Gonzalo Sánchez-Molero, El Tránsito Del Rollo Al Códice
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Libro, Digitalización
y Bibliotecas
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El tránsito del rollo al códice: un viaje a los
orígenes del codex y de nuestra concepción
material del libro
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, Universidad Complutense de Madrid, España
Resumen: Entre los siglos I a.C. y el I. d.C. aparece un nuevo formato: el “liber quadratus”. Hay varias tesis sobre su
origen, pero ¿cómo fue realmente el proceso? Se analiza esta cuestión a través de varias fuentes que nos ayudan a
comprender cómo se produjo: literarias, artísticas, arqueológicas y antropológicas. Las dos primeras fuentes ofrecen
información no material (por razones climáticas no disponemos de “pugilares” romanos o de textos cristianos primitivos
en Europa); las otras dos fuentes, en cambio, se refieren específicamente a los libros coptos y etíopes, unos conservados
gracias al clima desértico, los otros, conservados como auténticos fósiles culturales en el siglo XIX.
Abstract: Between centuries BC I and I AC there is a new format: the “liber quadratus”. There are several theses about
its origin, but how the process really was? We analyze this issue through various sources that help us understand how it
came about: literary, artistic, archaeological and anthropological. The first two sources provide no information material
(for climatic reasons pugillares not have Roman or early Christian texts in Europe), the other two sources, however,
specifically address books Copts and Ethiopians, some preserved by the desert climate the other, authentic fossils
preserved as cultural in the nineteenth century.
Introducción
C
uando se pasea por la ciudad de Roma, tras atravesar las ruinas del antiguo Foro de
Trajano el visitante se encuentra, al final del trayecto, con la única edificación que ha
permanecido en pie de aquel conjunto urbano: se trata de la Columna Trajana. Este
monumento terminó de erigirse en el año 144, coronado entonces por la figura del propio
emperador, y se unió desde entonces a la colección de obeliscos egipcios que ya desde décadas
atrás simbolizaban en Roma la gloriosa historia de la Urbe. La Columna Trajana, sin embargo,
no había sido concebida sólo como un símbolo de su poder militar —a pesar de los bajorrelieves
que decoraban su superficie exterior—, sino (y sobre todo) de su poder cultural. Para el
espectador actual pasa desapercibida esta cuestión, e incluso el extraordinario significado
simbólico que el monumento contiene, pero si recordamos que la columna estaba situada en
medio de la Biblioteca Ulpiana, fundada por Trajano, quedando a un lado la sala Griega (con
manuscritos en este idioma) y al otro lado, la Latina, la columna adquiere toda su dimensión: se
trata de una enorme figuración, tanto arquitectónica como escultórica, de un rollo de papiro o
pergamino, denominado por entonces kilindros, en griego, o volumen en latín. Estamos ante un
monumento al libro, al menos en la forma con que este artefacto cultural era conocido por
entonces en la mayor parte del mundo.
No en vano, incluso es muy posible que la detallada descripción esculpida sobre la Columna
Trajana de los sucesos acaecidos en la campaña emprendida por el emperador hispano-romano
para la conquista de Dacia reproduzca las imágenes de un rollo ilustrado, hoy perdido. Por
fuentes literarias, e incluso gracias al Papiro de Artemidoro, sabemos de la existencia de rollos
romanos tan profusamente ilustrados como los Libros de los Muertos en Egipto. No se han
conservado ejemplares de aquella misma época, pero sí una pieza posterior, de tan parecida
factura y temática, que la existencia de un modelo anterior parece plausible. Nos referimos al
Rotulus Vaticanus, fechado en el siglo V d.C., y que contiene una versión ilustrada y en griego de
las hazañas bíblicas de Josué. Copiado e iluminado probablemente en Constantinopla, este
“rotulus” era ya un libro arcaico, una obra de lujo destinada casi en exclusiva para el deleite de
una élite política bizantina y cristiana, pero que se proclamaba como la heredera de la grandeza
imperial de Roma. Del éxito de los bajorrelieves de la columna es un buen reflejo la serie de
monedas acuñadas en época de Trajano, que muestran en el reverso la columna (fig. 1), e incluso
el reverso de este sestercio (acuñado entre los años 114-116), que reproduce una escena de
aclamación al monarca muy semejante a la que podemos encontrar en los citados bajorrelieves
(fig.2).
Fig. 1 Fig. 2
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GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: EL TRÁNSITO DEL ROLLO AL CÓDICE
Para entonces, si damos por válidos los datos aportados por Robert Marichal, en el siglo I
más del 99% de los manuscritos griegos conservados, y un 83% de los latinos, tienen formato
rollo; en el siglo V, sin embargo, ya son sólo un 4%, en el caso de los griegos, y un 0% en el de
los latinos. Cien años más tarde es posible que en la Cristiandad ya solo subsistiera el formato
rollo para la elaboración de obras musicales, como aquel que Romanos el Mélodo se tragara en
sueños, lo que, sin duda, facilitó el milagro; o entre las comunidades hebreas de la Diáspora,
donde por entonces se estableció la costumbre de seguir copiando la Torah, la Megillah de Esther
y las tefellin en rollos. En el primer caso había una razón práctica, los rollos eran muy útiles para
los miembros de los coros litúrgicos, quienes podían portar así pequeñas partituras con piezas
seleccionadas, incluso en las procesiones. En el segundo caso, los motivos eran de otro tipo.
Mantener el formato rollo para reproducir dichas obras constituía un símbolo de identidad
religiosa y nacional, que todavía hoy se conserva.
Siguiendo un símil darwiniano, tan profundo cambio cultural puede compararse con otros
acaecidos en la evolución de las especies: en el siglo II d. C la Columna Trajana representaba el
dominio sobre Tierra del rollo, un formato al que, como a los dinosaurios en el Jurásico, nada
parecía capaz de poder amenazar su existencia. Sin embargo, ya entonces una nueva “especie”
había iniciado su andadura evolutiva: los códices. Si en Paleontología se estudia cómo a los
dinosaurios les sucedieron los mamíferos, mejor adaptados a los bruscos cambios naturales, en
Bibliología un tránsito semejante se produjo entre rollos y códices. En menos de dos siglos (y sin
necesidad de un cataclismo) en el espacio mediterráneo los viejos volumina, con tres mil años de
historia, fueron sustituidos en un combate incruento por nuevos formatos, denominados de
manera consecutiva pugilar, liber quadratus y codex. Hacia el siglo V, la transmisión del
conocimiento ya había sido confiada en su práctica totalidad al nuevo formato.
