La Caída Radical Del Hombre

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LA CAÍDA RADICAL DEL HOMBRE

La respuesta cristiana a la pregunta del capítulo anterior se encuentra en la


doctrina de la
caída. De acuerdo a esa doctrina, el hombre es ahora algo horroroso para Dios y para él
mismo, y es una creatura mal adaptada al universo, no porque Dios la hiciera así, sino
porque él mismo se ha vuelto de ese modo, debido al abuso de su libre albedrío. A mi
parecer, ésta es la única función de esa doctrina. Ella existe para protegernos de dos
teorías
subcristianas respecto al origen del mal: el monismo, según el cual Dios mismo, estando
"más allá del bien y el mal", produce en forma imparcial los efectos a los cuales llamamos
de
ese modo, y el dualismo, según el cual Dios produce el bien, al mismo tiempo que un
poder
igual e independiente produce el mal. Contra estas posiciones, el cristianismo asegura
que
Dios es bueno; que hizo todas las cosas y las hizo para el bien de ellas; que una de las
cosas buenas que hizo, específicamente el libre albedrío de las creaturas racionales, por
su
misma naturaleza incluye la posibilidad del mal; y que las creaturas, valiéndose de esta
posibilidad, se han vuelto malas. Ahora bien, esta función —que es la única que concedo
a
la doctrina de la caída— debe distinguirse de otras dos funciones que a veces se muestra
realizando, pero que rechazo. En primer lugar, no creo que la doctrina dé una respuesta a
la
pregunta "¿fue mejor que Dios creara a que no hubiese creado?". Esa es una pregunta
que
ya he rechazado. Como creo que Dios es bueno, estoy seguro de que si acaso la
pregunta
tiene algún significado, la respuesta debe ser sí. Pero dudo que tenga algún significado e,
incluso si lo tiene, estoy seguro de que la respuesta no se puede lograr mediante el tipo
de
juicios de valores que los hombres pueden emitir en forma significativa. En segundo lugar,
no creo que la doctrina de la caída pueda usarse para mostrar que es "justo", en términos
de
justicia retributiva, castigar a los individuos por las faltas de sus antepasados remotos.
Ciertas formas de la doctrina parecen incluir esto; pero me pregunto si alguna de ellas, tal
como la entienden sus portavoces, lo dijo verdaderamente en serio. Los Padres de la
Iglesia
pueden, algunas veces, decir que se nos castiga por el pecado de Adán, pero con mayor
frecuencia dicen que nosotros pecamos "en Adán". Puede ser imposible descubrir qué
quisieron decir con esto, o podemos decidir que aquello que quisieron decir era erróneo;
pero no creo que podamos descartar su manera de hablar como un simple "modismo".
Sabia o simplemente, ellos creyeron que estamos verdaderamente, y no únicamente por
ficción de derecho, incluidos en la acción de Adán. El intento de formular esta creencia,
diciendo que estamos "en" Adán en un sentido físico —siendo Adán el primer vehículo del
"plasma del germen inmortal" —puede ser inaceptable: pero el que esta creencia sea una
confusión o una compenetración real de las realidades espirituales fuera de nuestro
alcance,
es, por supuesto, un asunto diferente. Por el momento, sin embargo, no surge esta
pregunta; pues, como ya he indicado, no tengo intención de discutir que la transmisión al
hombre moderno, de inhabilidades contraídas de sus ancestros remotos, es una especie
de
justicia retributiva. Para mí es más bien una muestra de aquellas cosas que están
necesariamente implícitas en la creación de un mundo estable, y que ya fueron
consideradas en el capítulo II. Sin lugar a dudas, para Dios habría sido posible eliminar,
mediante un milagro, los resultados del primer pecado cometido por un ser humano; pero
esto no habría servido de mucho, a no ser que Él estuviera dispuesto a eliminar los
resultados del segundo pecado, del tercero, y así sucesivamente. Pero si los milagros
cesaran, tarde o temprano habríamos alcanzado nuestra lamentable situación actual; y si
no
cesaran, entonces un mundo tan mal mantenido y continuamente corregido mediante la
intervención divina, habría sido un mundo en el cual jamás algo importante habría
dependido de la elección humana, y en el cual la elección misma se acabaría debido a la
certeza de que una de las aparentes alternativas no llevaría a resultado alguno y, por lo
tanto, no representaría verdaderamente una alternativa. Como ya vimos, la libertad del
ajedrecista para jugar al ajedrez depende de la rigidez de los cuadrados y de las movidas.
