720-9 - Los Grandes Enigmas Del Cielo y La Tierra
720-9 - Los Grandes Enigmas Del Cielo y La Tierra
720-9 - Los Grandes Enigmas Del Cielo y La Tierra
Alejandro Vignati
ISBN: 978-84-9777-720-9
Depósito Legal: B-1.473-2011
Printed in Spain
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Índice
Introducción .................................................................... 7
Prólogo............................................................................. 9
esotéricas y paracientíficas, así como el aumento de programas tele-
visivos y radiofónicos durante las últimas décadas.
Así las cosas, es todo un placer para nosotros poder insuflarle
nueva vida a estas páginas repletas de valentía –por las fechas en las
que hubo de salir a la luz, en un momento en el que no era tarea
fácil poner en manos del público cuestiones de índole esotérica ha-
bitualmente ocultas por los propios poderes establecidos–, y poder
rendirle un merecido homenaje a sus ya fallecidos autores.
Confiamos que el lector experimentado encuentre una ilumina-
dora perspectiva histórica de temas ya por él conocidos, y que en
el nuevo pueda brotar esa semilla de la curiosidad que le anime a
seguir leyendo.
LOS EDITORES
Prólogo
De ahí que lo que no puede ser explicado, lo que rompe la
armonía del enfoque elaborado, se desestime y se rotule con mem-
bretes lapidarios, cuando no con la burla.
Mitos, mitologías, sucesos aparentemente increíbles, leyendas,
fantasías, todo un mundo de maravillas, de revelaciones, de tradi-
ciones penosamente conservadas, ha sido puesto al margen de la
realidad. Esa realidad pequeña, rigurosa, fraccionada, seria, tan-
gible.
Esa semirrealidad sensorial resulta básica para la evolución de
una de las líneas del desarrollo material, pero impotente y ciega
para abarcar los cambiantes y múltiples aspectos de un universo
infinito en el que existen todas las posibilidades, todas las dimen-
siones.
Un universo donde lo maravilloso es lo normal, donde la fanta-
sía es superada por la verdadera realidad, donde la precaria certeza
de la ortodoxia positiva, es apenas una ola del mar embravecido.
La vida existe en la Tierra desde hace, al menos, mil millones de
años. El hombre apareció en ella hace unos 2,5 millones de años.
Y nuestros recuerdos apenas se remontan a cuatro mil.
¿Qué sabemos? Tal vez los monstruos prehistóricos levantaran
su largo cuello al paso de extraños signos en el cielo y se perdiera
la huella de tales acontecimientos luminosos.
O nuestro vecino, hoy, en pleno siglo XXI, haya sido protago-
nista de un suceso inverosímil, pero, como es nuestro conocido,
y nuestro amigo, y la persona con quien charlamos todos los días,
tardamos en darle crédito.
En una palabra, si los grandes enigmas del cielo y la Tierra
existen, es porque el hombre, con su mente racional y positiva, ha
hecho lo posible por crearlos.
Este libro no pretende revelar lo desconocido. Tampoco trae
recetas, fórmulas o sortilegios mágicos. Es el resultado de una pa-
ciente y elaborada recopilación de datos.
No es el resultado de un día, sino de muchos días. Si tenemos
que adjudicarle una definición, la más acertada sería compararlo a
un extraño y fascinante juego de ajedrez. Cualquiera de los hechos
que aquí se relatan puede pasar de un capítulo a otro, ser visto por
arriba, por delante o por detrás. El resultado será el mismo. Persis-
tirá el misterio, el enigma seguirá siendo enigma.
Pero, al término de su lectura, ¿seguirá siendo usted el mismo,
lector?
A. F. K. y A. V.
rita con sus dudas, en un ambiente donde las opiniones de vecinos
y funcionarios eran de vital importancia.
Al final, la desdichada mujer «confesó» que había encontrado a
su hermana todavía viva en la parte baja de la casa, y que la había
llevado a la cama, donde murió.
No se la acusó de perjurio ni se le pidió que explicara por qué
mintió al comienzo. Ni se mencionó la carencia de fuego en la parte
baja de su domicilio.
