Policias y Ladrones - Donald E Westlake
Policias y Ladrones - Donald E Westlake
Policias y Ladrones - Donald E Westlake
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Donald E. Westlake
Policías y ladrones
Etiqueta Negra - 6
ePub r1.0
Titivillus 11.12.16
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Título original: Cops and Robbers
Donald E. Westlake, 1972
Traducción: G. C. E.
Ilustración de cubierta: Montse Vega
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1
Tenían servicio de día, lo que significaba que debían afrontar los
embotellamientos matutinos en la autopista de Long Island. El único inconveniente
de los suburbios era tener que soportar las horas punta cada vez que se producía un
servicio de día.
Uno de ellos era Joe Loomis; tenía treinta y dos años, llevaba uniforme y
conducía un coche patrulla con un compañero llamado Paul Godberg. El otro era Tom
Garrity, treinta y cuatro años, detective de tercer grado, a quien generalmente
acompañaba un individuo llamado Ed Dantino. Ambos pertenecían al distrito 15 de
Manhattan y vivían en casas vecinas en Mary Ellen Drive, Monequois, Long Island, a
unos cincuenta kilómetros de Nueva York.
Llegaban juntos a la ciudad cada vez que sus horarios de trabajo se lo permitían,
usando sus coches respectivos por turno. Esta vez viajaban en el Plymouth de Joe,
con el dueño al volante. Vestía uniforme, excepto la gorra que había dejado en el
asiento de atrás. A su lado Tom vestía de calle: chaqueta marrón, camisa blanca y
corbata amarilla.
Físicamente se asemejaban el uno al otro, si bien no había problemas para
diferenciarlos. Los dos medían por encima de uno ochenta y excedían ligeramente en
peso, Tom quizás en cinco kilos; Joe, tal vez en siete. En Tom el excedente se
concentraba en el estómago y las nalgas, en tanto que en Joe la grasa estaba repartida
un poco por todos los sitios, como un bebé. A ninguno de los dos les agradaba admitir
que habían engordado. Sin decir una palabra a nadie, ambos habían tratado de
ponerse a dieta un par de veces, pero jamás dio resultado.
Joe tenía el pelo oscuro y muy abundante, y ahora lo llevaba un poco más largo
de lo acostumbrado, no tanto porque quisiera estar a la moda, sino porque siempre le
molestaba y aburría ir a que se lo cortaran, y en esta época era posible llevarlo largo
sin provocar comentarios de desagrado. De manera que Joe se beneficiaba de ello.
El pelo de Tom era castaño y poco a poco se le estaba cayendo. Años atrás había
leído que ducharse mucho provoca a veces la calvicie, de manera que secretamente
usaba la gorra de baño de su mujer, pero a pesar de todo el pelo seguía cayéndosele.
La coronilla ahora era bastante apreciable.
Joe era el más inteligente de los dos, era duro y pragmático, mientras que Tom era
más reflexivo e imaginativo. Joe era el que a buen seguro se vería envuelto en líos y
Tom el que con toda probabilidad arreglaría las cosas. Y mientras que Tom podía
sentarse en cualquier parte a solas con sus pensamientos, Joe necesitaba acción y
movimiento, si no se aburría e impacientaba.
Como se impacientaba ahora. Habían estado detenidos cinco minutos al menos en
aquel lugar, y ahora Joe movía la cabeza de un lado al otro, tratando de mirar más allá
de los coches que tenía delante para ver qué era lo que estaba provocando aquel
atasco. Pero no había nada en especial que ver, sólo tres carriles sin que nadie se
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moviera. Finalmente, furioso y frustrado se apoyó en la bocina. El ruido hizo que
Tom se sobresaltara y le machacara los tímpanos.
—No hagas eso —dijo sacudiendo la mano—. ¡Basta Joe!, no vale para nada.
—¡Miserables! —murmuró, y miró hacia su derecha. De ese lado, más allá, en el
carril siguiente, Tom vio un Cadillac Eldorado último modelo, color azul celeste. Las
ventanillas estaban cerradas, y el conductor sentado en el cómodo interior con aire
acondicionado, tranquilo y sereno como un banquero rechazando una segunda
hipoteca.
—Mira a ese hijo de perra —exclamó Joe señalando con el mentón el Cadillac.
—Sí, ya lo vi —respondió Tom girando la cabeza.
Durante un segundo o dos lo observaron con envidia. El conductor parecía tener
unos cuarenta años, estaba muy bien vestido y miraba hacia adelante tranquilo e
imperturbable, como si le importara un carajo que hubiera un embotellamiento. Y la
forma en que sus dedos golpeaban rítmicamente el volante, indicaba que tenía la
radio puesta. Probablemente hasta el reloj de su tablero de instrumentos marchaba
bien.
Joe apoyó su brazo izquierdo sobre el volante y miró el reloj.
—Si nos quedamos aquí parados otros sesenta segundos, iré a inspeccionar ese
Cadillac, descubriré una infracción y le pondré una buena multa a ese hijo de perra.
Tom sonreía.
—Sí… por supuesto…, por supuesto.
Joe siguió mirando su reloj, pero gradualmente su expresión cambió y comenzó a
sonreír, recordando algo de lo que aún no había podido reponerse. Con los ojos
puestos en el reloj, pero sin contar los segundos, dijo:
—Tom.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de aquel despacho de bebidas que fue víctima de un asalto hace
un par de semanas, donde el ladrón estaba disfrazado de policía?
—Me parece que sí.
Joe volvió la cabeza y miró a Tom. Lucía ahora una amplia sonrisa.
—Era yo.
—Seguro… seguro —Tom rió.
—Te lo juro —dijo—. Tenía que decírselo a alguien, ¿sabes? ¿A quién mejor que
a ti?
Tom no sabía si debía creerle o no. Entrecerrando los ojos, como si así pudiera
verlo mejor, respondió:
—¿Me estás tomando el pelo?
—Sabes que Grace perdió el empleo.
—Sí, tú me lo has dicho.
—Y Jacke deberá tomar lecciones de natación este verano. Dinero, ¿comprendes?
Joe frotó el índice contra el pulgar, un gesto significativo. Tom comenzaba a creer
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que podía ser verdad.
—¿Sí? ¿Y entonces?
—De manera que estaba pensando en eso. En los pagos y los problemas y todo
ese infierno; entonces me decidí, entré y di el golpe.
—Pero entonces es cierto.
—Lo juro sobre un montón de Biblias. Saqué doscientos treinta y tres dólares.
—Así que es verdad.
—Como te lo dije.
Sonó una bocina detrás de ellos. Joe miró hacia adelante y la fila había avanzado
un espacio de tres coches. Puso el motor en marcha, alcanzó a los demás y volvió a
ponerlo en punto muerto.
—¡Doscientos treinta y tres dólares! —repitió Tom con una expresión soñadora.
—Correcto, ¿y sabes qué es lo que más me sorprendió?
—No.
—Dos cosas. Que en realidad yo no lo hice. No podía creer que fuera yo el que
estaba apuntando con una pistola a ese hombre. Todavía no puedo creerlo.
Tom asintió con la cabeza.
—Sí, sí.
—Pero lo que realmente me impresionó fue lo fácil que resultó, ¿sabes? Nadie
opuso resistencia, ningún problema, nada de nada. Entré, cogí el dinero y me fui.
—Y el tipo no dijo nada.
Joe se encogió de hombros.
—El hombre trabaja allí. Yo le apunto con un arma. ¿Qué va a hacer? ¿Acaso le
van a condecorar por salvar el dinero de su patrón?
Tom sonreía de oreja a oreja, como si le hubieran dicho que su hija era la mejor
alumna de la clase.
—¡No puedo creerlo! ¿Realmente lo hiciste, entraste y lo hiciste?
—Fue tan fácil. No puedes imaginar lo fácil que resultó.
El tráfico volvió a moverse lentamente. Ambos permanecieron en silencio por un
momento, pensaban en el robo de Joe. Al fin Tom lo miró con expresión seria y
preguntó:
—Joe, ¿y ahora qué vas a hacer?
—¿Qué?
Tom dudaba, no sabía muy bien cómo expresar lo que pensaba.
—¿Qué vas a hacer? Quiero decir… ¿Así termina el asunto?
Joe rió gruñendo.
—No devolveré el dinero, eso seguro —respondió Tom con una sonrisa—. Ya lo
he gastado.
—No, no es eso lo que quiero decir, es… —Tom meneó la cabeza tratando de
expresar lo que pretendía decir.
—¿Lo harás otra vez?
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Joe sacudió la cabeza, entonces se paró bruscamente, frunció el ceño, reflexionó
por un momento y acabó por murmurar:
—Sólo Dios lo sabe.
TOM
Mi primer trabajo del día fue un robo en un apartamento al oeste de Central Park.
Verdaderamente fue mi compañero Ed Dantino el que contestó la llamada telefónica.
Ed es cinco centímetros más bajo que yo y un poco más pesado, pero al menos
conserva todo el pelo. Quizás haya comenzado a usar el gorro de baño de su mujer
antes que yo. Después de colgar el receptor se volvió hacia mí y me dijo:
—Bien, Tom, vamos a dar una vuelta.
—¿Con este calor?
Sentía un poco de malestar, provocado por la cerveza que tomé anoche.
Generalmente esa sensación desaparece al día siguiente, pero el calor y la humedad
de un día como hoy evitaba que eso sucediera. Estaba deseando tener un par de horas
para ir a descansar a la comisaría hasta sentirme mejor.
La sala de descanso de la comisaría no era gran cosa. Una habitación grande,
cuadrada, con las paredes pintadas de un color verde espantoso, y enormes lámparas
que colgaban del cielo raso. La habitación estaba llena de viejos escritorios, y
conservaba olor a tabaco y a zapatos gastados. Pero hay un gran ventilador en una
esquina cerca de la ventana, y en días calurosos y húmedos corre de vez en cuando
una pequeña brisa que nos dice que, después de todo, la vida puede ser posible, si nos
quedamos allí.
Pero Ed insistió:
—Es en Central Park, Tom.
—¡Vaya!
Cuando se trata de gente rica, hacemos visitas a domicilio, de manera que me
levanté y seguí a Ed escaleras abajo. Cuando subimos al coche, un Ford verde sin
ninguna identificación, él se ofreció a conducir, a lo cual no me opuse.
Una vez en marcha, me puse a pensar en aquello que me había dicho Joe. En un
primer momento creí que se estaba burlando de mí; sin embargo, daba la impresión
de que hablaba totalmente en serio. Y ahora estaba seguro de que no me había
mentido.
¡Qué locura hacer una cosa así! Pensar en eso era lo único que me hacía olvidar
mi estómago. Había estado tratando de vomitar sin lograrlo y, ¿quién diría?, lo
primero que hago es sonreír pensando en Joe y en el despacho de bebidas.
Estuve a punto de contárselo a Ed en el coche, pero después de todo decidí no
hacerlo. En realidad, Joe no tuvo una idea muy inteligente al decírmelo, ni siquiera a
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mí, y Dios sabe que no sería yo el que lo denunciara. Pero cuantas más personas
saben una cosa más probabilidad hay de que se entere la persona que no debe saberlo.
Por ejemplo, si yo se lo dijera a Ed, estaba seguro de que él no lo denunciaría, pero en
cambio podría decírselo a alguien más, y esa persona a otra y ¿quién podría prever
dónde terminaría el asunto?
Comprendía por qué Joe no había podido evitar decírselo por lo menos a otra
persona, y me sentía más que halagado que me hubiera escogido para ello. Quiero
decir que hemos sido amigos durante muchos años, somos vecinos, trabajamos en el
mismo distrito, pero cuando un individuo le confía a otro un secreto que sabe que le
puede costar veinte años de cárcel sabe que tiene un amigo de verdad.
¡Y vaya loco! ¡Entrar uniformado a un despacho de bebidas, y sacar la pistola
marchando con todo lo que hay en la caja! Tenía que salir bien, pues ¿quién podría
creer que un ladrón disfrazado de policía era realmente un policía?
Mientras pensaba en el gran golpe de Joe, Ed se apresuraba por llegar a Central
Park. No llevaba la sirena puesta, a donde íbamos el crimen ya había sido cometido y
los criminales se habían dado a la fuga, de manera qué el caso no precisaba una
urgencia excesiva. Informaron el robo porque el seguro lo requería así, y nosotros nos
dirigíamos a la casa porque era gente rica.
Me gustaba mucho aquel área de Central Park. Hacia un lado está el parque,
verde y ondulado, y del otro están los edificios de apartamentos ocupados por gente
rica nadando en dinero. En estos últimos años esta zona se ha puesto más de moda;
Harlem se ha llenado de gente que viene del norte, y el de los portorriqueños de las
avenidas Amsterdam y Columbus con gente del oeste, pero todavía se puede
encontrar lujo en Central Park, en especial hacia el extremo sur.
Nos detuvimos frente a la casa. Tenía marquesina y portero, los encontré muy
simpáticos. Mientras subíamos en el ascensor le dije a Joe:
—Tú serás el que hable, ¿de acuerdo?
—Conforme.
El apartamento estaba en el último piso, era muy lujoso. La dueña de la casa nos
hizo entrar, abriendo la puerta como si no estuviera acostumbrada a ese tipo de
trabajo manual. Tenía unos cuarenta y cinco años y trataba de disimularlos con todas
las píldoras, dietas y ejercicios que encontraba. Parecía costosa, vieja, como su
apartamento.
Nos introdujo al salón, pero no nos invitó a tomar asiento. La habitación era
preciosa, toda en oro y castaño, con ventanas altas que daban al parque. El aire
acondicionado dejaba oír un leve murmullo y el sol se colaba por las ventanas, uno
casi podía oír el zumbido de los perezosos insectos. ¿Comprende lo que quiero decir?
Vida fácil, paradisiaca.
Ed interrogaba a la señora, mientras yo vagaba por la habitación pensando lo
bueno que era estar allí. El lugar estaba lleno de objetos de arte, en mármol, ónix,
maderas preciosas; y algunas en cromo, cristal y piedras verdes. Había maravillas por
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todas partes y era un placer mirarlas.
Junto a la ventana, Ed y la señora hablaban, sus voces parecían suavizadas por la
luz del sol, silenciosas e indistintas, como voces en otra habitación cuando uno
guarda cama de día porque está enfermo. De vez en cuando cogía alguna palabra o
frase suelta, pero no me interesaba lo más mínimo. Lo único que me atraía era la
habitación.
En un momento dado, oí que Ed preguntaba:
—¿… y entraron por la puerta de servicio?
—Sí —la mujer tenía una voz penetrante—. Golpearon a mi criada. Le cortaron la
boca por dentro, le dije que se fuera abajo, a que la viera mi médico. Podría hacerla
subir si necesita una declaración.
—Quizás más tarde —respondió Ed.
—No puedo imaginar que la hayan golpeado, después de todo es negra.
—Entonces entraron aquí, ¿no es así?
—No —respondió la mujer—. No entraron en ningún momento ¡gracias a Dios!
Tengo cosas bastantes valiosas en esta habitación. Pasaron de la cocina al dormitorio.
—¿Dónde estaba usted?
En una mesita baja de vidrio había una caja trabajada de laca oriental. La abrí,
tenía una docena de cigarrillos dentro. La madera interior de la caja era de un color
dorado cálido, como cerveza de importación.
La mujer estaba diciendo:
—Me encontraba en mi oficina, que da al dormitorio. Oí rumores y me dirigí a la
puerta. Por supuesto que tan pronto los vi comprendí lo que aquí pasaba.
—¿Puede darme la descripción de ellos?
—Francamente, yo no…
La interrumpí:
—Un objeto como éste, ¿cuánto puede costar?
La señora me miró sorprendida.
—¿Qué dice…?
Le mostré el pequeño cofre oriental.
—Esto —repetí—. ¿Qué valor tiene, más o menos?
—Creo que pagué tres mil y pico dólares, un poco menos de los cuatro mil —me
respondió con un cierto aire de desprecio.
¡Increíble! Cuatro mil dólares por una pequeña caja de madera, para guardar
cigarrillos. Volví a colocarla en su sitio, con cierto respeto. Detrás de mí, la señora,
un poco irritada, le estaba diciendo a Ed:
—¿Dónde estábamos?
Contemplaba todos los objetos que había en la mesita. Me sentía feliz junto a
ellos. No podía dejar de sonreír.
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JOE
No sé por qué, pero estuve de malhumor todo el día. Después de que me levanté,
si Grace no me hubiera evitado, hubiéramos tenido una buena discusión de familia,
porque me encontraba en el estado de ánimo propicio para ello.
Y después el coche, los embotellamientos, nada de eso me ayudó. Y el calor. Me
sentí bien diciéndole a Tom lo del golpe, algo que había estado guardando dentro de
mí desde hace un par de semanas, pero poco después de habérselo dicho y cuando
nos quedamos en silencio, me volvió nuevamente el pésimo humor. Sólo que ahora
tenía alguien con quien desahogarme, porque no podía dejar de pensar en aquel
miserable ricachón, en su Cadillac con aire acondicionado, que encontramos cuando
íbamos a Long Island esa mañana. Me pesaba no haberle puesto una multa por algo,
por cualquier cosa. Odiaba la idea de que alguien estuviera en mejores condiciones
económicas que yo.
Para mí, la mejor forma de quitarme el malhumor es conducir. Por supuesto que
no en ese agotador tráfico de horas puntas, eso empeoró las cosas. Pero en el campo,
en una carretera libre de vehículos me apodero del volante, apresuro un poco la
marcha, saco ventaja a alguno, y de pronto me siento mejor. De manera que hoy me
ofrecí a conducir a mi compañero, Paul Goldberg, se encogió de hombros y dijo que
estaba de acuerdo. Cosa que sabía que iba a suceder. A Paul no le interesaba lo más
mínimo conducir, prefiere que yo lleve el coche todo el tiempo. Lo único que hace
mientras conduzco es mascar goma; jamás he conocido a nadie en mi vida que
masque tanta goma. Consume chicles como los niños papel higiénico.
Tiene dos o tres años menos que yo, Paul es delgado y musculado, más fuerte de
lo que parece. Su apellido es Goldberg, sin embargo la gente le toma por italiano con
sus cabellos oscuros y rizados, tu tez olivácea, y esos ojos castaños que encantan a las
mujeres. Es soltero y supongo que tiene bastante éxito con el sexo opuesto, dado su
físico y su potencial. No lo sé con seguridad, hablamos del tema un par de veces, pero
cuando estamos de servicio nunca dice gran cosa de su vida privada. Lo que es muy
normal. Yo tampoco hablo de la mía.
Y además, ¿qué tipo de vida privada puede tener un hombre casado con hijos?
Hoy, para comenzar la mañana, dimos una pequeña vuelta al vecindario, pero no
era ése el tipo de acción que yo necesitaba para descargar la sensación irritante de mi
interior. Hacía demasiado calor para andar por las calles laterales, lo que
necesitábamos era estar donde pudiéramos movernos lo bastante ligero como para
provocar una brisa y refrescarnos un poco. Especialmente yo, necesitaba aplacarme.
Así que me dirigí hacia la calle 79 por la entrada de Henry Hudson. Al frente
podía verse el puente George Washington, y a la izquierda estaba el río Hudson, que
no tenía el aspecto polucionado que normalmente tiene, sobre la otra orilla se
divisaba New Jersey. Había pequeñas nubes blancas colgando de un cielo azul; hasta
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la ciudad misma, a nuestra derecha, parecía limpia a la luz del sol. Era un día
hermoso. Por supuesto, no se puede ver la humedad, ni la temperatura a los treinta y
tantos grados centígrados.
Dejé la 96 y volví a uno de los vecindarios. Me arrepentí de haberle dicho a Tom
lo del robo. ¿Podría confiar realmente en él? ¿Qué ocurriría si Tom se lo contaba a
otra persona? ¿Y si se corría la voz? Tarde o temprano llegaría a oídos del capitán; si
esto sucedía yo estaría terminado. El distrito 15 tuvo hace tiempo un par de capitanes
indeseables: tipos venales, individuos a los que se podía haber comprado con una
botella de whisky escocés por el secuestro de un bebé. Sin embargo aquel incremento
de corrupción se vino pronto abajo cuando el capitán que tuvimos en aquel momento
y el que le precedió fueron trasladados, y próximos a jubilarse fueron despedidos.
Ahora el capitán que teníamos pretendía ser Rey de Angeles. Si uno escupía en una
acera aunque estuviera fuera de servicio, era suficiente para recibir una amonestación.
Así que, ¿quién sabe lo que haría a sus hombres que cometían asaltos a mano armada
mientras estaban de servicio?
Pero Tom no diría nada, no es tonto. Podía confiar en él, sino no se lo hubiera
dicho. Y debo admitirlo, tenía que decírselo a alguien. Tarde o temprano se lo
confiaría a alguien como Grace, ¡bendito sea Dios! Grace nunca lo hubiera entendido.
Con Tom, era indiferente, sabía que me iba a comprender.
Además, guardaría el secreto. ¿No es así?
¡Dios, espero que sí!
Realmente me sentía mal. Frustrado, irritable, y dispuesto a darle a cualquiera un
puñetazo en la boca. En los últimos meses, de cuando en cuando, había tenido días
así; no sabía qué hacer con ellos, ni cómo superarlos. Tenía que esperar que se fueran,
tal como habían venido; bastaba con armarse de paciencia.
En la 72, volví a la carretera. Paul había intentado comenzar una conversación un
par de veces pero no tenía ganas de charlar. La última semana estuve a punto de
referirle a Paul lo del despacho de bebidas, pero no confiaba en él tanto como en
Tom. Y ahora que se lo había dicho a una persona no quería decírselo a nadie más.
Cerca del río, el aire era un poco más agradable. El movimiento del coche
producía una brisa que por lo menos hacía desaparecer los malos olores. Mi estado de
ánimo mejoraba.
Fue entonces cuando vi un Cadillac Eldorado blanco marchando delante de
nosotros. Era el mismo modelo que el de esta mañana, pero de distinto color. Vi al
tipo al volante, rico y arrogante, y la bilis me subió más ácida que nunca.
Aceleré un poco: vi que el vehículo tenía matrícula de Nueva York. Perfecto. Si le
ponía una multa no se podría burlar de mí y desaparecer en algún otro estado. Se
vería obligado a pagar o se metería en un buen lío.
Observé su velocidad durante un kilómetro o dos. Andaba a 84 en una zona
limitada a 80. Era suficiente.
—Voy a cargarme el Cadillac —dije.
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Paul debía estar medio dormido. Se enderezó, miró hacia adelante y preguntó:
—¿Que te qué…?
—Ese Cadillac blanco.
—¿Qué te ha hecho?
—Me apetece. El tipo va a más de ochenta.
Aceleré, encendí la luz giratoria pero no conecté la sirena. Podía verme
perfectamente, no había necesidad de hacer ruido. Disminuyó la marcha en seguida.
Hice un giro brusco para que se parara al borde de la calle.
—Lo cerraste demasiado —comentó Paul.
—Debió de haber frenado primero.
Miraba a Paul, esperando que dijera algo más, pero todo lo que hizo fue
encogerse de hombros, como diciendo que aquello no era asunto suyo. Así que bajé
del coche y me volví para hablar con el conductor del Cadillac.
Tenía unos cuarenta años, con ojos saltones provocados por la tiroides. Vestía
traje y corbata. Cuando fui a hablar con él, bajó la ventanilla automática y le pedí los
papeles. Me quedé mucho tiempo leyéndolos esperando que empezara a hablar. Se
llamaba Daniel Mossman y alquilaba el Cadillac a una compañía de Tarrytown.
Como no tenía nada que decir en su defensa le pregunté:
—¿Sabe cuál es el límite de velocidad en este tramo, Dan?
—Ochenta —respondió.
—¿Sabe a qué velocidad iba, Dan?
—Creo que a ochenta y cinco.
Su voz era neutra, su expresión impasible y me miraba con sus ojos grandes de
pez muerto.
—¿Su profesión, Dan?
—Soy procurador.
Procurador, ni siquiera podía decir que era abogado, como todo el mundo. Me
sentía aun más irritado. Me dirigí al coche patrulla y me senté al volante, en la mano
tenía la licencia y el registro de Mossman.
Paul me miró, frotando el índice contra el pulgar preguntó:
—¿Alguna cosa interesante?
—Nada, le voy a meter una multa y ese cabrón se la va a tragar.
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2
Tom y Joe organizaron una parrillada para los amigos del barrio. La parrillada
estaba en el jardín de Tom, de modo que ése fue el lugar escogido para la reunión,
pero la tarea de preparar la comida fue de ambos, y sus esposas respectivas hicieron
las ensaladas, los postres y colocaron las mesas. La primera ola de calor húmedo del
verano se había disipado el día anterior con uno de esos chaparrones comunes en esta
época del año, pero a la mañana el jardín estaba prácticamente seco. Hacía un tiempo
ideal para una reunión en el jardín.
Habían invitado a cuatro parejas del vecindario y sus hijos. Ninguno de los
hombres trabajaba en la policía, y tan sólo uno de ellos trabajaba en Nueva York;
Tom y Joe los preferían así, porque con ellos podían inhibirse de sus problemas.
Antes de que la reunión empezara, trajeron todas las sillas de cocina y las
plegables de ambas casas y las habían distribuido por el jardín de Tom, e instalaron
un bar sobre una mesa de bridge, al lado de la parrilla. Tenían gin, vodka, whisky y
refrescos para los niños. Mary había dispuesto una sábana sobre la mesa, en lugar de
un mantel, una de esas sábanas estampadas con flores, y realmente, resultaba
encantador.
Antes del almuerzo, Tom y Joe se turnaron para servir las bebidas. Mientras uno
las servía, el otro iba y venía entre los invitados, preocupándose de que no les faltara
nada. Pero el cocinero oficial era Tom, como lo decía su delantal, de manera que
mientras él asaba los cuartos de pollo y las hamburguesas, Joe se convirtió en el
único barman. Después de que todos hubieran comido, Tom volvió al bar, Joe andaba
entre unos y otros y de vez en cuando entraba a la casa a buscar más hielo. Los dos
tenían congeladores en sus frigoríficos, pero con quince o veinte personas bebiendo al
mismo tiempo, y los niños que tiraban los cubos sobre el césped, era lógico que el
hielo se acabara más pronto de lo que cualquier congelador pudiera producirlo. Era
una suerte que dispusieran de dos.
La reunión se desarrollaba agradablemente, sin largos silencios molestos y sin
alborotos. De hecho, nadie se emborrachó demasiado, lo que era bastante raro. La
gente del barrio, sobre todo los hombres, eran buenos bebedores y, por lo general, al
terminar este tipo de reuniones, los supervivientes llevaban a los otros a sus casas.
Quizás fuera porque la temporada no había hecho más que comenzar y el grupo no
había cogido el ritmo. O simplemente porque hacía buen tiempo tras la larga ola de
humedad. Todo el mundo estaba tan a gusto y contento que nadie lo quería estropear
con una borrachera.
Caía la tarde cuando Joe volvió al bar y preguntó:
—¿Cómo andamos de hielo?
—Necesitamos un poco más.
—Bien, lo traeré.
Joe se dirigió a su cocina y trajo una jarra llena de cubos de hielo en forma de
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media luna. Se abrió paso a través de los invitados y depositó el recipiente sobre la
mesa.
—¿Qué hice con mi bebida?
—Te prepararé otra.
—Gracias.
Joe bebía un whisky con soda. Tom consideraba que eso no era una bebida propia
de verano, pero no le dijo nada; era la bebida preferida de Joe durante todo el año, así
que, ¿para qué molestarlo?
Tom comenzó a escanciar el whisky y Joe se volvió para observar los invitados
sentados en el césped a la luz del crepúsculo. Los hombres charlaban entre ellos, las
mujeres entre ellas y los niños corrían alrededor de los adultos como motocicletas en
un circuito. Joe pensó que de todas las mujeres que se encontraban allí, la única con
quien realmente le gustaría acostarse sería con Mary, la mujer de Tom. En ese
momento ella se volvió y Joe advirtió que la penumbra le había engañado y que era
Grace a quien estaba mirando, su propia mujer. Sonrió y movió la cabeza. A punto
estuvo de volverse para contarle a Tom lo que le acababa de ocurrir, pero se dio
cuenta de que no sería una buena idea.
Miró a su alrededor una vez más y por fin vio a Mary cerca de la casa. Ambas
vestían pantalones a rayas y chaquetas de deporte; la de Mary era rosada, la de Grace
blanca. Y ambas habían ido a la peluquería esa mañana, y traían peinados altos como
los cascos venusianos, peinados que no tenían nada que ver con el estilo de ellas.
Pero así son las mujeres. Imprevisibles.
—¡Joe! —llamó Tom.
Joe se volvió.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas…? Toma, tu vaso.
—Gracias.
—¿Te acuerdas… —insistió Tom— de lo que me contaste el otro día sobre el
despacho de bebidas?
—Por supuesto.
Tom vacilaba, se mordía su labio inferior, mirando preocupado a la gente al fondo
del pequeño jardín. Finalmente se atrevió a preguntar:
—¿Lo has vuelto a hacer?
Joe frunció el ceño, sin saber a dónde quería llegar con esa pregunta.
—No. ¿Por qué?
—¿Ni siquiera lo pensaste?
—Un par de veces, supongo. No quiero tentar mi suerte.
—Por supuesto —Tom asintió con la cabeza.
Uno de los invitados llegó hasta ellos interrumpiendo la conversación. Se llamaba
George Hendricks y dirigía un supermercado. Estaba un poco bebido, no demasiado.
Llegó con una vaga sonrisa diciendo:
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—Es hora de reponer combustible.
—Eres un barril sin fondo —comentó Tom y le tomó el vaso vacío.
—Tienes toda la razón —repuso George.
Pesaba al menos quince kilos de más y se jactaba de ser un maniático sexual.
Ahora se dirigía a Joe, puesto que Tom estaba ocupado preparando su bebida.
—Bueno, ¿cómo os va?, vosotros dos trabajáis todos los días en la ciudad.
—Así es.
—Pues yo no —repuso George—. Yo he dicho adiós a ese manicomio.
Los borrachos siempre irritaban a Joe, aun cuando estuviera fuera de servicio.
Escéptico, un poco aburrido, preguntó a George:
—¿Crees que esto no es lo mismo?
—Por supuesto que no, y tú lo debes saber, vives aquí, ¿no?
—Grace y los chicos viven aquí. Yo todavía sigo en la capital.
Tom le ofreció la bebida. Él la tomó, pero no bebió. Seguía abstraído pensando en
la conversación con Joe.
—No entiendo como vosotros podéis aguantar ese tipo de vida. Nueva York no es
otra cosa que un antro de granujas dispuestos a matar a sus madres por un miserable
dólar.
Joe se encogió de hombros, pero Tom respondió:
—Es lo mismo que en todos los lados.
—Aquí no —afirmó categóricamente George.
—Aquí como en cualquier otro sitio —insistió Tom—. En todas partes sucede
igual.
—Vosotros pensáis que todo el mundo son unos pillos. El frecuentar a los tipos de
la ciudad es lo que os da esa idea.
En su cara se dibujó una sonrisa y frotando el índice con el pulgar continuó:
—¿O es que hay un poquito de esto…?
Joe, miraba de nuevo a las mujeres tratando en vano de interesarse en la mujer de
George, se volvió bruscamente y le miró colérico.
—¿He oído bien?
—Claro que sí. Conozco bien a los policías de Nueva York.
—Eso también sucede en todas partes. ¿Crees que los hombres de distrito que
están aquí, podrían vivir tan sólo con sus salarios?
Tom no se sentía molesto; hacía años que había dejado de preocuparse por ese
tipo de acusaciones. George rió y señaló con el vaso a Tom.
