HALBWACHS Maurice La Memoria Colectiva
HALBWACHS Maurice La Memoria Colectiva
HALBWACHS Maurice La Memoria Colectiva
LA MEMORIA COLECTIVA
Maurice Halbwachs
f*>
Prensas Universitarias de Zaragoza
FICHA CATALOGRÁFICA
HALBWACHS, Maurice
La memoria colectiva / Maurice Halbwachs ; traducción de Inés Sancho-
Arroyo. — Zaragoza : Prensas Universitarias de Zaragoza 2004
192 p. ; 22 cm. — (Clásicos ; 6)
Trad. de: La mémoire collective. — Paris : Presses Universitaires de Fran-
ce, 1968
ISBN 84-7733-715-2
1. Psicología social. 2. Memoria. I. Sancho-Arroyo, Inés, tr. II. Prensas
Universitarias de Zaragoza. III. Título. IV. Serie: Clásicos (Prensas Universita-
rías de Zaragoza) ; 6
159.953:316
316.6
Impreso en España
Imprime: Litocián, S.L.
D.L.: Z-2428-2004
PREFACIO
4 Pero también es muy interesante saber por qué motivo la experiencia (la experien-
cia de los intelectuales) busca en determinados momentos su verdad en una identificación
de la existencia en el lenguaje. Estos cerramientos son los mismos de la experiencia que se
limita y se reduce «a sus mínimos».
10 Prefacio
5 Es posible que la jerga filosófica haya sido una protesta contra la miseria concep-
tual de la filosofía francesa: las críticas de Yvon Belaval y de J.-F. Revel son pertinentes y
están bien fundamentadas.
Prefacio 11
7 Gilíes Deleuze observó con tino que, en Proust, el recuerdo era en primer lugar
una angustia ante aquello que se había perdido y ya no podía ser revivido, aunque fuera en
imágenes: Proust et les signeh(Viesses Universitaires de France).
14 Prefacio
en la intersección entre varias series que se aproximan por azar o por el enfren-
tamiento de los grupos: la memoria no podría ser la base de la conciencia, ya
que no es más que una de las direcciones, una perspectiva posible que~racio-
rializa la' mente. Por lo tanto, nos vemos arrastrados al estudio de los hechos
humanos más simples, como los que se producen en la vida real a lo largo de
múltiples dramatizaciones donde se enfrentan los papeles reales e imaginarios,
las proyecciones utópicas y las construcciones arbitrarias.
A los cruces de los tiempos sociales donde se sitúa el recuerdo, responden los
cruces del espacio, ya se trate del espacio endurecido y «cristalizado» («en toda una
parte de sí mismos, los grupos imitan la. pasividad de la materia inerte»), ya se
trate de las extensiones vacías donde los gruposfijan, provisional o definitivamen-
te, las acontecimientos que corresponden a sus relaciones mutuas con otros grupos.
Religiones, actitudes políticas, organizaciones administrativas llevan con-
sigo dimensiones temporales («históricas») que constituyen proyecciones hacia
el pasado o el futuro y responden a los dinamismos más o menos intensos y
acentuados de los grupos humanos; llevan la marca pasajera de la reciprocidad
de estas construcciones, las murallas de las ciudades, las paredes de las casas, las
calles de las ciudades o los paisajes rurales.
Evidentemente, podemos dudar de la eficacia real de la dicotomía de la
«memoria respecto del espacio» y de la «memoria respecto del tiempo», ya que
la distinción entre «duración» y «espacio» es escolástica, tal como ha demos-
trado la física contemporánea. Al menos, Halbwachs extrae de esta distinción,
como de la que establece entre la «reconstrucción» operada por la memoria his-
tórica y la «reconstitución» de la memoria colectiva, un partido muy útil que
la muerte no le permitió explotar. Llegado a este punto, su pensamiento se
adentraba por una senda que la sociología todavía no había abierto.
En su estado actual, este libro postumo entraña una particularidad que
va más allá de la sociología «clásica», ya que en él encontramos los elementos
de una sociología de la vida cotidiana o, más concretamente, los presupues-
tos que permitirían al análisis sociológico examinar las situaciones concretas
en las que se encuentra implicado el hombre de cada día en la trama de la
vida colectiva}
Pero por muy eficaz que fuera su contribución y por muy valiosa que fuera
su presencia benévola, se notaba que sólo se prestaba a asuntos temporales, que su
reflexión seguía siendo lo principal y que lo mantenía todo y a todos al mar-
gen de la observación desinteresada y la valoración.
Si bien siempre reconoció lo que le debía a Bergson, se plantó también con-
tra él en un efusivo movimiento de defensa. Pretendía ser más erudito que filó-
sofo. Tras superar el examen de oposición mientras trabajaba sobre los Inédits
de Leibniz —que le supuso una estancia de un año en Hannover en 1904—
se preparaba para romper con su formación filosófica y, tal vez, con su disposi-
ción para la metafísica. Tras reflexionar y deliberar, decidió dedicarse a lo que
Comte denominaba la «ciencia última», aquella en la que el objeto es lo más
complejo, un lugar de encuentro entre lo mecánico y lo orgánico, por una parte,
y lo consciente, por otra. Fue a ver a Durkheim, al que aún no conocía; poster-
gando la enseñanza de la filosofía en el instituto, vivió precariamente en París
gracias a una beca de estudios y volvió a la vida de estudiante.
Hizo derecho, aprendió economía política, practicó las matemáticas. Quizás
es esta constante ansia de nuevos conocimientos lo que hizo que su mentalidad
fuera siempre tan joven. También es porque era consciente de tener que abrir, por
su parte, el camino a una ciencia joven donde, según él mismo dice: «no hay un
camino real»; de ahí, que ponga un acento algo combativo a veces, característico
de quienes tienen que construir el método a la vez que descubren el objeto de su
ciencia, como los biólogos del siglo XIX. Durkheim y Simiand—su amigo, y al que
más admiró de todos los sociólogos—fueron sus guías; pero enseguida se abrió su
propio camino, a igual distancia de lo que consideraba demasiado dogmático en
elprimero y demasiado empírico en el segundo. Su metodología y por decirlo de
algún modo, su doctrina, solamente se pueden buscar en sus libros, en sus clases y
en sus numerosos artículos sobre los temas más variados. Nunca las distinguió
explícitamente de las de la Escuelafrancesa,ya que siempre estaba ansioso por rea-
lizar nuevos trabajos, y retenido por una especie de despreocupación por sí mismo,
por su modestia, que fue una de las virtudes de su corazón y de su mente.
ejemplo de análisis perseguido con obstinación, que al final queda abierto. Nos
hace ver a los obreros aisladosfrentea la materia y, por ende, como desintegra-
dos de la sociedad: «La sociedad ha sabido fabricar herramientas para manejar
herramientas, situando fuera de sí misma a toda una clase de hombres dedica-
dos al trabajo material». Si el ideal puede definirse como «la vida social más
intensa», la palabra de clases superiores adquiere todo su sentido. El problema
es, en el caso de los obreros, acceder en la esfera del consumo a una vida social
bastante «complicada e intensa», «participar en todas las necesidades nacidas en
los grupos», crearse «relaciones originales con los demás miembros de las peque-
ñas sociedades», de tal modo que no puedan «deshacerse de toda su personali-
dad cuando vayan a las lugares de trabajo». Así, cuanto más nos acercamos a
la realidad, mejor vemos que la sociedad, lejos de uniformizar a los individuos,
los distingue: a medida que los hombres «multiplican sus relaciones... cada uno
de ellos toma más conciencia de su individualidad».
Tras la ruptura de 1914-1918 (durante la guerra, Halbwachs enseñó en el
liceo de Nancy hasta que la ciudad bombardeada fue evacuada, y después traba-
jó junto con su gran amigo Albert Thomas en la reorganización de la industria
de guerra) se embarcó en la enseñanza superior. Primero en la Facultad de Caen
y, de 1919 a 1935, en la de Estrasburgo, y finalmente en la Sorbona, pudo, cum-
pliendo el deseo de su juventud, asimilar casi por completo sus clases a sus inves-
tigaciones personales. Durante veinticinco años, a través de sus múltiples e
incesantes actividades, entre las que cabe destacar en 1930 un curso impartido en
la Universidad de Chicago, le vemos perseguir el mismo problema de la concien-
cia social, aclarándolo mediante todos sus estudios anejos y profundizando en esta
noción. Si lo social se confunde con lo consciente, debe confundirse también con
la rememoración en todas sus formas. Materia y sociedad se oponen; sociedad y
conciencia, y personalidad se implican; por lo tanto, con mayor razón, sociedad
y memoria. Retomando las términos de Leibniz, Materia est mens momentá-
nea, comprendió que el obrero representa a la mente presa en la materia, inmo-
vilizada en el presente perpetuo del gesto simplificado y monótono del trabajo
mecanizado, o, por antífrasis, racionalizada. Les cadres sociaux de la mémoire,
publicados en 1925, se sitúan, como podemos ver, en el centro de su obra y cons-
tituyen sin duda la porción más duradera. En ninguna parte se ha visto ningún
observador másfielde la vida social concreta y cotidiana, en ninguna parte se ha
4 Por ejemplo, en 1930, Les causes du suicide; en 1942, La topographie légendaire des
Evangiles en Terre sainte, etc.
22 Introducción. Maurice Halbtuachs (1877-1945)
visto analista más penetrante, llegando a veces hasta la sutileza; cuando releemos
todo lo que escribió sobre la nobleza, la propiedad, la relación entre generaciones,
la función de los ancianos como guardias del pasado, el papel de los nombres de
pila en el idioma y las relaciones humanas. Nadie ha comprendido ni ha dado a
entender mejor la continuidad social (la idea rectora, según Comte), es decir, este
encadenamiento temporal, propio de la conciencia común, que, en forma de tra-
dición y culto alpasado, de previsiones y proyectos, condiciona y suscita, en cada
sociedad, el orden y el progreso humanos. A pesar de alguna expresión equívoca,
nos hace comprender profundamente que no es el propio individuo ni ninguna
entidad social la que recuerda, sino que nadie puede acordarse efectivamente de
que, en la sociedad, la presencia o la evocación y por lo tanto, mediante el soco-
rro de los demás o de sus obras, nuestros primeros recuerdos y, por lo tanto, la
trama de todos los demás los trae y mantiene seguramente la familia. «Un hom-
bre que recuerda sólo aquello que los demás no recuerdan se parece a alguien que
ve lo que los demás no ven» (p. 228 de la versión francesa).
El texto aquí publicado, extraído de los papeles que dejó Halbwachs, nos
ofrece los fragmentos de la gran obra que pretendía elaborar con el tiempo, lo
que confirma bastante que las relaciones de la memoria y de la sociedad se
habían convertido efectivamente en el centro y el término de su pensamiento.
Esta obra fue perseguida a través de la tormenta de la última guerra que afec-
tó a los suyos con tanta insistencia y crueldad. En julio de 1944, quedó rota
por la brutal tragedia que conocemos: su arresto por la Gestapo, tras el arresto
de uno de sus hijos, y en marzo de 1945, su muerte en el campo de Buchen-
wald. Evocando el recuerdo de Frédéric Rauh,5 que fue su maestro durante
varios meses y que se convirtió en su amigo, decía que «la mayor virtud del
filósofo es quizás su intrepidez intelectual». Esta virtud implicaba, para Mau-
rice Halbwachs, el desprecio de las habilidades y la indiferencia ante los ardi-
des de la vida social. Es la parte socrática que hay a todas luces en todos
los verdaderos servidores de la mente. Podrá parecer simbólico que uno de los
hombres que más se empeñó en definir la noción de hombre como persona dis-
tinta de las cosas, lo cual supone la condena radical de la herramienta huma-
na, del material humano, sufriera el infierno de un campo de concentración
donde tanto la sociedad como el individuo se ven negados y anulados.
J. Michel ALEXANDRE
Confrontaciones
produjeran. Seguro que hubo un día en que fui por primera vez al institu-
to, un día en que entré por primera vez en una clase, en primero, en segun-
do de bachillerato, etc. Sin embargo, aunque podamos localizar este hecho
en el tiempo y en el espacio, incluso aunque mis padres y amigos me lo con-
tasen con pelos y señales, me encuentro ante un dato abstracto al que me
resulta imposible asociar ningún recuerdo vivo: no me acuerdo de nada. Y
no reconozco tampoco el lugar por el que pasé sin duda una o varias veces,
la persona a la que seguramente conocí. Y, sin embargo, ahí están los testi-
gos. ¿Es que su papel es totalmente accesorio y complementario, que me sir-
ven sin duda para precisar y completar mis recuerdos, a condición de que
éstos reaparezcan antes, es decir, que estén conservados en mi mente? Pero
nada de esto debe extrañarnos. No basta con que haya asistido o participa-
do en una escena de la que otros hombres eran espectadores o actores, para
que, más tarde, cuando la evoquen ante mí, cuando recompongan pieza a
pieza la imagen en mi mente, de repente esta construcción artificial se anime
y tome la forma de algo vivo, y que la imagen se transforme en recuerdo.
Muchas veces, es cierto que estas imágenes que nos impone nuestro entor-
no modifican la impresión que hayamos podido conservar de un hecho anti-
guo o de una persona que conociéramos en el pasado. Es posible que estas
imágenes reproduzcan de manera inexacta el pasado, y que el elemento o la
parcela del recuerdo, que antes se encontraba en nuestra mente, las expresen
de manera más exacta: a los recuerdos reales se añade así una masa compac-
ta de recuerdos ficticios. En cambio, es posible que los testimonios de los
demás sean exactos y que corrijan y reparen nuestro recuerdo, a la vez que
se incorporan a él. En uno y otro caso, si las imágenes se funden de manera
tan estrecha con los recuerdos, y si parecen adoptar su sustancia, es porque
nuestra memoria no era como una tabla rasa, y porque nos sentíamos capa-
ces, por nuestras propias fuerzas, de percibir ahí, como en un espejo borro-
so, algunos rasgos y contornos (quizás ilusorios) que nos reflejaban la
imagen del pasado. Del mismo modo que hay que introducir un germen en
un medio saturado para que cristalice, en este conjunto de testimonios aje-
nos a nosotros, hay que aportar una especie de semilla de la rememoración,
para que arraigue en una masa consistente de recuerdos. Si, en cambio, esta
escena parece no haber dejado, como suele decirse, ni rastro en nuestra
memoria, es decir, si debido a la ausencia de estos testigos nos sentimos
totalmente incapaces de reconstruir cualquier parte, quienes nos la describan
podrán reconstruir una imagen viva, pero nunca será un recuerdo.
El olvido por desvinculación de un grupo 29
mismo profesor. Las nociones que éste les haya comunicado llevan su hue-
lla: muchas veces, cuando vuelvan a pensar en ello, a través de esta noción y
más allá de ella, percibirán al profesor que se la ha enseñado, y a sus com-
pañeros de clase que la recibieron a la vez que ellos. En el caso del maestro,
será totalmente distinto. Cuando estaba en su clase, ejercía su función: ahora
bien, el aspecto técnico de su actividad no guarda relación con una clase más
que con otra. De hecho, mientras un profesor vuelve a dar de un año a otro
la misma clase, cada uno de estos cursos de enseñanza no se opone tan cla-
ramente a todos los demás como se distinguen para los alumnos cada uno
de los cursos escolares. Su enseñanza, sus exhortaciones, sus reprimendas, e
incluso sus muestras de simpatía por uno u otro, sus gestos, su acento, inclu-
so sus bromas, son nuevos para los alumnos, pero para él no son más que
una serie de actos y formas de ser habituales, normales en su profesión. Nada
de esto puede formar un conjunto de recuerdos que se asocien a una clase
más que a otra. No existe ningún grupo duradero, del que el profesor siga
formando parte, en el que haya tenido ocasión de volver a pensar, y desde
cuyo punto de vista pueda volver a colocarse, para recordar con él el pasado.
