Terapia Del Perdon Psicologia Catolica
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EL RENCOR Y EL PERDÓN
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El perdón, aún aquel que ofrecemos en medio de las más terribles
circunstancias, es posible; como también es posible la vida de pureza y
virginidad. No por casualidad María Goretti ha dado testimonio al mismo
tiempo de ambas virtudes: la misericordia y la castidad.
El camino recorrido en un instante por la santa de Nettuno, puede
exigir meses o incluso años de trabajo a otras personas, pero lo verda-
deramente importante es que siempre se puede (si se quiere) salir de la
prisión espiritual en la cual nos tiraniza el enojo y el resentimiento; y, por
tanto, alcanzar la serenidad, la libertad y la paz.
Las páginas que siguen no son un tratado sobre el perdón1 sino
líneas sobre el proceso espiritual (y psicológico) del perdón (o, si se quie-
re, la terapia del perdón). El Dr. Richard Fitzgibbons, psiquiatra, y el Dr.
Robert Enright, psicólogo, han demostrado que existe una aplicación
exitosa de la terapia del perdón en áreas muy diversas: en desórdenes
depresivos y de la ansiedad, en el abuso de sustancias adictivas y trastor-
nos alimenticios, en problemas matrimoniales y familiares, en trastornos
mentales y desórdenes de la personalidad, en problemas de la sexuali-
dad, etc.2 Esto pone al descubierto que el problema del rencor y del re-
sentimiento es más serio de lo que se piensa y está en la base de muchos
problemas espirituales, afectivos, psicológicos e, incluso, físicos.
Esperamos que estas páginas sean útiles a muchas personas.
1
Nos hemos ocupado de este tema en otros lugares. Cf. Fuentes, M., Educar los afec-
tos, San Rafael (2007), 143-151; Idem., La trampa rota, San Rafael (2008), 249-267.
2
Cf. Enright R., Forgiveness is a choice, Washington (2005), 6ª ed.; Enright R., Fitz-
gibbons, R., Helping Clients Forgive, Washington (2005), 4ª ed.
II. PRECISIONES SOBRE EL RENCOR Y EL PERDÓN
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Los santos, frente a los ídolos, frente al pecado, están como Jeremías,
“repletos de la ira de Yahveh” (Jer 6,11; 15,17).
Pero en estos casos, la ira recae sobre el pecado y no sobre el pe-
cador, salvo cuando éste no acepta convertirse y se amalgama con su
pecado. Por eso se dice que Dios “es tardo a la ira” (Ex 34,6; Is 48,9;
Sal 103,8), mientras que su misericordia está siempre pronta para mani-
festarse (Jer 3,12). En Oseas dice: “No daré curso al ardor de mi cólera,
no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio
de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Os 11,9)4.
También Jesús manifiesta la ira. Él no se conduce como un estoico
que no se altera jamás; por el contrario, impera con violencia a Satán
(Mt 4,10: “Jesús le dijo: ¡Apártate, Satanás!”) a Pedro que lo quiere
apartar de la cruz (Mt 16,23: “Dijo a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Sata-
nás!”); amenaza duramente a los demonios (Mc 1,25: “Jesús le conminó
diciendo: Cállate y sal de él”), se encoleriza ante la astucia de los hom-
bres (Jn 8,44: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir
los deseos de vuestro padre”), patea y arroja las mesas de los cambistas
en el atrio del Templo (cf. Jn 2, 13-22), etc.
Esta ira, como todas las obras virtuosas, nace de una decisión ra-
cional, es decir, deliberada y sopesada. Nace del amor a la justicia y se
desata a raíz del conocimiento del pecado que ofende a Dios, lesiona la
justicia y pone en peligro la dignidad y la salvación del prójimo. Su fin es
destruir el pecado y salvar al pecador y devolver, de esta manera, la gloria
robada a Dios por el pecado. Su medida es la que dicta la razón como
suficiente y necesaria para amedrentar al pecador haciéndole apartarse
de su pecado; ni es mayor que eso, ni menor.
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Las expresiones del Antiguo Testamento no pueden negarse. La cólera es atribuida
a Dios: Is 30,27-33; Ez 20,33; etc. Sin embargo, estos términos han de entenderse en
sentido metafórico, como explica Santo Tomás: “a veces la ira se atribuye a Dios por la
semejanza del efecto” (Suma Teológica, I,59,4 ad 1). Es decir, el efecto de la ira humana es
el castigo del que ha obrado mal; por ese mismo motivo el castigo que proviene de la justi-
cia de Dios a raíz de los pecados de los hombres, es llamada por analogía “ira”. El mismo
Santo Tomás explica en otro lugar: “la ira nunca se dice propiamente de Dios, como si su
principal intelecto incluyese pasión” (Suma Teológica, I,19,11). En la “Catena Áurea sobre
San Mateo” dice citando a San Jerónimo: “Hay que notar que la ira se dice de Dios no en
sentido propio sino translativo, pues se dice que se aíra cuando castiga” (Catena Áurea,
cap. 22, lectio 1). Y en el comentario a este mismo capítulo de San Mateo explica: “Hay
que hacer notar que cuando se atribuye ira a Dios, no significa perturbación del afecto, sino
venganza: porque los airados suelen castigas, por eso, se llama ira al castigo” (In Matth.,
XXII,1). Y comentando la Carta a los Romanos: “No se dice que en Dios hay ira según la
turbación del afecto sino según los efectos de su castigo” (cap. 9, lect. 4).
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en calentarse, pero una vez puesto al rojo vivo, tarda en largar el calor y
lo retiene mucho tiempo.
(ii) El rencor es como una úlcera interior del alma. No suele mani-
festarse en reacciones clamorosas, estrépito, golpes, desmanes (aunque
no se excluye), por el contrario muchas veces carece de manifestaciones
externas notables, fuera de la taciturnidad, el silencio, la dureza de expre-
sión y concentración. Como un dispéptico, cuyo problema no es la difícil
digestión de un alimento sino la indigestión de una ofensa o una herida.