Habiendo aislado lo que concibo como la verdadera importancia de la teoría de que el
hombre es un ser caído, consideremos ahora la teoría en sí. La historia del Génesis (llena
de la sugerencia más profunda) es acerca de una mágica manzana de la sabiduría; pero
la
magia inherente a la manzana se ha perdido bastante de vista en la teoría desarrollada, y
la
historia es simplemente una historia de desobediencia. Siento el respeto más profundo
por
los mitos, incluso los paganos, y más aún por los de la Sagrada Escritura. Por lo tanto, no
dudo que aquella versión que enfatiza a la manzana mágica y que une el árbol de la vida
y
el de la sabiduría, contiene una verdad más profunda y sutil que aquella versión que hace
de
la manzana algo simple, y solamente una señal de obediencia. Pero supongo que el
Espíritu
Santo no habría permitido que esta versión creciera en la Iglesia y que ganara la
aprobación
de grandes doctores, a menos que también fuera verdadera y útil hasta donde es posible.
Esta es la versión que voy a discutir a continuación, porque a pesar de sospechar que la
versión primitiva es mucho más profunda, sé que yo al menos no puedo penetrar en sus
profundidades. Daré a mis lectores no lo absolutamente mejor, sino lo mejor que poseo.
En la teoría desarrollada se sostiene que el hombre, tal como Dios lo hizo, era
completamente bueno y completamente feliz, pero éste desobedeció a Dios y se volvió lo
que vemos hoy. Muchas personas piensan que la ciencia moderna ha demostrado que
esta
proposición es falsa. "Ahora sabemos", se dice, "que habiendo salido de un estado previo
de
virtud y felicidad, los hombres lentamente han salido de la brutalidad y de la barbarie". Me
parece que aquí hay una total confusión. Bruto y bárbaro pertenecen a esa clase
desafortunada de palabras que son a veces usadas retóricamente como términos de
reproche y, a veces, científicamente como términos de descripción; y el argumento
seudocientífico contra la caída del hombre cuenta con la confusión entre los usos. Si al
decir
que el hombre salió de la brutalidad, usted simplemente quiere decir que éste desciende
físicamente de los animales, no tengo objeción alguna. Pero esto no quiere decir que
cuanto
más atrás vaya, más brutal —en el sentido de malvado o despreciable— encontrará que
es
el hombre. Ningún animal posee virtud moral: pero no es verdad que todo comportamiento
animal sea del tipo que uno debería llamar "malvado", si acaso éste fuera ejercido por
hombres. Por el contrario, no todos los animales tratan a otras creaturas de su especie
tan
mal como los hombres tratan a sus semejantes. No todos son tan glotones, voraces, o
lujuriosos como nosotros, y ningún animal es ambicioso. Asimismo, si usted dice que los
primeros hombres fueron "salvajes", queriendo con esto decir que sus utensilios fueron
escasos y mal hechos, como aquéllos de los "salvajes" modernos, puede bien estar en lo
cierto; pero si quiere decir que eran "salvajes", en el sentido de ser depravados, feroces,
crueles y traicioneros, estará yendo más allá de las evidencias, y por dos razones. En
primer
lugar, los antropólogos y misioneros modernos se sienten menos inclinados que sus
padres
a apoyar esa imagen desfavorable, incluso respecto a los salvajes modernos. En segundo
lugar, usted no puede defender, basándose en los utensilios de los hombres primitivos,
que
ellos fueran en todo iguales a los pueblos contemporáneos que hacen utensilios similares.
Debemos aquí cuidarnos de una ilusión que el estudio del hombre prehistórico parece
engendrar en forma natural. El hombre prehistórico, por ser prehistórico, es conocido
entre
nosotros solamente por los objetos materiales que confeccionó —o más bien por una
selección al azar, de las cosas más durables que confeccionó. No es culpa de los
arqueólogos el que no se tenga mejor evidencia; pero esta escasez constituye una
continua
tentación a inferir más de lo que tenemos algún derecho a inferir: suponer que la
comunidad
que confeccionó los utensilios superiores, era superior en todo sentido. Todos pueden
darse
cuenta de que la suposición es falsa: llevaría a concluir que las clases acomodadas de
nuestra época son en todo sentido superiores a aquellas de la época victoriana. Sin duda,
los hombres prehistóricos que hicieron la peor cerámica podrían haber hecho la mejor
poesía, y no lo sabríamos nunca. Y aquella suposición se vuelve aún más absurda
cuando
comparamos a los hombres prehistóricos con los salvajes modernos. La igual tosquedad
de
sus utensilios nada indica acerca de la inteligencia o de la virtud de los fabricantes.
