El Estigma de La Santa (R.O.M. 4)

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¿Por qué tenemos que odiarnos?

¿Por qué tiene la sangre que mancillar la tierra?


La muchacha busca la respuesta ha estas preguntas,
pero todavía no ve la estrella de la esperanza.
Pese a todo, debo prometer
a los han muerto
que seré digna del nombre de santa...
El mastín de acero y la hechicera negra
cazan a la presa que les han ordenado.
En su rostro no hay misericordia,
en su veneno no hay piedad.

Sin embargo, no ha nacido aún quien pueda


escapar al Clan del Colmillo...
TRINITY BLOOD
REBORN ON THE MARS 4

El estigma de la santa

Sunao Yoshida
Índice

Prólogo: El visitante invernal 13

Capítulo 1: El regreso de la estrella 20


Capítulo 2: La hechicera del templo 63
Capítulo 3: El Clan del Colmillo 97
Capítulo 4: El estigma de la santa 140

Epílogo: El camino de la santa ???


Prólogo

EL VISITANTE INVERNAL
Y alzaremos pendón en el nombre de nuestro Dios.

Salmos 20,5

—Solicitamos permiso para entablar combate, excelencia.


La primera helada del invierno había convertido el camino nevado en
un lodazal. La niebla que se elevaba del río que cruzaba la llanura cubría el
terreno con un abrazo frío.
Eran las seis de la mañana y el sol aún no había salido, como era
propio de la estación. Normalmente, la oscuridad y el silencio hubieran
dominado la escena, pero aquella mañana era diferente. La paz de la
madrugada desapareció bajo el estruendo de los cascos de los caballos que
montaban seis figuras y otros tantos focos que parecían perseguirlos.
Girándose hacia las luces que brillaban entre los frondosos árboles, el
anciano gritó de nuevo:
—Si seguimos así será cuestión de tiempo que nos capturen. Los
entretendremos aquí para que su excelencia pueda escapar.
—¡Silencio, Ahmed!
Pese a que la piel de su caballo ya estaba perlada de sudor, la
condesa de Babilonia lo azuzó de nuevo con el látigo, mientras acallaba a
su fiel vasallo. En el aire gélido del amanecer, sus gritos se tornaban vapor
pálido.
—No voy a dejar atrás ni a uno solo de vosotros. ¡En vez de perder
el tiempo diciendo tonterías, corre más deprisa!
—Pe..., pe..., perdonadme, excelencia... Nos han descubierto por mi
culpa.
La voz temblorosa pertenecía a Selim, que cabalgaba al lado de su
señora. El más joven de los vasallos de la condesa de Babilonia se aferraba
a las riendas con rostro apesadumbrado.
—Si no me hubieran visto...
—Ahora ya no tiene remedio. Deja de echarte la culpa —suspiró la
condesa, intentando consolar al joven terrano.
Ya habían pasado tres días desde que escaparon de Timisoara a
través de aquellas tierras salvajes. Al principio habían logrado pasar
desapercibidos, yendo con cuidado de no levantar sospechas entre los
terranos de las aldeas en las que se aprovisionaban. Pero un grito
inoportuno del joven había hecho que los descubrieran los bárbaros.
Cuando se encontraron con la patrulla, Selim había pensado que el tabaco
que fumaban los soldados era un incendio.
Sin embargo, la condesa de Babilonia no tenía intención de
reprochárselo al inexperto muchacho. Al fin y al cabo, que se vieran en
aquella situación era, en última instancia, culpa suya. Si no se hubiera visto
implicada sin saberlo en el complot organizado por su tío, el duque de
Tigris, no habría tenido que abandonar su patria llevándose consigo a sus
vasallos y no estaría entonces perseguida por los bárbaros en una tierra
extraña.
Todo se debía, por lo tanto, a su condición de rebelde...
—¡Estamos perdidos, excelencia! ¡Pronto saldrá el sol! —chilló
Ahmed al ver que ya empezaba a distinguirse el contorno de las montañas
más allá del río.
Las nubes cargadas de nieve había hecho que tardaran en darse
cuenta del color azulado que había comenzado a tomar el cielo. Su plan
original había sido esconderse en los espesos bosques y esperar allí a la
puesta de sol. Al día siguiente, seguirían su camino hacia Albión a través
de aquellas tierras bárbaras. Eso era lo que habían planeado, pero todo
había cambiado de golpe. Tal y como estaba la situación, aunque lograran
escapar de los bárbaros no tendrían tiempo de encontrar refugio en la
ciudad antes de la salida del sol.
—¡Deteneos todos! —gritó la condesa, alzando el brazo.
A lo lejos se veían las cúpulas y pináculos de la extraña ciudad,
rodeada por el curso del río. Parecía una ciudad animada y llena de vida,
pero sabía que su cuerpo no resistiría lo suficiente para llegar. Después de
tomar una decisión, la condesa se giró hacia sus vasallos.
—Quiero agradeceros que me hayáis seguido hasta aquí. La casa de
los condes de Babilonia os estará siempre agradecida por la fidelidad y la
entrega que habéis demostrado.
—Pero... ¿qué estáis haciendo, excelencia? —gimió Ahmed, con voz
apremiante.
¿Cómo podía su señora permitirse hablar con tal calma en un
momento tan desesperado? Con cara de querer agarrarla de las solapas y
salir corriendo, prosiguió con tono acuciante:
—¡Hay que darse prisa o nos alcanzarán!
—Efectivamente. De todos modos, que nos alcancen es sólo cuestión
de tiempo... Por eso he decidido que me quedaré atrás.
—¿¡!?
Los rostros de los vasallos se quedaron como electrificados. Estaban
tan atónitos que se olvidaron incluso de responder, mientras la condesa de
Babilonia les hablaba con serenidad, pero en un tono que no admitía
réplica.
—Yo me quedaré aquí. Así, mientras gano algo de tiempo, vosotros
podréis huir. Después, podréis volver al Imperio y buscar un nuevo señor, o
quedaros a vivir en el exterior... A partir de ahora sois libres.
—¿Ha..., habéis perdido la razón, excelencia? —gritó Ahmed cuando
se recuperó de la sorpresa.
El anciano sirviente, que había acompañado a su señora desde su
infancia en la casa del duque de Tigris, vertía lágrimas de dolor.
—¡Por muchos nobles que haya en el Imperio, nosotros no tenemos
más señora que vos! ¡Sea en el exterior o en las Tierras Baldías, nunca os
abandonaremos! Por favor, permitidnos seguir a vuestro lado.
—¡De ningún lado!
El látigo restalló con fuerza.
Con los ojos brillantes, la noble imperial miró a sus vasallos.
—Aunque fuera contra mi voluntad, el haber traicionado a Augusta
es responsabilidad mía. Si además arrastro a mis vasallos conmigo a la
desgracia, el nombre de mi familia quedará deshonrado para toda la
eternidad... He reflexionado largamente hasta tomar esta decisión. ¡Al
próximo que me conteste le abofetearé!
—Pero, excelencia...
Ante la mirada centelleante de amatista, los vasallos bajaron la
cabeza.
Si hubieran estirado el brazo, ya podrían haber tocado el halo de luz
de tres de los focos que los perseguían. Las gigantescas siluetas cubiertas
de planchas de hierro los tendrían al alcance de sus armas automáticas en
pocos minutos.
En circunstancias normales, el poder de combate de un aristócrata
imperial habría bastado para dispersar a una patrulla de coches blindados
como aquélla. Sin embargo, se encontraban en territorio hostil, y su destino
final, Albión, aún estaba a más de mil kilómetros de distancia. Abandonar a
su señora en una situación así era para los vasallos como arrancarse la
mitad del cuerpo, y más considerando que sería para que sólo ellos se
pusieran a salvo.
—Entonces, nos quitaremos la vida aquí mismo —murmuró Ahmed
con la cabeza gacha, mientras desenvainaba su espada y se la llevaba al
cuello—. Nuestra señora nos pide que la dejemos atrás. No es propio de un
vasallo leal vivir más que su señor. Menos aún abandonar a su señor en
territorio enemigo. Cuando todas las opciones implican incurrir en
deslealtad, ¡no queda otro camino que la muerte!
—¡Dobitoc! ¿¡Qué estupideces estás diciendo!? —vociferó la
condesa, con un gesto nervioso, al ver cómo aparecían las primeras gotas
de sangre sobre el filo—. Sólo tenéis una vida corta, ¿y queréis
despilfarrarla así?
—Disculpad mi atrevimiento, pero ¿acaso no es su excelencia quien
está a punto de desperdiciar su vida? —respondió Ahmed, sin apartar la
espada del cuello—. En estas tierras bárbaras no hay muro de lapislázuli
que pueda proteger a los methuselah. Quedaros sola aquí equivale al
suicidio. ¡Sois lo bastante inteligente para comprenderlo!
El anciano vociferaba mientras las lágrimas le corrían por las
mejillas. Y él no era el único que sollozaba. Selim, que estaba a su lado, y
el resto de los vasallos tenían todos el rostro lloroso. Mirando a la condesa,
que callaba, avergonzada, Ahmed redobló sus esfuerzos para convencerla.
—Somos débiles, pero tenemos fuerza suficiente para protegeros de
los bárbaros... Os lo ruego. ¡Dejad que os acompañemos hasta el final!
—Sois... unos bobos.
Para un aristócrata imperial, llorar delante de terranos era una gran
vergüenza. La condesa levantó el rostro hacia el cielo, que se estaba
volviendo del color de una ala de paloma, y dijo con decisión:
—La verdad es que no tenéis remedio... Bueno, ante tanta
insistencia, no tengo nada que decir. Haced lo que queráis.
—¡G..., gracias!
Los cinco bajaron la cabeza al unísono. Viendo los rostros húmedos
pero alegres de sus vasallos, la condesa de Babilonia suspiró para sus
adentros con un punto de alegría.
¿Hasta cuándo seguirían a una señora tan irresponsable como ella?
Cualquier noble estaría dispuesto a aceptar vasallos tan capaces.
Podrían haberse convertido en vasallos del Estado, o haber servido a
otra familia aristocrática. Podrían haber hecho lo que hubiesen querido, en
vez de seguirla en su derrota y abandonar la tierra en la que siempre había
vivido. Podrían...
<<Tengo que protegerlos como sea...>>
<<La sangre más noble es la primera en correr.>> La condesa de
Babilonia sacó con decisión los largos guantes plateados que llevaba
guardados en la silla. Se los puso, completamente extendidos hasta el codo,
e hizo girar la montura para encarar a los vehículos blindados que los
perseguían.
—Entonces, lo prioritario es dispersar a nuestros enemigos...
¡Seguidme! —gritó al tiempo que descargaba el látigo sobre la montura.
Como azuzado por el espíritu guerrero de la jinete, el caballo de
guerra se lanzó como una bala hacia los vehículos blindados. Cuando la
ametralladora instalada sobre el vehículo de la derecha se giró hacia ella, la
methuselah ya no estaba sobre la silla.
La condesa apareció como un espejismo encima de la torreta
marcada con el emblema de la doble cruz y dirigió uno de los brazos
vestidos de plata, a media potencia, hacia el blindaje.
Con un ruido sordo, la torreta empezó a arder. El blindaje no
mostraba ningún daño visible. Sin embargo, el motor del monstruo de acero
estaba completamente destruido y, con un chirriar de frenos, el vehículo
cayó en la cuneta y se quedó inmóvil.
—¡Ahora, Ahmed! ¡Aprovechad ahora para atravesar sus líneas! —
vociferó la condesa mientras apuntaba al siguiente vehículo.
Después de comprobar que sus vasallos había oído la orden, tensó el
cuerpo de nuevo para entrar en haste. Las piedras preciosas engarzadas en
los brazos de plata lanzaron un brillo azulado y el aire a su alrededor vaciló
como una llama bajo el efecto de la vibración que provocaban los
artefactos.
Mientras tanto, sus adversarios no se habían quedado cruzados de
brazos. El vehículo del centro había conseguido apuntar a la methuselah
con la ametralladora y abrió fuego. La ráfaga atravesó el aire azulado con
vuelo seguro hacia la condesa...
Pero no se oyó ningún grito agónico ni tampoco el ruido de la carne
despedazada. Con un estallido metálico, las balas salieron desviadas. Era
como si frente a su objetivo hubiera aparecido una muralla invisible.
Rodeada de un estruendo imperceptible, la methuselah se abalanzó hacia el
origen de la andanada. Metió las manos debajo del vehículo y le dio la
vuelta con un grito salvaje. El coche blindado rodó por el suelo y quedó
inutilizado.
—Y ahora el último...
Viendo cómo sus compañeros desaparecían a esa velocidad, el
vehículo de la izquierda tuvo un momento de desconcierto en el que se
movió de manera errática por el lodazal. Al percatarse de la confusión de
sus adversarios, la condesa esbozó una sonrisa. No sabía qué les esperaba
más adelante, pero de momento parecía que podrían salir de aquélla. De
todos modos, vaya enemigos más debiluchos. No esperaba que el ejército
del Vaticano...
—¡E..., excelencia!
La voz tensa era de uno de sus vasallos.
Si les había ordenado escapar se elevaba de la cordillera... ¡Más
enemigos!
—¡Maldita sea! ¡Ahmed, vosotros entregaos, que yo...!
Cuando se cortó en seco el grito de la condesa, ni ella misma sabía lo
que había pasado.
Un dolor pavoroso le recorrió todo el cuerpo, como si se encontrara
en medio de una llamarada, y una luz blanca la cegó. Al girarse,
tambaleándose, ya tenía la piel llena de horribles queloides.
¿Era el sol?
No podía ni siquiera gritar.
Una luz dorada iluminaba las cordilleras que quedaban a su
izquierda. Aunque el sol invernal fuera débil, aquel disco de luz era el
enemigo mortal de los methuselah. El bacilo, activado por los rayos
ultravioleta, empezó a devorar el cuerpo de su anfitriona. La aristócrata
cayó al suelo, sufriendo como si la estuvieran quemando viva.
—¡No, excelencia!
Selim se lanzó a la carrera hacia su señora para intentar rescatarla. La
methuselah se convulsionaba levemente, espumeando por la boca.
—¡Excelencia! ¡Excelencia, resistid!
—¡Excelencia, ¿estáis bien?!
Si hubieran seguido cabalgando, alguno de ellos podría haber
escapado entre la confusión. Sin embargo, los cinco vasallos hicieron girar
las monturas. Como si no hubieran visto a los soldados que descendían del
vehículo, se dirigieron todos hacia su señora.
—¡Excelencia, respondednos!
—¿Po..., por qué no habéis escapado...? —gimió violentamente la
condesa, escupiendo sangre, mientras miraba de forma alternativa los
rostros preocupados de sus vasallos y los soldados que se acercaban con las
armas a punto—. Huid vosotros... No hace falta que...
—Excelencia, no nos pidáis que...
La hemorragia que llenaba la boca de la methuselah convertía sus
palabras en una farfulla incomprensible. Sin embargo, sus vasallos parecían
entenderla perfectamente.
—Vos lo sois todo para nosotros —respondió Ahmed—. Si os
tenemos que dejar, nos da lo mismo vivir que morir. Casi es peor lo
primero... Si no hemos podido sobrevivir juntos, al menos moriremos así.
Arrodillados, los cinco vasallos formaban un círculo alrededor de su
señora, intentando protegerla del sol con sus sombras. A sus espaldas, el
líder de los soldados que los rodeaban alzó el brazo.
—¡Pelotón, apunten! —Dirigiéndose a la vez a los soldados y la
ametralladora del vehículo blindado, gritó con voz tensa—: El enemigo es
un vampiro. ¡No podemos fallar! ¡Fue...!
—¡Esperad, teniente Dobó!
La voz que interrumpió al oficial provenía del vehículo.
Un hombre equipado con auriculares, con aspecto de operador de
radio, sacó la cabeza por la torreta y gritó:
—¡Hay una llamada del cuartel general para mi teniente!
—¿Una llamada?
Una vez recuperado de la sorpresa, el oficial asintió. Echó a correr
hacia el vehículo y tomó en seguida los auriculares.
—Dobó al habla —anunció con una formalidad casi fastidiosa—.
Afirmativo. Uno de los objetivos es, en efecto, un vampiro. Los hemos
capturado y vamos a elim... ¿¡Qué!? No, pero... Bien, comprendido.
Actuaremos según vuestras instrucciones.
El teniente asentía con una expresión de disgusto equivalente a quien
debe tomarse un jarabe nauseabundo. Cuando se encendió la luz roja que
anunciaba el final de la conexión, le devolvió los auriculares al operador de
radio y se giró hacia el soldado que parecía su segundo y que le miraba,
expectante.
—Golpead a los prisioneros hasta que se callen —dijo con voz
dura—. Y preparad el agua bendita... Vamos a actuar según el protocolo.
Capítulo 1

EL REGRESO DE LA ESTRELLA

Y yo les he manifestado tu nombre, y manifestarelo aún.

Juan 17,26

—¡Aaay, ya no puedo más!


—¿Por qué estáis lloriqueando otra vez, padre? —preguntó Esther
Blanchett, con tono de fastidio, a su compañero, que ponía cara como de
condenado a muerte.
Rodeada del vapor del tren, a medio bajar la escalerilla, giró el rostro
ligeramente bronceado hacia su interlocutor.
—No perdáis el tiempo y bajad en seguida. Si os quedáis ahí,
estorbaréis a los demás pasajeros.
—Esther..., ¿no sería posible que me volviera directamente en este
tren?
La luz del atardecer que se filtraba a través del techo de cristal teñía
el andén de llegadas internacionales de un tono rojizo. En el aire invernal,
duro como el beso de una bruja, se movían, atareados, los pasajeros y
empleados de la estación.
Quien seguía quejándose con obstinación era el alto sacerdote de
rebelde cabellera plateada que acompañaba a Esther. Si hubiera estado
callado, podría haberse dicho incluso que era atractivo, pero no abandonó
su expresión miserable mientras descendía del vagón con una maleta en
cada mano.
—¿Qué es eso tan urgente que quiere la cardenal? Si es un informe,
lo podríamos haber hecho en Roma. Venir precisamente aquí... Tengo muy
malos presagios. Sé que me volverá a pasar algo horrible.
—Padre, ¿no es una cosa ya habitual que os riña su eminencia?
Pensaba que ya estabais acostumbrado.
El padre Abel Nightroad asintió sin dejar de murmurar mientras
Esther agitaba con gesto teatral la larga melena pelirroja. Después de un
año de trabajar juntos, ya había aprendido que no tenía sentido razonar con
aquel quejica. Levantando su maleta con las dos manos, la monja echó a
andar por el andén, sin expresión en el rostro.
La zona de llegadas internacionales estaba a rebosar de gente.
Debían de estar llegando los participantes de la ceremonia que se iba a
celebrar tres días después. Todos los viajeros llevaban grandes maletas, y el
aire estaba lleno de conversaciones incomprensibles. En medio de la
confusión, la monja se puso en marcha con paso regular...
—¡Ah...!
Al sentir el aire de la noche en los pulmones, Esther lanzó un
pequeño suspiro. Como si por fin se hubiera dado cuenta de dónde estaba,
se detuvo en seco y miró por una de las ventanas de la estación.
—Claro... He vuelto...
El paisaje que se desplegaba ante sus ojos no era el de Roma, donde
había pasado el año anterior.
No era tampoco el de Bizancio, donde habían estado hasta hace
pocos días antes, ni el de Skopje, donde habían hecho una parada aquel día.
La ciudad rodeada de suaves colinas y atravesada por un río serpenteante
era ciertamente parecida a Bizancio o a Roma. Sin embargo, los capiteles
retorcidos y los azulejos de cerámica le daban al panorama una
personalidad propia. era el paisaje que había rodeado a Esther desde que
había tenido uso de razón.
La ciudad de István, protectorado del Vaticano.
Era la más oriental de las ciudades controladas por la humanidad... y
el lugar que había visto crecer a Esther.
—No ha cambiado nada..., nada...
Ante la ciudad que volvía a ver un año después, Esther lanzó otro
suspiro.
Ella había cambiado mucho, pero su ciudad seguía igual. El correr
del Danubio, las grietas de los adoquines... La luz dulce del atardecer
abrazaba el mismo paisaje que Esther había abandonado un año atrás.
Sin embargo, aunque pensara que su ciudad seguía siendo la misma,
¿podría sentirse a gusto?
Allí había tenido experiencias tristes y dolorosas, cuyo recuerdo le
hacía sufrir. Quizá aquello era inevitable cuando uno volvía a su tierra
natal...
—Aaaaay, ¿en qué me habrán pillado esta vez?
La joven estaba ahora absorta en sus cálidos recuerdos, pero volvió
en sí en seguida ante aquella voz que parecía salida de lo más profundo del
infierno. Molesta, se giró, y se encontró con una larga figura que suspiraba
de forma melancólica. El sacerdote de gafas se mesaba los cabellos como
un mal actor de tragedia que quisiera transmitir la idea de cargar con todo
el dolor del mundo.
—¿Se habrán enterado de que he montado un huerto en el seminario?
¿O habrán descubierto aquellos picos que les añadí a las facturas...?
¡Aaaay, Señor!, ¡protege a su servidor! ¿No puedes conseguir que hagan la
vista gorda?
—Tengo la sensación de que antes de haceros religioso ya erais un
fracaso como ser humano...
¡Señor! ¡Que no pudiera ni tener un momento de paz estando con
aquel compañero!
Esther suspiró profundamente, compadeciéndose de sí misma.
Pensándolo bien, era precisamente en ese lugar donde había visto al padre
por primera vez, un año atrás. Ese encuentro había sido el principio de la
persona en la que se había convertido. En circunstancias normales, sería un
recuerdo muy importante. ¿Por qué era incapaz de emocionarse?
—Pero la verdad es que algo de razón sí lleváis, padre... —siguió
hablando Esther, con cuidado de no cruzar la mirada con su
acompañante—. ¿Por qué nos habrá hecho venir su eminencia a István?
Aunque hagan la ceremonia por los caídos, no tenemos por qué asistir
nosotros... ¿Será que quiere oír el informe acerca del imperio cuanto antes?
—Si sólo es eso, estaremos de suerte... Para volver a Roma desde
Skopje, pasar por aquí tampoco supone un cambio tan importante en la ruta
en cuanto a distancia. Pero a la cardenal no le gusta nada cambiar los
planes. Que haya dado un contraorden es extremadamente raro... ¡Aaaay,
seguro que me han pescado en algo!
Ante la mirada extrañada de la monja, el sacerdote se puso en
cuclillas y se agarró la cabeza.
Dos días antes, cumplida sumisión en Bizancio, habían llegado a
Skopje, capital del marquesado de Macedonia. Según las instrucciones
originales, desde allí debían tomar la vía que avanzaba hacia el oeste con
destino a Roma. Sin embargo, había recibido un mensaje cifrado que les
ordenaba cambiar los planes: <<En vez de volver a Roma, dirigíos a István
para participar en la ceremonia por los caídos. Informad de vuestra misión
cuando nos encontremos>>.
La ceremonia a la que se refería el mensaje era en honor a los caídos
en la batalla de István del año anterior. La promovía el arzobispo de la
ciudad e iban a estar presentes el ministro de Información del Vaticano,
Antonio Borgia, y el propio papa Alessandro. Como secretaria de Estado,
al cardenal Caterina Sforza también iba a participar, y por eso se
encontraba entonces en la ciudad. A ese respecto, reunirse en István para
presentarle el informe de la misión tenía sentido. Lo que Esther no entendía
era otra cosa...
<<Participar en la ceremonia por los caídos.>> ¿Por qué les había
convocado explícitamente a participar en la ceremonia? Quienes la
organizaban eran el arzobispado y el ministerio de Información. Esther, que
trabajaba para la Secretaría de Estado, no tenía nada que ver con ellos.
¿Sería que había una nueva misión? La verdad era que un poco extraño sí
le parecía.
—Bueno, lo más fácil será preguntarle directamente a la duquesa de
Milán... Apresuraos, padre.
La aglomeración era considerable. Si no se daban prisa en salir de la
estación y tomar un coche de punto, tendrían que ir andando hasta el hotel
que les había reservado la Secretaría de Estado. Para intentar evitarlo,
Esther levantó a la fuerza a su compañero. Sacando los billetes de los dos,
se dirigió con decisión hacia el punto de control.
—Quedarse aquí desvariando tampoco ayuda mucho. Hay que
presentarse en seguida ante la cardenal y hacer el informe.
Por motivos de seguridad, el andén de llegadas internacionales
estaba separado del exterior por unas puertas giratorias. Esther mostró al
funcionario su pasaporte, que la identificaba como empleada de la Santa
Sede, y cruzó rápidamente las puertas para salir al exterior. Mientras en
sacerdote cumplía con el mismo proceso, se giró para buscar algún coche
de punto...
—¡¡¡Hermana Esther!!!
Un brutal y ensordecedor griterío se elevó a su alrededor.
Al mismo tiempo, los ojos se le llenaron de una luz blanca. No tuvo
ni tiempo de darse cuenta de que se trataba de los flashes de una multitud
de daguerrotipos. La monja desvió la cara mientras una oleada de voces
caía sobre ella.
—¡Hermana Esther! ¡Por fin, estáis aquí! ¡Unas declaraciones, por
favor!
El coro de voces correspondía a una muchedumbre de hombres y
mujeres armados con blocs de notas y plumas estilográficas. Deslumbradas
por los flashes, Esther no podía distinguir sus expresiones, pero no parecía
que aquellas voces violentas se dirigieran a ella por error o que todo fuera
una elaborada broma. Entre la masa se agolpaba alrededor de la monja y el
sacerdote seguían brillando los flashes.
—¿Eh? ¿¡Eh!?
Pero ¿qué estaba ocurriendo?
Esther se había quedado atónita, rodeada por los destellos.
Toda aquella gente parecían ser reporteros y periodistas. Los que
cargaban con aquella grabadora tan pesada, ¿serían de la radio? Los había
de todas las edades y aspectos, pero todos llevaban en el pecho pases de
prensa expedidos por el Ministerio de Información del Vaticano. Pero ¿por
qué estarían los medios de comunicación tan interesados en ella?
Aturdida por los acontecimientos, Esther no podía hacer nada más
que quedarse allí de pie. Fue entonces cuando resonó una risa a su espalda.
—¡Je, je, je! ¡Por fin, ha llegado mi hora! ¡Por fin, reconoce el
mundo mi carisma!
Abel, que hasta entonces había estado igual de sorprendido que ella,
empezó a fanfarronear con aire jactancioso. Girándose con tal rapidez que
parecía que iba a romperse un hueso, ofrecía a las cámaras el perfil que
pensaba que más le favorecía.
—¡Hola a todosss! Como veo que tenéis tanto interés, voy a contaros
algunos secretos sobre mí. Mi nombre completo es Abel Nightroad. Soy
sacerdote itinerante del Vaticano. Soy Virgo y mi número de la suerte es el
13. Respecto a mi carrera, precisamente me estoy planteando escribir unos
memorias que... ¿¡Eh!?
Lanzando un grito como de sapo, el sacerdote fue engullido por la
masa de periodistas que se apelotonaban sin piedad. Ignorando sus
gemidos, los reporteros empezaron a bombardear a preguntas a Esther, que
seguía inmóvil en el centro de la multitud.
—Hermana Esther, ¿qué impresiones tenéis al volver a vuestra tierra
natal?
—Ya hace un año que acabasteis con Gyula, ¿cómo os sentís ahora?
El griterío resonaba entre el sonido de los disparadores. De forme
inconsciente, Esther retrocedió ante el tropel de periodistas y cámaras.
—¿Qu..., qué queréis?
Cuando su cerebro empezó a funcionar de nuevo con normalidad, se
dio cuenta de que el objetivo de todo aquello era ella. Pero ¿por qué? ¿¡Qué
esperaban todos aquellos periodistas de ella!? ¡Pero si no era más que una
simple monja!
Las preguntas que se hacía Esther encontraron respuesta inmediata
cuando un periodista de mediana edad, vestido con un abrigo sucio, le
mostró un papel.
—Hermana Esther, ¿habéis tenido ocasión de ver el guión de esta
nueva ópera? ¿Tenéis algún comentario al respecto?
—¡Eh..., eh...! No tengo ni idea de qué está pasando... ¿Una ópera...?
¿¡Qué ópera!?
Al mirar el papel, Esther se quedó con la boca abierta por la sorpresa.
Era un prospecto impreso en papel de gran calidad. No se podía decir
que el diseño de colores variados o las frases propagandísticas fueran del
mejor gusto, pero bueno. Más que eso, lo que dejó estupefacta a Esther fue
la ilustración central.
Sobre el fondo de una cruz llamativa, una hermosa monja abatía a un
hombre de un golpe de espada. vestido con ropas aristocráticas, el caído
retorcía el monstruoso rostro y mostraba dos largos colmillos entre los
labios. Y la leyenda del dibujo decía...
—<<La Estrella de la Desolación. Próximo estreno. Santa Esther y el
diablo Gyula: ¡¡¡una lucha apocalíptica!!!>> ¡Pero ¿qué quiere decir esto?!
—Es una obra conmemorativa de la liberación de István, hermana
Esther. Representa vuestra lucha contra el vampiro... ¿Acaso no sabíais
nada al respecto?
Los periodistas la miraron, extrañados, pero Esther no se dio cuenta
de ello. No estaba para esas cosas. Estrujando el papel entre las manos,
intentó poner en orden el caos de sus pensamientos.
¿Santa Esther?
¡Pero ¿de dónde salía aquello?!
—Pues es una obra muy importante... —continuó el periodista, con
cierto orgullo en la voz, como si fuera él mismo el guionista—. No sólo el
casting, sino también la producción han contado con el apoyo del
Ministerio de Información del Vaticano. El guión lo ha escrito el propio
arzobispo de István y se ha invertido un presupuesto de un millón de
dinares. Esta noche es el estreno... ¡Ah!, ¿es por eso por lo que habéis
llegado hoy?
—¿Eh? Pues..., no...
Ante la pregunta, Esther no tuvo fuerzas más que para negar con la
cabeza.
Lo que ocurría ante sus ojos parecía tan poco real que se diría que lo
estaba soñando. Ella quería volver a su ciudad natal para pasear otra vez
tranquilamente por las calles, visitar la tumba de la obispo, ir a saludar una
a una a las familias de sus compañeros partisanos... Mientras recordaba sus
planes, un ruido lejano hizo que volviera en sí.
—Hermana Esther Blanchett —resonó una voz monótona sobre el
sonido del claxon.
Al buscar aquella voz conocida vio que, más allá de la masa de
periodistas, había un coche aparcado. La cara que la miraba desde el
asiento del conductor era una que conocía muy bien.
—¿¡Padre Iqus!?
—La duquesa de Milán me ha ordenado que venga a buscaros. Subid
al vehículo, por favor —explicó, con voz inexpresiva, Tres Iqus, agente de
Ax Gunslinger, con las manos en el volante—. Ignorad a los medios y
presentaos de inmediato. Ésas han sido las palabras de su eminencia. Subid
en seguida. La duquesa os espera en el teatro de la Ópera.
—¡De acuerdo!
¿Qué sería todo aquel alboroto? ¿Y qué hacía la duquesa en el teatro
de la Ópera?
Tenía muchas preguntas en mente, pero asintió y siguió las
instrucciones que le habían dado. Las órdenes de su superiora eran claras y
con toda seguridad la propia Caterina la sabría explicar algo más acerca de
aquella broma de mal gusto.
—Padre Nightroad, ¡levantaos que nos vamos!
—E..., es mi hora... Soy tan carismático...
Arrastrando como si fuera otra maleta a Abel, que aún seguía
semiinconsciente, Esther echó a correr con todas sus fuerzas entre la lluvia
de flashes y preguntas que le lanzaban los periodistas. Sin girarse hacia la
masa que la perseguía, Esther gritó mientras se acercaba al coche:
—¡Padre Iqus, abrid la puerta opuesta!
Hacía tres meses que no se veían, pero no era aquel el momento para
largos saludos.
—A quien están persiguiendo es a mí... Me reuniré luego con
vosotros, pero servidme de señuelo ahora, por favor.
—Comprendido. Petición cumplida.
El pequeño sacerdote no dudó ni un instante. Probablemente,
pensando en las posibles vías de acción, sus circuitos habían llegado a la
misma conclusión que Esther. Abriendo con rapidez la otra puerta, añadió:
—Hora actual: dieciocho-cero-cero. La duquesa de Milán se
encuentra en el teatro de la Ópera. Dirigíos hacia allí tan pronto como
podáis. Yo despistaré a los medios.
Asintiendo con fuerza ante la voz fría pero segura, Esther dejó pasar
a su equipaje en el asiento trasero y salió corriendo por el otro lado del
vehículo. Justo cuando acabó de esconderse tras unos materiales de
construcción y se ajustó la cofia a la cabeza, el coche arrancó.
—¡Esperad, hermana Esther! ¡Unas declaraciones!
El plan surtió efecto y los periodistas salieron en tropel tras el
vehículo, que había dejado tras de sí sólo el olor de los neumáticos
quemados. Quienes habían sido lo suficientemente previsores se montaron
en sus propios coches, y los demás tomaron coches de punto. Entre el
torbellino de gritos y motores, nadie se fijó en el lugar donde se había
escondido la monja.
—Ya se han ido...
Después de comprobar que todos se habían alejado, Esther se levantó
y se sacudió el polvo.
¿Qué significaba todo aquello? Mirando el prospecto de nuevo, la
joven se mordió los labios.
<<Conmemoración del primer aniversario de la liberación de
István.>>
<<Santa Esther.>>
<<Diablo Gyula.>>
Esther arrugó el papel hasta hacerlo una bola y se lo metió en el
bolsillo. Aquellas expresiones sensacionalistas le habían dejado una
impresión muy desagradable en el pecho.
Tenía que hablar con la cardenal cuanto antes. Tenía que hablar con
ella y oír de sus propios labios la verdad sobre toda aquella farsa...
—Un momento, hermana Esther, aún tengo una pregunta para vos —
la detuvo una voz ronca justo cuando iba a empezar a andar.
Al girarse se encontró con un hombre enfundado en un abrigo
manchado de hollín. Era el mismo periodista que le había dado el prospecto
antes, o sea que era el único que se había dado cuenta de su estratagema.
—No esperaba menos de la joven que derrotó al marqués de
Hungaria. Sois muy astuta. Y gracias a ello yo tengo mi exclusiva... ¡Ah!,
pero si ni siquiera me he presentado. Me llamo Clement, del Picadilly
Gazette, de Albión.
El hombre le alargó una tarjeta de visita amarillenta. Aunque sonreía
con educación, no dejó pasar la ocasión de repasar a la joven monja con la
mirada.
—Ya os he dicho antes que no sé de que me habláis —respondió
Esther, algo atemorizada, apartando por instinto la cara de aquella mirada
penetrante—. Si queréis saber más acerca de la ceremonia, os recomiendo
que vayáis directamente a la catedral, señor Clement. Yo no sé nad...
—No, no, lo que a mí me interesa son vuestras circunstancias
personales, hermana.
Así que quien le sonreía con aire ligeramente burlón en la calle
desierta era uno de aquellos famosos paparazzi de la prensa del corazón.
—He estado investigando acerca de vuestra familia... Sé que fuisteis
abandonada de niña y que os crió la obispo... ¿Vitez, se llamaba? Por lo
tanto, ¿no sabéis quiénes son vuestros verdaderos padres?
—S..., sé algo acerca de mi padre...
¿Qué derecho tenía aquel hombre a inmiscuirse así en su vida
privada? Levantando la cara con decisión, le espetó:
—Pero sólo sé que era de Albión. ¿Ya hemos acabado con las
preguntas, señor Clement? Tengo mucha prisa. Ya hablaremos en otra
ocasión.
—Bueno, bueno, tampoco hay que ponerse así.
Sin embargo, al periodista no pareció afectarle su tono seco. Sin
dejar de sonreír, se sacó del bolsillo unas cuartillas amarillentas. Eran
documentos oficiales del ayuntamiento, como indicaban los sellos lacrados
con el emblema de la ciudad.
—¿Qué creéis que es esto? Es una copia de vuestra partida de
nacimiento, que estaba archivada en el ayuntamiento. Según estos
documentos vuestro padre fue Edward Blanchett, knight bachelor de
Albión. El rango más bajo de la nobleza...
—¡Pero ¿cómo habéis...?!
Al ver los documentos que tenía el periodista, Esther enrojeció de ira
y su respiración empezó a acelerarse. Se irguió para hacerle frente y le dijo:
—¡Dadme eso! ¡No tenéis derecho a husmear ahí!
—Si me contáis lo que quiero, os lo daré en seguida. Me ha costado
bastante dinero conseguir esta copia. No os la puedo dar así sin más.
Entonces..., volviendo a lo que hablábamos...
Clement rió, satisfecho, como disfrutando del hecho de llevar otra
vez las riendas de la conversación. Agitando el papel en el aire, como si
fuera un señuelo, el periodista prosiguió:
—Bien, vuestro padre fue Edward Blanchett, pero ¿sabéis qué tipo
de persona era?
—¿¡No os he dicho que no sé nada más acerca de él!?
—¿Ah, sí? Pues yo tampoco. Y no soy el único. De hecho,
absolutamente nadie sabe nada sobre él. Porque la verdad es que nunca
existió...
—¿Eh?
Esther había alargado la mano para agarrar el documento, pero se
detuvo en seco. Frunció las cejas y miró fijamente al periodista. ¿Qué
quería decir con que <<nunca existió>>?
Como si gozara con la confusión de su interlocutora, Clement siguió
hablando con lentitud.
—Según nuestras investigaciones, en Albión no hay huella alguna de
un aristócrata llamado Edward Blanchett. Hemos examinado los registros
nobiliarios, los archivos de nombramientos, incluso los documentos
secretos del Instituto de Heráldica, pero no hay rastro de alguien llamado
así.
—Eh..., eh... Pero eso...
Titubeante, Esther intentó encontrar una manera de responderle.
La verdad era que había evitado de forma consciente investigar
acerca de su padre. Por su trabajo no lo habría tenido difícil si hubiera
querido saber más sobre él, pero le daba miedo lo que podía encontrar.
De cualquier modo, las palabras de Clement eran demasiado
impresionantes como para ignorarlas. ¿No había existido nunca un noble
llamado Edward Blanchett?
—Claro está que la suplantación de la identidad o la falsificación del
propio pasado tampoco son cosas tan raras. No sería el primero que llega a
las provincias y dice que es un aristócrata de un país lejano... Pero hay una
cosa que me intriga: que usara el nombre de Edward Blanchett dieciocho
años atrás...
—¿?
Estaba claro que era una trampa. Incluso siendo consciente de que la
palabrería de su interlocutor lo que la estaba cautivando, Esther no intentó
escapar. De hecho, incluso le animó a seguir hablando con una pregunta
temerosa:
—¿Qué es lo que os intriga, señor Clement?
—Bien, ahora es cuando usted y yo podemos hacer negocios,
hermana.
Al ver que su presa había tragado el anzuelo, el periodista agitó los
documentos de nuevo y siguió hablando lentamente, mostrando unos
dientes manchados de nicotina.
—¿Por qué no me acompañáis un momento? Sería mejor ir a un sitio
tranquilo, donde podamos hablar sin que nadie nos importune.
—Pe..., pero es que ahora no tengo tiempo...
—¿No os interesa el trato?
Clement aguzó la mirada como un reptil que localiza a su presa. COn
un suspiro teatral, se guardó el documento en el bolsillo.
—Pues entonces no hay nada que hacer. Ya publicaré el resultado de
mis investigaciones en mi próximo artículo. <<El secreto del origen de la
Santa>>... ¡Ah!, ya os enviaré una copia cuando salga. ¿Os la mando aquí,
o mejor a vuestra oficina en Roma?
Esther tensó el rostro y, llevándose instintivamente los brazos al
pecho, gimió:
—¿¡Estáis intentando amenazarme!?
—¡Ah!, veo que lo habéis entendido a la perfección, hermana —
respondió el periodista, como si disfrutara de la reacción de la joven. Y
añadió en tono amenazador—: ¿No conmigo ahora y me concedéis la
exclusiva, o el secreto de vuestro padre...
—Amenazar al prójimo usando secretos familiares no es una afición
muy respetable que digamos, señor.
La voz que resonó en el crepúsculo contrastaba con la de Clement
por su serenidad. Al girarse con rapidez, el veterano periodista se encontró
con un hombre que negaba lentamente con la cabeza.
—Y más tratándose de una inocente hermana como ésta... ¿Es que
los de vuestro oficio no conocéis el significado de la palabra moderación.
—¿Y tú quién eres?
Al levantar la mirada, Esther vio a un hombre de piel oscura.
Parecía tener poco más treinta años. El rostro bien proporcionado y
el abrigo Inverness negro que le envolvía eran impecables. Bajo los
cabellos morenos, le brillaban unos inteligentes ojos negros a través de las
gafas plateadas.
—Disculpad que no me haya presentado. Me llamo Isaac Butler. Soy
mayordomo de una de las casas aristocráticas de Londinium.
El joven caballero se levantó el sombrero de copa con el bastón al
mismo tiempo que hacía una elegante reverencia.
—No era mi intención entrometerme en vuestros asuntos, pero
estaba esperando a alguien y por casualidad he oído vuestra conversación.
Señor..., ¿Clement, verdad?, lo cierto es que no puedo alabar demasiado
vuestra ética profesional. Violar así la privacidad de las personas y usarla
como herramienta para amenazar al prójimo... Deberíais estar avergonzado.
—¿¡Y a ti qué te importa!? —le espetó el periodista, mirándole con
ojos de hiena, en un tono que parecía más de matón que de otra cosa—. Si
te metes donde no te llaman, puedes salir escaldado... Además, no estoy
amenazando a nadie. Aquí estamos sólo hablando sin ninguna coerción. Yo
no he hecho anda malo.
—Tomar copias sin permiso de partidas de nacimiento ajenas es un
delito —murmuró Butler, levantando la mano.
Al ver lo que llevaba en ella, Clement se quedó estupefacto.
—Pe..., pero ¿cuándo has...?
El mayordomo le mostraba un papel sellado con el membrete del
ayuntamiento de la ciudad. Clement se llevó la mano al bolsillo, pero... ¡la
partida de nacimiento de Esther había desaparecido!
—¡E..., eres un ladrón! ¡Devuélveme esos documentos de inmediato!
El paparazzi palideció un instante y luego se volvió rojo. Mostrando
al dentadura en una mueca horrible, alargó la mano hacia el hombre para
intentar quitarle el papel a la fuerza..., pero no llegó a tocarlo. Se oyó un
ruido sordo, y el periodista rodó por el suelo.
—Buen trabajo, Guderian susurró Butler al hombre que había
aparecido como una muralla entre el periodista y él.
Era un hombre sombrío, de cabellos grises. No era demasiado alto,
pero tenía el cuerpo atlético y en las pupilas le brillaba un destello de
depredador. Hizo ademán de acercarse al paparazzi, pero Butler le detuvo
con un gesto y se dirigió cortésmente al caído:
—Bien, señor Clement. Mi compañero, el señor Guderian, es, al
contrario que vos, un caballero, pero también es muy despiadado. No os
recomiendo que os enfrentéis con él cuerpo a cuerpo...
El mayordomo encendió una pipa y empezó a fumar mientras seguía
hablando con aire indolente.
—Además, ¿no tenéis nada más importante que investigar, en vez de
molestar a la señorita? Por ejemplo... ¡Ah, sí!, dicen que este año los daños
producidos por los lobos han sido extraordinarios. después de alimentarse
de los cadáveres de la guerra del año pasado, parece que los lobos han
empezado a atacar al ganado y a los habitantes del lugar. ¿No os parece una
noticia interesante?
—...
Clement se incorporó con los ojos llenos de odio, pero con cuidado
de tomar la distancia suficiente.
—Vale, me iré... Pero, señor..., ¿Butler era?, nunca olvido una cara.
Volveremos a vernos. Ya veréis lo que quiere decir enemistarse con los
medios...
—Espero tener el placer de volver a verle. Hasta la próxima, señor
Clement.
Como si hubiera olvidado de manera instantánea al periodista que lo
había maldecido, el hombre se giró con rapidez hacia Esther. Doblando
levemente la cintura con una sonrisa, le ofreció de forma respetuosa el
papel por el que había empleado la trifulca.
—¡Qué mal trago habéis pasado, hermana!
—Mu..., muchas gracias, señor...
¿Se conocían de antes?
Con una extraña sensación de haber visto en alguna parte al hombre,
Esther bajó la cabeza mientras le daba las gracias y tomaba el documento
que le ofrecía.
—Suerte que habéis aparecido. Nunca olvidaré lo que habéis hecho
por mi.
—No ha sido nada. Socorrer a una dama en apuros es el deber de
cualquier gentleman. ¡Ah!, y por favor, no penséis ahora que en Albión
somos todos como ese periodista. La mayoría de nosotros somos auténticos
caballeros.
—¿Sois de Albión?
Al oír el nombre del país de su padre, la expresión de Esther se
suavizó por un instante, pero en seguida recuperó la tensión anterior. El
hombre había dicho ser el mayordomo de un aristócrata, pero ¿qué hacía
allí alguien como él? ¿No sería otra treta para ganarse su confianza?
Probablemente, las sospechas se le leían en la cara, porque Butler esbozó
una sonrisa avergonzada y procedió a presentarse con todo detalle.
—Es probable que os preguntéis que está haciendo aquí un pobre
mayordomo como yo. La verdad es que estoy buscando a alguien. Es un
amigo de mi señor, que desapareció hace mucho tiempo... Alguien que tuvo
algunos problemas... Causó un escándalo en su juventud y tuvo que huir del
país. Mi señor ha averiguado que llegó a esta región y me ha enviado a
buscar pistas acerca de su paradero.
—Parece un trabajo muy duro...
Las palabras de Butler tenían sentido y se había explicado sin
titubeos. Probablemente estaba diciendo la verdad. Esther decidió creer que
el hombre era quien decía ser.
El compañero de Butler le mostró con brusquedad el reloj de
bolsillo, y el mayordomo chascó los dedos. Después de apagar la pipa,
tomó respetuosamente a Esther de la mano.
—¡Vaya, qué contrariedad! ¡Sí que se ha hecho tarde! Hermana, si
no nos necesitáis para nada más, nos retiraremos, con vuestro permiso.
—¡Ah, claro!, yo también tengo un poco de prisa... Muchas gracias
por vuestra ayuda; de verdad, señor Butler.
—¡Oh!, por favor, no merezco tanto respeto.
Llevándose levemente la mano de la monja a los labios, el hombre
sonrió y le susurró en la lengua de Albión:
—It was nice meeting you. I hope to see you again soon.
Mientras la joven se ruborizaba, el mayordomo le hizo una cortés
reverencia y se giró. El hombre llamado Guderian le siguió medio segundo
después.
Esther se quedó ensimismada, mirando cómo las dos figuras se
alejaban por la calle oscura. Cuando volvió en sí se dio cuenta de que las
farolas se habían encendido.
—¡Ah!, ¡tengo que darme prisa!
No tenían tiempo que perder. Chascando la lengua, la joven echó a
correr hacia el lado opuesto de la calle.

