Wolff Francis - 50 Razones para Defender La Corrida de Toros
Wolff Francis - 50 Razones para Defender La Corrida de Toros
Wolff Francis - 50 Razones para Defender La Corrida de Toros
¡Sepa defenderlas!
¡Sepa comprenderlas!
Prólogo
La tortura tiene como objetivo hacer sufrir. Que las corridas de toros
impliquen la muerte del toro y consecuentemente sus heridas forma parte
innegablemente de su definición. Pero eso no significa que el sufrimiento del toro
sea el objetivo —de hecho no más que la pesca con caña, la caza deportiva, el
consumo de langosta, el sacrificio del cordero en la fiesta grande musulmana o en
cualquier otro rito religioso—. Estas prácticas no tienen como objetivo hacer sufrir a
un animal, aunque puedan tener ese efecto. Si se prohibieran todas las actividades
humanas que pudieran tener como efecto el sufrimiento de un animal, habría que
prohibir un importante número de ritos religiosos, de actividades de ocio, y hasta
de prácticas gastronómicas, incluyendo el consumo normal de pescado y carne,
que implica generalmente estrés, dolor e incomodidad para las especies afectadas.
Las corridas de toros no son más tortura que la pesca con caña. Se pescan los
peces por desafío, diversión, pasión y para comérselos. Se torean los toros por
desafío, diversión, pasión y para comérselos.
[2] Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, es hacerlo sobre un ser con las
manos y los pies atados, y, en cualquier caso, privado de la posibilidad de
defenderse. Y eso, no solo no sucede en la lidia sino que además sería contrario a
su sentido, su esencia y sus valores. La palabra corrida procede de correr: es el toro
el que debe correr, atacar y por tanto pelear. Lo que interesa a los aficionados es,
primero, y para muchos sobre todo, la pelea del toro. Lo que da sentido a la lidia es
la acometividad del animal, su peculiar manera de embestir, de atacar o
defenderse, es decir, su personalidad combativa. Sin la lucha del toro, su muerte y las
diferentes suertes del toreo carecerían de valor. Si el toro fuera pasivo o estuviera
desarmado, la lidia no tendría ningún sentido. De hecho, no sería una corrida sino
una vulgar carnicería (y por tanto no habría razón alguna para hacer de ella un
«espectáculo»). Por ejemplo, las reglas de la ejecución de la suerte de varas tienen
como principio director que el toro acometa al picador y vuelva a hacerlo, motu
proprio. Debe embestir una y otra vez sobre su adversario alejándose de su propio
«terreno» natural, que es el lugar donde se siente más seguro porque nada le
amenaza. Durante toda la suerte debe tener la posibilidad de «escoger» entre la
huida o la pelea. Por decirlo de manera más directa, la ejecución de la suerte de
varas tiene como principio que la herida del animal sea el efecto de su instinto
combativo y la consecuencia de su propia pelea. ¡Esto es justamente lo contrario de
la tortura!
La tortura es una de las más abominables prácticas del mundo. Sea cual sea
su finalidad, no puede ser nunca justificada. Llamar a cualquier cosa tortura, y
especialmente hacerlo con las corridas de toros, ¿no es más bien banalizar el uso de
la palabra y así atenuar la condena sin remisión de esta innoble práctica? (Y eso
por no referirnos a todos aquellos que se rebajan a aludir al nazismo… ¿no
estaríamos cerca de una forma de negacionismo?). Queriendo agravar el supuesto
maltrato del toro que pelea, recurriendo a una palabra destinada a impactar en la
imaginación ¿no están corriendo el riesgo de hacer más benigna la verdadera
tortura? Sería tanto como decir que la insoportable e interminable tortura del
impotente prisionero político que se halla en el fondo de una celda, es lo mismo
que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No constituye esto un auténtico
insulto a todos los torturados del mundo?
