Neoconstitucionalismo y Positivismo
Neoconstitucionalismo y Positivismo
Neoconstitucionalismo y Positivismo
Y POSITIVISMO*
263
Luis Prieto Sanchís
I. Aun cuando la etiqueta circula cada día con mayor profusión en el merca-
do de las ideas, lo primero que llama la atención del neoconstitucionalismo es que
parece ser una corriente de pensamiento con muy pocos militantes; los autores que
suelen citarse como principales impulsores del movimiento (Dworkin, Alexy, Nino,
Zagrebelsky) muy heterogéneos entre sí por otra parte, no suelen calificarse a sí mis-
mos como neoconstitucionalistas; y, a su vez, quienes hacen uso de esa expresión
generalmente adoptan un sentido crítico y en ocasiones destructivo. En mi opinión, la
primera dificultad reside en el carácter gravemente ambiguo y extremadamente vago
que presenta el uso de este neologismo: se puede enarbolar el neoconstitucionalismo
en sentidos muy distintos y, luego, una vez fijado el sentido, tampoco resultan nada
claros los rasgos o elementos que han de concurrir para ostentar legítimamente dicho
título. Por eso creo justificado hablar de neoconstitucionalismos, en plural. Sin duda,
esto supone un defecto, pero entraña posiblemente también una virtud, y es que el
neoconstitucionalismo tiende a convertirse en una respuesta global, en una nueva
cultura jurídico-política si se quiere, que se halla presente en toda clase de debates,
y de ahí la fuerte tendencia que se observa en las distintas versiones del neoconsti-
tucionalismo a medir sus fuerzas con otras respuestas globales, singularmente con
el positivismo y el iusnaturalismo. Cualquiera que fuese el inventor de la palabra,
mérito generalmente reivindicado por la escuela genovesa, lo cierto es que, si bien
hoy no existe una filosofía jurídica neoconstitucionalista, tampoco es fácil encontrar
esferas de discusión mínimamente relevantes en las que no aparezca una posición
así calificada, por lo común desempeñando una función crítica frente al positivismo.
Las distintas manifestaciones o formas de entender el neoconstitucionalismo pre-
sentan, sin embargo, un sustrato común, que es justamente el modelo de Estado
constitucional de Derecho, principalmente en la versión que se desarrolla en Europa
a partir de la II Guerra mundial y en algunos países iberoamericanos durante la última
década del siglo pasado. Ésta será la nueva realidad política y jurídica presuntamen-
te inaccesible a los esquemas conceptuales del positivismo y cuya comprensión y a
veces también justificación reclaman nuevos planteamientos y herramientas. Ahora
bien, ¿cuáles son los rasgos singulares del Estado constitucional de Derecho?, ¿qué
novedades aporta este modelo? Muy sintéticamente creo que pueden resumirse en
los siguientes aspectos:
264
CJH 14 • 2016 Neoconstitucionalismo y Positivismo
todos, pero muy especialmente para los poderes de verdad, o sea, para los poderes
constituidos. Cualquiera que sea la justificación que quiera darse a este artificio, sin la
aceptación colectiva de que la Constitución es una norma y precisamente una norma
suprema se desmorona el entero edificio constitucional.
265
Luis Prieto San
de parlamentarios. Sin embargo, con ser esto importante, sobre todo desde la óptica
legalista de la tradición europea, no es a mi juicio lo más importante.
Lo decisivo es la aplicación directa por parte de los jueces ordinarios, lo que signifi-
ca que la Constitución desborda los límites del «mundo político» y de la relación entre
los poderes para invadir el conjunto del ordenamiento. Que la interpositio legislatoris
haya dejado de ser una mediación necesaria supone así que los operadores jurídicos ya
no acceden a la Constitución a través del legislador, sino que lo hacen directamente,
y, en la medida en que aquélla disciplina numerosos aspectos sustantivos, ese acceso
se produce de modo permanente, pues es difícil encontrar un problema jurídico me-
dianamente serio que carezca de alguna relevancia constitucional; es lo que Guastini
ha llamado la sobreinterpretación constitucional. Esto es, los derechos fundamentales
y las demás cláusulas materiales no se presentan sólo como condiciones de validez
de las leyes, sino como normas con vocación de regular cualquier aspecto de la vida
social, incluidas por ejemplo las relaciones entre los particulares. De este modo, la nor-
mativa constitucional deja de estar «secuestrada» dentro de los confines que dibujan
las relaciones entre órganos estatales, para asumir la función de normas ordenadoras
de la realidad que los jueces ordinarios pueden y deben utilizar.