—¿Qué es lo que te decía? La ciudad corrompe tu mente y crees que todo el
mundo son granujas.
Repentinamente irritado, Joe exclamó:
—Tú, George, vuelves a casa todas las noches con un saco de provisiones. No las
pagas, simplemente las metes en el saco y sales del supermercado.
George se escandalizó. Respondió en una voz tan alta que llegaba al otro extremo
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del jardín.
—¡Trabajo para ellos! Si se acordara un salario decente…
—Tú seguirías haciendo lo mismo —dijo Joe.
—No necesariamente —intervino Tom.
Tom era el anfitrión perfecto, calmaba los ánimos de los invitados en los
momentos precisos. Se dirigió a Joe pero en beneficio de George:
—Todo el mundo atropella un poco, pero nadie quiere hacerlo realmente. Yo no
quiero que Mary trabaje, tú no quieres que Grace trabaje, y George no quiere que
Phyllis trabaje, ¿entonces qué es lo que podemos hacer?
George, molesto sin duda de su repentina cólera, se esforzó torpemente en
responder con humor:
—Sí, hipotecar la casa al banco.
—Tal como yo lo veo —dijo Tom—, el problema es muy sencillo. Hay una
cantidad de dinero y una cantidad de personas. Y no hay suficiente dinero para todo
el mundo. De manera que uno hace lo único que puede: robar para compensar la
diferencia.
Joe lanzó una mirada de advertencia a Tom, pero Tom no estaba pensando en el
despacho de bebidas y de todas formas no se dio cuenta.
—Bien, acepto eso —dijo George, que trataba de hacer olvidar su arranque de
violencia—. Hay que compensar la diferencia tomando un poco de esto y un poco de
aquello. Como yo con los comestibles.
Con una sonrisa superflua, en otro estúpido intento de humor agregó:
—Y vosotros con lo que podéis.
—No se engañe —replicó gravemente Joe—. En nuestra posición podríamos
conseguir lo que quisiéramos. Sin embargo nos contenemos, eso es todo.
George rió y Tom miró a Joe pensativo. Pero Joe miraba colérico a George; le
hubiera encantado meterle una multa.
TOM
La única manera de sacar a un tipo de un lugar en el que se encuentra rodeado de
amigos, es hacerlo rápido. La escena se desarrollaba en una cafetería de la calle Mac
Dougal, en Greenwich Village, frecuentado por toda clase de tipos anormales, y a la
una de la mañana de un sábado estaba totalmente lleno: estudiantes universitarios,
turistas, vecinos, hippies, en definitiva, una variopinta fauna, a los que no les hacía
mucha ilusión ver un policía.
Ed esperaba en la acera. Si llegaba a suceder lo peor, siempre podía empujar a
Lambeth para que echara a correr y caería de lleno sobre los brazos de Ed.
Lambeth había cogido una mesa a mitad de camino hacia la derecha, tal como
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había dicho el soplón. En la mesa se encontraban otras cuatro personas, dos hombres
y dos mujeres. En la mano izquierda tenía un pañuelo arrugado que llevaba
constantemente a su nariz. O estaba resfriado o había algo más; tarde o temprano, los
proveedores acaban por probar su propia mercancía.
Me detuve detrás de él, y me incliné ligeramente por encima de su silla.
—¿Lambeth?
Cuando levantó la vista tenía los ojos rojos e irritados. Podía ser un constipado,
pero más bien parecía heroína.
—¿Sí…?
A pesar de lo que se ve en las películas, a un detective de civil no se le reconoce
tan fácilmente.
—Policía —murmuré, lo suficientemente bajo para que los otros no pudieran
oírme—. Sígueme, vamos a dar un paseo.
Se puso a reír como un estúpido.
—No lo creo, hombre —dijo, y se dio la vuelta otra vez.
Usaba un chaleco orlado de piel de venado. Lo agarré por los hombros y de un
tirón le ajusté el chaleco alrededor de los brazos, apretándolo como una camisa de
fuerza. Al mismo tiempo lo levanté y di una patada a la silla en la que estaba sentado.
Nadie piensa más rápido que su cuerpo. Si se hubiera dejado caer al suelo hubiera
podido desembarazarse de mí. Quizás lo suficiente para que sus amigos y los que
andaban por ahí pudieran separarnos. Pero su cuerpo reaccionó automáticamente,
poniéndose de pie y con mi ayuda logró incorporarse y, en el momento en que
recuperaba el equilibrio lo volví hacia la puerta y le hice correr a toda velocidad.
Dio un grito y trató de escabullirse, pero yo lo tenía bien agarrado y no le dejé
detenerse. La puerta estaba cerrada, pero bastaba con empujarla. Su cabeza me sirvió
como ariete. Pasamos tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar.
Lambeth seguía forcejeando cuando llegamos a la calle. Ed estaba allí, y nuestro
Ford estacionado justo enfrente. No me detuve, seguí corriendo, atravesé la calle y
empujé a Lambeth contra el costado del coche. Lo atraje un poco hacia mí,
apartándolo del coche, le di un puñetazo arrojándolo contra la carrocería y esta vez el
hombre se desplomó y la lucha llegó a su fin.
Ed estaba a mi lado, con las esposas. Aflojé el chaleco, deslicé mis manos por los
brazos de Lambeth y levanté los suyos por detrás, como los manubrios de una bomba,
doblándolos sobre el maletero del coche. Ed le colocó las esposas y abrió la
portezuela trasera del Ford.
Estaba agarrando a Lambeth para introducirlo en el coche cuando una mano me
palmeó mi hombro y una voz femenina susurró:
—¿Señor agente?
Me volví y encontré una mujer de mediana edad con aspecto de turista, con un
vestido floreado rojo y blanco y una cartera de paja. Parecía enojada, pero como si
estuviera haciendo un gran esfuerzo para mostrarse razonable. Preguntó:
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—¿Está usted seguro de que fue necesaria tanta violencia?
Los amigos de Lambeth saldrían de un segundo a otro.
—No lo sé, señora —respondí.
Me di la vuelta y de una patada metí a Lambeth en el coche. Yo subí en seguida.
Ed cerró la portezuela de atrás, tras lo cual subió al coche y se colocó detrás del
volante, y arrancamos justo en el momento en que la puerta de la cafetería se abría y
la gente comenzaba a agolparse en la calle.
Lambeth estaba acurrucado en el lado derecho de la parte de atrás del coche,
como un perro muerto. Lo incorporé. Parecía mareado y murmuraba algo, pero yo no
le entendía.
—¡Tom…! —me llamó Ed sin girarse.
—¿Sí?
—Tengo la impresión de que vas a tener otra nota en tu expediente.
Lo miré y vi que estaba observando por el espejo retrovisor lo que sucedía detrás
de nosotros.
—Así es.
—Esa mujer está anotando el número de matrícula.
—Te echaré a ti la culpa.
Ed rió y dimos la vuelta a la esquina en dirección al centro. Después de andar un
par de manzanas, Lambeth de pronto dijo quejándose:
—Me duelen los brazos, primo.
Lo miré. Estaba bien despierto, y aparentemente lúcido. Uno no se libra tan
rápido de un resfriado.
—No tienes por qué picártelos.
—Son las esposas. Estoy todo retorcido.
—Lo siento.
—¿Quieres quitármelas?
—En la jefatura.
—Si te doy mi palabra de honor… que no trataré de…
—¿Te burlas de mí? —me reí en su cara.
Me miraba fijamente, con una pequeña sonrisa triste.
—Tienes razón. Nadie tiene honor por estos lados, ¿no es así?
—No lo tenías la última vez que estuve por aquí.
Se movió durante un buen rato tratando de buscar una posición más confortable.
La pareció encontrar, pues dejó de retorcerse, suspiró y se dedicó a mirar la ciudad.
Yo también me acomodé, pero no tanto. Estábamos viajando sin sirena ni luz
giratoria, en un automóvil verde, sin identificación, lo que significaba que
circulábamos inmersos en los embotellamientos, como todo el mundo. A menos de
que haya una razón especial para hacer alboroto es mejor no hacerlo. Pero tal como
íbamos nos teníamos que detener en todos los semáforos, y de cuando en cuando nos
arrastrábamos por un tráfico excesivamente lento, y yo no quería que Lambeth, de
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pronto, decidiera saltar del coche y huir con las esposas de Ed en las manos. La
puerta estaba cerrada con seguro y parecía tranquilo, pero no obstante, yo vigilaba.
Después de tres o cuatro minutos de observar el mundo por la ventanilla,
Lambeth suspiró y me miró diciendo:
—Estoy dispuesto a salir de la ciudad, primo.
—Tus deseos serán cumplidos —le respondí riendo—. Probablemente pasen diez
años antes de que puedas volver a Nueva York.
Asintió con la cabeza sonriendo. Parecía menos estúpido, más humano que en el
café.
—Yo sólo soy un intermediario —murmuró. Luego me miró con seriedad y
continuó—. Dígame una cosa, primo. Deme su opinión sobre una duda que tengo.
—Si puedo…
—Para ti, ¿cuál sería el mayor castigo, marcharse de esta ciudad o quedarse en
ella?
—Tú lo debes saber. ¿Por qué te quedaste tanto tiempo para enrollarte en un
asunto como éste?
Se encogió de hombros.
—Y tú, primo, ¿por qué te quedas?
—Yo no trafico.
—Por supuesto que sí. Traficáis con la influencia, lo mismo que yo hago con la
mierda.
Desde que las drogas se vincularon a la revolución cultural, los traficantes son
unos oradores estupendos de sus géneros.
—Lo que tú digas —respondí, y aparté los ojos para mirar por la ventanilla de mi
lado.
—Ninguno de nosotros comenzó por esto, primo. Todos fuimos bebés puros e
inocentes.
—Una vez un tipo como tú, lleno de palabras, me mostró el retrato de su madre.
Y mientras que yo lo observaba, intentó sacar la pistola de mi cinturón.
Sonreía ampliamente; parecía satisfecho.
—Quédate en esta ciudad, primo. Vas a disfrutar mucho con lo que puedas
encontrar.
JOE
La mujer que bajaba las escaleras parecía bastante tranquila. Sangraba por un
corte en el brazo derecho. Tenía cubiertas de sangre las manos, la cara y la ropa,
sangre suya y de su marido, supongo que seguía aturdida por lo que le había
acontecido. Pero cuando salimos por la puerta, miró hacia la escalinata de acceso y a
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la gente que se había agolpado y que la miraba con asombro, perdió el control.
Comenzó a gritar, se puso histérica y fue un infierno hacerla bajar los escalones hasta
la acera, sobre todo, porque la sangre la hacía escurridiza y difícil de sujetar.
Esa situación no me agradaba nada. Dos policías blancos de uniforme arrastrando
a una mujer negra sangrando entre una muchedumbre de Harlem. No me gustaba
nada y al ver la cara de Paul, no parecía ser más feliz que yo.
La mujer gritaba:
—¡Suéltenme! ¡Suéltenme! Él me cortó primero, ¡suéltenme! Tengo mis
derechos. ¡Dejadme en paz!
Y finalmente, cuando llegamos a la acera, sus gritos fueron apagados por el
aullido de una sirena. Era una ambulancia que llegaba y me alegré de verla.
La ambulancia estaba deteniéndose al borde de la calle. Hasta entonces, el gentío
se había mantenido a la expectativa, dejándonos un amplio espacio abierto. Todo lo
que yo deseaba era terminar con esto y largarme de aquel lugar. La mujer, mientras,
se retorcía y movía como una anguila; una anguila larga y negra, cubierta de sangre y
gritando con una voz áspera que parecía una uña rascando un pizarrón.
Era una vieja ambulancia, alta, con forma de caja y con cuatro enfermeros
vestidos de blanco, dos delante y dos atrás. Bajaron los cuatro corriendo hacia
nosotros y agarraron a la mujer. Uno de ellos dijo:
—Bien, ya la tenemos.
—Ya era hora de que llegarais —dije.
Sabía que habían venido lo más rápido posible, pero esta situación me asustaba, y
cuando algo me asusta me enfurezco y cuando me enfurezco pierdo el control.
Los enfermeros no me hicieron ningún caso, y tenían toda la razón para no
hacérmelo. Uno de ellos dijo a la mujer.
—Vamos, ven preciosa, que te vamos a cuidar ese brazo.
Las batas blancas debieron conmocionar a la mujer porque se puso a dar alaridos.
—¡Quiero que me vea mi médico! ¡Quiero que me vea mi médico!
Los cuatro enfermeros arrastraron a la mujer hasta la ambulancia, lo que les
supuso tanto esfuerzo como a nosotros. De pronto, apareció una segunda ambulancia
deteniéndose detrás de la primera. De ella se bajaron dos tipos, también de blanco, y
nos preguntaron:
—¿Dónde está el cadáver?
Fui incapaz de responder, apenas podía respirar. Señalé el edificio y Paul les dijo:
—Tercer piso al fondo. En la cocina. Ella lo ha dejado para picadillo.
Otros dos enfermeros bajaron de la segunda ambulancia llevando una camilla.
Los cuatro subieron la escalinata y se introdujeron en el inmueble. Al mismo tiempo
los cuatro primeros hacían entrar a la mujer en el vehículo, con bastante dificultad.
Tanto movimiento y tantas luces giratorias mantenían a la muchedumbre a distancia;
la gente se contentaba en asistir como simples espectadores, por esta vez.
Por el momento, Paul y yo habíamos terminado. En otro momento nos llamarían a
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declarar y cubrir los formularios, pero por unos momentos la acción se desarrollaba
lejos de nosotros.
La excitación conduce a la tensión. Todos los días sucedía de la misma manera,
desde la primera vez que había sufrido una situación violenta, que fue cuando un niño
de diez años fue arrollado por un taxi muy cerca de Central Park. Todavía estaba con
vida cuando lo miré y hubiera preferido que no lo estuviera. Pero la excitación, el
ruido y la conmoción me habían sostenido durante todo el episodio y sólo en el
momento en que nos alejábamos del lugar dije a Jerry, un viejo agente que fue mi
primer compañero, que detuviera el coche un momento para que yo pudiera vomitar.
Y, hasta hoy, nada ha cambiado, salvo que ya no vomito. Pero el resto, el curso de
las emociones, sigue siendo el mismo. La excitación me sostiene durante la parte
tensa o la parte desagradable o la parte violenta, y después, súbitamente, tengo la
impresión de desinflarme y me entran náuseas.
El coche patrulla estaba al otro lado de la calle, allí donde lo habíamos dejado,
con el motor apagado y la luz del techo encendida. Los dos nos dirigimos al coche a
través del gentío, ignorando las preguntas que nos hacían e ignorando lo que sucedía
detrás de nosotros. Cuando alcanzamos el coche nos detuvimos junto al costado un
minuto o dos, sin hablar ni movernos. No sé hacia qué lado miraba Paul; yo miraba el
techo del auto.
La sirena comenzó a aullar de nuevo. Me volví; la primera ambulancia se alejaba
llevando a la mujer al hospital de Bellevue. Me volví hacia Paul; su camisa estaba
cubierta de sangre y sus brazos y cara estaban llenos de salpicaduras, como si tuviese
el sarampión.
—Estás lleno de sangre —le dije.
—Tú también.
Bajé los ojos y me miré con detenimiento. Cuando bajábamos del tercer piso, yo
caminaba del lado de la herida de la mujer y lógicamente tenía más manchas de
sangre que Paul. Mis brazos, desnudos desde los codos a las muñecas, estaban
empapados de sangre; el vello, pegajoso como el de un gato atropellado. Ahora que
me estaba viendo a la luz del día, podía sentir la sangre secándose en la piel,
contrayéndose como una delgada costra rugosa que parecía una herida.
—¡Dios! —exclamé.
Di la espalda a Paul, me apoyé contra el coche y estiré mi brazo izquierdo por
encima del techo blanco, donde la luz seguía girando y pintando todo de rojo. No
podía pensar en lavarme, ni lo que tendría que hacer después. Sólo tenía una idea en
la cabeza: Tengo que salir, tengo que escapar de todo esto.
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3
Esta vez, ambos tenían el turno de cuatro a doce, de manera que volvían a sus
casas bien entrada la noche, pasada ya la hora de peor tráfico. Esa era la ventaja del
turno de cuatro a doce; para ir al trabajo tenían que circular a media tarde, antes de la
hora punta y, en cualquier caso, en dirección opuesta a la mayoría del tráfico, y
cuando terminaban, la ruta estaba prácticamente vacía.
El inconveniente era que esas horas eran las más animadas. No tenían que circular
inmersos en los embotellamientos, pero trabajaban duro durante el final de la tarde y
la primera parte de la noche, las horas álgidas para el crimen. El número de asaltos a
mano armada llegaba a su punto máximo entre las seis y las ocho de la tarde, cuando
la gente vuelve del trabajo. Casi a la misma hora los maridos y las mujeres empiezan
a pelearse y poco más tarde hacen su aparición los borrachos. Y los pequeños asaltos
—como el que había cometido Joe— son más frecuentes entre la puesta del sol y las
diez de la noche, cuando la mayoría de los negocios cierran. Así que pocos momentos
de respiro iban a disfrutar.
Pero finalmente llegaba la medianoche, el turno llegaba a su fin, y podían
conducir tranquilamente tras dejar atrás Manhattan, y pensar en lo que quisieran,
como en este momento.
Aquel día, Tom conducía su Chevrolet de ocasión, el vehículo tenía más de seis
años de antigüedad. Era un insaciable consumidor de gasolina y aceite, con mala
suspensión y un embrague deficiente. Tom siempre hablaba de cambiarlo por algo
más moderno, pero no se decidía a llevarlo a un comprador de coches usados para
tratar de obtener algún dinero. Sabía demasiado bien lo que valía ese coche.
Viajaban en silencio, fatigados por una dura jornada. Ambos repasaban los
acontecimientos de esa semana. Tom recordaba en su mente la conversación que
sostuvo con aquel hippy traficante de drogas, tratando de encontrar respuestas
adecuadas para las preguntas que le había lanzado el muchacho y tratando de
entender por qué no podía sacarse esa conversación de la cabeza. Joe, por su parte,
recordaba la sangre coagulándose en su brazo al sol, sobre el techo del coche patrulla,
que más bien parecía un efecto digno de una película de terror que de su propia
persona. No quería recordar esa escena, pero sea como fuere, le venía constantemente
a su mente.
Poco a poco, a medida que se alejaban de la ciudad, los pensamientos de Tom
abandonaron el hippy, vagaron por un momento y acabaron por fijarse en un nuevo
asunto. No era precisamente el robo de Joe, aun cuando tenía cierta conexión con eso.
De pronto rompió el silencio diciendo:
—Joe.
Joe pestañeó. Tenía la impresión de salir de un profundo sueño. Miró de perfil a
Tom.
—¿Qué?
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—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Bien, hazla.
Tom seguía mirando a través del parabrisas.
—¿Qué harías si tuvieras un millón de dólares?
La respuesta fue inmediata, como si estuviera esperando esa pregunta toda su
vida.
—Me iría a Montana con Chet Huntley.
Tom frunció el ceño ligeramente y sacudió la cabeza.
—No…, hablo en serio.
—Yo también.
Tom se volvió y observó detenidamente a Joe —ambos tenían una expresión muy
seria—, luego continuó mirando por el parabrisas.
—Yo no. Yo iría al Caribe.
—Tú harías eso, ¿no? —Joe lo observaba.
Tom sonreía pensando en el viaje.
—Exacto, en una de esas islas de allá abajo, Trinidad por ejemplo…
Pronunció la palabra como algo dulce. Joe asintió y miró la guantera.
—Ya, pero en lugar de estar allí, estamos aquí, anclados.
Tom volvió a mirarlo, luego miró al frente. Ahora habló más prudentemente,
como un hombre llevando una bolsa de huevos caminando sobre hielo.
—¿Recuerdas lo que le dijiste a George la semana pasada?
—¿Charlatán…? No, ¿qué fue lo que dije?
—Que podíamos conseguir cualquier cosa que quisiéramos, pero que nos
conteníamos.
Joe sonrió.
—Sí, ahora recuerdo. En aquel momento pensé que le contabas lo del despacho
de bebidas.
Tom no se iba a dejar distraer por cosas secundarias; se había lanzado a fondo y
no iba a dar marcha atrás. Olvidando el último comentario dijo:
—Bueno, qué carajo, ¿a qué estamos esperando?
Joe no pareció entender.
—¿Estamos esperando qué…?
—¡Eso! Había estado dando vueltas a esa idea durante toda la semana y su voz
vibraba de impaciencia cuando dijo: —Tomar todo lo que queramos, como tú dijiste.
—¿Qué, por ejemplo? —Tom preguntó con tono escéptico—. ¿Como el golpe al
despacho de bebidas?
Tom soltó una mano del volante e hizo un gesto de impaciencia.
—¡Eso no es nada, Joe! ¡Una mierda! Esa condenada ciudad que queda allí
detrás, está llena de dinero y, ¡maldita sea!, en nuestra posición podemos conseguir
todo lo que queramos. Un millón de dólares para cada uno, de un solo golpe.
Joe no le creía, pero se comenzaba a interesar en el tema.
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—¿Qué tipo de golpe?
—Lo que sea, lo que se nos antoje. Un banco, una joyería… cualquier cosa.
De pronto, Joe lo entendió todo y se echó a reír.
—¡Disfrazados de policías!
—Eso es —dijo Tom que reía también—. ¡Disfrazados de policías!
Tardaron un buen rato en dejar de reírse.
JOE
El metro se había parado otra vez. Paul y yo estábamos en una boca de
emergencia en Broadway, por donde salían los pasajeros. Habían estado abajo
durante más de una hora. Se había producido una avería eléctrica y a causa del humo
debían caminar en fila india hasta llegar a una escalerilla metálica y por fin salir a la
calle. Eran las nueve y media de la noche, estaban desviando el tráfico detrás nuestro,
y el coche patrulla se encontraba entre la boca de aire y la calzada, con la luz
intermitente en marcha.
Ya mayoría de la gente que subía estaba algo aturdida, y lo único que quería era
alejarse cuanto antes de allí. Algunos estaban agradecidos por la ayuda que les
prestábamos y así nos lo decían a Paul y a mí. Otros parecían rabiosos y lo único que
deseaban era desahogarse con el primer representante del gobierno municipal que
encontraran, y que en aquel momento éramos Paul y yo. A estos últimos los
ignorábamos; lanzaban un par de comentarios desafiantes, seguían su curso y ahí se
acababa todo.
Excepto un tipo. Permanecía de pie sobre la acera mirándonos. Tenía alrededor de
cincuenta años, vestía traje y llevaba un portafolios. Parecía un gerente o un
supervisor, y lo único que deseaba era quedarse allí de pie, gritándonos, mientras que
Paul y yo ayudábamos al resto de las personas a salir del agujero.
—¡Un escándalo! ¡Esto es un escándalo! —gritaba—. ¡Aquí nadie está seguro!
¿Y a quién le importa? ¡Aquí todo se desmorona y a nadie le importa un bledo! ¡Todo
el mundo pertenece a los sindicatos! Todo el mundo está en huelga, los maestros, los
servicios de transporte, los policías, los basureros. Dinero, dinero, todos quieren más
dinero y cuando trabajan ¿qué es lo que hacen, díganme? ¿Enseñan? ¡El metro es una
amenaza, una amenaza! Los basureros ¿qué? ¡Miren las calles! Y ustedes los agentes,
pidiendo dinero, y cuando se les necesita, ¿dónde están? Lo asaltan a uno en su
apartamento, ¿y dónde están ustedes? Un drogadicto ataca a una mujer en plena calle,
y ¿dónde están?, díganme, ¿dónde están?
Hasta ese momento no le habíamos hecho ningún caso; como si sus gritos
formaran parte del ruido normal de la calle; lo que era cierto en parte. Pero cometió
un error, se excedió. Se acercó a mí y me agarró por el codo, gritándome:
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—¿Me está escuchando?
A mí nadie me manosea. Me volví y lo miré. Se quedó tan sorprendido que
retrocedió un paso. Por fin la ciudad se había enterado de quién era. Le dije:
—Voy a llegar a la conclusión de que usted se cayó al subir la escalera y se
rompió la nariz.
Le llevó un par de segundos entenderme y luego retrocedió otro paso, gritando:
—¡No le debe importar mucho conservar esa placa!
Estaba por decirle lo que podía hacer con la placa, dándole antes un puñetazo,
pero el hombre seguía retrocediendo, prefería dejarle pasar. Me volví para ayudar a
Paul con una anciana gorda que tenía problemas para subir. Pero seguí pensando en lo
que el tipo me había dicho.
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4
Era un hermoso día de verano, caluroso y soleado, y ambos se encontraban en el
jardín de Joe. En el lugar en que Tom había colocado la parrilla, Joe había instalado
una piscina, una de esas piscinas cisternas de plástico, de metro y medio de
profundidad y tres y medio de larga. Bebían cerveza. Joe en traje de baño y Tom con
pantalones de franela y una camisa deportiva. El primero trataba de reparar el filtro
de la piscina. Al puñetero desagüe siempre le pasaba algo, era la mecánica más
delicada del mundo. A veces, Joe tenía la impresión de que se pasaba todo el verano
reparando el maldito filtro.
Eran vecinos desde hacía ya más de nueve años. Tom había sido el primero en
comprar la casa, once años atrás, y cuando Joe quiso mudarse de la ciudad después de
nacer Jackie, sucedió que la casa de al lado de Tom se encontraba en venta. Por
aquella época, los dos llevaban uniforme y algunas veces eran compañeros de tarea.
Llevaban muchos años juntos, se llevaban bien, todo hacía suponer que serían buenos
vecinos, y así fue.
Las casas no eran muy confortables, pero sí habitables. Estaban ubicadas en un
barrio que se había construido después de la guerra, cuando la idea de calles sinuosas
era una novedad. Tenían tres dormitorios, todos ellos en el mismo piso, y un pequeño
altillo que mucha gente del vecindario había convertido en un dormitorio más.
Afortunadamente, ni Tom ni Joe tenían familias tan numerosas como para hacer eso,
y ninguno de ellos pensaba aumentar su número de miembros, de manera que podían
mantener la buhardilla para su función original, tal como llenarla con todas las cosas
que se acumulan en una casa a través del tiempo, cosas sin ninguna utilidad, pero que
nadie quiere tirar.
Las casas no eran malas a pesar de todo. Habían sido construidas antes de que la
moda del plástico cobrara auge, de manera que los materiales empleados eran de
buena calidad, en su mayor parte madera. La fachada, construida con planchas de
contrachapado, requería una mano de pintura cada cuatro o cinco años, los jardines
eran bastante grandes y al fondo de cada uno había una cochera con capacidad para
un solo auto.
Senderos de grava separaban las casas y defendían las líneas de la propiedad.
Todas las casas de los alrededores eran iguales excepto por el color y los diversos
cambios que añadían los propietarios. Ni Tom ni Joe habían hecho ningún tipo de
cambio de manera que ambos tenían la casa tipo, tal como la había trazado el
arquitecto. Sólo que un poco más viejas.
La mayoría de la gente disponía vallas a lo largo de sus jardines para evitar que
los niños se escaparan, pero ni Tom ni Joe lo habían hecho. Entre el jardín de Tom y
el de su vecino de la derecha había una valla de madera instalada por el vecino, y
entre el de Joe y su vecino de la izquierda en lugar de valla había una reja cubierta de
enredaderas, también puesta por el vecino, pero entre sus propios jardines no había
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nada sino los restos de un seto plantado por algún anterior propietario. El seto tenía
grandes aberturas por donde pasaban constantemente, y como no se preocupaban en
cuidarlo estaba muriendo lentamente. Y por cierto que tardaba años en morir.
Era un hecho conocido que en todas las casas del vecindario el linóleo de la
cocina estaba resquebrajado, y en muchas de ellas el sótano tenía goteras.
No habían vuelto ha hablar de aquella historia del robo, desde aquel día en el
coche, pero ambos habían pensado bastante en ello. Por supuesto sin mucha seriedad;
no imaginaban que pudieran llevar a cabo un robo importante, sólo era una quimera,
una forma de evadirse de la realidad.
Joe no estaba pensando en eso por el momento, especialmente porque su mente
estaba concentrada en el desagüe de la piscina, pero la mente de Tom estaba soñando
con el asunto, de pronto dijo:
—¡Eh!
Joe estaba sentado en el césped con las piernas cruzadas, rodeado de mangueras,
arandelas y tuercas. Dejó lo que tenía entre las manos, se frotó el sudor de la cara,
bebió un trago de cerveza y se volvió a Tom diciéndole:
—¿Qué?
—¿Cuánto crees que pagarían los rusos si secuestramos a su embajador?
Joe lo miró con los ojos entrecerrados por la luz del sol.
—¿Estás hablando en serio?
—¿Por qué no? Sería rentable y patriótico a la vez.
Joe reflexionó durante un breve momento, luego echó un vistazo al jardín
preguntando:
—¿Y dónde demonios vamos a esconder un puñetero embajador ruso?
—Sí, ése es el problema.
Joe sacudió la cabeza y volvió de nuevo a su tarea. Tom terminó su cerveza.
Ambos rumiaban sus pensamientos.
TOM
El aviso provenía de un colegio secundario. Habían encontrado uno de los
profesores, una mujer, muerta.
Eran cerca de las once de la mañana, un día nublado. Ed y yo nos dirigimos hacia
allá en el Ford y estacionamos frente al colegio. Era un viejo colegio de piedra gris,
tres pisos, que parece más una fortaleza que un lugar para jóvenes. A la derecha había
un patio de recreo rodeado por una valla alta. Se encontraba vacío.
Un reciente hábito se había puesto de moda entre los jóvenes: escribir nombres en
paredes y subterráneos con aerosoles y botes de pintura, ambas cosas difíciles de
borrar, especialmente de una superficie porosa como la piedra. Esta moda consistía en
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escribir el nombre, apodo o bien un nombre mágico que inventaban para sí y luego
escribir debajo el número de la calle donde vivían, por ejemplo: «JUAN 135» o
«VROOM VROOM 83». Ese tipo de cosas.
La moda había llegado al colegio. Todas las paredes, hasta donde pudiera
alcanzar el brazo de un niño, estaban cubiertas de inscripciones de tinta o pintura
negra, roja, verde, azul, amarilla. Algunas de las firmas eran como pequeños cuadros,
realizados con amor, otras no eran más que grafitis aformes, con la pintura goteando
desde la base de las letras. Pero la mayoría de estos artistas no había escrito más que
el nombre y el número sin ninguna pretensión artística: «ANDY 87», «BETH 81»,
«MORO 103».
Al primer vistazo todo ese muestrario de pintura, parecía un acto de vandalismo y
nada más. Pero acabé por acostumbrarme, y mirando alrededor nuestro tenía la
impresión de que todo eso formaba parte de un decorado, como un dobladillo
multicolor sobre la falda gris de un edificio de piedra, todo eso daba al conjunto un
sabor pintoresco y latino, y que una vez superado ese prejuicio contra el vandalismo
no era un crimen importante. Por supuesto que siempre me reservé esta opinión.
Una vez dentro nos dirigimos a la oficina del director, quien nos dijo que nos
mostraría el lugar donde estaba el cadáver. Mientras íbamos por el pasillo nos
comentó:
—Esa habitación era el antiguo baño de niñas, pero en la actualidad han retirado
todas las instalaciones. Hasta ahí han llegado con el plan de modernización.
El hombre debía tener una cuarentena de años pero ya estaba calvo; usaba unas
gruesas gafas y bigote y tenía un aire ligeramente pudoroso, como si tuviera más
miedo al pecado de lo que en realidad pecaba.
Los alumnos nos miraban con curiosidad, y me dije que aún no se había
divulgado la noticia de la muerte de la profesora.
