Bertrand Russell La Perspectiva Cientifi

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Publicada

en 1931, La perspectiva científica pertenece al grupo de obras de


divulgación que Bertrand Russell escribió en el período de entreguerras. Su
objeto fue el de «considerar la influencia de la ciencia sobre la vida humana», y a
tal fin dispuso una serie de reflexiones —de extraordinaria actualidad después de
décadas de su publicación—, escritas con un lenguaje asequible para todo el
mundo donde trata de imaginar la futura sociedad científica a la que
inevitablemente estamos abocados.
Bertrand Russell

La perspectiva científica
ePub r1.0
koothrapali 21.10.13
Título original: The scientific outlook
Bertrand Russell, 1931
Traducción: Guillermo Sans Huelin
Diseño de portada: koothrapali
Editor digital: koothrapali
Colaborador: ShAdOwDaRkSoUl (escaneado)
ePub base r1.0
Bertrand Russell
Bertrand Arthur William Russell, tercer conde Russell, hijo del vizconde de
1872 Amberley, nace el 18 de mayo en Trelleck, Gales. Su abuelo, lord John
Russell, había sido creado par tras haber desempeñado en dos ocasiones el
cargo de Primer Ministro.
Su madre Katherine Amberley, muere de difteria.
1874 Fallece su padre. Su abuela paterna se encarga de su educación.
1876 Su hermano mayor Frank le introduce en el mundo
1883 de las matemáticas.
Ingresa en el Trinity College de Cambridge.
1890 Se gradúa en matemáticas.
1893 Matrimonio con Alys Pearsall Smith, de religión
1894 cuáquera.
Escribe su disertación académica «Los fundamentos de la geometría».
1896 Profesor de filosofía en el Trinity College. Publica su primer libro: La
socialdemocracia alemana, fruto de dos estancias en Herlín.
Relación con G. E. Moore. Ambos se rebelan contra la filosofía del idealismo
1898 alemán.
Aparece su Exposición crítica de la filosofía de Leibniz. Participa en el
1900 Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en París.
Publica Los principios de las matemáticas.
1903 Ingresa en la Royal Society.
1908 En colaboración con A. N. Whitehead, da a conocer
1910 la que será su obra fundamental en el campo de la
lógica matemática: Principia mathematica (3 vols.,
1910-1913) y publica Ensayos filosóficos.
Expone con propósitos de divulgación su pensamiento filosófico en Los
1911 problemas de la filosofía.
A raíz de unas conferencias pronunciadas en Boston, publica Nuestro
1914 conocimiento del mundo exterior. Al estallar la Primera Guerra Mundial,
emprende una activa campaña pacifista. Al mismo tiempo, abandona sus
posiciones políticas liberales y se afilia al Partido laborista.
Es obligado a abandonar su cátedra de filosofía en el Trinity College. Publica
1916 La filosofía del pacifismo.
Es encarcelado por seis meses tras haberse manifestado en contra de la
1918 participación de Gran Bretaña en la guerra. Unos días antes había concluido
Los caminos de la libertad. En la cárcel escribe Introducción a la filosofía
matemática.
Viaje a la U.R.S.S. Escribe Teoría y práctica del bolchevismo, donde destaca,
1920 críticamente, el carácter totalitario del régimen soviético.
Contrae matrimonio por segunda vez, con Dora Black. La aparición de
1921 Análisis de la mente marca la preocupación de su pensamiento filosófico por
los problemas de la teoría del conocimiento y de la psicología.
Prologa el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein.
1922 Publica El ABC de la relatividad. La divulgación de los grandes
1925 temas científicos y filosóficos será, a partir de ahora, una de las
constantes de su quehacer intelectual.
Se preocupa por los temas pedagógicos. Junto con su esposa Dora funda una
1927 escuela en Telegraph House, donde aplica métodos experimentales basados en
la tolerancia. Al mismo tiempo publica Análisis de la materia, Introducción a
la filosofía y Por qué no soy cristiano.
Aparece La conquista de la felicidad.
1930 Muere su hermano Frank. Hereda el título nobiliario de conde. Se
1931 edita su obra La perspectiva científica
Terceras nupcias con Patricia Spence. Estancia en Churriana, invitados por
1936 Gerald Brenan.
Se traslada a Estados Unidos. Profesor de filosofía en Chicago.
1938 Reside en Los Angeles, donde ejerce de profesor en la
1939 universidad de California.
Es contratado por el City College de Nueva York, pero pierde su trabajo tras
1940 ser acusado de practicar una enseñanza favorable a la inmoralidad sexual.
Einstein y Dewey, entre otros, salen en su defensa. Da clases en la Fundación
Barnes, de Pennsylvania. Publica Investigación sobre significado y verdad.
Regresa a Gran Bretaña. Es readmitido como profesor del Trinity College de
1944 Cambridge.
Basándose en material recogido en sus años de profesor en Estados Unidos,
1945 escribe una Historia de la filosofía occidental, que obtendrá una gran difusión
en el mundo anglosajón.
Publica una de sus obras filosóficas fundamentales: El conocimiento humano.
1948 Su alcance y sus límites.
Recibe el Premio Nobel de Literatura.
1950 Contrae matrimonio por cuarta vez, con la americana Edith
1952 Finch.
Redacta una «Advertencia a los gobiernos de las grandes potencias», que será
1954 firmada por Einstein y otros importantes científicos, donde se consideran los
riesgos de una utilización no pacífica de la energía nuclear.
Impulsa una campaña para el desarme nuclear.
1958 Aparece la última de sus obras filosóficas: La evolución de mi
1959 pensamiento filosófico.
Partidario de la desobediencia civil, crea el Comité de los 100 y participa en
1960 protestas contra el armamento atómico de Gran Bretaña.
A causa de ello, permanece durante siete días en la cárcel.
1961 Crea la Fundación para la Paz Bertrand Russell.
1963 Junto con Jean Paul Sartre y otros intelectuales
1967 occidentales organiza el Tribunal Internacional
contra los crímenes de guerra en Vietnam y protesta
contra la política norteamericana en el Sudeste Asiático. Inicia la publicación de su
Autobiografía.
Muere el 2 de febrero en Penrhyndeudraeth, Gales.
1970
La perspectiva científica
Publicada en 1931, La perspectiva científica pertenece al grupo de obras de
divulgación que Bertrand Russell escribió en el período de entreguerras. Su objeto fue el
de «considerar la influencia de la ciencia sobre la vida humana», y a tal fin dispuso una
serie de reflexiones —de extraordinaria actualidad, cincuenta años después de su
publicación—, escritas con un lenguaje llano.
Precisamente la sencillez de este lenguaje ha hecho pensar a algunos que la filosofía
de Russell carece de complejidades. Y nada más lejos de la realidad. El autor, junto con
Whitehead, de Principia mathematica hizo sus más brillantes aportaciones al pensamiento
filosófico del siglo XX cuestionando la validez —abstracta y universal— del lenguaje
filosófico y manifestando una desconfianza frontal hacia el lenguaje «ordinario».
La filosofía de Russell, desde la Exposición crítica de la filosofía de Leibniz (1900)
hasta el balance final de La evolución de mi pensamiento filosófico (1959) tuvo uno de sus
pivotes en la lógica formal y en el análisis lógico del lenguaje. Partiendo de un rechazo de
la filosofía clásica alemana —en particular de Kant y, aunque en menor medida, de Hegel
—, Russell, en Los principios de las matemáticas (1903), había ya establecido un
paradigma lógico-matemático, independiente de la realidad empírica, en el que se
formalizaban un cierto número, mínimo, de conceptos. La metafísica quedaba, por
supuesto, barrida del quehacer filosófico, pero en cambio, con esta formalización, Russell
afirmaba una de las ideas básicas de su pensamiento, a saber, que lo importante de una
filosofía es la lógica en que se funda.
Esta lógica para Russell debía poseer un carácter irreductible al análisis. Dado que la
física teórica —en los primeros lustros del siglo XX— volatilizaba con sus
descubrimientos la posibilidad de un modelo último de referencias (el espacio y el tiempo
se habían hecho relativos tras las teorías de Einstein; la materia era susceptible, según se
demostraba, de atomizarse más allá de las partículas elementales) se hacía necesario
encontrar un «lenguaje perfecto» —cuyo esbozo lógico-matemático había construido en
1903— y que, como tal, manifestara de inmediato la estructura lógica de aquello que se
afirma o que se niega.
Dicho lenguaje perfecto, por lo irreductible de sus términos, por la formalización
mínima de sus componentes, Russell lo derivó de su teoría del atomismo lógico. Según
ésta, el mundo aparece como una multiplicidad de elementos separados, o átomos, pero no
físicos, sino lógicos, y éstos constituyen el residuo último del análisis lógico. La filosofía
del atomismo lógico permite describir el mundo como compuesto de hechos atómicos (o
irreductibles), entendiendo por hechos no cosas particulares existentes —pues éstas no
atañen a la veracidad o falsedad de un enunciado— sino «aquellas cosas que son
afirmadas o negadas mediante proposiciones». Entre las proposiciones sólo cuentan las
que son susceptibles de una verificación empírica acerca de su verdad o de su falsedad o
de una verificación operada mediante deducción tautológica (en la que se demuestra que
se expresa lo mismo, pero con otras palabras).
Ahora bien, tal verificación empírica no puede comprender, como es obvio, a las
proposiciones de tipo religioso o moral, es decir, de lo ideológico. En el ámbito de las
creencias no existe, en propiedad, ninguna certeza, de lo que puede derivarse que el
pensamiento sólo existe en tanto que es lenguaje y éste, a su vez, es susceptible de un
análisis lógico. De ahí que el conocimiento, por regla general, no modifique para nada la
cosa conocida y de que la filosofía no tenga la pretensión de explicar los misterios del
universo; del carácter intrínseco de una cosa no pueden deducirse sus relaciones con otras
cosas («el orden, la unidad y continuidad —se lee en La perspectiva científica— son
invenciones humanas, como lo son los catálogos y las enciclopedias»).
Pero, entonces, ¿cuál es, según Russell, la misión de esta filosofía no «orgánica»? El
análisis del conocimiento: «Todo el conocimiento que poseemos es, o conocimiento de
hechos particulares, o conocimiento científico». La filosofía debe unirse a la ciencia,
distinguirse de las ciencias especiales únicamente por el carácter general de los problemas
que trata y por el hecho de que establece hipótesis sin confirmación empírica. Para Russell
una filosofía consistente es aquella que reposa sobre una amplia base de conocimientos no
filosóficos; los argumentos filosóficos no son deductivos y, en consecuencia, jamás han
probado nada. «Ciencia es lo que sabemos —afirmó en una ocasión—; filosofía, lo que no
sabemos».
Después de este esbozo de algunos de los aspectos más sobresalientes del pensamiento
de Russell, se comprenderá el interés de éste en reflexionar sobre el papel de la ciencia y
que de ahí naciera un libro como La perspectiva científica. El propósito de divulgación
que le anima hace, además, que al lado del Russell filósofo de la ciencia, aparezca también
el Russell moralista, preocupado por el porvenir de la humanidad.
La obra se inicia con una primera parte dedicada a examinar la naturaleza y el objeto
del conocimiento científico. Galileo, Newton, Darwin, Pavlov aparecen como casos de
ejemplificación del método científico y éste es considerado por Russell desde el punto de
vista de sus características y de sus limitaciones. Pero la ciencia, además de conocimiento,
es técnica, poder manipulador de las cosas, y de este aspecto ha arrancado la profunda
influencia que ha mostrado en los últimos siglos y muy especialmente en los últimos
ciento cincuenta años.
Russell alude en distintos pasajes de la obra a este carácter dual de la ciencia y lo
relaciona con el amor y con el poder. El conocimiento científico ha surgido en la Historia
como una manifestación del amor del hombre, como una búsqueda de la verdad. La
aplicación de este conocimiento ha dado origen a la técnica y ésta, por su enorme
capacidad transformadora —que ha condicionado desde la existencia cotidiana del hombre
hasta sus formas de organización social— ha sido puesta al servicio del poder. Así, de las
antiguas supersticiones religiosas se ha pasado a un escepticismo esterilizador derivado de
la primacía de la «ciencia como persecución del poder» sobre la «ciencia como
persecución de la verdad».
Esto ha provocado una suerte de huida hacia atrás, en pos de una certeza religiosa que
Russell considera regresiva (para él la existencia de un Creador no puede ser probada
científicamente). El futuro sólo es posible desde una perspectiva científica, pero ésta
proyecta una sociedad aterradora si la ciencia sigue estando al servicio del poder. De este
modo, «la sociedad científica… es incompatible con la persecución de la verdad, con el
amor, con él arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han
protegido hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética».
Antes se ha mencionado la actualidad de estas reflexiones. Y es porque las
predicciones de Russell se han cumplido a lo largo de estas últimas décadas. Queda, con
todo, la esperanza que él mismo expresa al final del libro de que la perspectiva científica
termine por ir acompañada de una nueva perspectiva moral que libere al hombre del
cautiverio de sí mismo.
El autor en el tiempo
Russell afirmó en más de una ocasión que su pensamiento empezó
Antecedentes a organizarse hacia 1900 partiendo de una oposición a la filosofía
del idealismo alemán. Desembarazado de las influencias de Kant y Hegel, se acogió a
otras tradiciones de pensamiento. Pero éstas fueron tan variadas como su propia filosofía
(no en vano se ha llamado a Russell «filósofo de todas las filosofías»).
Si, en un sentido lato, se pueden buscar antecedentes del atomismo lógico, por
ejemplo, en algunos presocráticos como Antístenes —que sostuvo que las afirmaciones
eran tautológicas—, en un sentido más estricto Russell tuvo como precursor a Leibniz,
filósofo que conoció profundamente y del que rescató, incluso, parte de su obra inédita.
Los átomos de Leibniz están emparentados con los átomos lógicos de Russell y la afinidad
entre ambos filósofos se extiende también al propósito de construcción de un lenguaje
perfecto. Y, al igual que el filósofo alemán, Russell consideró, en un principio, que lo
complejo está compuesto de entidades simples y que éstas habían de figurar como
objetivos del análisis.
De Guillermo de Occam Russell incorporó una de sus máximas —la de no multiplicar
los entes más de lo necesario (navaja de Occam)— cuando pasó a investigar el mundo
físico. Pero antes, en el campo de la lógica y de las matemáticas Russell había sido
influenciado por el alemán Frege y por el italiano Giuseppe Peano. De éste recogió el
sistema de signos que había inventado y que permitía enunciar las proposiciones lógicas y
matemáticas sin recurrir al lenguaje ordinario. Posteriormente, y en el campo de la teoría
del conocimiento, Russell partió de la teoría de William James respecto al origen
fisiológico de las sensaciones.
La filosofía de Russell creció al calor de los descubrimientos científicos,
Su época especialmente en el campo de la física. La teoría cuántica de Max Planck
o la teoría de la relatividad de Albert Einstein modificaron el pensamiento russelliano.
Pero éste, a su vez, modificó en su tiempo algunos aspectos sustanciales de la tradición
filosófica.
Al igual que Mach —el filósofo austríaco que ejerció una reconocida influencia en
Einstein—, Russell contribuyó a la formación de una nueva corriente de pensamiento
denominada positivismo lógico o, más impropiamente, neopositivismo. Maestro desde
1910 de Ludwig Wittgenstein, y a la vez también influido por éste, Russell está en el
origen de la filosofía del Círculo de Viena, que entre 1928 y 1938 fue desarrollada
básicamente por Rudolf Carnap y Hans Reichenbach.
Del mismo modo, y aunque no de forma explícita, Russell se adelantó con su filosofía
a las concepciones lingüísticas que a partir de 1916 tomarían cuerpo en la obra de
Saussure, tanto por el énfasis puesto en el carácter lingüístico de la vida mental como por
el formalismo lógico-matemático que posteriormente serviría de paradigma a lingüistas
como Hjelmslev.
«En el filosofar de nuestros días poco hay de
Influencia posterior importancia que no se derive de él», afirmó Alan Wood
en su ensayo inacabado La filosofía de Russell. Y el mismo autor consideró que habían de
pasar siglos antes de que pudiera evaluarse la influencia de Russell en la filosofía
subsiguiente. Pero la larga vida del filósofo británico —¡casi un siglo!— hace que las
influencias posteriores de su pensamiento se dieran ya antes de su propia muerte.
Si durante años, los Principia mathematica ejercieron una gran influencia entre los
lógicos, puede decirse, con José María Valverde, que el ideal russelliano de la
formalización total e independiente se ha convertido en el modelo del pensamiento
abstracto contemporáneo. Y es por esto por lo que Bertrand Russell es en la actualidad
punto de referencia obligado de cualquier intento de hacer filosofía.
Bibliografía
De Russell:
Obras Completas. Madrid, Aguilar, 1973.
El ABC de la relatividad. Barcelona, Editorial Ariel, 1978.
La América de Bertrand Russell. Madrid, Taurus, 1976.
Análisis de la materia. Madrid, Taurus, 1969.
Autobiografía. México, Aguilar, 1975.
Bertrand Russell responde. Barcelona, Granica editor, 1977.
Los caminos de la libertad. Madrid, Aguilar, 1934.
El conocimiento humano. Su alcance y sus limites. Madrid, Taurus, 1977.
Conocimiento y causa. Buenos Aires, Paidós, 1967.
La conquista de la felicidad. Madrid, Espasa-Calpe, 1978.
Ensayos filosóficos. Madrid, Alianza Editorial, 1969.
Ensayos impopulares. México, Editorial Hermes, 1963.
Ensayos sobre educación. Madrid, Espasa-Calpe, 1967.
Ensayos sobre lógica y conocimiento. Madrid, Taurus, 1966.
La evolución de mi pensamiento filosófico. Madrid, Alianza Editorial, 1976.
Historia de la filosofía occidental. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947, 2 volúmenes.
El impacto de la ciencia en la sociedad. Madrid, Aguilar, 1952.
Introducción a la filosofía matemática. Buenos Aires, Losada, 1945.
Matrimonio y moral. Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, 1973.
Misticismo y lógica. Buenos Aires, Paidós, 1967.
Nuevas esperanzas para un mundo en transformación. México, Editorial Hermes, 1953.
Los principios de la matemática. Madrid, Espasa-Calpe, 1967.
Los problemas de la filosofía. Barcelona, Editorial Labor, 1970.
Retratos de memorias y otros ensayos. Madrid, Alianza Editorial, 1976.
La sabiduría de Occidente. Madrid, Aguilar, 1975.
Teoría y práctica del bolchevismo. Barcelona, Ediciones Ariel, 1969.
Sobre Russell:
CHOMSKY, N.: Conocimiento y libertad. Barcelona, Ediciones Ariel, 1972.
DEVAUX, PH.: Russell. Madrid, Edaf, 1976.
IVARS, J. F.: Conocer Bertrand Russell y su obra. Barcelona, Dopesa, 1977.
PÉREZ, D.: Bertrand Russell. Barcelona, Fontanella, 1968.
WOOD, A.: Bertrand Russell. Madrid, Aguilar, 1974.
PRIMERA PARTE

EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
Capítulo I
EJEMPLOS DEL MÉTODO CIENTÍFICO

GALILEO

E L método científico, si bien en sus formas más refinadas puede juzgarse complicado,
es en esencia de una notable sencillez. Consiste en observar aquellos hechos que
permitan al observador descubrir las leyes generales que los rigen. Los dos períodos —
primero, el de observación, y segundo, el de deducción de una ley— son ambos
esenciales, y cada uno de ellos es susceptible de un afinamiento casi indefinido; pero, en
esencia, el primer hombre que dijo: «el fuego quema», estaba empleando el método
científico; sobre todo, si se había decidido a quemarse varias veces. Este hombre había ya
pasado por los dos períodos de observación y generalización. No tenía, sin embargo, lo
que la técnica científica exige: una elección cuidadosa de los hechos relevantes, por un
lado, y por el otro, diversos medios para deducir leyes, aparte de la mera generalización.
El hombre que dice: «los cuerpos sin apoyo en el espacio caen», ha generalizado
simplemente; y puede ser refutado por los globos, las mariposas y los aeroplanos. En
cambio, el hombre que conoce la teoría de los cuerpos que caen, sabe también por qué
ciertos cuerpos excepcionales no caen.
El método científico, a pesar de su sencillez esencial, ha sido obtenido con gran
dificultad, y aún es empleado únicamente por una minoría, que a su vez limita su
aplicación a una minoría de cuestiones sobre las cuales tiene opinión. Si el lector cuenta
entre sus conocidos a algún eminente hombre de ciencia, acostumbrado a la más
minuciosa precisión cuantitativa en los experimentos y a la más abstrusa habilidad en las
deducciones de los mismos, sométalo a una pequeña prueba, que muy probablemente dará
resultado instructivo. Consúltele sobre partidos políticos, teología, impuestos, corredores
de rentas, pretensiones de las clases trabajadoras y otros temas de índole parecida, y es
casi seguro que al poco tiempo habrá provocado una explosión y le oirá expresar
opiniones nunca comprobadas con un dogmatismo que jamás desplegaría respecto a los
resultados bien cimentados de sus experiencias de laboratorio.
Este ejemplo demuestra que la actitud científica es en cierto modo no natural en el
hombre. La mayoría de nuestras opiniones son realizaciones de deseos, como los sueños
en la teoría freudiana. La mente de los más razonables de entre nosotros puede ser
comparada con un mar tormentoso de convicciones apasionadas, basadas en el deseo;
sobre ese mar flotan arriesgadamente unos cuantos botes pequeñitos, que transportan un
cargamento de creencias demostradas científicamente. No debemos deplorar del todo que
así sea; la vida tiene que ser vivida, y no hay tiempo para demostrar racionalmente todas
las creencias por las que nuestra conducta se regula. Sin cierto saludable arrojo, nadie
podría sobrevivir largo tiempo. El método científico debe, pues, por su propia naturaleza,
limitarse a las más solemnes y oficiales de nuestras opiniones. Un médico que aconseja un
régimen, lo dará después de tomar en cuenta todo lo que la ciencia tiene que decir en el
asunto; pero el hombre que sigue su consejo no puede detenerse a comprobarlo, y está
obligado, por consiguiente, a confiar no en la ciencia, sino en la creencia de que su médico
es un científico. Una comunidad impregnada de ciencia es aquella en la que los expertos
reconocidos han llegado a sus opiniones por métodos científicos; pero es imposible para el
ciudadano en general repetir por sí mismo el trabajo de los expertos. Hay en el mundo
moderno un gran conglomerado de conocimientos bien comprobados en todo género de
asuntos; y el hombre corriente los acepta por autoridad, sin necesidad de dudar. Pero tan
pronto como cualquier pasión violenta interviene para torcer el juicio del experto, éste se
hace indigno de esa confianza, cualquiera que sea el bagaje científico que posea. Las
opiniones de los médicos sobre el embarazo, el alumbramiento y la lactancia hallábanse
impregnadas hasta hace poco de cierto sadismo. Hicieron falta, por ejemplo, más pruebas
para persuadirles de que los anestésicos pueden ser empleados en el parto que las que se
necesitarían para persuadirles de lo contrario. A cualquiera que desee pasar una hora
divertida le aconsejo que atienda a las tergiversaciones de eminentes craneólogos, en sus
intentos de probar por medidas cerebrales que las mujeres son más estúpidas que los
hombres.[1.1]
No son, sin embargo, los yerros de los hombres de ciencia lo que nos interesa cuando
tratamos de describir el método científico. Una opinión científica es aquella para la cual
hay alguna razón de creerla verdadera; una opinión no científica es aquella que se sustenta
en alguna razón distinta de su probable verdad. Nuestra era se distingue de todas las eras
anteriores al siglo XVII por el hecho de que algunas de nuestras opiniones son científicas
en el sentido antes expresado. Exceptúo las cuestiones de mero hecho, toda vez que la
generalización en un grado mayor o menor es una característica esencial de la ciencia, y
que los hombres (con la excepción de unos pocos místicos) nunca han sido capaces de
negar totalmente los hechos evidentes de su existencia diaria.
Los griegos, eminentes en casi todos los ramos de la actividad humana, hicieron —y
ello es sorprendente— poco para la creación de la ciencia. La gran hazaña intelectual de
los griegos fue la geometría, que juzgaban como un estudio a priori, derivado de premisas
evidentes por sí mismas y que no requerían verificación experimental. El genio griego fue
deductivo más que inductivo, y dominó por ello en matemáticas.
En las edades siguientes, las matemáticas griegas fueron casi olvidadas, mientras otros
productos de la pasión griega por la deducción sobrevivían y florecían, sobre todo la
teología y el derecho. Los griegos observaron el mundo como poetas más que como
hombres de ciencia; en parte, creo, porque toda actividad manual era indigna de un
caballero, de suerte que todo estudio que requiriese experimentos parecía un poco vulgar.
Quizá fuera caprichoso relacionar con este prejuicio el hecho de ser la astronomía la rama
en que los griegos se mostraron más científicos, ya que aquella ciencia se refiere a cuerpos
que sólo pueden ser vistos y no tocados.
Sea lo que fuere, es notable lo mucho que los griegos descubrieron en astronomía.
Afirmaron desde el principio que la Tierra es redonda, y algunos de ellos llegaron a la
teoría de Copérnico de que la revolución de la Tierra, y no la revolución de los cielos, es la
que origina el movimiento diurno aparente del Sol y de las estrellas. Arquímedes escribe
al rey Gelón de Siracusa y le dice: «Aristarco de Samos ha compuesto un libro en el que
menciona algunas hipótesis, cuyas premisas llevan a la conclusión de ser el universo
mucho mayor de lo que hasta ahora se ha supuesto. Sus hipótesis son que las estrellas fijas
y el Sol permanecen inmóviles; que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de
un círculo, estando situado el Sol en el centro de la órbita». Así los griegos descubrieron
no sólo la rotación de la Tierra, sino también su revolución alrededor del Sol. Fue el
descubrimiento de que un griego había sostenido esta opinión lo que animó a Copérnico a
hacerla revivir. En los días del Renacimiento, cuando vivía Copérnico, se afirmaba que
cualquier opinión que hubiese sido sustentada por un antiguo tenía que ser verdadera, y
que una opinión no sustentada por ningún antiguo no podía merecer respeto. Dudo de que
Copérnico hubiera nunca llegado a ser un copernicano, si no hubiese existido Aristarco,
cuya opinión permaneció olvidada hasta el renacimiento de la enseñanza clásica.
Los griegos también descubrieron métodos válidos para medir la circunferencia de la
Tierra. El geógrafo Eratóstenes la estimaba en 250.000 estadios (unos 38.000 kilómetros),
que no está muy lejos de la verdad.
El más científico de los griegos fue Arquímedes (257-221 antes de Cristo). Como
Leonardo de Vinci, en una época posterior, consiguió el favor de un príncipe por su
habilidad en las artes de la guerra, y como a Leonardo, fuele también concedido permiso
para aumentar los conocimientos humanos con la condición de que disminuyese vidas
humanas. Sus actividades en este particular fueron, sin embargo, más distinguidas que las
de Leonardo, toda vez que inventó los más sorprendentes artificios mecánicos para
defender la ciudad de Siracusa contra los romanos, y fue finalmente muerto por un
soldado romano al ser tomada la ciudad. Se ha dicho que estaba tan absorto en un
problema matemático, que no se apercibió de la llegada de los romanos. Plutarco se
avergüenza de las invenciones mecánicas de Arquímedes, que juzga apenas dignas de un
caballero; pero le considera disculpable por haber ayudado a su primo el rey en un tiempo
de terrible peligro.
Arquímedes demostró ser un gran genio en matemáticas y poseer una habilidad
extraordinaria para la invención de artificios mecánicos; pero su contribución a la ciencia,
aunque notable, revela aún la actitud deductiva de los griegos, que hizo casi imposible
para ellos el método experimental. Su obra sobre estática es famosa, y con razón; pero
procede por axiomas, como la geometría de Euclides, y los axiomas se supone que son
evidentes por sí mismos, y no el resultado de la experiencia. Su libro Sobre los cuerpos
flotantes es el que según la leyenda, nació de haber resuelto Arquímedes el problema de la
corona del rey Hieron, de la que se sospechaba no estar hecha de oro puro. Este problema,
como es sabido, se ha supuesto que fue resuelto por Arquímedes estando en el baño. En
todo caso, el método que propone en su libro para casos análogos es perfectamente válido,
y aunque el libro se deriva de postulados por un método de deducción sólo cabe suponer
que llegó a los postulados experimentalmente. Esta es, quizá, la más científica (en el
sentido moderno) de las obras de Arquímedes. Pronto, sin embargo, después de su época
decayó la pasión que los griegos habían sentido por la investigación científica de los
fenómenos naturales, y aunque las matemáticas puras continuaron floreciendo hasta la
toma de Alejandría por los mahometanos, apenas hubo avances posteriores en la ciencia
natural, y lo mejor que se había elaborado, como la teoría de Aristarco fue olvidado.
Los árabes fueron más experimentales que los griegos, especialmente en química.
Esperaban transmutar los metales en oro, descubrir la piedra filosofal y confeccionar el
elixir de la vida. En parte por esta causa las investigaciones químicas fueron vistas con
agrado. A través de la Edad Media la tradición de la civilización fue mantenida
principalmente por los árabes, y de ellos adquirieron los cristianos, como Roger Bacon,
casi todo el conocimiento científico que la Baja Edad Media poseía. Los árabes, no
obstante, tenían un defecto, que era el opuesto del de los griegos: buscaban hechos sueltos
más que principios generales y no tuvieron la facultad de deducir leyes generales de los
hechos que habían descubierto.
En Europa, cuando el sistema escolástico comenzó a ceder ante el Renacimiento, hubo
durante cierto tiempo una gran aversión a todas las generalizaciones y a todos los
sistemas. Montaigne ilustra esta tendencia. Ama los hechos raros, particularmente si
contradicen algo. No muestra deseos de reducir sus opiniones a sistemas coherentes.
Rabelais, con su lema «Fais ce que voudras» es también opuesto a lo intelectual y demás
grilletes. El Renacimiento se regocijó de la recobrada libertad de especulación, y no estaba
dispuesto a perder su libertad ni aun en interés de la verdad. De las figuras típicas del
Renacimiento, la más científica con mucho es Leonardo, cuyos libros de notas son
fascinadores y contienen muchas brillantes anticipaciones de descubrimientos ulteriores;
pero no llevó casi nada a madurez y no ejerció influencia en sus sucesores científicos.
El método científico, tal como lo entendernos, aparece en el mundo con Galileo (1564-
1642), y en menor grado, con su contemporáneo Kepler (1571-1630). Kepler alcanzó la
fama por sus tres leyes. Primero descubrió que los planetas se mueven en torno al Sol
según elipses y no según círculos. Para la mente moderna no hay nada sorprendente en el
hecho de que la órbita terrestre sea una elipse; pero para las mentes educadas a la antigua,
nada, excepto un círculo o algún complejo de círculos, parecía órbita adecuada para el
movimiento de un cuerpo celeste. Según los griegos, los planetas eran seres divinos y
debían, por eso, moverse en curvas perfectas. Los círculos y los epiciclos no lastimaban
sus susceptibilidades estéticas pero una órbita encorvada o oblicua tal como es la de la
Tierra, les hubiera impresionado profundamente. Una observación sin prejuicios estéticos
requería por eso, en aquella época, una rara intensidad de ardor científico. Fueron Kepler y
Galileo los que establecieron el hecho de que la Tierra y otros planetas giran alrededor del
Sol. Esto había sido afirmado por Copérnico, y como hemos visto, por ciertos griegos, que
no habían logrado, empero, dar las pruebas de ello. Copérnico, es verdad, no encontró
argumentos serios qué presentar en favor de su punto de vista. No es mera justicia para
con Kepler el afirmar que al adoptar la hipótesis copernicana se apoyaba en razones
puramente científicas. Se dice que en cierta época de su juventud fue partidario de la
adoración del Sol, y que pensaba que el centro del universo era el único sitio digno de una
tan gran deidad. Sin embargo, sólo motivos científicos pudieron conducirle al
descubrimiento de ser las órbitas planetarias elipses y no círculos.
El y aún más Galileo poseyeron el método científico en su integridad. Aunque se
saben actualmente muchas más cosas que las que se sabían en su época, no se ha añadido
nada esencial al método. Pasaron de la observación de hechos particulares al
establecimiento de leyes cuantitativas rigurosas, por medio de las cuales los hechos
particulares futuros podían ser predichos. Chocaron profundamente con sus
contemporáneos, en parte porque sus conclusiones se enfrentaban por su naturaleza con
las creencias de aquella época; pero en parte también porque la creencia en la autoridad
había impulsado a los eruditos a limitar a las bibliotecas sus investigaciones, y los
profesores estaban angustiados ante la sugestión de que podría ser necesario contemplar el
mundo para saber cómo es.
Hay que reconocer que Galileo era algo travieso. Siendo aún muy joven, fue nombrado
profesor de matemáticas en Pisa; pero como el salario era miserable, no parece haberse
ilusionado con que se esperasen de él grandes cosas. Comenzó escribiendo un tratado
contra el uso del birrete y de la loga en la Universidad, tratado que pudo quizá
popularizarse entre los estudiantes; pero que fue acogido con gran descontento por sus
compañeros los profesores. Se divertía buscando ocasiones que pusiesen en ridículo a sus
colegas. Estos afirmaban, por ejemplo —basándose en la física de Aristóteles—, que un
cuerpo que pesase diez libras caería de una altura determinada en una décima parte del
tiempo que necesitaría un cuerpo que pesase una libra. Una mañana subió Galileo a lo alto
de la torre inclinada de Pisa con dos pesos de una y diez libras, respectivamente, y en el
momento en que los profesores se dirigían con, grave dignidad a sus cátedras, en presencia
de los discípulos, llamó su atención y dejó caer los dos pesos a sus pies desde lo alto de la
torre. Ambos pesos llegaron prácticamente al mismo tiempo. Los profesores, sin embargo,
sostuvieron que sus ojos debían haberles engañado, puesto que era imposible que
Aristóteles se equivocase.
En otra ocasión fue aún más atrevido. Giovanni dei Medici, que era gobernador de
Liorna, inventó una máquina de dragar, de la que estaba muy ufano. Galileo afirmó que,
hiciese lo que hiciese, no lograría dragar con ella; como así resultó. Esto indujo a
Giovanni a hacerse un entusiasta aristotélico.
Galileo se hizo impopular y fue silbado al explicar su curso, hecho que también le ha
sucedido a Einstein en Berlín. Después hizo un telescopio e invitó a los profesores a mirar
por él los satélites de Júpiter. Los profesores rehusaron, exponiendo como motivo que
Aristóteles no había mencionado dichos satélites, y que, por eso, cualquiera que pensase
que lo veía tenía que estar equivocado.
El experimento de la torre inclinada de Pisa corroboró la primera investigación
importante de Galileo, o sea, el establecimiento de la ley de caída libre de los graves.
Según dicha ley, todos los cuerpos caen a la misma velocidad en el vacío, y al término de
un tiempo determinado han adquirido una velocidad proporcional al tiempo durante el
cual han estado cayendo y han recorrido un espacio proporcional al cuadrado de dicho
tiempo. Aristóteles había sostenido otra cosa; pero ni Aristóteles ni ninguno de sus
sucesores, durante cerca de dos mil años, se habían tomado la molestia de averiguar si lo
que sostenían era verdad. La idea de hacer esta investigación era una novedad, y la falta de
respeto de Galileo a la autoridad fue considerada como abominable. Tenía, como es
natural, muchos amigos, hombres para quienes el espectáculo de la inteligencia era
delicioso en sí mismo. Pocos de estos hombres, sin embargo, ocupaban puestos
académicos, y la opinión universitaria era enconadamente hostil a los descubrimientos de
Galileo.
Como todo el mundo sabe, tuvo que ver con la Inquisición al final de su vida, por
sostener que la Tierra gira alrededor del Sol. Había tenido un primer encuentro de menos
importancia, del cual saliera sin gran quebranto; pero el año 1632 publicó un libro de
diálogos sobre los sistemas de Copérnico y Ptolomeo, en el que cometió la temeridad de
colocar en boca de un personaje llamado Simplicio algunas observaciones que habían sido
hechas por el Papa. El Papa mantenía relación amistosa con Galileo; pero en esta ocasión
se puso furioso. Galileo vivía en Florencia en buena amistad con el Gran Duque. Pero la
Inquisición reclamó su presencia en Roma para juzgarle, y amenazó al Gran Duque con
castigos y multas si continuaba amparando a Galileo. Este tenía por entonces setenta años;
estaba muy enfermo y se iba quedando ciego. Envió un certificado médico para demostrar
que no estaba en condiciones de viajar; a lo cual la Inquisición respondió enviándole un
médico de los suyos, con órdenes de que tan pronto se repusiese lo bastante fuese traído a
Roma cargado de cadenas. Al enterarse de que esta orden se iba a llevar a cabo, se puso
voluntariamente en camino. Con amenazas se le obligó a hacer acto de sumisión.
La sentencia de la Inquisición es un documento interesante. Dice así:
… Por cuanto tú, Galileo, hijo del difunto Vincenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, fuiste
denunciado, en 1615, a este Santo Oficio por sostener como verdadera una falsa doctrina enseñada por muchos, a
saber: que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve y posee también un movimiento
diurno; así como por tener discípulos a quienes instruyes en las mismas ideas; así como por mantener
correspondencia sobre el mismo tema con algunos matemáticos alemanes; así como por publicar ciertas cartas
sobre las manchas del Sol, en las que desarrollas la misma doctrina como verdadera; así como por responder a las
objeciones que se suscitan continuamente por las Sagradas Escrituras, glosando dichas Escrituras según tu propia
interpretación; y por cuanto fue presentada la copia de un escrito en forma de carta, redactada expresamente por
ti para una persona que fue antes tu discípulo, y en la que, siguiendo la hipótesis de Copérnico, incluyes varias
proposiciones contrarias al verdadero sentido y autoridad de las Sagradas Escrituras; por eso este Sagrado
Tribunal, deseoso de prevenir el desorden y perjuicio que desde entonces proceden y aumentan en menoscabo de
la Sagrada Fe, y atendiendo al deseo de Su Santidad y de los eminentísimos cardenales de esta suprema universal
Inquisición, califica las dos proposiciones de la estabilidad del Sol y del movimiento de la Tierra, según los
calificadores teológicos, como sigue:

1. La proposición de ser el Sol el centro del mundo e inmóvil en su sitio es absurda, filosóficamente falsa y
formalmente herética, porque es precisamente contraria a las Sagradas Escrituras.
2. La proposición de no ser la Tierra el centro del mundo, ni inmóvil, sino que se mueve, y también con un
movimiento diurno, es también absurda, filosóficamente falsa y, teológicamente considerada, por lo menos
errónea en la fe.

Pero estando decidida en esta ocasión a tratarte con suavidad, la Sagrada Congregación, reunida ante Su
Santidad el 25 de febrero de 1616, decreta que su eminencia el cardenal Bellarmino te prescriba abjurar del todo
de la mencionada falsa doctrina; y que si rehusases hacerlo, seas requerido por el comisario del Santo Oficio a
renunciar a ella, a no enseñarla a otros ni a defenderla; y a falta de aquiescencia, que seas prisionero; y por eso,
para cumplimentar este decreto al día siguiente, en el palacio, en presencia de su eminencia el mencionado
cardenal Bellarmino, después de haber sido ligeramente amonestado por dicho cardenal, fuiste conminado por el
comisario del Santo Oficio, ante notario y testigos, a renunciar del todo a la mencionada opinión falsa, y en el
futuro, no defenderla ni enseñarla de ninguna manera, ni verbalmente ni por escrito; y después de prometer
obediencia a ello, fuiste despachado.
Y con el fin de que una doctrina tan perniciosa pueda ser extirpada del todo y no se insinúe por más tiempo
con grave detrimento de la verdad católica, ha sido publicado un decreto procedente de la Sagrada Congregación
del Indice, prohibiendo los libros que tratan de esta doctrina, declarándola falsa y del todo contraria a la Sagrada
y Divina Escritura.
Y por cuando después ha aparecido un libro publicado en Florencia el último año, cuyo título demostraba ser
tuyo, a saber: El Diálogo de Galileo Galilei sobre los dos sistemas principales del mundo: el ptolomeico y el
copernicano; y por cuanto la Sagrada Congregación ha oído que a consecuencia de la impresión de dicho libro va
ganando terreno diariamente la opinión falsa del movimiento de la Tierra y de la estabilidad del Sol, se ha
examinado detenidamente el mencionado libro y se ha encontrado en él una violación manifiesta de la orden
anteriormente dada a ti, toda vez que en este libro has defendido aquella opinión que ante tu presencia había sido
condenada; aunque en el mismo libro haces muchas circunlocuciones para inducir a la creencia de que ello queda
indeciso y sólo como probable, lo cual es asimismo un error muy grave, toda vez que no puede ser en ningún
modo probable una opinión que ya ha sido declarada y determinada como contraria a la Divina Escritura. Por
eso, por nuestra orden, has sido citado en este Santo Oficio, donde, después de prestado juramento, has
reconocido el mencionado libro como escrito y publicado por ti. También confesaste que comenzaste a escribir
dicho libro hace diez o doce años, después de haber sido dada la orden antes mencionada. También reconociste
que habías pedido licencia para publicarlo, sin aclarar a los que te concedieron este permiso que habías recibido
orden de no mantener, defender o enseñar dicha doctrina de ningún modo. También confesaste que el lector podía
juzgar los argumentos aducidos para la doctrina falsa, expresados de tal modo, que impulsaban con más eficacia
a la convicción que a una refutación fácil, alegando como excusa que habías caído en un error contra tu intención
al escribir en forma dialogada y, por consecuencia, con la natural complacencia que cada uno siente por sus
propias sutilezas y en mostrarse más habilidoso que la generalidad del género humano al inventar, aun en favor
de falsas proposiciones, argumentos ingeniosos y plausibles.
Y después de haberte concedido tiempo prudencial para hacer tu defensa, mostraste un certificado con el
carácter de letra de su eminencia del cardenal Bellarmino, conseguido, según dijiste, por ti mismo, con el fin de
que pudieses defenderte contra las calumnias de tus enemigos, quienes propalaban que habías abjurado de tus
opiniones y habías sido castigado por el Santo Oficio; en cuyo certificado se declara que no habías abjurado ni
habías sido castigado, sino únicamente que la declaración hecha por Su Santidad, y promulgada por la Sagrada
Congregación del Indice, te había sido comunicada, en la que se declara que la opinión del movimiento de la
Tierra y de la estabilidad del Sol es contraria a las Sagradas Escrituras, y que por eso no puede ser sostenida ni
defendida. Por lo que al no haberse hecho allí mención de dos artículos de la orden, a saber: la orden de «no
enseñar» y «de ningún modo», argüiste que debíamos creer que en el lapso de catorce o quince años se habían
borrado de tu memoria, y que ésta fue también la razón por la que guardaste silencio respecto a la orden, cuando
buscaste el permiso para publicar tu libro, y que esto es dicho por ti, no para excusar tu error, sino para que pueda
ser atribuido a ambición de vanagloria más que a malicia. Pero este mismo certificado, escrito a tu favor, ha
agravado considerablemente tu ofensa, toda vez que en él se declara que la mencionada opinión es opuesta a las
Sagradas Escrituras, y, sin embargo, te has atrevido a ocuparte de ella y a argüir que es probable. Ni hay ninguna
atenuación en la licencia arrancada por ti, insidiosa y astutamente, toda vez que no pusiste de manifiesto el
mandato que se te había impuesto. Pero considerando nuestra opinión de no haber revelado toda la verdad
respecto a tu intención, juzgamos necesario proceder a un examen riguroso, en el que contestaste como buen
católico.
Por eso, habiendo visto y considerado seriamente las circunstancias de tu caso con tus confesiones y excusas,
y todo lo demás que debía ser visto y considerado, nosotros hemos llegado a la sentencia contra ti, que se escribe
a continuación:
Invocando el sagrado nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de Su Gloriosa Virgen Madre María,
pronunciarnos esta nuestra final sentencia, la que, reunidos en Consejo y Tribunal con los reverendos maestros de
la Sagrada Teología y doctores de ambos Derechos, nuestros asesores, extendemos en este escrito relativo a los
asuntos y controversias entre el magnífico Cario Sincereo, doctor en ambos Derechos, fiscal procurador del
Santo Oficio, por un lado, y tú, Galileo Galilei, acusado, juzgado y convicto, por el otro lado, y pronunciamos,
juzgamos y declaramos que tú, Galileo, a causa de los hechos que han sido detallados en el curso de este escrito,
y que antes has confesado, te has hecho a ti mismo vehementemente sospechoso de herejía a este Santo Oficio al
haber creído y mantenido la doctrina (que es falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras) de que el Sol
es el centro del mundo, y de que no se mueve de Este a Oeste, y de que la Tierra se mueve y no es el centro del
mundo; también de que una opinión puede ser sostenida y defendida como probable después de haber sido
declarada y decretada como contraria a la Sagrada Escritura, y que, por consiguiente, has incurrido en todas las
censuras y penalidades contenidas y promulgadas en los sagrados cánones y en otras constituciones generales y
particulares contra delincuentes de esta clase. Visto lo cual, es nuestro deseo que seas absuelto, siempre que con
un corazón sincero y verdadera fe, en nuestra presencia abjures, maldigas y detestes los mencionados errores y
herejías, y cualquier otro error y herejía contrarío a la Iglesia católica y apostólica de Roma, en la forma que
ahora se te dirá.
Pero para que tu lastimoso y pernicioso error y transgresión no queden del todo sin castigo, y para que seas
más prudente en lo futuro y sirvas de ejemplo para que los demás se abstengan de delincuencias de este género,
nosotros decretamos que el libro Diálogos de Galileo Galilei sea prohibido por un edicto público, y te
condenamos a prisión formal de este Santo Oficio por un período determinable a nuestra voluntad, y, por vía de
saludable penitencia, te ordenamos que durante los tres próximos años recites, una vez a la semana, los siete
salmos penitenciales, reservándonos el poder de moderar, conmutar o suprimir la totalidad o parte del
mencionado castigo o penitencia.

La fórmula de abjuración que a consecuencia de esta sentencia fue obligado Galileo a


pronunciar decía como sigue:
Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, siendo citado
personalmente a juicio y arrodillado ante vosotros, los eminentes y reverendos cardenales, inquisidores generales
de la República universal cristiana contra la depravación herética, teniendo ante mí los Sagrados Evangelios, que
toco con mis propias manos, juro que siempre he creído y, con la ayuda de Dios, creeré en lo futuro, todos los
artículos que la Sagrada Iglesia católica y apostólica de Roma sostiene, enseña y predica. Por haber recibido
orden de este Santo Oficio de abandonar para siempre la opinión falsa que sostiene que el Sol es el centro e
inmóvil, siendo prohibido el mantener, defender o enseñar de ningún modo dicha falsa doctrina; y puesto que
después de habérseme indicado que dicha doctrina es repugnante a la Sagrada Escritura, he escrito y publicado
un libro en el que trato de la misma condenada doctrina y aduzco razones con gran fuerza en apoyo de la misma,
sin dar ninguna solución; por eso he sido juzgado como sospechoso de herejía, esto es, que yo sostengo y creo
que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y es móvil, deseo apartar de las
mentes de vuestras eminencias y de todo católico cristiano esta vehemente sospecha, justamente abrigada contra
mí; por eso, con un corazón sincero y fe verdadera, yo abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías
mencionados, y en general, todo error y sectarismo contrario a la Sagrada Iglesia; y juro que nunca más en el
porvenir diré o afirmaré nada, verbalmente o por escrito, que pueda dar lugar a una sospecha similar contra mí;
asimismo, si supiese de algún hereje o de alguien sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al
inquisidor y ordinario del lugar en que pueda encontrarme. Juro, además, y prometo que cumpliré y observaré
fielmente todas las penitencias que me han sido o me sean impuestas por este Santo Oficio. Pero si sucediese que
yo violase algunas de mis promesas dichas, juramentos y protestas (¡que Dios no quiera!), me someto a todas las
penas y castigos que han sido decretados y promulgados por los sagrados cánones y otras constituciones
generales y particulares contra delincuentes de este tipo. Así, con la ayuda de Dios y de sus Sagrados Evangelios,
que toco con mis manos, yo, el antes nombrado Galileo Galilei, he abjurado, prometido y me he ligado a lo antes
dicho; y en testimonio de ello, con mi propia mano he suscrito este presente escrito de mi abjuración, que he
recitado palabra por palabra.
En Roma, en el convento de la Minerva, 22 de junio de 1633; yo, Galileo Galilei, he abjurado conforme se ha
dicho antes con mi propia mano.[1.2]

No es verdad que después de recitar esta abjuración dijese entre dientes: «Eppur si
muove». Fue la gente quien dijo esto, y no Galileo.
La Inquisición afirmaba que la suerte de Galileo «sería un ejemplo para que los demás
se abstuviesen de delincuencias de este género». En esta afirmación acertó, por lo menos
en lo que se refiere a Italia. Galileo fue el último, en efecto, de los grandes italianos.
Ningún italiano, desde entonces, ha sido capaz de delincuencias de ese género. No puede
decirse que la Iglesia haya variado mucho desde el tiempo de Galileo. Donde ejerce poder,
como en Irlanda y en Boston, sigue prohibiendo toda literatura que contenga nuevas ideas.
El conflicto entre Galileo y la Inquisición no es meramente el conflicto entre el libre
pensamiento y el fanatismo, o entre la ciencia y la religión: es además un conflicto entre el
espíritu de inducción v el espíritu de deducción. Los que creen en la deducción como
método para llegar al conocimiento se ven obligados a tomar sus premisas de alguna parte,
generalmente de un libro sagrado. La deducción procedente de libros inspirados es el
método de llegar a la verdad empleado por los juristas, cristianos, mahometanos y
comunistas… Y puesto que la deducción, como medio de alcanzar el conocimiento fracasa
cuando existe duda sobre las premisas, los que creen en la deducción tienen que ser
enemigos de los que discuten la autoridad de los libros sagrados. Galileo discutió a
Aristóteles v a las Escrituras, y con ello destruyó todo el edificio del conocimiento
medieval. Sus predecesores sabían cómo fue creado el mundo, cuál era el destino del
hombre y los más profundos misterios de la metafísica, y los ocultos principios que rigen
la conducta de los cuerpos. En el universo moral y material nada era misterioso para ellos,
nada oculto; todo podía ser expuesto en metódicos silogismos. Comparado con todo este
caudal, ¿qué les quedaba a los partidarios de Galileo? Una ley de caída de los graves, la
teoría del péndulo y las elipses de Kepler. ¿Puede sorprender, ante esto, que los eruditos
protestasen a voz en grito de la destrucción de sus conocimientos, ganados tan
laboriosamente? Así como el sol naciente disipa la multitud de las estrellas, así las escasas
verdades comprobadas por Galileo desvanecieron el firmamento centelleante de las
certezas medievales.
Sócrates había dicho que él era más sabio que sus contemporáneos, porque él sólo
sabía que no sabía nada. Esto era un artificio retórico. Galileo pudo haber dicho con
verdad que no sabía gran cosa, pero sabía que sabía algo, mientras sus contemporáneos
aristotélicos no sabían nada y pensaban que sabían mucho. El conocimiento, considerado
como opuesto a las fantasías de realización de los deseos, es difícil de alcanzar. Un poco
de contacto con el verdadero conocimiento hace menos aceptables las fantasías. Por regla
general, el conocimiento es más difícil de lograr que lo que suponía Galileo, y mucho de
lo que él creía era sólo aproximado; pero en el proceso de adquirir un conocimiento seguro
y general, Galileo dio el primer paso. Por eso es el padre de los tiempos modernos. Tanto
lo que nos gusta como lo que nos disgusta de la edad en que vivimos —su crecimiento de
población, su mejoramiento en sanidad, sus trenes, automóviles, radio, política y anuncios
de jabón—, todo proviene de Galileo. Si la Inquisición le hubiese cogido joven, no
podríamos ahora gozar de las delicias de la guerra aérea y de los gases envenenados, ni,
por otra parte, de la disminución de la pobreza y de las enfermedades, que es característica
de nuestra época.
Es costumbre entre cierta escuela de sociólogos menospreciar la importancia de la
inteligencia y atribuir todos los grandes sucesos a grandes causas impersonales. Juzgo esto
una completa ilusión. Creo que si cien de los hombres del siglo XVII hubiesen muerto en
la infancia, no existiría el mundo moderno. Y de esos ciento, Galileo es el principal.