Nace de un mal inferido, es decir, de una herida que no cierra ni
cicatriza, y que, por sangrar constantemente, mana una corriente ácida
sobre toda la psicología de la persona. La que mantiene abierta la herida
es la memoria vivaz de la injuria o del mal recibido. Tanto la imaginación
como la inteligencia alimentan muchas veces con creces el dolor, pues si
se agranda la idea del mal que se ha recibido aumenta el dolor y la cólera
retenida.
(iii) El mal que origina un rencor puede haber sido inferido con
justicia, como el castigo que el juez o el superior impone al reo que ha
delinquido. Pero muchas veces se trata de heridas injustamente recibidas:
discriminaciones, golpes, abusos, maltratos. Pueden ser muy profundos
si han sido causados en la infancia, o si han dañado bienes tan delicados
como la castidad, los lazos familiares, la confianza, etc. Hay casos en que
la persona que causa el daño no es responsable de sus actos, sea porque
no tiene dominio sobre sí (como los locos y los enfermos), sea porque
estaba accidentalmente fuera de sí (como los borrachos y otros enfer-
mos), sea porque gozando de plena lucidez ignora el daño que nos hace
(como quien menciona algo que nos hiere, sin ninguna mala intención).
Otras veces los puñales se clavan en nuestro corazón no por malicia de
los demás sino por orgullo nuestro; así hay personas que se sienten muy
humilladas por la virtud y talento ajeno.
De ahí que podamos hablar de heridas reales, justas e injustas, ima-
ginarias e injustificadas (es decir, “desproporcionadas”). El niño que es
abusado por un pariente sufre una herida real y sumamente injusta; el
religioso que se siente lastimado por el castigo que un superior le ha im-
puesto por un delito grave, experimenta una herida injustificada, proce-
dente de una causa justa; la esposa que se siente profundamente despre-
ciada porque su distraído esposo ha olvidado felicitarla en su aniversario,
padece una herida desproporcionada, proveniente de un descuido difícil
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o fácil de justificar, según los casos; la madre dolida por las incesantes
suspicacias de su hijo paranoico, es torturada por heridas reales pero
involuntarias de parte del agresor; la novia que está resentida por el des-
precio que ella supone, sin fundamento alguno, de parte de la madre de
su prometido, es atormentada por una herida imaginaria, etc.
Todas estas situaciones son muy diversas, pero tienen algo en co-
mún: la víctima del rencor, sea cual sea su causa, padece un sufrimiento
terrible (que comparo a un reflujo ácido de la memoria) que puede des-
embocar, incluso, en la locura. “Max Scheler afirma que una persona
resentida se intoxica a sí misma; el otro le ha herido y ahí se recluye, se
instala y encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor
con repeticiones del mismo acontecimiento. El resentimiento hace que
las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo, creando
una especie de malestar e insatisfacción generales. En consecuencia, uno
no está a gusto, ni en su propia piel ni en ningún lugar. Los recuerdos
amargos encienden de nuevo la cólera y llevan a depresiones. Al res-
pecto, es muy ilustrativo el refrán chino que dice: el que busca venganza
debe cavar dos fosas”5.
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2. Definiendo el perdón
(i) Ante todo, el perdón es más que aceptar lo que sucedió. El perdón
va más allá de la simple aceptación. Uno podría aceptar una ofensa con el
simple fin egoísta de “seguir adelante”, y mantener, al mismo tiempo, una
fría indiferencia hacia el otro.
(ii) Es más que cesar en nuestro enojo. Ésta es sólo una parte del
proceso. Con el tiempo, el perdonador tendría que tener un cambio real
de actitud hacia el ofensor.
(iii) Es más que tener una actitud neutral hacia el otro. Algunos creen
que el perdón se reduce a no guardar resentimiento. Tal postura no es
suficiente; el propósito del proceso del perdón es que el perdonador
experimente pensamientos y sentimientos positivos hacia el ofensor. Por
supuesto, esto puede llevar tiempo. La neutralidad, en este sentido, pue-
de ser un gran paso en el proceso, pero nunca el desenlace definitivo.
(iv) Y también es más que hacer algo para sentirnos bien. No hay
nada malo en sentirse bien. El perdón, de hecho, aumentará la salud
emocional y el bienestar del perdonador. Mucha gente comienza el pro-
ceso del perdón justamente porque está cansada de sentirse mal y quiere
sentirse mejor. Pero esto solo no alcanza y a menudo resulta contra-
producente el haber centrado las esperanzas en un estado puramente
sentimental.
(v) Por otra parte, es importante tener en cuenta que perdonar no
es excusar al ofensor o agresor. La esposa injustamente golpeada pue-
de excusar la violencia de su marido, echándose ella misma la culpa de
haberlo provocado con sus palabras o acciones, aún cuando esto no
sea verdad o no sea toda la verdad (como sucede en las personas code-
pendientes). Esto desvirtúa el verdadero perdón, haciendo pensar que
perdonar significa conformarse con ser una persona golpeada, usada o
abusada, permitiendo que estas situaciones continúen sin solución. Pero
no es así; perdonar significa admitir que lo que sucedió estuvo mal, y que
no debería repetirse.
(vi) Tampoco equivale a olvidar los malos recuerdos. El perdón no
produce amnesia; por el contrario, hay veces en que es necesario recor-
dar particulares muy concretos de los eventos que nos han herido con
el fin de sanar nuestra memoria. Sin embargo, si esto se hace bien, el
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zada con esta prematura muerte que la dejaba sola con cuatro pequeños
hijos. Perdonar la imprudencia del asesino parecía superior a sus fuerzas,
desgastadas por el infortunio y las lágrimas. Así estuvo cinco años. Al cabo
de este tiempo, creyendo inevitable encontrarse con el matador, pidió con-
sejo a quien se había convertido en su confesor, el obispo san Francisco
de Sales. Éste le escribió lo siguiente: “Me pide que le aconseje cómo debe
actuar en la entrevista con la persona que mató a su marido... No es pre-
ciso que busque ni el día ni la ocasión; pero si ésta se presenta quiero que
muestre un corazón bondadoso, afectuoso y compasivo. Bien sé que, sin
lugar a dudas, se emocionará y se derrumbará, que su sangre hervirá; pero
¿y qué? También le sucedió lo mismo a nuestro querido Salvador ante la
visión de Lázaro muerto y de la representación de su Pasión. Sí, pero ¿qué
dicen las Sagradas Escrituras? Que en uno y otro caso alzó la vista al cielo.
