Brecht Bertolt - (1957) Los Negocios Del Senor Julio Cesar

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Los negocios del señor Julio César: Cubierta Bertolt Brecht

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Los negocios del señor Julio César: Índice Bertolt Brecht

LOS NEGOCIOS DEL


SEÑOR JULIO
CÉSAR
(Die geschäfte des herrn Julius Caesar,
1957)
Bertolt Brecht
ÍNDICE
LIBRO PRIMERO
Carrera de un joven distinguido-------------------------------------------------------------------------------- 3
LIBRO SEGUNDO
Nuestro señor C. ----------------------------------------------------------------------------------------------- 19
I. Anotaciones de Rarus --------------------------------------------------------------------------------------- 19
LIBRO TERCERO
Clásica administración de una provincia ------------------------------------------------------------------- 67
II. Anotaciones de Rarus -------------------------------------------------------------------------------------- 68
LIBRO CUARTO
El monstruo de las tres cabezas ------------------------------------------------------------------------------ 83
III. Anotaciones de Rarus ------------------------------------------------------------------------------------- 83

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LIBRO PRIMERO
CARRERA DE UN JOVEN DISTINGUIDO
El camino que se nos había señalado –estrecho y bastante empinado– ascendía zigzagueante
entre los olivares que, a manera de terrazas, descendían hasta el lago sostenidos por pircas de escasa
altura. Era una mañana radiante. Debía de ser la hora de la segunda comida de los esclavos, pues no
se veía a ninguno en las plantaciones, y de algunas haciendas vecinas se elevaban columnas de
humo.
La villa quedó pronto a la vista; parte de ella, por lo menos, se vislumbraba entre los olivos.
Estaba enclavada en la mitad de la ladera.
Mientras ascendía volvió a surgir en mí la duda de si el viejo nos permitiría ver realmente los
valiosos escritos. Las recomendaciones que portaba mi Sempronio no representaban precisamente
una carga. Hubiera preferido verlo sudar bajo su peso.
Como en tantas otras ocasiones en que los esfuerzos –y además los gastos– resultaban muy
penosos, me consolé con el pensamiento de que el gran político cuya biografía me había propuesto
escribir había creado a sus biógrafos –de modo inconsciente, pero a la vez consciente– dificultades
mucho mayores que las de alguno que otro viaje fatigoso. Estaba la leyenda que todo lo
desdibujaba. Él mismo había escrito libros para desorientarnos. También había gastado dinero, ¡y
no poco! Los grandes hombres se han esforzado siempre por ocultar el verdadero móvil de sus
actos.
La villa resultó ser de un solo piso, pero muy amplia. Estaba edificada en un estilo sencillo, muy
diferente de las horribles edificaciones de los nuevos ricos de nuestra gran ciudad. El dueño de casa,
que nos recibió en la biblioteca, tampoco guardaba semejanza con nuestros nuevos senadores.
El antiguo alguacil ejecutor y más tarde banquero Mummio Spicer es un anciano alto y huesudo
con un rostro algo grisáceo en el que se destaca la fuerte mandíbula. Camina un poco agobiado,
aunque no da la impresión de que eso sea síntoma de vejez.
De pie junto a la ventana revisó nuestras cartas de recomendación con extremo cuidado. En la
manera de manejar los papeles se reconoce su profesión. Los financistas leen más a fondo que los
amantes de las letras. Ellos saben muy bien los inconvenientes que pueden surgir de una lectura
apresurada.
Ni un solo rasgo de su rostro de líneas acentuadas me reveló el juicio que le merecían las
distintas notas y el valor que le adjudicaba a las recomendaciones. En esa ocasión pensé que las
palabras del cuestor imperial Tulio Varro –hombre de gran influencia– habían de ser las que más lo
impresionaran. Más tarde, cuando conocí mejor a Spicer, varié de opinión y comprendí que la breve
nota del liberto Cavella –que hacía mención a mi experiencia administrativa– era la que había
contribuido a que me recibiera favorablemente. Él nunca mencionó el tema. Terminada la lectura
me devolvió los papeles en silencio y continuó dirigiéndose a mí en el mismo tono en el que me
había hablado al recibirme.
Las cartas contenían en parte alusiones al objeto de mi visita, y el anciano comenzó a inquirir
acerca de mis estudios y mis intereses. Sus preguntas eran breves, y recibía mis respuestas sin
aprobar ni rechazar. Quiso saber si ya había publicado algún libro. Mencioné mi Solón. Me
interrogó luego acerca de mi filiación partidaria, a lo que respondí que no pertenecía a ningún
partido. Luego encaró –a mi parecer, con bastante impertinencia– mi situación privada, y
lentamente fui comprendiendo que su intención era hacerse pagar los datos que pudiera
proporcionarme. Debo admitir que esto me sorprendió un poco. La biblioteca en la que estábamos
sentados respondía, indudablemente, a una situación económica muy holgada; más adelante
comprendí que, en su mayor parte, debía de estar constituida por obsequios. Las distintas obras no
guardaban relación entre sí, pero eran obsequios de valor como los que se hacen a un hombre rico.
Me constaba también que sus posesiones eran extraordinariamente productivas y su casa –que
evidentemente no era barata– podía calificarse de muy modesta en relación a los ingresos que le
proporcionaban nada más que las minas de plata de Cerdeña. Mi contacto con él, y por lo tanto mis
exigencias, eran de índole puramente científica; de ellas no podía resultar ningún beneficio
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pecuniario. Realmente, no era lo más usual comprar los recuerdos históricos como quien compra
vajilla.
El anciano no pudo dejar de notar mis reservas. Se produjo un pequeño silencio, no muy
cómodo. De repente habló:
–¿Qué es lo que usted quiere, en realidad, de mí?
Le dije que se suponía que el diario de Rarus estaba en su poder.
–Ya no lo tengo –dijo con tranquilidad.
Callé nuevamente. Si creía que, después de un viaje de once días, estaba dispuesto a regatear por
unos pergaminos como si se tratara de una huerta o de un esclavo, se equivocaba de medio a medio.
Cuando habló nuevamente lo hizo en forma pausada; parecía impertérrito.
–Por otra parte, no va a sacar nada en limpio de esos escritos –dijo–. Creo haber entendido que
usted quiere escribir una biografía. Ese diario es algo político.
–Las anotaciones del secretario de un político son siempre algo político, cualquiera sea su
naturaleza –dije, ya un poco encolerizado.
–Puede ser –admitió Spicer, clavando la mirada en un ángulo del salón–, pero no las tengo.
Un pequeño esclavo galo entró en la estancia; debía de tratarse del capataz de la hacienda. El
dueño de casa le dio instrucciones muy detalladas acerca de la reparación de un acueducto. La
conversación con el esclavo –en el transcurso de la cual el anciano no me dirigió ni una mirada–
duró más de un cuarto de hora. Luego salió el galo y el señor retomó nuestro tema.
–Además, esas anotaciones no tendrían ningún valor para usted sin algunas explicaciones previas
–dijo con voz serena–. ¿Y quién habla de dárselas? Lógicamente, si lo que usted quiere son
simplemente un par de intimidades... Pero, dudo de que en ese diario se mencionen siquiera detalles
como, por ejemplo, si el señor en cuestión comía pescado en el desayuno y cosas por el estilo que
son las que interesan al público. Este Rarus estaba vinculado con el aspecto comercial de las
empresas y usted bien sabe que ese aspecto interesa muy poco a nuestros historiadores. No
entienden ni jota de negocios. Consideran todo eso como secundario.
–No creo que en el diario sólo se hayan registrado los precios del trigo –repliqué.
–¿Y si fuera así? –preguntó el anciano y, si bien su rostro permaneció tan impasible como
siempre, creí observar en él un matiz de burla.
–Si así fuera, aun de eso podrían extraerse algunas conclusiones –respondí vivamente.
–¿Ah sí?
Comencé a creer que Spicer pertenecía a esa clase de hombres a los que no les satisface una
negociación poco prolongada –así como a la mayoría de las mujeres no les satisface una
cohabitación breve– y resolví proporcionarle una bastante extensa.
–Es lamentable que se haya desprendido de esas cosas –dije con tono apesadumbrado–. Después
de todo, estaban vinculadas nada menos que con la fundación del Imperio.
Meditó un buen rato antes de volver a hablar.
–Usted considera que si del desayuno del señor X se puede deducir su carácter, también podrá
lograrlo sobre la base de su actitud respecto de los precios del trigo. ¿Ha alquilado ya habitaciones
por aquí?
Esta última pregunta fue un poco sorpresiva. No sin vacilaciones, le informé que había alquilado
una casita junto al lago por todo un mes. Había sido una medida inexcusablemente apresurada, que
podía dar lugar a las exigencias más exorbitantes por parte de mi interlocutor.
Mummio Spicer me miró atentamente por unos instantes, luego se puso de pie, se acercó a la
pared y con los nudillos golpeó un plato de latón que colgaba allí de un cordel. Aproximándose
luego a una hermosa mesa de libros, extrajo una ficha de una carpeta de cuero y, con el dedo
meñique, señaló una anotación al esclavo que entró en respuesta al llamado. Reinó completo
silencio hasta que regresó el hombre trayendo un cofrecito de fresno bajo el brazo.
El anciano tomó el cofre y, sin mayores precauciones, lo colocó sobre una estantería detrás de su
silla.
–Éstas son las anotaciones –dijo en tono seco–. ¿Qué valor les adjudica usted?
Reí.

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–Son incomprensibles si no van acompañadas de detalladas aclaraciones –dije.
–Además son invendibles sin esas aclaraciones –replicó Mummio Spicer, imperturbable–. Se las
proporcionaré, pero, por supuesto, lo que usted adquiere no es la propiedad de los pergaminos sino
el derecho a consultarlos.
–8 000 sestercios –ofrecí.
Vaciló.
–Usted ha hecho un viaje de dos semanas para ver esos escritos, ha alquilado una casa por un
mes... Dudo de que quiera regresar sin haber logrado su objetivo. 12 000 sestercios es poco dinero;
un buen cocinero cuesta 100 000.
Yo estaba irritado. ¡Qué falta de clase la de aquel hombre!
Pero, no; no le daría el gusto de prolongar la negociación.
–Bien –dije brevemente.
–Pero ya le he dicho –expresó con cautela– que en esos pergaminos no hay mucho material para
alguien como usted.
–Ya lo ha dicho –admití impaciente.
12 000 sestercios significaban mucho dinero. Ni siquiera sabía si esas anotaciones lo valían. ¡Y
para qué hablar de las aclaraciones de mi anfitrión! Yo estaba demasiado irritado para siquiera
mentarlas. Sin embargo, evidentemente él daba por sobreentendido que esas explicaciones
formaban parte del negocio, pues me invitó a volver esa misma noche.

El gran Cayo Julio César, acerca de cuya vida privada esperaba conocer detalles sobre la base de
anotaciones del que fuera su secretario por muchos años, había muerto hacía dos décadas. Con él
había comenzado una nueva era. Antes de él. Roma era una gran ciudad con algunas colonias. Él
había sido el fundador del Imperio. Había codificado las leyes, reformado el sistema monetario y
hasta adaptado el calendario a los conocimientos científicos. Sus expediciones a las Galias –que
llevaron la enseña romana hasta la lejana Bretaña– habían abierto un nuevo continente al comercio
y a la civilización. Su estatua estaba entre las de los dioses. Ciudades y un mes del año llevaban su
nombre, los monarcas lo añadían al suyo propio. La historia romana había tenido en él su
Alejandro. Era evidente que él sería siempre modelo inalcanzable de todos los dictadores. A las
generaciones menores sólo les restaba narrar sus acciones. Ésa era la misión de mi proyectada
biografía. Ahora tenía las bases para ella.

Cuando por la noche llegué a la villa del banquero de mi ídolo, ya había adoptado las medidas
necesarias para arreglar la parte financiera del asunto. Por la tarde había viajado en la barca hasta la
ciudad más próxima y el banco local había prometido examinar sin demora mi carta de crédito. En
el transcurso de los próximos días recibiría la suma de 12 000 sestercios.
Mummio Spicer parecía haber estado esperándome para sentarse a la mesa. No bien llegué me
condujo a ella. La comida que se nos sirvió era sencilla, y el viejo sólo comió un par de higos,
disculpándose por su estómago delicado. Sin embargo, se abrió, especialmente para mí, un barrilito
de sardinas del mar Negro, bocado éste cuyo precio en Roma era de 16 000 sestercios.
Esta hospitalidad tan costosa me sorprendió, lógicamente, después de los penosos sucesos de esa
misma tarde. Adelantándome, diré aquí mismo que la generosidad del banquero hacia mí fue
permanente durante toda mi estada. Debo de haberle costado varias veces los 12 000 sestercios que
le entregué; sólo el original manuscrito de los discursos de Hortensio que me obsequió al partir
valen mucho más que aquella cantidad.
En esa primera velada, Spicer no entró en el tema motivo de mi visita, salvo algunas vagas
observaciones acerca de cómo se escribía la historia, observaciones éstas que –por otra parte– eran
bastante despectivas. Tampoco se mencionaron los diarios de Rarus; el cofrecito de fresno ya no
estaba sobre la estantería.
No pude menos que atribuir estas reservas del anciano al hecho de que yo no había concluido
aún la parte financiera de nuestro negocio. Mí irritación aumentó nuevamente. Nos despedimos con
bastante frialdad.

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A la mañana siguiente recibí el dinero y me puse en camino a la misma hora que el día anterior.
El viejo estaba en su biblioteca, dictando a un esclavo. Terminó el dictado mientras yo paseaba la
vista por sus libros. Luego recibió el dinero, lo contó y se lo entregó al sirviente para que lo
guardara. Su falta de tacto me pareció extrema cuando, inmediatamente después de haber recibido
el pago, ordenó al esclavo que trajera el cofre. El cofre llegó. Nuevamente lo dejó, como al
descuido, sobre un estante.
El anciano comenzó a hablar con voz profunda y monocorde. Lo hizo sin transición,
simplemente como si estuviera cumpliendo un contrato.
–Como quizá usted ya sepa, alrededor del año 90 yo era alguacil ejecutor del distrito cuarto.
Como tal fueron muchas las acciones que se me confiaron en contra de C. 1 que vivía en ese distrito.
Había acciones hasta por una sorprendente cantidad de cuentas pequeñas, como de panaderos y
modistos. Eso demostraba que su hacienda de la Camnia –que estaba en manos del administrador
judicial– ya no estaba en condiciones de proporcionar ni siquiera lo necesario para mantener su
mansión de la ciudad; C. era muy conocido por la magnificencia que había desplegado en sus
cargos de edil y de cuestor. La gente humilde se deslumbraba ante sus deudas, cuya magnitud se
decía que alcanzaba cifras fantásticas. Lo vi por primera vez, si no recuerdo mal, en su dormitorio.
»El modisto le estaba probando una túnica. Recuerdo perfectamente ese detalle pues me
impresionó la precisión de sus órdenes respecto del corte del escote. Se expresaba con los términos
técnicos de los modistos. No era la primera vez que yo iba a su casa. Habitualmente me recibía su
secretario, precisamente ese Rarus. Se había convenido que yo concurriría siempre por la mañana
para que no me viera la madre de C., ante la cual todo el mundo en esa casa parecía sentir un temor
sagrado. C. mismo, no era el que menos la respetaba. Era una anciana pequeña y amable, pero sin
pelos en la lengua. Más adelante llegué a conocerla muy bien.
»C. habló conmigo con la mayor franqueza. Me señaló, sin asomo de ironía, algunos muebles
antiguos de gran valor, y me preguntó si me los quería llevar. Parecía no tener el menor pudor ante
su modisto, aun cuando a éste lo debieron asaltar las más terribles dudas, respecto del pago de su
cuenta, no bien me vio.
»Creo que ya en esa primera entrevista me interrogó detenidamente acerca de las condiciones en
que yo vivía. No eran, por cierto, muy favorables. Vivía con mi mujer y seis hijos en una de las
casas de Craso, una pequeña construcción de una planta, y me resultaba difícil pagar el alquiler.
Casi todas mis conversaciones con él giraban de algún modo alrededor de esas dificultades mías.
Me daba sus consejos sentado en una silla que yo tenía la firme intención de no dejar en su poder.
»Lo traté con más frecuencia y puedo decir que me agradaba visitarlo. Ya nunca dejé de tener
trato con él hasta su muerte.

Spicer interrumpió su relato. Desde afuera llegaban voces y el ruido de muchas pisadas. La
segunda comida de los esclavos había terminado. El pequeño galo del día anterior entró en la
habitación. El dueño de casa trazó una enorme S en el libro de órdenes que le presentó el esclavo. A
través de la puerta divisé un cielo ligeramente nublado. Los cercos de laurel, plantados como
protección, temblaban agitados por el viento. El salón estrecho pero alto, con sus paredes
blanqueadas y las simpáticas cajas de cuero para los libros, estaba agradablemente tibio. En el hogar
chisporroteaban un par de enormes leños. Paladeé el recuerdo de la sencilla narración del anciano.
Veía con claridad ante mí a Spicer, un Spicer joven pero no muy diferente del actual –la gente
como él no cambia mucho pues ya parecen viejos desde sus mejores años, por el trabajo y las
preocupaciones– y al endeudado patricio con su sonoro nombre. Me divertía la idea de que este
hombre huesudo, con su mandíbula fuerte, hubiera permanecido estrictamente dentro de los límites
de su misión específica a pesar de la familiaridad con que se lo había tratado, y que no se hubiera
ido de allí sin llevarse la silla. Recordé mis 12 000 sestercios.
El anciano bebió un sorbo del vino que se nos había servido y continuó:

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Spicer mencionaba siempre a César como C. Al principio pensé que él querría acentuar con esto el carácter ilegítimo
de nuestra empresa. Pero Rarus también hablaba solamente de C.
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–Por lo que recuerdo, en esa época C. no hacía absolutamente nada. En su vida había habido un
intento de dedicarse a una profesión y de ganar algún dinero. Había sostenido en el Foro dos
acusaciones contra altos funcionarios del Senado, por encargo de los clubes democráticos. Eran
procesos por concusión y otros abusos de autoridad en las provincias.
»La City pagaba muy bien a los abogados jóvenes de familias patricias por esos procesos. Era la
vieja lucha de la City contra el Senado. Desde tiempos remotos trescientas familias se repartían los
cargos importantes dentro y fuera de Roma. El Senado era su bolsa. Allí se decidía quién se sentaría
en la banca del Senado, quién en la silla curul, quién en la montura del corcel de guerra y quién
permanecería en los latifundios. Eran grandes terratenientes, trataban a los restantes ciudadanos
romanos como a su servidumbre y a su servidumbre como a la canalla. A los comerciantes los
consideraban ladrones y a los pobladores de las provincias conquistadas, enemigos. Uno de ellos era
el viejo Catón, bisabuelo de nuestro Catón, que en mis tiempos y los de C. era jefe del partido
senatorial. Este Catón ponderaba la legislación del siglo II por la que se obligaba a pagar: al ladrón
dos veces, y al que prestaba a interés, cuatro veces lo que había «tomado». Una generación antes de
la mía habían votado una ley por la cual se prohibía que los senadores practicaran el comercio. La
ley llegó demasiado tarde; pronto se le encontró la vuelta. Con leyes se puede detener cualquier
cosa menos el comercio. La ley condujo inclusive a la constitución de sociedades comerciales en las
que cada uno de los cincuenta miembros es dueño de la cincuentava parte de un buque, con lo que
puede controlar cincuenta buques, en lugar de hacerlo con uno solo. Ya ve usted cuál era la
tendencia de esos señores. Eran magníficos generales, muy capaces de conquistar una provincia;
pero, eso sí, después de conquistada no sabían qué hacer con ella.
»Pero cuando nuestro comercio salió de pañales y comenzamos a exportar aceite, lana y vinos en
gran escala y a importar trigo y otros productos, y especialmente cuando comenzamos a sacar
dinero de Roma para hacerlo trabajar en las provincias, los señores mostraron una aristocrática
incapacidad de adaptación al nuevo estado de cosas, y la joven City comprobó que a los señores les
hacía falta una dirección racional. Como usted comprenderá, no teníamos el menor deseo de
cabalgar personalmente sus corceles de guerra, ni de perder nuestro tiempo, que era oro, en
mohosos cargos administrativos. Los señores podían seguir siendo, tranquilamente, lo que habían
sido hasta entonces, eso sí: bajo la sólida dirección de la City. Comprenderá mejor lo que le estoy
diciendo si toma como ejemplo las guerras púnicas. El motivo que tuvimos para ellas fue el mejor
que existe: evitar la competencia africana. ¿Pero qué se logró después de todo? Nuestros militares
no se apoderaron de los productos y de los ingresos de Cartago, sino de sus murallas y de sus barcos
de guerra. No se llevaron el trigo; se llevaron el arado. Nuestros generales decían con orgullo:
donde pisan mis legiones, nunca más crece la hierba... pero lo que perseguíamos nosotros era
justamente esa hierba... usted lo sabe, de una de esas hierbas se obtiene el pan. Lo que se conquistó
en las guerras púnicas con inmensos gastos, fueron desiertos. Esas regiones habrían podido
alimentar cómodamente a toda nuestra península, pero no... Para el desfile triunfal en Roma se les
arrebató todo lo que necesitaban para trabajar para nosotros, desde los instrumentos de labranza
hasta los esclavos que trabajaban la tierra. A semejante conquista siguió una administración similar.
Los gobernadores sólo anotaban cifras en sus libros privados. Se sabe que no hay indumentaria con
más bolsillos que la túnica de un general; pero, evidentemente, los vestidos de los gobernadores
estaban constituidos únicamente por bolsillos. Cuando pisaban tierra natal, los señores producían
ruidos metálicos como si hubieran llegado vistiendo armadura de guerra. Cornelio Dolabella y
Publio Antonio, que eran las figuras contra las cuales arremetió el joven C. en el Foro, habían
cargado media Macedonia en sus barcos.
»De esa manera era imposible organizar nada que pudiera calificarse de comercio. Después de
cada campaña había en Roma concursos y quiebras. Cada victoria del ejército era una derrota de la
City. Los triunfos de los generales eran triunfos sobre el pueblo. El clamor dolorido que se elevó
después de la batalla de Zama, con la que concluyeron las guerras púnicas, era bilingüe. Eran
lamentos de los bancos púnicos y de los romanos. El Senado había matado a la gallina de los
huevos de oro. El sistema estaba corrompido hasta sus cimientos.

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»Todo esto era tema del momento en Roma. En las barberías se hablaba de la proverbial
podredumbre del Senado. En el propio Senado se hablaba de la «necesidad de un completo
renacimiento moral». Catón el joven veía muy negro el porvenir de las trescientas familias y decidió
hacer algo en pro del buen nombre de su clase. A cargo de la gobernación de Cerdeña, se presentaba
en las ciudades que estaban bajo su mandato, a pie y acompañado por un único sirviente que
marchaba detrás de él, llevándole el manto y la estola de los sacrificios. Antes de partir de España,
en donde también había sido gobernador, vendió su caballo de batalla para no cargar al Estado los
gastos de transporte del mismo. Desgraciadamente, lo sorprendió una tempestad y su barco
naufragó, perdiéndose todos los libros de cuentas. Catón se lamentó hasta el fin de sus días por no
haber podido probar a nadie la honestidad con que había desempeñado su mandato. Sabía que su
conducta resultaba increíble. La City no confiaba para nada en los buenos ejemplos y en la prédica
moral. Sabía muy bien lo que hacía falta: había que pagar a los funcionarios. Efectivamente, los
señores desempeñaban sus cargos ad honorem. Recibir dinero a cambio de trabajo les parecía
deshonroso. Lógicamente, con ideales tan elevados no les quedaba otra solución que robar... y
robaban de los tributos de trigo y de las construcciones de carreteras y del agua de los acueductos
del Estado.
»Como ya le he dicho, la City procedía en forma racional. Se puso de acuerdo con los
comerciantes de las provincias conquistadas y los animó a entablar procesos. Los procesos
comenzaron, pues. El propio Cicerón, la gran trompeta de la ciudad, sostuvo algunas de estas
acusaciones en el Foro por cuenta de firmas sicilianas.
»Pero nuestros señores del Senado se habituaron con el tiempo a los procesos así como uno se
habitúa a la lluvia; basta con echarse un capote. Ya no robaban mucho a unos pocos, sino un poco a
muchos, y cuando había amenaza de proceso, robaban todo. Para defenderse en el pleito se
necesitaba dinero, era pues necesario desvalijar a quienes hasta entonces sólo habían saqueado
moderadamente... Les robaban hasta las costas del proceso. Algunos de los clubes democráticos
más ricos comenzaron entonces a financiar los pleitos contra los ladrones senatoriales..., mejor
dicho, contra los más desvergonzados entre ellos, aquellos que llegaban a entorpecer la marcha de
los negocios de los propios comerciantes romanos en las provincias. Estos procesos siempre
desacreditaban un poco y –lo que quizá era más importante– los abogados jóvenes se iban
empapando en la materia. En estos pleitos no se trataba sólo de pronunciar unos cuantos discursos
amenos. El abogado debía buscar testigos y prepararlos convenientemente; además debía distribuir
con habilidad las sumas de dinero necesarias para mantener bien engrasado el aparato judicial.
Llegamos a conseguir abogados jóvenes de las propias familias senatoriales. No había mejor forma
de estudiar el funcionamiento de la máquina administrativa. Es preciso haber sobornado alguna vez
para poder dejarse sobornar bien. C. perdió ambos procesos. Algunos opinan que por falta de
habilidad, yo opino que por exceso. Prueba de lo que digo es que poco después debió emprender un
viaje para eludir –según él mismo me lo dijo– el ambiente hostil que se había creado en torno suyo.
Marchó a Rodas, según se dijo para perfeccionarse en elocuencia. Si tenemos en cuenta que el
motivo que se invocó para este viaje apresurado distaba mucho de ser honroso para un abogado
joven, debemos suponer que existían otros motivos para la partida que, de confesarse, hubieran
sonado menos honrosos aún.
»Es verdad que ocasionalmente un abogado puede ganar más perdiendo un pleito que ganándolo;
pero no es bueno que lo haga con el primer proceso que le cae entre manos. Una de las debilidades
de aquel joven era no querer hacer nada a medias. Probablemente quiso ser un verdadero abogado
desde el comienzo. Más tarde hizo lo mismo con las campañas militares. Mis canas datan de
entonces.

El anciano narraba toda la historia de los procesos con total indiferencia, sin el más leve asomo
de humor. Parecía no tener conciencia de que el cuadro que estaba pintando de la primera aparición
pública del gran estadista no era precisamente agradable. Daba a entender, ni más ni menos, que el
joven César se había dejado sobornar por la parte acusada. Los dos procesos desempeñaban siempre
un cierto papel en las biografías; se los consideraba como su primer –aunque no muy exitoso–

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intento de levantar la nueva enseña democrática contra la corrupción de los senadores. César
pertenecía a una familia que, no obstante su origen patricio, tenía una vinculación tradicional con la
democracia. La viuda de Mario, el general del pueblo, era tía suya; la hija de Cinna era su mujer.
Era evidente que Spicer no aprobaba la actitud de César en aquellas primeras apariciones públicas;
pero los motivos de su disconformidad no eran por cierto muy convencionales.
–Sin embargo, muy pronto se le consideró como una figura promisoria dentro del partido
democrático, ¿no es así? –acoté.
Spicer me miró con expresión impenetrable.
–Sí –dijo luego con sequedad–, prometía. Prometía costar mucho dinero. Estaban deseosos de
nombres ilustres y su familia pertenecía a las quince o dieciséis familias patricias más antiguas de la
ciudad.
Decidí elevar un poco el nivel de la conversación.
–No podrá negar que su actitud al negarse a aceptar la sugerencia de Sulla en el sentido de que se
divorciara de su primera esposa, Cornelia, por ser hija de Cinna, habla en favor de su vocación
democrática. ¿Pretende afirmar que tampoco tomó en serio ese asunto?
–¿Por qué no había de tomarlo en serio? –dijo el anciano con toda paciencia–. Cinna había
reunido una considerable fortuna en España.
–Esos bienes se confiscaron –repliqué.
–A C. no le sacaron nada. Se marchó con ellos y con Cornelia al Asia.
–¿De modo que usted opina que esa negativa a divorciarse de Cornelia nada tuvo que ver con sus
convicciones políticas? Por supuesto que tampoco creerá que el amor haya intervenido para algo.
Spicer me observaba con curiosidad. Continué hablando.
–Según su concepto, César tampoco era capaz de amar, ¿no?
–¿Por qué había de creer yo semejante cosa? –dijo el banquero sin abandonar su tono mesurado–
. Justamente en ese tiempo estaba enamorado. Amaba a un liberto sirio. He olvidado el nombre. Si
ha de darse crédito a lo que dice la gente, Cornelia estaba bastante enojada por ese asunto. Ya en el
barco se produjeron escenas desagradables. El sirio insistía en que C. se divorciara. Pero así como
no había cedido ante Sulla, tampoco cedió ante las exigencias del sirio. Aun cuando esto lo
desilusione, le diré que nunca dejó que su corazón mandara antes que su cabeza.
Spicer decía todo esto con la más absoluta seriedad, casi con cierta precaución que no se advierte
con sólo leer sus frases bruscas. Era como si me guardara una cierta consideración. Parecía querer
expresar en su voz que yo era absolutamente libre de continuar escuchándolo o no, de tomar o no en
cuenta lo dicho por él en cumplimiento del contrato; pero que, en lo que a él se refería, no iba a
torcer la verdad ni a variar sus opiniones por darme el gusto. Su opinión acerca de la capacidad de
ternura de C. era por demás extraña, considerando que C. había tenido seis hijos y había sido, sin
duda, un buen padre de familia. Para cortar el tema pregunté:
–¿Y qué me dice del entierro que dispuso para Cornelia y para su tía?
–Fue una medida política. Ordenó que en el cortejo fúnebre se llevaran las máscaras de cera de
Mario y Cinna. El partido democrático le pagó 200 000 sestercios por eso. Su familia, y en especial
su madre de quien ya le he hablado, se lo reprocharon por mucho tiempo. 200 000 sestercios no era
más de lo que se pagaba por dos buenos cocineros; pero los clubes consideraron que con esa
cantidad sobraba ya que con la demostración no se corría ningún riesgo. Por ese entonces el pretor
ya era un demócrata.

Antes de que yo emprendiera nuevamente mi descenso hacia el lago, Spicer me mostró algo más
de su hacienda. Se cultivaba casi exclusivamente vid y un poco de olivo. Encaminamos nuestros
pasos a los corrales de los esclavos. Eran dos barracas de piedra, prolijamente blanqueadas, con
numerosos tragaluces estrechos.
En el patio, muy bien empedrado, dos asnos hacían girar una noria, bajo la vigilancia de un
esclavo sin cadenas. Otro esclavo estaba sentado en un banco de madera, sin hacer nada, junto a la
puerta de entrada de una de las barracas. Era un hombre maduro; parecía muy inquieto. Su
expresión era ausente y su cabeza giraba sin cesar como si estuviera atento a algún sonido.

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–A mediodía vendrán a buscarlo –explicó Spicer–. Se lo llevan al mercado. Tiene cuarenta años
y está desgastado.
–¿Por qué está tan inquieto? –pregunté.
El anciano pidió informes al esclavo que dirigía los asnos de la noria. Nos enteramos que la
noticia de su venta le había llegado en forma inesperada. Se la habían comunicado cuando lo fueron
a buscar al campo, donde estaba trabajando, de modo que no tuvo tiempo de despedirse de los
demás. Ahora estaba angustiado pensando que el agente lo podía pasar a buscar antes de que los
otros regresaran del campo para el descanso de mediodía.
–Quizá tenga amigos entre ellos –dijo Spicer–, aun hijos. Ya sabe usted que con esta gente nunca
se puede saber quiénes son los padres. Yo no me opongo a las relaciones sexuales entre esclavos;
más bien las fomento. Las mujeres quedan en libertad después de haber tenido su tercer hijo.
Continuamos lentamente nuestro camino. La mujer del cuidador se había acercado al hombre
aquel y le había entregado un pan y un pescado salado para el viaje. Me volví una vez más y pude
ver cómo el esclavo, sosteniendo las provisiones bajo un brazo, paseaba su mirada, más inquieta
aún, por los campos.
–Siempre necesitaba dinero. Una vez intentó también comerciar con esclavos –dijo el anciano
mientras caminábamos–. Supongo que usted habrá oído la historia con los piratas.
Comprendí que hablaba nuevamente de C. y asentí sorprendido. La impagable anécdota figuraba
en todos los textos escolares.
–¿Estaría dispuesto a repetir lo que sabe de ella? –preguntó Spicer.
–Estoy dispuesto –afirmé, y repetí lo que de ella sabía. Al narrar la célebre anécdota imprimí a
mi voz algo del tono con que solía pronunciar lo aprendido de mi profesor griego–: El joven César
fue hecho prisionero por unos piratas cerca de la isla Farmacusa. Estos piratas tenían flotas
considerables y cubrían el mar con sus embarcaciones. Desde un comienzo se burló de ellos porque
no exigían más que veinte talentos por el rescate. ¿Es que no sabían a quién habían apresado? Por
propia voluntad ofreció un rescate de cincuenta talentos y de inmediato envió a algunos de sus
acompañantes a recoger el dinero en diferentes ciudades. Él mismo permaneció con la mayor
indiferencia entre los sanguinarios asiáticos, acompañado por su médico, su cocinero y dos
sirvientes. Trataba a los piratas con tanta displicencia que hasta llegaba a ordenarles que guardaran
silencio cada vez que él se tendía a dormir. Treinta y ocho días vivió así. Más parecía que la
tripulación del barco corsario era su guardia personal que él su prisionero. Bromeaba y jugaba con
ellos sin asomo de temor. En ocasiones componía poemas y discursos y se los leía llamando brutos
y bárbaros a los que no los admiraban. Entre risas solía amenazarlos también con hacerlos colgar.
Los piratas se divertían mucho con él, tomando sus palabras como encantadoras bromas. Pero no
bien fue puesto en libertad al llegar el dinero del rescate, se dirigió a Mileto, tripuló algunos barcos
con gladiadores en aquel puerto y salió en busca de los piratas. Los encontró aún en la isla de donde
no habían levado anclas y tomó prisioneros a la gran mayoría. Se apoderó de sus riquezas, a las que
consideró como su justo botín, y dejó a los hombres en el presidio de Pérgamo. Luego solicitó a
Junio, gobernador del Asia, que castigara a los prisioneros; pero viendo que éste sólo se interesaba
por el botín (que evidentemente representaba una considerable suma) y que sólo daba una respuesta
imprecisa a su pedido arguyendo que no tenía tiempo para ocuparse de los piratas, regresó a
Pérgamo e hizo crucificar a toda aquella gente por su propia cuenta, cumpliendo así con lo que
tantas veces, entre bromas, les anunciara en la isla.
El anciano cabeceaba afirmativamente en casi todas mis frases. Su largo pie pisó la tierra floja de
un cantero de rábanos, probablemente con la idea de hacer alguna observación a su gente; luego se
puso en marcha otra vez y habló:
–Así es como se ven ahora casi todos los hechos de su vida. Yo le diré cómo fueron las cosas: se
trataba de comercio de esclavos. El negocio pertenece a la época en que C. utilizó el entierro de su
mujer y de su tía para hacer una demostración en pro de la democracia y tuvo lugar inmediatamente
después de haber sostenido las acusaciones contra los senadores por abuso de autoridad en las
provincias. Fue precisamente durante su viaje a Rodas cuando había de perfeccionarse en
elocuencia. Nuestro joven abogado siempre quería hacer varias cosas a la vez y fue así que llevó en

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su barco un cargamento de esclavos. Si mal no recuerdo, se trataba de hábiles talabarteros galos que
pensaba vender a muy buen precio. Naturalmente se trataba de contrabando.
»Los grandes traficantes de esclavos del Asia Menor mantenían antiguos convenios tanto con
nuestros puertos como con los puertos griegos y sirios. Estos convenios les otorgaban el monopolio
del transporte de esclavos en ambas direcciones. El tráfico de esclavos era una rama del comercio
muy bien organizada, en la que participaban grandes capitales romanos. En el mercado de Délos se
llegaron a vender en un solo día hasta diez mil unidades. Las relaciones entre los traficantes de
esclavos y los comerciantes de la capital eran estrechas y bien reguladas. Sólo más adelante, cuando
la City organizó un tráfico por su propia cuenta, comenzaron las fricciones con los trusts
exportadores del Asia Menor. Nuestros contratantes de aduana organizaban en plena paz verdaderas
cacerías de esclavos en las provincias del Asia Menor, bajo la protección del águila romana. Las
firmas sirias se defendían como podían de una competencia que ellos consideraban como unfair. La
lucha por el monopolio condujo muy pronto a una seria guerra naval. De uno y otro lado se
asaltaban los barcos de transporte y se arrebataban cargamentos íntegros de esclavos. Las firmas
romanas protestaban contra los piratas asiáticos y las firmas asiáticas contra los piratas romanos.
»C. viajó en invierno. En esa época del año había menos probabilidades de ser atacado por
barcos corsarios debido a las tormentas; sin embargo, lo sorprendieron. Se le quitó el cargamento y
a él se le detuvo. Como usted se ha enterado por los libros de historia, el trato que se le dio fue
demasiado benévolo. Se le permitió que conservara su médico y sus servidores y hasta se escuchó
con paciencia sus recitados 2. Sólo se le exigía que pagara la indemnización, que se calculó en base
al monto del cargamento contrabandeado. Eran veinte talentos.
»Lo que le voy a contar, lo supe por el procónsul Junio que a la sazón gobernaba aquellas
regiones y a quien conocí siendo ya un anciano. Junio investigó el asunto porque el escándalo que
provocó fue terrible.
»C. mandó primero emisarios a las ciudades del Asia Menor en busca de dinero. No dijo que se
trataba de una indemnización por tráfico ilegal de esclavos, sino que aseguró que era el rescate
exigido por los piratas. Por otra parte, no pidió veinte sino cincuenta talentos. Se le envió el dinero.
Una vez libre se dirigió a Mileto, tripuló unos cuantos barcos con gladiadores y arrebató a los
asiáticos el dinero del «rescate» y su cargamento de esclavos. Además llevó consigo a Pérgamo, no
sólo la tripulación del barco corsario, sino también a algunos traficantes asiáticos que habían fletado
la nave..., además de toda la reserva de esclavos que encontró en su poder.
»Al intervenir Junio, solicitó a éste que juzgara como piratas a la totalidad de los asiáticos
prisioneros. Cuando Junio se negó a ello y quiso conocer detalles del asunto, partió en plena noche
de regreso a Pérgamo y, mediante órdenes fraguadas, hizo crucificar a los prisioneros a fin de que
no pudieran declarar en su contra. Los historiadores subrayan el hecho de que C. se burló de los
«terribles piratas» amenazándolos primero en broma y luego haciéndolos crucificar en serio, como
si se tratara de un rasgo de humor... Se equivocan de medio a medio. No tenía ni una pizca de
sentido del humor; pero en cambio tenía espíritu de empresa.
–No comprendo cómo ya en ese entonces tenía poder para hacer lo que hizo –comenté.
–No tenía más poder que cualquier otro mozalbete de una familia senatorial. Hacían lo que
querían.
Debimos hacernos a un lado. Detrás de nosotros, una carreta de bueyes descendía zarandeándose
por el camino. Sentado en ella, iba el esclavo que habíamos visto junto a la barraca. A su lado tenía
un cajoncito. Lo llevaban al mercado.
Saludó con la mano a una cuadrilla que trabajaba en la viña. Los otros respondieron a su saludo
pero no le gritaron nada, probablemente porque vieron al patrón.
El hombre recorrió ansiosamente con la vista la cuadrilla. Por lo visto, la persona que buscaba no
estaba allí.

2
Yo no sé lo que deba retener de la descripción que Spicer hace de los piratas, considerándolos como honrados
traficantes, pero los escritores antiguos señalan siempre que sus relaciones eran civilizadas. Deben de haber tenido una
excelente literatura. Cito: «Nunca resonaron en las costas mediterráneas canciones tan dulces; nunca hubo bajo su cielo
lenguaje tan profundo y selecto como en esos sangrientos tiempos de la esclavitud.»
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–No olvide usted –continuó Spicer– que C. hizo colgar a comerciantes. Comprenderá pues las
dificultades que este asunto creó a Junio. Aún no se había llegado al punto de poder calificar
oficialmente de piratas a las firmas asiáticas. Hoy se las designa así en los libros de historia. Los
escribimos nosotros, así que bien podemos exponer los hechos vistos desde el ángulo que más nos
favorece.
»En Roma ya en ese entonces se había invertido mucho dinero en una campaña moral contra los
asiáticos. Se aseguraba que obtenían su mercadería en forma ilícita. Se llegaba al extremo de
acusarlos de dispensar trato inhumano a esa mercadería, cuando todo el mundo sabe que los
cargamentos que los generales traían de vuelta de sus expediciones sufrían mucho más en el
transporte. Al militar le era totalmente indiferente el número de piezas que llegaban a destino; en
cambio, los comerciantes perdían dinero con cada hombre y por lo tanto se preocupaban de las
condiciones sanitarias. Sin embargo, sólo varios años después del hecho que le he relatado, las
firmas romanas lograron que su causa pasara a ser la causa de Roma. Contribuyeron a crear el clima
propicio en el Foro, permitiendo que de cuando en cuando el barco corsario de algún pirata griego
saqueara un barco romano cargado de trigo.
»Sólo así pudieron clamar por el apoyo estatal y por la aplicación de la ley contra la piratería.
Pero no fue sin lucha que la City obtuvo la flota para su guerra de competencia con el Asia Menor.
En esta lucha C. también desempeñó un papel, aunque un papel modesto.
»En el año 87, cuando el tribuno de la plebe Gabinio por encargo de la City exigió al Senado que
se pusiera la flota de guerra bajo las órdenes de Pompeyo para combatir a los «piratas», los
distinguidísimos señores terratenientes estuvieron a punto de lincharlo. Tenían convenios a largo
plazo con los traficantes del Asia Menor y no podían admitir una interrupción o una disminución de
la entrada de esclavos. Sus enormes posesiones rurales no podían explotarse sin esclavos. No tenían
ganas de otorgar el monopolio a la City. Temían los precios que podían surgir del monopolio. La
City apeló al pueblo. Los clubes democráticos entraron en acción. Sin un poco de demagogia no se
llega a ninguna parte. Al pueblo hay que hablarle en lenguaje popular. Se hizo hincapié (C. también,
pues estaba entre los oradores) en que los precios excesivamente bajos que las firmas asiáticas
pedían por sus esclavos quitaban el pan al obrero romano.
»Entre los pequeños labradores era general la indignación por la resistencia del Senado. El
empleo de esclavos en las grandes haciendas oprimía terriblemente al pequeño propietario. Su
esperanza era no sólo acabar con los traficantes de esclavos del Asia Menor, sino con el tráfico de
esclavos en general. En Etruria, el Senado debió emplear la fuerza militar contra los campesinos
exaltados.
»También el proletariado de la ciudad padecía por causa de los esclavos. Los empresarios
preferían el trabajo barato de éstos al del operario romano. Sin embargo, el factor decisivo fue un
pequeño aumento en el precio de los granos, impuesto por las jóvenes y bien capitalizadas firmas
importadoras de esclavos, con el argumento de que los piratas dificultaban la importación de trigo.
Naturalmente, en todo este asunto se invirtió mucho dinero. Personas con sobres cerrados
desfilaban de continuo ante Pompeyo y ante otros lictores. El pueblo se limitó a reír cuando el viejo
Catulo del Senado, luego de una florida enumeración de los méritos de Pompeyo, clamó en la
Asamblea Popular que no se podía exponer a un hombre así a los peligros de la guerra. Y, cuando,
desesperado, exclamó: «¿Quién os quedará si perdéis a ese hombre?», le respondieron sonriendo:
«¡Nos quedas tú!» Y cuando otro orador les previno acerca de los peligros de concentrar semejante
poder en manos de un solo hombre, se elevó una gritería tal, que un cuervo que pasaba volando
sobre la plaza cayó sobre la Asamblea, atontado por el vocerío. Es probable que ese cuervo fuera
justamente en busca de su parte en los dineros públicos. Pero todo ese tumulto no hubiera servido
de nada si, bajo cuerda, no se hubiera obsequiado a una docena de senadores con acciones de las
firmas importadoras de esclavos. Sólo entonces la causa se convirtió en causa nacional y Pompeyo
obtuvo la flota de guerra para los fines de la City.
»El precio del trigo descendió a la mitad, en tres meses los mares estuvieron limpios de
competencia asiática y en seguida se confió a Pompeyo, por un simple mandato adicional, el mando
supremo en el Asia. Él se encargaba de buscar los esclavos.