NEWTON

S IR Isaac Newton nació el año en que murió Galileo (1642). Como Galileo, llegó a
muy viejo, pues murió el año 1727.
En el corto período que media entre las actividades de esos dos hombres, la posición
de la ciencia en el mundo había cambiado por completo. Galileo, durante toda su vida,
tuvo que luchar contra los hombres tenidos por científicos, y en sus últimos años tuvo que
sufrir persecución y condena por su obra. Newton, por el contrario, desde el momento en
que, a la edad de dieciocho años, entró como alumno en el Trinity College, de Cambridge,
escuchó el aplauso universal. Antes de transcurridos los dos años de conseguir su grado, el
director de su colegio le describía como hombre de increíble genio. Fue aclamado por todo
el mundo erudito, honrado por monarcas, y, con verdadero espíritu inglés, fue
recompensado por su trabajo con un destino de Gobierno, en el que no pudo continuar su
trabajo. Fue tan grande su valimiento que cuando Jorge I subió al trono el gran Leibniz
tuvo que permanecer en Hannover, porque él y Newton habían reñido.
Fue una fortuna para las épocas siguientes que las circunstancias de Newton fuesen tan
plácidas. Era hombre nervioso y timorato; al mismo tiempo susceptible y enemigo de
controversias. No gustaba de publicar sus trabajos, porque le exponían a la crítica, y se vio
forzado a hacerlo, a instancia de amigos cariñosos. A propósito de su Optica, escribió a
Leibniz: «Estaba tan acosado por las discusiones promovidas con la publicación de mi
teoría de la luz, que me reproché mi propia imprudencia por abandonar una bendición tan
sustancial como mi tranquilidad para correr detrás de una sombra». Si hubiese encontrado
una oposición parecida a la que tuvo enfrente Galileo, es probable que nunca hubiera
publicado un renglón.
El triunfo de Newton fue el más espectacular en la historia de la ciencia. La
astronomía, desde la época de los griegos, había sido a un mismo tiempo la más
adelantada y la más respetada de las ciencias. Las leyes de Kepler aún eran recientes, y la
tercera de ellas no era de ningún modo aceptada universalmente. Además, parecían
extrañas e inexplicables a los que se habían acostumbrado a los círculos y epiciclos. La
teoría de Galileo sobre las mareas no era correcta; los movimientos de la Luna no estaban
bien estudiados, y los astrónomos se condolían de la pérdida de aquella épica unidad que
los cielos poseían en el sistema ptolomeico. Newton, de un solo golpe, con su ley de la
gravitación, puso orden y unidad en esta confusión. No sólo dio razón en líneas generales
de los movimientos de planetas y satélites, sino, también de todos los detalles conocidos
hasta entonces; hasta los cometas, que no hacía mucho tiempo «presagiaban la muerte de
los príncipes», se encontraron sometidos a la ley de gravitación. El cometa de Halley fue
uno de los más serviciales, y Halley fue el mejor amigo de Newton.
Los Principia, de Newton, se desenvuelven al gran estilo griego; por las tres leyes del
movimiento y la ley de gravitación explicase, en deducción puramente matemática, el
conjunto del sistema solar. La obra de Newton es estatuaria y helénica, bien distinta de las
mejores de nuestra propia época. La aproximación más cercana a la misma perfección
clásica, entre los modernos, es la teoría de la relatividad; pero aun ésta no aspira a la
misma finalidad, ya que el grado de progreso de la época actual es demasiado grande.
Todo el mundo conoce la historia de la caída de la manzana. Contrariamente a lo que les
sucede a muchas de estas historias, no se tiene la seguridad de que sea falsa. En todo caso,
fue en el año 1665 cuando Newton pensó por primera vez en la ley de la gravitación, y en
aquel año, a causa de la gran peste, pasó una temporada en el campo, posiblemente en un
huerto. No publicó sus Principia hasta el año 1687: durante veintiún años se contentó con
pensar sobre su teoría y perfeccionarla gradualmente. Ningún moderno se hubiera atrevido
a hacer semejante cosa, ya que veintiún años es bastante para cambiar j completamente el
paisaje científico. Aun la obra de Einstein tiene siempre bordes mellados, dudas sin
resolver, especulaciones no concluidas. No digo esto en tono de crítica. Lo digo sólo para
ilustrar la diferencia entre nuestra edad y la de Newton. No aspiramos ya a la perfección, a
causa del ejército de sucesores a quienes podemos apenas aventajar, y que están en todo
momento dispuestos a borrar nuestras huellas.
El respeto universal otorgado a Newton, en contraste con el trato que encontró Galileo,
fue debido en parte a la propia obra de Galileo y a la de otros hombres de ciencia que
llenaron los años intermedios; pero también fue debido, y en no pequeña proporción, a la
marcha de la política. En Alemania, la guerra de los Treinta Años, que estaba en su
apogeo cuando murió Galileo, diezmaba la población, sin influir en lo más mínimo en el
equilibrio de poder entre protestantes y católicos. Esto fue causa de que aun el menos
reflexivo pensase que las guerras de religión eran una equivocación. Francia, aunque
potencia católica, había apoyado a los protestantes alemanes, y Enrique IV, aunque se hizo
católico para ganar París, no fue impulsado por este motivo a un gran fanatismo en la
práctica de su nueva fe. En Inglaterra la guerra civil, que comenzó el año del nacimiento
de Newton, condujo al predominio de los santos, que pusieron a todo el mundo, excepto a
los santos mismos, contra el celo religioso. Newton ingresó en la Universidad al año
siguiente de regresar Carlos II del destierro, y Carlos II, que fundó la Royal Society, hizo
todo lo posible por fomentar la ciencia, como un antídoto del fanatismo. El fanatismo
protestante le había mantenido en el destierro, y la intransigencia católica había hecho
perder el trono a su hermano. Carlos II, que era un monarca inteligente, tomó por regla de
gobierno el evitarse un nuevo viaje de destierro. El período desde su advenimiento hasta la
muerte de la reina Ana fue el más brillante, intelectualmente, de la historia inglesa.
En Francia, mientras tanto, Descartes había inaugurado la filosofía moderna. Pero su
teoría de los vórtices o torbellinos fue un obstáculo para la aceptación de las ideas de
Newton. Sólo después de la muerte de Newton, y principalmente como resultado de las
Lettres Philosophiques de Voltaire, cobró Newton fama; pero cuando lo hizo, su fama fue
enorme.
En realidad, durante toda la centuria siguiente, hasta la caída de Napoleón, fueron
principalmente los franceses los que prosiguieron la obra de Newton. Los ingleses se
equivocaron por patriotismo al adherirse a sus métodos, que eran inferiores a los de
Leibniz, con el resultado de que, después de su muerte, las matemáticas inglesas fueron
despreciables durante cien años. El daño que en Italia hizo la intransigencia hízolo en
Inglaterra el nacionalismo. Sería difícil decir cuál de los dos procedimientos resulta más
pernicioso.
Aunque los Principia de Newton conservan la forma deductiva, inaugurada por los
griegos, su espíritu es del todo diferente del de la ciencia griega, toda vez que la ley de
gravitación, que es una de sus premisas, no es supuesta como evidente por sí misma, sino
que se llega a ella inductivamente, a partir de las leyes de Kepler. El libro, por eso, ilustra
el método científico en la forma ideal. De la observación de hechos particulares llega por
inducción a una ley general, y por deducción de la ley general son inferidos otros hechos
particulares. Este es todavía el ideal de la física, que es la ciencia de la que, en teoría,
todas las demás debieran ser deducidas; pero la realización de ese ideal es algo más difícil
de lo que parecía en la época de Newton, y una sistematización prematura ha resultado ser
peligrosa.
La ley de gravitación de Newton ha tenido una historia peculiar. Mientras, durante más
de doscientos años, explicó casi todos los hechos que eran conocidos respecto a los
movimientos de los cuerpos celestes, permanece aislada y misteriosa en sí misma entre las
leyes naturales. Nuevas ramas de la física crecen en vastas proporciones, las teorías del
sonido, del calor, de la luz y de la electricidad fueron exploradas con éxito. Pero ninguna
propiedad de la materia fue descubierta que pudiese en modo alguno relacionarse con la
gravitación. Sólo con la teoría general de la relatividad de Einstein (1915) encaja la
gravitación en el cuadro general de la física; y entonces se encontró que pertenece más
bien a la geometría que a la física, en el sentido tradicional de «física». Desde un punto de
vista práctico, la teoría de Einstein supone sólo correcciones muy pequeñas de los
resultados newtonianos. Estas correcciones minúsculas, en tanto que se pueden medir, han
sido comprobadas empíricamente; pero si el cambio práctico es pequeño, el cambio
intelectual es enorme, puesto que toda nuestra concepción del espacio y del tiempo ha
tenido que ser transformada. La obra de Einstein ha acentuado la dificultad de soluciones
acabadas en la ciencia. La ley de gravitación de Newton ha reinado durante todo tiempo y
ha explicado tantas cosas, que parecía apenas creíble que tuviera necesidad de corrección.
Sin embargo, tal corrección ha resultado necesaria al final, y nadie duda de que la
corrección tendrá que ser, a su vez, corregida.

DARWIN

L OS primeros triunfos del método científico fueron logrados en astronomía. Sus


triunfos más notables en tiempos bien modernos han sido obtenidos en la física
atómica. Ambas materias requieren muchas matemáticas para su dominio. Quizás en su
última perfección toda ciencia será matemática; pero, mientras tanto, existen vastos
campos en los que las matemáticas apenas pueden aplicarse, y en ellos han de ser
realizadas algunas de las más importantes hazañas de la ciencia moderna.
Podemos tomar la obra de Darwin como representativa de las ciencias no matemáticas.
Darwin, como Newton, dominó el panorama intelectual de una época, no sólo entre los
hombres de ciencia, sino entre el público general ilustrado. Y, como Galileo, entró en
pugna con la teología, aunque con resultados menos desastrosos para el propio Darwin. La
importancia de Darwin en la historia de la cultura es muy grande; pero el valor de su obra
es difícil de apreciar desde un punto de vista estrictamente científico. No inventó la
hipótesis de la evolución, que se les había ocurrido a muchos de sus predecesores. Trajo
un montón de pruebas a su favor, e inventó un cierto mecanismo que llamó la «selección
natural» para dar razón de la evolución. Muchas de sus pruebas siguen siendo válidas;
pero la «selección natural» está menos en boga entre los biólogos de lo que lo estuvo.
Fue Darwin un hombre que viajó mucho, observó con inteligencia y reflexionó con
paciencia. Pocos hombres de su eminente valía han tenido menos que él la cualidad
llamada brillo. Nadie se ocupó mucho de él en su juventud. En Cambridge se contentó con
no trabajar y se graduó. No siendo posible, en aquel entonces, estudiar biología en la
Universidad, prefirió pasar el tiempo paseando por la comarca, coleccionando escarabajos,
lo cual era oficialmente una forma de vagancia. Su verdadera educación la debió al
crucero del Beagle, que le proporcionó la oportunidad de estudiar la flora y fauna de
muchas regiones y de observar los hábitats de especies afines, pero separadas
geográficamente. Una de sus mejores obras se refiere a lo que se llama actualmente
ecología, es decir, a la distribución geográfica de especies y géneros.[1.3] Observó, por
ejemplo, que la vegetación de los Altos Alpes se parece a la de las regiones polares, de lo
que dedujo antepasados comunes en tiempos de la época glacial.
Aparte de los detalles científicos, la importancia de Darwin radica en el hecho de que
obligó a los biólogos, y con ellos al público en general, a abandonar la antigua creencia en
la inmutabilidad de las especies y a aceptar el punto de vista de que los diversos géneros
de animales se han, desarrollado por variación a partir de antepasados comunes. Como
todos los innovadores de los tiempos modernos, tuvo que luchar con la autoridad de
Aristóteles. De Aristóteles podría decirse que ha sido uno de los grandes infortunios de la
raza humana. Aun en este momento la enseñanza de la lógica, en la mayoría de las
Universidades, está llena de tonterías, de las que Aristóteles es responsable.
La teoría de los biólogos, antes de Darwin, era que en el cielo estaba encerrado un gato
ideal, y un perro ideal, y así sucesivamente; y que los actuales gatos y perros son copias,
más o menos imperfectas, de esos tipos celestiales. Cada especie corresponde a una idea
diferente en la Mente Divina, y por eso no puede haber transición de una especie a otra, ya
que cada especie procede de un acto separado de creación. Los testimonios geológicos
hicieron cada vez más difícil sostener esta opinión, puesto que los antepasados de los tipos
existentes hoy, y separados por gran distancia, se asemejaban entre sí mucho más que las
especies de hoy día. El caballo, por ejemplo, tuvo anteriormente su complemento
adecuado de dedos; los pájaros primitivos apenas se distinguían de los reptiles, y así otros
casos. El mecanismo particular de la «selección natural» ya no es considerado por los
biólogos como el adecuado; pero el hecho general de la evolución es ahora universalmente
admitido entre la gente culta.
Con respecto a los animales distintos del hombre, la teoría de la evolución podía haber
sido admitida por mucha gente, sin demasiada violencia; pero en la mente popular el
darwinismo se identificó con la hipótesis de que los hombres descienden de los monos.
Esto era doloroso para nuestro concepto humano, casi tan doloroso como la doctrina de
Copérnico que afirma no ser la Tierra el centro del universo. La teología tradicional, como
es natural, ha sido siempre halagadora para la especie humana; si hubiese sido inventada
por monos o habitantes de Venus, sin duda, no hubiera tenido esa cualidad. El hombre, por
su índole, ha sido siempre capaz de defender su amor propio, bajo la impresión de que
estaba defendiendo la religión. Por otra parte, sabemos que los hombres tienen alma,
mientras que los monos carecen de ella. Si los hombres proceden gradualmente de los
monos, ¿en qué momento adquirieron el alma? Este problema no es, en realidad, más
grave que el problema de saber en qué estadio de desarrollo adquiere el feto el alma; pero
las dificultades nuevas siempre parecen peores que las viejas, ya que éstas pierden su
interés con la familiaridad. Si, para eludir la dificultad, decidimos que los monos tengan
alma, seremos conducidos, paso a paso, al punto de vista de conceder alma también a los
protozoarios; y si les negamos el alma a los protozoarios, seremos compelidos, si somos
evolucionistas, a negársela también a los hombres. Todas estas dificultades fueron al
mismo tiempo vistas por los que se oponían a Darwin, y es sorprendente que su oposición
no fuese más violenta de lo que fue.
La obra de Darwin, si bien requiere corrección en muchos extremos, proporciona, no
obstante, un ejemplo de lo que es esencial en el método científico, a saber: sustituir con las
leyes generales, basadas en la experiencia, los cuentos de hadas inventados por una
fantasía acuciada por el afán de realizar sus deseos. Los seres humanos encuentran difícil,
en todas las esferas, basar sus opiniones más en pruebas que en las propias esperanzas.
Cuando un vecino es acusado de inmoralidad, la gente se apresura a creer en la
imputación; le cuesta mucho trabajo aguardar a que se ofrezcan pruebas convincentes.
Cuando dos naciones promueven una guerra, ambas partes creen estar seguras de la
victoria. Cuando un hombre apuesta por un caballo, está seguro de que ganará. Cuando se
contempla a sí mismo, está convencido de que es un guapo mozo, que tiene un alma
inmortal. La prueba objetiva de cada una de estas proposiciones podrá ser todo lo
insuficiente que se quiera; nuestros deseos producen una tendencia casi irresistible a creer
en ella. El método científico aparta a un lado nuestros deseos e intenta llegar a opiniones
en las que los deseos no intervienen. Tiene, como es natural, ventajas prácticas el método
científico; de no ser así, nunca se hubiera abierto camino contra el mundo de la fantasía.
El profesional de las apuestas en las carreras de caballos es científico y se hace rico; el
punto ordinario no es científico y se arruina. Y así, en lo que se refiere a la excelencia
humana, la creencia de que los hombres tienen alma ha producido una cierta técnica, con
el fin de mejorar el género humano, la cual, a pesar de un esfuerzo prolongado y costoso,
no ha dado hasta ahora un buen resultado visible. El estudio científico de la vida y de la
mente y el cuerpo humanos, por el contrario, es probable que dentro de poco tiempo nos
capacite para producir mejoras que excedan a nuestros sueños, en la salud, inteligencia y
virtud de los seres humanos de tipo medio.
Darwin estaba equivocado en cuanto a las leyes de la herencia, que han sido
completamente transformadas por la teoría mendeliana. Tampoco tenía una teoría justa
para el origen de las variaciones, y las creía mucho más pequeñas y más graduales de lo
que se ha encontrado que son en cierta circunstancia. En estos extremos, los biólogos
modernos han avanzado mucho más que él. Pero no hubieran alcanzado el punto en que se
encuentran, si no hubiese sido por el empuje inicial de Darwin; y la mole de sus
investigaciones fue necesaria para impresionar a los hombres y convencerles de que la
teoría de la evolución es sumamente importante e imprescindible.
PAVLOV

C ADA nuevo avance de la ciencia en un nuevo dominio ha engendrado una resistencia


análoga a la encontrada por Galileo; pero cada vez con menos vehemencia. Los
tradicionalistas han esperado siempre que en alguna parte se descubriría una región a la
que resultara inaplicable el método científico. Después de Newton abandonaron
desesperados los cuerpos celestes. Después de Darwin, la mayoría de ellos admitieron el
hecho amplio de la evolución, aunque continúan sugiriendo aún al presente que el curso de
la evolución no va guiado por fuerzas mecánicas, sino que ha sido dirigido por un
propósito determinado de antemano. Así, la tenia ha adoptado su forma actual, no porque
de otra manera no hubiera podido sobrevivir en los intestinos humanos, sino porque
realiza una idea fraguada en el Cielo y que forma parte de la Mente Divina. Como dice el
obispo de Birmingham: «El repugnante parásito es un resultado de la integración de
mutaciones; es, al mismo tiempo, un ejemplo exquisito de adaptación al medio, y es
moralmente repugnante». Esta controversia no está del todo concluida, aunque puede
caber poca duda de que las teorías mecánicas de la evolución prevalecerán por completo
antes de poco tiempo.
Un efecto de la doctrina de la evolución ha sido impulsar a los hombres a conceder a
los animales alguna parte, por lo menos, de los méritos que ellos reclaman para el homo
sapiens. Descartes sostenía que los animales son meros autómatas, mientras los seres
humanos tienen libre albedrío. Opiniones de esta clase han perdido hoy su plausibilidad,
aunque la doctrina de la «evolución repentina» («emergent evolution»), que consideramos
en un capítulo posterior, ha sido ideada para rehabilitar la opinión que establece
diferencias cualitativas entre los hombres y los demás animales. La fisiología ha sido el
campo de batalla entre los que consideran sometidos al método científico todos los
fenómenos y los que esperan que entre los fenómenos vitales haya algunos, por lo menos,
que exijan un tratamiento místico. ¿Es el cuerpo humano una mera máquina regida toda
ella por los principios de la física y la química? Así se cree por lo general, aunque existen
aún procesos que no son bien comprendidos. ¿Acaso en ellos se esconde un principio
vital? De este modo, los campeones del vitalismo fraternizan con la ignorancia. No
ahondemos mucho —piensan ellos— en el conocimiento del cuerpo humano, no vayamos
a descubrir, para desilusión nuestra, que podemos entenderlo. Cada nuevo descubrimiento
hace menos plausible este punto de vista, y restringe el territorio aún abierto a los
obscurantistas. Hay algunos, sin embargo, que consienten en someter el cuerpo a los
cuidados tiernos del hombre de ciencia, siempre que puedan salvar el alma. El alma, como
sabemos, es inmortal y tiene percepción del bien y del mal. El alma, si pertenece al justo,
tiene conocimiento de Dios. Aspira a altas cosas y está impregnada por un soplo divino.
Siendo éste el caso, no puede, seguramente, estar gobernada por las leyes de la física y de
la química, o, en general, por ninguna ley. Por eso la psicología ha sido más
obstinadamente defendida por los enemigos del método científico que cualquier otra rama
del conocimiento humano. Sin embargo, la psicología se está haciendo científica; muchos
hombres han contribuido a este resultado, pero nadie en mayor proporción que el fisiólogo
ruso Pavlov.
Pavlov nació el año 1849, y dedicó la mayor parte de su vida trabajadora a la
investigación de la conducta de los perros. Esta, sin embargo, es una afirmación
demasiado amplia, pues su principal labor consistió meramente en observar cuándo fluye
saliva de la boca del perro y en qué cantidad. Esto ilustra una de las características más
importantes del método científico, como opuesto a los métodos de los metafísicos y
teólogos. El hombre de ciencia busca hechos que sean significativos en el sentido de
conducir a leyes generales, y esos hechos están frecuentemente desprovistos de interés
intrínseco. La primera impresión de una persona no científica, cuando se entera de lo que
se hace en algún laboratorio famoso, es la de que todos esos investigadores están
perdiendo su tiempo en trivialidades; y los hechos que tratan de esclarecer
intelectualmente son a menudo, en efecto, en sí triviales y carentes de interés. Ello puede
aplicarse al caso concreto de la especialidad de Pavlov, a saber: el flujo de la saliva en los
perros. Pero, estudiándolo, llegó Pavlov a establecer leyes generales que rigen la conducta
de muchos animales, y aun la de los seres humanos.
El procedimiento es el siguiente. Todo el mundo sabe que la vista de un manjar
suculento hace fluir saliva a la boca de un perro. Pavlov coloca un tubo en la boca del
perro para poder medir la cantidad de saliva que produce el manjar apetecido. El flujo de
saliva, cuando hay alimento en la boca, es lo que se llama un reflejo, que es una de las
cosas que el cuerpo hace espontáneamente y sin que influya la experiencia. Hay muchos
reflejos, algunos muy determinados, otros menos. Algunos de estos reflejos pueden ser
estudiados en los niños recién nacidos, pero otros sólo se presentan en un período ulterior
del crecimiento. El infante estornuda, bosteza, se despereza, mama, vuelve los ojos hacia
una luz brillante, y realiza otros movimientos corporales, sin necesidad de aprendizaje
previo. Todas estas acciones se llaman reflejos; en el lenguaje de Pavlov, reflejos
incondicionados. Entran en la esfera a que anteriormente se aplicaba la vaga
denominación de instinto. Los instintos complicados, como la construcción de los nidos
por los pájaros, resultan ser una serie de reflejos. En los animales inferiores, los reflejos
son poco modificados por la experiencia: la polilla continúa precipitándose sobre la llama,
aun después de haberse chamuscado sus alas. Pero en los animales superiores la
experiencia tiene un gran efecto en los reflejos; y esto sucede, por lo general, en el
hombre. Pavlov estudió el efecto de las experiencias en los reflejos salivares de los perros.
La ley fundamental en este asunto es la ley de los reflejos condicionados: cuando el
estímulo para un reflejo incondicionado ha sido muchas veces acompañado o precedido
inmediatamente por algún otro estímulo, este otro estímulo, por sí solo, producirá en
ocasión oportuna la respuesta que fue originada en un principio por el estímulo al reflejo
incondicionado. El flujo de saliva es originariamente producido por la presencia del
alimento en la boca; más tarde se produce por la vista y el olor del alimento, o por
cualquier otra señal que procede habitualmente a la toma de alimento. En este caso
tenemos lo que se llama un reflejo condicionado; la respuesta es la misma que en el reflejo
incondicionado pero el estímulo es uno nuevo, que se ha llegado a asociar con el estímulo
original a través de la experiencia. Esta ley del reflejo condicionado es la base de lo que
los antiguos psicólogos llamaban «asociación de ideas», de la comprensión del lenguaje,
del hábito, y prácticamente, de todo lo que es debido a la experiencia.
Apoyándose en esa ley fundamental, Pavlov ha producido experimentalmente todo
género de complicaciones. Emplea no sólo el estímulo del alimento agradable, sino
también el de ácidos desagradables, de suerte que puede suscitar en el perro tanto
respuestas de repugnancia como respuestas de aproximación. Habiendo formado un reflejo
condicionado, por una serie de experimentos, puede proceder a contenerlo por otra. Si una
señal dada es seguida algunas veces de resultados agradables, y otras de desagradables, el
perro es susceptible de sufrir al final una crisis nerviosa; se torna histérico o neurasténico
y, en realidad, en enfermo típico mental. Pavlov no lo cura haciéndole reflexionar sobre su
infancia, o haciéndole confesar una pasión culpable por su madre, sino con reposo y
bromuro. Relata Pavlov una historia que debería ser estudiada por todos los educadores.
Tenía un perro al que siempre le enseñaba una mancha circular de luz brillante antes de
darle alimento, y una mancha elíptica antes de aplicarle una corriente eléctrica. El perro
aprendió a distinguir claramente los círculos de las elipses, gozando con los primeros y
evitando las últimas con espanto. Pavlov disminuyó entonces gradualmente la
excentricidad de la elipse, haciéndola cada vez más parecida a un círculo. Durante largo
tiempo, el perro continuó distinguiendo claramente ambas figuras:
A medida que la forma de la elipse se fue aproximando más y más a la del círculo,
obtuvimos, más o menos rápidamente, una diferenciación delicada, cada vez más
acentuada. Pero cuando utilizamos una elipse cuyos dos ejes estaban en la relación de 9 a
8, es decir, una elipse casi circular, todo cambió. Obtuvimos una nueva diferenciación
delicada, que siempre permaneció imperfecta y que duró dos o tres semanas; después, no
sólo desapareció espontáneamente, sino que originó la pérdida de todas la diferenciaciones
anteriores, incluyendo las menos delicadas. Él perro, que antes permanecía quieto en su
taburete, estaba ahora constantemente forcejeando y aullando. Fue necesario elaborar de
nuevo todas las diferenciaciones, y las menos delicadas exigieron ahora mucho más
tiempo que la primera vez. Al intentar obtener la diferenciación final, se repitió la vieja
historia, esto es, todas las diferenciaciones desaparecieron, y el perro cayó de nuevo en un
estado de excitación.[1.4]
Temo que un procedimiento similar sea harto corriente en las escuelas y constituya la
causa de la aparente estupidez de muchos estudiantes.
Pavlov opina que el sueño es en esencia lo mismo que la inhibición, siendo una
inhibición general, en vez de específica. Basándose en su estudio de los perros, acepta la
opinión de Hipócrates de haber cuatro temperamentos, a saber: colérico, melancólico,
sanguíneo y flemático. El flemático y el sanguíneo los considera como los tipos más
sanos, mientras el melancólico y el colérico son susceptibles de desórdenes nerviosos.
Encuentra que sus perros pueden dividirse en estos cuatro tipos, y cree que lo mismo es
verdad para los seres humanos.
El órgano por medio del cual tiene lugar el aprendizaje es la corteza cerebral, y Pavlov
se considera a sí mismo como ocupado en el estudio de la corteza. Es un fisiólogo y no un
psicólogo; pero sostiene la opinión de que, tratándose de animales, no puede haber
psicología, tal como nosotros la deducimos por introversión al estudiar los seres humanos.
Con los seres humanos no parece que llega tan lejos como el doctor John B. Watson. «La
psicología —dice—, en cuanto concierne al estado subjetivo del hombre, tiene un derecho
natural a la existencia; para nuestro mundo subjetivo es la primera relación con la que nos
enfrentamos. Pero aunque sea concebido el derecho a la existencia de la psicología
humana, no hay razón para que no discutamos la necesidad de una psicología animal».[1.5]
En lo que atañe a los animales, es un behaviourista[1.6] puro, en el sentido de que no
podemos saber si un animal tiene conocimiento o, en caso de tenerlo, cuál sea la
naturaleza de este conocimiento. Con respecto a los seres humanos, a pesar de su
concesión teórica a la psicología introspectiva, todo lo que tiene que decir está fundado en
su estudio de los reflejos condicionados, y es evidente que, por lo que toca a la conducta
del cuerpo, su posición es enteramente mecanicista:
No se puede negar que sólo el estudio del proceso físicoquímico que tiene lugar en el tejido nervioso nos dará
una teoría real de todos los fenómenos nerviosos, y que las fases de este proceso nos proporcionarán una
explicación completa de todas las manifestaciones externas de la actividad nerviosa y de sus relaciones mutuas.
[1.7]

La siguiente cita es interesante, no sólo por ilustrar su posición en este punto, sino por
mostrar las esperanzas idealistas para la raza humana, que basa en el progreso de la
ciencia:
… Al comienzo de nuestro trabajo, y durante mucho tiempo después, sentíamos el apremio de la costumbre,
que nos invitaba a explicar nuestro resultado por medio de interpretaciones psicológicas. Cada vez que la
investigación objetiva encontraba un obstáculo, o cuando era detenida por la complejidad del problema, se
originaban recelos muy naturales respecto a la corrección de nuestro nuevo método. Gradualmente, con el
progreso de nuestra investigación, estas dudas se hicieron menos frecuentes, y ahora estoy profunda e
irrevocablemente convencido de que por este camino se encontrará el triunfo final de la mente humana sobre su
problema supremo —el conocimiento del mecanismo y las leyes de la naturaleza humana—. Sólo de este modo
puede venir una felicidad completa, verdadera y permanente. Dejemos a la mente elevarse, de victoria en
victoria, sobre la naturaleza que la rodea; dejémosla conquistar para la actividad y la vida humana, no sólo la
superficie de la tierra, sino todo lo que existe entre la profundidad de los mares y los límites superiores de la
atmósfera; dejémosla mandar para su servicio la energía prodigiosa que fluye de una parte del universo a la otra;
dejémosla aniquilar el espacio para la transferencia de sus pensamientos. Con todo, la misma criatura humana,
impulsada por poderes tenebrosos a guerras y revoluciones, con sus horrores, produce por sí misma incalculables
pérdidas materiales y pena indecible, y retrocede a estados bestiales. Sólo la ciencia, la ciencia exacta de la
propia naturaleza humana, y la aproximación más sincera a la misma, con la ayuda del omnipotente método
científico, librará al hombre de su melancolía presente y le purgará de su vergüenza contemporánea en la esfera
de las relaciones interhumanas.[1.8]

En metafísica no es ni materialista ni mentalista. Sostiene el criterio, que yo creo


firmemente ser el verdadero, de que la costumbre de distinguir entre el espíritu y la
materia es una equivocación, y que la realidad puede ser atribuida a ambos o a ninguno,
con igual justicia. «Llegamos ahora —dice— a juzgar el alma, la mente y la materia como
una sola cosa, y con este criterio no habrá necesidad de una elección entre ellos».
Como ser humano, Pavlov tiene la sencillez y la regularidad de los hombres sabios de
una época anterior, como, por ejemplo, Manuel Kant. Ha vivido una tranquila vida de
hogar y ha sido invariablemente puntual a su laboratorio. Una vez, durante la Revolución,
su ayudante se retrasó diez minutos, y adujo como excusa la Revolución. Pero Pavlov
replicó: «¿Qué importa una revolución, cuando tienes trabajo en el laboratorio?». La única
alusión a los trastornos de Rusia que se encuentra en sus escritos está relacionada con la
dificultad de alimentar a sus animales durante los años de escasez de alimento. Aunque su
labor ha sido de tal índole que pudo ser reputada como sostén de la metafísica oficial del
partido comunista, Pavlov piensa muy mal del gobierno soviético, y lo declara
vehementemente en público y en privado. A pesar de esto, el gobierno le ha tratado con
toda consideración y ha surtido generosamente su laboratorio con todo lo que ha
necesitado.
Rasgo típico de la moderna actividad científica (si se la compara con la de Newton o
aun la de Darwin) es que Pavlov no haya intentado una perfección estatuaria en la
presentación de sus teorías: «La razón de no haber dado una exposición sistemática de
nuestros resultados durante los últimos veinte años es la siguiente: El campo es del todo
nuevo, y la labor ha avanzado constantemente. ¿Cómo podría detenerme en una
concepción comprensiva para sistematizar los resultados, cuando cada día nuevos
experimentos y observaciones nos traen hechos adicionales?».[1.9] El ritmo del progreso en
la ciencia actual es demasiado grande para obras tales como los Principia, de Newton, o el
Origen de las especies, de Darwin. Antes de que un libro semejante pueda ser completado,
resultaría anticuado. En muchos aspectos, esto es sensible, pues los grandes libros del
pasado poseen cierta belleza y magnificencia, que está ausente de los folletos fugitivos de
nuestros días. Pero es una consecuencia inevitable del rápido incremento del
conocimiento, y debe, por eso, ser aceptado con filosofía.
¿Podrán los métodos de Pavlov hacerse extensivos a la totalidad de la conducta
humana? Ello es cuestionable; pero, en todo caso, abarcan un vasto campo, y dentro de
este campo han demostrado el modo de aplicar los métodos científicos con exactitud
cuantitativa. Pavlov ha conquistado una nueva esfera para la ciencia exacta, y debe, por
ello, ser considerado como uno de los grandes hombres de nuestro tiempo. El problema
que Pavlov ataca con éxito es el de someter a la ley científica lo que hasta ahora se
llamaba conducta voluntaria. Dos animales de la misma especie, o un mismo animal en
dos ocasiones diferentes, pueden responder diferentemente al mismo estímulo. Esto dio
origen a la idea de que hay algo, llamado voluntad, que nos capacita para responder a
situaciones caprichosamente y sin regularidad científica. El estudio de Pavlov sobre los
reflejos condicionados ha demostrado que la conducta, aunque no viene determinada por
la constitución congénita de un animal, puede, no obstante, tener sus propias reglas y ser
tan susceptible de tratamiento científico como lo es la conducta gobernada por los reflejos
incondicionados. Como dice el profesor Hogben:
En nuestra generación, la labor de la escuela de Pavlov ha atacado con éxito, por primera vez en la historia, el
problema llamado por el doctor Haldane «conducta consciente» de un modo no teológico. Lo ha reducido a la
investigación de las condiciones bajo las cuales se producen nuevos sistemas reflejos.[1.10]

Cuanto más se estudia este asunto, más importante parece ser. Por eso, Pavlov debe ser
clasificado entre los más eminentes hombres de ciencia de nuestra época.
II Capítulo

CARACTERÍSTICAS DEL MÉTODO CIENTÍFICO

E l método científico ha sido descrito muchas veces, y no es posible, a estas alturas,


decir nada muy nuevo sobre el mismo. Sin embargo, necesitamos describirlo una vez
más, para luego hallarnos en situación de considerar si existe algún otro método de
adquirir un conocimiento general.
Para llegar a establecer una ley científica existen tres etapas principales: la primera
consiste en observar los hechos significativos; la segunda, en sentar hipótesis que, si son
verdaderas, expliquen aquellos hechos; la tercera, en deducir de estas hipótesis
consecuencias que puedan ser puestas a prueba por la observación. Si las consecuencias
son verificadas se acepta provisionalmente la hipótesis como verdadera, aunque requerirá
ordinariamente modificación posterior, como resultado del descubrimiento de hechos
ulteriores.
En el estado actual de la ciencia, ni los hechos ni las hipótesis están aislados: existen
dentro del cuerpo general del conocimiento científico. El significado de un hecho es
relativo a dicho conocimiento. Decir que un hecho es significativo, en ciencia, es decir que
ayuda a establecer o a refutar alguna ley general; pues la ciencia, aunque arranca de la
observación de lo particular, no está ligada esencialmente a lo particular, sino a lo general.
Un hecho en ciencia no es un mero hecho, si no un caso. En esto difiere el científico del
artista, quien, cuando se digna observar los hechos, es probable que se fije en ellos en
todos sus detalles. La ciencia, en su último ideal, consiste en una serie de proposiciones
dispuestas en orden jerárquico; refiérense las del nivel más bajo en la jerarquía a los
hechos particulares, y las del más alto, a alguna ley general que lo gobierna todo en el
universo. Los distintos niveles en la jerarquía tienen una doble conexión lógica: una hacia
arriba y la otra hacia abajo. La conexión ascendente procede por inducción; la descendente
por deducción. Con otras palabras, en una ciencia perfeccionada procederíamos como
sigue: los hechos particulares A, B, C, D, etc., sugieren como probable una determinada
ley general, de la que, si es verdadera, todos son casos. Otra serie de hechos sugiere otra
ley general, y así sucesivamente. Todas estas leyes generales sugieren, por inducción, una
ley de un mayor grado de generalidad, de la cual, si es verdadera, son casos aquellas otras
leyes. Habrá muchas otras etapas al pasar de los hechos particulares observados a la ley
más general que se ha descubierto. De esta ley general procederemos, en cambio,
deductivamente, hasta llegar a los hechos particulares de los que ha arrancado nuestra
inducción anterior. En los libros de texto se adopta el orden deductivo; el inductivo se
sigue en el laboratorio.
La única ciencia que hasta ahora se ha aproximado, en cierto modo, a esta perfección
es la física. El análisis de ésta nos ayudará a concretar la noción abstracta que acabamos
de exponer sobre el método científico.
Galileo, como sabemos, descubrió la ley de caída libre de los cuerpos en la proximidad
de la superficie terrestre. Descubrió que, prescindiendo de la resistencia del aire, caen con
una aceleración constante, que es la misma para todos. Esta fue una generalización
deducida de un número de hechos relativamente pequeños, a saber: de los casos de los
cuerpos que caían, cronometrados por Galileo; pero su generalización fue confirmada por
todos los experimentos subsiguientes de índole análoga. Lo obtenido por Galileo fue una
ley del orden más ínfimo de generalidad, una ley lo menos apartada posible de los hechos
en sí. Mientras tanto, Kepler había observado el movimiento de los planetas y formulado
sus tres leyes relativas a sus órbitas. Estas, también, eran leyes del más ínfimo grado de
generalidad. Newton reunió las leyes de Kepler, la ley de Galileo de caída libre, las leyes
de las mareas y lo que era conocido acerca de los movimientos de los cometas, y
estableció una ley general, a saber: la ley de gravitación que las abarcaba a todas. Esta ley,
además, como sucede ordinariamente con una generalización afortunada, demostró, no
sólo por qué las anteriores leyes son verdaderas, sino también lo que tenían de incorrectas.
Los cuerpos en la proximidad de la superficie terrestre no caen con una aceleración
enteramente constante; a medida que se acercan a la tierra, la aceleración aumenta
ligeramente. Los planetas no se mueven exactamente en elipses: cuando se aproximan a
otros planetas, son arrancados un poco de sus órbitas. Así, la ley de Newton reemplazó a
las antiguas generalizaciones. Pero no se habría podido llegar a ella si no hubiera sido por
las anteriores. Durante más de doscientos años no apareció ninguna nueva generalización
que absorbiese la ley de gravitación de Newton, como ésta había absorbido las leyes de
Kepler. Cuando, por fin, Einstein encontró dicha generalización, colocó a la ley de
gravitación en la compañía más inesperada. Con sorpresa de todos, resultó ser esta ley una
ley de geometría más que de física, en el antiguo sentido. La proposición con la que tienen
más afinidad es el teorema de Pitágoras, que dice que el cuadrado de la hipotenusa es igual
a la suma de los cuadrados de los catetos. Todo estudiante aprende la demostración de esta
proposición; pero sólo los que leen a Einstein se enteran de su refutación. Para los griegos
—y para los modernos hasta hace cien años—, la geometría era un estudio a priori, como
la lógica formal, y no una ciencia empírica basada en la observación. Lobachevsky, en
1829, demostró la falsedad de esta opinión, y probó que la verdad de la geometría de
Euclides sólo podía establecerse por observación y no por razonamiento. Aunque esta
opinión dio origen a nuevas ramas importantes de las matemáticas puras, no prosperó en
física hasta el año 1915, en que Einstein la introdujo en su teoría general de la relatividad.
Ahora resulta que el teorema de Pitágoras no es del todo verdadero y que la verdad exacta,
que bosqueja, contiene en sí misma la ley de gravitación como un ingrediente o
consecuencia. Por otra parte, no es del todo la ley de gravitación de Newton sino una ley
cuyas consecuencias observables son ligeramente diferentes. En lo que Einstein difiere de
Newton, en lo hasta ahora observado, resulta aquél tener razón. La ley de gravitación de
Einstein es más general que la de Newton, toda vez que no sólo se aplica a la materia, sino
también a la luz y a toda forma de energía. La teoría general einsteniana de la gravitación
exige como preliminar, no sólo la teoría de Newton, sino también la teoría del
electromagnetismo, la ciencia de la espectroscopia, la observación de la presión de la luz y
la capacidad de realizar minuciosas observaciones astronómicas, que debemos a los
grandes telescopios y a la perfección de la técnica fotográfica. Sin todos estos
preliminares, la teoría de Einstein no hubiera podido ser descubierta ni demostrada. Pero
cuando la teoría estuvo establecida en forma matemática, partimos de la ley generalizada
de gravitación y llegamos, al final de nuestro razonamiento, a aquellas consecuencias
verificables sobre las que, en el orden inductivo, estaba basada la ley. En el orden
deductivo, las dificultades de descubrimiento están oscurecidas, y es difícil percatarse de
la inmensa cantidad de conocimiento preliminar requerido por la inducción que condujo a
nuestra premisa mayor. La misma clase de desenvolvimiento se ha verificado con una
rapidez verdaderamente asombrosa respecto a la teoría de los quanta. El primer
descubrimiento de que existían hechos que necesitaban semejante teoría tuvo lugar en
1900, y, sin embargo, ahora el asunto puede ser tratado de un modo enteramente abstracto,
que apenas hace recordar al lector que existe un universo.
A través de la historia de la física, desde el tiempo de Galileo, la importancia del hecho
significativo ha sido patente. Los hechos que son significativos en una etapa del desarrollo
de una teoría son bastante diferentes de los que son significativos en otra etapa. Cuando
Galileo estaba estableciendo la ley de la caída libre, el hecho de que en el vacío una pluma
y un pedazo de plomo caigan igualmente deprisa era más importante que el hecho de que,
en el aire, una pluma caiga más despacio, toda vez que el primer paso para estudiar los
cuerpos que caen consistía en comprobar que, teniendo sólo en cuenta la atracción de la
tierra, todos ellos tienen la misma aceleración. El efecto de la resistencia del aire debía ser
tratado como algo sobreañadido a la atracción de la tierra. Lo esencial es siempre buscar
aquellos hechos que puedan ilustrar una ley aislada o, a lo más, sólo en combinación con
leyes cuyos efectos sean bien conocidos. Por eso el experimento representa un papel tan
importante en el descubrimiento científico. En un experimento, las circunstancias son
simplificadas artificialmente, de suerte que un hecho aislado pueda hacerse observable. En
la mayoría de los casos concretos lo que sucede realmente requiera para su explicación
varias leyes naturales; pero para descubrir éstas, una por una, es necesario, corrientemente,
inventar circunstancias tales que sólo una de ellas se manifieste. Además, los fenómenos
más instructivos pueden ser muy difíciles de observar. Consideremos, por ejemplo, lo
mucho que ha mejorado nuestro conocimiento de la materia con el descubrimiento de los
rayos X y de la radiactividad; sin embargo, ambos fenómenos habrían permanecido
incógnitos si no hubiera sido por la técnica experimental más detallada. El descubrimiento
de la radiactividad fue un hecho casual, debido al perfeccionamiento de la fotografía.
Becquerel tenía algunas placas fotográficas muy sensibles, que había proyectado utilizar;
pero, como el tiempo era malo, las guardó en un armario oscuro, en el que resultó haber
un poco de uranio. Cuando fueron sacadas de nuevo, se encontró con que habían
fotografiado al uranio, a pesar de la oscuridad completa. Fue esta casualidad la que
condujo al descubrimiento de ser el uranio radiactivo. Esta fotografía accidental
proporciona otro ejemplo del hecho significativo.
Fuera de la física tiene menor importancia el papel desempeñado por la deducción; en
cambio, el desempeñado por la observación, y por leyes basadas inmediatamente en la
observación, es mucho más importante. La física, por la sencillez de las materias a que se
refiere, ha alcanzado un grado mucho más elevado de desarrollo que ninguna otra ciencia.
No pienso que pueda dudarse de que el ideal científico es el mismo para todas las ciencias;
pero sí puede dudarse de que la capacidad humana sea capaz de hacer de la fisiología, por
ejemplo, un edificio deductivo tan perfecto como lo es ahora la física teórica. Aun en la
física pura, las dificultades de cálculo se hacen rápidamente insuperables. En la teoría
newtoniana de la gravitación fue imposible calcular cómo podían moverse tres cuerpos
bajo sus mutuas atracciones; sólo aproximadamente se logró, cuando uno de ellos es
mucho mayor que los otros dos. En la teoría de Einstein, que es mucho más complicada
que la de Newton, es imposible estudiar con exactitud teórica cómo se moverán dos
cuerpos bajo su atracción mutua, aunque es posible obtener una aproximación suficiente
para todos los fines prácticos. Afortunadamente para la física, hay métodos de cálculo con
los que la marcha de los grandes cuerpos puede calcularse con gran aproximación a la
verdad, si bien el sentar una teoría del lodo exacta exceda los límites de las fuerzas
humanas.
Aunque pueda parecer una paradoja, toda la ciencia exacta está dominada por la idea
de aproximación. Si un hombre os dice que posee la verdad exacta sobre algo, hay razón
para creer que es un hombre equivocado. Toda medida cuidadosa científica se da siempre
con el error probable. Error probable es un término técnico con una significación precisa.
Se llama así al error que tiene tantas probabilidades de ser mayor como de ser menor que
el error verdadero. Es característico de aquellas materias en las que algo es conocido con
exactitud excepcional, que en ellas todo observador admite que es probable cometer un
error y sabe la cuantía probable de ese error.[2.1] En materias en las que la verdad no es
averiguable, nadie admite que haya la más ligera posibilidad del más pequeño error en sus
opiniones. ¿Quién ha oído nunca hablar de un teólogo prolongando su credo, o de un
político concluyendo sus discursos con una declaración sobre el error probable en sus
opiniones? Es un hecho singular que la certeza subjetiva es inversamente proporcional a la
certeza objetiva. Cuanto menos razón tiene un hombre para suponerse en lo cierto, tanto
mayor vehemencia emplea para afirmar que no hay duda alguna de que posee la verdad
absoluta. Es costumbre de los teólogos reírse de la ciencia porque cambia. «Miradnos —
dicen—. Lo que afirmábamos en el Concilio de Nicea, lo seguimos afirmando hoy,
mientras lo que los hombres de ciencia aseguraban hace sólo dos o tres años está ya
anticuado y olvidado». Hombres que hablan de esta forma no han comprendido la gran
idea de las aproximaciones sucesivas. Ningún hombre de temperamento científico afirma
que lo que ahora es creído en ciencia sea exactamente verdad; afirma que es una etapa en
el camino hacia la verdad exacta. Cuando ocurre un cambio en la ciencia, como, por
ejemplo, se pasa de la ley de gravitación de Newton a la de Einstein, lo que se hace no es
arrojar lo anterior, sino reemplazarlo por algo ligeramente más exacto. Supongamos que
os medís con un aparato grosero y averiguáis que tenéis un metro setenta de altura; no
supondréis, si sois prudentes, que vuestra altura sea exactamente de un metro setenta, sino
más bien que puede estar comprendida entre un metro sesenta y ocho y un metro setenta y
dos; y si una medida muy cuidadosa demuestra que vuestra altura es de un metro sesenta y
nueve, no pensaréis que esto ha echado abajo el primer resultado. Según éste, vuestra
estatura era de unos 170 centímetros, y esto sigue siendo verdad. El caso de los cambios
en la ciencia es precisamente análogo.
El papel que desempeñan la medida y la cantidad en la ciencia es muy grande, pero
creo que a veces se ha exagerado. La técnica matemática es poderosa, y los hombres de
ciencia están naturalmente ansiosos de aplicarla siempre que sea posible; pero una ley
puede ser muy científica sin ser cuantitativa. Las leyes de Pavlov referentes a los reflejos
condicionados pueden servir de ilustración. Será probablemente imposible dar precisión
cuantitativa a estas leyes; el número de repeticiones exigidas para establecer los reflejos
condicionados depende de muchos factores, y varía, no sólo con animales diferentes, sino
con el mismo animal en distintas ocasiones. Persiguiendo la precisión cuantitativa,
estudiaríamos primero la fisiología de la corteza y la naturaleza física de las corrientes
nerviosas, y nos encontraríamos incapaces de detenernos ante la física de los electrones y
protones. En verdad que ahí es posible la precisión cuantitativa; pero retroceder por el
cálculo de la física pura a los fenómenos de la conducta animal, excede al poder humano,
por lo menos en la actualidad, y probablemente en mucho tiempo en el porvenir.
Debemos, por tanto, al tratar de un asunto como el de la conducta animal, contentarnos,
por ahora, con leyes cualitativas, que no son menos científicas por no ser cuantitativas.
Una ventaja de la presión cuantitativa, donde ella es posible, es que da mucha fortaleza
a los argumentos inductivos. Suponed, por ejemplo, que se inventa una hipótesis según la
cual cierta cantidad observable deberá tener una magnitud que se calcula con cinco cifras
significativas, y suponed que se encuentra, por observación, que la cantidad en cuestión
tiene esta magnitud. Se juzgará que semejante coincidencia entre la teoría y la observación
no es probable que sea una casualidad, y que la teoría a que nos referimos debe contener,
por lo menos, algún elemento importante de verdad. La experiencia demuestra, sin
embargo, que es fácil atribuir demasiada importancia a tales coincidencias. La teoría de
Bohr, del átomo, fue ensalzada en un principio por su notable poder, que permitía el
cálculo teórico de ciertas cantidades que hasta entonces sólo se habían conocido por
observación. No obstante, la teoría de Bohr, aunque es una etapa necesaria en el progreso,
ha sido ya prácticamente abandonada. La verdad es que los hombres no pueden forjar
hipótesis suficientemente abstractas; la imaginación está siempre entrometiéndose con la
lógica e impulsando a los hombres a imaginar acontecimientos que por esencia no pueden
ser visualizados. En la teoría de Bohr, del átomo, por ejemplo, había un elemento
altamente abstracto que era con toda probabilidad verdadero; pero este elemento abstracto
fue encajado en detalles imaginativos que no tenían justificación inductiva. El mundo que
podemos imaginar es el mundo que vemos; pero el mundo de la física es un mundo
abstracto, que no puede ser visto. Por esta razón, aun una hipótesis que proporciona una
exactitud minuciosa para todos los hechos apropiados conocidos no debe ser considerada
como seguramente verdadera, puesto que es probablemente sólo un aspecto altamente
abstracto de la hipótesis, que es lógicamente necesaria en las deducciones que de él
hacemos a los fenómenos observables.
Todas las leyes científicas descansan sobre la inducción; la cual, considerada como un
proceso lógico, está abierta a la duda, y no es capaz de dar certeza. Hablando claramente,
un argumento inductivo es del género siguiente: Si cierta hipótesis es verdadera, entonces
tales y cuales hechos serán observables: ahora bien, estos hechos son observados;
consiguientemente, la hipótesis es probablemente verdadera. Un argumento de esta clase
tendrá grados variables de validez, según las circunstancias. Si pudiésemos probar que
ninguna otra hipótesis es compatible con los hechos observados, podríamos llegar a la
certeza; pero esto es apenas posible. En general, no habrá método para pensar en todas las
hipótesis posibles, o, si lo hay, se encontrará que más de una de ellas es compatible con los
hechos. Cuando sucede esto, el hombre de ciencia adopta la más sencilla, como hipótesis
de trabajo, y sólo acude a hipótesis más complicadas cuando nuevos hechos prueban que
la hipótesis más sencilla es inadecuada. Si uno no ha visto nunca un gato sin rabo, la
hipótesis más sencilla que explique los hechos sería: «todos los gatos tienen rabo». Pero la
primera vez que uno vea un gato de Manx tendrá que adoptar una hipótesis más
complicada. El hombre que arguye que porque los gatos que ha visto tienen todos rabo,
todos los gatos han de tenerlo, emplea lo que se llama «inducción por simple
enumeración». Esta es una manera muy peligrosa de argumentar. En sus formas mejores,
la inducción está basada en el hecho de que nuestra hipótesis conduce a consecuencias que
resultan verdaderas, pero que si no hubiesen sido observadas, habrían parecido
extremadamente improbables. Si se encuentra un hombre que tenga un par de dados que
siempre den doble seis al ser arrojados, es posible que ello sea cuestión de suerte; pero hay
otra hipótesis que haría menos sorprendentes los hechos observados, y será más prudente
adoptar esta hipótesis. En todas las buenas inducciones, los hechos explicados por la
hipótesis son tales que resultan improbables por sus antecedentes; y cuanto más
improbables sean, tanto mayor es la probabilidad de la hipótesis que se les aplica. Esta,
como observábamos hace un momento, es una de las ventajas de la medición. Si algo que
debe tener un tamaño determinado resulta que tiene el tamaño justo que hacía suponer la
hipótesis sentada, se piensa que ésta debe tener algún elemento de verdad. Por sentido
común, ello parece evidente; pero lógicamente tiene ciertas dificultades. Esto no será
considerado, sin embargo, hasta el capítulo siguiente.
Existe una característica del método científico de la que debemos decir algo. Me
refiero al análisis. Se presume generalmente por los hombres de ciencia —por lo menos
como hipótesis de trabajo— que cualquier hecho concreto es el resultado de un número de
causas, cada una de las cuales, actuando separadamente, podría producir algún resultado
diferente del que ocurre realmente, y que la resultante puede ser calculada cuando los
efectos de las causas separadas son conocidos. Los ejemplos más sencillos de esto ocurren
en mecánica. La Luna es atraída simultáneamente por la Tierra y por el Sol. Si la Tierra
actuase sola, la Luna describiría una órbita; si el Sol actuase solo, describiría otra; pero su
actual órbita es calculable conociendo los efectos que la Tierra y el Sol ejercerían
separadamente. Si sabemos cómo caen los cuerpos en el vacío, y también la ley de la
resistencia del aire, podemos calcular cómo caerán los cuerpos en el aire. El principio de
poder separar de este modo leyes causales y después recombinarlas es, en cierta medida,
esencial al proceder de la ciencia, pues es imposible tener en cuenta todo un golpe y llegar
a leyes causales, a no ser que podamos aislarlas una después de otra. Debe decirse, no
obstante, que no hay razón, a priori, para suponer que el efecto de dos causas actuando
simultáneamente pueda calcularse por los efectos que ejercen separadamente.[2.2] Eso es
un principio práctico y aproximado en circunstancias adecuadas, pero no puede ser
establecido como una propiedad general del universo. Indudablemente, cuando falla, la
ciencia se hace muy difícil; pero, por lo que podemos colegir al presente, posee verdad
suficiente para ser empleado como hipótesis, excepto en los cálculos más delicados y
avanzados.
III Capítulo

