupa en proteger la propiedad, que es el único
derecho patrimonial que se requiere para mantener el orden en la tribu u
organización política de la que se trate.

Sin embargo, más tarde o más temprano, toda sociedad comienza un


lento periodo de mayor complejidad, que surge desde el nacimiento de
las clases sociales: gobernantes, religiosos y productores, que
básicamente cumple el fin de mantener el orden de la sociedad, por lo
cual, el grupo político privilegiado supera el auto-consumo, con la
consiguiente demanda de nuevos bienes en el interior de su entorno, o
fuera de él, que origina el comercio exterior. Por su parte, los adelantos
tecnológicos originan excedentes, sin perjuicio de los sujetos más
hábiles o fuertes, que logran acumular excedentes, con la consiguiente
separación entre los miembros de la sociedad por riqueza o pobreza, con
la consiguiente capacidad de satisfacer más complejas o suntuarias
necesidades.

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La demanda de bienes siempre conlleva la oferta de los mismos, por lo
que surge una nueva situación que modifica la estructura de la sociedad.
El autoconsumo deja de ser la única fórmula económica; por el contrario,
empieza a ganar importancia creciente el intercambio de bienes, el
comercio, y, con ello, la producción se hace para concurrir en el mercado,
esto es, dirigido a terceros. Nuevamente, los cambios sociales arrastran
al derecho, pues, surgen reglas para el intercambio de bienes. En tal
contexto, el concepto de propiedad no es suficiente para enfrentar las
nuevas necesidades, por lo que nacen las ideas de “vínculo”, “obligación”
y “contrato”, como mecanismos jurídicos que explican el intercambio
económico.

La producción especializada, es decir, la situación por la que cada agente


produce un tipo específico de bien, por tanto, lo hace con mayor
eficiencia, productividad y calidad, trae como consecuencia la necesidad
de intercambio a través del comercio, desde el ámbito económico; pero
también origina las nociones de obligación y contrato, desde el ámbito
del derecho. No es casualidad que en Roma, el contrato de compraventa
se tipifica a partir del derecho de gentes, es decir, por efecto del comercio
internacional.

La economía de mercado surge propiamente cuando se generalizan la


libertad económica, la división del trabajo, la especialización de cada
agente en la producción, y la intervención estatal en condición de árbitro,
pero no en la creación de riqueza, aunque su intervención, por diversos
factores, es cada vez de mayor relevancia en la actualidad.

El sustento teórico de la economía de mercado, además del respeto por


la libertad, se encuentra en el bienestar general que logra mediante la
liberación de las fuerzas productivas, de la innovación, de la creatividad y
de la apropiación del esfuerzo por el sujeto protagonista de la acción. En
tal sentido, los individuos cuentan con libertad de producir, de comerciar,
de contratar, de trabajar, así como la libertad en el uso, disfrute y
disposición de la propiedad.
El mercado es el lugar abstracto en el que confluye la oferta y la
demanda, los vendedores y los compradores, pero ello requiere una figura
técnica que vincule ambos intereses contrapuestos: “el contrato”, así
como del derecho que sea objeto del intercambio: “la propiedad”. En
forma genial, el profesor italiano Emilio Betti había advertido con claridad
que la propiedad se sustenta en la idea primitiva de “apropiación
exclusiva”, sin relevancia de la alteridad (el otro); mientras el contrato se
basa en la idea de “colaboración” entre dos sujetos, pues, ambos se
necesitan mutuamente, lo que, a diferencia de la propiedad, presupone la
alteridad (el otro).

2. Libertad jurídica y contrato

La libertad individual implica que la persona cuenta con una amplia


esfera de actuación en la vida personal y social, lo que exige en forma
recíproca que el Estado se abstiene de interferir o entrometerse en esa
área privilegiada. Pues bien, una de las manifestaciones de la libertad
individual la constituye la denominada “autonomía privada”, por cuya
virtud, la persona tiene soberanía para gobernar su esfera jurídica[1],
mediante el establecimiento de reglas vinculantes, especialmente “en el
campo de las relaciones económicas-sociales”[2].