Ed preguntó:
—¿Por qué no comunicó su desaparición en seguida?
—Muchas de estas maestras son muy jóvenes —repuso el director—, suelen
tomarse dos o tres días sin previo aviso, así que no les prestamos atención. Otra
profesora se dio cuenta, advirtió el olor esta mañana, y así fue que ella descubrió la
muerta.
—Nos gustaría hablar con ella.
—Por supuesto. Se encuentra aquí. Nuestra opinión con respecto a este asunto de
la señorita Evans es que un grupo de muchachos intentó violarla y la condujeron ahí
dentro. En algún momento debió resistirse. No creo que ellos tuvieran la intención de
asesinarla.
Las intenciones no importaban, si estaba muerta. Seguimos al director en silencio.
El director acabó por detenerse y señaló una puerta.
—Está allí dentro.
Me dirigí a la puerta mientras Ed le decía al director:
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—¿Y su familia? ¿Han avisado a su casa?
Abrí la puerta y di un paso, el olor me dio de pleno en la cara. En la penumbra, la
luz del mediodía se filtraba por las sucias ventanas. La vi tendida en el suelo al pie de
la pared. Había restos de yeso blanco, allí donde habían retirado los lavabos. La
muchacha estaba allí desde hacía una semana y había ratas en el edificio.
—¡Dios! —murmuré retrocediendo y cerrando la puerta de un golpe.
El director, mientras, respondía a las preguntas de Ed.
—Ella vivía sola en…
En ese momento me vio y me dijo:
—Oh… lo siento muchísimo, supongo que debería habérselo advertido.
Ed dio un paso hacia mí preocupado.
—¿Estás bien, Tom?
Le hice señas con las manos para que se alejara de la habitación.
—Déjalo. La ambulancia está a punto de venir.
Sentía que la sangre se me iba de la cabeza, tenía una sensación de frío en los
brazos y en los pies.
El director con cierto aire tímido, pero aturdido, señaló:
—La verdad que lo siento muchísimo. Me imaginaba que ustedes estaban
habituados a este tipo de cosas.
Los aparté, pasando entre ellos. Necesitaba aire fresco. Habituados a este tipo de
cosas. ¡Por Dios!
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5
Esta semana, tenían el turno de medianoche hasta las ocho de la mañana. Es el
más tranquilo de los tres turnos, pero a las ocho de la mañana, cuando se vuelve a
casa con el sol en los ojos y los párpados pesados, uno piensa que jamás se volverá a
sentir a gusto dentro de su pellejo.
Joe fue el primero en salir. Sacó el Plymouth del aparcamiento, continuó a lo
largo de la manzana y aparcó en doble fila delante de la comisaría. Hubo de esperar
diez minutos antes de que saliera Tom, parecía de mal humor.
—¿Qué problemas tienes?
—Una pequeña charla con el jefe, una tontería sobre narcóticos.
—¿Qué tipo de tontería?
Tom bostezó y se encogió de hombros furioso.
—Nada nuevo. Cualquier cosa que encuentres hay que informarla en seguida. El
barullo de siempre.
Joe arrancó y se lanzó al laberinto de calles que hay antes del túnel de Midtown.
—¿Me preguntó quiénes son los que han caído esta vez?
—Nadie de los nuestros, en todo caso —respondió Tom. Volvió a bostezar, pero
esta vez con ganas y se frotó la cara con ambas manos—. Vaya, muchacho, estoy
muerto de sueño.
—Tengo una idea —dijo Joe.
Tom imaginó en seguida lo que quería decir. Mirándolo interesado, preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Cuál, pues?
—Los cuadros de un museo.
Tom frunció el ceño.
—No te entiendo.
—Escucha. En los museos hay cuadros que valen al menos un millón de dólares
cada uno. Nos marchamos con unos diez, y los vendemos a otro museo por cuatro
millones. Dos millones para cada uno.
Tom parpadeó, se frotó la mandíbula y sus uñas hicieron un ruido desagradable,
como si pasaran por una lija de papel.
—No sé. Diez cuadros son tan difíciles de ocultar como mi embajador ruso.
—Podría ponerlos en mi garaje —dijo Joe—. ¿Quién va a buscar cuadros en un
garaje?
—Tus chicos los destruirían el primer día.
Joe no renunciaba; era la única idea que tenía.
—Cinco cuadros. A millón cada uno.
Tom tardó en responder. Se mordió el labio inferior y se quedó pensando, tratando
de imaginar no sólo lo que no cuajaba con lo de las pinturas, sino también en una
regla general para elaborar con éxito todo este asunto del robo. Había dos caminos:
tomarlo en serio o no tomarlo en serio. Al fin dijo:
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—No debe ser nada que haya que devolver. Nada que tengamos que guardar u
ocultar durante un tiempo. Necesitamos algo con beneficios inmediatos.
Joe asintió con reticencia.
—Sí, supongo que tienes razón. No estamos hechos para ese tipo de cosas.
—Exacto.
—Pero tampoco queremos dinero. Ya hemos hablado de eso.
—Ya sé. Todo el mundo tiene los números de serie.
—De manera que no es nada fácil.
—Jamás dije que lo fuera.
Permanecieron callados por un momento. Estaban casi en el túnel cuando Tom
rompió el silencio:
—Lo que necesitamos es algo de lo que podamos deshacernos pronto, a cambio
de un gran paquete.
—Correcto. Y un comprador. Un tipo rico, con dinero en efectivo.
El vehículo entraba en el túnel.
—Gente rica —repitió Tom. Ambos pensaban en lo mismo.
JOE
Dos canales de televisión habían enviado cámaras y periodistas para cubrir la
noticia. Paul y yo fuimos los primeros que llegamos al lugar, así que Paul fue
entrevistado por un equipo y yo por el otro.
No estaba nervioso. Jamás había sido entrevistado para la televisión, pero por
supuesto que había visto a compañeros en los diferentes informativos, en el lugar de
un incendio o de una explosión, cosas de ese estilo. Tres veces he visto a tipos que
conocía de la vida real. También, alguna vez, en la ducha, me entregaba a la fantasía
de imaginar una entrevista; me hacía las preguntas y las respuestas, ensayaba
diferentes poses. De manera que se puede decir que tenía bien preparado mi papel.
Para la entrevista habían dispuesto la cámara frente al edificio de tal manera que
se viese detrás de mí y del periodista mientras éste me interrogaba. Era uno de esos
enormes edificios de oficinas en construcción, y los obreros con sus cascos
protectores no dejaron de trabajar constantemente durante toda la entrevista. Uno de
ellos se había matado, pero eso no retuvo la atención de los demás. No más de cinco
minutos. Cuando se trata de dinero, uno hace su trabajo y no se piensa en otra cosa.
Este tipo de edificios se levantaban por toda la ciudad: grandes construcciones de
vidrio y piedra llenas de oficinas. No estaban pensados como viviendas porque quién
tiene ganas de vivir en Manhattan después de todo. Manhattan es un lugar donde se
trabaja y nada más.
Estos edificios comenzaron a construirse después de la Segunda Guerra Mundial.
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Con buen tiempo o mal tiempo, con auge o con depresión, no importa, siempre
siguen hacia arriba. Durante los últimos diez años se construían, sobre todo, en los
barrios del este, en medio de la ciudad, entre la Tercera Avenida y Lexington. Cuando
menos se espere, le darán a la Tercera Avenida un nombre más distinguido, como
hicieron en su día con la Cuarta, cuando se levantaron los grandes edificios de
oficinas y pasó a llamarse Park Avenue Sur.
Esa es la zona donde se concentran el mayor número de construcciones nuevas,
de todas formas también se encuentran en otros distritos, como por ejemplo éste
donde estaba siendo entrevistado.
Hace un par de años, un individuo con quien estuve hablando en un bar me dijo
que en su opinión la principal característica de Nueva York es que está atravesando
todas las fases del fénix al mismo tiempo. ¿Saben lo que es el fénix? Eso se aprende
en la escuela. Bien, así que el tipo dijo que eso era Nueva York, pero todo a la vez.
Nueva York está viva, pero arde y muere y renace de sus cenizas al mismo tiempo. Y
creo que es una idea acertada viendo todos esos edificios levantándose donde los
edificios de ayer fueron demolidos; edificios limpios y hermosos que a veces matan a
alguien por el camino.
El periodista que me entrevistaba era un negro de café con leche y bigote. Era
evidente que se consideraba el mejor periodista de la ciudad. El ingeniero de sonido,
el cámara, dos o tres tipos más junto con él daban vueltas alrededor de mí
preparándolo todo. Tras esto comenzó la entrevista. Alguien había escrito un pequeño
párrafo de entrada para el reportero, y éste lo tenía en la mano, mientras que con la
otra empuñaba el micrófono. Sin embargo, debió aprendérselo de memoria, pues una
vez se empezó no miró el papel.
Comenzó así:
—Una tragedia se ha desarrollado hoy en el lugar del nuevo edificio de la
compañía de aviación Trascontinental, en la avenida Columbus. Uno de los obreros
murió al caer treinta y siete pisos dentro del mismo edificio en construcción. El
agente Joseph Loomis fue uno de los primeros en llegar al lugar de la tragedia…
Agente Loomis, ¿podría describir lo sucedido?
—La víctima —respondí— era un indio mohawk, empleado en la instalación de
la estructura metálica del edificio. Su nombre era George Brook, tenía cuarenta y tres
años.
El reportero me miraba directamente a los ojos, como si tratara de hipnotizarme.
Tan pronto terminé, retiró rápidamente el micrófono que yo había sostenido y lo llevó
hacia su boca.
—A su parecer, ¿qué fue lo que realmente pasó, agente Loomis?
—Al parecer resbaló. Se encontraba en el piso cincuenta y dos, que es lo más alto
a que han llegado hasta ahora, y cayó treinta y siete pisos, dando en la terraza de
hormigón del piso quince. Cayó en el interior del edificio, y éste es el último de los
pisos que han sido cubiertos.
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Zum, el micrófono despegó hacia su boca.
—Encontró la muerte treinta y siete pisos más abajo.
Zum, el micrófono volvió hacia mí.
—No, probablemente ya debía estar muerto, porque en el descenso su cuerpo se
golpeó contra las vigas de cemento. Le destrozaron el cuerpo.
Un negro no puede ponerse pálido, pero él lo intentó. Sus ojos parecían llenos de
pánico y preguntó rápidamente:
—¿Hay muchos indios de raza mohawk trabajando en la estructura metálica,
agente Loomis?
¿Quería cambiar de tema? Bien, a mí me importaba un comino, respondí:
—Sí, en efecto. Me parece que hay un par de tribus que viven en Brooklyn, y
todos ellos trabajan en la construcción.
Zum.
—Se dice que los indios desconocen el vértigo. ¿No es verdad?
Zum.
—No creo que sea verdad. Se llegan a caer, como cualquier otra persona.
Por fin había atraído su atención. Estaba interesado en el tema a pesar de sí
mismo.
—¿Entonces por qué hacen ese tipo de trabajos?
Me encogí de hombros.
—Supongo que tienen que ganarse la vida de alguna forma.
Evidentemente yo no servía para la televisión. Los ojos del reportero miraron
alrededor y con la voz más apagada dijo:
—Muchas gracias, agente Loomis —y se apartó de mi lado dispuesto a dar una
conferencia al público que lo rodeaba.
Lo retuve sólo para echarle a perder su propósito, diciendo:
—Ha sido un placer.
Y cuando él abría la boca para responder algo di media vuelta y me fui.
Aquella noche vi el programa, y noté que únicamente utilizaron la primera parte
de lo que yo había dicho. El resto fue algo de la propia cosecha del periodista después
de haberme marchado yo. Él permaneció en el mismo sitio con la imagen de los
obreros trabajando en la construcción detrás suyo. Entre otras cosas, dijo que el
hombre había encontrado la muerte treinta y siete pisos más abajo.
¡Gracias por la exactitud, miserables!
No sé lo que dijo Paul, pero no apareció en la pantalla. Después comentó que era
antisemitismo.
TOM
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Dos importantes tipos de la mafia habían sido capturados en nuestro sector la
noche anterior y Ed y yo estábamos entre los seis hombres vestidos de civil asignados
para conducirlos esa mañana a la comisaría central.
Eran, en verdad, personajes importantes de la mafia de Nueva Jersey, y era raro
encontrarlos en la ciudad. Uno de ellos se llamaba Anthony Vigano y el otro Louis
Sambella.
Nadie sabía si iban a surgir dificultades o no. No parecía muy probable que
alguno de sus colegas tratara de liberarlos, pero sí era posible que alguno de sus
enemigos les disparara aprovechando que no estaban rodeados por sus
guardaespaldas. De manera que se tomaron todo tipo de precauciones, así por
ejemplo se los condujo en dos coches distintos sin identificación, escoltados cada uno
por tres agentes.
Yo conducía uno de los autos. Estaba solo en el asiento de delante, y Vigano
estaba sentado detrás, entre Ed a su izquierda y un inspector llamado Charles Reddy a
su derecha. Llegamos al Departamento sin ninguna incidencia; teníamos que llevarlos
a la sala de audiencias, en el cuarto piso. Se habían hecho arreglos con anticipación,
de manera que nos recibieron dos agentes uniformados en la entrada lateral y nos
condujeron hasta el ascensor.
Vigano y Sambella se parecían; corpulentos, de tez arrebatada, sus rostros tenían
esa expresión estereotipada de desprecio que adquiere la gente cuando ha estado
manejando a otras personas durante mucho tiempo. Estaban muy bien vestidos,
quizás demasiado ostentosamente: las rayas de sus trajes eran demasiado llamativas,
los gemelos demasiado grandes y brillantes, y demasiados anillos en los dedos. Olían
a loción, a colonia y a desodorante. No parecían intranquilos, como si estuvieran en
su ambiente.
Nadie había pronunciado una palabra durante el trayecto. Sin embargo,
inesperadamente, Charles Reddy comentó:
—No pareces preocupado, Tony.
Vigano le dirigió una mirada inexpresiva. Si estaba molesto porque no se
dirigieron a él llamándolo por su apellido no lo mostró, simplemente replicó:
—¿Preocupado? ¿Por qué habría de estarlo? Yo podría comprarte y venderte.
Estaré en casa con mi familia esta misma noche, y dentro de cuatro años, cuando el
caso se haya terminado en los tribunales, no seré yo el perdedor.
Nadie le respondió. ¿Qué podríamos decirle? «Puedo comprarte y venderte».
Todo lo que podía hacer en ese momento era mirarlo.
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6
Ambos tenían el día libre y se habían quedado en sus casas. Habían organizado
una fiesta de cumpleaños en la cocina de Joe. Su hija Jackie cumplía nueve años, y la
cocina estaba llena de críos y madres, muchos más de los que el espacio permitía.
Pero a nadie le importaba. Los niños estaban encantados con el amontonamiento y
sus madres charlaban mientras simulaban estar muy atareadas.
Joe se quedó en la puerta de la cocina, observándolo todo con una sonrisa.
Disfrutaba con el ruido y el desorden que estaban organizando los muchachos;
también le gustaba mirar los cuerpos de las madres mientras iban de aquí para allá
tratando de colocar las cosas en su sitio. Era un día caluroso, la cocina era pequeña,
todo el mundo transpiraba, y a causa del calor nadie llevaba mucha ropa. Las
encontraba muy seductoras, con el pelo pegado a la frente, los vestidos húmedos
apretados contra el cuerpo y el ruido de sus piernas al rozar la una contra la otra.
Joe imaginaba una pequeña escena, en la que se encontraba con la mirada de una
de las mujeres y haciéndole un pequeño gesto ella venía y le preguntaba:
—¿Qué pasa, Joe?
—El teléfono.
—¿Para mí…?
—Ven a cogerlo al dormitorio. (Esa frase le gustaba y se reía solo).
De manera que ella entraba en el dormitorio, tomaba el teléfono y se volvía hacia
él, y un poco confundida diría:
—¡Pero si no hay nadie en la línea!
Él sonreiría y quizás le guiñara el ojo.
—Ya lo sé. ¿Y qué te parece si descansamos un poco?
—¿En qué estás pensando, Joe?
—Lo sabes muy bien.
Entonces la llevaba a la cama y le hacía el amor a conciencia.
Todo esto discurría en su fantasía mientras estaba, de pie, apoyado contra el
marco, observando a los muchachos divertirse.
Tom llegó a la casa entrando a propósito por la puerta de la calle, porque sabía
que la fiesta se desarrollaba en la cocina e imaginó que Joe permanecería lejos de
ella. Buscó por toda la casa y se sorprendió de encontrarlo prácticamente dentro de la
cocina, de pie contra la puerta, entre todo ese calor y bullicio.
Tom le tiró de la manga. Joe, que saboreaba las delicias de su fantasía amorosa, le
lanzó una mirada de enojo y no se movió, pero Tom insistió. Joe señaló la cocina con
la mandíbula indicándole su preferencia, entonces Tom lo atrajo al salón con un gesto
del pulgar y ambos salieron de la cocina.
Joe preguntó:
—Está bien, ¿de qué se trata?
Hablando con excitación y a media voz, Tom le respondió:
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—¡Ya lo tengo!
—¿Qué es lo que tienes?
—A medias —dijo Tom, levantó el índice y sonrió—. Tengo nuestro problema
resuelto a medias.
—¡Ah, sí! —dijo Joe con un tono irónico—. ¿De qué problema se trata?
—Del gran golpe.
De pronto Joe temió que pudieran oírlos. Hizo un gesto brusco con la mano y se
volvió hacia la cocina.
—No te preocupes —dijo Tom—, no pueden escucharnos con todo ese alboroto.
Joe no había estado pensando en la idea del robo y no quería pensar en él. Se
acercó a Tom y murmuró:
—Bien, ¿de qué se trata?
—¿Recuerdas? Dijimos que nos hacían falta dos cosas. Algo que pudiéramos
convertir en seguida en dinero, y alguien para comprarlo.
Joe asintió con la cabeza; escuchaba sin estar verdaderamente interesado en el
tema. Su atención todavía estaba allá en la fiesta y en su imaginaria escena erótica.
Hasta ahora ambos habían disfrutado del robo en los momentos de tedio, cuando no
había otra cosa que hacer, como cuando iban a trabajar a la ciudad en el coche, pero
tan sólo era algo teórico que decían que iban a hacer, pero que ninguno de ellos
intentaba realmente llevar a cabo. Por el contrario, ahora el robo se había convertido
en algo real para Tom. Joe no estaba tan metido, así que se limitó a asentir,
escuchando a medias.
—Sí, lo recuerdo.
—Pues bien, tengo el comprador.
Joe frunció el ceño y no escondió su escepticismo.
—¿Quién?
—La mafia.
—¿Qué? ¿Estás loco? —exclamó Joe.
—¿Quién si no tiene dos millones de dólares en efectivo? ¿Quién si no compra
cosas robadas por ese precio?
Joe apartó los ojos mirando alrededor suyo y comenzó a pensar en lo que Tom le
había dicho.
—¡Vaya por Dios! Tom… Tienes razón.
—Ya te conté acerca de esos valiosos cargamentos en los muelles, donde yo
trabajaba en aquella época. Iban directamente a la mafia. Dicen que valían unos
cuatro millones de dólares por año.
Joe pensaba, buscando un fallo.
—Pero no es un sólo robo. Nos tomaría un año hacerlo.
—Lo esencial es que ellos compran.
—De acuerdo, pero ¿qué es lo que les venderemos?
—Cualquier cosa que quieran comprar —replicó Tom.
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TOM
Habíamos discutido juntos la mejor forma de entrar en contacto con la mafia.
Habíamos convenido que no íbamos a recurrir a intermediarios, ni a tratar con ningún
segundón de esos que andan por las calles. De esa manera, no llegaríamos a la
cabeza, o bien una serie de personas no interesadas podrían llegar a conocer nuestros
propósitos y nos veríamos en dificultades aún antes de hacer nada. Además se habla
de la mafia como un negocio, y en cualquier negocio, si se quiere plantear un
problema o una proposición, es siempre mejor ir a la cabeza y dejar a los segundones
a un lado.
Así que decidimos proponérselo a Anthony Vigano en persona. Estaba, como lo
había anunciado, libre bajo fianza, de tal forma que nos sería posible verlo.
Convinimos que sería mejor que lo intentara sólo uno de nosotros, y ya que había
sido mía la idea, yo iría la primera vez. Además, Joe no se sentía muy dispuesto a
hacerlo. No era trabajo para él.
Vigano tenía un grueso expediente en los archivos de la comisaría y gracias a mi
cargo me era fácil acceder a ellos. Encontré su dirección: Red Bank, Nueva Jersey.
Además incluía una serie de informaciones acerca de los asuntos en los que había
estado mezclado a través de los años; había pasado ocho meses encarcelado a los
veintidós años por un asalto a mano armada. Además tenía una colección de arrestos
más numerosa que pelos en mi cabeza, pero ninguna condena. A lo largo de su vida,
ejerció como dirigente sindicalista, anduvo en negocios de importación y exportación
durante algún tiempo, fue el principal accionista de una cervecería de Nueva Jersey y
fue copropietario de una compañía de transporte. Había sido arrestado por tráfico de
drogas, por extorsión, encubrimiento, corrupción de funcionarios y casi todos los
crímenes que se conocen, menos el de vagancia. Hasta intentaron pescarlo por fraude
fiscal, pero logró salir limpio del caso.
Había sido víctima de tres intentos de asesinato, el último nueve años atrás, en
Brooklyn. No se desplazaba jamás sin sus guardaespaldas, e incluso uno de ellos
resultó muerto en uno de los atentados, y hasta ahora no tenía ni un rasguño;
aparentemente después de aquel incidente no hubo más luchas internas en su banda.
Su residencia en Red Bank era una mansión al borde del mar, rodeada por una
inmensa reja de hierro.
Tomé el Chevy y me fui a dar una vuelta para tener una idea del lugar. Desde
fuera, y a través de los portones de hierro cerrados, podía verse el camino de asfalto
que serpenteaba entre un césped prolijamente cortado y grandes robles, que conducía
a una mansión de tres pisos de ladrillo, con una fachada clásica consistente en cuatro
columnas blancas con un remate superior. Se veían dos o tres lujosos automóviles
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estacionados delante de la casa y un individuo vestido de jardinero que iba y venía,
justamente ahí, detrás de los portones… ¡Jardinero!… ¡Al diablo con él!
Una conclusión a la que habíamos llegado, al pensar nuestro plan, era que gracias
a nuestro trabajo podríamos obtener los elementos que necesitábamos para el robo
directamente del Departamento de Policía, y ahora por primera vez pusimos la idea
en práctica. En el piso superior de la comisaría hay una habitación llena de disfraces,
vestidos, falsos estómagos y todo ese tipo de cosas. Subí y tomé una peluca, un
bigote y un par de gafas con armazón y lentes neutras. Le entregué toda mi
identificación a Joe y tomé el tren para Red Bank. Mi idea era visitar a Vigano sin
que él me pudiera devolver la visita.
En la estación tomé un taxi para que me llevara hasta la casa de Vigano. Si la
dirección le decía algo al conductor no dio muestra de ello. Le pagué, me bajé del
taxi, esperé a que se alejara y me acerqué al portón.
De pronto, alguien desde dentro me enfocó con una linterna a los ojos. Me cubrí
con un brazo y exclamé:
—¡Oiga! No tiene necesidad de cegarme.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó una voz. Era una voz cascada, como de
alguien que vive de pizzas y cigarrillos.
Mantuve el brazo levantado. No quería exponerme a plena luz por el momento.
—¡Quite esa puñetera luz de mi vista!
El tipo dudó un par de segundos y fue bajando el rayo de la linterna hasta llegar a
la hebilla de mi cinturón. Seguía sin poder ver nada, pero al menos no me cegaba.
Además mi perfil permanecía en la penumbra.
—Quiero saber qué es lo que quiere —dijo el tipo.
Bajé el brazo respondiendo:
—Quiero ver al señor Vigano.
De pronto me sentí inquieto. Me encontraba aquí sin ninguno de los elementos de
protección que habitualmente llevo, no tanto la pistola como la autoridad que me da
la placa.
—No lo reconozco.
—Soy un agente de Nueva York y traigo una proposición.
—No aceptamos desertores.
—Una proposición, eso es todo. Desearía hablar con otra persona.
Durante diez segundos no pasó nada; de pronto la luz se apagó. Ahora no veía
nada; mi ceguera era total.
—Espere aquí —dijo la voz mientras las pisadas se alejaban.
Después de unos minutos mis ojos se acostumbraron otra vez a la oscuridad y
podía ver las luces dentro de la casa. Pero desconocía si había alguien detrás del
portón.
Esperé casi cinco minutos. Eso me dio tiempo suficiente como para llegar a la
conclusión de que yo era un idiota. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? Todo esto
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del gran golpe no era más que una cosa de la cual hablábamos Joe y yo cuando
íbamos y veníamos de la ciudad. A veces trazábamos planes y parecía que lo
tomábamos en serio, pero ¿en verdad era así? ¿Iba realmente yo a robar algo y a
cobrar un millón de dólares para ir a vivir a Trinidad? Eso era un sueño y nada más.
La razón por la cual me convertí en policía fue porque quería tener un empleo
civil en la administración pública.
Pasé un par de exámenes y entré como empleado en la oficina de trabajo de
Queens. Un día en que no tenía nada mejor que hacer leí un anuncio sobre unas
oposiciones para policía en el tablón de anuncios de la oficina. Me dije que siendo
policía combinaba un trabajo en la administración con riesgo y aventura y continuaba
como funcionario, pero sería mucho más apasionante que lo que por el momento
hacía. El trabajo en la oficina me aburría, así que presenté la solicitud. No me engañé
a mí mismo; ser policía es exactamente eso: funcionario más aventura.
Pero no sé; estos últimos años todo parece andar mal. Algunas veces pienso que
esto se debe a que estoy volviéndome viejo, pero otras miro a mi alrededor y advierto
que a todos los demás les sucede lo mismo. Por ejemplo, Nueva York está
volviéndose más feo día a día, el dinero se hace más escaso, todo está más tenso,
difícil y frívolo de lo que solía estar.
Esto ocurre desde hace mucho tiempo. No quiero decir que se haya producido
ningún cambio repentino. Quiero decir que la razón por la cual me mudé con mi
familia fuera de Long Island hace once años fue porque ya en ese entonces Nueva
York era un lugar donde uno no quería que crecieran sus hijos. Todo el mundo se
mudó en aquel entonces. Todos sabíamos que la ciudad se salía de nuestras manos y
confesábamos que no nos gustaría ver a nuestros hijos crecer en ese ambiente.
Hoy por hoy, la ciudad está realmente imposible, ni siquiera es soportable por los
adultos. Detesto tener que ir allá en mi coche todos los días de la semana; ni siquiera
me gusta mirar en esa dirección. Pero ¿qué voy a hacer? Uno está casado, con hijos,
una renta que pagar de la casa, del coche; de pronto ya no tiene libertad para tomar
sus propias decisiones. No podría decidir mañana dejar mi puesto. ¿Acaso podría
echar por la borda mi derecho a seguridad social, a jubilación? ¿Y dónde encontraría
otro empleo con el mismo sueldo? Y en caso de encontrarlo, ¿sería mejor?
Uno sigue y sigue y parece como si manejara su propia vida y nunca se piensa
que en realidad la vida se ha cerrado gradualmente alrededor de cada uno de nosotros
y en realidad es ella la que nos maneja.
Durante todo este lapso, mientras la idea del robo todavía era teórica, me encontré
recordando una y otra vez lo que ese hippy traficante de drogas me dijo acerca de que
todos vemos la vida de una forma distinta de la actual. Lo cual es verdad. Algunas
veces me sorprendo haciendo cosas o diciendo cosas, o sólo pensando cosas, y de
pronto me miro a mí mismo y no puedo creer que sea yo.
Si cuando tenía diez años hubiera podido ver en el futuro al hombre que era en la
actualidad, ¿hubiera estado satisfecho?
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Y tengo una vaga sensación de que no está bien, de que ése no es el hombre que
debo ser. Joe y yo, mi compañero Ed, todos nosotros hemos limitado los horizontes
de nuestras vidas, nos hemos hecho torpes y rudos porque es la única manera de
sobrevivir. Pero ¿qué nos hubiera pasado si nos hubiera tocado vivir en un ambiente
diferente? Incluso aquel hippy fue un niño de diez años. Pero todos nos encontramos
en esta ciudad como bestias hambrientas agolpadas en una pequeña habitación, y nos
mordemos los unos a los otros porque es lo único que sabemos hacer, y después de un
tiempo todos nos convertimos en personas entre las cuales no queremos que crezcan
nuestros hijos.
De manera que uno se encuentra en su vehículo camino del trabajo y empieza a
soñar con la idea de robar un millón de dólares, ir a vivir a una isla del Caribe,
escapar de este condenado lugar. Se hacen películas sobre robos, la gente va a verlas
y les gustan. O las miran en televisión. Y de tanto en tanto alguien intenta hacer lo
mismo en la vida real.
Vi acercarse una luz por el sendero que viene de la casa. Me sentía intranquilo
viéndola venir. Todavía podía alejarme del lugar y dar marcha atrás al proyecto. Creo
que sólo la idea de enfrentarme luego con Joe hizo que me quedara.
Había varias personas detrás de la linterna. No podía saber cuántas eran. La
linterna ahora no me enfocaba; primero se fijó en el suelo, luego en el portón que
estaban abriendo. Una voz dijo:
—Entre. No era la voz grave de antes, sino una voz distinta, suave y delicada.
Entré y cerraron el portón detrás de mí. Me registraron concienzudamente, luego
unas manos se apoderaron de mis brazos un poco más arriba de los codos y me
hicieron caminar en dirección a la casa.
No me llevaban a la entrada principal, sino que me condujeron a una puerta
lateral donde se veían palas de nieve, gabanes y botas. Atravesamos una pequeña
habitación y pasamos a una cocina vacía donde volvieron a registrarme. Había tres
hombres, dos me revisaban mientras el tercero se mantenía detrás de mí. Vestían traje
y corbata, pero evidentemente se trataba de mañosos.
Una vez terminada la tarea, uno de los que me cacheó salió de la habitación. Me
quedé con los otros dos a la expectativa de lo que pasara. Miré la cocina, que parecía
la de un pequeño restaurante, con su gran mesa de madera en el centro y cacerolas de
cobre colgando por encima. También formaban parte de la cocina un par de hornos de
acero, una parrilla y otros utensilios del mismo estilo. Al parecer el señor Vigano
daba de comer a mucha gente.
Se me había ocurrido que tal vez intentara matarme. Él no tenía ninguna razón
verdadera para ello, pero no podía descartar la posibilidad. Preferí admirar la cocina a
pensar en eso.
El granuja volvió a entrar y dijo a los otros dos:
—Lo llevamos a ver al patrón.
—¡Estupendo! —exclamé. Lo dije porque en parte quería estar seguro de que
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todavía era capaz de hablar.
El primer tipo indicaba el camino. Los otros dos volvieron a tomarme de los
brazos y abandonamos juntos la cocina.
Tenían un curioso método de avanzar. De mano, el primer granuja se adelantaba
cruzando el dintel de una puerta o giraba en la esquina de un pasillo, y después se
volvía hacia nosotros, hacía un gesto afirmativo con la cabeza y entonces nosotros
avanzábamos hasta alcanzarlo. En ese punto nos deteníamos de nuevo mientras que él
comenzaba de nuevo todo el ceremonial. Yo me sentía un peón de un tablero de
ajedrez, moviéndose de casilla en casilla. No sabía si era que ellos no querían que
fuera visto por otros miembros de la familia Vigano, o si había otros tipos de la mafia
a los que yo no debería ver. Cualquiera que fuese la intención, el resultado fue que
tuve una visita turística paso a paso por el primer piso de la casa de Vigano.
