El Estigma de La Santa (R.O.M. 4)
El Estigma de La Santa (R.O.M. 4)
El Estigma de La Santa (R.O.M. 4)
El estigma de la santa
Sunao Yoshida
Índice
EL VISITANTE INVERNAL
Y alzaremos pendón en el nombre de nuestro Dios.
Salmos 20,5
EL REGRESO DE LA ESTRELLA
Juan 17,26
II
III
Job 13,4
II
III
Una leve tos hizo que el joven abandonara los jardines del ensueño. Sentía
unos terribles pinchazos en la base de la cabeza y tenía las extremidades
muy débiles, pero Alessandro logró abrir los párpados lentamente.
Lo primero que vio fueron los frescos que había pintados en el techo.
Se titulaban La pasión de Abraham y representaban un episodio del libro
del Génesis.
Abraham era hijo de Adán y un día recibió la orden de Dios de
sacrificarle a su hijo Isaac. El hombre, que era muy piadoso, engañó a su
hijo para que le acompañara a lo alto del monte Moria. Cuando ya tenía a
su hijo sobre el altar sacrificial, Dios apareció para alabarle su fe y decirle
que todo había sido una manera de ponerlo a prueba...
El adolescente recordó que, cuando había leído aquella historia en la
Biblia, algo le había parecido raro. ¿Por qué se llamaba La pasión de
Abraham y no la pasión de Isaac? Una vez había intentado preguntárselo a
su tutor, pero éste simplemente se había limitado a sonreírle de forma
compasiva, sin contestar. Quizá él era el único tonto al que se le ocurría
aquella clase de preguntas y la gente normal no lo encontraba extraño.
Mientras observaba aún medio dormido la imagen del padre con la espada
alzada, Alessandro se dio cuenta finalmente de dónde se encontraba.
¡Ah, claro!, no estaba en Roma. Había ido con su hermana a István y
había visitado muchas cosas y...
—¡Ah...! ¡Ah...! ¡Claro! Me dispararon y...
—Vaya, veo que te he despertado. Perdóname, Alessandro. ¿Cómo
te encuentras?
Quien le hablaba así, con voz dulce, era la figura que había sentada
al lado de la cama.
—¡Hermana!
—No, no hace falta que te levantes. Quédate en la cama...
Una mano delicada detuvo al joven, que había hecho ademán de
erguirse. La hermosa dama le posó los dedos delgados sobre la frente y
torció ligeramente la cabeza.
—El médico ha dicho que está todo bien, pero no es necesario hacer
esfuerzos.
—Pe..., perdón, hermana...
Alessandro se tapo el rostro, ruborizado, con la manta. Aún no podía
hablar con fluidez.
Él mismo no sabía explicar por qué había actuado de aquella manera
entonces. Recordaba claramente al arzobispo herido y a la santa gritando en
medio de la confusión. Sin embargo, lo que había ocurrido después era un
vacío. En cuanto se había dado cuenta, se encontraba enfrente del arma...
Probablemente había sufrido alguna herida porque su hermana le cambiaba
con mano experta unos vendajes.
—Pe..., pe..., pe..., perdona qu..., que te haya tr..., traído tantos pro...,
problemas... —se disculpó el joven.
—No digas tonterías. No te preocupes por eso. Me basta con ver que
estás bien —dijo Caterina con una sonrisa en los ojos grises, mientras
acariciaba los cabellos de su hermano—. Pero prométeme que no volverás
a hacer nunca más algo como eso.
—Pe..., perdón —dijo seriamente el joven, mientras agarraba la
mano de su hermana—. He..., hermana, lo de ay..., lo de ayer fue un error,
seguro. La hermana Est..., Est..., Esther es santa, ¿verdad? La Santa nunca
se aliaría con los va..., vampiros para traicionarnos... P..., por favor,
hermana, salv..., salva a la hermana Esther.
—No te preocupes. La hermana Esther es mi subordinada, y la
recuperaremos sana y salva.
