10 Teologia de La Experiencia Mistica

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10 Teología de la experiencia mística

La teología mística quiere ser una «sabiduría experiencial», no una «sabiduría doctrinal» 1. Es mística
no por ser teología, sino porque quiere expresar en palabras la experiencia mística. Llamamos
«místicas» no a las experiencias sobrenaturales especiales, sino a la intensidad de la experiencia de
Dios en la fe y a la profundidad de toda experiencia de fe. Las experiencias místicas no se pueden
comunicar mediante enunciados doctrinales. De ahí que la «teología de la experiencia mística» se
limite a narrar el camino, el itinerario, el tránsito hacia aquella experiencia de Dios inefable e inco-
municable. En cuanto a sus contenidos doctrinales, la teología de los místicos hasta el presente no
tiene nada que llame especialmente la atención. En cuanto a sus ideas, es fácil identificar en ella los
pensamientos agustinianos, neoplatónicos y gnósticos y remitirlos a sus raíces. Pero con estos
planteamientos no se recorre el mismo itinerario que los teólogos de la mística. Es, pues, más co rrecto
preguntarse qué tipo de experiencias intentan expresar con la ayuda de esas imágenes e ideas. Para
compartir sus experiencias conviene hacer su mismo viaje.
La sapientia experimentalis es siempre ética y mística al mismo tiempo; una doctrina de la virtud y
una búsqueda de la experiencia, pues únicamente «los limpios de corazón verán a Dios». No se trata
de dividir exteriormente la vida en el ámbito de la praxis y en el ámbito del conocimiento. La vida,
desde Agustín, es para los místicos el drama del amor, del amor infeliz, desesperanzado, libre,
inquisitivo y beatificante a Dios. Todos parten del mismo presupuesto: el hombre es un ser erótico, lo
mueve un corazón hambriento, que sólo en Dios puede encontrar su plenitud. El Dios infinito es quien
suscita en el hombre, su imagen, una pasión infini-
ta que destruye todo lo finito y terreno cuando no halla reposo en su infinitud. Por ello, la medida
del amor místico es la desmesura2 Lo que describen los místicos, tanto antiguos como modernos no es
ni más ni menos que la historia de la liberación de la pasión humana de sus manifestaciones infelices y
melancólicas. Lo que narran es la verdadera historia de amor entre los hombres y Dios Esto sólo es
dulce si se olvida que el amor infeliz es lo más terrible que les puede pasar a los hombres, pues de ahí
se deriva el poder destructor, el ansia de tortura y la furia aniquiladora. Los místicos han narrado de
diversas formas sus caminos hacia la liberación de la pasión. No pretendo analizar históricamente los
diversos «viajes del alma a los cielos» ni sistematizarlos bajo un común denominador. Lo único que
quiero es describir uno de estos viajes hacia la experiencia mística, pero no de una experiencia vital del
más allá sino del más acá, no de la vida espiritual sino de la vida en este mundo.

1. Acción y meditación

Desde que se estableció la «praxis» como criterio de verdad, la meditación parece algo alejado de la
realidad, es decir, algo especulativo. Desde que la verdad tiene que ser «siempre concreta» (B. Brecht),
la meditación pasa por ser algo «abstracto», es decir, una huida de la realidad y de la acción. En las
sociedades que obligan a una vida activa y donde sólo cuenta el éxito y el resultado, meditar parece
inútil y superfluo. Desde su punto de vista, parece comprensible. Lo que realmente es incomprensible
es que a activistas nerviosos y a 'manager' ajetreados se les ofrezca la meditación como un deporte útil
para encontrar el equilibrio anímico y se les vendan técnicas de yoga para incrementar los resultados.
Las comercializaciones pragmáticas y utilitaristas destruyen de plano la esencia de la meditación. No
permiten alcanzar la tranquilidad ni encontrarse a sí mismo.
La meditación es una forma antigua de conocimiento, reprimida por el activismo moderno. La
meditación es un modo de percepción que ejercitamos continuamente en nuestra vida diaria, aunque
no le prestamos especial atención ni nos dedicamos a ella. Vemos, por ejemplo, la belleza de un árbol,
pero pasamos a 70 km. por hora. Pensamos en nosotros mismos pero en seguida nos olvi-