El sufrimiento del toro
Sin embargo —dirán los escépticos— sigue quedando claro que el toro sufre
durante la lidia y por tanto, ¡es insoportable! No sabemos demasiadas cosas sobre
el dolor animal, que sin duda existe, hecho que no implica que podamos
compararlo con el sufrimiento humano, ya que en el animal es instantáneo y no va
acompañado de la conciencia reflexiva que aumenta el desamparo. Tampoco
podemos olvidar que, en el mundo animal, el dolor tiene esencialmente un valor
positivo y un sentido utilitario: poner en marcha la reacción adaptada, que consiste
generalmente en evitarlo o rehuirlo. ¿Qué es lo que podemos saber del sufrimiento
del toro durante la lidia?
Para un hombre del siglo XXI, el dolor es el peor de todos los males pues le
deja completamente impotente. Para ciertos animales, algunos males son peores
que el dolor, por ejemplo, el estrés que experimentan cuando se encuentran en una
situación insoportable o un entorno inadaptado a su organismo. Los estudios
experimentales del profesor Illera del Portal, Director del Departamento de
Fisiología Animal de la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de
Madrid, han demostrado (a través de la medida de la cantidad de cortisol
producida por el organismo) que el toro de lidia sufre más estrés durante su
transporte o en el momento de salir al ruedo que en el transcurso de la lidia; y que
incluso el estrés disminuye en el curso de la pelea. Es lo que ya sabían —a su
manera— los ganaderos y lo que confirma el simple sentido común. Para un
animal como el toro de lidia, habituado a vivir en libertad en grandes espacios y
responder a las amenazas de su territorio con el ataque sistemático, la contención
es mucho más difícil de soportar que la lucha. En el ruedo, el toro reencuentra su
familiar propensión a la defensa del territorio en contra del intruso.
Ya hemos dicho (ver argumento [4]) que, al contrario de los demás animales,
el toro de lidia no reacciona a las heridas huyendo sino atacando. Es el único
animal que, herido por los puyazos, vuelve a la carga para atacar al picador en
lugar de huir de él (siendo la fuga la respuesta normal, naturalmente adaptada, al
dolor). Sin embargo, esta reacción es perfectamente natural en un animal
genéticamente predispuesto para el combate. Sabemos que en el ser humano
sucede algo parecido. Miles de testimonios de soldados heridos lo confirman. Ellos
explican no haber notado nada, o casi nada, de las graves heridas recibidas a causa
del fragor del combate. Esto mismo les ocurre a algunos toreros cuando reciben
una cornada, que comienzan a sufrir después de acabada la lidia.
Ante esta aseveración, respondo: la lidia es una lucha con armas iguales, la
astucia contra la fuerza, como David contra Goliat. Es también una lucha con
suertes desiguales puesto que ilustra la superioridad de la inteligencia humana
sobre la fuerza bruta del toro. Pero, entonces, ¿qué pretenden? ¿Que las
posibilidades del hombre y del animal fuesen iguales, como en los juegos del circo?
Pero, si muriera unas veces uno y otras veces otro ¿sería más justa la lidia? ¡En
absoluto! Sería, en todo caso, más bárbara. La corrida de toros no es una
competición deportiva en la que el resultado habría de quedar imprevisible. Es una
ceremonia en la que el final se conoce de antemano: el animal debe morir, el
hombre no debe morir (aunque puede suceder que un torero muera de manera
accidental, y que un toro, de manera excepcional, sea indultado por su bravura).
Esta es la moral de la lidia.
Cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a
agotarse, el detractor de la fiesta escoge el nervio central de la lidia: la muerte.
Preguntan: ¿por qué matar al toro? ¿Tenemos derecho a hacerlo? ¿Es necesario?
Esta protesta sincera contra la muerte del toro se formula de manera confusa. No
se sabe bien lo que se condena: ¿el acto de matar un animal? ¿El hecho de matarlo
para algo diferente de comérselo (como si el toro no nos lo comiéramos, y como si
comer fuera la finalidad más elevada y la más defendible)? ¿O el hecho de matarlo
en público? Habitualmente es este último punto el que genera el mayor malestar en
la imaginación de la gente. No el acto en sí, sino su publicidad. Estamos rozando lo
irracional. Nos damos cuenta de que, tras la «defensa del animal», se disimula un
malestar ante la visibilidad de la muerte. «¿No valdría más ocultarla?»
Estas tres razones son las que dan sentido a las corridas de toros.
