El Segundo Artículo Del Credo

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El segundo artículo del Credo

El segundo artículo del Credo es el centro de la fe cristiana. El Dios


confesado en el primer artículo es el Padre de Jesús, Ungido por el
Espíritu Santo como Salvador del mundo.

Siendo el corazón de la fe cristiana, la fórmula original «Creo en


Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor» se desenvuelve en varios
artículos de nuestro Credo: nació, padeció, murió, resucitó... Es decir, la
fe cristiana confiesa que Jesús, un hombre que nació y murió crucificado
en Palestina al comienzo de nuestra era, es el Cristo, el Ungido de Dios,
centro de toda la historia 1.

Esta es la fe y el escándalo fundamental del cristianismo. Jesús, hombre


histórico, es el Hijo de Dios o, lo que es lo mismo, el Hijo de Dios es el
hombre Jesús. En Jesús, pues, aparece lo definitivo del ser humano y la
manifestación plena de Dios.

1. CREO EN JESUCRISTO

a) Jesús el Ungido del Padre

La palabra JESUCRISTO -al unir Jesús y Cristo- es una confesión de fe.


Decir Jesucristo es confesar que Jesús es el Cristo.

En nuestro lenguaje habitual, Jesucristo es una sola palabra, un nombre


propio. Para nosotros, Jesús, Cristo y Jesucristo hoy son
intercambiables. Sin embargo, en los orígenes del cristianismo no fue
así. Cristo era un adjetivo. Cristo, aplicado a Jesús, es un título dado a
Jesús. San Cirilo de Jerusalén, de origen griego, sabía muy bien el
significado de Cristo en su lengua natal y así se lo explicaba a los
catecúmenos:

Se le llama Cristo, no por haber sido ungido por los


hombres, sino por haber sido ungido por el Padre en
orden a un sacerdocio eterno supra-humano 2.

Cristo significa ungido, no con óleo común, sino con el


Espíritu Santo... Pues la unción figurativa, por la que
antes fueron constituidos reyes, profetas y
sacerdotes, sobre El fue infundida con la plenitud del
Espíritu divino, para que su reino y sacerdocio fuera,
no temporal como el de aquellos-, sino eterno 3.

Y ya antes, en el Credo romano se profesa la fe, diciendo: «Creo en


Cristo Jesús». Esta inversión es fiel a la tradición apostólica del Credo.
San Clemente Romano repite constantemente la misma fórmula: «En
Cristo Jesús».
En efecto, Cristo es la palabra griega (Christós), que significa ungido y
traduce la expresión bíblica hebrea Mesías, del mismo significado.
Cuando Mateo habla de «Jesús llamado Cristo» (1,16) está indicando
que en Jesús se ha reconocido al Mesías esperado. En Cristo ha puesto
Dios su Espíritu (Is 42, 1). Jesús de Nazaret es aquel a quien
«Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder» (He 10,38). Y según
Lucas (4,17-21), el mismo Jesús interpreta la profecía de Isaías (61,1)
como cumplida en sí mismo. El es, pues, de manera definitiva el Cristo,
Mesías, el Ungido de Dios para la salvación del hombre.

En la Escritura el título de Cristo -Ungido- se aplica primeramente a


reyes y sacerdotes, expresando la elección y consagración divinas para
su misión. Luego pasa a designar al destinatario de las esperanzas de
Israel, al MESIAS. Cristo, aplicado a Jesús de Nazaret, era, por tanto, la
confesión de fe en El como Mesías, «el que había de venir», el esperado,
en quien Dios cumplía sus promesas, el Salvador de Israel y de las
naciones.

Pedro, el día de Pentecostés, lo confiesa con fuerza ante el pueblo


congregado en torno al Cenáculo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa
de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien
vosotros habéis crucificado» (He 2,36). Y lo mismo hacían los demás
apóstoles, que «no dejaban de proclamar en el templo y por las casas la
buena noticia de que Jesús es el Cristo» (He 5,42).

Esto es lo que confesaban con valentía Pablo (He 9,22) y Apolo, que
«rebatía vigorosamente en público a los judíos, demostrando con la
Escritura que Jesús es el Cristo» (He 18,28; Cfr. He 3,18.20; 8,5.12;
24,24; 26,23). Para lo mismo escribe Juan su Evangelio:

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras


muchas señales que no están escritas en este libro.
Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis
vida en su nombre (Jn 20,30).

b) El Mesías esperado

«Jesús es el Cristo», el Mesías esperado, confiesa la comunidad


cristiana, fiel a la predicación apostólica, como la recoge insistentemente
el Evangelio.

Ante la aparición de Juan bautizando en el Jordán, las «autoridades


judías enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle: ¿Tú,
quién eres? Y él confesó abiertamente: yo no soy el Cristo» (Jn 1,19-
20). Y el mismo Bautista, al oír lo que se decía de Jesús, enviará desde
la cárcel a dos de sus discípulos con idéntica pregunta: «¿Eres tú el que
había de venir o esperamos a otro?» (Lc 7,20).
Esta expectación mesiánica nace con los mismos profetas del Antiguo
Testamento. Tras el exilio nace en el pueblo piadoso una corriente
mesiánica, que recogerá el libro de Daniel. Se esperaba el advenimiento
de un mundo nuevo, expresión de la salvación de los justos, obra
del Hijo del Hombre, a quien Daniel en visión ve «que le es dado el
señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirven. Su dominio es eterno, nunca pasará y su imperio jamás será
destruido» (Dan 7,13-14).