.
damos para entregarnos a nuestro trabajo. No tenemos tiempo ni para interiorizar las cosas ni para
interiorizar nuestro yo.
Cuando la ciencia moderna se propone conocer algo, lo conoce para dominarlo: «saber es poder»,
proclamaba Francis Bacon. Nos apoderamos de los objetos y ya no les prestamos más atención. Nos
convertimos en «maítres et posseseurs de la nature», como prometía Rene Descartes, y la naturaleza
enmudece. La razón moderna tiene un estricto carácter funcional: «sólo conoce lo que puede crear
según su proyecto», como constataba Immanuel Kant. ¿Nada más? No, casi nada más. La razón es un
órgano productivo, que ya apenas es capaz de percibir las cosas. Y la meditación es precisamente una
forma de percepción sensible, un modo de recibir, de acoger y de participar.
La reflexión siguiente puede aclarar esta distinción: al mundo no lo entendemos solamente con las
«pequeñas células grises» de nuestro cerebro, sino también con nuestros sentidos. ¿Cuáles son los
sentidos que nos ayudan a conocer y comprender?
Los filósofos griegos, los Padres de la Iglesia y los monjes comprendían las cosas con los ojos.
«Teorizaban» (theorein), en el sentido literal del término. La comprensión real sólo se obtiene cuando
al contemplar tanto una flor, una puesta de sol o una aparición de Dios, esta flor se convierte en la flor,
esta puesta de sol en la puesta de sol y esta aparición de Dios en nada menos que Dios mismo.
Entonces el observador se convierte en una parte de la flor, de la puesta de sol o de Dios. En efecto,
por el conocimiento, participa en su objeto o en lo que está frente a él y se transpone en ellos. El
conocer transforma a quien conoce, no a lo conocido. El concocimiento crea comunión. Se conoce
para participar, no para dominar. Por ello, sólo se conoce en la medida en que se es capaz de amar lo
que es distinto de uno mismo y de dejar que sea lo que es. Como dice la forma hebrea (in 1), el
conocimiento es un acto de amor, no de poder. Cuando uno ha comprendido, dice: «Lo veo. Te amo.
Veo a Dios». El resultado es teoría pura y pura satisfacción. La gente de hoy comprendemos casi
siempre las cosas de otra forma, pues sobre todo en alemán conocemos con nuestras manos. El
sentido del tacto es, sin duda, el sentido originario de la piel. Cuando sentimos, formamos
sentimientos. Cuando tocamos, somos tocados. A tientas es como nos apercibimos de los demás y de
nosotros mismos. Todo niño explora a tientas el mundo y a sí mismo en el mundo. En el mundo
moderno, sin embargo, la experiencia de sí ha sido separada de la experiencia del mundo. Un
conocimiento objetivamente seguro sólo se obtiene excluyendo todos los factores
subjetivos. Queremos «aprehenderlo» todo. Conocemos tomando las cosas, apoderándonos de ellas y
colonizándolas. Cuando tenemos algo «en el puño», entonces lo tenemos bajo control y lo n 0_ seemos.
Y cuando lo poseemos, podemos hacer con ello lo qu e queremos. Conocemos para dominar. Cuando
alguien cree que ha comprendido algo, dice: «Lo domino. Lo tengo. Lo sé». El resultado es el puro
dominio.
Si comparamos estos dos modos de conocer, en seguida se ve que los hombres modernos
necesitan al menos un equilibrio entre la vita activa y la vita contemplativa, si no quieren que se
atrofie su alma3. No solamente en el trato con otros hombres, sino también en la relación con el medio
ambiente natural, el modo pragmático de conocer tiene límites precisos, más allá de los cuales
comienza la destrucción de la vida.
Pero el modo meditativo de comprender parece aún más importante en la relación del hombre
consigo mismo. Se huye hacia la relación, la acción social y la praxis política, porque los hombres no se
pueden soportar a sí mismos. Están descontentos consigo mismos. Por eso no pueden estar solos. La
soledad es una tortura. El silencio se hace insoportable. La vida aislada es como una «muerte social».
Toda desilusión es un tormento que se ha de evitar. Pero los que se lanzan a la acción porque no están
en paz consigo mismos, terminan siendo un peso para los demás. La acción social y el compromiso
político no son una medicina para curar la debilidad del propio yo. El que quiere hacer algo por los
demás sin conocerse a fondo a sí mismo, sin sensibilizar su capacidad de amar y sin ser libre ante sí
mismo, no tiene nada que ofrecerles. Presuponiendo buena voluntad y sin atribuir a nadie malas
intenciones, lo único que puede transmitirles es la enfermedad contagiosa de su yo, su angustia
agresiva y sus ideas llenas de prejuicios. El que quiere llenar su vacío interior ayudando a los demás, lo
único que hace es ampliar su propio vacío. ¿Por qué? Porque el hombre influye en los demás mucho
menos con sus palabras y acciones que con su existencia y modo de ser, pero no lo quiere reconocer.
Solamente quien se ha encontrado a sí mismo puede entregarse a los demás. De otro modo, ¿qué
podría dar? Sólo cuando se acepta a sí mismo puede
aceptar a los demás sin dominarlos. Quien se ha liberado a sí mis- mo puede liberar a otros y compartir
sus sufrimientos.
Llama la atención que, cuando se describe la miseria de los hombres con un yo débil, siempre se
utilicen las palabras claves de la mística. Pero lo que para los místicos son virtudes, son tormentos para
el hombre moderno: extrañamiento, soledad, silencio, apartamiento, vacío interior, despojo, pobreza,
ignorancia, etc. Basta recordar las películas de Ingmar Bergmann para comprobar la inversión de la
mística. Lo que los monjes buscaban para encontrar a Dios, es de lo que huyen los hombres modernos.
Antiguamente los místicos se retiraban a la soledad del desierto para luchar con los demonios y
experimentar la victoria de Cristo. Creo que hoy necesitamos hombres que se retiren al desierto
interior del alma y peregrinen por los abismos de su yo, para combatir a los demonios y experimentar
la victoria de Cristo; más sencillamente, para habilitar un espacio vital interior y para utilizar sus
experiencias para buscar una salida a otros hombres. Todo esto supone recuperar el sentido positivo
de la soledad, el silencio, el vacío interior, el sufrimiento, la pobreza y «el saber que no se sabe». Para
los místicos, en sus formulaciones paradójicas, este sentido consistía en aprender a existir en la
presencia del Dios ausente o en el ocul-tamiento del Dios presente y en aprender a soportar la «noche
oscura del alma» (Juan de la Cruz). Pero ¿todo esto sigue siendo válido para hoy?

