Wolff Francis - 50 Razones para Defender La Corrida de Toros

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Francis Wolff

50 razones para defender la


corrida de toros
Título original: 50 raisons de défendre la corrida

Francis Wolff, 2010

Traducción: Luis Corrales y Juan Carlos Gil


¿Le gustan las corridas de toros?

¡Sepa defenderlas!

¿No le gustan las corridas de toros?

¡Sepa comprenderlas!
Prólogo

El 28 de julio de 2010, el Parlamento catalán votaba la prohibición de las


corridas de toros en dicha comunidad. El resultado fue 68 votos a favor, 55 en
contra y 9 abstenciones. Con ese acto se cerraba una de las páginas más brillantes
de la historia taurina de los dos últimos siglos. Las razones inmediatas de la
interdicción son conocidas: el clima nacionalista, los acontecimientos políticos, la
lenta degradación de la plaza de toros de la Monumental de Barcelona… entre
otras. Sin embargo, más allá de estas circunstancias particulares, hay que reconocer
un hecho innegable: si hoy la corrida de toros es cada vez más atacada, se debe a
que cada vez es menos comprendida.

En la actualidad, nos indignamos con las insoportables condiciones de vida


—e incluso de muerte— que el productivismo contemporáneo impone a
numerosos animales de matadero. ¡Nuestros tiempos tienen razón! Estamos cada
vez más sensibilizados con el sufrimiento en general, ya sea del hombre o del
animal. ¡Es una sana evolución de las costumbres! En los tiempos que corren,
rechazamos el ardor guerrero y condenamos las emociones depravadas. ¿Qué
moralista podría defenderlas? Hoy, España reniega afortunadamente de una parte
de su oscuro pasado político y se decanta por los valores de la democracia y de la
modernidad. ¿Quién podría culparla por eso? Pero confundir las condiciones de
vida y de muerte de los toros de lidia con las de las bestias estabuladas; equiparar
los valores éticos y estéticos de la Tauromaquia con pulsiones aberrantes y
finalmente identificar la Fiesta de los toros con la «España Negra», no puede
obedecer nada más que a un terrible desconocimiento.

La verdadera victoria del movimiento antitaurino no es la decisión del


Parlamento catalán —esta no es nada más que un síntoma—, sino haber sabido
utilizar contra la corrida de toros la evolución tanto de la sensibilidad y las
costumbres como de las legítimas reivindicaciones de las nuevas generaciones en
materia ecológica y política. Mientras esto ocurría, es verdad, los aficionados y los
taurinos en general, sumergidos en su planeta ideal que creían maravilloso, no han
sabido explicar ni su pasión hacia la Fiesta ni mucho menos transmitir sus valores.
Se han despertado cuando el edificio ya ardía. Al grito de fuego, la gente del toro
comenzó a crear diversas asociaciones (en Francia, l’Observatoire National de
Culture Taurin, y en España, La Mesa del Toro) que se están esforzando por
apagar los incendios y, sobre todo, por impedir que se declaren nuevas situaciones
de alarma. Con el objetivo de participar en este espinoso debate, utilizando las
armas de la razón, escribí este pequeño argumentario que publiqué en plena
polémica catalana.

No se trata de enfrentar los hechos o los argumentos a las sensibilidades.


Toda sensibilidad, como tal, es respetable, pero naturalmente sorda a la razón.
Razón y sensibilidad no están hechas para entenderse. Sin embargo, la corrida
cuenta con diversos tipos de opositores. Hay un puñado de enemigos militantes
obsesionados, que de cualquier forma, son irreductibles. Por otro lado, existen
adversarios sinceramente indignados con la idea de la crueldad gratuita; los
argumentos de este libro no están destinados a ellos. Y finalmente, existe una
amplia mayoría de personas que, ignorando todo sobre los toros e inmersa
inevitablemente en su tiempo, está dispuesta a identificarse con la sensibilidad de
los adversarios, e incluso, a asumir el discurso del puñado de enemigos. Hay que
combatir a los enemigos; comprender a los adversarios e intentar convencer a los
demás.

¿Convencerlos de qué? ¿De que la Fiesta es absolutamente bella y


umversalmente buena? No obligatoriamente. Pero, por lo menos, sí se les puede
persuadir de que debería seguir existiendo la Tauromaquia mientras haya toros lo
suficientemente bravos que preserven su sentido; hombres lo suficientemente
valientes para desafiarles y lugares donde vivan pueblos con sensibilidad
suficiente para comprender la telúrica belleza de esta confrontación.

Muchas de las razones aquí presentadas aparecían ya insinuadas en mi libro


Filosofía de las corridas de toros (Bellaterra, 2008), obra en la que pretendía desvelar el
sentido ético y estético de la Tauromaquia. El objetivo de este pequeño libro es más
modesto, pero no por ello menos importante. Consiste en ofrecer un resumen de
los principales argumentos a favor de la defensa de las corridas de toros en las
tierras donde fecundamente han arraigado. Y quizá pueda contribuir a la
promoción de sus valores culturales y humanos. Las corridas de toros no son
simplemente un magnífico espectáculo. No son solo disculpables, sino que además
son defendibles porque son moralmente buenas.
Introducción:
Sensibilidades

Solo hay un argumento contra las corridas de toros y no es verdaderamente


un argumento. Se llama sensibilidad. Algunos pueden no soportar ver (o incluso
imaginar) a un animal herido o muriendo. Este sentimiento es perfectamente
respetable. Y no cabe duda de que la mayor parte de los que se oponen a las
corridas de toros son seres sensibles que sufren verdaderamente cuando imaginan
al toro sufriendo. El aficionado tiene que admitirlo: mucha gente se conmueve, e
incluso algunos se indignan con la idea de las corridas de toros. El sentimiento de
compasión es una de las características de la humanidad y una de las fuentes de la
moralidad. Pero los adversarios de las corridas de toros tienen que saber que los
aficionados compartimos ese sentimiento. Sin duda, esto es algo difícil de creer por
todos aquellos que piensan sinceramente que asistir a la muerte pública de un
animal (un aspecto esencial de las corridas de toros) solo pueden hacerlo gentes
crueles, sin piedad, sin corazón. Ahí radica su irritación, su arrebato, su
animadversión a las corridas de toros. Es difícil de creer y sin embargo es
absolutamente cierto: el aficionado no experimenta ningún placer con el
sufrimiento de los animales. Ninguno soportaría hacer sufrir, o incluso ver hacer
sufrir, a un gato, a un perro, a un caballo ni a cualquier otra bestia. El aficionado
tiene que respetar la sensibilidad de todos y no imponer sus gustos ni su propia
sensibilidad. Pero el antitaurino debe admitir también, a cambio, la sinceridad del
aficionado, tan humano, tan poco cruel, tan capaz de sentir piedad como él mismo.
Es difícil comprender la postura del otro, pero hay que reconocer que, en cierto
sentido, el aficionado tiene las apariencias en contra. Por eso su posición necesita
una explicación.

La sensibilidad no es un argumento y sin embargo es la razón más fuerte que


se puede oponer contra las corridas de toros. El problema consiste en saber si es
suficiente: ¿la sensibilidad de unos puede bastar para condenar la sensibilidad de
otros? ¿Permite explicar el sentido de las corridas de toros y la razón por la que son
una fuente esencial de valores humanos? ¿Puede bastar para exigir su prohibición?

El autor de estas líneas garantiza que nunca ha podido soportar el


espectáculo del pez atrapado en el anzuelo del pescador de caña —lo que
efectivamente es una cuestión de sensibilidad—. Pero nunca se le ha pasado por la
cabeza condenar la pesca con caña ni tampoco tratar al pobre pescador de «sádico»
y aún menos exigir a las autoridades públicas la prohibición de su inocente ocio,
que ofrece probablemente grandes placeres a los amantes de esa actividad. (Sin
embargo, se «sabe» perfectamente que los peces heridos «sufren» agonizando
lentamente en el cubo, e indudablemente más que el toro que pelea. Pues bien… La
fiesta de los toros suscita en los detractores más motivos de indignación y, sobre
todo, muchos más fantasmas insoportables que el eventual sufrimiento objetivo del
animal). Tenemos también algunas razones para pensar que la pesca deportiva con
caña ni tiene el mismo arraigo antropológico ni es portadora de valores éticos y
estéticos tan universales como la fiesta taurina.

Una cosa es extraer las consecuencias personales de la propia sensibilidad


(por eso, yo no voy de pesca) y otra muy distinta es hacer de dicha sensibilidad un
estándar absoluto y considerar sus propias convicciones como el criterio de
verdad. Esa es la definición de la intolerancia. Cada cual es libre de convertirse al
vegetarianismo, o incluso a la vida «vegana»: nadie prohibe a nadie abrazar ese
modo de vida y las creencias que lo acompañan. Pero otra cosa es querer prohibir el
consumo de carne y de pescado, incluso de leche, de lana, de cuero, de miel y de
«todo lo que proviene de la explotación de los animales». De igual manera una
cosa es prohibirse a sí mismo ir a las plazas de toros y otra muy distinta es ¡querer
prohibir el acceso a los demás!

De igual manera que el aficionado no debería hacer proselitismo o intentar


exportar la fiesta de los toros fuera de sus zonas tradicionales, el antitaurino no
debería hacer demostración de intolerancia intentando prohibir las corridas de
toros allá donde están vivas. Por lo que en estas páginas solo pediremos al lector,
sea el que sea, dos cosas: escuchar las sensibilidades y respetar los argumentos.

Es evidente que la mayoría de la población de los países o regiones


concernidas (España, Francia, Portugal y América latina) no es ni aficionada ni
antitaurina. Es globalmente indiferente y estima que hay otras causas que defender
antes que la de la fiesta taurina (la gente tiene generalmente otras pasiones) o la del
bienestar de los toros de lidia (ya hay bastantes desgracias en la tierra). En ese
sentido, los toros ocupan uno de los últimos lugares en la lista de las
preocupaciones de los militantes serios de la causa animal cuando los comparan
con la ganadería industrial, el tráfico internacional de animales, ciertas condiciones
de transporte y de experimentación animal… Entre los pocos que conocen la fiesta,
aunque sea superficialmente, muchos de ellos estiman que los (supuestos)
maltratos achacables a las corridas no tienen parangón con las verdaderas
urgencias y los verdaderos escándalos de la causa animal. Este no es el lugar
donde establecer la lista. Incluso algunos teóricos serios de esta causa confiesan,
eso sí, con la boca pequeña, que las corridas de toros no son más «perjudiciales»
para los toros que las carreras hípicas para los caballos. (Por los mismos motivos,
¿se prohibirían las carreras de caballos? ¿Qué quedaría entonces del último vínculo
entre el hombre y el caballo?)

La desgracia es que en la actualidad prolifera una cierta moda oportunista,


vagamente naturalista, vagamente compasiva, vagamente «verde», vagamente
«victimista» y sobre todo completamente ignorante tanto de la naturaleza animal
como de la realidad de las corridas de toros. Esta coyuntura suscita simpatía con
cualquier causa animal de manera tan espontánea como irreflexiva y por tanto
despierta la antipatía inmediata contra la fiesta de los toros. Así, para un gran
número de personas, ¿no es cierto que las corridas de toros son ese espectáculo
bárbaro donde se matan en público pobres animalitos? Entonces, para garantizar el
éxito de las campañas antitaurinas, basta con que unos cuantos militantes
exaltados recurran a algunas imágenes impactantes de la televisión, a algún
eslogan («¡tortura!») y a alguna injuria («¡sádicos!») simplistas.