LIMITACIONES DEL MÉTODO CIENTÍFICO

T ODO el conocimiento que poseemos es, o conocimiento de hechos particulares, o


conocimiento científico. Los detalles de la historia y geografía quedan apartados de
la ciencia, en cierto modo; esto es, son presupuestos por la ciencia y forman la base sobre
la que se levanta aquélla. Los detalles que son exigidos en un pasaporte, como el nombre,
fecha de nacimiento, color de los ojos de los abuelos, etc., son hechos brutos; la existencia
pasada de César y Napoleón, la existencia actual de la Tierra y el Sol y de otros cuerpos
celestes, pueden también considerarse como hechos brutos. Es decir, que la mayoría de
nosotros los acepta como tales; pero, hablando exactamente, implican consecuencias que
pueden ser o no correctas. Si un muchacho que aprende Historia rehusase creer en la
existencia de Napoleón, sería probablemente castigado, lo que para un pragmatista podría
constituir prueba suficiente de que existió dicho personaje. Pero si el muchacho no fuese
pragmatista podría reflexionar que, si su maestro tuviese alguna razón para creer en
Napoleón, podía haberla expuesto. Muy pocos profesores de Historia, a mi juicio, serían
capaces de presentar un argumento aceptable en demostración de que Napoleón no es un
mito. No digo que no existan tales argumentos; sólo afirmo que la mayoría de la gente no
sabe cómo son. Es claro que si se ha de creer algo que no conozcamos por experiencia
propia, habrá alguna razón para creerlo. Generalmente, la razón es la autoridad. Cuando se
propuso por vez primera establecer laboratorios en Cambridge, el matemático Todhunter
objetó que era innecesario para los estudiantes ver realizados los experimentos, ya que los
resultados podían ser atestiguados por sus profesores, todos ellos hombres de la más alta
autoridad y muchos de ellos clérigos de la Iglesia de Inglaterra. Todhunter consideraba que
el argumento de la autoridad bastaba. Pero todos nosotros sabemos cuán frecuentemente
ha resultado equivocada la autoridad. Es cierto que la mayoría de nosotros debemos
depender inevitablemente de ella, para la mayoría de nuestro conocimiento. Acepto,
basado en la autoridad, la existencia del Cabo de Hornos; y es, desde luego, imposible que
cada uno de nosotros pueda comprobar todos los detalles geográficos. Pero es importante
que exista la oportunidad de la verificación y que su necesidad ocasional sea reconocida.
Volvamos a la Historia. A medida que retrocedemos en el pasado, la duda crece sin
cesar. ¿Existió Pitágoras? Probablemente. ¿Existió Rómulo? Probablemente no. ¿Existió
Remo? Casi es cierto que no. Pero la diferencia entre la prueba para Napoleón y la prueba
para Rómulo apenas existe. Hablando con rigor, ni la una ni la otra pueden ser aceptadas
como un hecho evidente, ya que ninguna de las dos cae dentro de nuestra experiencia
directa.
¿Existe el Sol? La mayoría de la gente diría que el Sol entra en el campo de nuestra
experiencia directa en un sentido que no cabe aplicar a Napoleón. Pero al pensar así
resultarían equivocados. El Sol está separado de nosotros por el espacio mientras
Napoleón lo está por el tiempo. El Sol, como Napoleón, sólo es conocido por nosotros a
través de sus efectos. La gente dice que ve el Sol; pero esto sólo significa que algo ha
viajado a través de los ciento cincuenta millones de kilómetros del espacio y producido un
efecto en la retina, en el nervio óptico y en el cerebro. Este efecto, que tiene lugar donde
nos encontramos, no es ciertamente idéntico al Sol, tal como lo comprenden los
astrónomos. En realidad, el mismo efecto podría ser producido por otros medios; en teoría,
un globo caliente de metal fundido podría ser colgado en una posición tal, que para un
observador determinado pareciese precisamente el Sol. El efecto para el observador podría
confundirse con el efecto que el Sol produce. El Sol, por consiguiente, es una inferencia a
partir de lo que vemos, y no es el trozo real brillante que percibimos inmediatamente.
Es característico del progreso de la ciencia el hecho de que cada vez resulte ésta menos
hecha de datos y más y más de deducción. Esta deducción es enteramente inconsciente,
excepto en aquellos que se han encontrado a sí mismos en el escepticismo filosófico; pero
no debemos suponer que una deducción inconsciente sea necesariamente válida. Los niños
creen que hay otro niño al otro lado del espejo, y aunque no han llegado a esta conclusión
por un proceso lógico, es, sin embargo, equivocada. Muchas de nuestras deducciones
inconscientes, que son, en realidad, reflejos condicionados, adquiridos en la primera
infancia, resultan muy dudosas tan pronto como se someten a un escrutinio lógico. La
física ha sido impulsada por sus propias necesidades a tomar en consideración algunos de
estos prejuicios injustificables. El hombre corriente piensa que la materia es sólida; pero el
físico piensa que es una onda de probabilidad, que ondula en la nada. Dicho brevemente:
la materia en un lugar determinado es definida como la probabilidad de ver en ese lugar un
fantasma. Por el momento, sin embargo, no me ocuparé de estas especulaciones
metafísicas, sino sólo de los rasgos del método científico que han dado origen a ellas. Las
limitaciones del método científico se han hecho mucho más palpables en años recientes de
lo que hasta ahora lo habían sido. Se han hecho más evidentes en física, que es la más
avanzada de las ciencias, y hasta el momento estas limitaciones han tenido poco efecto en
otras ciencias. Sin embargo, ya que el término teórico de toda ciencia es ser absorbida por
la física, no es probable que nos extraviemos si aplicamos a la ciencia en general las dudas
y dificultades que han resultado manifiestas en la esfera de la física.
Las limitaciones del método científico pueden ser clasificadas en tres grupos: 1), la
duda respecto a la validez de la inducción; 2), la dificultad de sacar inferencias de lo que
ha sido experimentado a lo que no lo ha sido, y 3), aun admitiendo que pueda haber
inferencia a lo que no ha sido experimentado, subsiste el hecho de que tal inferencia puede
ser de un carácter extremadamente abstracto, y dé, por consiguiente, menos información
de la que resulta cuando se emplea el lenguaje ordinario.
1) Inducción. —Todos los argumentos inductivos en último extremo se reducen en sí
mismos a la forma siguiente: «Si esto es verdad, aquello es verdad; ahora bien, aquello es
verdad, luego esto es verdad». Este argumento es, naturalmente, sofístico del todo.
Suponed que yo dijese: «Si el pan es una piedra y las piedras son alimenticias, entonces el
pan me alimentará; ahora bien, este pan me alimenta, por consiguiente es una piedra, y las
piedras son alimenticias». Si yo defendiese argumento parecido, sería tomado por tonto, y,
sin embargo, no sería fundamentalmente diferente de los argumentos en que se basan
todas las leyes científicas. En ciencia siempre argüimos que puesto que los hechos
observados obedecen a ciertas leyes, otros hechos en la misma región obedecerán a las
mismas leyes. Podemos verificar esto subsiguientemente en una región mayor o menor;
pero su importancia práctica está siempre en aquellas regiones donde aún no ha sido
verificado. Hemos comprobado las leyes de la estática, por ejemplo, en innumerables
casos, y las utilizamos al construir un puente; respecto a éste, no son comprobadas hasta
que vemos que el puente se sostiene; pero su importancia radica en que nos capacitan para
predecir de antemano que el puente se tendrá en pie. Es fácil ver por qué pensamos que el
puente se tendrá erguido; se trata sencillamente de un ejemplo de los reflejos
condicionados de Pavlov, que nos impulsan a esperar todas las combinaciones que hemos
experimentado frecuentemente en el pasado. Pero si hay que cruzar un puente en un tren,
no le consuela al viajero el saber por qué el ingeniero piensa que es un buen puente; lo
importante es que sea un buen puente, y esto requiere que sea válida su inducción de las
leyes de la estática en casos observados a las mismas leyes en casos no observados.
Ahora bien; desgraciadamente, nadie hasta ahora ha presentado ninguna buena razón
para suponer que esta clase de inferencia sea buena. Hume hace cerca de doscientos años
arrojó dudas sobre la inducción, como, en realidad, sobre muchas otras cosas. Los
filósofos se indignaron e inventaron refutaciones contra Hume, que fueron aceptadas a
causa de su extremada oscuridad. Durante mucho tiempo los filósofos procuraron ser
ininteligibles, pues de otro modo todo el mundo se hubiera apercibido de su fracaso al
contestar a Hume. Es fácil inventar una metafísica que tenga como consecuencia hacer
válida la inducción y muchos hombres lo han hecho; pero no han presentado ninguna
razón para creer en su metafísica, excepto que era agradable. La metafísica de Bergson,
por ejemplo, es indudablemente agradable; como los cócteles, nos permite ver el mundo
en una unidad, sin distinciones bien marcadas, y todo ello con deleitosa vaguedad. Pero no
tiene mejores títulos que los cócteles para ser incluida en la técnica de la persecución del
conocimiento. Puede haber razones válidas para creer en la inducción, y en calidad, nadie
puede dudar de ello; pero hay que convenir que, en teoría, la inducción sigue siendo un
problema de lógica no resuelto. Como esta duda, sin embargo, afecta prácticamente al
conjunto de nuestro conocimiento, debemos prescindir de ella, y dar por sentado
pragmáticamente que el procedimiento inductivo, con la adecuada cautela, es admisible.
2) Inferencias de lo que no está experimentado. —Como observábamos antes, lo que
en realidad es experimentado es mucho menos de lo que podría suponerse generalmente.
Podéis decir, por ejemplo, que veis a un amigo, el señor Jones, paseando por la calle; pero
no es lícito hacer esta afirmación así en absoluto. Lo que veis es una sucesión de imágenes
coloreadas que se mueven sobre un fondo estacionario. Estas imágenes, por medio de los
reflejos condicionados de Pavlov, traen a nuestro cerebro la palabra «Jones», y por eso
decís que veis a Jones. Pero otras personas, mirando desde sus ventanas con diferentes
ángulos, verán algo diferente, debido a las leyes de perspectiva; por consiguiente, si todos
ven a Iones, debe de haber tantos Jones diferentes como espectadores hay, y si hay un solo
Jones verdadero, la vista del mismo no es permitida a nadie. Si aceptamos por un
momento la verdad del hecho que nos proporciona la física, explicaremos lo que llamáis
«ver a Jones», con los siguientes términos: Pequeños conglomerados de luz, llamados
«quanta de luz», salen disparados del sol, y algunos de ellos logran llegar a una región en
donde existen átomos de un cierto género, que forman la cara, las manos y la vestimenta
de Jones.
Estos átomos no existen por sí mismos, sino que son sencillamente una manera
compendiada de aludir a acaecimientos posibles. Algunos de los quanta luminosos,
cuando chocan con los átomos de Jones, trastornan su economía interna, Ello es causa de
que resulte su piel tostada por el sol y se produzca vitamina D. Otros son reflejados, y de
éstos, algunos penetran por vuestros ojos. Allí causan una alteración complicada de los
bastoncillos y los conos, que a su vez engendra una corriente a lo largo del nervio óptico.
Cuando esta comente alcanza el cerebro, produce un resultado. El resultado que produce
es lo que llamáis «ver a Jones». Como es evidente por esta exposición, la conexión entre
el «ver a Jones» y Jones es una conexión causal, remota e indirecta. El verdadero Jones,
mientras tanto, permanece envuelto en el misterio. Puede estar pensando en su comida o
en cómo se le ha ido destrozando la ropa o en el paraguas que ha perdido; estos
pensamientos son Jones; pero no son lo que veis. Decir que veis a Jones no es más
correcto que lo sería la afirmación de que una pared de vuestro jardín os ha golpeado,
porque habéis recibido el golpe de rebote de una pelota lanzada contra dicha pared. En el
fondo, los dos casos se parecen mucho.
Por eso nunca vemos lo que pensamos que vemos. ¿Hay alguna razón para pensar que
lo que pensamos que vemos existe, aunque no lo veamos? La ciencia siempre se ha
enorgullecido de ser empírica y de creer únicamente lo que puede ser verificado. En éste
caso podéis comprobar en vosotros mismos esos sucesos que llamáis «ver a Jones», pero
no podéis comprobar al propio Jones. Podéis oír sonidos que llamáis Jones, hablándole;
podéis experimentar sensaciones de tacto que llamáis Jones, dándole golpes. Si Jones no
ha tomado últimamente un baño, podéis también percibir sensaciones olfativas, cuyo
origen atribuís a Jones. Si habéis quedado impresionados por este argumento, podéis
dirigiros a él como si estuviera en el otro extremo de un teléfono y preguntar: «¿Está usted
ahí?». Y oiréis subsiguientemente las palabras: «Sí, idiota, ¿no me está usted viendo?».
Pero si tomáis esto como una evidencia de estar él allí, habéis equivocado la punta del
argumento. La punta es que Jones es una hipótesis conveniente, por medio de la cual
algunas de vuestras propias sensaciones pueden ser reunidas en un haz; pero lo que en
realidad las hace aparecer juntas no es su común origen hipotético, sino ciertas semejanzas
y afinidades causales que tienen unas con otras. Estas subsisten, aunque su común origen
sea imaginario. Si veis a un hombre en el cine, sabéis que no existe fuera de la pantalla,
aunque suponéis que hubo un original que existió continuamente. Pero ¿por qué habéis de
hacer esta suposición? ¿Por qué no ha de ser Jones como el hombre que veis en el cine?
Puede ser que Jones se enoje con vosotros si le sugerís tal idea; pero será incapaz de
refutarla, ya que no puede daros ninguna experiencia de lo que está haciendo cuando
vosotros no lo experimentáis.
¿Hay algún medio de probar que existen sucesos distintos de aquellos que uno mismo
experimenta? Esta es una cuestión de cierto interés emocional; pero el físico teórico de
nuestros días la consideraría sin importancia. «Mis fórmulas —diría— se limitan a
proporcionar leyes causales que conectan mis sensaciones. En la exposición de estas leyes
causales puedo emplear entidades hipotéticas; pero la cuestión de si estas entidades son
algo más que hipotéticas, no viene a cuento, toda vez que cae fuera de la esfera de la
posible verificación». En caso necesario, puede admitir que otros físicos existen, ya que
desea utilizar los resultados por ellos obtenidos, y habiendo admitido a los físicos, puede
ser conducido por urbanidad a admitir también a estudiosos de otras ciencias. Puede, en
efecto, formar un argumento por analogía, para demostrar que así como su cuerpo está
ligado con sus pensamientos, así los cuerpos que se parecen al suyo están ligados
probablemente con pensamientos. Cabe discutir la fuerza que haya en este argumento;
pero, aunque se admita, no nos permite concluir que el sol y las estrellas existen, o en
general, una materia inanimada. Estamos, en efecto, en una posición parecida a la de
Berkeley, según el cual sólo existen los pensamientos. Berkeley salvó el universo y la
permanencia de los cuerpos, considerándolos como pensamientos de Dios; pero esto sólo
fue la realización de un deseo, no un razonamiento lógico. Sin embargo, como Berkeley
era obispo e irlandés, no debemos ser muy severos con él. El hecho es que la ciencia
camina cargada con gran cantidad de lo que Santayana llama «fe animal», que es, en
realidad, el pensamiento dominado por el principio del reflejo condicionado. Esta fe
animal es la que capacita a los físicos para creer en el mundo de la materia. Gradualmente
se han ido haciendo traidores, romo los hombres que al estudiar la historia de los reyes se
lineen republicanos. Los físicos de nuestros días no creen ya en la materia. Esto, en sí
mismo, no sería, sin embargo, una gran pérdida, suponiendo que pudiésemos aún tener un
mundo externo grande y variado; pero, desgraciadamente, no nos han proporcionado
ninguna razón para creer en un mundo externo no material.
El problema no lo es esencialmente para el físico, sino para el lógico. Es en el fondo
sencillo, a saber: ¿hay siempre circunstancias tales que nos permitan inferir de una serie de
hechos conocidos, que algún otro hecho ha ocurrido, está ocurriendo u ocurrirá? O si no
podemos hacer tal inferencia con certidumbre, ¿podemos siempre hacerla con algún grado
alto de probabilidad, o, en todo caso, con una probabilidad mayor que media? Si la
respuesta a esta cuestión es afirmativa, es justificado el creer en la ocurrencia de hechos
que no hemos experimentado personalmente. Si la contestación es negativa, nunca puede
estar justificada nuestra creencia. Los lógicos apenas han considerado nunca esta cuestión
en su desnuda sencillez y no conozco ninguna respuesta clara a ella. Hasta que se presente
una contestación, en un sentido o en otro, la cuestión queda en pie, y nuestra fe en el
mundo externo debe ser meramente «fe animal».
3) Lo abstracto de la física. —Aun concediendo que el sol, las estrellas y el mundo
material, en general, no son una ficción de nuestra imaginación, o una serie de coeficientes
convenientes en nuestras ecuaciones, lo que puede decirse sobre ellos es
extraordinariamente abstracto, mucho más que lo que resulta del lenguaje empleado por
los físicos cuando pretenden ser inteligibles. El espacio y el tiempo de que ellos se ocupan
no es el espacio y el tiempo de nuestra experiencia. Las órbitas de los planetas no se
parecen a las elipses gráficas que vemos dibujadas en las cartas del sistema solar, excepto
en ciertas propiedades enteramente abstractas. Es posible que la relación de contigüidad
que ocurre en nuestra experiencia pueda ser extendida a los cuerpos del mundo físico, pero
otras relaciones conocidas en la experiencia no son conocidas en el mundo físico. Lo más
que puede ser conocido, y eso sólo desde un punto de vista hasta halagüeño, es que existen
ciertas relaciones lógicamente abstractas con las que comparten ciertas características
lógicamente abstractas con las relaciones que nosotros conocemos. Las características que
comparten son aquellas que pueden ser expresadas matemáticamente, no aquellas que las
distinguen imaginativamente de otras relaciones. Tomad, por ejemplo lo que hay de
común entre un disco de gramófono y la música que produce; las dos cosas comparten
ciertas propiedades estructurales, que pueden ser expresadas con términos abstractos; pero
no comparten ninguna propiedad que sea perceptible por los sentidos. En virtud de su
similaridad estructural, el uno puede producir la otra. Análogamente, un mundo físico que
comparta la estructura de nuestro mundo sensible puede producirlo, aunque no se le
parezca en nada más que en la estructura. Por eso, a lo mejor, sólo podemos conocer
respecto al mundo físico propiedades como las que tienen en común el disco de
gramófono y la música. El lenguaje ordinario es del todo inadmisible para expresar lo que
la física afirma realmente, ya que las palabras de uso corriente no son suficientemente
abstractas. Sólo las matemáticas y la lógica matemática pueden decir algo de lo que el
físico quiere decir. Tan pronto como traduce en palabras sus símbolos dice
inevitablemente algo demasiado concreto, y da a sus lectores la grata impresión de algo
imaginable e inteligible, impresión que es mucho más agradable que lo que está tratando
de comunicar.
Mucha gente tiene una aversión apasionada a la abstracción; principalmente, a mi
juicio, por su dificultad intelectual. Pero como no quieren dar esta razón, inventan otras de
todas clases que suenan majestuosamente. Dicen que toda realidad es concretar y que al
hacer abstracciones desatendemos lo esencial. Dicen que toda abstracción es falsificación,
y que tan pronto como alguien ha desatendido algún aspecto de algo actual se ha expuesto
al riesgo de errar al argüir sólo con los aspectos restantes. Los que argumentan de este
modo están, en realidad, interesados en asuntos distintos de los que interesan a la ciencia.
Desde el punto de vista estético, por ejemplo, la abstracción es probablemente
desconcertante. La música puede ser bonita, mientras el disco de gramófono es
estéticamente nulo; desde el punto de vista de la visión imaginativa, tal como un poeta
épico podría desearla al escribir la historia de la creación, el conocimiento abstracto
proporcionado por la física no es satisfactorio. El poeta desea saber lo que Dios contempló
cuando miró al mundo y vio que era bueno; no puede quedar satisfecho con fórmulas que
dan las propiedades lógicamente abstractas de las relaciones entre las partes diferentes de
lo que Dios vio. Pero el pensamiento científico es distinto de esto. Es esencialmente un
pensamiento-poder; es esa clase de pensamiento, por así decirlo, cuyo propósito,
consciente o inconsciente, es conferir poder a su poseedor. Ahora bien, el poder es un
concepto causal, y para obtener poder sobre un material dado, sólo se necesita conocer las
leyes causales, a las que está sometido. Esta es una cuestión esencialmente abstracta, y
cuantos más detalles impertinentes podamos omitir de nuestra esfera, tanto más poderosos
se harán nuestros pensamientos. Lo mismo puede decirse en la esfera económica. El
agricultor que conoce todos los rincones de su granja, tiene un conocimiento concreto del
trigo y gana muy poco dinero; el ferrocarril que transporta su trigo, lo percibe de una
manera un poco más abstracta, y hace un poco más de dinero; el abastecedor del mercado,
que lo conoce tan sólo en el aspecto meramente abstracto, de algo que sube o baja de
precio, está a su vez tan alejado de la realidad concreta como el físico, y de todos los
ligados en la esfera económica es el que hace la mayor ganancia y tiene el mayor poder.
Así sucede con la ciencia, aunque el poder que el hombre de ciencia busca es más remoto
e impersonal que aquel que se busca en el mercado.
La extremada abstracción de la física moderna es difícil de entender; pero proporciona
a los que pueden entenderla una visión del mundo en conjunto, un sentido de su estructura
y mecanismo, como ningún aparato menos abstracto podría posiblemente proporcionar. El
poder de usar de las abstracciones es la esencia del intelecto, y a cada aumento de
abstracción, los triunfos intelectuales de la ciencia son acrecentados.
IV Capítulo

METAFÍSICA CIENTÍFICA[4.1]

E S un hecho curioso que cuando justamente el hombre de la calle ha comenzado a


creer del todo en la ciencia, el hombre de laboratorio ha comenzado a perder su fe en
ella. Cuando yo era joven, la mayoría de los físicos no abrigaban la menor duda de que las
leyes de la física nos proporcionan una información real sobre los movimientos de los
cuerpos, y de que el mundo físico se compone realmente de las clases de entidades que
aparecen en las ecuaciones de la física. Bien es verdad que los filósofos pusieron en duda
esta opinión desde los tiempos de Berkeley; pero como su crítica no se aplicó nunca a
ningún punto concreto en el campo de la ciencia, pudo ser ignorada por los científicos, y
fue de hecho ignorada. Hoy día, el asunto es muy diferente; las ideas revolucionarias de la
filosofía de la física han venido de los propios físicos y son el producto de experimentos
cuidadosos. La nueva filosofía de la física es humilde y balbuciente, mientras la antigua
filosofía era orgullosa y dictatorial. Es natural, a mi modo de ver, que cada hombre
procure llenar el vacío dejado por la desaparición de la creencia en las leyes físicas lo
mejor que pueda, y que utilice para este propósito cualquier retazo de creencia infundada
que antes no había tenido ocasión de difundirse. Cuando decayó la robustez de la fe
católica, en tiempos del Renacimiento, tendió a ser reemplazada por la astrología y la
nigromancia; y de análoga manera debemos esperar que el decaimiento de la fe científica
conduzca a una recrudescencia de las supersticiones precientíficas.
Mientras no tratamos de inquirir muy de cerca lo que realmente pretende el hombre de
ciencia, parece que trata de obsequiarnos con un edificio de conocimiento cada vez más
imponente. Este es el caso especial de la astronomía. La Vía Láctea, como todo el mundo
sabe, se compone de todas las estrellas de nuestra vecindad. La luz recorre 300.000 km en
un segundo; la distancia que recorre en un año se conoce con el nombre de año-luz; la
distancia de la más cercana estrella es de unos tres años-luz; la de las más alejadas de la
Vía Láctea es de unos mil años-luz. Los telescopios revelan muchos millares de sistemas
de estrellas, análogos a la Vía Láctea, y además de éstos, un inmenso número de
nebulosas. El universo resulta, pues, de un tamaño inmenso. Pero no se le supone infinito.
Se supone, en cambio, que si se caminase suficientemente a lo largo de una línea recta, se
volvería a la postre al punto de partida, como un barco que da la vuelta al mundo. Hay, sin
embargo, alguna razón para pensar que el universo está continuamente creciendo, como
una burbuja de jabón que se infla. Un astrónomo eminente, Arthur Haas, afirma que el
universo, en una época no infinitamente remota, tenía un radio de 1.200 millones de años-
luz; pero que este radio se duplica cada mil cuatrocientos millones de años, periodo de
tiempo inferior a la edad de muchos minerales, para no hablar de los cálculos
astronómicos de la edad del Sol (Nature, 7 de febrero de 1931). Esto es muy
impresionante; pero los científicos no están de ningún modo persuadidos de que exista
realidad objetiva alguna en las grandes cifras que manejan. No quiero decir con esto que
no juzguen como verdaderas las leyes que enuncian; quiero dar a entender más bien que
estas leyes son susceptibles de una interpretación que convierte los abismos del espacio
astronómico en conceptos meramente auxiliares, que son útiles en los cálculos por medio
de los cuales ligamos un suceso real con otro. Algunas veces parece como si los
astrónomos considerasen que los únicos sucesos reales que han de llamar su atención
fuesen las observaciones de los astrónomos.
El que desee saber cómo y por qué está decayendo la fe científica, no puede hacer
nada mejor que leer las conferencias de Eddington tituladas La naturaleza del mundo
físico. Aprenderá que la física está dividida en tres secciones. La primera contiene todas
las leyes de la física clásica, tales como la conservación de la energía y la ley de la
gravitación.
Todas éstas, según el profesor Eddington, se reducen sólo a convenciones para la
medida; es verdad que las leyes establecidas son universales; pero también lo es la ley de
que hay tres pies en una yarda, y no por eso da mucha información acerca del curso de la
naturaleza. La segunda sección de la física se refiere a los grandes conjuntos y a las leyes
de probabilidad. Aquí no tratamos de probar que tal o cual hecho es imposible, sino sólo
que es enormemente improbable. La tercera sección de la física, que es la más moderna, es
la teoría de los quanta, y ésta es la más perturbadora de todas, ya que parece mostrar que
quizá la ley de causalidad, en que la ciencia creía hasta ahora implícitamente, no puede ser
aplicada a los hechos de los electrones individuales. Diré unas cuantas palabras sobre cada
una de estas tres materias, sucesivamente.
Comenzaré con la física clásica. La ley de Newton de la gravitación, como todo el
mundo sabe, fue un poco modificada por Einstein, y la modificación ha sido comprobada
experimentalmente. Pero si el punto de vista de Eddington es cierto, esta confirmación
experimental no tiene la significación que se le atribuiría naturalmente. Después de tomar
en consideración tres opiniones posibles sobre lo que la ley de gravitación afirma del
movimiento de la Tierra alrededor del Sol, Eddington lanza una cuarta, según la cual «la
Tierra marcha por donde quiere», es decir, que la ley de gravitación no nos dice
absolutamente nada de cómo se mueve la Tierra. Admite que esta opinión es paradójica,
pero dice:
«La clave de la paradoja está en que nosotros mismos, nuestras convenciones, el
género de cosa que atrae nuestro interés, están mucho más comprometidos de lo que
creemos en cualquier informe que demos sobre la manera de comportarse los objetos del
mundo físico. Y así, un objeto, que visto a través de nuestro marco de convenciones
parece conducirse de una manera muy especial y notable, visto con arreglo a otra serie de
convenciones, parecería que no hace nada para merecer un comentario particular».
Debo confesar que juzgo muy difícil esta opinión; el respeto a Eddington me impide
decir que es falsa; pero hay varios puntos en su argumento con los que no puedo transigir.
Es claro que todas las consecuencias prácticas que deducimos de la teoría abstracta, como,
por ejemplo, que percibiremos la luz del día a ciertas horas y no a otras, caen fuera del
esquema de la física oficial, que nunca alcanza a nuestras sensaciones en modo alguno. No
puedo menos de sospechar, sin embargo, que la física oficial es un poco demasiado oficial
en las manos de Eddington y que no será imposible concederle un poco más de
significación de la que tiene en su interpretación. Sea lo que fuere, es un signo importante
de los tiempos que uno de los principales representantes de la teoría científica lance una
opinión tan modesta.
Vengamos ahora a la parte estadística de la física que se refiere al estudio de los
grandes agregados. Estos se comportan casi exactamente como se suponía que lo hacían
antes de que se inventase la teoría de los quanta, por lo cual, respecto a ellos, la antigua
física se aproxima mucho a la verdad. Hay, sin embargo, una ley de extremada
importancia que es sólo estadística; ésta es la segunda ley de la termodinámica. Afirma,
hablando grosso modo, que el mundo se hace cada vez más desordenado. Eddington pone
como ejemplo lo que ocurre cuando se baraja un paquete de cartas. El paquete de cartas
viene de la fábrica con las cartas dispuestas en el orden adecuado; después de haberlas
barajado, han perdido su orden y es sumamente improbable que lo vuelvan a alcanzar, por
mucho que se barajen. Este detalle es el que hace la diferencia entre el pasado y el futuro.
En el resto de la teoría física se estudian procesos que son reversibles, esto es, que allí
donde las leyes de la física demuestren que es posible para un sistema material pasar de un
estado A en cierta época al estado B en otro, la transición opuesta será posible igualmente
conforme a esas mismas leyes. Pero cuando actúa la segunda ley de la termodinámica, no
sucede así. El profesor Eddington enuncia la ley del siguiente modo: «Cuando acontece
algo que luego no puede ya ser deshecho, el caso se reduce a la introducción de un
elemento de azar, análogo al introducido por el barajado de las cartas». Esta ley,
contrariamente a la mayoría de las leyes de la física, se ocupa sólo de probabilidades.
Volviendo al ejemplo de antes: es posible que si se baraja durante tiempo suficiente el
paquete de cartas, éstas se coloquen por casualidad en el orden primitivo. Esto es muy
improbable, pero es mucho menos improbable que la colocación ordenada por casualidad
de muchos millones de moléculas. El profesor Eddington da el siguiente ejemplo: suponed
dividida una vasija en dos partes iguales por un tabique, y que en una de las partes haya
aire, mientras en la otra está hecho el vacío; si se abre una compuerta en el tabique, el aire
se extiende por igual por toda la vasija. Pudiera suceder, por casualidad, que, en lo futuro,
las moléculas del aire, en la marcha de sus movimientos azarosos, se encontrasen de
nuevo en la parte de la vasija en que estaban originariamente. Esto no es imposible; es
sólo improbable, pero muy improbable. «Si dejo vagar al azar mis dedos por el teclado de
una máquina de escribir, pudiera suceder que los tipos escribiesen una sentencia
inteligible. Si un ejército de monos estuviese jugueteando con teclados de máquinas de
escribir, podrían escribir todos los libros del Museo Británico. La probabilidad de que lo
hagan así es decididamente más favorable que la probabilidad de que las moléculas
vuelvan a una de las mitades de la vasija».
Hay un inmenso número de casos del mismo género. Por ejemplo, si se deja caer una
gota de tinta en un vaso de agua clara, la tinta se difundirá gradualmente por toda la masa
de agua. Pudiera suceder por casualidad que, a la larga, la tinta difundida se concentrase
de nuevo en una gota; pero si esto sucediera, lo consideraríamos como un milagro.
Cuando un cuerpo caliente y un cuerpo frío se ponen en contacto, todos sabemos que el
cuerpo caliente se enfría y el frío se calienta hasta que los dos alcanzan la misma
temperatura; pero esto es también una ley de probabilidad. Podría ocurrir que una cacerola
llena de agua puesta al fuego se helase en vez de hervir, pues no está demostrado por
ninguna de las leyes de la física que el hecho sea imposible; sólo la segunda ley de la
termodinámica demuestra que es altamente improbable. Esta ley afirma, hablando en
general, que el universo tiende hacia la democracia, y que cuando ha alcanzado este
estado, es incapaz de hacer nada más. Parece que el mundo ha sido creado en un fecha
remota, aunque no infinita; pero desde el momento de la creación se le ha ido gastando la
cuerda sin cesar, y llegará a pararse finalmente para todos los fines prácticos, a no ser que
se le dé cuerda de nuevo. Al profesor Eddington, por alguna razón, no le gusta la idea de
que se le dé cuerda de nuevo, y prefiere pensar que el drama del mundo debe representarse
una sola vez a pesar del hecho de que deba concluir en eones de aburrimiento, durante
cuya aparición todo el auditorio se quede dormido gradualmente.
La teoría de los quanta, que se ocupa de los átomos individuales y de los electrones,
está aún en un estado de rápido desarrollo y, probablemente, aún alejada de su forma final.
En manos de Heisenberg, Schrödinger y compañía, se ha hecho más perturbadora y
revolucionaria que lo fue nunca la teoría de la relatividad. El profesor Eddington expone
su desarrollo reciente de una manera que está al alcance del lector no matemático; y por
cierto, con gran maestría. Es profundamente perturbadora para los prejuicios que han
gobernado la física desde el tiempo de Newton. Lo más doloroso, desde este punto de
vista, es como ya dijimos antes, que arroja dudas sobre la universalidad de la causalidad;
la opinión actual es la de que quizá los átomos tengan una cierta cantidad de libre
voluntad, de suerte que su conducta, aun en teoría, no está enteramente sometida a ley.
Además, algunas cosas que creemos determinadas, por lo menos en teoría, han cesado del
todo de serlo. Existe lo que se llama el «principio de indeterminación», que dice que «una
partícula puede tener posición o puede tener velocidad, pero no puede, en un sentido
exacto, tener ambas»; esto es, que si usted sabe dónde se encuentra, no puede decir la
velocidad con que se mueve, y si usted sabe la velocidad con que se mueve, no puede
decir dónde se encuentra. Esto es contrario a la física tradicional, en que son
fundamentales la posición y la velocidad. Sólo se puede ver un electrón cuando emite luz,
y sólo emite luz cuando salta, de modo que para ver dónde está es preciso verlo
desplazándose. Este hecho es interpretado por algunos autores como la bancarrota del
determinismo físico; y es utilizado por Eddington en sus últimos capítulos para rehabilitar
el libre albedrío.
El profesor Eddington procede a fundamentar conclusiones optimistas y agradables en
la ignorancia científica que ha expuesto en páginas anteriores. Este optimismo está basado
en el principio, consagrado por el tiempo, de que todo lo que no puede ser demostrado
como falso debe ser supuesto verdadero, principio a todas luces erróneo. Si rechazamos
este principio, es difícil de ver qué fundamento proporciona para la alegría la física
moderna. Ésta nos dice que el mundo se está acabando, y aunque Eddington tenga razón
no nos dice prácticamente nada más.
Como el propio sir Arthur Eddington ha señalado, hay en conjunto, a pesar de la
evolución, que está introduciendo una organización creciente en un pequeño rincón del
universo, una pérdida general de organización, que absorberá finalmente a la organización
debida a la evolución. Al final, dice, todo el universo alcanzará el estado de
desorganización completa, que será el fin del mundo. En esta etapa, el universo consistirá
en una masa uniforme a una temperatura uniforme. Nada más sucederá, sino que el
universo se hinchará gradualmente. Habla muy en favor de la alegría congénita de sir
Arthur el hecho de que encuentre en esta perspectiva una base para el optimismo.
Desde un punto de vista pragmático o político, la cosa más importante respecto a dicha
teoría de física es que, si se extiende, destruirá aquella fe en la ciencia que ha sido el único
credo constructivo de los tiempos, modernos, y el origen prácticamente de todos los
cambios para lo bueno y para lo malo. Los siglos XVIII y XIX tuvieron una filosofía de la
ley natural, basada en Newton. Se suponía que la ley implicaba un legislador, aunque a
medida que el tiempo avanzaba, esta suposición iba siendo menos subrayada. En todo
caso, el universo estaba ordenado y podían pronosticarse sus fenómenos. Al averiguar las
leyes de la naturaleza podíamos esperar manipular la naturaleza, y así la ciencia se hizo el
origen del poder. Esta es aún la perspectiva de la mayoría de los hombres prácticamente
activos; pero no es ya la de algunos hombres de ciencia. El mundo, según ellos, es un
asunto más confuso de lo que sus predecesores de los siglos XVIII y XIX creían saber.
Quizá el escepticismo científico, del que Eddington es un representante, conduzca, al
final, al colapso de la era científica, como el escepticismo teológico del Renacimiento ha
conducido gradualmente al colapso de la era teológica. Yo supongo que las máquinas
sobrevivirán al colapso de la ciencia, así como los párrocos han sobrevivido al colapso de
la teología; pero en uno y en otro caso dejarán de ser vistos con reverencia y temor.
¿Cómo, en estas circunstancias, ha de contribuir la ciencia a la metafísica? Los
filósofos académicos han creído, desde la época de Parménides, que el mundo es una
unidad. Esta opinión ha sido tomada de ellos por los clérigos y los periodistas, y su
aceptación ha sido considerada como la piedra de toque de la sabiduría. La más
fundamental de mis creencias es que esto es inadmisible. Creo que el universo es un
enjambre de puntos y saltos, sin unidad, sin continuidad, sin coherencia ni orden, ni
ninguna de las otras propiedades que las institutrices aman. En realidad, a la opinión de
que no hay mundo sólo se oponen el prejuicio y la costumbre. Los físicos han propuesto
recientemente opiniones que les hubieran conducido a estar conformes con las anteriores
observaciones; pero se han apenado tanto de las conclusiones a que la lógica les hubiera
conducido, que han abandonado la lógica por montones de teología. Cada día un nuevo
físico publica un nuevo volumen piadoso para ocultar a los demás y a sí mismo el hecho
de que en su capacidad científica ha sumergido al mundo en algo sin razón y sin realidad.
Pongamos un ejemplo: ¿Qué debemos pensar del Sol? Acostumbraba ser la lámpara
gloriosa del cielo, un dios de cabellera dorada, un ser adorado por los partidarios de
Zoroastro, los aztecas y los incas. Hay alguna razón para creer que las doctrinas de
Zoroastro inspiraron la cosmogonía heliocéntrica de Kepler. Pero ahora el Sol no es sino
ondas de probabilidad. Si se pregunta qué es lo que es probable, o en qué océano se
desplazan las ondas, el físico, por ejemplo Mad Hatter, replica: «Hemos hablado bastante
de esto; cambiemos de tema». Si, a pesar de ello, se insiste acerca de él, dirá que las ondas
figuran en sus fórmulas y que las fórmulas están en su cabeza; de lo cual no se debe
inferir, sin embargo, que las ondas estén en su cabeza. Hablando ahora en serio: ese orden
que nos parece percibir en el mundo exterior, sostienen muchos que es debido a nuestra
pasión por empequeñecer las cosas, y afirman que es muy dudoso que existan hechos tales
como las leyes de la naturaleza. Es una muestra curiosa de los tiempos que los apologistas
religiosos acojan bien esta opinión. En el siglo XVIII acogieron bien el reino de la ley,
porque pensaban que las leyes implican un legislador; pero los apologistas de hoy día
parecen ser de opinión de que un mundo creado por una Deidad debe ser irracional, por la
razón, al parecer, de que ellos mismos han sido hechos a la imagen de Dios.[4.2] La
reconciliación de la ciencia con la religión, que los profesores proclaman y los obispos
aclaman, se apoya, en efecto, aunque subconscientemente, en razones de otra especie
distinta, y podría ser expuesta en el siguiente silogismo práctico: la ciencia depende de
fundaciones, y las fundaciones están amenazadas por el bolchevismo; por consecuencia, la
ciencia está amenazada por el bolchevismo; pero la religión está también amenazada por
el bolchevismo; por lo tanto, la religión y la ciencia son aliadas. Se deduce, por
consiguiente, que si se persigue la ciencia con profundidad suficiente, revela la existencia
de Dios. Una cosa tan lógica como ésta no entra, sin embargo, en el magín de los piadosos
profesores.
Es cosa singular que en el mismo momento en que la física, que es la ciencia
fundamental, está minando toda la estructura de la razón aplicada y presentándonos un
mundo de sueños reales y fantásticos, en vez del orden y la solidez newtonianos, la ciencia
aplicada se está haciendo particularmente útil y más capaz que nunca de dar resultados de
valor para la vida humana. Aquí hay una paradoja cuya solución intelectual se encontrará,
posiblemente, en tiempo venidero; aunque también puede ser que no exista solución. El
hecho es que la ciencia representa dos papeles muy distintos: por un lado, como
metafísica, y por otro, como sentido común educado. Como metafísica ha sido minada por
su propio éxito. La técnica matemática es ahora tan poderosa, que puede encontrar una
fórmula para el mundo más extravagante. Platón y sir James Jeans piensan que, puesto que
la geometría se aplica al mundo, Dios debe haber hecho el mundo según un patrón
geométrico; pero el lógico matemático sospecha que Dios no podía haber hecho un
mundo, conteniendo muchas cosas, sin exponerlo a la habilidad del geómetra. En verdad,
el aplicar la geometría al mundo físico ha dejado de ser un hecho respecto a ese mundo, y
se ha convertido sólo en un tributo a la maestría del geómetra. La única cosa que el
geómetra necesita es multiplicidad; en cambio, la única cosa que el teólogo necesita es
unidad. En la ciencia moderna, considerada como metafísica, no veo prueba de la unidad,
por vaga y tenue que ésta sea. Pero la ciencia moderna, considerada como sentido común,
permanece triunfante, más triunfante que nunca.
En vista de este estado de cosas, es necesario hacer una distinción tajante entre las
creencias metafísicas y las creencias prácticas, por lo que toca a la conducta de la vida. En
metafísica, mi credo es corto y sencillo. Pienso que el mundo externo puede ser una
ilusión; pero, si existe, se compone de acontecimientos cortos, pequeños y casuales. El
orden, la unidad y la continuidad son invenciones humanas, como lo son los catálogos y
las enciclopedias. Pero las invenciones humanas pueden, dentro de ciertos límites, hacerse
válidas en nuestro mundo humano, y en la conducta de nuestra vida diaria podemos
olvidar con ventaja el reino del caos por el que estamos quizá rodeados.
Las últimas dudas metafísicas que acabamos de considerar no tienen relación con los
usos prácticos de la ciencia. Si un mendeliano desarrolla una variedad de trigo que sea
inmune a las enfermedades que destruyen las antiguas variedades; si un fisiólogo hace un
descubrimiento sobre vitaminas; si un químico hace un descubrimiento sobre la
producción científica de los nitratos, la importancia y utilidad de su obra son enteramente
independientes de la cuestión de saber si un átomo consiste en un sistema solar en
miniatura, o en una onda de probabilidad, o en un rectángulo infinito de números enteros.
Cuando hablo de la importancia del método científico, en relación a la conducta de la vida
humana, me refiero al método científico en sus formas mundanas. No por eso tengo en
menos la ciencia como metafísica, ya que el valor de ésta, en este aspecto, pertenece a otra
esfera. Pertenece a la esfera de la religión, del arte y del amor; a la de persecución de la
visión beatífica; a la de la locura de Prometeo, que hace esforzarse a los más grandes
hombres en llegar a ser dioses. Quizá el último valor de vida humana se encuentre en esta
locura a lo Prometeo; pero es un valor religioso y no político, ni aun moral.
Es este aspecto quasi religioso del valor de la ciencia el que parece estar sucumbiendo
a los asaltos del escepticismo. Hasta hace poco, los hombres de ciencia se han sentido a sí
mismos como grandes sacerdotes de un culto noble, a saber: del culto de la verdad. No de
la verdad como la entienden las sectas religiosas, esto es, como el campo de batalla de una
colección de dogmáticos, sino la verdad como una indagación, como una visión que
aparece tenuemente y desvaneciéndose de nuevo, como el sol ansiado, para satisfacer el
fuego heraclitiano en el alma. Concebida así la ciencia, los hombres de ciencia se
prestaron voluntarios a sufrir privaciones y persecuciones y a ser execrados como
enemigos de los credos establecidos. Todo esto está desvaneciéndose en el pasado; el
hombre de ciencia moderna sabe que es respetado y siente que no merece tanto respeto. Se
aproxima apologéticamente al orden establecido. «Mis predecesores —dice—, en efecto,
pueden haber afirmado cosas desagradables de ustedes, porque eran arrogantes e
imaginaban que poseían algún conocimiento. Yo soy más humilde, y no proclamo saber
nada que pueda controvertir vuestros dogmas». En cambio, el orden establecido hace caer
con profusión encomiendas y fortunas sobre los hombres de ciencia, que se convierten
más y más en sostenes de la injusticia y del oscurantismo sobre que está basado nuestro
sistema social. En las ciencias más recientes, como la psicología, esto no ha sucedido aún;
en ellas subsiste todavía el antiguo ardor y continúan las viejas persecuciones. Homer
Lane, por ejemplo, que era a la vez un sabio y un santo, fue deportado por la policía
británica como un «extranjero indeseable». Pero estas ciencias más recientes no han sido
aún alcanzadas por el aliento frío del escepticismo.
La perturbación es de orden intelectual, y su solución si existe alguna, debe buscarse
en la lógica. Por mi parte, no tengo solución que ofrecer. Nuestra edad se caracteriza por
sustituir de un modo creciente a los antiguos ideales el poder; y esto sucede en la ciencia
como en cualquiera otra parte. Mientras la ciencia como persecución del poder triunfa
cada vez más, la ciencia como persecución de la verdad está siendo matada por el
escepticismo que la habilidad del hombre de ciencia ha engendrado. Esto es una desgracia,
sin duda. Pero no puedo admitir que la sustitución de la superstición al escepticismo,
defendida por muchos de nuestros principales hombres de ciencia, sea un
perfeccionamiento. El escepticismo puede ser doloroso y puede ser estéril, pero es, por lo
menos, honrado y lo engendra la búsqueda de la verdad. Quizá sea una fase transitoria;
pero no es posible, realmente, escapar a ella retornando a las descartadas creencias de una
edad más estúpida.
VCapítulo

CIENCIA Y RELIGIÓN

E N tiempos recientes, la mayoría de los físicos eminentes y un cierto número de


eminentes biólogos han hecho declaraciones, afirmando que los avances últimos en la
ciencia desaprueban el viejo materialismo y tienden a restablecer las verdades de la
religión. Las afirmaciones de los científicos han sido, por regla general, vagas y han tenido
el carácter de ensayo. Pero los teólogos se han apoderado de ellas y las han propalado.
Mientras tanto, los periódicos, a su vez, han publicado los informes más sensacionales de
los teólogos, de modo que el público general ha sacado la impresión de que los físicos
confirman prácticamente la totalidad del Libro del Génesis. Yo no creo que la moraleja
que pueda derivarse de la ciencia moderna sea en modo alguno la que el público en
general ha sido conducido a suponer. En primer lugar, los hombres de ciencia no han
dicho la mitad de lo que se les ha atribuido, y en segundo lugar, lo que han dicho para
apoyar las creencias tradicionales religiosas lo han dicho, no con el carácter de defensa
prudente y científica, sino más bien en su condición de buenos ciudadanos, ansiosos de
defender la virtud y la propiedad. La guerra y la revolución rusa han hecho conservadores
a todos los hombres tímidos, y los profesores son generalmente tímidos por
temperamento. Tales consideraciones, sin embargo, nos apartan de la cuestión.
Examinemos lo que en realidad la ciencia tiene que decir:
1) Libre albedrío. —Hasta tiempos muy recientes, la teología, en su forma católica,
aunque admitía el libre albedrío en los seres humanos, mostraba afecto por la ley natural
en el universo, mitigada sólo por la creencia en milagros ocasionales. En el siglo XVIII,
bajo la influencia de Newton, la alianza entre la teología y la ley natural se hizo muy
estrecha. Se sostenía que Dios había creado el mundo en consonancia con un plan, y que
las leyes naturales eran la personificación de este plan. Hasta el siglo XIX, la teología
permaneció firme, intelectual y definida. Con el fin de contener los asaltos de la razón
atea, sin embargo, ha tendido cada vez más durante los últimos cien años a recurrir al
sentimiento. Ha tratado de atraerse a los hombres con sus modos intelectuales relajados; y,
de camisa de fuerza que fue, ha pasado a ser una bata. En nuestros días, sólo los
fundamentalistas y unos pocos teólogos católicos, los más eruditos, mantienen la antigua y
respetable tradición intelectual. Todos los demás apologistas religiosos se dedican a
embotar el filo de la lógica, apelando al corazón en vez de a la cabeza y manteniendo que
nuestros sentimientos pueden demostrar la falsedad de una conclusión a la que nuestra
razón ha sido conducida. Como lord Tennyson dice noblemente:
Y como un hombre con el corazón inflamado de cólera se levantó y contestó: «Yo he sentido».