Desde hace casi dos mil años no hemos conocido otro forma para el libro. La transición
acaecida en los primeros siglos de nuestra era ha determinado, en consecuencia, nuestra
concepción no sólo del “artefacto libro”, sino también de la escritura, de la lectura y, en
definitiva, de la cultura. Ligadas estas concepciones a un objeto rectangular, compuesto en su
interior por series de cuadernillos plegados y cosidos, durante los últimos veinte siglos debe
reconocerse que las innovaciones técnicas no han producido grandes cambios en el aspecto
exterior ni en la estructura interna de los libros. La evolución del formato códice desde el codex
medieval al libro industrial, pasando por los incunables, no ha alterado sus fundamentos. Hasta
hoy, en que la aparición de un nuevo formato, el libro digital, ha introducido una gran
incertidumbre: ¿están los libros de papel encaminados hacia su “extinción”? En este nuevo
contexto, quizás sea necesario volver la mirada hacia atrás, en el tiempo, para buscar en la
transición previa del rollo al códice elementos que nos permitan evaluar y planificar la nueva
transición a la que asistimos. Y es que los períodos de transición en la historia del libro son
determinantes en la evolución y desarrollo de nuestra transmisión cultural. Somos seres
culturales, receptores, creadores y transmisores de una amplia panoplia de objetos materiales,
intelectuales y espirituales. Estos nos proporcionan supervivencia, identidad y trascendencia,
beneficios que, sin duda, constituyen la razón de que seamos especialmente sensibles a los
grandes cambios que, de manera inevitable, desde que fuera inventada la escritura, se han ido
produciendo en los canales de difusión y preservación de la cultura. Por todo ello somos
especialmente sensibles hacia cualquier tipo de cambio que se produzca en el medio de
comunicación de la cultura, en los soportes de ésta y, finalmente, en el acceso a la información
que contiene toda comunicación cultural. Les invito, pues, a un viaje en el tiempo, a los orígenes
del códice y, en consecuencia, hacia el nacimiento de nuestra concepción material del libro. Un
periplo que nos llevará desde las orillas de Nilo a las del Tíber, pero también a las del río
Amarillo en China hace más de dos milenios, y que nos conducirá de nuevo, y de manera
sorprendente casi hasta las fuentes del Nilo, en Etiopia, ya en época actual.
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libelli en la época, o codicilli, sin que haya quedado claro cuál era la novedad material que
representaban.
Esta hipótesis, que podemos encontrar ya en autores y humanistas del Renacimiento, enlaza
con las modernas interpretaciones de Haelst y Cavallo, que defienden la existencia del codex
como un formato tradicional latino, anterior a la adopción del rollo, procedente de Grecia. Se
trataba de “códices ligneos”, polípticos de madera o de hojas de pergamino utilizados para
formas de escritura más cotidiana (Van Haelst, 1989: 13-35; Capasso, 1995; Cavallo, 1975, 1998,
1973: 213-229 y 1985: 118-121). En sí, estos códices no creemos que se diferenciaran demasiado
de otras formas de escritura provisional, como las tablas de madera egipcias, las tablillas
enceradas hititas y griegas o los “libros de agua” chinos. La idea, por tanto, de que el helenismo
cultural del círculo de los Escipiones facilitó el desplazamiento de los autóctonos códices ligneos
por los rollos de papiro nos parece improbable. Consideramos como más factible que, pues
sabemos que en la antigua Roma (al igual que en todo el espacio mediterráneo) se desarrollaron
dos formatos: el rollo, como soporte de una escritura “definitiva”, y las tabellae, como el soporte
empleado para los usos de una escritura “efímera”, en un determinado momento (siglos I antes y
después de nuestra Era) ambos formatos se mezclaran, naciendo el códice. De igual manera,
entendemos que el papel del cristianismo en este proceso fue poco relevante. Por su bajo precio y
su facilidad de transporte no cabe duda de que fue adoptado por las primeras comunidades
cristianas para copiar sus textos sagrados, pero sólo después se le dio al códice un carácter
distintivo. La convivencia entre ambos formatos fue lo habitual durante los cinco primero siglos
de la nueva fe. Basta con analizar las representaciones de Cristo, de san Pablo o de los cuatro
evangelistas para comprobar cómo el rollo se integra en su iconografía. Sea como fuere, lo cierto
es que a fines del siglo I d.C. hallamos ya la evidencia de que el códice se estaba difundiendo en
la misma Roma. Se trata de la famosa carta en que Marcial indicaba a uno de sus amigos donde
podía adquirir un ejemplar de sus Epigramas. La carta, aunque bien conocida, merece ser
reproducida de nuevo en esta ocasión. Se fecha en el 85 d. C:
Tú, que deseas estar en todas partes con mis opúsculos y tenerlos por compañeros de un
largo viaje, cómpralos hechos con membranas oprimidas por pequeñas tablillas. Coloca
las grandes obras en los estantes, las mías caben en la mano. Y no ignores donde pueden
comprarse para no tener que vagabundear por la ciudad. Si te guio lo sabrás con certeza.
Pregunta por Segundo, liberto del docto Lucense, detrás de la Puerta de la Paz, en el
Foro de Palacio.
Se considera que esta carta representa la más temprana descripción de un códice en el mundo
romano. No estamos ya ante un políptico de tablillas enceradas, o de simples tablas de madera, ni
ante un pugillar, sino ante un libro cuyas hojas de pergamino estaban comprimidas entre dos
tapas de madera. Si recordamos que codex procede de la palabra latina caudex, que significa
precisamente tabla de madera, y que el pergamino, o membrana, será el soporte predominante
para la elaboración de los códices europeos hasta el siglo XIII, las dudas al respecto se
desvanecen. Se trataba de un códice. Otra cuestión es que sepamos a ciencia cierta cómo era el
novedoso producto librario que ofrecía a la venta el citado Segundo, liberto del docto Lucense,
en el Foro.
Las fuentes
Para responder a esta cuestión se hace necesario acudir un conjunto de diversas fuentes,
literarias, artísticas, arqueológicas y antropológicas, que nos ayudarán a comprender cómo se
produjo este proceso de transición. Las fuentes literarias y artísticas han sido exploradas con
asiduidad desde el Renacimiento, y hoy podemos decir que nos ofrecen información no material.
Las dos últimas fuentes, en cambio, nos proporcionan todo lo contrario, pues se refieren
específicamente a los descubrimientos arqueológicos de libros coptos y a la existencia hasta el
siglo XIX de unos libros de un enorme arcaísmo, los etíopes. Los primeros se han conservado
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gracias al clima desértico, los segundos han sobrevivido como auténticos fósiles culturales en el
siglo XIX. Hagamos una breve indagación en cada una de estas fuentes.
Las fuentes literarias han sido las más empleadas, en especial porque son muy numerosas las
citas, por ejemplo, sobre tabellae ceratae y pugillaria que podemos espigar en los autores
clásicos latinos. Como ya hemos dicho, estos artefactos permitían la redacción de cartas, facturas,
cuadernos escolares, cuentas, actas, borradores literarios al dictado o no, etc. La cera era un
material sobre el que se podía escribir y después borrar, ya que el stylus o el graphei constaba de
dos extremos, uno puntiagudo, para escribir, y otro aplanado, para borrar. Además, como no era
necesaria tinta, la acción de escribir se podía hacer casi sin pausas, y la cera era barata y
fácilmente reutilizable, pudiéndose retirar y fundir varias veces. Empleada en las casas, en las
escuelas, en los comercios, en las basílicas y en el Senado, su tamaño se adaptaba a las
necesidades de su uso. Las había de gran tamaño, empleadas para transcribir los discursos en los
tribunales, o de dimensiones más pequeñas, para cartas o agendas de gastos domésticos. En torno
al siglo I, el uso de estas últimas tablillas se generalizó tanto, que su uso se hizo habitual en
cualquier lugar, incluso en el campo, a modo de agendas. Escribe Plinio el Joven a su amigo
Tácito en el año:
Te reirás y con razón. Yo, el que conoces, capturé tres jabalíes y ciertamente
magníficos. “¿Tú solito?” dices “Yo solito, aunque sin apartarme en absoluto de mi
desgana e inactividad. Estaba sentado junto a las redes; no tenía cerca el venablo o la
lanza sino el estilo y las tablillas; meditaba alguna cosa y la anotaba para volver con las
ceras llenas aun con las manos vacías. No hay por qué despreciar esta manera de
estudiar; es asombroso cómo el espíritu se estimula con el ejercicio físico; los bosques y
la soledad que te rodean por todas partes, y ese silencio propio de la cacería son grandes
estímulos del pensamiento. Por todo ello, cuando vayas de cacería, deberás llevar
contigo, según mi parecer, no sólo la panera y la botellita de vino, sino también las
tablillas de cera: comprobarás que, al igual que Minerva, también Diana vaga por los
montes. Adiós. (Plinio el Joven, Cartas, I 6).
