M Brugarolas Espiritu Santo en J R Villa
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viCente BalaGuer
Espíritu Santo
Introducción
El concilio no se ha ocupado directamente del Espíritu Santo. Considerado en sí
mismo, no fue objeto inmediato de estudio en el aula conciliar y en sus documentos no
encontramos una pneumatología a se. Esto no significa, como es lógico, que el concilio
no tuviera una impronta pneumatológica y que sus enseñanzas no sean importantes
para la teología del Espíritu Santo. De hecho, los documentos oficiales del concilio, en los
que se alude al Espíritu Santo en numerosas ocasiones, poseen una dimensión trinitaria
espíritu santo 373
profunda que impregna las más importantes enseñanzas conciliares sobre la Iglesia y la
Revelación.
El Espíritu Santo y su acción tienen una presencia «transversal» a lo largo de los docu-
mentos conciliares que expresa un «redescubrimiento» de la pneumatología: una honda
doctrina sobre la misión ad extra del Espíritu Santo, que es enviado por el Padre y el Hijo, y
que es inseparable de la misión divina del Hijo, y de la relación profunda del Espíritu Santo
con la Iglesia en cuanto que es su principio de vida, de unidad y de santidad.
sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando al-
guien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en
la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia
suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Realmente, en esta obra tan gran-
de por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia
siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa
culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacer-
docio de Jesucristo» (n. 7).
La ausencia de toda alusión al Espíritu Santo al describir la presencia de Cristo en la
Iglesia por los Sacramentos y la Liturgia queda patente en este párrafo. En efecto, desde el
punto de vista de la pneumatología, SC es el documento del concilio menos afortunado y
no son pocos los autores que reconocen en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia este
límite (cf. Arocena, 189). En cierto sentido, esta carencia se solventó en el propio desarrollo
del concilio, que terminó por incorporar una adecuada dimensión pneumatológica tanto
en las constituciones LG, DV y GS, como en los decretos, entre los que destacan, AG, UR y
PO. Un ejemplo elocuente de esta maduración es el modo como PO 5 describe –en claro
contraste con el texto citado anteriormente de SC 7– la presencia de Cristo en la Iglesia
por la Eucaristía. PO pone de relieve la íntima relación de Cristo vivo en la Eucaristía con
la acción vivificante del Espíritu Santo: «Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el
bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con
su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta
forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas
creadas juntamente con El» (PO 5). Este texto incorpora la esencial dimensión pneumato-
lógica del misterio de Cristo presente en la Eucaristía que estaba ausente en SC. La Carne
de Cristo es vivificada por el Espíritu Santo y por el mismo Espíritu es vivificante, es decir,
da la vida a los hombres. Con esta sobria y, a la vez, profunda afirmación, PO se sitúa en
la estela de LG al unir de modo indisociable el misterio de Jesucristo y la acción divina del
Espíritu Santo.
A lo largo de los debates conciliares fue fraguando una perspectiva trinitaria fun-
damental que permitió contemplar la Iglesia como un misterio insertado en el plan de
salvación del Padre que se realiza por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo (cf. LG 2; AG
2). En este sentido, la relación íntima entre la misión del Hijo y la misión del Espíritu en la
Revelación de Dios y en la Iglesia, sacramento universal de salvación, constituye una de las
claves de la doctrina del concilio sobre el Espíritu Santo.
ámbito eclesiológico en el que el concilio pone de relieve una cuestión de capital impor-
tancia en la doctrina sobre el Espíritu Santo: el estrechísimo vínculo que existe entre las
misiones del Hijo y del Espíritu.