En nuestros días, el corazón tiene sentimientos sobre los, átomos, sobre el sistema
respiratorio, sobre el desarrollo de los erizos de mar y otros temas parecidos, con respecto
a los cuales, si no fuera por la ciencia, permanecería indiferente.
Uno de los más notables desarrollos en la apologética religiosa de los tiempos
modernos es el intento de salvar el libre albedrío, por medio de nuestra ignorancia de la
conducta de los átomos. Las antiguas leyes de la mecánica que regían los movimientos de
los cuerpos de suficiente tamaño para ser vistos siguen siendo verdaderas en grado muy
aproximado, con respecto a dichos cuerpos; pero se ha encontrado que no son aplicables a
los átomos aislados, y menos aún con alguna certeza si existen leyes que rigen la conducta
de los átomos aislados, en todos los aspectos, o si la conducta de tales átomos depende en
parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la conducta de tales
átomos dependen en parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la
conducta de los cuerpos grandes puedan ser meramente leyes estadísticas, que expresan el
resultado medio de un gran número de movimientos fortuitos. Algunas, como la segunda
ley de la termodinámica, se sabe que son leyes estadísticas, y es posible que otras lo sean.
En el átomo existen varios estados posibles que no se funden continuamente el uno en el
otro, sino que están separados por pequeños espacios finitos. Un átomo puede saltar de
uno de estos estados al otro, y puede ejecutar varios saltos diferentes. En la actualidad no
se conocen leyes para saber cuál de los saltos posibles tendrá lugar en una ocasión
determinada, y se sugiere que el átomo no está sujeto a ninguna ley en este particular y
que posee lo que podría llamarse por analogía «libre albedrío». Eddington, en su libro La
Naturaleza del Mundo Físico, ha sacado mucho partido de esta posibilidad (pág. 311).
Piensa, al parecer, que la mente puede decidir a los átomos del cerebro a realizar una u
otra de las transiciones posibles en un momento dado; y así, por medio de una especie de
acción de disparador, produce resultados en gran escala conforme con su voluntad. Según
él, la voluntad misma no tiene causa conocida. Si esto es verdad, la marcha del mundo
físico, aun cuando se trate de grandes masas, no está completamente predeterminada por
leyes físicas, sino que está expuesta a ser alterada por voliciones sin causa de los seres
humanos.
Antes de examinar esta posición quisiera decir unas cuantas palabras sobre lo que se
llama «el principio de indeterminación». Este principio fue introducido en la física en
1927 por Heisenberg, y ha sido adoptado por los clérigos —principalmente, a mi juicio, a
causa de su nombre— como algo capaz de proporcionarles una salida de la esclavitud a las
leyes matemáticas. Es para mi mente algo sorprendente que Eddington defienda este uso
de este principio (véase pág. 306). El principio de indeterminación dice que es imposible
determinar con precisión juntamente la posición y el momento de una partícula; habrá un
margen de error en cada uno, y el producto de los dos errores es constante. Esto quiere
decir que cuanto más exactamente se determina lo uno, tanto menos exactamente se
determina lo otro, y viceversa. El margen de error existente es naturalmente muy pequeño.
Me sorprende, repito, que Eddington haya apelado a este principio en conexión con la
cuestión del libre albedrío, pues el principio no contribuye en nada a demostrar que la
marcha de la naturaleza no está determinada. Solamente demuestra que la antigua
concepción del espacio y del tiempo no es completamente adecuada a las necesidades de
la física moderna, que ahora es conocida con otros fundamentos. El espacio y el tiempo
fueron inventados por los griegos, y sirvieron admirablemente a su propósito hasta el siglo
presente. Einstein los reemplazó por una especie de Centauro que llamó «espacio-tiempo»,
y éste satisfizo durante un par de décadas. Pero la moderna mecánica de los quanta ha
hecho evidente la necesidad de una reconstrucción más fundamental. El principio de
indeterminación es sólo una ilustración de esta necesidad, y no el fracaso de las leyes
físicas para determinar el curso de la naturaleza.
Como señala J. E. Turner (Nature, 27 de diciembre de 1930), «el empleo que se ha
hecho del principio de indeterminación es debido en gran parte a la ambigüedad de la
palabra “determinado”». En un sentido, una cantidad está determinada cuando es medida;
en otro sentido, un suceso está determinado cuando se ha producido. El principio de la
indeterminación tiene que ver con la medida y no con la causa. Según este principio, la
velocidad y la posición de una partícula resultan indeterminadas, en el sentido de no poder
ser medidas con exactitud. Éste es un hecho físico causalmente conexionado con el hecho
de ser la medición un proceso físico que tiene un efecto físico sobre lo que es medido. No
hay, empero, nada en el principio de indeterminación que enseñe que un suceso físico no
tiene causa. Como dice Turner: «Es una falacia por equívoco el argumento que diga que
todo cambio que no pueda ser determinado, en el sentido de “precisado”, es por eso
mismo determinado en el sentido absolutamente diferente de “causado”».
Volviendo ahora al átomo y a su supuesto libre albedrío, hay que observar que no se
sabe que sea caprichosa la conducta del átomo. Es falso decir que la conducta del átomo es
caprichosa; y también es falso afirmar que la conducta del átomo no es caprichosa. La
ciencia ha descubierto recientemente que el átomo no está sujeto a las leyes de la antigua
física, y algunos físicos han aventurado temerariamente la conclusión de que el átomo no
está sujeto a ley alguna. El argumento de Eddington sobre el efecto de la mente en el
cerebro recuerda inevitablemente el argumento de Descartes sobre el mismo asunto.
Descartes conocía la conservación de la vis viva, pero no la conservación del momento
mecánico. De aquí que pensase que la mente podía modificar la dirección del movimiento
del espíritu animal, aunque no su cantidad. Cuando, poco después de la publicación de su
teoría, fue descubierta la conservación del momento, el punto de vista de Descartes tuvo
que ser abandonado. El punto de vista de Eddington, análogamente, está a merced de los
físicos experimentales, que pueden, en cualquier momento, descubrir leyes que regulen la
conducta de los átomos individuales. Es muy atrevido el pretender erigir un edificio sobre
una base de ignorancia, que puede ser sólo momentánea. Y los efectos de este
procedimiento son necesariamente malos, ya que hacen concebir esperanzas a los hombres
de que no se harán nuevos descubrimientos.
Hay, además, una objeción puramente empírica a la creencia en el libre albedrío.
Siempre que ha sido posible someter la conducta de los animales o de los seres humanos a
una observación científica cuidadosa, se ha encontrado, como en los experimentos de
Pavlov, que las leyes científicas pueden descubrirse en todos esos seres como en cualquier
otra esfera. Es cierto que no podemos predecir las acciones humanas con perfección; pero
esto se explica suficientemente teniendo en cuenta la complicación del mecanismo, y no
exige en modo alguno la hipótesis de una carencia absoluta de ley, que ha resultado
siempre falsa cuando se ha examinado cuidadosamente.
Los que desean la existencia del capricho en el mundo físico, me parece a mí que no
han logrado comprender lo que esto supondría. Toda deducción respecto a la marcha de la
naturaleza es causal, y si la naturaleza no está sujeta a leyes causales, tiene que fracasar
dicha deducción. No podemos, en ese caso, saber nada fuera Je nuestra experiencia
personal; en realidad, rigurosamente hablando, sólo podemos conocer nuestra experiencia
en el momento presente, ya que la memoria también depende de leyes causales. Si no
podemos inferir la existencia de otra gente, o de nuestro propio pasado, mucho menos
podremos inferir la existencia de Dios o de las otras cosas que los teólogos desean. El
principio de causalidad puede ser verdadero o falso; pero la persona que se alegra de
encontrar la hipótesis de su falsedad no acaba de comprender las consecuencias de su
propia teoría. Ordinariamente conserva, sin discusión, todas las leyes causales que juzga
conveniente, como, por ejemplo, que su alimento le nutrirá y que su Banco hará honor a
sus cheques, mientras tenga fondos en su cuenta corriente; pero rechaza todas las que le
parecen inconvenientes. Éste es un procedimiento demasiado ingenuo.
No hay, en realidad, ninguna razón de peso para suponer que la conducta de los
átomos no está sujeta a ley. Sólo muy recientemente los métodos experimentales han sido
capaces de arrojar alguna luz sobre la conducta de los átomos individuales, y no tiene nada
de particular que las leyes de esta conducta no hayan sido aún descubiertas. El probar que
una serie dada de fenómenos no está sujeta a leyes es esencial y teóricamente imposible.
Lo más que se puede afirmar es que las leyes, si existen, no han sido aún descubiertas.
Podemos decir, si lo preferimos, que los hombres que han estado investigando el átomo
son tan listos que debieran haber descubierto las leyes, si existiese alguna. No creo, sin
embargo, que ésta sea una premisa suficientemente sólida para basar en ella una teoría del
universo.
2) Dios como matemático. —Sir Arthur Eddington deduce la religión del hecho de no
obedecer los átomos a las leyes de las matemáticas. Sir James Jeans la deduce del hecho
de hacerlo. Ambos argumentos han sido aceptados con el mismo entusiasmo por los
teólogos, que sostienen, al parecer, que la exigencia de consecuencia pertenece a la razón
fría, y no debe interferir con nuestros sentimientos religiosos más profundos.
Hemos examinado el argumento de Eddington, desde el punto de vista de los saltos
atómicos. Examinemos ahora el argumento de Jeans desde el punto de vista del
enfriamiento de las estrellas. El Dios de Jeans es platónico. No es, según nos dice, un
biólogo o un ingeniero, sino un matemático puro (El Universo Misterioso, pág. 134).
Confieso mi preferencia por este tipo de Dios, más que por el que es conocido como
hacedor de grandes cosas; pero ello es, sin duda, porque prefiero el pensar a la acción.
Esto sugiere la idea de un tratado que se ocupe de la influencia del tono muscular en la
teología. El hombre cuyos músculos están tensos cree en un Dios de acción, mientras el
hombre cuyos músculos están relajados cree en un Dios de pensamiento y contemplación.
Sir James Jeans, seguro, sin duda, de sus propios argumentos teísticos, no es muy lisonjero
con los de los evolucionistas. Su libro El Universo Misterioso comienza con una biografía
del Sol, que casi se podría decir que es un epitafio. Parece que una sola estrella entre cien
mil tiene planetas, y que hace unos doscientos mil años el Sol tuvo la buena fortuna de
tener un encuentro fructífero con otra estrella, que condujo a la descendencia planetaria
existente. Las estrellas que no tienen planetas no pueden producir la vida, de modo que la
vida debe ser un fenómeno muy raro en el universo. «Parece increíble —dice sir James
Jeans— que el universo pueda haber sido originariamente proyectado para producir vida
como la nuestra: si hubiese sido así, seguramente podíamos haber esperado encontrar una
proporción mejor entre la magnitud del mecanismo y la cantidad del producto». Y aun en
este raro rincón del universo, la posibilidad de vida existe sólo durante un intermedio entre
el tiempo demasiado cálido y el tiempo demasiado frío. «Es una tragedia de nuestra raza
que esté destinada probablemente a morir de frío, mientras la mayoría de la sustancia del
universo permanece aún demasiado caliente para aprovecharse de ella». Los teólogos que
arguyen como si la vida humana fuese el fin de la creación parecen estar tan deficientes en
astronomía como excesivos en la estimación de sí mismos y de sus compañeros las
criaturas. No intentaré resumir los admirables capítulos de Jeans sobre la física moderna,
la materia y radiación, relatividad y éter; son tan compendiados como puede desearse, y
ningún extracto daría buena cuenta de ellos. Citaré, sin embargo, el propio sumario del
profesor Jeans para despertar el apetito del lector:
«En resumen, una burbuja de jabón con irregularidades y arrugas en su superficie es
quizá la mejor representación, con términos sencillos y familiares, de cómo el nuevo
universo se revela a nosotros en la teoría de la relatividad. El universo no es el interior de
la burbuja de jabón, sino su superficie, y debemos siempre recordar que mientras la
superficie de la burbuja de jabón tiene sólo dos dimensiones, el universo-burbuja tiene
cuatro —tres dimensiones para el espacio y una para el tiempo—. Y la sustancia en la que
es soplada esta burbuja, la película de jabón, es espacio vacío, unido homogéneamente con
tiempo vacío».
El último capítulo del libro se ocupa de argüir que esta burbuja de jabón ha sido
soplada por una Deidad matemática, por su interés hacia las propiedades matemáticas.
Esta parte ha agradado a los teólogos. Los teólogos se han acostumbrado a agradecer
pequeñas mercedes, y no les importa mucho qué clase de Dios les proporciona el hombre
de ciencia, siempre que les dé uno por lo menos. El Dios de sir James Jeans, como el de
Platón, es un Dios que tiene pasión por hacer sumas; pero, siendo un matemático puro, es
del todo indiferente respecto a aquello a que se refieren las sumas. Haciendo preceder su
argumento por una ración de física difícil y reciente, el eminente autor logra darle un aire
de profundidad que de otro modo no poseería. En esencia, el argumento es como sigue:
puesto que dos manzanas juntas con otras dos manzanas hacen cuatro manzanas, se
deduce que el Creador debe de haber sabido que dos y dos son cuatro. Podría objetarse
que, ya que un hombre y una mujer juntos, a veces hacen tres, el Creador no estaba tan
versado en sumas como fuera de desear. Hablando en serio: sir James Jean retrocede
explícitamente a la teoría del obispo Berkeley, según la cual las únicas cosas que existen
son los pensamientos; y la casi permanencia que observamos en el mundo externo es
debido al hecho de que Dios prosigue pensando sobre las cosas durante mucho tiempo.
Los objetos materiales, por ejemplo, no cesan de existir cuando ningún ser humano los
mira, porque Dios está mirándolos todo el tiempo, o, más bien, porque son pensamientos
de su mente en todo momento. «El universo —dice— puede ser descrito mejor, aunque
muy imperfecta e inadecuadamente, como compuesto de puro pensamiento, ejercido por
un pensador matemático». Un poco después nos enteramos de que las leyes que gobiernan
los pensamientos de Dios son aquéllas que gobiernan los fenómenos de nuestras horas de
vigilia, pero no aparentemente las de nuestros sueños.
El argumento no está establecido con la precisión formal que sir James Jeans exigiría
en un asunto que no tuviese relación con sus emociones. Aparte de los detalles, tiene el
defecto de contener un error fundamental, al confundir los dominios de las matemáticas
puras y aplicadas. Las matemáticas puras no dependen para nada de la observación; tienen
relación con símbolos y con la demostración de tener el mismo significado las diferentes
colecciones de símbolos. A causa de este carácter simbólico, pueden ser estudiadas sin la
ayuda del experimento. La física, por el contrario, por muy matemática que se haga,
depende enteramente de la observación y del experimento; lo que quiere decir, en último
término, de la percepción de los sentidos. El matemático se ocupa de toda clase de
matemáticas, pero sólo alguna de éstas es útil al físico. Y lo que el físico afirma cuando
emplea las matemáticas es algo totalmente diferente de lo que asevera el matemático puro.
El físico afirma que los símbolos matemáticos que emplea pueden ser utilizados para la
interpretación, coligación y predicción de las impresiones de los sentidos. Por muy
abstracto que se haga su trabajo, nunca pierde su relación con la experiencia. Se ha
encontrado que las fórmulas matemáticas pueden expresar ciertas leyes que gobiernan el
mundo que observamos. Jeans arguye que el mundo debe haber sido creado por un
matemático, por el placer de ver estas leyes realizándose. Si alguna vez hubiese intentado
exponer formalmente su argumento, no dudo que habría visto lo falso que es. En primer
lugar, parece probable que cualquier mundo, no importa cuál, podría ser puesto por un
matemático de suficiente habilidad dentro del alcance de leyes generales. Si esto es así, el
carácter matemático de la física moderna no es un hecho del mundo, sino meramente un
tributo a la habilidad del físico. En segundo lugar, si Dios fuese un matemático puro, tan
puro como su caballeroso campeón supone, no hubiese deseado dar una existencia externa
grosera a sus pensamientos. El deseo de trazar curvas y hacer modelos geométricos
pertenece a la etapa escolar de la niñez, y, sin embargo, es este deseo el que sir James
Jeans atribuye a su Hacedor. El mundo, nos dice, se compone de pensamientos, de los que
hay tres grados: los pensamientos de Dios, los pensamientos de los hombres cuando están
despiertos y los pensamientos de los hombres cuando están, dormidos y han tenido
ensueños. No se llega a ver lo que las dos últimas especies de pensamientos añaden a la
perfección del universo, ya que, sin duda, los pensamientos de Dios son los mejores, y no
se percibe en modo alguno lo que pueda ganarse en crear tanta estupidez. Una vez conocí
a un teólogo ortodoxo, muy erudito, que me dijo que, como resultado de largo estudio,
había llegado a comprender todo, excepto el por qué Dios creó al mundo. Recomiendo
este acertijo a la atención de sir James Jeans, y espero que confortará a los teólogos
ocupándose de él en fecha no distante.
3) Dios como Creador. —Una de las más serias dificultades con que lucha la ciencia
en el momento actual es la que se deriva del hecho de aparecer el universo en decadencia.
Existen, por ejemplo, los elementos radiactivos en el mundo. Estos están desintegrándose
perpetuamente en elementos menos completos, y no se conoce el proceso por medio del
cual puedan ser reconstituidos. Este, sin embargo, no es el aspecto más importante o difícil
en la decadencia del mundo. Aunque no conocemos ningún proceso natural por medio del
cual elementos complejos sean reconstituidos con otros más sencillos, podemos
imaginarnos tal proceso, y es posible que se esté verificando en alguna parte. Pero cuando
llegamos a la segunda ley de la termodinámica encontramos una dificultad más
fundamental.
La segunda ley de la termodinámica afirma, dicho con términos vulgares, que las cosas
abandonadas a sí mismas tienden a embrollarse y no vuelven por sí solas a ponerse en
orden de nuevo. Parece que en cierta época pasada el universo estaba muy ordenado, y
cada cosa se hallaba en su sitio adecuado; pero desde entonces se ha ido desordenando
más y más, hasta el punto de que sólo un remedio heroico puede restaurarlo a su orden
primitivo. En su forma original, la segunda ley de la termodinámica afirma algo mucho
menos general, a saber: que cuando hay una diferencia de temperatura entre dos cuerpos
próximos, el más caliente se enfría y el más frío se calienta, hasta que ambos alcanzan una
temperatura igual. En esta forma, la ley afirma un hecho familiar a todo el mundo: si se
sostiene en el aire una varilla puesta al rojo, ésta se enfriará, mientras el aire de su
alrededor se calentará. Pero la ley adquirió bien pronto un significado mucho más general.
Las partículas de los cuerpos muy calientes están en movimiento muy rápido, mientras las
de los cuerpos fríos se mueven más despacio. A la larga, cuando una serie de partículas
moviéndose despacio se encuentran juntas en la misma región, las rápidas chocan con las
lentas, hasta que ambas series adquieren velocidades iguales. Una verdad similar se aplica
a todas las formas de energía. Siempre que haya mucha cantidad de energía en una región
y muy poca en una región vecina, la energía tenderá a trasladarse de una región a otra,
hasta que se establezca la igualdad. Este proceso total puede describirse como una
tendencia hacia la democracia. Bien se ve que éste es un proceso irreversible y que en el
pasado la energía debe haber estado más desigualmente distribuida que lo está ahora. En
vista del hecho de que el universo material es considerado ahora como finito, y que
consiste en un número definido, aunque desconocido, de electrones y protones, hay un
límite teórico al posible amontonamiento de energía en algunos sitios en oposición a otros.
A medida que investigamos la marcha del mundo, retrocediendo en el tiempo, llegamos,
después de un número finito de años, a un estado del mundo que pudo no haber sido
precedido por ningún otro, si la segunda ley de la termodinámica fuese entonces válida.
Este estado inicial del mundo sería aquel en que la energía estuviese distribuida tan
desigualmente como sea posible. Como Eddington dice:[5.1]
La dificultad de un pasado infinito es desconcertante. Es inconcebible que seamos los herederos de un tiempo
infinito de preparación; no es menos inconcebible el que haya habido un momento sin ningún momento que le
precediese.
Este dilema del comienzo del tiempo nos hubiera atormentado más, si no hubiese sido por otra dificultad
abrumadora que se interpone entre nosotros y el pasado infinito. Hemos estado estudiando la decadencia del
universo; si nuestras opiniones son ciertas, hay algún punto entre el comienzo del tiempo y el día actual, en que
debemos colocar el universo naciente.
Retrocediendo en el pasado, encontramos un mundo con más organización cada vez. Si no hay barrera que
nos detenga, debemos alcanzar un momento en que la energía del mundo esté del todo organizada, sin ningún
elemento de azar en ella. Es imposible retroceder más allá con el presente sistema de ley natural. Creo que la
frase «del todo organizada» es aplicable a la cuestión. La organización a que nos referimos es exactamente
definible, y hay un límite en el cual se hace perfecta. No hay series infinitas de estados con organizaciones cada
vez más perfectas, ni tampoco creo que el estado límite sea tal, que se alcance cada vez con más lentitud. La
organización completa no tiende a ser más inmune a las pérdidas que la organización incompleta.
No hay duda que el sistema de la física, tal como ha subsistido los últimos tres cuartos de siglo, exige una
fecha en la que, o bien las entidades del universo fuesen creadas en un estado de alta organización, o las
entidades preexistentes estuviesen dotadas de aquella organización que han estado derrochando continuamente
desde entonces. Además, es admisible que esta organización sea la antítesis del azar. Es algo que no puede
ocurrir fortuitamente.
Esto ha sido utilizado por largo tiempo como un argumento en contra de un materialismo demasiado
agresivo. Ha sido citado como prueba científica de la intervención del Creador en una época no infinitamente
apartada de la nuestra. Pero no defiendo que deduzcamos de ello conclusiones demasiado temerarias. Los
científicos y los teólogos deben considerar a la par como algo tosca la candorosa doctrina teológica que
(convenientemente disfrazada) se encuentra en la actualidad en todos los libros de termodinámica, a saber: que
hace algunos billones de años, Dios formó el universo material, y desde entonces lo abandonó a su suerte. Esto
debería ser mirado como la hipótesis de trabajo de la termodinámica más que como su declaración de fe. Como
científico, no creo que el presente estado de cosas se pusiese en marcha de repente; prescindiendo de la ciencia,
no me inclino tampoco a aceptar la sobreentendida discontinuidad en la Divina naturaleza. Pero no puedo
presentar ninguna propuesta para salir del callejón sin salida.

Por este pasaje se ve que Eddington no deduce un acto definido de creación por un
Creador. Su única razón para no deducirlo es que no le gusta la idea. El argumento
científico que lleva a la conclusión que desecha es mucho más sólido que el argumento en
favor del libre albedrío, ya que el uno está basado en la ignorancia, mientras el que
estamos considerando está basado en el conocimiento. Esto ilustra el hecho de que las
conclusiones teológicas sacadas por los científicos de su ciencia son únicamente las de su
agrado, y no aquellas que ni su apetito de ortodoxia les permite tragar, aunque el
argumento las justifique. Creo que debemos admitir que hay mucho más que decir sobre la
opinión de haber tenido el universo un principio en el tiempo en un período no
infinitamente remoto, que sobre cualquiera de las otras conclusiones teológicas que los
hombres de ciencia nos han incitado recientemente a admitir. El argumento no tiene
certeza demostrativa. La segunda ley de la termodinámica puede no haberse aplicado en
todos los tiempos y lugares, o podemos estar equivocados al juzgar el universo finito en el
espacio; pero es aceptable, y juzgo que debemos aceptar provisionalmente, la hipótesis de
haber tenido el mundo un principio en una fecha definida aunque remota.
¿Debemos inferir de esto que el mundo fue hecho por un Creador? Ciertamente que
no, si hemos de aceptar los cánones de una deducción científica válida. No hay razón
alguna para que el universo no haya comenzado espontáneamente, excepto que parece
extraño que así sucediera; pero no hay ley de naturaleza que impida que las cosas que nos
parecen extrañas sucedan. Inferir un Creador es inferir una causa, y las inferencias
causales son sólo admisibles, en ciencia, cuando proceden de leyes causales observadas.
La Creación procedente de la nada es un suceso que no ha sido observado. No hay, por
ello, mejor razón para suponer que el mundo fue engendrado por un Creador que para
suponer que lo fue sin causa; una y otra suposición contradicen las leyes causales que
podemos observar.
Ni existe, en lo que se me alcanza, ningún consuelo especial en la hipótesis de haber
sido hecho el mundo por un Creador. Lo haya sido o no, subsiste donde está. Si alguien
tratase de venderle a uno una botella de vino muy malo, no se la aceptaría mejor por saber
que había sido hecho en un laboratorio y no con zumo de uva. Análogamente, no veo qué
alegría pueda derivarse de la suposición de haber sido este desagradable universo hecho a
propósito.
Algunas personas —entre las que no está incluida Eddington— encuentran consuelo
en el pensamiento de que, si Dios hizo el mundo, Él lo volverá a renovar cuando se haya
descompuesto del todo. Por mi parte, no comprendo cómo un proceso desagradable puede
resultar menos desagradable por la reflexión de que ha de ser repetido indefinidamente.
Sin duda será porque me falta el sentimiento religioso.
El argumento puramente intelectual en este asunto es muy sencillo: ¿está el Creador
sujeto a las leyes de la física o no? Si no lo está, no puede ser deducido de los fenómenos
físicos, ya que ninguna ley física causal puede conducir a Él; si lo está, deberemos
aplicarle la segunda ley de la termodinámica y suponer que Él también tuvo que ser creado
en algún período remoto. Pero en este caso ha perdido su razón de ser. Es curioso que no
sólo los físicos, sino también los teólogos, parezcan encontrar algo nuevo en los
argumentos de la física moderna. Los físicos no es fácil que conozcan la historia de la
teología, pero los teólogos deberían saber que los modernos argumentos son todos
reproducciones de otros empleados en épocas anteriores. El argumento de Eddington sobre
el libre albedrío y el cerebro es, como vimos, muy parecido al de Descartes. El argumento
de Jeans es una mezcla del de Platón y el de Berkeley, y no tiene más justificación en
física que tuvo en la época de cualquiera de esos filósofos. El argumento de que el mundo
debe de haber tenido un comienzo en el tiempo fue establecido con gran claridad por
Kant, quien, sin embargo, lo suplementa con un argumento igualmente poderoso para
probar que el mundo no tuvo comienzo en el tiempo. Nuestra época se ha hecho vanidosa
con la multitud de nuevos descubrimientos e invenciones; pero en el reino de la filosofía
está mucho menos adelantada de lo que ella se imagina.
En nuestros días se oye hablar mucho del materialismo a la antigua y de su refutación
por la física moderna. Es evidente que ha habido un cambio en la técnica de la física. En
días pretéritos, digan lo que quieran los filósofos, la física procedía técnicamente sobre la
hipótesis de consistir la materia en pequeñas masas duras. Ahora no piensa así. Pero pocos
filósofos creyeron nunca en las pequeñas masas duras en fecha posterior a Demócrito.
Berkeley y Hume no creían en ellas, ni tampoco Leibniz, Kant y Hegel. El propio Mach,
físico también, enseñó una doctrina completamente diferente; y todo científico, con algo
de tintura filosófica, estaba dispuesto a admitir que las pequeñas masas duras no son sino
un artificio técnico. En ese sentido, el materialismo está muerto. Pero en otro y más
importante sentido está más vivo que nunca. La cuestión importante no es si la materia
consiste en pequeñas masas duras o en otra cosa, sino si la marcha de la naturaleza está
determinada por las leyes de la física. El progreso de la biología, fisiología y psicología ha
hecho más probable que nunca que los fenómenos naturales estén regidos por las leyes de
física; y éste es el punto importante. Para probar este punto, sin embargo, debemos
considerar algo de lo que dicen los que se ocupan de la ciencia de la vida.
4) Teología evolucionista. —La evolución, cuando apareció, fue considerada como
hostil a la religión, y aún lo es para los fundamentalistas. Pero se ha creado una escuela
completa de apologistas, que ven en la evolución la prueba de un plan divino,
desarrollándose lentamente a través de las edades. Algunos colocan este plan en la mente
del Creador, mientras otros lo consideran como inmanente en los oscuros esfuerzos de los
organismos vivientes. Con la primera opinión realizamos el propósito de Dios; con la otra,
realizamos el nuestro. Como todas las cuestiones opinables, la cuestión del fin de la
evolución se ha enredado en una masa de detalles. Cuando hace tiempo Huxley y Mr.
Gladstone debatieron la verdad de la religión cristiana en las páginas de la revista
Nineteenth Century, esta publicación derivó la cuestión a saber si los cerdos de Gerasa
habían pertenecido a un judío o a un gentil, pues en el último caso, y no en el primero, su
destrucción suponía una intervención injustificable en la propiedad privada. Similarmente,
la cuestión de la finalidad en la evolución viene mezclada con las costumbres de la
amófila, la conducta de los erizos de mar, cuando se les vuelve del revés, y los hábitos
acuáticos o terrestres del ajolote. Pero tales cuestiones, por graves que sean, deben dejarse
a los especialistas.
Al pasar de la física a la biología se percibe una transición de lo cósmico a lo menudo.
En física y astronomía nos ocupamos del universo en grande, y no sólo de aquel rincón del
mismo en que da la coincidencia que vivimos. Desde un punto de vista cósmico, la vida es
un fenómeno muy poco importante; muy pocas estrellas tienen planetas; muy pocos
planetas pueden soportar la vida. La vida, aun en la tierra, pertenece sólo a una pequeña
proporción de la materia próxima a la superficie de la tierra. Durante la mayor parte de la
existencia pasada de la tierra, ésta estuvo demasiado caliente para soportar la vida; durante
la mayor parte de su existencia futura estará demasiado fría. No es de ningún modo
imposible que no haya vida en este momento en algún sitio del universo, además de la
tierra; pero si, admitiendo una opinión muy liberal, suponemos que haya repartidos por el
espacio algunos cientos de miles de otros planetas en los que exista la vida, debe aún
admitirse que la materia viva constituye una pobre meta si se la considera como el fin de
toda la creación.
Hay algunas personas a quienes les gustan las largas y penadas anécdotas, con tal de
que tengan «punta»; imaginad una anécdota mucho más larga que la más larga que hayáis
oído jamás y con la «punta» más breve, y tendréis la fiel imagen de las actividades del
Creador, según los biólogos. Además, la «punta» de la anécdota, una vez que llega, resulta
casi indigna de tan largo prólogo. Admito de buena gana que hay mérito en la cola de la
zorra, en el canto del ruiseñor, o en los cuernos del rebeco. Pero no es a estas cosas a las
que se dirige la teología evolucionista; es al alma del hombre. Desgraciadamente, no
existe árbitro imparcial para decidir sobre los méritos de la raza humana; pero, por mi
parte, cuando contemplo sus bombas atómicas, sus investigaciones en la guerra
bacteriológica, sus bajezas, crueldades y opresiones, la considero harto poco brillante para
ser considerada como la joya suprema de la creación. Pero dejemos esta cuestión.
¿Hay algo en el proceso de la evolución que exija la hipótesis de una finalidad, ya sea
inmanente o trascendente? Ésta es la cuestión capital. Para quien no sea biólogo es difícil
hablar de esta cuestión sin que surja la duda. Por mi parte, no estoy en absoluto
convencido por los argumentos que he oído en favor de la finalidad.
La conducta de los animales y las plantas es en conjunto tal, que permite observar
ciertos resultados que el biólogo observador interpreta como la finalidad de la conducta.
En el caso de las plantas, está dispuesto a conceder en general, de buena gana, que esta
finalidad no es tomada en consideración conscientemente por el organismo; pero eso sólo
vale cuando lo que desea es probar que es la finalidad de un Creador. Me declaro, sin
embargo, del todo incapaz de comprender por qué un Creador inteligente haya de tener los
fines que debemos atribuirle, si realmente ha proyectado todo lo que sucede en el mundo
de la vida orgánica. Ni tampoco el progreso de la investigación científica proporciona
ninguna prueba de que la conducta de la materia viva esté gobernada por otra cosa distinta
que por las leyes de la física y de la química. Tomemos, por ejemplo, el proceso de la
digestión. El primer paso en este proceso es la captura del alimento. Esto ha sido estudiado
cuidadosamente en muchos animales, y en particular en los pollos. Los pollos recién
nacidos tienen un reflejo que les incita a picar en todo objeto que tenga una forma más o
menos parecida a la de los granos comestibles. Después de algunas experiencias, este
reflejo incondicionado se transforma en reflejo condicionado por un procedimiento similar
al estudiado por Pavlov. Lo mismo se observa en los niños, que chupan no sólo el pecho
de la madre, sino todo lo que físicamente es susceptible de ser chupado; tratan de extraer
alimento de los hombros, manos y brazos. Sólo después de unos meses de experiencia
aprenden a limitar al pecho sus esfuerzos en busca de alimentación. El acto de mamar en
los niños es al principio un reflejo incondicionado y de ningún modo inteligente. Depende
su éxito de la habilidad de la madre. El mascar y tragar son al principio reflejos
incondicionados, aunque con la experiencia se hacen condicionados. El proceso químico
que sufre el alimento en varios estadios de la digestión ha sido minuciosamente estudiado,
y ninguno de ellos requiere la invocación de ningún principio vital peculiar.
Si nos fijamos en la reproducción, que aunque no es universal en todo el reino animal,
es, no obstante, una de sus más interesantes peculiaridades, no existe nada en este proceso
que pueda en puridad llamarse misterioso. No quiero decir que todo esté bien
comprendido, sino que los principios mecánicos han explicado la reproducción lo bastante
para suponer con probabilidad que, con el tiempo, lo explicarán todo. Jacob Loeb, hace
veinte años, descubrió el medio de fertilizar un huevo sin la intervención de un
espermatozoide. Resume el resultado de sus experimentos y los de otros investigadores
como sigue: «Por tanto, podemos afirmar que la imitación completa del efecto de
desarrollo del espermatozoide por ciertos agentes fisicoquímicos ha sido realizada».[5.2]
Pasemos a la cuestión de la herencia, que está íntimamente asociada con la de
reproducción. El estado actual del conocimiento científico, respecto a este asunto, lo ha
puesto de manifiesto muy hábilmente el profesor Hogben en su libro La naturaleza de la
materia viviente, especialmente en el capítulo sobre la concepción atomística del
parentesco. En este capítulo, el lector puede aprender todo lo que el profano necesita saber
sobre la teoría mendeliana, los cromosomas, etc. No comprendo cómo hay alguien que, en
vista de lo que ahora se sabe sobre estos asuntos, sostenga que hay en la teoría de la
herencia algo que exija que nos inclinemos ante el misterio. El estado experimental de la
embriología es aún reciente, y, sin embargo, ha conseguido ya notables resultados: ha
demostrado que la concepción de organismo que ha dominado en la biología no es tan
rígida como se había supuesto.
El injertar un ojo de renacuajo de salamandra en la cabeza de otro individuo es ahora una cosa corriente en la
embriología experimental. Ahora se fabrican en el laboratorio lagartijas acuáticas de cinco piernas y dos cabezas.
[5.3]

Pero todo esto —podrá decir el lector— concierne sólo al cuerpo; ¿qué hemos de decir
referente al espíritu? Respecto a esto, la cuestión no es tan sencilla. Se observa,
primeramente, que los procesos mentales de los animales son puramente hipotéticos, y que
el estudio científico de los animales se limita a su conducta y a sus procesos físicos, ya
que éstos son los únicos observables. No quiero dar a entender que neguemos que los
animales tengan espíritu; sólo quiero decir que, en cuanto científicos, no debemos decir
nada sobre sus espíritus, en un sentido o en otro. Es un hecho positivo que la conducta de
sus cuerpos aparece como causalmente contenida en sí misma, en el sentido de que su
explicación no exige, en ningún caso, la intervención de alguna entidad no observable, que
pudiéramos llamar espíritu. La teoría de los reflejos condicionados explica
satisfactoriamente todos aquellos casos en que antes se pensaba que era esencial una causa
espiritual para explicar la conducta del animal. Si consideramos los seres humanos, nos
sentimos incluso capaces de explicar la conducta de los cuerpos en base a la suposición de
no haber agente extraño llamado espíritu que actúe sobre ellos. Pero, en el caso de los
seres humanos, esta afirmación es mucho más discutible que en el caso de otros animales;
tanto porque la conducta de los seres humanos es más compleja como porque sabemos, o
creemos saber, que poseemos espíritu. No hay duda de que conocemos algo sobre nosotros
mismos, que se expresa comúnmente diciendo que poseemos espíritu; pero, como ocurre a
menudo, aunque sabemos algo, es muy difícil decir lo que sabemos. Más especialmente
difícil es demostrar que las causas de nuestra conducta corporal no son puramente físicas.
Del examen de nuestro interior parece deducirse la existencia de algo llamado voluntad,
que origina aquellos movimientos que llamamos voluntarios. Es posible, sin embargo, que
dichos movimientos tengan una cadena completa de causas físicas respecto a la cual la
voluntad (sea lo que sea) es concomitante. O quizá, puesto que la materia que considera la
física no es ya materia en el antiguo sentido, pueda suceder que lo que llamamos nuestros
pensamientos sean ingredientes de los complejos con que nuestros físicos han
reemplazado la antigua concepción de la materia. El dualismo de espíritu y materia es
anticuado: la materia se ha hecho más parecida al espíritu, y el espíritu se ha acercado más
a la materia de lo que parecía posible en una etapa anterior de la ciencia. Tendemos a
suponer que lo que realmente existe es algo intermedio entre las bolas de billar del
materialismo anticuado y el alma de la antigua psicología.
Sin embargo, debemos hacer una importante distinción. Existe, por un lado, la cuestión
respecto a la clase de materia prima de que esté hecho el mundo, y por otro lado, la
cuestión respecto a su esqueleto causal. La ciencia ha sido, desde su origen, aunque no
exclusivamente al principio, una forma de lo que puede llamarse pensamiento-poder; esto
es, se ha dedicado a analizar lo que causa los procesos que observamos, más que a analizar
los ingredientes de que están compuestos. El esquema sumamente abstracto de la física da,
al parecer, el esqueleto causal del mundo, dejando aparte todo el color, toda la variedad e
individualidad de las cosas que componen el mundo. Al sugerir que el esqueleto causal
proporcionado por la física es, en teoría, adecuado para dar las leyes causales, que rigen la
conducta de los cuerpos humanos, no queremos decir que esta abstracción enuncie nada
sobre el contenido de la mente humana. Las bolas de billar del materialismo pasado de
moda eran demasiado concretas y sensibles para ser admitidas en la armadura de la física
moderna; pero lo mismo sucede con nuestros pensamientos. La variedad concreta del
mundo actual parece ser poco importante cuando investigamos estos procesos causales.
Tomemos un ejemplo: el principio de la palanca es sencillo y se comprende fácilmente.
Depende sólo de las posiciones relativas de la palanca, de la fuerza y de la resistencia.
Puede suceder que la palanca empleada esté cubierta de pinturas exquisitas por un pintor
de genio; aunque éstas pueden ser de más importancia desde el punto de vista emocional
que las propiedades mecánicas de la palanca, no afectan en ningún modo a dichas
propiedades, y pueden omitirse en el informe de lo que la palanca hace. Así sucede con el
mundo. El mundo, tal como lo percibimos, está lleno de una rica variedad; una es bonita,
otra fea; una nos parece buena, otra mala. Pero todo esto no tiene nada que ver con las
propiedades puramente causales de las cosas, y de estas propiedades es de lo que se ocupa
la ciencia. No pretendo afirmar que si conociésemos estas propiedades completamente
tendríamos un conocimiento completo del mundo, pues su variedad concreta es un objeto
de conocimiento igualmente legítimo. Lo que quiero decir es que la ciencia es aquella
clase de conocimiento que proporciona una inteligencia causal, y que esta clase de
conocimiento puede con toda probabilidad ser completada, aun cuando se refiera a seres
vivientes, sin tomar en consideración más que sus propiedades físicas y químicas. Al decir
esto, afirmamos más de lo que se puede decir al presente con alguna certeza; pero el
trabajo que se ha hecho en tiempos recientes en psicología bioquímica, embriología,
mecanismo de la sensación y otras materias, sugiere irresistiblemente la verdad de nuestra
conclusión.
Una de las mejores exposiciones de la opinión de un biólogo con creencias religiosas
se encuentra en la Evolución Repentina (1923), de Lloyd Morgan, y en Vida, Mente y
Espíritu (1926). Lloyd Morgan cree que existe un Divino Propósito, que es la razón
fundamental de la marcha de la evolución y más especialmente de lo que él llama
«evolución repentina o emergente». La definición de ésta, si la comprendo bien, es como
sigue: ocurre a veces que una colección de objetos, dispuestos según un modelo
determinado, tendrán una nueva propiedad que no pertenece a los objetos aislados y que
no puede, por lo que colegimos, ser deducida de sus diversas propiedades juntamente con
la manera como están dispuestos. Considera que hay ejemplos del mismo género aun en el
reino inorgánico. El átomo, la molécula y el cristal tendrán todos propiedades que, si
entiendo bien a Lloyd Morgan, éste considera como no deducibles de las propiedades de
sus constituyentes. Lo mismo se aplica, en mayor grado, a los organismos vivientes y
sobre todo a aquellos organismos superiores que poseen lo que llamamos mente. Nuestras
mentes, dice, están asociadas con el organismo físico; pero no son deducibles de las
propiedades de este organismo, considerado como un arreglo de átomos en el espacio. «La
evolución repentina —afirma— es desde el principio al final una revelación y
manifestación de lo que yo considero un Divino Propósito». Y sigue diciendo: «Muchos
de nosotros, y yo entre ellos, llegamos a un concepto de actividad, con reconocimiento,
como parte y parcela del Divino Propósito». Más adelante sostiene que el pecado no
contribuye a la manifestación del Divino Propósito (pág. 288).
Sería más fácil ocuparse de esta opinión si se presentasen algunas razones a su favor.
Pero, por lo que he podido deducir de las páginas del profesor Lloyd Morgan, éste
considera que la doctrina se recomienda por sí misma, y no necesita ser demostrada con
apelación a la inteligencia. No pretendo saber si la opinión del profesor Lloyd Morgan es
falsa. Según éste, puede haber un Ser de infinito poder, que determina que los niños deben
morir de meningitis, y la gente vieja de cáncer; estas cosas ocurren como consecuencia de
la evolución. Si, por consiguiente, la evolución supone un Plan Divino estos
acontecimientos deben de haber sido también planeados. Me he enterado de que el
sufrimiento es enviado como purificación del pecado; pero encuentro difícil hacerme a la
idea de que un niño de cuatro o cinco años pueda haber cometido tan grandes iniquidades
como para merecer el castigo que experimentan no pocos niños, a los que nuestros
teólogos optimistas pueden ver el día que quieran en los hospitales de niños. Por otra
parte, me entero de que aunque el niño en sí no haya pecado muy gravemente, merece
sufrir a causa de la maldad de sus padres. Sólo puedo decir que si éste es el sentido divino
de la justicia, difiere del mío y que juzgo el mío superior. Si en verdad el mundo en que
vivimos ha sido hecho conforme a un Plan, es cosa de considerar a Nerón como un santo,
en comparación con el autor de dicho Plan. Afortunadamente, sin embargo, la evidencia
de un Propósito Divino no existe; así, por lo menos, se infiere del hecho de no aducirse
ninguna prueba por quienes creen en él. De ese modo, se nos ahorra la necesidad de tomar
la actitud de odio impotente que todo hombre valeroso y humano se hubiese visto
obligado a adoptar ante el tirano Todopoderoso.
Hemos pasado revista en este capítulo a diversas apologías de la religión hechas por
eminentes hombres de ciencia. Hemos visto que Eddington y Jeans se contradicen uno a
otro y que ambos contradicen a los teólogos biológicos; pero todos están conformes en
que, en último recurso, la ciencia deberá abdicar ante lo que se llama el sentido religioso.
Esta actitud es considerada por ellos mismos y por sus admiradores como más optimista
que la del racionalista inflexible. Pero es, en realidad, lo opuesto: es el resultado del
desaliento y pérdida de la fe. Hubo un tiempo en que la religión era creída con fervor
ejemplar, cuando los hombres iban a las cruzadas y pugnaban por sobrepujarse en la
intensidad de sus convicciones. Después de las guerras de religión, la teología perdió
gradualmente este intenso arraigo en la mente de los hombres. Si algo la ha reemplazado,
ha sido la ciencia. En nombre de la ciencia revolucionamos la industria, minamos la moral
de la familia, esclavizamos las razas de color y nos exterminamos habilidosamente con
gases venenosos. Algunos hombres de ciencia no ven con buenos ojos estos usos a que se
aplica la ciencia. Aterrorizados y desmayados retroceden de la persecución obstinada y
pura del conocimiento, y tratan de buscar refugio en las supersticiones de tiempos
anteriores. Como dice el profesor Hogben:
La actitud apologética que tanto prevalece en la ciencia actual no es un resultado lógico de la introducción de
nuevos conceptos. Está basada en la esperanza de restablecer creencias tradicionales, contra las cuales la ciencia
luchó de un modo manifiesto en otro tiempo. Esta esperanza no es un producto accesorio del descubrimiento
científico. Tiene sus raíces en la índole social de este período. Durante algunos años, las naciones de Europa
abandonaron el ejercicio de la razón en sus relaciones mutuas. El juicio intelectual imparcial era deslealtad. La
crítica de la creencia tradicional era traición. Los filósofos y hombres de la ciencia se inclinaban ante el
inexorable decreto de la sugestión borreguil. El compromiso con la creencia tradicional llegó a ser el sello del
buen ciudadano. La filosofía contemporánea tiene aún que encontrar un camino que la salve del desaliento
intelectual, herencia de la guerra mundial.[5.4]