Era una casa extraña. Quizá Vigano la había comprado amueblada al propietario
anterior, alguien con muy buen gusto, o la había hecho decorar por un artista.
Atravesamos habitaciones llenas de valiosas antigüedades, muebles de líneas
distinguidas, paredes recubiertas con papeles aterciopelados, candelabros de cristal,
tapices; todo el conjunto era de un lujo incalculable, el tipo de ambiente en el que me
siento más a gusto. No obstante, había ciertos objetos que no se acoplaban al
conjunto: un cuadro de un payaso llorando, con piedras de colores salpicadas en el
bonete, o una maravillosa mesa de mármol, estropeada por la presencia de uno de
esos ceniceros publicitarios, o una lámpara de bronce representando dos leones
tratando de trepar por el tronco de un árbol con una pantalla de color crema con una
franja púrpura y sobre una estupenda mesa de ébano esculpido, o un busto del
presidente Kennedy, el más malo que jamás he visto, sobre un inmenso piano de cola
junto a un jarrón lleno de flores artificiales.
Por último, al terminar la gira, me hicieron bajar por unas escaleras que daban a
una bolera americana.
Era sorprendente. Una bolera en el subsuelo, en una habitación larga y estrecha,
muy bien iluminada, como una galería de tiro. Delante de la pista había un cómodo
sofá de media luna y tapizado en cuero, y Vigano en persona estaba sentado allí.
Vestía un grueso jersey gris, pantalones negros de deporte y tenía una toalla blanca
alrededor del cuello. En una mano agarraba una botella de cerveza.
Hacia el fondo de la pista, un hombre corpulento de unos treinta años vestido de
negro colocaba los bolos. Era otro granuja, como los dos que me habían traído y que
ahora permanecían detrás de la puerta esperando órdenes.
Me adelanté hasta el sofá. Vigano volvió la cabeza y sonrió. Tenía los párpados
pesados, como si quisiera esconder su mirada. Me observó durante algunos segundos,
luego abandonó la sonrisa y con la cabeza me indicó el sofá.
—Siéntese —dijo. Era una orden, no había hospitalidad en la invitación.
Obedecí. En el otro extremo de la pista, el granuja vestido de negro había
terminado de colocar los bolos y se sentó en un asiento oculto a la vista.
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Vigano me observaba.
—Lleva peluca —dijo.
—El FBI controla sus visitas. No quiero que me identifiquen.
Asintió.
—¿El bigote también es postizo?
—Por supuesto.
—Le queda mejor que la peluca. —Bebió un poco de cerveza—. Así que usted es
policía, ¿no?
—Inspector de policía de Manhattan.
Vació la botella en un vaso. Sin levantar los ojos, dijo:
—Me han informado que no lleva papeles. Ni billetera, ni licencia de conducir,
nada.
—No quiero que sepa quién soy yo.
Ahora me miró directamente.
—Pero quiere hacer algo para mí.
—Quiero venderle algo.
Pestañeó ligeramente.
—¿Venderme…?
—Quiero venderle algo por dos millones de dólares en efectivo.
—¿Venderme qué?
—Lo que usted quiera comprar.
—¿Qué clase de broma estúpida es ésta? —exclamó con irritación.
Hablé lo más rápido que pude.
—Listed compra cosas. Tengo un amigo, policía como yo. Gracias a nuestra
posición, sabemos cómo desenvolvernos dentro de la ciudad, podemos ir a cualquier
parte que usted nos indique y conseguirle lo que quiera. Sólo tiene que decirnos por
qué pagaría dos millones y se lo traeremos.
Vigano movía la cabeza de un lado a otro y dijo, como hablando consigo mismo:
—No puedo creer que ningún policía del mundo pueda ser tan tonto. ¿Habéis
pensado esto vosotros solos?
—Por supuesto —afirmé—. Usted no arriesga nada. Sus hombres me han
registrado al entrar. No llevo ningún magnetófono y si lo llevara yo mismo me
metería en un lío. No soy tan imbécil como para darle algo y esperar que me entregue
dos millones de dólares en el acto. De manera que tendremos que buscar
intermediarios, métodos seguros, y eso significa que a uno lo pueden atrapar por
ocultar artículos robados.
Me estudiaba con atención, como si intentara formar una opinión sobre mí.
—¿Quiere decir que en realidad me está ofreciendo robar algo, cualquiera cosa
que yo quiera?
—Por la que usted pague dos millones —respondí— y que sea factible para
nosotros. No voy a traerle un avión.
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—Ya tengo uno —dijo, y volvió los ojos hacia los bolos preparados en el extremo
de la pista.
Él estaba pensando. Sentía que no me había expresado adecuadamente, que no
había dicho bastante, pero al mismo tiempo sabía que de momento lo mejor era
callarme y dejar que él sacara sus conclusiones.
El hecho es que Vigano no tenía nada que perder y sería lo bastante astuto como
para entenderlo. Si yo era un loco o un imbécil haciendo tonterías, qué más le
importaba a Vigano decirme qué cosa estaría dispuesto a comprarme. Mientras no
pidiera un pago por adelantado, tratar conmigo era estrictamente una ventaja para
Vigano.
Su expresión cambió antes de que dijera nada. Lo observé mientras él analizaba
lenta y cautamente mi propuesta, buscando trampas y peligros a mi propuesta. Yo le
hice una pregunta a la que podía responder sin correr riesgos. Y si yo era sincero, él
podría sacar beneficios. De manera que ¿por qué no?
De pronto asintió afirmativamente con la cabeza, me miró con sus párpados
pesados y pronunció tan sólo una palabra:
—Bonos.
En aquel momento la palabra no significaba nada para mí. Todo lo que yo podía
pensar era en los guardias de seguridad, en las tiendas, o en los bancos…
—¿Bonos…?
—Bonos del Tesoro. Acciones al portador. No acciones comunes. ¿Pueden
hacerlo con un hombre de dentro?
—¿Quiere decir Wall Street?
—Por supuesto. ¿Conoce a algún corredor de bolsa?
Hasta ese momento había pensado en algo que entrara en nuestro sector, la zona
que conocíamos.
—No —respondí—. ¿Es imprescindible conocer a alguno?
Vigano se encogió de hombros e hizo un gesto de abandono con la mano.
—Cambiaremos los números —dijo—; asegúrese de que no me trae nada con un
nombre debajo.
—Perdone, no le sigo.
Suspiró profundamente, para hacerme notar su infinita paciencia.
—Si el certificado lleva escrito el nombre del propietario, no lo quiero. Sólo
quiero aquellos papeles que digan «páguese al portador».
—Usted dijo bonos del Tesoro.
—Correcto. Eso, o cualquier tipo de bono al portador.
Estaba sorprendido, pues jamás oí hablar de bonos al portador.
—¿Quiere decir que es como una especie de dinero?
—Es dinero —respondió.
La idea me gustaba y me sentí feliz, igual que en el departamento de la millonaria
de Central Park.
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—El dinero de gente rica —murmuré.
Vigano se reía. Creo que ambos nos sorprendimos de lo bien que nos estábamos
entendiendo.
—Es justamente eso, dinero de gente rica.
—Y usted nos los comprará.
—Al veinte por ciento.
Eso me desconcertó.
—¿La quinta parte?
—Le estoy ofreciendo un buen precio porque se trata de una gran cantidad.
Generalmente es el diez por ciento.
Mi sorpresa había sido el bajo precio y no el alto. Había sido un malentendido.
—Si se paga al portador, ¿por qué no los vendo yo mismo?
—No sabría cómo cambiar los números. Además no tiene contactos para volver a
poner los documentos en legítima circulación.
Tenía razón en las dos cosas.
—Bien. O sea, que tenemos que robar diez millones para que usted nos dé dos
millones.
—Sí, pero nada demasiado grande. Que no sean bonos o acciones de más de cien
mil.
—¿Es que los hay que valen más? —pregunté.
—Los bonos del Tesoro llegan hasta un millón de dólares, pero ésos son
imposibles de vender.
—Un millón de dólares…
—Nada de grandes cifras, cien mil y basta.
Cien mil dólares era una cifra modesta para él. Mi mente se empezaba a
acostumbrar a ese punto de vista, lo que me producía una gran satisfacción. Años
atrás había una revista en Broadway llamada Beyond the Fringe y pasaron algunas
secuencias de ella por televisión. (Yo jamás vi una revista en Broadway). La
secuencia era un monólogo de un minero inglés que en un momento dado decía algo
así:
«Durante mi infancia no estuve rodeado por las cosas de lujo. Estuve rodeado por
la pobreza. Mi problema estriba en que tenía las cosas que no me correspondían».
Todavía recuerdo esa frase porque era exactamente lo que yo sentía: estaba rodeado
por cosas que no me correspondían y cada vez que me encontraba en medio de las
cosas adecuadas me sentía feliz.
Vigano me observaba.
—Entonces ¿cogió la idea?
¡Negocios! ¡Negocios ante todo!
—Sí, bonos al portador de cien mil dólares tope.
—Correcto.
—Ahora hablemos del pago.
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—Traiga primero la mercancía.
—Tendré que contactar con usted primero. Deme un número que no esté
interceptado.
—Deme el suyo —respondió Vigano.
—Nada de eso. Ya le dije que no quiero que sepa quién soy. Además mi mujer no
sabe nada de esto.
Me miró; parecía aturdido.
—¿Su mujer no sabe nada…? —Repitió, y se puso a reír a carcajada limpia—.
¡Su mujer no sabe nada! De pronto tengo la impresión de que es usted sincero.
Todo había cambiado. Me hacía sentir como un imbécil y ni siquiera sabía por
qué. Irritado, pero tratando de no demostrarlo, dije:
—Soy sincero.
Su sonrisa desapareció, retomó su seriedad. Estirándose sobre la mesa, tomó un
bolígrafo y una pequeña libreta y me los pasó diciendo:
—Tome, anote este número.
No quería escribir de su puño y letra ni tan siquiera un número telefónico. Así que
lo tomé y quedé a la espera.
—Manhattan 691.9970.
Lo escribí.
—Llame a ese número, pero desde Manhattan; no llame entre distritos ni a través
de llamadas de larga distancia. Pregunte si está ahí Arthur; le responderán que no.
Llame desde una cabina, o desde algún teléfono del que pueda estar seguro. Deje su
número. Arthur le llamará. Tendrá noticias mías dentro de los quince minutos
siguientes. Si no sucede nada es porque no estoy; inténtelo más tarde.
Asentí.
—De acuerdo.
—Cuando llame diga que su nombre es señor Kopp: K-O-P-P.
—Eso es fácil de recordar —sonreí.
—No me llame si no hay nada concreto. O da el golpe o no lo da. Si roba diez
millones de bonos en Wall Street lo sabré en los periódicos. De otro modo, si recibo
su mensaje no contestaré.
—De acuerdo —dije.
—Encantado de conocerle —dijo, tomando su vaso de cerveza; a mí no me había
ofrecido nada.
Vigano quería despedirme, de manera que me levanté.
—Tendrá noticias mías —le aseguré.
Sabía que era un poco estúpido decir eso, pero así y todo se lo dije. Se encogió de
hombros. Ya estaba pensando en otra cosa.
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VIGANO
Vigano observó partir a su visitante acompañado por su escolta. Esperó treinta
segundos, pensando y bebiendo su cerveza, y luego presionó el botón del
intercomunicador que estaba sobre la mesa.
Mientras esperaba que entrara Marty, recordó la conversación. ¿Habría sido el
tipo sincero? Era difícil de creer y, sin embargo, cualquier otra razón estaba fuera de
toda lógica. ¿Qué otro propósito podía tener para venirle a ver y hacerle una
proposición tan descabellada? La propia policía no sacaría ningún provecho de ello,
ni tampoco sus enemigos.
Después de todo, nunca tendría nada más que ver con ese tipo, salvo que en
realidad se llevara a cabo un robo espectacular en Wall Street. Que sin duda sería
reflejado en todos los medios informativos. Cualquiera que llamara pretendiendo ser
el señor Kopp y que había robado unas acciones sería eliminado en seguida, a menos
de que se hubiera producido semejante robo, de lo que Vigano se enteraría en seguida
por sus propias fuentes de información.
Pues bien, suponiendo que el tipo hablara en serio, ¿cuál era la probabilidad de
que realmente cometiera el robo y no lo pescaran? Muy remota. Y si no lo hacía,
Vigano no había perdido nada.
Por otra parte, si en realidad lo lograba, Vigano lo tendría todo a ganar.
Vigano estaba bebiendo la cerveza a su propia salud cuando entró Marty
diciendo:
—¿Sí, señor Vigano?
Vigano se volvió hacia él.
—Quiero saber el nombre, la dirección y en dónde trabaja el hombre que acaba de
irse.
—De acuerdo jefe —respondió Marty, y salió de la habitación.
Probablemente todo este asunto quedaría en nada. Pero por si acaso ocurría algo,
Vigano quería tener su parte del trabajo hecha. Son los detalles, pensó, lo que hacen
la diferencia entre un ganador y un idiota.
Se levantó, tomó una bola e hizo que cayeran todos los bolos del primer golpe.
JOE
Cuando Tom y yo discutimos la idea de la mafia, el primer punto sobre el que nos
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pusimos de acuerdo era que si los gangsters descubrían quiénes éramos
abandonaríamos el proyecto. Ninguno de los dos queríamos tener trato alguno con
esa calaña con una acusación contra nosotros. O contactábamos con Vigano y
permanecíamos en el anonimato, o dejaríamos de lado la idea y trataríamos de pensar
en otro tipo de cosa.
Ambos dábamos por sentado que Vigano haría seguir a Tom después de la
conversación; si es que había aceptado recibirle. De manera que lo primero e
imprescindible era librarse de las personas que lo siguieran.
El último tren desde Red Bank llega a Nueva York a las doce cuarenta. No viajan
muchas personas en ese tren, sobre todo por la noche de un día laborable, lo que era
una de las razones por la cual lo habíamos elegido.
Además, una vez que se entra a la estación sólo hay una escalera que da al andén.
Yo vestía de uniforme y llegué a la estación quince minutos antes de la hora
convenida. Lo habíamos ensayado tres veces y no queríamos correr riesgos. Me subí
a lo alto de la escalera que conduce al andén y me quedé esperando.
Era la primera vez que llevaba el uniforme fuera de las horas de servicio, lo que
me hacía sentir incómodo. Jamás he sido un devoto de la policía. La única razón por
la cual llevaba ese uniforme era porque el ejército ya no necesitaba conductores de
tanques el día en que pasé las pruebas después de un cursillo básico. Lo que me
ofrecían era un puesto de cocinero o policía militar o alguna otra cosa que ya he
olvidado; algún puesto insignificante. Buscaban también ordenanzas y empleados
administrativos, pero desde luego yo no era el tipo indicado. Lo que realmente
deseaba era conducir un tanque pero acabé por enrolarme como policía militar.
Fui un PM durante un año y medio, once meses de los cuales estuve asignado a
Vogelweh, en Alemania. Aquello me gustaba. Llevar un 45 en el cinturón y tirar al
blanco, sentarme al volante de un jeep y patrullar las calles por la noche para evitar
que los soldados blancos y los negros se partieran la cabeza. Jamás había tenido un
empleo antes de ser reclutado, quiero decir nada a lo cual quisiera volver, y jamás me
interesó la universidad. Así que cuando salí del ejército y me tuve que plantear cómo
ganarme la vida, la respuesta era muy simple: seguir por el camino de antes. El
uniforme cambió de marrón a azul, el arma de una 45 automática a un revólver del
38, y había que tener un poco más de cuidado para tratar a la gente, pero por lo demás
era más o menos el mismo trabajo.
Al principio estaba bien, una etapa transitoria, de soldado a civil. Pero después de
un tiempo, el mismo trabajo se convertía en algo tedioso, pesado, se lleve un arma o
no, se circule en automóvil o no, eso no tiene importancia; a la larga uno está hasta
arriba.
Durante bastante tiempo, parecía que siempre surgía algo para levantarme el
ánimo, conservando mi interés en la vida cuando el trabajo se hacía imposible, por
ejemplo: casarme, los niños, mudarnos a la casa en Long Island. Esas ideas eran
como las cimas de las montañas, y el valle lo constituía la rutinaria vida de cada día.
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Y lo peor es que hacía mucho tiempo que no había estado en ninguna montaña.
Durante el último par de años, había estado pensando en mujeres, deseaba
encontrar una amiguita, conseguir un pequeño apartamento cerca del distrito. Estaba
seguro que una muchacha bonita me quitaría el aburrimiento, por lo menos durante
un tiempo, pero no sé por qué jamás me decidí. Mi corazón se resistía a ello. Sabía
que era posible, conocía personalmente a cuatro compañeros que vivían ese tipo de
vida, era como si yo no tuviera la energía suficiente para dar los primeros pasos, por
buscar alrededor de mí en lugar de contemplar a las esposas de mis amigos
preguntándome cómo serían en la cama. Quizá estuviera tratando de evitarme una
decepción, o quizá en lo más profundo de mi cerebro pensaba que una amiguita sería
el mayor desencanto de todos. Un fracaso total y definitivo.
Oí llegar el tren, allí abajo. Por la forma en que chirriaban los frenos lo oirían
hasta en la calle 42. Permanecí en la parte superior de la escalera, a un lado. Las
escaleras eran de cemento y lo suficientemente amplias como para que subieran tres
personas de frente, y a ambos lados las paredes estaban cubiertas por azulejos de
color ámbar.
Tom fue el primero en llegar a la escalera como estaba previsto. Si no le hubiera
visto antes con su disfraz no lo hubiera reconocido. La peluca era de un color de pelo
diferente y más largo de lo que usaba y le cambiaba por completo la forma de la
cabeza. El bigote le hacía parecer más joven. Y las gafas desfiguraban sus ojos por
completo. Más bien parecía un contable o alguien por el estilo.
En cuanto a mí, el uniforme era disfraz suficiente. La gente rara vez pasa al lado
de un policía mirándolo como individuo. El único disfraz extra que traía era un bigote
caído, como el de un sheriff del Oeste, me lo puse más por guasa que por otra cosa.
No había ninguna razón para que nadie me vinculara con Tom.
Alrededor de una docena de pasajeros llegaron detrás de Tom, no solía viajar
mucha gente a esas horas, y no tuve mucha dificultad en descubrir a los hombres de
Vigano. Eran tres, todos vestidos en forma diferente, pero indudablemente granujas,
de rostros duros y hombros encorvados.
Me sorprendió mi propio asombro cuando vi a esos tres tipos entre el grupo de
gente que subía la escalera detrás de Tom. Creo que hasta ese instante no pensé que
pudiera ser posible que Tom lo llevara a cabo, que fuese recibido por Vigano, y
todavía menos que él le escuchara y creyera. Pero eso era probablemente lo que pasó,
porque si no esos tres granujas no hubieran subido al tren.
Tom andaba ligero, subiendo las escaleras de a dos y tres escalones al mismo
tiempo. Las tres sombras estaban mezcladas con el rebaño, moviéndose con lentitud.
Cuando Tom llegó arriba a los otros todavía les quedaba un buen trecho.
Tom pasó frente a mí sin mirarme, tal como lo habíamos convenido. Y una vez
que hubo pasado, yo avancé para bloquear la salida. Con los brazos en cruz dije:
—¡Alto ahí! ¡Deténganse un momento!
Durante un segundo o dos, siguieron subiendo pero luego se detuvieron y me
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miraron. La gente obedece a un uniforme. Vi a dos de los hombres de Vigano
adelantándose a otros pasajeros y dirigiéndose hacia mí, mientras el tercero bajaba las
escaleras, probablemente buscaba otra salida. Pero no había otra salida en ese andén.
Si la encontraba sería demasiado tarde y llegaría arriba por un lugar equivocado.
Los pasajeros estaban amontonados en la escalera y no decían nada. Los
neoyorquinos no se extrañan por nada, así que nadie se quejó. Uno de los hombres de
Vigano había llegado al frente del rebaño, y su cabeza quedó a la altura de mi codo.
Miró por detrás mío hacia el pasillo, observando a Tom alejarse. Puso cara irritada,
pero intentó conservar un tono tranquilo cuando me preguntó:
—¿Cuál es el problema, agente?
—Sólo será un minuto —le respondí.
Sus ojos iban y venían, del pasillo a mí; por la cara que puso me di cuenta del
momento en que Tom desaparecía de su vista. Pero todavía los retuve, mientras
contaba hasta treinta con lentitud. El tercer granuja reapareció al pie de la escalera y
subió rápidamente con expresión disgustada.
Finalmente me aparté, sin prisas.
—Todo bien, pueden proseguir.
Los hombres de Vigano pasaron delante de mí como un torrente a una velocidad
inútil. Los vi irse y sabía que estaban perdiendo el tiempo. Nosotros lo habíamos
ensayado repetidas veces, de manera que sabíamos cuánto tiempo le llevaría llegar a
la salida más próxima y llegar hasta su coche con el permiso especial de policía bien
a la vista en el parabrisas. Ya estaría en plena Novena Avenida.
Partí en dirección opuesta con paso perezoso.
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En la comisaría había una cierta libertad con los horarios y Tom y Joe podían por
lo general hacer arreglos para estar de servicio a las mismas horas. Sus compañeros
no ponían ninguna objeción pues sabían que habitaban en las afueras y compartían el
mismo coche. Si ambos hubieran sido simples agentes, o ambos inspectores, entonces
jamás hubieran tenido problemas, pero como pertenecían a oficinas distintas había
días en que los horarios no coincidían sin que pudieran hacer nada al respecto.
Esa fue la razón por la cual esta semana tuvieron que esperar tres días antes de
que pudieran hablar de la visita de Tom a Vigano, y cuando al fin lograron estar
juntos, Joe estaba demasiado agotado para prestar mucha atención. Venía de trabajar
durante seis horas seguidas, por causa de varias manifestaciones en las Naciones
Unidas organizadas por la Liga de Defensa Judía, un par de países africanos y un
grupo polaco anticomunista.
No era que el mismo Joe tuviera que ir a las Naciones Unidas, pero muchos
agentes uniformados del distrito fueron enviados a ese lugar para restablecer el orden,
y eso significaba que el resto se debían doblar para reemplazarlos en el sector.
Era una de las grandes diferencias entre los agentes y los inspectores. Los
inspectores estaban escasos de personal, a lo que estaban habituados, pero nunca
llegaba una orden de arriba que sacara a la mitad del equipo y dejara el resto para
hacerse cargo de todas las tareas. Los agentes, por el contrario, eran lo
suficientemente numerosos como para hacer frente a todo, salvo en las ocasiones en
que un teléfono sonaba en la oficina del comisario, y entonces un par de autobuses se
detenían frente a la puerta para llevarse a los muchachos y los que quedaban tenían
que apañárselas como pudieran. Como hoy.
El resultado era que hoy viajaban juntos de vuelta en el coche de Tom, Joe estaba
completamente abatido mientras que Tom estaba excitado y dispuesto a hablar. En
realidad, Joe había entrado a trabajar ocho horas antes que Tom, trajo su propio
coche, pero lo había dejado en el aparcamiento porque no tenía fuerza ni voluntad
para conducir. Mañana tendría que venir con Tom y a la noche volvería en el
Plymouth a su casa, si todo andaba bien.
Al principio, Tom no se dio cuenta del estado de ánimo de Joe. Una vez que se
encontraron en el coche, le hizo un rápido resumen de todo lo que Vigano le había
dicho. Joe no tuvo ninguna reacción, estaba tan sólo escuchando. Tom trató de atraer
su atención hablando en voz más alta y más rápido, intentando transmitir su propio
entusiasmo.
—Es fácil —dijo—. ¿Qué son los bonos? Tan sólo unos pedazos de papel. ¡He!
¡Joe!
Joe asintió.
—Pedazos de papel —respondió.
—Y lo grandioso es que en realidad podemos hacerlo —dijo Tom volviéndose a
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mirar a su compañero—. ¡Eh Joe! ¿Me estás escuchando?
Joe cambió de posición, como una persona que duerme y no quiere que la
despierten.
—¡Por el amor de Dios, Tom! Estoy medio muerto y me duelen los pies.
—No estás de pie ahora.
Joe estaba demasiado fatigado para tener sentido del humor.
—He estado de pie todo el día, ¡por si lo quieres saber! Doble turno.
—Si me prestaras atención —insistió Tom— pronto podrías despedirte de todo
eso.
En ese momento entraban en el túnel de Midtown cuando Joe preguntó:
—¿De veras crees eso?
—Por supuesto.
Joe no respondió y Tom no dijo nada más mientras estaban en el túnel. Una vez
fuera preguntó:
—¿Tienes cambio?
Joe se incorporó y tanteó sus bolsillos mientras Tom aminoraba la marcha para
parar en el peaje. Joe no tenía cambio de manera que sacó su billetera.
—Toma, un dólar.
—Gracias.
Tom tomó el billete, se lo dio al empleado, recogió el cambio y se lo pasó a Joe,
que miraba las monedas en la palma de la mano como si no supiera qué hacer con
ellas.
Tom arrancó y empezó a acelerar gradualmente.
—¿Te gustaría tener un trabajo así? —Tom preguntó.
—No me hables de trabajo.
Joe dejó caer las monedas en el bolsillo de la camisa y se frotó la cara con las
palmas de la mano.
—¡De pie todo el día, colocando la calderilla!
—Todos se quedan con algo —respondió Joe.
—Sí… y luego los atraparán.
Joe se volvió por fin hacia Tom.
—¿Y a nosotros no?
—No.
Joe se encogió de hombros y se puso a contemplar los edificios oscuros y las
chimeneas de las fábricas de Long Island.
—La gran diferencia —comentó Tom— es que nosotros no vamos a hacerlo una
y otra vez. Un golpe grande y ¡adiós! Yo me voy a Trinidad y tú a Montana.
Joe volvió de nuevo la cabeza.
—Saskatchewan.
Tom, que había salido del carril, frunció el ceño a los camiones entre los que
conducía.
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—¿Qué?
—Lo he pensado mejor —empezaba a despertarse a pesar suyo aun cuando
seguía de mal humor—. Lo que realmente quisiera es sacar a Grace y a los chicos de
este país. Arrancarlos de aquí, antes de que se vaya todo al diablo.
—¿Y a dónde quieres ir?
—A Saskatchewan —repitió. Hizo un gesto vago, como si estuviera señalando al
norte—. Queda en Canadá. Le regalan tierras a uno si quiere ser granjero.
Tom le miró sorprendido y se echó a reír.
—¿Y tú qué sabes de agricultura?
—Mucho menos de lo que sabré el próximo año.
La autopista cruzaba en ese momento un enorme cementerio, y Joe sentía que su
mal humor se acrecentaba. Era como una broma enfermiza, todas esas lápidas
alineadas a ambos lados de la carretera a unos pocos kilómetros de Manhattan, como
una parodia de la ciudad; de muy mal gusto. Ninguno de los dos se lo había
mencionado al otro, pero ese maldito cementerio les fastidiaba, después de tantos
años de hacer la misma ruta. Y lo curioso era que a ambos les molestaba más de día
que de noche. Y más aún en los días soleados que en los lluviosos. Y más en verano
que en invierno.
Ese día, estaban en julio, y hacía bueno.
Ninguno de los dos pronunció una palabra hasta que pasaron el cementerio.
Entonces, Joe dijo:
—Estoy realmente pensando en eso. Meter a todo el mundo en el coche y partir a
Canadá. Pero con la suerte que yo tengo seguro que el coche se desarma antes de que
lleguemos a la frontera.
—No si tuvieras un millón de dólares —replicó Tom.
Joe meneó la cabeza.
—Hay momentos en que casi creo que lo vamos a hacer.
Tom lo miró aturdido.
—¿Qué te pasa? ¡Además eres tú el que comenzó con todo esto!
—¿Te refieres al despacho de bebidas?
—¿Y qué otra cosa iba a ser?
—Eso era diferente. Eso era… —trataba de encontrar la palabra.
—Insignificante —dijo Tom—. Yo te hablo de cosas grandes. ¿Sabes lo que había
en la casa de Vigano?
Insignificante no era precisamente la palabra que Joe buscaba. Irritado, preguntó:
—¿Qué?
—Una bolera. Una bolera para él sólo.
Joe se quedó mirándolo.
—¿Una bolera?
—Reglamentaria. Una cancha en su propia casa.
Joe sonrió. Ese era el tipo de gran vida que a él le gustaba. —¡Qué hijo de puta!
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—murmuró.
—Vete a contarle a él que el crimen no es un buen negocio. Joe asintió con la
cabeza pensándolo.
—Y fue él quien habló de los bonos, ¿no?
—Bonos al portador. Sólo trozos de papel. No son pesados, no hay problemas, se
los entregamos y ¡adiós muy buenas!
Joe estaba ahora bien despierto, interesado y su mal humor había desaparecido.
JOE
Para mí, Broadway entre las calles 70 y 90, es la única parte interesante de
Manhattan. Paul y yo cubrimos ese sector con bastante frecuencia, y me agrada.
Quizá la gente tenga un aspecto algo peor que lo común, pero por lo menos son
humanos; no son como los anormales de la zona de Greenwich Village o los de la
zona del lado este. En el centro, la gente no está mal: hombres prósperos luciendo sus
trajes, bonitas secretarias que andan de un lado a otro a la hora de almorzar. Pero allí
no es donde viven. No hay nada humano o habitable en esa zona; los edificios son
sólo cajas de piedras o de vidrio donde los empleados trabajan durante todo el día. Y
cuando tienen un rato libre se van a otra parte.
En principio, nosotros debíamos patrullar las calles laterales entre las avenidas
West End, Columbus, Amsterdam y Central Park Oeste, pero cada vez que subo al
coche voy inconscientemente hacia Broadway. Salvo que tenga ganas de divertirme
conduciendo y poniendo multas, en cuyo caso me dirijo a la ruta Henry Hudson.
Dos días después de mi conversación con Tom acerca de Vigano, Paul y yo nos
dirigíamos hacia el sur, a Broadway. Yo iba al volante cuando de pronto, a unos
cincuenta metros delante de nosotros, dos tipos salían de una ferretería peleándose.
Los dos eran blancos. El primero era pequeño y corpulento, de unos cincuenta años,
vestía pantalones de trabajo grises y una camisa blanca con las mangas arremangadas.
El segundo era alto, delgado, tendría alrededor de veinte años, usaba botas de militar,
pantalones kaki y una camisa verde. Al principio todo lo que pude ver era que estaba
peleándose dando vueltas en círculo como si estuvieran bailando.
Paul también los vio.
—¡Allí! —gritó, señalando con el dedo.
Aceleré, luego frené en seco. Ahora pude ver que el joven tenía un maletín en una
mano y una pistola en la otra. El bajo se agarraba a la cintura del otro que trataba de
golpearlo con la culata de la pistola. Había muchos mirones como es habitual, pero se
guardaban bien de intervenir, retrocedían dejando sitio a los dos combatientes.
De un salto Paul y yo bajamos del coche al mismo tiempo. Él estaba del lado de
la acera mientras que yo tenía que dar la vuelta al coche. Al mismo tiempo el hombre
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alto logró deshacerse del bajo. Le dio un empujón hacia atrás y el bajo tropezó y cayó
sentado. El alto no nos había visto llegar y nos apuntó con la pistola.
Grité:
—¡Suelte el arma! ¡Suéltela!
De pronto ese cabrón empezó a disparar sobre nosotros. Por el rabillo del ojo vi
caer a Paul, pero tenía que vigilar al hombre con la pistola. Se volvió y comenzó a
correr por la acera hacia el sur.