—Por..., por favor...
La voz segura de su hermana tranquilizó a Alessandro, que dejó caer
finalmente la cabeza sobre la almohada.
Grrr...
Como si hubieran estado esperando todo el rato aquel momento de
relajación, al adolescente le sonaron las tripas.
—Ay, ay, ay...
Alessandro se agarró la barriga apresuradamente, pero fue demasiado
tarde. Al ver la turbación del joven Papa, Caterina sonrió, traviesa, y se
levantó, arreglándose con elegancia los bajos del vestido.
—Vaya, sí que tenemos hambre... espera un momento que avisaré
para que nos traigan algo.
—No..., no..., no te molestes..., Con esta manzana de aquí ya tengo
suficiente.
Mirando de forma atolondrada por la habitación, Alessandro había
descubierto un plato de fruta y alargó la mano hacia él. Tomó una de las
piezas que descansaban sobre la porcelana y se dispuso a llevársela a la
boca, pero se detuvo en el último momento con cara extrañada.
Era una manzana singularmente deforme. Además, por toda la
superficie quedaban aún trozos de piel roja sin pelar. ¿Quién había sido tan
torpe para...?
—¿He..., hermana?
Alessandro levantó su mirada para ver cómo estaba la herida que se
había hecho su hermana en la mano, pero no llegó a tiempo.
La mujer conocida como la Dama de Hierro, la Doncella de Acero o
la Zorra de Milán se ruborizó como una jovencita y escondió la mano.
—He..., hermana, ¿has pelado tú esta manz..., manzana?
—Bueno, es que me cansa tener que llamar al servicio por cualquier
cosa... —dijo Caterina, desviando la mirada con un gesto poco común en
ella, como si buscara una excusa—. Además me apetecía probarlo, pero...
Ya se ve que no estoy acostumbrada a estas cosas. Es más difícil de lo que
parece.
—...
Alessandro volvió a mirar el plato que tenía delante.
¿Había algo que no pudiera hacer aquella mujer que había recibido el
apelativo de genio desde su infancia? Mirando las frutas, que más que
manzanas parecían patatas subdesarrolladas, el adolescente se quedó
pensativo. Como si le hubiera leído el pensamiento, Caterina extendió la
mano rápidamente.
—Pero deja eso. Vamos a pedir que nos preparen algo. Será mejor...
Si esas manzanas te sientan mal, no podrás asistir a la ceremonia de
mañana.
—No, no, con esto ya está bien... —dijo Alessandro, protegiendo el
plato con el cuerpo y llevándose una de las frutas deformes a la boca.
La carne templada era sabrosa.
—¡Qué rica!
—No hace falta que lo hagas por mí...
—No es eso. Realmente están muy ricas.
—¿Ah, sí?
La dama se ruborizó un instante, pero en seguida volvió a recuperar
una compostura propia de ocasiones oficiales.
—Bueno, como veo que ya estás mejor, volveré al trabajo. ¡Ah!,
ahora que me acuerdo: el arzobispo nos ha mandado un mensaje para
avisarnos de que hay una rueda de prensa esta noche. Si te sientes con
fuerzas, sería bueno que aparecieras a su lado. Ayer nos salvó la vida, y
esto es lo mínimo que podemos hacer por él.
—De..., de acuerdo, hermana... —asintió Alessandro, esforzándose
por tragar la manzana.
El hábito escarlata de Caterina ya estaba a punto de desaparecer por
la puerta cuando su hermano la llamó.
—¿Hermana?
—¿Sí?
Una vez que la cardenal se hubo girado, Alessandro se metió el
último trozo de manzana en la boca.
—Es..., están muy r..., ricas, de verdad.
—Me alegro.
Con una sonrisa medio avergonzada, la hermosa dama salió de la
habitación y cerró la puerta.
II
III
IV
EL ESTIGMA DE LA SANTA
Apocalipsis 6,10
—<<Hemos hecho que los objetivos se dirijan hacia el palacio. Calculo que
no tardarán en llegar.
