Bertrand Russell La Perspectiva Cientifi
Bertrand Russell La Perspectiva Cientifi
Bertrand Russell La Perspectiva Cientifi
La perspectiva científica
ePub r1.0
koothrapali 21.10.13
Título original: The scientific outlook
Bertrand Russell, 1931
Traducción: Guillermo Sans Huelin
Diseño de portada: koothrapali
Editor digital: koothrapali
Colaborador: ShAdOwDaRkSoUl (escaneado)
ePub base r1.0
Bertrand Russell
Bertrand Arthur William Russell, tercer conde Russell, hijo del vizconde de
1872 Amberley, nace el 18 de mayo en Trelleck, Gales. Su abuelo, lord John
Russell, había sido creado par tras haber desempeñado en dos ocasiones el
cargo de Primer Ministro.
Su madre Katherine Amberley, muere de difteria.
1874 Fallece su padre. Su abuela paterna se encarga de su educación.
1876 Su hermano mayor Frank le introduce en el mundo
1883 de las matemáticas.
Ingresa en el Trinity College de Cambridge.
1890 Se gradúa en matemáticas.
1893 Matrimonio con Alys Pearsall Smith, de religión
1894 cuáquera.
Escribe su disertación académica «Los fundamentos de la geometría».
1896 Profesor de filosofía en el Trinity College. Publica su primer libro: La
socialdemocracia alemana, fruto de dos estancias en Herlín.
Relación con G. E. Moore. Ambos se rebelan contra la filosofía del idealismo
1898 alemán.
Aparece su Exposición crítica de la filosofía de Leibniz. Participa en el
1900 Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en París.
Publica Los principios de las matemáticas.
1903 Ingresa en la Royal Society.
1908 En colaboración con A. N. Whitehead, da a conocer
1910 la que será su obra fundamental en el campo de la
lógica matemática: Principia mathematica (3 vols.,
1910-1913) y publica Ensayos filosóficos.
Expone con propósitos de divulgación su pensamiento filosófico en Los
1911 problemas de la filosofía.
A raíz de unas conferencias pronunciadas en Boston, publica Nuestro
1914 conocimiento del mundo exterior. Al estallar la Primera Guerra Mundial,
emprende una activa campaña pacifista. Al mismo tiempo, abandona sus
posiciones políticas liberales y se afilia al Partido laborista.
Es obligado a abandonar su cátedra de filosofía en el Trinity College. Publica
1916 La filosofía del pacifismo.
Es encarcelado por seis meses tras haberse manifestado en contra de la
1918 participación de Gran Bretaña en la guerra. Unos días antes había concluido
Los caminos de la libertad. En la cárcel escribe Introducción a la filosofía
matemática.
Viaje a la U.R.S.S. Escribe Teoría y práctica del bolchevismo, donde destaca,
1920 críticamente, el carácter totalitario del régimen soviético.
Contrae matrimonio por segunda vez, con Dora Black. La aparición de
1921 Análisis de la mente marca la preocupación de su pensamiento filosófico por
los problemas de la teoría del conocimiento y de la psicología.
Prologa el Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein.
1922 Publica El ABC de la relatividad. La divulgación de los grandes
1925 temas científicos y filosóficos será, a partir de ahora, una de las
constantes de su quehacer intelectual.
Se preocupa por los temas pedagógicos. Junto con su esposa Dora funda una
1927 escuela en Telegraph House, donde aplica métodos experimentales basados en
la tolerancia. Al mismo tiempo publica Análisis de la materia, Introducción a
la filosofía y Por qué no soy cristiano.
Aparece La conquista de la felicidad.
1930 Muere su hermano Frank. Hereda el título nobiliario de conde. Se
1931 edita su obra La perspectiva científica
Terceras nupcias con Patricia Spence. Estancia en Churriana, invitados por
1936 Gerald Brenan.
Se traslada a Estados Unidos. Profesor de filosofía en Chicago.
1938 Reside en Los Angeles, donde ejerce de profesor en la
1939 universidad de California.
Es contratado por el City College de Nueva York, pero pierde su trabajo tras
1940 ser acusado de practicar una enseñanza favorable a la inmoralidad sexual.
Einstein y Dewey, entre otros, salen en su defensa. Da clases en la Fundación
Barnes, de Pennsylvania. Publica Investigación sobre significado y verdad.
Regresa a Gran Bretaña. Es readmitido como profesor del Trinity College de
1944 Cambridge.
Basándose en material recogido en sus años de profesor en Estados Unidos,
1945 escribe una Historia de la filosofía occidental, que obtendrá una gran difusión
en el mundo anglosajón.
Publica una de sus obras filosóficas fundamentales: El conocimiento humano.
1948 Su alcance y sus límites.
Recibe el Premio Nobel de Literatura.
1950 Contrae matrimonio por cuarta vez, con la americana Edith
1952 Finch.
Redacta una «Advertencia a los gobiernos de las grandes potencias», que será
1954 firmada por Einstein y otros importantes científicos, donde se consideran los
riesgos de una utilización no pacífica de la energía nuclear.
Impulsa una campaña para el desarme nuclear.
1958 Aparece la última de sus obras filosóficas: La evolución de mi
1959 pensamiento filosófico.
Partidario de la desobediencia civil, crea el Comité de los 100 y participa en
1960 protestas contra el armamento atómico de Gran Bretaña.
A causa de ello, permanece durante siete días en la cárcel.
1961 Crea la Fundación para la Paz Bertrand Russell.
1963 Junto con Jean Paul Sartre y otros intelectuales
1967 occidentales organiza el Tribunal Internacional
contra los crímenes de guerra en Vietnam y protesta
contra la política norteamericana en el Sudeste Asiático. Inicia la publicación de su
Autobiografía.
Muere el 2 de febrero en Penrhyndeudraeth, Gales.
1970
La perspectiva científica
Publicada en 1931, La perspectiva científica pertenece al grupo de obras de
divulgación que Bertrand Russell escribió en el período de entreguerras. Su objeto fue el
de «considerar la influencia de la ciencia sobre la vida humana», y a tal fin dispuso una
serie de reflexiones —de extraordinaria actualidad, cincuenta años después de su
publicación—, escritas con un lenguaje llano.
Precisamente la sencillez de este lenguaje ha hecho pensar a algunos que la filosofía
de Russell carece de complejidades. Y nada más lejos de la realidad. El autor, junto con
Whitehead, de Principia mathematica hizo sus más brillantes aportaciones al pensamiento
filosófico del siglo XX cuestionando la validez —abstracta y universal— del lenguaje
filosófico y manifestando una desconfianza frontal hacia el lenguaje «ordinario».
La filosofía de Russell, desde la Exposición crítica de la filosofía de Leibniz (1900)
hasta el balance final de La evolución de mi pensamiento filosófico (1959) tuvo uno de sus
pivotes en la lógica formal y en el análisis lógico del lenguaje. Partiendo de un rechazo de
la filosofía clásica alemana —en particular de Kant y, aunque en menor medida, de Hegel
—, Russell, en Los principios de las matemáticas (1903), había ya establecido un
paradigma lógico-matemático, independiente de la realidad empírica, en el que se
formalizaban un cierto número, mínimo, de conceptos. La metafísica quedaba, por
supuesto, barrida del quehacer filosófico, pero en cambio, con esta formalización, Russell
afirmaba una de las ideas básicas de su pensamiento, a saber, que lo importante de una
filosofía es la lógica en que se funda.
Esta lógica para Russell debía poseer un carácter irreductible al análisis. Dado que la
física teórica —en los primeros lustros del siglo XX— volatilizaba con sus
descubrimientos la posibilidad de un modelo último de referencias (el espacio y el tiempo
se habían hecho relativos tras las teorías de Einstein; la materia era susceptible, según se
demostraba, de atomizarse más allá de las partículas elementales) se hacía necesario
encontrar un «lenguaje perfecto» —cuyo esbozo lógico-matemático había construido en
1903— y que, como tal, manifestara de inmediato la estructura lógica de aquello que se
afirma o que se niega.
Dicho lenguaje perfecto, por lo irreductible de sus términos, por la formalización
mínima de sus componentes, Russell lo derivó de su teoría del atomismo lógico. Según
ésta, el mundo aparece como una multiplicidad de elementos separados, o átomos, pero no
físicos, sino lógicos, y éstos constituyen el residuo último del análisis lógico. La filosofía
del atomismo lógico permite describir el mundo como compuesto de hechos atómicos (o
irreductibles), entendiendo por hechos no cosas particulares existentes —pues éstas no
atañen a la veracidad o falsedad de un enunciado— sino «aquellas cosas que son
afirmadas o negadas mediante proposiciones». Entre las proposiciones sólo cuentan las
que son susceptibles de una verificación empírica acerca de su verdad o de su falsedad o
de una verificación operada mediante deducción tautológica (en la que se demuestra que
se expresa lo mismo, pero con otras palabras).
Ahora bien, tal verificación empírica no puede comprender, como es obvio, a las
proposiciones de tipo religioso o moral, es decir, de lo ideológico. En el ámbito de las
creencias no existe, en propiedad, ninguna certeza, de lo que puede derivarse que el
pensamiento sólo existe en tanto que es lenguaje y éste, a su vez, es susceptible de un
análisis lógico. De ahí que el conocimiento, por regla general, no modifique para nada la
cosa conocida y de que la filosofía no tenga la pretensión de explicar los misterios del
universo; del carácter intrínseco de una cosa no pueden deducirse sus relaciones con otras
cosas («el orden, la unidad y continuidad —se lee en La perspectiva científica— son
invenciones humanas, como lo son los catálogos y las enciclopedias»).
Pero, entonces, ¿cuál es, según Russell, la misión de esta filosofía no «orgánica»? El
análisis del conocimiento: «Todo el conocimiento que poseemos es, o conocimiento de
hechos particulares, o conocimiento científico». La filosofía debe unirse a la ciencia,
distinguirse de las ciencias especiales únicamente por el carácter general de los problemas
que trata y por el hecho de que establece hipótesis sin confirmación empírica. Para Russell
una filosofía consistente es aquella que reposa sobre una amplia base de conocimientos no
filosóficos; los argumentos filosóficos no son deductivos y, en consecuencia, jamás han
probado nada. «Ciencia es lo que sabemos —afirmó en una ocasión—; filosofía, lo que no
sabemos».
Después de este esbozo de algunos de los aspectos más sobresalientes del pensamiento
de Russell, se comprenderá el interés de éste en reflexionar sobre el papel de la ciencia y
que de ahí naciera un libro como La perspectiva científica. El propósito de divulgación
que le anima hace, además, que al lado del Russell filósofo de la ciencia, aparezca también
el Russell moralista, preocupado por el porvenir de la humanidad.
La obra se inicia con una primera parte dedicada a examinar la naturaleza y el objeto
del conocimiento científico. Galileo, Newton, Darwin, Pavlov aparecen como casos de
ejemplificación del método científico y éste es considerado por Russell desde el punto de
vista de sus características y de sus limitaciones. Pero la ciencia, además de conocimiento,
es técnica, poder manipulador de las cosas, y de este aspecto ha arrancado la profunda
influencia que ha mostrado en los últimos siglos y muy especialmente en los últimos
ciento cincuenta años.
Russell alude en distintos pasajes de la obra a este carácter dual de la ciencia y lo
relaciona con el amor y con el poder. El conocimiento científico ha surgido en la Historia
como una manifestación del amor del hombre, como una búsqueda de la verdad. La
aplicación de este conocimiento ha dado origen a la técnica y ésta, por su enorme
capacidad transformadora —que ha condicionado desde la existencia cotidiana del hombre
hasta sus formas de organización social— ha sido puesta al servicio del poder. Así, de las
antiguas supersticiones religiosas se ha pasado a un escepticismo esterilizador derivado de
la primacía de la «ciencia como persecución del poder» sobre la «ciencia como
persecución de la verdad».
Esto ha provocado una suerte de huida hacia atrás, en pos de una certeza religiosa que
Russell considera regresiva (para él la existencia de un Creador no puede ser probada
científicamente). El futuro sólo es posible desde una perspectiva científica, pero ésta
proyecta una sociedad aterradora si la ciencia sigue estando al servicio del poder. De este
modo, «la sociedad científica… es incompatible con la persecución de la verdad, con el
amor, con él arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han
protegido hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética».
Antes se ha mencionado la actualidad de estas reflexiones. Y es porque las
predicciones de Russell se han cumplido a lo largo de estas últimas décadas. Queda, con
todo, la esperanza que él mismo expresa al final del libro de que la perspectiva científica
termine por ir acompañada de una nueva perspectiva moral que libere al hombre del
cautiverio de sí mismo.
El autor en el tiempo
Russell afirmó en más de una ocasión que su pensamiento empezó
Antecedentes a organizarse hacia 1900 partiendo de una oposición a la filosofía
del idealismo alemán. Desembarazado de las influencias de Kant y Hegel, se acogió a
otras tradiciones de pensamiento. Pero éstas fueron tan variadas como su propia filosofía
(no en vano se ha llamado a Russell «filósofo de todas las filosofías»).
Si, en un sentido lato, se pueden buscar antecedentes del atomismo lógico, por
ejemplo, en algunos presocráticos como Antístenes —que sostuvo que las afirmaciones
eran tautológicas—, en un sentido más estricto Russell tuvo como precursor a Leibniz,
filósofo que conoció profundamente y del que rescató, incluso, parte de su obra inédita.
Los átomos de Leibniz están emparentados con los átomos lógicos de Russell y la afinidad
entre ambos filósofos se extiende también al propósito de construcción de un lenguaje
perfecto. Y, al igual que el filósofo alemán, Russell consideró, en un principio, que lo
complejo está compuesto de entidades simples y que éstas habían de figurar como
objetivos del análisis.
De Guillermo de Occam Russell incorporó una de sus máximas —la de no multiplicar
los entes más de lo necesario (navaja de Occam)— cuando pasó a investigar el mundo
físico. Pero antes, en el campo de la lógica y de las matemáticas Russell había sido
influenciado por el alemán Frege y por el italiano Giuseppe Peano. De éste recogió el
sistema de signos que había inventado y que permitía enunciar las proposiciones lógicas y
matemáticas sin recurrir al lenguaje ordinario. Posteriormente, y en el campo de la teoría
del conocimiento, Russell partió de la teoría de William James respecto al origen
fisiológico de las sensaciones.
La filosofía de Russell creció al calor de los descubrimientos científicos,
Su época especialmente en el campo de la física. La teoría cuántica de Max Planck
o la teoría de la relatividad de Albert Einstein modificaron el pensamiento russelliano.
Pero éste, a su vez, modificó en su tiempo algunos aspectos sustanciales de la tradición
filosófica.
Al igual que Mach —el filósofo austríaco que ejerció una reconocida influencia en
Einstein—, Russell contribuyó a la formación de una nueva corriente de pensamiento
denominada positivismo lógico o, más impropiamente, neopositivismo. Maestro desde
1910 de Ludwig Wittgenstein, y a la vez también influido por éste, Russell está en el
origen de la filosofía del Círculo de Viena, que entre 1928 y 1938 fue desarrollada
básicamente por Rudolf Carnap y Hans Reichenbach.
Del mismo modo, y aunque no de forma explícita, Russell se adelantó con su filosofía
a las concepciones lingüísticas que a partir de 1916 tomarían cuerpo en la obra de
Saussure, tanto por el énfasis puesto en el carácter lingüístico de la vida mental como por
el formalismo lógico-matemático que posteriormente serviría de paradigma a lingüistas
como Hjelmslev.
«En el filosofar de nuestros días poco hay de
Influencia posterior importancia que no se derive de él», afirmó Alan Wood
en su ensayo inacabado La filosofía de Russell. Y el mismo autor consideró que habían de
pasar siglos antes de que pudiera evaluarse la influencia de Russell en la filosofía
subsiguiente. Pero la larga vida del filósofo británico —¡casi un siglo!— hace que las
influencias posteriores de su pensamiento se dieran ya antes de su propia muerte.
Si durante años, los Principia mathematica ejercieron una gran influencia entre los
lógicos, puede decirse, con José María Valverde, que el ideal russelliano de la
formalización total e independiente se ha convertido en el modelo del pensamiento
abstracto contemporáneo. Y es por esto por lo que Bertrand Russell es en la actualidad
punto de referencia obligado de cualquier intento de hacer filosofía.
Bibliografía
De Russell:
Obras Completas. Madrid, Aguilar, 1973.
El ABC de la relatividad. Barcelona, Editorial Ariel, 1978.
La América de Bertrand Russell. Madrid, Taurus, 1976.
Análisis de la materia. Madrid, Taurus, 1969.
Autobiografía. México, Aguilar, 1975.
Bertrand Russell responde. Barcelona, Granica editor, 1977.
Los caminos de la libertad. Madrid, Aguilar, 1934.
El conocimiento humano. Su alcance y sus limites. Madrid, Taurus, 1977.
Conocimiento y causa. Buenos Aires, Paidós, 1967.
La conquista de la felicidad. Madrid, Espasa-Calpe, 1978.
Ensayos filosóficos. Madrid, Alianza Editorial, 1969.
Ensayos impopulares. México, Editorial Hermes, 1963.
Ensayos sobre educación. Madrid, Espasa-Calpe, 1967.
Ensayos sobre lógica y conocimiento. Madrid, Taurus, 1966.
La evolución de mi pensamiento filosófico. Madrid, Alianza Editorial, 1976.
Historia de la filosofía occidental. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947, 2 volúmenes.
El impacto de la ciencia en la sociedad. Madrid, Aguilar, 1952.
Introducción a la filosofía matemática. Buenos Aires, Losada, 1945.
Matrimonio y moral. Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, 1973.
Misticismo y lógica. Buenos Aires, Paidós, 1967.
Nuevas esperanzas para un mundo en transformación. México, Editorial Hermes, 1953.
Los principios de la matemática. Madrid, Espasa-Calpe, 1967.
Los problemas de la filosofía. Barcelona, Editorial Labor, 1970.
Retratos de memorias y otros ensayos. Madrid, Alianza Editorial, 1976.
La sabiduría de Occidente. Madrid, Aguilar, 1975.
Teoría y práctica del bolchevismo. Barcelona, Ediciones Ariel, 1969.
Sobre Russell:
CHOMSKY, N.: Conocimiento y libertad. Barcelona, Ediciones Ariel, 1972.
DEVAUX, PH.: Russell. Madrid, Edaf, 1976.
IVARS, J. F.: Conocer Bertrand Russell y su obra. Barcelona, Dopesa, 1977.
PÉREZ, D.: Bertrand Russell. Barcelona, Fontanella, 1968.
WOOD, A.: Bertrand Russell. Madrid, Aguilar, 1974.
PRIMERA PARTE
EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
Capítulo I
EJEMPLOS DEL MÉTODO CIENTÍFICO
GALILEO
E L método científico, si bien en sus formas más refinadas puede juzgarse complicado,
es en esencia de una notable sencillez. Consiste en observar aquellos hechos que
permitan al observador descubrir las leyes generales que los rigen. Los dos períodos —
primero, el de observación, y segundo, el de deducción de una ley— son ambos
esenciales, y cada uno de ellos es susceptible de un afinamiento casi indefinido; pero, en
esencia, el primer hombre que dijo: «el fuego quema», estaba empleando el método
científico; sobre todo, si se había decidido a quemarse varias veces. Este hombre había ya
pasado por los dos períodos de observación y generalización. No tenía, sin embargo, lo
que la técnica científica exige: una elección cuidadosa de los hechos relevantes, por un
lado, y por el otro, diversos medios para deducir leyes, aparte de la mera generalización.
El hombre que dice: «los cuerpos sin apoyo en el espacio caen», ha generalizado
simplemente; y puede ser refutado por los globos, las mariposas y los aeroplanos. En
cambio, el hombre que conoce la teoría de los cuerpos que caen, sabe también por qué
ciertos cuerpos excepcionales no caen.
El método científico, a pesar de su sencillez esencial, ha sido obtenido con gran
dificultad, y aún es empleado únicamente por una minoría, que a su vez limita su
aplicación a una minoría de cuestiones sobre las cuales tiene opinión. Si el lector cuenta
entre sus conocidos a algún eminente hombre de ciencia, acostumbrado a la más
minuciosa precisión cuantitativa en los experimentos y a la más abstrusa habilidad en las
deducciones de los mismos, sométalo a una pequeña prueba, que muy probablemente dará
resultado instructivo. Consúltele sobre partidos políticos, teología, impuestos, corredores
de rentas, pretensiones de las clases trabajadoras y otros temas de índole parecida, y es
casi seguro que al poco tiempo habrá provocado una explosión y le oirá expresar
opiniones nunca comprobadas con un dogmatismo que jamás desplegaría respecto a los
resultados bien cimentados de sus experiencias de laboratorio.
Este ejemplo demuestra que la actitud científica es en cierto modo no natural en el
hombre. La mayoría de nuestras opiniones son realizaciones de deseos, como los sueños
en la teoría freudiana. La mente de los más razonables de entre nosotros puede ser
comparada con un mar tormentoso de convicciones apasionadas, basadas en el deseo;
sobre ese mar flotan arriesgadamente unos cuantos botes pequeñitos, que transportan un
cargamento de creencias demostradas científicamente. No debemos deplorar del todo que
así sea; la vida tiene que ser vivida, y no hay tiempo para demostrar racionalmente todas
las creencias por las que nuestra conducta se regula. Sin cierto saludable arrojo, nadie
podría sobrevivir largo tiempo. El método científico debe, pues, por su propia naturaleza,
limitarse a las más solemnes y oficiales de nuestras opiniones. Un médico que aconseja un
régimen, lo dará después de tomar en cuenta todo lo que la ciencia tiene que decir en el
asunto; pero el hombre que sigue su consejo no puede detenerse a comprobarlo, y está
obligado, por consiguiente, a confiar no en la ciencia, sino en la creencia de que su médico
es un científico. Una comunidad impregnada de ciencia es aquella en la que los expertos
reconocidos han llegado a sus opiniones por métodos científicos; pero es imposible para el
ciudadano en general repetir por sí mismo el trabajo de los expertos. Hay en el mundo
moderno un gran conglomerado de conocimientos bien comprobados en todo género de
asuntos; y el hombre corriente los acepta por autoridad, sin necesidad de dudar. Pero tan
pronto como cualquier pasión violenta interviene para torcer el juicio del experto, éste se
hace indigno de esa confianza, cualquiera que sea el bagaje científico que posea. Las
opiniones de los médicos sobre el embarazo, el alumbramiento y la lactancia hallábanse
impregnadas hasta hace poco de cierto sadismo. Hicieron falta, por ejemplo, más pruebas
para persuadirles de que los anestésicos pueden ser empleados en el parto que las que se
necesitarían para persuadirles de lo contrario. A cualquiera que desee pasar una hora
divertida le aconsejo que atienda a las tergiversaciones de eminentes craneólogos, en sus
intentos de probar por medidas cerebrales que las mujeres son más estúpidas que los
hombres.[1.1]
No son, sin embargo, los yerros de los hombres de ciencia lo que nos interesa cuando
tratamos de describir el método científico. Una opinión científica es aquella para la cual
hay alguna razón de creerla verdadera; una opinión no científica es aquella que se sustenta
en alguna razón distinta de su probable verdad. Nuestra era se distingue de todas las eras
anteriores al siglo XVII por el hecho de que algunas de nuestras opiniones son científicas
en el sentido antes expresado. Exceptúo las cuestiones de mero hecho, toda vez que la
generalización en un grado mayor o menor es una característica esencial de la ciencia, y
que los hombres (con la excepción de unos pocos místicos) nunca han sido capaces de
negar totalmente los hechos evidentes de su existencia diaria.