Eso es, hija mía, Dios hace que vea en esas emociones hasta qué punto
somos de carne, de hueso y de espíritu... Creo que me he explicado lo
suficiente. Lo repito: no espero que vaya al encuentro de ese pobre hom-
bre, sino que sea condescendiente con quienes quieran procurárselo...”.
La señora de Chantal obedeció y consintió en mantener una entrevista
con el señor de Anlezy. Se mostró tan afectuosa como su corazón se lo
permitía, pero la entrevista le resultó extremadamente penosa. La frase
de perdón que salió de sus labios le costó un esfuerzo inimaginable. Pero,
queriendo llegar más lejos en su propósito de perdonar, propuso al señor
de Anlezy, que acaba de tener un hijo, llevar ella misma al recién nacido,
como madrina, a la pila sagrada del bautismo. Así fue el perfecto perdón
de las ofensas de quien llegó a ser Santa Juana de Chantal.
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S EGUNDA PARTE
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trabajo en el perdón, es probativo de que muchos resentimientos están
protegidos debajo de capas insospechadas.
Estos primeros pasos apuntan, pues, a desenmascarar los rencores.
(iii) Igualmente insano es el reprimir los recuerdos que nos dan rabia.
Reprimir es una forma particular de olvidar; es una amnesia selectiva por
la que se bloquean algunos aspectos de la realidad. Muchos terapeutas en-
cuentran este mecanismo en personas que han sufrido abusos en la infan-
cia. Los recuerdos quedan fragmentados, parcializados. Algunas personas
aplican este mal mecanismo cuando aquellos que los hieren son personas
muy cercanas a ellos; personas por quienes tienen muchas razones para
no querer ser heridos. Por ejemplo, por un padre, un hermano, un tío, un
maestro. El niño quiere que esas personas sean buenas, porque ha creado
ya un gran afecto hacia ellas y no puede soportar la pérdida de ese afecto.
Esto puede ocasionar que ciertos hechos degradantes vinculados con esa
persona, que generan rechazo, dolor, resentimiento, son bloqueados, aun-
que sin total efectividad, pues ese dolor hecho resentimiento se encauza
hacia otras áreas, por ejemplo, en forma de regresión afectiva o mental,
timidez, autoagresión, violencia, ensimismamiento, etc. O también se pro-
duce como una “disociación” de la personalidad de la persona amada/
odiada: es como si existieran dos personas distintas (una es el padre gol-
peador, afectivamente distante, etc., y otra es el padre bueno y ejemplar);
de este modo nos encontramos con el fenómeno de que a veces nos habla
de esta persona como si fuera un amigo, un héroe, un ser ideal, y otras
como si fuera un enemigo, un despiadado, etc. Esto puede darse también
en los adultos (por ejemplo, suele verse en esposas codependientes). Sin
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embargo, hay que tener mucho cuidado con el abuso de estas interpreta-
ciones por parte de terapeutas superficiales, que suponen que cualquier
trauma se deriva del bloqueo del recuerdo doloroso de abusos sufridos en
la infancia; de este modo, se suscitan sospechas infundadas sobre las per-
sonas cercanas, a menudo inocentes.
(iv) Otro de los mecanismos con los que podemos intentar retraernos
de enfrentar nuestro odio o encono es transferir la rabia a otras personas:
en lugar de reconocer contra qué o contra quién estamos enojados, trata-
mos de justificarnos culpabilizando a personas ajenas al problema. A veces
decimos de alguien que “descarga” sus broncas en quienes nada tienen
que ver. La esposa traicionada por su cónyuge descarga su enojo sobre los
hijos; la maestra a quien acaban de poner una multa en la calle, descarga
su malhumor con los alumnos, etc. Esto puede ocurrir de modo esporádi-
co, como en los ejemplos propuestos; o bien de modo permanente, como
el niño que canaliza la rabia hacia el padre que lo ha abandonado siendo
violento con su hermano menor, o el sacerdote que está desencantado del
modo en que lleva su vida consagrada se muestra siempre descontento y
quejoso con los feligreses que lo rodean. Este modo de transferir el resen-
timiento de los verdaderos culpables a personas inocentes, hace que el
rencor se transmita a veces de generación en generación.
(vi) Por último se puede señalar entre los modos de manejar equivo-
cadamente el resentimiento causado por dramáticas vivencias, el imitar
la conducta del que abusó de nosotros. Es común descubrir que muchos
abusadores de menores han sido ellos mismos, cuando niños, abusados
por mayores, o también que personas golpeadoras han sido en su infan-
cia maltratados por sus padres o tutores. Análogamente, algunas mujeres
que fueron violadas en su infancia o adolescencia, al llegar a la adultez, se
vuelven adictas al sexo con una conducta que tiene que ver más con una
autopunición de la propia dignidad que con el deseo sexual. La identifi-
cación con las conductas que los han hecho sufrir a ellos puede admitir
distintas explicaciones; quizá sea un modo de descargar en otro (a modo
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(ii) ¿He negado ser rencoroso o estar resentido con alguien de alguna
de las maneras arriba expuestas?
(iii) ¿Tergiverso los hechos pasados, los manipulo o los reprimo?; ¿he
descargado sobre otros las broncas que tal vez llevo dentro del
alma?; ¿me he descubierto realizando sobre personas inocentes
los mismos errores o las mismas conductas con que otros me han
hecho sufrir a mí?