>>—Bien. Nos ocuparemos aquí del resto, pues...>>
Al responder al informe de su subordinado, la voz del arzobispo
rebosaba maldad.
Fuera porque el aparato de escucha telefónica no era de la mejor
calidad o porque el arzobispo había instalado herramientas antiespionaje en
la línea, la grabación del diálogo estaba llena de ruido, pero su contenido
era compresible a pesar de todo. Serviría perfectamente como prueba para
el informe cuando todo hubiera acabado. En aquellos momentos la clave
estaba en el contenido. Mientras aguzaba el oído, el inquisidor le preguntó
al subordinado que había traído la cinta:
—La Guardia sigue sin solicitar nuestra colaboración, ¿verdad,
brigada?
—Así es. Incluso han informado de que tienen en su poder al
objetivo.
El interior del vehículo blindado estaba lleno hasta el techo de
instrumental electrónico. El brigada tenía que ir con cuidado de no
golpearse la cabeza al gesticular hacia su superior. Sin ocultar su desprecio
por la Guardia, que se suponía que era una aliada, dijo:
—A las veinte horas esa panda de aficionados se han dirigido al
hotel Csillag, pero no ha habido ninguna comunicación con nosotros desde
entonces. Está claro que no quieren que nos enteremos.
—Bueno, no es la primera vez que se niegan a colaborar con
nosotros.
Sin apartar los ojos de la cinta, que seguía rodando, el hermano
Mateo encogió los hombros. Al contrario que el brigada que no hacía
ningún esfuerzo por disimular el desdén que sentía por el ejército privado
del arzobispo, el inquisidor permanecía con expresión serena. Sin embargo,
en el fondo de la mirada le brillaba una luz misteriosa.
—¿Cuáles son las órdenes, señor? ¿Presentamos una reclamación
ante el arzobispo y nos sumanos a la caza de la vampira?
—No, no hace falta presentar nada... El arzobispo aún no sabe de
nuestros movimientos. Que los pelotones especiales sigan fingiendo que
están buscando a la vampira.
Sonriendo levemente, el hermano Mateo detuvo la cinta.
Extrayéndola cuidadosamente del reproductor, la metió junto con el resto
de documentos en un sobre y se lo entregó a su subordinado.
—Graba dos copias y haz que el original llegue a manos del cardenal
Medici. Después di a los equipos de mantenimiento que pongan a punto el
Uriel. En diez minutos tienen que estar en marcha todas las unidades.
II
III
IV
—¿Eh?
Esther se dio cuenta de que probablemente tenía la boca abierta de la
sorpresa, pero no se veía capaz ni de cambiar de expresión. Mirando a su
amiga con cara llorosa, le preguntó con voz ronca:
—Pe..., pero ¿qué estáis diciendo, Shahra? No es el momento para
bromas...
—Claro. Pero es que esto no es ninguna broma, Esther.
La methuselah hablaba en voz baja, con los ojos completamente
serenos. Sin apartar el guante del adolescente, que seguía sin entender lo
que ocurría, repitió, cortando una a una las palabras:
—Voy a matar al Papa.
—¡Un momento, Shahrazad!
Una voz interrumpió, entonces, el diálogo. Abel se había quedado
igual de sorprendido que el resto ante el comportamiento de la methuselah,
pero por fin pareció volver en sí.
—Tranquila. Tranquila... Empecemos por apartar la mano de la
frente del Papa...
—¡Tú no te metas, terrano!
Shahrazad ni siquiera se giró, pero un gesto de la mano fue suficiente
para enviar volando a Abel. Y no sólo a él. La onda de fuerza que produjo
el brazo de plata, que convirtió el aire en un puño inmenso, fue suficiente
para abatir a todos los que rodeaban al Pontífice.
—¡E..., eminencia! ¡Padre!
—¡No te muevas, Esther! ¡Ni vosotros, terranos!