Los griegos, eminentes en casi todos los ramos de la actividad humana, hicieron —y
ello es sorprendente— poco para la creación de la ciencia. La gran hazaña intelectual de
los griegos fue la geometría, que juzgaban como un estudio a priori, derivado de premisas
evidentes por sí mismas y que no requerían verificación experimental. El genio griego fue
deductivo más que inductivo, y dominó por ello en matemáticas.
En las edades siguientes, las matemáticas griegas fueron casi olvidadas, mientras otros
productos de la pasión griega por la deducción sobrevivían y florecían, sobre todo la
teología y el derecho. Los griegos observaron el mundo como poetas más que como
hombres de ciencia; en parte, creo, porque toda actividad manual era indigna de un
caballero, de suerte que todo estudio que requiriese experimentos parecía un poco vulgar.
Quizá fuera caprichoso relacionar con este prejuicio el hecho de ser la astronomía la rama
en que los griegos se mostraron más científicos, ya que aquella ciencia se refiere a cuerpos
que sólo pueden ser vistos y no tocados.
Sea lo que fuere, es notable lo mucho que los griegos descubrieron en astronomía.
Afirmaron desde el principio que la Tierra es redonda, y algunos de ellos llegaron a la
teoría de Copérnico de que la revolución de la Tierra, y no la revolución de los cielos, es la
que origina el movimiento diurno aparente del Sol y de las estrellas. Arquímedes escribe
al rey Gelón de Siracusa y le dice: «Aristarco de Samos ha compuesto un libro en el que
menciona algunas hipótesis, cuyas premisas llevan a la conclusión de ser el universo
mucho mayor de lo que hasta ahora se ha supuesto. Sus hipótesis son que las estrellas fijas
y el Sol permanecen inmóviles; que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de
un círculo, estando situado el Sol en el centro de la órbita». Así los griegos descubrieron
no sólo la rotación de la Tierra, sino también su revolución alrededor del Sol. Fue el
descubrimiento de que un griego había sostenido esta opinión lo que animó a Copérnico a
hacerla revivir. En los días del Renacimiento, cuando vivía Copérnico, se afirmaba que
cualquier opinión que hubiese sido sustentada por un antiguo tenía que ser verdadera, y
que una opinión no sustentada por ningún antiguo no podía merecer respeto. Dudo de que
Copérnico hubiera nunca llegado a ser un copernicano, si no hubiese existido Aristarco,
cuya opinión permaneció olvidada hasta el renacimiento de la enseñanza clásica.
Los griegos también descubrieron métodos válidos para medir la circunferencia de la
Tierra. El geógrafo Eratóstenes la estimaba en 250.000 estadios (unos 38.000 kilómetros),
que no está muy lejos de la verdad.
El más científico de los griegos fue Arquímedes (257-221 antes de Cristo). Como
Leonardo de Vinci, en una época posterior, consiguió el favor de un príncipe por su
habilidad en las artes de la guerra, y como a Leonardo, fuele también concedido permiso
para aumentar los conocimientos humanos con la condición de que disminuyese vidas
humanas. Sus actividades en este particular fueron, sin embargo, más distinguidas que las
de Leonardo, toda vez que inventó los más sorprendentes artificios mecánicos para
defender la ciudad de Siracusa contra los romanos, y fue finalmente muerto por un
soldado romano al ser tomada la ciudad. Se ha dicho que estaba tan absorto en un
problema matemático, que no se apercibió de la llegada de los romanos. Plutarco se
avergüenza de las invenciones mecánicas de Arquímedes, que juzga apenas dignas de un
caballero; pero le considera disculpable por haber ayudado a su primo el rey en un tiempo
de terrible peligro.
Arquímedes demostró ser un gran genio en matemáticas y poseer una habilidad
extraordinaria para la invención de artificios mecánicos; pero su contribución a la ciencia,
aunque notable, revela aún la actitud deductiva de los griegos, que hizo casi imposible
para ellos el método experimental. Su obra sobre estática es famosa, y con razón; pero
procede por axiomas, como la geometría de Euclides, y los axiomas se supone que son
evidentes por sí mismos, y no el resultado de la experiencia. Su libro Sobre los cuerpos
flotantes es el que según la leyenda, nació de haber resuelto Arquímedes el problema de la
corona del rey Hieron, de la que se sospechaba no estar hecha de oro puro. Este problema,
como es sabido, se ha supuesto que fue resuelto por Arquímedes estando en el baño. En
todo caso, el método que propone en su libro para casos análogos es perfectamente válido,
y aunque el libro se deriva de postulados por un método de deducción sólo cabe suponer
que llegó a los postulados experimentalmente. Esta es, quizá, la más científica (en el
sentido moderno) de las obras de Arquímedes. Pronto, sin embargo, después de su época
decayó la pasión que los griegos habían sentido por la investigación científica de los
fenómenos naturales, y aunque las matemáticas puras continuaron floreciendo hasta la
toma de Alejandría por los mahometanos, apenas hubo avances posteriores en la ciencia
natural, y lo mejor que se había elaborado, como la teoría de Aristarco fue olvidado.
Los árabes fueron más experimentales que los griegos, especialmente en química.
Esperaban transmutar los metales en oro, descubrir la piedra filosofal y confeccionar el
elixir de la vida. En parte por esta causa las investigaciones químicas fueron vistas con
agrado. A través de la Edad Media la tradición de la civilización fue mantenida
principalmente por los árabes, y de ellos adquirieron los cristianos, como Roger Bacon,
casi todo el conocimiento científico que la Baja Edad Media poseía. Los árabes, no
obstante, tenían un defecto, que era el opuesto del de los griegos: buscaban hechos sueltos
más que principios generales y no tuvieron la facultad de deducir leyes generales de los
hechos que habían descubierto.
En Europa, cuando el sistema escolástico comenzó a ceder ante el Renacimiento, hubo
durante cierto tiempo una gran aversión a todas las generalizaciones y a todos los
sistemas. Montaigne ilustra esta tendencia. Ama los hechos raros, particularmente si
contradicen algo. No muestra deseos de reducir sus opiniones a sistemas coherentes.
Rabelais, con su lema «Fais ce que voudras» es también opuesto a lo intelectual y demás
grilletes. El Renacimiento se regocijó de la recobrada libertad de especulación, y no estaba
dispuesto a perder su libertad ni aun en interés de la verdad. De las figuras típicas del
Renacimiento, la más científica con mucho es Leonardo, cuyos libros de notas son
fascinadores y contienen muchas brillantes anticipaciones de descubrimientos ulteriores;
pero no llevó casi nada a madurez y no ejerció influencia en sus sucesores científicos.
El método científico, tal como lo entendernos, aparece en el mundo con Galileo (1564-
1642), y en menor grado, con su contemporáneo Kepler (1571-1630). Kepler alcanzó la
fama por sus tres leyes. Primero descubrió que los planetas se mueven en torno al Sol
según elipses y no según círculos. Para la mente moderna no hay nada sorprendente en el
hecho de que la órbita terrestre sea una elipse; pero para las mentes educadas a la antigua,
nada, excepto un círculo o algún complejo de círculos, parecía órbita adecuada para el
movimiento de un cuerpo celeste. Según los griegos, los planetas eran seres divinos y
debían, por eso, moverse en curvas perfectas. Los círculos y los epiciclos no lastimaban
sus susceptibilidades estéticas pero una órbita encorvada o oblicua tal como es la de la
Tierra, les hubiera impresionado profundamente. Una observación sin prejuicios estéticos
requería por eso, en aquella época, una rara intensidad de ardor científico. Fueron Kepler y
Galileo los que establecieron el hecho de que la Tierra y otros planetas giran alrededor del
Sol. Esto había sido afirmado por Copérnico, y como hemos visto, por ciertos griegos, que
no habían logrado, empero, dar las pruebas de ello. Copérnico, es verdad, no encontró
argumentos serios qué presentar en favor de su punto de vista. No es mera justicia para
con Kepler el afirmar que al adoptar la hipótesis copernicana se apoyaba en razones
puramente científicas. Se dice que en cierta época de su juventud fue partidario de la
adoración del Sol, y que pensaba que el centro del universo era el único sitio digno de una
tan gran deidad. Sin embargo, sólo motivos científicos pudieron conducirle al
descubrimiento de ser las órbitas planetarias elipses y no círculos.
El y aún más Galileo poseyeron el método científico en su integridad. Aunque se
saben actualmente muchas más cosas que las que se sabían en su época, no se ha añadido
nada esencial al método. Pasaron de la observación de hechos particulares al
establecimiento de leyes cuantitativas rigurosas, por medio de las cuales los hechos
particulares futuros podían ser predichos. Chocaron profundamente con sus
contemporáneos, en parte porque sus conclusiones se enfrentaban por su naturaleza con
las creencias de aquella época; pero en parte también porque la creencia en la autoridad
había impulsado a los eruditos a limitar a las bibliotecas sus investigaciones, y los
profesores estaban angustiados ante la sugestión de que podría ser necesario contemplar el
mundo para saber cómo es.
Hay que reconocer que Galileo era algo travieso. Siendo aún muy joven, fue nombrado
profesor de matemáticas en Pisa; pero como el salario era miserable, no parece haberse
ilusionado con que se esperasen de él grandes cosas. Comenzó escribiendo un tratado
contra el uso del birrete y de la loga en la Universidad, tratado que pudo quizá
popularizarse entre los estudiantes; pero que fue acogido con gran descontento por sus
compañeros los profesores. Se divertía buscando ocasiones que pusiesen en ridículo a sus
colegas. Estos afirmaban, por ejemplo —basándose en la física de Aristóteles—, que un
cuerpo que pesase diez libras caería de una altura determinada en una décima parte del
tiempo que necesitaría un cuerpo que pesase una libra. Una mañana subió Galileo a lo alto
de la torre inclinada de Pisa con dos pesos de una y diez libras, respectivamente, y en el
momento en que los profesores se dirigían con, grave dignidad a sus cátedras, en presencia
de los discípulos, llamó su atención y dejó caer los dos pesos a sus pies desde lo alto de la
torre. Ambos pesos llegaron prácticamente al mismo tiempo. Los profesores, sin embargo,
sostuvieron que sus ojos debían haberles engañado, puesto que era imposible que
Aristóteles se equivocase.
En otra ocasión fue aún más atrevido. Giovanni dei Medici, que era gobernador de
Liorna, inventó una máquina de dragar, de la que estaba muy ufano. Galileo afirmó que,
hiciese lo que hiciese, no lograría dragar con ella; como así resultó. Esto indujo a
Giovanni a hacerse un entusiasta aristotélico.
Galileo se hizo impopular y fue silbado al explicar su curso, hecho que también le ha
sucedido a Einstein en Berlín. Después hizo un telescopio e invitó a los profesores a mirar
por él los satélites de Júpiter. Los profesores rehusaron, exponiendo como motivo que
Aristóteles no había mencionado dichos satélites, y que, por eso, cualquiera que pensase
que lo veía tenía que estar equivocado.
El experimento de la torre inclinada de Pisa corroboró la primera investigación
importante de Galileo, o sea, el establecimiento de la ley de caída libre de los graves.
Según dicha ley, todos los cuerpos caen a la misma velocidad en el vacío, y al término de
un tiempo determinado han adquirido una velocidad proporcional al tiempo durante el
cual han estado cayendo y han recorrido un espacio proporcional al cuadrado de dicho
tiempo. Aristóteles había sostenido otra cosa; pero ni Aristóteles ni ninguno de sus
sucesores, durante cerca de dos mil años, se habían tomado la molestia de averiguar si lo
que sostenían era verdad. La idea de hacer esta investigación era una novedad, y la falta de
respeto de Galileo a la autoridad fue considerada como abominable. Tenía, como es
natural, muchos amigos, hombres para quienes el espectáculo de la inteligencia era
delicioso en sí mismo. Pocos de estos hombres, sin embargo, ocupaban puestos
académicos, y la opinión universitaria era enconadamente hostil a los descubrimientos de
Galileo.
Como todo el mundo sabe, tuvo que ver con la Inquisición al final de su vida, por
sostener que la Tierra gira alrededor del Sol. Había tenido un primer encuentro de menos
importancia, del cual saliera sin gran quebranto; pero el año 1632 publicó un libro de
diálogos sobre los sistemas de Copérnico y Ptolomeo, en el que cometió la temeridad de
colocar en boca de un personaje llamado Simplicio algunas observaciones que habían sido
hechas por el Papa. El Papa mantenía relación amistosa con Galileo; pero en esta ocasión
se puso furioso. Galileo vivía en Florencia en buena amistad con el Gran Duque. Pero la
Inquisición reclamó su presencia en Roma para juzgarle, y amenazó al Gran Duque con
castigos y multas si continuaba amparando a Galileo. Este tenía por entonces setenta años;
estaba muy enfermo y se iba quedando ciego. Envió un certificado médico para demostrar
que no estaba en condiciones de viajar; a lo cual la Inquisición respondió enviándole un
médico de los suyos, con órdenes de que tan pronto se repusiese lo bastante fuese traído a
Roma cargado de cadenas. Al enterarse de que esta orden se iba a llevar a cabo, se puso
voluntariamente en camino. Con amenazas se le obligó a hacer acto de sumisión.
La sentencia de la Inquisición es un documento interesante. Dice así:
… Por cuanto tú, Galileo, hijo del difunto Vincenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, fuiste
denunciado, en 1615, a este Santo Oficio por sostener como verdadera una falsa doctrina enseñada por muchos, a
saber: que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve y posee también un movimiento
diurno; así como por tener discípulos a quienes instruyes en las mismas ideas; así como por mantener
correspondencia sobre el mismo tema con algunos matemáticos alemanes; así como por publicar ciertas cartas
sobre las manchas del Sol, en las que desarrollas la misma doctrina como verdadera; así como por responder a las
objeciones que se suscitan continuamente por las Sagradas Escrituras, glosando dichas Escrituras según tu propia
interpretación; y por cuanto fue presentada la copia de un escrito en forma de carta, redactada expresamente por
ti para una persona que fue antes tu discípulo, y en la que, siguiendo la hipótesis de Copérnico, incluyes varias
proposiciones contrarias al verdadero sentido y autoridad de las Sagradas Escrituras; por eso este Sagrado
Tribunal, deseoso de prevenir el desorden y perjuicio que desde entonces proceden y aumentan en menoscabo de
la Sagrada Fe, y atendiendo al deseo de Su Santidad y de los eminentísimos cardenales de esta suprema universal
Inquisición, califica las dos proposiciones de la estabilidad del Sol y del movimiento de la Tierra, según los
calificadores teológicos, como sigue:
1. La proposición de ser el Sol el centro del mundo e inmóvil en su sitio es absurda, filosóficamente falsa y
formalmente herética, porque es precisamente contraria a las Sagradas Escrituras.
2. La proposición de no ser la Tierra el centro del mundo, ni inmóvil, sino que se mueve, y también con un
movimiento diurno, es también absurda, filosóficamente falsa y, teológicamente considerada, por lo menos
errónea en la fe.
Pero estando decidida en esta ocasión a tratarte con suavidad, la Sagrada Congregación, reunida ante Su
Santidad el 25 de febrero de 1616, decreta que su eminencia el cardenal Bellarmino te prescriba abjurar del todo
de la mencionada falsa doctrina; y que si rehusases hacerlo, seas requerido por el comisario del Santo Oficio a
renunciar a ella, a no enseñarla a otros ni a defenderla; y a falta de aquiescencia, que seas prisionero; y por eso,
para cumplimentar este decreto al día siguiente, en el palacio, en presencia de su eminencia el mencionado
cardenal Bellarmino, después de haber sido ligeramente amonestado por dicho cardenal, fuiste conminado por el
comisario del Santo Oficio, ante notario y testigos, a renunciar del todo a la mencionada opinión falsa, y en el
futuro, no defenderla ni enseñarla de ninguna manera, ni verbalmente ni por escrito; y después de prometer
obediencia a ello, fuiste despachado.
Y con el fin de que una doctrina tan perniciosa pueda ser extirpada del todo y no se insinúe por más tiempo
con grave detrimento de la verdad católica, ha sido publicado un decreto procedente de la Sagrada Congregación
del Indice, prohibiendo los libros que tratan de esta doctrina, declarándola falsa y del todo contraria a la Sagrada
y Divina Escritura.
Y por cuando después ha aparecido un libro publicado en Florencia el último año, cuyo título demostraba ser
tuyo, a saber: El Diálogo de Galileo Galilei sobre los dos sistemas principales del mundo: el ptolomeico y el
copernicano; y por cuanto la Sagrada Congregación ha oído que a consecuencia de la impresión de dicho libro va
ganando terreno diariamente la opinión falsa del movimiento de la Tierra y de la estabilidad del Sol, se ha
examinado detenidamente el mencionado libro y se ha encontrado en él una violación manifiesta de la orden
anteriormente dada a ti, toda vez que en este libro has defendido aquella opinión que ante tu presencia había sido
condenada; aunque en el mismo libro haces muchas circunlocuciones para inducir a la creencia de que ello queda
indeciso y sólo como probable, lo cual es asimismo un error muy grave, toda vez que no puede ser en ningún
modo probable una opinión que ya ha sido declarada y determinada como contraria a la Divina Escritura. Por
eso, por nuestra orden, has sido citado en este Santo Oficio, donde, después de prestado juramento, has
reconocido el mencionado libro como escrito y publicado por ti. También confesaste que comenzaste a escribir
dicho libro hace diez o doce años, después de haber sido dada la orden antes mencionada. También reconociste
que habías pedido licencia para publicarlo, sin aclarar a los que te concedieron este permiso que habías recibido
orden de no mantener, defender o enseñar dicha doctrina de ningún modo. También confesaste que el lector podía
juzgar los argumentos aducidos para la doctrina falsa, expresados de tal modo, que impulsaban con más eficacia
a la convicción que a una refutación fácil, alegando como excusa que habías caído en un error contra tu intención
al escribir en forma dialogada y, por consecuencia, con la natural complacencia que cada uno siente por sus
propias sutilezas y en mostrarse más habilidoso que la generalidad del género humano al inventar, aun en favor
de falsas proposiciones, argumentos ingeniosos y plausibles.
Y después de haberte concedido tiempo prudencial para hacer tu defensa, mostraste un certificado con el
carácter de letra de su eminencia del cardenal Bellarmino, conseguido, según dijiste, por ti mismo, con el fin de
que pudieses defenderte contra las calumnias de tus enemigos, quienes propalaban que habías abjurado de tus
opiniones y habías sido castigado por el Santo Oficio; en cuyo certificado se declara que no habías abjurado ni
habías sido castigado, sino únicamente que la declaración hecha por Su Santidad, y promulgada por la Sagrada
Congregación del Indice, te había sido comunicada, en la que se declara que la opinión del movimiento de la
Tierra y de la estabilidad del Sol es contraria a las Sagradas Escrituras, y que por eso no puede ser sostenida ni
defendida. Por lo que al no haberse hecho allí mención de dos artículos de la orden, a saber: la orden de «no
enseñar» y «de ningún modo», argüiste que debíamos creer que en el lapso de catorce o quince años se habían
borrado de tu memoria, y que ésta fue también la razón por la que guardaste silencio respecto a la orden, cuando
buscaste el permiso para publicar tu libro, y que esto es dicho por ti, no para excusar tu error, sino para que pueda
ser atribuido a ambición de vanagloria más que a malicia. Pero este mismo certificado, escrito a tu favor, ha
agravado considerablemente tu ofensa, toda vez que en él se declara que la mencionada opinión es opuesta a las
Sagradas Escrituras, y, sin embargo, te has atrevido a ocuparte de ella y a argüir que es probable. Ni hay ninguna
atenuación en la licencia arrancada por ti, insidiosa y astutamente, toda vez que no pusiste de manifiesto el
mandato que se te había impuesto. Pero considerando nuestra opinión de no haber revelado toda la verdad
respecto a tu intención, juzgamos necesario proceder a un examen riguroso, en el que contestaste como buen
católico.
Por eso, habiendo visto y considerado seriamente las circunstancias de tu caso con tus confesiones y excusas,
y todo lo demás que debía ser visto y considerado, nosotros hemos llegado a la sentencia contra ti, que se escribe
a continuación:
Invocando el sagrado nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de Su Gloriosa Virgen Madre María,
pronunciarnos esta nuestra final sentencia, la que, reunidos en Consejo y Tribunal con los reverendos maestros de
la Sagrada Teología y doctores de ambos Derechos, nuestros asesores, extendemos en este escrito relativo a los
asuntos y controversias entre el magnífico Cario Sincereo, doctor en ambos Derechos, fiscal procurador del
Santo Oficio, por un lado, y tú, Galileo Galilei, acusado, juzgado y convicto, por el otro lado, y pronunciamos,
juzgamos y declaramos que tú, Galileo, a causa de los hechos que han sido detallados en el curso de este escrito,
y que antes has confesado, te has hecho a ti mismo vehementemente sospechoso de herejía a este Santo Oficio al
haber creído y mantenido la doctrina (que es falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras) de que el Sol
es el centro del mundo, y de que no se mueve de Este a Oeste, y de que la Tierra se mueve y no es el centro del
mundo; también de que una opinión puede ser sostenida y defendida como probable después de haber sido
declarada y decretada como contraria a la Sagrada Escritura, y que, por consiguiente, has incurrido en todas las
censuras y penalidades contenidas y promulgadas en los sagrados cánones y en otras constituciones generales y
particulares contra delincuentes de esta clase. Visto lo cual, es nuestro deseo que seas absuelto, siempre que con
un corazón sincero y verdadera fe, en nuestra presencia abjures, maldigas y detestes los mencionados errores y
herejías, y cualquier otro error y herejía contrarío a la Iglesia católica y apostólica de Roma, en la forma que
ahora se te dirá.
Pero para que tu lastimoso y pernicioso error y transgresión no queden del todo sin castigo, y para que seas
más prudente en lo futuro y sirvas de ejemplo para que los demás se abstengan de delincuencias de este género,
nosotros decretamos que el libro Diálogos de Galileo Galilei sea prohibido por un edicto público, y te
condenamos a prisión formal de este Santo Oficio por un período determinable a nuestra voluntad, y, por vía de
saludable penitencia, te ordenamos que durante los tres próximos años recites, una vez a la semana, los siete
salmos penitenciales, reservándonos el poder de moderar, conmutar o suprimir la totalidad o parte del
mencionado castigo o penitencia.
No es verdad que después de recitar esta abjuración dijese entre dientes: «Eppur si
muove». Fue la gente quien dijo esto, y no Galileo.
La Inquisición afirmaba que la suerte de Galileo «sería un ejemplo para que los demás
se abstuviesen de delincuencias de este género». En esta afirmación acertó, por lo menos
en lo que se refiere a Italia. Galileo fue el último, en efecto, de los grandes italianos.
Ningún italiano, desde entonces, ha sido capaz de delincuencias de ese género. No puede
decirse que la Iglesia haya variado mucho desde el tiempo de Galileo. Donde ejerce poder,
como en Irlanda y en Boston, sigue prohibiendo toda literatura que contenga nuevas ideas.