No es retrocediendo como encontraremos una salida para nuestras desazones. No es


con recaídas perezosas en fantasías infantiles como encauzaremos en sus canales
adecuados el nuevo poder que los hombres han conseguido por la ciencia; ni podrá el
escepticismo filosófico aplicado a los fundamentos detener la marcha de la técnica
científica en el mundo de los negocios. Los hombres necesitan una fe que sea robusta y
real y no tímida y descorazonada. La ciencia no es en esencia sino la persecución
sistemática del conocimiento, y el conocimiento, por mal uso que hagan de él los hombres,
es en esencia bueno. El perder la fe en el conocimiento es perder la fe en la mejor de las
capacidades del hombre; y por eso repito sin vacilación que el racionalista inflexible tiene
una fe mejor y un optimismo más firme que cualquiera de los que buscan, tímidos, los
consuelos pueriles de una edad menos adulta.
PRIMERA PARTE

LA TÉCNICA CIENTÍFICA
Capítulo VI
COMIENZOS DE LA TÉCNICA CIENTÍFICA

N O hay una separación definida entre la técnica científica y las artes y oficios
tradicionales. La característica esencial de la técnica científica en la utilización de
las fuerzas naturales por medios que no están al alcance de la mayoría, carente de la
instrucción necesaria. Esto presupone un conjunto de deseos: los hombres necesitan
alimento, descendencia, vestimenta, albergue, diversión y gloria. El hombre sin
instrucción sólo puede alcanzar de un modo parcial estas cosas; el hombre equipado
científicamente puede lograrlas con más amplitud. Comparemos el rey Ciro con un
multimillonario moderno americano. Ciro fue quizá superior al magnate moderno en dos
cosas: sus ropas eran más espléndidas, y sus mujeres, más numerosas. Al mismo tiempo,
es probable que los vestidos de sus mujeres no fuesen tan lujosos como los de la mujer de
un moderno magnate. Es inherente a la superioridad del moderno magnate el no estar
obligado a vestir con ropa deslumbradora para que se sepa que es grande; los periódicos se
encargan de esto. Supongo que ni una centésima parte de la gente que hoy conoce a una
«estrella» de Hollywood sabía de la vida y milagros de Ciro en su época. Esta creciente
posibilidad de gloria es debida a la técnica científica. En todos los demás objetos del deseo
humano, que acabamos de enumerar, es evidente que la técnica moderna ha aumentado
inmensamente el número de los que pueden gozar cierta cantidad de satisfacción. El
número de personas que ahora poseen automóviles excede en mucho al número de
personas que tenían lo bastante para comer hace ciento cincuenta años. Con la sanidad y la
higiene, las naciones científicas han exterminado el tifus y multitud de otras plagas, que
aún subsisten en el Oriente y antiguamente devastaban la Europa occidental. A juzgar por
la conducta que se practica, uno de los deseos más ardientes de la raza humana, o, en todo
caso, de sus partes más vigorosas, ha sido, hasta hace poco, el aumentar sus individuos.
Comparemos la población europea en el año 1700 con la del presente día. La población de
Inglaterra en 1700 era de unos cinco millones, y es ahora de unos cuarenta millones. La
población de otros países europeos, con excepción de Francia, ha aumentado
probablemente en la misma proporción. La población de la descendencia europea, en la
actualidad, es de unos 725 millones. En el ínterin, otras razas se han multiplicado mucho
menos. Bien es verdad que en esta cuestión se está verificando ahora un cambio en el
mundo. Las razas más científicas no son las que más se desarrollan, y el aumento rápido
está confinado a los países en que el gobierno es científico, mientras la población no es
científica. Esto es debido, sin embargo, a causas recientes que consideraremos más
adelante.
Los comienzos más remotos de la técnica científica pertenecen a los tiempos
prehistóricos. Nada se sabe, por ejemplo, de cómo se originase el empleo del fuego,
aunque la dificultad de procurarse fuego en tiempos antiguos hállese atestiguada por el
cuidado con que se conservaban los fuegos sagrados en Roma y otras comunidades
civilizadas primitivas. La agricultura es también prehistórica en su origen, aunque quizá
no preceda en un período muy largo al amanecer de la historia. El hacer adquirir
costumbres domésticas a los animales es cosa que principalmente acontece en el período
prehistórico, aunque no exclusivamente en él; según opiniones autorizadas el caballo
irrumpió en Asia occidental en los días de los sumerios, y dio la victoria militar a aquellos
que lo utilizaron con preferencia al burro. En comarcas de clima seco, el comienzo de la
escritura coincide prácticamente con el comienzo de la historia, ya que los escritos
primitivos se conservan mucho más tiempo en Egipto y Babilonia que lo harían en una
región menos calurosa. El avance subsiguiente en la técnica científica fue el trabajo de los
metales, que cae enteramente dentro del período histórico. Es, sin duda alguna, por lo
reciente de su invención por lo que el empleo del hierro es prohibido en ciertos pasajes de
la Biblia para la construcción de los altares. Los caminos, desde los tiempos remotos hasta
la caída de Napoleón, han sido principalmente construidos por razones militares. Eran
esenciales para la coherencia de los grandes imperios; se hicieron importantes por primera
vez, en este aspecto, en la época de los persas y fueron desarrollados en un grado máximo
por los romanos. La Edad Media añadió la pólvora y la brújula, y muy al final, la
invención de la imprenta.
Para quien está acostumbrado a la técnica complicada de la vida moderna puede no
significar mucho todo esto; pero es ello, en realidad, lo que marca la diferencia entre el
hombre primitivo y el mayor grado de civilización intelectual y artística. Estamos
acostumbrados, en nuestros días, a protestar contra el imperio del maquinismo, y
anhelamos ardientemente el retorno a días más sencillos. Pero esto no es nada nuevo. Lao-
Tsé, que precedió a Confucio y vivió (si es que vivió) en el siglo VI antes de Jesucristo, es
tan elocuente como Ruskin sobre el tema de la destrucción de la antigua belleza por las
invenciones mecánicas modernas. Los caminos, los puentes y las embarcaciones lo
llenaban de terror porque no eran cosas naturales. Hablaba de la música como los
modernos intransigentes hablan del cinematógrafo. Encontraba el bullicio de la vida
moderna fatal para la vida contemplativa. Cuando no pudo soportarla por más tiempo,
abandonó China y desapareció entre los bárbaros del Oeste. Creía que los hombres debían
vivir conforme a la naturaleza —opinión que asoma continuamente en el transcurso de las
edades, aunque siempre con diferente matiz—. Rousseau también creía en el retorno a la
naturaleza; pero ya no ponía reparos a los caminos, puentes y embarcaciones. Eran las
cortes y los placeres adulterados de los ricos los que suscitaban su ira. El tipo de hombre
que a Rousseau le pareciera una criatura sencilla de la naturaleza, hubiérale parecido a
Lao-Tsé increíblemente diferente de lo que él denominaba «los hombres puros de la
antigüedad». Lao-Tsé ponía reparos a la doma de caballos y a las artes de la alfarería y de
la carpintería; a Rousseau, el carpintero le parecería el verdadero epítome del trabajo
honesto. «El retorno a la naturaleza» significa, en la práctica, el retorno a aquellas
condiciones a las que estaba acostumbrado el escritor en cuestión, durante su juventud. El
retorno a la naturaleza, si se lo tomase en serio, supondría la muerte por inanición de un 90
por 100 de la población de las comarcas civilizadas. El industrialismo, tal como existe en
el presente momento, tiene indudablemente grandes inconvenientes; pero éstos no pueden
ser aliviados por un retorno al pasado, como no lo fueron las dificultades que sufrió China
en época de Lao-Tsé, o Francia en tiempos de Rousseau.
La ciencia como conocimiento avanzó muy rápidamente durante todo el siglo XVII y
el XVIII; pero sólo hacia finales del XVIII comenzó a influir en la técnica de la
producción. Hubo menos cambio en los métodos de trabajo desde el antiguo Egipto hasta
1750 que desde 1750 hasta nuestros días. Ciertos avances fundamentales habían sido
adquiridos lentamente: el lenguaje, el fuego, la escritura, la agricultura, la domesticación
de los animales, el trabajo de los metales, la pólvora, la imprenta y el arte de gobernar un
gran imperio desde un centro, aunque esto último no pudo alcanzar su presente perfección
hasta que se inventó el telégrafo y la locomotora de vapor. Cada uno de estos progresos,
por venir despacio, encajaba sin gran dificultad en el marco de la vida tradicional, y los
hombres no se daban cuenta en ningún momento de la existencia de una revolución en sus
hábitos diarios. Casi todas las cosas de que un hombre adulto podía hablar le habían sido
familiares desde niño, y a su padre y abuelo antes que a él. Esto ejercía, sin duda, ciertos
efectos buenos, que se han perdido con los rápidos progresos técnicos de los tiempos
modernos. El poeta podía hablar de la vida contemporánea con palabras que se habían
enriquecido a través del largo uso y se habían llenado de color a través de las emociones
almacenadas de las épocas pasadas. Hoy día se ve obligado o a ignorar la vida
contemporánea o a llenar sus poemas con palabras inadecuadas y malsonantes. Es posible,
en poesía, escribir una epístola; pero es difícil hablar del teléfono; es posible oír los cantos
de Lydia, pero no la radio; es posible cabalgar como el viento, sobre rápido corcel; pero es
difícil, en cualquiera de los metros conocidos, ir mucho más de prisa que el viento en un
automóvil. El poeta desea tener alas para volar hacia su amor, pero le resultará ridículo
pensar así cuando recuerde que puede tomar un aeroplano en Croydon.
Los efectos estéticos de la ciencia han sido, de esta suerte, muy desacertados, y no, en
mi opinión, debido a ninguna cualidad esencial de la ciencia, sino por el rápido cambio del
medio en que el hombre moderno vive. En otros aspectos, sin embargo, los efectos de la
ciencia han sido mucho más afortunados.
Es un hecho curioso que las dudas respecto al último valor metafísico del
conocimiento científico no tienen relación alguna con su utilidad respecto a la técnica de
la producción. El método científico está íntimamente ligado con la virtud social de la
imparcialidad. Piaget, en su libro Juicio y razonamiento en el niño, sostiene que la
facultad de razonar es un producto del sentido social. Todo niño, dice, comienza con un
sueño de omnipotencia, en que todos los hechos están sometidos a sus deseos.
Gradualmente, al contacto con los otros seres, se ve forzado a admitir que sus deseos
pueden ser opuestos a los de los otros, y que sus deseos no son invariablemente árbitros de
verdad. El razonamiento, según Piaget, desarrolla una especie de método para llegar a una
verdad social con la que todo hombre puede estar conforme. Esta condición es de gran
valor, a mi juicio, y realza un gran mérito del método científico a saber: que tiende a evitar
esas disputas enconadas que se suscitan cuando la emoción privada es considerada como
prueba de la verdad. Piaget ignora otro aspecto del método científico, a saber: que
proporciona poder sobre el medio ambiente, así como poder de adaptación a ese medio.
Puede ser, por ejemplo, una ventaja el poder predecir el tiempo, y si un hombre acierta en
este particular, mientras todos sus compañeros se equivocan, la ventaja, no obstante, sigue
siendo de él, aunque una definición puramente social de la verdad nos impulsaría a
considerarle equivocado. Es el éxito, en esta prueba práctica del poder sobre el medio
ambiente o de adaptación a él, el que ha dado a la ciencia su prestigio. Los emperadores de
la China protegían frecuentemente a los jesuitas de las persecuciones, porque éstos
acertaban las fechas de los eclipses, mientras los astrónomos chinos se equivocaban. Toda
la vida moderna está fundada en este éxito práctico de la ciencia; por lo menos, en lo que
se refiere al mundo inanimado. Hasta ahora ha tenido menos éxito en las aplicaciones
directas al hombre, y aún tropieza con la oposición derivada de las creencias tradicionales;
pero no puede dudarse de que, si nuestra civilización sobrevive, los hombres serán pronto
mirados desde un punto de vista científico. Esto ejercerá un gran efecto en la educación y
en la ley penal, y quizá también en la vida familiar. Tales desarrollos, sin embargo,
pertenecen al porvenir.
La novedad esencial de la técnica científica es la utilización de las fuerzas naturales
por caminos que no son evidentes para la observación no educada y que han sido, por el
contrario, descubiertos por una investigación deliberada. El empleo del vapor, que fue uno
de los primeros pasos en la técnica moderna, está en la línea límite, ya que todo el mundo
puede observar la fuerza del vapor en una cacerola, como la tradición supone que la
observó James Watt. El uso de la electricidad es mucho más científico. El empleo de la
potencia de agua en un molino de modelo antiguo es precientífico, porque todo el
mecanismo entra por los ojos para un observador no entrenado. Pero el moderno empleo
de la energía del agua por medio de turbina es científico, ya que el proceso
correspondiente constituye una sorpresa para la persona sin conocimiento científico.
Desde luego, la línea de separación entre la técnica científica y la tradicional no es muy
definida, y nadie puede decir exactamente en dónde concluye la una y comienza la otra.
Los agricultores primitivos utilizaban los cuerpos humanos como abono y conceptuaban
como mágico su beneficioso efecto. Este período era determinadamente precientífico. El
empleo de los abonos naturales, que le sucedió y ha permanecido en uso hasta nuestros
días, es científico si está regulado por un cuidadoso estudio de la química orgánica, y no es
científico si procede al capricho. La utilización de los nitratos artificiales, que ha
necesitado un proceso químico, que sólo se encontró después de largas pesquisas por
hábiles químicos, es, sin vacilación y muy definidamente, científica.
La característica esencial de la técnica científica es que procede del experimento y no
de la tradición. El hábito experimental de la inteligencia es difícil de conservar para la
mayoría de la gente; en realidad, la ciencia de una generación se transforma en tradición
para la siguiente; y existen aún extensos campos, especialmente el de la religión, en los
que apenas ha penetrado el espíritu, experimental. Esto no obstante, es éste el espíritu
característico de los tiempos modernos, como contraste con todas las edades primitivas; y
es por causa de este espíritu por lo que el poder del hombre, en relación con su medio
ambiente, se ha hecho, durante los últimos ciento cincuenta años, inconmensurablemente
mayor que lo fue en la civilización del pasado.
Capítulo VII
LA TÉCNICA EN LA NATURALEZA INANIMADA

L OS mayores triunfos de la ciencia aplicada han sido realizados en la física y la


química. Cuando la gente piensa en la técnica científica, piensa primeramente en las
máquinas. Parece probable que en un futuro próximo la ciencia conseguirá iguales triunfos
en las ramas biológicas y fisiológicas, y adquirirá últimamente poder suficiente para
cambiar las mentes de los hombres, del mismo modo que tiene poder para conocer nuestro
medio ambiente inanimado. En este capítulo, sin embargo, no me ocuparé de las
aplicaciones biológicas de la ciencia, sino del tema más familiar y trillado de sus
aplicaciones en el reino de la maquinaria.
La mayoría de las máquinas, en el sentido más limitado de la palabra, no presuponen
nada que merezca ser llamado ciencia. Las máquinas fueron, en su origen, un medio de
conseguir que la materia prima inanimada pasase a través de una serie de movimientos
regulares que hasta entonces habían sido ejecutados por los cuerpos y especialmente por
los dedos, de los seres humanos. Este es el caso manifiesto en los hilados y tejidos. No
implicó tampoco mucha ciencia la invención del ferrocarril o los primeros pasos de la
navegación de vapor. Los hombres utilizaron en estos casos fuerzas que no estaban
recónditas en modo alguno, y que, aunque asombraron, no debieron haber sorprendido
tanto. El asunto varía cuando se pasa a la electricidad. Un electricista práctico tiene que
desarrollar un nuevo tipo de sentido común del que está del todo desprovisto un hombre
ignorante de la electricidad. Este nuevo tipo de sentido común consiste solamente en el
conocimiento descubierto por medio de la ciencia. Un hombre cuyos días hayan
transcurrido en una existencia rural sencilla conoce lo que un toro salvaje es capaz de
hacer; pero, por muy viejo y sagaz que sea, no sabrá lo que es capaz de hacer una corriente
eléctrica.
Uno de los fines de la técnica industrial ha sido siempre el sustituir la potencia de los
músculos humanos por otras formas de potencia. Los animales dependen exclusivamente
de sus propios músculos para lograr la satisfacción de sus necesidades, y es de suponer
que el hombre primitivo compartía esta sujeción. Gradualmente, a medida que los
hombres adquirían más conocimiento, se capacitaron para dominar fuentes de energía que
les permitían hacer lo necesario sin fatigar sus propios músculos. Algún genio, en fecha
remota olvidada, inventó la rueda, y otro genio indujo al buey y al caballo a dar vueltas a
la rueda. Debe haber sido una tarea mucho más difícil domesticar al buey y al caballo que
domar la electricidad; pero la dificultad fue entonces de paciencia, y no de inteligencia. La
electricidad, como un geniecillo de Las mil y una noches, es un servidor siempre dispuesto
para cualquiera que conozca la fórmula apropiada. El descubrimiento de la fórmula es
difícil, pero lo restante es fácil. En el caso del caballo no se necesitaba ser muy listo para
comprender que sus músculos podían rendir un trabajo superior al que los músculos
humanos habían rendido hasta entonces. Pero debió de transcurrir mucho tiempo antes de
que el buey y el caballo se sometiesen a la voluntad de los hombres que los adiestraban.
Hay quienes afirman que fueron domesticados por ser objetos de adoración, y que la
utilización práctica de estos animales tuvo lugar posteriormente, después que los
sacerdotes los hubieron dominado completamente. Esta teoría puede tener un fondo de
verdad, ya que casi todos los grandes avances han partido en un principio de motivos
desinteresados. Los descubrimientos científicos han sido hechos por sí y no para su
utilización, y una raza de hombres sin amor desinteresado al saber nunca hubiera realizado
nuestra actual técnica científica. Tomemos como ejemplo la teoría de las ondas
electromagnéticas, de la que depende el empleo de la telegrafía sin hilos. El conocimiento
científico en esta materia comienza con Faraday, que fue el primero que investigó
experimentalmente la conexión de los fenómenos eléctricos con el medio en que se
producen. Faraday no era matemático; pero sus resultados fueron reducidos a forma
matemática por Clerk-Maxwell, quien descubrió, por medios de índole puramente teórica,
que la luz consiste en ondas electromagnéticas. El siguiente avance fue debido a Hertz,
que fue el primero que logró producir artificialmente las ondas electromagnéticas. Lo que
faltaba por hacer era sencillamente el invento de un aparato con el cual se lograse producir
dichas ondas con un fin comercial. Este paso, como todo el mundo sabe, fue dado por
Marconi. Faraday, Maxwell y Hertz, por lo que hasta ahora se ha podido colegir, no
pensaron ni por un momento en la posibilidad de una aplicación práctica de sus
investigaciones. En realidad, hasta que las investigaciones estuvieron casi ultimadas fue
imposible prever los usos prácticos que iban a derivarse de ellas.
Aun en los casos en que la finalidad fue práctica desde un principio, la solución de un
problema ha sido a menudo el resultado de la solución de otro, con el que no tenía
conexión aparente. Tomemos, por ejemplo, el problema del vuelo. Este ha ejercido en toda
época una atracción notable sobre la imaginación de los hombres. Leonardo de Vinci le
dedicó mucho más tiempo del que dedicó a la pintura. Pero los hombres erraron el camino
hasta nuestros días, por la idea de que debían encontrar un mecanismo análogo al de las
alas de los pájaros. Fue únicamente el descubrimiento del motor de explosión y su
desarrollo en los automóviles lo que condujo a la solución del problema del vuelo; y en los
primeros tiempos del motor de explosión no se le ocurrió a nadie que fuese capaz de esta
aplicación.
Uno de los problemas más difíciles de la técnica moderna es de las materias primas.
La industria utiliza, en proporción constantemente creciente, sustancia que han sido
almacenadas a través de las edades geológicas en la corteza terrestre, y que no son
reemplazados hasta ahora por otras sustancias similares. Uno de los ejemplos más
sobresalientes es el del petróleo. La cantidad de petróleo en el mundo es limitada, y su
consumo crece sin cesar. No tardará mucho en llegar el momento en que la cantidad
mundial esté prácticamente agotada; a no ser que las guerras que estallen por su posesión
sean lo suficientemente destructivas para reducir el nivel de la civilización a un punto en
que el petróleo no sea necesario por más tiempo. Debemos suponer que si nuestra
civilización no sufre un cataclismo, se descubrirá algún sustituto del petróleo, cuando éste
resulte cada vez más caro por su escasez. Pero como enseña este ejemplo, la técnica
industrial nunca puede hacerse estática y tradicional, como en tiempos antiguos lo fue la
agricultura. Será perpetuamente necesario inventar nuevos procesos y encontrar nuevas
fuentes de energía, a causa de la extraordinaria rapidez con que consumimos nuestro
capital terrestre. Existen, en realidad, algunos manantiales de energía prácticamente
inagotables, especialmente el viento y el agua; la última, sin embargo, aun cuando se
aprovechase íntegramente, sería muy poco adecuada para las necesidades del mundo. La
utilización del viento, debido a su irregularidad, requeriría grandes acumuladores más
libres de escapes que ninguno de los hasta ahora fabricados.
La dependencia de los productos naturales que hemos heredado de una edad más
sencilla, es probable que vaya a menos con el progreso de la química. Es probable que en
un futuro muy próximo el caucho sintético reemplace al caucho natural, como la seda
artificial está ya reemplazando a la seda natural. Las maderas artificiales pueden ya
fabricarse, aunque todavía no son una realidad comercial. Pero el agotamiento de los
bosques del mundo, que es inminente debido al aumento de periódicos, hará pronto
necesario el empleo de materiales que no sean la pulpa de madera para la producción de
papel, a no ser que la costumbre de escuchar las noticias por la radio conduzca a los
hombres a abandonar la palabra escrita como vehículo de sus sensaciones diarias.
Una de las posibilidades científicas del futuro, que puede tener una gran importancia,
es el dominio del clima por medios artificiales. Hay personas que aseveran que si se
construyese una escollera de unas veinte millas de largo en un punto adecuado de la costa
oriental del Canadá, se transformaría completamente el clima del Canadá en la parte del
sudeste y de Nueva Inglaterra, ya que dicha escollera sería causa de que la corriente fría
que ahora corre a lo largo de esas costas se hundiese en el fondo del mar, quedando la
superficie en condiciones de ser invadida por el agua caliente procedente del Sur. No
defiendo la verdad de esta idea; pero la indico para ilustrar posibilidades que pueden ser
realizadas en lo futuro. Tomemos otro ejemplo: la mayor parte de la superficie terrestre
entre las latitudes 30° y 40° se ha ido gradualmente secando y sostiene al presente, en
muchas regiones, una población mucho menor que hace dos mil años. En California del
Sur, los riegos han transformado el desierto en una de las regiones más fértiles del globo.
No se conocen medios para regar el Sáhara y el desierto de Gobi; pero quizá el problema
de hacer fértiles estas regiones estará algún día dentro de los recursos de la ciencia.
La técnica moderna ha dado al hombre un sentido de poder que está modificando
rápidamente toda su mentalidad. Hasta tiempos recientes, el medio ambiente físico era
algo que tenía que ser aceptado para sacar de él el mayor partido posible. Si las lluvias
eran insuficientes para sostener la vida, la única alternativa era la muerte o la emigración.
Los que eran fuertes adoptaban este último partido, y los que eran débiles, el primero. Para
el hombre moderno su medio ambiente es simplemente una primera materia, una
oportunidad para manipular. Puede ser que Dios haya hecho el mundo; pero esto no es una
razón para que nosotros no tomemos posesión de él. Esta actitud, más que ningún
argumento intelectual, resulta ser enemiga de la tradición religiosa. La tradición religiosa
sostenía la idea de la dependencia del hombre respecto de Dios. Esta idea, aunque se la
reconozca nominalmente, no ocupa el mismo lugar predominante en la imaginación del
industrial científico moderno que tenía en el primitivo labrador o pescador, para quienes
las inundaciones o las tempestades significaban la muerte. A la mente típica moderna nada
le interesa por sí, sino por lo que puede hacerse con el objeto considerado. Las
características importantes de las cosas, desde este punto de vista, no son sus cualidades
intrínsecas, sino sus usos. Todo es un instrumento. Si se pregunta lo que es un
instrumento, la respuesta será que es un instrumento para la fabricación de instrumentos,
que a su vez harán instrumentos aún más poderosos, y así sucesivamente hasta el infinito.
Dicho psicológicamente, significa esto que el amor del poder ha desplazado a todos los
demás impulsos que completaban la vida humana. El amor, el placer y la belleza tienen
menos importancia para el industrial moderno que para los príncipes magnates de tiempos
pasados. La manipulación y la explotación son las pasiones dominantes del industrial
científico típico. El hombre corriente puede no compartir esta rigurosa concentración; pero
por esa misma razón fracasa para conseguir arraigo en las fuentes del poder y deja el
gobierno práctico del mundo a los fanáticos del mecanismo. El poder de producir cambios
en el mundo, que es inherente a los directores de grandes negocios en los tiempos actuales,
excede con mucho al poder que poseyeron nunca individuos de otras épocas. No podrán
ordenar cortes de cabezas como Nerón o Gengis Khan; pero pueden decretar quién debe
morir o quién debe hacerse rico; pueden alterar el curso de los ríos y disponer la caída de
los Gobiernos, Toda la historia demuestra que el gran poder embriaga. Afortunadamente,
los modernos poseedores del poder no se han percatado bien de lo mucho que podían
hacer si se decidiesen. Pero cuando este conocimiento comience a iluminarles, cabe
esperar una nueva era de la tiranía humana.
VIII
Capítulo

LA TÉCNICA EN BIOLOGÍA

L A técnica científica ha sido aplicada por los seres humanos para satisfacer un número
de deseos diversos. Primero fue aplicada principalmente a la producción de vestidos
y al transporte de géneros y de seres humanos. Con el telégrafo adquirió funciones
importantes en la rápida transmisión de mensajes, haciendo posible el periódico moderno
y la centralización del Gobierno. Una gran cantidad de inteligencia científica de primer
orden se ha aplicado al incremento de diversiones triviales. La más fundamental de todas
las necesidades humanas, el alimento, no fue al principio muy influido por la revolución
industrial; la apertura al comercio de la América occidental por medio del ferrocarril fue el
primer gran cambio respecto al alimento causado por la técnica científica. Desde aquella
época el Canadá, la Argentina y la India se han hecho productores importantes de grano
para las comarcas europeas. La movilidad de los cereales, que debemos a los ferrocarriles
y a los vapores, ha alejado la amenaza de hambre que se cernía sobre las comarcas
medievales, y que ha afligido, aun en recientes años, a países como Rusia y China. Este
cambio, sin embargo, a pesar de su importancia, no ha sido debido a la aplicación de la
ciencia a la agricultura. En tiempos recientes, la ciencia biológica ha adquirido una
importancia cada vez mayor en relación con el suministro de alimentos. Los economistas
acostumbraban enseñar que la técnica moderna podía sólo abaratar los artículos
manufacturados; pero que los alimentos habían de aumentar rápidamente de precio con el
incremento de población. Hasta hace poco no apareció como probable que una revolución
en la producción de alimentos, tan importante como la revolución en la producción de
géneros manufacturados, podía originarse con la aplicación de la ciencia. Hoy día, sin
embargo, esto no se tiene por muy improbable.
No ha habido con respecto a la agricultura ninguna invención resonante y
revolucionaria análoga a la introducción del vapor. Pero diferentes líneas de investigación
han contribuido algo a un resultado que, en conjunto, promete ser muy fecundo.
Consideremos, por ejemplo, la cuestión del nitrógeno en agricultura. Todo el mundo
sabe que todos los cuerpos vivientes, animales y plantas, contienen una cierta proporción
de nitrógeno. Los animales obtienen el nitrógeno comiendo plantas u otros animales.
¿Cómo obtienen las plantas el nitrógeno? Esto fue durante mucho tiempo un misterio;
parecía natural suponer que lo obtuvieran del aire (en especial, de las pequeñas cantidades
de amoníaco que contiene); pero los experimentos demostraron que éste no era el caso.
Una vez llegado a esta conclusión, quedaba por descubrir cómo las plantas obtenían el
nitrógeno del suelo. Este problema fue estudiado por dos hombres, Lawes y Gilbert, que
durante un período de sesenta años realizaron una serie de experimentos en Rothamsted,
cerca de Harpenden. Encontraron que la gran mayoría de las plantas no poseen el poder de
fijar el nitrógeno. En el año 1886, sin embargo, Hellriegel y Wilfrath descubrieron que el
trébol y otras plantas leguminosas representan un papel importante en la fijación del
nitrógeno. Esto era debido a nódulos en sus raíces, o más bien no a los nódulos mismos,
sino a ciertas especies de bacterias que vivían en los nódulos. Si las bacterias estaban
ausentes, estas plantas no se comportaban mejor que otras en la fijación del nitrógeno; por
consiguiente, las bacterias son los agentes esenciales.
Puede decirse, en general, que, de las bacterias, unas, como se ha comprobado hasta
hoy, tienen el poder de transformar el amoníaco en nitratos, y otras, de utilizar el nitrógeno
atmosférico. El amoníaco se compone de nitrógeno e hidrógeno, mientras los nitratos
consisten en nitrógeno y oxígeno. Ciertas bacterias, en la tierra, poseen el poder de dejar
libre el hidrógeno del amoníaco y reemplazarlo por oxígeno. Los nitratos que así se
engendran son capaces de alimentar a las plantas ordinarias. En parte por este mecanismo
y en parte por medio de las bacterias que utilizan el nitrógeno atmosférico, es como el
nitrógeno pasa del mundo inanimado al ciclo de la vida.[8.1]
Hasta la explotación de los nitratos de Chile, éste fue el único procedimiento por el
que los nitratos requeridos para sostener la vida se producían. Los nitratos que se
utilizaban como abono tenían todos un origen orgánico. Los nitratos encontrados en Chile
y otras comarcas son limitados en cantidad, y si la agricultura tuviese que depender sólo
de ellos, se encontraría pronto ante una crisis al agotarse aquéllos. Hoy día, sin embargo,
los nitratos se fabrican artificialmente con el nitrógeno del aire, fuente que es, para todos
los usos prácticos, inagotable. La cantidad de nitrato producido por este procedimiento
excede ahora en mucho a los nitratos obtenidos de todos los demás orígenes. Por medio de
los abonos de nitrato, la producción de alimento en un área dada puede ser muy
aumentada. Se calcula que una tonelada de nitrógeno, en forma de sulfato de amoníaco o
nitrato de sodio, producirá bastante alimento para treinta y cuatro personas por año.[8.2]
Resulta, como consecuencia de este cálculo, que tres libras gastadas en producir
fertilizantes de nitrógeno contribuirán tanto al suministro de alimento mundial como 25
libras gastadas en preparar nuevas tierras para el cultivo. Se deduce de aquí que en la
actualidad la producción de fertilizantes de nitrógeno es, en general, más ventajosa, en
relación con el suministro del alimento mundial, que la apertura de nuevas tierras por
medio del ferrocarril o de los riegos. Este ejemplo de la aplicación de la ciencia a la
agricultura es interesante, porque requiere el concurso de la química orgánica e inorgánica,
así como un estudio cuidadoso del ciclo completo de la vida de animales y plantas.
Un campo muy interesante para la investigación científica es el relacionado con el
exterminio de las plagas. La mayoría de éstas son producidas por insectos u hongos, y
sobre ambos se han logrado obtener muchos datos en años recientes. La importancia de
estos datos no es comprendida por el público en general, y no es apreciada por los
Gobiernos, excepto cuando pueden relacionarse con el nacionalismo. Bien es verdad que
la imaginación popular ha sido a veces sorprendida por ciertos ejemplos notables. El
dominio del paludismo y de la fiebre amarilla, al impedir la cría del mosquito, ha hecho
posible la transformación de regiones antes mortíferas en regiones habitables para los
hombres blancos. Este fue en particular el caso que hubo que resolver para la construcción
del canal de Panamá. La relación de la peste bubónica con las pulgas de las ratas y del
tifus con los piojos forma parte también del saber de las personas educadas. Pero aparte de
estos ejemplos aislados, poca gente, excepto los especialistas y ciertos empleados
oficiales, se percatan de la existencia de un vasto campo de investigación, que es
importante en varios aspectos, pero en especial con relación al suministro de alimento en
el mundo.
Con respecto a las plagas de insectos, puede adquirirse noción de lo que se ha hecho y
cabe hacer leyendo un artículo de Nature (10 de enero de 1931) titulado «La entomología
y el Imperio británico». En él se da un informe del trabajo de la Tercera Conferencia
Entomológica Imperial y del Instituto Imperial (antes Bureau) de Entomología. No puedo
imaginar cuántos de mis lectores sabrán que existen tales bichos; sin embargo, resulta que
un 10 por 100 de los productos agrícolas del mundo es destruido todos los años por los
insectos. En el artículo citado se lee lo siguiente: «Se ha comprobado que en la India, por
ejemplo, las pérdidas en 1921, debidas sólo a plagas de las cosechas y de los bosques,
alcanzaron la enorme cifra total de 136 millones de libras; y las muertes en la población
producidas por enfermedades originadas por insectos se cifraron en 1.600.000 personas en
el año. En el Canadá se pierden anualmente unos 30 millones de libras por los estragos
que los insectos hacen en las cosechas de los campos y en los frutos y productos de los
bosques. En África del Sur una plaga, la del insecto que barrena el tallo de maíz (Busseola
fusca), produjo pérdidas por valor de 2.750.000 libras en un solo año».
Existen dos métodos distintos para dominar las plagas debidas a los insectos: son el
método físico-químico y el biológico. El primero consiste ordinariamente en la
fumigación. El segundo, que científicamente es el más interesante, consiste en el
descubrimiento de parásitos que hagan presa en los insectos destructivos, según la norma
expresada en el dicho: «Las moscas grandes tienen en sus hombros moscas pequeñas que
las muerden; las moscas pequeñas tienen otras aún más pequeñas, y así hasta el infinito».
En general, en las regiones en que es indígena una plaga, existe algún parásito que
disminuye su número; pero cuando la plaga es introducida accidentalmente en una nueva
comarca, puede quedar atrás rezagado el parásito, lo cual es causa de que la plaga alcance
una intensidad de destrucción muy acentuada con respecto a la que desarrolla en el país de
origen. Los adelantos modernos de los transportes han influido sobre la propagación de
insectos nocivos y han hecho más urgente el problema de su control.
Aun cuando no se trate del trasplante a una nueva comarca, se puede hacer mucho, en
la mayoría de los casos, activando artificialmente el cultivo de parásitos útiles. Tomemos
como ejemplo de plaga la originada por la mosca blanca de invernadero en los tomates
criados bajo cubierta. Un informe sobre el dominio biológico de esta plaga ha sido dado
por Mr. E. R. Speyer en Nature, 27 de diciembre de 1930. Un insecto parásito de la mosca
blanca, llamado Encarsia formosa, fue descubierto en Elstree de Hertfordshire en 1926, y
ha sido desde entonces cuidadosamente criado en la Estación Experimental de Cheshunt,
donde puede obtenerlo quien lo desee.
En toda la comarca de Hertfordshire, en la que el área de cultivo bajo cubierta es igual
a la de todo el resto de Gran Bretaña, los parásitos salidos de Cheshunt han sido lo
suficientemente numerosos para reducir la población de moscas blancas a una fracción
pequeña, con relación a lo que era hace seis años.
La entomología económica es un asunto de gran importancia, en el que los Estados
Unidos están más adelantados que el Imperio británico, aunque su utilidad potencial en
esta última nación es tan grande como en la primera. Problemas como el del exterminio de
la langosta y de la mosca tse-tse (que produce la enfermedad del sueño) han de ser
probablemente resueltos científicamente en un porvenir no lejano.
Las plagas debidas a los hongos no son menos dañinas que las plagas de origen
animal. El estudio de ellas en Inglaterra está dirigido por el Instituto Imperial de
Micología en Kew. Un interesante artículo sobre el trabajo de este Instituto apareció en
The Times, 2 de febrero de 1931. Una de las plagas más familiares y dañinas producidas
por hongos es la enfermedad del trigo llamada tizón. El Gobierno del Canadá lanzó en el
aire, desde aeroplanos, esporas de esta planta para descubrir cómo eran esparcidas por el
viento. La importancia del asunto para el Canadá puede juzgarse por el hecho de que en
1916, en plena guerra, el tizón negro destruyó trigo por valor de unos 35 millones de libras
sólo en tres provincias. El tizón produce una pérdida media anual, en el Canadá, de unos
cinco millones de libras. El tizón de la patata, que es otra variedad de hongo, originó el
hambre en Irlanda e indujo desde entonces a Inglaterra a adoptar el libre cambio, y a
Boston, a proscribir la literatura moderna. Esta enfermedad particular ha sido ya
dominada, e Inglaterra está dispuesta a abandonar el libre cambio. El efecto del hongo en
Boston, sin embargo, parece ser más permanente.
Un curioso ejemplo de contacto entre diferentes técnicas se presentó en la
construcción de aeroplanos, en cuyas partes de madera se utiliza en gran escala una
variedad de abeto que crece en la Columbia británica. Respecto a esto, el artículo antes
mencionado del Times dice:
Una proporción sorprendentemente grande de maderas, en apariencia intactas, resultaron de pronto rotas. No
pudo verse al principio huella alguna de hongo; pero el examen en el Instituto al microscopio reveló los
diminutos tentáculos de un hongo. Una colaboradora canadiense se encargó de estudiar el caso; viajó a través de
los bosques de la Columbia británica, y descubrió el origen de la infección en la madera sin cortar. Un trabajo
cooperativo entre el Laboratorio de Investigación de los Productos del Bosque en Prince’s Risborough y la
institución similar en el Canadá demostró después que la enfermedad se acentuaba con el largo viaje a través de
los trópicos, vía Canal de Panamá. El perjuicio ha sido en gran parte eliminado por un examen cuidadoso de los
árboles antes de cortarlos y después del transporte por tierra.

Estos pocos ejemplos pueden servir para demostrar la importancia económica de la


micología, o ciencia de los hongos.
Otra dirección en la que la técnica biológica es probable que antes de mucho adquiera
gran importancia es la crianza científica. La selección artificial se ha aplicado por el
hombre desde muy antiguo a las plantas y los animales domésticos y ha producido
resultados notables. No existe ninguna planta salvaje de especie análoga al trigo. La vaca,
que ha sido durante mucho tiempo criada por sus cualidades productoras de leche, se ha
hecho muy diferente de cualquier otro animal salvaje que pueda haber existido. El caballo
de carrera es un producto refinadamente artificial. Pero estos resultados, aunque son muy
notables, han sido producidos por métodos que apenas si pueden llamarse científicos. En
nuestros días, especialmente por medio de los principios mendelianos de la herencia, hay
esperanzas de producir nuevas variedades de animales y plantas de una manera menos
fortuita. Sin embargo, lo que hasta ahora se ha ensayado sobre esta cuestión proporciona
apenas una sugestión de lo que pueda ser posible tras nuevos descubrimientos en la
herencia y la embriología.
La importancia de los animales en la vida humana ha disminuido mucho, a
consecuencia de la revolución industrial. Abraham vivía entre sus rebaños y ganados; los
ejércitos de Atila viajaban a caballo. En el mundo moderno, los animales intervienen poco
como fuentes de energía, y en particular han podido ser suprimidos completamente como
medios de transporte. Se utilizan aún como alimento y para vestir; pero respecto a esto,
bien pronto se verán también reemplazados. El gusano de seda está amenazado por la seda
artificial; el cuero legítimo será pronto considerado como artículo de lujo para los ricos.
Todavía se emplea la lana para hacer vestidos de abrigo; pero es probable que los
productos sintéticos la reemplacen bien pronto. En cuanto a la carne, no es un artículo
necesario de la comida, y si la población continúa aumentando, podremos presumir que
los bistecs sintéticos se servirán en todas partes, excepto en la mesa de los millonarios. El
bacalao podrá ser utilizado durante más tiempo que el buey, a causa de las vitaminas
contenidas en el aceite de hígado de bacalao. Pero ya las vitaminas D pueden producirse
en el cuerpo humano por medio de la luz artificial del sol; de suerte que ni aun el bacalao
será indispensable en el porvenir. Los animales han sido buenos amigos de los hombres
durante su adolescencia, después de haber sido enemigos peligrosos en su infancia. Pero
ahora que el hombre se hace adulto, el papel desempeñado por los animales en favor del
hombre está finalizando, y su futuro será el confinamiento en los jardines zoológicos. Es,
sin duda, lamentable; pero es la consecuencia necesaria de la nueva crueldad de los
hombres, embriagados por el poder científico.
La necesidad de plantas sobrevivirá más tiempo que la necesidad de animales, porque
todavía son esenciales para los procesos químicos de que depende la vida humana. El uso
de los productos vegetales con fines distintos del alimento es más fácil de reemplazar. Ya
es posible manufacturar sustancias parecidas a la madera, en lo que se relaciona con sus
propiedades útiles, aunque todavía el procedimiento de fabricación es más costoso que el
cultivo de la madera. Cuando sea más barato, como sucederá, los bosques perderán su
valor económico. No es probable que el algodón natural continúe usándose en los vestidos
más que la seda natural. El caucho sintético reemplazará bien pronto al caucho natural.
Puede afirmarse con seguridad que casi todos esos usos de los productos vegetales
perderán su importancia antes de que transcurran otros cien años.
El alimento es tema más serio. Se ha dicho que ya es posible fabricar productos
extraídos del aire, que pueden ser ingeridos y digeridos, aunque hay contra ellos dos
objeciones: que son nauseabundos y costosos. Ambas dificultades podrán vencerse con el
tiempo. El problema de producir alimento sintético es meramente químico y no hay razón
para considerarlo insoluble. Sin duda, los alimentos naturales sabrán mejor y la gente rica,
en bodas y festines, consumirá verdaderos guisantes y judías, que serán mencionados por
los periódicos con respeto. Pero los alimentos principales serán elaborados en grandes
fábricas químicas. Los campos cesarán de cultivarse y los labradores se verán sustituidos
por químicos expertos. En semejante mundo, ningún proceso biológico tendrá interés para
el hombre, excepto aquellos que tienen lugar en él mismo. Y éstos serán tan poco visibles,
que el hombre tenderá cada vez más a considerarse a sí mismo como un producto
manufacturado, y a reducir a un mínimo la participación del crecimiento natural en la
producción de seres humanos. Llegará a estimar sólo lo que sea causado deliberadamente,
por acción humana, y no lo que resulta de la acción de la naturaleza. Los hombres
adquirirán el poder de modificarse a sí mismos y usarán inevitablemente de este poder,
aunque no me aventuro a pronosticar lo que harán con la especie.
IX Capítulo