Pero sucede lo mismo con todos los casos en que otros reconstruyen
por nosotros hechos que hemos vivido con ellos, sin que tengamos la sen-
sación del deja vu. Entre estos hechos, quienes han estado implicados y
nosotros mismos, hay discontinuidad, ya no sólo porque el grupo dentro
del cual los percibíamos entonces ya no existe materialmente, sino tam-
bién porque ya no hemos pensado en él, y no tenemos ningún modo de
reconstruir su imagen. Cada uno de los miembros de esta sociedad se defi-
nía ante nosotros por el lugar que ocupaba entre los demás, y no por sus
relaciones con otros entornos, que nosotros ignorábamos. Todos los
recuerdos que podían nacer en el interior de la clase se basaban unos en
otros y no en recuerdos exteriores. La duración de dicha memoria se limi-
taba a la fuerza, por lo tanto, a la duración del grupo. Ahora bien, si sigue
habiendo testigos, por ejemplo, antiguos alumnos que recuerdan y pueden
tratar de recordarle a su profesor aquello de lo que él no se acuerda, es por-
que dentro de la clase, con algunos compañeros, o bien fuera de la clase,
con sus padres, formaban pequeñas comunidades más estrechas, o en todo
caso más duraderas, y porque los acontecimientos de la clase interesaban
también a estas sociedades más reducidas, tenían su repercusión en ellas y
dejaban marca. Pero el profesor estaba al margen, o al menos, si los miem-
bros de estas sociedades lo incluían, él no sabía nada.
El olvido por desvinculación de un grupo 31
la facultad general para relacionarse con los grupos de los que se compo-
ne la sociedad. En tal caso, uno se desprende de uno o varios de ellos y sólo
de aquéllos. Todo el conjunto de recuerdos que tenemos en común con
ellos desaparece bruscamente. Olvidar un periodo de la propia vida es per-
der contacto con aquellos que nos rodeaban entonces. Olvidar un idioma
extranjero es no ser ya capaz de comprender a quienes se dirigían a noso-
tros en dicho idioma, ya fuesen personas vivas y presentes o autores cuyas
obras leíamos. Cuando nos fijábamos en ellos, adoptábamos una actitud
concreta, al igual que ante cualquier ser humano. No depende de nosotros
que adoptemos esta actitud y nos fijemos en dicho grupo. Ahora podre-
mos encontrarnos con alguien que nos garantizará que hemos aprendido
bien este idioma y, hojeando nuestros libros y cuadernos, encontrar en
cada página pruebas fehacientes de que hemos traducido ese mismo texto
y sabíamos aplicar esas reglas. Nada de todo esto bastará para restablecer
el contacto interrumpido entre nosotros y todos aquellos que se expresan
o han escrito en ese idioma. Lo que ocurre es que ya no tenemos suficien-
te capacidad de atención para mantener la relación a la vez con ese grupo
y con otros con los que, sin duda, nos relacionamos más estrecha y recien-
temente. De hecho, no podemos extrañarnos de que estos recuerdos se
anulen todos a la vez y por sí solos, pues forman un sistema independien-
te, ya que son los recuerdos de un mismo grupo, asociados unos a otros y
basados en cierto modo unos en otros, y este grupo se disringue clara-
mente de todos los demás, aunque podamos estar, a la vez, en todos éstos
y fuera de aquél. De un modo menos brusco y, quizás, menos brutal,
cuando no hay problemas patológicos concretos, nos alejamos y nos aisla-
mos poco a poco de determinados entornos que no nos olvidan, de los que
sólo conservamos un vago recuerdo. Podemos incluso definir en términos
generales los grupos con los que hemos tenido un vínculo. Pero ya no nos
interesan, porque en el momento actual todo nos distancia de ellos.
no y los distintos incidentes del viaje. Pero, al mismo tiempo, nuestras refle-
xiones seguían un curso del que ellos quedaban al margen. Llevábamos con
nosotros, efectivamente, sentimientos e ideas que tenían su origen en otros
grupos, reales o imaginarios: nos entrevistábamos interiormente con otras
personas; recorriendo este país, lo poblábamos con el pensamiento de otros
seres: un determinado lugar, una determinada circunstancia adquirían a
nuestros ojos un valor que no podían tener para quienes nos acompañaban.
Más tarde, quizás nos encontremos con uno de ellos y mencionará particula-
ridades de este viaje del que se acuerda y del que deberíamos acordarnos, si
hubiéramos mantenido la relación con quienes lo hicieron con nosotros, y
que, entre ellos, han comentado a menudo después. Pero hemos olvidado
todo lo que él evoca y se esfuerza en vano en hacernos recordar. En cambio,
nos acordaremos de lo que sentíamos nosotros entonces al margen de los
demás, como si este tipo de recuerdo hubiera quedado marcado con más
fuerza en nuestra memoria porque sólo nos concernía a nosotros. Así, en este
caso, por una parte los testimonios de los demás no podrán recomponer
nuestro recuerdo abolido; y por otra, nos acordaremos, aparentemente sin el
apoyo de los demás, de impresiones que no habíamos comunicado a nadie.
¿Quiere esto decir que la memoria individual, por oposición a la memo-
ria colectiva, es una condición necesaria y suficiente de la rememoración y
del reconocimiento de los recuerdos? De ninguna manera. Ya que, si este pri-
mer recuerdo se ha anulado, si no podemos volver a encontrarlo, es porque
hace ya mucho tiempo que no formamos parte del grupo en cuya memoria
seguía vivo. Para que nuestra memoria se ayude de la de los demás, no basta
con que éstos nos aporten sus testimonios: además, hace falta que no haya
dejado de coincidir con sus memorias y que haya bastantes puntos en común
entre una y otras para que el recuerdo que nos traen pueda reconstruirse
sobre una base común. Para obtener un recuerdo, no basta con reconstruir
pieza a pieza la imagen de un hecho pasado. Esta reconstrucción debe reali-
zarse a partir de datos o nociones comunes que se encuentran en nuestra
mente al igual que en la de los demás, porque pasan sin cesar de éstos a aqué-
lla y viceversa, lo cual sólo es posible si han formado parte y siguen forman-
do parte de una misma sociedad. Sólo así puede entenderse que un recuerdo
pueda reconocerse y reconstruirse a la vez. ¿Qué me importa que los demás
sigan estando dominados por un sentimiento que experimenté con ellos en
su momento, y que ya no experimento? No puedo despertarlo en mí, ya que
hace mucho que no tengo nada en común con mis antiguos compañeros. No
La necesidad de una comunidad afectiva 35
Si este análisis es exacto, el resultado al que nos conduce tal vez per-
mita responder a la objeción más seria y, de hecho, más natural a la que
nos exponemos cuando afirmamos que uno sólo recuerda a condición de
situarse en el punto de vista de uno o varios grupos y volver a colocarse en
una o varias corrientes de pensamiento colectivo.
Nos admitirán quizá que muchos recuerdos reaparecen porque los
demás nos los recuerdan; nos admitirán incluso que, cuando estos hombres
no estén físicamente presentes, podemos hablar de memoria colectiva cuan-
do evocamos un hecho que ocupaba un lugar en la vida de nuestro grupo
y que hemos planteado o planteamos ahora en el momento en que lo recor-
damos, desde el punto de vista de este grupo. Tenemos todo el derecho a
pedir que se nos reconozca este segundo punto, ya que esta actitud mental
sólo es posible en un hombre que forma o ha formado parte de una socie-
dad y porque, al menos, a distancia, todavía experimenta su impulso. Basta
con que para poder pensar en un objeto tengamos que estar inmersos en el
contexto de un grupo, para que la condición de este pensamiento sea evi-
dentemente la existencia del grupo. Por este motivo, cuando un hombre
vuelve a casa sin que le acompañe nadie, sin duda durante un tiempo «ha
estado solo», según el lenguaje común. Pero sólo lo ha estado en aparien-
cia, ya que incluso en este intervalo, sus pensamientos y sus actos se expli-
Sobre la posibilidad de una memoria estrictamente individual 37
uno y otro. El grupo del que el niño, a esta edad, forma parte más estre-
chamente, y que no deja de rodearlo, es la familia. Pero, en este caso, el
niño ha salido de él. No sólo no ve ya a sus padres, sino que puede parecer
que ya no los tiene en mente. En todo caso, no intervienen en absoluto en
la historia, ya que ni siquiera serán informados de ella ni le concederán sufi-
ciente importancia como para recordarla y contársela más tarde a quien fue
su héroe. ¿Pero es suficiente para que podamos decir que estaba realmente
solo? ¿Es cierto que la novedad y la viveza de esta impresión, una penosa
impresión de abandono, una impresión extraña de sorpresa ante lo inespe-
rado y lo desconocido, expliquen que su pensamiento se haya alejado de sus
padres? ¿El motivo por el que se encontró de repente desamparado no es
más bien porque era un niño, es decir, un ser que mantiene un vínculo más
estrecho con el adulto en la red de sentimientos y pensamientos domésti-
cos? Pero entonces pensaba en los suyos y sólo estaba solo en apariencia.
Poco importa en la medida en que no recuerda el momento y el lugar exac-
tos en que se encontraba y no puede basarse en ningún marco temporal ni
espacial. Es el pensamiento de la familia ausente lo que constituye el marco,
y, tal como dice Blondel, el niño no necesita «recomponer el entorno de su
recuerdo», ya que el recuerdo se presenta en este entorno. No debe extra-
ñarnos que el niño no se haya dado cuenta, que su atención no se centra-
se, en aquel momento, en este aspecto de su pensamiento, y que más tarde,
cuando el hombre recuerda este suceso de su infancia, no se diese cuenta
tampoco. Una «corriente de pensamiento» social es normalmente tan invi-
sible como la atmósfera que respiramos. Sólo reconocemos su existencia en
la vida normal, cuando nos resistimos a ella, pero un niño que llama a los
suyos y necesita su ayuda, no se resiste a ellos.
narlo. Sé también que, bajo esta forma y con este marco, no podrían habér-
melo sugerido ni mis amigos ni mis padres, en los que pensaba en el
momento al que me remito ahora mediante la memoria. ¿No es ésta una
especie de resto de impresión que escapa al pensamiento y a la memoria de
unos y otros, y que sólo existe para mí?
En el primer plano de la memoria de un grupo se descomponen los
recuerdos de los acontecimientos y experiencias que se refieren a la mayo-
ría de sus miembros, y que resultan de la propia vida o de las relaciones con
los grupos más cercanos, que más a menudo están en contacto con él. Por
lo que respecta a aquellos que se refieren a un número muy reducido y en
ocasiones a uno solo de sus miembros, aunque estén incluidos en su memo-
ria, ya que, al menos en parte, se han producido dentro de sus límites,
pasan a un segundo plano. Dos seres pueden sentirse muy unidos y poner
en común todos sus pensamientos. Si, en determinados momentos, su vida
se desarrolla en medios distintos, aunque mediante cartas, descripciones o
relatos en persona puedan darse a conocer las circunstancias en que se
encontraban cuando ya no estaban en contacto, se tendrían que identificar
para que todo lo que no conocían del otro quedase reabsorbido en su pen-
samiento común. Cuando Mademoiselle de Lespinasse escribe al conde de
Guibert, puede hacerle entender más o menos lo que siente lejos de él, pero
en sociedades y ambientes mundanos que conoce, porque él se relaciona
con ellos. Él puede ver a su amante, como puede verse ella a sí misma,
situándose desde el punto de vista de estos hombres y mujeres que ignoran
toda su vida novelesca, y puede también verla a ella, como se ve ella misma,
desde el punto de vista del grupo oculto y cerrado que forman ellos dos.
Sin embargo, está lejos, y sin que él lo sepa, en la sociedad que frecuenta,
pueden producirse muchos cambios que en sus cartas no quedan suficien-
temente reflejados, de tal modo que desconoce y siempre desconocerá
muchas de sus disposiciones en presencia de estos medios mundanos: no
basta con que la ame como lo hace para adivinarlas.
Un grupo entra normalmente en relación con otros grupos. Existen
muchos hechos que son el resultado de contactos parecidos, y muchas
nociones que no tienen otro origen. A veces, estas relaciones o estos con-
tactos son permanentes, o bien se repiten con bastante frecuencia y se pro-
longan durante bastante tiempo. Por ejemplo, cuando una familia vive
durante mucho tiempo en la misma ciudad, o cerca de los mismos ami-
46 Memoria colectiva y memoria individual
esperar que varios sistemas de ondas, en los medios sociales donde nos des-
plazamos materialmente o con el pensamiento, se crucen de nuevo, y hagan
vibrar del mismo modo que antes la grabadora que es nuestra conciencia
individual. Pero aquí se da el mismo tipo de causalidad, y no podría ser sino
la misma de antes. La sucesión de recuerdos, incluso los más personales, se
explica siempre por los cambios que se producen en nuestras relaciones con
los distintos medios colectivos, es decir, en definitiva, por las transforma-
ciones de estos medios, considerando cada uno aparte y en su conjunto.
Diremos que resulta extraño que estados que presentan una unidad
indivisible tan sorprendente como nuestros recuerdos más personales,
resulten de la fusión de tantos elementos dispares y separados. En primer
lugar, en la reflexión, esta unidad se resuelve bien mediante una multipli-
cidad. Se ha dicho a veces que, al profundizar en un estado de conciencia
verdaderamente personal, encontramos todo el contenido de la mente
considerado desde un punto de vista determinado. Pero, por contenido de
la mente, hay que entender todos los elementos que marcan sus relaciones
con los diversos medios. Un estado personal muestra así la complejidad de
la combinación de la que ha salido. En cuanto a su unidad aparente, se
explica por una ilusión bastante natural. Hay filósofos que han demostra-
do que el sentimiento de libertad se explica por la multiplicidad de series
causales que se combinan para producir una acción.
A cada una de estas influencias, concebimos que pueda oponerse otra
influencia determinada, y entonces creemos que nuestro acto es indepen-
diente de todas estas influencias, ya que no depende en exclusiva de ningu-
na de ellas, y no nos damos cuenta de que en realidad es el resultado de todas
ellas en su conjunto, y que está siempre dominado por la ley de la causali-
dad. Aquí también, como el recuerdo reaparece como consecuencia de varias
series de pensamientos colectivos enmarañados, y no podemos atribuirlo
exclusivamente a ninguno de ellos, nos imaginamos que es independiente de
él, y oponemos la unidad de éste a la multiplicidad de aquéllos. Es como si
suponemos que un objeto pesado, suspendido en el aire por muchos hilos
finos y entrecruzados, queda suspendido en el vacío, sosteniéndose solo.
CAPÍTULO II
MEMORIA COLECTIVA
Y MEMORIA HISTÓRICA
mente a los testigos. Para mí, son nociones, símbolos; se me presentan bajo
una forma más o menos popular; puedo imaginármelos; me resulta total-
mente imposible acordarme de ellos. Una parte de mi personalidad está
implicada en el grupo, de tal modo que nada de lo que se ha producido,
en la medida en que yo formo parte de él, nada de lo que le preocupó y
transformó antes de que yo entrase en él, me es completamente ajeno. Pero
si quisiese reconstituir íntegramente el recuerdo de dicho acontecimiento,
tendría que juntar todas las reproducciones deformadas y parciales de que
es objeto entre todos los miembros del grupo. Y a la inversa, mis recuer-
dos personales son sólo míos, están sólo en mí.