En Jesús, confesado como el Cristo, ha visto la comunidad cristiana


realizada esta profecía. Cristo es el Hijo del Hombre, como El mismo se
denomina tantas veces en el Evangelio. El es quien instaurará el nuevo
mundo, salvando al hombre de la esclavitud del pecado.

En el relato evangélico de la confesión de Pedro, Jesús llama


bienaventurado a aquel a quien el Padre revela que El es el Cristo:

Jesús les preguntó: ¿Quién dicen los hombres que es


el Hijo del Hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan
Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno
de los profetas. Y El les pregunta- ba: Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?. Simón Pedro contestó: Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Replicando, Jesús
le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás,
porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre,
sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,13ss; Mc
8,27-30).

La confesión que Jesús mismo hace ante el Sumo Sacerdote de ser el


Cristo es la razón última que provoca su condena a muerte:

El Sumo Sacerdote le dijo: Yo te conjuro por Dios vivo


que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
Dicele Jesús: Sí, tú lo has dicho ...Y todos
respondieron: Es reo de muerte (Mt 26,63-66).

Como dice C.H. Dodd: «Un título que El no niega a fin de salvar su vida,
no puede carecer de significado para El». En el título de Mesías está
encerrada toda su misión, su vida y su persona. El es el mensajero de
Dios, que invita a pobres y pecadores al banquete de fiesta, el médico
de los enfermos (Mc 2,17), el pastor de las ovejas perdidas (Lc 15,4-7),
el que congrega en torno a la mesa del Reino a la «familia de Dios« (Lc
22,29-30).

c) Jesús: Hijo del Hombre y Siervo de Yavé

Hijo del Hombre y Siervo de Yavé definen a Jesús como el Mesías, que
trae la salvación de Dios. El es «el que había de venir», que ha venido.
Con El ha llegado el Reino de Dios y la salvación de los hombres.
Pero Jesús, frente a la expectativa de un Mesías político, que El rechaza,
se da el título de Hijo del Hombre, nacido de la expectación escatológica
de Israel. El trae la salvación para todo el mundo, pero una salvación
que no se realiza por el camino del triunfo político o de la violencia, sino
por el camino de la pasión y de la muerte en cruz (Filp 2,6ss). Jesús es
el Hijo del Hombre, Mesías que entrega su vida a Dios por los hombres
4.

El Mesías, de este modo, asume en sí, simultáneamente, el título de Hijo


del Hombre y de Siervo de Yavé (Is 52,13-53,12; 42,1 ss; 49,1 ss; 50,4
ss), cuya muerte es salvación «para muchos». Jesús muere «como
Siervo de Dios», de cuya pasión y muerte dice Isaías que es un
sufrimiento inocente, aceptado voluntariamente, con paciencia, querido
por Dios y, por tanto, salvador.

Al identificarse con el Siervo de Dios y asumir su muerte como muerte


«por muchos», es decir, «por todos», se nos manifiesta el modo propio
que tiene Jesús de ser Mesías: entregando su vida para salvar la vida de
todos. El título que cuelga de la cruz, como causa de condena, se
convierte en causa de salvación: «Jesús, rey de los judíos», es decir,
Jesús Mesías, Jesús el Cristo. Así lo confesó la comunidad cristiana
primitiva, en cuyo seno nacieron los Evangelios.

Mateo comienza el Evangelio con la Genealogía de Jesús, hijo de David,


hijo de Abraham. En El se cumplen las promesas hechas al patriarca y al
rey. En El se cumplen las esperanzas de Israel. El es el Mesías esperado.
Y Lucas, en su genealogía, va más lejos, remontando los orígenes de
Jesús hasta Adán. Así, Jesús no sólo responde a las esperanzas de
Israel, sino a las esperanzas de todo hombre, de todos los pueblos. Es el
Cristo, el Mesías de toda la humanidad (Mt 1,1-17; Lc 3,23-38).

Cuando Jesús se bautiza en el Jordán, «se abrieron los cielos y vio al


Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y se posaba sobre
El. Y una voz desde los cielos dijo: Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco» (Mt 3,16-17). Los cielos, cerrados por el pecado para el
hombre, se abren con la aparición de Jesucristo entre los hombres. El
Hijo de Dios se muestra en público en la fila de los pecadores, cargado
con los pecados de los hombres, como siervo que se somete al
bautismo. Por ello se abren los cielos y resuena sobre El la palabra que
Isaías había puesto ya en boca de Dios: «He aquí mi siervo a quien
sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi
Espíritu sobre El» (Is 42,1).

Hijo y Siervo (pais, en griego) de Dios unidos, apertura del cielo y


sometimiento de sí mismo, salvación universal ofrecida al mundo
mediante la entrega de sí mismo a Dios por los hombres: esta es la
misión del Mesías.