El conflicto entre Galileo y la Inquisición no es meramente el conflicto entre el libre
pensamiento y el fanatismo, o entre la ciencia y la religión: es además un conflicto entre el
espíritu de inducción v el espíritu de deducción. Los que creen en la deducción como
método para llegar al conocimiento se ven obligados a tomar sus premisas de alguna parte,
generalmente de un libro sagrado. La deducción procedente de libros inspirados es el
método de llegar a la verdad empleado por los juristas, cristianos, mahometanos y
comunistas… Y puesto que la deducción, como medio de alcanzar el conocimiento fracasa
cuando existe duda sobre las premisas, los que creen en la deducción tienen que ser
enemigos de los que discuten la autoridad de los libros sagrados. Galileo discutió a
Aristóteles v a las Escrituras, y con ello destruyó todo el edificio del conocimiento
medieval. Sus predecesores sabían cómo fue creado el mundo, cuál era el destino del
hombre y los más profundos misterios de la metafísica, y los ocultos principios que rigen
la conducta de los cuerpos. En el universo moral y material nada era misterioso para ellos,
nada oculto; todo podía ser expuesto en metódicos silogismos. Comparado con todo este
caudal, ¿qué les quedaba a los partidarios de Galileo? Una ley de caída de los graves, la
teoría del péndulo y las elipses de Kepler. ¿Puede sorprender, ante esto, que los eruditos
protestasen a voz en grito de la destrucción de sus conocimientos, ganados tan
laboriosamente? Así como el sol naciente disipa la multitud de las estrellas, así las escasas
verdades comprobadas por Galileo desvanecieron el firmamento centelleante de las
certezas medievales.
Sócrates había dicho que él era más sabio que sus contemporáneos, porque él sólo
sabía que no sabía nada. Esto era un artificio retórico. Galileo pudo haber dicho con
verdad que no sabía gran cosa, pero sabía que sabía algo, mientras sus contemporáneos
aristotélicos no sabían nada y pensaban que sabían mucho. El conocimiento, considerado
como opuesto a las fantasías de realización de los deseos, es difícil de alcanzar. Un poco
de contacto con el verdadero conocimiento hace menos aceptables las fantasías. Por regla
general, el conocimiento es más difícil de lograr que lo que suponía Galileo, y mucho de
lo que él creía era sólo aproximado; pero en el proceso de adquirir un conocimiento seguro
y general, Galileo dio el primer paso. Por eso es el padre de los tiempos modernos. Tanto
lo que nos gusta como lo que nos disgusta de la edad en que vivimos —su crecimiento de
población, su mejoramiento en sanidad, sus trenes, automóviles, radio, política y anuncios
de jabón—, todo proviene de Galileo. Si la Inquisición le hubiese cogido joven, no
podríamos ahora gozar de las delicias de la guerra aérea y de los gases envenenados, ni,
por otra parte, de la disminución de la pobreza y de las enfermedades, que es característica
de nuestra época.
Es costumbre entre cierta escuela de sociólogos menospreciar la importancia de la
inteligencia y atribuir todos los grandes sucesos a grandes causas impersonales. Juzgo esto
una completa ilusión. Creo que si cien de los hombres del siglo XVII hubiesen muerto en
la infancia, no existiría el mundo moderno. Y de esos ciento, Galileo es el principal.
NEWTON
S IR Isaac Newton nació el año en que murió Galileo (1642). Como Galileo, llegó a
muy viejo, pues murió el año 1727.
En el corto período que media entre las actividades de esos dos hombres, la posición
de la ciencia en el mundo había cambiado por completo. Galileo, durante toda su vida,
tuvo que luchar contra los hombres tenidos por científicos, y en sus últimos años tuvo que
sufrir persecución y condena por su obra. Newton, por el contrario, desde el momento en
que, a la edad de dieciocho años, entró como alumno en el Trinity College, de Cambridge,
escuchó el aplauso universal. Antes de transcurridos los dos años de conseguir su grado, el
director de su colegio le describía como hombre de increíble genio. Fue aclamado por todo
el mundo erudito, honrado por monarcas, y, con verdadero espíritu inglés, fue
recompensado por su trabajo con un destino de Gobierno, en el que no pudo continuar su
trabajo. Fue tan grande su valimiento que cuando Jorge I subió al trono el gran Leibniz
tuvo que permanecer en Hannover, porque él y Newton habían reñido.
Fue una fortuna para las épocas siguientes que las circunstancias de Newton fuesen tan
plácidas. Era hombre nervioso y timorato; al mismo tiempo susceptible y enemigo de
controversias. No gustaba de publicar sus trabajos, porque le exponían a la crítica, y se vio
forzado a hacerlo, a instancia de amigos cariñosos. A propósito de su Optica, escribió a
Leibniz: «Estaba tan acosado por las discusiones promovidas con la publicación de mi
teoría de la luz, que me reproché mi propia imprudencia por abandonar una bendición tan
sustancial como mi tranquilidad para correr detrás de una sombra». Si hubiese encontrado
una oposición parecida a la que tuvo enfrente Galileo, es probable que nunca hubiera
publicado un renglón.
El triunfo de Newton fue el más espectacular en la historia de la ciencia. La
astronomía, desde la época de los griegos, había sido a un mismo tiempo la más
adelantada y la más respetada de las ciencias. Las leyes de Kepler aún eran recientes, y la
tercera de ellas no era de ningún modo aceptada universalmente. Además, parecían
extrañas e inexplicables a los que se habían acostumbrado a los círculos y epiciclos. La
teoría de Galileo sobre las mareas no era correcta; los movimientos de la Luna no estaban
bien estudiados, y los astrónomos se condolían de la pérdida de aquella épica unidad que
los cielos poseían en el sistema ptolomeico. Newton, de un solo golpe, con su ley de la
gravitación, puso orden y unidad en esta confusión. No sólo dio razón en líneas generales
de los movimientos de planetas y satélites, sino, también de todos los detalles conocidos
hasta entonces; hasta los cometas, que no hacía mucho tiempo «presagiaban la muerte de
los príncipes», se encontraron sometidos a la ley de gravitación. El cometa de Halley fue
uno de los más serviciales, y Halley fue el mejor amigo de Newton.
Los Principia, de Newton, se desenvuelven al gran estilo griego; por las tres leyes del
movimiento y la ley de gravitación explicase, en deducción puramente matemática, el
conjunto del sistema solar. La obra de Newton es estatuaria y helénica, bien distinta de las
mejores de nuestra propia época. La aproximación más cercana a la misma perfección
clásica, entre los modernos, es la teoría de la relatividad; pero aun ésta no aspira a la
misma finalidad, ya que el grado de progreso de la época actual es demasiado grande.
Todo el mundo conoce la historia de la caída de la manzana. Contrariamente a lo que les
sucede a muchas de estas historias, no se tiene la seguridad de que sea falsa. En todo caso,
fue en el año 1665 cuando Newton pensó por primera vez en la ley de la gravitación, y en
aquel año, a causa de la gran peste, pasó una temporada en el campo, posiblemente en un
huerto. No publicó sus Principia hasta el año 1687: durante veintiún años se contentó con
pensar sobre su teoría y perfeccionarla gradualmente. Ningún moderno se hubiera atrevido
a hacer semejante cosa, ya que veintiún años es bastante para cambiar j completamente el
paisaje científico. Aun la obra de Einstein tiene siempre bordes mellados, dudas sin
resolver, especulaciones no concluidas. No digo esto en tono de crítica. Lo digo sólo para
ilustrar la diferencia entre nuestra edad y la de Newton. No aspiramos ya a la perfección, a
causa del ejército de sucesores a quienes podemos apenas aventajar, y que están en todo
momento dispuestos a borrar nuestras huellas.
El respeto universal otorgado a Newton, en contraste con el trato que encontró Galileo,
fue debido en parte a la propia obra de Galileo y a la de otros hombres de ciencia que
llenaron los años intermedios; pero también fue debido, y en no pequeña proporción, a la
marcha de la política. En Alemania, la guerra de los Treinta Años, que estaba en su
apogeo cuando murió Galileo, diezmaba la población, sin influir en lo más mínimo en el
equilibrio de poder entre protestantes y católicos. Esto fue causa de que aun el menos
reflexivo pensase que las guerras de religión eran una equivocación. Francia, aunque
potencia católica, había apoyado a los protestantes alemanes, y Enrique IV, aunque se hizo
católico para ganar París, no fue impulsado por este motivo a un gran fanatismo en la
práctica de su nueva fe. En Inglaterra la guerra civil, que comenzó el año del nacimiento
de Newton, condujo al predominio de los santos, que pusieron a todo el mundo, excepto a
los santos mismos, contra el celo religioso. Newton ingresó en la Universidad al año
siguiente de regresar Carlos II del destierro, y Carlos II, que fundó la Royal Society, hizo
todo lo posible por fomentar la ciencia, como un antídoto del fanatismo. El fanatismo
protestante le había mantenido en el destierro, y la intransigencia católica había hecho
perder el trono a su hermano. Carlos II, que era un monarca inteligente, tomó por regla de
gobierno el evitarse un nuevo viaje de destierro. El período desde su advenimiento hasta la
muerte de la reina Ana fue el más brillante, intelectualmente, de la historia inglesa.
En Francia, mientras tanto, Descartes había inaugurado la filosofía moderna. Pero su
teoría de los vórtices o torbellinos fue un obstáculo para la aceptación de las ideas de
Newton. Sólo después de la muerte de Newton, y principalmente como resultado de las
Lettres Philosophiques de Voltaire, cobró Newton fama; pero cuando lo hizo, su fama fue
enorme.
En realidad, durante toda la centuria siguiente, hasta la caída de Napoleón, fueron
principalmente los franceses los que prosiguieron la obra de Newton. Los ingleses se
equivocaron por patriotismo al adherirse a sus métodos, que eran inferiores a los de
Leibniz, con el resultado de que, después de su muerte, las matemáticas inglesas fueron
despreciables durante cien años. El daño que en Italia hizo la intransigencia hízolo en
Inglaterra el nacionalismo. Sería difícil decir cuál de los dos procedimientos resulta más
pernicioso.
Aunque los Principia de Newton conservan la forma deductiva, inaugurada por los
griegos, su espíritu es del todo diferente del de la ciencia griega, toda vez que la ley de
gravitación, que es una de sus premisas, no es supuesta como evidente por sí misma, sino
que se llega a ella inductivamente, a partir de las leyes de Kepler. El libro, por eso, ilustra
el método científico en la forma ideal. De la observación de hechos particulares llega por
inducción a una ley general, y por deducción de la ley general son inferidos otros hechos
particulares. Este es todavía el ideal de la física, que es la ciencia de la que, en teoría,
todas las demás debieran ser deducidas; pero la realización de ese ideal es algo más difícil
de lo que parecía en la época de Newton, y una sistematización prematura ha resultado ser
peligrosa.
La ley de gravitación de Newton ha tenido una historia peculiar. Mientras, durante más
de doscientos años, explicó casi todos los hechos que eran conocidos respecto a los
movimientos de los cuerpos celestes, permanece aislada y misteriosa en sí misma entre las
leyes naturales. Nuevas ramas de la física crecen en vastas proporciones, las teorías del
sonido, del calor, de la luz y de la electricidad fueron exploradas con éxito. Pero ninguna
propiedad de la materia fue descubierta que pudiese en modo alguno relacionarse con la
gravitación. Sólo con la teoría general de la relatividad de Einstein (1915) encaja la
gravitación en el cuadro general de la física; y entonces se encontró que pertenece más
bien a la geometría que a la física, en el sentido tradicional de «física». Desde un punto de
vista práctico, la teoría de Einstein supone sólo correcciones muy pequeñas de los
resultados newtonianos. Estas correcciones minúsculas, en tanto que se pueden medir, han
sido comprobadas empíricamente; pero si el cambio práctico es pequeño, el cambio
intelectual es enorme, puesto que toda nuestra concepción del espacio y del tiempo ha
tenido que ser transformada. La obra de Einstein ha acentuado la dificultad de soluciones
acabadas en la ciencia. La ley de gravitación de Newton ha reinado durante todo tiempo y
ha explicado tantas cosas, que parecía apenas creíble que tuviera necesidad de corrección.
Sin embargo, tal corrección ha resultado necesaria al final, y nadie duda de que la
corrección tendrá que ser, a su vez, corregida.
DARWIN
La siguiente cita es interesante, no sólo por ilustrar su posición en este punto, sino por
mostrar las esperanzas idealistas para la raza humana, que basa en el progreso de la
ciencia:
… Al comienzo de nuestro trabajo, y durante mucho tiempo después, sentíamos el apremio de la costumbre,
que nos invitaba a explicar nuestro resultado por medio de interpretaciones psicológicas. Cada vez que la
investigación objetiva encontraba un obstáculo, o cuando era detenida por la complejidad del problema, se
originaban recelos muy naturales respecto a la corrección de nuestro nuevo método. Gradualmente, con el
progreso de nuestra investigación, estas dudas se hicieron menos frecuentes, y ahora estoy profunda e
irrevocablemente convencido de que por este camino se encontrará el triunfo final de la mente humana sobre su
problema supremo —el conocimiento del mecanismo y las leyes de la naturaleza humana—. Sólo de este modo
puede venir una felicidad completa, verdadera y permanente. Dejemos a la mente elevarse, de victoria en
victoria, sobre la naturaleza que la rodea; dejémosla conquistar para la actividad y la vida humana, no sólo la
superficie de la tierra, sino todo lo que existe entre la profundidad de los mares y los límites superiores de la
atmósfera; dejémosla mandar para su servicio la energía prodigiosa que fluye de una parte del universo a la otra;
dejémosla aniquilar el espacio para la transferencia de sus pensamientos. Con todo, la misma criatura humana,
impulsada por poderes tenebrosos a guerras y revoluciones, con sus horrores, produce por sí misma incalculables
pérdidas materiales y pena indecible, y retrocede a estados bestiales. Sólo la ciencia, la ciencia exacta de la
propia naturaleza humana, y la aproximación más sincera a la misma, con la ayuda del omnipotente método
científico, librará al hombre de su melancolía presente y le purgará de su vergüenza contemporánea en la esfera
de las relaciones interhumanas.[1.8]
Cuanto más se estudia este asunto, más importante parece ser. Por eso, Pavlov debe ser
clasificado entre los más eminentes hombres de ciencia de nuestra época.
II Capítulo
METAFÍSICA CIENTÍFICA[4.1]
CIENCIA Y RELIGIÓN
En nuestros días, el corazón tiene sentimientos sobre los, átomos, sobre el sistema
respiratorio, sobre el desarrollo de los erizos de mar y otros temas parecidos, con respecto
a los cuales, si no fuera por la ciencia, permanecería indiferente.
Uno de los más notables desarrollos en la apologética religiosa de los tiempos
modernos es el intento de salvar el libre albedrío, por medio de nuestra ignorancia de la
conducta de los átomos. Las antiguas leyes de la mecánica que regían los movimientos de
los cuerpos de suficiente tamaño para ser vistos siguen siendo verdaderas en grado muy
aproximado, con respecto a dichos cuerpos; pero se ha encontrado que no son aplicables a
los átomos aislados, y menos aún con alguna certeza si existen leyes que rigen la conducta
de los átomos aislados, en todos los aspectos, o si la conducta de tales átomos depende en
parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la conducta de tales
átomos dependen en parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la
conducta de los cuerpos grandes puedan ser meramente leyes estadísticas, que expresan el
resultado medio de un gran número de movimientos fortuitos. Algunas, como la segunda
ley de la termodinámica, se sabe que son leyes estadísticas, y es posible que otras lo sean.
En el átomo existen varios estados posibles que no se funden continuamente el uno en el
otro, sino que están separados por pequeños espacios finitos. Un átomo puede saltar de
uno de estos estados al otro, y puede ejecutar varios saltos diferentes. En la actualidad no
se conocen leyes para saber cuál de los saltos posibles tendrá lugar en una ocasión
determinada, y se sugiere que el átomo no está sujeto a ninguna ley en este particular y
que posee lo que podría llamarse por analogía «libre albedrío». Eddington, en su libro La
Naturaleza del Mundo Físico, ha sacado mucho partido de esta posibilidad (pág. 311).
Piensa, al parecer, que la mente puede decidir a los átomos del cerebro a realizar una u
otra de las transiciones posibles en un momento dado; y así, por medio de una especie de
acción de disparador, produce resultados en gran escala conforme con su voluntad. Según
él, la voluntad misma no tiene causa conocida. Si esto es verdad, la marcha del mundo
físico, aun cuando se trate de grandes masas, no está completamente predeterminada por
leyes físicas, sino que está expuesta a ser alterada por voliciones sin causa de los seres
humanos.
Antes de examinar esta posición quisiera decir unas cuantas palabras sobre lo que se
llama «el principio de indeterminación». Este principio fue introducido en la física en
1927 por Heisenberg, y ha sido adoptado por los clérigos —principalmente, a mi juicio, a
causa de su nombre— como algo capaz de proporcionarles una salida de la esclavitud a las
leyes matemáticas. Es para mi mente algo sorprendente que Eddington defienda este uso
de este principio (véase pág. 306). El principio de indeterminación dice que es imposible
determinar con precisión juntamente la posición y el momento de una partícula; habrá un
margen de error en cada uno, y el producto de los dos errores es constante. Esto quiere
decir que cuanto más exactamente se determina lo uno, tanto menos exactamente se
determina lo otro, y viceversa. El margen de error existente es naturalmente muy pequeño.
Me sorprende, repito, que Eddington haya apelado a este principio en conexión con la
cuestión del libre albedrío, pues el principio no contribuye en nada a demostrar que la
marcha de la naturaleza no está determinada. Solamente demuestra que la antigua
concepción del espacio y del tiempo no es completamente adecuada a las necesidades de
la física moderna, que ahora es conocida con otros fundamentos. El espacio y el tiempo
fueron inventados por los griegos, y sirvieron admirablemente a su propósito hasta el siglo
presente. Einstein los reemplazó por una especie de Centauro que llamó «espacio-tiempo»,
y éste satisfizo durante un par de décadas. Pero la moderna mecánica de los quanta ha
hecho evidente la necesidad de una reconstrucción más fundamental. El principio de
indeterminación es sólo una ilustración de esta necesidad, y no el fracaso de las leyes
físicas para determinar el curso de la naturaleza.
Como señala J. E. Turner (Nature, 27 de diciembre de 1930), «el empleo que se ha
hecho del principio de indeterminación es debido en gran parte a la ambigüedad de la
palabra “determinado”». En un sentido, una cantidad está determinada cuando es medida;
en otro sentido, un suceso está determinado cuando se ha producido. El principio de la
indeterminación tiene que ver con la medida y no con la causa. Según este principio, la
velocidad y la posición de una partícula resultan indeterminadas, en el sentido de no poder
ser medidas con exactitud. Éste es un hecho físico causalmente conexionado con el hecho
de ser la medición un proceso físico que tiene un efecto físico sobre lo que es medido. No
hay, empero, nada en el principio de indeterminación que enseñe que un suceso físico no
tiene causa. Como dice Turner: «Es una falacia por equívoco el argumento que diga que
todo cambio que no pueda ser determinado, en el sentido de “precisado”, es por eso
mismo determinado en el sentido absolutamente diferente de “causado”».
Volviendo ahora al átomo y a su supuesto libre albedrío, hay que observar que no se
sabe que sea caprichosa la conducta del átomo. Es falso decir que la conducta del átomo es
caprichosa; y también es falso afirmar que la conducta del átomo no es caprichosa. La
ciencia ha descubierto recientemente que el átomo no está sujeto a las leyes de la antigua
física, y algunos físicos han aventurado temerariamente la conclusión de que el átomo no
está sujeto a ley alguna. El argumento de Eddington sobre el efecto de la mente en el
cerebro recuerda inevitablemente el argumento de Descartes sobre el mismo asunto.
Descartes conocía la conservación de la vis viva, pero no la conservación del momento
mecánico. De aquí que pensase que la mente podía modificar la dirección del movimiento
del espíritu animal, aunque no su cantidad. Cuando, poco después de la publicación de su
teoría, fue descubierta la conservación del momento, el punto de vista de Descartes tuvo
que ser abandonado. El punto de vista de Eddington, análogamente, está a merced de los
físicos experimentales, que pueden, en cualquier momento, descubrir leyes que regulen la
conducta de los átomos individuales. Es muy atrevido el pretender erigir un edificio sobre
una base de ignorancia, que puede ser sólo momentánea. Y los efectos de este
procedimiento son necesariamente malos, ya que hacen concebir esperanzas a los hombres
de que no se harán nuevos descubrimientos.
Hay, además, una objeción puramente empírica a la creencia en el libre albedrío.
Siempre que ha sido posible someter la conducta de los animales o de los seres humanos a
una observación científica cuidadosa, se ha encontrado, como en los experimentos de
Pavlov, que las leyes científicas pueden descubrirse en todos esos seres como en cualquier
otra esfera. Es cierto que no podemos predecir las acciones humanas con perfección; pero
esto se explica suficientemente teniendo en cuenta la complicación del mecanismo, y no
exige en modo alguno la hipótesis de una carencia absoluta de ley, que ha resultado
siempre falsa cuando se ha examinado cuidadosamente.
Los que desean la existencia del capricho en el mundo físico, me parece a mí que no
han logrado comprender lo que esto supondría. Toda deducción respecto a la marcha de la
naturaleza es causal, y si la naturaleza no está sujeta a leyes causales, tiene que fracasar
dicha deducción. No podemos, en ese caso, saber nada fuera Je nuestra experiencia
personal; en realidad, rigurosamente hablando, sólo podemos conocer nuestra experiencia
en el momento presente, ya que la memoria también depende de leyes causales. Si no
podemos inferir la existencia de otra gente, o de nuestro propio pasado, mucho menos
podremos inferir la existencia de Dios o de las otras cosas que los teólogos desean. El
principio de causalidad puede ser verdadero o falso; pero la persona que se alegra de
encontrar la hipótesis de su falsedad no acaba de comprender las consecuencias de su
propia teoría. Ordinariamente conserva, sin discusión, todas las leyes causales que juzga
conveniente, como, por ejemplo, que su alimento le nutrirá y que su Banco hará honor a
sus cheques, mientras tenga fondos en su cuenta corriente; pero rechaza todas las que le
parecen inconvenientes. Éste es un procedimiento demasiado ingenuo.
No hay, en realidad, ninguna razón de peso para suponer que la conducta de los
átomos no está sujeta a ley. Sólo muy recientemente los métodos experimentales han sido
capaces de arrojar alguna luz sobre la conducta de los átomos individuales, y no tiene nada
de particular que las leyes de esta conducta no hayan sido aún descubiertas. El probar que
una serie dada de fenómenos no está sujeta a leyes es esencial y teóricamente imposible.
Lo más que se puede afirmar es que las leyes, si existen, no han sido aún descubiertas.
Podemos decir, si lo preferimos, que los hombres que han estado investigando el átomo
son tan listos que debieran haber descubierto las leyes, si existiese alguna. No creo, sin
embargo, que ésta sea una premisa suficientemente sólida para basar en ella una teoría del
universo.
2) Dios como matemático. —Sir Arthur Eddington deduce la religión del hecho de no
obedecer los átomos a las leyes de las matemáticas. Sir James Jeans la deduce del hecho
de hacerlo. Ambos argumentos han sido aceptados con el mismo entusiasmo por los
teólogos, que sostienen, al parecer, que la exigencia de consecuencia pertenece a la razón
fría, y no debe interferir con nuestros sentimientos religiosos más profundos.
Hemos examinado el argumento de Eddington, desde el punto de vista de los saltos
atómicos. Examinemos ahora el argumento de Jeans desde el punto de vista del
enfriamiento de las estrellas. El Dios de Jeans es platónico. No es, según nos dice, un
biólogo o un ingeniero, sino un matemático puro (El Universo Misterioso, pág. 134).
Confieso mi preferencia por este tipo de Dios, más que por el que es conocido como
hacedor de grandes cosas; pero ello es, sin duda, porque prefiero el pensar a la acción.
Esto sugiere la idea de un tratado que se ocupe de la influencia del tono muscular en la
teología. El hombre cuyos músculos están tensos cree en un Dios de acción, mientras el
hombre cuyos músculos están relajados cree en un Dios de pensamiento y contemplación.