La autonomía privada cumple dos funciones: poder de constitución de


relaciones jurídicas (libertad de conclusión), y poder de reglamentación
del contenido de esas relaciones jurídicas (libertad de configuración
interna)[3].

No obstante, el principio de autonomía privada nunca ha sido absoluto, ni


siquiera en el momento cumbre del liberalismo. En este sentido, la
autonomía privada, como fenómeno social, tiene como base el contexto
en que se desenvuelve, por lo sus límites dependen de los tiempos y de
las concepciones imperantes en la sociedad. Por tanto, si la autonomía
privada tiene límites inmanentes, mayores o menores, entonces bien
puede decirse que no está en crisis la propia autonomía privada, sino
más bien el modo en que se concebía sobre la base de los postulados
liberales[4]. Por tanto, “más que un problema de libertad, es un problema
de sus límites. El dogma de la autonomía da la voluntad puede
proclamarse y repetirse a condición de que se subraye que prácticamente
hoy como lo fue ayer y como lo será mañana, es un problema de
medida”[5].
Los límites tradicionales de la autonomía privada son las normas
imperativas, el orden público y las buenas costumbres (arts. V, 1354 CC),
con lo que se busca controlar la vigencia de las normas de derecho
público y la moralidad social. Este modelo individualista se plasmó en los
primeros Códigos, pero ello ha cambiado dramáticamente desde la
aparición y desarrollo del fenómeno de la contratación masificada, en
donde -de hecho- la configuración del programa de los derechos y
obligaciones se produce de forma unilateral, con el riesgo de que una
parte se coloque en situación contractual intolerablemente superior
frente a la otra. Este problema hizo intervenir a la jurisprudencia y al
legislador, con miras en la protección de la parte más débil de la relación
jurídica, por lo que se busca equilibrar el poder de negociación de ambos
contratantes, lo que opera específicamente en el ámbito de las relaciones
con los consumidores (art. 65 Const.), y que antes operó en el contrato
de trabajo, cuya importancia como hecho regulador fue decreciendo para
dotar de mayor relevancia a las normas heterónomas. El contrato laboral
dejó de pertenecer al derecho civil, hasta el punto que esa materia se
convirtió en una disciplina jurídica autónoma: el derecho del trabajo.
¿Pasará lo mismo con el derecho del consumidor? El futuro lo dirá.

3. Principios base del contrato

El contrato cumple el objetivo de canalizar el intercambio y asignación de


bienes o servicios en la sociedad, mediante el reconocimiento de ciertos
principios que permiten su funcionalidad:

a) libertad, pues se trata de acto de autonomía;

b) igualdad, en tanto ello garantiza la tutela de la operación;

c) patrimonialidad, pues se trata de una operación económica que sirve


para la satisfacción de intereses individuales y sociales;

d) normativa, en tanto el acuerdo es vinculante, por lo que crea normas


privadas, lo que genera seguridad jurídica, pilar de cualquier sistema
económico que incentiva la creación de riqueza.

Los principios base son los que fundamentan la noción misma del
contrato, entre los que se encuentra el “normativo”, pues el contrato tiene
la función de crear normas para asegurar las relaciones económicas. El
famoso pacta sunt servanda constituye una frase que resume la finalidad
normativa del contrato, emparentada con la seguridad jurídica.

4. El contrato como categoría general

Los contratos, desde la perspectiva estructural, son actos humanos


bilaterales, de carácter patrimonial; pero, desde el aspecto funcional,
consiste en el mecanismo que permite el intercambio de bienes y
servicios para el logro de fines valiosos, tales como la satisfacción de
necesidades inmediatas o complejas, pero bajo los principios de
eficiencia económica, desarrollo social, mayor productividad y calidad de
vida, sin perjuicio de los crecientes problemas por abuso en el ejercicio
de las libertades.