Aquello
que se aprende a base de eliminación de errores, debe comenzar siendo tosco,
cualquiera
sea la característica del aprendiz. La misma vasija que demostraría que su artífice es un
genio, si fuera la primera fabricada en el mundo, demostraría que es un necio, si ésta
apareciera después de milenios de fabricación de vasijas. Toda la valoración moderna del
hombre primitivo se basa en esa idolatría de los utensilios, que es un gran pecado
colectivo
de nuestra civilización. Se nos olvida que nuestros antepasados prehistóricos hicieron
todos
los descubrimientos más útiles que se hayan hecho jamás, excepto el cloroformo. A ellos
debemos el idioma, la familia, la ropa, el uso del fuego, la domesticación de los animales,
la
rueda, el barco, la poesía y la agricultura.
La ciencia, por lo tanto, nada tiene que decir, ya sea a favor o en contra, de la doctrina de
la caída del hombre. Una dificultad más filosófica ha sido planteada por el teólogo
moderno
con quien todos los estudiosos del tema se sienten muy en deuda
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. Este autor señala que
la idea de pecado presupone una ley contra la cual pecar; y como al "instinto de rebaño"
le
tomaría siglos cristalizarse en costumbre, y a la costumbre en solidificarse como ley, el
primer hombre —si alguna vez hubo un ser que pudiera describirse así— no podría haber
cometido el primer pecado. Este argumento supone que la virtud y el instinto de rebaño
comúnmente coinciden, y que el "primer pecado" fue esencialmente un pecado social.
Pero
la doctrina tradicional señala un pecado contra Dios, un acto de desobediencia, no un
pecado contra el prójimo. Y, por supuesto, si hemos de tomar la doctrina de la caída en un
sentido real, debemos buscar el gran pecado en un nivel más profundo y atemporal que el
de la moralidad social. Este pecado ha sido descrito por San Agustín como el resultado
del
orgullo, del movimiento mediante el cual una creatura (es decir, un ser esencialmente
dependiente, cuyo principio de existencia no reside en sí mismo sino en otro) trata de
establecerse por sí misma, de existir para sí misma
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. Tal pecado no requiere situaciones
sociales complejas, experiencia extensa, ni un gran desarrollo intelectual. Desde el
momento en que una creatura se da cuenta de Dios como Dios, y de ella como un yo, se
le
presenta la terrible alternativa de elegir a Dios o a sí misma como centro. Este pecado es
cometido diariamente tanto por niños pequeños y por campesinos ignorantes, como por
personas sofisticadas; por personas solitarias, no menos que por aquellas que viven en
sociedad. Es la caída en cada vida individual, y en cada día de cada vida individual, el
pecado fundamental tras todos los pecados particulares. En este mismo momento usted y
yo estamos ya sea cometiéndolo, a punto de cometerlo, o arrepintiéndonos de él. Al
despertarnos, tratamos de poner el nuevo día a los pies de Dios; antes de haber
terminado
de afeitarnos, se vuelve nuestro día, y la parte para Dios se siente como un tributo que
debemos pagar de "nuestro propio" bolsillo, descontado del tiempo que sentimos debiera
ser
"propio nuestro". Un hombre comienza un nuevo trabajo con un sentido de vocación y,
quizá, durante la primera semana mantiene como su fin la satisfacción de su vocación,
tomando —a medida que llegan— los placeres y penurias venidos de la mano de Dios,
como "accidentes". Pero la segunda semana comienza a "conocer todos los trucos"; a la
tercera, ha esbozado para sí su propio plan dentro de ese trabajo, y cuando puede
dedicarse a ello, siente que no está obteniendo más que sus propios derechos, y cuando
no puede, siente que está siendo obstaculizado. Un enamorado, obedeciendo un impulso
casi
incalculable, que puede estar lleno de buenas intenciones, de buenos deseos, y de la
necesidad de no olvidar a Dios, abraza a su amada y, entonces, en forma bastante
inocente,
experimenta un estremecimiento de placer sexual; sin embargo, el segundo abrazo, que