Sir James Jeans, seguro, sin duda, de sus propios argumentos teísticos, no es muy lisonjero
con los de los evolucionistas. Su libro El Universo Misterioso comienza con una biografía
del Sol, que casi se podría decir que es un epitafio. Parece que una sola estrella entre cien
mil tiene planetas, y que hace unos doscientos mil años el Sol tuvo la buena fortuna de
tener un encuentro fructífero con otra estrella, que condujo a la descendencia planetaria
existente. Las estrellas que no tienen planetas no pueden producir la vida, de modo que la
vida debe ser un fenómeno muy raro en el universo. «Parece increíble —dice sir James
Jeans— que el universo pueda haber sido originariamente proyectado para producir vida
como la nuestra: si hubiese sido así, seguramente podíamos haber esperado encontrar una
proporción mejor entre la magnitud del mecanismo y la cantidad del producto». Y aun en
este raro rincón del universo, la posibilidad de vida existe sólo durante un intermedio entre
el tiempo demasiado cálido y el tiempo demasiado frío. «Es una tragedia de nuestra raza
que esté destinada probablemente a morir de frío, mientras la mayoría de la sustancia del
universo permanece aún demasiado caliente para aprovecharse de ella». Los teólogos que
arguyen como si la vida humana fuese el fin de la creación parecen estar tan deficientes en
astronomía como excesivos en la estimación de sí mismos y de sus compañeros las
criaturas. No intentaré resumir los admirables capítulos de Jeans sobre la física moderna,
la materia y radiación, relatividad y éter; son tan compendiados como puede desearse, y
ningún extracto daría buena cuenta de ellos. Citaré, sin embargo, el propio sumario del
profesor Jeans para despertar el apetito del lector:
«En resumen, una burbuja de jabón con irregularidades y arrugas en su superficie es
quizá la mejor representación, con términos sencillos y familiares, de cómo el nuevo
universo se revela a nosotros en la teoría de la relatividad. El universo no es el interior de
la burbuja de jabón, sino su superficie, y debemos siempre recordar que mientras la
superficie de la burbuja de jabón tiene sólo dos dimensiones, el universo-burbuja tiene
cuatro —tres dimensiones para el espacio y una para el tiempo—. Y la sustancia en la que
es soplada esta burbuja, la película de jabón, es espacio vacío, unido homogéneamente con
tiempo vacío».
El último capítulo del libro se ocupa de argüir que esta burbuja de jabón ha sido
soplada por una Deidad matemática, por su interés hacia las propiedades matemáticas.
Esta parte ha agradado a los teólogos. Los teólogos se han acostumbrado a agradecer
pequeñas mercedes, y no les importa mucho qué clase de Dios les proporciona el hombre
de ciencia, siempre que les dé uno por lo menos. El Dios de sir James Jeans, como el de
Platón, es un Dios que tiene pasión por hacer sumas; pero, siendo un matemático puro, es
del todo indiferente respecto a aquello a que se refieren las sumas. Haciendo preceder su
argumento por una ración de física difícil y reciente, el eminente autor logra darle un aire
de profundidad que de otro modo no poseería. En esencia, el argumento es como sigue:
puesto que dos manzanas juntas con otras dos manzanas hacen cuatro manzanas, se
deduce que el Creador debe de haber sabido que dos y dos son cuatro. Podría objetarse
que, ya que un hombre y una mujer juntos, a veces hacen tres, el Creador no estaba tan
versado en sumas como fuera de desear. Hablando en serio: sir James Jean retrocede
explícitamente a la teoría del obispo Berkeley, según la cual las únicas cosas que existen
son los pensamientos; y la casi permanencia que observamos en el mundo externo es
debido al hecho de que Dios prosigue pensando sobre las cosas durante mucho tiempo.
Los objetos materiales, por ejemplo, no cesan de existir cuando ningún ser humano los
mira, porque Dios está mirándolos todo el tiempo, o, más bien, porque son pensamientos
de su mente en todo momento. «El universo —dice— puede ser descrito mejor, aunque
muy imperfecta e inadecuadamente, como compuesto de puro pensamiento, ejercido por
un pensador matemático». Un poco después nos enteramos de que las leyes que gobiernan
los pensamientos de Dios son aquéllas que gobiernan los fenómenos de nuestras horas de
vigilia, pero no aparentemente las de nuestros sueños.
El argumento no está establecido con la precisión formal que sir James Jeans exigiría
en un asunto que no tuviese relación con sus emociones. Aparte de los detalles, tiene el
defecto de contener un error fundamental, al confundir los dominios de las matemáticas
puras y aplicadas. Las matemáticas puras no dependen para nada de la observación; tienen
relación con símbolos y con la demostración de tener el mismo significado las diferentes
colecciones de símbolos. A causa de este carácter simbólico, pueden ser estudiadas sin la
ayuda del experimento. La física, por el contrario, por muy matemática que se haga,
depende enteramente de la observación y del experimento; lo que quiere decir, en último
término, de la percepción de los sentidos. El matemático se ocupa de toda clase de
matemáticas, pero sólo alguna de éstas es útil al físico. Y lo que el físico afirma cuando
emplea las matemáticas es algo totalmente diferente de lo que asevera el matemático puro.
El físico afirma que los símbolos matemáticos que emplea pueden ser utilizados para la
interpretación, coligación y predicción de las impresiones de los sentidos. Por muy
abstracto que se haga su trabajo, nunca pierde su relación con la experiencia. Se ha
encontrado que las fórmulas matemáticas pueden expresar ciertas leyes que gobiernan el
mundo que observamos. Jeans arguye que el mundo debe haber sido creado por un
matemático, por el placer de ver estas leyes realizándose. Si alguna vez hubiese intentado
exponer formalmente su argumento, no dudo que habría visto lo falso que es. En primer
lugar, parece probable que cualquier mundo, no importa cuál, podría ser puesto por un
matemático de suficiente habilidad dentro del alcance de leyes generales. Si esto es así, el
carácter matemático de la física moderna no es un hecho del mundo, sino meramente un
tributo a la habilidad del físico. En segundo lugar, si Dios fuese un matemático puro, tan
puro como su caballeroso campeón supone, no hubiese deseado dar una existencia externa
grosera a sus pensamientos. El deseo de trazar curvas y hacer modelos geométricos
pertenece a la etapa escolar de la niñez, y, sin embargo, es este deseo el que sir James
Jeans atribuye a su Hacedor. El mundo, nos dice, se compone de pensamientos, de los que
hay tres grados: los pensamientos de Dios, los pensamientos de los hombres cuando están
despiertos y los pensamientos de los hombres cuando están, dormidos y han tenido
ensueños. No se llega a ver lo que las dos últimas especies de pensamientos añaden a la
perfección del universo, ya que, sin duda, los pensamientos de Dios son los mejores, y no
se percibe en modo alguno lo que pueda ganarse en crear tanta estupidez. Una vez conocí
a un teólogo ortodoxo, muy erudito, que me dijo que, como resultado de largo estudio,
había llegado a comprender todo, excepto el por qué Dios creó al mundo. Recomiendo
este acertijo a la atención de sir James Jeans, y espero que confortará a los teólogos
ocupándose de él en fecha no distante.
3) Dios como Creador. —Una de las más serias dificultades con que lucha la ciencia
en el momento actual es la que se deriva del hecho de aparecer el universo en decadencia.
Existen, por ejemplo, los elementos radiactivos en el mundo. Estos están desintegrándose
perpetuamente en elementos menos completos, y no se conoce el proceso por medio del
cual puedan ser reconstituidos. Este, sin embargo, no es el aspecto más importante o difícil
en la decadencia del mundo. Aunque no conocemos ningún proceso natural por medio del
cual elementos complejos sean reconstituidos con otros más sencillos, podemos
imaginarnos tal proceso, y es posible que se esté verificando en alguna parte. Pero cuando
llegamos a la segunda ley de la termodinámica encontramos una dificultad más
fundamental.
La segunda ley de la termodinámica afirma, dicho con términos vulgares, que las cosas
abandonadas a sí mismas tienden a embrollarse y no vuelven por sí solas a ponerse en
orden de nuevo. Parece que en cierta época pasada el universo estaba muy ordenado, y
cada cosa se hallaba en su sitio adecuado; pero desde entonces se ha ido desordenando
más y más, hasta el punto de que sólo un remedio heroico puede restaurarlo a su orden
primitivo. En su forma original, la segunda ley de la termodinámica afirma algo mucho
menos general, a saber: que cuando hay una diferencia de temperatura entre dos cuerpos
próximos, el más caliente se enfría y el más frío se calienta, hasta que ambos alcanzan una
temperatura igual. En esta forma, la ley afirma un hecho familiar a todo el mundo: si se
sostiene en el aire una varilla puesta al rojo, ésta se enfriará, mientras el aire de su
alrededor se calentará. Pero la ley adquirió bien pronto un significado mucho más general.
Las partículas de los cuerpos muy calientes están en movimiento muy rápido, mientras las
de los cuerpos fríos se mueven más despacio. A la larga, cuando una serie de partículas
moviéndose despacio se encuentran juntas en la misma región, las rápidas chocan con las
lentas, hasta que ambas series adquieren velocidades iguales. Una verdad similar se aplica
a todas las formas de energía. Siempre que haya mucha cantidad de energía en una región
y muy poca en una región vecina, la energía tenderá a trasladarse de una región a otra,
hasta que se establezca la igualdad. Este proceso total puede describirse como una
tendencia hacia la democracia. Bien se ve que éste es un proceso irreversible y que en el
pasado la energía debe haber estado más desigualmente distribuida que lo está ahora. En
vista del hecho de que el universo material es considerado ahora como finito, y que
consiste en un número definido, aunque desconocido, de electrones y protones, hay un
límite teórico al posible amontonamiento de energía en algunos sitios en oposición a otros.
A medida que investigamos la marcha del mundo, retrocediendo en el tiempo, llegamos,
después de un número finito de años, a un estado del mundo que pudo no haber sido
precedido por ningún otro, si la segunda ley de la termodinámica fuese entonces válida.
Este estado inicial del mundo sería aquel en que la energía estuviese distribuida tan
desigualmente como sea posible. Como Eddington dice:[5.1]
La dificultad de un pasado infinito es desconcertante. Es inconcebible que seamos los herederos de un tiempo
infinito de preparación; no es menos inconcebible el que haya habido un momento sin ningún momento que le
precediese.
Este dilema del comienzo del tiempo nos hubiera atormentado más, si no hubiese sido por otra dificultad
abrumadora que se interpone entre nosotros y el pasado infinito. Hemos estado estudiando la decadencia del
universo; si nuestras opiniones son ciertas, hay algún punto entre el comienzo del tiempo y el día actual, en que
debemos colocar el universo naciente.
Retrocediendo en el pasado, encontramos un mundo con más organización cada vez. Si no hay barrera que
nos detenga, debemos alcanzar un momento en que la energía del mundo esté del todo organizada, sin ningún
elemento de azar en ella. Es imposible retroceder más allá con el presente sistema de ley natural. Creo que la
frase «del todo organizada» es aplicable a la cuestión. La organización a que nos referimos es exactamente
definible, y hay un límite en el cual se hace perfecta. No hay series infinitas de estados con organizaciones cada
vez más perfectas, ni tampoco creo que el estado límite sea tal, que se alcance cada vez con más lentitud. La
organización completa no tiende a ser más inmune a las pérdidas que la organización incompleta.
No hay duda que el sistema de la física, tal como ha subsistido los últimos tres cuartos de siglo, exige una
fecha en la que, o bien las entidades del universo fuesen creadas en un estado de alta organización, o las
entidades preexistentes estuviesen dotadas de aquella organización que han estado derrochando continuamente
desde entonces. Además, es admisible que esta organización sea la antítesis del azar. Es algo que no puede
ocurrir fortuitamente.
Esto ha sido utilizado por largo tiempo como un argumento en contra de un materialismo demasiado
agresivo. Ha sido citado como prueba científica de la intervención del Creador en una época no infinitamente
apartada de la nuestra. Pero no defiendo que deduzcamos de ello conclusiones demasiado temerarias. Los
científicos y los teólogos deben considerar a la par como algo tosca la candorosa doctrina teológica que
(convenientemente disfrazada) se encuentra en la actualidad en todos los libros de termodinámica, a saber: que
hace algunos billones de años, Dios formó el universo material, y desde entonces lo abandonó a su suerte. Esto
debería ser mirado como la hipótesis de trabajo de la termodinámica más que como su declaración de fe. Como
científico, no creo que el presente estado de cosas se pusiese en marcha de repente; prescindiendo de la ciencia,
no me inclino tampoco a aceptar la sobreentendida discontinuidad en la Divina naturaleza. Pero no puedo
presentar ninguna propuesta para salir del callejón sin salida.
Por este pasaje se ve que Eddington no deduce un acto definido de creación por un
Creador. Su única razón para no deducirlo es que no le gusta la idea. El argumento
científico que lleva a la conclusión que desecha es mucho más sólido que el argumento en
favor del libre albedrío, ya que el uno está basado en la ignorancia, mientras el que
estamos considerando está basado en el conocimiento. Esto ilustra el hecho de que las
conclusiones teológicas sacadas por los científicos de su ciencia son únicamente las de su
agrado, y no aquellas que ni su apetito de ortodoxia les permite tragar, aunque el
argumento las justifique. Creo que debemos admitir que hay mucho más que decir sobre la
opinión de haber tenido el universo un principio en el tiempo en un período no
infinitamente remoto, que sobre cualquiera de las otras conclusiones teológicas que los
hombres de ciencia nos han incitado recientemente a admitir. El argumento no tiene
certeza demostrativa. La segunda ley de la termodinámica puede no haberse aplicado en
todos los tiempos y lugares, o podemos estar equivocados al juzgar el universo finito en el
espacio; pero es aceptable, y juzgo que debemos aceptar provisionalmente, la hipótesis de
haber tenido el mundo un principio en una fecha definida aunque remota.
¿Debemos inferir de esto que el mundo fue hecho por un Creador? Ciertamente que
no, si hemos de aceptar los cánones de una deducción científica válida. No hay razón
alguna para que el universo no haya comenzado espontáneamente, excepto que parece
extraño que así sucediera; pero no hay ley de naturaleza que impida que las cosas que nos
parecen extrañas sucedan. Inferir un Creador es inferir una causa, y las inferencias
causales son sólo admisibles, en ciencia, cuando proceden de leyes causales observadas.
La Creación procedente de la nada es un suceso que no ha sido observado. No hay, por
ello, mejor razón para suponer que el mundo fue engendrado por un Creador que para
suponer que lo fue sin causa; una y otra suposición contradicen las leyes causales que
podemos observar.
Ni existe, en lo que se me alcanza, ningún consuelo especial en la hipótesis de haber
sido hecho el mundo por un Creador. Lo haya sido o no, subsiste donde está. Si alguien
tratase de venderle a uno una botella de vino muy malo, no se la aceptaría mejor por saber
que había sido hecho en un laboratorio y no con zumo de uva. Análogamente, no veo qué
alegría pueda derivarse de la suposición de haber sido este desagradable universo hecho a
propósito.
Algunas personas —entre las que no está incluida Eddington— encuentran consuelo
en el pensamiento de que, si Dios hizo el mundo, Él lo volverá a renovar cuando se haya
descompuesto del todo. Por mi parte, no comprendo cómo un proceso desagradable puede
resultar menos desagradable por la reflexión de que ha de ser repetido indefinidamente.
Sin duda será porque me falta el sentimiento religioso.
El argumento puramente intelectual en este asunto es muy sencillo: ¿está el Creador
sujeto a las leyes de la física o no? Si no lo está, no puede ser deducido de los fenómenos
físicos, ya que ninguna ley física causal puede conducir a Él; si lo está, deberemos
aplicarle la segunda ley de la termodinámica y suponer que Él también tuvo que ser creado
en algún período remoto. Pero en este caso ha perdido su razón de ser. Es curioso que no
sólo los físicos, sino también los teólogos, parezcan encontrar algo nuevo en los
argumentos de la física moderna. Los físicos no es fácil que conozcan la historia de la
teología, pero los teólogos deberían saber que los modernos argumentos son todos
reproducciones de otros empleados en épocas anteriores. El argumento de Eddington sobre
el libre albedrío y el cerebro es, como vimos, muy parecido al de Descartes. El argumento
de Jeans es una mezcla del de Platón y el de Berkeley, y no tiene más justificación en
física que tuvo en la época de cualquiera de esos filósofos. El argumento de que el mundo
debe de haber tenido un comienzo en el tiempo fue establecido con gran claridad por
Kant, quien, sin embargo, lo suplementa con un argumento igualmente poderoso para
probar que el mundo no tuvo comienzo en el tiempo. Nuestra época se ha hecho vanidosa
con la multitud de nuevos descubrimientos e invenciones; pero en el reino de la filosofía
está mucho menos adelantada de lo que ella se imagina.
En nuestros días se oye hablar mucho del materialismo a la antigua y de su refutación
por la física moderna. Es evidente que ha habido un cambio en la técnica de la física. En
días pretéritos, digan lo que quieran los filósofos, la física procedía técnicamente sobre la
hipótesis de consistir la materia en pequeñas masas duras. Ahora no piensa así. Pero pocos
filósofos creyeron nunca en las pequeñas masas duras en fecha posterior a Demócrito.
Berkeley y Hume no creían en ellas, ni tampoco Leibniz, Kant y Hegel. El propio Mach,
físico también, enseñó una doctrina completamente diferente; y todo científico, con algo
de tintura filosófica, estaba dispuesto a admitir que las pequeñas masas duras no son sino
un artificio técnico. En ese sentido, el materialismo está muerto. Pero en otro y más
importante sentido está más vivo que nunca. La cuestión importante no es si la materia
consiste en pequeñas masas duras o en otra cosa, sino si la marcha de la naturaleza está
determinada por las leyes de la física. El progreso de la biología, fisiología y psicología ha
hecho más probable que nunca que los fenómenos naturales estén regidos por las leyes de
física; y éste es el punto importante. Para probar este punto, sin embargo, debemos
considerar algo de lo que dicen los que se ocupan de la ciencia de la vida.
4) Teología evolucionista. —La evolución, cuando apareció, fue considerada como
hostil a la religión, y aún lo es para los fundamentalistas. Pero se ha creado una escuela
completa de apologistas, que ven en la evolución la prueba de un plan divino,
desarrollándose lentamente a través de las edades. Algunos colocan este plan en la mente
del Creador, mientras otros lo consideran como inmanente en los oscuros esfuerzos de los
organismos vivientes. Con la primera opinión realizamos el propósito de Dios; con la otra,
realizamos el nuestro. Como todas las cuestiones opinables, la cuestión del fin de la
evolución se ha enredado en una masa de detalles. Cuando hace tiempo Huxley y Mr.
Gladstone debatieron la verdad de la religión cristiana en las páginas de la revista
Nineteenth Century, esta publicación derivó la cuestión a saber si los cerdos de Gerasa
habían pertenecido a un judío o a un gentil, pues en el último caso, y no en el primero, su
destrucción suponía una intervención injustificable en la propiedad privada. Similarmente,
la cuestión de la finalidad en la evolución viene mezclada con las costumbres de la
amófila, la conducta de los erizos de mar, cuando se les vuelve del revés, y los hábitos
acuáticos o terrestres del ajolote. Pero tales cuestiones, por graves que sean, deben dejarse
a los especialistas.
Al pasar de la física a la biología se percibe una transición de lo cósmico a lo menudo.
En física y astronomía nos ocupamos del universo en grande, y no sólo de aquel rincón del
mismo en que da la coincidencia que vivimos. Desde un punto de vista cósmico, la vida es
un fenómeno muy poco importante; muy pocas estrellas tienen planetas; muy pocos
planetas pueden soportar la vida. La vida, aun en la tierra, pertenece sólo a una pequeña
proporción de la materia próxima a la superficie de la tierra. Durante la mayor parte de la
existencia pasada de la tierra, ésta estuvo demasiado caliente para soportar la vida; durante
la mayor parte de su existencia futura estará demasiado fría. No es de ningún modo
imposible que no haya vida en este momento en algún sitio del universo, además de la
tierra; pero si, admitiendo una opinión muy liberal, suponemos que haya repartidos por el
espacio algunos cientos de miles de otros planetas en los que exista la vida, debe aún
admitirse que la materia viva constituye una pobre meta si se la considera como el fin de
toda la creación.
Hay algunas personas a quienes les gustan las largas y penadas anécdotas, con tal de
que tengan «punta»; imaginad una anécdota mucho más larga que la más larga que hayáis
oído jamás y con la «punta» más breve, y tendréis la fiel imagen de las actividades del
Creador, según los biólogos. Además, la «punta» de la anécdota, una vez que llega, resulta
casi indigna de tan largo prólogo. Admito de buena gana que hay mérito en la cola de la
zorra, en el canto del ruiseñor, o en los cuernos del rebeco. Pero no es a estas cosas a las
que se dirige la teología evolucionista; es al alma del hombre. Desgraciadamente, no
existe árbitro imparcial para decidir sobre los méritos de la raza humana; pero, por mi
parte, cuando contemplo sus bombas atómicas, sus investigaciones en la guerra
bacteriológica, sus bajezas, crueldades y opresiones, la considero harto poco brillante para
ser considerada como la joya suprema de la creación. Pero dejemos esta cuestión.
¿Hay algo en el proceso de la evolución que exija la hipótesis de una finalidad, ya sea
inmanente o trascendente? Ésta es la cuestión capital. Para quien no sea biólogo es difícil
hablar de esta cuestión sin que surja la duda. Por mi parte, no estoy en absoluto
convencido por los argumentos que he oído en favor de la finalidad.
La conducta de los animales y las plantas es en conjunto tal, que permite observar
ciertos resultados que el biólogo observador interpreta como la finalidad de la conducta.
En el caso de las plantas, está dispuesto a conceder en general, de buena gana, que esta
finalidad no es tomada en consideración conscientemente por el organismo; pero eso sólo
vale cuando lo que desea es probar que es la finalidad de un Creador. Me declaro, sin
embargo, del todo incapaz de comprender por qué un Creador inteligente haya de tener los
fines que debemos atribuirle, si realmente ha proyectado todo lo que sucede en el mundo
de la vida orgánica. Ni tampoco el progreso de la investigación científica proporciona
ninguna prueba de que la conducta de la materia viva esté gobernada por otra cosa distinta
que por las leyes de la física y de la química. Tomemos, por ejemplo, el proceso de la
digestión. El primer paso en este proceso es la captura del alimento. Esto ha sido estudiado
cuidadosamente en muchos animales, y en particular en los pollos. Los pollos recién
nacidos tienen un reflejo que les incita a picar en todo objeto que tenga una forma más o
menos parecida a la de los granos comestibles. Después de algunas experiencias, este
reflejo incondicionado se transforma en reflejo condicionado por un procedimiento similar
al estudiado por Pavlov. Lo mismo se observa en los niños, que chupan no sólo el pecho
de la madre, sino todo lo que físicamente es susceptible de ser chupado; tratan de extraer
alimento de los hombros, manos y brazos. Sólo después de unos meses de experiencia
aprenden a limitar al pecho sus esfuerzos en busca de alimentación. El acto de mamar en
los niños es al principio un reflejo incondicionado y de ningún modo inteligente. Depende
su éxito de la habilidad de la madre. El mascar y tragar son al principio reflejos
incondicionados, aunque con la experiencia se hacen condicionados. El proceso químico
que sufre el alimento en varios estadios de la digestión ha sido minuciosamente estudiado,
y ninguno de ellos requiere la invocación de ningún principio vital peculiar.