Si el medio social pasado sólo nos llegase a través de dichas notas his-
tóricas, si la memoria colectiva, de manera más general, sólo contuviese
fechas y definiciones o reseñas arbitrarias de hechos, nos parecería muy
exterior. En nuestras vastísimas sociedades nacionales, muchas existencias
se desarrollan sin contacto con los intereses comunes de gran parte de la
población que lee los periódicos y presta cierta atención a los asuntos públi-
cos. Aunque no nos aislamos hasta tal punto, hay muchas temporadas en
las que, absorbidos por la sucesión de los días, ya no sabemos «qué pasa».
Más tarde, quizás se nos ocurra agrupar los acontecimientos públicos más
destacados en torno a una parte determinada de nuestra vida. ¿Qué pasó en
el mundo y en mi país en 1877, cuando nací? Fue el año del 16 de mayo,
en que la situación política se transformaba de una semana para otra, cuan-
do estaba naciendo realmente la República. El Gobierno De Broglie estaba
en el poder. Gambetta declaraba aquello de «someterse o dimitir». En ese
momento muere el pintor Courbet. Es también entonces cuando Víctor
Hugo publica el segundo volumen de su Leyenda de los siglos. En París,
están terminando el bulevar Saint-Germain, y empiezan a perforar la ave-
nida de la République. En Europa, toda la atención se centra en la guerra
de Rusia contra Turquía. El bajá Osmán, tras una larga y heroica defensa,
debe entregar Plevna. Así, voy recomponiendo un marco, muy amplio, en
el que me siento especialmente perdido. En este momento, me he visto
envuelto en la corriente de la vida nacional, pero apenas me he sentido
arrastrado por ella. Era como un viajero en un barco. Ambas orillas pasan
ante sus ojos; la travesía se enmarca bien en este paisaje, pero supongamos
que esté absorto en alguna reflexión, o le distraigan sus compañeros de
viaje: sólo se fijará en lo que ocurre en la orilla de vez en cuando. Más tarde
podrá recordar la travesía sin pensar demasiado en los detalles del paisaje, y
podrá seguir perfectamente el itinerario en un mapa; de este modo, quizás
encuentre algunos recuerdos olvidados y precise otros. Pero entre la zona
atravesada y el viajero no habrá habido un contacto real.
ocurrió, ya que sólo lo sé por los libros. Pero, a diferencia de otras épocas,
ésa vive en mi memoria, ya que estuve en ella, y toda una parte de mis
recuerdos de entonces no es más que su reflejo.
Así, aunque se trate de recuerdos de la infancia, es mejor no distin-
guir una memoria personal, que reproduciría tal cual nuestras impresiones
del pasado, que no nos haría salir del círculo estrecho de nuestra familia, del
colegio y de los amigos, y otra memoria que denominaríamos histórica,
donde sólo se incluirían los acontecimientos nacionales que no pudimos
conocer entonces, ya que por una entraríamos en un medio en el que
nuestra vida se desarrollaba ya, sin ser conscientes de ello, mientras que la
otra no nos pondría en contacto más que con nosotros mismos, o con un
yo ampliado hasta los límites del grupo que encierra el mundo del niño.
Nuestra memoria no se basa en la historia aprendida, sino en la historia
vivida. Así pues, por historia hay que entender, no una sucesión cronoló-
gica de hechos y fechas, sino todo aquello que hace que un periodo se dis-
tinga de los demás, del cual los libros y los relatos nos ofrecen en general
una representación muy esquemática e incompleta.
Se nos reprochará el despojar esa forma de la memoria colectiva que
sería la historia de este carácter personal, de esta precisión abstracta y de esta
relativa simplicidad que hace de ella precisamente un marco en el que
podría basarse nuestra memoria individual. Si nos limitamos a las impre-
siones que han dejado en nosotros dichos acontecimientos o la actitud de
nuestros padres ante aquellos hechos que tengan después cierta importan-
cia histórica, ya sea simplemente las costumbres o las formas de hablar y
actuar en una época, ¿en qué se distinguen de todo lo que ocupa nuestra
vida infantil y que no quedará reflejado en la memoria nacional? ¿Cómo
podría el niño asignar valores distintos a las sucesivas partes del cuadro que
despliega la vida ante él? ¿Por qué iban a sorprenderle los hechos o los ras-
gos que captan la atención de los adultos por disponer éstos, en el tiempo y
el espacio, de muchos términos de comparación? Una guerra, un motín,
una ceremonia nacional, una fiesta popular, un nuevo medio de locomo-
ción o las obras que transforman las calles de una ciudad, pueden verse
desde dos puntos de vista. Son hechos únicos en su especie, por los que se
modifica la existencia de un grupo. Pero, por otra parte, se resuelven en una
serie de imágenes que atraviesan las conciencias individuales. Si sólo se retie-
nen estas imágenes en la mente de un niño, podrán contrastar con las demás
Su interpenetración real (la historia contemporánea) 61
cindible que los recuerdos individuales estén ahí de antes. Si no, nuestra
memoria funcionaría en vacío. Así es como hubo seguramente un día en
que, por primera vez, conocí a tal amigo o, como dice Blondel, hubo un
primer día en que fui al instituto. Esta es una noción histórica; pero si no
he guardado interiormente un recuerdo personal de este primer encuentro
o de este primer día, esta noción seguirá en el aire, este marco seguirá
vacío, y no me acordaré de nada. Así de evidente puede parecer que hay,
en todo acto de memoria, un elemento específico, que es la existencia
misma de una conciencia individual capaz de bastarse por sí misma.
Pero ¿podemos distinguir realmente con precisión, por una parte, una
memoria sin marcos, que no disponga para clasificar los propios recuerdos
más que de palabras del lenguaje y de algunas nociones tomadas de la vida
práctica, y por otra parte, de otro marco histórico o colectivo, sin memo-
ria, es decir, que no esté construido, reconstruido ni conservado en las
memorias individuales? No lo creemos. En cuanto el niño pasa la etapa de
la vida puramente sensible, en cuanto se interesa por el significado de las
imágenes y cuadros que percibe, podemos decir que piensa en común con
los demás, y que su pensamiento es compartido entre la multitud de
impresiones personales y diversas corrientes de pensamiento colectivo. Ya
no se encierra en sí mismo, ya que su pensamiento controla ahora pensa-
mientos totalmente nuevos, donde sabe bien que no es el único en pasear
su mirada; pero, sin embargo, no ha salido de él, y, para abrirse a estas
series de pensamientos comunes a los miembros de su grupo, no está obli-
gado a vaciar su mente, ya que por algún aspecto y en alguna relación,
estas nuevas preocupaciones centradas en el exterior interesan siempre a lo
que denominamos aquí el hombre interior, es decir, que no son totalmen-
te ajenas a nuestra vida personal.
que se apoyaba rodeando sus hombros con los brazos. Iba sin chaqueta, y
tenía la camisa y el pantalón de nanquín o blanco llenos de sangre. Aún
puedo verlo. En la parte inferior de la espalda, más o menos a la altura
del ombligo, tenía una herida de donde brotaba a borbotones la sangre...
Volví a ver a este desgraciado en todas las plantas de la escalera de la casa
Périer (donde le hicieron subir hasta el sexto piso). Este recuerdo, como
es natural, es el que más claramente conservo de aquella época» (Vida de
Henri Brulard). De hecho, es una imagen, pero se sitúa en el centro de un
cuadro, de una escena popular y revolucionaria a la que Stendhal asistió
como espectador. Más tarde, debió de oír a menudo el relato, sobre todo
cuando este motín aparecía como el comienzo de un periodo político
muy agitado y de decisiva importancia. En todo caso, aunque en ese
momento ignorase que este día tendría un lugar en la historia de Greno-
ble al menos, la animación inusual de la calle, los gestos y comentarios de
sus padres le bastaron para entender que aquel acontecimiento sobrepa-
saba el círculo de su familia o de su barrio. Asimismo, otro día de aque-
lla época, se ve a sí mismo en la biblioteca, escuchando a su abuelo en una
sala llena de gente. «Pero ¿por qué hay tanta gente? ¿Qué pasa? Es lo que
la imagen no cuenta. No es más que una imagen» (ibídem). ¿Habría con-
servado el recuerdo de todos modos, si no se hubiese situado, como el día
de las Tejas, en un marco de preocupaciones que tuvo que conocer duran-
te este periodo, a través de las cuales emprendía ya el camino de un pen-
samiento colectivo más amplio?
Recuerdo (es uno de mis recuerdos más antiguos) que delante de nues-
tra casa, en la calle Gay-Lussac, en el actual emplazamiento del Instituto
Oceanógrafico, junto a un convento, había un pequeño palacete, de donde
bajaron unos rusos. Los veíamos con su gorro de piel y borreguillo, sentados
ante la puerta, veíamos a sus mujeres y a sus hijos. Es posible que a pesar de
lo extraño de sus costumbres y tipos, no los hubiera observado durante tanto
tiempo si no hubiera visto que los transeúntes se detenían y que mis propios
padres se asomaban al balcón para mirarlos. Eran de Siberia, les habían mor-
dido unos lobos que tenían la rabia, y se habían instalado durante un tiem-
po en París, cerca de la calle de Ulm y de la Escuela de Magisterio, para que
los cuidase Pasteur. Era la primera vez que oía este nombre, y también fue
entonces cuando me enteré de que había genios que descubrían cosas. De
hecho, no sé hasta qué punto entendía lo que oía decir sobre este tema. A lo
mejor no lo entendí hasta más tarde. Pero no creo que hubiera conservado
tan claramente este recuerdo si, cuando percibí esta imagen, mi pensamien-
to no hubiera estado ya orientado hacia nuevos horizontes, hacia regiones
desconocidas donde me sentía cada vez menos aislado.
Estas ocasiones en las que, tras un cambio en el contexto social, ante
el niño se entreabre el estrecho círculo que le encerraba, este tipo de reve-
laciones a través de escapadas repentinas a una vida política, nacional, a
cuyo nivel no se sitúa normalmente, son bastante escasas. Cuando se mez-
cle en las conversaciones serias de los adultos, cuando lea los periódicos,
tendrá la sensación de descubrir una tierra desconocida. Pero no será la pri-
mera vez que tome contacto con un entorno más amplio que su familia o
el reducido grupo de sus amigos y los amigos de sus padres. Los padres tie-
nen sus intereses, y los niños tienen otros, y existen muchos motivos para
no traspasar el límite que separa estas dos zonas de pensamiento. Pero el
niño está también en relación con una categoría de adultos cuya habitual
simplicidad de pensamiento le resulta cercana. Son, por ejemplo, las per-
sonas del servicio doméstico. Con ellos, el niño habla de buen grado y se
resarce de la reserva y el silencio al que le condenan sus padres con todo lo
que no es «propio de su edad». A veces, los empleados domésticos hablan
libremente delante del niño o con él, y éste les comprende porque a menu-
do se expresan como niños mayores. Casi todo lo que he sabido y he podido
entender sobre la guerra de 1870, la Comuna, el Segundo Imperio o la
República, me lo ha contado una vieja asistenta, llena de supersticiones y
prejuicios, que aceptaba sin discutir el cuadro de estos hechos y estos regí-
El vínculo vivo de las generaciones 65
¿Qué servicio podrían prestarnos unos marcos que sólo subsisten en forma
de nociones históricas, impersonales y desnudas? Los grupos, en cuyo seno
se elaboraron antiguamente unas ideas y una mentalidad que reinaron
durante cierto tiempo en toda la sociedad, retroceden enseguida y dejan
espacio a otras que sujetan, en su momento, durante cierto tiempo, el
cetro de las costumbres y moldean la opinión según unos nuevos mode-
los. Podríamos creer que el mundo al que nos hemos asomado con nues-
tros ancianos abuelos se ha desnudado de repente. Dado que, del tiempo
intermedio entre éste, muy anterior a nuestro nacimiento, y la época en la
que los intereses nacionales contemporáneos inundarán nuestra mente, no
nos queda ningún recuerdo que trascienda el círculo familiar, todo sucede
como si hubiera habido una interrupción, durante la cual el mundo de las
personas mayores se hubiera borrado lentamente, mientras que el cuadro
se cubría de nuevos personajes. Consideremos, no obstante, que quizás no
haya un entorno, ni un estado de pensamientos o sensibilidades de anta-
ño, del que queden restos, e incluso sólo restos, es decir, todo lo necesario
para recrearlo temporalmente.
Así, muchas veces me ha parecido percibir las últimas vibraciones del
romanticismo en el grupo que formé y volví a formar varias veces con mis
abuelos. Por romanticismo entiendo no sólo un movimiento artístico y
literario, sino un tipo concreto de sensibilidad que no se confunde en
absoluto con las disposiciones de las almas sensibles de finales del siglo
XVIII, pero que tampoco se distingue de él con demasiada claridad, y que
se disipó en parte con la frivolidad del Segundo Imperio, pero subsistía sin
duda con más tenacidad en las provincias que estaban algo alejadas (de
hecho, es ahí donde encontré sus últimos vestigios). Ahora bien, es per-
fectamente lícito reconstruir este medio y recomponer alrededor de noso-
tros esta atmósfera, concretamente a través de los libros, grabados y
cuadros. No se trata sobre todo de los grandes poetas y de sus obras más
importantes. Estos producen en nosotros, sin duda, una impresión total-
mente distinta de la que producen en los contemporáneos. Hemos descu-
bierto muchas cosas en ellas. Pero están las revistas de la época y toda esta
literatura «de las familias», donde este tipo de mentalidad que lo invadía
todo y se manifestaba de todas las formas, se encuentra en cierto modo
encerrada. Al hojear estas páginas, nos parece ver aún a los familiares
ancianos que tenían los gestos, las expresiones, la actitudes y las costum-
bres que reproducían los grabados, nos parece oír sus voces y encontrar las
68 Memoria colectiva y memoria histórica
Recuerdos reconstruidos
recuerdos más personales. Este pasado vivido, mucho más que el pasado
aprendido por la historia escrita, es aquél en el que podrá basarse más tarde
su memoria. Aunque al principio no distinguiese este marco y los estados
de conciencia que se producían en él, es cierto que, poco a poco, en su
mente se irá produciendo la separación entre su pequeño mundo interno
y la sociedad que le rodea. Pero, a partir del momento en que estos dos
tipos de elementos hayan estado estrechamente unidos, y se le hayan mos-
trado como parte de su yo infantil, no podemos decir que, más tarde,
todos aquellos que corresponden al medio social se le vayan a presentar
como un marco artificial y abstracto. En este sentido, la historia vivida se
distingue de la historia escrita: tiene todo lo que necesita para constituir
un marco vivo y natural en el que puede basarse un pensamiento para con-
servar y recuperar la imagen de su pasado.
