Escenas de La Vida Deportiva
Escenas de La Vida Deportiva
Escenas de La Vida Deportiva
(1993)
—Andá cambiándote, Tito —pidió Rogelio, que estaba sentado en el suelo poniéndose las
medias. Tito se quedó mirando hacia la cancha, fruncida la nariz.
—¿Nadie vino a reservar la cancha? —preguntó. Jorge había atado el extremo de una venda
al paragolpes del auto, se había alejado un par de metros y ahora la enrollaba prolijamente.
No contestó.
—¿El boludo del Ruso no vino a reservar la cancha? —insistió Tito, el bolso al hombro.
El Ruso ni se dio vuelta para responder, sentado sobre el piso aún húmedo.
—No vine, Jorge —gritó—. ¡Con lo que llovió anoche! Pero no hay drama…
—¡Ruso! —llamó Tito—. ¿Te seguís haciendo tirar la goma con la vieja cada vez que venís a
alquilar la cancha?
—El Ruso se piroba a la vieja —Jorge ya había terminado de enrollar las vendas—. La vieja
no le cobra el alquiler pero después él nos lo cobra a nosotros.
—Esas viejas son perfectas para chuparte el zodape porque no tienen dientes, ¿no Ruso?
—Hijos de puta —reprochó—. Como ochenta años tiene la vieja. ¿No tienen madre, ustedes?
Se rieron. En la cancha, una multitud de morochos corría detrás de una pelota marrón y
deformada. Algunos de ellos con pantalones largos arremangados y descalzos. Jugaban y
gritaban. Se reían.
—¡Cambiate forro! —le gritó Miguel—. Cambiate de una vez y dejá de hinchar las pelotas.
—¿Y quién les va a decir que se vayan? —Tito concedió descolgar el bolso del hombro—.
¿Vos les vas a decir que se vayan?
—¡Ya hablé con uno de ellos, pelotudo! —dijo Aguilar—. Se van ahora nomás.
—Si no se pueden ni mover del pedo que tienen. Juegan cinco minutos más y se mueren…
—¿No se pueden ni mover? —se hizo oír el Ruso, atándose los botines—. Mirá cómo la pisa
el gordo aquél… ¡recién hizo un gol!…
—Sabés qué ganas de apoliyar que tengo… Me hubiera quedado durmiendo —dijo.
—Es al pedo —meneó la cabeza, Miguel—. Lo que es no saber un carajo de fútbol. Estos son
los mejores días para jugar, querido. Nublado, fresco…
—Quieren venir a jugar cuando hay sol y un calor de cagarse —Miguel alzó la voz,
doctoral—. Ahí quieren venir a jugar. Cuando no te podés ni mover del calor que hay. Hoy
está perfecto, papá.
—Es verdad. Es un día bárbaro —aprobó el Ruso, que dudaba entre sacarse el buzo o no.
—¡Pero claro, querido! —siguió Miguel—. Ni siquiera hay viento. Es preferible jugar con
lluvia que con viento, mirá lo que te digo.
—Seguro —Marcelo ingresó en la controversia, desde lejos—. Con viento es una cagada.
Nunca sabes para dónde mierda sale la pelota. Con lluvia, cuando le agarrás la mano al
pique… chau… cuando le adivinás el sapito…
—Es que éstos no saben nada, Chelo —se envalentonó Miguel—. Hay que explicarles todo.
Quieren entrar al Primer Mundo y se quedaron en la Pulpo de goma…
Tito se rió.
—¿Cuántos polvos te echaste, Tito? —preguntó Rogelio, que había terminado de enrollar las
vendas. Tito seguía riéndose, tapándose los ojos con un brazo. Se le sacudía el estómago bajo
la camisa a cuadros—. ¿La colocaste hoy? ¿Te permitió la patrona?
—Cuatro al hilo.
—Yo me desperté a eso de las cuatro y caían soretes de punta —dijo Miguel que había
abierto la botellita de aceite verde—. Dije «cagamos»…
—El Negro es como los pibes —Jorge, ubicado entre los autos, meaba un neumático—. Se
despierta a la madrugada para ver si llueve y si al día siguiente se puede jugar.
—Rogelio —Aguilar buscó con la vista y llamó— ¡Rogelio! Vos tenés la pelota, ¿no?
—Esta mañana. Me dijo que venía. Más, teniendo la pelota. No nos va a cagar así.
—¿Por qué no viene el Flaco? —se ofuscó Miguel—. ¿Otra vez nos caga ese hijo de puta?
—Pero… ¿será posible? —Miguel se había puesto de pie, deteniendo la minuciosa dispersión
del aceite verde por sus piernas—. Yo no me explico. ¿Qué otra cosa más importante que
jugar al fútbol podés tener que hacer un sábado a la tarde, decime? ¿Qué otra cosa?
Los morochos se iban retirando. Había uno tirado en el suelo, boqueando. Otros dos corrían a
un flaquito, que persistía en dispararse con la pelota. «¡Cuajada! —le gritaban—. ¡Pará
Cuajada o te vamos a cagar matando!». Se reían.