El concilio «decidió crear una construcción trinitaria de la eclesiología» (Benedicto
XVI, Discurso, 14-II-2013). La Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu Santo, pone adecuadamente de relieve su esencial impronta cristológica y pneu-
matológica (cf. LG 2-4,17; PO 1; AG 7). La Iglesia tiene su origen «en la misión del Hijo y
en la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre» (AG 2), y, por eso, sólo a
través de Cristo y de su Espíritu llegamos a ser Pueblo de Dios. La relación de la Iglesia a
Cristo y al Espíritu Santo queda consignada por el concilio al describir la obra salvífica, pro-
cediendo del Padre como de su primera fuente, llevada a cabo por el Hijo y hecha realidad
en la Iglesia por la acción del Espíritu Santo (cf. LG 2-8). Así, la obra de Cristo y la acción
del Espíritu son esenciales a la doctrina conciliar acerca de la Iglesia. «La concepción de la
Iglesia no puede ser puramente “cristocéntrica” ni puramente “pneumatocéntrica”; en rea-
lidad, debe ser “trinitaria”, dado que en la distinción y en la relación existente entre estas
dos misiones ad extra se revela, en la economía de la salvación, el mismo misterio de la
Trinidad» (Mühlen, 477). La doctrina del concilio sobre el Espíritu Santo no es un «pneuma-
tocentrismo»; no podría serlo, pues Jesucristo es el centro del Nuevo Testamento, en Él se
realiza la Nueva Alianza. Tampoco, su cristología es un «cristomonismo», como no pocas
veces se ha reprochado exageradamente a la tradición latina. La teología católica no pue-
de tratar de situar al Espíritu Santo en el lugar que le corresponde a Cristo, como si quisiera
sobrepasar el cristocentrismo y alcanzar un supuesto «pneumatocentrismo» (cf. Congar,
«Pneumatologie ou “Christomonisme”», 394-416). La eclesiología debe ser, al mismo tiem-
po, cristológica y pneumatológica. De aquí que la enseñanza conciliar se apoye sobre una
radical concepción trinitaria de la que surge naturalmente un auténtico «cristocentrismo
pneumatológico». La Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. LG n. 7-8), nace del Misterio de Cristo.
El Verbo encarnado, enviado al mundo por el Padre, es el origen y el fundamento perma-
nente de la vida y la existencia de la Iglesia. La eclesiología es cristocéntrica; no en vano LG
comienza diciendo: «Cristo es la luz de los pueblos». Ahora bien, este cristocentrismo ecle-
siológico posee una radical dimensión pneumatológica, pues la Iglesia en cuanto Cuerpo
de Cristo «es obra del Espíritu Santo» (Mateo-Seco, 204). El Espíritu de Cristo, que es uno
y el mismo en la Cabeza y en los miembros, es quien vivifica y da unidad a todo el cuerpo
(cf. LG 2).
La acción vivificante con la que el Espíritu Santo edifica la Iglesia comenzó ya en su
Cabeza, Cristo, desde la Encarnación (cf. Lc 1,35). Él es el Mesías, el Ungido por el Espíritu
divino (cf. Is 11,2; 61,1-3; Lc 4,16-21). Y Él es el que una vez glorificado puede, junto al Pa-
dre, enviar su Espíritu a los que creen en Él (cf. Jn 14, 16-17.26; 15,26-27; 16,7-8). «La misión
conjunta –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica– se desplegará desde entonces en los
hijos de adopción por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción
será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él» (n.690). La Iglesia tiene su origen y fundamento
espíritu santo 377
divina, no vivifica la Iglesia del mismo modo que el alma del hombre anima el cuerpo,
sino que lo hace en cuanto que es principio íntimo y trascendente a la vez. La analogía
del Espíritu Santo «alma» de la Iglesia «debe ser leída en clave trinitaria: el Espíritu Santo
es en el Cuerpo de Cristo aquello mismo que le distingue y le es propio en el seno de la
Trinidad, ser la Persona-Amor» (Mateo-Seco, 205). El Espíritu Santo, en cuanto principio
vital de la Iglesia y de cada cristiano, es el mismo Espíritu que habita en el Hijo desde toda
la eternidad. El Paráclito comunica a los miembros de Cristo Cabeza la vida divina, que es
la comunión con la Trinidad Beatísima. Juan Pablo II, comentando este texto, afirma que
el Espíritu Santo «es el Dador de vida y de unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad
eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi», y relaciona
esta afirmación con Gén 2,7 de manera que la analogía del Espíritu como alma de la Igle-
sia, podría considerarse también al Espíritu Santo como «soplo vital de la “nueva creación”,
que se hace concreta en la Iglesia» (cf. Creo en el Espíritu Santo, 307-308).