LA TÉCNICA EN FISIOLOGÍA

U N cuerpo viviente, considerado como un mecanismo físico-químico, tiene


propiedades muy notables, que hasta ahora ninguna máquina de construcción
humana ha podido imitar. Las partes físicas del mecanismo, tales como la acción del
corazón al impulsar la sangre y el trabajo de los músculos y huesos son menos notables
que las partes químicas; pero tienen el mérito de que raras veces se descomponen
seriamente. El corazón tiene que trabajar noche y día durante toda la vida de un hombre,
pongamos setenta años. Las reparaciones del mismo, cuando son necesarias, tienen que
efectuarse mientras está trabajando. Un hombre de salud corriente está muchas menos
veces enfermo que el mejor de los automóviles, a pesar de que su motor nunca descansa.
La física del cuerpo humano es excelente, pero es menos compleja e interesante que su
química.
Las propiedades más notables de un cuerpo vivo, en contraposición a uno sin vida, son
la nutrición, el crecimiento y la predeterminación. La nutrición consiste en el hecho de que
un cuerpo vivo, por medio de varios aparatos físicos, entra en contacto químico con
cuerpos adecuados forasteros y los somete a un tratamiento de laboratorio, que transforma
todo lo posible de ellos en sustancias químicas similares a él mismo y elimina el residuo
inútil. El crecimiento consiste en el hecho de que, por medio de la división y nutrición
celular, la complejidad visible del cuerpo vivo puede aumentar al mismo tiempo que su
volumen. La predeterminación, que es una propiedad a la vez de nutrición y crecimiento,
consiste en el hecho de que la nutrición se emplea para mantener un cuerpo adulto sin casi
alteración de su estructura y composición química, mientras en los jóvenes el crecimiento
reproduce, dentro de estrechos límites, la estructura de los padres. Así definida, la
predeterminación abarca la reproducción y la herencia. Parece, a primera vista, casi una
propiedad mística de la materia viviente; pero la ciencia va gradualmente
comprendiéndola, aunque aún no del todo.
La nutrición —transformación del alimento en varias partes del cuerpo— es un
proceso de complejidad muy sorprendente. Algunos aspectos de ella, por ejemplo, la
acción de las vitaminas, permanecen oscuros. Pero la característica esencial de la nutrición
es relativamente sencilla. Comenzando por la saliva, una serie de agentes químicos actúan
sobre el alimento, hasta ponerlo en el estado indispensable para entrar en el torrente
sanguíneo, del que, a su vez, las distintas partes del cuerpo extraen lo que necesitan, con el
auxilio de diversos agentes químicos.
El crecimiento se percibe en su forma más notable en el óvulo recién fertilizado, que
se segmenta rápidamente en dos células, después en cuatro, luego en ocho, y así
sucesivamente, aumentando sin cesar de tamaño. El crecimiento es capaz de adoptar
formas morbosas, como por ejemplo, en el cáncer.
La predeterminación se manifiesta no sólo en la herencia, sino también en las
reparaciones ordinarias del deterioro del cuerpo. Cuando se cortan el pelo y las uñas,
crecen de nuevo; cuando la piel se araña, se forma nueva piel; cuando el cuerpo es abatido
por la enfermedad, recupera al cabo de un tiempo la salud y lo que había perdido. Dentro
de ciertos límites, un cuerpo vivo tiene el poder de restaurar por sí mismo su estructura
anterior, cuando ha sufrido alguna perturbación no demasiado violenta. La herencia es un
ejemplo del mismo poder. Deben de existir diferencias entre el espermatozoide humano y
el del simio, aunque el microscopio no es suficientemente poderoso para revelarlo.
Debemos suponer que durante el crecimiento de un feto se hace visible una complejidad
preexistente, ya que de otro modo el hecho de la herencia sería ininteligible. El desarrollo
del embrión es, por tanto, y desde un punto de vista meramente lógico, estrictamente
análogo a la cualidad que tiene el cuerpo adulto de recomponerse por sí mismo.
La técnica en fisiología ha tomado hasta ahora, principalmente, la forma de medicina,
en el sentido más amplio, o sea prevención y cura de la muerte y la enfermedad. Lo que se
ha realizado en este particular lo manifiestan las estadísticas de mortalidad. El cambio en
la producción de muertes, en Inglaterra y Gales, desde el año 1870, ha sido el siguiente:
1870 ………. 22,9 por 1.000.
1929 ………. 13,4 por 1.000.
En otras comarcas civilizadas, los cambios han sido similares. Al mismo tiempo, y
debido a otra forma de técnica fisiológica, la proporción de nacimientos ha disminuido,
como lo demuestran las siguientes cifras:
1870 ………. 35,3 por 1.000.
1929 ………. 16,3 por 1.000.
Se pueden deducir varias consecuencias de estas cifras.
Una es que ha dejado de haber un incremento natural de población en las comarcas
civilizadas, y que puede sobrevenir antes de mucho tiempo una disminución real. Otra es
que hay menos gente joven y más gente vieja. Aquellos que creen que los viejos son más
sabios que los jóvenes esperarán buenos resultados de este cambio en la balanza entre la
vejez y la juventud. Por el contrario, este cambio será lamentado por aquellos que creen
que en nuestro mundo, que tan rápidamente cambia, los viejos son menos aptos que los
jóvenes para comprender las fuerzas nuevas, y más aptos que los jóvenes para apreciar en
demasía las fuerzas decadentes que están perdiendo su importancia. Esto, sin embargo,
puede ser contrarrestado por una prolongación de la juventud fisiológica.
La reproducción actuaba hasta hace poco tan ciegamente como una fuerza natural.
Este, por lo menos, era el caso entre los europeos, aunque muchos salvajes y pueblos
bárbaros empleaban varios métodos para limitar artificialmente la fertilidad. Durante los
últimos cincuenta años, la reproducción entre las razas blancas se ha transformado cada
vez más en un acto deliberado, en vez de accidental. Sin embargo, este hecho no ha
producido aún las consecuencias políticas y sociales que ha de producir, más pronto o más
tarde. ¿Cuáles han de ser probablemente estas consecuencias? Esto lo consideraremos más
adelante.
La prevención artificial de la fecundación no es el único cambio debido a la técnica
moderna en este asunto, aunque hasta ahora haya sido el más importante. También es
posible producir artificialmente la fecundación. Hasta ahora, este proceso no ha sido muy
desarrollado; pero cuando se haya perfeccionado podrá originar importantes cambios en la
eugenesia y la familia.
Si fuese alguna vez posible determinar el sexo a voluntad, habría inevitablemente una
modificación en las relaciones entre hombres y mujeres. El primer efecto, según se puede
inferir, sería un exceso considerable de nacimientos de varones. Ello originaría, en el curso
de una generación, el que aumentara el valor de las mujeres, e introduciría, abierta o
encubiertamente, la poliandria. El respeto a las mujeres aumentaría con su mayor rareza,
dando por resultado que los nacimientos hembras comenzarían a preponderar. Al final, el
Estado tendría probablemente que regular el asunto, con una bonificación a favor del sexo
deficiente en cada momento. Estas oscilaciones sucesivas y medidas administrativas
ejercerían efectos sorprendentes en las emociones y en las costumbres.
Es probable que la aplicación más importante de la técnica fisiológica en el porvenir se
verifique en la embriología. Hasta ahora, la medicina, y aun la bioquímica, sólo han
atendido a la salud, esto es, al perfecto funcionamiento de un cuerpo, producido por causas
naturales. El único método sugerido para mejorar la especie humana ha sido el eugenésico.
La herencia, por lo que hace a los animales superiores y al hombre, no está aún sometida
al poder humano. Un embrión determinado puede desarrollarse en individuo sano o
enfermo; pero si ha de tener salud puede ser sólo una clase de individuo, por lo menos en
lo que atañe a las características que puede heredar. Se presentan mutaciones, pero no
pueden producirse a voluntad, aunque es probable que no siempre suceda así. Ha habido
muchas controversias respecto a la herencia de caracteres adquiridos, y parece que no
tiene lugar en la forma que creía Lamarck. No se hereda ningún cambio en el organismo, a
no ser que afecte a los cromosomas, que son los portadores de los caracteres hereditarios;
pero un cambio que afecte a los cromosomas puede ser heredado.[9.1] Cuando las larvas de
la mosca de la fruta se someten, iniciándose su desarrollo, a la acción de los rayos X, se
transforman en individuos adultos que difieren notablemente del tipo general de las
moscas de la fruta. Puede suceder que los cambios producidos por los rayos X afecten a
los cromosomas, así como al resto del cuerpo, y en este caso podrán ser heredados.
Cambios de temperatura o de régimen alimenticio pueden asimismo afectar a los
cromosomas. El conocimiento de estas cuestiones está aún en su infancia. Pero, puesto
que hay mutaciones, es evidente que existen agentes que alteran el carácter hereditario de
un organismo. Cuando se descubran estos agentes será posible aplicarlos artificialmente,
de modo que produzcan algún resultado deseado. Llegado este caso, la eugenesia dejará de
ser el único medio de mejorar una raza.
Hasta ahora no se han hecho experimentos para probar el efecto de los rayos X en el
embrión humano. Me imagino que tales experimentos serán ilegales, así como otros que
podrían aportar aumentos valiosos a nuestro conocimiento. Más pronto o más tarde, sin
embargo, probablemente en Rusia, se harán semejantes experimentos. Si la ciencia
continúa progresando tan de prisa como ha progresado recientemente, antes de finalizar la
actual centuria podemos esperar que se descubran medios de influir beneficiosamente en
el embrión humano, no sólo con relación a aquellos caracteres adquiridos que no pueden
ser heredados porque no afectan a los cromosomas, sino también con relación a los
propios cromosomas. Es probable que este resultado se consiga sólo después de un
número de experimentos desgraciados que originen el nacimiento de idiotas o de
monstruos. Pero ¿sería éste un precio muy caro por el descubrimiento de un método
mediante el cual, en una generación, toda la raza humana pudiera hacerse inteligente?
Quizá con una elección adecuada de sustancias químicas, que se inyectasen en el útero,
sería posible hacer de un niño un matemático, un poeta, un biólogo o un político, y
asegurar que toda su posteridad saldrá como él, a no ser que esté influida por sustancias
químicas contrairritantes. El efecto sociológico de tal posibilidad se presta a muchas
consideraciones, que no estudiaremos ahora. Pero sería gran atrevimiento negar que dicha
posibilidad no pueda existir en un futuro próximo.
Aunque es temerario hacer profecías detalladas, es, a mi juicio, evidente que en el
porvenir un cuerpo humano, desde el momento de la concepción, no será considerado
meramente como algo que debe dejarse crecer según las fuerzas naturales y sin ninguna
intervención humana, aparte de la requerida para la conservación de la salud. La tendencia
de la técnica científica es la de considerar toda cosa, sea cual fuere, como material
adecuado para la realización de algún propósito humano. El niño, y aun el embrión, serán
considerados cada vez más desde este punto de vista, a medida que la mentalidad
relacionada con la técnica científica se haga más dominante. En esto, como en todas las
otras formas del poder científico, existen posibilidades de bien y de mal. Sólo la ciencia
decidirá la que haya de prevalecer.
X Capítulo

LA TÉCNICA EN PSICOLOGÍA

E N la época en que yo recibía lo que en aquellos días se llamaba una educación, la


psicología era aún, a pesar de todas las buenas intenciones, una rama de la filosofía.
Los fenómenos mentales se dividían en conocimiento, voluntad y sentimiento. Se hicieron
ensayos para definir la percepción y la sensación; y en general, el tema comprendía el
análisis verbal de conceptos que los filósofos habían hecho familiares, pero no inteligibles.
Es verdad que todo libro de texto comenzaba con una descripción del cerebro; pero una
vez hecha dicha descripción, no volvía a hacer alusión ninguna a ella. Esta regla era
practicada especialmente por Wundt y sus discípulos. Se le mostraba a un hombre el
grabado de un perro y se le preguntaba: «¿Qué es esto?». Entonces se medía
cuidadosamente el tiempo que tardaba en responder: «Un perro», y por este procedimiento
se obtenían informaciones muy valiosas. Pero es extraño tener que decir que, a pesar de
tanto aparato para las medidas, resultaba que no había nada que hacer con esas valiosas
informaciones, salvo olvidarlas. Toda ciencia nueva está cohibida por una intuición
demasiado esclava de la técnica que practica alguna ciencia más antigua. No cabe duda de
que la medición es la marca de contraste de la ciencia exacta; por eso, los psicólogos de
orientación científica buscaban a su alrededor algo mensurable ligado con el objeto de sus
investigaciones. Se equivocaron, no obstante, al pensar que los intervalos de tiempo eran
el objeto adecuado para recibir la medición.
La psicología, tal como se entendía en el pasado (y todavía en Oxford), era incapaz de
proporcionar un dominio práctico sobre los procesos mentales, y nunca tendió a este
resultado.
Contra esta afirmación general existe, sin embargo, una excepción importante, a saber:
la de la psicología estudiada por la Compañía de Jesús. Mucho de lo que el resto del
mundo sólo ha comprendido recientemente, fue ya percibido por Ignacio de Loyola e
impreso por él en la Orden que fundó. Las dos tendencias que dividen a los psicólogos
progresistas en nuestros días, a saber: el psicoanálisis y el behaviourismo, están ambas
manifiestas por igual en la práctica jesuítica. Creo que cabe decir en conjunto que los
jesuitas confían principalmente en el behaviourismo para su propia enseñanza, y en el
psicoanálisis para su ascendiente sobre los penitentes. Esto, sin embargo, es sólo cuestión
de apreciación. Las instrucciones que Loyola da con referencia a las meditaciones sobre la
Pasión pertenecen más bien a la psicología freudiana que a la watsoniana.
Todo el pensar científico moderno, como ya hemos tenido ocasión de advertir, es, en el
fondo, pensamiento de poderío; el impulso fundamental humano a que recurre la ciencia
es el amor del poder o, para expresarlo en otras palabras, el deseo de ser la causa de
efectos tan grandes y numerosos como sea posible. La idea jesuítica fue pensamiento de
poderío en un sentido muy directo y tosco. Pero en el sentido científico verdadero, el
impulso del poder está refinado y sublimado. Cuando los jesuitas llegaban a conocer la
técnica para un efecto determinado, no estaban por más tiempo interesados en el
mecanismo con que dicho efecto se verificase; desde el momento en que los hábitos
convenientes estaban formados, les era indiferente que se tratase de hábitos en la laringe o
en las glándulas suprarrenales. En este respecto, y por muy notable que fuese su
conocimiento práctico, no podían ser considerados como psicólogos verdaderamente
científicos. Practicaban un arte análogo al del domador de caballos o de leones, y mientras
su arte triunfase, estaban contentos. Los psicólogos modernos, por el contrario, como
Hamlet, «deben edificarse con el sistema». Por esta razón, el hipnotismo, con toda su
importancia y singularidad, fue ignorado por los psicólogos, porque no sabían cómo
encajarlo en su sistema. Por mucho tiempo, los psicólogos no parecieron pensar que
estaban llamados a ocuparse de aquellos fenómenos mentales, que no podían ser
considerados como racionales, tales como los sueños, el histerismo, la locura y el
hipnotismo. El hombre era un animal racional, y el fin de la psicología era hacernos pensar
bien de él. Es curioso observar que, mientras persistió esta opinión, la psicología no
progresó. El progreso en la educación vino de los ensayos para enseñar a los imbéciles, y
el progreso psicológico procedió de los intentos para comprender a los locos. Se convino
en que los imbéciles no eran necesariamente malos porque fracasasen en aprender, y no
debían por ello ser estimulados al estudio con azotes. De la experiencia de los idiotas,
algunas personas de genio eminente llegaron a la conclusión de que quizá también la
inteligencia normal no responda adecuadamente al estímulo de los azotes. Una
transformación similar se operó en la psicología de la creencia con el estudio de los locos.
Se encontró que en las opiniones de los locos no hay que buscar una serie de silogismos
con premisas mayores universalmente admitidas. En el siglo XVIII se suponía que los
hombres de inteligencia normal llegaban a sus opiniones por ese camino. No quiero decir
que los hombres de inteligencia normal supusieran esto unos de otros; sólo quiero decir
que los psicólogos teóricos lo suponían. Cuando el Cacambo de Voltaire se encuentra ante
una horda de caníbales que procede a hacer preparativos para comérselo, les suelta un
discurso que empieza con la palabra: «Caballeros», y en ese discurso deduce
silogísticamente de los principios de la ley natural que sólo deben comer jesuitas y que,
puesto que él y Cándido no son jesuitas, sería una equivocación el asarlos. Los caníbales
encontraron su discurso muy razonable, y dejaron en libertad, entre grandes
exclamaciones, a él y a Cándido. Voltaire hizo en este pasaje burla del intelectualismo de
su época; pero ésta lo merecía, por lo menos en lo que se refiere a los psicólogos teóricos.
Actualmente, aunque se trata de un desarrollo muy reciente, los psicólogos teóricos saben
de procesos mentales tanto como los jesuitas y los hombres de mundo. Se ha descubierto
que las causas de creer son, en la vida corriente, esencialmente análogas a las que actúan
durante los sueños, o durante la locura, o bajo el hipnotismo. No son, en realidad, del todo
análogas: hay una ligera levadura de razón, que es la que produce toda la diferencia. Pero
la razón es una causa más bien de falta de creencia que de creencia. La «fe animal»
suministra lo positivo, y la razón sólo proporciona lo negativo. La ciencia, hablando
figuradamente, es un árbol que t rece sobre el suelo de la fe animal, pero que está podado
por las tijeras de la razón. La función desempeñada por la razón animal es la que la
psicología moderna ha comenzado a entender.
Existen en psicología dos técnicas modernas, que son más o menos antagónicas: la
técnica de Freud y la técnica de Pavlov.
Los propósitos de Freud fueron originariamente terapéuticos. Dedicábase Freud a
curar personas aquejadas de desequilibrios mentales leves. En el curso de su investigación
descubrió una teoría sobre la causa de tales perturbaciones. Me parece que una exposición
general de los principales principios resultantes de la obra de Freud y sus secuaces se
reduce, poco más o menos, a lo siguiente: Existen en los seres humanos ciertos deseos
fundamentales, que de ordinario son inconscientes, en un grado mayor o menor; nuestra
vida mental está moldeada de modo tal que proporciona la máxima satisfacción posible a
estos deseos. Pero en cuanto surgen obstáculos para su realización, los medios adoptados
para vencer estos obstáculos resultan un tanto insensatos, en el sentido de que obran sólo
en el reino de la fantasía y no en el de la realidad. Supongo aquí que, para los fines
prácticos, «fantasía» es lo que el paciente cree, y «realidad», lo que el analizador cree. Los
hombres no son reconocidos como analizadores hasta que han sido analizados, y en este
proceso se espera que adopten la opinión oficial respecto a la realidad. Si ellos logran
trasladar esto, a su vez, a sus pacientes, su punto de vista de la realidad queda victorioso al
final, o por lo menos así puede esperarse que suceda. Prescindiendo de estas sutilezas
metafísicas, puede decirse que realidad es aquello que es generalmente aceptado, mientras
que fantasía es aquello que es creído sólo por un individuo o un grupo reducido de
individuos. Esta definición no puede, en rigor, tomarse al pie de la letra, pues si así fuese,
la opinión de Copérnico, por ejemplo, hubiera sido fantasía en su tiempo y realidad en
tiempos de Newton. Hay, sin embargo, ciertas opiniones que están evidentemente basadas
en los deseos individuales de aquellos que las sostienen, y no en razones reconocidas
universalmente. Una vez fui visitado por un hombre que expresó deseos de estudiar mi
filosofía; pero confesó que en el único libro mío que había leído sólo encontró una
afirmación que pudiese comprender, y ésa era una afirmación con la que no estaba
conforme. Pregunté cuál era esa afirmación, y replicó: «Es la afirmación de que Julio
César está i muerto». Naturalmente, quise saber por qué mi visitante no estaba conforme
con esa afirmación. Él se levantó entonces, y replicó, con algo de orgullo: «Porque yo soy
Julio César». Como me encontraba solo con él en el piso, tomé mis medidas para alcanzar
la calle lo más pronto posible, pues deduje como muy probable que su opinión no derivaba
de un estudio objetivo de la realidad. Este incidente ilustra la diferencia entre las creencias
sensatas y las insensatas. Las creencias sensatas son aquellas que están inspiradas por
deseos que concuerdan con los deseos de otro hombre; las insensatas son aquellas que
están inspiradas por deseos que se hallan en pugna con los de otros hombres. Todos
quisiéramos ser Julio César; pero reconocemos que, si uno es Julio César, otro no lo puede
ser también; y por eso el hombre que piensa que es Julio César nos enoja y le tenemos por
loco. Todos quisiéramos ser inmortales; pero como la inmortalidad de un hombre no
interfiere con la de otro, el hombre que piensa que es inmortal no está loco. Las ilusiones
son aquellas opiniones que carecen de los ajustes sociales necesarios, y el fin del
psicoanálisis consiste en producir tales ajustes sociales que sean la causa del abandono de
esas opiniones.
Espero que el lector haya sentido que lo que acabamos de decir es, en ciertos
respectos, inadecuado. Aunque no queramos aceptarla, es difícil eludir la concepción
metafísica del «hecho». El propio Freud, por ejemplo, cuando expuso por vez primera su
teoría sobre el sexo, fue mirado con esa especie de horror que inspira un loco peligroso. Si
el ajuste social es la prueba de cordura, Freud estaba loco, aunque cuando sus teorías
fueron lo suficientemente aceptadas para ser un origen de ingresos, se transformó en
cuerdo. Esto es a todas luces absurdo. Aquellos que coinciden con Freud deben porfiar
que hay verdad objetiva en sus teorías y que no son meramente unas teorías buenas para
mucha gente. Lo que queda de la teoría del ajuste social como testimonio de la veracidad
es que las creencias inspiradas por deseos puramente personales rara vez son verdaderas; y
entiendo por deseos puramente personales aquellos que están en pugna con los intereses
de otros. Tomemos como ejemplo el hombre que se hace rico en la Bolsa: sus actividades
están, en verdad, inspiradas por el deseo de hacerse rico, lo que es puramente personal;
pero sus creencias deben estar inspiradas por una vigilancia imparcial de los mercados. Si
sus creencias son personales, perderá dinero y sus deseos no serán satisfechos. Como este
ejemplo demuestra, es más probable que muchos deseos personales sean satisfechos si
nuestras creencias son impersonales que en el caso de que sean personales. Esta es la
razón de por qué la ciencia y el método científico son apreciados. Cuando digo que una
creencia es impersonal, quiero expresar con ello que aquellos deseos que contribuyen a
producirla son deseos humanos universales, y no deseos peculiares a la persona en
cuestión.
El psicoanálisis como teoría psicológica consiste en el descubrimiento de los deseos
(ordinariamente inconscientes) que inspiran creencia, especialmente en los sueños y en las
ilusiones alocadas, pero también en todos los momentos menos racionales de nuestra vida
activa normal. Considerado como una terapéutica, el psicoanálisis es una técnica, que
tiene por fin sustituir los deseos impersonales por otros personales, como orígenes de
creencia, siempre que los deseos personales se hayan hecho tan dominantes como para
interponerse en la conducta social. La técnica del psicoanálisis, en lo que se refiere a los
adultos, es todavía lenta, engorrosa y costosa. Las aplicaciones más importantes de la
teoría del psicoanálisis están en la educación. Estas aplicaciones se encuentran aún en un
estado experimental, y, debido a la hostilidad de las autoridades, sólo pueden realizarse en
una escala muy pequeña.[10.1] Es, sin embargo, ya evidente que la educación moral y
emocional se ha regido hasta ahora por un concepto erróneo y ha presentado ajustes
defectuosos, que han sido causa de crueldad, timidez, estupidez y otras características
mentales desgraciadas. Creo posible que la teoría del psicoanálisis llegue a ser embebida
en algo más científico; pero no dudo de que algo de lo que el psicoanálisis ha sugerido
respecto a la educación primera tenga un valor permanente y una importancia inmensa.
La psicología behaviourista o conductista, que tiene su base experimental
principalmente en el trabajo de Pavlov, pero que ha sido difundida por el doctor John B.
Watson, es a primera vista muy diferente del psicoanálisis y casi incompatible con él.
Estoy persuadido, sin embargo, de que hay verdad en ambas y que es importante llegar a
una síntesis de ambas. Freud parte de deseos fundamentales, tales como el impulso sexual,
que concibe buscando una salida, ya en una dirección, ya en otra. El behaviourismo parte
de un aparato de reflejos y el proceso de condicionarlos. No hay quizá tanta diferencia
como parece. El reflejo corresponde aproximadamente a los deseos fundamentales de
Freud, y el proceso de condicionarlos, a la busca de diversas salidas. Como técnica para
adquirir poder, el behaviourismo es, a mi juicio, superior al psicoanálisis, comprende los
métodos que han sido siempre adoptados por aquellos que educan animales o instruyen a
soldados; utiliza la fuerza de la costumbre, cuyo poder ha sido siempre reconocido y —
como vimos cuando nos ocupábamos de Pavlov— lo mismo puede producir que curar la
neurastenia y el histerismo. Los conflictos que aparecen en el psicoanálisis como
emocionales reaparecen en el behaviourismo como conflictos entre hábitos o entre un
hábito y un reflejo. Si un niño fuese golpeado severamente cada vez que estornudase, es
probable que un mundo de fantasía se formase con el tiempo en su mente sobre la
concepción del estornudo; soñaría en el cielo como lugar en donde los espíritus
bienaventurados estornudan incesantemente, o, por el contrario, podría imaginar el
infierno como un lugar de castigo para aquellos que viven en libertad de estornudar. De
este modo, los problemas examinados por el psicoanálisis pueden, en mi opinión,
considerarse desde un punto de vista behaviourista. Al mismo tiempo debería admitirse
que estos problemas, cuya importancia es muy grande, no se habrían colocado en primera
línea si no hubiera sido por el avance psicoanalítico. Para los fines prácticos de la técnica
educativa, creo que el educador se comportará como un psicoanalítico cuando tenga que
ocuparse en asuntos relacionados con instintos poderosos; pero que será behaviourista en
materias que el niño considere sin importancia emocionalmente. Por ejemplo, el cariño de
los padres deberá ser considerado al modo psicoanalítico; pero el lavado de los dientes, al
modo behaviourista.
Hasta ahora hemos estado considerando aquellos modos de influenciar la vida mental
que obran por medios mentales, como en el psicoanálisis, o por medio de los reflejos
condicionados como en el behaviourismo. Existen, sin embargo, otros métodos que con el
tiempo pueden tener inmensa importancia. Éstos son los métodos que actúan a través de
medios fisiológicos, tales como la administración de drogas. La cura del cretinismo por
medio de la iodina es el más notable de estos métodos. En Suiza, toda la sal para el
consumo humano debe estar iodizada por mandato de la ley, y esta medida ha resultado
adecuada para prevenir el cretinismo. Los trabajos de Cannon y otros acerca de la
influencia de las glándulas de secreción interna sobre las emociones son bien conocidos y
están demostrando que, si se suministran artificialmente las sustancias segregadas por las
glándulas mencionadas, puede producirse un efecto profundo en el temperamento y en el
carácter. Los efectos del alcohol, del opio y otras varias drogas son también muy
conocidos, aunque se clasifican entre los malignos, a no ser que la droga se tome con
moderación. No hay, sin embargo, razón a priori para que no sean descubiertas drogas que
ejerzan un efecto beneficioso. Yo sólo he podido notar buenos efectos en la bebida de la
infusión de té, siempre que se trate de té de China. Es posible también que se produzcan
maravillas psicológicas a consecuencia de un tratamiento anterior al nacimiento. Uno de
los filósofos más eminentes de nuestros días considera debida su superioridad sobre sus
hermanos, quizá humorísticamente, al hecho de que poco antes de nacer, su madre se
encontraba en un carruaje que, a causa de un accidente, rodó por el Simplón abajo.
No afirmo que este método deba adoptarse con la esperanza de volvernos a todos
filósofos; pero quizá con el tiempo se descubran algunos medios más apacibles para dotar
a los fetos de inteligencia. La educación acostumbraba comenzar a los ocho años de edad
con el aprendizaje de las declinaciones latinas; ahora, bajo la influencia del psicoanálisis,
comienza en el nacimiento. Es de esperar que, con el progreso de la embriología
experimental, la parte importante de la educación se verifique antes del nacimiento del
individuo. Esto sucede ya con los peces y las lagartijas acuáticas; pero respecto a estos
animales el hombre de ciencia no se ve estorbado por las autoridades pedagógicas.
El poder de la técnica psicológica para moldear la mentalidad del individuo está aún
en su infancia y no nos hemos dado aún bien cuenta de él. Poca duda cabe de que
aumentará enormemente en un futuro próximo. La ciencia nos ha dado, sucesivamente,
poder sobre la naturaleza inanimada, poder sobre las plantas y los animales, y, finalmente,
poder sobre los seres humanos. Todo poder lleva consigo su propio linaje de peligros, y
quizá los peligros que envuelva el poder sobre los seres humanos sean los mayores. Pero
ése es asunto que consideraremos más adelante.
Capítulo XI
LA TÉCNICA EN LA SOCIEDAD

L A aplicación de la ciencia a las cuestiones sociales es aún más reciente que su


aplicación a la psicología individual. Hay, no obstante, unas cuantas direcciones en
las que se encuentra aplicada la actitud científica en fecha tan temprana como el comienzo
del siglo XIX. La teoría de Malthus sobre la población, sea verdadera o falsa, es
rigurosamente científica. Los argumentos en que la apoya no son apelaciones a un
prejuicio, sino a estadísticas de población y gastos de agricultura. Adam Smith y Ricardo
son también científicos en su economía política. Repito que no quiero dar a entender que
las teorías que exponen sean invariablemente verdaderas, sino que su perspectiva y tipo de
razonamiento tienen las características que distinguen el método científico. De Malthus se
derivó Darwin, y de Darwin vino el darwinismo, que, en cuanto se ha aplicado a la
política, ha dejado de ser científico. La frase «supervivencia de los más aptos» es muy
vistosa para aquellos que especulen en cuestiones sociales. Las palabras «los más aptos»
parecen tener implicaciones éticas, de las que se deduciría que la nación, la raza y la clase
a que un autor pertenece deben ser necesariamente las mejores. De aquí se llega, bajo la
égida de una filosofía pseudodarwinista, a doctrinas como las del peligro amarillo,
Australia para los australianos, y la superioridad de la raza nórdica. El giro ético que
toman los argumentos darwinistas debe considerarse como motivo bastante para tomarlos
en cuestiones sociales con las mayores cautelas. Esto vale no sólo cuando se habla de
razas diferentes, sino también de las clases diferentes en una misma nación. Todos los
escritores darwinistas pertenecen a las profesiones liberales, y es por ello una máxima
aceptada de la política darwinista que las clases profesionales son biológicamente más
deseables. Se deduce que sus hijos deben obtener una educación mejor, a costa del erario
público, que la que es dada a los hijos de los jornaleros. En todos esos argumentos es
imposible ver una aplicación de la ciencia a asuntos prácticos. Hay solamente aquí un
barniz de lenguaje científico con el propósito de presentar el prejuicio en un aspecto
respetable.
Existe, sin embargo, una gran proporción de ciencia experimental auténtica en los
asuntos sociales. Quizá la serie más importante de experimentos en este particular sea la
que debemos a los anunciantes. Este valioso material no ha sido utilizado por los
psicólogos experimentales porque pertenece a una región alejada de las Universidades, y
éstas se sentirían como vulgarizadas por el contacto con algo tan grosero. Pero el que
quiera estudiar en serio la psicología de la creencia no puede hacer nada mejor que
consultar las grandes firmas publicitarias. No hay testimonio de creencia más penetrante
que la financiera. Cuando un hombre está dispuesto a sostener su creencia gastando dinero
en conformidad con ella, su creencia debe ser considerada como auténtica. Ahora bien,
ésta es precisamente la comprobación que el anunciante aplica siempre. Jabones de varias
clases se recomiendan por procedimientos diversos; algunos de estos procedimientos dan
el resultado apetecido; otros, no, o, por lo menos, no en el mismo grado. Es evidente que
el anuncio que es causa de que una marca de jabón se venda más que otra es más eficaz en
producir creencia que el anuncio que no logra lo mismo. No creo que ningún anunciante
experimentado afirme que los méritos de los respectivos jabones tengan nada que ver con
el logro de aquel resultado. Grandes cantidades de dinero se pagan a los hombres que
inventan buenos anuncios; y con razón, pues el poder de conseguir que mucha gente crea
lo que se afirma es un poder muy valioso. Considerad su importancia, por ejemplo, para
los fundadores de religión. ¡Cuánto más placenteras hubieran sido sus vidas si hubiesen
podido acudir a un agente que hubiera logrado discípulos adictos a cambio de un tanto por
ciento de los ingresos eclesiásticos!
De la técnica del anuncio se deduce que en la mayoría del género humano una
proposición determinada gana en aceptación si es repetida de tal suerte que se retenga en
la memoria. La mayoría de las cosas que creemos las creemos porque las hemos oído
afirmar; no recordamos ni dónde ni por qué fueron afirmadas, y así resulta que somos
incapaces de actuar de críticos, aun cuando la afirmación haya sido hecha por un hombre
cuyos ingresos aumentan con su aceptación. El anuncio, a medida que se perfecciona la
técnica, tiende a buscar cada vez menos argumentos y a hacerse cada vez más
sorprendente. Siempre que se logre dar una impresión, se consigue el resultado que se
persigue.
Considerados científicamente, los anuncios tienen otro gran mérito, que es que sus
defectos, según resulta de los ingresos de los anunciantes, son efectos sobre la masa y no
sobre los individuos; de modo que los datos adquiridos son datos de psicología de
muchedumbres. Para los fines de estudiar la sociedad más que los individuos, los anuncios
tienen un valor inapreciable. Desgraciadamente su objeto es más práctico que científico,
como ilustra el siguiente ejemplo. Supongamos que se fabrican dos jabones, A y B, de los
que el A es excelente y el B abominable, y admitamos que el jabón A se anuncia poniendo
de manifiesto su composición química y publicando los testimonios de eminentes
químicos, y que el jabón B se anuncia con la sola afirmación de ser el mejor y
acompañado de los retratos de bellezas famosas de Hollywood. Si el hombre es un animal
racional, deberán venderse más jabones A que B. ¿Cree nadie que éste será el caso?
Las ventajas del anuncio han sido bien entendidas por los políticos; pero sólo ahora
comienzan a ser comprendidas por las Iglesias. Cuando éstas se compenetren bien de sus
ventajas, como resultado de su comparación con la técnica tradicional religiosa (que data
de antes de la invención de la imprenta), podemos esperar un gran renacimiento de la fe.
En general, el Gobierno soviético y la religión comunista son los que hasta ahora han
comprendido mejor la ventaja del anuncio. Bien es verdad que están obstaculizados por el
hecho de que la mayoría de los rusos no saben leer. Este obstáculo, sin embargo, procuran
suprimirlo de la mejor manera posible.
Esta consideración nos conduce de un modo natural al tema de la educación, que es el
segundo gran método de propaganda pública. La educación tiene dos fines diversos: por
un lado, tiende a desarrollar el individuo y a darle conocimientos que le puedan ser útiles;
por otro lado, tiende a producir ciudadanos que sean aptos para servir al Estado o a la
Iglesia que los educa. Hasta cierto punto estos dos fines coinciden en la práctica: es
conveniente para un Estado que los ciudadanos sepan leer y que posean cierta habilidad
técnica, en virtud de la cual sean capaces de verificar trabajo productivo; es conveniente
que posean suficiente carácter moral para abstenerse del crimen infructuoso y bastante
inteligencia para ser capaces de dirigir sus propias vidas. Pero cuando rebasamos estas
exigencias elementales, los intereses de los individuos pueden ponerse a menudo en pugna
con los del Estado o los de la Iglesia. Éste es, en particular, el caso respecto a la
credulidad. Para aquellos que dominan la publicidad, la credulidad es ventajosa, mientras
que para el individuo el poder de juicio crítico es probable que sea más beneficioso. Por
consiguiente, el Estado no tiende a producir hábitos científicos de la mente, excepto en
una pequeña minoría de expertos, que están bien pagados y son por eso, por regla general,
defensores del statu quo. Entre los que no están bien pagados, la credulidad es más
ventajosa para el Estado; por consiguiente, a los niños de las escuelas les enseñan a creer
lo que se les dice y se les castigan, si se muestran incrédulos. De este modo se establece
un reflejo condicionado, que conduce a una creencia en todo lo que se diga
autoritariamente por personas mayores de importancia. Usted y yo, lector, debemos
nuestra inmunidad a la expropiación a esta precaución beneficiosa por parte de nuestros
respectivos gobiernos.
Uno de los fines del Estado en la educación es ciertamente beneficioso. El fin a que
me refiero es el de producir coherencia social. En la Europa medieval, como en la China
moderna, la falta de coherencia social resultó desastrosa. Es difícil para las grandes masas
de hombres cooperar todo lo necesario para su propio bienestar. Hay que prevenirse
siempre contra la tendencia a la anarquía y a la guerra civil, excepto en aquellas raras
ocasiones en que está en litigio algún gran principio que sea de suficiente importancia para
justificar la guerra civil. Por eso, aquella parte de la educación que tiende a producir leal
adhesión al Estado debe alabarse en tanto que se opone a la anarquía interna. Pero es mala
en tanto que favorece la perpetuación de la anarquía internacional. En general, en la actual
educación, la forma de lealtad para con el Estado que más se aprecia es la hostilidad a los
enemigos del Estado. Nadie se sorprendió de que en la primera mitad de 1914 la Irlanda
del Norte deseara pelear contra el Gobierno británico; pero sí se sorprendió todo el mundo
cuando en la segunda mitad del mismo año la Irlanda del Sur no deseó combatir contra los
alemanes.
Las invenciones modernas y la técnica moderna han ejercido una influencia poderosa
al promover uniformidad de opinión y al hacer a los hombres menos individuales de lo
que acostumbraban ser. Leed, por ejemplo, The Stammering Century, de Gilbert Seldes, y
comparadlo con la América actual. En el siglo XIX aparecían todos los días nuevas sectas
y nuevos profetas fundaban comunidades en el desierto; el celibato, la poligamia, el amor
libre, todo tenía sus adeptos, que no consistían en algunos alucinados, sino en ciudades
enteras. Una condición mental algo similar existía en Alemania en el siglo XVI; en
Inglaterra, en el XVII, y en Rusia, hasta el establecimiento del gobierno de los soviets.
Pero en el mundo moderno existen tres grandes fuentes de uniformidad además de la
educación: éstas son la prensa, el cinematógrafo y la radio.
La prensa se ha transformado en un agente de uniformidad, como resultado de causas
técnicas y financieras: cuanto mayor es la circulación de un periódico, tanto mayor es el
precio que puede poner a sus anuncios y menor el coste de impresión por ejemplar. Un
corresponsal extranjero cuesta lo mismo, tenga el periódico una circulación grande o
pequeña; por eso, su coste relativo resulta disminuido a cada aumento de circulación. Un
periódico con una gran circulación puede contratar los abogados más caros para que le
defiendan en cualquier proceso por calumnias, y puede con frecuencia ocultar a todos,
menos a los investigadores serios, sus referencias equivocadas de hechos. Por todas estas
razones, los grandes periódicos tienden a derrotar a los pequeños. Hay, como es natural,
algunos periódicos semanales que sólo leen algunos chiflados, y existen diarios dedicados
a intereses especiales, como a las regatas o a la pesca; pero la gran mayoría de los lectores
de periódicos se limitan, como en Inglaterra, a un reducido número de periódicos, o como
en América, a un pequeño número de grupos sindicados de periódicos. La diferencia entre
Inglaterra y América es en esta cuestión debida al tamaño. En Inglaterra, si lord
Rothermere y lord Beaverbrook desean que algo se sepa, se sabrá; si ellos desean que no
se sepa, no se sabrá, excepto por algunos pertinaces entrometidos. Aunque hay grupos
rivales en el mundo de los periódicos, hay muchos asuntos en que los grupos rivales están
conformes. En un tren suburbano, por la mañana, un hombre puede estar leyendo el Daily
Mail y otro el Daily Express; pero si por un milagro se pusiesen a conversar, no
encontrarían mucha divergencia en las opiniones que han asimilado o en los hechos de que
han sido informados. Así, por razones que son al fin técnicas y científicas, los periódicos
han llegado a ser una influencia que tiende hacia la uniformidad y aumenta la escasez de
opiniones no corrientes.
Otra invención moderna que contribuye a la uniformidad es la radio. Este es el caso
especial de Inglaterra, en donde es un monopolio del Gobierno, pues en América es libre.
Durante la huelga general de 1924 proporcionó prácticamente el único medio para
propagar las noticias. Este método fue utilizado por el Gobierno para lanzar las noticias
oficiales y ocultar las de los huelguistas. Yo estaba en aquella ocasión en una aldea
remota, casi la más lejana de Londres respecto a las demás aldeas de Inglaterra. Todos los
aldeanos, incluyéndome a mí, acostumbrábamos a reunimos todas las tardes en la oficina
de Correos para escuchar las noticias. Una voz pomposa anunciaba: «Es el secretario de
Gobernación el que ha venido a hacer una declaración». Siento decir que todos los
aldeanos se echaban a reír, pero si no hubieran estado tan alejados, hubieran sido
probablemente más respetuosos. En América, en donde el Gobierno no interviene en la
radio, se debe esperar, si continúa la misma política, que haya un aumento gradual de
grandes intereses análogos a los suscitados por los grandes periódicos y que abarquen un
campo tan extenso como el de la prensa sindicada.
Pero quizá el más importante de todos los agentes modernos de propaganda es el
cinematógrafo. En lo que se refiere al cinematógrafo, las razones técnicas para
organizaciones en gran escala que tiendan a una uniformidad casi mundial son aplastantes.
El coste de una buena producción es colosal, pero no es menor si se exhibe pocas veces
que muchas y en muchos sitios. Los alemanes y los rusos tienen cintas propias, y las de los
rusos juegan un papel importante en la propaganda del Gobierno de los Soviets. En el
resto del mundo civilizado predominan las producciones de Hollywood. La mayoría de los
jóvenes, en casi todos los países civilizados, derivan sus ideas sobre el amor, el honor, el
modo de hacer dinero y la importancia de los buenos trajes de las noches pasadas en ver lo
que Hollywood piensa de esos asuntos. Dudo de que todas estas escuelas e iglesias
combinadas ejerzan tanta influencia como el cinematógrafo en las opiniones de los
jóvenes respecto a asuntos tan íntimos como el amor, el matrimonio y el hacer dinero. Los
productores de Hollywood son los grandes sacerdotes de una nueva religión.
Mostrémonos agradecidos por la pureza elevada de sus sentimientos. Aprendemos de ellos
que el pecado es siempre castigado y la virtud es siempre recompensada. Aunque, en
verdad, la recompensa es más bien tosca, y una virtud más moldeada a la antigua no sabría
apreciarla bien. Pero eso, ¿qué le hace? Aprendemos por el cinematógrafo que la riqueza
acude a los virtuosos, y sabemos por la vida real que Fulano tiene dinero. Deducimos de
aquí que Fulano es virtuoso y que la gente que dice que explota a sus empleados es
calumniadora. El cinematógrafo, por consiguiente, desempeña un papel importante para
proteger a los ricos de las envidias de los pobres.
Es, sin duda, un hecho importante en el mundo moderno que casi todos los placeres de
los pobres sólo puedan ser satisfechos por hombres en posesión de una gran capital o por
los gobiernos. Las razones de esto, como hemos visto, son técnicas; pero el resultado es
que cualquier defecto en el statu quo sólo es conocido por aquellos que desean pasar
voluntariamente su tiempo libre en cosa distinta de las diversiones; éstos son, por lo
demás, una minoría pequeña que, desde un punto de vista político, resulta despreciable la
mayoría de las veces. Existe, sin embargo, cierta inestabilidad en todo el sistema. En el
caso de una guerra desgraciada puede venirse abajo, y la población que se ha ido
acostumbrando a las diversiones puede ser impulsada por el aburrimiento a pensar en
cosas serias. Los rusos, cuando se vieron privados de beber vodka, por prohibición de
guerra, hicieron la revolución rusa. ¿Qué harían los europeos occidentales si se viesen
privados de su droga nocturna proporcionada por Hollywood? La moral que de eso deben
sacar los gobiernos europeos occidentales es que hay que mantener la buena armonía con
América. Para el imperialismo americano del futuro puede suceder que los productores de
películas hayan sido los propulsores.
Hasta ahora hemos estado reflexionando sobre el efecto de la técnica científica en las
opiniones, lo que no puede considerarse como un tema del todo agradable. Hay, sin
embargo, efectos mucho mejores. Fijémonos, por ejemplo, en el asunto de la salud
pública. En 1870, el tanto por mil de muertes en Inglaterra y Gales fue de 22,9 y el
correspondiente a los niños, 160; en 1929, estas cifras han descendido, respectivamente, a
13,4 y a 74. Este cambio es imputable casi por entero a la técnica científica. Los
perfeccionamientos en medicina, en higiene, en sanidad, en régimen alimenticio, han
influido en la disminución del sufrimiento e infelicidad representadas por sencillas cifras
estadísticas. En tiempos antiguos se esperaba que la mitad de los niños de una familia
morirían antes de desarrollarse del todo; esto traía consigo dolor, enfermedades y tristeza
para la madre; a menudo mucho sufrimiento para los niños, y un gasto de recursos
naturales, en el cuidado de los niños, que nunca llegaban a ser productivos. Hasta la
adopción del transporte de vapor por tierra y por mar, las hambres perpetuas eran
inevitables, originando angustias indecibles en el curso de una lenta destrucción de la vida
humana. Y no sólo moría la gente en tiempos corrientes en una proporción mucho mayor
que ahora, sino que había muchos más enfermos que en la actualidad. En nuestros tiempos
es desconocido en Occidente el tifus; la viruela es muy rara y la tuberculosis se cura, por
lo general; sólo estos tres hechos representan una contribución al bienestar humano que
contrapesa cualquier daño que la ciencia pueda hasta ahora haber hecho en el camino de
aumentar los horrores de la guerra. La balanza, en este respecto, ¿continuará inclinándose
del lado bueno en lo futuro? Es cuestión opinable; pero es una certeza que hasta ahora lo
ha estado.
Es costumbre entre los intelectuales mirar nuestra época como prototipo de
aburrimiento y desaliento; no hay duda de que para ellos es así, ya que tienen menos
influencia en los asuntos que otras veces, y toda su perspectiva es más o menos
inadecuada a la vida moderna. Pero para el hombre corriente, la mujer y el niño no es éste
el caso en ningún modo. Inglaterra ha estado pasando durante los últimos diez años por
una depresión económica sin igual, y no obstante, el tipo corriente de la familia obrera ha
mejorado últimamente de situación con respecto al período próspero de hace cuarenta y
cinco años.[11.1]
La introducción de la técnica científica en los asuntos sociales es aún muy incompleta
y sujeta al azar. Tomemos como ejemplo la cuestión de la banca y del crédito. En tiempos
pasados, los hombres dieron el primer paso hacia la técnica científica en esta cuestión
cuando sustituyeron el cambio de géneros por dinero; el siguiente avance, que se inició
miles de años después de la introducción del dinero, fue la sustitución del dinero por
bancos y créditos. El crédito se ha convertido en una fuerza inmensa para regular la vida
económica de todas las comunidades avanzadas; pero aunque sus principios son bien
comprendidos por los expertos, las dificultades políticas radican en la utilización adecuada
de estos principios, y la práctica bárbara de depender del oro es aún causa de mucha
miseria. En esto, como en otros aspectos, las fuerzas económicas y las exigencias técnicas
requieren una organización mundial. Pero las fuerzas del nacionalismo oponen obstáculos,
y son causa de que la gente soporte con paciencia sufrimientos evitables, en razón del
placer que encuentran al pensar que los extranjeros aún sufren más.
El efecto social de la técnica moderna científica se traduce en un aumento en el
tamaño e intensidad de la organización. Cuando hablo de intensidad de organización me
refiero a la proporción de las actividades del hombre que está regida por el hecho de
pertenecer éste a alguna unidad social. El primitivo labriego podía dirigirse por sí mismo
casi enteramente; producía su propio alimento, compraba muy poco y no enviaba a sus
hijos a la escuela. El hombre moderno, aun cuando sea agricultor, sólo produce una
pequeña cantidad de lo que consume; si cultiva el trigo, por ejemplo, venderá
probablemente la totalidad de su cosecha y comprará su pan en la panadería, como
cualquier otro mortal; y aunque no haga esto, tiene que comprar la mayoría de su alimento
restante. En su compra y venta depende de organizaciones inmensas que generalmente son
internacionales. Sus lecturas se las proporcionan los grandes periódicos; sus diversiones se
las da Hollywood; la educación de sus hijos, el Estado; su capital, en parte al menos, un
Banco; sus opiniones políticas, su partido; su seguridad y muchas de sus diversiones, el
gobierno, al que paga impuestos. Así, en todas sus actividades más importantes ha dejado
de ser una unidad separada y se ha hecho dependiente de alguna organización social. A
medida que la técnica científica progresa, aumenta la dimensión óptima para la mayoría de
las organizaciones. En muchos asuntos, las fronteras nacionales han llegado a ser un
absurdo técnico, y los avances sucesivos exigen que se las ignore. Desgraciadamente, el
nacionalismo es inmensamente fuerte, y el poder creciente de propaganda que la técnica
científica ha puesto en manos de los Estados nacionales es utilizado para robustecer esta
fuerza anárquica. Hasta que se modifique este estado de cosas, la técnica científica no
podrá realizar los resultados de que es capaz en el camino de procurar el bienestar
humano.
TERCERA PARTE