Del Jordán Jesús, conducido por el Espíritu, pasa al desierto de las


tentaciones. Jesús, el Cristo, asume el destino de Israel en el desierto,
camino de la realización de la promesa. Pero Jesús no sucumbe a las
tentaciones de Israel. A1 rechazar convertir las piedras en pan,
manifiesta que no es el Mesías de las esperanzas temporales y caducas;
El trae el pan de la vida que no perece. Con la renuncia a la aparición
triunfal en la explanada del templo, manifiesta que no es el Mesías
político, que busca la salvación en el triunfo y el aplauso. Con el rechazo
del tentador, manifiesta su fidelidad al designio del Padre: aunque pase
por la humillación y la muerte, la voluntad del Padre es camino de
salvación y vida. Donde Israel fracasó, rompiendo las esperanzas de
salvación para todos los pueblos, allí triunfa Cristo, llevando así a
cumplimiento las promesas de salvación de Dios Padre (Mt 4,1- 11).

Pero es, sobre todo, en la cruz donde Jesús se muestra plenamente


como el Mesías, el Cristo, que trae la salvación plena y definitiva, de
modo que «es el que había de venir y no tenemos que esperar a otro».
En la cruz, Jesús aparece entre malhechores y los soldados echan a
suertes sobre su túnica (dos rasgos del canto del Siervo de Isaías,
53,12). En la cruz, pueblo, soldados y ladrones se dirigen sucesivamente
a El con el mismo reto: «Salvó a otros; que se salve a sí mismo, si es el
Mesías, el Cristo de Dios», «¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y
a nosotros» (Lc 23,34-49p). Y en la cruz, sin bajar de ella como le
proponen, Jesús muestra que es el Mesías, el Salvador de todos los que
le acogen: salva al ladrón que se reconoce culpable e implora piedad,
toca el corazón del centurión romano y hace que el pueblo «se vuelva
golpeándose el pecho».

Pilato, con la inscripción condenatoria escrita en todas las lenguas


entonces conocidas y colgada sobre la cruz, lo proclamó ante todos los
pueblos como Rey, Mesías, Cristo. La condena a muerte se convirtió en
profesión de fe en la comunidad cristiana. Jesús es Cristo, es Rey en
cuanto crucificado. Su ser Rey es el don de sí mismo a Dios por los
hombres, en la identificación total de palabra, misión y existencia. Desde
la cruz, dando la vida en rescate de los hombres, Cristo habla más
fuerte que todas las palabras: El es el Cristo.

Con El la cruz deja de ser instrumento de suplicio y se convierte en


madero santo, cruz gloriosa, fuerza de Dios y fuente de salvación para el
mundo entero.

Cristo resucitado podrá decir a los discípulos de Emaús -y en ellos a


todos los que descorazonados dicen «nosotros esperábamos que El fuera
el libertador de Israel»-:

¡Que insensatos y tardos de corazón para creer todo


lo que anunciaron los profetas! ¡No era necesario que
el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria!
(Lc 24,25-26).

d) Creo en Jesucristo
Desde entonces la fe cristiana confiesa que «Jesús es el Señor». O más
sencillamente, uniendo las dos palabras en una, integrando el nombre y
la misión, le llama: JESUCRISTO.

Esta transformación en nombre propio de la misión unida al nombre,


como la conocemos hoy, se llevó a cabo muy pronto en la comunidad
cristiana. En la unión del nombre con el título aparece el núcleo de la
confesión de fe cristiana. En Jesús se identifican persona y misión. El es
la salvación. El es el Evangelio, la buena nueva de la salvación de Dios.
Acoger a Cristo es acoger la salvación que Dios nos ofrece. Jesús y su
obra salvadora son una misma realidad. El es JESUS: «Dios
salva», Enmanuel: «Dios con nosotros»:

Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier


separación entre el Verbo y Jesucristo. San Juan
afirma claramente que el Verbo, que «estaba en el
principio con Dios, es el mismo que se hizo carne» (Jn
1,2.14). Jesús es el Verbo encarnado, una sola
persona e inseparable: no se puede separar a Jesús
de Cristo, ni hablar de un «Jesús de la historia», que
sería distinto del «Cristo de la fe». La Iglesia conoce
y confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios
vivo» (Mt 16,16). Cristo no es sino Jesús de Nazaret,
y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la
salvación de todos. En Cristo «reside toda la plenitud
de la divinidad corporalmente» (Col 2,9) y «de su
plenitud hemos recibido todos» (Jn 1,16). El «Hijo
único, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18), es el
«Hijo de su amor, en quien tenemos la redención.
Pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la
plenitud, y reconciliar por El todas las cosas,
pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay
en la tierra y en los cielos» (Col 1,13-14.19-20)5.

Jesús no ha traído una doctrina, que puede desvincularse de El; ni una


moral, que se puede vivir sin El; ni una religión, que puede vivirse,
irénicamente, con todos los creyentes en Dios, prescindiendo de El.

Confesar a Jesús como Cristo, invocarle con el nombre de Jesucristo,


significa profesar que El se ha dado en su palabra. En El no existe
un yo que pronuncie palabras, que enseñe verdades o dé normas de
vida, sino que El se ha identificado de tal manera con su palabra que son
una misma cosa: El es la Palabra. Y lo mismo vale con relación a su
obra: su obra salvadora es el don de sí mismo.