La carta de Plinio resulta, en cierta manera, sorprendente, pues presenta como una saludable
y útil novedad emplear las tablillas enceradas en el campo, a la espera de que los jabalíes
estuvieran al alcance de su venablo. Da la impresión de que, hasta entonces, solo usaba estos
artefactos en la ciudad. La cuestión se aclara cuando se acude al texto latino original: “Ad retia
sedebam; erat in proximo non venabulum aut lancea, sed stilus et pugillares; meditabar aliquid
enotabamque, ut si manus vacuas, plenas tamen ceras reportarem”. Plinio el Joven se refiere al
más pequeño modelo de tablillas, al pugillar, que podía sostener en el puño o en la mano, y que,
por tanto, no precisaba de una mesa para escribir sobre él. Era posible estar de pie, o sentado al
tiempo que se escribían las ideas que venían a la mente de su dueño. En el Nuevo Testamento,
Evangelio de Lucas, encontramos recogido otro uso del pugillar, aquel que Zacarias, el padre de
san Juan Bautista se vio obligado a emplear desde que, por su incredulidad, fue castigado con la
pérdida del habla:
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus
vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban
con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo
Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: “No, debe llamarse Juan”. Ellos le decían:
“No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre”. Entonces preguntaron por señas al
padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: “Su nombre
es Juan”.
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El texto latino reza: “et postulans pugillarem scripsit dicens Iohannes est nomen eius et
mirati sunt universi”. Sin duda, nos hallamos de nuevo ante una tablilla, probablemente encerada
(la traducción en castellano por “pizarra” resulta excesivamente complaciente con el lector
contemporáneo), pero llama la atención que al tratar sobre el nacimiento de San Juan Bautista, el
erudito y biblista jerónimo fray José de Sigüenza escribiera a principios del siglo XVII:
“También vino entre ellos el pugilar antiguo de los mismos hebreos, en que como nosotros en el
breviario o capitulario tenían las lecciones y cosas de la Santa Escritura que se leían más
frecuentemente en sus sinagogas, y, como dice el Apóstol: per omne sabbatum, que es decir por
todos los días de la semana. Y donde también, como nosotros en los libros que llamamos de
memoria, asentaban sus cosas particulares, cual fue el que pidió Zacarías, padre de San Juan
Bautista, cuando por estar mudo, quiso declarar escribiendo en el pugilar el nombre que Dios le
había dado, y mandado pusiese a su hijo. Llamábase pugilar, porque era de forma que cabía en el
puño” (Sigüenza, 1988, p. 431).
Esta interpretación de Sigüenza ha llegado hasta la actualidad en algunos diccionarios de la
lengua española: “pugilar (del lat. "pugillar, -laris", tablilla para escribir) m. Manual en que
tenían los judíos las lecciones de la Biblia que se leían con más frecuencia en las sinagogas.”. El
erudito jerónimo no se equivoca al comparar el uso en época romana de estas pequeñas tablillas
enceradas con el de agendas, o “libros de memoria”, pero sorprende su rápida equiparación con
una tipología menor de los libros hebreos. La biblioteca de El Escorial poseía un ejemplar, que es
el que motiva el largo pasaje arriba citado de Sigüenza. Sin embargo, está demostrado que estos
libros surgieron en el siglo IX, entre las comunidades hebreas de Bagdad y Persia. Ahora bien, la
intuición de Sigüenza no andaba demasiado errada, pues hoy sabemos de la existencia de libros
miniatura, o libros amuleto, entre las comunidades cristianas más antiguas, como las
excavaciones de Oxyrhynchus han demostrado. Aunque el fraile escurialense, bibliotecario del
monasterio, desconociera evidentemente la existencia de estos vestigios, su intuición acerca de
que el pugillar podía transformarse en un diminuto “breviario o capitulario”, donde tener “las
lecciones y cosas de la Santa Escritura que se leían más frecuentemente en sus sinagogas”,
merece ser tenida muy cuenta. Más adelante veremos por qué. Digamos ahora únicamente que la
disparidad en la interpretación del término pugillar no es una cuestión menor, pues esta cuestión
clave para comprender el origen del códice. ¿Qué eran estos minúsculos artefactos: rollos
miniatura, pizarras, tablillas enceradas o libros en miniatura de origen hebreo?
Las siguientes fuentes a tener en cuenta son las artísticas. Hay una gran variedad y número
de frescos, esculturas, cerámicas, grafitis, mosaicos y bajorrelieves que nos muestran cómo eran
(o como eran representados) los soportes, los instrumentos, los formatos e incluso los pigmentos
de la escritura en Grecia y Roma. Son bien conocidos los pequeños frescos, procedentes de
Pompeya y Herculano, donde con indudable acierto se contraponen tablillas enceradas y rollos de
papiro, simbolizando las dos formas de escritura de entonces, una provisional otra definitiva.
Pero para la cuestión que nos ocupa tienen mayor interés aquellos bajorrelieves y frescos datados
en los primeros siglos de nuestra Era que evidencian el tránsito entre el rollo y el códice. Nos
limitaremos a reproducir sólo algunos ejemplos, todos ellos del arte paleocristiano, y que de
manera sistemática evidencian la convivencia (y no un conflicto) entre ambos formatos. El hecho
de que san Pablo sea representado con una capsa a sus pies y con un rollo en las manos (fig. 3), o
de que al propio Jesús se le vea como a un filósofo antiguo, con otra capsa a su lado, pero
sosteniendo un códice (fig. 4), constituyen unas construcciones iconográficas que evidencian la
inexistencia de un rechazo religioso de los primeros cristianos hacia los volumina, como
símbolos ya del paganismo, ya del judaísmo (Grafton y Williams, 2006., Hurtado,2006, y
Johannot, 1994). Es más, en los bajorrelieves que decoran el magnífico baptisterio de Rávena (s.
V. d.C.), los cuatro evangelistas son mostrados portando alternativamente o un rollo o un códice,
dando a entender que en los primitivos orígenes de la Iglesia los evangelios se escribieron sobre
ambos formatos (fig. 5). San Juan Evangelista, acompañado de un rollo, conservará esta
iconografía bizantina al menos hasta el siglo XVII. En nuestra opinión, defender por tanto que el
triunfo del cristianismo condujo a la extinción del rollo resulta equivocado.
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Fig. 3 Fig. 4
Fig. 5
Del conjunto de imágenes artísticas que han llegado hasta nosotros hemos querido destacar
una, que proviene del Vergilius Romanus (Vat. lat. 3867), un códice copiado en el siglo VI d.C.,
y que en una de las imágenes iluminadas conservadas se retrata a Virgilio, el gran poeta romano,
sentado en su estudio y con una capsa a un lado y un atril al otro. La caja, aunque cerrada, se
supone repleta de rollos, pero el atril es un mueble relacionad directamente con la copia de
códices. La ambivalencia de la escena se complica cuando se percibe que el iluminador dispuso
en manos del poeta un pequeño libro cuadrangular, que casi pasa desapercibido al observador
actual (fig. 6). ¿Es una tablilla encerada, donde el autor escribía los borradores para su Eneida o
sus Eglogas, o es un liber quadratus? Al estar cerrado (circunstancia inusual en el arte de esta
época cuando se reproduce un códice, que aparece siempre abierto), y aparentar que las tapas del
artefacto son de madera, deberíamos inclinarnos hacia la primera opción. Si esta fue la intención
del artista, no podemos afirmarlo.
