Policias y Ladrones - Donald E Westlake

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Policías

y ladrones, es la transgresión de la liviana frontera que limita el


maniqueo concepto de «buenos y malos».

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Donald E. Westlake

Policías y ladrones
Etiqueta Negra - 6

ePub r1.0
Titivillus 11.12.16

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Título original: Cops and Robbers
Donald E. Westlake, 1972
Traducción: G. C. E.
Ilustración de cubierta: Montse Vega

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Tenían servicio de día, lo que significaba que debían afrontar los
embotellamientos matutinos en la autopista de Long Island. El único inconveniente
de los suburbios era tener que soportar las horas punta cada vez que se producía un
servicio de día.
Uno de ellos era Joe Loomis; tenía treinta y dos años, llevaba uniforme y
conducía un coche patrulla con un compañero llamado Paul Godberg. El otro era Tom
Garrity, treinta y cuatro años, detective de tercer grado, a quien generalmente
acompañaba un individuo llamado Ed Dantino. Ambos pertenecían al distrito 15 de
Manhattan y vivían en casas vecinas en Mary Ellen Drive, Monequois, Long Island, a
unos cincuenta kilómetros de Nueva York.
Llegaban juntos a la ciudad cada vez que sus horarios de trabajo se lo permitían,
usando sus coches respectivos por turno. Esta vez viajaban en el Plymouth de Joe,
con el dueño al volante. Vestía uniforme, excepto la gorra que había dejado en el
asiento de atrás. A su lado Tom vestía de calle: chaqueta marrón, camisa blanca y
corbata amarilla.
Físicamente se asemejaban el uno al otro, si bien no había problemas para
diferenciarlos. Los dos medían por encima de uno ochenta y excedían ligeramente en
peso, Tom quizás en cinco kilos; Joe, tal vez en siete. En Tom el excedente se
concentraba en el estómago y las nalgas, en tanto que en Joe la grasa estaba repartida
un poco por todos los sitios, como un bebé. A ninguno de los dos les agradaba admitir
que habían engordado. Sin decir una palabra a nadie, ambos habían tratado de
ponerse a dieta un par de veces, pero jamás dio resultado.
Joe tenía el pelo oscuro y muy abundante, y ahora lo llevaba un poco más largo
de lo acostumbrado, no tanto porque quisiera estar a la moda, sino porque siempre le
molestaba y aburría ir a que se lo cortaran, y en esta época era posible llevarlo largo
sin provocar comentarios de desagrado. De manera que Joe se beneficiaba de ello.
El pelo de Tom era castaño y poco a poco se le estaba cayendo. Años atrás había
leído que ducharse mucho provoca a veces la calvicie, de manera que secretamente
usaba la gorra de baño de su mujer, pero a pesar de todo el pelo seguía cayéndosele.
La coronilla ahora era bastante apreciable.
Joe era el más inteligente de los dos, era duro y pragmático, mientras que Tom era
más reflexivo e imaginativo. Joe era el que a buen seguro se vería envuelto en líos y
Tom el que con toda probabilidad arreglaría las cosas. Y mientras que Tom podía
sentarse en cualquier parte a solas con sus pensamientos, Joe necesitaba acción y
movimiento, si no se aburría e impacientaba.
Como se impacientaba ahora. Habían estado detenidos cinco minutos al menos en
aquel lugar, y ahora Joe movía la cabeza de un lado al otro, tratando de mirar más allá
de los coches que tenía delante para ver qué era lo que estaba provocando aquel
atasco. Pero no había nada en especial que ver, sólo tres carriles sin que nadie se

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moviera. Finalmente, furioso y frustrado se apoyó en la bocina. El ruido hizo que
Tom se sobresaltara y le machacara los tímpanos.
—No hagas eso —dijo sacudiendo la mano—. ¡Basta Joe!, no vale para nada.
—¡Miserables! —murmuró, y miró hacia su derecha. De ese lado, más allá, en el
carril siguiente, Tom vio un Cadillac Eldorado último modelo, color azul celeste. Las
ventanillas estaban cerradas, y el conductor sentado en el cómodo interior con aire
acondicionado, tranquilo y sereno como un banquero rechazando una segunda
hipoteca.
—Mira a ese hijo de perra —exclamó Joe señalando con el mentón el Cadillac.
—Sí, ya lo vi —respondió Tom girando la cabeza.
Durante un segundo o dos lo observaron con envidia. El conductor parecía tener
unos cuarenta años, estaba muy bien vestido y miraba hacia adelante tranquilo e
imperturbable, como si le importara un carajo que hubiera un embotellamiento. Y la
forma en que sus dedos golpeaban rítmicamente el volante, indicaba que tenía la
radio puesta. Probablemente hasta el reloj de su tablero de instrumentos marchaba
bien.
Joe apoyó su brazo izquierdo sobre el volante y miró el reloj.
—Si nos quedamos aquí parados otros sesenta segundos, iré a inspeccionar ese
Cadillac, descubriré una infracción y le pondré una buena multa a ese hijo de perra.
Tom sonreía.
—Sí… por supuesto…, por supuesto.
Joe siguió mirando su reloj, pero gradualmente su expresión cambió y comenzó a
sonreír, recordando algo de lo que aún no había podido reponerse. Con los ojos
puestos en el reloj, pero sin contar los segundos, dijo:
—Tom.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de aquel despacho de bebidas que fue víctima de un asalto hace
un par de semanas, donde el ladrón estaba disfrazado de policía?
—Me parece que sí.
Joe volvió la cabeza y miró a Tom. Lucía ahora una amplia sonrisa.
—Era yo.
—Seguro… seguro —Tom rió.
—Te lo juro —dijo—. Tenía que decírselo a alguien, ¿sabes? ¿A quién mejor que
a ti?
Tom no sabía si debía creerle o no. Entrecerrando los ojos, como si así pudiera
verlo mejor, respondió:
—¿Me estás tomando el pelo?
—Sabes que Grace perdió el empleo.
—Sí, tú me lo has dicho.
—Y Jacke deberá tomar lecciones de natación este verano. Dinero, ¿comprendes?
Joe frotó el índice contra el pulgar, un gesto significativo. Tom comenzaba a creer

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que podía ser verdad.
—¿Sí? ¿Y entonces?
—De manera que estaba pensando en eso. En los pagos y los problemas y todo
ese infierno; entonces me decidí, entré y di el golpe.
—Pero entonces es cierto.
—Lo juro sobre un montón de Biblias. Saqué doscientos treinta y tres dólares.
—Así que es verdad.
—Como te lo dije.
Sonó una bocina detrás de ellos. Joe miró hacia adelante y la fila había avanzado
un espacio de tres coches. Puso el motor en marcha, alcanzó a los demás y volvió a
ponerlo en punto muerto.
—¡Doscientos treinta y tres dólares! —repitió Tom con una expresión soñadora.
—Correcto, ¿y sabes qué es lo que más me sorprendió?
—No.
—Dos cosas. Que en realidad yo no lo hice. No podía creer que fuera yo el que
estaba apuntando con una pistola a ese hombre. Todavía no puedo creerlo.
Tom asintió con la cabeza.
—Sí, sí.
—Pero lo que realmente me impresionó fue lo fácil que resultó, ¿sabes? Nadie
opuso resistencia, ningún problema, nada de nada. Entré, cogí el dinero y me fui.
—Y el tipo no dijo nada.
Joe se encogió de hombros.
—El hombre trabaja allí. Yo le apunto con un arma. ¿Qué va a hacer? ¿Acaso le
van a condecorar por salvar el dinero de su patrón?
Tom sonreía de oreja a oreja, como si le hubieran dicho que su hija era la mejor
alumna de la clase.
—¡No puedo creerlo! ¿Realmente lo hiciste, entraste y lo hiciste?
—Fue tan fácil. No puedes imaginar lo fácil que resultó.
El tráfico volvió a moverse lentamente. Ambos permanecieron en silencio por un
momento, pensaban en el robo de Joe. Al fin Tom lo miró con expresión seria y
preguntó:
—Joe, ¿y ahora qué vas a hacer?
—¿Qué?
Tom dudaba, no sabía muy bien cómo expresar lo que pensaba.
—¿Qué vas a hacer? Quiero decir… ¿Así termina el asunto?
Joe rió gruñendo.
—No devolveré el dinero, eso seguro —respondió Tom con una sonrisa—. Ya lo
he gastado.
—No, no es eso lo que quiero decir, es… —Tom meneó la cabeza tratando de
expresar lo que pretendía decir.
—¿Lo harás otra vez?

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Joe sacudió la cabeza, entonces se paró bruscamente, frunció el ceño, reflexionó
por un momento y acabó por murmurar:
—Sólo Dios lo sabe.

TOM
Mi primer trabajo del día fue un robo en un apartamento al oeste de Central Park.
Verdaderamente fue mi compañero Ed Dantino el que contestó la llamada telefónica.
Ed es cinco centímetros más bajo que yo y un poco más pesado, pero al menos
conserva todo el pelo. Quizás haya comenzado a usar el gorro de baño de su mujer
antes que yo. Después de colgar el receptor se volvió hacia mí y me dijo:
—Bien, Tom, vamos a dar una vuelta.
—¿Con este calor?
Sentía un poco de malestar, provocado por la cerveza que tomé anoche.
Generalmente esa sensación desaparece al día siguiente, pero el calor y la humedad
de un día como hoy evitaba que eso sucediera. Estaba deseando tener un par de horas
para ir a descansar a la comisaría hasta sentirme mejor.
La sala de descanso de la comisaría no era gran cosa. Una habitación grande,
cuadrada, con las paredes pintadas de un color verde espantoso, y enormes lámparas
que colgaban del cielo raso. La habitación estaba llena de viejos escritorios, y
conservaba olor a tabaco y a zapatos gastados. Pero hay un gran ventilador en una
esquina cerca de la ventana, y en días calurosos y húmedos corre de vez en cuando
una pequeña brisa que nos dice que, después de todo, la vida puede ser posible, si nos
quedamos allí.
Pero Ed insistió:
—Es en Central Park, Tom.
—¡Vaya!
Cuando se trata de gente rica, hacemos visitas a domicilio, de manera que me
levanté y seguí a Ed escaleras abajo. Cuando subimos al coche, un Ford verde sin
ninguna identificación, él se ofreció a conducir, a lo cual no me opuse.
Una vez en marcha, me puse a pensar en aquello que me había dicho Joe. En un
primer momento creí que se estaba burlando de mí; sin embargo, daba la impresión
de que hablaba totalmente en serio. Y ahora estaba seguro de que no me había
mentido.
¡Qué locura hacer una cosa así! Pensar en eso era lo único que me hacía olvidar
mi estómago. Había estado tratando de vomitar sin lograrlo y, ¿quién diría?, lo
primero que hago es sonreír pensando en Joe y en el despacho de bebidas.
Estuve a punto de contárselo a Ed en el coche, pero después de todo decidí no
hacerlo. En realidad, Joe no tuvo una idea muy inteligente al decírmelo, ni siquiera a

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mí, y Dios sabe que no sería yo el que lo denunciara. Pero cuantas más personas
saben una cosa más probabilidad hay de que se entere la persona que no debe saberlo.
Por ejemplo, si yo se lo dijera a Ed, estaba seguro de que él no lo denunciaría, pero en
cambio podría decírselo a alguien más, y esa persona a otra y ¿quién podría prever
dónde terminaría el asunto?
Comprendía por qué Joe no había podido evitar decírselo por lo menos a otra
persona, y me sentía más que halagado que me hubiera escogido para ello. Quiero
decir que hemos sido amigos durante muchos años, somos vecinos, trabajamos en el
mismo distrito, pero cuando un individuo le confía a otro un secreto que sabe que le
puede costar veinte años de cárcel sabe que tiene un amigo de verdad.
¡Y vaya loco! ¡Entrar uniformado a un despacho de bebidas, y sacar la pistola
marchando con todo lo que hay en la caja! Tenía que salir bien, pues ¿quién podría
creer que un ladrón disfrazado de policía era realmente un policía?
Mientras pensaba en el gran golpe de Joe, Ed se apresuraba por llegar a Central
Park. No llevaba la sirena puesta, a donde íbamos el crimen ya había sido cometido y
los criminales se habían dado a la fuga, de manera qué el caso no precisaba una
urgencia excesiva. Informaron el robo porque el seguro lo requería así, y nosotros nos
dirigíamos a la casa porque era gente rica.
Me gustaba mucho aquel área de Central Park. Hacia un lado está el parque,
verde y ondulado, y del otro están los edificios de apartamentos ocupados por gente
rica nadando en dinero. En estos últimos años esta zona se ha puesto más de moda;
Harlem se ha llenado de gente que viene del norte, y el de los portorriqueños de las
avenidas Amsterdam y Columbus con gente del oeste, pero todavía se puede
encontrar lujo en Central Park, en especial hacia el extremo sur.
Nos detuvimos frente a la casa. Tenía marquesina y portero, los encontré muy
simpáticos. Mientras subíamos en el ascensor le dije a Joe:
—Tú serás el que hable, ¿de acuerdo?
—Conforme.
El apartamento estaba en el último piso, era muy lujoso. La dueña de la casa nos
hizo entrar, abriendo la puerta como si no estuviera acostumbrada a ese tipo de
trabajo manual. Tenía unos cuarenta y cinco años y trataba de disimularlos con todas
las píldoras, dietas y ejercicios que encontraba. Parecía costosa, vieja, como su
apartamento.
Nos introdujo al salón, pero no nos invitó a tomar asiento. La habitación era
preciosa, toda en oro y castaño, con ventanas altas que daban al parque. El aire
acondicionado dejaba oír un leve murmullo y el sol se colaba por las ventanas, uno
casi podía oír el zumbido de los perezosos insectos. ¿Comprende lo que quiero decir?
Vida fácil, paradisiaca.
Ed interrogaba a la señora, mientras yo vagaba por la habitación pensando lo
bueno que era estar allí. El lugar estaba lleno de objetos de arte, en mármol, ónix,
maderas preciosas; y algunas en cromo, cristal y piedras verdes. Había maravillas por

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todas partes y era un placer mirarlas.
Junto a la ventana, Ed y la señora hablaban, sus voces parecían suavizadas por la
luz del sol, silenciosas e indistintas, como voces en otra habitación cuando uno
guarda cama de día porque está enfermo. De vez en cuando cogía alguna palabra o
frase suelta, pero no me interesaba lo más mínimo. Lo único que me atraía era la
habitación.
En un momento dado, oí que Ed preguntaba:
—¿… y entraron por la puerta de servicio?
—Sí —la mujer tenía una voz penetrante—. Golpearon a mi criada. Le cortaron la
boca por dentro, le dije que se fuera abajo, a que la viera mi médico. Podría hacerla
subir si necesita una declaración.
—Quizás más tarde —respondió Ed.
—No puedo imaginar que la hayan golpeado, después de todo es negra.
—Entonces entraron aquí, ¿no es así?
—No —respondió la mujer—. No entraron en ningún momento ¡gracias a Dios!
Tengo cosas bastantes valiosas en esta habitación. Pasaron de la cocina al dormitorio.
—¿Dónde estaba usted?
En una mesita baja de vidrio había una caja trabajada de laca oriental. La abrí,
tenía una docena de cigarrillos dentro. La madera interior de la caja era de un color
dorado cálido, como cerveza de importación.
La mujer estaba diciendo:
—Me encontraba en mi oficina, que da al dormitorio. Oí rumores y me dirigí a la
puerta. Por supuesto que tan pronto los vi comprendí lo que aquí pasaba.
—¿Puede darme la descripción de ellos?
—Francamente, yo no…
La interrumpí:
—Un objeto como éste, ¿cuánto puede costar?
La señora me miró sorprendida.
—¿Qué dice…?
Le mostré el pequeño cofre oriental.
—Esto —repetí—. ¿Qué valor tiene, más o menos?
—Creo que pagué tres mil y pico dólares, un poco menos de los cuatro mil —me
respondió con un cierto aire de desprecio.
¡Increíble! Cuatro mil dólares por una pequeña caja de madera, para guardar
cigarrillos. Volví a colocarla en su sitio, con cierto respeto. Detrás de mí, la señora,
un poco irritada, le estaba diciendo a Ed:
—¿Dónde estábamos?
Contemplaba todos los objetos que había en la mesita. Me sentía feliz junto a
ellos. No podía dejar de sonreír.

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JOE
No sé por qué, pero estuve de malhumor todo el día. Después de que me levanté,
si Grace no me hubiera evitado, hubiéramos tenido una buena discusión de familia,
porque me encontraba en el estado de ánimo propicio para ello.
Y después el coche, los embotellamientos, nada de eso me ayudó. Y el calor. Me
sentí bien diciéndole a Tom lo del golpe, algo que había estado guardando dentro de
mí desde hace un par de semanas, pero poco después de habérselo dicho y cuando
nos quedamos en silencio, me volvió nuevamente el pésimo humor. Sólo que ahora
tenía alguien con quien desahogarme, porque no podía dejar de pensar en aquel
miserable ricachón, en su Cadillac con aire acondicionado, que encontramos cuando
íbamos a Long Island esa mañana. Me pesaba no haberle puesto una multa por algo,
por cualquier cosa. Odiaba la idea de que alguien estuviera en mejores condiciones
económicas que yo.
Para mí, la mejor forma de quitarme el malhumor es conducir. Por supuesto que
no en ese agotador tráfico de horas puntas, eso empeoró las cosas. Pero en el campo,
en una carretera libre de vehículos me apodero del volante, apresuro un poco la
marcha, saco ventaja a alguno, y de pronto me siento mejor. De manera que hoy me
ofrecí a conducir a mi compañero, Paul Goldberg, se encogió de hombros y dijo que
estaba de acuerdo. Cosa que sabía que iba a suceder. A Paul no le interesaba lo más
mínimo conducir, prefiere que yo lleve el coche todo el tiempo. Lo único que hace
mientras conduzco es mascar goma; jamás he conocido a nadie en mi vida que
masque tanta goma. Consume chicles como los niños papel higiénico.
Tiene dos o tres años menos que yo, Paul es delgado y musculado, más fuerte de
lo que parece. Su apellido es Goldberg, sin embargo la gente le toma por italiano con
sus cabellos oscuros y rizados, tu tez olivácea, y esos ojos castaños que encantan a las
mujeres. Es soltero y supongo que tiene bastante éxito con el sexo opuesto, dado su
físico y su potencial. No lo sé con seguridad, hablamos del tema un par de veces, pero
cuando estamos de servicio nunca dice gran cosa de su vida privada. Lo que es muy
normal. Yo tampoco hablo de la mía.
Y además, ¿qué tipo de vida privada puede tener un hombre casado con hijos?
Hoy, para comenzar la mañana, dimos una pequeña vuelta al vecindario, pero no
era ése el tipo de acción que yo necesitaba para descargar la sensación irritante de mi
interior. Hacía demasiado calor para andar por las calles laterales, lo que
necesitábamos era estar donde pudiéramos movernos lo bastante ligero como para
provocar una brisa y refrescarnos un poco. Especialmente yo, necesitaba aplacarme.
Así que me dirigí hacia la calle 79 por la entrada de Henry Hudson. Al frente
podía verse el puente George Washington, y a la izquierda estaba el río Hudson, que
no tenía el aspecto polucionado que normalmente tiene, sobre la otra orilla se
divisaba New Jersey. Había pequeñas nubes blancas colgando de un cielo azul; hasta

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la ciudad misma, a nuestra derecha, parecía limpia a la luz del sol. Era un día
hermoso. Por supuesto, no se puede ver la humedad, ni la temperatura a los treinta y
tantos grados centígrados.
Dejé la 96 y volví a uno de los vecindarios. Me arrepentí de haberle dicho a Tom
lo del robo. ¿Podría confiar realmente en él? ¿Qué ocurriría si Tom se lo contaba a
otra persona? ¿Y si se corría la voz? Tarde o temprano llegaría a oídos del capitán; si
esto sucedía yo estaría terminado. El distrito 15 tuvo hace tiempo un par de capitanes
indeseables: tipos venales, individuos a los que se podía haber comprado con una
botella de whisky escocés por el secuestro de un bebé. Sin embargo aquel incremento
de corrupción se vino pronto abajo cuando el capitán que tuvimos en aquel momento
y el que le precedió fueron trasladados, y próximos a jubilarse fueron despedidos.
Ahora el capitán que teníamos pretendía ser Rey de Angeles. Si uno escupía en una
acera aunque estuviera fuera de servicio, era suficiente para recibir una amonestación.
Así que, ¿quién sabe lo que haría a sus hombres que cometían asaltos a mano armada
mientras estaban de servicio?
Pero Tom no diría nada, no es tonto. Podía confiar en él, sino no se lo hubiera
dicho. Y debo admitirlo, tenía que decírselo a alguien. Tarde o temprano se lo
confiaría a alguien como Grace, ¡bendito sea Dios! Grace nunca lo hubiera entendido.
Con Tom, era indiferente, sabía que me iba a comprender.
Además, guardaría el secreto. ¿No es así?
¡Dios, espero que sí!
Realmente me sentía mal. Frustrado, irritable, y dispuesto a darle a cualquiera un
puñetazo en la boca. En los últimos meses, de cuando en cuando, había tenido días
así; no sabía qué hacer con ellos, ni cómo superarlos. Tenía que esperar que se fueran,
tal como habían venido; bastaba con armarse de paciencia.
En la 72, volví a la carretera. Paul había intentado comenzar una conversación un
par de veces pero no tenía ganas de charlar. La última semana estuve a punto de
referirle a Paul lo del despacho de bebidas, pero no confiaba en él tanto como en
Tom. Y ahora que se lo había dicho a una persona no quería decírselo a nadie más.
Cerca del río, el aire era un poco más agradable. El movimiento del coche
producía una brisa que por lo menos hacía desaparecer los malos olores. Mi estado de
ánimo mejoraba.
Fue entonces cuando vi un Cadillac Eldorado blanco marchando delante de
nosotros. Era el mismo modelo que el de esta mañana, pero de distinto color. Vi al
tipo al volante, rico y arrogante, y la bilis me subió más ácida que nunca.
Aceleré un poco: vi que el vehículo tenía matrícula de Nueva York. Perfecto. Si le
ponía una multa no se podría burlar de mí y desaparecer en algún otro estado. Se
vería obligado a pagar o se metería en un buen lío.
Observé su velocidad durante un kilómetro o dos. Andaba a 84 en una zona
limitada a 80. Era suficiente.
—Voy a cargarme el Cadillac —dije.

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Paul debía estar medio dormido. Se enderezó, miró hacia adelante y preguntó:
—¿Que te qué…?
—Ese Cadillac blanco.
—¿Qué te ha hecho?
—Me apetece. El tipo va a más de ochenta.
Aceleré, encendí la luz giratoria pero no conecté la sirena. Podía verme
perfectamente, no había necesidad de hacer ruido. Disminuyó la marcha en seguida.
Hice un giro brusco para que se parara al borde de la calle.
—Lo cerraste demasiado —comentó Paul.
—Debió de haber frenado primero.
Miraba a Paul, esperando que dijera algo más, pero todo lo que hizo fue
encogerse de hombros, como diciendo que aquello no era asunto suyo. Así que bajé
del coche y me volví para hablar con el conductor del Cadillac.
Tenía unos cuarenta años, con ojos saltones provocados por la tiroides. Vestía
traje y corbata. Cuando fui a hablar con él, bajó la ventanilla automática y le pedí los
papeles. Me quedé mucho tiempo leyéndolos esperando que empezara a hablar. Se
llamaba Daniel Mossman y alquilaba el Cadillac a una compañía de Tarrytown.
Como no tenía nada que decir en su defensa le pregunté:
—¿Sabe cuál es el límite de velocidad en este tramo, Dan?
—Ochenta —respondió.
—¿Sabe a qué velocidad iba, Dan?
—Creo que a ochenta y cinco.
Su voz era neutra, su expresión impasible y me miraba con sus ojos grandes de
pez muerto.
—¿Su profesión, Dan?
—Soy procurador.
Procurador, ni siquiera podía decir que era abogado, como todo el mundo. Me
sentía aun más irritado. Me dirigí al coche patrulla y me senté al volante, en la mano
tenía la licencia y el registro de Mossman.
Paul me miró, frotando el índice contra el pulgar preguntó:
—¿Alguna cosa interesante?
—Nada, le voy a meter una multa y ese cabrón se la va a tragar.

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2
Tom y Joe organizaron una parrillada para los amigos del barrio. La parrillada
estaba en el jardín de Tom, de modo que ése fue el lugar escogido para la reunión,
pero la tarea de preparar la comida fue de ambos, y sus esposas respectivas hicieron
las ensaladas, los postres y colocaron las mesas. La primera ola de calor húmedo del
verano se había disipado el día anterior con uno de esos chaparrones comunes en esta
época del año, pero a la mañana el jardín estaba prácticamente seco. Hacía un tiempo
ideal para una reunión en el jardín.
Habían invitado a cuatro parejas del vecindario y sus hijos. Ninguno de los
hombres trabajaba en la policía, y tan sólo uno de ellos trabajaba en Nueva York;
Tom y Joe los preferían así, porque con ellos podían inhibirse de sus problemas.
Antes de que la reunión empezara, trajeron todas las sillas de cocina y las
plegables de ambas casas y las habían distribuido por el jardín de Tom, e instalaron
un bar sobre una mesa de bridge, al lado de la parrilla. Tenían gin, vodka, whisky y
refrescos para los niños. Mary había dispuesto una sábana sobre la mesa, en lugar de
un mantel, una de esas sábanas estampadas con flores, y realmente, resultaba
encantador.
Antes del almuerzo, Tom y Joe se turnaron para servir las bebidas. Mientras uno
las servía, el otro iba y venía entre los invitados, preocupándose de que no les faltara
nada. Pero el cocinero oficial era Tom, como lo decía su delantal, de manera que
mientras él asaba los cuartos de pollo y las hamburguesas, Joe se convirtió en el
único barman. Después de que todos hubieran comido, Tom volvió al bar, Joe andaba
entre unos y otros y de vez en cuando entraba a la casa a buscar más hielo. Los dos
tenían congeladores en sus frigoríficos, pero con quince o veinte personas bebiendo al
mismo tiempo, y los niños que tiraban los cubos sobre el césped, era lógico que el
hielo se acabara más pronto de lo que cualquier congelador pudiera producirlo. Era
una suerte que dispusieran de dos.
La reunión se desarrollaba agradablemente, sin largos silencios molestos y sin
alborotos. De hecho, nadie se emborrachó demasiado, lo que era bastante raro. La
gente del barrio, sobre todo los hombres, eran buenos bebedores y, por lo general, al
terminar este tipo de reuniones, los supervivientes llevaban a los otros a sus casas.
Quizás fuera porque la temporada no había hecho más que comenzar y el grupo no
había cogido el ritmo. O simplemente porque hacía buen tiempo tras la larga ola de
humedad. Todo el mundo estaba tan a gusto y contento que nadie lo quería estropear
con una borrachera.
Caía la tarde cuando Joe volvió al bar y preguntó:
—¿Cómo andamos de hielo?
—Necesitamos un poco más.
—Bien, lo traeré.
Joe se dirigió a su cocina y trajo una jarra llena de cubos de hielo en forma de

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media luna. Se abrió paso a través de los invitados y depositó el recipiente sobre la
mesa.
—¿Qué hice con mi bebida?
—Te prepararé otra.
—Gracias.
Joe bebía un whisky con soda. Tom consideraba que eso no era una bebida propia
de verano, pero no le dijo nada; era la bebida preferida de Joe durante todo el año, así
que, ¿para qué molestarlo?
Tom comenzó a escanciar el whisky y Joe se volvió para observar los invitados
sentados en el césped a la luz del crepúsculo. Los hombres charlaban entre ellos, las
mujeres entre ellas y los niños corrían alrededor de los adultos como motocicletas en
un circuito. Joe pensó que de todas las mujeres que se encontraban allí, la única con
quien realmente le gustaría acostarse sería con Mary, la mujer de Tom. En ese
momento ella se volvió y Joe advirtió que la penumbra le había engañado y que era
Grace a quien estaba mirando, su propia mujer. Sonrió y movió la cabeza. A punto
estuvo de volverse para contarle a Tom lo que le acababa de ocurrir, pero se dio
cuenta de que no sería una buena idea.
Miró a su alrededor una vez más y por fin vio a Mary cerca de la casa. Ambas
vestían pantalones a rayas y chaquetas de deporte; la de Mary era rosada, la de Grace
blanca. Y ambas habían ido a la peluquería esa mañana, y traían peinados altos como
los cascos venusianos, peinados que no tenían nada que ver con el estilo de ellas.
Pero así son las mujeres. Imprevisibles.
—¡Joe! —llamó Tom.
Joe se volvió.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas…? Toma, tu vaso.
—Gracias.
—¿Te acuerdas… —insistió Tom— de lo que me contaste el otro día sobre el
despacho de bebidas?
—Por supuesto.
Tom vacilaba, se mordía su labio inferior, mirando preocupado a la gente al fondo
del pequeño jardín. Finalmente se atrevió a preguntar:
—¿Lo has vuelto a hacer?
Joe frunció el ceño, sin saber a dónde quería llegar con esa pregunta.
—No. ¿Por qué?
—¿Ni siquiera lo pensaste?
—Un par de veces, supongo. No quiero tentar mi suerte.
—Por supuesto —Tom asintió con la cabeza.
Uno de los invitados llegó hasta ellos interrumpiendo la conversación. Se llamaba
George Hendricks y dirigía un supermercado. Estaba un poco bebido, no demasiado.
Llegó con una vaga sonrisa diciendo:

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—Es hora de reponer combustible.
—Eres un barril sin fondo —comentó Tom y le tomó el vaso vacío.
—Tienes toda la razón —repuso George.
Pesaba al menos quince kilos de más y se jactaba de ser un maniático sexual.
Ahora se dirigía a Joe, puesto que Tom estaba ocupado preparando su bebida.
—Bueno, ¿cómo os va?, vosotros dos trabajáis todos los días en la ciudad.
—Así es.
—Pues yo no —repuso George—. Yo he dicho adiós a ese manicomio.
Los borrachos siempre irritaban a Joe, aun cuando estuviera fuera de servicio.
Escéptico, un poco aburrido, preguntó a George:
—¿Crees que esto no es lo mismo?
—Por supuesto que no, y tú lo debes saber, vives aquí, ¿no?
—Grace y los chicos viven aquí. Yo todavía sigo en la capital.
Tom le ofreció la bebida. Él la tomó, pero no bebió. Seguía abstraído pensando en
la conversación con Joe.
—No entiendo como vosotros podéis aguantar ese tipo de vida. Nueva York no es
otra cosa que un antro de granujas dispuestos a matar a sus madres por un miserable
dólar.
Joe se encogió de hombros, pero Tom respondió:
—Es lo mismo que en todos los lados.
—Aquí no —afirmó categóricamente George.
—Aquí como en cualquier otro sitio —insistió Tom—. En todas partes sucede
igual.
—Vosotros pensáis que todo el mundo son unos pillos. El frecuentar a los tipos de
la ciudad es lo que os da esa idea.
En su cara se dibujó una sonrisa y frotando el índice con el pulgar continuó:
—¿O es que hay un poquito de esto…?
Joe, miraba de nuevo a las mujeres tratando en vano de interesarse en la mujer de
George, se volvió bruscamente y le miró colérico.
—¿He oído bien?
—Claro que sí. Conozco bien a los policías de Nueva York.
—Eso también sucede en todas partes. ¿Crees que los hombres de distrito que
están aquí, podrían vivir tan sólo con sus salarios?
Tom no se sentía molesto; hacía años que había dejado de preocuparse por ese
tipo de acusaciones. George rió y señaló con el vaso a Tom.
—¿Qué es lo que te decía? La ciudad corrompe tu mente y crees que todo el
mundo son granujas.
Repentinamente irritado, Joe exclamó:
—Tú, George, vuelves a casa todas las noches con un saco de provisiones. No las
pagas, simplemente las metes en el saco y sales del supermercado.
George se escandalizó. Respondió en una voz tan alta que llegaba al otro extremo

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del jardín.
—¡Trabajo para ellos! Si se acordara un salario decente…
—Tú seguirías haciendo lo mismo —dijo Joe.
—No necesariamente —intervino Tom.
Tom era el anfitrión perfecto, calmaba los ánimos de los invitados en los
momentos precisos. Se dirigió a Joe pero en beneficio de George:
—Todo el mundo atropella un poco, pero nadie quiere hacerlo realmente. Yo no
quiero que Mary trabaje, tú no quieres que Grace trabaje, y George no quiere que
Phyllis trabaje, ¿entonces qué es lo que podemos hacer?
George, molesto sin duda de su repentina cólera, se esforzó torpemente en
responder con humor:
—Sí, hipotecar la casa al banco.
—Tal como yo lo veo —dijo Tom—, el problema es muy sencillo. Hay una
cantidad de dinero y una cantidad de personas. Y no hay suficiente dinero para todo
el mundo. De manera que uno hace lo único que puede: robar para compensar la
diferencia.
Joe lanzó una mirada de advertencia a Tom, pero Tom no estaba pensando en el
despacho de bebidas y de todas formas no se dio cuenta.
—Bien, acepto eso —dijo George, que trataba de hacer olvidar su arranque de
violencia—. Hay que compensar la diferencia tomando un poco de esto y un poco de
aquello. Como yo con los comestibles.
Con una sonrisa superflua, en otro estúpido intento de humor agregó:
—Y vosotros con lo que podéis.
—No se engañe —replicó gravemente Joe—. En nuestra posición podríamos
conseguir lo que quisiéramos. Sin embargo nos contenemos, eso es todo.
George rió y Tom miró a Joe pensativo. Pero Joe miraba colérico a George; le
hubiera encantado meterle una multa.

TOM
La única manera de sacar a un tipo de un lugar en el que se encuentra rodeado de
amigos, es hacerlo rápido. La escena se desarrollaba en una cafetería de la calle Mac
Dougal, en Greenwich Village, frecuentado por toda clase de tipos anormales, y a la
una de la mañana de un sábado estaba totalmente lleno: estudiantes universitarios,
turistas, vecinos, hippies, en definitiva, una variopinta fauna, a los que no les hacía
mucha ilusión ver un policía.
Ed esperaba en la acera. Si llegaba a suceder lo peor, siempre podía empujar a
Lambeth para que echara a correr y caería de lleno sobre los brazos de Ed.
Lambeth había cogido una mesa a mitad de camino hacia la derecha, tal como

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había dicho el soplón. En la mesa se encontraban otras cuatro personas, dos hombres
y dos mujeres. En la mano izquierda tenía un pañuelo arrugado que llevaba
constantemente a su nariz. O estaba resfriado o había algo más; tarde o temprano, los
proveedores acaban por probar su propia mercancía.
Me detuve detrás de él, y me incliné ligeramente por encima de su silla.
—¿Lambeth?
Cuando levantó la vista tenía los ojos rojos e irritados. Podía ser un constipado,
pero más bien parecía heroína.
—¿Sí…?
A pesar de lo que se ve en las películas, a un detective de civil no se le reconoce
tan fácilmente.
—Policía —murmuré, lo suficientemente bajo para que los otros no pudieran
oírme—. Sígueme, vamos a dar un paseo.
Se puso a reír como un estúpido.
—No lo creo, hombre —dijo, y se dio la vuelta otra vez.
Usaba un chaleco orlado de piel de venado. Lo agarré por los hombros y de un
tirón le ajusté el chaleco alrededor de los brazos, apretándolo como una camisa de
fuerza. Al mismo tiempo lo levanté y di una patada a la silla en la que estaba sentado.
Nadie piensa más rápido que su cuerpo. Si se hubiera dejado caer al suelo hubiera
podido desembarazarse de mí. Quizás lo suficiente para que sus amigos y los que
andaban por ahí pudieran separarnos. Pero su cuerpo reaccionó automáticamente,
poniéndose de pie y con mi ayuda logró incorporarse y, en el momento en que
recuperaba el equilibrio lo volví hacia la puerta y le hice correr a toda velocidad.
Dio un grito y trató de escabullirse, pero yo lo tenía bien agarrado y no le dejé
detenerse. La puerta estaba cerrada, pero bastaba con empujarla. Su cabeza me sirvió
como ariete. Pasamos tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar.
Lambeth seguía forcejeando cuando llegamos a la calle. Ed estaba allí, y nuestro
Ford estacionado justo enfrente. No me detuve, seguí corriendo, atravesé la calle y
empujé a Lambeth contra el costado del coche. Lo atraje un poco hacia mí,
apartándolo del coche, le di un puñetazo arrojándolo contra la carrocería y esta vez el
hombre se desplomó y la lucha llegó a su fin.
Ed estaba a mi lado, con las esposas. Aflojé el chaleco, deslicé mis manos por los
brazos de Lambeth y levanté los suyos por detrás, como los manubrios de una bomba,
doblándolos sobre el maletero del coche. Ed le colocó las esposas y abrió la
portezuela trasera del Ford.
Estaba agarrando a Lambeth para introducirlo en el coche cuando una mano me
palmeó mi hombro y una voz femenina susurró:
—¿Señor agente?
Me volví y encontré una mujer de mediana edad con aspecto de turista, con un
vestido floreado rojo y blanco y una cartera de paja. Parecía enojada, pero como si
estuviera haciendo un gran esfuerzo para mostrarse razonable. Preguntó:

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—¿Está usted seguro de que fue necesaria tanta violencia?
Los amigos de Lambeth saldrían de un segundo a otro.
—No lo sé, señora —respondí.
Me di la vuelta y de una patada metí a Lambeth en el coche. Yo subí en seguida.
Ed cerró la portezuela de atrás, tras lo cual subió al coche y se colocó detrás del
volante, y arrancamos justo en el momento en que la puerta de la cafetería se abría y
la gente comenzaba a agolparse en la calle.
Lambeth estaba acurrucado en el lado derecho de la parte de atrás del coche,
como un perro muerto. Lo incorporé. Parecía mareado y murmuraba algo, pero yo no
le entendía.
—¡Tom…! —me llamó Ed sin girarse.
—¿Sí?
—Tengo la impresión de que vas a tener otra nota en tu expediente.
Lo miré y vi que estaba observando por el espejo retrovisor lo que sucedía detrás
de nosotros.
—Así es.
—Esa mujer está anotando el número de matrícula.
—Te echaré a ti la culpa.
Ed rió y dimos la vuelta a la esquina en dirección al centro. Después de andar un
par de manzanas, Lambeth de pronto dijo quejándose:
—Me duelen los brazos, primo.
Lo miré. Estaba bien despierto, y aparentemente lúcido. Uno no se libra tan
rápido de un resfriado.
—No tienes por qué picártelos.
—Son las esposas. Estoy todo retorcido.
—Lo siento.
—¿Quieres quitármelas?
—En la jefatura.
—Si te doy mi palabra de honor… que no trataré de…
—¿Te burlas de mí? —me reí en su cara.
Me miraba fijamente, con una pequeña sonrisa triste.
—Tienes razón. Nadie tiene honor por estos lados, ¿no es así?
—No lo tenías la última vez que estuve por aquí.
Se movió durante un buen rato tratando de buscar una posición más confortable.
La pareció encontrar, pues dejó de retorcerse, suspiró y se dedicó a mirar la ciudad.
Yo también me acomodé, pero no tanto. Estábamos viajando sin sirena ni luz
giratoria, en un automóvil verde, sin identificación, lo que significaba que
circulábamos inmersos en los embotellamientos, como todo el mundo. A menos de
que haya una razón especial para hacer alboroto es mejor no hacerlo. Pero tal como
íbamos nos teníamos que detener en todos los semáforos, y de cuando en cuando nos
arrastrábamos por un tráfico excesivamente lento, y yo no quería que Lambeth, de

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pronto, decidiera saltar del coche y huir con las esposas de Ed en las manos. La
puerta estaba cerrada con seguro y parecía tranquilo, pero no obstante, yo vigilaba.
Después de tres o cuatro minutos de observar el mundo por la ventanilla,
Lambeth suspiró y me miró diciendo:
—Estoy dispuesto a salir de la ciudad, primo.
—Tus deseos serán cumplidos —le respondí riendo—. Probablemente pasen diez
años antes de que puedas volver a Nueva York.
Asintió con la cabeza sonriendo. Parecía menos estúpido, más humano que en el
café.
—Yo sólo soy un intermediario —murmuró. Luego me miró con seriedad y
continuó—. Dígame una cosa, primo. Deme su opinión sobre una duda que tengo.
—Si puedo…
—Para ti, ¿cuál sería el mayor castigo, marcharse de esta ciudad o quedarse en
ella?
—Tú lo debes saber. ¿Por qué te quedaste tanto tiempo para enrollarte en un
asunto como éste?
Se encogió de hombros.
—Y tú, primo, ¿por qué te quedas?
—Yo no trafico.
—Por supuesto que sí. Traficáis con la influencia, lo mismo que yo hago con la
mierda.
Desde que las drogas se vincularon a la revolución cultural, los traficantes son
unos oradores estupendos de sus géneros.
—Lo que tú digas —respondí, y aparté los ojos para mirar por la ventanilla de mi
lado.
—Ninguno de nosotros comenzó por esto, primo. Todos fuimos bebés puros e
inocentes.
—Una vez un tipo como tú, lleno de palabras, me mostró el retrato de su madre.
Y mientras que yo lo observaba, intentó sacar la pistola de mi cinturón.
Sonreía ampliamente; parecía satisfecho.
—Quédate en esta ciudad, primo. Vas a disfrutar mucho con lo que puedas
encontrar.

JOE
La mujer que bajaba las escaleras parecía bastante tranquila. Sangraba por un
corte en el brazo derecho. Tenía cubiertas de sangre las manos, la cara y la ropa,
sangre suya y de su marido, supongo que seguía aturdida por lo que le había
acontecido. Pero cuando salimos por la puerta, miró hacia la escalinata de acceso y a

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la gente que se había agolpado y que la miraba con asombro, perdió el control.
Comenzó a gritar, se puso histérica y fue un infierno hacerla bajar los escalones hasta
la acera, sobre todo, porque la sangre la hacía escurridiza y difícil de sujetar.
Esa situación no me agradaba nada. Dos policías blancos de uniforme arrastrando
a una mujer negra sangrando entre una muchedumbre de Harlem. No me gustaba
nada y al ver la cara de Paul, no parecía ser más feliz que yo.
La mujer gritaba:
—¡Suéltenme! ¡Suéltenme! Él me cortó primero, ¡suéltenme! Tengo mis
derechos. ¡Dejadme en paz!
Y finalmente, cuando llegamos a la acera, sus gritos fueron apagados por el
aullido de una sirena. Era una ambulancia que llegaba y me alegré de verla.
La ambulancia estaba deteniéndose al borde de la calle. Hasta entonces, el gentío
se había mantenido a la expectativa, dejándonos un amplio espacio abierto. Todo lo
que yo deseaba era terminar con esto y largarme de aquel lugar. La mujer, mientras,
se retorcía y movía como una anguila; una anguila larga y negra, cubierta de sangre y
gritando con una voz áspera que parecía una uña rascando un pizarrón.
Era una vieja ambulancia, alta, con forma de caja y con cuatro enfermeros
vestidos de blanco, dos delante y dos atrás. Bajaron los cuatro corriendo hacia
nosotros y agarraron a la mujer. Uno de ellos dijo:
—Bien, ya la tenemos.
—Ya era hora de que llegarais —dije.
Sabía que habían venido lo más rápido posible, pero esta situación me asustaba, y
cuando algo me asusta me enfurezco y cuando me enfurezco pierdo el control.
Los enfermeros no me hicieron ningún caso, y tenían toda la razón para no
hacérmelo. Uno de ellos dijo a la mujer.
—Vamos, ven preciosa, que te vamos a cuidar ese brazo.
Las batas blancas debieron conmocionar a la mujer porque se puso a dar alaridos.
—¡Quiero que me vea mi médico! ¡Quiero que me vea mi médico!
Los cuatro enfermeros arrastraron a la mujer hasta la ambulancia, lo que les
supuso tanto esfuerzo como a nosotros. De pronto, apareció una segunda ambulancia
deteniéndose detrás de la primera. De ella se bajaron dos tipos, también de blanco, y
nos preguntaron:
—¿Dónde está el cadáver?
Fui incapaz de responder, apenas podía respirar. Señalé el edificio y Paul les dijo:
—Tercer piso al fondo. En la cocina. Ella lo ha dejado para picadillo.
Otros dos enfermeros bajaron de la segunda ambulancia llevando una camilla.
Los cuatro subieron la escalinata y se introdujeron en el inmueble. Al mismo tiempo
los cuatro primeros hacían entrar a la mujer en el vehículo, con bastante dificultad.
Tanto movimiento y tantas luces giratorias mantenían a la muchedumbre a distancia;
la gente se contentaba en asistir como simples espectadores, por esta vez.
Por el momento, Paul y yo habíamos terminado. En otro momento nos llamarían a

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declarar y cubrir los formularios, pero por unos momentos la acción se desarrollaba
lejos de nosotros.
La excitación conduce a la tensión. Todos los días sucedía de la misma manera,
desde la primera vez que había sufrido una situación violenta, que fue cuando un niño
de diez años fue arrollado por un taxi muy cerca de Central Park. Todavía estaba con
vida cuando lo miré y hubiera preferido que no lo estuviera. Pero la excitación, el
ruido y la conmoción me habían sostenido durante todo el episodio y sólo en el
momento en que nos alejábamos del lugar dije a Jerry, un viejo agente que fue mi
primer compañero, que detuviera el coche un momento para que yo pudiera vomitar.
Y, hasta hoy, nada ha cambiado, salvo que ya no vomito. Pero el resto, el curso de
las emociones, sigue siendo el mismo. La excitación me sostiene durante la parte
tensa o la parte desagradable o la parte violenta, y después, súbitamente, tengo la
impresión de desinflarme y me entran náuseas.
El coche patrulla estaba al otro lado de la calle, allí donde lo habíamos dejado,
con el motor apagado y la luz del techo encendida. Los dos nos dirigimos al coche a
través del gentío, ignorando las preguntas que nos hacían e ignorando lo que sucedía
detrás de nosotros. Cuando alcanzamos el coche nos detuvimos junto al costado un
minuto o dos, sin hablar ni movernos. No sé hacia qué lado miraba Paul; yo miraba el
techo del auto.
La sirena comenzó a aullar de nuevo. Me volví; la primera ambulancia se alejaba
llevando a la mujer al hospital de Bellevue. Me volví hacia Paul; su camisa estaba
cubierta de sangre y sus brazos y cara estaban llenos de salpicaduras, como si tuviese
el sarampión.
—Estás lleno de sangre —le dije.
—Tú también.
Bajé los ojos y me miré con detenimiento. Cuando bajábamos del tercer piso, yo
caminaba del lado de la herida de la mujer y lógicamente tenía más manchas de
sangre que Paul. Mis brazos, desnudos desde los codos a las muñecas, estaban
empapados de sangre; el vello, pegajoso como el de un gato atropellado. Ahora que
me estaba viendo a la luz del día, podía sentir la sangre secándose en la piel,
contrayéndose como una delgada costra rugosa que parecía una herida.
—¡Dios! —exclamé.
Di la espalda a Paul, me apoyé contra el coche y estiré mi brazo izquierdo por
encima del techo blanco, donde la luz seguía girando y pintando todo de rojo. No
podía pensar en lavarme, ni lo que tendría que hacer después. Sólo tenía una idea en
la cabeza: Tengo que salir, tengo que escapar de todo esto.