2. Meditación y contemplación

Hay muchas definiciones de meditación y contemplación, y también muchas diferencias entre


ellas4. Para mí, meditación es el conocimiento que ama, sufre y comparte con un objeto y contem-
plación la conciencia reflexiva del propio yo en esta meditación. Los que meditan se sumergen en su
objeto. Se entregan por completo a la contemplación y «se olvidan de sí mismos». El objeto se abisma
en ellos. En la contemplación se reconocen de nuevo a sí mismos {wieder-er-innern, re-entran en sí
mismos). Perciben las

transformaciones de su yo. Retornan a sí mismos después de haber salido de sí. En la contemplación


nos percatamos de nuestra propia percepción. No hay meditación sin contemplación ni contemplación
sin meditación; pero para facilitar la comprensión, tienen pleno sentido estas distinciones.
En cuanto a la fe cristiana, éstas son las consecuencias:
a) La meditación cristiana no es la meditación trascendental Es una meditación sobre un objeto
(objetual). En su esencia más dura es meditatio passionis et mortis Christi: contemplación del viacrucis,
meditación de la pasión, mística del viernes santo 5. Aquí se ve la historia de Cristo como una historia
abierta e inclusiva «por nosotros». Su entrega a la muerte «por nosotros» lo pone de manifiesto. Por
eso, esta historia puede ser objeto del conocimiento meditativo, es decir, del conocimiento que hace
que el sujeto que conoce participe y se transforme. El que contempla, se implica en la historia de
Cristo. No la pone a su servicio, sino que se entrega a ella. Y en la historia de Cristo es donde se
reencuentra consigo mismo aceptado, reconciliado y liberado para el reino de Dios. Como quien
participa en él.
b) Si los que meditan en la historia inclusiva de Cristo retornan a sí mismos, descubren que su
conocimiento de la historia de Cristo está determinada por esta misma historia. Al descubrir al «Cristo
por nosotros», Cristo está «en ellos» y ellos están «en Cristo». Reconocen la historia del Cristo
crucificado por ellos en la presencia del Espíritu del Cristo resucitado en ellos. En la medida en que no
conocen más que al Christus crucifixus (1 Cor 2, 2), pueden decir con Pablo: «No soy yo, es Cristo quien
vive en mí» (Gal 2, 20). Así como, para Pablo, «la comunión de los sufrimientos de Cristo» y «el poder
de la resurrección de Cristo» se experimentan conjuntamente en la fe, también el conocimiento de la
historia de la cruz de Cristo, extra nos, que nos lleva a olvidarnos de nosotros mismos, y la percepción
del Cristo resucitado in nobis, que nos lleva a reconocernos a nosotros mismos, son dos cosas que van
unidas. El conocimiento meditativo del Christus pro nobis y la percepción contemplativa del Christus in
nobis se condicionan recíprocamente.
Quien no considera la «mística del apóstol Pablo» y sólo se atiene al «Cristo por nosotros» presente
en la palabra y en el sacramento, no tendrá problemas de ortodoxia con la espiritualidad
institucionalizada. Pero el que prescinde de la palabra y del sacramento y de la historia abierta del
«Cristo por nosotros», para entregarse exclusivamente a la mística de Cristo, junto con la historia
pierde también a Cristo y él mismo se diluye en la nada. La controversia entre ortodoxia y pietismo en
el protestantismo del siglo XVII discurrió en esta equivocada alternativa entre el «Cristo por nosotros»
y el «Cristo en nosotros»6. La alternativa entre objetividad y subjetividad de la salvación se supera
cuando se descubre la historia abierta e inclusiva de Cristo y cuando se descubre la propia historia
vital en esta historia. De hecho, la historia del Espíritu santo no es más que la historia de cada lino en