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Fig. 6
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Fig. 7
No menos útiles para esta tarea de definición de las características de los primeros códices
son otros materiales arqueológicos que, al menos en principio, nada tienen que ver con los
códices. Nos referimos a las tablillas enceradas o no, como las recuperadas afortunadamente en
las excavaciones del campamento romano de Vindolanda, o a los rollos, ya sean los descubiertos
en Herculano en el siglo XVIII, ya sean los hallados en Qumran durante la segunda mitad del
siglo pasado. Y ello porque muchas características de los códices no pueden entenderse si no es en
relación (o incluso en contraposición) con otros formas de escritura o con el formato “rival”, al
que finalmente sustituyeron. En nuestra opinión, es muy probable que cuando los fabricantes de
códices vieron la posibilidad de competir con los de rollos, trataron de imitar algunos de sus
aspectos más relevantes. De igual modo actuaron Gutenberg y los impresores del siglo XV: los
incunables son en muchos aspectos estéticos y formales una imitación de los códices. Creemos
que una actitud parecida ocurrió en los primeros siglos de nuestra Era. A este repertorio de
materiales arqueológicos debe unirse el Bar Kokhba's papyrus (c. 73 d.C.). Esta colección de
cartas no puede considerase como un codex, pero su inusual formato puede ayudarnos a
comprender cómo se produjo el tránsito entre el rollo y el códice, especialmente en una cuestión
básica: la invención del plegado. Volveremos más adelante sobre esta cuestión.
El otro grupo de fuentes arqueológicas a tener en cuenta se refiere a las denominadas
encuadernaciones coptas. Como es sabido, los hallazgos clave en este ámbito han sido, en 1910,
el descubrimiento en el antiguo emplazamiento del monasterio copto de Hamouli (Alto Egipto)
de 46 códices de pergamino, papiro y papel; y en 1945, el hallazgo protagonizado por Jean
Doresse y Togo Mina, quienes encontraron enterrados cerca de Nag Hammadi varios códices
gnósticos con sus encuadernaciones originales de cuero. Su localización ha permitido conocer lo
que era una biblioteca monástica, y sobre todo, esbozar el comienzo de una disciplina conocida
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GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: EL TRÁNSITO DEL ROLLO AL CÓDICE
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tarea fácil ni completa, como tampoco ahora lo está siendo la conversión de los libros
industriales a formato digital.
Con respecto a la primera etapa, dominada por lograr una mejor portabilidad de los libros
(siglos I a.C.-II d. C), todas las referencias literarias que aparecen sobre los códices en torno al
siglo I aparecen vinculadas a dos términos: libelli y codicilli. Se trata de dos diminutivos latinos
que indican dos conceptos distintos, pero que acabaron aunándose, como su aplicación conjunta
por Suetonio, para referirse a los Comentarios de Julio César explicita. ¿Cuál fue, por tanto, el
papel real de los libelli? En nuestra opinión, el uso de este término no implica evidencia alguna
de que se trate de “protocódices”. El libellum era únicamente un texto de pequeña extensión, al
menos en comparación con otro tipo de obras o tratados. Cátulo expresa muy bien esta diferencia
en la dedicatoria de sus poemas.
Cátulo no enviaba a su amigo un códice, su libellum no era sino una obrilla, u “obrecilla”,
que dirían nuestros autores del Siglo de Oro con forzada humildad. Era Cornelio, en cambio,
quien sí publicaba grandes obras en tres chartis o tomos. Sabemos que los libelli solían copiarse
en rollos, y que eran a veces auténticas miniaturas. Incluso muchos de los conservados tienen
características propias de obras de lujo (Pordomingo Pardo, 2004). Sin embargo, tenían el mismo
problema de portabilidad que sus hermanos mayores. Es verdad que no ocupaban tanto espacio,
que no precisaban de grandes capsae para su transporte, pero eran igual de frágiles. Si se
llevaban de viaje precisaban de alguna caja donde ser guardados, pues metidos entre las ropas o
en una bolsa de cuero, acabarían aplastándose. Julio César, muy probablemente, decidió ahorrar
este desgaste a sus preciados y periódicos informes al Senado. ¿Cómo? Convirtiendo estos libelli
(de acuerdo con la extensión) en codicilli. Aquí Suetonio está empleando un término distinto. Se
refiere no al contenido, sino al formato material. Como es sabido, codex deriva en latín de
caudex, tabla de madera. César (o su secretario) buscó la manera de que los textos llegaran desde
las Galias a Roma en perfecto estado. Protegiéndolos entre tablas halló una manera eficaz de
conseguir tal propósito. ¿Se inspiró en un modelo egipcio previo, o ya existían piezas de este tipo
en Roma? Con seguridad, bastó con que adaptara sus escritos al formato habitual del sistema
postal romano, denominado tabellarium porque los mensajeros llevaban tablas de madera. O
quizás conocía que algunos municipios habían copiado las disposiciones legales locales en un
“codicum”. Esto enlaza con la hipótesis de caballo acerca de la existencia en el ámbito italiano de
códices ligneos arcaicos. Mas, ¿pudo existir otro precedente que ha pasado inadvertido?
Las grandes innovaciones suelen tener humildes orígenes. Por ello creemos que, antes de
atribuir a Julio César la invención de los códices, debemos buscar en el siglo I a.C. artefactos que
ya cumplían con la misma función que sus Comentarii al Senado. En especial debemos fijarnos
en la existencia del pugilar. Como ya sabemos, dentro del mundo de las tabellae, éste constituía
el formato más pequeño y, por tanto, el más portable. Estos diminutos polípticos de madera y
cera eran utilizados habitualmente como agendas, pero en unas sociedades tan alfabetizadas
como las del mediterráneo en los decenios previos al nacimiento de Cristo, cabe creer que el
pugillar se limitó a este uso? Concebido como un soporte para la escritura provisional más
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íntima, ¿Por qué no podía transformarse para ser también el soporte de las lecturas también más
íntimas? En uno de estos polípticos sus dueños podían copiar una lista de compras, o un mensaje
amoroso, pero asimismo constituía un espacio adecuado para copiar oraciones, conjuros mágicos
o poemas breves. Y esta función la podemos encontrar entre las tablas de los legionarios de
Vindolanda. Una de ellas contiene, por ejemplo, una oración al dios Neptuno (Bowman, 1975:
237-252, y 1984; Bowman y Thomas, 1983, y 1996: 299-328). En una época en la que estaba tan
arraigada la costumbre de portar amuletos, el pugillar permitía llevar sobre el cuerpo o en la ropa
conjuros y otras fórmulas mágicas de protección. Si se quería dotar a estos textos de un valor
perenne, podía bastar con escribirlos con tinta sobre las tablillas de estos artefactos cotidianos,
pero si además se buscaba un soporte “digno” al texto del talismán, papiro o pergamino eran
soportes más adecuados. Estos amuletos ya existían en formato rollo. Se trataba de diminutas
piezas, denominadas filacterias en griego.