El grito hizo que se detuvieran en seco los policías que quedaban en
pie y Esther, que instintivamente se había acercado hacia a Abel y Caterina
para comprobar que estaban bien. Con la mano derecha fija sobre el Papa,
Shahrazad gritó con tono maligno:
—Esther, ven aquí. El resto, quietos... Si os movéis morirán el Papa
y la Santa.
—Alto todos, esperad instrucciones —ordenó el hermano Mateo a
sus hombres.
A su lado, Tres Iqus levantó decidido sus armas, pero el inquisidor le
detuvo, abalanzándose sobre él.
—¡Alto he dicho, padre tres! ¡Pensad en la seguridad del Papa!
Observando con el rabillo del ojo los movimientos de inquisidores y
agentes, Esther se acercó con los pies a rastras hacia la methuselah y le
preguntó con voz temblorosa:
—¡Sha..., Shahra! ¿¡Qué significa esto!? ¿¡Os dais cuenta de lo que
estáis haciendo!?
—Perfectamente, Esther..., perfectamente —respondió Shahrazad,
con una sonrisa ensangrentada—. Yo ya no me puedo salvar... Sé muy bien
lo que le está ocurriendo a mi cuerpo. Al menos me iré habiéndome
vengado de vosotros, estúpidos terranos.
—Pero... venganza...
¿La Shahrazad dulce que había conocido había sido sólo un cruel
engaño?
<<Si pudiera, querría volver a nacer y ser terrana.>>
<<Estoy muy contenta de haberos conocido a todos. Sólo es eso.
Esther, os quiero mucho. No lo olvidéis.>>
¿Todo aquello...?
—¿¡Todo ha sido mentira!?
—...
La pregunta desesperada de Esther sólo encontró como respuesta una
leve sonrisa. Los labios, que casi había perdido todo el color, le
respondieron con voz débil:
—Yo soy vampira, tú eres humana... Yo te he utilizado. Eso es todo.
—¡No! ¡No puede ser! ¡No! ¡Tú eres capaz de hacer algo así! —gritó
Esther, abatida.
Aquello no era posible. Había algo que no cuadraba. Había algún
error... ¡Shahrazad nunca le haría algo así! Entonces... ¿por qué estaba
sucediendo aquéllo?
En su turbación, la muchacha oyó una voz, limpia como la de un
ángel.
—Dispárame, Esther.
Era demasiado débil para ser una orden, pero demasiado enérgica
para ser una súplica. Esther levantó la mirada hacia ella.
—Tienes que dispararme, Esther.
Los ojos asombrados de la monja se encontraron con una sonrisa tan
noble que provocaba pavor. Escudándose en el Papa, Shahrazad le hablaba
débilmente:
—Gracias por todo lo que has hecho por mí... Pero esto es el final.
Dispárame, deprisa.
—¡Pero ¿qué decís, Shahra?! —preguntó Esther, sin comprender las
intenciones de su amiga—. ¡No os desesperéis! ¡Aún podemos salvaros!
¡Os sacaré de aquí! ¡Os...!
—Si no me disparas, mataré al Papa... ¿Lo harás ahora?
—¿¡!?
Ante la mirada confusa de la monja, Shahrazad empezó a hacer
fuerza con la mano que tenía posada sobre el Pontífice adolescente.
Alargando la otra mano hacia su amiga, dijo con expresión dura:
—Si le mato, los terranos querrán vengarse de los methuselah. Eso
provocará muchísimas muertes en ambos bandos. ¿Es eso lo que quieres,
Esther?
—Shahra... —gimió en vano Esther.
No había duda de que si Shahrazad le hacía algo al Papa, la
humanidad lanzaría una cruzada para vengarle. Estaba claro que correría
mucha sangre y perderían muchas vidas valiosas.
—Además, ya que tengo escapatoria... Esther, mátame tú. Así serás
la Santa... La Santa que mató a la vampira.
La methuselah se dirigía a ella como si fuera su hermana menor, con
dulzura pero con decisión.
—¡!