Me arrodillé sobre mi rodilla izquierda y apoyé mi antebrazo sobre la derecha;
todos esos años de práctica, después de todo me enseñaron algo. Apunté a su espalda,
a la camisa verde y luego a sus piernas. Pero la acera estaba llena de gente,
demasiadas personas entre él y yo, justo en la línea de tiro. Y el tipo era lo bastante
astuto como para no correr en línea recta, sino en zig-zag.
Mantuve la pistola alta, apuntando, en caso de que pudiera hacer un buen disparo
sin que hubiera nadie detrás de él pero no pudo ser:
—¡Mierda! —murmuré. El hombre desapareció detrás de la esquina.
Volví a ponerme de pie. Más allá, cerca de la ferretería, el hombre mayor también
se estaba incorporando. Paul de espaldas contra la acera, intentaba levantarse,
retorciéndose como una tortuga sobre su caparazón. Me encaminé hacia él guardando
mi pistola, y me incliné para ayudarle a sentarse. Parecía aturdido, como si no supiera
dónde estaba.
—Paul… —llamé.
—¡Jesús! —respondió. Hablaba en un susurro—. ¡Jesús!
El pantalón en su pierna izquierda tenía una mancha oscura, estaba empapado en
sangre, a la altura del muslo.
—Acuéstate —le dije.
Él ya no era consciente de nada, no oía, no entendía. Siguió en la misma posición,
con la boca abierta y los ojos pestañeando con lentitud.
Me incorporé otra vez, y quise salir corriendo en dirección al coche patrulla para
pedir ayuda, pero el viejo me agarró del brazo. Cuando lo miré, intentando soltarme,
se puso a gritar:
—¡El dinero! ¡El dinero!
Me entraron ganas de matarlo.
—¡Deje de chillar por su dinero! —le increpé y corrí al coche para pedir ayuda.
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8
Ambos tenían la tarde libre. Tom estaba cortando el césped, al sol, en traje de
baño, cuando Joe apareció de entre las casas, también en traje de baño y llevando dos
latas de cerveza en la mano.
Tom detuvo su tarea. Jadeaba y estaba envuelto en sudor.
—Ven, necesitas un descanso.
Tom señaló la cerveza.
—¿Es para mí?
—Hasta te la he abierto —dijo Joe y le ofreció una de las cervezas—. Vamos, los
críos nos dejan la piscina por un rato.
Tom tomó un trago grande de cerveza y ambos se encaminaron al jardín de Joe.
Era un día de un tremendo calor y la piscina les parecía tentadora. Agua fresca en una
pileta azul pálido, no hay nada mejor en el mundo para un día caluroso. A parte de
una buena cerveza.
—¿El filtro funciona? —preguntó Tom.
Joe llevó un dedo a los labios.
—Calla, ni lo menciones. Vamos, démonos un baño.
Joe había instalado una sólida escalera de madera con forma de A a un lado de la
piscina; se subía tres peldaños por un lado y se bajaban tres peldaños al agua el otro
lado de la A. Ambos subieron y pasaron al lado lado, Joe primero, y mientras andaba
por el agua apartando hojas, ramas, pedazos de papel e insectos muertos, Tom se
sentó en uno de los escalones, con el agua hasta el cuello. Con la mano derecha
sostenía la lata de cerveza fuera del agua.
Joe se volvió hacia él y rió.
—Pareces la estatua de la Libertad.
Tom rió, saludó con la cerveza y tomó un gran sorbo. Era difícil beber en esa
posición, pero Joe lo observaba, Tom lo hacía para lucirse. Luego dijo:
—¿Sabes en qué estaba pensando hace un momento, mientras cortaba el césped?
—No… ¿en qué?
—¿Recuerdas que te dije un día que había dado clases de noche en la
universidad?
Joe se acercó caminando por el agua, para reclinarse contra el costado de la pileta,
al lado de Tom.
—Sí me acuerdo… ¿Y…?
Tom se sentó un peldaño más arriba, ahí el agua no le llegaba hasta el pecho y era
más fácil beber.
—Me decía que si hubiera seguido con mis estudios, ¿sabes dónde estaría hoy?
—¿Dónde?
—Aquí. Todavía no sería abogado, aún me faltarían dos años.
—Ya, claro —dijo Joe asintiendo con la cabeza—. Si uno ahorra un centavo al día
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al final del año seguirá siendo tan pobre. Es el mismo principio.
Tom le miró con fijeza.
—¿Tú crees?
Se miraron uno a otro, perplejos, y luego Tom cambió de conversación diciendo:
—Oye, ¿y nuestras mujeres?
—¿Qué?
—Sí…, ¿qué les decimos a nuestras mujeres?
—¡Oh…! ¿Te refieres al robo?
—Por supuesto.
Para Joe no era ningún problema. Se encogió de hombros.
—Nada.
—¿Nada? No sé qué pasará contigo y Grace, pero si instalo a Mary en Trinidad,
ella se va a dar cuenta de que está en Trinidad.
—Sí, desde luego —replicó Joe—. Justo en ese momento, cuando estemos listos
para partir, una vez dado el golpe, se lo decimos. Después de que todo haya pasado.
Tom aún no había tomado una decisión a ese respecto. Había momentos,
especialmente de noche, en que deseaba sinceramente contárselo a Mary, discutirlo
con ella, preguntar qué opinaba. Frunciendo el ceño, dijo:
—¿No antes?
—No. Se inquietarían demasiado y se pondrían en contra, tú sabes como son.
Tom afirmó con la cabeza; ésa era la razón por la cual se lo había ocultado hasta
ese momento.
—Lo sé. Mary no estaría de acuerdo, de eso estoy seguro.
—Echarán un caldero de agua fría a la idea. Si se lo decimos a nuestras mujeres
jamás haríamos el robo.
—Tienes razón.
Tom se sentía decepcionado pero a la vez aliviado ahora que su asunto quedaba
resuelto.
—Ni una palabra hasta que lo hayamos logrado —dijo Tom—. Entonces se lo
contaremos todo.
—Cuando estemos listos para salir de aquí.
—Sí…, pero, sabes que no nos podremos largar del país de inmediato.
—Por supuesto, nos pisarían los talones en cinco minutos.
—De manera que tenemos que ponernos de acuerdo en que debemos de enterrar
el dinero —dijo Tom— y que ninguno de los dos se acercará a él hasta que estemos
listos para partir.
—Enteramente de acuerdo.
—La gran ventaja que tenemos es que ya conocemos todos los errores que se
pueden cometer.
—Correcto. Y sabemos cómo evitarlos.
Tom inspiró profundamente.
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—Dos años —dijo.
Joe dio un respingo.
—¿Dos años?
—Tenemos que andar con cuidado.
Joe tuvo una expresión de dolor como si sufriera de un calambre repentino.
Quería discutir eso, pero por otra parte sabía que Tom tenía razón, en teoría; de
manera que estaba en un aprieto. Aceptando a regañadientes dijo:
—Sí, supongo que tienes razón. Dos años.
TOM
Durante las semanas que siguieron a mi visita a Vigano, aprendí un montón de
cosas sobre acciones, la bolsa y Wall Street. Tenía que hacerlo si es que íbamos a ir
allí y robar diez millones de dólares.
Wall Street es una calle pequeña, de unas cinco manzanas, pero las oficinas de los
agentes de cambio y de los corredores están diseminadas por toda esa zona, ocupando
una buena parte de ese distrito.
He oído decir que el distrito de Wall Street es la única parte de Nueva York que se
asemeja a Londres, pero sé que tiene las calles más estrechas y retorcidas de
cualquier otra parte de la ciudad, con aceras angostas y los grandes bancos que se
ciñen los unos contra los otros comiéndose el espacio destinado a la acera. Los
escritores hablan de esta parte de la ciudad en términos de «cañones» y comprendo la
razón. Las calles son tan estrechas y los edificios tan altos que el único momento en
que el sol brilla sobre Wall Street es al mediodía.
Por primera vez en mi vida me empezaba a dar cuenta que quebrantar la ley podía
ser tan difícil como hacerla cumplir. Siempre pensé que el trabajo de un policía era
más áspero y complicado que el de un malhechor. Quizás me haya equivocado; no
hay nada como colocarse en la situación del otro individuo para entenderlo.
Había tantos detalles que cuidar. Por ejemplo, la forma de cometer el robo; si lo
haríamos de día o de noche, si trataríamos de ensayarlo exactamente en la forma en
que lo íbamos a realizar. Y cómo nos aseguraríamos de que tomábamos los bonos
indicados; hasta hoy, ninguno de nosotros ni siquiera habíamos visto jamás un título o
un bono. ¿Y cómo darnos a la fuga después de dar el golpe, por esas calles angostas y
transitadas? ¿Y dónde ocultar el botín hasta que lo pasáramos a Vigano?; lo cual era
una ironía del destino, puesto que todo el tiempo estábamos diciéndonos que
teníamos que robar algo que no tuviéramos que retener ni ocultar.
Pero así estaban las cosas. Y las oficinas de los agentes de cambio no nos
simplificarían la tarea. Estaban vigiladas como si fueran bancos; no, todavía mejor
que los bancos.
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Aquello era lo más difícil. Para empezar, hay una brigada del Departamento de
Policía que tiene su cuartel general al lado de Wall Street que se ocupa únicamente de
los crímenes en el mercado de acciones. Hay policías en esa sección que saben más
del mundo de las finanzas que el editor del Wall Street Journal, y están
constantemente vigilando las oficinas de los agentes de cambio y de los corredores de
bolsa, charlan con los encargados de personal, con los jefes de seguridad, controlando
su forma de manejar las cosas y protegiéndose a sí mismos; y al primer telefonazo se
presentan sobre el lugar de los hechos en caso de que haya problemas.
Y además están los servicios de seguridad privados. Todas las grandes compañías
lo tienen: vigilantes uniformados, archivos de títulos, circuitos cerrados de televisión,
y todos esos servicios están dirigidos por un expolicía o un exagente de la FBI.
Individuos que manejan esas oficinas como si fuera un laboratorio nuclear ultra
secreto, y cuyo trabajo consiste en vigilar que nadie robe ninguno de los millones de
pedazos de papel que pasan por Wall Street todos los días.
Por supuesto que siempre se produce algún robo. Pero la mayoría de éstos se
cometen desde el interior, por los propios empleados, y para ello hay una buena
razón. Las acciones y los títulos, como los billetes de banco, llevan un número de
serie. Pues bien, la única manera de robar títulos y sacar beneficio de ello es ser
empleado de un agente de cambio y alterar los libros de manera que el corredor no
advierta que algo ha sido sustraído. Con los bonos al portador es posible que alguien
como Anthony Vigano, y si se tiene la experiencia y los contactos, consiga cambiar
los números y revender los bonos como si nada hubiera pasado, pero a parte de eso,
la única manera de robar algo es trabajando en Wall Street.
Pero aun cuando no fuera así, aun cuando tuviera algún objeto penetrar en las
oficinas de un agente y violar la caja fuerte, han hecho todo lo posible para que el
intentarlo sea un imposible. Por ejemplo, hace unos años, un banco de esta sección
cerró las puertas para convertirse en un restaurante. Antes de poder hacerlo, tenían
que demoler la cámara de seguridad y no fue tarea de chuparse los dedos. No sólo
estaba conectada a todo tipo de alarmas, no sólo las paredes de cemento tenían más
de treinta centímetros y estaban reforzadas por planchas de acero, sino que además
tenía dos paredes separadas alrededor de la cámara y el espacio entre ellas estaba
lleno de gas venenoso. Los obreros encargados de la demolición debían de llevar
caretas antigás.
Sin embargo, Joe y yo teníamos una ventaja sobre el atracador común o el
empleado deshonesto. Teníamos a nuestra disposición a la policía misma, que nos
proporcionaría todos los elementos necesarios, como por ejemplo los planos de los
sistemas de alarmas y todos los detalles concernientes a los sistemas de seguridad de
la compañía que decidiéramos abordar.
Había una que nos parecía bastante interesante, llamada Parker, Tobin, Eastpoole
y Cía., situada en un inmueble próximo a la esquina de la calle John y Pearl, y un día
fui a echar un vistazo. El edificio tenía el pequeño vestíbulo típico de esa zona —
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desde luego a esa gente de las finanzas no les gustaba desperdiciar el espacio— y tres
ascensores. Parker, Tobin, Eastpoole y Cía. ocupaba los pisos sexto, séptimo y
octavo, pero yo sabía que el que me interesaba era el séptimo, lo cual lo había
comprobado al estudiar el sistema de alarma en el archivo de la comisaría.
El ascensor estaba lleno, y dos tipos subían como yo al séptimo. Lo que era
perfecto; ello me daría tiempo suficiente para retrasarme y observar el lugar mientras
los otros dos se adelantaban al mostrador.
Salí a una enorme sala, mucho más ancha que profunda, dividida en toda su
extensión por un alto mostrador. Los dispositivos de seguridad parecían ser los típicos
de una firma importante de agentes de cambio. Dos guardianes armados y
uniformados estaban de servicio detrás del mostrador. En la pared había un enorme
tablero en el que colgaban una veintena de tarjetas de identificación, con cabida para
cerca de cien más. Cada tarjeta tenía una fotografía en color de la persona a quien
pertenecía, más la firma debajo. Montados en una pared baja a la derecha, había seis
pantallas de televisión en circuito cerrado, mostrando las diferentes partes de la
agencia, incluyendo una que mostraba esta sala donde me encontraba. Sobre las
pantallas estaba la cámara girando lentamente de izquierda a derecha, como un
ventilador. En la pared de enfrente, a mi izquierda, había un segundo tablero más
pequeño, que tenía cerca de veinticinco tarjetas de identificación y que decía en letras
grandes: VISITANTES. En ambos extremos de la sala había sendas puertas que
conducían a oficinas interiores.
Todo a lo largo del mostrador se advertía una actividad febril. Los empleados que
llegaban tomaban su identificación y los que se marchaban la devolvían. Era
constante la entrada de mensajeros que entregaban sus sobres de papel manila. Hube
de quedarme ahí dos minutos para darme cuenta de todo.
Lo primero que advertí fue que sólo uno de los guardias se ocupaba de la gente
que se acercaba al mostrador. El otro se mantenía contra la pared del fondo, estaba
muy pendiente de todo, de la gente, de las pantallas, siempre en alerta, mientras su
compañero hacía el trabajo de detalle.
Luego estaba la instalación de televisión. Eran en blanco y negro, pero las
imágenes se veían nítidas y claras. Se veía a las personas ir y venir entre las
diferentes oficinas y se distinguían perfectamente sus rasgos. Sabía que este equipo
de seis pantallas se debía encontrar en otros tres o cuatro lugares diferentes en este
piso; en la oficina del jefe, en la del jefe de seguridad, en la antecámara de la caja
fuerte y tal vez en uno o dos lugares más.
También era probable que estuviera funcionando un vídeo. Hoy en día existen
cintas de vídeo que pueden ser borradas y grabadas infinitamente, lo mismo que una
cinta de sonido. Podían conservar las cintas durante una semana o un mes o quizás
más, de esa forma si resulta que alguien cometió un robo podían pasar los vídeos
nuevamente y comprobar quién estuvo allí en determinado momento.
—¿Qué desea?
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Era el guardia, el que se ocupaba de la gente, que me miraba desde el otro lado
del mostrador. Hablaba con brusquedad e impaciencia a causa de todo el trabajo que
tenía, pero no mostraba el menor indicio de sospecha.
Me acerqué al mostrador con la sonrisa más estúpida e inocente del mundo.
Señalando las pantallas de televisión le dije:
—Ese, ¿soy yo?
Echó una mirada rápida e irritada a las pantallas.
—Sí es usted. ¿Qué desea?
—Jamás había salido en la televisión —repliqué.
Miraba la pantalla como si estuviera fascinado; y para ser sincero, así era.
Llevaba el bigote puesto y estaba sorprendido de ver el aspecto que tenía con él,
totalmente diferente. No me hubiera reconocido si me hubiera cruzado conmigo
mismo en la calle.
El guardia se impacientaba. Me miró, como buscando sobres y preguntó:
—¿Es usted mensajero?
No quería quedarme por más tiempo, ni irritar al tipo tanto que llegara a acordarse
de mí. Además había visto todo lo que tenía que ver y me daba cuenta de que era
imposible entrar. Al menos por hoy.
—No, estoy buscando la oficina de personal. Debo, en principio, venir a trabajar
aquí.
—En el octavo piso —respondió el guarda señalando al techo.
—Oh… Me he equivocado.
—Correcto.
—Gracias.
Me dirigí hacia los ascensores y presioné el botón de llamar. Mientras esperaba,
volví a mirar a mi alrededor. El sistema de seguridad era envidiable. Y sin embargo,
ésta era la mejor de las posibilidades.
JOE
No me atraía mucho la idea de ir a visitar a Paul al hospital. Para empezar tengo
pánico a los hospitales, y más aún cuando tengo un compañero allí dentro. No me
gusta que me recuerden que podría ser yo.
¿Han visto alguna vez un partido de fútbol o de rugby en televisión y advirtieron
lo que sucede cuando uno de los jugadores se lastima? Yace en el césped, moviendo
un poco las rodillas, y quizás uno o dos jugadores se le acerque para ver lo que le ha
pasado, pero el resto se aleja, simulando que tienen un problema con sus zapatillas.
Sé exactamente lo que sienten. No es que sean indiferentes, es tan sólo que no les
gusta pensar que eso podría haberles sucedido a ellos.
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Lo mismo me sucede a mí. Tuve bastante tiempo para ir a hacer una visita a Paul,
pero no fui hasta que no acabé por sentirme avergonzado y culpable. Entonces me
decidí y me di cuenta que no tenía nada que decirle, me senté junto a él a escuchar un
programa de radio durante media hora. Es curioso que cuando estamos en el coche
tenemos un montón de cosas que decirnos, pero en el hospital, no. El hospital es la
muerte de la conversación.
De manera que estaba otra vez allí, paseando al pie de la cama. La habitación en
la que se encontraba Paul tenía dos camas, pero la otra estaba vacía por el momento.
Las ventanas daban de lleno a una pared de ladrillos. Si uno se inclina sobre la
ventana y mira hacia abajo puede ver un poco de césped verde, pero si Paul pudiera
estar de pie junto a la ventana no haría falta que siguiera en el hospital, y desde la
cama lo único que veía era una pared de ladrillos.
La televisión encajonada en la pared estaba encendida pero sin sonido. Paul
estaba sentado en la cama, rodeado por periódicos y revistas, y de cuando en cuando
echaba un vistazo a la pantalla.
Yo trataba de pensar algo que decir. Odiaba los largos silencios incómodos.
—Escucha, Joe, si quieres irte…
Dejé de caminar y traté de parecer interesado.
—No, no. Está bien. ¡Qué diablos! Deja que Lou siga dando vueltas por un rato.
Lou era el suplente de Paul, un muchacho inexperto.
—¿Qué tal se desenvuelve? —preguntó Paul.
Me encogí de hombros con indiferencia.
—Bastante bien —y traté de mantener la conversación animada diciendo:'—Es
demasiado impulsivo. Me alegraré cuando vuelvas.
—Yo también —dijo Paul riéndose—. ¿Te das cuenta?, estoy deseando volver a
trabajar.
—Y mira lo que son las cosas. Yo me hubiera cambiado más de una vez por ti.
De pronto comenzó a rascarse la pierna por encima de la manta.
—Siempre me dicen que no me va a picar más.
—Todavía no he visto el médico que no sea un gilipollas —con la cabeza señalé
la otra cama—. Por lo menos ya no tienes que aguantar a ese viejo. ¿Lo mandaron a
casa?
—No, murió —respondió Paul que seguía rascándose la pierna.
—¡Vaya, sí que debe haber sido divertido!
—A media noche. Se cayó de la cama —Paul dejó de rascarse y bostezó—. Me
despertó; me dio un susto bárbaro.
—Ya veo que has tenido una noche de lo más animada. Y pensé: «y nosotros
estamos teniendo una conversación de lo más animada».
—Pues sí, estupenda.
No quería seguir hablando de un pobre viejo que se había caído de la cama,
muerto, por tanto el silencio volvió a dominar la situación. Levanté la vista en
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dirección a la televisión. Se veía a un hombre en un bote de remos flotando en el
tanque de un inodoro. La televisión es, a veces, una auténtica mentira.
Paul se revolvía en la cama, desplazando las piernas de uno a otro lado. Un par de
revistas cayeron al suelo. Como el viejo, pensé.
—Sólo a mí me tiene que doler el culo —dijo Paul, sin poder encontrar una
posición confortable—. Estoy como sobre alfileres, ¿sabes?
—Ya lo sé.
Recogí las revistas y las puse otra vez sobre la cama.
—Deberías reposar sobre un lado —le dije—. O acostarte con una enfermera.
—¿Has visto las bestias que hay por aquí?
—Sí, las he visto.
Y ahí quedó nuestra conversación. Miré a la televisión otra vez, el anuncio ya
había pasado —al menos espero que haya sido sólo un anuncio—, ¿y qué es lo que
sucedía ahora? Se veía la habitación de un hospital, un individuo en una cama y a
otro caminando de un lado a otro y charlando con él.
—Estamos en la televisión —comenté.
—El hombre que se encuentra en la cama tiene amnesia —respondió Paul.
Lo miré.
—¿Cómo te has enterado?
—Lo he olvidado —respondió sonriendo.
Esa conversación tampoco nos llevaría muy lejos. ¡Dios! es imposible mantener
una conversación en una hospital, realmente imposible.
Paul miró a la cama vacía. Su cara tenía una expresión pensativa, y comentó:
—¿Sabes lo que más me impresionó de él?
—¿De quién, del viejo?
—Sí, siempre estaba diciendo que había malgastado su vida, que nunca hizo nada.
Eso era lo que pensaba, no había hecho nada de provecho. Estaba viejísimo, pero lo
único que deseaba era sanarse para comenzar a hacer algo.
—¿Como qué?
—Tampoco lo sabía, ¡pobre viejo idiota! —Paul se encogió de hombros—.
Cualquier cosa diferente, supongo.
Me volví, y miré la otra cama. Casi podía ver al pobre viejo caerse al suelo. Me
preguntaba de qué forma se había ganado la vida.
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9
Aquel sábado coincidió que ambos lo tenían libre, así pues decidieron llevar a sus
familias a Jones Beach, llevando los dos autos. Hacía calor y la playa estaba plagada
de gente, como siempre, pero a los chicos les gustaba tener de vez en cuando la
oportunidad de correr por la arena en lugar de patalear en la piscina del jardín, y
cualquier pretexto era bueno para las mujeres para salir de la casa. En cuanto a Tom y
a Joe, les gustaba contemplar a las muchachas en traje de baño.
Al poco de llegar, los dos hombres fueron los únicos que quedaron sobre las
toallas, bien tendidos, lejos del mar. Mary y Grace se encontraban en la orilla junto
con los pequeños, y los otros muchachos corrían por ahí, molestando a la gente. Tom
estaba acostado boca abajo, con la barbilla apoyada en los antebrazos, para mejor
observar a las muchachas en bikini, y Joe sentado con las piernas cruzadas, leía el
periódico.
La preparación del robo se había convertido en una especie de pasatiempo para
ellos, como dos tipos que montaban juntos un tren eléctrico. Tom había estado
observando las oficinas de los agentes de cambio de Wall Street, verificando las
posibles vías de fuga, coleccionando mapas del distrito financiero y redactando largas
descripciones de los dispositivos de seguridad de distintas agencias. Joe había estado
recorriendo los archivos de la comisaría buscando información sobre las alarmas
contra ladrones y sobre las medidas especiales de vigilancia que pudiera haber en la
zona. Ambos tenían suficientes mapas, planos, memorándums y listas como para
empapelar una casa, y esa enorme masa de papeles estaba encerrada bajo llave en el
armario de bebidas del sótano de la casa de Tom. Habían decidido que ése era el lugar
más adecuado, puesto que nadie iba nunca por allí, y Tom era el único que tenía la
llave. Mary tuvo una llave hace tiempo, pero un par de años atrás la había perdido y
jamás se preocupó por reemplazarla.
En cierta medida, la preparación del robo se había convertido en un fin en sí
misma. Cuando empezaron a hablar de ello, sólo era algo divertido e interesante para
pasar el rato mientras iban y venían del trabajo. Pero gradualmente había tomado
cuerpo, se había convertido en algo real, ya que ahora estaban dando los pasos
preliminares: hablaron con la mafia, estudiaron las distintas oficinas de agentes de
bolsa, hacían listas y guardaban antecedentes, discutían distintos planes para el robo;
estaban haciendo todo, excepto el robo en sí. Aun cuando jamás lo admitieran, por lo
menos conscientemente.
La idea del robo nunca estaba alejada de sus mentes; les daba un renovado interés
en la vida, incluso cuando estaban en la playa.
—Bueno, una cosa tenemos segura —dijo Joe golpeando el periódico con una
mano—, no lo haremos el día diecisiete.
Distraído, todavía mirando a las chicas en bikini, pero sabiendo de inmediato a lo
que se refería su compañero preguntó:
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—¿Por qué?
—Hay un desfile para los astronautas.
De repente Tom se imaginó la escena: calles estrechas, llenas de gente y de
bandas de música.
—¡Oh!, es verdad.
Joe dobló el periódico y lo dejó a su lado. Se sentía vagamente irritado, como si
un poco de arena de la playa se le hubiese metido en el cerebro.
—Entonces, ¿cuándo demonios vamos a hacerlo?
Tom se encogió de hombros, sin quitar los ojos de las chicas casi desnudas que
pasaban a su alrededor.
—Cuando conozcamos cómo lo vamos a hacer. Mira a ésa, la que está jugando a
voleibol.
Joe no estaba para guasas.
—¡Que le den por el culo! Y a ti también.
—De mil amores —respondió Tom irónicamente.
—Oye, te estoy hablando en serio —respondió Joe en voz baja y tensa.
Tom se dio media vuelta y miró a Joe. Ligeramente sorprendido por su
comportamiento, pero se sentía relajado y en paz con todo el mundo, preguntó:
—¿Qué bicho te ha picado?
Lo que le ocurría era que no había logrado olvidar al viejo del hospital, que se
murió al caerse de la cama. Cuando pensaba en ello, le parecía que el viejo había
querido dar un último salto desesperado hacia la vida, pero se cayó y todo terminó
para él; demasiado tarde.
Generalmente, Joe se interesaba más que Tom en mirar a las muchachas en bikini,
pero en los últimos días parecía como si tan sólo pensase en la pérdida de tiempo.
No obstante, no tenía ganas de hablar de ello. Tom pensaría que estaba loco. O
pensaría que él era un gallina. Se encogió de hombros, furioso y frustrado, diciendo:
—A mí no me ha picado nada. Pero estoy hasta arriba de montar todo este circo y
no hacer nada.
Tom frunció el ceño. Joe le estaba hablando con demasiada dureza y agresividad
y no sabía bien si sentirse molesto o no. Poniéndose a la defensiva preguntó:
—Bien, y ¿qué es lo que quieres hacer?
—¡El robo! O por lo menos avanzar un poco.
Joe retomó el periódico y lo hizo restallar contra la toalla.
La irritación comenzaba a hacerse dueña de Tom.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Has visitado las oficinas de los agentes de bolsa. ¿Qué impresión te dieron?
Tom se incorporó, renunciando de mala gana a su cómoda posición.
—La impresión es que lo tenemos muy difícil.
—Cuéntame.
Joe quería acción, movimiento, quería tener la impresión de que por fin pasaba
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algo.
—Pues bien. Para empezar, la mitad de ellas no nos sirven.
—¿Por qué no?
—En esos antros hay dos lugares donde tienen guardias de seguridad. Quiero
decir, además de los que hay en la entrada principal. Y los dos lugares son la caja y la
cámara fuerte.
—¿La caja…?
—Así llaman al lugar donde se realizan los trabajos de papeleo, donde se
manipulan las acciones y bonos que entran y salen. La cámara es donde los guardan.
—Eso es lo que nos interesa.
Simplicidad, eso es lo que quería Joe. Preguntas simples, respuestas simples.
—Exacto. Lo que nos interesa es la cámara fuerte. Pero en la mitad de esas
oficinas está en el subsuelo y la caja está arriba, en algún otro piso, y entre ambos
están los circuitos cerrados de televisión.
Joe hizo un gesto.
—¡Oh…!
—Te das cuenta del problema. Mientras nos ocupamos de los guardas del
subsuelo, hay algún idiota en el séptimo observándonos y tomando fotos.
—¿Tomando fotos?
—Una película si lo prefieres. Lo graban todo en vídeo —Tom sonrió con
amargura—. Y lo pueden pasar en un juicio en contra nuestra.
—O sea, que los que tienen la caja y la cámara en pisos diferentes quedan
eliminados.
—En las demás, aquellas donde ambas se encuentran en el mismo piso, tenemos
guardias en los lugares, más los guardias de la entrada y los circuitos cerrados de
televisión.
Joe frunció el ceño. Nada de lo que había oído le hacía sentirse mejor.
—¿Todas tienen eso?
Tom asintió.
—Al menos todas las compañías lo bastante importante como para tener lo que
buscamos. Las pequeñas no tienen televisión, pero en ésas no encontraremos diez
millones en bonos al portador.
—Entonces, no hay manera —replicó Joe—, no nos es posible.
Joe tenía una sensación de malestar y de alivio a la vez, como si quisiera dejar de
lado el asunto para siempre.
De pronto, detrás de ellos una voz preguntó:
—¿Ustedes son ladrones?
Ambos se volvieron de inmediato. Detrás se encontraba un niño de cinco o seis
años. Tenía una paleta en la mano, estaba cubierto de arena y los miraba con ojos
brillantes y curiosos. Tom le miraba con la boca abierta, pero Joe repuso rápidamente.
—No, nosotros somos policías. Tú eres el ladrón.
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—De acuerdo —dijo el pequeño dulcemente. Era simpático.
—Será mejor que te largues, antes de que te arrestemos.
—De acuerdo —repitió, y se fue.
Ambos le seguían con la vista. Sus corazones latían como tambores africanos.
Estaban pálidos.
—¡Jesús! —resopló Joe.
—Será mejor que de ahora en adelante hablemos de este tema en el coche.
—¿Hablar para qué? —replicó amargamente Joe—. Acabas de describir la
situación y está claro que no es viable.
—No está todo dicho —respondió Tom—. Siempre que la caja y la cámara estén
en el mismo piso tenemos una oportunidad.
—¿Tú crees…?
—La gente comete robos todos los días. ¿Por qué no nosotros? Lo que más me
molesta —continuó Tom—, es cómo vamos a ocultar los bonos después de robarlos.
Recuerda que siempre hemos dicho que no queremos nada que tengamos que guardar.
Joe se encogió de hombros.
—Sólo podemos vender a Virgano lo que él quiere comprar. Además, podemos
llamarlo en seguida, no tendremos que conservar los papeles durante mucho tiempo.
—Así lo espero.
—A mí —dijo Tom volviéndose a mirar a el océano—, lo que más me molesta
son los dos años.
Tom le miraba fijamente.
—Joe, en eso ya estamos de acuerdo.
—Sí, ya sé. Pero ya ves lo que le pasó a Paul. Un disparo en la pierna. Unos
centímetros más y le llevan las pelotas. Un poco más alto y la bala le da en pleno
corazón.
—Paul va a caminar bien, tú mismo me lo dijiste.
—Puede que sí, pero yo no tengo ganas de tener un millón de dólares enterrado
en una esquina y yo enterrado al lado.
—No podemos dar el golpe y desaparecer, ya lo hemos discutido.
—Sí, sí, ya sé. Y pienso como tú, que es una buena idea, pero dos años es mucho
tiempo.