II

El teatro de la ópera de István estaba situado en la calle Andrássy, la


avenida central de la ciudad. Era un edificio de estilo antiguo que había
sobrevivido al Armagedón. Después de la batalla de liberación, fue el
primer espacio restaurado por el arzobispo, para que sirviera de edificio
público para los ciudadanos.
El edificio estaba construido en un magnífico y delicado estilo
neorrenacentista. Era una obra imponente, que se podía comparar a la Scala
de Milán, la Opernhaus de Viena o la Státní de Praga. La fachada tenía un
aire recogido, pero una vez dentro las decoraciones de colores dorados y
morados sobrecogían al visitante con su lujo. La entrada de huéspedes de
honor que atravesaba Esther no era una excepción. En los palcos que daban
al amplio escenario, las alfombras eran tan gruesas que le llegaban a los
tobillos, como si estuviera en una fastuoso palacio. Las paredes estaban
forradas de obras de arte y todo el mobiliario había sido importado
expresamente de Roma o Florencia.
Sin embargo, todo palidecía al compararlo con la belleza de la mujer
que la esperaba sentada en el sofá.
—Bienvenida, hermana Esther. Estarás agotada después del viaje...
La cardenal Caterina Sforza, duquesa de Milán, secretaria de Estado
del Vaticano y responsable de su política exterior, dio una amable
bienvenida a la monja. Indicándole que se sentara en el sofá que tenía
enfrente, donde ya se encontraban los dos sacerdotes, posó su taza de té en
la mesa.
—Ya me han dicho que habéis tenido unos momentos difíciles con
los medios en la estación. Me alegro de que estéis bien.
—No ha pasado nada... Más que nada, ha sido una sorpresa que...
Mirando a los ojos grises que le sonreían tras el monóculo, la monja
movió desmañadamente la cabeza como un títere. Para Esther, la cardenal
era una persona casi tan sagrada como la Virgen. Cada vez que se
presentaba ante ella no podía evitar ponerse nerviosa y tensa. Se sacudió de
la frente el sudor que no tenía y continuó con voz inquieta:
—Eminencia, los periodistas me llamaban Santa... ¿De qué tipo de
broma se trata? ¿Y por qué soy yo la protagonista de la obra que se va a
representar aquí esta noche?
—De todo eso hablaremos luego...
Ajustándose el monóculo, la hermosa mujer miró hacia el escenario,
con el telón aún cerrado, y suspiró.
—Su Santidad llegará en seguida. Le acompaña el ministro de
Información, que es quien ha organizado todo esto. Yo misma no sé más
que parte de la historia. Será mejor que nos cuente todo él en persona... Lo
que quiero oír ahora es qué noticias me traéis del Imperio.
La cardenal hablaba con la serenidad de siempre. Sin embargo, su
voz se había endurecido ligeramente al dirigir de nuevo la mirada hacia la
monja y el sacerdote, mientras cruzaba las piernas bajo el hábito.
—¿Pudisteis entrar en contacto con la emperatriz?
—Sí, tenemos que informaros acerca de ello.
Esther se puso firme y la voz le cambió cuando empezó a recitar el
informe que había estado ensayando por dentro durante todo el camino:
—Tuvimos la fortuna de trabar contacto directo con la emperatriz
en...
—Bueno, la verdad es que no pudimos hablar directamente con
ella...
Todo lo que había preparado Esther se quedó en nada cuando la otra
voz la interrumpió, impidiéndole hablar.
—¿¡Eh!?
No tuvo ni tiempo de detenerle. Al girarse hacia la voz, vio que Abel
seguía hablando con una palabrería incontenible, que no le dejaba ni un
resquicio para intervenir.
—Hicimos todo lo posible para entregarle en persona el mensaje de
su eminencia, pero, claro, entrevistarse con la emperatriz en persona estaba
fuera de nuestras posibilidades. Aun así no debéis preocuparos, porque le
pedimos a una noble del lugar, la marquesa de Kiev, Astharoshe Asran, a
quien ya conocía de antes, que nos sirviera de intermediario. El mensaje
habrá llegado a su destino; podéis estar segura de ello.
—¿Eh? Pe... Padre... Un momento...
¡Pero ¿qué estaba diciendo?!
Esther se ajustó con nerviosismo el hábito como para hacerle una
señal, pero Abel no dejó de parlotear ni un instante, gesticulando
exageradamente con las manos.
—Eso sí, sufrimos lo indecible para conseguirlo. En el extranjero,
¿verdad?, uno no sabe cómo se hacen las cosas... Para cumplir con nuestra
misión nos pasamos los días sin dejar de correr arriba y abajo... se me
saltan las lágrimas sólo de recordarlo ahora que os lo cuento, y sin duda,
vos también lloraréis... Imaginaos, ¡que perdí tres kilos!
¿De dónde salían todos aquellos disparates? Esther consiguió volver
en sí y resistir la curiosidad por ver hasta dónde sería capaz de llegar el
sacerdote.
—¡Un..., un momento, padre! ¡Dejaos de dislates!
No sabía a qué venían aquellas tonterías, pero si seguía así Caterina
acabaría por pensar que no habían visto a la emperatriz. Tapándole a Abel
la boca con la mano, Esther gritó en dirección a la cardenal:
—¡No le hagáis caso, eminencia! Sí que...
<<¡Sí que hablamos directamente con la emperatriz!>>
Justo cuando Esther, roja por el esfuerzo, estaba a punto de gritar esa
frase...
—Cardenal Sforza, ruego que me disculpéis...
Una elegante voz masculina resonó al mismo tiempo que se abría la
puerta. Al levantar la mirada, le cardenal se encontró con un hombre que la
saludaba respetuosamente y que iba a la cabeza de un grupo de tres
personas. Era de mediana edad y llevaba sobre el hábito la banda violeta
que indicaba su condición de arzobispo.
—Perdonad que os interrumpamos en plena conversación,
eminencia. Han llegado Su Santidad y el cardenal Borgia.
—¡Hola, guapa!
La segunda voz se diría que estaba formada por un batido de
frivolidad aderezado con cursilería. Era difícil imaginar alguien menos
indicado para llevar el hábito cardenalicio que el joven de larga cabellera
teñida y voz nasal que acababa de entrar. Aquél era Antonio Borgia, el
ministro de Información.
—¡Cuánto tiempo, ¿verdad?! Hace taaanto que no veía lo fantástica
que estás que me parece que se me ha atrofiado el sentido estético, ¿sabes?
¿Cómo andamos?
—Buenas tardes, cardenal Borgia. Os veo muy alegre. Si no me
equivoco, nos vimos anteayer en Roma, ¿no?
Respondiendo agudamente al joven, Caterina dirigió su mirada a la
tercera figura del grupo. Al ver el rostro del adolescente que venía detrás de
los dos hombres, la fría mirada se le suavizó.
—¡Ah, Alec...! ¿Qué tal ha ido el vuelo? ¿Te has vuelto a marear?
—S..., s..., sí, hermana...
Vestido con hermosos ropajes blancos, el papa Alessandro XVIII
hablaba con voz queda. Además de ser extremadamente tímido ante la
gente, hasta el punto de bordear el autismo, salir de Roma o incluso del
palacio papal suponía una terrible aventura para él. Sin embargo, el rostro
de su hermana pareció tranquilizarlo un poco, porque prosiguió,
balbuceante:
—M..., me he mareado un p..., un poco... Pe..., pero ahora ya est...,
estoy bien...
—¿Ah, sí? Pero no tienes muy buen color. Haré que te preparen un
poco de medicina... Espera, aprovecharé para hacer las presentaciones, ya
que estamos todos. Ésta es la hermana Esther de la Secretaría de Estado. Es
la Santa de István.
Exhortada por Caterina, la monja saludó respetuosamente.
—Encantada de conoceros. Es un honor encontrarme en vuestra
presencia, Santidad.
Todos los empleados del Vaticano sabían del carácter reservado del
papa. Para no provocarle ningún sobresalto, Esther habló con voz serena al
mismo tiempo que depositaba un leve beso en su mano.
—No soy digna de que me concedáis la gracia de arrodillarme ante
vos...
—¡Ah...! N..., no...
Al sentir el roce de los labios de la joven, el papa pasó de pálido a
ruborizado. Su respiración se aceleró, como si fuera a darle un ataque, y
retiró azorado la mano.
—Y..., y..., yo... Y..., y..., yo..., yo...
—Santidad, debéis de estar cansado... —dijo el primer hombre qua
había entrado, posando la mano sobre el hombro del balbuceante
adolescente.
Habría pasado ya el medio siglo de vida, pero su rostro conservaba
unos rasgos varoniles que, con toda seguridad, causaron estragos en el sexo
opuesto cuando era joven. Con expresión atenta, hizo sentar al joven Papa
en el sofá
—La función todavía tardará un poco en comenzar. Descansad un
poco aquí. Si me lo permitís, me encargaré del discurso.
—Gracias, arzobispo D'Annunzio...
Ante los ojos de Esther, el Papa jadeaba con dificultad, como si le
fuera a dar un ataque de algo. Quien le secó el sudor de la frente para
tranquilizarlo fue Caterina.
—Perdona que te haga pasar por algo así, pero esta ceremonia les ha
costado tanto esfuerzo que...
—¡Oh, no importa! Es un honor poder nuestro granito de arena al
trabajo de su eminencia y del Vaticano.
Emanuele D'Annunzio, arzobispo de István, sonrió con amabilidad
mientras tomaba a Caterina de la mano. Después de besarla como un
caballero besa a una dama, volvió los serenos ojos verdes hacia su hermoso
rostro.
—El guión de la obra de esta noche lo he escrito yo mismo. Me temo
que no estará a la altura del gusto refinado de su eminencia, pero será u
honor que lo escuchéis... No sé cómo resultará la representación, pero...
—Quedará genial, ¿sabes? Seguro: súper superbien.
Quien respondió así a las humildes palabras del arzobispo no fue
Caterina, sino el otro cardenal presente. Antonio, arreglándose en flequillo,
prosiguió con una voz levemente molesta.
—Porque, oye, ¿es que no os hemos ayudado en la producción desde
el Ministerio? O sea, el escenario, y la dirección, y los actores... Tooodo de
súper mega primera clase. Así que, si sale mal, será por culpa del guión,
¿sabes?
—Estaremos eternamente agradecidos por vuestro apoyo, cardenal
Borgia. Es un honor que hayáis dedicado vuestro valioso tiempo a nuestra
representación...
Las palabras de D'Annunzio eran amables, pero en su tono había una
sombra de provocación. Su verde mirada estaba fija en el joven, como un
león adulto que encarara al cachorro que le quiere quitar el puesto.
—La ceremonia de hoy es muy importante para nosotros, porque
servirá al mundo nuestra recuperación. Su éxito servirá también para dar a
conocer el poder del Vaticano... Esperamos seguir contando con el apoyo
del Ministerio de Información de aquí en adelante.
—...
Aunque el tono era desafiante, no se podía decir que en las palabras
del arzobispo hubiera ninguna salida de tono. Antonio se quedó en silencio,
algo raro en él, como sin saber qué responder, sintiendo claramente la
diferencia de madurez que había entre él y su interlocutor.
A sus cincuenta años, el arzobispo D'Annunzio era un hombre
experimentado que había desempeñado un papel crucial en el Vaticano ya
desde la época del anterior papa Gregorio XXX. Como mano derecha de
Alfonso d'Este, que era entonces jefe del Colegio Cardenalicio, había
desempeñado cargos importantes como director de la Santa Inquisición o
secretario en jefe del Vaticano. En su tiempo libre había escrito decenas de
novelas y más de doscientas obras de teatro, y era considerado uno de los
genios literarios de su tiempo. Sin embargo, su brillantez había provocado
la envidia de Alfonso, quien acabó alejándose del centro. Su fama sólo la
superaba la de los cardenales Medici y Sforza, hermanastros del papa.
Nadie sino un hábil político habría conseguido que la ciudad de István
renaciera de sus ruinas sólo un año después de la catástrofe de La Estrella
de la Desolación.
—¡Ah!, pero si todavía no he saludado a la invitada principal...
Después de acallar al joven, el arzobispo se giró rápidamente hacia
Esther, quien observaba en silencio el combate dialéctico entre los dos altos
cargos religiosos.
—Es la primera vez que nos vemos, pero os conozco muy bien,
hermana Esther. Ruego que nos disculpéis por haberos hecho venir desde
tan lejos.
—En..., encantada, excelencia...
Esther se levantó, azorada, del sofá ante la sonrisa amable del
religioso y bajó la cabeza, ruborizada ante sus rasgos varoniles.
—Me siento muy honrada de que me hayáis invitado. Es un honor
conoceros personalmente.
—En absoluto, el honor es mío por poder saludar a la Santa en
persona. Investigué ampliamente acerca de vos para escribir este guión.
Llevo mucho soñando con conoceros, pero... la verdad es que me habéis
sorprendido. No pensaba que fuerais tan hermosa...
—¿He..., hermosa? Para nada...
Ante los halagos del arzobispo, Esther hundió profundamente la
cabeza y se puso aún más roja. Medio confusa, medio azorada, buscó con
la mirada a Abel para que acudiera en su ayuda.
—A mí es le primera vez que me invitan a un palco de honor en la
ópera, pero, oye, ¡qué vista! ¡Je, je, je!, me siento como Dios...
El sacerdote estaba ensimismado, observando el teatro, y no se dio
cuenta de que la monja le miraba. En su imaginación, Esther le dio un
puntapié en la espalda, mientras se rascaba la cabeza pensando cómo
responder al arzobispo.
—¿Podría pediros que no me llamarais Santa? Es una palabra
demasiado importante que no merezco para nada...
—¿Qué no la merecéis? Sois demasiado modesta, hermana... —
respondió D'Annunzio sin dejar de sonreír, como si disfrutara ante el
azoramiento de la joven.
Alargando una mano para arreglarle la cofia, el arzobispo la miró
con cara traviesa.
—Sois la doncella santa que protegió al pueblo y acabó con el
malvado diablo... Como arzobispo de István no puedo estaros lo
suficientemente agradecido. La representación de esta noche es mi humilde
intento de ayudar a que vuestra gesta permanezca en la memoria de las
generaciones futuras.
—Os estoy muy agradecida, pero...
Con una sonrisa tensa, Esther negó torpemente con la cabeza. Su
rostro había perdido de repente el color sonrosado.
¿Santa Esther? ¿A qué venía aquello?
Si murmuraba así en su interior con la mirada baja no era sólo
porque el apelativo la disgustara.
Un año atrás un hombre había expirado en sus brazos. Era alguien
que había amado a su esposa humana, alguien que había decidido luchar
contra el mundo como venganza porque los propios humanos le habían
arrebatado a la mujer que amaba. El <<malvado diablo>> al que se refería
D'Annunzio era aquel ser. Esther había sido elevada a la categoría de santa
por la <<gesta>> de haberle matado, pero había algo que no la convencía.
Todo aquello le parecía una farsa en la que no deseaba verse envuelta...
—¡Ah!, por cierto, eminencia, ¿y el cardenal Medici? Creía que
también iba a estar presente en la ceremonia por los caídos...
—Por desgracia, sus compromisos no le permiten alejarse de Roma.
Dijo que enviaría a un representante, pero... ¿aún no ha llegado?
D'Annunzio y Caterina se pusieron a hablar de temas prácticos.
Aliviada por no ser ya el centro de la conversación, Esther volvió los ojos
hacia la platea.
Más de un millar de espectadores llenaban el teatro. Todos eran
personajes célebres de la ciudad, pero Esther no reconocía ninguna cara.
Durante la reconstrucción de István, D'Annunzio había dado trato
preferente a los industriales de Roma y Venecia para que instalaran sus
fábricas y bancos en la ciudad. Los asistentes eran todos gente riza de esa
clase. Los ecos de las conversaciones que se oían no eran en húngaro, sino
mayoritariamente en la lengua oficial de Roma.
El telón seguía bajado, pero se podía ver que los actores esperaban
entre bastidores, probablemente para salir a saludar antes de la
representación. Entre ellos había una joven monja sonriente, la heroína
retratada en el folleto. El jorobado que tenía al lado sería, entonces, el
marqués de Hungaria. El maquillaje siniestro resaltaba su aspecto
monstruoso y mostraba unos largos colmillos de depredador. No podía
estar más claro que él era el malo de la historia.
La frágil y hermosa heroína pasaría por muchas dificultades, pero al
final vencería al monstruo y traería la paz a la ciudad. Era una historia tan
previsible que sólo con ver a los actores ya se podía imaginar.
Pero...
<<Pero la lucha final fue mucho más compleja>>, pensó Esther,
agarrando de forma inconscientemente el rosario que le colgaba del cuello.
<<No son ganas de matar. No tengo tan mal gusto como para
disfrutar con una carnicería.>>
<<Esto es la lucha por la vida.>>
El hombre que había dicho aquello no era un simple <<malvado
diablo>>, ni Esther había luchado por motivos estrictamente santos. Aún
había muchas cosas que no comprendía del todo, pero estaba claro que
aquello había sido una lucha por la supervivencia. Si hubiera perdido,
habrían sido Esther y sus compañeros quienes habrían muerto . Sin
embargo, al joven no podía quitarse de la cabeza una pregunta:
<<Realmente fue un conflicto inevitable?>>.
Una monja como ella no podía hacer una pregunta así en voz alta.
Mientras trabajara para el Vaticano, una duda como ésa equivalía a
cuestionar su propia identidad...
—¿Eh?
Esther se había quedado un momento ensimismada, pero en seguida
volvió en sí.
Entre los actores que se habían reunido en una esquina del escenario,
le había llamado la atención una figura que había salido con discreción de
detrás del telón por la esquina opuesta.
Era una chica más o menos de la misma edad que Esther. tenía la piel
morena, de un color inusual en la región, y el pelo de un azabache brillante.
La combinación de la atrevida abertura del vestido con los largos guantes
decorados con piedras preciosas le daba un aire espectacularmente
extremado. Pero lo que atrajo el interés de Esther no fue ni su figura ni la
ropa que llevaba. Aquellos ojos violeta que brillaban en el rostro bien
proporcionado... los había visto antes en algún lado.
—Esa chica me resulta familiar...
—¿Ocurre algo, Esther?
La voz que resonó a su espalda era la del sacerdote espigado, que
vagaba con aire distraído por el palco de honor. Mientras devoraba con los
ojos el plato de pastas de té que había al lado de la joven, le preguntó:
—De repente te has quedado callada, con esa cara... ¡Ah!, ¿tienes
dolor de barriga? ¿Quieres que me coma yo esas pastas? No me importa
hacerte el favor...
—No —respondió secamente Esther, cortando al sacerdote. Y
añadió, señalando a al chica con el dedo—: ¿No os suena de algo esa
muchacha, padre? Esa cara la he visto ya... y no hace mucho.
—Eh, ¿qué chica? —preguntó el sacerdote con voz intrigada, y
mirando hacia donde indicaba Esther, puso cara de confusión—. No veo a
ninguna chica... ¡Ah!, ¿quieres decir esa actriz de ahí?
—No, me refiero a la que ha salido por el otro lad... ¿Eh?
Al volver la mirada de nuevo hacia el escenario, Esther frunció el
ceño, igual que Abel. La figura femenina que había visto un instante antes
había desaparecido.
—Pero qué raro... Si hace un momento...
—¡Guau! ¿Ésa es al actriz que hace tu papel? La había visto en el
folleto, pero ¡al natural es incluso más guapa!
Abel ya había perdido todo el interés en Esther y estaba absorto
observando al grupo de actores. No hacía ningún esfuerzo por ocultar que
se le caía la baba mirando a la actriz.
—¡Pero qué belleza! Tanto en estilo como en atractivo es mucho
mejor que la orig... ¡Ah!, pero no te enfades, Esther. Es innegable que es
mucho más guapa, elegante y seductora que tú, pero tú tienes tu atractivo
especial. No tienes por qué preocuparte.
—¿¡Eso me lo tengo que tomar como un halago!?
Esther posó la taza de té en el plato, dispuesta a responderle al
sacerdote como se merecía, pero...
—¡Ah!, está a punto de empezar la representación... —murmuró el
arzobispo, alzando la vista hacia el reloj, y se levantó para despedirse del
Papa y los cardenales—. Santidad, eminencias, espero que disfrutéis con la
representación. Si me disculpáis, iré a dar la bienvenida al público...
Vamos, hermana Esther.
—¿¡Qué!? ¿Yo?
Esther se quedó atónita, señalándose a sí misma con el dedo mientras
parpadeaba con sorpresa. ¿Por qué tenía que acompañar al arzobispo a
saludar a los asistentes?
Al ver la confusión de la monja, el arzobispo esbozó una sonrisa y,
con voz dulce, dejó caer la bomba:
—Vamos a saludar juntos al auditorio... Supongo que habéis
preparado un pequeño discurso.
—¿Sa..., saludar a...? ¿¡Un discurso!'
Ante aquellas palabras por completo inesperadas, Esther se quedó
estupefacta. ¿Era una broma? ¡No podía esperar que saliera así como así al
escenario ante la multitud e improvisara un discurso!
—¡Un..., un momento! Es un poco precipitado...
—Pero ¿no habéis venido preparada? Pero qué despistada es mi
Santa... Bueno, qué se le va a hacer. Como supuse que podía ocurrir algo
así, me he permitido la libertad de preparar un pequeño borrador. Sólo
tenéis que leerlo.
—¿Eh...? Pero...
El arzobispo parecía hablar completamente en serio y le entregó un
montón de papeles. Esther los recibió sin saber muy bien qué hacer y buscó
con mirada dubitativa al sacerdote para que la ayudara...
—¡Ah, Esther!, si vas al escenario, ¿puedes pedirle a esa actriz que
me firme un autógrafo? Que ponga: <<Para el padre Nightroad, con
cariño>>, o algo así, ¿de acuerdo? ¡Je, je, je...!
—¡!
Guardándose el instinto asesino para más tarde, Esther lanzó un
profundo suspiro.
No había manera de escapar de aquello.

—¡Uf, qué tarde llego!


Aunque aún estaban a principios de noviembre, el frío invernal ya
había caído sobre István. Unas nubes sombrías cubrían el cielo y, pese a
que se suponía que el edificio estaba equipado con calefacción, se podía ver
al aliento blanco de la gente que paseaba por el vestíbulo del teatro de la
Ópera.
Sin embargo, la figura masculina que entró corriendo en el vestíbulo
parecía inmune a todo ello. Del hombre gigantesco que cruzó la sala
devastando la alfombra emanaba una sensación sofocante de calor estival.
Ni que decir tiene que una figura así atraía todas las miradas, como si en la
sala hubiera aparecido de repente un monstruo de otro mundo; pero el
hombre parecía ajeno a ello y avanzaba con una mirada dura, como si se
encontrara penetrando en territorio enemigo.
—¡Qué miseria haber sufrido un contratiempo precisamente cuando
estoy representando al cardenal Medici! ¡Este despiste te puede salir muy
caro, Petros!
Vestido con el uniforme de oficial de la policía secreta, el hermano
Petros levantó la mirada hacia el reloj como si observara a un antiguo
enemigo. Aunque todavía faltaban veinte minutos para el inicio de la
función, había cometido una falta gravísima al no haber llegado antes de
que Su Santidad hiciera su entrada.
De cualquier modo, no hacía más que unos minutos que había
llegado a la ciudad, enviado por su superior, que tenía demasiados asuntos
que lo retenían en Roma. No había llegado por vía aérea, como el Papa,
sino que había tomado la ruta terrestre. La inspección de las instalaciones
militares que se había planeado le había tomado más tiempo del previsto, y
eso había causado el retraso.
Si bien la inspección había sido satisfactoria, era escandaloso que el
director de la Santa Inquisición llegara después que la comitiva papal. SIn
duda, le esperaba una severa reprimenda por parte de Francesco cuando
volviera. Si fuera sólo una bronca lo que le esperaba... Había otra cosa que
Petros tenía aún más...
—¿Dónde estará el palco de honor? ¿Eh...? ¿Dónde demonios estoy?
En cuanto hubo atravesado el vestíbulo, Petros se detuvo. Tuvo que
aceptar que se había perdido y empezó a mirar a su alrededor, pero ninguna
de las puertas que veía era la que buscaba.
En efecto, no sabía dónde estaba. Había cruzado el vestíbulo como
una exhalación, pero no tenía ni idea de cómo llegar al palco de honor.
Resignado a buscar a tientas, empezó a explorar los alrededores para ver si
encontraba algún rastro con una mueca fiera, pero no consiguió nada más
que hacer llorar a un niño que pasaba.
La cuestión era que el palco de honor no era accesible desde la
entrada general, sino que tenía su propia boca de acceso, pero Il Ruinante
no tenía manera de saberlo. Apretó los dientes y se dispuso a deshacer su
camino cuando...
—¿¡Ay!?
Detrás del intrépido monje guerrero se oyó un pequeño grito de
dolor.
Al girarse, Petros había chocado frontalmente con una muchacha que
venía caminando tras él. La chica cayó de espadas sobre la alfombra,
soltando lo que llevaba entre las manos.
—¡Aaah! ¡Perdonadme, hermana! ¡Qué torpe que eres, Petros!
El hombre intentó disculparse mientras recogía los papeles, que
habían quedado desparramados por el pasillo. La monja seguía gimiendo en
el suelo, agarrándose la cofia.
—¡Disculpad mi ineptitud! ¿Estáis bien? ¿Eh? ¿¡Vos!?
Mientras ayudaba a la monja a levantarse, a Petros le cambió el color
de la cara y rugió, sorprendido, a su interlocutor, que aún se tambaleaba:
—¡Vos sois Esther Blanchett!
—¡Ah!, hermano... Petros, ¿verdad?
Conmovida por al violencia con la que el inquisidor había dicho su
nombre, la joven retrocedió, levantando la mirada llorosa hacia Il Ruinante,
y le hizo una reverencia.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos... ¡Ah!, gracias de nuevo
por vuestro apoyo en Cartago.
—No, por favor, soy yo quien os deb... ¡Pero ¿qué estoy diciendo?!
Petros empezó a responder al saludo de forma automática, pero en
seguida volvió en sí. ¡No era el momento de quedarse charlando!
—¡Esther Blanchett! ¿¡Qué estáis haciendo aquí!? ¡Éste no es lugar
para vos!
Finalmente la monja se irguió con extrañeza en sus ojos.
—Bueno, me estaba preparando para el discurso. El arzobispo
D'Annunzio me ha ordenado que salude a los asistentes con unas palabras y
estaba repasando el guión...
—¿Lo ha ordenado el arzobispo? Imposible. ¿Cómo puede ser
que...?
Riendo como si estuviera hablando con una niña pequeña, Petros
echó una mirada al guión y su expresión pasó de repente del escepticismo a
la sorpresa. Encabezando las hojas estaba... ¿¡el sello del arzobispo!? En
inquisidor empezó a leer precipitadamente el texto.
—¡Pe..., pero ¿qué...?! <<Ante todos vosotros aquí reunidos quiero
levantar mi voz para denunciar...>>
<< Ante todos vosotros aquí reunidos quiero levantar mi voz para
denunciar que existe el Mal puro en el mundo. Quiero levantar mi voz para
decir que mientras ese Mal no sea exterminado, no tendremos ningún
futuro. Debemos unirnos para luchar y defender todo aquello que amamos,
todo aquello que respetamos. Será una lucha difícil y dura, pero todos
unidos en nuestra Fe debemos hacer frente a...>>
Era increíble, pero aquello parecía ser, en efecto, el guión de un
discurso. Y ocupaba casi cincuenta páginas. El tono era un poco afectado y
en exceso dramático, pero la firma del arzobispo que cerraba el texto
parecía auténtica.
—¡Hmmm!, y lo firma el arzobispo... ¡Pero no me lo puedo creer!
¿¡Por qué os ha pedido que...!? —dijo, mirando a la monja con ojos
desconfiados—. ¿¡Acaso estáis conspirando contra mí!? ¡Decidme la
verdad o lo lamentaréis!
—¿Eh? La verdad es que hace ya un rato que no sé de qué habláis...
La joven se rascó al cabeza, sinceramente confusa. Era como hablar
con un borracho que no hiciera más que repetir la misma historia.
—No es que no me parezca extraño estar aquí, la verdad. Primero
recibo un aviso de parte de la duquesa de Milán para que venga a István,
luego me piden que dé un discurso... Lo cierto es que...
—La duquesa de Milán... ¿¡La cardenal Sforza!?
Petros reaccionó rápidamente a las palabras de la joven. La
cardenal... ¿qué estaría tramando aquella víbora?
En realidad, lo que más preocupaba a Petros era lo que pudiera hacer
la hermanastra del Papa durante la visita. Aprovechando la ausencia del
cardenal Medici, podía intentar manipular al Pontífice o hacer alguna
maniobra extraña... Había que estar preparado para cualquier cosa, y los
hechos le daban razones para sospechar.
Así que la víbora ya se había puesto en marcha... Pero no volvería a
tropezar con la misma piedra de Cartago. ¡Esa vez no se le escaparía!
Contemplando a la monja, que le miraba con aire desconcertado,
Petros cerró el puño con fuerza.
Aquella bruja se la había jugado en Cartago. Justo cuando estaba a
punto de descubrir su complot, todas las pruebas había quedado destruidas.
Sabía con certeza que había tenido contacto con los vampiros, aunque se le
había escapado en el último momento. Pero esa vez la pillaría. ¡Descubriría
qué estaba tramando alrededor del Papa y la denunciaría ante el mundo!
—¡Ah!, ahí estáis, hermana Esther...
Una voz fría despertó al inquisidor de sus inflamadas cavilaciones.
Era una elegante voz masculina, que le había interrumpido como para
proteger a la monja.
—Llevo un rato buscándoos. ¿Eh? Creo que ya nos hemos visto
antes... ¿Qué trae por aquí a la Inquisición, hermano Pietro Orsini?
—¡E..., excelencia!
Al oír después de tanto tiempo su nombre secular, Petros se giró
como si una corriente eléctrica le hubiera atravesado el cuerpo. Al ver al
arzobispo que se acercaba, hizo un saludo forzado.
—¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría volver a veros!
—Sí, mucho tiempo, Orsini. La última vez que nos vimos fue cuando
dejé mi puesto de director de la Inquisición, ¿verdad? No eras más que un
chaval y mírate ahora. ¡Cómo pasa el tiempo!
—¡No os estaré nunca lo bastante agradecido por vuestros consejos y
vuestra atención! —dijo Petros, haciendo una profunda reverencia, como si
fuera un muñeco de muelles.
La espada del Il Ruinante era temida dentro y fuera del Vaticano,
pero había cuatro personas ante las que inclinaba la cabeza. Una de ellas
era el arzobispo D'Annunzio.
—Os ruego que disculpéis mi retraso. La revisión de las tropas me ha
llevado más tiempo del que había calculado y las carreteras estaban
colapsadas...
—Ya me lo contarás luego... —le cortó inmediatamente el arzobispo,
y se dirigió luego con voz dulce a Esther, que los miraba, atónita—.
Hermana Esther, ¿habéis tenido ocasión de leer el guión? Ya falta poco
para vuestro discurso. Vayamos subiendo al escenario.
—Sí, he leído el texto... —respondió la monja, azorada, tomando los
papeles que le había devuelto el inquisidor con un impetuoso ademán—.
Pero, excelencia, ¿de verdad debo leer ese discurso?
—¿Eh? ¿Qué queréis decir, hermana?
EL arzobispo se quedó extrañado al ver la luz oscura que había
cubierto la mirada de la joven, y le preguntó con expresión cautelosa:
—¿No os gusta el parlamento que os he preparado? ¿No cumple con
vuestras expectativas literarias?
—No, no es eso. Está maravillosamente escrito y transmite muy bien
las ideas... Pero el mensaje...
A la monja se le atragantaron las palabras... Después de dudar y
balbucear unos segundos, levantó la mirada, decidida.
—¿Por qué hacer una llamada tan clara a la guerra? Hace un año
luchamos contra el marqués de Hungaria, es cierto. Pero fue una pura lucha
por la supervivencia. No pensábamos en frases bonitas como la <<gloria
divina>> o la <<seguridad de la sociedad humana>>...
—¡Ah!, a eso os referís...
D'Annunzio interrumpió con gran serenidad la ardorosa voz de la
joven. La sonrisa del arzobispo conservaba su encanto, pero su tono tenía
un cierto eco inhumano.
—No hace falta tomárselo tan en serio, hermana Esther. El público
reunido aquí esta noche no he venido a escuchar la verdad. Lo que esperan
es una historia dramática y emocionante... Quieren la historia de la doncella
heroica que abatió al malvado vampiro. ¿Acaso no e nuestra obligación
responder a sus expectativas?
—Pe..., pero...
—Escuchadme, Santa...
D'Annunzio hizo callar a Esther con un gesto y negó con la cabeza.
El pasillo había empezado a llenarse y el arzobispo bajó la voz, mientras
devolvía los saludos a los invitados que pasaban.
—Sois una muchacha muy dulce, Esther. Entiendo perfectamente
que no os gusten las palabras duras. Pero reflexionad un momento. Aunque
se ha recuperado mucho durante este año, István todavía pasa por
momentos difíciles. La vida de los ciudadanos, vuestros compatriotas, es
aún muy dura. Pensad lo importante que sería para ellos tener una heroína...
El arzobispo le posó una mano blanquísima sobre el hombro
mientras la miraba profundamente a los ojos.
—Esther Blanchett, debéis ser su Santa. Debéis ser la imagen que dé
aliento a sus corazones. Debéis ser la fuerza y la esperanza de todos
aquellos a quienes amáis, de toda la humanidad. Yo os mostraré cómo.
—...
Esther se quedó dubitativa ante las poderosas palabras del arzobispo.
después de abrir y cerrar los labios como sin saber qué decir, la muchacha
suspiró profundamente.
—Bueno. Lo intentaré.
—Buena chica.
Asintiendo con satisfacción, D'Annunzio le abrió la puerta que
llevaba al escenario.
—Hermana Esther, es hora de salir a escena. El público os espera.
—De acuerdo...
<<El público os espera.>> Tendría que haberse sentido animada,
pero la expresión preocupada de la muchacha no cambió. Incluso podría
decirse que el sufrimiento se le hizo más evidente en el rostro. De todos
modos, Esther empezó a caminar arrastrando los pies. Atravesó la puerta
que le había abierto el arzobispo y desapareció por el oscuro pasillo.
Después de cerrar la puerta, D'Annunzio hizo una mueca sarcástica.
—Vaya Santa más difícil de manejar... Uno se rompe la crisma para
convertirla en una estrella, y ella, a cambio, se queja...
—¿Eh?
Ante la risa fría del arzobispo, Petros levantó, extrañado, la mirada.
Abriendo de nuevo la puerta, D'Annunzio dijo con voz clara, ante la
sorpresa de su antiguo subordinado:
—Nunca sé cómo tratar a las listillas. Es tan aburrido tener que
soltarles esos discursos... Las herramientas deberían estar calladitas y
limitarse a hacer lo que se les pide.
—¿Herram...? Excelencia, ¿Cuándo decís <<herramienta>> os
referís a esa muchacha? ¿Y qué quiere decir eso de <<convertirla en
estrella>>? —preguntó con asombro Petros.
¿O sea que no creía realmente que fuera una santa?
—¡Ah!, pero si todavía está ahí el director de la Inquisición...
El arzobispo de István se giró como si viera a un desconocido y le
respondió con el tono de alguien que acabara de descubrirse una mancha en
la ropa.
—Me has oído perfectamente. Santa Esther no es más que una
imagen creada por el Vaticano. Es una enorme ficción promovida a través
del manejo de los medios y la inversión de grandes cantidades de dinero...
El obispo hablaba con tono confiado en el oscuro pasillo, como
explicándole todo a un subordinado dura de mollera.
—Como ya sabes, el Vaticano está perdiendo poder respecto a los
Estados seculares. Para detener esa tendencia hay que volver a recuperar el
centro de la atención social. Crear a una santa forma parte de ese proyecto.
Esther Blanchett no es más que una herramienta para nuestros planes...
<<No adorarás ídolos>>, la Biblia lo decía muy claro. ¿Acaso no lo
sabía el arzobispo? D'Annunzio hablaba como si no sintiera ninguna
aprensión ni sentimiento de culpa por jugar así con la vida de la chica y la
fe de millones de personas.
—Además, como herramienta, es de primera clase. Su pasado es
impoluto, y no hace ningún daño que se así de guapa... Tiene una cara muy
coqueta, ¿no te parece, Orsini?
—¿Eh?, bueno, yo no sabría...
Ante la turbación del caballero, el arzobispo le miró con ojos
burlones.
—¿No sabes de eso? Bueno, da lo mismo... Tengo que presentarle al
público mi Santa. Orsini, puedes ir hacia el palco de honor. Luego,
hablaremos sobre su retraso. Prepárate.
D'Annunzio se giró, tras dejar caer aquellas frías palabras, y alargó la
mano hacia la puerta que llevaba a escenario.
—¿Eh...?
Atemorizado, Petros se dispuso a huir de su antiguo superior, pero,
justo cuando iba a hacer una reverencia de despedida, recordó que aún tenía
algo que preguntarle algo.
—Excelencia..., la verdad es que tengo una pregunta que haceros
antes de presentarle ante Su Santidad.
A medio cerrar la puerta, el arzobispo se volvió con gesto molesto
ante la voz de su cargante interlocutor.
—¿Cuál?
La voz de D'Annunzio recordaba a la de un maestro que anunciara a
un alumno que le había suspendido. Petros reprimió a duras penas sus
ganas de salir huyendo y se acercó corriendo al arzobispo para preguntarle:
—Acabo de pasar revista a la Guardia de la ciudad, pero...
Excelencia, ¿qué significa este despliegue? He visto una división completa
o incluso más. ¿¡Y carros de combate y aeronaves!?
D'Annunzio siguió andando como si no se diera cuenta de la alarma
que resonaba en las palabras de Il Ruinante.
—Admiro cómo habéis conseguido reformar en sólo un año una
organización que había quedado por completo destruida. Pero para ser una
fuerza de orden público resulta un poco desproporcionada. ¿Ocurre algo?
—¿Eh? ¿Qué va a ocurrir?
El arzobispo se detuvo por primera vez. Torciendo la boca,
respondió con voz fría a la mirada perpleja de Petros.
—Ciertamente, los efectivos de la Guardia superan ahora los que
tenía hace un año. Nadie lo oculta. Pero si de toma en consideración la
situación de la ciudad no se puede decir que sean suficientes. Al fin y al
cabo, István es la columna central de la línea de defensa oriental del
Vaticano. Su potencial defensivo tiene que ser tan grande como sea
posible..., ¿no crees?
—Si me permitís hablar con franqueza, ¡creo que hay un problema
de magnitud! En esta área está desplegada la Segunda División del Ejército
del Vaticano, a la que le corresponde ocuparse de las labores de defensa. La
Guardia de la ciudad debería desempeñar únicamente funciones policiales.
¿Qué sentido tiene equipar a la policía como si fuera un ejército?
La única respuesta que obtuvo el ardiente parlamento de Petros fue
una sonrisa glacial.
—Vaya, vaya, veo que sigues sin entender nada, Orsini...
El arzobispo no hacía ningún esfuerzo por ocultar la malicia y el
desprecio de su rostro. Como si tuviera lástima de la estupidez de su
interlocutor, hizo una mueca, riendo por la nariz.
—Si que hay una división del ejército estacionada aquí. Pero en caso
de guerra, esas tropas abandonarán la región. ¿Acaso no tendrá que
defenderse István sola, entonces? Es por eso por lo que hemos ampliado los
efectivos de la Guardia... Claro está que nos cuesta muchos recursos, pero
no por eso podemos permitirnos reducirla.
—¡Pero eso desmonta todos los planes de Roma y el cardenal
Medici! Además, habláis de guerra, pero ahora que la región se ha
estabilizado, ¿de dónde va a venir el riesgo de conflicto bélico? Los países
vecinos respetan la autoridad del Vaticano y no hay señal de que se vaya a
producir ningún disturbio que...
—¡¡¡Hermano Petros!!!
El grito resonó como un látigo de hielo.
Lanzando una desafiante mirada al inquisidor, el arzobispo esculpió
con voz dura sus palabras en el aire oscuro del pasillo.
—¿¡Eres el director de la Santa Inquisición y no entiendes algo así!?
¿¡Has olvidado quién es el enemigo mortal de la humanidad!? ¿¡Has
olvidado que ese Imperio de terribles diablos lo tenemos al lado!? Si lo has
olvidado, te lo recordaré. No lo olvides nunca: esto es István, ¡la primera
línea de la batalla contra los vampiros!
—¿Eh...? Pe...
Cualquiera que hubiera asistido a su diálogo se habría quedado
helado de la sorpresa. Il Ruinante, conocido como el hombre más
implacable del Vaticano, se había quedado callado.
Al comprobar que Petros no iba a replicarle, el arzobispo suavizó la
expresión.
—Bueno, no quiero darte más sermones. Vuelve al vestíbulo. ¿No
habías venido a escoltar a Su Santidad? Eso es todo para lo que vales. Al
menos cumple con la misión que te han encargado.
—¡S..., sí! Con vuestro permiso...
Apretando los dientes, Petros hizo una reverencia. No le convencían
en absoluto las razones alegadas por su antiguo superior, pero no tenía en
aquel momento una réplica apropiada. Tampoco tenía tiempo. Se daba la
vuelta hacia la salida cuando...
Justo entonces la puerta se cerró enfrente de él. Y, como si
estuvieran esperando ese instante, los guardias echaron el cerrojo desde
fuera.
—¿Eh?
¿¡Le habían encerrado!?
Petros miró, desconcertado, a su alrededor. Las puertas que llevaban
a la platea estaban todas cerradas con cerrojo. La iluminación de la sala
empezó a hacerse más tenue al mismo tiempo que tomaba fuerza la del
escenario. El sacerdote guerrero oyó entonces el sonido de la voz del
presentador a través del micrófono:
—¡Damas y caballero, bienvenidos al teatro de la Ópera de István!
En breves momentos empezará ante todos ustedes La Estrella de la
Desolación.
—¡Petros, eres un torpe!
El inquisidor empezó a ponerse nervioso. ¡Tenía que encontrar la
forma de llegar al palco del Papa cuanto antes!
Sin embargo, por mucho que buscaba por todos lados no era capaz
de encontrar una puerta abierta. Al parecer, las medidas de seguridad
pasaban por que el público estuviera efectivamente encerrado dentro del
teatro. Tampoco era que no pudiera hacer abrir una de las puertas,
invocando su autoridad como director de la Inquisición, pero si lo hacía,
desviaría la atención del discurso que iba a empezar en el escenario, y
cuando se enterara el arzobispo, le caería una buena.
—Antes de comenzar, pronunciará unas palabras de bienvenida el
autor del guión... ¡Su excelencia el arzobispo de István, Emanuele
D'Annunzio!
—Buenas noches, damas y caballeros.
Mientras Il Ruinante sudaba al tiempo que buscaba
desesperadamente una salida, en el escenario había empezado el discurso
de bienvenida. Tomando el micro, el arzobispo sonreía con todo su encanto
viril. Sin embargo, la voz que empezó a resonar por la sala tenía la
serenidad propia de un servidor de Dios.
—Sean todos bienvenidos. Hace ya un año que recibí mi
nombramiento como arzobispo de esta ciudad. El camino no ha sido fácil,
pero con la ayuda del Señor y la colaboración de todos ustedes, hemos
logrado superar felizmente todas las dificultades que se nos han presentado
hasta ahora. Durante este año hemos defendido en István la gloria del
Señor, que nos trajo una muchacha. Creo que podemos estar orgullosos de
ello.
Después de pronunciar aquellas frases casi sin respirar, el arzobispo
se quedó un instante callado. Cerró los ojos como si estuviera recordando
todos los esfuerzos de aquel año y levantó la cara hacia el techo. Petros de
dio cuenta de que aquello no era más que un gesto teatral, pero los
espectadores parecieron entenderlo como una reacción sincera de piedad
religiosa. Algunas mujeres maduras incluso empezaron a sollozar
quedamente de la emoción.
Entonces, después de comprobar que toda la sala se había quedado
en absoluto silencio, el arzobispo abrió los ojos de nuevo. Sin dejar de
sonreír con serenidad, levantó al brazo derecho para señalar a la pequeña
figura que esperaba en la base del escenario.
—Esta noche me conmueve tener la oportunidad de expresar nuestro
agradecimiento a la persona que hizo posible el renacimiento de esta
ciudad. ¡Damas y caballeros, permitidme que les presente a la heroína que
liberó a István del monstruo maligno! ¡Nuestra esperanza ante los diablos
que nos amenazan! ¡La hermana Esther Blanchett, Santa de István!
Mientras se elevaba un aplauso atronador, apareció la figura
dubitativa de la monja, equipada con un micrófono. Parpadeando por el
brillo de los focos y encogida de hombros, la muchacha parecía diminuta
en medio del enorme escenario, como si no fuera más que una niña.
<<No es más que una pobre chiquilla...>>, pensó Petros al ver a
Esther avanzar por el escenario.
Pensándoselo bien, la pobre chica merecía su compasión por muchos
motivos.
Primero, porque pertenecía a la Secretaría de Estado, que era la
guarida de la bruja Caterina Sforza. Además, debía trabajar con aquellos
agentes, que tenían una reputación horrible de sacrílegos. No era capaz de
imaginarse cómo podía llevar una vida pía de monja entre ellos.
Encima, todo el espectáculo de aquella noche no lo había buscado
ella, sino que la había implicado el entorno de D'Annunzio. A su corta
edad, ser adorada como Santa y recibir el encargo de hacer un discurso ante
tal audiencia no podía considerarse sino una desventura.
—Eh..., eh... B..., buenas noches a tod... ¡Ay, no...! Buenas noches,
da..., damas y caballeros. Es un honor presentarme ante ustedes. Soy Esther
Blanchett. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por esta
función que se realiza en mi honor.
Mientras Il Ruinante la miraba con ojos compasivos, la monja había
empezado a hablar balbuceando. Al inquisidor se le encogía el corazón sólo
de ver cómo tenía la frente perlada de sudor y cómo se movían sus azules
ojos llenos de inseguridad. Intentando sonreír débilmente, la joven posó
sobre la mesa el guión que le había dado antes el arzobispo. Justo cuando
desplegó las primeras páginas y se dispuso a empezar a leer... ocurrió la
tragedia.
—¿¡Ah!?
Lo primero que resonó por los altavoces fue un pequeño gemido.
Los folios del guión que Esther iba a leer salieron volando por el
escenario.
—¡No! —gritó Petros, mientras los papeles caían revoloteando como
hojas levantadas por el viento.
¿Se habría olvidado de volver a atar bien la cuerda que mantenía los
folios juntos? La monja intentaba recogerlos con premura, pero muchos
habían caído ya fuera del escenario. El rostro tenso de la muchacha había
perdido todo rastro de color.
Pero Petros y el resto del público no tuvieron que aguantar la
respiración durante mucho tiempo.
Al principio, la monja estaba tan atónita que no podía ni hablar. era
natural. Tener que improvisar un discurso ante tal multitud, y además
siendo personas de tanto poder en la sociedad... Incluso a un político
veterano le habría resultado difícil. ¿Cómo iba a costarle a una muchacha
que acababa de cumplir los dieciocho? A la vista de los acontecimientos,
nadie la habría criticado si hubiera huido del escenario. Pero la Santa no lo
hizo.
Mordiéndose los labios como si hubiera tomado una decisión, se
puso de pie arreglándose los bajos del hábito. Aún estaba un poco pálida,
pero en los ojos azules le brillaba una luz poderosa. Como atraídos por
aquella mirada, la atención del público se concentró en el rostro de la chica
cuando ésta comenzó a hablar...
—Les ruego que me disculpen mi torpeza... Temer que hablar ante
tanta gente me ha dejado un poco aturdida... —empezó Esther con una voz
vigorosa, casi salvaje—. Esta noche se va a representar una obra en mi
honor y quiero expresarles mi enorme agradecimiento por dedicar su
valioso tiempo a asistir a la función.
¿Era aquélla la misma monja nerviosa que temblaba unos minutos
antes? Esther se dirigía al público con la cabeza erguida, como si hubiera
desaparecido toda la perplejidad de antes.
—Pues para estar improvisando lo hace muy bien... —se dijo Petros
con admiración, mientras buscaba al arzobispo con la mirada.
Entre batidores, D'Annunzio parecía estar más tenso que antes, pero
seguía mirando a la joven con una sonrisa de satisfacción. Como la monja
ya había leído antes el guión, a poco que recordara, las cosas saldrían más o
menos como él las había planeado.
Petros esperaba lo mismo cuando devolvió la mirada a la muchacha.
Probablemente, invocaría a Dios y el Vaticano, alabaría el valor de los
combatientes un año atrás y llamaría a los presentes a seguir unidos. Si
decía aquello no se notaría nada que...
—Darles las gracias a todos ustedes, ésa era mi intención... Pero
ahora he cambiado de parecer...
Petros tardaría mucho en olvidar cómo cambió el ambiente de la sala
con sólo esa corta frase.
¿¡Qué iba a decirles!?
Al mirar entre bastidores, vio cómo el arzobispo se había quedado
rígido, y contemplaba con estupefacción a la monja, como quien observara
a una muñeca de cerámica que se hubiera puesto a hablar de repente. Esther
no miraba al arzobispo, sino a la sala llena de espectadores. En sus pupilas
se reflejaban los innumerables rostros extrañados que se habían clavado en
ella. El público parecía hipnotizado por las palabras de la Santa, que
susurraba despacio:
—He venido a rezar con todos ustedes por las almas de los que
derramaron su sangre en la batalla un año atrás. Para eso he vuelto a ésta,
mi ciudad.
La voz no era demasiado potente, pero dominaba por completo la
sala, donde no se oía ni una tos. Sin ser demasiado aguda ni demasiado
grave, llenaba el aire de una sensación limpia y serena. Era el ejemplo
perfecto de una voz placentera. Como prueba de ello, al oírla, Petros había
olvidado del todo que tenía que dirigirse al palco de honor. nada más lejos
de su mente en aquel momento que alejarse de allí. Il Ruinante se había
quedado ensimismado, atendiendo al fluir de aquella voz.
—Hace un año, hicimos correr mucha sangre. Sangre de nuestros
compañeros, sangre de nuestros enemigos... Fue una batalla horrible. Pero
entonces pensaba que no había otra opción. Para sobrevivir había que
luchar. No podíamos evitar derramar aquella sangre. En esos momentos
parecía que estábamos en una encrucijada entre la vida y la muerte. Sí, ésa
era realmente la situación. Por eso tomamos la espada... Pero ahora, un año
más tarde, tengo la sensación de que <<no había otra opción>> no es
explicación suficiente para aquella lucha...
Esther se quedó un momento callada después del largo parlamento.
Al verla cerrar brevemente los párpados como para sumergirse en los
recuerdos, Petros pensó que aquella monja no parecía la muchacha que él
conocía. Más que a un ser vivo, recordaba a las imágenes de santas que
aparecían en los murales y cuadros religiosos de las catedrales.
Al abrir de nuevo los ojos, le brillaba una luz dulce pero intensa.
Mirando al público, que seguía en un silencio absoluto, prosiguió con voz
serena.
—Durante aquella batalla conocí a una persona..., una persona que
entonces era mi enemigo. Era el hombre al que yo intentaba matar. Pero él
también creía que tenía que matarme a mí para sobrevivir.
Su expresión no podía decirse que fuera muy refinada, ni el sonido
de las palabras muy hermoso. A pesar de ello, no había nadie en la sala que
no estuviera prendado de la voz de la Santa. Ninguna de aquellas
celebridades y personas distinguidas pronunció una sola palabra. Todos
estaban concentrados, escuchando a la muchacha, que seguía hablando
como si aquello fuera lo más normal del mundo.
—Pero no era cierto. nadie tendría que haber muerto; sin embargo,
por un malentendido, al principio, tanto él como yo pensábamos que
teníamos que matarnos para sobrevivir... Y no sólo él. Creo que entre
aquellos a los que matamos y que nos mataron había muchos como él.
Muchos que reían como nosotros, lloraban como nosotros. Muchos a los
que odiábamos. Todas la posibilidades quedaron destruidas por un
malentendido.
Quizá fue el recuerdo de aquel hombre lo que hizo aparecer un poso
de sufrimiento en la voz serena de la muchacha. El público sintió también
en el pecho el pinchazo de aquel recuerdo doloroso. Mirando al frente,
Esther hablaba sin apresurarse, sin forzar las palabras, penetrando hasta el
último rincón de los corazones de los asistentes.
—Damas y caballeros, desconfíen de ustedes mismos. Desconfíen de
la justicia. Quizá somos demasiado simples. Desconfíen de sus ideas acerca
de la justicia en el mundo. ¿Son realmente correctas? ¿Acaso no son
muchas veces sólo lo que queremos creer? ¿Acaso no se las imponemos
muchas veces al prójimo? Desconfíen. Desconfiar en estos temas no es
malo.
<<Desconfíen de la justicia.>> Al oír aquellas palabras, el público
experimentó un leve estremecimiento.
Desde que la monja había empezado su discurso, ése fue el primer
momento de duda. El público había estado embelesado con ella hasta
entonces, pero poco a poco los asistentes empezaron a volver en sí. Esther
no se puso nerviosa ante el cambio en la audiencia, sino que se esforzó aún
más en su parlamento, movimiento expresivamente los brazos.
—Puede ser que estas palabras les hagan entristecerse. Puede ser que
piensen que todo es falso y que no hay nada seguro. Dios y la justicia no
son más que espejismos... Pero no es así. Podemos desconfiar, desconfiar y
desconfiar, pero siempre quedará algo. Siempre queda algo que no se puede
negar... Por ejemplo, en una noche invernal como ésta, reunirse con toda la
familia frente a la estufa y sentir la calidez en el corazón.
Las familias que había entre el público cruzaron las miradas, como
animadas por las palabras de la muchacha.
—O mirar el cielo estrellado desde un prado desierto y sentir lo
preciosa que es nuestra pequeña existencia...
Como para abrazar a todos los presentes, la monja extendió los
brazos y siguió hablando, pretendiendo tal vez acariciarles el alma con la
voz.
—El amor a uno mismo y al prójimo..., eso es lo que queda al final.
Eso es lo que hace que yo crea en Dios. Porque Dios nos ama y nos ha
concedido estos dones. Por eso, recemos juntos. Recemos por toda la
sangre que se vertió y las almas de todos los caídos... Amén.
—Amén.
—Amén.
—Amén.
Aunque lo hubieran querido ensayar antes, le respuesta de los
presentes no habría salido más conjuntada. Parecía que hubieran
coordinado no sólo la respiración, sino incluso el pulso. Apenas se había
consumido el eco de aquellas palabras cuando se elevó una salva
atronadora de aplausos. La ovación no disminuyó después de que la monja
acabara de hacer las reverencias de agradecimiento. Tras el parlamento del
arzobispo, el público se había quedado sentado, pero las palabras de Esther
hicieron que todos los asistentes se pusieran de pie para aclamarla.
Incluso Petros, al ver la reacción de la sala, fue incapaz de reprimir
un grito de admiración.
—Y no es más que una chiquilla... ¡Qué carisma!
Sólo con el dudoso apelativo de Santa, la muchacha había logrado
emocionar a más de mil personas. Aquello no era normal. Pensando en el
futuro, Petros sintió una ligera preocupación.
Si a la Santa artificial que D'Annunzio y Borgia querían fabricar se le
añadía aquella capacidad de atraer al público, el potencial de la chica no era
nada despreciable. Si desarrollaba su carrera bajo la guía de Sforza, sería
una formidable oponente para el cardenal Medici y sus seguidores...
—¡Oye, tú! ¿¡Adónde crees que vas!? ¡Aún no es momento para eso!
Aquellas palabras en tono de reproche que salieron de la base del
escenario hicieron que el monje soldado volviera en sí.
Al girarse vio que un soldado de la Guardia, enfundado en su
uniforme azul grisáceo, discutía con alguien que llevaba un enorme ramo
de flores. Probablemente, quería dárselo a la Santa.
Quien portaba el ramo era una joven adolescente. Por el atrevido
vestido de noche que llevaba parecía ser la hija de alguno de los asistentes.
Sin embargo, su tez morena y sus facciones pronunciadas eran una
combinación poco común en aquellas tierras. Tenía los ojos rasgados y las
pupilas de un color amatista imponente.
El soldado que la agarraba con los guantes grises empezó a hablar
con voz cada vez más ruda.
—¿Es que no me has oído? Si quieres darle un ramo de flores a la
Santa tienes que esperar a que baje del escenario. Vuelve a tu asiento y
quédate quietecita.
—¡Aparta, terrano!
Al joven movió ligeramente el brazo que el otro sujetaba, Pareció un
gesto sólo simbólico, pero lo que ocurrió entonces fue todo menos eso. El
soldado, que medía metro noventa y pesaba cien kilos, salió volando de
manera increíble y golpeó de cara contra la pared.
El impacto debió de hacerle perder el conocimiento. El ruido horrible
de la nariz al romperse fue lo único que acompañó su desplome hasta el
suelo. La escena no pasó desapercibida. Entre el público empezaron a oírse
gritos apagados de asombro y en el palco de honor los cardenales se habían
puesto de pie con el rostro tenso.
Sin embargo, Petros no perdió el tiempo en observar las reacciones
de los asistentes, porque se había dado cuenta de que a la joven le
asomaban entre los labios unos caninos demasiado largos...
—¡No! ¡Alejaos todos de ella! —gritó Il Ruinante, mientras
empuñaba con cada mano las mazas screamer que llevaba en su cintura—.
¡No es humana! ¡Es una...!
—Encantada de conoceros, terranos. Me llamo Shahrazad y vengo
del Imperio de la Humanidad Verdadera —dijo la joven, con una voz tan
hermosa como una campanilla, pero a la vez llena de una fuerza desafiante.
Al tirar al suelo el ramo de flores, los largos guantes engarzados con
piedras preciosas que llevaba empezaron a brillar. Apoyándolos en la
pared, la muchacha, o, mejor dicho, la vampira, miró directamente a Esther,
que no hizo ningún signo de querer huir.
—Esta noche he venido a ver a la asesina que llamáis la Santa... ¡y a
matarla!
Con un ruido sordo, la pared empezó a resquebrajarse como una
telaraña.