Los libros amuletos formaban parte del inmenso arsenal de objetos mágicos o religiosos al
que dieron lugar todas las civilizaciones de la antigüedad mediterránea. No nos vamos a extender
en esta cuestión, pero destaquemos que (como parece lógico), casi todos estos amuletos tendían a
ser portables, para poder otorgar una protección más directa a cada individuo. De entre estos
amuletos sí destacaremos la existencia no tanto de aquellos que podían portar una inscripción, o
conjuro, sino de los que contenían un texto de mayor extensión, hasta el punto de radicar en él
todas las propiedades mágicas del objeto. Estos amuletos, inevitablemente, acabaron teniendo un
formato librario, primero como rollos y después como tablillas, y finalmente como códices. Son
de especial interés los tefilim, o filacterias de los hebreos, o las tabellae defixionum de los
romanos. Tefilim es un término que deriva del griego phylakterion («protección, amuleto»), y que
se refiere a unas pequeñas envolturas o cajitas de cuero donde se guardan pasajes de
las Escrituras en la religión judía. No suelen leerse, y los textos se copian en diminutos rollos de
pergamino. El formato más arcaico etíope responde a esta misma funcionalidad y los materiales
son muy semejantes. Nos referimos a los kitab o rollos mágicos. Como sus “parientes” hebreos,
también son filacterias de pergamino que se protegen dentro de estuches cilíndricos de cuero. Es
posible que su existencia en Etiopia se deba a la temprana comunicación cultural con la religión
judía, pero no debemos olvidar que los primeros apóstoles también portaban tefilines o
filacterias, de acuerdo con la costumbre hebrea, y por tanto, la tradición pudo llegar al país con
los primeros evangelizadores egipcios. No en vano, el poder mágico de los kitab se mantiene
después de la muerte de su dueño, y hasta hace unas décadas solían ser enterrados con ellos. Su
función era la de servir como “pasaportes” al más allá, como protecciones ante el juicio divino,
de igual manera que se hacía con los Libros de los Muertos en el antiguo Egipto.
En todo caso, consideramos que hacia el siglo I, el pugilar empezó a ofrecer, con respecto a
los tradicionales usos como amuletos de filacterias y de tefilines, una importante novedad: si sus
tablillas se sustituían por hojas de papiro o pergamino era posible compactar una mayor cantidad
de texto y la disposición del políptico facilitaba además su lectura. Un rollo, por pequeño que
fuera, era frágil y de lectura difícil. Sin embargo, el pugillar estaba concebido (ya desde su forma
original en mayor tamaño como tabla encerada) para ser sostenido con una sola mano y pasar sus
hojas con la otra, sin necesidad de desenrollarlo. De un vistazo, todo el texto de cada hoja era
accesible al lector. La mejora era evidente. A este respecto, recordemos que en el vertedero de
Oxyrhynchus han aparecido múltiples fragmentos de diminutos libros utilizados como amuletos,
y que estas piezas arqueológicas son las más abundantes. Este dato no puede ser casualidad. La
costumbre de portar párrafos de las Sagradas Escrituras a modo de phylacteria ya se menciona en
san Jerónimo y san Juan Crisóstomo (San Jerónimo, sobre Mateo 4:24; San Juan Crisóstomo,
Homilía sobre Mateo, 73). Éste último describe la costumbre de que las mujeres y los niños de
Antioquía, a fines del siglo IV, llevaran pendientes del cuello códices de un evangelio, a causa de
sus poderes protectores. Uno de los amuletos más apreciados fuera una supuesta carta escrita por
Jesús al rey Abgar de Edesa (Lane Fox, 2000, p. 219).Muchos de los fragmentos de Oxyrhynchus
debieron tener esta misma función. En cierta manera nos recuerdan a las bullas romanas. Como
es sabido, pocos días después de su nacimiento, cada niño romano recibía la imposición de un
amuleto conocido como la bulla, una especie de colgante con una cápsula hecha de metales
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REVISTA INTERNACIONAL DEL LIBRO, DIGITALIZACIÓN Y BIBLIOTECAS
nobles en el caso de los bebés de las familias pudientes, o metales comunes, incluso cuero,
entre las más pobres. Aquel amuleto debía proteger de maldiciones, desgracias y enfermedades,
unas propiedades protectoras que, se creía, procedían de la naturaleza intrínseca del colgante o de
las sustancias que contenía su cápsula, por ejemplo, almáciga (resina de lentisco). Entre los
cristianos la bulla fue pronto sustituida por un códice miniatura, que los niños llevaban colgado
al cuello. Esta misma costumbre se ha mantenido en Etiopía durante siglos. No sabemos cómo
eran los libritos a los que san Juan Crisóstomo se refería, pero no debieron ser muy diferentes a
los que han portado durante siglos los niños etíopes. En nuestra colección tenemos uno (datado a
fines del siglo XIX o principios del XX). Constituye una pequeña pieza de cuero, en cuya
superficie se ha gofrado una arcaica cruz, y que en la parte superior tiene una cánula del mismo
cuero, que sirve para insertar la cadena del que se colgaba originalmente. Oculto en su interior se
hallan unas hojitas de pergamino, con alguna oración devota. No hay necesidad de que el niño
lea su contenido, pues la protección se encuentra ya disponible de manera autónoma en la propia
escritura, y el mismo texto queda protegido a su vez en su funda de cuero de los juegos infantiles,
o de las inclemencias de la lluvia y del polvo. La simplicidad del producto, sin embargo, incluye
ya muchas de las características posteriores de los códices hallados en Hamouli o Nag-Hamadi.
Estos “protocódices” no tardaron en evolucionar. Pronto se hizo evidente que un pugillar-
codex no podía contener textos demasiado amplios, al menos mientras (como amuleto) siguiera
vinculado al ámbito de los libros miniatura. Ahora bien, los libros amuletos estaban demostrando
en el siglo I que una de las principales carencias de los volumina, su escasa portabilidad, podía
ser solventada. Y es que si un pugillar de papiro o pergamino aumentaba de tamaño, es decir, si
la transformación se efectuaba empleando unas tablas de mayor tamaño, el nuevo artefacto podía
albergar obras de mayor extensión y con cierta calidad literaria, como un libellum, por ejemplo.
Había nacido el codicilum, ideado para albergar tanto los Comentarios de César como los frutos
de otras actividades relacionadas con la lectura y la escritura. Resulta significativo que
Suetonio, en su Vida de Nerón 52, hable de la consulta de pugillares y libellis, en los que había
podido comprobar que era el joven emperador (y no poetas a sueldo) quien escribía sus versos.
Suetonio insiste en diferenciar ambos formatos. Como también denomina libellis a los informes
de Julio César remitidos desde la Galia, parece que diferencia con claridad entre estos y los
pugillares y tablillas enceradas:
Venere in manus meas pugillares libellique cum quibusdam notissimis versibus ipsius
chirographo scriptis, ut facile appareret non tralatos aut dictante aliquo exceptos, sed
plane quasi a cogitante atque generante exaratos; ita multa et deleta et inducta et
superscripta inerant. Habuit et pingendi fingendique non mediocre studium. (“Han
llegado a mis manos tablillas y libros que contenían algunos conocidísimos versos suyos,
escritos de su puño y letra; saltaba a la vista que no habían sido copiados ni tomados al
dictado, sino que eran claramente obra de una persona que medita y crea: tantas
tachaduras, añadidos y correcciones presentaban. Tuvo además cierto talento para la
pintura y la escultura”).