[13] Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como
prescribe la ley portuguesa?
La corrida de toros no sería nada sin su ritual. Desde el paseíllo inicial hasta
las mulillas que arrastran el cadáver del toro, todos los actos, todos los gestos,
todas las actitudes de los actores intervinientes están ritualizados y tienen su
sentido. El ritual porta dos finalidades. Proteger simbólicamente los actos de un
hombre que arriesga su vida de cualquier accidente imprevisible, al rodearlos de
una tranquilizadora barrera repetitiva. Envolver con un ritual festivo y trágico a la
vez los momentos en los que se juega la vida de un animal respetado (ver
argumento [11]) y por lo tanto singularizado. Al toro se le distingue como un ser
vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y con
una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas veces se
le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso se le
aclama como a un héroe.
Defender la fiesta de los toros es apostar por una de las últimas formas de
ganadería extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de una
extensión de 1 a 3 hectáreas de terreno. ¿Puede alguien mejorar esa realidad
tratándose de animales domésticos? Si se suprimen las corridas de toros muchas de
esas tierras hoy destinadas al toro de lidia se entregarían al uso de la agricultura
intensiva o industrial. No deja de ser curiosa la inversión de valores: en la época de
la mercantilización de lo viviente, de la cría de bovinos en auténticas fábricas de
filetes, de la producción en cadena de pescados estandarizados, algunos se
indignan por las condiciones de vida y de muerte de los toros de lidia.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos —que no son animales
propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes—? ¿Qué deberes tenemos
para con ellos? Yo respondo: preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa
naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso) conforme a su fiereza
natural (ver argumentos [14] a [16]).
La corrida como espectáculo
Una de más habituales e injustas de las injurias que los antitaurinos regalan
a los aficionados consiste en tratarlos como «perversos», «sádicos», etc. Es absurdo.
Nadie conoce a ningún aficionado que disfrute con el sufrimiento del toro. De
hecho es difícil encontrar alguno que sea capaz de pegar a su perro, e incluso de
hacer daño de manera voluntaria a un gato o a un conejo. Y para todos aquellos
que imaginan a los aficionados como una casta particular de humanos sin corazón
ni humanidad, solo me permito recordarles el nombre de todos los artistas, poetas,
pintores, que, con independencia de su procedencia y de sus convicciones, son al
menos tan sensibles a la vida y al sufrimiento como todos los demás hombres, y en
modo alguno carecen de moralidad o humanidad. ¿Cabría pensar que Mérimée,
Lorca, Bergamín, Picasso, etc. (ver argumento [30]) han sido psicópatas y perversos
sedientos de sangre? ¿Se podría pensar que hayan mentido hasta ese punto sobre
lo que veían? ¿Habrían sido capaces de traicionar hasta ese punto lo que
experimentaban en el fondo de su sensibilidad y expresaban con su arte? ¿Sería
posible que un profano, que jamás ha visto una corrida de toros, sepa más que
ellos sobre lo que realmente es? Y sobre todo, ¿cómo puede saber lo que esos
mismos artistas han sentido al verlas?
A este respecto, los prejuicios abundan a uno y a otro lado de la barrera que
separa a los aficionados de los antitaurinos. Para estos, la fiesta de los toros es
arcaica, remontándose a una especie de edad bárbara de la humanidad. Para
aquellos, la fiesta de los toros es arcaica, encontrando su legitimidad en las más
antiguas y respetables fuentes. Estas dos utilizaciones de la antigüedad son
igualmente ideológicas. En realidad la corrida es una invención moderna. El toreo
a pie no va más allá del siglo xvm; se codifica progresivamente a principios del
siglo XIX y, tal cual lo conocemos hoy, no tiene más de un siglo y medio de
existencia. Es más o menos la época en la que llega a las regiones francesas de
Aquitania, Camarga y Provenza, que conocían los juegos taurinos desde hacía
mucho tiempo. La historia se opone al prejuicio. Se cree que la muerte pública del
toro es lo que es arcaico y que el aspecto lúdico de las tauromaquias populares es
reciente (conforme al actual prejuicio según el cual el proceso de «civilización»
supone la progresiva depuración de la muerte). Sin embargo, lo cierto es
justamente lo contrario: en toda la cuenca mediterránea siempre hubo diversos
juegos populares con el toro. La codificación de la popular corrida de toros como
muerte pública es reciente —como puede comprobarse con un argumento
económico: criar toros «salvajes», que solo pueden ser empleados una vez,
presupone un elevado grado de desarrollo económico—.