III

El escenario del teatro de la Ópera estaba lleno de piezas de atrezo.


No era raro que algunos elementos de la decoración pesaran varias
toneladas. Por eso el escenario, de estilo neoclásico, estaba reforzado con
una gruesa capa de yeso. Sin embargo, al abrirse las primeras grietas
empezaron a caer pedazos de material del tamaño del granizo. Parecía
extraordinario, pero las fisuras sólo habían aparecido en la sección del
escenario que ocupaban Esther y la vampira. En la platea y los palcos de
honor no se apreciaba ni una sola grieta.
—¡Pr..., proteged a la Santa!
Un ataque vampiro a la vista de todos. Los soldados de la Guardia se
habían quedado helados ante aquellos acontecimientos increíbles, pero
reaccionaron pronto e, intercambiando instrucciones a gritos, se
abalanzaron sobre el escenario. El monstruo no estaba a más de una metro
de la Santa, por lo que no desenfundaron sus pistolas sino sus sables. Sus
reflejos y su rapidez eran dignos de admiración, pero la adversaria que
tenían delante era demasiado para ellos.
—¡Imbéciles! ¡Fuera de aquí! ¡Con vosotros no tiene ni para
empezar!
Cuando Petros quiso avisarles, los soldados ya habían arremetido
contra la vampira; cayeron sobre ella con gallardía por los cuatro costados,
como si se tratara de una escena coreografiada.
—¡Ah!
La vampira lanzó un grito de guerra justo cuando los soldados se
arrojaban sobre ella. Sin intentar esquivar el ataque, dio un puñetazo en el
suelo. En un instante, unas profundas grietas salieron de debajo de sus pies
en dirección a los atacantes.
—¿¡!?
La escena fue como un espejismo.
Sin tener tiempo ni de gritar, los soldados habían desaparecido del
escenario. Lo único que quedaba eran unos profundos agujeros que
recordaban las fauces de un animal carnívoro. Un segundo después, se oyó
cómo salían de dentro los gritos de dolor de las víctimas.
—¡No está mal, vampira! —rugió Petros hacia el monstruo que se
había deshecho en tan pocos segundos de los soldados.
En su interior, el monje soldado se lamentó de tener que enfrentarse
en aquella situación al monstruo. Parecía una adversaria formidable.
¿Podría vencerla sin llevar el hábito santo del Señor?
—Deo duce comite gladio...
Si petros hubiera sido un soldado convencional, quizá se habría
retirado para equiparse adecuadamente. Pero él era Il Ruinante, el caballero
que no conocía el miedo. Sin dudarlo un instante, se abalanzó sobre su
presa blandiendo las armas con un sonido estremecedor.
—Deo adyuvante vincam. ¡Sufre mi justicia, vampira!
—¿?
La vampira puso cara de sorpresa. ¿De verdad era tan estúpido su
adversario como para atacarla de frente? Durante un instante, se quedó
mirando con asombro la acometida del caballero. Tensó su moreno rostro
con frialdad y extendió los brazos en posición defensiva hacia Il Ruinante.
—¿¡Eh!?
Los guantes parecieron brillar un momento, y Petros recibió el
impacto frontal de una fuerza terrible.
Fue como si el aire mismo se hubiera convertido en un enorme
puñetazo. El monje guerrero se tambaleó mientras un chorro de sangre le
salía volando de la nariz. Una persona normal habría muerto al instante
bajo la presión del terrorífico golpe. Incluso un soldado biónico habría
quedado incapacitado por él.
—¿¡Eso es todo lo que sabes hacer!?
Il Ruinante seguía en pie.
Recuperando de un salto la posición vertical, el inquisidor rugió
salvajemente y blandió las mazas hacia la cabeza de su oponente.
—¿¡!?
Aunque el ataque de Il Ruinante no era más que una carga ciega, la
vampira puso por primera vez cara de preocupación. En un instante, dio un
salto hacia atrás, y las mazas chocaron una contra otra en el vacío con un
golpe ensordecedor.
—¿Has esquivado? ¡Pues a ver si esquivas... esto!
Al ver que el blanco se le había escapado, Petros no perdió el tiempo
y, conectando las empuñaduras de las mazas, las convirtió en una larga
lanza para alcanzar a su presa.
—¿¡!?
Las screamer de Petros no eran simples mazas. En las puntas
llevaban unos discos emisores de ondas de alta frecuencia que provocaban
la destrucción instantánea de todo lo que tocaban. Blandiendo su arma
mortífera en todas direcciones, Il Ruinante se lanzó sobre la vampira.
Repitiendo el ataque entre alaridos, la acorraló en una esquina del
escenario. La acometida fue tan salvaje que la vampira no tuvo ni tiempo
de entrar en haste. Si se hubiera detenido un segundo para entrar en haste.
Si se hubiera detenido un segundo para entrar en aquel estado de velocidad
superior, Petros habría aprovechado entonces para atravesarla. La
embestida del inquisidor la iba encerrando cada vez más...
—¿¡!?
El rostro moreno de la vampira cambió súbitamente de expresión al
notar la pared con la espada.
—¡Ya te tengo!
Ya no se le podía escapar.
Petros alzó cuidadosamente las screamer, apuntando al corazón de la
vampira. Con un ruido retumbante, las armas cortaron el aire... Pero no se
oyó el sonido de la carne aplastada y los huesos quebrados.
—¡Imposible!
Lo único que resonó fue el grito airado de Il Ruinante y el chirrido
metálico de las mazas.
Las armas se habían detenido justo antes de alcanzar al cuerpo de la
vampira. Más exactamente, las había detenido su adversaria con las manos
juntas, como si rezara. La vibración de alta frecuencia de los discos era
irresistible y los guantes empezaron a desgarrarse, pero las screamer
permanecían atrapadas en las manos, sin que pudiera moverse.
—¡Imposible! ¡No puede s...! ¿¡Ah!?
Aturdido por la inexplicable escena, Petros recibió el mayor impacto
del combate... y el último.
Alrededor de los guantes el aire empezó a brillar oscilando y engulló
como unos colmillos brutales la figura de Il Ruinante. El inquisidor intentó
resistir el ataque, pero su cuerpo salió volando por los aires hasta el otro
extremo del escenario.
—¡Eres un... torpe..., Pet...!
El impacto le había paralizado por completo el sistema nervioso.
Además, seguramente se había roto uno o dos huesos, pero Petros intentó
levantarse de todos modos. Tosiendo violentamente y escupiendo sangre
espumeante por la boca, consiguió ponerse de rodillas.
—¡Ah! ¡Es el fin!
Cuando Il Ruinante reconoció por fin su derrota, estalló el pánico
entre el público. Aterrorizados por la violencia con la que había aparecido
entre ellos el enemigo mortal de la humanidad, los asistentes salieron
corriendo como ratones huyendo de un gato, precipitándose hacia la salida.
Sin embargo, la vampira no parecía interesada en los invitados que
salían en estampida ni en D'Annunzio, que se había quedado petrificado en
un rincón del escenario. En medio del caos, su mirada amatista estaba fija
en la monja, que la observaba, estupefacta. Ya fuera porque el miedo la
había dejado congelada o porque pensara que si se movía pondría en
peligro al arzobispo y el resto del público, la muchacha se quedó inmóvil
mientras la vampira se le acercaba.
—¡No! ¡Huye, Esther Blanch...! —intentó gritar con esfuerzo Petros.
No obstante, la tristeza hizo que le atragantaran las palabras. Ante su
mirada impotente, la vampira extendía los brazos, con una sonrisa atrevida.
Los guantes empezaron a brillar y el aire alrededor de Esther...
<<¡No! ¡Va a matarla!>>
Ante la imagen de la muchacha explotando en una tormenta de
sangre, Petros gimió con desesperación. Aquella fuerza era capaz de
aplastar el cráneo de cualquier ser humano como una cáscara de huevo.
Parpadeando angustiadamente, el inquisidor esperaba ver en cualquier
momento la imagen horrible del cadáver de Esther cayendo en el escenario.
—¡!
Con un gemido sordo de dolor, la monja empezó a tambalearse y,
como un títere al que hubieran cortado los hilos, cayó entre los brazos
extendidos de la vampira.
¿Habría perdido el conocimiento? Por las convulsiones de las
extremidades, parecía más bien que el impacto le había provocado una
parálisis del sistema nervioso. La vampira recogió el cuerpo de la monja y
lo levantó en brazos con un movimiento suave, como si no notara el peso
de la muchacha. Sin dejar de sonreír con aire intrépido, se giró hacia las
grietas de la pared.
—¡Un..., un momento!
La voz que resonó en aquel momento no fue la de Petros. Volviendo,
por fin, en sí después de haber estado inmóvil durante toda la escena, el
arzobispo había saltado al escenario.
—¿Qu..., queréis llevaros a... esa muchacha, condesa de Babilonia?
—Esta chica... Yo...
La vampira susurró unas pocas palabras en dirección a D'Annunzio,
quien parecía haber olvidado cualquier cuidado por su propia seguridad.
Sin embargo, el ruido del escenario tambaleándose impidió que Petros las
oyera. De todos modos, habría sido probablemente una frase desafiante,
porque el arzobispo palideció al instante.
La vampira se puso a la monja al hombro y, después de decirle algo
más a D'Annunzio, extendió la mano que la quedaba libre hacia la pared.
Cuando los guantes retomaron el brillo, las grietas empezaron a crecer
como si fueran seres vivos...
Entonces, se oyó un grito masculino parecido a un gemido.
—¡Esther!
Entre la muchedumbre que escapaba por las puertas sólo una persona
avanzaba en sentido contrario. Era el sacerdote de cabellos canosos, que
luchaba contra la marea humana y gritaba con el rostro desencajado.
—¡Esther! ¡Tú, suéltala! —rugió el sacerdote, blandiendo su
revólver.
Sin embargo, la masa humana hizo que no pudiera disparar un solo
tiro al tener que dedicar todos sus esfuerzos a mantenerse en pie. Intentó
con ahínco buscar una posición para apuntar, pero al final lo engulló la
multitud.
La vampira lo miró un instante, pero decidió en seguida que no era
una amenaza. Con cara de fastidio, se giró de nuevo hacia D'Annunzio.
—Excelencia, con vuestro permiso... Me llevo a vuestra Santa.
Petros oyó claramente las palabras de despedida.
Al mismo tiempo, los guantes brillaron de nuevo y las pared empezó
a desplomarse.
Capítulo 2

LA HECHICERA DEL TEMPLO

Que ciertamente vosotros sois fraguadores de mentira.

Job 13,4

—Me han informado de lo ocurrido, arzobispo D'Annunzio... Es una gran


desgracia —empezó diciendo el hombre desde el monitor.
Fuera por su cuerpo vigoroso o por la luz cortante como un sable que
le brillaba en los ojos, parecía que, más que el hábito de cardenal, le habría
sentado mejor un uniforme militar. Francesco di medici, encargado de los
asuntos internos del Vaticano, los miraba desde Roma con las manos
cruzadas bajo la barbilla. Uno por uno, fue observándolos a todos: a
Caterina, que estaba en silencio; a Antonio, que estaba más preocupado por
arreglarse el pelo que por otra cosa; y al hermano Petros, erguido con la
expresión de un estudiante que se hubiera olvidado de hacer los deberes.
Después volvió a fijar la mirada del arzobispo.
—Que haya sido precisamente durante la representación de una obra
conmemorativa de la batalla de István que hayamos permitido un ataque
vampiro... y que hayan raptado a la mismísima Santa... ¿Dónde estaba esa
Guardia de la que estáis tan orgulloso, arzobispo?
—Eminencia, no tengo palabras para pedir perdón por nuestra
negligencia, pero si me permitís...
El arzobispo bajó la mirada ante la expresión de reproche del
cardenal. Sin embargo, no se le atragantaron las palabras, sino que
respondió con frialdad, como si ya tuviera preparada la excusa:
—Al estar presentes Su Santidad y su eminencia la cardenal Sforza
la seguridad estaba concentrada a su alrededor. Por favor, disculpad mi
error: confiaba en que el director de la Inquisición, que estaba en el lugar
de los hechos, sería capaz de encargarse de ello.
—¿¡Eh!? ¡Pero yo...!
Al oír cómo le intentaban culpar de lo ocurrido, el monje guerrero
levantó la cabeza vendada. Petros iba a responder a la acusación, pero al
ver la mirada recriminatoria de su superior, se quedó abatido y en silencio.
—Es..., es cierto que yo estaba allí... y no puedo negar mi
responsabilidad en lo ocurrido...
—No sé si es muy acertado achacarlo todo al director de la
Inquisición... Las excusas van contra la moral de un caballero.
Quien salió en defensa de Petros, que aguantaba virilmente las
acusaciones, fue una dulce voz femenina. Caterina, que hasta entonces no
había hecho mucho más que toser frente a la calefacción, siguió hablando
con voz serena pero decidida.
—El deber del hermano Petros era la protección de Su Santidad. De
la seguridad del teatro se encargaba la Guardia... Lo que quiere decir que la
responsabilidad recae sobre ellos.
<<O sea, sobre ti...>>
La acusación no llegó a formularse, pero Caterina miró con firmeza
al arzobispo. Si su mirada resultaba más fría de lo necesario quizá era por
su débil estado de salud. Cruzando las piernas bajo el hábito, la cardenal se
llevó la taza de té a los labios.
—De todos modos, ya pensaremos en todo eso cuando haya tiempo
para ello. Ahora tenemos problemas más urgentes... Hay que localizar de
inmediato a Esther Blanchett y a la vampira que la ha raptado. La marcha
de esa investigación determinará también si podemos continuar con la
ceremonia por los caídos como estaba previsto...
—Las ceremonias no pueden detenerse. Los acontecimientos de esta
noche suponen una mancha indeleble en nuestra imagen y no podemos
parecer aún más débiles. Ya somos el hazmerreír de los Estados seculares
—respondió Francesco, a través del monitor.
Desde la ventana del despacho se veía la multitud de periodistas y
curiosos que se agolpaba frente a las puertas de la catedral de István,
construida como sede arzobispal para sustituir a la catedral de San Mattyás,
que había quedado destruida un año atrás. Incluso para el Vaticano había
sido imposible mantener en silencio a los más de mil espectadores que
había presenciado el incidente. La propaganda que había hecho de la
ceremonia por los caídos también estaba jugando en su contra. El caso ya
había salido a la luz en todos los Estados seculares y todo el mundo estaba
pendiente del menor movimiento del Vaticano. Mostrar debilidad en aquel
momento habría conllevado una pérdida de prestigio decisiva.
—Por eso, todo debe seguir como estaba previsto. No podemos
permitir que los malditos medios de comunicación nos tomen a risa...
¿verdad, cardenal Borgia?
—Por supuesto que no —respondió con voz frívola desde el sofá el
ministro de Información.
Antonio Borgia se apartó con aire afectado un mechón de cabello
teñido de la cara y sonrió con una mueca teatral.
—Ya he dado órdenes para que informen de que la hermana Esther
fue secuestrada por una vampira, pero que gracias al trabajo de la Guardia
de la ciudad y la Inquisición ya ha sido rescatada. Ahora se supone que está
en el hospital central recuperándose. Por cierto, ¿no podríamos hacer que
Su Santidad fuera a hacerle una visita luego? Es que así tendrá todo como
más realismo, ¿sabes?
—Eso nos permitirá ganar algo de tiempo...
El ministro de Información parecía querer seguir charlando, pero
Francesco le hizo callar, con un gesto de la mano, y lanzó una mirada por la
sala con los ojos brillantes como un sable.
—Mientras tanto hay que encontrar y eliminar a la vampira y
rescatar a la hermana... Las investigaciones de la Inquisición han obtenido
unos datos muy curiosos. Podéis proceder, hermano Mateo.
—Gracias, eminencia... Permitid que me presente. Soy el hermano
Mateo, de la Inquisición —dijo una de las figuras de la sala, que hasta
entonces había permanecido en silencio.
Iba vestido con el hábito de los inquisidores, pero bajo la
desordenada cabellera morena su rostro infantil era la placidez
personificada. El hermano Mateo, que había llegado de Roma hacía apenas
una hora, avanzó arrastrando los pies al mismo tiempo que sacaba una
carpeta de documentos a la vista de todos.
—Aquí tenemos los resultados del análisis de las fracturas en las
paredes y el suelo. Parece que el arma que usó la vampira está basada en un
cristal sintetizado especial con un efecto piezoeléctrico extremadamente
potente.
—¿Efecto piezoeléctrico?
D'Annunzio levantó las cejas ante aquella palabra desconocida y le
preguntó al joven inquisidor con ojos extenuados:
—¿Qué se supone que es eso?
—Quiere decir que puede provocar una especie de terremoto a través
de vibraciones eléctricas.
Quien respondió a la pregunta del arzobispo fue Caterina, que no
apartaba los ojos de los documentos. La cardenal, famosa en el Vaticano
por sus conocimientos enciclopédicos, explicó con gracia, poniéndose el
dedo en la sien:
—El cuarzo, el zircón y el titanato de bario... son cristales que,
sometidos a una tensión determinada, tienen un efecto piezoeléctrico que
puede producir descargas. del mismo modo, si se los introduce en un
campo eléctrico, pueden provocar el efecto opuesto.
—Lo que quiere decir, en resumen, que si se les pasa electricidad
pueden producir vibración y si se les provoca una tensión pueden producir
electricidad —añadió Mateo, para quienes no poseían los mismos
conocimientos técnicos que la cardenal. Desplegando los documentos como
un profesor de ciencias, mostró a su audiencia los diagramas
correspondientes—. Por ejemplo, un caso cotidiano son los micrófonos. A
través de impulsos eléctricos producen vibraciones, es decir, producen
sonidos. El arma de anoche utiliza esas propiedades a la máxima potencia.
la vibración lleva a los metales al límite de su resistencia y acaba por
fundirlos, lo que provoca la destrucción del blanco.
—Bueno, esos detalles la verdad es que yo... —dijo débilmente
D'Annunzio, que se acarició las cejas con cara de incomprensión y lanzó
una mirada nerviosa por la sala—. Lo importante es saber si esa tecnología
sobrepasa a la que tenemos nosotros. Y está claro que la vampira es una
asesina enviada por el Imperio, como ella misma dijo, ¿verdad?
—Eso puede ser que sea una conclusión precipitada, excelencia...
Quien expresó entonces sus dudas fue Caterina. dejando los
documentos encima de la mesa, tosió ligeramente antes de proseguir.
—Es cierto que el Imperio es nuestro mortal enemigo, pero hace más
de cien años que no provocan ningún incidente. No hay ninguna duda por
la que tengan que empezar precisamente ahora.
—No provocan... Hasta ese momento no, es verdad, pero ¿no
empezarán a sentirse amenazados ahora que hemos ocupado István?
Antonio había hablado con una voz seria, extremadamente rara en él,
al mismo tiempo que señalaba con la barbilla hacia el mapa que se hallaba
colgado en la pared.
Antes del Armagedón la urbe podía enorgullecerse de ser uno de los
pilares de la Europa central, pero en el presente no era más que una ciudad
fronteriza de doscientos mil habitantes. Los alrededores del núcleo urbano
estaban llenos de ruinas inhabitables y los túneles del antiguo metro no
eran más que cavernas oscuras. A la vampira no le faltarían oportunidades
para esconderse, y detectarla en aquel terreno sería extremadamente difícil.
—Pero, bueno, sean cuales sean las intenciones de nuestro enemigo,
lo importante es capturar a la vampira... ¿Hay alguna noticia acerca de su
posible paradero?
—La guardia de la ciudad está trabajando a marchas forzadas en ello
con todos sus efectivos.
Como recuperado del nerviosismo, D'Annunzio levantó al fin la
cabeza y, trazando con el dedo un anillo alrededor de la ciudad, explicó:
—Las rutas de salida de la ciudad están todas bloqueadas y hay
puntos de control en todas las líneas de ferrocarril. Además, vamos a enviar
pelotones equipados con material antivampiros a los túneles subterráneos.
—Ya veo. Son medidas muy acertadas, pero ¿no es un poco
arriesgado' —preguntó Mateo, después de levantar la mano con gesto
humilde. Rascándose la cabeza, continuó con cara de preocupación—: Con
vuestro permiso, la Guardia no tiene experiencia real de combate y su
equipo antivampiros es muy limitado. Aunque la localicen, la probabilidad
de que la vampira acabe matándolos a ellos en muy elevada... ¿Puedo
atreverme a pedir que aceptéis que la Inquisición participe en la misión?
—Hermano Mateo, os agradezco mucho la oferta, pero ahora mismo
sólo estáis vos y el hermano Petros. mejor dicho, ya que el hermano Petros
está herido, sólo contamos con vos. Por mucho que seáis inquisidor,
tampoco cambia demasiado al cosa.
—¿Sólo yo? ¡Ah, claro!, hay algo que todavía no os he dicho... —
Mateo dio una palmada, como si acabara de recordar algo importante,
explicó con voz cristalina—: Precisamente están esperando en el
aeropuerto de István tres aeronaves que transportan a unos trescientos
policías especiales. Yo mismo he venido con un destacamento que estaba
de maniobras en Trieste. ¡Ah!, y por la tarde esperamos cerca de doscientos
hombres más de refuerzo.
—¿Qué? ¿Es eso cierto?
Considerando que no había pasado ni doce horas desde el incidente,
la rapidez del despliegue era insólita. No sólo D'Annunzio, sino también
Caterina y Antonio levantaron las cejas a causa de la sorpresa. Sin
embargo, el inquisidor permaneció sonriente y con la mirada tranquila.
—Como estaban de maniobras, todavía hay que reorganizar la
cadena de mando y proveerles del equipo necesario, pero creo que no
tardaremos mucho en solucionar esos temas. Concededme una hora y los
tendré listos para el combate.
—Vaya, qué celeridad... No esperaba menos de vos, hermano Mateo.
Veo que no son falsos los rumores que dicen que sois el mejor comandante
que tiene el Vaticano. Muy distinto de otro que yo me sé.
D'Annunzio empezó a alabar inopinadamente al inquisidor. Aunque
estuvieran ya de maniobras, transportar a través de aquella distancia en
pocas horas a quinientos hombres, un batallón entero, y tenerlos listos para
entrar en acción demostraba realmente unas capacidades prodigiosas.
—Magnífico. Si podemos contar con la colaboración de un cuerpo
tan experimentado como la policía especial y el liderazgo de un inquisidor
con tal talento no hay nada que temer. Lo dejo en vuestras manos, hermano
Mateo.
Mientras el arzobispo llenaba de alabanzas al inquisidor, como un
maestro que animara a su alumno favorito, sonó a sus espaldas una voz
apenas perceptible.
—Y..., yo...
El monje guerrero, que estaba abatido en un rincón, levantando la
mano con cierto temor.
—Os ruego que me permitáis unirme a la operación y recuperar el
honor que perdía anoche. Encontraremos a la vampira y yo mismo os traeré
su cabez...
—No, tú no irás, Petros.
Quien rechazó con rotundidad la petición de Petros no fue el
arzobispo. En el monitor, Francesco negaba severamente con la cabeza.
—La operación la puede dirigir Mateo solo. Tú ocúpate de la
seguridad de Su Santidad.
—¿¡Eh!? ¡Pero, eminencia...! ¡Yo...!
—No me malinterpretes... No es que no confíe en ti...
La verdad era que la expresión de Francesco no se correspondía con
la de alguien que reprende a un subordinado. Sin embargo, el veterano
caballero habló con una voz firme, que no admitía réplica. Clavando la
mirada aguda en Petros, explicó con claridad:
—Mientras no hayamos capturado a la vampira, las posibilidades de
que intente atentar contra la vid de Su Santidad son muy altas. En previsión
de esa contingencia, debe haber a su lado alguien capaz de protegerle. Eso
es lo que quiero decir.
—¿Eh...? Pe...
Il Ruinante bajó la cabeza ante las palabras severas, aunque no frías,
de su superior. Primero se ruborizó, y luego se puso pálido. Con cara de
sufrimiento, masculló, apretando los dientes:
—Comprendido... a vuestras órdenes...
—Ya lo he dicho antes: todo esto debe mantenerse lejos de los
medios de comunicación. Si se enteran de esto, pueden causar un daño
irreparable... —concluyó Francesco, después de mirar seguidamente a
Petros y Mateo.
El cardenal tenía una expresión resuelta pero nerviosa, poco común
en él. No era extraño. Un error en la gestión de aquel problema haría que se
convirtiera en algo mucho peor que un simple suceso ocurrido en las
provincias. En el peor de los casos, podía acabar afectando al poder mismo
del Vaticano.
Mirando a los altos cargos congregados en la habitación, el hombre
cuyo brazo de hierro sostenía al Vaticano repitió con gravedad:
—Una noble imperial ha raptado a nuestra Santa... Esto no es un
simple ataque vampiro. podría convertirse en la chispa de una nueva
cruzada. debemos estar preparados para cualquier cosa.

—¿Qué ha ocurrido, eminencia?


Cuando Caterina volvió a la habitación que le había asignado, el
sacerdote de cabellos canosos se levantó del sofá, impaciente. No habría
pegado ojo en toda la noche, porque miraba nerviosamente a su superiora
con aspecto exangüe y ojeroso.
—¿Cuáles son las instrucciones? ¿Cómo vamos a proceder a la
búsqueda?
—La Secretaría de Estado no tiene derecho a participar en las
operaciones...
Caterina tosió ligeramente mientras tendía su mitra cardenalicia al
otro sacerdote que se hallaba en la habitación: el padre Tres Iqus. El frío
era muy intenso. Después de sentarse frente a la calefacción, recuperó poco
a poco el aliento.
—La búsqueda la llevarán a cabo la Inquisición y la policía especial.
Nosotros nos encargaremos de la protección y asistencia del Papa.
—¡Pe..., pero a quien han raptado es a una de los nuestros!
Lanzando un grito violento muy poco común en él, Abel se había
puesto aún más pálido que Caterina. Su voz, emocionada y temblorosa,
revelaba que había pasado la noche en vela, reconcomiéndose por haber
permitido que raptaran a una compañera ante sus ojos.
—¿¡Quién ha decidido algo tan estúpido como que los compañeros
de la raptada no pueden participar en su búsqueda!? Ahora mismo puede
que Esther...
—Tranquilizaos, Abel...
Caterina intentó calmar con voz serena al sacerdote, que parecía que
iba a salir en estampida en cualquier momento.
Normalmente, el sacerdote era tan tranquilo que exasperaba a los
demás, pero en aquella ocasión el sentimiento de culpa era probablemente
demasiado fuerte. Intentando ignorar los oscuros sentimientos que
empezaban a bullirle por dentro, la cardenal miró al histérico sacerdote y le
explicó de forma sosegada:
—Creo que no hace falta decir que para mí misma la seguridad de la
hermana Esther es lo primero. Es una agente clave que trajo información
valiosísima del Imperio. Perderla ahora sería un golpe tremendo.
—Pero tampoco podemos ignorar la protección de Su Santidad...
La voz monótona que se sumó a la conversación era la de Tres. El
soldado mecánico siguió hablando sin ningún rastro de sentimiento acerca
de las posibilidades que tenían:
—Mientras la vampira se encuentre dentro de la ciudad, las
probabilidades de que su próximo objetivo sea el Papa o su eminencia son
muy altas. Si ocurriera realmente un ataque, nosotros seríamos los
responsables. Hay que evitarlo a toda costa.
—Vale, pues os podéis quedar vos con la cardenal, padre Tres —
respondió de inmediato Abel, disponiéndose a abandonar la habitación.
Aquella manera de hablar tan brusca no era nada normal en el
sacerdote.
—¡Mientras tanto, yo iré a buscar a Esther por la ciudad! Como ya
estuve aquí hace un año, conozco un poco las calles. No es que vaya a
vagabundear sin rumbo...
—Negativo. No es recomendable dispersar nuestra capacidad de
combate, padre Nightroad. Nuestro objetivo es proteger a Su Santidad y a
su eminencia. Hay que contar también con el cardenal Borgia. Es
físicamente imposible que pueda cubrir solo los tres objetivos a la vez. El
mínimo necesario son dos unidades, que somos vos y yo.
—¿Eh...?
Ante el frío pero exacto razonamiento, el sacerdote canoso se quedó
sin palabras, Intentó pensar alguna réplica, pero finalmente permaneció en
silencio. De todos modos, se giró decidido hacia Caterina, con cara de no
darse por vencido, y miró con ojos implorantes a su superiora:
—Por favor..., eminencia..., yo... Esther...
—No. Imposible, Abel..., digo, padre Nightroad —dijo Caterina,
negando serenamente con la cabeza ante las súplicas del sacerdote—.
Entiendo perfectamente cómo os sentís. Yo también estoy muy preocupada
por la hermana Esther. Pero la vampira aún se encuentra entre nosotros. Si
vuelva a atacar, ¿quién estará aquí para defendernos de ella? ¿Quién nos
defenderá a mi y a Alessandro? Sólo vos podéis hacerlo. Además, Abel...
El sacerdote se mordió los labios ante la serena reprimenda. En los
ojos llorosos le danzaba la imagen de aquellos a quienes debía proteger. La
cardenal lanzó su última frase hacia aquella mirada semejante a un lago
invernal.
—¿Acaso para vos no tiene valor defendernos?
—...
Como si le hubieran cortado los hilos, el joven dejó caer los
párpados. Cerró con fuerza los ojos y su rostro, con la expresión de quien
acabara de beberse un veneno, perdió todo el color. Sin embargo, los labios
se le abrieron aún un instante para escupir:
—Cobarde... Eso es un reproche cobarde, Caterina... No puedo creer
que...
Después de susurrar aquellas palabras, el sacerdote se dirigió a la
puerta.
—¿Adónde vais, padre Nightroad? Estamos en plena reunión.
¡Volved de inmediato!
La voz reprendió con dureza a Abel, pero éste la ignoró y tendió la
mano hacia el pomo. Sin cambiar de expresión, Tres alcanzó rápidamente a
su compañero frente a la puerta...
—No hace falta que le sigáis, padre Tres —dijo la cardenal,
deteniendo al pequeño sacerdote con un gesto—. Aunque no le persigamos,
el padre Nightroad no nos abandonará... Sé cómo es.
¿Qué era aquella expresión que pasó entonces por el rostro de la
hermosa mujer? disgusto consigo misma, ira... Un velo de dolor le
ensombreció el rostro. Pero fue sólo un instante. Recuperando la serenidad
en seguida, la cardenal le ordenó a su subordinado:
—Padre Tres, encargaos de la vigilancia de la catedral. Yo tengo que
solucionar unos asuntos y acompañar luego a Su Santidad al hospital
central. Encargaos de los preparativos.
—Positivo.
Aun después de haber recibido las órdenes, el soldado mecánico se
quedó un instante de pie, como si quisiera decir algo, pero al final se retiró
en silencio por la misma puerta que había usado su compañero.
Después de comprobar que el eco rítmico de las botas se había
apagado por el pasillo, la cardenal se apoyó en el respaldo de la silla.
Acercándose el pañuelo a los labios, tosió ligeramente...
—Una mujer odiosa... —gimió quedamente entre los labios con voz
ronca.
Había tosido tanto que se le había roto la voz. Al ver la leve mancha
rojiza que había aparecido en el encaje blanco del pañuelo, no había en su
rostro ni sombra de la Dama de Hierro que causaba terror a todos.
—Soy..., soy una mujer odiosa.
Sin dejar de toser, lanzó el pañuelo ensangrentado a la chimenea.

II

Se oía el sonido de las gotas de lluvia.


¿Hacía mal tiempo? Precisamente el día que quería hacer la colada.
Había estado tan ocupada últimamente que la ropa sucia se le había
acumulado. Tantos viajes no le había dejado un momento de respiro.
Empezó en Cartago, luego la capital del Imperio, luego Skopje... Justo
cuando pensaba que podría volver a Roma, se había visto envuelta en aquel
extraño incidente en István...
¿¡István!?
Aquella palabra hizo que Esther volviera en sí y abandonara los
plácidos jardines del sueño.
Después de deshacerse de una patada de la manta que la cubría, lo
primero que vio fue un techo de cemento desnudo y las gruesas columnas y
arcos que lo sujetaban. Aparte del débil efecto de la quimioluminiscencia,
era un mundo completamente oscuro e incoloro. No sólo el techo, sino
también las paredes eran de cemento agrietado y le recordaban a las celdas
del castillo de Sant'Angelo que había visitado una vez. Pero aquello no era
Roma. Aquella oscuridad húmeda y el aire viciado durante un año...
—¿¡Estoy en los antiguos túneles de metro!? —exclamó Esther,
mirando al escalón que tenía delante, donde se veían los raíles
herrumbrosos.
No había duda. en su época de partisana había pasado por allí alguna
vez. Se encontraba en los túneles del metro de István. mejor dicho, en sus
ruinas.
Después del Armagedón, había habido un intento de reconstruir la
antigua red de metro, pero el proyecto se había abandonado a medias por
problemas técnicos. Esther se encontraba en una estación desierta.
Levantándose del banco en el que estaba tendida, lanzó una mirada a su
alrededor.
La triple fila de raíles se perdía en la oscuridad. Lo que sonaba como
lluvia era el goteo de las aguas subterráneas que se filtraban por las grietas.
El débil efecto de la quimioluminiscencia parecía una procesión de fuegos
fatuos que llevara al otro mundo.
—Esto es una estación de la línea 3... ¿Forgách Utca, quizá? Eso
querría decir que estamos bastante al norte de Pest, pero ¿cómo...?
Mientras pensaba todo aquello, Esther se puso rígida de golpe. los
recuerdos de la noche anterior había aparecido vivamente en su memoria.
Una vampira la había atacado sobre el escenario del teatro de la
Ópera. Pero ¿por qué no la había matado? Era evidente que no recordaba
nada de lo que había sucedido después. ¿Sería aquello su escondite?
—¡Ah...! ¿Estará la vampira cerca de aquí ahora? —murmuró Esther,
temerosa, mirando a su alrededor.
Hasta donde le alcanzaba la vista no había ni rastro de otra presencia
en la estación. Sin embargo, para una methuselah no era difícil hacerse
indetectable para los terranos, si así lo deseaba. No sería raro que la
estuviera acechando por la espalda en aquellos precisos momentos. con un
suspiro, la monja se dio cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos y dejó de
escudriñar el vacío con la mirada.
Lo importante era salir de allí cuanto antes. no sabía cuánto hacía
que la vampiro la había dejado sola, pero si se quedaba cruzada de brazos
estaba claro que regresaría tarde o temprano. Volviera cuando volviera, en
treinta minutos o en una hora, si quería escapar de allí aquél era el
momento de hacerlo.
—¡Venga!
Esther decidió ponerse en camino, aprovechando su experiencia
como partisana y el entrenamiento que había recibido en el Vaticano.
Aunque diera algún paso en falso, la situación no podía ponerse peor
de lo que ya estaba e intentar hacer algo era mil veces mejor que quedarse
allí cruzada de brazos. Dándose un ligero golpe en la mejilla para
despertarse, Esther bajó de un salto a la vía. Guiándose por el débil brillo
de la quimioluminiscencia, empezó a caminar hacia el sur, en dirección al
centro de István. Evitó las grietas del cemento y avanzó tan rápido como
puso por el lado de las vías.
Por suerte para Esther, la methuselah no había contado con que su
pasado de partisana le había dado un profundo conocimiento de los túneles
del metro de István. Durante los combates contra la Guardia había ido y
venido tantas veces por ellos que podría haberlos recorrido con los ojos
cerrados si hubiera querido.
Esther había avanzado unos trescientos metros cuando se detuvo. Si
no recordaba mal, aquel túnel estaba bloqueado por un montón de cascotes.
Un año atrás, huyendo de la Guardia, los partisanos lo habían volado. Para
llegar al túnel alternativo que habían excavado, se metió en una abertura
lateral...
—¿?
Esther giró el rostro de repente.
Había oído un sonido en la oscuridad, un sonido que no había
producido ella, sino alguien más. Eran pasos.
Y no sólo eso. A lo lejos, empezó a ver una débil luz amarillenta y
titilante. Estaba claro que se acercaba hacia ella.
—¡No!
Esther echó a correr y, después de entrar por la abertura, enfiló otro
ramal. No sabía qué hora era pero, esperando que fuera de día, intentó
alcanzar la superficie. Aunque lo pretendiera con todas sus fuerzas, nunca
podría vencer en un combate directo a la methuselah, pero si conseguía
salir a la luz del día... Guiándose por sus recuerdos, la muchacha se
apresuró hacia la escalera más cercana.
—¡Ah!
Lo que debía haber sido la carrera decisiva terminó en apenas
cincuenta metros. Al girar la última esquina antes de llegar a la escalera,
Esther lanzó un grito y se quedó completamente rígida. El suelo había
desaparecido ante sus ojos. El pasillo se había derrumbado y lo que tenía
ante ella era un enorme lago oscuro. El agujero que se veía en el techo era
probablemente todo lo que quedaba de la escalera que pensaba usar. Sin
alas, no había manera de llegar a la abertura.
—¡Pero ¿qué hace este agujero aquí?!
Si se hubiera dado cuenta medio segundo más tarde, con seguridad,
habría caído al agua. Mordiéndose los labios, Esther contempló cómo los
pedazos de cemento que había desplazado al frenarse se precipitaban
ruidosamente al lago.
Un año atrás el impacto de La Estrella de la Desolación había
provocado la destrucción de parte de la ciudad, y las aguas del Danubio se
había filtrado hasta los niveles subterráneos. Por eso se había formado
aquel lago; aunque más que un lago, era propiamente un río subterráneo,
atravesado por veloces corrientes. Intentar atravesarlo a nado habría sido un
suicidio.
—¡Mierda! Tengo que encontrar otra manera de escapar...
—¡Alto! ¿¡Qué haces ahí!?
Esther miraba por todos lados en busca de una salida como un ratón
acorralado, cuando una voz masculina la detuvo. Al mismo tiempo, el
brillo de una linterna atravesó la oscuridad, cegándola.
—¿Hermana Esther? ¿Sois la hermana Esther, verdad? ¡Sargento,
levantad la linterna!
Mientras se cubría los ojos, acostumbrados a la oscuridad, Esther
notó que la voz que la había llamado era distinta de la primera.
Extendiendo con rapidez la mano, el segundo hombre hizo que el primero
bajara el rayo de luz. Gracias a ello, la muchacha empezó a reconocer las
siluetas de los hombres que tenía enfrente.
—¿Vo..., vosotros?
Esther miró con desconfianza a la decena de figuras. Cuando los ojos
se acostumbraron por fin a la luz, se dio cuenta de que iban vestidos con
uniformes de color gris azulado y llevaban rifles...
—¿¡La Guardia!?
—¡A vuestro servicio! Soy el teniente Ferenc Dobó... Os hemos
buscado por todas partes, Santa... —dijo el líder del grupo con voz de
alivio, y repasó respetuosamente con la mirada a la muchacha—. ¿Estáis
herida? ¿Dónde está la vampira?
—No, no; estoy bien. Es maravilloso que me hayáis encontrado...
Había venido a salvarla. La monja estuvo a punto de desmayarse de
la emoción, pero reunió todas sus fuerzas para mantenerse en pie. Aún no
podía decirse que estuvieran a salvo. Era muy posible que la vampira
todavía se hallara en las proximidades. Con voz temblorosa, Esther se
dirigió al hombre que se había identificado como Dobó:
—Teniente, debemos alejarnos de aquí de inmediato. La vampira
puede estar todavía cerca. Ni siquiera diez hombres sería suficientes para
hacerles frente.
—¿Puede estar cerca de aquí...? ¿Queréis decir que no sabéis dónde
se encuentra la vampira, entonces...?
Repitiendo las palabras de la joven, Dobó extendió la mano hacia la
cintura y, sin dejar de sonreír, desenfundó su cuchillo de combate.
—Vaya, hemos tenido suerte... Perfecto, ahora que no nos va a
molestar nadie, empezaremos ocupándonos de vos...
—¿Eh?
Esther se encogió puramente de instinto. medio segundo después,
produciendo un horrible silbido en el aire, el cuchillo pasó brillando por el
espacio donde antes había tenido la cabeza. Incluso cuando empezó a
sangrarle el rasguño que le había hecho el arma en una mejilla, Esther aún
no comprendía lo que estaba ocurriendo.
Sólo cuando la primera gota de sangre le rodó por la cara cayó en la
cuenta de que estaban intentando matarla.
Ante la mirada estupefacta de la monja, que aún no acababa de
creerse lo que veía, Dobó chascó la lengua. Mientras la sangre caía por el
cuchillo de combate, murmuró con un deje lastimoso en la voz:
—Y yo que quería enviaros a los pies del señor sin haceros mucho
daño...
—Pe..., pero ¿qué quiere decir esto?
Esther balbuceaba, confusa, sin acordarse ni siquiera de la escopeta
que llevaba en un pliegue de la falda. Estaba claro que los soldados de la
Guardia que tenía delante quería matarla, pero no era capaz de entender el
porqué. Desconcertada, Esther repitió su pregunta:
—¿Por qué la Guardia...? ¿No habéis venido a rescatarme?
—Claro que hemos venido a salvaros pero, por desgracia, cuando
hemos llegado, nos hemos encontrado con que la Santa había muerto a
manos de la vampira y... Bueno, creo que ya os podéis hacer una idea de
por dónde van los tiros...
Dobó hablaba torciendo al sonrisa, con un tono que no dejaba lugar a
dudas acerca de sus intenciones asesinas. A la espalda, Esther tenía los
remolinos del lago oscuro. A no ser que le salieran alas, no había manera
de escapar. Frente a la mirada turbada de la monja, el teniente jugueteaba
con su arma mientras decía con voz teatral:
—Nunca olvidaremos el trágico destino de nuestra Santa..., así que
podéis morir tranquila.
El ataque de Dobó superó todas las expectativas de Esther. Justo
cuando la monja buscaba una oportunidad para saltarle por encima, el
teniente pareció deshacerse en el aire y cargó contra ella como una
exhalación. Inmovilizándole la mano con la que intentaba sacar la escopeta,
lanzó a la muchacha de espaldas contra el cemento. Al intentar lanzar un
gemido de dolor, Esther se encontró con la punta del cuchillo en el pecho.
La carne se abrió con un ruido horrible y el eco de la sangre que fluía
a borbotones se extendió por la sala.
—¡Ah!
Pero quien había gritado era Dobó, que soltó el cuchillo y dio unos
pasos atrás, agarrándose en brazo ensangrentado.
Esther había visto cómo ante sus propios ojos un filo invisible partía
en pedazos el cuchillo. El arma rota se había clavado en el brazo de su
propio dueño y había provocado que la sangre fresca fluyera a chorros. los
demás soldados se quedaron helados, pero no fue por lo extraño de aquel
fenómeno.
—Dejad en paz a la chica, terranos... —dijo una voz suave como la
seda.
Entre la Santa caída y el teniente que se tambaleaba había aparecido
como por arte de magia una figura. La cabellera morena recogida y los ojos
color de amatista parecían, más que reales, cincelados por un genial artista
en la cúspide de su talento. Lo único que desequilibraba la imagen eran
unos colmillos demasiado largos que le aparecían entre los labios.
Encarándose con los soldados, la mujer levantó sus plateados brazos
y repitió:
—Vuestra Santa es ahora mía... No dejaré que la manoseéis así...
—¡La va...! ¡La vampira!
Al mismo tiempo que uno de los hombres elevaba un grito
aterrorizado, nueve cañones apuntaron a aquel monstruo con formas
femeninas. Con rostros horrorizados ante el enemigo mortal de la
humanidad, los soldados pusieron el dedo en el gatillo.
—Quietos...
La reacción de la vampira fue indolente, casi como si le dieran
lástima los hombres. Con un teatral movimiento de brazos, produjo una
reacción increíblemente violenta que contrastaba con lo elegante de sus
gestos.
Las piedras preciosas encastadas en los guantes empezaron a brillar,
y el suelo de cemento se resquebrajó con gran estruendo. Las grietas que
corrían desde la hermosa vampira hacia los soldados se extendieron en un
abrir y cerrar de ojos como las fauces de un demonio y se tragaron a los
hombres, desconcertados. decenas de metros más abajo, se oyó el eco de
los cuerpos que caían al agua y los gritos de horror al ser arrastrados por los
remolinos.
—Por eso os he avisado... No hay nada que hacer con tipos como
éstos... —dijo la responsable de la tragedia, con una calma más que
inapropiada para la situación.
La vampira había saltado con fuerza sobrehumana por encima de los
soldados, llevándose en brazos a la monja, y después de mirar al fondo del
abismo que había abierto, bajó la mirada hacia la muchacha.
—Tú también me metes en unos líos..., Esther Blanchett. Husmear
por aquí es peligroso para los terranos.
—¿¡Sois la methuselah que...!? —dijo Esther, temblorosa, bajo la
suave mirada de la mujer.
Era efectivamente la methuselah que la había secuestrado en el teatro
de la Ópera la noche anterior. Pero ¿por qué era ella quien la había
salvado? O, mejor dicho, ¿por qué quería matarla la Guardia? La muchacha
estaba sumida en la consternación, incapaz de encontrar respuesta a sus
preguntas.
La methuselah, por su parte, parecía incluso disfrutar de la situación.
Mirando el desconcertado rostro de la muchacha le dijo con voz
agradecida:
—¿Methuselah? Vaya, es raro que una terrana del exterior nos llame
así. Tampoco pareces tenerme mucho miedo... ¡Ah!, pero si todavía no me
he presentado. Soy la condesa de Babilonia, Shahrazad Al Rahman,
subconsejera militar del gobernador de Timisoara, en el Imperio. Bueno, lo
era hasta la semana pasada... —explicó la mujer, mirando con dulzura a
Esther mientras la ayudaba a ponerse en pie con mano experta—. Perdona
por haberte asustado, pero las circunstancias no me dejaban otra opción...
No te preocupes, nunca he tenido la menor intención de hacerte daño.
Anoche cuando te rapté del teatro fue porque me lo ordenó un hombre, el
mismo que ha enviado a esos guardias a matarte.
—¿A matarme?
Esther, atónita, miraba a la methuselah, que le hablaba fluidamente
en la lengua de Roma. Sin embargo, no acababa de entender el significado
de sus palabras, que repitió de forma mecánica:
—Matarme... ¿Quién quiere matarme?
—Hay alguien que desea tu muerte con toda su alma, alguien que ha
capturado a mi familia y me ha ordenado que te mate...
Mientras ayudaba a Esther a desempolvarse, una sombra oscura
cruzó el rostro de la methuselah. El odio y la repugnancia empañaron los
ojos de amatista cuando escupió con voz turbia:
—Es... Emanuele D'Annunzio, el arzobispo de István.

