Una Troya Como Una Olla
Una Troya Como Una Olla
Una Troya Como Una Olla
A Pedro y Juan, que se fueron
mientras este libro se escribía.
“En un lugar de la Tróade, ha mucho tiempo,
“Aquiles, el de Peleo, se encolerizó;
“y en un lugar de la Mancha, ha menos,
“hizo otro tanto Alonso Quijánida.
“¡Cóleras venturosas que causaron a los morideros
“bienes con cuento y en canto!”
[Texto íntegro de la erudita obra Gran Historia
de la Literatura Universal, del acreditado profesor
Apunto Álvarez (en imprenta)]
“¡Pastores rústicos, oprobiosos seres, sólo estómagos!,
“sabemos decir muchas mentiras semejantes a verdades,
“pero sabemos, cuando lo deseamos, cantar verdades”.
[Discurso de las Musas olímpicas, las bien habladas,
a Hesíodo, mientras apacentaba sus ovejas
al pie del divino Helicón]
PRÓLOGO
EL ESTERCOLERO
Está documentado que al menos desde el 2500 antes de Cristo, o sea,
hace la friolera de más de 4.500 años, las gentes que habitan lo que hoy
conocemos como Mesopotamia, Anatolia y Asia Menor, entre sí, y las tres,
juntas o por separado, con sus vecinas Egeo mediante, vienen dándose de
hostias de forma enconada, ininterrumpida y recíproca, generando lo que
llamamos una “espiral de violencia”.
Decidme ahora, Musas homéricas que tenéis olímpicas moradas,
quién la primera injuria infligió, padeció ofensa primera la quién.
Decidme ahora, Musas borgianas que tenéis el alma inquieta de un
gorrión
sentimental,│
qué dios detrás de dios empezó esta trama.
Imposible saberlo. Sólo una cosa es cierta, y la rima el ciego porteño:
que es historia de polvo y tiempo y sueño y agonías.
Y de horror, añado yo, y de muerte y sangre y valentías.
Uno de los capítulos de estas hazañas bélicas, allá por los siglos XIII o
XII antes del Cristo, se escribió en Troya, y enseguida fue puesto en solfa, o
salmodia, y manipulado por los rapsodas / poetas / aedos -un plato de higos
secos era el precio-, en un proceso continuo que culminó pongamos que en el
750 antes de nuestra era, en que un tal Homero fijó definitivamente la letra y
la música de la canción de título la Ilíada.
Y ese canto de un horror es el pedestal literario sobre el que se levantó
nuestro mundo, llámese Europa u Occidente. Nuestro hermoso edificio,
razonador y civilizado, está cimentado en unas ruinas crueles, bárbaras, perlas
ensangrentadas, elegidas y pulidas -eso sí- por los poetas, que las tintaron de
una nobleza y un heroísmo que probablemente no conocieron. Así son las
cosas, no os escandalicéis: en lechos de estiércol nacen las flores perfumadas y
las nutricias verduras.
Y es del canto de esa guerra de lo que va a tratar mi cuento. No del canto
ni de lo cantado en sí, que de Túa (ya os lo presentaré) aprendí lo inaccesible
de cualquier poema, fenómeno nouménico, sino en mí, la cosa-en-mí que
diría, guiones incluidos, Heidegger. Os voy a contar, pues, mi percepción o
intelección de la Ilíada, mi comprensión de ella. Lo cual, dicho así, como
queda, siendo cierto, tampoco es exacto. Mi cuento es cuento, no ensayo ni
tratado ni reflexión. Es una obra de ficción. Un yo fingido os va a hablar a
vosotros, narratarios imaginados, de una invención poética pretextada por una
guerra cierta.
¿Lo veis? Lo único real, la única verdad, es la guerra, el horror, el
espanto, el estiércol. Todo lo demás, las flores, las verduras, son inventos:
poemas y novelas que hacen el mundo un poco habitable (la frase creo que no
es mía).
CUENTO I
LA CÓLERA DE HOMERO
¡EQUÉPOLO TALISÍADA!
Fue el primero. No el primer muerto de la Guerra de Troya, que tal
honor le corresponde al aqueo y marcial Protesilao, caudillo de filacios,
pirásicos e itones, antronios y pteleos, muerto de certera pedrada
descalabradora por un dárdano, en el momento del desembarco, justo al saltar
de la nave: cuando su cuerpo tocó la arena de la playa de Besika, el vigor ya le
había abandonado. Equépolo Talisíada, del que hago encomio, es el primero
que muere en el presente narrativo de la Ilíada, en el trozo de guerra en el que
se centra la Ilíada. Recreemos, pues lo merece, la escena:
Los troyanos han incumplido el juramento de confiar el resultado de la
guerra al duelo singular entre Menelao, león de Esparta, y Alejandro, pijo de
Ilios. Éste, a punto de ser vencido, ha huido cobarde. Pándaro, hijo de Licaón,
aliado dardanio, ha flechado a aquél en el estómago, salvándole de la muerte
el cinturón de seguridad. Agamenón, presa de tremendo cabreo, manda a sus
tropas astipotentes formar en orden de combate y se precipitan contra los
troyanos; éstos, belicosos, cierran filas en orden defensivo. Ambos ejércitos
están en campo abierto. El encontronazo, el primero de los dos ejércitos en
bloque, fue tremendo. Entrechocaron pieles de escudos, picas y furias de
guerreros, de broncíneas corazas. Entonces los abollonados broqueles se
enzarzaron unos a otros, y se suscitó un enorme estruendo. Allí se confundían
quejidos derrotados y vítores triunfales de moribundos y de matadores, y la
sangre fluía por el suelo.
Inmediatamente antes del cuerpo a cuerpo, Antíloco, hijo del
magnánimo y coñazo Néstor, caballero gerenio, arrojó briosa su pica contra las
primeras filas troyanas y fue a dar al desdichado Equépolo, a quien horadó el
casco crinitupido, hincándose en su frente: la broncínea punta traspasó el
hueso hasta adentro y el Talisíada, infortunado, cubiertos de oscuro sus ojos,
se desplomó como una torre en la violenta batalla.
¡No digáis que no es putada, y de las grandes! El desdichado Equépolo
lleva nueve años, nueve largos y batallados años, en la defensa de Troya. Ha
combatido con honor y valor en escaramuzas y emboscadas y sobrevivido a
heridas leves, graves y de pronóstico reservado. Pero de eso no hay
constancia, pues ningún poeta lo ha cantado. Y justo cuando Homero empieza
a grabar en el mármol de la Historia y de la Literatura -si acaso no son una y la
misma cosa- los hechos; justo cuando sus hazañas, portentosas, podían quedar
en la Memoria de Occidente; justo en ese momento, va Antíloco le endiña un
lanzazo que lo deja seco y del pobre Equépolo, como del Fernández que
contaba Pepe Iglesias, el Zorro, ya nunca más se supo. Eyaculativa muerte
precoz. ¡Triste es el Destino de aquellos a quienes los Dioses no aman!
¡Equépolo Talisíada, de desventurado hado, vaya para ti nuestro recuerdo
eterno! Fin del peán.
Os decía que la Ilíada contiene un muy nutrido catálogo, además del de
las naves, de maneras de morir. Puede que ello desagrade a las almas
delicadas, pero no a quienes, como yo, aunque sensibles, nos hicimos lectores
de la mano, portadora de pluma, del prolífico Marcial Lafuente Estefanía,
insigne Corín Tellado del Oeste, si no es que ésta fuese, precisamente,
Marcial, Lafuente y Estefanía del amor.
A mis diez u once años, la Biblioteca de Alejandría estaba situada en la
calle Miguel de Ara de Zaragoza, al final a la izquierda, viniendo de General
Franco -después y antes, la vida es un péndulo, de llamarse Conde de Aranda-
unos metros antes de su confluencia con la calle Pignatelli, en otros tiempos de
la Paja. Pero no se llamaba Biblioteca de Alejandría, sino Cuchitril del Señor
Federico, de quien ya os he hablado, poco, en anterior cuento. Era un
cuartucho abarrotado, inundado hasta casi reventar, en caótica mezcolanza, de
tebeos y novelas populares, que olía a polvo y a tinta, y en el que me nutría,
abundante, de unos y otras, amén -también lo dejo escrito- de postales de
pechugonas actrices, escotadas y blanquinegras (por todas, rindo homenaje a
Jayne Mansfield, tristemente fallecida en accidente de automóvil en el que
resultó decapitada: una manera, como otra, de morir). Lo regentaba, dicho
queda, el señor Federico: no llegaba a los cincuenta, de maneras suaves,
fiador, siempre cubierto de una bata color polvo y tinta, y cojo de la pierna
derecha, que no doblaba, siempre tiesa, posiblemente ortopédica de primera
generación, sin articulación o con articulación encasquillada de la rótula o
choquezuela.
Allí compraba mis novelas de Marcial Lafuente Estefanía, escritor del
mal llamado subgénero “del Oeste”. Compraba y cambiaba. El “cambio” de
novelas (también lo había de tebeos) era una institución, hoy
desgraciadamente desaparecida, muy conveniente y fomentadora de saludables
hábitos. Tú comprabas una novelita “de primer ojo”, que nunca era cara,
siempre al alcance de la “paga semanal” de un niño; la leías; luego, por una
cantidad centímica y despreciable, la cambiabas por otra de “segundo ojo”,
que a su vez podías volver a cambiar -descambiar, se decía con impropiedad-;
y así hasta la consumación de los tiempos o de los ojos o de la novelita. Tal
práctica fomentaba la lectura a bajo coste -cosa obvia- y, sobre todo, el respeto
físico por los libros, valor encomiable este último que ha contribuido a salvar
mi matrimonio en momentos difíciles. Veréis. Del estado material de la novela
que entregabas, dependía bien el estado de la que recibías a cambio bien la
miseria en metálico que añadías. Es decir, que cuanto mejor conservada estaba
la novela que entregabas, mejor era el estado de la que recibías, o menos eran
los céntimos a abonar. De ahí me viene mi obsesión, manía hasta el
paroxismo, por cuidar los libros: no soporto que se doblen o arruguen sus
tapas ni sus páginas, ni que se manchen, ni que se despeguen o
desencuadernen, ni que se introduzcan señaladores de grosor superior a un
nanomilímetro, ni que se pinte o escriba en ellos. Son cosas que me ponen
enfermo y violento. Y a tal punto llega la cosa que Mariajo, la que mi
compañía sufre, me suele decir, de veribroma, que si algún día nos
divorciamos, me romperá, con anuncio previo, saña y regodeo, hoja por hoja,
todas las novelas que acumulo de Torrente Ballester (uno de mis más antiguos
fetiches literarios). Tal admonición ha contribuido no poco a solucionar las
discusiones matrimoniales que, cargada ella de razones y yo de sinrazones,
venimos sosteniendo cíclicamente.
¡Ah, las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía! Eran pequeñitas (en
dieciseisavo o treinta y dos avo, o como quiera que mi amigo Marqueta, que
en el Anayet -editorial y pirenáico- trabaja, diga que se llaman las páginas de
dimensiones 14’8 x 10’4 centímetros) y, sin duda por misteriosa exigencia del
género, todas tenían 96 páginas. En ellas se forjó mi acero lector y mis ojos se
acostumbraron a la Muerte, como el recodo serratiano al camino, y a disfrutar
con sus descripciones. Me enseñaron su belleza. Como bien dice el autor en
La justicia del colt, “la escena de aquellos cinco hombres, unos frente a otros
y con los sentidos dispuestos a poner en acción sus propósitos homicidas, era,
a pesar de todo, de una gran belleza”, belleza que, mucho antes que él, y para
siempre, dejó plasmada Homero, como veremos a su tiempo, pues esto de las
novelas del Oeste merece extensa digresión, a falta de tesis doctorales que,
desde aquí, reclamo a Túa Blesa, antiguo adorador de Novísimos.