12
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»¿Comprende usted cómo era la situación? El hombre de la calle votó dos veces consecutivas
por el mismo hombre; pero ese hombre no hizo dos veces lo mismo. Su guerra naval podía
considerarse como un golpe contra el tráfico de esclavos. Su guerra terrestre, en cambio, representó
tráfico de esclavos en escala máxima. Seis meses después el mercado de esclavos de Roma estaba
inundado, esta vez por firmas romanas. Fue justamente en esa época cuando Cicerón pronunció su
primer discurso en el Senado pidiendo que se confirieran a Pompeyo poderes extraordinarios en
Asia. Ya se podrá imaginar de dónde provenían sus honorarios.
La manera descarada en que el anciano describía estas maniobras me desagradaba
profundamente. Mi interlocutor pareció adivinar mis pensamientos. La notoria habilidad de los
banqueros para leer en el alma humana estaba particularmente desarrollada en él.
Continuó hablando en tono seco:
–A usted le sorprende que yo admita cosas así. Le voy a explicar por qué lo hago. Acepto los
métodos que empleamos para procurarnos esclavos porque nosotros necesitamos esos esclavos.
No respondí. A él parecía interesarle mucho más nuestra City con su tráfico de esclavos, que
Cayo Julio César, pero sus opiniones me dejaban absolutamente indiferente.
En nuestro descenso hacia el lago, pasamos junto a una cuadrilla de esclavos que trabajaban en la
viña atados entre sí por pesadas cadenas.
–¿Las cadenas no entorpecen el trabajo? –pregunté.
–No –fue la respuesta de Spicer–. En las viñas, no. El trabajo en los viñedos exige más capacidad
mental que la tarea de arar. Esta clase, de antiguos delincuentes, es la que más se presta para esta
labor. Es mentalmente más despierta que las demás y, por añadidura, más barata.
Antes de despedirme, me mostró unos arbolitos de cereza, un nuevo tipo de fruta que se había
hecho enviar. Algunas plantas ya estaban plantadas, otras yacían aún envueltas en paja, sobre los
terrones recién carpidos.
–Aquí pruebo todas las novedades –me explicó el anciano–. No saco más de un doce por ciento.
Columela me atribuye un diecisiete por ciento, pero olvida computar en su valuación los costos de
mantenimiento de las vides, los rodrigones y los esclavos.
Mi impresión era que el banquero tenía aquella hacienda –no muy extensa– más como
entretenimiento que como fuente de recursos; pero era evidente que no podía tolerar la idea de
invertir un capital que no produjera rentas. Sea como fuere, aquélla era realmente una plantación
modelo.
Cuando regresé a mi pequeña villa encontré a mi Sempronio conversando con un hombre bajo,
recio y cabezón, que vestía ropas que casi podían calificarse de harapos. Al entrar yo, el visitante se
despidió con un breve saludo.
Me enteré de que había ido a llevarnos leña.
Sempronio, como de costumbre, había recogido, en pocas horas, entre el vecindario, toda la
información que se le había podido proporcionar. En animada charla me comunicó que había
escogido a ese leñatero –que tenía un pequeño olivar en la ladera opuesta– porque se trataba de un
antiguo legionario de César. Este descubrimiento me alegró mucho y decidí visitar a ese hombre en
procura de datos. Me pareció una buena oportunidad para liberarme del estado casi opresivo en que
me había sumido el relato del anciano banquero.
Era sorprendente lo poco que había oído acerca del verdadero César por labios de Mummio
Spicer, que lo había tratado durante tantos años y que había llegado a ser su asesor financiero
durante la expedición a las Galias. Tenía la convicción de que aquel simple legionario, uno de los
bravos campeones cuya idolatría por el gran general se reflejaba en incontables y conmovedoras
anécdotas, me diría mucho más.
Nos pusimos en marcha no bien me hube refrescado un poco.
El antiguo legionario de César estaba sentado con su esclavo junto al fogón de piedra, en la única
habitación de la choza, bastante ruinosa por cierto. Las paredes, construidas con grandes e
irregulares bloques de piedra, estaban ennegrecidas por el humo del fogón. En un rincón colgaba
una enorme red. Probablemente, el dueño de casa también pescaba un poco en el lago, de vez en
cuando.

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El hombre nos recibió con una silenciosa inclinación de cabeza. Estaba comiendo. Mientras el
esclavo nos acercaba un viejo banco de madera que estaba delante de la casa, su señor continuó
hundiendo la cuchara de hojalata en una cazuela y llevándose a la boca trozos de pan. El esclavo, un
individuo maduro con pelo de color rojo descolorido, se sentó nuevamente junto a su amo e hizo
trabajar también su cuchara. Sempronio inició la conversación preguntando dónde se podían
conseguir zorzales. Se le suministraron los datos y él se encargó de conducir la conversación hasta
llevarla al libro que yo, su señor, iba a escribir sobre el gran Cayo Julio. El hombre retacón volvió
por un instante hacia mí su cabezota cubierta de un pelo gris y lanoso y me arrojó una rápida
mirada. Sin embargo no habló. Limpió el fondo de la cazuela con un trozo de pan para extraer de
ella los últimos hilos de queso de su comida y sólo entonces habló, en forma pausada.
–En diez años, sólo lo vi en dos ocasiones.
El pelirrojo retiró con movimientos bruscos la cazuela y las cucharas y, llevándoselas al fondo de
la choza, comenzó a lavarlas en un balde. El ex legionario se echó hacia atrás en su banquillo de
madera, hasta que su espalda quedó apoyada contra la pared, y dilatando su pecho, increíblemente
ancho, paseó la mirada de Sempronio a mí.
–¿Qué quiere saber de él? –preguntó. Su tono no era precisamente amable.
–¿Intervino usted en la expedición a las Galias? –pregunté a mi vez.
–Sí, señor. Intervinimos. Tres legiones, señor.
–¿Lo vio usted de cerca?
–Una vez a quinientos pasos, otra vez a mil –fue la respuesta–. Si quiere conocer más detalles le
diré que una vez fue en una revista en Lucus; la otra vez, cuando nos embarcaron para Bretaña.
–Era muy querido, ¿verdad?
Calló por largo rato, mirándome casi desconcertado. Por fin habló:
–Se lo consideraba muy hábil.
–Pero la tropa confiaba en él, ¿no?
–La atención no era mala. Se decía que él se preocupaba personalmente por eso.
–¿Intervino usted en la guerra civil?
–Así es. Luché del lado de Pompeyo.
–¿Cómo así?
–Yo pertenecía a las legiones que él había birlado a Pompeyo. Las devolvió antes de
desencadenarse la guerra civil.
–Claro, claro –murmuré.
–Tuve mala suerte. Lo que yo buscaba era la recompensa. Él pagaba buenas recompensas..., pero
¿qué le iba a hacer? No me dieron a elegir.
Calculé cómo hacer para sacar algo de ese hombre. Probé por otro camino.
–¿Por qué se alistó usted en el ejército?
–Ha pasado mucho tiempo, señor.
–¿No recuerda ya los motivos?
Rió. El tórax abovedado hacía que la risa de aquel hombre retacón sonara potente. Sin embargo,
en esa risa no había maldad. Reí con él.
–Es cabeza dura, ¿eh? –dijo por fin–. Entré en el ejército porque me reclutaron. Nací en la zona
de Setia, si es que eso le dice algo. Soy latino. Si no hubiera sido ciudadano romano, no me
hubieran podido alistar.
–¿Hubiera preferido quedarse en su terruño?
–No, eso no. Éramos cuatro varones. Demasiados para tan poca tierra. Tampoco podíamos
trabajar en una de las haciendas grandes; allí preferían emplear libertos...; a ellos no los enrolaban.
Además tenían sus esclavos.
–¿Sus hermanos están aún en esa chacra?
El hombrecito se encogió de hombros.
–¿Qué sé yo? Difícil, señor. Con los precios del trigo... Ahora se trae a Italia el trigo siciliano.
Ya en mis tiempos se alimentaba al ejército con trigo siciliano.
–En cuanto a usted...; ¿sólo ahora decidió adquirir tierras?

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–Sí. A mis años ya no se es soldado. Sí... El problema de la tierra no se resolvió ni se resolverá
nunca. Es imposible.
–Sus plantaciones no son muy extensas, ¿verdad?
–Un poco de olivos. Pero es inútil, los pequeños propietarios no podemos avanzar... Se necesitan
esclavos.
Miró al pelirrojo que salía nuevamente con el balde, pero que estaba lo bastante cerca como para
oír sus palabras.
–Éste ya no sirve para mucho; apenas si vale lo que come.
La conversación se había desviado; además estaba oscureciendo.
–¿Oyó usted algo de los clubes democráticos en su juventud? –pregunté de repente.
–Creo que sí. Cuando estuve en la capital. Una vez intervine en unos comicios... pero no me
acuerdo si era el pretor democrático. Me pagaron cincuenta sestercios... mucho dinero.
–Creo que los demócratas trataron de reglamentar el problema agrario, ¿no es así? –dije en un
nuevo intento.
–¿Sí? –preguntó. Luego meditó unos instantes y añadió–: ¿No eran ellos los que querían repartir
trigo entre los desocupados?
–También –asentí.
–¡Pero si fue justamente eso lo que echó al suelo los precios del trigo!
–Pero para los que estaban en la ciudad, como usted, tiene que haber sido una gran ventaja
conseguir pan barato –murmuré sorprendido.
–Sí, en la ciudad era necesario. Había mucha desocupación.
–¿Usted opina que esa medida fue desfavorable para su gente, allá en el Lacio? ¿Considera que
el bajo precio del trigo los arruinó?
–Sí, eso y los esclavos... Y a los esclavos los traíamos nosotros. De las Galias y demás.
Complicado, ¿eh?... Política...
Me puse de pie porque quería volver a casa de Mummio Spicer.
–¿Qué aspecto tenía César?
Meditó unos instantes y luego dijo indeciso:
–Decrépito.
Me puse en marcha sumido en hondos pensamientos. La incapacidad humana para apreciar la
grandeza me parecía más enojosa que nunca.

Spicer tenía visitas. Afranio Carbo, el jurista y conocido autor de varios libros de derecho
público, se había detenido allí en su viaje hacia la remota Bélgica, para formular algunas consultas
al viejo banquero y profundo conocedor de las Galias. Carbo se dirigía a Bélgica por encargo de un
trust que le había encomendado el estudio de las condiciones para la exportación de abrigos de paño
y de jamones.
El gran jurista, hombre de unos cincuenta años, de mejillas colgantes y ojos lacrimosos, me
saludó con jovialidad, como a un colega más joven.
–Muy lindo tema el que ha elegido –dijo con voz sonora no bien me hube sentado–. Un tema
heroico si se lo sabe tratar bien. Ha estado muy acertado al elegir esta fuente de informaciones.
Debo admitir que me halagó que aquel hombre, tan importante, se interesara por mi plan
literario. Sus primeras frases habían demostrado que en él hallaría por fin intereses orientados hacia
lo grande y lo ideal. Parecía dispuesto a hablar conmigo sobre mi tema, que con razón había
calificado de heroico.
El jurista se puso de pie como para liberar más sus sensaciones, y comenzó a pasearse, con pasos
pesados, de la mesa a la pared.
–Por lo que he oído, usted ha encarado el tema desde su mejor ángulo. ¡La idea del Imperio! ¡La
democracia! ¡Las ideas de progreso! Por fin se escribirá un libro con bases científicas para ser leído
por el hombre de la calle y por el hombre de la City. ¡El triunfo de César es el triunfo de ellos!
Al terminar la frase se inclinó sobre la mesa y golpeó la tabla con la mano abierta. Luego reinició
su marcha.

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–¡Es imperdonable que aún no hayamos escrito un libro así! ¡Un libro en el que se relate nuestra
historia, una historia tan heroica como cualquier otra! ¡Es una típica omisión nuestra! Falta de
sentido histórico. La antigua, funesta indiferencia hacia la propia historia. Se abandonan los ideales
en manos de la parte contraria, se hace alarde de sobriedad y mesura, se concentra toda la atención
en los negocios sin advertir que la otra parte arrastra a la juventud. Hemos sabido dar su valor a
nuestros ungüentos sirios, a nuestras telas egipcias, a nuestros vinos samnitas, pero nunca supimos
valorar realmente el propio comercio y sus ideales. ¡Los grandes ideales democráticos!
Afranio Carbo se detuvo nuevamente unos segundos junto a la mesa y bebió un trago de vino. Lo
paladeó con gesto de buen catador. Una ligera sensación de desilusión se iba apoderando de mí. Sus
puntos de vista me parecían muy discutibles. Por otra parte, nuestro anfitrión me estaba haciendo
sentir incómodo. Estaba confortablemente repantigado, con su maciza quijada apoyada sobre el
pecho, y de cuando en cuando estiraba la mano y tomaba un higo. Lo malo era que entre higo e higo
se metía los dedos en la boca y extraía semillas de entre los dientes. Mi atención estaba dividida
entre ese proceso y el discurso del jurista.
–La catapulta de Escipión el Africano ocupa un sitio de honor en nuestros museos de armas –
continuó Carbo–. ¿Y dónde están las carretas de nuestros primeros comerciantes? ¿Es que no son
dignas de exponerse? ¿Es menos meritorio conquistar el mundo con la pluma que con la espada?
¿Cuelga acaso alguna pluma en las salas de honor? ¿Y por qué no?, me pregunto yo. Cualquier
carnicero utiliza la espada... ¿Tiene eso algo de honroso? ¿Por qué se conservan los libros de
genealogía y no los libros de comercio? Es una pésima costumbre entre vosotros, los jóvenes, la de
burlarse cuando se habla de los ideales que ha aportado el comercio. Con eso no hacéis más que
imitar el gesto despectivo de algunos aristocráticos asaltantes. ¿Es que el heroísmo sólo tiene cabida
en la guerra? Y si así fuera ¿acaso no es también guerra el comercio? Palabras como «comercio
pacífico» pueden entusiasmar a ambiciosos comerciantes novatos, pero le aseguro que no tienen
cabida en la historia. El comercio nunca es pacífico. Las fronteras que no se abren a las
mercaderías, se rompen al paso de los ejércitos. El telar no es el único instrumento del hilandero;
también lo es la catapulta. Pero el comercio conduce además su propia guerra, una guerra incruenta
pero no por eso menos mortal. Esa guerra incruenta se libra día a día en cada calle comercial
durante las horas de trabajo. Cada puñado de lana que se vende en el mercado produce un grito de
dolor en otro sector de la misma calle. El carpintero techa tu casa, pero su factura representa el
precio de las inclemencias del tiempo. La necesidad de pan mata a quienes la sienten y a quienes no
la sienten... Y no sólo es mortal la necesidad de pan; también lo es el deseo de comer ostras.
Afranio Carbo había detenido su marcha. Ahora estaba con la espalda apoyada contra la pared y
las piernas separadas en actitud guerrera.
–Y a pesar de todo –dijo un poco más tranquilo–, se dice la verdad cuando se afirma que el
comercio ha puesto un toque humano en las relaciones de los hombres. El primer pensamiento
pacífico, la idea de la convivencia armoniosa, tiene que haber surgido en el cerebro de algún
comerciante. ¿Me entiende usted? Me refiero a la idea de que por caminos incruentos se puede
llegar más lejos que por caminos ensangrentados. ¿No es acaso más clemente la muerte por hambre
que la muerte por la espada? ¿No es acaso más agradable el destino de la vaca lechera que el del
cerdo destinado al sacrificio? Tiene que haber sido un comerciante el que pensó por primera vez
que de un hombre se pueden extraer cosas mucho más valiosas que sus entrañas. Pero, eso sí,
siempre teniendo presente el gran lema humano de «vivir y dejar vivir»... y la interpretación es
«vivir» aplicado a quien bebe la leche y «dejar vivir» a la vaca que la produce. ¿Ya qué conclusión
arriba usted si estudia la historia? Si los ideales sólo pueden tomarse en serio cuando se ha vertido
sangre por ellos, entonces los nuestros, los de la democracia, han de tomarse muy en serio, porque
han costado mucha sangre. Tiberio Graco murió por ellos a manos de los hijos de senadores que lo
mataron a silletazos. Trescientos de los nuestros murieron con él. Ninguno de los cadáveres
mostraba señales de armas de hierro. Los cuerpos fueron arrojados al Tíber. El general Manio
Aquilino había ofrecido en venta toda una provincia del Asia Menor a los reyes de Pontos y de
Betania. El rey de Pontos ofreció más. Correspondía al Senado aprobar la venta. «Hay tres
facciones en el Senado», dijo Graco, «la primera aprueba la venta; ese sector había sido sobornado

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por el rey de Pontos. La segunda se opone a la venta; ese sector ha sido sobornado por el rey de
Betania. La tercera calla; ese sector ha sido sobornado por ambos reyes». El Senado respondió con
las patas de las sillas. Eso sucedió en el año 620; hace, pues, más de un siglo. Trece años después
Cayo Graco insistió en que el trigo requisado en las provincias españolas debía pagarse, en que se
enviaran labradores a colonizar las tierras africanas conquistadas, en que se concediera a los latinos
el derecho de ciudadanía y en que los ingresos del fisco fueran controlados por comerciantes... Un
grupo de senadores lo persiguió hasta las barrancas del Tíber. Se dislocó un tobillo y se hizo quitar
la vida con uno de sus esclavos para no caer en manos de sus perseguidores. Se le cortó la cabeza y
se pagó por ella a un senador. Transcurrieron veintiún años. En ese lapso, el campesino itálico y el
operario romano lucharon contra las bandas de esclavos de Sicilia, contra los ejércitos númidas de
Yogurta, contra los cimbrios y contra los teutones y en un día de diciembre del año 654 se acorraló
a los demócratas en el Foro y luego se los arreó hasta el Capitolio, en donde se les cortó el agua
hasta que debieron entregarse. Se los encerró entonces en el palacio del Senado y la juventud
aristocrática subió al techo, arrancó las tejas y aplastó con ellas las cabezas de los prisioneros. El
labrador itálico y el operario romano conquistaron luego la mitad del Asia y después Egipto... Era
hora de practicar una nueva sangría. Sulla se encargó de la operación y esta vez el trabajo fue más
completo. Cuatro mil de los nuestros, por parte baja, es decir calculando sólo aquellos de posición
acomodada, pertenecientes a la City; sin hablar de carnicerías como la que tuvo lugar después de la
batalla de la puerta Colina, cuando se condujo a tres mil prisioneros al Campo de Marte y se ultimó
hasta el último hombre. El ruido de las armas y los gemidos de los moribundos se oían desde el
templo de Bellona en donde Sulla había convocado a una reunión del Senado. Y la cosa no había
terminado... No había terminado ni el levantamiento, ni las medidas represivas. Ocho años escasos
antes de la conjuración de Catilina, el general democrático Sertorio fue asesinado por senadores
mientras comía. Dos lo sostuvieron por los brazos mientras otro le enterraba la espada en el cuello.
»Cuando Cayo Julio alzó nuevamente la bandera de la democracia, todo había pasado, pero nada
había caído en el olvido. Cada adoquín de las calles de Roma se había mojado con la sangre del
pueblo. Mi padre me señaló el sitio hasta donde persiguieron a Cayo Graco. Aún me parece estar
viendo ante mí los dos cipreses ralos que se elevaban en aquel lugar...
La voz educada del abogado tenía ahora un sonido agradable, casi humano; pero arruinó el
efecto un movimiento de su mano, adornada con el gran anillo de los caballeros, con la que se
cubrió los ojos. Yo no sabía qué deseaba con más vehemencia, si era que Afranio Carbo encontrara
su última frase o Spicer su última semilla.
Pero el jurista continuó:
–Hemos olvidado que somos plebeyos. Usted lo es, Spicer lo es y yo lo soy. No diga usted que
eso no significa hoy nada. Eso fue justamente lo que se consiguió: que el ser plebeyo no signifique
nada hoy. Eso es César. ¿Qué representan junto a eso unas cuantas batallas a la vieja usanza, unos
cuantos vacilantes convenios con un par de cabecillas de otros pueblos?
»La City fue obra de los Gracos. Fueron ellos los que cedieron al comercio los contratos de
impuestos y de aduanas de las dos Asias. Cayo Julio César recogió la idea de los Gracos y el fruto
fue el Imperio.
Estuve a punto de añadir en alta voz: «Y yo, Afranio Carbo.» Para aquellos dos señores mi libro
ya estaba escrito.
Cuando el gran jurista se despidió, explicando que estaba muy fatigado por el viaje, yo apenas si
había podido pronunciar una que otra palabra. Spicer me invitó a permanecer un rato más en su
casa.
En silencio lo seguí a la biblioteca. Insistió en que me dejara proveer de una de sus botellas
panzonas y forradas en paja, que contenían vino de la zona, y él se sirvió un nuevo plato de sus
amados higos. Luego comenzó a hablar.
–Antes de entregarle los manuscritos en cuestión para que usted los lea, y de acuerdo con lo
convenido, quiero pintarle la situación en que se encontraba cuando su secretario comenzó a llevar
este diario. Las primeras anotaciones tienen lugar a comienzos del año 91, justamente cuando se
empezaba a hablar del famoso asunto de Catilina. No me ha parecido mal que nuestro amigo le haya

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hecho una breve exposición de las ideas democráticas, que yo difícilmente hubiera podido hacer.
Mis ocupaciones siempre fueron de índole práctica. Ya conoce usted mi profesión. C. se alió con el
partido democrático por una serie de circunstancias que surgen de la lectura de los diarios de Rarus,
y fue precisamente en esos años cuando su nombre comenzó a figurar en la alta política.
–No es muy honrosa la pintura que usted hace –no pude menos que decir. Estaba irritado. Los
relatos que hasta ese momento había escuchado de labios del anciano, el tono con que hablaba de
mi ídolo me habían afectado más de lo que puedo expresar. Era imposible que él no lo hubiera
advertido... Sin embargo, no se había preocupado en lo más mínimo por mis impresiones
personales. Para rematar, me había hecho escuchar una interminable conferencia acerca de las
carnicerías del Senado y los dudosos ideales del comercio. Lo poco que había comentado acerca del
fundador del Imperio, uno de los más grandes hombres de la historia universal, tendía a pintarlo
como un retoño particularmente degenerado de una vieja familia.
Mi paciencia se había agotado. Si mi principal interés no hubiera sido el de obtener los
valiosísimos papeles, me hubiera retirado mucho antes. Lo único que quería era tenerlos en mis
manos e irme con ellos para saber por fin algo acerca del verdadero César.
Pero el anciano era testarudo, todo lo testarudo que es preciso ser para explotar un viñedo de la
mitad del valor del suyo. Aún no había terminado.
Retiró el plato de higos (su dentadura parecía estar también ya limpia, como pude comprobar con
bastante alivio) y dijo pausadamente:
–Honroso o no, la cuestión es que C. era también demócrata. Pero entiéndame bien, tratándose
de obtener cargos se dejaba costear por los clubes democráticos. Los clubes lo apoyaban porque por
tradición algunos miembros de su familia estaban vinculados con el partido. La City invirtió una
considerable cantidad de dinero en sus candidaturas. Hacia el año 91 le financió la elección para
sumo sacerdote..., pero nadie estaba muy entusiasmado con él.
»Se lo empleaba cuándo se podía sacar provecho de él, y entonces se le enviaba un sobre con un
cheque. En lo posible, se hacía un rodeo para evitar tratos con él. Siempre se tuvo la impresión de
que con ese corcel no se podía cabalgar muy seguro. No se lo molestaba con problemas de alta
política; y, en un principio, tampoco él se preocupaba ni por las dos Asías ni por Catilina.
»Aún recuerdo con toda claridad las charlas nada políticas que por ese entonces mantenía casi a
diario con él. El alguacil ejecutor era la persona que más lo visitaba en esos días. Ya había
desempeñado los cargos de edil curul y de cuestor y estaba enterrado hasta las orejas en deudas.
Esos cargos no tenían nada que ver con política. Eran peldaños que los señores escalaban para
llegar a la pretura y de allí a la administración de una provincia, la meta dorada. La cuestura y el
edilato ya habían quedado atrás, la candidatura había insumido una fortuna y ahora no quedaba nada
para cubrir los gastos de la pretura... Y todo el dinero invertido en la carrera había sido plata tirada.
¡Por todos los dioses, 25 millones de sestercios de deudas! Entonces esa suma representaba mucho
más que ahora. En Roma un artesano ganaba tres sestercios por día.
»Más de una vez lo oí decir: «Este Catilina es mi perdición. ¿Quién me va a querer prestar dinero
cuando ese hombre está armando a todos los bribones de Italia para lograr la condonación de las
deudas? ¡Media City ha hecho ya las valijas!»
»¡El hombre tenía entonces cuarenta años!
»No es de sorprenderse que estando en semejante situación haya apelado a cualquier recurso,
político o impolítico, que le permitiera mantenerse a flote. Siempre tomaba dinero de donde podía.
Un vistazo al diario de su secretario le demostrará que en esa época (bastante tarde por cierto)
comenzó a comprender cuál era su verdadera posición. No esperaba encontrar acciones heroicas a la
vieja usanza, pero, eso sí, si lo sabe leer con los ojos bien abiertos, advertirá a través de él cómo se
llega a las dictaduras y cómo se fundan los imperios.
El anciano se puso de pie, tomó el cofrecito de fresno que estaba sobre uno de los estantes y me
entregó las Anotaciones del esclavo Rarus.

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LIBRO SEGUNDO
NUESTRO SEÑOR C.
I. ANOTACIONES DE RARUS
18-8-91
La guerra en Oriente toca a su fin después de doce años. Se ha batido a veintidós reyes, entre
ellos los tres más poderosos del Asia; se ha sometido a doce millones de almas; se han conquistado
1 538 ciudades y fortalezas. El águila romana ha sido plantada a orillas de la laguna Meotis, del mar
Caspio y del mar Rojo. Roma abre un nuevo continente.
Han llegado los planos de la nueva pista de equitación que C. quiere construir en el parque,
frente al gimnasio. 40 000 sestercios. La firma constructora exige esta vez un adelanto de 25 000
sestercios. No da explicaciones por su exigencia, pero uno de los señores del directorio rió cuando
dije que no era lo usual exigir adelantos así a un hombre como C.
Es un disparate construir esta pista cuando sólo hemos de vivir aquí, en Suburra, hasta que
podamos mudarnos a la casa grande que hace meses, desde su elección como pontífice máximo, se
está preparando para él en la Vía Sacra. No quiero ni pensar en lo que van a costar esas reformas.
Cuando se le presentan las cuentas se malhumora y empieza a ahorrar en los gastos del personal.
¡Como si esas cifras fueran dignas de tomarse en cuenta!
Anoche estuve con mi amado, mi único, Cebio, en los jardines del Tíber. Es inútil, no puede
encontrar trabajo. Es obrero perfumista, pero hasta en esa especialidad se emplean casi
exclusivamente esclavos. Pompeyo envía desde Siria miles de hombres capacitados que han
conducido allí sus propios talleres. A Cebio se le argumenta en todas partes que no tiene sentido
emplear gente que cualquier día será llamada para servir en las filas. Cebio es ciudadano romano.
Está desesperado. Dice que no sabría qué hacer sin mi ayuda.

13-8
En la ciudad no queda ya un solo miembro de la clase acomodada. Días cálidos y polvorientos.
No quiero pensar en los vientos matinales del monte Albano. El único motivo de nuestra
permanencia en Roma es Cintia y no «la situación política», como arguyó C. Pasa días enteros sin
ver a nadie más que a ella.

14-8
Glauco, el nuevo maestro de esgrima que Pompeyo adquirió en Capua por 15 000 sestercios,
dice que C. está en magnífica forma. No tiene ni una onza de grasa en el cuerpo. ¡Y eso a los 38
años! El clima de la ciudad no lo afecta en lo más mínimo. Es una vergüenza que no se saque
provecho real de una personalidad como la suya. Con sus condiciones debía haber llegado ya
mucho más lejos. Sería comprensible que no se recurriera a él si su postura política fuese rígida;
pero, si bien es demócrata, siempre está dispuesto a aceptar sugerencias que le hagan vislumbrar
alguna posibilidad de progreso. Además, es tan elástico en sus principios, tan libre de prejuicios en
todos los problemas políticos, que es inexplicable la forma en que se lo trata. ¡Un hombre que
pertenece a una de las familias más viejas, que tiene una banca en el Senado!
Pasando a otra cosa. Glauco es un hombre encantador. Muy instruido. Lo estuve observando
mientras hacía sus ejercicios matinales. Es esbelto y musculoso. Quizá tome con él algunas
lecciones de esgrima; sería bueno para contrarrestar el clima insalubre de esta estación.
Físicamente no me siento nada bien. Estoy agotado. El recibo de los clientes es espantoso. A las
9 se los hace entrar, pero a las 7 están ya en la calle y hacen tanto ruido como las majadas que a las
5 de la mañana se arrean por la Vía Apia rumbo al matadero. C. recibe a los clientes desayunando
en el vestíbulo. Entran trayendo barro en las botas y charla en la lengua. Preguntan si deben
hipotecar sus propiedades, zurrar a su mujer, cambiar su abogado. Piden puestos y préstamos.
Muchos de ellos andan descalzos, algunos son más ricos que nosotros y llevan consigo sus propios

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guardaespaldas que me vigilan como si yo fuera un probable asesino a sueldo. Hay veteranos que
piden concesiones para bebidas alcohólicas, perfumistas que traen muestras de su mercadería,
literatos que traen libros, ladrones que traen citaciones policiales, empleados administrativos que
traen secretos de Estado. Los menos traen sobres con cheques. C. emplea un tono diferente para
cada uno, pero con ninguno deja de ser C.; mientras que Craso, a quien he tenido oportunidad de
ver actuar mientras recibe a sus clientes, trata de hablar en varios dialectos y se comporta de mil
maneras diferentes, pero nunca como Craso. En cuanto a Cicerón, se dice que obsequia frases de
hasta cinco minutos de duración (pero nunca un dracma).

16-8
He recibido mi primera lección de esgrima. Muy cansadora.
Aunque parezca extraño, la ciudad no está tan despoblada como podría suponerse dada la época.
Este año ha regresado ya una buena cantidad de gente. Algunos señores del Senado estuvieron a
cenar aquí. Tema de conversación: la guerra de Oriente.
La Cámara de Comercio ha hecho llegar al Senado, por intermedio de Cicerón, un memorial en
el que sugiere que se envíe un mensaje de agradecimiento a Pompeyo. En el elogio que se le hace
«por haber llevado triunfante el águila romana hasta el corazón del Asia» se habrían deslizado
cautelosas pero evidentes sugestiones de dar intervención a la City en los negocios asiáticos. Los
señores bromearon mucho sobre el asunto. Albergan una saludable desconfianza hacia el
Conquistador de Oriente. Si la gratitud se propaga demasiado, es fácil que Pompeyo y sus legiones,
acostumbradas al triunfo, les pongan un pie encima. En el palacio del monte Aventino se oyen ya
desde hace dos años las palabras ominosas: «afán dictatorial de Pompeyo».

17-8
El calor es insoportable.
Pomponio Celer está aquí. Ha regresado de Bayas para ocuparse de sus negocios en el Oriente.
Como cabeza del trust del cuero, es proveedor del ejército de Pompeyo. El trust del cuero abarca 34
curtiembres y durante la guerra se concentró en la fabricación de correas y morrales. Celer rió
también con motivo del «mensaje de agradecimiento». Muy interesante lo que cuenta acerca de la
postura de la City respecto de la guerra de Oriente. A pesar de los beneficios que representa la
provisión del ejército, la City estaría muy lejos de entusiasmarse por la guerra en el Este. Antes de
que Pompeyo asumiera el mando del ejército, fueron muchas las legiones romanas derrotadas; pero
todo lo que se dijo entonces de la «incapacidad de los generales» y de que «el ejército romano ya no
es lo que fue» y de que «el legionario huye como un conejo», eran disparates. El motivo real de los
fracasos era uno solo: al comienzo la City no invirtió dinero en la campaña. El Senado había
cancelado sus arriendos de impuestos y rentas aduaneras. Sólo cuando se los concedieron
nuevamente, aun cuando en forma moderada como ahora, los magnates comenzaron a interesarse
un poco por la campaña, facilitando los dineros a Pompeyo. Asia es el negocio de la City. Si no hay
contratos de aduana en Asia, no habrá democracia en Roma, dice Celer. Se ha permitido a Pompeyo
una ganancia de veinte millones hasta el momento, y ahora no hace absolutamente nada por los
bancos, que ya no se resignan a las ganancias moderadas que les proporciona la percepción de
impuestos y derechos aduaneros. ¡Además queda aún por delante el gran negocio de la financiación
de las indemnizaciones de guerra! Los bancos romanos esperan, naturalmente, prestar a interés a las
provincias conquistadas las cantidades que éstas deberán pagar como indemnización al Estado
romano. Pompeyo tampoco se ha esmerado mucho en esos trámites. Resultado: gran hostilidad
hacia Pompeyo en la City. C. se congestionó detrás de las orejas cuando oyó lo de los veinte
millones.

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18-8
Nuestra situación financiera es desesperada. Comienza nuevamente la batalla contra los
alguaciles ejecutores. Hoy hice un cálculo de las deudas más pequeñas, que han asumido ya
proporciones considerables. C. se mostró muy sorprendido del resultado final.
He estado meditando sobre ese enigma que es el amor. Me admira poder amar a Cebio y, no
obstante eso, no ser inmune (¡Glauco!) a los impulsos pecaminosos, puramente corporales. ¿Es que
las dos cosas no tienen nada que ver entre sí? ¡Es extraño!
La resistencia de Pompeyo el Grande a la presión de la City ha repercutido en perjuicio hasta de
mi insignificancia. Mis modestas acciones en el arriendo de impuestos del Banco de Comercio
Asiático han descendido mucho.

19-8
Los esclavos que Pompeyo envía desde el Asia se mandan a remate en las primeras horas de la
mañana, para no llamar demasiado la atención del pueblo, y evitar así aglomeraciones innecesarias.
Hoy vi una de las caravanas. Eran unos 2 000 que trotaban por la Suburra, en lamentable estado y
con un calzado excesivamente liviano para nuestros empedrados. A pesar de la hora temprana, a mi
alrededor había gran número de pequeños comerciantes y de desocupados (los primeros comienzan
temprano con su trabajo para aprovechar bien las horas de luz, los últimos se dirigen muy temprano
a los mercados para adquirir sobras baratas). Todos contemplaban aquella larga caravana con
expresión sombría. Sabían que cada uno de los esclavos significaba una vacante menos para quienes
buscaban trabajo y un cliente menos para quienes trabajan independientemente.

19-8 (por la noche)


Acompañé a C. a una reunión en lo de Lúculo. Lúculo vive, aun en verano, en sus frescos
jardines a orillas del Tíber. Los señores del Senado, invitados a la reunión, llegaban de sus
posesiones rurales. Vi al dueño de casa en el atrio. Es un hombrecillo delgado que camina
apoyándose en un bastón. Sigue siendo muy poderoso; últimamente se ha comentado mucho en el
Senado que el Oriente ya había sido en realidad conquistado por él cuando Pompeyo lo relevó, con
sus nuevos poderes y con nuevos medios económicos. Cicerón habría dicho que ahora la fama de
sus batallas palidece ante la fama de sus cenas.
C. quería hablar con el pretor municipal, que también estaba invitado. Yo esperaba en el atrio
con los papeles, la cúpula es tan alta que es imposible iluminarla por la noche. El palacio está
constituido, en realidad, por cinco palacios sucesivos. Se necesita una cuadriga para recorrerlo
íntegramente.
Presté un poco de atención a las conversaciones de la servidumbre de los señores que comían
adentro. Durante dos horas no se habló más que de las nuevas adquisiciones (campos, villas,
caballos, estatuas) que se habían hecho en verano en el círculo senatorial. Otra vez el botín asiático
va a parar íntegramente al bolsillo de esos señores. Al escuchar esto resulta muy comprensible el
descontento de la City. Sólo había unos cuarenta invitados, todos ellos terratenientes, militares,
funcionarios. Sin embargo, es evidente que C. no consiguió mantener su conversación de negocios
con el pretor. Queríamos obtener una concesión para la construcción de un acueducto municipal.
Era para un cliente que nos había prometido una generosa recompensa. El secretario del pretor
municipal me dijo con todo descaro:
–No pierda tiempo y vuélvase a su casa con esas carpetas. No acostumbramos hablar de negocios
durante la cena.
Vi después cómo se burlaba de C. con otros sirvientes del grupo. Todo el mundo conoce nuestra
situación.
He estado pensando cuánto menos éxito tiene C. entre los hombres que entre las mujeres. Medio
Senado ni siquiera lo saluda.
Tal como lo había previsto el secretario del pretor, no se me llamó. Y cuando todos se retiraban
me enteré de que C. ya se había ido.
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20-8
Hoy se produjo un incidente muy desagradable durante el recibo de los clientes. El gabinete, de
trabajo está junto al atrio. El atrio estaba lleno de gente que quería hablar con C. cuando se presentó
el almacenero Horus profiriendo amenazas desde la puerta de entrada, porque no se le abonaban 4
000 sestercios. C. no había bajado aún. Le pregunté qué debía hacer. Me preguntó a su vez si yo no
podía adelantar aquel dinero. Adelanté los 4 000 sestercios (mejor dicho yo puse 3 200 y Glauco me
dio 800).

21-8
Las pérdidas en vidas humanas que ha ocasionado la guerra asiática son terribles. Las listas de
bajas se exponen en el Foro, entre dos bancos. Una fila permanente se mueve frente a ellas. Mujeres
llevando niños de la mano buscan a sus parientes en la larga lista de nombres. Para leerlas contratan
a desocupados que por imperio de la necesidad han aprendido a leer. Muchas de las personas que
concurren a consultar esas listas vienen del campo. Si después de recorrer la columna de nombres
no encuentran el de su pariente, se sientan en un rincón del Foro y comen el pan que han traído
consigo. Por lo general, regresan a sus tierras antes del anochecer pues no pueden pagar su estada
en la ciudad y deben volver al trabajo a primera hora porque es época de trilla en la Campania.

24-8
Nuestros comerciantes de las ciudades del Po se presentaron hoy como enviados por los dioses.
A la cabeza de ellos venía el bueno y robusto Favella de Cremona. Los círculos comerciales del Po
quieren desplegar una nueva campaña para la concesión del derecho de ciudadanía a los habitantes
de las llanuras de ese río. Quieren que eso ocurra este mismo otoño, para las elecciones de cónsul.
Hace tres años C. pronunció discursos en todas las ciudades más o menos importantes,
especialmente invitado por las cámaras de comercio locales. Esos discursos se pagaban muy bien.
Craso era a la sazón censor y C. renovó, en aquella buena gente, las esperanzas de que se les
concediera la ciudadanía romana. Pagaron. Hace tiempo ya que su amor por la carta de ciudadanía
los ha convertido en una segura fuente de ingresos para la democracia. Por un tiempo aquellos
pobres estuvieron bastante resentidos porque Craso no los incluyó sin más ni más en los padrones, y
aseguraron que C. les había prometido demasiado. Sin embargo C. no tuvo la culpa. Si en esos
momentos Craso hubiese dado más participación en las ganancias al viejo Catulo, su compañero de
censura, éste –endeudado como estaba– no hubiera opuesto ninguna objeción; pero se le dio muy
poco y por eso denunció la maniobra. Naturalmente, el derecho de ciudadanía de las ciudades del
Po quedó en la nada. Lo importante es que ahora han vuelto. Después de todo, la democracia es la
única que se preocupa por ellos. Ponen a disposición de C. considerables sumas para la campaña.
«¡De vez en cuando vale la pena hacer política humana!», comentó éste con entusiasmo no bien se
hubieron retirado los comerciantes del Po.
Otra vez estamos estudiando los planos de la pista de equitación. Realmente, son espléndidos. Se
cerrará trato.

29-8
Cebio me viene a decir, justamente ahora, que no le queda ni un as del dinero que le di el mes
pasado. Para colmo, tiene que pagar un semestre de alquileres si no quiere que lo dejen en la calle.
Su madre es muy desdichada. ¡Cuando pienso que he arrojado todos mis ahorros a las fauces de ese
almacenero! Lo peor de todo es que ya está volviendo a ponerse desagradable y no es el único que
está perdiendo la paciencia. ¡No puedo reclamar ese dinero a C.! ¿Qué haré?

22
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1-9
Los albañiles que trabajan sudorosos en la pista de equitación sólo hablan de los grupos de
choque de Catilina. Cada hombre que ingresa a ellos recibe una ficha con un número. Se han
apropiado prácticamente de todas las tabernas de la periferia. Después de la derrota de Catilina en
las elecciones de cónsul del año pasado se le consideraba terminado. Se decía que sus grupos de
choque se habían disuelto por falta de fondos. Efectivamente, habían desaparecido durante el
verano, pero ahora se hacen ver otra vez. Los operarios sostienen opiniones muy diversas. La
construcción se ha confiado a una importante firma que trabaja casi exclusivamente con esclavos;
sin embargo, emplea también algunos operarios libres para trabajos especiales. Estos últimos están,
por lo general, en favor de Catilina, ya que éste incluye en su programa el abaratamiento del trigo y
la condonación de las deudas. A los esclavos les es indiferente.
Cebio volvió por la noche para saber si había podido reunir el dinero para el alquiler. Es un
asunto muy desagradable. Tengo que quedarme con un par de sestercios... Sin embargo, le di para
que pagara por lo menos la mitad de la suma (60 sestercios). Antes se vendía trigo a bajo precio a
los desocupados. ¿Pero de qué van a vivir ahora? Debo recuperar los 4 000 sestercios que facilité a
C.
Se dice que el señor Cicerón, el cónsul, está también de regreso en la ciudad.

2-9
Durante unas dos semanas estuve oyendo hablar otra vez de Catilina, aquí y allá; pero ahora,
repentinamente, ya no se habla de otra cosa. Me he enterado de que asistió a una concentración en
el distrito tercero, en la que habló –ante la entusiasta aprobación de los concurrentes– en contra de
los acaparadores y de los especuladores. Clama porque el botín asiático no se distribuya sólo entre
el Senado y la City, sino que hasta el último ciudadano romano reciba su parte.
Pompeya ha regresado en forma inesperada del monte Albano. Hubo una escena en el primer
piso. Parece que ha oído algo acerca del asunto de Cintia. Mejor dicho, creo que no sabe el nombre,
pero, eso sí, sabe que nuevamente hay «alguien». C. la pudo tranquilizar mostrándole la pista de
equitación, que aún está sin terminar. Los vi juntos en el jardín, trepando entre las piedras de la
construcción. Le dijo, naturalmente, que la está haciendo construir para ella y que ése era el motivo
de su permanencia en la ciudad. Después de todo, es una suerte que la hayamos hecho construir.
(¡Que los dioses bendigan a nuestros comerciantes del Po!) C. no está en situación de tener
desavenencias con su mujer. Si no fuera por las vinculaciones de su familia se nos tacharía de la
lista de senadores a causa de nuestras deudas. Pompeya regresa mañana a las montañas.

4-9
1
También el Verdín está ya de vuelta en la ciudad. Tuvo una larga conversación con C. en la
biblioteca. Cuando éste lo acompañaba hasta la salida, entró Crúpulo, el comerciante en lanas. Pude
oír lo que respondió Craso al preguntarle Crúpulo su opinión acerca de Catilina.
–Catilina es un hombre de talento y pertenece a una de nuestras familias más antiguas –dijo–;
por lo tanto está en bancarrota. La City lo saneó cinco veces. Está dispuesto a firmar cualquier
documento de crédito que se le presente y como jefe de Estado estaría también dispuesto a firmar
todas las ordenanzas que se le pusieran por delante. Desgraciadamente, tiene el don de la
elocuencia. Mis inquilinos de los barrios más pobres, que lo han oído hablar, ya no pagan alquiler.
Creo que nos va a dar bastante que hacer.
Más tarde, C. comentó con tono displicente que para impulsar a los pobres a una revolución creía
menos en la elocuencia de Catilina que en la de las manchas de verdín de las barracas de Craso.
–Y no olvidemos tampoco los precios que nuestro Crúpulo pide por sus telas de lana –añadió.
Estas frases las ha aprendido de Alejandro, el bibliotecario de Craso.

1
Apodo de Craso quien poseía en la ciudad muchas casas de alquiler. La gente lo identificaba con el verdín que
pululaba en muchas de dichas casas.
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El dinero de los comerciantes del Po aún no ha llegado, desgraciadamente. El sobre que entregó
personalmente el buen Favella, hace tiempo que está vacío. El alguacil ejecutor Mummio Spicer
amenazó hoy con prendar los muebles. Lo hizo durante la hora de recibo de los clientes. C.
conversó con él por espacio de un cuarto de hora. Habla de igual a igual con esa gente sin la menor
reticencia. Si se le hace alguna observación responde:
–No sea tan poco democrático, mi estimado Rarus.
El asunto con la esbelta Cintia está pasando rápidamente a segundo plano; hoy llegó al vestíbulo
una dama bastante vistosa (pelo empolvado de rojo). Quise saber quién era y salí a ver su litera. Era
común de adquiler (!). La cena duró tres horas.

5-9
Subida de precios, huida de capitales. Una medida de trigo cuesta un denario y medio. En junio
costaba un denario. En cada barco que parte se van cargamentos de oro y de plata. Sin embargo la
cosecha siciliana ha sido magnífica este año.
Hoy, en la hora de recibo de los clientes, oí a uno de nuestros agentes marítimos que decía, a
propósito de la huida de capitales:
–Los lingotes de oro se aprietan la túnica alrededor de sus robustos miembros y suben
sombríamente a los barcos. No tienen confianza en el gobierno. ¿Pero, el del señor Cicerón, no es
acaso un gobierno puesto por la City misma?
Pese a todo, los valores asiáticos están repuntando un poco.

6-9
¡Glauco es catilinista! Hoy me lo confesó. Hace ya un año que lo es. Su antiguo señor lo vendió
por esa razón. En realidad –como él dice–, lo único que hace es dar lecciones de esgrima a los
miembros de los grupos de choque. Sin embargo, comparte sus puntos de vista. Los grupos están
militarmente organizados y se reúnen en forma periódica. Glauco dice que lo que quieren es un
gobierno más fuerte y están dispuestos a luchar contra la corrupción. Discutí con él hasta el
amanecer. Opina que el cónsul democrático Cicerón es un simple dependiente de las firmas
trigueras desde la época en que fue procuestor en Sicilia, «el granero de la capital»; que Catilina es
un idealista cuyo único amor es el pueblo. He decidido consultar la opinión del bibliotecario de
Craso. Él siempre sabe lo que piensa el hombre de la calle. Es griego, esclavo de Craso (quien
habría pagado 80 000 sestercios por él) y el hombre más probo de toda Roma.
Por la noche lo visité.
Vive en el monte Palatino, en esa casa enorme, en la que es tan fácil perderse. ¡Es una verdadera
colmena de oficinas! En los pasillos hay un tránsito febril de secretarios, visitantes, mensajeros, que
se gritan entre sí en todos los idiomas del mundo. Atravesé varios patios en los que se dictaban
clases de artesanía. El calor era agobiante y las puertas estaban abiertas. Los esclavos, sentados en
sus bancos, miraban fijamente a sus maestros. El Verdín gana millones con estos artesanos a los que
hace instruir por arquitectos e ingenieros adquiridos en Grecia y en el Asia, y luego los vende o los
alquila.
En uno de los patios se ejercitaba una brigada de bomberos. Craso creó esta brigada con esclavos
galos. Hace montar guardia en todos los distritos de la ciudad, y donde se declara un incendio allá
van los galos con su equipo extinguidor. Pero, eso sí, precediéndolos va un agente que se encarga de
comprar la casa incendiada por la décima parte de su valor real, pero al contado. Generalmente
también adquiere las casas vecinas. Sólo después de finalizada la operación los bomberos apagan el
incendio.
La minúscula habitación de Alejandro, con sus paredes encalmadas, tiene como único mobiliario
un catre de tientos, una vieja mesa y dos sillas. Siempre está en penumbra, pues la ventana que da al
patio es enrejada. Los libros están apilados en el suelo, constituyendo otro muro que llega hasta las
tres cuartas partes de la altura total de la pared de piedra.