Si no me equivoco, nadie pone hoy en duda la aplicación directa de la Constitu-
ción. Podrá discutirse el alcance de la misma, pero que la Constitución tiene siempre
algo que decir parece fuera de duda. El problema surge cuando la aplicación de la
Constitución parece ofrecer una solución distinta a la avalada por la ley; más clara-
mente, cuando la ley pertinente para regular el caso se juzga inconstitucional o no
proporciona la que parece mejor respuesta desde una perspectiva constitucional. En
tales casos el sistema ofrece dos técnicas: la llamada interpretación conforme, que
consiste en seleccionar aquellos significados (aquellas normas) de la disposición legal
que mejor se adecuen al texto constitucional, excluyendo los incompatibles o no
conformes; y la cuestión de inconstitucionalidad, que debería entrar en juego cuando
el juez considerase que ninguno de los posibles significados legales son compatibles
con la Constitución, formulando entonces la correspondiente pregunta al Tribunal
Constitucional. Pero esto sólo en principio.
Tal vez uno de los hallazgos más celebrados del judicialismo neoconstitucionalis-
ta haya consistido en abrir la posibilidad de una jurisdicción difusa en el entramado
institucional de un modelo de jurisdicción concentrada. Dicho más claramente, en la
posibilidad de ensayar técnicas desaplicadoras de la ley en sistemas que reservan el
control de constitucionalidad a un Tribunal Constitucional separado de la jurisdicción
ordinaria. Básicamente, esta operación de ingeniería judicial comprende los siguientes
pasos: primero, obviamente, no poner en duda la constitucionalidad de la ley, algo que
obligaría a plantear la cuestión. Segundo, considerar sin embargo que resulta injusta
o inadecuada para regular el caso al implicar (insisto: en el caso) un sacrificio despro-
porcionado de algún principio o derecho fundamental también relevante. Tercero,
construir un conflicto de principios o derechos; concretamente un conflicto entre los
principios o derechos que están detrás de la ley, que se ven realizados o satisfechos
por ésta, y aquellos otros en pugna que aparecen sacrificados. Cuarto, argumentar
a partir de las reglas de la ponderación. Y quinto, finalmente, aplicar directamente el
266
CJH 14 • 2016 Neoconstitucionalismo y Positivismo
267
Luis Prieto Sanchís
Tribunal encargado sólo de pronunciar la invalidez de las leyes con total abstracción
de sus supuestos de aplicación y a instancias únicamente de los propios sujetos que
intervienen en su producción, el desarrollo de fórmulas de «legislación-jurisdicción»
positiva y, sobre todo, la afirmación de una Constitución directamente aplicable por
el conjunto de los operadores jurídicos.
Confío en que ésta sea una descripción bastante fiel (aunque inevitablemente
sintética y poco matizada) de lo que supone el constitucionalismo contemporáneo o,
al menos, de sus tendencias más acusadas. Sin embargo, a partir de aquí no ha nacido
una concepción unitaria o estándar acerca de los principales problemas del Derecho
o de las prácticas jurídicas; con razón dice Bernal que el neoconstitucionalismo es un
auténtico cajón de sastre al que se adscriben, o son adscritas, las más heterogéneas
y hasta contradictorias posiciones teóricas y filosóficas.
268
911 CJH 14 • 2016
Neoconstitucionalismo y Positivismo
tucíón por escuálida que sea siempre parece necesaria, sino a su creciente densidad
normativa en forma de valores, principios y derechos y, sobre todo, al decidido judicia-
lismo en que según opinión extendida necesariamente desemboca dicho modelo. En
pocas palabras, las Constituciones del neoconstitucionalismo parecen querer asfixiar
la libertad política del legislador y con ello la propia democracia; y esto porque dicen
demasiado a propósito de demasiadas cosas y con frecuencia de manera demasiado
imprecisa o indeterminada, dejando en manos de un cuerpo elitista (los jueces) la
última palabra sobre cuestiones discutidas y discutibles que deberían ser acordadas
por las generaciones del presente a través del legislador democrático. Que digan
demasiado equivale a cercenar la esfera de la legislación, y que lo hagan de forma
demasiado imprecisa equivale a fortalecer la figura del juez; por uno y otro lado la
ley pierde valor y virtualidad (García Figueroa).