El género tenía sus reglas. Dicha queda la ley que imponía un
determinado número y tamaño de páginas. Otra hacía referencia al número de
muertes: unas 20 por novela, 0’20 por página. Otra, a que todos los personajes
que aparecen, sonríen; y lo hacen de diferentes maneras. En la ya citada obra
La justicia del colt se cuentan hasta 64 acciones de sonreir (0’66 -período
puro- por página), con los siguientes calificativos:
Maliciosamente, 4 veces; satánicamente, 2 veces; abiertamente, 2 veces;
picarescamente, 1 vez; complacidamente, 1 vez; con frialdad, 1 vez; de forma
especial, 12 veces; sin calificativo, 24 veces; satisfechamente, 2 veces;
iluminadoramente, 1 vez; en tono burlón, 4 veces; ampliamente, 4 veces; con
cierta tristeza, 1 vez; con agrado, 1 vez; dichosamente, 1 vez; con tranquilidad,
1 vez; de forma trágica, 1 vez; y feliz, 1 vez.
Y bien leídas las novelas, podías encontrar joyas como:
-“Decidieron tutearse, ya que eran jóvenes” (uso social del tiempo, en
Duelo entre ventajistas)
-“El nuevo sheriff era un hombre más bien delgado. De talla corriente,
pero con el típico rostro de póquer. Esto es, frío e inexpresivo. Llevaba el colt
al lado izquierdo, lo que indicaba que era zurdo” (deducción digna de Holmes
en El castigo del pistolero).
-“Olson, y su hijo, John y su hijo, se quedaron en el rancho para comer
con James y su hija” (precioso galimatías familiar en La justicia del colt tantas
veces citada).
-“No tenía familia el sheriff y vivía solo en la misma oficina. En la parte
posterior había unas habitaciones-vivienda. Comía en un restaurante con
precio especial que le hacían a él” (El castigo del pistolero. La cita es una de
mis preferidas, pues refleja de modo magistral la soledad, miseria y tristeza del
pobre sheriff, que además es un villano, en un pueblo -Bozeman, Estado de
Montana, EEUU- de mala vida y peor muerte. La referencia al menú
económico no puede ser más tierna. Me recuerda al personaje don José, el
oscuro funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil
protagonista de Todos los nombres de Saramago).
-“Kirk Brand no pasaba de ser un pobre diablo: estaba muy nervioso.
Diamond Stack no pasaba de ser un tramposo hijo de perra: estaba tranquilo y
sonriente” (magistral apunte antropológico en El Gutiérrez City, de la que es
autor Frank Caudett)
-“Ella se inclinó hacia Forrest de tal manera que le puso un pecho en
cada hombro y su boca rezumante de rouge en la de él (contorsionismo
kamasutriano de muy difícil, si no imposible -intentadlo y lo comprobaréis-,
realización, también el El Gutiérrez City).
[A riesgo de ser pesado, no puedo evitar transcribir la gemma
gemmarum, del genial Frank Caudet en su novela citada. El diálogo no tiene
desperdicio. Juzgad.]
“-Vino entrada la noche y se fue a dormir con la puta de Mary-Anne.
“-Eres un grosero, Nat. Mary-Anne no es eso que tú dices. Pertenece a la
clase de mujeres que sólo se acuestan con dos clases de hombres: los que les
pagan bien y los que les apetecen a ellas.
“-En el pueblo de donde yo procedo las llaman putas, sheriff.
“-Un pueblo de estricta moral el tuyo.
[¿Qué me decís? ¿No es, en verdad, una maravilla? ¿Sería capaz Javier
Marías, tan afamado él, de escribir algo igual?]
Pero lo que aquí y ahora nos importa, son las descripciones de las
muertes. Ahí van algunas:
-“Dos disparos quebraron el silencio reinante y fueron muchos los que
presenciaron la caída de Hurt, después de haber permanecido unos cuantos
segundos en pie, resistiéndose a caer al suelo. Con la frente destrozada quedó
tendido para siempre en el suelo” (La Ley va en las fundas).
-“No, sheriff... el sheriff debe morir, porque de lo contrario es posible
que decida meterse donde no le llaman una vez que se haya recuperado -
apuntó Bob, quitándole su insignia de sheriff, antes de reventarle la tapa de los
sesos” (Stockton, Ciudad sin Ley).
-“Cuando intentaban sacar su “Colt”, unos disparos les dejaron a los dos
los brazos lastrados con plomo. Y entonces, los puños de Donald entraron en
acción. Como si no pesara nada, cogió a uno por la cintura y golpeó la cabeza
sobre el mostrador. El trágico crujir de huesos impresionó a los testigos” (El
castigo del pistolero).
-“Minutos más tarde, los cuerpos de aquellos cinco hombres no eran más
que unas piltrafas humanas” (El sheriff de Tucson).
-“Y acto seguido ambos trataron de utilizar sus armas. Pero con ellas
empuñadas, quedando bien claras sus ideas homicidas, se desplomaron sin
vida” (Ninguno se salvó).
-“Sin moverse en apariencia, disparó dos veces el sheriff y dos
ventajistas cayeron con la frente destrozada (Balada de muerte).
“En el centro de la frente una mancha de sangre indicaba el lugar donde
se había alojado la bala” (Manos endemoniadas).
-“Ringo, soltando un grito de agonía, se inclinó hacia la barandilla con la
frente agujereada de un balazo y luego descendió como un muñeco
desmadejado, estrellándose contra el pavimento” (Cierto olor a carroña, de
Larri Hutton).
-“Se encontró con un disparo y una carga de plomo que le dobló las
piernas poco a poco hasta hacerle caer de bruces” (Llegó el justiciero).
-“Los tres cuerpos saltaron hacia atrás, impelidos violentamente por el
plomo que vomitaban las dos armas negras. Drake sintió que una bala le
perforaba la frente y otra el corazón. Ni se dio cuenta de que estaba muerto”
(Doc Diamont, de Donald Curtis. ¿Buena, eh?)
-“A cada disparo, el hombre cuya túrbida mente había creado un
siniestro laberinto para ocultar su acción fratricida de veinte años atrás, fue
encogiéndose, doblándose sobre sí, dando pequeños brincos convulsos, al
tiempo que movía sus manos con torpeza y tratando de taponar aquellos seis
agujeros por los que su vida, dedicada al mal y al crimen, escapaba a
velocidad de vértigo” (Cementerio City, de Montana Blake. Tampoco está
mal, ¿eh?)
[También aquí asumo mi delito de pesadez, pues sería un crimen que no
os hiciese partícipes de las cerasae aquitaniae cerasarum aquitaniarum, debidas
-¡cómo no!- al magistral Frank Caudett, en su ya celebérrima El Gutiérrez
City]
-“Apretó ambos gatillos con los cañones proyectados a menos de un
palmo del rostro de Perry Kimble que, en un abrir y cerrar de ojos, quedó
convertido en un estallido rojo, sanguinolento, destrozado por completo,
escupiendo pedazos de hueso, saliendo disparadas las pupilas en direcciones
distintas igual que si tuviesen vida propia... Mejor dicho, muerte propia”.
-“ Fue un estallido apoteósico de sangre y huesecillos con posterior
estruendo de pringue gris, que salpicó en todas direcciones, llenando las
cortinas, regando por encima de las artísticas molduras de la librería...,
ensuciando la impecable vestimenta del canallesco alcalde”
Os preguntaréis, no sin una pizca de razón, el porqué de esta serenata
que os estoy endilgando, que nada tiene de piccolíssima y sí mucho de
grandíssima. Aunque, la verdad sea dicha, no sé hasta qué punto un autor debe
dar cuenta a los lectores de sus motivos, os estoy tan agradecido de que sigáis
mi peripecia en busca del centro de gravedad permante, over and over again,
que me voy a explicar.
En primer lugar, ya os he dicho que la Ilíada está llena, hasta el fárrago,
de descripciones de muertes, lo que hace que muchos lectores, como si del
catálogo de las naves se tratase, se las salten, o incluso abandonen la lectura.
¡Craso error, en el me propongo evitar que caigáis! La Ilíada tenía, tiene,
vocación de popular, de ser difundida entre el pueblo llano. Y éste gusta de la
descripción de las muertes. Las “novelas del Oeste” cuya cita os he ofrecido,
populares a más no poder, son prueba de ello. Por tal razón las he consignado.
Y envido más: también el “pueblo montañoso” participa de ese gusto. El
estupendo Cormac McCarthy, autor celebrado por los serios y cuya lectura
recomiendo encarecidamente ad omnes, a llanos y a montañosos, y de la que
disfruto -pese a que sea estadounidense americano y a que su estilo conciso
dista tres o cuatro universos del mío-, en su brillante No es país para viejos,
nos relata, en directo, doce muertes y nos da noticia de otras quince:
veintisiete en total, lo cual, teniendo mi ejemplar doscientas treinta y cuatro
páginas, nos da un promedio de 0’1153 muertes por página, muy cercano al
0’20 de Marcial Lafuente Estefanía.
En segundo lugar, la descripción de muertes es piedra de toque de la
maestría de un autor. No me negaréis que alguna de las narraciones transcritas
-las de Frank Caudett, por ejemplo- no son literatura de la mejor. ¿Y qué decir
de Cormac McCarthy? ¡Sublime! ¡Escuchadle! “Chigurg le disparó a la cara.
Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió
lentamente por la pared que tenía detrás”. ¿Se puede escribir mejor?
[Este McCarthy, una vez que escapó del fantasma de Faulkner, es un
fenómeno. Sobre todo en la economía de medios expresivos. El protagonista
de “No es país…”, Llewelyn Moss, se ha metido, por apoderarse de un dinero
de narcotraficantes, en un lío de mil pares de cojones, con gente desalmada
que mata como si nada y que le persigue. Anda huido en una ciudad extraña. Y
nos dice McCarthy: “Comió en un restaurante con manteles blancos y
camareros con chaqueta blanca. Pidió un vaso de vino tinto y un bistec. Era
temprano y no había más comensales que él. Probó el vino y cuando llegó el
filete empezó a cortarlo y masticó despacio y pensó en su vida”. Con 49
palabras, de ellas 11 sustantivos, 9 verbos y ¡3 adjetivos calificativos!, nos ha
dicho: (i) que está completamente solo; (ii) que ha ido a comer a un
restaurante de cierto nivel; (iii) lo que ha comido; (iiii) que se demora en el
acto de comer; y (iiiii) que la razón de su demora es su ensimismamiento en lo
que ha sido su vida, en lo que le deparará el futuro y en las razones por las que
ha hecho lo que ha hecho y que ha sido causa de sus problemas actuales.
Imposible más con menos. Javier Marías habría resuelto la situación
empleando no menos de veinte o veinticinco páginas, nos habría suministrado
no más información y, sobre todo, mucha menos emoción y mucha más
confusión mental]
Hablaba de que las descripciones de muertes son ocasión de demostrar
las dotes de un buen escritor. Pues bien, ¡ya veréis de lo que es capaz el
Homero!
Y en tercer lugar, me he alargado en la exposición del tema, en su
importancia, posibilidades y presencia en la más actual literatura, para haceros
ver que “todo está en la Ilíada”, que, siendo, como es, el primer texto de
nuestra cultura, todo lo escrito desde entonces -esto mío también, por
supuesto- son degeneraciones de, o aproximaciones a, ella. Y razono: si la
Literatura da cuenta de la vida, encerrándose en la Ilíada toda la Literatura, en
ella se guarda toda la Vida; y por consiguiente ¿qué mejor sitio en el que
buscar ese centro de gravedad permanente, over and over again, que, no lo
olvidéis por un momento, es en lo que pienso, mientras, en la más completa
soledad, en un restaurante con manteles blancos, servido por camareros con
chaqueta blanca, mastico despacio este bistec que cocinó Homero?
Pero vayamos de una vez a la Ilíada, causa eficiente de este mi cuentar,
flor de melancolía.
Nunca, como en la Ilíada, se han descrito tantas, ni tan diversas, ni tan
hermosas, maneras de morir, aunque casi raya a su altura, pero es cine, la
muerte, abrazado a una ametralladora, de Warren Oates, floreciendo en su
blanca camisa cruentas rosas, en Grupo Salvaje de Sam Peckinpah. En la
Ilíada hay muertes poéticas, brutales, anatómicas, escabrosas, ridículas,
valerosas, cobardes, crueles, realistas, idealizadas,...; y muchas veces en la
descripción de una misma muerte se dan unidas varias de estas características.