Pero tenemos que ir más lejos. A medida que el niño crece, sobre todo
cuando se hace adulto, participa con mayor claridad y reflexión en la vida
y el pensamiento de estos grupos de los que formaba parte antes, sin darse
demasiada cuenta. ¿Cómo no iba a cambiar la idea que se hace de su pasa-
do? ¿Cómo no iban a repercutir en sus recuerdos las nociones nuevas que
adquiera, nociones de hechos, reflexiones e ideas? Lo hemos repetido en
numerosas ocasiones: el recuerdo es, en gran medida, una reconstrucción
del pasado con la ayuda de datos tomados del presente, y preparada de
hecho con otras reconstrucciones realizadas en épocas anteriores, por las
que la imagen del pasado se ha visto ya muy alterada. Bien es cierto que si
nos pusiésemos en contacto directo con alguna de nuestras impresiones
antiguas mediante la memoria, el recuerdo se distinguiría, por definición,
de estas ideas más o menos precisas que nuestra reflexión, ayudada por los
relatos, los testimonios y las confidencias de los demás, nos permite hacer-
nos una idea de cómo debió de ser nuestro pasado. Pero, aunque algunos
recuerdos se pueden evocar de una forma igual de directa, los casos en que
procedemos de este modo no se pueden distinguir de aquellos en los
que nos imaginamos lo que ocurrió. Podemos denominar recuerdos a
muchas representaciones que se basan, al menos en parte, en testimonios
y razonamientos. Pero, en tal caso, la parte social o histórica que hay en la
memoria de nuestro propio pasado, es mucho más amplia de lo que pen-
sábamos. Ya que, desde la infancia y gracias al contacto con los adultos,
hemos adquirido muchos modos de reencontrar y precisar muchos recuer-
dos que, de otro modo, habríamos olvidado total o parcialmente.
72 Memoria colectiva y memoria histórica
En este caso, sin duda, nos vemos ante una objeción ya mencionada
que merece ser examinada con detenimiento. ¿Basta con reconstruir la
noción histórica de un acontecimiento que seguramente se ha producido,
aunque no conservemos ninguna impresión de él, para componer un
recuerdo con todas las piezas? Por ejemplo, sé, porque me lo han dicho y
si lo pienso me parece cierto, que un día fui al instituto por primera vez.
Sin embargo, no tengo ningún recuerdo personal directo de este hecho.
Posiblemente sea porque fui tantos días seguidos al mismo instituto que
todos estos recuerdos se han mejfclado. Quizás también, como ese primer
día estaba emocionado: «No tengo, dice Stendhal, ninguna memoria de las
épocas o los momentos en los que sentí intensamente» (Vida de Henri Bru-
Ltrd). ¿Basta con que recomponga el marco histórico de este hecho para
poder decir que he recreado su recuerdo?
Seguramente, si no tenía realmente ningún recuerdo de este hecho, y
si me limitaba a la noción histórica a la que me reducen, se desprendería
la consecuencia lógica: un marco vacío no puede rellenarse solo, lo que
intervendría es el saber abstracto, no la memoria. Pero, sin acordarnos de
un día, podemos acordarnos de un periodo, y no es exactamente cierto
que el recuerdo del periodo sea sencillamente la suma de los recuerdos
de varios días. A medida que los hechos se alejan, tenemos la costumbre de
recordarlos a modo de conjuntos, de los que a veces se despegan algunos,
pero abarcan muchos otros elementos, sin que podamos distinguirlos unos
de otrtós, ni enumerarlos exhaustivamente. Así, como he estado sucesiva-
mente en varios colegios, internados e institutos, y he entrado cada año en
una clase nueva, tengo un recuerdo general de todos estos primeros días
de clase, que incluyen el día concreto en que entré por primera vez en un
instituto. Por lo tanto, no puedo decir que recuerde este primer día de
clase, pero tampoco puedo decir que no lo recuerde. Por otra parte, la
noción histórica de mi entrada en el instituto no es abstracta. En primer
lugar, antes leí varios relatos, reales o ficticios, donde se describen las
impresiones de un niño que entra por primera vez en una clase. Es muy
probable que, cuando los leí, mi recuerdo personal de impresiones pareci-
das se fundiera con la descripción del libro. Recuerdo estas descripciones,
y quizás sea en ellas donde se conserva y de donde extraigo sin saberlo todo
lo que queda de mi impresión, así trasladada. Sea como fuere, la idea
engrosada de este modo, ya no es un simple esquema carente de conteni-
do. Cabe añadir que, del instituto en que entré la primera vez, conozco y
Recuerdos mezclados 73
Recuerdos mezclados
Esto implica una doble condición: por una parte, que mis propios
recuerdos, tal como eran antes de que entrase en estos grupos, no estuvieran
igual de claros en todas sus facetas, como si hasta ahora no los hubiéramos
percibido y comprendido completamente; por otra parte, que los recuer-
dos de estos grupos no carezcan de relación con los acontecimientos que
formaron mi pasado.
Recuerdos mezclados 75
general de las sociedades, subsisten. Pero los grupos de hombres que cons-
tituyen un mismo grupo en dos periodos sucesivos son como dos troncos
que están en contacto por sus extremidades opuestas, pero que no se unen
de otro modo, ni forman realmente un mismo cuerpo.
Es indudable que desde el principio, en la sucesión de las generacio-
nes, no vemos razón suficiente para que en un momento dado, más que
en otros, se interrumpa su continuidad, ya que el número de nacimientos
no varía en modo alguno de un año para otro, aunque la sociedad reúna a
estos «hijos/hilos»* que se obtienen haciéndolos deslizar uno sobre otro, de
forma que se escalonen regularmente, una serie de fibras animales o vege-
tales, o más bien, un tejido que es el resultado del cruce de todos estos
hilos. Cierto es que el tejido de algodón o seda se divide, y que las líneas
divisorias corresponden al final de un motivo o de un dibujo. ¿Sucede lo
mismo con la sucesión de generaciones?
La historia, que se sitúa fuera de los grupos y por encima de ellos, no
duda en introducir en el curso de los hechos divisiones simples, cuyo lugar
se fija de una vez para siempre. Al hacerlo, no obedece a ninguna necesidad
didáctica de esquematización. Parece que ve cada periodo como un todo,
independiente en gran parte del que le precede y del que le sigue, porque
tiene una obra, buena, mala o indistinta que cumplir. Mientras esta obra
no estuviera terminada, mientras estas situaciones nacionales, políticas, reli-
giosas, no hubieran desarrollado en absoluto todas las consecuencias que
encerraban a pesar de las diferencias de edad, tanto los jóvenes como los
mayores se encerrarían en el mismo horizonte. Aunque esté terminada,
aunque se ofrezcan o impongan nuevas tareas, a partir de este momento, las
generaciones que vengan se encontrarán en una vertiente distinta de
las anteriores. Hay varios rezagados. Pero los jóvenes se llevan también con-
sigo una parte de los adultos más mayores, que aceleran el paso como si
temieran «perder el tren». En cambio, aquellos que están entre dos vertien-
tes, aunque estén muy cerca de la línea que las separa, no se ven mejor, se
ignoran tanto unos a otros como si estuvieran más abajo, unos sobre una
pendiente, y otros sobre la otra, es decir, más lejos en el pasado, en puntos
más alejados uno de otro, sobre la línea sinuosa del tiempo.
* Halbwachs juega con la palabra fils, que en francés es polisémica y significa tanto
'hijos' como 'hilos'. [N. de la T.]
Oposición final entre la memoria colectiva y la historia 83
Con frecuencia, nos sentimos molestos por el paso del tiempo, ya sea
porque se nos haga largo un periodo de tiempo corto (cuando nos impa-
cientamos, nos aburrimos o tenemos ganas de terminar una tarea ingrata
o de superar alguna prueba física o moral), ya sea porque, al contrario, se
haga corto un periodo de tiempo relativamente largo, cuando tenemos
prisa y nos apremian para hacer algo, ya se trate de trabajo, placer, o, sim-
plemente del paso de la infancia a la juventud, del nacimiento a la muer-
te. Unas veces nos gustaría que el tiempo pasase más rápido, y otras que se
ralentizase o detuviese. Si hemos de resignarnos es, evidentemente, en pri-
mer lugar, porque la sucesión del tiempo, su rapidez y su ritmo, sólo es el
orden necesario en el que se encadenan los fenómenos de la naturaleza
material y el organismo. Pero también, y quizás sobre todo, porque las
divisiones temporales, la duración de las partes fijadas, son el resultado de
convenciones y costumbres, que expresan el orden inevitable en que se
suceden las diversas fases de la vida social. Durkheim observó que un indi-
viduo aislado podría si acaso ignorar el paso del tiempo, y verse incapaz de
medir su duración, pero que la vida en sociedad implica que todos los
hombres coinciden en aceptar el tiempo y las duraciones, y conocen per-
90 La memoria colectiva y el tiempo
fectamente las convenciones al respecto. Por este motivo, existe una repre-
sentación colectiva del tiempo; se adapta sin duda a los grandes hechos de
la astronomía y la física terrestre, pero a estos marcos generales de la socie-
dad se superponen otros que coinciden sobre todo con las condiciones y
las costumbres de grupos humanos concretos. Incluso cabe decir: las
fechas y divisiones astronómicas del tiempo están cubiertas de divisiones
sociales de tal modo que desaparecen progresivamente y la naturaleza deja
cada vez más a la sociedad que sea ella quien organice el tiempo.
Por lo demás, sean cuales sean las divisiones temporales, los hombres
se adaptan bastante bien a ellas, ya que en general son tradicionales y cada
año, cada día se presenta con la misma estructura temporal que las ante-
riores, como si todas ellas fueran los frutos que crecen en un mismo árbol.
No podemos quejarnos de que se nos impida seguir nuestras costumbres.
La molestia que sufrimos es totalmente distinta. En primer lugar, nos pesa
la uniformidad. El tiempo se divide del mismo modo para todos los
miembros de la sociedad. Ahora bien, puede desagradarnos que, todos
los domingos, la ciudad parezca desocupada, que las calles se vacíen o se
llenen con un público que no es el habitual, que el espectáculo que haya
fuera nos invite a no hacer nada o nos distraiga cuando estamos concen-
trados en nuestro trabajo. Cuando mucha gente, entornos o barrios hacen
de la noche el día o cuando aquellos que pueden van a buscar el calor del
sur en pleno invierno, ¿es para protestar contra le ley común? Evidente-
mente, la necesidad de diferenciarse de los demás en cuanto a la forma de
dividir y ajustar el propio tiempo se haría más patente si no estuviéramos
obligados a someternos a la disciplina social en nuestras ocupaciones y dis-
tracciones. Si quiero ir a mi despacho, no puedo ir cuando se interrumpe
la actividad laboral, cuando no están los empleados. La división del traba-
jo social arrastra a todos los hombres en una misma cadena mecánica de
actividad: cuanto más progresa, más nos obliga a ser exactos. Si quiero
asistir a un concierto o a una obra de teatro, o no quiero hacer esperar a
los comensales de una cena a la que estoy invitado o perder un tren, he de
llegar a la hora. Por lo tanto, estoy obligado a organizar mis actividades
según el paso de las agujas del reloj, o según el ritmo adoptado por los
demás, que no tiene en cuenta mis preferencias, ser avaro con mi tiempo
y no perderlo, porque si lo hiciera podría echar a perder algunas de las
oportunidades y ventajas que me ofrece la vida en sociedad. Pero lo más
penoso es que me siento obligado, constantemente, a considerar la vida y
La duración pura (individual) y el «tiempo común» según Bergson 91
sucesión de los días, de los pasos que cortan nuestra marcha, etc.), un indi-
viduo aislado sería capaz de obtener la noción de un tiempo mensurable por
sus propias fuerzas y con sólo los datos de su propia experiencia.
Pero, en torno a determinados objetos, nuestro pensamiento se
encuentra también con el de los demás; en todo caso, es en el espacio
donde me imagino la existencia sensible de aquellos con los que me rela-
ciono, de viva voz o por gestos, en un momento dado. También se produ-
cirían cortes tanto en mi duración como en la suya, pero tenderían a
ampliarse a las duraciones o a las conciencias de los demás hombres, de
todos aquellos que se encuentran en el universo. Ahora bien, entre estos
momentos sucesivos y comunes cuyo recuerdo suponemos que guardare-
mos, podremos imaginar que se desarrolla una especie de tiempo vacío, un
envoltorio común de las duraciones vividas, como dicen los psicólogos,
por las conciencias personales. Dado que los hombres convienen en medir
el tiempo, mediante determinados movimientos que se producen en la
naturaleza, como el de los astros, o que creamos y regulamos de manera
artificial, como en nuestros relojes, no podríamos encontrar, en la sucesión
de nuestros estados de conciencia, suficientes puntos de referencia defini-
dos que pudieran ser válidos para todas las conciencias. El carácter perso-
nal de las duraciones individuales es, efectivamente, que tienen un
contenido distinto, aunque el curso de sus estados es más o menos rápido
de una a otra y también, en cada una, en distintos periodos. Hay horas
bajas y días vacíos, mientras que en otros momentos, cuando los aconte-
cimientos se precipitan o nuestra reflexión se acelera, o nos encontramos
en un estado de exaltación o agitación afectiva, tenemos la impresión de
haber vivido años en tan sólo unas horas o unos días. Pero lo mismo suce-
de cuando comparamos varias conciencias en un mismo momento. Para
una mente despierta, inquieta y atenta, ¿cuántos habrá que sólo se sientan
excepcionalmente estimulados por algún acontecimiento exterior, cuyo
tren ordinario es lento y monótono porque su interés sólo se centra, e
incluso sin demasiada fuerza, en unos pocos objetos? Quizás sea un desin-
terés creciente, un debilitamiento progresivo de las facultades afectivas,
que explica que a medida que nos hacemos mayores el ritmo de vida inte-
rior se ralentiza, y que, mientras que el día de un niño está lleno de impre-
siones y observaciones multiplicadas, e incluye, en este sentido, muchos
momentos, al cabo de los años, el contenido de un día, si tenemos en
cuenta sólo el contenido real, lo que ha llamado nuestra atención y nos ha
La duración pura (individual) y el «tiempo común» según Bergson 93
demos la fecha exacta, hay todo un marco de datos temporales a los que
se asocia este recuerdo en cierto modo: tal acontecimiento se produjo
antes o después de la guerra, de niño, de joven, en la edad adulta, en la
madurez; con un amigo de mi edad, en una estación determinada o cuan-
do preparaba un trabajo determinado. Gracias a una serie de reflexiones de
este tipo, toma cuerpo y se completa un recuerdo. De hecho, aunque siga
habiendo incertidumbre sobre la época en que se produjo ese hecho, al
menos no es en otras épocas en que se sitúan otros recuerdos: éste es otro
modo de ubicarlo. Por lo demás, el ejemplo de un viaje quizás no sea el
más adecuado, porque puede constituir un hecho aislado sin demasiada
relación con el resto de mi vida. Por lo tanto, como veremos, lo que inter-
viene es menos el tiempo que el contexto espacial. Pero si se trata de un
hecho de mi vida familiar o profesional o que se produjo en uno de los
grupos a los que se refiere mi pensamiento con mayor frecuencia, quizá sea
el marco temporal el que mejor me ayude a recordarlo. Lo mismo ocurre
con un número determinado de hechos por venir que se están preparando
en el presente: lo que me recuerda una cita es muchas veces la época en la
que la fijé; lo que me recuerda que veré a un pariente, un amigo, que debe-
ré realizar una tarea, una gestión, o que me concederé una distracción es
la fecha en que deben cumplirse todos estos hechos. También sucede que
no recomponemos el marco temporal hasta que reaparece el recuerdo, o
que para encontrar la fecha de un hecho, estemos obligados a examinar
con detalle todas las partes. E incluso, dado que el recuerdo conserva las
huellas del periodo al que se refiere, es posible que sólo lo hayamos recor-
dado porque hayamos entrevisto estas huellas, y hayamos pensado en el
momento en que se produjo este hecho. La localización, aproximada y
muy vaga al principio, se precisa a continuación cuando el recuerdo ya está
ahí. Asimismo, en muchos casos, al recorrer con el pensamiento el marco
temporal, volvemos a encontrar la imagen del hecho pasado: pero, para
ello, el tiempo ha de ser adecuado para enmarcar los recuerdos.