En el fondo, lo más sorprendente es la pasión absolutamente desenfrenada


que suscitan las corridas de toros y que está en total desproporción con lo que
suponen. Incluso aceptando las acusaciones más graves y más falsas de sus
detractores (justamente lo que intentaremos refutar en las páginas siguientes) se
debería imparcialmente convenir que el pretendido mal causado a los animales
(durante unos pocos minutos a unas pocas bestias que han vivido previamente de
manera tranquila y libre durante cuatro años) es incomparable con las condiciones
de «vida» (si es que podemos llamar a eso vida) de la mayoría de animales que se
crían para el consumo humano, y que apenas suscitan alguna puntual reprobación
y nunca potentes movimientos de indignación o de rechazo. (Y no hablaremos de
todos los sufrimientos, aflicciones, penas, frustraciones, calamidades, carencias,
privaciones, miserias, desgracias de todo género que afectan a los hombres del
mundo que son moralmente de un peso infinitamente superior al del malestar
animal y que provocan impotentes protestas rápidamente olvidadas). En Francia,
los periodistas radiofónicos confiesan que hay dos temas de los que no se pueden
ocupar, a pesar de todas las precauciones tomadas, sin recibir miles de cartas de
protesta trufadas de injurias y terribles acusaciones de «haberse vendido al lobby»
adverso. Estos asuntos son las corridas de toros y el conflicto palestino-israelí… Da
vergüenza este paralelismo, ¡pero las pasiones humanas son así! Muchas razones
pueden explicar que los toros provoquen pasiones incontestablemente
desproporcionadas en relación a la «causa animal» y sobre todo en relación a las
desgracias del mundo. A continuación intentaremos detallar algunas. El objeto de
las más fuertes emociones colectivas es siempre irracional. Estas emociones
entroncan antes con los males espectaculares y quiméricos, siempre que
impresionen la imaginación, que con las grandes desgracias reales. Esto es así tanto
en la causa animal como en la causa, mucho más trascendente, de la humanidad.

Un militante honesto de la causa animal, discípulo del filósofo utilitarista


Peter Singer, autor del best-seller Liberación animal, me dijo un día: «el criterio
esencial del bienestar animal, el único por el que deberíamos luchar, reside en las
condiciones de vida». Y habrá que convenir que, desde este punto de vista, las
corridas de toros podrían recibir una certificación de buena conducta de las
asociaciones más exigentes de defensa de los animales.

Se encontrarán en las páginas siguientes tres tipos de argumentos. Primero


los que responden a las acusaciones más graves que se formulan contra la fiesta de
los toros (argumentos [1] a [18]). Sin embargo, aunque las corridas de toros no
fueran esa práctica abominable que sus detractores imaginan o quieren hacer creer,
eso no bastaría para hacer de ellas algo bueno, bello o incluso interesante. Hay que
poner en evidencia sus valores (argumentos [19] a [43]). Finalmente, conviene
preguntarse: las campañas animalistas contra la fiesta taurina ¿no son
potencialmente peligrosas tanto para nuestro concepto de humanidad como para
nuestro concepto de animalidad (argumentos [44] a [50])?
¿Son tortura las corridas de toros?

Calificar las corridas de toros como «tortura» se ha convertido en un eslogan


corriente para los militantes de la causa antitaurina. Todo detractor serio de la
fiesta de los toros tendría que avergonzarse de semejante ofensa. Salvo que se
acepte traicionar el significado de las palabras. ¿Qué es torturar? Es hacer sufrir
voluntariamente a un ser humano indefenso, ya sea por puro placer (cruel o
sádico), ya sea para obtener algún beneficio como contraprestación de ese
sufrimiento (una confesión, una información, etc.). Por estas cinco razones, las
corridas de toros se oponen radicalmente a la tortura.

[1] Las corridas de toros no tienen como objetivo hacer sufrir a un


animal

La tortura tiene como objetivo hacer sufrir. Que las corridas de toros
impliquen la muerte del toro y consecuentemente sus heridas forma parte
innegablemente de su definición. Pero eso no significa que el sufrimiento del toro
sea el objetivo —de hecho no más que la pesca con caña, la caza deportiva, el
consumo de langosta, el sacrificio del cordero en la fiesta grande musulmana o en
cualquier otro rito religioso—. Estas prácticas no tienen como objetivo hacer sufrir a
un animal, aunque puedan tener ese efecto. Si se prohibieran todas las actividades
humanas que pudieran tener como efecto el sufrimiento de un animal, habría que
prohibir un importante número de ritos religiosos, de actividades de ocio, y hasta
de prácticas gastronómicas, incluyendo el consumo normal de pescado y carne,
que implica generalmente estrés, dolor e incomodidad para las especies afectadas.

Las corridas de toros no son más tortura que la pesca con caña. Se pescan los
peces por desafío, diversión, pasión y para comérselos. Se torean los toros por
desafío, diversión, pasión y para comérselos.

[2] Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, es hacerlo sobre un ser con las
manos y los pies atados, y, en cualquier caso, privado de la posibilidad de
defenderse. Y eso, no solo no sucede en la lidia sino que además sería contrario a
su sentido, su esencia y sus valores. La palabra corrida procede de correr: es el toro
el que debe correr, atacar y por tanto pelear. Lo que interesa a los aficionados es,
primero, y para muchos sobre todo, la pelea del toro. Lo que da sentido a la lidia es
la acometividad del animal, su peculiar manera de embestir, de atacar o
defenderse, es decir, su personalidad combativa. Sin la lucha del toro, su muerte y las
diferentes suertes del toreo carecerían de valor. Si el toro fuera pasivo o estuviera
desarmado, la lidia no tendría ningún sentido. De hecho, no sería una corrida sino
una vulgar carnicería (y por tanto no habría razón alguna para hacer de ella un
«espectáculo»). Por ejemplo, las reglas de la ejecución de la suerte de varas tienen
como principio director que el toro acometa al picador y vuelva a hacerlo, motu
proprio. Debe embestir una y otra vez sobre su adversario alejándose de su propio
«terreno» natural, que es el lugar donde se siente más seguro porque nada le
amenaza. Durante toda la suerte debe tener la posibilidad de «escoger» entre la
huida o la pelea. Por decirlo de manera más directa, la ejecución de la suerte de
varas tiene como principio que la herida del animal sea el efecto de su instinto
combativo y la consecuencia de su propia pelea. ¡Esto es justamente lo contrario de
la tortura!

[3] Las corridas de toros no tendrían ningún sentido sin el riesgo de


la muerte del torero

Torturar a un hombre, e incluso a un animal, no es únicamente hacerlo sobre


un ser sin posibilidad de defenderse, es hacerlo con total tranquilidad y sin asumir
el más mínimo riesgo. ¿Somos capaces de imaginar un torturador herido o matado
por su torturado? Evidentemente, no. Entonces el sentido, la esencia y el valor de
la corrida descansan sobre dos pilares: el primero es la lucha del toro, que no debe
morir sin haber podido expresar, de la mejor manera, sus facultades ofensivas o
defensivas (argumento [2]); el segundo pilar, simétrico del primero, es el
compromiso del torero, el cual no puede afrontar a su adversario sin jugarse la
vida. Ninguna corrida tendría interés sin ese permanente riesgo de muerte del
torero. ¡De nuevo, esto es justamente lo contrario de la tortura!

[4] ¡Si un toro fuera torturado huiría!

La lidia no pretende torturar a un animal indefenso, sino más bien al


contrario consiste en hacer pelear a un animal naturalmente predispuesto para la
lucha (de ahí el nombre de toro de lidia, ver argumento [7]). Tenemos dos
comprobaciones empíricas evidentes: si se le hiciera la prueba del puyazo a
cualquier otro animal (un buey o un lobo), huiría inmediatamente, puesto que la
fuga es la reacción inmediata de cualquier mamífero ante una agresión. Sin
embargo, el toro de lidia, lejos de huir, redobla sus acometidas. Segunda
comprobación: cuando se le hace sufrir a un toro de lidia una verdadera «tortura»
(por ejemplo, una descarga eléctrica como es el caso de algunas vallas
electrificadas), se escapa y huye. Este comportamiento es justamente el contrario al
de su reacción normal durante la pelea en el ruedo.

[5] Hablar de tortura ¿no es confundir al hombre con el animal?

La tortura es una de las más abominables prácticas del mundo. Sea cual sea
su finalidad, no puede ser nunca justificada. Llamar a cualquier cosa tortura, y
especialmente hacerlo con las corridas de toros, ¿no es más bien banalizar el uso de
la palabra y así atenuar la condena sin remisión de esta innoble práctica? (Y eso
por no referirnos a todos aquellos que se rebajan a aludir al nazismo… ¿no
estaríamos cerca de una forma de negacionismo?). Queriendo agravar el supuesto
maltrato del toro que pelea, recurriendo a una palabra destinada a impactar en la
imaginación ¿no están corriendo el riesgo de hacer más benigna la verdadera
tortura? Sería tanto como decir que la insoportable e interminable tortura del
impotente prisionero político que se halla en el fondo de una celda, es lo mismo
que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No constituye esto un auténtico
insulto a todos los torturados del mundo?
El sufrimiento del toro

Sin embargo —dirán los escépticos— sigue quedando claro que el toro sufre
durante la lidia y por tanto, ¡es insoportable! No sabemos demasiadas cosas sobre
el dolor animal, que sin duda existe, hecho que no implica que podamos
compararlo con el sufrimiento humano, ya que en el animal es instantáneo y no va
acompañado de la conciencia reflexiva que aumenta el desamparo. Tampoco
podemos olvidar que, en el mundo animal, el dolor tiene esencialmente un valor
positivo y un sentido utilitario: poner en marcha la reacción adaptada, que consiste
generalmente en evitarlo o rehuirlo. ¿Qué es lo que podemos saber del sufrimiento
del toro durante la lidia?

[6] El estrés del toro

Para un hombre del siglo XXI, el dolor es el peor de todos los males pues le
deja completamente impotente. Para ciertos animales, algunos males son peores
que el dolor, por ejemplo, el estrés que experimentan cuando se encuentran en una
situación insoportable o un entorno inadaptado a su organismo. Los estudios
experimentales del profesor Illera del Portal, Director del Departamento de
Fisiología Animal de la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de
Madrid, han demostrado (a través de la medida de la cantidad de cortisol
producida por el organismo) que el toro de lidia sufre más estrés durante su
transporte o en el momento de salir al ruedo que en el transcurso de la lidia; y que
incluso el estrés disminuye en el curso de la pelea. Es lo que ya sabían —a su
manera— los ganaderos y lo que confirma el simple sentido común. Para un
animal como el toro de lidia, habituado a vivir en libertad en grandes espacios y
responder a las amenazas de su territorio con el ataque sistemático, la contención
es mucho más difícil de soportar que la lucha. En el ruedo, el toro reencuentra su
familiar propensión a la defensa del territorio en contra del intruso.

[7] La adaptación fisiológica del toro a la lidia


El toro de lidia (Bos taurus ibericus) no es para nada un apacible rumiante. Es
una muy especial variedad de bovino, lejano descendiente del uro, que vivió más o
menos en estado salvaje hasta el siglo XVIII y que estaba dotado de un instinto de
defensa de su territorio muy desarrollado, una forma de «fiereza». El auge de las
corridas de toros permitió la creación de grandes ganaderías en las que los toros
eran y son criados en condiciones de libertad para preservar esa acometividad
natural, a la cual se le añadió un proceso selectivo en función de la aptitud de cada
ejemplar para la lidia. Estas dos condiciones, la natural y la humana, crearon un
animal original, una especie de atleta del ruedo, dotado de bravura, es decir, de una
capacidad ofensiva para el ataque sistemático contra todo lo que pueda presentarse
como una amenaza, y muy especialmente la intromisión en su territorio. Esta
agresividad se observa desde el nacimiento: basta con ver un becerro recién nacido
dando cornadas (imaginarias, claro) al hombre que se le acerca. Se manifiesta
también entre los propios toros (las peleas por la jerarquía son frecuentes) e
innegablemente contra el hombre, que no debe normalmente acercarse a ellos,
sobre todo si están solos o aislados. Por eso no sorprende que los estudios de
laboratorio del ya citado Juan Carlos Illera del Portal hayan demostrado que este
animal, particularmente adaptado para la lidia, tenga reacciones hormonales
únicas en el mundo animal ante el «dolor» (que le permiten anestesiarlo casi en el
mismo momento en que se produce), especialmente debido a la segregación de una
gran cantidad de beta-endorfinas (opiáceo endógeno que es la hormona encargada
de bloquear los receptores del dolor), sobre todo, cuando se produce en el
transcurso de la lidia. Otro descubrimiento que demuestra la singularidad del toro
de lidia en relación a las demás «razas» de bovinos es la talla del hipotálamo (parte
del cerebro que sintetiza las neurohormonas que se encargan especialmente de la
regulación de las funciones de estrés y de defensa) que es un 20% mayor que el de
los demás bovinos —dato que es considerable—. Todo esto no hace sino explicar
las causas fisiológicas de un comportamiento que cualquier ganadero de toros de
lidia o cualquier aficionado conoce (pero que ignoran todos los profanos) y que
hace posible la lidia: el toro bravo, en lugar de sentir el «dolor» como un sufrimiento,
lo siente como un estimulante para la lucha. Se transforma inmediatamente en una
excitación agresiva.
[8] Dolor y lidia

Ya hemos dicho (ver argumento [4]) que, al contrario de los demás animales,
el toro de lidia no reacciona a las heridas huyendo sino atacando. Es el único
animal que, herido por los puyazos, vuelve a la carga para atacar al picador en
lugar de huir de él (siendo la fuga la respuesta normal, naturalmente adaptada, al
dolor). Sin embargo, esta reacción es perfectamente natural en un animal
genéticamente predispuesto para el combate. Sabemos que en el ser humano
sucede algo parecido. Miles de testimonios de soldados heridos lo confirman. Ellos
explican no haber notado nada, o casi nada, de las graves heridas recibidas a causa
del fragor del combate. Esto mismo les ocurre a algunos toreros cuando reciben
una cornada, que comienzan a sufrir después de acabada la lidia.