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El griego es de estatura mediana y constitución recia. Su rostro es grande y sonrosado, con una
nariz carnosa y ojos redondos y serenos que parecen de carey. Es admirador del filósofo Epicuro, y
C. –que con frecuencia lo hace llamar con el pretexto de pedir un libro de la biblioteca de Craso y
discute con él horas enteras– dice que es el único demócrata verdadero en todo el territorio itálico.
Llevé la conversación al tema de Catilina.
–Catilina –dijo con su voz serena–, ése es el problema de los desocupados y el problema de los
desocupados es el problema agrario. ¿Sabe usted lo que dijo Tiberio Graco hace setenta años?
Con un poco de esfuerzo extrajo un librito delgado de su muralla de papel y me leyó las palabras
del gran tribuno:
«Los animales salvajes que habitan en Italia tienen sus guaridas; todos ellos conocen una
madriguera, un rincón en donde echarse. Sólo los seres humanos que luchan y mueren por Italia no
pueden contar más que con el aire y con la luz. Están en la calle, con su mujer y sus hijos, en lugar
de estar en su campo. Los generales mienten cuando, antes de las batallas, aseguran a sus soldados
que van a luchar en defensa del hogar y de las tumbas de sus antepasados. La mayoría de los
romanos no tienen tumbas de sus antepasados. Vierten su sangre y mueren sólo para mantener el
lujo y la fama de otros. Se los llama dueños del mundo y no hay un solo terrón de tierra que puedan
llamar suyo.»
Colocó nuevamente el librito en su lugar.
–El labrador –continuó– al que se ha arrancado de su campo para que derrote a los púnicos, a los
españoles, por sus antiguos enemigos que él convirtió en esclavos. Su campo cae en manos de los
terratenientes y él corre a la capital con la vana esperanza de que, como limosna, se vierta un poco
de trigo siciliano en su bolsita. Medio millón de seres humanos se asfixia en las quinientas hectáreas
de terreno comprendidas dentro del mundo de Servio Tulio. Esta misma primavera, el señor Cicerón
hizo fracasar el programa democrático de colonizar Italia con los desocupados de la capital,
dándoles a entender que como colonizadores perderían los dineros que como votantes recibían en
este mercado electoral. Y estos desgraciados, envilecidos, desesperados, siempre temerosos del día
siguiente, se declararon en contra del plan. Yo mismo oí el discurso de Cicerón. Era lo mismo que
si se estuviera previniendo a las rameras de la Suburra para que no se dejaran obsequiar una taberna,
porque en ese caso no tendrían tiempo de vender sus cuerpos. Es así, él los conoce, aunque viva en
cinco villas, los conoce. Estos dueños del mundo son capaces de votar cualquier ley que los
perjudique, por un puñado de cobres. Su porvenir se reduce a la cena de esa noche. Si Catilina sale
electo no será por prometer tierras, sino por financiar debidamente su elección, es decir que saldrá
electo si puede pagarse los votos.
–¿De modo que usted no cree que el problema agrario sea decisivo? –pregunté.
–Sí, sí –respondió sonriendo–. Sólo que no creo que se pueda solucionar por medio de comicios.
Me fui de allí sumido en hondos pensamientos. Alejandro tiene mucha influencia en las
corporaciones obreras.
Por la noche, Cebio me informó, radiante de alegría, que el administrador de la casa se había
conformado con la mitad de los alquileres. Fuimos a jugar a los dados en la puerta Trigémina. Me
abrazó en plena calle al envolvernos una nube de polvo. Ha vuelto a ser el antiguo Cebio, impulsivo
y tierno.

7-9
Por la tarde sorprendí a Spicer en plena disputa con el constructor de la pista de equitación.
Amenazaba con incautarse de la madera para entregarla a los acreedores. El constructor salvó la
situación aduciendo que la madera era aún propiedad de la empresa constructora. Los operarios los
rodeaban sonrientes.
¡La dama del cabello empolvado de rojo es Mucia, la mujer de Pompeyo! ¡Vaya conquista la de
C.! Es una audacia de parte de ella venir a esta casa.

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9-9
En las barberías, los hombres de posición más acomodada hablan de la amenaza que significa
Catilina para la República. Un fuerte comerciante en paños dijo:
–Ese individuo nunca hubiera tenido éxito si los señores del Senado no hubieran intentado
meterse una vez más en el bolsillo todo el botín de la guerra asiática, que nos ha costado a todos
sangre y dinero.
El barbero lo consoló con Cicerón:
–Mientras Cicerón pueda hablar en Roma –dijo con optimismo– no habrá dictaduras, ni de
izquierda ni de derecha. Cicerón es la República... y detrás de Cicerón está la City.
Todos los clientes estuvieron de acuerdo con él; hasta el comerciante en paños.

10-9
La evasión de capital va en aumento. El tipo de interés se ha elevado del seis al diez por ciento.
Eso significa que la City ya empieza a temer a Catilina. Sin embargo, Pomponio Celer (pieles y
cueros) dijo algo que da que pensar:
–Quizá la City saque los capitales para que se empiece a tener miedo de Catilina –manifestó.
Hablamos durante una hora acerca de esa posibilidad.

12-9
Cebio se está comportando de un modo muy extraño en los últimos tiempos. ¿Es que sospecha
algo de lo de Glauco? ¡Es tan sensible! ¿O será que está enfermo? Estoy muy preocupado por él.
Me resulta difícil romper ahora con Glauco pues por él estoy al tanto del movimiento catilinario,
cosa que en cualquier momento puede ser de suma importancia.
C. está continuamente de mal humor. Asegura que sabe que en el Foro se está tramando algo,
pero no sabe qué. Evidentemente los círculos de la City aún no se han puesto de acuerdo respecto
de la actitud que deberá adoptar el partido democrático en las próximas elecciones de cónsul. C. ha
organizado ya varias veces, junto con Craso, la campaña electoral democrática. Este año nadie se ha
puesto en contacto con él. Naturalmente, él finge indiferencia y a lo sumo dice que está harto de que
los clubes democráticos sólo recurran a él para tareas secundarias, y eso, a última hora y sin
enterarlo del juego. Por otra parte, los acreedores lo están atormentando.
Cuando atraviesa momentos como éste, C. se burla de la City y saca a relucir el senador que hay
en él. Pero este estado de ánimo nunca le dura mucho. Desgraciadamente siempre se deja arrastrar
por la política de la City. Afirmaciones como la que hiciera días pasados Pomponio Celer (pieles y
cueros) acerca de los 20 millones que Pompeyo habría ganado en el Este, actúan sobre él como un
veneno. Ahora, a pesar de su presunta aversión a la política, se pasa las horas en la biblioteca con
Clodio hablando sobre el impenetrable juego de la City. El año pasado se elevó con todo éxito a
Cicerón al consulado, es decir a un «hombre nuevo» de familia no patricia. El «hombre nuevo» ha
demostrado ser peor que el propio Senado. Lo primero que hizo fue disolver los clubes callejeros en
los que se habían organizado las masas de la capital por calles y distritos. Fundamentó su medida en
la necesidad de combatir las pandillas. El hombre nuevo dosificó sus concesiones a la derecha y a la
izquierda. (Estoy citando palabras de Clodio.)
–Usted no debería admitir que se lo trate como se lo está tratando –dice a C. azuzándolo–. El
hombre de la calle conoce muy bien su nombre. Nadie ha olvidado su desempeño en la cuestura. El
pequeño artesano, el empresario de construcción y el agente de cambio han pensado más de una vez
en usted. Los clubes de la City lo utilizan como se puede utilizar a un jornalero, de vez en cuando.
¿Cuentan acaso con alguien que descienda de una familia tan antigua como la suya? ¡Luche,
hombre, luche!
C. va y viene con sus grandes zancadas. Veo claramente cómo actúa el veneno. No puedo ver a
ese Clodio con su cabeza embadurnada de ungüentos, aun cuando Pompeyo elogie tanto su «riqueza
espiritual». Se empeña en arrastrar a C. a la política. (Aunque también él es de familia patricia,

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estuvo encargado de la dirección de los clubes callejeros. Yo pienso que la famosa cuestura no nos
acarreó más que la quiebra en que estamos hoy.)

16-9
Tengo la prueba concreta de que Cebio tiene algo con ese gordo Rufus, administrador de casas
de depósito del distrito segundo. Le ha aceptado un anillo. Se lo eché en cara. ¡Cambió de color y
tartamudeó! Me prometió no verlo más; sin embargo, no puedo creerle hasta que no sepa que le ha
devuelto el anillo. Es preciso que devuelva ese anillo.
Dormí mal. Debí tomar polvos somníferos.

17-9
Mummio Spicer me propuso, con la mayor desfachatez, que le indicara algún objeto de valor
factible de embargo a cambio de una recompensa. ¿Por quién me habrá tomado?

18-9
Fue su madre quien le regaló el anillo a Cebio, ella misma me lo ha dicho. Perteneció al padre,
que era legionario. Soy demasiado desconfiado.
Desde el gabinete de trabajo pude oír una conversación de Alejandro con C. Estaban en el atrio.
El bibliotecario dijo:
–Éstas son luchas de grandes proporciones. El político que no participa en ellas, no es un
político; el demócrata que no lucha, no es un demócrata. Los distinguidos clubes del Palatino, en
donde come el señor Cicerón, escuchan con suficiencia los amenos y pomposos informes de éste
acerca del desaliento del Senado por la evasión de capitales y por la agitación catilinaria; pero el
hombre de la calle está comenzando a intranquilizarse. Sabe positivamente que si ha de lograr algo
será ahora o nunca. ¿Por qué no aprovecha esta oportunidad? ¡Pliéguese a Catilina si le parece!
¡Transforme su programa en un programa político serio! ¡Borre el aspecto de aventura que tiene
este movimiento! ¡O de lo contrario declárese en contra de Catilina, hable en las corporaciones
obreras, exija la dimisión del señor Cicerón, la aplicación enérgica y total del programa
democrático, en especial en lo que atañe al problema agrario! Puede hacer cualquier cosa menos
una: mantenerse ajeno.
C. pidió detalles acerca del ambiente en los distritos electorales. El precio alto del trigo –que
continúa en aumento–, la creciente desocupación, las deudas con los bancos, son un fermento entre
las clases más pobres, y, según Alejandro, existe el peligro de que esta gente se entregue a Catilina.
C. parecía pensativo después de esta conversación, pero aún no dispuesto a entablar negociaciones.
–El asunto agrario es el problema fundamental. En eso tiene mucha razón el hombre. Hasta que
no se solucione el problema agrario, no habrá tranquilidad.
¡Éste es ya el segundo intento de arrastrarlo a la política!

19-9
C. me retiene ostensiblemente a su lado cuando cena con Fulvia. No sé si es que quiere
demostrar sus inclinaciones democráticas (ella frecuenta los círculos catilinarios) o porque ya no
quiere llegar a una intimidad real con ella. Es una mujer entretenida y siempre está al tanto de las
últimas novedades. Hoy pronunció un formidable discurso acerca de la situación sorprendentemente
similar en que se encontraban, en su opinión, políticos como C. y mujeres como ella.
–Ustedes, como nosotras –dijo–, deben aprender a esperar... por caro que resulte. ¿Cuánto cree
usted que me cuestan mis toilettes? ¿Y el cuidado de mi belleza? ¿Usted cree que yo me cuido y me
adorno nada más que por satisfacción personal? Mi satisfacción personal interviene en eso en la
misma medida en que interviene la suya en los combates de gladiadores que usted organiza. Se trata
simplemente de llamar la atención. Y hay algo más: hay que ser gastador. En eso lo admiro, mi
querido amigo. Siempre digo: Cayo Julio no gasta todo ese dinero porque sí... Por otra parte, seguro

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que ese dinero tampoco es suyo... Pero eso sí, la paciencia es todo. ¡Hay que tener mucho cuidado
para no elegir mal el caballo! Lógicamente, tampoco se puede ser demasiado pretencioso. Ni usted
ni yo podemos ponernos en esa postura difícil. Se trata sólo de mirar todo bien y luego quedarse con
lo mejor. Usted tendrá su oportunidad, no me cabe la menor duda.
C. se atragantó con la pata de gallina que estaba comiendo.

22-9
Spicer dio el golpe. Descubrió el haras de Prenesta y se incautó de los caballos de silla. No siento
compasión alguna. C. relató durante el almuerzo que había reprochado a Spicer su comportamiento
y que éste no había tenido el valor de mirarlo a los ojos. Parecía muy divertido. A mí no me engaña.
Pasa de un estado de verdadera depresión, en cuyo transcurso permanece durante horas sentado en
un banco del jardín mirando fijamente el suelo, al de optimismo más exaltado.

26-9
¡Craso está en favor de Catilina! Hoy estuvo comentando con C. que la City podría suministrar
más ayuda a Catilina, ya que Pompeyo parece seguir compartiendo el punto de vista del Senado en
lo que respecta a los arriendos de impuestos en el Asia. Catilina ha garantizado que se combatirá el
radicalismo dentro de su movimiento y que terminará con su campaña de agitación contra los
bancos. Con esas dos condiciones, los sectores democráticos están dispuestos a apoyar este año su
candidatura al consulado. Se nos ha concedido la dirección de los comicios. C. aceptó en el acto.
Por la noche se reunieron en la casa por lo menos veinte hombres. Todos ellos eran dirigentes de
distrito del comité electoral.
Craso se retiró antes de que llegaran. C. los recibió en la pista de equitación, que aún no está
totalmente lista. Todos ellos son dueños de tiendas, artesanos, dueños de casas de renta, veteranos
de Mario, etc. Son hombres tranquilos. Están vinculados con las sectas religiosas y con las
corporaciones obreras. No bien reciben la misión de preparar un comicio se mueven de aquí para
allá inscribiendo a los electores en su lista, o bien entregan la lista (y los dineros) a las diferentes
corporaciones que se encargan de completar la tarea. Conocen a C. de oportunidades anteriores; se
lo considera como un lugarteniente de Craso, quien, por su fortuna, tiene una enorme influencia.
C. se disculpó por haberlos recibido en las instalaciones en construcción y les mostró el único
fresco que ya está casi concluido, la Diana montada en el caballo azul. Lo contemplaron en
silencio... Es un poco moderno.
C. los interrogó acerca de la postura del hombre de la calle respecto de la agitación catilinaria, y
un hombrecillo cojo –que preside el gremio de cordeleros– informó que las corporaciones obreras
ya no están en condiciones de mantener a los miembros que han quedado sin trabajo. El que ha
quedado en la calle se transforma inmediatamente en catilinista. La interrupción de los suministros
al ejército del Asia habría tenido un efecto catastrófico. El odio contra los bancos, que son muy
rígidos en el cobro de los intereses por préstamos, iría en aumento. Se considera que el regreso del
ejército de Asia no hará más que agravar los males. La paz en Oriente habría tenido un doble efecto.
Se da el caso de que una mujer vuelva llorando a su casa porque ha encontrado el nombre de su hijo
en la lista de bajas y encuentre allí a su cuñada que la recibe llorando también, porque se han
interrumpido los encargos que durante la guerra se hacían a su pequeña talabartería. De esta manera
en una misma familia se sufre por la guerra y por la paz.
La manifestación de C. de que «se» solicita de ellos el apoyo a Catilina en la próxima elección
de cónsul fue recibida con evidente estupor.
C. pasó en seguida a hablar de los puntos del programa. No pude menos que admirar la manera
en que, sin preparativos de ninguna especie, extraía de su toga un programa completo y madurado
hasta en sus más ínfimos detalles. Con Craso sólo había discutido la parte financiera del asunto ¡y
había tenido menos de media hora para anotarse algunos puntos referentes a la parte política antes
de la llegada de los jefes de distrito! ¡Su mente trabaja con una rapidez inconcebible y su capacidad
es sorprendente! Habló durante más de veinte minutos acerca del plan de colonizaciones que

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descongestionaría la ciudad capital y que proporcionaría trabajo al operario. El trigo se repartiría no
sólo entre los desocupados sino entre todos los que lo necesitaran.
–Es ridículo pensar –dijo– que el cordelero o el panadero, que sólo cuentan con dos o tres
esclavos, y que, asfixiados por las deudas bancarias, deben hacer maravillas para pagar el alto
alquiler de sus tiendas, no necesitan trigo barato.
Habló también largo y tendido sobre la condonación de las deudas bancarias (¡dio cifras!) y se
explayó acerca de la necesidad de que el Estado conceda créditos al artesano para la adquisición y
el mantenimiento de esclavos.
–¿Para qué han conquistado sus hijos ambas Asias? –preguntó–. ¿Adónde van las caravanas de
esclavos? ¿Es que sólo se las trae para los latifundios de trescientas familias y para unas pocas
fábricas de bronce? ¡No! ¡Los esclavos serán de quienes más los necesiten!
Era evidente que aquellos hombres estaban muy satisfechos. Aseguraron que el programa que
acababa de exponer C. era el más democrático de los programas que se habían expuesto en
elecciones consulares, que era un placer comunicarlo a las corporaciones obreras, que los gremios
se relamerían de gusto ante los puntos del programa. Sin embargo, hubo una pequeña nota
discordante.
Un hombre pálido como un queso y con pecas en el cuello, habló con voz chillona:
–Catilina admite esclavos en sus grupos de choque, lo sé positivamente. ¿Qué me dice de eso?
Se advirtió agitación en el grupo. Aquél era un punto capital. Otros asistentes intervinieron. Un
hombre maduro, de aspecto amable, que según me enteré es presidente de la Caja de Defunción,
exclamó en medio del nerviosismo general:
–¿Es que se pretende que colaboremos en un levantamiento de esclavos?
El cordelero que había hablado en primer término, y que ahora tenía manchas rojas en las
mejillas, habló también, sin mirar a C.:
–¡Ni qué hablar! Dos tercios de nuestros asociados emplean esclavos en sus talleres.
C. no permitió que el tumulto continuara. Dijo unas palabras que se perdieron en la gritería
porque las pronunció en voz bastante baja. Calló en seguida. Cuando habló nuevamente, todo el
mundo pudo oír sus frases.
–Es la primera vez que oigo hablar de ese asunto. Inmediatamente pediré que se me informe al
respecto; sin embargo, creo que no hay motivo de preocupación.
Hizo una pausa y luego prosiguió en tono de charla íntima:
–Señores, en el jardín se ha servido un refrigerio. Los que lo sirven son esclavos. Mi secretario,
que se ocupará de las formalidades financieras de nuestra pequeña conferencia –aquí me miró
sonriente–, también es esclavo. Creo que no es preciso que sigamos discutiendo acerca del
problema de los esclavos. No es un problema.
Sobre la marcha pasó a la parte comercial. Se trataron las cantidades que se ofrecerían a los
electores. Luego hizo de anfitrión de aquellos hombres y una vez más observé con admiración su
habilidad para tratar a la gente sencilla. Sabe hablar con ellos sin perder su lugar. ¡Lo vi discutir
durante cinco minutos con un maestro panadero acerca de la diana montada en el caballo azul!
Me inquieta el giro que están tomando los acontecimientos.
Hablé largamente con Cebio acerca de este asunto. Sus puntos de vista son muy inteligentes.
Hace tres semanas que no ve a Rufus.
Por la tarde vinieron tres señores y C. se encerró con ellos en la biblioteca. Cuando salieron
reconocí a uno de ellos. Era el ex cónsul Cornelio Léntulo Sura (Pantorrilla), que ahora es
nuevamente pretor. Es uno de los principales partidarios de Catilina. Me miró de una manera
desvergonzada.
C. me pidió hoy, como al descuido, que me enterara de los precios de tierras en la Campania (?).
¡Hace tres días estábamos tan cortos de fondos que no podíamos hacer reparar la cloaca!

2-10
Fulvia, que sin duda es una de las mujeres galantes más encantadoras de la ciudad, hizo hoy un
relato muy pintoresco de las preocupaciones de las damas por la situación política incierta. Aunque
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los baños están en plena temporada, todas han regresado ya a la cálida y polvorienta Roma. Hacen
cualquier cosa por arrancar a los políticos algo acerca de lo que está ocurriendo entre bambalinas.
Fulvia preguntó muy sonriente a C.:
–¿Y? ¿Lo harán cónsul? He apostado que sí.
–¿De quién habla? –preguntó C.
–De Catilina, naturalmente.
–Por las dudas no apueste demasiado –dijo C.–. ¿Y por qué se le ha ocurrido eso?
Nos explicó que los catilinistas jóvenes y los no tan jóvenes se cotizan muy alto hoy. La última
moda es: toilettes sencillas con airé popular; joyas, un poco de ámbar; uñas de los pies sin pintar;
tema de conversación, el problema agrario. Sin embargo, su amiga Fonia permanece fiel a su
senador y dice: «Al final, la carrera va a ser de mi gordo. ¡Es tan brutal!» (Fonia es reaccionaria).
La solución del momento se llama democracia. Cicerón es muy admirado por sus ideales
democráticos y porque quiere adquirir la casa de Craso (cuatro millones y medio de sestercios).
Pero sólo desde que Catilina apareció en escena es chic compadecerse de los heridos en la guerra
asiática. En no pocas reuniones nocturnas se ha llegado inclusive a hacer colectas para los lisiados
de guerra. Tertulia donó para los ciegos de guerra una joya de berilo (trabajo corintio) que recibió
como regalo de Pulcher, quien tiene participación en los arriendos de impuestos. En premio a su
generosidad dos jóvenes y aristocráticos catilinistas la llevaron a visitar los barrios bajos junto al
Tíber. Uno de los catilinistas es muy buen mozo. De más está decir que con la perspectiva de la
condonación de deudas todo el mundo está encargando toilettes nuevas.

6-10
Han aparecido los primeros carteles. Por todas partes, en las paredes de las casas, en los edificios
y hasta en los monumentos se ven las preguntas claves en la campaña electoral de Catilina. ¿Por qué
aumenta el precio del pan? ¿Quién se está guardando el botín asiático? ¿Por qué el ciudadano
romano no es dueño de las tierras romanas?, etc.
Mientras cruzábamos el Foro, C. me señaló este último lema, que a su juicio es el más efectivo.
Hoy, en la hora de recibo de clientes, escuché el siguiente diálogo entre C. y un individuo tosco,
con orejas de luchador:
EL INDIVIDUO. Yo querría fundar una escuela de lengustica que le dicen.
C. ¿Tiene el dinero?
EL INDIVIDUO. ¡Y cómo le va!
(Deja un sobre cerrado encima de la mesa.)
C. ¿Certificados?
EL INDIVIDUO. Del coleseo, eselencia.
C. ¿Esa... escuela de lingüística será para atletas?
EL INDIVIDUO. ¡Salga de ahí! Pa’ cabayeros.
C. ¿?
EL INDIVIDUO. E’ la damo hablar como el bloque. ¡Fenómeno! Me viá vender cada espresión por
uno cuanto cobre. Tengo cinco tipo que andan dando vuelta por ahi anotando y comprando
maldiciones. Cada uno pone 20 000 sestercio en el asunto y ¡pobre de ti!
Publio Macer, uno de los dirigentes del comité electoral, que estaba junto a mí, dijo, cuando el
individuo se hubo alejado con su carta de recomendación:
–La democracia avanza.

8-10
Clodio estuvo aquí, junto con Alejandro. ¡Qué pareja tan desigual! El patricio, conductor de los
clubes democráticos callejeros, antigua fuerza de choque de la democracia, y el esclavo de Craso,
teórico de la democracia.
Se habló acerca del apoyo democrático a la elección de Catilina. Alejandro es de opinión que no
se debe intervenir en el asunto si no se tiene la intención de mantenerse en esa postura hasta el final;

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de lo contrario no se hará más que dañar el mecanismo electoral. C. preguntó que cómo se le ocurría
que pudiera no llevarse la cosa hasta el final. Alejandro pareció un poco confuso y murmuró que si
bien algunos de los bancos vinculados con Craso ofrecían el dinero para apoyar la candidatura de
Catilina, había llegado a sus oídos que un buen número de financistas influyentes estaban en
tratativas con el partido senatorial y que su punto de vista acerca de la elección de Catilina era muy
diferente del nuestro. Cicerón estaría trabajando activamente por lograr la reconciliación de la City
con el Senado. C. negó terminantemente la existencia de tales negociaciones. Clodio dijo
malhumorado:
–Si esos logreros de la City, encabezados por el señor Cicerón, se unen con el Senado en contra
del pueblo, me haré catilinista.
Cuando ya se había puesto de pie para irse, Alejandro añadió:
–Quizá en lugar de unirse a Cicerón se unan a Pompeyo en contra del pueblo.
C. no hizo ningún comentario, aunque evidentemente Alejandro esperaba una respuesta. En
realidad, estuvo muy callado durante toda la reunión. Quizá lo hayan alarmado los rumores de
tratativas secretas entre la City y el Senado. Quizá no haya querido que los otros dos notaran lo
poco informado que está. Su postura es bastante falsa. Se le ha confiado una misión, pero no lo
mantiene informado. Entre los demócratas no existe la posibilidad de una política unificada como la
del partido senatorial, cuyas riendas sostienen firmemente. No hay colaboración entre los distintos
grupos, máxime cuando dentro de la propia City suele haber intereses en pugna.
Alejandro critica severamente a la City. Afirma que lo que ella hace no es política, que se limita
a mover sus rechonchas asentaderas de aquí para allá, pues advierte oscuramente que aún no está
bien sentada, y es por eso que su presión se hace sentir una vez aquí y otra vez allá. Es evidente que
no hay ni rastros de interpretaciones con sentido.
C. me preguntó hoy si había averiguado algo acerca de los precios de la tierra. Le di algunos
cifras. Se guardó las anotaciones.

11-10
Recibimos la visita de cuatro dirigentes de distritos electorales. Muy deprimidos, nos
comunicaron que en lo que respecta a la elección de Catilina han chocado con una extraña
indiferencia en las corporaciones obreras. Nadie abre opinión, todos se limitan a encogerse de
hombros. El gremio de los cordeleros no «quiere detener a sus miembros» pero tampoco los quiere
impulsar. Los plateros expresan dudas acerca de la solidez del convenio electoral, los talabarteros
están en la misma postura. Los panaderos van más allá: consideran el programa poco serio. Y todos
están en contra de la dictadura.
En resumen: el comité electoral debe tratar directamente con los electores utilizando las listas de
comicios anteriores.
El dinero de los comerciantes del Po ha llegado. C. y Craso lo han destinado al fondo electoral
de Catilina; por lo menos eso es lo que oí a los agentes cambiarios del Foro. Se ha prometido a los
comerciantes del Po que Catilina les concederá el derecho de ciudadanía. Yo mismo no me puedo
convencer aun de que Craso encare con seriedad el apoyo a Catilina. Es probable que comparta el
temor del Senado a una dictadura de Pompeyo con quien tiene una enemistad personal y, sobre
todo, debe de tener la esperanza de que con un Catilina bien controlado como cónsul, le será más
fácil meter mano en los ingresos asiáticos. Por ahora se ha marchado a Sicilia por razones de
negocios.
Me parece muy razonable que C. haya entregado el dinero de los comerciantes del Po para el
fondo electoral de Catilina; la compensación por el dinero invertido en una campaña electoral
siempre es generosa.
Hoy ha sido un día feliz. Repentino ascenso de los valores asiáticos. Mi peculio ha aumentado en
unos 700 sestercios. Saqué de paseo a Cebio.

31
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14-10
C. está en su elemento, como siempre que hay dinero. Hoy dijo a Pomponio Celer (pieles y
cueros):
–Esta elección decidirá la suerte de la democracia. Hay que hablar con la gente humilde para
darse cuenta de la efervescencia que hay en los barrios bajos. Mi agente –llama días así al alguacil
ejecutor Mummio Spicer– me describía días pasados las condiciones en que vive. Dos de sus seis
hijos han enfermado de los pulmones. Las paredes son tan húmedas que la sal se deshace dentro de
los recipientes. Es imposible combatir las ratas. Hace cien años que no se gasta un solo sestercio en
el mantenimiento de la canalización. ¡Claro, había que conquistar Asia!
El veinte se celebran los comicios. Eso significa que nos esperan semanas interesantes (y
también peligrosas). Espero que C. no se comprometa demasiado con Catilina. Glauco jura y
perjura que anoche estuvo aquí, en esta casa. Debo averiguar eso.
Estoy fuera de mí, no puedo ni pensar. Cebio me engaña. Como tenía la tarde libre, fui a su casa
y su madre me recibió muy confusa; lo advertí inmediatamente. Me dijo que Cebio no había ido a
las carreras de perros con su tío. Le dije en la cara que estaba seguro de que andaba con algún tipo
por ahí. Trato de mentir, pero luego lo admitió. Es con Rufus. Hace semanas que viene casi todas
las noches. Me dio un acceso de llanto, pero pude dominarme y –acompañado por el hermanito
menor de Cebio– fui al distrito en donde se suponía que era la carrera de perros. Por supuesto,
Cebio no estaba allí. Toda la tarde y mitad de la noche nos pasamos recorriendo los lugares de
reunión y las tabernas. Luego, el pequeño me condujo a los almacenes de granos junto al Tíber. El
niño sabía dónde vive ese Rufus, pues una vez le llevó una carlita. (¡Qué desvergüenza!) Estuvimos
en el patio hasta las dos de la madrugada. En la casa no se veía ni una luz.

16-10
Cebio no quiere verme. Su madre me dijo que había apelado a su conciencia. Ella me aprecia.
Sin embargo recibí un nuevo golpe: ¡Es Rufus quien le ha prohibido verme! El pequeño me entregó
un papelito: Cebio ha obtenido un puesto de escribiente en los almacenes. ¡Así que ése es su amor!
¡Me vende por un puesto de escribiente! ¡Por dos sestercios diarios! Me quedé helado cuando leí el
mensaje. He decidido abandonar a ese ser en el lugar al que pertenece: el fango. No es digno de mi
sufrimiento. Ofrecí sacrificios en el Capitolio (los augures trataron de engañarme, naturalmente).
Puse orden en la mesa de trabajo e hice una lista de los vencimientos del mes de enero. Al
ordenar los papeles encontré una carta que C. había colocado en las Crónicas de Herminio, el libro
que lee por la noche. Por esa carta me he enterado de que C. está haciendo importantes
adquisiciones de tierra. Son tierras de cultivo en la Campania. ¿Qué pretenderá?

17-10
Hoy fui a los almacenes a orillas del Tíber. Hice llamar a Cebio y trate de hablar con él. No se
atreve a mirarme a los ojos. ¡A qué ha llegado mi Cebio!

18-10
Estoy viviendo días de desconsuelo. No logro interesarme por nada. Casi no como.

19-10
Se produjo una escena muy desagradable en los almacenes. Sólo quería preguntar a Cebio si
debía renovar el contrato de alquiler (su madre me rogó que lo hiciera); pero salió ese Rufus y me
hizo arrojar con dos esclavos. Es un hombre rústico con un lenguaje terrible. Tres contra uno. Cebio
permaneció junto a la puerta de la oficina sin decir nada. Estoy en cama. ¿Qué será de mí?

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20-10
He estado pensando si no será factible llegar a la firma triguera por intermedio de Pomponio
Celer (pieles y cueros). Es absolutamente indispensable que despidan a ese Rufus. Quizá sea mejor
hablar a Pan torrilla. Ese Rufus debe ser uno de los primeros en saltar cuando cambie el gobierno.
Hoy no pude ocuparme del asunto de los alquileres; los bancos estaban cerrados. Cicerón ha
pronunciado un discurso en el Senado revelando planes criminales de Catilina.
Llueve.

21-10
Estoy en un continuo estado de letargo. La fecha de los comicios ha sido pospuesta por ocho
días. En la ciudad reina gran agitación. En las calles pululan antiguos soldados de Sulla que han
venido a votar por Catilina. Todos aseguran que de realizarse hoy la elección, Catilina habría
resultado electo. Ésa es probablemente la razón por la cual no se realizó hoy.
¿Será verdad que Cicerón está negociando con la City? ¿Procura hacer vacilar a los financistas
que apoyan a Catilina? ¿Ha prometido a los bancos intervención en los negocios asiáticos a través
de la administración de las provincias? ¿Está aceptando nuevamente disposiciones de la City
tendientes a controlar las medidas senatoriales en Asia? No me gusta que Craso se haya alejado de
Roma.
Patrullas policiales recorren los suburbios.

22-10
Recibí una carta de Alejandro rogándome que «en lo posible» fuera a visitarlo. Lo hallé
trabajando en un discurso de Craso, que aún no ha regresado. Me informó que en el Foro son cada
vez más insistentes los rumores de que ciertos bancos estarían negociando con el Senado, a través
de Cicerón, su conducta respecto de las elecciones consulares. A cambio de ciertas concesiones
(¿Asia?) la City estaría dispuesta a gestionar la interrupción de la ayuda financiera a Catilina, cuyas
fuentes se desconocen. Sin embargo, el partido senatorial no estaría aún dispuesto a hacer
concesiones ya que Catón no cree que la City desee realmente la elección de Catilina. Pero lo que es
casi más importante es que las corporaciones obreras se están colocando cada vez más abiertamente
en contra de la elección de Catilina. Se les habría insinuado que se están efectuando negociaciones
«serias» con el Senado acerca de «concesiones reales» y que habría una «sorpresa». Catón habría
comentado al dirigente del gremio de los carpinteros que «un señor del comité electoral de Catilina»
lo había visitado y le había hecho una «curiosa oferta».
Alejandro me preguntó directamente si yo sabía algo acerca de una conferencia entre C. y los
dirigentes del partido senatorial Catón y Catulo. Si los informantes de Alejandro dicen la verdad, C.
habría propuesto al partido senatorial hacer fracasar la elección de Catilina –independientemente de
la postura adoptada por la City– a condición de que el Senado consintiera en la designación de una
comisión de diez miembros que se ocuparía de colonizar los campos con desocupados. (¡Solución
del problema agrario!) Éste es un proyecto que fue presentado ya en la primavera, a instancias de
Alejandro. Catón no habría dado aún su respuesta. Yo ignoraba que hubiese habido una conferencia
entre C. y los dirigentes del partido senatorial; pero, eso sí, ayer justamente llevé a Catón una carta
de C. a la hora en que aquél recibe a sus clientes. Se me hizo entrar sin demora, a pesar de que el
atrio estaba repleto. Nuestra clientela es insignificante al lado de ésa. Una docena de secretarios
dirigía a la multitud que equivalía por lo menos a un distrito de la ciudad. Entre los clientes había
hombres de negocios que llevaban consigo varios secretarios. El hombrecillo rechoncho del cual
toda Roma sabe que es un borrachón y que antes del mediodía ya ha ingerido sus cinco botellas de
vino tinto, leyó la carta en mi presencia, gruñó algo incomprensible y se la pasó a su secretario jefe,
que también la leyó e intercambió con él una mirada de inteligencia. Se me informó que C. recibiría
la respuesta por escrito, Al salir oí que Catón murmuraba: «Parece que el señor se está poniendo
nervioso.»

33
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Alejandro escuchó mi relato aparentemente horrorizado. Quizá hubiera sido mejor no decirle
nada.

23-10
Estuve nuevamente con la madre de Cebio. Me dice que si él pierde su trabajo de escribiente
ingresará en las filas de Catilina. Prometen puestos. ¡Mi tierno Cebio soldado!
Esta gente vive realmente en la peor de las miserias en una casa de ocho pisos que amenaza
derrumbarse en cualquier momento y que está apuntalada desde la calle por tres enormes vigas. En
ese edificio viven más de doscientas personas, si es que a eso puede llamársele vivir. Niños con ojos
purulentos ruedan por los peldaños carcomidos. Lo que estos desgraciados comen (y en poca
cantidad) es lo que nosotros arrojamos en los tachos de desperdicios.
No puedo dejar de pensar que he sido injusto con Cebio. El pobre no ha podido resistir la presión
económica. Yo lo traicioné. Últimamente ni siquiera le pagaba el alquiler. ¿Cómo podía explicarle
que había facilitado mis ahorros a C.? ¿De qué valía la explicación? Continuamente lanzo indirectas
a C. sobre el asunto, pero ni siquiera se da por aludido. Pero eso sí: ¡a Cintia le ha comprado un
brazalete de perlas! (¡Y no fue a crédito! Sé positivamente que ningún joyero le fía.) En este
momento cuenta con dinero.

24-10
Trato de distraerme interesándome otra vez en la política. Es difícil trabajar con C. Pasa días
enteros en la más completa inactividad. No quiere hablar con nadie, no adopta resoluciones, no da
órdenes. Y entonces los simples dirigentes electorales de distrito expresan dudas acerca de su
capacidad, de su decisión, de su firmeza, etc. «Oscila de un lado a otro, habla con vaguedad, no
sabe lo que quiere; no se puede hablar con él durante semanas y las cosas andan a la deriva, nadie
sabe lo que va a decidir. Es un gran hombre, pero, desgraciadamente, no siempre adopta una postura
definida», suelen decir. Si el hombre de la calle conociera a fondo la infinita complejidad de las
luchas políticas, si supiera de cuántas cosas dependen las resoluciones de los dirigentes,
comprendería que en realidad éstos nunca «adoptan una postura definida» pues su postura está
condicionada a la de otros; si comprendiera todo eso, seguramente no hablaría así. Por ejemplo,
desde hoy C. despliega una enorme actividad. Hay algo que no anda bien en el comportamiento de
los demócratas en estos comicios. Los papeles de las compañías asiáticas han vuelto a subir doce
puntos. ¿Qué ha ocurrido entre bambalinas? ¿Han llegado a algún acuerdo? ¿Quiénes han llegado a
un acuerdo? Por lo pronto, las advertencias de Cicerón ya no se admiten con un encogimiento de
hombros como sucedía la semana pasada. Cicerón ha dicho que si Catilina llega al poder, lanzará la
plebe al Foro. Las corporaciones obreras ya están en contra de Catilina. ¿Se pondrán también los
bancos en su contra? Según parece C. ha decidido llegar al fondo del asunto. Los palanquineros –
que llegaron agotados a la noche– me informaron que se había hecho llevar de oficina en oficina,
por toda la City. Esta noche dijo a Clodio, en mi presencia, que había exigido a Catón algunas
concesiones políticas. (Yo ya lo había informado acerca del cauteloso interrogatorio de Alejandro.)
–¿Qué clase de concesiones políticas? –preguntó Clodio con evidente desconfianza.
–Las habituales –respondió C.
Clodio no cedió.
–¿Repartos de trigo?
–Sí, también –dijo C. nervioso–. Pero, naturalmente, insistí más sobre el problema agrario. Si el
desocupado tiene tierra a su disposición no necesitará de los repartos de trigo.
–Por el momento está padeciendo hambre –lo interrumpió Clodio. C. se mostró indignado.
–Con gente que sólo sabe señalarse el estómago –dijo iracundo– es imposible hacer política. Es
imposible conquistar Roma con un ejército que se pierde en los graneros. Hay que atacar la raíz de
los problemas o de lo contrario no encararlos. Si los mendigos no quieren más que un mendrugo de
pan, seguirán siendo mendigos. Yo soy político, no panadero. Por otra parte no he entablado
negociaciones; lo único que he hecho es tantear el terreno.

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–¿Y qué respondió Catón? –preguntó Clodio muy sereno.
–Dijo que lo pensaría; parecía casi dispuesto a ceder.
–¿Hasta qué punto? –continuó preguntando Clodio.
–Le dije –explicó C. más tranquilo ya– que todo el mecanismo electoral de la democracia, hasta
su último hombre, votaría por Catilina, si no se hacían concesiones.
–Te consta que eso no es verdad. La City ya no pone dinero.
–Por eso he pasado todo el día de hoy en la City. Debe amenazar con el apoyo a Catilina.
–Pero no puede apoyar a Catilina. Eso significaría condonación de las deudas. El Senado lo sabe.
–Pero nosotros podemos llevarle la contra a la City, tú lo sabes muy bien, y Catón también lo
sabe, mi querido amigo. Y desde hoy, también lo sabe la City. Yo me he encargado de eso.
Podemos lograr que los electores voten por Catilina prometiéndoles dinero para después de que
salga electo.
–¿Serías capaz de hacer eso?
–Llegado el caso, sí.
–¿Qué caso?
–Si no se nos hacen concesiones. No hagas preguntas tontas.
Clodio se puso de pie.
–¿Y cuándo nos enteraremos nosotros?
–No bien yo lo sepa con toda seguridad.
–Está bien.
El tono de Clodio no era muy amable. Se retiró casi en seguida.
Lo malo es que C. no tuvo ninguna conferencia, sino que fue a visitar a Mucia no sin antes haber
recibido un sobre bastante grueso de parte de Catón. Lo que contenía el sobre no eran precisamente
concesiones; es imposible que haya tantas concesiones políticas... Se avecinan días muy negros.
Ironías del destino: otra vez tengo 4 000 sestercios. ¡Y pensar que por esa cantidad perdí a mi
Cebio! Mummio Spicer me los facilitó. Demasiado tarde...

25-10
C. no estuvo hoy en casa para los miembros del comité electoral. Tampoco recibió a sus clientes,
para evitar que lo abordaran en la hora de recibo. En cambio hemos tenido la visita de gentes entre
las que reconozco a miembros de la Cámara de Comercio. Parece que está tanteando todos los
terrenos a su alcance.

26-10
En plena campaña electoral C. se ha marchado a uno de los baños de mar. Sólo a mí me ha
confiado a cuál. Necesita descanso y relajamiento total, está muy nervioso y ha comenzado a
padecer nuevamente de insomnio. Eso es lo que le ha dicho a Pompeya; yo sé que se va a encontrar
con Mucia. Me pregunto si ella también le escribirá a su marido diciéndole que está nerviosa y si
Pompeyo será tan crédulo como Pompeya. Ésta entró por casualidad en el momento en que C.
empacaba su Hércules, ese espantoso hexámetro que compusiera hace quince años y que siempre
les lee a sus damas cuando no encuentra tema. Lo del descanso y el relajamiento llegó a decírmelo a
mí y no tuvo empacho en llevarse la mano a la cabeza como si le doliera.
Tengo curiosidad por conocer la reacción de Clodio y del comité electoral cuando se enteren de
que C. ha salido de la ciudad. ¡Y el Verdín también está ausente!
Por mi parte me alegro de que C. se haya marchado. Ando en busca de un pequeño local. Estoy
firmemente decidido a instalar una tienda de perfumes para Cebio. Quiero que tenga libertad en sus
decisiones. Es inútil; no puedo permanecer impasible viendo cómo se vende.
Los alquileres son relativamente bajos ya que cada día aumentan las ventas forzosas. Los bancos
están muy rigurosos. Se niegan préstamos a los artesanos y los propietarios alquilan por una nada, o
bien dejan a cargo de la tienda a sus esclavos o a libertos que les pagan una comisión. Los nombres
de la gente que está a cargo de las tiendas es un índice del aumento de la población extranjera en

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Roma. Son las importaciones de esclavos del Asia. Alejandro suele decir: Pompeyo está venciendo
a los romanos.

27-10
Esta mañana, a eso de las 11, pasaron por la Suburra tropas de hombres jóvenes que llevaban
brazales blancos. Es la guardia civil del señor Cicerón, reclutada apresuradamente en los últimos
días entre la «clase comercial». La población presenció curiosa y en silencio el paso de las
divisiones. En las ventanas, vi más de un rostro extrañado asomando entre las piezas de ropa que
cuelgan de las sogas tendidas de un lado a otro de la calle. El señor Cicerón protege a su República.
Al mediodía comprendimos el porqué de esta demostración bélica. Rumores tan repentinos como
insistentes aseguraban que los catilinistas habían plantado el águila catilinaria en Etruria. ¿Es éste el
comienzo de la guerra civil? Se dice que han organizado una legión en pie de guerra, integrada por
antiguos legionarios de Sulla. Efectivamente, gran parte de Etruria se colonizó con veteranos de
Sulla y sin duda sus tierras estarán recargadas de hipotecas. El cultivo de cereales en pequeña escala
no produce beneficios.

28-10
Comicios. Reina gran agitación en toda la ciudad desde las primeras horas de la mañana. Por
todas partes manifestaciones, oradores callejeros, carteles, carros cargados de votantes. Mucha
policía.
El Campo de Marte está íntegramente ocupado por los guardias de Cicerón. El propio Cicerón
preside el acto comicial... Se dice que lleva una coraza bajo la toga. A mediodía, cuando fui al
Campo de Marte, lo vi sentado en el estrado, rodeado de gente armada. Fui allí para tratar de ver a
mi Cebio, aunque fuese sólo de lejos. El tiempo está gris, tormentoso. Imposible acercarse a los
puentes por donde pasan las centurias para depositar su tablilla en la urna. No pude descubrir a
Cebio entre la multitud. En una ocasión creí distinguirlo; un hombre joven avanzaba sin detenerse a
lo largo de las sogas; su andar era semejante al de Cebio, pero no llevaba la cabeza como él. Mi
corazón latió violentamente por espacio de varios minutos. No creo que haya sido él; yo estaba
demasiado lejos.
En el camino de regreso encontré los primeros borrachos. Todo este alboroto de la elección me
repugna.
Anoche, víspera de comicios, pasé una noche terrible. Los dineros no han sido entregados, de
modo que a cada instante llegaban mensajes de los distritos electorales conminando a C.
Naturalmente, nadie puede creer que no esté en la ciudad. La atmósfera de hostilidad que se está
creando en torno de él es terrible. Ha ido entreteniendo a los jefes de distrito, al punto de que los
votantes esperaban aún hoy por la mañana el dinero y debieron desprenderse de su voto a último
momento, cuando ya casi no se pagaba nada por él. El partido opositor sólo necesitaba el 51 por
ciento de la totalidad de votos, de modo que únicamente tuvo que comprar a una pequeña parte del
electorado democrático para asegurarse el triunfo. Esos votos los obtuvo a cambio de un plato de
sopa de judías, ya que, en las últimas horas del acto comicial, los electores competían entre sí en el
abaratamiento de esos votos encargados y no retirados. La enorme mayoría se fue con las manos
vacías.
Los candidatos opositores de Catilina pertenecen al partido senatorial.
¿Será verdad que C. se ha unido al Senado? ¿Habrá una democratización pacífica? De no ser así
el comportamiento de C. resulta incomprensible. No puedo creer que todo sea el resultado del sobre
de Catón.

29-10
Catilina ha sido derrotado. Dicen que está terriblemente deprimido. Sin embargo, nadie da la
cosa por perdida. En general se cree que el asunto se decidirá por las armas. En el Capitolio ya no
tiene nada que hacer. La elección de los dos tribunos de la plebe no alterará en nada la situación. Ni
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siquiera se han designado los candidatos, tan poco es el interés que despierta esa elección, después
del rotundo triunfo del partido senatorial.
Se comenta que las sociedades de arriendo de impuestos han logrado de Pompeyo lo que
buscaban. Queda por ver si los nuevos cónsules sancionarán el contrato suscrito por Pompeyo y
algunos de los bancos.
C. no ha regresado aún de la Campania. ¿Será verdad que está allí? ¿No estará en Etruria?
Pompeya y su madre están muy nerviosas. Hoy encontré a la anciana llorando. En la pared de la
casa, a tres metros del suelo y escrita con pintura negra, apareció hoy la siguiente leyenda: «¡Ten
cuidado, embaucador! » Está muy cerca de la puerta de entrada, de modo que los que concurrieron a
la hora de recibo de clientes tienen que haberla visto.
Estuve en la barbería. Todo el mundo habla acerca del ejército de Catilina en Etruria. La gente
está muy ilusionada con su programa de condonación de las deudas. Sólo se habla bien de él y mal
de Cicerón. Un hombre alto y gordinflón, con tipo de carnicero, calificó a este último de traidor a la
democracia.