Gonzalo, que se cambiaba adentro del auto, por el frío, llegó al trote, endurecido.
—Pediles a ver si nos dejan la bola —sugirió al Negro. Aguilar miró hacia la cancha.
—¡Ni casa tienen estos negros! —se rió Marcelo—. Si vinieron todos en un camión. «Se la
llevás a la casa.» ¡Mirá las amistades que tiene el Gonza!
—¡Boludo! ¡Si no tenemos pelota! —Gonzalo miraba irse a los morochos, como con pena.
—¿Rojo?
—Sí, rojo.
—Es Pepe.
—¿Qué haces, Chelo, estás rezando? —le gritó Gonzalo—. Marcelo se había arrodillado y,
en un impensable rasgo de pudor, meaba cortito sobre el césped.
Había logrado interpolar una nueva nota de intranquilidad. Aguilar y Miguel miraron hacia el
otro costado de la cancha.
—El jueves lo vi en el centro al pelado que juega de cinco. Y me dijo que venían.
El Ruso pisaba cuidadosamente la cancha casi pelada. Daba saltitos para entrar en calor.
—¡Ya vienen los otros, pelotudo! Vienen todos juntos. El otro día vinieron en dos autos,
sobre la hora.
—Comprate, si querés aceite verde —negó Miguel—. Miserable de mierda. Vos sos como el
otro, el Gonza, que nunca pone guita para la cancha…
—Metételo en el orto.
—¡Y bajala, sota, o te creés que vamos a estar toda la tarde esperando!
—¡Putazo! —se unió Tito. Pepe, caminando de nuevo hacia el auto, giró hacia ellos y se
agarró los huevos. Después siguió caminando.
—La concha de su madre puta —farfulló Tito. Se había quedado con la mitad de un cordón
del botín en la mano.
—¿Sabés por qué te pasa eso? —asesoró el Negro—. Porque te pasás el cordón por debajo de
la suela. ¿Te lo enrollás por debajo de la suela? Así se te rompe.
—¿Por qué no me chupás un huevo, cabezón? —Tito resoplaba reacomodando el largo de los
cordones—. ¿Ahora me lo decís?
—Hay que decirles todo, Negro —habló Miguel—. No están para el Primer Mundo.
—Si por lo menos viniera un par más de ellos —calculó Gonzalo—. En el último de los casos
hacemos un picado.
—¡Si ellos vienen, ellos vienen! —desestimó Miguel, que había terminado de lubricarse—.
¡Allá vienen!, ¿no ves? ¡Para que te dejés de hablar al reverendo pedo!
—Ahí estamos —musitó Gonzalo, levantando apenas la vista—. ¡Llegaron, che! —les avisó
a los otros. Pepe había sacado la pelota del baúl del auto, la apretó un par de veces para ver
cómo estaba y después la tiró hacia la cancha donde ya trotaban y hacían flexiones casi todos.
—¡Traela! ¡Traela! —pidió el Ruso, que sólo se ponía locuaz cuando entraba a la cancha.
Miguel, en cambio, se mantuvo serio. Fue hasta donde estaba Tito y se puso en cuclillas junto
a él.
—Tito —le dijo—. Hoy no te mandés tanto al ataque. Seguro que por tu lado va a jugar el
flaco del otro día, ése que le dicen Trastorno. Es muy rápido. Trata de encimarlo y no dejarlo
dar vuelta. Si lo dejás darse vuelta te pinta la cara porque es un pedo líquido ese hijo de puta.
Le vas encima y ponete de acuerdo con Aguilar para que cierre por detrás tuyo si se la meten
a tu espalda… —Tito aprobaba con la cabeza, obediente—. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? —
recalcó Miguel—. Porque vos me decís que sí y después no hacés un carajo de lo que te
digo…
—Sí. Pero decile al Negro. Porque aquél agarra la lanza y se va arriba y después no vuelve en
la puta vida.
—Si vos te vas a volantear, yo te hago el relevo, quedate tranquilo. Pero además, yo le digo al
Negro —Miguel se puso de pie como si hubiese terminado con la indicación, pero antes de
meterse en la cancha, se volvió para decir—. Guardá los bolsos en el auto, Rogelio. Nunca se
sabe.
A Tito lo único que le faltaba ponerse era la camiseta verde, y puteaba por el frío.
—Loco ¡qué busarda que tenés! —Pepe, desde el suelo, poniéndose los botines, lo miraba y
se reía. Tito se miró el estómago como si recién lo descubriera.
—Te llamo, porque no hay nada más rompebolas que correr solo.
Víctor la había ido a buscar casi hasta el terraplén, detrás del arco, y la devolvió hacia la
semi-borrada línea del área. Marcelo la paró con el pecho y la tiró de nuevo a la copa de los
árboles.