¡Cuánto más verdad es en el caso de un animal fisiológicamente dotado y


genéticamente seleccionado para la lidia, y que no deja de combatir, mientras le
reste un hilo de vida!

[9]«¡Pero el toro no quiere luchar!»

A veces se contesta a los argumentos precedentes con tal sentencia: «el


hombre (el torero) lucha si quiere, elige arriesgar su vida; el animal, por el
contrario, no elige el combate sino que está condenado a la lucha y a la muerte».
Respondo: es cierto. ¡Pero es que los animales en general no «eligen»
conscientemente una u otra conducta! Es decir, no se marcan un objetivo en su
mente al que intentarían llegar por tal o cual medio requerido. Muy al contrario,
actúan de manera conforme a su naturaleza individual o a la de su especie. De esta
forma, un toro que acomete, que ve en cualquier intruso un adversario que debe
expulsar y que ataca a un hombre «que no le ha hecho nada malo», no actúa por
«elección» o por «voluntad» consciente y clara, sino que su comportamiento
obedece a su naturaleza, a su carácter, a la «bravura» que está en él. ¡Sin lugar a
dudas, el toro no quiere luchar, pero no es porque sea contrario a su naturaleza el
luchar (¡bien al contrario!) sino porque lo que es contrario a su naturaleza es el
querer!

[10]«Pero la lucha es desigual: el toro siempre muere»

Ante esta aseveración, respondo: la lidia es una lucha con armas iguales, la
astucia contra la fuerza, como David contra Goliat. Es también una lucha con
suertes desiguales puesto que ilustra la superioridad de la inteligencia humana
sobre la fuerza bruta del toro. Pero, entonces, ¿qué pretenden? ¿Que las
posibilidades del hombre y del animal fuesen iguales, como en los juegos del circo?
Pero, si muriera unas veces uno y otras veces otro ¿sería más justa la lidia? ¡En
absoluto! Sería, en todo caso, más bárbara. La corrida de toros no es una
competición deportiva en la que el resultado habría de quedar imprevisible. Es una
ceremonia en la que el final se conoce de antemano: el animal debe morir, el
hombre no debe morir (aunque puede suceder que un torero muera de manera
accidental, y que un toro, de manera excepcional, sea indultado por su bravura).
Esta es la moral de la lidia.

Pero que sea desigual no significa que sea desleal. Justamente, la


demostración de la superioridad de las armas del hombre sobre las del animal solo
tiene sentido si dichas armas (el trapío, los pitones, la fuerza) son potentes y no han
sido mermadas artificialmente. Esta es la ética taurómaca: una lucha desigual pero
leal.
La muerte del toro

Cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a
agotarse, el detractor de la fiesta escoge el nervio central de la lidia: la muerte.
Preguntan: ¿por qué matar al toro? ¿Tenemos derecho a hacerlo? ¿Es necesario?
Esta protesta sincera contra la muerte del toro se formula de manera confusa. No
se sabe bien lo que se condena: ¿el acto de matar un animal? ¿El hecho de matarlo
para algo diferente de comérselo (como si el toro no nos lo comiéramos, y como si
comer fuera la finalidad más elevada y la más defendible)? ¿O el hecho de matarlo
en público? Habitualmente es este último punto el que genera el mayor malestar en
la imaginación de la gente. No el acto en sí, sino su publicidad. Estamos rozando lo
irracional. Nos damos cuenta de que, tras la «defensa del animal», se disimula un
malestar ante la visibilidad de la muerte. «¿No valdría más ocultarla?»

[11] ¿Tenemos derecho a matar animales?

El respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la


civilización. No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida en
general. De hecho sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se
alimenta sin cesar de la vida. Un animal es un ser que se alimenta de sustancias
vivas, sean vegetales o animales. Proclamar por tanto que todos los seres vivos
tienen derecho a la vida es un absurdo ya que, por definición, un animal solo
puede vivir en detrimento de lo viviente. Los animales se matan entre ellos para
cubrir sus necesidades, y no exclusivamente nutritivas (contrariamente a lo que
comúnmente se cree), a veces lo hacen por agresividad, por juego, o por instinto de
caza (como en los casos del gato, del zorro, o de la orea)… De lamismaforma, los
hombres siempre han matado animales: bien porque tenían la necesidad de hacerlo
para deshacerse de bestias dañinas (portadoras de enfermedades o causantes de
plagas), bien para satisfacer sus necesidades, nutritivas o de cualquier otro tipo:
cuero, lana, etc.; bien por razones culturales o simbólicas (sacrificios religiosos,
demostraciones cinegéticas, juegos agonísticos). Pero lo propio del hombre, que le
diferencia de «los demás animales», es lo siguiente: cuando mata un animal
respetado (y no una bestia dañina de la que tiene la obligación de deshacerse), el
acto de darle muerte va generalmente acompañado (en las sociedades tradicionales
o rurales) de un ritual festivo o de una ceremonia expiatoria. Hay una excepción a
esta regla: la muerte mecanizada, estandarizada e industrializada de los
mataderos.

Esta es fría, silenciosa, ocultada y —por decirlo de alguna forma—


vergonzosa, que es lo que caracteriza a nuestras sociedades urbanas. La corrida de
toros satisface al mismo tiempo las necesidades físicas (el toro es comestible) y
simbólicas (las corridas de toros son un combate estilizado y una ceremonia
sacrificial). Y, al contrario del matadero industrial, siempre van acompañadas de
todas las marcas de respeto tradicional hacia el animal: ritual regulado
precediendo al acto y recogido silencio en el momento de la muerte. La pregunta
del «derecho a matar» animales se plantea por tanto mucho más en el caso del
matadero industrial que en el de la muerte del toro en el ruedo.

[12] ¿Por qué matar a los toros?

La muerte del toro es el fin necesario de la corrida. Podríamos enumerar


razones utilitaristas. El toro está destinado al consumo humano y en ningún caso
puede volver a servir para otra corrida, porque en el transcurso de la lidia ha
aprendido demasiado, se ha convertido en «intoreable». Pero esto no es lo esencial.
Las verdaderas razones son simbólicas, éticas y estéticas. Simbólicamente, una
corrida es el relato de la lucha heroica y de la derrota trágica del animal: ha vivido,
ha luchado, y tiene que morir. Éticamente, el momento de la muerte es el «instante
de la verdad», el acto más arriesgado para el hombre, en el que se tira entre los
cuernos intentando esquivar la cornada gracias al dominio técnico que ha
adquirido sobre su adversario en el desarrollo de la lidia. Estéticamente, la
estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada bien
ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la
totalidad y la perfección de una obra.

Estas tres razones son las que dan sentido a las corridas de toros.

[13] Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como
prescribe la ley portuguesa?

Hemos recordado más arriba las razones esenciales (simbólicas, estéticas y


éticas) de la muerte pública, fin necesario de la ceremonia sacrificial. Por otra parte
es un error creer que una muerte «ocultada» sería «menos cruel» para el animal. Es
más bien lo contrario. Un toro que sale vivo del ruedo tendrá que esperar largas
horas antes de ser llevado al matadero donde será abatido por el carnicero. Dejar al
animal malherido y confinado en un espacio reducido sin opción a la lucha sí que
sería un auténtico calvario para él (ver argumento [8]). La única beneficiada de esta
solución sería la hipocresía: lo que no se ve, no existe. («¡Tapemos la sangre y la
muerte, lo esencial es que no se vean!»).

[14] Todas las tauromaquias implican el respeto al toro

La corrida de toros es una de las formas de tauromaquia. Existen cientos, de


las que perviven unas cuantas decenas. En todas las sociedades donde han vivido
toros bravos ha existido alguna forma de tauromaquia, ora deporte, ora rito (en
ocasiones ambos a la vez), ora caza solitaria, ora espectáculo de una lucha, ora
gratuito desafío del hombre al animal, ora sacrificio ofrecido por los hombres a los
dioses. El punto común de todas las tauromaquias es que ellas denotan la
fascinación y la admiración que ejercen, en todo tipo de culturas, el toro y su
poder, sea real o simbólico. El toro se transforma en el único adversario que el
hombre encuentra digno de él. Es el animal con el que se puede medir con orgullo
y que por consiguiente lo afronta con la lealtad que se debe a un adversario a su
medida. ¿Podríamos demostrar nuestro propio poder ante un adversario al que
despreciásemos y maltratásemos? En todas las tauromaquias, al animal se le
combate con respeto y no se le abate como a un bicho dañino, ni se le mata de
cualquier manera como a una simple máquina de producción cárnica.

[15] La norma taurómaca consiste en afirmar que no se puede matar


al animal sin arriesgar la propia vida
Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida solo se puede
dar muerte al toro poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de
arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho
de matar al animal. Lo que hace posible la necesidad de la muerte del toro (ver
argumento [10]) es la posibilidad siempre necesaria de la muerte del torero. La
mayoría de normas que ilustran la ética taurómaca se inspiran en esta norma
esencial: engañar al toro para no resultar cogido pero exponiendo siempre el cuerpo al
riesgo de la cornada.

A la inversa, si se vence sin peligro se triunfa sin gloria.

[16] El toro no es abatido, tal como lo atestigua el ritual taurómaco

La corrida de toros no sería nada sin su ritual. Desde el paseíllo inicial hasta
las mulillas que arrastran el cadáver del toro, todos los actos, todos los gestos,
todas las actitudes de los actores intervinientes están ritualizados y tienen su
sentido. El ritual porta dos finalidades. Proteger simbólicamente los actos de un
hombre que arriesga su vida de cualquier accidente imprevisible, al rodearlos de
una tranquilizadora barrera repetitiva. Envolver con un ritual festivo y trágico a la
vez los momentos en los que se juega la vida de un animal respetado (ver
argumento [11]) y por lo tanto singularizado. Al toro se le distingue como un ser
vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y con
una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas veces se
le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso se le
aclama como a un héroe.

¿Alguien hablaba de desprecio o de crueldad? Habría que hablar de


admiración (ver argumento [26])

[17] El toro no es abatido, se le respeta en su propia naturaleza


El toro de lidia es un animal bravo, lo que significa que es por naturaleza
desconfiado, taciturno y agresivo. Esta natural combatividad no tiene nada que ver
con la del depredador azuzado por el hambre, puesto que el toro es un herbívoro,
ni tampoco está vinculada con un instinto sexual, pues se manifiesta también ante
individuos de otras especies. Para un animal como este, una vida conforme a su
naturaleza «salvaje», rebelde, indómita, indócil, insumisa, tiene que ser una vida
libre —por tanto la mejor posible. Y así, una muerte conforme a su naturaleza de
animal bravo tiene que ser una muerte en lucha contra aquel que cuestiona su
propia libertad, es decir, contra aquel ser vivo que le disputa en su terreno su
supremacía. Este es el drama que se muestra en el redondel: el toro libra su último
combate para defender su libertad. ¿Sería más conforme a su bravura y a la propia
naturaleza del toro vivir esclavizado por el hombre y morir en el matadero como
un buey de carne?