Es muy posible que el constitucionalismo contemporáneo propicie un inevitable
grado de activismo judicial, al menos si examinamos la cuestión desde la perspectiva
europea (no tanto norteamericana) donde el paradigma o ideal de juez sigue siendo
el de un sujeto cuya boca pronuncia las palabras de la ley y, al menos cuando hay
ley, sólo de la ley. Aquí reside a mi juicio el desafío fundamental del neoconstitucio-
nalismo al viejo Estado legislativo de Derecho: no tanto en que exista una Constitu-
ción que vertebre la organización política, ni siquiera en la presencia de un Tribunal
Constitucional, sino más bien en el amplísimo abanico de principios sustantivos y de
derechos a disposición de la jurisdicción ordinaria para ser utilizados en cualquier clase
de proceso. Ante esta realidad, por supuesto cabe adoptar la posición de Habermas
y de otros muchos, recomendando «menos Constitución» o «Constituciones más
débiles». Pero en general no es esto lo que hacen los autores neoconstitucionalistas:
frente a la objeción de que la Constitución dice demasiado y con ello limita el margen
de acción democrática, se replica que también la Constitución es una expresión de la
democracia. Y frente a la objeción de que dice las cosas de modo demasiado impre-
ciso y con ello incremente la discreción judicial, se replica con una reformulación de
la propia teoría de la interpretación. Ferrajoli y Dworkin encarnan buenos ejemplos
de estas dos réplicas.
En efecto, Ferrajoli ha reaccionado con bastante energía a la primera objeción:
ante todo, como ya vimos, para defender la rigidez e incluso la intangibilidad de los
aspectos fundamentales de la Constitución; y segundo, para reformular el concepto
de democracia no ya en términos de votos, sino de derechos. En el constitucionalismo
garantista queda cancelada la tensión entre democracia y Constitución, entre decisión
mayoritaria y derechos, que tanto preocupa a la concepción que el propio autor llama
politicista o mayoritarista. No hay espacio para la conocida objeción contramayoritaria
porque no se conciben dos fuentes de legitimidad en permanente conflicto: los límites
y vínculos que pesan sobre el legislador son a su vez democráticos, ya que consisten
en derechos fundamentales, que son derechos de todos, y hacen referencia por tanto
al pueblo —como conjunto de personas de carne y hueso que lo componen— en un
sentido más directo y consistente de cuanto lo hace la propia representación política.
En resumen, el paradigma del Estado constitucional, heredero de la filosofía contrac-
tualista supone que el consenso de los contratantes no es un acuerdo vacío, sino que
tiene como cláusula y como razón social la garantía de los derechos fundamentales,
269
Luis Prieto Sanchís
cuya violación por parte del soberano legitima la ruptura del pacto, hasta la insurrec-
ción y la guerra civil.
La segunda objeción encuentra su réplica en las posiciones neoconstitucionalis-
tas que pudiéramos llamar más radicales o totalizadoras. Éstas consisten más bien
en negar la mayor, en negar que el juez que aplica los principios sustantivos de la
Constitución esté realmente ocupando la posición del legislador; no ya porque tales
principios sean también democráticos, sino porque no es cierto que su aplicación im-
plique un abusivo ejercicio de subjetividad. En este sentido, García Figueroa observa
que el neoconstitucionalismo propicia una mayor actividad judicial, pero no un mayor
activismo, puesto que su modelo de juez no actúa según los viejos parámetros del
realismo, sino firmemente comprometido con un razonamiento práctico a partir de
principios que son al tiempo morales y jurídicos; hasta el punto de que, en la fórmula
de Dworkin, su horizonte no es el ejercicio de discrecionalidad, sino la unidad de
solución correcta. Esto significa que el juez del neoconstitucionalismo es más activo,
pero no más (sino menos) libre. Luego hemos de volver sobre esta cuestión, pero
baste decir ahora que la apertura del Derecho a la moral a través de la argumentación
representa el antídoto frente al riesgo de una discreción judicial excesiva o arbitraria.
