1¿matar A Sócrates. El Filósofo Que Desafía A La Ciudad
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1¿matar A Sócrates. El Filósofo Que Desafía A La Ciudad
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procedimientos desnudos son poco estimulantes. La prueba de ello es que el mismo
pueblo que se sentía orgulloso de su democracia, se cansó de sus procedimientos. Las
comedias de Aristófanes muestran claramente la tentación populista de echar la culpa de
todo lo que va mal a los parásitos de los procedimientos.
La democracia, que defiende la libertad de palabra y la igualdad de todos los
ciudadanos ante la ley, necesita personas competentes y seguras de sí mismas, que
puedan levantar su voz en la asamblea y presentar sus tesis de manera convincente y
atractiva. No veo qué objeciones podemos hacer a eso. En este sentido, los sofistas
contribuyeron, claramente, al desarrollo de la vida democrática. Tanto es así, que la
primera legitimación teórica de la democracia ateniense se la debemos al sofista
Protágoras. Es difícil, pues, compaginar la defensa de la democracia con el rechazo de
los sofistas y de los procedimientos. Pero, al mismo tiempo, debemos ser conscientes de
que si la democracia necesita ser legitimada teóricamente, es que hay en ella algo que no
es evidente de por sí. O, dicho más crudamente, que hay en ella algo problemático que,
cuando es analizado críticamente, nos muestra que los símbolos de la democracia no
hablan con tanta persuasión como a veces tendemos ingenuamente a suponer.
Precisamente porque saben esto, los sofistas son educadores de la juventud, pero no
necesariamente son buenos educadores de la juventud ateniense. Su autoridad
pedagógica parece derivarse de su indiferencia hacia el lugar en el que ejercen su
magisterio. Son maestros errantes porque son sólo intelectuales. A mi entender, lo que
Platón vio y los sofistas no, es que para ser un buen educador se ha de ser también un
buen poeta. Quiero decir que los sofistas se mostraban muy sagaces a la hora de
descubrir la convencionalidad de muchas costumbres cívicas, pero carecían del arte
poético imprescindible (quizá con la notable excepción de Pródico) para crear nuevas.
Por eso Platón sigue siendo nuestro educador, mientras que los sofistas —los antiguos y
los modernos— carecen de una auténtica voluntad de acción política en el sentido más
profundo del término. Para ellos lo relevante es el triunfo en la gestión. La pregunta
inquietante es la de la ubicación de Sócrates entre los sofistas y Platón. Si hemos de
hacer caso a sus palabras, nunca fue maestro de nadie.
El pueblo ateniense, como ya hemos dicho, no diferenciaba entre Sócrates y los
sofistas y se cansó de todos ellos al mismo tiempo. Para entender bien lo sucedido, hay
que insistir en que tanto en la comedia (Aristófanes) como entre los intelectuales
relevantes, como Isócrates, cuando se habla de los sofistas, se piensa en primer lugar en
Sócrates. Algunos autores (Diógenes Laercio) entienden que no había muchas diferencias
entre el método de Sócrates y el de Protágoras, y el mismo Platón que pone a competir a
los sofistas y a Sócrates, nos muestra tal dominio de la retórica por parte de éste, que es
superior dialécticamente a no importa qué contrincante. Pudiera ser, incluso, que Platón
hubiese sido el acuñador del término «retórica», ya que no lo encontramos en autores
anteriores. Si fuera así, su lugar de aparición sería, irónicamente, el Gorgias. Pero
aparece de forma retórica, es decir, con tanta habilidad, que al lector le cuesta imaginarse
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que pudiera tratarse de una invención platónica. Sócrates sabe tanto de retórica que
incluso se permite diferenciar entre una buena y una mala retórica (Gorgias) y esbozar el
programa de una retórica filosófica (Fedro). Nunca pone en cuestión la tesis de Gorgias
sobre el gran poder de la palabra sobre el alma humana. La palabra es para él la forma
política de nuestro desensimismamiento.