[18] ¿La mejor de las suertes?

Es debido a un proceso de identificación por lo que el animalista solo es


capaz de imaginar al toro como chivo expiatorio del hombre. También dicho
proceso hace que algunos lo vean como víctima y no como combatiente. Así,
puestos a identificarse con el toro propongamos a esos animalistas que se
identifiquen con otras especies bovinas y pidámosles que elijan cuál es la mejor de
las suertes: la del buey de tiro, la del ternero de carne (criado normalmente «en
batería» y muerto a corta edad) o la del toro de lidia: cuatro años de vida libre a
cambio de quince minutos de muerte luchando. Entonces la pregunta sería: «¿con
quién quiere usted identificarse?».
Los toros y el medio ambiente

Igual que la ópera, el flamenco o el fútbol, los toros no son ni de derechas ni


de izquierdas. Sin embargo, algunos partidos deberían reconocer en la fiesta de los
toros sus propios valores: me refiero a los partidos «verdes» o ecologistas. Lo
decepcionante es que normalmente están impregnados de una ideología
«animalista» nada ecologista, y entre sus militantes hay pocos que conozcan la
realidad de la vida del toro en el campo y la de su muerte en el ruedo.

Se confunde «animalismo» con ecología. Y sin embargo, lo uno es lo opuesto


de lo otro. Ocurre que numerosos ecologistas «olvidan» sus propios valores para
abrazar los valores animalistas, que son contrarios. Defender el equilibrio de las
especies y la conservación de los ecosistemas no tiene nada que ver con el hecho de
ocuparse de la muerte de cada animal considerado individualmente y aún menos
con el «sufrimiento» individual de todos los animales que pueblan los océanos, las
montañas y los bosques del mundo. No se puede al mismo tiempo salvar a la
especie «leopardo» y preocuparse por el sufrimiento de las gacelas. No se puede al
mismo tiempo salvar a la especie «oveja» y preocuparse por la suerte individual de
los lobos hambrientos (la afirmación inversa también es cierta). No se puede
alimentar a las palomas (por sentimiento animalista) y preocuparse por sus plagas
(por razones ecologistas). Hay que elegir: la ecología o el animalismo. La fiesta de
los toros está radicalmente en el bando de la ecología.

Por las cuatro siguientes razones.

[19] Una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa

Defender la fiesta de los toros es apostar por una de las últimas formas de
ganadería extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de una
extensión de 1 a 3 hectáreas de terreno. ¿Puede alguien mejorar esa realidad
tratándose de animales domésticos? Si se suprimen las corridas de toros muchas de
esas tierras hoy destinadas al toro de lidia se entregarían al uso de la agricultura
intensiva o industrial. No deja de ser curiosa la inversión de valores: en la época de
la mercantilización de lo viviente, de la cría de bovinos en auténticas fábricas de
filetes, de la producción en cadena de pescados estandarizados, algunos se
indignan por las condiciones de vida y de muerte de los toros de lidia.

[20] Un ecosistema único

Esta ganadería extensiva, preservada de la mecanización indiscriminada


gracias al amor por el toro y a la abnegación personal de algunos ganaderos (que a
buen seguro tendrían mucho más interés —económico— en «fabricar carne» en
ganadería intensiva), solo se puede hacer en unos espacios y unos pastos únicos: la
dehesa en España (de Salamanca a Andalucía), en Portugal (en el Ribatejo), y en
Francia (en la Camarga). Gracias a la presencia del toro de lidia, estos espacios son
auténticas reservas ecológicas de incomparable riqueza de flora y de fauna (jabalí,
lince, buitre, cigüeña, etc.) similar a la de los grandes parques naturales protegidos.
(En el caso de La Camarga nos podemos referir, por ejemplo, a los trabajos del
equipo de Bernard Picón y en especial a su libro El espacio y el tiempo en La
Camarga). Esto lo saben bien los ecólogos, que no deben ser confundidos con
ciertos teóricos de la «ecología política».

[21] Defensa de la biodiversidad

Un verdadero ecologista defiende la biodiversidad y lucha contra la


desaparición de las especies. Los animalistas que hoy batallan por la prohibición
de la fiesta de los toros luchan, muchas veces sin ser conscientes de ello, por la
desaparición de los toros de lidia (Bos taurus ibericus). Esta variedad única de toro
salvaje preservada en Europa desde el siglo XVIII gracias a las grandes ganaderías
estaría condenada al matadero si se suprimieran las corridas de toros. Con lo cual,
para salvar la especie (o la variedad) es necesario «sacrificar» algunos toros en el
ruedo. El animalista querría «salvar» a esos ejemplares del destino que les espera.
Pero ¿cómo sería eso posible sin condenarlos, a ellos y a todos los demás, al
matadero? ¿Qué haríamos con todas esas vacas, erales, becerros, que hoy viven
exclusivamente para posibilitar que unos cuantos toros adultos sean lidiados en el
ruedo? En efecto, es necesario contar con una ganadería de unas trescientas
cabezas de ganado para «producir» anualmente tres corridas de seis toros adultos
(cuatro años). (A esto, el antitaurino generalmente contesta que no siendo el toro
de lidia, en la estricta acepción biológica del término, una especie sino solo una
«variedad», su patrimonio genético no tendría que ser protegido: pero ¿podríamos
deshacernos de los perros con el pretexto de que tenemos lobos, o viceversa?).

Supongamos que, aguijoneado por estos argumentos, el animalista insista en


su empeño de pretenderse «ecologista» y vuelva a las consideraciones morales
sobre la necesidad de reducir el «sufrimiento» animal. Preguntémosle entonces:
¿disminuiría verdaderamente el sufrimiento animal si se suprimiesen las corridas
de toros? (Claro, si suprimimos todos los individuos de una determinada
población, de un plumazo suprimiremos sus «sufrimientos». Pero a nadie se le
escapa que esto es un sofisma). Bien, sigamos con ese razonamiento «utilitarista»:
¿qué pasaría con todas esas vidas libres (y por tanto «mejores» que las de la mayor
parte del resto de animales que viven bajo la dominación del hombre) de esos
centenares de miles de bestias (sementales, vacas, utreros, añojos, becerros) que
disfrutan actualmente de una vida conforme a su naturaleza y que no mueren en el
ruedo? (De unos 200.000 animales que viven actualmente en las ganaderías
destinadas a la lidia, solo el 6% muere en el ruedo). ¿Cómo contabilizar la pérdida
de su existencia y de calidad de vida si se suprimieran las corridas de toros?
Vayamos más lejos y volvamos a los doce mil toros que mueren cada año en los
ruedos: ¿estamos seguros de que disminuiríamos sus sufrimientos privándoles de
una buena vida si se suprimieran las corridas de toros? Y finalmente: ¿estamos
seguros de que disminuiríamos los sufrimientos de los toros destinados a la
corrida si se les privase de la corrida? (ver argumento [18]).

[22] Respeto de la naturaleza del animal

Una última consideración ecologista: el toro de lidia es el único animal


criado por el hombre que vive y muere conforme a su naturaleza (ver argumento
[17]). Esto no es fruto del azar, sino la consecuencia misma del sentido de la
corrida, ya que esta exige la bravura del toro. Es un caso único de ganadería que
debe respetar necesariamente las exigencias de la vida salvaje del animal
(territorio, alimentación, coexistencia de las crías con sus progenitores, etc.)
precisamente porque hay que preservar lo más intacto posible el instinto natural
de agresividad, defensa del territorio y desconfianza ante cualquier intruso,
especialmente ante el hombre. El toro de lidia es el único animal doméstico que solo
puede servir a los fines humanos para los que ha sido criado a condición de no ser
domesticado. De ahí que deba ser criado de la manera más «natural» posible; en caso
contrario, su lidia sería imposible y la corrida de toros perdería todo su sentido.

Por definición la corrida de toros es la práctica humana que debe respetar


más y mejor las condiciones naturales de la vida de los animales que viven bíyo la
dominación humana.

[23] Humanidad y animalidad

Los animalistas defienden que como «todos somos animales», deberíamos


dispensar el mismo trato a los animales que a los hombres. Se equivocan. Es
justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene
deberes hacia ellos y no al contrario. Estos deberes no pueden, en ningún caso,
confundirse con los deberes universales de asistencia, reciprocidad y justicia que
tenemos para con los otros hombres en tanto que personas. Sin embargo, está claro
que tenemos deberes hacia algunos animales. A priori hay tres formas de
relacionarse con los animales. A los animales de compañía, les damos afecto a
cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral traicionar esa relación, por
ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de una autopista. A los
animales domésticos les proporcionamos ciertas condiciones de vida, a cambio de
su carne, leche o cuero…; por eso, es inmoral considerarlos como meros objetos de
producción sin vida, como sucede en las formas más mecanizadas de la ganadería
industrial; pero no es inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido
criados (argumento [22]). Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos
liga ninguna relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una
vinculación con la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la
biodiversidad, luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas especies
amenazadas.

Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos —que no son animales
propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes—? ¿Qué deberes tenemos
para con ellos? Yo respondo: preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa
naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso) conforme a su fiereza
natural (ver argumentos [14] a [16]).
La corrida como espectáculo

¿Qué es lo insoportable a los ojos, o mejor dicho a la imaginación, de un


adversario de la fiesta de los toros? ¿Lo que acontece, o el hecho de que se enseña?
¿Los hechos en sí, o su presentación como espectáculo? Ese adversario estaría casi
dispuesto a admitir que, al fin y al cabo, y comparándolo con las desgracias del
mundo, lo que sucede en el ruedo (la muerte del toro en unos pocos minutos) es
asumible y no merecería el desenfreno de su indignación. Lo que verdaderamente
no soporta es que otros puedan acudir a la plaza a ver lo que él se imagina. En su
imaginación, solo hay sangre y muerte. Ve exclusivamente eso. Y le es totalmente
imposible imaginar, y aún menos comprender, que los espectadores sean como él,
o sea, que a ellos tampoco les guste la violencia, la sangre y la muerte. No es eso lo
que van a ver. Entonces, ¿qué?

[24] «¿No es un espectáculo cruel y bárbaro?»

Entre las representaciones que se hacen los adversarios de la fiesta de los


toros, una de las más comunes consiste en considerarla como un espectáculo cruel
y bárbaro. No niego que es un espectáculo singular y violento, aunque esta
violencia está sublimada y ritualizada, como en otras formas artísticas. Pero no
admito que sea un espectáculo bárbaro: nació en el siglo de las Luces como una
ilustración del poder del hombre y de la civilización sobre la naturaleza bruta (ver
argumento [29]). La verdadera barbarie, ¿no consistiría en poner en el mismo plano
la vida del hombre y la vida del animal, «considerando por tanto al hombre como
una bestia»? Tampoco admito que sea un espectáculo cruel, puesto que la crueldad
supone el placer que se obtiene con el sufrimiento de una víctima (ver argumento
[1]). Por supuesto, el aficionado también es sensible al drama del toro (el antitaurino
no tiene el monopolio de la sensibilidad y de los buenos sentimientos) pero no ve
en él una víctima de malos tratos sino un peligroso combatiente, muchas veces
heroico, por más que resulte casi siempre vencido. La auténtica crueldad, ¿no es la
de aquellos antitaurinos que afirman desear la cornada y la muerte del torero? Esto
supone, una vez más, colocar al hombre y al animal en el mismo plano.

[25] «¿No son perversos los placeres de los espectadores?»