En tal sentido, las personas compran, venden, arriendan o toman


préstamos, por lo que a cada momento celebran contratos particulares
(compraventa, arrendamiento, mutuo, etc.) que pretenden obtener
resultados económicos prácticos, pero con el convencimiento pleno,
expreso o presunto, de que la relación tenga incidencia en el mundo
jurídico.

La multiplicidad de contratos puede dificultar la solución de casos, lo que


exige el uso de la analogía; por tanto, si el sistema cuenta con una regla
en el contrato de compraventa, por cuya virtud, los gastos se dividen
entre las dos partes, pero esa misma norma no ha sido contemplada en
el contrato de arrendamiento, por lo que surge la incertidumbre producida
por una laguna normativa. En tal ocasión, caben las siguientes salidas:
primero, acudir al juez, en forma posterior al conflicto, para que la regla
de un sector sea trasladada en el caso concreto a otro sector; segundo,
acudir al jurista teórico o práctico, para que recomiende llenar la laguna,
en forma previa al conflicto, con una norma privada en el mismo texto
contractual; tercero, acudir al legislador para que establezca normas
positivas que resuelvan los casos en forma anticipada al conflicto, pero
con carácter general.

Concentrémonos en esta última posibilidad.

El legislador puede establecer la misma regla de la compraventa en el


sector normativo del arrendamiento, pero luego tendría que hacer lo
propio en el contrato de obra, mandato, comodato, etc. El resultado es la
reiteración de normas. La segunda posibilidad es crear una categoría
más general, que abstraiga todos los elementos comunes de la
compraventa, arrendamiento o mutuo, con lo que nace la regulación
sobre “el contrato”, que en principio se aplica a todos los tipos de
contratos, salvo que exista disposición especial en contrario. El resultado
es la economía legislativa, o la elegantia iuris, como dirían los juristas
romanos, en tanto una sola regla puede cubrir la multiplicidad de
acuerdos contractuales.

5. El contrato como categoría general en el Código Civil peruano

La codificación se caracteriza por la pretensión de sistematicidad


omnicomprensiva, por tanto, no extraña que haya optado por regular un
conjunto normativo sobre el “contrato en general” como categoría
abstracta, y luego, distintas reglas particulares para cada tipo
contractual.

El Código Civil Peruano de 1984 no es la excepción, pues, el Libro VII, de


Fuentes de las Obligaciones, comprende la Sección Primera, de los
“contratos en general”, que contiene ciento setenta y siete normas, desde
el art. 1351 al art. 1528. Luego de ello, sigue la Sección Segunda,
sobre dieciséis “contratos nominados”, a saber, compraventa, permuta,
suministro, donación, mutuo, arrendamiento, hospedaje, comodato,
locación de servicios, obra, mandato, depósito, secuestro, fianza, renta
vitalicia, juego y apuesta (art. 1529 al art. 1949), habiéndose derogado las
normas sobre la cláusula compromisoria y el compromiso arbitral.

La Sección Primera, de “contratos en general”, regula las


siguientes quince materias: i) Disposiciones generales (normas
generales de una categoría, que por sí, ya es general); ii) Consentimiento;
iii) Objeto; iv) Forma; v) Contratos preparatorios; vi) Contrato con
prestaciones recíprocas; vii) Cesión de posición contractual; viii) Excesiva
onerosidad de la prestación; ix) Lesión; x) Contrato en favor de tercero; xi)
Promesa de la obligación o del hecho de un tercero; xii) Contrato por
persona a nombrar; xiii) Arras confirmatorias; xiv) Arras de retractación; y,
xv) Obligaciones de saneamiento.

6. El consentimiento en la formación del contrato


El puro individualismo (el “yo”) se basa en la arbitrariedad de una
voluntad que se impone   a la otra, sea por la fuerza, la tradición o los
recursos. Por el contrario, la idea de contrato implica una superación de
ese tosco individualismo, en tanto conlleva el reconocimiento del otro, la
existencia de una relación intersubjetiva del tipo “yo-tu”, por tanto, en tal
caso se requiere la voluntad concurrente de dos personas, en la que
ninguno se impone al otro, sino que se conjuga en un ámbito de libertad e
igualdad, por lo que se materializa en el acuerdo (art. 1351 CC) o en el
consentimiento (art. 1352 CC) que etimológicamente significa “sentir
juntos”, lo cual es bastante gráfico y expresivo.