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GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: EL TRÁNSITO DEL ROLLO AL CÓDICE
resulta evidente, sólo podían tener la consideración de obrita o libellum y, por tanto, se adaptaban
perfectamente a este nuevo formato. Es cierto que el concepto de libellum tuvo una segunda
acepción administrativa: el de petición. Cuando en época del emperador Claudio se reorganizó la
burocracia central se crearon cuatro cancillerías u officia. La más importante era la officia ab
epistulis, desde la que se remitían las cartas y documentos oficiales, tanto en griego como en
latín, y otra era denominada como la cancillería a libellis, donde se recibía todo lo referente a
quejas, peticiones, súplicas, etc. La diferencia entre epistola y libellum aquí establecida no era
sólo administrativa, era también material. Las respuestas imperiales eran copiadas sobre rollos,
las peticiones, en cambio, solían llegar sobre tablas de madera. No en vano, gran parte de las
tablillas de Vindolanda son precisamente solicitudes de legionarios a sus superiores. Un libellum
extenso, pues, podía ser un políptico de varias tablas de madera.
La transformación material de los libelli vel codicilli en un nuevo producto, denominado más
tarde como liber quadratus, se debió al desarrollo comercial de éste último producto en Roma, a
fines del siglo I. d.C.), ideado para la difusión de textos de pequeña extensión, como hubieran
podido ser los poemitas de Nerón, pero del que tenemos un primer testimonio con respecto a los
Epigramas de Marcial. Y es que había todo un campo comercial sin explotar adecuadamente, el
de la literatura menor de entretenimiento y los “libros de viaje”, que los volumina, que precisaban
de capsae para su transporte, cubrían con harta dificultad. Los libelli de César o de Nerón,
concebidos como informes administrativos y como borradores literarios dieron paso a un nuevo
producto comercial. Con el liber quadratus se superó el problema de portabilidad representado
por el rollo. Este nuevo formato surge en el último cuarto del siglo I. Como tras la muerte de
Nerón el imperio se sumió en la guerra civil y en la bancarrota, hubo que esperar un tiempo para
que el comercio librario retomara empuje. Este momento no llegó hasta que Vespasiano restauró
la unidad y las finanzas imperiales, dejando en el año 79 a su hijo Tito un estado fortalecido. Es
poco después cuando Marcial escribe su conocida carta. Recordemos su contenido de nuevo:
“Tú, que deseas estar en todas partes con mis opúsculos y tenerlos por compañeros de un largo
viaje, cómpralos hechos con membranas oprimidas por pequeñas tablillas. Coloca las grandes
obras en los estantes, las mías caben en la mano”. Llama en primer lugar la atención el hecho de
que Marcial presente a su interlocutor este formato como una inequívoca novedad. De lo
contrario sus explicaciones acerca de su forma y uso habrían sido innecesarias. El poeta no le da
nombre alguno al novedoso artefacto librario, pero si denomina a sus propios Epigramas como
opúsculos, y nos proporciona una indicación preciosa acerca de su tamaño: “caben en la mano”.
La alusión al pugillar resulta evidente. La única diferencia es que este nuevo librito no era un
políptico de tablas, sino que estaba compuesto de “membranas oprimidas”. Los pugillaria
amuletos y los codicilli de César o Nerón ya estaban fabricados con estos materiales, pero los
primeros no eran propiamente libros, sino talismanes, y los segundos habían sido producidos con
una función muy particular o exclusiva. La novedad es que a fines del siglo I su uso se
generalizara.
Donde Marcial si es especialmente claro es con respecto a la utilidad de estos libros
membraceos es sobre su portabilidad: “Tú, que deseas estar en todas partes con mis opúsculos y
tenerlos por compañeros de un largo viaje…”. Una utilidad que queda declarada con mayor
contundencia cuando a otro de sus lectores, en cambio, le encamina hacia otro librería romana,
donde podría comprar sus Epigramas en una copia de lujo, miniada en púrpura, y que era un
rollo. “Siempre que te encuentras conmigo, Luperco, me dices enseguida: ‘¿Quieres que te envíe
un esclavo, para que le entregues tu librito de epigramas, que te lo devolveré inmediatamente una
vez que lo haya leído?’. No hay por qué molestar a tu esclavo, Luperco. Si quiere venir hasta El
Peral, está lejos y vivo en un tercer piso y los escalones son altos. Puedes encontrar más cerca lo
que buscas. Seguramente sueles acercarte al Argileto: frente al foro de César hay una librería
cuya puerta está totalmente llena de inscripciones por uno y otro lado, de suerte que puedes leer
rápidamente los nombres de todos los poetas. Búscame allí. Y no es necesario que se lo pidas a
Atrecto —éste es el nombre que tiene el dueño de la librería—: te dará del primero o segundo
estante un Marcial pulido con piedra pómez y adornado con púrpura, por cinco denarios. ¿‘No
vale tanto’ dices? Tienes razón, Luperco” (I, 117).
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Antes de la aparición de este nuevo formato librario era muy habitual que se vendieran
antologías de epigramas copiadas en rollos miniatura. Se conservan precisamente con este
formato unos epigramas de Asclepíades (P. Berol. 10571). No cabe duda, además, de que los
poemas, como aquellos de Nerón ya citados, constituían un material literario perfectamente
adaptado a los libros de formato pequeño, y más los epigramas que, como su propio nombre
indica, eran composiciones de escasos versos. Se comprende que los libreros escogieran este tipo
de literatura para iniciar la comercialización de los nuevos libri quadrati. Pero, si bien toda esta
narración de lo acaecido puede resultar verosímil, al estudiar el tránsito del rollo al códice debe
hacerse especial hincapié en resolver una cuestión primordial. Averiguar cuáles fueron los
fundamentos técnicos y materiales del nuevo formato. Recordemos que un códice no es un
conjunto de hojas cosidas entre sí. Esto puede ser, por ejemplo, un libro pothi oriental. Muy al
contrario, un códice se caracteriza por una forma de elaboración específica, basada en un
plegado, que genera cuadernillos, luego cosidos entre sí y que, para poder ser abiertos para la
lectura, deben ser guillotinados, en especial si el tipo de plegado adoptado no es el mero
encartado. Esta disposición interna era totalmente desconocida en la época, y supuso una
revolución técnica notable, ya que hasta entonces el enrollado había sido el único método
empleado. Sin embargo, se desconocer cómo pudo ser la disposición de los primeros códices,
como los que se utilizaron para difundir los epigramas de Marcial o los hechos de la conquista de
Macedonia. Las fuentes literarias nada dicen al respecto, y los restos arqueológicos de
Oxyrhynchus son demasiado fragmentarios para ofrecer pistas al respecto.Se desconoce, por
tanto, cómo se plegaban los cuadernillos de los primeros pugillaria, codicilli y libri quadrati. En
nuestra opinión, sin embargo, es muy posible que aquellos primitivos códices tuvieran un
formato en acordeón. El plegado en acordeón es una solución sencilla para obtener un “liber
quadratus” de bolsillo. Varias pruebas avalan nuestra hipótesis. En primer lugar, la comparación
cultural que nos permite China. Allí, de manera autónoma al caso romano, entre los siglos X y
XIII, los rollos de papel fueron modificando su aspecto hasta ser sustituidos por libros en
acordeón. Este paso intermedio se basó en el plegado de los tradicionales rollos budistas chinos
(el libro pothi budista quedó relegado al Tíbet y a Mongolia), formando unas “concertina
binding” en inglés, que en su denominación original china significaba “sutra plegada”. Más
tarde, y tras una serie de interesantes ensayos previos, como la producción de curiosos libros
mariposa, se llegó al formato del baobei zhuag, muy semejante en su aspecto externo, aunque no
tanto en el interno, al codex mediterráneo. Bajo la premisa de que en la historia universal, a
iguales problemas, semejantes soluciones, los romanos deberían haber llegado a la misma
conclusión sobre el plegado que se adoptó en la lejana china para convertir los rollos, también, en
un artefacto más portable.