la historia de Cristo. Sin la percepción contemplativa de la acción del Espíritu santo «en nosotros» no
nos resulta vital la historia de Cristo «por nosotros».
Hemos definido la contemplación como conciencia de la percepción de la historia de Cristo. Y, como
percibir la percepción de los objetos (objetual) no es objetual, hay que tener mucho cuidado. Es un
conocimiento indirecto del conocer y una autoconciencia indirecta que acompaña a la conciencia
objetual. Mientras se conciba el conocer como una actividad del que conoce, el conocimiento del
conocer será conciencia de la subjetividad. Pero ésta no puede aprehenderse, ya que tener conciencia
de ella presupone de nuevo la subjetividad, y así sucesivamente. Es completamente distinto cuando se
concibe el conocimiento como actividad de lo que está ahí y se da a conocer. En este caso, conocer es
experimentar impresiones y se funda en la receptividad del que conoce. El conocimiento del conocer
así entendido conduce a la conciencia de la propia objetividad. Y esto sí se puede aprehender. Los
cambios que las impresiones percibidas suscitan en quien conoce pueden hacerse conscientes por
medio de la contemplación.
¿Qué sucede con el conocimiento de la historia de Cristo en aquel que conoce? ¿qué efectos
produce en la comunión con Cristo el Espíritu santo? La respuesta tradicional dice: el restablecimiento
de la imagen de Dios en el hombre, el establecimiento de la
amistad entre Dios y el hombre creyente y finalmente la semejanza divina en la gloria de Dios. El
hombre se convierte en imagen de Cristo y, por medio de Cristo, en imagen de Dios 7. Con la aparición
del conocimiento de Cristo se produce a la vez lo que los místicos llamaban «el nacimiento de Dios en
el alma».
El aspecto subjetivo de la fe en Cristo sólo se puede subrayar con la intensidad con que lo hace la
mística, cuando la contemplación está dispuesta a buscar la renovación, liberación y plenitud del alma
del creyente en Dios. Por lo que se refiere a la actividad del que conoce, todo está orientado hacia su
objeto. En relación con la receptividad del que conoce, todo, incluso su objeto, está orientado hacia él
mismo. La historia abierta de Cristo «por nosotros» se prolonga pues en su historia «con nosotros» y
«en nosotros» y en nuestra historia «con él» y «en él». Su meta subjetiva es la renova ción de la
imagen de Dios en los creyentes. Sobre esto reflexiona la contemplación. Es consciente de este
proceso. La semejanza con Dios se entiende aquí como la determinación y la capacitación del hombre
para contemplar a Dios, cuya meta es la visio beatifica.
La experiencia del «instante místico» es un anticipo de la visión escatológica e inmediata de Dios.
Pero, ¿puede haber un instante en que se tenga una experiencia inmediata de Dios? «Quien ve a Dios
morirá», se dice en el antiguo testamento. Por eso, el conocimiento indirecto de Dios en su palabra y a
través de su imagen en la tierra no es solamente un impedimento, sino también una protección del ser
humano. Por eso también, el conocimiento de la divinidad de Cristo a través de su humanidad es no
sólo un oculta-miento de Dios, sino también una tutela de los seres humanos. El ocultamiento de Dios
en su revelación es no sólo un tormento, sino también una gracia. La ausencia de Dios en medio de su
presencia es no sólo extrañamiento, sino también liberación. No obstante, la pasión del hombre que
busca a Dios lo impele a superar las mediaciones, para llegar a la inmediatez.

3. Contemplación y mística

Por «mística» entendemos en sentido estricto la unió mystica: el momento de la plenitud, el éxtasis
de la unificación, la inmersión