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3
Esta vez, ambos tenían el turno de cuatro a doce, de manera que volvían a sus
casas bien entrada la noche, pasada ya la hora de peor tráfico. Esa era la ventaja del
turno de cuatro a doce; para ir al trabajo tenían que circular a media tarde, antes de la
hora punta y, en cualquier caso, en dirección opuesta a la mayoría del tráfico, y
cuando terminaban, la ruta estaba prácticamente vacía.
El inconveniente era que esas horas eran las más animadas. No tenían que circular
inmersos en los embotellamientos, pero trabajaban duro durante el final de la tarde y
la primera parte de la noche, las horas álgidas para el crimen. El número de asaltos a
mano armada llegaba a su punto máximo entre las seis y las ocho de la tarde, cuando
la gente vuelve del trabajo. Casi a la misma hora los maridos y las mujeres empiezan
a pelearse y poco más tarde hacen su aparición los borrachos. Y los pequeños asaltos
—como el que había cometido Joe— son más frecuentes entre la puesta del sol y las
diez de la noche, cuando la mayoría de los negocios cierran. Así que pocos momentos
de respiro iban a disfrutar.
Pero finalmente llegaba la medianoche, el turno llegaba a su fin, y podían
conducir tranquilamente tras dejar atrás Manhattan, y pensar en lo que quisieran,
como en este momento.
Aquel día, Tom conducía su Chevrolet de ocasión, el vehículo tenía más de seis
años de antigüedad. Era un insaciable consumidor de gasolina y aceite, con mala
suspensión y un embrague deficiente. Tom siempre hablaba de cambiarlo por algo
más moderno, pero no se decidía a llevarlo a un comprador de coches usados para
tratar de obtener algún dinero. Sabía demasiado bien lo que valía ese coche.
Viajaban en silencio, fatigados por una dura jornada. Ambos repasaban los
acontecimientos de esa semana. Tom recordaba en su mente la conversación que
sostuvo con aquel hippy traficante de drogas, tratando de encontrar respuestas
adecuadas para las preguntas que le había lanzado el muchacho y tratando de
entender por qué no podía sacarse esa conversación de la cabeza. Joe, por su parte,
recordaba la sangre coagulándose en su brazo al sol, sobre el techo del coche patrulla,
que más bien parecía un efecto digno de una película de terror que de su propia
persona. No quería recordar esa escena, pero sea como fuere, le venía constantemente
a su mente.
Poco a poco, a medida que se alejaban de la ciudad, los pensamientos de Tom
abandonaron el hippy, vagaron por un momento y acabaron por fijarse en un nuevo
asunto. No era precisamente el robo de Joe, aun cuando tenía cierta conexión con eso.
De pronto rompió el silencio diciendo:
—Joe.
Joe pestañeó. Tenía la impresión de salir de un profundo sueño. Miró de perfil a
Tom.
—¿Qué?

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—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Bien, hazla.
Tom seguía mirando a través del parabrisas.
—¿Qué harías si tuvieras un millón de dólares?
La respuesta fue inmediata, como si estuviera esperando esa pregunta toda su
vida.
—Me iría a Montana con Chet Huntley.
Tom frunció el ceño ligeramente y sacudió la cabeza.
—No…, hablo en serio.
—Yo también.
Tom se volvió y observó detenidamente a Joe —ambos tenían una expresión muy
seria—, luego continuó mirando por el parabrisas.
—Yo no. Yo iría al Caribe.
—Tú harías eso, ¿no? —Joe lo observaba.
Tom sonreía pensando en el viaje.
—Exacto, en una de esas islas de allá abajo, Trinidad por ejemplo…
Pronunció la palabra como algo dulce. Joe asintió y miró la guantera.
—Ya, pero en lugar de estar allí, estamos aquí, anclados.
Tom volvió a mirarlo, luego miró al frente. Ahora habló más prudentemente,
como un hombre llevando una bolsa de huevos caminando sobre hielo.
—¿Recuerdas lo que le dijiste a George la semana pasada?
—¿Charlatán…? No, ¿qué fue lo que dije?
—Que podíamos conseguir cualquier cosa que quisiéramos, pero que nos
conteníamos.
Joe sonrió.
—Sí, ahora recuerdo. En aquel momento pensé que le contabas lo del despacho
de bebidas.
Tom no se iba a dejar distraer por cosas secundarias; se había lanzado a fondo y
no iba a dar marcha atrás. Olvidando el último comentario dijo:
—Bueno, qué carajo, ¿a qué estamos esperando?
Joe no pareció entender.
—¿Estamos esperando qué…?
—¡Eso! Había estado dando vueltas a esa idea durante toda la semana y su voz
vibraba de impaciencia cuando dijo: —Tomar todo lo que queramos, como tú dijiste.
—¿Qué, por ejemplo? —Tom preguntó con tono escéptico—. ¿Como el golpe al
despacho de bebidas?
Tom soltó una mano del volante e hizo un gesto de impaciencia.
—¡Eso no es nada, Joe! ¡Una mierda! Esa condenada ciudad que queda allí
detrás, está llena de dinero y, ¡maldita sea!, en nuestra posición podemos conseguir
todo lo que queramos. Un millón de dólares para cada uno, de un solo golpe.
Joe no le creía, pero se comenzaba a interesar en el tema.

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—¿Qué tipo de golpe?
—Lo que sea, lo que se nos antoje. Un banco, una joyería… cualquier cosa.
De pronto, Joe lo entendió todo y se echó a reír.
—¡Disfrazados de policías!
—Eso es —dijo Tom que reía también—. ¡Disfrazados de policías!
Tardaron un buen rato en dejar de reírse.

JOE
El metro se había parado otra vez. Paul y yo estábamos en una boca de
emergencia en Broadway, por donde salían los pasajeros. Habían estado abajo
durante más de una hora. Se había producido una avería eléctrica y a causa del humo
debían caminar en fila india hasta llegar a una escalerilla metálica y por fin salir a la
calle. Eran las nueve y media de la noche, estaban desviando el tráfico detrás nuestro,
y el coche patrulla se encontraba entre la boca de aire y la calzada, con la luz
intermitente en marcha.
Ya mayoría de la gente que subía estaba algo aturdida, y lo único que quería era
alejarse cuanto antes de allí. Algunos estaban agradecidos por la ayuda que les
prestábamos y así nos lo decían a Paul y a mí. Otros parecían rabiosos y lo único que
deseaban era desahogarse con el primer representante del gobierno municipal que
encontraran, y que en aquel momento éramos Paul y yo. A estos últimos los
ignorábamos; lanzaban un par de comentarios desafiantes, seguían su curso y ahí se
acababa todo.
Excepto un tipo. Permanecía de pie sobre la acera mirándonos. Tenía alrededor de
cincuenta años, vestía traje y llevaba un portafolios. Parecía un gerente o un
supervisor, y lo único que deseaba era quedarse allí de pie, gritándonos, mientras que
Paul y yo ayudábamos al resto de las personas a salir del agujero.
—¡Un escándalo! ¡Esto es un escándalo! —gritaba—. ¡Aquí nadie está seguro!
¿Y a quién le importa? ¡Aquí todo se desmorona y a nadie le importa un bledo! ¡Todo
el mundo pertenece a los sindicatos! Todo el mundo está en huelga, los maestros, los
servicios de transporte, los policías, los basureros. Dinero, dinero, todos quieren más
dinero y cuando trabajan ¿qué es lo que hacen, díganme? ¿Enseñan? ¡El metro es una
amenaza, una amenaza! Los basureros ¿qué? ¡Miren las calles! Y ustedes los agentes,
pidiendo dinero, y cuando se les necesita, ¿dónde están? Lo asaltan a uno en su
apartamento, ¿y dónde están ustedes? Un drogadicto ataca a una mujer en plena calle,
y ¿dónde están?, díganme, ¿dónde están?
Hasta ese momento no le habíamos hecho ningún caso; como si sus gritos
formaran parte del ruido normal de la calle; lo que era cierto en parte. Pero cometió
un error, se excedió. Se acercó a mí y me agarró por el codo, gritándome:

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—¿Me está escuchando?
A mí nadie me manosea. Me volví y lo miré. Se quedó tan sorprendido que
retrocedió un paso. Por fin la ciudad se había enterado de quién era. Le dije:
—Voy a llegar a la conclusión de que usted se cayó al subir la escalera y se
rompió la nariz.
Le llevó un par de segundos entenderme y luego retrocedió otro paso, gritando:
—¡No le debe importar mucho conservar esa placa!
Estaba por decirle lo que podía hacer con la placa, dándole antes un puñetazo,
pero el hombre seguía retrocediendo, prefería dejarle pasar. Me volví para ayudar a
Paul con una anciana gorda que tenía problemas para subir. Pero seguí pensando en lo
que el tipo me había dicho.

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4
Era un hermoso día de verano, caluroso y soleado, y ambos se encontraban en el
jardín de Joe. En el lugar en que Tom había colocado la parrilla, Joe había instalado
una piscina, una de esas piscinas cisternas de plástico, de metro y medio de
profundidad y tres y medio de larga. Bebían cerveza. Joe en traje de baño y Tom con
pantalones de franela y una camisa deportiva. El primero trataba de reparar el filtro
de la piscina. Al puñetero desagüe siempre le pasaba algo, era la mecánica más
delicada del mundo. A veces, Joe tenía la impresión de que se pasaba todo el verano
reparando el maldito filtro.
Eran vecinos desde hacía ya más de nueve años. Tom había sido el primero en
comprar la casa, once años atrás, y cuando Joe quiso mudarse de la ciudad después de
nacer Jackie, sucedió que la casa de al lado de Tom se encontraba en venta. Por
aquella época, los dos llevaban uniforme y algunas veces eran compañeros de tarea.
Llevaban muchos años juntos, se llevaban bien, todo hacía suponer que serían buenos
vecinos, y así fue.
Las casas no eran muy confortables, pero sí habitables. Estaban ubicadas en un
barrio que se había construido después de la guerra, cuando la idea de calles sinuosas
era una novedad. Tenían tres dormitorios, todos ellos en el mismo piso, y un pequeño
altillo que mucha gente del vecindario había convertido en un dormitorio más.
Afortunadamente, ni Tom ni Joe tenían familias tan numerosas como para hacer eso,
y ninguno de ellos pensaba aumentar su número de miembros, de manera que podían
mantener la buhardilla para su función original, tal como llenarla con todas las cosas
que se acumulan en una casa a través del tiempo, cosas sin ninguna utilidad, pero que
nadie quiere tirar.
Las casas no eran malas a pesar de todo. Habían sido construidas antes de que la
moda del plástico cobrara auge, de manera que los materiales empleados eran de
buena calidad, en su mayor parte madera. La fachada, construida con planchas de
contrachapado, requería una mano de pintura cada cuatro o cinco años, los jardines
eran bastante grandes y al fondo de cada uno había una cochera con capacidad para
un solo auto.
Senderos de grava separaban las casas y defendían las líneas de la propiedad.
Todas las casas de los alrededores eran iguales excepto por el color y los diversos
cambios que añadían los propietarios. Ni Tom ni Joe habían hecho ningún tipo de
cambio de manera que ambos tenían la casa tipo, tal como la había trazado el
arquitecto. Sólo que un poco más viejas.
La mayoría de la gente disponía vallas a lo largo de sus jardines para evitar que
los niños se escaparan, pero ni Tom ni Joe lo habían hecho. Entre el jardín de Tom y
el de su vecino de la derecha había una valla de madera instalada por el vecino, y
entre el de Joe y su vecino de la izquierda en lugar de valla había una reja cubierta de
enredaderas, también puesta por el vecino, pero entre sus propios jardines no había

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nada sino los restos de un seto plantado por algún anterior propietario. El seto tenía
grandes aberturas por donde pasaban constantemente, y como no se preocupaban en
cuidarlo estaba muriendo lentamente. Y por cierto que tardaba años en morir.
Era un hecho conocido que en todas las casas del vecindario el linóleo de la
cocina estaba resquebrajado, y en muchas de ellas el sótano tenía goteras.
No habían vuelto ha hablar de aquella historia del robo, desde aquel día en el
coche, pero ambos habían pensado bastante en ello. Por supuesto sin mucha seriedad;
no imaginaban que pudieran llevar a cabo un robo importante, sólo era una quimera,
una forma de evadirse de la realidad.
Joe no estaba pensando en eso por el momento, especialmente porque su mente
estaba concentrada en el desagüe de la piscina, pero la mente de Tom estaba soñando
con el asunto, de pronto dijo:
—¡Eh!
Joe estaba sentado en el césped con las piernas cruzadas, rodeado de mangueras,
arandelas y tuercas. Dejó lo que tenía entre las manos, se frotó el sudor de la cara,
bebió un trago de cerveza y se volvió a Tom diciéndole:
—¿Qué?
—¿Cuánto crees que pagarían los rusos si secuestramos a su embajador?
Joe lo miró con los ojos entrecerrados por la luz del sol.
—¿Estás hablando en serio?
—¿Por qué no? Sería rentable y patriótico a la vez.
Joe reflexionó durante un breve momento, luego echó un vistazo al jardín
preguntando:
—¿Y dónde demonios vamos a esconder un puñetero embajador ruso?
—Sí, ése es el problema.
Joe sacudió la cabeza y volvió de nuevo a su tarea. Tom terminó su cerveza.
Ambos rumiaban sus pensamientos.

TOM
El aviso provenía de un colegio secundario. Habían encontrado uno de los
profesores, una mujer, muerta.
Eran cerca de las once de la mañana, un día nublado. Ed y yo nos dirigimos hacia
allá en el Ford y estacionamos frente al colegio. Era un viejo colegio de piedra gris,
tres pisos, que parece más una fortaleza que un lugar para jóvenes. A la derecha había
un patio de recreo rodeado por una valla alta. Se encontraba vacío.
Un reciente hábito se había puesto de moda entre los jóvenes: escribir nombres en
paredes y subterráneos con aerosoles y botes de pintura, ambas cosas difíciles de
borrar, especialmente de una superficie porosa como la piedra. Esta moda consistía en

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escribir el nombre, apodo o bien un nombre mágico que inventaban para sí y luego
escribir debajo el número de la calle donde vivían, por ejemplo: «JUAN 135» o
«VROOM VROOM 83». Ese tipo de cosas.
La moda había llegado al colegio. Todas las paredes, hasta donde pudiera
alcanzar el brazo de un niño, estaban cubiertas de inscripciones de tinta o pintura
negra, roja, verde, azul, amarilla. Algunas de las firmas eran como pequeños cuadros,
realizados con amor, otras no eran más que grafitis aformes, con la pintura goteando
desde la base de las letras. Pero la mayoría de estos artistas no había escrito más que
el nombre y el número sin ninguna pretensión artística: «ANDY 87», «BETH 81»,
«MORO 103».
Al primer vistazo todo ese muestrario de pintura, parecía un acto de vandalismo y
nada más. Pero acabé por acostumbrarme, y mirando alrededor nuestro tenía la
impresión de que todo eso formaba parte de un decorado, como un dobladillo
multicolor sobre la falda gris de un edificio de piedra, todo eso daba al conjunto un
sabor pintoresco y latino, y que una vez superado ese prejuicio contra el vandalismo
no era un crimen importante. Por supuesto que siempre me reservé esta opinión.
Una vez dentro nos dirigimos a la oficina del director, quien nos dijo que nos
mostraría el lugar donde estaba el cadáver. Mientras íbamos por el pasillo nos
comentó:
—Esa habitación era el antiguo baño de niñas, pero en la actualidad han retirado
todas las instalaciones. Hasta ahí han llegado con el plan de modernización.
El hombre debía tener una cuarentena de años pero ya estaba calvo; usaba unas
gruesas gafas y bigote y tenía un aire ligeramente pudoroso, como si tuviera más
miedo al pecado de lo que en realidad pecaba.
Los alumnos nos miraban con curiosidad, y me dije que aún no se había
divulgado la noticia de la muerte de la profesora.
Ed preguntó:
—¿Por qué no comunicó su desaparición en seguida?
—Muchas de estas maestras son muy jóvenes —repuso el director—, suelen
tomarse dos o tres días sin previo aviso, así que no les prestamos atención. Otra
profesora se dio cuenta, advirtió el olor esta mañana, y así fue que ella descubrió la
muerta.
—Nos gustaría hablar con ella.
—Por supuesto. Se encuentra aquí. Nuestra opinión con respecto a este asunto de
la señorita Evans es que un grupo de muchachos intentó violarla y la condujeron ahí
dentro. En algún momento debió resistirse. No creo que ellos tuvieran la intención de
asesinarla.
Las intenciones no importaban, si estaba muerta. Seguimos al director en silencio.
El director acabó por detenerse y señaló una puerta.
—Está allí dentro.
Me dirigí a la puerta mientras Ed le decía al director:

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—¿Y su familia? ¿Han avisado a su casa?
Abrí la puerta y di un paso, el olor me dio de pleno en la cara. En la penumbra, la
luz del mediodía se filtraba por las sucias ventanas. La vi tendida en el suelo al pie de
la pared. Había restos de yeso blanco, allí donde habían retirado los lavabos. La
muchacha estaba allí desde hacía una semana y había ratas en el edificio.
—¡Dios! —murmuré retrocediendo y cerrando la puerta de un golpe.
El director, mientras, respondía a las preguntas de Ed.
—Ella vivía sola en…
En ese momento me vio y me dijo:
—Oh… lo siento muchísimo, supongo que debería habérselo advertido.
Ed dio un paso hacia mí preocupado.
—¿Estás bien, Tom?
Le hice señas con las manos para que se alejara de la habitación.
—Déjalo. La ambulancia está a punto de venir.
Sentía que la sangre se me iba de la cabeza, tenía una sensación de frío en los
brazos y en los pies.
El director con cierto aire tímido, pero aturdido, señaló:
—La verdad que lo siento muchísimo. Me imaginaba que ustedes estaban
habituados a este tipo de cosas.
Los aparté, pasando entre ellos. Necesitaba aire fresco. Habituados a este tipo de
cosas. ¡Por Dios!

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5
Esta semana, tenían el turno de medianoche hasta las ocho de la mañana. Es el
más tranquilo de los tres turnos, pero a las ocho de la mañana, cuando se vuelve a
casa con el sol en los ojos y los párpados pesados, uno piensa que jamás se volverá a
sentir a gusto dentro de su pellejo.
Joe fue el primero en salir. Sacó el Plymouth del aparcamiento, continuó a lo
largo de la manzana y aparcó en doble fila delante de la comisaría. Hubo de esperar
diez minutos antes de que saliera Tom, parecía de mal humor.
—¿Qué problemas tienes?
—Una pequeña charla con el jefe, una tontería sobre narcóticos.
—¿Qué tipo de tontería?
Tom bostezó y se encogió de hombros furioso.
—Nada nuevo. Cualquier cosa que encuentres hay que informarla en seguida. El
barullo de siempre.
Joe arrancó y se lanzó al laberinto de calles que hay antes del túnel de Midtown.
—¿Me preguntó quiénes son los que han caído esta vez?
—Nadie de los nuestros, en todo caso —respondió Tom. Volvió a bostezar, pero
esta vez con ganas y se frotó la cara con ambas manos—. Vaya, muchacho, estoy
muerto de sueño.
—Tengo una idea —dijo Joe.
Tom imaginó en seguida lo que quería decir. Mirándolo interesado, preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Cuál, pues?
—Los cuadros de un museo.
Tom frunció el ceño.
—No te entiendo.
—Escucha. En los museos hay cuadros que valen al menos un millón de dólares
cada uno. Nos marchamos con unos diez, y los vendemos a otro museo por cuatro
millones. Dos millones para cada uno.
Tom parpadeó, se frotó la mandíbula y sus uñas hicieron un ruido desagradable,
como si pasaran por una lija de papel.
—No sé. Diez cuadros son tan difíciles de ocultar como mi embajador ruso.
—Podría ponerlos en mi garaje —dijo Joe—. ¿Quién va a buscar cuadros en un
garaje?
—Tus chicos los destruirían el primer día.
Joe no renunciaba; era la única idea que tenía.
—Cinco cuadros. A millón cada uno.
Tom tardó en responder. Se mordió el labio inferior y se quedó pensando, tratando
de imaginar no sólo lo que no cuajaba con lo de las pinturas, sino también en una
regla general para elaborar con éxito todo este asunto del robo. Había dos caminos:
tomarlo en serio o no tomarlo en serio. Al fin dijo:

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—No debe ser nada que haya que devolver. Nada que tengamos que guardar u
ocultar durante un tiempo. Necesitamos algo con beneficios inmediatos.
Joe asintió con reticencia.
—Sí, supongo que tienes razón. No estamos hechos para ese tipo de cosas.
—Exacto.
—Pero tampoco queremos dinero. Ya hemos hablado de eso.
—Ya sé. Todo el mundo tiene los números de serie.
—De manera que no es nada fácil.
—Jamás dije que lo fuera.
Permanecieron callados por un momento. Estaban casi en el túnel cuando Tom
rompió el silencio:
—Lo que necesitamos es algo de lo que podamos deshacernos pronto, a cambio
de un gran paquete.
—Correcto. Y un comprador. Un tipo rico, con dinero en efectivo.
El vehículo entraba en el túnel.
—Gente rica —repitió Tom. Ambos pensaban en lo mismo.

JOE
Dos canales de televisión habían enviado cámaras y periodistas para cubrir la
noticia. Paul y yo fuimos los primeros que llegamos al lugar, así que Paul fue
entrevistado por un equipo y yo por el otro.
No estaba nervioso. Jamás había sido entrevistado para la televisión, pero por
supuesto que había visto a compañeros en los diferentes informativos, en el lugar de
un incendio o de una explosión, cosas de ese estilo. Tres veces he visto a tipos que
conocía de la vida real. También, alguna vez, en la ducha, me entregaba a la fantasía
de imaginar una entrevista; me hacía las preguntas y las respuestas, ensayaba
diferentes poses. De manera que se puede decir que tenía bien preparado mi papel.
Para la entrevista habían dispuesto la cámara frente al edificio de tal manera que
se viese detrás de mí y del periodista mientras éste me interrogaba. Era uno de esos
enormes edificios de oficinas en construcción, y los obreros con sus cascos
protectores no dejaron de trabajar constantemente durante toda la entrevista. Uno de
ellos se había matado, pero eso no retuvo la atención de los demás. No más de cinco
minutos. Cuando se trata de dinero, uno hace su trabajo y no se piensa en otra cosa.
Este tipo de edificios se levantaban por toda la ciudad: grandes construcciones de
vidrio y piedra llenas de oficinas. No estaban pensados como viviendas porque quién
tiene ganas de vivir en Manhattan después de todo. Manhattan es un lugar donde se
trabaja y nada más.
Estos edificios comenzaron a construirse después de la Segunda Guerra Mundial.

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Con buen tiempo o mal tiempo, con auge o con depresión, no importa, siempre
siguen hacia arriba. Durante los últimos diez años se construían, sobre todo, en los
barrios del este, en medio de la ciudad, entre la Tercera Avenida y Lexington. Cuando
menos se espere, le darán a la Tercera Avenida un nombre más distinguido, como
hicieron en su día con la Cuarta, cuando se levantaron los grandes edificios de
oficinas y pasó a llamarse Park Avenue Sur.
Esa es la zona donde se concentran el mayor número de construcciones nuevas,
de todas formas también se encuentran en otros distritos, como por ejemplo éste
donde estaba siendo entrevistado.
Hace un par de años, un individuo con quien estuve hablando en un bar me dijo
que en su opinión la principal característica de Nueva York es que está atravesando
todas las fases del fénix al mismo tiempo. ¿Saben lo que es el fénix? Eso se aprende
en la escuela. Bien, así que el tipo dijo que eso era Nueva York, pero todo a la vez.
Nueva York está viva, pero arde y muere y renace de sus cenizas al mismo tiempo. Y
creo que es una idea acertada viendo todos esos edificios levantándose donde los
edificios de ayer fueron demolidos; edificios limpios y hermosos que a veces matan a
alguien por el camino.
El periodista que me entrevistaba era un negro de café con leche y bigote. Era
evidente que se consideraba el mejor periodista de la ciudad. El ingeniero de sonido,
el cámara, dos o tres tipos más junto con él daban vueltas alrededor de mí
preparándolo todo. Tras esto comenzó la entrevista. Alguien había escrito un pequeño
párrafo de entrada para el reportero, y éste lo tenía en la mano, mientras que con la
otra empuñaba el micrófono. Sin embargo, debió aprendérselo de memoria, pues una
vez se empezó no miró el papel.
Comenzó así:
—Una tragedia se ha desarrollado hoy en el lugar del nuevo edificio de la
compañía de aviación Trascontinental, en la avenida Columbus. Uno de los obreros
murió al caer treinta y siete pisos dentro del mismo edificio en construcción. El
agente Joseph Loomis fue uno de los primeros en llegar al lugar de la tragedia…
Agente Loomis, ¿podría describir lo sucedido?
—La víctima —respondí— era un indio mohawk, empleado en la instalación de
la estructura metálica del edificio. Su nombre era George Brook, tenía cuarenta y tres
años.
El reportero me miraba directamente a los ojos, como si tratara de hipnotizarme.
Tan pronto terminé, retiró rápidamente el micrófono que yo había sostenido y lo llevó
hacia su boca.
—A su parecer, ¿qué fue lo que realmente pasó, agente Loomis?
—Al parecer resbaló. Se encontraba en el piso cincuenta y dos, que es lo más alto
a que han llegado hasta ahora, y cayó treinta y siete pisos, dando en la terraza de
hormigón del piso quince. Cayó en el interior del edificio, y éste es el último de los
pisos que han sido cubiertos.

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Zum, el micrófono despegó hacia su boca.
—Encontró la muerte treinta y siete pisos más abajo.
Zum, el micrófono volvió hacia mí.
—No, probablemente ya debía estar muerto, porque en el descenso su cuerpo se
golpeó contra las vigas de cemento. Le destrozaron el cuerpo.
Un negro no puede ponerse pálido, pero él lo intentó. Sus ojos parecían llenos de
pánico y preguntó rápidamente:
—¿Hay muchos indios de raza mohawk trabajando en la estructura metálica,
agente Loomis?
¿Quería cambiar de tema? Bien, a mí me importaba un comino, respondí:
—Sí, en efecto. Me parece que hay un par de tribus que viven en Brooklyn, y
todos ellos trabajan en la construcción.
Zum.
—Se dice que los indios desconocen el vértigo. ¿No es verdad?
Zum.
—No creo que sea verdad. Se llegan a caer, como cualquier otra persona.
Por fin había atraído su atención. Estaba interesado en el tema a pesar de sí
mismo.
—¿Entonces por qué hacen ese tipo de trabajos?
Me encogí de hombros.
—Supongo que tienen que ganarse la vida de alguna forma.
Evidentemente yo no servía para la televisión. Los ojos del reportero miraron
alrededor y con la voz más apagada dijo:
—Muchas gracias, agente Loomis —y se apartó de mi lado dispuesto a dar una
conferencia al público que lo rodeaba.
Lo retuve sólo para echarle a perder su propósito, diciendo:
—Ha sido un placer.
Y cuando él abría la boca para responder algo di media vuelta y me fui.
Aquella noche vi el programa, y noté que únicamente utilizaron la primera parte
de lo que yo había dicho. El resto fue algo de la propia cosecha del periodista después
de haberme marchado yo. Él permaneció en el mismo sitio con la imagen de los
obreros trabajando en la construcción detrás suyo. Entre otras cosas, dijo que el
hombre había encontrado la muerte treinta y siete pisos más abajo.
¡Gracias por la exactitud, miserables!
No sé lo que dijo Paul, pero no apareció en la pantalla. Después comentó que era
antisemitismo.

TOM

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Dos importantes tipos de la mafia habían sido capturados en nuestro sector la
noche anterior y Ed y yo estábamos entre los seis hombres vestidos de civil asignados
para conducirlos esa mañana a la comisaría central.
Eran, en verdad, personajes importantes de la mafia de Nueva Jersey, y era raro
encontrarlos en la ciudad. Uno de ellos se llamaba Anthony Vigano y el otro Louis
Sambella.
Nadie sabía si iban a surgir dificultades o no. No parecía muy probable que
alguno de sus colegas tratara de liberarlos, pero sí era posible que alguno de sus
enemigos les disparara aprovechando que no estaban rodeados por sus
guardaespaldas. De manera que se tomaron todo tipo de precauciones, así por
ejemplo se los condujo en dos coches distintos sin identificación, escoltados cada uno
por tres agentes.
Yo conducía uno de los autos. Estaba solo en el asiento de delante, y Vigano
estaba sentado detrás, entre Ed a su izquierda y un inspector llamado Charles Reddy a
su derecha. Llegamos al Departamento sin ninguna incidencia; teníamos que llevarlos
a la sala de audiencias, en el cuarto piso. Se habían hecho arreglos con anticipación,
de manera que nos recibieron dos agentes uniformados en la entrada lateral y nos
condujeron hasta el ascensor.
Vigano y Sambella se parecían; corpulentos, de tez arrebatada, sus rostros tenían
esa expresión estereotipada de desprecio que adquiere la gente cuando ha estado
manejando a otras personas durante mucho tiempo. Estaban muy bien vestidos,
quizás demasiado ostentosamente: las rayas de sus trajes eran demasiado llamativas,
los gemelos demasiado grandes y brillantes, y demasiados anillos en los dedos. Olían
a loción, a colonia y a desodorante. No parecían intranquilos, como si estuvieran en
su ambiente.
Nadie había pronunciado una palabra durante el trayecto. Sin embargo,
inesperadamente, Charles Reddy comentó:
—No pareces preocupado, Tony.
Vigano le dirigió una mirada inexpresiva. Si estaba molesto porque no se
dirigieron a él llamándolo por su apellido no lo mostró, simplemente replicó:
—¿Preocupado? ¿Por qué habría de estarlo? Yo podría comprarte y venderte.
Estaré en casa con mi familia esta misma noche, y dentro de cuatro años, cuando el
caso se haya terminado en los tribunales, no seré yo el perdedor.
Nadie le respondió. ¿Qué podríamos decirle? «Puedo comprarte y venderte».
Todo lo que podía hacer en ese momento era mirarlo.

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Ambos tenían el día libre y se habían quedado en sus casas. Habían organizado
una fiesta de cumpleaños en la cocina de Joe. Su hija Jackie cumplía nueve años, y la
cocina estaba llena de críos y madres, muchos más de los que el espacio permitía.
Pero a nadie le importaba. Los niños estaban encantados con el amontonamiento y
sus madres charlaban mientras simulaban estar muy atareadas.
Joe se quedó en la puerta de la cocina, observándolo todo con una sonrisa.
Disfrutaba con el ruido y el desorden que estaban organizando los muchachos;
también le gustaba mirar los cuerpos de las madres mientras iban de aquí para allá
tratando de colocar las cosas en su sitio. Era un día caluroso, la cocina era pequeña,
todo el mundo transpiraba, y a causa del calor nadie llevaba mucha ropa. Las
encontraba muy seductoras, con el pelo pegado a la frente, los vestidos húmedos
apretados contra el cuerpo y el ruido de sus piernas al rozar la una contra la otra.
Joe imaginaba una pequeña escena, en la que se encontraba con la mirada de una
de las mujeres y haciéndole un pequeño gesto ella venía y le preguntaba:
—¿Qué pasa, Joe?
—El teléfono.
—¿Para mí…?
—Ven a cogerlo al dormitorio. (Esa frase le gustaba y se reía solo).
De manera que ella entraba en el dormitorio, tomaba el teléfono y se volvía hacia
él, y un poco confundida diría:
—¡Pero si no hay nadie en la línea!
Él sonreiría y quizás le guiñara el ojo.
—Ya lo sé. ¿Y qué te parece si descansamos un poco?
—¿En qué estás pensando, Joe?
—Lo sabes muy bien.
Entonces la llevaba a la cama y le hacía el amor a conciencia.
Todo esto discurría en su fantasía mientras estaba, de pie, apoyado contra el
marco, observando a los muchachos divertirse.
Tom llegó a la casa entrando a propósito por la puerta de la calle, porque sabía
que la fiesta se desarrollaba en la cocina e imaginó que Joe permanecería lejos de
ella. Buscó por toda la casa y se sorprendió de encontrarlo prácticamente dentro de la
cocina, de pie contra la puerta, entre todo ese calor y bullicio.
Tom le tiró de la manga. Joe, que saboreaba las delicias de su fantasía amorosa, le
lanzó una mirada de enojo y no se movió, pero Tom insistió. Joe señaló la cocina con
la mandíbula indicándole su preferencia, entonces Tom lo atrajo al salón con un gesto
del pulgar y ambos salieron de la cocina.
Joe preguntó:
—Está bien, ¿de qué se trata?
Hablando con excitación y a media voz, Tom le respondió:

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—¡Ya lo tengo!
—¿Qué es lo que tienes?
—A medias —dijo Tom, levantó el índice y sonrió—. Tengo nuestro problema
resuelto a medias.
—¡Ah, sí! —dijo Joe con un tono irónico—. ¿De qué problema se trata?
—Del gran golpe.
De pronto Joe temió que pudieran oírlos. Hizo un gesto brusco con la mano y se
volvió hacia la cocina.
—No te preocupes —dijo Tom—, no pueden escucharnos con todo ese alboroto.
Joe no había estado pensando en la idea del robo y no quería pensar en él. Se
acercó a Tom y murmuró:
—Bien, ¿de qué se trata?
—¿Recuerdas? Dijimos que nos hacían falta dos cosas. Algo que pudiéramos
convertir en seguida en dinero, y alguien para comprarlo.
Joe asintió con la cabeza; escuchaba sin estar verdaderamente interesado en el
tema. Su atención todavía estaba allá en la fiesta y en su imaginaria escena erótica.
Hasta ahora ambos habían disfrutado del robo en los momentos de tedio, cuando no
había otra cosa que hacer, como cuando iban a trabajar a la ciudad en el coche, pero
tan sólo era algo teórico que decían que iban a hacer, pero que ninguno de ellos
intentaba realmente llevar a cabo. Por el contrario, ahora el robo se había convertido
en algo real para Tom. Joe no estaba tan metido, así que se limitó a asentir,
escuchando a medias.
—Sí, lo recuerdo.
—Pues bien, tengo el comprador.
Joe frunció el ceño y no escondió su escepticismo.
—¿Quién?
—La mafia.
—¿Qué? ¿Estás loco? —exclamó Joe.
—¿Quién si no tiene dos millones de dólares en efectivo? ¿Quién si no compra
cosas robadas por ese precio?
Joe apartó los ojos mirando alrededor suyo y comenzó a pensar en lo que Tom le
había dicho.
—¡Vaya por Dios! Tom… Tienes razón.
—Ya te conté acerca de esos valiosos cargamentos en los muelles, donde yo
trabajaba en aquella época. Iban directamente a la mafia. Dicen que valían unos
cuatro millones de dólares por año.
Joe pensaba, buscando un fallo.
—Pero no es un sólo robo. Nos tomaría un año hacerlo.
—Lo esencial es que ellos compran.
—De acuerdo, pero ¿qué es lo que les venderemos?
—Cualquier cosa que quieran comprar —replicó Tom.

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TOM
Habíamos discutido juntos la mejor forma de entrar en contacto con la mafia.
Habíamos convenido que no íbamos a recurrir a intermediarios, ni a tratar con ningún
segundón de esos que andan por las calles. De esa manera, no llegaríamos a la
cabeza, o bien una serie de personas no interesadas podrían llegar a conocer nuestros
propósitos y nos veríamos en dificultades aún antes de hacer nada. Además se habla
de la mafia como un negocio, y en cualquier negocio, si se quiere plantear un
problema o una proposición, es siempre mejor ir a la cabeza y dejar a los segundones
a un lado.
Así que decidimos proponérselo a Anthony Vigano en persona. Estaba, como lo
había anunciado, libre bajo fianza, de tal forma que nos sería posible verlo.
Convinimos que sería mejor que lo intentara sólo uno de nosotros, y ya que había
sido mía la idea, yo iría la primera vez. Además, Joe no se sentía muy dispuesto a
hacerlo. No era trabajo para él.
Vigano tenía un grueso expediente en los archivos de la comisaría y gracias a mi
cargo me era fácil acceder a ellos. Encontré su dirección: Red Bank, Nueva Jersey.
Además incluía una serie de informaciones acerca de los asuntos en los que había
estado mezclado a través de los años; había pasado ocho meses encarcelado a los
veintidós años por un asalto a mano armada. Además tenía una colección de arrestos
más numerosa que pelos en mi cabeza, pero ninguna condena. A lo largo de su vida,
ejerció como dirigente sindicalista, anduvo en negocios de importación y exportación
durante algún tiempo, fue el principal accionista de una cervecería de Nueva Jersey y
fue copropietario de una compañía de transporte. Había sido arrestado por tráfico de
drogas, por extorsión, encubrimiento, corrupción de funcionarios y casi todos los
crímenes que se conocen, menos el de vagancia. Hasta intentaron pescarlo por fraude
fiscal, pero logró salir limpio del caso.
Había sido víctima de tres intentos de asesinato, el último nueve años atrás, en
Brooklyn. No se desplazaba jamás sin sus guardaespaldas, e incluso uno de ellos
resultó muerto en uno de los atentados, y hasta ahora no tenía ni un rasguño;
aparentemente después de aquel incidente no hubo más luchas internas en su banda.
Su residencia en Red Bank era una mansión al borde del mar, rodeada por una
inmensa reja de hierro.
Tomé el Chevy y me fui a dar una vuelta para tener una idea del lugar. Desde
fuera, y a través de los portones de hierro cerrados, podía verse el camino de asfalto
que serpenteaba entre un césped prolijamente cortado y grandes robles, que conducía
a una mansión de tres pisos de ladrillo, con una fachada clásica consistente en cuatro
columnas blancas con un remate superior. Se veían dos o tres lujosos automóviles

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estacionados delante de la casa y un individuo vestido de jardinero que iba y venía,
justamente ahí, detrás de los portones… ¡Jardinero!… ¡Al diablo con él!
Una conclusión a la que habíamos llegado, al pensar nuestro plan, era que gracias
a nuestro trabajo podríamos obtener los elementos que necesitábamos para el robo
directamente del Departamento de Policía, y ahora por primera vez pusimos la idea
en práctica. En el piso superior de la comisaría hay una habitación llena de disfraces,
vestidos, falsos estómagos y todo ese tipo de cosas. Subí y tomé una peluca, un
bigote y un par de gafas con armazón y lentes neutras. Le entregué toda mi
identificación a Joe y tomé el tren para Red Bank. Mi idea era visitar a Vigano sin
que él me pudiera devolver la visita.
En la estación tomé un taxi para que me llevara hasta la casa de Vigano. Si la
dirección le decía algo al conductor no dio muestra de ello. Le pagué, me bajé del
taxi, esperé a que se alejara y me acerqué al portón.
De pronto, alguien desde dentro me enfocó con una linterna a los ojos. Me cubrí
con un brazo y exclamé:
—¡Oiga! No tiene necesidad de cegarme.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó una voz. Era una voz cascada, como de
alguien que vive de pizzas y cigarrillos.
Mantuve el brazo levantado. No quería exponerme a plena luz por el momento.
—¡Quite esa puñetera luz de mi vista!
El tipo dudó un par de segundos y fue bajando el rayo de la linterna hasta llegar a
la hebilla de mi cinturón. Seguía sin poder ver nada, pero al menos no me cegaba.
Además mi perfil permanecía en la penumbra.
—Quiero saber qué es lo que quiere —dijo el tipo.
Bajé el brazo respondiendo:
—Quiero ver al señor Vigano.
De pronto me sentí inquieto. Me encontraba aquí sin ninguno de los elementos de
protección que habitualmente llevo, no tanto la pistola como la autoridad que me da
la placa.
—No lo reconozco.
—Soy un agente de Nueva York y traigo una proposición.
—No aceptamos desertores.
—Una proposición, eso es todo. Desearía hablar con otra persona.
Durante diez segundos no pasó nada; de pronto la luz se apagó. Ahora no veía
nada; mi ceguera era total.
—Espere aquí —dijo la voz mientras las pisadas se alejaban.
Después de unos minutos mis ojos se acostumbraron otra vez a la oscuridad y
podía ver las luces dentro de la casa. Pero desconocía si había alguien detrás del
portón.
Esperé casi cinco minutos. Eso me dio tiempo suficiente como para llegar a la
conclusión de que yo era un idiota. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? Todo esto

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del gran golpe no era más que una cosa de la cual hablábamos Joe y yo cuando
íbamos y veníamos de la ciudad. A veces trazábamos planes y parecía que lo
tomábamos en serio, pero ¿en verdad era así? ¿Iba realmente yo a robar algo y a
cobrar un millón de dólares para ir a vivir a Trinidad? Eso era un sueño y nada más.
La razón por la cual me convertí en policía fue porque quería tener un empleo
civil en la administración pública.
Pasé un par de exámenes y entré como empleado en la oficina de trabajo de
Queens. Un día en que no tenía nada mejor que hacer leí un anuncio sobre unas
oposiciones para policía en el tablón de anuncios de la oficina. Me dije que siendo
policía combinaba un trabajo en la administración con riesgo y aventura y continuaba
como funcionario, pero sería mucho más apasionante que lo que por el momento
hacía. El trabajo en la oficina me aburría, así que presenté la solicitud. No me engañé
a mí mismo; ser policía es exactamente eso: funcionario más aventura.
Pero no sé; estos últimos años todo parece andar mal. Algunas veces pienso que
esto se debe a que estoy volviéndome viejo, pero otras miro a mi alrededor y advierto
que a todos los demás les sucede lo mismo. Por ejemplo, Nueva York está
volviéndose más feo día a día, el dinero se hace más escaso, todo está más tenso,
difícil y frívolo de lo que solía estar.
Esto ocurre desde hace mucho tiempo. No quiero decir que se haya producido
ningún cambio repentino. Quiero decir que la razón por la cual me mudé con mi
familia fuera de Long Island hace once años fue porque ya en ese entonces Nueva
York era un lugar donde uno no quería que crecieran sus hijos. Todo el mundo se
mudó en aquel entonces. Todos sabíamos que la ciudad se salía de nuestras manos y
confesábamos que no nos gustaría ver a nuestros hijos crecer en ese ambiente.
Hoy por hoy, la ciudad está realmente imposible, ni siquiera es soportable por los
adultos. Detesto tener que ir allá en mi coche todos los días de la semana; ni siquiera
me gusta mirar en esa dirección. Pero ¿qué voy a hacer? Uno está casado, con hijos,
una renta que pagar de la casa, del coche; de pronto ya no tiene libertad para tomar
sus propias decisiones. No podría decidir mañana dejar mi puesto. ¿Acaso podría
echar por la borda mi derecho a seguridad social, a jubilación? ¿Y dónde encontraría
otro empleo con el mismo sueldo? Y en caso de encontrarlo, ¿sería mejor?
Uno sigue y sigue y parece como si manejara su propia vida y nunca se piensa
que en realidad la vida se ha cerrado gradualmente alrededor de cada uno de nosotros
y en realidad es ella la que nos maneja.
Durante todo este lapso, mientras la idea del robo todavía era teórica, me encontré
recordando una y otra vez lo que ese hippy traficante de drogas me dijo acerca de que
todos vemos la vida de una forma distinta de la actual. Lo cual es verdad. Algunas
veces me sorprendo haciendo cosas o diciendo cosas, o sólo pensando cosas, y de
pronto me miro a mí mismo y no puedo creer que sea yo.
Si cuando tenía diez años hubiera podido ver en el futuro al hombre que era en la
actualidad, ¿hubiera estado satisfecho?

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Y tengo una vaga sensación de que no está bien, de que ése no es el hombre que
debo ser. Joe y yo, mi compañero Ed, todos nosotros hemos limitado los horizontes
de nuestras vidas, nos hemos hecho torpes y rudos porque es la única manera de
sobrevivir. Pero ¿qué nos hubiera pasado si nos hubiera tocado vivir en un ambiente
diferente? Incluso aquel hippy fue un niño de diez años. Pero todos nos encontramos
en esta ciudad como bestias hambrientas agolpadas en una pequeña habitación, y nos
mordemos los unos a los otros porque es lo único que sabemos hacer, y después de un
tiempo todos nos convertimos en personas entre las cuales no queremos que crezcan
nuestros hijos.
De manera que uno se encuentra en su vehículo camino del trabajo y empieza a
soñar con la idea de robar un millón de dólares, ir a vivir a una isla del Caribe,
escapar de este condenado lugar. Se hacen películas sobre robos, la gente va a verlas
y les gustan. O las miran en televisión. Y de tanto en tanto alguien intenta hacer lo
mismo en la vida real.
Vi acercarse una luz por el sendero que viene de la casa. Me sentía intranquilo
viéndola venir. Todavía podía alejarme del lugar y dar marcha atrás al proyecto. Creo
que sólo la idea de enfrentarme luego con Joe hizo que me quedara.
Había varias personas detrás de la linterna. No podía saber cuántas eran. La
linterna ahora no me enfocaba; primero se fijó en el suelo, luego en el portón que
estaban abriendo. Una voz dijo:
—Entre. No era la voz grave de antes, sino una voz distinta, suave y delicada.
Entré y cerraron el portón detrás de mí. Me registraron concienzudamente, luego
unas manos se apoderaron de mis brazos un poco más arriba de los codos y me
hicieron caminar en dirección a la casa.
No me llevaban a la entrada principal, sino que me condujeron a una puerta
lateral donde se veían palas de nieve, gabanes y botas. Atravesamos una pequeña
habitación y pasamos a una cocina vacía donde volvieron a registrarme. Había tres
hombres, dos me revisaban mientras el tercero se mantenía detrás de mí. Vestían traje
y corbata, pero evidentemente se trataba de mañosos.
Una vez terminada la tarea, uno de los que me cacheó salió de la habitación. Me
quedé con los otros dos a la expectativa de lo que pasara. Miré la cocina, que parecía
la de un pequeño restaurante, con su gran mesa de madera en el centro y cacerolas de
cobre colgando por encima. También formaban parte de la cocina un par de hornos de
acero, una parrilla y otros utensilios del mismo estilo. Al parecer el señor Vigano
daba de comer a mucha gente.
Se me había ocurrido que tal vez intentara matarme. Él no tenía ninguna razón
verdadera para ello, pero no podía descartar la posibilidad. Preferí admirar la cocina a
pensar en eso.
El granuja volvió a entrar y dijo a los otros dos:
—Lo llevamos a ver al patrón.
—¡Estupendo! —exclamé. Lo dije porque en parte quería estar seguro de que

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todavía era capaz de hablar.
El primer tipo indicaba el camino. Los otros dos volvieron a tomarme de los
brazos y abandonamos juntos la cocina.
Tenían un curioso método de avanzar. De mano, el primer granuja se adelantaba
cruzando el dintel de una puerta o giraba en la esquina de un pasillo, y después se
volvía hacia nosotros, hacía un gesto afirmativo con la cabeza y entonces nosotros
avanzábamos hasta alcanzarlo. En ese punto nos deteníamos de nuevo mientras que él
comenzaba de nuevo todo el ceremonial. Yo me sentía un peón de un tablero de
ajedrez, moviéndose de casilla en casilla. No sabía si era que ellos no querían que
fuera visto por otros miembros de la familia Vigano, o si había otros tipos de la mafia
a los que yo no debería ver. Cualquiera que fuese la intención, el resultado fue que
tuve una visita turística paso a paso por el primer piso de la casa de Vigano.
Era una casa extraña. Quizá Vigano la había comprado amueblada al propietario
anterior, alguien con muy buen gusto, o la había hecho decorar por un artista.
Atravesamos habitaciones llenas de valiosas antigüedades, muebles de líneas
distinguidas, paredes recubiertas con papeles aterciopelados, candelabros de cristal,
tapices; todo el conjunto era de un lujo incalculable, el tipo de ambiente en el que me
siento más a gusto. No obstante, había ciertos objetos que no se acoplaban al
conjunto: un cuadro de un payaso llorando, con piedras de colores salpicadas en el
bonete, o una maravillosa mesa de mármol, estropeada por la presencia de uno de
esos ceniceros publicitarios, o una lámpara de bronce representando dos leones
tratando de trepar por el tronco de un árbol con una pantalla de color crema con una
franja púrpura y sobre una estupenda mesa de ébano esculpido, o un busto del
presidente Kennedy, el más malo que jamás he visto, sobre un inmenso piano de cola
junto a un jarrón lleno de flores artificiales.
Por último, al terminar la gira, me hicieron bajar por unas escaleras que daban a
una bolera americana.
Era sorprendente. Una bolera en el subsuelo, en una habitación larga y estrecha,
muy bien iluminada, como una galería de tiro. Delante de la pista había un cómodo
sofá de media luna y tapizado en cuero, y Vigano en persona estaba sentado allí.
Vestía un grueso jersey gris, pantalones negros de deporte y tenía una toalla blanca
alrededor del cuello. En una mano agarraba una botella de cerveza.
Hacia el fondo de la pista, un hombre corpulento de unos treinta años vestido de
negro colocaba los bolos. Era otro granuja, como los dos que me habían traído y que
ahora permanecían detrás de la puerta esperando órdenes.
Me adelanté hasta el sofá. Vigano volvió la cabeza y sonrió. Tenía los párpados
pesados, como si quisiera esconder su mirada. Me observó durante algunos segundos,
luego abandonó la sonrisa y con la cabeza me indicó el sofá.
—Siéntese —dijo. Era una orden, no había hospitalidad en la invitación.
Obedecí. En el otro extremo de la pista, el granuja vestido de negro había
terminado de colocar los bolos y se sentó en un asiento oculto a la vista.