Shahrazad tenía el rostro blanco como la nieve, pero Esther se puso
aún más blanca mientras la escuchaba. jadeando violentamente como si le
hubieran parado los pulmones, sólo logró decir:
—¡No...! ¡No digáis tonterías!
La escopeta estaba a punto de escurrírsele entre los dedos.
¡Shahrazad quería sacrificarse! Para salvarla a ella... Para salvar a la
Santa, ¡estaba dispuesta a morir como una vampira diabólica!
—¡Si para ser Santa tengo que mataros, prefiero que me lleve a la
hoguera la Inquisición! ¡Si la alternativa es asesinaros, prefiero morir yo
como bruja!
—¡Esther!
La voz era demasiado débil como para poder considerarse un
reproche, pero golpeó a la monja en los tímpanos como un látigo.
Como resignándose a la derrota, Esther saco el dedo del gatillo y dijo
con voz dolorida:
—No, no puedo... No puedo dispararos.
—Esther...
Sus súplicas no habían recibido respuesta, pero Shahrazad sonrió.
Esther no olvidaría nunca la sonrisa de aquella <<enemiga de la
humanidad>>.
Si en aquel mundo maldito existían de verdad las santas, la
muchacha morena que tenía delante era una de ellas. Tal era la pureza de su
sonrisa.
—Gracias, amiga...
Incluso siguió sonriendo después de que resonara la detonación.
—¿¡Shahra!?
Al ver el brazos de plata que se había alargado hasta la copeta
humeante que portaba, Esther se quedó sin palabras. La bala de plata que
había salido disparada había alcanzado a la methuselah a la altura del pecho
izquierdo. La mano que había apretado el gatillo empezó a perder fuerza, y
la muchacha morena se desplomó como una marioneta a la que le hubieran
cortado las cuerdas.
—¡Shahra! ¡No, Shahra!
Esther se desmoronó como si fuera ella la que hubiera recibido un
disparo. Agarró la mano de su amiga y gimió entre la desolación y la ira:
—Os salvaremos... ¡Os salvaremos!
—Gracias..., pero es imposible...
No parecía sentir ya ningún dolor. Cerrando lentamente los párpados,
la methuselah parecía serena, como si por fin pudiera descansar. No
mostraba miedo a la muerte ni apego a la vida. Su expresión era satisfecha,
como si hubiera logrado completar lo que se había propuesto...
—Perdóname, Esther... Te he hecho hacer... un trabajo desagradable,
al final... —sonrió la aristócrata, hablando con voz apenas audible—. Pero
así serás la Santa... La Santa que mató a la vampira...
—¡Basta!
Ninguna maldición habría sonado más estremecedora que aquel
grito. Tapándose los oídos con las manos, Esther negaba violentamente con
la cabeza.
—¡No! ¡Yo no soy la Santa! ¡Yo no quiero ser Santa!
—No, sí que lo eres... Tienes que serlo... Lo sabes, ¿verdad?
La methuselah sonrió para animar a su amiga. Mirando a la monja y
al adolescente que había a su lado, susurró como para sí:
—Si podemos... Vivir juntos en armonía..., eso será...
Los ojos se le habían cerrado casi completamente, pero Shahrazad
daba la impresión de estar viendo el futuro lejano y le hablaba, no a la
amiga que tenía arrodillada enfrente, sino a la Santa que veía en ella.
—Sí, serás la Santa... Estoy segura...
—¿Shahra?
Cuando su amiga se quedó en silencio, Esther la zarandeó, pero la
luz ya había abandonado su mirada y sus labios habían perdido la palabra
para la eternidad. de todos modos, Esther repitió su nombre como si
quisiera aún retener su espíritu.
—¿Estáis bien, hermana Esther?
La voz era cortés, pero con un eco gélido.
Al girarse, se encontró con un hombre de ojos afilados acompañado
de dos policías especiales. Con expresión solícita, el hermano Mateo le
dijo:
—Ha sido un disparo magnífico... ¿Os ha herido el monstruo?