La lógica del análisis material nos lleva a igual conclusión. Existiendo ya un modelo muy
parecido, el de los polípticos de tablas, llegar a reproducir el mismo formato con hojas de papiro
o pergamino no parece tan difícil. Hubiera bastado con no encolar los pliegos, y coserlos una a
uno, o como simples bifolios, dentro de unas tablas de madera. Pero como tan sencilla solución
no perduró, sino que se escogió el difícil camino del plegado, hemos de buscar otra línea de
trabajo al respecto. En realidad, la manera más sencilla de convertir un rollo en un objeto fácil de
transportar en doblarlo por la mitad. Esta práctica no debió ser rara en la época, aunque como
consecuencia tuviera el deterioro del propio rollo sometido a dicho trato. Podía ser una medida
ante una emergencia. Ahora bien, cuando el codicillum apareció hubo que adoptar unan técnica
de plegado menos agresiva. Debemos partir de los rollos miniatura como la base del códice
miniatura. Estos rollos solían estar compuestos de tiras o filacterías de papiro, con un ancho de
unos 10 cm. El texto se copiaba en una sola columna y se podía leer verticalmente. Los kitabe
etíopes todavía conservan estas medidas y estructura. La manera más obvia para plegarlos,
teniendo en cuenta la dirección tradicional de la lectura, es el acordeón. Doblando de manera
proporcional la tira de rollo en cuadrados, estos pueden después coserse a unas tapas de madera.
Dos ejemplos de la época parecen avalar esta hipótesis. El hallazgo de los papiros de Bar
Kokhba, una colección de cartas cuidadosamente empaquetadas y escondidas en una grieta de
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GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: EL TRÁNSITO DEL ROLLO AL CÓDICE
una cueva israelí (fig. 8), parece indicar que esta hipótesis es factible, pues la disposición de su
texto en arameo es más sencilla en un formato de acordeón que no de rollo o de códice (Yadin.
1971). Su plegado, aparentemente forzado por las circunstancias de una huida y ocultación
precipitada, no sería tal. Y si tenemos en cuenta que cartas semejantes, redactadas sobre tablillas
enceradas y de madera en Vindolanda, revelan también este formato en acordeón (Bowman y
Thomas, 1983: 35-45) (fig. 9), el antecedente de un plegado de este tipo para los códices más
antiguos se desvela con claridad.
Fig. 8 Fig. 9
Como las fuentes arqueológicas en este sentido son significativas, pero escasas, pudieran
plantearse algunas dudas acerca de si estos modelos epistolares pudieron ejercer influencia, pero
esta reticencia parece diluirse cuando se comprueba (una vez más) que en Etiopia también se han
fabricado libros en acordeón. Copiados sobre pergamino, se trata de una variante de los kitabe,
pues también, al menos los más pequeños, se utilizan como amuletos. El de la imagen (fig.10), y
que es de nuestra propiedad, está formado por tres filacterias de pergamino, cosidas entre sí.
Plegado en acordeón, una vez cerrado forma un cuadrado de no más de 5 cm por cada uno de sus
lados, que curiosamente puede sostenerse en la mano como si fuera uno de aquellos diminutos
pugilares romanos. Carece de tapas de madera, innecesarias en este caso, o perdidas, pero se
cierra con una basta tira de cuero. Un elemento que probablemente tenga más significación de lo
que parece. Una vez extendido, este rollo etíope en acordeón presenta el aspecto que puede
observarse en la imagen siguiente (fig. 11). Resulta evidente que el copista, como arriba
planteábamos, se ha limitado a copiar un rollo de pequeño tamaño en varias tiras, cosiendo y
plegando después el librito resultante. De esta manera, un cilindro pasa a ser una sucesión de
cuadrados.
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Fig. 10
Fig. 11
Este formato etíope de acordeón presenta en otros ejemplares características más complejas
en lo que se refiere a su encuadernación. Los hay que se elaboraron para estar plegados dentro de
un estuche de cuero, y con la tripa del librito firmemente sujeta con otro cordel de cuero, o con
los extremos pegados a tapas de madera. De ambos también ofrecemos ejemplos (figs. 12 y 13).
Si nos fijamos con mayor cuidado en el segundo, el que tiene tapas de madera, podemos convenir
que recuerda de manera muy notable al librito de sus epigramas que Marcial describe en su carta.
El tamaño de este segundo libro etíope en acordeón es de solo 7 cm, cerrado, y extendido alcanza
los 107 cm. Tiene cien páginas, y contiene unas lecturas bíblicas de viaje, en lengua Ge'ez.
Tamaño, materiales y función lectora coinciden de tal manera, que podemos casi afirmar que nos
encontramos ante un liber quadratus. Vista además la tendencia del pergamino a estirarse,
debido a su capacidad natural absorción de humedad, se comprende que Marcial dijera que sus
epigramas estaban copiados sobre membrana “oprimida” entre tablas de madera.
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GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO: EL TRÁNSITO DEL ROLLO AL CÓDICE
Fig. 12 Fig. 13
Saldremos por un momento de Etiopía, y, aunque no lo parezca, retornaremos dos mil años
atrás para indagar sobre los ancestros de estos libros. Creemos que a finales del siglo I, los libri
quadrati adquirieron cada vez mayor presencia en la sociedad romana de la época, precisamente
gracias a su funcionalidad como libros de viaje. No se arrugaban, eran resistentes y su lectura era
fácil. Comprobado el éxito obtenido, sus contenidos no limitarse a colecciones poéticas. Las
novelas satíricas y de aventuras eran también apropiadas como lectura de viaje, por lo que cabe
preguntarse si el auge del libri quadrati no estuvo determinado también por el éxito de la
novelística romana durante el siglo I. El primigenio librito amuleto no desapareció, pero sus
sucesores fueron creciendo para poder almacenar textos más amplios. No olvidemos que el resto
de un códice más antiguo que se conserva, datado hacia el año 100 d.C., pertenece a un libro de
historia, De bellis Macedonis. Mercaderes y oficiales de las legiones debieron ser los principales
clientes de este tipo de obras literarias e históricas, pero pronto se unió un nuevo grupo social y
religioso: los cristianos. En Hechos de los Apóstoles, VIII 26-38, se narra un episodio acacecido
a san Felipe cuando viajaba de Jerusalén a Gaza por el desierto. En el trayecto se topó con un
eunuco etíope que viajaba sentado en su carro leyendo al profeta Isaías. El apóstol, cuando le oyó
leer al profeta, le preguntó: “¿Entiendes lo que vas leyendo?”. El etíope contestó: “¿Cómo voy a
entender si nadie me lo explica?”. Como cabía esperar, tras comentarle la relación de las
profecías de Isaías con la llegada del Mesías, el eunuco se bautizó en el mismo camino. Ahora
bien, ¿cuál era el formato del libro bíblico que aquel esclavo, estaba leyendo. Sentado en una
carreta, el contexto no parece indicar que en sus manos podía tener un liber quadratus. Hay otro
pasaje bíblico no menos interesante al respecto, y que se encuentra en el Apocalipsis, 10: “Et vidi
alium angelum for tem descendentem de caelo amictum nube, et iris super caput, et facies eius
erat ut sol, et pedes eius tamquam columnae ignis; et habebat in manu sua libellum apertum. Et
posuit pedem suum dexterum supra mare, sinistrum autem super terram, et clamavit voce magna,
quemadmodum cum leo rugit”. ¿Qué tipo de libro sostenía el ángel en su mano, un rollo o un
códice? De nuevo nos encontramos con el término libellum (librito), la indicación “in manu sua”,
que puede recordar al concepto de pugilar, y por último, si tenemos en cuenta que el libro divino
debía ser tragado por san Juan, ¿la deglución del mismo no sería más verosímil si se trataba de un
pequeño liber quadratus?