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Vigano me observaba.
—Lleva peluca —dijo.
—El FBI controla sus visitas. No quiero que me identifiquen.
Asintió.
—¿El bigote también es postizo?
—Por supuesto.
—Le queda mejor que la peluca. —Bebió un poco de cerveza—. Así que usted es
policía, ¿no?
—Inspector de policía de Manhattan.
Vació la botella en un vaso. Sin levantar los ojos, dijo:
—Me han informado que no lleva papeles. Ni billetera, ni licencia de conducir,
nada.
—No quiero que sepa quién soy yo.
Ahora me miró directamente.
—Pero quiere hacer algo para mí.
—Quiero venderle algo.
Pestañeó ligeramente.
—¿Venderme…?
—Quiero venderle algo por dos millones de dólares en efectivo.
—¿Venderme qué?
—Lo que usted quiera comprar.
—¿Qué clase de broma estúpida es ésta? —exclamó con irritación.
Hablé lo más rápido que pude.
—Listed compra cosas. Tengo un amigo, policía como yo. Gracias a nuestra
posición, sabemos cómo desenvolvernos dentro de la ciudad, podemos ir a cualquier
parte que usted nos indique y conseguirle lo que quiera. Sólo tiene que decirnos por
qué pagaría dos millones y se lo traeremos.
Vigano movía la cabeza de un lado a otro y dijo, como hablando consigo mismo:
—No puedo creer que ningún policía del mundo pueda ser tan tonto. ¿Habéis
pensado esto vosotros solos?
—Por supuesto —afirmé—. Usted no arriesga nada. Sus hombres me han
registrado al entrar. No llevo ningún magnetófono y si lo llevara yo mismo me
metería en un lío. No soy tan imbécil como para darle algo y esperar que me entregue
dos millones de dólares en el acto. De manera que tendremos que buscar
intermediarios, métodos seguros, y eso significa que a uno lo pueden atrapar por
ocultar artículos robados.
Me estudiaba con atención, como si intentara formar una opinión sobre mí.
—¿Quiere decir que en realidad me está ofreciendo robar algo, cualquiera cosa
que yo quiera?
—Por la que usted pague dos millones —respondí— y que sea factible para
nosotros. No voy a traerle un avión.

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—Ya tengo uno —dijo, y volvió los ojos hacia los bolos preparados en el extremo
de la pista.
Él estaba pensando. Sentía que no me había expresado adecuadamente, que no
había dicho bastante, pero al mismo tiempo sabía que de momento lo mejor era
callarme y dejar que él sacara sus conclusiones.
El hecho es que Vigano no tenía nada que perder y sería lo bastante astuto como
para entenderlo. Si yo era un loco o un imbécil haciendo tonterías, qué más le
importaba a Vigano decirme qué cosa estaría dispuesto a comprarme. Mientras no
pidiera un pago por adelantado, tratar conmigo era estrictamente una ventaja para
Vigano.
Su expresión cambió antes de que dijera nada. Lo observé mientras él analizaba
lenta y cautamente mi propuesta, buscando trampas y peligros a mi propuesta. Yo le
hice una pregunta a la que podía responder sin correr riesgos. Y si yo era sincero, él
podría sacar beneficios. De manera que ¿por qué no?
De pronto asintió afirmativamente con la cabeza, me miró con sus párpados
pesados y pronunció tan sólo una palabra:
—Bonos.
En aquel momento la palabra no significaba nada para mí. Todo lo que yo podía
pensar era en los guardias de seguridad, en las tiendas, o en los bancos…
—¿Bonos…?
—Bonos del Tesoro. Acciones al portador. No acciones comunes. ¿Pueden
hacerlo con un hombre de dentro?
—¿Quiere decir Wall Street?
—Por supuesto. ¿Conoce a algún corredor de bolsa?
Hasta ese momento había pensado en algo que entrara en nuestro sector, la zona
que conocíamos.
—No —respondí—. ¿Es imprescindible conocer a alguno?
Vigano se encogió de hombros e hizo un gesto de abandono con la mano.
—Cambiaremos los números —dijo—; asegúrese de que no me trae nada con un
nombre debajo.
—Perdone, no le sigo.
Suspiró profundamente, para hacerme notar su infinita paciencia.
—Si el certificado lleva escrito el nombre del propietario, no lo quiero. Sólo
quiero aquellos papeles que digan «páguese al portador».
—Usted dijo bonos del Tesoro.
—Correcto. Eso, o cualquier tipo de bono al portador.
Estaba sorprendido, pues jamás oí hablar de bonos al portador.
—¿Quiere decir que es como una especie de dinero?
—Es dinero —respondió.
La idea me gustaba y me sentí feliz, igual que en el departamento de la millonaria
de Central Park.

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—El dinero de gente rica —murmuré.
Vigano se reía. Creo que ambos nos sorprendimos de lo bien que nos estábamos
entendiendo.
—Es justamente eso, dinero de gente rica.
—Y usted nos los comprará.
—Al veinte por ciento.
Eso me desconcertó.
—¿La quinta parte?
—Le estoy ofreciendo un buen precio porque se trata de una gran cantidad.
Generalmente es el diez por ciento.
Mi sorpresa había sido el bajo precio y no el alto. Había sido un malentendido.
—Si se paga al portador, ¿por qué no los vendo yo mismo?
—No sabría cómo cambiar los números. Además no tiene contactos para volver a
poner los documentos en legítima circulación.
Tenía razón en las dos cosas.
—Bien. O sea, que tenemos que robar diez millones para que usted nos dé dos
millones.
—Sí, pero nada demasiado grande. Que no sean bonos o acciones de más de cien
mil.
—¿Es que los hay que valen más? —pregunté.
—Los bonos del Tesoro llegan hasta un millón de dólares, pero ésos son
imposibles de vender.
—Un millón de dólares…
—Nada de grandes cifras, cien mil y basta.
Cien mil dólares era una cifra modesta para él. Mi mente se empezaba a
acostumbrar a ese punto de vista, lo que me producía una gran satisfacción. Años
atrás había una revista en Broadway llamada Beyond the Fringe y pasaron algunas
secuencias de ella por televisión. (Yo jamás vi una revista en Broadway). La
secuencia era un monólogo de un minero inglés que en un momento dado decía algo
así:
«Durante mi infancia no estuve rodeado por las cosas de lujo. Estuve rodeado por
la pobreza. Mi problema estriba en que tenía las cosas que no me correspondían».
Todavía recuerdo esa frase porque era exactamente lo que yo sentía: estaba rodeado
por cosas que no me correspondían y cada vez que me encontraba en medio de las
cosas adecuadas me sentía feliz.
Vigano me observaba.
—Entonces ¿cogió la idea?
¡Negocios! ¡Negocios ante todo!
—Sí, bonos al portador de cien mil dólares tope.
—Correcto.
—Ahora hablemos del pago.

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—Traiga primero la mercancía.
—Tendré que contactar con usted primero. Deme un número que no esté
interceptado.
—Deme el suyo —respondió Vigano.
—Nada de eso. Ya le dije que no quiero que sepa quién soy. Además mi mujer no
sabe nada de esto.
Me miró; parecía aturdido.
—¿Su mujer no sabe nada…? —Repitió, y se puso a reír a carcajada limpia—.
¡Su mujer no sabe nada! De pronto tengo la impresión de que es usted sincero.
Todo había cambiado. Me hacía sentir como un imbécil y ni siquiera sabía por
qué. Irritado, pero tratando de no demostrarlo, dije:
—Soy sincero.
Su sonrisa desapareció, retomó su seriedad. Estirándose sobre la mesa, tomó un
bolígrafo y una pequeña libreta y me los pasó diciendo:
—Tome, anote este número.
No quería escribir de su puño y letra ni tan siquiera un número telefónico. Así que
lo tomé y quedé a la espera.
—Manhattan 691.9970.
Lo escribí.
—Llame a ese número, pero desde Manhattan; no llame entre distritos ni a través
de llamadas de larga distancia. Pregunte si está ahí Arthur; le responderán que no.
Llame desde una cabina, o desde algún teléfono del que pueda estar seguro. Deje su
número. Arthur le llamará. Tendrá noticias mías dentro de los quince minutos
siguientes. Si no sucede nada es porque no estoy; inténtelo más tarde.
Asentí.
—De acuerdo.
—Cuando llame diga que su nombre es señor Kopp: K-O-P-P.
—Eso es fácil de recordar —sonreí.
—No me llame si no hay nada concreto. O da el golpe o no lo da. Si roba diez
millones de bonos en Wall Street lo sabré en los periódicos. De otro modo, si recibo
su mensaje no contestaré.
—De acuerdo —dije.
—Encantado de conocerle —dijo, tomando su vaso de cerveza; a mí no me había
ofrecido nada.
Vigano quería despedirme, de manera que me levanté.
—Tendrá noticias mías —le aseguré.
Sabía que era un poco estúpido decir eso, pero así y todo se lo dije. Se encogió de
hombros. Ya estaba pensando en otra cosa.

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VIGANO
Vigano observó partir a su visitante acompañado por su escolta. Esperó treinta
segundos, pensando y bebiendo su cerveza, y luego presionó el botón del
intercomunicador que estaba sobre la mesa.
Mientras esperaba que entrara Marty, recordó la conversación. ¿Habría sido el
tipo sincero? Era difícil de creer y, sin embargo, cualquier otra razón estaba fuera de
toda lógica. ¿Qué otro propósito podía tener para venirle a ver y hacerle una
proposición tan descabellada? La propia policía no sacaría ningún provecho de ello,
ni tampoco sus enemigos.
Después de todo, nunca tendría nada más que ver con ese tipo, salvo que en
realidad se llevara a cabo un robo espectacular en Wall Street. Que sin duda sería
reflejado en todos los medios informativos. Cualquiera que llamara pretendiendo ser
el señor Kopp y que había robado unas acciones sería eliminado en seguida, a menos
de que se hubiera producido semejante robo, de lo que Vigano se enteraría en seguida
por sus propias fuentes de información.
Pues bien, suponiendo que el tipo hablara en serio, ¿cuál era la probabilidad de
que realmente cometiera el robo y no lo pescaran? Muy remota. Y si no lo hacía,
Vigano no había perdido nada.
Por otra parte, si en realidad lo lograba, Vigano lo tendría todo a ganar.
Vigano estaba bebiendo la cerveza a su propia salud cuando entró Marty
diciendo:
—¿Sí, señor Vigano?
Vigano se volvió hacia él.
—Quiero saber el nombre, la dirección y en dónde trabaja el hombre que acaba de
irse.
—De acuerdo jefe —respondió Marty, y salió de la habitación.
Probablemente todo este asunto quedaría en nada. Pero por si acaso ocurría algo,
Vigano quería tener su parte del trabajo hecha. Son los detalles, pensó, lo que hacen
la diferencia entre un ganador y un idiota.
Se levantó, tomó una bola e hizo que cayeran todos los bolos del primer golpe.

JOE
Cuando Tom y yo discutimos la idea de la mafia, el primer punto sobre el que nos

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pusimos de acuerdo era que si los gangsters descubrían quiénes éramos
abandonaríamos el proyecto. Ninguno de los dos queríamos tener trato alguno con
esa calaña con una acusación contra nosotros. O contactábamos con Vigano y
permanecíamos en el anonimato, o dejaríamos de lado la idea y trataríamos de pensar
en otro tipo de cosa.
Ambos dábamos por sentado que Vigano haría seguir a Tom después de la
conversación; si es que había aceptado recibirle. De manera que lo primero e
imprescindible era librarse de las personas que lo siguieran.
El último tren desde Red Bank llega a Nueva York a las doce cuarenta. No viajan
muchas personas en ese tren, sobre todo por la noche de un día laborable, lo que era
una de las razones por la cual lo habíamos elegido.
Además, una vez que se entra a la estación sólo hay una escalera que da al andén.
Yo vestía de uniforme y llegué a la estación quince minutos antes de la hora
convenida. Lo habíamos ensayado tres veces y no queríamos correr riesgos. Me subí
a lo alto de la escalera que conduce al andén y me quedé esperando.
Era la primera vez que llevaba el uniforme fuera de las horas de servicio, lo que
me hacía sentir incómodo. Jamás he sido un devoto de la policía. La única razón por
la cual llevaba ese uniforme era porque el ejército ya no necesitaba conductores de
tanques el día en que pasé las pruebas después de un cursillo básico. Lo que me
ofrecían era un puesto de cocinero o policía militar o alguna otra cosa que ya he
olvidado; algún puesto insignificante. Buscaban también ordenanzas y empleados
administrativos, pero desde luego yo no era el tipo indicado. Lo que realmente
deseaba era conducir un tanque pero acabé por enrolarme como policía militar.
Fui un PM durante un año y medio, once meses de los cuales estuve asignado a
Vogelweh, en Alemania. Aquello me gustaba. Llevar un 45 en el cinturón y tirar al
blanco, sentarme al volante de un jeep y patrullar las calles por la noche para evitar
que los soldados blancos y los negros se partieran la cabeza. Jamás había tenido un
empleo antes de ser reclutado, quiero decir nada a lo cual quisiera volver, y jamás me
interesó la universidad. Así que cuando salí del ejército y me tuve que plantear cómo
ganarme la vida, la respuesta era muy simple: seguir por el camino de antes. El
uniforme cambió de marrón a azul, el arma de una 45 automática a un revólver del
38, y había que tener un poco más de cuidado para tratar a la gente, pero por lo demás
era más o menos el mismo trabajo.
Al principio estaba bien, una etapa transitoria, de soldado a civil. Pero después de
un tiempo, el mismo trabajo se convertía en algo tedioso, pesado, se lleve un arma o
no, se circule en automóvil o no, eso no tiene importancia; a la larga uno está hasta
arriba.
Durante bastante tiempo, parecía que siempre surgía algo para levantarme el
ánimo, conservando mi interés en la vida cuando el trabajo se hacía imposible, por
ejemplo: casarme, los niños, mudarnos a la casa en Long Island. Esas ideas eran
como las cimas de las montañas, y el valle lo constituía la rutinaria vida de cada día.

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Y lo peor es que hacía mucho tiempo que no había estado en ninguna montaña.
Durante el último par de años, había estado pensando en mujeres, deseaba
encontrar una amiguita, conseguir un pequeño apartamento cerca del distrito. Estaba
seguro que una muchacha bonita me quitaría el aburrimiento, por lo menos durante
un tiempo, pero no sé por qué jamás me decidí. Mi corazón se resistía a ello. Sabía
que era posible, conocía personalmente a cuatro compañeros que vivían ese tipo de
vida, era como si yo no tuviera la energía suficiente para dar los primeros pasos, por
buscar alrededor de mí en lugar de contemplar a las esposas de mis amigos
preguntándome cómo serían en la cama. Quizá estuviera tratando de evitarme una
decepción, o quizá en lo más profundo de mi cerebro pensaba que una amiguita sería
el mayor desencanto de todos. Un fracaso total y definitivo.
Oí llegar el tren, allí abajo. Por la forma en que chirriaban los frenos lo oirían
hasta en la calle 42. Permanecí en la parte superior de la escalera, a un lado. Las
escaleras eran de cemento y lo suficientemente amplias como para que subieran tres
personas de frente, y a ambos lados las paredes estaban cubiertas por azulejos de
color ámbar.
Tom fue el primero en llegar a la escalera como estaba previsto. Si no le hubiera
visto antes con su disfraz no lo hubiera reconocido. La peluca era de un color de pelo
diferente y más largo de lo que usaba y le cambiaba por completo la forma de la
cabeza. El bigote le hacía parecer más joven. Y las gafas desfiguraban sus ojos por
completo. Más bien parecía un contable o alguien por el estilo.
En cuanto a mí, el uniforme era disfraz suficiente. La gente rara vez pasa al lado
de un policía mirándolo como individuo. El único disfraz extra que traía era un bigote
caído, como el de un sheriff del Oeste, me lo puse más por guasa que por otra cosa.
No había ninguna razón para que nadie me vinculara con Tom.
Alrededor de una docena de pasajeros llegaron detrás de Tom, no solía viajar
mucha gente a esas horas, y no tuve mucha dificultad en descubrir a los hombres de
Vigano. Eran tres, todos vestidos en forma diferente, pero indudablemente granujas,
de rostros duros y hombros encorvados.
Me sorprendió mi propio asombro cuando vi a esos tres tipos entre el grupo de
gente que subía la escalera detrás de Tom. Creo que hasta ese instante no pensé que
pudiera ser posible que Tom lo llevara a cabo, que fuese recibido por Vigano, y
todavía menos que él le escuchara y creyera. Pero eso era probablemente lo que pasó,
porque si no esos tres granujas no hubieran subido al tren.
Tom andaba ligero, subiendo las escaleras de a dos y tres escalones al mismo
tiempo. Las tres sombras estaban mezcladas con el rebaño, moviéndose con lentitud.
Cuando Tom llegó arriba a los otros todavía les quedaba un buen trecho.
Tom pasó frente a mí sin mirarme, tal como lo habíamos convenido. Y una vez
que hubo pasado, yo avancé para bloquear la salida. Con los brazos en cruz dije:
—¡Alto ahí! ¡Deténganse un momento!
Durante un segundo o dos, siguieron subiendo pero luego se detuvieron y me

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miraron. La gente obedece a un uniforme. Vi a dos de los hombres de Vigano
adelantándose a otros pasajeros y dirigiéndose hacia mí, mientras el tercero bajaba las
escaleras, probablemente buscaba otra salida. Pero no había otra salida en ese andén.
Si la encontraba sería demasiado tarde y llegaría arriba por un lugar equivocado.
Los pasajeros estaban amontonados en la escalera y no decían nada. Los
neoyorquinos no se extrañan por nada, así que nadie se quejó. Uno de los hombres de
Vigano había llegado al frente del rebaño, y su cabeza quedó a la altura de mi codo.
Miró por detrás mío hacia el pasillo, observando a Tom alejarse. Puso cara irritada,
pero intentó conservar un tono tranquilo cuando me preguntó:
—¿Cuál es el problema, agente?
—Sólo será un minuto —le respondí.
Sus ojos iban y venían, del pasillo a mí; por la cara que puso me di cuenta del
momento en que Tom desaparecía de su vista. Pero todavía los retuve, mientras
contaba hasta treinta con lentitud. El tercer granuja reapareció al pie de la escalera y
subió rápidamente con expresión disgustada.
Finalmente me aparté, sin prisas.
—Todo bien, pueden proseguir.
Los hombres de Vigano pasaron delante de mí como un torrente a una velocidad
inútil. Los vi irse y sabía que estaban perdiendo el tiempo. Nosotros lo habíamos
ensayado repetidas veces, de manera que sabíamos cuánto tiempo le llevaría llegar a
la salida más próxima y llegar hasta su coche con el permiso especial de policía bien
a la vista en el parabrisas. Ya estaría en plena Novena Avenida.
Partí en dirección opuesta con paso perezoso.

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En la comisaría había una cierta libertad con los horarios y Tom y Joe podían por
lo general hacer arreglos para estar de servicio a las mismas horas. Sus compañeros
no ponían ninguna objeción pues sabían que habitaban en las afueras y compartían el
mismo coche. Si ambos hubieran sido simples agentes, o ambos inspectores, entonces
jamás hubieran tenido problemas, pero como pertenecían a oficinas distintas había
días en que los horarios no coincidían sin que pudieran hacer nada al respecto.
Esa fue la razón por la cual esta semana tuvieron que esperar tres días antes de
que pudieran hablar de la visita de Tom a Vigano, y cuando al fin lograron estar
juntos, Joe estaba demasiado agotado para prestar mucha atención. Venía de trabajar
durante seis horas seguidas, por causa de varias manifestaciones en las Naciones
Unidas organizadas por la Liga de Defensa Judía, un par de países africanos y un
grupo polaco anticomunista.
No era que el mismo Joe tuviera que ir a las Naciones Unidas, pero muchos
agentes uniformados del distrito fueron enviados a ese lugar para restablecer el orden,
y eso significaba que el resto se debían doblar para reemplazarlos en el sector.
Era una de las grandes diferencias entre los agentes y los inspectores. Los
inspectores estaban escasos de personal, a lo que estaban habituados, pero nunca
llegaba una orden de arriba que sacara a la mitad del equipo y dejara el resto para
hacerse cargo de todas las tareas. Los agentes, por el contrario, eran lo
suficientemente numerosos como para hacer frente a todo, salvo en las ocasiones en
que un teléfono sonaba en la oficina del comisario, y entonces un par de autobuses se
detenían frente a la puerta para llevarse a los muchachos y los que quedaban tenían
que apañárselas como pudieran. Como hoy.
El resultado era que hoy viajaban juntos de vuelta en el coche de Tom, Joe estaba
completamente abatido mientras que Tom estaba excitado y dispuesto a hablar. En
realidad, Joe había entrado a trabajar ocho horas antes que Tom, trajo su propio
coche, pero lo había dejado en el aparcamiento porque no tenía fuerza ni voluntad
para conducir. Mañana tendría que venir con Tom y a la noche volvería en el
Plymouth a su casa, si todo andaba bien.
Al principio, Tom no se dio cuenta del estado de ánimo de Joe. Una vez que se
encontraron en el coche, le hizo un rápido resumen de todo lo que Vigano le había
dicho. Joe no tuvo ninguna reacción, estaba tan sólo escuchando. Tom trató de atraer
su atención hablando en voz más alta y más rápido, intentando transmitir su propio
entusiasmo.
—Es fácil —dijo—. ¿Qué son los bonos? Tan sólo unos pedazos de papel. ¡He!
¡Joe!
Joe asintió.
—Pedazos de papel —respondió.
—Y lo grandioso es que en realidad podemos hacerlo —dijo Tom volviéndose a

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mirar a su compañero—. ¡Eh Joe! ¿Me estás escuchando?
Joe cambió de posición, como una persona que duerme y no quiere que la
despierten.
—¡Por el amor de Dios, Tom! Estoy medio muerto y me duelen los pies.
—No estás de pie ahora.
Joe estaba demasiado fatigado para tener sentido del humor.
—He estado de pie todo el día, ¡por si lo quieres saber! Doble turno.
—Si me prestaras atención —insistió Tom— pronto podrías despedirte de todo
eso.
En ese momento entraban en el túnel de Midtown cuando Joe preguntó:
—¿De veras crees eso?
—Por supuesto.
Joe no respondió y Tom no dijo nada más mientras estaban en el túnel. Una vez
fuera preguntó:
—¿Tienes cambio?
Joe se incorporó y tanteó sus bolsillos mientras Tom aminoraba la marcha para
parar en el peaje. Joe no tenía cambio de manera que sacó su billetera.
—Toma, un dólar.
—Gracias.
Tom tomó el billete, se lo dio al empleado, recogió el cambio y se lo pasó a Joe,
que miraba las monedas en la palma de la mano como si no supiera qué hacer con
ellas.
Tom arrancó y empezó a acelerar gradualmente.
—¿Te gustaría tener un trabajo así? —Tom preguntó.
—No me hables de trabajo.
Joe dejó caer las monedas en el bolsillo de la camisa y se frotó la cara con las
palmas de la mano.
—¡De pie todo el día, colocando la calderilla!
—Todos se quedan con algo —respondió Joe.
—Sí… y luego los atraparán.
Joe se volvió por fin hacia Tom.
—¿Y a nosotros no?
—No.
Joe se encogió de hombros y se puso a contemplar los edificios oscuros y las
chimeneas de las fábricas de Long Island.
—La gran diferencia —comentó Tom— es que nosotros no vamos a hacerlo una
y otra vez. Un golpe grande y ¡adiós! Yo me voy a Trinidad y tú a Montana.
Joe volvió de nuevo la cabeza.
—Saskatchewan.
Tom, que había salido del carril, frunció el ceño a los camiones entre los que
conducía.

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—¿Qué?
—Lo he pensado mejor —empezaba a despertarse a pesar suyo aun cuando
seguía de mal humor—. Lo que realmente quisiera es sacar a Grace y a los chicos de
este país. Arrancarlos de aquí, antes de que se vaya todo al diablo.
—¿Y a dónde quieres ir?
—A Saskatchewan —repitió. Hizo un gesto vago, como si estuviera señalando al
norte—. Queda en Canadá. Le regalan tierras a uno si quiere ser granjero.
Tom le miró sorprendido y se echó a reír.
—¿Y tú qué sabes de agricultura?
—Mucho menos de lo que sabré el próximo año.
La autopista cruzaba en ese momento un enorme cementerio, y Joe sentía que su
mal humor se acrecentaba. Era como una broma enfermiza, todas esas lápidas
alineadas a ambos lados de la carretera a unos pocos kilómetros de Manhattan, como
una parodia de la ciudad; de muy mal gusto. Ninguno de los dos se lo había
mencionado al otro, pero ese maldito cementerio les fastidiaba, después de tantos
años de hacer la misma ruta. Y lo curioso era que a ambos les molestaba más de día
que de noche. Y más aún en los días soleados que en los lluviosos. Y más en verano
que en invierno.
Ese día, estaban en julio, y hacía bueno.
Ninguno de los dos pronunció una palabra hasta que pasaron el cementerio.
Entonces, Joe dijo:
—Estoy realmente pensando en eso. Meter a todo el mundo en el coche y partir a
Canadá. Pero con la suerte que yo tengo seguro que el coche se desarma antes de que
lleguemos a la frontera.
—No si tuvieras un millón de dólares —replicó Tom.
Joe meneó la cabeza.
—Hay momentos en que casi creo que lo vamos a hacer.
Tom lo miró aturdido.
—¿Qué te pasa? ¡Además eres tú el que comenzó con todo esto!
—¿Te refieres al despacho de bebidas?
—¿Y qué otra cosa iba a ser?
—Eso era diferente. Eso era… —trataba de encontrar la palabra.
—Insignificante —dijo Tom—. Yo te hablo de cosas grandes. ¿Sabes lo que había
en la casa de Vigano?
Insignificante no era precisamente la palabra que Joe buscaba. Irritado, preguntó:
—¿Qué?
—Una bolera. Una bolera para él sólo.
Joe se quedó mirándolo.
—¿Una bolera?
—Reglamentaria. Una cancha en su propia casa.
Joe sonrió. Ese era el tipo de gran vida que a él le gustaba. —¡Qué hijo de puta!

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—murmuró.
—Vete a contarle a él que el crimen no es un buen negocio. Joe asintió con la
cabeza pensándolo.
—Y fue él quien habló de los bonos, ¿no?
—Bonos al portador. Sólo trozos de papel. No son pesados, no hay problemas, se
los entregamos y ¡adiós muy buenas!
Joe estaba ahora bien despierto, interesado y su mal humor había desaparecido.

JOE
Para mí, Broadway entre las calles 70 y 90, es la única parte interesante de
Manhattan. Paul y yo cubrimos ese sector con bastante frecuencia, y me agrada.
Quizá la gente tenga un aspecto algo peor que lo común, pero por lo menos son
humanos; no son como los anormales de la zona de Greenwich Village o los de la
zona del lado este. En el centro, la gente no está mal: hombres prósperos luciendo sus
trajes, bonitas secretarias que andan de un lado a otro a la hora de almorzar. Pero allí
no es donde viven. No hay nada humano o habitable en esa zona; los edificios son
sólo cajas de piedras o de vidrio donde los empleados trabajan durante todo el día. Y
cuando tienen un rato libre se van a otra parte.
En principio, nosotros debíamos patrullar las calles laterales entre las avenidas
West End, Columbus, Amsterdam y Central Park Oeste, pero cada vez que subo al
coche voy inconscientemente hacia Broadway. Salvo que tenga ganas de divertirme
conduciendo y poniendo multas, en cuyo caso me dirijo a la ruta Henry Hudson.
Dos días después de mi conversación con Tom acerca de Vigano, Paul y yo nos
dirigíamos hacia el sur, a Broadway. Yo iba al volante cuando de pronto, a unos
cincuenta metros delante de nosotros, dos tipos salían de una ferretería peleándose.
Los dos eran blancos. El primero era pequeño y corpulento, de unos cincuenta años,
vestía pantalones de trabajo grises y una camisa blanca con las mangas arremangadas.
El segundo era alto, delgado, tendría alrededor de veinte años, usaba botas de militar,
pantalones kaki y una camisa verde. Al principio todo lo que pude ver era que estaba
peleándose dando vueltas en círculo como si estuvieran bailando.
Paul también los vio.
—¡Allí! —gritó, señalando con el dedo.
Aceleré, luego frené en seco. Ahora pude ver que el joven tenía un maletín en una
mano y una pistola en la otra. El bajo se agarraba a la cintura del otro que trataba de
golpearlo con la culata de la pistola. Había muchos mirones como es habitual, pero se
guardaban bien de intervenir, retrocedían dejando sitio a los dos combatientes.
De un salto Paul y yo bajamos del coche al mismo tiempo. Él estaba del lado de
la acera mientras que yo tenía que dar la vuelta al coche. Al mismo tiempo el hombre

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alto logró deshacerse del bajo. Le dio un empujón hacia atrás y el bajo tropezó y cayó
sentado. El alto no nos había visto llegar y nos apuntó con la pistola.
Grité:
—¡Suelte el arma! ¡Suéltela!
De pronto ese cabrón empezó a disparar sobre nosotros. Por el rabillo del ojo vi
caer a Paul, pero tenía que vigilar al hombre con la pistola. Se volvió y comenzó a
correr por la acera hacia el sur.
Me arrodillé sobre mi rodilla izquierda y apoyé mi antebrazo sobre la derecha;
todos esos años de práctica, después de todo me enseñaron algo. Apunté a su espalda,
a la camisa verde y luego a sus piernas. Pero la acera estaba llena de gente,
demasiadas personas entre él y yo, justo en la línea de tiro. Y el tipo era lo bastante
astuto como para no correr en línea recta, sino en zig-zag.
Mantuve la pistola alta, apuntando, en caso de que pudiera hacer un buen disparo
sin que hubiera nadie detrás de él pero no pudo ser:
—¡Mierda! —murmuré. El hombre desapareció detrás de la esquina.
Volví a ponerme de pie. Más allá, cerca de la ferretería, el hombre mayor también
se estaba incorporando. Paul de espaldas contra la acera, intentaba levantarse,
retorciéndose como una tortuga sobre su caparazón. Me encaminé hacia él guardando
mi pistola, y me incliné para ayudarle a sentarse. Parecía aturdido, como si no supiera
dónde estaba.
—Paul… —llamé.
—¡Jesús! —respondió. Hablaba en un susurro—. ¡Jesús!
El pantalón en su pierna izquierda tenía una mancha oscura, estaba empapado en
sangre, a la altura del muslo.
—Acuéstate —le dije.
Él ya no era consciente de nada, no oía, no entendía. Siguió en la misma posición,
con la boca abierta y los ojos pestañeando con lentitud.
Me incorporé otra vez, y quise salir corriendo en dirección al coche patrulla para
pedir ayuda, pero el viejo me agarró del brazo. Cuando lo miré, intentando soltarme,
se puso a gritar:
—¡El dinero! ¡El dinero!
Me entraron ganas de matarlo.
—¡Deje de chillar por su dinero! —le increpé y corrí al coche para pedir ayuda.

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8
Ambos tenían la tarde libre. Tom estaba cortando el césped, al sol, en traje de
baño, cuando Joe apareció de entre las casas, también en traje de baño y llevando dos
latas de cerveza en la mano.
Tom detuvo su tarea. Jadeaba y estaba envuelto en sudor.
—Ven, necesitas un descanso.
Tom señaló la cerveza.
—¿Es para mí?
—Hasta te la he abierto —dijo Joe y le ofreció una de las cervezas—. Vamos, los
críos nos dejan la piscina por un rato.
Tom tomó un trago grande de cerveza y ambos se encaminaron al jardín de Joe.
Era un día de un tremendo calor y la piscina les parecía tentadora. Agua fresca en una
pileta azul pálido, no hay nada mejor en el mundo para un día caluroso. A parte de
una buena cerveza.
—¿El filtro funciona? —preguntó Tom.
Joe llevó un dedo a los labios.
—Calla, ni lo menciones. Vamos, démonos un baño.
Joe había instalado una sólida escalera de madera con forma de A a un lado de la
piscina; se subía tres peldaños por un lado y se bajaban tres peldaños al agua el otro
lado de la A. Ambos subieron y pasaron al lado lado, Joe primero, y mientras andaba
por el agua apartando hojas, ramas, pedazos de papel e insectos muertos, Tom se
sentó en uno de los escalones, con el agua hasta el cuello. Con la mano derecha
sostenía la lata de cerveza fuera del agua.
Joe se volvió hacia él y rió.
—Pareces la estatua de la Libertad.
Tom rió, saludó con la cerveza y tomó un gran sorbo. Era difícil beber en esa
posición, pero Joe lo observaba, Tom lo hacía para lucirse. Luego dijo:
—¿Sabes en qué estaba pensando hace un momento, mientras cortaba el césped?
—No… ¿en qué?
—¿Recuerdas que te dije un día que había dado clases de noche en la
universidad?
Joe se acercó caminando por el agua, para reclinarse contra el costado de la pileta,
al lado de Tom.
—Sí me acuerdo… ¿Y…?
Tom se sentó un peldaño más arriba, ahí el agua no le llegaba hasta el pecho y era
más fácil beber.
—Me decía que si hubiera seguido con mis estudios, ¿sabes dónde estaría hoy?
—¿Dónde?
—Aquí. Todavía no sería abogado, aún me faltarían dos años.
—Ya, claro —dijo Joe asintiendo con la cabeza—. Si uno ahorra un centavo al día

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al final del año seguirá siendo tan pobre. Es el mismo principio.
Tom le miró con fijeza.
—¿Tú crees?
Se miraron uno a otro, perplejos, y luego Tom cambió de conversación diciendo:
—Oye, ¿y nuestras mujeres?
—¿Qué?
—Sí…, ¿qué les decimos a nuestras mujeres?
—¡Oh…! ¿Te refieres al robo?
—Por supuesto.
Para Joe no era ningún problema. Se encogió de hombros.
—Nada.
—¿Nada? No sé qué pasará contigo y Grace, pero si instalo a Mary en Trinidad,
ella se va a dar cuenta de que está en Trinidad.
—Sí, desde luego —replicó Joe—. Justo en ese momento, cuando estemos listos
para partir, una vez dado el golpe, se lo decimos. Después de que todo haya pasado.
Tom aún no había tomado una decisión a ese respecto. Había momentos,
especialmente de noche, en que deseaba sinceramente contárselo a Mary, discutirlo
con ella, preguntar qué opinaba. Frunciendo el ceño, dijo:
—¿No antes?
—No. Se inquietarían demasiado y se pondrían en contra, tú sabes como son.
Tom afirmó con la cabeza; ésa era la razón por la cual se lo había ocultado hasta
ese momento.
—Lo sé. Mary no estaría de acuerdo, de eso estoy seguro.
—Echarán un caldero de agua fría a la idea. Si se lo decimos a nuestras mujeres
jamás haríamos el robo.
—Tienes razón.
Tom se sentía decepcionado pero a la vez aliviado ahora que su asunto quedaba
resuelto.
—Ni una palabra hasta que lo hayamos logrado —dijo Tom—. Entonces se lo
contaremos todo.
—Cuando estemos listos para salir de aquí.
—Sí…, pero, sabes que no nos podremos largar del país de inmediato.
—Por supuesto, nos pisarían los talones en cinco minutos.
—De manera que tenemos que ponernos de acuerdo en que debemos de enterrar
el dinero —dijo Tom— y que ninguno de los dos se acercará a él hasta que estemos
listos para partir.
—Enteramente de acuerdo.
—La gran ventaja que tenemos es que ya conocemos todos los errores que se
pueden cometer.
—Correcto. Y sabemos cómo evitarlos.
Tom inspiró profundamente.

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—Dos años —dijo.
Joe dio un respingo.
—¿Dos años?
—Tenemos que andar con cuidado.
Joe tuvo una expresión de dolor como si sufriera de un calambre repentino.
Quería discutir eso, pero por otra parte sabía que Tom tenía razón, en teoría; de
manera que estaba en un aprieto. Aceptando a regañadientes dijo:
—Sí, supongo que tienes razón. Dos años.

TOM
Durante las semanas que siguieron a mi visita a Vigano, aprendí un montón de
cosas sobre acciones, la bolsa y Wall Street. Tenía que hacerlo si es que íbamos a ir
allí y robar diez millones de dólares.
Wall Street es una calle pequeña, de unas cinco manzanas, pero las oficinas de los
agentes de cambio y de los corredores están diseminadas por toda esa zona, ocupando
una buena parte de ese distrito.
He oído decir que el distrito de Wall Street es la única parte de Nueva York que se
asemeja a Londres, pero sé que tiene las calles más estrechas y retorcidas de
cualquier otra parte de la ciudad, con aceras angostas y los grandes bancos que se
ciñen los unos contra los otros comiéndose el espacio destinado a la acera. Los
escritores hablan de esta parte de la ciudad en términos de «cañones» y comprendo la
razón. Las calles son tan estrechas y los edificios tan altos que el único momento en
que el sol brilla sobre Wall Street es al mediodía.
Por primera vez en mi vida me empezaba a dar cuenta que quebrantar la ley podía
ser tan difícil como hacerla cumplir. Siempre pensé que el trabajo de un policía era
más áspero y complicado que el de un malhechor. Quizás me haya equivocado; no
hay nada como colocarse en la situación del otro individuo para entenderlo.
Había tantos detalles que cuidar. Por ejemplo, la forma de cometer el robo; si lo
haríamos de día o de noche, si trataríamos de ensayarlo exactamente en la forma en
que lo íbamos a realizar. Y cómo nos aseguraríamos de que tomábamos los bonos
indicados; hasta hoy, ninguno de nosotros ni siquiera habíamos visto jamás un título o
un bono. ¿Y cómo darnos a la fuga después de dar el golpe, por esas calles angostas y
transitadas? ¿Y dónde ocultar el botín hasta que lo pasáramos a Vigano?; lo cual era
una ironía del destino, puesto que todo el tiempo estábamos diciéndonos que
teníamos que robar algo que no tuviéramos que retener ni ocultar.
Pero así estaban las cosas. Y las oficinas de los agentes de cambio no nos
simplificarían la tarea. Estaban vigiladas como si fueran bancos; no, todavía mejor
que los bancos.

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Aquello era lo más difícil. Para empezar, hay una brigada del Departamento de
Policía que tiene su cuartel general al lado de Wall Street que se ocupa únicamente de
los crímenes en el mercado de acciones. Hay policías en esa sección que saben más
del mundo de las finanzas que el editor del Wall Street Journal, y están
constantemente vigilando las oficinas de los agentes de cambio y de los corredores de
bolsa, charlan con los encargados de personal, con los jefes de seguridad, controlando
su forma de manejar las cosas y protegiéndose a sí mismos; y al primer telefonazo se
presentan sobre el lugar de los hechos en caso de que haya problemas.
Y además están los servicios de seguridad privados. Todas las grandes compañías
lo tienen: vigilantes uniformados, archivos de títulos, circuitos cerrados de televisión,
y todos esos servicios están dirigidos por un expolicía o un exagente de la FBI.
Individuos que manejan esas oficinas como si fuera un laboratorio nuclear ultra
secreto, y cuyo trabajo consiste en vigilar que nadie robe ninguno de los millones de
pedazos de papel que pasan por Wall Street todos los días.
Por supuesto que siempre se produce algún robo. Pero la mayoría de éstos se
cometen desde el interior, por los propios empleados, y para ello hay una buena
razón. Las acciones y los títulos, como los billetes de banco, llevan un número de
serie. Pues bien, la única manera de robar títulos y sacar beneficio de ello es ser
empleado de un agente de cambio y alterar los libros de manera que el corredor no
advierta que algo ha sido sustraído. Con los bonos al portador es posible que alguien
como Anthony Vigano, y si se tiene la experiencia y los contactos, consiga cambiar
los números y revender los bonos como si nada hubiera pasado, pero a parte de eso,
la única manera de robar algo es trabajando en Wall Street.
Pero aun cuando no fuera así, aun cuando tuviera algún objeto penetrar en las
oficinas de un agente y violar la caja fuerte, han hecho todo lo posible para que el
intentarlo sea un imposible. Por ejemplo, hace unos años, un banco de esta sección
cerró las puertas para convertirse en un restaurante. Antes de poder hacerlo, tenían
que demoler la cámara de seguridad y no fue tarea de chuparse los dedos. No sólo
estaba conectada a todo tipo de alarmas, no sólo las paredes de cemento tenían más
de treinta centímetros y estaban reforzadas por planchas de acero, sino que además
tenía dos paredes separadas alrededor de la cámara y el espacio entre ellas estaba
lleno de gas venenoso. Los obreros encargados de la demolición debían de llevar
caretas antigás.
Sin embargo, Joe y yo teníamos una ventaja sobre el atracador común o el
empleado deshonesto. Teníamos a nuestra disposición a la policía misma, que nos
proporcionaría todos los elementos necesarios, como por ejemplo los planos de los
sistemas de alarmas y todos los detalles concernientes a los sistemas de seguridad de
la compañía que decidiéramos abordar.
Había una que nos parecía bastante interesante, llamada Parker, Tobin, Eastpoole
y Cía., situada en un inmueble próximo a la esquina de la calle John y Pearl, y un día
fui a echar un vistazo. El edificio tenía el pequeño vestíbulo típico de esa zona —

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desde luego a esa gente de las finanzas no les gustaba desperdiciar el espacio— y tres
ascensores. Parker, Tobin, Eastpoole y Cía. ocupaba los pisos sexto, séptimo y
octavo, pero yo sabía que el que me interesaba era el séptimo, lo cual lo había
comprobado al estudiar el sistema de alarma en el archivo de la comisaría.
El ascensor estaba lleno, y dos tipos subían como yo al séptimo. Lo que era
perfecto; ello me daría tiempo suficiente para retrasarme y observar el lugar mientras
los otros dos se adelantaban al mostrador.
Salí a una enorme sala, mucho más ancha que profunda, dividida en toda su
extensión por un alto mostrador. Los dispositivos de seguridad parecían ser los típicos
de una firma importante de agentes de cambio. Dos guardianes armados y
uniformados estaban de servicio detrás del mostrador. En la pared había un enorme
tablero en el que colgaban una veintena de tarjetas de identificación, con cabida para
cerca de cien más. Cada tarjeta tenía una fotografía en color de la persona a quien
pertenecía, más la firma debajo. Montados en una pared baja a la derecha, había seis
pantallas de televisión en circuito cerrado, mostrando las diferentes partes de la
agencia, incluyendo una que mostraba esta sala donde me encontraba. Sobre las
pantallas estaba la cámara girando lentamente de izquierda a derecha, como un
ventilador. En la pared de enfrente, a mi izquierda, había un segundo tablero más
pequeño, que tenía cerca de veinticinco tarjetas de identificación y que decía en letras
grandes: VISITANTES. En ambos extremos de la sala había sendas puertas que
conducían a oficinas interiores.
Todo a lo largo del mostrador se advertía una actividad febril. Los empleados que
llegaban tomaban su identificación y los que se marchaban la devolvían. Era
constante la entrada de mensajeros que entregaban sus sobres de papel manila. Hube
de quedarme ahí dos minutos para darme cuenta de todo.
Lo primero que advertí fue que sólo uno de los guardias se ocupaba de la gente
que se acercaba al mostrador. El otro se mantenía contra la pared del fondo, estaba
muy pendiente de todo, de la gente, de las pantallas, siempre en alerta, mientras su
compañero hacía el trabajo de detalle.
Luego estaba la instalación de televisión. Eran en blanco y negro, pero las
imágenes se veían nítidas y claras. Se veía a las personas ir y venir entre las
diferentes oficinas y se distinguían perfectamente sus rasgos. Sabía que este equipo
de seis pantallas se debía encontrar en otros tres o cuatro lugares diferentes en este
piso; en la oficina del jefe, en la del jefe de seguridad, en la antecámara de la caja
fuerte y tal vez en uno o dos lugares más.
También era probable que estuviera funcionando un vídeo. Hoy en día existen
cintas de vídeo que pueden ser borradas y grabadas infinitamente, lo mismo que una
cinta de sonido. Podían conservar las cintas durante una semana o un mes o quizás
más, de esa forma si resulta que alguien cometió un robo podían pasar los vídeos
nuevamente y comprobar quién estuvo allí en determinado momento.
—¿Qué desea?

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Era el guardia, el que se ocupaba de la gente, que me miraba desde el otro lado
del mostrador. Hablaba con brusquedad e impaciencia a causa de todo el trabajo que
tenía, pero no mostraba el menor indicio de sospecha.
Me acerqué al mostrador con la sonrisa más estúpida e inocente del mundo.
Señalando las pantallas de televisión le dije:
—Ese, ¿soy yo?
Echó una mirada rápida e irritada a las pantallas.
—Sí es usted. ¿Qué desea?
—Jamás había salido en la televisión —repliqué.
Miraba la pantalla como si estuviera fascinado; y para ser sincero, así era.
Llevaba el bigote puesto y estaba sorprendido de ver el aspecto que tenía con él,
totalmente diferente. No me hubiera reconocido si me hubiera cruzado conmigo
mismo en la calle.
El guardia se impacientaba. Me miró, como buscando sobres y preguntó:
—¿Es usted mensajero?
No quería quedarme por más tiempo, ni irritar al tipo tanto que llegara a acordarse
de mí. Además había visto todo lo que tenía que ver y me daba cuenta de que era
imposible entrar. Al menos por hoy.
—No, estoy buscando la oficina de personal. Debo, en principio, venir a trabajar
aquí.
—En el octavo piso —respondió el guarda señalando al techo.
—Oh… Me he equivocado.
—Correcto.
—Gracias.
Me dirigí hacia los ascensores y presioné el botón de llamar. Mientras esperaba,
volví a mirar a mi alrededor. El sistema de seguridad era envidiable. Y sin embargo,
ésta era la mejor de las posibilidades.

JOE
No me atraía mucho la idea de ir a visitar a Paul al hospital. Para empezar tengo
pánico a los hospitales, y más aún cuando tengo un compañero allí dentro. No me
gusta que me recuerden que podría ser yo.
¿Han visto alguna vez un partido de fútbol o de rugby en televisión y advirtieron
lo que sucede cuando uno de los jugadores se lastima? Yace en el césped, moviendo
un poco las rodillas, y quizás uno o dos jugadores se le acerque para ver lo que le ha
pasado, pero el resto se aleja, simulando que tienen un problema con sus zapatillas.
Sé exactamente lo que sienten. No es que sean indiferentes, es tan sólo que no les
gusta pensar que eso podría haberles sucedido a ellos.