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La ira ante el enemigo que intenta quitarnos la vida, o que pisotea la justi-
cia, mientras se alce para restablecer el orden, para repeler al agresor, es
necesaria para la paz, para el orden y para la justicia. Pero cuando estas
emociones se desmadran, se vuelven desproporcionadas, empujan a la
venganza, desconocen el perdón, se transforman en berrinches infantiles,
o tienden a establecerse de modo permanente en el corazón, etc., esta-
mos ante una ira desordenada que fácilmente se transforma en rencor, en
resentimiento. Téngase siempre en cuenta esa distinción, aunque cuando
nosotros hablemos, en este estudio, de la cólera o ira normalmente nos
referimos a la forma desordenada y nociva de esta pasión; por eso usamos
preferentemente expresiones negativas como resentimiento o rencor.
(iii) Determinación cualitativa: ¿exactamente cuáles son las heridas
que incrimino a esas personas, en qué medida me afectaron, qué daños
puntuales me causaron?
(iv) Determinación circunstancial: ¿cuándo y cómo me fueron infe-
ridas?
(v) Determinación objetiva: ¿qué pruebas claras tengo para respon-
sabilizar a tales personas de dichas ofensas? ¿No pueden explicarse de
alguna otra manera tales problemas o heridas sin acusar a tales perso-
nas?
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“Le dijo Dios a Caín: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu her-
mano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este
suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano.
Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás
en la tierra’. Entonces Caín dijo a Dios: ‘Mi culpa es demasiado grande
para soportarla. Hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu
presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que
me encuentre me matará’” (Génesis 4, 10-14).
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señala que de él nacen numerosos pecados, entre los cuales, cabe señalar
principalmente la indignación, la hinchazón de la mente (pensando en los
medios de vengarse), el griterío, la blasfemia, la injuria, y la riña.
Entre este tipo de consecuencias señalemos una a la que daríamos
por nombre “retroalimentación del sufrimiento”. Es el caso de aquellos
resentidos que, de alguna manera, “gozan” sufriendo porque usan sus
dolores como un medio de vengarse de los que los han ofendido; llegan,
incluso, a agudizar sus sufrimientos (y a veces, si pudieran, se dejarían
morir, en una suerte de “suicidio vengativo”) para hacer sentir remordi-
mientos a quien los ha herido; es como si dijeran: “mira de cuánto dolor
eres causa”, “no te olvides que sufro por tu culpa”. A veces hasta evitan
curarse o prefieren no mejorar de sus dolencias, porque esto sería aliviar
la conciencia del injuriador. De ahí que termina convirtiéndose en un
sadomasoquismo: una mezcla de gozo en sufrir y de gozo en hacer sufrir
a los autores de nuestro sufrimiento. Realmente se trata de una mente
retorcida, pero más común de lo que imaginamos.
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4. Lo que no funciona
“Quien tira una piedra al aire, sobre su propia cabeza la tira, el golpe
a traición devuelve heridas. Quien cava una fosa, caerá en ella, quien tien-
de una red, en ella quedará preso. Quien hace el mal, lo verá caer sobre sí
sin saber de dónde le viene... Rencor e ira son también abominables, esa
es la propiedad del pecador. El que se venga, sufrirá venganza del Señor,
que cuenta exacta llevará de sus pecados” (Sir 27, 25-27.30; 28, 1).
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(i) ¿Soy consciente de que hasta ahora nada fuera del perdón ha
solucionado mis problemas de resentimiento?
(ii) En mi experiencia pasada, ¿he expresado mis broncas a través de
la violencia, o de los gritos, o berrinches, o golpes, etc.? ¿Cuáles
han sido los resultados? ¿Se han solucionado las cosas o, por el
contrario, han surgido nuevos problemas, he causado más enojos,
he quedado más esclavizado a los impulsos de la cólera, etc.?
(iii) En caso de haberme dejado llevar por mis impulsos, ¿eso me ha
traído posteriores sentimientos de vergüenza, de culpa, mayor
encierro en mí mismo, etc.?
(iv) Pedir a Jesucristo la gracia de reconocer el fracaso de todo méto-
do que no sea el perdón sincero.
“Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, san-
tificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra
como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nues-
tras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y
no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal. Porque si vosotros
perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial también os
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Cf. Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients Forgive, 16.
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En este tema, la vida real puede ser más ilustrativa que los principios
abstractos. La siguiente historia, fue contada por un misionero en China;
transcurrió en un pueblo chino después de una sangrienta persecución
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Daba pena verlo. Lo agarré por las manos y le dije: —Ya sabes lo
que decimos siempre, que o somos cristianos o no lo somos... No le
saltarías al cuello...
Le vino como un sollozo, vaciló un momento, se secó dos lágrimas
y dijo: —De acuerdo, Padre, que vuelva.
Y como yo lo miraba sin decir palabra, añadió: —Sí, sí, dígale que
vuelva: así verá si soy cristiano.
Al atardecer, los cristianos estaban reunidos a mi alrededor, como
todas las tardes, en el patio del catequista. Platicábamos juntos bebiendo
té y fumando enormes pipas. Era el mejor momento del día. Pero había
algo pesado en el ambiente y no teníamos valor para hablar de ello. El
pobre Wang estaba a mi lado, tembloroso y pálido. Los demás forma-
ban un círculo ante mí, conmovidos. El asesino iba a venir y todos lo
sabían.
De súbito, el círculo se abre. Al fondo, bajo el resplandor de los
faroles que tiemblan en los árboles del patio, veo avanzar al asesino, con
la cabeza baja y paso lento, como si llevara el peso de las maldiciones de
todos aquellos hombres. Se presenta ante mí y cae de rodillas, en medio
de un silencio espantoso. Yo tenía un nudo en la garganta, y apenas
pude decirle lo siguiente: —Amigo, ya ves la diferencia. Si hubiéramos
mutilado a tu familia y volvieras aquí como vencedor, ¿qué harías?
Oímos primero un gemido y luego se produjo un silencio. El viejo
Wang se había levantado: se inclinó temblando hacia el verdugo de los
suyos, lo levantó hasta su altura y lo abrazó.