30-10
En estos días tendremos que aguantarnos las consecuencias de la hirviente furia de las masas
electoras. Ayer fue la inscripción en la pared, hoy aparecieron piedras del tamaño de un puño en el
atrio.
C. está de regreso. No estuvo en Etruria. Se sorprendió mucho cuando le dije que su madre
estaba alarmada.
Cuando le informé que Clodio estaba furioso, se limitó a reír.
–Ya haré que se le pase –dijo.
Tampoco se toma muy en serio la indignación de los electores democráticos.
–Cuando se está dispuesto a vender las convicciones –dijo– hay que saber desprenderse de ellas
a tiempo como se hace con cualquier otra mercadería. Naturalmente, ahora los votos se les han
podrido en las manos como se pudre el pescado que se retiene demasiado para hacerlo subir de
precio. Se lo tienen merecido. Quizá aprendan con esto que hay que pensar con la cabeza y no con
el estómago.
Tiene una asombrosa facilidad para quitarle a uno las preocupaciones de encima... Además, ¡sus
puntos de vista son tan elevados!
Pasó luego a hablar de la terrible situación en que se encuentran los pequeños labradores. En
muchas de las chacras no se puede ni siquiera recoger la cosecha pues los hombres están en el
ejército. Confían en que suba el precio del trigo; de lo contrario están arruinados. Muchos de los
campesinos han votado en contra de Catilina porque éste ha prometido repartir trigo gratuito entre
los desocupados. C. elogió con palabra cálida el programa democrático que representa la solución
del insostenible problema agrario.
Por lo visto no considera que el triunfo del partido senatorial, del que todo el mundo habla, sea
del todo seguro.
Estaba yo de excelente humor, cuando llegó el hermano de Cebio y, en silencio, me entregó un
paquetito que contenía el medallón de oro que yo había regalado una vez a mi amado. Me sumí en
la más profunda desesperación.

31-10
Pomponio Celer (pieles y cueros) cuenta que en la City todos están peleados entre sí. El
descontento es tremendo. Aún hay importantes grupos que apoyan a Catilina. No logro explicarme
por qué lo apoyan. ¡Y justamente ahora cuando su movimiento ha de hacerse más radical!
Comprendo que mi carnicero de la barbería esté en favor de él..., pero, ¿cómo puede estar en su
favor el banquero Opius? Es un enigma.
C. tuvo una breve conferencia con Clodio y con Alejandro. Alejandro estaba muy deprimido
cuando saludó a C. (es la primera vez que lo ve después del infortunado comicio). Como hombre

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decente que es, está desconsolado por la actitud de C. que él considera como muy incorrecta.
Clodio, en cambio, estuvo sorprendentemente amable. Seguramente C. ya «le ha hecho entrega».
Con todo, hizo un informe detallado acerca de la indignación de las masas electoras. Los dirigentes
de los antiguos clubes callejeros lo habían visitado. Esas organizaciones parecen estar reviviendo.
Aunque Clodio se expresó con vaguedad al tocar ese punto, es evidente que los dirigentes le
exigieron que se apartara de C., quien se ha ganado la enemistad general.
C. pareció bastante afectado. Dio detalles sobre el cambio de actitud de los bancos en vísperas de
los comicios. Narró cómo lo había recibido el banquero X cuando fue en busca de los verdaderos
fondos electorales. Apenas se había sentado, cuando el hombre le dijo con frialdad que hicieran
cuentas, y que especificara sus gastos para reembolsárselos. C. quedó perplejo. X continuó
hablando. Mencionó como al pasar que no había podido obtener el dinero prometido de ninguna de
las grandes firmas, que en todas partes se quejaban de falta de dinero, que los bancos grandes tenían
sus fondos comprometidos en el negocio asiático que continuaba siendo inseguro, que los puntos
del programa de Catilina habían alarmado por su agresividad, etc. C. le preguntó qué diría Craso de
todo esto. X respondió lentamente, escogiendo con cuidado cada palabra: «Hace dos semanas que
no sé nada del señor Craso. Sin embargo, tengo entendido que ayer comunicó por escrito que si las
demás contribuciones no se entregaban se detuviera también la suya.»
C., fuera de sí, naturalmente, había argumentado que aquello era un engaño a sabiendas, que con
eso se le haría perder todo prestigio ante el electorado democrático. El banquero se había limitado a
mirarlo con todo cinismo y a repetir: «Mencione sus exigencias; se me ha facultado para llegar a un
arreglo con usted.»
Luego de un silencio no muy cómodo, Clodio, muy desanimado, dijo que no quedaba otro
remedio que esperar el regreso del Verdín, pues ahora todo dependía de él. Alejandro se mostró
muy confuso, y después de dar algunas vueltas confesó que Craso ya estaba de regreso.
C. y Clodio lo miraron sorprendidos.
Alejandro añadió rápidamente que estaba seguro de que Craso arreglaría una entrevista con ellos
«para los próximos días».
Cuando se separaron, todos parecían bastante deprimidos.

1-11
El precio del pan ha vuelto a aumentar. Las firmas trigueras han perdido el juicio. ¿Qué
pretenderán? ¿Buscan un levantamiento de la masa hambrienta? Están haciéndole el juego a
Catilina. Quizá sea eso lo que buscan. ¿Pero para qué? ¿Para qué arruinaron entonces su elección?
Mientras que Cicerón, desde el Senado, dicta medidas inútiles para evitar la evasión de capitales
y la policía efectúa redadas en los barcos en busca de cargamentos de oro, en el Foro continúan las
febriles especulaciones con el trigo. Es un mundo loco.
¡Cada vez se hace más evidente que lo que necesita Roma es un «hombre fuerte»! Sus habitantes
se desgarran entre sí por el botín asiático.

2-11
C. ha reequipado el haras de Prenesta. Pompeya y él montan con gran placer los nuevos caballos
de raza. No puede haber sido sólo el sobre de Catón. Debe de haber habido también sobres de la
City. Craso sigue sin dar señales de vida. Hoy vino en cambio un empleado de la pretura. Informó
que los clubes callejeros están desplegando gran actividad subterránea. La pretura se ha enterado de
que en sus reuniones se pronuncian furiosos discursos en contra de C. El empleado aconsejó que no
saliera sin custodia.

2-11 (por la noche)


He informado al hermano de Cebio que estoy gestionando la instalación de una tienda. Hice
constar que lo hacía sin condiciones.

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Glauco está muy excitado. Se ha dispuesto que todos los esclavos gladiadores abandonen Roma.
El propio Glauco ha recibido ya la orden policial de dirigirse a Capua. Es evidente que el señor
Cicerón teme que el movimiento catilinario se radicalice después de su derrota en los comicios.
Probablemente teme que busque apoyo en los esclavos. Creo que no está muy errado; Glauco me ha
confesado que no sólo es maestro de esgrima sino jefe de uno de los grupos de choque. Eso
significa, naturalmente, que en los círculos catilinarios se apoya la liberación de los esclavos.
Glauco piensa únicamente en obtener suficiente dinero con la revuelta como para comprar su
libertad. Ningún plebeyo quiere oír hablar de la concesión de derechos a los esclavos. Después de
todo el derecho del sufragio –y no sólo por los beneficios pecuniarios que él reporta– pierde todo
sentido si repentinamente se transforma en una medida general. Por eso, en los grupos de choque se
hace todo lo posible por «mantener a los esclavos en su lugar». Glauco comenta el hecho con
amargura; más de una vez lo he visto deprimido por esa razón.
C. envió una carta a la pretura. Se anuló la medida respecto de Glauco.

3-11
¡Por fin apareció Craso! Lo extraño es que ha hecho anunciar su visita acompañado por algunos
señores del Senado.
C. mostró a los invitados su nueva pista de equitación. También ellos contemplaron la Diana
montada en el caballo azul meneando la cabeza. La opinión general es que los caballos no son
azules. C. dijo, disculpando al pintor:
–En nuestros tiempos, los políticos a veces no son políticos, los financistas no tienen dinero y los
pontífices no creen en las diosas.
Su afirmación fue recibida con risas pues él mismo es gran pontífice. Sólo en la City hay quienes
comprenden el arte moderno.
Los señores del Senado aún no toman en serio la «agitación catilinaria».
–La City sabrá lo que es bueno –dijo alguien– cuando vean subir hasta las agencias de cambio
del Foro a toda la resaca de los 34 distritos llevando bolsas al hombro.
Un patricio regordete dijo sonriente, mientras engullía nuestras valiosas codornices:
–Cuando los gremios querían trigo gratuito para esos haraganes de sus asociados, amenazaban
con elegir a Catilina como cónsul... Y bien, no se les concedió trigo gratuito y Catilina no fue
electo.
–Pero hubo negociaciones con los gremios –dijo el Verdín malhumorado.
–Para evitar que hicieran estupideces. Ya no habrá más negociaciones.
La seguridad de estos señores es indignante.
No es posible subestimar el enorme poder del Senado. El Senado es el Estado, no hay vuelta que
darle. Son trescientas familias, casi todas ellas dueñas de enormes posesiones. Se ha visto a estos
hombres triunfadores recorrer las calles en carros de oro, se los ha visto reclutar soldados y oficiar
de jueces. El que quiere construir un acueducto debe recurrir a uno de ellos. Cada una de esas
familias tiene miles de clientes en la ciudad: pequeños comerciantes, artesanos, inquilinos,
proveedores de guerra. Se casan, se divorcian, dan cartas de recomendación para las provincias y
notitas para las administraciones locales, que abren cualquier puerta.
El Verdín se quedó después que los demás se fueran. La conversación lo había puesto de mal
talante.
–No ceden ni un milímetro, ¿eh? –dijo–. Hay que intensificar la presión. Quizá hubiera
convenido poner el hombro a Catilina en la elección, después de todo. Otro sería el tono de estos
señores, entonces.
C. lo miró sorprendido y luego, como si no le interesara mucho, preguntó:
–¿Por qué dejaste fracasar la elección?
–Era inútil –dijo el Verdín con tono fatigado–. Oponiéndose las corporaciones obreras, era
completamente inútil.
Tras una pausa añadió, mirando el techo:
–¿Qué hará ahora Catilina?
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–Se retirará de la política o se irá de la ciudad.
–¿Levantamiento? No tiene la menor perspectiva en Roma. El señor Cicerón se encargaría de
arreglar el asunto con su desgraciada guardia civil y unos cuantos miles de gladiadores de Lúculo.
–Pero Catilina también tiene su ejército en Etruria.
–Sí, y no tiene dinero para mantenerlo.
C. lo miró atentamente.
–¿Aún estás interesado en el asunto?
El Verdín respondió a su mirada.
–¿Y por qué no? –preguntó–. Pero considero que él debería hacer alguna demostración. Hasta
ahora no ha hecho más que alborotar los salones. ¿Por qué no se ha unido a su ejército?
–¿Quieres que le pregunte? –dijo C. como si estuviera bromeando–. Si lo hago, él me preguntará
por qué no diste el dinero prometido.
–¿Cómo que no di el dinero? Ese dinero fue entregado, mi querido Cayo.
–Muy interesante –comentó C.

4-11
Por Paesto, el secretario de Clodio, me he enterado de que se está procurando sacar a Catilina de
su retiro (todavía está en Roma y parece más atemorizado que sus financistas ante el
levantamiento). Clodio tuvo una larga conferencia con Fulvia, que es amante del catilinista Quinto
Curio. Se la enviará a entrevistar a Cicerón, llevándole revelaciones. «Cicerón es incapaz de
resistirse cuando se le ofrece algo gratuitamente –afirma Clodio–. Fulvia lo descubrirá todo,
incluyéndose a sí misma, se entiende. De lo demás se encargará la proverbial cobardía de Cicerón.»
Paesto me asedia de una manera insoportable, pero estas pequeñas noticias bien valen una
velada.
La participación de C. en la especulación con tierras –que ya se ha extendido a toda la ciudad–
me preocupa seriamente.
Cuando hubo concluido de dictarme, retiré sus mapas con gran aspaviento. Me miró sonriente y
dijo:
–Mucia me ha rogado que le compre unas tierras. La estoy asesorando un poco. Si tuviera dinero,
yo también compraría.
A mí no me engaña. ¡Si tuviera dinero! Por lo visto, Mucia tiene dinero; para algo es la mujer de
Pompeyo.
Las compras de tierras ascienden a sumas enormes, por lo menos cinco millones. Los precios han
subido mucho en estos últimos días.
Es evidente que C. está momentáneamente en muy buenas relaciones con los altos círculos
financieros; de otra manera no se habría arriesgado a estas especulaciones. El rumor de que obtuvo
un cheque de Catón para hacer fracasar la elección de Catilina, luego de enterarse de que la City no
lo apoyaría, ha circulado ya. Nadie lo ha tomado a mal; hasta se festeja su ocurrencia.

6-11
Otra vez se están efectuando reuniones secretas en la casa. Se reúnen en la biblioteca. Los
concurrentes más asiduos son Curión, Léntulo y Estatidio, todos ellos conocidos catilinistas de
tendencia radical. El ex cónsul Léntulo –el más relajado y fundido de los libertinos de la ciudad–
lleva el mote de Pantorrilla porque cuando el Senado en pleno lo acusó por su espeluznante
corrupción, respondió secamente que no podía rendir cuentas, pero ofrecía en cambio su pierna
como hacen los muchachos cuando cometen una falta en el juego de pelota y ofrecen la pierna para
que, a manera de castigo, arrojen la pelota contra su pantorrilla con la mayor violencia posible.
Estatidio, un individuo largo y flaco, cuyo padre perdió la fortuna en una crisis bancaria, es muy
culto y conversa durante horas con C. sobre gramática. Lo incomoda el brutal libertinaje de
Pantorrilla. Sólo interviene en este asunto porque odia a los «tiranos».
Curión es una insignificancia.

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Los tres se lamentan, no bien han bebido algo, de las vacilaciones de Catilina, quien no se decide
a seguir el único camino que le queda. Por nada del mundo quiere dejar la ciudad y las inútiles
negociaciones. Mientras tanto, el ejército de Etruria se está desintegrando. Necesitan
desesperadamente dinero, su solo olor los excita; pero por otro lado son desconfiados. Pantorrilla
bromea constantemente acerca de los «Clubes de Amigos de la Conjuración».
He decidido no aproximarme más a Cebio hasta que la tienda no esté totalmente instalada. Haré
pintar las paredes de azul claro. Después de algunas vacilaciones me quedé por fin con las botellas
egipcias de tapa biselada; son caras pero muy lindas. Cuando el hermanito de Cebio vio la tienda,
ya casi terminada, permaneció largo rato con la boca abierta. Por fin dijo:
–¡Si será tonto!

8-11
Cicerón ha pronunciado un discurso sensacional en el Senado. Ha puesto al descubierto el plan
criminal de los catilinistas, que tenían el proyecto de asesinarlo. «¡Lo sé todo!», gritaba a cada paso.
Evidentemente, Fulvia dio resultado.
Llevé una carta para Craso al templo de Júpiter en donde estaba reunido el Senado. Frente al
edificio había un mar de literas que esperaban a los senadores. Secretarios excitados se movían de
aquí para allá. Los portadores de literas, en su mayoría catilinistas, hacían bromas sobre el Senado y
se reían de los secretarios que pretendían hacerlos callar.
Catilina había asistido a la reunión. El portador de su litera era la estrella del templo. Los demás
lo rodeaban y escuchaban ávidamente sus palabras. Era un muchachón grande y bien parecido.
También pude echar una mirada al Senado. El enorme salón estaba repleto. Los senadores que no
viven en Roma habían sido llamados por correos especiales y habían viajado por la noche desde sus
casas de campo. La sesión había comenzado ya, pero Cicerón no estaba aún allí. Nadie escuchaba al
orador que peroraba con voz monótona sobre algo acerca de Macedonia. Se hablaba en voz alta de
un banco a otro. También aquí se escuchaban risas, sólo que estas risas eran más robustas que las de
afuera. Junto a una de las paredes, un grupo reunido alrededor de un brasero hablaba con toda
seriedad, probablemente de un tema comercial.
Luego oí que las declaraciones de Cicerón no habían causado mayor sensación; pero que cuando
Catilina inició su defensa, los senadores que estaban sentados cerca de él se fueron alejando como
quien se aleja de un enfermo contagioso y que, al final de su discurso, todos los bancos a su
alrededor estaban vacíos.
El Senado ha hecho alarde de paciencia con él durante mucho tiempo. En realidad, los señores
no han hecho más que sacar provecho de él. ¡No hay más que recordar los comicios! Los ataques
histéricos de Cicerón no hubieran bastado para conmover al Senado, pero en los últimos tiempos se
ha advertido intranquilidad entre los esclavos de los grandes latifundios. No se conocen detalles
pero la sesión de hoy ha demostrado que la acusación a Catilina va a girar alrededor de eso. Está
con un pie en la prisión. ¿Se marchará por fin?

9-11
¡Catilina se ha marchado con doscientos de sus partidarios! Muchos de los que lo han seguido
pertenecen a familias patricias. Van camino a Etruria. Éste sí es el comienzo de la guerra civil.

10-11
La partida de Catilina ha pasado a segundo plano ante un nuevo acontecimiento que está hoy en
todas las bocas: ha llegado a la capital Quinto Meteo Nepos, cuñado de Pompeyo, en representación
de éste. Presenta su candidatura como tribuno de la plebe para las elecciones del 13. Se dice que el
Senado ha recibido con mucha frialdad su candidatura. El propio Catón quiere acompañarlo en el
cargo, pero sin duda no lo hace con la intención de apoyarlo. De más está decir que la elección del
señor llegado del Asia es cosa segura. Debe de haber traído consigo canastas enteras, repletas de

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«sobres cerrados». Ya ha efectuado su primera visita a la Cámara de Comercio. C. también lo
espera de un momento a otro.

11-11
FULVIA. ¡Ese coronel Nepos es encantador! ¡Es tan distinto de todos esos chiquilines que se lo
pasan delirando con el cambio político...! ¡Y eso, cuando no tienen jaqueca! ¡Cómo me fastidia mi
Curión con su muletilla «cuando nosotros estemos»! Por otra parte Nepos me ha asegurado que
Pompeyo (siempre habla de él como «el jefe») es democrático. Usted también lo es, naturalmente.
¡Pero les aseguro que da vergüenza ver cómo nuestras señoras se arrojan literalmente a los pies de
ese hombre! ¡Se sacan los ojos por él! ¡Ah, pero él se muestra muy reservado! Después de todo
viene de un lugar donde también había mujeres. ¡Se imagina usted el éxito que tendrá allí un
romano de una de las mejores familias fuerte triunfante!... ¡Y allí, donde no tienen más que esos
hombres gordos y almibarados! ¡Usted no se imagina la figura que tiene ese hombre..., unas caderas
indescriptiblemente estrechas! A propósito de eso le dije: «Usted podría usar un brazalete como
cinturón. Por supuesto, no un brazalete mío, pero sí uno de Mucia.» Festejó mucho mi ocurrencia.
En la barbería hubo un gran debate acerca del «señor de Asia», que sin duda se apresurará a
comunicar todos «los pequeños deseos de Pompeyo el Grande» y cuya actividad «pronto se hará
sentir en Roma». Algunos aseguran que el movimiento catilinario le acarreará serios dolores de
cabeza.
El número de partidarios de Catilina ha crecido considerablemente desde que éste dejó Roma.
Todos saben que sus principales conjurados han quedado en la ciudad. Algunos de ellos están aún
cómodamente sentados en el Senado, como por ejemplo Léntulo (alias Pantorrilla), que como
pretor tiene la policía a sus órdenes. El más capaz de ellos, Cetego, fue uno de los dos señores que
aparecieron en casa de Cicerón en la mañana del ocho, según él, con la misión de asesinarlo. Sin
embargo, hasta ahora no se ha atrevido a adoptar medida alguna contra Cetego. Todos los
conjurados siguen moviéndose con la mayor libertad en la capital; efectúan reuniones secretas y
mantienen correspondencia con Catilina. Sus fuerzas de choque reciben cada vez más esclavos. Se
dice que Cicerón no va a ningún lado sin llevar su coraza bajo la toga. (¡Su toga lleva una abertura
para que todo el mundo vea cuan amenazado se siente!) El Senado no se preocupa mucho por
organizar los ejércitos que enfrentarán a Catilina.
Esta noche me enteré de que el Foro ha recibido hoy un golpe inesperado. ¡Dos agencias de
cambio han sido asaltadas por la multitud! Alguien concurrió a un banco a amortizar un préstamo y
descubrió repentinamente que los intereses eran muy altos. Lógicamente, antes de entrar allí ya
conocía el monto, pero cuando se le presentó la cuenta final de los intereses atrasados recordó que
el hijo de su hermana –que era quien había solicitado el préstamo– había caído en la campaña del
Asia, y armó un escándalo tal que tuvieron que ponerlo de patitas en la calle. En un abrir y cerrar de
ojos, el Foro se llenó de una multitud rugiente, que nadie sabe en realidad de dónde salió. Como el
banco era inabordable (sus puertas son de bronce y tiene un nutrido cuerpo de guardias) la
muchedumbre se abalanzó sobre dos pequeñas agencias de cambio vecinas, destrozó el mobiliario y
saqueó las cajas. En la City no se habla de otra cosa. Lo que más preocupa a ciertos círculos es que
la multitud repartió el dinero en forma ordenada (lo dividió entre aquellos de los presentes que
habían perdido familiares en la campaña del Asia o que habían sufrido otros daños como resultado
de la expedición). Si se hubiera tratado de simple rapiña, la cosa no hubiera sido tan grave.

12-11
Es un otoño maravilloso. Por la noche recorro melancólico los sitios en que nos sentamos con mi
Cebio el año pasado, cuando comenzaban a caer las hojas. Lo extraño mucho; sin embargo, quiero
permanecer fuerte y no verlo por el momento. Me paso horas frente a la tiendita y miro por la
ventana las marmitas y los recipientes de colores que ya han sido montados. Me pregunto si él
también habrá venido a ver su local. El hermano tiene que haberle revelado la dirección.

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Hay muchas tiendas cerradas en esta callejuela. La guerra en el Asia con su importación de
esclavos y la paz en el Asia con la interrupción de los aprovisionamientos han diezmado al
comercio pequeño.

13-11
Nepos y Catón han resultado electos como tribunos de la plebe. El conquistador de Oriente,
Pompeyo el Grande, comienza pues a intervenir activamente en la política. Claro está que a Nepos,
su hombre, se le ha acoplado –con la persona de Catón– un dispositivo frenador que no es para
subestimar. Hoy ha corrido a raudales el dinero asiático (y también el romano, por lo visto). C. aún
no ha recibido la visita de Nepos, el señor de las caderas estrechas. Parecería ser que en Asia no
«se» está muy conforme con la política seguida por los dirigentes democráticos.
Hoy se produjo un nuevo desorden que puso una nota desagradable en los comicios de tribunos
de la plebe. En los bajos de la Suburra debían desalojar su vivienda varias familias que no habían
pagado el alquiler. Los vecinos del barrio se unieron, y cuando llegó el alguacil ejecutor
acompañado por los esclavos de Craso (pues a él le pertenecen esas casas de inquilinato) se
encontró con que la calle –una de las sinuosas y empinadas callejas que ascienden hacia la colina
del Esquilino– estaba bloqueada por coléricas mujeres y asnos. La multitud había sacado las bestias
de los corrales de un empresario de transportes que estaba en esos momentos en el acto comicial.
Al comienzo, la muchedumbre –entre la que había muchos esclavos– se limitó a divertirse con la
situación. Había muchos borrachos, como siempre ocurre en los días de elecciones. La broma
degeneró rápidamente en furor cuando intervino la policía montada. Pronto la calleja fue un campo
de batalla. La multitud, comandada por unos muchachones que resultaron ser integrantes de los
grupos de choque de Catilina y de los clubes callejeros, se retiraba cada tanto a los zaguanes para
dar ocasión a que los moradores de los pisos superiores arrojaran toda clase de proyectiles contra la
policía. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a llover tejas al grito de «¡Cuidado con los
asnos!» Por extraño que parezca, hasta ese momento no se habían producido víctimas, pero muy
pronto ocurrió un accidente horrible. Justamente cuando la policía cargaba calle arriba, una anciana,
vendedora de pescado salado, dejó caer su canasta al buscar refugio en un zaguán. La canasta rodó
calle abajo al encuentro de los jinetes, por el desigual empedrado. Los pescados salados no valían
más que un par de ases, pero la mujer corrió instintivamente tras su mercadería y fue a caer entre las
patas de los caballos que subían al galope.
Sólo quedó de ella una masa informe y ensangrentada. De por sí el hecho era horrible, pero tuvo
aún un agravante al que en el primer momento no se concedió mucha importancia.
Desgraciadamente, la canasta no sufrió el menor daño y la multitud pudo comprobar que en su
interior sólo había tres pobres pescados salados.
La noticia se dispersó con delirante rapidez por toda la ciudad. El hecho de que la gente esté en
situación de exponer su vida por tres pescados salados no habla muy en favor de los gobernantes;
todo el mundo lo interpretó así. Los catilinistas comunicaron por la noche que se haría un funeral
cívico a aquella mujer e invitaron al pueblo a participar.
¡Hace sólo dos días que la muchedumbre asaltó las agencias de cambio del Foro!

14-11
Me he enterado en forma casual de las dificultades financieras que han surgido repentinamente
en los cuarteles de Catilina. Como no tuviera noticias de Cebio en respuesta a mi ofrecimiento (su
hermano sólo supo decirme que había mirado la tienda con expresión incrédula), decidí
aproximarme a él por intermedio de Glauco. Lógicamente, no puedo decir toda la verdad a Glauco,
de modo que le dije solamente que Cebio me debía dinero. Glauco me llevó al local de la calle de
los sandaleros, en donde se reúne el grupo de choque al que pertenece Cebio. Cebio no fue, pero oí
que los presentes –en su mayoría desocupados– comentaban que por tercera vez consecutiva no
recibían su paga diaria. Estaban bastante desmoralizados.

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Glauco protestó a voz en cuello por la actitud de los «cabecillas». No comprende cómo las arcas
del partido puedan estar vacías. Ellos reciben una paga diaria pero también abonan una cuota.
Organizan colectas a domicilio y colectas callejeras. En los actos públicos también se recoge algo...
Pero lo que no sabe es que esas pequeñas fuentes de ingreso, que él ve tan de cerca, sólo sirven para
disimular la procedencia de las grandes cantidades, cuyo origen es por cierto muy diferente. Glauco
ignora todo eso.
–Nuestros bonzos viven con mucha holgura a costa de las arcas partidarias –dijo sombrío–. Eso
es lo que pasa. Habría que abrirle los ojos a Catilina. Él no sabe lo que está sucediendo.

15-11
Nosotros también estamos otra vez en dificultades económicas. Parece ser que los bancos han
detenido realmente sus adelantos. ¿Habrá intervenido ese Nepos en el juego? ¿Será que Pompeyo el
Grande ha estirado su brazo desde el Asia y ha cerrado las arcas? Es lógico suponer que él se opone
a la revuelta. ¿O será verdad lo que se dice y ese ridículo asunto del asalto a las casas de cambio es
lo que ha llevado a los bancos a adoptar decisiones tan radicales? ¡Para colmo, el Verdín está otra
vez en Sicilia!
La inquebrantable fe de «los de abajo» en Catilina y en el triunfo de su causa, fue el motivo de
una desagradable disputa que tuve hoy con Spicer, el más tozudo de los alguaciles ejecutores. Tiene
a su cargo una gran cantidad de acciones entabladas por acreedores pequeños, como modistos y
carniceros, aparte de algunas más importantes (objetos de arte). Es interesante observar cómo esta
gente se ha puesto sanguinaria como mosquitos antes de una tormenta. Todos ellos creen
firmemente en el triunfo de Catilina y con el triunfo en la condonación de deudas, y tienen la
ridícula idea de que la condonación se extiende también a las cuentas del carnicero.
Estamos tratando de vender la villa de Prenesta sin que los acreedores adviertan la maniobra.
Necesitamos dinero al contado. Ya he podido vender alguna de las estatuas griegas; pero,
naturalmente, con eso no hacemos nada.
Spicer mandó retirar un hermoso Hermes. ¡Esas cosas se comentan! Antes de partir al campo con
Pompeya, la madre de C. reclamó una vez más –creo que es la decimosexta– los 400 sestercios que
su hijo le había pedido prestados el mes pasado.
–Tiene que devolverle ese dinero a su señora madre antes de pagarle nada a Spicer –dije a C.
Por un instante pareció realmente preocupado. Afortunadamente, por la noche se presentó con 20
000 sestercios. Siempre es algo. Ahora podré recibir a Spicer –que se presenta todas las mañanas a
las ocho– con la cabeza un poco más alta.
Catilina ha sido declarado enemigo del pueblo. Esta declaración ha tardado mucho, porque
esperaron a que se hiciera aclamar cónsul en Etruria. Se ha puesto precio a su cabeza y a la de sus
partidarios. El colega de Cicerón, el cónsul Antonio, ha sido enviado con dos legiones a Etruria. El
Foro reaccionó favorablemente ante la designación de Antonio. Los valores que habían bajado diez
y más puntos antes de su nombramiento, han vuelto a reforzarse. La tendencia bajista sólo se
mantiene en el mercado de granos. Hay grandes ventas de trigo.
Los días transcurren con insoportable lentitud. Los negocios de C. andan de mal en peor. Sus
tierras le están produciendo dolores de cabeza. Está terriblemente deprimido. Otra vez está diciendo
que se va a retirar para siempre de la política.

16-11
Glauco dice que en sus filas figura gente de quien nadie podría sospechar. Afirma que hay hasta
senadores. Fingí incredulidad para conocer más detalles. Me preguntó entonces si me parecía
posible que uno de los dos cónsules fuera partidario del movimiento. Sólo puede tratarse de
Antonio, de quien se afirma, por otra parte, que también está carcomido de deudas.
Recibimos la visita de dos dirigentes de distrito electoral. ¿Querrán ofrecernos la candidatura a la
pretura del año próximo? ¡Ridículo! ¿Quién va a estar dispuesto a facilitar el dinero para la
campaña electoral? Los cargos sólo se compran para ascender los peldaños que conducen a la

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administración de una provincia. Pero cuando alguien quiere sacar algo de su provincia, por lo
menos los gastos de representación, hay procesos por abuso de autoridad... cuando se tiene mal
nombre en el Senado por ser demócrata.
C. dijo hoy con mucha razón:
–Rarus, en los próximos tiempos tenemos que sacarnos de la cabeza las villas nuevas, los cargos
productivos y a Celia.
(Celia es una bonita mujer elegante detrás de la cual anda ahora.)
Sé que está haciendo todo lo posible por averiguar el motivo por el cual se han secado repentina
y casi totalmente todas las fuentes productoras de dinero. Los bancos allegados a Craso –como los
llama Alejandro– le dan las razones más contradictorias. Sólo hay una cosa sobre la que no cabe
duda: la City se vuelve cada vez más a Cicerón; es decir, que está buscando la reconciliación con el
Senado. Éste, por su parte, estaría mostrando signos de transigencia. (?)
Algunos bancos han dicho a C.: «¿Confía usted realmente en una dictadura moderada de
Catilina, moderada por usted y sus amigos? ¿O cree usted que se espera su dictadura, la del señor
César del café Forum, que hará entrar en razón a la plebe cuando esté sentado en el Capitolio? ¡No
sea cándido!» Y finalmente todos vuelven al tema del dichoso asalto a las agencias de cambio.

16-11(noche)
Esta noche, cuando llegaba de regreso, vi un amontonamiento de gente en la Suburra, aquí,
frente a nuestra casa. Era la resaca de los barrios bajos, entre ellos muchos muchachones jóvenes.
Había por lo menos doscientas personas. Se proferían expresiones injuriosas contra C. Un hombre
con aspecto famélico y rastros de fango del Tíber en los hombros, se trepó a la estatua de Prometeo,
junto al portal, y desde allí repitió a voz en cuello las antiguas y ridículas acusaciones de que en los
comicios se los había engañado, etc. Debí llegarme hasta la parte posterior de la casa para poder
entrar en ella. Cruzaba el atrio cuando oí que el portal cedía y que la muchedumbre se precipitaba al
interior. En el primer piso, junto a la escalera, estaba C. envuelto en un quimono y blanco como un
papel. Al principio ni siquiera oyó lo que le decía; sólo escuchaba la terrible baraúnda de la planta
baja. Estaban destrozando el atrio. Lo arrastré tras de mí y me siguió, pero siempre volviendo la
cabeza hacia atrás. En la puerta del dormitorio estaba Celia, muy pálida también. Pasamos junto a
ella a la carrera; la gente ya había llegado a la primera escalera. La servidumbre había desaparecido.
Descendimos la escalera trasera, atravesamos la galería de columnas y entramos en mi habitación.
Ya se oía rugir a la plebe en el jardín. Fueron cinco minutos terribles. Ya están frente a la puerta. En
la oscuridad empujo a C. detrás de un armario. Entran agitando las antorchas que han arrancado del
atrio.
–Aquí se metió –dice una voz–. Tiene que haberse metido aquí.
A puntapiés voltean el ánfora, que se hace pedazos. Luego corren el armario. Y allí aparece C.,
encogido; el quimono se le ha abierto adelante. Se oyen risas, chistes groseros. Recibo un puñetazo,
sólo ahora.
–¿Dónde tienes los dineros del comicio, cuentero fanfarrón?
Lo arrancan de su rincón. El quimono queda hecho trizas. Lo escupen. Un individuo enorme lo
toma por los brazos y lo arroja al suelo. Otro le arranca hasta los últimos jirones que lo cubren,
luego lo golpean.
–¿Seguirán robando?–repiten incesantemente mientras lo zurran.
Por fin se van. C. permanece sentado en el suelo limpiándose las escupidas con un jirón de su
quimono amarillo. Corro arriba a buscar agua aromática. Celia se ha vestido en el ínterin. A ella no
le ocurrió nada; sin embargo no le permito que baje a verlo. Se va de mala gana. C. no quiere subir
por largo rato, hasta que lo puedo convencer de que ella ya se ha ido. Media hora después llegan
empleados de la pretura. No queremos hacer denuncia alguna. Deslizo unas monedas en el bolsillo
de esa buena gente para que no eleven denuncia.
En todo este tiempo no ha aparecido ni uno solo de los esclavos. Ninguno se ha presentado ante
su señor, ninguno ha preguntado por él. Luego me entero de que se habían refugiado en la pista de
equitación esperando allí hasta que la plebe se hubo retirado. ¡Qué tiempos éstos!
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17-11
El atrio ha sido totalmente desmantelado. Los esclavos encargados de limpiarlo parecían
azorados. De más está decir que cancelamos el recibo de clientes.
Antes del almuerzo llevé una carta a Celia. Esperamos que sepa callarse la boca.
En las primeras horas de la tarde llegó Clodio para presentar una excusa formal en nombre de los
clubes callejeros. Hace semanas que no venía por acá. Probablemente considera que las visitas a C.
pueden comprometerlo. Lo conduje a través de las salas asoladas; no miró ni una vez a su alrededor.
Habló durante dos horas con C.; luego me enviaron en busca de Alejandro. Entré con éste.
C. iba y venía incesantemente. Clodio comía jengibre de un pequeño recipiente de barro cocido y
sólo levantó un instante la vista cuando entró Alejandro. Yo ya había relatado a éste los sucesos de
la noche anterior; no se los volvió a mentar. En mi presencia comenzó a desarrollarse la escena más
sorprendente que recuerdo haber presenciado. C. inició la conversación afirmando secamente que el
pueblo romano estaba ya harto de los manejos del Foro y de los falsos e inútiles comicios. Habían
surgido nuevas fuerzas en el seno de la población. El renacimiento de los clubes callejeros
demostraba que el ciudadano romano quería tomar en sus propias manos la conducción del Estado.
Aquella efervescencia que se advertía en la capital carecía aún del concepto de plan que le
impondría una dirección inteligente; elementos irresponsables y desorbitados se habían mezclado
aquí y allá con el sano movimiento popular; pero esos mismos excesos ocasionales demostraban
que aquí estaba floreciendo nueva vida. Los círculos dirigentes del partido democrático habían
subestimado esa fuerza ya que sólo se ocupaban de las negociaciones con los bancos y –a lo sumo–
de la impotente actividad intermediaria de los gremios. Pero la City y las corporaciones obreras no
eran Roma.
–Durante demasiado tiempo hemos sostenido la opinión –dijo seriamente– de que los votos son
armas. Es verdad, los votos son armas, pero no para el elector. Para el elector su voto es una
mercadería. Para él es un arma, como lo es la espada para el armero. No la utiliza, la vende. Una
vez que el cliente ha comprado la espada puede matar con ella al vendedor, sin más ni más. El acto
comicial está corrompido hasta su esencia. La democracia ya no puede valerse de él.
Alejandro escuchó absorto de labios de C. su vieja teoría de que los puntos del programa
democrático no podían cumplirse con sólo votarlos.
C. hablaba con extraordinaria decisión y claridad. Habría llegado el momento de que el
ciudadano romano, que ya estaba al borde del abismo, empezara a conducir su propia política. La
masa electora no puede hacer política. Había que transformar los rebaños de votantes en cuerpos
democráticos. Los grupos de choque estarían representados por los clubes callejeros, que Clodio ya
tenía en sus manos. Alejandro trataría de reunir, alrededor de él, a los miembros desocupados de las
corporaciones obreras. Las listas de los jefes de distrito electoral también podrían aprovecharse. Los
propios jefes de distrito debían de estar aún indignados. Probablemente debían de estar soportando
todavía las observaciones malévolas de los dirigentes gremiales. Estos señores insistirían en que sus
miembros nunca votaban sin el previo depósito de los dineros prometidos. Pero debía aprovecharse
justamente esta indignación del sencillo elector por el engaño de que había sido objeto, para
explicar la forma desaprensiva en que los distinguidos clubes de la City y los señores demócratas
del Foro lo habían estafado. Había que descubrir la traición de los bancos. No había que quedarse
atrás con los catilinistas. C. mismo se encargaría de establecer contacto con ellos. Explicó que
continuaba en las mejores relaciones tanto con los dirigentes catilinistas como en el propio Catilina
y que les había prestado ayuda financiera aun después de las elecciones.
Se encaró el problema del armamento. Las armas de los antiguos clubes callejeros existían aún
en su mayor parte. Se las había ocultado cuidadosamente en el momento en que llegó la orden de
disolución de los grupos. En los pisos carcomidos por las ratas y en los acueductos fuera de uso,
había armas. Los arcenes de trigo no estaban totalmente vacíos, y las harapientas ropas que allí se
guardaban no cubrían solamente el fondo. La cabeza bañada en ungüentos de Clodio se transfiguró
ante la sola idea de abrir su gimnasio y sacar de allí las bien engrasadas espadas. Había suficiente

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cantidad de armas... hasta para entregar a los catilinistas (por supuesto eso se haría bajo ciertas
garantías).
Todos estuvieron de acuerdo en que el camino a recorrer era muy peligroso. Podía significar
enfrentarse con la City; por lo tanto era necesario un máximo de precauciones. Craso, que se
encontraba nuevamente en Sicilia por sus negocios de granos, no debía enterarse de los detalles del
complot, para que en cualquier momento pudiera decir que nunca había sabido nada. C., dado el
ambiente de hostilidad que lo rodeaba por el momento, sólo se encontraría con los dirigentes de los
clubes callejeros y siempre en una postura neutral. De ser posible trataría de tomar contacto con el
propio Cicerón.
C. no dejaba de recorrer la habitación con grandes zancadas; pero sólo yo sabía por qué no se
sentaba.
Este asunto no me gusta nada. Es magnífica su capacidad para sacar conclusión y provecho de
todo; es admirable esa claridad mental que le permite encontrar el significado oculto de los sucesos
más desagradables y medir objetivamente su trascendencia política. Su penetrante mirada ha sabido
ver en la plebe rugiente el cuadro desfigurado del propio pueblo; detrás de ese grupo de revoltosos
que lo atacó anoche, pudo ver la descomunal figura del ciudadano romano que comienza a mostrar
signos de inquietud al tener conciencia de su fuerza... Pero, así como es admirable su penetración,
así son de peligrosas sus apresuradas resoluciones.

18-11
Es evidente que vamos rumbo a una catástrofe. No bien dejan de entrar las grandes sumas
destinadas a fines políticos de cualquier especie –como ha sucedido ahora– en la casa no hay un
centavo. Todo está edificado sobre arena. Los 20 000 sestercios de anteayer ya han desaparecido.
Mientras los acueductos son reparados por los peones de la caballeriza, pues el hojalatero no quiere
trabajar sin pago adelantado (¡en casa de un gran pontífice!), el dueño de casa trata de ahuyentar a
los corredores de inmuebles que exigen medio millón para las doce del mediodía. C. tenía
intenciones de viajar al campo por la mañana para buscar a Pompeya y a su madre, pero llegó una
carta de uno de los grandes bancos y poco después se presentaron dos señores que lo retuvieron más
de dos horas. C. rogó a Clodio que fuera en busca de Pompeya, pero que de ningún modo se
presentara con las damas antes de medianoche.
C. comió luego con Mucia (a mí no me gusta, es demasiado vieja); mientras tanto un individuo
del banco lo esperaba en el atrio. Esperó en vano. C. salió muy congestionado y lo envió de vuelta
con una de sus vagas promesas. Probablemente Mucia se ha cansado de vender todas las alhajas que
le envía Pompeyo. Todo esto es muy inmoral.
Quisiera saber de dónde sacó C. los 20 000. ¿Servilia? No puede ser. Se dice que su marido le
controla hasta el último sestercio desde que tuvo ese asunto con el púgil. Cintia está enojada.
¿Tertulia? Debe ser de Tertulia.

19-11
Hasta hoy al mediodía no regresó Clodio con las damas. Pompeya se quejó de que él sólo habla
tonterías con ella; compadeció mucho a C. por su aspecto fatigado.
C. me llevó consigo a un almuerzo pontificio, al que también asistió el señor Cicerón. Pude
observar bien su actitud hacia C. Se conocen desde la infancia y creo que Cicerón no puede superar
aún hoy el respeto que le inspiran los patricios. En un tiempo ese respeto debió ser aplastante. C. lo
trata con ese tono amable que emplea para quienes ocupan un lugar inferior al suyo (con excepción
de Alejandro a quien trata como a una persona de importancia). Ya al servirse las ostras discutieron
en tono ligero sobre temas literarios y C. se dio intencionadamente por vencido, sin que Cicerón
pareciera muy satisfecho. El gran hombre pasó al tema de La guerra en Oriente.
–¡Se han derrocado veintidós dictaduras! –dijo satisfecho–. El mundo empieza a civilizarse.
Imagínese que ninguno de los súbditos de esos veintidós reyes gozaba de garantías legales.
Cualquier hombre, en cualquier momento podía ser ejecutado sin juicio previo, fuera cual fuese su

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posición social. Allí donde se ha plantado el águila romana esas cosas no volverán a suceder. Esa
ave es arisca y glotona, pero tiene sentido de la justicia. Éste es el único estado en el mundo en que
un ciudadano, rico o pobre, no puede ser ejecutado sin la anuencia del pueblo.
Se sabe que el grueso de sus bienes está en Éfeso y que, por lo tanto, financieramente, depende
de la voluntad de Pompeyo en el Asia. En lo único que piensa es en las rentas que le producirá su
capital.
Luego habló elogiosamente de la cultura asiática.
–Hemos conquistado libros –dijo–, obras de arte, conocimientos artísticos, ideas. Se dice que
hemos sometido al Asia. Yo digo: según como se mire... Quizá seamos nosotros quienes nos
sometamos a los sometidos... precisamente por su cultura. Creo que el estado mayor de nuestro
buen Pompeyo es un tanto incompleto. Cuenta con demasiados soldados y economistas y con muy
pocos artistas y literatos. Y conste que, como político, estoy hablando desde el punto de vista
práctico. Nuestros Catones y Catulos han grabado la palabra con impuestos. Según estos señores
sólo son políticos verdaderos los que saben arrojar los libros. Los políticos verdaderos no leen
libros.
Narró con mucho ingenio una anécdota del viejo Catulo, que es curador del templo de Júpiter, y
que, al presentársele dos estatuas de oro que Pompeyo había enviado desde el Asia, se quedó sin
vacilar con la del dios más gordo.
Sus chistes me hubieran parecido más graciosos si se me hubiera permitido comer. Mientras lo
escuchaba, era más ávido mi deseo de comer sus alcauciles que el de beber su ingenio. Este hombre
siempre me recuerda a un pez enfermo. Se mostraba vivaz, su conversación era muy amena, pero
sus ojos permanecían muertos. Era como si estuviera atento al efecto producido por sus chistes y
sufriera cuando no se los apreciaba en su justa medida. Así hacía también alarde de energía, pero
como si no tuviera ninguna seguridad de que los demás creyeran en ella. No era muy diferente lo
que ocurría con su ostentosa omnisapiencia; era la omnisapiencia de un financista a quien siempre
falta una última información, un último y quizá decisivo detalle.
Fue a comer un zorzal y las puntas de espárrago con que el ave estaba rellena le cayeron sobre la
manga; al punto retiró el plato y se sirvió un picadillo de carne de venado. A C. lo trata más o
menos como a ese zorzal. Ambos le resultan inquietantes (quizá porque ambos tienen contenido).
Naturalmente, sabe que C. se mantiene en contacto con los catilinistas aún ahora.
C., con mucha habilidad, llevó la conversación a los sucesos del momento. Felicitó a Cicerón por
su discurso anticatilinario del día 8. Se sirvieron tres platos antes de que hubiesen terminado de
analizar algunas expresiones del discurso que contenían audacias gramaticales. Se mencionó la
huida de Catilina de Roma y Cicerón formuló un comentario muy significativo:
–Al abandonar la ciudad, ha abandonado el juego. Ya nadie quiere negociar con él... y sus
perspectivas estaban en las negociaciones, no en la acción. La amenaza del levantamiento podía ser
un negocio, pero su realidad es la ruina.
C. se lamentó de que el Senado no supiera apreciar cabalmente lo que el cónsul estaba haciendo
por la República. En la conversación dejó deslizar –ya no recuerdo cómo– el nombre de Fulvia,
hablando de ella como de una vieja amiga suya. Cicerón lo recibió con una rápida mirada de
desconfianza. A los postres. Cicerón mencionó, como al descuido, una «pequeña sorpresa que se les
preparaba a los catilinistas, la que pronto arrojaría su sombra sobre esos señores tan poco inclinados
a los bienes de este mundo». Desgraciadamente, no se extendió más sobre esa sorpresa, cuya
sombra era precisamente la que había empujado a C. hasta allí.
Al final, al servirse el queso, C. aludió al problema agrario. Mientras C. describía la situación de
los agricultores, Cicerón lo observaba atentamente; sin embargo, también sobre este punto se
mostró ambiguo. Este hombre ya hizo fracasar una vez el proyecto de reforma agraria de los
demócratas y, evidentemente, aún no han variado sus opiniones. Su amistad con las firmas graneras
de Sicilia es demasiado estrecha.
–Este individuo tiene tanto patriotismo como un pastor etrusco –comentó C. en el camino de
regreso–. ¿Observó usted su mirada cuando mencioné el problema agrario?