Si nos fijamos en la reproducción, que aunque no es universal en todo el reino animal,
es, no obstante, una de sus más interesantes peculiaridades, no existe nada en este proceso
que pueda en puridad llamarse misterioso. No quiero decir que todo esté bien
comprendido, sino que los principios mecánicos han explicado la reproducción lo bastante
para suponer con probabilidad que, con el tiempo, lo explicarán todo. Jacob Loeb, hace
veinte años, descubrió el medio de fertilizar un huevo sin la intervención de un
espermatozoide. Resume el resultado de sus experimentos y los de otros investigadores
como sigue: «Por tanto, podemos afirmar que la imitación completa del efecto de
desarrollo del espermatozoide por ciertos agentes fisicoquímicos ha sido realizada».[5.2]
Pasemos a la cuestión de la herencia, que está íntimamente asociada con la de
reproducción. El estado actual del conocimiento científico, respecto a este asunto, lo ha
puesto de manifiesto muy hábilmente el profesor Hogben en su libro La naturaleza de la
materia viviente, especialmente en el capítulo sobre la concepción atomística del
parentesco. En este capítulo, el lector puede aprender todo lo que el profano necesita saber
sobre la teoría mendeliana, los cromosomas, etc. No comprendo cómo hay alguien que, en
vista de lo que ahora se sabe sobre estos asuntos, sostenga que hay en la teoría de la
herencia algo que exija que nos inclinemos ante el misterio. El estado experimental de la
embriología es aún reciente, y, sin embargo, ha conseguido ya notables resultados: ha
demostrado que la concepción de organismo que ha dominado en la biología no es tan
rígida como se había supuesto.
El injertar un ojo de renacuajo de salamandra en la cabeza de otro individuo es ahora una cosa corriente en la
embriología experimental. Ahora se fabrican en el laboratorio lagartijas acuáticas de cinco piernas y dos cabezas.
[5.3]
Pero todo esto —podrá decir el lector— concierne sólo al cuerpo; ¿qué hemos de decir
referente al espíritu? Respecto a esto, la cuestión no es tan sencilla. Se observa,
primeramente, que los procesos mentales de los animales son puramente hipotéticos, y que
el estudio científico de los animales se limita a su conducta y a sus procesos físicos, ya
que éstos son los únicos observables. No quiero dar a entender que neguemos que los
animales tengan espíritu; sólo quiero decir que, en cuanto científicos, no debemos decir
nada sobre sus espíritus, en un sentido o en otro. Es un hecho positivo que la conducta de
sus cuerpos aparece como causalmente contenida en sí misma, en el sentido de que su
explicación no exige, en ningún caso, la intervención de alguna entidad no observable, que
pudiéramos llamar espíritu. La teoría de los reflejos condicionados explica
satisfactoriamente todos aquellos casos en que antes se pensaba que era esencial una causa
espiritual para explicar la conducta del animal. Si consideramos los seres humanos, nos
sentimos incluso capaces de explicar la conducta de los cuerpos en base a la suposición de
no haber agente extraño llamado espíritu que actúe sobre ellos. Pero, en el caso de los
seres humanos, esta afirmación es mucho más discutible que en el caso de otros animales;
tanto porque la conducta de los seres humanos es más compleja como porque sabemos, o
creemos saber, que poseemos espíritu. No hay duda de que conocemos algo sobre nosotros
mismos, que se expresa comúnmente diciendo que poseemos espíritu; pero, como ocurre a
menudo, aunque sabemos algo, es muy difícil decir lo que sabemos. Más especialmente
difícil es demostrar que las causas de nuestra conducta corporal no son puramente físicas.
Del examen de nuestro interior parece deducirse la existencia de algo llamado voluntad,
que origina aquellos movimientos que llamamos voluntarios. Es posible, sin embargo, que
dichos movimientos tengan una cadena completa de causas físicas respecto a la cual la
voluntad (sea lo que sea) es concomitante. O quizá, puesto que la materia que considera la
física no es ya materia en el antiguo sentido, pueda suceder que lo que llamamos nuestros
pensamientos sean ingredientes de los complejos con que nuestros físicos han
reemplazado la antigua concepción de la materia. El dualismo de espíritu y materia es
anticuado: la materia se ha hecho más parecida al espíritu, y el espíritu se ha acercado más
a la materia de lo que parecía posible en una etapa anterior de la ciencia. Tendemos a
suponer que lo que realmente existe es algo intermedio entre las bolas de billar del
materialismo anticuado y el alma de la antigua psicología.
Sin embargo, debemos hacer una importante distinción. Existe, por un lado, la cuestión
respecto a la clase de materia prima de que esté hecho el mundo, y por otro lado, la
cuestión respecto a su esqueleto causal. La ciencia ha sido, desde su origen, aunque no
exclusivamente al principio, una forma de lo que puede llamarse pensamiento-poder; esto
es, se ha dedicado a analizar lo que causa los procesos que observamos, más que a analizar
los ingredientes de que están compuestos. El esquema sumamente abstracto de la física da,
al parecer, el esqueleto causal del mundo, dejando aparte todo el color, toda la variedad e
individualidad de las cosas que componen el mundo. Al sugerir que el esqueleto causal
proporcionado por la física es, en teoría, adecuado para dar las leyes causales, que rigen la
conducta de los cuerpos humanos, no queremos decir que esta abstracción enuncie nada
sobre el contenido de la mente humana. Las bolas de billar del materialismo pasado de
moda eran demasiado concretas y sensibles para ser admitidas en la armadura de la física
moderna; pero lo mismo sucede con nuestros pensamientos. La variedad concreta del
mundo actual parece ser poco importante cuando investigamos estos procesos causales.
Tomemos un ejemplo: el principio de la palanca es sencillo y se comprende fácilmente.
Depende sólo de las posiciones relativas de la palanca, de la fuerza y de la resistencia.
Puede suceder que la palanca empleada esté cubierta de pinturas exquisitas por un pintor
de genio; aunque éstas pueden ser de más importancia desde el punto de vista emocional
que las propiedades mecánicas de la palanca, no afectan en ningún modo a dichas
propiedades, y pueden omitirse en el informe de lo que la palanca hace. Así sucede con el
mundo. El mundo, tal como lo percibimos, está lleno de una rica variedad; una es bonita,
otra fea; una nos parece buena, otra mala. Pero todo esto no tiene nada que ver con las
propiedades puramente causales de las cosas, y de estas propiedades es de lo que se ocupa
la ciencia. No pretendo afirmar que si conociésemos estas propiedades completamente
tendríamos un conocimiento completo del mundo, pues su variedad concreta es un objeto
de conocimiento igualmente legítimo. Lo que quiero decir es que la ciencia es aquella
clase de conocimiento que proporciona una inteligencia causal, y que esta clase de
conocimiento puede con toda probabilidad ser completada, aun cuando se refiera a seres
vivientes, sin tomar en consideración más que sus propiedades físicas y químicas. Al decir
esto, afirmamos más de lo que se puede decir al presente con alguna certeza; pero el
trabajo que se ha hecho en tiempos recientes en psicología bioquímica, embriología,
mecanismo de la sensación y otras materias, sugiere irresistiblemente la verdad de nuestra
conclusión.
Una de las mejores exposiciones de la opinión de un biólogo con creencias religiosas
se encuentra en la Evolución Repentina (1923), de Lloyd Morgan, y en Vida, Mente y
Espíritu (1926). Lloyd Morgan cree que existe un Divino Propósito, que es la razón
fundamental de la marcha de la evolución y más especialmente de lo que él llama
«evolución repentina o emergente». La definición de ésta, si la comprendo bien, es como
sigue: ocurre a veces que una colección de objetos, dispuestos según un modelo
determinado, tendrán una nueva propiedad que no pertenece a los objetos aislados y que
no puede, por lo que colegimos, ser deducida de sus diversas propiedades juntamente con
la manera como están dispuestos. Considera que hay ejemplos del mismo género aun en el
reino inorgánico. El átomo, la molécula y el cristal tendrán todos propiedades que, si
entiendo bien a Lloyd Morgan, éste considera como no deducibles de las propiedades de
sus constituyentes. Lo mismo se aplica, en mayor grado, a los organismos vivientes y
sobre todo a aquellos organismos superiores que poseen lo que llamamos mente. Nuestras
mentes, dice, están asociadas con el organismo físico; pero no son deducibles de las
propiedades de este organismo, considerado como un arreglo de átomos en el espacio. «La
evolución repentina —afirma— es desde el principio al final una revelación y
manifestación de lo que yo considero un Divino Propósito». Y sigue diciendo: «Muchos
de nosotros, y yo entre ellos, llegamos a un concepto de actividad, con reconocimiento,
como parte y parcela del Divino Propósito». Más adelante sostiene que el pecado no
contribuye a la manifestación del Divino Propósito (pág. 288).
Sería más fácil ocuparse de esta opinión si se presentasen algunas razones a su favor.
Pero, por lo que he podido deducir de las páginas del profesor Lloyd Morgan, éste
considera que la doctrina se recomienda por sí misma, y no necesita ser demostrada con
apelación a la inteligencia. No pretendo saber si la opinión del profesor Lloyd Morgan es
falsa. Según éste, puede haber un Ser de infinito poder, que determina que los niños deben
morir de meningitis, y la gente vieja de cáncer; estas cosas ocurren como consecuencia de
la evolución. Si, por consiguiente, la evolución supone un Plan Divino estos
acontecimientos deben de haber sido también planeados. Me he enterado de que el
sufrimiento es enviado como purificación del pecado; pero encuentro difícil hacerme a la
idea de que un niño de cuatro o cinco años pueda haber cometido tan grandes iniquidades
como para merecer el castigo que experimentan no pocos niños, a los que nuestros
teólogos optimistas pueden ver el día que quieran en los hospitales de niños. Por otra
parte, me entero de que aunque el niño en sí no haya pecado muy gravemente, merece
sufrir a causa de la maldad de sus padres. Sólo puedo decir que si éste es el sentido divino
de la justicia, difiere del mío y que juzgo el mío superior. Si en verdad el mundo en que
vivimos ha sido hecho conforme a un Plan, es cosa de considerar a Nerón como un santo,
en comparación con el autor de dicho Plan. Afortunadamente, sin embargo, la evidencia
de un Propósito Divino no existe; así, por lo menos, se infiere del hecho de no aducirse
ninguna prueba por quienes creen en él. De ese modo, se nos ahorra la necesidad de tomar
la actitud de odio impotente que todo hombre valeroso y humano se hubiese visto
obligado a adoptar ante el tirano Todopoderoso.
Hemos pasado revista en este capítulo a diversas apologías de la religión hechas por
eminentes hombres de ciencia. Hemos visto que Eddington y Jeans se contradicen uno a
otro y que ambos contradicen a los teólogos biológicos; pero todos están conformes en
que, en último recurso, la ciencia deberá abdicar ante lo que se llama el sentido religioso.
Esta actitud es considerada por ellos mismos y por sus admiradores como más optimista
que la del racionalista inflexible. Pero es, en realidad, lo opuesto: es el resultado del
desaliento y pérdida de la fe. Hubo un tiempo en que la religión era creída con fervor
ejemplar, cuando los hombres iban a las cruzadas y pugnaban por sobrepujarse en la
intensidad de sus convicciones. Después de las guerras de religión, la teología perdió
gradualmente este intenso arraigo en la mente de los hombres. Si algo la ha reemplazado,
ha sido la ciencia. En nombre de la ciencia revolucionamos la industria, minamos la moral
de la familia, esclavizamos las razas de color y nos exterminamos habilidosamente con
gases venenosos. Algunos hombres de ciencia no ven con buenos ojos estos usos a que se
aplica la ciencia. Aterrorizados y desmayados retroceden de la persecución obstinada y
pura del conocimiento, y tratan de buscar refugio en las supersticiones de tiempos
anteriores. Como dice el profesor Hogben:
La actitud apologética que tanto prevalece en la ciencia actual no es un resultado lógico de la introducción de
nuevos conceptos. Está basada en la esperanza de restablecer creencias tradicionales, contra las cuales la ciencia
luchó de un modo manifiesto en otro tiempo. Esta esperanza no es un producto accesorio del descubrimiento
científico. Tiene sus raíces en la índole social de este período. Durante algunos años, las naciones de Europa
abandonaron el ejercicio de la razón en sus relaciones mutuas. El juicio intelectual imparcial era deslealtad. La
crítica de la creencia tradicional era traición. Los filósofos y hombres de la ciencia se inclinaban ante el
inexorable decreto de la sugestión borreguil. El compromiso con la creencia tradicional llegó a ser el sello del
buen ciudadano. La filosofía contemporánea tiene aún que encontrar un camino que la salve del desaliento
intelectual, herencia de la guerra mundial.[5.4]
LA TÉCNICA CIENTÍFICA
Capítulo VI
COMIENZOS DE LA TÉCNICA CIENTÍFICA
N O hay una separación definida entre la técnica científica y las artes y oficios
tradicionales. La característica esencial de la técnica científica en la utilización de
las fuerzas naturales por medios que no están al alcance de la mayoría, carente de la
instrucción necesaria. Esto presupone un conjunto de deseos: los hombres necesitan
alimento, descendencia, vestimenta, albergue, diversión y gloria. El hombre sin
instrucción sólo puede alcanzar de un modo parcial estas cosas; el hombre equipado
científicamente puede lograrlas con más amplitud. Comparemos el rey Ciro con un
multimillonario moderno americano. Ciro fue quizá superior al magnate moderno en dos
cosas: sus ropas eran más espléndidas, y sus mujeres, más numerosas. Al mismo tiempo,
es probable que los vestidos de sus mujeres no fuesen tan lujosos como los de la mujer de
un moderno magnate. Es inherente a la superioridad del moderno magnate el no estar
obligado a vestir con ropa deslumbradora para que se sepa que es grande; los periódicos se
encargan de esto. Supongo que ni una centésima parte de la gente que hoy conoce a una
«estrella» de Hollywood sabía de la vida y milagros de Ciro en su época. Esta creciente
posibilidad de gloria es debida a la técnica científica. En todos los demás objetos del deseo
humano, que acabamos de enumerar, es evidente que la técnica moderna ha aumentado
inmensamente el número de los que pueden gozar cierta cantidad de satisfacción. El
número de personas que ahora poseen automóviles excede en mucho al número de
personas que tenían lo bastante para comer hace ciento cincuenta años. Con la sanidad y la
higiene, las naciones científicas han exterminado el tifus y multitud de otras plagas, que
aún subsisten en el Oriente y antiguamente devastaban la Europa occidental. A juzgar por
la conducta que se practica, uno de los deseos más ardientes de la raza humana, o, en todo
caso, de sus partes más vigorosas, ha sido, hasta hace poco, el aumentar sus individuos.
Comparemos la población europea en el año 1700 con la del presente día. La población de
Inglaterra en 1700 era de unos cinco millones, y es ahora de unos cuarenta millones. La
población de otros países europeos, con excepción de Francia, ha aumentado
probablemente en la misma proporción. La población de la descendencia europea, en la
actualidad, es de unos 725 millones. En el ínterin, otras razas se han multiplicado mucho
menos. Bien es verdad que en esta cuestión se está verificando ahora un cambio en el
mundo. Las razas más científicas no son las que más se desarrollan, y el aumento rápido
está confinado a los países en que el gobierno es científico, mientras la población no es
científica. Esto es debido, sin embargo, a causas recientes que consideraremos más
adelante.
Los comienzos más remotos de la técnica científica pertenecen a los tiempos
prehistóricos. Nada se sabe, por ejemplo, de cómo se originase el empleo del fuego,
aunque la dificultad de procurarse fuego en tiempos antiguos hállese atestiguada por el
cuidado con que se conservaban los fuegos sagrados en Roma y otras comunidades
civilizadas primitivas. La agricultura es también prehistórica en su origen, aunque quizá
no preceda en un período muy largo al amanecer de la historia. El hacer adquirir
costumbres domésticas a los animales es cosa que principalmente acontece en el período
prehistórico, aunque no exclusivamente en él; según opiniones autorizadas el caballo
irrumpió en Asia occidental en los días de los sumerios, y dio la victoria militar a aquellos
que lo utilizaron con preferencia al burro. En comarcas de clima seco, el comienzo de la
escritura coincide prácticamente con el comienzo de la historia, ya que los escritos
primitivos se conservan mucho más tiempo en Egipto y Babilonia que lo harían en una
región menos calurosa. El avance subsiguiente en la técnica científica fue el trabajo de los
metales, que cae enteramente dentro del período histórico. Es, sin duda alguna, por lo
reciente de su invención por lo que el empleo del hierro es prohibido en ciertos pasajes de
la Biblia para la construcción de los altares. Los caminos, desde los tiempos remotos hasta
la caída de Napoleón, han sido principalmente construidos por razones militares. Eran
esenciales para la coherencia de los grandes imperios; se hicieron importantes por primera
vez, en este aspecto, en la época de los persas y fueron desarrollados en un grado máximo
por los romanos. La Edad Media añadió la pólvora y la brújula, y muy al final, la
invención de la imprenta.
Para quien está acostumbrado a la técnica complicada de la vida moderna puede no
significar mucho todo esto; pero es ello, en realidad, lo que marca la diferencia entre el
hombre primitivo y el mayor grado de civilización intelectual y artística. Estamos
acostumbrados, en nuestros días, a protestar contra el imperio del maquinismo, y
anhelamos ardientemente el retorno a días más sencillos. Pero esto no es nada nuevo. Lao-
Tsé, que precedió a Confucio y vivió (si es que vivió) en el siglo VI antes de Jesucristo, es
tan elocuente como Ruskin sobre el tema de la destrucción de la antigua belleza por las
invenciones mecánicas modernas. Los caminos, los puentes y las embarcaciones lo
llenaban de terror porque no eran cosas naturales. Hablaba de la música como los
modernos intransigentes hablan del cinematógrafo. Encontraba el bullicio de la vida
moderna fatal para la vida contemplativa. Cuando no pudo soportarla por más tiempo,
abandonó China y desapareció entre los bárbaros del Oeste. Creía que los hombres debían
vivir conforme a la naturaleza —opinión que asoma continuamente en el transcurso de las
edades, aunque siempre con diferente matiz—. Rousseau también creía en el retorno a la
naturaleza; pero ya no ponía reparos a los caminos, puentes y embarcaciones. Eran las
cortes y los placeres adulterados de los ricos los que suscitaban su ira. El tipo de hombre
que a Rousseau le pareciera una criatura sencilla de la naturaleza, hubiérale parecido a
Lao-Tsé increíblemente diferente de lo que él denominaba «los hombres puros de la
antigüedad». Lao-Tsé ponía reparos a la doma de caballos y a las artes de la alfarería y de
la carpintería; a Rousseau, el carpintero le parecería el verdadero epítome del trabajo
honesto. «El retorno a la naturaleza» significa, en la práctica, el retorno a aquellas
condiciones a las que estaba acostumbrado el escritor en cuestión, durante su juventud. El
retorno a la naturaleza, si se lo tomase en serio, supondría la muerte por inanición de un 90
por 100 de la población de las comarcas civilizadas. El industrialismo, tal como existe en
el presente momento, tiene indudablemente grandes inconvenientes; pero éstos no pueden
ser aliviados por un retorno al pasado, como no lo fueron las dificultades que sufrió China
en época de Lao-Tsé, o Francia en tiempos de Rousseau.
La ciencia como conocimiento avanzó muy rápidamente durante todo el siglo XVII y
el XVIII; pero sólo hacia finales del XVIII comenzó a influir en la técnica de la
producción. Hubo menos cambio en los métodos de trabajo desde el antiguo Egipto hasta
1750 que desde 1750 hasta nuestros días. Ciertos avances fundamentales habían sido
adquiridos lentamente: el lenguaje, el fuego, la escritura, la agricultura, la domesticación
de los animales, el trabajo de los metales, la pólvora, la imprenta y el arte de gobernar un
gran imperio desde un centro, aunque esto último no pudo alcanzar su presente perfección
hasta que se inventó el telégrafo y la locomotora de vapor. Cada uno de estos progresos,
por venir despacio, encajaba sin gran dificultad en el marco de la vida tradicional, y los
hombres no se daban cuenta en ningún momento de la existencia de una revolución en sus
hábitos diarios. Casi todas las cosas de que un hombre adulto podía hablar le habían sido
familiares desde niño, y a su padre y abuelo antes que a él. Esto ejercía, sin duda, ciertos
efectos buenos, que se han perdido con los rápidos progresos técnicos de los tiempos
modernos. El poeta podía hablar de la vida contemporánea con palabras que se habían
enriquecido a través del largo uso y se habían llenado de color a través de las emociones
almacenadas de las épocas pasadas. Hoy día se ve obligado o a ignorar la vida
contemporánea o a llenar sus poemas con palabras inadecuadas y malsonantes. Es posible,
en poesía, escribir una epístola; pero es difícil hablar del teléfono; es posible oír los cantos
de Lydia, pero no la radio; es posible cabalgar como el viento, sobre rápido corcel; pero es
difícil, en cualquiera de los metros conocidos, ir mucho más de prisa que el viento en un
automóvil. El poeta desea tener alas para volar hacia su amor, pero le resultará ridículo
pensar así cuando recuerde que puede tomar un aeroplano en Croydon.
Los efectos estéticos de la ciencia han sido, de esta suerte, muy desacertados, y no, en
mi opinión, debido a ninguna cualidad esencial de la ciencia, sino por el rápido cambio del
medio en que el hombre moderno vive. En otros aspectos, sin embargo, los efectos de la
ciencia han sido mucho más afortunados.
Es un hecho curioso que las dudas respecto al último valor metafísico del
conocimiento científico no tienen relación alguna con su utilidad respecto a la técnica de
la producción. El método científico está íntimamente ligado con la virtud social de la
imparcialidad. Piaget, en su libro Juicio y razonamiento en el niño, sostiene que la
facultad de razonar es un producto del sentido social. Todo niño, dice, comienza con un
sueño de omnipotencia, en que todos los hechos están sometidos a sus deseos.
Gradualmente, al contacto con los otros seres, se ve forzado a admitir que sus deseos
pueden ser opuestos a los de los otros, y que sus deseos no son invariablemente árbitros de
verdad. El razonamiento, según Piaget, desarrolla una especie de método para llegar a una
verdad social con la que todo hombre puede estar conforme. Esta condición es de gran
valor, a mi juicio, y realza un gran mérito del método científico a saber: que tiende a evitar
esas disputas enconadas que se suscitan cuando la emoción privada es considerada como
prueba de la verdad. Piaget ignora otro aspecto del método científico, a saber: que
proporciona poder sobre el medio ambiente, así como poder de adaptación a ese medio.
Puede ser, por ejemplo, una ventaja el poder predecir el tiempo, y si un hombre acierta en
este particular, mientras todos sus compañeros se equivocan, la ventaja, no obstante, sigue
siendo de él, aunque una definición puramente social de la verdad nos impulsaría a
considerarle equivocado. Es el éxito, en esta prueba práctica del poder sobre el medio
ambiente o de adaptación a él, el que ha dado a la ciencia su prestigio. Los emperadores de
la China protegían frecuentemente a los jesuitas de las persecuciones, porque éstos
acertaban las fechas de los eclipses, mientras los astrónomos chinos se equivocaban. Toda
la vida moderna está fundada en este éxito práctico de la ciencia; por lo menos, en lo que
se refiere al mundo inanimado. Hasta ahora ha tenido menos éxito en las aplicaciones
directas al hombre, y aún tropieza con la oposición derivada de las creencias tradicionales;
pero no puede dudarse de que, si nuestra civilización sobrevive, los hombres serán pronto
mirados desde un punto de vista científico. Esto ejercerá un gran efecto en la educación y
en la ley penal, y quizá también en la vida familiar. Tales desarrollos, sin embargo,
pertenecen al porvenir.