Dos meses más tarde, el asesino acudía a mí: —Padre, antes no en-
tendía su religión, pero ahora lo veo claro. Me han perdonado de verdad.
Soy un miserable, pero ¿yo también podría hacerme cristiano?
No hace falta que os diga cuál fue mi respuesta. Entonces, me pidió:
—Padre, quisiera pedir algo imposible. Quisiera que el viejo Wang fuera
mi padrino.
—Amigo mío, prefiero que se lo pidas tú mismo.
Algún tiempo después, Wang, ya sin descendencia, aceptaba como
hijo espiritual al asesino de su familia”.
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La ira, como todas las emociones, tienen dos posibles fases, una
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allí sonreír con los ojos. Cuando haya conseguido esa sonrisa franca y
profunda y vea que su marido está volviendo a casa, haga un acto de fe:
‘Ahí viene Jesucristo, mi gran bienhechor, disfrazado con los defectos de
mi marido, para que yo le sonría, le ame y le sirva’. Pasado un mes vino
a agradecerme el consejo; su hogar se había transformado, eran felices.
Modificó el pensamiento y la expresión de la ira”.
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(i) Ante todo, la imagen que tiene de sí mismo suele estar equivocada;
y por eso deberá corregirla si pretende pasar del rencor al perdón. Quizá
esté demasiado cargada de egoísmo, creyéndose más de cuanto es en
realidad. De ser así, la consecuencia será pensar que todo el mundo debe
girar sobre él. “Mi problema, me decía una persona, es que siempre quie-
ro ser centro de mesa”. También puede suceder que tenga un concepto
despectivo de sí mismo, pensado que no vale nada, que nadie puede fijarse
en él, que nadie lo ama, etc. Hay muchas otras posibles distorsiones de
nuestra propia realidad. En cualquier caso, para evitar la enfermiza mirada
del rencor necesita tener una visión adecuada y equilibrada; un enfoque
que le enseñe: (1) Que estamos hechos a imagen de Dios (“Dios creó al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó”:
Gn 1,27). (2) Que Dios nos ha creado por amor (“el hombre es única cria-
tura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”17). (3) Que nuestro
fin es Dios y nada más que Dios (como nos enseña el catecismo). (4) Que
somos capaces de conocer y amar a Dios, de entrar en comunión con Él;
somos capaces de conocernos, de poseernos y de darnos libremente y
entrar en comunión con otras personas. (5) Y también que hemos pecado,
y con nuestros pecados hemos herido nuestra naturaleza, hemos faltado a
la razón, hemos ofendido a Dios y al prójimo. (6) Asimismo, que Dios no
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Gaudium et spes, 24.
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un Padre que nos ha llamado a compartir su reino, que nos hace sus he-
rederos, que nos prepara un destino que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni
podemos siquiera imaginar. (5) Si Dios es Padre, entonces nuestra actitud
puede y debe ser la confianza, la seguridad y la paz; podemos sentirnos
y sabernos protegidos, comprendidos y amados; podemos recurrir a Él,
hablar con Él, reclinarnos en su regazo, ponernos en sus manos, descar-
gar en Él nuestros problemas, confiarle nuestros miedos, hacernos fuertes
en su Fuerza. (6) Si Dios es Padre, es impensable cualquier resentimiento,
queja o lamento por sus disposiciones, porque sabemos de antemano que
siempre están dispuestas para nuestro bien.
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Sólo Jesucristo puede curar nuestras heridas, porque sólo Él —su vida
y su sacrificio— pueden iluminar el sentido del dolor. A Él, pues, debemos
presentar las heridas que nos laceran y las causas que las han originado.
Debemos, pues, tratar de comprender el sentido del dolor. Sin pre-
tender que lo que pertenece al misterio deje ser oscuro para nosotros,
hemos de tratar de iluminarlo, cuanto sea posible, a la luz de la fe. Se ha
dicho con justeza: jamás resolverás bien el problema del dolor si lo plan-
teas mal; jamás plantearás bien el problema del dolor si prescindes de
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¿por qué a mí?, ¿por qué lo ha permitido Dios?, ¿por qué no lo impidió?
El P. Benedict Groeschel, en su hermoso libro “Salir de las tinieblas” dice
con toda sinceridad: “He tratado de buscar, con cuidadosa atención, una
solución adecuada a la pregunta ‘¿Por qué?’, y encontré sólo respuestas
parciales”. La respuesta la obtendremos en la otra vida, cuando Dios nos
muestre el derecho de este tejido que por ahora sólo vemos desde atrás
y que nos parece un inexplicable entramado de hilos sin sentido; del otro
lado está el admirable dibujo. Sin embargo, hay otra cosa que debemos
preguntarnos, y esta pregunta es: “¿para qué habrá Dios permitido esto?”,
o mejor aún: “¿qué espera Dios de mí, al haber permitido que sucediera
lo que sucedió?”. Esta pregunta tiene, en cambio, mucho sentido. Sigue el
P. Groeschel: “Estoy convencido que los creyentes, que no temen hacer el
esfuerzo, sabrán qué hacer, aún cuando sean incapaces de comprender lo
que les sucede. El qué hacer es más fácil de encontrar que la respuesta al
por qué. Ese qué no puede ser expresado en una plegaria o en una frase.
Se experimenta en una simple mirada a la Cruz, la contemplación del Cal-
vario y la Resurrección, pero esta mirada debe ser esbozada en palabras y
aplicada a las situaciones difíciles que originan tinieblas y dolor”.
(i) ¿Cuál es mi idea del dolor y del mal? ¿Pienso del sufrimiento
como enseñan los Evangelios? Mi pensamiento sobre el mal ¿es
el que corresponde a un cristiano?
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5. Trabajar la comprensión
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(i) La ira parcializa nuestra mirada sobre las cosas y las personas.
Sólo vemos en ellas el aspecto que nos molesta; o, mejor, aún, las vemos
solamente bajo la perspectiva que nos molesta. Fulano es “ése que habla a
los gritos”, Zutano “quien nos responde con aspereza”; Mengana “la que
no nos toma en cuenta o la que no nos valora”, etc.