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20-11
Clodio y Alejandro han comenzado ya con su agitación subterránea en los clubes callejeros
recientemente reorganizados. Dicen que el estado de ánimo es muy propicio. El lema «traición de
los bancos» ha dado excelentes resultados.
–Esa gente se siente como si le hubieran quitado un peso de encima –informa Alejandro–. Un
talabartero sin trabajo me dijo: «¡Necesitamos armas y no votos! Mi voto lo tengo que vender
cuando hay elecciones, de lo contrario yo y mi familia nos moriríamos de hambre; en cambio una
barra de hierro se la puedo dar por la cabeza.» Y un cochero dijo: «¿Acaso Pompeyo conquistó el
Oriente con votos?» En todas partes se advierten nuevas fuerzas.
Los miembros de los clubes callejeros siguen haciéndose cargo de todos los gastos. Sacrifican
hasta su último as, venden muebles, no pagan los alquileres, todo para arrendar locales en donde
poder reunirse y poner en marcha la agitación.
Este C. tiene una visión genial. ¡Pensar que una tanda de azotes le hizo ver en dónde estaba el
pueblo! Después de todo se le demostró un odio profundo; pero sólo él pudo comprender que ese
mismo odio movería al pueblo a costearse su propia política. Justamente cuando estaba sin un cobre
se encontró con gente (¡y cuánta gente!) que está dispuesta a luchar sin paga, más aún, ¡que está
dispuesta a costearse sus armas! ¡Él vio todo eso en un vistazo! ¡Eso es inspiración!
Hace semanas que se ha establecido contacto con los catilinistas. No se esperaron órdenes de la
superioridad para suministrar armas a los grupos de choque.

20-11 (por la noche)


Ya sé de dónde salieron los 20 000 sestercios. Hoy fui testigo de una escena muy desagradable.
Cuando entré en la biblioteca estaba allí Pantorrilla y junto a él un extraño, cubierto de polvo.
Indudablemente se trataba de un oficial. C. estaba junto a la chimenea; su rostro tenía una palidez
mortal. Pantorrilla jugueteaba con un cortapapeles y su sonrisa me produjo un estremecimiento. C.
se volvió hacia mí preguntándome si recordaba haber enviado a la dirección habitual un cheque por
20 000 sestercios. Naturalmente le dije que sí. Pantorrilla miró al oficial, y el oficial se limitó a
decir:
–Aparentemente, aquí ya no se cree en nuestro triunfo.
¡De modo que era un oficial del ejército de Catilina! Naturalmente, su amenaza impresionó
mucho menos a C. que la sonrisa de Pantorrilla, que frecuenta el Foro.
Es una desgracia que no podamos averiguar nada acerca de la «sorpresa» prometida por Cicerón.
Ni siquiera Alejandro sabe nada. Los gremios, a través de los cuales se enteraba de muchas cosas, lo
están excluyendo en forma evidente de sus reuniones en estos últimos tiempos. Supongo que eso se
debe a su estrecha vinculación con nosotros.

21-11
No me explico cómo C. pudo tener la desdichada ocurrencia de reunirse con los dirigentes de los
clubes callejeros. ¿Desconfía acaso de Clodio? Sabía perfectamente que éste no estaría presente.
Dejamos la litera a alguna distancia del lugar y descendimos a un sótano, en donde se nos recibió
bastante bien en un principio. Se discutía algún problema de organización. C. dio algunos buenos
consejos, que también fueron bien recibidos; pero luego se ofreció a proporcionar el dinero
necesario para esos fines y, sorpresivamente, se produjo una desagradable escena. En dos minutos
el local oscuro y mal ventilado se transformó en un manicomio. Toda la desconfianza almacenada
contra C. se volcó en un instante.
–¿Otra vez está ofreciendo dinero? –gritó alguien.
–¿Qué dinero es ése?
–¡Hasta ahora nos habíamos arreglado sin grandes dineros!
Algunos trataban de calmar el ambiente, pero tres o cuatro se abalanzaron sobre C. para
golpearlo con los jarros de vino. Yo ya presentía la repetición de los sucesos de noches atrás,

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cuando un dirigente de sangre fría –el reemplazante de Clodio– arrojó su jarro contra la lámpara y
nos arrastró a la calle en plena oscuridad.
Esa reacción llena de odio ante un ofrecimiento financiero tuvo para mí visos de tragedia. Yo
sabía muy bien que C. apenas si tenía en esos momentos un par de sestercios como para pagar la
cuenta del carnicero y que sólo había hablado de «dineros» por su innata magnificencia y por darse
aires.
En estos días está atravesando una mala racha.

22-11
Los catilinistas hacen lo imposible por levantar la moral de los grupos de choque, que había
descendido a la par de los fondos. Sacan partido de todas las oportunidades. El entierro de la
vendedora de pescado salado que murió días pasados en la Suburra atrajo sobre ellos la simpatía
general (y eso se hace sentir no sólo en el florecimiento de sus manifestaciones callejeras). Hoy
debimos atravesar la multitud que acompañaba al cortejo fúnebre, cuando nos dirigíamos al Foro,
en donde C. estaba invitado a un almuerzo de la Cámara de Comercio. Los catilinistas habían dado
la consigna de que concurriera «todo el que vive de los pescados salados». La columna era
interminable, mucho más larga que la que haya seguido a ningún triunfador. Detrás de la urna iba la
canasta. (El hecho de que la policía del demócrata Cicerón no se haya apoderado de esa canasta
demuestra su increíble desconocimiento de las reacciones populares.) La agitación que producía su
vista era indescriptible.
Si bien Craso había permitido –como era de suponer– que las cinco o seis familias que debían ser
desalojadas permanecieran en sus casas, todas ellas formaron parte del cortejo. Parecía que ellos
también iban a ser enterrados, o por lo menos conducidos bajo los puentes del Tíber.
Tuvimos que esperar más de una hora para poder atravesar el cortejo por un pequeño claro que
se produjo. La litera nos siguió después. Aunque no se nos conocía, la toga senatorial, orlada de
púrpura, provocó gritos hostiles en la multitud.
El discurso que pronunció C. en el banquete produjo resultados inesperados. La tónica era ésta:
«La capital del mundo está constituida por un par de edificios públicos que se levantan en medio
de arrabales. Unas cuantas salas de congreso, templos y bancos rodeados de ruinosas casas de
inquilinato, rellenas de dolor y de necesidad. La guerra fue un delito. Se ha sometido a veintidós
reyes y a todo el pueblo romano. Aparte de vosotros, señores, la capital del mundo sólo alberga
desocupados... Y el trabajo que esa gente se va a buscar uno de estos días os va a sorprender. Los
dirigentes democráticos ya no podrán predicar paciencia a las masas por mucho tiempo. ¡Y vosotros
apretáis la mano sobre vuestras faltriqueras! Mañana os las arrancarán con mano y todo. Señores:
¡estamos a las puertas de un levantamiento armado!
Manio Pulcher, cabeza del Banco de Comercio Asiático, lo interrumpió diciendo:
–Su levantamiento armado sólo tendrá las armas que le proporcione el señor Craso, mi estimado
amigo.
C. insistió en describir detalladamente las necesidades del pueblo sin trabajo. Todo el mundo rió
cuando uno de los banqueros lo ayudó suministrándole cifras exactas para reforzar su patética
descripción. C. empalideció e interrumpió su discurso. Sin embargo tuvo suerte; en ese instante un
acontecimiento se encargó de arrojar más luz sobre la situación de la ciudad. Poco después de
iniciada la comida había comenzado a llegar desde afuera un vocerío sordo. El cortejo fúnebre de la
vendedora de pescado regresaba del sepelio a través del Foro. Nadie había reparado en eso porque
el vocerío era habitual, pero de pronto se oyeron golpes en las paredes y un adoquín entró por una
de las ventanas yendo a caer en medio de un recipiente de cristal que contenía atún. Nadie se movió
en la mesa. Repentinamente, la sala se llenó con el bramido de la multitud. No ocurrió nada más.
La caravana continuó su marcha. No se alcanzaba a entender lo que gritaban; sin embargo, la
piedra, que continuaba allí, permitía deducir el tenor de aquellos gritos. Cuando los esclavos la
retiraron, el Foro estaba otra vez en silencio. Se siguió sirviendo, pero ya no había apetito. Después
del queso los ánimos mejoraron un poco y luego ocurrió lo inesperado. (Me enteré de todo por...
Mummio Spicer. El alguacil tiene vinculaciones valiosas; endeudados hijos de banqueros
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importantes, etc. ¡Es una vergüenza que yo siempre me tenga que enterar de los negocios de C. por
vía indirecta!) Después del queso, Pulcher tomó disimuladamente del brazo a C. y se lo llevó a otra
habitación, y allí, en presencia de varios señores, le dijo:
–Me imagino que habrá advertido que sus amenazas de un levantamiento no nos han
impresionado mucho. Dice usted que sus ateneos, que por otra parte parecen ser de naturaleza
ilegal, están armados. Yo me pregunto: ¿qué armas tienen? No es necesario que responda, sigo el
hilo de mis pensamientos. Usted quiere ayuda financiera para los elementos que pueden garantizar
la paz y el orden, con las armas, se entiende. Pero la gente tranquila y ordenada no obtiene ni el
contralor económico de las dos Asias, ni tierras para colonización, ni créditos oficiales para la
adquisición de esclavos. Para la gente tranquila y ordenada, las armas son un lujo. Algunos de
nuestros amigos aquí presentes se ponen nerviosos cuando se asalta una agencia de cambio, cuando
se entierra a una pescadora o cuando se pronuncian discursos contra los bancos; pero no todos se
ponen nerviosos. Algunos de los presentes estarían dispuestos a apoyar financieramente a gente
intranquila, a enemigos del orden establecido, siempre que se llevaran libros en forma más o menos
controlable. Repito: con la condición de que se llevaran libros sujetos a contralor, pues la situación
económica no es precisamente floreciente por el momento. Para hablar claro, mi querido amigo:
usted encárguese de sus negocios privados, que los tiene y bastantes, pero no trate de
generalizarlos... Eso nunca da resultado.
C. se habría retirado pálido de rabia. Empero, no habría rechazado la oferta de plano.

23-11
El Senado se mantenía como una torre en medio de la negra tormenta que desciende desde las
siete colinas. La torre parece que ha comenzado a bambolearse.
Ya ha cundido la noticia de las ponencias que presentará el señor del Asia al hacerse cargo de su
tribunado (el 10 de diciembre). Son sensacionales: exigirá el regreso de Pompeyo y sus legiones
para poner orden en Italia. Se dice que los señores del Senado se visitan tanto los unos a los otros
que sus literas suelen cruzarse por el camino. Todos tiemblan. Quinientos quintales de carne y grasa
conferencian febrilmente. La camarilla de Catón celebró una agitada conferencia en la casa de
campo de Catulo para discutir la situación. La voz de alarma entre los «padres» es: ¿Quién nos
salvará del salvador?

23-11 (por la noche)


He recibido un mazazo. Cebio ha desaparecido. Se fue sin decir una palabra a su madre. Ella está
segura de que se ha ido a Etruria para incorporarse a las tropas de Catilina. Me rebajé una vez más a
ir hasta los almacenes. Tenía que asegurarme. Rufus tampoco está.
Lo supe antes de que el escribiente me lo dijera. Ambos fueron despedidos hace dos semanas. La
administración ocupó sus puestos con esclavos.
Todo ha terminado.

24-11
El Senado ha asestado un golpe mortal a Catilina. El hombre del pueblo es desde esta noche el
señor Catón, del partido senatorial. ¡Nada menos!
Por la mañana, temprano, se produjo una escena entre C. y Craso. El Verdín llegó muy fatigado y
con cara trasnochada e hizo llamar a C. que estaba en su clase de esgrima.
–¿Desde cuándo están en Roma? –preguntó C. con tono agresivo.
Craso no respondió. Aún no habían acabado de cruzar el atrio cuando informó jadeante que
había habido una sesión nocturna del Senado y que se habían vuelto a instituir los repartos gratuitos
de trigo.
–¿Repartos de trigo, ahora? –preguntó C. incrédulo.

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–Sí –asintió el Verdín mientras buscaba una silla con la vista–. Estoy cansado. Estuve toda la
noche en la Bolsa de Granos. El Senado arribó a una decisión a las tres de la mañana. ¿Tienes algo
para beber?
–¡Repartos de trigo! ¡Y me lo dices ahora, a las ocho de la mañana! –gritó C.
El Verdín parpadeó.
–Te estoy diciendo que he estado toda la noche ocupadísimo en la Bolsa. El precio del trigo se
desmoronó de 20 a 2... ¿Te parece que semejante operación no es bastante importante?
Repentinamente se enojó.
–¿Y por qué tengo que venir a informarte, después de todo? –dijo defendiéndose indignado–.
¿Por qué no fuiste tú mismo al Senado? ¡Cuando se organiza un golpe de Estado no se está en los
grupos de choque sino en la Bolsa!
–También se puede hacer política –dijo C. apretando los dientes–. ¿Por qué han de ser siempre
negocios?
Pálidos, entraron en la biblioteca. Yo los seguí. Se produjo un encontronazo terrible. Craso
admitió que había visto venir esa medida. De la discusión surgió que, efectivamente, había estado
especulando con la baja y la resolución del Senado le había valido una fortuna. C. le reprochó que
por razones comerciales le hubiera ocultado todo, sabiendo la importancia política que tenía esa
medida. El Verdín rechazó esa acusación y manifestó que se había limitado a tomar algunas
medidas después de una visita a Catón.
C. se puso rígido.
–¿Cuándo visitaste a Catón? –preguntó.
El Verdín lo miró con aire malicioso.
–Poco antes que tú –respondió.
–Yo lo entrevisté por razones de interés para nuestro movimiento –gritó C.
–Yo también.
–Entonces sabrás que no quiso ceder. ¡Catón no quiso hacer ni una pizca de concesiones!
–Ya sé que no las quiso hacer. Pero eso fue antes de los comicios. Él sabía muy bien que la City
no llegaría a permitir la elección de Catilina.
–¿Y por qué transige ahora?
El Verdín se había sentado.
Tenía clavada en C. una mirada crítica y poco amistosa.
–No estás muy empapado de los detalles, mi querido Cayo Julio –dijo–. Transige porque el
coronel Nepos ha sido elegido tribuno de la plebe y porque se cagan de miedo de Pompeyo.
C. permaneció unos instantes en silencio. Aparentemente no había tomado muy en serio el
nerviosismo del Senado ante los rumores que circulaban en torno a Pompeyo.
–De modo que nunca contaste con Catilina... Nunca, ni por un instante, ¿no? –murmuró por fin
con voz inexpresiva.
–¿Cómo no? –se apresuró a decir el Verdín–. Pero al precio del trigo le da lo mismo que sea
Catilina o el Senado quien reparte el grano. Él se limita a descender.
C. giró repentinamente sobre sus talones y se enfrentó con Craso. Estaba fuera de sí.
–¡Y Catilina desciende junto con él! –gritó–. ¡A la gente le da lo mismo recibir trigo de Catilina
o de Catón! Pero, ¿qué va a ser de nosotros? No creas que nos vamos a zafar con tanta facilidad.
Éste es el derrumbe total y detrás del derrumbe vendrá la investigación.
Evidentemente, Craso también comprendía la situación.
–Sí, la cosa está fea para Catilina. Ha sido una medida muy inteligente la de ese viejo borrachín
de Catón –dijo débilmente.
Se produjo una pausa. Cuando C. volvió a hablar parecía envejecido. Su voz era opaca.
–Estoy arruinado –dijo–. He comprado tierras.
El Verdín se despabiló.
–¿Qué has comprado? –preguntó como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
–Tierras –repitió C.
El Verdín pareció desplomarse.

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–¡Sagrada Estigia! –murmuró–. ¿Y por qué hiciste semejante cosa?
–El problema agrario tiene que encararse tarde o temprano –dijo C. intentando defenderse.
–¡Sagrada Estigia! –repitió el Verdín; en su tono había un matiz de piedad–. Y ahora viene la
investigación. Yo me he desprendido de gran parte de mis tierras para zafarme llegado el caso. Si
hay investigación, la tenemos que hacer nosotros.
–Eso costará diez millones –dijo C. entre dientes.
–Cinco –se apresuró a rectificar el Verdín.
–Ayer costaba cinco, hoy cuesta diez –insistió C.–. Todo el mundo sabe que la necesitamos
desesperadamente.
–No hay que descontar del todo a Catilina –dijo el gordo–. Las cosas pueden cambiar. Después
de todo él tiene su ejército.
Me sentí mal. Para mí aquel ejército era Cebio.

25-11
Cuando ayer por la mañana fui a casa de Cebio, su hermanito me dijo que la madre estaba ya en
los graneros, en donde se repartiría el trigo por la noche. Me acompañó a buscarla.
En los enormes patios reinaba una terrible confusión. Decenas de miles de personas buscaban su
lugar. Hacía ya años que se habían suspendido los repartos de trigo, de modo que nadie se acordaba
de la antigua organización. Empleados sudorosos corrían de aquí para allá colocando pizarras con
los números de los distritos.
Todos se empujaban, los niños lloraban, la policía tendía sogas para dirigir el tránsito humano.
¡Qué figuras aquéllas! ¡Qué rostros! Allí estaba el hambre. Allí estaba toda Roma.
Nos llevó horas dar con la madre de Cebio. Estaba con su bolsa bajo el brazo, aprisionada entre
la gente de su mismo distrito. No me supo dar la dirección de Cebio; tampoco me supo decir cómo
podía obtenerla. Su hijo se había perdido virtualmente en el ejército de Catilina... ¡Y cada cucharada
de trigo que se repartía allí era un golpe de espada que caía sobre él!
Cuando ya me iba, comenzó a circular la noticia de que el trigo no se repartiría hasta el día
siguiente, quizá para el mediodía. Aún no se había reunido la cantidad necesaria. Nadie se movió de
su sitio.
Caía una leve lluvia otoñal. Empapada y silenciosa, la enorme multitud permanecía en los patios
del granero y esperaba. Deshecho, me interné en la ciudad casi desierta.

25-11 (por la noche)


Hoy se ha generalizado en la City un cierto estado de nerviosismo. Se teme que Catilina un buen
día pierda el control sobre los esclavos incluidos en sus grupos de choque. Indudablemente, los
repartos de trigo van a diezmar sus filas y los claros deberán llenarse con esclavos... Y entre los
esclavos se está advirtiendo desde hace algún tiempo una efervescencia peligrosa. Los abundantes y
baratos esclavos asiáticos están haciendo descender su nivel de vida.
Se ha producido la primera señal de alarma: las grandes corporaciones obreras han formado un
frente cerrado contra Catilina. Están furibundas por sus secretas promesas a los esclavos. Se dice
que Catón accedió a la reimplantación de los repartos gratuitos de trigo luego de prolongadas
negociaciones con las corporaciones obreras.
Los valores asiáticos están en descenso.

25-11 (medianoche)
El Verdín nos ha jugado una mala pasada. Se retiró de la campaña electoral de Catilina no bien
supo que las corporaciones obreras estaban negociando directamente con el Senado la
reimplantación de los repartos de trigo. Abandonó la campaña para entregarse a una sucia
especulación en granos. Pero lo que nos hace ahora es ya el colmo.
Esta tarde C. estaba firmemente decidido a imponer a los bancos (del grupo Pulcher) nuevas
condiciones, para continuar los preparativos del golpe, en vista del previsible efecto desmoralizador
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de los repartos de trigo sobre los clubes callejeros. El asunto se ha puesto ahora demasiado
peligroso. Hace una semana se indicó a C. en la Cámara de Comercio que era un error amenazar a
la City con el levantamiento; lo que debe hacer es amenazar con su suspensión.
Al atardecer visitó a Manio Pulcher en el Foro. Yo lo acompañé llevando los documentos, que en
su mayoría se referían a las adquisiciones de tierras. Pulcher parecía prevenido. En su oficina había
otros señores de la City. Todos tomaron asiento y C. comenzó a hablar sin circunloquios y en tono
comercial:
–Ustedes han demostrado un amable interés por el restablecimiento de los clubes callejeros. Pues
bien, la dirección de los clubes teme que el reparto gratuito de trigo implantado por el Senado
desmoralice a una parte de sus miembros. No es raro que la iniciativa política de algunos, con
frecuencia los más capaces, quede ahogada por las dificultades financieras. La existencia de los
clubes depende de que, en este momento en que la permanencia en ellos significa poner en juego la
cabeza, se les dé la sensación de que la victoria de la democracia ha de ser también su victoria.
Como hombre de negocios que es, me expresó usted el deseo de que se le proporcionaran datos
concretos acerca de las sumas requeridas por los clubes, detalles sobre el empleo que se ha de dar a
esas sumas, etcétera. He dispuesto que se pongan a disposición de ustedes algunas de esas cifras.
Aquí, por ejemplo, tienen una lista de las obligaciones más perentorias.
Pulcher, que lo había escuchado con un rostro inescrutable, cabeceó afirmativamente; C. tomó de
mis manos la carpeta con los documentos, hojeó rápidamente su contenido y extrajo una lista de sus
adquisiciones de tierra, entregándosela al banquero. Pulcher tomó la hoja y la estudió en silencio.
Luego levantó la vista y dijo, no sin una cierta conmoción interior:
–¿De modo que usted cree que de no emprenderse este vasto saneamiento, esa parte no tendrá
interés en la lucha por la democracia?
Pasó la hoja a los demás señores.
–No –dijo C. con convicción.
Pulcher lo miró fijamente. Es un individuo bajo y gordo, de cráneo calvo y piel muy blanca.
Miraba a C. como si hubiera sido una nudosidad artrítica en su pie. Cuando habló nuevamente, su
voz era áspera.
–¿Así que usted pretende echar todo a rodar si no le financiamos sus especulaciones privadas?
¿De eso se trata? ¿No es así?
C., por su parte, lo miró fijamente por unos instantes y luego –muy tieso– habló:
–No. Creo que me he equivocado de planilla.
–Seguramente –dijo Pulcher con sequedad. Tomó la hoja de mano de sus compañeros de
negocios, que hasta ese momento no habían abierto la boca, y la hizo deslizar por la mesa en
dirección a C.
C. se puso de pie. Parecía absolutamente indiferente.
–Tengo la impresión de que no he escogido bien la ocasión para una conferencia de negocios
seria –dijo–. Estas discusiones sólo resultan fructíferas cuando transcurren en una atmósfera
amistosa que quizá falte aquí.
–Quizá –dijo Pulcher. Permaneció sin embargo sentado y prosiguió pausadamente–: Le ruego
que nos sacrifique aún unos minutos de su tiempo, que evidentemente es muy costoso. Hasta ahora
hemos tenido el honor de hablar con el político. Nos gustaría ahora charlar con su persona privada.
Casualmente, ese... ejem... balance que nos entregó por equivocación no deja de tener interés para
nosotros. Desde ayer estamos en posesión de una serie de obligaciones suscritas por usted. Nos han
sido transferidas por el señor Craso y ascienden en conjunto a unos nueve millones de sestercios.
Con gran consternación vemos que, financieramente abrumado como ya está, se ha comprometido
aún en tremendas especulaciones. ¿Cómo explica usted eso?
C. quedó como petrificado. El Verdín había extraído las consecuencias de su pedido de socorro.
¡Lo había dejado lisa y llanamente colgado!
No creo que C. haya captado con total claridad el final de la conferencia. Pulcher hablaba con él
como si se tratara de un subordinado suyo. Le indicó ásperamente que continuara con sus
preparativos «sean cuales fueren» para el fortalecimiento de la democracia y que se mantuviera en

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eso «por lo menos hasta el 10-12». C. no se animó a pronunciar palabra. Sus especulaciones con
tierras son catastróficas. Estoy seguro de que ya no sabe qué cantidad y cuáles son las tierras que ha
adquirido. De más está decir que sólo ha hecho las entregas iniciales, y eso con dinero de Mucia. ¡Y
para colmo las tiene que haber gravado!
El 10 de diciembre es el día en que Metelo Nepos se hace cargo del tribunado.

26-11
¡A pesar de todo lo sucedido ya es otra vez dueño de sí mismo! Esta mañana pasó media hora en
la pista de equitación y ya es otra vez el gran señor a la hora de recibo de los clientes. ¡Como si no
hubiera cuentas de carnicería, ni Mummio Spicer, ni preparativos para un levantamiento armado, ni
banqueros!
¡Es indudable que tiene coraje! ¡Cómo auspicia aún en los barrios pobres los preparativos para el
levantamiento armado, aun cuando le debe constar que ese movimiento es imposible, por lo menos
desde que comenzaron los repartos de trigo de Catón!
Llevé una carta de C. a Alejandro. Éste estaba en su pequeña celda escrupulosamente limpia,
organizando el levantamiento armado con Publio Macer, nuestro hombre de confianza entre los
jefes de distrito. Macer es un individuo alto que parece recubierto de cuero seco. Estaba sentado
sobre una pila de libros y tomaba nota de las tabernas que se han elegido para centro de reunión en
las distintas calles. Tanto Alejandro como Publio Macer trabajan en colaboración con los clubes
callejeros de Clodio y forman cuadrillas armadas con los miembros disidentes de las corporaciones
obreras y con la gente de la lista del electorado democrático. Últimamente, desde que disponen de
un cierto capital, la disciplina se ha fortalecido en las fuerzas de choque.
Alejandro y Macer pueden trabajar libremente en la grande aunque bulliciosa mansión de Craso;
pero a través de la forma en que Alejandro habla de los repartos de trigo de Catón, he podido
observar que ya no cree con mucha firmeza en el golpe que está preparando. («Entre los puntos del
programa democrático: tierra y trigo, el muy ladino ha escogido, con certero instinto señorial, el
trigo; con eso mantiene atado al pueblo... la tierra lo haría independiente», fueron las palabras que
pronunció.)
La carta de C. debe de haber contenido alguna recomendación de no apresurarse demasiado
porque Publio Macer comentó malhumorado:
–Todos los días cambian de opinión. Hoy: que no nos apresuremos, que marchemos sobre
seguro. La semana pasada era que andábamos con mucha lentitud.. Nunca encuentran el término
medio. Y bien, un baño de sangre requiere tanta organización y cuesta tanto trabajo como cualquier
otro baño que quieran tomar los señores.
Al ver mi expresión sorprendida, añadió con sequedad:
–Espero que arriba comprendan que este asunto puede costar mucho a unos miles de familias.
Por la expresión de Alejandro comprendí que no había olvidado los comicios. Me alejé muy
preocupado.

26-11 (por la noche)


A pedido de C. visité con Pesto, el secretario de Clodio, uno de los locales en que se reúnen los
clubes callejeros. Revisaron nuestros papeles a la entrada. Durante la reunión no se bebe, cosa
extraordinaria en Roma.
–Tema: ¿Se nos admitirá a los esclavos en los clubes?
Un orador afirmó que podría hacerse, pero sólo en casos aislados. Otro, sin duda un desocupado,
dijo con indignación que los esclavos nunca permanecían en su lugar sino que exigían cada vez
más. Manifestó que él, como ciudadano romano, no estaba dispuesto a luchar al lado de esclavos.
Un individuo alto, pálido y desencajado, cuyos rasgos se hacían borrosos entre los vapores de la
taberna, dijo con aspereza:
–¡Déjense de embromar con esa idiotez de los esclavos, por lo menos mientras a ellos y a
nosotros nos siga desangrando la misma sanguijuela!

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Lo hicieron callar a gritos. Cuando nos íbamos, pudimos ver cómo media docena de sus
compañeros le hablaban iracundos, inclinados sobre él. El jefe del club nos aseguró a la salida que
la moral continuaba alta. Que los repartos de trigo del Senado no habían perturbado en nada la
disciplina de los grupos; que el lema de Alejandro «no nos taparán los ojos con trigo» había sido
recibido con gran beneplácito. Lo que se buscaba era trabajo y no limosna.
C. quería saber cómo habían resistido los clubes el golpe de los repartos de trigo. No se
entusiasmó mucho con mi informe. Otra vez ha caído en un estado depresivo. Se pasa todo el día
tendido en la biblioteca leyendo novelas griegas.

27-11
Hoy tuve una extraña conversación con un albañil desocupado, en el viejo barrio detrás del
mercado de verduras. Una vez más se ha desmoronado una de las casas de inquilinato de siete pisos.
Una cuadrilla de esclavos retiraba los escombros. El hombre estaba sentado sobre los despojos de
un armario de cocina y contemplaba a algunos de los sobrevivientes que revolvían los cascotes en
busca de los restos de sus pertenencias. A través de nubes de polvo, alcanzamos a divisar a una
anciana que golpeaba con el puño el rostro de un esclavo porque consideraba que no estaba
paleando con suficiente cuidado.
–Y todavía se zurran entre sí –dijo repentinamente el hombre sentado junto a mí–. Mientras esta
situación no termine seguirán viviendo en casas como ésa. Los pobres diablos están haciendo mi
trabajo. Yo ya no puedo ganar un as en esta ciudad; sin embargo, me voy a unir a Catilina porque he
oído decir que va a recurrir a los esclavos. Sin su ayuda, todo comicio y revolución son puros
cuentos.
Volví a casa sumido en hondos pensamientos.
Visité a Cetego y obtuve que con un correo se enviara un mensaje al campamento de Catilina
pidiendo noticias de Cebio. Para más seguridad, di también los datos de Rufus. Me siento más
tranquilo. Por lo menos sucederá algo.
Estaba en mi clase de esgrima con Glauco, cuando se nos informó que en los graneros se estaban
produciendo desórdenes. Los catilinistas habían animado a todos los que no figuraban en la lista de
reparto de trigo para que fueran a los graneros y reclamaran su parte. Las listas son antiguas y la
desocupación ha aumentado enormemente desde la guerra asiática. A las cinco, los patios estaban
tan abarrotados de público que la policía –a la cual se había llamado para mantener el orden– no
lograba abrirse paso. Había docenas de víctimas de la aglomeración, entre ellas muchas mujeres. Se
dice que dos empleados del granero fueron atacados por la muchedumbre enardecida. Por la noche
se decía que habían muerto. Cuatro grandes depósitos han sido saqueados por la multitud.
Los clubes callejeros de dos distritos trabajan hombro con hombro con los catilinistas. Una vez
más se ha observado a numerosos esclavos mezclados en los tumultos; se comenta que procedían
con particular violencia.

28-11
Los sangrientos sucesos de los graneros van a radicalizar más a la masa. Nadie menciona ya a
Catón como «el hombre del pueblo». Toda la insuficiencia de la previsión estatal ha quedado al
descubierto. Prácticamente es la mitad de Roma la que está sin trabajo.
Mummio Spicer se queja mucho de la creciente resistencia con que se topan él y sus colegas en
los barrios obreros. El alguacil ejecutor siente en carne propia los progresos de la agitación
catilinaria. La gente ya no entrega en silencio lo que él quiere retirar. Agotado, se sentó en el atrio y
dijo:
–Le digo con toda sinceridad, prefiero hacer embargos aquí.

28-11 (por la noche)


Según Glauco, gran escándalo en los cuarteles catilinistas. En una taberna junto al mercado de
hacienda, un local en el que se reúne el grupo de choque número 22, zurraron a un esclavo sirio que
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se atrevió a afirmar que cuando las legiones romanas tomaron su ciudad natal, los legionarios que se
apoderaban de las mujeres sirias se ponían de pie y hacían la venia cuando pasaba un oficial. Eso
ocurrió hace cuatro días. Desde ese día han sido ya nueve los grupos que han solicitado que se
excluya a los esclavos de sus filas. Continuamente se producen riñas y los esclavos, que por lo
general están mejor alimentados que los hambrientos operarios sin trabajo, por lo general no llevan
precisamente las de perder. Los dirigentes del movimiento están tratando de hacer entrar en razón a
sus grupos, ya que creen que el movimiento no tiene ninguna probabilidad de éxito sin la
intervención de los esclavos, lo que es absolutamente cierto. Sin embargo, chocan con una enorme
resistencia entre los miembros libres. Por su parte los esclavos están indignados, sobre todo por una
declaración de Estatidio que ha dicho que los plebeyos romanos no han caído aún tan bajo como
para hacer causa común con los esclavos.
Hablé largo y tendido con Glauco sobre este asunto. Seré esclavo, pero considero que no he
caído «tan bajo» como estos corrompidos patricios y sus haraganes degradados plebeyos.

29-11
Alejandro da la voz de alarma. Hoy dijo a C.:
–Tengo informes absolutamente fidedignos de que Pantorrilla ha recibido una carta de Catilina
en la que le dice que el pronunciamiento es imposible sin un levantamiento simultáneo de los
esclavos. No podemos mezclarnos en esto. Altera la esencia de nuestra causa y la transforma en un
delito.
C. eludió una respuesta directa. Admitió que Catilina era muy capaz de una cosa así ya que había
perdido todo freno moral y estaba dispuesto a cualquier cosa pero que consideraba que los
ciudadanos romanos que integraban sus grupos de choque nunca se prestarían a esa aventura.
No bien se fue Alejandro, C. pareció muy excitado. Caminó por el jardín por espacio de una
hora, dando muestras de intranquilidad. Cuando llegó Fulvia a la hora del almuerzo, se mostró muy
parco en la conversación. Yo traté de sonsacarla con discreción. Hace ya bastante tiempo habían
concurrido a un banquete en el que varios catilinistas de los más destacados –cuyos nombres no
quiso mencionar– habían discutido, después de copiosas libaciones, acerca del problema de los
esclavos. Los señores habían expresado dudas acerca de la posibilidad de que el pueblo romano
pudiera arreglárselas solo con el Senado. Las dificultades de siempre: los soldados, mandados por
oficiales de la clase senatorial, recibirían doble paga y aplastarían cualquier intentona; la mitad del
pueblo romano estaba integrada por inquilinos, tributarios y toda clase de deudores del Senado...
Eso se advertía en todos los comicios; los propios esclavos defenderían a sus señores si el
movimiento no les prometía nada, y por cada ciudadano romano había cinco esclavos. Por lo tanto,
no había más remedio que atraer a los esclavos prometiéndoles por lo menos la libertad. Luego se
vería, etc. ¿Pero los esclavos no eran acaso extranjeros? Sí, no eran ciudadanos mientras no se les
concediera el derecho de ciudadanía, y los ciudadanos romanos lo eran mientras no se les quitara
ese derecho y la peor forma de arrebatárselo era la muerte, por ejemplo la muerte en un
levantamiento fracasado.
–¿Puede ser que esa preciosa mansión del monte Pincio, el hermoso palacio de Lúculo,
pertenezca alguna vez a uno de los tantos esclavos que él ha traído a Roma? –preguntó Fulvia
temerosa.
C. la tranquilizó, aunque a mí no se me escapa que él también estaba alarmado.
–Si el hombre de la calle no puede hacer política sin hacer causa común con los esclavos,
entonces nunca podrá hacerla –dijo con aire ausente.
Viendo que yo apoyaba las palabras de C., Fulvia –que es muy simpática pero un poco tonta– me
preguntó:
–¿Usted no está de acuerdo en que se conceda la libertad a los esclavos?
Le aseguré que yo estaba muy apartado de esas cosas.
C. me miró y añadió:
–Si hoy nos atacaran los esclavos de esta casa, matarían a Rarus antes que a César, querida mía.
Desgraciadamente tuve que darle la razón.
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Fulvia se retiró poco después, un poco resentida por nuestro mutismo, y C. se acostó. Dijo que
estaba con una diarrea muy fuerte y debimos llamar a dos de los médicos de Craso.

29-11 (por la noche)


Son las dos de la madrugada y, sin embargo, aún veo luz en la biblioteca, en donde se ha
acostado C. Se hace leer Aristóteles. Los médicos dicen que sus trastornos gástricos obedecen a una
intensa excitación nerviosa.
Debe haber comprendido que la operación «levantamiento armado» puede convertirse en
cualquier momento en una sangrienta revolución de esclavos. Desde que los grupos de choque de
Catilina han admitido más y más esclavos, sólo quedan en ellos los desesperados, los que no tienen
nada que perder. Los clubes callejeros, naturalmente, han prescindido de, los esclavos, pero nunca
podrían ser dueños de la situación en caso de una revuelta. ¿Y qué ocurrirá si los esclavos rompen
todas las vallas de la razón y la moral? El ciudadano romano podrá padecer de hambre ahora, pero
el hambre lo matará si los esclavos no trabajan. ¿Cómo podrá aprovisionarse la capital –aunque más
no sea por catorce días– sin las grandes haciendas rurales que sólo se manejan con esclavos? ¡No
hay ni siquiera barcos de trigo que naveguen sin tripulación de esclavos! ¡Qué locura es todo esto!
¿Dónde estará mi Cebio? ¿En un cuartel de Fésula, en medio de esa sucia horda? ¿En una carpa
en la que se cuela la lluvia? Estoy seguro de que en Etruria también está lloviendo.

30-11
Hoy concurrió al recibo de clientes un comerciante galo. Traía una carta de recomendación del
gordo Favella de Cremona y habló largamente acerca de las esperanzas cifradas en Catilina, no sólo
por las llanuras del Po, sino también por la Galia Cisalpina. C. conversó a solas con él por espacio
de media hora.
Antes de mediodía me envió con una carta ¡a casa de... Cicerón! Éste la abrió en mi presencia, la
leyó rápidamente con una curiosa expresión mezcla de sorpresa, espanto y triunfo, y se marchó a su
gabinete de trabajo sin prestarme más atención. ¿Qué diría esa carta?
La tensión en la ciudad es insoportable. Todo anticipa una explosión. Las fuerzas de choque de
Catilina se ejercitan por la noche en el Campo de Marte y los clubes democráticos están armados
hasta el último hombre. Por supuesto que nada de esto se le oculta a la policía del señor Cicerón.
Pero lo más extraño de todo es que el señor Cicerón parece empeñado en descubrir un complot
dirigido exclusivamente contra su persona. El Senado, en cambio, parece que se está poniendo
enérgico. Se dice que la presión sobre Cicerón aumenta diariamente. Catón desea que se concluya
en forma radical con toda «esa historia» aunque más no sea para poder dedicarse a hacer frente con
mayor firmeza a las exigencias cada día más apremiantes de Pompeyo. En realidad, nadie
comprende bien por qué Cicerón no da el golpe. ¿Será Nepos, el señor de Asia, quien lo detiene?
Mientras tanto siguen las luchas subterráneas en el Foro, en donde el flamante tribuno de la plebe,
con su carpeta llena de contratos de arrendamiento de impuestos, desempeña un papel
preponderante. La postura de la City es un enigma total. Algunos de los bancos financiaron la
conjuración catilinista y bruscamente la dejaron caer. En ese preciso instante surgió otro grupo
financiero que se hizo cargo del asunto, aunque seguramente con los ojos puestos en objetivos muy
distintos. Ahora se dice que nada menos que el hombre de confianza de Pompeyo habría extendido
su mano protectora sobre Catilina. ¿Por qué, si no, se ha enviado a Etruria al cónsul Antonio, que
como todo el mundo sabe es catilinista? Lo más curioso de todo es que, pese a los rumores cada vez
más amenazantes acerca de los preparativos para el alzamiento que están haciendo los catilinistas (y
los clubes callejeros democráticos), los valores asiáticos continúan su ascenso en la Bolsa. ¡Que lo
entienda quien pueda!

1-12
Sin noticias de Cebio. Estoy desesperado.

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En estos días pienso mucho en Cebio. También lo hago con un sentido político. ¿Qué sé yo de él,
que estuvo tan próximo a mí? ¿Qué sabemos nosotros los que habitamos las grandes casas, los que
vivimos alrededor de los grandes de la tierra, acerca de los cientos de miles que habitan esta ciudad?
Nada. Yo soy sólo un esclavo; pero él, que es ciudadano romano, que es un hombre libre, tenía que
recurrir a mí en todo, sólo porque yo recibo propinas. Por supuesto que su ilustración es muy
inferior a la mía; sin embargo nuestro amor no se quebró por eso sino porque no le instalé a tiempo
la tienda de perfumes. La única esperanza de los desocupados es Catilina. Ayer no más pensaba que
Catilina sólo contaba con los desesperados, con los que no tienen nada que perder. ¿Pero acaso esos
elementos no suman cientos de miles? ¿No será después de todo, este movimiento de Catilina, un
movimiento popular? No hay más que pensar esto: el señor Cicerón denuncia planes de dictadura,
las corporaciones obreras claman que Catilina va a crear un problema con los esclavos, y a pesar de
eso y de las enormes recompensas que se ofrecen a quienes denuncien a conjurados –100 000
sestercios y la libertad a los esclavos y 200 000 sestercios a los libres– no se ha presentado un solo
entregador. ¿Es que todo el pueblo interviene en la conjuración?
Día a día se espera el golpe de los catilinistas. La razón de la espera es –según se dice– la demora
de Clodio en sus preparativos. En realidad lo que ocurre es que Clodio no puede arrancar de C. la
autorización para dar el golpe.

1-12 (por la noche)


Hoy vino una vez más el Verdín para convencer a C. de que acepte la candidatura a la pretura
(juzgado municipal). C. mantiene aún sus reservas. Comprendo que su actitud obedece a que,
aunque parezca sorprendente, aún confía en sacar provecho de sus especulaciones con tierras. No
quiere cargos, pues a los miembros del Senado les está prohibido intervenir en esa clase de
negocios, y eso siempre dificulta un poco su realización. El Verdín está quizá oficialmente más
comprometido que nosotros en todo el asunto. Después de todo se sabe que nosotros no estamos en
condiciones de prestar apoyo financiero a Catilina... Craso sí lo está. Se dice que ha sacado dinero
en barcos, pero como dice C.: «No puede llevarse media Roma. Sus ruinosas barracas de madera se
desarmarían al cargarlas en los barcos.»
El Verdín se ha retirado de toda actividad política. Tiene los nervios deshechos. Estoy seguro de
que no puede pegar los ojos. Teme a la policía del Senado y a las bandas de Catilina. Teme
inclusive a los clubes callejeros pues, como él bien sabe, sus miembros se han armado bajo el lema
«abajo los ricos». Teme a Pompeyo, y teme a su competencia en la City. ¡Pero más que nada teme a
los esclavos! ¡Más que nada a los esclavos! Despierta a su bibliotecario en plena noche, se sienta
sudoroso al borde de su cama y habla hasta el amanecer acerca de la vida que nos espera más allá de
la muerte.
No creo que sea el único miembro de la City que se siente así. Pero, ¡cosa increíble!, la City
sigue pagando...

2-12
Se dice que el Senado echa pestes. Catón ha obtenido datos exactos acerca de los dineros que la
City ha invertido en el movimiento catilinario, aún después de los comicios.
Por otra parte, de Capua llegan noticias alarmantes. Se han producido desórdenes en las escuelas
de gladiadores de esa ciudad. Hoy no se habló de otra cosa. Se oía decir al hombre de la calle:
–Si se produce una guerra civil, habrá un levantamiento de esclavos y eso será el fin de todo.

2-12 (por la noche)


La City tiembla. El grito de «Vienen los esclavos» se les ha metido en la sangre. La Cámara de
Comercio realizó hoy una sesión en la que resolvió investigar quiénes son los miembros que han
suministrado fondos a Catilina «y a los movimientos en apoyo de éste». De más está decir que
Pulcher y el grupo que lo rodea no estaban presentes.

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3-12
¡El golpe se produjo! ¡Pero no lo ha asestado Catilina, sino Cicerón!
A las cuatro de la madrugada la policía detuvo a «comerciantes galos» en el puente Emiliano y
revisó su equipaje. Se hallaron cartas y documentos probatorios de alta traición suscritos por
conocidos catilinistas. Una hora después se practicó un allanamiento en casa de Cetego,
descubriéndose un gran depósito de armas. Se sacó a los conjurados de sus camas y se los llevó al
templo de la Concordia, en donde Cicerón había reunido al Senado. Exhibió, ante los senadores,
correspondencia entre Pantorrilla y Catilina, en la que se daban detalles acerca de la intervención
de los gladiadores de Capua en el levantamiento. Por el momento los documentos se mantienen en
secreto. Léntulo y Cetego no pudieron desmentir las acusaciones pues el material probatorio era
aplastante. Hasta nueva orden se los ha puesto bajo la custodia de diferentes miembros del Senado.
Hacia mediodía trajeron a Estatidio a esta casa... ¡Han confiado a C. su custodia!
C. mismo llegó por la tarde, agotado y pálido. No comió nada. Tampoco entró a ver a Estatidio.
Su nombre (y el de Craso) no fueron mencionados en la sesión. Se consideraría que su
intervención no ha sido decisiva.
Desgraciadamente no he podido sacarme en todo el día de la cabeza el recuerdo de la
conversación de C. con el comerciante galo.

3-12 (por la noche)


Cinco distritos han sido ocupados por la milicia. La tropa (una legión integrada por jóvenes
campesinos del Piceno) ha acampado en las calles. La plebe no tardó en rodear sus cocinas de
campaña. Los soldados, por bondad, por piedad o quizá por temor, reparten sopa de judías entre el
pueblo. Sin embargo, se dice que la gente más decente no acepta nada y arranca de las manos de sus
hambrientos hijos la comida que éstos han recibido de los soldados.