7. Así, por ejemplo, J. Arndt, Vier Biicher vom wahren Christentum (61857), 18: «Desde Cristo el
hombre es generado conforme a Dios»; 11: «La imagen de Dios en el hombre es la conformidad del alma
humana con Dios». Esta cristología de la «imago» se remite en la teología evangélica a la doctrina de
Osiander sobre la justicia esencial.
¿el alma en «el mar infinito de la divinidad», el «nacimiento de pios en el alma», como lo describen los
místicos. Este momento extático es oscuro, irreconocible e indescriptible. Puesto que o se vive con
toda el alma o no se vive de ningún modo, no hay nadie que haya podido observarlo o ser consciente
de él. En estos momentos, la experiencia de Dios es tan intensa, que no se recuerda ni espera ninguna
otra cosa. Dios es pura presencia.
Ahora bien, para calificar de «callar» el «silencio místico» (si-lentium mysticum) en la presencia
indefinible de Dios, primero hay que hablar. Hay que hablar, pues, para dejar de hablar (callar).
Hay que superar las mediaciones por las que el alma llega a la comunión con Dios, para que no siga
pendiente de ellas, sino que las utilice como lo que son, a saber, peldaños de una escala, baran dillas
de un camino, estaciones de un viaje. De la superación de las mediaciones han hablado todos los
místicos, pues el amor del hombre a Dios es solicitado y atraído por el amor de Dios al hombre. Así
como Dios ha bajado hasta el hombre por amor, también el amor del hombre sube hasta Dios por los
caminos que Dios ha trazado en la creación, en la encarnación y en el envío del Espíritu.
Esto puede suceder de un modo muy sencillo: la fe, por los dones de gracia que pide y agradece,
llega a la mano benigna de Dios, de donde proceden, y se agarra a ella; por esta mano benigna llega
hasta el corazón abierto de Dios y finalmente ama a Dios no ya por la bondad de su mano ni por su
entrega generosa, sino por Dios mismo. En esta escala, el amor se aleja de los objetos creados que ama
y se dirige hacia Dios mismo. Se aparta de la imagen de Dios y busca el original. Los místicos sitúan al
hombre ante la alternativa Dios o mundo, pero no por desprecio del mundo al estilo gnóstico sino para
no dividir el amor. Para liberar a las criaturas y al hombre del amor infinito y en ese caso destructor de
Dios, los místicos exigen el «trabajo penoso» del desasimiento, de la alienación, de la pobreza y del
desapego de todas las cosas, en definitiva, la serenidad del alma. El amor a Dios por parte del hombre
es separado del mundo y de uno mismo. Con ello desaparece el culto a los ídolos, adonde empuja el
amor idólatra al mundo y a uno mismo. El amor de Dios termina con las exigencias excesivas del
mundo y de uno mismo. La creación y el yo se liberan para ser lo que son y Dios es disfrutado por sí
mismo: fruido Dei (Agustín). En su sermón «Sobre el recogimiento», el maestro Eckhart ha sido muy
consecuente al describir la superación de las mediaciones de Dios. El amor que se quita a la creación
para dárselo a Dios, su auténtica plenitud, se dirige en primer lugar al Creador. Pero luego

se le quita al Creador de todas las cosas por medio de Dios, n ara dárselo a Dios en cuanto tal. Deja tras
de sí la Trinidad y se introduce en el seno de la naturaleza divina. Finalmente abandona al «Dios por
nosotros» y se dirige totalmente hacia el Dios en sí, na_ ra incorporarse al retiro de Dios respecto al
mundo y corresponder al retiro de Dios con su propio retiro. Eckhart refuerza, pues, este retiro:
«Cuando Dios creó el cielo, la tierra y todas las criaturas afectó tan poco a su retiro como si las
criaturas nunca hubiesen sido creadas». «Cuando el Hijo, en su divinidad, quiso hacerse hombre y se
hizo y sufrió el martirio, afectó tan poco al retiro inmutable de Dios como si nunca se hubiera hecho
hombre». «El retiro —así describe Eckhart el paradójico y apofático misterio— se funda en la pura
nada», y cuando el alma, en su retiro, se asemeja al retiro de Dios, «entonces, de conocimiento se
hace no conocimiento, de amor no amor y de luz tinieblas»8.
En su sermón «Qui audit me», formula el despojo del amor con la siguiente y tan conocida frase:
«Renunciar a Dios por Dios». El amor de Dios alcanza su perfección cuando deja también a Dios por
Dios mismo9. Esta actitud bien podría llamarse «ateísmo místico». Pero es un ateísmo por Dios.
En su sermón «Beati pauperes spiritu», Eckhart expresa así la superación de las mediaciones en el
camino de retorno del alma a Dios: «El hombre ha de liberarse interna y externamente de todas las
cosas y de todas las obras para que ser un lugar adecuado donde Dios pueda actuar». Y para superar
también el «lugar» continúa diciendo: «Decimos, pues, que el hombre debe ser tan pobre, que no sea
ni tenga lugar alguno donde Dios pueda actuar. Mientras el hombre tiene en sí algún lugar, hay todavía
en él diversidad». Sólo «cuando el hombre es tan libre de Dios y de todas sus obras que cuando Dios
quiere obrar en el alma, sea él mismo el lugar donde quiere actuar..., sólo entonces Dios realiza su
propia obra y el hombre experimenta a Dios en sí mismo»10. La rotura de los envoltorios para llegar al
núcleo, el abandono progresivo de las criaturas, de las revelaciones y abajamientos de Dios para amar
a Dios en sí
mismo, y finalmente la superación de Dios por Dios mismo, he aquí las posibilidades últimas del viaje
místico que cabe articular. Resumamos los diversos pasos. La acción nos ha llevado a la meditación. La
meditación de la historia de Cristo por nosotros nos ha llevado a la contemplación de la presencia del
Espíritu en nosotros y a la renovación nuestra semejanza con Dios. El camino de la contemplación
hasta el momento místico conduce, como confirma Eckhart, a superar la semejanza con Dios por Dios
mismo, y finalmente a superar a Dios por Dios mismo. Ahora es cuando el alma se halla en su casa,
cuando el amor es bienaventurado, cuando la pasión desemboca en el deseo infinito, cuando
comienza la divinización inefable que la Iglesia antigua denominaba theosis.