El siguiente paso en la evolución de este nuevo formato tuvo que ver con el incremento de la
capacidad de almacenamiento. Como libros en acordeón, estos primitivos códices eran tan
anopistógrafos como los rollos. Ni los copistas podían escribir por ambos lados, ni los lectores
podían voltear las hojas. Este problema no debió parece tal durante un tiempo, pues hasta
entonces siempre se había leído de esta manera. Pero en las tablillas enceradas sí se podía hacer,
y el pergamino, a diferencia, del papiro, sí era apto para escribir por ambas caras, aunque una de
ellas, la del “pelo”, fuera algo más oscura. Hay un detalle, anecdótico, pero que evidencia esta
circunstancia. En el libro acordeón arriba citado, de nuestra colección, hemos podido comprobar
que en el verso de varias hojas, de otra mano, y en tinta de otro color, se han añadido algunas
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líneas. En época romana también debieron acaecer episodios similares. Se buscó una
solución, y de este modo la necesidad de compactar en los nuevos libros mayor información
condujo a una mejora de las técnicas de plegado. Ésta ya es conocida. El desarrollo de la técnica
copta de encuadernación se produjo entre los siglos III y V. Desde el punto de vista técnico
supuso la superación de los límites del rollo, del libro amuleto y del libro acordeón (difícil
lectura, texto pequeño, desaprovechamiento del soporte).
Debe recordarse que a lo largo del siglo III se desarrolla una rica literatura cristiana para la
que se necesita un nuevo formato, y que en 391 el cristianismo fue reconocido como religión
oficial. Sabemos que en Egipto se ensayaron varios sistemas de composición y de
encuadernación basados en el procedimiento del plegado. En un primer momento las scheda de
papiro eran dobladas formando bifolios, cuyo encartado daba lugar a cuadernillos, pero el papiro
soporta mal el plegado y el guillotinado. ¿Cómo ligarlo y protegerlo? Al ser códices poco
extensos bastaba con un simple hilo de cadeneta, siendo las tapas de papiro emporético. Con la
aparición del monacato oriental (c. 350) se desarrolló esta técnica. Al mismo tiempo se crearon
las encuadernaciones de cartera y de bolsa, en cuero. Más adelante, la aparición de las
Bibliothecae Sacrae o Christianae (ss. IV y V), lo que condujo a la utilización de tapas de
madera cubiertas con cuero, y a su decoración. Esta evolución se puede seguir a través de los
descubrimientos arqueológicos de Hamouli (1910) y Nag Hammadi o Chenoboskion (1945), que
nos ofrecen casi un centenar de piezas, en tres tipos: encuadernaciones de cartera, códices
monásticos y códices con bolsa. No es ya ocasión para abordar su tipología, pero sí queremos
concluir con el famoso Codex de Mani. Como es sabido, su fabricante concibió sus cuadernillos
para que al abrirse pudieran percibirse como las alas extendidas de una mariposa (Bianchi, 1985:
15-24; Bremmer, 1980: 29-34; y Cameron y Dewey, 1979). Este símil no sólo permite afirmar
que la existencia de códices miniatura de tal calidad desmiente que su uso estuviera limitado a las
capas más populares de la sociedad, sino que además aporta un dato significativo sobre la
definitiva evolución de su disposición interna. Se abrían como las alas de las mariposas se batían
en el aire al volar. El vuelo de una mariposa, tras tres milenios desenrollado volúmenes, era la
manera más delicado y poética de reflejar los cambios que el nuevo formato implicaba. En
China, curiosamente, en el proceso para desarrollar un nuevo formato que sustituyera al rollo, se
concibieron los denominados como “libros mariposa”. Una vez más, no debe inferirse de este
hecho que hubiera una comunicación cultural entre ambas civilizaciones, sólo que las mariposas,
y el placer de contemplar su vuelo, se compartían a ambos lados del hemisferio norte.
Agradecimientos
Este artículo forma parte del Proyecto de Investigación de I+D+i del Ministerio de Ciencia e
Innovación titulado “Estudio, identificación y catalogación automatizada de las
encuadernaciones artísticas de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, con el nº
FFI2011-25324, que dirige el profesor Antonio Carpallo Bautista. Asimismo forma parte de las
líneas de investigación del Grupo Bibliopegia, de la Universidad Complutense de Madrid.
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SOBRE EL AUTOR
José Luis Gonzalo Sánchez-Molero: Profesor Titular de Universidad en el departamento de
Filología Española IV. Ha impartido en las facultades de Ciencias de la Documentación y de
Filología (2005-2009) las siguientes asignaturas: Historia de la cultura escrita: evolución
material, Fondos Bibliográficos Antiguos, Introducción a la Bibliografía y Géneros literarios y
transmisión textual. Estudió Geografía e Historia en esta misma universidad, especializándose en
Historia Moderna, y en donde se doctoró en 1997 con una tesis sobre el erasmismo y la
educación de Felipe II. Becario postdoctoral en la universidad de Alcalá de Henares, el Consejo
Superior de Investigaciones Científicas y la universidad Complutense de Madrid (1998-2006), ha
obtenido el Premio de Bibliografía de la Biblioteca Nacional en 1997 y el premio Bartolomé José
Gallardo de investigación bibliográfica en 2002. Sus líneas de investigación se han centrado en el
estudio de la bibliofilia cortesana en España durante el siglo XVI (con especial atención a la
política cultural de Felipe II y a la formación de los fondos de la biblioteca de El Escorial), sin
abandonar otras perspectivas de trabajo relacionadas, como son el erasmismo en España, la
pedagogía en la Edad Moderna, las obras de Miguel de Cervantes y el libro antiguo en Oriente.
Es autor de las siguientes monografías: La «Librería rica» de Felipe II. Estudio histórico y
catalogación (San Lorenzo de El Escorial, 1998), El aprendizaje cortesano de Felipe II (1527-
1546) (Madrid: 1999), Regia Bibliotheca. El libro en la corte española de Carlos V (Mérida,
2005), El César y los libros. Un viaje a través de las lecturas del emperador desde Gante a Yuste
(Cuacos de Yuste, 2008) y La Epístola a Mateo Vázquez: historia de una polémica literaria en
torno a Cervantes (Alcalá de Henares, 2010).
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La Revista Internacional del Libro, Digitalización y Bibliotecas,
ofrece un foro para profesionales de la edición, bibliotecarios,
investigadores y educadores para hablar de ese artefacto
icónico, el libro, y reflexionar sobre su pasado, su
presente y su futuro. ¿Anuncian realmente los nuevos medios
digitales (Internet, textos multi-media, etc.) la muerte del libro?
ISSN 2255-2871
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