La fe en Jesús como Cristo es, pues, una fe personal. No es la


aceptación de un sistema, de una doctrina, de una moral, de una
filosofía, sino la aceptación de una personal.
Por otra parte, reconocer al Cristo en Jesús significa unir fe y amor como
única realidad. El lazo de unión entre Jesús y Cristo, es decir, la
inseparabilidad de su persona y su obra, su identidad como persona con
su acto de entrega, son el lazo de unión entre fe y amor: el amor en la
dimensión de la cruz, como se ha manifestado en Cristo, es el contenido
de la fe cristiana. Por eso, una fe que no sea amor no es verdadera fe
cristiana. El divorcio entre fe y vida es imposible en la fe cristiana 7.

2. SU UNICO HIJO 

a) El Cristo es Hijo de Dios

La confesión de Jesús como Cristo supera todas las expectativas


mesiánicas de Israel y de cualquier hombre. Jesús de Nazaret, el Mesías,
es el Hijo de Dios. Si Jesús no sólo ama, sino que es amor, es porque El
es Dios, el único ser que es amor (1Jn 4,8.16). La radical mesianidad de
Jesús supone la filiación divina. Sólo el Hijo de Dios es el Cristo. No hay
otro nombre en el que podamos hallar la salvación (He 4,12). Como dirá
San Cirilo de Jerusalén a los catecúmenos:

Quienes aprendieron a creer «en un solo Dios, Padre


omnipotente» deben creer también «en su Hijo
Unigénito», porque «quien niega al Hijo no posee al
Padres (1 Jn 2,23). Dice Jesús: «Yo soy la puerta»
(Jn 10,9), «nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,16);
si, pues, niegas a la puerta, te cierras el acceso al
Padre, pues «ninguno conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo se lo revele». Pues si niegas a
aquel que revela, permanecerás en la ignorancia. Dice
una sentencia de los Evangelios: «El que cree en el
Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo,
no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece
sobre él» (Jn 3,36)8.

En Cristo los hombres tenemos acceso a la vida misma de Dios Padre(Ef


3,11-12). Participando en su filiación entramos en el seno del Padre:
«¡Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde yo esté estén
también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado,
porque me has amado antes de la creación del mundo!» (Jn 17,24). Por
ello «quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él
y el en Dios» (1Jn 4,15;5,9-12).

Hablar del Hijo de Dios es hablar de la acción salvífica de Dios, pues «El
que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará con El gratuitamente todas las cosas?»
(Rom 8,32). Mediante el Hijo del Padre, recibimos la reconciliación con
Dios (Rom 5,10), la salvación y el perdón de los pecados (Col 1,14) y
nos hacemos también nosotros hijos de Dios:
Pues, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, a fin de que
recibiéramos- la filiación adoptiva. La prueba de que
sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba,
Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo: y si
hijo, también heredero por voluntad de Dios (Gál 4,4-
7).

En Cristo se nos ha mostrado luminoso el rostro de Dios y nuestro


verdadero rostro de hombre. En Cristo, el Hijo, Dios se nos ha mostrado
como Padre y, al mismo tiempo, nos ha permitido conocer su designio
sobre el hombre: llegar a ser hijos suyos acogiendo su Palabra, es decir,
a su Hijo (Jn 1,12):

Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el


pasado a nuestros padres por medio de los profetas:
en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio
del Hijo a quien constituyó heredero de todo, por
quien también hizo los mundos, siendo resplandor de
su gloria e impronta de su sustancia (Heb 1,1-3).

Jesús, como Hijo, es la revelación última, plena y definitiva de Dios. En


El Dios ya no dice, sino que se dice, se da. Jesús es el Hijo de Dios, que
existía en el principio, estaba con Dios y era Dios (Jn 1,1). Al
encarnarse, Dios está ya definitivamente con nosotros. El es Enmanuel:
«Dios con nosotros» (Cfr. Mt 1,23; Ap 21,2; Zac 8,23).

Jesús es el Hijo eterno del Padre. Si se nos muestra como Hijo, no es


-como en nuestro caso- porque se haga o llegue a ser Hijo; lo es, no por
elección o adopción, sino por naturaleza: «Hijo consustancial con el
Padre» desde antes de los siglos, como confesará el Credo de Nicea. Y
como explicará San Cirilo en sus catequesis:

Cristo es Hijo natural. No como vosotros, los que vais


a ser iluminados, sois hechos ahora hijos, pero en
adopción por gracia, según lo que está escrito: «A
todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse
hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Ellos no
nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo
de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1,12-13).
Y nosotros nacemos ciertamente del agua y del
Espíritu (Jn 3,5), pero no es así como Cristo ha nacido
del Padre 9.