Por muy natural que pueda parecer esta extensión, hemos de pregun-
tarnos si es realmente legítima, y qué significado puede tener para noso-
tros un tiempo del que no conservan ningún recuerdo los, pueblos, ni
siquiera los más antiguos que conocénTos. Sin duda, siempre podemos
razonar por analogía. Podemos suponer, por ejemplo, que el planeta Marte
está y siempre ha estado habitado. Ahora bien, ¿diríamos que estos habi-
tantes han vivido en el mismo tiempo que las poblaciones terrestres cuya
historia conocemos? Para que esta propuesta tenga un sentido bien defini-
do, habría que suponer también que los habitantes de este planeta pudie-
ran comunicarse con nosotros por algún medio, al menos por intervalos,
de modo que ellos y nosotros hubiésemos entrado en contacto, y que
nosotros hubiéramos conocido algo de su vida y su historia, y ellos de la
nuestra. Si no es así, todo sucederá como en el caso de dos conciencias
totalmente cerradas una a otra, cuyas duraciones no se cruzan nunca.
¿Cómo podemos entonces hablar de un tiempo común a las dos?
104 La memoria colectiva y el tiempo
Pero hemos de ir más lejos y atenernos a los hechos del pasado cuya
fecha pudieron fijar los historiadores, al menos de manera aproximada, y
reconstituir el orden de sucesión, preguntarnos si el cuadro que han defi-
nido, indicando los que se produjeron a la vez en países y regiones distan-
tes, nos permite concluir que representa la realidad de un tiempo universal
en los límites de la historia. Se suele hablar de tiempos históricos, como si
hubiera varios, y quizás ello designe periodos sucesivos, más o menos ale-
jados del presente. Pero podemos dar otro sentido a esta expresión, como
si hubiera varias historias, algunas de las cuales empezasen antes y otras
más tarde, pero que fueran distintas. Un historiador puede situarse fuera
y por encima de estas evoluciones paralelas, y observarlas como los diver-
sos aspectos de una historia universal. Pero sentimos que, en muchos
casos, e incluso quizás en la mayoría de los casos, la unidad que obtene-
_ mos es totalmente artificial, porque acercamos también hechos que no han
tenido ninguna incidencia unos sobre otros y pueblos que no se fundían,
ni siquiera temporalmente, en un pensamiento común.
Tenemos ante nosotros la Chronologie universelle de Dreyss, publica-
da en París en 1858, en que, desde los tiempos más remotos, se indican
año a año los hechos destacados que se produjeron en un número deter-
minado de regiones. Pasamos por el primer periodo, desde la creación del
mundo hasta el diluvio. Después de todo, la tradición del diluvio, en con-
creto, la encontramos en muchos pueblos. Quizás corresponda al recuer-
do confuso de un origen común, y merezca en este sentido figurar al
principio de un cuadro sincrónico de los destinos de las naciones. A con-
tinuación, hasta Jesucristo, e incluso hasta el siglo v después de Cristo, el
autor se limita a descomponer la historia de Grecia y la historia de Roma,
la historia de los judíos, la historia de Egipto, y a yuxtaponer estos frag-
mentos. Ésta no es más que una pequeña parte del mundo. Al menos, se
trata de regiones bastante cercanas unas a otras, por haber sufrido todas, a
menudo, la repercusión de las conmociones que se producían en una de
ellas. Entre estas ciudades o grupos de ciudades, que formaban conjuntos
semicerrados, circulaban las ideas y se propagaban las noticias. En 1858, e
incluso antes, el horizonte histórico, por lo que respecta al pasado, se
amplió sin duda, y hubiera sido posible hacer un hueco a muchas regiones
en este antiguo marco cronológico. Sin embargo, el cuadro que se nos pre-
senta da quizás, a pesar de sus limitaciones, una imagen más cercana a la
realidad. Nos presenta un conjunto de pueblos cuyos destinos estaban
El «tiempo universal» y los tiempos históricos 105
en común, siempre tiene lugar por separación de uno o varios grupos más
amplios y antiguos. Es natural que en estas nuevas formaciones encontre-
mos rasgos de las comunidades de las que proceden, y que muchas nocio-
nes elaboradas en ellas pasen a las otras: la división del tiempo sería una de
estas tradiciones, que además no podríamos ignorar, ya que no hay ningún
grupo que no necesite distinguir y reconocer las distintas partes de su
duración. Así es como en los nombres de los días de la semana y los meses
encontramos muchos vestigios de creencias y tradiciones desaparecidas,
por eso fechamos siempre los años a partir del nacimiento de Cristo, por
eso las viejas ideas religiosas sobre la virtud del número 12 tienen su ori-
gen en la división actual del día en horas, minutos y segundos.
Sin embargo, no por el hecho de que subsistan estas divisiones, exis-
te un tiempo social único, ya que a pesar de su origen común, han adop-
tado un significado muy distinto en los distintos grupos. No es ya sólo
porque, como hemos demostrado, la necesidad de exactitud al respecto
varíe de una sociedad a otra, sino porque, en primer lugar, como se trata
de aplicar estas divisiones a series de hechos o procedimientos que no son
los mismos en varios grupos, y terminan y vuelven a empezar a intervalos
que no se corresponden de una sociedad a otra, podemos decir que con-
tamos el tiempo a partir de fechas distintas en una y otra. El año escolar
no empieza el mismo día que el año religioso. En el año religioso, el ani-
versario del nacimiento de Cristo y el aniversario de su muerte y su resu-
rrección determinan las divisiones esenciales del año cristiano. El año laico
comienza el 1 de enero, pero, según las profesiones y los tipos de activi-
dad, presenta divisiones muy distintas. Las del año de los campesinos se
regulan según el curso de las tareas agrícolas, determinado a su vez por la
alternancia de las estaciones. El año industrial o comercial se descompone
en periodos en los que se trabaja a pleno rendimiento, en que llegan los
pedidos, y otros en que la actividad se ralentiza o detiene: es más, tampo-
co son los mismos en todos los comercios y en todas las industrias. El año
militar se cuenta, o bien partiendo de la fecha de incorporación en el sen-
tido directo o bien según lo que se denomina la clase, según el intervalo
que le separe de él, es decir, en sentido inverso, quizás porque esta mono-
tonía de los días hace que este periodo se acerque más al tiempo homogé-
neo en que, para medirlo, se puede elegir por convenio el sentido deseado.
Así que hay tantos orígenes de tiempos distintos como grupos existen. No
hay ninguno que se imponga a todos los grupos.
112 La memoria colectiva y el tiempo
que los intervalos de interrupción estén tan vacíos como la noche y que la
representación del tiempo desaparezca en ellos también por completo. Sería
muy difícil decir en estos grupos dónde empieza el día y dónde termina, y
en todo caso no empezaría en el mismo momento para todos los grupos.
De hecho, hemos visto, sin embargo, que hay una correspondencia
bastante exacta entre todos estos tiempos, aunque no podamos decir que
se adaptan uno a otro por una convención establecida entre los grupos.
Todos dividen el tiempo en general de la misma manera porque todos han
heredado una misma tradición. Esta división tradicional del tiempo coin-
cide, de hecho, con el curso de la naturaleza, y no hay que extrañarse,
puesto que ha sido establecida por hombres que observaban el curso de los
astros y el curso del sol. Como la vida de todos los grupos se desarrolla en
las mismas condiciones astronómicas, todos pueden comprobar que el
ritmo del tiempo social y la alternancia de los fenómenos de la naturaleza
se adaptan bien uno a otro. No es menos cierto que, de un grupo a otro,
las divisiones temporales que coinciden no son las mismas y, en todo caso,
no tienen el mismo sentido. Todo sucede como si un mismo péndulo
comunicase su movimiento a todas las partes del cuerpo social. Pero, en
realidad, no hay un único calendario, externo a los grupos y al que se remi-
tan todos. Hay tantos calendarios como sociedades distintas, ya que las
divisiones del tiempo se expresan tan pronto en términos religiosos (cada
día está dedicado a un santo), como en términos comerciales (días de ven-
cimiento, etc.). Poco importa que aquí o allá se hable de días, meses, años.
Un grupo no podría utilizar el calendario de otro. El comerciante no vive
en el ámbito religioso, por lo que no puede encontrar en él puntos de refe-
rencia. Si antaño sucedía de otro modo, si las ferias y mercados se cele-
braban en días dedicados por la religión o si el vencimiento de una deuda
se fijaba en la festividad de San Juan, en la Candelaria, etc., era porque el
grupo económico aún no se había desvinculado de la sociedad religiosa.
Su impermeabilidad
así uno en otro. El hecho de que dos grupos se funden es indudable, pero
entonces nace una nueva conciencia, cuyo alcance y contenido no son los
mismos que antes. O bien esta fusión sólo es aparente si a continuación
ambos grupos se separan y vuelven a ser iguales que antes en lo básico.
Un pueblo que conquista a otro puede asimilarse a él: pero entonces se
convierte en otro pueblo, o al menos entra en una nueva fase de su exis-
tencia. Si no se asimila a él, cada uno de estos dos pueblos guarda su pro-
pia conciencia nacional y reacciona de forma distinta ante los mismos
hechos. Pero sucede lo mismo en un mismo país, con la sociedad religio-
sa y la sociedad política. Si el Estado se subordina a la Iglesia, si le con-
fiere su mentalidad, la Iglesia se convierte en un órgano del Estado y
pierde su naturaleza de sociedad religiosa, y la corriente de pensamiento
religioso se reduce a una pequeña red en aquella parte de la Iglesia que no
se resigna a desaparecer. Cuando la Iglesia y el Estado están separados, un
mismo hecho, por ejemplo, la Reforma, las almas religiosas y la mente de
los dirigentes políticos se la representarán de manera distinta, y estarán
ligadas de manera natural a los pensamientos y las tradiciones de ambos
grupos, sin confundirse.
Del mismo modo, si la publicación de las Lettres provinciales marca
una fecha en la historia de la literatura y en la vida de Port-Royal, no nos
imaginamos que ese año, la corriente de pensamiento literario y la corrien-
te religiosa jansenista se confundieran. Sabemos perfectamente que Pascal
no reconcilió a M. de Sacy con Montaigne, que los jansenistas no dejaron
de condenar la concupiscencia del espíritu, que para ellos Pascal no era
más que un instrumento de Dios, y que quizás concedían más importan-
cia al milagro de la Santa Espina del que se benefició en su familia que a
su actividad como escritor. Cuando Sainte-Beuve nos dibuja el retrato de
quienes entraron en Port-Royal, observamos claramente el desdoblamien-
to de su persona: son los mismos hombres; pero ¿son las mismas figuras,
aquellas cuyo recuerdo guardó el mundo y aquellas que se impusieron a la
memoria de los jansenistas, todo el brillo del intelecto, del talento apaga-
do, de modo que la conversión marcaba un final en una sociedad y un
comienzo en la otra, como si hubiera dos fechas que no tuviesen lugar en
el mismo momento? Cuando se trata de un hecho como éste, un movi-
miento moral, ciertamente la cuestión se complica un poco. Es posible,
por ejemplo, que el grupo religioso y una familia determinada se vean
afectados del mismo modo porque la familia es muy religiosa.
116 La memoria colectiva y el tiempo
Pero ¿por qué íbamos a imaginar que todos estos antiguos recuerdos
están ahí, ordenados cronológicamente, como si nos estuviesen esperando?
Si, para remontarnos al pasado, tuviésemos que guiarnos por estas imáge-
nes, totalmente distintas unas de otras, cada una de las cuales correspon-
de a un hecho que sólo se ha producido una vez, aunque la mente sólo las
pasase por encima a grandes zancadas, no se limitaría ni siquiera a rozar-
las, sino que desfilarían una a una ante nuestra mirada. En realidad, la
mente no pasa revista a todas estas imágenes, y de hecho nada indica que
subsistan. En el tiempo, en un tiempo que es el de un grupo determina-
do, donde trata de encontrar en lugar de recomponer el recuerdo, y preci-
samente en el tiempo, es donde se apoya. El tiempo puede desempeñar
este papel, y puede hacerlo sólo en la medida en que nos lo representamos
como un entorno continuo que no ha cambiado y que permanece hoy
igual que ayer, de tal modo que podemos encontrar el ayer en el hoy. El
hecho de que el tiempo pueda permanecer en cierto modo inmóvil a lo
largo de una duración bastante prolongada, es la consecuencia de que sirve
de marco común al pensamiento de un grupo, que no cambia de natura-
leza en sí durante este periodo, que conserva más o menos la misma
estructura y centra su atención en los mismos objetos. Mientras mi pen-
120 La memoria colectiva y el tiempo
servar el sentido y el alcance que tienen para mí, aunque estas personali-
dades se transformasen y fuesen sustituidas por otras parecidas pero, al fin
y al cabo, distintas. Esto es lo que representa el elemento estable y perma-
nente del grupo, y lejos de encontrarlo a partir de sus miembros, recons-
truyo las figuras de éstos a partir de este elemento. Por lo tanto, si pienso
en mi amigo, es porque me sitúo en una corriente de ideas que teníamos
en común, que para mí subsiste aunque mi amigo no esté ahí, o no pueda
volver a verme en el futuro, aunque para ello deben conservarse a mi alre-
dedor las condiciones que me permiten situarme ahí. Ahora bien, se con-
servan, ya que estas preocupaciones no eran ajenas a nuestros amigos
comunes, y me he encontrado y me sigo encontrando con personas que se
parecen a mi amigo, al menos en este aspecto, en quienes encuentro el
mismo carácter y los mismos pensamientos, como si hubiesen sido miem-
bros virtuales del mismo grupo.
Supongamos que en las relaciones entre dos o más personas falte este
elemento de pensamiento común impersonal. Dos seres se aman con una
pasión absolutamente egoísta, de modo que el pensamiento de cada uno
esté totalmente acaparado por el otro. Pueden decir: le amo porque es él o
porque es ella... Aquí no hay sustitución posible. Pero una vez que desa-
parece la pasión, no quedará ninguno de los lazos que los unía, y entonces
o bien se olvidarán o bien mantendrán un recuerdo tenue y descolorido
del otro. ¿En qué se basarían para que cada uno recordase al otro como lo
veía? A veces, sin embargo, si el recuerdo permanece a pesar del aleja-
miento, a pesar de la muerte, es porque además del vínculo personal, había
un pensamiento común, el sentimiento del paso del tiempo, la visión de
los objetos circundantes, la naturaleza, algún tema de meditación: es el ele-
mento estable que transformaba la unión de dos seres con una base sim-
plemente afectiva en una sociedad, y es el pensamiento que queda del
grupo y evoca el acercamiento pasado, y que salva del olvido la imagen de
la persona. ¿Podría Auguste Comte haber evocado a Clotilde de Vaux y
haberla visto casi con sus propios ojos, si su amor no hubiera tomado el
rumbo de una unión espiritual, si no lo hubiese situado en la religión de
la humanidad? Así es como recordamos a nuestros padres, sin duda por-
que les queremos, pero sobre todo porque son nuestros padres. Dos ami-
gos no se olvidan, porque la amistad supone una afinidad de pensamientos
y varias preocupaciones comunes.
122 La memoria colectiva y el tiempo
que todavía no tenían conciencia del entorno en que se movían sus padres.
¿Se reduce entonces la memoria del grupo familiar a diversas series de
recuerdos individuales, parecidos en todo aquel periodo en que corres-
ponden a las mismas circunstancias, pero que, cuando nos remontamos en
dicho periodo, se interrumpen más o menos arriba? Así, en una familia,
¿hay tantas memorias y visiones de un mismo grupo como miembros tiene
la familia, a pesar de extenderse en tiempos desiguales? No, en la vida de
este grupo reconocemos más bien transformaciones características.