LA SOCIEDAD CIENTÍFICA
XII Capítulo

SOCIEDADES CREADAS ARTIFICIALMENTE

L A sociedad científica, de la que nos ocuparemos en los siguientes capítulos, es, en lo


esencial, cosa del futuro, aunque en algunos Estados se vislumbran hoy día ya varias
de sus características. La sociedad científica, tal como la concibo, es aquella que emplea la
mejor técnica científica en la producción, en la educación y en la propaganda. Pero,
además de esto, ostenta una característica que la distingue de las sociedades del pasado, de
las sociedades nacidas de causas naturales, sin plan consciente relativo a su fin y
estructura colectivos. Ninguna sociedad puede ser considerada como del todo científica a
no ser que haya sido creada deliberadamente, con una cierta estructura, para cumplir
ciertos fines. Los imperios, en tanto que dependen de conquistas y no son sólo Estados
nacionales, han sido creados para dar gloria a sus emperadores. Pero esto ha sido en el
pasado una mera cuestión de gobierno político y ha influido muy poco en la vida cotidiana
del pueblo. Existieron, sin embargo, legisladores semimíticos en el remoto pasado, como
Zoroastro, Licurgo y Moisés, que —se supone— imprimieron su carácter a las sociedades
que aceptaban su autoridad. En todos estos casos, no obstante, las leyes atribuidas a ellos
deben haber sido en el fondo costumbres preexistentes. Para no citar más que un ejemplo
bien conocido, recordemos que los árabes que aceptaron la ley de Mahoma apenas
cambiaron sus hábitos; como los americanos no cambiaron apenas los suyos cuando
aceptaron la ley Volstead. Cuando los parientes escépticos de Mahoma decidieron
compartir la suerte de éste, lo hicieron por la pequeñez del cambio que se les exigía.
A medida que nos aproximamos a los tiempos modernos, los cambios producidos
deliberadamente en la estructura social se hacen mayores. Éste es el caso especial de las
revoluciones. La Revolución americana y la Revolución francesa crearon
intencionadamente ciertas sociedades, con determinadas características; pero en su esencia
estas características fueron políticas, y sus efectos en otras direcciones no formaban parte
de las intenciones primitivas de los revolucionarios. Mas la técnica científica ha
aumentado tan enormemente el poder de los gobiernos, que es ahora posible producir en la
estructura social cambios mucho más profundos e íntimos que ninguno de los soñados por
Jefferson o Robespierre. La ciencia nos ha enseñado primero a crear máquinas; ahora, con
la crianza mendeliana y la embriología experimental, nos enseña a crear nuevas plantas y
animales. Poca duda puede caber de qué métodos similares nos darán antes de mucho
tiempo gran poder, dentro de ciertos límites, para crear nuevos individuos humanos que
difieran en ciertas direcciones de los individuos producidos por la naturaleza, sin
intervención de ninguna clase. Y por medio de la técnica psicológica y económica se hace
posible crear sociedades tan artificiales como la máquina de vapor, y completamente
diferentes de todo lo que pueda crecer por su propio impulso sin intención deliberada por
parte de los agentes humanos.
Semejantes sociedades artificiales presentarán —hasta que la ciencia social esté
mucho más perfeccionada de lo que está al presente— muchas características no
determinadas, aun cuando sus creadores logren imprimirles todas las características que se
hayan propuesto. Dichas características no determinadas pueden resultar más importantes
que aquellas que fueron previstas, y pueden causar el derrumbamiento, de una manera o
de otra, de las sociedades artificialmente construidas. Pero no creo que quepa dudar de que
la creación artificial de sociedades continuará y aumentará, mientras persista la técnica
científica. El placer de proyectar una construcción es uno de los motivos más poderosos
que incitan a los hombres a combinar la inteligencia con la energía; siempre que pueda
construirse algo con arreglo a un plan, los hombres tratarán de construirlo. En tanto que
subsista la técnica para crear un nuevo tipo de sociedad, habrá hombres dedicados a
utilizar esta técnica. Es probable que se imaginen estar actuando por algún motivo ideal, y
es posible que tales motivos jueguen, en efecto, un papel para determinar qué clase de
sociedad tienden a crear. Pero el deseo de crear no es en sí mismo ideal, ya que es una
forma del amor al poder; y mientras el poder de crear exista, habrá hombres deseosos de
aprovechar este poder, aun cuando la naturaleza por sí produzca mejor resultado que el
que pudiese originarse con intención deliberada.
Existen actualmente dos potencias en el mundo que ilustran la posibilidad de una
creación artificial. Estas dos potencias son el Japón y la Rusia soviética.
El Japón moderno es casi exactamente lo que los hombres que hicieron la revolución
de 1867 desearon que fuese. Éste es uno de los hechos políticos más notables de toda la
historia, aunque el propósito que inspiraba a los innovadores era sencillo y adecuado para
que todo japonés simpatizara con él. El propósito era, en el fondo, la conservación de la
independencia nacional. La China había resultado impotente para resistir a las potencias
occidentales; y el Japón parecía encontrarse en un caso análogo. Algunos políticos
japoneses se percataron de que el poder militar y naval de las naciones occidentales se
fundaba en la educación occidental y en la técnica industrial occidental. Decidieron
entonces introducir ambas en el Japón, con aquellas modificaciones que la historia
japonesa y las circunstancias exigiesen. Pero mientras el industrialismo se había
desarrollado en el Oeste con muy poco auxilio del Estado, y el conocimiento científico
había avanzado mucho, ya antes de que los gobiernos occidentales se hiciesen cargo de la
educación universal, el Japón, en cambio, deseando ganar tiempo, se vio obligado a
imponer la educación, la ciencia y el industrialismo por presión gubernamental. Era
evidentemente imposible efectuar un cambio tan grande en la mentalidad del ciudadano de
tipo medio con meros llamamientos a la razón y al propio interés. Los reformadores, por
ese motivo, mezclaron habilidosamente con la ciencia la autoridad divina de la religión
sintoísta y la persona divina del Mikado. El Mikado había vegetado durante siglos en la
oscuridad, sin importancia alguna. Pero había sido ya restaurado en el Poder una vez, en el
año 645, de modo que existía un precedente de respetable antigüedad para lo que se había
hecho. La religión sintoísta, a diferencia del budismo, era indígena en el Japón, pero había
sido durante siglos relegada a segundo plano por la religión forastera importada de China
y Corea. Los reformadores decidieron muy sabiamente que, al introducir la técnica militar
cristiana, no debían intentar adoptar la teología con la que hasta ahora había estado en
correlación, sino una teología nacional característica. La religión Shinto, tal como se
enseña ahora en el Estado en Japón, es un arma poderosa de nacionalismo; sus dioses son
japoneses, y su cosmografía enseña que el Japón fue creado antes que otras comarcas. El
Mikado desciende de la diosa Sol, y es por ello superior a los meros gobernantes terrestres
de otros Estados. El sintoísmo, tal como se enseña ahora, es tan diferente de las antiguas
creencias indígenas, que investigadores competentes la han descrito como una religión
nueva.[12.1] Como resultado de esta hábil combinación de técnica ilustrada y teología no
ilustrada, ha logrado el Japón no sólo repeler la amenaza occidental, sino llegar a ser una
de las grandes potencias y colocarse en tercer lugar como potencia marítima.
El Japón ha mostrado una sagacidad extraordinaria en la adaptación de la ciencia a las
necesidades políticas. La ciencia, como fuerza intelectual, es escéptica y algo destructiva
de la coherencia social; en cambio, como fuerza técnica tiene precisamente las cualidades
opuestas. Los desarrollos técnicos debidos a la ciencia han incrementado el tamaño e
intensidad de las organizaciones, y han aumentado gradualmente el poder de los
gobiernos. Los gobiernos tienen por ello motivos para ser amigos de la ciencia, en tanto
que se mantenga alejada de especulaciones peligrosas y subversivas. En general, los
hombres de ciencia se han mostrado tratables. El Estado favorece una serie de
supersticiones en el Japón y otras en el Oeste; pero los hombres de ciencia del Japón y del
Oeste han prestado, con algunas excepciones, su aquiescencia voluntaria a las doctrinas
gubernamentales, porque la mayoría de ellos son ciudadanos en primer lugar, y amantes
de la verdad sólo en segundo lugar.
El experimento japonés, como el nazi, terminó con una derrota militar. En uno y otro
caso es hoy una cuestión puramente especulativa la de cuál habría sido el desarrollo de la
psicología nacional de no producirse la intervención de influencias extranjeras. En el
Japón, sobre todo, fue posible observar una cierta tensión nerviosa, particularmente en la
población urbana, atribuible al abrupto cambio de las costumbres, y capaz de producir una
inclinación a la histeria. En los dos países era imposible mantener el consentimiento de los
asalariados sino por medio de guerras de conquista; a la larga, por lo tanto, el régimen
tenía que enfrentarse con una revolución interior o con la hostilidad del resto del mundo.
Así, pues, ninguno de esos dos sistemas tenía la estabilidad que un legislador querría
garantizar por medio de una construcción científica.
El intento de construcción científica realizado por el gobierno soviético es más
ambicioso que el llevado a cabo por los innovadores japoneses en 1876. Tiende a un
cambio mucho más radical en las instituciones sociales y a la creación de una sociedad
muy diferente de todo lo hasta ahora conocido, y, por consiguiente, de la japonesa. El
experimento continúa aún, y sólo un hombre temerario se aventuraría a predecir si
triunfará o fracasará. La actitud de amigos y enemigos ante dicho experimento ha sido
marcadamente anticientífica. Por mi parte, no ansío tasar lo bueno o lo malo del sistema
soviético, sino sencillamente señalar aquellos elementos de proyecto deliberado, que le
hacen hasta ahora el ejemplo más completo de una sociedad científica. En primer lugar,
todos los factores principales de producción y distribución están regidos por el Estado; en
segundo lugar, toda la educación está proyectada para estimular la actividad en apoyo del
experimento oficial; en tercer lugar, el Estado hace lo posible para sustituir por su religión
las varias creencias tradicionales que han existido en el territorio de la U.R.S.S.; en cuarto
lugar, la literatura y la prensa están regidas por el gobierno y tienen el matiz que se juzga
más adecuado para ayudarle en sus propósitos constructivos; en quinto lugar, la familia, en
cuanto representa un lealismo que compite con la adhesión al Estado, es debilitada
gradualmente; en sexto lugar, el Plan quinquenal encauza todas las energías constructivas
de la nación hacia la consecución de una cierta balanza económica y una eficiencia
productiva, con que se cree que se asegurará para cada individuo un grado suficiente de
bienestar material. En cualquier otra sociedad del mundo existe una dirección muchísimo
menos central que bajo el gobierno soviético. Si bien es verdad que, durante la guerra, las
energías de las naciones fueron organizadas centralmente en considerable medida, todo el
mundo sabe que esto fue temporal y que, aun en su momento culminante, la organización
no fue tan absorbente como lo es en Rusia. El Plan quinquenal, como su nombre indica, se
supone temporal y correspondiente a un período de esfuerzo no del todo desigual al de la
Gran Guerra. Pero se espera que, si logra éxito, le reemplazarán otros planes, ya que la
organización central de las actividades de una vasta nación es demasiado atractiva para los
organizadores, que no querrán desistir de ella rápidamente.
El experimento ruso puede tener éxito o puede fracasar. Pero, aun si fracasa, será
seguido por otros que continuarán mostrando su característica más interesante, a saber: la
dirección unitaria de las actividades de una nación entera. Esto era imposible en tiempos
anteriores, pues depende de la técnica de la propaganda: periódicos, cinematógrafos y
radiotelefonía, así como de la educación universal. El Estado había sido ya fortalecido con
los ferrocarriles y el telégrafo, que hicieron posible la rápida transmisión de noticias y la
concentración de tropas. Además de los métodos modernos de propaganda, los métodos
modernos de la guerra han fortalecido al Estado en su lucha contra los elementos
descontentos; los aeroplanos y las bombas atómicas han dificultado las revueltas, a no ser
que obtengan la ayuda de aeronautas y químicos. Cualquier gobierno prudente favorecerá
a estas dos clases y hará lo posible para asegurarse su lealtad. Como el ejemplo de Rusia
ha mostrado, es en la actualidad posible para hombres de energía e inteligencia, una vez en
posesión de la máquina gubernamental, retener el poder, aunque al principio tengan que
afrontar la oposición de la mayoría de la población. Por eso debemos esperar ver cada vez
más gobiernos que caigan en manos de oligarquías, no de nacimiento, sino de opinión. En
comarcas acostumbradas de antiguo a la democracia, el imperio de estas oligarquías puede
permanecer oculto tras formas democráticas, como fue la de Augusto en Roma; pero en
los demás países, su dominio se ejercerá sin disfraz. Si ha de haber experimentación
científica en la construcción de sociedades de nuevo género, es esencial el régimen de una
oligarquía de opinión. Es de esperar que haya conflictos entre oligarquías diferentes y que,
al final, alguna de las oligarquías adquiera el dominio del mundo y produzca una
organización universal tan completa y detallada como la que ahora existe en la U.R.S.S.
Tal estado de cosas tendrá sus ventajas y sus inconvenientes. Más importante que
ambos es, sin embargo, el hecho de que sólo así se capacitará una sociedad, imbuida en la
técnica científica, para sobrevivir. La técnica científica exige organización, y cuanto más
perfeccionada se haga, mayores serán las organizaciones que exija. Independientemente de
la guerra, la actual depresión ha mostrado con evidencia que es necesaria una organización
internacional de crédito y banca para la prosperidad, no sólo de algunas comarcas, sino de
todas. La organización internacional de la producción industrial se ha hecho necesaria para
la eficacia de los métodos modernos. El dispositivo industrial moderno puede suministrar
fácilmente, en muchas direcciones, mucho más de las necesidades totales del mundo. El
resultado de esto es que, debido a la competencia, lo que debería ser riqueza es, en
definitiva, pobreza. Con la ausencia de la competencia, la productividad del trabajo muy
mejorada capacitará a los hombres para llegar a un arreglo justo entre el ocio y la
ocupación continua. Los hombres podrán escoger entre trabajar seis horas y ser ricos, o
cuatro horas y gozar sólo de un bienestar moderado. Las ventajas de una organización
mundial, tanto para evitar el desgaste de una competencia económica como para evitar el
peligro de la guerra, son tan grandes, que se están transformando en una condición
esencial para la supervivencia de las sociedades que poseen técnica científica. Este
argumento es avasallador, comparado con los argumentos en contra, y quita toda
importancia a la cuestión de si la vida en un Estado mundial organizado será más o menos
satisfactoria que la vida actual. La raza humana sólo puede desarrollarse en el sentido de
un Estado mundial organizado, a no ser que abandone la técnica científica, lo que no
ocurrirá excepto como resultado de un cataclismo tan serio que rebaje todo el nivel de la
civilización.
Las ventajas que pueden esperarse de un Estado mundial organizado son grandes y
evidentes. Habrá, en primer lugar, seguridad contra la guerra y ahorro de casi todo el
esfuerzo y gastos ahora dedicados a los armamentos en competencia. Debe suponerse que
habrá un solo elemento de combate, de toda eficacia, que utilice principalmente
aeroplanos y métodos químicos de guerra irresistibles y a los que, por consiguiente, nada
resistirá.[12.2] El gobierno central podrá ser sustituido, de vez en cuando, por una
revolución palaciega; pero esto sólo alterará al personal que lo integre, no la organización
esencial del gobierno. El gobierno central prohibirá la propaganda del nacionalismo,
gracias a la cual se mantiene al presente la anarquía, y la reemplazará por una propaganda
de lealtad hacia el Estado mundial. Y es claro que, si semejante organización puede
subsistir durante una generación, será estable. La ganancia, desde el punto de vista
económico, será enorme: no habrá desgaste en producciones en competencia, ninguna
incertidumbre para los empleos, ni pobreza, ni alternativas repentinas de buenos y malos
tiempos; todo hombre con deseos de trabajar vivirá con comodidad, y todo hombre que se
manifieste vago será encerrado en la cárcel. Cuando, por cualquier circunstancia, no sea
necesario por más tiempo el trabajo en el que un hombre haya sido hasta entonces
empleado, se le enseñará algún nuevo género de trabajo, y será mantenido adecuadamente
mientras aprende su nuevo oficio. Se utilizarán motivos económicos para regular la
población, que se mantendrá probablemente estacionaria. Será eliminado casi todo lo que
es trágico en la vida humana, y aun la muerte no se presentará antes de haber alcanzado la
vejez.
No sé si los hombres serán felices en este paraíso. Quizá la bioquímica nos enseñe la
manera de hacer feliz a un hombre, en el supuesto de que tenga lo necesario para la vida.
Quizá se organicen deportes peligrosos para aquellos a quienes el aburrimiento
transformaría de otro modo en anarquistas. Quizá el deporte se hará cargo de la crueldad
que habrá sido desterrada de la política. Quizá el fútbol sea reemplazado por batallas
simuladas en el aire, en las que la muerte sea el penalty de la derrota. Pudiera suceder que
con tal de que les esté permitido buscar la muerte, no les importe a los hombres el
encontrarla por una causa trivial; el caer por el aire ante un millón de espectadores pudiera
llegar a ser considerado como una muerte gloriosa, aunque no se persiga más fin que el de
divertir a una multitud en día de fiesta. Pudiera suceder que de esta suerte se encontrase
una válvula de seguridad para las fuerzas violentas y anárquicas de la naturaleza humana.
O también pudiera acontecer que, con una educación sabia y un régimen alimenticio
adecuado, los hombres llegasen a curarse de sus impulsos desenfrenados, y toda la vida se
tornara tan tranquila como una escuela dominical.
Habrá, como es obvio, una lengua universal, que será el esperanto, o el inglés
chapurreado que se usa en China. La literatura de otras épocas no será, en su mayoría,
traducida a este lenguaje, ya que su apariencia y fondo emocional perderían bastante. Los
investigadores serios de la historia serán autorizados por el gobierno para estudiar obras
como Hamlet y Otelo; pero al público en general le será prohibido leerlas, a causa de
glorificarse en ellas el asesinato privado. A los jóvenes les será prohibido leer libros sobre
piratas o pieles rojas. Los de amor serán mal vistos, puesto que el amor, siendo anárquico,
es necio, cuando no malvado. Todo esto contribuirá a hacer la vida muy agradable para los
virtuosos.
La ciencia aumenta nuestro poder para hacer el bien y el mal, y acrecienta la necesidad
de refrenar los impulsos destructivos. Si ha de sobrevivir un mundo científico, es
necesario para ello que los hombres se hagan más dóciles de lo que han sido hasta ahora.
El criminal espléndido debe dejar de ser un ideal, y la sumisión tendrá que ser más
admirada que lo fue en el pasado. Con todo ello ganaremos o perderemos. Rebasa los
límites del poder humano el guardar el equilibrio de la balanza entre los dos extremos.
XIIICapítulo

EL INDIVIDUO Y EL CONJUNTO

E L siglo XIX ha sufrido las consecuencias de una curiosa división entre sus ideas
políticas y su práctica económica. En política siguió las ideas liberales de Locke y
Rousseau, que fueron adaptadas a una sociedad de pequeños propietarios agricultores. Su
lema fue: Libertad e Igualdad. Pero, mientras tanto, estaba inventando la técnica que
conduce al siglo XX a la destrucción de la libertad y a reemplazar la igualdad por nuevas
formas de oligarquía. El predominio del pensamiento liberal ha sido, en cierto modo, una
desgracia, ya que ha impedido que hombres de amplia visión pensasen de un modo
impersonal en los problemas suscitados por el industrialismo. El socialismo y el
comunismo son, es verdad, esencialmente, creencias industriales; pero su perspectiva está
tan dominada por la lucha de clases, que les queda poco tiempo para dedicarse a nada que
no sea la realización de la victoria política. La moralidad tradicional proporciona muy
poco auxilio en el mundo moderno. Un hombre rico puede malgastar millones en algún
acto que ni aun el confesor católico más severo considerará pecaminoso, mientras que
necesitará la absolución por una aberración sexual trivial, en la que haya malgastado a lo
sumo una hora, que podría haber sido más útilmente empleada. Hay necesidad de una
nueva doctrina en lo referente a nuestros deberes para con el prójimo. No es sólo la
enseñanza tradicional religiosa la que fracasa en dar una guía adecuada en este asunto,
sino también la enseñanza del liberalismo del siglo XIX. Tomemos por ejemplo un libro
como el de Mill sobre la libertad. Mill sostiene que, mientras el Estado tiene derecho a
entrometerse en aquellas de mis acciones que acarrean consecuencias para otros, debe
dejarme libre cuando los efectos de mis acciones están confinados principalmente en mí
mismo. Semejante principio apenas si deja en el mundo moderno ningún objeto para la
libertad individual. A medida que la sociedad se hace más orgánica, hácense más
numerosos e importantes los efectos de los hombres unos sobre otros; así es que apenas
queda nada a que pueda aplicarse la defensa de la libertad preconizada por Mill.
Consideremos, por ejemplo, la libertad de hablar y la de imprimir. Es evidente que una
sociedad que permita estas libertades está excluida de varias proezas, que son posibles a
una sociedad que las prohíbe. En tiempo de guerra todo el mundo se percata de ello,
porque entonces el propósito nacional es simple y el origen del mismo es evidente. Hasta
ahora no ha sido costumbre, para una nación en tiempo de guerra, el tener ningún otro
propósito nacional que el de la preservación de su territorio y de su constitución. Un
gobierno que, como el de la Rusia soviética, tenga un propósito en tiempo de paz tan
ardiente y definido como el de otras naciones en tiempo de guerra, está obligado a
restringir la libertad de hablar y la de imprimir, en el mismo grado que otras naciones
cuando están en tiempo de guerra.
La disminución de la libertad individual que ha tenido lugar durante los últimos veinte
años es probable que continúe, ya que depende de dos causas persistentes. Por un lado, la
técnica moderna hace más orgánica la sociedad; por otro, la moderna sociología hace a los
hombres más y más enterados de las leyes causales en virtud de las cuales los actos de un
hombre son útiles o perjudiciales para otro hombre. Si hemos de justificar cualquier forma
particular de libertad individual en la sociedad científica del futuro, tendremos que hacerlo
sobre la base de que la forma de libertad es para el bien de la sociedad como conjunto, y
no, en la mayoría de los casos, sobre la base de que los actos interesados no afectan más
que al agente.
Tomemos algunos ejemplos de principios tradicionales que no aparecen defendibles
por más tiempo. El primer ejemplo que se ocurre se refiere a la inversión del capital. En la
actualidad, y dentro de amplios límites, cualquier hombre que disponga de dinero para
colocarlo puede invertirlo en lo que le plazca. Esta libertad fue defendida durante el
laissez faire, con el lema de que el negocio que pagase mejor era sin más el más útil
socialmente. Pocos hombres actuales se atreverían a mantener semejante doctrina. Sin
embargo, la antigua libertad persiste. Es evidente que en una sociedad científica el capital
sería invertido donde fuese mayor su utilidad social, y no donde ganase el mayor tipo de
beneficio. Esto depende, con frecuencia, de circunstancias muy accidentales.
Consideremos, por ejemplo, la competencia entre los ferrocarriles y los autobuses: los
ferrocarriles tienen que pagar por su carácter de permanencia, mientras que los autobuses
no. Pudiera suceder, en consecuencia, que para el capitalista no fuesen negocio los
ferrocarriles, y los autobuses lo fuesen, aun cuando para la comunidad, considerada en
conjunto, fuese cierto justamente el caso contrario. Otro caso: consideremos los beneficios
de aquellos que tuvieron la buena ocurrencia de adquirir propiedad en la proximidad de la
prisión de Millbank, poco antes de transformarse ésta en la Tate Gallery. El desembolso
mediante el cual obtuvieron estos hombres su ganancia fue un gasto público, y esa
ganancia no se corresponde con ninguna inversión favorable al público. Otro ejemplo más
importante: consideremos la enorme cantidad de dinero que se gasta en anuncios. No
puede sostenerse en modo alguno que éstos reporten ningún beneficio a la sociedad. El
principio de permitir a cada capitalista invertir su dinero como le parezca, no es, en
consecuencia, socialmente defendible.
Consideremos el tema de la vivienda. En Inglaterra, el individualismo conduce a la
mayoría de las familias a preferir una casa pequeña propia a un piso en un edificio grande.
El resultado es que los suburbios de Londres se extienden monótonamente en varias
millas, con inmenso perjuicio para mujeres y niños. Cada dueña de casa guisa una comida
abominable, a costa de un trabajo ímprobo del irritado marido. Los niños, cuando regresan
de la escuela, o mientras son demasiado pequeños para ir a la escuela, se encuentran
enjaulados en habitaciones mal ventiladas, en donde son un estorbo para sus padres, o sus
padres son un estorbo para ellos. En una comunidad más sensata, cada familia ocuparía
una parte de un inmenso edificio, con un patio central. No habría cocina individual, y sólo
comidas comunales. Los niños, una vez quitados del pecho, pasarían el día en grandes
patios aireados, bajo el cuidado de mujeres que poseyesen el conocimiento, la educación y
el temperamento requeridos para hacer felices a niños pequeños. Las esposas, que se
afanan toda la jornada en un trabajo abrumador, quedarían en libertad para ganarse su vida
fuera de casa. El beneficio de semejante sistema para las madres, y aún más para los hijos,
sería incalculable. En el establecimiento para niños de Rachel Macmillan se ha
comprobado que el 90 por 100 de los niños tenían raquitismo cuando ingresaron, y casi
todos estaban curados al final del primer año de estar en el establecimiento. En el hogar
corriente, la necesaria proporción de luz, aire y buen alimento no puede lograrse; en
cambio, todas estas cosas pueden obtenerse muy económicamente si se procuran para
muchos niños a la vez. La libertad de hacer que los hijos de uno crezcan raquíticos e
inválidos, por la única razón de que se les quiere demasiado para separarse de ellos, es una
libertad que no reza con el público interés.
Consideremos de nuevo la cuestión del trabajo, en su clase y método de ejecutarlo. En
la actualidad, la gente joven escoge su propio oficio o profesión, ordinariamente porque en
el momento de su elección parece proporcionar una buena salida. Una persona bien
informada, provista de perspicacia, podría saber que el oficio o carrera en cuestión iba a
resultar mucho menos ventajoso en los años siguientes. En tal caso, algún género de
consejo público para los jóvenes podría resultar extremadamente útil. Y respecto a los
métodos técnicos, no conviene al interés público que una técnica anticuada o derrochadora
sea tolerada, cuando se conoce una técnica más económica. En la actualidad, debido al
carácter irracional del sistema capitalista, el interés del asalariado individual es a menudo
opuesto al interés de la comunidad, ya que los métodos económicos pueden ser causa de
que pierda su trabajo. Esto se debe a la supervivencia de principios capitalistas en una
sociedad que se ha hecho tan orgánica que no debería tolerarlos. Es evidente que en una
comunidad bien organizada sería imposible, para un gran conjunto de individuos, el
obtener provecho conservando una técnica ineficaz. También sería lógico exigir el uso de
la técnica más eficiente y no permitir que ningún trabajador sufra por aquella exigencia.
Me ocuparé ahora de un asunto que afecta al individuo más íntimamente: me refiero a
la cuestión de la propagación de la especie. Hasta ahora se ha admitido que cualquier
hombre y mujer que no sean parientes dentro del grado prohibido tienen derecho a casarse
y, una vez casados, a tener tantos hijos como la naturaleza decrete. Este es un derecho que
la sociedad científica del futuro no tolerará probablemente. Para un estado dado de la
técnica industrial y agrícola existe una densidad de población óptima, que asegura un
grado mayor de bienestar material que el que resultaría de un aumento o disminución del
número de individuos. Como regla general, excepto en países nuevos, la densidad de
población ha excedido ya ese tipo óptimo, aunque quizá Francia, en décadas recientes,
haya sido una excepción. Excepto donde existe propiedad heredable, los miembros de una
familia pequeña sufren casi tanto del exceso de población como los miembros de una
familia grande. Aquellos que contribuyen al exceso de población hacen, por lo tanto, un
daño, no sólo a sus propios hijos, sino a los de la comunidad. Debe presumirse, por
consiguiente, que la sociedad tratará de disuadirlos, caso necesario, tan pronto como los
prejuicios religiosos no se opongan a tal intervención. La misma cuestión se presentará en
una forma más peligrosa entre diferentes naciones y razas diferentes. Si una nación
encuentra que está perdiendo su supremacía militar, por falta de nacimientos, comparada
con su rival, intentará, como ya se ha hecho en tales casos, estimular el aumento de sus
nacimientos; pero cuando esto resulte ineficaz, como probablemente lo será, habrá una
tendencia a exigir una limitación en el tanto por ciento de nacimientos de la nación rival.
Un gobierno internacional, caso de llegar a existir, tendrá que ocuparse de esos asuntos, y
así como ahora hay una tasa para los emigrantes en los Estados Unidos, así en lo futuro
habrá una tasa para los emigrantes en el mundo. Los niños que excedan de las cifras
toleradas, serán sometidos, probablemente, a infanticidio. Esto sería menos cruel que el
actual método, que es matarlos por hambre o por guerras. Estoy, sin embargo, sólo
profetizando un determinado futuro, sin defenderlo.
Además de la cantidad de población, es probable que también la calidad se haga
asunto de regulación pública. En muchos Estados de América es ya permitido esterilizar a
los defectuosos mentales, y una propuesta semejante entra ya en Inglaterra en el dominio
de la política práctica. Este es sólo el primer paso. A medida que transcurra el tiempo,
debe esperarse un tanto por ciento creciente de población a la que se considere defectuosa
mentalmente, desde el punto de vista hereditario. Sea lo que fuere, es evidente que los
padres que engendran un hijo, cuando existe gran probabilidad de que resulte defectuoso
mentalmente, hacen un mal, a un mismo tiempo, al niño y a la comunidad. Ningún
principio defendible de libertad puede aducirse para seguir esa línea de conducta.
AI sugerir cualquier cortapisa a la libertad, hay que considerar siempre dos cuestiones
muy distintas. La primera es si semejante cortapisa sería de interés público al llevarse a
cabo prudentemente; la segunda es si sería también de interés público llevándose a cabo
con cierta medida de ignorancia y perversidad. Estas dos cuestiones son, en teoría,
enteramente distintas; pero desde el punto de vista del gobierno no existe la segunda
cuestión, ya que todo gobierno se cree a sí mismo completamente libre de toda ignorancia
y perversidad. Todo gobierno, por tanto, siempre que no esté cohibido por prejuicios
tradicionales defenderá una mayor intervención en la libertad de lo que es prudente. Creo
probable, por consiguiente, que casi todas las intervenciones en la libertad para las que
exista una justificación teórica serán, con el tiempo, llevadas a la práctica, porque la
técnica científica está haciendo a los gobiernos gradualmente tan fuertes que no necesitan
considerar la opinión ajena. El resultado de esto será que los gobiernos se sientan capaces
de intervenir en la libertad individual siempre que en su opinión haya alguna razón sana
para obrar así; y por lo que acabamos de decir, esto ocurrirá mucho más a menudo de lo
que debiera. Por esta causa, la técnica científica es probable que conduzca a tiranías
gubernamentales que con el tiempo pueden resultar desastrosas.
La igualdad, como la libertad, es difícil de conciliar con la técnica científica, ya que
ésta lleva consigo un gran aparato de expertos y empleados oficiales que inspiren y
dominen vastas organizaciones. Las formas democráticas podrán conservarse en política;
pero no tendrán tanta realidad como en una comunidad de pequeños propietarios
labriegos. El elemento oficial goza inevitablemente de poder, y cuando muchas cuestiones
vitales son tan técnicas que el hombre corriente no puede entenderlas, los expertos deben
inevitablemente adquirir un considerable grado de dominio. Consideremos la cuestión del
dinero corriente y del crédito, como ejemplo. William Jennings Bryan incluyó esta
cuestión en su proclama electoral de 1896, pero los hombres que le votaron eran hombres
que le hubieran votado independientemente del género de proclama que hubiese escogido.
En los tiempos actuales, según la opinión de muchos expertos que merecen respeto, se
produce una miseria incalculable por el defectuoso manejo del dinero corriente y del
crédito; pero es imposible someter esta cuestión al cuerpo electoral, excepto en forma algo
apasionada y nada científica; el único medio de hacer algo es convencer a los empleados
oficiales que dominan los grandes bancos centrales. Siempre que estos hombres actúen
honradamente y conforme con la tradición, la comunidad no puede intervenirlos, ya que si
ellos están equivocados, muy poca gente lo sabrá. Consideremos otro ejemplo menos
importante: todo el que ha comparado los métodos ingleses y americanos de efectuar el
tráfico de géneros en los ferrocarriles sabe que los métodos americanos son infinitamente
superiores. No existen furgones privados, y los furgones de los ferrocarriles son del
tamaño tipo capaz de transportar cuarenta toneladas. En Inglaterra, todo se hace
desordenadamente y sin sistema alguno, y el uso de furgones particulares origina grandes
pérdidas. Si esto se corrigiese, los costes de transporte podrían reducirse y los
consumidores se beneficiarían; pero esto no es asunto del que se pueda hacer bandera
electoral, ya que no habría ganancia ni para las compañías ferroviarias ni para los
empleados del ferrocarril. Si alguna vez se impone un sistema más uniforme, no será
como resultado de una exigencia democrática, sino por los empleados gubernamentales.
La sociedad científica será tan oligárquica bajo el socialismo o el comunismo como
bajo el capitalismo, pues aun donde existen las formas democráticas, no pueden
proporcionar al elector ordinario el conocimiento indispensable. Los hombres que
entienden el complicado mecanismo de una comunidad moderna y que tienen el hábito de
la iniciativa y de la decisión, deben inevitablemente dominar la marcha de los
acontecimientos en una gran extensión. Quizá sea esto más verdad en un Estado socialista
que en ningún otro, pues en un Estado socialista el poder económico y político está
concentrado en las mismas manos, y la organización nacional de la vida económica es más
completa que en un Estado en el que existan empresas particulares. Además, un Estado
socialista es probable que ejerza un dominio más perfecto que ningún otro sobre los
órganos de publicidad y propaganda, de suerte que tendrá más medios de hacer que los
hombres conozcan lo que le interese que sepan, y que no se enteren de lo que no le
convenga que sepan. La igualdad, por lo tanto, como la libertad, es, a mi juicio, sólo un
sueño del siglo XIX. El mundo futuro tendrá una clase gobernante, probablemente no
hereditaria, pero muy análoga al gobierno de la Iglesia católica. Y esta clase gobernante, a
medida que adquiera conocimientos mayores y mayor confianza, intervendrá cada vez
más en la vida del individuo y aprenderá cada vez más la técnica que permita hacer más
tolerable su intervención. Debe presumirse que sus intenciones serán excelentes y su
consueta honorable, así como que estará bien informada y será laboriosa; pero no creo que
pueda suponerse que se abstendrá el ejercicio de poder sólo por la razón de ser una buena
cosa la iniciativa individual o porque una oligarquía no es fácil que tenga en cuenta los
verdaderos intereses de sus esclavos, pues hombres capaces de tal dominio de sí mismos
no se elevarán a posiciones de poder que, excepto cuando son hereditarias, sólo se logran
por aquellos que son enérgicos y a quienes la duda no perturba. ¿Qué especie de mundo
será el que produzca dicha clase gobernante? En los siguientes capítulos arriesgaré una
conjetura sobre parte de la pregunta.
XIV
Capítulo

GOBIERNO CIENTÍFICO

C UANDO hablo de gobierno científico, debo quizá explicar lo que entiendo por ese
título. No quiero significar un Gobierno compuesto sencillamente de hombres de
ciencia. Hubo muchos hombres de ciencia en el Gobierno de Napoleón, incluyendo a
Laplace, quien, sin embargo, resultó tan incompetente que tuvo que ser reemplazado al
poco tiempo. No considero científico el Gobierno de Napoleón cuando figuraba en él
Laplace, sino científico cuando éste dimitió. Defino un Gobierno como científico, en
grado mayor o menor, según los resultados determinados que puede producir: cuanto
mayor sea el número de resultados que puede proyectar y lograr, tanto más científico será.
Los que planearon la Constitución americana, por ejemplo, fueron científicos al
salvaguardar la propiedad privada, pero no lo fueron al intentar introducir un sistema de
elección indirecta para la presidencia. Los gobiernos que hicieron la Gran Guerra no
fueron científicos, ya que todos desaparecieron durante el curso de la misma. Hubo, no
obstante, una excepción, el de Serbia, que fue del todo científico, ya que el resultado de la
guerra fue precisamente el que se había propuesto el Gobierno serbio que estaba en el
poder en ocasión de los asesinatos de Sarajevo.
Debido al aumento de conocimientos, es posible para los gobiernos actuales realizar
muchos más resultados propuestos que los que eran posibles en tiempos anteriores; y
puede ser que dentro de poco sea posible conseguir resultados tenidos ahora por
imposibles. La abolición total de la pobreza, por ejemplo, se considera técnicamente
posible en el actual momento; esto es, los métodos conocidos de producción, bien
organizados, bastarían para producir bienes suficientes para mantener a toda la población
del mundo en un bienestar tolerable. Pero aunque esto es técnicamente posible, no lo es
psicológicamente. La competencia internacional, los antagonismos de clases, el sistema
anárquico de la empresa privada se oponen a ello, y no es tarea fácil salvar estos
obstáculos. La disminución de las enfermedades es un propósito que tropieza con pocos
obstáculos en las naciones occidentales, y ha obtenido por eso un éxito grande; pero para
este propósito aún se encuentran grandes trabas en toda Asia. La eugenesia, excepto en el
caso de hacer estériles a los idiotas, no es aún una cosa corriente, pero lo será dentro de los
próximos cincuenta años. Como hemos visto, podrá ser reemplazada, cuando la
embriología esté más avanzada, por métodos directos que actúen sobre el feto.
Todas éstas son cosas que, tan pronto como sean factibles, llamarán la atención de los
idealistas enérgicos y prácticos. La mayoría de los idealistas son una mezcla de dos tipos,
que podemos llamar, respectivamente, el soñador y el manipulador. El soñador puro es un
loco; el manipulador puro es un hombre que sólo se preocupa del poder personal; pero el
idealista vive en una posición intermedia entre los dos extremos. Unas veces predomina el
soñador; otras, el manipulador. William Morris encontraba gusto en soñar con Noticias de
ninguna parte; Lenin no encontró satisfacción hasta que pudo vestir sus ideas con algo de
realidad. Ambos tipos de idealista desean un mundo distinto de éste en que se encuentran;
pero el manipulador se considera lo bastante fuerte para crearlo, mientras el soñador,
sintiéndose fracasado, se refugia en la fantasía. El tipo manipulador del idealista es el que
creará la sociedad científica. En nuestros días, Lenin es el arquetipo de tales hombres. El
idealista manipulador difiere del hombre de mera ambición personal por el hecho de que
no sólo desea cosas para él, sino también una cierta clase de sociedad. Cromwell no se
hubiera satisfecho con ser señor de Irlanda después de Strafford, o arzobispo de
Canterbury después de Laúd. Era esencial para su felicidad que Inglaterra fuese un país de
determinada índole, sin que le bastase ser figura preeminente en él. Es esta clase de deseo
impersonal lo que distingue al idealista de los demás hombres. Para hombres de este tipo
ha habido en Rusia, después de la Revolución, mucho más campo que en ningún otro país
en ninguna otra época; y cuanto más se perfeccione la técnica científica, tanto más campo
habrá para él en todas partes. Espero confiado en que hombres de este tipo tendrán que
desempeñar un papel predominante en el modelamiento del mundo durante los próximos
doscientos años.
La actitud de los que pueden llamarse idealistas prácticos, entre los hombres de ciencia
del actual momento, respecto a los problemas de gobierno, está muy bien expuesta en un
artículo interesante de Nature (6 de septiembre de 1930), del que extractamos lo siguiente:
Entre los cambios que la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias ha presentado desde su
fundación, en 1831, está la desaparición gradual de la demarcación entre la ciencia y la industria. Como lord
Melchett ha señalado en un informe reciente, el intento de establecer una distinción entre la ciencia pura y la
aplicada ha perdido todo su valor en la actualidad. No es posible trazar una distinción clara entre la ciencia y la
industria. Los resultados de trabajos de investigación del carácter más especulativo conducen a menudo a
resultados prácticos sorprendentes. Sociedades tan progresivas como las Imperial Chemical Industries, Ltd.,
siguen ahora en Inglaterra la práctica —hace tiempo corriente en Alemania— de mantener estrecho contacto con
el trabajo científico de investigación de las Universidades…
Si bien es verdad, sin embargo, que durante los últimos veinticinco años, la ciencia ha asumido rápidamente
la responsabilidad de la dirección en la industria, una responsabilidad aún más amplia es la que se le exige ahora.
Ante las condiciones de la civilización moderna, la comunidad en general, así como la industria, dependen de la
ciencia pura y aplicada para su continuo progreso y prosperidad. Bajo la influencia de los descubrimientos
científicos modernos y de sus aplicaciones, no sólo en la industria, sino en muchas otras direcciones, toda la base
de la sociedad se está haciendo rápidamente científica, y, cada vez más, los problemas peculiares del
administrador nacional, ya judicial o ejecutivo, envuelven factores que requieren conocimiento científico para su
solución…
En años recientes, el rápido aumento de toda clase de transportes y comunicaciones internacionales ha
impreso en la industria un aspecto y organización de carácter sorprendentemente internacional. Las mismas
fuerzas, sin embargo, han ensanchado los límites dentro de los cuales una política equivocada puede ejercer sus
perniciosos efectos. Un investigación histórica reciente ha demostrado que los difíciles problemas raciales que se
presentan en la actualidad en la Unión Sudafricana son el resultado de una política errónea, determinada por
prejuicios políticos de hace tres generaciones. En el mundo moderno, los peligros que provienen de
equivocaciones originadas por prejuicios y desprecio de la investigación imparcial o científica son infinitamente
más serios en una época en que casi todos los problemas de administración y desarrollo van ligados a factores
científicos; la civilización no puede permitir que el mando administrativo quede en manos de aquéllos que no
posean un conocimiento directo de la ciencia…
Por eso, ante las condiciones modernas, se exige más de los trabajadores científicos que el mero
ensanchamiento de los límites del conocimiento. No pueden por más tiempo darse por contentos con permitir que
otros se aprovechen de los resultados de sus descubrimientos y que los utilicen sin guía. Los trabajadores
científicos deben aceptar la responsabilidad del mando de las fuerzas que han libertado con su trabajo. Sin su
ayuda son virtualmente imposibles una administración eficiente y una política de altura.
El problema práctico de establecer una relación adecuada entre la ciencia y la política, entre el conocimiento
y el poder, o, con más precisión, entre el trabajador científico y el mando y administración de la vida de la
comunidad, es uno de los más difíciles que tienen relación con la democracia. La comunidad tiene, sin embargo,
derecho a esperar de los miembros de la Asociación Británica que presten alguna atención a semejante problema
y que proporcionen alguna orientación respecto a los medios por los cuales la ciencia puede asumir su papel de
predominio…
Es significativo que, en contraste con la relativa impotencia de los trabajadores científicos en los asuntos
nacionales, haya en la esfera internacional comités consultivos de expertos, que han ejercido desde la Guerra una
influencia notable y efectiva; aun estando desprovistos de toda autoridad legislativa. A comités de expertos
organizados por la Sociedad de Naciones, y ejerciendo sólo funciones consultivas, se debe la confianza en
proyectos que tuvieron éxito para salvar del caos y de la bancarrota a algún Estado europeo, y el llevar a cabo un
proyecto para los sin trabajo que permitió colocar a millón y medio de refugiados, que constituyeron la mayor
emigración que registra la historia. Estos ejemplos demuestran suficientemente que, con el conveniente estímulo
y entusiasmo, el experto científico puede ya ejercer una influencia efectiva cuando el esfuerzo administrativo
normal ha fracasado y cuando, como es el caso de Austria, el problema ha sido calificado de irresoluble por los
hombres de Estado.
En realidad, el trabajador científico ocupa una posición privilegiada, tanto en la sociedad como en la
industria, y hay señales consoladoras de que esto es actualmente reconocido por los propios trabajadores
científicos. Así, en su informe presidencial a la Sociedad Química (en Leeds), el año pasado, el profesor Jocelyn
Thorpe sugirió que estamos en una época en que la mayoría de los Gobiernos no serán por más tiempo capaces
de hacer política adecuada, sino en la dirección aprobada por la industria organizada; y al abogar por una
organización más íntima entre la ciencia y la industria, puso de manifiesto la ventaja política que con ello se
conseguiría. El informe leído en la Asociación Británica sobre «La protección de Southend del fuego de cañón»
es otra prueba de que los trabajadores científicos aceptan la responsabilidad de la dirección en asuntos que
afectan a la seguridad social e industrial. Cualquiera que sea la inspiración o estímulo que las reuniones de la
Asociación Británica puedan dar a los trabajadores científicos en la prosecución de sus investigaciones, no hay
mejor camino para que la Asociación pueda servir a la humanidad adecuadamente que el de inducir a los
trabajadores científicos a aceptar aquellas amplias responsabilidades directivas, tanto en la sociedad como en la
industria, que han sido producto inevitable de sus propios esfuerzos.

Por lo anteriormente extractado se verá que los hombres de ciencia adquieren


consciencia de su responsabilidad para con la sociedad, ilustrada por sus enseñanzas, y
sienten el deber de participar en la dirección de los asuntos públicos más de lo que hasta
ahora han hecho.
El hombre que sueña con un mundo organizado científicamente y desea llevar a la
práctica sus sueños tiene que luchar con muchos obstáculos. Hay la oposición de la inercia
y del hábito: la gente desea seguir haciendo lo que siempre ha hecho, y vivir como
siempre ha vivido. Hay la oposición de los intereses creados: un sistema económico
heredado de tiempos feudales proporciona ventajas a hombres que no han hecho nada para
merecerlas, y estos hombres, ricos y poderosos, son capaces de provocar obstáculos
formidables a todo intento de cambio fundamental. Además de estas fuerzas, hay también
idealismos hostiles. La ética cristiana es, en ciertos aspectos fundamentales, opuesta a la
ética científica, que cada vez prepondera más. El cristianismo realza la importancia del
alma individual, y no está preparado para sancionar el sacrificio de un hombre inocente
por causa de algún bien ulterior para la mayoría. El cristianismo, en una palabra, es
impolítico; lo cual es natural, ya que se desarrolló entre hombres desprovistos de poder
político. La nueva ética que progresa gradualmente en conexión con la técnica científica,
se fijará más en la sociedad que en el individuo. Poco uso hará de la superstición de la
culpa y del castigo; pero estará preparada para hacer sufrir a los individuos por el bien
público, sin inventar razones que demuestren que merecen ese sufrimiento. En este sentido
será cruel y, según las ideas tradicionales, inmoral; pero el cambio se verificará
naturalmente con el hábito de contemplar la sociedad como un todo más que como una
suma de individuos. Consideramos el cuerpo humano como un conjunto, y si, por ejemplo,
es necesario amputar un miembro, no juzgamos que sea preciso demostrar primero que el
miembro es perverso. Consideramos el bien de todo el cuerpo como un argumento
suficiente. Análogamente, el hombre que piensa la sociedad como un todo sacrificará un
miembro de la sociedad por el bien del conjunto, sin preocuparse mucho del bien del
individuo. Ésta ha sido siempre la regla de conducta seguida en las guerras, porque la
guerra es una empresa colectiva. Los soldados están expuestos al riesgo de morir por el
bien público, aunque nadie sostenga que merezcan la muerte. Pero los hombres no han
atribuido hasta ahora la misma importancia a los fines sociales que a la guerra, y no han
querido hacer sacrificios que se consideraban injustos. Juzgo probable que los idealistas
científicos del futuro estarán libres de este escrúpulo, no sólo en tiempo de guerra, sino
también en tiempo de paz. Para vencer las dificultades de la oposición, que encontrarán,
tendrán que organizarse en una oligarquía de opinión, como la constituida por el partido
comunista de la U.R.S.S.
Pero el lector dirá: ¿cómo va a poder suceder todo esto? ¿No es sencillamente una
fantasía de realización de deseos, muy apartada de la política práctica? No lo creo así. El
futuro que preveo concuerda sólo en parte con mis propios deseos. Prefiero los individuos
de talento a las organizaciones poderosas, y temo que el lugar para esos individuos
notables será mucho más restringido en el futuro que en el pasado. Independientemente de
esta pura opinión personal, es fácil imaginar los caminos por los que el mundo puede
adquirir un gobierno científico como el que estoy suponiendo. Es evidente que la próxima
guerra mundial, si no termina en una catástrofe, dará la supremacía mundial a Rusia o a
los Estados Unidos. De este modo se establecerá un gobierno mundial cuyas cabezas
tendrán que delegar gran parte de su poder en expertos de varias clases. Puede presumirse
que, ablandados por la molicie, los gobernantes se harán gradualmente perezosos. Como
los reyes merovingios, permitirán que sus poderes sean usurpados por los expertos, menos
señores, y poco a poco estos expertos formarán el gobierno efectivo del mundo. Me los
imagino constituyendo una cerrada corporación, regulada en parte por la opinión, mientras
su gobierno sea discutido; pero escogidos más tarde por medio de exámenes, pruebas de
inteligencia y pruebas de voluntad.
La sociedad de expertos que imagino comprenderá todos los hombres de ciencia
eminentes, excepto unos pocos anárquicos, caprichosos y perversos. Poseerá los únicos
armamentos eficaces y será depositaría de todos los nuevos secretos en el arte de la guerra.
No habrá, por consiguiente, más guerras, ya que la resistencia por parte de los que no sean
científicos concluirá en el fracaso. La sociedad de expertos regirá la propaganda y la
educación. Enseñará lealtad para con el Gobierno mundial y hará que el nacionalismo sea
considerado como alta traición. Siendo el Gobierno una oligarquía, impondrá la sumisión
a la gran masa de la población, confiando la iniciativa y el hábito del mando a sus propios
miembros. Es posible que pueda inventar medios ingeniosos de ocultar su propio poder,
dejando intactas las formas de la democracia y permitiendo a los plutócratas o políticos
imaginarse que están regulando sabiamente estas formas. Gradualmente, sin embargo, a
medida que los plutócratas se hagan ineptos por su actividad, perderán su riqueza, que
pasará cada vez más a propiedad pública, y será regulado por el Gobierno de los expertos.
De esta suerte, cualesquiera que sean las formas aparentes, todo el poder real estará
concentrado en las manos de los que entiendan el arte de la manipulación científica.
Todo esto es, naturalmente, una fantasía, y lo que en realidad haya de suceder en el
futuro es algo que no puede ser previsto. Pudiera suceder que una civilización científica
resultara esencialmente inestable. Hay varias razones que abonan este punto de vista. La
más evidente es la guerra. Ocurre que las innovaciones recientes en el arte de la guerra han
aumentado el poder de ataque mucho más que el de defensa, y no parece que haya
probabilidad de que las artes defensivas recobren el terreno perdido antes de la próxima
gran guerra. Si esto es así, la única esperanza para la supervivencia de la civilización es
que alguna gran nación quede suficientemente fuerte para pervivir con su estructura social
intacta. Los Estados Unidos y Rusia son las dos únicas naciones que tienen una
probabilidad considerable de ocupar esa posición. Si estas dos naciones participasen en la
desintegración universal que la próxima guerra es casi seguro que produzca en Europa, es
probable que pasasen varios siglos antes de que la civilización recobrase su nivel presente.
Aun si América se mantiene intacta, será necesario empezar desde luego la organización
del gobierno mundial, ya que no puede esperarse que la civilización sobreviva al choque
de otra guerra mundial. En estas circunstancias, la fuerza más importante del lado de la
civilización sería el deseo de los rentistas americanos de encontrar inversiones seguras en
las comarcas devastadas del antiguo mundo. En el caso de que se contentasen con
inversiones en su propio continente, la perspectiva sería muy negra.
Otra razón para dudar de la estabilidad de una civilización científica se deriva de la
disminución de la natalidad. Las clases más inteligentes, en las naciones más científicas,
están desapareciendo, y la naciones occidentales, miradas en conjunto, se limitan, a lo
más, a reproducir sus propios tipos de natalidad. A no ser que se adopten medidas muy
radicales, la población blanca del globo empezará pronto a disminuir. Los franceses se han
visto ya obligados a depender de tropas africanas; y si la población blanca disminuye,
habrá una tendencia creciente a dejar el trabajo rudo a hombres de otras razas. A la larga,
esto acarreará disturbios y motines y reducirá a Europa a la condición de Haití. En tales
circunstancias, se reservarán China y el Japón el papel de proseguir nuestra civilización
científica. Pero, a medida que la adquieran, ellas también alcanzarán un nivel bajo de
nacimientos. Resulta por ello imposible para una civilización científica el ser estable, a no
ser que se adopten métodos artificiales para estimular la reproducción. Existen poderosos
obstáculos para la adopción de tales métodos, tanto financieros como sentimentales. En
esta materia, como en la de la guerra, la civilización científica tendrá que hacerse más
científica, si pretende escapar a la destrucción. Es imposible, empero, prever si se hará
más científica con la suficiente rapidez.
Hemos visto que la civilización científica exige una organización mundial, si ha de ser
estable. Hemos considerado la posibilidad de una organización de esa índole en materia de
gobierno. La consideraremos ahora en la esfera económica. Al presente, la producción está
organizada en lo posible nacionalmente, por medio de los aranceles protectores; cada
nación trata de producir en su territorio la mayor cantidad posible de los bienes que
consume. Esta tendencia va en aumento, y aun para la Gran Bretaña, que hasta hace poco
había tendido a lograr el máximo de sus exportaciones por medio del libre cambio, parece
llegado el momento de abandonar esta política a favor de un relativo aislamiento
económico.
Desde un punto de vista puramente económico es evidente que resulta costoso
organizar una producción nacional con preferencia a una internacional. Sería una
economía que todos los automóviles que corren por el mundo se fabricasen en Detroit. Es
decir, que en tal caso se podría producir un coche de un tipo excelente determinado con
mucho menos gasto de trabajo humano del que se emplea al presente. En un mundo
científicamente organizado, la mayoría de los productos industriales serían así localizados.
Habría un sitio para fabricar alfileres y agujas, otro sitio para hacer tijeras y cuchillos, otro
para construir aeroplanos, y otro aún para la maquinaria utilizada en la agricultura. Si
alguna vez llega a existir el Gobierno mundial que hemos considerado, una de sus
primeras tareas será la organización internacional de la producción. Ésta no permanecerá
por más tiempo entregada, como hasta ahora, a la iniciativa privada, sino que será llevada
a cabo únicamente en concordancia con órdenes gubernamentales. Éste es ya el caso en
productos como los buques de combate, porque, respecto a la guerra, la eficiencia es
asunto al que se da importancia; pero en la mayoría de las materias, la producción queda
abandonada a los impulsos caóticos de fabricantes particulares, que fabrican demasiado de
ciertas cosas y muy poco de otras, con el resultado de existir pobreza en medio de una
superproducción que no se utiliza. El dispositivo industrial que existe al presente en el
mundo excede con mucho, en muchos extremos, las necesidades mundiales. Todo este
derroche podría evitarse eliminando la competencia y concentrando la producción en un
solo negocio.
La distribución de las materias primas es asunto que en toda sociedad científica está
regulado por una autoridad central. En la actualidad, las materias primas de importancia
están controladas por el poder de las armas. La nación débil poseedora de oro se encuentra
pronto bajo la soberanía de alguna nación extranjera más fuerte. El Transvaal perdió su
independencia por poseer oro. Las materias primas no deberían pertenecer a aquellos que,
por conquista o por diplomacia, han logrado adquirir el territorio en que se encuentran
dichas materias; deberían pertenecer a una autoridad mundial que las distribuyera a
quienes tuviesen la máxima habilidad para utilizarlas. Además, nuestro actual sistema
económico conduce a que todo el mundo malgaste las materias primas, ya que no hay
motivo para prever lo contrario. En un mundo científico, la provisión de una materia
prima vital será cuidadosamente estudiada, y cuando se acerque el momento de su
agotamiento la investigación científica tenderá a descubrir un sucedáneo.
La agricultura, por razones que ya consideramos en un capítulo anterior, puede tener
menos importancia en el porvenir que la que tiene en la actualidad y ha tenido en el
pasado. Fabricaremos, no solamente seda artificial, sino madera artificial, y lana y goma
artificiales. Con el tiempo tendremos alimentos artificiales. Pero, mientras tanto, la
agricultura se industrializará cada vez más, no sólo en sus métodos, sino también en la
mentalidad de los que la practican. Los agricultores de América y del Canadá poseen ya la
mentalidad industrial, y no la mentalidad del paciente labriego. La maquinaria se
empleará, como es natural, cada vez más. En las proximidades de grandes mercados
urbanos, los cultivos intensivos, con métodos artificiales para calentar el terreno,
producirán muchas cosechas cada año. Aquí y allí, a través de la comarca campesina, se
establecerán grandes centrales de energía que formarán el núcleo alrededor del cual se
agrupará la población. De la mentalidad del agricultor, conocida desde tiempos remotos,
no sobrevivirá nada, ya que el suelo, y aun el clima, estarán sujetos al dominio humano.
Se puede presumir que todo hombre y mujer estarán obligados a trabajar, y que se les
enseñará un nuevo oficio si por alguna razón el trabajo en el antiguo oficio no es necesario
por más tiempo. El trabajo más agradable será aquel que proporcione el máximo dominio
sobre el mecanismo. Los puestos que proporcionen el mayor poder serán, probablemente,
concedidos a los hombres más hábiles como resultado de pruebas de capacidad. Para el
trabajo de grado inferior se utilizarán los negros, siempre que sea posible. Se debe
presumir —supongo yo— que el género de trabajo más deseable será mejor pagado que el
menos deseable, ya que exigirá más habilidad. No habrá igualdad en la sociedad, aunque
dudo que las desigualdades sean hereditarias, excepto entre razas diferentes, como, por
ejemplo, entre el trabajador blanco y el de color. Todo el mundo disfrutará de comodidad,
y aquellos que ocupen los puestos mejor pagados podrán gozar de lujo considerable. No
habrá, como en la actualidad, fluctuaciones de tiempos buenos y malos, pues estas
fluctuaciones son el resultado de nuestro anárquico sistema económico. Nadie se morirá
de hambre; nadie sufrirá de las ansiedades económicas que al presente asaltan a un tiempo
a ricos y pobres. Por otra parte, la vida estará desprovista de aventura, excepto para los
expertos mejor pagados. Desde que la civilización comenzó, los hombres han estado
buscando la seguridad con más avidez que cualquiera otra cosa. En semejante mundo la
tendrán; pero no estoy seguro de que estimen aceptable el precio que tendrán que pagar
por ella.
XV Capítulo