El acuerdo es la esencia misma de la contratación, lo que llevó a sostener


a la doctrina del liberalismo jurídico que: “decir contrato es decir justo”,
en tanto sus bases se asientan en relaciones igualitarias, y no de
imposición o discriminación, por lo que se logra un resultado concorde,
estable, propio de un sistema de paz social, aunque sea desde una
perspectiva teórica o filosófica.

Pues bien, el acuerdo es un hecho comunicativo de dos personas, no un


hecho psicológico o intimista, por lo que necesita materializarse en el
ámbito social. A lo largo de la historia, esa comunicación se ha producido
a través de distintos mecanismos, según las valoraciones de cada
sociedad. Por ejemplo, los derechos antiguos exigían que la voluntad se
manifestase por medio de ceremonias públicas o religiosas, como
ocurría con el testamento romano que debía pronunciarse en una
asamblea pública, o con el acto de transferencia de propiedad, o
mancipación, que exigía un complicado ceremonial con una balanza,
siete testigos, vendedor y comprador, en la que se pesaba el metal
representativo del precio. En cualquiera de los casos, la nuda voluntad, la
sola manifestación externa del querer, no era suficiente para producir
vinculación jurídica. El acuerdo informal, en este contexto, no genera
obligaciones. Por lo demás, una prescripción de este tipo es natural en
los sistemas que todavía no abandonan en su totalidad el origen
religioso, pues la sacralidad se vincula normalmente con ritos, fórmulas o
actos mágicos, que, por tal motivo, son necesarios para que una simple
voluntad, sin trascendencia alguna, se diferencia de la voluntad
trasladada a ritos, que solo de esa forma producen acuerdos jurídicos[6].
El derecho romano es un buen ejemplo de estas ideas, pero, en general, lo
mismo ha ocurrido en todos los derechos o sistemas jurídicos de la
antigüedad:
Psicológicamente, Hägerström explica la ilusión de los poderes y vínculos
místicos, por el trasfondo emocional: la idea de poseer un derecho
respecto de algo hace surgir un sentimiento de poder; la idea de estar
obligado a hacer algo genera un sentimiento de estar bajo presión. Estos
sentimientos alimentan la creencia de que existen poderes y vínculos
reales. Históricamente, las ideas de derechos y obligaciones son
explicadas como derivaciones de ideas primitivas de poderes y vínculos
sobrenaturales que podrían ser establecidos y manipulados por  medios
mágicos  [7].

Sin embargo, la sacralidad y el formalismo exagerado es inconveniente


cuando las relaciones comerciales empiezan a florecer, pues, el
intercambio profesional exige rapidez y simplicidad en las operaciones.
El comercio es la causa decisiva en la eliminación del formalismo
contractual. No es casual que uno de los contratos consensuales del
derecho romano clásico es la compraventa, típico negocio mercantil, que
necesitaba reglas sencillas para su celebración. Muchos siglos después,
con el advenimiento del capitalismo, y, por consiguiente de su
instrumento jurídico, el derecho mercantil, nuevamente se derogan las
reglas formalistas de la contratación según las normas de comercio, las
que finalmente se trasladaron a los códigos civiles.

En resumen, el derecho civil moderno acoge el principio consensual en la


contratación, esto es, para la formación del contrato, y su efecto
vinculante, basta el consentimiento expresado por las partes, sea en
forma verbal, sea en forma escrita o sea por acciones (arts. 141, 1352
CC). Es decir, las normas privadas nacidas del contrato se pueden
originar, incluso, y en el caso más extremo, por una voluntad manifestada
por las palabras. La regla es el consenso declarado por cualquier forma
válida de comunicación (art. 141 CC), en cambio, la excepción es la
formalidad estricta. La causa principal de tal cambio es la economía: el
tráfico de bienes necesita medios ágiles y simplificados[8].