Desde la boda hasta el momento en que los niños nacen y son capaces
de recordar, ha podido pasar tiempo. Pero ese o esos años están llenos de
acontecimientos, aunque en apariencia no pase nada. En ese momento, se
descubren no sólo los caracteres personales de ambos esposos, sino también
todo lo que tienen de sus padres, de los entornos en que vivieron hasta
entonces; para que un grupo nuevo se base en estos elementos, hace falta
toda una serie de esfuerzos en común a través de muchas sorpresas, resis-
tencias, conflictos, sacrificios, pero también acuerdos espontáneos y
encuentros, asentimientos, palabras de aliento, descubrimientos hechos
juntos en el mundo de la naturaleza y de la sociedad. Es el tiempo dedica-
do a establecer los cimientos del edificio, un. tiempo más pintoresco y agi-
tado que los largos intervalos en que se terminará la casa: sobre las obras
hay una animación, un impulso unánime, sobre todo porque es un
comienzo. Más tarde, habrá que regular las obras en función de lo que ya
se haya hecho, de lo que somos responsables y estamos orgullosos, alinear-
nos con los edificios vecinos, tener en cuenta las exigencias y preferencias
de quienes habitarán la casa y que no siempre tenemos en cuenta, lo cual
es motivo de no pocos contratiempos, tiempo perdido, trabajo deshecho y
rehecho... Pero también nos veremos expuestos a detener el entorno de tra-
bajo por una u otra razón. Hay casas inacabadas, obras que esperan duran-
te mucho tiempo a ser reanudadas. Pendent opera interrupta. También es
engorroso volver a trabajar al mismo lugar día tras día. En la actividad de
quienes terminan un edificio, muchas veces hay más inquietud que alegría.
Una obra de demolición evoca siempre en cierto modo la naturaleza, y los
obreros que cavan los cimientos parecen pioneros. ¿Cómo no iba a estar
llena de los pensamientos más intensos y con mayor vocación de duración
el periodo en el que sentamos las bases de un grupo nuevo? En más de una
sociedad así es como sobrevive el espíritu de los fundadores, por corto que
haya podido ser el tiempo dedicado a la cimentación.
124 La memoria colectiva y el tiempo
otro, pero que lo característico de la memoria es, al contrario, que nos obli-
ga a detenernos, a apartarnos momentáneamente de este flujo y, si no a
remontar la corriente, al menos a tomar un atajo, como si a lo largo de esta
serie continua se presentasen diversos puntos donde se abriesen bifurca-
ciones. Sin duda, el pensamiento aún está activo en la memoria: se despla-
za, está en movimiento. Pero lo que es digno de mención, es que entonces,
y sólo entonces, podemos decir que se desplaza y se mueve en el tiempo.
¿Cómo podríamos, sin la memoria y fuera de los momentos en que recor-
damos, tener conciencia de estar en el tiempo y transportarlo a través de su
duración? Cuando nos dejamos absorber por las impresiones, cuando las
seguimos a medida que aparecen y desaparecen, nos confundimos sin duda
con un momento de la duración, y con otro: pero ¿cómo nos podemos
representar el tiempo en sí, es decir, el marco temporal que abarca a la vez
este momento y muchos otros? Podemos estar en el tiempo, en el presen-
te, que es una parte del tiempo, y sin embargo, no ser capaces de pensar en
el tiempo, transportarnos con el pensamiento al pasado cercano o lejano.
En otras palabras, de la corriente de las impresiones hay que distinguir las
corrientes de pensamiento propiamente dicho o de la memoria: la prime-
ra está estrechamente ligada a nuestro cuerpo, no nos hace salir de noso-
tros en absoluto, pero no nos abre ninguna perspectiva sobre el pasado; los
segundos tienen su propio origen y la mayor parte de su curso en el pen-
samiento de los diversos grupos con los que nos relacionamos.
De hecho, las formas de los objetos que nos rodean tienen este signi-
ficado. No nos equivocábamos al decir que están alrededor de nosotros
como una sociedad muda e inmóvil. Aunque no hablen, les comprende-
mos, ya que tienen un sentido que desciframos de manera familiar. Son
inmóviles en apariencia, ya que las preferencias y costumbres sociales se
transforman, y, si nos cansamos de un mueble o de una habitación, es como
si los propios objetos envejeciesen. Es cierto que, durante periodos de tiem-
El grupo en su marco espacial. La influencia del entorno material 133
Si entre las casas, las calles y los grupos de habitantes, no hubiera más
que una relación accidental y de corta duración, los hombres podrían des-
truir sus casas, su barrio, su ciudad y reconstruir otros, en el mismo lugar,
según un plano distinto. Pero aunque las piedras se dejan transportar, no es
tan fácil modificar las relaciones que se han establecido entre las piedras y
los hombres. Cuando un grupo humano vive durante mucho tiempo en un
lugar adaptado a sus costumbres, no sólo sus movimientos, sino también
sus pensamientos se regulan según la sucesión de imágenes materiales que
le ofrecen los objetos exteriores. Ya se pueden suprimir en parte o modifi-
car la dirección, la orientación, la forma o el aspecto de estas casas, estas
calles, estos pasos, o cambiar solamente el lugar que ocupan uno respecto
de otro. Las piedras y los materiales no se resistirán. Pero los grupos se resis-
tirán y, en ellos, se enfrentarán, no tanto al apego a las piedras, como al que
tienen a sus antiguos lazos. Sin duda, esta disposición anterior fue en otro
tiempo obra de un grupo. Lo que un grupo ha hecho, puede deshacerlo
otro. Pero el destino de los hombres antiguos ha cuajado en una organiza-
ción material, es decir, en una cosa, y la fuerza de la tradición local le viene
de la cosa, cuya imagen representaba. Tanto es así que, al menos en toda
una parte, los grupos imitan la pasividad de la materia inerte.
Emplazamientos y desplazamientos.
Apego del grupo a su lugar
Los grupos de los que hemos hablado aquí están ligados por natura-
leza a un lugar, porque precisamente el hecho de estar establecidos en el
espacio es lo que crea entre sus miembros lazos sociales: una familia o una
pareja puede definirse exteriormente como el conjunto de personas que
viven en la misma casa, el mismo apartamento, y en el mismo hogar, bajo
la misma llave. Si los habitantes de una ciudad o un barrio forman una
pequeña sociedad, es porque están reunidos en una misma región del espa-
cio. Huelga decir que esto no es más que una condición para la existencia
de estos grupos, pero una condición esencial y muy visible. No sucede
exactamente lo mismo con las demás formaciones sociales. JPodemos
incluso decir que la mayoría de ellas tienden a separar a los hombres del
espacio, ya que se abstraen del lugar que ocupan, y no consideran más que
cualidades de otro tipo. Los lazos de parentesco en sí no se reducen a la
cohabitación, y el grupo urbano es distinto de una suma de individuos
yuxtapuestos. Las relaciones jurídicas se basan en el hecho de que los hom-
bres tienen derechos y pueden contraer obligaciones que, al menos en
.nuestras sociedades, no parecen depender de su posición en el entorno
exterior. Los grupos económicos resultan del lugar que ocupan los hom-
bres, ya no en el espacio, sino en la producción, es decir, en diversas fun-
ciones, y también de las distintas modalidades de remuneración, de
reparto de los bienes; en el plano económico, los hombres se distinguen y
agrupan según unas cualidades asociadas a la persona y no al lugar. Con
140 La memoria colectiva y el espacio
ciones. Ahora bien, son muy distintas, porque al uniformizar las reglas, no
se ha podido uniformizar la condición de las tierras y la situación de las
personas. Por este motivo, en primer lugar, en el campo, la diferencia de
situación en el espacio conserva cierto significado jurídico. En la mente del
notario de campo o de un alcalde de pueblo, los prados, los campos, los
bosques, las granjas y las casas evocan derechos de propiedad, contratos de
venta, servidumbres, hipotecas, rentas, parcelaciones... es decir, toda una
serie de escrituras y situaciones jurídicas que la mera imagen de esta tierra,
tal como la ve un extranjero, no contiene, pero que se superponen en la
memoria jurídica de un grupo campesino. Estos recuerdos se asocian a las
distintas partes del suelo. Si se basan uno en otro, es porque las parcelas a
las que se refieren están yuxtapuestas. Si los recuerdos se conservan en el
pensamiento del grupo, es porque permanece establecido sobre el suelo,
porque la imagen del suelo dura materialmente fuera de sí mismo; y por-
que puede volver a verla en cualquier momento.
Es cierto que, en el campo, todas las negociaciones y todos los con-
tratos se terminan en la tierra. Pero, en una ciudad, el pensamiento jurí-
dico del grupo se reparte entre otros marcos materiales, se extiende a otros
objetos visibles. También en este caso, un notario o un subastador han de
pensar en las cosas con las que están relacionados los intereses o los dere-
chos de las personas en cuyo nombre efectúan transmisiones de derechos
u otras actuaciones. Es posible que estos objetos se alejen y no los tengan
ya ante los ojos, cuando los clientes salen del despacho, o cuando se ha ter-
minado la subasta; pero el notario recordará el emplazamiento del inmue-
ble que ha sido vendido, que ha constituido la dote o que ha sido legado.
El subastador recordará la asignación de precios, las pujas y las adjudica-
ciones de tal mueble o tal obra de arte que ya no volverá a ver, pero que
entra en una categoría de objetos del mismo tipo: pero éstos están siem-
pre presentes para él, ya que pasan sin cesar bajo su mirada.
Seguramente no sucede lo mismo con4os tratos relativos a servicios y
a todas las operaciones de bolsa y banca.VLos trabajos de un obrero, las
ocupaciones de un empleado, los cuidados de un médico, la asesoría de un
abogado, etc. no son objetos que ocupen un emplazamiento definido y
estable en el espacioxPor lo que respecta a los valores que representan las
acciones o depósitos, a los créditos y las deudas, no los situamos en abso-
luto en un lugar: estamos ahora en el mundo del dinero y de las transac-
142 La memoria colectiva y el espacio
1 Antes de este estudio del espacio jurídico, el manuscrito esboza un análisis del
espacio geométrico, pero dicho esbozo no está lo suficientemente estructurado para ser
publicado.
146 La memoria colectiva y el espacio
El espacio económico
que cuando evaluamos los objetos, nos alejemos todavía más que cuando
determinamos, de acuerdo con los demás, el alcance y los límites de nues-
tros derechos sobre las diversas partes del mundo material.
No hablemos de valores, sino de precios, ya que después de todo es lo
que se nos da. Los precios se asocian a las cosas como si fueran etiquetas:
pero entre el aspecto físico de un objeto y su precio, no hay ninguna rela-
ción. Muy distinto sería si el precio que un hombre da o está dispuesto a
dar por una cosa respondiera al deseo y la necesidad que siente de tenerlo,
o incluso si el precio que pide por él midiera su pena y su sacrificio, ya sea
porque le obliga a renunciar a un bien o a trabajar para sustituirlo. En esta
hipótesis, no podríamos hablar de memoria económica. Cada hombre eva-
luaría los objetos según sus necesidades del momento y el sentimiento
actual de la pena que ha sentido para producirlos y privarse de ellos. Pero
no es así. Sabemos perfectamente que los hombres evalúan los objetos, y
conocemos las satisfacciones que les dan como el trabajo que exigen sus
precios, y sabemos que estos precios no son fijados por nosotros sino por
nuestro grupo económico. Ahora bien, si los hombres deciden asignar así
estos precios a los distintos objetos, no lo hacen sin remitirse en cierto
modo a la opinión que reina en su grupo sobre la utilidad de un objeto y
la cantidad de trabajo que requiere. Pero esta opinión, en su estado actual,
se explica sobre todo por lo que era antes, y los precios actuales por los pre-
cios anteriores. La vida económica se basa, por lo tanto, en la memoria de
los precios anteriores y, al menos, del último precio, al que se refieren los
compradores y vendedores, es decir, todos los miembros del grupo. Pero
estos recuerdos se superponen a los objetos actuales mediante una serie de
decretos sociales: ¿Cómo bastaría entonces el aspecto de los objetos y su
posición en el espacio para evocar estos recuerdos? Los precios son núme-
ros, que representan medidas. Pero mientras que los números corresponden
a las cantidades físicas de la materia, están, en cierto sentido, contenidos en
ella, ya que podemos encontrarlos observándola y por la medida, aquí,
en el mundo económico, los objetos materiales sólo adquieren valor a par-
tir del momento en que les asignamos un precio. Este precio no tiene nin-
guna relación con el aspecto y las propiedades físicas del objeto. ¿Como
podría la imagen del objeto evocar el recuerdo de su precio, es decir, de una
cantidad de dinero, si pensamos en dicho objeto tal como aparece en el
espacio físico, al margen de todo vínculo con la vida del grupo?
El espacio económico 151
Son los comerciantes quienes enseñan a sus clientes y les recuerdan cuál
es el precio de cada artículo. Los compradores que no son más que compra-
dores no participan en la vida y la memoria del grupo económico más que
cuando entran en los círculos de los comerciantes o cuando se acuerdan de
que han entrado en ellos. ¿De qué otro modo podrían conocer el valor de los
bienes y cómo, encerrados en su familia y aislados de las corrientes de inter-
cambio, podrían valorar en dinero aquello de lo que disponen? Pensemos
ahora en aquellos grupos de comerciantes que, como hemos dicho, constitu-
yen la parte más activa de la sociedad económica, ya que es en ella donde se
elaboran y conservan los valores. Ya estén agrupados en los mercados, en los
escaparates, o se acerquen en las calles comerciales de las ciudades, pueden
parecer más separados que mezclados y asociados uno a otro por una especie
El espacio económico 153
Los clientes que consumen los productos no conocen todo este tipo
de actividad. El mostrador del comerciante es como una pantalla que
impide que sus miradas penetren en aquellas regiones donde se elaboran
los precios. Es más que una imagen y veremos que si el grupo de comer-
ciantes se inmoviliza así en el espacio, se fija en determinados lugares en
que el comerciante espera al cliente, es porque sólo así puede cumplir la
función que tiene asignada en la sociedad económica. Situémonos en el
punto de vista de los clientes. Hemos dicho que sólo pueden aprender a
evaluar los bienes de consumo si los comerciantes les comunican los pre-
cios. Por lo tanto, los clientes han de acercarse a los entornos de los comer-
ciantes. De hecho una condición necesaria para el intercambio es que el
cliente sepa en qué lugar podrá encontrar al comerciante (al menos, en
general, sin olvidar que hay vendedores ambulantes que venden a domici-
lio; pero es una excepción que, como veremos, confirma la regla). Así, los
comerciantes esperan a los clientes en sus tiendas.
154 La memoria colectiva y el espacio
Ésta no es sino una aplicación particular de una función que debe cumplir
cualquier sociedad: cuando todo cambia sin cesar, convencer a sus miembros
de que no cambia, o al menos durante un periodo determinado y en deter-
minados aspectos. La sociedad de comerciantes debe convencer también a
los clientes de que los precios no cambian, al menos durante el tiempo que
éstos necesitan para decidirse. Sólo lo consigue a condición de estabilizarse
ella misma y fijarse en determinados lugares en que los comerciantes y las
mercancías se estabilizan a la espera de compradores. En otras palabras, los
precios no podrían fijarse en la memoria de los compradores y vendedores si
unos y otros no pensasen a la vez, no sólo en los objetos, sino en los lugares
en que han sido expuestos y ofrecidos. Dado que el grupo económico no
puede ampliar su memoria a lo largo de un periodo bastante largo y pro-
yectar sus recuerdos de precios en un pasado bastante lejano, sin durar, es
decir, sin seguir estando como está, en los mismos lugares, y en los mismos
emplazamientos, es natural que él y sus miembros, volviendo a colocarse en
la realidad o con la imaginación en estos lugares, recompongan el mundo de
los valores cuyo marco siguen siendo ellos.