4-12
Desde ayer por la noche circulan por la ciudad los rumores más disparatados; pero todos han
sido superados por el contenido de los documentos incautados, que Cicerón dio a publicidad poco
después de las 8. Una gigantesca masa humana reunida frente a las carteleras se enteró de que en la
casa de Cetego se había encontrado estopa y azufre, además de detallados planes incendiarios. ¡Se
habría proyectado el incendio de Roma, desde doce ángulos simultáneamente! Glauco asegura que
esa afirmación es totalmente falsa. La misma policía habría dejado todo el material –que por otra
parte no era más del que entraba en una carretilla– en casa de Cetego. Los comerciantes galos
habrían recibido los documentos de un provocador y dichos documentos serían apócrifos. ¡Pero las
cartas contienen un proyecto de proclama por la cual se concede la libertad a los esclavos! Con eso,
nadie que tenga aunque más no sea un rincón para dormir puede estar de parte de los conjurados.
Cualquier artesano tiene esclavos.
Por la noche se decía que también se habría planeado taponar los acueductos.
En los clubes callejeros reina el caos. Alejandro reunió a los dirigentes para explicarles que hay
que suspender toda acción, pues hay pruebas auténticas de que los catilinistas han armado a los
esclavos de la ciudad. Sólo seis de los veintiún dirigentes se presentaron a la reunión. Dos de ellos
insistían en que se presentara lucha, con esclavos o sin ellos. Los demás afirmaban que podía
tenerse la seguridad de que –aunque no recibieran instrucciones expresas– todos los integrantes se
desprenderían esa misma noche de sus armas.
Los grupos de choque de Catilina también han detenido su acción como efecto de las
revelaciones de Cicerón.
Clodio está escondido fuera de Roma.
Hoy por la mañana surgieron nuevamente los nombres de C. y de Craso como mezclados en la
conjuración. Un tal Vettino, conocido soplón de la policía, se presentó en la cuestura y acusó a C.
como uno de los financiadores del movimiento.

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C. concurrió nuevamente al Senado por la tarde. Catulo habría visitado a primera hora a Cicerón
(en el Capitolio, pues el cónsul no duerme en su casa sino allí) exigiéndole que hiciera detener a C.
Cicerón se habría resistido.
C. está convencido de que no hay pruebas en contra de él.
Efectivamente, por la noche regresó sin que le hubiera ocurrido nada. Narró a la excitada
Pompeya que cuando uno de los acusadores mencionó el nombre de Craso llegaron voces de
protesta de todos los ángulos de la sala. Son muchos los senadores que deben dinero a Craso. C.
mismo se consideraba a salvo de sospechas.
–Tengo demasiados acreedores –comentó.
La cosa está fea para los acusados. Los «padres» quieren ver sangre esta vez. Naturalmente,
Cicerón se resiste a aplicar la pena de muerte. Repite una y otra vez que sin la sanción de la
asamblea popular esa medida sería ilegal y caería sobre su cabeza. Sin embargo, en estos precisos
momentos Catón y otros cinco lo estarían asediando. Se dice que cuentan con medios para que su
presión resulte efectiva.
C. y Pompeya estaban aún en el atrio cuando se hizo anunciar Manio Pulcher. Entró junto con
Afranio Cullo, el financista más importante de la ciudad, no muy popular pero de palabra decisiva
en los círculos financieros. Los acompañaban otros tres conocidos publícanos, todos ellos muy
pálidos y nerviosos.
Se retiraron a la biblioteca. Los señores encararon sin circunloquios el tema motivo de su visita.
Su demanda era realmente sorprendente. Con palabras secas sugirieron a C. que mañana, en la
reunión del Senado, interceda en favor de los acusados y que trate de evitar a toda costa las
ejecuciones. C. los escuchó muy tranquilo al comienzo. Les hizo notar las graves acusaciones que
pesaban sobre esos hombres y la atmósfera hostil que había en torno de ellos. Afranio Cullo, un
hombrecillo de unos cincuenta años, lo dejó hablar y luego se limitó a repetir:
–Bajo ningún concepto puede haber ejecuciones. ¡Eso sería el triunfo definitivo del Senado!
C. me hizo retirar.
Los señores se fueron media hora después. Cuando entré en la biblioteca después que se
hubieron marchado, encontré a C. en un acceso de llanto. Gritó por lo menos tres veces:
–¡No lo haré y no lo haré! ¿Por quién me habrán tomado estos logreros?
Es lógico; de cumplirse la demanda de los bancos todos comprenderán hasta qué punto han
estado mezclados los demócratas en la intentona..., ¡especialmente él!... ¡Y eso justamente en un
momento en que el Senado afila la hoja de su cuchillo!
A las 11 llegó el Verdín, que ha perdido por lo menos 20 libras de peso entre ayer y hoy.
Permaneció en casa hasta altas horas de la noche. Estatidio ha reclamado con insistencia la visita de
C. En vano, naturalmente.

5-12
Toda la ciudad está en pie desde las primeras horas del día. Las calles están llenas de grupos que
hablan excitados. Ya nadie apoya a Catilina. Hasta el último carpintero parece convencido de que
Catilina le hubiera incendiado su banco. En las barberías no se acepta a los clientes conocidos como
catilinistas en el barrio. Al hombre de la calle se le ha caído la venda de los ojos.
En Roma hay un millón o un millón y medio de esclavos. Aníbal puso sitio a las murallas de la
ciudad... ¡pero los esclavos están dentro de las murallas!
Mientras C. se dirigía al Senado, llevé una carta en su nombre a Servilla, la hermana de Catón.
Dígase lo que se diga en contra de ella, creo que lo ama realmente. Leyó la carta y en seguida me
entregó la respuesta.
El Foro estaba repleto. Los bancos permanecían cerrados. Mucha policía. Hacía horas que se
esperaba la resolución del Senado.
Cuando llegué al Capitolio, estaba aún en plena sesión. Oí que C. había hablado, con mucha
audacia por cierto... «¡en favor de la amnistía a los catilinistas!» Sentí que el corazón se me subía a
la garganta. Había quedado en medio de un grupo de muchachos de la clase comerciante, todos

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ellos armados. Pertenecían a la guardia civil del señor Cicerón. Sólo hablaban del discurso de C.
Uno de ellos dijo:
–Ese César es el peor de todos. Por supuesto que le han pagado para que hable. No abre la boca
sino por dinero al contado.
Otro le respondió:
–¡Hasta aquí se siente el tufo del dinero de Catilina!
Sentí deseos de reír pensando en Afranio Cullo.
Después de muchas vueltas pude hacer llegar a C. la respuesta de Servilla. Sólo por la noche me
enteré de la sensación que había causado aquella misiva.
Como C. lo había previsto, la llegada de la carta provocó intranquilidad, y cuando la tuvo en sus
manos, ese viejo asno de Catón, que acababa de reclamar la pena de muerte y que al mismo tiempo
había acusado bastante a las claras a C. de complicidad, exigió que éste mostrara la carta que él
suponía de alguna persona estrechamente vinculada a Catilina. C. le entregó con toda amabilidad la
carta de su hermana. El viejo borrachín empalideció de rabia y la arrojó a los pies de C. llamándolo
«libertino». El episodio bastó para poner en ridículo todas sus sospechas. En esos detalles C. es
grandioso.
En el fondo nadie creía que tuviera lugar una ejecución. Todo el mundo comentaba: «No
vivimos en pleno despotismo asiático.» Las leyes prescriben claramente que un ciudadano romano
sólo puede ser condenado a muerte con la aprobación de la asamblea popular. Cuando hacia la
noche Cicerón buscó a los acusados y los condujo por la Vía Sacra y por el Foro, entre la silenciosa
muralla humana, todos creyeron que se los llevaba en custodia. Sin embargo, allí donde la Vía
Sacra desemboca en el Foro, Pantorrilla cayó desvanecido. Debió transportársele por todo un
trecho, frente a las puertas cerradas de los bancos. Quizá los que estaban muy cerca y pudieron ver
el cabello empapado en sudor de Cetego, hayan comprendido hacia dónde se dirigía la pequeña
caravana. Pero ninguno de los que marchaba en ella gritó una palabra a la multitud y ni uno solo de
los muchos que dos días antes habían cifrado todas sus esperanzas en esa gente, intentó siquiera
levantar una mano en su defensa.
¡Habían osado tocar el problema de los esclavos!
Cuando el cónsul salió de la prisión Mamertina, parecía otro hombre; su frente estaba perlada de
sudor y apenas podía mantenerse de pie. Con voz opaca dijo:
–Ya no viven.
En la muchedumbre no se oyó una sola voz de crítica. Horas después dejó el Capitolio con su
nuevo título de «padre de la Patria», rodeado por los más conocidos miembros del Senado, todos
ellos hombres que habían conducido grandes campañas y habían logrado grandes botines y que
ahora le agradecían el haberlos salvado. Parte del público se adelantó y se oyeron algunos vivas.
También se encendieron luces en los frentes de las casas y se vio a mujeres que lo saludaban desde
los balcones.
C. tuvo razón cuando dijo por la mañana que el único peligro para los acusados era la cobardía
de Cicerón y su temor a demostrarla.
Por la noche me enteré de que C. había sido objeto de un atentado al dejar la curia. ¡La guardia
civil! Algunos senadores se interpusieron. ¿Qué ocurrirá aún?
Por la noche me entregó 50 000 sestercios para que pague los intereses bancarios más urgentes.
Tienen que provenir de Pulcher quien probablemente teme una investigación en la Cámara de
Comercio.
Me levanté muy temprano porque dormí muy mal pensando en Cebio. Tenía intenciones de bajar
hasta el Tíber. Junto al tarro de la basura sorprendí a un individuo desharrapado que buscaba sobras
de comida. Estuve hablando con él. Vive bajo los puentes del Tíber. Había sido labrador en la
Campania, pero sus campos fueron rematados por no pagar impuestos. Se vino a Roma y por un
tiempo pudo trabajar en los mataderos. Le pregunté qué opinaba de Cicerón. «¿Quién es?», me
preguntó. De ésos hay miles.

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7-12
Días de engañosa tranquilidad. Por la mañana, mientras miraba las dos tristes carpas que nadan
en la laguna, C. dijo muy deprimido:
–Cuando me libre de esas tierras me dedicaré seriamente a mi libro de gramática.
¡Qué va a librarse de esas tierras! Mientras hablaba de su libro (que hace cuatro años que
proyecta comenzar) me pareció ver hasta en las carpas el sello del alguacil ejecutor Mummio
Spicer.

8-12
Desde anteayer todo el mundo habla de la salvación de la república. La City celebra en los
banquetes «la resistencia a la dictadura». Cicerón es el hombre del día.
Alejandro habló hoy sobre las ejecuciones de los catilinistas:
–El efecto de las ejecuciones en la mente de la gente humilde es tremendo. Los malhechores son
ejecutados; por lo tanto, los ejecutados son malhechores. Pero hay más detrás de todo eso. Los
gobernantes han demostrado hasta dónde quieren llegar. Han exigido cabezas; por lo tanto, desde
ahora luchan por defender las suyas propias. Y lo peor de todo es que las condenas han sido
dictadas por el señor Cicerón, por un demócrata. El Senado ha sabido elegir el verdugo.
Las investigaciones policiales siguen por bajo cuerda. Por el momento se mantienen a distancia
de los nombres más prestigiosos. Catilina aún no ha sido vencido. Sin embargo hay una larga lista
de procesos (!). Se está juzgando a la gente menos conocida. A diario se tienen noticias de nuevos
allanamientos.
Las corporaciones obreras no intervinieron en la lucha y sin embargo han sufrido las
consecuencias de la derrota. De nada les vale excluir de sus filas a los miembros complicados en la
conjuración. El Senado está sacando partido de su victoria y purgando los padrones.
Los que peor lo pasan son, naturalmente, los miembros de los grupos de choque y de los clubes
callejeros, privados ahora de toda directiva. La policía entra y sale de los barrios pobres. No pueden
huir porque no cuentan con medios para hacerlo y se morirían de hambre en cualquier parte; por eso
se limitan a esperar su detención. En el mejor de los casos, les embargan sus pequeñas tiendas y
rematan en la calle su mobiliario. Primero se arrastró a esta gente a los comicios, luego se los
arrastró a este levantamiento.
C. está tremendamente deprimido. Por lo visto, los catilinistas lo tienen aún en sus manos. Se
trata de una carta que lleva su firma. ¡Es terrible!
Por la tarde visitó a Craso. Ha decidido aceptar la candidatura de la pretura. Estoy convencido de
que tal cual están las cosas –mejor dicho: si el Verdín se entera de cómo están las cosas–, la compra
de la pretura no será cosa fácil. Sólo le prestará el dinero; ayer mismo se lo hubiera regalado.

9-12
Ayer por la noche estuvo aquí la policía. Querían saber en dónde había estado C. el 28 de
octubre cuando salió de Roma. Es la fecha de la elección consular y del primer intento de Catilina
de llegar al poder. C. estaba con Mucia en unos baños de la Campania. Es difícil declarar eso. Ellos
creen que estaba en Etruria con las tropas de Catilina.
C. dijo, cuando volvió y le informé de lo acontecido:
–Si vuelven a preguntar les diré la verdad. Lo pensarán bien antes de pedirme que lo repita en un
juicio público. Los conozco; preferirán detener la investigación.
Podía haber añadido «y conozco a Pompeyo», pero ante mí conserva aún las apariencias.
Hoy disminuyó mucho la clientela a la hora de recibo. El asunto de Catilina nos ha perjudicado
ante el hombre de la calle más de lo que se hubiera podido suponer, teniendo en cuenta que hasta el
momento no ha habido una investigación oficial. Pero, indudablemente, se sabe que la policía ha
andado por aquí. Parte de nuestra clientela elude los sitios en los que se ve a la policía.
Estamos muy ocupados en los preparativos para la candidatura a la pretura. Va a salir muy cara.
Parte de las ganancias de Craso en la famosa especulación de trigo se perderá en esta elección. La
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campaña del candidato opositor recibe un enorme apoyo financiero del Senado. Es una suerte que el
Verdín tenga conciencia de que esta vez se está jugando la cabeza. Él mismo está negociando con
Macer. Nos haremos cargo del juzgado municipal justo a tiempo, para año nuevo. Antes de esa
fecha no acabarán con Catilina, y antes de acabar con Catilina no se puede apresurar demasiado la
investigación.
En la Bolsa se advierte gran nerviosismo. Una vez «aclarada la situación» se podía haber
esperado un alza de los valores, pero, en lugar de eso, se ha producido una baja. Dos firmas
graneras y varias fábricas de armamentos han quebrado. Se esperan cosas peores.
C. casi no pregunta ya por los precios de la tierra. Como todos los demás valores, han bajado
terriblemente. Escucha mis informes al respecto en un silencio sombrío. Sospecho que realmente
han sido adquiridas por cuenta de Mucia. Eso sólo contribuye a empeorar la situación, sobre todo
teniendo en cuenta que Pompeyo no podrá menos que enterarse de todo a su regreso. Se espera que
esté de vuelta para la primavera.
Metelo Nepos presentará mañana su primera moción como tribuno de la plebe. Propondrá que se
llame al triunfador de Asia a suelo italiano para combatir contra Catilina.

10-12
Metelo Nepos presentó su moción y ésta fue rechazada. Razón: ya no se necesita un ejército
especial para luchar contra Catilina. Hace rato que el suyo es un caso perdido.

11-12
Día negro en la Bolsa. Enorme baja en todas las acciones, en especial los valores asiáticos. (He
perdido mil sestercios. Se dice que Cicerón ha perdido la tercera parte de su fortuna.) Los bancos
cerraron a mediodía.
Muchas quiebras. Corren las versiones más disparatadas respecto del motivo de la baja.
Pompeyo habría anulado una serie de contratos de percepción de impuestos. Catilina habría
presentado lucha y habría sido derrotado. Pompeyo había sido llamado por el Senado, después de
todo, para luchar contra Catilina. ¿Cuál es la verdad? Clodio narra con tono despectivo que por la
tarde se conocieron detalles horribles sobre la baja en el Foro. El banquero Cito Vulvio se desplomó
sobre su estilo y está gravemente herido. Sus hijos le ocultan las noticias de la Bolsa, pues, de
conocerlas, se arrancaría el vendaje. Cucca (importador de granos) reunió a la totalidad de sus
escribientes cuando se produjo el pánico y ordenó a su procurador que leyera el libro mayor, lo que
se cumplió entre los sollozos de los presentes. Vitturio (tierras) escribió en una pizarra de sus
oficinas que se presentara un empleado dispuesto a quitarle la vida. Se presentaron todos.
Grotesco fue (todas éstas son versiones de Clodio) lo que ocurrió a la familia de Pirio Qualvo. La
esposa del dueño de la conocida empresa naviera iba caminando por el Foro con su hijo y sus dos
hijas. Llevaban luto. Algunos desocupados se burlaron de ellos gritándoles: «¿Cuántos millones se
os han muerto?» Debió advertírseles que la familia no vestía luto por el dinero perdido sino por el
cabeza de familia que se había quitado la vida al verse enfrentado con la quiebra. El viejo y gordo
Balvio Cucumbro (publicano) promovió también un desorden. Salió precipitadamente de sus
oficinas, y, encarándose con unas mujeres que se habían detenido frente a las listas de caídos en la
guerra asiática, les gritó fuera de sí: «¡Volveos a vuestras casas! ¡Su muerte fue inútil!» Las mujeres
protestaron indignadas y hubo que arrastrarlas lejos del lugar.

11-12 (por la noche)


El pánico se produjo cuando los grandes bancos comprobaron en forma definitiva que ya no
había esperanzas de hacer revivir el negocio asiático.
Por la noche, el Senado comunicó que habría moratoria para todas las deudas flotantes hasta
nuevo aviso. Los bancos permanecerán cerrados también mañana.
Se dice que Cicerón está en cama enfermo.

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¡Se ha hecho la luz! Sobre estos seis terribles meses se derrama repentinamente la claridad del
otoño y la luz que se ha hecho sobre las bancarrotas.
C. regresó hoy por la noche con una noticia increíble. Me fue a buscar a eso de las tres de la
madrugada. Afuera se oían ya los carros de los basureros. Me llevó a la biblioteca para dictarme una
carta. Se ha enterado (a través de Mucia), de que los grandes bancos, cuya opinión es decisiva en la
City, desde hace tres meses –es decir durante toda la agitación catilinaria– están negociando con
Pompeyo la dictadura y lo único que ocurre es que no pueden ponerse de acuerdo sobre los
arrendamientos de impuestos en el Asia. La City tiene en juego más de mil millones de sestercios en
esas tierras. Esos bancos apoyaron primero a Catilina, porque ésa era una forma de ejercer presión
sobre Pompeyo mientras éste se mostraba reticente con los arrendamientos de aduanas e impuestos.
Le querían demostrar que había otros candidatos para la dictadura: el señor Catilina y el señor
Craso; y que aparte de sus legiones asiáticas estaban las bandas catilinistas y las masas electorales
del señor César. De modo que no se trataba de ejercer presión sobre el Senado contra Catilina
(combinación Cicerón) ni de ejercer presión sobre Catilina contra el Senado (combinación Craso)
sino solamente de buscar la manera de ejercer una presión sobre el señor Pompeyo. Para eso se creó
el necesario clima de intranquilidad en Roma mediante la fuga de capitales (recordé las palabras de
Celer –pieles y cueros– que entonces nos parecieron tan enigmáticas) y la especulación con el
precio del pan. ¡Y para eso se pagó! ¡Se pagó al señor Catilina, al señor César y al señor Cicerón! Y
luego, cuando Pompeyo el Grande cedió (y su decisión tardó bastante, aunque más no fuera por la
distancia), se elevó aquel clamor pidiendo protección a la República y la gran aria de Cicerón sobre
la democracia. ¡Justamente cuando acababan de ponerse de acuerdo acerca de la dictadura militar
de Pompeyo!
La elección de Catilina había fracasado por obra de ellos. Pero eso no bastaba. ¿De qué valía el
pacto con Pompeyo si no se podía forzar al Senado a suscribirlo? Sólo se firmaría si Pompeyo lo
presentaba ensartado en su espada asiática. Craso tampoco había terminado. Los grandes bancos no
lo pusieron al corriente de las negociaciones con Pompeyo en razón de su enemistad personal con
éste. Él, por su parte, no había obtenido aún los repartos de trigo que quería arrancar al Senado.
Había seguido pagando hasta que el 13 de noviembre obtuvo por fin del Senado la reinstauración de
las distribuciones de trigo, no porque éste temiera a Catilina, sino porque temía a Pompeyo que con
gusto se habría encargado de voltear a Catilina. Para los grandes bancos lo que importaba era
posibilitar la marcha de Pompeyo sobre Italia. ¡Y para eso Catilina debía constituir una amenaza!
Por eso se abrieron una vez más las compuertas del dinero para Catilina y para los clubes.
¡Cómo no íbamos a andar a tientas! El asunto de Catilina no tenía la menor probabilidad de
éxito, desde su mismo comienzo. ¡Y nosotros con nuestras compras de tierras! Esas tierras no tienen
hoy ningún valor. Si Catilina hubiese triunfado y hubiera puesto en ejecución su plan de
colonización, C. sería hoy uno de los hombres más ricos de Roma. Si Catilina hubiera resistido lo
bastante como para dar tiempo a Pompeyo y su ejército a pisar suelo italiano para someterlo, el
programa de colonización también se habría cumplido, y esta vez por obra de Pompeyo. También
en ese caso habríamos salido ganando. Pero la City ha perdido el juego pues no ha podido mantener
la intranquilidad por tiempo suficiente. ¡Le salió el tiro por la culata! Sus contratos asiáticos con
Pompeyo hoy no valen ni el papel que se usó para asentarlos. También salieron perdiendo las masas
de desocupados romanos..., ellos también perdieron el juego. ¡Ellos, que pretendían atemorizar al
Senado y a la City, se asustaron de los esclavos! Este derrumbe total sacudirá al mundo hasta en sus
cimientos.
C. dijo algo que me sorprendió mucho:
–Y después de todo estábamos bien orientados al encarar este asunto como una simple ocasión
para hacer negocios. Lo encaramos en la misma forma que los bancos. Ésa es una prueba de que
tenemos instinto certero.

Ya casi no espero recibir noticias de Cebio. Cetego ha muerto; toda comunicación con el cuartel
central de Catilina está interrumpida. Ya no tengo fuerzas.

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15-12
El derrumbe que se produjo en la Bolsa trae cada vez más consecuencias. Muchas firmas
pequeñas han sido arrastradas en la caída. Varios miles más de trabajadores han quedado en la calle.
Se acabaron las esperanzas de obtener trabajo sobre la base del vasto plan de colonización. La
sesión de hoy del Senado dio por tierra con todos esos proyectos.
En las barberías hay una excitación como no se había producido ni siquiera ante el avance de los
cimbrios y los teutones. El dueño de, una fábrica de bronce, a quien conozco muy bien, dijo en voz
alta:
–¡Casi me hubiera convenido dejar que Catilina incendiara mi establecimiento!
Catilina... ya se habla poco de él. En algún lugar de Etruria estará sentado con su tropa en estado
de desintegración, esperando el ataque del ejército del gobierno. La última intentona de los bancos
por mantenerlo, enviando al cónsul Antonio a la cabeza de su ejército, también fracasó. Antonio se
ha dejado sobornar por segunda vez. Cicerón debió cederle su provincia, Macedonia, y, a cambio de
eso, Antonio entregó el mando a su segundo, que es leal al Senado.
–¡Mi pobre Cebio!

17-12
Hay algo que ha quedado definitivamente en claro en estos seis meses: C. no es un político de
envergadura y nunca lo será. Y eso a pesar de todas sus brillantes condiciones. No es el hombre
fuerte que Roma necesita cada vez más, el hombre que siga su camino sin volver la cabeza, que
sepa imponer su voluntad al mundo y transformar una gran idea en realidad. No tiene ni carácter ni
ideas para eso. Hace política porque no tiene otra cosa que hacer; pero no tiene pasta de conductor.
Nuestro porvenir se presenta muy negro.

20-12
La elección de pretor ha quedado ya atrás. Si el juez municipal C. se hace cargo de la
investigación del asunto Catilina, logrará sacar libre de culpa y cargo al político Cayo Julio. Otra
vez estamos en deuda con el Verdín; ahora por la bonita suma de nueve millones.
La conjuración de Catilina no resultó un buen negocio.

Fin de año
He hecho un balance de nuestros ingresos regulares. No hay consuelo. Del cargo de pontífice
máximo, por ejemplo, no sacamos más que unos miserables 320 000 sestercios (incluyendo el
cheque de los hilanderos egipcios para los nuevos auspicios y la remuneración por la postergación
de las festividades de Ceres). El cargo nos costó 840 000. ¡Pagamos ocho por ciento de intereses!
Lógicamente, nos hubiéramos arreglado mejor si C. sacara cuentas y no se limitara a lanzar una
redada de cuando en cuando, y eso sin la menor precaución. Recibe 20 000 sestercios por un
auspicio que impide la elección de un cuestor y da una comida pontificial que le cuesta 22 000. Lo
peor es que la City saca partido de eso y nosotros tenemos que aguantar todo porque los pagarés
corren.
¡Es un interminable círculo vicioso!

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Libro TERCERO
CLÁSICA ADMINISTRACIÓN DE UNA PROVINCIA
Mientras ascendía el pedregoso sendero que conduce a la villa de Mummio Spicer, en la
placentera frescura de las primeras horas de la mañana, oí cantar entre los olivares que bordeaban el
camino. La melodía crecía, se perdía y luego volvía a aumentar a intervalos regulares. No pude
entender la letra; probablemente era una canción en idioma extranjero.
Marchaba sumido en mis pensamientos. La fresca brisa del lago, el espectáculo de ese paisaje
sereno y la canción, me hacían bien después de la lectura de la noche. La capital del mundo, llena
de polvo y sangrientos tumultos, se iba depositando en el fondo de mi ánimo. Era como si el viento
se fuera llevando los fatales sonidos. Repentinamente recordé con alivio que habían transcurrido
tres decenios desde los acontecimientos objeto de mi lectura.
El canto aumentó de volumen; parecía llenar el aire de un modo extraño. Spicer estaba a la
entrada de su propiedad, conversando con un esclavo. Nos saludamos y por unos instantes
paseamos nuestra mirada por los campos.
–¿Qué cantan? –pregunté.
–Canciones celtas –respondió–. Los celtas se encargan del cultivo de los olivos. Celtas y
dálmatas; pero trato de que la gente de la misma nacionalidad trabaje junta. Hace veinte años, eso
no se hubiera podido hacer. Había que mezclarlos para fomentar las luchas entre ellos. Eran tiempos
intranquilos. Ahora mis experiencias con equipos de naturales de la misma zona dan muy buenos
resultados. Compiten entre sí por orgullo nacional.
Comenzamos a ascender. El banquero hablaba sin mirarme; tuve la impresión de que sentía
curiosidad por conocer mis sensaciones después de la lectura de los diarios de Rarus. En pocas
palabras, le dije que aún no había ordenado mis ideas, pues el rollo que me había entregado
concluía con el fin de año y los acontecimientos no se habían definido totalmente.
–Le entregaré el segundo rollo –dijo indiferente–. Sin embargo, las anotaciones del año
siguiente, es decir del año 92, no son tan completas. Esta mañana les estuve echando una mirada. El
autor estaba muy deprimido por sus infortunios personales y anota una y otra vez sus propias
experiencias. Ya sabe usted, el asunto de Cebio.
Esperamos en la biblioteca que nos trajeran el segundo rollo que estaba en el dormitorio de
Spicer. El suave aroma del cuero que tanto abundaba allí se mezclaba agradablemente con el del
vino blanco que el viejo me había hecho servir.
–Quisiera decirle algo más –dijo–. En el verano del año 92 pasaron a mis manos los títulos de las
deudas más pequeñas de C. Yo trabajaba en colaboración con un banco. Tenía a mi cargo muchos
otros casos, pero el suyo me tomaba la mayor parte de mi tiempo. Finalmente, me concentré, por así
decirlo, exclusivamente en él. Sus dificultades financieras fueron la gran oportunidad de mi vida. A
fines del año 93, el monto total de sus obligaciones ascendía a unos 30 millones de sestercios.
Llegó el rollo, que esta vez era muy delgado, y emprendí el regreso a mi casa.
El canto de los esclavos celtas me siguió por todo el camino de descenso hasta el lago...

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II. ANOTACIONES DE RARUS
Gran revuelo en la casa. C. asume hoy sus funciones.
El muy esperado sobre de Nepos acaba de llegar. El señor de Asia se tomó su tiempo; pero lo
importante es que el sobre ya está acá. Demás está decir que la túnica de pretor no estuvo lista a
tiempo. Hubo una escena terrible con el modisto. A último momento se sujetaron los galones a la
toga con algunas puntadas. C. llegó al Foro con una hora de retraso. Cosas extrañas que ocurren en
la capital del mundo: un modisto no entrega las vestiduras al máximo funcionario judicial del país si
no se le abona al contado.
La ceremonia fue, sin embargo, muy digna. Había bastante gente. Aún reina el terror en la
ciudad, pues las investigaciones vinculadas con el frustrado golpe amenazan a casi todos los
hogares. Los clubes callejeros han puesto todas sus esperanzas en las escenas conmovedoras de C.
Una anciana se abrió paso entre el público y, acercándose a C., le tiró de la manga y gritó:
–¡No olvides a Tesio!
La pobre mujer debía creer que el nuevo pretor conoce a todos y cada uno de los miembros de
los clubes callejeros.
C. detuvo a sus lictores con palabras amables cuando éstos pretendieron arrancar a la anciana de
su lado.
Al ponerse nuevamente en marcha, dijo con voz bastante audible:
–Me interesan menos los delitos de los humildes que los de los poderosos.
La frase se divulgó al instante.
También se advirtió con complacencia que en lugar de dirigirse antes que nada al Capitolio para
presentar sus respetos a los nuevos cónsules «como se estila» entre los pretores, comenzó en
seguida con su trabajo. Evidentemente prefirió –como se vio poco después– que los «padres» fueran
al Foro.
Apenas se había sentado en su silla de marfil y apenas lo habían rodeado sus seis lictores, cuando
ordenó con voz grave, apropiada para el cargo, que se hiciera llamar al curador del templo de
Júpiter para rendir cuenta ante el pueblo de su administración. La sensación fue descomunal.
¡El curador es Catulo, el viejo gran hombre del Senado!
La ceremonia en la Curia no había terminado aún cuando aparecieron los lictores de C. para citar
al Foro al hombre más viejo y más respetado de la venerable asamblea, para que rindiera cuenta de
la administración de los fondos empleados en la reconstrucción del templo de Júpiter en el
Capitolio. El Senado en pleno, muy excitado, siguió al anciano que abandonó la alta casa en estado
de extrema confusión.
C. estaba aún en pleno discurso cuando llegaron todos a la carrera. El nuevo pretor abundó en
inequívocas insinuaciones sobre las planchas de bronce bañadas en oro del techo del templo.
Recordó luego que los dineros se habían reunido como donaciones voluntarias de toda Italia y
pronunció luego la siguiente frase:
–Los labradores itálicos no han enviado esas donaciones, en lugar de comprarse arados, para que
los señores romanos se construyan una villa, en lugar de edificarles un templo.
Pero lo primero que oyeron los «padres» afectados, al llegar allí, fue el nombre de Pompeyo.
C. exigió que se confiara la terminación del templo a Pompeyo el Grande, en reemplazo de
Catulo. Ese nombre, el nombre de Pompeyo, debía quedar grabado en el templo, pues ese nombre,
Pompeyo, era un nombre que inspiraba confianza, etcétera... El curador actual debía, sin embargo,
presentar los libros.
La gritería indignada de los senadores interrumpió anunciando que –siendo el mediodía– se
levantaba la sesión hasta más tarde.
El nuevo pretor se retiró a sus oficinas, los senadores se concentraron en la casa de Catón para
conferenciar y el pueblo, con alegre expectación, se instaló en el Foro para no perder su lugar.
C. se tendió a almorzar rodeado de algunos señores que lo felicitaban por la maestría con que
había deslizado, en cinco frases, no menos de once veces el nombre de Pompeyo, cuando apareció...
Cicerón. Se aproximó muy sonriente a C., mostrándose divertido por la situación. Aportó, inclusive,

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algunos chistes. Sin embargo, no tardó en hacerse evidente que venía como mediador enviado por el
Senado. Expresó su «convicción» de que C. debía estar satisfecho por el éxito de su pequeña
campaña... Sin duda, había logrado ensombrecer el nombre de Catulo con las más graves sospechas.
Esas sospechas subsistirían aun cuando éste presentara libros llevados con la máxima perfección.
Lo más que se diría en ese caso sería que sus tenedores de libros eran magníficos. Lo peor era que
Catulo nunca consentiría en exhibir sus libros, ya que eso significaría para él la indigna aceptación
de una sospecha.
–¡Cómo es posible –dijo con intención– que alguien se ponga de pie y pronuncie un largo
discurso asegurando que no ha robado dos cucharitas a su madre!
Realmente, por dignidad, Catulo no podía responder ni una sola palabra a aquellas acusaciones.
Por otra parte, el anciano se había retirado a su casa, enfermo por el disgusto.
Cicerón continuaba hablando cuando llegó un mensajero con una carta de Catulo para C.
C. la leyó, la guardó y dijo a Cicerón:
–Catulo me dice que los libros están en orden.
La multitud pareció decepcionada cuando, después de la pausa del mediodía, C. anunció que el
caso seguiría su trámite normal y se dedicó a otros asuntos sin importancia.
Por la noche, Fulvia y su amigo Curión estuvieron en casa. Yo había visto a Curión por última
vez aquel memorable 4 de diciembre, en que C. pronunció su discurso en el Senado pidiendo
amnistía para los catilinistas. Fue precisamente Curión quien le salvó la vida cuando lo asaltaron los
muchachones de las huestes de Cicerón al salir de la Curia. En aquella oportunidad me conmovió su
amor por C.; pero una semana después me enteré de que tenía en su poder pruebas de la vinculación
de éste con Catilina y que lo que buscaba era extorsionarlo con todas las reglas del arte... o cobrar
los 200 000 sestercios de recompensa por su cabeza.
–Mi estimado Curión –dijo C. durante la comida–, como pretor me corresponde conducir la
investigación sobre las personas complicadas en la conjuración de Catilina. Por lo visto, yo mismo
soy una de esas personas. Parece ser que un tal Vettio tiene una carta escrita por mí y dirigida a
Catilina. Mañana mismo comenzaré a investigar esa acusación y ¡pobre de mí si descubro que
efectivamente tengo algún reproche que hacerme! Ya ve, si usted quiere la recompensa tiene que
apresurarse.
Curión festejó sus palabras con risas. Pero yo sé que esta misma noche concurrió a casa de
Novio Niger, enemigo de C., quien conduce la investigación.

2-1
C. ha prometido apoyar mañana al tribuno de la plebe Nepos, en su moción de que se llame a
Pompeyo para que, con sus legiones asiáticas, combata a Catilina. Esto le ha ocasionado serias
dificultades en el día de hoy. Tenía que terminar de una vez por todas con la sospecha que pesa
sobre él respecto de su apoyo a Catilina, por eso no podía oponerse a que su subordinado Niger
extendiera la investigación a su persona. Esta investigación debía llegar a resultados negativos en lo
que a él respecta; pero sólo en lo que a él respecta, pues la conjuración en general debía aparecer
como enorme y amenazante; de lo contrario no constituiría un argumento para exigir el regreso de
Pompeyo. C. solucionó la dificultad como si se tratara de un juego. En las primeras horas de la
mañana dejó que Novio Niger –un joven malhumorado que padece de una enfermedad hepática
crónica– condujera por sí solo la investigación. Hizo que se concentrara en varios casos
secundarios, contra gladiadores, pequeños comerciantes y hasta algunas docenas de miembros de
clubes callejeros, para que no se le atribuyera parcialidad. Él mismo concurrió al Senado y exigió
que Curión lo acusara públicamente. Curión aseguró que había oído decir al propio Catilina que se
mantenía en contacto permanente con C. Éste no desmintió que hubiese existido una relación, pero
rogó a Cicerón que exhibiera la carta que le había enviado pocos días antes de la acusación a
Catilina, previniéndolo y descubriendo algunos hechos. Cicerón confirmó con frases agrias la
existencia de aquella carta y el Senado, que de todas maneras no tenía intención de llevar las cosas
muy lejos, negó a Curión la recompensa por entrega de un conjurado. De allí, C. se dirigió al Foro a
entendérselas con Niger. Tomó asiento en su silla de marfil y, con tono cortante, dijo al joven que
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había oído que los encargados de la investigación habían reunido material contra él, el propio
pretor. Él no tenía conciencia de haber cometido falta alguna, pero pasaría sin decir palabra de su
silla curul a la cárcel si se presentaban pruebas concluyentes en su contra. De no ser así, sería Novio
Niger quien iría a parar a la cárcel por haber acusado sin fundamentos a un superior. Niger comenzó
a ponerse más amarillo que de costumbre y envió a algunos empleados del tribunal en busca de
Vettio, el hombre que había asegurado poseer la carta de C. a Catilina. Este Vettio se había negado
a entregar el documento a las autoridades antes de que se abriera el caso. Se esperó en silencio. C.
permanecía sentado calentando sus manos finas y fuertes sobre un brasero. Hacía frío.
Los lictores regresaron informando que no habían encontrado a Vettio en su casa. Según parece,
ya la noche anterior había recibido una citación. C. arrojó una rápida mirada a Niger y ordenó que
se detuviera a Vettio por desacato a la justicia. Niger dictó la habitual orden de embargo, no sin
cierta elegante dignidad. Los lictores partieron nuevamente (más tarde me enteré de que,
efectivamente, todo el mobiliario de aquel desdichado había sido rematado en el lugar, al mejor
postor). Vettio apareció. Sus vestidos estaban desgarrados y tenía una herida en la cabeza. Farfulló
algo acerca de un asalto de que había sido víctima mientras se dirigía al Foro. La carta había
desaparecido. C. se puso de pie con tanta violencia que tumbó su silla. Ordenó la prisión del hombre
y se fue. Por la noche también hizo detener a Novio Niger como había amenazado.
El hombre de la calle ha comprendido así que el nuevo pretor considera injustos los juicios de
Niger respecto de los miembros de los clubes callejeros; pero, al mismo tiempo, se ha alcanzado el
objetivo perseguido, es decir, crear la sensación de una peligrosa y extensa conspiración contra el
Estado. ¡Una obra maestra!
Cuando, por la noche. Glauco le entregó la carta que le había arrebatado a Vettio, C. dijo
secamente:
–Si quieren orden y tranquilidad, en lugar de asaltos a plena luz del día, no tendrán más remedio
que llamar a Pompeyo.
Por la noche tuvo una larga conferencia con Nepos.

3-1
Una helada tormenta de enero volaba los techos de las ruinosas casas de alquiler de Craso
cuando nos dirigimos al Foro. Los lictores tiritaban. C. iba envuelto hasta la barbilla en su gran capa
de paño galo. El Foro estaba atestado de esclavos gladiadores que Nepos había hecho traer en
carretas de la Campania durante la noche. Estaban malhumorados y muertos de frío. Entre ellos vi
algunos lisiados de guerra, veteranos de Pompeyo. Las agencias de cambio habían cerrado. Se
esperaban desórdenes. Nepos ocupaba ya el banco frente al templo de Castor. Cuando C. se sentó
junto a él esperé que el tribuno de la plebe –que es tan estrecho de caderas como había dicho
Fulvia– comenzara en seguida con la lectura de su moción. Sin embargo, Nepos no parecía
dispuesto a comenzar. Junto al banco se había colocado un biombo de pergamino para atajar la
corriente. En dos oportunidades el biombo se tumbó, cediendo a la presión del viento; en las dos
oportunidades el coronel se puso de pie para fiscalizar el trabajo de reinstalación. C. permanecía en
inmóvil espera. Embozado en su capa, parecía un gigantesco buitre al acecho.
Luego apareció Catón entre la multitud de gladiadores, trepó dificultosamente las escalinatas del
templo y se sentó entre Nepos y C. Tenía derecho a hacerlo en su calidad de tribuno. Parecía
sorprendido de que nadie le hubiera cerrado el paso; pero la gente armada no estaba allí para
atacarlo a él, sino para defender a C. y a Nepos.
Ambos sabían perfectamente que esa moción nunca sería aprobada, como tampoco había sido
aprobada la primera presentada por Nepos el 10 de diciembre. Se trataba simplemente de dar pie a
una explosión de violencia, para que Pompeyo pudiera sacar provecho de aquella agresión a su
tribuno de la plebe.
La comedia se desarrolló ágilmente. Nepos se puso de pie y se dispuso a pronunciar su discurso.
Catón no lo dejaba hablar interrumpiéndolo continuamente y llegando a taparle la boca. (Con esto
se cumplió uno de los principales temores de Nepos: «Catón no es de los que se lavan las manos»,
había dicho la noche anterior.) Nepos perdió la paciencia e hizo señas a algunos gladiadores que
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estaban apostados en las proximidades. Catón, muy congestionado –había estado bebiendo por la
mañana–, le arrancó el manuscrito de la mano. Los gladiadores lo tomaron por los brazos y lo
hicieron retroceder. Un lisiado de guerra le asestó un puntapié con su pie sano. Desde abajo
llovieron piedras... expresamente traídas. Catón se desprendió y corrió al interior del templo. Era
una figurilla cómica. C. contempló toda la escena con aire aburrido y luego invitó a Nepos a que
continuara con la lectura de su moción. Este explicó que no estaba en condiciones de hacerlo pues
se le había arrebatado su manuscrito. Se explayó sobre ese acto de arbitrariedad hasta que regresó
Catón, ahora también a la cabeza de un grupo armado. Estos individuos golpeaban de veras.
Blandían enormes garrotes y buscaban asestarlos en las cabezas. C. se puso lentamente de pie y se
retiró al templo, como si hubiera perdido interés en los acontecimientos.
No le resultó muy fácil salir de allí después. Tuvo que quitarse la capa y hasta la toga de pretor, y
vestirse con las ropas de un gladiador para poder abandonar el edificio por la puerta posterior.
Al llegar a casa tomó en seguida un baño caliente. Nos enteramos de que el Senado ha ordenado
su destitución y también la de Nepos. No importa, eso ya se va a arreglar.
Nepos ya va rumbo a su barco. Pompeyo se alegrará de esa violación de derechos. ¡Impedir el
uso de la palabra a un tribuno de la plebe significa atentar contra los derechos más sagrados del
pueblo!

23-1
En el tercer día de viaje en carreta por el camino militar hacia Arretium encontramos a unos
comerciantes que bajaban de Florencia. Me enteré por ellos de que la batalla entre las tropas de
Antonio y las de Catilina estaba librándose ya, en un lugar que llamaron Pistoya. Teniendo en
cuenta que desde allí hay dos días de viaje, por lo menos, es muy probable que la batalla haya
terminado ya. Los comerciantes tenían mucha prisa pues, por alguna razón de negocios, querían
llegar a Roma antes de que se conociera el resultado. Por otra parte, el viento helado que azotaba el
toldo contra el armazón de madera del techo me impidió oír bien lo que decían. Fue poco lo que
entendí. El temor de llegar demasiado tarde no me abandonó en todo el día y me siguió acosando
durante la noche.
Llevaba documentos en regla para Cebio. Aun cuando hubiera caído prisionero, con esos papeles
podría al menos llevarlo de regreso a Roma.
Por la tarde llegamos a Arretium y nos enteramos de que aún no se conocía el resultado de la
batalla. Sin embargo, se comentaba que durante la última semana habían pasado por allí centenares
de desertores del ejército de Catilina que hablaban de una dispersión de su fuerza. Nosotros no
tropezamos con ninguno.
Atravesamos Florencia en la grisácea claridad del amanecer. La ciudad parecía muerta.
Inmediatamente después de dejar Florencia encontramos a unos campesinos que venían de la zona
de batalla. Esa gente no había luchado pero había visto luchar. Sus rostros estaban fatigados y
pálidos que daban miedo. Informaron que la lucha continuaba, pero que Catilina no tenía la menor
perspectiva de triunfo ya que a su retaguardia, en la ladera norte de las montañas, estaban las tropas
frescas de Quinto Metelo esperándolo, por si lograba zafarse de la tenaza del ejército de Antonio. Él
y los que lo rodeaban no tenían más perspectivas que la muerte. Sentí náuseas y tuve que vomitar.
En Florencia había subido un campesino a la carreta. También él tenía algo que contar. Los
catilinistas se habrían quedado sin víveres, eso les habría impedido atravesar los pasos montañosos
hacia las Galias y los habría forzado a presentar combate. Su última batalla se libraba bajo el mismo
signo que había presidido todo aquel alzamiento: el signo del hambre.
El carretero, un muchacho romano con el corazón bien puesto, llamado Pisto, hizo callar al
campesino, que me miró con curiosidad. Me sumí en el intranquilo sueño del agotamiento.
Cuando desperté, vi que nuestra carreta se había detenido al paso de otros carros. Nos habíamos
cruzado con una larga caravana de heridos. Los acompañantes corrían de aquí para allá lanzando
maldiciones; los heridos, indiferentes a todo, con vendajes provisorios, iban tendidos en carros que
en su mayoría no tenían techo. Fueron examinados nuestros documentos. Yo miraba a los soldados
romanos como si fueran enemigos. La batalla había terminado hacía ya muchas horas. Catilina
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había sido derrotado y muerto, también habían muerto todos los que lo acompañaban. En el instante
que escuché eso, renació en mí la esperanza. Lo más curioso es que no cesaba de repetirme: «¡Qué
suerte no haber llegado demasiado tarde!»
Nos cruzamos con restos de tropas que marchaban en dirección contraria a la nuestra y pasamos
junto a otras acampadas. Los soldados parecían sombríos, no cantaban, nadie hubiera dicho que
eran los triunfadores. No vi un solo prisionero, ¡ni uno solo!
Sin embargo, seguí negándome a reconocer el significado de este hecho. En una encrucijada
encontramos a una compañía que llevaba como trofeo la insignia bajo la cual habían combatido los
catilinistas, el águila de Mario. La llevaban a Fésula. Bajo esa misma insignia los soldados romanos
habían defendido una vez su tierra contra los ataques de los cimbrios.
Caía la tarde cuando llegamos al campo de batalla, en las afueras de Pistoya.
Mi primera impresión fue que allí no había mucho que ver. Pequeños piquetes cavaban el suelo
helado a la luz de las antorchas. Otros piquetes buscaban en los montones de caídos, cuyos despojos
se distinguían apenas como si fueran jirones de paño. Había nevado poco antes de la batalla y aún
se veían restos de nieve entre los arbustos.
Descendí de la carreta. Mis piernas flaqueaban. Caminé por la calle sin saber bien lo que hacía.
A izquierda y derecha yacían aquellos jirones y temblaba la luz de las antorchas. El viento había
dejado de soplar: por lo menos yo dejé de sentir frío. El cochero marchaba a mi lado mirándome, de
cuando en cuando, de rabillo de ojo. Un piquete nos detuvo una vez más para examinar nuestros
documentos; de labios de aquella gente pude oír algo más acerca del desarrollo de la batalla. Sin
embargo, no recuerdo lo que dijeron. Lo único que me quedó grabado es un detalle que mencionó
un oficial: Catilina había preferido luchar contra Antonio porque las suyas eran tropas reclutadas
entre los desocupados de la capital. La tropa de Metelo estaba constituida por robustos hijos de
campesinos, recién reclutados en el Piceno. Sin embargo, la lucha no podía haber sido más
encarnizada. Eran proletarios contra proletarios. Mi cochero (Pisto) trató de averiguar cómo se
podía hacer para dar con una persona determinada. Un legionario dijo, encogiéndose de hombros:
–Son por lo menos siete mil.
Seguimos andando, esta vez a campo traviesa. En una oportunidad me detuve y observé desde
alguna distancia a un piquete que depositaba los muertos en las fosas recién cavadas. Era un piquete
numeroso y las fosas eran grandes... estaban bordeadas por sogas. Aquello se parecía mucho a la
división del Campo de Marte para los comicios.
Seguimos andando hasta llegar a campo abierto. También aquí se divisaban a cada paso los
oscuros montones; sin embargo, no había soldados que enterraran aquellos cuerpos.
No me agaché ni una sola vez para tratar de distinguir un rostro. Sin embargo, tenía la sensación
de estar buscando. Para conservar aquella sensación me concentré en mis pensamientos. Era
imposible distinguir aquí al amigo y al enemigo. Todos eran romanos y todos llevaban el uniforme
de Roma. Todos pertenecían a la misma clase social. Habían obedecido las mismas voces de mando
al lanzarse unos sobre otros. El ejército de Catilina no estaba constituido por hombres con los
mismos intereses, como tampoco lo estaba el de Antonio. Allí habían luchado, hombro a hombro,
los antiguos colonizadores militares de Sulla con los campesinos de Etruria, a quienes se había
arrebatado las tierras para entregárselas a los primeros. Éstos a su vez habían sido desposeídos por
los terratenientes. Incapaces de resistir a la perspectiva de una vida tolerable como la que les ofrecía
Catilina, desesperados, habían luchado contra los veteranos pagados por el señor Cicerón. Éstos
habían llegado a Roma dejando atrás sus tierras carcomidas por las hipotecas y allí –al igual que los
endeudados campesinos de la Campania– no habían podido resistir a la perspectiva de los 50
sestercios diarios que se les ofrecía en las filas de ese ejército. Ni los triunfadores ni los derrotados
habían alcanzado las riquezas de las dos Asias, motivo de aquellas luchas. Los soldados de los reyes
asiáticos no habían sabido defenderlas; los de los generales romanos no habían sabido conquistarlas.
Entre los catilinistas caídos no se encontró un solo esclavo. Catilina había tenido que separar de
sus filas a los esclavos después de los sucesos del 3 de diciembre. Sólo habían luchado, pues,
romanos contra romanos.