4. Mística y martirio

El itinerario místico se describe siempre como un camino que el alma recorre hacia la soledad, el
silencio y el recogimiento, hacia la liberación, el despojo y abandono de todas las cosas terrenas y
corporales, hacia el vaciamiento interior y el desapego de todas las cosas espirituales, para terminar
en «la noche oscura del alma»". Pero si luego nos preguntamos por las experiencias reales y por el
contexto vital de este camino, entonces nos encontramos no con lo religioso, sino con lo político, no
con el monje, sino con el mártir. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 10).
En la prisión, el perseguido por causa de la justicia es privado de todas las cosas que ama. Se le aisla
de todas sus relaciones humanas. Se le impone un celibato obligatorio. Con la torturas se le despoja
de su corporeidad y es sometido a tormentos. Pierde su nombre y se convierte en un número. Su
identidad psíquica es destruida por las drogas. En las celdas de castigo, donde no se oye ab-
solutamente nada, entra en la «noche oscura del alma». Si es liquidado o desaparece, muere afuera
«con Cristo» y «es sepultado en su muerte». El itinerario de la experiencia mística es en realidad
seguir a Cristo y oponerse a los poderes antidivinos e inhumanos de la muerte.
El lugar de la experiencia mística es de hecho la celda, la celda de una prisión. El «testigo de la
verdad» es despreciado, ultrajado perseguido, deshonrado y rechazado. En su destino experimenta ej
destino de Cristo. Su suerte se conforma con la suerte de Cristo. Es lo que los místicos denominaban
conformitas crucis. Por eso experimenta también la presencia del Cristo resucitado en su comunión
con los sufrimientos de Cristo, experiencia tanto más cierta cuanto más profunda es la comunión en el
sufrimiento. Al sufrimiento real del «testigo de la verdad» se le puede aplicar lo que Eckhart dice del
sufrimiento como camino más corto para que Dios nazca en el alma. Dios en la celda, Dios en los
interrogatorios, Dios en las torturas, Dios en los dolores del cuerpo, Dios en los trastornos del alma, he
aquí la mística política de los mártires. No se exagera en absoluto cuando se afirma que la prisión es en
la actualidad un lugar especial de la experiencia cristiana de Dios. En la prisión se expe rimenta la
presencia de Cristo en el Espíritu. En la prisión encuentra el alma la unió mystica. Lo confirma una
«nube de testigos» en Corea, Sudáfrica, Latinoamérica, Turquía, Irlanda del Norte y en los países antes
socialistas.
También la historia de la Iglesia nos remite de la mística piadosa del convento a la experiencia
martirial en la prisión12. El seguimiento espiritual de Cristo en el alma busca ser la correspondencia del
seguimiento corporal-político de Cristo. La mística del viacru-cis es la resonancia de los caminos reales
de pasión recorridos por los mártires. Es cierto que en el camino del martirio hacia la mística la
comunión con Cristo se pasa a otro nivel: el seguimiento se convierte en imitación, el sufrimiento por
las humillaciones vividas en la virtud de la humildad, las persecuciones exteriores en tentaciones
interiores y la muerte física en «muerte espiritual». Pero, a pesar de todo, mediante la mística de
Cristo se ha mantenido viva la memoria de los «sufrimientos de Cristo» y el recuerdo de los mártires.
Lo cual significa también esperanza en el futuro de Cristo en la historia. Si se entiende así el con-morir
espiritual con Cristo, entonces la mística no es huida de la acción, sino preparación para el seguimiento
público. Si se entiende la «noche oscura del alma» como una experiencia del Gólgota, entonces remite
por encima de sí misma a la muerte de los testigos. Mientras que para la mística medieval y barroca la
meta es la purificación del alma para Dios, desde Juan de la Cruz ha ido ganando terreno la partici-
pación en la pasión de Cristo. En Teresa de Lisieux se trata de la compassio Christi mística y
corporalmente sufrida. Su experiencia de la muerte en la ausencia de Dios une mística de Cristo y coti -
dianidad.
La mística y el seguimiento van unidos y son vitales para las Iglesias que llevan el nombre de Cristo.
Los apóstoles fueron también mártires: la Iglesia fue llamada a la existencia desde su mensaje y desde
sus sufrimientos13. Las enumeraciones paulinas de momentos críticos (1 Cor 4; 2 Cor 11; 2 Cor 12) no
han sido transmitidas como historias personales de Pablo. Tienen una fuerza que da testimonio del
evangelio14 y expresan la mediación apostólica entre la pasión de Cristo y los dolores del mundo al
final de los tiempos. La escatología paulina es theologia crucis, porque su teología de la cruz es la
expresión más profunda de la esperanza en la venida de Cristo.
Los sufrimientos de los apóstoles no son simplemente sufrimientos por Cristo, como los de un
soldado por su patria. Son sufrimientos con Cristo, en los que el sufrimiento escatológico del mundo es
asumido y superado por los suyos en virtud de su resurrección. El sufrimiento profundiza cada vez más
la comunión del testigo con Cristo. Por eso el sufrimiento es signo de la esperanza escatológica de toda
criatura angustiada. Quien asume su sufrimiento y no lo reprime, manifiesta el poder de la esperanza.
Por eso tiene razón Erik Peterson cuando dice: «La Iglesia apostólica, fundada sobre apóstoles que
fueron mártires, es siempre la Iglesia sufriente, la Iglesia de los mártires». Como religión establecida y
en su versión aburguesada, el cristianismo se ha alejado de esta verdad 15. Pero la mística de la pasión
no puede ser un recambio, sino que ha de convertirse en eco y preparación de una Iglesia que vive con
sus mártires.
Tiene pleno sentido prepararse en la celda de un convento para la celda de la prisi ón. Tiene pleno
sentido conocer la soledad y el