7. La obligatoriedad de los contratos

La fuerza obligatoria (normativa) de los negocios jurídicos, y en especial


del contrato, se funda en la Constitución, que consagra la libertad
contractual como derecho fundamental (art. 2, inciso 14), pero, desde
una perspectiva pragmática, se basa en las necesidades del tráfico,
puesto que la economía se desarrolla, fundamentalmente, por obra de la
iniciativa privada, que entre otras cosas requiere economía de mercado,
propiedad y libertad contractual. En tal contexto, los contratos se
constituyen en el principal medio del que se valen los hombres para tejer
entre ellos la urdimbre de sus relaciones jurídicas, por lo que se trata del
instrumento esencial para la vida económica y la promoción de la
riqueza[9]. Conviene recordar que la autonomía privada, antes que un
fenómeno jurídico, es un fenómeno social. Por ello, “el reconocimiento de
la autonomía privada es una exigencia que lleva consigo la misma
persona humana, por eso es inadmisible considerarla como simple
ocasión para que actúe la máquina del Estado (concepción normativista).
También es inexacto decir que se trata de algo que, como de cosas
suyas, sólo a los interesados importa”[10]. Esta afirmación es cierta en el
plano sociológica, pero no en el jurídico, pues, efectivamente, el contrato
crea normas.

El art. 1361, primer párrafo del Código Civil, establece en forma


terminante: “Los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado
en ellos”, lo que da lugar a una serie de consideraciones.

En primer lugar, el contrato es un acto jurídico que crea normas


particulares, pero vinculantes para sus autores: “son obligatorios”, por
tanto, no cabe desistirse o retractarse de los compromisos ya
asumidos[11].

En segundo lugar, el contrato es un acto jurídico de alcance social, no


intimista o psicológico, por tanto, la obligatoriedad de sus normas deriva
de lo que: “se haya expresado en ellos”, es decir, el contrato es fenómeno
expresivo, comunicativo, de manifestación frente al mundo, y no queda
reducido al estrecho límite del pensamiento o de la voluntad interna, que
nada expresan a los demás.

En tercer lugar, si el contrato es un hecho expresivo (“en cuanto se haya


expresado en ellos”), entonces la validez del acto se encuentra
relacionado con la coincidencia de las manifestaciones comunicativas
entre las dos partes, por tanto, mientras lo declarado por ambos
contratantes sea concordante en una misma expresión, entonces el
contrato quedará perfeccionado por “el consentimiento de las partes”
(art. 1352 CC).

8. La obligatoriedad como hecho comunicativo o como hecho intimista


La actuación del hombre no se inicia con la manifestación de una idea o
decisión, sino que normalmente se origina en un pensamiento que se
encuentra en el fuero interno del sujeto, y que este desea expresarlo para
los demás. En buena cuenta, el orden natural de la comunicación del
hombre es la siguiente:

PENSAMIENTO O IDEA  ======  EXPRESIÓN SOCIAL


(fenómeno psíquico, interno)    (fenómeno comunicativo)

La persona, antes que nada, tiene un pensamiento o idea dentro de su


fuero interno, la cual, luego de cavilar y reflexionar, decide manifestar al
exterior mediante un acto social comunicativo, por lo que jurídicamente
se produce el siguiente esquema:

VOLUNTAD  =======    MANIFESTACIÓN DE VOLUNTAD


(pensamiento o idea)      (expresión social del pensamiento o idea)

Normalmente, la manifestación externa coincide con la voluntad interna,


es decir, lo expresado por el sujeto es concordante con lo querido por él
mismo. En tales casos, el derecho no enfrenta problema alguno.