Lo que por otro lado nutre la idea de arcaísmo es el hecho de que la corrida
de toros se ha convertido en uno de los pocos acontecimientos en el que se
perpetúan actos que, hace poco, eran habituales y formaban parte de la vida
cotidiana. Cualquier forma de ritualización ha desaparecido prácticamente de
nuestras vidas en los últimos treinta años, sobre todo las que están ligadas a la
muerte: no hay cortejos fúnebres en las ciudades, no se colocan marcas de duelo en
las casas, y las personas tampoco llevan ya signos visibles de luto. La muerte de los
animales se ha refugiado en el glacial silencio de mataderos industriales; de igual
manera, la de los hombres ha emigrado hacia clínicas hiperespecializadas y
asépticas o hacia las antecámaras de la muerte, anónimas y disimuladas, de las
residencias geriátricas. Por otro lado, en una sociedad que hasta hace poco tiempo
tenía raíces y sensibilidades rurales, la muerte regulada y festiva de un animal
doméstico (la del gallo o la del cerdo) era un acto familiar que daba ritmo a la vida
ordinaria mediante la excepcionalidad de los solemnes actos de comunión
colectiva. Todo eso ha desaparecido de manera brusca.
Por tanto, la perspectiva animalista contemporánea que considera estos
fenómenos como arcaicos no se equivoca del todo. Pero con una matización: lo que
desde esa sensibilidad se considera arcaico no se remonta de ninguna manera a la
noche de los tiempos sino, como mucho, a una o dos generaciones. Lo que ignora
esa sensibilidad es que ella misma es el fruto muy reciente e hiper-moderno de una
pérdida de contacto con los animales y con la naturaleza reales. Los animales que
imagina son todos buenos como los animales de apartamento, o todos víctimas,
como los cerdos criados en baterías que a veces vemos por la televisión: ambos
tipos de animales son el resultado de una ideología urbana reciente.
Hay un nexo de unión evidente entre estos tres hechos. Justamente porque
nuestra época ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de la
naturaleza, de la animalidad, es por lo que necesita volver a encontrar al mismo
tiempo la realidad, la imagen y el símbolo en la corrida. ¡De ahí su modernidad!
Para algunos espíritus más cultivados que los anteriores, la fiesta de los
toros no está asociada al franquismo sino, más generalmente, a la «leyenda negra
de España», en la que se encuentra —totum revolutum— la expulsión de los
judíos, la Inquisición, la exterminación de los indios americanos, el oscurantismo,
etc. Algunos hispanistas han mostrado cómo esa leyenda, montada pieza a pieza,
ha podido contribuir a una cierta «culpabilización» de las élites españolas. Esta es
una de las fuentes del sentimiento antitaurino de algunos intelectuales
contemporáneos, que asocian las corridas de toros con la representación que tienen de
la imagen que los extranjeros se hacen de su país y de su cultura. Por eso quieren
romper con esa representación que estiman trasnochada, folclórica y sobre todo
nefasta.
Sin embargo, en Francia una prudente ley (la del 24 de abril de 1951,
transcrita también como uno de los supuestos del artículo 521.1 del Código Penal)
declara las corridas de toros lícitas «cuando existe una tradición local
ininterrumpida». ¿Quiere esto decir que la tradición es el motivo de la licitud? De
ninguna manera. Lo único que hace la ley es definir su extensión. El matiz es
importante. Las corridas de toros son autorizadas no porque hay tradición, sino allí
donde hay. La tradición tiene como efecto forjar una cultura local y una
determinada sensibilidad. Es justamente esto lo que confirma una sentencia de la
Cour d’Appel d'Agen del 10 de enero de 1996: «la tradición local es una tradición
que existe en un entorno demográfico determinado, por una cultura común, las
mismas costumbres, las mismas aspiraciones y afinidades… una misma manera de
sentir las cosas y entusiasmarse por ellas, el mismo sistema de representaciones
colectivas, las mismas mentalidades».