silencio antes de ser condenado a ellos. Es liberador sumergirse DO la meditación en las heridas
del Cristo resucitado, para experimentar después los tormentos propios como destino suyo. Es
redentor hallar a Dios en lo más hondo del alma, antes de ser aislado del mundo exterior. Quien ha
muerto en Cristo antes de morir en sí mismo, vivirá aunque muera inmediatamente.
Como los itinerarios de los místicos y de los mártires, también la vida cotidiana en el mundo tiene su
mística callada y su martirio silencioso. El alma muere con Cristo y se «configura con la cruz» no sólo
en la praxis espiritual o en el martirio público, sino en los dolores diarios de la vida y en el sufrimiento
del amor. La historia del Cristo sufriente y abandonado es tan abierta, que acoge y asume los
sufrimientos y angustias de todo el que ama. Y si los acoge y asume, no es para eternizarlos, sino para
transformarlos y curarlos. Sufrir-con-Cristo incluye también el sufrimiento inexplicable del niño y el
dolor desconsolado de unos padres desvalidos. Incluye las decepciones y vejaciones de los débiles y de
los pequeños en la vida pública. Incluye también el sufrimiento apocalíptico que todavía no se ha
experimentado. Y, porque incluye todo el juicio de Dios, no hay nada que le sea extraño y nada que
pueda extrañar a alguien de Cristo. De ahí que la experiencia del «Cristo resucitado en nosotros» no se
realice solamente en las cumbres de la contemplación espiritual y ni únicamente desde las
profundidades de la muerte, sino también en las pequeñas experiencias del sufrimiento soportado y
transformado. Quien ama, muere de muchas muertes. Vivir-con-Cristo es un consuelo para seguir
viviendo y para resucitar al amor. Aumenta la resistencia de los débiles y pequeños cuando son
desalentados por los fuertes. Transmite fuerza para crear cuando parece que ya no hay nada que
hacer. En medio de las excepciones que son los místicos y los mártires, hay una meditatio crucis in
passione mundi que muchos practican sin saberlo.
La experiencia sencilla de la resurrección se da donde se dan experiencias de amor. Estamos en
Dios y Dios en nosotros allí donde estamos de verdad, donde estamos íntegros y sin división alguna.
Probablemente la mística de la vida cotidiana es la mística más profunda; la aceptación de las
miserias de la vida la verdadera humildad; y el simple hecho de existir, la vida en Dios. Pues en esta
«oscuridad del momento vivido» (Ernst Bloch) están presentes el comienzo y el fin. En él se tocan
eternidad y tiempo. El momento místico es el misterio divino de la vida sencilla. Por eso, dar con él es
tan sencillo y al mismo tiempo tan difícil. La clave de este mis-
terio es ser como niños, ser capaces de admirarse o, como se decía antes en el lenguaje piadoso, ser
sencillos.