Sin embargo, cabe que no exista coincidencia entre la voluntad y la


manifestación, por ejemplo, cuando el vendedor quiere ofrecer un
producto en 1000, pero, por obra de un lapsus, manifiesta por escrito que
la venta se cierra en 100, ante lo cual el comprador acepta en forma
inmediata. Por tanto, la voluntad del vendedor no es coherente con su
manifestación. En tal caso, el art. 1361, segundo párrafo del Código Civil
señala: “Se presume que la declaración expresada en el contrato responde
a una voluntad común de las partes y quien niegue esa coincidencia debe
probarla”. Por virtud de esta presunción se fortalece la seguridad jurídica,
pues la parte contratante que niega la concordancia
voluntad/manifestación tendrá que romper la presunción mediante la
actuación de prueba suficiente, pero, mientras ello no ocurra, la parte que
confío en la declaración expresada, en el lenguaje comunicada al exterior,
no tendrá más que acogerse a la presunción, cuya justificación se
encuentra en la tutela de la confianza en las relaciones jurídicas entre los
particulares.

Pero, ¿qué ocurre si la parte afectada logra probar en contra de la


presunción de coincidencia de voluntad común? El Código guarda
silencio sobre ese fundamental problema, por lo que puede especularse
que hay dos soluciones posibles.

La primera tesis sostiene que la falta de coincidencia entre voluntad y


manifestación conlleva la nulidad del contrato, lo que presupone, sin
dudas, que la voluntad es el requisito esencial del contrato, y no la
manifestación, a tal punto que una voluntad discordante significa que el
acto no puede formarse; por tanto, el requisito primario es la voluntad,
mientras que la manifestación es una simple apariencia que hace
presumir su coincidencia con el fuero interno del sujeto, por lo que, la
prueba en contraria, arrasa con la validez del contrato.

La segunda tesis niega que la voluntad psicológica sea requisito esencial


del contrato, no solo por la inseguridad jurídica que originaría en las
relaciones económicas, sino, además, porque resulta desfasada con la
actual estandarización de la vida moderna, que se caracteriza por las
operaciones patrimoniales objetivadas, como ocurre con los actos
realizados en cajeros o en internet, antes que voluntaristas. Por lo demás,
el contrato como “expresión” (art. 1361, 1° párrafo CC), como acto
comunicativo que funda relaciones para la vida, y no para el pensamiento,
cavilación o reflexión, lleva a concluir que el contrato es válido cuando
existe coincidencia entre las manifestaciones externas de las dos partes
(“acuerdo”, conforme el art. 1351 CC), y asimismo también se deduce de
la propia definición del acto jurídico en el art. 140 CC: “manifestación”.

Por tanto, la falta de coincidencia entre voluntad/manifestación, cuando


el afectado logra probar tal circunstancia, no conlleva la nulidad del
contrato, sino la anulabilidad (vicio de menor entidad), cuando el error en
la declaración o el error en la transmisión de la declaración es esencial y
conocible por la parte contraria. Es decir, si el error del vendedor, que dio
lugar a la discordancia entre su propia voluntad y declaración, no era
conocible o advertible de alguna manera por el comprador, entonces el
contrato no se anula, y, todo lo contrario, es válido, pese a que haya
prueba plena del error cometido.

En decir, no basta el error del sujeto que declara en contradicción a su


voluntad, sino que además ese error debe referirse a una cuestión
esencial del vínculo jurídico (elemento objetivo), así como a la posibilidad
de la parte contrario de conocer el error (elemento subjetivo), lo cual
implica, en el ejemplo, que el comprador, pese a suponer que el precio
ínfimo proviene de un errata en la declaración, sin embargo, se queda
callado y no dice nada, tratándose de aprovechar de la situación.

Por tanto, la prueba de la discordancia entre voluntad y manifestación no


conlleva la nulidad del contrato, sino un error, cercano al fraude, que solo
tendrá eficacia destructiva del contrato, mediante la figura más benigna
de la anulabilidad, siempre que tal situación sea esencial y conocible por
la otra parte. Este es el régimen de los arts. 208 y 209 CC.