Algo se hizo pedazos en el interior de la monja al oír aquellas
palabras. ¿Quién será el monstruo? Esther intentó levantarse con cara de
tener náuseas.
Sin embargo, de repente, se le apareció en la mente el rostro de su
amiga.
<<Tienes que ser la Santa.>> Eran las últimas palabras que le había
dejado Shahrazad.
—...
—¿Estáis bien, Santa? —preguntó de nuevo el inquisidor, ante el
silencio de Esther.
La muchacha se dio la vuelta y se encontró con la mirada fría del
hermano Mateo. Probablemente él no había oído las últimas palabras de su
amiga.
—¿Os encontráis mal? ¿Queréis que llame a una camilla?
—No, no hace falta... Ocupaos de Su Santidad... y del cadáver...
Esther soltó la mano de la methuselah con expresión de tremendo
cansancio. Mientras hundía la cabeza para que nadie le viera el rostro, se
mordió los labios hasta hacerse sangre.
—Yo... he acabado... con esta vampira...
Epílogo
EL CAMINO DE LA SANTA
Levítico 26,30
¡Cuanto tiempo sin vernos! ¿Cómo estáis todos? Yo he pasado por una
úlcera de estómago y diversas hemorragias nasales, pero por fin puedo
presentaros ROM IV. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a
mi ilustradora THORES Shibamoto, mi esforzado editor, la gente de la
editorial Kadokaga y la imprenta, quienes trabajan en la sombra para que
todo salga bien; y, por supuesto, a ti, que tienes ahora este libro en las
manos. Muchas gracias a todos.
Como viene siendo habitual, esta vez también he sufrido mucho para
cumplir los plazos. Hasta que se me desatascaron las ideas perdí mucho
tiempo. El propio día en que se me acababa el plazo aún estaba mirando a
la pantalla blanca del procesador de texto... Cuando uno está nervioso
nunca salen bien las cosas. Incluso en momentos así, o, mejor dicho,
precisamente en momentos así es cuando uno necesita distraerse.
Claro que si hay límites de tiempo, tampoco hay tantas opciones.
Podía ir al cine (últimamente hay buenas películas francesas; os
recomiendo Amélie y Pacto de lobos), hacer alguna figura de modelismo u
ocuparme de mis peces tropicales. Pero no hay mejor distracción cuando
uno necesita cambiar de aires que dar un paseo.
Mi casa en Tokio está justo al lado del río Kamogawa.
La orilla está bastante cuidada, no hay casi basura y el paisaje es
hermoso. Es idóneo para pasear. Caminar sobre la tierra en vez de asfalto
siempre es agradable y, cuando uno se cansa de andar, siempre se pueden
mirar los partidos de futbito o tenis que juegan allí o charlar con la gente
que pasea al perro. El fin de semana incluso se puede escuchar música,
porque hay gente que va a la orilla a practicar con sus instrumentos en un
sitio tranquilo donde no molesten a nadie. Hay quien toca instrumentos
clásicos como la guitarra o la trompeta, flautas tradicionales japonesas o
incluso instrumentos étnicos como la gaita o el tam-tam. Los instrumentos
y los músicos son de todas partes del mundo. La verdad es que vale más
pena ir a allí que no a cualquier mal concierto.
Así es que senté en un banco y, con la música de fondo de un hurdy-
gurdy, empecé a leer un libro y dejé que el tiempo se deshiciera poquito a
poco. Cuando me di cuenta, el viento que soplaba en la orilla empezó a
traer el aroma de la noche y las sombras de la gente que se apresuraba para
volver a casa se proyectaban alargadas.
¡Ah, qué gran día! Tras librarme del peso que me oprimía el corazón,
cerré el libro y me dispuse a volver, pensando en que me podía hacer para
cenar. Gracias al paseo había olvidado completamente lo que me
preocupaba. Llegué a casa con una gran sensación de felicidad.
Pero... un momento. Hoy tenía algo importante que hacer...