La relación filial de amor y confianza, de conocimiento y revelación, de


autoridad y poder salvífico entre el Hijo y el Padre se prolongan en una
relación de naturaleza.
Jesús, el Hijo encarnado, revela y nos hace partícipes en el tiempo de la
relación y comunión personal que El tiene con el Padre desde siempre.
Desde Jesús, en la historia humana, conocemos la naturaleza y
eternidad de Dios. Lo que Jesús es entre nosotros de parte de Dios lo es
en sí desde la eternidad. «Las procesiones fundan las misiones y las
misiones corresponden a las procesiones», decía la teología clásica. Y K.
Rahner lo traduce hoy diciendo que «la trinidad económica es la trinidad
inmanente». O, dicho de otra manera con C. Dodd, en su exégesis del
cuarto Evangelio:

La relación de Padre a Hijo es una relación eterna, no


alcanzada en el tiempo y que tampoco termina con
esta vida o con la historia del mundo. La vida humana
de Jesús es, por decirlo así, una proyección de esta
relación eterna (que es amor divino) sobre el área del
tiempo. Y esto, no como un mero reflejo o
representación de la realidad, sino en el sentido de
que el amor que el Padre tuvo por el Hijo «antes de la
fundación del mundo» y al que Este corresponde
perpetuamente, opera activamente en toda la vida
histórica de Jesús. Esa vida despliega la unidad del
Padre y del Hijo en modos que pueden describirse
como conocimiento o inhabitación, pero que son tales,
no en el sentido de contemplación ensimismada, sino
en el sentido de que el amor de Dios en Cristo crea y
condiciona un ministerio activo de palabra y obra, en
el que las palabras son «espíritu y vida« y las obras
son « signos» de la vida y de la luz eternas; un
ministerio que es también un conflicto agresivo con
los poderes hostiles a la vida y que termina en
victoria de la vida sobre la muerte a través de la
muerte. El amor de Dios así derramado en la historia,
lleva a los hombres a la misma unidad de la que la
relación del Padre y del Hijo es el arquetipo eterno
10.

La confesión de la filiación divina de Jesús no es una curiosidad racional.


Es una buena noticia, fruto de la experiencia cristiana de la Iglesia: el
cristiano no es ya hijo de la ira, ni está condenado a la orfandad
definitiva que acosa a todo ser finito, ni vive amenazado por la soledad
irremediable. En Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, el cristiano ve
realizada la llamada de Dios a la vida eterna. Dios tiene un Hijo, es
decir, no es soledad sino comunión y, por ello, la vocación del hombre,
creado a imagen de Dios, es llegar a ser en Cristo hijo de Dios, pasar de
la soledad y aislamiento en que le ha encerrado el pecado a la comunión
eterna con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo 11.

Esta es la fe de la Iglesia desde los orígenes hasta nuestros días. La


confesión de Jesús como Hijo de Dios, en quien Dios nos asume a una
existencia filial, es lo que confesamos en el Credo, eco vivo y
permanente de la Escritura.

Marcos llama a todo su Evangelio: «Evangelio de Jesucristo, Hijo de


Dios» (Me 1,1) y concluye la vida de Jesús con la profesión de fe del
centurión romano, quien al ver la muerte de Cristo confiesa:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Me 15,39).

Y el Apóstol Pablo afirmará con vigor que su evangelio no es otra cosa


que el anuncio de esta buena nueva: Jesús es el Hijo de Dios (Rom 1,3),
que enviado por el Padre murió por nosotros para hacernos conformes a
El y, así, participar de su vida filial (Rom 8,3.29-32). Y Juan concluirá su
Evangelio con la misma confesión: Estos signos han sido escritos para
que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que
creyéndolo tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Pues « en esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Hijo
único para que vivamos por medio de El. En esto consiste el amor: no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4.9-10).

Para Juan, pues, como para Pablo, la fe se centra en la confesión de


Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Quienes por la fe entran en comunión
con El pasan a una existencia nueva, tienen vida eterna, participando de
la vida del Hijo:

A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse


hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los
cuales no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre
nosotros. Y hemos contemplado su gloria, gloria que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de
verdad... Y de su plenitud hemos recibido gracia sobre
gracia (Jn 1,12-16).

Por ello, Pablo cantará lleno de exultación:

Bendito sea Dios, 


Padre de nuestro Señor Jesucristo, 
que nos ha bendecido en la Persona de Cristo 
con toda clase de bienes espirituales y celestiales... 
El nos ha destinado en la Persona de Cristo, 
por pura iniciativa suya, 
a ser sus hijos, 
para que la gloria de su gracia, 
que tan generosamente nos ha concedido 
en su querido Hijo, 
redunde en alabanza suya (Ef 1,3-6).

b) El crucificado es el Hijo de Dios


¿En qué realidad se funda esa especial relación de Jesús con Dios que
nos permite llamarle Hijo, el Hijo Unigénito, el Hijo querido? El Nuevo
Testamento nos describe esa relación filial de Jesús con Dios Padre.
Jesús se dirige a Dios con una palabra del lenguaje familiar, como se
dirige un niño a su padre, expresando su infinita confianza y
amor: Abba, papá.

Jesús es confesado como Hijo único -Unigénito- y como Primogénito de


muchos hermanos. Los Padres se complacen en comentar esta riqueza y
la diferencia que hay entre los dos títulos:

En cuanto es Unigénito (Jn 1,18) no tiene hermanos,


pero en cuanto Primogénito (Col 1,15) se ha dignado
llamar hermanos (Heb 2,11) a todos los que, tras su
primacía y por medio de ella (Col 1,18), renacen para
la gracia de Dios por medio de la filiación adoptiva,
como nos lo enseña el Apóstol (Gál 4,5-6; Rom 8,15-
16). Es, pues, único el Hijo natural de Dios, nacido de
su sustancia y siendo lo que es el Padre: Dios de Dios,
Luz de Luz. Nosotros, en cambio, no somos luz por
naturaleza, sino que somos iluminados por aquella
Luz, para poder iluminar con la sabiduría. Pues «El
era la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo» (Jn 1,9)12.