La novedad esencial de la técnica científica es la utilización de las fuerzas naturales
por caminos que no son evidentes para la observación no educada y que han sido, por el
contrario, descubiertos por una investigación deliberada. El empleo del vapor, que fue uno
de los primeros pasos en la técnica moderna, está en la línea límite, ya que todo el mundo
puede observar la fuerza del vapor en una cacerola, como la tradición supone que la
observó James Watt. El uso de la electricidad es mucho más científico. El empleo de la
potencia de agua en un molino de modelo antiguo es precientífico, porque todo el
mecanismo entra por los ojos para un observador no entrenado. Pero el moderno empleo
de la energía del agua por medio de turbina es científico, ya que el proceso
correspondiente constituye una sorpresa para la persona sin conocimiento científico.
Desde luego, la línea de separación entre la técnica científica y la tradicional no es muy
definida, y nadie puede decir exactamente en dónde concluye la una y comienza la otra.
Los agricultores primitivos utilizaban los cuerpos humanos como abono y conceptuaban
como mágico su beneficioso efecto. Este período era determinadamente precientífico. El
empleo de los abonos naturales, que le sucedió y ha permanecido en uso hasta nuestros
días, es científico si está regulado por un cuidadoso estudio de la química orgánica, y no es
científico si procede al capricho. La utilización de los nitratos artificiales, que ha
necesitado un proceso químico, que sólo se encontró después de largas pesquisas por
hábiles químicos, es, sin vacilación y muy definidamente, científica.
La característica esencial de la técnica científica es que procede del experimento y no
de la tradición. El hábito experimental de la inteligencia es difícil de conservar para la
mayoría de la gente; en realidad, la ciencia de una generación se transforma en tradición
para la siguiente; y existen aún extensos campos, especialmente el de la religión, en los
que apenas ha penetrado el espíritu, experimental. Esto no obstante, es éste el espíritu
característico de los tiempos modernos, como contraste con todas las edades primitivas; y
es por causa de este espíritu por lo que el poder del hombre, en relación con su medio
ambiente, se ha hecho, durante los últimos ciento cincuenta años, inconmensurablemente
mayor que lo fue en la civilización del pasado.
Capítulo VII
LA TÉCNICA EN LA NATURALEZA INANIMADA
LA TÉCNICA EN BIOLOGÍA
L A técnica científica ha sido aplicada por los seres humanos para satisfacer un número
de deseos diversos. Primero fue aplicada principalmente a la producción de vestidos
y al transporte de géneros y de seres humanos. Con el telégrafo adquirió funciones
importantes en la rápida transmisión de mensajes, haciendo posible el periódico moderno
y la centralización del Gobierno. Una gran cantidad de inteligencia científica de primer
orden se ha aplicado al incremento de diversiones triviales. La más fundamental de todas
las necesidades humanas, el alimento, no fue al principio muy influido por la revolución
industrial; la apertura al comercio de la América occidental por medio del ferrocarril fue el
primer gran cambio respecto al alimento causado por la técnica científica. Desde aquella
época el Canadá, la Argentina y la India se han hecho productores importantes de grano
para las comarcas europeas. La movilidad de los cereales, que debemos a los ferrocarriles
y a los vapores, ha alejado la amenaza de hambre que se cernía sobre las comarcas
medievales, y que ha afligido, aun en recientes años, a países como Rusia y China. Este
cambio, sin embargo, a pesar de su importancia, no ha sido debido a la aplicación de la
ciencia a la agricultura. En tiempos recientes, la ciencia biológica ha adquirido una
importancia cada vez mayor en relación con el suministro de alimentos. Los economistas
acostumbraban enseñar que la técnica moderna podía sólo abaratar los artículos
manufacturados; pero que los alimentos habían de aumentar rápidamente de precio con el
incremento de población. Hasta hace poco no apareció como probable que una revolución
en la producción de alimentos, tan importante como la revolución en la producción de
géneros manufacturados, podía originarse con la aplicación de la ciencia. Hoy día, sin
embargo, esto no se tiene por muy improbable.
No ha habido con respecto a la agricultura ninguna invención resonante y
revolucionaria análoga a la introducción del vapor. Pero diferentes líneas de investigación
han contribuido algo a un resultado que, en conjunto, promete ser muy fecundo.
Consideremos, por ejemplo, la cuestión del nitrógeno en agricultura. Todo el mundo
sabe que todos los cuerpos vivientes, animales y plantas, contienen una cierta proporción
de nitrógeno. Los animales obtienen el nitrógeno comiendo plantas u otros animales.
¿Cómo obtienen las plantas el nitrógeno? Esto fue durante mucho tiempo un misterio;
parecía natural suponer que lo obtuvieran del aire (en especial, de las pequeñas cantidades
de amoníaco que contiene); pero los experimentos demostraron que éste no era el caso.
Una vez llegado a esta conclusión, quedaba por descubrir cómo las plantas obtenían el
nitrógeno del suelo. Este problema fue estudiado por dos hombres, Lawes y Gilbert, que
durante un período de sesenta años realizaron una serie de experimentos en Rothamsted,
cerca de Harpenden. Encontraron que la gran mayoría de las plantas no poseen el poder de
fijar el nitrógeno. En el año 1886, sin embargo, Hellriegel y Wilfrath descubrieron que el
trébol y otras plantas leguminosas representan un papel importante en la fijación del
nitrógeno. Esto era debido a nódulos en sus raíces, o más bien no a los nódulos mismos,
sino a ciertas especies de bacterias que vivían en los nódulos. Si las bacterias estaban
ausentes, estas plantas no se comportaban mejor que otras en la fijación del nitrógeno; por
consiguiente, las bacterias son los agentes esenciales.
Puede decirse, en general, que, de las bacterias, unas, como se ha comprobado hasta
hoy, tienen el poder de transformar el amoníaco en nitratos, y otras, de utilizar el nitrógeno
atmosférico. El amoníaco se compone de nitrógeno e hidrógeno, mientras los nitratos
consisten en nitrógeno y oxígeno. Ciertas bacterias, en la tierra, poseen el poder de dejar
libre el hidrógeno del amoníaco y reemplazarlo por oxígeno. Los nitratos que así se
engendran son capaces de alimentar a las plantas ordinarias. En parte por este mecanismo
y en parte por medio de las bacterias que utilizan el nitrógeno atmosférico, es como el
nitrógeno pasa del mundo inanimado al ciclo de la vida.[8.1]
Hasta la explotación de los nitratos de Chile, éste fue el único procedimiento por el
que los nitratos requeridos para sostener la vida se producían. Los nitratos que se
utilizaban como abono tenían todos un origen orgánico. Los nitratos encontrados en Chile
y otras comarcas son limitados en cantidad, y si la agricultura tuviese que depender sólo
de ellos, se encontraría pronto ante una crisis al agotarse aquéllos. Hoy día, sin embargo,
los nitratos se fabrican artificialmente con el nitrógeno del aire, fuente que es, para todos
los usos prácticos, inagotable. La cantidad de nitrato producido por este procedimiento
excede ahora en mucho a los nitratos obtenidos de todos los demás orígenes. Por medio de
los abonos de nitrato, la producción de alimento en un área dada puede ser muy
aumentada. Se calcula que una tonelada de nitrógeno, en forma de sulfato de amoníaco o
nitrato de sodio, producirá bastante alimento para treinta y cuatro personas por año.[8.2]
Resulta, como consecuencia de este cálculo, que tres libras gastadas en producir
fertilizantes de nitrógeno contribuirán tanto al suministro de alimento mundial como 25
libras gastadas en preparar nuevas tierras para el cultivo. Se deduce de aquí que en la
actualidad la producción de fertilizantes de nitrógeno es, en general, más ventajosa, en
relación con el suministro del alimento mundial, que la apertura de nuevas tierras por
medio del ferrocarril o de los riegos. Este ejemplo de la aplicación de la ciencia a la
agricultura es interesante, porque requiere el concurso de la química orgánica e inorgánica,
así como un estudio cuidadoso del ciclo completo de la vida de animales y plantas.
Un campo muy interesante para la investigación científica es el relacionado con el
exterminio de las plagas. La mayoría de éstas son producidas por insectos u hongos, y
sobre ambos se han logrado obtener muchos datos en años recientes. La importancia de
estos datos no es comprendida por el público en general, y no es apreciada por los
Gobiernos, excepto cuando pueden relacionarse con el nacionalismo. Bien es verdad que
la imaginación popular ha sido a veces sorprendida por ciertos ejemplos notables. El
dominio del paludismo y de la fiebre amarilla, al impedir la cría del mosquito, ha hecho
posible la transformación de regiones antes mortíferas en regiones habitables para los
hombres blancos. Este fue en particular el caso que hubo que resolver para la construcción
del canal de Panamá. La relación de la peste bubónica con las pulgas de las ratas y del
tifus con los piojos forma parte también del saber de las personas educadas. Pero aparte de
estos ejemplos aislados, poca gente, excepto los especialistas y ciertos empleados
oficiales, se percatan de la existencia de un vasto campo de investigación, que es
importante en varios aspectos, pero en especial con relación al suministro de alimento en
el mundo.
Con respecto a las plagas de insectos, puede adquirirse noción de lo que se ha hecho y
cabe hacer leyendo un artículo de Nature (10 de enero de 1931) titulado «La entomología
y el Imperio británico». En él se da un informe del trabajo de la Tercera Conferencia
Entomológica Imperial y del Instituto Imperial (antes Bureau) de Entomología. No puedo
imaginar cuántos de mis lectores sabrán que existen tales bichos; sin embargo, resulta que
un 10 por 100 de los productos agrícolas del mundo es destruido todos los años por los
insectos. En el artículo citado se lee lo siguiente: «Se ha comprobado que en la India, por
ejemplo, las pérdidas en 1921, debidas sólo a plagas de las cosechas y de los bosques,
alcanzaron la enorme cifra total de 136 millones de libras; y las muertes en la población
producidas por enfermedades originadas por insectos se cifraron en 1.600.000 personas en
el año. En el Canadá se pierden anualmente unos 30 millones de libras por los estragos
que los insectos hacen en las cosechas de los campos y en los frutos y productos de los
bosques. En África del Sur una plaga, la del insecto que barrena el tallo de maíz (Busseola
fusca), produjo pérdidas por valor de 2.750.000 libras en un solo año».
Existen dos métodos distintos para dominar las plagas debidas a los insectos: son el
método físico-químico y el biológico. El primero consiste ordinariamente en la
fumigación. El segundo, que científicamente es el más interesante, consiste en el
descubrimiento de parásitos que hagan presa en los insectos destructivos, según la norma
expresada en el dicho: «Las moscas grandes tienen en sus hombros moscas pequeñas que
las muerden; las moscas pequeñas tienen otras aún más pequeñas, y así hasta el infinito».
En general, en las regiones en que es indígena una plaga, existe algún parásito que
disminuye su número; pero cuando la plaga es introducida accidentalmente en una nueva
comarca, puede quedar atrás rezagado el parásito, lo cual es causa de que la plaga alcance
una intensidad de destrucción muy acentuada con respecto a la que desarrolla en el país de
origen. Los adelantos modernos de los transportes han influido sobre la propagación de
insectos nocivos y han hecho más urgente el problema de su control.
Aun cuando no se trate del trasplante a una nueva comarca, se puede hacer mucho, en
la mayoría de los casos, activando artificialmente el cultivo de parásitos útiles. Tomemos
como ejemplo de plaga la originada por la mosca blanca de invernadero en los tomates
criados bajo cubierta. Un informe sobre el dominio biológico de esta plaga ha sido dado
por Mr. E. R. Speyer en Nature, 27 de diciembre de 1930. Un insecto parásito de la mosca
blanca, llamado Encarsia formosa, fue descubierto en Elstree de Hertfordshire en 1926, y
ha sido desde entonces cuidadosamente criado en la Estación Experimental de Cheshunt,
donde puede obtenerlo quien lo desee.
En toda la comarca de Hertfordshire, en la que el área de cultivo bajo cubierta es igual
a la de todo el resto de Gran Bretaña, los parásitos salidos de Cheshunt han sido lo
suficientemente numerosos para reducir la población de moscas blancas a una fracción
pequeña, con relación a lo que era hace seis años.
La entomología económica es un asunto de gran importancia, en el que los Estados
Unidos están más adelantados que el Imperio británico, aunque su utilidad potencial en
esta última nación es tan grande como en la primera. Problemas como el del exterminio de
la langosta y de la mosca tse-tse (que produce la enfermedad del sueño) han de ser
probablemente resueltos científicamente en un porvenir no lejano.
Las plagas debidas a los hongos no son menos dañinas que las plagas de origen
animal. El estudio de ellas en Inglaterra está dirigido por el Instituto Imperial de
Micología en Kew. Un interesante artículo sobre el trabajo de este Instituto apareció en
The Times, 2 de febrero de 1931. Una de las plagas más familiares y dañinas producidas
por hongos es la enfermedad del trigo llamada tizón. El Gobierno del Canadá lanzó en el
aire, desde aeroplanos, esporas de esta planta para descubrir cómo eran esparcidas por el
viento. La importancia del asunto para el Canadá puede juzgarse por el hecho de que en
1916, en plena guerra, el tizón negro destruyó trigo por valor de unos 35 millones de libras
sólo en tres provincias. El tizón produce una pérdida media anual, en el Canadá, de unos
cinco millones de libras. El tizón de la patata, que es otra variedad de hongo, originó el
hambre en Irlanda e indujo desde entonces a Inglaterra a adoptar el libre cambio, y a
Boston, a proscribir la literatura moderna. Esta enfermedad particular ha sido ya
dominada, e Inglaterra está dispuesta a abandonar el libre cambio. El efecto del hongo en
Boston, sin embargo, parece ser más permanente.
Un curioso ejemplo de contacto entre diferentes técnicas se presentó en la
construcción de aeroplanos, en cuyas partes de madera se utiliza en gran escala una
variedad de abeto que crece en la Columbia británica. Respecto a esto, el artículo antes
mencionado del Times dice:
Una proporción sorprendentemente grande de maderas, en apariencia intactas, resultaron de pronto rotas. No
pudo verse al principio huella alguna de hongo; pero el examen en el Instituto al microscopio reveló los
diminutos tentáculos de un hongo. Una colaboradora canadiense se encargó de estudiar el caso; viajó a través de
los bosques de la Columbia británica, y descubrió el origen de la infección en la madera sin cortar. Un trabajo
cooperativo entre el Laboratorio de Investigación de los Productos del Bosque en Prince’s Risborough y la
institución similar en el Canadá demostró después que la enfermedad se acentuaba con el largo viaje a través de
los trópicos, vía Canal de Panamá. El perjuicio ha sido en gran parte eliminado por un examen cuidadoso de los
árboles antes de cortarlos y después del transporte por tierra.
LA TÉCNICA EN FISIOLOGÍA
LA TÉCNICA EN PSICOLOGÍA
LA SOCIEDAD CIENTÍFICA
XII Capítulo
EL INDIVIDUO Y EL CONJUNTO
E L siglo XIX ha sufrido las consecuencias de una curiosa división entre sus ideas
políticas y su práctica económica. En política siguió las ideas liberales de Locke y
Rousseau, que fueron adaptadas a una sociedad de pequeños propietarios agricultores. Su
lema fue: Libertad e Igualdad. Pero, mientras tanto, estaba inventando la técnica que
conduce al siglo XX a la destrucción de la libertad y a reemplazar la igualdad por nuevas
formas de oligarquía. El predominio del pensamiento liberal ha sido, en cierto modo, una
desgracia, ya que ha impedido que hombres de amplia visión pensasen de un modo
impersonal en los problemas suscitados por el industrialismo. El socialismo y el
comunismo son, es verdad, esencialmente, creencias industriales; pero su perspectiva está
tan dominada por la lucha de clases, que les queda poco tiempo para dedicarse a nada que
no sea la realización de la victoria política. La moralidad tradicional proporciona muy
poco auxilio en el mundo moderno. Un hombre rico puede malgastar millones en algún
acto que ni aun el confesor católico más severo considerará pecaminoso, mientras que
necesitará la absolución por una aberración sexual trivial, en la que haya malgastado a lo
sumo una hora, que podría haber sido más útilmente empleada. Hay necesidad de una
nueva doctrina en lo referente a nuestros deberes para con el prójimo. No es sólo la
enseñanza tradicional religiosa la que fracasa en dar una guía adecuada en este asunto,
sino también la enseñanza del liberalismo del siglo XIX. Tomemos por ejemplo un libro
como el de Mill sobre la libertad. Mill sostiene que, mientras el Estado tiene derecho a
entrometerse en aquellas de mis acciones que acarrean consecuencias para otros, debe
dejarme libre cuando los efectos de mis acciones están confinados principalmente en mí
mismo. Semejante principio apenas si deja en el mundo moderno ningún objeto para la
libertad individual. A medida que la sociedad se hace más orgánica, hácense más
numerosos e importantes los efectos de los hombres unos sobre otros; así es que apenas
queda nada a que pueda aplicarse la defensa de la libertad preconizada por Mill.
Consideremos, por ejemplo, la libertad de hablar y la de imprimir. Es evidente que una
sociedad que permita estas libertades está excluida de varias proezas, que son posibles a
una sociedad que las prohíbe. En tiempo de guerra todo el mundo se percata de ello,
porque entonces el propósito nacional es simple y el origen del mismo es evidente. Hasta
ahora no ha sido costumbre, para una nación en tiempo de guerra, el tener ningún otro
propósito nacional que el de la preservación de su territorio y de su constitución. Un
gobierno que, como el de la Rusia soviética, tenga un propósito en tiempo de paz tan
ardiente y definido como el de otras naciones en tiempo de guerra, está obligado a
restringir la libertad de hablar y la de imprimir, en el mismo grado que otras naciones
cuando están en tiempo de guerra.
La disminución de la libertad individual que ha tenido lugar durante los últimos veinte
años es probable que continúe, ya que depende de dos causas persistentes. Por un lado, la
técnica moderna hace más orgánica la sociedad; por otro, la moderna sociología hace a los
hombres más y más enterados de las leyes causales en virtud de las cuales los actos de un
hombre son útiles o perjudiciales para otro hombre. Si hemos de justificar cualquier forma
particular de libertad individual en la sociedad científica del futuro, tendremos que hacerlo
sobre la base de que la forma de libertad es para el bien de la sociedad como conjunto, y
no, en la mayoría de los casos, sobre la base de que los actos interesados no afectan más
que al agente.
Tomemos algunos ejemplos de principios tradicionales que no aparecen defendibles
por más tiempo. El primer ejemplo que se ocurre se refiere a la inversión del capital. En la
actualidad, y dentro de amplios límites, cualquier hombre que disponga de dinero para
colocarlo puede invertirlo en lo que le plazca. Esta libertad fue defendida durante el
laissez faire, con el lema de que el negocio que pagase mejor era sin más el más útil
socialmente. Pocos hombres actuales se atreverían a mantener semejante doctrina. Sin
embargo, la antigua libertad persiste. Es evidente que en una sociedad científica el capital
sería invertido donde fuese mayor su utilidad social, y no donde ganase el mayor tipo de
beneficio. Esto depende, con frecuencia, de circunstancias muy accidentales.
Consideremos, por ejemplo, la competencia entre los ferrocarriles y los autobuses: los
ferrocarriles tienen que pagar por su carácter de permanencia, mientras que los autobuses
no. Pudiera suceder, en consecuencia, que para el capitalista no fuesen negocio los
ferrocarriles, y los autobuses lo fuesen, aun cuando para la comunidad, considerada en
conjunto, fuese cierto justamente el caso contrario. Otro caso: consideremos los beneficios
de aquellos que tuvieron la buena ocurrencia de adquirir propiedad en la proximidad de la
prisión de Millbank, poco antes de transformarse ésta en la Tate Gallery. El desembolso
mediante el cual obtuvieron estos hombres su ganancia fue un gasto público, y esa
ganancia no se corresponde con ninguna inversión favorable al público. Otro ejemplo más
importante: consideremos la enorme cantidad de dinero que se gasta en anuncios. No
puede sostenerse en modo alguno que éstos reporten ningún beneficio a la sociedad. El
principio de permitir a cada capitalista invertir su dinero como le parezca, no es, en
consecuencia, socialmente defendible.
Consideremos el tema de la vivienda. En Inglaterra, el individualismo conduce a la
mayoría de las familias a preferir una casa pequeña propia a un piso en un edificio grande.
El resultado es que los suburbios de Londres se extienden monótonamente en varias
millas, con inmenso perjuicio para mujeres y niños. Cada dueña de casa guisa una comida
abominable, a costa de un trabajo ímprobo del irritado marido. Los niños, cuando regresan
de la escuela, o mientras son demasiado pequeños para ir a la escuela, se encuentran
enjaulados en habitaciones mal ventiladas, en donde son un estorbo para sus padres, o sus
padres son un estorbo para ellos. En una comunidad más sensata, cada familia ocuparía
una parte de un inmenso edificio, con un patio central. No habría cocina individual, y sólo
comidas comunales. Los niños, una vez quitados del pecho, pasarían el día en grandes
patios aireados, bajo el cuidado de mujeres que poseyesen el conocimiento, la educación y
el temperamento requeridos para hacer felices a niños pequeños. Las esposas, que se
afanan toda la jornada en un trabajo abrumador, quedarían en libertad para ganarse su vida
fuera de casa. El beneficio de semejante sistema para las madres, y aún más para los hijos,
sería incalculable. En el establecimiento para niños de Rachel Macmillan se ha
comprobado que el 90 por 100 de los niños tenían raquitismo cuando ingresaron, y casi
todos estaban curados al final del primer año de estar en el establecimiento. En el hogar
corriente, la necesaria proporción de luz, aire y buen alimento no puede lograrse; en
cambio, todas estas cosas pueden obtenerse muy económicamente si se procuran para
muchos niños a la vez. La libertad de hacer que los hijos de uno crezcan raquíticos e
inválidos, por la única razón de que se les quiere demasiado para separarse de ellos, es una
libertad que no reza con el público interés.
Consideremos de nuevo la cuestión del trabajo, en su clase y método de ejecutarlo. En
la actualidad, la gente joven escoge su propio oficio o profesión, ordinariamente porque en
el momento de su elección parece proporcionar una buena salida. Una persona bien
informada, provista de perspicacia, podría saber que el oficio o carrera en cuestión iba a
resultar mucho menos ventajoso en los años siguientes. En tal caso, algún género de
consejo público para los jóvenes podría resultar extremadamente útil. Y respecto a los
métodos técnicos, no conviene al interés público que una técnica anticuada o derrochadora
sea tolerada, cuando se conoce una técnica más económica. En la actualidad, debido al
carácter irracional del sistema capitalista, el interés del asalariado individual es a menudo
opuesto al interés de la comunidad, ya que los métodos económicos pueden ser causa de
que pierda su trabajo. Esto se debe a la supervivencia de principios capitalistas en una
sociedad que se ha hecho tan orgánica que no debería tolerarlos. Es evidente que en una
comunidad bien organizada sería imposible, para un gran conjunto de individuos, el
obtener provecho conservando una técnica ineficaz. También sería lógico exigir el uso de
la técnica más eficiente y no permitir que ningún trabajador sufra por aquella exigencia.