El Espíritu es considerado como el «alma» de la Iglesia porque le infunde la santidad,
aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia y es la fuente de todo el dinamis-
mo de la Iglesia. LG 4 describe de este modo las líneas fundamentales de la acción del
Espíritu Santo en la Iglesia: «Es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la
vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por
el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu
habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,16; 6,19), y
en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16 y 26). Guía
la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y
gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef
4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva
incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo (cf. Ireneo de Lyon,
Adversus Haereses III 24,1: PG 7 966). En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
¡Ven! (cf. Ap 22,17). Y así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la
unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (LG 4).
El Espíritu Santo es en la Iglesia: 1. El Santificador enviado por el Padre que da a los
fieles la vida en Cristo; 2. El Divino Consolador que inhabita en la Iglesia y en el alma de
cada uno de los fieles; 3. El Espíritu de la verdad que guía a la Iglesia hacia la verdad plena;
4. El Espíritu de Cristo que unifica la Iglesia en «comunión y ministerio», y es fuente de
todos los dones jerárquicos y carismáticos; 5. El Paráclito que renueva incesantemente a la
Iglesia y la conduce a su consumación. En definitiva, podría sintetizarse diciendo que de la
acción del único Espíritu Santo brotan las propiedades de la Iglesia: unidad, santidad, ca-
tolicidad y apostolicidad. Conviene hacer notar que el término de esta multiforme acción
del Espíritu Santo es el cristiano individual y es la Iglesia en cuanto institución. El Espíritu
Santo es el que hace ser al cristiano y el que hace ser a la Iglesia, y esto, no de manera
estática, sino con el dinamismo propio de un encuentro personal que no es otro que la
eficacísima unión con Dios (cf. Philips, La Iglesia y su misterio, t.I, 112-115).
espíritu santo 379
de Cristo, animada por el Espíritu Santo, tiene una forma bien concreta –que pertenece a
su “misterio” –, y que es la Iglesia histórica a la que pertenecemos. No son dos Iglesias, una
de la caridad, la Iglesia del Espíritu, distinta de la comunidad institucional y visible fundada
por Cristo, gobernada por los sucesores de los Apóstoles, y vivificada por la Palabra y los
sacramentos» (Villar, 852).
obispos «hacen las veces del mismo Cristo […] y actúan en su nombre» (LG 21). De este
modo son constituidos en ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios,
a ellos les está encomendada la «gloriosa administración del Espíritu» (LG 21); Cristo los
hace partícipes de su consagración y de su misión (cf. PO 2). Por la acción del Espíritu San-
to el ministro ordenado queda configurado sacramentalmente con Cristo y es enviado a
la misión en la Iglesia. En cierto modo, se perpetúa así en la Iglesia la gracia de Pentecostés
(cf. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem 25).
Esta participación del Espíritu Santo que Cristo concede al ministerio apostólico se
ha de leer junto con lo que dice el concilio sobre la unción del Espíritu con que Cristo está
ungido y que ha hecho partícipe a todo su Cuerpo místico: «El Señor Jesús, “a quien el
Padre santificó y envió al mundo” (Jn 10,36), hizo partícipe a todo su Cuerpo místico de la
unción del Espíritu con que Él está ungido (cf. Mt 3,16; Lc 4,18; Hch 4,27; 10,38): puesto que
en Él todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio
de Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinie-
blas a su luz admirable […]. Así, pues, enviados los Apóstoles como Él había sido enviado
por el Padre (cf. Jn 20,21), Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión por me-
dio de los mismos Apóstoles a los sucesores de éstos […]. El sacerdocio de los presbíteros
supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un
sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan
marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma
que pueden obrar en persona de Cristo Cabeza» (PO 2).