En forma parecida se expresan otros muchos Padres:

Los dos vocablos, -Unigénito y Primogénito-, se dicen


de la misma persona, pero hay mucha diferencia entre
unigénito y primogénito ...Esto es lo que nos enseña
la Escritura. Refiriéndose al Unigénito dice que
«hemos visto su gloria como gloria del Unigénito
salido del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn
1,14); y también que «el Unigénito está en el seno del
Padre» (Jn 1,14), siendo conocido como Unigénito
por la unión con su Padre... Tal es el significado de
Unigénito: el único engendrado por el Padre, con
quien siempre existe... Con respecto al Primogénito,
entendemos su significado a la luz de estas palabras:
«A los que de antemano conoció los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que El sea
Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29);
nos da a entender el Apóstol, llamándole Primogénito,
que tiene muchos hermanos, pues son muchos los
que participan de la filiación divina13.

Creemos en «Jesucristo, su único Hijo», pues aunque


hay muchos hijos por gracia, sólo El lo es por
naturaleza, siendo « nuestro Señor» por habernos
librado del servicio a tantos y tan crueles señores,
para no volver a la condición primera sino
permanecer en la libertad lograda14.

Esta filiación es el fundamento de la reciprocidad de señorío y salvación


entre Jesús y el Padre. Aquellos a quien Jesús acoge son acogidos por
Dios; a quienes incorpora en su comunión son reconocidos por Dios. La
aceptación o rechazo de Jesucristo determinan el destino del hombre
ante Dios (Lc 9,48; 10,16; Jn 13,20).

La filiación de Jesús es proclamada por la voz del Padre en el bautismo y


en la transfiguración: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco:
escuchadle» (Mt 17,5; 3,17; 1 Jn 5,9-12; 2 Pe 1,17-18). Como Hijo de
Dios es confesado por los discípulos ante el milagro inesperado de la
tempestad calmada (Mt 14,33); es también la confesión de Pedro,
inspirado por el Padre mismo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Mt
16,16) y hasta como acusación en el proceso es proclamado -y
condenado- como Hijo de Dios (Mt 26,63); así lo llaman quienes lo ven
en la cruz con compasión, en burla o como confesión de fe (Mt 27,
40.43.54).

Hijo de Dios es una expresión que hallamos en el Antiguo Testamento


aplicada al rey de Israel, no como engendrado por Dios, sino como el
elegido de Dios. Pero ya en el Antiguo Testamento la filiación divina por
elección del rey se convirtió en profecía, en promesa de que un día
surgiría un rey que con razón podría decir: «Voy a anunciar el decreto
de Yavé: El me ha dicho «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado» (Sal
2,7)

La comunidad cristiana creyó realizada esta profecía en la resurrección


de Jesús: «También nosotros -proclama Pablo- os anunciamos la Buena
Nueva de que la promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en
nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los
salmos: «Hijo mío eres Tú; yo te he engendrado hoy» (He 13,32-
33). «Este hoy no es reciente, sino eterno. Es un hoy sin tiempo,
anterior a todos los siglos: «Antes de la aurora te engendré» (Sal
110,3)15.

La paradoja es tremenda. Es una contradicción creer que el que ha


muerto crucificado en el Gólgota es la persona de quien se habla en este
salmo dos. ¿Qué significa esta confesión de fe? Afirma que la esperanza
en el rey futuro de Israel se realiza en el crucificado y resucitado.
Expresa la fe de que aquel que murió en cruz, renunció al poder del
mundo, prohibió la espada y no respondió al mal con el mal, sino que
respondió dando la vida por quienes le crucificaban, El es el que recibe
la voz de Dios, que le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado».

Al fracasado, al que, colgado en la cruz, le falta un trozo de tierra donde


apoyar la cabeza, al despojado de sus vestidos, al abandonado incluso
de Dios, a El se dirige el oráculo del Señor: «Tú eres mi Hijo. Hoy -en
este lugar- te he engendrado. Pídeme y haré de las gentes tu heredad,
te daré en posesión los confines de la tierra».

Si los títulos de Cristo, Hijo del Hombre y Siervo de Yavé se unifican en


Jesús, lo mismo ocurre con los apelativos de Rey, Hijo y Siervo de Yavé.
En cuanto Rey es Siervo, y en cuanto Siervo es Rey. Servir a Dios es
reinar. Porque el servicio a Dios es la obediencia libérrima del Hijo. La
palabra griega país une los dos significados: siervo e hijo. Jesús es todo
El Hijo, Palabra, Misión, Servicio. Su obra desciende hasta el
fundamento de su ser, identificándose con El. Y precisamente porque su
ser no es sino servicio, es Hijo. Quien se entrega al servicio por los
demás, el que pierde su vida, vaciándose de sí mismo es el verdadero
hombre, que llega a la estatura adulta de Cristo, crucificado por los
demás. En ese amor se da la unión del hombre y Dios: «Todo es
vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3,23)16.