III

En los últimos días, había aumentado de un modo considerable la cantidad


de comida que tiraban.
Rebuscando en los cubos de basura, con cuidado de que no le vieran
los guardias que patrullaban bajo la nieve, Lajos llenó su bolsa con jamón
aún fresco y piezas de pollo sin moho. había encontrado también la pieza
de pan más blanco que había visto nunca y se la metió en el bolsillo con
cuidado de no desmigarla.
Con lo que había recogido podría alimentar a su familia durante una
semana entera. Imaginando la cara de alegría de su hermana, que le
esperaba en las alcantarillas donde sobrevivían, el niño, que apenas
acababa de cumplir diez años, sonrió, satisfecho. No había tenido tanta
comida desde el invierno anterior, cuando había venido el ejército de la
Iglesia.
Según decía el tío József, todo aquello era porque habían venido
desde Roma el Papa y la Santa de István. Por su causa, la Guardia había
expulsado a la gente que había perdido sus casas en la guerra, como Lajos,
y la había aislado en lugares apartados, donde no la vieran; pero el niño no
lo veía necesariamente como un problema. Para Lajos, que era muy ágil,
entonces resultaba más fácil abastecerse de comida aprovechándose de lo
descuidados que eran los guardias. Claro estaba que por la noche vagaban
figuras peligrosas, pero mejor era aquello que dejar morir a sus hermanos.
—Pero qué grande que es...
Mientras arrastraba la bolsa llena de comida, Lajos levantó la cabeza
hacia las dos torres y la cúpula que se erguían contra el cielo.
La catedral de István era un edificio imponente, construido en el
mejor estilo renacentista húngaro.
En la época del marqués Gyula había sido su museo de arte privado,
pero desde la liberación funcionaba como catedral y centro de la vida
religiosa de István, y sustituía a la antigua catedral de San Mattyas, que
había quedado destruida. Como el arzobispo ostentaba entonces también la
autoridad política, podría decirse sin exagerar que la catedral era la sede
real del poder. En el terreno de la catedral se encontraban asimismo la
residencia del arzobispo y las salas de recepción de invitados, además de
las instalaciones de la Guardia, oficinas y arsenales. El conjunto formaba
una pequeña fortaleza. Aunque ya había caído la noche, los proyectores que
escudriñaban el cielo hacían que el complejo estuviera iluminado como si
fuera pleno día.
—¡Qué bonito! ¿Será ahí donde vive la señora Santa? —se preguntó
Lajos, mirando los edificios brillantes desde el otro lado de la reja.
Precisamente un año atrás, Lajos había visto a la Santa en persona.
Había sido justo después de que acabara con el vampiro de la colina y
entrara en la ciudad el ejército de la Iglesia. Desde lejos, había visto que la
muchacha que lideraba a los partisanos y daba la bienvenida a las tropas
tenía el rostro blanco como la nieve. En ese momento, le había parecido
como un ángel posado en la tierra. Después, la Santa había ido a Roma,
pero decían que había regresado a István el día anterior. ¿Se quedaría para
siempre en István? Lajos estaría tan contento si lo hiciera...
Mientras estaba absorto en tales ensoñaciones, la cruda realidad se le
apareció ante los ojos.
Cuando el niño se giró hacia el rugido, se dio cuenta de que se
acercaba un peligro mortal. Al levantar la vista, vio que diversos puntos de
luz se había concentrado a su alrededor. Eran una decena de fuegos fatuos
verdosos..., los ojos de unas bestias hambrientas.
—¡Maldita sea!
No se había dado cuenta de su presencia hasta entonces. Una manada
de perros salvajes, el peor enemigo de los sin techo de István, le había
rodeado por completo. Aquel invierno, varios de sus conocidos había
muerto devorados por las bestias. Recordando los cadáveres horriblemente
desfigurados, Lajos buscó con desespero una vía de escape, pero los perros,
atraídos por el olor de la carne que había recogido, le había cercado sin
dejarle espacio para la huida.
—¡Mierda! ¡No os acerquéis! —gritó Lajos con voz amenazadora al
mismo tiempo que le tiraba una piedra al que estaba más cerca.
Pero la bestia esquivó la pedrada casi como riendo, y el cerco siguió
estrechándose. Después de haberse acostumbrado a la carne humana
durante la guerra, aquellos perros ya no temían a las personas. Parecía que
no era sólo la bolsa de comida de Lajos lo que pensaban zamparse.
—¡Ay, ay, ay...!
Al darse cuenta de ello, el niño volcó con todas sus fuerzas el
contenido de la bolsa por el suelo. Su hermanos tendrían que conformarse
con lo que se había metido en los bolsillos. Cuando las bestias estuvieran
ocupadas con la comida, encontraría la manera de escapar. Pero...
—¿¡Eh!?
Las alimañas ni siquiera miraron las piezas de carne que rodaba por
la nieve. Mordiéndole la ropa por la espalda, hicieron caer al niño, que
lanzó un gemido. Una de las bestias se le abalanzó sobre el cuello cuando...
La figura que con fuerza sobrehumana envió al perro por los aires de
una patada había aparecido justo a tiempo, como un ángel de la guarda. El
animal, grande como un ternero, golpeó contra la reja y cayó gimiendo
como un cachorro. Aún no se había extinguido sus gemidos cuando un
cachorro. Aún no se habían extinguido sus gemidos cuando otra de las
bestias lanzó un aullido. Era el enorme mastín negro que lideraba la
manada, que al intentar morder al intruso, había sufrido el mismo destino
que el primer perro. Viendo a su líder rodar por el suelo, la manada aceptó
la derrota y empezó a dispersarse, literalmente, con el rabo entre las
piernas.
—¿Estás herido?
El ángel de la guarda ni siquiera miró a los perros que huían.
Levantó dulcemente en brazos al niño, que aún no podía creerse que
siguiera vivo, y le ayudó a limpiarse la nieve de las ropas.
—Andar por ahí solos a estas horas es peligroso para los niños...
Vuelve a tu casa.
—T..., tú...
Lajos levantó instintivamente la cara hacia su salvador y se quedó
con la boca abierta.
Era una muchacha, una muchacha de delgado rostro cándido.
Pero aunque hubiera sido una chica, Lajos no se habría quedado tan
asombrado. En el rostro moreno, la cálida sonrisa dejaba ver dos afilados
colmillos...
—¡Va..., vampira!
El niño dio un salto, impulsado por el terror que llevaba grabado en
los genes. Olvidándose de los alimentos que había esparcidos por el suelo,
salió corriendo como una liebre sobre la nieve.
—¡Oye, que te olvidas la comida!
Como si no hubiera oído la voz que le llamaba a sus espaldas, Lajos
desapareció a toda velocidad en la oscuridad. La muchacha, por su parte,
lanzo un leve y triste suspiro, y lo siguió con la mirada.
—¡Shahra!
La methuselah se giró hacia la voz y sonrió a la persona que llegaba
corriendo, que lanzaba un blanco aliento.
—¡Ah, Esther!, ¿qué pasa que estás tan nerviosa?
—¿¡Cómo que <<qué pasa>>!? No desaparezcáis nunca más así.
¡Vaya susto me habéis dado!
Quien le respondió así, respirando de forma violenta, era otra
muchacha aproximadamente de su edad. Bajo la viva cabellera pelirroja le
brillaban unos ojos azules llenos de energía.
—Esto está a rebosar de patrullas de la Guardia... ¿Qué pensáis hacer
si os descubren?
—Perdón..., pero es que ha sido algo repentino.
Shahrazad bajó la cabeza con aire contrito, pero sin perder su
elegancia habitual. Esther pareció calmarse con aquel gesto y, sin
recriminarle nada más, hizo una señal hacia la catedral.
—Bueno, id con cuidado a partir de ahora... Por lo que he visto, la
vigilancia es impresionante. Probablemente influya la visita de Su
Santidad, pero no es sólo eso. A la vista de lo que ha ocurrido esta mañana,
creo que quieren evitar a toda costa que nos acerquemos.
—¿Será demasiado arriesgado haber venido hasta aquí? —se
preguntó la muchacha morena, caminando al lado de la monja, mientras
observaba las posiciones de la Guardia al otro lado de la reja con expresión
ligeramente tensa—. Incluso si fuera yo sola parece difícil infiltrarse sin ser
descubierta. Si además tengo que llevarte a ti...
—Lo que sucede es que ésta la única opción que tenemos...
Justo antes de llegar a la carretera, las dos muchachas se detuvieron
al ver acercarse tres vehículos que parecían ser de la Guardia. Mientras
observaban desde la oscuridad cómo reducían y pasaban el puesto de
control de la entrada, Esther le susurró a su acompañante:
—La Guardia está peinando la ciudad. Se nos están acabando los
lugares seguros... La única opción es llegar hasta la duquesa de Milán y
contarle lo que trama ese villano. Ella sabrá también cómo salvar a vuestra
familia. No pongáis esa cara de preocupación...
La monja sonreía con dulzura ante la mirada inquieta de su
compañera. Como para tranquilizarla, se golpeó el pecho con decisión.
—Es cierto que hay mucha vigilancia, pero el arzobispo ha cometido
un error que vamos a aprovechar.
—¿Un error?
—Se ha olvidado de leer bien mi curriculum... —dijo de modo
intrépido Esther, observando cómo los vehículos desaparecían en el interior
del complejo—. Puede ser que controle la superficie de la ciudad, pero es
muy inocente si se cree que nos eso basta... ¡Se arrepentirá de no haberse
tomado en serio a Csillag!

La cúpula de la catedral medía noventa metros de altura y había tardado


decenios en completarse. Bajo la cúpula se hallaba la doble cruz que
simbolizaba István y la estatua de los reyes y santos que habían construido
el país a través de la historia. El brillo de los candelabros hacía que
pareciera que estaban vivos, vigilando las figuras de los visitantes.
—Se..., Señor, po..., po... por favor, salva a esa muchacha.
Frente al altar había un adolescente postrado que balbuceaba. Parecía
difícil que aquella voz débil llegara al Señor, que reinaba en lo alto. Pese a
ello, el joven rezaba fervientemente con rostro serio.
—E..., e..., es una muchacha maravillosa que lucha por los débiles...
Y la..., la raptaron ante mis ojos. Po..., por favor, no..., no la llames aún a tu
seno. Po..., por...
—Alessandro...
¿Habría respondido el cielo a sus plegarias? La voz que descendió
sobre él era suave y llena de cariño. Sin embargo, al levantar la cabeza, el
Papa se dio cuenta de que no era Dios quien le hablaba, sino una hermosa
dama sonriente, acompañada de dos sacerdotes.
—¡Ah!, hermana...
Concentrado en sus rezos, no se había dado cuenta de que alguien
más había entrado en la catedral. Ruborizándose, el adolescente habló con
voz temblorosa.
—¿Cu..., cu..., cuándo has ent..., entrado?
—Acabamos de llegar. Venía a buscarte porque la cena ya está lista
—respondió la mujer, sonriendo como si no se hubiera dado cuenta de la
vergüenza de su hermano.
Era imposible que no hubiera oído lo que decía el joven mientras
rezaba, pero tampoco dijo nada acerca de ello. Al ver que Alessandro se
levantaba tambaleándose, a punto de caerse de espaldas, le tendió con
cariño la mano.
—El arzobispo nos ha preparado una cena típica de la región —
dijo—. estarás cansado tras la visita al hospital de esta mañana, ¿no?
Tienes que comer mucho para recuperar las fuerzas.
—Pe..., pe..., pe..., pero...
El adolescente pareció algo turbado ante las palabras de su hermana.
La Santa aún estaba sufriendo a manos de la vampira. Podía ser incluso que
se la estuviera comiendo. Podía ser que la estuviera torturando. No quería
ni imaginarlo. Quizá ni siquiera estaba ya en este mundo... ¿Cómo podía él
regalarse, mientras, con una cena lujosa?
—Por desgracia, Alessandro, ahora no podemos hacer mucho más...
Como si hubiera leído los pensamientos de su hermano, Caterina
habló con voz afable, pero se podía apreciar que detrás de aquellas palabras
había algo más duro. Haciendo una señal con el rostro tenso al sacerdote
rubio para que los dejara solos, posó los dedos sobre el hombro del
adolescente.
—La Inquisición y la Guardia están buscando a la hermana Esther
con todos sus efectivos. Nosotros debemos depositar nuestra confianza en
ellas y recuperar fuerzas para la ceremonia de mañana. Ésa es nuestra
obligación: cumplir nuestro deber para con la gente.
—Claro... —asintió Alessandro, encogiéndose como un anciano.
Era cierto que no podía hacer nada más. No tenía ni la capacidad de
mando de su hermano para hacer que la cosas ocurrieran ni el talento
intelectual para el análisis de su hermana. Incluso a la hora de rezar, no
llegaba a la suela del zapato a la mayoría de los altos cargos eclesiásticos.
¿Qué podía hacer él? ¿Qué...?
—De..., de..., de acuerdo, hermana... Va..., va..., vamos a cenar.
—Vamos, pues. El arzobispo ya nos espera en el comedor.
Abrazando al adolescente, la hermosa mujer dio la espalda al altar.

—Las cosas se han puesto un poco complicadas...


D'Annunzio alargó el brazo hacia la copa y pasó el dedo por el borde
del cristal veneciano.
—Anoche, cuando se la llevó aquella monstruo, ya pensé que podía
pasar algo parecido... ¿Por qué sólo se me cumplen los malos
pensamientos?
—¿Querrá huir así?
Quien pronunció aquella inexpresiva pregunta fue un soldado con el
brazo vendado. Recorriendo con la mirada la imagen de la muchacha
ataviado como Csillag que colgaba de la pared, Dobó añadió:
—Tiene a la Santa en su poder. Si por casualidad lograra huir de la
ciudad con ella, la cosa se pondría fea.
—¿Salir de la ciudad? ¿Y dejar a su suerte a sus vasallos? No, Dobó;
una noble imperial nunca haría eso.
D'Annunzio torció la boca. Ya hacía treinta años que trabajaba como
eclesiástico. veinte de ellos los había pasado en puestos dedicados a
proteger la paz de la Iglesia y la humanidad. Obviamente, había estudiado
en profundidad a su principal rival. Lleno de confianza en sí mismo,
explicó:
—<<La sangre más noble es la primera en correr.>> Para ellos,
abandonar a los humanos, a quienes crían como animales domésticos, es el
mayor tabú, la peor vergüenza. ¿No viste tú mismo, Dobó, cómo reaccionó
la vampira cuando torturamos a sus vasallos?
—Aquello fue una obra maestra, excelencia. La hicisteis llorar como
una cerda —rió el teniente.
Mirando con desprecio la imagen grosera de su subordinado, el
arzobispo esbozó una sonrisa sombría.
—Mientras los tengamos como rehenes, la vampira no abandonará la
ciudad. Probablemente intentará contactar con nosotros de alguna manera
para intercambiarlos por la Santa... Si conseguimos tener otra oportunidad
de capturarla será ésa.
—Hemos tomado todas las medidas de vigilancia posibles.
Tal y como afirmaba Dobó con seguridad, la catedral estaba
protegida al máximo nivel. Con la excusa de defender al Papa de un ataque,
custodiaban todas las entradas dos compañías, unos trescientos efectivos,
equipados con material antivampiros. No había ningún rincón que no
estuviera vigilado por hombres o máquinas. Incluso a una vampira le sería
imposible atravesar tales medidas sin ser detectada.
—En cuanto haya señal de un intento de infiltración, la
despacharemos con discreción. Ni el Papa ni su escolta se darán cuenta...
Nos hemos deshecho de la policía especial enviándola a una operación de
búsqueda. nadie nos molestará cuando nos ocupemos de ella.
—No hay que esperar sólo una infiltración física. Debes atento a los
correos y las llamadas.
La presencia de Esther Blanchett hacía que D'Annunzio desconfiara.
Era difícil imaginar que la heroína de la lucha contra los vampiros
colaborara sin más con uno de ellos, pero por lo que Dobó había contado,
no había duda de que tramaba algo. Si estaban trabajando juntas, era seguro
que intentarían ponerse en contacto con la cardenal Sforza. Si la cardenal
llegaba a enterarse del caso, eso supondría un contratiempo considerable
para los planes de D'Annunzio.
—Entonces, no habrá más remedio que llevar a la chica al martirio...
—murmuró el arzobispo, desviando la mirada hacia la ventana que daba al
jardín.
La cúpula de la catedral se elevaba hacia el cielo nocturno. La doble
cruz era el símbolo del Hijo que se había sacrificado para expiar los
pecados de la humanidad. La sangre santa que había corrido milenios atrás
había limpiado el pecado original de los hombres y les había concedido el
perdón. En efecto, nada era gratis en este mundo. Para conseguir algo,
había que entregar algo más a cambio.
—Los medios de comunicación internacionales están muy atentos a
todo lo que pasa en la ciudad. Hasta ayer, Esther Blanchett no era más que
la Santa de István, pero ahora su fama se ha extendido a nivel mundial... Si
alguien como ella muere a manos de los vampiros, los periodistas se
abalanzarán sobre la historia como buitres sobre la carroña. Ni siquiera
Roma podrá quedarse indiferente.
—El inicio de una nueva cruzada... La voz de su excelencia tendría
entonces más poder que las de los dos cardenales de Roma...
El teniente asintió respetuosamente ante las palabras de su superior e
incluso se atrevió a halagarle:
—O incluso que la del Papa...
Mirando su propio reflejo en la ventana, D'Annunzio murmuró:
—Pobre Esther Blanchett... No tiene sentido que siga viviendo. Viva
es la estrella de la esperanza de István. Muerta será un icono para toda la
humanidad... Eso es lo que dará sentido a su vida.
—¿¡Qué derecho tenéis a decidir así acerca de vidas ajenas!?
La voz que los interrumpió ardía de rabia.
Antes incluso de girarse, D'Annunzio supo quién las había
pronunciado. Pero ¿por dónde demonios había entrado la muchacha
pelirroja que les apuntaba con una escopeta?
—¡He..., he..., hermana Esther! ¡Pero ¿cómo...?!
—Los subterráneos... Ya me imaginaba que no tendríais vigiladas las
cocinas —bramó la monja, con la mirada airada.
La palidez que mostraba en el rostro era el resultado de haber
entrado a través de los túneles de mantenimiento del antiguo sistema
eléctrico, que llegaban hasta las cocinas de la catedral. Después de haber
atravesado aquellos espacios casi congelados, tenía los labios de color
violeta, pero las palabras que pronunció eran ardientes como la lava.
—<<¡Viva es la estrella de la esperanza de István. Muerta será un
icono para toda la humanidad.>> Esto no es una de vuestras óperas baratas,
o sea que os podéis ahorrar esas ideas gastadas... ¡Cómo nos habéis
engañado a mí y al resto de la ciudad!
—¡Suelta el arma, Esther Blanchett!
Dobó apuntó con su pistola a la escopeta que encañonaba al
arzobispo. Al apretar el gatillo, con un movimiento avezado..., lanzó un
alarido de dolor.
—Eres tú quien tiene que soltar el arma...
Aquella frase fluida en la lengua de Roma no la dijo Esther. Frente al
teniente desfallecido había aparecido, nadie sabía cuándo, una joven
morena.
Mirando a ambas muchachas, a D'Annunzio le cambió la cara.
Maldiciendo por dentro la impericia de su subordinado, torció el cuello con
expresión misteriosa.
—Vaya..., la hermana Esther... Me alegro de que estéis bien... Pero
ahora no es momento de charla. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué hace la Santa
con una vampira? ¡Exijo una explicación!
—Claro que habrá explicaciones... Su Santidad y la cardenal Sforza
lo sabrán todo acerca de vuestras maquinaciones —respondió la muchacha,
haciendo sonar a propósito el cargador de la escopeta con la expresión que
pondría un policía acusando a un criminal—. Shahra..., la condesa de
Babilonia lo sabe todo. ¡Queríais crear una santa para matarla!
—Pero ¿qué dices, Esther?
D'Annunzio sacudió la cabeza, hablando con el tono de un padre que
riñera a su hija. Alargando la mano hacia aquello que tenía encima de la
mesa, empezó a hablar con voz voluntariamente pausada.
—Me parece que aquí hay un malentendido. ¿Es posible que te hayas
dejado engañar así por una vampira? ¿Qué yo quiero matarte? ¿Por qué
querría hacer tal cosa?
—No perdáis el tiempo. No es sólo por Shahra... ¿Quién envió a ese
teniente a matarme si no?
La monja señaló al soldado caído, con un golpe de mentón. Su
mirada resuelta mostraba que no iba a aceptar ninguna excusa.
Pronunciando con cuidado las palabras, como si las escupiera el aire,
añadió:
—Él me lo contó todo. Queríais matarme y echarle la culpa a Shahra,
con la excusa de que la misión de rescate no llegó a tiempo... ¡Sólo vos
podéis ordenar algo así!
—...
D'Annunzio no respondió. Sin embargo, la mirada que dirigió al
teniente Dobó era helada como la escarcha. La expresión le cambió por
completo y se sentó en su silla con cara de arrogancia.
—Tienes razón, hermana Esther. Quería utilizar a la vampira y a ese
idiota de ahí para matarte. Ya está claro. ¿Estás contenta ahora?
—¡Pe..., pero ¿por qué?!
La agresividad del arzobispo cogió a Esther por sorpresa durante un
momento, pero en seguida recuperó la compostura. No iba a dejar que un
oponente así la intimidara.
—No sé por qué queréis matarme, pero ¿¡qué sentido tiene implicar
a Shahrazad!?
—¿Qué yo quiero matarte? —respondió D'Annunzio, que parecía a
punto de estallar a reír.
Con una expresión perfectamente estudiada para exasperar a su
interlocutora, golpeó con violencia la mesa al mismo tiempo que replicaba:
—¡Basta de tonterías! ¿Es que no lo ves? Lo que yo quiero es el
martirio de la Santa. Esther Blanchett, lo que le pase a una chiquilla como
tú, me trae sin cuidado.
—¿Os trae sin cuidado mi vida? ¿Qué queréis decir?
La muchacha parecía no entender aún lo que le había espetado el
arzobispo y se quedó mirándole con las cejas arqueadas. D'Annunzio
continuó su espectáculo, desplegando todas sus dotes oratorias con la voz y
la expresión, y rugió como si no pudiera controlar por más tiempo su enojo:
—¿¡Cómo puede ser que todavía no lo entiendas, Esther Blanchett!?
Lo que yo deseo no es tu muerte. Lo que yo quiero es la muerte de la
Santa... Piénsalo un momento. Si en esta ciudad, la vanguardia de la lucha
de la humanidad contra los vampiros, uno de esos monstruos clavara sus
colmillos en la Santa, ¿qué crees que pasaría? Si además fuera durante las
celebraciones del aniversario de la liberación y ante los ojos de la masa...,
¿qué crees que pediría la ira del pueblo, entonces?
—No puede ser que...
La monja se había dado cuenta, por fin, de lo que implicaban las
palabras de su interlocutor, y abrió tanto sus ojos azules que parecía que se
iban a caer.
—¡Queréis matar a la Santa para instigar el odio de la gente hacia los
methuselah! ¡Queréis que vean cómo una vampira mata a la Santa para
incitarlos a lanzar una nueva cruzada! Promocionarme como Santa, el
secuestro de la familia de Shahra..., ¡todo forma parte de ese plan! ¡Todo
para engañar a la gente y hacer que...!
—¿Engañar a la gente?
Por primera vez, el arzobispo reaccionó ante las acusaciones de la
joven.
Su rostro no era el de alguien avergonzado de sus actos. Torció los
labios, y los ojos, ligeramente bajos, lanzaron una luz y encaró a la
muchacha antes de que pudiera seguir con sus reproches.
—¡Yo no he engañado a nadie! ¡Lo único que intento es recordar al
pueblo la amenaza que tenemos enfrente y darle una oportunidad de lanzar
una guerra santa! ¡Todo lo que hago es por la gloria de Dios y la
humanidad! ¡No me avergüenzo de nada! ¡Quienes deben avergonzarse son
esa piara de lerdos de Roma que se conforman con el statu quo y hablan de
paz!
—¿¡Qué!? ¿¡Que no te avergüenzas de nada!?
Quien respondió con voz afilada a la confesión del arzobispo no fue
Esther, sino Shahrazad. La methuselah había permanecido todo el rato en
silencio, pero en ese momento estalló con una mirada acusadora.
—No estoy muy al día de la actualidad del Vaticano, pero entiendo
lo suficiente para ver que estás intentando manipular a tu gente para
provocar una guerra. Arzobispo D'Annunzio, ¿no te avergüenzas de cegar
así a tu propia gente?
—Para nada.
Ni siquiera un microbio portador de las más terribles enfermedades
habría sido merecedor de una mirada así. El arzobispo encaró a Shahrazad
con la actitud de quien lanzara flechas venenosas por los ojos.
—Los vampiros sois los enemigos de la humanidad. ¿Cómo puede
haber algo vergonzoso en esforzarse por acabar con el enemigo? La propia
hermana Esther luchó contra el horrible Gyula. Todos la alaban como
portadora de la justicia. Yo sólo quiero sus pasos. ¿Qué hay de malo en
eso?
—¿¡Que..., que qué hay de malo en eso!? —exclamó Esther,
haciendo esfuerzo para contener las náuseas.
Como si quisiera proteger a la methuselah de la mirada malvada del
arzobispo, se irguió y empezó a replicarle con rapidez.
—¡Esto es increíble! Sea lo que sea que penséis que trama el
Imperio, ¿qué derecho tenéis de hacer algo así a gente inocente...?
—¡Precisamente porque sé que el Imperio trama algo hay que
responder deprisa! —replicó D'Annunzio a la muchacha.
No sabía si aquella chiquilla que se las daba de santa sería lo
suficientemente inteligente como para comprenderlo, pero no podía
permanecer callado por más tiempo.
—Si dejamos que ataquen ellos primero, será demasiado tarde. Sólo
adelantándonos tendremos una posibilidad de vencerlos y de limitar el
número de bajas. Esto no es más que defensa propia.
—Me parece que soy demasiado tonta para entender con profundidad
lo que decís...
Efectivamente, su interlocutora era incapaz de seguirle y, con una
expresión de integridad infantil, se limitaba a negar con la cabeza.
—Pero hay una cosa que tengo clara: estáis completamente
equivocado.
—Creo que eres tú quien se equivoca, hermana Esther.
Parecía imposible convencer a aquella boba. D'Annunzio lanzó un
suspiro de resignación, pero no abandonó. Aunque no pudiera convencerla,
al menos ganaría algo de tiempo distrayéndola. Serenando la voz y la
expresión, explicó:
—Hermana Esther, eres una traidora. Dices servir a Dios, pero
proteges a una vampira y vuelves tus armas contra mí... ¿No te avergüenzas
de ello?
—¡No tengo nada de lo que avergonzarme! —respondió de modo
cortante la monja, sin levantar el dedo del gatillo—. Basta de cháchara... Se
me ha acabado la paciencia. Haced lo que os he dicho.
—¿Acompañarnos a ver a la cardenal Sforza? No tengo la menor
intención de hacerlo —respondió con dureza el arzobispo, levantando la
voz—. No puedo traicionar al Papa y la cardenal. Te lo advierto, Esther, lo
que estás haciendo es una traición a la humanidad, ¡y pagarás por ello! Si
tuvieras un mínimo de buena conciencia, mi explicación te habría
convencido de la necesidad de volver tu arma contra esa vampira y
mandarla de un tiro a los pies del Señor. ¡No soy yo tu enemigo! ¡Por
favor, Esther!
—¿A qué viene esto ahora...?
La monja puso cara de extrañeza. Ya hacía un rato que veía que el
diálogo no llevaba a ningún sitio, pero de golpe abrió los ojos con fuerza,
como si se hubiera dado cuenta de algo.
—¿¡No habréis...!?
La monja gimió, dirigiendo al mirada hacia la entrada. Al otro lado
de la puerta se oía el ruido de un grupo de personas acercándose. Aquélla
era la oportunidad que estaba esperando el arzobispo.
Tomando con rapidez el cuchillo que había encima de la mesa,
D'Annunzio se dirigió la punta hacia sí mismo y se lo clavó en la clavícula
derecha. La puerta se abrió casi al mismo tiempo que se elevaba el chorro
de sangre fresca.
—Disculpad la tardanza, arzobispo. Gracias por invitarnos a la...
¿¡Eh!?
Al ver la escena que se desarrollaba en la habitación, la hermosa
mujer que acababa de entrar tensó el rostro. El adolescente vestido con un
hábito blanco que la seguía se quedó helado mientras el arzobispo gritaba:
—¡Sa..., Santidad, huid!
D'Annunzio aullaba con todas sus fuerzas.
—¡La va..., la vampira! ¡Huid, deprisa!
—¡No!
Chascando la lengua, Esther entendió, por fin, lo que pretendía el
arzobispo con tanta palabrería. Cuando la cardenal retrocedió, sobrecogida,
una tercera figura apareció en la sala. Era un pequeño sacerdote con el
hábito impecablemente arreglado, que apuntaba sus M13 entre las cejas de
Shahrazad.
—¡Cu..., cuidado, Shahra! —rugió Esther, al mismo tiempo que
disparaba su escopeta hacia el techo.
Si no hubiera hecho caer la enorme araña de un tiro para que sirviera
de escudo a la methuselah, la descarga de Gunslinger habría convertido a
Shahrazad en una masa informe de sangre. La lámpara se desplomó, partió
la mesa y salió disparada en mil pedazos. A la vez que protegía a su
superiora de los pedazos de cristal que volaban afilados como dagas, el
soldado mecánico disparó por segunda vez. Sin embargo, Shahrazad ya
había activado sus brazos de plata para desviar las balas.
En ese preciso instante, una nueva figura apareció por al puerta y
agarró a su compañero.
—¡No, Tres! ¡Alto el fuego!
—¡Soltadme, padre Nightroad!
Tres se quitó de encima de una patada de torbellino de brazos y
piernas en que se había convertido el sacerdote canoso. Sin ni siquiera
mirar a su compañero, el soldado mecánico descargó sus armas por tercera
vez hacia la methuselah, pero... una sombra blanca se interpuso entre las
pistolas y su objetivo, por lo que tuvo que desviarlas en el último momento.
—¡¡¡Alessandro!!!
La Dama de Hierro, la Zorra de Milán, la hermosa mujer que
respondía a todos aquellos sobrenombres insultantes se quedó helada. Al
ver a su hermano lanzarse sobre las balas elevó un grito desgarrador. Si
Tres no hubiera desviado las armas en el último instante, la ráfaga habría
atravesado limpiamente el corazón del Papa. Las balas pasaron rozando al
adolescente y destrozaron una de las ventanas de la sala.
—Esther... ¡Ahora!
Shahrazad no se quedó a esperar la reacción del soldado mecánico.
Agarrando por la espalda a Esther, que se había quedado paralizada como
la cardenal, dio un salto hacia atrás. La fuerza literalmente sobrehumana
del impulso las llevó a través de al ventana hacia el frío aire nocturno.
Sin embargo, la mayoría de los presentes en la sala no parecieron
percatarse de que la vampira había escapado. El Papa había caído
conmocionado por el efecto de la detonación, y todos se habían
arremolinado a su alrededor gritando su nombre.
—¡Alessandro!
—¡Santidad! ¿¡Qué ha ocurrido!?
La voz más potente era la de D'Annunzio, que como si hubiera
olvidado su propia herida, gritaba con fuerza:
—¡Entraron por sorpresa! ¡Me amenazaron para que las llevara ante
el Papa, y cuando me negué me...!
—No pueden estar todavía muy lejos —dijo con frialdad la única
figura que no se había abalanzado sobre el Papa; escudriñando la noche con
sus ojos de cristal, esperó las órdenes de su superiora—. Duquesa de Milán,
solicito permiso para iniciar la persecución. Las posibilidades de
alcanzarlas aún son elevadas.
—Permiso concedido, padre Tres —respondió la cardenal sin soltar a
su hermano, que lanzaba espuma por al boca—. Capturarlas cueste lo que
cueste.
El pequeño sacerdote asintió al mismo tiempo que se giraba.
—¡Ah...! ¡Tres, yo también voy! —gritó Abel, siguiéndole de un
salto.
Caterina ni siquiera los miró. Mientras le tomaba el pulso a su pálido
hermano, dirigió una mirada afilada hacia la ventana.
—Esther Blanchett...
Su voz temblaba ligeramente, pero no de la impresión...

—¡Hemos caído por completo en su trampa! —gritó Esther al salir de la


alcantarilla.
Al otro lado de la reja se oía un alboroto similar al zumbido de un
panal de abejas. Alrededor del templo, todos los edificios habían encendido
las luces e iluminaban el tumulto de soldados y eclesiásticos que corrían de
aquí para allá a través del recinto. En un abrir y cerrar de ojos llegarían
incluso a donde se encontraban ellas. Tenían que huir de inmediato, pero...
¿hacia dónde? La ciudad de István estaba completamente cubierta por la
operación de búsqueda y no tenían ningún sitio donde esconderse.
—Así que ahora nosotras tenemos toda la culpa... ¡Mierda! ¡Hemos
subestimado al arzobispo!
—Perdona, Esther... Es por mi culpa por lo que te has visto
implicada en esto... —dijo Shahrazad, avergonzada.
Al contrario que Esther, que estaba agotada tras haber atravesado a
toda velocidad los túneles para salir de la catedral, la methuselah aún
conservaba el aliento. Sin embargo, Shahrazad estaba pálida cuando miró
hacia el templo.
—Ahora incluso te consideran una traidora —gimió—. Todo es
responsabilidad mía...
—No os preocupéis. He sido yo quien ha metido la pata —respondió
la monja, mordiéndose los labios, arrepentida.
Al encontrar al arzobispo antes que a Caterina, la ambición la había
perdido. había pensado que podría forzarle directamente a que les desvelara
dónde tenía prisioneros a los vasallos de Shahrazad..., pero le había salido
el tiro por la culata.
—Ahora lo más importante es alejarnos de la catedral cuanto antes.
Dando una patada al suelo para controlar las ganas de echarse a
llorar allí mismo, Esther decidió pensar sólo en lo que podían hacer para
salir del atolladero. Estaba claro que no podían quedarse simplemente allí
plantadas. Esther estaba exhausta, pero tenían que encontrar un lugar para
que Shahrazad pudiera resguardarse antes de la salida del sol.
—No me apetece usar esta opción, pero la verdad es que hay un
lugar donde podríamos refugiarnos. Al menos allí repondremos fuerzas.
Después, ya pensaremos en otra forma de contactar con su eminencia...
¿Estará bien Su Santidad? Si le pasara algo, estaríamos irremediablemente
perdidas...
—¿Su Santidad? ¿Qué le ha pasado al Papa?
Esther se sobresaltó al oír aquella voz herrumbrosa. Bajo la luz de las
estrellas había aparecido una sombra que les bloqueaba el camino. Era un
hombre equipado con una armadura completa y un hábito blanco. AL verle
la cara, la monja retrocedió, con un grito sofocado.
—¡He..., hermano Petros! ¡Pe..., Pe..., Pero ¿qué hacéis aquí...?!
—Eso me toca preguntarlo a mí, hermana Esther. Venía a
informarme de los avances de la investigación y no esperaba encontrarme
por casualidad a la persona que estamos buscando..., ¡y menos acompañada
de una vampira! —rugió Il Ruinante mientras golpeaba el suelo con su
maza screamer. En los ojos le brillaba un torbellino de decepción e ira—.
Parece que el tumulto de la catedral tiene que ver con vos... ¿¡Se puede
saber qué habéis hecho!?
—Un..., un momento, hermano Petros... Nosotras no hemos...
—¡No me repliquéis!
Un ruido agudo empezó a resonarle en la mano. Los discos del arma
habían empezado a girar a gran velocidad, cortaban el aire y levantaban un
aullido estremecedor. Blandiendo sobre la cabeza su arma, que parecía la
propia muerte hecha maza, Il Ruinante bramó:
—¡Blanchett, ya no espero nada de vos! El pueblo os reverencia
como santa y vos os juntáis con una vampira... ¡Esto no tiene perdón!
—¡Esther, aparta!
La monja parecía querer defenderse, pero Shahrazad se interpuso de
un salto frente a ella y extendió los brazos hacia el suelo, frente a ella y
extendió los brazos hacia el suelo, frente al caballero que se les abalanzaba.
Desde los brazos de plata se abrieron profundas grietas, dispuestas a
tragarse al inquisidor.
—¡No me hagas reír!
Con una agilidad increíble para lo enorme que era, el caballero dio
un salto a fin de esquivar las fisuras y cayó mientras agitaba la maza sobre
la muchacha, que retrocedía. La screamer volaba como un torbellino a una
velocidad cercana a la del sonido. Incluso una methuselah era incapaz de
esquivar un golpe tal.
Sin embargo, Shahrazad ni siquiera se inmutó. Como si ya hubiera
contado con algo así, levantó ambos brazos y se cruzó delante de la cara.
Lo que intentaba era absorber el impacto de alta frecuencia de la maza
aprovechando el efecto piezoeléctrico de los brazos de plata.
Pero...
—¡No tropezaré dos veces con la misma piedra! —gritó con orgullo
el gigante.
La methuselah detuvo efectivamente la maza, pero los discos seguían
en movimiento. Además, sólo era la mitad de la maza la que le había caído
encima. La otra mitad la blandía Petros en su mano libre.
—¡Y ahora el golpe de gracia!
—¡Shah...! ¡Shahra!
Cuando Esther gritó, la maza había alcanzado limpiamente a la
methuselah en la espalda. El impacto hizo que volara por los aires con una
fuerza que habría provocado la muerte instantánea de cualquier humano. Al
golpear contra el suelo, la methuselah gritó de dolor.
—¡Shahra...! ¡Shahraaaa!
—¡Apartaos, Blanchett!
La voz resonó violentamente cuando Esther se abalanzó hacia su
compañera caída. Il Ruinante avanzaba hacia ellas, blandiendo la maza a
dos manos.
—Primero acabaré con la vampira, y luego me acompañaréis. ¡Vais a
contárnoslo todo!
—No... por favor, hermano Petros... ¡Por favor, escuchadme!
—¡¡¡Ahora no hay nada que escuchar!!!
La maza volvió a elevarse, apuntando con precisión hacia la cabeza
de Shahrazad. El hermoso rostro moreno iba a volverse una masa informe
de sangre cuando...
—¡Ah!
Quien lanzó aquel grito fue Il Ruinante.
—¡Pero ¿éstos...?! ¿¡De dónde han salido éstos!?
—¿Eh?
Esther no podía creer la escena que tenía lugar ante sus propios ojos.
El gigante, que se jactaba de invencible, retrocedía, tambaleándose.
Algo le clavaba los colmillos en las extremidades. Los ojos verdes que
brillaban al morder el hábito santo del Señor eran de...
—¿¡Pe..., perros!?
Era una manada de perros salvajes. Los había de todos tipos, desde
mastines del tamaño de terneros a perritos diminutos... La manada se había
arrojado sobre el caballero como una aparición fantasmal, sin hacer ruido.
Ciertamente era muy raro que la jauría de perros no hubiera
producido ningún sonido amenazador antes de atacar, pero Esther no tenía
tiempo que perder en investigar la razón. Sin pararse ni siquiera a pensar si
era el cielo o el infierno el que les enviaba aquel regalo, gritó:
—¡En pie, Shahra!
La methuselah estaba aún aturdida por el golpe, pero Esther la ayudó
a levantarse y echó a correr arrastrando a su compañera.
—¡Ah...! ¡E..., esperad, Blanchett!
A sus espaldas, el inquisidor gritaba mientras intentaba quitarse de
encima a los perros, pero Esther no le oyó. Después de salir a la carretera,
se arrojaron al paso de una limusina que circulaba por allí justo en aquel
momento.
—¡Alto!
El vehículo se detuvo en seco ante las muchachas. Los cristales
estaban tintados, pero Esther dirigió su escopeta hacia el asiento del
conductor.
—Lo siento mucho, pero necesitamos este vehículo. ¡Fuera del coche
ahora mismo! ¡Deprisa!
—Ningún problema por dejaros el coche, pero ¿nos lo devolveréis?
La voz que respondió a los gritos amenazadores de la monja no fue
la del conductor, sino la del pasajero que llevaba.
La ventanilla se bajó silenciosamente, y la figura del asiento de atrás
preguntó con flema:
—No soy capaz de imaginarme qué hacen dos jóvenes casaderas
deambulando solas a estas horas... Por aquí hay muchos perros salvajes...
No quiero imaginarme lo que pasaría si os atacaran.
—Pe..., pero si sois...
Esther abrió los ojos, asombrada, al ver la figura que había en el
coche. Se quedó helada, olvidándose incluso de apuntarle con el arma.
—My dear lady, extraña situación para volver a vernos.
Quien les saludaba con una sonrisa de elegancia sin tacha era Isaac
Butler.
Capítulo 3

EL CLAN DEL COLMILLO

¡Oh!, lleno de todo engaño y de toda maldad


hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no
cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor?

Hechos de los apóstoles 13,10

Una leve tos hizo que el joven abandonara los jardines del ensueño. Sentía
unos terribles pinchazos en la base de la cabeza y tenía las extremidades
muy débiles, pero Alessandro logró abrir los párpados lentamente.
Lo primero que vio fueron los frescos que había pintados en el techo.
Se titulaban La pasión de Abraham y representaban un episodio del libro
del Génesis.
Abraham era hijo de Adán y un día recibió la orden de Dios de
sacrificarle a su hijo Isaac. El hombre, que era muy piadoso, engañó a su
hijo para que le acompañara a lo alto del monte Moria. Cuando ya tenía a
su hijo sobre el altar sacrificial, Dios apareció para alabarle su fe y decirle
que todo había sido una manera de ponerlo a prueba...
El adolescente recordó que, cuando había leído aquella historia en la
Biblia, algo le había parecido raro. ¿Por qué se llamaba La pasión de
Abraham y no la pasión de Isaac? Una vez había intentado preguntárselo a
su tutor, pero éste simplemente se había limitado a sonreírle de forma
compasiva, sin contestar. Quizá él era el único tonto al que se le ocurría
aquella clase de preguntas y la gente normal no lo encontraba extraño.
Mientras observaba aún medio dormido la imagen del padre con la espada
alzada, Alessandro se dio cuenta finalmente de dónde se encontraba.
¡Ah, claro!, no estaba en Roma. Había ido con su hermana a István y
había visitado muchas cosas y...
—¡Ah...! ¡Ah...! ¡Claro! Me dispararon y...
—Vaya, veo que te he despertado. Perdóname, Alessandro. ¿Cómo
te encuentras?
Quien le hablaba así, con voz dulce, era la figura que había sentada
al lado de la cama.
—¡Hermana!
—No, no hace falta que te levantes. Quédate en la cama...
Una mano delicada detuvo al joven, que había hecho ademán de
erguirse. La hermosa dama le posó los dedos delgados sobre la frente y
torció ligeramente la cabeza.
—El médico ha dicho que está todo bien, pero no es necesario hacer
esfuerzos.
—Pe..., perdón, hermana...
Alessandro se tapo el rostro, ruborizado, con la manta. Aún no podía
hablar con fluidez.
Él mismo no sabía explicar por qué había actuado de aquella manera
entonces. Recordaba claramente al arzobispo herido y a la santa gritando en
medio de la confusión. Sin embargo, lo que había ocurrido después era un
vacío. En cuanto se había dado cuenta, se encontraba enfrente del arma...
Probablemente había sufrido alguna herida porque su hermana le cambiaba
con mano experta unos vendajes.
—Pe..., pe..., pe..., perdona qu..., que te haya tr..., traído tantos pro...,
problemas... —se disculpó el joven.
—No digas tonterías. No te preocupes por eso. Me basta con ver que
estás bien —dijo Caterina con una sonrisa en los ojos grises, mientras
acariciaba los cabellos de su hermano—. Pero prométeme que no volverás
a hacer nunca más algo como eso.
—Pe..., perdón —dijo seriamente el joven, mientras agarraba la
mano de su hermana—. He..., hermana, lo de ay..., lo de ayer fue un error,
seguro. La hermana Est..., Est..., Esther es santa, ¿verdad? La Santa nunca
se aliaría con los va..., vampiros para traicionarnos... P..., por favor,
hermana, salv..., salva a la hermana Esther.
—No te preocupes. La hermana Esther es mi subordinada, y la
recuperaremos sana y salva.
—Por..., por favor...
La voz segura de su hermana tranquilizó a Alessandro, que dejó caer
finalmente la cabeza sobre la almohada.
Grrr...
Como si hubieran estado esperando todo el rato aquel momento de
relajación, al adolescente le sonaron las tripas.
—Ay, ay, ay...
Alessandro se agarró la barriga apresuradamente, pero fue demasiado
tarde. Al ver la turbación del joven Papa, Caterina sonrió, traviesa, y se
levantó, arreglándose con elegancia los bajos del vestido.
—Vaya, sí que tenemos hambre... espera un momento que avisaré
para que nos traigan algo.
—No..., no..., no te molestes..., Con esta manzana de aquí ya tengo
suficiente.
Mirando de forma atolondrada por la habitación, Alessandro había
descubierto un plato de fruta y alargó la mano hacia él. Tomó una de las
piezas que descansaban sobre la porcelana y se dispuso a llevársela a la
boca, pero se detuvo en el último momento con cara extrañada.
Era una manzana singularmente deforme. Además, por toda la
superficie quedaban aún trozos de piel roja sin pelar. ¿Quién había sido tan
torpe para...?
—¿He..., hermana?
Alessandro levantó su mirada para ver cómo estaba la herida que se
había hecho su hermana en la mano, pero no llegó a tiempo.
La mujer conocida como la Dama de Hierro, la Doncella de Acero o
la Zorra de Milán se ruborizó como una jovencita y escondió la mano.
—He..., hermana, ¿has pelado tú esta manz..., manzana?
—Bueno, es que me cansa tener que llamar al servicio por cualquier
cosa... —dijo Caterina, desviando la mirada con un gesto poco común en
ella, como si buscara una excusa—. Además me apetecía probarlo, pero...
Ya se ve que no estoy acostumbrada a estas cosas. Es más difícil de lo que
parece.
—...
Alessandro volvió a mirar el plato que tenía delante.
¿Había algo que no pudiera hacer aquella mujer que había recibido el
apelativo de genio desde su infancia? Mirando las frutas, que más que
manzanas parecían patatas subdesarrolladas, el adolescente se quedó
pensativo. Como si le hubiera leído el pensamiento, Caterina extendió la
mano rápidamente.
—Pero deja eso. Vamos a pedir que nos preparen algo. Será mejor...
Si esas manzanas te sientan mal, no podrás asistir a la ceremonia de
mañana.
—No, no, con esto ya está bien... —dijo Alessandro, protegiendo el
plato con el cuerpo y llevándose una de las frutas deformes a la boca.
La carne templada era sabrosa.
—¡Qué rica!
—No hace falta que lo hagas por mí...
—No es eso. Realmente están muy ricas.
—¿Ah, sí?
La dama se ruborizó un instante, pero en seguida volvió a recuperar
una compostura propia de ocasiones oficiales.
—Bueno, como veo que ya estás mejor, volveré al trabajo. ¡Ah!,
ahora que me acuerdo: el arzobispo nos ha mandado un mensaje para
avisarnos de que hay una rueda de prensa esta noche. Si te sientes con
fuerzas, sería bueno que aparecieras a su lado. Ayer nos salvó la vida, y
esto es lo mínimo que podemos hacer por él.
—De..., de acuerdo, hermana... —asintió Alessandro, esforzándose
por tragar la manzana.
El hábito escarlata de Caterina ya estaba a punto de desaparecer por
la puerta cuando su hermano la llamó.
—¿Hermana?
—¿Sí?
Una vez que la cardenal se hubo girado, Alessandro se metió el
último trozo de manzana en la boca.
—Es..., están muy r..., ricas, de verdad.
—Me alegro.
Con una sonrisa medio avergonzada, la hermosa dama salió de la
habitación y cerró la puerta.

—¿¡Qué significa este artículo, Caterina!?