Me ocuparé ahora de un asunto que afecta al individuo más íntimamente: me refiero a
la cuestión de la propagación de la especie. Hasta ahora se ha admitido que cualquier
hombre y mujer que no sean parientes dentro del grado prohibido tienen derecho a casarse
y, una vez casados, a tener tantos hijos como la naturaleza decrete. Este es un derecho que
la sociedad científica del futuro no tolerará probablemente. Para un estado dado de la
técnica industrial y agrícola existe una densidad de población óptima, que asegura un
grado mayor de bienestar material que el que resultaría de un aumento o disminución del
número de individuos. Como regla general, excepto en países nuevos, la densidad de
población ha excedido ya ese tipo óptimo, aunque quizá Francia, en décadas recientes,
haya sido una excepción. Excepto donde existe propiedad heredable, los miembros de una
familia pequeña sufren casi tanto del exceso de población como los miembros de una
familia grande. Aquellos que contribuyen al exceso de población hacen, por lo tanto, un
daño, no sólo a sus propios hijos, sino a los de la comunidad. Debe presumirse, por
consiguiente, que la sociedad tratará de disuadirlos, caso necesario, tan pronto como los
prejuicios religiosos no se opongan a tal intervención. La misma cuestión se presentará en
una forma más peligrosa entre diferentes naciones y razas diferentes. Si una nación
encuentra que está perdiendo su supremacía militar, por falta de nacimientos, comparada
con su rival, intentará, como ya se ha hecho en tales casos, estimular el aumento de sus
nacimientos; pero cuando esto resulte ineficaz, como probablemente lo será, habrá una
tendencia a exigir una limitación en el tanto por ciento de nacimientos de la nación rival.
Un gobierno internacional, caso de llegar a existir, tendrá que ocuparse de esos asuntos, y
así como ahora hay una tasa para los emigrantes en los Estados Unidos, así en lo futuro
habrá una tasa para los emigrantes en el mundo. Los niños que excedan de las cifras
toleradas, serán sometidos, probablemente, a infanticidio. Esto sería menos cruel que el
actual método, que es matarlos por hambre o por guerras. Estoy, sin embargo, sólo
profetizando un determinado futuro, sin defenderlo.
Además de la cantidad de población, es probable que también la calidad se haga
asunto de regulación pública. En muchos Estados de América es ya permitido esterilizar a
los defectuosos mentales, y una propuesta semejante entra ya en Inglaterra en el dominio
de la política práctica. Este es sólo el primer paso. A medida que transcurra el tiempo,
debe esperarse un tanto por ciento creciente de población a la que se considere defectuosa
mentalmente, desde el punto de vista hereditario. Sea lo que fuere, es evidente que los
padres que engendran un hijo, cuando existe gran probabilidad de que resulte defectuoso
mentalmente, hacen un mal, a un mismo tiempo, al niño y a la comunidad. Ningún
principio defendible de libertad puede aducirse para seguir esa línea de conducta.
AI sugerir cualquier cortapisa a la libertad, hay que considerar siempre dos cuestiones
muy distintas. La primera es si semejante cortapisa sería de interés público al llevarse a
cabo prudentemente; la segunda es si sería también de interés público llevándose a cabo
con cierta medida de ignorancia y perversidad. Estas dos cuestiones son, en teoría,
enteramente distintas; pero desde el punto de vista del gobierno no existe la segunda
cuestión, ya que todo gobierno se cree a sí mismo completamente libre de toda ignorancia
y perversidad. Todo gobierno, por tanto, siempre que no esté cohibido por prejuicios
tradicionales defenderá una mayor intervención en la libertad de lo que es prudente. Creo
probable, por consiguiente, que casi todas las intervenciones en la libertad para las que
exista una justificación teórica serán, con el tiempo, llevadas a la práctica, porque la
técnica científica está haciendo a los gobiernos gradualmente tan fuertes que no necesitan
considerar la opinión ajena. El resultado de esto será que los gobiernos se sientan capaces
de intervenir en la libertad individual siempre que en su opinión haya alguna razón sana
para obrar así; y por lo que acabamos de decir, esto ocurrirá mucho más a menudo de lo
que debiera. Por esta causa, la técnica científica es probable que conduzca a tiranías
gubernamentales que con el tiempo pueden resultar desastrosas.
La igualdad, como la libertad, es difícil de conciliar con la técnica científica, ya que
ésta lleva consigo un gran aparato de expertos y empleados oficiales que inspiren y
dominen vastas organizaciones. Las formas democráticas podrán conservarse en política;
pero no tendrán tanta realidad como en una comunidad de pequeños propietarios
labriegos. El elemento oficial goza inevitablemente de poder, y cuando muchas cuestiones
vitales son tan técnicas que el hombre corriente no puede entenderlas, los expertos deben
inevitablemente adquirir un considerable grado de dominio. Consideremos la cuestión del
dinero corriente y del crédito, como ejemplo. William Jennings Bryan incluyó esta
cuestión en su proclama electoral de 1896, pero los hombres que le votaron eran hombres
que le hubieran votado independientemente del género de proclama que hubiese escogido.
En los tiempos actuales, según la opinión de muchos expertos que merecen respeto, se
produce una miseria incalculable por el defectuoso manejo del dinero corriente y del
crédito; pero es imposible someter esta cuestión al cuerpo electoral, excepto en forma algo
apasionada y nada científica; el único medio de hacer algo es convencer a los empleados
oficiales que dominan los grandes bancos centrales. Siempre que estos hombres actúen
honradamente y conforme con la tradición, la comunidad no puede intervenirlos, ya que si
ellos están equivocados, muy poca gente lo sabrá. Consideremos otro ejemplo menos
importante: todo el que ha comparado los métodos ingleses y americanos de efectuar el
tráfico de géneros en los ferrocarriles sabe que los métodos americanos son infinitamente
superiores. No existen furgones privados, y los furgones de los ferrocarriles son del
tamaño tipo capaz de transportar cuarenta toneladas. En Inglaterra, todo se hace
desordenadamente y sin sistema alguno, y el uso de furgones particulares origina grandes
pérdidas. Si esto se corrigiese, los costes de transporte podrían reducirse y los
consumidores se beneficiarían; pero esto no es asunto del que se pueda hacer bandera
electoral, ya que no habría ganancia ni para las compañías ferroviarias ni para los
empleados del ferrocarril. Si alguna vez se impone un sistema más uniforme, no será
como resultado de una exigencia democrática, sino por los empleados gubernamentales.
La sociedad científica será tan oligárquica bajo el socialismo o el comunismo como
bajo el capitalismo, pues aun donde existen las formas democráticas, no pueden
proporcionar al elector ordinario el conocimiento indispensable. Los hombres que
entienden el complicado mecanismo de una comunidad moderna y que tienen el hábito de
la iniciativa y de la decisión, deben inevitablemente dominar la marcha de los
acontecimientos en una gran extensión. Quizá sea esto más verdad en un Estado socialista
que en ningún otro, pues en un Estado socialista el poder económico y político está
concentrado en las mismas manos, y la organización nacional de la vida económica es más
completa que en un Estado en el que existan empresas particulares. Además, un Estado
socialista es probable que ejerza un dominio más perfecto que ningún otro sobre los
órganos de publicidad y propaganda, de suerte que tendrá más medios de hacer que los
hombres conozcan lo que le interese que sepan, y que no se enteren de lo que no le
convenga que sepan. La igualdad, por lo tanto, como la libertad, es, a mi juicio, sólo un
sueño del siglo XIX. El mundo futuro tendrá una clase gobernante, probablemente no
hereditaria, pero muy análoga al gobierno de la Iglesia católica. Y esta clase gobernante, a
medida que adquiera conocimientos mayores y mayor confianza, intervendrá cada vez
más en la vida del individuo y aprenderá cada vez más la técnica que permita hacer más
tolerable su intervención. Debe presumirse que sus intenciones serán excelentes y su
consueta honorable, así como que estará bien informada y será laboriosa; pero no creo que
pueda suponerse que se abstendrá el ejercicio de poder sólo por la razón de ser una buena
cosa la iniciativa individual o porque una oligarquía no es fácil que tenga en cuenta los
verdaderos intereses de sus esclavos, pues hombres capaces de tal dominio de sí mismos
no se elevarán a posiciones de poder que, excepto cuando son hereditarias, sólo se logran
por aquellos que son enérgicos y a quienes la duda no perturba. ¿Qué especie de mundo
será el que produzca dicha clase gobernante? En los siguientes capítulos arriesgaré una
conjetura sobre parte de la pregunta.
XIV
Capítulo
GOBIERNO CIENTÍFICO
C UANDO hablo de gobierno científico, debo quizá explicar lo que entiendo por ese
título. No quiero significar un Gobierno compuesto sencillamente de hombres de
ciencia. Hubo muchos hombres de ciencia en el Gobierno de Napoleón, incluyendo a
Laplace, quien, sin embargo, resultó tan incompetente que tuvo que ser reemplazado al
poco tiempo. No considero científico el Gobierno de Napoleón cuando figuraba en él
Laplace, sino científico cuando éste dimitió. Defino un Gobierno como científico, en
grado mayor o menor, según los resultados determinados que puede producir: cuanto
mayor sea el número de resultados que puede proyectar y lograr, tanto más científico será.
Los que planearon la Constitución americana, por ejemplo, fueron científicos al
salvaguardar la propiedad privada, pero no lo fueron al intentar introducir un sistema de
elección indirecta para la presidencia. Los gobiernos que hicieron la Gran Guerra no
fueron científicos, ya que todos desaparecieron durante el curso de la misma. Hubo, no
obstante, una excepción, el de Serbia, que fue del todo científico, ya que el resultado de la
guerra fue precisamente el que se había propuesto el Gobierno serbio que estaba en el
poder en ocasión de los asesinatos de Sarajevo.
Debido al aumento de conocimientos, es posible para los gobiernos actuales realizar
muchos más resultados propuestos que los que eran posibles en tiempos anteriores; y
puede ser que dentro de poco sea posible conseguir resultados tenidos ahora por
imposibles. La abolición total de la pobreza, por ejemplo, se considera técnicamente
posible en el actual momento; esto es, los métodos conocidos de producción, bien
organizados, bastarían para producir bienes suficientes para mantener a toda la población
del mundo en un bienestar tolerable. Pero aunque esto es técnicamente posible, no lo es
psicológicamente. La competencia internacional, los antagonismos de clases, el sistema
anárquico de la empresa privada se oponen a ello, y no es tarea fácil salvar estos
obstáculos. La disminución de las enfermedades es un propósito que tropieza con pocos
obstáculos en las naciones occidentales, y ha obtenido por eso un éxito grande; pero para
este propósito aún se encuentran grandes trabas en toda Asia. La eugenesia, excepto en el
caso de hacer estériles a los idiotas, no es aún una cosa corriente, pero lo será dentro de los
próximos cincuenta años. Como hemos visto, podrá ser reemplazada, cuando la
embriología esté más avanzada, por métodos directos que actúen sobre el feto.
Todas éstas son cosas que, tan pronto como sean factibles, llamarán la atención de los
idealistas enérgicos y prácticos. La mayoría de los idealistas son una mezcla de dos tipos,
que podemos llamar, respectivamente, el soñador y el manipulador. El soñador puro es un
loco; el manipulador puro es un hombre que sólo se preocupa del poder personal; pero el
idealista vive en una posición intermedia entre los dos extremos. Unas veces predomina el
soñador; otras, el manipulador. William Morris encontraba gusto en soñar con Noticias de
ninguna parte; Lenin no encontró satisfacción hasta que pudo vestir sus ideas con algo de
realidad. Ambos tipos de idealista desean un mundo distinto de éste en que se encuentran;
pero el manipulador se considera lo bastante fuerte para crearlo, mientras el soñador,
sintiéndose fracasado, se refugia en la fantasía. El tipo manipulador del idealista es el que
creará la sociedad científica. En nuestros días, Lenin es el arquetipo de tales hombres. El
idealista manipulador difiere del hombre de mera ambición personal por el hecho de que
no sólo desea cosas para él, sino también una cierta clase de sociedad. Cromwell no se
hubiera satisfecho con ser señor de Irlanda después de Strafford, o arzobispo de
Canterbury después de Laúd. Era esencial para su felicidad que Inglaterra fuese un país de
determinada índole, sin que le bastase ser figura preeminente en él. Es esta clase de deseo
impersonal lo que distingue al idealista de los demás hombres. Para hombres de este tipo
ha habido en Rusia, después de la Revolución, mucho más campo que en ningún otro país
en ninguna otra época; y cuanto más se perfeccione la técnica científica, tanto más campo
habrá para él en todas partes. Espero confiado en que hombres de este tipo tendrán que
desempeñar un papel predominante en el modelamiento del mundo durante los próximos
doscientos años.
La actitud de los que pueden llamarse idealistas prácticos, entre los hombres de ciencia
del actual momento, respecto a los problemas de gobierno, está muy bien expuesta en un
artículo interesante de Nature (6 de septiembre de 1930), del que extractamos lo siguiente:
Entre los cambios que la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias ha presentado desde su
fundación, en 1831, está la desaparición gradual de la demarcación entre la ciencia y la industria. Como lord
Melchett ha señalado en un informe reciente, el intento de establecer una distinción entre la ciencia pura y la
aplicada ha perdido todo su valor en la actualidad. No es posible trazar una distinción clara entre la ciencia y la
industria. Los resultados de trabajos de investigación del carácter más especulativo conducen a menudo a
resultados prácticos sorprendentes. Sociedades tan progresivas como las Imperial Chemical Industries, Ltd.,
siguen ahora en Inglaterra la práctica —hace tiempo corriente en Alemania— de mantener estrecho contacto con
el trabajo científico de investigación de las Universidades…
Si bien es verdad, sin embargo, que durante los últimos veinticinco años, la ciencia ha asumido rápidamente
la responsabilidad de la dirección en la industria, una responsabilidad aún más amplia es la que se le exige ahora.
Ante las condiciones de la civilización moderna, la comunidad en general, así como la industria, dependen de la
ciencia pura y aplicada para su continuo progreso y prosperidad. Bajo la influencia de los descubrimientos
científicos modernos y de sus aplicaciones, no sólo en la industria, sino en muchas otras direcciones, toda la base
de la sociedad se está haciendo rápidamente científica, y, cada vez más, los problemas peculiares del
administrador nacional, ya judicial o ejecutivo, envuelven factores que requieren conocimiento científico para su
solución…
En años recientes, el rápido aumento de toda clase de transportes y comunicaciones internacionales ha
impreso en la industria un aspecto y organización de carácter sorprendentemente internacional. Las mismas
fuerzas, sin embargo, han ensanchado los límites dentro de los cuales una política equivocada puede ejercer sus
perniciosos efectos. Un investigación histórica reciente ha demostrado que los difíciles problemas raciales que se
presentan en la actualidad en la Unión Sudafricana son el resultado de una política errónea, determinada por
prejuicios políticos de hace tres generaciones. En el mundo moderno, los peligros que provienen de
equivocaciones originadas por prejuicios y desprecio de la investigación imparcial o científica son infinitamente
más serios en una época en que casi todos los problemas de administración y desarrollo van ligados a factores
científicos; la civilización no puede permitir que el mando administrativo quede en manos de aquéllos que no
posean un conocimiento directo de la ciencia…
Por eso, ante las condiciones modernas, se exige más de los trabajadores científicos que el mero
ensanchamiento de los límites del conocimiento. No pueden por más tiempo darse por contentos con permitir que
otros se aprovechen de los resultados de sus descubrimientos y que los utilicen sin guía. Los trabajadores
científicos deben aceptar la responsabilidad del mando de las fuerzas que han libertado con su trabajo. Sin su
ayuda son virtualmente imposibles una administración eficiente y una política de altura.
El problema práctico de establecer una relación adecuada entre la ciencia y la política, entre el conocimiento
y el poder, o, con más precisión, entre el trabajador científico y el mando y administración de la vida de la
comunidad, es uno de los más difíciles que tienen relación con la democracia. La comunidad tiene, sin embargo,
derecho a esperar de los miembros de la Asociación Británica que presten alguna atención a semejante problema
y que proporcionen alguna orientación respecto a los medios por los cuales la ciencia puede asumir su papel de
predominio…
Es significativo que, en contraste con la relativa impotencia de los trabajadores científicos en los asuntos
nacionales, haya en la esfera internacional comités consultivos de expertos, que han ejercido desde la Guerra una
influencia notable y efectiva; aun estando desprovistos de toda autoridad legislativa. A comités de expertos
organizados por la Sociedad de Naciones, y ejerciendo sólo funciones consultivas, se debe la confianza en
proyectos que tuvieron éxito para salvar del caos y de la bancarrota a algún Estado europeo, y el llevar a cabo un
proyecto para los sin trabajo que permitió colocar a millón y medio de refugiados, que constituyeron la mayor
emigración que registra la historia. Estos ejemplos demuestran suficientemente que, con el conveniente estímulo
y entusiasmo, el experto científico puede ya ejercer una influencia efectiva cuando el esfuerzo administrativo
normal ha fracasado y cuando, como es el caso de Austria, el problema ha sido calificado de irresoluble por los
hombres de Estado.
En realidad, el trabajador científico ocupa una posición privilegiada, tanto en la sociedad como en la
industria, y hay señales consoladoras de que esto es actualmente reconocido por los propios trabajadores
científicos. Así, en su informe presidencial a la Sociedad Química (en Leeds), el año pasado, el profesor Jocelyn
Thorpe sugirió que estamos en una época en que la mayoría de los Gobiernos no serán por más tiempo capaces
de hacer política adecuada, sino en la dirección aprobada por la industria organizada; y al abogar por una
organización más íntima entre la ciencia y la industria, puso de manifiesto la ventaja política que con ello se
conseguiría. El informe leído en la Asociación Británica sobre «La protección de Southend del fuego de cañón»
es otra prueba de que los trabajadores científicos aceptan la responsabilidad de la dirección en asuntos que
afectan a la seguridad social e industrial. Cualquiera que sea la inspiración o estímulo que las reuniones de la
Asociación Británica puedan dar a los trabajadores científicos en la prosecución de sus investigaciones, no hay
mejor camino para que la Asociación pueda servir a la humanidad adecuadamente que el de inducir a los
trabajadores científicos a aceptar aquellas amplias responsabilidades directivas, tanto en la sociedad como en la
industria, que han sido producto inevitable de sus propios esfuerzos.
L A educación tiene dos fines: por un lado, formar la inteligencia; por el otro, preparar
al ciudadano. Los atenienses se fijaron más en lo primero; los espartanos, en lo
segundo. Los espartanos ganaron. Pero los atenienses perviven en la memoria de los
hombres.
Creo que la educación, en una sociedad científica, puede concebirse por analogía con
la educación que dan los jesuitas. Los jesuitas proporcionan una clase de educación a los
niños que han de ser hombres corrientes en el mundo, y otra distinta a aquellos que han de
llegar a ser miembros de la Compañía de Jesús. De análoga manera, los gobernantes
científicos proporcionarán un género de educación a los hombres y mujeres corrientes, y
otro a aquellos que hayan de ser mantenedores del poder científico. Los hombres y
mujeres corrientes es de esperar que sean dóciles, diligentes, puntuales, de poco pensar y
que se sientan satisfechos. De estas cualidades, quizá la más importante será la
satisfacción. Para producirla se recurrirá a todos los recursos del psicoanálisis, del
behaviourismo y de la bioquímica. Los niños serán educados desde sus primeros años del
modo más adecuado para no adquirir complejos. Casi todos serán niños o niñas normales,
felices y llenos de salud. Su alimentación no será abandonada a los caprichos de los
padres, sino que será la que recomienden los mejores bioquímicos. Pasarán mucho tiempo
al aire libre, y no aprenderán en los libros más que lo absolutamente necesario. En los
temperamentos así formados se impondrá la docilidad por los métodos de instrucción
militar, o quizá por métodos más suaves, como los empleados por los boy-scouts. Todos
los niños y niñas aprenderán desde la edad primera a ser lo que se llama «cooperativos»,
es decir, a hacer exactamente lo que todo el mundo hace. La iniciativa quedará desterrada
en estos niños, y la insubordinación, sin ser castigada, les será extirpada científicamente.
Su educación será en gran parte manual, y cuando concluyan sus años escolares se les
enseñará un oficio. Para decidir qué oficio han de aprender, se apreciarán sus facultades
por expertos. Las lecciones, cuando tengan lugar, se darán por medio del cinematógrafo o
de la radio, de modo que un profesor pueda dar simultáneamente lecciones en todas las
clases a toda la región. El dar las lecciones será reconocido como una empresa de altos
vuelos, reservada a los miembros de la clase gobernante. Lo único que se requerirá en
cada localidad para reemplazar al maestro de escuela actual será una mujer que mantenga
el orden, aunque es de esperar que los niños se conducirán tan bien, que rara vez
necesitarán los servicios de esta estimable persona.
Por otro lado, aquellos niños que estén destinados a ser miembros de la clase
gobernante recibirán una educación muy diferente. Serán seleccionados, algunos antes de
nacer, otros durante los primeros tres años de vida, y unos pocos entre los tres y seis años.
Toda la ciencia conocida se aplicará al desarrollo simultáneo de su inteligencia y de su
voluntad.
La eugenesia, el tratamiento químico y térmico del embrión y el régimen de comidas
en los primeros años se emplearán con vistas a la producción de individuos de máxima
eficiencia. La perspectiva científica se imprimirá en el individuo desde el momento en que
el niño sepa hablar, y durante los primeros años, en que al niño le impresiona todo, éste
será preservado cuidadosamente del contacto con el ignorante y el no científico. Desde la
infancia hasta los veintiún años se le proporcionará el conocimiento científico, y en todo
caso, desde la edad de los doce años se le especializará en aquellas ciencias para las que
demuestre mejor aptitud. Al mismo tiempo, se le enseñará la educación física, haciéndolo
fuerte; se le habituará a revolcarse desnudo en la nieve, a ayunar en ocasiones durante
veinticuatro horas, a correr muchas millas en días calurosos, a ser valiente en todas las
aventuras físicas, a no quejarse cuando experimente dolor físico. Desde la edad de doce
años se le enseñará a instruir niños un poco más jóvenes que él, y sufrirá una sanción
severa si los grupos de dichos niños fracasan en imitar a su jefe. Un sentido de su alto
destino se mantendrá siempre despierto en él, y habría de considerar como cosa
axiomática la lealtad a las órdenes, que no deberán nunca ser discutidas. Cada joven será,
de este modo, sometido a una triple educación: de la inteligencia, del propio dominio y del
mando sobre otros. Si fracasa en alguna de estas tres, sufrirá el terrible castigo de ser
degradado y pasar a las filas de los trabajadores ordinarios, viéndose condenado por el
resto de su vida a convivir con hombres y mujeres muy inferiores a él en educación, y
probablemente en inteligencia. El acicate de este temor bastará para hacer diligentes a
todos, salvo a una pequeña minoría de niños y niñas de las clases directoras.
Excepto para la cuestión de la lealtad al Estado mundial y a su propia orden, los
miembros de la clase directora serán inducidos a hacerse intrépidos y a tener iniciativa.
Será reconocida como de su competencia la mejora de la técnica científica y el mantener
contentos a los trabajadores manuales por medio de continuas diversiones. Como personas
de quienes depende todo progreso, no deberán ser demasiado tímidas, ni estar educadas de
tal modo que resulten incapaces de nuevas ideas. Al contrario de lo que suceda con los
niños destinados a ser trabajadores manuales, tendrán contacto personal con su profesor y
serán alentados a discutir con él. Será asunto suyo procurar estar en lo cierto, si pueden, y
en caso contrario, reconocer su error. Habrá, sin embargo, límites de esta libertad
intelectual, aun entre los niños de las clases directoras. No les será permitido discutir el
valor de la ciencia, o la división de la población en trabajadores manuales y expertos. No
podrán jugar con la idea de que quizá la poesía es tan valiosa como la maquinaria, o el
amor tan bueno como una investigación científica. Si tales ideas se le ocurriesen a algún
espíritu aventurero, serán recibidas en doloroso silencio, y se pretenderá no haberlas oído.