Ante el reproche de «más judicialismo», la defensa de «más y mejor razonamiento».
III. Aun a riesgo de simplificar, la teoría del Derecho positivista puede resumirse
mediante estas cinco palabras clave: legalismo o legicentrismo, coherentismo, reglas,
subsunción y discrecionalidad. Como es natural, tampoco aquí las posiciones neo-
constitucionalistas se muestran por completo uniformes, pero en líneas generales
su teoría del Derecho puede sintetizarse en otras cinco palabras clave que en cierto
modo se formulan como contrapunto a las anteriores: constitucionalismo en lugar
de legalismo, conflictualismo en lugar de coherentismo, principios en vez de reglas,
ponderación frente a subsunción y argumentación antes que discrecionalidad.
La teoría de las fuentes del positivismo fue rotundamente legalista y esta imagen
parece hoy insostenible por la sencilla razón de que, en el marco del constituciona-
lismo, la ley ha dejado de ser la fuente suprema del Derecho. Es casi una obviedad,
pero si el positivismo acertaba al ser legalista, el neoconstitucionalismo acierta al
mostrarse precisamente constitucionalista. Por supuesto, la ley sigue siendo una fuente
del Derecho (la segunda, no ya la primera) y dispone de una incuestionable esfera de
libre configuración, pero en el contexto de una Constitución concebida como norma
suprema y dotada de un denso contenido sustantivo su validez y aplicabilidad puede
ser siempre cuestionada y sometida a revisión.
El necesario abandono del legalismo o del legicentrismo puede ser el más llamativo
efecto operado en la vieja teoría del Derecho positivista, pero no es ni de lejos el más
importante. Las más profundas transformaciones no aparecen explicitadas en los do-
cumentos constitucionales, ni son tal vez tan evidentes, sino que surgen poco a poco
en las prácticas jurídicas que aquellos textos alientan. Antes quedó dicho que una de
las características de las Constituciones contemporáneas es que «tienen respuesta(s)
para todo», que no hay problema jurídico medianamente serio que no encuentre
alguna orientación de sentido en la preceptiva constitucional, y con frecuencia más
de una. Más técnicamente, esto suele llamarse el efecto impregnación o irradiación:
270
91 CJH 14 • 2016
Neoconstitucionalismo y Positivismo
271
Luis Prieto Sanchís
272
CJI OH 14 • 2016 Neoconstitucionalismo y Positivismo
273
Luis Prieto Sanchís
274
Cji CJH 14 • 2016 Neoconstitucionalismo y Positivismo
IV. El positivismo teórico aquí dibujado con trazos gruesos es posible que nunca
nadie lo haya defendido plenamente, pero en todo caso creo que sus dificultades
comenzaron a detectarse antes y al margen del neoconstitucionalismo y que éste
simplemente ha venido a certificar su inadecuación para dar cuenta de los sistemas
jurídicos contemporáneos. Hoy acaso desempeña una función más normativa, enten-
dido como conjunto de postulados que sería bueno que se recuperasen, precisamente
para paliar la deriva antiformalista, particularista y judicialista que parece advertirse
en el neoconstitucionalismo. Sin embargo, en cuanto que doctrinas globales y tota-
lizadoras, positivismo y neoconstitucionalismo han de contrastarse en otro ámbito
que puede llamarse metodológico o conceptual. Si no me equivoco, quienes hoy se
reclaman positivistas lo hacen en este último sentido y, con unos u otros matices,
defienden estas tres posiciones, por lo demás bastante relacionadas entre sí: la tesis
de las fuentes sociales del Derecho, esto es, la concepción del Derecho como un
fenómeno o práctica social, como un «hecho histórico»; la tesis de la separación
conceptual o de la no conexión necesaria entre Derecho y moral (entre el Derecho
positivo o que es y el Derecho ideal o que debe ser), que supone que la juridicidad de
una norma no implica su justicia y que la corrección moral de una norma tampoco
implica su juridicidad; y finalmente la tesis de la neutralidad descriptiva de la ciencia
jurídica, que postula una aproximación avalorativa al Derecho desde un punto de vista
externo, de modo que para conocer el orden jurídico no es preciso comulgar con sus
claves axiológicas, ni sentirse un participante comprometido en las prácticas jurídicas.