Una de más habituales e injustas de las injurias que los antitaurinos regalan
a los aficionados consiste en tratarlos como «perversos», «sádicos», etc. Es absurdo.
Nadie conoce a ningún aficionado que disfrute con el sufrimiento del toro. De
hecho es difícil encontrar alguno que sea capaz de pegar a su perro, e incluso de
hacer daño de manera voluntaria a un gato o a un conejo. Y para todos aquellos
que imaginan a los aficionados como una casta particular de humanos sin corazón
ni humanidad, solo me permito recordarles el nombre de todos los artistas, poetas,
pintores, que, con independencia de su procedencia y de sus convicciones, son al
menos tan sensibles a la vida y al sufrimiento como todos los demás hombres, y en
modo alguno carecen de moralidad o humanidad. ¿Cabría pensar que Mérimée,
Lorca, Bergamín, Picasso, etc. (ver argumento [30]) han sido psicópatas y perversos
sedientos de sangre? ¿Se podría pensar que hayan mentido hasta ese punto sobre
lo que veían? ¿Habrían sido capaces de traicionar hasta ese punto lo que
experimentaban en el fondo de su sensibilidad y expresaban con su arte? ¿Sería
posible que un profano, que jamás ha visto una corrida de toros, sepa más que
ellos sobre lo que realmente es? Y sobre todo, ¿cómo puede saber lo que esos
mismos artistas han sentido al verlas?

[26] La mayor emoción en la plaza: la admiración

¿Cuál es la principal y más grande emoción que un aficionado siente, como


otros muchos espectadores ocasionales, en una plaza de toros?

No es un gozo perverso o maligno, sino una emoción inmediata, tan carnal


como intelectual, que se llama admiración. Admiración antes que nada hacia la
bravura del toro: por su poder, por su incesante combatividad, a pesar de las
heridas y por sus repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración
también hacia el valor del hombre, por su audacia, su coraje, su sangre fría, su
calma, y su inteligencia en relación con el adversario. ¡Sí! Vamos a la plaza, por
encima de todo, a admirar. Es el más sano y más delicioso de los placeres.

[27] «La corrida de toros genera violencia»

Es una idea simplista. Bajo el pretexto de la existencia de violencia en la


lidia, se generaría violencia automáticamente. Insisto: se trata de una violencia
estilizada y ritualizada, es decir, sublimada y canalizada y por tanto no de una
violencia caótica, absurda, desenfrenada, sin fe ni ley…, con la que a veces la
realidad (o su representación) nos confronta. Por eso no se ha visto nunca a ningún
espectador que se haya vuelto violento o agresivo hacia los hombres o los animales
después de haber visto una (o cien) corrida (s). Rara vez se han registrado actos de
violencia cometidos por los espectadores durante o después de una corrida. El
fútbol es seguramente un deporte menos violento que el rugby, pero todo el
mundo sabe que la violencia en los estadios de fútbol es mucho más habitual y
desenfrenada que la que se produce en los estadios de rugby —y por supuesto
superior a la de las plazas de toros—. El público que asiste a una corrida es a
menudo gente cultivada y educada, que manifiesta de manera muy pacífica sus
emociones, e incluso las más fuertes e indignadas, cuando el espectáculo no
corresponde a sus expectativas.

En realidad, si hubiera que considerar la fiesta de los toros como una


«escuela» de algo, esta sería la del respeto: por el rito y su sentido; por la
animalidad y la manera como se expresa; y por la humanidad que triunfa y la
manera como lo consigue.

[28] «¿Son las corridas de toros un espectáculo traumatizante para


los niños?»

Cualquier cosa puede traumatizar a un niño. Especialmente la violencia


muda, ciega y absurda, a la que no se le puede dar ningún sentido ni razón. Lo que
puede contribuir al trauma es el silencio. Un niño puede soportar o no el
espectáculo de la corrida de toros ni más ni menos que un adulto. El niño puede
aprender y comprender, igual que lo puede hacer un adulto. Puede rápidamente
percibir la diferencia entre el hombre y el animal, y sobre todo, entre el animal
admirado y temido como el toro, y el animal afectuoso y querido como su perro o
su gato. Y la corrida de toros puede ser la ocasión para que los padres den
explicaciones sobre los signos del ritual (hecho al que los niños son especialmente
sensibles), dialoguen con ellos sobre la vida y la muerte, y también ofrezcan las
explicaciones pertinentes sobre el comportamiento animal y el arte humano. La
corrida de toros, por sí misma, no es ni «traumatizante» ni «educativa». Lo que
puede contribuir a traumatizar a los niños es el miedo de los padres a
traumatizarlos. Al contrario, es el deseo de los padres de compartir sus alegrías y
hacer comprender a los niños un espectáculo tan singular, lo que puede resultar
educativo.
La fiesta de los toros en la cultura y en la historia

Hasta el momento nos hemos situado en territorio adverso. Hemos


respondido a los ataques de los que afirman que no les gusta la fiesta de los toros
—que están en su derecho— y de los que, a veces sin saber nada del asunto,
pretenden prohibirla o limitar el acceso a los demás —ya no están en su derecho—.
Hemos dicho, por tanto, todo lo que la fiesta de los toros no es. Aún no hemos
empezado a decir lo que es. No se trata de un fenómeno sin raíces históricas y
geográficas. Está integrada en una cultura, lo que no quiere decir que se reduzca a
ella. Es creadora de una diversidad de culturas particulares, lo que no significa que
no sea en todos los casos portadora de los mismos valores. Es también inspiradora
de «alta cultura», lo que no significa que esté desconectada de la cultura popular.

[29] «¿Es arcaica la fiesta de los toros?»

A este respecto, los prejuicios abundan a uno y a otro lado de la barrera que
separa a los aficionados de los antitaurinos. Para estos, la fiesta de los toros es
arcaica, remontándose a una especie de edad bárbara de la humanidad. Para
aquellos, la fiesta de los toros es arcaica, encontrando su legitimidad en las más
antiguas y respetables fuentes. Estas dos utilizaciones de la antigüedad son
igualmente ideológicas. En realidad la corrida es una invención moderna. El toreo
a pie no va más allá del siglo xvm; se codifica progresivamente a principios del
siglo XIX y, tal cual lo conocemos hoy, no tiene más de un siglo y medio de
existencia. Es más o menos la época en la que llega a las regiones francesas de
Aquitania, Camarga y Provenza, que conocían los juegos taurinos desde hacía
mucho tiempo. La historia se opone al prejuicio. Se cree que la muerte pública del
toro es lo que es arcaico y que el aspecto lúdico de las tauromaquias populares es
reciente (conforme al actual prejuicio según el cual el proceso de «civilización»
supone la progresiva depuración de la muerte). Sin embargo, lo cierto es
justamente lo contrario: en toda la cuenca mediterránea siempre hubo diversos
juegos populares con el toro. La codificación de la popular corrida de toros como
muerte pública es reciente —como puede comprobarse con un argumento
económico: criar toros «salvajes», que solo pueden ser empleados una vez,
presupone un elevado grado de desarrollo económico—.

En compensación, lo que está demostrado son los tres hechos siguientes.

La corrida de toros no ha dejado de desarrollarse en España a lo largo de


todo el siglo XX y está más viva que nunca. Como nos recuerda Pedro Cordoba en
su excelente libro La corrida (Colección «Idée regues», editorial Le cavalier bleu,
Paris, 2009), en 2008 se celebraron en España aproximadamente novecientas
corridas de toros formales; cuatro veces más que un siglo antes; y también
(contrariamente a un prejuicio con mucha aceptación) cuatro veces más que en
1950.

En Francia, la «corrida» no ha dejado de desarrollarse desde su introducción


(hacia la mitad del siglo XIX), y ha conocido un auténtico boom especialmente en
estos últimos veinticinco años. A modo de ejemplo, en el último cuarto de siglo, la
asistencia a la plaza de Nimes se ha duplicado prácticamente, pasando de unos
70.000 espectadores por año a comienzos de los ochenta a unos 133.000 en el 2007.
Lo mismo ha ocurrido en el mundo ganadero: la primera ganadería se fundó en
1859 (H. Yonnet) y durante mucho tiempo fue la única; en la actualidad, Francia
cuenta con 42 ganaderías, distribuidas por el sureste del país (especialmente en La
Camarga) y algunas en el suroeste. La gran mayoría fue fundada a partir de 1980.

Lo que por otro lado nutre la idea de arcaísmo es el hecho de que la corrida
de toros se ha convertido en uno de los pocos acontecimientos en el que se
perpetúan actos que, hace poco, eran habituales y formaban parte de la vida
cotidiana. Cualquier forma de ritualización ha desaparecido prácticamente de
nuestras vidas en los últimos treinta años, sobre todo las que están ligadas a la
muerte: no hay cortejos fúnebres en las ciudades, no se colocan marcas de duelo en
las casas, y las personas tampoco llevan ya signos visibles de luto. La muerte de los
animales se ha refugiado en el glacial silencio de mataderos industriales; de igual
manera, la de los hombres ha emigrado hacia clínicas hiperespecializadas y
asépticas o hacia las antecámaras de la muerte, anónimas y disimuladas, de las
residencias geriátricas. Por otro lado, en una sociedad que hasta hace poco tiempo
tenía raíces y sensibilidades rurales, la muerte regulada y festiva de un animal
doméstico (la del gallo o la del cerdo) era un acto familiar que daba ritmo a la vida
ordinaria mediante la excepcionalidad de los solemnes actos de comunión
colectiva. Todo eso ha desaparecido de manera brusca.
Por tanto, la perspectiva animalista contemporánea que considera estos
fenómenos como arcaicos no se equivoca del todo. Pero con una matización: lo que
desde esa sensibilidad se considera arcaico no se remonta de ninguna manera a la
noche de los tiempos sino, como mucho, a una o dos generaciones. Lo que ignora
esa sensibilidad es que ella misma es el fruto muy reciente e hiper-moderno de una
pérdida de contacto con los animales y con la naturaleza reales. Los animales que
imagina son todos buenos como los animales de apartamento, o todos víctimas,
como los cerdos criados en baterías que a veces vemos por la televisión: ambos
tipos de animales son el resultado de una ideología urbana reciente.

Hay un nexo de unión evidente entre estos tres hechos. Justamente porque
nuestra época ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de la
naturaleza, de la animalidad, es por lo que necesita volver a encontrar al mismo
tiempo la realidad, la imagen y el símbolo en la corrida. ¡De ahí su modernidad!

[30] La fiesta de los toros no está ligada al franquismo. Como toda


gran creación cultural es políticamente neutra

Hay un hondo prejuicio, puramente español, que identifica las corridas de


toros con el franquismo. Esta consideración no resiste ni el análisis ni el peso de los
hechos. ¿Los hechos? Por supuesto, las corridas de toros existían con anterioridad
al franquismo y se han desarrollado perfectamente después. Cosa distinta es que el
régimen haya sabido utilizar y manejar en beneficio propio los fenómenos más
espectaculares de la pasión taurina —lo trágico de Manolete y lo desenfadado de
El Cordobés, las dos caras de la popular fiesta de los toros. Esto es sin duda lo que
hacen todas las dictaduras. Así, Salazar se esforzó en recuperar el fado portugués y
atraer hacia sí el icono popular que fue la genial Amalia Rodrigues. Por eso el fado
conservó durante algún tiempo después de la «Revolución de los Claveles» cierta
imagen fascista cuando sin embargo nunca dejó de ser la expresión más profunda
del alma popular lisboeta. También el régimen militar brasileño intentó recuperar
para su favor la pasión futbolística del pueblo brasileño y la victoria de la Selegáoen
1970. Todo esto nada tiene que ver con el fútbol, la música o los toros. Recordemos,
porque la gente olvida, que hubo aficionados tanto en el bando antifranquista
(pensemos en Lorca, Bergamín o Picasso) como en el bando franquista. En Francia,
la fiesta desata pasiones entre personas de izquierdas (por ejemplo, los escritores
Georges Bataille o Michel Leiris) como de derechas (por ejemplo, Henry de
Montherlant o Jean Cau); y al contrario de lo que ocurre en España, los medios de
comunicación meridionales apoyan la tauromaquia independientemente de
cualquier consideración ideológica.