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Lo mismo me sucede a mí. Tuve bastante tiempo para ir a hacer una visita a Paul,
pero no fui hasta que no acabé por sentirme avergonzado y culpable. Entonces me
decidí y me di cuenta que no tenía nada que decirle, me senté junto a él a escuchar un
programa de radio durante media hora. Es curioso que cuando estamos en el coche
tenemos un montón de cosas que decirnos, pero en el hospital, no. El hospital es la
muerte de la conversación.
De manera que estaba otra vez allí, paseando al pie de la cama. La habitación en
la que se encontraba Paul tenía dos camas, pero la otra estaba vacía por el momento.
Las ventanas daban de lleno a una pared de ladrillos. Si uno se inclina sobre la
ventana y mira hacia abajo puede ver un poco de césped verde, pero si Paul pudiera
estar de pie junto a la ventana no haría falta que siguiera en el hospital, y desde la
cama lo único que veía era una pared de ladrillos.
La televisión encajonada en la pared estaba encendida pero sin sonido. Paul
estaba sentado en la cama, rodeado por periódicos y revistas, y de cuando en cuando
echaba un vistazo a la pantalla.
Yo trataba de pensar algo que decir. Odiaba los largos silencios incómodos.
—Escucha, Joe, si quieres irte…
Dejé de caminar y traté de parecer interesado.
—No, no. Está bien. ¡Qué diablos! Deja que Lou siga dando vueltas por un rato.
Lou era el suplente de Paul, un muchacho inexperto.
—¿Qué tal se desenvuelve? —preguntó Paul.
Me encogí de hombros con indiferencia.
—Bastante bien —y traté de mantener la conversación animada diciendo:'—Es
demasiado impulsivo. Me alegraré cuando vuelvas.
—Yo también —dijo Paul riéndose—. ¿Te das cuenta?, estoy deseando volver a
trabajar.
—Y mira lo que son las cosas. Yo me hubiera cambiado más de una vez por ti.
De pronto comenzó a rascarse la pierna por encima de la manta.
—Siempre me dicen que no me va a picar más.
—Todavía no he visto el médico que no sea un gilipollas —con la cabeza señalé
la otra cama—. Por lo menos ya no tienes que aguantar a ese viejo. ¿Lo mandaron a
casa?
—No, murió —respondió Paul que seguía rascándose la pierna.
—¡Vaya, sí que debe haber sido divertido!
—A media noche. Se cayó de la cama —Paul dejó de rascarse y bostezó—. Me
despertó; me dio un susto bárbaro.
—Ya veo que has tenido una noche de lo más animada. Y pensé: «y nosotros
estamos teniendo una conversación de lo más animada».
—Pues sí, estupenda.
No quería seguir hablando de un pobre viejo que se había caído de la cama,
muerto, por tanto el silencio volvió a dominar la situación. Levanté la vista en

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dirección a la televisión. Se veía a un hombre en un bote de remos flotando en el
tanque de un inodoro. La televisión es, a veces, una auténtica mentira.
Paul se revolvía en la cama, desplazando las piernas de uno a otro lado. Un par de
revistas cayeron al suelo. Como el viejo, pensé.
—Sólo a mí me tiene que doler el culo —dijo Paul, sin poder encontrar una
posición confortable—. Estoy como sobre alfileres, ¿sabes?
—Ya lo sé.
Recogí las revistas y las puse otra vez sobre la cama.
—Deberías reposar sobre un lado —le dije—. O acostarte con una enfermera.
—¿Has visto las bestias que hay por aquí?
—Sí, las he visto.
Y ahí quedó nuestra conversación. Miré a la televisión otra vez, el anuncio ya
había pasado —al menos espero que haya sido sólo un anuncio—, ¿y qué es lo que
sucedía ahora? Se veía la habitación de un hospital, un individuo en una cama y a
otro caminando de un lado a otro y charlando con él.
—Estamos en la televisión —comenté.
—El hombre que se encuentra en la cama tiene amnesia —respondió Paul.
Lo miré.
—¿Cómo te has enterado?
—Lo he olvidado —respondió sonriendo.
Esa conversación tampoco nos llevaría muy lejos. ¡Dios! es imposible mantener
una conversación en una hospital, realmente imposible.
Paul miró a la cama vacía. Su cara tenía una expresión pensativa, y comentó:
—¿Sabes lo que más me impresionó de él?
—¿De quién, del viejo?
—Sí, siempre estaba diciendo que había malgastado su vida, que nunca hizo nada.
Eso era lo que pensaba, no había hecho nada de provecho. Estaba viejísimo, pero lo
único que deseaba era sanarse para comenzar a hacer algo.
—¿Como qué?
—Tampoco lo sabía, ¡pobre viejo idiota! —Paul se encogió de hombros—.
Cualquier cosa diferente, supongo.
Me volví, y miré la otra cama. Casi podía ver al pobre viejo caerse al suelo. Me
preguntaba de qué forma se había ganado la vida.

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Aquel sábado coincidió que ambos lo tenían libre, así pues decidieron llevar a sus
familias a Jones Beach, llevando los dos autos. Hacía calor y la playa estaba plagada
de gente, como siempre, pero a los chicos les gustaba tener de vez en cuando la
oportunidad de correr por la arena en lugar de patalear en la piscina del jardín, y
cualquier pretexto era bueno para las mujeres para salir de la casa. En cuanto a Tom y
a Joe, les gustaba contemplar a las muchachas en traje de baño.
Al poco de llegar, los dos hombres fueron los únicos que quedaron sobre las
toallas, bien tendidos, lejos del mar. Mary y Grace se encontraban en la orilla junto
con los pequeños, y los otros muchachos corrían por ahí, molestando a la gente. Tom
estaba acostado boca abajo, con la barbilla apoyada en los antebrazos, para mejor
observar a las muchachas en bikini, y Joe sentado con las piernas cruzadas, leía el
periódico.
La preparación del robo se había convertido en una especie de pasatiempo para
ellos, como dos tipos que montaban juntos un tren eléctrico. Tom había estado
observando las oficinas de los agentes de cambio de Wall Street, verificando las
posibles vías de fuga, coleccionando mapas del distrito financiero y redactando largas
descripciones de los dispositivos de seguridad de distintas agencias. Joe había estado
recorriendo los archivos de la comisaría buscando información sobre las alarmas
contra ladrones y sobre las medidas especiales de vigilancia que pudiera haber en la
zona. Ambos tenían suficientes mapas, planos, memorándums y listas como para
empapelar una casa, y esa enorme masa de papeles estaba encerrada bajo llave en el
armario de bebidas del sótano de la casa de Tom. Habían decidido que ése era el lugar
más adecuado, puesto que nadie iba nunca por allí, y Tom era el único que tenía la
llave. Mary tuvo una llave hace tiempo, pero un par de años atrás la había perdido y
jamás se preocupó por reemplazarla.
En cierta medida, la preparación del robo se había convertido en un fin en sí
misma. Cuando empezaron a hablar de ello, sólo era algo divertido e interesante para
pasar el rato mientras iban y venían del trabajo. Pero gradualmente había tomado
cuerpo, se había convertido en algo real, ya que ahora estaban dando los pasos
preliminares: hablaron con la mafia, estudiaron las distintas oficinas de agentes de
bolsa, hacían listas y guardaban antecedentes, discutían distintos planes para el robo;
estaban haciendo todo, excepto el robo en sí. Aun cuando jamás lo admitieran, por lo
menos conscientemente.
La idea del robo nunca estaba alejada de sus mentes; les daba un renovado interés
en la vida, incluso cuando estaban en la playa.
—Bueno, una cosa tenemos segura —dijo Joe golpeando el periódico con una
mano—, no lo haremos el día diecisiete.
Distraído, todavía mirando a las chicas en bikini, pero sabiendo de inmediato a lo
que se refería su compañero preguntó:

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—¿Por qué?
—Hay un desfile para los astronautas.
De repente Tom se imaginó la escena: calles estrechas, llenas de gente y de
bandas de música.
—¡Oh!, es verdad.
Joe dobló el periódico y lo dejó a su lado. Se sentía vagamente irritado, como si
un poco de arena de la playa se le hubiese metido en el cerebro.
—Entonces, ¿cuándo demonios vamos a hacerlo?
Tom se encogió de hombros, sin quitar los ojos de las chicas casi desnudas que
pasaban a su alrededor.
—Cuando conozcamos cómo lo vamos a hacer. Mira a ésa, la que está jugando a
voleibol.
Joe no estaba para guasas.
—¡Que le den por el culo! Y a ti también.
—De mil amores —respondió Tom irónicamente.
—Oye, te estoy hablando en serio —respondió Joe en voz baja y tensa.
Tom se dio media vuelta y miró a Joe. Ligeramente sorprendido por su
comportamiento, pero se sentía relajado y en paz con todo el mundo, preguntó:
—¿Qué bicho te ha picado?
Lo que le ocurría era que no había logrado olvidar al viejo del hospital, que se
murió al caerse de la cama. Cuando pensaba en ello, le parecía que el viejo había
querido dar un último salto desesperado hacia la vida, pero se cayó y todo terminó
para él; demasiado tarde.
Generalmente, Joe se interesaba más que Tom en mirar a las muchachas en bikini,
pero en los últimos días parecía como si tan sólo pensase en la pérdida de tiempo.
No obstante, no tenía ganas de hablar de ello. Tom pensaría que estaba loco. O
pensaría que él era un gallina. Se encogió de hombros, furioso y frustrado, diciendo:
—A mí no me ha picado nada. Pero estoy hasta arriba de montar todo este circo y
no hacer nada.
Tom frunció el ceño. Joe le estaba hablando con demasiada dureza y agresividad
y no sabía bien si sentirse molesto o no. Poniéndose a la defensiva preguntó:
—Bien, y ¿qué es lo que quieres hacer?
—¡El robo! O por lo menos avanzar un poco.
Joe retomó el periódico y lo hizo restallar contra la toalla.
La irritación comenzaba a hacerse dueña de Tom.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Has visitado las oficinas de los agentes de bolsa. ¿Qué impresión te dieron?
Tom se incorporó, renunciando de mala gana a su cómoda posición.
—La impresión es que lo tenemos muy difícil.
—Cuéntame.
Joe quería acción, movimiento, quería tener la impresión de que por fin pasaba

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algo.
—Pues bien. Para empezar, la mitad de ellas no nos sirven.
—¿Por qué no?
—En esos antros hay dos lugares donde tienen guardias de seguridad. Quiero
decir, además de los que hay en la entrada principal. Y los dos lugares son la caja y la
cámara fuerte.
—¿La caja…?
—Así llaman al lugar donde se realizan los trabajos de papeleo, donde se
manipulan las acciones y bonos que entran y salen. La cámara es donde los guardan.
—Eso es lo que nos interesa.
Simplicidad, eso es lo que quería Joe. Preguntas simples, respuestas simples.
—Exacto. Lo que nos interesa es la cámara fuerte. Pero en la mitad de esas
oficinas está en el subsuelo y la caja está arriba, en algún otro piso, y entre ambos
están los circuitos cerrados de televisión.
Joe hizo un gesto.
—¡Oh…!
—Te das cuenta del problema. Mientras nos ocupamos de los guardas del
subsuelo, hay algún idiota en el séptimo observándonos y tomando fotos.
—¿Tomando fotos?
—Una película si lo prefieres. Lo graban todo en vídeo —Tom sonrió con
amargura—. Y lo pueden pasar en un juicio en contra nuestra.
—O sea, que los que tienen la caja y la cámara en pisos diferentes quedan
eliminados.
—En las demás, aquellas donde ambas se encuentran en el mismo piso, tenemos
guardias en los lugares, más los guardias de la entrada y los circuitos cerrados de
televisión.
Joe frunció el ceño. Nada de lo que había oído le hacía sentirse mejor.
—¿Todas tienen eso?
Tom asintió.
—Al menos todas las compañías lo bastante importante como para tener lo que
buscamos. Las pequeñas no tienen televisión, pero en ésas no encontraremos diez
millones en bonos al portador.
—Entonces, no hay manera —replicó Joe—, no nos es posible.
Joe tenía una sensación de malestar y de alivio a la vez, como si quisiera dejar de
lado el asunto para siempre.
De pronto, detrás de ellos una voz preguntó:
—¿Ustedes son ladrones?
Ambos se volvieron de inmediato. Detrás se encontraba un niño de cinco o seis
años. Tenía una paleta en la mano, estaba cubierto de arena y los miraba con ojos
brillantes y curiosos. Tom le miraba con la boca abierta, pero Joe repuso rápidamente.
—No, nosotros somos policías. Tú eres el ladrón.

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—De acuerdo —dijo el pequeño dulcemente. Era simpático.
—Será mejor que te largues, antes de que te arrestemos.
—De acuerdo —repitió, y se fue.
Ambos le seguían con la vista. Sus corazones latían como tambores africanos.
Estaban pálidos.
—¡Jesús! —resopló Joe.
—Será mejor que de ahora en adelante hablemos de este tema en el coche.
—¿Hablar para qué? —replicó amargamente Joe—. Acabas de describir la
situación y está claro que no es viable.
—No está todo dicho —respondió Tom—. Siempre que la caja y la cámara estén
en el mismo piso tenemos una oportunidad.
—¿Tú crees…?
—La gente comete robos todos los días. ¿Por qué no nosotros? Lo que más me
molesta —continuó Tom—, es cómo vamos a ocultar los bonos después de robarlos.
Recuerda que siempre hemos dicho que no queremos nada que tengamos que guardar.
Joe se encogió de hombros.
—Sólo podemos vender a Virgano lo que él quiere comprar. Además, podemos
llamarlo en seguida, no tendremos que conservar los papeles durante mucho tiempo.
—Así lo espero.
—A mí —dijo Tom volviéndose a mirar a el océano—, lo que más me molesta
son los dos años.
Tom le miraba fijamente.
—Joe, en eso ya estamos de acuerdo.
—Sí, ya sé. Pero ya ves lo que le pasó a Paul. Un disparo en la pierna. Unos
centímetros más y le llevan las pelotas. Un poco más alto y la bala le da en pleno
corazón.
—Paul va a caminar bien, tú mismo me lo dijiste.
—Puede que sí, pero yo no tengo ganas de tener un millón de dólares enterrado
en una esquina y yo enterrado al lado.
—No podemos dar el golpe y desaparecer, ya lo hemos discutido.
—Sí, sí, ya sé. Y pienso como tú, que es una buena idea, pero dos años es mucho
tiempo.
—¿Entonces cuánto?
—Un año.
—¿Qué? ¿La mitad…?
—Un año es bastante tiempo, Tom. ¿Quieres seguir viviendo de esta manera más
de lo estrictamente necesario?
Tom frunció el ceño y apartó la vista. Estaba mirando a una muchacha en bikini
sin verla.
—Lo que queremos es largarnos, escapar de esta jodida existencia. ¿Te acuerdas?
A pesar suyo, Tom meneó la cabeza y gruñó:

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—¡Sí, maldita sea!
—Un año —insistió Joe.
Tom se mantuvo firme durante unos segundos, pero finalmente cedió, diciendo.
—Está bien, de acuerdo. Un año.
—Bien.
Joe sonreía, había reencontrado su buen humor, y Tom de mala gana le devolvió
la sonrisa.

TOM
Este era un día en que nuestros horarios no coincidían, Joe estaba trabajando en la
ciudad y yo tenía el día libre. Naturalmente estaba lloviendo, de manera que me
quedé en casa, leí una novela y vi un partido de béisbol en la televisión. Mary se llevó
el coche al mediodía para ir de compras, así que cuando el partido que estaba viendo
terminó, entré al dormitorio para revisar mi viejo uniforme. Si realmente llevábamos
a cabo el robo, ése sería mi disfraz.
Hacía más de tres o cuatro años que no llevaba uniforme, pero aún estaba allí, en
el armario del dormitorio, detrás del forro del impermeable que había olvidado dos
años atrás en un restaurante. Tendí el uniforme sobre la cama y lo examiné; no tenía
agujeros ni le faltaban botones. Estaba en perfecto estado. Me lo puse y me observé
en el espejo interior del armario.
Sí, era yo. Recordaba muy bien a ese individuo. Y los años atrás en los que llevé
ese traje azul, con calor, con frío, con lluvia, con sol. No sé por qué razón estúpida
me hizo sentir de pronto nostálgico, triste. Como si hubiera perdido algo con el correr
del tiempo, y aunque no sabía lo que era sentía su ausencia. No sé cómo explicarlo;
sentía una sensación de pérdida, eso era todo.
En fin, mierda. Yo no vine aquí para fomentar la melancolía en un día lluvioso.
Vine para revisar mi disfraz en vistas al gran robo. Me pareció en perfecto estado.
Seguía delante del espejo, trataba de olvidar esa tristeza incomprensible, cuando
de pronto entró Mary mirándome con la boca abierta.
Pensé que estaría en el supermercado por lo menos una hora más. Me volví y le
sonreí avergonzado, preguntándome qué le iba a decir. Pero no podía pensar en nada,
ni una sola palabra me vino a mi mente para explicarle qué hacía en la habitación con
mi viejo uniforme puesto.
Después de su primer momento de sorpresa, me ayudó a salir de mi mutismo con
una nota de humor.
—¿Qué pasa? ¿Te han bajado de categoría?
—Mira… —finalmente, mi cabeza y mi lengua comenzaban a funcionar otra vez
—. Tan sólo quería ver cómo me quedaba después de tanto tiempo —me volví para

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mirarme en el espejo—. Y todavía me queda bien, ¿no te parece?
—No quiero decepcionarte, pero…
—Por supuesto que sí —me volví de perfil—. Quizás un poco ajustado —admití
—, pero no mucho.
A través del espejo la veía sonreír meneando la cabeza. Mary conservaba la
misma figura que cuando estaba soltera, a pesar de los embarazos y de llevar una vida
pasiva como ama de casa, de manera que podía mofarse de mí. Y aun cuando era
ridículo, quise defenderme, y volviéndome le dije:
—Todavía podría usarlo, si tuviera que hacerlo. No estaría tal mal.
—No. Tienes razón —replicó—. No estarías tan mal.
No estaba seguro si lo decía en serio o si estaba burlándose de mí. Me palmeé el
estómago, mirándome al espejo y dije:
—Bebo demasiadas cervezas, eso es todo.
Ella hizo un gesto cómico y se fue al tocador. La miré por el espejo. Recogió su
reloj en el tocador, le dio cuerda y se dirigió a la puerta. Desde allí se volvió y me
dijo:
—La comida estará lista en quince minutos.
—Hoy sólo tomaré té helado.
Se echó a reír.
—De acuerdo.
Después de que salió, volví a mirarme con espíritu crítico. No estaba mal. Quizá
un poco ajustado, eso era todo. Iría a la perfección.

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10
Uno tiene una extraña sensación al dejar su casa y su familia a las diez u once de
la noche para ir a trabajar. Uno parece abandonarlos, abrir una profunda brecha entre
la vida familiar y la laboral. Es algo a lo que Tom y Joe nunca lograron
acostumbrarse; era otra de las cosas que jamás comentaron entre ellos.
Sin duda, si siempre hubieran trabajado en el turno de doce a ocho de la mañana,
le hubiera parecido de lo más normal. Pero los constantes cambios de horario no les
facilitó jamás la oportunidad de acostumbrarse a la rutina.
Desde el incidente con el crío en la playa, sólo hablaban del proyecto del robo en
el coche, y ambos parecían preferir para ello los turnos de noche. Se sentían más
alejados de las familias, y la oscuridad les ayudaba, sin duda, a meditar; tenían la
mente puesta en la pálida luz del panel de instrumentos.
Esta vez fueron en silencio durante un buen cuarto de hora. No había mucho
tráfico y podían reflexionar a sus anchas.
Joe iba al volante de su Plymouth, conducía de forma automática, pues su mente
la tenía puesta en Wall Street y en los agentes de bolsa. De pronto, rompió el silencio:
—Yo me inclino por la amenaza de bomba.
Tom estaba totalmente abstraído en sus propios pensamientos; se preguntaba
dónde iban a esconder los bonos y cómo se las iban a apañar con Vigano para
efectuar el cambio por los dos millones de dólares. Pestañeando los ojos en la
oscuridad buscó el perfil de Joe y balbuceó:
—¿Qué…?
—No debe suponernos ningún problema —dijo Joe—. De un telefonazo les
decimos que hay una bomba en la cámara fuerte, luego atendemos la llamada
nosotros mismos.
Tom meneó la cabeza.
—Nunca funcionaría.
—¡Pero eso nos permitiría entrar!
—Sí, claro. Y entonces un par de colegas llegan para responder a la llamada antes
de que podamos salir.
—¡Tiene que haber una manera! —insistió Joe—. Y si sobornamos al telefonista
para que nos pase la llamada en lugar de pasarla a una patrulla.
—¿A cuál telefonista? ¿Y cuánto le damos? Nosotros sacamos un millón y a él le
damos cien dólares, ¿no? Nos delataría en una semana. O nos extorsionaría.
—Tiene que haber una manera —Joe volvía a su idea. Le gustaba la idea de la
bomba por las connotaciones teatrales.
—El problema no es entrar. El problema es cómo salir con los bonos, dónde
esconderlos y cómo hacer el cambio con Vigano.
Pero todo eso no le interesaba a Joe. Insistía en las ventajas de su plan terrorista.
—Con todo, primero tenemos que entrar.

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—Entraremos… —cuando de pronto le vino una idea a la cabeza. Se sentó más
erguido y miró fijamente hacia delante a través del parabrisas.
—¡Mierda!
Joe le miró.
—¿Qué te pasa?
—¿Cuándo es ese desfile? ¿Recuerdas lo que decía el periódico, ese desfile para
los astronautas?
Joe frunció el ceño tratando de recordar.
—La próxima semana, me parece. El diecisiete. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque ése será el día en que daremos el golpe —dijo Tom con una sonrisa de
oreja a oreja.
—¿Durante el desfile?
Tom estaba tan excitado que no podía quedarse quieto.
—Joe —exclamó—. ¡Soy un genio!
Joe le miró con escepticismo.
—¿Un genio…?
—Escucha. ¿Qué es lo que vamos a robar?
Joe suspiró.
—Bonos al portador, como dijo Vigano.
—O sea, dinero —replicó Tom.
Joe asintió; parecía irritado.
—Bien, bien, dinero.
—Sólo que no es dinero —Tom seguía sonriendo, como si sus mejillas hubieran
quedado rígidas con esa expresión—. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Para que
sea dinero tenemos que entregarlo antes.
—Dentro de un momento pararé el coche y te partiré la cara como sigas así.
—Escúchame, Joe. Dinero no es sólo un billete de un dólar. Dinero es todo tipo
de cosas. Cheques, cartas de crédito, certificados de acciones…
—Me vas a decir a dónde quieres ir con todo esto, ¿sí o no?
—Ahí está el asunto. Cualquier cosa es dinero, si uno lo piensa así. Ahí tienes tú
que Vigano cree que esos bonos al portador son dinero.
—Y tiene razón.
—Por supuesto que tiene razón. Y eso es lo que resuelve todos nuestros
problemas.
—¿Cómo los resuelve…?
—Totalmente —aseguró Tom—. Nos hace entrar, salir, resuelve el problema del
escondite. ¡Lo resuelve todo!
—¡Vamos, un milagro! —respondió Joe, sin entender una palabra.
—Tú lo has dicho. Y es por eso que daremos el golpe durante el desfile.

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JOE
Conducía el coche patrulla por la avenida Columbus cuando me detuve delante de
una pequeña tienda de comestibles portorriqueña, cerca de la calle 86. Me volví a
Lou y le pregunté:
—¿Tomamos una cocacola?
—Buena idea.
Lou era un tipo joven, de veinticuatro años, y no hacía dos años que llevaba
uniforme. Usaba el pelo largo, para mi gusto, y creo que jamás lo vi sin que tuviera
cortes en la barbilla a causa de la navaja. Pero aparte de eso no era un mal tipo. Se
ocupaba de sus asuntos, era tranquilo y no tenía malos hábitos en el coche. Yo he
tenido compañeros de todo tipo: los que ventoseaban todo el rato, los que se hurgaban
la nariz o las orejas y qué sé yo quién más. Lou no era un buen amigo como Paul,
pero los he tenido mucho peores.
Elegí la tienda portorriqueña porque le llevaría más tiempo comprar dos refrescos
allí que en un tienda normal. Todas esas tiendas de comestibles portorriqueñas están
llenas de hombres y mujeres pequeñitos y morenos, sentados sobre los refrigeradores
y hablando con una rapidez increíble en ese idioma que aseguran que es español.
Antes de que uno llegue a la caja registradora y tomen el dólar y le den el cambio
tiene que gritar más que los otros durante uno o dos minutos para asegurarse de que
lo han oído. Entonces el portorriqueño, con el cambio en la mano, cree encontrar el
argumento decisivo y comienza a gritar otra vez. De manera que yo iba a disponer de
todo el tiempo que necesitaba.
Quité el contacto antes de que Lou descendiera del coche. Lo observé cruzar la
acera, arreglándose el cinturón, y una vez que estuvo dentro de la tienda abrí la puerta
y descendí, pasé por delante del coche, levanté el capot y quité la tapa del delco.
Luego cerré el capot y volví a sentarme detrás del volante.
Se avecinaba una nueva ola de calor. Aún no eran las once de la mañana y ya la
temperatura era de casi 33° C a la sombra, sin contar la humedad. Desde luego, no
era el día justo para trabajar.
Tampoco era el día justo para un desfile. Pero no lo anularían, no. No era posible.
No. El gran desfile de Wall Street era una tradición y las tradiciones no se
preocupan por el tiempo. Tendrían su desfile.
Y Tom y Joe tendríamos nuestros dos millones de dólares.
Lou salió de la tienda con los dos refrescos en la mano. Subió al coche y
tendiéndome uno de ellos, comentó:
—¡Vaya, cómo les gusta hablar…!
—Tienen más energía que yo —respondí—; ¡con este calor!
Bebí un trago enorme; Lou hizo lo mismo. No tenía ninguna prisa en dar el
primer paso. Me recliné en el asiento, asomando la cabeza por la ventanilla abierta,

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buscando un poco de brisa. No había brisa.
—Hace demasiado calor para el crimen —dijo Lou de repente—. Un día
espléndido para descansar.
—Nunca hace demasiado calor para el crimen.
—¿Quieres apostar? Te apuesto que hoy no tendremos ningún delito de
importancia en esta ciudad. Por lo menos, antes de las cuatro de la tarde.
Estuve a punto de aceptarle la apuesta, pero no quería que recordara la
conversación más tarde y comenzara a preguntarse por qué había estado yo tan
dispuesto a aceptarla.
—¿Y los crímenes pasionales? —pregunté—. Un marido se pelea con su mujer.
Ambos están irritados por este calor y, ¡zas!, uno de ellos va a por un cuchillo a la
cocina.
—De acuerdo en eso. Pero ésos no cuentan.
—Oh, ahora estás haciendo concesiones. Ningún crimen importante, excepto de
este tipo, de aquel o del de más allá.
Sonreí para hacerle ver que estaba bromeando y que no tenía por qué enojarse.
—Ya veo que no quieres hacer la apuesta —sonrió.
—Los juegos de azar están prohibidos por la ley. Con alguna excepción, que no
es el caso —me enderecé y tomé otro trago—. Vamos, tenemos que ponemos en
marcha. Nos falta una hora para terminar el servicio.
—Por lo menos cuando nos movemos tenemos un poco de aire.
—En marcha entonces.
Giré la llave de contacto y por supuesto no pasó nada.
—¡Mierda! ¿Qué es lo que pasa?
Lou me miraba con disgusto.
—¿Otra vez?
Esta sería la tercera vez que nos fallaba el coche en lo que iba de mes; eso fue lo
que me dio la idea.
Giraba la llave sin éxito.
—¡Les dije que no lo habían arreglado!
—¡Maldita sea! —exclamó Lou.
—Llama a la comisaría, ¿quieres?
Mientras él llamaba, permanecí sentado en el coche, con expresión de cansancio y
bebiendo mi refresco. Lou terminó de hablar y comentó:
—Nos enviarán una grúa.
—Nosotros deberíamos patrullar en una grúa —acoté a la vez.
Miró su reloj.
—Me pregunto cuánto tiempo tardarán en llegar hasta aquí.
—Oye —le dije—. No tiene objeto quedarnos los dos. ¿Por qué no vuelves a la
comisaría y firmas la salida por ambos?
—¿Cómo, te vas a quedar solo? ¿Te vas a quedar tú solo?

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—No me importa, en serio te lo digo. No hay necesidad de que nos quedemos los
dos.
Lou estaba deseando irse, pero no quería parecer demasiado ansioso, de manera
que tuve que persuadirlo un poco más. Finalmente me dijo:
—¿De veras no te importa?
—No; no tengo otra cosa que hacer.
—Bien, en ese caso…
Abrió la puerta y le dije:
—No te olvides de firmar por mí. No volveré a la comisaría.
—No te preocupes.
Bajó del coche y se inclinó sobre la puerta para agradecerme.
—Bueno, tú lo harás por mí la próxima vez —dije.
—Te lo prometo, y habrá una próxima vez, ¿no es cierto?
—Puedes contar con ello.
Asintió riendo y se alejó. Lo vi marcharse por el espejo retrovisor, dio vuelta en la
esquina y se perdió de vista.
Pasó casi media hora antes de que apareciera el coche grúa. En ese tiempo
estaban muy ocupados remolcando los coches de los turistas. Pero al fin éste llegó y
dos hombres descendieron del vehículo; uno de ellos me preguntó:
—¿Qué es lo que no funciona?
—Este cacharro se niega a arrancar, eso es todo.
Miró al coche entrecerrando los ojos como si fuera un médico y el auto un
paciente.
—¿Que le pasará?
Eso era justamente lo que necesitaba: un mecánico inexperto. Todo lo que se
supone que debe hacer es llevarse el coche a un sitio donde pueda ser arreglado. Nada
más. Le respondí tratando de no parecer enojado:
—¿Quién sabe? Tal vez el calor. Quitémoslo de en medio para terminar de una
vez con este asunto. Empiezo a tener bastante. Termino mi turno dentro de quince
minutos.
Así pues, lo engancharon al guardabarros, me quedé sentado detrás del volante
del coche patrulla y me remolcaron hasta el garaje de la policía, próximo a los
muelles. Ese sector pertenece casi en su totalidad a la policía de la ciudad, con los
almacenes de un lado y el garaje enfrente. El garaje es un edificio grande de ladrillos
rojos, de tres pisos, con rampas en su interior, de manera que uno puede llevar el
vehículo hasta la parte superior. Es un edificio viejo, con marcos negros de metal en
las ventanas, y he oído que una vez lo utilizaron para establo de los caballos de
policía. No sé si será verdad o no, pero así me lo contaron.
Al lado del garaje, en la esquina, hay un aparcamiento lleno de coches patrulla,
vehículos de emergencia, coches celulares y hasta un camión del equipo de
explosivos, que parece una canasta roja de mimbre. La mayoría de esos vehículos son

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pura chatarra; se conservan simplemente para que los mecánicos puedan aprovechar
alguna que otra pieza y que los cacharros como aquel en el que yo estaba sentado
estuviesen en condiciones de andar.
Hacia el otro lado, se levantan tres o cuatro almacenes, algunos propiedad de la
policía y otros arrendados al ayuntamiento. Cinco o seis años atrás, se descubrieron
en uno de los sótanos una cantidad enorme de máquinas tragaperras, y nadie
descubrió cómo fueron a parar allí.
La calle era de sentido único, de oeste a este. A ambos lados de la calle, las aceras
estaban cubiertas por coches patrulla averiados. La entrada del garage también estaba
atestada de vehículos. Los taxistas tratan de evitar este sector como si fuera la misma
peste, porque uno puede quedarse atascado en el tráfico durante horas y, ¿qué civil se
atreve a tocar la bocina en un embotellamiento causado por la policía misma?
Un embotellamiento como el que nosotros estábamos provocando en ese
momento. La grúa logró hacerse camino y llegar hasta la entrada del garaje. Miré por
el espejo retrovisor para ver si estábamos bloqueando a alguien por detrás de
nosotros, pero con el morro levantado lo único que podía ver era un rectángulo de
asfalto. De todas formas me importaba un bledo lo que pasara detrás nuestro. Si había
alguien, era su problema.
Un mecánico salió del garaje con un cuaderno de notas en la mano. Era un negro,
bajo y corpulento, que llevaba pantalones de policía y una camiseta sucia sin mangas.
Se acercó al coche grúa y viéndome me preguntó:
—¿Qué, problemas, jefe?
—No quiere arrancar.
—Inténtelo —propuso.
Eso era una estupidez. Acaso pensaba que habíamos pasado por todo esto,
arrastrando el coche por el centro en un día tan caluroso como el de hoy sin haber
intentado de mano arrancar. Pero eso era lo que siempre decían y no valía la pena
discutir con ellos. De manera que giré la llave de contacto para complacerle y por
supuesto no sucedió nada.
—¿Ve…?
—Hoy no podré hacer nada —respondió.
—No me importa. He terminado mi servicio hace dos minutos. Mi compañero ya
se marchó.
Suspiró, tomó su cuaderno y lápiz.
—¿Nombre?
—Agente Joseph Loomis, distrito quince.
Anotó esos datos, luego se dirigió a la parte de atrás del vehículo para tomar notar
del número. Esperé pacientemente; conocía demasiado bien esa rutina, había pasado
por ello demasiadas veces, y cuando volvió yo ya tenía las manos listas para tomar el
cuaderno y firmar debajo mi nombre.
Le devolví el cuaderno, y lo agitó en dirección del conductor del coche grúa.

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—Déjelo por ahí, en cualquier lado.
El vehículo se puso en movimiento con una súbita sacudida, y un segundo
después hizo lo mismo mi auto. El mecánico se quedó donde estaba hasta que nos
marchamos y me lanzó una mirada de enojo.
El capot se bamboleaba un poco cuando nos movíamos, como si fuera una lancha
de carreras. La parte de delante estaba en un ángulo tan elevado que me recordó mis
vacaciones de verano cuando yo era un crío de unos nueve o diez años y toda la
familia fuimos a pasar una semana a Adirondacks. Alquilamos una cabaña sobre un
lago, quiero decir, próxima a un lago; teníamos que caminar por un sendero de tierra
entre otras dos cabañas para llegar al agua y todavía recuerdo las piedras bajo mis
pies desnudos. Había allí un hombre rico, propietario de una casa en el otro extremo
del lago, una casa blanca más grande que la casa donde vivíamos allá en Brooklyn,
que tenía una lancha de carreras roja y blanca. Una vez nos llevó en ella junto con
otros muchachos de las proximidades. Nos colocamos esos chalecos salvavidas de
color naranja y nos sentamos en el asiento de atrás y cuando la lancha comenzó a
andar yo estaba muerto de miedo. Íbamos a una velocidad endiablada, y la parte de
delante estaba tan alta que no podía ver hacia dónde íbamos. Pero no obstante fue
fantástico, el viento, el ruido, la espuma y la costa cada vez más lejos. Una vez en
tierra firme todavía me parecía más fantástico y pasé el resto de esa semana pensando
por qué no éramos ricos nosotros también. Obviamente ser rico es lo más formidable
que le puede pasar a uno, de modo que ¿por qué no lo éramos? Así es como piensa un
muchacho.
No había recordado aquello desde hacía quizás veinte años.
Había un sitio libre en la esquina de la calle. Detuvieron el coche grúa y descendí,
observando cómo realizaban la maniobra para ponerlo en su lugar. Miré el reloj una
vez que hubieron terminado, eran las doce y diez. Tenía mucho tiempo por delante.
El conductor de la grúa se ofreció para llevarme a la comisaría. Estuve a punto de
decirle que sí, puesto que casi me había olvidado de la situación pero me di cuenta a
tiempo.
—No, gracias. Creo que iré caminando.
—Como quiera.
Me despedí de ellos moviendo la mano, y los seguí con la vista hasta que se
alejaron. Algunas veces me asombro de mí mismo. ¿Sería posible que todo este
asunto todavía no fuera una historia real para mí hasta el extremo de olvidarlo tan
fácilmente? Estuve a punto de aceptar el ofrecimiento e ir a la comisaría con ellos
como si fuera otro día cualquiera y no tuviera otra cosa en la mente. Increíble.
Moviendo la cabeza de un lado a otro, di media vuelta, y me dirigí hacia la Onceava
Avenida.
Lo único que tenía que hacer ahora era dedicarme a pasear durante unos diez
minutos. Otra de las ventajas de llevar un uniforme es que un policía es el único ser
en la tierra que puede estar en la esquina de una calle holgazaneando sin llamar la

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atención. Su tarea es holgazanear. Si cualquier otra persona hiciese lo mismo la gente
se preguntaría quién es ese sujeto y demás preguntas de ese tipo. A un policía ni tan
siquiera lo miran.
Me sorprende que no haya más maleantes que realicen sus trabajos vistiendo un
uniforme.
Pasados los diez minutos volví a donde había dejado el coche. Y allí, ¿quién se
iba a preocupar de un policía levantando el capot a un coche patrulla? Nadie. Así
pues lo levanté, volví a encajar la tapa del delco en su sitio, me coloqué al volante,
arranqué tranquilamente y me dirigí al lugar donde me debía encontrar con Tom.

TOM
La diferencia entre cometer un delito y planearlo es la misma que existe entre una
tormenta de nieve y una película de la famosa nevada de 1988. Joe y yo habíamos
dedicado semanas enteras con los preparativos, realizando mapas, ultimando los
detalles y nada me había preocupado; pero nos encontrábamos en plena tempestad, y
no era broma.
La noche anterior fui incapaz de dormir. Me despertaba una y otra vez, temeroso
de que hubiera alguien en la casa. Me sentí más indefenso que nunca, tendido allí en
la oscuridad, escuchando, tratando de oír a quien quiera que fuera el que estaba en la
habitación contigua. Entonces me dormía de nuevo y las pesadillas me despertaban
una vez más.
Sólo recuerdo uno de los sueños, o mejor dicho una parte. Yo era muy pequeño,
estaba en una habitación muy grande, vacía, oscura, y las paredes se iban
desmoronando de una forma gradual. Era aterrador.
Elegimos un día en que Joe trabajaba y yo tenía el día libre, de manera que pasé
la mañana dando vueltas, haciendo mis cosas, tratando de no demostrarle a Mary lo
tenso y nervioso que me sentía. Joe le había dicho a Grace que tenía un turno doble, y
Mary pensaba que yo debía trabajar por la tarde, de manera que ambos estábamos
cubiertos para el momento del robo.
Parecía que aquella mañana no iba a terminar nunca. Media docena de veces
estuve a punto de subir al coche e irme a la ciudad, sólo para hacer algo, aun cuando
todavía faltaban horas para el momento en que debía encontrarme con Joe, pero
pensaba que sería mucho más difícil matar el tiempo en Nueva York que en mi casa.
Me resultaba imposible permanecer inactivo. Tenía que estar de pie y en movimiento.
Llevé el auto a una estación de servicio para que lo lavaran, y anduve vagando
durante media hora; me puse a ordenar y limpiar el garaje, hasta caminé por el
vecindario, cosa que jamás había hecho antes en mi vida. Era espantosa la sensación
de sentirme un extraño estando tan cerca de mi hogar, caminando por delante de

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todas esas casas idénticas a la mía pero que tenían que ver tan poco con la mía como
la cabaña de un pastor en la Mongolia. Esa caminata me sentó bien. Me alegré
cuando regresé a la zona que conocía, experimenté la sensación de seguridad de
cuando uno está en lo suyo.
Luego, cuando por fin llegó el momento de partir, me puse muy inquieto, parecía
no poder decidirme a abandonar la casa. Me olvidaba de las cosas y tenía que volver
a buscarlas. Incluyendo el uniforme. Lo tenía dentro de una pequeña bolsa de tela y
estuve a punto de irme sin él. Hubiera sido el colmo.
¿Nunca ha atravesado una situación tensa, encender la radio y todas las canciones
le han parecido referirse al problema por el cual usted estaba pasando? Eso fue lo que
sucedió durante el trayecto a la ciudad. Cada canción que oía, trataba, ya fuera de
alguien cometiendo una terrible equivocación, o de alguien que había abandonado su
casa para vagar por el mundo, o de aquel que se expone a grandes peligros aun
cuando la mujer que lo ama no quiere que lo haga.
Casi me arrepentí por no haberles contado a Mary ni a Grece lo que estábamos
planeando, porque ellas realmente nos hubieran disuadido. De esa manera, ninguno
de los dos se hubiera echado para atrás, pero yo no estaría conduciendo por la
autopista con mi viejo uniforme en una bolsa de lona en el asiento de al lado.
No me interpreten mal. No quiero decir que me estaba arrepintiendo. No, tenía
decidido cometer el robo, las razones seguían siendo igualmente válidas y los planes
para después me excitando tanto como el primer día. Pero si la situación hubiera
cambiado, si hubiese sobrevenido un incidente para forzarme a retroceder, admito
que no hubiera luchado demasiado.
Por fin llegué a Manhattan con tiempo de sobra y aparqué el coche cerca de la
Décima Avenida. Tomé la bolsa y me marché caminando en dirección a la estación
del puerto, donde me cambié de traje en unos lavabos.
Cuando me marchaba, por la salida de la Novena Avenida, fui interceptado por
una mujer vieja que llevaba una capa negra —algo increíble con semejante calor—
que quería saber dónde podría comprar bonos para el autobús. Al principio me irritó,
distrayéndome con esa tontería cuando yo estaba tan nervioso, y no podía entender
que me estuviera importunando con preguntas como ésa, especialmente cuando
enfrente había un gigantesco cartel que decía: INFORMACION. Pero luego recordé
que vestía uniforme. Cambié el tono, me convertí en policía y con toda amabilidad le
indiqué las ventanillas de venta de bonos que había a lo largo de la pared. Me dio las
gracias y se fue, apretándose la capa contra el cuerpo como si estuviera resistiendo un
viento que nadie más que ella sentía. Tras este pequeño incidente proseguí mi
marcha, abandoné el edificio sin que nadie me hiciera más preguntas y me dirigí de
nuevo al coche.
Mientras caminaba, de pronto se me ocurrió pensar que podía suceder otra vez lo
mismo, y resultar mucho más peligroso que con la anciana. Me imaginé que al ir a
cometer nuestro delito de pronto éramos interrumpidos, por alguien que acababa de

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ser asaltado, por un niño perdido, o por un accidente de circulación con heridos y
muertos.
¿Qué podíamos hacer si ocurría algo así? Tendríamos que quedarnos, y
desempeñar nuestro papel de policías. Sería demasiado peligroso si nos negáramos a
intervenir en cualquier asunto que surgiese. Se lo informarían en seguida a los
próximos agentes que vinieran y no queríamos sugerir antes de tiempo que éramos un
par de falsos policías circulando libremente por la ciudad.
Menuda ironía. La llamada del deber nos impide cometer un crimen. Sonreí
mientras caminaba, pensando que se lo contaría a Joe en cuanto lo viera. Ya me
imaginaba la cara que pondría.
Abrí el maletero del Chevrolet y coloqué la bolsa con mis ropas de civil. La
matrícula y las patentes estaban allí en una cestilla; llevaban ahí más de una semana,
desde el día en que las tomamos.
Cerré el maletero, me senté al volante y empecé a conducir lentamente a lo largo
del puerto. Los muelles de Nueva York han caído en desuso en los últimos diez años
debido a que la mayor parte del tráfico se ha desviado a la otra orilla, en Nueva
Jersey, de manera que hay muchos lugares en esa zona donde se puede tener la
seguridad de que no pasará nadie por allí. Algunas compañías de camiones guardan
allí los remolques vacíos, que forman paredes que ocultan a uno de la vista a los
automovilistas que pasan por la Duodécima Avenida.
Oculté el Chevrolet detrás de uno de los remolques y consulté mi reloj. Todavía
tenía tiempo por delante, pero no importaba. Ahora que estaba realmente
comprometido en el asunto me sentía más tranquilo. La elaboración del proyecto me
había puesto nervioso, pero ahora la tensión aflojaba y me sentía tan cómodo como si
estuviera esperando a Ed Dantino para salir de patrulla. Algo muy extraño.
Hacía calor, demasiado calor para quedarse dentro del coche. Salí, cerré la puerta
con llave y me apoyé contra el guardabarros para esperar a Joe.

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11
Oyeron el desfile antes de verlo: los ruidos de la multitud, la música militar, los
tambores. Sobre todo los tambores.
El ruido de un desfile parece anunciar que algo va a suceder, algo rápido, terrible,
dramático. Son los tambores los que producen ese efecto, cientos y cientos de
tambores, el mismo redoble, la misma cadencia. El ritmo es más rápido que el del
corazón, y si uno no está marchando, advierte que se pone un poco tenso o excitado.
Por supuesto que si uno está tenso o excitado de antemano, porque va a cometer
por primera vez un robo importante, esos tambores le pueden provocar un infarto.
Ambos estaban muy nerviosos, pero trataban de disimularlo. Intentaban parecer
tranquilos y concentrados, lo que sin duda era una buena manera de comportarse,
puesto que les ayudaba a controlar su nerviosismo y no a paralizarse a causa de él.
Momentos antes, cuando se encontraron en los muelles, ambos estaban muy
tranquilos. Cada uno de ellos había cumplido con éxito la primera parte del plan; Joe
al conseguir el coche patrulla, Tom al llevar uniforme y encontrar un escondite para
el Chevrolet, y eso les daba una sensación de haber cumplido algo y de controlar la
situación. Rápidamente, habían cambiado la matrícula del coche patrulla y pusieron
nuevos números con etiquetas adhesivas a los costados de las puertas y partieron con
la misma sensación de estar bien organizados y de controlar la situación.
Pero cuando se adentraron en el centro, y más especialmente en las estrechas
calles de la zona financiera, ambos comenzaron a pensar en accidentes y
circunstancias imprevistas y en todo eso que podía echar por tierra al plan mejor
preparado del mundo. Y de nuevo comenzaron los nervios, esta vez agravados por el
redoble de los tambores.
La agencia Parker, Robin, Eastpoole y Cía. ocupaba un inmueble que hacía
esquina, y una de las fachadas daba a la calle por donde transcurría el desfile. Un
poco más lejos había un pasaje cubierto, una especie de arco que desembocaba en una
calle paralela. Era hacia esa calle adonde ellos se dirigían, a unos cien metros de la
multitud y del alboroto, pero lo suficientemente cerca como para que lo pudieran oír
con claridad.
Había una boca de incendio cerca del inicio del pasaje cubierto. Joe estacionó allí,
descendieron y atravesaron el pasaje, ambos caminando sincronizadamente al compás
de los tambores. Delante de ellos, al inicio del pasaje, se encontraba la multitud que
miraba al otro lado; un poco más allá, por encima de sus cabezas, podían ver las
banderas pasar.
Mientras caminaban, Joe de pronto eructó. El ruido repercutió en el pasaje y
resonó como la campana de una catedral. Tom se volvió con un aire estupefacto, y
Joe se frotó el vientre disculpándose.
—Mi estómago está muy nervioso.
—No pienses en ello —respondió Tom.

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Lo que quiso decir es que no quería pensar en su propio nerviosismo. Joe le
dirigió una sonrisa ladeada.
—Gracias por el consejo.
Salieron del pasaje y el ruido del desfile de pronto se hizo más fuerte, como si
hubieran subido el volumen en una radio. Una banda estaba desfilando en uniformes
rojos y blancos; de vez en cuando veían a los desfilantes entre los huecos que dejaban
la gente sobre la acera. Otra banda recién acababa de pasar y se encontraba a unos
cincuenta metros a la izquierda, tocaban una marcha diferente pero el ritmo de los
tambores era el mismo. Una tercera llegaba por la derecha y su música se confundía
con la de las dos primeras, más los gritos, risas y comentarios de los espectadores.
Agentes uniformados estaban por todas partes, pero se concentraban en contener la
multitud y no se fijaron en Tom ni Joe; en cualquier caso, ellos no eran sino dos
policías más, asignados al desfile.
Había un estrecho paso en la acera, entre los edificios y los espectadores. Tom y
Joe dieron vuelta a la izquierda y caminaron en fila india en la misma dirección que
la banda de música, un poco más rápido. Joe iba el primero, marchando al ritmo de la
música, observándolo todo al nivel de sus ojos; la gente, los agentes, las entradas a
los inmuebles. Tom le seguía, moviéndose con forma más desenvuelta, mirando hacia
arriba, a las ventanas, donde había muchísima gente asomada.
Nadie les prestó atención. Entraron en el edificio de la esquina y tomaron el
ascensor automático. No subía nadie más, así que mientras subían se pusieron los
bigotes y las gafas que llevaban en los bolsillos. Eso era un pequeño disfraz
suplementario, lo principal lo constituía el uniforme. Nadie se fija en el uniforme; los
curiosos de allí afuera sólo veían pasar los uniformes, no las caras, y más tarde no
podrían identificar ni a uno sólo de los músicos que desfilaron.
Una vez que Tom se puso las gafas y el bigote, dijo:
—Cuando lleguemos arriba tú te encargarás de hablar, ¿de acuerdo?
Joe le miraba sonriendo.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de presentarte en público?
—No, pero tú tienes más práctica, nada más.
—De acuerdo —Joe se encogió de hombros—. No hay problema.
En ese momento el ascensor se detuvo, la puerta se abrió automáticamente y los
dos descendieron. Tom ya había venido y por supuesto había descrito el lugar a Joe, e
incluso le había hecho un boceto de la sala de recepción, pero Joe la veía por primera
vez y echó una mirada rápida para ajustar la realidad a la idea que se había hecho.
El lugar presentaba un aspecto bien diferente de cuando estuvo Tom la primera
vez; no había ninguna actividad, puesto que todo el mundo estaba mirando el desfile.
Tan sólo había un guardia de servicio. Estaba reclinado en el mostrador, mirando
hacia las seis pantallas de televisión que mostraban las diferentes partes de las
oficinas. En tres o cuatro pantallas se veían ventanas y gente observando el desfile.
Por la expresión de la cara del guardia, él también estaba deseando estar en una

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ventana.
Esa era una de las ventajas; la ruta hacia el dinero estaría mucho menos
concurrida que de costumbre. No era ésa la principal razón por la que escogieron dar
el golpe ese día, pero era una ventaja extra y estaban contentos de obtenerla.
El guardia se volvió hacia ellos cuando salieron del ascensor y pudieron ver que
su rostro se distendía cuando vio los uniformes. Se enderezó y les saludó
atentamente. Joe se adelantó al mostrador.
—Hemos recibido quejas de que han arrojado objetos desde las ventanas.
El guardia pestañeó sin comprender.
—¿Qué?
—Objetos peligrosos —continuó Joe—, arrojados desde las ventanas de la
esquina noroeste de este edificio.
Tom no pudo menos que admirar el tono de naturalidad de la voz de Joe; sonaba
exactamente como un policía de servicio. Cuestión de práctica, tal como había
comentado en el ascensor.
El guardia, comprendió al fin lo que Joe estaba diciendo, pero todavía no podía
creerlo. Insistió:
—¿De este piso? ¿De nuestra compañía?
—Tenemos que verificarlo —siguió diciendo Joe.
El guardia dirigió la mirada a las pantallas de televisión, pero por supuesto
ninguna de ellas mostraba a persona alguna arrojando objetos contundentes desde las
ventanas. Un poco más tarde empezarían a arrojar papel, confeti, serpentinas, pero
eso no eran objetos peligrosos, excepto para el departamento de limpieza. Esa era una
de las viejas tradiciones del desfile de Wall Street: una verdadera tempestad de nieve
en papel cuando el héroe desfila. O los héroes, como en este caso, un grupo de
astronautas que habían ido a la luna.
—Tengo que llamar al señor Eastpoole —dijo el guardia.
—Adelante —respondió Joe.
El teléfono estaba sobre la mesa en la pared del fondo, próxima al tablero con las
tarjetas de identificación. El guardia les dio la espalda, y Tom y Joe aprovecharon
para relajarse un poco bostezando, moviendo los hombros, cambiando de pie,
acomodando sus cinturones, rascándose los cuellos.
El guardia hablaba en voz baja, pero podían oír lo que decía. Primero tuvo que
explicar el asunto a la secretaria y luego volvérselo a explicar a alguien que se
llamaba Eastpoole. Ese era el tercer nombre en la firma social de la compañía, así
pues, Eastpoole debía ser uno de los jefes, además también era deducible por la voz
suave y melosa con que el guardia describía el problema.
—Vendrá en seguida.
—No se moleste, iremos en su busca —dijo Joe.
El guardia se negaba con la cabeza.
—Lo siento, pero no puedo dejarlos pasar sin una escolta.