Es mi propósito dar un ejemplo de cada una de ellas, uno sólo, pues por nada
del mundo pretendo que, escuchando el contar de mi búsqueda, deis por leída
la Ilíada: antes por el contrario, lo que me mueve, además de que asistáis a mi
aventura particular, es, precisamente, generar en vuestro ánimo el deseo de
marearla y que, por vosotros mismos, encontréis lo que en ella hay. Pero
creedme que, tras repasar mis anotaciones, me sentí incapaz de decidirme por
tal o cual muerte, pues todas están tocadas por la genialidad. Así que, para
superar la indecisión, recurrí, muy griego, al azar. Relacioné en larga lista mis
apuntes, y desplazando rítmicamente por ella el índice de mi mano derecha,
impetré el auxilio de la Diosa entonando el siguiente himno, falsamente
atribuido a Dionysios Solomos:
“Plon. Chibiricú, chibiricá;
chibiricuri curi, fa;
chibiricuri curi, fero;
chibiricuri curi, fa.
E-le-gi-do-es-tás”.
Lo que el dedo señaló al tiempo de sonar cada “tas”, hasta agotar la lista,
es lo que sigue:
“Pues no pudo ni echar a huir hacia atrás ni esquivarlo:
como a una columna o a un árbol de elevada copa,
de pie e inmóvil, le hirió en pleno pecho con la lanza
el héroe Idomeneo, y le rasgó la broncínea túnica
que hasta el momento le había protegido la piel de la ruina;
y entonces emitió un ruido seco al rajarse en torno del asta.
Retumbó al caer, y el asta quedó clavada en el corazón,
que con sus palpitaciones hacía vibrar incluso la contera
de la pica, y pronto le fue relajando la furia el brutal Ares”.
“A su vez, Ayante golpeó a Forcis, belicoso hijo de Fénope,
que había ido a cubrir a Hipótoo, en pleno vientre.
Rompió la concavidad de la coraza, el bronce vació las vísceras
de sangre, y cayó al polvo cogiendo la tierra con crispada mano”
“Meriones, cuando lo alcanzó en su persecución,
le acertó en la nalga derecha; la punta hacia delante
penetró y se alojó en la vejiga por debajo del hueso.
Se desplomó de hinojos con un gemido, y la muerte lo envolvió”
“El Filida, astilglorioso, llegándose cerca,
en la cabeza le hincó por la nuca la pica aguijeña;
y el bronce derecho cortó entre los dientes por bajo la lengua;
y él se arrumbó en el polvo, y tascó frío bronce entre las muelas”
“Tras hablar así, disparó, y Atenea enderezó el proyectil
hacia la nariz, junto al ojo, y traspasó los blancos dientes;
el intaladrable bronce le cercenó la base de la lengua,
y la punta de la lanza emergió junto al extremo del mentón.
Se desplomó del carro, y las armas resonaron sobre su cuerpo,
tornasoladas, relucientes. Se apartaron espantados los caballos,
de ligeros cascos; y allí mismo vida y furia se le desmayaron”
“Uno asestó el golpe en el crestón del casco, de tupidas crines,
justo en la cúspide bajo el penacho, y el otro al agresor
en la frente, en el arranque de la nariz. Los huesos crujieron,
y los ojos cayeron ensangrentados junto a sus pies en el polvo.
Se encorvó y cayó…”
“En brazos allí de sus compañeros doblando las piernas,
el ánima ya exhalando, quedó espurrido en la tierra
como una lombriz; y al manar negra sangre empapaba la tierra”
“Le acertó en la unión de la cabeza y del cuello,
en la última vértebra, y le rapó ambos tendones.
En su caída, mucho antes la cabeza, la boca y las narices
dieron con el suelo que las pantorrillas y las rodillas”
“Apenas habló así, y el término de la vida le cubrió
los ojos y las narices. Patroclo apoyó el pie en su pecho
y arrancó del cuerpo la lanza; con ella salió el pericardio,
y junto a la punta de la pica le extrajo el aliento de la vida”
“La piedra le machacó las dos cejas, y ni siquiera la detuvo
el hueso, y sus ojos cayeron al suelo en el polvo
ante sus propios pies. Como el acróbata que se zambulle,
se desplomó del elaborado carro y su ánimo abandonó los huesos.
Burlándote exclamaste, oh Patroclo, conductor de caballos:
‘¡Oh! ¡Qué agilidad! ¡Con qué facilidad da volteretas’!”
“El casco, de tupidas crines, se rompió en torno de la punta
de la lanza con el impacto de la enorme pica y la recia mano;
por el atubado casquete brotó el encéfalo fuera de la herida,
ensangrentado. Su furor se desmayó allí mismo…”
“Apenas hablar así, el cumplimiento de la muerte lo cubrió.
El aliento vital voló de la boca y marchó a la morada de Hades,
llorando su hado y abandonando la virilidad y la juventud.
Ya estaba muerto cuando dijo Aquiles, de la casta de Zeus:
‘¡Muere! Mi parca yo la acogeré gustoso cuando Zeus
quiera traérmela y también los demás dioses inmortales’”
¡Decidme! ¡¿Qué nos deja Homero a quienes escribimos después de él?!
Entiendo perfectamente a McCarthy: Pues que todo se ha escrito, y de todas y
las mejores formas posibles, 49 palabras son más que suficientes para contar
una vida.
¡Honor y gloria a Homero, a quien sólo Dios, con una pequeña ayuda de
mi amistad, supera!
“Cuando [el Cordero] abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente
que decía: ‘Ven’. Miré entonces y había un caballo verde pálido; el que lo
montaba se llamaba Muerte, el Infierno le seguía, y se parecía un huevo a
Clint Eastwood” (Ap 6.7-8 y El jinete pálido)
CUENTO XII
¡CONTEMOS EL VALOR DE LOS VALORES!
Y así, consolada la aflicción (IV), aguzada la sensibilidad (V), instalado
en la Ciudad Baja (VI), pasando de la guerra (VII), descubierta la clave (VIII),
confiado en Homero (IX), puestos los dioses en su sitio (X) y salvado el
obstáculo de las muchas muertes (XI), me dediqué, infatigable, a recorrer las
calles y plazas de Ilios con la esperanza de encontrar, a la vuelta de cualquier
hexámetro o escondido en ellos, ese centro de gravedad permanente que, over
and over again, iba buscando. Tampoco lo encontré, lo adelanto, en este nuevo
intento, pero descubrí una ciudad, si cabe, más hermosa, más ventosa, mejor
murada. Pisé, inadvertido, la mina que explotó en tesoro. Os cuento.
Fue en las lecturas de ese tiempo cuando el artefacto pro-personas que
don Serafín Agud, gentil profesor, Thabata Twischit de griego, había
sembrado en mi adolescencia, que era -os lo dije- de espoleta retardada, hizo
explosión. El voluminoso cofre, fina y elegantemente trabajado, de bellos
herrajes y noble madera, saltó por los aires hecho añicos, y las preciosas joyas
que contenía lo inundaron todo. La Ilíada, mujer de cuerpo hermoso, sublime
talento mostró.
La cosa empezó en el canto I. Hera y Zeus están en plena discusión,
quejándose aquélla de que, a sus espaldas, éste anda confabulándose con Tetis,
madre de Aquiles, ya cabreado con Agamenón, y se barrunta que va a llover la
desgracia sobre los aqueos. Tercia Hefesto; les reprocha a ambos que, siendo
dioses sempiternos, disputen por causa de los míseros mortales y dice:
“Calamitosas serán estas acciones y ya no tolerables,
si vosotros dos por culpa de unos mortales os querelláis así
y entre los dioses promovéis reyerta. Tampoco del banquete
magnífico habrá gusto, pues lo inferior está prevaleciendo”
¡Cáspita!, me dije, ¿pues no me ha resumido el cojitranco artífice, en una
sola frase, La España invertebrada y La rebelión de las masas de Ortega?
Malos tiempos, entonces como ahora, en los que lo inferior prevalece. Pero
salvo reverenciar, una vez más -y van…-, la clarividencia de Homero, el
pasaje no tuvo mayores consecuencias.
Fue al llegar a la ancha calle que es el canto V, donde tiene lugar la
aristía de Diomedes. Allí pisé la mina, en los versos 528 y siguientes,
recordando, cómo don Serafín explicaba esos versos, educando.
Os pongo en situación: estamos en pleno combate; un continuo toma y
daca, en el que argivos y teucros tantas hostias dan como reciben; los
principales de uno y otro bando andan espoleando a los suyos; el Atrida listo,
o sea Agamenón, iba y venía entre la guerrera multitud multiplicando órdenes
y ánimos.
Don Serafín pronunció el nombre de uno cualquiera de nosotros que,
temeroso, subió al podium que alzaba al profesor y a la pizarra unos
centímetros por encima del resto del aula.
-De los versos que teníamos para hoy, del Canto V, lee del 528 al 532 -le
indicó.
Y el compañero leyó, confuso y farfullante:
Ἀτρεΐδης δ’ ἀν’ ὅμιλον ἐφοίτα πολλὰ κελεύων·
ὦ φίλοι ἀνέρες ἔστε καὶ ἄλκιμον ἦτορ ἕλεσθε,
ἀλλήλους τ’ αἰδεῖσθε κατὰ κρατερὰς ὑσμίνας·
αἰδομένων ἀνδρῶν πλέονες σόοι ἠὲ πέφανται·
φευγόντων δ’ οὔτ’ ἂρ κλέος ὄρνυται οὔτε τις ἀλκή
-Muy mal, pésimamente leído. Y ahora, espero que los traduzcas mejor.
Y tradujo, con la inestimable colaboración de una monja del Sagrado
Corazón, del enano de la Orquesta Mondragón y, sobre todo, de Luis Segalá y
Estalella lo que sigue:
El Atrida bullía entre la muchedumbre y a todos exhortaba:
¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón
esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate!
De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren;
los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.
-¡Eixi dóxai, gueron! [=¡Hay opiniones, viejo!, era su frase ritual
cuando, casi siempre, nuestras traducciones eran más que discutibles] -le dijo,
y añadió con sorna: Como, dada la honradez que te supongo, cabeza de
chorlito, no te creo capaz de copiar, veo que tu esforzado trabajo coincide -
¡oh, maravilla!- palabra por palabra con el del amigo Segalá, pero te advierto,
a ti y a todos los demás Segalillos que hay en clase, que sois casi todos, que si
Homero dormitaba a veces, el bueno de don Luis, muchas más, se pegaba unas
tremendas siestas de pijama y orinal. Esta ocasión es una de ellas y, a mi
juicio, la de sueño más profundo. Lo que es muy grave pues estamos en pleno
corazón de la Ilíada.
»Àλλήλους, copista del alma mía, que habita en el verso 530, significa,
como bien ignoras, ‘los unos a los otros’: ¿dónde está en tu traducción
segaliana?; y αἰδεῖσθε, que se asienta en el mismo hexámetro, es del verbo
αἰδέομαι, que, como igualmente desconoces, significa ‘respetar’: ¿dónde
aparece en tu versión estalellina? Algunos autores lo traducen por ‘tener pudor
o vergüenza’, pero yo digo ¿cómo tenerse pudor o vergüenza unos a otros?
No, no; le cuadra mejor respetar. Y la acción de respetar, el respeto, es el
αἰδώς (aidós), que, junto con la δίκη (dike), que nombra la justicia, son los
atributos del ser humano, las únicas notas que los diferencian de los animales
y sin las cuales es imposible la vida en común, la πόλις, la gran invención
griega. Son las piedras sobre las que ésta se construye. Esto era algo esencial
para un griego a partir del 700 antes de Cristo y lo sigue siendo ahora, o
debería serlo, para todo el que se nombre civilizado. Por lo tanto, siendo el
αἰδώς, el respeto, noción de tanta trascendencia para los griegos de entonces y
para los Hombres de todo tiempo y lugar, ha de estar necesariamente en la
traducción.
»No penséis que exagero en lo de la importancia y esencialidad del
αἰδώς, del respeto. Antes me quedo corto. Escuchadme atentos: Como yo soy
viejo y vosotros jóvenes, me dejaré de discursos razonados y os contaré el
cuento que, un día, hace ya mucho, un tal Protágoras les contó a la peña de
amigos que formaban, con él, Sócrates, Platón, Hipócrates, Hispias y algunos
otros. El cuento decía así:
»Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies
mortales, animales y hombres. Cuando a éstas les llegó, marcado por el
destino, el tiempo de su génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la
tierra, mezclando tierra, fuego, aire y agua. Cuando se disponían sacarlas a la
luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades, de
habilidades, distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a
Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. ‘Una vez yo haya hecho
la distribución, le dijo, tú la supervisas’. Y se puso manos a la obra. A unas
especies les proporcionó fuerza, pero no rapidez, con la que revistió a otras
que eran débiles. A unas les dio fuertes dientes y garras, y a las que no, una
facultad para su salvación, dotándolas de alas para volar y escapar o de un
cuerpo pequeño para huir o guarecerse en escondrijos. De este modo
equitativo fue distribuyendo las restantes facultades, tomando la precaución de
que ninguna especie fuese aniquilada. A las especies que habitaban en tierras
muy frías o muy calientes, las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, para
protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando
fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. A las
que tenían que habitar tierras duras, a unas les puso en los pies cascos y a otras
piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada
una: a unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces.
Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otras. Concedió
a aquéllas, a las devoradoras, escasa descendencia, y a éstas, pues serían
devoradas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.
»Pero como Epimeteo era un poco tonto -lo demostró más tarde con
Pandora, y así nos ha ido-, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los
animales. Le quedó sin equipar la especie humana, y no sabía qué hacer.
Hallándose en este trance, llegó Prometeo para supervisar la distribución. Vio
a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio,
desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado
por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la
imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, Prometeo
robó a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego y se los
ofreció como regalo al hombre. Con ellos recibió el hombre la sabiduría para
conservar su vida, pero no recibió la sabiduría del convivir, porque estaba en
poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de
Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Y, debido
a esto, al fuego y a la sabiduría divinos, el Hombre adquirió los recursos
necesarios para la vida. Y por participar de algo que era de los dioses, fue el
único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente
reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego,
adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó
viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este
modo, los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo,
así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que
profesaban constituía un medio adecuado para alimentarse, pero insuficiente
para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte del vivir juntos.
Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez
reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer ese arte, de modo que, al
dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie
quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los
hombres el respeto (aidós) y la justicia (dike), a fin de que rigiesen las
ciudades, la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces,
Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el respeto entre los hombres:
‘¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron
distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta
para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás
profesionales. ¿Reparto así la justicia y el respeto entre los hombres, o bien las
distribuyo entre todos?’. ‘Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen
de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las
demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta
ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del respeto y de la justicia
sea eliminado, como una peste, de la ciudad’.
»Como veis, muchachitos que a la vida despertáis -concluyó su cuento
don Serafín-, el respeto, junto a la justicia, es lo que hace hombre al hombre,
lo que le diferencia de los demás animales; lo que le permite vivir en común.
Es, por tanto, el fundamento de la Humanidad.
»Por cierto, que a lo peor no nos estamos entendiendo -salió don Serafín
de su entusiasmo protagórico-, ¿qué es para vosotros el respeto?
Sólo dos, brillantes alumnos ambos, se atrevieron a contestar:
-Veneración, acatamiento que se hace a alguien -dijo Carmelo Quintana,
satánico con el correr del tiempo, que siempre andaba con el Diccionario de la
Real Academia bajo el brazo.
-Consideración, acompañada a veces de sumisión, con que se trata a
alguien -respondió Pedro Soler, fedatario público andando los días y todavía
hoy lector de griego, que prefería ir del brazo de María Moliner.
-Eso es así ahora -continuó don Serafín-. En el habla de hoy, respeto
tiene ciertamente, como vuestros compañeros han puesto de manifiesto, un
fondo de reverencia, de reconocimiento de un mayor mérito en otro, de una
cierta superioridad del otro, de acatamiento, de temor incluso, de
consideración sumisa. Y también lo utilizamos como equivalente de
tolerancia, de permitir a cada cual sus gustos u opiniones. Y así hablamos de
“respetar a los padres, a los mayores”, “respetar las leyes, las prohibiciones”,
de “faltarle al respeto a alguien”, del “respeto a las costumbres y creencias
diferentes a las nuestras”. Pero en los tiempos de Homero era, es, algo más y
distinto. Nuestro término “respeto”, desciende del latín “respectus”, por el que
los romanos tradujeron el “aidós” griego; y “respectus”, que designa una
acción, proviene de “respicio”, que significa, literalmente, “volverse a mirar
hacia alguien o algo”. Es decir, que los griegos, al considerar el aidós como la
esencia del hombre, lo que querían expresar es que el hombre, a diferencia de
los animales, si en verdad quiere ser hombre, antes de actuar, debe “volverse
hacia los demás” y pensar qué efecto va a producir en esos “demás” la acción
que piensa llevar a cabo. Valorar las acciones propias en función de las
consecuencias, prósperas o adversas, que van a causar en los demás, en la
comunidad: desprenderse del interés propio y actuar en función del interés
común.
»Y en la situación bélica que nos pinta Homero -volvió don Serafín a la
traducción que nos ocupaba-, Agamenón ordena a sus soldados que en el
combate, como en la vida, piensen en los demás: que no rompan la formación;
que se atengan al cometido que cada uno tiene; que recuerden que cada uno
protege al otro y que hay otro que le protege a él; que se dejen de
individualidades; que al atacar, al retroceder, al desplazarse a derecha o a
izquierda, piensen cómo va a repercutir en los demás, en cuáles van a ser las
consecuencias de sus acciones; que si cada uno hace la guerra por su cuenta,
nunca mejor dicho, sobreviene segura la muerte o, lo que es peor, la huida, y,
en ambos casos, sin gloria, sin la gloria de haber hecho lo que cada uno tenía
que hacer por los demás, que es la fuente de aquélla.
»Por lo tanto, la mejor traducción para los versos de hoy será:
El Atrida iba y venía entre la multitud multiplicando las órdenes:
‘¡Amigos! ¡Sed hombres y aprestad vuestro fornido corazón!
Teneos mutuo respeto en las esforzadas batallas:
de los que se respetan, más se salvan que sufren la muerte;
y de los que huyen, ni se alza la gloria ni ningún auxilio.’
»Entendiendo el ‘mutuo respeto’ en el sentido que os vengo exponiendo.
Entonces levantó la mano, pidiendo, no ir al baño, sino la palabra, el
compañero Manolo Lévinas. [Es curioso, lo tenía olvidado por completo y, al
hilo del recuerdo de la clase que os estoy contando, su figura, la del
compañero Lévinas, después de más de cuarenta años, se me hace presente,
clara, nítida, real. Parece que lo estoy viendo: pequeño de estatura; ojos vivos;
continente pacífico e inofensivo; alma inquieta de gorrión sentimental; gran
sentido del humor; inteligente y modesto, como pidiendo perdón por serlo -
inteligente-. ¿Qué habrá sido de él?]
Don Serafín le dio la palabra.
-Si le he entendido bien -comenzó Lévinas con timidez-, el “aidós”, para
los griegos, era uno de los dos atributos propios y esenciales del ser humano, y
consistía en la alteridad, en la primacía del Otro, en “volverse a mirarle” a la
cara al Otro, en ponerse en el lugar del Otro sin esperar nada a cambio, en que
todos somos -debemos ser- responsables de todos aunque ello nos cueste la
vida; en resumen: en que nos debemos al Otro, porque somos gracias al Otro.
-Muy bien visto, Lévinas, muy bien visto -aplaudió don Serafín-. ‘Morir
por el Otro’, ¡sí señor! Esa es la mejor traducción del ideal griego del
‘respeto’, del que deriva el de ‘morir por la patria’, que tan bien encarna
Héctor en la Ilíada. Pero la patria entendida no con la cortedad y egoísmo de
los nacionalismos nacidos el siglo XIX, sino como el conjunto que forman
hombres unidos por unas mismas creencias, una misma forma de entender la
vida, unos mismos valores. Sí, ese fue el ideal supremo de los griegos y el
mayor timbre de gloria. Y la Ilíada, además de un poema épico, o mejor, bajo
la apariencia de un poema épico, fue un vehículo de transmisión de ese ideal y
de los valores que de él se deducen, y que también son expresados en la
narración, valores que hicieron posible la cultura griega, ya que la Ilíada, mis
queridos peritos en burricia -nos dijo con su inmensa ternura-, además de una
novela de aventuras, fue vehículo de transmisión, de enseñanza de valores,
hasta el punto de llegar a ser el principal elemento de la educación de niños y
jóvenes.
»Un curso no da tiempo para que traduzcamos la Ilíada entera -siguió
don Serafín-, sólo podemos centrarnos en algunos pasajes, los más interesantes
para que alcancéis un mínimo dominio de esta bella lengua que es el griego y
una ligera noción de la cultura de ese mundo. Por eso os recomiendo que os
leáis en castellano, pausadamente, la Ilíada, para descubrir los valores que
encierra, todos consecuencia del “respeto mutuo”, el principal, el valor de los
valores; y, descubiertos, ponerlos en práctica y llegar a ser verdaderos
Hombres, que, en definitiva, es el objetivo de la Educación, y para lo que el
Estado me paga el sueldo.
El estridente timbre puso fin a la hora clase. Los alumnos estallamos en
vocerío y salimos en tropel, troyanos puestos en fuga por Ayax el Telamonio,
hacia el recreo. Don Serafín, anacrónico griego, recogió con lentitud sus libros
y notas en el carterón de piel que siempre llevaba y salió del aula con la
tristeza anidada en sus benevolentes ojos.
Razón no le faltaba, para la tristeza, al menos en lo que a mí se refería.
La fina lluvia de saber que había derramado sobre nosotros, no me caló. Se
conoce que mi cerebro venía impermeabilizado de fábrica. Yo seguí a lo mío:
con mis amigos, que son los de hoy, a nuestras ensaladillas y cañas en
Bienvenido, San Remo, La Alemana, Espumosos, y El Mesón del Pollo; a
nuestras hamburguesas en el Nevada; a nuestras músicas -beat, blues, rhythm
and blues, rock and roll, soul [eran los tiempos de Monterey, Newport,
Atlanta, Wight, Wooddstock]; a nuestras interminables conversaciones; a
nuestros sueños de originalidad; a nuestra reiterada constatación de lo cierto
de la zenoniana aporía de Aquiles y la tortuga, siendo Aquiles nosotros y la
tortuga cualquiera de las mujeres que, entonces, queríamos o deseábamos [no
teníamos clara la diferencia].
Así que de leer la Ilíada, ni pausada ni presurosamente, nada de nada.
Concluido, y aprobado, el curso Preuniversitario, no volví a tocar ni un
hexámetro, hasta iniciar la aventura que es el motivo de este cuentar.
Troya, para mí, no fue más que un montón de ruinas. Y dije adiós al
‘aidós’.
Así que cuando me explotó la mina, al recordar, en una de mis lecturas
en la Ciudad Baja, la clase que os dejo contada, me sentí en deuda con don
Serafín, para pago de la cual llevé a cabo otra -one more time- lectura de la
Ilíada, dirigida exclusivamente -la Ilíada se lee de muchas maneras, tantas
como dijo Aristóteles que se dice el ser- a la búsqueda de los valores en ella
guardados.
Lo que encontré, os lo cuento a continuación.
CUENTO XIII
¡VALORES, VALORES, VALORES…, SON TAN SOLO VALORES!
No coincidí en Ilios con Saint-John Perse. Fue Carlos García Gual quien
me habló de él.
-Saint-John Perse -me dijo-, decía, en bonita frase, que “una misma ola
desde Troya ondula su grupa hasta nosotros”.
Bonita, lo que se dice bonita, la frase, lo es; pero más falsa que un
político en campaña electoral. Completada la lectura que al final del cuento
anterior dejé anunciada, he de deciros, y os digo, que qué ola, qué grupa ni qué
puñetas; que ni una gota nos llega al hoy de la Troya de ayer (parezco Nacha
Pop), y aún menos en este hoy en que os escribo, oyendo de mi patria la
aflicción y escuchando el triste concierto que forman, tocando a muerto, el
paro, la prima de riesgo y el copón.
Pero contemos, como siempre, las cosas por el desorden que les es
propio.
Puesto que los iba buscando -nada se encuentra que no se busque y nada
se busca que no se quiera encontrar-, me topé en la Ilíada, no con un ramillete,
sino con una verdadera selva, frondosa selva, de valores. Como en ocasiones
anteriores, no os voy a hacer inventario exhaustivo de los pasajes en los que se
muestra este, ese o aquel valor -los hay a docenas-, porque estos mis cuentos
no son más que prolegoménicas caricias que os inciten a una coyunda pausada
y feliz con la Ilíada, en la que lleguéis por vosotros mismos al extático
orgasmo. Así que, a título meramente enunciativo, os señalaré sólo algunos
fragmentos en los que florecen los almendros de los valores, todos los cuales
son, ya os lo adelanto, deducción del “respeto mutuo” del que trataron don
Serafín Agud y Manolo Lévinas en la clase que os he contado.