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Horas después, el cochero me condujo a la carreta. En el camino de regreso vimos que un
soldado señalaba con ademán vago un lugar en aquel campo oscuro y decía:
–Allí está, en medio de un montón de los nuestros.
Supongo que se refería a Catilina.

7-4
Nos hemos mudado a la residencia oficial del gran pontífice. La vieja casa de la Suburra estaba
prácticamente inundada de acreedores cuando la dejamos. Creo que se disputaban hasta la última
columna del atrio. Aquí, en la vía Sacra, no se han terminado aún las reformas. No hay dinero,
naturalmente. Pompe– ya se aloja en una sala.
La última esperanza de C. y de sus acreedores es el regreso de Pompeyo. Lo malo es que el
Conquistador de Oriente debe regresar con sus legiones y eso no es muy fácil. El Senado está otra
vez muy fuerte.
Si no fuera por Clodio con frecuencia no sabríamos qué hacer para mantener la casa. Él
contribuye con pequeñas sumas.
Por mi parte trato de aturdirme como puedo. Todas las noches asisto a carreras de perros.

19-6
Se nos ha adjudicado la provincia de España para el próximo año.
***
Nos había llamado la atención una construcción de madera que se levantaba a mano derecha del
camino. Después de observarla detenidamente pudimos comprobar que se trataba de la mitad de un
barco de guerra. Estaba asentado sobre un peñasco que sobresalía del bosque de pinos de la ladera
inferior, y lo rodeaban árboles enanos. Mi Sempronio averiguó en la taberna que se trataba de la
mitad delantera de un barco de guerra que el poeta Vastio Alder había hecho trasladar a su parque.
Con ese barco había conquistado la ciudad de Acmé hace algunos decenios. Por la noche, conocí al
poeta en casa de Spicer. Habían cenado juntos. El poeta tenía algo de momia. Era fácil imaginar a
sus sirvientes envolviéndolo por la noche en vendajes blancos, destinados a preservar su integridad.
Sólo vivía para su fama, que provenía tanto de sus versos como de sus campañas guerreras. Su valor
personal estaba fuera de toda duda. Había luchado espada en mano a la cabeza de sus legionarios,
en luchas cuerpo a cuerpo. Sin embargo, su espada podía muy bien haber salido de una tienda de
antigüedades de la Vía Campania antes que del arsenal del Estado, y es muy probable que haya
escogido los escenarios de sus hazañas guerreras de acuerdo con las posibilidades que ofrecían de
emplear palabras raras en su ulterior descripción. Había enriquecido el idioma latino con más
palabras que ningún otro escritor anterior a él.
Era caballeresco y absolutamente natural en el diálogo. Su modestia era exquisita.
Aparentemente, nuestro anfitrión lo había informado acerca del motivo de mis visitas. Con
mucha amabilidad llevó la conversación al objeto de mi interés.
–Un gran hombre –dijo mientras su mano amasaba figuritas con la miga de pan–. Una figura
como la que necesitan los historiadores. El hombre del pueblo y el hombre del Senado. Una
personalidad así va pasando de libro en libro a través de los milenios. Basta con unas pocas
pinceladas. Dudo, y discúlpeme usted, Spicer, de que un poeta que quisiera escribir sobre él pudiera
dedicarle más de dos líneas. No todo lo que presenta superficie recibe pátina..., y el arte es pátina,
¿no es así? Tomemos por ejemplo una silla etrusca: es un objeto eminentemente útil. Después de
cuatro generaciones adquiere valor artístico. «¡Qué madera!», comentamos. Para la poesía, el
hombre del cual hablamos es una cosa en la que Bruto clavó su acero. Usted puede repetir mil
veces: «¡Es el fundador del Imperio, una usance en escala mundial!» Pero esa usance no recibe
pátina... Pero después de todo ¿por qué siempre el arte? Yo soy, desgraciadamente, muy parcial.
El silencio se hizo tan absoluto en el agradable aposento que hasta nosotros llegaban los ladridos
de los perros junto a las barracas de los esclavos. El banquero y antiguo alguacil ejecutor
permanecía repantigado en su asiento; era una figura gris, grande, huesuda, sumida en el silencio.
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La luz caía directamente sobre la cabeza del poeta, que hubiera parecido modelada en cera a no ser
por sus vivaces ojos negros.
Hubo una larga pausa antes de que el poeta continuara hablando. Su palabra era un poco
vacilante, como si le costara hallar el término apropiado; su forma de expresión no era rutinaria.
–Naturalmente, también en la vida del fundador de un Imperio puede haber aventura. La gran
usance se olvidó una vez de sí misma. La grita a que eso dio motivo en las casas de cambio no se ha
acallado aún. Ya sabe usted a qué episodio me refiero, porque el peligro no es más que un episodio
en la vida de nuestra usance. Me refiero a Catilina. El estigma. La conjuración. Cartas y puertas
cerradas. Puñales y juramentos. Programas en todos los bolsillos y señales que se daban en el
Senado. Si toco la nuez de Adán con el dedo eso quiere decir: ¡infierno, abre mazmorras! Listas de
proscritos. El poder. La policía... El dedo no toca la nuez de Adán: ¡traidor! Nuevos cabildos.
Cicerón ha convocado al Senado a sesión nocturna. El jinete que atraviesa la noche. Los bancos
cierran. El baño de sangre... Y por fin la investigación policial. Se lo acusa a uno de haber vivido; se
desmiente esa acusación: no se ha vivido, se ha estado en la cama, con un esclavo... Sí, se tiene un
testigo.
El poeta sonrió despectivo. Ahora jugaba con las miguitas de pan.
–¡Nuestra usance mezclada en la sucia conspiración de Catilina! Mezclada en ella por una carta,
probablemente redactada en su célebre prosa concisa. ¿Qué puede lograr eso? ¿Abrir un agujero con
la punta del zapato en el finísimo manto de brocato sobre el que están sentados las sibilas y los
comerciantes en granos y ver lo que repta por allí, hacia las siete colinas, desde los siete pantanos?
Lo que vomitan las infectas pocilgas de Craso, para que se mezcle con esos seres, ni hombres ni
animales, que llegan en retirada desde las rancias tierras laborables, allá en la lejanía, para asistir
también a la repartija. Ellos no llevan águilas; no, más bien otras aves. El Júpiter del Capitolio se
rasca aún cuando recuerda aquellas semanas. Sí, allí encontraría el gran demócrata sus votantes...
Aquellos que fueron derrotados en Zama y en las dos Asias viven muy cerca. Allí mismo, en el
sótano. De esto puede resultar otro desfile triunfal... ¡Por favor, colóquese a la cabeza, emperador
empenachado en rojo! ¡Por favor, permanezca sobre su corcel de guerra! En ese desfile arrastrarían
probablemente una chacra de la Campania como botín... una chacra y todos los panes de Italia, los
«señores del mundo, que no podían ser señores de su casa». ¡Pero de qué estamos hablando! ¡Si
nuestra usance no tiene nada que ver! ¡Salustio lo ha demostrado! La usance es mansa como un
cordero, come de la mano; ni siquiera vivió. Disculpe usted.
Calló nuevamente por unos instantes, como si escuchara el suave murmullo del lago. Luego,
como ninguno de nosotros hablara, continuó:
–Y, sin embargo, eso fue la base de todo. En el momento oportuno, cuando las investigaciones
sobre dineros mal empleados se tornaban una amenaza, se señalaba siempre el vapor que subía
desde allí abajo, se murmuraba algo acerca de una revolución, se hacía un gesto vago en dirección a
los barrios bajos. La policía entendía y empleaba entonces más tacto. Una incidental mención a la
masa hambrienta (en concisa prosa militar) y el Senado devolvía el saludo. Por supuesto que uno
mismo estaba en contra de aquel torrente infecto, se limpiaba las salpicaduras que habían alcanzado
la toga. Se sabía que ellos aprovecharían su «liberación» para sentar sus bastardos lisiados en las
faldas de las vestales, para cultivar rábanos en lugar de crisantemos en los invernaderos, para tapar
los agujeros de sus barracas con valiosos lienzos griegos, para cagarse en la gramática, siempre
disculpados por un par de literatos que hablaban de educación descuidada. Se sabía todo esto, se
tenía una cultura griega. Se sabía, pero había que hacer política. Se hizo política, hasta que
finalmente se hizo entrar el diluvio en la Curia... o por lo menos se hizo entrar su espuma. Por
supuesto, no al campesino hambriento, sino a su perseguidor, el logrero. Por supuesto, no al
artesano fundido, sino a su acreedor hipotecario. No, el señor no olvidó la «necesidad», el gran
demócrata recordaba la «desesperación de los despojados». ¿Cómo, si no, iba a extorsionarlos? El
Senado era muy pequeño. Había que ampliarlo. Los ladrones privilegiados eran muy pocos; debía
complementárselos con ladrones no privilegiados. Bajo la mirada amenazadora del dictador
temblaban aquellos a quienes su policía alcanzaba el botín y temblaba la mano que lo había tomado
directamente. ¡Y esa lepra que se había prometido oprimir, excluir, diezmar, a cambio de tantos

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sobres cerrados! ¡Y bien! ¿No estaban acaso diezmados ellos también cuando inundaron la Curia?
¿No eran acaso una pequeña parte de la lepra? Realmente sólo eran la parte de la lepra que podía
hacer sonar los dineros. Una parte pequeña, pero fuerte, que se hacía oír. Hay que gritar cuando se
quiere regatear. Recuerde usted lo que es un Senado... ¿No parece un mercado? ¿Quiere un tema de
pintura apropiado para la época? «Senadores romanos buscando piojos.» ¡Sí, indudablemente, ese
dependiente suyo fue un gran hombre, Spicer!
Cuando Vastio Alder se retiró –temprano porque, como él mismo lo dijo, su salud dejaba
bastante que desear– Spicer y yo lo acompañamos un trecho.
–Se ha ido así, repentinamente –dijo el anciano banquero en voz baja–, porque quiere ir a asentar
su charla por escrito. Los últimos minutos los pasó como si hubiera estado sentado sobre alfileres.
¿No observó cómo trataba desesperadamente de memorizar lo que estaba diciendo ante un público
tan poco numeroso?
La diferencia entre el banquero y su huésped era enorme, indescriptible. Ambos eran de origen
humilde; Spicer, hijo de un liberto; Vastio mismo un liberto. Ambos habían jugado de niños en la
gran capital, ambos habían estado como hombres en el Senado de César... Pero el banquero todavía
hacía ruidos al comer y el poeta y soldado había llegado tan lejos que casi volvía a hacer ruidos al
comer.
Por unos instantes permanecimos observando la lámpara del poeta que se iba perdiendo en el
descenso. Su palazzo estaba sobre una colina separada de la nuestra por un profundo valle cubierto
de maleza. El edificio brillaba a la luz de la luna casi llena, a través de un olivar poco denso. Desde
aquí no se alcanzaba a divisar el peñasco con la proa del barco. Cuando lo mencioné, a título de
curiosidad, Spicer dijo de mal talante:
–Si ha quedado algo de ese barco, hay que agradecérselo al arte de nuestros ingenieros. Se puede
imaginar el trabajo que dio subir esa reliquia hasta la colina. Para colmo, les prohibió dañar uno
solo de sus árboles en la operación. Requirió más talento hacer subir esas tablas hasta aquí que
llevarlas en su tiempo hasta Acmé.
–La costumbre de nuestro famoso amigo de colocar reliquias sobre los peñascos tiene su lado
flaco –comentó Spicer cuando tomamos nuevamente asiento–, pero algo de esa grandeza falta en las
anotaciones del pequeño Rarus. En ellas se advierte el optimismo del hombre pequeño, en pequeño,
y su pesimismo, en grande. Su representación de los sucesos del año 91 ofrece en conjunto un
cuadro excesivamente pesimista.
Agitó en el aire el delgado rollo que yo le había devuelto y lo depositó nuevamente sobre la
mesa.
–C. quedó, después de los desafortunados sucesos de la conjuración de Catilina, en otra posición;
una posición, sin duda, más afianzada. En la política sucede lo mismo que en la vida puramente
comercial. Las deudas pequeñas no son una recomendación; las deudas grandes son ya otra cosa.
Un hombre que tiene deudas realmente grandes inspira respeto. Ya no es él solo el que tiembla por
su crédito; también tiemblan sus acreedores. Hay que arrimarlo a grandes negocios para evitar que
sucumba a la desesperación. No se puede evitar su trato, pues es preciso intimarlo constantemente.
En resumen, ese hombre se convierte en una potencia. Así ocurre con el político que ha sufrido
suficientes derrotas. Su nombre está en todas las bocas. Los que lo han seguido están en mala
situación, por lo tanto siguen necesitando de él. Se han acostumbrado a él y sólo de él esperan un
mejoramiento de su situación. Tampoco lo dejan caer los que le han confiado encargos... Sabe
demasiado para abandonarlo. La principal dificultad estriba en llegar a los grandes negocios,
cuando se ha llegado a ellos es difícil para los demás sacarlo a uno de allí. No tiene mayor
importancia que los manejos de un hombre tengan siempre buenos resultados; lo importante es que
tengan resultados. Mientras más grandes sean esos resultados, tanto más grande será ese hombre. El
asunto de Catilina elevó a C. a la superficie. Es verdad que esos sucesos arruinaron al «partido»
democrático, pero en lo que a él respecta, lo pusieron a la cabeza del partido. La derrota había sido
muy grande, pero si se quería obtener algo más de los vencidos, había que recurrir a él. Él recibía
hasta los puntapiés. La causa democrática estaba realmente arruinada. El Senado no había reparado
en gastos para humillar a la City. Los repartos de trigo insumían anualmente un octavo del

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presupuesto oficial: 25 millones de sestercios. Pero esa suma no era dinero desperdiciado, sin entrar
a considerar que no se trataba de dinero propio. Los ingresos fiscales habían ascendido a más del
doble con la conquista del Asia, La participación de la City en esas ganancias se había reducido
considerablemente. Pompeyo el Grande tenía que pensarlo muy bien antes de exigir al Senado algo
más que un triunfo. Las organizaciones democráticas en las que se habría podido apoyar ese mismo
otoño, habían quedado reducidas a escombros. La City había traicionado al hombre humilde con
todas las reglas del arte, excepto aquella que prescribe que la víctima no debe advertir la traición.
Después del definitivo y brutal exterminio de los catilinistas, la masa había sufrido un cambio de
opinión. Los vencedores de Pistoya describían el valor de los desesperados rebeldes en cuyas
mochilas no se halló ni un mendrugo de pan. Narraban esto en las ruinosas casas de alquiler con
verdín en las paredes y ante hombres asfixiados por los bancos o despojados ya de todo. Y el
demócrata Cicerón había combatido aquel alzamiento, y Pompeyo el Grande se había disputado con
él ese honor. Pompeyo había perdido su popularidad... pero el Senado conservaba su fuerza. La
policía de la capital se había duplicado; sus legajos estaban repletos de documentos
comprometedores. Los clubes callejeros estaban totalmente disueltos. El Senado podía reclutar
nuevas legiones entre los campesinos de toda Italia cuando lo considerara necesario. Los labradores
no tenían interés en la solución del problema agrario que significaba para ellos la competencia de
los desocupados de la ciudad. ¡Como si no bastara con las importaciones de esclavos de Pompeyo!
»La bancarrota de la City era absoluta. Cada vez eran mayores sus ansias de tener a Pompeyo.
Necesitaban urgentemente el «hombre fuerte»; esperaban mucho de su energía. En el Foro resonaba
nuevamente el eco de sus hazañas. «Su genio está probado –decían los banqueros–; lo ha
demostrado en Asia. Si supo terminar con Mitríades ¿por qué no habría de acabar con nuestro
Catón? El hombre tiene una fama que defender.»
»Naturalmente, C. también esperaba a Pompeyo. Si Pompeyo regresaba con sus legiones, no
habría investigación sobre los sucesos de enero, que se reabrirían no bien dejara C. su cargo en el
otoño. En el instante que dejara de ser juez, se convertiría en reo. Su esperanza era pues la dictadura
de Pompeyo.
»Pero el Gran Pompeyo se embozaba en su silencio. Concluía sus negociaciones asiáticas y
parecía no querer saber nada de política. Seguía celebrando contratos con la City sobre percepción
de impuestos y derechos aduaneros. Esos contratos necesitaban la aprobación del Senado; pero él
regresaría con sus legiones y los contratos cuya sanción deseaban fervientemente las legiones
triunfantes no podían ser malos. La City mostraba optimismo; pero los valores asiáticos estaban
muy bajos. Para conocer la verdadera opinión de la City acerca de los informes bélicos, hay que leer
los informes bursátiles.
El anciano me miró unos instantes con aire pensativo. Parecía estar meditando hasta qué punto
podía hablar conmigo. Quizá hubiera descubierto en mi rostro un aire de aburrimiento. Sabía muy
bien que yo no compartía su innato interés por el desarrollo de los negocios, y por los negocios en
general. Aún no había llegado al punto de poder extraer conclusiones de un análisis puramente
comercial de los grandes acontecimientos históricos, de los sucesos de trascendencia histórica
universal. Mi actitud era simplemente de paciente espera.
Repentinamente, el banquero volvió a hablar.
–Le diré cómo nos arreglamos con las consecuencias del escándalo de Catilina. Nosotros, porque
en eso tuve intervención yo también. Como usted sabrá, Pompeyo no regresó con sus legiones. Lo
hizo sin ellas. A principios del año 92 nadie creía que el gran conquistador de las dos Asias hiciera
semejante cosa. Craso, enemistado a muerte con Pompeyo, había huido a Macedonia al regreso de
éste. El Senado mismo esperaba que Pompeyo, que había arribado a Brindisi con una gigantesca
flota, le trajera serias complicaciones cuando Craso apareció nuevamente en el Foro. C. lo vio y
comprendió que Pompeyo regresaría sin su ejército. Craso estaba bien informado.
»C. me hizo llamar esa misma tarde. Estaba de pie junto a una estatua de Minerva y daba
órdenes a una docena de esclavos que empacaban sus cosas.
»– Pompeyo regresará como hombre privado –dijo–. Craso está de regreso. Tengo intenciones de
partir hacia mi provincia. ¿Puede arreglar usted este asunto?

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»–¿Es forzoso que parta? –le pregunté.
»–Sí –respondió mirándome fijamente–, si usted me lo permite.
»Yo había unificado en mis manos la mayor parte de sus obligaciones. Para el banco que, junto
conmigo, había ordenado sus enredadas finanzas (era casi su único negocio), su partida podía
representar un golpe mortal.
»–¿Hay alguien que pueda salir fiador por usted? –pregunté.
»–No –replicó y continuó dando instrucciones a sus esclavos.
»–Entonces es imposible dejarlo partir a su provincia –dije muy seriamente–. Usted debe 30
millones.
»En realidad sus deudas ascendían a mucho más. Por ese entonces yo no sabía nada de sus locas
especulaciones con tierras. Por supuesto, él tampoco las mencionó. Sin embargo, dijo:
»–Debo más aún. La situación de los acreedores es desesperada, mi estimado Spicer. Espero por
su bien que no haya dejado definitivamente su antigua ocupación.
»Le dije que sí, que lo había hecho y que de ningún modo pensaba darme por vencido. Me fui
indignado, mientras él, con su indiferencia habitual, seguía vigilando los preparativos.
»En esa casa el derrumbe era total. Podía seguir viviendo en ella porque no le pertenecía a él sino
al Estado. Su mujer, Pompeya, había salido de allí luego de un terrible escándalo con Clodio.
»Durante la festividad de Ceres (que se celebraba entre las damas de la nobleza y las vestales y
en la que estaba absolutamente prohibida la presencia de hombres), Clodio, aprovechando que ese
año se había realizado en casa de C. por ser pretor, se había introducido, vestido de mujer, para
acostarse con Pompeya. Se le había descubierto y ahora estaba a la espera de un proceso por
sacrilegio.
»C. dependía de su mujer. Clodio «el de la cabeza bañada en ungüentos», como lo llama Rarus,
había tratado en vano de apaciguarlo asegurándole que no se había introducido en la casa por
Pompeya sino por su hermana Clodia, con la que mantenía relaciones de las que toda la ciudad
estaba enterada. Que sólo estaba celoso de Pompeya por Clodia. C. lo había arrojado de su casa y
había repudiado a Pompeya. Esa noche, cuando regresé, debí intervenir, desgraciadamente, en ese
desagradable asunto. Llevaba gente conmigo y una orden judicial por la que se exigía la
permanencia de C. en la ciudad. Aposté unos cincuenta hombres alrededor del edificio antes de
entrar. Sabía que era muy rápido cuando estaba en peligro.
»Ante todo hice que me enseñara los papeles que indicaban los ingresos fiscales de la provincia
de España. Eran (entre derechos aduaneros, impuestos y tributos) unos 25 millones. La cosa no
tenía solución.
»–Para España eso ya era demasiado. ¿Cómo va a hacer para sacar algo en provecho propio?
»––Lo haré porque debo hacerlo.
»–Estrujando, sacará unos diez millones y lo acosarán con los procesos.
»–Sacaré 20 millones y no habrá procesos. Presentaré mi candidatura al consulado desde España.
»Ante esa respuesta sentí que algo se quebraba dentro de mí, lo recuerdo perfectamente. Por un
instante pensé si debía echarme a llorar. Yo tenía familia. Por fin, me decidí a seguirlo hasta el final.
Era una locura, pero ese hombre me inspiraba confianza. No había nada que hacerle, ese hombre me
inspiraba confianza.
»Entramos en detalles y la conversación recayó sobre su ruptura con Clodio. El único que lo
podía ayudar, y así se lo dije, era Craso. Sólo quedaba un camino para obligarlo a prestar ayuda.
Había que volver al asunto de Catilina, sacarle un poco más el jugo. C. era aún pretor a la sazón.
Podía citar a Craso ante su estrado judicial. Cuando mencioné el problema de las pruebas, surgió el
nombre de Clodio.
»En algún rincón de los clubes se conservaba aún una prueba de que Craso había apoyado con
sus dineros el movimiento catilinista. Esas pruebas estaban en manos de Clodio; él las había
conservado para protegerse. Debía sacarlas a relucir. C. estuvo de acuerdo en que yo fuera en busca
de Clodio.
»Frente a la casa estaban los carros que llevarían el equipaje de C. Como medida de precaución
hice que mis hombres se incautaran de ellos... Yo no sabía si Clodio accedería a mi solicitud.

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»Contra mis temores, Clodio me siguió en el acto. Los señores se saludaron con frialdad, pero la
conversación se desarrolló sin tropiezos. Clodio necesitaba del testimonio de C. en su proceso y
estaba dispuesto a pagarlo con las pruebas contra Craso. Habíamos llegado ya a ese acuerdo cuando
entró la madre de C. Era una anciana menuda y muy distinguida, pero no tenía pelos en la lengua.
No se hizo ninguna violencia cuando vio al hombre que había mancillado la honra de la familia en
compañía del caballero agraviado; simplemente dijo lo que pensaba... No sólo se lo dijo a Clodio,
sino también a su hijo. Le dijo que lo menos que esperaba de él era que arrojara de allí a aquel
individuo. Sus expresiones fueron bastante más enérgicas que las que estoy empleando. Me
sorprendió comprobar con qué expresiones defendían los aristócratas su honor familiar.
»C., que necesitaba la ayuda de Clodio, quedaba en una postura muy desairada. Sin embargo,
supo comportarse a la altura de las circunstancias; y cuando su madre le preguntó si estaba
dispuesto a colocar sus «limpios negocios» por encima de su honor, respondió con firmeza y
dignidad:
»–¡Sí!
»Se resistió con toda decisión a mezclar los problemas políticos con los sentimientos privados. A
través de sus breves frases tuve la sensación de que estaba convencido de que en esos instantes se
estaban decidiendo los destinos del mundo romano. Su madre, muda de indignación, tuvo sin duda
una sensación muy distinta. Sin embargo, dejó la habitación sin insistir.
»Cerraron trato. Yo partí con Clodio en busca de las pruebas y C. mandó llamar a Craso.
»La conversación con Craso no se borrará de mi memoria. El gordo se limitó a reír cuando le
propusimos que saliera de fiador por las deudas de C., que se elevaban a 30 millones.
»–¿Y por qué quieres volar? –preguntó.
»–En ciertos círculos se me guarda rencor por haber propiciado la vuelta de Pompeyo.
»–¡No digas! –exclamó Craso–. En ese caso deberías pedir a tu amigo Pompeyo que salga de
fiador, ¿no te parece?
»–No tengo nada que pueda ofrecerle a cambio –manifestó C. con el mayor desenfado.
»–¿Y a mí sí tienes algo que puedas ofrecerme? –preguntó Craso divertido.
»– Quizá –replicó C.–. Tú sabes que soy pretor.
»–¡Si lo sabré! Como que me costó 10 millones.
»–Valía la pena –afirmó C. con indiferencia–. He podido zafarme del asunto de Catilina.
»–Ése era el objeto del negocio de la pretura y no el llamado a las legiones asiáticas –dijo Craso.
»Había un matiz de irritación en sus palabras.
»C. lo miró fijamente, pero no sin cierta simpatía. Por fin dijo:
»–Espero que tú también te puedas zafar.
»Craso saltó como si lo hubiera picado una avispa.
»–¿Qué quieres decir?
»–En mi calidad de pretor –dijo C. impasible– he recibido material de prueba en tu contra y, en
mi calidad de dirigente de los clubes, he conservado ese material, mi querido amigo.
»–¿Qué clase de material de prueba? –preguntó Craso, ronco.
»–Un par de bolsitas de dinero que llevan estampado el nombre de la compañía. No cabe la
menor duda de que se ha tratado de donativos a organizaciones ilegales.
»Craso resollaba pesadamente.
»–Esto es extorsión –dijo.
»–Sí –admitió C. con la mayor frescura.
»–¿De manera que lo que quieres es venderme un par de bolsitas de cuero por 30 millones de
sestercios?
»–No –replicó C. no sin amabilidad en su tono–. No creo que valgan esa cantidad. Lo único que
se te pide es que salgas de fiador. Te devolveré los 30 millones no bien vuelva de España. Sólo
quiero poner a prueba tu confianza en mí.
»–No te tengo confianza –dijo el Verdín, angustiado.
»–Entonces no dormirás tranquilo.

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»–¿Dónde están las bolsitas? Quiero verlas antes de entrar a hablar de temas que no me
interesan.
»Comprendí perfectamente lo que sentía. Coloqué cinco bolsitas de cuero sobre la mesa. El
gordo las miró y permaneció en silencio unos instantes pensando primero en los denarios con los
que había entrado en esa campaña y luego en los denarios que le costaría salir de ella. Luego
comencé a ayudarle a ordenar sus ideas sobre las finanzas de su lugarteniente. El grupo Pulcher,
muy comprometido en los valores asiáticos, había sufrido mucho con el desastre financiero de
diciembre y tenía que ver algún dinero, máxime teniendo en cuenta que detrás de ellos estaba el
gran Afranio Cullo. Yo mismo representaba unos 11 millones. Craso salió garante por 6 de esos
millones, y además prometió «hablar seriamente» con algunos otros acreedores. Llegamos a un
acuerdo.
»C., mientras tanto, leía una novela griega sentado en un rincón.
»Algunos historiadores afirman que Craso salió de fiador porque sabía apreciar su espíritu de
empresa y su ambición. Yo les puedo asegurar que no lo apreciaba nada.

Afuera se oyeron voces en la noche. El anciano interrumpió su relato y escuchó. Las voces
parecieron alejarse y por fin se acallaron. Se puso de pie y, agachándose, llenó mi garrafa con el
contenido del ánfora de barro cocido. Mientras servía se detuvo una vez más y escuchó. Afuera
reinaba un completo silencio. Se sentó y continuó su narración.
–No tengo reparos en admitir que me impresionaba la forma en que trataba a sus acreedores. Esa
indudable superioridad procedía de su concepto del dinero. No era codicioso, no quería transformar
lo «tuyo» en «mío»... Simplemente no advertía diferencia alguna entre lo «tuyo» y lo «mío». Con
frecuencia me ha sorprendido que su abierta despreocupación por las deudas, lejos de atemorizar a
sus acreedores, los contagiara. Le he narrado en detalle la conversación con Craso porque en ella se
refleja su famoso «permanente buen humor».
»A todo esto, nos estaba engañando tanto a mí como a Craso. No mencionó para nada sus
especulaciones con tierras. No entraré en detalles de cómo se las arregló para darle largas a esas
operaciones a través del año de su proconsulado en España. Rarus informa al respecto en sus
anotaciones sobre el año 94. En el año 92 sólo estaban enterados de esas especulaciones con tierras
Pulcher y algunos otros bancos estrechamente vinculados con él. No por nada quiso que diéramos
preferencia a esos acreedores. En España trabajó casi exclusivamente con el grupo Pulcher.
El banquero se detuvo otra vez bruscamente y se echó hacia atrás en actitud alerta. Las voces de
afuera se oían otra vez. Llegaban de la dirección en que estaban las barracas de los esclavos. Ahora
se mezclaban con los ladridos de los perros de los guardianes.
Oímos pasos apresurados y en la ventana apareció la figura del capataz galo. Nos informó que se
había escapado uno de los esclavos.
–Lleven los perros –ordenó Spicer–. Pero llévenlos con la correa, no vaya a ser que vuelvan a
perder uno.
Golpeó uno de los platos de latón y ordenó que le alcanzaran un abrigo. Salimos. Pasamos junto
a las barracas. Desde su interior llegaban los chasquidos de los látigos de cuero y los gritos de dolor
de los supuestos cómplices. Marchamos tras los esclavos que llevaban los perros. No era necesario
iluminar el camino con antorchas, la noche era suficientemente clara para la búsqueda.
El anciano marchaba en silencio. Sus movimientos eran macizos y enérgicos. Cada uno de ellos
parecía bien meditado. Su aspecto era sombrío.
En una curva del camino encontramos al veterano de la campaña a las Galias. Con él iba un
perrito al que le costaba trabajo retener, pues se empeñaba en seguir a la jauría.
Spicer le preguntó secamente si había visto al fugitivo. El hombre bajo y ancho lo miró de lleno
y movió lentamente la cabeza expresando negación. Inmóvil, nos siguió con la mirada mientras nos
alejábamos.
–Estoy seguro de que sabe algo –dijo Spicer con reprimida excitación–. Estos muertos de hambre
se protegen los unos a los otros.

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No llegamos muy lejos; no era mucho lo que podíamos hacer. Cuando entramos otra vez en la
biblioteca se oían aún los aullidos salvajes de los gigantescos mastines que se alejaban rumbo a la
orilla del lago.
El anciano se sirvió un vaso de vino. Sus manos no temblaban pero su voz revelaba lo mucho
que le costaba conservar el dominio sobre sí mismo. Su rostro, habitualmente gris, tenía ahora una
tonalidad cenicienta.
–No –dijo, respondiendo a mi pregunta acerca de la suerte que correría el fugitivo–; nunca hago
matar a nadie. Me ha costado dinero. No soy de esos estúpidos que hacen romper los huesos a gente
que trabaja para ellos en los olivares. Por otra parte, la pena de muerte no atemoriza a esta gente.
Ellos no se aterran a la vida como nosotros.
Se fue tranquilizando, poco a poco, mientras hablaba de la administración de César en España,
que –como es sabido– puede calificarse de clásica. Sin embargo, mientras hablaba, seguía atento a
los ruidos de la noche y su relato fue más mordaz que lo habitual. Al cabo de mucho tiempo
comprendí por qué no sólo evitaba hermosear los hechos, sino que se esmeraba en subrayar lo
brutal y lo violento.
–C. –continuó el banquero– abandonó Roma con tanta prisa que ni siquiera recogió las
instrucciones del Senado respecto de la composición, equipamiento y paga de su ejército. Creo que
fueron sus numerosos acreedores los que difundieron la elogiosa versión de su «partida
maravillosamente rápida». Pero eso sí, no dejó Roma sin recoger las instrucciones del grupo
Pulcher. Este equipo estaba encargado del aprovisionamiento del ejército de Pompeyo con el hierro
de las minas etruscas. Esas minas, las más grandes de Italia, estaban ya bastante agotadas. La
administración de España conducida por C. fue realmente la primera administración racional, es
decir, llevada con criterio comercial.
»No es fácil advertirlo a través de la descripción que de ella hacen los historiadores. Por ciertos
motivos, especialmente para tener ocasión de celebrar un triunfo, C. se vio forzado a presentar todo
bajo un aspecto bélico. Se habló de una campaña contra los pueblos montañeses que solían
descender al valle para saquear a sus pobladores. Se habló de un pueblo montañés que había
abandonado sus ciudades para refugiarse en las montañas y que había sido traído de vuelta. Éste es
el estilo habitual de los informes de los gobernadores. Las acciones de C. fueron mucho más
interesantes.
»Lo más importante, lo realmente nuevo, fue que trató a los comerciantes españoles no sólo
como a españoles, sino también como a comerciantes. Los apoyó en todo sentido, aun contra sus
propios compatriotas.
»Lo primero que había que hacer era devolver la paz a España. Para ello era preciso recurrir a
cualquier medio, aun al más violento.
»Su más famosa medida civilizadora la constituyó el establecimiento de los pueblos montañeses
lusitanos en los valles de los ríos. Los comerciantes lusitanos se quejaban amargamente de la
absoluta falta de mano de obra en las minas de plata, cobre y hierro. Los pobladores de la montaña
preferían llevar una contemplativa existencia pastoril en sus altiplanicies a trabajar en las minas.
Los industriales señalaban, con mucha razón, que aquella gente eludía con facilidad el ataque de los
cobradores de impuestos, favorecidos por la situación de esas tierras, difícilmente abordables.
»Los gobernadores romanos habían pasado muchos decenios sin escuchar las quejas del
comercio local y no habían tomado partido en la lucha entre la burguesía lusitana y los renitentes
pueblos pastoriles. Los pueblos montañeses ocupaban una escala muy baja en la civilización.
Apenas si había esclavos. No se estaba en condiciones de explotar la considerable riqueza mineral
sin ayuda extranjera. Esto se debía en parte a la falta de mano de obra apropiada.
»Sin embargo, el ejército romano no intervino hasta que C. se enteró de que en esas regiones aún
se practicaban sacrificios humanos. Ese signo de barbarie exigía una acción rápida y enérgica.
Habría pérdidas de vidas humanas, pero valía la pena ese sacrificio. Las cohortes romanas que, en
ausencia de caminos, marcharon por un brazo de mar creyendo que se trataba del lecho de un río
seco, y que fueron arrastradas por la creciente con todo su equipo, no perdieron la vida inútilmente.
En esas mismas orillas se levantan hoy las villas de comerciantes romanos y nativos. Y los valles

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que entonces se llenaron del ruido de las armas y los ayes de los heridos, hoy repiten el eco del
pacífico martilleo en las minas y de las alegres voces de los esclavos.
»La breve campaña no fue incruenta, y no todas las operaciones de C. fueron victoriosas. Pero
sus soldados lo querían bastante. Las gratificaciones que daba eran razonables. Pudo exigir un
triunfo en Roma con la conciencia tranquila, y para sumar los cinco mil enemigos muertos que se
estipulaban como mínimo para esa celebración no fue preciso que incluyera a la población civil,
como lo habían hecho ciertos generales.
»Las cohortes romanas lucharon en esta campaña, hombro con hombro, con las cohortes nativas;
un tercio del ejército estaba constituido por lusitanos. La actitud de los publícanos romanos, y por lo
tanto de la City, era también en extremo cordial. C. logró, con ayuda del grupo Pulcher, una rebaja
en los impuestos de su provincia, probando que su población había sufrido mucho con sus
operaciones militares. Antes de la subasta de los derechos de percepción de impuestos celebró un
acuerdo entre los diferentes postores y el grupo Pulcher a fin de evitar el habitual sobrepujamiento.
Dejó las minas en manos del comercio local y obtuvo una moratoria para las deudas de los
lusitanos. Halló una forma aceptable de poner a la industria nativa en condiciones de seguir
trabajando y liberarse de sus deudas empleando a fondo la mano de obra de su tierra. Dos tercios
del rendimiento de las minas iba a parar a manos de la City.
»La campaña a las montañas proporcionó un rico botín de esclavos. Pero eso no bastaba,
naturalmente. Los antiguos pastores, habituados a la vida de ocio de su altiplanicie, abandonaban
una y otra vez la ciudad y debían ser traídos de regreso por la fuerza. C. hacía lo que podía.
»Su éxito marcó rumbos y contribuyó más que nada a popularizar el nuevo sistema. A pesar de
la disminución de los impuestos, los ingresos oficiales aumentaban continuamente y la City tenía
sobrados motivos para estar satisfecha. Recibía minerales en la cantidad que deseaba. Hoy emplea
más de 40 000 esclavos en los yacimientos de las montañas y extrae anualmente sus buenos 45
millones de las minas de plata.
»La intervención de C. en la pacificación de la provincia fue también altamente satisfactoria. Los
historiadores no se han puesto aún de acuerdo respecto de la fuente de sus ganancias. Brando opina
que se limitó a aceptar dinero, ya que tuvo oportunidad de recibir cuantiosas pruebas de gratitud de
parte de los españoles por su desinterés. Insiste en que C. sólo aceptó donaciones voluntarias. Nepos
opina que las personas que están a la cabeza de un ejército son demasiado orgullosas para mendigar
y supone que C. ordenó esas donaciones. Algunos opinan que obtuvo ese dinero de las arcas del
enemigo, otros de las de sus aliados; algunos aseguran que los extrajo de los tributos, otros que eran
su participación en las minas de plata; algunos dicen que se vendió en España, otros que se vendió
en Roma. Todos tienen razón. Como todo el mundo sabe, C. era capaz de hacer varias cosas a la
vez. Hizo 35 millones en un solo año. Cuando regresó era otro hombre. Había demostrado lo que
había en él y también había demostrado lo que había en esa provincia... Su famosa frase de que
«prefería ser el primero en España al segundo en Roma», era muy justificada.
»Quedó demostrado que mi confianza en él era fundada. Nuestro pequeño banco dejó de ser un
banco pequeño.

El pequeño galo había vuelto a aparecer en la habitación. Estaba pálido y nervioso, físicamente
agotado.
–No conseguimos nada –dijo.
El anciano lo miró sin expresión y me pareció que el galo empalidecía aún más. Se volvió
rápidamente y salió.
El anciano volvió su rostro tosco hacia las ventanas que asomaban a la noche. Se mantuvo
algunos minutos en silencio y luego continuó con voz monocorde:
–El hombre nuevo volvió a una nueva Roma. La democracia se levantaba otra vez de su terrible
derrota del año 92. El problema de cómo habría de digerirse ese medio mundo conquistado por
Pompeyo no se había resuelto aún. La situación se había hecho nuevamente insostenible. La
actividad de la City no podía evitarse ni ejercerse. Enormes masas de esclavos llenaban Roma e
Italia. Pero mientras mayor era la abundancia de mano de obra, tanto menos era el trabajo. Las

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industrias se iban hundiendo por efecto de los repartos de trigo. Los propietarios de los grandes
latifundios comenzaron a sentir la necesidad de pasar del cultivo del trigo a la viticultura y a la
olivicultura. Buscaron arrendatarios.
El anciano se puso de pie y extendió la mano hacia el cofrecito que contenía los rollos.
–En estas anotaciones verá que la democracia se concretó por fin.
Regresé a mi villa sumido en hondos pensamientos. Entre los pliegues de mi túnica llevaba las
anotaciones de Rarus sobre los años 94 y 95. La noche era cálida, el cielo estaba ahora cubierto. El
fugitivo había tenido suerte. Al pasar por las barracas de los esclavos no oí un solo ruido.

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LIBRO CUARTO
EL MONSTRUO DE LAS TRES CABEZAS
III. ANOTACIONES DE RARUS
(Del período comprendido entre el 12-2-694 y el 27-7-694,
abreviados por el recopilador)
Los historiadores de visión que representan la ciencia histórica directriz, han visto en estos
acontecimientos un intento del Senado por evitar la concesión de un triunfo a C. por su actuación en
España. Las fuerzas democráticas en Roma se esfuerzan por llevar al consulado a un general de sus
filas. C., enfrentado a la elección entre honor y poder (triunfo y consulado) se queda –sin vacilar–
con el poder.

12-2-694
Es indispensable el triunfo... aunque mas no sea para silenciar las desvergonzadas burlas de
Cicerón acerca de la expedición a España. Anda diciendo por ahí que habría que mirar bien los
nombres de los lugares de batalla para asegurarse que no son nombres de firmas bancarias; que las
batallas más importantes las habrían librado los acreedores y los deudores; que lo que habían caído
eran las acciones y lo que se había roto no eran las líneas enemigas sino los contratos; C. habría
traído tantos expertos en finanzas y usureros, que las tropas han debido acampar fuera de sus
cuarteles; que los soldados se habrían empleado a lo sumo para vigilar las cajas de caudales. Son
burlas torpes, pero efectivas entre la gente ignorante.
Naturalmente, saldrá caro, pero debemos obtener el consulado para el año próximo. Es
justamente por eso que Macer reclama el triunfo con toda energía. Dice que los dirigentes de
distrito han estado sondeando el terreno y tropiezan con la desconfianza de los votantes. No han
olvidado aún que los dineros de la elección de Catilina no fueron pagados a último momento. Si se
obtiene el triunfo, todos verán que detrás del candidato hay dinero. Naturalmente, será necesario
agasajar a la ciudad y repartir monedas, aunque sólo sean medios ases. El desfile triunfal
proporcionará algunas ganancias a los operarios. ¿Qué han recibido los humildes de toda la plata
española que ha ingresado en los bancos? Los panaderos, los matarifes, los talabarteros, los
cardadores, no reciben más beneficios de la guerra que el desfile triunfal. Además no se trata sólo
del dinero. El hombre del pueblo acepta el dinero, claro está, pero lo acepta con más gusto de
alguien en quien confía. La administración del Estado puede conducirse con mezquindad o con
grandeza. Para el artesano todo depende de eso. Fácilmente la mitad de los negocios se vienen abajo
porque están supeditados al abastecimiento bélico y no hay guerra. Siempre se vota con más gusto
por un general. Spicer, en círculo íntimo, también habla en favor del triunfo.
–Se tiene un falso concepto del triunfo si se lo considera simplemente como un circo –dice
secamente–. Es una manera como cualquiera otra de obtener crédito... Y justamente porque nuestra
situación financiera no es muy brillante debemos procurar hacer bulla. La ciudad entera debe oír el
tintineo de nuestras monedas. Desde el punto de vista financiero es mejor recorrer la ciudad en un
carro triunfal con los bolsillos vacíos que entrar en un banco del Foro con la bolsa llena. Yo le he
escrito: «Para la City no es nada conveniente que se lo catalogue a usted como comerciante. Usted
es un estadista, un general. Por favor, no adopte una postura cínica respecto de las tradiciones. Me
he enterado de que usted ha dicho: ¿para qué todo ese hechizo? ¿Pero es que no se da cuenta de que
semejante expresión le puede costar una fortuna? Deje que hablen los señores Cíncula (pieles y
cueros). Demuestre que usted toma en serio su profesión y sólo así se le confiará dinero. Usted
necesita el triunfo.»
–¡El triunfo es imprescindible! –dice Fulvia–. El Senado va a reventar. Es lo mismo que cuando
yo me encargo vestidos nuevos en Aristópulos... ¡Todas revientan! Cuando me siento desdichada,
cuando mi cuenta bancaria anda mal, me encargo diez toilettes nuevas. Me he arrepentido mucho de
mis actos, pero nunca he lamentado vestirme bien. No se trata solamente de que la seda excita más

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que la piel más hermosa, sino que a la gente se le hace agua la boca cuando ve que una es cara. ¡El
triunfo es indispensable!
El problema, si es que en realidad hubo problema, fue resuelto por Pulcher.
–Debemos limpiar la mancha de barro del arroyo que ha quedado en su toga. Me refiero a la
palabra «Catilina».
Spicer se ha enterado por fuentes fidedignas de que los círculos que están detrás del Banco de
Comercio Asiático exigen el triunfo para facilitar dineros para el fondo electoral. Cayo Matio ha
preparado el terreno en el Senado para la concesión del triunfo.
No entiendo bien qué quiso decir Spicer cuando habló de que «nuestra situación financiera no
era brillante». ¡C. tiene que haber hecho mucho dinero en España!