Un sentido profundo del deber público se infiltrará en niños y niñas de la clase
directora, tan pronto como sean capaces de comprender dicha idea. Se les enseñará que el
género humano depende de ellos y que deben prestar un servicio de bondad,
especialmente a las clases menos afortunadas, que están por debajo de ellos. Pero no hay
que suponer que resulten fatuos, ni muchos menos. Replicarán con carcajadas
despreciativas a toda observación siniestra que ponga en términos explícitos lo que todos
crean en su corazón. Sus modales serán sencillos y corteses, y su sentido del humor será
infalible.
El último peldaño en la educación de los intelectuales de la clase gobernante consistirá
en el entrenamiento para la investigación. La investigación será muy organizada, y a los
jóvenes no les será permitido escoger los casos particulares de investigación en que habrán
de trabajar, aunque serán guiados, naturalmente, a investigar aquellas materias en las que
hayan demostrado especial habilidad. Sólo a unos pocos se les dará la mayor cantidad de
conocimiento científico. Habrá arcanos reservados para una clase selecta de
investigadores, que serán cuidadosamente escogidos por su combinación de talentos y
lealtad. Se puede esperar que la investigación será mucho más técnica que fundamental.
Los hombres que dirijan cualquier departamento de investigación serán de edad y estarán
satisfechos de ver que los fundamentos de su investigación son suficientemente conocidos.
Los descubrimientos que echen por tierra puntos de vista fundamentales, si están hechos
por gente joven, serán tenidos por desfavorables, y si se publicasen temerariamente
conducirán a la degradación. Los jóvenes a quienes se les ocurra alguna innovación
fundamental harán avances prudentes para persuadir a sus profesores de que tengan en
cuenta con agrado las nuevas ideas; pero si estos intentos fracasasen, ocultarán sus nuevas
ideas hasta que ellos mismos hayan logrado una posición de autoridad, en cuyo momento
olvidarán probablemente aquéllas. La atmósfera de autoridad y organización será
extremadamente favorable a la investigación técnica, pero algo enemiga de las
innovaciones subversivas, como las que se han visto, por ejemplo, en física durante el
presente siglo. Habrá, como es natural, una metafísica oficial, que será considerada sin
importancia intelectualmente, pero que será sagrada desde el punto de vista político. A la
larga, la proporción de progreso científico disminuirá, y el descubrimiento morirá por
respeto a la autoridad.
En cuanto a los trabajadores manuales, se procurará que no se sumerjan en
pensamientos serios; se les facilitará el mayor bienestar posible, y sus horas de trabajo
serán mucho más reducidas que en la actualidad; no tendrán miedo a la destitución, o a la
desgracia de sus hijos. Tan pronto como concluyan su labor diaria, se les divertirá con
espectáculos que les proporcionen una alegría completa y que impidan la gestación de
ideas de descontento, que en este caso nublarían su alegría.
En las raras ocasiones en que un niño o una niña que haya pasado la edad en la que se
determina el estado social muestre una capacidad muy señalada para sentirse
intelectualmente igual a los gobernantes, se suscitará una cuestión difícil que requerirá un
estudio muy serio. Si el joven se contenta con abandonar a sus antiguos compañeros y
echarse lealmente en brazos de los gobernantes, podría ser promovido, después de pruebas
convenientes, al rango de éstos; pero si demuestra alguna solidaridad, que sería
lamentable, con sus antiguos compañeros, los gobernantes deducirán con repugnancia que
no puede hacerse nada por él, excepto enviarle a la cámara de la muerte, antes de que su
inteligencia, mal disciplinada, tenga tiempo de propagar la revuelta. Éste será un penoso
deber de los gobernantes; pero creo que no retrocederán ante él.
En casos normales, niños de una herencia garantizada como excelente serán admitidos
a las clases directoras desde el momento de la concepción. Parto de este momento mejor
que del nacimiento, porque desde este momento, y no meramente del instante de nacer, es
cuando el tratamiento de las dos clases será diferente. Si, no obstante, al tiempo de
alcanzar el niño los tres años se ve claramente que no llega al tipo requerido, será
degradado. Presumo que para entonces será posible juzgar de la inteligencia de un niño de
tres años con suficiente exactitud. En los casos en que haya duda, que serán pocos, se
someterá al niño a una minuciosa observación hasta la edad de seis años, en cuyo
momento se supone que será posible tomar una decisión oficial, excepto en casos muy
contados. Inversamente, los niños nacidos de trabajadores manuales podrán ser ascendidos
de clase, en cualquier momento comprendido entre los tres y seis años de edad, y
únicamente en muy raros casos en edades posteriores. Creo que puede admitirse, sin
embargo, que existirá una fuerte tendencia en la clase directora a hacerse hereditaria, y que
después de varias generaciones muy pocos niños pasarán de una clase a otra. Esto ocurrirá
con más probabilidad aún si los métodos embriológicos para perfeccionar la raza se
aplican a la clase directora y no a la otra. De este modo, el espacio que separa las dos
clases, en lo que respecta a la inteligencia de nacimiento, irá agrandándose cada vez más.
Esto, empero, no conducirá a la abolición de la clase menos inteligente, ya que los
gobernantes no desearán realizar trabajos manuales poco interesantes, ni verse privados de
la oportunidad de ejercer la benevolencia y la consciencia social, ejercicio inherente al
mando sobre los trabajadores manuales.
XVI Capítulo
REPRODUCCIÓN CIENTÍFICA
L A sociedad científica que ha sido dibujada en los capítulos de esta última parte no ha
de ser tomada como una profecía seria. Es un intento de describir el mundo que
resultaría si la técnica científica hubiese de mandar sin freno alguno. El lector habrá
observado que hechos que todo el mundo admite como deseables están íntimamente
mezclados con hechos que son repulsivos. La razón de esto es que hemos imaginado una
sociedad desarrollada de conformidad con ciertos ingredientes de la naturaleza humana,
con exclusión de todos los demás. Como ingredientes son buenos; como única fuerza
impulsora habrían de ser probablemente desastrosos. El impulso hacia la construcción
científica, cuando no contraría ninguno de los grandes impulsos que dan valor a la vida
humana, es admirable; pero si les es lícito y posible cerrar toda salida a lo que no sea él
mismo, se transforma en una variedad de tiranía cruel. Hay un verdadero peligro de que el
mundo llegue a verse sometido a una tiranía de esta clase; y por esta razón es por lo que
no he retrocedido en pintar con tonos sombríos el mundo que la manipulación científica
ilimitada podría desear crear.
La ciencia, en el curso de varios siglos de su historia, ha tenido un desarrollo interno,
que aún no parece estar completo. Se puede resumir este desarrollo como el paso de la
contemplación a la manipulación. El amor del conocimiento, al cual se debe el
crecimiento de la ciencia, es en sí mismo el producto de un doble impulso. Podemos
buscar el conocimiento de un objeto porque amemos al objeto o porque deseemos tener
poder sobre él. El primer impulso conduce al tipo de conocimiento contemplativo; el
segundo, al tipo práctico. En el desarrollo de la ciencia, el impulso-poder ha prevalecido
cada vez más sobre el impulso-amor. El impulso-poder está representado por la industria y
por la técnica gubernamental. Está también representado por las conocidas filosofías del
pragmatismo e instrumentalismo. Cada una de estas filosofías sostiene, dicho de un modo
general, que nuestras creencias sobre cualquier objeto son verdaderas siempre que nos
hagan capaces de manipularlo con ventaja para nosotros. Esto es lo que podría llamarse
una concepción gubernamental de la verdad. De las verdades así concebidas, la ciencia
nos ofrece una gran cantidad; en realidad, no se vislumbra límite a sus triunfos posibles.
Al hombre que desea cambiar su medio ambiente, la ciencia le ofrece instrumentos
asombrosamente poderosos, y si el conocimiento consiste en el poder de producir cambios
intencionados, entonces la ciencia proporciona conocimiento en abundancia.
Pero el deseo de conocimiento se manifiesta también en otra forma, que pertenece a
una serie de emociones del todo diferentes. El místico, el amante y el poeta también
buscan conocimiento; quizá no con mucho éxito, mas no por eso son menos dignos de
respeto. En todas las formas del amor deseamos tener conocimiento de lo que es amado,
no con propósito de poderío, sino por el éxtasis de la contemplación. «En el conocimiento
de Dios está nuestra vida eterna»; pero no porque el conocimiento de Dios nos dé poder
sobre Dios. Siempre que haya éxtasis, alegría o deleite derivados de un objeto, hay deseo
de conocer ese objeto —de conocerlo, no a la manera manipuladora que consiste en
transformarlo en otra cosa, sino de conocerlo en la forma de visión beatífica, porque en sí
derrama felicidad sobre el amante—. En el amor sexual, como en otras formas de amor, el
impulso hacia este género de conocimiento existe, a no ser que el amor sea puramente
físico o práctico. Esto puede constituir la piedra de toque de cualquier amor que sea digno
de tenerse en cuenta. El amor que vale contiene un impulso hacia ese género de
conocimiento del que sale la unión mística.
La ciencia, en sus comienzos, fue debida a hombres que tenían amor al mundo.
Percibían la belleza de las estrellas y del mar, de los vientos y de las montañas. Porque
amaban todas esas cosas, sus pensamientos se ocupaban de ellas y deseaban entenderlas
más íntimamente que lo que la mera contemplación exterior hacía posible. «El mundo —
decía Heráclito— es un fuego siempre vivo». Heráclito y los demás filósofos jónicos, de
los que vino el primer impulso hacia el conocimiento científico, sintieron la extraña
belleza del mundo casi como una locura, en la sangre. Eran hombres de un intelecto
titánicamente apasionado; y de la intensidad de su pasión intelectual se ha derivado todo el
movimiento del mundo moderno. Pero, paso a paso, a medida que la ciencia se fue
desarrollando, el impulso-amor que le dio origen ha sido contrariado, mientras el impulso-
poder, que fue al principio un mero acompañante, ha usurpado gradualmente el mando, en
virtud de su éxito no previsto. El amante de la naturaleza ha sido burlado; el tirano de la
naturaleza ha sido recompensado. A medida que la física se ha desarrollado, nos ha ido
privando, paso a paso, de lo que nos imaginábamos que conocíamos acerca de la
naturaleza íntima del mundo físico. El color y el sonido, la luz y la sombra, la forma y la
contextura, no pertenecen ya a aquella naturaleza externa que los jonios buscaban como a
la desposada de sus amores. Todas estas cosas han sido transferidas del amado al amante,
y el amado ha quedado reducido a un simple esqueleto de huesos crujientes, frío y temible.
Aunque quizá sea un mero fantasma. El pobre físico, aterrado ante el desierto que sus
fórmulas descubren, acude a Dios en busca de consuelo; pero Dios debe compartir la
espiritualidad de su creación, y la respuesta que el físico cree oír a su grito es sólo el latido
asustado de su pobre corazón. Desengañado como amante de la naturaleza, el hombre de
ciencia se está haciendo su tirano. ¿Qué importa —dice el hombre práctico— que el
mundo exterior exista o sea un sueño, si yo puedo obligarle a comportarse según mis
deseos? Así la ciencia ha sustituido cada vez más el conocimiento-poder al conocimiento-
amor; y a medida que se completa esta sustitución, la ciencia tiende más y más a hacerse
sádica. La sociedad científica del futuro, tal como la hemos imaginado, es de índole tal,
que en ella el impulso-poder ha dominado por completo al impulso-amor, y éste es el
origen psicológico de las crueldades que corre peligro de fomentar.
La ciencia, que comenzó siendo la persecución de la verdad, se está haciendo
incompatible con la veracidad, ya que la veracidad completa tiende cada vez más al
escepticismo científico completo. Cuando consideramos la ciencia contemplativamente, y
no prácticamente, encontramos que lo que creemos lo creemos por fe animal, y que sólo
nuestras incredulidades son debidas a la ciencia. Cuando, por otro lado, la ciencia se
considera como una técnica para la transformación de nosotros mismos y de nuestro
alrededor, se encuentra que nos da un poder enteramente independiente de su validez
metafísica. Pero sólo podemos manejar este poder cesando de plantearnos cuestiones
metafísicas respecto a la naturaleza de la realidad. Y, sin embargo, estas cuestiones son la
prueba de una actitud de amante hacia el mundo. De este modo, sólo renunciando al
mundo como adoradores podemos conquistarlo como técnicos. Mas esta división en el
alma es fatal para la parte mejor del hombre. Tan pronto como se comprueba el fracaso de
la ciencia considerada como metafísica, el poder que la ciencia confiere como técnica se
obtiene merced a algo análogo a la adoración de Satanás, o sea, por renuncia al amor.
Ésta es la razón fundamental de por qué la perspectiva de una sociedad científica debe
ser mirada con aprensión. La sociedad científica, en su forma pura —que es la que hemos
tratado de representar—, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor,
con el arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han protegido
hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética. No es el conocimiento el que
origina estos peligros. El conocimiento es bueno, y la ignorancia es mala; a este principio
no encuentra excepción el amante del mundo. Ni tampoco es el poder en sí y por sí el
origen del peligro. Lo que es peligroso es el poder manejado por amor al poder, y no el
poder manejado por amor al bien genuino. Los directores del mundo moderno están
borrachos de poder: el hecho de poder hacer algo que nadie previamente pensaba como de
posible realización es para ellos suficiente razón para hacerlo. El poder no es uno de los
fines de la vida, sino meramente un medio para otros fines, y hasta que los hombres
tengan presente los fines a que el poder debiera servir, la ciencia no hará lo que es capaz
para procurar la buena vida. Pero ¿cuáles son los fines de la vida? —preguntará el lector
—. No creo que ningún hombre tenga el derecho a legislar para otros sobre este particular.
Para cada individuo, los fines de la vida son aquellas cosas que desea ardientemente, y que
si existiesen le proporcionarían la paz. O, si se piensa que es mucho pedir la paz en esta
vida, digamos que los fines de la vida habrán de proporcionarle deleite o alegría o éxtasis.
En los deseos conscientes del hombre que busca el poder por sí hay algo de avaricia;
cuando lo alcanza, necesita más poder, y no encuentra felicidad en la contemplación de lo
que tiene. El amante, el poeta y el místico hallan una satisfacción más completa que la que
pueda conocer el buscador de poder, ya que pueden descansar en el objeto de su amor,
mientras el buscador del poder debe estar perpetuamente ocupado en alguna nueva
manipulación, si no quiere experimentar una sensación de vacío. Creo, por tanto, que las
satisfacciones del amante, usando esta palabra en su sentido más amplio, exceden a las
satisfacciones del tirano y merecen un puesto más elevado entre los fines de la vida.
Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los
crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del
sol universal; habré olido la lluvia después de la sequía, y habré oído el Atlántico
tormentoso batir contra las costas graníticas de Cornualles. La ciencia puede otorgar estas
y otras alegrías a más gente de la que de otra suerte gozaría con ellas. Si procede así, su
poder será sabiamente empleado. Pero cuando suprime de la vida los momentos a que la
vida debe su valor, la ciencia no merece admiración, por muy sabiamente que conduzca a
los hombres por el camino de la desesperación. La esfera de los valores cae fuera de la
ciencia, excepto en cuanto la ciencia consiste en la persecución de la verdad. La ciencia
como persecución del poder no debe introducirse violentamente en la esfera de los
valores, y la técnica científica, si ha de enriquecer la vida humana, no debe rebasar los
fines a que sirve.
El número de hombres que determinan el carácter de una época es pequeño. Colón,
Lutero y Carlos V dominaron el siglo XVI; Galileo y Descartes gobernaron el XVI. Los
hombres importantes en la edad que acaba de concluir son: Edison, Rockefeller, Lenin y
Sun Yat-sen. Con la excepción de este último, estaban estos hombres desprovistos de
cultura, desdeñaban el pasado, confiaban en sí mismos y eran crueles. La sabiduría
tradicional no se albergaba en sus pensamientos y sentimientos; lo que les interesaba era el
mecanismo y la organización. Una educación diferente podía haber hecho completamente
distintos a estos hombres. Edison podía, en su juventud, haber adquirido conocimiento de
historia, poesía y arte; Rockefeller pudo haber aprendido que se le había anticipado Creso;
Lenin, en vez de haberse sentido invadido por el odio, al ver ejecutado a su hermano
durante su época de estudiante, pudo haberse familiarizado con el desarrollo del Islam y
con el desarrollo del puritanismo de la piedad a la plutocracia. Por medio de tales
educaciones pudo haber penetrado en las almas de estos grandes hombres algún fermento
de duda. Con un poco de duda en el alma, sus hazañas hubieran quizá perdido en volumen,
pero hubieran valido mucho más.
Nuestro mundo tiene una herencia de cultura y de belleza; pero, desgraciadamente,
esta herencia ha sido sólo manejada por los miembros menos activos e importantes de
cada generación. El gobierno del mundo, con lo que no quiero significar los puestos
ministeriales, sino los puestos dominantes de poder, ha venido a caer en manos de
hombres que ignoran el pasado, que no tienen ternura por lo tradicional, ni comprensión
de lo que están destruyendo. No hay ninguna razón fundamental que justifique este estado
de cosas. El prevenirlo es un problema de educación, y no muy difícil. Los hombres del
pasado eran a menudo limitados y provincianos en el espacio; pero los hombres que
dominan en nuestra época son provincianos en el tiempo. Sienten por el pasado un
desprecio que no merece, y por el presente un respeto que aún merece menos. Las
máximas consagradas de la edad pretérita han pasado de moda, pero hace falta una nueva
serie de máximas para reemplazarlas. Colocaría yo como primera entre éstas las siguiente:
«Es mejor hacer un poco de bien que mucho daño». Para dar sentido a esta máxima sería
necesario compenetrarse con lo que se entiende por bien. Pocos hombres de nuestros días,
por ejemplo, podrán ser compelidos a creer que no hay una excelencia intrínseca en la
locomoción rápida. Subir del infierno al cielo es bueno, aunque es un proceso lento y
laborioso; el caer del cielo al infierno es malo, aunque puede realizarse con la velocidad
del Satanás de Milton. Ni tampoco puede decirse que un mero aumento en la producción
de comodidades materiales sea en sí una cosa de gran valor. Prevenir la extrema pobreza
es importante, pero aumentar los bienes de los que ya poseen mucho es un gasto de
esfuerzo sin valor. Prevenir el crimen puede ser necesario pero inventar nuevos crímenes
con el fin de que la policía pueda mostrar su habilidad en prevenirlos no es tan de admirar.
Los nuevos poderes que la ciencia ha dado al hombre pueden ser manejados sin peligro
por aquellos que, bien por el estudio de la historia, o por su propia experiencia de la vida,
hayan adquirido alguna reverencia por los sentimientos humanos y alguna ternura por las
emociones que dan colorido a la existencia cotidiana de hombres y mujeres. No me atrevo
a negar que la técnica científica pueda, con el tiempo, construir un mundo artificial
preferible por todos estilos al mundo en que hasta ahora han vivido los hombres; pero
debo decir que, si esto ha de realizarse, deberá hacerse por vía de ensayo y con el
convencimiento de que el propósito de gobernar no ha de proporcionar tan sólo placer a
los que gobiernan, sino hacer la vida tolerable a los que son gobernados. La técnica
científica no debe por más tiempo constituir la cultura de los mantenedores del poder, y
deberá formar la parte esencial del panorama ético de los hombres para comprobar que la
buena voluntad por sí sola no puede hacer una vida buena. El conocimiento y el
sentimiento son ingredientes por igual esenciales, tanto en la vida del individuo como en
la de la comunidad. El conocimiento, si es amplio e íntimo, trae consigo una relación de
tiempos y lugares distantes, el saber que el individuo no es omnipotente o imprescindible,
y una perspectiva en la que los valores se vean más claramente que como los perciben
aquellos a quienes es imposible una visión distante. Aún más importante que el
conocimiento es la vida de las emociones. Un mundo sin deleite y sin afectos es un mundo
privado de valor. El manipulador científico debe recordar estas cosas, y si lo hace, su
manipulación puede ser beneficiosa del todo. Todo lo que se necesita es que los hombres
no se envenenen tanto con el nuevo poder que lleguen a olvidar las verdades que fueron
familiares a todas las generaciones anteriores. Ni toda la sabiduría es nueva, ni todas las
tonterías son anticuadas.
El hombre ha sido disciplinado hasta ahora por su sujeción a la naturaleza. Habiéndose
emancipado de esta sujeción, muestra algunos de los defectos del esclavo que se convierte
en amo. Una nueva perspectiva moral es necesaria, en al que la sumisión a los poderes de
la naturaleza sea reemplazada por lo que tiene el hombre de mejor. Mientras exista esa
moral la ciencia que ha librado al hombre de su cautiverio de la naturaleza podrá proceder
a librarle de su cautiverio de si mismo. Existen peligros, pero no son inevitables, y la
esperanza en el futuro es tan racional como el temor.
BERTRAND ARTHUR WILLIAM RUSSELL. 3.er Conde de Russell, OM, MRS, (18 de
mayo de 1872, Trellech, Monmouthshire, Gales - 2 de febrero de 1970, Penrhyndeudraeth,
Gales). Filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de
Literatura y conocido por su influencia en la filosofía analítica, sus trabajos matemáticos y
su activismo social. Contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo tres hijos.
Notas
[1.1] Véase Man and Woman, de Havclock Ellis, 6.ª edición, pág. 119. <<
[1.2] Tomado de Galileo, His Life and Work, por J. J. Fahic, pág. 313, 1903. <<
[1.3] The Nature of Living Matter, por Cf. Hogben, 1930, pág. 143. <<
[1.4]
Lectures on Conditioned Reflexes, por Ivan Petrovich Pavlov, M. D., pág. 342.
Traducido del ruso por W. Horsely Gantt, M. D. editado por Martin Lawrence, Limited.
Londres.
Véase también Conditioned Reflexes: an Investigation of the Physiological Activity of the
Cerebral Cortex, por I. P. Pavlov. Traducido por G. V. Anrep. Oxford, 1927. <<
[1.5] Obra antes citada; pág. 329. <<
[1.6] Escuela psicológica que estudia la conducta (behaviour) observable y no los estados
interiores. <<
[1.7] Obra antes citada, pág. 349. <<
[1.8] Obra citada, pág. 41. <<
[1.9] Obra citada, pág. 42. <<
[1.10] Hogben: The Nature of Living Matter, 1930, pág. 25. <<
[2.1] El siguiente extracto de Nature (7 de febrero de 1931) es típico de la actitud cautelosa
por ejemplo, hablando de la obra de Galileo, dice: «A través de ella el género humano
comenzó a conocer un Dios no de capricho y fantasía, como eran todos los dioses del
mundo antiguo, sino un Dios que actúa con leyes». (Science and Religión, 1929, pág. 39).
La mayoría de: los físicos modernos, sin embargo, muestran preferencia por el capricho y
la fantasía. <<
[5.1] Eddington: The Nature of the Physical World, pág. 83. <<
[5.2] The Mechanistic Conception of Life, 1912, pág. 11. <<
[5.3] Hogben, obra citada, pág. 111. <<
[5.4] Hogben, obra citada, pág. 28. <<
[8.1] The Materials of Life, por T. R. Parson, 1930, pág. 263. <<
[8.2] Nature, 11 de octubre de 1930. <<
[9.1] The Nature of Living Matter, Hogben, pág. 186. <<
[10.1] Para obtener datos experimentales en este asunto, consúltese The Intellectual Growth
de 1886, aun teniendo en cuenta la elevación en el coste de la vida. Véase Forty Years of
Change (P. S. King), pág. 130. <<
[12.1]
Cfr. B. H. Chamberlain: The Invention of a New Religión, publicada por la
Asociación de la Prensa Racionalista. <<
[12.2] The Problem of the Twentieh Century: a Study in International Relationships, por