LA EDUCACIÓN EN UNA SOCIEDAD CIENTÍFICA

L A educación tiene dos fines: por un lado, formar la inteligencia; por el otro, preparar
al ciudadano. Los atenienses se fijaron más en lo primero; los espartanos, en lo
segundo. Los espartanos ganaron. Pero los atenienses perviven en la memoria de los
hombres.
Creo que la educación, en una sociedad científica, puede concebirse por analogía con
la educación que dan los jesuitas. Los jesuitas proporcionan una clase de educación a los
niños que han de ser hombres corrientes en el mundo, y otra distinta a aquellos que han de
llegar a ser miembros de la Compañía de Jesús. De análoga manera, los gobernantes
científicos proporcionarán un género de educación a los hombres y mujeres corrientes, y
otro a aquellos que hayan de ser mantenedores del poder científico. Los hombres y
mujeres corrientes es de esperar que sean dóciles, diligentes, puntuales, de poco pensar y
que se sientan satisfechos. De estas cualidades, quizá la más importante será la
satisfacción. Para producirla se recurrirá a todos los recursos del psicoanálisis, del
behaviourismo y de la bioquímica. Los niños serán educados desde sus primeros años del
modo más adecuado para no adquirir complejos. Casi todos serán niños o niñas normales,
felices y llenos de salud. Su alimentación no será abandonada a los caprichos de los
padres, sino que será la que recomienden los mejores bioquímicos. Pasarán mucho tiempo
al aire libre, y no aprenderán en los libros más que lo absolutamente necesario. En los
temperamentos así formados se impondrá la docilidad por los métodos de instrucción
militar, o quizá por métodos más suaves, como los empleados por los boy-scouts. Todos
los niños y niñas aprenderán desde la edad primera a ser lo que se llama «cooperativos»,
es decir, a hacer exactamente lo que todo el mundo hace. La iniciativa quedará desterrada
en estos niños, y la insubordinación, sin ser castigada, les será extirpada científicamente.
Su educación será en gran parte manual, y cuando concluyan sus años escolares se les
enseñará un oficio. Para decidir qué oficio han de aprender, se apreciarán sus facultades
por expertos. Las lecciones, cuando tengan lugar, se darán por medio del cinematógrafo o
de la radio, de modo que un profesor pueda dar simultáneamente lecciones en todas las
clases a toda la región. El dar las lecciones será reconocido como una empresa de altos
vuelos, reservada a los miembros de la clase gobernante. Lo único que se requerirá en
cada localidad para reemplazar al maestro de escuela actual será una mujer que mantenga
el orden, aunque es de esperar que los niños se conducirán tan bien, que rara vez
necesitarán los servicios de esta estimable persona.
Por otro lado, aquellos niños que estén destinados a ser miembros de la clase
gobernante recibirán una educación muy diferente. Serán seleccionados, algunos antes de
nacer, otros durante los primeros tres años de vida, y unos pocos entre los tres y seis años.
Toda la ciencia conocida se aplicará al desarrollo simultáneo de su inteligencia y de su
voluntad.
La eugenesia, el tratamiento químico y térmico del embrión y el régimen de comidas
en los primeros años se emplearán con vistas a la producción de individuos de máxima
eficiencia. La perspectiva científica se imprimirá en el individuo desde el momento en que
el niño sepa hablar, y durante los primeros años, en que al niño le impresiona todo, éste
será preservado cuidadosamente del contacto con el ignorante y el no científico. Desde la
infancia hasta los veintiún años se le proporcionará el conocimiento científico, y en todo
caso, desde la edad de los doce años se le especializará en aquellas ciencias para las que
demuestre mejor aptitud. Al mismo tiempo, se le enseñará la educación física, haciéndolo
fuerte; se le habituará a revolcarse desnudo en la nieve, a ayunar en ocasiones durante
veinticuatro horas, a correr muchas millas en días calurosos, a ser valiente en todas las
aventuras físicas, a no quejarse cuando experimente dolor físico. Desde la edad de doce
años se le enseñará a instruir niños un poco más jóvenes que él, y sufrirá una sanción
severa si los grupos de dichos niños fracasan en imitar a su jefe. Un sentido de su alto
destino se mantendrá siempre despierto en él, y habría de considerar como cosa
axiomática la lealtad a las órdenes, que no deberán nunca ser discutidas. Cada joven será,
de este modo, sometido a una triple educación: de la inteligencia, del propio dominio y del
mando sobre otros. Si fracasa en alguna de estas tres, sufrirá el terrible castigo de ser
degradado y pasar a las filas de los trabajadores ordinarios, viéndose condenado por el
resto de su vida a convivir con hombres y mujeres muy inferiores a él en educación, y
probablemente en inteligencia. El acicate de este temor bastará para hacer diligentes a
todos, salvo a una pequeña minoría de niños y niñas de las clases directoras.
Excepto para la cuestión de la lealtad al Estado mundial y a su propia orden, los
miembros de la clase directora serán inducidos a hacerse intrépidos y a tener iniciativa.
Será reconocida como de su competencia la mejora de la técnica científica y el mantener
contentos a los trabajadores manuales por medio de continuas diversiones. Como personas
de quienes depende todo progreso, no deberán ser demasiado tímidas, ni estar educadas de
tal modo que resulten incapaces de nuevas ideas. Al contrario de lo que suceda con los
niños destinados a ser trabajadores manuales, tendrán contacto personal con su profesor y
serán alentados a discutir con él. Será asunto suyo procurar estar en lo cierto, si pueden, y
en caso contrario, reconocer su error. Habrá, sin embargo, límites de esta libertad
intelectual, aun entre los niños de las clases directoras. No les será permitido discutir el
valor de la ciencia, o la división de la población en trabajadores manuales y expertos. No
podrán jugar con la idea de que quizá la poesía es tan valiosa como la maquinaria, o el
amor tan bueno como una investigación científica. Si tales ideas se le ocurriesen a algún
espíritu aventurero, serán recibidas en doloroso silencio, y se pretenderá no haberlas oído.
Un sentido profundo del deber público se infiltrará en niños y niñas de la clase
directora, tan pronto como sean capaces de comprender dicha idea. Se les enseñará que el
género humano depende de ellos y que deben prestar un servicio de bondad,
especialmente a las clases menos afortunadas, que están por debajo de ellos. Pero no hay
que suponer que resulten fatuos, ni muchos menos. Replicarán con carcajadas
despreciativas a toda observación siniestra que ponga en términos explícitos lo que todos
crean en su corazón. Sus modales serán sencillos y corteses, y su sentido del humor será
infalible.
El último peldaño en la educación de los intelectuales de la clase gobernante consistirá
en el entrenamiento para la investigación. La investigación será muy organizada, y a los
jóvenes no les será permitido escoger los casos particulares de investigación en que habrán
de trabajar, aunque serán guiados, naturalmente, a investigar aquellas materias en las que
hayan demostrado especial habilidad. Sólo a unos pocos se les dará la mayor cantidad de
conocimiento científico. Habrá arcanos reservados para una clase selecta de
investigadores, que serán cuidadosamente escogidos por su combinación de talentos y
lealtad. Se puede esperar que la investigación será mucho más técnica que fundamental.
Los hombres que dirijan cualquier departamento de investigación serán de edad y estarán
satisfechos de ver que los fundamentos de su investigación son suficientemente conocidos.
Los descubrimientos que echen por tierra puntos de vista fundamentales, si están hechos
por gente joven, serán tenidos por desfavorables, y si se publicasen temerariamente
conducirán a la degradación. Los jóvenes a quienes se les ocurra alguna innovación
fundamental harán avances prudentes para persuadir a sus profesores de que tengan en
cuenta con agrado las nuevas ideas; pero si estos intentos fracasasen, ocultarán sus nuevas
ideas hasta que ellos mismos hayan logrado una posición de autoridad, en cuyo momento
olvidarán probablemente aquéllas. La atmósfera de autoridad y organización será
extremadamente favorable a la investigación técnica, pero algo enemiga de las
innovaciones subversivas, como las que se han visto, por ejemplo, en física durante el
presente siglo. Habrá, como es natural, una metafísica oficial, que será considerada sin
importancia intelectualmente, pero que será sagrada desde el punto de vista político. A la
larga, la proporción de progreso científico disminuirá, y el descubrimiento morirá por
respeto a la autoridad.
En cuanto a los trabajadores manuales, se procurará que no se sumerjan en
pensamientos serios; se les facilitará el mayor bienestar posible, y sus horas de trabajo
serán mucho más reducidas que en la actualidad; no tendrán miedo a la destitución, o a la
desgracia de sus hijos. Tan pronto como concluyan su labor diaria, se les divertirá con
espectáculos que les proporcionen una alegría completa y que impidan la gestación de
ideas de descontento, que en este caso nublarían su alegría.
En las raras ocasiones en que un niño o una niña que haya pasado la edad en la que se
determina el estado social muestre una capacidad muy señalada para sentirse
intelectualmente igual a los gobernantes, se suscitará una cuestión difícil que requerirá un
estudio muy serio. Si el joven se contenta con abandonar a sus antiguos compañeros y
echarse lealmente en brazos de los gobernantes, podría ser promovido, después de pruebas
convenientes, al rango de éstos; pero si demuestra alguna solidaridad, que sería
lamentable, con sus antiguos compañeros, los gobernantes deducirán con repugnancia que
no puede hacerse nada por él, excepto enviarle a la cámara de la muerte, antes de que su
inteligencia, mal disciplinada, tenga tiempo de propagar la revuelta. Éste será un penoso
deber de los gobernantes; pero creo que no retrocederán ante él.
En casos normales, niños de una herencia garantizada como excelente serán admitidos
a las clases directoras desde el momento de la concepción. Parto de este momento mejor
que del nacimiento, porque desde este momento, y no meramente del instante de nacer, es
cuando el tratamiento de las dos clases será diferente. Si, no obstante, al tiempo de
alcanzar el niño los tres años se ve claramente que no llega al tipo requerido, será
degradado. Presumo que para entonces será posible juzgar de la inteligencia de un niño de
tres años con suficiente exactitud. En los casos en que haya duda, que serán pocos, se
someterá al niño a una minuciosa observación hasta la edad de seis años, en cuyo
momento se supone que será posible tomar una decisión oficial, excepto en casos muy
contados. Inversamente, los niños nacidos de trabajadores manuales podrán ser ascendidos
de clase, en cualquier momento comprendido entre los tres y seis años de edad, y
únicamente en muy raros casos en edades posteriores. Creo que puede admitirse, sin
embargo, que existirá una fuerte tendencia en la clase directora a hacerse hereditaria, y que
después de varias generaciones muy pocos niños pasarán de una clase a otra. Esto ocurrirá
con más probabilidad aún si los métodos embriológicos para perfeccionar la raza se
aplican a la clase directora y no a la otra. De este modo, el espacio que separa las dos
clases, en lo que respecta a la inteligencia de nacimiento, irá agrandándose cada vez más.
Esto, empero, no conducirá a la abolición de la clase menos inteligente, ya que los
gobernantes no desearán realizar trabajos manuales poco interesantes, ni verse privados de
la oportunidad de ejercer la benevolencia y la consciencia social, ejercicio inherente al
mando sobre los trabajadores manuales.
XVI Capítulo

REPRODUCCIÓN CIENTÍFICA

N O es fácil que la ciencia, una vez arraigada de un modo firme en la organización


social, se detenga ante ciertos aspectos biológicos de la vida humana que hasta ahora
han buscado su orientación en la religión y el instinto. Podemos admitir que, tanto la
cantidad como la calidad de la población, será cuidadosamente igualada por el Estado,
pero que las relaciones sexuales, aparte de los niños, serán consideradas como un asunto
privado, mientras no lleguen a inmiscuirse en el trabajo. Respecto a la cantidad, las
estadísticas oficiales determinarán, tan cuidadosamente como se pueda, si la población del
mundo, en el momento que se considere, está por encima o por debajo de la cifra que
asegure el máximo bienestar material por individuo. También se tendrán en cuenta todos
los cambios de técnica que puedan ser previstos. No cabe duda de que la regla general será
tender a una población estacionaria; pero si algún invento importante, tal como la
alimentación artificial, abaratase extraordinariamente la producción de lo indispensable, se
consideraría prudente un aumento de población por algún tiempo. Presumo, sin embargo,
que en tiempos normales el Gobierno mundial decretará una población estacionaria.
Si acertamos al suponer que la sociedad científica tendrá grados sociales diferentes,
según la clase de trabajo a realizar, podemos admitir también que tendrá empleos para
seres humanos que no sean de inteligencia muy refinada. Es probable que haya cierta clase
de trabajo realizado especialmente por los negros, y que los trabajadores negros, en
general, serán educados para el músculo más que para el desarrollo del cerebro. Los
gobernantes y los expertos, por el contrario, serán criados principalmente atendiendo al
desarrollo de sus facultades intelectuales y a la fortaleza de su carácter. Suponiendo que
ambos géneros de educación se lleven a cabo científicamente, se presentará una
divergencia creciente entre los dos tipos, haciendo de ellos, al final, dos especies casi
diferentes.
La reproducción científica, llevada a cabo en una forma realmente científica,
encontraría actualmente insuperables obstáculos, tanto por el lado de la religión como por
el del sentimiento. El efectuarla científicamente exigiría, como entre los animales
domésticos, el empleo de una pequeña proporción de machos con fines de propagación de
la especie. Sin duda, se pensará que la religión y el sentimiento habrán de oponer siempre
un veto inconmovible a semejante sistema. Me gustaría pensar así. Pero creo que el
sentimiento es extraordinariamente plástico y que la religión individualista, a la que
estamos acostumbrados, es probable que sea reemplazada cada vez más por una religión
de devoción al Estado. Entre los comunistas rusos, esto ha sucedido ya. En todo caso, lo
que exige no es más difícil que el dominio de los impulsos naturales que supone el
celibato del clero católico. Dondequiera que sean posibles hechos notables, que al mismo
tiempo sean de índole tal que satisfagan el idealismo moral de los hombres, el amor del
poder será capaz de absorber la vida instintiva de los afectos, especialmente si se permite
un desahogo a los impulsos sexuales puramente físicos. La religión tradicional, que ha
sido violentamente desalojada de Rusia, sufrirá un grave quebranto en todas partes si el
experimento ruso sale adelante. De todos modos, su punto de vista es difícil de conciliar
con el del industrialismo y la técnica científica. La religión tradicional estaba basada en un
sentimiento de impotencia del hombre ante las fuerzas naturales, mientras que la técnica
científica fomenta un sentimiento de impotencia de las fuerzas naturales frente a la
inteligencia del hombre. Combinado con este sentimiento de poder es muy natural un
cierto grado de austeridad respecto a los placeres más fáciles. Ya se ve ello en muchos de
aquellos que están creando la sociedad mecánica del futuro. En América, esta austeridad
ha tomado la forma de piedad protestante; en Rusia, de devoción al comunismo.
Creo, en vista de esto, que apenas habrá límite para las divergencias que con respecto
al sentimiento tradicional pueda la ciencia introducir en la cuestión de la reproducción. Si
se toma en serio en el porvenir la regulación simultánea de la cantidad y de la calidad,
podemos esperar que en cada generación serán seleccionados un 25 por 100 de las mujeres
y un 5 por 100 de los hombres para ser los progenitores de la siguiente generación,
mientras el resto de los individuos serán esterilizados; lo cual no se interferirá en modo
alguno con los placeres sexuales, y sólo hará que estos placeres resulten desprovistos de
importancia social. Las mujeres que sean seleccionadas para la maternidad tendrán ocho o
nueve niños cada una, pero no habrán de realizar otro trabajo que el de dar el pecho a los
bebés durante un número conveniente de meses. No se pondrá obstáculos a sus relaciones
con hombres estériles o a las relaciones de hombres y mujeres estériles entre sí; pero la
reproducción será considerada como un asunto de la competencia del Estado, y no se
abandonará a la libre elección de las personas que en ella intervienen. Quizá se considere
la fecundación artificial como más segura y menos desconcertante, ya que evitará la
necesidad de ningún contacto personal entre el padre y la madre del futuro niño. Los
sentimientos de afecto personal pueden aún estar ligados con un trato sexual que no ha de
ser fructífero, mientras la fecundación artificial será considerada desde otro punto de vista
y más bien bajo el aspecto de una operación quirúrgica, de suerte que no será vista por
más tiempo como indigna de ser realizada. Las cualidades que serán exigidas a los padres
variarán mucho, según el estado social en que deba esperarse sea clasificado el futuro
niño. En la clase de los gobernantes se exigirá a los padres un grado considerable de
inteligencia; será indispensable, también, una salud perfecta. Mientras se consienta que la
gestación persista durante el período natural, las madres tendrán que ser seleccionadas
también, atendiendo a su capacidad para dar a luz con facilidad, y deberán, por tanto, tener
pelvis anchas. Es probable, sin embargo, que con el tiempo el período de la gestación sea
abreviado, y en los últimos meses del desarrollo del feto tenga lugar en una incubadora.
Esto librará a las madres de la necesidad de amamantar a sus hijos, y facilitará así la tarea
de la maternidad. El cuidado de los niños que se destinen a la clase directora no se
abandonará sino raras veces a las madres. Estas serán elegidas por sus cualidades
eugenésicas, las cuales no han de ser necesariamente las cualidades exigibles a un ama.
Por otro lado, los primeros meses del embarazo podrán ser más molestos que en la
actualidad, ya que el feto se verá sometido a varias clases de tratamiento científico,
planeado para beneficiar no sólo sus características, sino también las de sus descendientes
posibles.
Los padres no tendrán nada que ver con sus propios hijos. Habrá, por lo general, un
solo padre para cada cinco madres, y es muy probable que antes no haya visto nunca a las
madres de sus hijos. El sentimiento de la paternidad desaparecerá así por completo.
Probablemente, con el tiempo, lo mismo ocurrirá, aunque en menor grado, con respecto a
las madres. Si el nacimiento fuese provocado prematuramente y el niño fuese separado de
su madre al nacer, no tendría mucha probabilidad de desarrollarse el sentimiento maternal.
Entre los trabajadores es probable que se guardará un cuidado menos escrupuloso, ya
que es más fácil educar el músculo que el cerebro, y no es improbable que a las mujeres de
la clase trabajadora les sea permitido criar sus propios hijos a la manera antigua. No habrá
entre los trabajadores la misma necesidad que entre los gobernantes de devoción fanática
hacia el Estado, y no habrá, por eso, por parte del Gobierno, el mismo celo contra los
afectos privados. Entre los gobernantes se puede suponer que todos los sentimientos
privados serán vistos sospechosamente. Un hombre y una mujer que muestren una
devoción ardiente el uno por el otro serán considerados como los consideran en la
actualidad los moralistas, cuando no están casados. Habrá niñeras profesionales para los
niños, y maestros profesionales en las escuelas infantiles; pero se considerará que faltan a
su deber si sienten algún afecto especial por niños determinados. Los niños que muestren
un afecto especial por algún adulto serán separados de él. Ideas de esta especie han sido ya
propagadas; se encuentran, por ejemplo, en el libro del doctor John B. Watson sobre la
educación.[16.1] La tendencia del manipulador científico es considerar todos los afectos
privados como infortunios. Los freudianos nos han enseñado que son origen de complejos.
Los administradores comprueban que se interponen en el camino de la devoción integral al
negocio. La Iglesia sancionaba ciertas clases de amor, mientras condenaba otras; pero el
ascético moderno es más aventajado, y condena toda clase de amor como locura y causa
de despilfarro de tiempo. ¿Qué debemos esperar de la disposición de ánimo de la gente en
un mundo semejante? Los trabajadores manuales deberán sentirse muy felices. Cabe
presumir que los gobernantes lograrán hacer de los trabajadores manuales unos seres
frívolos y tontos; el trabajo no será muy duro, y habrá un sinfín de diversiones de género
trivial. Gracias a la práctica de la esterilización, los tratos amorosos no acarrearán
consecuencias temibles, ya que tendrán lugar entre hombres y mujeres previamente
esterilizados. De este modo, se proporcionará una vida de placeres fáciles y frívolos a los
trabajadores manuales, combinándola, como es natural, con una reverencia supersticiosa
para los gobernantes, inculcada desde la niñez y prolongada por la propaganda a que los
adultos se verán sometidos.
La psicología de los gobernantes será materia más difícil de establecer. Se esperará de
ellos que desplieguen una devoción ardorosa y rígida al ideal del Estado científico, y que
sacrifiquen a este ideal todos los sentimientos más blandos, como el amor a la mujer y a
los hijos. Las amistades entre compañeros de trabajo, ya sean del mismo sexo o de
diferente sexo, tenderán a ser apasionadas, y con frecuencia rebasarán los límites fijados
por los moralistas públicos. En tal caso, las autoridades separarán a los amigos, a no ser
que al obrar así interrumpan alguna investigación importante o empresa administrativa.
Cuando por alguna razón pública no sean los amigos separados, serán amonestados. Por
medio de micrófonos gubernamentales, los censores escucharán sus conversaciones, y si
éstas en alguna ocasión aparecen impregnadas de sentimentalismo, se adoptarán medidas
disciplinarias. Todos los sentimientos más hondos serán desarraigados, con la sola
excepción de la devoción a la ciencia y al Estado.
Los gobernantes tendrán también sus diversiones en las horas de asueto. No vislumbro
qué arte o literatura podrá florecer en un mundo semejante, ni creo que las emociones que
ellos anhelen encontrarán la aprobación gubernamental. Pero entre los jóvenes de las
clases directoras serán recomendados los juegos atléticos, y los deportes peligrosos serán
considerados como valioso entrenamiento de aquellos hábitos de la mente y del cuerpo
con que mantendrán la autoridad sobre los trabajadores manuales. El amor, entre los
previamente esterilizados, no estará sometido a restricciones, ni por la ley ni por la
opinión pública; pero será casual y temporal, sin llevar consigo ninguno de los
sentimientos arraigados ni afecto serio. Las personas que sufran de aburrimiento
insoportable serán estimuladas a subir al monte Everest, o a volar sobre el Polo Sur. Pero
la necesidad de tales distracciones será considerada como un signo de mala salud física o
mental.
En este mundo, aunque haya placeres, no habrá alegría. El resultado será un tipo de
hombre que mostrará las características usuales de los ascetas vigorosos. Serán ásperos e
inflexibles, propendiendo a la crueldad en sus ideales y en su disposición de espíritu para
considerar que el infligir un castigo es necesario al bien público. No creo que el castigo se
imponga mucho como compensación del pecado, ya que no habrá más pecado que la
insubordinación y el fracaso en sacar adelante los propósitos del Estado. Es más probable
que los impulsos sádicos, que el ascetismo generará, tengan su válvula de escape en el
experimento científico. El progreso en el conocimiento se aducirá para justificar muchas
torturas de los individuos por cirujanos, bioquímicos y psicólogos experimentales. A
medida que transcurra el tiempo, la cantidad de nuevos conocimientos requeridos para
justificar una cantidad dada de tormentos disminuirá, y el número de gobernantes atraídos
al género de investigaciones que necesitan experimentos crueles aumentará. Así como la
adoración al Sol de los aztecas exigía anualmente la muerte dolorosa de miles de seres
humanos, del mismo modo la nueva religión científica exigirá un holocausto de víctimas
sagradas. Gradualmente, el mundo se hará más tenebroso y terrible. Extrañas perversiones
del instinto aparecerán, primero en los rincones oscuros, y poco a poco dominarán a los
hombres situados en puestos elevados. Los placeres sádicos no encontrarán la
condenación moral que se aplicará a alegrías más suaves, ya que, como las persecuciones
de la Inquisición, estarán en armonía con el ascetismo dominante. Al final, el sistema
acabará derrumbándose en una orgía de sangre o en el nuevo descubrimiento de la alegría.
Ése es, al menos, el único rayo de esperanza que ilumina la oscuridad de estas visiones
de Casandra. Pero quizás al dejar paso a este rayo de esperanza hemos consentido en
entregarnos a un optimismo estúpido. Quizá por medio de inyecciones y drogas, la
población pueda ser inducida a soportar lo que sus maestros científicos puedan decidir
para su bien. Pueden ser descubiertas nuevas formas de borrachera que no lleven consigo
el subsiguiente dolor de cabeza, y puede que se inventen nuevas formas de
envenenamiento tan deliciosas que por ellas los hombres se presten voluntarios a pasar sus
horas sobrias en la miseria. Todas éstas son posibilidades de un mundo gobernado por el
conocimiento, sin el amor, y por el poder, sin el deleite. El hombre embriagado con el
poder está desprovisto de sabiduría, y mientras gobierne al mundo, el mundo será un lugar
desprovisto de belleza y de alegría.
XVII
Capítulo

LA CIENCIA Y LOS VALORES

L A sociedad científica que ha sido dibujada en los capítulos de esta última parte no ha
de ser tomada como una profecía seria. Es un intento de describir el mundo que
resultaría si la técnica científica hubiese de mandar sin freno alguno. El lector habrá
observado que hechos que todo el mundo admite como deseables están íntimamente
mezclados con hechos que son repulsivos. La razón de esto es que hemos imaginado una
sociedad desarrollada de conformidad con ciertos ingredientes de la naturaleza humana,
con exclusión de todos los demás. Como ingredientes son buenos; como única fuerza
impulsora habrían de ser probablemente desastrosos. El impulso hacia la construcción
científica, cuando no contraría ninguno de los grandes impulsos que dan valor a la vida
humana, es admirable; pero si les es lícito y posible cerrar toda salida a lo que no sea él
mismo, se transforma en una variedad de tiranía cruel. Hay un verdadero peligro de que el
mundo llegue a verse sometido a una tiranía de esta clase; y por esta razón es por lo que
no he retrocedido en pintar con tonos sombríos el mundo que la manipulación científica
ilimitada podría desear crear.
La ciencia, en el curso de varios siglos de su historia, ha tenido un desarrollo interno,
que aún no parece estar completo. Se puede resumir este desarrollo como el paso de la
contemplación a la manipulación. El amor del conocimiento, al cual se debe el
crecimiento de la ciencia, es en sí mismo el producto de un doble impulso. Podemos
buscar el conocimiento de un objeto porque amemos al objeto o porque deseemos tener
poder sobre él. El primer impulso conduce al tipo de conocimiento contemplativo; el
segundo, al tipo práctico. En el desarrollo de la ciencia, el impulso-poder ha prevalecido
cada vez más sobre el impulso-amor. El impulso-poder está representado por la industria y
por la técnica gubernamental. Está también representado por las conocidas filosofías del
pragmatismo e instrumentalismo. Cada una de estas filosofías sostiene, dicho de un modo
general, que nuestras creencias sobre cualquier objeto son verdaderas siempre que nos
hagan capaces de manipularlo con ventaja para nosotros. Esto es lo que podría llamarse
una concepción gubernamental de la verdad. De las verdades así concebidas, la ciencia
nos ofrece una gran cantidad; en realidad, no se vislumbra límite a sus triunfos posibles.
Al hombre que desea cambiar su medio ambiente, la ciencia le ofrece instrumentos
asombrosamente poderosos, y si el conocimiento consiste en el poder de producir cambios
intencionados, entonces la ciencia proporciona conocimiento en abundancia.
Pero el deseo de conocimiento se manifiesta también en otra forma, que pertenece a
una serie de emociones del todo diferentes. El místico, el amante y el poeta también
buscan conocimiento; quizá no con mucho éxito, mas no por eso son menos dignos de
respeto. En todas las formas del amor deseamos tener conocimiento de lo que es amado,
no con propósito de poderío, sino por el éxtasis de la contemplación. «En el conocimiento
de Dios está nuestra vida eterna»; pero no porque el conocimiento de Dios nos dé poder
sobre Dios. Siempre que haya éxtasis, alegría o deleite derivados de un objeto, hay deseo
de conocer ese objeto —de conocerlo, no a la manera manipuladora que consiste en
transformarlo en otra cosa, sino de conocerlo en la forma de visión beatífica, porque en sí
derrama felicidad sobre el amante—. En el amor sexual, como en otras formas de amor, el
impulso hacia este género de conocimiento existe, a no ser que el amor sea puramente
físico o práctico. Esto puede constituir la piedra de toque de cualquier amor que sea digno
de tenerse en cuenta. El amor que vale contiene un impulso hacia ese género de
conocimiento del que sale la unión mística.
La ciencia, en sus comienzos, fue debida a hombres que tenían amor al mundo.
Percibían la belleza de las estrellas y del mar, de los vientos y de las montañas. Porque
amaban todas esas cosas, sus pensamientos se ocupaban de ellas y deseaban entenderlas
más íntimamente que lo que la mera contemplación exterior hacía posible. «El mundo —
decía Heráclito— es un fuego siempre vivo». Heráclito y los demás filósofos jónicos, de
los que vino el primer impulso hacia el conocimiento científico, sintieron la extraña
belleza del mundo casi como una locura, en la sangre. Eran hombres de un intelecto
titánicamente apasionado; y de la intensidad de su pasión intelectual se ha derivado todo el
movimiento del mundo moderno. Pero, paso a paso, a medida que la ciencia se fue
desarrollando, el impulso-amor que le dio origen ha sido contrariado, mientras el impulso-
poder, que fue al principio un mero acompañante, ha usurpado gradualmente el mando, en
virtud de su éxito no previsto. El amante de la naturaleza ha sido burlado; el tirano de la
naturaleza ha sido recompensado. A medida que la física se ha desarrollado, nos ha ido
privando, paso a paso, de lo que nos imaginábamos que conocíamos acerca de la
naturaleza íntima del mundo físico. El color y el sonido, la luz y la sombra, la forma y la
contextura, no pertenecen ya a aquella naturaleza externa que los jonios buscaban como a
la desposada de sus amores. Todas estas cosas han sido transferidas del amado al amante,
y el amado ha quedado reducido a un simple esqueleto de huesos crujientes, frío y temible.
Aunque quizá sea un mero fantasma. El pobre físico, aterrado ante el desierto que sus
fórmulas descubren, acude a Dios en busca de consuelo; pero Dios debe compartir la
espiritualidad de su creación, y la respuesta que el físico cree oír a su grito es sólo el latido
asustado de su pobre corazón. Desengañado como amante de la naturaleza, el hombre de
ciencia se está haciendo su tirano. ¿Qué importa —dice el hombre práctico— que el
mundo exterior exista o sea un sueño, si yo puedo obligarle a comportarse según mis
deseos? Así la ciencia ha sustituido cada vez más el conocimiento-poder al conocimiento-
amor; y a medida que se completa esta sustitución, la ciencia tiende más y más a hacerse
sádica. La sociedad científica del futuro, tal como la hemos imaginado, es de índole tal,
que en ella el impulso-poder ha dominado por completo al impulso-amor, y éste es el
origen psicológico de las crueldades que corre peligro de fomentar.
La ciencia, que comenzó siendo la persecución de la verdad, se está haciendo
incompatible con la veracidad, ya que la veracidad completa tiende cada vez más al
escepticismo científico completo. Cuando consideramos la ciencia contemplativamente, y
no prácticamente, encontramos que lo que creemos lo creemos por fe animal, y que sólo
nuestras incredulidades son debidas a la ciencia. Cuando, por otro lado, la ciencia se
considera como una técnica para la transformación de nosotros mismos y de nuestro
alrededor, se encuentra que nos da un poder enteramente independiente de su validez
metafísica. Pero sólo podemos manejar este poder cesando de plantearnos cuestiones
metafísicas respecto a la naturaleza de la realidad. Y, sin embargo, estas cuestiones son la
prueba de una actitud de amante hacia el mundo. De este modo, sólo renunciando al
mundo como adoradores podemos conquistarlo como técnicos. Mas esta división en el
alma es fatal para la parte mejor del hombre. Tan pronto como se comprueba el fracaso de
la ciencia considerada como metafísica, el poder que la ciencia confiere como técnica se
obtiene merced a algo análogo a la adoración de Satanás, o sea, por renuncia al amor.
Ésta es la razón fundamental de por qué la perspectiva de una sociedad científica debe
ser mirada con aprensión. La sociedad científica, en su forma pura —que es la que hemos
tratado de representar—, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor,
con el arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han protegido
hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética. No es el conocimiento el que
origina estos peligros. El conocimiento es bueno, y la ignorancia es mala; a este principio
no encuentra excepción el amante del mundo. Ni tampoco es el poder en sí y por sí el
origen del peligro. Lo que es peligroso es el poder manejado por amor al poder, y no el
poder manejado por amor al bien genuino. Los directores del mundo moderno están
borrachos de poder: el hecho de poder hacer algo que nadie previamente pensaba como de
posible realización es para ellos suficiente razón para hacerlo. El poder no es uno de los
fines de la vida, sino meramente un medio para otros fines, y hasta que los hombres
tengan presente los fines a que el poder debiera servir, la ciencia no hará lo que es capaz
para procurar la buena vida. Pero ¿cuáles son los fines de la vida? —preguntará el lector
—. No creo que ningún hombre tenga el derecho a legislar para otros sobre este particular.
Para cada individuo, los fines de la vida son aquellas cosas que desea ardientemente, y que
si existiesen le proporcionarían la paz. O, si se piensa que es mucho pedir la paz en esta
vida, digamos que los fines de la vida habrán de proporcionarle deleite o alegría o éxtasis.
En los deseos conscientes del hombre que busca el poder por sí hay algo de avaricia;
cuando lo alcanza, necesita más poder, y no encuentra felicidad en la contemplación de lo
que tiene. El amante, el poeta y el místico hallan una satisfacción más completa que la que
pueda conocer el buscador de poder, ya que pueden descansar en el objeto de su amor,
mientras el buscador del poder debe estar perpetuamente ocupado en alguna nueva
manipulación, si no quiere experimentar una sensación de vacío. Creo, por tanto, que las
satisfacciones del amante, usando esta palabra en su sentido más amplio, exceden a las
satisfacciones del tirano y merecen un puesto más elevado entre los fines de la vida.
Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los
crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del
sol universal; habré olido la lluvia después de la sequía, y habré oído el Atlántico
tormentoso batir contra las costas graníticas de Cornualles. La ciencia puede otorgar estas
y otras alegrías a más gente de la que de otra suerte gozaría con ellas. Si procede así, su
poder será sabiamente empleado. Pero cuando suprime de la vida los momentos a que la
vida debe su valor, la ciencia no merece admiración, por muy sabiamente que conduzca a
los hombres por el camino de la desesperación. La esfera de los valores cae fuera de la
ciencia, excepto en cuanto la ciencia consiste en la persecución de la verdad. La ciencia
como persecución del poder no debe introducirse violentamente en la esfera de los
valores, y la técnica científica, si ha de enriquecer la vida humana, no debe rebasar los
fines a que sirve.
El número de hombres que determinan el carácter de una época es pequeño. Colón,
Lutero y Carlos V dominaron el siglo XVI; Galileo y Descartes gobernaron el XVI. Los
hombres importantes en la edad que acaba de concluir son: Edison, Rockefeller, Lenin y
Sun Yat-sen. Con la excepción de este último, estaban estos hombres desprovistos de
cultura, desdeñaban el pasado, confiaban en sí mismos y eran crueles. La sabiduría
tradicional no se albergaba en sus pensamientos y sentimientos; lo que les interesaba era el
mecanismo y la organización. Una educación diferente podía haber hecho completamente
distintos a estos hombres. Edison podía, en su juventud, haber adquirido conocimiento de
historia, poesía y arte; Rockefeller pudo haber aprendido que se le había anticipado Creso;
Lenin, en vez de haberse sentido invadido por el odio, al ver ejecutado a su hermano
durante su época de estudiante, pudo haberse familiarizado con el desarrollo del Islam y
con el desarrollo del puritanismo de la piedad a la plutocracia. Por medio de tales
educaciones pudo haber penetrado en las almas de estos grandes hombres algún fermento
de duda. Con un poco de duda en el alma, sus hazañas hubieran quizá perdido en volumen,
pero hubieran valido mucho más.
Nuestro mundo tiene una herencia de cultura y de belleza; pero, desgraciadamente,
esta herencia ha sido sólo manejada por los miembros menos activos e importantes de
cada generación. El gobierno del mundo, con lo que no quiero significar los puestos
ministeriales, sino los puestos dominantes de poder, ha venido a caer en manos de
hombres que ignoran el pasado, que no tienen ternura por lo tradicional, ni comprensión
de lo que están destruyendo. No hay ninguna razón fundamental que justifique este estado
de cosas. El prevenirlo es un problema de educación, y no muy difícil. Los hombres del
pasado eran a menudo limitados y provincianos en el espacio; pero los hombres que
dominan en nuestra época son provincianos en el tiempo. Sienten por el pasado un
desprecio que no merece, y por el presente un respeto que aún merece menos. Las
máximas consagradas de la edad pretérita han pasado de moda, pero hace falta una nueva
serie de máximas para reemplazarlas. Colocaría yo como primera entre éstas las siguiente:
«Es mejor hacer un poco de bien que mucho daño». Para dar sentido a esta máxima sería
necesario compenetrarse con lo que se entiende por bien. Pocos hombres de nuestros días,
por ejemplo, podrán ser compelidos a creer que no hay una excelencia intrínseca en la
locomoción rápida. Subir del infierno al cielo es bueno, aunque es un proceso lento y
laborioso; el caer del cielo al infierno es malo, aunque puede realizarse con la velocidad
del Satanás de Milton. Ni tampoco puede decirse que un mero aumento en la producción
de comodidades materiales sea en sí una cosa de gran valor. Prevenir la extrema pobreza
es importante, pero aumentar los bienes de los que ya poseen mucho es un gasto de
esfuerzo sin valor. Prevenir el crimen puede ser necesario pero inventar nuevos crímenes
con el fin de que la policía pueda mostrar su habilidad en prevenirlos no es tan de admirar.
Los nuevos poderes que la ciencia ha dado al hombre pueden ser manejados sin peligro
por aquellos que, bien por el estudio de la historia, o por su propia experiencia de la vida,
hayan adquirido alguna reverencia por los sentimientos humanos y alguna ternura por las
emociones que dan colorido a la existencia cotidiana de hombres y mujeres. No me atrevo
a negar que la técnica científica pueda, con el tiempo, construir un mundo artificial
preferible por todos estilos al mundo en que hasta ahora han vivido los hombres; pero
debo decir que, si esto ha de realizarse, deberá hacerse por vía de ensayo y con el
convencimiento de que el propósito de gobernar no ha de proporcionar tan sólo placer a
los que gobiernan, sino hacer la vida tolerable a los que son gobernados. La técnica
científica no debe por más tiempo constituir la cultura de los mantenedores del poder, y
deberá formar la parte esencial del panorama ético de los hombres para comprobar que la
buena voluntad por sí sola no puede hacer una vida buena. El conocimiento y el
sentimiento son ingredientes por igual esenciales, tanto en la vida del individuo como en
la de la comunidad. El conocimiento, si es amplio e íntimo, trae consigo una relación de
tiempos y lugares distantes, el saber que el individuo no es omnipotente o imprescindible,
y una perspectiva en la que los valores se vean más claramente que como los perciben
aquellos a quienes es imposible una visión distante. Aún más importante que el
conocimiento es la vida de las emociones. Un mundo sin deleite y sin afectos es un mundo
privado de valor. El manipulador científico debe recordar estas cosas, y si lo hace, su
manipulación puede ser beneficiosa del todo. Todo lo que se necesita es que los hombres
no se envenenen tanto con el nuevo poder que lleguen a olvidar las verdades que fueron
familiares a todas las generaciones anteriores. Ni toda la sabiduría es nueva, ni todas las
tonterías son anticuadas.
El hombre ha sido disciplinado hasta ahora por su sujeción a la naturaleza. Habiéndose
emancipado de esta sujeción, muestra algunos de los defectos del esclavo que se convierte
en amo. Una nueva perspectiva moral es necesaria, en al que la sumisión a los poderes de
la naturaleza sea reemplazada por lo que tiene el hombre de mejor. Mientras exista esa
moral la ciencia que ha librado al hombre de su cautiverio de la naturaleza podrá proceder
a librarle de su cautiverio de si mismo. Existen peligros, pero no son inevitables, y la
esperanza en el futuro es tan racional como el temor.
BERTRAND ARTHUR WILLIAM RUSSELL. 3.er Conde de Russell, OM, MRS, (18 de
mayo de 1872, Trellech, Monmouthshire, Gales - 2 de febrero de 1970, Penrhyndeudraeth,
Gales). Filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de
Literatura y conocido por su influencia en la filosofía analítica, sus trabajos matemáticos y
su activismo social. Contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo tres hijos.
Notas
[1.1] Véase Man and Woman, de Havclock Ellis, 6.ª edición, pág. 119. <<
[1.2] Tomado de Galileo, His Life and Work, por J. J. Fahic, pág. 313, 1903. <<
[1.3] The Nature of Living Matter, por Cf. Hogben, 1930, pág. 143. <<
[1.4]
Lectures on Conditioned Reflexes, por Ivan Petrovich Pavlov, M. D., pág. 342.
Traducido del ruso por W. Horsely Gantt, M. D. editado por Martin Lawrence, Limited.
Londres.
Véase también Conditioned Reflexes: an Investigation of the Physiological Activity of the
Cerebral Cortex, por I. P. Pavlov. Traducido por G. V. Anrep. Oxford, 1927. <<
[1.5] Obra antes citada; pág. 329. <<
[1.6] Escuela psicológica que estudia la conducta (behaviour) observable y no los estados

interiores. <<
[1.7] Obra antes citada, pág. 349. <<
[1.8] Obra citada, pág. 41. <<
[1.9] Obra citada, pág. 42. <<
[1.10] Hogben: The Nature of Living Matter, 1930, pág. 25. <<
[2.1] El siguiente extracto de Nature (7 de febrero de 1931) es típico de la actitud cautelosa

de los hombres de ciencia cuando son posibles medidas cuidadosas:


Período de rotación de Urano. —Las dos determinaciones más dignas de confianza de este período son las de los
profesores Lowell y Slipher en Flagstaff en 1911, y la de Mr. L. Campbell en 1917: la primera fue
espectroscópica; la segunda, por variación de luz. Los resultados fueron prácticamente idénticos: diez horas
cincuenta minutos y diez horas cuarenta y nueve minutos, respectivamente. Pero se consideró que había motivo
para una investigación posterior puesto que el error probable que resultó en el método espectroscópico fue de
diecisiete minutos, y la variación de luz no fue confirmada por otros varios observadores. La revista Pub. Ast.
Soc. Pai. de diciembre, contiene un informe sobre una nueva determinación espectroscópica hecha por los
señores Moore y Menzel. Utilizaron mayor dispersión que Lowell y Slipher y el ecuador de Urano está más
aproximadamente centrado sobre el disco. Su valor medio encontrado es diez horas cincuenta minutos con un
error probable de diez minutos; pero a pesar del acuerdo estrecho con los anteriores resultados, no consideran que
el período esté ciertamente conocido dentro de varios minutos. <<
[2.2] Véase The Principles of Quantum Mechanics, de Dirac, pág. 130. <<
[4.1] Parte de este capítulo se basa en el artículo «What I Believe» («Lo que yo creo»), que

apareció en The Nation el 29 de abril de 1931. <<


[4.2] Esta opinión moderna no es en modo alguno universal, aun entre los físicos, Millikan,

por ejemplo, hablando de la obra de Galileo, dice: «A través de ella el género humano
comenzó a conocer un Dios no de capricho y fantasía, como eran todos los dioses del
mundo antiguo, sino un Dios que actúa con leyes». (Science and Religión, 1929, pág. 39).
La mayoría de: los físicos modernos, sin embargo, muestran preferencia por el capricho y
la fantasía. <<
[5.1] Eddington: The Nature of the Physical World, pág. 83. <<
[5.2] The Mechanistic Conception of Life, 1912, pág. 11. <<
[5.3] Hogben, obra citada, pág. 111. <<
[5.4] Hogben, obra citada, pág. 28. <<
[8.1] The Materials of Life, por T. R. Parson, 1930, pág. 263. <<
[8.2] Nature, 11 de octubre de 1930. <<
[9.1] The Nature of Living Matter, Hogben, pág. 186. <<
[10.1] Para obtener datos experimentales en este asunto, consúltese The Intellectual Growth

in Young Children, 1930, por Susan Isaacs. <<


[11.1] En Londres, las ganancias semanales en 1928 fueron un 30 por 100 superiores a las

de 1886, aun teniendo en cuenta la elevación en el coste de la vida. Véase Forty Years of
Change (P. S. King), pág. 130. <<
[12.1]
Cfr. B. H. Chamberlain: The Invention of a New Religión, publicada por la
Asociación de la Prensa Racionalista. <<
[12.2] The Problem of the Twentieh Century: a Study in International Relationships, por

David Davies, 1930. <<


[16.1] Psychological Care of Infant and Child, por John B. Watson, pág. 83. <<

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