La simultaneidad de Hijo y Siervo, de gloria y servicio, la ha confesado y


cantado Pablo en la carta a los filipenses (2,5-11). Cristo, siendo igual a
Dios, no codició tal igualdad, sino que descendió a la condición de
esclavo, hasta el pleno vaciamiento de sí en obediencia filial al Padre,
que por ello le exaltó a su derecha en la gloria.

En conclusión, para el Evangelio de Juan, Jesús es sin más el Hijo y


Dios es el Padre. Y para Pablo Dios es el Padre de Jesucristo. La
invocación Abba -Padre- es una de las pocas palabras que la comunidad
cristiana conservó sin traducir del arameo, conservándola tal y como la
pronunciaba Jesús, con toda la familiaridad e intimidad con Dios que ella
supone. Así la comunidad cristiana afirmó que esa intimidad con Dios
pertenecía personalmente a Jesús y sólo a El: «Sería irrespetuoso para
un judío y, por tanto, inconcebible, dirigirse a Dios con este término tan
familiar. Fue algo nuevo e inaudito el hecho de que Jesús diese ese
paso... La invocación de Jesús a Dios nos revela la espina dorsal de su
relación con Dios». Pero lo más inaudito, la buena y sorprendente noticia
es que Jesús «nos amaestró» para que también nosotros «nos
atreviéramos» a dirigirnos a Dios de la misma manera, con la misma
intimidad, llamándole: Abba 17.

Y como dice San Cirilo de Jerusalén:

Si a la confesión de Pedro de Jesús «como Hijo de


Dios vivo», el Salvador replicó con una
bienaventuranza, confirmando que se lo había
revelado su Padre celestial, quien reconoce, pues, a
nuestro Señor Jesucristo como Hijo de Dios, participa
de esta bienaventuranza; el que niega, en cambio, al
Hijo de Dios es infeliz y desgraciado 18.

3. NUESTRO SEÑOR
Jesús, al vaciarse totalmente de sí mismo, en obediencia filial, se
convierte en Señor de todo el universo:

Cristo, a pesar de su condición divina, 


no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, 
al contrario, se anonadó a sí mismo
tomando la condición de siervo,
pasando por un hombre de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, 
se rebajó obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó sobre todo 


y le concedió el nombre sobre todo nombre; 
de modo que al nombre de Jesús 
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos 
y toda lengua confiese
QUE CRISTO ES SEÑOR
PARA GLORIA DE DIOS PADRE. (Filp 2,6-11).

El que no se apropia nada, sino que es pura relación al Padre, se


identifica con El: es 'Dios de Dios', es el Señor ante quien se inclina
reverente el universo. El Cordero, degollado en obediencia al Padre
como ofrenda por los hombres, es digno de recibir la liturgia cósmica, el
honor y la gloria del universo:

Oí un coro inmenso de voces que cantaba un cántico


nuevo: Digno es el Cordero degollado de recibir el
poder, la riqueza y la sabiduría, la fuerza y el honor,
la gloria y la alabanza.

Y todas las criaturas que existen en el cielo y sobre la


tierra y debajo de la tierra y en el mar, y todo cuanto
en ellos se contiene, cantaban:

Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza,


el honor, la gloria y el poder por los siglos de los
siglos. (Ap 5,9ss).

Jesús es la imagen que Dios ha proyectado de sí mismo hacia los


hombres y el espejo del hombre ante Dios. El rostro de Dios brilla en
Jesús y en Jesús se revela al hombre el verdadero ser del hombre.
Jesucristo revela qué es el hombre delante de Dios y qué es Dios para el
hombre. El es Hijo de Dios y es nuestro Señor:

En Cristo hay una sola Persona con una doble


naturaleza, de modo que el Hijo de Dios y el Hijo del
Hombre no es más que «un solo Señor», que tomó la
condición de siervo por decisión de su bondad y no
por necesidad. Por su poder se hizo humilde, por su
poder se hizo pasible, por su poder se hizo mortal...
para así destruir el imperio del pecado y de la
muerte19.

La Escritura expresa la resurrección y exaltación de Jesús con la


confesión de fe en Cristo como Kirios: «Jesús es el Señor» (Rom 10,9;
1Cor 12,3; Filp 2,11). Es la confesión cultual de la comunidad
cristiana: Maranathá: «Ven, Señor» (1 Cor 16,22; Ap 22,20; Didajé
10,10,6). Pablo llama Kirios al Señor presente y exaltado en la gloria
junto al Padre. Exaltado a la derecha del Padre, está también presente
por su Espíritu en la Iglesia (2 Cor 3,17), sobre todo, en la Palabra y en
la Celebración eucarística. El Señor presente en la Iglesia hace al apóstol
y a cada cristiano servidores suyos:

Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, y nadie


muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el
Señor; y si morimos, morimos para el Señor; vivamos
o muramos, pertenecemos al Señor. Para esto murió
Cristo y retomó a la vida, para ser Señor de vivos y
muertos (Rom 14,7-9; 1 Tim 1,2,12).

Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre,


y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las
cosas y también nosotros (1 Cor 8,6).