El diario News comentó: «Ya decíamos que fantaseaba».
Y todo pasó al olvido.
Russell comprobó que el 27 de diciembre los diarios de Londres
informaban sobre tres casos: dos mujeres, una en Downham y otra
en Brixton, y un hombre en Ballina, Irlanda.
Ninguna de las víctimas –decían las crónicas– estaba cerca del
fuego o fumaba. Los tres casos sucedieron en distintos lugares si-
multáneamente.
La misma simultaneidad había tenido lugar el 7 de abril, cuando
tres hombres situados en puntos distantes unos de otros, habían
tenido una muerte similar por incineración. Un caso revelador se
produjo a bordo del navío Ulrich, frente a la costa irlandesa. El con-
tramaestre advirtió que el barco iba a la deriva y se dirigió al puente
de mando. Allí se encontró con el timonel convertido en una pila de
cenizas. Sorprendido, constató que alrededor de él nada registraba
los efectos del fuego. Ni el piso, ni los compases, ni el timón ni las
botas del difunto registraban daño alguno.
Ninguno de los marineros cercanos había escuchado el menor gri-
to. Una vez en el puerto, los médicos se pusieron a meditar. La carne
había sido consumida por un fuego de poder excepcional y el timonel
seguramente había muerto de forma instantánea. Pero ¿cómo se ex-
plicaba la inmunidad de los objetos circundantes? Uno de los profe-
sionales dijo que tal vez había sido alcanzado por un rayo. Pero la tar-
de había sido de pleno sol y nadie del barco había oído nada anormal.
Esa misma tarde a varios centenares de kilómetros al este, un
camión se había despeñado por una ladera. La policía abrió la ca-
bina y descubrió que el conductor, George Turnen, de Birkenhead,
había corrido la misma suerte que el timonel John Greeley: era un
montón de cenizas. Las ventanillas estaban intactas, lo mismo que
el asiento, e incluso una mancha de grasa junto al asiento del con-
ductor no había ardido.
Igual sucedió, con el tanque, de gasolina. El veredicto fue:
«Muerte accidental por fuego de origen misterioso».
Y también esa misma tarde, más al este, sucedió otro «accidente».
Cerca de Nijmegen (Holanda), el joven Will Ten Bruik fue hallado
carbonizado dentro de su coche. Los daños sufridos por el automó-
vil eran leves, y el tanque de gasolina estaba intacto.
Si bien la víctima «estaba quemada al punto de resultar irrecono-
cible», nada alrededor indicaba la existencia de ningún fuego. Varios
años después, refiriéndose a estos tres casos simultáneos, Michael
Mac Dougall escribía en el Sunday Star Legder, de Newark (marzo
13, 1966): «Fue como si algún ser galáctico de increíble tamaño
hubiese pinchado la Tierra con un tenedor de tres agujas, tres dedos
de fuego que sólo quemaban carne».
El agua no es pacífica
4. Esta combustión por lo general no se extiende a las sustancias
inflamables cercanas o que están en contacto con el cuerpo.
5. En lugar de atenuar las llamas, el agua las incrementa.
La teoría de Fontanelle se basaba en que el alcohol producía
gases inflamables, o que impregnaba las membranas celulares del
cuerpo. Combinado ello con el gas de hidrógeno sulfuroso forma-
do frecuentemente en el canal intestinal y con otros componentes
inflamables hidrogenados que pueden darse en la cavidad interna se
producía fuego en determinadas condiciones.
Cierto doctor Jacobs (como consta en el libro Anomalías y curio-
sidades de la medicina) aventuraba razones estrictas:
se ha obtenido éxito. Si se tocan las partes, se adhiere al dedo una
sustancia grasosa que no cesa de arder. Al mismo tiempo se llena el
ambiente de un olor desagradable, parecido al cuerno quemado. El
humo espeso emana del cuerpo y se adhiere a los muebles, paredes,
etc., como una especie de sudor, untuoso al tacto. En muchos casos
sólo se extingue el fuego cuando la carne se ha convertido en ceniza
y los huesos son polvo. En general no se queman las extremidades
ni una parte de la cabeza. Basta una hora y media para que todo ello
se produzca. Es raro que se prendan los muebles circundantes. En
ciertas ocasiones, las ropas permanecen intactas.»