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Esperaban esa respuesta, pero Tom dio una entonación de incrédulo cuando
preguntó:
—¿Cómo…? ¿No puede dejarnos pasar? ¿A nosotros?
El guardia parecía molesto, pero se mantenía firme.
El movimiento en una de las pantallas de televisión atrajo la atención de todo el
mundo, y levantaron la vista para observar a un hombre atravesar una habitación.
Tendría unos cincuenta y cinco años, cabellos grises, mandíbula pronunciada, y
llevaba un costoso traje muy bien confeccionado, corbata oscura y camisa blanca.
Tenía un paso largo y se movía como un hombre que se enojara con muchísima
facilidad y estuviera acostumbrado a salirse siempre con la suya. La clase de
individuo que hacía llamar al gerente del restaurante para hacer despedir a los
camareros.
—Aquí viene —dijo el guardia—. El señor Eastpoole es uno de los socios, él se
ocupará de ustedes.
Era evidente que al guardia no le gustaba la situación en que se encontraba;
policías delante y un jefe severo detrás.
Tom tenía la virtud de suavizar las tensiones. De manera que trató de entablar una
conversación para que el guardia se sintiera un poco más cómodo. Exclamó:
—No hay mucho trabajo por aquí, hoy.
—Se debe al desfile —el guardia sonrió y se encogió de hombros—. Podrían
cerrar en días como éste.
Joe de pronto se sintió ingenioso.
—Un día ideal para cometer un robo.
Tom le lanzó una mirada colérica, pero era demasiado tarde, la frase ya estaba
dicha. El guardia no se percató de la mirada y aparentemente Joe tampoco.
—Jamás lo lograrían, con todo ese gentío ahí afuera.
Joe asintió, como si estuviera reflexionando.
—En eso tiene razón.
Eastpoole iba de una a otra pantalla de televisión. El guardia creía de verdad que
aún tenía tiempo para un descanso, así que cruzó los brazos sobre el mostrador y
declaró:
—El robo más grande del mundo se cometió aquí, en la zona financiera.
—¿Es verdad eso? —preguntó Tom, vivamente interesado.
—Os lo aseguro. ¿Recordáis el año en que los Nets ganaron el campeonato en las
series mundiales?
—¿Quién podría olvidarlo?
—Tú lo has dicho. Fue al final del partido, todo el mundo tenía al oreja pegada a
la radio. Alguien se introdujo en una de las cámaras fuertes de una de las firmas de
esta calle, y salió con trece millones de dólares en bonos al portador.
Joe y Tom se miraron.
—¿Lo atraparon? —preguntó Joe.

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—No.
En ese momento Eastpoole entró por la puerta de la derecha. Estaba nervioso,
impaciente y ligeramente hostil. Por lo visto no le gustaba que sus empleados
anduvieran perdiendo el tiempo en las ventanas en lugar de estar trabajando, y sin
duda tampoco le agradaba que un par de policías vinieran a decirle lo que andaba mal
en su negocio.
Entró a grandes pasos, con evidente impaciencia por desembarazarse de ellos.
—Bien, ¿qué sucede agente? —preguntó con voz severa.
Joe tenía un talento innato para lidiar con personas como ésta. Se serenó y se
mostró muy formal y tranquilo; tal actitud frenaba a los tipos impacientes. Tomó un
aire de desconfianza, frunciendo el ceño, y dijo:
—¿Es usted Eastpoole?
Eastpoole hizo un gesto con la mano, como para apartar a una mosca molesta.
—Sí, soy Raymond Eastpoole. ¿Qué es lo que quiere?
—Hemos recibido una queja —Joe se tomaba su tiempo—. Parece ser que andan
arrojando cosas desde las ventanas.
Eastpoole no le creyó, y no escondió su escepticismo. Preguntó:
—¿De estas oficinas?
—Ese es el informe que hemos recibido —estaba demostrando que nada iba a
perturbarlo o a apresurarlo—. Por lo tanto nos gustaría comprobar todas las ventanas
de la esquina noreste del edificio.
Eastpoole hubiera deseado poder mandarlos al diablo, a ellos y a su queja; se
volvió el guardia que estaba detrás del mostrador, pero era obvio que el tipo aquel no
iba a poder ayudarle en mucho, de manera que al fin con un colérico encogimiento de
hombros, dijo:
—Muy bien, los acompañaré yo mismo, síganme.
Joe no se movió. Le agradeció la oferta, pero su tono de voz era como si fuera
algo natural. Se comportaba como si todos fueran iguales en esa habitación. Era una
manera segura de irritar a Raymond Eastpoole. Cosa que sucedió.
Eastpoole se giró para llevarles al lugar adonde querían ir, pero en el umbral de la
puerta se volvió y miró al guardia con una expresión furiosa.
—¿Dónde está su compañero?
El guardia dudaba, era una situación comprometedora. Y cuando se decidió a
responder se le vio que no tenía salida: no sabía mentir.
—Esto… eh…, bien…, está en el baño.
Eastpoole no podía demostrarle su cólera a los agentes de la autoridad, pero podía
desahogarse con el guardia. Con la voz tensa de cólera preguntó:
—¿Quiere decir que está asomado a alguna ventana, mirando el desfile?
El guardia pestañeaba, atemorizado por ese maldito imbécil.
—Volverá en seguida, señor Eastpoole.
Este golpeó con el puño el mostrador.

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—¡Pagamos dos hombres para que estén constantemente en esta sala, las
veinticuatro horas del día!
—Acaba de salir hace un minuto —defendió el guardia que transpiraba
abundantemente.
En parte para sacar al guardia de esa situación y en parte porque tenían un horario
que cumplir, Joe intervino:
—Señor Eastpoole, nos gustaría hacer las comprobaciones antes de que otros
objetos peligrosos sean arrojados.
Evidentemente Eastpoole hubiera preferido seguir descargándose con el guardia.
Echó una mirada furiosa a Joe, otra al guardia, luego cedió de mala gana, giró sobre
sus talones y salieron de la habitación. Ambos lo seguían, Joe primero y Tom detrás.
Antes de cruzar la puerta Tom miró hacia atrás y vio al guardia que apresuradamente
se dirigía al teléfono; sin duda para advertir a su compañero.
Cruzaron un enorme corredor, y luego caminaron a través de varias oficinas
donde todos los empleados habían parado de trabajar y se agolpaban contra las
ventanas.
No habían oído los tambores y la música desde que habían entrado en el ascensor,
pero ahora volvieron a oír el tumulto y marchaban automáticamente al ritmo de la
música. La tensión parecía subir desde la calle hasta esas ventanas, como suben las
oleadas de calor desde el pavimento por el verano. Estaban de nuevo tensos, y sus
corazones latían al mismo ritmo que los tambores.
Y todavía no habían llegado al punto en que ya no podían echarse atrás. Aún
podían, antes del paso decisivo, cambiar de manera de pensar y no llevar adelante el
asunto. Podrían hacer una gira de inspección con el señor Eastpoole, no encontrar
nada, echarles un sermón y marcharse. Volver al coche patrulla, regresar a sus casas y
olvidarse del asunto. Pero en cualquier instante, a partir de ahora, iban a dar el salto y
no habría manera de retroceder.
Dos veces mientras caminaban vieron las cámaras de televisión instaladas cerca
del techo, siempre en la esquina de la habitación. La cámara giraba lentamente, como
un ventilador, en un ángulo levemente inclinado hacia abajo para obtener la visión
completa de la pieza. Estas dos, estaban incluidas en las seis que se proyectaban en
las pantallas de la sala de recepción. Y también en otras pantallas del piso. Pero una
de las grandes ventajas de esta agencia, para Tom y Joe, era que tenía el circuito
cerrado de televisión sólo en esa planta, tal como lo habían visto descrito en los
planos de los dispositivos de seguridad.
Salieron de la oficina donde se encontraba la segunda cámara y pasaron a un
pequeño corredor vacío. Entonces Joe tomó la decisión que les haría saltar la línea y
convertirles en criminales. Y le bastó con una sola palabra:
—¡Alto!
Y agarró a Eastpoole por el brazo.
Al parecer a Eastpoole no le gustaba que nadie le tocara. Se volvió para ver cuál

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era el problema y de un tirón liberó su brazo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Joe miró alrededor suyo.
—¿Hay alguna cámara aquí? ¿El guardia puede vigilar este área?
—No —remarcó Eastpoole—. No hay necesidad. Tampoco hay ventanas si se fija
bien. Lo que ustedes quieren es…
—Sabemos muy bien lo que nosotros queremos. Llévenos a su oficina.
—¿A mi oficina? ¿Para qué?
Eastpoole no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Les miraba con
estupefacción. Tom intervino calmadamente para que el agente de bolsa no perdiera
el control.
—Usted no querrá que saquemos las pistolas, ¿no es cierto?
—¿Qué significa esto?
—Un robo —respondió Tom—. ¿Qué cree usted que es?
Eastpoole hizo un gesto vago, como para indicar los uniformes y replicó:
—Pero… Ustedes son…
—El hábito no hace al monje —le dijo Tom.
Joe le agarró el brazo empujándole un poco.
—Vamos, muévase, vayamos a su oficina.
—No se saldrán con la suya, no se saldrán con la suya.
Joe le propinó un empujón que lo arrojó contra la pared.
—Deje de perder el tiempo. Estoy muy nervioso, y cuando me pongo nervioso me
apetece partir la cara a la gente.
Eastpoole estaba pálido. Hasta parecía que estaba por desmayarse, y sin embargo
todavía había arrogancia en él, era lo bastante estúpido como para seguir replicando.
Tom, interponiéndose entre ambos y mostrándose tranquilo y razonable dijo:
—Vamos, señor Eastpoole no se preocupe. Usted está asegurado y no está
acostumbrado a tratar con gente como nosotros. Sea sensato. Haga lo que le decimos
y esté tranquilo.
Eastpoole asintió con la cabeza antes de que Tom terminara de hablar.
—Es exactamente lo que voy a hacer. Más tarde ya me ocuparé de que reciban el
máximo castigo establecido por la ley.
—Hágalo —dijo Joe.
Tom se volvió hacia él.
—Ya está bien. El señor Eastpoole se va a portar bien —se volvió a mirarlo—.
¿No es así señor Eastpoole?
Eastpoole tenía un aspecto hostil pero sometido. Con los dientes castañeando le
preguntó a Tom:
—¿Qué es lo que quiere?
—Que nos lleve a su oficina. Adelante, si usted quiere.
—¡Y no se haga el listo! —agregó Joe.

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—Pero no se va a hacer el listo. Adelante señor Eastpoole, le seguimos.
Este comenzó a caminar otra vez; ambos lo siguieron. Era un viejo y usado truco
aquel en que un tipo se muestra duro y el otro suave, lo debemos haber visto
centenares de veces en las series policiacas de televisión. Pero el hecho es que da
resultado. Se le brinda al sujeto una persona que se muestra amistosa y otra que le da
temor, y entre los dos, la mayor parte de las veces, consiguen lo que quieren.
Esta vez lo que querían era ir a la oficina de Eastpoole, y lo lograron. La oficina
exterior estaba vacía y entraron directa: mente. La secretaria de Eaestpoole, que debía
estar detrás de su escritorio en la oficina exterior, se hallaba mirando por la ventana al
desfile, su despacho no tenía ventanas.
La oficina de Eastpoole, ubicada en una esquina del edificio, tenía una ventana en
cada pared, y cerca del ángulo donde se juntaban las dos paredes estaba el escritorio,
un gran mueble de caoba sobre el cual había un juego de ónix para escritorio, dos
teléfonos, uno blanco y otro rojo, y unos poco papeles muy prolijamente ordenados.
Un par de sillas con respaldos y asientos tapizados en una tela blanca y azul a rayas
verticales, y una gran mesa antigua de refectorio completaban el mobiliario.
Al otro extremo de la habitación había un biombo de hierro forjado blando que
iba de una pared a la otra, formando así una segunda habitación, en la que se
encontraban una mesa de comedor de cristal y cromo, algunas sillas cromadas de
diseño ultra moderno y recubiertas de vinilo blanco y un bar con luces fluorescentes
en cada estante. Una enredadera de hiedra verdadera crecía desde unas macetas que
había en el suelo y subía por el biombo, dándole a la sección de cristal y cromo un
aspecto privado especial, como un escondite de niños.
Justo enfrente del biombo, del lado de la oficina, había un enorme sofá azul, con
un par de sillones y una mesa de café que hacían juego. Las paredes estaban cubiertas
de cuadros, probablemente auténticos y de gran valor, y entre ellos, enfrente del
escritorio, las seis pantallas de televisión. Tom y Joe levantaron la vista hacia las
pantallas en el momento en que entraron, y no percibieron ninguna actividad insólita
en las otras habitaciones. Hasta allí todo iba bien.
Ambos vieron que ahora había dos guardias en la sala de recepción.
La secretaria de Eastpoole iba a la perfección con la decoración. Era una
muchacha impresionante, elegante, preciosa con un traje de punto gris. Se apartó de
la ventana y sonrió a su jefe.
—Señor East…
Eastpoole, colérico, no tenía ningún deseo de oír a su secretaria, la interrumpió
súbitamente, señalando a los dos policías.
—Estos hombres son…
—No, no de esa manera —Tom le empujó hacia adelante, tomando la palabra:
—Todo está bien señorita. No se preocupe.
La secretaria miraba a las tres personas, estaba inquieta, pero no aún en pánico.
Preguntó, dirigiéndose a todo el mundo.

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—¿Qué sucede?
—No son realmente policías —dijo amargamente Eastpoole.
Tom hizo una broma para evitar que se aterrorizase la muchacha.
—Nosotros somos unos terribles criminales, y vamos a perpetrar el robo del siglo.
Cada vez que Joe se enfrentaba con una mujer con la que quería acostarse y sabía
que era imposible, se ponía hostil, y lo demostraba en una forma sonriente y colérica.
Eso mismo hizo ahora al avanzar y preguntar:
—Le harán preguntas en la televisión como a una azafata.
De una manera inconsciente y automática, ella llevó una mano a la cabeza para
arreglarse los cabellos. Comenzaba a asustarse, y con voz temblorosa dijo:
—Señor Eastpoole, es realmente…
—Sí, es realmente —dijo Tom—. Pero usted no corre ningún peligro. Señor
Eastpoole, le ruego que se siente en su escritorio.
La secretaria se quedó perpleja mirándolos.
—Pero…
Y luego se calló, incapaz de decir una palabra más. Movió las manos vagamente y
se quedó quieta, con aspecto de asustada.
Eastpoole hizo lo que le indicaron. Sentándose detrás de su escritorio, dijo:
—No lograrán salirse con la suya, ustedes lo saben. Están poniendo en peligro las
vidas de gente inocente.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la secretaria, llevándose una temblorosa mano a la
garganta.
Joe señaló los guardias en las pantallas de televisión y dijo a Eastpoole:
—Si alguno de ellos se pone nervioso mientras estamos aquí lo van a pasar mal.
Eastpoole trató de mirarlo fríamente, conservando su autoridad, pero no lo logró.
—No me amenace. Me encargaré personalmente de que las autoridades le
detengan más tarde.
—¡Así se habla! —respondió Tom asintiendo.
Joe trajo una de las sillas a rayas azules y blancas y la colocó detrás del escritorio
de Eastpoole, con el fin de sentarse a su lado. Sin embargo, permaneció de pie y dijo:
—Nosotros dos vamos a esperar aquí. Mi socio y su pequeña amiga van a ir a la
cámara fuerte.
La cabeza de la secretaria se movía de un lado a otro.
—¡Oh, no!, yo… no puedo… —su voz era muy tenue—. Creo que me voy a
desmayar.
Tranquilizándola, Tom dijo suavemente:
—No, no se desmayará. No se inquiete. Estará perfectamente.
—Haga lo que su jefe le diga —intervino Joe y lanzó una expresiva mirada a
Eastpoole.
La respuesta del agente de bolsa fue áspera pero sumisa, mirando su prolijo
escritorio comentó:

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—Hagamos lo que nos piden, señorita Emerson. Dejemos que la policía se ocupe
de ellos más tarde.
—Correcto —asintió Joe.
Tom, mirando a la secretaria, le señaló la puerta con un gesto de la mano.
—Vamos señorita Emerson.
Ella lanzó una mirada de súplica a su jefe, pero Eastpoole seguía con los ojos
fijos en su escritorio. La muchacha hizo un nuevo gesto vago, y finalmente se
encaminó hacia la puerta, y ella y Tom desaparecieron.

TOM
Hasta el momento en que Joe agarró el brazo de Eastpoole diciendo: «Alto»,
todavía no tenía la seguridad de que íbamos a hacerlo. Quizás haya sido necesario
que dudara un poco, quizás eso fue lo que hizo que siguiera adelante con los
preparativos y que luego pudiera levantarme de la cama esa mañana y venir a Nueva
York y llevar a cabo, paso a paso, el plan previsto. Esa pequeña incertidumbre había
sido una puerta de socorro, supongo, que evitaba que me pusiera más nervioso de lo
estrictamente necesario.
Y ahora la puerta de socorro se había cerrado. Estábamos dando el golpe, ya
habíamos comenzado. Si había algo en que no hubiéramos pensado, ahora ya era
demasiado tarde para pensarlo. Si había algún aspecto que debiéramos conocer y se
nos había escapado, era demasiado tarde para descubrirlo. Si había alguna falla en
nuestro plan, cualquiera que fuera, era demasiado tarde para remediarla.
La primera parte, escoltar a Eastpoole a su oficina y mantenerlo tranquilo, no
había resultado muy difícil. En realidad no era demasiado diferente a manejar a un
sospechoso de cuya culpabilidad no estuviéramos en verdad seguros, pero que
posiblemente podría hacer las cosas muy difíciles si no se lo manejaba
apropiadamente. Estaba habituado a ese tipo de trabajo, de manera que casi actuaba
de forma automática.
Además, en ese momento. Joe y yo trabajábamos en equipo. No sé si mi presencia
hizo que las cosas fueran más fáciles para él, pero sí sé que la suya hacía las cosas
más fáciles para mí.
Pero ahora estaba solo. La secretaria de Eaestpoole, que él llamó señorita
Emerson, caminaba a mi lado a través de oficinas llenas de gente. ¿Qué sucedería si
ella de pronto fuera presa del pánico y comenzara a gritar? ¿Qué sucedería si su
temor fuera simulado y estuviera esperando la oportunidad para meterme en un
aprieto? ¿Y si se desmayara o rehusara a hacer lo que le ordenaba? Y si, y si… ¡Sólo
Dios sabría lo que podía pasar! No tenía la menor idea de que ocurriría si ella se
negaba a obedecer mis órdenes, y tampoco estaba seguro ahora de cuál era la mejor

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manera de tratarla para que obedeciera. Su presencia a mi lado me aterrorizaba, y de
lo único que estaba seguro era de que no podía dejar traslucir lo nervioso que yo
estaba, porque caería en un completo pánico, o comenzaría a pensar que podía ser
más astuta que yo.
También había un elemento sexual, lo que me sorprendió; no había esperado una
cosa así. No quiero decir que mis instintos sexuales estén muertos, o que sólo me
limite a Mary. He deseado a otras mujeres como cualquier hombre, y en realidad,
años atrás, tuve una amante en una mujer del vecindario. Vivía en la misma calle que
nosotros y su marido trabajaba para una compañía aeronáutica. Se mudaron, y en la
actualidad residen en California. Todo pasó en el otoño, a principios de octubre. Todo
ocurrió a causa de mis horarios, permanecía mucho tiempo en casa. Esta mujer, que
se llamaba Nancy, vino a casa a contar no sé qué historia de una guardería infantil.
Mary no estaba en casa, y la noche anterior Nancy había tenido una tremenda bronca
con su marido, y sin saber cómo comenzó, de pronto nos encontramos en el suelo del
salón haciendo el amor como unos locos. Algo increíble.
Esa fue la única vez que lo hicimos en mi casa. A partir de entonces, si yo tenía el
día libre y me sentía con ganas, iba a su casa y hacíamos el amor en su dormitorio.
Ella tenía gustos y preferencias diferentes a los de Mary, y la novedad hacía las cosas
más excitantes. Durante algún tiempo me sentí muy orgulloso de mí mismo teniendo
dos mujeres al mismo tiempo. Pero luego llegaron las vacaciones, nuestras actitudes
mentales cambiaron completamente, cada uno por nuestro lado nos interesábamos por
nuestras familias y todo pareció desvanecerse. Nunca hubo una disputa ni una ruptura
violenta, pero a mediados de diciembre dejé de visitarla y ella dejó de llamarme a
casa —como lo había hecho un par de veces en octubre y noviembre— para
insinuarme que era un bello día para el amor.
Sin embargo, las mujeres bonitas me seguían gustando, y decididamente puedo
sentir una tremenda atracción por una joven alta, delgada, con buena figura y una
linda manera de caminar, lo cual le va como un guante a la señorita Emerson. La
había estudiado desde el punto de vista sexual desde que la vi entrar por primera vez
en el despacho de Eastpoole, pero en aquel momento mi mente estaba preocupada por
los problemas que nos planteaba el agente de bolsa y en el curso normal de los
acontecimientos las cosas no hubieran ido más lejos.
Es por eso que estaba sorprendido y turbado con la imperceptible atmósfera
sexual que se había creado entre nosotros. Era algo totalmente diferente a mi forma
habitual de comportarme con las mujeres, era un sentimiento más fuerte y menos
saludable, y lo más embarazoso era que yo sabía que la estaba provocando. Ella era
mi prisionera: «¡Ahora, mi bella dama, estás en mi poder!». Era eso. En realidad no
era mi prisionera, puesto que no podía hacer lo que quisiese con ella, pero no obstante
existía esa relación entre nosotros, ella estaba en mi poder y yo jugaba el papel del
villano.
Porque por supuesto yo estaba en el papel del villano. Había venido a cometer, tal

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como se lo dije, un robo importante, de manera que la situación difería de aquellas
otras veces en que a lo largo de mi vida profesional tenía a una bonita prisionera bajo
mi control. En esos casos yo no era el villano. Estaba del lado de los buenos, y estaba
limitado por los reglamentos de mi profesión y de la ley. Nada de lo cual se aplicaba
a este caso.
Bueno, no iba a violarla, aunque tenía un cuerpo de lo más apetecible. Lo esencial
era tranquilizarla más que satisfacer mis deseos personales, y que además no tenían
nada que ver con este asunto. Me dije que debía hablarle para que se calmara un
poco, pero no sabía qué decirle así que el silencio se eternizaba entre nosotros; lo cual
no debía ser muy tranquilizador.
Al fin, decidí adoptar un tono enérgico y formal:
—Voy a decirle exactamente lo que quiero que haga. Entrará sola en la cámara
fuerte, así que le voy a explicar lo que quiero que saque de allí.
Sin mirarme asintió, tenía miedo, era visible; su rostro crispado, sus ojos
demasiados abiertos.
—Queremos bonos al portador. ¿Sabe lo que son?
—Sí.
Por supuesto que lo sabía, puesto que trabajaba en este antro.
—Bien. Escuche, no queremos ninguno de un valor de más de cien mil dólares, ni
más pequeño de veinte mil, y además todos juntos deben sumar diez millones de
dólares.
Ella me miró con sorpresa, pero en seguida volvió el rostro al frente y asintió de
nuevo.
—Ya sé que va hacer lo que le diga, pero quiero recordarle algo. Mi socio está en
la oficina de su jefe y puede ver la antecámara de la caja fuerte, donde está el guardia,
a través de las pantallas. Si trata de hablar con el guardia o de hacer cualquier cosa
que no deba hacer, mi socio la verá.
—No haré nada —respondió. Tenía la voz aterrorizada otra vez, y parecía al
borde de las lágrimas.
—Sé que no lo hará. Pensé que debía recordárselo. Estoy seguro de que usted es
una persona inteligente y se dará cuenta de la situación.
Atravesamos una de las espaciosas oficinas, con todos los escritorios vacíos y las
ventanas llenas de gente. Treinta o cuarenta personas en la habitación dándonos la
espalda y agolpadas en las ventanas viendo el desfile. Yo seguía marchando al ritmo
de los tambores sin darme cuenta, pero la señorita Emerson caminaba de forma
insegura, a pasos rápidos y lentos, sin ritmo alguno. Suponía que eran los nervios del
momento lo que la hacía caminar así e hice todo lo que pude por ajustar mis pasos a
los de ella, aun cuando seguía al ritmo del desfile.
Al salir de esa oficina ella tropezó. Automáticamente, la agarré por el brazo y la
ayudaré a recuperar el equilibrio, pero ella cayó en pánico, retrocedió por el pasillo y
se apoyó contra la pared del otro lado.

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La seguí por el pasillo, miré a izquierda y derecha y vi que estábamos solos.
—Tranquila —le dije en voz baja, temiendo que ella gritara—. Nadie va a hacerle
daño.
Se llevó otra vez una mano a la garganta, como en la oficina. Vi que ella hacía un
gran esfuerzo por controlarse. Respiraba profundamente. Era una muchacha valiente;
tomó las riendas por sí misma y se repuso, mientras yo esperaba a su lado con los
brazos caídos sin saber qué hacer.
—Ya estoy bien —dijo.
—Pues claro que sí. Se está portando muy bien. No tiene por qué preocuparse, se
lo prometo. Sólo queremos el dinero y después de todo eso no va con usted, ¿por qué
ha de tener miedo entonces?
Le sonreí de modo tranquilizador, ella asintió y se apartó de la pared en la que se
apoyaba. No me devolvió la sonrisa y evitó en lo posible encontrarse con mi mirada.
No sabía si sólo era el miedo que yo le suscitaba o la atmósfera sexual, pero fue
imposible calmarla por completo. Lo único que necesitaba en aquel momento era que
ella me obedeciera.
Cosa que supo demostrar otra vez. Caminamos juntos por el pasillo, y luego hizo
un gesto señalando una puerta cerrada delante de nosotros, diciendo:
—Ahí tiene la antecámara.
Allí era donde debía estar el guardia de la cámara fuerte, la cual se encontraba un
poco más allá.
—Esperaré aquí afuera. Ya sabe lo que quiero.
Asintió con la cabeza sin mirarme, con un movimiento brusco.
—Dígalo. No se inquiete, repítame tranquilamente lo que le he dicho.
Tuvo que aclararse la garganta antes de poder hablar.
—Quiere bonos al portador. Que no sean de más de cien mil dólares, ni menos de
veinte mil.
—¿Y suman cuánto?
—Diez millones de dólares.
—Correcto —afirmé—. Y no olvide que mi socio lo ve todo.
—Haré todo lo que quiera —seguía sin mirarme—. ¿Puedo ir ya?
—Vaya.
—Abrió la puerta y entró. Me recliné contra la pared para esperar los diez
millones o que el cielo cayera sobre nuestras cabezas.

JOE
Poner la silla detrás del escritorio de Eastpoole fue una tontería; no tenía la más
mínima intención de sentarme, estaba demasiado nervioso. Si no podía estar de pie y

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moverme de un lado para otro era como si me diera un ataque.
Sin embargo, el mejor lugar para vigilar a Eastpoole así como a las pantallas de
televisión era esa esquina de detrás del escritorio. Así que fue allí donde me coloqué,
reclinado contra la pared, entre las dos ventanas que daban a calles diferentes, lo que
me permitía ver tanto lo que pasaba dentro como lo que pasaba afuera.
La instalación de televisión tenía la misma disposición que la de la sala de
recepción. La pantalla de arriba a la derecha mostraba esa habitación y a los dos
guardias detrás del mostrador. Las otras dos de esa fila y la de la fila de abajo a la
derecha mostraban tres oficinas distintas, dos de las cuales habíamos atravesado para
venir hasta aquí. La del medio de abajo mostraba la cámara fuerte, y la de la
izquierda la antecámara de la misma.
No había nadie en la cámara fuerte, que parecía una despensa. En la pantalla no se
veía ninguna puerta, de manera que se debía encontrar justo debajo de la cámara. Las
tres paredes visibles estaban cubiertas de cajones de archivo y no había ningún
mueble en el espacio que quedaba libre en medio.
La antecámara tampoco era muy grande. La cámara estaba franqueada por la
enorme puerta blindada, en la pared del fondo. A la izquierda había un pequeño
escritorio donde estaba sentado el único guardia. Leía el Daily News. No había nada
encima de su escritorio, a parte de un teléfono, un fichero y un bolígrafo. La puerta de
entrada se debía encontrar encima de la cámara, como en el caso de la habitación
contigua.
Después que Tom y la secretaria salieron de la habitación, tomé posición detrás
de Eastpoole, eché un vistazo a las pantallas de televisión y luego eché una mirada
por la ventana de mi izquierda que daba a la calle en la que discurría el desfile. Las
bandas seguían tocando, marcando el paso. Hacia la derecha, bastante lejos, parecía
que estuviera nevando ¡en julio! Eran las serpentinas y los papeles que caían desde
las ventanas y que marcaban el lugar donde se encontraban los astronautas. Pero
estaban aún muy lejos.
A continuación examiné a Eastpoole. Estaba tranquilo, la cabeza baja, las manos
apoyadas en su escritorio, supongo que se miraba las uñas. Tenía los hombros
cargados, como si le inquietara que yo estuviera detrás de él.
Decididamente no puedo tragar a los tipos como Eastpoole. Uno los ve en sus
Cadillac, en sus coches climatizados. Me encanta ponerles multas a esos miserables,
aunque sé que no sirve de nada. ¿Qué son veinticinco dólares para un tipo así?
Miré las pantallas de televisión: en la de arriba a la izquierda, se veía a Tom y la
secretaria que atravesaban en ese momento una de las oficinas. Los observé caminar
y me di cuenta que la secretaria tenía un trasero realmente tentador. Me gusta ese tipo
de vestido que destaca tanto las formas de una mujer, y ésta estaba muy bien
formada, por cierto.
Me pregunté si Eastpoole sería su amante. No tenía objeto preguntárselo; lo fuera
o no, seguramente lo negaría, y me lanzaría una furtiva mirada, como si no pudiese

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creer que existieran animales como yo. ¡Conozco a los tipos como él! La contrató
como secretaria para atender los trabajos más duros y escabrosos. ¡Sabía yo qué tipo
de trabajos!
Era horrible esperar aquí, sin tener nada que hacer. Sentía la necesidad de
atormentar un poco a Eastpoole, quizá tocarle el hombro para ver si estaba tan
nervioso como yo. Pero sabía que no debía hacerlo, no debía hacer nada que pudiera
alterar su conducta; bastante dócil era por el momento. No valía la pena arriesgar
veinte años de cárcel por fastidiar un poco a ese sujeto.
¡Veinte años! De pronto ese pensamiento me hizo tomar conciencia de lo que
estábamos haciendo. Aquello de lo que habíamos hablado tanto, sobre lo cual
bromeábamos, ahora lo estábamos haciendo realmente, habíamos superado la etapa
del puede que sí o puede ser que no. Ya no había más puede ser. Era como la primera
vez que uno baja por una pendiente en esquíes. Cuando uno se ha lanzado ya no
puede volver a pensarlo, y la única cosa que puede hacer de ahí en adelante es
guardar el equilibrio.
Casi no lo hice. Estuve a punto de no amenazar a Eastpoole. Viniendo con él
desde el área de recepción me dije que podíamos continuar como si tan sólo fuese una
broma. Quiero decir, mirar por las ventanas, interrogar a los empleados y soltarles el
sermón de que está muy mal arrojar objetos peligrosos desde las ventanas y luego
marcharse tranquilamente, como si sólo hubiéramos venido por eso, como si esta
historia del robo no hubiese sido otra cosa que una broma.
Si no hubiera sido por Tom, probablemente nunca lo hubiera hecho. Pero Tom
estaba a mi lado, vigilando todos mis movimientos y yo no podía echarme atrás. Otra
vez sentí lo mismo que con el asunto del esquí; se llega a un punto en que uno ha
estado alardeando, todo el mundo lo mira, y de pronto no importa si uno se rompe el
cuello o no. Hay que hacerlo, porque si no uno queda en ridículo y no hay nada peor
que eso.
¿Veinte años? Casi nada.
Movimiento en una de las pantallas. Levanté la vista y vi que Eastpoole se ponía
más tenso.
La secretaria acababa de entrar en la antecámara. Me daba la espalda, era
preciosa, me gustaría ver sus nalgas, pero lo que me interesaba ahora era ver su cara.
Al menos veía el rostro del guardia. La miró con una sonrisa amable.
Aparentemente ella no le dijo nada, puesto que su sonrisa no desapareció ni un
instante. Ella se adelantó, se inclinó para firmar en una hoja de papel que había sobre
el escritorio y entró en la cámara fuerte. Observaba al guardia, él tampoco hizo nada
sospechoso. Ni siquiera comprobó la firma, sólo abrió el periódico otra vez y se puso
a leerlo de nuevo con aparente tranquilidad.
Ahora podía verla en la pantalla de al lado. Entró en la cámara, miró a su
alrededor y luego a la cámara. ¡Sí, preciosa, te estoy observando!
Miré a las pantallas del área de recepción. Los dos guardias estaban reclinados

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sobre el mostrador, parecían discutir tranquilamente. Ninguno de ellos miraba a las
pantallas.
En la cámara fuerte la secretaria abría uno de los cajones. Comenzó a recorrerlo
con los dedos y por fin sacó una hoja de papel grueso como un diploma. Abrió otro
cajón y dejó el papel encima de las cosas que había en el cajón, y volvió al primero
para elegir algunos más.
Esperaba que ella supiese lo que debía buscar. Tom se lo tuvo que haber
explicado, y ella lo tuvo que comprender. No me gustaría llegar a casa y descubrir
que habíamos pasado por todo este infierno por un montón de papeles que no
podíamos utilizar.
Parecía no apresurarse. Examinaba los documentos, y la mayor parte de ellos
volvía a ponerlos en los cajones y buscaba otros. ¿Qué era lo que la demoraba tanto?
¡Vamos, maldita sea, coge los papeles y sal de ahí rápido! ¡No queremos perdernos
los astronautas, son parte del plan!
Volví a mirar por la ventana. Los astronautas cerraban el desfile, era por eso que
caían los papeles. La nieve de papel se aproximaba, pero aún estaban a trescientos o
cuatrocientos metros. Pero no tardarían mucho…
Volví la vista a las pantallas. La secretaria seguía seleccionando. «¡Vamos,
rápido! ¿Qué es lo que esperáis?».
Seguía sin darse prisa. El montón era mayor, pero aún no había terminado.
Habíamos pedido demasiado, ésa era la causa. Debimos habernos contentado con
la mitad. Cinco millones, un millón para los dos. Quinientos mil dólares, no estaba
nada mal. Son el equivalente a cuarenta años de mi salario. Habíamos sido muy
ambiciosos y eso llevaba demasiado tiempo.
—¡Vamos perra, vamos!
Movimiento. Miré a la pantalla de arriba a la derecha en la sala de recepción. Se
había abierto la puerta del ascensor y tres agentes de policía salían de él, se dirigían
hacia el mostrador.
Puse una mano sobre el hombro de Eastpoole. Él también los había visto y se
estaba poniendo rígido. Tenía la boca tan seca que parecía que mis cuerdas vocales
fueran de acero.
—¿Qué es lo que sucede? —pregunté.
Los tres policías se detuvieron en el mostrador, uno de ellos habló con los
guardias. Un guardia se volvió hacia el teléfono.
Agarré el hombro de Eastpoole con todas mis fuerzas.
—¿Qué es lo que sucede?
—No sé…
Lo sentía temblar bajo mi mano; el cemento se estaba resquebrajando. Temía por
su vida, y con razón.
—Le juro que no lo sé —balbuceó sin dejar de temblar.
En la pantalla de la cámara fuerte la maldita puta todavía estaba eligiendo

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papeles, uno por uno. Las demás pantallas no presentaban nada anormal.
Sonó el teléfono en el escritorio de Eastpoole. Él lo miraba fijamente, sus manos
temblaban, las mías también.
Abrí la pistola y saqué el arma apuntándole a la nuca.
—¡Por Dios, que es hombre muerto!
Era sincero. Si yo moría, él también moría.
Eastpoole levantó las manos. Miraba el teléfono. No sabía qué hacer. Estaba a
punto de hacérselo en el pantalón.
De un puntapié aparté la silla que había traído. Cayó haciendo un ruido tremendo
y Eastpoole dio un salto. Me puse en cuclillas al lado de él para oír lo que decía y
observar las pantallas de televisión. Empujé el cañón de la pistola contra el costado
de Eastpoole.
—Responda y tenga mucho cuidado con lo que dice.
Esperó un segundo o dos para recuperar cierto control de sí mismo. Por fin
descolgó el teléfono. Entendí mal lo que le decía el guardia, pero su voz no parecía
excitada y en la pantalla no parecía haber ningún síntoma de alarma en la primera
pantalla.
Por otro lado, si habían venido porque sabían lo que estaba ocurriendo, también
sabrían que los estábamos viendo en la televisión.
¿Pero cómo podrían saberlo? No había habido ninguna anormalidad para que
pensaran que algo andaba mal.
—¿Pero es necesario que…? —respondió Eastpoole en el teléfono—. Bien, un
momento.
Puso una mano en el auricular y se volvió hacia mí.
—Han venido por la seguridad de los astronautas.
Yo seguía vigilando las pantallas.
—¿Qué es lo que quieren?
—Ponerse en las ventanas para vigilar.
No queríamos policías aquí dentro. ¿Qué demonios querían? ¿Por qué no elegían
otro piso o la azotea? ¡Allí es donde se suelen colocar los francotiradores! Estaba
lleno de rabia.
—¡Maldita sea, maldita sea!
—No es culpa mía. No sabía que ellos…
—¡Cállese!
Trataba de pensar, tratando de decidir qué hacer. Eastpoole no podía rechazarlos,
eso no funcionaría.
—Escuche —dije al fin—. Dígales que pueden pasar, pero no a esta oficina.
Dígales eso.
—Sí, sí —dijo y luego tomó el teléfono—. Adelante que pasen, uno de ustedes
escóltelos. Pero no los quiero aquí, no quiero que entren en mi oficina.
Pude leer el movimiento de los labios del guardia decir: «Sí, señor». Eastpoole

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colgó y lo mismo hizo el guardia. Este último se volvió a los tres policías, les dijo
algo y luego se dirigió al extremo del mostrador para guiarlos.
Miré la pantalla donde estaba la secretaria. Por fin había terminado. Llevaba una
doble pila de papeles, como una colegiala llevando sus libros, cerró los cajones con
un empujón y volvió a la puerta.
Rocé a Eastpoole con la pistola otra vez y le dije.
—¡Llame a la cámara fuerte! ¡Quiero hablar con la muchacha!
—No hay teléfono en la…
—¡A la antecámara! ¡A la antecámara! ¡Por amor de Dios, llame!
Tendió la mano hacia el aparato. La muchacha desapareció de la pantalla. La vi
reaparecer en la de al lado, que mostraba la antecámara. El montón de papeles que
llevaba era del grosor de dos libros comunes, pero un poco más desparejo. Habría
quizá unas ciento cincuenta hojas de papel.
Eastpoole estaba mascando un número de tres cifras. El guardia en la antecámara
volvió la cabeza cuando entró la muchacha, vio los papeles que traía y se puso de pie
en un momento para abrirle la puerta del pasillo.
Yo seguía espoleando a Eastpoole en un costado con la pistola.
—¡Vamos…, rápido!
Tenía deseos de dispararle a todo lo que tenía a la vista: a Eastpoole, a las
pantallas de televisión, a los astronautas. Los malditos tambores redoblaban allá
abajo. ¡Como si mi corazón no hiciera redobles suficientes!
—Está llamando —respondió Eastpoole, todavía aterrorizado, tratando de
demostrarte que cumplía dócilmente mis órdenes.
Y justo antes de que el guardia desapareciera de la pantalla le vi volver la cabeza
hacia el teléfono. Pero era un hombre cortés, evidentemente. Las damas primero. Y
desapareció abriendo sin duda la puerta a la muchacha.
—Está sonando —repitió Eastpoole, y por el tono de su voz y la expresión de su
cara pensé que estaba a punto de llorar.
El guardia reapareció, esta vez solo, y se acercó al escritorio. Alargué el brazo y
dejé caer la mano sobre el receptor cortando la comunicación. En la pantalla el
guardia levantó el receptor. Se le veía decir «hola», confundido.
Eastpoole estaba ahora totalmente trastornado, temblaba tanto que pensé que iba a
caerse de la silla. Mirándome fijamente dijo:
—¡Yo lo intenté! ¡Hice todo lo que usted me mandó!
—¡Cállese, maldito sea! ¡Cállese!
Los otros agentes de policía ya hacía rato que habían desaparecido de la sala de
recepción. Tom y la muchacha estarían atravesando todas esas oficinas, y Tom sin
tener la menor idea de que estuvieran allí.
Eastpoole jadeaba como un perro. Las seis pantallas no mostraban nada anormal.
Las observé mordiéndome el labio superior, finalmente dije:
—Dígame, ¿cuál es el camino que tienen que tomar para volver? ¿Dónde hay un

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teléfono en ese camino?
Se quedó mirándome.
Me miraba sin entenderme…
—¡Maldita sea! ¿Cuál es?
—¡Trato de pensar…!
—Si algo sale mal —le dije, moviendo la pistola frente a él—, le juro que usted
será el primero en morir.
Tomó el teléfono temblando.

TOM
Permanecí en el pasillo un buen rato. Mientras esperaba debí pensar en mil
maneras distintas de que las cosas salieran mal. No encontraba ninguna razón para
que todo saliese bien.
Por ejemplo: Era cierto que Joe podía vigilar a la señorita Emerson a través de las
pantallas instaladas en la oficina de Eastpoole, pero ¿de qué me serviría si ella
decidiera contárselo al guardia de la antecámara? Joe la vería hacerlo, él sabría lo que
pasaba, pero no tendría manera de ponerse en contacto conmigo para advertirme. Por
lo que yo sabía, eso ya podía haber pasado y Joe podría haberse largado, dejándome a
mí como un tonto esperando a que lo vengan a recoger.
O supongamos que la señorita Emerson no lo hiciera a propósito, pero que sus
nervios la traicionaran e hiciera o dijera algo que despertara las sospechas del
guardia. Idéntico resultado; yo aquí, de pie, esperando el autobús.
El autobús a Sing Sing.
¿Se daría Joe a la fuga si eso llegara a pasar? Si se invirtieran los papeles y fuera
yo el que estuviera en la oficina de Eastpoole y viera que algo no andaba bien, ¿qué
haría?
Vendría a buscar a Joe para prevenirle. Y eso es lo que él haría también, de eso
estaba seguro.
Además de todo, a Joe no le serviría de mucho huir y dejarme aquí. Aun cuando
yo no hablara, ¿cuánto tiempo tardarían los inspectores encargados del caso en
relacionarme con el vecino de la puerta de al lado, que era mi mejor amigo y además
policía como yo? Los dos estaríamos en chirona esta misma noche.
¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estaba esa muchacha? ¿Qué le hacía tardar tanto?
Pero Joe vendría a buscarme, estaba seguro.
Lo que no significaba que me encontrara. Él no sabía el camino desde la oficina
de Eastpoole a la cámara fuerte más de lo que yo lo sabía.
Sería estupendo. Todo se iría a la mierda, yo aquí de pie sin enterarme de nada, y
Joe de una esquina a otra para encontrarme. Sería demasiado ridículo, y si el asunto

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terminaba así, la verdad es que mereceríamos que nos atraparan.
¿Pero qué coño hacía allí dentro?
Miré el reloj, pero no me decía nada, porque no sabía a qué hora había entrado
ella en el tesoro. Quizás hacía cinco minutos, pero parecía que hacía una semana.
El desfile de los astronautas. Si no se apuraba perderíamos el desfile y todo se
habría ido al carajo.
Uno se pasa la vida esperando a las mujeres. Uno llega tarde a misa, al cine, a
cenar, al desfile, tarde para todo. Uno espera sentado en el coche haciendo sonar la
bocina, o espera en la puerta de baño diciendo: «Pero mujer, tu pelo está muy bien».
O espera en un pasillo mirando el reloj, pensando que va a dar el atraco del siglo.
Siempre lo mismo, los hombres tienen que esperar a las mujeres y eso es todo.
Una puerta se abrió al fondo del pasillo. Apareció una muchacha con un gran
sobre. Era baja y regordeta, con una falda lisa y una blusa blanca, y tenía el aspecto
de ser la chica que sigue trabajando cuando todo Manhattan está mirando el desfile.
Me quedé allí, apretando los dientes, observándola caminar hacia mí. Me dirigió una
sonrisa indiferente al pasar, siguió su camino, atravesó otra puerta y se perdió de
vista. Suspiré y volví a mirar mi reloj; pasó otro minuto.
Consulté el reloj dos veces más antes de que la puerta de la antecámara se abriera.
Estaba apoyado contra la pared a un lado, de manera que no podía ser visto desde el
interior de la habitación y fue acertado hacerlo así porque el guardia la había
acompañado hasta la puerta. Le oí despedirse de ella con esa voz sonriente que ponen
los hombres cuando se dirigen a una mujer atractiva.
Ella se despidió también. Su voz sonaba asustada, pero él no pareció darse cuenta,
al menos aparentemente.
Seguramente pensó que ella tenía la regla. Cada vez que una mujer se comporta
de forma extraña o nerviosa, todo el mundo piensa que tiene la regla y simula no
advertirlo.
La señorita Emerson sostenía un montón de documentos contra su pecho. Le
sonreí.
—¿Todo arreglado?
—Sí —su voz era muy débil, como si estuviera hablando desde otra habitación.
—Vayámonos entonces.
Volvimos a través del mismo camino. Los ruidos del desfile todavía retumbaban a
través de las ventanas abiertas, los empleados seguían agolpados en las ventanas,
dándonos la espalda.
Al final de un pasillo había una puerta cerrada. Al venir yo la había abierto para
que ella pasara, y ahora que sus manos estaban ocupadas había una razón para
hacerlo. Lo hice y entramos en la siguiente oficina. Había dado uno o dos pasos
cuando de pronto pensé en las huellas dactilares.
¡Sí que era inteligente! En una investigación policial lo primero que hacen es una
comprobación de las huellas dactilares. Hasta los niños de seis años lo saben, y yo iba

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a dejar las mías en todos los pomos de las puertas.
—Un segundo —le dije.
Ella se detuvo, mirándome sin comprender. Volví a la puerta y pasé la palma de la
mano por toda la superficie del pomo, luego abrí la puerta y me incliné para hacer lo
mismo del otro lado. Lo froté bien y estaba a punto de cerrarla cuando un
movimiento atrajo mi atención. Miré al otro extremo del pasillo y vi a uno de los
guardias de la sala de recepción que entraba seguido de tres policías.
De un salto retrocedí y cerré la puerta. Estaba seguro que me habían visto. Volví a
frotar el pomo de la puerta, luego me volví a la señorita Emerson, la agarré por el
brazo y comencé a caminar ligero. Ella estaba aturdida, con la boca abierta, pero
antes de que dijera nada me adelanté diciendo:
—No haga ni diga nada. Camine.
Las ventanas estaban a nuestra derecha, atestadas de empleados. Las bandas de
música ahogaban el ruido de nuestros pasos. Nadie nos vio ni nos oyó.
A la izquierda había una pieza llena de fotocopiadoras y armarios de archivo. Me
introduje allí empujando a la secretaria.
—Vamos a esperar aquí un minuto —le dije—. Agáchese, no quiero que la vean.
Ella se agachó un poco, pero debió encontrar la posición demasiado incómoda,
porque un segundo después la cambió y se puso de rodillas, erguida, como una
primitiva mártir cristiana próxima a morir. Me observaba con los ojos bien abiertos,
pero no pronunció palabra.
Me agaché, asomando un ojo por encima de la esquina del fichero. Pensé que lo
mejor que podía hacer era dejarlos pasar y luego seguirlos. De esa manera, si se
dirigían a la oficina de Eastpoole yo estaría detrás de ellos y podría, quizás, hacer
algo.
¿Sabría Joe que estos agentes estaban aquí? Tenía que saberlo, los tuvo que haber
visto entrar.
¿Qué estaba haciendo ahora? ¿Se habrían convertido en realidad mis peores
temores? ¿Estaría Joe dando vueltas por el edificio buscándome?
¡Dios, qué incertidumbre!
Sentía el perfume de la secretaria. El miedo la hacía transpirar y su perfume o
colonia se mezclaba con el sudor, fabricando un olor medio áspero, medio dulzón,
que me excitaba. La verdad es que no tenía tiempo para pensar en eso y yo también
transpiraba en ese momento.
El guardia y los tres agentes aparecieron. De pronto, al lado de ellos sonó un
teléfono encima de uno de los escritores. Los policías se detuvieron justo delante de
mí, para decidir lo que habían de hacer.
A la segunda llamada, una muchacha dejó de asomarse a la ventana y contestó, no
sin antes soltar un gran suspiro de desgana.
Los agentes habían decidido que uno de ellos se quedaría en esta habitación.
Mientras que los otros seguían su camino. El policía se dirigió a la ventana,

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haciéndose un lugar entre la gente allí amontonada.
Mientras, la muchacha respondía al teléfono.
—Diga —respondió con irritación, luego cambió radicalmente el tono de voz—.
¿Señor Eastpoole? Sí, señor —una pausa. Se volvió y miró alrededor y negó con la
cabeza—. No, señor, no la he visto… Sí, señor, se lo comunicaré. Colgó y volvió
apresuradamente a la ventana.
¿Y ahora qué sucedía? ¿Cómo diablos estaba Eastpoole llamando por teléfono?
¿Dónde estaba Joe?
Y yo no tenía necesidad de un policía en la ventana.
Pero ahí estaba. Me enderecé y miré por encima del armario, lo vi ahí plantado,
delante de una de las ventanas, la cual había tomado para él solo, y miraba hacia
afuera, dándome la espalda. Si permanecía en esa posición todavía tenía una
posibilidad.
Me agaché de nuevo y me volví a la señorita Emerson.
—Escuche, no quisiera que se produzca un tiroteo.
—Yo tampoco —respondió. Lo dijo con tanta sinceridad que casi resultó cómico.
—Bien, vamos a incorporarnos y a caminar. Sin problemas, con calma, sin atraer
la atención de nadie.
—Sí, señor.
—Bien, en marcha.
La ayudé a incorporarse y me lo agradeció con una sonrisa nerviosa. Después de
todo podría decirse que nos estábamos haciendo amigos. Salimos de detrás de los
armarios y atravesamos la oficina sin que nos viera nadie.