En la España actual, el hecho de que los partidos de derechas favorecen con


más facilidad la fiesta de los toros que los de izquierdas, tiene que ver con los
enfrentamientos entre posturas nacionalistas y el planteamiento centralista.

[31] La fiesta de los toros transmite valores universales, no los de la


España negra

Para algunos espíritus más cultivados que los anteriores, la fiesta de los
toros no está asociada al franquismo sino, más generalmente, a la «leyenda negra
de España», en la que se encuentra —totum revolutum— la expulsión de los
judíos, la Inquisición, la exterminación de los indios americanos, el oscurantismo,
etc. Algunos hispanistas han mostrado cómo esa leyenda, montada pieza a pieza,
ha podido contribuir a una cierta «culpabilización» de las élites españolas. Esta es
una de las fuentes del sentimiento antitaurino de algunos intelectuales
contemporáneos, que asocian las corridas de toros con la representación que tienen de
la imagen que los extranjeros se hacen de su país y de su cultura. Por eso quieren
romper con esa representación que estiman trasnochada, folclórica y sobre todo
nefasta.

De otro lado, la fiesta de los toros no puede ser separada de su marco


histórico y geográfico. Marco que es al mismo tiempo más estrecho (ya hemos
escrito que está ligada a la modernidad, argumento [29]) y más ancho que la
supuesta «España negra». Su raíz es fundamentalmente la de las culturas
mediterráneas. Entre los orígenes lejanos de la tauromaquia moderna, se citan los
grandes mitos de la antigüedad (la leyenda de Hércules o el mítico triunfo de
Teseo) y la religión romana del dios taurino Mitra. Como todas las grandes
creaciones culturales donde se mezclan elementos populares y cultos, el arte
taurino está al mismo tiempo ligado a una civilización particular y expresa valores
universales: la fiesta, el juego, el valor, el sacrificio, la belleza, la grandeza… De
esta manera la tragedia griega depende de su lugar de nacimiento, la Atenas
clásica, y al mismo tiempo vehicula emociones y pensamientos en los que todos los
seres humanos pueden reconocerse, independientemente de la época: la fatalidad,
la pasión que corroe, las coincidencias funestas, los conflictos del deseo y de la
sociedad… Sería tan absurdo reducir la fiesta de los toros a la «España (llamada)
negra» como reducir la tragedia griega al antiguo esclavismo. La moderna corrida
de toros ha conquistado el mundo a pesar de haber nacido en algunas regiones de
España (Andalucía, Castilla o Navarra). Y todas las poblaciones que adoptaron este
ritual y sus valores los integraron en sus culturas y sus tradiciones particulares
porque reconocieron en ellos una parte de su propia humanidad. Así ha pasado
con el pueblo vasco, catalán, valenciano, extremeño, gallego, portugués, y con los
de la Provence, del Languedoc, de la Aquitaine, y por supuesto las poblaciones
mexicanas, colombianas, ecuatorianas, venezolanas, peruanas, que mantienen viva
la fiesta, incluso cuando algunos quieran renegar de esta parte de ellos mismos por
razones políticas.
¿Alguien hablaba de «España Negra»?

[32] La tradición ha forjado una cultura taurina

Algunos defensores de las corridas lo hacen arguyendo que debe su


legitimidad a la tradición. Y ante eso los antitaurinos lo tienen fácil para responder
que la tradición no es un argumento y que la mayor parte de los grandes progresos
de la civilización se han hecho contra costumbres bien arraigadas, y por tanto
supuestamente legitimadas por la tradición. Enumeran con razón la esclavitud, la
sumisión de las mujeres, la pena de muerte, etc. No es menos cierto que hoy
continúan existiendo tradiciones absolutamente detestables como el suicidio de las
viudas en India o la ablación de niñas y jóvenes de acuerdo con determinados ritos
religiosos.

Sin embargo, en Francia una prudente ley (la del 24 de abril de 1951,
transcrita también como uno de los supuestos del artículo 521.1 del Código Penal)
declara las corridas de toros lícitas «cuando existe una tradición local
ininterrumpida». ¿Quiere esto decir que la tradición es el motivo de la licitud? De
ninguna manera. Lo único que hace la ley es definir su extensión. El matiz es
importante. Las corridas de toros son autorizadas no porque hay tradición, sino allí
donde hay. La tradición tiene como efecto forjar una cultura local y una
determinada sensibilidad. Es justamente esto lo que confirma una sentencia de la
Cour d’Appel d'Agen del 10 de enero de 1996: «la tradición local es una tradición
que existe en un entorno demográfico determinado, por una cultura común, las
mismas costumbres, las mismas aspiraciones y afinidades… una misma manera de
sentir las cosas y entusiasmarse por ellas, el mismo sistema de representaciones
colectivas, las mismas mentalidades».

Estos son los frutos de la cultura taurina, allí donde existe tradición.
Coexistir con discursos taurinos, vivir próximo a los toros, relacionarse desde niño
con este magnífico y fiero animal, y tener admiración hacia el toro y su bravura,
son elementos que han forjado la sensibilidad necesaria para la percepción de este
singular espectáculo. De esta forma, lo que sería visto como un acto de crueldad en
Londres, Boston, Estocolmo o Estrasburgo se comprende, se vive y se entiende en
Dax, Béziers, Bilbao, Barcelona, Málaga o Madrid como un acto de respeto
inseparable de una identidad.

[33] Fiesta de los toros y defensa de la diversidad cultural

La fiesta de los toros es efectivamente inseparable de las identidades que ha


forjado y estas recíprocamente se han construido gracias a ella. No es posible
imaginar las ferias de Nimes o de Vic-Fezensac, de Pamplona o de Valencia, de
Jerez en Andalucía o de Céret en la Catalunya francesa, sin el toro en la plaza, ni en
las calles, ni en los carteles, ni en las exposiciones, ni en las librerías, ni en toda la
fiesta, etc. En una época en la que se defiende la diversidad cultural, en la que se
pretende resistir a la mundialización de la cultura, en la que se lucha contra la
uniformización de los valores y de las costumbres, en la que se denuncia la
omnipotencia de la dominante y avasalladora civilización anglosajona… ¿no hay
que defender las identidades culturales locales, regionales, minoritarias?

¿No hay que defender, ahora más que nunca, los «pueblos del toro»?

[34] Unidad de cultura, diversidad de interpretaciones

Como toda gran creación humana, la fiesta de los toros expresa valores
universales (ver argumento [31]). Como toda cultura popular, es inseparable de la
identidad de los pueblos que la han inventado o adoptado (ver argumentos [32] y
[33]). Pero como toda cultura que es a la vez local y universal, la fiesta de los toros
se vive, se siente, se expresa diferentemente según las ciudades, regiones o países
que la han hecho suya. Lo destacable es que la misma fiesta de los toros, que se
desarrolla en la actualidad exactamente de la misma manera en Sevilla, México,
Pamplona, Madrid, Bayona, Arles o Cali, no es, de ningún modo, interpretada de la
misma manera en esas diferentes ciudades. En ocasiones se vive como una
desinhibida fiesta dionisíaca, en otras como una ceremonia apolínea, en algunos
casos como un ritual receloso y circunspecto. La lidia a veces es vista como un
juego de quiebros y fintas, a veces como un arte plástico, a veces como una
tragedia al anochecer. Las faenas a veces son sentidas como la expresión de la
animalidad salvaje y otras veces como la de la humanidad más educada. Todas
estas interpretaciones de la fiesta de los toros, y muchas más, son posibles,
dependiendo de la idiosincrasia de cada pueblo, y hasta de cada persona. Basta con
examinar los dos extremos geográficos de España, el País Vasco y Andalucía, para
comprender cómo cada uno de ellos traduce en su propia sensibilidad la universal
fiesta de los toros (de la misma manera que se representa hoy a Sófocles en japonés
o en alemán). En el Norte de España gustan los toros duros y fuertes y los toreros
guerreros que aceptan sus desafíos. En esos ruedos se admira la audacia, la
dominación y la demostración del poder. La corrida de toros es vista como un rito
festivo y como un arte marcial. Sin embargo, en el Sur prefieren los toreros artistas
y los toros que se prestan a ese juego. En esos ruedos se admira la elegancia, la
gracia profunda y la armonía sensual. La corrida de toros es una de las bellas artes,
algo entre la tragedia y la escultura. En Francia, solo el Sur es taurino y el contraste
está entre el Oeste y el Este.

Cada pueblo dispone de multitud de maneras para adaptar y traducir a su


propio vocabulario cultural el mensaje universal de la fiesta de los toros.

[35] La cultura taurina y la «alta cultura»

Todo lo expuesto inscribe la fiesta de los toros dentro de las grandes


manifestaciones de la cultura popular (argumentos [29] a [34]). Con la variedad
innumerable de tauromaquias que los pueblos taurinos han inventado, en cada
territorio, ha ocurrido lo mismo. Pero lo que diferencia a la fiesta de los toros de
una simple manifestación folclórica es haber sido adoptada y convertida en objeto
de reflexión de la cultura «culta». La universalidad de la fiesta de los toros no es
solamente la de los valores que transmite (ver argumento [31]) sino también la de
los mundos artísticos y cultos donde ha sido acogida y la de las obras que ha
producido en las demás artes. ¿Pintura? Solo hay que citar los nombres de
Francisco de Goya, Eugéne Delacroix, Gustave Doré, Edouard Manet, Claude
Monet, Ignacio Zuloaga, Ramón Casas, Pablo Picasso, André Masson, Salvador
Dalí, Joan Miró, Francis Bacon y, en la actualidad, los de Soulages, Alechinsky,
Botero, Arroyo, Chambás, Barceló, Combas, entre otros muchos… Refiriéndonos a
escritores, podemos mencionar a Luis de Góngora, Nicolás Fernandez de Moratín,
Prosper Mérimée, Théophile Gauthier, Gertrude Stein, Manuel Machado, Jean
Cocteau, José Bergamín, Henry de Montherlant, George Bataille, Federico García
Lorca, Ernest Hemingway, Michel Leiris, Miguel Hernández, Camilo José Cela…; y
hoy, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Florence Delay, etc. A esta lista habría
que añadir la poesía de Fernando Villalón, de Gerardo Diego, de Rafael Alberti, de
René Char, de Yves Charnet, entre otros muchos. Sin olvidar las músicas de
George Bizet, de Isaac Albéniz, de Joaquín Turina, las esculturas de Benlliure, y, en
las artes del siglo XX, dentro de la fotografía, la obra de Lucien Clergue, en el jazz
las composiciones de John Coltrane y de Eric Dolphy, en el ámbito de la alta
costura las creaciones de Christian Lacroix y de Jean-Paul Gaultier, y en el cine las
películas de Henry King, de Rouben Mamoulian, de Sergei M. Eisenstein, de Abel
Gance, de Budd Boetticher, de Luis Buñuel, de Pedro Almodóvar, etc.

¿Cómo explicar que una tradición tan particular, y aparentemente tan


limitada histórica y geográficamente, haya podido inspirar las obras de artistas
pertenecientes a modos de expresión, nacionalidades, horizontes y estilos tan
diversos, si no fuera porque la fiesta de los toros encierra en sí misma tantos
tesoros de expresión artística (ver argumentos [39] a [43]) y tantos valores
humanistas (ver argumentos [36] a [38])?
La corrida y los valores humanistas

Se ha dicho ya lo que la fiesta de los toros no es (argumentos [1] a [28]). Se ha


dicho también lo que es exteriormente, en la cultura o la historia (argumentos [29]
a [35]). Todavía no hemos analizado lo que es, en sí misma: los valores éticos y
estéticos de los que es portadora y el singular placer que suscita. Todavía no hemos
confesado por qué podemos amarla. Hemos descrito que la emoción más grande
que se siente en una plaza es la admiración por la bravura del toro y por el valor
del torero (ver argumento [27]). Pero no se trata solamente de admirar a uno y a
otro. Se trata de comprender y sentir lo que significan sus actos. Es uno de los
componentes del placer taurino y una de las razones esenciales del valor
humanista de la fiesta de los toros.

