Cuento El Hombre
Cuento El Hombre
Cuento El Hombre
El hombre veía a todos los que pasaban por allí. Todos los que pasaban por allí,
veían al hombre. En una mañana templada, me dirigía a mi empleo; con mi
termo y mate bajo el brazo. Caminaba sin apuro.
Mientras tanto me detengo a mirar a una persona; una persona que hace tiempo
está frente a la joyería, y no sé por qué hoy, me llamó la atención. Este hombre
vive en la esquina de una importante avenida, rodeado de enormes edificios y
lujosos automóviles, lugar donde se respira riqueza. Cuando el dueño de la
joyería apareció me encerré en mi cabina, y desde allí, continué observándolo
con la mirada detenida en él.
Era casi el mediodía cuando agarró sus cartones y trapos, y los puso en aquel
rincón, lugar en el cual guardaba sus pertenencias, donde para muchos, “tenía
sus porquerías”. Estaba listo para comenzar con su tarea; se refregó los ojos;
tomó su abrigo lleno de agujeros y salió. Con sus pelos duros y los zapatos sin
suela, caminaba sin importarle nada, sólo cumplía con su rutina, sin pensar en
lo futuro o en el que dirán.
Sin suerte, pero sin preocupación continuó con su búsqueda. Sin molestar a los
peatones que ambulaban por la calle, caminó hacia la otra esquina, y ahí, a un
costado de una columna, encontró su objetivo. A brió una bolsa y comió restos
de comida, los que por un instante, lo alimentaron, pero no lo saciaron, porque
su estómago le seguía clamando. Continuó. N o recuerdo cuánto tiempo llevaba
mirando a este sujeto, pero me envolvió por completo; quería saber qué
pensaba, conocer sus sentimientos, sus perspectivas, si es que las tenía.
Sin darse por vencido siguió con su lento caminar, deteniéndose en cada local
de comidas para mirar cómo las personas saciaban sus barrigas con
especialidades de la casa e imaginando poder hacer lo mismo. Sin perder la
ilusión de introducir algo en su cuerpo, siguió en su búsqueda; ahora su destino
fue una panadería.
El hombre con un fuerte olor a mugre, con las manos negras de costra, entró al
lugar; así como lo hizo, salió; agotado, con hambre y ¡vaya a saber qué más!,
volvió a su rincón. En mi cabina pensaba: “¿Y su pasado?… ¿Cómo fue?… ¿Por
qué llegar a este extremo?… ¿Y su familia?…
D esde la distancia que me encontraba no pude ver cuánto tenía, pero por lo que
demoró en contar, supe que era bastante, y con unas simples gracias, el
despistado se fue. Cuando el hombre llegó al lugar donde vivía, buscó entre sus
pertenencias y sacó tres pelotitas de trapo; las guardó en su bolsillo y partió
hasta el semáforo, y en cada luz roja, realizaba malabares; de esa forma lograba
monedas para poder vivir. Con sus piruetas divertía a los chóferes que se
detenían en aquella esquina; muchos se maravillaban del equilibrio de aquel
hombre.
Era admirable el dominio que tenía; pero a la hora de recompensar el
espectáculo, esos chóferes, los mismos que admiraban y se deleitaban viéndolo,
se marchaban, sin darle nada, y creo que solo con una mísera moneda,
acompañada de una pequeña sonrisa, cambiarían su ánimo, fortaleciendo sus
ganas de seguir intentando seducir al público hostil, con el cual se enfrentaba a
diario.
A sí pasé parte del día observando al sujeto; era casi la tarde y algo en particular
me conmovía, algo de valorar: más allá de su situación, este hombre jamás dejó
de sonreír. Yo no sabía el porqué de la sonrisa en su rostro, lo miraba y no
lograba entender, no tenía nada, ni motivos, pero eso parecía no molestarle,
siempre estaba feliz; ¿de qué? no lo sé.
Quizás no está cuerdo – pensé. Estuvo en la esquina hasta que el sol comenzó a
retirarse, y cuando lo hizo, retornó a su pocilga. La noche dijo presente, mi
horario finalizaba, era hora de regresar a casa, con mi familia; pero no podía
dejar de observarlo. Continuaba con un montón de preguntas, un montón de
incógnitas que nunca podré entender, y para las que, quizás, nunca encontraré
respuestas. La joyería cerró, el dueño se retiró junto conmigo, pero me detuve
para mirar al hombre por última vez, al menos por ese día.
Él tomó sus cartones, los puso sobre el piso frío y húmedo, se recostó en ellos y
se tapó con unos trapos. A sí terminó un día más.
El hombre, veía a todos los que por allí pasaban, todos los que por allí pasaban,
jamás lo vieron, y yo, solamente lo observé, a este hombre que no tenía más de
diez años de edad .