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12
Cuando se encontraron de nuevo, ambos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
Tom abrió e hizo entrar a la secretaria en la oficina de Eastpoole, y Joe se volvió
bruscamente del lugar donde estaba mirando las pantallas de televisión, tratando de
descubrir dónde estaba todo el mundo.
—Hay policías por… —empezó a decir Tom.
—¿Dónde demonios te…?
Ambos se callaron. Había demasiada tensión en el aire y los dos estaban a punto
de tirarse por el suelo chillando y pataleando en un ataque de histeria.
Joe señaló con un gesto el teléfono sobre el escritorio de Eastpoole.
—Intenté llamarte —dijo—. Los vi llegar.
—Y yo, a punto de tragármelos. ¿Qué diablos están haciendo aquí?
—Vigilando la seguridad de los astronautas.
—¡Sólo nos faltaba esto! —exclamó. Luego recordó de pronto el plan—. ¡Los
astronautas! ¡No podemos perdernos el final del desfile!
Joe se dirigió precipitadamente a la ventana. La nieve de papel estaba aún a
doscientos metros de distancia, acercándose con lentitud. Volvió a la habitación
diciendo:
—Todo va bien.
—Tanto mejor —respondió Tom.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros una bolsa de plástico azul. Estaba doblada y
había quedado reducida al tamaño de un paquete de cigarrillos. La sacudió, era una
de esas bolsas de ropa sucia, lo bastante grande como para que entraran un par de
sabanas.
Entre tanto, Joe se había dirigido al otro extremo de la habitación, detrás del
enrejado blanco. Había una puerta al lado del bar. La abrió, buscó la llave de la luz y
la encendió, y encontró un pequeño cuarto de baño. Tal como lo traía el plano que
habían examinado en el archivo de la policía. Con lavabo, retrete y ducha. Todo
parecía muy costoso, sobre todo los dos grifos, que tenían formas de cisnes dorados;
el agua salía por sus picos abiertos al hacer girar sus alas extendidas.
Tom tendió la bolsa abierta a la secretaria.
—Échelos acá —ordenó.
Mientras que ella arrojaba los bonos en la bolsa, Joe volvió de su inspección del
cuarto de baño y se dirigió a Eastpoole.
—Vamos, usted, levántese de ahí.
El agente de bolsa había aprendido a obedecer sin discutir, pero seguía
aterrorizado. Levantándose dijo:
—¿Dónde va a…?
—No se preocupe —respondió Joe—. Usted se portó como un buen muchacho,
no le va a pasar nada. Sólo vamos a encerrarlo un rato hasta que nos hayamos ido.

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Tom se echó la bolsa al hombro. Parecía un Santa Claus delgado y azul.
Joe llamó con el dedo a la secretaria.
—Usted también preciosa, venga por aquí.
Los condujo al cuarto de baño, sacó un par de esposas del bolsillo del pantalón y
dijo a Eastpoole:
—Deme su mano derecha.
Tom esperó en la parte principal de la oficina. No era probable que lo pudieran
ver ahora, pero tampoco quería correr riesgos.
Joe colocó una de las esposas en la muñeca derecha de Eastpoole.
—Arrodíllese —dijo—, contra el lavabo.
Cuando éste obedeció, con una expresión asustada y confundida, Joe se dirigió a
la secretaria.
—Usted también. Póngase de rodillas junto a él.
Tras ello, Joe también se agachó, tiró del brazo derecho de Eastpoole para hacer
pasar la otra esposa por detrás de la tubería, luego tiró del brazo izquierdo de la
secretaria y cerró la esposa en su muñeca. En esa posición tenían las cabezas muy
juntas, como en una mêlée de un partido de rugby. Sus alientos se mezclaron, miraban
hacia abajo, parecían penitentes.
Joe se levantó satisfecho. No podrían salir de la habitación sin ayuda.
—Podrá salir de aquí en unos minutos —les dijo—. Dejaré encendida la luz.
Ambos le observaron en silencio. Eastpoole no tuvo fuerzas para decirle una vez
más que no se saldrían con la suya.
Antes de cerrar la puerta Joe añadió:
—No se molesten en gritar. Las únicas personas que podrán oírles somos
nosotros, y no vendremos a ayudarles.
Tom, que estaba al otro lado de la habitación, del otro lado del escritorio de
Eastpoole, esperó a que Joe cerrara la puerta del cuarto de baño para vaciar el
contenido de la bolsa sobre el escritorio.
—No te preocupes, están encerrados.
—Ya lo sé.
Tom miró a las pantallas, todo parecía normal.
No hay cerradura, de manera que no podrán ver lo que estamos haciendo.
—Eso espero —gruñó Tom—. ¿Cómo anda el desfile?
—Echaré un vistazo.
Esta parte del plan había provocado largas discusiones. Había sido idea de Tom
hacerlo así, ya Joe al principio no le había gustado mucho. En realidad todavía le
molestaba, pero finalmente acabó por dar la razón a Tom. Era la mejor manera.
Joe se dirigió a la ventana para ver dónde estaba el desfile y Tom tomó un
pequeño paquete de bonos; unos diez. El de arriba decía con claridad «páguese al
portador», y la suma era de setenta y cinco mil dólares. Tom dio a la cifra un adiós y
luego, con las dos manos, rasgó los papeles por la mitad.

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Joe estaba en la ventana. Miró hacia afuera y a la derecha vio el desfile, pero
también vio un policía en otra de las ventanas del piso. El policía también descubrió a
Joe y le saludó con un gesto de la mano. Joe le respondió de la misma manera y
rápidamente se apartó de la ventana.
—Están a menos de cien metros.
—Ayúdame con esto.
—De acuerdo.
Joe cogió una docena de bonos y los miró.
—Este es de cien mil.
—¡Vamos, Joe!
—Está bien.
Con una sonrisa triste y meneando la cabeza, comenzó a romper los documentos.
Fuera, en la calle, el bullicio aumentaba, el ruido de la multitud casi cubría el
sonido de las bandas. Volviendo la cabeza para echar una rápida mirada a las
ventanas y vio caer los primeros pedacitos de papel. Y hasta ahora no habían roto ni
la cuarta parte de los bonos.
Se apresuraron. Gritos y música subían desde abajo. Luego oyeron un ritmo
diferente; un pie golpeaba la puerta del lavabo.
Se miraron, Tom preguntó:
—¿Podría abrirse de golpe?
—¡Dios, no!
—Joe dejó caer el papel que tenía entre las manos y corrió al otro extremo de la
oficina. Eastpoole estaba dando violentos puntapiés a la puerta, golpeando con la
suela y el tacón a la vez. La puerta parecía lo bastante sólida, pero el picaporte podía
saltar de un momento a otro.
Lo que a Joe más le hubiera gustado habría sido abrir la puerta de golpe y
comenzar a dar patadas a uno y a otro; pero Eastpoole y la muchacha podrían ver a
través del enrejado lo que Tom estaba haciendo. Y se trataba sobre todo de que todo
el mundo pensara que los ladrones se habían largado con los bonos. Eso era lo
esencial del plan.
Joe miró a su alrededor, tomó una de las sillas y apoyó el respaldo contra la
puerta. Dio un puntapié a las patas traseras para adherirlas más firmemente a la
alfombra y luego retrocedió un poco para examinar su obra. Dentro, Eastpoole seguía
dando patadas, pero ni el picaporte ni la silla se movieron lo más mínimo.
Tom seguía haciendo serpentinas. Joe se acercó y le dijo:
—Ya está. Ahora no se abrirá.
—Estupendo.
Había un montón de papeles rotos sobre el escritorio, todos en pedazos pequeños
e irregulares de no más de dos centímetros de ancho. Joe tomó un puñado con las dos
manos y se dirigió a la ventana, se inclinó hacia afuera para ver si el otro policía
estaba visible. Así era, pero había vuelto la espalda para vigilar los tejados del otro

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lado de la calle.
Abajo, a través de los miles de pedacitos de papel que caían, Joe pudo ver los
convertibles en fila, cada uno con un astronauta sentado en la capota recogida,
agitando los brazos y sonriendo. El coche de cabeza no había llegado aún al edificio,
y todo el desfile se movía lentamente, al paso de una persona. El aire estaba lleno de
vítores y de trozos de papel.
Joe sonrió y arrojó el puñado por la ventana. La masa cayó como una bola de
nieve deshaciéndose en seguida. Los pedazos se mezclaron rápidamente con el resto
de papeles que caía.
A Tom comenzaron a dolerle los pulgares y las muñecas. Los bonos estaban
impresos en papeles gruesos y había estado rompiéndolos lo más rápido posible,
tomando de una tantos como podía, para romperlos juntos. Ahora se detuvo un
momento, y con un puñado de papeles se dirigió a la ventana.
Joe volvía.
—Ten cuidado al asomarte —dijo—; hay un policía en la tercera ventana de la
derecha. Me saludó con la mano.
—Tendré cuidado.
Tom arrojó los papeles sin asomarse, ni tratar de ver al vigilante en la otra
ventana. Cuando volvió, Joe estaba recogiendo más papeles. Tom se acercó
rápidamente hacia él diciendo:
—No; así, no. Pedazos más pequeños, más pequeños. Todavía no sirven.
Joe señaló la ventana con la mandíbula.
—¡Están pasando, Joe! Están pasando ahora mismo.
—Pequeños —insistió Tom—. Para que no los identifiquen. Toma —puso un
montón de papeles juntos—. Arroja éstos.
Joe se encogió de hombros irritado e impaciente, tomó los papeles y se fue a la
ventana. Tom volvió a romper papeles y cuando Joe volvió comenzó a juntar los
bonos que todavía quedaban.
Durante un minuto o dos, lado a lado, deshicieron los últimos documentos. Luego
los arrojaron afuera y los vieron caer flotando a través del aire lleno de papeles. Los
tres vehículos ya habían pasado, pero la gente seguía arrojando papeles, de manera
que nadie advirtió la contribución de Tom y Joe.
Tom recogió los últimos pedazos de papel que quedaban sobre el escritorio y se
acercó precipitadamente a la ventana; Joe buscaba por el suelo alguno que se hubiera
extraviado y encontró media docena. Tom observó lentamente la repisa de la ventana
y descubrió otros tres.
Cuando Joe se acercó a la ventana con los pedacitos que había recogido del suelo,
Tom le comentó:
—No podemos dejar ni uno.
—No te preocupes —le respondió Joe. Arrojó los últimos y dijo—: Vámonos; ya
es hora de salir de este lugar.

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Pero Tom continuó dando vueltas alrededor, mirando al suelo.
—Si dejamos un solo trozo, todo se irá al diablo. Sabrán lo que hemos hecho y
estamos listos.
—Los tenemos todos, Tom. Vámonos.
—¡Ajá!
Tom se agachó y cogió el último trozo que había quedado entre el escritorio y la
ventana y corrió a arrojarlo afuera.
—Ahora vámonos —dijo.
Joe estaba abriendo los cajones del escritorio. Encontró papel de cartas en uno de
ellos y sacó un montón. Tom se acercó a él, abrió la bolsa azul de la ropa y Joe metió
en ella el papel. Echaron un último vistazo a la habitación.
—Bien —dijo Tom.
Joe echó un vistazo a las pantallas de televisión. Todo seguía normal.
—Bueno, larguémonos.
Salieron de la oficina, atravesaron la de la secretaria y avanzaron por el pasillo
hacia la sala de recepción y los ascensores. Tom llevaba el saco sobre el hombro. Era
muy visible, pero eso era precisamente lo que querían: dejarse ver marchando con el
botín.
Mientras caminaban, Tom dijo:
—Me gustaría conocer un camino por el que pudiéramos pasar sin atravesar todas
esas malditas cámaras.
—Lo sé; sería mejor que los guardias no supieran que venimos.
Se detuvieron justo delante de la puerta de una de las grandes oficinas.
—Ahí hay una cámara. ¿Por qué no vamos por el otro lado? Quizá consigamos
dar un rodeo.
—¿Y perdernos en este laberinto? —exclamó Joe—. ¿Dar vueltas hasta que nos
atrapen?
—No es para tanto. Si nos perdemos, paramos a alguien y le preguntamos dónde
están los ascensores.
—Eres de lo más extravagante —dijo Joe—. De acuerdo, intentémoslo, ¡qué
diablos!
De manera que entraron en territorio desconocido. Ambos tenían buen sentido de
la orientación y habían estudiado los planos del lugar. Si seguían a la derecha y luego
giraban a la izquierda, deberían llegar a la sala de recepción desde el lado opuesto.
La idea no era mala, y el camino daba a la sala de recepción, pero no sirvió para
nada en cuanto a evitar las cámaras de televisión. Había dos en el trayecto que habían
tomado y pensaron evitar la tercera, pero la encontraron a mitad de camino.
No se dieron cuenta en seguida y estaban en plena habitación cuando la
descubrieron enfocando directamente sobre ellos. Joe susurró:
—¿Ves lo que yo veo?
—Sí.

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Atravesaron la oficina de forma natural y despreocupada, y luego comenzaron a
avanzar con mayor rapidez. Ya sabían que estaba prohibido a los visitantes transitar
sin escolta, aun cuando éstos fueran policías uniformados. Ellos se paseaban solos
desde la oficina de Eastpoole; los guardias que estaban de servicio en la sala de
recepción no pensarían que eran ladrones, pero sí sospecharían que algo andaba mal y
comenzarían a investigar en seguida.
Primero tratarían de llamar por teléfono a Eastpoole. Ni éste ni la secretaria les
responderían y eso les preocuparía aún más. Pero llamar les llevaría un tiempo, y
quizá fuese lo suficiente como para que ellos alcanzasen la sala de recepción y
pudiesen controlar la situación.
Si no llegaban a tiempo, ¿qué harían los guardias? ¿Harían sonar la alarma en
seguida? Puesto que se suponía que los visitantes eran policías, tendrían que ser un
poco más cuidadosos, un poco más cautos. Quizá llamarían al guardia de la cámara
fuerte. Quizá enviaran a alguien a alertar a los otros tres policías que estaban arriba
encargados de vigilar la seguridad de los astronautas. Tal vez se pondrían en contacto
con alguien de fuera, del cual Tom y Joe desconocían su existencia. Había miles de
suposiciones distintas, y Tom y Joe sabían que ninguna de ellas les agradaría.
Se apresuraron todo lo posible, pero todavía les llevó un tiempo hacer el resto del
camino y cuando llegaron a la sala de recepción sólo vieron a un guardia detrás del
mostrador, el mismo que les había atendido cuando llegaron. Ahora los miró, estaba
muy nervioso pero trataba de no mostrarlo. Cruzaron en diagonal hacia los
ascensores, y el guardia les preguntó:
—¿Dónde está el señor Eastpoole?
—En su oficina —respondió Tom sonriéndole y haciendo un gesto con la mano
—. Todo está bien.
Joe llamó al ascensor.
El guardia no podía evitar que los nervios hicieran temblar la voz. Señaló la bolsa
de ropa que llevaba Tom diciendo:
—Tengo que inspeccionar esa bolsa.
Tom sonrió y le dijo:
—Por supuesto. ¿Por qué no?
Joe se quedó detrás, junto a la puerta del ascensor, mientras Tom avanzaba y
ponía la bolsa encima del mostrador. El guardia, menos nervioso al ver que se
comportaban normalmente, se aproximó. Cuando el guardia tendía la mano hacia la
bolsa, Tom levantó la vista hacia las pantallas y preguntó:
—El guardia de la cámara fuerte, ¿también tiene las pantallas?
—Por supuesto.
—¿Nos puede ver?
El guardia miró a Tom extrañado.
—Naturalmente.
Joe, desde los ascensores, observaba a las pantallas con mucho cuidado. El

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guardia de la antecámara seguía leyendo su diario. En una de las otras, de pronto,
apareció el otro guardia moviéndose con rapidez. No corría, sin embargo, y
aparentemente se dirigía a la oficina de Eastpoole.
Tom, hablando con un tono de voz completamente natural, dijo:
—Si puede vernos, supongo que no querrá verme sacar la pistola.
—¿Qué? —el guardia se quedó perplejo.
—Si saco la pistola —le dijo Tom—, él se dará cuenta de que algo anda mal. Así
que me veré obligado a matarlo para poder salir de aquí.
—Tómelo con calma, compañero. Sería estúpido alarmar a todo el mundo.
El guardia estaba realmente asustado, pero después de todo era un profesional. Se
guardó de hacer ningún gesto que su compañero de la cámara pudiera ver.
Esforzándose por controlarse, dijo:
—Nunca saldrán del edificio. No lo lograrán.
—No es tu dinero, amigo —dijo Joe—. Pero es tu vida.
—Vamos —le ordenó Tom—; venga, por aquí. Usted viene con nosotros.
El guardia no se movió, se humedeció los labios y pestañeó, pero tenía agallas.
—No traten de hacerlo. Dejen el saco en el mostrador y váyanse. Nadie les
seguirá si no llevan el botín encima.
El ascensor llegó, la puerta se abrió automáticamente y ello apresuró la
advertencia de Joe.
—Vamos, compañero. No perdamos el tiempo. Preferimos hacerlo por las buenas,
pero no estamos obligados a ello.
De mala gana el guardia se dirigió a la tapa que estaba al final del mostrador, la
levantó y pasó al otro lado. En la pantalla de la antecámara se veía al guardia leyendo
el diario. No había notado todavía que la sala de recepción había quedado sin control.
Cuando se diera cuenta de ello sabría que algo pasaba, pero le llevaría un minuto o
dos imaginar el procedimiento a seguir. Trataría de telefonear a Eastpoole, a la sala de
recepción. No abandonaría su lugar, eso desde luego, en el caso de que todo este
asunto fuese una artimaña para hacerle salir. Su indecisión les dejaría el tiempo que
necesitaban.
El ascensor estaba vacío. Joe sostenía la puerta abierta sin quitar los ojos de las
pantallas de televisión. Tom recogió la bolsa y observaba al guardia.
—Si llevan un rehén —advirtió éste—, corren el riesgo de matar a alguien.
Se refería a él mismo, y pensándolo bien, lo dijo con bastante tranquilidad.
Joe le replicó:
—Entre en el ascensor.
Los tres entraron y Joe apretó el botón de la planta baja. Comenzaron a descender
y el guardia dijo:
—Todavía pueden salir de esto. Salgan del ascensor al llegar abajo, déjenme a mí
la bolsa y lárguense. Mientras subo al séptimo piso ustedes ya estarán lejos. Y como
no llevan nada de valor, nadie los buscará, ¿no es verdad?

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Ellos ya conocían la respuesta mucho mejor de lo que el guardia se podía
imaginar, pero ninguno de los dos dijo nada. Tom vigilaba al guardia, y Joe contaba
los números que aparecían al pasar los pisos.
No se podía oír el desfile desde el interior del ascensor. Un altavoz, en la parte
alta del ascensor, proyectaba una dulce melodía que ambos conocían sin recordar el
nombre.
El guardia dijo:
—Oigan, con un rehén corren el peligro de un tiroteo. Además, es un secuestro.
Técnicamente es un secuestro.
El ascensor pasaba por el cuarto piso. Joe apretó el botón que marcaba el
segundo. El guardia lo notó y frunció el ceño. No sabía qué estaban haciendo y su
aturdimiento le hizo aguantar el silencio. En realidad no encontró nada más que decir.
El ascensor se detuvo en el segundo piso. Joe sacó delicadamente la pistola de la
cartuchera del guardia y le dijo a éste:
—Camine.
—¿No va a…?
—No, no —le interrumpió Joe—. Salga; eso es todo.
El guardia descendió. Hicieron como si fueran a seguirlo, pero cuando la puerta
comenzaba a cerrarse entraron de nuevo en el ascensor. El guardia se volvió con la
boca abierta, mientras la puerta terminaba de cerrarse. El ascensor descendió a la
planta baja.
—¡Oh, Dios! —suspiró Joe.
Se quitó la gorra, mostrando grandes gotas de transpiración en la frente. Utilizó la
gorra para borrar las huellas digitales de la pistola del guardia, que depositó en una
esquina del piso. Cuando se enderezaba la cabina se detuvo. La puerta se abrió y
salieron al vestíbulo.
No se veía un alma. Llevaban ventaja a sus perseguidores y si se movían con
rapidez la conservarían.
Atravesaron el vestíbulo. Tom, siempre con la bolsa al hombro. Empujaron las
puertas y salieron a la calle, donde la multitud comenzaba a dispersarse. Algunos
pedacitos de papel seguían cayendo de las ventanas de los pisos superiores, pero eran
unos pocos.
Ahora era más difícil avanzar; el sendero que había entre los edificios y la gente
había desaparecido, engullido por las personas que se marchaban en todas las
direcciones.
Pensaban que también sus perseguidores se verían entorpecidos.
Llegaron al pasaje cubierto, que ahora estaba abarrotado, aunque no tanto como la
calle; apresuraron el paso.
El coche patrulla estaba donde lo habían dejado, como debía ser. Mucha gente iba
y venía, pero a nadie le interesaba dos policías. Tom se detuvo delante de una
papelera y tranquilamente volcó el contenido. El papel de cartas cayó y el peso de

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todo el papel junto aplastó el montón de diarios arrugados, colillas y vasos de papel,
entre los que quedaron ocultos.
Subieron al vehículo, Joe al volante, y abandonaron el lugar.
Habían recorrido doscientos metros cuando tuvieron que detenerse en una
intersección para dejar pasar a otros coches patrulla que iban a toda velocidad, las
sirenas ululando y las luces giratorias en marcha. Ellos continuaron su camino.

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13
Una vez más cambiaron la matrícula y los números de identificación del coche
patrulla, volviendo a dejarlo tal como estaba en su forma original. Sus movimientos
estaban amparados por el remolque, próximo a los muelles. Joe cambió la chapa de
delante, Tom la de atrás y luego se reunieron en la parte posterior del Chevrolet de
Tom. Este abrió el maletero y arrojó adentro las chapas y los dos destornilladores, al
lado de la bolsa de tela, que contenía las ropas de paisano de Tom.
Ninguno de los dos pronunció una palabra. Se sentían demasiado deprimidos. Era
una reacción normal después de tanta tensión, y lo sabían, lo cual no hacía que se
sintieran mejor.
Tom hizo un esfuerzo para quitársela de encima. Sacó de su bolsillo la bolsa de
plástico azul, la sacudió hasta hacerle recuperar todo su tamaño, y la sostuvo frente a
él como un médico sostiene un bebé recién nacido. Su mano temblaba, y con una
sonrisa desairada, dijo:
—Bueno, helo aquí.
Joe miraba la bolsa con escepticismo. No trataba en lo más mínimo de luchar
contra su sentimiento de depresión.
—Sí, ahí está.
—Dos millones de dólares.
—¡De aire!
Tom sonrió, con una sonrisa que quería transmitir coraje y confianza.
—Ya veremos.
Joe se encogió de hombros. El gesto seguía siendo de incredulidad, además le
importaba un bledo, estaba demasiado cansado.
—Sí, ya veremos —repitió como un eco.
—¡Escucha, Joe, en eso ya estábamos de acuerdo! —exclamó Tom, poniéndose a
la defensiva—. Quedamos en que era la mejor solución.
Joe suspiró.
—Lo sé, lo sé —dijo gruñendo. Luego viendo la expresión de Tom, trató de ser
más cordial, más explícito—. Me gustaría, al menos, tener algo entre las manos.
—¡Pero eso era precisamente lo que queríamos! Nada que tuviéramos que
llevarnos, nada que tuviéramos que ocultar, nada con lo que nos pudieran sorprender,
nada que pudiera servir de prueba contra nosotros.
—¡Nada de nada! —dijo Joe—. ¡Tienes razón, qué diablos! Estábamos de
acuerdo. Venga, vámonos. Necesito un trago.
Tom quería seguir discutiendo, pero Joe se había dado la vuelta y se dirigía al
coche patrulla. Tom pensó: ¿qué objeto tiene discutir? Habíamos hechos el robo tal
como lo habíamos previsto, y ésa era la manera más segura. Arrojó la bolsa en el
maletero y cerró la tapa.
Ambos partieron al mismo tiempo, cada uno al volante de un auto, Joe iba delante

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en dirección al garaje de la policía. El espacio de donde había sacado el coche estaba
ocupado, pero había otro libre próximo a él. Joe dejó el auto allí sin volver a sacar la
tapa del delco; al día siguiente, por la mañana, un mecánico encontraría que el coche
se había arreglado misteriosamente solo. Si era un mecánico normal, comenzaría a
pensar que nada malo le había ocurrido al coche, que la culpa había sido de un
conductor estúpido, y luego se adjudicaría el mérito de haberlo arreglado.
Tom estaba esperándolo en la esquina con el Chevrolet. Joe se acercó, subió y se
dirigieron a la estación del puerto. Joe esperaba afuera con el coche, mientras que
Tom se cambiaba de ropa. Cuando salió, Joe dijo:
—No hablaba en broma con respecto al trago. Necesito aplacar los nervios.
Tom no se opuso. La idea de un trago le parecía estupenda.
—¿Adonde quieres ir?
—A algún sitio donde no nos conozcan.
—Busquemos un lugar en Queens.
—Bien.
Tom condujo, a través del centro, hasta el puente de la calle 59, y en el bulevar de
Queensboro encontraron un bar casi vacío; sólo estaba el barman y un viejo con un
pantalón rayado de ferroviario. Este se encontraba sentado en la barra observando un
partido de béisbol en la televisión. Pidieron dos cervezas y se sentaron en una de las
mesas a beberías.
Ambos necesitaban un trago, pero sus motivos eran diferentes. Tom esperaba que
el alcohol lo hiciera sentir más feliz, como si estuviera celebrando su éxito, mientras
que Joe estaba de mal humor y buscaba quitárselo de encima con una borrachera. De
manera que se sentaron y bebieron en silencio durante un buen rato.
Eran cerca de las dos y media cuando entraron. Una hora más tarde, después de
cinco o seis vueltas más de cerveza, Tom se levantó súbitamente mirando alrededor,
dijo:
—¡Eh, tú!
Joe volvió la cabeza y se quedó mirándolo. Confuso, preguntó:
—¿Qué?
—Estamos cometiendo un error. Estamos cometiendo el mayor error del mundo.
Joe frunció el ceño sin comprender. Entrecerró un ojo y preguntó:
—¿Cuál es el error?
—Este es el error —Tom hablaba cuidadosamente—. Cuando uno termina un
trabajo y luego va en seguida a emborracharse, una vez que está bebido se jacta de lo
que ha hecho. Siempre sucede.
—¡No a nosotros! —protestó Joe.
—Eso lo vemos todos los días. Lo sabes bien. Tú mismo has pescado a más de
uno así. Y yo también.
—Pero nosotros no somos tan estúpidos.
—¿Tú crees, eh? Para no ser tan estúpidos, ¿qué otra cosa estamos haciendo?

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Joe miró a su alrededor. No estaban más que cuatro personas en el bar: el barman,
el viejo ferroviario, Tom y Joe.
—¿Con quién voy a hablar?
—La noche es joven —Tom miró la luz del día a través de las vidrieras—. Bueno,
en realidad, el día es joven.
—Yo no voy a hablar —Joe tenía un tono un poco agresivo.
—Lo estás haciendo en voz bastante alta —le advirtió Tom—. Además estás de
uniforme.
Joe bajó la vista para mirarse. No llevaba la gorra, ni la placa ni el cinturón. Todo
estaba guardado en el maletero del Chevrolet, pero su camisa y pantalón eran
manifiestamente de policías.
—¡Mierda!
—Tengo una idea mejor —dijo Tom.
Joe le miró interesado.
—A ver.
—Iremos a casa.
—¿Qué diablos? ¿Estás loco?
—Vamos, vamos, escúchame. Vamos a casa y entraremos directamente a mi
propio bar. Porque tengo mi propio bar, ¿o no te acuerdas?
Joe frunció el ceño pensativo.
—¿Te refieres al sótano?
—Está en el sótano —respondió Tom con dignidad—, pero es un bar, no un
sótano.
Joe reflexionó.
—Está en el sótano.
—Puede, pero es un bar.
—Si tú lo dices.
—No es un sótano.
Joe captó la idea asintiendo.
—Ya lo cogí, creo.
—Y allí es donde iremos.
—Al bar —replicó Joe—, que está en el sótano.
—En el sótano.
—Y allí beberemos.
—Y allí beberemos —acordó Tom.
—No es una idea tan terrible —dijo Joe.
De manera que eso fue lo que hicieron.

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14
La resaca que les produjo la borrachera fue espantosa y ambos tenían turno de
mañana al día siguiente. Fueron juntos en el coche de Joe, completamente aturdidos
por la embriaguez de la noche anterior, las pocas horas de sueño y el calor de aquella
mañana. Iba a ser un día infernal, lo preveían.
Escuchaban la radio, que no hablaba de otra cosa que del robo de Wall Street. El
primer comunicado que oyeron fue el siguiente: «Dos individuos disfrazados de
agentes de policía y conduciendo aparentemente un coche patrulla robado lograron
escaparse ayer con cerca de doce millones de dólares en bonos negociables, en lo que
en términos policiales es uno de los robos más importantes de la historia de Wall
Street».
—¡Doce millones! Eso está muy bien —dijo Tom.
—¡Exageran —replicó Joe— con vistas a las compañías de seguros! Lo mismo
que hace todo el mundo.
—¿Tú crees?
—Por supuesto.
Sonriendo, Tom agregó:
—Te diré lo que haremos. Ya sean diez o doce millones, se lo daremos a Vigano
por los dos millones que dijimos.
Joe sonrió, luego se acomodó en el asiento y se llevó una mano a la frente. Con la
mano en la frente y todavía riendo, dijo:
—¡Somos unos caballeros, eso es lo que somos!
—Cállate un momento —dijo Tom, haciendo un gesto con la mano.
En la radio seguían hablando del robo. El locutor había sido reemplazado por un
reportero que entrevistaba a un portavoz del Departamento de Policía. El periodista
preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que realmente fueran policías?
El entrevistador tenía un tono de voz grave y una manera de expresarse elocuente,
digna como el caminar de una persona obesa.
—Por ahora no lo creemos. Estamos convencidos que ninguno de nuestros
hombres sería capaz de llevar a cabo un delito así. Es cierto que las fuerzas
policiales no son perfectas, pero el robo a mano armada no figura entre aquellos
defectos de los que se puede acusar a nuestros agentes.
—¿Y es posible que realmente hayan utilizado un coche patrulla para darse a la
fuga?
—¿Quiere decir un coche robado? ¿Es eso lo que quiere decir?
—Bien…, robado o tomado en préstamo.
—Esa posibilidad no la descartamos. La investigación no ha terminado, pero
hasta ahora no hay evidencia alguna de que se haya robado vehículo alguno.
—O tomado en préstamo —insistió el periodista.

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El portavoz, un poco irritado, comentó:
—O tomado en préstamo, como usted dice.
—¿Pero se está investigando esa posibilidad?
Pacientemente, como un hombre que tiene que esforzarse para dominar su
temperamento, el portavoz aseguró:
—Todas las posibilidades se están investigando.
Joe exclamó:
—Ese estúpido reportero que va de listo podía dejar el asuntito del préstamo.
—En ese sentido estamos a salvo —respondió Tom—. Lo estudiamos, y no hay
manera de que descubran qué coche utilizamos.
—En ese sentido estamos a salvo. ¿Qué quieres decir? ¿En qué sentido no
estamos a salvo?
—Me refiero al coche, eso es todo. Estoy diciendo que no nos pueden echar el
guante por el coche, es imposible.
—Eso ya lo sabía —dijo Joe pestañeando—. ¡Mierda! Debí haber traído las gafas
de sol.
Ambos llevaban puestas las gafas oscuras. Tom miró a su compañero y le hizo ver
que las tenía sobre la nariz. Joe llevó una mano a los ojos.
—¡Mierda! Es verdad. ¡Debe ser insufrible allí afuera!
Se bajó las gafas para mirar el resplandor y volvió a colocárselas inmediatamente.
—Debí traer dos pares.
—Escucha —dijo Tom—. Todavía siguen hablando del robo.
Ahora otro reportero estaba formulando preguntas al comisario encargado del
caso.
—¿Tienen ya algún indicio o sospecha?
Los periodistas siempre hacen la misma pregunta, y es una de las pocas que no se
pueden contestar mientras una investigación está en marcha. Pero siempre la
formulan y el inspector tenía que responder a ella de alguna forma. El policía dijo:
—Hasta ahora todo lo que podemos decir es que parece un trabajo de dentro.
Sabían exactamente lo que querían llevarse, valores negociables tan fáciles de
vender como billetes de banco.
—Bonos al portador, ¿no es así?
—Correcto —asintió el comisario—. Fueron muy concretos en las instrucciones
que dieron a la muchacha que entró en la cámara fuerte para que les trajera el botín.
Querían bonos al portador, ninguno de menos de veinte mil ni más de cien mil
dólares.
—Y eso fue lo que consiguieron.
—Exactamente —dijo el inspector—. Una suma de casi doce millones de dólares.
—¿Y qué piensa del hecho de que los ladrones vistieran uniforme?
—Indudablemente era un disfraz.
—Entonces está seguro de que no pertenecían al Departamento de Policía.

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—En absoluto.
Joe refunfuñó:
—¡Qué estupidez! Tendremos suerte si no hacen desfilar a toda la fuerza policial
en la sala de reconocimiento para que Eastpoole nos examine a todos.
—Preferiría que eso no sucediera —respondió Tom.
—Si así lo hicieran —dijo Joe—, me gustaría que fuera esta misma mañana. Ni
siquiera yo me reconozco en este momento.
—Bebimos demasiado anoche. No debimos hacer eso.
—Menos aún si teníamos que trabajar a la mañana siguiente.
—Con trabajo o sin trabajo, de ninguna manera —replicó Tom—. Es la forma
más fácil de engordar.
Joe lo miró, luego volvió la vista a la carretera.
—Habla por ti mismo, compañero.
Tom no tenía ganas de sentirse molesto.
—De todas maneras, dentro de un año no volveremos a trabajar nunca más,
¡jamás!
—Justamente quería hablarte de eso.
—¿De qué?
—Del tiempo que nos vamos a quedar aquí.
Tom estaba a punto de montar en cólera.
—¡No comiences de nuevo con esa historia!
—Encuentro que un año es demasiado tiempo, eso es todo; pueden ocurrir
demasiadas cosas. Tú puedes hacer lo que quieras. Mi plazo es de seis meses.
—Pero si dijimos…
—Ya lo sé —Joe, furioso, dirigió su atención hacia el tráfico.
Tom fijó los ojos en él y por unos segundos creyó estallar de rabia. Pero luego su
cólera desapareció como el agua al vaciar la piscina, y lo único que sintió fue otra vez
cansancio. Se encogió de hombros diciendo:
—Haz lo que quieras; me importa un comino lo que hagas y dejes de hacer.
Ambos permanecieron en silencio por unos minutos; luego, Joe dijo:
—Además, todavía tenemos que pensar en Vigano.
Tom miraba por la ventanilla. Ya no estaba irritado por la cuestión del tiempo; de
hecho, estaba de acuerdo, aunque nunca lo admitiría. Pero el asunto de Vigano era
otra cosa.
—Sí; así es.
—Tendremos que llamarlo. Llámalo tú, ¿quieres? Tú lo conoces.
—Bueno, está bien. Soy yo el que hizo el arreglo, y sé cómo llamarlo y todo lo
demás.
—¿Cuándo lo harás? ¿Esta tarde?
—No; hoy no. No creo que fuese una buena idea.
—¿Y eso?

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—En primer lugar, porque tengo demasiado dolor de cabeza como para pensar las
cosas con cuidado. En segundo lugar, debemos dejar pasar un par de días, quizás una
semana. Dejar que las cosas se calmen un poco tras lo del golpe. Mientras, no
daremos un paso.
Joe se encogió de hombros.
—No veo por qué…
—Escucha. ¿Qué prisa tienes? —Tom volvía a irritarse, lo que contribuía a
aumentar su dolor de cabeza—. Vamos a tener que esperar aquí seis meses, así que
qué más da que llame a Vigano hoy o dentro de quince días.
—Bien, de acuerdo. Será cuando tú quieras.
—Ya te digo: no vale la pena apresurarse para estas cuestiones.
—De acuerdo.
—Déjame hacerlo a mi manera.
—De acuerdo —Joe respiró hondo—. ¡De acuerdo!

VIGANO
Vigano pasaba lentamente las páginas de un gran libro. Estaba sentado frente a
una enorme mesa de madera en la biblioteca de su casa, y observaba detenidamente
las fotos en cada página. Marty también estaba sentado en la mesa ojeando un
segundo libro. Los otros libros eran revisados en otra mesa por todos aquellos que
habían visto al sujeto que llegara un mes antes para preguntar qué cosa podía robar
por la que Vigano pagara dos millones de dólares.
El mensajero que había traído los libros de Nueva York esperaba en su vehículo,
delante de la casa. Había costado mucho dinero conseguir en préstamo estos libros
por una noche, y el mensajero lo tenía que devolver antes de las seis de la mañana.
Los libros contenían las fotografías oficiales de todos los agentes de policía en activo
en el Departamento de la ciudad de Nueva York.
Durante todo ese día, estos mismos libros habían sido examinados por los
empleados y los guardias del agente de bolsa víctima del robo. Hasta ahora, de
acuerdo con la información que recibiera Vigano, aún no habían reconocido a
ninguna persona.
Tampoco Vigano. Las caras comenzaban a mezclarse después de un rato: las
cejas, las narices, las entradas del cabello. Vigano estaba cansado e irritable, le dolía
la vista, y lo que más deseaba en ese momento era poder mandar todos esos libros al
otro extremo de la habitación de una patada.
¡Si Marty no hubiese perdido de vista a ese maldito fulano la noche que estuvo
aquí…! Después, fue fácil darse cuenta de que todo había sido un montaje; el policía
en la escalera de la estación tenía que ser el socio del fulano, pero en aquel momento

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Marty no podía imaginarlo. No había estado presente en la conversación, de manera
que no podía saber que el tipo al que estaba siguiendo era un policía, ni que hubiera
dicho que tenía un socio. Más tarde, cuando comentaron lo sucedido Vigano y él,
resultó fácil comprender lo que había pasado.
Fueron astutos, como en el robo. Policías o no, esos dos tipos eran audaces e
inteligentes y no debían ser subestimados.
Policías o no. La pregunta estaba ahí, y todavía era más fastidioso tener que
verificar todos esos libros sin tener la seguridad de que fuese policía. ¿Hasta qué
punto se había disfrazado y hasta qué punto era realmente un auténtico policía? Su
socio y él habían perpetrado el robo disfrazados de policías. Pero cuando estuvo
delante de Vigano y dijo ser policía, ¿no era eso acaso un disfraz?
Todas las caras del libro se parecían. Vigano sabía que no llegaría a ninguna
conclusión, pero creía que era su deber revisarlos. Los estudiaría a todos, uno por
uno. Lo mismo harían los demás. No serviría de nada, pero lo harían de todos modos.
De una manera o de otra, Vigano estaba firmemente decidido a encontrar a esos
dos tipos. Policías o no.

TOM
Algunas veces, cuando tenemos el turno de noche, Ed y yo salimos a dar una
vuelta en el Ford en lugar de esperar en la comisaría a que se produzca alguna
llamada. Es durante la noche cuando ocurren la mayoría de los delitos callejeros y
algunas veces es más práctico estar de antemano en el campo de batalla; a menudo,
cuando hay una llamada, ya estamos cerca, y nos podemos ocupar del caso con
mayor rapidez que si en realidad hubiéramos recibido el comunicado nosotros
mismos.
Así que eso era lo que estábamos haciendo esa noche, cerca de la una de la
madrugada. Aproximadamente una semana y media después del robo. Joe y yo no
habíamos vuelto a comentarlo desde la mañana después del golpe, cuando estábamos
en el coche, y yo aún no había llamado a Vigano. No tenía ninguna buena razón para
no hacerlo, simplemente esperaba.
Durante tres o cuatro días el robo había sido noticia de primera plana. Lo
vincularon con ciertos atracos cometidos un par de años atrás en Detroit por tipos que
también vestían de policías, pero aparentemente ése parecía ser el único indicio que
tenían los investigadores. Hicieron llegar un memorándum a todos los comisariados
solicitando que todos los agentes reflejaran lo que habían hecho el día del robo, y
trataran de recordar cualquier cosa fuera de lo común que pudiese tener alguna
conexión con cualquier coche patrulla ese día, o con cualquier otro miembro de la
policía. Hasta ahí se limitaba la encuesta en el seno de la policía, pero hasta eso les

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parecía excesivo a la ABP. La Asociación de Beneficencia de la Policía, que es más
bien poco beneficiosa, armó tal alboroto por lo del memorándum y las sospechas —
¡cómo si pudiesen imaginar que agentes del cuerpo de policía fuesen capaces de
cometer tal delito!— que el mismo prefecto de policía en persona dio una conferencia
de prensa en el curso de la cual pidió disculpas y dijo que el memorándum había sido
«mal interpretado». Esa fue la última vez que el tema del robo apareció en los
periódicos. Dos días después no hubo ninguna otra noticia referente al tema en
televisión.
Comenzaba a pensar que habíamos sido realmente eficaces en el planteamiento
del robo y que en su realización no habíamos cometido ningún error. Ahora nos
bastaba con ser prudentes y no cometer ningún error de los habituales post delitum,
como emborracharse en público, o vanagloriarse de lo astuto que uno es, u ocultar el
botín en algún lugar donde puede ser encontrado por alguna persona, o gastar dinero
en grandes cantidades, o abandonar nuestros empleos para lanzarse a una nueva vida.
Conocíamos todos esos errores, los habíamos visto desde el otro lado. Hasta ahora
parecía que habíamos sido bastante prudentes en ese sentido.
Antes del robo pensé que me iba a resultar difícil volver a trabajar, y que jamás
me podría volver a acostumbrar a la rutina cotidiana sabiendo que tenía un millón de
dólares en la espalda. Sin embargo, era curioso, parecía disfrutar con mi trabajo como
no lo hacía desde hacía mucho tiempo. El robo había sido como unas vacaciones. En
verdad, aún no tenía el millón de dólares de Vigano, pero daba por seguro que lo iba a
tener y no me importaba. Aparte de la mañana de la tremenda resaca, estaba feliz de
ir a trabajar, encantado con mi servicio después del golpe.
En parte supongo que era la idea de las vacaciones; cometer el robo había sido
algo tan fuera de la rutina que dio un aspecto nuevo a nuestra vida cotidiana. Pero por
primera vez en mi vida podía esperar con alegría el final de esa rutina; quiero decir,
un fin que no fuera la muerte o el retiro, dos perspectivas que jamás me alegraron
mucho. Pero ahora la rutina iba a terminar en un momento en que todavía era
bastante joven como para gozar de la vida, y sería lo bastante rico para disfrutarla
también; mucho más rico de lo que jamás me imaginé.
¿Quién no se sentiría feliz de trabajar durante seis meses por un salario de un
millón de dólares?
Además todavía había otra cosa. El tiempo influye en el crimen, créase o no. Hay
delitos que no se cometen si hace demasiado calor o demasiado frío, si llueve
demasiado o cae demasiada nieve; la gente que los podría cometer se quedan en sus
casas viendo la televisión. Esta última semana había sido muy calurosa, y mis rondas
habían sido tranquilas y apacibles. Puse al día una cantidad de papeles que tenía
atrasados; descansé, lo hice todo con tranquilidad. Aunque no tuviese un millón de
dólares a la vista, el trabajo de esta semana no me había desagradado lo más mínimo.
Pero de pronto todo cambió. Y fue un pequeño detalle lo que tuvo la culpa, algo
estúpido sin importancia. Nunca llegué a entender por qué aquel incidente provocó un

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cambio tan brusco en mi mente.
Ocurrió cuando Ed y yo estábamos en el turno de noche y conducíamos
tranquilamente el Ford. Hacia la una de la madrugada oímos en la radio que alguien
había sido atacado en Central Park. Estábamos bastante cerca de allí en ese momento,
así que Ed, que iba al volante, me dijo:
—¿Vamos para allá?
La llamada no era para nosotros, aun cuando lo oímos por la radio.
—De acuerdo; vamos a ver qué sucede.
No había urgencia, puesto que no éramos nosotros los que debíamos responder a
esa llamada, así que anduvimos sin sirenas ni luces giratorias. Nos detuvimos en la
entrada al parque de la calle 87, bajamos del coche y penetramos en el parque,
quitando los seguros a las pistolas para tenerlas a mano en caso de que tuviéramos
necesidad.
Podíamos ver un grupo delante de nosotros, en el camino de asfalto, debajo de un
viejo farol. Un tipo estaba sentado en el suelo y otros tres lo rodeaban. Uno de ellos
era un agente; los otros dos eran detectives.
Cuando nos acercamos pude distinguir sus rostros. No conocía al policía, pero los
otros dos hombres de pie eran detectives de mi distrito; uno se llamaba Bert y el otro
Walter. Hablaban con el hombre sentado en el pavimento.
A él también lo reconocí. No individualmente; quiero decir que me di cuenta en
seguida de que era un homosexual. Era joven, esbelto y delicado, vistiendo
pantalones celestes ajustados, sandalias blancas y una camisa blanca calada. Era
obvio que era un homosexual, un marica de esos que rondan los lugares de diversión
de la ciudad esperando que alguien los invite. Con mucha frecuencia reciben palizas
y algunas veces aparecen degollados. También tienen mayor índice de enfermedades
venéreas. Francamente no puedo decir que entienda ese tipo de vida.
En este momento el sujeto estaba totalmente aterrorizado, todo su cuerpo
temblaba. Tenía un aspecto tan frágil que parecía que sus huesos se iban a romper de
un momento a otro a causa de los temblores.
Cuando nos acercamos lo suficiente como para oír las voces era el muchacho
sentado en el suelo el que hablaba. Casi no podía expresarse; su voz vibraba y la
garganta parecía cerrársele. Todo el tiempo luchaba por hablar, moviendo las manos
de un lado a otro. No me gusta decir que se movían como mariposas, pero fue la
impresión que tuve.
—No sé por qué tuvo que hacerlo —decía—. No había ninguna razón, sólo
que…; no, no había ninguna razón. Todo iba perfectamente, y entonces…
Paró de hablar y dejó que el aleteo de sus manos terminaran el relato.
Walter, uno de los hombres vestidos de civil, prefería las palabras al movimiento
de las manos. Sin compasión alguna en la voz, le preguntó:
—¿Sí? Y entonces, ¿qué?
El muchacho llevó sus manos al cuello.