La afirmación de que el Señor hace participar a toda la Iglesia de su unción por el
Espíritu Santo pone de manifiesto la realidad mesiánica de toda la Iglesia. La unción del
Espíritu con la que Cristo es ungido (cf. Lc 4,18) es participada por el entero Pueblo de
Dios a través de los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo y la Confirmación,
y a través del «sacramento peculiar» de los presbíteros. Se trata de una sola unción por el
Espíritu, la de Cristo, que es participada de diverso modo por todos los miembros del Pue-
blo de Dios (cf. Del Portillo, 42). Queda apuntada aquí la relación del sacerdocio ministerial
y sacerdocio común tan importante en la doctrina conciliar. Desde la perspectiva que nos
ocupa basta señalar que, tanto el ministerio apostólico y el sacerdocio ministerial, como
el sacerdocio común de los fieles, comportan una participación en el Espíritu de Cristo, en
su unción mesiánica, y poseen, por tanto, una intrínseca dimensión pneumatológica. La
Iglesia, como cuerpo sacerdotal, es edificada por el Espíritu Santo y el sacerdocio –común
y ministerial– es un don del mismo Espíritu.
ye, no solo por los medios instituidos, sino también por los carismas y estos son dones del
Espíritu Santo.
Carismas y ministerios pertenecen esencialmente a la constitución de la Iglesia y
ambos proceden del mismo Espíritu Santo. Por esta razón, contraponer los carismas al mi-
nisterio significaría crear una dialéctica ficticia e introducir una división en el Espíritu, cosa
que resulta impensable. El ministerio es un don del Paráclito y, en este sentido, es también
un carisma. Así lo ha expresado Juan Pablo II: «El orden jerárquico y toda la estructura
ministerial de la Iglesia se halla bajo la acción de los carismas, como se deduce de las pa-
labras de san Pablo en sus cartas a Timoteo: “No descuides el carisma que hay en ti, que se
te comunicó con intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio
de presbíteros” (1 Tim 4,14); “te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti
por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6). Hay, pues, un carisma de Pedro, hay carismas
de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos; hay un carisma concedido a quien está
llamado a ocupar un cargo eclesiástico, un ministerio» (Creo en el Espíritu Santo, 351-352).
El concilio aborda directamente el tema de los carismas en LG 12 y en AA 3. Ambos
textos tienen un fuerte carácter pneumatológico: «El mismo Espíritu Santo no sólo santifi-
ca y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y los enriquece con
las virtudes, sino que, “distribuyéndolas a cada uno según quiere” (1 Cor 12,11), reparte en-
tre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con las que dispone y prepara para
realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia
edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: “A cada uno se le otorga la manifesta-
ción del Espíritu para común utilidad” (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios
como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las
necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo» (LG 12). Los
carismas son dones especiales distribuidos por el Espíritu Santo según su voluntad y que
sirven a la renovación y edificación de la Iglesia. Estos dones carismáticos están subordi-
nados por el mismo Espíritu a la autoridad de los Apóstoles (cf. 1 Cor 14; cf. LG 7). Como
proceden del único Espíritu, dador de vida, esos carismas no pueden ir contra la unidad o
la edificación de la Iglesia. La variedad de los carismas suscitados en la Iglesia es siempre
una variedad en la unidad; no es que la variedad de carismas sea compatible con la uni-
dad, sino que la unidad se realiza precisamente en esa variedad de carismas.
El mismo párrafo de LG trata también del «sentido de la fe» como un fruto de la
unción del Espíritu, por la que todo el Pueblo de Dios participa de la función profética de
Cristo. G. Philips resume este punto de la doctrina conciliar afirmando que LG garantiza la
infalibilidad in credendo, la infalibilidad en el pueblo creyente, y la infalibilidad in docen-
do del magisterio. Cuando todo el pueblo, desde los obispos hasta el último de los fieles
laicos, es unánime en cuestiones de fe o costumbres, expresa por este mismo hecho su
sentido sobrenatural de la fe; el error se halla entonces excluido gracias a la asistencia
que el Espíritu Santo otorga a la universitas fidelium. Del mismo modo que no es razona-
ble contraponer los dones carismáticos a los dones jerárquicos, tampoco al considerar el
espíritu santo 383
sentido de la fe se puede enfrentar a los fieles con la jerarquía. Los fieles, en este sentido,
no se encuentran frente a los obispos sino a su lado (cf. La Iglesia y su misterio, I, 213-214).