Me parece que la primera de las tesis enunciadas, la de las fuentes sociales, puede
ser entendida de dos maneras o quizás con dos intensidades distintas. La primera en
el sentido de que el Derecho es un producto histórico y variable, que depende de la
voluntad de los hombres y de sus prácticas sociales; dicho de modo negativo, que el
orden jurídico no es una criatura que habite en el mundo celeste de la teología o de
la metafísica. Así entendida, me parece que hoy nadie la pone en duda, por supues-
to tampoco los neoconstitucionalistas. Pero puede entenderse de forma algo más
problemática, en el sentido de que el Derecho está ahí fuera y es un hecho evidente,
de manera que podemos identificarlo a través de ciertos hechos externos, como el
acto de promulgación de las normas por una autoridad o la verificación de una cierta
práctica social.
Las críticas de Dworkin al positivismo comienzan precisamente por este capítulo;
en su opinión, el primer error del positivismo es que sólo está dispuesto a identifi-
car una norma jurídica cuando la misma ha sido adoptada de acuerdo con ciertos
procedimientos o, más en general, cuando su origen se vincula a ciertos actos
humanos característicos; esta es la estrecha perspectiva del hecho evidente. Para
Dworkin, es posible identificar unos principios del Derecho antes y al margen de lo
que establezcan la Constitución, la ley y las decisiones judiciales, esto es, más allá
de lo que diría la tesis de las fuentes sociales. En el fondo, esta última se muestra
inadecuada con el papel central que en el neoconstitucionalismo desempeña la
275
Luis Prieto Sanchís
276
CJH 14 • 2016 Neoconstitucionalismo y Positivismo
normas en algunos sistemas puede requerir una apelación a conceptos morales que,
a diferencia de los «hechos evidentes», reclama a su vez el desarrollo de un razona-
miento práctico. Sin embargo, los neoconstitucionalistas que suelen considerarse más
genuinos o consecuentes se separan abiertamente del positivismo, considerando que
hay normas en el Derecho que no es posible identificar con los patrones que propor-
ciona la tesis de las fuentes sociales porque su vigencia obedece sólo a su moralidad
o a su aptitud para integrarse en un razonamiento moral; y que algunas normas
promulgadas pueden no ser aptas para formar parte del sistema debido a su carácter
gravemente injusto o a su incapacidad para ser usadas en un discurso moral. Pero creo
que sobre todo porque la antigua centralidad de las normas ha sido reemplazada por
la centralidad del razonamiento (de la aplicación, de la hermenéutica) sobre las bases
procedimentales de un modelo ético constructivista.
El constructivismo ético de muchos planteamientos neoconstitucionalistas desempe-
ña, en efecto, un papel fundamental. De un lado, porque relativiza la clásica separación
entre moral crítica y moral social. Cabe decir que la moral abandona todo solipsismo,
se democratiza y, de este modo, si aceptamos que el Derecho positivo puede ser visto
como una especie de moral social, resultaría que sería la propia moral crítica quien se
aproximase al orden jurídico como el más idóneo escenario para su realización: el siste-
ma jurídico democrático se presenta nada menos que como la institucionalización del
discurso moral racional. La conclusión no puede expresarse con mayor claridad: en un
sistema democrático, y en la medida en que el Derecho sea el reflejo de una democracia
constitucional sana, el Derecho debería ser el reflejo también de cierta corrección moral
y en tal caso quedará fundada en alguna medida una cierta obligación de obediencia
al Derecho (García Figueroa). La conexión intrínseca que hay entre democracia y mora-
lidad, dice Nino, está dada por el valor epistemológico de la primera para determinar
los alcances de la última. De ahí el reproche de positivismo ético: el Derecho, al menos
el producido democráticamente, se revela como una fuente de moralidad y de justicia.