Los principales sofistas eran Protágoras, Gorgias, Pródico, Hipias, Trasímaco,
Licofrón, Calicles, Antifonte y Cratilo. Pero su común denominación oculta grandes
diferencias. No formaban una secta. No eran iguales. Ni tan siquiera Platón los trata a
todos por igual. Sin embargo los manuales no tienen dudas a la hora de uniformarlos
como subjetivistas, relativistas, maestros de retórica y, en general, como especialistas en
las artes de la apariencia política. Los sofistas —si se me permite la licencia— serían algo
así como trileros del lenguaje, frente a un Sócrates íntegro e insobornable, que siempre
juega con las cartas sin marcar.
¿Eran relativistas? No está claro ni que lo fuesen todos ni que lo fueran en todos los
asuntos. Pero parece que todos pensaron en la diferencia existente entre las cosas tal
como son por naturaleza (el nacimiento, la muerte, la necesidad de alimento y de
descanso… todo cuanto es común a todos los hombres) y las que culturalmente nos
diferencian. Sabían que las cosas propias de cada cultura eran compartidas por todos los
miembros de esa cultura, es decir, eran naturales para ellos, e intuyeron que el hombre
necesita una cierta uniformidad cultural para preservar su vida en común. Por este
motivo, no estaban interesados tanto en la formación de la opinión personal de un
individuo aislado, como en la formación del ciudadano que quiere tener visibilidad
pública en su ciudad. El fenómeno del lenguaje, situado entre la realidad natural y la
política, los fascinó. Analizaron la dinámica de los debates públicos y entendieron la
importancia del dominio dialéctico de las propias convicciones. Y en esto tampoco se
diferenciaban de Sócrates.
Defendían que la virtud (llamémosla excelencia, competencia o areté) podía
enseñarse. Estaban convencidos de que la ciudad puede mejorarse mediante la educación
y de que ellos eran los educadores adecuados. El coaching tiene en ellos a sus padres
fundadores. Esta oferta de conocimientos sintonizaba perfectamente con la demanda de
mérito por parte de la ciudad democrática. Cuando los sofistas defendían la idea
democrática de que la virtud no es fruto del azar del nacimiento, sino que se conquista
con entrenamiento, eran conscientes de que había muchos jóvenes adinerados en Atenas
que querían competir con los hijos de las familias de abolengo. Ellos les ofrecían la
posibilidad de hacerlo. A sus clases podía asistir cualquiera capaz de pagarlas.
La idea de que la virtud es accesible a todos los ciudadanos capacitados,
independientemente de su origen, tenía un profundo calado político, como se puso
especialmente de manifiesto el año 404, cuando se discutía en Atenas el nuevo régimen
que debería sustituir a la democracia. Los aristócratas del entorno de Critias defendieron
que había que restringir el acceso a los derechos cívicos a un grupo escogido de 3.000
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ciudadanos, que serían algo así como el senado dirigente de Atenas. En este debate,
Teramenes se opuso a Critias defendiendo una tesis sofística difícil de rebatir: que la
virtud, en sí misma, no tiene preferencia por ningún número. Si el criterio de acceso al
gobierno de la ciudad había de ser la posesión de la virtud, el número de 3.000 era
completamente arbitrario.
Si Cicerón decía que Sócrates había bajado la filosofía del cielo a la tierra podemos
convenir que, como mínimo, no lo había hecho solo. La interrogación por el sentido de la
virtud en la ciudad democrática es una interrogación propiamente sofística.
Pero hay algo en la personalidad de Sócrates muy poco sofístico, algo que tiene más
que ver con la fuerza de su presencia que con el dominio de técnicas retóricas. Quien
mejor consigue darle nombre es Alcibíades cuando en el Banquete se refiere a él como
daimonios aner, es decir, como un hombre daimónico, envuelto en un halo de autoridad
y con gran capacidad de impregnación que , sin embargo, se considera a sí mismo
ignorante.
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