5. La visión del mundo en Dios

Siempre se ha reprochado a la mística desprecio del mundo y hostilidad al cuerpo. En los escritos de
los teólogos místicos no es difícil encontrar pensamientos del idealismo neoplatónico y del dualismo
gnóstico. Pero lo más sorprendente es hallar en muchos de ellos una visión pan-en-teísta del mundo
en Dios y de Dios en el mundo: «En Dios todo es uno y uno es todo», dice la «Theolo-gia Deutsch»;
para el monje-poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, la naturaleza entera no es más que «amor de Dios
palpable y materializado», «reflejo de su belleza», realidad llena «de cartas de amor a nosotros» 16. Los
teólogos místicos aceptan la doctrina vete-rotestamentaria de la creación, tal como la presenta la
teología de la Iglesia. Pero para su visión del mundo desde Dios prefieren las expresiones «emanar»,
«fluir», «manantial» y «fuente», «sol» y «esplendor», como por ejemplo Matilde de Magdeburgo, que
habla de «la luz que fluye». Y para su visión del mundo en Dios utilizan las expresiones «retorno»,
«vuelta», «inmersión» y «diluirse». Desde la historia del Espíritu, no es ni más ni menos que el
lenguaje neoplatónico de la emanación de todas las cosas del Todo-Uno y del retorno al mismo.
Pero teológicamente es el lenguaje de la pneumatología. A diferencia del mundo de la «creación» y
de las «obras» históricas de Dios, el Espíritu santo es «derramado» sobre toda carne (Jl 3, lss; Hech 2,
16ss) y en nuestros corazones (Rom 5, 5). Del Espíritu se nace «de nuevo» (Jn 3, 3). Su luz hace que el
mundo brille. Los dones del Espíritu no son creados, sino que brotan de su fuente, el Espíritu santo.
Son fuerzas divinas. El Espíritu vivificante «llena» la creación de vida eterna, al «venir» sobre todo y al
«inhabitar» en todo. En la experiencia del Espíritu santo se revela otra presencia de Dios distinta a la
de la creación en sus inicios. Primero los hombres en su corporeidad (1 Cor 6, 13-20) y después el cielo
nuevo y la tierra nueva (Ap 21) son el «templo» en que Dios habita. Este es el sábado eterno: el
descanso de Dios y el descanso en Dios. De ahí que la historia del Espíritu apunte a esa plenitud que
describe Pa-
blo con una expresión de corte panenteísta: «Para que Dios sea to do en todo» (1 Cor 15,
28). Esta historia del Espíritu, derramado sobre toda carne, y este nuevo mundo,
transfigurado en Dios, es lo que los teólogos místicos quieren expresar con sus doctrinas
redentoras, de resonancias neoplatónicas. «Quien tiene a Dios así, ( es decir) en el ser,
tiene a Dios de modo divino y sobre él resplandece Dios en todas las cosas; pues todas las
cosas le saben a Dios v la imagen de Dios se le hace visible en todas las cosas» 17. Se revela
aquí una visión nueva y específicamente cristiana de la realidad impregnada por la
inhabitación que se ha experimentado del Espfl ritu de Dios.
Pero volvamos una vez más al fundamento de la visión panenteísta del mundo en
Dios.
En la cruz de Cristo, Dios ha asumido el mal, el pecado y el rechazo, y mediante el
sacrificio de su amor infinito los ha transformado en bien, gracia y elección. El mal, el
pecado, el sufrimiento y la condena están «en Dios»: «Tú, que llevas el pecado del mun -
do...», tú, que llevas el sufrimiento del mundo... El lo ha sufrido, lo ha asumido, lo ha
transformado en «bien nuestro». Su sufrimiento es «el milagro de los milagros del amor
divino» (Pablo de la Cruz). De él nada puede excluirse. Todo lo que vive, vive por tanto del
amor omnipotente que sufre y de su amor inagotable que se entrega (1 Cor 13, 7)18. Ya no
hay ninguna nada que amenace a la creación. Pues la nada ha sido aniquilada en Dios y ha
surgido «el ser imperecedero». Apoyada en la cruz divina, la creación vive ya, por tanto,
desde Dios y se transforma en Dios.
Sin la cruz de Cristo, esta visión del «mundo en Dios» sería pura ilusión. El sufrimiento
de un solo niño bastaría para dejarlo bien claro. Si no se conoce el sufrimiento del amor
inagotable de Dios, es imposible defender toda forma de panteísmo y de panenteísmo en
este mundo de muerte, porque llevarían inmediatamente al pan-nihilismo
Sólo el conocimiento del Dios crucificado cimienta y da estabilidad a esta visión del
mundo. En el señorío del Crucificado, los vivos y los muertos consiguen la comunión
eterna. En la cruz del Resucitado se abisman los pecados y sufrimientos del mundo
entero. ne aquí que a través de la cruz se vea a Dios en todas las cosas y a todas las cosas
en Dios. El que reconoce la presencia de Dios en el abandono de Dios del Crucificado, ve a
Dios en todas partes y en todas las cosas, igual que el que ha vivido una experiencia de
muerte vive luego más a fondo la vida, porque tiene para él un sentido especial que antes
no tenía.
Esta visión del mundo en Dios está viva en las experiencias de los perseguidos y de los
mártires, que sienten la presencia de Dios en la prisión. Es viva entre los místicos, que
hallan la presencia de Dios en la noche oscura del alma. Resplandece en la piedad de la
existencia simple, en la que Dios se halla presente en la oscuridad del momento vivido:
«En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28), pues «de él, por él y para él son
todas las cosas» (Rom 11,36).

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