—¿Entonces cuánto?
—Un año.
—¿Qué? ¿La mitad…?
—Un año es bastante tiempo, Tom. ¿Quieres seguir viviendo de esta manera más
de lo estrictamente necesario?
Tom frunció el ceño y apartó la vista. Estaba mirando a una muchacha en bikini
sin verla.
—Lo que queremos es largarnos, escapar de esta jodida existencia. ¿Te acuerdas?
A pesar suyo, Tom meneó la cabeza y gruñó:
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—¡Sí, maldita sea!
—Un año —insistió Joe.
Tom se mantuvo firme durante unos segundos, pero finalmente cedió, diciendo.
—Está bien, de acuerdo. Un año.
—Bien.
Joe sonreía, había reencontrado su buen humor, y Tom de mala gana le devolvió
la sonrisa.
TOM
Este era un día en que nuestros horarios no coincidían, Joe estaba trabajando en la
ciudad y yo tenía el día libre. Naturalmente estaba lloviendo, de manera que me
quedé en casa, leí una novela y vi un partido de béisbol en la televisión. Mary se llevó
el coche al mediodía para ir de compras, así que cuando el partido que estaba viendo
terminó, entré al dormitorio para revisar mi viejo uniforme. Si realmente llevábamos
a cabo el robo, ése sería mi disfraz.
Hacía más de tres o cuatro años que no llevaba uniforme, pero aún estaba allí, en
el armario del dormitorio, detrás del forro del impermeable que había olvidado dos
años atrás en un restaurante. Tendí el uniforme sobre la cama y lo examiné; no tenía
agujeros ni le faltaban botones. Estaba en perfecto estado. Me lo puse y me observé
en el espejo interior del armario.
Sí, era yo. Recordaba muy bien a ese individuo. Y los años atrás en los que llevé
ese traje azul, con calor, con frío, con lluvia, con sol. No sé por qué razón estúpida
me hizo sentir de pronto nostálgico, triste. Como si hubiera perdido algo con el correr
del tiempo, y aunque no sabía lo que era sentía su ausencia. No sé cómo explicarlo;
sentía una sensación de pérdida, eso era todo.
En fin, mierda. Yo no vine aquí para fomentar la melancolía en un día lluvioso.
Vine para revisar mi disfraz en vistas al gran robo. Me pareció en perfecto estado.
Seguía delante del espejo, trataba de olvidar esa tristeza incomprensible, cuando
de pronto entró Mary mirándome con la boca abierta.
Pensé que estaría en el supermercado por lo menos una hora más. Me volví y le
sonreí avergonzado, preguntándome qué le iba a decir. Pero no podía pensar en nada,
ni una sola palabra me vino a mi mente para explicarle qué hacía en la habitación con
mi viejo uniforme puesto.
Después de su primer momento de sorpresa, me ayudó a salir de mi mutismo con
una nota de humor.
—¿Qué pasa? ¿Te han bajado de categoría?
—Mira… —finalmente, mi cabeza y mi lengua comenzaban a funcionar otra vez
—. Tan sólo quería ver cómo me quedaba después de tanto tiempo —me volví para
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mirarme en el espejo—. Y todavía me queda bien, ¿no te parece?
—No quiero decepcionarte, pero…
—Por supuesto que sí —me volví de perfil—. Quizás un poco ajustado —admití
—, pero no mucho.
A través del espejo la veía sonreír meneando la cabeza. Mary conservaba la
misma figura que cuando estaba soltera, a pesar de los embarazos y de llevar una vida
pasiva como ama de casa, de manera que podía mofarse de mí. Y aun cuando era
ridículo, quise defenderme, y volviéndome le dije:
—Todavía podría usarlo, si tuviera que hacerlo. No estaría tal mal.
—No. Tienes razón —replicó—. No estarías tan mal.
No estaba seguro si lo decía en serio o si estaba burlándose de mí. Me palmeé el
estómago, mirándome al espejo y dije:
—Bebo demasiadas cervezas, eso es todo.
Ella hizo un gesto cómico y se fue al tocador. La miré por el espejo. Recogió su
reloj en el tocador, le dio cuerda y se dirigió a la puerta. Desde allí se volvió y me
dijo:
—La comida estará lista en quince minutos.
—Hoy sólo tomaré té helado.
Se echó a reír.
—De acuerdo.
Después de que salió, volví a mirarme con espíritu crítico. No estaba mal. Quizá
un poco ajustado, eso era todo. Iría a la perfección.
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10
Uno tiene una extraña sensación al dejar su casa y su familia a las diez u once de
la noche para ir a trabajar. Uno parece abandonarlos, abrir una profunda brecha entre
la vida familiar y la laboral. Es algo a lo que Tom y Joe nunca lograron
acostumbrarse; era otra de las cosas que jamás comentaron entre ellos.
Sin duda, si siempre hubieran trabajado en el turno de doce a ocho de la mañana,
le hubiera parecido de lo más normal. Pero los constantes cambios de horario no les
facilitó jamás la oportunidad de acostumbrarse a la rutina.
Desde el incidente con el crío en la playa, sólo hablaban del proyecto del robo en
el coche, y ambos parecían preferir para ello los turnos de noche. Se sentían más
alejados de las familias, y la oscuridad les ayudaba, sin duda, a meditar; tenían la
mente puesta en la pálida luz del panel de instrumentos.
Esta vez fueron en silencio durante un buen cuarto de hora. No había mucho
tráfico y podían reflexionar a sus anchas.
Joe iba al volante de su Plymouth, conducía de forma automática, pues su mente
la tenía puesta en Wall Street y en los agentes de bolsa. De pronto, rompió el silencio:
—Yo me inclino por la amenaza de bomba.
Tom estaba totalmente abstraído en sus propios pensamientos; se preguntaba
dónde iban a esconder los bonos y cómo se las iban a apañar con Vigano para
efectuar el cambio por los dos millones de dólares. Pestañeando los ojos en la
oscuridad buscó el perfil de Joe y balbuceó:
—¿Qué…?
—No debe suponernos ningún problema —dijo Joe—. De un telefonazo les
decimos que hay una bomba en la cámara fuerte, luego atendemos la llamada
nosotros mismos.
Tom meneó la cabeza.
—Nunca funcionaría.
—¡Pero eso nos permitiría entrar!
—Sí, claro. Y entonces un par de colegas llegan para responder a la llamada antes
de que podamos salir.
—¡Tiene que haber una manera! —insistió Joe—. Y si sobornamos al telefonista
para que nos pase la llamada en lugar de pasarla a una patrulla.
—¿A cuál telefonista? ¿Y cuánto le damos? Nosotros sacamos un millón y a él le
damos cien dólares, ¿no? Nos delataría en una semana. O nos extorsionaría.
—Tiene que haber una manera —Joe volvía a su idea. Le gustaba la idea de la
bomba por las connotaciones teatrales.
—El problema no es entrar. El problema es cómo salir con los bonos, dónde
esconderlos y cómo hacer el cambio con Vigano.
Pero todo eso no le interesaba a Joe. Insistía en las ventajas de su plan terrorista.
—Con todo, primero tenemos que entrar.
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—Entraremos… —cuando de pronto le vino una idea a la cabeza. Se sentó más
erguido y miró fijamente hacia delante a través del parabrisas.
—¡Mierda!
Joe le miró.
—¿Qué te pasa?
—¿Cuándo es ese desfile? ¿Recuerdas lo que decía el periódico, ese desfile para
los astronautas?
Joe frunció el ceño tratando de recordar.
—La próxima semana, me parece. El diecisiete. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque ése será el día en que daremos el golpe —dijo Tom con una sonrisa de
oreja a oreja.
—¿Durante el desfile?
Tom estaba tan excitado que no podía quedarse quieto.
—Joe —exclamó—. ¡Soy un genio!
Joe le miró con escepticismo.
—¿Un genio…?
—Escucha. ¿Qué es lo que vamos a robar?
Joe suspiró.
—Bonos al portador, como dijo Vigano.
—O sea, dinero —replicó Tom.
Joe asintió; parecía irritado.
—Bien, bien, dinero.
—Sólo que no es dinero —Tom seguía sonriendo, como si sus mejillas hubieran
quedado rígidas con esa expresión—. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Para que
sea dinero tenemos que entregarlo antes.
—Dentro de un momento pararé el coche y te partiré la cara como sigas así.
—Escúchame, Joe. Dinero no es sólo un billete de un dólar. Dinero es todo tipo
de cosas. Cheques, cartas de crédito, certificados de acciones…
—Me vas a decir a dónde quieres ir con todo esto, ¿sí o no?
—Ahí está el asunto. Cualquier cosa es dinero, si uno lo piensa así. Ahí tienes tú
que Vigano cree que esos bonos al portador son dinero.
—Y tiene razón.
—Por supuesto que tiene razón. Y eso es lo que resuelve todos nuestros
problemas.
—¿Cómo los resuelve…?
—Totalmente —aseguró Tom—. Nos hace entrar, salir, resuelve el problema del
escondite. ¡Lo resuelve todo!
—¡Vamos, un milagro! —respondió Joe, sin entender una palabra.
—Tú lo has dicho. Y es por eso que daremos el golpe durante el desfile.
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JOE
Conducía el coche patrulla por la avenida Columbus cuando me detuve delante de
una pequeña tienda de comestibles portorriqueña, cerca de la calle 86. Me volví a
Lou y le pregunté:
—¿Tomamos una cocacola?
—Buena idea.
Lou era un tipo joven, de veinticuatro años, y no hacía dos años que llevaba
uniforme. Usaba el pelo largo, para mi gusto, y creo que jamás lo vi sin que tuviera
cortes en la barbilla a causa de la navaja. Pero aparte de eso no era un mal tipo. Se
ocupaba de sus asuntos, era tranquilo y no tenía malos hábitos en el coche. Yo he
tenido compañeros de todo tipo: los que ventoseaban todo el rato, los que se hurgaban
la nariz o las orejas y qué sé yo quién más. Lou no era un buen amigo como Paul,
pero los he tenido mucho peores.
Elegí la tienda portorriqueña porque le llevaría más tiempo comprar dos refrescos
allí que en un tienda normal. Todas esas tiendas de comestibles portorriqueñas están
llenas de hombres y mujeres pequeñitos y morenos, sentados sobre los refrigeradores
y hablando con una rapidez increíble en ese idioma que aseguran que es español.
Antes de que uno llegue a la caja registradora y tomen el dólar y le den el cambio
tiene que gritar más que los otros durante uno o dos minutos para asegurarse de que
lo han oído. Entonces el portorriqueño, con el cambio en la mano, cree encontrar el
argumento decisivo y comienza a gritar otra vez. De manera que yo iba a disponer de
todo el tiempo que necesitaba.
Quité el contacto antes de que Lou descendiera del coche. Lo observé cruzar la
acera, arreglándose el cinturón, y una vez que estuvo dentro de la tienda abrí la puerta
y descendí, pasé por delante del coche, levanté el capot y quité la tapa del delco.
Luego cerré el capot y volví a sentarme detrás del volante.
Se avecinaba una nueva ola de calor. Aún no eran las once de la mañana y ya la
temperatura era de casi 33° C a la sombra, sin contar la humedad. Desde luego, no
era el día justo para trabajar.
Tampoco era el día justo para un desfile. Pero no lo anularían, no. No era posible.
No. El gran desfile de Wall Street era una tradición y las tradiciones no se
preocupan por el tiempo. Tendrían su desfile.
Y Tom y Joe tendríamos nuestros dos millones de dólares.
Lou salió de la tienda con los dos refrescos en la mano. Subió al coche y
tendiéndome uno de ellos, comentó:
—¡Vaya, cómo les gusta hablar…!
—Tienen más energía que yo —respondí—; ¡con este calor!
Bebí un trago enorme; Lou hizo lo mismo. No tenía ninguna prisa en dar el
primer paso. Me recliné en el asiento, asomando la cabeza por la ventanilla abierta,
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buscando un poco de brisa. No había brisa.
—Hace demasiado calor para el crimen —dijo Lou de repente—. Un día
espléndido para descansar.
—Nunca hace demasiado calor para el crimen.
—¿Quieres apostar? Te apuesto que hoy no tendremos ningún delito de
importancia en esta ciudad. Por lo menos, antes de las cuatro de la tarde.
Estuve a punto de aceptarle la apuesta, pero no quería que recordara la
conversación más tarde y comenzara a preguntarse por qué había estado yo tan
dispuesto a aceptarla.
—¿Y los crímenes pasionales? —pregunté—. Un marido se pelea con su mujer.
Ambos están irritados por este calor y, ¡zas!, uno de ellos va a por un cuchillo a la
cocina.
—De acuerdo en eso. Pero ésos no cuentan.
—Oh, ahora estás haciendo concesiones. Ningún crimen importante, excepto de
este tipo, de aquel o del de más allá.
Sonreí para hacerle ver que estaba bromeando y que no tenía por qué enojarse.
—Ya veo que no quieres hacer la apuesta —sonrió.
—Los juegos de azar están prohibidos por la ley. Con alguna excepción, que no
es el caso —me enderecé y tomé otro trago—. Vamos, tenemos que ponemos en
marcha. Nos falta una hora para terminar el servicio.
—Por lo menos cuando nos movemos tenemos un poco de aire.
—En marcha entonces.
Giré la llave de contacto y por supuesto no pasó nada.
—¡Mierda! ¿Qué es lo que pasa?
Lou me miraba con disgusto.
—¿Otra vez?
Esta sería la tercera vez que nos fallaba el coche en lo que iba de mes; eso fue lo
que me dio la idea.
Giraba la llave sin éxito.
—¡Les dije que no lo habían arreglado!
—¡Maldita sea! —exclamó Lou.
—Llama a la comisaría, ¿quieres?
Mientras él llamaba, permanecí sentado en el coche, con expresión de cansancio y
bebiendo mi refresco. Lou terminó de hablar y comentó:
—Nos enviarán una grúa.
—Nosotros deberíamos patrullar en una grúa —acoté a la vez.
Miró su reloj.
—Me pregunto cuánto tiempo tardarán en llegar hasta aquí.
—Oye —le dije—. No tiene objeto quedarnos los dos. ¿Por qué no vuelves a la
comisaría y firmas la salida por ambos?
—¿Cómo, te vas a quedar solo? ¿Te vas a quedar tú solo?
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—No me importa, en serio te lo digo. No hay necesidad de que nos quedemos los
dos.
Lou estaba deseando irse, pero no quería parecer demasiado ansioso, de manera
que tuve que persuadirlo un poco más. Finalmente me dijo:
—¿De veras no te importa?
—No; no tengo otra cosa que hacer.
—Bien, en ese caso…
Abrió la puerta y le dije:
—No te olvides de firmar por mí. No volveré a la comisaría.
—No te preocupes.
Bajó del coche y se inclinó sobre la puerta para agradecerme.
—Bueno, tú lo harás por mí la próxima vez —dije.
—Te lo prometo, y habrá una próxima vez, ¿no es cierto?
—Puedes contar con ello.
Asintió riendo y se alejó. Lo vi marcharse por el espejo retrovisor, dio vuelta en la
esquina y se perdió de vista.
Pasó casi media hora antes de que apareciera el coche grúa. En ese tiempo
estaban muy ocupados remolcando los coches de los turistas. Pero al fin éste llegó y
dos hombres descendieron del vehículo; uno de ellos me preguntó:
—¿Qué es lo que no funciona?
—Este cacharro se niega a arrancar, eso es todo.
Miró al coche entrecerrando los ojos como si fuera un médico y el auto un
paciente.
—¿Que le pasará?
Eso era justamente lo que necesitaba: un mecánico inexperto. Todo lo que se
supone que debe hacer es llevarse el coche a un sitio donde pueda ser arreglado. Nada
más. Le respondí tratando de no parecer enojado:
—¿Quién sabe? Tal vez el calor. Quitémoslo de en medio para terminar de una
vez con este asunto. Empiezo a tener bastante. Termino mi turno dentro de quince
minutos.
Así pues, lo engancharon al guardabarros, me quedé sentado detrás del volante
del coche patrulla y me remolcaron hasta el garaje de la policía, próximo a los
muelles. Ese sector pertenece casi en su totalidad a la policía de la ciudad, con los
almacenes de un lado y el garaje enfrente. El garaje es un edificio grande de ladrillos
rojos, de tres pisos, con rampas en su interior, de manera que uno puede llevar el
vehículo hasta la parte superior. Es un edificio viejo, con marcos negros de metal en
las ventanas, y he oído que una vez lo utilizaron para establo de los caballos de
policía. No sé si será verdad o no, pero así me lo contaron.
Al lado del garaje, en la esquina, hay un aparcamiento lleno de coches patrulla,
vehículos de emergencia, coches celulares y hasta un camión del equipo de
explosivos, que parece una canasta roja de mimbre. La mayoría de esos vehículos son
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pura chatarra; se conservan simplemente para que los mecánicos puedan aprovechar
alguna que otra pieza y que los cacharros como aquel en el que yo estaba sentado
estuviesen en condiciones de andar.
Hacia el otro lado, se levantan tres o cuatro almacenes, algunos propiedad de la
policía y otros arrendados al ayuntamiento. Cinco o seis años atrás, se descubrieron
en uno de los sótanos una cantidad enorme de máquinas tragaperras, y nadie
descubrió cómo fueron a parar allí.
La calle era de sentido único, de oeste a este. A ambos lados de la calle, las aceras
estaban cubiertas por coches patrulla averiados. La entrada del garage también estaba
atestada de vehículos. Los taxistas tratan de evitar este sector como si fuera la misma
peste, porque uno puede quedarse atascado en el tráfico durante horas y, ¿qué civil se
atreve a tocar la bocina en un embotellamiento causado por la policía misma?
Un embotellamiento como el que nosotros estábamos provocando en ese
momento. La grúa logró hacerse camino y llegar hasta la entrada del garaje. Miré por
el espejo retrovisor para ver si estábamos bloqueando a alguien por detrás de
nosotros, pero con el morro levantado lo único que podía ver era un rectángulo de
asfalto. De todas formas me importaba un bledo lo que pasara detrás nuestro. Si había
alguien, era su problema.
Un mecánico salió del garaje con un cuaderno de notas en la mano. Era un negro,
bajo y corpulento, que llevaba pantalones de policía y una camiseta sucia sin mangas.
Se acercó al coche grúa y viéndome me preguntó:
—¿Qué, problemas, jefe?
—No quiere arrancar.
—Inténtelo —propuso.
Eso era una estupidez. Acaso pensaba que habíamos pasado por todo esto,
arrastrando el coche por el centro en un día tan caluroso como el de hoy sin haber
intentado de mano arrancar. Pero eso era lo que siempre decían y no valía la pena
discutir con ellos. De manera que giré la llave de contacto para complacerle y por
supuesto no sucedió nada.
—¿Ve…?
—Hoy no podré hacer nada —respondió.
—No me importa. He terminado mi servicio hace dos minutos. Mi compañero ya
se marchó.
Suspiró, tomó su cuaderno y lápiz.
—¿Nombre?
—Agente Joseph Loomis, distrito quince.
Anotó esos datos, luego se dirigió a la parte de atrás del vehículo para tomar notar
del número. Esperé pacientemente; conocía demasiado bien esa rutina, había pasado
por ello demasiadas veces, y cuando volvió yo ya tenía las manos listas para tomar el
cuaderno y firmar debajo mi nombre.
Le devolví el cuaderno, y lo agitó en dirección del conductor del coche grúa.
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—Déjelo por ahí, en cualquier lado.
El vehículo se puso en movimiento con una súbita sacudida, y un segundo
después hizo lo mismo mi auto. El mecánico se quedó donde estaba hasta que nos
marchamos y me lanzó una mirada de enojo.
El capot se bamboleaba un poco cuando nos movíamos, como si fuera una lancha
de carreras. La parte de delante estaba en un ángulo tan elevado que me recordó mis
vacaciones de verano cuando yo era un crío de unos nueve o diez años y toda la
familia fuimos a pasar una semana a Adirondacks. Alquilamos una cabaña sobre un
lago, quiero decir, próxima a un lago; teníamos que caminar por un sendero de tierra
entre otras dos cabañas para llegar al agua y todavía recuerdo las piedras bajo mis
pies desnudos. Había allí un hombre rico, propietario de una casa en el otro extremo
del lago, una casa blanca más grande que la casa donde vivíamos allá en Brooklyn,
que tenía una lancha de carreras roja y blanca. Una vez nos llevó en ella junto con
otros muchachos de las proximidades. Nos colocamos esos chalecos salvavidas de
color naranja y nos sentamos en el asiento de atrás y cuando la lancha comenzó a
andar yo estaba muerto de miedo. Íbamos a una velocidad endiablada, y la parte de
delante estaba tan alta que no podía ver hacia dónde íbamos. Pero no obstante fue
fantástico, el viento, el ruido, la espuma y la costa cada vez más lejos. Una vez en
tierra firme todavía me parecía más fantástico y pasé el resto de esa semana pensando
por qué no éramos ricos nosotros también. Obviamente ser rico es lo más formidable
que le puede pasar a uno, de modo que ¿por qué no lo éramos? Así es como piensa un
muchacho.
No había recordado aquello desde hacía quizás veinte años.
Había un sitio libre en la esquina de la calle. Detuvieron el coche grúa y descendí,
observando cómo realizaban la maniobra para ponerlo en su lugar. Miré el reloj una
vez que hubieron terminado, eran las doce y diez. Tenía mucho tiempo por delante.
El conductor de la grúa se ofreció para llevarme a la comisaría. Estuve a punto de
decirle que sí, puesto que casi me había olvidado de la situación pero me di cuenta a
tiempo.
—No, gracias. Creo que iré caminando.
—Como quiera.
Me despedí de ellos moviendo la mano, y los seguí con la vista hasta que se
alejaron. Algunas veces me asombro de mí mismo. ¿Sería posible que todo este
asunto todavía no fuera una historia real para mí hasta el extremo de olvidarlo tan
fácilmente? Estuve a punto de aceptar el ofrecimiento e ir a la comisaría con ellos
como si fuera otro día cualquiera y no tuviera otra cosa en la mente. Increíble.
Moviendo la cabeza de un lado a otro, di media vuelta, y me dirigí hacia la Onceava
Avenida.
Lo único que tenía que hacer ahora era dedicarme a pasear durante unos diez
minutos. Otra de las ventajas de llevar un uniforme es que un policía es el único ser
en la tierra que puede estar en la esquina de una calle holgazaneando sin llamar la
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atención. Su tarea es holgazanear. Si cualquier otra persona hiciese lo mismo la gente
se preguntaría quién es ese sujeto y demás preguntas de ese tipo. A un policía ni tan
siquiera lo miran.
Me sorprende que no haya más maleantes que realicen sus trabajos vistiendo un
uniforme.
Pasados los diez minutos volví a donde había dejado el coche. Y allí, ¿quién se
iba a preocupar de un policía levantando el capot a un coche patrulla? Nadie. Así
pues lo levanté, volví a encajar la tapa del delco en su sitio, me coloqué al volante,
arranqué tranquilamente y me dirigí al lugar donde me debía encontrar con Tom.
TOM
La diferencia entre cometer un delito y planearlo es la misma que existe entre una
tormenta de nieve y una película de la famosa nevada de 1988. Joe y yo habíamos
dedicado semanas enteras con los preparativos, realizando mapas, ultimando los
detalles y nada me había preocupado; pero nos encontrábamos en plena tempestad, y
no era broma.
La noche anterior fui incapaz de dormir. Me despertaba una y otra vez, temeroso
de que hubiera alguien en la casa. Me sentí más indefenso que nunca, tendido allí en
la oscuridad, escuchando, tratando de oír a quien quiera que fuera el que estaba en la
habitación contigua. Entonces me dormía de nuevo y las pesadillas me despertaban
una vez más.
Sólo recuerdo uno de los sueños, o mejor dicho una parte. Yo era muy pequeño,
estaba en una habitación muy grande, vacía, oscura, y las paredes se iban
desmoronando de una forma gradual. Era aterrador.
Elegimos un día en que Joe trabajaba y yo tenía el día libre, de manera que pasé
la mañana dando vueltas, haciendo mis cosas, tratando de no demostrarle a Mary lo
tenso y nervioso que me sentía. Joe le había dicho a Grace que tenía un turno doble, y
Mary pensaba que yo debía trabajar por la tarde, de manera que ambos estábamos
cubiertos para el momento del robo.
Parecía que aquella mañana no iba a terminar nunca. Media docena de veces
estuve a punto de subir al coche e irme a la ciudad, sólo para hacer algo, aun cuando
todavía faltaban horas para el momento en que debía encontrarme con Joe, pero
pensaba que sería mucho más difícil matar el tiempo en Nueva York que en mi casa.
Me resultaba imposible permanecer inactivo. Tenía que estar de pie y en movimiento.
Llevé el auto a una estación de servicio para que lo lavaran, y anduve vagando
durante media hora; me puse a ordenar y limpiar el garaje, hasta caminé por el
vecindario, cosa que jamás había hecho antes en mi vida. Era espantosa la sensación
de sentirme un extraño estando tan cerca de mi hogar, caminando por delante de
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todas esas casas idénticas a la mía pero que tenían que ver tan poco con la mía como
la cabaña de un pastor en la Mongolia. Esa caminata me sentó bien. Me alegré
cuando regresé a la zona que conocía, experimenté la sensación de seguridad de
cuando uno está en lo suyo.
Luego, cuando por fin llegó el momento de partir, me puse muy inquieto, parecía
no poder decidirme a abandonar la casa. Me olvidaba de las cosas y tenía que volver
a buscarlas. Incluyendo el uniforme. Lo tenía dentro de una pequeña bolsa de tela y
estuve a punto de irme sin él. Hubiera sido el colmo.
¿Nunca ha atravesado una situación tensa, encender la radio y todas las canciones
le han parecido referirse al problema por el cual usted estaba pasando? Eso fue lo que
sucedió durante el trayecto a la ciudad. Cada canción que oía, trataba, ya fuera de
alguien cometiendo una terrible equivocación, o de alguien que había abandonado su
casa para vagar por el mundo, o de aquel que se expone a grandes peligros aun
cuando la mujer que lo ama no quiere que lo haga.
Casi me arrepentí por no haberles contado a Mary ni a Grece lo que estábamos
planeando, porque ellas realmente nos hubieran disuadido. De esa manera, ninguno
de los dos se hubiera echado para atrás, pero yo no estaría conduciendo por la
autopista con mi viejo uniforme en una bolsa de lona en el asiento de al lado.
No me interpreten mal. No quiero decir que me estaba arrepintiendo. No, tenía
decidido cometer el robo, las razones seguían siendo igualmente válidas y los planes
para después me excitando tanto como el primer día. Pero si la situación hubiera
cambiado, si hubiese sobrevenido un incidente para forzarme a retroceder, admito
que no hubiera luchado demasiado.
Por fin llegué a Manhattan con tiempo de sobra y aparqué el coche cerca de la
Décima Avenida. Tomé la bolsa y me marché caminando en dirección a la estación
del puerto, donde me cambié de traje en unos lavabos.
Cuando me marchaba, por la salida de la Novena Avenida, fui interceptado por
una mujer vieja que llevaba una capa negra —algo increíble con semejante calor—
que quería saber dónde podría comprar bonos para el autobús. Al principio me irritó,
distrayéndome con esa tontería cuando yo estaba tan nervioso, y no podía entender
que me estuviera importunando con preguntas como ésa, especialmente cuando
enfrente había un gigantesco cartel que decía: INFORMACION. Pero luego recordé
que vestía uniforme. Cambié el tono, me convertí en policía y con toda amabilidad le
indiqué las ventanillas de venta de bonos que había a lo largo de la pared. Me dio las
gracias y se fue, apretándose la capa contra el cuerpo como si estuviera resistiendo un
viento que nadie más que ella sentía. Tras este pequeño incidente proseguí mi
marcha, abandoné el edificio sin que nadie me hiciera más preguntas y me dirigí de
nuevo al coche.
Mientras caminaba, de pronto se me ocurrió pensar que podía suceder otra vez lo
mismo, y resultar mucho más peligroso que con la anciana. Me imaginé que al ir a
cometer nuestro delito de pronto éramos interrumpidos, por alguien que acababa de
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ser asaltado, por un niño perdido, o por un accidente de circulación con heridos y
muertos.
¿Qué podíamos hacer si ocurría algo así? Tendríamos que quedarnos, y
desempeñar nuestro papel de policías. Sería demasiado peligroso si nos negáramos a
intervenir en cualquier asunto que surgiese. Se lo informarían en seguida a los
próximos agentes que vinieran y no queríamos sugerir antes de tiempo que éramos un
par de falsos policías circulando libremente por la ciudad.
Menuda ironía. La llamada del deber nos impide cometer un crimen. Sonreí
mientras caminaba, pensando que se lo contaría a Joe en cuanto lo viera. Ya me
imaginaba la cara que pondría.
Abrí el maletero del Chevrolet y coloqué la bolsa con mis ropas de civil. La
matrícula y las patentes estaban allí en una cestilla; llevaban ahí más de una semana,
desde el día en que las tomamos.
Cerré el maletero, me senté al volante y empecé a conducir lentamente a lo largo
del puerto. Los muelles de Nueva York han caído en desuso en los últimos diez años
debido a que la mayor parte del tráfico se ha desviado a la otra orilla, en Nueva
Jersey, de manera que hay muchos lugares en esa zona donde se puede tener la
seguridad de que no pasará nadie por allí. Algunas compañías de camiones guardan
allí los remolques vacíos, que forman paredes que ocultan a uno de la vista a los
automovilistas que pasan por la Duodécima Avenida.
Oculté el Chevrolet detrás de uno de los remolques y consulté mi reloj. Todavía
tenía tiempo por delante, pero no importaba. Ahora que estaba realmente
comprometido en el asunto me sentía más tranquilo. La elaboración del proyecto me
había puesto nervioso, pero ahora la tensión aflojaba y me sentía tan cómodo como si
estuviera esperando a Ed Dantino para salir de patrulla. Algo muy extraño.
Hacía calor, demasiado calor para quedarse dentro del coche. Salí, cerré la puerta
con llave y me apoyé contra el guardabarros para esperar a Joe.
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11
Oyeron el desfile antes de verlo: los ruidos de la multitud, la música militar, los
tambores. Sobre todo los tambores.
El ruido de un desfile parece anunciar que algo va a suceder, algo rápido, terrible,
dramático. Son los tambores los que producen ese efecto, cientos y cientos de
tambores, el mismo redoble, la misma cadencia. El ritmo es más rápido que el del
corazón, y si uno no está marchando, advierte que se pone un poco tenso o excitado.
Por supuesto que si uno está tenso o excitado de antemano, porque va a cometer
por primera vez un robo importante, esos tambores le pueden provocar un infarto.
Ambos estaban muy nerviosos, pero trataban de disimularlo. Intentaban parecer
tranquilos y concentrados, lo que sin duda era una buena manera de comportarse,
puesto que les ayudaba a controlar su nerviosismo y no a paralizarse a causa de él.
Momentos antes, cuando se encontraron en los muelles, ambos estaban muy
tranquilos. Cada uno de ellos había cumplido con éxito la primera parte del plan; Joe
al conseguir el coche patrulla, Tom al llevar uniforme y encontrar un escondite para
el Chevrolet, y eso les daba una sensación de haber cumplido algo y de controlar la
situación. Rápidamente, habían cambiado la matrícula del coche patrulla y pusieron
nuevos números con etiquetas adhesivas a los costados de las puertas y partieron con
la misma sensación de estar bien organizados y de controlar la situación.