El New Herald del 27 de diciembre de 1916 narra el caso suce-
dido en un hotel de Nueva Jersey, el Lake Denmark. Allí, Thomas
Morphey, su dueño, halló a la casera, Lillian Green, quemada y
moribunda. El piso estaba ligeramente chamuscado debajo de su
cuerpo, pero, con excepción de sus ropas, nada en él indicaba el
posible origen del fuego.
En el hospital, la víctima pudo hablar, pero le fue imposible ex-
plicar qué le había sucedido.
En este tipo de casos las víctimas suelen sobrevivir algunas horas.
Pero lo único que llegan a describir es que «de pronto y sin razón
aparente» se han visto envueltas en llamas.
Existe otro caso de este tipo descrito por Harry Price. La víc-
tima fue una mujer de edad avanzada, la señora Madge Knigth,
que vivía con su marido y su hermana en Sussex, Inglaterra. En la
mañana del 19 de noviembre de 1943, éstos fueron despertados
por los gritos de la señora Knigth. Estaba en su cama, con la es-
palda gravemente quemada, sin el menor asomo de fuego en las
sábanas y mantas.
Al poco tiempo llegó un médico y las heridas de la mujer eran
tan terribles que tuvo que drogarla para someterla a un examen.
Comentó: «Tenía toda la espalda quemada, pero no olía a que-
mado».
La señora Knigth no pudo explicar nada. Murió en el hospital
de Chichester, de toxemia, el 6 de diciembre de 1943.
El alcohol, ese villano
En los casos denunciados durante el siglo XIX y principios del XX el
agente principal era el alcohol. Un viejo credo los daba como castigo
a los borrachos, quizá utilizado por los partidarios de la prohibición
del licor a fin de amedrentar a los bebedores. Uno de los errores ha-
bituales es rechazar un fenómeno debido a su explicación popular.
Así, en los casos parciales se hacía responsable a un fantasma, y en
el caso de las combustiones espontáneas al alcohol, lo cual genera
–como es lógico– incredulidad y rechazo.
Nadie educado científicamente puede utilizar esas teorías para
enjuiciar los hechos sin escepticismo.
En los distintos casos puede advertirse una diferencia básica: en
algunos se quema la ropa; en otros, permanece intacta. Los prime-
ros dan a entender un origen externo del fuego; los segundos, se
supone, son internos.
Pero un fuego originado internamente debería extenderse tam-
bién al ropaje. He aquí otro misterio.
En los casos de combustiones espontáneas no hay origen de fue-
go aparente, pero su intensidad es sobrecogedora.
Siguen produciéndose. Muchos son explicados como «muerte
por quedarse dormido fumando». Tal vez sea cierto en algunas oca-
siones, pero no siempre.
Es muy fácil escribir un certificado de defunción diciendo «muer-
te por fuego de origen indeterminado». Pero hay investigadores que
no se contentan con esa salida.
La portera del apartamento, señora Pansy M. Carpenter, vivía en
el mismo edificio. A las nueve de la noche anterior había visto a la
señora Reeser. Ésta, que había pasado el domingo con la familia de
su hijo (a quien le dijo que pensaba tomar un par de «pastillas para
dormir» esa noche), recibió a la señora Carpenter en su habitación,
sentada en una poltrona, vestida con un camisón de rayón y una
bata, chinelas negras, y además fumaba un cigarrillo.
Fue la última vez que se la vio con vida.
El fuego misterioso
El jefe de policía y sus detectives principales interrogaron al equipo
técnico de bomberos y patólogos y no consiguieron desvelar el misterio.
Todo el «accidente» estaba dentro de un círculo de 120 centíme-
tros, fuera del cual no había indicios de daños por acción de las llamas.