Destacan por su número -no podía ser menos en la épica selva que
atravesamos-, los elogios de la valentía, del coraje, del arrojo, del ánimo, del
esfuerzo, pero no sólo en la guerra -no seamos amétropes, que se note que
estamos leyendo en la Ciudad Baja-, sino ante la adversidad de cualquier
naturaleza, de la que aquélla no es más que una -si bien la más funesta- de sus
manifestaciones:
“De dos cosas sólo una te ha dado el hijo del taimado Crono:
con el cetro te ha otorgado ser honrado por encima de todos,
pero no te ha otorgado el coraje, y eso es el poder supremo.
¡Oh, desdichado!”
“Para nosotros no hay ningún plan ni proyecto que éste:
combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente con el enemigo.
es preferible morir o ganar la vida de una sola vez
que dejarnos matar en la terrible contienda
paulatina e infructuosamente junto a los barcos.”
A cada paso nos encontramos con el encomio del adversario, quien
nunca es objeto de desprestigio ni de ridiculización. Por el contrario, es tenido
como fuente de la propia gloria. La altura del rival vencido engrandece al
vencedor:
“Herido estás en el ijar de parte a parte, y creo que no
vas a resistir ya mucho tiempo. Grande es el honor que me has
concedido”/
“¡Así que vayamos a la izquierda del campamento, para que
pronto
sepamos si daremos a alguien renombre o alguien nos lo dará a
nosotros!”/
Se alaba la templanza, la moderación de espíritu.
“Hijo mío, Atenea y Hera te otorgarán, si quieren, el poder;
pero tú contén en tu pecho tu arrogante ánimo pues la serenidad es
lo
mejor”/
Se recomienda la superación de las adversidades y desgracias ya
pasadas:
“Mas dejemos en paz lo pasado por mucho que nos aflija
y dobleguemos, como es fuerza hacer, el ánimo en el pecho”
Se dan las claves del buen gobierno: su finalidad, el bien de los
gobernados; su medio, escuchar las opiniones de los demás y ejecutar la
mejor, aunque no sea la propia. Hasta hay un atisbo de la división de los
poderes ejecutivo y legislativo. ¡Ahí es nada!
“¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres Agamenón!
Por ti comenzaré y en ti acabaré, porque de numerosas
huestes eres soberano y porque Zeus ha puesto en tus manos
el cetro y leyes: para que mires por los súbditos.
Por eso tú más que nadie debes exponer tu opinión y escuchar
y hasta cumplir la de otro, cuando siguiendo los impulsos de su
ánimo
proponga algo en bien de todos; que es atribución tuya ejecutar lo
que se
acuerde.”/
No se debe exigir, ni a uno mismo ni a los demás, lo que está fuera de
sus posibilidades; pero de lo que se puede, hay que dar el máximo:
“Llévanos adonde el corazón y el ánimo te ordenen;
te seguiremos presurosos, y no dejaremos de mostrar todo el
valor
compatible con nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas
permiten,
nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.”
“No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor,
siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no
increparía a un hombre porque se abstuviera de pelear, si es
un miserable; pero contra vosotros se enciende en ira mi corazón.
¡Oh cobardes!”
No afligirse ante las penalidades, la vejez y la muerte, pues son lo propio
del ser humano:
“¡Ah infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal,
estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte?
¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales?
Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre
entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra”
El reconocimiento de la propia culpa:
“¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas
Polidamante será el primero en dirigirme reproches,
pues me aconsejaba que retirara el ejército a la ciudad
la noche maldita en que el divino Aquileo decidió volver a la
pelea.
Pero yo no le he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido aceptar
su
consejo!/
Ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia,
temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos,
y que alguien menos valiente que yo exclame:
‘Héctor, fiado en su pujanza, hizo perecer las tropas.’
Así hablarán. Por eso ahora es preferible
enfrentarme a Aquiles y regresar después de matarlo
o morir gloriosamente a sus manos delante de la ciudad.”
El esfuerzo en el cumplimiento del deber, aunque la derrota sea
inevitable, está magníficamente personificado en Héctor, al que Homero, al
inicio de los combates, le hace decir:
“Bien lo conoce mi mente y lo presiente mi corazón:
día vendrá en que seguramente perezca la sagrada Ilios,
y Príamo y su pueblo armado con buenas lanzas de fresno.”
La solidaridad en el esfuerzo, la ayuda mutua, el trabajo de todos, hace
innecesario al héroe salvador:
“Pero Aquileo no hará gran falta, si los demás
procuramos auxiliarnos mutuamente”
“¡Eneas! ¿Cómo en contra de la divinidad podríais salvar
la escarpada Ilios? Igual que ya he visto a otros hombres:
poniendo la confianza en su fuerza, su brío, su virilidad
y en su número, aunque tuvieran una tropa reducida.”
El gobernante ha de ser el primero en el esfuerzo, en el trabajo, en el
sacrificio y en el ejemplo, para merecer el mando y sus prerrogativas (¡vamos,
igual que ahora!):
“¡Glauco! ¿No nos honran a nosotros dos en la Licia
con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos
miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a
orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar?
Pues por eso, ahora, debemos estar entre los primeros licios y
lanzarnos a la ardiente lucha/,
y así los licios, armados de fuertes corazas, dirán:
‘No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen
pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también
son esforzados, pues combaten al frente de los licios’.”
“¿Por qué, medrosos, os abstenéis de pelear y esperáis que otros
tomen la ofensiva? Debierais estar entre los delanteros y correr
a la ardiente pelea, ya que os invito antes que a nadie
cuando los aqueos dan un banquete a sus próceres.
Entonces os gusta comer carne asada y beber sin tasa copas de
dulce vino. Y ahora veríais con placer que diez columnas aqueas
lidiaran delante de vosotros con el cruel bronce.”
El trabajo, el esfuerzo en común, de todos, hace posible, y fácil,
conseguir los fines:
“Difícil es para mí, por muy valiente que sea, asaltar solo el muro
y abrir para nosotros camino hasta las naves.
¡Seguidme, pues cuantos más seamos, mejor resultará la acción!”
“¡Ea, coge las armas y ven aquí! Debemos darnos prisa
juntos, a ver si servimos de provecho aun siendo solo dos.
La colaboración hace valientes hasta a los guerreros más
débiles.”
La muerte se acepta como una suerte más de la vida. No se le teme. A lo
que se teme es a morir sin gloria. Y la gloria está en morir en defensa de los
demás:
“¡Oh amigo! Ojalá que huyendo de esta batalla, nos libráramos
de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila,
ni te enviaría a la lucha, donde los varones adquieren gloria;
pero como, a pesar de todo, son muchas las muertes que penden
sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas,
¡vayamos! y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a
nosotros.”
“¡Ojalá me hubiera matado Héctor, el mejor que aquí se ha criado!
Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente.
Pero ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte,
acorralado por un enorme río; como el niño del porquerizo
a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba
atravesar”/
“Combatid en escuadrón cerrado, junto a los bajeles; y quien sea
herido mortalmente, de cerca o de lejos, cumpliéndose su destino,
¡muerto quede! Será honroso para él morir combatiendo por la
patria, y su esposa e hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no
sufrirán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su
patria tierra.”
Y cierro el rosario con una hermosa, magnífica y valiosa cuenta: ¡el afán
de excelencia! Pero, y ahí radica la grandeza griega, no al modo moderno: ser
el mejor de todos en beneficio propio. No, ni mucho menos. La excelencia que
ansiaban los griegos se combinaba -no en vano era consecuencia suya- con el
aidós, con el “respeto a uno mismo y a los demás”, con el “mirar al otro”. Se
trataba de ser el mejor para poner esa excelencia, esa principalía, al servicio de
los demás; en otro caso -el del Pelida-, era vituperable. Veámoslo:
“A mí me engendró Hipóloco -de éste, pues, soy hijo-
y envióme a Troya, recomendándome muy mucho que
descollara y sobresaliera entre todos y no deshonrase el linaje de
mis antepasados”/
“El anciano Peleo recomendó a su hijo Aquileo
que descollara siempre y sobresaliera entre los demás”
“Pero del valor de Aquileo sólo se aprovechará él mismo,
y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército
perezca.”
“Tú Aquileo, eres implacable. ¡Jamás se apodere de mí un rencor
como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor!
¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los
argivos de una muerte indigna? ¡Despiadado!”
Y aún voy más lejos, aunque sin salirme de madre: para los griegos, ese
ser el mejor, puesto que uno, además de respetar al Otro, debía respetarse a sí
mismo (¡sí, lo hemos visto!), tenía un sentido, no relativo o comparativo (ser
el mejor comparado con otros), sino absoluto: ser hoy mejor que quien era
ayer; superarme a mí mismo, hasta que llegue al cenit de mis posibilidades,
pues más allá (¡sí, lo hemos visto!) no puedo ir. Espíritu de superación
constante, hasta poner en acto todas mis potencias. He ahí la verdadera
aristocracia, el gobierno de los “aristós”, de los mejores.
Con razón, mi amigo Constantinos Petros Fotiadis, cantando al Rey de
Comagena, dijo de él:
“Fue justo, sabio, valiente.
Fue además eso tan excelso: ¡Griego!
No cabe atributo más honroso a la humanidad;
lo que por cima de eso haya, está en los dioses.”
La verdad es que, en cuanto a valores, la Ilíada apabulla.
Y ese texto fue el libro en el que los niños que alumbraron primero, y
sostuvieron y prolongaron luego, el siglo de Pericles, estudiaban la asignatura
de Educación para la Ciudadanía. ¿Pero qué nos alcanza de esa ola?
Llegó con cierto ímpetu hasta el fin de la Roma republicana, en cuya
playa murió. Me diréis, no sin cierta razón, que le tomó el relevo el
Cristianismo, pues muchos de los valores expuestos, sobre todo el “respeto
mutuo”, están presentes en los Evangelios. A lo que os contesto que es verdad,
que estar, estar, lo que se dice estar, están. Pero es como si no estuviesen, pues
la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana se encargó de sepultar ese
tesoro bajo capas y capas de muerte, de condenación, de pecado. Hizo bandera
del Cristo Crucificado y Muerto por nuestras culpas, y relegó, hasta casi el
olvido, al Cristo Vivo y al Resucitado. Y los valores griegos eran para la Vida.
Con razón Nietzsche hablaba de un Dios de Muerte, de un Dios Muerto.
Y no me vengáis con la pamplina del Renacimiento. En él, aparte de
filosofía y ciencia antiguas, se recuperaron valores estéticos, pero lo que son
morales, tantos como ninguno. Los modelos humanos que puso en circulación
(pensad en El Cortesano de Baltasar Castiglione, o en El Príncipe de Nicolás
Maquiavelo) no contenían ninguno de los valores griegos. En esa época sólo
hubo una excepción: El Quijote de nuestro Cervantes, hijuela legítima, en
cuanto a valores, de La Ilíada, pero tan alejado del sentir de su tiempo (y del
nuestro), que quedó como paradigma de loco.
Para sentir alguna gota troyana tuvimos que esperar hasta que se
consolidó el Imperio Británico. Hoy es objeto de acerbas críticas, sobre todo
por la autollamada izquierda: que si la hipocresía, que si el mercantilismo, que
si el colonialismo, que si el anti-multi-culturalismo. Pero, creedme, todo eso
son paparruchas. Vedlo:
Hipócritas fueron los griegos, amantes de la libertad en una sociedad
esclavista y que hacía invisible a la mujer; mercantilistas fueron los griegos,
que comerciaron a diestra y a siniestra; colonialistas fueron los griegos, que
fundaron y explotaron la Jonia, la Magna Grecia, y que hasta Ampurias o
Emporión llegaron; anti-multi-culturalistas fueron los griegos, que impusieron
por las armas su mundo a los mundos vecinos, desde Agamenón hasta
Alejandro, y con tanto éxito que a una cultura luvita o hitita, como era la de
Ilios, se la ha tenido hasta hace bien poco por griega.