Al volver a su habitación, la cardenal se encontró con que el
sacerdote de cabellos canosos la estaba esperando. Al verla, se abalanzó
sobre ella y le mostró una edición extraordinaria del periódico.
—<<Muere la Santa en el hospital. Esta noche ha fallecido en el
hospital central la Santa de István, Esther Blanchett, a causa de la pérdida
fatal de sangre y una meningitis producto de las heridas sufridas en el
ataque vampiro del teatro de la Ópera. El Ministerio de Información ha
declinado hacer ninguna declaración oficial al respecto...>> ¡Pero ¿qué es
esto?! ¡Esther aún está viva! ¡Está en algún lugar de esta misma ciudad!
¡Esto...!
—Solicito silencio, padre Nightroad.
El otro extremo del periódico lo sostenía Tres, que hizo callar a su
compañero con un gesto.
—Yo también solicito una respuesta, duquesa de Milán. ¿Cuál es la
razón del anuncio de la muerte de Esther Blanchett? Aún no tenemos
noticias de su paradero ni del de la vampira. Tampoco tenemos
información suficiente de lo que hay detrás de este caso. Soy incapaz de
entender el sentido de publicar ahora la muerte de la hermana Esther.
—Los responsables de ese anuncio son la Inquisición y el Ministerio
de Información.
Caterina respondió a la pregunta de Tres, pero mirando al sacerdote
canoso. Sin dejar de carraspear, la cardenal explicó, con expresión de
cansancio:
—Creo que lo han hecho por seguridad. La única interpretación
posible de los acontecimientos de esta noche es que la hermana Esther está
colaborando con la vampira. Si se descubriera que la Santa ayuda al
enemigo mortal de la humanidad, sería un escándalo descomunal. Para
evitarlo, es mejor...
—¿¡Matarla!? ¿¡Es que serían capaces de llegar a eso!?
Abel miró hacia el periódico con una mezcla de ira y miedo.
No era imposible que las cosas acabaran así.
Hasta ahora habían trabajado con la hipótesis de que Esther había
sido secuestrada. Sin embargo, si fuera vista en público colaborando con la
vampira, sería un escándalo mortal para el Vaticano. ¿Cómo podría
explicarse que la persona que estaban intentando elevar a la santidad
trabajara junto con una vampira, miembro de la malvada raza de los
enemigos de la humanidad?
Antes que permitir que algo así saliera a la luz pública, no había
duda de que ellos escogerían deshacerse de la mujer pelirroja. estaba claro
que intentarían utilizar su vida o su muerte en beneficio propio.
—¡Seguro que ayer hubo algún error! Esther es muy buena. es tan
buena que sería incluso capaz de dar refugio a una methuselah herida. ¡Pero
es imposible que traicione a sus compañeros! Caterina, ¡hay algo que no
cuadra en lo que sucedió ayer!
—Sea como sea, ahora mismo no podemos probar ese error del que
habláis ni recuperar a Esther —respondió serenamente Caterina, mirando al
tenaz sacerdote desde el fondo del monóculo. Sin embargo, su voz era tan
controlada que parecía la de una muñeca mecánica—. Lo siento, padre
Abel. A la vista de los acontecimientos de ayer, no habrá manera de evitar
que la Inquisición la interrogue a ella junto con la vampira. No podemos
hacer nada contra ello.
—¿¡Es una broma!?
Al oír las palabras de su superiora, el sacerdote se dio la vuelta y se
abalanzó hacia la puerta.
—Pues si están así las cosas, lo único que puedo hacer es encontrarla
yo antes de que lo hagan esos salvajes. ¡Y esta vez nada me detendrá,
Caterina!
Ante la furia de Abel, la cardenal se limitó a suspirar y a responderle
con voz serena.
—En ese caso, no intentaremos deteneros... —dijo con una expresión
más propia de una madre que amonestara a su hijo—. Pero ¿dónde vais a
buscarla? Puede que esté en los subterráneos, o escondida en alguna
callejuela. ¿Sabéis que grande es István?
—Pues buscaré por todas partes. Por muy grande que sea, si rastreo
toda la ciudad...
—... Las encontraréis tarde o temprano; ya veo lo que queréis decir.
Pero pensad fríamente por un momento. ¿Podéis superar con ese método a
la Inquisición, que dispone de muchísimos más efectivos que vos? ¿No os
parece que la encontrarán ellos antes?
—Eh...
Abel se quedó sin saber qué decir, como si le hubieran tirado un
cubo de agua helada por la cabeza. Intentó replicar de alguna manera, pero
no encontró las palabras. La Inquisición disponía de quinientos policías
especiales, además de los miles de policías ordinarios, para buscar a las dos
muchachas. Él solo no podía rivalizar con ellos.
Al ver la confusión de su subordinado, Caterina se levantó con
lentitud del sillón y le habló con una voz dulce y maternal.
—Entiendo perfectamente vuestros sentimientos, Abel. Pero debéis
confiar en mí y tener un poco de paciencia. Yo también he estado pensando
en un plan... ¿Qué os parecería utilizar a la Guardia para adelantarnos a la
Inquisición?
—¿La Guardia?
A Abel se le encendió una luz de sospecha en los ojos, pero miró a
Caterina como pidiéndole que continuara. La cardenal apartó la mirada
hacia la ventana y siguió explicando:
—El arzobispo D'Annunzio es un hombres muy complicado. SI
conseguimos convencerle de que tenemos intereses comunes, tal vez decida
aliarse con nosotros. Si dispusiéramos de la Guardia, podríamos
encontrarlas antes de lo que haga la Inquisición. Pero si alguien saliera
ahora a lo loco y se enfrentara a los inquisidores o la Guardia, eso sería
imposible.
—...
El sacerdote se quedó en silencio, incapaz de replicar a la
racionalidad de las palabras de la cardenal, que prosiguió con voz pausada:
—Padre Abel, por favor, ¿podéis tener un poco más de paciencia?
Salvaremos a la hermana Esther, os lo prometo. Pero para eso necesito que
esperéis un poco más... ¿No podéis ocuparos mientras tanto de mi
hermano? Cuando entablemos contacto con la Guardia, os avisaré tan
pronto como tengamos noticias de la hermana Esther.
—De acuerdo...
Abel tardó un poco en responder, pero al final la confianza en su
superiora pareció vencer su ansiedad. El sacerdote suspiró y torció al
cabeza, pensativo.
—De acuerdo. Esperaré. Pero, Caterina...
—Ya lo sé; no perderemos ni un segundo más.
—Gracias...
Abel se giró con cara de profunda preocupación y abandonó la sala
arrastrando los pies. Caterina miró desde la puerta cómo su figura encogida
se alejaba por el corredor.
—¿Qué debo hacer yo? —preguntó una voz monótona a su espalda.
El pequeño sacerdote la miraba de modo inexpresivo, esperando
instrucciones.
—¿Queréis que os acompañe en las negociaciones con el arzobispo
D'Annunzio?
—No es necesario...
La hermosa dama también borró la expresión de su rostro y pareció
ponerse una máscara de hielo para hablar con su fiel mastín de guerra. Sus
delicados labios parecían afilados como el acero.
—No tengo ninguna intención de hablar con el arzobispo.
D'Annunzio es incluso más belicoso que el cardenal Medici. Intentar
negociar ahora con él no sería más que una pérdida de tiempo.
—¿Qué queréis decir?
¿No iba a negociar con el arzobispo? Tres miró, extrañado, a la
cardenal, que poco antes había dicho todo lo contrario.
—Solicito aclaración, eminencia. Hace ciento catorce segundos le
habéis dicho al padre Nightroad que...
—Si no le hubiera dicho eso, habría salido a hacer alguna locura.
Mientras le mantengo en espera, Tres, tengo una misión especial para vos.
La cardenal se sentó de nuevo en el sofá y tosió ligeramente.
Guardándose el pañuelo manchado levemente de sangre, ordenó:
—Quiero que encontréis a la hermana Esther..., digo, a la traidora
Esther Blanchett. Hay que recuperarla antes de que dé con ella la
Inquisición y hay que eliminar a la vampira... ¿Creéis que podréis?
—Ese plan presenta dos problemas.
Curiosamente, el sacerdote no respondió en seguida. Su pensamiento
estaba compuesto exclusivamente de ceros y unos, y no tendría que dejar
lugar a emociones como al duda, pero al voz del soldado mecánico pareció
cambiar de tono al contestar.
—El primero es la propia Esther Blanchett. El análisis de las
acciones de anoche indica que posiblemente esté colaborando con la
vampira. Si intento eliminar a ésta, es muy probable que la hermana Esther
inicie alguna acción hostil. El segundo es la simple disparidad de potencia.
Las posibilidades de que la descubra yo solo antes que todos los efectivos
de la Inquisición y la Guardia son infinitamente remotas.
—Soy perfectamente consciente de ello. Por eso os he preparado
refuerzos. Ya he llamado a la agente más adecuada para el caso. Padre
Tres, tomadla como ayudante y dirigíos a cumplir la misión.
—¿¡La agente!? —preguntó Tres con voz extrañada.
De las agentes femeninas, ni Iron Maiden ni Gipsy Queen estaban
preparadas para una misión de combate. Lo que quería decir que sería...
—¿Black Widow? ¿Habéis convocado a la hermana Mónica,
eminencia?
El cerebro de Tres era en parte humano, pero tenía una protección
mecánica para evitar que las emociones entorpecieran el cumplimiento de
sus misiones. Sin embargo, un estremecimiento pareció recorrer la voz del
sacerdote. Mirando a su superiora a los ojos, Tres replicó con voz forzada:
—No puedo recomendar ese curso de acción. La hermana Mónica
Argento es una mujer muy peligrosa. Hay que evitar a toda costa que se
encuentre dentro de un radio de cincuenta kilómetros de cualquier misión.
Duquesa de Milán, os ruego que retiréis vuestras órdenes.
—Eres un hombre sin corazón... ¿Así se le da la bienvenida a tu
nueva compañera, padre Iqus?
Si un robot como Tres pudiera haberse conmocionado, aquel habría
sido el momento para ello.
En cuanto sus sensores de sonido captaron la voz sarcástica que
resonó a sus espaldas, alargó la mano hacia la cartuchera. En un abrir y
cerrar de ojos, levantó el seguro de las pistolas M13 y se giró, apuntando
entre las cejas a al figura que acababa de aparecer. No debió de pasar ni
una décima de segundo. Sólo con apretar el gatillo habría convertido a la
visitante en una bola informe de sangre.
Sin embargo, la mujer no pareció inmutarse.
—Vaya, vaya; eso es lo que se dice una recepción fría.
Con el tiempo que llevábamos sin vernos, padre Iqus... ¡Ah!, ¿o es
que un muñequito como tú no sabe saludar?
Los labios que habían pronunciado aquellas palabras llenas de
veneno eran de un rojo brillante.
¿Cuándo habría entrado en la habitación, y por dónde? La mujer que
tenía enfrente era joven, probablemente de la misma edad que Caterina.
Llevaba el pelo moreno corto y su traviesa mirada verdeazulada recordaba
a la de una pantera. El rostro se podía decir era incluso hermoso. Iba
vestida con el hábito negro que llevaban sólo los sacerdotes, pero con un
corte exageradamente escotado que dejaba ver una gargantilla rosa en
forma de hiedra y dos pechos bien formados que le daban un aire casi
sacrílego.
Sin embargo, Caterina y Tres no perdieron el tiempo en
consideraciones morales. Lo que capturó poderosamente la atención de
ambos fueron las dos espadas cortas que blandía la agente. Los anchos
filos, llamados Cinque Dea, descansaban con precisión sobre el cuello de
Tres.
—Os aviso, hermana Mónica Argento, nombre en clave Black
Widow —dijo con voz monótona el robot al sentir las armas sobre la piel.
Su mirada no iba dirigida no hacia los filos ni hacia la sonrisa fría de
la mujer. Observando el círculo de medio metro de diámetro que brillaba a
los pies de la agente, Tres dijo:
—Tenéis órdenes de no utilizar vuestra fuerza en un radio de cien
metros de la duquesa de Milán. Solicito una explicación.
—Qué falta de sentido del humor, muñequito... Yo sólo quería darte
una sorpresa.
Guiñándole el ojo con lascivia, la mujer apartó las armas. Como si
fuera una prestidigitadora, hizo desaparecer las espadas y mostró
teatralmente las manos vacías.
—Sólo era una broma... No lo he hecho con mala intención. No hace
falta que pongas esa cara de susto, cariño.
—Hace tiempo que no nos veíamos en persona, hermana Mónica.
La voz, fría como el metal, no era la de Tres. La cardenal se había
levantado del sofá, mirando a la mujer con los ojos como cuchillas.
—Perdonad que os haya llamado así de repente.
—Es un honor, eminencia.
Una luz ominosa le apareció un instante en la mirada, como si fuera
un animal herido, pero la mujer saludó respetuosamente hablando con
fuerte acento siciliano.
—Se presenta la agente Black Widow, a vuestro servicio... Espero
instrucciones.
—Quiero que hagáis algo en esta ciudad.
Caterina le mostró una fotografía a la mujer que la saludaba con una
reverencia. No había ningún reproche en su mirada, pero tampoco parecía
estar dispuesta a acercarse más a su interlocutora. Con la mirada clavada en
la gargantilla de Mónica, explicó:
—Su nombre es Esther Blanchett. Es una agente de la Secretaría de
Estado que se encuentra escondida en István en compañía de una vampira.
Black Widow, vuestra misión es acompañar al padre Tres y encontrar a la
monja, cueste lo que cueste. ¿Os veis capaz?
—Por supuesto. Cazar personas es mi especialidad —respondió
Mónica, observando la imagen en la que Esther aparecía junto al sacerdote
canoso.
Arreglándose la gargantilla, se incorporó, de nuevo, sin ruido.
—Pongámonos manos a la obra, entonces. Pronto tendréis noticias
nuestras... ¡Ah!, casi me olvidaba...
Mónica se detuvo y se giró con el rostro inexpresivo. Sin embargo,
en los ojos tenía una luz insinuante que desmentía el tono despreocupado
con el que preguntó:
—Por si acaso..., ¿cuáles son las instrucciones si la chica se niega a
acompañarnos? ¿Lo dejáis a mi criterio?
—Creo que he dicho <<cueste lo que cueste>>, ¿no?
Caterina respondió sin mirar a sus subordinados. Bajando el rostro
ligeramente hacia al chimenea, repitió con voz monótona:
—Si se niega a acompañarnos y se resiste, reducidla por cualquier
medio necesario. traédmela... viva o muerta.

II

—¡Guaaa! ¿He dormido demasiado?


Cuando abrió los ojos, el sol ya se había hundido en el horizonte.
Hacia el oeste, a lo lejos, las nubes brillaban con el color de la sangre.
Había pensado echarse sólo una siesta y levantarse en seguida, pero
al final se había quedado profundamente dormida. El cansancio de aquellos
días tendría algo que ver, pero también la afectaba el no estar acostumbrada
a dormir de día y levantarse de noche, al ritmo del Imperio. rascándose la
desordenada cabellera rojiza, Esther preguntó con los ojos medio cerrados:
—¿Eh? ¿Ya es de noche? Pero ¿qué hora es?
—Las veintitrés horas. En el sistema de aquí serían las cinco de la
tarde. Buenos días, Esther. ¿Cómo te encuentras? ¿Has podido descansar
bien?
—Bu..., buenos días, Shahra...
Haciendo un esfuerzo para despertarse del todo, Esther devolvió el
saludo a la joven que le sonreía, sentada en al ventana. La methuselah
parecía llevar ya bastante tiempo despierta, porque se había vestido y se
había arreglado, y si cama ya estaba hecha. Esther intentó levantarse
apresuradamente de un salto, pero se quedó clavada y profirió un grito de
dolor. Las noches anteriores había forzado demasiado el cuerpo y los
músculos le dolían terriblemente.
—¿Estás bien, Esther? ¿Estás herida?
—No..., no... Estoy bien...
El sueño le había desaparecido de golpe. Aguantándose las ganas de
llorar por el dolor que le recorría la pierna, Esther esbozó una sonrisa. Era
difícil explicarle lo que era el dolor muscular a una methuselah, cuyo
cuerpo podía descomponer el ácido láctico en cuestión de microsegundos.
Mirando a través de la habitación, intentó controlarlo.
La suite del Csillag, un hotel de cinco estrellas situado en Pest, al
suroeste de la catedral, era espaciosa y estaba decorada con todo lujo de
detalles. Antiguamente, el hotel había sido una taberna de las que hay en
cualquier ciudad, pero después de la liberación había recibido una enorme
inversión de un banco de Roma y se había convertido en un hotel de lujo.
Había tomado el nombre de Csillag del apodo que recibía Esther en su
época de partisana, y cada una de sus cuarenta habitaciones estaban
decoradas con escenas de sus gestas. La muchacha pelirroja que las
observaba desde encima de la chimenea era, al menos, un treinta por ciento
mayor y más hermosa que la real. Evitando con todo cuidado mirar las
pinturas, Esther volvió la vista a su compañera.
—Aún estoy un poco cansada por lo de ayer... ¿Y vos, Shahra?
¿Habéis dormido bien?
—Como un tronco... Ahora estaba viendo la puesta de sol.
Con una amplia sonrisa, la hermosa muchacha morena señaló la
persiana de la ventana en la que estaba sentada. Los rayos ultravioletas de
onda larga, dañinos para los methuselah, eran muy abundantes durante la
salida del sol, pero casi inexistentes en la puesta. Aguzando los ojos,
Shahrazad lanzó un suspiro de admiración mientras miraba las nubes
teñidas de carmesí.
—¡Qué maravilla! No sabes la envidia que os tengo porque podéis
mirar siempre esa luz tan hermosa. Si pudiera, querría volver a nacer y ser
terrana.
—¡Hmmm...! Es una opinión muy original.
En una esquina de la habitación tenían las ropas dispuestas sobre un
carrito. Mientras se vestía son el hábito, que estaba tan limpio y planchado
que parecía nuevo, Esther respondió, medio emocionada, medio confusa:
—En el Imperio conocí a bastantes methuselah, pero es la primera
vez que oigo a uno decir eso... Ya decía yo que sois algo especial, Shahra...
—Es que mi vida ha sido un poco diferente.
Shahrazad no pareció molestarse al ser calificada con el adjetivo
ambiguo de especial. Con la mejilla pegada a la ventana, la methuselah
lanzó un suspiro triste.
—Ya te he contado que, tras la muerte de mis padres en un
accidente, me crió mi tío, el duque de Tigris, ¿verdad? Como el tío
Sulayman tenía que viajar mucho por su trabajo, me llevó con él a
diferentes ciudades cuando era niña. Misr, Chipre, Palmira... Todos eran
lugares magníficos y hermosos. Pero en las ciudades fronterizas hay pocos
methuselah. A veces, sólo éramos mi tío y yo.
Aparentemente, también los methuselah se ponían melancólicos ante
la puesta de sol. O quizá era que le recordaba el sol de su niñez. Fuera
como fuera, la muchacha no apartó los ojos de la luz que estaba a punto de
apagarse en el horizonte.
Shahrazad ocupaba una posición importante como gobernadora de
Timisoara y durante la rebelión de su tío le había proporcionado a éste
información obtenida gracias a su cargo. la verdad era que ella no tenía ni
idea de que su tío estaba organizando un golpe de Estado, pero filtrarle
aquella información era un delito de todos modos. Por eso, antes de que la
convocaran ante el Consejo Secreto, había decidido huir del Imperio.
Esther opinaba que si declaraba que no había tenido ninguna mala
intención todo se solucionaría, pero para unas criaturas tan orgullosas como
los methuselah, tener que explicar sus propios actos era casi peor que la
pena de muerte. Una sombra pasó por el rostro de la muchacha, que había
perdido su patria probablemente para siempre.
—En aquellas ciudades en las que no había methuselah, los terranos
se hicieron amigos míos. Además, estaban los vasallos de mi casa. Ellos
eran mis únicos amigos y mi única familia. Por eso, tengo casi más
simpatía por los terranos que por los methuselah. Sí, efectivamente soy un
poco especial, como tú dices.
No había ni un ápice de reproche en la voz de la muchacha. Si Esther
se disculpó fue puramente por su mala conciencia.
—Perdón Shahra... Si ayer no hubiera mordido el anzuelo... Si no
hubiera caído en aquella trampa tan burda, ahora ya estaríais reunida con
vuestros vasallos.
—No, Esther, no lo decía para reprocharte nada.
La methuselah pareció sorprendida ante las disculpas de Esther y
negó con la cabeza, como si fuera ella quien se sitiera culpable. Después de
abrazar a la monja, le dijo, mirándola a los ojos:
—D'Annunzio fue muy artero, pero no tienes que sentirte culpable
por eso. Sólo el hecho de que quieras ayudarme ya me da ánimos,
¿entiendes?
La mirada de amatista que se reflejaba en los ojos de Esther lanzaba
una luz dulce. La muchacha, a la que los periódicos de István llamaban
<<vampiro>>, <<diablo infernal>> y <<demonio chupasangre>>, abrazó
de nuevo a la monja y hundió el rostro en su melena rojiza.
—Si no te hubiera conocido, pensaría que todos los terranos del
exterior son como D'Annunzio. Quizá os hubiera odiado a todos. Quizá
habría querido mataros a todos... Estoy muy agradecida de haber tenido la
suerte de conocer a alguien tan bondadoso como tú, hermana Blanchett.
—¡Pero..., no digáis eso...!
La muchacha olía como un lugar soleado. Esther sonrió, dominando
su turbación.
—Ya os he dicho que hasta la semana pasada estaba en el Imperio,
¿verdad? Allí tuve la suerte de conocer a mucha gente que ayudó. Por eso
quiero hacer lo mismo por vos... No es nada más que eso. No hace falta que
digáis esas cosas...
Unos golpes educados resonaron al otro lado de la puerta.
Seguidamente, después de una breve pausa de la duración precisa que
recomendaría un manual de buenos modales, se oyó una voz cortés.
—Con vuestro permiso, señoritas. ¿Ya estáis despiertas? La cena
está lista y el dueño ya ha llegado...
—¡Ah, sí! En seguida salimos, señor Butler —respondió Esther,
abriendo precipitadamente la puerta.
La habitación contigua estaba habilitada como comedor, para que los
huéspedes de la suite no tuvieran que preocuparse de salir a comer. La
mesa estaba llena de platos que desprendían un aroma apetitoso.
—Buenos días, señoritas. ¿Habéis descansado bien?
Quien las saludaba con una reverencia era un hombre moreno que las
esperaba al lado de la mesa. Detrás de él, como una sombra, se encontraba
el joven de cabellos grises con expresión tenebrosa. En contraste con ellos,
el gigante que estaba sentado en la mesa les dio la bienvenida con gestos
exagerados.
—¡Csillag! ¿Has dormido bien? Este buen mozo me contado lo de
anoche. Parece que fue bastante desastroso...
—Perdona por haber aparecido así de golpe, Ignaz...
Esther se disculpó, avergonzada, ante el dueño del hotel, Ignaz
Lukács. Después del alboroto de la noche anterior habían conseguido
deshacerse de la persecución y se había refugiado en el hotel. Extenuada,
Esther se había desplomado sobre la cama sin ni siquiera saludar a su
antiguo compañero partisano. Rascándose la cabeza, la muchacha dijo,
ruborizada:
—No sabes cómo te agradezco que nos acojas. Creo que un hotel de
lujo como éste será el último lugar en el que nos buscarán.
—¡Je, je, je!, ¡y encima en la suite!
Se notaba que ya había tomado alguna que otra copa. Cuando les
guiñó un ojo, las mejillas del gigante tenían el color del alcohol. En los
tiempos en que ayudaba al movimiento partisano de Esther con material y
provisiones, ya estaba algo relleno, pero últimamente parecía haber
engordado aún más. Al reír le vibraban las gruesas mejillas.
—Sea la Iglesia o sea quien sea, nadie le pone la mano encima a mi
Santa... Puedes quedarte aquí cuanto quieras.
—Bueno, pero eso tampoco es una solución.
Esther tomó asiento con cara de preocupación. Sin tocar la comida,
se sinceró ante su antiguo compañero.
—Supongo que te lo habrá dicho el señor Butler: el arzobispo
D'Annunzio está planeando algo terrible. Ignaz, ¿a cuántos de nuestros
antiguos compañeros crees que podemos reunir? Hay que actuar esta
misma noche para solucionarlo antes de la ceremonia de mañana.
—¿Nuestros antiguos compañeros? Si les llama Csillag vendrán,
pero... —la sonrisa había desaparecido del rostro del gigante. Posó el vaso
sobre la mesa y dijo con esfuerzo—: Pero no te puedo prometer cuántos.
Están todos muy ocupados con sus trabajos.
—¿Sus trabajos? ¿Qué hacen?
Como si no se hubieran dado cuenta de la luz de impaciencia que
brillaba en la mirada de lapislázuli, Ignaz se puso a contar despacio con los
dedos.
—El tío Imre es el director del museo de la Liberación. Ady lleva
una empresa de transportes. A Gundel acaban de hacerle asesor honorario
de un banco. El bribón de Krúdy se casó con una viuda rica de Venecia y se
marchó de la ciudad... Todos tienen su vida...
—Ya veo...
Esther chascó la lengua y se quedó pensativa. Debería haberlo
imaginado. Ella misma había cambiado mucho durante aquel año. Era
normal que sus antiguos compañeros hubieran seguido con sus vidas, cada
uno por su camino. No tendría que haber sido tan optimista ni pensar que
podría contar con sus viejos camaradas. Sería preciso replantearlo todo
desde el principio.
—¿No hay nadie más en quien podamos confiar?
A su lado, Shahrazad parecía intranquila. Esther intentó sonreír para
calmarla y dijo con un tono que quería sonar despreocupado:
—Nuestro adversario es el arzobispo. En cuanto podamos contactar
con la cardenal Sforza, seguro que hará algo, pero nosotros no debemos
quedarnos cruzados de brazos...
—Es precisamente eso, Csillag...
Ante la sonrisa forzada de la muchacha, Ignaz endureció la
expresión. Desvió la mirada, como si le resultara difícil hablar, y encogió
los hombros.
—No sé cómo decirlo, pero... no será fácil encontrar a alguien que
quiera enfrentarse al arzobispo. Yo mismo no lo veo muy claro. Oponerse a
alguien tan magnífico...
—¡Pero ¿qué dices?!
¿Acaso no había oído lo que había ocurrido en la catedral? Esther
estalló ante la mirada del gigante de mejillas sonrosadas. Sin esforzarse por
ocultar su indignación, le preguntó de inmediato:
—¿Es que no te ha contado nada el señor Butler? ¡Ese hombre
intenta matarnos y provocar una cruzada aprovechando nuestra muerte!
¿¡Cómo puedes llamarle <<alguien tan magnífico>>!?
—No te pongas así... Yo no entiendo de guerras ni de cruzadas...
Ignaz hizo un gesto con la mano ante la dura mirada de Esther.
después de beberse de un trago la copa para animarse, prosiguió:
—Pero la verdad es que ha sido gracias a él que István ha podido
recuperarse. Todos le están agradecidos por ello. Los antiguos partisanos
son tratados como héroes. Quien quiere montar un negocio puede recibir en
seguida inversiones de Roma. A quien quiere una casa, se la construyen de
inmediato. Todos están contentos con él.
Ignaz suspiró mientras miraba la lujosa decoración de la estancia. Se
le trataba como a un héroe cuando antes no era más que un tabernero. Si se
había convertido en dueño de un hotel de lujo era precisamente gracias a
D'Annunzio. No era extraño que le alabara de aquella manera. Con la
fuerza que le daba el alcohol, añadió con voz atronadora:
—Además, las cosas aún no son fáciles por aquí. La vida es dura.
Todo por culpa de aquel Gyula que nos explotaba. Y del Imperio, claro.
Esos monstruos nos acechan desde el otro lado de la frontera. Todo es
culpa de esos vampiros que...
—Si me disculpáis la interrupción. Señorita Esther, he conseguido
aquello que me pedisteis.
La afable voz interrumpió la conversación justo en el momento en
que a la muchacha le había cambiado de color el rostro. Esther había
levantado las cejas al oír la expresión <<esos vampiros>>, pero Butler se
dirigió a ella oportunamente, y rompió el silencio que había mantenido
hasta entonces. Después de chascar los dedos, sacó algo del bolsillo de
Guderian y lo posó sobre la mesa. Era una caja metálica con pastillas.
—Las pastillas de concentrado de sangre que queríais. Obviamente,
un producto así he tenido que obtenerlo en el mercado negro, pero puedo
dar fe de su calidad.
—Muchas gracias, señor Butler.
Quien tomó la caja mientras le daba las gracias fue Shahrazad. Como
si no hubiera oído lo que acababa de decir Ignaz, se echó una pastilla en el
vaso de agua y dibujó una amplia sonrisa.
—Cuando me capturaron, me quitaron toda el agua de la vida que
llevaba. Sin esto, pronto habría tenido problemas...
—Encantado de haberos ayudado, my lady.
No les había dicho el nombre del aristócrata que le empleaba, pero
no había duda de que se trataba de alguien importante. Butler hizo una
reverencia perfecta a la vampira y sonrió de forma serena. El mayordomo
se acercó a la ventana y, mientras levantaba ligeramente la cortina, dijo
como quien habla de chismes insustanciales:
—Por cierto, ya que habláis del arzobispo D'Annunzio, recuero
haber leído un artículo interesante acerca de sus políticas en los periódicos
de Albión.
La calle que pasaba por delante del hotel estaba perfectamente
asfaltada e iluminada. Si se miraba sólo eso, István se podía considerar una
ciudad de la categoría de las mismas Roma o Milán. Sin embargo, los
montones de basura y cascotes apilados al lado de la calzada o los perros
salvajes que merodeaban entre ellos no formaban parte del paisaje de esas
ciudades. Butler observaba aquella imagen mientras hablaba:
—El artículo decía que últimamente hay muchos desperfectos en la
ciudad producto de los cuervos y los perros salvajes. Parece que es porque
la recogida de basuras y el alcantarillado, entre otras infraestructuras, no
han sido reparadas después de la liberación. La respuesta del arzobispo ha
sido organizar grupos para exterminar a los animales salvajes.
Un coche de caballo pasó chirriando ante la mirada del mayordomo.
En la puerta llevaba dibujado un cuervo atravesado por una flecha: el
emblema de la Agencia de Exterminio de Animales Salvajes de István.
—Pero parece que exterminar a los animales no es una solución real.
Si se dispone de fondos para financiar un grupo así, sería mucho más
provechoso para la salud pública invertirlos en reconstruir las
infraestructuras.
Al tiempo que lanzaba una mirada irónica al coche de caballos,
Butler cerró al cortina.
—Claro está que el público no piensa así. La gente ve cómo
exterminan a los animales salvajes y piensa: <<el arzobispo hace un buen
trabajo>> o <<toda la culpa es de los cuervos>>. Por eso apoyan al
arzobispo. Los animales salvajes siguen siendo un peligro, pero nadie
parece preocuparse por ello.
Se giró hacia la habitación; el mayordomo mantuvo un silencio
significativo mientras recorría con la mirada las caras de los presentes.
Ignaz parecía avergonzado, Shahrazad se había quedado inexpresiva y a
Esther se la veía sumida en sus pensamientos.
—Para desviar el descontento de la población, crea un enemigo que
todos pueden ver. Es una técnica muy antigua. Me parece que ahora el
arzobispo está intentando hacer lo mismo pero a mayor escala. Pretende
utilizar el Imperio como enemigo común de la humanidad...
—No se lo permitiré... —dijo Esther con decisión, estrechando la
mano de la methuselah. La ira le brillaba en sus azules ojos cuando golpeó
con fuerza la mesa—. ¡No le permitiré que incite al odio por una razón así!
—Vuestro rival es poderoso, hermana Esther.
Butler permanecía sereno, en contraste con la ira apasionada de
Esther. Con un chasquido de los dedos, hizo que Guderian desplegara sobre
la mesa unos recortes de periódico.
—Miren esto. Es el periódico de hoy. El arzobispo sabe
perfectamente cómo manejar al Vaticano y los medios...
—Pe..., pero...
<<Muerta la Santa.>> Esther abrió los ojos como platos al ver el
titular sensacionalista que le señalaba Butler. Parecía que los ojos se le iban
a salir de las cuencas cuando gimió:
—¿¡Yo, muerta!?
—En resumen, el Vaticano ha tomado la decisión de cazaros a las
dos —señaló Butler mientras le llenaba a Esther el vaso de agua—. Antes
que un escándalo, prefieren tener una mártir. En vista de la situación, el
plan de reunir a los antiguos compañeros parece poco eficaz. No veo otra
opción que conseguir la colaboración de alguien que esté por encima del
arzobispo.
—Alguien por encima del arzobispo... Parece que efectivamente sin
la ayuda de la cardenal Sforza no podremos hacer nada... —se lamentó
Esther, mirando como su rostro se reflejaba en el vaso de agua.
La noche anterior, Esther había pensado entablar contacto con Abel y
explicarle la situación, pero no sólo no lo había conseguido, sino que
D'Annunzio les había hecho caer en la trampa y había tenido que salir
huyendo. No podían aplazarlo más. ¡Había que avisar en seguida a la
cardenal de lo que pasaba!
—Pero aunque intentemos establecer contacto, la vigilancia es
extremadamente estricta. Infiltrarse también supone un riesgo
considerable...
Una voz cordial respondió a la confusión de la muchacha.
—A ese respecto, querría atreverme a ofreceros mi ayuda —dijo
Butler, guardando los periódicos—. Tengo un conocido entre los
eclesiásticos de István... y podría pedirle que nos sirviera de puente para
contactar con la cardenal.
—¿Es un amigo vuestro?
¿Podían confiar en él?
Aquel caballero de Albión había sido extremadamente amable con
ella desde que le había conocido, incluso hasta el punto de ayudarla aun
sabiendo que Shahrazad era una vampira. Una oferta tan generosa era un
poco sospechosa.
Sin embargo, Esther pronto se dio cuenta de que sus preocupaciones
no tenía fundamento. Si Butler hubiera querido hacerles algún mal, no
habría tenido por qué ayudarlas tanto hasta entonces. Aunque el plan no
saliera bien, la situación tampoco podía ponerse peor de lo que estaba.
—¿Puedo pediros que os encarguéis de ello? Ahora mismo escribiré
la carta. Tiene que ser entregada a un sacerdote llamado Nightroad. Si él
recibe nuestras noticias, seguro que podrá ayudarnos.
—Pero, Csillag...
La voz vacilante no era la del mayordomo. Ignaz, que hasta entonces
había estado bebiendo en silencio, le preguntó con voz malhumorada:
—¿Seguro que puedes confiar en esa cardenal Sforza? ¿Y si ella
también se quisiera deshacer de ti?
—¡Imp..., imposible! —respondió Esther con confianza.
Caterina nunca abandonaría así a una subordinada. Y mucho menos a
la mensajera que acababa de volver de una misión clave en el Imperio y de
la que todavía no había recibido un informe completo en condiciones. Era
seguro que ella también estaría pensando en algún plan para salvarla.
—Venga. No hay tiempo que perder. Shahra, podéis comer
tranquilamente. Yo voy a escribir la carta...
—Pero, Esther, un momento...
Ignaz se levantó al mismo tiempo que Esther, y le hizo una señal con
la mano. bajo la mirada extrañada de la muchacha, la acompañó hasta el
pasillo y cerró la puerta tras ellos.
—¿¡Estás hablando en serio, Csillag!? ¿¡De verdad pretendes
colaborar con ese monstruo!?
—¿Eh?
Esther miró a su antiguo amigo con la misma cara de incomprensión.
Podía entender que un ex partisano como él llamara <<monstruo>> a una
methuselah, pero ¿a qué venía preguntarle si hablaba en serio?
—¿Te refieres a contactar con la cardenal Sforza? Claro. ¿Acaso hay
algo malo en ello?
—¿¡Que si hay algo malo en...!? Pero, bueno, ¿te das cuenta de lo
que estás haciendo? Es una vampira, como lo era Gyula. ¿Cómo puedes
ayudarla? ¿¡Te has vuelto loca!?
El hombre sacudía la cabeza con sincera incredulidad.
—Lo que hay que hacer es llamar a la Guardia. Ahora la vampira
está desprevenida y será más fácil matarla.
—Pero ¿qué dices, Ignaz?
Esther no podía creer lo que estaba oyendo. Se irguió miró fijamente
los ojos, nublados por el alcohol, de su interlocutor.
—Pero ¿en qué estás pensando? ¿Es que no has oído nada de lo que
he dicho? ¡Ella es la víctima! ¡Tú no estás bien!
—¡La que no está bien eres tú, Csillag!
Agarrándola por los hombros, Ignaz miró a Esther con dureza. Desde
que la muchacha había partido hacia Roma, probablemente su antiguo
amigo había vivido mucho mejor. La papada se le había llenado y sus
manos había perdido fuerza. Pese a ello, Ignaz todavía era fornido y
sostuvo a Esther mientras le llenaba la cara de saliva al gritarle:
—¡Despierta, Esther! ¡El enemigo son los vampiros! ¿¡Cómo puedes
hablar de salvarla!? ¡Ésas no son las palabras de la Santa que nos lideró
hace un año en la lucha contra el monstruo!
—Eso..., eso...
Mirando su propio reflejo en los ojos de su interlocutor, Esther se
mordió los labios.
Probablemente para alguien que la hubiera conocido un año atrás,
sus palabras parecerían las de una desconocida. Las experiencias de aquel
período y todas las gentes con las que se había encontrado la habían
cambiado en muchos sentidos. Pero era imposible hacerle entender aquello
a Ignaz. No era que le considerara tonto, pero lo que había ocurrido durante
aquel año no podía explicarse con palabras, sino que había que
experimentarlo. Seguramente sólo el sacerdote canoso podía entender por
lo que Esther había pasado.
Lo único que podía hacer la muchacha era intentar cerrar la
conversación.
—Por favor, Ignaz, confía en mí... Quiero hacer las cosas como se
deben hacer. Dame un voto de confianza aunque ahora no me entiendas.
Por favor.
—De acuerdo, Csillag...
El gigante soltó un profundo suspiro. Después de levantar las manos
que tenía posadas en los hombros de la chica, sacudió la cabeza de derecha
a izquierda.
—Eres mi Santa... A ti no puedo negarte nada.
—Gracias, Ignaz. Perdona si sueno caprichosa...
—No digas más. Somos camaradas, ¿no?
El gigante guiñó el ojo de manera torpe, pero tierna, a la muchacha
que le miraba tristemente.
—Perdóname por lo que he dicho... Ve a escribir la carta.
—Gracias, Ignaz.
Esther sonrió y se giró como un pajarillo para desaparecer con paso
ligero por el corredor.
Ignaz se la quedó mirando un momento, pero pronto se puso también
en movimiento. Sus pasos rápidos le llevaron hasta el teléfono instalado en
una esquina del pasillo. Después de levantar el auricular, se dispuso a
hablar con la centralita.
—¿Centralita? Soy Lukács. Dame línea exterior, por favor. —Tras
agarrar nerviosamente el aparato, el antiguo partisano susurró—: Ponme
con el 0001 de la catedral de István. Sí, con el despacho del arzobispo. ¡Y
deprisa!

III

—La muerte de la Santa ha sido una tragedia irrecuperable...


La voz de D'Annunzio estaba teñida de tristeza.
Tenía el rostro profundamente hundido, pero estaba claro que sabía
perfectamente qué imagen ofrecía a las cámaras. Incluso el gesto de tomar
respetuosamente la mano del Papa adolescente estaba, sin duda, calculado
para ser el foco de atención. El arzobispo gemía como un actor de drama
para los medios que se había reunido a su alrededor.
—Anoche estaba aquí, entre nosotros. Aquí mismo tuvimos la suerte
de oír de su boca las palabras del Señor. Y Hoy..., ya no está en este
mundo. ¡Qué enorme pérdida! ¡Qué terrible tragedia! ¡Sólo de estar aquí
me invade una tristeza que no puedo explicar con palabras!
El escenario del teatro de la Ópera, donde había ocurrido la
<<tragedia de István>> que ya conocía todo el mundo, seguía igual
cuarenta y ocho horas después. El espacio estaba lleno de cascotes,
esparcidos como lápidas, y en el suelo se abrían ominosas y profundas
grietas. La cinta negra y amarilla con la leyenda <<prohibido pasar>>
estaba por todas partes. Cuando el arzobispo soltó un momento a
Alessandro fue para agarrar un pedazo de aquella cinta. Derramando
gruesas lágrimas con los ojos fuertemente cerrados, el arzobispo levantó la
cara y alzó con fuerza los puños.
—¡Pero superaremos esta tragedia! ¡Superaremos esta tristeza con
fuerza de voluntad y mantendremos viva la herencia de la doncella caída en
combate! Dicen los Salmos: <<Así perecerán los impíos delante de Dios.
Mas los justos se alegrarán porque sus pies se enrojecerán de sangre de sus
enemigos>>. La Iglesia permanecerá unida bajo Su Santidad el Papa y hará
que el castigo de Dios caiga sobre nuestros enemigos.
En cuanto el arzobispo lanzó su grito salvaje, la multitud de cámaras
llenó la sala con el resplandor de sus flashes. Al ver que el show había
terminado, los periodistas empezaron con su tormenta de preguntas. Desde
un rincón del escenario, dos hombres miraban con disgusto la escena.
—¡Cómo le gustan los medios a es hombre...!
No podía decirse que el hombre enfundado en una armadura blanca
hablara con un tono muy amable mientras observara a su antiguo superior.
Deslizó la mirada hacia el joven que permanecía con la cabeza gacha junto
al arzobispo y añadió:
—¡Así está dejando al Papa en un papel secundario! Por mucho que
sea el arzobispo, tratar así a Su Santidad... ¿¡Quién se ha creído que es ese
hombre!?
—No hay remedio. Su Santidad es así...
Quien respondió a la ira del hermano Petros fue el joven canoso
cruzado de brazos que tenía al lado. Aguzando los ojos ante la lluvia de
flashes, dijo con tono apagado:
—Lo raro es que no se haya desmayado ya, con la cantidad de
periodistas que le rodean. Además de tener que salir ahí solo con el
arzobispo... Si estuviera la cardenal, sería distinto, claro.
—Por cierto, ¿dónde se encuentra la cardenal Sforza?
Las palabras de Abel le hicieron reparar en que no había visto a la
hermosa dama de hábito escarlata. Examinó la sala y dijo con risa
sardónica:
—¿No ha venido? Es raro que se separe de Su Santidad...
—Se ha quedado inspeccionando los preparativos de la ceremonia en
la catedral.
La voz de Abel era malhumorada. Sin apartar los ojos de Alessandro
y de D'Annunzio, añadió con expresión agria:
—La ceremonia es mañana a primera hora. Ahora está muy ocupada
supervisando los preparativos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hacéis aquí, entonces, padre Nightroad? Si
siempre vais pegado a sus faldas como un perrito... ¡Aaaah!, ya lo veo. Os
habéis peleado y por eso no queréis verla. ¿Verdad que es eso?
—¿Estáis hablando de vos mismo, hermano Petros? —replicó Abel
ante la mirada burlona del inquisidor, como si quisiera quitarse de encima a
un perro callejero—. A mí no me han encargado la protección del Papa
como castigo por mis errores. ¿Os puedo pedir que no proyectéis sobre mí
vuestros problemas?
—¡Insolente! ¿¡Cómo pod...!?
Il Ruinante rugió y golpeó el suelo con su maza. El impacto hizo que
la sala retumbara como si hubiera caído una bomba, y todas las miradas se
volvieron hacia ellos.
—Pe..., perdón...
Petros bajó la cabeza, avergonzado, ante la multitud de miradas
recriminatorias y, bajando la voz, dijo hacia el sacerdote:
—Por mi honor os digo que esta misión no es un castigo. La vampira
aún está libre. ¡Alguien tiene que defender al Papa, ¿no?!
—Claro... —respondió Abel con voz amarga, mirando la actuación
del arzobispo.
¿Habría hablado ya con él? Mientras ellos perdían el tiempo, la
Inquisición seguía con la caza de Esther y la methuselah que la
acompañaba. Si las encontraban, sería el fin...
—¿Pa..., pa..., padre Nightroad?
Abel se había olvidado de la realidad, sumido en sus oscuras
cavilaciones. El tartamudeo característico de la voz hizo que volviera en sí
y se diera cuenta de que tenía enfrente a un adolescente pecoso que le
miraba intranquilo.
—¡Ah!, os ruego que me disculpéis, Santidad... ¿Ya habéis acabado
de atender a los medios?
—S..., sí. Yo..., yo ya estoy. El arz..., arzobispo aún tiene que hacer
su declaración oficial, pe..., pero... ¿puedo descansar un rato? —balbuceó
Alessandro mientras se frotaba de forma nerviosa las manos sudadas.
En el escenario, el arzobispo leía para los medios el texto de la
declaración oficial que publicarían los periódicos al día siguiente. Había
numerosos eclesiásticos y monjas, pero todos estaban preocupados por salir
en la foto con el arzobispo. El Papa adolescente había tenido que bajar solo
del escenario.
—Tomad asiento aquí, Santidad.
Petros le ofreció una silla al pálido adolescente. Después de ayudarle
a sentarse, como si el joven fuera un objeto delicado, se arrodilló frente a él
como un fiel perro guardián.
—Descansad y recuperaos. Debéis de estar agotado después de
vuestra aparición pública.
—Bueno..., tampoco es que...
La verdad era que D'Annunzio era quien había llevado el acto en
solitario, así que no podía haberse cansado mucho. Ante la preocupación
sincera del inquisidor, Alessandro esbozó una sonrisa débil.
—No..., no es para tanto. To..., todos est..., estáis trabajando mucho.
No v..., voy a ser men..., menos.
—¡Qué palabras tan maravillosas!
Petros enrojeció, agarrando con fervor las manos del Papa con sus
guantes.
—¡Qué admirable actitud! ¡Qué misericordia incomparable! ¡Tenéis
el agradecimiento sincero de Petros, de todo corazón!
—Eh...
Ante la emoción exagerada del inquisidor, Alessandro puso cara de
no saber dónde meterse. Si hubiera sido otra persona, probablemente
habrían sido palabras de adulación o de burla sarcástica, pero Il Ruinante
las pronunciaba de manera completamente seria. Como para salir de
aquella situación incómoda, el Papa le habló a su otro guardián.
—Pa..., padre Nightroad, ¿hay noticias sobre el paradero de la Santa?
—Desgraciadamente, todavía no... —respondió Abel con la cara de
quien debe beber una medicina amarga que no tiene efecto—. Cate... La
cardenal Sforza está utilizando todos sus recursos, pero aún no hay
resultados.
—¡Ah...!, ya veo...
El adolescente suspiró y hundió la cabeza en los hombros. LA
desaparición de la muchacha parecía haberle afectado mucho. Después de
permanecer unos instantes en un sombrío silencio, preguntó dubitativo:
—Pa..., pa..., padre Nightroad..., la Sa..., la Santa..., ¿me ha
traicionado de verdad? Se ha a..., aliado con la vamp..., la vampira, ¿y me
ha traicionado? No p..., p..., puedo cr..., creer que haga algo así. Me p...,
pa..., Me parece que hay algo que no cu..., cuadra.
—Ahora no tenemos más información, Santidad.
Si supieran algo más acerca de la situación... Abel suspiró por
enésima vez, sacudió la cabeza y arrugó profundamente las cejas.
—Por desgracia, no sabemos nada más. ¿Por qué la secuestraron?
¿Por qué acompañaba a la methuselah? No tenemos ni una sola pista.
—¡Eso es que estaban conchabadas desde el principio!
La voz de Petros interrumpió, de repente, la conversación. Con un
dedo extendido, el gigante explicó con voz clara:
—Si pensamos que fue un complot desde el principio, todo tiene
sentido. ya me pareció raro a mí que la vampira no matara a la hermana
Esther en el mismo escenario. ¿¡Qué sentido tiene molestarse en raptarla si
lo que quería era verla muerta!?
Abel se giró, molesto, hacia la voz sofocante del inquisidor.
—Esther estuvo todo el rato conmigo. ¿Cuándo se supone que tuvo
tiempo de tramar ese complot? —replicó sin esconder en la mirada las
ganas que tenía de librarse de Petros—. Además..., primero, que nos
desviáramos hacia aquí fue una orden de última hora. Hasta entonces
ninguno de los dos podríamos haber imaginado que vendríam...
Abel se quedó callado de improviso, como si algo le hubiera
golpeado.
¿Qué acababa de decir?
<<Que nos desviáramos hacia aquí fue una orden de última hora.>>
—Un momento... ¿Cómo sabía la methuselah que Esther iba a venir
a István?
Estaba claro que había venido a la ciudad expresamente para
raptarla.
Pero los únicos que sabían que aparecería en el escenario eran
Caterina, el ministro de Información y...
—El arzobispo D'Annunzio... Nadie más.
—¿Qué pasa con el arzobispo? —preguntó Petros, extrañado, al ver
que el sacerdote seguía hablando solo—. Tenéis mal color, Nightroad...
¿Os ha sentado mal algo que habéis comido?
—Un momento, hermano Petros —replicó Abel, mientras le
agarraba de la solapa y bajaba la voz con tono conspiratorio—. Tengo que
preguntaros algo importante acerca de la noche del ataque vampiro.
¿Notasteis algo raro entre el arzobispo y la methuselah? ¿Se cruzaron
algunas palabras, por ejemplo?
—¿A qué viene esto ahora? —respondió Petros, molesto.
Sin embargo, al percibir el tono amenazador del sacerdote, decidió
responderle con total sinceridad.
—La verdad es que sí hablaron. No pude oír bien lo que decían...
Pero no creo que fuera nada importante. La vampira dijo algo así como
<<me llevo a Blanchett>>...
—¿<<Me llevo a Blanchett>>? ¿Y eso no os parece raro? ¿Acaso no
se supone que había venido a matarla? ¿Qué sentido tiene secuestrarla y
aumentar el riesgo de ser detenida antes de cumplir con su objetivo?
—¿¡Cómo voy a saber lo que piensa uno de esos monstruos!?
Disfrutan haciéndonos sufrir. Sería para vejarnos aún más —respondió
Petros molesto, como para cerrar la conversación, pero Abel no se lo
permitió.
—¿Y cómo logró la methuselah infiltrarse en el teatro? ¿Cómo logró
burlar unas medidas de seguridad tan estrictas como aquéllas?
—Bueno, hay muchas maneras. Los camerinos, los conductos de
ventilación...
—Eso tampoco lo explica todo. Si realmente es una asesina enviado
por el Imperio, difícilmente podía conocer los detalles del teatro. Si tenía
esa información, ¿quién se la proporcionó?
—¿¡Y cómo se supone que tengo que saber yo eso!?
Las agudas preguntas de Abel le hacían perder la paciencia. Petros
gritaba tan furioso que parecía estar a punto de lanzarse a mordiscos sobre
el sacerdote, pero éste no parecía darse cuenta de ello.
—Hermano Petros..., ¿qué os parece esta hipótesis? —prosiguió
Abel, cuya voz era tan débil que parecía estar hablando consigo mismo
pese a tener los ojos fijos en el arzobispo—. Alguien ayudó a la methuselah
a infiltrarse en el teatro, alguien que quería que matara a Esther. Por
cualquier razón, la methuselah decidió no hacerlo y, en vez de ello, la
raptó. Al ver que le había perdonado la vida, Esther decidió ayudarla...
—¡Epa! ¡Un momento, Nightroad! ¿Qué demonios estáis diciendo?
¿Quién es ese alguien? ¿¡No estaréis sospechando del arzobispo!?
Petros intervino para detener el torrente de ideas del sacerdote. Sin
embargo, la vehemencia con la que le reprendió dejaba adivinar que él
también estaba empezando a tener dudas similares.
—¡Es imposible! A mí ese... A mí su excelencia tampoco me gusta
demasiado, ¡pero sigue siendo el arzobispo! ¿¡Cómo podría una persona así
compincharse con una vampira para matar a la Santa!? ¿Qué beneficio se
supone que obtendría con ello?
—Desgraciadamente aún no puedo responder a esa pregunta, pero...
No tenía pruebas, pero la hipótesis que había tejido era muy
plausible. Cuando Abel se disponía a intentar explicárselo de nuevo al
obstinado inquisidor...
—¡Ah, Abel!, por fin te encuentro. No sabes lo mucho que te he
buscado...
—Cardenal Borgia...
Al sentir en el hombro el golpe que acompañó a la voz frívola, Abel
se giró rápidamente. ¿Cuánto rato haría que estaba allí?
—¿Qué ha ocurrido, para que vengáis aquí? ¿Ya están listos los
preparativos en la catedral?
—¡Huy, eso es superaburrido! Así que he decidido escaquearme.
El rostro del joven aristócrata no mostraba el más mínimo
sentimiento de culpa. mientras Abel lo observaba e intentaba adivinar si
había oído su arriesgada hipótesis, el cardenal seguía parloteando sin ton ni
son.
—Es que ese tipo de cosas me dan megapalo, ¿sabes?, como que no
son para mí, ¿sabes lo que quiero decir? O sea, que estoy como..., como
desaprovechando mi talento. Y mientras tanto, los medios le sacan fotos a
ese vejestorio, ¿ves?, cuando podrían sacárselas a alguien con mucha más
clase, ¿sabes?, como yo, por ejemplo...
—¿Qué os trae exactamente por aquí?
Si no le interrumpía, el cardenal Borgia era capaz de seguir
parloteando solo durante horas.
—¿Veníais a buscarme?
—¡Ah, sí! Toma esta carta —dijo el cardenal, entregándole un sobre,
sin dejar de mirar con ojos deseosos al grupo de periodistas—. Me la ha
dado Caterina. Es una carta para ti. Al decir que venía para aquí me ha
pedido que te la trajera... Ahí la tienes.
—¿Una carta? ¿De quién?
Muy poca gente sabía que se encontraba en István. Abel tomó, con
cara extrañada, el sobre que le tendía el cardenal, que parecía que le
estuviera haciendo el favor de su vida. Después de comprobar que
realmente llevaba su nombre impreso, le dio la vuelta.
—El remitente... ¿No lleva remite? ¿Ni dirección? ¿Ni sello?...
Eminencia, ¿de dónde ha salido esta carta?
—Y yo qué sé...
Dejándose caer al lado del Papa, el cardenal más frívolo de la tierra
hizo un gesto de desinterés.
—Pero el sobre el del hotel Csillag, de la calle Kossuth. ¡Huy!, no
sabes lo monas que son las camareras de ese restaurante. Y el bagel de
salmón está...
—A veces me pregunto que habéis venido a hacer exactamente a esta
ciudad...
Abel abrió el sobre con un gesto cansado, como si ya no le quedaran
fuerzas para soportar la palabrería del cardenal. Dejó correr débilmente la
mirada por las líneas de texto y... se quedó helado.
—¿De qué se trata, padre Nightroad? —preguntó Petros al ver que el
sacerdote se había quedado petrificado, casi sin ni siquiera respirar—. os ha
cambiado el color de la cara. ¿Os embargan por las deudas? ¿Os han
despedido?
—¿Eh? ¡Ah...! Esto..., esto... Tengo que irme un momento.
Haciendo un gesto con la mano como para desviar la mirada
extrañada del inquisidor, el sacerdote se dio la vuelta y se dispuso a salir
murmurando una excusa.
—Es que me ha entrado un dolor de barriga de repente... ¿Habrá sido
el atún en conserva de antes? ¡Ay, ay, ay...!
—¡Hermano Petros, detén a ese hombre!
El cardenal Borgia se había levantado rápidamente, lanzado un grito
agudo. Señalando al sacerdote, le ordenó con severidad al inquisidor:
—Hay que investigarle. ¡Que no escape!
Ante la fuerza del gigante que le atenazaba, Abel vociferó:
—¡So..., soltadme! ¡Pero ¿qué estáis haciendo?!
El sacerdote se debatía con todas sus fuerzas, pero el inquisidor ni se
movió. Haciendo un extraño movimiento con los dedos, el cardenal se le
acercó con celeridad.
—¡Soltadme! ¡Yo sólo quería ir al lavabo! ¡Eh...! ¡Ladrón! ¡No está
bien leer las cartas de otros, cardenal! ¡Es un atentado contra mi
privacidad!
—Lo siento mucho, pero los derechos básicos no son aplicables en
este caso. Aquí no hay privacidad que valga —dijo el cardenal, con voz de
placer, mientras abría la carta y empezaba a leer—. A ver a ver... <<El
arzobispo D está preparando un complot. Los detalles están en el hotel
Csillag. Estrella.>> Pero ¿qué es esto? Y yo que pensaba que era una carta
de amor...
Antonio había empezado a leer la carta con una cara digna de un
ángel del Apocalipsis, pero su expresión pronto cambió a decepción.
Dejando correr la mirada por la página impresa, chascó la lengua diciendo:
—¡Pse!, me esperaba cosas más jugosas... Pero esto del <<arzobispo
D>> es D'Annunzio, ¿verdad? Seguro que es él, vamos. ¿<<Preparando un
complot>>? Qué poco sexy... ¡Oye!
El aristócrata abrió los ojos con fuerza, como si hubiera hecho un
gran descubrimiento. Volviendo la cabeza hacia el sacerdote como si de un
resorte se tratara, le preguntó:
—¡No me digas, Abel! Esta Estrella..., ¿es Esther Blanchett?
—¿E..., e..., Esther Blanchett?
El inquisidor, que tenía aprisionado al sacerdote, puso la misma cara
que el cardenal. Respiró violentamente en un intento de controlarse y se
dirigió al aristócrata.
—Eminencia, esto es muy extraño. Quiere que creamos que el
arzobispo trama un complot... ¡Esther Blanchett pretende tendernos una
trampa!
—Ya lo sé. Pero aunque sea una trampa, podemos descubrir el
paradero de Esther. Y si no lo es...
¿Quién habría imaginado que Antonio podía transformarse en
alguien así? El cardenal se giró con una mirada cortante hacia el centro de
los flashes que brillaban en el escenario.
—Hermano Petros..., suéltale —ordenó Antonio con su voz frívola
habitual, volviendo la mirada hacia el inquisidor—. De cualquier modo,
hay que capturar a la hermana Esther. Padre Nightroad, va a ir en seguida a
donde dice esta carta.
—¡Yo también voy! —bramó el inquisidor, temblando mientras se
golpeaba la mano con el puño—. Si le hacemos ir solo puede ser que nos la
juegue. Además, yo también tengo algo pendiente con esa chiquilla. Quiero
ir para verlo con mis propios ojos.
—No sé, hermano Petros... ¿El cardenal Medici no te ordenó
claramente proteger al Papa? Como se entere de que le has dejado solo te
va a caer una buena...
—Grrr...
El comentario del cardenal hizo que al inquisidor se le endureciera la
expresión.
Tenía razón. No podía permitirse desobedecer las órdenes de su
superior y abandonar su puesto. Pero, al mismo tiempo, Petros se daba
cuenta de que estaban muy cerca del meollo del asunto. Si dejaban escapar
esa oportunidad, quizá no volverían a tener otra parecida...
—¿Y..., y..., y si yo le doy pe..., permiso?
Una débil voz temblorosa vino en ayuda de Il Ruinante.
—Ca..., cardenal Borgia, yo s..., soy el Papa y le d..., doy mi
autorización para ello... Eeeh... ¿Puedo?
—¿Santidad?
Las miradas de Petros, Abel y Antonio convergieron sobre un mismo
punto. Quien se dirigía a ellos con voz entrecortada pero clara era la
persona con menos poder y personalidad del Vaticano.
Ruborizado ante la atención de sus interlocutores, Alessandro
prosiguió con una voz que parecía que fuera a quebrarse en cualquier
momento.
—N..., n..., no qui... No quiero que m..., que muera. Por..., por eso,
p..., padre Nightroad, hermano P..., Petros, tenéis qu..., que salvarla, por
f..., favor.
—Su Santidad...
Petros profundamente emocionado, sorbió por la nariz. A su lado,
Abel le susurró a Antonio:
—Eminencia, ¿no decíais que había un bagel de salmón muy rico en
ese hotel?
—¿Eh? ¡Ah, claro, claro...! Santidad, ¿qué os parecería salir
escoltado por estos dos hombres?
Con una sonrisa traviesa, Antonio volvió a su papel de joven frívolo.
Esther Blanchett estaba considerada una traidora. Aunque fuera el
mismo Papa quien le pidiera que la salvaran, no podía permitirlo. Pero...
—El bagel de salmón que sirven en el hotel está superriquísimo. Si
os apetece ir a probarlo, podéis llevaros a estos dos guardaespaldas y nadie
dirá nada..., incluso aunque haya algún problemilla...
El cardenal le guiñó el ojo al ruborizado adolescente y se giró para
decirles con voz serena a los dos hombres:
—Ambos sois servidores del Vaticano. Por al Justicia, la Fe y la
Iglesia..., id al hotel y traedme un bagel de salmón inmediatamente.