La doctrina italiana, que enfrenta el mismo problema, ha asumido esta


solución por muchos de sus principales autores, como el siguiente:

[L]a regulación adoptada en el nuevo Código Civil sobre esta materia se


halla en pleno contraste, justamente, con la tesis que hace de la voluntad
subjetiva o real un elemento esencial del contrato o uno de los requisitos
de este. No solo en la mayor parte de los casos la ausencia de la voluntad
interna no tendrá ninguna relevancia (es decir, no la tendrá en todas las
hipótesis en la cual dicha ausencia no sea fruto de error ni cuando, aun
siendo fruto de error, este no sea esencial o reconocible por el otro
contratante), sino que incluso cuando sí es relevante para el ordenamiento,
ello no produce nulidad del contrato -como debería suceder si se tratara de
ausencia de requisito esencial-, sino, simplemente anulabilidad”[12].

[1] DÍEZ PICAZO, Luis y GULLÓN, Antonio. Sistema de Derecho Civil, 2º


edición, Editorial Tecnos, Madrid 1980, T. I, p. 387.

[2] Cit. CANCINO, Fernando. Estudios de Derecho Privado, Editorial Temis,


Bogotá 1979, p. 29.

[3] DIEZ PICAZO, Luis y GULLON, Antonio, Op. cit., T. I, p. 389.

[4] JORDANA FRAGA, Francisco. La responsabilidad contractual, Editorial


Civitas, Madrid 1987, pp. 123-124.

[5] Cit. GÓMEZ, Carlos José. Estudios sobre los contratos por adhesión a


condiciones generales, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá 1991, p.
40.
[6] “A diferencia de lo que ocurre en el moderno Derecho, el
consensualismo no es principio general en el Derecho romano clásico, en
orden a la manera de concluir negocios que engendren derechos reales y
obligaciones. Esto significa que no es suficiente para producir tales
efectos el mero acuerdo de voluntades entre partes”: GUZMÁN BRITO,
Alejandro. Derecho privado romano, 2° edición, Thomson Reuters,
Santiago 2013, T. I, p. 789.

[7] OLIVECRONA, Karl. Lenguaje jurídico y realidad, traducción de Ernesto


Garzón Valdés, Editorial Fontamara, México 2004, p. 27.

[8] “el formalismo inicial de los derechos romano y germánico fue


cediendo gradualmente paso al principio del consensualismo, según el
cual los contratos se concluyen mediante el consentimiento. Esta
evolución fue determinada fundamentalmente por la influencia del
derecho canónico, por las necesidades prácticas del tráfico comercial y
por la doctrina del derecho natural. El primero y tercer factores obedecen
a razones teóricas, de carácter predominantemente intelectual, que
ponen de manifiesto el valor del consentimiento como elemento
suficiente para la formación del contrato. En cuanto al segundo factor,
que posiblemente es el que ha tenido mayor peso, se ha dicho que ‘la ley
de los mercaderes impuso el respeto a la palabra dada, menos por una
idea moral que por razón de la necesidad práctica de dejar de lado las
formas para concluir rápidamente los negocios’ (Ripert y Bolaunger)”: DE
LA PUENTE Y LAVALLE, Manuel. El contrato en general, Palestra Editores,
Lima 2001, T. I, p. 131.

[9] BORDA, Guillermo. Manual de Contratos, Editorial Abeledo Perrot,


Buenos Aires 1978, p. 114.

[10] DE CASTRO Y BRAVO, Federico. El negocio jurídico, Editorial Civitas,


Madrid 1985, p. 12.

[11] “La consecuencia más importante de la obligatoriedad de las


relaciones jurídicas creadas por el contrato, y la que realmente da sentido
a dicha obligatoriedad, es su intangibilidad o irrevocabilidad. Se entiende
por intangibilidad (o irrevocabilidad) el que, una vez formado el contrato
por el acuerdo de declaraciones de voluntad, la relación jurídica
patrimonial que constituye su objeto, aun cuando no haya entrado en
vigencia (verbigracia, por existir una condición o un plazo), no puede ser
modificada, sino por un nuevo acuerdo”: DE LA PUENTE Y LAVALLE, El
contrato en general, Op. Cit., T. I, p. 316.

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