[36] Comprender la animalidad

Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de
compañía, «humanizados» por nuestra permanente convivencia con ellos. En el
ruedo, vemos al animal, en toda su naturalidad, o, mejor dicho, a un animal
singular, y aprendemos a comprenderle y a pensar con él. Ese es uno de los
esenciales placeres del aficionado. Es también la primera sorpresa del profano
cuando escucha los comentarios de los iniciados. Hablan del toro, de su tipo, de su
comportamiento e intentan descifrar su carácter singular, anticipar sus acciones y
comprender sus reacciones: «¿Por qué acomete aquí y no allí? ¿Por qué a
determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en este terreno y no en aquel? ¿Por
qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se percatará de la
presencia del hombre tras el engaño?». Aprender a ver los toros en general y a
comprender un toro en particular es una fuente de educación de «etología» para
los niños. Finalmente, es la condición indispensable para apreciar el trabajo del
torero: ver lo que él comprende, apreciar cómo se adapta a su adversario, juzgar si
le entiende o no y admirar que le haya entendido mejor que nosotros.
¡Estamos lejísimos de gozos perversos!

[37] Admirar las virtudes intelectuales del torero

Torear no es solo atreverse a ponerse delante de un animal que podría (y


«querría») matar. Torear es demostrar una forma muy peculiar de inteligencia (los
griegos habrían dicho «astucia»). Consiste en presentar el propio cuerpo a una fiera
peligrosa de forma que lo pueda coger, desviando su acometida con un engaño de
trapo. Una finta hecha de audacia y astucia. Torear consiste sobre todo en enlazar
una serie de quiebros que necesitan un conocimiento del toro, una penetración
intuitiva de sus acciones y sus reacciones, una inteligencia estratégica de la lidia
adaptada a cada toro y un sentido táctico de los gestos necesarios en cada fase de la
lidia. La finalidad de todos esos actos, que culminan con la muerte, gesto de
suprema maestría, es la dominación del hombre sobre el animal: se trata de forzar
al toro a actuar contra su propia naturaleza, es decir, obligarlo a acometer dónde,
cuándo y cómo el hombre ha decidido, cumpliendo con la gratuidad del juego y la
seducción del engaño. De todo ello resulta una faena que viene a ser como una
acción domesticadora concentrada en unos pocos minutos.

No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero.

Y la fiesta de los toros no tendría sentido sin esas virtudes de la inteligencia


humana que ganan a las fuerzas de la naturaleza. Esta es la lección constante y
universal de todo humanismo.

[38] Admirar las virtudes morales del torero

Torear no es solo arriesgar el cuerpo o ejercer la inteligencia. Es también


demostrar virtudes morales que se deducen del acto taurómaco. Es ilustrar cinco o
seis grandes virtudes intemporales. El toreo no es solamente una técnica, ni un
arte, sino también una suerte de «arte de vivir» que requiere que se actúe siempre
respetando algunos de los grandes principios morales.
Para ser torero, o mejor, para merecer ese título:

Hay que combatir a un animal naturalmente peligroso, lo que exige valor y


sangre fría.

Hay que afrontarlo en público, sin perderle la cara, lo que exige


caballerosidad y dignidad.

Hay que dominarlo, lo que exige, antes que nada, el dominio de sí mismo,
del cuerpo, de las reacciones instintivas y de las emociones incontroladas.

Hay que matar, también, a ese adversario, lo que solo se justifica si, para
hacerlo, se pone la propia vida en juego (ver argumento [3]): esto supone lealtad
para con el adversario y total sinceridad en relación con su propio compromiso
físico y moral.

Finalmente hay que saber ser solidario con los compañeros ante el peligro, lo
que exige, una vez más, sacrificio de su propia persona, aun a riesgo de su vida.

¿No es el Torero con mayúsculas un auténtico ejemplo de lo que querríamos


poder hacer y un verdadero modelo de lo que nos gustaría poder ser?

[39] Diversidad cultural e imperativos universales de la humanidad

Hemos expuesto cómo defender la fiesta de los toros era resistir a la


globalización (ver argumento [33]). Pero defender la diversidad cultural no
significa defender cualquier práctica cultural. No todas son obligatoriamente
«buenas» o defendibles.

Algunas chocan con prohibiciones o tabúes absolutos. Son aquellas que


transgreden lo que puede ser resumido en la idea de «derechos humanos».
Condenar a la esclavitud a un hombre o una mujer; no reconocer a una persona
como tal; tratar a un ser humano como un medio para satisfacer cualquier
necesidad; rechazar los principios de reciprocidad y justicia; violar los principios
de libertad, igualdad y dignidad de los seres humanos… son acciones que nada
tienen que ver con la diversidad cultural ni tampoco con la placentera relatividad
de las costumbres. Son pura y simplemente barbarie. Por definición, estos
principios universales no pueden aplicarse a los animales, ya que suponen el
reconocimiento del otro como un igual, es decir, imponen la reciprocidad sin la
cual no habría justicia. Si el hombre hubiera tenido, o tuviera, que aplicar a los
animales los principios que debe aplicar al hombre, no habría habido
domesticación, ni ganadería, ni agricultura, ni, en definitiva, civilización
propiamente humana. Esto no significa que podamos hacer lo que queramos con
los animales, ni que no tengamos deberes hacia ellos (ver argumento [24]).
Significa que no podemos confundir esos deberes con los que tenemos hacia los
hombres, ni los principios del humanismo con los del animalismo.

El animalismo no es una extensión de los valores humanistas. Es su


negación.
La fiesta de los toros es creadora de inestimables valores
estéticos

Sin embargo, la fiesta de los toros no sería nada si se quedara ahí. Sería solo
defendible pero no admirable. Si tantos artistas han visto en el toreo un arte que
podía ser traducido a su forma de expresión, si la fiesta de los toros procura a los
que la aman tan incomparables placeres, si hay que preservarla como una fuente
de valores estéticos que no debe perderse, es porque el toreo es un arte raro, que
entronca posiblemente con el origen mismo del arte: dar forma humana a una
materia natural.

[40] La sublime grandeza del espectáculo

Entre en una plaza de toros llena un día clave. Nunca antes ha asistido a una
corrida. No está ni a favor ni en contra. Solamente quiere ver. Le horroriza la
violencia y no le gusta para nada la sangre. A pesar de todo es posible que la
grandeza del espectáculo le conquiste poco a poco. Si es así, déjese arrastrar por
sus sensaciones: la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el destello
inesperado de los trajes, el poder de la fiera que ataca en todas direcciones, la
coreografía tan regulada como imprevisible de las cuadrillas, el capote que gira, el
impresionante choque del toro con el caballo de picar (la suerte que más inspiró a
Picasso), las banderillas que revolotean, la increíble serenidad del hombre durante
el duelo, las audaces y deslumbrantes figuras de su danza con el animal, la muerte
en el recogido silencio de la multitud… ¿Ya ha visto usted algo parecido? ¿Ha visto
algo que le deje atónito hasta ese punto? ¿Ha visto alguna cosa que pueda así
trastornar y hacer naufragar sus sentidos? Este espectáculo incomparable, único,
tan potente como singular, esta fiesta total de la grandeza y de la desmesura recibe
el nombre de lo sublime. Usted quizás vuelva. O quizás no. Pero seguro que está
de acuerdo en afirmar: solo las corridas de toros pueden procurarnos hoy
emociones como estas.
[41] La creación de lo bello

Todo eso no son más que las primeras sensaciones del profano, que el
aficionado solo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte del
toreo consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza. La
belleza del toreo es la más clásica: supone elegancia, armonía de movimientos,
perfección de formas, equilibrio de volúmenes. El toreo crea formas, obras
humanas a partir del caos, es decir, la acometida natural de un toro. Inmóvil pone,
con un solo gesto, orden donde no había más que desorden y movimiento. Dibuja
curvas poéticas donde el animal naturalmente solo produce líneas rectas (para
coger, para matar). Intenta, como los más clásicos pintores, producir el máximo
efecto sobre su materia prima (la acometida del toro) con las mínimas causas, es
decir, en el menor espacio, tiempo y movimiento.

Claro que no solo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero solo la
corrida de toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a morir.

[42] Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad

El arte del toreo es original. Tiene algo de música (armonía de los


acontecimientos consonantes) , algo de las artes plásticas (equilibrio de líneas y de
volúmenes en tensión opuesta) y algo de las artes dramáticas (alianza del azar y de
la necesidad).

El toreo tiene al mismo tiempo algo de clásico y algo de contemporáneo. La


mayoría de las artes cultas han abandonado hace tiempo la creación de belleza,
valor estético que se juzga desfasado. Desde este punto de vista, el toreo es un arte
extremadamente clásico. La mayoría de las artes cultas han abandonado la
representación, para transformarse en artes de la actuación única y de la presentación
directa (ver el happening, el body-art, el ready-made, la instalación, la intervención,
etc). Desde este punto de vista, el toreo es un arte completamente contemporáneo:
presentación bruta del cuerpo, de la herida, de la muerte.
El toreo tiene al mismo tiempo algo de las artes cultas y de las artes
populares. Da a los profanos las más inmediatas emociones y a los cultos las más
refinadas conmociones, que corresponden a las artes más «estéticamente
correctas». Y da a todos, a la par que la tensión permanente debida al riesgo de
muerte, el alivio transfigurado debido a la belleza.

[43] Lo trágico

Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte
podrá nunca dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el
teatro, y sin embargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es a
vida o muerte. Orson Welles dijo: «¡el torero es un actor al que le suceden cosas de
verdad!». La corrida de toros es un drama trágico al que le toca presentar sin
ambajes la herida y la muerte. Y decir y afirmar esta verdad: sí, es innegable,
morimos.

¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual solo ama la naturaleza
aséptica, y solo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que
afirma amar la juventud siempre que sea eterna?

[43] La fiesta, comunidad espiritual

Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una
fiesta. Los festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con
la vida cotidiana, es decir, de los momentos de conmemoración en los que una
comunidad se encuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra, tiene
necesidad de fiestas, porque nuestra modernidad es cada vez más individualista,
circunscrita al hogar, a lo privado y a lo íntimo. Mientras que la fiesta es la calle, lo
de afuera, lo público. Quizás es por eso por lo que las corridas de toros dominicales
han ido siendo paulatinamente reemplazadas por las ferias. No hay corrida de
toros sin fiesta, pero para los pueblos taurinos no hay fiesta posible sin toros.
Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la comunidad que el mismo ruedo,
redondo, circular, donde todo el mundo ve todo, donde todo es visto desde todos
los lados y donde, sobre todo, toda la comunidad se ve a sí misma, comulgando de un
mismo espectáculo, de una misma ceremonia, y siguiendo un mismo ritmo de olés,
con el sentimiento de vivir juntos un acontecimiento único?

Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las
ciudades taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la
misma fiesta en las bodegas de Mont-de- Marsan que en el «Real de la feria» de
Sevilla, que no se canta igual en las Fallas de Valencia como se corre en Pamplona,
que no se baila igual en Nimes que en Granada, que sin toros durante el día no se
haría, por la noche, fiesta con el mismo ánimo. Porque lo que hemos vivido
durante el día, todos juntos, es el triunfo de la vida sobre la muerte.
Los peligros del animalismo

Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos


intentado decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y los
valores de los que son portadoras. En este momento, hay que intentar esbozar las
razones que convierten en peligroso el movimiento antitaurino. En sí mismo solo
lo es para la fiesta de los toros; pero el movimiento más general del que es su
manifestación y los valores que lo inspiran amenazan mucho más allá que a la
fiesta de los toros.

Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las
corridas de toros se prohiben en los lugares donde hoy existen ¡asunto zanjado!
Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro
propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los
toros; ¿qué es lo que amenazará mañana?