(ii) Para que nuestros juicios sean justos, es necesario poner los ac-
tos de cada persona en el contexto de esa persona y a esa persona en el
contexto más amplio de su vida. Así, las cosas cambian mucho cuando
Fulano, el gritón, resulta ser un poco sordo, o alguien que se ha criado
solitariamente; o cuando descubrimos que Mengana, la que no nos tiene
en cuenta, es una mujer que sufre un padre alcohólico o un marido golpea-
dor; o Zutano, el del trato áspero, un hombre tímido e inseguro de sí mis-
mo, o un enfermo de los nervios, etc. Hay personas que hieren y ofenden
gravemente al prójimo porque así han sido tratadas ellas desde la infancia;
personas que abandonan sus deberes porque arrastran miedos que nunca
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(iii) Para poder juzgar adecuadamente a quienes nos hacen sufrir, hay
que considerar el escenario en que han sucedido las cosas. Hay veces,
aunque no sea siempre, en que las circunstancias matizan la idea que me
he formado de mis heridas. Puede ser que el modo en que he pedido
alguna cosa, o el momento en que ocurrió tal o cual suceso, explique, en
parte al menos, los malos tratos que recibí. Puedo haber sido inoportu-
no, puedo haberme expresado mal. Tal vez la culpa no sea mía, y es mi
ofensor quien entendió mal mi actitud o mis palabras, o me confundió con
alguien, o simplemente estaba pasando un mal momento y yo me crucé
en su camino. Estas consideraciones no siempre cambian el juicio que me
he formado, el cual tal vez esté bien hecho, pero me ayudan a ver que no
debo apresurarme en todos los casos.
(iv) Para poder juzgar a quien nos ha dañado hay que mirarlo también
a la luz de la fe. ¿No ha muerto Jesucristo también por esa persona? ¿No
está llamada también ella a la vida eterna y a ser santa? ¿No necesita que
también se rece por ella, que le prediquen, que la inviten a la santidad,
que le den buenos ejemplos para que vuelva al camino de Dios? ¿Acaso
no debo desear para ella que se convierta y viva en lugar de arriesgarse a
la perdición eterna?
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6. Trabajar la compasión
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gado a dejarlo en libertad pocos días más tarde. Comienzan, desde enton-
ces, persecuciones contra el prelado: calumnias, amenazas, asesinatos de
sus sacerdotes, etc. El 18 de septiembre de 1946, a las 5 de la madrugada,
la milicia irrumpe en el arzobispado y se precipita hacia la capilla donde
está rezando el prelado. Conminado a seguir a los policías, responde: “Si
estáis sedientos de mi sangre, aquí me tenéis”. El 30 de septiembre, co-
mienza un proceso que el Papa Pío XII calificará de “lamentable”. Gracias
a la fortaleza propia de una conciencia recta y pura, Monseñor Stepinac
no desfallece ante los jueces. En medio de una gran tranquilidad, y seguro
de la protección de “la abogada de Croacia, la más fiel de las madres”,
la Santísima Virgen María, el 11 de octubre escucha la injusta sentencia
que se pronuncia contra él, que le condena a prisión y a trabajos forzados
durante dieciséis años “por crímenes contra el pueblo y el Estado”. “Las
razones de la persecución que padeció y del simulacro de juicio que se
organizó contra él, dirá el Papa Juan Pablo II el 7 de octubre de 1998,
fueron su rechazo a las insistencias del régimen para que se separara del
Papa y de la Sede Apostólica, y para que encabezara una Iglesia nacional
croata. Él prefirió seguir siendo fiel al sucesor de Pedro, y por eso fue ca-
lumniado y luego condenado”.
Durante su encarcelamiento en Lepoglava, Monseñor Stepinac
comparte la miserable suerte de cientos de miles de prisioneros políticos.
Son numerosos los guardianes que lo humillan, entrando en cualquier
momento en su celda e insultándole continuamente. Los paquetes de
alimentos que recibe son expuestos durante varios días al calor o estro-
peados para que resulten incomestibles. El arzobispo guarda silencio,
transformando la celda de la prisión en una celda monacal de oración, de
trabajo y de santa penitencia. Se lo han quitado todo, excepto una cosa:
la posibilidad de rezar; tiene la suerte de poder celebrar la Misa en un
altar improvisado. En la última página de su agenda de 1946 escribe lo
que sigue: “Todo sea para la mayor gloria de Dios; también la cárcel”.
El 5 de diciembre de 1951, cediendo a las presiones internaciona-
les, el gobierno yugoslavo consiente en trasladar al arzobispo a Krasic,
su ciudad natal, bajo libertad vigilada. Allí ejerce funciones de vicario,
pasando buena parte del tiempo en la iglesia parroquial, donde confiesa
durante horas enteras y, cuando le instan a que economice sus ya débiles
fuerzas, responde que confesar es uno de sus mayores descansos. En
el transcurso de sus primeros días en Krasic, un periodista extranjero le
hace la siguiente pregunta: “¿Cómo se encuentra? –Tanto aquí como en
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Lepoglava, no hago más que cumplir con mi deber. –¿Y cuál es su deber?
–Sufrir y trabajar por la Iglesia”.
Mientras tanto, el gobierno yugoslavo intenta a cualquier precio
provocar una ruptura de los católicos croatas con Roma y fundar una
iglesia nacional cismática, con objeto de incorporar a los croatas a la
Iglesia ortodoxa serbia. A tal efecto, se llega a crear una “asociación de
los santos Cirilo y Metodio” que agrupa a “sacerdotes patriotas” y de-
votos del régimen. El año 1953 destaca por las agresiones procedentes
del gobierno. El recluido arzobispo da ánimos a los sacerdotes y a los
fieles mediante una copiosa correspondencia, exhortando a los indeci-
sos y recuperando a las ovejas descarriadas. Más de un sacerdote llega
a confesar que “si no hubiera estado allí, quién sabe lo que nos habría
pasado”. Uno de los principales títeres de Tito, Milovan Djilas, confesará
más tarde: “Si Stepinac hubiera querido ceder y proclamar una Iglesia
croata independiente de Roma, como nosotros queríamos, lo habríamos
colmado de honores”.