Aquella noche, mientras revisaba los libros de contabilidad, Miklós recibió


la visita de una extraña pareja.
En aquella época del año, a las cinco de la tarde ya había anochecido
en István. Sin embargo, tanto el hombre como la mujer que entraron en la
farmacia llevaban gafas de sol. Las ropas que vestían eran del mismo color
negro que las gafas.
—Vaya, vaya, una pareja de sacerdotes... Bienvenidos,
bienvenidos...
Miklós se levantó de la silla, se frotó las manos y se dirigió hacia los
clientes, que permanecían en silencio mientras miraban las estanterías
llenas de medicinas.
—¿Les puedo ayudar en algo?
—Bueno, estamos buscando una medicina un tanto especial... —
respondió la mujer, ante la sonrisa del farmacéutico.
No parecía una mujer normal. Aparte de vestir un hábito de
sacerdote impropio de su sexo, llevaba el escote abierto de manera muy
poco apropiada. Al ver cómo Miklós se quedaba hipnotizado ante el valle
que se abría entre sus pechos, la mujer torció los labios, pintados de
carmesí.
—Es una medicina de las que no se ponen en la estantería... ¿Hay?
—Claro, claro. Podemos prepararles cualquier producto que deseen.
No parecían eclesiásticos respetables, pero Miklós siguió
atendiéndoles, sin revelar su extrañeza. De cara al público, Miklós
Rozsnyai era sólo el encargado de una farmacia polvorienta, pero en el
mercado negro era un hombre bastante conocido. Sin dejar de sonreír, bajó
un poco la voz para preguntar:
—Abortivos, alucinógenos, marihuana, opio... tenemos de todo.
¿Qué desean?
—No es para un ser humano.
La mujer lanzó una risa vulgar mientras mascaba tabaco. Su acento
siciliano daba a sus palabras un eco musical.
—Es para un vampiro. Las pastillas de concentrado de sangre que
has vendido esta tarde.
—¿De qué están hablando?
Miklós se hizo el tonto mientras se deslizaba por dentro de la manga
el cuchillo. Apretando con disimulo el botón de debajo de la mesa con la
pierna, volvió a tomar asiento.
—¿Pastillas de concentrado de sangre para vampiros? Lo siento
mucho, pero no dispongo de ese tipo de productos...
—No es bueno mentir a funcionarios de la Iglesia, Miklós
Rozsnyai... —murmuró con fastidio la mujer mientras se quitaba las gafas.
Mientras movía con un gesto casi obsceno los dientes y la lengua, le
dijo con aire insinuante:
—Hemos descubierto que has conseguido el material. Ahora lo que
necesitamos saber es a quién se lo has pasado. Vamos, suéltalo ahora
mismo.
—No puedo decirles lo que no sé...
A Miklós le cambió el tono, pero no fue al ver a los cuatro hombres
fornidos que habían aparecido en el fondo de la tienda. Fue al darse cuenta
de que su interlocutora conocía perfectamente sus actividades ilegales.
—Cuando hay barullo, en este barrio suelen aparecer cadáveres en la
calle... Venga, guapa, deja de hacerte la chula. Vete a casa antes de que te
coma el lobo.
—El que se está haciendo el chulo eres tú, paleto. —La mujer dirigió
sus ojos afilados a los hombres y dijo en tono burlón—: Será mejor que
cantes mientras te lo pregunto por las buenas..., o no saldrá nadie vivo de
aquí.
—¡No me hagas reír!
Aquella voz airada no era la de Miklós. Los hombres que acababan
de aparecer iban armados con porras, mazas y cuchillos, herramientas muy
poco apropiadas para trabajar en una farmacia. Bajo la luz vacilante de las
lámparas de gas se abalanzaron sobre la mujer...
—Cero como ochenta y un segundos demasiado tarde.
Cuando resonó la voz monótona, las armas salieron despedidas como
por arte de magia de las manos de sus dueños, y los hombres cayeron al
suelo entre gemidos. Sin mirar a los matones abatidos ni a su compañero,
que empuñaba dos enormes pistolas humeantes, la mujer se acercó al
asombrado farmacéutico.
—¿Qué estabas diciendo...?
—N..., no era de la ciudad.
Normalmente, tenía suficiente confianza en sus habilidades con el
cuchillo, pero en ese momento no se atrevió a mover ni un dedo. Con la
mirada fija en las armas humeantes, Miklós explicó apresuradamente:
—Eran huéspedes del hotel Csillag. ¡Eso es todo lo que sé!
—El hotel Csillag... —repitió la mujer con voz ronca.
Le dio a Miklós un par de golpecitos en la cabeza, como para indicar
que ya había acabado con las preguntas, y se giró.
—Gracias... Vosotros mejor que le deis las gracias también al canijo.
Habéis tenido suerte de que tenga buen pulso...
—¡Te vamos a...!
El grito áspero sonó en aquel momento. Antes de que Miklós pudiera
detenerle, uno de los hombres se había levantado y blandía un cuchillo. Era
un joven robusto, pero no parecía muy inteligente. Agarró el cuchillo como
un hacha y lo lanzó con fuerza hacia las figuras que se dirigían a la puerta.
—¡No!
El aviso de Miklós llegó demasiado tarde. El arma mortífera atravesó
el aire y se le clavó a la mujer por la espalda; la punta la salió por el lado
opuesto y se alojó en el marco de la puerta.
—¡Im..., imposible!
No fue un grito de victoria lo que pronunciaron los labios del
hombre. Tenía los ojos fijos en la mujer, como si se hubiera olvidado
incluso de parpadear.
—¡Pse!, para ser un paleto, tienes buen brazo... Me has dado de lleno
en el corazón.
La mujer estaba clavada en la puerta, pero lanzó una carcajada.
Desde la punta del filo hasta la empuñadura, el cuchillo empezó a
brillar con una extraña luz blanca. Lo más sorprendente era, sin embargo,
que con el corazón atravesado la mujer aún se mantuviera en pie por sus
propios medios. Además, no sólo no le había salido ni una gota de sangre,
sino que el hábito no se le había desgarrado. ¿Qué quería decir todo
aquello?
Ante el asombro de todos los presentes, la mujer se dio al vuelta y
tendió los brazos hacia los hombres con un ademán provocativo.
—Como ha sido un lanzamiento así de espectacular..., te voy a hacer
algo con lo que vas a disfrutar.
—¡Deteneos, hermana Mónica Argento!
Cuando el pequeño sacerdote gritó, la mujer movía las manos como
si fueran serpientes. Los dedos extendidos se alargaron hasta el pecho del
hombre. Cuando éste intentó apartarlos con un golpe...
—¡Ah...!
Se oyó un gemido. Los dedos de la mujer tendrían que haberse
desviado, pero se habían plantado en el pecho del hombre. Y lo más
asombroso no era eso, sino que se habían convertido en armas afiladas para
atravesar a su víctima. El hombre no sangraba... Sus ropas no se habían
desgarrado...
La mujer le hundió el brazo en el cuerpo como un espejismo.
—Reza tus últimas oraciones...
Ante el susurro de la mujer, el hombre puso los ojos en blanco y
empezó a temblar violentamente. En un instante, todos los orificios de su
cuerpo empezaron a sangrar a chorro.
—¡Aaaaah!
Mientras el resto se cubría el rostro para protegerse de la lluvia de
sangre, la mujer retiró el brazo. Ni una gota le había manchado el rostro,
pero sus sonrientes labios brillaban como la sangre fresca. El cadáver se
desplomó. Salvo la sangre que había perdido, no se apreciaba en él ninguna
herida.
—Hermana Mónica, está prohibido provocar más muertes de las
necesarias. Me veré obligado a informar de esto a la duquesa de Milán —
dijo el pequeño sacerdote, mientras bajaba la mirada hacia el cadáver.
La voz era mecánica, pero contenía un eco de disgusto fácilmente
perceptible. La mujer, por su parte, respondió con voz despreocupada:
—Qué serio eres, Iqus. Esto es legítima defensa. Le-gí-ti-ma de-fen-
sa. ¿Acaso no tiene derecho a protegerse una débil doncella como yo?
Después de darle una patada al cuerpo caído, la mujer se giró y,
riendo, salió de la farmacia. El sacerdote se quedó un momento mirando al
suelo, como si fuera a responderle algo, pero finalmente la siguió e
silencio.
—¿Eh...? ¿¡Qué te ha pasado!?
No fue hasta que las dos figuras hubieron desaparecido por al puerta
que los hombres de la farmacia volvieron en sí. No había duda de que su
compañero caído había muerto. Cuando intentaron levantarlo del suelo ,el
pesado cuerpo ya había empezado a enfriarse.
—¡Pero ¿qué demonios ha hecho ésa...?! —gimió Miklós, tapándose
la boca con la mano.
¿Cómo lo había hecho? No se veían heridas por ningún lado. Le
levantaron la camisa para observarlo, pero, aparte de unas leves manchas
blanquecinas a la altura del pecho, el cuerpo estaba intacto.
—¡Hmmm!, ¿qué es esto?
Cuando estaba a punto de dejar el cadáver de nuevo en el suelo,
Miklós frunció las cejas, extrañado. Con la mano que tenía apoyada en el
suelo había notado el roce de algo caliente. Al mirar para ver qué era...
—¿¡Eh!? ¡Aaaaaah! —chilló el farmacéutico.
Sobre el suelo de la farmacia había un corazón humano.

IV

El río Danubio, que atravesaba István de norte a sur, dividía la ciudad en


los distritos de Buda y de Pest. Aunque diversos puentes, de una extensión
total de trescientos treinta metros, unían las dos partes, cada una tenía su
personalidad especial, como su fueran dos ciudades distintas.
La parte de Pest, era, ya desde antes del Armagedón, donde vivían
las clases populares y donde se producía la mayor parte de la actividad
económica. Ni el dominio de Gyula ni la liberación la habían cambiado, y
más del noventa por ciento de los ciudadanos habitaban en ella.
La orilla opuesta, Buda, había sido el palacio privado de Gyula y,
durante el régimen del vampiro, estaba vedada al resto de habitantes. Tras
la liberación, la central de la Guardia que había destruido La Estrella de la
Desolación había sido reconstruida allí, en un nuevo complejo que incluía
acuartelamientos y un campo de ejercicios.
—A mí me parece que el sitio que tiene más puntos es éste...
Esther hizo una marca en rojo sobre el plano desplegado, mientras
hablaba con la muchacha de cabellos rizados que tenía al lado.
—Hace un año estuve en el que entonces era el palacio del marqués.
Éste sería el lugar idóneo para tener encerrados a vuestros vasallos.
—Aunque no es seguro que están ahí... —dijo Shahrazad, mientras
jugueteaba con su brillante melena.
Era probable que estuviera extremadamente nerviosa, pero no lo
demostraba: hablaba de una manera elegante y pausada que empezaba a
poner nerviosa incluso a Esther.
—Pero ya veo lo que dices. Éste es el lugar más probable. ¿Y si
están en otro sitio? No tendremos más que una única oportunidad de
intentarlo.
—Ahí está el problema precisamente.
Esther soltó el lápiz rojo y dejó que los dedos bailaran por encima de
las inscripciones que llenaban el mapa.
Ya habían recogido la cena y las habían dejado solas de nuevo.
Butler y Guderian habían ido a hablar con su conocido dentro de la Iglesia
e Ignaz había vuelto a su trabajo. Con los codos apoyados con cierta
dejadez sobre la mesa, que era tan grande como su celda del convento,
Esther se apartó, molesta, los rojizos cabellos que le caían sobre la cara.
—Pensaba que si lográbamos recuperar a vuestra familia la situación
mejoraría, pero... Quizá sea mejor esperar a entrar en contacto con la
cardenal Sforza.
—Perdona, todo esto es por mi culpa.
—No, no, no lo decía por eso...
Esther negó con la mano ante la cara de culpabilidad de la
methuselah. Mirando por la ventana hacia la calle desierta, se disculpó ante
su compañera por su imprudencia.
—No os echo en cara nada. Es que me da rabia ver qué poco puedo
hacer...
—¿Rabia?
La methuselah repitió la palabras de Esther y torció la cabeza como
si se esforzara por entender algo incomprensible.
—¿Qué es lo que te da tanta rabia?
—Muchas cosas. Que me utilicen como propaganda. Que me hagan
hacer el papel de Santa, que no me pega para nada. Que quieran llevarme al
martirio. Me da rabia que me utilicen como excusa para una cruzada...
Las luces de la ciudad habían empezado a encenderse al mismo
tiempo que descendía la oscuridad nocturna. La luz de las lámparas que
recorrían las calles como un collar hacía resaltar en el rostro de Esther la
expresión de cólera.
No sólo la utilizaban como un objeto, sino que incluso su vida y su
muerte estaban a merced de las decisiones de terceras personas. Sólo era
una muchacha que no tenía fuerzas ni siquiera para ayudar a una
methuselah en apuros. Sólo era...
—La verdad es que no lo soporto más.
—No se le puede hacer nada.
Shahrazad sonrió como si estuviera intentando consolar a una
hermana pequeña testaruda. Bajó los ojos, que parecían dos amatistas
talladas por un artesano genial, y suspiró:
—Al fin y al cabo, eres miembro del Vaticano. En una organización
así de enorme es difícil hacer oír tu opinión individual.
—Ya lo sé, pero...
Esther se mordía los labios como si no estuviera nada convencida.
Shahrazad tenía razón, probablemente. Pero había algo que seguía
sin tener sentido para la monja. ¿Justificaba el tamaño de la organización el
hecho de que se sintiera así de amenazada?
Entonces, de repente, se abrió la puerta de la sala de estar. Esther
estiró la mano hasta la escopeta que tenía posada sobre las rodillas. Una
figura corpulenta entró en la habitación llevando una bandeja.
—¡Qué aplicadas que os veo! ¿No estáis cansadas? ¿Os apetece
beber algo?
—¡Uf, Ignaz...! , no nos des estos sustos.
Al reconocer a su antiguo compañero, Esther retiró el dedo del
gatillo. Dejó sobre la mesa la escopeta recortada y le recriminó:
—Al menos, podrías llamar a la puerta...
—Perdón, perdón... No quería asustaros.
Ignaz esbozó una sonrisa mientras posaba la bandeja y les servía a
las muchachas dos tazas humeantes llenas de un líquido marrón oscuro.
—Pero no tienes por qué estar tan intranquila. Saltas por cualquier
cosa... Bebed un poco de chocolate para relajaros.
—Gracias... Bebed, bebed, Shahra. Este chocolate es la especialidad
de Ignaz. Es una receta original suya.
Esther rió alegremente mientras tomaba la taza de líquido fragrante.
Desde la época de partisana, aquel chocolate que preparaba Ignaz era su
bebida favorita. Sorbió el líquido con satisfacción y le sonrió al gigante,
que se había sentado a su lado.
—Está riquísimo... Qué contenta estoy de que te acuerdes de mi
bebida preferida.
—Cómo iba a olvidarme, con la de veces que te la he preparado...
Ignaz sonrió como un mastín que recibiera los elogios de su amo y
agarró la escopeta recortada, que descansaba sobre la mesa. Mientras
jugueteaba de forma distraída con el arma, preguntó sin interés:
—¿Y qué? ¿Habéis encontrado alguna información útil?
—Bueno, la verdad es que nos hemos dado cuenta de que ahora
mismo no podemos hacer gran cosa.
El chocolate con cacahuetes tostados era extremadamente dulce, pero
Esther ponía cara amarga.
—Además de tener a la Guardia y la Inquisición persiguiéndonos, no
sabemos dónde se encuentran los rehenes. Hasta que no contactemos con la
cardenal Sforza no podremos hacer nada, la verdad. ¿El señor Butler no ha
vuelto todavía?
—Pues no... Y ahora que lo dices, ya es un poco tarde.
Esther levantó la mirada hacia el reloj de la pared. ya hacía más de
dos horas que Butler y Guderian habían abandonado el hotel. Estaban
tardando bastante...
—¿Eh?
Por un momento, había parecido como si las agujas del reloj se
doblaran. Esther se frotó los ojos o, mejor dicho, intentó frotárselos... La
muchacha perdió, de repente, el equilibrio. Si Shahrazad no la hubiera
sostenido, habría caído al suelo cuan larga era.
—¿Qué te pasa, Esther?
—¡Hmmm...! No tengo fuerza en... —murmuró Esther, como
mareada.
¿Qué le estaba ocurriendo? Era como si hubiera perdido toda la
fuerza del cuerpo. Además, la mirada se le estaba llenando de unas
manchas blancas...
—¿Estás bien, Esther? Ignaz, ¡a Esther le pasa algo! —gritó nerviosa
la methuselah, sin soltar a la muchacha débil como una flor marchita—
marchita—. Hay que llamar a un médico! ¡Puede que está enferma!
Sin embargo, Ignaz seguía sentado tranquilamente con una expresión
serena que contrastaba con la agitación de Shahrazad y miraba a Esther sin
soltar la escopeta. Con manos torpes, sacó las balas convencionales de la
recámara y las sustituyó por proyectiles de color plateado.
—No, no está enferma... Es el efecto de las drogas. En seguida se le
pasará.
—¿¡Drogas!? ¡Pero ¿qué...?!
Shahrazad no tuvo tiempo de terminar su pregunta porque vio cómo
Ignaz levantaba la escopeta y le apuntaba. Mejor dicho, porque vio que al
mismo tiempo se abría la puerta e irrumpían en la sala un grupo de
hombres uniformados.
—¡Pero ¿éstos son...?!
Mientras Shahrazad se recuperaba de su asombro, los soldados de
uniforme gris azulado rodearon con rapidez a las muchachas y las
apuntaron con sus armas. Detrás de ellos apareció un oficial que la saludó
con una burlona voz nasal.
—Buenas tardes, señorita vampira.
—¿¡Tú!?
Shahrazad lanzó un grito de sorpresa al reconocer al teniente Ferenc
Dobó bajo los vendajes que le cubrían parte de la cabeza. De forma
instintiva levantó el brazo...
—¡No te muevas, vampiro!
Una voz cortante le detuvo. Ignaz le gritaba con la voz llena de odio
mientras apuntaba a Esther con la escopeta.
—Si te mueves, mato a Csillag... Suéltala y retírate despacio.
—...
A aquella distancia, la velocidad sobrehumana de la methuselah le
habría permitido esquivar los disparos, pero no podría haber hecho nada
para salvar a Esther. Con la expresión endurecida, Shahrazad dejó a la
monja en el suelo y empezó a retroceder, con las manos levantadas sobre la
cabeza.
—Buen trabajo, Lukács.
Mientras Ignaz le apuntaba, tembloroso con la escopeta, los soldados
esposaron a la methuselah. Dobó la miró con desprecio y puso una mano
sobre el hombro del antiguo partisano.
—El arzobispo está muy impresionado por tu valor y capacidad de
reacción. Te tendrá muy en cuenta para futuras inversiones.
—...
Ignaz seguía con el rostro tenso, como si no oyera las alabanzas del
oficial. La causa de su nerviosismo era el hilillo de voz que se elevaba
desde el suelo.
—I..., Ignaz, me has traicionado...
Esther sólo podía abrir un ojo, pero lo tenía fijo en el gigante. Sólo
podía mascullar con dificultad, pero el tono de recriminación era
inconfundible.
—¿Por qué? ¿¡Por qué me has traicionado!?
—¿Qué por qué? ¡Eso querría saber yo!
El gigante replicó airadamente a las acusaciones de la muchacha. Sin
dejar de apuntarle entre las cejas con la escopeta, lanzó un rugido que
apestaba a alcohol.
—Tú eras nuestra Estrella. Tú eras nuestra Santa. Y te alías con este
monstruo... ¿¡Es que no sabes lo que es!? ¡Es nuestro enemigo! ¡Es un
vampiro!
—N..., no...
La droga parecía haber tenido muy poco efecto. Gracias al
entrenamiento que había recibido en el Vaticano, Esther pudo empezar a
recuperar el control del cuerpo y, reuniendo todas sus fuerzas, respondió
con energía a su antiguo amigo.
—No, Ignaz... Ella no es el enemigo...
—¿Me vas a decir que no hay enemigos? ¿Que el error está en
buscar enemigos? No, Csillag, eres tú la que se equivoca... ¡Ése es nuestro
enemigo! —bramó Ignaz.
Las manos le temblaban de tal manera que parecía estar a punto de
apretar el gatillo en cualquier momento. Sin embargo, logró controlar el
ataque de ira , tras lanzar un profundo suspiro, dejó caer los hombros con
expresión de dolor.
—Siento mucho haber tenido que engañarte así..., pero no tenía otra
opción. Perdóname, Csillag.
—¿Ya estás más calmado, Lukács? —preguntó Dobó, dándole unos
golpecitos en el hombro—. Si estás bien, apártate un poco, que ahora me
toca a mí.
—¿Ahora te toca qué?
Ignaz miró, confuso, el arma que empuñaba el oficial.
Interponiéndose entre él y la monja caída, preguntó, extrañado:
—¿Qué dices? ¿No habíamos quedado en que os llevaríais a la
vampira y me dejaríais a Csillag a mí? Ya habéis capturado al monstruo.
desapareced de inmediato de mi hotel.
—No te preocupes, que nos iremos sin que nos lo pidas..., después
del martirio de la hermana Esther.
El teniente levantó el percutor de su pistola al mismo tiempo que
Ignaz le miraba, alarmado.
—¡Pero ¿qué...?!
Ignaz cayó al suelo como si se le hubieran soltado las rodillas. Con
ojos incrédulos, miraba el arma humeante de Dobó y el agujero que se le
había abierto en el vientre.
—¿¡Po..., por qué...!?
—Lo siento, Lukács. Seguimos con el plan.
Esther se quedó helada, casi sin acordarse del dolor que sentía. El
teniente le apuntó con la pistola y dijo, encogido de hombros:
—Si no sufre martirio, no podrá empezar el siguiente acto de la
función. Además, sabe demasiado para que podamos dejarla
tranquilamente con vida...
—¡Maldito!
Escupiendo sangre por la boca, Ignaz levantó la mano hacia el oficial
para agarrarle del uniforme... Pero antes de que le pudiera alcanzar resonó
un disparo y el antiguo tabernero se retorció como si hubiera sufrido una
descarga eléctrica.
—¡I..., Ignaaaaaz! —gritó Esther con todas sus fuerzas.
Sus ojos asombrados vieron cómo el gigante quedaba tendido en el
suelo con un enorme agujero negro abierto a la altura del corazón; a su
alrededor se extendía una mancha rojiza.
—¡Ignaz! ¡Resiste!
—Perdóname..., Csillag... Yo...
Esther se arrastró como pudo hasta el antiguo partisano, que se
encontraba en medio de un charco de sangre. Aferrándose a sus últimas
fuerzas, Ignaz abrió los ojos por última vez para murmurar:
—Yo... sólo... te...
<<Yo sólo te...>> ¿Qué quería decirle?
Esther no llegó a oír el final de la frase. Un violento espasmo
recorrió el cuerpo del caído; los labios se quedaron abiertos en vano y las
palabras se perdieron en la eternidad.
—Vaya manera tan miserable de morir.
Esther estaba abrazando el cadáver cuando la voz le golpeó los
tímpanos. Quien había hablado había sido Dobó, que apuntaba hacia la
monja con su pistola aún humeante.
—Pero no te preocupes, Santa. Tú tendrás una muerte gloriosa.
<<Santa Esther, que derrotó al demonio Gyula y liberó István. Tuvo una
muerte magnífica, pues antes se llevó por delante a una malvada
vampira...>>. O algo por el estilo...
Mientras recitaba el epitafio que había compuesto, el teniente levantó
el percutor de su arma. Mirando el rostro de Esther, pálido de ira y odio,
dijo con sarcasmo:
—Esta vez va en serio. ¡Adiós, Csillag!
Casi al mismo tiempo que apretó el gatillo se escuchó una
detonación y un gemido. Pero no fue Esther quien gritó de dolor.
Fue el teniente, que vio cómo la pistola le salía disparada de la mano
antes de que pudiera abrir fuego. Su grito quedó en seguida apagado por el
estruendo de los cristales, que se rompieron cuando unas figuras entraron
destrozando las ventanas de la habitación.
—A ver si dejamos de decidir así acerca de la vida de los otros...
En la sala había aparecido una sombra que parecía la encarnación de
un dios de la muerte. Era un sacerdote vestido de negro, que abatió a tiros
uno a uno a los soldados de la Guardia antes de que pudieran reaccionar.
—¿¡Pa..., padre Nightroad!?
—¿Estás bien, Esther?
Al mirar a la monja caída, al sacerdote le apareció una luz suave en
el rostro. En cuanto se apercibió del cadáver que había junto a ella, arrugó
las cejas con dolor.
—Perdona, Esther, si hubiéramos llegado antes...
—¡Pero ¿qué demonios te crees que haces?!
Un grito airado interrumpió las disculpas del sacerdote. Dobó se
había incorporado bramando, en medio de los pocos soldados que
quedaban en pie.
—Voy a cumplir mi misión sea como sea. ¡Aunque seas sacerdote,
no tendré compasión!
—¿Que no <<tendré compasión>>? Oye, chaval, esa frase es mía...
La voz que cortó los alaridos del teniente le venía directamente desde
arriba.
Al levantar instintivamente la mirada, los soldados vieron cómo la
lujosa araña del techo se les caía encima, acompañada de una tormenta de
yeso. Y no sólo eso. Sobre los soldados se abalanzó también una figura
equipada con una armadura blanca.
—¡Se presenta el hermano inquisidor Petros! —gritó la sombra
equipada con el hábito santo del Señor, cuádruple escudo del sistema
autónomo de apoyo al combate.
Blandió su maza y se dirigió airadamente al oficial.
—¡Teniente Dobó, he visto con mis propios ojos cómo intentabais
matar a la hermana Esther! Esposad a vuestros hombres de inmediato.
Deprisa, si no queréis que tenga que hacerlo yo mismo.
Ante la mirada severa de Il Ruinante, Dobó y sus hombres se
pusieron de pie e intentaron apuntar con sus armas a los intrusos.
—¡Inquisidor o lo que sea, da lo mismo! ¡Fuego!
—¡No seáis idiotas! —vociferó Petros, al ver cómo los cañones se
volvían hacia él—. Un caballero de la Fe y la Justicia como yo no tiene ni
para empezar con morralla como vosotros.
La ferocidad de su voz hizo que un escalofrío les recorriera el
cuerpo. Il Ruinante dio un salto y se abalanzó en medio de los soldados,
blandiendo sus armas. Convertido en un torbellino que casi llegaba a la
velocidad del sonido, abatió a los hombros de uniforme gris azulado. Los
que fueron lo suficientemente afortunados para escapar del impacto directo
de las screamer cayeron derribados por el efecto de los escudos.
—¡Aaaah! No sois más que moscardones. No me valéis ni para
entrenarme.
—Hermano Petros, por favor. Tened un poco de miramiento.
Mientras ayudaba a Esther a levantarse, Abel intentó controlar al
inquisidor, que rugía como un ciclón entre los soldados abatidos. Sirviendo
de bastón a la monja, la llevó tambaleándose hasta la muchacha que estaba
esposada en una esquina de la habitación.
—Sois Shahrazad, ¿verdad?
El sacerdote se dirigió con una sonrisa a la methuselah, que seguía
con el rostro tenso, e intentó tranquilizarla.
—Muchas gracias por salvar a Esther... Nosotros os protegeremos.
¿Queréis acompañarnos?
—El arzobispo tiene a mi familia... —respondió Shahrazad, mientras
dejaba que el sacerdote le quitara las esposas de plata—. Si queréis
ayudarme, tenéis que salvarlos a ellos también.
—Por supuesto. Pero lo primero es salir de aquí...
La voz de Abel quedó apagada bajo el estruendo de las botas
militares y los gritos que se acercaban por el pasillo.
—¡Pse!, ¿vienen refuerzos! ¡Os puedo hacer pedazos seáis cuantos
seáis!
Petros chascó la lengua mirando hacia la puerta. Todos los soldados
que le habían recibido en primer lugar estaban caídos por al habitación,
pero el grupo que llegaba de refuerzo era más numeroso. Ágilmente, Il
Ruinante cerró la puerta y la bloqueó con la mesa. A puntapiés, envió los
cuerpos inertes de los soldados encima de la mesa mientras gritaba:
—¡Hay que retirarse de inmediato, padre Nightroad! ¡No podemos
combatir libremente con ellas aquí!
—Tenéis razón —dijo el sacerdote, que aún sostenía a la monja—.
Shahrazad, hay que cambiar de aires... ¡Seguidme!
—¡Eh!, un momento...
La methuselah se giró para recoger la escopeta de Esther del suelo y
plantarse ante el teniente caído.
—¿Dónde tenéis a mi familia! —le preguntó, agarrándole el pecho al
mismo tiempo que le amenazaba con el arma—. ¿Dónde los habéis
encerrado? ¡Contesta!
—El p..., El palacio arzobispal...
El terror ante la vampira le hizo responder en seguida.
Completamente derrotado, el oficial explicó con rapidez:
—Los calabozos del palacio arzobispal... ¡De verdad!
—Los calabozos del palacio arzobispal...
¡Eso era en el terreno de la catedral de István, donde habían estado la
noche anterior! ¡Los habían tenido tan cerca sin saberlo...! Shahrazad
chascó la lengua de frustración al mismo tiempo que tiraba al teniente de
nuevo al suelo.
—Padre, tenemos que ir en seguida al palacio —le susurró Esther a
Abel al oír las palabras del oficial—. El arzobispo no tardará en enterarse
del fracaso de sus hombres... ¡Hay que rescatar a la familia de Shahra
cuanto antes!
—De acuerdo..., pero antes tienes que recuperarte un poco —asintió
el sacerdote.
Mientras se ataba a la cintura la cuerda que había utilizado para
irrumpir en la habitación, miró hacia el exterior a través de la ventana rota.
En el patio trasero del hotel había una línea de vehículos militares.
—A la catedral llegaremos antes en coche. Pero antes hay que bajar
de aquí... Agárrate, Esther —dijo Abel, a la vez que colocaba los brazos
alrededor de la cintura de la monja.
Una vez que hubo comprobado que la tenía bien agarrada, dio un
salto desde la ventana. Se apoyó diversas veces con los pies en la pared
para amortiguar la caída y se deslizó rápidamente hasta el suelo, donde los
esperaba ya Shahrazad.
Un instante después, aterrizó junto a ellos, como un meteorito, Il
Ruinante.
—Venga, ¿requisamos un vehículo?
Petros recorrió con la mirada el patio trasero y, antes de que Abel
pudiera detenerle, se dirigió al vehículo más cercano: un coche blindado de
seis ruedas del ejército del Vaticano.
—Venga, todos adentro. ¡No os durmáis! ¡No hay tiempo que
perder!
—Siempre escogéis el vehículo más llamativo... —dijo Abel con
resignación.
Más que intrépido, Il Ruinante era temerario. Pero el tiempo
apremiaba y no podían perderlo en discusiones. El sacerdote posó a Esther
con delicadeza en el suelo y la ayudó a avanzar hasta el vehículo.
—Eh...
El efecto de la droga aún no había desaparecido del todo. No parecía
que las piernas pudieran sostenerla, y cuando Abel extendió los brazos para
que no cayera...
—¿¡!?
Algo le pasó con estrépito por delante de la nariz.
Al mismo tiempo que algunos cabellos canosos revoloteaban por el
aire, las baldosas del suelo se convirtieron en un colador. Antes de que se
diera cuenta de que le estaban disparando, Abel abrazó con fuerza a Esther
y dio un salto. Con una agilidad digna de un bailarín, brincó hasta la puerta
del vehículo para intentar protegerse en su interior. Sin embargo, el tirador
que le acechaba desde la oscuridad había previsto ese movimiento. Una
serie de ráfagas le cortaron los pasos, forzándole a retroceder.
—¿¡Nightroad!? —gritó Petros, al ver que el sacerdote y la monja se
alejaban del vehículo blindado.
Distanciándose del coche, se acercó a sus compañeros.
—Preocúpate de ti mismo antes de ayudar a otros, inútil...
Cuando la maliciosa voz le resonó en los oídos, Il Ruinante ya estaba
blandiendo instintivamente sus mazas. Sin embargo, dirigió los discos de
alta frecuencia hacia el origen de aquellas palabras. Fuera quien fuera quien
las había pronunciado, la potencia del impacto lo haría añicos. O eso era lo
que pensaba...
La voz burlona había desaparecido. Al girarse, Petros no vio a nadie
y se quedó petrificado.
—Maldito seas ¿dónde demonios...? —murmuró el inquisidor.
Cuando notó en la nuca el tacto de dos de los Cinque Dea lanzó un
gemido, intentando descubrir a quién tenía detrás.
—¿Quién eres? ¿De dónde...?
—Soy Mónica.
Las dos Cinque Dea se dieron al vuelta, rascando la nuca del
inquisidor, que brillaba con luz blanco azulado.
—Soy la agente Black Widow... De la competencia, vamos —dijo la
voz, tranquilamente.
La luz de la luna bañó el cuerpo del monje soldado cuando cayó al
suelo. Le salía un chorro de sangre por la nuca.
Abel se quedó estupefacto al presenciar la escena.
—¡Pe..., Petros!
Dejó a Esther en el suelo y se dispuso a abalanzarse sobre el
inquisidor, pero... una bala detuvo sus pasos.
—Cambio de modo tirador a modo genocidio... Vuestra resistencia
es inútil. Solicito que tiréis las armas, padre Nightroad.
Una voz fría laceró los oídos del sacerdote. A través de la noche, la
luz rojiza de una mira láser brillaba como los ojos de un monstruo
hambriento.
Al ver la figura que se acercaba con pasos regulares, Abel ahogó un
grito.
—Pa..., padre Tres...
Capítulo 4

EL ESTIGMA DE LA SANTA

¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y


vengas nuestra sangre de los que moran en la tierra?

Apocalipsis 6,10

—¡Padre Tres, contestadme!


Abel parecía ajeno al hecho de que una Jericó M13 Dies Irae seguía
apuntándole con precisión entre las cejas.
—¿¡De verdad vais a sacrificar a Esther!? ¿¡Hasta ahí pensáis
llegar!? —le preguntó a su compañero, que le miraba de forma inexpresiva
tras las pistolas.
El soldado mecánico no cambió de cara y ni siquiera se giró hacia el
sacerdote. Mientras controlaba a Abel con una pistola, con la otra se dirigía
a la monja.
—Esther Blachett, funcionaria de la Secretaría de Estado, os
conmino a deponer las armas y alejaros inmediatamente de la vampira. En
caso contrario, no puedo garantizar vuestra supervivencia
—Pa..., padre Iqus... —gimió la joven pelirroja.
El miedo se había apoderado por completo de ella. Moviendo con
gestos aturdidos la escopeta, intentó preguntar con un hilo de voz:
—¿Qué significa esto...?
—Significa que hemos venido a cargarnos la vampira y a llevarte de
vuelta con nosotros, viva o muerta, chavalita.
Una voz ronca interrumpió a la monja. Era la mujer que estaba al
lado del cuerpo de Il Ruinante. Los filos Cinque Dea aún goteaban.
—¿No has oído lo que ha dicho el padre? Ya te estás apartando de
ahí. ¿O quieres que te volemos esa cabecita tan mona de un tiro?
¿Acaso no comprendía las palabras de Mónica? Sin dejar de negar
con la cabeza, Esther se irguió para cubrir mejor el cuerpo de Shahrazad de
la amenaza de la pistola. Era imposible que no entendiera lo que podía
ocurrirle. Sin embargo, la joven permanecía inmóvil como un ángel de la
guarda, aunque pálida y mordiéndose los labios.
—¡Un momento! ¡Debéis tener en cuenta las circunstancias que
forzaron a Shahra..., a la methuselah a llevar a cabo el ataque! Ella...
—Ahora no hay tiempo para hablar de circunstancias, Esther
Blanchett.
La voz monótona cortó el intento de explicación al mismo tiempo
que la amenazante mira láser se posaba sobre el pecho de la monja.
—La Inquisición y la Guardia os quieren ejecutar como traidora. Si
os capturan no sólo perderéis la vida. Según cómo vayan las cosas, podría
suceder que se vea amenazada incluso la duquesa de Milán... Si entendéis
las implicaciones de lo que estoy diciendo, apartaos, por favor. Tenemos
que eliminar a la vampira antes de llevaros de vuelta a la Secretará de
Estado.
—¡N..., nunca!
Era extraño que Tres dedicara tanto tiempo a dar explicaciones, pero
Esther negó con la cabeza y, como para reforzar sus palabras, extendió los
brazos cubriendo a la methuselah.
—Dejarla morir para salvarme a mi misma... ¡Nunca!
—Esther Blanchett...
Una débil luz de ira le apareció en los ojos al soldado mecánico.
Mientras levantaba el percutor, dijo con tono de conclusión:
—En las circunstancias actuales, es imposible salvaros la vida a las
dos. Sería preferible salvaros al menos a vos, pero...
—Bueno, Tres, basta de cháchara... Que ya llevas un rato diciendo
que las vas a matar... —le interrumpió una voz de fastidio.
Mónica se estiraba jugueteando con sus Cinque Dea mientras ponía
cara de aburrimiento. Sus ojos afilados se dirigían a la monja cuando dijo:
—Si la cría quiere morir, ¿quiénes somos nosotros para
entrometernos? Mátala y acabemos ya con el asunto.
—¡Basta, hermana Mónica! —respondió Tres, con voz cortante.
Cuando el sacerdote giró su pistola, las manos de la agente ya se
dirigían hacia la monja, brillando con luz blanca.
—¿¡Esther!?
—¡Esther!
Abel y Shahra pronunciaron el nombre de la joven al mismo tiempo
que un grito de dolor se escapaba de entre los labios de ésta. Los Cinque
Dea habían salido volando y le habían arrebatado la escopeta de las manos.
Después de recuperar sus armas con un solo movimiento, Mónica dijo con
placer:
—Y si quieres odiar a alguien por esto..., odia a esa zorra.
Con una risotada, las mortíferas armas salieron volando de nuevo
hacia la monja, pero... Si en ese momento una figura no se hubiera
abalanzado sobre Mónica, los Cinque Dea habrían atravesado sin remedio
el corazón de Esther. Al desviarse, los filos sólo cortaron algunos cabellos
rojizos. Black Widow dio un salto, perseguida por el monje guerrero.
—¡Imposible...! ¡Pero si ya me había deshecho de ti! —gritó
Mónica, estupefacta, al reconocer la heroica figura de Il Ruinante.
Sin embargo, en un instante, dos de los escudos del equipo del
inquisidor cayeron al suelo al partirse los cables hidráulicos que los
manejaban.
—Has tenido suerte, inútil... ¡Pero se te ha acabado!
—¡Eres tú quien está acabada!
Petros bramó, enfurecido, al mismo tiempo que cargaba contra la
agente. Pareció soltar las mazas un momento, pero luego las hizo girar
sobre la mano a la vez que se abalanzaba sobre su adversaria.
—¡Hermana Mónica!
El soldado mecánico reaccionó al ver a su compañera en peligro.
Giró velozmente las M13, guió la mira láser hacia la espalda de Petros y
apretó el gatillo...
—¡Perdón, padre Tres!
Una patada desde abajo le impactó en las manos. Tres Iqus se
tambaleó un instante cuando se le abalanzó, a la velocidad de la luz, el
agente que hasta entonces había permanecido inmóvil a sus pies. Abel
blandía su anticuado revólver de repetición.
—¡Lo entenderéis todo cuando os expliquemos las circunstancias!
Al mismo tiempo que se disculpaba, el sacerdote descargó el
revólver desde la altura de la cintura, aprovechando el retroceso de cada
disparo para levantar el percutor con gran habilidad. La ráfaga de seis balas
alcanzó a Tres en el hombro.
—¡!
La piel artificial de macromoléculas y el líquido de transmisión, que
actuó como protector, amortiguaron el impacto de los disparos. Ni una sola
de las balas penetró al interior del soldado mecánico. Sin embargo, la
vibración producida por el choque de los seis tiros superó las capacidades
de los sensores de equilibrio. Después de oscilar de forma violenta, Tres
cayó al suelo cuan largo era.
—¡Esther! ¡Shahrazad! ¡Huid ahora! —gritó Abel, recargando su
arma.
Mientras la methuselah ayudaba a sostenerse a Esther, que se frotaba
la mano dolorida, el sacerdote vociferó:
—¡Deprisa! ¡Nosotros nos ocuparemos de esto!
—¡Gracias, padre! —respondió Esther, pálida—. ¡Pero id con
cuidado, por favor! ¡No os arriesguéis demasiado!
—¡Que digo que deprisa!
Una vez que lo hubo recargado, Abel dirigió el revólver hacia el
sacerdote caído... O, mejor dicho, hacia donde se suponía que éste debía
haber estado.
—Pero... ¿¡dónde se ha...!?
Si al oír el eco de los percutores al levantarse no se hubiera arrojado
de forma instintiva al suelo, la descarga habría agujereado a Abel por la
espalda. Como si persiguiera a la figura del sacerdote que rodaba por el
suelo, un cráter enorme se abrió en el asfalto.
Al ver cómo las dos muchachas desaparecían dentro del vehículo
blindado, la mujer con hábito de sacerdote chascó la lengua.
—¡Mierda! ¡Que se nos escapan las niñatas...!
Poco a poco, el vehículo de seis ruedas empezó a vibrar, como una
ballena que se desperezara, y a echar humo por el tubo de escape. Si se les
escapaban se verían en serios problemas... Mientras esquivaba el ataque de
las screamer, Mónica gritó:
—¡Epa, Iqus! ¡Te dejo a estos dos mamarrachos para ti! ¡Yo
perseguiré a las mocosas!
—¿¡A quién has llamado mamarracho!? —aulló Petros, indignado
por la insolencia de la mujer al hablar así de un adversario tan poderoso
como él, mientras blandía las mazas y apretaba los dientes con rabia—.
¿¡Quién es un mamarracho!? ¿¡Quién!?
—Tú, inútil. Y deja de dar tantas vueltas con eso, que vas a romper
algo.
La hermana Mónica se dirigió con voz burlona al inquisidor al
mismo tiempo que daba un salto. Por muy potentes que fueran aquellas
mazas, no le podían hacer nada si no la tocaban. Siguió esquivando sin
dificultad los golpes, hasta que...
—¿Eh?
Había notado algo en la espalda. Sin darse cuenta, la mujer había ido
retrocediendo hasta quedar atrapada entre una pared y la sonrisa cruel de
Petros.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ya te tengo, estúpida!
El propósito de aquellos golpes exagerados había sido, pues, cortarle
las vías de retirada, nada más. Una vez que vio que su rival había caído en
la trampa, Il Ruinante se dispuso a dar el golpe de gracia...
Pero quien gritó entonces fue Petros, acompañando con su voz el
ruido del asfalto, que se quebraba.
—¡Pe..., pe..., pero ¿qué...?!
Il Ruinante se quedó atónito mirando cómo sus mazas estaban
clavadas en el suelo. Las armas no presentaban ni una gota de sangre. Sólo
brillaban con luz blanca, como si las hubiera pintado con pintura
fosforescente. El golpe mortal había atravesado a la mujer como si fuera un
espejismo.
—¿¡Qué broma es ésta!?
—Luego no digas que no te he avisado. Mira que te he advertido de
que ibas a romper algo...
Con aquellas palabras sarcásticas, la hermana Mónica se empezó a
hundir... en le pared. Mirando cómo desaparecía la agente tal que una
aparición, Petros preguntó, como si recordara algo:
—Atraviesas la pared... ¿Eres hechicera?
En cuanto volvió en sí, el inquisidor lanzó un nuevo golpe con sus
mazas, pero ya era demasiado tarde. El impacto convirtió la pared en un
montón de cascotes, pero ya no había ni rastro de la mujer.
—Maldita sea, se me ha escapado... —murmuró, frustrado, mirando
cómo las piedras brillaban con luz fluorescente.
Mientras observaba las luces traseras del vehículo blindado que se
alejaba en la noche, torció el rostro con preocupación. Incluso para una
vampira, enfrentarse a un monstruo tal...
—No puede ser... ¡Nightroad, hay que reunirse inmediatamente con
Blanchett...! —rugió, girándose hacia su compañero—. ¡Hay que
encontrarlas pronto, o las matarán!
—¡Decidme algo que no sepa!
El sacerdote canoso también tenía el rostro tenso. Escudado tras un
vehículo blindado, flexionaba las piernas como dispuesto a saltar mientras
recargaba el arma. Sin embargo, si se hubiera movido en aquel momento,
habría acabado hecho picadillo sobre el asfalto. Al otro lado, entre dos
camiones estacionados, le observaba un dios de la muerte. Las luces rojas
de las miras láser montadas en sus pistolas de combate mordían la noche
como monstruos hambrientos. Cualquiera habría visto que en aquellas
condiciones era imposible salir de su cobertura sin tomar precauciones.
—¡Mierda! Así... —masculló Abel, sacándose las balas del bolsillo.
Sabía que si aquello se convertía en un duelo de potencia de fuego tenía
todas las de perder—. ¡Hermano Petros, ya me encargaré yo de alguna
manera de esto! ¡Cuento con vos para ocuparos de Esther!
—¡Nightroad! ¿¡Qué pretendéis hacer!?
Casi al mismo tiempo que resonaba la pregunta del extrañado
inquisidor, Abel salió de un salto de detrás del vehículo blindado, a la vez
que lanzaba las balas hacia la farola que había al lado de Tres.
—La resistencia es inútil, padre Nightroad.
La finta no pareció distraer al soldado mecánico. Sin hacer caso
alguno del ruido que hizo el cristal al romperse, Tres apuntó con sus M13 a
la figura del sacerdote. Casi al mismo tiempo, posó el dedo sobre el gatillo
para descargar todo el poder destructivo de las pistolas cuando...
—¡Ahora, Esther! ¡Huye ahora!
—¿¡!?
¿¡Todavía tenía a tiro a su objetivo principal!?
Justo cuando iba a disparar, el soldado mecánico detuvo el
movimiento del dedo. Mientras recuperaba los planos del metro de István
que tenía guardados en la memoria, Tres dirigió los ojos hacia el lugar
donde miraba a Abel... Pero no encontró más que vacía oscuridad.
—¿Es una maniobra de distracción...?
Cuando sus circuitos tácticos llegaron a la conclusión de que había
sido víctima de un engaño primitivo, se produjo una pequeña explosión
ante sus ojos. No fue un estallido demasiado importante, pero fue suficiente
para provocar la confusión en los sensores y procesos de pensamiento del
soldado mecánico durante unas décimas de segundo. Cuando recuperó el
control, ya tenía encima la figura de Abel, que se le había abalanzado como
una bala. El delgado cuerpo tuvo de alguna manera extraña bastante fuerza
como para derribar los doscientos kilos de Tres. Los dos sacerdotes rodaron
enredados por el suelo varios metros.
—¡Padre Tres, por favor! ¡Dejad que nos marchemos!
Abel había quedado encima de su compañero y le apuntaba entre las
cejas mientras le pedía:
—Ahora no hay tiempo de explicarlo todo. Tengo que irme o será
demasiado tarde...
—Negativo, padre Nightroad.
Mirándole inexpresivamente desde el suelo, el soldado mecánico se
negó a aceptar las peticiones de su compañero. Con la pistola de la mano
derecha apuntaba a Petros, quien se acercaba corriendo hacia ellos,
mientras la pistola de la izquierda permanecía a escasos centímetros de la
frente de Abel. Sin levantar el dedo del gatillo, Tres prosiguió:
—Tenéis dos opciones: dispararme o rendiros.
—¡Pero...!
El cañón del revólver de repetición tembló violentamente, reflejando
la agitación de su dueño. Por unos instantes, permaneció fijo entre las cejas
de Tres, pero luego se separó de él.
—Mierda... No puedo dispararos.
El sacerdote canoso retiró su arma, se encogió de hombros y se
levantó con cara llorosa.
—Disparadme si queréis, no me importa. Sólo os pido que dejéis que
ellas escapen... Si no, será inevitable que se inicie la cruzada o incluso el
fin del mundo. Si no consiguen llegar al palacio arzobispal, entonces...
—¿El palacio arzobispal?
Tres se levantó, con un eco de emoción en la voz.
Ni <<cruzada>> ni <<el fin del mundo>> le habían provocado
ninguna reacción, pero las últimas palabras de Abel había hecho que se le
encendieran los ojos.
—¿Blanchett se dirige al palacio arzobispal?
—Así es, el caso tiene relación con el arzobispo D'Annunzio y...
—En el palacio están la duquesa de Milán y Su Santidad el Papa.
Las M13 estaban inmóviles, como pegadas en el aire. SIn embargo,
en la mirada de Tres bullía una luz emocionada mientras explicaba:
—Sus aposentos serán trasladados hay del ala de invitados al palacio
arzobispal... por idea de D'Annunzio.
—¿¡Qué!? ¡Entonces, se encontrarán de golpe con...!
Abel no acabó la frase, porque vio cómo Gunslinger levantaba los
percutores de sus M13.
—¿¡T..., Tres!?
El muñeco asesino apretó el gatillo sin cambiar de expresión.
El estruendo de la detonación hizo que Abel cerrara los ojos. El
torbellino de acero le pasó rozando las orejas y desapareció entre los
árboles que tenía detrás. Medio segundo después, cayeron equipados con
fusiles.
—¿¡La Guardia!?
¿¡Todavía quedaban soldados fuera del hotel!?
Ante la mirada atónita de Abel, entre las sombras de los árboles
empezaron a aparecer figuras vestidas de gris azulado, como si se hubieran
abierto las puertas de un gran edificio. Su número era muy superior al de
los que habían penetrado en el hotel. Calculando a ojo había al menos
trescientos hombres rodeando el aparcamiento y, además, llevaban
ametralladoras pesadas y armas antitanque.
—Vaya, vaya, cómo se reproducen los moscardones... —rió Petros,
mientras observaba cómo salían del bosque los soldados.
Antes, dentro de la habitación, no habían podido utilizar libremente
sus armas, pero al aire libre el inquisidor perdía cierta ventaja. Incluso para
Il Ruinante sería difícil hacer frente a aquella potencia de fuego.
—¿Qué hacemos, agentes? ¿Les explicamos de qué van las cosas?
—Negativo. No tenemos tiempo —respondió con frialdad el
pequeño sacerdote. Los ojos de cristal seguían inexpresivos, aunque en
ellos se reflejaban los enemigos que los rodeaban. Tras apartar a un lado
sin dificultad a Abel mientras se levantaba, Gunslinger recargó sus armas.
Cuando se oyó el ruido seco de los nuevos cargadores fijándose e las
pistolas, el muñeco asesino murmuró:
—Primero, me desharé de este obstáculo. Después, iremos al palacio
arzobispal tan rápidamente como sea posible para proteger a la duquesa y a
Su Santidad... Vosotros vendréis conmigo.

