Prometeo, El Ladrón Del Fuego
Prometeo, El Ladrón Del Fuego
Prometeo, El Ladrón Del Fuego
Al principio de los tiempos, los dioses establecieron su hogar en la cima del monte Olimpo,
cerca de las estrellas. En aquel lugar idílico, llevaban una vida de lo más placentera: paseaban
con calma por sus amenos y coloridos jardines, celebraban grandes banquetes en sus palacios de
mármol y tomaban a todas horas néctar y ambrosía, un licor y un alimento dulcísimos que
aseguraban su inmortalidad.
Mientras tanto, los hombres hacían su vida abajo, en la Tierra. Habían sido creados con arcilla,
y pasaban sus días cultivando los campos y criando ganado. En los momentos difíciles, rezaban
a los dioses para pedirles auxilio, y después les agradecían la ayuda recibida haciéndoles
ofrendas. De cada cosecha que los hombres recogían y de cada animal que sacrificaban,
quemaban la mitad en los templos, y así la ofrenda, convertida en humo, llegaba hasta la cima
del Olimpo.
Todo iba bien hasta que un día, tras haber matado a un robusto buey para comérselo, los
hombres empezaron a discutir sobre qué parte del animal debían quedarse y cuál tenían que
entregar a los dioses. Uno dijo que se quedaran con la carne y quemaran los huesos.
Otros decían que eso era una locura, si le daban la peor parte a los dioses les castigarían sin
piedad. Pero ¿De qué se iban a alimentar si entregan la carne?
El mismísimo Zeus, padre de los dioses, entró en la disputa y dijo que la carne del buey debía
ser para ellos.
Los hombres, sin embargo, se resistieron a entregársela, así que la discusión se prolongó durante
mucho tiempo. Al final, Zeus propuso que fuese Prometeo quien decidiera cómo debía
repartirse el buey.
Prometeo era sabio y justo y encontraría la solución más adecuada. Los demás aceptaron su
decisión y, en adelante, todos los animales serían repartidos tal y como Prometeo dijera.
Prometeo pertenecía a la raza de los titanes, que habían sido engendrados antes incluso que los
dioses. Todo el mundo lo admiraba por su sabiduría y astucia. No sólo podía prever el futuro,
sino que dominaba todas las ciencias y todas las artes: la medicina y las matemáticas, la música
y la poesía... Su mente era poderosa y veloz como un caballo al galope. Cuando Zeus le expuso
el dilema del reparto del buey, Prometeo se sentó a meditar y entabló en su conciencia un largo
diálogo consigo mismo.
Era natural que los hombres se resistan a entregar la carne, se dijo al principio. Eran ellos
quienes habían criado al buey y tenían derecho a quedarse con la mejor porción. Pero se
contestó a sí mismo diciendo que olvidaba que los dioses eran codiciosos y egoístas. No
aceptarían que los hombres se queden con la carne.
Pensó también que los dioses no la necesitaban ... Bebían néctar a todas horas, y disponían de
ambrosía para llenar su estómago. En cambio, los hombres habían de comer para sobrevivir...
Si les entregaba la carne a los hombres, Zeus se enojaría.
Entonces, había que conseguir que Zeus creyera que la decisión de quedarse con los huesos la
había tomado él mismo...
Prometeo ideó enseguida la trampa que necesitaba. Luego, despellejó el buey, lo descuartizó y
dividió los restos del animal en dos grandes montones. Cuando todo estuvo listo, llamó a Zeus y
le dijo que eligiese el montón que prefiriera.
Le advirtió a Zeus que escogiera bien ya que, de ahí en adelante, todos los animales que
sacrificaran los hombres se repartirían por la mitad para los dioses y para ellos del mismo modo
que con ese buey.
Prometeo dijo aquellas palabras con la cabeza baja, para evitar que Zeus reconociera en sus ojos
el brillo temeroso del engaño. Zeus miro los dos montones. Uno le pareció gris y poco apetitoso,
mientras que el otro le atrajo por su brillante aspecto. Así que no tuvo que pensárselo mucho.
Señaló el montón resplandeciente y dijo que ese era el elegido. Ese sería para ellos los dioses.
Hermes, el hijo de Zeus, se hallaba presente en la conversión. Como era experto en idear
trampas, no resultaba fácil engañarle. Se acercó al oído de Zeus y le dijo que no se precipitara
porque había algo extraño en ese reparto...Zeus no había visto que Prometeo había agachado la
cabeza al hablar y él siempre miraba a la cara.
Era el padre de los dioses así que era algo lógico que Prometeo tenga un poco de miedo. No era
el primero que agachaba la cabeza al mirarle ni tampoco el último. Zeus volvió a dirigirse a
Prometeo y señaló nuevamente el mismo montón de antes.
Zeus no tardó en advertir el gran error que había cometido. Sucedía que Prometeo había puesto
en un montón la carne y las vísceras del buey, y luego lo había tapado todo con el estómago,
que es la parte más sosa del animal. En el otro montón, había colocado los huesos y los
tendones, pero lo había cubierto con la grasa, cuyo brillo despierta el apetito. Zeus, por
supuesto, había elegido este último montón. Así que, cuando llegó a la cima del Olimpo y
descubrió el engaño, se volvió loco de rabia. ¡Prometeo se había burlado de él!
Zeus rugió y su cólera se notó en la tierra, porque el cielo se llenó de rayos pero juró vengarse
ya que de allí en adelante los dioses se conformarían con la piel y los huesos de los animales,
pero los hombres tendrían que comer la carne cruda como castigo.
Aquel mismo día, Zeus les robó el fuego a los hombres para que tuvieran que comerse los
alimentos crudos. Sin fuego, la vida en la Tierra se volvió insoportable. Los hombres no podían
hacer nada contra el frío glacial que les helaba las manos ni contra el miedo a la oscuridad que
los atormentaba de noche. Prometeo, al verlos sufrir tanto, se conmovió. Pensó que debía
ayudarlos de alguna manera.
Al día siguiente, Prometeo subió al monte Olimpo y, sin que nadie lo viera, acercó una pequeña
astilla al fuego que Zeus les había arrebatado a los hombres y la guardó en una cáscara de nuez.
De regreso a la Tierra, encendió con aquella astilla una antorcha y se la regaló a los hombres
para que pudieran calentarse de nuevo. Pero, cuando Zeus vio desde el Olimpo que el fuego
volvía a arder en la Tierra, su furia no tuvo límites.
Prometeo los había vuelto a engañar. Los había dejado en ridículo delante de toda la humanidad.
Zeus se vengó entonces por partida doble. Primero castigó a los hombres enviándoles a una
mujer llamada Pandora. Luego mandó a encadenaran a Prometeo a unas de las montañas del
Cáucaso, cerca del Mar negro. Allí, el titán pasó miles de años sin poderse mover, soportando a
cielo abierto el frío intenso de la noche y el calor asfixiante del día. Cada mañana, Zeus enviaba
una feroz águila al Cáucaso para que le comiese el hígado a Prometeo, y cada noche el hígado
se regeneraba por sí mismo, para que el águila pudiese devorarlo de nuevo al amanecer. La vida
de Prometeo, pues, se convirtió en un auténtico infierno, pero Zeus siempre pensó que el castigo
era justo, pues no había falta más grave que engañar a los dioses.