Evangelio, prometido antes por los Profetas, lo completó Él y lo promulgó con su propia
boca, como fuente de toda la verdad salvadora y de la ordenación de las costumbres. Lo
cual fue realizado fielmente, tanto por los Apóstoles, que en la predicación oral comunica-
ron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia
y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como
por aquellos Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu,
escribieron el mensaje de la salvación».
Los Apóstoles predican fielmente el Evangelio transmitiendo aquello que habían re-
cibido de Cristo o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo. La asistencia del
Paráclito es, por tanto, intrínseca a la predicación apostólica oral (origen de la Tradición),
al igual que lo es también a la transmisión escrita del Evangelio, realizada por los Apósto-
les o varones apostólicos bajo su inspiración. La revelación consumada en y por Cristo es
asegurada en su verdad por el Espíritu Santo, que garantiza su inteligencia por parte de
los Apóstoles (cf. DV 19), y su fiel transmisión oral y escrita (cf. DV 21). Así lo afirma DV 9:
«La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas.
Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a
un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto consignada por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramen-
te la palabra de Dios, confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles, a sus
sucesores para que, iluminados por la luz del Espíritu de la verdad, la guarden fielmente, la
expongan y la difundan con su predicación».
Este párrafo pone de relieve la relación de la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. La
Palabra de Dios que se contiene en la Escritura y en la Tradición ha sido confiada por Cristo
y por el Espíritu a los Apóstoles, ha sido puesta por escrito bajo su inspiración (cf. DV 11),
y es trasmitida fielmente por los sucesores de los Apóstoles iluminados por el Espíritu
de la verdad. De esta manera queda sugerido en el texto conciliar el carácter esencial
de la actuación del Espíritu Santo en la íntima unión y compenetración de la Escritura y
la Tradición. La dimensión pneumatológica de la Palabra de Dios queda afirmada por el
concilio de un modo claro, pero sin apenas desarrollo. De manera mucho más explícita es
abordada esta cuestión por Benedicto XVI, en la Exh. apost. Verbum Domini, donde dice,
entre otras cosas, que «no se comprende la revelación cristiana sin tener en cuenta la ac-
ción del Paráclito» (n.15). Esto es así, porque la comunicación que Dios hace de sí mismo
implica siempre la relación del Hijo y del Espíritu Santo. Su misión es inseparable, de he-
cho, la Palabra de Dios se expresa con palabras humanas gracias a la obra del Paráclito: el
mismo Espíritu que actúa en la Encarnación del Verbo, guía a Jesús a lo largo de toda su
misión terrena, es enviado a los discípulos, sostiene e inspira a la Iglesia en su anuncio de
la Palabra de Dios y en la predicación de los Apóstoles, e inspira a los autores de la Sagrada
Escritura (cf. ibid., 15-16).
Igualmente importante resulta la acción del Espíritu Santo a la hora de entender la
relación entre la Sagrada Escritura y la Iglesia. Sobre esto, el texto conciliar es quizás un
espíritu santo 385
poco más explícito y son bastantes las afirmaciones que encontramos. He aquí algunas de
ellas: «La Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del
Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras
transmitidas, […] la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la pleni-
tud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios» (DV 8). «El Espí-
ritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo,
va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite
en ellos abundantemente (cf. Col 3,16)» (ibid.). «La Iglesia, enseñada por el Espíritu Santo,
se esfuerza en acercarse, de día en día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Es-
crituras, para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos con la divina enseñanza» (DV 23).