Salvo el tabique junto al cual había estado sentada la señora Ree-
ser, no aparecía ningún otro daño.
Hasta cierta altura se apreciaba un hollín oleoso. También era
perceptible en el cielorraso. El interruptor de la luz (de plástico),
por debajo de la línea de fuego, se había fundido; otro, situado más
arriba, estaba indemne y funcionaba correctamente. Ningún ele-
mento del mobiliario situado fuera del círculo estaba dañado por
el fuego. A un metro y medio del lugar del suceso, las sábanas de la
cama se veían intactas. En la cómoda se habían derretido unas velas,
pero el pabilo no había ardido. El reloj eléctrico estaba detenido a
las 04:20. Siguió andando cuando se le conectó a otro enchufe.
El calor había quebrado un espejo, pero otros dos se encontraban
intactos.
La atención de los investigadores se concentró en una estufa de
pared; pero no sólo estaba cerrada, sino que el tanque estaba fuera
de la habitación. Los fusibles no se habían quemado. El horno de la
cocina estaba desconectado y el frigorífico funcionaba normalmente.
Curiosamente, en el baño se había derretido un vaso de plástico; no
así los cepillos de dientes situados a su lado.
En el círculo del piso donde la víctima se había quemado, los de-
tectives advirtieron una capa de grasa, seguramente del cuerpo de la
señora Reeser. Parecía increíble, pero no se apreciaba ningún daño en
la pintura de la pared de enfrente, donde una pila de viejos diarios no
registraban ningún rastro de chamuscamiento. Decidieron que la pira
se había formado con la silla a partir de la corriente de un cable que
iba de la cocina hasta el tabique.
De la lámpara sólo había quedado su aro de metal; la base de ma-
dera y la pantalla ardieron. La ventana estaba abierta y se descubrie-
ron manchas de humo en el alero.
Dado que la señora Reeser sufría dolores en una pierna y la esti-
raba sobre una banqueta, se explica que uno de los pies no hubiera
sido consumido por la combustión. Tanto el jefe de policía, Reichert,
como su lugarteniente, Burguess, –veteranos ambos– manifestaron
su estupor.
Ni en el apartamento ni en el vecindario había el característico
(y desagradable) olor a carne quemada. Quienes han trabajado
en crematorios conocen lo tremendo de su intensidad, y el mis-
mo olor tendría que haberse percibido en las inmediaciones del
suceso.
No sucedió así. Los peritos revisaron de arriba abajo las ins-
talaciones del lugar sin localizar nada extraño. El certificado de
defunción expresó: «Muerte accidental por fuego de origen des-
conocido».
El 6 de julio, los restos entregados al doctor Reeser fueron sepul-
tados en el cementerio de Chesnut Hill.
Las cenizas fueron remitidas a Washington, para que el FBI in-
vestigara la posible acción de elementos químicos en la muerte.
La noticia publicada en los diarios produjo un aluvión de cartas
con teorías de todo calibre: una «píldora atómica», un soplete de
oxiacetileno, suicidio con fósforo o gasolina... y hasta un bromista
que expresó, de modo anónimo: «Una bola de fuego entró por la
ventana y la abatió. He visto cómo sucedió».
Las autoridades realizaron la investigación en términos estric-
tamente científicos. Sabían que en los crematorios la temperatura
corriente es de 1.200 °C, y para reducir un cuerpo se requieren de
tres a cuatro horas.
Tal temperatura hubiese convertido a todo el apartamento en
un horno. La explicación del rayo fue descartada, pues el Servicio
Meteorológico informó que esa noche no había habido ninguna
tormenta eléctrica.
Un mes después, el FBI emitió su informe.
Los análisis no revelaban la existencia de ningún fluido o produc-
to químico que pudiese haber iniciado una combustión o acelerarla.
Tampoco había rastros de drogas que produjeran la muerte. Se
insistió en el carácter accidental del suceso y se desechó la eventua-
lidad criminal.
Una tesis pueril
trario: se infla o estalla. He experimentado mucho con cadáveres y
jamás imaginé esta excepción a la regla».