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—Comenzó a ahogarme.
La luz del farol caía sobre su cara cuando levantó la vista para mirarnos, borrando
todo el color que podía quedar en ella, reduciendo su rostro a poco más que una boca
retorcida y dos ojos inmensos. Con esa cara y el gracioso revoloteo de las manos, de
pronto me recordó a los mimos que había visto en la televisión. Todo el mundo los ha
visto; se maquillan la cara de blando, y visten una malla oscura y guantes blancos, y
simulan estar enamorados, o que son un avión, o que preparan un cóctel. Este estaba
haciendo una pantomima del terror.
Con las manos en la garganta, su voz parecía más bien un gemido.
—Me ahogaba. Gritaba cosas terribles, espantosas, y apretaba, apretaba… las
manos temblaban en su garganta.
Walter, sin dejarse conmover lo más mínimo, insistió:
—¿Qué decía?
Las manos bajaron en un expresivo aleteo.
—¡Oh, no, por favor! ¡Cosas terribles! ¡No quiero siquiera recordarlas!
Bert, el compañero de Walter, sonreía ligeramente mientras escuchaba, acabó por
intervenir:
—¿Qué estabas haciendo antes de que te asaltaran?
La agitación del joven se calmó repentinamente y tomó una postura evasiva.
Estaba intranquilo tanto por su situación actual como por lo que le había ocurrido
anteriormente. Hizo un gesto vago, apartó la mirada de nosotros, pestañeó y dijo:
—Pues… Charlábamos, eso es todo, y… —en ese momento levantó la vista de
nuevo; parecía una heroína melodramática del cine mudo—. Todo andaba bien, no
tuvo razón alguna…
—Charlando…, ¿eh? —repitió Bert, indicando con la cabeza a la derecha—.
¿Allí entre los arbustos a las dos de la mañana?
El muchacho apretó las manos.
—Pero no había ninguna razón para que quisiera ahogarme —insistió.
Me preguntaba por qué me traía tantas cosas silenciosas a la cabeza: pantomimas,
o películas mudas. En realidad, a juzgar por lo que le estaban escuchando, podía
callarse la boca perfectamente. Creyó encontrar un amigo, y había sido traicionado;
eso le dolía. Todos habíamos pasado alguna vez por eso antes, pero teníamos otra
manera de describirlo. Todo lo que Walter y Bert habían escuchado, y todo lo que
había escuchado yo, hubiera sido interesante si no fuéramos los que teníamos que
informar sobre esto, pero… necesitábamos hechos.
—¿Puede identificarlo de alguna manera? —interrogó Walter.
El muchacho pensaba, en medio del círculo que nosotros formábamos. Dudaba;
finalmente dijo, como si estuviese orgulloso de haber recordado el detalle y esperase
una medalla por ello:
—¡Tenía un tatuaje!
Ed repitió:

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—¿Un tatuaje? —lo dijo con tanta incredulidad que resultó cómico.
Miré a Ed y vi que reía. Miraba al desdichado y le hacía gracia. Me dije que Ed
era un buen muchacho, un tipo derecho, correcto. ¿Por qué entonces se reía de ese
pobre miserable que había sido traicionado, ahogado y humillado por algún maldito
hijo de puta?
Yo también, yo era otro de los peleles, otro de los cinco policías que estaban
alrededor de él cumpliendo con nuestro deber.
Di un paso hacia atrás, como para apartarme del círculo. Realmente no me
entendía a mí mismo; era sólo una sensación, pero no quería tomar más parte en esto.
El individuo, sentado en el suelo, estaba explicando algo acerca del tatuaje.
—En el antebrazo. En el… éste… el antebrazo izquierdo —señaló su propio
brazo izquierdo—. Tenía la forma de un torpedo.
Walter estalló de risa y el tipo hizo una mueca de irritación. Poco a poco iba
perdiendo el miedo y recuperando sus afectados gestos habituales.
Dios no lo había creado así. Y ninguno de nosotros tampoco éramos como Dios
nos había hecho.
Recordé al hippy cuando explicaba en lo que la ciudad convierte a la gente, y su
teoría de que ninguno de nosotros habíamos sido creados de esa manera.
En ese momento Bert preguntaba al joven:
—¿Y su nombre? ¿Te dijo su nombre antes de que te metieras en los arbustos con
él?
El joven levantó la vista, y crispó las manos sobre los muslos. El tipo era la viva
imagen de Lillian Gish. Recordando que le había dicho que le gustaba el nombre,
respondió:
—Dijo que se llamaba Jim.
Di otro paso atrás y miré al cielo. Era una de esas raras noches de Nueva York en
la que se pueden ver algunas estrellas.

JOE
Yo había estado de malhumor desde que cometimos el robo. Tom no se sentía así;
al contrario, andaba por ahí feliz, alegre, tranquilo; pero yo la mayor parte del tiempo
me apetecía romperle la cara a alguien.
Hubiera sido diferente si hubiéramos tenido el dinero en las manos. O al menos
los bonos, algo que pudiéramos vender y tocar, saber que era el resultado de nuestros
esfuerzos. Pero ¿qué teníamos? Una bolsa de plástico llena de aire.
No discutía. Habíamos decidido hacerlo de esa manera, y estuve de acuerdo.
Como decía Tom, la mafia no va a dar dos millones de dólares si no se ve en la
absoluta necesidad de hacerlo, de manera que podíamos estar seguros de que cuando

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llegase el momento de efectuar el trueque tratarían de traicionarnos. Y puesto que ya
saben que ésta es una operación única, y que jamás volveremos a serles de utilidad,
tendrán sobrados motivos no sólo para engañarnos, sino también para matarnos.
¿Por qué no? Eramos el único vínculo entre el robo, los bonos y el público, los
únicos que conocíamos toda la historia. Si nos eliminan, no sólo se ahorran dos
millones, sino que se protegen a sí mismos de ser cómplices en caso de que la ley
caiga sobre nosotros.
De manera que tratarán de traicionarnos e incluso hasta de matarnos. Nosotros
sabíamos eso incluso antes de realizar el trabajo. Pero seríamos nosotros los que
decidiríamos cómo iba a realizarse el intercambio. Y para la cita tienen que disponer
del dinero en efectivo, los dos millones contantes y sonantes, para que nosotros
podamos verlos y tocarlos. Porque nosotros impondríamos esa condición: ver el
dinero antes de entregarles los bonos.
Ellos esperaban eso seguramente. Esperaban que fuésemos prudentes con ellos,
porque ellos pensarían que les teníamos miedo.
Lo que no esperaban era una traición por nuestra parte.
Como decía Tom, dinero no es solamente billetes de banco, también son las cartas
de crédito, las cuentas corrientes y todo ese tipo de cosas. Como los bonos. Todo
aquello que uno crea que es dinero.
¿Saben lo que robamos de la agencia de Wall Street? ¿No? Una idea, la idea de
diez millones de dólares. Y era eso justamente lo que le íbamos a vender a Vigano.
Los medios de información le harían ver que habíamos dado el golpe. No tenía
ninguna razón para suponer que no teníamos la mercancía. De manera que cuando
llegue el momento del cambio tendrán que tener dinero en efectivo, y lo único que
necesitamos tener es un buen plan y mucha suerte.
Pero la cuestión es que necesitábamos hacerlo de alguna manera. La mentira
sobre los bonos no hace ninguna diferencia; ellos tratarán de engañarnos y matarnos,
ya fuera que llegáramos con diez millones de bonos o con trozos de papel de
periódico por valor de dos dólares. No habría ninguna diferencia si los
traicionábamos o no. Y al cometer el robo, había sido más fácil no llevarnos los
bonos, así que los destruimos.
Entendí que ésa era la manera más astuta y estuve de acuerdo. Pero eso no cambia
el hecho de que me hubiera gustado haberme quedado con algo. Y al no tener nada,
pasaba los días en un estado de ánimo terrible.
Por ejemplo, ahora, cuando estaba de servicio, me convertía en un ser imparable
con las multas; las repartía a diestro y siniestro, multaba a propietarios de negocios
por tener la acera sucia, a camiones de reparto por circular por calles donde está
prohibido el tráfico comercial, hasta llegué a perseguir a peatones por cruzar la calle
en puntos miserables. Lo confieso, estoy hecho un miserable.
Paul había salido del hospital, al menos eso era una buena noticia, pero todavía no
había sido dado de alta para volver al servicio. El muy afortunado tendrá que pasar un

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par de meses de reposo en su casa para descansar y recuperarse. Entre tanto, yo tenía
que habérmelas con Lou.
No era mal tipo, pero su problema era su temperamento impulsivo. Por ejemplo:
Paul hubiera sabido serenarme cuando inundaba de multas a toda la población. Según
Lou yo era un duro pero obraba bien. De manera que él se estaba convirtiendo en un
miserable igual que yo, aun cuando nadie va a llegar al extremo que llegué yo cuando
multé a una mujer embarazada por obstruir la acera con la carga de su bebé. Aquello
fue algo digno para un libro de récords.
Sin embargo, para dar un ejemplo de la forma en que la actitud de Lou se
desbordó, relataré lo que pasó una noche, una semana y pico después del robo,
cuando sí que nos vimos obligados a dejar el coche para que lo repararan. Aquella
noche vimos a dos tipos saliendo de una joyería de Broadway. Los gritamos para que
se detuvieran y, sin hacernos caso, de un salto entraron en un Buick de cuatro puertas
estacionado frente a la joyería, y se alejaron del lugar. Yo conducía y podía seguirlos
pero no alcanzarlos con la chatarra que llevábamos. Había presentado solicitudes para
un coche nuevo durante ocho meses, y ni siquiera me respondieron.
Mientras, conecté la radio. Pero a esa hora de la noche todo el mundo ya tiene sus
propios problemas o están en alguna parte descansando o echando una cabezada.
El Buick enfiló Broadway, yo los seguía a cien metros. Llevaba la sirena y las
luces encendidas, especialmente para evitar que el tráfico que iba en sentido contrario
fuera arrollado por el loco del Buick al pasar una luz roja. De todas formas, a esa hora
de la noche, cerca de las cuatro de la mañana, no había mucho tráfico en ninguna
parte.
El del Buick era un buen conductor, tengo que admitirlo. La luz de freno no se
encendió hasta el último momento antes de que el coche realizara un brusco giro a la
derecha en una calle transversal. Las ruedas del lado izquierdo quedaron en el aire
cuando giró en la esquina, pero no perdió el control y cuando yo llegué ululando a la
intersección, se había nivelado y huía a toda velocidad, cruzando la Octava Avenida y
entrando en una pequeña calle lateral con coches estacionados en ambas aceras y sin
espacio para que se cruzaran dos vehículos.
—¡Jesús! —gritó Lou—. ¡Los estamos perdiendo!
¡Mierda, muchacho!, pensé, pero estaba demasiado ocupado con el volante para
hacer cualquier comentario en voz alta.
La luz verde nos ayudó a los dos en la Novena Avenida, aunque no cambió
mucho las cosas. Los dos pasamos a todo tren; él sin lograr escabullirse y yo sin
ceder un palmo. Lo que nos hacía falta era otro coche que le cortara el paso delante
suyo, antes de que alguien resultara herido.
Entre la Novena y la Décima Avenida la calle está formada por viejos edificios de
ladrillo, casas de renta en las que suelen tener un pequeño comercio en la planta baja,
pero entre la Décima y la Undécima hay depósitos y caminos estacionados a lo largo
de ambos lados. Lo mismo sucede entre la Undécima y la Duodécima, y a

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continuación, si uno quiere ir más lejos, no tiene más remedio que encontrar un
barco. Ya que es el Hudson lo que sigue y uno tiene que girar a la derecha o a la
izquierda. En esta área le llevaba ventaja, estaba acostumbrado a circular con los
camiones a los lados. Si hubiera habido tres o cuatro kilómetros más de calle
seguramente podría haberle dado caza. Pero lo que en realidad sucedió fue que casi
atropello a un taxi en la Undécima Avenida.
Llevaba la luz giratoria puesta. Los enormes camiones estacionados en ambos
lados llegaban hasta el final de la calle, obstruyendo la misma como en un túnel. Los
camiones y los depósitos debieron apagar el ruido de la sirena, de manera que nadie
en la Undécima Avenida pudo oírla.
Y en ese momento pasaba un taxi sin pasajeros, que volvía a su garaje después de
trabajar ocho o diez horas entre los embotellamientos del centro de la ciudad. En
otras palabras el taxista debía estar hecho polvo, era el único vehículo en toda la calle
y además tenía la luz verde en su favor.
Bien, el hecho es que entró en la intersección al mismo tiempo que el Buick. Y
tuvo la tremenda suerte de que Dios le donara de unos reflejos inmensamente rápidos,
porque apretó el freno con ambos pies, clavando las ruedas traseras. El Buick giró a
la derecha y sólo rozó el parachoques del taxi al pasar, giró otra vez a la izquierda y
prosiguió su marcha hacia la Duodécima Avenida.
Y yo detrás, a cien metros de distancia. El tipo del taxi debió pensar que el primer
sujeto era un loco, pero yo llevaba las luces giratorias y aun cuando tuviese las
ventanillas cerradas y el aire acondicionado puesto y no pudiera oír la sirena, tenía
que ver bien que era un policía. Y por segunda vez hizo lo apropiado.
El taxi no había logrado detenerse por completo antes de que pasara el Buick. En
realidad el morro del taxi todavía se dirigía hacia abajo, como un cerdo buscando
restos de comida. Lo que lo puso directamente frente a mí.
—¡Para! —gritó Lou.
¡Como si yo me pudiera detener! Hacía falta mucho espacio para detenerse. La
única oportunidad en que uno puede detenerse de golpe es cuando va caminando.
Además el taxista nuevamente hizo lo correcto. En el instante en que el Buick
pasaba frente a él, quitó los pies del freno y apretó el acelerador, y patinando logró
sacar esa maldita tartana amarilla de la intersección.
Tuve que girar a la izquierda para evitar su cola, así como el Buick tuvo que girar
a la derecha para evitar el morro. Pero lo evité; sin quitar ni un segundo el pie del
acelerador, me lancé en la calle siguiente en plena forma.
Y en mucha mejor que el Buick. El choque que casi se había producido con el
taxi lo había perjudicado bastante. Entró como una bala en la calle siguiente en un
mal ángulo, llegando desde la derecha sin conseguir enderezar a tiempo. Patinó de
costado rozando un camión a su izquierda, luego enderezó demasiado el coche y se
fue contra el otro lado golpeando otro camión. Parecía un borracho corriendo por un
pasillo.

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Los golpes laterales y el enorme esfuerzo por mantener el coche bajo control le
estaban haciendo perder velocidad. Chocó por tercera vez hacia la izquierda y ahora
su parachoques delantero, o el guardabarros, o algo, debió habérsele enganchado
durante un segundo en un camión, porque de pronto el Buick giró y acabó por
detenerse cruzado en la calle, con la defensa delantera a pocos centímetros de un
camión y la trasera en la misma situación. El asiento del conductor había quedado de
nuestro lado y con la luz de mis faros pude ver su cara pálida como la de un muerto.
Frené a muerte cuando vi lo que pasaba, y el coche hundió la nariz y chirrió,
mientras yo trataba de evitar patinar a la izquierda.
La puerta delantera, del lado opuesto a la del conductor, se abrió en el mismo
momento en que el Buick se detuvo, alguien saltó y apoyó lo que parecía un bastón
oscuro en el techo del coche, apuntándonos. Es decir, parecía un bastón hasta que su
extremo explotó en chispas rojas y amarillas, y el parabrisas quedó acribillado con
una docena de agujeros.
Lou gritó:
—¿Qué demonios es eso?
—¡Una escopeta recortada!
Yo todavía estaba tratando de controlar el derrapaje, el coche patrulla se negaba a
detenerse y yo rezaba para que no siguiera en marcha para poder así apartar mi
cabeza de la trayectoria de los disparos. Finalmente logramos detenernos a una
distancia de no más de cinco metros del Buick.
Apagué la sirena y abrí la puerta. Ya no se veía el rostro del conductor en la
ventanilla del Buick, y el bastón oscuro ya no nos apuntaba desde el techo del coche.
Oí pasos que corrían en la oscuridad en direcciones opuestas.
Mientras bajaba del coche, vi a Lou saltar desde su lado y correr hacia el Buick.
—¡Eh! —grité—. ¿Qué diablos haces? ¿Estás loco?
Volvió la cabeza y me vio de pie detrás de la puerta abierta, la cual me serviría de
protección si habrían fuego otra vez con esa jodida escopeta. Dejó de correr y se puso
en cuclillas, apuntando con la pistola hacia adelante, pero con la cabeza vuelta hacia
mi lado. Con un tono confuso, preguntó:
—A perseguirlos. Es que…
—¿En esta oscuridad? ¿Con una recortada? Te volarán la cabeza.
Se enderezó lentamente, pero no se volvió hacia mí.
—Los vamos a perder —protestó.
—Ya los hemos perdido —nunca hubiera tenido que explicarle eso a Paul—.
Vuelve acá, y llama a la jefatura.
El ruido de los pasos se había desvanecido. Esos dos habrían desaparecido para
siempre, y no importaba de todos modos. Salí de detrás de la puerta y fui a echar un
vistazo al coche. Muy pocos de los perdigones habían alcanzado el parabrisas, así
que, ¿dónde habían ido el resto?
Al radiador, como pensé. El líquido rojo del anticongelante estaba saliendo por

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mil sitios. Los faros también estaban destrozados. Un poco más arriba, pensé, y mi
cara hubiera tenido ese mismo aspecto.
Fue en ese instante cuando me di cuenta de que Tom no debía demorar más el
asunto de Vigano. Tenía que llamarlo, hacer los arreglos, obtener el dinero y terminar
con esto. Estaba de acuerdo en tener que esperar los seis meses antes de mudarme
con mi familia a Saskatchewan, pero, maldita sea, quería ese dinero en la mano,
donde pudiera tocarlo.
Lou caminaba hacia mí, le dije:
—Han hecho pedazos el radiador. Cuando llames, diles que necesitamos un
medio de transporte.
—De acuerdo.
Me quedé mirando el radiador, pensando en que después de esto se verían
obligados a darnos un coche nuevo.

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15
Era un día bochornoso. En la ciudad el calor iba a ser pesado y húmedo, pero
afortunadamente ambos tenían el día libre y ambos podían pasar la mañana en sus
tumbonas, en el jardín de Tom, al lado de la parrilla, beber cerveza, broncearse al sol
y observar un partido de béisbol en el Sony portátil que Mary le había regalado a
Tom la Navidad pasada.
Tom no pensaba en nada, excepto en el calor que hacía y en lo satisfecho que
estaba de no tener que ir a trabajar, y en que quizás dejara la cerveza y se pondría a
régimen cuando hiciera menos calor. Pero Joe, tras su incidente con el Buick y la
escopeta recortada, no paraba de pensar en cómo podría abordar a Tom con el tema
de Vigano, y había llegado a la conclusión de que no había más que una manera de
hacerlo: decírselo directamente, sin rodeos.
El partido era aburrido. El equipo local iba perdiendo y no había manera de que
pudieran remontar el marcador.
—Tom, escucha…
—¿Qué?
—¿Cuándo vas a llamar al tipo de la mafia?
Tom seguía mirando la televisión.
—Muy pronto —respondió.
—Ya pasaron quince días, Tom. La etapa del muy pronto ya ha pasado.
Tom frunció el ceño sin responder.
—¿Qué te pasa Tom?
Tom hizo una mueca, meneó la cabeza, frunció el ceño, se encogió de hombros,
hizo un gesto con la lata de cerveza; hizo de todo menos hablar o mirar de frente a
Joe.
—Escucha Tom. Nos metimos en esto juntos. Entonces, ¿a qué esperas? ¿Cuál es
el problema?
Tom volvió la cabeza y frunció el ceño mirando la parrilla. Parecía como si
tuviera dolor de muelas. Cuando respondió lo hizo en un tono tan bajo que Joe apenas
lo pudo oír.
—Anteayer entré en una cabina telefónica.
—¡Estupendo! —exclamó Joe con sorna—. Y dentro de tres días volverás a
intentarlo.
Tom sonrió a pesar suyo. Miró a Joe y se sorprendió el sentirse aliviado por
sacarse ese peso de encima.
—Sí, supongo que eso haré.
—¿Me quieres decir qué te pasa?
—No sé, es como… Bueno, ya sabes. Es como si ya lo hubiéramos obtenido.
Como si no debiéramos tentar la suerte.
—¿Obtenido qué? Hasta ahora lo único que hemos obtenido es aire.

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Tom sacudió la cabeza. Estaba furioso consigo mismo y no lo ocultaba.
—¿Quieres que te diga la verdad? Tengo miedo, miedo de ese granuja de Vigano.
—Tom —respondió Joe—, yo tenía miedo de cometer el robo, estaba
terriblemente asustado, pero lo hicimos, ¿no? Tal como lo planeamos.
—Vigano es más hábil.
Joe levantó una ceja.
—¿Más que nosotros?
—Más que un agente de bolsa, Joe. Estamos hablando de sacarle dos millones de
dólares. ¿Crees que va a ser fácil tratar con esa gente?
—No, no lo creo. Pero la otra parte tampoco fue fácil. Insisto en que podemos
hacerlo.
—Mira, es muy sencillo —replicó Tom—. Yo no encuentro una manera de
hacerlo. Parece muy fácil decir que nos traigan el dinero, nos lo enseñen y todo lo
demás, pero cuando se trata de ponerlo en práctica, ¿cómo demonios lo hacemos?
—Tiene que haber alguna forma. Oye, ¿acaso no robamos diez millones de
dólares? Entonces no somos estúpidos. Si logramos hacer eso, podemos hacer el
resto.
—¿Cómo?
Joe frunció el ceño, tratando de pensar. Echó una mirada a la televisión, el partido
estaba en el descanso, y ahora un actor disfrazado de vaquero estaba anunciando una
marca de hojas de afeitar. Joe se encogió y sugirió:
—Disfrazados de policías.
—Eso ya lo hicimos.
—¿Lo podríamos hacer de nuevo? —Joe sonrió—. Intentarlo de la misma
manera, usar el uniforme, el coche, igual que la última vez.
—¿Pero cómo? ¿Haciendo qué?
Joe respondió, sintiéndose muy satisfecho consigo mismo:
—Eso ya lo pensaremos. Sé que encontraremos la forma. Es cuestión de
discutirlo.
Y después del mediodía la encontraron.
Se fueron juntos a casa a las cuatro de la tarde, después del trabajo. Joe llevaba su
Plymouth aquel día, y con él atravesaron Central Park a la altura de la calle 86 y se
dirigieron hacia Yorkville, donde se detuvieron delante de una cabina telefónica. Tom
entró, marcó el número que Vigano le había dado y preguntó por Arthur diciendo que
era el señor Kopp. Una voz grave le respondió que Arthur no estaba, pero que lo
estaban esperando, le preguntó si podía volver a llamar. Tom le dio el número de
teléfono de la cabina y colgó.
Pasaron veinte minutos. El día había sido de lo más caluroso y la noche prometía
seguir de la misma manera. Ambos estaban deseando volver a sus casas, tomar una
ducha y cambiarse de ropa. Tom se reclinó contra la cabina telefónica y Joe se sentó
en el guardabarros del Plymouth y esperaron. Los veinte minutos les parecieron

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veinte siglos.
Finalmente, Tom consultó su reloj por enésima vez, y dijo:
—Van ya veinte minutos.
Con desgana, Joe insinuó:
—Quizás deberíamos…
—No. Vigano me dijo que si no me llamaba a los quince minutos, tendríamos que
intentarlo más tarde. Hemos esperado veinte, es suficiente.
Joe se mostraba reticente, no quería volver a convencer a Tom para que llamara
de nuevo, pero cedió sin discutir.
—Bien, tienes razón. Vámonos.
Aun cuando ahora tenían un plan, Tom no deseaba hablar con Vigano otra vez.
—Estupendo —dijo—, y ya estaba por subirse al Plymouth cuando sonó el
teléfono.
Ambos se miraron. En seguida se pusieron tensos, lo que sorprendió a Joe. Tenía
la convicción de que podría controlarse mejor, llegado ese momento.
—Vamos, contesta —dijo.
Tom dudaba, no se movía. El teléfono sonaba por segunda vez, cuando Tom
descolgó.
—¿Señor Koop?
—Sí, soy yo —Tom reconoció en seguida la voz de Vigano—. ¿Es usted el
señor…?
Interrumpiéndolo Vigano dijo:
—Soy Arthur.
—Sí, por supuesto, Arthur.
—Esperaba sus noticias hace quince días.
Tom sentía la mirada penetrante de Joe a través de los cristales de la cabina. Con
una sonrisa tímida respondió:
—Bueno, teníamos cosas que organizar.
—¿Quiere que le indique dónde puede llevar la mercancía?
—Nada de eso. Nosotros diremos dónde.
—Para mí es lo mismo. Dígame dónde quiere.
Tom respiró profundamente. Este era otro de esos momentos en que no podían
retroceder. Dijo:
—En Macy hay una cesta de comida de mimbre. Cuesta alrededor de dieciocho
dólares, incluido el impuesto. Es la única que tienen a ese precio.
—De acuerdo.
—El próximo martes por la tarde —continuó Tom—, a eso de las tres, no más de
cuatro personas, dos de ellas mujeres, deberán llevar una de esas canastas a Central
Park por la entrada de la calle 85. Una vez en el parque girarán a la derecha, se
detendrán en el semáforo de la intersección y se sentarán en el césped. Antes de las
cuatro de la tarde, yo y mi socio apareceremos para hacer el intercambio vestidos de

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uniforme.
—¿Con otra cesta? —preguntó Vigano.
—Correcto.
—¿No cree que es demasiado evidente?
Tom rió.
—Eso es lo que queremos.
—Como usted quiera.
—La mercancía de su cesta, no deberá tener números que puedan ser falsos ni
rastreados.
Vigano también rió.
—¿Cree que lo vamos a engañar?
—No, pero podrían tratar de hacerlo.
Nuevamente serio, con una entonación de persona que ha recibido un insulto,
Vigano dijo:
—Ambos examinaremos la mercancía antes del intercambio.
—Me parece correcto.
—Es un placer hacer negocios con usted.
Tom hizo un gesto de asentimiento en el teléfono.
—Espero que podamos decir lo mismo nosotros —respondió, pero Vigano ya
había cortado la comunicación.

VIGANO
Vigano durmió la mayor parte del trayecto. Tenía la fortuna de poder dormir en
los aviones y por esa razón, siempre que podía, viajaba de noche. De otra forma
perdía demasiado tiempo yendo de un lugar a otro.
Volaba a bordo de un jet Lear, un pequeño reactor para hombres de negocios que
pertenecía a una compañía llamada K.L., la cual se ocupaba de mantener una flota de
seis aviones que estaban disponibles para Vigano en cualquier parte del país y en
cualquier momento. La compañía también poseía un hangar en Miami, otro en las
Vegas y en otros dos lugares, además de una propiedad en el Caribe. Años atrás era
financiada por un conjunto de accionistas privados, y la mayor parte de las acciones
habían sido adquiridas con fondos para pensiones de varios sindicatos. Su capital
estaba representado por los aviones y los terrenos de las islas, pero los gastos eran
muy elevados y jamás dio beneficios, en consecuencia nunca pagó impuestos o dio
dividendos.
El avión era cómodo pero no lujoso, parecía el vestíbulo de un hotel. Había
asientos para ocho personas, grandes y mullidos sillones, similares a los de primera
clase de un avión de pasajeros, excepto que el par de asientos de delante miraban

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hacia atrás dejando un amplio espacio para las piernas. Detrás de los asientos había
un tabique que separaba esa parte de un comedor para ocho personas. Detrás del
comedor había un baño y una pequeña cocina, y más allá un dormitorio de dos camas.
Allí era donde se encontraba Vigano, tumbado en una de las camas, mientras sus dos
guardaespaldas estaban sentados en la parte delantera, haciendo bromas con la
azafata, una muchacha que trabajó de bailarina hasta que tuvo que ser operada en una
cadera. Era preciosa y sus antiguos patrones habían estado encantados con ella.
La azafata fue hasta la parte de atrás y golpeó en la puerta del dormitorio de
Vigano.
—¿Señor Vigano?
Vigano despertó en seguida. Abrió los ojos, pero no se movió. Estaba acostado
sobre el lado derecho y sin cambiar de posición miró a su alrededor hasta orientarse.
Había dejado una pequeña luz encendida sobre la puerta que iluminaba la otra cama,
las paredes curvas del avión y las ventanillas ovaladas a través de las cuales no se
veía nada más que oscuridad.
Estaba en el avión. Iba a ver a Bandell por el asunto del robo en Wall Street. Bien.
Se levantó.
—¿Qué pasa?
—Aterrizaremos dentro de cinco minutos —dijo la muchacha desde el otro lado
de la puerta.
Por supuesto que aterrizarían en cinco minutos, si no, no le hubieran despertado.
—Gracias —dijo, y buscó sus pantalones que estaban sobre la otra cama.
Se había quedado con la ropa interior para dormir y ahora se vistió
apresuradamente, luego abrió su maletín de viaje y sacó el cepillo y la pasta de
dientes. Llevándolos en una mano y la corbata en la otra, salió del dormitorio y entró
en el cuarto de baño.
La azafata estaba en la cocina cuando pasó. Sonriendo le preguntó:
—¿Quiere una taza de café?
—Sí, gracias.
No tardó mucho en salir del lavabo. Una vez fuera, tomó su taza de café y fue a
sentarse delante para tomar el café y observar el aterrizaje. Sus guardaespaldas
estaban sentados frente a frente, a la derecha, de manera que se sentó junto a la
ventanilla de delante, a la izquierda. Los matones se llamaban Andy y Mike, y
Vigano jamás los llamaba guardaespaldas. Ni siquiera pensó nunca en esa palabra;
simplemente, eran los jóvenes con quienes viajaba. Ambos llevaban su propio
equipaje. Eran relativamente presentables, aunque de apariencia tosca, y simplemente
viajaban con él porque sí.
Vigano tomó su café y miró por la ventanilla a las luces de la ciudad. Siempre
puede reconocerse una ciudad turística por la gran cantidad de luces de neón. En un
lugar como Cleveland, a esa hora, difícilmente podía verse una luz de neón desde el
aire.

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Andy dijo sonriendo:
—Señor Vigano, me parece un poco estúpido venir aquí en verano. Deberíamos
venir en invierno.
—Quizás organice algo para entonces —respondió Vigano devolviéndole la
sonrisa. Le agradaban los dos muchachos.
Fue un aterrizaje suave. Se apartaron de las terminales de pasajeros y se
dirigieron a una zona privada. Cuando se detuvieron una limusine negra se acercó a
ellos. Vigano y los dos matones tomaron los equipajes, agradecieron a la azafata y al
piloto y bajaron del aparato. Afuera hacía un calor increíble.
—¡Dios! —dijo Andy—. ¿Me pregunto cómo será esto durante el día?
—Peor —contestó Vigano.
El calor caía sobre su piel como un abrigo de lana. Al lado de esto, Nueva Jersey
era el Polo Norte.
Subieron rápidamente a la limusine, donde gracias al aire acondicionado uno
podía respirar. El chófer cerró la puerta tras ellos, tomó asiento detrás del volante y
los condujo hasta el hotel. Eran cerca de las cuatro de la mañana y las calles estaban
desiertas; hasta una ciudad turística tiene que dormir de vez en cuando.
Sufrieron de nuevo la ola de calor al abandonar el coche para entrar en el hotel.
Fueron filmados por un equipo de agentes federales, escondidos detrás de un camión
de reparto, aunque eso no les importaba lo más mínimo. Era una película infrarroja y
las caras saldrían borrosas, pero los agentes sabían muy bien a quién estaban
filmando, de manera que no habría problema alguno con respecto a la identificación.
A su debido tiempo esa película se uniría a otra, tomada la noche anterior, cuando el
mismo grupo de personas salían de la casa de Vigano en Nueva Jersey, y las dos
servirían de prueba para demostrar que Anthony Vigano se había entrevistado con
Joseph Bandell. Algo que jamás significaría nada para nadie, pero que había sido
convenientemente filmado y registrado en una película, a un coste de cuarenta y dos
mil dólares para el gobierno.
Vigano y sus guardaespaldas subieron en el ascensor al duodécimo piso y
caminaron por el pasillo hasta el apartamento de Bandell. Entraron y encontraron a
Bandell rodeado de sus consejeros.
—Hola, Tony.
—¿Cómo estás, Joe?
Dedicaron unos minutos a los rituales de costumbre que preceden a un encuentro
entre dos viejos amigos: pidiendo bebidas, preguntándose por las respectivas esposas,
presentando a la gente nueva; uno de los nuevos era un tal Stello. Se estrecharon las
manos y por unos momentos la charla fue general.
Bandell era un hombre corpulento, bajo, con el pelo canoso, de alrededor de
sesenta años; vestía un traje oscuro y una corbata sobria. Los tres hombres que lo
acompañaban oscilaban entre los treinta y los cuarenta años de edad, de piel tostada y
vestidos de traje de verano. Todos trataban con respeto a Bandell, que se sentó solo

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en un sofá junto a una ventana que daba a una vista panorámica de la ciudad. Vigano
era el único de los presentes que lo llamaba Joe en lugar de señor Bandell, pero tenía
pequeñas deferencias para con el hombre mayor.
Pasados tres o cuatro minutos, Bandell dijo:
—Me alegra verte, muchacho. Me diste una alegría cuando me llamaste por
teléfono y supe que dispondrías de tiempo para hacerme una visita.
Estaba indicando que los prolegómenos habían terminado y que ahora quería
enterarse del verdadero propósito de la visita. Vigano no intentó explicar nada por
teléfono, sólo había sugerido que vendría a verlo. La conversación telefónica también
había sido registrada y archivada por el gobierno a un coste de dos mil trescientos
dólares. Ahora, seguro de que no era vigilado, Vigano bajó la copa y le contó la
historia de los supuestos policías y del robo de los doce millones en bonos.
Bandell interrumpió sólo una vez, preguntando:
—¿Son papeles utilizables?
—Se llevaron exactamente lo que les dije. Bonos al portador, en cantidades que
oscilan entre los veinte y los cien mil dólares.
—Bien —aprobó Bandell.
Vigano continuó explicando los términos del pago que habían acordado. Una vez
que hubo terminado Bandell apretó los labios y miró al otro lado de la habitación.
—No lo sé. Dos millones es mucho dinero.
—Volverán al banco en menos de dos horas —aseguró Vigano.
Ese era el motivo de esa reunión; él no podía retirar dos millones en efectivo por
sí mismo; necesitaba la aprobación de Bandell.
—¿Para qué sacar el dinero? Utiliza una bolsa con recortes de periódicos.
—No son idiotas. El robo que cometieron lo demuestra.
—Entonces, utiliza una envoltura de billetes. Retira cien mil, más o menos.
Vigano movió la cabeza negativamente.
—No dará resultado, Joe. Son muy astutos. Tendrán que ver los dos millones
antes de quedar conformes. Removerán hasta el fondo de la cesta.
—¿Y dinero falso?
—Lo pensaron ellos mismos, me lo previnieron.
Stello, el hombre nuevo, intervino:
—Si son tan inteligentes, ¿cómo sabes que no buscarán la forma de guardarse el
dinero?
—Nosotros tenemos hombres suficientes —respondió Vigano—, podemos
suprimirlos.
Otro de los consejeros de Bandell intervino:
—¿Por qué no dejarlos con vida? Si hicieron el primer trabajo bien, pueden hacer
otros.
—No sabemos nada de ellos —señaló Vigano—. No sabemos quiénes son, no
tenemos cómo controlarlos y ellos no quieren hacer nada más. Sólo estaban

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interesados en ese único trabajo. Son aficionados, lo dijeron desde el principio y así
actuaron.
—Aficionados, pero buenos como profesionales —comentó Stello.
—Desde luego, pero siguen siendo aficionados —insistió Vigano—, lo que quiere
decir que aún podrían cometer un error y ser atrapados por la ley, y de ahí hay una
pista que los lleva directamente a mí.
—¿Son policías o no? —preguntó Bandell.
—No sé nada. Tratamos de localizarlos en la policía, preguntando a nuestros
agentes de confianza, nadie sabe nada. Yo personalmente miré las fotografías de
veinticinco mil agentes de la ciudad de Nueva York y no los encontré. Pero eso no
significa nada, porque el tipo llevaba peluca, bigote y gafas, y sabe Dios qué aspecto
tiene su cara normalmente.
El otro consejero de Bandell, preguntó:
—¿Por qué no le quitaste el disfraz cuando lo tenías en tu casa?
—Eso fue antes de cometer el robo. Si yo hacía peligrar su seguridad antes de
tiempo, jamás lo hubieran realizado.
—¿Qué piensas tú personalmente, Tony? —preguntó Bandell—. ¿Son o no
policías?
—Ya te dije, no puedo saberlo. El tipo que vino a verme me dijo que pertenecía a
la policía. Hicieron el robo con un uniforme y usaron un coche de la policía para huir.
Pero así y todo, no tengo ni puñetera idea de qué diablos son.
Stello comentó:
—Si se trata de policías, quizá no sea tan buena idea eliminarlos.
—Precisamente, si son policías quiero quitarlos de en medio —respondió Vigano
—. Uno de ellos me visitó en mi propia casa, recuerda.
—Si los eliminas, hazlo con prudencia —dijo Bandell.
—Lo haré —acordó Vigano—. Pero primero tengo que tranquilizarlos y para ello
tengo que mostrarles el dinero.
Bandell pensaba, los labios apretados, la mirada vaga.
—¿Cuál es el lugar acordado para realizar el trueque?
Vigano chasqueó los dedos en dirección a Andy, quien se levantó de inmediato,
abrió el maletín que llevaba y sacó un mapa de Manhattan. Extendió el mapa y se
quedó de pie como un atril humano, sosteniendo el mapa delante suyo para que todo
el mundo lo pudiera ver, mientras que Vigano explicaba la situación como un
profesor.
—Ya te dije que son muy astutos —dijo Vigano y se adelantó para acercarse al
mapa—. La idea es que debemos cambiar las cestas de comida en Central Park el
próximo martes a las tres de la tarde. ¿Sabes qué quiere decir esto?
Bandell no estaba dispuesto a jugar a las adivinanzas, sobre todo cuando se
trataba de negocios.
—Dínoslo.

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—Todos los martes por la tarde, en Central Park está prohibido el paso a
vehículos. Sólo permiten bicicletas.
Bandell asintió.
—¿Y cómo esperas afrontar eso?
—No podemos utilizar automóviles, pero tampoco pueden hacerlo ellos —Vigano
señaló el mapa con el dedo—. Pondremos un coche en cada salida del parque. Todo
alrededor, aquí, aquí y aquí. Dentro del parque estarán nuestros hombres en bicicleta
por todas partes. Estarán en contacto entre ellos a través de los walkie-talkies —se
apartó un poco del mapa y extendió la mano frente a sí mismo, la palma para arriba, y
lentamente cerró el puño—. El parque será nuestro.
Stello observó:
—Tendrás miles de testigos.
—Podemos confundirlos. Cuando estemos en el lugar del cambio, podremos
rodearlos con nuestros hombres. Nadie verá nada, luego los sacamos del parque
rápidamente, y nadie que ande en bicicleta tendrá la oportunidad de ver lo que
hacemos.
Bandell miraba al mapa con el ceño fruncido.
—Quiero que me digas una cosa, Tony. ¿Estás seguro de lo que haces?
—Joe, tú me conoces. Soy un hombre cuidadoso y no me mezclaría en este
asunto si no estuviera completamente seguro.
—Y se cuecen doce millones en bonos al portador.
—Un poco menos —Vigano miró a su alrededor a los hombres y dijo—: Es un
buen pedazo de pastel a repartir.
Bandell asintió con lentitud.
—Vas a sacar el dinero de nuestra cuenta en Nueva York, reunir dos millones,
mostrárselos a esos dos tipos y luego volver a ponerlos en seguida en el banco.
—Correcto.
—¿Qué posibilidades hay de que se pierdan esos dos millones en manos de algún
otro?
Vigano hizo un gesto señalando a los dos matones.
—Andy y Mike estarán encima de ellos todo el tiempo. Y los demás que
intervengan en la operación no tienen por qué saber lo que hay en la cesta.
Bandell cambió de posición, se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventana. El
tiempo pasaba y él continuaba dando la espalda a la habitación. Vigano hizo un gesto
a su guardaespaldas, quien silenciosamente dobló el mapa y lo guardó. Bandell
seguía mirando a la ciudad.
Finalmente se volvió. Miró a Vigano a los ojos y dijo:
—La responsabilidad es toda tuya.
Vigano sonrió.
—Hecho.

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TOM
Joe me dejó en la esquina de la calle 85 y de la avenida Columbus y volví a pie
hasta Central Park. Crucé la calle con el semáforo en rojo y me encontré con el
parque delante de mí, el césped estaba separado de la acera por un muro que llegaba a
la altura de la rodilla.
A lo largo del muro hay bancos adosados en el lado de la acera, y si uno se sienta
en ellos puede contemplar los inmuebles de enfrente. Jamás entendí que nadie
pudiera sentarse en el banco de un parque sin mirar al parque, pero siempre había
bastante gente sentada en ellos cuando el tiempo era caluroso, de manera que debían
tener un encanto especial que yo no entiendo. Quizás les guste contar los taxis que
pasan.
Hoy me uní a ellos. Me senté en un banco desocupado y conté los taxis, pero no
encontré nada excitante en ese juego.
Pasé cerca de una hora ahí sentado, con un diario en las rodillas y un falso bigote
en la cara, esperando a que llegara alguien de la organización. Era un día húmedo y el
bigote me picaba horriblemente, pero tenía miedo de rascarme por temor a que se
despegara. De tanto en tanto, cuando la picazón, era superior a lo que podía soportar,
movía el labio superior de un lado al otro como un castor, pero traté de reservar este
recurso para los momentos de verdadera emergencia, porque no sabía si así también
se podrían despegar, y no quería tener el bigote en las rodillas cuando llegara la gente
de Vigano.
La razón por la cual yo concentraba mi atención en el bigote, en los bancos del
parque y esas cosas, era porque tenía miedo de pensar en Vigano, en sus secuaces, y
en lo que hoy podía pasar.
Esto era peor que el robo, mil veces peor. La otra vez habíamos tenido que
enfrentarnos a seres humanos civilizados, con sentimientos, que en el peor de los
casos nos arrestarían y nos meterían en la cárcel. Esta vez nos encontrábamos frente a
unos verdaderos asesinos, que iban a tratar de matarnos, hiciéramos lo que
hiciéramos. La otra vez, enfrentábamos un plan bien preparado contra la rutina de una
compañía. Esta vez, arriesgábamos nuestras vidas contra la experiencia y la crueldad
de los hombres de la mafia.
Cuanto más pensaba en ello más creía que nos habíamos vuelto locos. Si lo
hubiera comprendido así desde el comienzo, digamos cuando estaba en el tren
camino de la mansión de Vigano, si hubiera comprendido que tarde o temprano nos
convertiríamos en blanco de las intenciones asesinas de la mafia, nunca lo hubiera
hecho. Joe tampoco, estoy seguro. Pero al comienzo no pensábamos más que en los
bonos, no en lo que sucedería después. Y cuando se me ocurrió cuál habría de ser la
reacción natural de Vigano, todavía estaba tan obsesionado por lo otro que en lo

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único que podía pensar era en cuánto se habían simplificado las cosas para nosotros,
puesto que no teníamos que robar en verdad los bonos, sino hacer que pareciera que
los habíamos robado.
Fue la mañana después del robo, mientras soportaba las consecuencias de nuestra
borrachera camino del trabajo, cuando por primera vez miré las cosas de frente.
Habíamos logrado la primera parte. Pero en la segunda nos esperaba la muerte si no
éramos lo suficientemente hábiles, prudentes y afortunados.
Pero si no llevábamos a cabo la segunda parte, no tendría sentido la primera.
Después de eso, me encontré en un verdadero atolladero. No podía pensar en el
problema, no podía concentrarme. No sabía cómo me las iba a apañar para llegar a la
trampa y sacar un queso de dos millones de dólares sin que se me echara la guillotina
encima.
De todos modos, pude librarme de esa sensación, a lo que me ayudó la escena del
homosexual —de hecho, no muy lejos de aquí—, pero fue Joe el que me puso en
acción. Creo que Joe tiene menos imaginación que yo, pero ahí reside buena parte de
su coraje. Si uno no es capaz de imaginar las cosas que pueden andar mal, entonces
no siente miedo.
No quiero decir que Joe no tuviera miedo de la mafia. Cualquier hombre en su
sano juicio lo tendría, particularmente si pretendía venderles un paquete de recortes
de periódico por dos millones de dólares. Lo que quiero decir es que Joe jamás se
paraliza de miedo en la forma que me paralizo yo. A Joe le gusta tratar con cosas
concretas, con cosas que puede tocar y saborear. Lo que me pone más nervioso a mí
es la mafia, pero a él lo que le pone nervioso es que logrando la primera parte no nos
quedáramos con nada. Me consta que sufrió tremendamente cuando rompimos los
bonos.
Y de nuevo estamos en el tomate. Todavía podíamos volvernos atrás, por
supuesto, estábamos aún a tiempo de evitarlo, pero creo que no lo haríamos. Ahora
estábamos en el mismo estado que cuando, en el curso del robo, habíamos encontrado
a Eastpoole pero aún Joe no lo había tomado por el brazo. Habíamos llegado a un
acuerdo con Vigano, ambos habíamos tomado posición, pero todavía no habíamos
tenido el primer contacto, aún podíamos cambiar de opinión en el último instante.
Joe hizo su primera pasada veinte minutos después de que yo me sentara, pero no
le di la señal convenida ya que la banda de Vigano aún no había aparecido. Lo vi
pasar de largo y luego seguí contando taxis; un cuarto de hora más tarde Joe volvió a
pasar, pero los otros seguían sin aparecer.
¿Qué harían? Si, después de destrozarse los nervios buscando la mejor solución
para realizar el cambio, la mafia no se presentaba, yo no sabría qué hacer. No podría
soportarlo, sencillamente. Empezar de nuevo, telefonear a Vigano, organizar otro
encuentro; no, tendría una úlcera antes de empezar, o una crisis nerviosa.
¿Y si los granujas no venían? ¿Si, después de todo, habían decidido mandar todo
al demonio y no comprar los bonos?