Finalmente, las tesis comentadas descansan o se conectan a un determinado
modelo de ciencia jurídica, que en opinión de muchos es el capítulo donde la supe-
ración del positivismo se hace más urgente y necesaria: si el Derecho no es algo que
está ahí fuera y que pueda ser estudiado con el distanciamiento que nos permiten los
hechos externos y evidentes, si resulta que el Derecho reclama para su identificación
y aplicación el desarrollo de un razonamiento moral a partir de las premisas éticas
encarnadas en sus principios, en suma, si la descripción supone también justificación,
entonces la figura del observador externo y neutral propia del positivismo no es que
resulte imposible, sino que termina siendo muy poco fecunda e inadecuada para dar
cuenta de la labor que ha de asumir el jurista, y paradigmáticamente el juez, en el
marco del neoconstitucionalismo. La ciencia jurídica en general y la actividad de jueces
y dogmáticos en particular, llamados todos al desarrollo de una argumentación moral
a partir de los principios, no puede ser descrita como un quehacer neutral, ni asumir
la función de mera espectadora, sino que de algún modo se integra en su propio
objeto, escribiendo el último capítulo de una novela iniciada en la Constitución y, más
allá, en el sistema moral en que ésta descansa.
V. Espero haber mostrado que el llamado neoconstitucionalismo no es una teoría
o doctrina unitaria, y que ni siquiera dibuja o delimita una temática de reflexión bien
277
Luis Prieto Sanchís
definida. No puede identificarse con una temática porque se puede ser neconstitucio-
nalista en diferentes sentidos o capítulos de la reflexión jurídico-política no implicados
entre sí. Y tampoco es una teoría porque en cada uno de esos capítulos se han desa-
rrollado posiciones neoconstitucionalistas no ya distintas, sino hasta opuestas y contra-
dictorias, aun cuando aquí no hayamos podido analizar con detalle las diferencias. En
realidad, creo que el calificativo que mejor conviene al neoconstitucionalismo es el de
una filosofía del Derecho, del mismo tipo que el iusnaturalismo y el positivismo; una
filosofía del Derecho tan totalizadora y pluralista como puedan ser estas dos últimas,
o incluso más por cuanto combina elementos de ambas procedencias. lusnaturalismo
y positivismo, en efecto, son etiquetas que han desempeñado una función totaliza-
dora porque sirven para designar los más variados discursos a propósito del Derecho
y de la moral, en el terreno epistemológico, en el teórico, en el valorativo, etc.; y son
pluralistas porque a propósito de cada uno de esos discursos no existe tampoco una
sola posición iusnaturalista o positivista, sino al menos dos y con frecuencia más de
dos. Que es lo mismo que ocurre con el neoconstitucionalismo.
Para empezar, el neoconstitucionalismo como filosofía política o doctrina del Esta-
do justo ofrece un parecido asombroso con la doctrina de los derechos naturales que
históricamente fue el motor fundamental (aunque no el único) del constitucionalismo.
La idea de que la sociedad política tiene un fundamento heteropoyético —como le
gusta decir a Ferrajoli— consistente en la protección de determinados derechos que hoy
llamamos fundamentales, derechos que son la razón de ser y la fuente de legitimación
del poder, representa la columna vertebral tanto del neoconstitucionalismo como de
un cierto iusnaturalismo que podemos identificar con el racionalismo del siglo XVII y
singularmente con Locke. La diferencia, sin duda muy importante, es que los derechos
antes estaban fuera del Derecho positivo y representaban el parámetro de su justicia,
mientras que ahora forman parte o están dentro del sistema y representan el pará-
metro de la validez de las normas. Pero no creo que sea forzar el significado de las
palabras afirmar que el constitucionalismo y sobre todo el «neo» resultan ideológica
y funcionalmente iusnaturalistas.