El 12 de enero de 1953, el Papa Pío XII eleva a Monseñor Stepinac
a la dignidad cardenalicia. A finales de 1952 debe ser operado de una
pierna y, al año siguiente, se le declara una grave enfermedad de la san-
gre, cuya causa se debe, según los médicos, a los malos tratos padecidos.
Se le dispensan muchos cuidados médicos, pero él se niega a ser tratado
en el extranjero, como habría sido necesario; como buen pastor, decide
quedarse junto a su rebaño. Pero los métodos del régimen comunista no
se flexibilizan. En noviembre de 1952, Tito decide romper las relacio-
nes diplomáticas con el Vaticano, dando simultáneamente la orden a su
policía de impedir cualquier visita a Krasic. Los guardianes del prelado
(que eran más de treinta en 1954) le insultan y se burlan de él de todas
las maneras posibles. El largo proceso seguido para su beatificación lle-
gará a la conclusión, en 1994, de que su muerte fue la consecuencia de
los catorce años de aislamiento injusto, de presiones físicas y morales
constantes y de sufrimientos de todo tipo. Por eso “queda confiado en
adelante a la memoria de sus compatriotas con las notorias divisas del
martirio”, dijo Juan Pablo II, el 3 de octubre de 1998.
Durante todos aquellos años de reclusión forzosa, el cardenal Ste-
pinac adopta la actitud espiritual que ordenó Nuestro Señor Jesucristo:
“Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan” (Mt 5, 44).
Persevera hasta el final en su resolución de perdonar, y se le oye rezar
por sus perseguidores y repetir en voz baja: “No debemos odiar; también
ellos son criaturas de Dios”. En su “testamento espiritual” escribe lo si-
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(i) Las ofensas e injurias recibidas, y los dolores que se siguen de ellas,
a menudo nos sirven para aprender mejor cuáles son nuestros límites. No
debe extrañarnos que muchos de los males padecidos se deban a nuestra
inexperiencia, imprudencia, falta de circunspección, o al desconocimiento
de nuestras propias fuerzas. Las humillaciones padecidas por Sancho Pan-
za, cuando se probó los atuendos de gobernador de Barataria (recomiendo
leer los capítulos 45 a 54 de la Segunda Parte del Quijote, de Cervantes),
se debieron a haberse metido en camisa de once varas. Por eso, cuando
su amigo Ricote, le pregunta: “Y ¿qué has ganado en el gobierno?”, res-
ponde Sancho: “He ganado el haber conocido que no soy bueno para
gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en
los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aún el
sustento”.
(ii) De ahí que los males padecidos, incluso los ultrajes, nos enseñen
a ser más prudentes y a mejor gobernarnos a nosotros mismos en ade-
lante.
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que esperarla principalmente del único que puede y quiere responder por
nosotros en toda circunstancia, es decir, Dios, que, a pesar de permitir el
sufrimiento, es Padre amoroso.
(vi) Las heridas que hemos recibido, si han sido muy profundas, nos
ayudan a comprender también el corazón de Dios Padre, a quien nosotros
hemos ofendido con nuestros pecados. El hijo pródigo de la parábola de
nuestro Señor (cf. Lucas 15), toma conciencia del dolor que debe haber
causado a su padre, cuando él es abandonado por los amigos que se apro-
vecharon de sus tiempos prósperos, cuando es enviado a cuidar cerdos y
cuando comienza a ser tratado con menos miramiento que los animales
que él cuida. Recién en esos momentos se dice: “iré a mi padre y le diré:
padre he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco ser llamado hijo
tuyo”. Las injusticias y atropellos de que quizá hemos sido victimas en
nuestra vida, ¿no se parecen en algo a los pecados que hemos cometido
contra el corazón de Dios Padre? Sí, se parecen.
(viii) Las heridas que hemos recibido de otros nos sirven asimismo
para entender en qué podríamos convertirnos nosotros si obráramos con
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alguien como ellos han obrado con nosotros. Hombres y mujeres hay que
se mantienen fieles a pesar de las dificultades de su matrimonio, porque no
quieren hacer sufrir a sus hijos lo que sus padres les hicieron sufrir a ellos al
separarse. Muchas personas hay que son compasivas con los necesitados
porque saben cuánto dolor causa la persona insensible y despiadada, pues
han sufrido en carne propia tales tratos. En otras palabras, el dolor tam-
bién nos hace entender la fealdad y malicia del que hace sufrir, y nos invita
a no repetir las atrocidades de quienes nos han afligido.
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Con muy buen tino, Dennis y Matthew Linn señalan que los cuatro
pasos del perdón son los que indicó Jesucristo en el Sermón de la Mon-
taña, en el texto que hemos propuesto para “considerar” al comienzo de
este punto: “Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemi-
gos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad
por los que os difamen” (Lc 6, 27-28)20.
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pródigo, haciendo una fiesta para el hijo descarriado que vuelve al seno
del padre. Nuestro perdón puede estar representado en un obsequio.
Muchas veces no podemos hacerlo más que a través de la oración, como
hizo Jesús: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En el
Misal que los sacerdotes usan para celebrar la Santa Misa, entre las Misas
calificadas “Por algunas necesidades particulares” se incluye que lleva
por título: “Pro affligentibus nos”, Por los que nos afligen. El rezar por
los enemigos, por los que nos han hecho daño, por los que son causa
de nuestro dolor, no sólo es un sentimiento cristiano, sino, además, un
indicio de predestinación, como señalan los teólogos22. Los sacerdotes,
por eso, hacen mucho bien en celebrar de vez en cuando esta Misa, y los
fieles cumplen una magnífica obra de caridad, es decir, de perdón, hacien-
do ofrecer alguna Misa por la conversión y salvación de quienes les han
hecho el mal.