—Así que ha sido un fracaso...


La fuerza del viento hacía que vibraran los cristales de la ventana.
Mientras miraba al exterior a través del humo del tabaco,
D'Annunzio se ajustó el auricular del teléfono.
—De todos modos, Dobó, ¿sabemos adónde se dirigen las
chiquillas?
—Todo va según lo previsto.
El oficial sonaba como si se hubiera puesto firme al otro lado de la
línea. Su voz mostraba cierto nerviosismo, pero no parecía creer que
hubiera fracasado en su misión mientras decía:
—Hemos hecho que los objetivos se dirijan hacia el palacio. Calculo
que no tardarán en llegar.
—Bien. Nos ocuparemos aquí del resto, pues... —respondió el
arzobispo, y le dio una larga calada al cigarro mientras levantaba la mirada
hacia la cúpula de la catedral.
Ya eran las veintiuna horas, pero la plaza que se extendía frente a la
catedral estaba completamente iluminada. Las preparaciones de la
ceremonia que tendría lugar a la mañana siguiente durarían toda la noche.
No dejaban de entrar y salir vehículos de todo tipo llevando a eclesiásticos
y artesanos. Si, como decía Dobó, las muchachas se dirigían al palacio, no
les sería difícil infiltrarse en medio del caos.
Más allá de que quisieran entrar en contacto con la duquesa de Milán
o atacarle a él mismo, si se producían disturbios allí se vería claro que el
caso tenía que ver con el arzobispo. Entonces, su propia derrota sería
segura.
Sin embargo, D'Annunzio no mostraba ningún rastro de temor en el
rostro. Ni siquiera sabiendo que, si las muchachas no llegaban a salvo al
palacio, se vería en serios problemas.
—Ahora las cosas van básicamente como dice el guión. Dobó, que
los soldados se ocupen del hotel. Tú vuelve inmediatamente aquí...
También tienes un papel en el acto final de esta obra.
—Comprendido. Pero ¿qué hacemos con Il Ruinante y el resto de
estorbos? Si se entrometen será complicado...
—Para eso he enviado los refuerzos.
El arzobispo sonrió, satisfecho, y expulsó el humo hacia la ventana.
Ya había calculado que Il Ruinante y los agentes podían intentar
obstaculizar sus planes. para ello, había dejado un batallón entero al mando
de Dobó para solucionar el problema del hotel. Con un brillo de
satisfacción por su propia astucia, el arzobispo colgó el teléfono.
Los últimos ocho años, desde su derrota en Roma, habían sido
tiempos grises, de vagar por las provincias. Los cardenales Medici y Sforza
había ignorado los talentos que el difunto Papa tanto había valorado y le
habían apartado de los puestos importantes. Sin embargo, D'Annunzio no
se había rendido. Alfonso d'Este, su antiguo superior, no había sabido
soportar el desdén y había provocado su propia destrucción al iniciar un
complot. D'Annunzio, por su parte, había recuperado fuerzas en las
provincias, había cultivado relaciones sociales y había practicado las
técnicas necesarias para manipular a los medios de comunicación.
Antiguamente no lo había entendido, pero con el tiempo se había se había
dado cuenta de la importancia de la opinión pública. Tener a los medios en
el propio bando era la clave de la victoria.
—Santa Esther y la condesa de Babilonia...
El arzobispo susurró los dos nombres mirando hacia István y los
saboreó como si se tratara de un vino fragante. Efectivamente, sacrificarlas
era de lejos la mejor opción. La Santa que había matado a la vampira, una
noble imperial, el enemigo mortal de la humanidad. No podía esperar mejor
material para su tragedia.
Los medios y el público pedían siempre historias más sensacionales.
Querían mucha sangre, y de alto rango. El drama que se iba a desarrollar
ante sus ojos le traería muchos beneficios al arzobispo, pero para ello
necesitaba un chivo expiatorio...
Al mismo tiempo que se ponía de nuevo el cigarro en la boca,
D'Annunzio tomó el auricular.
¿Centralita? Necesito línea interna —ordenó con voz monótona a la
telefonista, sorprendida por la hora intempestiva de la llamada.
Desde el principio ya había sospechado que alguien como Dobó sería
incapaz de capturar a la vampira. No era más que un cebo para que picara
la Santa. Para obtener el mayor éxito, necesitaba que las muchachas
hicieran aún otro movimiento...
Imaginando con excitación los enormes cambios que nacerían de los
sucesos de aquella noche, el arzobispo ordenó:
—Sé que es tarde, pero ponme con el número cuatro... Sí, sí, la
habitación de la cardenal Sforza.

—<<Hemos hecho que los objetivos se dirijan hacia el palacio. Calculo que
no tardarán en llegar.
>>—Bien. Nos ocuparemos aquí del resto, pues...>>
Al responder al informe de su subordinado, la voz del arzobispo
rebosaba maldad.
Fuera porque el aparato de escucha telefónica no era de la mejor
calidad o porque el arzobispo había instalado herramientas antiespionaje en
la línea, la grabación del diálogo estaba llena de ruido, pero su contenido
era compresible a pesar de todo. Serviría perfectamente como prueba para
el informe cuando todo hubiera acabado. En aquellos momentos la clave
estaba en el contenido. Mientras aguzaba el oído, el inquisidor le preguntó
al subordinado que había traído la cinta:
—La Guardia sigue sin solicitar nuestra colaboración, ¿verdad,
brigada?
—Así es. Incluso han informado de que tienen en su poder al
objetivo.
El interior del vehículo blindado estaba lleno hasta el techo de
instrumental electrónico. El brigada tenía que ir con cuidado de no
golpearse la cabeza al gesticular hacia su superior. Sin ocultar su desprecio
por la Guardia, que se suponía que era una aliada, dijo:
—A las veinte horas esa panda de aficionados se han dirigido al
hotel Csillag, pero no ha habido ninguna comunicación con nosotros desde
entonces. Está claro que no quieren que nos enteremos.
—Bueno, no es la primera vez que se niegan a colaborar con
nosotros.
Sin apartar los ojos de la cinta, que seguía rodando, el hermano
Mateo encogió los hombros. Al contrario que el brigada que no hacía
ningún esfuerzo por disimular el desdén que sentía por el ejército privado
del arzobispo, el inquisidor permanecía con expresión serena. Sin embargo,
en el fondo de la mirada le brillaba una luz misteriosa.
—¿Cuáles son las órdenes, señor? ¿Presentamos una reclamación
ante el arzobispo y nos sumanos a la caza de la vampira?
—No, no hace falta presentar nada... El arzobispo aún no sabe de
nuestros movimientos. Que los pelotones especiales sigan fingiendo que
están buscando a la vampira.
Sonriendo levemente, el hermano Mateo detuvo la cinta.
Extrayéndola cuidadosamente del reproductor, la metió junto con el resto
de documentos en un sobre y se lo entregó a su subordinado.
—Graba dos copias y haz que el original llegue a manos del cardenal
Medici. Después di a los equipos de mantenimiento que pongan a punto el
Uriel. En diez minutos tienen que estar en marcha todas las unidades.

II

—¿Estarán bien los padres?


Pese a que aquélla era una de las carreteras principales de la ciudad,
no pasaba por ella ni un solo coche.
Nunca había sido tampoco un sitio muy popular para pasear, y
además poca gente consideraría salir de paseo en una noche gélida de
invierno como ésa. Aquella desolación era probablemente el paisaje
normal, pero a Esther le pareció que habían tenido una suerte enorme. De
no ser así, no se habría visto capaz de conducir aquel monstruo blindado de
seis ruedas sin chocar con nadie. Agarrando con fuerza el volante,
murmuró para sí misma:
—¿Habrán podido escapar del padre Iqus y su acompañante? Sea
como sea, tengo que volver allí en cuanto solucionemos esto... Es que
siempre pasa igual, en el momento decisivo no sabe dar el jaque mate...
—Esther, hay algo que quiero preguntarte...
Quien interrumpió su monólogo fue la muchacha que tenía sentada al
lado. Observando la carretera desierta, Shahrazad preguntó con voz
extrañada:
—El padre de cabellos canosos... Parece que se preocupa mucho por
ti. ¿Qué relación hay entre vosotros?
—¿¡Eh!? ¿¡Có..., có..., cómo que qué tipo de...!? —balbuceó Esther,
sorprendida por la súbita pregunta.
¿Qué quería decir con <<qué relación>>? Mientras intentaba
encontrar una manera de responder, la monja frotó el cristal frontal con la
mano para ganar tiempo. El grueso cristal antibalas estaba bastante
empañado, y limpiar por dentro no ayudaba demasiado. Al darse cuenta de
ello, Esther puso en marcha los limpiaparabrisas, que tendrían más efecto.
—La verdad es que no es una pregunta fácil de responder... Somos
simples colegas de trabajo. ¡Ah!, pero no malinterpretéis lo de antes. Ha
sido una situación fuera de lo común. Normalmente nos llevamos como
perro y gato...
—¿Ah, sí?
Shahrazad torció la cabeza ante la atolondrada respuesta de Esther,
que en general era más taciturna. Con cara de curiosidad, siguió
escuchando cómo al monja parloteaba, nerviosa:
—Sí, sí, sí. Además es un glotón, es pobre... ¡Uf!, tiene un montón
de defectos. Normalmente finge que no le interesan las mujeres, pero
cuando se cruza con una guapa se pone a babear... Hablando claro, no vale
la pena.
—Ya veo...
La methuselah escuchaba en silencio las explicaciones de la monja.
Cuando por fin ésta se cansó de charlar, Shahrazad le respondió, frotándose
el mentón:
—Esther... Estoy muy contenta de haber salido al exterior.
—¿Eh?
¿Qué le parecería tan divertido para sonreír así? Mientras observaba
cómo se elevaban a lo lejos las torres de la catedral, Esther preguntó,
confusa:
—¿Qué queréis decir? ¿Os parece que he dicho algo gracioso?
—No, no es eso. Es que... —respondió Shahrazad con dulzura, al ver
la expresión decepcionada de la monja— estoy muy contenta de haberos
conocido a todos. Sólo es eso. Esther, os quiero mucho. No lo olvidéis.
—¿Eh?
Esther se giró de repente hacia la methuselah, pero no fue por no
haberla oído bien. En su voz cálida había sentido algo..., algo muy valioso,
que le recordó la sensación de soltarse las manos por última vez en una
despedida.
—Pero ¿a qué viene esto ahora? Shahra, tenéis unas cosas... —
respondió la monja, como queriendo quitarse de encima un presentimiento
triste—. Eso mejor que lo digáis cuando hayamos solucionado todo.
Todavía nos queda mucho por hacer. Hay que rescatar a vuestros vasallos,
desenmascarar al arzobispo... Tenemos mucho trabajo pendiente.
—Eso también es verdad...
Shahrazad sonrió ante la respuesta de Esther. ¿Era porque esta de
acuerdo con ella o porque no quería herir sus sentimientos? La monja
nunca llegó a saberlo. La methuselah abrió la boca como para continuar
pero se detuvo de golpe y giró la cabeza hacia atrás.
—¿Eh? ¿Qué ocurre?
—Alguien nos está persiguiendo... ¡Deprisa!
Al mismo tiempo que Shahrazad la avisaba, la luz de una faro
empezó a bailar en el retrovisor.
Era una motocicleta de la Guardia que llegaba atronando por la
carretera desierta. Quien la montaba, sin embargo, no era un soldado, sino
una figura vestida con un hábito de sacerdote exageradamente escotado.
—¡Es la mujer que estaba con el padre Iqus!
—¡Cuidado...! ¡Se nos echa encima!
El ruido sordo del motor se les acercaba. Con diversas maniobras
temerarias, la motocicleta se plantó delante del vehículo blindado, que era
tan poderoso pero lento.
—Maldita sea... ¡Vamos a chocar!
Esther agarró con fuerza el volante. Tenían a su perseguidora tan
cerca que casi la podían tocar. Por supuesto, el vehículo blindado podría
chocar con una motocicleta así sin casi notarlo, pero la conductora de la
motocicleta no tendría tanta suerte. Como poco, se haría graves heridas.
Haciendo sonar el claxon, la monja intentó mantener el máximo de
distancia posible, pero...
—Es imposible, Esther... ¡Demasiado tarde!
El aviso de Shahrazad no llegó a tiempo. Aunque lo hubiera hecho,
habría servido de poco. La motocicleta salió de improviso desde el ángulo
muerto y chocó con fuerza con su rueda delantera contra el parachoques,
equipado para golpear vehículos enemigos en acciones de combate. La
motocicleta cayó como un ratón que hubiera chocado contra un elefante.
Las ruedas del vehículo blindado le pasaron por encima y en el interior
notaron una vibración en el suelo, como si se quebrara algo.
—¡No! ¡Nos la hemos cargado!
Era imposible que hubiera salido con vida de aquello. Pálida, Esther
miró, nerviosa, por el retrovisor.
En medio de la carretera se veían los restos irreconocibles de lo que
había sido la motocicleta, pero de la extraña mujer no había ni rastro.
¿Sería que se había quedado atrapada bajo el vehículo blindado?
—¡No! ¡No pares!
Cuando apretó el freno, Esther oyó la voz cortante de su compañera.
Al girarse, vio que miraba hacia el techo con el rostro tenso.
—La tenemos encima.
—¿Encima? ¿Encima del techo?
Esther levantó la mirada, incrédula. ¿Cómo era posible que hubiera
escalado hasta allí en aquel instante? Por muy hábil que fuera parecía una
hazaña imposible.
—No... Es imposible que esté ahí...
Esther intentó tranquilizar a su compañera con una voz que quería
aparentar serenidad, y volvió rápidamente la mirada al retrovisor. ¿Dónde
se había metido la mujer?
—Hola, guapa, ¿me estás buscando a mí?
—¿¡Eh!?
Cuando le apareció delante de repente aquel rostro, Esther se quedó
sin respiración. Al otro lado del parabrisas se veía una sonrisa maligna. La
mujer vestida de sacerdote estaba pegada al cristal como una araña
monstruosa.
—¡Cálmate, Esther!
Si Shahrazad no hubiera alargado el brazo en aquel momento para
agarrar el volante, habrían perdido el control y se habrían estampado contra
la cuneta. La muchacha morena dio un par de violentos golpes de volante
mientras intentaba calmar a Esther.
—¡Tenemos que quitárnosla de encima!
—Epaaa, no deis esos bandazos que vamos a tener un accidente... —
dijo, burlona, la mujer desde el otro lado del cristal.
Los ojos lo brillaban con crueldad, como los de un animal carnívoro
que mirara a su presa. Entonces, un brillo blanco le apareció en las manos.
—Será mejor que entre antes de que pase una desgracia...
—¡Pero ¿qué?!
En los ojos de la noble imperial, que no sabía lo que era el miedo,
brillaron la sorpresa y el odio. Como peces saliendo del agua, las manos de
la mujer atravesaron el parabrisas. Y no sólo ellas. Los brazos, los
hombros, el rostro sonriente, el escote abierto de manera escandalosa... El
tronco de la mujer les apareció delante como si no existieran los veinte
milímetros de cristal antibalas.
—A..., atraviesa cuerpos sólidos... ¿¡Schimbator!?
—¿Esquimbator? ¿Así nos llamáis en el Imperio? Aquí usamos una
palabra más fácil: hechicera.
La mujer dibujó una sonrisa estremecedora. Con medio cuerpo
dentro del vehículo, parecía una estatua vanguardista hecha por un artista
loco. La prueba de que se trataba de algo real eran los brazos que se les
acercaban, delgados como patas de araña. Con un movimiento
provocativos, los dedos se posaron sobre el cuello de Esther, que se había
quedado helada por la sorpresa.
—¿¡Aaah!?
—¡E..., Esther!
Al oír el grito ahogado de su compañera, Shahrazad intentó agarrar a
la intrusa, pero sus dedos sólo cortaron en vano el aire. Intentara asirle los
brazos o rasgarle la cara, las manos de la methuselah atravesaban la figura
de la mujer como si fuera un holograma. La fuerza sobrehumana de
Shahrazad era inútil si no conseguía tocar a su adversaria. Mientras tanto,
el rostro de Esther empezó a cambiar de color.
—No te esfuerces, vampy... Preocúpate mejor del volante, no sea que
nos vaya a pasar algo...
—¡Oh!
Al ver que se dirigían de cabeza a una de las farolas que iluminaban
la carretera, Shahrazad maniobró apresuradamente el vehículo. Esther ya
no podía ni gemir y casi ni respirar. Era sólo cuestión de tiempo que
muriera de asfixiada.
Fue entonces cuando el vehículo vibró violentamente. Una de las
ruedas delanteras había golpeado contra el bordillo. Shahrazad había
extendido el brazo para protegerse del salto cuando notó cómo el parabrisas
temblaba.
—¡Claro!
Al ver cómo la figura de la mujer vibraba, igual que el cristal, a
Shahrazad se le encendieron los ojos. había tenido una idea.
—¡Suelta a Esther! —gritó la methuselah, golpeando con fuerza con
la mano extendida sobre el cristal.
Encorvándose como un muelle para absorber el impacto, intentó
llamar la atención de la intrusa.
—¡Haz lo que digo o te arrepentirás!
—¿Me arrepentiré? Qué cosas más graciosas dices... Si vas a hacer
algo, hazlo ya.
La mujer rió, como si las amenazas de la methuselah fueran un
chiste. En sus ojos se veía el orgullo cruel de quien se cree infinitamente
superior al resto del mundo.
—En cuanto acabe con esta mocosa, tú serás la siguiente... ¿Cómo
quieres morir, vampy? ¿Quieres que te ahogue, como a éste? ¿O prefieres
que te arranque el corazón el corazón de cuajo?
Shahrazad no oyó la risa de la hechicera hasta el final, porque había
golpeado el parabrisas con fuerza a la vez que activaba los brazos de plata.
La potencia desmesurada producida por la corriente eléctrica se transmitió
al cristal y se extendió por todo el vehículo. El impacto hizo que el motor
se incendiara y que enormes grietas se abrieran en el blindaje.
—¿¡!?
Y no fue sólo el vehículo el que recibió el impacto. La hechicera, que
se creía invulnerable, empezó a gritar y a temblar violentamente. AL
convulsionarse, se le escapó entre los dedos el cuerpo de la monja, que
estaba ya al borde de la muerte.
—¡Esther! Shahrazad abrazó de inmediato el cuerpo caído de la
monja. Cuando el vehículo, ya sin ningún control, voló por encima del
bordillo, la methuselah dio una patada a la escotilla, sin soltar a su
compañera.
—¡E..., espera! ¡Maldita seas!
Dejando atrás los gritos de la hechicera, Shahrazad dio un salto,
como una bala. El vehículo blindado empezó a hacer trompos... y explotó
para quedar convertidos en una bola de fuego.

—Tendría que haber ido con más cuidado...


Las llamas del incendio proyectaban una sombra diabólica sobre el
asfalto.
Tras ponerse cuidadosamente en pie, a una distancia prudencial del
vehículo en llamas, Mónica Argento chascó la lengua. Aún sentía por todo
el cuerpo el efecto del impacto.
Su técnica de atravesar cuerpos sólidos parecía imbatible para quien
no supiera cómo lo conseguía, pero en realidad tenía varios puntos débiles.
La derrota que acababa de sufrir era prueba de ello. Al atravesar
objetos su cuerpo se volvía parte de ellos y, por tanto, sufría también los
daños de cualquier impacto que recibiera. Había pagado caro por no
tomarse en serio a las dos chicas, pero aquello no volvería a repetirse.
El vehículo blindado seguía ardiendo, convertido en una masa
informe. La gasolina había prendido fuego. Si las muchachas se hubieran
quedado dentro ahora estarían completamente carbonizadas. Pero al seguir
la carretera con la mirada, Mónica sonrió. Una de las tapas de alcantarilla
que había al lado de la carretera estaba ligeramente abierta.
Ahora entendía por qué la Zorra del Vaticano le había encargado la
caza. Eran presas más duras de pelar de lo que había pensado.
Mónica rió, ajustándose el collar.
Intentaran lo que intentaran, no podrían escapar de los colmillos de
Black Widow. La lista de vidas que se habría cobrado tenía ya tres dígitos y
sólo se le había escapado una presa: la zorra que le había puesto aquel
collar. El resto de sus objetivos habían caído, todos, con los cuellos
partidos o los corazones arrancados. Nacida en la familia del capo de capos
de la Cosa Nostra siciliana, desde que tenía uso de razón, matar era un
honor. La derrota simplemente no era una opción.
Ignorando el dolor, Mónica se preparó para reanudar la persecución
con todas sus fuerzas.
Las chiquillas no podían andar todavía muy lejos. La agente examinó
el asfalto en busca de la manera de atajar camino por la superficie.
—Claro... Había leído sobre ello, pero es la primera vez que lo veo
con mis propios ojos. Así que ésa es la técnica de penetración de objetos
sólidos.
Lo que desconcentró a la agente fue una serena voz masculina.
En la oscuridad de un camino que daba a la carretera había una
sombra de gran estatura. Iba vestida con un abrigo Inverness negro y se
apoyaba en un bastón, pero por la voz parecía bastante joven. La cara la
tenía cubierta por un sombrero de copa calado hasta los ojos, y Mónica no
podía verla bien.
—¿Y tú quién eres?
—Soy un amigo de las señoritas que habéis conocido hace un
momento —respondió el hombre, cortésmente.
Bajo la sombra del ala del sombrero sus labios esbozaron una
sonrisa. Había que reconocerle el valor de actuar así frente a la mujer
vestida de sacerdote.
—Ha visto el accidente y me he decidido a ayudar, pero al ver
vuestra técnica me he quedado absorto y se me ha escapado la ocasión... Es
una lástima.
—¡Hmmm...! ¿O sea que quieres jugar un poco conmigo?
Mónica sonrió de forma seductora mientras extendía los filos Cinque
Dea.
Si el hombre pretendía interponerse en su camino tendría que
matarlo. Bien pensado, tendría que matarlo de todos modos. No podía
permitirse dejar con vida a un testigo ocular así. Ocultando su sonrisa
asesina, la mujer preparó una expresión que habría excitado las bajas
pasiones de cualquier hombre.
—Bueno, no tenemos mucho tiempo, pero vamos a pasar un buen
rato... ¿A qué quieres jugar?
—Lo siento profundamente, pero dar placer a las damas no es mi
fuerte...
La respuesta del hombre sorprendió a Mónica. Con una sonrisa
forzada, señaló a la espalda de la agente con el bastón.
—Por eso..., he decidido pedirles a esos señores que se ocupen de
vos.
—¿¡!?
Al girarse, Mónica se quedó helada.
Alrededor del vehículo blindado en llamas se había formado una
procesión de luces verdosas. junto con el hedor de los monstruos, emanaba
de ellos una sensación casi física de instinto asesino.
—Lobos... No, perros salvajes...
Cuando la agente se dio cuenta de lo que estaba viendo, unas
sombras empezaron a acercarse desde el fondo de la oscuridad. Bajo las
luces verdosas brillaban los afilados colmillos que los rodearon
rápidamente.
—¿¡Qué significa esto!?
La manada parecía haberse convertido en un único monstruo
gigantesco. Intentando esquivar el ataque disciplinado de los perros,
Mónica lanzó un grito. Ante tan cantidad de adversarios le sería imposible
escaparse. La agente les rasgaba las pieles a patadas, pero a los perros
seguían abalanzándose sobre ella como si conocieran el miedo. Después de
quitarse de encima a un enorme perro negro que la había atacado por
detrás, Mónica echó a correr. Enfrente tenía al hombre del sombrero de
copa.
Había algo que no era natural en aquellos perros. Sin lanzar ni un
solo gruñido, atacaban de manera mecánica, sin ningún temor. No eran
animales normales. Intuía que aquellos tenía que ver, de algún modo, con el
hombre. Si lo tomaba como rehén, quizá podría controlarlos...
Sin embargo, Black Widow se paró en seco a media carrera.
Se había dado cuenta de que el hombre no estaba solo. Había algo a
su espalda, algo que arrojaba un hedor de peligro extremo...
Al ver el brillo verdoso que había al lado del hombre, Mónica
confirmó lo acertado de su intuición.
Un monstruo de grandes dimensiones y pelo gris avanzó lentamente
hasta ponerse entre el hombre y la hechicera.
Era gigantesco. Su figura, recorrida por poderosos músculos, mediría
más de dos metros. Pero ¿qué era? Se mirara por donde se mirara, no podía
ser un perro. Por la forma parecía más bien un lobo... Pero no existían
lobos de aquel tamaño. Era algo distinto. Algo más peligroso. Algo más
maligno.
El monstruo rugió.
Fue un rugido tenebroso, como si anunciara su intención de devorar
a todo ser viviente. Su eco hizo vibrar la carretera desierta. Cuando el
sonido llegó a oídos de los ciudadanos que dormían plácidamente a lo lejos,
el monstruo ya se había lanzado a la carga sin levantar ruido. Los colmillos
afilados se abalanzaron sobre el cuello de la hechicera.
—Va a l'inferno, bestia.
Tras dar un salto para esquivar el ataque, la hechicera blandió los
Cinque Dea mientras gritaba en su lengua materna. Los filos penetraron
con precisión en el cuello del monstruo. Un chorro de sangre salió
despedido violentamente de las venas abiertas..., pero quien gimió de dolor
fue Mónica.
—¡Imposible! ¡No!
Mónica se quedó estupefacta, mirándose el brazo, al notar el dolor
penetrante que lo recorría. El monstruo le había clavado sus afilados
colmillos. Sin ni siquiera gemir de dolor, la agente intentó quitarse el
animal de encima a base de sacudir violentamente el brazo, pero el atacante
la desequilibró y la lanzó contra el suelo...
—¡!
Mónica salió volando y se golpeó contra el asfalto. Una persona
normal habría sufrido roturas en todos los huesos y habría sentido cómo el
cráneo se le quebraba y llenaba la carretera de líquido encefálico. Pero en
el momento del impacto su cuerpo pareció deshacerse y penetró en el
asfalto. Aparte del débil brillo de una mancha de sangre, no quedó señal
alguna de que allí hubiera habido un ser humano.
—Magnífico... No esperaba menos de una agente. Ha sido una huida
magistral.
Mirando el lugar donde Mónica había desaparecido, el caballero del
sombrero de copa aplaudió con sincera admiración. La jauría olisqueaba los
restos de sangre entre aullidos, pero sin mostrar ningún signo de miedo.
—Por mucho que lo intentemos no la atraparemos nunca... Pero al
menos no podrá perseguir a las señoritas con esa herida en el brazo. Buen
trabajo.
El caballero posó la mano sobre los ojos ensangrentados del
monstruo gris, y le habló como si fuera un ser humano. Una forma metálica
le sobresalía del cuello. Eran los restos retorcidos de los Cinque Dea, que la
agente había conseguido clavarle mientras le atacaba. Después había sabido
encontrar el momento en el que los colmillos se habían separado de ella
para atravesar el suelo.
Desde lejos se iba acercando un ruido de silbatos y botas militares.
Probablemente, las fuerzas de orden público habrían oído el alboroto.
Mientras se arreglaba el sombrero de copa, Isaac Butler no parecía tener
ninguna prisa. De pie tranquilamente ante las llamas, le susurró al monstruo
que le acompañaba:
—Venga, es hora de irse. Ya hemos visto lo que teníamos que ver.
Ahora hay que retirarse.

III

—Os estaba esperando, Santidad. Y a vos también, eminencia...


Bajo la luz anaranjada, el arzobispo D'Annunzio hizo una respetuosa
reverencia hacia el adolescente y la mujer que bajaban por las escaleras
flanqueados por la guardia de alabardieri. Tras indicar con un gesto a los
soldados de la Guardia del pasillo que se separaran, dibujó una sonrisa
amable.
—Siento terriblemente haber tenido que molestaros mientras
descansabais, Santidad...
—No os preocupéis —le interrumpió la hermosa dama, con voz seca.
Presentaba evidentes ojeras de cansancio, pero sus ojos no habían
perdido el brillo cortante de una cuchilla. Aunque ayudaba a caminar a su
hermano, quien bostezaba, amodorrado, su porte parecía el de una reina.
—Vamos a lo importante. ¿Es cierto lo que hemos oído antes, que
habéis capturado a humanos del Imperio, quiero decir?
—Efectivamente. Y tenemos pruebas de ello.
La energía del rostro del arzobispo no tenía nada que envidiar a la de
la cardenal. Bajando la voz para que sus palabras no llegaran a oídos de los
alabardieri, explicó:
—Son vasallos de la condesa de Babilonia. Ya han confesado que se
han infiltrado en la ciudad para apoyar a la vapira. también que su objetivo
era asesinar a Su Santidad.
—A mi hermano... —repitió Caterina con un suspiro, levantando la
mirada hacia el techo.
Cuando la catedral de István era el museo privado de arte de Gyula,
el palacio arzobispal servía de depósito. Los subterráneos disponían de su
propio sistema de ventilación y estaban equipados con enormes ascensores
para transportar las obras de arte. Después de la liberación, el arzobispo los
utilizaba para guardar sus riquezas, joyas, acciones y otros objetos de valor.
El techo, apoyado sobre arcos, estaba a más de ocho metros de altura y la
amplitud de la superficie del espacio hacía que casi pudiera hablarse de un
palacio subterráneo. El Vaticano había confiscado las obras de arte y las
había distribuido por los museos y las iglesias de la ciudad. En el enorme
espacio podían verse, aquí y allí, restos de embalaje y contenedores de gran
tamaño.
En las paredes de aquel extenso palacio se alineaban puertas
metálicas que llevaban a los depósitos, pero, si se miraba bien, recordaban
a puertas de calabozo.
—¿Han dicho algo los vasallos acerca de Esther Blanchett?
Sin dejar de prestar atención a su hermano, que no parecía poder
tenerse en pie por sus propios medios, Caterina hizo finalmente la pregunta
más importante.
—¿Saben algo acerca de la relación de Blanchett y la vampira?
—Eso quería que lo comprobarais vos misma, eminencia... —
respondió el arzobispo, al tiempo que se detenía frente a una de las puertas.
Metió la llave en la cerradura, y como si se tratara de un horrible
secreto, dijo:
—Están aquí dentro... Los hemos encadenado, pero id con cuidado...
—...
La puerta se abrió, con un chirrido y reveló un espacio
completamente oscuro.
Un aire mohoso salió de las sombras. ¿Quizá no funcionaba bien la
ventilación? En el fondo de la habitación desnuda podían verse diversas
figuras encadenadas a la pared, pero no había manera de distinguir sus
expresiones.
—Alessandro, espérame aquí.
Caterina detuvo a su hermano, quien miraba, temeroso, hacia el
interior de la celda. No fue sólo por querer ahorrarle el mal trago, sino
porque iba a hacerles a los prisioneros unas preguntas que no quería que
Alessandro ni D'Annunzio oyeran.
—Quedaos junto a mi hermano, por favor, excelencia. Hablaré yo
sola con ellos.
—Pero, eminencia, es peligroso...
—No os preocupéis. Os encomiendo a Su Santidad.
Con un tono que no admitía réplica, le hermosa dama se giró y entró
directamente en la habitación. Cubriéndose la boca con un pañuelo, avanzó
con paso decidido.
—Szeretnék kérdezni valamit... —preguntó Caterina en fluido
húngaro.
¿Dónde estaría el interruptor de la luz? Como sus interlocutores
seguían en silencio, repitió en la lengua de Roma:
—Quiero preguntaros algo. Si me respondéis con calma, os
sacaremos de aquí...
Sin embargo, siguió sin obtener respuesta.
Y no sólo eso. Acababa de entrar en la celda una mujer que no
conocían. Tendrían que haber mostrado sorpresa u hostilidad..., algún tipo
de reacción. Pero las figuras permanecían en silencio, como marionetas
colgadas de la pared.
—¿¡Es posible que...!?
Justo al apretar el interruptor, a Caterina se le ocurrió algo. Una luz
anaranjada lleno la celda y la deslumbró. Cuando sus ojos se
acostumbraron, por fin, a la luz, se dio cuenta de que su intuición era
correcta.
—¿Están muertos!?
En la pared había cinco cadáveres encadenados. Todos habían
sufrido torturas que hacían imposible distinguirles ya no sólo el rostro, sino
incluso el género; pero no había duda de que eran cadáveres humanos. Las
masas de sangre solidificada indicaban que las torturas y la muerte se
habían producido no hacía demasiado, quizá una semana antes a lo sumo.
—¿¡Qué significa esto!?
La Dama de Hierro se inclinó ligeramente. Mientras se mordía los
labios sin color, el rostro le palideció como el de los cadáveres que
examinaba. Controló las náuseas a duras penas, después Caterina se dio la
vuelta. tenía que preguntarle de inmediato a D'Annunzio qué se suponía
que...
Justo entonces, un chirrido ominoso le golpeó los tímpanos. Al otro
lado de la puerta resonó un sonido profundo, como la palpitación de un
demonio.
—¿¡Ese ruido...!?
Caterina se dio cuenta, finalmente, de lo que era, al mismo tiempo
que se oía un grito agudo.
—¡Hermana!
—¿¡Alessandro!?
Caterina echó a correr de forma instintiva al oír el grito de su
hermano y salió casi a trompicones de la celda de la muerte.
—¿¡Alessandro, qué ha...!? ¡Eh! ¿¡Qué es esto...!?
A la cardenal le tembló la voz al ver el panorama que la esperaba.
El depósito se había vuelto un mar de sangre. El Papa adolescente
estaba teñido sin sentido sobre la gruesa alfombra y tenía el hábito
empapado en sangre. Los guardias que deberían haberle protegido se
habían desplomado en un lodazal sangriento. Los alabardieri estaban
equipados para luchar contra los vampiros, pero sus cuerpos estaban tan
acuchillados que eran irreconocibles. Pero la estupefacción de Caterina no
se debía a la tragedia.
Sobre el Papa y los guardias caídos se cernía una enorme sombra
negra.
—Un, ex..., exoesqueleto. ¿Qué hacen aquí soldados mecanizados?
Una figura metálica horrible dominaba la sala.
El exoesqueleto era una tecnología perdida, recuperada después del
Armagedón, que consistía en un traje de combate metálico individual. El
soldado estaba plantado sobre los restos de un contenedor y tenía en la
mano una sierra mecánica de la que goteaba un chorro horrible de sangre.
—¿Qué significa esto, D'Annunzio?
Caterina se abalanzó sobre su hermano, sin preocuparse por la sangre
que le rodeaba. Después de comprobar que el Papa estaba inconsciente
pero no herido, lanzó una mirada cortante hacia el arzobispo, que la miraba,
rodeado de soldados de la Guardia, desde detrás del exoesqueleto.
—Y los cadáveres de los vasallos... ¡Espero que tengáis una
explicación convincente!
—Por supuesto, eminencia... Quiero decir, zorra hija de una vulgar
concubina...
Los labios del arzobispo se torcieron con maldad. Sus palabras tenían
el poso de la emoción contenida durante mucho tiempo.
—Hoy acaba el reinado de Alessandro XVIII, el Papa número
trescientos noventa y nueve del Vaticano... Ésa es la explicación.
Un golpe repentino puntuó la risa. D'Annunzio había golpeado el
suelo con su vara arzobispal mientras miraba a la cardenal como si ya fuera
dueño y señor del mundo.
—Has enloquecido, D'Annunzio... —murmuró Caterina, abrazada a
su hermano.
Consciente de que el arzobispo era un adversario político, había
intentado ir con más cuidado al tratar con él. Sin embargo, no había
pensado que fuera capaz de un ataque frontal de aquel tipo. Además, a
causa del problema de Esther y la vampira, había enviado a todos los
agentes de misión y se encontraba sola... Mientras maldecía interiormente
su falta de previsión, la cardenal intentó recomponer la expresión.
—Arzobispo, pero ¿sois consciente de lo que estáis haciendo? Esto
va claramente en contra de Dios y del Vaticano. ¡Esto es traición!
—¿En contra de Dios? ¿Traición? ¿Y qué es lo que hacéis vosotros
cuando utilizáis a vuestro hermano como un títere? ¡Quienes habéis
traicionado a Dios y al pueblo sois vosotros!
La voz del hombre no mostraba ni un ápice de locura. Lo que
rebosaba de ella era el odio reprimido durante ocho largos años. Tras
golpear violentamente el suelo con su vara. D'Annunzio elevó la voz como
si estuviera acusando a un criminal.
—Llevó ocho años esperando, desde que vencisteis a Alfonso. He
reunido fuerzas y he esperado, he esperado el día en que pudiera abatiros...
Ese día ya está aquí.
—Para haberlo planeado durante ocho años, habéis escogido un plan
muy temerario... ¡Precisamente vos, arzobispo! —escupió Caterina, sin
esforzarse por ocultar el odio que le inspiraba aquel hombre, tan mayor que
podía ser su padre—. Para asesinarnos teníais que reunirnos a ni hermano y
a mí, ¿no? Pero ¿de verdad creéis que si nos matáis aquí, mi hermano, el
cardenal Medici, no lo sabrá? ¿Le tomáis por idiota?
—Gracias por preocuparos así de mis planes, pero ya de pensado en
ello. Por algo soy dramaturgo... Escribir guiones no se me da mal... —
replicó D'Annunzio con una sonrisa enigmática.
Pensado de forma objetiva, Caterina tenía toda la razón. Matarlos en
aquel momento habría sido extremadamente fácil. Sin embargo, escapar
luego a las garras de la Inquisición habría sido imposible, se mirara por
donde se mirara. Francesco podría ordenar la ejecución de D'Annunzio y,
gracias a ello, dominar el consejo cardenalicio. Ello le permitiría salir con
ventaja para ser escogido nuevo Papa. Estaba claro que D'Annunzio no iba
a sacrificarse para permitirle alcanzar la gloria al cardenal Medici.
De todos modos, el arzobispo no perdió la sonrisa confiada. mirando
hacia los hermanos, o mejor dicho, detrás de ellos, parecía tener incluso
más seguridad que antes.
—Francesco nunca sospechará de mí... porque el asesino será otro...
—¿Qué quiere decir eso?
En circunstancias normales, las palabras incoherentes del arzobispo
no habrían merecido más que una sonrisa condescendiente, pero Caterina
parecía preocupada. Su adversario no era ningún loco. Todo estaba
perfectamente planeado al milímetro...
—¡Responded, arzobispo! ¿¡Qué quiere decir que el asesino será
otro!?
—Quiere decir que en la ciudad apareció una vampira y que la Santa
la salvó, traicionándonos a todos. Pero ¿cuál era el verdadero objetivo del
monstruo?
El arzobispo declamaba como un actor sobre el escenario, pero el
ruido sordo que empezó a oírse bajo sus pies hacía difícil entender bien sus
palabras. En el suelo empezaron a aparecer unas grietas. Las fisuras se
hicieron cada vez más profundas, hasta que una sección completa se hundió
con un estruendo estremecedor. Pero no fue eso todo lo que ocurrió. Como
si fuera un huevo lo que se había partido, dos figuras salieron volando
hacia la habitación entre los cascotes.
—Y aquí llega el antagonista... Ya tenemos a todos los actores
reunidos.
D'Annunzio extendió los brazos, blandiendo la vara con satisfacción.
Como un profeta bíblico, declamó con dramatismo los nombres de
las dos muchachas llenas de hollín y sangre.
—¡Bienvenida, condesa de Babilonia! ¡Bienvenida, hermana Esther,
la Santa traidora!