Otro detalle que asombró al doctor Krogman fue la ausencia de
olor a carne quemada. «Es la cosa más misteriosa que he visto. Cada
vez que la reviso se me erizan los cabellos y tiemblo. Si estuviéramos
en la Edad Media, casi se hablaría de magia negra.»
Sea lo que fuere, el «caso de la mujer de cenizas» es ejemplo típi-
co de una vasta lista de «accidentes» hasta la fecha insolubles.
Pero, antes de intentar dar una explicación, pasaremos revista a
otro tipo de fenómenos: misteriosas bolas de fuego o rayos incen-
diarios que desde hace muchos años han atacado a los seres huma-
nos sin que –al igual que sucede con las cremaciones espontáneas–
pudiera hallarse un modo racional de definirlos.
Con el impacto se produjo un estallido, y en el interior del
coche la temperatura se elevó a un grado insoportable. Vogt clavó
los frenos y se lanzó fuera del automóvil. El parabrisas se rompió y
quedó con marcas del impacto de la «masa de bruma», y durante
un buen rato fue imposible tocarlo debido al calor que irradiaba.
Sobre el capó se advirtieron marcas de fuego. Vogt pensó que
tal vez su coche había sido alcanzado por el cono de un cohete o
por un fragmento de algún arma aérea militar.
Se pidió a los científicos de la Universidad de Minnesota que
estudiaran y explicaran el caso. El profesor W. J. Layten, tras discu-
tir los detalles con varios de sus colegas, dijo que probablemente se
había tratado de una colección de minifragmentos de un meteorito,
rodeados por alguna especie de gas, de modo que constituían una
especie de bola.
Esa noche, y según consta en el diario The Eagle Bend News
(mayo 25, 1961), el cielo estaba completamente despejado.
prendía humo. Los armazones de plástico de dos radios se habían
derretido.
Momentos más tarde llegó la policía. El oficial dijo que se ha-
llaba en las inmediaciones rellenando un boletín por mal estacio-
namiento, cuando vio aparecer desde el sur una bola anaranjada
de fuego que llegaba describiendo un arco hasta penetrar por la
ventana. Burch fue llevado urgentemente al Hospital Naval de
Bremerton, víctima de un shock y con quemaduras de segundo
grado en el brazo.
«No sé lo que me sucedió», comentó al día siguiente, algo repuesto.
Las múltiples circunstancias de esta índole tienen una característi-
ca común: consisten en masas de energía que caen desde las alturas.
Las investigaciones intensivas realizadas en los casos de muertes
atribuidas a relámpagos u otras causas semejantes, han llevado a un
plano de detalles sin explicación racional. Los casos no son tantos
como los de las cremaciones espontáneas, pero su rareza no implica
irrealidad. Es de suponer que las bolas incandescentes también han
podido caer en mares, desiertos y lugares deshabitados. También
pueden ser la causa de muchos incendios en los bosques. Los casos
de impactos en personas son menos frecuentes. Es preciso anotar
que, con algunas excepciones, como ha ocurrido con los automóvi-
les, no puede decirse que estos casos estén vinculados a las muertes
por combustión espontánea bajo techo. La respuesta, si es que exis-
te, debe buscarse en otro nivel.
pantosas combustiones. Pero no se ha comprobado que estos relám-
pagos hayan causado la muerte, cosa vastamente producida por las
misteriosas bolas de fuego, similares a la que alcanzó al automóvil
del señor Vogt. Tenemos así, aparte de las cremaciones espontáneas
(de origen interno) y de los relámpagos de fuego, las bolas ígneas
que –en ocasiones no frecuentes– han causado la muerte.
Si nos remontamos un poco más al pasado, a principios de si-
glo XIX, comprobaremos que en Inglaterra –durante el invierno de
1904-1905– se produjeron abundantes casos como los dos últimos
comentados.
Ha llegado, pues, el momento de preguntarnos: ¿qué produce el
hecho por el cual algunos seres humanos se ven alcanzados por rayos?