Estos son los frutos de la cultura taurina, allí donde existe tradición.
Coexistir con discursos taurinos, vivir próximo a los toros, relacionarse desde niño
con este magnífico y fiero animal, y tener admiración hacia el toro y su bravura,
son elementos que han forjado la sensibilidad necesaria para la percepción de este
singular espectáculo. De esta forma, lo que sería visto como un acto de crueldad en
Londres, Boston, Estocolmo o Estrasburgo se comprende, se vive y se entiende en
Dax, Béziers, Bilbao, Barcelona, Málaga o Madrid como un acto de respeto
inseparable de una identidad.
¿No hay que defender, ahora más que nunca, los «pueblos del toro»?
Como toda gran creación humana, la fiesta de los toros expresa valores
universales (ver argumento [31]). Como toda cultura popular, es inseparable de la
identidad de los pueblos que la han inventado o adoptado (ver argumentos [32] y
[33]). Pero como toda cultura que es a la vez local y universal, la fiesta de los toros
se vive, se siente, se expresa diferentemente según las ciudades, regiones o países
que la han hecho suya. Lo destacable es que la misma fiesta de los toros, que se
desarrolla en la actualidad exactamente de la misma manera en Sevilla, México,
Pamplona, Madrid, Bayona, Arles o Cali, no es, de ningún modo, interpretada de la
misma manera en esas diferentes ciudades. En ocasiones se vive como una
desinhibida fiesta dionisíaca, en otras como una ceremonia apolínea, en algunos
casos como un ritual receloso y circunspecto. La lidia a veces es vista como un
juego de quiebros y fintas, a veces como un arte plástico, a veces como una
tragedia al anochecer. Las faenas a veces son sentidas como la expresión de la
animalidad salvaje y otras veces como la de la humanidad más educada. Todas
estas interpretaciones de la fiesta de los toros, y muchas más, son posibles,
dependiendo de la idiosincrasia de cada pueblo, y hasta de cada persona. Basta con
examinar los dos extremos geográficos de España, el País Vasco y Andalucía, para
comprender cómo cada uno de ellos traduce en su propia sensibilidad la universal
fiesta de los toros (de la misma manera que se representa hoy a Sófocles en japonés
o en alemán). En el Norte de España gustan los toros duros y fuertes y los toreros
guerreros que aceptan sus desafíos. En esos ruedos se admira la audacia, la
dominación y la demostración del poder. La corrida de toros es vista como un rito
festivo y como un arte marcial. Sin embargo, en el Sur prefieren los toreros artistas
y los toros que se prestan a ese juego. En esos ruedos se admira la elegancia, la
gracia profunda y la armonía sensual. La corrida de toros es una de las bellas artes,
algo entre la tragedia y la escultura. En Francia, solo el Sur es taurino y el contraste
está entre el Oeste y el Este.
Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de
compañía, «humanizados» por nuestra permanente convivencia con ellos. En el
ruedo, vemos al animal, en toda su naturalidad, o, mejor dicho, a un animal
singular, y aprendemos a comprenderle y a pensar con él. Ese es uno de los
esenciales placeres del aficionado. Es también la primera sorpresa del profano
cuando escucha los comentarios de los iniciados. Hablan del toro, de su tipo, de su
comportamiento e intentan descifrar su carácter singular, anticipar sus acciones y
comprender sus reacciones: «¿Por qué acomete aquí y no allí? ¿Por qué a
determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en este terreno y no en aquel? ¿Por
qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se percatará de la
presencia del hombre tras el engaño?». Aprender a ver los toros en general y a
comprender un toro en particular es una fuente de educación de «etología» para
los niños. Finalmente, es la condición indispensable para apreciar el trabajo del
torero: ver lo que él comprende, apreciar cómo se adapta a su adversario, juzgar si
le entiende o no y admirar que le haya entendido mejor que nosotros.
¡Estamos lejísimos de gozos perversos!