Quizá lo más importante sea destacar que la Escritura es Palabra de Dios y la Igle-
sia está bajo la Palabra de Dios a la que obedece; y, sin embargo, la Escritura es Palabra
de Dios porque existe la Iglesia que es su sujeto vivo. «La certeza de la Iglesia sobre la
fe –afirma Benedicto XVI– no nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto
Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la Escritura habla y tiene toda
su autoridad» (Discurso, 14-II-2013). En este sentido se comprende en toda su hondura
la afirmación del concilio de que la Escritura debe ser leída e interpretada «con el mismo
Espíritu con que se escribió» (DV 12); y esto sólo es posible cuando se realiza en la Iglesia,
vivificada e iluminada por el Paráclito.
del Padre, dispensa como ministro al Espíritu Santo a quien quiere y como el Padre quiere»
(Ireneo de Lyon, Epideixis 7: ed. Romero-Pose, 65-69). Así, la salvación proviene del Padre,
por el Hijo en el Espíritu Santo; y los hombres, movidos por el Espíritu Santo a través del
Hijo acceden al Padre.
El paradigma de la acción del Paráclito, por la que el hombre es unido a la Trinidad
en ese doble dinamismo descendente y ascendente, ha sido realizado en la Virgen María.
La singularísima acción santificadora del Espíritu Santo en Santa María está al servicio de
su misión de ser Madre de Dios y de su misión en la historia de la salvación por la que
extiende su maternidad a todos los hombres. De aquí que un buen modo de concluir
y completar este recorrido por la pneumatología conciliar sea haciendo referencia a la
relación del Espíritu Santo y Santa María. Este tema aparece tratado con sobriedad en el
capítulo VIII de Lumen gentium. Las referencias al Espíritu Santo que contiene son apenas
una decena: LG 52, 53, 56, 59, 63-66 (cf. Bastero, 304ss). Comienza este último capítulo
de LG dedicado a la Santísima Virgen afirmando los títulos marianos de «hija predilecta
de Dios Padre» y «santuario del Espíritu Santo» en virtud la maternidad divina de Santa
María: «Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él
con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y digni-
dad de ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el templo del
Espíritu Santo» (LG 53).
«Todas las funciones, todos los dones y privilegios de María –afirma G. Philips– no
son más que las concreciones de la acción del Espíritu de Dios en ella» («Le Saint-Esprit
et Marie dans l’Église», 13). Además, el mismo Espíritu Santo que realizó en las entrañas
purísimas de Santa María el prodigio de la Encarnación del Verbo, es quien, enviado en
Pentecostés, da comienzo a los Hechos de los Apóstoles (cf. AG 4). El concilio relaciona así
la presencia del Espíritu Santo en la Anunciación, por la que tiene lugar la Encarnación,
y su envío en Pentecostés, por el que nace la Iglesia. He aquí un texto importante a este
respecto: «Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación
humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles,
antes del día de Pentecostés, “perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres,
con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste” (Hch 1,14), y que también María
imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubier-
to a ella con su sombra» (LG 59). Es oportuno insistir en que «tanto el origen de la Iglesia
como el de Cristo, comienzan por la venida del Espíritu. Ese origen se caracteriza por su
manifestación “encima” y en el “interior”, “sobre” y “en” María y la Iglesia, y las analogías de
los términos son palpables» (Laurentin, 36). En el misterio de María, y de modo análogo
en el misterio de la Iglesia, se unen indisociablemente la cristología y la pneumatología.
impulso para la teología trinitaria y para el magisterio sobre Dios uno y trino en las últimas
décadas. En este sentido, la pneumatología del concilio, aun estando desarrollada solo
germinalmente, constituye un punto de referencia esencial en el progreso pneumatológi-
co del magisterio reciente.