Las estadísticas de este tipo de sucesos distan de ser exactas. Se
calcula que en Estados Unidos unas dos mil quinientas personas son
alcanzadas por rayos cada año. De ellas, mueren generalmente unas
quinientas.
Pero estas cifras no pueden considerarse como representativas.
No hay forma de discriminar entre aquellos que han sido alcanza-
dos por un rayo en condiciones normales (como el caso de obreros
trabajando en tejados durante tormentas eléctricas) y otros que en
condiciones inesperadas han sido víctimas de una descarga eléctrica
en circunstancias imprevisibles.
Existen registros de personas que en etapas sucesivas han sido
alcanzadas por un rayo:
La esposa de Samuel Royal (narra un despacho de prensa de la
United Press fechado el 7 de junio de 1952) fue alcanzada por un
relámpago que penetró por la ventana de su cocina. Años después
(eso había sucedido en la ciudad de Kansas), se mudó a Fort Worth, y
nuevamente fue alcanzada por otro relámpago que penetró en la co-
cina. Lo mismo le ocurrió a Charles Sappal, con intervalo de un año,
en Riverview, sólo que la segunda vez murió, el 22 de junio de 1950.
Estos relámpagos se han producido también en Europa. El 8 de
octubre de 1949, Rolla Primardo estaba en su patio (en Tarento)
y murió por el «impacto de un relámpago de fuego». Veinte años
antes su padre había muerto en ese mismo sitio, de igual forma.
Cincuenta y un años antes le había ocurrido lo mismo a su abuelo.
En julio de 1958, un muchacho tejano de quince años, Kenneth
Luker, fue alcanzado por un relámpago mientras iba al gallinero de
su casa. Resultó aturdido y sólo le quedó un brazo afectado. Esa
noche, su madre soñó que su hijo moría «partido por un rayo».
Tres semanas más tarde, el sueño fue trágica realidad. Kenneth fue
alcanzado por un rayo y murió, mientras paseaba con su bicicleta
por los alrededores. Otro chico que iba con él, George Allen, no
sufrió daño alguno.
El estallido infernal
marcaba el ataúd de un antiguo oficial de caballería: el mayor R.
Sumerford. Este caso ha sido ampliamente estudiado por Albert A.
Brandt, en la revista americana Fate (abril-mayo, 1952).
Volviendo a las terribles bolas de fuego, basta evocar una tremen-
da jornada de 1871, una noche de horror que convirtió bosques y
praderas de Estados Unidos en un mar en combustión: 24 pobla-
ciones fueron afectadas. La mayor pérdida de vidas se produjo en
Wisconsin, donde el ardiente huracán cobró 1.500 vidas.
Nueve pueblos de cuatro condados fueron completamente arra-
sados por las llamas. Otra desoladora imagen fue la del poblado de
Peshigo. Era una comunidad con varias fábricas y molinos, quince
negocios y hoteles, trescientas cincuenta casas y dos mil habitantes.
Al amanecer siguiente no quedaba un sólo edificio en pie y habían
perecido la mitad de los habitantes. Basta simplemente el relato de
un testigo:
«En un instante una gran nube de fuego apareció en el cielo, des-
de el oeste, y al poco rato cayeron sobre el pueblo grandes lenguas
llameantes: las calles y los edificios se convirtieron en una hoguera.
Todo rugía de modo ensordecedor, con estallidos eléctricos que lle-
naban el aire y paralizaban a los habitantes. En un momento todo
fue un remolino ardiente: un tornado incendiario que dejó en pocos
minutos el lugar convertido en cenizas».
Un fenómeno parecido tuvo lugar en Portugal, donde varias po-
blaciones sufrieron un estallido infernal el 6 de julio de 1949. Nue-
ve hombres fueron quemados por una bola de fuego un día de mayo
de 1938, en Inglaterra, a campo abierto, bajo un cielo sin nubes.
Podrían llenarse páginas y más páginas con ejemplos similares.