El espacio religioso
que derribar los altares de los antiguos dioses y destruir su templo si que-
remos borrar de la memoria de los hombres el recuerdo de los cultos cadu-
cos; los fieles dispersos se lamentan de estar lejos de sus santuarios como si
su dios les hubiese abandonado y, cada vez que se levanta una nueva igle-
sia, el grupo religioso siente que crece y se consolida.
Pero todas las religiones tienen también su historia, o más bien hay
una memoria religiosa hecha de tradiciones que se remontan a los aconte-
cimientos que a menudo están muy alejados en el pasado, y que se han pro-
ducido en lugares determinados. Ahora bien, sería muy difícil evocar el
hecho si no pensásemos en el lugar, que en general no conocemos porque
lo hemos visto sino porque sabemos que existe, que podríamos verlo y que,
en todo caso, existen testigos que nos garantizan su existencia. Por este
motivo, hay una geografía o una topografía religiosa. Cuando los cruzados
llegaron a Jerusalén y recuperaron la posesión de los lugares santos, no se
conformaron con buscar los emplazamientos en que la tradición situaba los
principales hechos que se cuentan en los evangelios. Muchas veces, locali-
zaron más o menos arbitrariamente los detalles de la vida de Cristo o de la
primitiva Iglesia cristiana, guiándose por vestigios inciertos e, incluso, a
falta de vestigios, obedeciendo a su inspiración del momento. Desde enton-
ces, han venido muchos peregrinos a rezar en estos lugares, se han forma-
do tradiciones nuevas, y hoy en día nos cuesta mucho distinguir entre los
recuerdos de los lugares que se remontan a los primeros siglos de la era cris-
tiana y todo lo que es producto de la imaginación religiosa. No obstante, es
indudable que ninguna de las localizaciones es fiable, ya que ninguna ha
sido demostrada por una tradición lo suficientemente continua y antigua.
Además, sabemos que en el mismo lugar ha habido a la vez varias tradicio-
nes distintas, que más de uno de estos recuerdos ha errado a todas luces
sobre las pendientes del monte de los Olivos o de la colina de Sión, se ha
desplazado de un barrio a otro, que algunos de ellos han atraído a los otros
o, al contrario, se han dividido, de tal modo que el arrepentimiento de San
Pedro, por ejemplo, se desvinculaba de la negación fijándose en otro lugar.
Si, en todo caso, la Iglesia y los fieles se adaptan a estas variaciones y con-
tradicciones, ¿no es acaso porque la memoria religiosa necesita figurarse los
lugares para evocar los hechos que asocia a ellos? Indudablemente, no todos
los fieles pueden peregrinar a Jerusalén para contemplar con sus propios
ojos los lugares santos. Pero basta con que se los imaginen y sepan que sub-
sisten: de todos modos, nunca lo han dudado.
El espacio religioso 159
nada de lo que había imaginado y oído interiormente unas horas antes con
tanta claridad. Esto les sucede, con mayor motivo, a quienes no han apren-
dido a descifrar ni ejecutar. Al salir de un concierto u oír una obra por pri-
mera vez, en su memoria no queda casi nada. Los motivos melódicos se
separan y sus notas se desperdigan como las perlas de un collar cuyo hilo
se ha roto. Sin duda, aun cuando ignoramos la trascripción musical, pode-
mos reconocer y recordar una determinada serie de notas, aires, motivos,
melodías e incluso acordes, y las partes de una sinfonía. Pero en tal caso,
puede que se trate de lo que hemos oído varias veces y hemos aprendido a
reproducir vocalmente. Los sonidos musicales no se fijan en la memoria
en forma de recuerdos auditivos, sino que hemos aprendido a reproducir
una serie de movimientos vocales. Cuando encontramos así una melodía,
nos remitimos a uno de estos esquemas activos y motores de los que habla
Bergson que, aunque queden fijados en nuestro cerebro, quedan fuera de
nuestra conciencia. También puede ser que se trate de series de sonidos
que nosotros mismos seríamos incapaces de reproducir, aunque los reco-
nocemos cuando los demás los ejecutan y sólo en ese momento.
Supongamos que la misma pieza que habíamos oído tocar al piano, la
oímos ahora en un violín. ¿Dónde está el modelo al que nos remitimos cuan-
do lo reconocemos? Debe de encontrarse a la vez en nuestro cerebro y en el
espacio sonoro. En nuestro cerebro, en forma de disposición adquirida antes
de reproducir lo que hemos oído, pero se trata de una disposición insufi-
ciente e incompleta, porque no habríamos podido reproducirla. Pero los
sonidos oídos en la actualidad se encuentran ahora con estos movimientos
de reproducción esbozados, aunque lo que reconozcamos es lo que coincide
en estos sonidos con los movimientos, es decir, no el timbre, sino principal-
mente la diferencia de altura de los sonidos, los intervalos, el ritmo, o, en
otras palabras, aquella parte de la música que puede, efectivamente, transcri-
birse y figurarse mediante símbolos visuales. Es evidente que oímos otra cosa.
Oímos los sonidos en sí, los sonidos del violín, tan distintos de los sonidos
del piano, la melodía ejecutada en el violín, tan distinto de la melodía ejecu-
tada en el piano. Pero si reconocemos este ritmo, es porque, sin leer las notas,
escritas tal como están en la partitura, nos representamos a nuestra manera
estos símbolos que dictan los movimientos de los músicos y que son los mis-
mos, independientemente de que toquen el piano o el violín. Así, si no
hubiera movimiento en el cerebro, ni notas en el pentagrama de los músicos,
no se produciría el reconocimiento y la memoria no retendría nada.
166 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
Hasta ahora, hemos distinguido dos formas que tienen las personas
que no saben leer la música ni tocar un instrumento para acordarse de un
motivo musical. Unos lo recuerdan porque pueden reproducirlo cantando.
Otros lo recuerdan porque ya lo han oído y reconocen determinados pasa-
jes. Consideremos ahora otras dos formas que tienen los músicos o las per-
sonas que saben la música de recordar también un motivo musical. Unos
lo recuerdan porque pueden ejecutarlo y otros porque, si leen de antema-
no o en el momento la partitura, la reconocerán cuando la oigan ejecutar.
Entre estas dos categorías de músicos (unos que ejecutan y otros que escu-
chan todo representándose los símbolos musicales y su sucesión), existe la
misma relación que entre quienes cantan un aire y quienes lo reconocen al
oírlo, aunque ni unos ni otros sepan leer la música. La memoria musical,
en los grupos de músicos, es naturalmente más extensa y mucho más segu-
ra que las demás. A continuación estudiaremos más detenidamente cuál
parece ser el mecanismo de quien examina estos grupos desde fuera.
En una sala de conciertos, un conjunto de ejecutantes forma una
orquesta. Cuando cada uno de ellos toca su parte, tiene la mirada puesta
en una hoja de papel en la que se reproducen signos. Estos signos repre-
sentan notas, su altura, su duración, los intervalos que las separan. Todo
sucede como si hubiera señales, situadas en este lugar para advertir al
músico e indicarle lo que debe hacer. Estos signos no son imágenes de
sonidos que reproduzcan los sonidos en sí. Entre estas rayas y puntos que
vemos no existe ninguna relación natural. Estas rayas y estos puntos no
representan los sonidos, ya que entre unos y otros no existe ningún pare-
cido, sino que traducen en un lenguaje convencional toda una serie de ins-
trucciones que debe obedecer el músico si quiere reproducir las notas y su
sucesión con los matices y el ritmo adecuados.
Pero ¿qué ve en realidad el músico cuando mira estas páginas? Aquí,
como en cualquier lectura, en función de si el lector es más o menos lego
en la materia, el número de signos que impresionan su retina disminuye o
aumenta. Debemos distinguir los signos en sí de las combinaciones que for-
man. Estos signos tienen un número limitado y cada uno de ellos es relati-
vamente sencillo. Podemos admitir que a fuerza de leerlos y ejecutar las
órdenes que le transmiten, el músico ha asimilado plenamente su sentido,
es decir, por expresarlo de algún modo, están inscritos de un modo u otro
en su cerebro: no necesita verlos para recordarlos. Las combinaciones que
Anexo. La memoria colectiva en los músicos 167
visuales, puesto que ya no las ve. ¿Diremos que los movimientos que rea-
liza se han unido, que ha llegado un mecanismo a su cerebro, de tal modo que
cada uno de ellos determina automáticamente al que le sigue? Sin duda
alguna. Pero lo que hay que explicar precisamente es el hecho de que este
mecanismo haya llegado al cerebro. Hay que asociarlo a su causa, que es
ajena a él, es decir, al sistema de signos fijado por el grupo sobre el papel.
Supongamos un cuadro de cera sobre el que se ha grabado una serie
de letras y palabras. Reproduce mediante huecos lo que los caracteres pre-
sentaban en relieve. Dejemos al margen ahora los caracteres. La huella
queda ahí, y podríamos imaginar que las marcas que dejaron los caracte-
res están unidas a otra y que cada palabra se explica por la que le antece-
de. Pero sabemos que no es así, que la huella vacía se explica por la
composición en relieve, y que la acción de ésta permanece y no cambia de
naturaleza, cuando los caracteres en relieve ya no son aplicados sobre la
huella. Del mismo modo, cuando un hombre se encuentra dentro de un
grupo, cuando ha aprendido a pronunciar determinadas palabras con cier-
to orden, ya puede salir de ese grupo y alejarse. Mientras sigue utilizando
este lenguaje, podemos decir que la acción del grupo sigue ejerciéndose
sobre él. No se ha interrumpido más el contacto entre él y esta sociedad
que entre un cuadro y las manos o el pensamiento del pintor que lo creó
en su momento. No se ha interrumpido tampoco entre un músico y una
página de música que haya leído o releído varias veces, aunque ahora
parezca no necesitarla. En realidad, lejos de no necesitarla, sólo puede
tocar porque la página de música está ahí, invisible, pero aún más activa,
del mismo modo que nunca se nos obedece más que cuando no necesita-
mos repetir constantemente las mismas órdenes.
Ahora podemos decir dónde se encuentra el modelo que nos permite
reconocer las piezas musicales que recordamos. Hemos insistido en este
ejemplo porque los recuerdos musicales son infinitamente diversos y porque
creemos que este caso pertenece, como dicen los psicólogos, al ámbito de la
calidad pura. Cada tema, cada frase, cada parte de una sonata o una sinfo-
nía es única en su especie. A falta de un sistema de notación, una memoria
que quiera retener todo lo que debe tocar un músico en una serie de con-
ciertos debería, por lo visto, alinear las impresiones de cada instante unas tras
otras. ¿Qué complicación infinita habría que atribuir al cerebro para que
pueda registrar y conservar por separado tantas representaciones e imágenes?
172 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
Pero ¿de dónde vienen estos signos? ¿Cómo nace este modelo esque-
mático? Situémonos desde la perspectiva de Bergson, que considera a un
individuo aislado. Este hombre oye varias veces un mismo fragmento de
música. A cada audición corresponde una serie de impresiones origina-
les que no se confunde con ninguna otra. Pero con cada audición se pro-
duce en su sistema cerebroespinal una serie de reacciones motoras,
siempre en el mismo sentido, que se refuerzan de una audición a otra.
Estas reacciones acaban dibujando un esquema motor. Este esquema es
el que constituye el modelo fijo con el que comparamos a continuación el
fragmento escuchado y que nos permite reconocerlo e incluso reprodu-
cirlo. Sobre este punto, Bergson acepta la teoría fisiológica de la memo-
ria, que explica por el cerebro individual, y por sí solo, este tipo de
recuerdo y de reconocimiento.
Anexo. La memoria colectiva en los músicos 173
Sin duda, los hombres que tienen buen oído no reaccionarán del
mismo modo a la audición de un mismo fragmento repetida tantas veces
como queramos, según sepan o no descifrar los caracteres musicales. Pero
entre unos y otros hay simplemente una diferencia de grado. Un músico
que descifre un fragmento antes de oírlo, lo habrá descompuesto. Su aten-
ción se ha centrado primero en los elementos, representados por las notas,
y ha aislado primero unas de otras las reacciones motoras que correspon-
den a cada una de ellas. La repetición más frecuente de los mismos movi-
mientos le ha dado más relieve. A continuación se ha ejercitado
combinando estos movimientos, siguiendo las combinaciones de notas que
oía y leía. Por este motivo, tiene una idea clara de ellas: sabe todo lo
que contienen. ¿Qué hay de extraño en que ahora pueda figurar este con-
junto de movimientos con ayuda de los signos? A un hombre que no ha
prestado en absoluto su atención a las reacciones elementales que deter-
minan en él los sonidos aislados, o las combinaciones sencillas de sonidos,
le costará mucho más distinguir los movimientos que realiza cuando oye
un fragmento musical. Estos movimientos serán más confusos y menos
precisos. En la mayoría de los casos serán simples esbozos de movimiento.
Pero no diferirán en lo esencial de cómo serían en un músico. Lo que lo
demuestra es que personas que no han recibido ninguna enseñanza musi-
cal consiguen, sin embargo, recordar algunos motivos, ya sea porque los
hayan oído más a menudo, o porque, por uno u otro motivo, les hayan
llamado más la atención que los motivos vecinos.
la música para que conserven el recuerdo de varios aires y cantos. ¿Son por
ello más músicos? Sin embargo, si no hubiera más que una diferencia de
grado entre el hombre que reconoce un ritmo porque lo ha oído muchas
veces y el músico que lo reconoce porque lo ha leído antes o lo está leyen-
do sobre un pentagrama, podríamos creer que basta con tener la memoria
llena de sones y cantos para aprender música con suma facilidad, y para
ver reflejadas como notas escritas los sonidos repetidos u oídos con un leve
esfuerzo adicional. Pero no es así. Quien haya oído muchas piezas deberá
seguir toda una formación musical para ser capaz de descifrarlos. No dedi-
cará menos tiempo ni le resultará menos difícil que a otra persona que no
haya oído ni memorizado más que un número limitado de melodías. Es
más, es posible que a aquél le cueste más que a éste asimilar el lenguaje
musical, porque sus antiguas costumbres vocales todavía no han desapare-
cido. En otras palabras, hay dos formas de aprender a retener los sonidos,
una popular y otra erudita, y entre una y otra no hay ninguna relación.
¿Cómo recordamos un aire cuando no somos músicos? Consideremos
el caso más sencillo y, sin duda, el más frecuente. Cuando oímos un canto
acompañado de letra distinguimos tantas partes como palabras o elemen-
tos hay en la frase. Esto se debe a que los sonidos parecen estar ligados a
las palabras, que son objetos discontinuos. Aquí, las palabras desempeñan
un papel activo. Efectivamente, muchas veces sucede que podemos repro-
ducir un aire sin pensar en la letra que le acompaña. El aire no evoca la
letra. En cambio, resulta difícil repetir la letra de un canto que conocemos
bien sin cantarla por dentro. De hecho, es probable que en el primero de
los casos, cuando reproducimos un aire que hemos cantado antes con la
letra, ésta esté ahí y se ejerza su acción aunque no las pronunciemos: cada
grupo de sonidos que corresponde a una palabra forma un todo diferen-
ciado, y el aire se acompasa como una frase. Pero las palabras en sí y las
frases son el resultado de las convenciones sociales que fijan su sentido y
su función. El modelo según el cual efectuamos la descomposición está
siempre fuera de nosotros.