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¡Jesús, eso sí que sería bueno! Entonces Joe seguro que desearía mi muerte.
Porque si realmente tuviéramos los bonos en nuestro poder y la mafia renunciara a
ellos, quizás pudiéramos encontrar algún otro comprador. Pero Vigano era la única
persona del mundo a quien podíamos vender la idea de los bonos. Él o nadie.
Lo que había convenido con Joe es que él pasaría cada quince minutos hasta que
yo le diera la señal. Entonces comenzaría nuestro segundo asalto, donde yo debía ser
el primero en entrar en escena. No había pensado en nada en el caso de que la
organización no se presentara, pero imaginé que si Joe todavía tenía que dar vueltas
por los alrededores, podíamos arrojar la toalla, retirarnos y ver qué diablos podíamos
hacer.
Emborracharnos, lo más probable.
Cinco minutos antes de que Joe tuviera que volver a pasar por tercera vez,
aparecieron los gangsters en una limusine negra que se detuvo en la entrada del
sendero principal. Durante unos segundos no sucedió nada, luego la puerta de atrás se
abrió y descendieron cuatro personas: dos hombres y dos mujeres. Ninguno de ellos
tenía aspecto de gente que normalmente viajaba en ese tipo de coche lujoso. Además,
lo que ocurre normalmente con tales autos es que el chófer baja y abre la puerta para
que los viajeros desciendan, pero esta vez el chófer se quedó en su sitio.
El primero en descender fue un hombre de aspecto duro y corpulento. A pesar del
calor vestía una chaqueta ligera cerrada hasta la mitad. Miró a su alrededor con
cautela e hizo un gesto al resto para que bajaran.
Aparecieron a continuación las dos mujeres. Tendrían alrededor de los veinte
años, con caderas y pechos generosos, vistiendo pantalones a cuadros y blusas
sencillas, ambas maquilladas como para una fiesta y con peinados muy exuberantes.
Una de ellas mascaba chicle. Permanecieron quietas, como perritos falderos que
esperan su turno en una exposición canina, y por fin el segundo hombre descendió del
vehículo.
Tenía todo el aspecto de ser el personaje principal. Se parecía al primero, con el
mismo tipo de chaqueta, pero lo más importante era que llevaba la cesta de la comida,
la cual parecía pesar endiabladamente.
Ojalá esté llena de dinero. Que no intente tomárnosla. No quiero pensar en eso
dos veces.
Los cuatro formaban un grupo tan heterogéneo, que no sugería para nada la idea
de una comida campestre. Parecían ignorarse los unos a los otros, los hombres no
llevaban a las mujeres del brazo, ni se hablaban entre ellos. Tan poco podían
distinguirse las parejas. Los cuatro parecían tan arbitrariamente reunidos como cuatro
extraños en un ascensor.
Caminando en grupo entraron en el parque, el segundo hombre luchaba con la
pesada cesta. Muy pronto desaparecieron en el parque, pero la limusine no se movió.
Del tubo de escape salía un hilo delgado de humo.
Tomé el diario y lo dejé a un lado, en el otro extremo del banco. En menos de un

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minuto un tipo viejo y delgado vino, lo tomó y se fue leyendo la página de la bolsa.
Joe llegó puntualmente. No lo miré directamente, pero sin duda debió de advertir
que ya no tenía el diario en mis rodillas. Esa era la señal. Deduciría por sí mismo lo
que significaba la limusine estacionada al lado de la entrada.
Después que Joe pasó, me puse de pie y entré al parque. Caminando por el
sendero de asfalto vi a los cuatro sujetos sentados cerca del semáforo, en el césped,
donde indiqué que debían estar. Tenían la cesta sobre la hierba y estaban sentados en
un círculo apretado. No hablaban, todos se concentraban y miraban lo que sucedía
fuera, sin simular siquiera que estaban juntos pasando un día de campo. Parecían las
carretas de los pioneros del lejano Oeste esperando la llegada de los indios.
Vigano tendría probablemente a otra gente en la zona para vigilar la cesta y evitar
que nos largáramos con ella. Pude distinguir a cuatro de ellos en diversos lugares
estratégicos. Seguramente había más, pero ésos fueron los únicos que pude ver.
Continué consultando el reloj, Joe tardaría todavía un rato en llegar. En el
momento oportuno, crucé por el césped y bajé por una pequeña pendiente en
dirección al grupo.
Me vieron llegar. El que primero bajó del coche llevó su mano al interior de su
chaqueta.
Caminé hacia ellos con una sonrisa tan falsa como el bigote. Me incliné hacia el
primer hombre y dije en un tono tranquilo:
—Soy el señor Kopp.
El hombre tenía unos ojos que recordaban a los de un pescado muerto. Me miró y
preguntó:
—¿Dónde está la mercancía?
—Está al caer —respondí—. Pero primero tendré que comprobar el contenido de
la cesta. Sacaré algunos billetes.
Su expresión no cambió.
—¿Quién dijo eso? —replicó.
Las dos muchachas y el otro tipo seguían mirando al horizonte, a la espera de los
indios, probablemente.
—Tengo que verificarla —insistí—, tan sólo algunos billetes.
El hombre se quedó pensando. Yo miré hacia mi izquierda y vi a uno de los tipos
que había descubierto antes que estaba ahora más cerca. En ese momento no se
movía, pero estaba más cerca.
—¿Por qué?
Lo miré. La pregunta había sido hecha en un tono inexpresivo, como si se tratara
de un ordenador, y su rostro seguía totalmente indiferente.
—Usted sabe que no voy a cerrar el trato hasta no estar seguro del contenido de la
cesta.
—Tenemos lo que usted quiere.
—Tengo que asegurarme.

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El otro tipo volvió la cabeza fijando su mirada en mí. Luego, volviendo a mirar al
horizonte, dijo:
—Déjalo.
El primer tipo asintió. Sus ojos de pescado muerto me seguían mirando.
—De acuerdo.
Cuando me incliné hacia la cesta eché un vistazo hacia atrás. Joe no tardaría en
aparecer.

JOE
Dejé a Tom en la esquina de la Avenida Columbus y la calle 85, subí hasta la 90,
giré a la derecha y me dirigí a Central Park. Entonces giré a la izquierda y avancé
lentamente para ver cómo andaban las cosas.
Todo parecía normal. No podía creer que era así. Hay un largo camino ovalado,
llamado el pasadizo, que corre por todo el interior del parque, y cada una de las
entradas de acceso a él que yo veía estaban cortadas por barreras móviles. Lo cual era
habitual en un martes por la tarde, los ciclistas pasaban entre las vallas, y cada vez
que podía ver el pasadizo estaba lleno de esos vehículos de dos ruedas. No se veía a
nadie que llevara una inscripción en la espalda diciendo mafia.
Me llevó veinte minutos bajar hasta la 61 y volver a subir, y cuando pasé por la
85 me alegré de ver a Tom que todavía estaba sentado con el diario sobre las rodillas.
Aún no había llegado el momento para que yo entrara en acción. A decir verdad,
aunque un poco tarde, comenzaba a tener miedo.
Quizás fuera porque todo me parecía tan tranquilo. Cuando asaltamos las oficinas
de los agentes de bolsa, siempre tuvimos alrededor a gente armada, uniformes,
circuitos cerrados de televisión y puertas cerradas, todo tipo de obstáculos a salvar.
Pero ahora no había nada, sólo una tarde pacífica en el parque, el sol de verano
brillando en todas partes, la gente en bicicleta o empujando cochecitos de bebés, o
simplemente tumbada en el césped con un libro. Y, sin embargo, la situación era
mucho más violenta; la gente con la que nos íbamos a enfrentar eran gangsters
peligrosos, estábamos seguros de que tratarían de matarnos, y sabían que vendríamos.
De manera que… ¿dónde estaban?
Por ahí. De eso estaba seguro. Desde que estoy en la policía he tomado parte en
pocos arrestos, pero sé por Tom que es bastante corriente inundar una zona con
hombres vestidos de civil y que no tienen ningún aspecto fuera de lo común. Y si la
policía podía hacerlo, los gangsters también.
Yo debía pasar delante de Tom cada cuarto de hora, así que después de verlo la
primera vez me dirigí a Broadway y vagué por allí durante un rato. En realidad estaba
de servicio, haciendo mi recorrido normal; ésta fue la manera más directa y simple de

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conseguir el coche, al menos por esta vez. Sucede que Lou tiene una amiga que va a
la Universidad de Columbia, vive cerca de la Universidad y no tiene clases los martes
por la tarde. Así que desde hace tres semanas le daba dos o tres horas para que
estuviera con ella; lo dejaba en casa de la muchacha y lo recogía más tarde. Ya se
había convertido en una práctica común, lo que me proporcionaba un par de horas
para estar solo en el coche de nuevo con la matrícula y los números cambiados.
Quince minutos. Volví al parque, pasé delante de Tom, y seguía con el diario
sobre las rodillas.
Esta vez no me gustó, Estaba nervioso. Todavía tenía miedo, pero mi reacción
cuando tengo miedo de algo es que quiero terminarlo de una vez. Sin tener tiempo
alguno para pensar las cosas, lo cual me ponía aún más nervioso.
A causa de los nervios estaba conduciendo mal. En dos ocasiones habría chocado
si no hubiera sido porque la gente pone más atención a los coches de policía, me
vieron justo a tiempo para evitar la colisión. No me faltaba más que eso, verme
envuelto en una discusión sobre una pequeña abolladura en la avenida Columbus
mientras que Tom entraba en contacto con los tipos en el parque; así que después de
la segunda pasada no seguí conduciendo, me quedé en la boca de incendio de la calle
86 esperando que transcurrieran otros quince minutos.
Tenía la radio encendida, aun cuando no sé por qué. Por supuesto que en ese
preciso momento no iba a responder a ninguna llamada. Quizás estaba deseando
escuchar algo que me dijera que todo había fracasado, que todo se había ido al diablo
y que podíamos volver a casa y olvidarnos de todo.
En el asiento posterior, justo detrás de mí, estaba la cesta. La habíamos llenado
hasta la mitad con viejos ejemplares del Daily News. Por encima echamos algunos
títulos y certificados de acciones falsos que habíamos comprado en una tienda de
Time Square. En una inspección rápida parecerían lo suficientemente auténticos, y
nuestros clientes no tendrían tiempo suficiente como para examinarlos con detalle.
Quince minutos. Me aparté de la boca de incendio, di una vuelta y pasé otra vez
frente a Tom. Ya no tenía el diario sobre las rodillas.
De pronto sentí como una pelota de lana húmeda en el estómago. Me puse a
pestañear como un saltamontes, apenas podía ver los números y las manecillas de mi
reloj cuando lo consulté. Tres treinta y cinco. Muy bien.
Me dirigí a la 96, que era la próxima entrada al parque. Me detuve con la capota
contra una de las vallas que bloqueaban el camino de entrada. Abrí la puerta y casi
me doy de bruces contra el suelo al descender del auto. Levanté una de las vallas y la
quité del medio. Luego pasé con el auto y volví a colocarla en su sitio, y lentamente
llevé el coche hasta el inicio del pasadizo.
Yo tenía el único tipo de vehículo que podía entrar en el parque un martes por la
tarde. Esa era la ventaja que teníamos sobre la mafia.
Me detuve y volví a consultar mi reloj. Faltaban tres minutos para que empezara a
actuar. Tom necesitaba tiempo para establecer el contacto.

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Las bicicletas me rodeaban y llevaban la misma dirección que yo. No hay
ninguna reglamentación a ese respecto, pero la mayoría de la gente que anda en
bicicleta por el parque considera el pasadizo como una calle de sentido único y
circula en sentido contrario al de las mancillas del reloj, que es como circulan los
automóviles el resto de la semana. De cuando en cuando alguien llega en la otra
dirección como un salmón corriente arriba —generalmente algún muchacho travieso
—, pero la mayor parte del tráfico se dirige en el mismo sentido.
Yo no quería un tiroteo aquí. Aparte de lo que podría sucedemos a Tom y a mí,
podía ser realmente un desastre para la gente que transitaba.
Era la hora. Puse en marcha el coche y me uní a la corriente de bicicletas,
siguiendo al ritmo de éstas hasta encontrar a Tom.

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16
Habían ensayado esto una y otra vez, ambos conocían bien sus papeles; y sin
embargo, cuando Tom miró por encima de la cesta de comida y vio aparecer el coche
patrulla abriéndose paso entre las bicicletas, se sorprendió por el alivio que
experimentó. Ahora que Joe estaba realmente aquí, Tom tuvo que admitir que en el
fondo había tenido miedo de que por una u otra razón Joe no apareciera.
Joe no tuvo la misma inquietud con respecto a su compañero. El único temor que
había estado tratando de ignorar era que Tom ya estuviera muerto antes de que el
coche patrulla llegara al lugar de la cita. Viendo a Tom con vida, Joe se sintió
aliviado, pero no mucho; todavía no habían empezado con la parte dura del plan.
Joe se detuvo cerca del grupo. Tom apretaba en su puño derecho un puñado de
billetes que había tomado de la parte de arriba, del medio y del fondo de la canasta —
no quería que los otros les pagaran con la misma moneda que ellos les iban a pagar—
y se volvió a los hombres de Vigano, diciendo:
—No se impacienten. Volveré en seguida.
Eso no les gustó. Se miraron entre sí, miraban al coche patrulla y a lo alto de la
colina donde estaban sus amigos. Obviamente no esperaban un coche, y eso les
estaba poniendo nerviosos. El primer hombre, con la mano dentro de la chaqueta dijo:
—Será mejor que se mueva muy lentamente.
—Desde luego —respondió Tom—. Y cuando saques la mano de ahí abajo
también será mejor que lo hagas despacio. Mi amigo se pone muy nervioso algunas
veces.
Tom se puso de pie y caminó con lentitud hacia el coche patrulla. La ventanilla de
al lado del conductor se bajó. Tom se inclinó para apoyar sus codos en ella. Una
sonrisa nerviosa marcaba su rostro.
—Bienvenido a la reunión —dijo.
Joe estaba mirando más allá, al grupo, observando sus caras en tensión. Él
también estaba tenso, tenía los músculos de la mandíbula crispados.
—¿Qué tal va?
—He visto a cinco tipos hasta ahora —dijo Tom dejando caer el puñado de
billetes en el asiento—. Probablemente haya más.
Joe tendió la mano hacia el micrófono.
—Parece que no quieren pagarnos, ¿no?
—Si son muchos, estamos jodidos —contestó Tom.
—Doble seis —dijo Joe en el micrófono, luego se dirigió a Tom—. Ese es el
riesgo que tenemos. Lo habíamos previsto.
Tom se secó la transpiración de la frente con la mano. Dándose la vuelta a
medias, permaneció inclinado con un codo en el marco de la ventanilla. Miró al
parque soleado y suspiró:
—¡Jesús, ojalá todo esto hubiera terminado!

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—Lo mismo digo.
Joe tenía de nuevo los ojos en mal aspecto. En el micrófono repitió:
—Doble seis.
La radio dijo de pronto:
—Sí, doble seis. Adelante.
—Tengo unos billetes que quiero que verifique —dijo recogiendo los billetes del
asiento.
—Bien, adelante.
Joe sostuvo uno de los billetes cerca de los ojos y se puso bizco para leer el
número de serie.
—Este es de veinte. B 5-5-8-5-5-5-A.
La radio repitió el número.
—Verifíquelo —dijo Joe. Cogió otros dos billetes, otro de veinte y uno de
cincuenta y procedió con ellos de la misma manera.
—Dos minutos —solicitó el de la radio.
—Si es que los tenemos —susurró Tom.
Joe colgó el micrófono y sostuvo uno de los billetes en alto al lado de la ventana,
para estudiarlo al trasluz. Bizqueando una vez más, dijo:
—A mí me parece bueno. ¿Qué te parece a ti?
—Estoy demasiado nervioso para mirarlo —dijo Tom, y tomó uno de los billetes
del asiento y lo estudió, sintió el papel entre el pulgar y el índice, y trató de recordar
las características de un billete falso. Joe verificaba otro de los billetes, esta vez con
más calma; comenzaba a tranquilizarse, ahora que por fin algo estaba pasando.
—Supongo que están bien… Pero ¿por qué tiene que tardar tanto?
Joe dejó caer el billete, se frotó los ojos y dijo:
—Ve a hablar con la gente.
Tom le miraba perplejo.
—¿Estás realmente tan tranquilo como pareces, o estás simulando?
—Estoy simulando, pero nos hará bien.
La sonrisa de Tom desapareció.
—Bien, ya vuelvo.
Se alejó del coche para volver a unirse al grupo, que no dejaban de observarlo con
gran desconfianza. Se agachó como antes, y habló directamente con el hombre que
parecía ser el jefe del grupo.
—Tengo que volver al coche. Cuando haga una señal, uno de vosotros dos llevará
la cesta al coche.
—¿Y dónde está la mercancía?
—La otra cesta está en el coche. Haremos el cambio ahí. Pero sólo vendrá uno, el
otro se quedará aquí.
—Es necesario que la verifiquemos primero.
—Por supuesto —dijo Tom—. Llevas la cesta, subes al coche, compruebas la

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cesta y efectuamos el cambio.
El segundo tipo estaba inquieto y miró a su compañero frunciendo el ceño.
—¿En el coche?
—¿Prefieres hacerlo en público? —preguntó Tom pensando que ese argumento
los convencería.
Y así fue. El primer tipo dijo al segundo:
—Es mejor que lo hagamos discretamente.
—Por supuesto —aprobó Tom—. Todo arreglado. Les haré la señal.
Tom se levantó, esforzándose por parecer indiferente y seguro de sí mismo, y
volvió al coche. Inclinándose sobre la ventanilla, preguntó:
—¿Hay alguna novedad?
Joe se retorcía como un muñeco de cuerda. Para él no había nada peor en el
mundo que esperar.
—No —respondió—. ¿Cómo anda todo?
—No sé. Los otros tipos todavía no han bajado de la colina, de manera que creo
que llevamos la delantera.
—Quizás —contestó Joe, mientras la radio dijo de pronto:
—Doble seis.
Ambos se sobresaltaron, como si no estuvieran esperando a que sonara. Joe tomó
el micro y dijo.
—Sí, doble seis.
—Todos esos billetes —dijo la voz de la radio— son buenos.
El rostro de Joe se iluminó con una amplia sonrisa. Ahora estaba seguro de que
todo saldría bien.
—De acuerdo —dijo en el micrófono—. Gracias.
Colgando el micrófono se volvió a Tom con su gran sonrisa, diciendo:
—¡Vamos!
Tom había tenido una reacción totalmente diferente. El hecho de que el dinero
fuera de curso legal afirmó sus convicciones de que los gangsters estaban dispuestos
a matarlos. Dinero falso o dinero robado con números que se pudieran rastrear,
hubiera significado que la mafia se contentaría meramente con engañarlos, pero
dinero real significaba que sus vidas estaban definitivamente en peligro. Con gran
dificultad para respirar, Tom respondió a la amplia sonrisa de Joe con una pequeña
mueca y se volvió para hacer un gesto con la mano al grupo.
Las mujeres estaban pálidas, como si la situación se hubiera vuelto mucho más
peligrosa de lo que les habían hecho creer. Estaban sentadas mirando hacia el vacío,
esperando que se produjera el desastre o que al fin llegara la ayuda. Los dos hombres
se miraron, y el primero de ellos asintió con la cabeza. El segundo se puso de pie con
desgana, tomó la cesta y la llevó consigo al coche.
Tardó una eternidad en realizar el recorrido. Joe seguía mirando a través de la
ventanilla, tratando de hacerle caminar más rápido sólo con la fuerza de su voluntad.

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Tom vigilaba la cima de la colina; tres de los hombres que había descubierto se
habían reunido y discutían entre ellos. Parecían excitados. Y Tom tuvo la impresión
que uno de ellos tenía un pequeño walkie-talkie.
—Tienen un ejército —dijo.
De pronto, perdió la esperanza; ellos dos contra un ejército, con todo tipo de
armas, y un desprecio total hacia la vida humana.
Joe bajó la cabeza, tratando de ver la cara de Tom.
—¿Qué dices?
El hombre de la cesta estaba cerca.
—Nada —susurró—. Aquí viene.
—Ya lo veo.
Los nervios estaban a punto de hacerlos estallar a ambos. Si no hubiera sido
porque tenían algo más urgente que hacer, se hubieran destrozado el uno contra el
otro, como un par de mastines enfurecidos.
El hombre de la cesta llegó al coche. Tom le abrió la puerta trasera, y vio la
expresión del tipo que había distinguido la otra cesta allí dentro. Pero el tipo se quedó
plantado, no hizo ningún movimiento para subir.
—Suba —dijo Tom.
Allá arriba, uno del trío hablaba a través del walkie-talkie.
—Dígale a su amigo que abra la cesta. Levante la tapa.
—¿Y luego qué? —dijo Tom llamando a Joe—: ¿Has oído lo que dijo?
—Sí, lo oí —respondió, y levantó la tapa. Los certificados falsos aparecieron
entre las sombras.
Los hombres bajaban lentamente por la colina. Algunos otros también se dirigían
hacia el automóvil desde otras direcciones. Tom, tratando de mantener un tono de voz
tranquilo y confiado, dijo:
—¿Está satisfecho?
Como respuesta el granuja arrojó su cesta en el asiento trasero y subió para
examinar los papeles con mayor detenimiento.
Tom cerró la puerta, abrió la de delante y entró en el coche.
—¡Ya vienen! —exclamó.
Joe ya lo sabía. Venían desde todos los lados, los había visto entre las bicicletas.
Salió haciendo chirriar las ruedas.
El tipo de atrás gritó:
—¡He!
La mano de Tom palpó el asiento, entre él y Joe, y encontró la 32 allí donde debía
estar, la tomó. Se volvió a tiempo para ver al hombre que buscaba algo en su
chaqueta. Tom apoyó la pistola en el respaldo del asiento, apuntando a la cabeza del
individuo.
—Tranquilo… —dijo.

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VIGANO
Vigano estaba sentado en su escritorio, en la avenida Madison, frente a un
teléfono que no estaba interceptado. Estaba en comunicación con un teléfono público
en la esquina de la calle 86 y Central Park Oeste, justo enfrente del parque. Había un
individuo en la cabina que conservaba la línea abierta. Un segundo individuo que
estaba al lado de la cabina, con un pequeño walkie-talkie no más grande que un
paquete de cigarrillos, era el intermediario entre Vigano y los ciento once hombres
que había diseminados por todo el parque. Desde su teléfono y mediante los
pequeños receptores, podía enviar una orden a cualquiera de sus hombres en menos
de treinta segundos.
Además de los caminos transversales, que simplemente cruzan el parque y no
conducen al camino interior, hay veintiséis entradas y salidas desde el pasadizo. Cada
una de ellas estaba cubierta, con uno o dos coche, y con un mínimo de tres hombres;
incluyendo las entradas de sentido único, las cuales ningún vehículo podía tomar para
salir del parque, tales como la de la Sexta Avenida y la 59, y la de la Séptima y la II
Oeste. La gente que tenía los dos millones de dólares en la cesta de comida, estaba
completamente rodeada por los hombres de Vigano, y todavía seis hombres más
vagaban por la vecindad en bicicletas. Si esos dos aficionados con los bonos trataban
de huir en bicicleta, serían detenidos a no importa qué precio en una de las salidas del
parque. Si lo intentaban a pie no lograrían avanzar más de veinte metros.
Vigano había puesto en posición a todos sus hombres antes de que llegara la
cesta, pero esperaría a que se hubiera establecido el contacto con los aficionados para
bloquear las salidas con los coches; no tenía sentido asustarlos. Su teléfono estaba
conectado a un altavoz, y podía recibir las llamadas sin tener que llevar el auricular al
oído; estaba sentado en un sillón, con las manos detrás de la cabeza y sonreía
pensando que era una araña con la red tendida y que los moscones no tardarían
mucho en caer.
—Un hombre —anunció una voz en el teléfono.
Vigano se enderezó frunciendo el ceño y apoyando las manos en el escritorio. En
el sofá, Andy y Mike tenían la expresión alerta. Vigano preguntó:
—¿Qué dijo?
—Un hombre, vestido de civil, se ha acercado a nuestra gente.
¿Sólo uno? ¿Qué hacer? ¿Poner los coches en posición o esperar a que llegue el
otro?
—¿Qué está sucediendo ahí?
Silencio durante casi un minuto. Vigano frunció el ceño ante el teléfono, tenso y
expectante, aun cuando sabía que todo tenía que salir bien. Pero no quería que
sucediera nada imprevisto; si perdía esos dos millones, perdería también la cabeza.

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Pero no, no la perdería.
—¿Señor Vigano?
Vigano miró el teléfono furioso. ¿Quién si no iba a estar a la escucha?
—¿Qué sucede?
—Es uno de ellos sin duda. Ha sacado algo del dinero de la… Un minuto.
—¿Sacó algo de dinero? ¿De qué demonios me estás hablando?
El silencio de nuevo. Andy y Mike tenían el aspecto de querer decir algo
ocurrente, pero sería mejor que mantuvieran la boca cerrada.
—¿Señor Vigano?
—Habla, habla, no voy a irme a ninguna parte.
—Sí jefe. Apareció el otro, en un coche de policía.
—¿Un qué…? ¿En el parque…?
—Sí, jefe. De uniforme, conduciendo un coche patrulla.
—¡Mierda!
Ahora sabía lo que pasaba, se sintió mejor. Dirigió una sonrisa forzada a Mike y
Andy y comentó:
—Ya os dije que eran muy astutos —se volvió al teléfono—. Poner en marcha los
coches, no hay cambios, procedan tal como se dispuso.
—Bien, jefe.
Andy se levantó con un movimiento repentino, traicionando la nerviosidad que
había estado ocultando.
—Deben ser verdaderos policías.
—Probablemente —dijo Vigano sin alterarse.
—¿Cómo detenemos a la policía? ¿Y si salen tranquilamente del parque
obligando a nuestra gente a apartarse?
—Los podemos seguir —respondió Mike— y eliminarlos en un lugar más
tranquilo.
—No —respondió Vigano—. Nos arriesgaríamos a perderlos. Tenemos que
eliminarlos en el parque.
—¿Contra la policía?
—Siguen siendo hombres —repuso Vigano—. Hacen lo mismo que cualquier
otro. Y no pueden llamar a sus compañeros para que los ayuden, porque llevan dos
millones de dólares en el coche.
—Y entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Mike.
En el mismo instante se oyó decir en el teléfono:
—Todo el mundo está en su puesto, señor Vigano.
—Haz pasar estas instrucciones: que no salgan del parque. Si tratan de largarse,
pararlos con los coches. En ese momento, eliminarlos, cogéis la mercancía y huís.
—Bien, jefe.
—Espera, aún no he acabado. Si no tratan de abandonar el parque, mantenerlos
allí hasta que el parque quede abierto al tráfico normal. Entonces entramos y los

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liquidamos de la misma manera.
—Bien, jefe.
—No deben salir del parque, es una orden.
—Entendido.
Vigano volvió a reclinarse en su sillón y sonrió a sus dos matones…
—¿Veis? Son listos, pero lo tenemos todo previsto.
Andy y Mike rieron y Andy dijo:
—Van a recibir una buena sorpresa.
—Exacto.
De nuevo volvió el silencio durante un par de minutos. Luego la voz volvió a
oírse, esta vez excitada, casi gritando:
—¡Señor Vigano! ¡Jefe!
—Sí… ¿qué?
—¡Nos han traicionado! ¡Se largaron con nuestra mercancía y no nos dejaron
nada a cambio! ¡Además, tienen a Bristol con ellos en el coche!
—¿Bristol? ¿Se pasó a su lado?
Eso era imposible; la gente que llevaba el dinero había sido cuidadosamente
seleccionada.
—No, jefe. Debieron haberle apuntado con una pistola.
—¿Siguen el sentido único, hacia el sur?
—Sí.
Vigano entrecerró los ojos, tratando de hacer un plano mental del parque. Si
habían entrado con la idea de engañarlos, tenían que tener una salida. Pero ¿por
dónde? Vigano ordenó:
—Cortad todos los caminos transversales. Pueden meterse por el césped y salir
por ahí.
—De acuerdo.
—Pasa la orden.
Mientras esperaba a que el hombre volviera a ponerse en línea, Vigano pensó a
qué velocidad podría andar un coche rodeado de bicicletas. Ahora no era oportuno
retenerlos dentro del parque, tenían que ser liquidados lo antes posible.
—¿Señor Vigano?
—Que todos los hombres disponibles vayan a la zona este del pasadizo, debajo
del puente que franquea el primer camino transversal. No los dejen pasar. Acaben con
ellos.
—Bien, jefe.
—¡Moveros!
Andy y Mike estaban con una expresión de lo más intranquila. Andy preguntó:
—¿Qué sucede?
—Ellos salen de la 85. El pasadizo los llevará hasta la 59, luego atravesarán la
parte baja del parque. No podrán circular muy rápido debido a las bicicletas. Nuestros

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hombres estarán ahí esperándolos. Si tratan de salir antes de eso estarán bloqueados.
Si tardan en llegar tampoco irán muy lejos.
—Bien —dijo Andy—. Eso está bien.
—Será la última vez que se hagan los listos —declaró Vigano.

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17
Joe iba mirando al frente, detrás del volante, mientras Tom miraba hacia atrás,
apuntando con la 32 al granuja.
Joe hacía sonar constantemente la bocina y los ciclistas, de mala gana, le abrían
paso, las ruedas delanteras bailaban de derecha a izquierda, mientras que miraban
furiosos al automóvil que había osado invadir el territorio reservado para ello.
Al emprender la fuga, vieron numerosos hombres que corrían tras ellos desde la
izquierda y la derecha. Todavía no había armas a la vista, pero podrían aparecer en
cualquier momento. El hombre que quedaba en el grupo se lanzó detrás de ellos,
dejando a las dos mujeres sentadas en el césped, con expresión atónita.
Hacía apenas diez segundos que estaban en marcha. Cada segundo que pasaba era
distinto, separado de los otros, como si se tratara de una acción a cámara lenta.
Tom le dijo al tipo que iba detrás.
—Saca la pistola, despacio, por el mango, con el pulgar y el índice y sostenía en
el aire frente a ti.
—¿Qué objeto tiene todo esto? —preguntó—. Nosotros vinimos a pagarles.
—Ya —replicó Tom—. Y tus amigos vinieron a tomar aire fresco. Saca la pistola
como te dije.
El hombre se encogió de hombros.
—Están exagerando las cosas.
Pero sacó de debajo de la chaqueta una 38 automática, y la sostuvo frente a sí
como si fuera un pescado muerto.
Tom cambió su pistola a la mano izquierda y tomó la automática con la derecha.
La dejó caer en el asiento y de nuevo llevó su arma a la derecha, siempre vigilando al
prisionero. Luego preguntó a Joe.
—¿Cómo vamos?
—Muy bien —respondió sin dejar de tocar la bocina, con ello lograba apartar a
las bicicletas y a los cochecitos de bebé, sin atropellar a nadie y a unos treinta
kilómetros por hora; el doble de la velocidad normal de una bicicleta y cuatro veces
la de los hombres que los perseguían a pie.
La salida de la calle 77 estaba un poco más adelante. No podían detenerse para
hacer bajar a su pasajero hasta que no salieran del parque, porque ya no tardarían
mucho.
Joe giró y vio las vallas al fondo del camino, y justo a tiempo vio dos coches que
bloqueaban la salida. Tres hombres estaban frente a ellos y miraban en su dirección.
Joe clavó los pies en los frenos. Tom se sorprendió, pero no dejó de observar al
tipo de detrás.
—¿Qué ocurre?
—Nos tienen bloqueados.
Tom movió la cabeza de un lado a otro, mirando a través de los cristales. El coche

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estaba parado, los ciclistas circulaban a ambos lados; no podían permanecer en este
lugar por más tiempo.
—Intenta otra salida —dijo Tom—. No podemos salir por aquí.
—Ya lo sé, ya lo sé.
Joe giraba el volante apretando el acelerador y tocando la bocina. Se alejaron
envueltos en una nube de ciclistas.
Los dos al mismo tiempo, Tom mirando por la ventanilla de atrás y Joe mirando
por el espejo retrovisor, vieron a los tres hombres que venían corriendo detrás del
coche patrulla. No podían alcanzarlo, naturalmente, pero eso no importaba; actuaban
como si supieran lo que estaban haciendo. Tom recordó el walkie-talkie que uno de
ellos llevaba allá arriba en la colina y de pronto la imagen del ejército se hizo más
clara que nunca; debían tener una unidad central en alguna parte, con hombres
informados desde todas partes.
Si existiera alguna manera de dejar todo este asunto, Tom no hubiera dudado un
instante. Estaba deseando darse por vencido, renunciar, olvidar todo. Para él todo
estaba perdido, si continuaban era porque no podían hacer otra cosa mejor.
Joe era todo lo contrario. Su sentido de combate se había despertado en él, no
sentía otra cosa que el gusto a la batalla. Cuando era pequeño, su héroe había sido
siempre el Capitán América, que con sus puños y su escudo enfrentaba a todo un
enjambre de ejércitos enemigos, y vencía todas las veces. Joe se inclinó sobre el
volante e hizo pasar el coche a través de toda la gente con pequeños toques en el
acelerador, ligeros cambios en la dirección, accionando la bocina constantemente y
sintiéndose el dueño de la máquina como si corriera en Indianápolis a cámara lenta.
Casi en seguida llegaron a la otra salida en la 72, a pesar del lento tráfico. Joe no
experimentó sorpresa, sólo una sensación de amarga obstinación cuando vio los dos
coches estacionados a lo ancho, detrás de las vallas.
—También ésta —dijo, y siguió su marcha en dirección sur.
Tom volvió la cabeza a la izquierda y vio la salida bloqueada. Hizo una mueca y
volvió a vigilar al pasajero mientras decía a Tom:
—Todas las salidas deben estar bloqueadas.
—Lo sé.
El tipo de atrás sonrió, asintiendo.
—Correcto. ¿Por qué no se dan por vencidos? ¿No vale la pena seguir?
Tom trataba de pensar en algo, pero su mente era un torbellino. Estaba seguro de
que lo tenían todo perdido, pero no quería renunciar.
—No podemos seguir dando vueltas —dijo—. Tenemos que salir de aquí.
La frustración ponía furioso a Joe; las cosas no salían tal como lo habían previsto.
Golpeó con el puño el volante y dijo:
—¿Y ahora, qué coño hacemos?
El tipo sentado atrás se acercó a la otra cesta y tomó un puñado de certificados
falsos y recortes de diarios. Pareció sorprendido sólo un segundo, luego miró a Tom

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con una sonrisa lastimera y dijo:
—Sois unos estúpidos. No puedo creerlo, cómo podéis ser tan imbéciles.
—Calla la boca —ordenó Tom.
Joe frenó bruscamente.
—¡Afuera! ¡Fuera de aquí o lo mato!
Tom hizo un gesto con la pistola.
—¿No lo has oído?
El tipo abrió la puerta obligando a un ciclista a saltar al césped para evitar un
accidente.
—Están listos —les dijo mientras echaba un pie a tierra.
Joe aceleró. La puerta se cerró sola, golpeando al tipo en el codo, y Tom lo vio
dolerse y agarrarse el brazo.
Tom miró al frente. La 59 estaba delante de ellos, con la salida a la avenida
Columbus. También estaba bloqueada por los autos.
—Tiene que haber una salida —dijo Joe. Apretaba el volante con tanta violencia
que parecía a punto de doblarlo. No sabía qué le pasaba, porque él era el héroe en ese
momento, y el héroe siempre tenía una salida.
—Vamos, no te detengas —dijo Tom.
Ya no tenía esperanza, pero mientras estuvieran en marcha, todavía no se había
terminado todo.
Tomaron la curva del extremo sur del parque; el coche se movía entre los ciclistas
como una ballena entre un banco de sardinas. Pasaron delante de la salida de la
Séptima Avenida, que también estaba bloqueada, pero empezaban habituarse a ello.
La entrada de la Sexta Avenida estaba delante de ellos, a la derecha. Esta era de
las pocas de sentido único, por lo tanto no tenía salida, sólo una entrada. De todas
maneras estaba bloqueada con dos coches atravesados.
El pasadizo giraba de nuevo a la izquierda, hacia el otro lado del parque. Al lado
de la entrada de la Sexta, cerca del puente, ambos vieron de pronto quince o veinte
hombres de pie en el camino. Algunos en bicicletas, conversando en pequeños
grupos. Dejaban bastante espacio entre ellos para que pasaran las bicicletas, pero no
lo suficiente como para que pasara un coche.
—¡Maldita sea! —exclamó Joe.
Tom abrió los ojos.
Ya no podían hacer nada. Si atropellaban a esa gente ya no tendrían que
preocuparse por la mafia, serían sus propios pares los que los atraparían. El parque se
llenaría de agentes en un momento.
Pero no podían detenerse, Joe se inclinó sobre el volante.
—¡Agárrate! —dijo.
Tom le miraba estupefacto. No, pensaba, no era posible. ¡No iba a atropellar a
toda esa gente!
—¿Qué vas a hacer?

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La entrada de la Sexta Avenida estaba allí mismo, una larga curva del camino que
se dirigía hacia el sur, justo al borde del parque. De pronto Joe giró hacia la derecha
el volante de golpe; el coche se subió a la acera, cruzaron el césped, rebotó sobre la
otra acera y enfiló hacia la salida de la Sexta Avenida.
—¡Jesús! ¡Estás loco! —aulló Tom.
—¡Sirena! ¡Sirena y luces!
Con los ojos que se salían de las órbitas, Tom manoteó el panel de instrumentos
buscando los botones, los encendió y oyó el aullido de la sirena.
El coche patrulla enfiló hacia las vallas y los dos coches estacionados a ambos
lados de éstas, que bloqueaban la calzada, pero no obstruían la acera.
Con la sirena ululando y las luces rojas en el techo, el auto se lanzó sobre la
barrera, y en el último segundo Joe giró violentamente a la derecha y el coche saltó
sobre la acera, deslizándose entre los automóviles y el muro de piedra.
—¡Apártense! —gritaba Joe a los transeúntes que corrían en todas direcciones.
Ni siquiera Tom podía, oírlo, a causa del ruido de la sirena, pero la gente se
movió a derecha e izquierda, tironeándose unos a otros de las camisas, para dejar
libre el camino.
El tráfico de la calle 59, de doble sentido, se detuvo de pronto, como si hubiera
dado contra un muro, abriendo un pasillo en el medio, como el paso del Mar Rojo.
Los gangsters que formaban la barrera saltaron a sus coches para darles caza antes de
que el coche patrulla acabara de pasar.
¡Zas! El poste de un faro. Pasaron como un huracán por la acera. Joe giró un poco
el volante hacia la derecha, y pasaron entre el poste y uno de los coches estacionados,
sintieron el golpe cuando el parachoques rozó una carrocería. Pero ya habían pasado.
Joe se lanzó todo derecho. Tom levantó sus manos en el aire lanzando un grito
estridente:
—¡Santa Madre de Dios!
La Sexta Avenida es de sentido único, y tiene cinco carriles. El coche patrulla iba
en dirección contraria, y delante de ellos, a cien metros, había una franja de
automóviles extendida de un lado a otro de la avenida que venía hacia ellos a una
velocidad de cuarenta kilómetros, al ritmo de los semáforos sincronizados. Cubrían el
camino de izquierda a derecha y se aproximaban como una tropa, y Tom y Joe iban a
su encuentro a cerca de cien, sin aminorar la velocidad en ningún momento.
Joe sostenía el volante con una mano, agitando la otra en dirección al tráfico que
se les venía encima, gritando a pesar del ulular de la sirena, mientras Tom clavado
contra el respaldo del asiento, apretaba con las palmas de las manos el tablero de
instrumentos, con los ojos muy abiertos.
Taxis, coches y camionetas se desviaban a la izquierda y a la derecha como si una
bomba atómica acabara de explotar en el parque. Los coches se subían a las aceras,
otros se subían a los autos estacionados, o se escapaban por las calles laterales, o se
escondían detrás de los autobuses. Los peatones que cruzaban la calle en los puntos

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peligrosos corrían como locos. Un carril se abrió en el medio de la calle y el coche
patrulla parecía una bala atravesando el cañón de un rifle. Los conductores, con la
boca abierta, pasaban como relámpagos en sus autos a ambos lados, Joe hacía girar el
volante hacia uno y otro lado rozando los parachoques de los taxis y las colas
prominentes de los camiones.
La exaltación se apoderó de pronto de Tom y lo llevó al paroxismo. Ahora,
agarrándose con una mano al tablero de instrumentos para sostenerse, gritaba:
—¡Yeah! ¡Yeah! ¡Yeah!
Joe mostraba los dientes de un modo que parecía una de esas parrillas que se
ponen delante de los automóviles. Prácticamente echado sobre el volante, agachado,
y con tanta fuerza que daba la impresión de que manejaba con los hombros y los
codos. Concentrado como un jugador de golf en un tiro difícil, tratando de llevar a la
pelota por todos los obstáculos hacia el hoyo final.
Trescientos metros más y saldrían de ese hormiguero, de nuevo la avalancha de
coches estaba delante, esperando a que la luz del semáforo se pusiese verde.
—¡Apaga la sirena y las luces! —gritó Joe.
Tom no lo oyó, de manera que le golpeó la pierna y señaló el tablero, y al mismo
tiempo dio una vuelta a la izquierda, chirriando sobre dos ruedas, hacia la calle 54.
Tom movió las llaves mientras efectuaban el giro y luego volvió a apoyar la mano
contra el tablero, porque Joe tenía el freno apretado con ambos pies. El coche
circulaba ahora a la velocidad del tráfico, y condujeron tranquilamente hasta la
Quinta Avenida, donde se detuvieron en un semáforo detrás de un camión de reparto.
Se miraban riéndose. Ambos temblaban como hojas. Tom dijo con admiración y
terror.
—Eres un loco. Estás completamente chiflado.
—Quizás —dijo Joe—. Pero gracias a eso no nos pudieron seguir.

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Ambos tenían el tumo de día, de manera que tenían que aguantar los
embotellamientos de las horas puntas en la autopista de Long Island. Joe conducía, a
su lado Tom leía el News.
Había pasado una semana desde el asunto del parque. Aquella noche, cuando
llevaron la cesta de la comida a sus casas, encontraron los dos millones de dólares
dentro, hasta el último centavo. Habían dividido el botín en dos, y cada uno se llevó
su parte para esconderla. Tom puso la suya en la bolsa que solía utilizar para guardar
la ropa de gimnasia, y la escondió en un pequeño compartimento detrás del bar del
sótano. Joe guardó su parte en la bolsa de plástico azul de ropa sucia que habían
utilizado durante el robo; desmontó el filtro de la piscina (que se había averiado otra
vez), cavó un hoyo, puso la bolsa en él y la cubrió poniendo el filtro encima, en su
lugar.
El resultado del asunto del parque estaba resumido en una nota divulgada dos días
más tarde en todas las comisarías de Manhattan recomendando la prudencia a todos
los agentes que tuvieran que circular por una calle en sentido contrario. A las
autoridades les hubiera gustado conocer quién había montado aquel circo en la Sexta
Avenida, pero no podrían descubrirlo y es probable que tampoco lo intentaran.
Fueron sin hablar durante un buen rato, avanzando paso a paso, centímetro a
centímetro en un tráfico endiabladamente lento, cuando Tom de pronto se incorporó y
dijo:
—¡Eh, mira esto!
Joe lo miró.
—¿Qué pasa?
Tom miraba fijamente el periódico.
—Vigano ha muerto.
—No bromees. Léeme un poco.
Joe miró de nuevo la carretera y avanzó un poco. Tom leyó el artículo, diciendo:
—Esto… «Anthony Vigano, el prominente criminal perteneciente a la familia de
Joseph Scaracci, uno de los señores de la mafia, ha sido asesinado ayer noche
mientras salía de un restaurante italiano en Bayonne, Nueva Jersey. La muerte, según
la policía local, tiene todas las características de un asesinato producto de un arreglo
de cuentas. Un hombre no identificado descendió de un automóvil estacionado frente
al restaurante y disparó dos veces sobre Vigano, hiriéndole mortalmente en la cabeza,
y posteriormente se dio a la fuga en el mismo automóvil. La policía busca, asimismo,
a dos hombres que se encontraban con Vigano en el restaurante y que salieron con él,
pero que desaparecieron antes de que la policía se presentara en el lugar de los
hechos. Vigano, que aún se encontraba con vida cuando llegaron los primeros agentes
respondiendo a la llamada del dueño del restaurante, Salvatore Iacocca, murió en la
ambulancia que le transportaba al hospital de Bayonne. Vigano, de cincuenta y siete

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años, había atraído la atención de la policía en diecinueve…». Bueno, el resto es su
biografía.
—¿Trae alguna foto?
—Sólo la del restaurante, con una cruz en el lugar donde cayó.
Joe asintió. Una pequeña sonrisa de satisfacción se dibujaba en su cara.
—¿Sabes lo que eso significa?
—Que perdió los dos millones de la organización y eso no les gustó.
—Ya, ¿pero a parte de eso?
—No sé.
—Ellos no podrán encontrarnos —dijo Joe—. Trataron de hacerlo, no pudieron y
se dieron por vencidos.
—La mafia no renuncia jamás.
—Tonterías, todo el mundo renuncia, cuando no pueden hacer otra cosa. Si
hubieran tratado de encontrarnos y recuperar el dinero, no hubieran matado a Vigano.
Le hubieran dejado seguir buscando. ¿Lo entiendes? —Joe sonreía—. Estamos libres
y limpios, mi amigo. Eso es lo que significa la noticia del periódico.
Tom, todavía frunciendo el ceño, reflexionaba un momento, y acabó por sonreír
también.
—Supongo que sí —dijo—. Supongo que tienes razón.
—¡Por supuesto!
Fueron en silencio otra vez durante unos momentos, ambos pensando en el futuro.
Un poco después. Joe miró a Tom, y más allá de él vio otro coche detenerse al mismo
tiempo que ellos; se trataba de un Jaguar gris, un lujoso vehículo. Las ventanillas
estaban cerradas y el tipo, de mediana edad, que había en el interior estaba fresco y
cómodo con su traje y su corbata. Cuando Joe lo miró, el conductor del Jaguar volvió
la cabeza y se encontró con los ojos de Joe y le dirigió una sonrisa estereotipada.
Luego volvió a mirar hacia delante.
Joe también le sonrió, pero con una sonrisa salvaje.
—Está bien, miserable, sonríe —dijo al perfil del tipo del Jaguar—. Pero dentro
de seis meses tú estarás más cerca del infarto y yo voy a estar en Saskatchewan.
Tom miró a Joe mientras hablaba, sorprendido; luego vio al conductor del coche
detenido al lado y comprendió. El esquí acuático en una playa de Trinidad se
deslizaba perezosamente en su mente, y sonrió.
La jornada prometía ser muy calurosa. Iban en el coche, con los codos fuera de
las ventanillas, buscando un poco de aire fresco. Delante de ellos había una
interminable fila de vehículos que se estiraba y se perdía a lo lejos en un horizonte
brumoso. Allí podían distinguir la isla de Manhattan cubierta de hollines y niebla,
agrupada como un infierno industrial.
El coche de delante de ellos avanzó unos centímetros.

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DONALD E. WESTLAKE (New York, EE. UU., 12-06-1933 - San Pancho, México,
31-12-2008). Nació en el neoyorquino barrio de Brooklyn en 1933 y falleció el 31 de
diciembre de 2008 cuando se dirigía a una cena de Nochevieja en México, donde se
encontraba de vacaciones. Fue un autor que experimentó en todos los tonos del
género criminal.
Tras servir en las Fuerzas Aéreas, comenzó su carrera literaria con la escritura de The
Mercenaries, en 1960. Desde entonces ha escrito docenas de novelas que ha
publicado, en algunas ocasiones, bajo pseudónimos como Richard Stark.
Ha publicado novelas juveniles, westerns y relatos, pero ha obtenido reconocimiento
unánime en su especialidad, la novela policiaca. Muchos de sus libros han sido
llevados a la pantalla grande, entre ellos The hunter, que se convirtió en la brillante
película de cine negro A Quemarropa. Ha sido guionista de Hollywood en películas
como Los Timadores, nominada al Oscar al mejor guión.
Ha ganado tres premios Edgar, uno a la mejor novela por Un pichón
recalcitrante/Dios salve primo (1967); y ha sido nombrado Mystery Writers of
America Grand Master en 1993.
Ha utilizado, entre otros, los seudónimos de Cunningham, Alan Marshal, Edwin
West, Edwina West, Edwin Wood, Richard Stark, Tucker Coe, Timothy J. Culver,
Samuel Holt, Curt Clark, Ben Christopher o Grace Salacious.
Podemos destacar las dos series dedicadas a sus personajes más relevantes: Parker,

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protagonista hasta 1974 de diecisiete novelas y que volvería a reaparecer en 1997 con
Comeback y John Dortmunder, ladrón profesional, al que Westlake recurriría en
diez novelas y ocho relatos.

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