Este progreso ha sido llevado a cabo eminentemente por Juan Pablo II. Todo su
magisterio está sellado por una honda pneumatología que tiene como cénit la Encícli-
ca Dominum et vivificantem publicada en 1986, y con la que concluye la trilogía de encí-
clicas dedicadas al misterio trinitario. Junto a esta encíclica se han de incluir los más de
ochenta discursos sobre el Espíritu Santo que pronunció en Audiencias generales entre
1989 y 1991, que son una auténtica y completa «lección» de pneumatología, así como
la pneumatología del Catecismo de la Iglesia Católica, realizado durante su pontificado y
bajo su impulso. Además, son también una muestra de la preocupación de Juan Pablo II
por la pneumatología la carta apost. Patres Ecclesiae (2-I-1980) en el XVI Centenario de San
Basilio, la Carta con ocasión del 1600 aniversario del Concilio de Constantinopla (2-III-1981),
y la declaración del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos
sobre Las tradiciones griega y latina referentes a la procesión del Espíritu Santo (L’Osservatore
Romano, 13-IX-1995) escrita a petición suya.
Con Dominum et vivificantem se completa –si cabe hablar así– la doctrina sobre el
Espíritu Santo contenida en el Vaticano II. Juan Pablo II contempla al Espíritu en perfecta
sintonía, y como continuando la «herencia profunda del concilio» (n.2), que siendo «un
concilio eclesiológico» su enseñanza es al mismo tiempo «esencialmente “pneumatoló-
gica”, impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia» (n.26; cf.
n.63). «Los textos conciliares –afirma también Juan Pablo II–, gracias a su enseñanza sobre
la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más
en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico y litúrgico: al
Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo» (n.2).
La perspectiva de Dominum et vivificantem es la misma que subyace a la pneuma-
tología conciliar: el Espíritu Santo es contemplado en cuanto «enviado» por el Padre y el
Hijo para realizar el plan divino de salvación, es decir, en cuanto Espíritu del Padre y del
Hijo enviado a la Iglesia y al mundo como don de salvación. También el objetivo de la
encíclica está inspirado en el concilio. Así lo presenta Juan Pablo II cuando afirma que se
trata de «desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella “el Espíritu Santo la impulsa
a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de
salvación para todo el mundo” (LG 7)» (n.2).
La teología de las misiones divinas, que es tan importante en los documentos con-
ciliares, ocupa un lugar esencial en Dominum et vivificantem. Las misiones, precisamente
porque son una donación personal de Dios, manifiestan las propiedades personales de
cada Persona de la Trinidad: en Jesús se manifiesta su filiación al Padre, y en el envío del
Espíritu Santo se manifiesta su ser Amor y Don en la Trinidad. Así lo expresa Juan Pablo II:
«Dios, en su vida íntima, “es amor” (cf. 1 Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres Personas
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divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto
“sondea hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2,10), como Amor-Don increado. Puede
decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios Uno y Trino se hace enteramente
don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo
Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación,
de este ser-amor (cf. Tomás de Aquino, STh I, qq. 37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don»
(n.10).
El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, Amor y Don Increa-
do, es el «protagonista trascendente» (n.42) de la historia de la salvación. De Él «deriva
como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la
existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres
mediante toda la economía de la salvación» (n.10). El mismo Espíritu Santo es el Espíritu
Creador y Santificador. Por eso, con toda razón, afirma Juan Pablo II que Él es la «fuente
eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo
y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El
misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta auto-
comunicación divina. En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra
más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la
suprema gracia – “la gracia de la unión” – fuente de todas las demás gracias» (n.50).
Este enfoque de la pneumatología a partir la comunicación de Dios reafirma la es-
trechísima unidad entre cristología y pneumatología: la acción de Cristo y la acción del
Espíritu Santo son indisociables en la comunicación de Dios al hombre. Esta comunica-
ción de Dios al hombre se realiza plenamente en la nueva creación del hombre por Cristo
en el Espíritu Santo. Una nueva creación que no puede comprenderse al margen de la
Iglesia, pues es en la Iglesia y por medio de la Iglesia como tiene lugar el don definitivo
del Espíritu Santo: «A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pas-
cual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedarse desde el día de Pentecostés con
los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De
este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios Uno
y Trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo»
(ibid., n.14).
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