puede tener aquel placer en mente, puede ser un medio para lograr un fin, puede ser el
primer descenso hacia el estado en que al semejante se le considera como un objeto,
como
una máquina para ser usada para su placer. De este modo, la lozanía de la inocencia, el
elemento de obediencia y la disponibilidad para aceptar lo que venga, se desvanecen de
toda actividad. Pensamientos asumidos, por Dios —como éste en que estamos
involucrados
en este momento—, se continúan como si fueran un fin en sí mismos, y luego, como si el
fin
fuera el placer que obtenemos al pensar, y finalmente, como si nuestro orgullo o fama
fueran
el fin. Es así como, a lo largo de todo el día, y todos los días de nuestras vidas, nos
vamos
deslizando, resbalando y cayendo, como si Dios, para nuestra conciencia actual, fuese un
suave plano inclinado en el cual no hay descanso. Y, en realidad, somos actualmente de
una naturaleza tal, que debemos resbalarnos, y el pecado, por ser inevitable, podría ser
venial. Pero Dios no puede habernos hecho así. El alejamiento de Dios, "el viaje de
regreso
hacia el yo acostumbrado", debe ser, pensamos, producto de la caída. No sabemos qué
sucedió exactamente cuando el hombre cayó, pero es legítimo suponerlo; ofrezco la
siguiente imagen —un "mito" en el sentido socrático
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, y no demasiado diferente a un
cuento.
Durante largos siglos, Dios perfeccionó la forma animal que llegaría a ser vehículo de la
humanidad e imagen de Él mismo. Le dotó de manos cuyos pulgares pudieran alcanzar
cada uno de los dedos, y de mandíbulas, dientes y garganta capaces de articular, y de un
cerebro suficientemente complejo como para ejecutar todos los mecanismos materiales
mediante los cuales se encarna el pensamiento racional. La creatura puede haber existido
durante mucho tiempo en este estado, antes de llegar a ser hombre; puede incluso haber
sido lo suficientemente inteligente como para fabricar cosas que un arqueólogo moderno
aceptaría como prueba de su humanidad. Pero era solamente un animal, porque todos
sus
procesos físicos y psíquicos estaban dirigidos a fines puramente materiales y naturales.
Entonces, en la plenitud de los tiempos, Dios hizo que sobre este organismo descendiera,
tanto en su psicología como en su fisiología, una nueva forma de conciencia que pudiera
decir "yo" y "mi", que pudiera verse a sí mismo como un objeto, que conociera a Dios, que
pudiera emitir juicios acerca de la verdad, la belleza y la bondad, y que estuviera tanto
más
allá del tiempo como para que pudiera percibirlo fluyendo hacia atrás. Esta nueva
conciencia
gobernó e iluminó a todo ese organismo, inundando cada parte de él con su luz, y no se
vio
—como la nuestra— limitada a seleccionar los movimientos que se llevan a efecto en una
parte del organismo, principalmente el cerebro. El hombre fue entonces todo conciencia.
Los
yoguis modernos afirman —ya sea de manera falsa o verdadera— tener bajo control
aquellas funciones, tales como la digestión y la circulación, que para la mayoría de
nosotros
son casi parte del mundo exterior. El primer hombre poseía este poder en forma notable.
Sus procesos orgánicos obedecían la ley de su propia voluntad, no la ley de la naturaleza.
Sus órganos enviaban los apetitos hacia el centro de la voluntad encargado de emitir los
juicios, no porque tuvieran que hacerlo, sino porque así lo elegían. El sueño para él era,
no
el estupor en que nosotros caemos, sino reposo deseado y consciente; él se mantenía
despierto para disfrutar del placer y del deber de dormir. Como los procesos de deterioro y
reparación de sus tejidos eran similarmente conscientes y obedientes, puede no ser una
fantasía el suponer que la duración de su vida dependiera, en mayor parte, de su propia
voluntad. Gobernándose totalmente, gobernaba todas las especies inferiores con quienes
entraba en contacto. Incluso hoy en día nos encontramos con individuos extraordinarios,
que
poseen un poder misterioso para domesticar animales.

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