Pero cuando se adentraron en el centro, y más especialmente en las estrechas
calles de la zona financiera, ambos comenzaron a pensar en accidentes y
circunstancias imprevistas y en todo eso que podía echar por tierra al plan mejor
preparado del mundo. Y de nuevo comenzaron los nervios, esta vez agravados por el
redoble de los tambores.
La agencia Parker, Robin, Eastpoole y Cía. ocupaba un inmueble que hacía
esquina, y una de las fachadas daba a la calle por donde transcurría el desfile. Un
poco más lejos había un pasaje cubierto, una especie de arco que desembocaba en una
calle paralela. Era hacia esa calle adonde ellos se dirigían, a unos cien metros de la
multitud y del alboroto, pero lo suficientemente cerca como para que lo pudieran oír
con claridad.
Había una boca de incendio cerca del inicio del pasaje cubierto. Joe estacionó allí,
descendieron y atravesaron el pasaje, ambos caminando sincronizadamente al compás
de los tambores. Delante de ellos, al inicio del pasaje, se encontraba la multitud que
miraba al otro lado; un poco más allá, por encima de sus cabezas, podían ver las
banderas pasar.
Mientras caminaban, Joe de pronto eructó. El ruido repercutió en el pasaje y
resonó como la campana de una catedral. Tom se volvió con un aire estupefacto, y
Joe se frotó el vientre disculpándose.
—Mi estómago está muy nervioso.
—No pienses en ello —respondió Tom.
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Lo que quiso decir es que no quería pensar en su propio nerviosismo. Joe le
dirigió una sonrisa ladeada.
—Gracias por el consejo.
Salieron del pasaje y el ruido del desfile de pronto se hizo más fuerte, como si
hubieran subido el volumen en una radio. Una banda estaba desfilando en uniformes
rojos y blancos; de vez en cuando veían a los desfilantes entre los huecos que dejaban
la gente sobre la acera. Otra banda recién acababa de pasar y se encontraba a unos
cincuenta metros a la izquierda, tocaban una marcha diferente pero el ritmo de los
tambores era el mismo. Una tercera llegaba por la derecha y su música se confundía
con la de las dos primeras, más los gritos, risas y comentarios de los espectadores.
Agentes uniformados estaban por todas partes, pero se concentraban en contener la
multitud y no se fijaron en Tom ni Joe; en cualquier caso, ellos no eran sino dos
policías más, asignados al desfile.
Había un estrecho paso en la acera, entre los edificios y los espectadores. Tom y
Joe dieron vuelta a la izquierda y caminaron en fila india en la misma dirección que
la banda de música, un poco más rápido. Joe iba el primero, marchando al ritmo de la
música, observándolo todo al nivel de sus ojos; la gente, los agentes, las entradas a
los inmuebles. Tom le seguía, moviéndose con forma más desenvuelta, mirando hacia
arriba, a las ventanas, donde había muchísima gente asomada.
Nadie les prestó atención. Entraron en el edificio de la esquina y tomaron el
ascensor automático. No subía nadie más, así que mientras subían se pusieron los
bigotes y las gafas que llevaban en los bolsillos. Eso era un pequeño disfraz
suplementario, lo principal lo constituía el uniforme. Nadie se fija en el uniforme; los
curiosos de allí afuera sólo veían pasar los uniformes, no las caras, y más tarde no
podrían identificar ni a uno sólo de los músicos que desfilaron.
Una vez que Tom se puso las gafas y el bigote, dijo:
—Cuando lleguemos arriba tú te encargarás de hablar, ¿de acuerdo?
Joe le miraba sonriendo.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de presentarte en público?
—No, pero tú tienes más práctica, nada más.
—De acuerdo —Joe se encogió de hombros—. No hay problema.
En ese momento el ascensor se detuvo, la puerta se abrió automáticamente y los
dos descendieron. Tom ya había venido y por supuesto había descrito el lugar a Joe, e
incluso le había hecho un boceto de la sala de recepción, pero Joe la veía por primera
vez y echó una mirada rápida para ajustar la realidad a la idea que se había hecho.
El lugar presentaba un aspecto bien diferente de cuando estuvo Tom la primera
vez; no había ninguna actividad, puesto que todo el mundo estaba mirando el desfile.
Tan sólo había un guardia de servicio. Estaba reclinado en el mostrador, mirando
hacia las seis pantallas de televisión que mostraban las diferentes partes de las
oficinas. En tres o cuatro pantallas se veían ventanas y gente observando el desfile.
Por la expresión de la cara del guardia, él también estaba deseando estar en una
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ventana.
Esa era una de las ventajas; la ruta hacia el dinero estaría mucho menos
concurrida que de costumbre. No era ésa la principal razón por la que escogieron dar
el golpe ese día, pero era una ventaja extra y estaban contentos de obtenerla.
El guardia se volvió hacia ellos cuando salieron del ascensor y pudieron ver que
su rostro se distendía cuando vio los uniformes. Se enderezó y les saludó
atentamente. Joe se adelantó al mostrador.
—Hemos recibido quejas de que han arrojado objetos desde las ventanas.
El guardia pestañeó sin comprender.
—¿Qué?
—Objetos peligrosos —continuó Joe—, arrojados desde las ventanas de la
esquina noroeste de este edificio.
Tom no pudo menos que admirar el tono de naturalidad de la voz de Joe; sonaba
exactamente como un policía de servicio. Cuestión de práctica, tal como había
comentado en el ascensor.
El guardia, comprendió al fin lo que Joe estaba diciendo, pero todavía no podía
creerlo. Insistió:
—¿De este piso? ¿De nuestra compañía?
—Tenemos que verificarlo —siguió diciendo Joe.
El guardia dirigió la mirada a las pantallas de televisión, pero por supuesto
ninguna de ellas mostraba a persona alguna arrojando objetos contundentes desde las
ventanas. Un poco más tarde empezarían a arrojar papel, confeti, serpentinas, pero
eso no eran objetos peligrosos, excepto para el departamento de limpieza. Esa era una
de las viejas tradiciones del desfile de Wall Street: una verdadera tempestad de nieve
en papel cuando el héroe desfila. O los héroes, como en este caso, un grupo de
astronautas que habían ido a la luna.
—Tengo que llamar al señor Eastpoole —dijo el guardia.
—Adelante —respondió Joe.
El teléfono estaba sobre la mesa en la pared del fondo, próxima al tablero con las
tarjetas de identificación. El guardia les dio la espalda, y Tom y Joe aprovecharon
para relajarse un poco bostezando, moviendo los hombros, cambiando de pie,
acomodando sus cinturones, rascándose los cuellos.
El guardia hablaba en voz baja, pero podían oír lo que decía. Primero tuvo que
explicar el asunto a la secretaria y luego volvérselo a explicar a alguien que se
llamaba Eastpoole. Ese era el tercer nombre en la firma social de la compañía, así
pues, Eastpoole debía ser uno de los jefes, además también era deducible por la voz
suave y melosa con que el guardia describía el problema.
—Vendrá en seguida.
—No se moleste, iremos en su busca —dijo Joe.
El guardia se negaba con la cabeza.
—Lo siento, pero no puedo dejarlos pasar sin una escolta.
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Esperaban esa respuesta, pero Tom dio una entonación de incrédulo cuando
preguntó:
—¿Cómo…? ¿No puede dejarnos pasar? ¿A nosotros?
El guardia parecía molesto, pero se mantenía firme.
El movimiento en una de las pantallas de televisión atrajo la atención de todo el
mundo, y levantaron la vista para observar a un hombre atravesar una habitación.
Tendría unos cincuenta y cinco años, cabellos grises, mandíbula pronunciada, y
llevaba un costoso traje muy bien confeccionado, corbata oscura y camisa blanca.
Tenía un paso largo y se movía como un hombre que se enojara con muchísima
facilidad y estuviera acostumbrado a salirse siempre con la suya. La clase de
individuo que hacía llamar al gerente del restaurante para hacer despedir a los
camareros.
—Aquí viene —dijo el guardia—. El señor Eastpoole es uno de los socios, él se
ocupará de ustedes.
Era evidente que al guardia no le gustaba la situación en que se encontraba;
policías delante y un jefe severo detrás.
Tom tenía la virtud de suavizar las tensiones. De manera que trató de entablar una
conversación para que el guardia se sintiera un poco más cómodo. Exclamó:
—No hay mucho trabajo por aquí, hoy.
—Se debe al desfile —el guardia sonrió y se encogió de hombros—. Podrían
cerrar en días como éste.
Joe de pronto se sintió ingenioso.
—Un día ideal para cometer un robo.
Tom le lanzó una mirada colérica, pero era demasiado tarde, la frase ya estaba
dicha. El guardia no se percató de la mirada y aparentemente Joe tampoco.
—Jamás lo lograrían, con todo ese gentío ahí afuera.
Joe asintió, como si estuviera reflexionando.
—En eso tiene razón.
Eastpoole iba de una a otra pantalla de televisión. El guardia creía de verdad que
aún tenía tiempo para un descanso, así que cruzó los brazos sobre el mostrador y
declaró:
—El robo más grande del mundo se cometió aquí, en la zona financiera.
—¿Es verdad eso? —preguntó Tom, vivamente interesado.
—Os lo aseguro. ¿Recordáis el año en que los Nets ganaron el campeonato en las
series mundiales?
—¿Quién podría olvidarlo?
—Tú lo has dicho. Fue al final del partido, todo el mundo tenía al oreja pegada a
la radio. Alguien se introdujo en una de las cámaras fuertes de una de las firmas de
esta calle, y salió con trece millones de dólares en bonos al portador.
Joe y Tom se miraron.
—¿Lo atraparon? —preguntó Joe.
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—No.
En ese momento Eastpoole entró por la puerta de la derecha. Estaba nervioso,
impaciente y ligeramente hostil. Por lo visto no le gustaba que sus empleados
anduvieran perdiendo el tiempo en las ventanas en lugar de estar trabajando, y sin
duda tampoco le agradaba que un par de policías vinieran a decirle lo que andaba mal
en su negocio.
Entró a grandes pasos, con evidente impaciencia por desembarazarse de ellos.
—Bien, ¿qué sucede agente? —preguntó con voz severa.
Joe tenía un talento innato para lidiar con personas como ésta. Se serenó y se
mostró muy formal y tranquilo; tal actitud frenaba a los tipos impacientes. Tomó un
aire de desconfianza, frunciendo el ceño, y dijo:
—¿Es usted Eastpoole?
Eastpoole hizo un gesto con la mano, como para apartar a una mosca molesta.
—Sí, soy Raymond Eastpoole. ¿Qué es lo que quiere?
—Hemos recibido una queja —Joe se tomaba su tiempo—. Parece ser que andan
arrojando cosas desde las ventanas.
Eastpoole no le creyó, y no escondió su escepticismo. Preguntó:
—¿De estas oficinas?
—Ese es el informe que hemos recibido —estaba demostrando que nada iba a
perturbarlo o a apresurarlo—. Por lo tanto nos gustaría comprobar todas las ventanas
de la esquina noreste del edificio.
Eastpoole hubiera deseado poder mandarlos al diablo, a ellos y a su queja; se
volvió el guardia que estaba detrás del mostrador, pero era obvio que el tipo aquel no
iba a poder ayudarle en mucho, de manera que al fin con un colérico encogimiento de
hombros, dijo:
—Muy bien, los acompañaré yo mismo, síganme.
Joe no se movió. Le agradeció la oferta, pero su tono de voz era como si fuera
algo natural. Se comportaba como si todos fueran iguales en esa habitación. Era una
manera segura de irritar a Raymond Eastpoole. Cosa que sucedió.
Eastpoole se giró para llevarles al lugar adonde querían ir, pero en el umbral de la
puerta se volvió y miró al guardia con una expresión furiosa.
—¿Dónde está su compañero?
El guardia dudaba, era una situación comprometedora. Y cuando se decidió a
responder se le vio que no tenía salida: no sabía mentir.
—Esto… eh…, bien…, está en el baño.
Eastpoole no podía demostrarle su cólera a los agentes de la autoridad, pero podía
desahogarse con el guardia. Con la voz tensa de cólera preguntó:
—¿Quiere decir que está asomado a alguna ventana, mirando el desfile?
El guardia pestañeaba, atemorizado por ese maldito imbécil.
—Volverá en seguida, señor Eastpoole.
Este golpeó con el puño el mostrador.
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—¡Pagamos dos hombres para que estén constantemente en esta sala, las
veinticuatro horas del día!
—Acaba de salir hace un minuto —defendió el guardia que transpiraba
abundantemente.
En parte para sacar al guardia de esa situación y en parte porque tenían un horario
que cumplir, Joe intervino:
—Señor Eastpoole, nos gustaría hacer las comprobaciones antes de que otros
objetos peligrosos sean arrojados.
Evidentemente Eastpoole hubiera preferido seguir descargándose con el guardia.
Echó una mirada furiosa a Joe, otra al guardia, luego cedió de mala gana, giró sobre
sus talones y salieron de la habitación. Ambos lo seguían, Joe primero y Tom detrás.
Antes de cruzar la puerta Tom miró hacia atrás y vio al guardia que apresuradamente
se dirigía al teléfono; sin duda para advertir a su compañero.
Cruzaron un enorme corredor, y luego caminaron a través de varias oficinas
donde todos los empleados habían parado de trabajar y se agolpaban contra las
ventanas.
No habían oído los tambores y la música desde que habían entrado en el ascensor,
pero ahora volvieron a oír el tumulto y marchaban automáticamente al ritmo de la
música. La tensión parecía subir desde la calle hasta esas ventanas, como suben las
oleadas de calor desde el pavimento por el verano. Estaban de nuevo tensos, y sus
corazones latían al mismo ritmo que los tambores.
Y todavía no habían llegado al punto en que ya no podían echarse atrás. Aún
podían, antes del paso decisivo, cambiar de manera de pensar y no llevar adelante el
asunto. Podrían hacer una gira de inspección con el señor Eastpoole, no encontrar
nada, echarles un sermón y marcharse. Volver al coche patrulla, regresar a sus casas y
olvidarse del asunto. Pero en cualquier instante, a partir de ahora, iban a dar el salto y
no habría manera de retroceder.
Dos veces mientras caminaban vieron las cámaras de televisión instaladas cerca
del techo, siempre en la esquina de la habitación. La cámara giraba lentamente, como
un ventilador, en un ángulo levemente inclinado hacia abajo para obtener la visión
completa de la pieza. Estas dos, estaban incluidas en las seis que se proyectaban en
las pantallas de la sala de recepción. Y también en otras pantallas del piso. Pero una
de las grandes ventajas de esta agencia, para Tom y Joe, era que tenía el circuito
cerrado de televisión sólo en esa planta, tal como lo habían visto descrito en los
planos de los dispositivos de seguridad.
Salieron de la oficina donde se encontraba la segunda cámara y pasaron a un
pequeño corredor vacío. Entonces Joe tomó la decisión que les haría saltar la línea y
convertirles en criminales. Y le bastó con una sola palabra:
—¡Alto!
Y agarró a Eastpoole por el brazo.
Al parecer a Eastpoole no le gustaba que nadie le tocara. Se volvió para ver cuál
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era el problema y de un tirón liberó su brazo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Joe miró alrededor suyo.
—¿Hay alguna cámara aquí? ¿El guardia puede vigilar este área?
—No —remarcó Eastpoole—. No hay necesidad. Tampoco hay ventanas si se fija
bien. Lo que ustedes quieren es…
—Sabemos muy bien lo que nosotros queremos. Llévenos a su oficina.
—¿A mi oficina? ¿Para qué?
Eastpoole no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Les miraba con
estupefacción. Tom intervino calmadamente para que el agente de bolsa no perdiera
el control.
—Usted no querrá que saquemos las pistolas, ¿no es cierto?
—¿Qué significa esto?
—Un robo —respondió Tom—. ¿Qué cree usted que es?
Eastpoole hizo un gesto vago, como para indicar los uniformes y replicó:
—Pero… Ustedes son…
—El hábito no hace al monje —le dijo Tom.
Joe le agarró el brazo empujándole un poco.
—Vamos, muévase, vayamos a su oficina.
—No se saldrán con la suya, no se saldrán con la suya.
Joe le propinó un empujón que lo arrojó contra la pared.
—Deje de perder el tiempo. Estoy muy nervioso, y cuando me pongo nervioso me
apetece partir la cara a la gente.
Eastpoole estaba pálido. Hasta parecía que estaba por desmayarse, y sin embargo
todavía había arrogancia en él, era lo bastante estúpido como para seguir replicando.
Tom, interponiéndose entre ambos y mostrándose tranquilo y razonable dijo:
—Vamos, señor Eastpoole no se preocupe. Usted está asegurado y no está
acostumbrado a tratar con gente como nosotros. Sea sensato. Haga lo que le decimos
y esté tranquilo.
Eastpoole asintió con la cabeza antes de que Tom terminara de hablar.
—Es exactamente lo que voy a hacer. Más tarde ya me ocuparé de que reciban el
máximo castigo establecido por la ley.
—Hágalo —dijo Joe.
Tom se volvió hacia él.
—Ya está bien. El señor Eastpoole se va a portar bien —se volvió a mirarlo—.
¿No es así señor Eastpoole?
Eastpoole tenía un aspecto hostil pero sometido. Con los dientes castañeando le
preguntó a Tom:
—¿Qué es lo que quiere?
—Que nos lleve a su oficina. Adelante, si usted quiere.
—¡Y no se haga el listo! —agregó Joe.
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—Pero no se va a hacer el listo. Adelante señor Eastpoole, le seguimos.
Este comenzó a caminar otra vez; ambos lo siguieron. Era un viejo y usado truco
aquel en que un tipo se muestra duro y el otro suave, lo debemos haber visto
centenares de veces en las series policiacas de televisión. Pero el hecho es que da
resultado. Se le brinda al sujeto una persona que se muestra amistosa y otra que le da
temor, y entre los dos, la mayor parte de las veces, consiguen lo que quieren.
Esta vez lo que querían era ir a la oficina de Eastpoole, y lo lograron. La oficina
exterior estaba vacía y entraron directa: mente. La secretaria de Eaestpoole, que debía
estar detrás de su escritorio en la oficina exterior, se hallaba mirando por la ventana al
desfile, su despacho no tenía ventanas.
La oficina de Eastpoole, ubicada en una esquina del edificio, tenía una ventana en
cada pared, y cerca del ángulo donde se juntaban las dos paredes estaba el escritorio,
un gran mueble de caoba sobre el cual había un juego de ónix para escritorio, dos
teléfonos, uno blanco y otro rojo, y unos poco papeles muy prolijamente ordenados.
Un par de sillas con respaldos y asientos tapizados en una tela blanca y azul a rayas
verticales, y una gran mesa antigua de refectorio completaban el mobiliario.
Al otro extremo de la habitación había un biombo de hierro forjado blando que
iba de una pared a la otra, formando así una segunda habitación, en la que se
encontraban una mesa de comedor de cristal y cromo, algunas sillas cromadas de
diseño ultra moderno y recubiertas de vinilo blanco y un bar con luces fluorescentes
en cada estante. Una enredadera de hiedra verdadera crecía desde unas macetas que
había en el suelo y subía por el biombo, dándole a la sección de cristal y cromo un
aspecto privado especial, como un escondite de niños.
Justo enfrente del biombo, del lado de la oficina, había un enorme sofá azul, con
un par de sillones y una mesa de café que hacían juego. Las paredes estaban cubiertas
de cuadros, probablemente auténticos y de gran valor, y entre ellos, enfrente del
escritorio, las seis pantallas de televisión. Tom y Joe levantaron la vista hacia las
pantallas en el momento en que entraron, y no percibieron ninguna actividad insólita
en las otras habitaciones. Hasta allí todo iba bien.
Ambos vieron que ahora había dos guardias en la sala de recepción.
La secretaria de Eastpoole iba a la perfección con la decoración. Era una
muchacha impresionante, elegante, preciosa con un traje de punto gris. Se apartó de
la ventana y sonrió a su jefe.
—Señor East…
Eastpoole, colérico, no tenía ningún deseo de oír a su secretaria, la interrumpió
súbitamente, señalando a los dos policías.
—Estos hombres son…
—No, no de esa manera —Tom le empujó hacia adelante, tomando la palabra:
—Todo está bien señorita. No se preocupe.
La secretaria miraba a las tres personas, estaba inquieta, pero no aún en pánico.
Preguntó, dirigiéndose a todo el mundo.
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—¿Qué sucede?
—No son realmente policías —dijo amargamente Eastpoole.
Tom hizo una broma para evitar que se aterrorizase la muchacha.
—Nosotros somos unos terribles criminales, y vamos a perpetrar el robo del siglo.
Cada vez que Joe se enfrentaba con una mujer con la que quería acostarse y sabía
que era imposible, se ponía hostil, y lo demostraba en una forma sonriente y colérica.
Eso mismo hizo ahora al avanzar y preguntar:
—Le harán preguntas en la televisión como a una azafata.
De una manera inconsciente y automática, ella llevó una mano a la cabeza para
arreglarse los cabellos. Comenzaba a asustarse, y con voz temblorosa dijo:
—Señor Eastpoole, es realmente…
—Sí, es realmente —dijo Tom—. Pero usted no corre ningún peligro. Señor
Eastpoole, le ruego que se siente en su escritorio.
La secretaria se quedó perpleja mirándolos.
—Pero…
Y luego se calló, incapaz de decir una palabra más. Movió las manos vagamente y
se quedó quieta, con aspecto de asustada.
Eastpoole hizo lo que le indicaron. Sentándose detrás de su escritorio, dijo:
—No lograrán salirse con la suya, ustedes lo saben. Están poniendo en peligro las
vidas de gente inocente.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la secretaria, llevándose una temblorosa mano a la
garganta.
Joe señaló los guardias en las pantallas de televisión y dijo a Eastpoole:
—Si alguno de ellos se pone nervioso mientras estamos aquí lo van a pasar mal.
Eastpoole trató de mirarlo fríamente, conservando su autoridad, pero no lo logró.
—No me amenace. Me encargaré personalmente de que las autoridades le
detengan más tarde.
—¡Así se habla! —respondió Tom asintiendo.
Joe trajo una de las sillas a rayas azules y blancas y la colocó detrás del escritorio
de Eastpoole, con el fin de sentarse a su lado. Sin embargo, permaneció de pie y dijo:
—Nosotros dos vamos a esperar aquí. Mi socio y su pequeña amiga van a ir a la
cámara fuerte.
La cabeza de la secretaria se movía de un lado a otro.
—¡Oh, no!, yo… no puedo… —su voz era muy tenue—. Creo que me voy a
desmayar.
Tranquilizándola, Tom dijo suavemente:
—No, no se desmayará. No se inquiete. Estará perfectamente.
—Haga lo que su jefe le diga —intervino Joe y lanzó una expresiva mirada a
Eastpoole.
La respuesta del agente de bolsa fue áspera pero sumisa, mirando su prolijo
escritorio comentó:
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—Hagamos lo que nos piden, señorita Emerson. Dejemos que la policía se ocupe
de ellos más tarde.
—Correcto —asintió Joe.
Tom, mirando a la secretaria, le señaló la puerta con un gesto de la mano.
—Vamos señorita Emerson.
Ella lanzó una mirada de súplica a su jefe, pero Eastpoole seguía con los ojos
fijos en su escritorio. La muchacha hizo un nuevo gesto vago, y finalmente se
encaminó hacia la puerta, y ella y Tom desaparecieron.
TOM
Hasta el momento en que Joe agarró el brazo de Eastpoole diciendo: «Alto»,
todavía no tenía la seguridad de que íbamos a hacerlo. Quizás haya sido necesario
que dudara un poco, quizás eso fue lo que hizo que siguiera adelante con los
preparativos y que luego pudiera levantarme de la cama esa mañana y venir a Nueva
York y llevar a cabo, paso a paso, el plan previsto. Esa pequeña incertidumbre había
sido una puerta de socorro, supongo, que evitaba que me pusiera más nervioso de lo
estrictamente necesario.
Y ahora la puerta de socorro se había cerrado. Estábamos dando el golpe, ya
habíamos comenzado. Si había algo en que no hubiéramos pensado, ahora ya era
demasiado tarde para pensarlo. Si había algún aspecto que debiéramos conocer y se
nos había escapado, era demasiado tarde para descubrirlo. Si había alguna falla en
nuestro plan, cualquiera que fuera, era demasiado tarde para remediarla.
La primera parte, escoltar a Eastpoole a su oficina y mantenerlo tranquilo, no
había resultado muy difícil. En realidad no era demasiado diferente a manejar a un
sospechoso de cuya culpabilidad no estuviéramos en verdad seguros, pero que
posiblemente podría hacer las cosas muy difíciles si no se lo manejaba
apropiadamente. Estaba habituado a ese tipo de trabajo, de manera que casi actuaba
de forma automática.
Además, en ese momento. Joe y yo trabajábamos en equipo. No sé si mi presencia
hizo que las cosas fueran más fáciles para él, pero sí sé que la suya hacía las cosas
más fáciles para mí.
Pero ahora estaba solo. La secretaria de Eaestpoole, que él llamó señorita
Emerson, caminaba a mi lado a través de oficinas llenas de gente. ¿Qué sucedería si
ella de pronto fuera presa del pánico y comenzara a gritar? ¿Qué sucedería si su
temor fuera simulado y estuviera esperando la oportunidad para meterme en un
aprieto? ¿Y si se desmayara o rehusara a hacer lo que le ordenaba? Y si, y si… ¡Sólo
Dios sabría lo que podía pasar! No tenía la menor idea de que ocurriría si ella se
negaba a obedecer mis órdenes, y tampoco estaba seguro ahora de cuál era la mejor
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manera de tratarla para que obedeciera. Su presencia a mi lado me aterrorizaba, y de
lo único que estaba seguro era de que no podía dejar traslucir lo nervioso que yo
estaba, porque caería en un completo pánico, o comenzaría a pensar que podía ser
más astuta que yo.
También había un elemento sexual, lo que me sorprendió; no había esperado una
cosa así. No quiero decir que mis instintos sexuales estén muertos, o que sólo me
limite a Mary. He deseado a otras mujeres como cualquier hombre, y en realidad,
años atrás, tuve una amante en una mujer del vecindario. Vivía en la misma calle que
nosotros y su marido trabajaba para una compañía aeronáutica. Se mudaron, y en la
actualidad residen en California. Todo pasó en el otoño, a principios de octubre. Todo
ocurrió a causa de mis horarios, permanecía mucho tiempo en casa. Esta mujer, que
se llamaba Nancy, vino a casa a contar no sé qué historia de una guardería infantil.
Mary no estaba en casa, y la noche anterior Nancy había tenido una tremenda bronca
con su marido, y sin saber cómo comenzó, de pronto nos encontramos en el suelo del
salón haciendo el amor como unos locos. Algo increíble.
Esa fue la única vez que lo hicimos en mi casa. A partir de entonces, si yo tenía el
día libre y me sentía con ganas, iba a su casa y hacíamos el amor en su dormitorio.
Ella tenía gustos y preferencias diferentes a los de Mary, y la novedad hacía las cosas
más excitantes. Durante algún tiempo me sentí muy orgulloso de mí mismo teniendo
dos mujeres al mismo tiempo. Pero luego llegaron las vacaciones, nuestras actitudes
mentales cambiaron completamente, cada uno por nuestro lado nos interesábamos por
nuestras familias y todo pareció desvanecerse. Nunca hubo una disputa ni una ruptura
violenta, pero a mediados de diciembre dejé de visitarla y ella dejó de llamarme a
casa —como lo había hecho un par de veces en octubre y noviembre— para
insinuarme que era un bello día para el amor.
Sin embargo, las mujeres bonitas me seguían gustando, y decididamente puedo
sentir una tremenda atracción por una joven alta, delgada, con buena figura y una
linda manera de caminar, lo cual le va como un guante a la señorita Emerson. La
había estudiado desde el punto de vista sexual desde que la vi entrar por primera vez
en el despacho de Eastpoole, pero en aquel momento mi mente estaba preocupada por
los problemas que nos planteaba el agente de bolsa y en el curso normal de los
acontecimientos las cosas no hubieran ido más lejos.
Es por eso que estaba sorprendido y turbado con la imperceptible atmósfera
sexual que se había creado entre nosotros. Era algo totalmente diferente a mi forma
habitual de comportarme con las mujeres, era un sentimiento más fuerte y menos
saludable, y lo más embarazoso era que yo sabía que la estaba provocando. Ella era
mi prisionera: «¡Ahora, mi bella dama, estás en mi poder!». Era eso. En realidad no
era mi prisionera, puesto que no podía hacer lo que quisiese con ella, pero no obstante
existía esa relación entre nosotros, ella estaba en mi poder y yo jugaba el papel del
villano.
Porque por supuesto yo estaba en el papel del villano. Había venido a cometer, tal
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como se lo dije, un robo importante, de manera que la situación difería de aquellas
otras veces en que a lo largo de mi vida profesional tenía a una bonita prisionera bajo
mi control. En esos casos yo no era el villano. Estaba del lado de los buenos, y estaba
limitado por los reglamentos de mi profesión y de la ley. Nada de lo cual se aplicaba
a este caso.
Bueno, no iba a violarla, aunque tenía un cuerpo de lo más apetecible. Lo esencial
era tranquilizarla más que satisfacer mis deseos personales, y que además no tenían
nada que ver con este asunto. Me dije que debía hablarle para que se calmara un
poco, pero no sabía qué decirle así que el silencio se eternizaba entre nosotros; lo cual
no debía ser muy tranquilizador.
Al fin, decidí adoptar un tono enérgico y formal:
—Voy a decirle exactamente lo que quiero que haga. Entrará sola en la cámara
fuerte, así que le voy a explicar lo que quiero que saque de allí.
Sin mirarme asintió, tenía miedo, era visible; su rostro crispado, sus ojos
demasiados abiertos.
—Queremos bonos al portador. ¿Sabe lo que son?
—Sí.
Por supuesto que lo sabía, puesto que trabajaba en este antro.
—Bien. Escuche, no queremos ninguno de un valor de más de cien mil dólares, ni
más pequeño de veinte mil, y además todos juntos deben sumar diez millones de
dólares.
Ella me miró con sorpresa, pero en seguida volvió el rostro al frente y asintió de
nuevo.
—Ya sé que va hacer lo que le diga, pero quiero recordarle algo. Mi socio está en
la oficina de su jefe y puede ver la antecámara de la caja fuerte, donde está el guardia,
a través de las pantallas. Si trata de hablar con el guardia o de hacer cualquier cosa
que no deba hacer, mi socio la verá.
—No haré nada —respondió. Tenía la voz aterrorizada otra vez, y parecía al
borde de las lágrimas.
—Sé que no lo hará. Pensé que debía recordárselo. Estoy seguro de que usted es
una persona inteligente y se dará cuenta de la situación.
Atravesamos una de las espaciosas oficinas, con todos los escritorios vacíos y las
ventanas llenas de gente. Treinta o cuarenta personas en la habitación dándonos la
espalda y agolpadas en las ventanas viendo el desfile. Yo seguía marchando al ritmo
de los tambores sin darme cuenta, pero la señorita Emerson caminaba de forma
insegura, a pasos rápidos y lentos, sin ritmo alguno. Suponía que eran los nervios del
momento lo que la hacía caminar así e hice todo lo que pude por ajustar mis pasos a
los de ella, aun cuando seguía al ritmo del desfile.
Al salir de esa oficina ella tropezó. Automáticamente, la agarré por el brazo y la
ayudaré a recuperar el equilibrio, pero ella cayó en pánico, retrocedió por el pasillo y
se apoyó contra la pared del otro lado.
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La seguí por el pasillo, miré a izquierda y derecha y vi que estábamos solos.
—Tranquila —le dije en voz baja, temiendo que ella gritara—. Nadie va a hacerle
daño.