No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero.
Hay que dominarlo, lo que exige, antes que nada, el dominio de sí mismo,
del cuerpo, de las reacciones instintivas y de las emociones incontroladas.
Hay que matar, también, a ese adversario, lo que solo se justifica si, para
hacerlo, se pone la propia vida en juego (ver argumento [3]): esto supone lealtad
para con el adversario y total sinceridad en relación con su propio compromiso
físico y moral.
Finalmente hay que saber ser solidario con los compañeros ante el peligro, lo
que exige, una vez más, sacrificio de su propia persona, aun a riesgo de su vida.
Sin embargo, la fiesta de los toros no sería nada si se quedara ahí. Sería solo
defendible pero no admirable. Si tantos artistas han visto en el toreo un arte que
podía ser traducido a su forma de expresión, si la fiesta de los toros procura a los
que la aman tan incomparables placeres, si hay que preservarla como una fuente
de valores estéticos que no debe perderse, es porque el toreo es un arte raro, que
entronca posiblemente con el origen mismo del arte: dar forma humana a una
materia natural.
Entre en una plaza de toros llena un día clave. Nunca antes ha asistido a una
corrida. No está ni a favor ni en contra. Solamente quiere ver. Le horroriza la
violencia y no le gusta para nada la sangre. A pesar de todo es posible que la
grandeza del espectáculo le conquiste poco a poco. Si es así, déjese arrastrar por
sus sensaciones: la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el destello
inesperado de los trajes, el poder de la fiera que ataca en todas direcciones, la
coreografía tan regulada como imprevisible de las cuadrillas, el capote que gira, el
impresionante choque del toro con el caballo de picar (la suerte que más inspiró a
Picasso), las banderillas que revolotean, la increíble serenidad del hombre durante
el duelo, las audaces y deslumbrantes figuras de su danza con el animal, la muerte
en el recogido silencio de la multitud… ¿Ya ha visto usted algo parecido? ¿Ha visto
algo que le deje atónito hasta ese punto? ¿Ha visto alguna cosa que pueda así
trastornar y hacer naufragar sus sentidos? Este espectáculo incomparable, único,
tan potente como singular, esta fiesta total de la grandeza y de la desmesura recibe
el nombre de lo sublime. Usted quizás vuelva. O quizás no. Pero seguro que está
de acuerdo en afirmar: solo las corridas de toros pueden procurarnos hoy
emociones como estas.
[41] La creación de lo bello
Todo eso no son más que las primeras sensaciones del profano, que el
aficionado solo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte del
toreo consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza. La
belleza del toreo es la más clásica: supone elegancia, armonía de movimientos,
perfección de formas, equilibrio de volúmenes. El toreo crea formas, obras
humanas a partir del caos, es decir, la acometida natural de un toro. Inmóvil pone,
con un solo gesto, orden donde no había más que desorden y movimiento. Dibuja
curvas poéticas donde el animal naturalmente solo produce líneas rectas (para
coger, para matar). Intenta, como los más clásicos pintores, producir el máximo
efecto sobre su materia prima (la acometida del toro) con las mínimas causas, es
decir, en el menor espacio, tiempo y movimiento.
Claro que no solo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero solo la
corrida de toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a morir.
[43] Lo trágico
Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte
podrá nunca dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el
teatro, y sin embargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es a
vida o muerte. Orson Welles dijo: «¡el torero es un actor al que le suceden cosas de
verdad!». La corrida de toros es un drama trágico al que le toca presentar sin
ambajes la herida y la muerte. Y decir y afirmar esta verdad: sí, es innegable,
morimos.
¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual solo ama la naturaleza
aséptica, y solo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que
afirma amar la juventud siempre que sea eterna?
Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una
fiesta. Los festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con
la vida cotidiana, es decir, de los momentos de conmemoración en los que una
comunidad se encuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra, tiene
necesidad de fiestas, porque nuestra modernidad es cada vez más individualista,
circunscrita al hogar, a lo privado y a lo íntimo. Mientras que la fiesta es la calle, lo
de afuera, lo público. Quizás es por eso por lo que las corridas de toros dominicales
han ido siendo paulatinamente reemplazadas por las ferias. No hay corrida de
toros sin fiesta, pero para los pueblos taurinos no hay fiesta posible sin toros.
Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la comunidad que el mismo ruedo,
redondo, circular, donde todo el mundo ve todo, donde todo es visto desde todos
los lados y donde, sobre todo, toda la comunidad se ve a sí misma, comulgando de un
mismo espectáculo, de una misma ceremonia, y siguiendo un mismo ritmo de olés,
con el sentimiento de vivir juntos un acontecimiento único?
Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las
ciudades taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la
misma fiesta en las bodegas de Mont-de- Marsan que en el «Real de la feria» de
Sevilla, que no se canta igual en las Fallas de Valencia como se corre en Pamplona,
que no se baila igual en Nimes que en Granada, que sin toros durante el día no se
haría, por la noche, fiesta con el mismo ánimo. Porque lo que hemos vivido
durante el día, todos juntos, es el triunfo de la vida sobre la muerte.
Los peligros del animalismo
Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las
corridas de toros se prohiben en los lugares donde hoy existen ¡asunto zanjado!
Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro
propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los
toros; ¿qué es lo que amenazará mañana?
Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente
placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya
está. ¿Y entonces? La producción de foi-gras ya está prohibida en varios países. El
Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su
comercialización. ¿Y mañana?
¿Habría primero que «desaconsejar vivamente» el consumo de carne y de
pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar
su consumo solo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y
pasado mañana, ¿«desaconsejar» la leche, el cuero, la lana… porque suponen
explotación animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la
invención por parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde
irá la obsesión de nuestro «Bien» y la locura prohibicionista?
[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están
persuadidos de que, como la fiesta de los toros es «arcaica» (argumento [29]),
tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los
antitaurinos están tan convencidos de que desaparecerá por sí misma ¿por qué se
empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre
reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias veces
prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las esgrimidas en la
actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo creyente debe a su vida, o
del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a fútiles divertimentos,
demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba también la
perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los
tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la
moral pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día.
¿Se sabe, por ejemplo, que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en
España por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el «ocupante
francés» Joseph Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha
adaptado a todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de
sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera nada
más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero, cuando está
amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por ejemplo, la afición es
cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]); segundo, hoy es cada vez
más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo por la fuerza de la
globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que hace que viva uno
de los períodos más brillantes de su historia reciente.
Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas
de toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un
muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones
históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas siguientes
fueron en general de una buena condición socio-económica y cultural y estaban
animados solo por la pasión taurina. Esta no muere fácilmente. Hoy, que vivimos
en sociedades cada vez más obsesionadas con la seguridad, se ven más que nunca
toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra vez más llevando la
contraria a la supuesta lógica de la historia!
De igual manera, al final de los 70, se creía moribunda la feria de Bilbao, bajo
los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la
espalda a la «tradición taurina», juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está
hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca.
Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que
lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola
«animalista», que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está
destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores,
perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos signos en ese
sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante algunas campañas
prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez más reafirmada a favor
de la diversidad cultural.
¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de
los movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en
nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión
hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a
favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa
«raza» y el bienestar de los individuos que se benefician de esas condiciones de
cría?
Siempre podemos soñar…
[50] Libertad
Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de
resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día más.
Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, solo es barbarie. A lo que
sería fácil de responder con el siguiente paralelismo.
Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las
sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de las
personas.
Francis Wolff es un filósofo francés que imparte clases como catedrático en
la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, y también en las
universidades de París-X-Nanterre, Reims y Sao Paulo (Brasil) y, recientemente, en
Oxford. Entre sus obras: Sócrates (1994), Aristóteles y la política (1997), El ser; el
hombre, el discípulo (2000), Decir el mundo (2004) y Filosofía de las corridas de toros
(2007). Gracias a este último libro, ofreció un memorable pregón taurino de la Feria
de Abril de Sevilla y se lanzó a una campaña en defensa de las corridas de toros de
la que es fruto este breve pero intenso y profundo libro que ha sentado las bases
para posteriores defensas del mundo taurino.