Por lo que se refiere a la teoría del Derecho, me parece que propiamente no debe
hablarse de una tensión iusnaturalismo-positivismo. En este capítulo nos alimentamos
más bien de dos tradiciones que pudiéramos llamar «transversales» porque se hallan
presentes tanto en la cultura iusnaturalista como en la positivista, y como no podía ser
de otro modo también en la neoconstitucionalista. Se trata, en primer lugar, del pensa-
miento dialéctico o problemático, que tiene su origen en la Retórica de Aristóteles y que
suele concebir el Derecho, más que como un universo normativo cerrado y sistemático,
como un conjunto de tópicos y argumentos aptos para guiar el razonamiento hacia la
solución justa; cabe decir que desde esta perspectiva se subraya la primacía del lado
activo o dinámico del Derecho, del razonamiento jurídico si se quiere, sobre el lado pa-
sivo o estático de las normas generales. La segunda es la corriente que puede llamarse
racionalista o sistemática, cuya máxima expresión fueron seguramente las construccio-
nes iusnaturalistas del siglo XVII, que se prolongan en la Ilustración hasta enlazar con
el movimiento codificador: el Derecho aparece aquí como un orden racional dotado
de una lógica interna o, cuando menos, como un objeto de análisis susceptible de un
conocimiento y de una reconstrucción racionales, en suma, el Derecho aparece como
278
9 11 CJH 14 • 2016
Neoconstitucionalismo y Positivismo
sistema. Pues bien, hay una teoría iusnaturalista retórica o hermenéutica que resulta
dominante en la antigüedad y en la Edad Media, como hay también un positivismo
del mismo carácter, que se desarrolla a partir del antiformalismo de finales del XIX y
que alcanza su máxima expresión en la Tópica, en la Retórica y en la Hermenéutica, es
decir, en las aportaciones que pueden considerarse precedentes directos de la actual
teoría de la argumentación. Pero hay también un iusnaturalismo y un positivismo
racionalistas o sistemáticos; es más, la primera gran concepción del Derecho como
sistema «geométrico» es obra del iusnaturalismo, cuyo método será heredado, por no
decir directamente copiado, por el positivismo conceptualista. El neoconstitucionalismo
tampoco cancela o supera aquí ninguna dialéctica, sino que viene a reproducir ambas
tradiciones, aunque sea con argumentos más depurados. Como hemos tenido ocasión
de ver, un buen número de neoconstitucionalistas hacen del razonamiento jurídico, y
no de la norma, el aspecto o momento central de la experiencia jurídica, y los ejemplos
de Zagrebelsky o Dworkin me parecen bastante elocuentes; pero hay también otros
autores, como Ferrajoli, que propugnan nada menos que una teoría axiomatizada del
Derecho, que es lo más parecido a un spinozismo jurídico (Vitale).
Consideraciones análogas pueden hacerse a propósito del concepto de Derecho.
Centrándonos en la vieja querella de las relaciones entre Derecho y moral, ¿qué tipo
de superación ofrece el neoconstitucionalismo? Desde luego, algunos de sus repre-
sentantes se consideran positivistas sin ulteriores matizaciones, como Comanducci.
Quienes se declaran «postpositivistas» o «no positivistas», como Alexy, Nino o Dwor-
kin aportan sin duda una visión original de las relaciones entre Derecho y moral a partir
de la idea de unidad del razonamiento práctico, que rompe el tradicional objetualismo
separacionista (el Derecho positivo por un lado y el natural por otro, como objetos
o realidades separadas), de manera que es difícil saber cuándo estamos «haciendo»
Derecho y cuándo moral, pues ambos se construyen al parecer con las mismas herra-
mientas; los principios, comunes al Derecho y a la moral, serían el estímulo o el punto
de partida para esa empresa argumentativa de carácter cooperativo, que encuentra en
la democracia política primero y en el razonamiento jurídico después su mejor banco
de pruebas. Ahora bien, parece más discutible que los resultados del empeño logren
escapar de conclusiones ya conocidas porque, en definitiva, entre el iusnaturalismo
y el positivismo ético no parece haber espacio para una alternativa superadora de
ambos. Si se asume la conexión necesaria o conceptual entre Derecho y moral, o bien
afirmamos que el Derecho o los procedimientos jurídicos son una fábrica de eticidad,
una fábrica de normas moralmente obligatorias, y esto es positivismo ético; o bien
afirmamos que algunas normas muy injustas o que carecen de toda aptitud para
integrarse en un razonamiento moral no merecen el calificativo de jurídicas, y esto
es iusnaturalismo. Y los neoconstitucionalistas de los que venimos hablando sostie-
nen ambas cosas, curiosamente a veces al mismo tiempo. Y finalmente, a propósito
de la ciencia jurídica, la idea de que el conocimiento del Derecho exige creencia y
compromiso con los valores que encarna, enlaza tanto con algunas formulaciones
iusnaturalistas (del iusnaturalismo teológico y de la canonística antigua, por ejemplo)
como con otros más cercanos al positivismo ético (el jurista militante auspiciado por
algunos desvaríos totalitarios), pero en todo caso representa una negación rotunda del
modelo positivista de ciencia, y no una mera propuesta de conciliación con el mismo.
279