—¿Con qué le pegás, hijo de puta? —lo observó, fijamente, Miguel, las manos en la
cintura—. ¿Cómo se puede tener tan poca sensibilidad en el pie? ¿Cómo se puede ser tan
animal? —Marcelo se reía—. Si te ve Federico Sacchi se muere de un infarto, querido —la
siguió Miguel—. ¡Y pretenden jugar al fútbol! ¡Qué agravio a la cultura futbolística del país,
por favor! ¡Son jugadores de terraza, nacidos en el centro! ¡Cuánto potrero que te falta, por
Dios!
La pelota, esta vez, y quizás intencionadamente, le llegó a Miguel, que la puso bajo la suela y
miró el arco.
—Decime, decime.
—Ahí —señaló el Lungo, mostrando el ángulo bajo del segundo palo. Miguel le pegó de
derecha, con estilo, y la pelota se elevó unos cuatro metros para caer tras el terraplén. Hubo
risas.
—¡No! ¡Traé! ¡Traé para acá! —Miguel había salido disparado detrás de la pelota, a grandes
trancos, enojado—. ¡No se puede jugar con eso! ¡Es un bofe esa pelota, hay que inflarla!
—¡No rompás las bolas, Miguel! Está bien la pelota. Mejor si está blanda. Dejala así —se
quejó Gonzalo—. Después se moja y se pone que pesa una tonelada. Te hace mierda el balero
si cabeceás…
—Mirá lo que es esto. Mirá lo que es esto —graficaba Miguel, oprimiendo la pelota con
ambas manos—. No se puede jugar al fútbol con esto.
—¡Largala! —Jorge se golpeó las manos, girando sobre sí mismo—. ¡Cómo rompe las bolas
el negro este!
—¡Pero si a ustedes les da lo mismo jugar con una pelota que con un ladrillo querido! —dijo
Miguel—. Para lo que juegan, todo les resulta lo mismo…
—La verdad que está un poco floja —admitió el Ruso, junto a Pepe.
—Pero es la única que hay.
—Nos dijeron que ustedes tenían. ¿Qué le pasa a ésa? —preguntó después.
—¿Y qué hacés con un inflador, Miguel, si no tenés un pico? —dijo Gonzalo, un poco harto.
—El flaco aquel tiene un inflador —alertó el Ruso, señalando, dentro del grupo de la contra,
al que había llegado primero en bicicleta. Miguel se encaminó hacia allí.
—¡Dejala así, Negro! ¡Dejala así! ¡Está bien así! —insistió Jorge.
—¡Ustedes corran! —ordenó Miguel, dándose vuelta y sin soltar la pelota—. ¡Muévanse,
elonguen que hace frío!
—Dame —dijo. Y empezó a escudriñar el cuero de la pelota con los ojos entrecerrados—.
¿Dónde está la marquita?
—Hacela girar, hacela girar —dijo Pepe, con su cabeza casi apoyada sobre el hombro de
Miguel—. Sin anteojos no veo un choto.
—Una flechita. Pero se le borra después… Miguel seguía haciendo girar el balón, mirándolo,
con la nariz prácticamente pegada al cuero.
—¡Acá está!
—Metele un gallo —recomendó Pepe. Miguel sostenía la pelota con una mano contra el
pecho mientras con la otra manipulaba el pico.
—¡Cómo vas a jugar con la pelota así, macho! —se escandalizó—. ¿Dónde se ha visto?
¡Estos, porque tienen un garfio en el empeine! Juegan al fútbol porque Dios es grande… No
saben un sorete, hay que decirles todo…
—¿Qué pasa, Miguel? —se acercó corriendo Tito—. Ya estamos para largar.
Miguel escupió una saliva blanca y espumosa sobre el agujero de la pelota. Le erró por un
centímetro. Primero hizo girar el balón, procurando que la oscilación deslizara la escupida
hasta cubrir el agujero. Pero luego, apurado, la empujó directamente con el dedo hasta tapar
la casi inapreciable juntura. Luego metió la punta del pico hasta encontrar resistencia.
—Pará —dijo Miguel. Sin sacarle el pico del inflador, bajó la pelota hasta aprisionarla entre
sus rodillas.
—¿Estás seguro que está ahí la válvula? ¿No se habrá corrido la cámara?
—No. Está ahí. Está ahí —aseguró Miguel y pegó un nuevo empujón al pico. Se oyó una
explosión ahogada y la pelota pareció aflojársele entre las manos.
—La pinché —dijo Miguel, girando la cabeza y mirando a Pepe con cara inexpresiva—. La
pinché.
Estuvieron unos veinte minutos más viendo si llegaba alguien con una pelota. O si pasaba
alguien que tuviera una. Marcelo se ofreció a ir a buscar una a la casa de un primo, en el
centro, pero no sabía si el primo estaba o se había ido a la isla… Le dijeron que no. A la
media hora, Tito comenzó a cambiarse de vuelta. Gonzalo lo puteó por enésima vez a Miguel
y rumbeó para el auto.
—¡No se podía jugar así, querido! —reafirmó Miguel—. Se pinchó, mala suerte. Pero así no
se podía jugar. Ningún jugador de fútbol que se respete puede jugar con una pelota así.
—Vos te quedaste en la Pulpo, Miguel —hirió Jorge, yéndose—. No estás para la de cuero.