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1. El perdón y la confesión
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(ii) ¿He considerado, quizá, que este punto no era necesario de con-
fesar?
(iii) La dificultad para perdonar, ¿ha hecho penosas mis confesio-
nes?
(iv) ¿Me han exigido en la confesión que perdone a quienes me han
hecho el mal? De ser así, ¿cómo he tomado esas exigencias?
(v) ¿Me ha alejado de la confesión el creerme incapaz de perdonar?
(vi) ¿Estoy dispuesto a dar este paso ahora?
(vii) Para quienes deseen examinar su conciencia sobre este punto,
incluyo aquí un examen sobre el amor a los enemigos, sus obliga-
ciones y mis límites:
1º ¿Hay algún precepto que mande amar a los enemigos? Ciertamen-
te. Está enunciado en San Mateo: “Amad a vuestros enemigos
y rogad por los que os persigan” (5, 44). Este mandamiento es
el mismo que el que nos manda amar al prójimo, y obliga en los
mismos tiempos y circunstancias que éste.
2º ¿Existía este mandamiento en la ley antigua? No sólo en la ley
antigua sino también la ley natural. Por eso explica Santo Tomás
la expresión del Sermón de la montaña que dice “Habéis oído
que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” (Mt 5,
43): “En la ley antigua los hombres también estaban obligados a
amar a los enemigos; de ahí que cuando se lee ‘odiad a vuestro
enemigo’, no está tomado de la ley, porque esto no se encuentra
[literalmente] en ningún lugar de la ley [= Sagrada Escritura], sino
que así lo había añadido la mala interpretación de los judíos”23.
3º ¿Qué manda el precepto de amar a los enemigos? Este mandamien-
to tiene un aspecto afirmativo y otro negativo. De forma negativa
este mandamiento prohíbe aborrecer al enemigo, desearle algún
mal, alegrarnos de su mal, o conservar rencor en el corazón. De
modo positivo o afirmativo manda tres cosas: perdonarle las ofen-
sas; incluirlo en el amor general del prójimo; y tener preparado
el ánimo para ayudarle particularmente, cuando lo viéremos en
necesidad espiritual o temporal.
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Santo Tomás, In 3Sent., dist. 31 q. 1. art.1. ad. 2.
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2. El perdón y la libertad
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Uno de los efectos más notables del perdón es la libertad del alma,
del mismo modo que uno de los frutos más destacados del resentimiento
es la opresión.
Tendemos a pensar que la dependencia afectiva se produce sólo en
el orden de los afectos positivos, como cuando uno está excesivamente
apegado (enamorado) a una persona (o a una cosa) y es incapaz de vivir
sin ella. Sin embargo, existe también la dependencia con los afectos
negativos, como en el caso del odio o del rencor. Para quien odia, la per-
sona odiada se vuelve indispensable; lo mismo ocurre para quien guarda
rencor. Esta “indispensabilidad” del objeto o de la persona aborrecida
produce una doble esclavitud:
(i) No puede dejar de pensar en aquello que odia, por lo cual sus
pensamientos están siempre focalizados en quien odia; sus relaciones
con los demás están condicionadas por su odio y todo lleva el sello de
este odio. Tenemos así una esclavitud respecto de un objeto o persona
que disminuye (encadena) el campo de la atención.
(ii) Además, el odio estrangula también el campo de los sentimien-
tos: el rencor, como pasión intensa agota las energías de la persona per-
judicando su capacidad de desarrollarse en otros campos. Se hace muy
difícil desarrollar la capacidad de gozar de la realidad, de la vida, de amar;
se empasta hasta cierto punto la creatividad de la persona o la capacidad
de consagrarse en cuerpo y alma a una misión, etc. La vida sentimental
y espiritual de una persona es muy amplia, pero cuando alguien está
dominado por la emoción del resentimiento, la vida emotiva parece re-
ducirse al cultivo del odio y del deseo de venganza; y la vida espiritual es
arrastrada por esta emoción amarga.
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lleno, sin las restricciones que impone una herida que no ha cerrado y
que constantemente supura.
V. CONCLUSIÓN
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Nos basta con estas líneas para entender que Fray Cristóforo ha he-
cho comprender a Renzo que Dios es tan bueno que si, por los secretos
de su Providencia, no impidió al ofensor hacer su daño, sí ha hecho algo
mayor que eso, algo que manifiesta más amor que el impedir el mal: im-
pedir el odio, y hacer algo más grande que el mal: hacer que un ofendido
perdone. También le ha enseñado que sólo se perdona de veras cuando se
hace de tal modo que ya no se necesita repetir nunca más “lo perdono”,
sino “ya lo perdoné”. Dejo a todos la lectura de un final imperdible.
2. Oraciones de perdón
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ÍNDICE
Primera parte
El rencor y el perdón 5
I. Una lección de muerte y vida 5
II. Precisiones sobre el rencor y el perdón 7
1. Enojo bueno y enojo malo 7
(a) Una cólera buena 7
(b) La ira desordenada y el resentimiento 9
2. Definiendo el perdón 13
Segunda parte
El proceso del perdón 17
I. Descubrir los rencores 17
1. Mecanismos para evitar reconocer nuestro rencor 18
(a) Texto para considerar 18
(b) Doctrina fundamental 18
(c) Reflexiones personales 21
2. Reconocer los rencores 22
(a) Texto para considerar 22
(b) Doctrina fundamental 22
(c) Reflexiones personales 26
3. Reconocer las consecuencias del rencor 27
(a) Texto para considerar 27
(b) Doctrina fundamental 27
(c) Reflexiones personales 30
4. Lo que no funciona 31
(a) Texto para considerar 31
(b) Doctrina fundamental 32
(c) Reflexiones personales 33
II. Querer perdonar 33
1. Sondeando nuestra voluntad 33
(a) Texto para considerar 33
(b) Doctrina fundamental 34
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Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de
Ediciones del Verbo Encarnado
01 de Octubre de 2008
Solemnidad de Todos los Santos