Lo cierto es que el León Británico reavivó, por poco tiempo, los valores
de la Ilíada. Pensad en el Michael Caine de las Guerras Zulúes o en el General
Charlton Gordon de Jartum, o en El sitio de Krishnapur, o en Las Cuatro
Plumas o en la Carga de la Brigada Ligera, homérico desastre comandado por
lord Cardigan, o en Tres lanceros bengalíes, o en El Hombre que pudo reinar.
Hasta comprendió cabalmente -hablo del Imperio Británico- lo del “respeto
mutuo”. Poned atención, que la cosa merece la pena:
Está escrito en el Beau Geste de Percival Christopher Wren. Los tres
hermanitos Geste, educados en Eton y Oxford, a causa de determinada acción,
en apariencia bellaca, pero en la realidad caballeresca (se sabe al final) del
mayor de ellos (de nombre Gary Cooper), acaban en la Legión Francesa. En
un descanso, el menor escribe una carta a la familia dando cuenta de cómo les
va:
“Por nuestra parte, pronto fuimos buenos soldados, gracias a nuestra
inteligencia, sobriedad, educación atlética, hábito de disciplina,
conocimientos del francés y un verdadero deseo de portarnos bien. Más
afortunados que los demás, estábamos bien educados y teníamos algún
dinero, gracias a la previsión de Michael, que en la Legión equivalía a
la riqueza, y, además, buenas costumbres, dominio sobre nosotros
mismos y buena instrucción, sin contar con que éramos inofensivos por
sentir y demostrar consideración, cortesía y respeto a nosotros mismos
y a los demás. En cambio, menos afortunados que los otros, estábamos
acostumbrados a la comida variada, a multitud de comodidades, a la
libertad, a las diversiones, a una concepción amplia de la vida, y, sobre
todo, a la independencia”.
¿Lo habéis visto? ¿Es, o no, Ilíada en estado puro?
No es de extrañar, por tanto, que una juventud -como la griega desde el
siglo VII antes de Cristo, educada en la Ilíada- que tenía esos ejemplos y leía
esos libros, que adquiría esos valores, administrase un Imperio. Pero desde que
cayó éste, hasta hoy, nada. ¿Tendrá algo que ver con ello el advenimiento del
Imperio Yankee a partir del fin de la Guerra del 14?
Y en esta cuestión de los valores, en España ¿qué? Pues en España a lo
nuestro, a lo de siempre: a un centripetismo desmedido compensado por un
excesivo centrifuguismo; a solucionar a homicidas hostias nuestras legítimas
diferencias; a nuestro gusto por el rentismo; a nuestra aversión por el trabajo; a
nuestro egoísmo, personal y de clase; a nuestros calamitosos reyes y políticos;
a nuestras revoluciones que no pasaron de insurrecciones; a nuestras
restauraciones; a nuestra mal llamada aristocracia, espuria, iletrada, parásita y
soberbia; a la indecencia e inmoralidad de los llamados a dar ejemplo, de los
principales; a nuestra bien cultivada incultura; a nuestra religión de tizonazos
en el Infierno; a estar todos en posesión de la verdad, que se nos da innata, no
por el estudio; a nuestros ¡viva la Virgen!, ¡viva la Pepa!, ¡viva Cartagena!,
¡vivan las cadenas!, ¡abajo lo existente, muera la Historia!; a nuestra
admiración por el Lázaro de Tormes y por el Buscón, llamado don Pablos.
¡País!, como tiene dicho Antonio Fraguas, el Forges.
Para que notéis, en todo su pavoroso horror, la diferencia que va del ayer
ilidíaco -reino de los mejores- al penoso hoy -imperio de tontos y ruines y
ordinarios-, comparad, por favor, los fragmentos de la Ilíada que dejo
transcritos -en los que se educaron sucesivas generaciones- con la letra, que a
continuación anoto, de una canción fruto o exponente de la llamada “movida”,
hábitat en el que se desenvolvió la juventud española en los años 80 del
pasado siglo.
[Y no me tildéis de injusto. Sé perfectamente que junto a la canción que
os voy a cantar, hubo otras -y pienso, así por encima y rápidamente, en las de
Llach, Serrat, Paco Ibáñez, Labordeta, Raimon- bien distintas. Pero tened en
cuenta, primero, que éstas fueron inmediatamente anteriores; después, que hoy
están sepultadas bajo toneladas de zafiedad, mientras que el espíritu de aquélla
pervive -¿no veis televisión?-; y finalmente, que al autor de la canción
señalada -más que a los otros- se le tiene, en el concepto público, por
“intelectual”, y que, tras operarse, coqueto, la nariz, se pasea aún hoy por las
tertulias televisivas dando lecciones de ciudadanía a la ciudadanía. ¡Y ello sin
haberse arrepentido de su obra, sin haber pedido perdón por ella!]
La canción en cuestión se titula Soy un chaval y se debe al magín de don
José Ramón Julio Márquez Martínez, entonces conocido como Ramoncín, el
Rey del Pollo Frito, y su letra dice así:
No me gustan los deberes, no me gusta la academia.
No me gusta la maestra aborrezco el desayuno.
Me gusta estar en la cama hasta después de las doce.
Odio el camino al cole, no me gusta el profesor.
¡Chaval! Me gusta jugar, correr por las calles detrás de las nenas.
¡Chaval! Gastarme las pelas, jugar al billar.
Estoy harto de las clases, no me gusta la pizarra.
Odio la regla de tres; la política me cansa.
No me gusta pasar frío esperando el autobús.
No quiero estudiar carreras, quiero jugar al balón.
¡Soy un chaval!
¡Chaval! Me gusta jugar, saltarme las tapias, bailar el peón.
¡Chaval! Mojarme en las fuentes, mancharme la ropa, subir a un
camión./
¡Chaval! Me gusta jugar, colarme en el cine, besar a las chicas.
¡Chaval! Peinarme tupé, bailar rock an roll.
¡¡Rock and roll!!
[Algunos de vosotros, puede que todos, me diréis que no impute a
Ramoncín culpas que no son suyas, sino propias del rock and roll, que, nuevo
Sócrates, a la juventud corrompe. Y os digo que os equivocáis. El rock and roll
no es eso, o no solo eso, sino mucho más que eso. Escuchad la letra de uno de
los mejores -y primeros- rocks que se han compuesto, que es ya un himno. Se
debe a Chuck Berry, ha sido objeto de incontables versiones y por los más
grandes -Beach Boys, Stones, Beatles-, se titula Johnny B. Goode, y dice así:
En lo profundo de Louisiana, cerca de Nueva Orleans,
a la vuelta de un camino, entre árboles de hoja perenne,
hay una cabaña hecha de tierra y madera
donde vive un chico negro de pueblo llamado Johnny B. Good
que nunca en su vida aprendió a leer ni a escribir,
pero que toca la guitarra como quien toca una campana.
¡Venga, Johnny, ánimo!
¡Venga, Johnny, vamos! (bis)
¡Johnny B. Goode!
Va siempre con su guitarra en una funda, colgada como una
escopeta,
y se sienta bajo un árbol al lado de la vía del tren.
¡Oh!, los maquinistas lo pueden ver sentado ahí a la sombra
rasgueando la guitarra al ritmo que marcan los trenes.
La gente pasa y se detiene asombrada para decir:
‘Oh, Dios mío! ¿Pero este chico pueblerino puede tocar así?’
¡Venga, Johnny, ánimo!
¡Venga, Johnny, sigue así! (bis)
¡Johnny B. Goode!
Su madre le dice que algún día se hará un hombre
y que será el líder de una gran banda.
Que la gente acudirá desde muchas millas a la redonda
para oírle tocar su música hasta que el sol se ponga.
Que un día su nombre lucirá en grandes letreros de neón
anunciando: ‘Johnny B. Goode, esta noche!
¡Venga, Johnny, no desfallezcas!
¡Venga, Johnny, ánimo, sigue así! (bis)
¡Johnny B. Goode!
¿Qué os ha parecido? A ese harapiento chavalín, pobre y negro, de un
miserable y perdido pueblo, sin instrucción ni posibilidad de tenerla,
esforzándose en dominar la guitarra y soñando que algún día acudirán
multitudes a escuchar y disfrutar de su música en locales y auditorios en cuyas
marquesinas resplandecerá, anunciado, su nombre, a Johnny B. Good, Homero
bien le podría haber cantado. Distinto, muy distinto, del chaval gamberro al
que cantó Ramoncín. ¿Lo veis claro?]
Concluí, por tanto, que, salvo excepciones individuales (y pienso,
volviendo a España, en Cortés, Pizarro, Churruca y otra gente -poca- de su
calaña), la Ilíada, el hermoso edificio que sobre ella se construyó, la Ilios de
Homero, en el pasado ya y en el presente, en mi presente, no era más que un
montón de ruinas que, además, nadie visitaba, lo que tuve por lamentable
pérdida, pues pienso que mejor irían las cosas del procomún si nos bañásemos
de vez en cuando en las playas de los Dardanelos, Helesponto para
entendernos.
No, no tenía razón Saint-John Perse. Y no soy el único en pensar así.
Una noche, tomando unas copas por los antros de la Ciudad Baja, el viejo
Cavafis, hablando sobre este tema, me leyó un poema que recién había escrito,
en el que me dejó meter mano:
“Las gentes de hoy han olvidado el griego
tras mezclarse tantos siglos
con gente bárbara y extranjera.
Lo único que les queda de sus ancestros
es una fiesta griega, de hermosas ceremonias,
con liras y con flautas, con juegos y coronas, con urnas y votos,
que celebran cada cuatro años, más o menos.
Y al término de la fiesta tienen por rutina
narrar sus antiguas costumbres
y repetir palabras griegas
que solo unos pocos comprenden.
Y siempre con tristeza acaban su fiesta
porque, muy en el fondo de su ser, recuerdan que también ellos fueron
griegos
y lamentan cómo ahora han declinado y en qué se han convertido,
reducidos a vivir y hablar como bárbaros.
¡Qué desgracia!, viniendo del mundo helénico.”
Lo cual, habréis comprobado, es lo que os vengo diciendo, pero mejor,
mucho mejor, dicho.
Concluida la recitación, se nos acercó, y sentó a nuestra mesa, un
parroquiano que había estado bebiendo, triste y solo -fonseco-, en una mesa
muy próxima. Delgado, de fino y afilado rostro, semejaba un Manolete. Nos
pidió perdón por el atrevimiento y la molestia, y permiso para terciar en la
conversación que traíamos Petros Fotiadis y yo y que él, “disculparán señores
de sus voces el alto tono y de mis oídos la agudeza”, había escuchado con
asentimiento. Concedida la venia, nos dijo que era de nuestra misma opinión,
que corrían malos tiempos para el “respeto mutuo”; que, en el mejor de los
casos, la gente se contentaba con no causar daño, teniendo por virtud la simple
omisión del mal, sin reparar en que el pecado de lesa humanidad es la
indiferencia natural hacia los demás, el no sentir la necesidad, la obligación,
de remediar el sufrimiento ajeno, fruto las más de las veces de la injusticia; y
que él mismo, que por poeta y cantor se tenía, había compuesto algo sobre el
asunto, que, con nuestra licencia, gustoso nos lo cantaría.
Así que le licenciamos. Se puso en pie, inclinó sobre su frente el
sombrero que traía, remetió en su chaqueta, cruzándose el pecho, la blanca y
larga bufanda que al cuello llevaba, y cantó:
Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.
MUERTE Y FUNERALES DE
ALFREDO
Mucho debieron amar los dioses a Alfredo Álvarez Alcolea, si
atendemos a lo propicios que se mostraron con él en la hora de su muerte.
Murió -¡ahí es nada!- de accidente y, ¡además!, en Troya, despeñado por la
colina de Hisarlik. Lo primero, lo del accidente, fue algo milagroso, pues
Alfredo, por generación y por oposición -concienzudamente preparada-, estaba
condenado a morir de cáncer, algo que temía con ese enorme terror del que
sólo son capaces los cobardes integrales como lo era él: pavor a la enfermedad
fatal, prolongada y de conspicua manifestación externa; y, en un mismo plano
de igualdad, pánico a los silenciosos reproches, a esas miradas de “¿lo ves;
qué te de decía yo...? ¡tanto tabaco, tanto tabaco! ¡Si me hubieses hecho caso y
te hubieses cuidado un poco, sólo un poco...!” que, en tal caso, le hubiese
dirigido su amada Mariajo, al tiempo de prestarle, abnegadamente, sus
solícitos, paliativos e inútiles cuidados. El accidente les evitó, a Alfredo y a
Mariajo, pasar por todo eso, y a ella, además, le proporcionó un no nada
despreciable dinerillo de los lucrativos seguros que, para el dicho riesgo, aquél
tenía contratados. Lo segundo, lo de morir en Troya, más que milagro, que
también, fue un rasgo de humor justiciero de la divinidad, con la consecuencia
de permitir que fuese enterrado allí.