La confesión de Jesús como Señor forma parte del contenido más


antiguo de la tradición bíblica y de la formación del Credo cristiano.
Pablo encuentra esta confesión en las comunidades cristianas cuando se
convierte a Cristo (He 26,16). Es una fórmula litúrgica, que se proclama
como don del Espíritu Santo: «Jesús es el Señor» (1Cor 12,3); es
intercesión: Kyrie eleison: «Señor, ten piedad»; como intercesión es la
conclusión de todas las oraciones litúrgicas: «Por Cristo, nuestro Señor».
De tal modo está unida la confesión de Cristo como Señor a la
celebración litúrgica que nos reunimos para celebrarla «el día del Señor»
(Cfr. Ap 1,10). Y lo que celebramos, lo vivimos luego en la historia. De
aquí la invocación permanente del Señor -oración del corazón- de la
Iglesia oriental, «pues todo el que invoque el nombre del Señor se
salvará» (He 2,21; Rom 10,13; Jn 20,28).

A causa de esta confesión de Cristo como Señor, los primeros cristianos


entraron en conflicto con el Imperio y con el culto al Emperador. En las
persecuciones que sufrieron los cristianos de los primeros siglos, fueron
muchos los mártires que murieron confesando a Cristo como Señor,
como único Señor (Cfr. 1Cor 15,31), negándose a pronunciar siquiera
«Kaesar Kyrios». La confesión de Cristo como Señor es hoy, como ayer,
el fundamento de la libertad cristiana frente a tantos señores que
presumen de poseer la clave de salvación de la humanidad y reclaman
para sí el poder y la gloria. Frente a todos estos señores, la Iglesia de
nuestro tiempo proclama, en fidelidad a la tradición apostólica del
Credo, que «Jesucristo es la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana» (GS, n.10), pues «el Señor es el punto de convergencia hacia
el cual tienden los deseos de la historia humana, centro de la
humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus
aspiraciones» (n.45).

Ser cristiano es reconocer a Jesucristo como Señor, vivir sólo de El y


para El, caminar tras su huellas, en unión con El, en obediencia al Padre
y en entrega al servicio de los hombres. Ser en Cristo, vivir con Cristo,
por Cristo y para Cristo es amar en la dimensión de la cruz, como El nos
amó y nos posibilitó con su Espíritu. Esta es la buena noticia que
resuena en el mundo desde que el ángel lo anunció a los pastores en
Belén:

Os anuncio una gran alegría, os ha nacido hoy, en la


ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor
(Lc 2,10-11). De lo cual, en otro lugar, dice uno de los
apóstoles: El ha enviado su Palabra a los hijos de
Israel, anunciándoles la Buena nueva de la paz por
medio de Jesucristo que es Señor de todo (He
10,36)20.

Los cristianos, pues, reconocen y confiesan que «para nosotros no hay


más que un sólo Señor, Jesucristo (1Cor 8,6; Ef 4,5). Con la confesión
de «Señor nuestro» excluyen, por tanto, toda servidumbre a los ídolos y
señores de este mundo, viviendo la renuncia a ellos que hicieron en su
bautismo y confesando el poder de Cristo sobre ellos (Rom 8,39; Filp
3,8). En efecto, quienes antes de creer en el Señor Jesús sirvieron a los
ídolos (Gál 4,8; 1Tes 1,9; 1Cor 12,2; 1Pe 4,3) y fueron esclavos de la
ley (Rom 7,23.25; Gál 4,5), del pecado (Rom 6,6.16-20; Jn 8,34) y del
miedo a la muerte (Heb 2,14), por el poder de Cristo fueron liberados
de ellos, haciéndose «siervos de Dios» y «siervos de Cristo» (Rom 6,22-
23; 1Cor 7,22), «sirviendo al Señor» (Rom 12,11) en la libertad de los
hijos de Dios, que «cumplen de corazón la voluntad de Dios» (Ef 6,6),
«conscientes de que el Señor los hará herederos con El» (Col 3,24; Rom
8,17).

..........................
1. F. FRISOGLIO, Cristo en los Padres de la Iglesia. Antología de
textos, Barcelona 1986.

2. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X,4.

3. SAN PEDRO CRISOLOGO, Sermón 58.

4. Mc 2,10.27; 8,31; 9,31; 10, 33.45; 13,26; Lc 7,34; 9,58; 12,8-


9; Mt 25,32.

5. Redemptoris Missio, n.6.


6. Cfr. J. RATZINGER, o.c., p. 172ss; J.M. SANCHEZ CARO, Creo en
Jesucristo, en El Credo de los cristianos, o.c., p. 65-80; W.
KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca 1976, p. 122-137.

7. Cfr. J. RATZINGER, o.c., p. 172-178.

8. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X 1.

9. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI,9.

10. C.H. DODD, Interpretación del cuarto Evangelio, Madrid 1978,


p. 265.

11. Cfr. O.G. DE CARDEDAL, Creo en Jesucristo Hijo de Dios, en El


Credo de los cristianos, o.c., p. 81-100.

12. SAN AGUSTIN, De Fide et Symbolo, II,3-4,7.

13. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía II 1-V 6.

14. SAN PEDRO CRISOLOGO, Sermón 57.

15. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI, 5. 

16. J. JEREMIAS, O.c., p. 29-38.

17. Cfr. C. GURRE, Padre, nombre propio de Dios, Concilium 163


(1981) 370ss. 

18. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI, 3.

19. SAN LEON MAGNO, Homilía 46,1.

20. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X, 10.

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