Hasta la fecha no existe explicación lógica. Desde «meteoros» hasta
«cohetes perdidos», existieron interminables justificaciones. Nin-
guna convincente. ¿Qué relación hay entre estas bolas ígneas y las
cremaciones espontáneas? Toda o ninguna. Pero volvamos al origen
y repitamos la primera pregunta con mayor fundamento: ¿Esos se-
res que arden espontáneamente son realmente verdaderos suicidas
capaces de controlar psíquicamente un poder tan atroz? ¿Qué o cuál
es el origen de tan terrible destrucción?
Los casos descritos cubren una vasta gama de circunstancias,
incidentes y detalles afines. Desde las incineraciones espontáneas,
hasta las misteriosas bolas de fuego. Admitimos que en algunos de
los casos citados –y en otros que tenemos en carpeta– pueda haber-
se tratado de un mero accidente. Pero hay otros que parecen haber
respondido a un mandato subconsciente de la víctima.
Una de las cuestiones sintomáticas, tras una exhaustiva indaga-
ción de este tipo de sucesos, es que un número considerable de las
víctimas eran alcohólicas. Se sabe que el alcohol es un modo de
evadir la realidad, y en cierta forma una manera lenta de suicidio.
En el momento de morir calcinados, gran número de los pro-
tagonistas estaban drogados o borrachos, a solas y sin el control
habitual, normal, de su propia mente. De este modo, las fuerzas
subconscientes podían actuar libremente sin encontrar ninguna re-
sistencia válida por parte del individuo afectado.
Muchos eran ancianos, de energías ya gastadas y posiblemente
cansados de la vida. Entre ellos había inválidos o seres muy pobres,
residiendo en asilos y carentes de familiares. Obviamente, su modo
de vida era sedentario. La mayoría de las veces se trataba de mujeres.
Sin embargo, habitualmente, los casos de suicidios son más comu-
nes entre los hombres que entre las mujeres.
La energía radiante
Todas las personas –incluso las más normales– alguna vez han pen-
sado en el suicidio. A nivel consciente, el instinto vital (o el miedo a
la muerte) es acentuado y firme. Muchas personas, abrumadas por
conflictos o por enfermedades y sin recursos espirituales acentua-
dos, recurren finalmente al alcohol o a las drogas.
Dos casos –aparentemente suicidios y combustiones simultá-
neas– permiten reflexiones interesantes sobre la cuestión, pues el
cuadro común de las cremaciones aparece perfectamente determi-
nado. En Algiers, poblado de Luisiana (Estados Unidos), el 18 de
septiembre de 1852, la señora Stalios Cousins notó por la tarde que
salía humo del piso superior al suyo. Llamó a los bomberos, quienes
forzaron la puerta y encontraron, ardiendo, el cuerpo de un hom-
bre. Con una manta apagaron las llamas. El teniente Louis Wattig-
ney comentó: «El hombre yacía sobre el piso frente a la puerta y era
una pira. En el cuarto no ardía ningún otro objeto. El individuo
estaba muerto. Ignoro la causa por la cual el fuego era tan intenso.
Podía estar impregnado de alguna especie de aceite. No obstante, no
olía a nada. Es la primera vez que presencio algo semejante».
No se hallaron fósforos ni restos de ellos. El individuo tampoco
fumaba. Las ventanas estaban cerradas. No se localizaron rastros de
lucha, pero había sangre en el piso de la cocina. La víctima –Glen
Denney, de cuarenta y seis años– era un comerciante. La investiga-
ción policial localizó varios problemas del individuo y verificó que
últimamente se había entregado a la bebida. Días antes había sufrido
shocks alcohólicos. Dos días después, el forense anunció que la muerte
se había producido a causa de las quemaduras, pero que las arterias
de un brazo y de las dos muñecas estaban seccionadas. Que todavía
vivía al arder, lo demostraba la gran cantidad de rastros de carbón
localizados en sus pulmones (evidencia de que respiraba). No se dio
a los periodistas indicio alguno sobre los orígenes posibles del fuego.
Un investigador privado presionó considerablemente al forense
y obtuvo la siguiente explicación: Denney se había cortado las venas y
arterias en cinco sitios, había rociado luego su cuerpo con keroseno
y se había incendiado. No se dijo cómo se supo que era keroseno.