[Alfredo le tenía dicho a Maria José que si moría en alguno de los viajes
que solían hacer, no repatriase su cadáver, sino que lo enterrase en el mismo
lugar. De esta forma -decía-, la muerte dejaba de ser un dramático punto final
para convertirse en un lúdico viaje sin regreso. Cosas de Alfredo, aunque,
quién sabe, quizá tuviese una correcta comprensión de lo que es y significa la
Muerte. Partidario [sigo con Alfredo] de la atención al vivo y del
hilemorfismo, más del tomista cristiano que del aristotélico pagano, y enemigo
de los trámites administrativos, nunca entendió el culto a la arcilla inanimada,
ni el papeleo, siempre molesto y costoso, a que obligaba su transporte, como
puso de manifiesto la ocasión del traslado de los restos de su abuelo paterno,
el mítico, el legendario Caledra.
Había muerto éste, y sido enterrado, en Madrid, en una fosa de
ocupación temporal por diez años. Cumplido el plazo, Quela, tía paterna y
orensana de Alfredo, recibió la notificación de que su padre iba a ser lanzado
de su alojamiento en una determinada fecha -que la comunicación precisaba-
con el apercibimiento de que, de no personarse nadie en el lugar día y hora
señalados a recoger los restos, éstos serían depositados en la fosa común.
Ambos hijos, Quela y el padre de Alfredo, estuvieron contestes en impedir que
su padre -si así podía llamarse a lo que de él quedase- fuese a parar a la sima
de los sin nombre, y decidieron acudir, Quela desde Orense y su hermano
desde Zaragoza, a la macabra y oficial cita, recoger la osamenta paterna y
trasladarla al cementerio de Vigo, para que reposase definitivamente en un
nicho que allí tenía la familia, éste ya en propiedad, junto a su mujer, Matilde.
Llegado el día, fuese bien por la gallega aversión a la muerte que tenía, bien
por una de las hipocondríacas gripes cancerosas que, con cierta frecuencia, le
sobrevenían, y le obligaban a recluirse en su casa por una larga temporada, el
caso es que el padre de Alfredo se negó a participar en la mudanza, y
delegó/impuso a éste la asistencia al acto.
[Obtenidas las oportunas licencias, previa cumplimentación de no pocos
trámites documentales en el mes anterior, una fría y ventosa mañana de
noviembre, Quela -en su propio nombre- y Alfredo -en representación de su
padre- se presentaron en el cementerio de La Almudena, de Madrid,
integrándose en un numeroso gentío que habían ido a lo mismo. Bueno, a lo
mismo, a lo mismo no, pues no habían ido todos a recoger los restos del
abuelo de Alfredo, sino cada uno a su propio muerto. La gente se mostraba
seria y cariacontecida, lo que Alfredo atribuyó al frío, al viento y a la temprana
hora, más que a la pena, ya prescrita al cabo de diez años, y con tal aspecto
todos se entregaron a un siniestro juego. Puesto que los exhumandos estaban
desperdigados por el santo campo, en fosas de tierra debidamente numeradas,
y, dentro de ellas, en niveles oportunamente letrados, los reclamantes de
restos, para localizarlos, debían facilitar los apellidos y nombre (por este
orden) de su deudo a uno de los dos funcionarios municipales allí puestos a tal
objeto, quienes, tras consultar unos listados, indicaban un número y una letra
que debían permitir la exacta localización del finado; y como todo se hacía sin
guardar orden, fila o cola algunos, sino todos en tropel, al asalto de los
funcionarios, el resultado fue un confuso griterío.
-¡Lacleta Moreno, Amparo!
-¡32-B!
-¡Ezquerra Urdaniz, Wenceslao!
-¡7-D!
-¡Melendo Vives...
-¡Será Mueres! -bromeó un anónimo gracioso.
-¡Tus muertos, cabrón -le contestó el pariente del Melendo, un punto
susceptible, sin duda todavía afectado por su lamentable pérdida.
-¡Haya paz! -intentó conciliar el funcionario.
-¡Eterna! -añadió el mismo dicharachero.
-¡Que se calle ese payaso. Un respeto, por Dios, un respeto a los
muertos! -protestaron algunos.
-Melendo Vives, Pedro -insistió el pariente.
-¡14-C!
-¡Hundido! -volvió a armarla el juerguista, provocando esta vez las
carcajadas de los más.
-Álvarez Casado, Manuel -casi murmuró la tía Quela, acercándose al
funcionario.
-¡9-A! -atronó el empleado municipal.
[Y allá, a la fosa número 9, namber naina, se fueron tía y sobrino. Con
un retraso de casi una hora sobre el horario previsto, los que habían acudido a
la cita municipal estaban cabe la fosa donde reposaban los restos de sus
respectivos parientes. Para cada sector había un enterrador en funciones de
desenterrador, a quien se debía comunicar el nombre del difunto y su
situación, para una última comprobación, no fuese ser que hubiese un error de
muerto, un quid pro quo, causa de tremendo disgusto para los familiares, pues
la gente, se ignora la razón, siente las muchas veces más apego por los restos
que por los dividendos, e incluso que por los divisores y los cocientes, y no
soporta, sino que recrimina con amplia protesta y grita, que le den Gonzalvo
por Calleja, aunque sea bajo la forma de huesa o ceniza.
-Álvarez Casado, Manuel; 9-A -indicó Alfredo.
El exhumador comprobó en sus papeles lo correcto del dato.
-¿Y lo van a enterrar aquí o se lo van a llevar?
-Nos lo llevamos, nos lo llevamos; a Vigo -precisó la tía Quela.
-Pues mala cosa -dijo el Juan Simón con gesto grave, rascándose la
cabeza-; mala cosa.
-¿Mala cosa...? ¿Por qué...?
-El nivel A es, de los cuatro que comprende cada fosa, el más profundo,
y de allí los cuerpos suelen salir prácticamente enteros, como si fuesen de
carne momia. Cosa de la composición geológica del terreno, en combinación
con el grado de humedad y la temperatura.
-¿Y...?
-Pues que, como se lo van a llevar fuera de aquí, si les sale entero,
tendrán que meterlo en uno de esos ataúdes que hay allí -señaló una especie de
tenderete de feria en cuyo mostrador se exhibían amontonadas unas cajas
negras aplanadas de forma trapezoidal, de diferentes tamaños-, que valen una
pasta; y además están los permisos: más tiempo, más papeles, más dinero...
-¿Los permisos...? ¿Qué permisos? Si ya tenemos el de exhumación...
-¿Y el de transporte? ¿Ustedes se creen que los muertos pueden viajar
por ahí así como así? No; ni mucho menos. Primero es necesario un permiso
de transporte que da el Ayuntamiento previo pago de una tasa; y segundo,
debe encargarse necesariamente una funeraria, únicas autorizadas para ello,
que, como es natural, no lo hacen gratis. Total, que el viajecito del difunto les
pude salir por unas diez mil pesetas.
-¿Y si en vez de entero y amojamado saliese corrompido y troceado? -
preguntó Alfredo por las posibles alternativas.
-Entonces, pueden meterlo en una de esas otras cajas -señaló otro
tenderete en el que se apilaban unas cajas cúbicas de madera-, que, como ven,
no tienen forma de féretro, no cantan, como las otras, lo que llevan dentro, y
son muchísimo más baratas; y así encajonado, transportarlo ustedes mismos,
particularmente. Aunque debo advertirles que el trasporte irregular de restos
humanos es una falta contra la salud pública de las poblaciones, por la que
podrían detenerles, e incluso confiscarles el muerto.
Quela y Alfredo quedaron pensativos, puede que rezando para que el
Caledra estuviese hecho chilindrón.
-Sé en lo que están pensando -les interrumpió el desenterrador, con la
suficiencia propia de un psicólogo perito en la formación de cogniciones-. No
se preocupen. Hay una forma de que, estando el cuerpo entero, salga partido.
-¿Cuál? -quiso saber Alfredo por agotar todas las posibilidades.
-Por mil pesetillas, cabe la posibilidad de que, al desenterrarlo, se me
vaya la pala y le rompa carne y huesos. Son cosas que pasan, nadie es perfecto
y no siempre se atina.
Tía y sobrino hicieron un aparte para deliberar. “Qué hacemos”, la tía.
“Decide tú, que es tu padre”, el sobrino. “Es que me da no sé qué”, la tía. “A
quien le tendría que dar es a él, y creo que a estas alturas de su muerte más
bien no le da nada”, el sobrino. “¿Y si fuese tu padre...?, la tía. “Mira, Quela,
hablando de padres, si le digo a tu hermano que el no partirlo le ha costado
cinco mil pesetas más, me parte a mí la cara”, el sobrino.
Volvieron a acercarse.
-Vale; si eso..., nos lo parte -Quela, como hija, llevó la voz cantante,
mientras Alfredo, en plan cliente de charcutería, añadió para sus mientes “y
nos la parta fino, por favor”.
[El exhumador dio comienzo a su trabajo por el nivel más alto, el D. Él,
como sus compañeros de los alrededores, cavaban con las palas sacando tierra
que iban amontonando a los lados. Cuando llegaban a una caja, la rompían. Si
los restos eran de un reclamado, los subían y depositaban, con el poco cuidado
de que eran capaces, en una tela asabanada, que recogían los parientes. Si eran
de un no reclamado, con la pala los cargaban en el camión que había de
llevarlos a la fosa común. Trabajaban con afán; la gente de alrededor guardaba
respetuoso silencio y sólo se oían las palas hiriendo la tierra y la madera; el
polvo que levantaban, un compuesto de partículas de tierra y de difuntos, era
esparcido por el frío viento reinante.
[Alfredo, con el semblante filosófico que la visión de cadáveres provoca
a las almas sensibles como la suya, contemplaba reflexivo la escena mientras
por la nariz -no llevaba bufanda- llegó a inhalar no menos de un cuarto de
muerto. Mucho le impresionó, sobre todo, un cuerpo que, habiendo salido
entero y no siendo solicitado, fue arrojado a un camión que ya de cadáveres
rebosaba. Cayó de cabeza, las piernas, rectas, sobresalían de la caja del
camión. Puede que en vida se llamase Midón Atimníada, el cual, es cosa
sabida, tras recibir de Antíloco Nestórida un tajo en las sienes, cayó palpitante
del bien construido carro quedando hundida su cabeza y parte de los hombros
en la arena que por allí abundaba. Al ponerse el vehículo en marcha, un jirón
de lo que, en su día, fuese un calcetín de incierto color, alzado al extremo de la
pierna izquierda, ondeaba al viento, hecho enseña de la gaya muerte.
[De estas contemplaciones fue rescatado por la voz del operario
emergiendo del cuarto nivel del profundo Hades y asomando su portentosa y
ruda cabeza por el borde de la fosa.
-¡Entero! -anunció-. ¿Procedo...?
-¡Proceda! -autorizaron, inmisericordes y unánimes, la tía y el sobrino.
[Y sonaron, sordos, los golpes de pala deconstructores de su padre y
abuelo, hombre, a lo que se vio, de gran entereza, incluso en su muerte, y
también a los diez años de ella.
[Como si de un contorsionista se tratase, el Caledra fue introducido en la
correspondiente caja cúbica de color madera natural, y rociado con un spray
desinfectante; la caja fue envuelta en papel de estraza y atada con una liza. Y
contra entrega del acordado billete de mil pesetas, que alargó Quela -luego ya
harían cuentas-, fue puesto en las manos de Alfredo. Y de esta forma, tía,
sobrino y ancestro abandonaron el cementerio de La Almudena.