Se llevó otra vez una mano a la garganta, como en la oficina. Vi que ella hacía un
gran esfuerzo por controlarse. Respiraba profundamente. Era una muchacha valiente;
tomó las riendas por sí misma y se repuso, mientras yo esperaba a su lado con los
brazos caídos sin saber qué hacer.
—Ya estoy bien —dijo.
—Pues claro que sí. Se está portando muy bien. No tiene por qué preocuparse, se
lo prometo. Sólo queremos el dinero y después de todo eso no va con usted, ¿por qué
ha de tener miedo entonces?
Le sonreí de modo tranquilizador, ella asintió y se apartó de la pared en la que se
apoyaba. No me devolvió la sonrisa y evitó en lo posible encontrarse con mi mirada.
No sabía si sólo era el miedo que yo le suscitaba o la atmósfera sexual, pero fue
imposible calmarla por completo. Lo único que necesitaba en aquel momento era que
ella me obedeciera.
Cosa que supo demostrar otra vez. Caminamos juntos por el pasillo, y luego hizo
un gesto señalando una puerta cerrada delante de nosotros, diciendo:
—Ahí tiene la antecámara.
Allí era donde debía estar el guardia de la cámara fuerte, la cual se encontraba un
poco más allá.
—Esperaré aquí afuera. Ya sabe lo que quiero.
Asintió con la cabeza sin mirarme, con un movimiento brusco.
—Dígalo. No se inquiete, repítame tranquilamente lo que le he dicho.
Tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar.
—Quiere bonos al portador. Que no sean de más de cien mil dólares, ni menos de
veinte mil.
—¿Y suman cuánto?
—Diez millones de dólares.
—Correcto —afirmé—. Y no olvide que mi socio lo ve todo.
—Haré todo lo que quiera —seguía sin mirarme—. ¿Puedo ir ya?
—Vaya.
—Abrió la puerta y entró. Me recliné contra la pared para esperar los diez
millones o que el cielo cayera sobre nuestras cabezas.
JOE
Poner la silla detrás del escritorio de Eastpoole fue una tontería; no tenía la más
mínima intención de sentarme, estaba demasiado nervioso. Si no podía estar de pie y
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moverme de un lado para otro era como si me diera un ataque.
Sin embargo, el mejor lugar para vigilar a Eastpoole así como a las pantallas de
televisión era esa esquina de detrás del escritorio. Así que fue allí donde me coloqué,
reclinado contra la pared, entre las dos ventanas que daban a calles diferentes, lo que
me permitía ver tanto lo que pasaba dentro como lo que pasaba afuera.
La instalación de televisión tenía la misma disposición que la de la sala de
recepción. La pantalla de arriba a la derecha mostraba esa habitación y a los dos
guardias detrás del mostrador. Las otras dos de esa fila y la de la fila de abajo a la
derecha mostraban tres oficinas distintas, dos de las cuales habíamos atravesado para
venir hasta aquí. La del medio de abajo mostraba la cámara fuerte, y la de la
izquierda la antecámara de la misma.
No había nadie en la cámara fuerte, que parecía una despensa. En la pantalla no se
veía ninguna puerta, de manera que se debía encontrar justo debajo de la cámara. Las
tres paredes visibles estaban cubiertas de cajones de archivo y no había ningún
mueble en el espacio que quedaba libre en medio.
La antecámara tampoco era muy grande. La cámara estaba franqueada por la
enorme puerta blindada, en la pared del fondo. A la izquierda había un pequeño
escritorio donde estaba sentado el único guardia. Leía el Daily News. No había nada
encima de su escritorio, a parte de un teléfono, un fichero y un bolígrafo. La puerta de
entrada se debía encontrar encima de la cámara, como en el caso de la habitación
contigua.
Después que Tom y la secretaria salieron de la habitación, tomé posición detrás
de Eastpoole, eché un vistazo a las pantallas de televisión y luego eché una mirada
por la ventana de mi izquierda que daba a la calle en la que discurría el desfile. Las
bandas seguían tocando, marcando el paso. Hacia la derecha, bastante lejos, parecía
que estuviera nevando ¡en julio! Eran las serpentinas y los papeles que caían desde
las ventanas y que marcaban el lugar donde se encontraban los astronautas. Pero
estaban aún muy lejos.
A continuación examiné a Eastpoole. Estaba tranquilo, la cabeza baja, las manos
apoyadas en su escritorio, supongo que se miraba las uñas. Tenía los hombros
cargados, como si le inquietara que yo estuviera detrás de él.
Decididamente no puedo tragar a los tipos como Eastpoole. Uno los ve en sus
Cadillac, en sus coches climatizados. Me encanta ponerles multas a esos miserables,
aunque sé que no sirve de nada. ¿Qué son veinticinco dólares para un tipo así?
Miré las pantallas de televisión: en la de arriba a la izquierda, se veía a Tom y la
secretaria que atravesaban en ese momento una de las oficinas. Los observé caminar
y me di cuenta que la secretaria tenía un trasero realmente tentador. Me gusta ese tipo
de vestido que destaca tanto las formas de una mujer, y ésta estaba muy bien
formada, por cierto.
Me pregunté si Eastpoole sería su amante. No tenía objeto preguntárselo; lo fuera
o no, seguramente lo negaría, y me lanzaría una furtiva mirada, como si no pudiese
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creer que existieran animales como yo. ¡Conozco a los tipos como él! La contrató
como secretaria para atender los trabajos más duros y escabrosos. ¡Sabía yo qué tipo
de trabajos!
Era horrible esperar aquí, sin tener nada que hacer. Sentía la necesidad de
atormentar un poco a Eastpoole, quizá tocarle el hombro para ver si estaba tan
nervioso como yo. Pero sabía que no debía hacerlo, no debía hacer nada que pudiera
alterar su conducta; bastante dócil era por el momento. No valía la pena arriesgar
veinte años de cárcel por fastidiar un poco a ese sujeto.
¡Veinte años! De pronto ese pensamiento me hizo tomar conciencia de lo que
estábamos haciendo. Aquello de lo que habíamos hablado tanto, sobre lo cual
bromeábamos, ahora lo estábamos haciendo realmente, habíamos superado la etapa
del puede que sí o puede ser que no. Ya no había más puede ser. Era como la primera
vez que uno baja por una pendiente en esquíes. Cuando uno se ha lanzado ya no
puede volver a pensarlo, y la única cosa que puede hacer de ahí en adelante es
guardar el equilibrio.
Casi no lo hice. Estuve a punto de no amenazar a Eastpoole. Viniendo con él
desde el área de recepción me dije que podíamos continuar como si tan sólo fuese una
broma. Quiero decir, mirar por las ventanas, interrogar a los empleados y soltarles el
sermón de que está muy mal arrojar objetos peligrosos desde las ventanas y luego
marcharse tranquilamente, como si sólo hubiéramos venido por eso, como si esta
historia del robo no hubiese sido otra cosa que una broma.
Si no hubiera sido por Tom, probablemente nunca lo hubiera hecho. Pero Tom
estaba a mi lado, vigilando todos mis movimientos y yo no podía echarme atrás. Otra
vez sentí lo mismo que con el asunto del esquí; se llega a un punto en que uno ha
estado alardeando, todo el mundo lo mira, y de pronto no importa si uno se rompe el
cuello o no. Hay que hacerlo, porque si no uno queda en ridículo y no hay nada peor
que eso.
¿Veinte años? Casi nada.
Movimiento en una de las pantallas. Levanté la vista y vi que Eastpoole se ponía
más tenso.
La secretaria acababa de entrar en la antecámara. Me daba la espalda, era
preciosa, me gustaría ver sus nalgas, pero lo que me interesaba ahora era ver su cara.
Al menos veía el rostro del guardia. La miró con una sonrisa amable.
Aparentemente ella no le dijo nada, puesto que su sonrisa no desapareció ni un
instante. Ella se adelantó, se inclinó para firmar en una hoja de papel que había sobre
el escritorio y entró en la cámara fuerte. Observaba al guardia, él tampoco hizo nada
sospechoso. Ni siquiera comprobó la firma, sólo abrió el periódico otra vez y se puso
a leerlo de nuevo con aparente tranquilidad.
Ahora podía verla en la pantalla de al lado. Entró en la cámara, miró a su
alrededor y luego a la cámara. ¡Sí, preciosa, te estoy observando!
Miré a las pantallas del área de recepción. Los dos guardias estaban reclinados
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sobre el mostrador, parecían discutir tranquilamente. Ninguno de ellos miraba a las
pantallas.
En la cámara fuerte la secretaria abría uno de los cajones. Comenzó a recorrerlo
con los dedos y por fin sacó una hoja de papel grueso como un diploma. Abrió otro
cajón y dejó el papel encima de las cosas que había en el cajón, y volvió al primero
para elegir algunos más.
Esperaba que ella supiese lo que debía buscar. Tom se lo tuvo que haber
explicado, y ella lo tuvo que comprender. No me gustaría llegar a casa y descubrir
que habíamos pasado por todo este infierno por un montón de papeles que no
podíamos utilizar.
Parecía no apresurarse. Examinaba los documentos, y la mayor parte de ellos
volvía a ponerlos en los cajones y buscaba otros. ¿Qué era lo que la demoraba tanto?
¡Vamos, maldita sea, coge los papeles y sal de ahí rápido! ¡No queremos perdernos
los astronautas, son parte del plan!
Volví a mirar por la ventana. Los astronautas cerraban el desfile, era por eso que
caían los papeles. La nieve de papel se aproximaba, pero aún estaban a trescientos o
cuatrocientos metros. Pero no tardarían mucho…
Volví la vista a las pantallas. La secretaria seguía seleccionando. «¡Vamos,
rápido! ¿Qué es lo que esperáis?».
Seguía sin darse prisa. El montón era mayor, pero aún no había terminado.
Habíamos pedido demasiado, ésa era la causa. Debimos habernos contentado con
la mitad. Cinco millones, un millón para los dos. Quinientos mil dólares, no estaba
nada mal. Son el equivalente a cuarenta años de mi salario. Habíamos sido muy
ambiciosos y eso llevaba demasiado tiempo.
—¡Vamos perra, vamos!
Movimiento. Miré a la pantalla de arriba a la derecha en la sala de recepción. Se
había abierto la puerta del ascensor y tres agentes de policía salían de él, se dirigían
hacia el mostrador.
Puse una mano sobre el hombro de Eastpoole. Él también los había visto y se
estaba poniendo rígido. Tenía la boca tan seca que parecía que mis cuerdas vocales
fueran de acero.
—¿Qué es lo que sucede? —pregunté.
Los tres policías se detuvieron en el mostrador, uno de ellos habló con los
guardias. Un guardia se volvió hacia el teléfono.
Agarré el hombro de Eastpoole con todas mis fuerzas.
—¿Qué es lo que sucede?
—No sé…
Lo sentía temblar bajo mi mano; el cemento se estaba resquebrajando. Temía por
su vida, y con razón.
—Le juro que no lo sé —balbuceó sin dejar de temblar.
En la pantalla de la cámara fuerte la maldita puta todavía estaba eligiendo
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papeles, uno por uno. Las demás pantallas no presentaban nada anormal.
Sonó el teléfono en el escritorio de Eastpoole. Él lo miraba fijamente, sus manos
temblaban, las mías también.
Abrí la pistola y saqué el arma apuntándole a la nuca.
—¡Por Dios, que es hombre muerto!
Era sincero. Si yo moría, él también moría.
Eastpoole levantó las manos. Miraba el teléfono. No sabía qué hacer. Estaba a
punto de hacérselo en el pantalón.
De un puntapié aparté la silla que había traído. Cayó haciendo un ruido tremendo
y Eastpoole dio un salto. Me puse en cuclillas al lado de él para oír lo que decía y
observar las pantallas de televisión. Empujé el cañón de la pistola contra el costado
de Eastpoole.
—Responda y tenga mucho cuidado con lo que dice.
Esperó un segundo o dos para recuperar cierto control de sí mismo. Por fin
descolgó el teléfono. Entendí mal lo que le decía el guardia, pero su voz no parecía
excitada y en la pantalla no parecía haber ningún síntoma de alarma en la primera
pantalla.
Por otro lado, si habían venido porque sabían lo que estaba ocurriendo, también
sabrían que los estábamos viendo en la televisión.
¿Pero cómo podrían saberlo? No había habido ninguna anormalidad para que
pensaran que algo andaba mal.
—¿Pero es necesario que…? —respondió Eastpoole en el teléfono—. Bien, un
momento.
Puso una mano en el auricular y se volvió hacia mí.
—Han venido por la seguridad de los astronautas.
Yo seguía vigilando las pantallas.
—¿Qué es lo que quieren?
—Ponerse en las ventanas para vigilar.
No queríamos policías aquí dentro. ¿Qué demonios querían? ¿Por qué no elegían
otro piso o la azotea? ¡Allí es donde se suelen colocar los francotiradores! Estaba
lleno de rabia.
—¡Maldita sea, maldita sea!
—No es culpa mía. No sabía que ellos…
—¡Cállese!
Trataba de pensar, tratando de decidir qué hacer. Eastpoole no podía rechazarlos,
eso no funcionaría.
—Escuche —dije al fin—. Dígales que pueden pasar, pero no a esta oficina.
Dígales eso.
—Sí, sí —dijo y luego tomó el teléfono—. Adelante que pasen, uno de ustedes
escóltelos. Pero no los quiero aquí, no quiero que entren en mi oficina.
Pude leer el movimiento de los labios del guardia decir: «Sí, señor». Eastpoole
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colgó y lo mismo hizo el guardia. Este último se volvió a los tres policías, les dijo
algo y luego se dirigió al extremo del mostrador para guiarlos.
Miré la pantalla donde estaba la secretaria. Por fin había terminado. Llevaba una
doble pila de papeles, como una colegiala llevando sus libros, cerró los cajones con
un empujón y volvió a la puerta.
Rocé a Eastpoole con la pistola otra vez y le dije.
—¡Llame a la cámara fuerte! ¡Quiero hablar con la muchacha!
—No hay teléfono en la…
—¡A la antecámara! ¡A la antecámara! ¡Por amor de Dios, llame!
Tendió la mano hacia el aparato. La muchacha desapareció de la pantalla. La vi
reaparecer en la de al lado, que mostraba la antecámara. El montón de papeles que
llevaba era del grosor de dos libros comunes, pero un poco más desparejo. Habría
quizá unas ciento cincuenta hojas de papel.
Eastpoole estaba mascando un número de tres cifras. El guardia en la antecámara
volvió la cabeza cuando entró la muchacha, vio los papeles que traía y se puso de pie
en un momento para abrirle la puerta del pasillo.
Yo seguía espoleando a Eastpoole en un costado con la pistola.
—¡Vamos…, rápido!
Tenía deseos de dispararle a todo lo que tenía a la vista: a Eastpoole, a las
pantallas de televisión, a los astronautas. Los malditos tambores redoblaban allá
abajo. ¡Como si mi corazón no hiciera redobles suficientes!
—Está llamando —respondió Eastpoole, todavía aterrorizado, tratando de
demostrarte que cumplía dócilmente mis órdenes.
Y justo antes de que el guardia desapareciera de la pantalla le vi volver la cabeza
hacia el teléfono. Pero era un hombre cortés, evidentemente. Las damas primero. Y
desapareció abriendo sin duda la puerta a la muchacha.
—Está sonando —repitió Eastpoole, y por el tono de su voz y la expresión de su
cara pensé que estaba a punto de llorar.
El guardia reapareció, esta vez solo, y se acercó al escritorio. Alargué el brazo y
dejé caer la mano sobre el receptor cortando la comunicación. En la pantalla el
guardia levantó el receptor. Se le veía decir «hola», confundido.
Eastpoole estaba ahora totalmente trastornado, temblaba tanto que pensé que iba a
caerse de la silla. Mirándome fijamente dijo:
—¡Yo lo intenté! ¡Hice todo lo que usted me mandó!
—¡Cállese, maldito sea! ¡Cállese!
Los otros agentes de policía ya hacía rato que habían desaparecido de la sala de
recepción. Tom y la muchacha estarían atravesando todas esas oficinas, y Tom sin
tener la menor idea de que estuvieran allí.
Eastpoole jadeaba como un perro. Las seis pantallas no mostraban nada anormal.
Las observé mordiéndome el labio superior, finalmente dije:
—Dígame, ¿cuál es el camino que tienen que tomar para volver? ¿Dónde hay un
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teléfono en ese camino?
Se quedó mirándome.
Me miraba sin entenderme…
—¡Maldita sea! ¿Cuál es?
—¡Trato de pensar…!
—Si algo sale mal —le dije, moviendo la pistola frente a él—, le juro que usted
será el primero en morir.
Tomó el teléfono temblando.
TOM
Permanecí en el pasillo un buen rato. Mientras esperaba debí pensar en mil
maneras distintas de que las cosas salieran mal. No encontraba ninguna razón para
que todo saliese bien.
Por ejemplo: Era cierto que Joe podía vigilar a la señorita Emerson a través de las
pantallas instaladas en la oficina de Eastpoole, pero ¿de qué me serviría si ella
decidiera contárselo al guardia de la antecámara? Joe la vería hacerlo, él sabría lo que
pasaba, pero no tendría manera de ponerse en contacto conmigo para advertirme. Por
lo que yo sabía, eso ya podía haber pasado y Joe podría haberse largado, dejándome a
mí como un tonto esperando a que lo vengan a recoger.
O supongamos que la señorita Emerson no lo hiciera a propósito, pero que sus
nervios la traicionaran e hiciera o dijera algo que despertara las sospechas del
guardia. Idéntico resultado; yo aquí, de pie, esperando el autobús.
El autobús a Sing Sing.
¿Se daría Joe a la fuga si eso llegara a pasar? Si se invirtieran los papeles y fuera
yo el que estuviera en la oficina de Eastpoole y viera que algo no andaba bien, ¿qué
haría?
Vendría a buscar a Joe para prevenirle. Y eso es lo que él haría también, de eso
estaba seguro.
Además de todo, a Joe no le serviría de mucho huir y dejarme aquí. Aun cuando
yo no hablara, ¿cuánto tiempo tardarían los inspectores encargados del caso en
relacionarme con el vecino de la puerta de al lado, que era mi mejor amigo y además
policía como yo? Los dos estaríamos en chirona esta misma noche.
¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estaba esa muchacha? ¿Qué le hacía tardar tanto?
Pero Joe vendría a buscarme, estaba seguro.
Lo que no significaba que me encontrara. Él no sabía el camino desde la oficina
de Eastpoole a la cámara fuerte más de lo que yo lo sabía.
Sería estupendo. Todo se iría a la mierda, yo aquí de pie sin enterarme de nada, y
Joe de una esquina a otra para encontrarme. Sería demasiado ridículo, y si el asunto
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terminaba así, la verdad es que mereceríamos que nos atraparan.
¿Pero qué coño hacía allí dentro?
Miré el reloj, pero no me decía nada, porque no sabía a qué hora había entrado
ella en el tesoro. Quizás hacía cinco minutos, pero parecía que hacía una semana.
El desfile de los astronautas. Si no se apuraba perderíamos el desfile y todo se
habría ido al carajo.
Uno se pasa la vida esperando a las mujeres. Uno llega tarde a misa, al cine, a
cenar, al desfile, tarde para todo. Uno espera sentado en el coche haciendo sonar la
bocina, o espera en la puerta de baño diciendo: «Pero mujer, tu pelo está muy bien».
O espera en un pasillo mirando el reloj, pensando que va a dar el atraco del siglo.
Siempre lo mismo, los hombres tienen que esperar a las mujeres y eso es todo.
Una puerta se abrió al fondo del pasillo. Apareció una muchacha con un gran
sobre. Era baja y regordeta, con una falda lisa y una blusa blanca, y tenía el aspecto
de ser la chica que sigue trabajando cuando todo Manhattan está mirando el desfile.
Me quedé allí, apretando los dientes, observándola caminar hacia mí. Me dirigió una
sonrisa indiferente al pasar, siguió su camino, atravesó otra puerta y se perdió de
vista. Suspiré y volví a mirar mi reloj; pasó otro minuto.
Consulté el reloj dos veces más antes de que la puerta de la antecámara se abriera.
Estaba apoyado contra la pared a un lado, de manera que no podía ser visto desde el
interior de la habitación y fue acertado hacerlo así porque el guardia la había
acompañado hasta la puerta. Le oí despedirse de ella con esa voz sonriente que ponen
los hombres cuando se dirigen a una mujer atractiva.
Ella se despidió también. Su voz sonaba asustada, pero él no pareció darse cuenta,
al menos aparentemente.
Seguramente pensó que ella tenía la regla. Cada vez que una mujer se comporta
de forma extraña o nerviosa, todo el mundo piensa que tiene la regla y simula no
advertirlo.
La señorita Emerson sostenía un montón de documentos contra su pecho. Le
sonreí.
—¿Todo arreglado?
—Sí —su voz era muy débil, como si estuviera hablando desde otra habitación.
—Vayámonos entonces.
Volvimos a través del mismo camino. Los ruidos del desfile todavía retumbaban a
través de las ventanas abiertas, los empleados seguían agolpados en las ventanas,
dándonos la espalda.
Al final de un pasillo había una puerta cerrada. Al venir yo la había abierto para
que ella pasara, y ahora que sus manos estaban ocupadas había una razón para
hacerlo. Lo hice y entramos en la siguiente oficina. Había dado uno o dos pasos
cuando de pronto pensé en las huellas dactilares.
¡Sí que era inteligente! En una investigación policial lo primero que hacen es una
comprobación de las huellas dactilares. Hasta los niños de seis años lo saben, y yo iba
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a dejar las mías en todos los pomos de las puertas.
—Un segundo —le dije.
Ella se detuvo, mirándome sin comprender. Volví a la puerta y pasé la palma de la
mano por toda la superficie del pomo, luego abrí la puerta y me incliné para hacer lo
mismo del otro lado. Lo froté bien y estaba a punto de cerrarla cuando un
movimiento atrajo mi atención. Miré al otro extremo del pasillo y vi a uno de los
guardias de la sala de recepción que entraba seguido de tres policías.
De un salto retrocedí y cerré la puerta. Estaba seguro que me habían visto. Volví a
frotar el pomo de la puerta, luego me volví a la señorita Emerson, la agarré por el
brazo y comencé a caminar ligero. Ella estaba aturdida, con la boca abierta, pero
antes de que dijera nada me adelanté diciendo:
—No haga ni diga nada. Camine.
Las ventanas estaban a nuestra derecha, atestadas de empleados. Las bandas de
música ahogaban el ruido de nuestros pasos. Nadie nos vio ni nos oyó.
A la izquierda había una pieza llena de fotocopiadoras y armarios de archivo. Me
introduje allí empujando a la secretaria.
—Vamos a esperar aquí un minuto —le dije—. Agáchese, no quiero que la vean.
Ella se agachó un poco, pero debió encontrar la posición demasiado incómoda,
porque un segundo después la cambió y se puso de rodillas, erguida, como una
primitiva mártir cristiana próxima a morir. Me observaba con los ojos bien abiertos,
pero no pronunció palabra.
Me agaché, asomando un ojo por encima de la esquina del fichero. Pensé que lo
mejor que podía hacer era dejarlos pasar y luego seguirlos. De esa manera, si se
dirigían a la oficina de Eastpoole yo estaría detrás de ellos y podría, quizás, hacer
algo.
¿Sabría Joe que estos agentes estaban aquí? Tenía que saberlo, los tuvo que haber
visto entrar.
¿Qué estaba haciendo ahora? ¿Se habrían convertido en realidad mis peores
temores? ¿Estaría Joe dando vueltas por el edificio buscándome?
¡Dios, qué incertidumbre!
Sentía el perfume de la secretaria. El miedo la hacía transpirar y su perfume o
colonia se mezclaba con el sudor, fabricando un olor medio áspero, medio dulzón,
que me excitaba. La verdad es que no tenía tiempo para pensar en eso y yo también
transpiraba en ese momento.
El guardia y los tres agentes aparecieron. De pronto, al lado de ellos sonó un
teléfono encima de uno de los escritores. Los policías se detuvieron justo delante de
mí, para decidir lo que habían de hacer.
A la segunda llamada, una muchacha dejó de asomarse a la ventana y contestó, no
sin antes soltar un gran suspiro de desgana.
Los agentes habían decidido que uno de ellos se quedaría en esta habitación.
Mientras que los otros seguían su camino. El policía se dirigió a la ventana,
VIGANO
Vigano pasaba lentamente las páginas de un gran libro. Estaba sentado frente a
una enorme mesa de madera en la biblioteca de su casa, y observaba detenidamente
las fotos en cada página. Marty también estaba sentado en la mesa ojeando un
segundo libro. Los otros libros eran revisados en otra mesa por todos aquellos que
habían visto al sujeto que llegara un mes antes para preguntar qué cosa podía robar
por la que Vigano pagara dos millones de dólares.
El mensajero que había traído los libros de Nueva York esperaba en su vehículo,
delante de la casa. Había costado mucho dinero conseguir en préstamo estos libros
por una noche, y el mensajero lo tenía que devolver antes de las seis de la mañana.
Los libros contenían las fotografías oficiales de todos los agentes de policía en activo
en el Departamento de la ciudad de Nueva York.
Durante todo ese día, estos mismos libros habían sido examinados por los
empleados y los guardias del agente de bolsa víctima del robo. Hasta ahora, de
acuerdo con la información que recibiera Vigano, aún no habían reconocido a
ninguna persona.
Tampoco Vigano. Las caras comenzaban a mezclarse después de un rato: las
cejas, las narices, las entradas del cabello. Vigano estaba cansado e irritable, le dolía
la vista, y lo que más deseaba en ese momento era poder mandar todos esos libros al
otro extremo de la habitación de una patada.
¡Si Marty no hubiese perdido de vista a ese maldito fulano la noche que estuvo
aquí…! Después, fue fácil darse cuenta de que todo había sido un montaje; el policía
en la escalera de la estación tenía que ser el socio del fulano, pero en aquel momento
TOM
Algunas veces, cuando tenemos el turno de noche, Ed y yo salimos a dar una
vuelta en el Ford en lugar de esperar en la comisaría a que se produzca alguna
llamada. Es durante la noche cuando ocurren la mayoría de los delitos callejeros y
algunas veces es más práctico estar de antemano en el campo de batalla; a menudo,
cuando hay una llamada, ya estamos cerca, y nos podemos ocupar del caso con
mayor rapidez que si en realidad hubiéramos recibido el comunicado nosotros
mismos.
Así que eso era lo que estábamos haciendo esa noche, cerca de la una de la
madrugada. Aproximadamente una semana y media después del robo. Joe y yo no
habíamos vuelto a comentarlo desde la mañana después del golpe, cuando estábamos
en el coche, y yo aún no había llamado a Vigano. No tenía ninguna buena razón para
no hacerlo, simplemente esperaba.
Durante tres o cuatro días el robo había sido noticia de primera plana. Lo
vincularon con ciertos atracos cometidos un par de años atrás en Detroit por tipos que
también vestían de policías, pero aparentemente ése parecía ser el único indicio que
tenían los investigadores. Hicieron llegar un memorándum a todos los comisariados
solicitando que todos los agentes reflejaran lo que habían hecho el día del robo, y
trataran de recordar cualquier cosa fuera de lo común que pudiese tener alguna
conexión con cualquier coche patrulla ese día, o con cualquier otro miembro de la
policía. Hasta ahí se limitaba la encuesta en el seno de la policía, pero hasta eso les
JOE
Yo había estado de malhumor desde que cometimos el robo. Tom no se sentía así;
al contrario, andaba por ahí feliz, alegre, tranquilo; pero yo la mayor parte del tiempo
me apetecía romperle la cara a alguien.
Hubiera sido diferente si hubiéramos tenido el dinero en las manos. O al menos
los bonos, algo que pudiéramos vender y tocar, saber que era el resultado de nuestros
esfuerzos. Pero ¿qué teníamos? Una bolsa de plástico llena de aire.
No discutía. Habíamos decidido hacerlo de esa manera, y estuve de acuerdo.
Como decía Tom, la mafia no va a dar dos millones de dólares si no se ve en la
absoluta necesidad de hacerlo, de manera que podíamos estar seguros de que cuando
VIGANO
Vigano durmió la mayor parte del trayecto. Tenía la fortuna de poder dormir en
los aviones y por esa razón, siempre que podía, viajaba de noche. De otra forma
perdía demasiado tiempo yendo de un lugar a otro.
Volaba a bordo de un jet Lear, un pequeño reactor para hombres de negocios que
pertenecía a una compañía llamada K.L., la cual se ocupaba de mantener una flota de
seis aviones que estaban disponibles para Vigano en cualquier parte del país y en
cualquier momento. La compañía también poseía un hangar en Miami, otro en las
Vegas y en otros dos lugares, además de una propiedad en el Caribe. Años atrás era
financiada por un conjunto de accionistas privados, y la mayor parte de las acciones
habían sido adquiridas con fondos para pensiones de varios sindicatos. Su capital
estaba representado por los aviones y los terrenos de las islas, pero los gastos eran
muy elevados y jamás dio beneficios, en consecuencia nunca pagó impuestos o dio
dividendos.
El avión era cómodo pero no lujoso, parecía el vestíbulo de un hotel. Había
asientos para ocho personas, grandes y mullidos sillones, similares a los de primera
clase de un avión de pasajeros, excepto que el par de asientos de delante miraban
JOE
Dejé a Tom en la esquina de la Avenida Columbus y la calle 85, subí hasta la 90,
giré a la derecha y me dirigí a Central Park. Entonces giré a la izquierda y avancé
lentamente para ver cómo andaban las cosas.
Todo parecía normal. No podía creer que era así. Hay un largo camino ovalado,
llamado el pasadizo, que corre por todo el interior del parque, y cada una de las
entradas de acceso a él que yo veía estaban cortadas por barreras móviles. Lo cual era
habitual en un martes por la tarde, los ciclistas pasaban entre las vallas, y cada vez
que podía ver el pasadizo estaba lleno de esos vehículos de dos ruedas. No se veía a
nadie que llevara una inscripción en la espalda diciendo mafia.
Me llevó veinte minutos bajar hasta la 61 y volver a subir, y cuando pasé por la
85 me alegré de ver a Tom que todavía estaba sentado con el diario sobre las rodillas.
Aún no había llegado el momento para que yo entrara en acción. A decir verdad,
aunque un poco tarde, comenzaba a tener miedo.
Quizás fuera porque todo me parecía tan tranquilo. Cuando asaltamos las oficinas
de los agentes de bolsa, siempre tuvimos alrededor a gente armada, uniformes,
circuitos cerrados de televisión y puertas cerradas, todo tipo de obstáculos a salvar.
Pero ahora no había nada, sólo una tarde pacífica en el parque, el sol de verano
brillando en todas partes, la gente en bicicleta o empujando cochecitos de bebés, o
simplemente tumbada en el césped con un libro. Y, sin embargo, la situación era
mucho más violenta; la gente con la que nos íbamos a enfrentar eran gangsters
peligrosos, estábamos seguros de que tratarían de matarnos, y sabían que vendríamos.
De manera que… ¿dónde estaban?
Por ahí. De eso estaba seguro. Desde que estoy en la policía he tomado parte en
pocos arrestos, pero sé por Tom que es bastante corriente inundar una zona con
hombres vestidos de civil y que no tienen ningún aspecto fuera de lo común. Y si la
policía podía hacerlo, los gangsters también.
Yo debía pasar delante de Tom cada cuarto de hora, así que después de verlo la
primera vez me dirigí a Broadway y vagué por allí durante un rato. En realidad estaba
de servicio, haciendo mi recorrido normal; ésta fue la manera más directa y simple de