[45] Humanismo o animalismo

Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal


(argumentos [5] y [23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo
(argumento [39]). Ahora bien, la ideología que se extiende y de la que el
movimiento antitaurino es portador consiste en poner en el mismo plano animales
y hombres: «¿No somos nosotros también animales? ¿No tenemos que tratar a los
animales como tratamos a los hombres?». La intención parece loable: porque ¿no es
una manera de extender a los demás seres vivos la compasión, la simpatía, y por
tanto, la moralidad que nos liga a los hombres? Mera apariencia. Porque,
intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los
hombres, necesariamente reblamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los
animales. ¿Qué quedaría de los valores de justicia, equidad, generosidad y
fraternidad? ¿Qué sería de los valores de la convivencia, si reducimos la
comunidad humana a esa otra, infinitamente más vaga y menos exigente, que nos
liga a los animales, sea cual sea la afección que tengamos para con algunos o el
respeto que debemos a todos?

[46] ¿Hasta dónde irá la «liberación animal»?

La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las


condiciones de cría de algunos animales destinados al consumo humano
(especialmente cerdos, terneras y pollos) considerándolos puras mercancías. La
toma de conciencia de ese fenómeno ha acabado por conmover de manera
perfectamente legítima a las poblaciones occidentales, las cuales —por otra parte—
no tienen una idea clara del precio que tendrían que pagar por un eventual retorno
a una cría más extensiva o más respetuosa con las condiciones de vida de las
bestias.

A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización


ha hecho perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto
con la naturaleza salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra las
especies dañinas (pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las ratas
transmisoras de la peste) e ignoran la que continúan librando otros hombres en
otros lugares (las langostas que destrozan las cosechas africanas, o incluso los
perros asilvestrados que infestan multitud de ciudades del tercer mundo). El
animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental contemporáneo, lo que era en
el imaginario clásico: de bestia terrorífica o animal de labor a víctima o mascota. De
ahí la elaboración del mito por la civilización industrial: el de una «naturaleza»
pacificada (paraíso perdido donde los animales son libres) y el del Hombre, con
mayúscula, representando el Mal, verdugo del Animal con mayúscula, víctima
inocente. Esto permite poner a todos los animales en el mismo saco: el gato y el
ratón, el lobo y la oveja, el perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de
compañía. Este fantasma alimenta los ideales de la «liberación animal».

Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la


fiesta de los toros. No es porque sea más «cruel» objetivamente que todas las formas
de explotación animal (se sabe perfectamente que no), ni porque contraríe más la
naturaleza de los animales que las demás formas conocidas de domesticación
(hemos visto que no), sino porque contradice la imagen aséptica y edulcorada que
se tiene actualmente del mundo animal (¿una bestia que combate y puede matar?
¡Inimaginable!) y que parece ser la imagen de la relación del Hombre con su
Víctima. ¡Y puesto que habría que «liberar» a todas las víctimas, es por lo que se
debe comenzar por esos pobres toros de lidia! Tocamos de nuevo con lo irracional.

Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán


soportar? ¿Habría que «liberar» todos los animales que el hombre ha domesticado
desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del
animalismo en Estados Unidos? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los
conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema, que estuvieron a punto de
perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que liberar a los visones, como
recientemente se ha hecho en Dordogne, sin preocuparse de la catástrofe ecológica
que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas del hombre y liberar también a los
lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos
de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan
liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará esta locura
«liberacionista»? Hasta el punto de que, tomando conciencia de que la mayor parte
de las variedades, razas y especies animales (como el toro de lidia) solo deben su
supervivencia a la relación con el hombre, y que, una vez «liberadas», no podrían
volver al estado salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos
de tomar, como única medida «liberatoria» eficaz, la castración y esterilización de
todos los animales domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá
animales sometidos a los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador americano
Gary Francione, que se atreve a llevar la lógica de la «liberación animal» hasta este
punto. ¿Es absurdo? Es, cuanto menos, insensato. Sin embargo, es absolutamente
coherente. De hecho es el único tipo de medida que se deduce racionalmente del
principio mismo de la «liberación animal», eslogan tan ingenuo como
irresponsable.

[47] Peligros de una moral prohibicionista

Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente
placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya
está. ¿Y entonces? La producción de foi-gras ya está prohibida en varios países. El
Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su
comercialización. ¿Y mañana?
¿Habría primero que «desaconsejar vivamente» el consumo de carne y de
pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar
su consumo solo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y
pasado mañana, ¿«desaconsejar» la leche, el cuero, la lana… porque suponen
explotación animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la
invención por parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde
irá la obsesión de nuestro «Bien» y la locura prohibicionista?

[48] Animalismo e imperialismo cultural

Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco


taurinamente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia de
la catalanidad frente al centralismo español. También sabemos que,
simétricamente, algunos aficionados de la Cataluña francesa se reafirrñan como
radicalmente taurinos en nombre de esa misma resistencia de la catalanidad ante el
centralismo francés. (En Céret se toca «Els Segadors», himno nacional catalán,
antes de la salida del primer toro). También sabemos que todo nacionalismo debe
reinventar permanentemente su pasado y construirse un enemigo todopoderoso
frente al cual debe presentar su propia «nación» como víctima. En esto no hay
nada nuevo. Lo que es nuevo, y que sería casi cómico si la corrida de toros no fuera
mañana la víctima, es que esta resistencia al supuesto imperialismo más cercano (el
español) se hace en nombre de los valores, los principios y las normas del
imperialismo cultural más potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural
anglosajón y sus principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e
incluso religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones
culturales, ideológicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.

El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la


estilización enfática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros,
están en el fundamento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres
están muy alejadas de las tradiciones de los países anglosajones y de las culturas
de tradición protestante de las que se alimenta hoy toda la moral animalista.
Pretendiendo zafarse de la dominación de un hermano ¿no caen algunos
movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo mucho más lejano?

[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están
persuadidos de que, como la fiesta de los toros es «arcaica» (argumento [29]),
tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los
antitaurinos están tan convencidos de que desaparecerá por sí misma ¿por qué se
empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre
reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias veces
prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las esgrimidas en la
actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo creyente debe a su vida, o
del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a fútiles divertimentos,
demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba también la
perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los
tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la
moral pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día.
¿Se sabe, por ejemplo, que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en
España por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el «ocupante
francés» Joseph Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha
adaptado a todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de
sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera nada
más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero, cuando está
amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por ejemplo, la afición es
cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]); segundo, hoy es cada vez
más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo por la fuerza de la
globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que hace que viva uno
de los períodos más brillantes de su historia reciente.

Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba


moribundo, y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido de
un folclore caduco, por su compromiso con el «fascismo»; condenado al desuso o a
la aniquilación por la música pop, las diversas fusiones y todo lo que aún no se
llamaba la «globalización». Le pasaba lo mismo al fado, en Portugal, ya lo hemos
explicado (argumento [30]). Entonces, llegó una nueva generación de cantaores,
sinceros y capaces, que quisieron reencontrar las raíces puras de su arte y el
flamenco conoció un fenómeno de revival y vivió una de las más bellas páginas de
su historia.

Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas
de toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un
muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones
históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas siguientes
fueron en general de una buena condición socio-económica y cultural y estaban
animados solo por la pasión taurina. Esta no muere fácilmente. Hoy, que vivimos
en sociedades cada vez más obsesionadas con la seguridad, se ven más que nunca
toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra vez más llevando la
contraria a la supuesta lógica de la historia!

De igual manera, al final de los 70, se creía moribunda la feria de Bilbao, bajo
los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la
espalda a la «tradición taurina», juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está
hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca.

Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que
lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola
«animalista», que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está
destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores,
perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos signos en ese
sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante algunas campañas
prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez más reafirmada a favor
de la diversidad cultural.

Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo


XIX fueron las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes
campañas a favor de la hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de los
cocheros y otros usuarios de caballos de tiro hacia el interés económico que
podrían obtener de sus viejos jamelgos usados, se verían obligados a tratarlos
mejor para sacar partido de la venta de su carne. ¡Hoy esas mismas sociedades
luchan por la prohibición de la hipofagia porque sería indigno para un animal ser
comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la especie caballar no
salga de esta).

¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de
los movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en
nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión
hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a
favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa
«raza» y el bienestar de los individuos que se benefician de esas condiciones de
cría?
Siempre podemos soñar…

[50] Libertad

¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes


dubitativas y libres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar de
opinión a aquellos a los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y les
rebela? Lo dudamos. Como señala Pedro Córdoba al final de su ya citado libro, La
Corrida, ningún argumento podrá jamás convencer a aquellos que imaginan la
corrida de toros como la tortura de una bestia inocente. Ni el hecho de que el
calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan (argumentos [4], [8] o [18]);
ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o [17]); ni que, al querer
evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena en realidad a toda la
especie (argumento [22]); ni la comparación entre la abyecta y corta vida de las
terneras criadas en baterías y la de los toros criados en plena libertad (argumento
[23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante la reacción inmediata,
espontánea, irracional del que se indigna y grita: «¡No, no, lo rechazo!». Ante esta
reacción pasional lo único que cabe oponer es la frase con la que comenzamos: solo
hay un argumento contra las corridas de toros y no es un argumento, es el imperio
de algunas sensibilidades. A esta cerrazón, los aficionados responden, muchas
veces vehementemente, con su propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este
diálogo imposible?

Nos podríamos quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se


quedaran aquí también. Pero es que una de ellas reivindica para sí misma más que
la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones; en definitiva una
pasión quiere impedir que la otra se satisfaga. Refugiándose la pasión, claro está,
tras las «razones»: el derecho de los animales, el respeto de la vida, el escándalo del
espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol del político exige conservar la
razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por sí misma, será porque ya
no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo prudente es dejar a los unos y a
los otros su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad.
Conclusión:
¿Quiénes son los bárbaros?

Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No


hablaremos de los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos con el
menoscabo moral. ¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la
animalidad. ¿Qué imagen del animal quedará, para alimentar el imaginario del
hombre y la realidad de sus relaciones con su Otro que es el animal, fuera de los
caniches enanos del salón? Todas las bestias de labor han sido progresivamente
reemplazadas por artilugios, y todas las bestias productoras de carne son
progresivamente reemplazadas por «máquinas de fabricar carne» que no nos
atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito pagano vamos a
conservar en una sociedad que abandona progresivamente todas sus ceremonias?
¿Queremos realmente no tener más elección que el utilitarismo o el fanatismo
religioso? ¿Qué unión de artes populares y artes cultas vamos a conservar, cuando
—progresivamente— estas hayan deshecho todos los lazos con aquellas? ¿Dónde
podremos mirar la muerte de frente, transformada por nuestras actuales
sociedades en una vergüenza?

Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de
resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día más.

Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, solo es barbarie. A lo que
sería fácil de responder con el siguiente paralelismo.

En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las


famosas estatuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de
Afganistán y datadas entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a sus
ojos no destruían «obras de arte», solamente ídolos de piedra; y lo hacían por
respeto hacia su Dios, el «Único verdadero» que ellos consideraban superior a los
seres humanos. Esto no disculpa ese bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero, qué es lo
que hay que pensar de esos antitaurinos que, en nombre del (supuesto) bienestar
de los animales, a los que no consideran superiores a los seres humanos, pretenden
dar muerte a una forma de arte y creación arraigada en la historia e inserta en
nuestra modernidad, pero en la que ellos solo ven arcaicas creencias y ritos?
Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que quieren perpetuar este arte o los que
pretenden prohibirlo?

El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo —sin embargo no más


que el que reduce la fiesta de los toros a barbarie—. Solo podemos sacar una
lección: siempre seremos bárbaros respecto de alguien.

Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las
sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de las
personas.
Francis Wolff es un filósofo francés que imparte clases como catedrático en
la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, y también en las
universidades de París-X-Nanterre, Reims y Sao Paulo (Brasil) y, recientemente, en
Oxford. Entre sus obras: Sócrates (1994), Aristóteles y la política (1997), El ser; el
hombre, el discípulo (2000), Decir el mundo (2004) y Filosofía de las corridas de toros
(2007). Gracias a este último libro, ofreció un memorable pregón taurino de la Feria
de Abril de Sevilla y se lanzó a una campaña en defensa de las corridas de toros de
la que es fruto este breve pero intenso y profundo libro que ha sentado las bases
para posteriores defensas del mundo taurino.

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