Nunca se tomó en cuenta la posibilidad de un crimen. La puer-
ta estaba cerrada por dentro y los bomberos tuvieron que forzarla.
La señora Cousins no había visto a nadie abandonar el edificio.
Indagando, el investigador se preguntó: «¿Cómo un hombre con
las arterias seccionadas pudo hacer todas las maniobras ulteriores?
Si sabía localizar las arterias –signo de conocimientos científicos–
¿para qué el fuego, si la muerte era cosa garantizada en instantes?».
La pérdida del 50 por 100 de la propia sangre causa la muerte in-
mediata. Cinco heridas implicaban un desangramiento veloz. Sólo
se halló sangre en la cocina y no en el trayecto hacia la habitación,
donde se produjo el fuego.
El segundo caso ocurrió el 13 de diciembre de 1959. Billy Peter-
son llevó a su madre a la casa de un tío y volvió al hogar en el con-
dado de Nueva Jersey. Tres cuartos de hora después, un conductor
que pasó frente a su garaje vio que el auto de Peterson (veintisiete
años) despedía un intenso humo. Los bomberos hallaron el cadáver
de Billy tendido en el asiento. Un tubo conectado al tubo de escape
reposaba a su lado. Cara y manos estaban intensamente quemadas.
El fuego había sido lo suficientemente intenso como para derretir
una imagen religiosa de plástico insertada en el tablero. Dictamen:
muerte por intoxicación con monóxido de carbono.
La piel del brazo izquierdo había desaparecido, espalda y piernas
presentaban unas heridas horribles. Lo mismo ocurría con el rostro.
Extrañamente, ninguna zona pilosa había sufrido la desaparición
de los cabellos, que estaban intactos. Tampoco su ropa –incluso la
interior– mostraba daño alguno. El fuego calcinó a Billy Peterson
respetando sus cabellos y sus ropajes. La policía supuso un crimen.
Billy habría sido torturado desnudo, vestido luego y envenenado
con el monóxido del tubo de escape: suicidio aparente. En el hos-
pital, los médicos comentaron: «Es el caso más extraño que hemos
visto aquí. Desafía toda explicación razonable».
Y es aquí donde encaja la teoría del suicidio electrodinámico,
esa energía radiante que consumiría los cuerpos humanos con una
rapidez escalofriante.
Para ello, debemos retroceder en el tiempo. Corría el año 1948
y un famoso astrónomo –Gustaf Stromberg– publicaba un libro
titulado El alma del universo. Considerando que toda materia está
compuesta de átomos, formados a su vez por neutrones, electrones
y protones, y que estas partículas poseen singulares «longitudes de
onda» que determinan un complejo de diferentes frecuencias, has-
ta formar nódulos o puntos de concentración de energía, el citado
científico afirmaba que esta energía vital y nuestra mente estaban en
estrecho contacto.
Stromberg afirmaba que más allá de nuestros sentidos hay una
misteriosa dimensión que ni siquiera adivinamos, y que cada cuer-
po humano está determinado por la energía. Pues bien, mente y
energía vital –continuaba– existen dentro de tal ámbito o dimen-
sión, así como la memoria. ¿Cómo podría mantener la memoria sus
recuerdos si el cerebro se modifica constantemente? –preguntaba el
astrónomo.
Hay aquí –en esa dimensión– un campo de fuerzas autónomo,
ajeno a los átomos, e indestructible.
Escribió: «Nuestras células nerviosas parecen ser puentes que li-
gan nuestro cerebro físico con el mundo en el que está enraizada
nuestra conciencia. Dado que nuestra memoria se halla «grabada»
en este campo de fuerzas, puede ser convocada incluso después de
nuestra muerte».
Por lo tanto, la energía electromagnética (así la denomina Strom-
berg) del hombre puede ser un lazo entre el mundo físico y el impe-
rio invisible que da coherencia a la energía. Una puerta abierta a un
futuro que ni siquiera osamos imaginar.