[Tomaron un taxi en la puerta. Al montarse Alfredo, portador del abuelo,
en el asiento de atrás, el taxista le ofreció solícito que, para mayor comodidad,
colocase el paquete en el asiento delantero (sirva lo escrito para desmentir la
versión espuria que, tiempo después, propaló Pedro Arregui, inmenso en el
cariño, según la cual fue el propio Alfredo quien, sin invitación alguna, abrió
la puerta delantera del taxi y colocó en el asiento derecho el convoluto
residual, alegando “es que es mi abuelo y se marea si viaja detrás”).
[Y así, copilotando el Caledra, fueron conducidos, como pidieron, a la
estación de Atocha, donde tía y sobrino lo facturaron bajo el marbete de
“libros y ropa”, que juzgaron el más adecuado para justificar el volumen y
peso del envío, hasta la estación de Vigo, de donde a los dos días lo retiró
Quela, para, previa una breve ceremonia religiosa que sanase las faltas de
respeto cometidas, reposar, como reposa, junto a su mujer Matilde]
Como eran pocos los que conocían la anterior anécdota, y menos las
disposiciones post mortem de Alfredo, María José tuvo que dar explicaciones
a amigos y conocidos del porqué lo dejó enterrado en Troya.
-¿Y qué más da? Total... llevaba más de nueve años enterrado allí.
Durante estos años Alfredo ha estado viviendo en Troya. ¿Qué digo viviendo?
Ha estado muerto allí, ahogado en sus propios miedos. Para él, que siempre
fue cobarde y que ya estaba cansado de fingir no serlo, la Ilíada fue su refugio
de un mundo que sentía cada vez más distante y hostil. Una especie de “chufa”
eterna, un lugar de eterno descanso, sin sobresaltos, estable, al que acudía
cuando las obligaciones profesionales se lo permitían, e incluso cuando no,
para desespero de sus clientes y de nosotras su familia. En estos últimos nueve
años, su verdadera vida era leer y escribir sobre la Ilíada, vivir Troya y en
Troya. Pues bien, que se quede allí.
Y ahora decidme, Musas, cómo fue su muerte y cómo sus honras.
Cuando Alfredo dio por concluido su libro sobre la Ilíada, le propuso,
doloso, a Mariajo un viaje por la costa mediterránea de Asia Menor, fuera de
circuitos turísticos, ellos dos en un coche, que incluía una visita a la colina de
Hisarlik. Aunque Mariajo fue consciente de la chapa que le iba a dar -Alfredo
estaba muy, pero que muy pesado con el asunto de la Ilíada-, no pudo decir
que no: el simple hecho de viajar le entusiasmaba; más si era al margen de las
jiras organizadas; no digamos si el viaje tenía algo “ma non troppo” de
aventura; y ya el colmo era poder visitar Halicarnaso, Mileto, Priene, Éfeso,
Esmirna, Pérgamo y Asklepieion, por las que hacía tiempo venía suspirando.
Según contó Maria José, llegaron a Hisarlik recién estrenada la tarde;
tomaron habitación en una fonducha del vecino pueblo de Tevfikiye y
emplearon lo que quedaba de luz en recorrer minuciosa, exhausta y
exhaustivamente las ruinas de Ilios. Alfredo, con el entusiasmo moral y físico,
vehemente el uno e incansable el otro, de que hacía gala sólo en los viajes,
ejerció de Cicerón.
-Fíjate, Mariajo, allí a lo lejos, un poco a tu izquierda, estaba el
campamento aqueo, con su foso y su muro; y aquí, aquí mismo, estaban las
puertas Esceas, y allí, a tu derecha, las Dardanias; un poco más a tu derecha se
alzaba la torre desde la que Príamo rogó infructuosamente a Héctor que se
refugiase en la ciudad y no le presentase cara a Aquiles, su matador; y en lo
alto...
Cenaron en la posada, aguantando Maria José, con su mejor cara, la
paliza ininterrumpida y homérica que le estaba propinando su marido.
Al parecer, y siempre según la versión de Maria José, Alfredo, al
siguiente día, se levantó taciturno. Con buen aspecto, luminoso incluso, pero -
cosa insólita- poco hablador. Como tenían previsto continuar viaje al
mediodía, propuso un nuevo paseo, esta vez matutino, por Ilios. Alfredo siguió
callado hasta que llegaron a la parte más alta, a los restos de lo que fue el
bastión nororiental, en la Ciudadela o Acrópolis. Allí la altura respecto de la
llanura circundante es de unos treinta o treinta y cinco metros, con una ladera
bastante abrupta, que -misterios de la vida, o de la muerte- el proverbial
vértigo de Alfredo ignoró.
-¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Mariajo? Pues toda es
cuajada de un copiosísimo ejército aqueo, revestido de homicida bronce, que
viene marchando contra Ilios.
-Mira, Alfredo, -respondió Maria José-, que aquello que allí se parece no
es un ejército, sino el autobús que hace la ruta Canakkale – Edremit, según
tengo leído en la guía turística.
-Bien parece -replicó Alfredo- que no estás cursada en esto de la
homérica epopeya.
Y con voz levantada comenzó a decir:
-Desde aquí puedo ver al Juez de Pamplona, que requerimientos duplica,
al frente de los belicosos filacios; al de Zaragoza, para quien todos los
derechos no son todos, encabezando a los esforzados metonios; a la de
Madrid, que del Estatuto de los Trabajadores se abstiene, ordenando a los
sanguinarios taumacios; a la Audiencia de Zaragoza, que de dos conejos hace
un camello, animando a los olizones, de rápida honda... Y al frente de todos
ellos Neciolín Agamenónida, el de arremangada toga. ¿No te deslumbra,
esposa, el resplandor broncíneo de sus labradas corazas y abollonados cascos?
¿No atruena tus oídos el estruendo de sus frésnicas picas al golpear los
bovinos escudos? ¿No sientes, en fin, cómo se llega, armada, bataholante y
confusa, la Muerte?
Dicho lo cual, se volvió hacia Maria José, y acariciándole una mejilla, le
dijo estas aladas palabras:
-¡Desdichada! No en demasía tu corazón se aflija por mí, que nadie me
precipitará al Hades antes de lo dispuesto por el Destino; y de su suerte, te lo
aseguro, amante esposa, ningún hombre, ni cobarde ni valeroso, puede escapar
una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate de tus labores y guarda mi memoria,
que de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilios, y yo el
primero.
Acto seguido, gritó al vacío de la mañana:
-¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís! ¡Secundad
mi ataque; pues los argivos jueces no me resistirán largo tiempo, aunque
vengan formados en cerrada columna; y creo que mi lanza les hará retroceder
pronto si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante esposo
de Hera!
Dicho lo cual, desoyendo los gritos -que ya eran llantos- de su mujer,
Alfredo se lanzó a correr ladera abajo. Iba cada vez más rápido y
descontrolado; tropezó con sus propias piernas y fue a dar de cabeza contra un
enorme peñasco. El cráneo se rompió al recibir el golpe; los sesos fluyeron,
sanguinolentos, por la herida; y la negra niebla de la Muerte lo cubrió.
Así fue su muerte. Yace enterrado en el cementerio de Tevfikiye. No hay
túmulo que vanaglorie a tan insigne varón. Su tumba, una laja la señala. Sin
nombre, como corresponde a quien murió por hacer aquello para lo que había
nacido. Sin fechas, que en el panteón de hombres ilustres la veteranía no es un
grado. En ella solamente reza el título de su honra: “En combate”.
Creyente no sólo del Dios verdadero, sino también de los falsos,
Alfredo, muerto, no tuvo ningún problema para ingresar en el Cielo. Ya en la
misma recepción, el Serafín del mostrador le dio una nota que había para él.
La leyó. Era de Homero citándole, sin demora, para cuando llegase.
Alfredo acudió al lugar señalado con miedo. No ignoraba, pues era de su
invención, el recibimiento que Homero había dispensado a Schliemann por
haber metido las narices en sus asuntos, y se temía, por lo mismo, lo peor.
Su recelo se tornó sorpresa, y luego satisfacción, cuando Homero, al
verle venir, le salió al encuentro, le abrazó con sentimiento, y sujetándole por
los hombros, con gesto cariñoso, le dijo:
-Eres bueno, tío.
-No, no, qué va -se azoró Alfredo-. Sólo un mal aprendiz. Si en lo mío
hay algo de mérito, sólo a ti se debe.
-¡Oh, sí, sí! -insistió afectuoso Homero, ya con abierta sonrisa-. ¡Eres
bueno, tío, eres muy bueno! Y es hora ya de tributarte las merecidas honras.
Las tales consistieron en una comida de funeral, muy concurrida, en la
que reinó el jolgorio. Convocados por los heraldos de Homero, allí se dieron
cita los príncipes y los caudillos, tanto aqueos como troyanos. Todos querían
conocer a Alfredo y discutir con él las partes de su libro que a cada cual más le
habían interesado.
Y, obviamente, asistió Helena. La divina Helena. Su cuerpo seductor
despedía la fragancia de la ambrosía y del aceite craso, inmoribundo, suave y
oloroso con que se había ungido; llevaba el cabello compuesto en bucles
lustrosos, bellos, divinales, en caída de su cabeza inmortal; de sus perforadas
orejas colgaban unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como sus
ojos, espléndidas, de gracioso brillo; vestía un manto delicado, bordado en mil
primores filigraneros, sujeto al pecho por broche de oro, ajustado en la cintura
por ceñidor de cien borlones, y sus nítidos pies calzaban bellas sandalias.
Sobre el respaldo de la silla que ocupaba, yacía, desmayado, el velo hermoso,
nuevo, tan blanco como el sol, que la cubría cuando llegó.
Helena cruzaba palabras amables y lisonjeras con unos y otros, haciendo
sensuales e incitadores ademanes, y de ella no se separaba ni un metro el
peliflavo Menelao, igual a un león, que, aunque afectaba indiferencia, no
perdía ojo con quién, cómo y de qué su inconstante mujer hablaba.
Las profusas libaciones de negro vino, obligaron a Alfredo, a mitad de la
comida, a acudir a los baños, que, así en el Cielo como en la Tierra, se
encontraban, saliendo de la sala del banquete, a mano derecha, al final de un
pasillo.
Andaba por el dicho corredor, ya de vuelta de su evacuación, cuando
Alfredo se dio de frente con Helena, la cual, ocultos como quedaban a las
vistas del comedor, le empujó contra una de las paredes del pasadizo. Así
aplastados los cuerpos, sus ojos de gato maula jugaron unos segundos con los
de Alfredo, mísero ratón.
Manteniendo la ocular presa, Helena se soltó el broche que cerraba su
manto, que se desprendió del hombro; tomó una mano de Alfredo y la
depositó en el pecho que había quedado al desnudo.
-¿En verdad crees que la posesión de este trofeo, hoy, como antes, como
siempre, no es motivo bastante para una guerra -le dijo, voluptuosa.
Alfredo, enajenado monje benedettino, abarcó pecho, apretó loco y,
apostatando de lo que, con argumentos profusos y bien construidos, había
sostenido en su libro, pensó que, desde luego, aquello que tenía entre mano
bien merecía no una, sino mil guerras, pasadas, presentes y futuras; pero no
quiso meterse en líos.
-Puede que en el pasado; pero sólo porque había aedos para cantarla. Y
ya no los hay -dijo Alfredo, echando agua al fuego.
-Sí que los hay. Yo misma conozco a uno -respondió Helena.
-¿Sí...? ¿Quién?
-Aedo Álvarez Alcolea -le susurró muy queda, junto al oído,
mordisqueándole el lóbulo de la oreja, para, acto seguido, separarse de él con
la provocación hecha sonrisa y, compuesto su atuendo, tomar camino del baño
de señoras.
Cuando cesó el sexual escalofrío que le recorrió todo su cuerpo, de la
cabeza a los pies, el pobre Alfredo compuso el ánimo y echó a andar hacia el
comedor. En la misma puerta se cruzó con el cornilargo Atrida, que, con el
rostro encelado, sin duda para averiguar qué hacía su impúdica esposa,
marchaba en dirección a los servicios.
Con la emoción todavía impresa en la cara, Alfredo tomó asiento. Pasó
la mirada en derredor. Sus ojos se cruzaron con los de Homero que, desde la
distancia, sonriéndole, como si supiese lo que había pasado, rindiéndole
homenaje, levantó hacia él su copa y bebió del vinoso contenido.
Si todo no fue un sueño, así celebraron los funerales de Alfredo,
domador de palabras, forjador de mentiras.