Por otra parte, recordamos aires que no son cantos, o cantos cuya letra
no hemos oído nunca. Esta vez, el aire y el canto han sido descompuestos
siguiendo las divisiones marcadas por el ritmo. Si alguien golpea la mesa con
un dedo para reproducir el ritmo de un aire que conocemos, puede pare-
cemos extraño que sea ya suficiente para recordarlo. En el fondo, no lo es
176 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
más que el recuerdo de un canto mediante las palabras que lo han acompa-
ñado. Los golpes separados por intervalos más o menos largos, más fre-
cuentes y precipitados, aislados o redoblados, producen sonidos idénticos.
Sin embargo, evocan una serie de sonidos de distinta altura e intensidad.
Pero lo mismo sucede con las letras, que tampoco guardan ningún pareci-
do con los aires que les acompañan. Dejará de asombrarnos si observamos
que el ritmo, al igual que las palabras, no nos recuerda los sonidos sino el
modo en que hemos descompuesto su sucesión. En las propias palabras,
el que desempeña el papel principal en este sentido es quizás el ritmo. Cuan-
do cantamos de memoria, ¿no encontramos a menudo la letra porque recor-
damos el ritmo? Medimos los versos, agrupamos las sílabas de dos en dos, y,
cuando queremos precipitar el canto o ralentizarlo, cambiamos el ritmo.
Si, en definitiva, el papel principal lo desempeña el ritmo, la cuestión
se reduce a saber lo que es el ritmo. ¿No existe en la naturaleza? ¿No conce-
bimos que un hombre aislado pueda descubrir por sí solo en el espacio sono-
ro estas divisiones rítmicas? Si algún fenómeno natural le sugiriese el ritmo,
no necesitaría recibirlo de los demás hombres. Pero los ruidos que nos lle-
gan de la naturaleza, y sólo de ella, no se suceden según una medida o una
cadencia determinada. El ritmo es producto de la vida en sociedad. El indi-
viduo no hubiera podido inventarlo solo. Los cantos de trabajo, por ejem-
plo, son producto de la repetición regular de los mismos gestos, incluso en
los trabajadores asociados: de hecho, no prestarían el servicio que esperamos
de ellos si los propios gestos fueran acompasados sin ellos. El canto ofrece
un modelo a los trabajadores agrupados, y el ritmo va del canto a sus gestos.
Por lo tanto, supone un acuerdo colectivo previo. Nuestros idiomas están
acompasados. Es lo que nos permite distinguir las partes de la frase y las
palabras que, de otro modo, se fundirían una con otra y no nos presentarían
más que una superficie continua y confusa que no llamaría en absoluto
nuestra atención. Desde muy pronto nos familiarizamos con la medida. Pero
es la sociedad y no la naturaleza material la que nos ha sometido a ella.
Esta sociedad, ciertamente, incluye sobre todo a hombres que no
saben de música. Entre los cantos o los aires que oyen y repiten, y las sona-
tas o sinfonías tocadas por buenas orquestas, hay sin duda tanta diferencia
como entre el ritmo de los profanos y la medida de los músicos. Supon-
gamos que una persona sin educación musical asiste a la ejecución de una
obra complicada. No retendrá nada, o bien recordará los aires que parecen
Anexo. La memoria colectiva en los músicos \T7
hechos para ser cantados, es decir, aquellos que más se parecen a los que
conoce. Así es como separamos de una sinfonía o de un drama lírico, sim-
plemente una melodía, un aire de marcha, un aire de danza, que podrían
efectivamente desprenderse y entrar con toda naturalidad en el marco de
los cantos que el público entiende, retiene y adopta sin dificultad.
¿Por qué retenemos sólo esta serie de sonidos y no los demás? Porque
enseguida captamos el ritmo. No sólo porque es sencillo, sino porque nues-
tro oído encuentra allí movimientos, un ritmo, un trémolo que conoce ya
y que casi le resulta familiar. A veces, una obra atrapa a los hombres por lo
que tiene de banal y tosco, o por aquello que no era así en el momento en
que el artista la compuso, y que ahora es así porque el público se ha apro-
piado de ella. Desde el día en que la cabalgata de las Valkirias pasó al pro-
grama de las músicas militares, o cuando se cantó El despertar de la
primavera con las mismas inflexiones y la misma intención que cualquier
canción sentimental, no es culpa de Wagner que los oyentes cultos necesi-
taran realizar un gran esfuerzo para contemplar estas partes sólo desde el
punto de vista del conjunto y reubicarlas. El propio Wagner recordaba que
en tiempos de la ópera italiana se asistía al concierto sobre todo para oír
unas cuantas piezas de arrojo, compuestas para poner de relieve los recur-
sos vocales de un tenor o una prima donna. El resto del tiempo, la música
no era más que una especie de fioritura. Se hablaba, ni siquiera se escucha-
ba. Wagner, en cambio, quiso que el canto tomase cuerpo con el desarrollo
musical en su conjunto, y que la voz humana fuese sólo un instrumento
entre los demás. Pero no pudo impedir que el gran público retuviese de su
obra sobre todo los fragmentos que parecían escritos para ser cantados.
Al principio de un concierto, cuando se hace el silencio, desde las pri-
meras medidas hay un espacio delimitado en el que no sólo no entra nin-
gún ruido, sino tampoco ningún recuerdo de los ruidos de fuera. Músicos
y auditorio olvidan los cantos y los aires que flotan de costumbre en la
memoria de los hombres. Para entender la música que oímos, no se trata
ya de remitirnos a estos modelos convencionales que la sociedad en su sen-
tido amplio lleva consigo y no deja de representarse. Pero la sociedad de
los músicos despliega ante nosotros una especie de cinta invisible en que
están marcadas las divisiones abstractas que carecen de relación con los rit-
mos tradicionales y familiares. Examinemos este ritmo concreto que no es
el del lenguaje y que no se deriva de él.
178 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
impongamos? Por este motivo, los ritmos a los que nos acostumbramos,
cuando se trata de la palabra y los movimientos, al músico no le bastan. El
va a buscar el ritmo, no fuera de los fenómenos sonoros, sino en la materia
musical en sí, es decir, en los sonidos tal como son percibidos sólo por los
músicos. Se trata de una convención fecunda y legítima sin duda, que sólo
tiende a estrechar más de cerca la naturaleza, ya que las leyes de los sonidos
tal como las formulan tienen una base física; pero es una convención origi-
nal, ya que no se guía sólo por los datos naturales tal como los perciben los
hombres que no forman parte de la sociedad de los músicos.
Aunque la música esté así, llena de convenciones, muchas veces se ins-
pira ciertamente en la naturaleza. El susurro del viento entre los árboles, el
murmullo del agua, el rugido del trueno, el estruendo de un ejército en mar-
cha o el estrépito de la muchedumbre, los acentos que adopta la voz huma-
na, los cantos populares y exóticos, todas las sacudidas sonoras producidas
por las cosas y los hombres han pasado a las composiciones musicales. Pero
lo que la música toma así de los medios naturales y humanos, lo transforma
según sus leyes. Podríamos creer que, si el arte imita a la naturaleza, es para
copiar de ella parte de sus efectos. ¿No es cierto que algunas obras se cons-
truyen sobre temas que no son en sí musicales, como si se quisiese reforzar
el interés de la música mediante el atractivo del drama? Los títulos de estas
composiciones permiten suponer que el autor ha querido despertar en sus
oyentes emociones de tipo poético, evocar en su imaginación figuras y espec-
táculos. Pero esto se debe quizás a que la sociedad de músicos a veces no con-
sigue aislarse de la sociedad en general, y a que no siempre depende de ella.
Algunos músicos son más exclusivos, y en ellos es donde hay que buscar el
sentimiento de lo que podríamos denominar la música pura.
Situémonos en la hipótesis de que el músico no salga del círculo de
músicos. ¿Qué sucede cuando introduce un motivo copiado de la natura-
leza o de la sociedad en una sonata o una sinfonía? En primer lugar, si este
motivo lo ha retenido ahí donde lo ha encontrado, es por sus cualidades
propiamente musicales. Mientras que un profano se sorprende ante un
pasaje, en una sonata, como podría ser cantada, un músico fijará su aten-
ción en un canto o en una fiesta popular, porque podría anotarlo para que
figurase como tema en una sonata o en una composición orquestada. El
profano separa la melodía de la sonata. En cambio, el músico separa el
canto de los demás cantos, o en el canto separa el aire de la letra, e inclu-
180 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
2 Schopenhauer, Die Welt ais Wille und Vorstellung, Leipzig, Reclam, p. 338.
182 Anexo. La memoria colectiva en los músicos
una música me hace pensar mejor sobre el tema que me ocupa, sea cual sea,
esta música es excelente para mí. Cualquier música que me deje pensar en
la música es mediocre para mí».3 Tristeza, alegría, amor, proyectos, esperan-
zas, sea cual sea nuestra disposición interior, parece que cualquier música,
en determinados momentos, puede recrearla, profundizar en ella o aumen-
tar su intensidad. Todo sucede como si la sucesión de sonidos nos presen-
tase una especie de materia plástica que no tiene un significado definido,
pero que estuviera lista para recibir la que le dé nuestra mente.
¿Cómo se explica este desdoblamiento singular y que, mientras que
nuestro oído percibe los sonidos y el trémolo de la medida, nuestra mente
pueda seguir una meditación o una imaginación interior que parece sepa-
rada de la tierra? ¿Es porque la música, al distraer nuestra atención de todos
los objetos de fuera, crea en nuestra mente una especie de vacío, de tal
modo que los pensamientos que surgen en nosotros encuentran el campo
libre? ¿Ocurre también que tenemos la ilusión de que podemos crear tam-
bién nosotros y que nada se opone a nuestra voluntad o nuestra fantasía
porque las impresiones musicales se suceden como una corriente continua
que nada detiene y nos ofrecen el espectáculo de una creación renovada sin
cesar, aunque nuestros pensamientos sean arrastrados por esa corriente?
Este sentimiento original de libre creación imaginativa se explicaría más
bien por el contraste entre los entornos en que se ejerce habitualmente la
actividad de nuestra mente y aquél en el que nos encontramos ahora.
El pensamiento y la sensibilidad, decíamos, en un músico que no es
más que músico, deben atravesar caminos a veces estrechos y deben perma-
necer en una zona definida. Los sonidos obedecen, en efecto, a un conjun-
to de leyes especialmente precisas. Sólo podemos comprender y sentir la
música como un músico si nos sometemos exactamente a sus leyes. Si, al
contrario, vamos a un concierto para disfrutar de este placer especial de pen-
sar e imaginar libremente, bastará con que nos sometamos a las leyes de la
música justo lo bastante como para que tengamos la sensación de haber
cambiado de entorno, es decir, que nos dejemos acunar y llevar por el ritmo.
En tal caso, escapamos por lo menos a las convenciones que pesaban sobre
nosotros en otros grupos, que ataban el pensamiento y la imaginación. For-
mamos parte a la vez de dos sociedades, pero entre ellas hay tal contraste
que no sentimos la presión de una ni de otra. Ahora bien, hemos de poder
mantenernos en esta posición de equilibrio. Si nos preocupamos demasia-
do por la música, si hacemos un esfuerzo, a menudo mal recompensado,
para comprenderla, o si estando en el concierto, no olvidamos bastante las
pesadumbres y las preocupaciones que hubiéramos querido dejar en el
grupo exterior a la sociedad de los músicos de donde venimos, perdemos
este sentimiento de libertad. Es la propia música que ya habíamos oído
antes, pero no produce el mismo efecto en nosotros y, comparando nuestro
recuerdo con la impresión actual, decimos: «¡Así que no era más que eso!».
Por lo tanto, habría dos modos de escuchar la música, dependiendo
de si la atención se centra en los sonidos y sus combinaciones, es decir, en
aspectos y objetos propiamente musicales, o si el ritmo y la sucesión de las
notas son sólo un acompañamiento de nuestros pensamientos que traen
con su movimiento.
Este sentimiento de libertad, de ampliación y de fuerza creadora, estre-
chamente ligado al movimiento musical y al ritmo sonoro, podría descri-
birse perfectamente en términos generales. Pero sólo nace en oyentes
sensibles a la música en sí. Éstos, sin duda, a la vez que los músicos, al
menos en potencia, son hombres, al igual que lo son los músicos que com-
ponen y escuchan. Es natural que el estremecimiento que les producen las
series y conjuntos de sonidos se traduzca a veces en su mente en senti-
mientos y concepciones humanas comunes a los artistas músicos, a los
demás artistas e incluso al conjunto de hombres, sensibles o no a dicho arte.
Releamos lo que escribía sobre este tema Schumann, sobre «la difí-
cil cuestión de saber hasta dónde puede llegar la música instrumental en
la representación de pensamientos y hechos».4 «Seguramente, nos equi-
vocamos si creemos que los compositores recurren a la pluma y el papel
con la miserable intención de expresar una u otra cosa, describir, pintar.
Pero no debemos minusvalorar demasiado las influencias contingentes y
las impresiones exteriores. A menudo, junto a la fantasía musical, actúa
inconscientemente una idea, junto a la oreja, el ojo y este órgano, de
CAPÍTULO I
MEMORIA COLECTIVA Y MEMORIA INDIVIDUAL 25
Confrontaciones 25
El olvido por desvinculación de un grupo 27
La necesidad de una comunidad afectiva 33
Sobre la posibilidad de una memoria estrictamente individual.. 36
1.° Recuerdos de la infancia 38
2.° Recuerdos del adulto 43
El recuerdo individual como límite de las interferencias colectivas 46
CAPÍTULO II
MEMORIA COLECTIVA Y MEMORIA HISTÓRICA 53
Memoria autobiográfica y memoria histórica: aparente oposición 53
Su interpenetración real (la historia contemporánea) 58
La historia vivida a partir de la infancia 62
El vínculo vivo de las generaciones 65
Recuerdos reconstruidos 70
Recuerdos mezclados 73
Marcos lejanos y entornos cercanos 78
192 índice
CAPÍTULO III
LA MEMORIA COLECTIVA Y EL TIEMPO 89
La división social del tiempo 89
La duración pura (individual) y el «tiempo común» según Bergson 91
Crítica de la subjetividad bergsoniana 95
La fecha como marco del recuerdo 99
Tiempo abstracto y tiempo real 100
El «tiempo universal» y los tiempos históricos 102
Cronología histórica y tradición colectiva 106
Multiplicidad y heterogeneidad de las duraciones colectivas .... 108
Su impermeabilidad 113
Lentitud y rapidez del devenir social 117
La sustancia impersonal de los grupos duraderos 119
Permanencia y transformación de los grupos. Las épocas de la
familia 122
Supervivencia de los grupos desaparecidos 125
Las duraciones colectivas como únicas bases de las memorias de-
nominadas individuales 126
CAPÍTULO IV
LA MEMORIA COLECTIVA Y EL ESPACIO 131
El grupo en su marco espacial. La influencia del entorno material 131
Las piedras del casco histórico 134
Emplazamientos y desplazamientos. Apego del grupo a su lugar 137
Agrupaciones sin bases espaciales aparentes: agrupaciones jurí-
dicas, económicas, religiosas 139
La introducción en el espacio de la memoria colectiva 144
El espacio jurídico y la memoria de los derechos 145
El espacio económico 149
El espacio religioso 155
ANEXO
LA MEMORIA COLECTIVA EN LOS MÚSICOS 163