20-2
La comisión del Senado pone, como era de suponer, toda clase de inconvenientes al triunfo. Se
dice que en el número de muertos hemos incluido los españoles víctimas de una epidemia y los
aliados. Si aducimos que C. presentó también ocasionalmente batalla a sus aliados, se amenaza con
una investigación de este hecho. En resumen, se nos está chicaneando. Si supieran que, para colmo,
pensamos presentar la candidatura a cónsul todo se malograría. Estos planes deberán mantenerse en
secreto por el mayor tiempo posible.
Le he preguntado directamente a Spicer cómo andamos de finanzas.
–No me puedo dejar ver por los acreedores –fue su respuesta–. Todo el mundo nos ofrece dinero.
Nuestra posición se ha solidificado totalmente.
Estoy tranquilo.

27-2
Dice Matio que el Senado conoce desde ayer los proyectos de C. de presentar su candidatura a
cónsul. Cree que, por lo tanto, es imposible la concesión del triunfo.

29-2
¡Han concedido el triunfo! Ninguno de nosotros alcanza a comprender el porqué.

7-3
Spicer ha recibido hace ya algunas semanas el encargo de C. de preparar el desfile triunfal.
Estamos trazando planes. Todo debe hacerse con la mayor celeridad posible. C. debe presentar su
candidatura a más tardar el 12 de julio. El desfile triunfal equivale prácticamente a la campaña
electoral. A fines de mayo tenemos que estar completamente listos. Lo malo es que C. sigue aún en
España; parece que no ha concluido aún sus negocios con Pulcher.
Es necesario que recuerde bien el triunfo de Pompeyo, ya que el nuestro deberá enfrentar
forzosamente comparaciones con aquél. Se celebró el otoño pasado.
Pompeyo tuvo que esperar más de un año hasta que llegaron todos los tesoros del Asia.
En aquella oportunidad vi todos los festejos en compañía de Pisto el cochero, desde el octavo
piso de una casa en la alta Suburra. (Pisto es el muchacho que me llevó a Pistoya.)
El desfile fue enorme. Se trataba nada menos que del triunfo sobre todo Oriente, hasta donde se
extiende el mundo civilizado. Todo lo que era factible de cargarse a bordo de un barco participó en
ese desfile. Por la mañana, en el mercado de hacienda, vi mitades de templos transportados en
gigantescos carros tirados por elefantes. Debieron quedar allí pues fue imposible hacerlos desfilar
por las angostas callejuelas de la ciudad. Los dos días dedicados a la celebración no bastaron para
exhibir todo lo que se había traído. Una inmensa parte del botín no se empleó en el desfile.
Precedían la columna dos enormes pizarras en las que se había resumido la crónica de las
campañas. Eran tan enormes que golpeaban contra las sogas que tienden a través de las callejas para

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secar la ropa. Se las bajaba dejando la parte escrita hacia arriba, de modo que se podía leer desde las
ventanas de los pisos superiores.
La reseña escrita en las pizarras concluía diciendo que aquella campaña había duplicado los
ingresos desde el Asia.
Detrás de las pizarras marchaba una interminable columna de carros con corazas, máquinas de
guerra y proas de barcos. A continuación desfilaban muías cargadas de plata destinada al tesoro del
Estado, por valor de 500 millones de sestercios.
En un carrito se llevaba una colección de costosas piedras preciosas del rey Mitrídates,
arregladas y clasificadas por joyeros. Una mesa de juego tallada en dos gigantescas piedras
amarillas, tres lechos imperiales, uno de ellos de oro puro, 53 coronas de perlas. Tres colosales
estatuas de dioses. Un pequeño templo de las musas incrustado en perlas y coronado por un reloj de
sol. El trono y el cetro de Mitrídates. Su estatua en tamaño natural de plata pura; su busto, fundido
en oro. Exóticas plantas tropicales, un árbol de ébano. Así se llevaban las riquezas y el oro de medio
mundo a través de las malolientes callejuelas de Roma.
En una oportunidad, una pieza de ropa –una camisa bordada– se desprendió de la soga que
atravesaba la calleja y cayó sobre uno de los dioses exhibidos. Un soldado que marchaba junto al
dios la tomó, se la colocó y, saludando al indignado propietario que protestaba desde arriba, siguió
su camino con ella.
–¡Ése es todo su botín! –dijo Pisto junto a mí. En el segundo día, el triunfador hizo desfilar el
botín humano. Por el desigual empedrado desfilaron, tropezando, los reyes sometidos. Príncipes y
rehenes, el hijo del rey armenio Tigranes con su mujer y su hijo. Siete hijos de Mitrídates. Su
hermana. Un rey judío. Algunas favoritas reales escitas. Dos famosos piratas.
Y otra vez grandes cartelones. Esta vez con pinturas. La huida de Tigranes y la muerte de
Mitrídates. Entre ellos, sonrientes ídolos de los bárbaros, retratos de un conocido sacerdote bitinio
que era a la vez banquero. Cerraba el desfile Pompeyo el Grande. Iba en un carro con incrustaciones
de perlas, vistiendo una túnica que, según se dice, perteneció a Alejandro, y rodeado por una corte
de legados y tribunos, a pie y a caballo.
–Deberían exhibirme a mí también –murmuró el cochero Pisto–. También ha triunfado sobre mí.
Pisto había sido reemplazado en su puesto por uno de los esclavos arriados a Roma por
Pompeyo.
El pueblo gritaba cuando veía oro, ya fuere en carros o como adorno de los reyes cautivos.
Una familia entera permaneció por espacio de ocho horas en un friso del templo de la Paz.
Tienen que haber subido hasta allí con sogas. Habían llevado consigo sus panes y un par de
pescados secos. La mujer llevaba un lactante en brazos. Los tres muchachitos gritaron hasta quedar
roncos al paso de los reyes encadenados.
En los barrios más pobres, los gritos de entusiasmo no fueron tantos.

10-3
Haremos preparar en Roma gran parte del botín español. Se encargarán de ello las mejores
firmas. Hacemos esto, en primer lugar porque las cosas realmente españolas no parecen españolas y
en segundo lugar porque son muy pocas las cosas de que disponemos. El botín de C. no está
constituido por sillas de marfil sino por concesiones en los yacimientos de plomo. En lugar de sacar
los dioses de oro de los templos, se logró una participación en los ingresos. Todo lo que nos falta en
objetos sólidos y brutales, lo reemplazaremos con imaginación. Hemos pensado en hacer desfilar
dos mil músicos soplando en tubas de plata de las minas de España. C. ha enviado una lista de
nombres de localidades españolas. Ya están también en camino una buena cantidad de caudillos y
unas doscientas mujeres escogidas por su belleza. La nota la darán quinientos pequeños arados de
los yacimientos de hierro que al final serán sorteados entre los labradores de la Campania. Además,
C. ha cedido a sus soldados parte del botín en forma de corazas de plata que deberán llevar en el
desfile triunfal. Esto dará a nuestro espectáculo una nota social que faltó totalmente al de Pompeyo.

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He podido ofrecer a la compañía de transportes en la que antes trabajaba Pisto un contrato
bastante importante para el desfile triunfal. Han consentido en dar a éste un puesto de inspector no
bien se formalice el negocio. Salta de alegría.
He vivido durante dos años como una viuda. He aceptado las atenciones del buen Pisto como se
admiten los bien intencionados consuelos de una persona simpática y llena de vida. Mis relaciones
con él no pasan de eso. Su amigo, el rubio legionario Févula, ha recibido el mismo trato de mí.
Admito que su rivalidad me divierte de cuando en cuando; pero siempre me he considerado como
una viuda que, habiendo dejado tras de sí sus experiencias, contempla resignada y con luto en el
corazón los galanteos de sus jóvenes pretendientes. Es muy divertido salir con los dos. Pisto larga
chistes como un asno larga pedos. Su único tema de conversación son las carreras de perros. No se
interesa por nada más. Las apuestas a los perros se han convertido en el deporte predilecto del
hombre humilde; se pueden hacer apuestas en todas las barberías. Algunos perros son más famosos
que los políticos. En las carreras se exponen fortunas. Pisto opina que son la única oportunidad que
tiene el hombre de pueblo de lograr un bienestar económico. Efectivamente, todo el que dispone de
un par de ases se apresura a apostarlos.
–Se dice que es un vicio –dice Pisto– y eso es un disparate. Es simplemente un negocio. ¡Dime,
si no, cómo puede un plebeyo reunirse con un par de cobres!
Févula escucha con una sonrisa paciente cuando su amigo enumera las virtudes de un nuevo
favorito.
Luego dice pausadamente:
–¿Y para qué necesita todas esas virtudes? Basta con que su encargado emborrache a los demás
perros.
Considera que todo es trampa, pero, naturalmente, también apuesta. Con trampa o no, se puede
emprender algo. Févula quiere ser agricultor.

11-3
Févula es hijo de labradores de la Campania. Sólo intervino en el último semestre de la
expedición al Asia; es muy joven. Con frecuencia lo acompaño a las tabernas de soldados en el
barrio del mercado de hacienda. Lo hago porque considero que es de interés para mis estudios
sociológicos. En esas tabernas se reúnen y rezongan.
Pompeyo los dio de baja al pisar suelo italiano como lo prescriben las leyes. Les ha pagado
recompensas y les ha prometido tierras, rogándoles que intervinieran en su desfile triunfal en Roma.
Las recompensas fueron discretas. Teniendo terreno se podía montar muy bien un pequeño
establecimiento agrícola con esa suma (5 000 S) y comprar esclavos, viñas, rodrigones y un lagar.
Pompeyo el Grande mantuvo su palabra y pidió al Senado que concediera tierras a sus soldados;
pero el asunto se ha demorado un poco, mejor dicho, se sigue demorando. Los señores se toman su
tiempo para todo y en el ínterin el pequeño capital se va diluyendo entre tabernas y alquileres.
Algunos ya han quedado sin un cobre. Sus camaradas lo mantienen por un tiempo, luego los evitan.
Han aprendido que es más fácil conquistar el Asia que un lugar seco en una posada. Derrotaron al
rey Mitrídates, pero no les es tan fácil derrotar a un posadero romano. En una posada no se entra
con espada sino con dinero, y los que aún están adentro entregan sus últimos dineros pensando con
temor en los que están afuera.
Pompeyo ya no puede mostrarse en el Foro sin que lo acosen sus antiguos legionarios. Se
arremolinan en torno suyo y le reprochan su falta de interés por ellos. Se dice que tuvo que
permanecer cinco horas en un establecimiento de baños pues las entradas estaban bloqueadas por
legionarios. Aseguran los dirigentes electorales que desde entonces se mostró muy impaciente
porque se unte bien la mano a la asamblea popular que deberá decidir sobre su pedido. Pero como
es un viejo zorro regatea las sumas en todo lo que puede.
C., que aún sigue sin embarcarse rumbo a Italia, se muestra muy interesado por la lucha de
Pompeyo en pos de su Ley Agraria. Un tribuno de la plebe hizo encarcelar, por orden de Pompeyo,
al cónsul Metelo que se negaba a tratar la Ley Agraria en el Senado. Cuando el Senado quiso visitar
al cónsul, el tribuno colocó su banco frente a la puerta y se sentó. Como es sabido, la ley prescribe
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pena de muerte para quien levante la mano contra un tribuno de la plebe. Metelo gritó a través de la
puerta que llamaran a un albañil y que rompiera la pared junto a la puerta para que el Senado
pudiera entrar. Se cumplió la orden del cónsul y Roma rió toda una semana con este episodio. C.
parece haber atribuido mucha importancia a ese nuevo método de respetar la ley y no obstante eso
hacer su voluntad. Le enviamos un informe detallado.

20-3
Fue una idea de C. la de insistir sobre la plata en el desfile triunfal. «Quiero que lo recuerden por
la plata», escribió. Quizá haya creído que Pulcher iba a estar muy de acuerdo con su idea, ya que es
muy importante hacer conocer los yacimientos de España en el Foro, pero no fue así. Pulcher estuvo
hoy aquí y se mostró muy irritado por la sugestión.
–¡Es una torpeza sin nombre! –chilló–. ¡Cuántas veces quieren que les diga que lo que hemos
hecho en España ha sido la guerra y no negocios! ¡Y ahora el señor quiere regresar como si fuera un
comerciante que ha ido a inspeccionar sus negocios de plata! ¡Es una falta de gusto, una falta de
seriedad, una falta de tacto! ¿Pero es que no saben ustedes lo que es una guerra? Guerra significa
cadáveres, ruinas humeantes, fatigas, el paso férreo de las legiones... ¡Por Júpiter! ¿Tan difícil les
resulta entender eso?
Debimos admitir que sus palabras tenían mucho de verdad... ¡Pero es tan fácil deslizarse a otra
cosa!

21-3
Gran escándalo. La ciudad íntegra habla del asunto. Pompeyo hizo instalar mesas en sus jardines,
ayer por la tarde, para repartir dineros entre los votantes. No pudo hacerlo en forma más pública.
¡Es un descaro! Hace pocos días lo vi por primera vez frente a frente.
Es un hombre pesado, de piel muy blanca y fina y ojos muy negros. Su amplia frente está
surcada de arrugas y levanta las cejas como si quisiera que lo tomaran por un pensador. El pelo
renegrido está artísticamente ensortijado, como si estuviera revuelto, pero por el peluquero. Su paso
es sereno y –según se dice– le encanta que se hable de su tranquilidad en todas las situaciones.
Junto a él iba ese liberto Demetrio, un individuo pintarrajeado del cual todos comentan que ahora
vive con él.

25-3
C. llegará a Italia a mediados de abril.

27-3
El pedido de Pompeyo de que se concedan tierras a sus veteranos ha sido rechazado. Cuidó
demasiado su bolsillo. Ahora resulta comprensible su empeño en hacer pública la compra de votos:
quería que los soldados creyeran que hacía algo por ellos. ¡Cosa grotesca! Los pobres están pagando
las consecuencias de la impopularidad de la guerra y de todo lo que con ella se vincula. La guerra
asiática es objeto de repudio en todos los sectores. Ha destruido el comercio, ha arruinado la
agricultura con su loca importación de esclavos y ha hecho que Roma se consuma durante meses en
la fiebre de la amenaza de una guerra civil.
El inquilino y el pequeño agricultor que hoy trabajan hasta matarse para cambiar los cultivos,
pasando de los cereales a la vid y la oliva, tiemblan ante la idea de una nueva guerra, con su servicio
militar, sus impuestos y las guerras civiles que acarrea. El ambiente hostil con que tropieza
cualquier idea bélica es tal que el Senado está tratando de ocultar algunos informes alarmantes que
llegan desde las Galias, y lleva a cabo en esas tierras una política muy blanda.
C. llegará a fines de abril. Si el triunfo ha de celebrarse a fines de mayo no llegará con mucho
tiempo.

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27-4
C. sigue en España ocupado en negocios. Debemos diferir el triunfo para junio. Eso ocasionará
gastos.

5-5
Cayo Matio ha regresado de España. C. sigue sin lograr un acuerdo entre Pulcher y los
comerciantes españoles.
–Es más fácil vencer a los españoles que a los romanos –dice Matio.

22-5
Spicer ha recibido una carta de C. en la que éste dice: «¿De qué nos vale celebrar el más
hermoso de los triunfos si el señor Pulcher triunfa sobre nosotros?» Es la pura verdad, pero no
podemos seguir deteniendo y poniendo en marcha una y otra vez este gigantesco mecanismo y no
podemos seguir prolongando estos onerosos contratos. Además, la ciudad empieza a murmurar que
C. no regresa por temor a un cargo por su actuación en el proceso a los catilinistas. Es un disparate.
Lo que lo detiene son las transacciones financieras que siguen a toda campaña.

8-6
Si C. no llega a mediados de junio, el triunfo coincidirá con la época de elecciones y será
necesaria una dispensa. Aún no ha partido de España.
Spicer se está poniendo muy nervioso.
–Todo mi triunfo se me está deshaciendo en las manos –me comentó días pasados mientras
caminábamos por el Foro; parecía muy deprimido–. Sólo me explico la tozudez de C. en las
cuestiones españolas pensando que es su primer asunto realmente comercial. Por primera vez ve
dinero, verdadero dinero, cerca de él. Le está ocurriendo como a esas aves marinas que, famélicas,
se prenden de un pez demasiado grande para ellas, que las arrastra consigo al fondo.
Cuando Spicer se pone poético es que ha llegado al último grado de desesperación.
Parece ser que C. ha partido de España. ¡Por fin! Me pregunto si aún estamos a tiempo de
celebrar el triunfo.

23-6
¡Esto es una catástrofe! Cuando Spicer fue hoy a retirar ciertas sumas ya prometidas para el
desfile triunfal por el Banco de Comercio Asiático, se le comunicó con frialdad que el señor Pulcher
no había llegado a un acuerdo con C. en sus negociaciones, ¿Qué haremos? Cada día que transcurre
es oro. Tal cual están las cosas es imposible que concluyamos con todo antes del 10, y ése sería el
último plazo para el triunfo. Spicer no cree que lo podamos celebrar, aun cuando esos dineros se
descongelaran mañana mismo. ¿Qué se propone Pulcher? Aparentemente, C. ha partido de España
sin llegar a un acuerdo con él.

30-6
C. llegó por fin. ¡Era hora! El desfile triunfal está insumiendo enormes sumas. Spicer ha estirado
al máximo el nuevo crédito; el Banco de Comercio Asiático ha cerrado desde hace una semana
todos los créditos. Hemos debido detener todo. Necesitamos con suma urgencia los dineros
españoles.
C. vive en el nuevo palacio del monte Albano que se hizo edificar para vivir hasta la fecha del
triunfo, ya que antes no puede pisar Roma. Hace dos años que no lo veo y siento curiosidad por
saber si ha cambiado.

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1-7
No ha cambiado nada. Hoy, cuando fuimos a verlo Spicer y yo, nos salió al encuentro con su
paso rápido y nervioso y ambas manos extendidas. Lo primero que nos dijo fue:
–¿Tienen dinero? Yo estoy sin un solo cobre.
Lo dijo tosiendo, en medio de una nube de polvo que se levantaba del ala del palacio que ha
hecho demoler porque no es de su gusto.
Spicer se puso pálido como un muerto. No pudo articular palabra. C. lo contempló muy divertido
y comenzó a explicar sus planes para la edificación. Obligó al pobre Spicer, que se encontraba en
un estado de ánimo lamentable, como es de suponer, a trepar por encima de los bloques de mármol
y a soportar durante media hora una descripción de las galerías que piensa hacer levantar.
En resumen, C. continúa siendo el mismo de antes.
Por la tarde Spicer me dio algunas explicaciones sobre la situación.
C. había defendido como un león, hasta último momento, su paquete de acciones en las minas de
plata. Lo hizo no sólo por los valores en sí; sino para asegurarse de que Pulcher apoyaría su
candidatura al consulado ante la City. Pulcher contragolpeó convenciendo a la City de que insistiera
en un desfile triunfal previo. Esperaba que C. recurriera a él para la financiación del triunfo, pero C.
simplemente sacó préstamos sobre sus acciones, de modo que aún está en posesión de los lotes. Lo
malo es que por todas esas maniobras el triunfo no podrá celebrarse antes del 20 de julio y el 12
debe presentar su candidatura. Necesita pues una dispensa del Senado. Spicer opina que es forzoso
entregar el lote de acciones a Pulcher; de lo contrario, éste podría hacer fracasar la dispensa del
Senado. Lógicamente, esto significará una gran pérdida, ya que los papeles aumentarán
considerablemente de valor después del desfile. De hacerse como él dice, C. será despojado
realmente de su parte en el negocio español. Pero Spicer tiene todas sus esperanzas puestas en el
consulado y no quiere saber nada de gravar más las tierras de C. Considera que ése es el mejor
negocio.

2-7
Hoy vinieron Cayo Matio, nuestro hombre de confianza en el Senado, y Macer. Entramos en
seguida en los detalles de la campaña electoral.
Cornelio Balbo, un banquero español, intervino en las discusiones. Es el hombre de confianza de
las firmas españolas que están explotando los yacimientos del sur de España en combinación con el
grupo Pulcher. Balbo es un hombre gordo y pelado, con ojos saltones y un tic nervioso. Se dice que
es un genio de las finanzas. Su interés principal es lograr que la City ejerza un control sobre la
administración senatorial de las provincias. Asegura que en el propio Senado hay un fuerte grupo
que manifiesta disconformidad con las deshonestas prácticas administrativas actuales. Se trata de
gente que tiene grandes bienes raíces en el Asia Menor o participaciones secretas en las compañías
perceptoras de impuestos. En los últimos tiempos son cada vez más numerosas las familias que
tienen asuntos financieros en la City. No pocos terratenientes se han visto precisados a recurrir a los
bancos ante el catastrófico descenso de los precios del trigo. Toda esta gente recibiría hoy con los
brazos abiertos la aplicación de un programa democrático moderado, aun en contra de la opinión del
señor Catón. Balbo sugirió que se obsequiara a los miembros del Senado que hayan prestado algún
servicio a la City con una participación en las empresas de ésta. Ésa sería la mejor manera de atarlos
a la política democrática.
No menciona para nada a Lucio, el candidato demócrata al consulado; pero mucho de lo que dijo
podía referirse a él. Por fin he comprendido la razón de su candidatura. Como legado de Pompeyo,
adelantó grandes sumas de dinero a las ciudades asiáticas para que éstas pudieran pagar sus tributos
y ahora está totalmente en manos de los bancos. Opius lo informa cada tres días de las pérdidas que
sufre por las rígidas medidas de la administración senatorial.
En forma encubierta hace notar también que Pompeyo sangra por la misma herida. Herida que de
ningún modo desearía hacer pública.

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Aparentemente, Pompeyo no sabe qué hacer con su popularidad entre los soldados y, en
consecuencia, entre el pueblo. Cuando regresó de Asia, el año pasado, lo lógico era que se plegara
al partido senatorial que está necesitando de un hombre popular. Procuró hacerlo y, aun antes de
llegar a Roma, pidió en matrimonio a la hermana de Catón. Cicerón dijo, haciendo alusión a la
conocida relación entre C. y Mucia:
–Yo sé por qué Pompeyo quiere casarse nuevamente. César está cansado de Mucia y quiere
casarse con la hermana de Catón.
Catón denegó la petición en aquella oportunidad y Pompeyo se hizo a la idea de colocar su
popularidad al servicio de la democracia. La City comentó por un tiempo que Pompeyo estaba en
venta. Esos rumores se acallaron en forma repentina: la City lo había comprado. Las cosas
sucedieron así: ya durante la campaña, algunos publícanos y sus banqueros habían pensado en
demostrar al general la forma injusta en que los trataba el Senado. Se lo convenció para ello de que
él mismo hiciera un típico negocio de la City. Con la ayuda del banco de Opius, hizo un préstamo
considerable al rey de Siria, Nicomedes, para que aquel país pudiera pagar sus deudas de guerra a
los romanos. El financista Pompeyo facilitó a la corte siria los dineros que el estadista Pompeyo
exigía como tributo. Demandó intereses de hasta el 50 %, pero muy pronto sintió «en carne propia»
los inconvenientes que la administración senatorial romana pone a los comerciantes. Los constantes
robos, las contribuciones impuestas a las ciudades por los gobernadores romanos, la confiscación de
las cosechas y de los esclavos, etc., imposibilitaban al rey el pago de los intereses. Pero Opius
exigía el pago de intereses a Pompeyo. A la presión financiera se suma el temor al escándalo, pues
el negocio no puede salir a la luz. En resumen, la City tiene sobrados motivos para considerar al
general como uno de los suyos.
C., repantigado en su asiento, escuchaba muy divertido aquella catarata de audaces
especulaciones, cautas sugerencias y sorprendentes conocimientos que surgían de los labios del
español. Ese hombre es uno de sus descubrimientos.
Es evidente que el orgulloso Matio no comparte la simpatía de C. por el español. Tampoco se
inmutó el rostro de Macer en ninguno de sus muchos chistes. Pero las cosas cambiaron cuando se
pasó a tratar en detalle el plan para la campaña electoral y se enteraron de que Balbo está en buenas
relaciones con el banco de Opius. ¡Ya desde el otoño ha estado elaborando con el mayor sigilo la
candidatura de C. junto con Lucio, en colaboración con Opius! No se rechazó su idea de elevar al
poder dos cónsules democráticos. Pompeyo necesita desesperadamente la ratificación de sus
negocios. Los valores asiáticos están muy bajos. La City estaría dispuesta a facilitar hasta diez
millones para estos comicios. Las exigencias de Opius y Lucio para apoyar a C. se reducen a estos
puntos: comportamiento estrictamente legal, nada de «experimentos» democráticos, en especial en
lo que se refiere al problema agrario. (Opius opina que de encararse el problema agrario se
entorpecerán las importaciones de esclavos del Asia.) Macer respiró aliviado. En los próximos días
se pondrá en contacto directo con Lucio.
Matio pedirá al Senado que se permita a C. presentarse en la ciudad antes del triunfo, con el
objeto de presentar su candidatura.
Dejamos el monte Albano llenos de esperanzas.

5-7
El pedido de dispensa presentado por el incansable Matio no ha sido aceptado. Spicer fue a casa
de C. Quiere entregar mañana el paquete de acciones a Pulcher. Matio ha ido a ver a Cicerón. Hay
que luchar por esa dispensa.
Esta mañana estaba yo vigilando la instalación de los nuevos gobelinos en la biblioteca, cuando
llegó Spicer resoplando.
–¿Está aquí? –preguntó.
–¿Quién?
–C., naturalmente.
–¿En Roma?
–Sí, en Roma.
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–¡Qué locura! ¿Cómo va a estar en Roma? No puede pisarla hasta el triunfo.
–¡Es claro que no puede! Pero anoche no durmió en el monte Albano. Salgamos inmediatamente.
En el camino me dio algunas explicaciones. Camila, la mujer de Matio, había regresado a Roma
en forma repentina... ¡y su marido había partido rumbo a la casa de campo de Cicerón a pedido de
C.! Lo peor de todo es que hace unos días Camila había llegado por la noche al monte Albano «en
busca de su marido» que, por supuesto, ya se había retirado... Después ya era «demasiado tarde para
regresar a Roma».
Spicer pasó primero por su casa para retirar un paquete de facturas. En Alba, obligó a C. a
revisarlas, pero por la noche éste lo invitó a retirarse, y a mí con él. Spicer murmuró algo de
«continuar mañana a la mañana» y C. rió.
Spicer demostró una sorprendente firmeza de carácter. Miró fijamente a C. y, sin preámbulo, le
dijo:
–El triunfo ha costado hasta ahora cuatro millones; un escándalo costará mucho más. Para ser
exacto, le costaría todo.
–Así es –admitió C., fresco como una lechuga–; pero ahora tengo un poco de sueño.
Spicer se volvió bruscamente y subió a su coche. Descendió de él cerca de los mataderos, en el
distrito segundo. Como ese lugar está bastante lejos de su casa, descendí en la esquina siguiente y lo
seguí, convencido de que se encaminaría a la casa de Matio. Sin embargo, se dirigió a una de las
callejuelas que están detrás de los mercados y entró en una casa ruinosa. Permaneció allí largo rato.
Conoce gente en todos los sectores de la ciudad, desde sus tiempos de alguacil ejecutor. Estoy
seguro de que era alguno de esos sujetos en bancarrota el que lo acompañaba cuando salió de la
casa. El hombre se alejó con paso rápido y Spicer se fue a su casa.
Sería una locura que C. corriera el riesgo de entrar subrepticiamente en Roma..., ¡y todo por un
par de lindos pechos!

8-7
Los acontecimientos han seguido un extraño curso. C. está en Alba, con una herida en la cabeza.
Lo atacaron en la carretera a Roma, no muy lejos de Alba, durante una solitaria cabalgata nocturna.
Spicer y yo fuimos a verlo no bien recibimos la noticia. No nos quiso recibir. Spicer parecía muy
preocupado.
Los médicos dicen que ha sido sólo un golpe con un saquito de arena y que en dos o tres días
estará completamente bien.
Por la noche fui a la callejuela detrás de los mataderos. El hombre en cuestión es un antiguo
hilandero que está en muy mala situación económica; se lo conoce por pendenciero. Anoche estuvo
fuera de su casa y volvió cuando ya era de madrugada.

10-7
Estuve con Pisto y Févula en una carrera de perros. Gracias a unos datos que obtuvo Pisto
reunimos una considerable suma en las apuestas.
Prometí a Févula 8.000 S, en caso de que reciba tierras. Me acompañó hasta casa. Estaba muy
satisfecho.
Pediré el dinero a Spicer.
C. está nuevamente en pie.

11-7
Matio lucha como un desesperado por la dispensa. Ha regresado de la casa de campo de Cicerón.
Éste había sido previamente ablandado por Opius y se mostró muy accesible y dispuesto a votar en
favor de la dispensa. Sin embargo, no creía que su opinión variara el resultado. Matio hablaba con
él un poco conmovido. Cicerón ya no cuenta y él lo sabe. El senado lo utilizó y luego lo hizo a un
lado. Sus manos están manchadas con la sangre de los trabajadores. Aceptó el dinero de los

91
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«padres», luego es un corrompido; denunció a sus enemigos, luego es un traidor. La City es la única
que lo apoya aún; tiene debilidad por la gente con la conciencia sucia.
Es una burla sangrienta; la mayoría está ya de acuerdo con la dispensa, pero Catón ha logrado
diferir la votación para el último día. La sesión será mañana y si C. no presenta mañana su
candidatura ya no la podrá presentar.

12-7
La situación ha variado completamente hoy.
C. esperaba desde temprano en Alba para presentarse en el Capitolio una vez concedida la
dispensa.
La sesión del Senado comenzó a las 11 y Catón tomó la palabra para hablar sobre un trabajo de
reparación en una cloaca de los barrios bajos. Estaba un poco congestionado –probablemente había
duplicado su ración matinal y en lugar de un jarro de Falerno, se había bebido dos– pero en un
comienzo su discurso fue objetivo. Nadie le prestaba atención; sólo se esperaba la votación de la
dispensa. Después de hablar durante una hora acerca de la necesidad de preocuparse por el
suministro de agua a los barrios bajos. Catón comenzó un detallado análisis de todos los acueductos
y cloacas de la ciudad. Esto demoró una hora. En ese tiempo pudo describir al detalle todos los
ramales. Los senadores que estaban en las galerías comenzaban a reunirse otra vez en la sala,
cuando el orador –después de mirar el techo por unos instantes– enfocó, con un elegante giro, la
historia de los acueductos desde la fundación de la ciudad. A eso de las tres de la tarde había
llegado a los Gracos. Matio relata que el ambiente de la sala era indescriptible. Se oían gritos de
indignación y bromas. Por momentos la voz del orador era absolutamente inaudible, pero él no se
arredraba; seguía hablando incesantemente. Su candidez era conmovedora.
Yo mismo entré en el edificio a eso de las 4. En las galerías había muchos senadores; la mayoría
de ellos había alcanzado ya un estado de apatía. Algunos ancianos gordos dormían apoyados en las
columnas. En la sala sólo quedaban unos pocos miembros del Senado, pero el ambiente era caótico.
Catón, obeso y mofletudo, continuaba hablando, con la brillante mirada fija en la tirantería del
techo, sobre disposiciones de Sulla respecto de concesiones de obras públicas.
En una oportunidad su voz descendió como si se le estuviera acabando el material, y los oyentes
se agitaron. Un senador se levantó y salió apresuradamente del recinto. La sala se llenó, pero sólo
por pocos instantes... La voz del orador había vuelto a elevarse.
Habíamos organizado un servicio de alerta entre Roma y Alba. Por tres veces, Matio creyó que
era tiempo de llamar a C. y tres veces tuvo éste que tomar un baño frío para no meterse sudoroso en
la toga. Hacia las 2 perdió la paciencia, y por la tarde cabalgó hasta el límite de la ciudad en donde
había gran cantidad de gente esperando para saludarlo. A las 5 atravesó el límite de la ciudad... sin
dispensa. A las cinco y media presentó su candidatura al consulado en el Capitolio.
Inmediatamente después se dirigió al Senado, seguido por una multitud que lo había reconocido
Catón seguía hablando. Lentamente atravesó las galerías y los senadores que lo apoyaban lo
siguieron, charlando animadamente. Todavía tenía un ojo amoratado por el asalto de la semana
anterior y vestía la toga blanca de los candidatos, que según la tradición no puede tener bolsillos
para que el candidato no pueda llevar consigo dinero para sobornos. Cuando Catón lo vio entrar a la
cabeza de la columna de senadores terminó su discurso con tres palabras.
El triunfo se ha malogrado, pues. Nos ha costado hasta ahora unos cuatro millones, la totalidad
de las ganancias de la propretoría en España. La política ya no es negocio.

13-7
El pobre Pisto está desesperado. Ha fracasado nuestro proyecto de conseguirle un puesto en la
empresa de transportes.
–Pompeyo me quitó el pan y celebró un triunfo –comenta–; C. no celebra triunfo y me quita el
pan.

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Févula tuvo un gesto conmovedor. Me sugirió que facilitara a Pisto los 8 000 S que Spicer me ha
prometido y que yo le había ofrecido para que instalara su pequeño olivar. Sugiere que aquél abra
un negocio de transportes.
Pisto no quiere ni hablar del asunto.
–No me alcanzaría el dinero –dice–. Nadie puede abrir un negocio de transportes hoy en día si no
compra por lo menos cien esclavos.
Proyecta seguir manteniéndose con las apuestas en carreras de perros.
Hoy completé mi tarea de sondear la opinión pública y presenté los resultados a C.
CRÚPULO (lana). Política aquí, política allá, pero a la larga las cosas se deciden por las armas.
Los que dicen la última palabra no son los políticos sino los generales. No necesitamos un César;
necesitamos un Pompeyo.
CELER (pieles y cueros). Si lo decide el Senado será Catón; si lo decide el ejército, Pompeyo; si
lo decidimos nosotros. Cicerón; si es la calle la que decide, Clodio.
–¿Y César? –pregunté.
–¡Ah, sí! C. tiene los acreedores que lo apoyan.
UN SENADOR. La mejor manera de anular a Pompeyo es no colocándole obstáculos en el camino
que lo conduce al pueblo. Con la democracia está concluido, si es que presume de demócrata. César
lo sabe de sobra.
OTRO SENADOR. La guerra en el Asia pesa sobre la conciencia de la City. El valor de nuestros
campos se ha reducido a. la mitad. Ahora nos quieren quitar también los beneficios que podemos
extraer de la administración de las nuevas tierras. Si lo consiguen no podremos mantener nuestras
posesiones de Italia. En eso reside el principal peligro.
TERCER SENADOR. César es un Catilina que está procurando ampararse en la legalidad.
CUARTO SENADOR. No necesitamos esclavos sino arrendatarios. En eso estoy de acuerdo con los
buenos demócratas. Cicerón es una carta jugada.
PUBLICANO. ¿De qué nos sirve Asia si no podemos sacar provecho de ella? Pero ahora basta de
aventuras y de aventureros. A nada temo más que a ese César.
BANQUERO. Lo que se necesita es un hombre fuerte. Desgraciadamente César es sólo astuto y
para astucia nos bastamos nosotros.
OTRO BANQUERO. La democracia no volverá a tener una oportunidad así. Las viejas familias
están en bancarrota, imposibilitadas de cambiar los cultivos de sus campos (de granos a vid y olivo)
sin nuestra ayuda. El Senado no tiene ejército. Asia es un caos. Sólo el ciudadano romano puede
solucionar el problema agrario. Si C. pudiera concluir de una vez con sus líos de mujeres, el poder
sería suyo.
VENDEDOR DE AVES. ¿César? ¿No está en África?
COSTURERO. Ese C. tiene la culpa de que los clubes hayan desaparecido.
OBRERO PORTUARIO. Es el único entre esos copetudos que todavía se acuerda del pueblo; pero lo
han hecho a un lado.
UN CORDELERO (desocupado). Sus maniobras no fueron malas.
LABRADOR. Cualquier cosa menos guerra. Si incorporan a mi Reo al ejército no podré mantener
mi viña ni siquiera por un año.
OTRO LABRADOR. Las ciudades no pueden comprar nada ya. La culpa la tiene Pompeyo con sus
esclavos. Ese Lucio al que quieren hacer cónsul ahora también es un oficial.
HERRERO Yo he forjado espadas. Ahora no puedo hacer arados. Los campesinos compran arados
reparados por los esclavos en las grandes plantaciones.
CARNICERO. Yo apoyaba a Catilina, lo digo con toda sinceridad. A César lo compraron.
ALBAÑIL. He conseguido trabajo. Pompeyo está haciendo construir un teatro. Votaré por Lucio,
que es su hombre.
DIRIGENTE DEL GREMIO DE LOS ALFAREROS. ¡César, por supuesto! Es el único hombre popular en
toda Roma.
ANTIGUO MIEMBRO DE LOS CLUBES CALLEJEROS Nosotros recibimos nuestras instrucciones y nos
atenemos a ellas.

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ADMINISTRADOR DE CASA DE DEPÓSITO. Bíbulo.
UN CARPINTERO (desocupado). Catilina fue el mejor de todos ellos.
UN ZAPATERO. Tengo otras preocupaciones: tres hijos y ninguna vivienda.
UN LEGIONARIO. Me cago en la tierra y en el agro. Con una o dos campañas me compro el
campito con mi propio dinero.
UN ARRIERO DE MULAS. César... es ese de las deudas, ¿no?

14-7
Pulcher ha dado a entender a Pompeyo que C. renunció al triunfo porque no se consideraba en
condiciones de igualar el triunfo asiático; que sabe muy bien que las empresas acometidas en
España no pueden calificarse de hazañas guerreras y que él está muy lejos de ser un general y sólo
es un político; que su programa de pacificación es muy serio. Pompeyo, como buen asno pomposo
que es, hizo como si no creyera; pero afirmó que el hombre (C.) es un camaleón y que es muy
posible que si el pueblo romano desea la paz, él sienta náuseas a la sola vista de un estandarte.

15-7
Hoy han aparecido carteles del partido demócrata acusando al Senado de planear una guerra
contra los partos.

17-7
Gran discurso de C. ante los dirigentes de distrito del comité electoral.
–Romanos, hay algunos romanos para quienes hay demasiados romanos en Roma. Por Roma
entiendo toda Italia, sus praderas floridas y sus campos de cultivo. Vosotros, romanos, vivís en
miserables barracas de alquiler, de a cuatro en una habitación. Habría que decir que hay pocas
viviendas, pero algunos romanos prefieren decir que hay demasiados romanos. Esta gente es de
opinión que a Roma le basta con algunos romanos y que Roma basta también para algunos
romanos. El resto debe emigrar. ¡Haced la guerra, dicen! ¡Conquistad otras tierras y vivid allí!
Vosotros sois el resto. Sólo hay doscientos romanos, opinan esos doscientos, el resto debe salir de
Roma y dejar de ser romanos. ¡Haceos sirios, haceos galos! Romanos, se os asegura que la guerra
sirve para todo lo que vosotros necesitáis. Pues bien, ya tuvimos una gran guerra, la guerra asiática.
Efectivamente, los negocios florecieron cuando esa guerra comenzó. Había encargos. Luego
vinieron las importaciones de esclavos del Asia. Seguía habiendo encargos, pero ahora los cumplían
los esclavos. Algunos romanos especulaban. Ellos bastaban para encargarse del aprovisionamiento
del ejército. El resto, vosotros, se moría de hambre. Con las batallas y las victorias no aumentó el
número de viviendas para vosotros, para el resto de los romanos; pero, en cambio, vosotros, el resto,
disminuisteis en número. Romanos, el problema de la tierra no se solucionará en el este ni en el
oeste, sino aquí, en esta península; aquí, en Roma. Es verdad que algunos ladrones viven en
palacios y jardines y el resto vive amontonado en casas de inquilinato. Es verdad que algunos
romanos se están llenando la barriga con los manjares del Asia, mientras el resto mendiga trigo
gratuito. Bíbulo y sus amigos del Senado representan la guerra, representan las vanas promesas. Yo
y mis amigos democráticos representamos la paz, representamos la tierra. Romanos, dejad que
algunos romanos voten a Bíbulo, ¡pero vosotros, el resto, votad por César!
Ha sido Balbo quien ha llamado la atención a C. sobre la enorme importancia de la desocupación
de Roma. Media Roma está sin trabajo. En las esquinas se ven vendedores de leña, que ya no
venden leña, junto con vendedores de aves, que ya no venden aves, hablando acerca de los
pescadores, que ya no pueden vivir de sus pescados. Frente a las panaderías se ve a panaderos que
van en busca de pan y los costureros explican a los barberos que ya no pueden ir a la barbería
porque los obreros portuarios ya no se encargan ropa, porque no tienen trabajo. ¡Y mientras tanto
los padres del Senado siguen hablando del horror al trabajo entre la clase baja!

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18-7
Los carteles democráticos en los que se denuncian las intenciones de algunos poderosos señores
del Senado de desatar una nueva guerra (contra los partos) ha causado gran revuelo en la ciudad. El
Senado asegura que estas acusaciones son totalmente infundadas. Nadie cree en sus protestas, sin
embargo.
–No saben ordeñar la vaca –se comenta en las barberías–. Lo único que saben es sacrificarla. ¡No
es de extrañar que no piensen más que en robar vacas! ¡Y nosotros pagamos por esos robos!
Ha sido una espléndida idea de Macer la de pintar a las 200 familias como partido bélico (no
importa que en el momento no estén planeando ninguna guerra). Cualquier partido bélico lleva las
de perder en Roma.

19-7
–¿Que por qué no he celebrado mi triunfo? –dijo C. hablando a una delegación de los clubes–.
Porque no quería llegar al consulado como soldado. La victoria no ha de lograrse para un año de
guerra, sino para un año de paz.
Es evidente que sus palabras causaron un excelente efecto.

20-7
Ha comenzado a correr mucho dinero del Senado en la campaña electoral. Los «padres» han
metido la mano al bolsillo esta vez. Hasta ahora había bastado con su llamada influencia natural.
Los arrendatarios debían votar, naturalmente, por los terratenientes; los numerosos deudores de la
clase trabajadora por sus acreedores senatoriales. Se ha comunicado a distritos enteros que los
dueños de las casas de alquiler pondrían en la calle a los inquilinos que no voten por Bíbulo.
En los comités democráticos reina una cierta confusión con este motivo. Cada vez es más
evidente que uno de los dos candidatos democráticos no podrá salir electo. El dinero proviene del
lado de Lucio, de modo que apenas si quedan dudas respecto de cuál de los dos ha de ser
sacrificado. Pero, por otra parte, Lucio es una nulidad política.
C. ha desaparecido nuevamente. Sin previo aviso partió para Alba. Matio quiso ir a verlo y sólo
con mucho trabajo pudimos disuadirlo de su idea. Estamos casi seguros de que hubiera encontrado a
su mujer allí. Es realmente un escándalo la forma en que C. abandona todo en manos de sus
partidarios en momentos decisivos, y siempre por los motivos más frívolos.

23-7
Hoy hubo una gran comida. Lucio, Matio, Pulcher, algunos senadores. Lucio es un hombre alto y
seco con un rostro sin sombras y ojos inquietos. Padece de frecuentes ataques de fiebre. Es una
enfermedad que contrajo en el Asia. Elogió mucho a Macer –que estaba ausente– por sus
magníficos slogans, pero no pronunció una sílaba acerca de la amenazante situación que creaba el
seguro triunfo de Bíbulo, gracias a la enorme inversión de dinero de las 200 familias. Durante la
comida se advertía una tensión subterránea; esa tensión no surgía de las relaciones entre Lucio y C.
sino que tenía su origen en una tremenda escena que hubo anoche entre C. y Matio. Matio descubrió
por fin el asunto de su mujer con C. Naturalmente, no puede provocar un escándalo ahora, justo
antes de las elecciones. Lo que más le indigna es que C., descarado como siempre, se aprovecha de
la situación. Durante la comida dejó caer más de una observación carente de tacto, como, por
ejemplo, que lo que más le molestaba de los altos cargos era la publicidad de la vida privada de
quienes los desempeñaban. Matio, que es un hombre insignificante y descolorido, me inspira una
enorme simpatía por su actitud digna.
Opius habría dicho en público que Bíbulo y Lucio significaba un consulado de Bíbulo; Bíbulo y
César, un consulado de César.

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Los negocios del señor Julio César: Error! Use the Home tab to apply Título 1;Título JCRF to the text that you want
to appear here. Bertolt Brecht
26-7
Acaba de retirarse Mutio Ger. Es uno de los compañeros de negocios de Lucio en el Senado y
vino con el fin de sondear a C. respecto del forzoso retiro de la candidatura de uno de los dos
demócratas.
Lógicamente, no habló de política sino de negocios. Estaba bastante orientado respecto de ciertas
dificultades financieras de C. y parecía sinceramente empeñado en conocer las eventuales
compensaciones económicas que éste pudiera exigir. No cesaba de mencionar la generosidad de
Lucio.
C. lo escuchaba como si no tuviera la más leve idea de lo que son negocios, en especial de lo que
son sus propios negocios, pero como si le agradara conocer una opinión autorizada. Sólo después de
largo rato de conversación dejó entrever que no le agradaba mezclar asuntos políticos con asuntos
financieros. Siempre admiro esa capacidad en la gente como C. (y también como Ger), de decir
cosas cuya falsedad es harto conocida.
¿Qué resultará de nuestra candidatura?

27-7
El sorpresivo retiro de la candidatura de Lucio ha causado asombro general. He oído decir,
aunque la noticia no está confirmada, que Balbo y Opius visitaron a Lucio. Habrían comunicado al
horrorizado candidato que, por una indiscreción, cierto material referente a los negocios bélicos de
Pompeyo habría llegado a manos de Catón, o por lo menos de gente que no vacilaría en ponerlo a
disposición de Catón para ser utilizado en la campaña electoral.
Son muy pocos los que saben hoy en Roma que, por espacio de unas horas, los demócratas se
vieron amenazados por un tremendo escándalo. De descubrirse cómo Pompeyo (y salvando las
distancias, Lucio y otros) han extraído provecho financiero de la guerra en el Asia, la plataforma del
partido democrático habría sufrido un rudo golpe. Pues bien, no habrá escándalo y C. será el único
candidato demócrata en las elecciones de pasado mañana.
La plataforma democrática parece muy efectiva. Curación de las heridas abiertas por la guerra.
Ayuda a los comerciantes y a los operarios para que puedan pasar de la fabricación de elementos
bélicos a una producción encaminada a la reconstrucción pacífica, al abastecimiento de los
colonizadores, etc. Recompensa a los legionarios a quienes se debe el triunfo y mantenimiento de la
paz por lo menos por una generación.
En todos los muros se lee un simple lema:
«¡Democracia es Paz!»

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