IV

—¡Imposible...! ¡Pero ¿qué significa esto!? —dijo Esther, mirando atónita


a su alrededor.
¿Era un pelotón de soldados armados y un exoesqueleto lo que veía?
¿Qué hacían tantas tropas allí reunidas? Era como si supieran de su llegada
y hubieran estado esperándolas. Aunque Dobó hubiera logrado avisar desde
el hotel, era imposible que pudieran reunido a tantos efectivos en tan poco
tiempo.
Pero lo que hizo que Esther perdiera el color de la cara no fue
aquello. Se quedó sin habla al ver a las dos figuras que había en una
esquina: el adolescente de hábito blanco y la hermosa mujer de hábito
escarlata que le abrazaba.
—Eminencia... ¿¡Su Santidad!?
Una voz masculina jactanciosa llegó entonces a sus oídos.
—Os esperábamos, Santa. Llegáis bastante tarde... ¿Han sido
difíciles de entender las indicaciones del teniente Dobó?
—¿¡Arzobispo D'Annunzio!?
Esther se quedó petrificada al ver al atractivo hombre de mediana
edad que la miraba desde el centro de los soldados. Al ver su rostro
maléfico y los alabardieri caídos a su alrededor, todas las dudas quedaron
disipadas.
<<Las indicaciones de Dobó...>> ¿Había sido todo una trampa?
El ataque al hotel había sido sólo una manera de echarles el cebo. Al
darse cuenta de lo que ocurría, Esther gritó:
—¡Shahra, salvad a Su Santidad, por favor!
Sacó rápidamente la escopeta e intentó atraer hacia sí la atención de
los soldados. Al aparecer en medio de la emboscada que les habían tendido,
habían perdido todas las opciones de escapar. Pero haría todo lo posible
para que se salvaran los hermanos. Aunque la abatieran a tiros, esperaba
que la methuselah pudiera sacarlos de allí.
—¡No os preocupéis por mí! ¡Deprisa, vosotros huid!
Esther no había olvidado el encuentro con los dos agentes. Iba a
intentar salvar a su superiora, quien había querido deshacerse de ella. Pero
pese a todo no dudó. Tras lanzar un grito con una voz sorprendentemente
potente para lo pequeña que era, se giró hacia sus adversarios.
Sin embargo, al ver que la methuselah no le respondía, giró la cabeza
un momento, extrañada. Su compañera se había quedado helada,
completamente pálida.
—¿Shahra?
El hermoso rostro moreno parecía el de un cadáver, Su mirada,
siempre llena de alegría y dulzura, estaba empañada, clavada en un punto:
la puerta abierta del calabozo. Más exactamente, en las figuras que estaban
dentro.
—¿¡Pero...!? ¡No puede ser!
Al seguir la mirada de Shahrazad descubrió cinco masas sangrientas
encadenadas a la pared. Un presentimiento sombrío le cruzó la mente. Lo
que miraban los ojos desesperados de la methuselah eran... los cadáveres de
aquellos a quienes amaba.
—D'Annunzio, has sido capaz de...
La ira la dejó sin palabras. Esther buscó en vano la manera de
expresar el odio que le despertaba el arzobispo y, esforzándose para
articular su cólera, le gritó:
—¡Desde el principio has engañado a Shahra..., a la condesa de
Babilonia! ¡Mataste a sus vasallos y le mentiste...!
—¿Es que esperabas otra cosa?
El arzobispo le respondió calmado, sin rastro de turbación. Como
quien explica algo obvio, señaló hacia Shahrazad con un golpe de mentón
mientras decía:
—Aunque tengan forma humana, quienes se someten a ser animales
domésticos de los vampiros son una vergüenza... Esos sucios animales no
merecen vivir.
—¿Sucios animales?
No fue Esther quien repitió las palabras del arzobispo.
La methuselah, que hasta entonces había estado petrificada como una
estatua, empezó a hablar lentamente. Como si hubiera perdido toda
emoción, fijó la mirada en D'Annunzio mientras le decía:
—Ellos eran mi familia. Eran lo que más quería en este mundo...
¿Les has llamado <<sucios animales>>?
—Si no te gusta que les llame <<animales>> les puedo llamar
<<esclavos>>...
El arzobispo encogió los hombros con evidente desinterés. Sus ojos
eran los de un científico que observara a una serpiente venenosa encerrada
en una jaula. Sin hacer ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía
por su interlocutora, le espetó con aire de superioridad:
—Sea como sea, son traidores a la humanidad que merecen pudrirse
en el infierno... Eliminarlos lo antes posible es un deber natural ante Dios.
La methuselah no respondió a las palabras desafiantes de
D'Annunzio.
En cambio, se giró para buscar a Esther con la mirada.
—Esther, yo nunca os he odiado.
Esther no había visto jamás aquella expresión en el rostro de su
compañera. Era una sonrisa de una serenidad y tristeza hasta entonces
desconocidas.
—Sois distintos de nosotros en muchas cosas, pero también reís,
lloráis y os enamoráis... Por eso no os he odiado nunca, pero...
Sin cambiar su sonrisa transparente, la muchacha levantó los brazos
y, como si se despidiera del mundo, declaró:
—Pero, Esther..., hoy por primera vez voy a matar a un terrano por
odio...
—¡No, Shahra!
El grito de Esther llegó un segundo demasiado tarde.
La mano de la monja se extendió en vano en el aire. Antes de que su
compañera pudiera detenerla, la methuselah había dado un gran salto en el
aire hacia el grupo de soldados que rodeaban al arzobispo.
—¡Fuego!
Al resonar la voz aguda del oficial, todos los soldados levantaron sus
armas y dispararon hacia la terrorífica figura que se les caía encima. Por un
momento, pareció que la descarga atravesaba a la hermosa joven...
—¡Aaah!
Lanzando un grito, Shahrazad levantó los brazos cruzados. Las ondas
de choque producidas por los brazos de plata actuaron de escudo y
desviaron las balas. En un instante, la defensa se tornó ataque. Usando el
escudo invisible como arma, la methuselah cayó sobre los soldados. Los
que intentaron huir recibieron el impacto de la onda como si fuera un
espolón y se convirtieron en una tormenta de sangre. El resto de hombres
vieron cómo el ataque les arrancaba las extremidades y la cabeza, y los
lanzaba contra las paredes convertidos en una masa informe.
—Monstruo...
D'Annunzio no mostró la menor señal de miedo ante el pavoroso
espectáculo; se limitó a observar con altanería cómo la muchacha ejecutaba
su danza de la muerte.
Incluso cuando los ojos inyectados en sangre se fijaron en él, el
arzobispo permaneció impasible. Convertida en una furia asesina,
Shahrazad se abalanzó sobre él al tiempo que preparaba el golpe con los
brazos de plata...
—¡!
El grito que se alzó no fue el de la agonía del arzobispo.
Un rayo brillante impactó en la methuselah, que cayó rodando por el
suelo con un grito de dolor.
—¡Sha..., Shahra! —chilló Esther, al ver cómo su amiga se
desplomaba.
En el último instante, el exoesqueleto que tenía detrás el arzobispo
había lanzado un relámpago escarlata que había abatido a la methuselah. Y
no era un rayo cualquiera. Algo estaba cambiando en el cuerpo de la
aristócrata.
—¿Qué te parecen los rayos ultravioleta, vampira?
D'Annunzio rió casi con placidez. Al mirar cómo la methuselah se
retorcía en el suelo como una mariposa con las alas arrancadas, su rostro
tenía una luz casi de afecto paternal. Sin embargo, sus palabras contenían el
más cruel veneno de la muerte.
—Tengo que daros las gracias de todo corazón a ti y a la Santa. No
negaré que me habéis traído algunos problemas, pero al final me habéis
ofrecido un espectáculo mucho mayor del que yo mismo me esperaba...
Gracias a vosotras podré deshacerme no sólo de la Santa, sino también del
Papa y de esa zorra.
Nadie respondió al discurso del arzobispo. En el cuerpo de
Shahrazad el bacilo había empezado a actuar, en respuesta al impacto de
los rayos ultravioleta. Su piel morena se había llenado de horribles
queloides que se extendían con rapidez. D'Annunzio posó el pie sobre la
nuca de la aristócrata, que no podía ni gritar de dolor, y sonrió de placer
mientras la pisaba.
—¡Ba..., basta, arzobispo!
Esther no pudo resistirse al ver la humillación a la que estaba siendo
sometida su compañera. Olvidándose del peligro, se abalanzó sobre la
methuselah para protegerla, pero uno de los soldados le puso la zancadilla y
la hizo caer allí mismo al suelo.
—Excelencia, dejad que nos ocupemos del resto.
El exoesqueleto avanzó, cubriendo la figura del arzobispo, que ya
parecía entregado completamente al éxtasis de la victoria, puso en marcha
de nuevo la sierra eléctrica y se preparó para dar el golpe de gracia a la
aristócrata, que temblaba levemente sobre el suelo.
—No la mates demasiado deprisa. Este monstruo será oficialmente el
responsable de haber asesinado a Su Santidad y a su eminencia —le
advirtió el arzobispo, lanzando una mirada cuidadosa a los hermanos
custodiados por los soldados.
Si el Papa y la duquesa de Milán eran asesinados por un ataque
vampiro, habría elecciones a nuevo sumo Pontífice. No tendría pocos
rivales, como los cardenales Medici y Borgia, pero el haber sido el héroe
que abatió a la asesina del Papa le daría muchos puntos. Aunque se le
escapara el trono papal, la nueva cruzada haría que, como líder de la
vanguardia, su poder creciera enormemente. De cualquier modo, tenía
mucho que ganar y nada que perder.
—Si la matas al instante luego habrá muchas preguntas. Que parezca
que tuvo que luchar mucho antes de poder ponerle la mano encima al Papa.
—Entendido. Iremos con cuidado —respondió respetuosamente el
exoesqueleto, al mismo tiempo que levantaba la sierra eléctrica.
Como si aquello fuera una señal previamente establecida, los
soldados formaron un gran círculo alrededor, con los rifles preparados.
—¡Shahra!
El desesperado rostro de Esther se tiñó de rojo. Entre las manchas
escarlata que le cubrían mirada, pudo ver cómo las balas de plata
atravesaban el vientre de la methuselah. Cuando aún no se había apagado el
eco de su grito de dolor, una segunda ráfaga le alcanzó en los hombros.
—Muy bien. Ahora las extremidades. No la matéis aún.
Los disparos siguieron las instrucciones del arzobispo, que observaba
el proceso como quien lleva a cabo un experimento químico.
Los soldados ametrallaron a la methuselah con más de diez
descargas: brazos, piernas, cintura, espalda... La aristócrata permanecía
caída en una tormenta de sangre fresca; la carne horriblemente lacerada
aparecía entre los queloides.
—¡¡¡!!!
Shahrazad no podía ni siquiera gritar. Cada descarga hacía que su
cuerpo saltara como en una horrible danza macabra. Sin embargo, incluso
aquella reacción se iba haciendo más débil cada vez...
—¡Basta...! ¡Basta, por favor!
Era Esther quien gritaba, en vez de la methuselah inerte.
Chapoteando entre la sangre, hizo un nuevo intento de acercarse a su amiga
moribunda, pero un filo de acero le cortó el paso.
Sobre la sierra eléctrica que se había clavado en el suelo se reflejaba,
como un espejo, la expresión de cólera y horror de la monja. Con la mirada
clavada en Esther, que retrocedía, atemorizada, el exoesqueleto le hizo una
reverencia cortés. Quizá quería transmitirle el honor que sentía de ser el
instrumento del martirio de la Santa. La sierra eléctrica se levantó casi con
dignidad, como si supiera que iba a ejecutar a una víctima de gran nobleza.
—¡!
Esther se quedó petrificada al sentir cómo la sierra eléctrica al sentir
cómo la sierra eléctrica cortaba el aire. Con un chirrido agudo, la muerte,
convertida en acero cortante, cayó sobre la Santa...
—¡Esther!
Lo que detuvo el final inevitable de la Santa fue una voz masculina,
acompañada de una ráfaga de seis disparos.
Los disparos resonaron casi al mismo tiempo y alcanzaron al
exoesqueleto a la altura de las rodillas. El impacto sobre las articulaciones,
que no estaban blindadas, hizo que el soldado mecanizado cayera con gran
estruendo. Antes casi de que la sierra eléctrica golpeara el suelo, una figura
se interpuso como un torbellino entre el exoesqueleto y la monja.
—¿¡Estás bien, Esther!?
—¡Padre!
El anticuado revólver de repetición que empuñaba el sacerdote
canoso aún estaba humeando. Esther luchó contra el impulso irresistible de
desmayarse y le avisó:
—Cuidado padre... ¡El arzobispo quiere matarnos a todos! A
nosotras..., ¡y también a la duquesa y a Su Santidad!
—Ya lo sé.
Abel asintió con dulzura en dirección a la monja, quien parecía estar
a punto de romper a llorar. Sin embargo, en seguida endureció de nuevo la
mirada para encararse a D'Annunzio, que se había quedado helado ante la
inesperada intrusión. Con una voz cortante, rara en él, le gritó:
—Arzobispo D'Annunzio, ¡éste es vuestro final! No sólo habéis
intentado asesinar a la hermana Esther, sino que habéis conspirado contra
Su Santidad y a su eminencia... ¡Preparaos para lo que os espera!
—¡Padre Nightroad! ¿¡Cómo demonios habéis...!?
La voz de D'Annunzio era gélida y en su mirada se veía la sorpresa
de quien ve caminar a alguien que creía muerto.
—¿¡Qué ha pasado con las tropas que envié al hotel!? ¿¡Cómo habéis
superado a...!?
—El resultado de un combate no lo deciden sólo los números.
La voz que resonó entonces era afilada como si se hubiera convertido
físicamente en un cuchillo.
Entre los uniformes gris azulado de las escaleras se levantó un coro
de gritos de dolor. Una figura diabólica blandía sus mazas de combate,
convertidas en un torbellino, y abatía sin esfuerzo a los soldados.
—¡Se presenta el hermano Petros! ¡Ha llegado vuestro castigo,
sacrílegos! ¡Mientras esté vivo no permitiré que le pongáis un dedo encima
a Su Santidad!
—¡Il Ruinante!
Un alarido de terror recorrió las filas de los soldados, al reconocer al
guerrero más poderoso del Vaticano. Muchos tiraron instintivamente sus
armas por el miedo, mientras el arzobispo los insultaba, encolerizado:
—¡Cobardes, no huyáis! Son sólo dos... ¡Ah, ya lo tengo! ¡Utilizad al
Papa como escudo! ¡Si tenemos al Papa de rehén no nos podrán hacer
nada!
Al oír la voz de su líder, algunos soldados empujaron con sus rifles
al Papa adolescente, pero en un instante cayeron todos abatidos por una
ráfaga salida de la pared. A través del agujero de la pared, que parecía
haber sufrido un mordisco monstruoso, apareció la figura de un pequeño
sacerdote. Recargando las pistolas aún humeantes, se dirigió con voz
monótona a la cardenal.
—Despejado... Duquesa de Milán, solicito informe de daños.
—¡Gunslinger! —suspiró Caterina.
El tercer intruso se enfrentó a los soldados y cubrió al Papa y a su
hermana. Las ráfagas que disparaban sus pistolas de doble cañón se
convirtieron en un muro de acero que los protegía.
Sólo eran dos agentes y un inquisidor, pero el centenar de soldados
que quedaba en pie retrocedió, atemorizado.
—¡Idiotas! ¿¡De qué tenéis miedo!?
D'Annunzio gritaba de ira con voz miserable. La victoria total que
antes creía ya degustar había desaparecido de golpe ante sus ojos.
Encolerizado, chillaba a los soldados, pálidos de terror:
—¡No son más que tres! ¡Acabad con ellos!
—¡Que os digo que los números no lo son todo! ¡Mira que eres
testarudo!
Bramando encolerizado, Il Ruinante se convirtió en un torbellino
mortal y se abalanzó hacia la masa de soldados que rodeaba al arzobispo.
—Lo que decide el combate es la Justicia y la Fe... ¡Y el ánimo! A ti
te falta todo eso. ¡Nunca vencerás, D'Annunziooooo!
—¡Ah!
Al ver que sus soldados caían abatidos, como cañas partidas por el
viento, D'Annunzio retrocedió, atemorizado. Cuando miró a su alrededor
en busca de apoyo, vio cómo Tres ametrallaba a quienes habían intentado
atacar a Caterina. No había nadie que le pudiera salvar. Gritando de terror,
buscó desesperadamente una manera de huir.
Mientras observaba el desarrollo del combate, Esther se dirigió con
voz llorosa al sacerdote.
—Padre, Shahra..., ¡salvadla por favor! —gritó abrazada a su amiga,
empapada en sangre—. ¿Se..., se salvará? Se salvará, ¿verdad? Ella es una
methuselah. Estas heridas...
—No lo sé. Hasta que no intentemos tratarla...
Al ver las heridas de la aristócrata, la voz de Abel se oscureció. Los
queloides habían dejado de extenderse, pero la sangre seguía fluyendo a
borbotones. Si el cuerpo extremadamente resistente de la methuselah no
había cerrado las heridas ya sólo podía ser una cosa...
—Es complicado... Ha recibido mucha plata en el cuerpo... —susurró
el sacerdote con voz grave.
La plata era profundamente dañina para el bacilo kudlak que vivía en
la sangre de los methuselah. Las partículas de plata hacían que el bacilo
alojado en sus células entrara en un estado letárgico en cuestión de minutos
y que dejara de funcionar completamente en menos de diez horas. Por la
cantidad de plata que había impactado en ese cuerpo, no había duda de que
el bacilo se habría visto afectado por todo el cuerpo. Era por ello que no
podía regenerar las heridas y que, pese a la enorme cantidad de sangre que
había perdido, no había sufrido ningún ataque de sed. ¿Podría la
methuselah sobrevivir a algo así?
—Esther...
La monja y el sacerdote oyeron entonces un hilillo de voz. Mientras
abría ligeramente los ensangrentados párpados, Shahrazad alargó el brazo,
con una leve sonrisa, hacia el rostro lloroso de Esther.
—Creo que esto es el final...
—¡No...! ¡No digáis tonterías!
Limpiándose las lágrimas de las mejillas, Esther estrechó la mano de
su amiga. Estremeciéndose por dentro ante el tacto frío, se esforzó por
sonreír.
—¡Os salvaremos! ¡No os rindáis!
—Gracias, Esther...
Fuera porque creía realmente las palabras de la monja o porque no
quería forzarla a seguir mintiendo, Shahrazad sonrió débilmente. Sus labios
iban palideciendo al mismo tiempo que el cuerpo se le enfriaba.
—De momento vamos a llevarla a un lugar seguro... —dijo Abel,
apartando el rostro de los disparos y los gritos que llenaban la estancia
mientras buscaba un sitio para transportarla—. Aquí puede ser que aún
sufra más daño. hay que encontrar una habitación más pequ...
—¡No escaparás, vampira!
Fue entonces cuando una desagradable voz mecánica de eco metálico
resonó por la sala. Sobre sus cabezas se cernía una sombra funesta. Era el
exoesqueleto que, una vez recuperado por fin el equilibrio, los amenazaba a
gritos entre los chirridos de su sierra eléctrica.
—¡Moriréis!
—Aparta.
Abel permaneció sereno ante el brillo tenebroso de la sierra eléctrica.
Apartó a un lado a Esther, que seguía abrazada a la methuselah, y se
arregló el puente de las gafas.
—Si no nos dejas, te arrepentirás... Me voy a enfadar mucho.
—¿Que te vas a enfadar? ¿Y a mí qué?
El exoesqueleto rió con sequedad y miró los fríos ojos del sacerdote.
Activó la sierra eléctrica y la preparó para atacar.
—¡Os voy a hacer trizas a los tres a la vez! ¡Moriréis retorciéndoos!
—¿Retorciéndonos? Cuidado no seas tú quien se retuerza...
Abel seguía tranquilo frente al estruendo del arma que blandía su
enemigo. Levantó el revólver y gritó con voz clara:
—Ya te he avisado... ¡Me voy a enfadar!
Una explosión resonó del fragor de la sierra eléctrica. Abel vació el
cargador completo de su revólver en rápida sucesión de disparos. De todos
modos, enfrentarse a un exoesqueleto con un anticuado revólver de
repetición era bastante ridículo. La armadura del soldado mecanizado
estaba preparada para resistir el impacto directo de proyectiles antitanque,
de modo que unas balas de revólver teóricamente no podían hacerle nada,
pero...
—¡I..., imposible!
Cuando resonó el grito incrédulo del soldado, el líquido de
transmisión ya fluía como la sangre por todo el exoesqueleto. Lo que tenía
clavado por todos lados eran pequeñas piezas de acero. Las balas del
revólver habían impactado en la sierra metálica, haciendo saltar los dientes
como un látigo supersónico contra su propio dueño. Ser capaz de acertar el
punto exacto al que apuntar en una sierra eléctrica en movimiento era casi
digno de milagro. Antes de darse cuenta de lo que había ocurrido, el
exoesqueleto retrocedió tambaleándose, abierto desde el hombro derecho
hasta la pierna izquierda.
El soldado intentó, a la desesperada, evitar que el exoesqueleto
cayera hecho pedazos, pero el sacerdote canoso ya había contado con ello.
Con un leve movimiento de la mano derecha recargó el arma como
por arte de magia y apuntó con pulso firme hacia la articulación y apuntó
con pulso firme hacia la articulación de la rodilla.
—¡Éste es tu fin!
Los seis disparos dieron de lleno en el blanco y esa vez la
articulación quedó completamente destruida.
—¡!
Entre gritos de ira y chorros de líquido de transmisión, el
exoesqueleto cayó en medio del grupo de soldados.
—¿¡Por qué!? ¿¡Por quééé!?
El grito que resonó por la sala había perdido toda traza de soberbia.
D'Annunzio se había quedado petrificado, pálido como si estuviera
teniendo un sueño. O, mejor dicho, una pesadilla.
Tres hombres había bastado para hacer trizas a la flor y nata de su
Guardia. Y no sólo eran sus tropas las que habían sido destruidas. Los
mismos planes que había preparado cuidadosamente estaban a punto de
desvanecerse. Unos minutos antes todo marchaba según lo previsto, pero,
de repente, la gloria a la que había consagrado ocho años de planificación
se desmoronaba ante sus ojos.
—No. No puede ser... ¡Esto no puede acabar así!
D'Annunzio tenía muchos defectos, pero el ser derrotista no era uno
de ellos.
Sus ojos inyectados en sangre, se fijaron en una puerta metálica que
había en la pared. El ascensor general estaba bloqueado por Gunslinger. Il
Ruinante le cerraba el paso a la escalera. Pero el montacargas... Dejando a
su suerte a los soldados que combatían por él, el arzobispo retrocedió
lentamente, hasta que tuvo el montacargas a su alcance, y apretó el botón
de llamada. con un ruido sordo, la maquinaria se puso en movimiento.
Después de fallar en su intento de asesinar al Papa, lo mejor sería
esfumarse por un tiempo. Se escondería en algún lugar hasta que los
ánimos se hubieran calmado. Mientras tanto, pondría en marcha a sus
aliados dentro del Vaticano para que le concedieran una amnistía. Para
Roma, la traición de un arzobispo tampoco sería un escándalo que estarían
demasiado dispuestos a hacer público...
—¡Arzobispo D'Annunzio!
Una voz llena de odio e ira hizo que el arzobispo volvería en sí. AL
levantar la vista se encontró de cara con un cañón de escopeta que le
apuntaba.
Frente a D'Annunzio, que la miraba con un rostro desesperado, la
muchacha pelirroja gritó:
—¿¡Adónde pensáis huir!? ¿¡De verdad creéis que os vamos a dejar
escapar así como así después de todo lo que habéis perpetrado!?
—Es un ma..., un malentendido, Esther. Todo es un malentendido...
—intentó decir con dificultad el arzobispo, que miraba aterrorizado a la
monja y la muchacha morena a la que abrazaba el sacerdote—. Yo no
quería hacerte daño. Sólo quería dar un escarmiento a los hijos del antiguo
Papa, pero nunca quise hacerte daño... ¡De verdad!
—Pero ¿admites haber querido matarnos a nosotros?
Aquella voz helada como el acero no era la de Esther. Al seguirla
con la mirada, el arzobispo se encontró con la mirada, el arzobispo se
encontró con la mirada gélida de la hermosa mujer envuelta en un hábito
ensangrentado. Mientras sostenía al adolescente, que por fin se había
despertado, la cardenal le miraba desde el fondo de su monóculo.
—Es una pena, D'Annunzio... No sabes cuánto me has
decepcionado...
Las palabras de Caterina sonaron como una sentencia de muerte.
Detrás de ella, los últimos soldados huían como podían de la sala.
Temblando, D'Annunzio apartó la mirada de la cardenal y su hermano, y
bajó la cabeza como si finalmente hubiera comprendido su derrota.
Con un ruido metálico casi solemne, una voz serena se extendió por
la sala.
—Bueno, es hora de poner punto y final a esto...
Las puertas del montacargas, que había llegado justo en ese
momento al subterráneo, se abrieron entonces. Desde su interior se oyó una
voz masculina, amplificada por un altavoz. Antes de que se hubiera
extinguido su eco, una figura gigantesca salió del montacargas, ligeramente
agachada para no golpearse la cabeza con el techo.
Era un exoesqueleto de color tostado, como de sangre seca, que
anunció con tono flemático:
—Al habla la Inquisición. Tirad todos las armas.
—¿¡He..., hermano Mateo!?
El grito incrédulo salió de Petros, que se detuvo en seco a media
persecución de los soldados supervivientes. Al ver el exoesqueleto y los
hombres de uniforme negro que le acompañaban se quedó estupefacto.
—¿¡Qué hacen aquí el Uriel y la policía especial!? ¿¡No estabais en
misión de búsqueda por la ciudad!?
—¡Qué llegada más oportuna! ¡Ayudadme, hermano Mateo!
Una voz desesperada interrumpió las preguntas de Petros.
D'Annunzio, que parecía a punto de desmayarse ante la escopeta de Esther,
se abalanzó sobre el exoesqueleto como una liebre en fuga y le pidió,
lloriqueando:
—¡Ha venido la vampira para asesinar al Papa! Y no ha venido sola.
La Santa y la cardenal Sforza están confabulados con ella...
—¡Que no te engañe, hermano Mateo! —intervino Caterina, con voz
cortante, en réplica al discurso teatral del arzobispo ante los ojos brillantes
del Uriel y los cañones de las armas de los policías especiales—. ¡Quien ha
querido atentar contra la vida de Su Santidad ha sido él! ¡Detenedlo
inmediatamente!
—¡Mentira! ¡Hermano Mateo, es la cardenal Sforza quien está detrás
de todo esto!
Si dejaba que le ganaran la batalla retórica estaba perdido, pero si
lograba ponerse a la Inquisición de su lado... El exoesqueleto permanecía
en silencio, como dudando, cuando D'Annunzio le apeló con voz aún más
dramática:
—¡Mirad! Esther Blanchett y la vampira... ¿¡Acaso no es eso prueba
suficiente!? ¡Sforza ha usado a su subordinada para infiltrar y asesinar al
Papa!
—Ya, como pone en vuestro guión...
La voz que salió de los altavoces del Uriel tenía un eco de emoción,
pero en seguida se convirtió en una risotada al mismo tiempo que apuntaba
con sus lanzarrayos al arzobispo.
—Lo siento, excelencia, pero tengo que deteneros. Sois sospechoso
del intento de asesinato de Su Santidad y la cardenal. Sospechoso de
traición. hace una media hora hemos detenido al teniente Dobó y nos ha
contado un par de cosas.
—¡!
D'Annunzio palideció, pero no fue por efecto de las palabras de
Mateo, sino por haber descubierto a la figura que acompañaba a los policías
especiales. El uniforme gris azulado estaba manchado de sangre y el rostro
hinchado era casi irreconocible, pero no había duda de que se trataba del
subordinado que había mandado al hotel Csillag. El arzobispo se tambaleó
sin fuerzas ante las acusaciones que llovían sobre él.
—Además, hace dos días que estamos interceptando vuestras
comunicaciones. Todas vuestras órdenes a la Guardia han sido
descodificadas y enviadas al cardenal Medici. La Inquisición está a punto
de enviar una citación formal a juicio. Si me hacéis el favor de esperar un
poco...
—¡Ma..., Ma..., Mateo! ¡Me has engañado!
El alarido histérico pareció romperle la voz. Arrancándose los
cabellos como un demonio enloquecido, D'Annunzio vociferaba:
—¡Ha sido idea de Francesco!, ¿verdad? ¡Sospechaba de mí desde el
principio, pero me ha hecho el juego para destruirme!
—Es que era una oportunidad demasiado buena...
En contraste con la enajenación del arzobispo, la voz del inquisidor
era serena, pero tenía un poso de malicia. Bajo su superficie cortés, había
un eco de mofa cruel.
—En resumen, excelencia, vuestro guión era una historia demasiado
trillada... Llevadlo arriba.
Mateo cerró el diálogo e indicó a los policías especiales que
detuvieran a D'Annunzio. Los hombres de uniforme negro rodearon al
arzobispo enloquecido y le esposaron sin piedad. No estaba claro cuál sería
el veredicto concreto del cónclave cardenalicio de Roma, pero el intento de
asesinato del Papa era el mayor delito que existía. Era probable que le
esperara un destino infinitamente peor que la muerte.
—Shahra, huyamos... —susurró una figura, observando cómo se llevaban
al arzobispo esposado.
Aún apoyada en el sacerdote, Esther se había dirigido a la
methuselah. Al otro lado de la sala, la policía especial estaba desarmando a
los soldados supervivientes. Después de las bajas que habían sufrido a
manos de Tres y Petros, no tenían ninguna moral para enfrentarse a un
nuevo enemigo y se rendían son resistencia.
La detención del arzobispo significaba que el Papa y la cardenal se
habían salvado. Aparentemente todo había acabado bien, pero no era así...
Si no hacían nada, Shahra también sería detenida y estaba muy claro lo que
les pasaba a los vampiros que caían en manos del Vaticano.
—Yo os acompañaré... Huyamos deprisa u os matarán —explicó
Esther rápidamente.
Abel pareció ir a decir algo, pero la monja le detuvo con la mirada.
—Tienes razón...
Al contrario que su compañera, Shahrazad parecía muy tranquila. Se
había quedado pálida por la pérdida de sangre, pero su expresión tenía de
nuevo la serenidad que la caracterizaba, mientras observaba la derrota de
D'Annunzio y los suspiros de tranquilidad de la cardenal y su hermano.
¿Le habrían afectado las heridas a la capacidad de reacción? Esther
le tomó la mano para ayudarla a levantarse.
—¡No tenemos tiempo que perder! Deprisa, podéis apoyaros en mí,
pero... Shahra, ¿¡adónde vais!?
El grito de Esther llegó demasiado tarde. Cuando quiso agarrar a su
amiga, la muchacha morena ya se había puesto en pie y había echado a
andar a grandes pasos. Como si no hubiera visto a los inquisidores y la
policía especial, se dirigió directamente hacia el adolescente de hábito
blanco.
—Buenas tardes... Vos sois el Papa, ¿verdad?
Desde el ataque en el teatro de la Ópera, el rostro de la methuselah
había sido ampliamente difundido, pero la seguridad con la que la
muchacha se le acercó hizo que ni los policías ni la cardenal se pararan a
detenerla. Entre miradas de estupefacción, Shahrazad abrazó al Papa, que
no parecía entender lo que estaba pasando. Cuando Caterina, que estaba
hablando con los inquisidores, se dio cuenta y se giró, la muchacha se había
puesto detrás del Pontífice, usándolo como escudo. Poniendo uno de sus
guantes plateados a Alessandro entre las cejas, la methuselah se dirigió a su
amiga:
—Esther, tienes razón... —dijo—. Me matarán. Por eso..., antes,
mataré al Papa.
V

—¿Eh?
Esther se dio cuenta de que probablemente tenía la boca abierta de la
sorpresa, pero no se veía capaz ni de cambiar de expresión. Mirando a su
amiga con cara llorosa, le preguntó con voz ronca:
—Pe..., pero ¿qué estáis diciendo, Shahra? No es el momento para
bromas...
—Claro. Pero es que esto no es ninguna broma, Esther.
La methuselah hablaba en voz baja, con los ojos completamente
serenos. Sin apartar el guante del adolescente, que seguía sin entender lo
que ocurría, repitió, cortando una a una las palabras:
—Voy a matar al Papa.
—¡Un momento, Shahrazad!
Una voz interrumpió, entonces, el diálogo. Abel se había quedado
igual de sorprendido que el resto ante el comportamiento de la methuselah,
pero por fin pareció volver en sí.
—Tranquila. Tranquila... Empecemos por apartar la mano de la
frente del Papa...
—¡Tú no te metas, terrano!
Shahrazad ni siquiera se giró, pero un gesto de la mano fue suficiente
para enviar volando a Abel. Y no sólo a él. La onda de fuerza que produjo
el brazo de plata, que convirtió el aire en un puño inmenso, fue suficiente
para abatir a todos los que rodeaban al Pontífice.
—¡E..., eminencia! ¡Padre!
—¡No te muevas, Esther! ¡Ni vosotros, terranos!
El grito hizo que se detuvieran en seco los policías que quedaban en
pie y Esther, que instintivamente se había acercado hacia a Abel y Caterina
para comprobar que estaban bien. Con la mano derecha fija sobre el Papa,
Shahrazad gritó con tono maligno:
—Esther, ven aquí. El resto, quietos... Si os movéis morirán el Papa
y la Santa.
—Alto todos, esperad instrucciones —ordenó el hermano Mateo a
sus hombres.
A su lado, Tres Iqus levantó decidido sus armas, pero el inquisidor le
detuvo, abalanzándose sobre él.
—¡Alto he dicho, padre tres! ¡Pensad en la seguridad del Papa!
Observando con el rabillo del ojo los movimientos de inquisidores y
agentes, Esther se acercó con los pies a rastras hacia la methuselah y le
preguntó con voz temblorosa:
—¡Sha..., Shahra! ¿¡Qué significa esto!? ¿¡Os dais cuenta de lo que
estáis haciendo!?
—Perfectamente, Esther..., perfectamente —respondió Shahrazad,
con una sonrisa ensangrentada—. Yo ya no me puedo salvar... Sé muy bien
lo que le está ocurriendo a mi cuerpo. Al menos me iré habiéndome
vengado de vosotros, estúpidos terranos.
—Pero... venganza...
¿La Shahrazad dulce que había conocido había sido sólo un cruel
engaño?
<<Si pudiera, querría volver a nacer y ser terrana.>>
<<Estoy muy contenta de haberos conocido a todos. Sólo es eso.
Esther, os quiero mucho. No lo olvidéis.>>
¿Todo aquello...?
—¿¡Todo ha sido mentira!?
—...
La pregunta desesperada de Esther sólo encontró como respuesta una
leve sonrisa. Los labios, que casi había perdido todo el color, le
respondieron con voz débil:
—Yo soy vampira, tú eres humana... Yo te he utilizado. Eso es todo.
—¡No! ¡No puede ser! ¡No! ¡Tú eres capaz de hacer algo así! —gritó
Esther, abatida.
Aquello no era posible. Había algo que no cuadraba. Había algún
error... ¡Shahrazad nunca le haría algo así! Entonces... ¿por qué estaba
sucediendo aquéllo?
En su turbación, la muchacha oyó una voz, limpia como la de un
ángel.
—Dispárame, Esther.
Era demasiado débil para ser una orden, pero demasiado enérgica
para ser una súplica. Esther levantó la mirada hacia ella.
—Tienes que dispararme, Esther.
Los ojos asombrados de la monja se encontraron con una sonrisa tan
noble que provocaba pavor. Escudándose en el Papa, Shahrazad le hablaba
débilmente:
—Gracias por todo lo que has hecho por mí... Pero esto es el final.
Dispárame, deprisa.
—¡Pero ¿qué decís, Shahra?! —preguntó Esther, sin comprender las
intenciones de su amiga—. ¡No os desesperéis! ¡Aún podemos salvaros!
¡Os sacaré de aquí! ¡Os...!
—Si no me disparas, mataré al Papa... ¿Lo harás ahora?
—¿¡!?
Ante la mirada confusa de la monja, Shahrazad empezó a hacer
fuerza con la mano que tenía posada sobre el Pontífice adolescente.
Alargando la otra mano hacia su amiga, dijo con expresión dura:
—Si le mato, los terranos querrán vengarse de los methuselah. Eso
provocará muchísimas muertes en ambos bandos. ¿Es eso lo que quieres,
Esther?
—Shahra... —gimió en vano Esther.
No había duda de que si Shahrazad le hacía algo al Papa, la
humanidad lanzaría una cruzada para vengarle. Estaba claro que correría
mucha sangre y perderían muchas vidas valiosas.
—Además, ya que tengo escapatoria... Esther, mátame tú. Así serás
la Santa... La Santa que mató a la vampira.
La methuselah se dirigía a ella como si fuera su hermana menor, con
dulzura pero con decisión.
—¡!
Shahrazad tenía el rostro blanco como la nieve, pero Esther se puso
aún más blanca mientras la escuchaba. jadeando violentamente como si le
hubieran parado los pulmones, sólo logró decir:
—¡No...! ¡No digáis tonterías!
La escopeta estaba a punto de escurrírsele entre los dedos.
¡Shahrazad quería sacrificarse! Para salvarla a ella... Para salvar a la
Santa, ¡estaba dispuesta a morir como una vampira diabólica!
—¡Si para ser Santa tengo que mataros, prefiero que me lleve a la
hoguera la Inquisición! ¡Si la alternativa es asesinaros, prefiero morir yo
como bruja!
—¡Esther!
La voz era demasiado débil como para poder considerarse un
reproche, pero golpeó a la monja en los tímpanos como un látigo.
Como resignándose a la derrota, Esther saco el dedo del gatillo y dijo
con voz dolorida:
—No, no puedo... No puedo dispararos.
—Esther...
Sus súplicas no habían recibido respuesta, pero Shahrazad sonrió.
Esther no olvidaría nunca la sonrisa de aquella <<enemiga de la
humanidad>>.
Si en aquel mundo maldito existían de verdad las santas, la
muchacha morena que tenía delante era una de ellas. Tal era la pureza de su
sonrisa.
—Gracias, amiga...
Incluso siguió sonriendo después de que resonara la detonación.
—¿¡Shahra!?
Al ver el brazos de plata que se había alargado hasta la copeta
humeante que portaba, Esther se quedó sin palabras. La bala de plata que
había salido disparada había alcanzado a la methuselah a la altura del pecho
izquierdo. La mano que había apretado el gatillo empezó a perder fuerza, y
la muchacha morena se desplomó como una marioneta a la que le hubieran
cortado las cuerdas.
—¡Shahra! ¡No, Shahra!
Esther se desmoronó como si fuera ella la que hubiera recibido un
disparo. Agarró la mano de su amiga y gimió entre la desolación y la ira:
—Os salvaremos... ¡Os salvaremos!
—Gracias..., pero es imposible...
No parecía sentir ya ningún dolor. Cerrando lentamente los párpados,
la methuselah parecía serena, como si por fin pudiera descansar. No
mostraba miedo a la muerte ni apego a la vida. Su expresión era satisfecha,
como si hubiera logrado completar lo que se había propuesto...
—Perdóname, Esther... Te he hecho hacer... un trabajo desagradable,
al final... —sonrió la aristócrata, hablando con voz apenas audible—. Pero
así serás la Santa... La Santa que mató a la vampira...
—¡Basta!
Ninguna maldición habría sonado más estremecedora que aquel
grito. Tapándose los oídos con las manos, Esther negaba violentamente con
la cabeza.
—¡No! ¡Yo no soy la Santa! ¡Yo no quiero ser Santa!
—No, sí que lo eres... Tienes que serlo... Lo sabes, ¿verdad?
La methuselah sonrió para animar a su amiga. Mirando a la monja y
al adolescente que había a su lado, susurró como para sí:
—Si podemos... Vivir juntos en armonía..., eso será...
Los ojos se le habían cerrado casi completamente, pero Shahrazad
daba la impresión de estar viendo el futuro lejano y le hablaba, no a la
amiga que tenía arrodillada enfrente, sino a la Santa que veía en ella.
—Sí, serás la Santa... Estoy segura...
—¿Shahra?
Cuando su amiga se quedó en silencio, Esther la zarandeó, pero la
luz ya había abandonado su mirada y sus labios habían perdido la palabra
para la eternidad. de todos modos, Esther repitió su nombre como si
quisiera aún retener su espíritu.
—¿Estáis bien, hermana Esther?
La voz era cortés, pero con un eco gélido.
Al girarse, se encontró con un hombre de ojos afilados acompañado
de dos policías especiales. Con expresión solícita, el hermano Mateo le
dijo:
—Ha sido un disparo magnífico... ¿Os ha herido el monstruo?
Algo se hizo pedazos en el interior de la monja al oír aquellas
palabras. ¿Quién será el monstruo? Esther intentó levantarse con cara de
tener náuseas.
Sin embargo, de repente, se le apareció en la mente el rostro de su
amiga.
<<Tienes que ser la Santa.>> Eran las últimas palabras que le había
dejado Shahrazad.
—...
—¿Estáis bien, Santa? —preguntó de nuevo el inquisidor, ante el
silencio de Esther.
La muchacha se dio la vuelta y se encontró con la mirada fría del
hermano Mateo. Probablemente él no había oído las últimas palabras de su
amiga.
—¿Os encontráis mal? ¿Queréis que llame a una camilla?
—No, no hace falta... Ocupaos de Su Santidad... y del cadáver...
Esther soltó la mano de la methuselah con expresión de tremendo
cansancio. Mientras hundía la cabeza para que nadie le viera el rostro, se
mordió los labios hasta hacerse sangre.
—Yo... he acabado... con esta vampira...
Epílogo

EL CAMINO DE LA SANTA

Y pondré vuestros cuerpos muertos sobre


los cuerpos muertos de vuestros ídolos.

Levítico 26,30

El sol también se puso aquel día.


La superficie del río brillaba con tonos dorados y reflejaba luces de
la ciudad, que se habían ido encendiendo a medida que las sombras
descendían sobre ella.
La ceremonia de conmemoración de los caídos había concluido el
día anterior entre fervorosas oraciones, pero la emoción del acto aún se
veían en los rostros de los ciudadanos que paseaban con expresión aborta
por las calles.
—Dicen que el arzobispo D'Annunzio murió anoche... —comentó
con aire despreocupado la hermosa mujer que miraba por la ventana.
El crepúsculo teñía István de tonos anaranjados mientras la dama
hablaba con los dos sacerdotes.
—Parece que se envenenó durante el traslado a Roma. Cuando el
hermano Mateo lo descubrió ya era demasiado tarde... Supongo que
tenemos que alegrarnos de ello. Para Roma era un gran problema hacerse
cargo de él.
—Si los medios hubieran descubierto que el arzobispo había
conspirado para asesinar a Su Santidad, el escándalo habría sido
desproporcionado —intervino el pequeño sacerdote, analizando la situación
con voz monótona—. Las posibilidades de que haya sido la Inquisición
quien se haya deshecho del arzobispo durante el viaje son muy altas.
Caterina tosió ligeramente en su pañuelo.
—Estoy de acuerdo, padre Tres. Muy probablemente haya sido mi
hermano quien haya ordenado su muerte.
La cardenal asintió ante las palabras de su subordinado. Dejó
resbalar la mirada hacia el otro sacerdote, que permanecía en estricto
silencio, y tomó el periódico que había sobre la mesa.
—Imagino que los medios dirán que el arzobispo fue asesinado
durante el ataque vampiro. Que mártir por defender al Papa y a la Santa...
El consejo cardenalicio ya ha dado su aprobación a la historia.
Caterina lanzó hacia el periódico una mirada sin fuerzas.
<<¡La Santa está viva!>> Los titulares bailaban sobre la portada en
tipografías llamativas. Todas las primeras páginas estaban cubiertas por
artículos informando del caso, adornados por imágenes de una Esther de
sonrisa forzada sobre el pie de foto: <<La Santa de István>>.
Dos días antes, cuando se informó del ataque vampiro, la ciudad se
estremeció. Sin embargo, las noticias tomaron en seguida un cariz más
esperanzador. La vampira había sido abatida y, además, había sido la Santa
vuelta a la vida quien había logrado la gesta. Los rumores oscuros se
tornaron gritos de júbilo por toda István.
Después, se dijo que el anuncio de la muerte de la Santa había sido
una maniobra para distraer a la vampira mientras Esther se preparaba para
luchar contra ella. El heroísmo de la joven al defender al Papa y la cardenal
y acabar con la malvada vampira no había tenido efecto sólo sobre los
ciudadanos de István, sino sobre toda la humanidad, gracias a los informes
de los medios que se había reunido en la ciudad para cubrir la ceremonia.
Ya hacía dos días del suceso, pero el fervor no sólo no disminuía, sino que
incluso parecía hacerse más vivo cada día. Pronto la Santa se convertía en
la propia imagen del Vaticano.
—Desde Roma han llegado instrucciones de reforzar la protección de
la hermana Esther. Ahora que se ha convertido en una persona de fama
internacional, necesitará unas medidas de seguridad casi de nivel de Su
Santidad —murmuró Caterina como para sí misma, sin apartar la mirada
del periódico.
Su rostro blanco, que parecía hecho de la más noble porcelana,
permanecía inexpresivo, pero su voz se dirigió al silencioso sacerdote.
—Tendremos que ocuparnos de organizar un equipo de escolta
adecuado pero, de momento, encargaos vos de la protección de la Santa,
Abel.
La cardenal dobló cuidadosamente el periódico y lo posó de nuevo
sobre la mesa. A la vez que evitaba mirar al sacerdote canoso, añadió:
—A partir de ahora tendrá una labor muy importante que hacer cono
rostro del Vaticano. Sé que os dará mucho trabajo, pero, por favor,
encargaos de que no se vea envuelto en ningún lío. De momento, contactad
con el Ministerio de información y ocupaos de que los medios no se le
echen encima.
—¿Puedo hacer una pregunta, Caterina?
La voz que interrumpió las instrucciones mecánicas de la cardenal
era muy serena, incluso demasiado. El sacerdote canoso se arregló el
puente de las gafas y, con la voz menos emocionada de que fue capaz,
continuó:
—Os pedí, por favor, que me informarais del paradero de Esther tan
pronto como tuviéramos noticias suyas, pero enviasteis a Tres y Mónica a
buscarla sin decirme nada... ¿Por qué? ¿Acaso os olvidasteis de avisarme?
—...
Un largo silencio fue la única respuesta de la cardenal. Su rostro
gélido no mostró ni el menor rastro de emoción. El ruido de las agujas del
reloj de pared se extendía por toda la estancia como si fueran los propios
latidos de la hermosa mujer.
Sus órdenes había sido las correctas. Caterina no lo dudaba.
Finalmente, todo había acabado bien, pero cuando había tenido que
tomar su decisión, la existencia de Esther Blanchett tenía implicaciones
terribles para ella y para todo el Vaticano Después de todo, la Santa estaba
actuando conjuntamente con una vampira. Si los medios se hubieran olido
algo de ello, el Vaticano habría recibido un golpe terrible en su autoridad
moral. Tomar medidas drásticas para evitarlo había sido la única decisión
correcta. Pero de todos modos había algo que le impedía explicárselo así a
su subordinado.
—¿Por qué no me respondéis, Caterina? —preguntó de nuevo el
sacerdote, al ver cómo la cardenal dudaba.
La hermosa mujer mantenía el rostro en un ángulo cuidadosamente
calculado para no tener que mirarle a la cara, pero que no pareciera que le
daba la espalda.
—Caterina, no quiero ni pensar que lo que estoy sospechando pueda
ser cierto, pero...
—Recibimos noticias del paradero de Esther Blanchett justo antes de
que nos encontráramos en el hotel, padre Nightroad.
En vez de la hermosa mujer, fue una voz monótona la que le
respondió. De cara a su superiora, el padre Tres buscó a su compañero con
la mirada mientras explicaba:
—Es cierto que deberíamos habéroslo comunicado, pero no hubo
tiempo. No pudimos avisar ni siquiera a la duquesa de Milán..., Asumo
toda la responsabilidad por mis decisiones. Os pido disculpas si mis
acciones os causaron algún mal, padre Nightroad.
—¿Es eso cierto, Caterina?
Abel ni siquiera se giró hacia su compañero. Con la mirada fija en su
superiora, siguió preguntando como si intentara desesperadamente aferrarse
a algo.
—¿Es como dice el padre Tres? ¿Fue sólo un problema de
comunicación? ¿No decidisteis deshaceros de Esther entonces?
—Sí, es como dice el padre Tres... —respondió serenamente la
cardenal ante la mirada suplicante de Abel.
Seguía sin mirarle a los ojos, pero su voz tenía la dulzura de siempre.
—El padre Tres no pudo contactar conmigo entonces... Si lo hubiera
sabido, os habría avisado de inmediato para que vos también pudierais ir,
Abel.
—¡Ah...!
Abel asintió como aliviado, pero en el fondo de su mirada a Caterina
le pareció adivinar la presencia de una luz fría. ¿O era quizá sólo la sombra
de sus propios remordimientos?
Antes de que la cardenal pudiera responderse a sí misma, Abel
recuperó su expresión habitual.
—Bueno, pues entonces, iré a ver a Esther.
El sacerdote se dio la vuelta con aire casi despreocupado y echó a
andar hacia la puerta. En su voz no se apreciaba ni el eco del tono acusador
que había empleado antes con su superiora.
—Tengo que ir rápidamente a protegerla, antes de que los medios se
entrometan. A ver, a ver, a estas horas estará en...
—¡Ah...! ¿Abel?
A la espalda del sacerdote, que parloteaba solo como era típico en él,
resonó la voz de Caterina. Abel se dio la vuelta con lentitud, pero la
hermosa mujer pareció dudar, como si no hubiera preparado lo que quería
decirle.
—¿Eh...? ¿De qué se trata?
En sus ojos del color de un lago invernal no había ni rastro del frío
de antes. El sacerdote miraba con calidez a la mujer que había sido su
superiora y su amiga durante más de diez años.
—¿Qué ocurre?
—¡Ah...! Nada. No es nada.
Caterina no se sintió capaz de devolverle la mirada. Fingió leer el
periódico y dijo entrecortadamente:
—No... Nada... Perdóname. Id a ver a Esther. Id con cuidado.
—Gracias, Caterina.
Abel se quedó un poco extrañado ante la actitud de su superiora, pero
le sonrió con dulzura y, después de hacer una leve reverencia, se dio la
vuelta de nuevo y desapareció por la puerta.
—...
Hasta que la figura de su subordinado hubo desaparecido por el
pasillo, Caterina no se movió.
Era el Abel dulce de siempre. Siempre atento con todos. Incluso ante
quien le había traicionado. Incluso ante quien le había hecho daño. Desde
que se conocían, Caterina le había en muchos casos parecidos. Aunque no
mostraba su propio dolor, era un hombre extremadamente sensible al dolor
ajeno. Y ella había sido capaz de hacerle aquello...
—Espero instrucciones respecto al caso de la hermana Mónica.
—¿Eh?
Aquella voz monótona despertó a Caterina de sus cavilaciones y le
hizo levantar la mirada. El padre Tres, extrañado de ver a su superiora tan
absorta, la miraba a la espera de sus palabras.
—¿No habéis oído mi solicitud? recomiendo una visita médica para
diagnosticar posibles lesiones.
—¿Eh? No, no pasa nada. Lo siento... A ver, el caso de la hermana
Mónica... Según el informe médico no tiene más que unos huesos rotos...
Caterina empezó a responder a su subordinado, pero, de repente, se
le cortó la voz. no era que se hubiera quedado sin saber qué decir.
Súbitamente, había notado cómo algo ardiente le subía desde el pecho y le
bloqueaba las vías respiratorias. La nariz se le llenó de un hedor metálico y
la hermosa mujer tosió con más violencia que nunca...
—¿¡Eminencia!?
La voz del soldado mecánico no podía mostrar emociones, pero
había en ella un eco de desconcierto.
Antes de darse cuenta de lo que ocurría, a Caterina se le nubló la
vista. Al llevarse de forma instintiva la mano al cuello, sintió el tacto de un
líquido cálido y se dobló sobre la mesa.
—¡¡¡Eminencia!!! ¡Que alguien llame a un médico! ¡Deprisa!
La cardenal oía los gritos a su alrededor como si vinieran de un
mundo lejano. Sentía cómo el pecho le ardía, pero en las manos y los pies
notaba un frío extraño. era como si la vida le abandonara las extremidades.
La noche aún no había caído, pero sus ojos no veía más que oscuridad.
Entre las sombras, alguien susurró:
—Abel, para ti no soy más que...
Aquella voz fue lo último que oyó Caterina antes de perder la
conciencia.

—Santa Esther... —murmuró la monja ante la lápida recién erigida.


Después de que la catedral de István se convirtiera en la sede del
arzobispado, el cementerio municipal también se había trasladado allí. En
aquel cementerio que daba a las ruinas de la catedral de San Mattyás había
poca gente enterrada y prácticamente ningún visitante.
Aquellas dos lápidas estaban puestas en un rincón casi como si
quisieran escapar de la mirada de los curiosos. Una era muy nueva, la otra
más antigua. Ambas compartían una extraña peculiaridad: la piedra
arenisca blanca no llevaba el nombre de la persona enterrada debajo.
También las unía el hecho de que ambas tenían un ramo de rosas invernales
posado encima.
—La última vez que vine me hice muchas preguntas. ¿Por qué tuvo
que morir mi familia? ¿Por qué tuve que luchar para sobrevivir? ¿Por qué
tuve que mancharme las manos de sangre? Quería encontrar respuestas a
todo.
Arrodillada ante las lápidas, la monja murmuraba para sí misma.
A lo lejos, el cielo del crepúsculo brillaba con un tono dorado. La
muchacha que amaba aquel paisaje ya no estaba en ese mundo, pero
igualmente el sol se ponía con una belleza casi cruel. Mirando hacia el
cielo, la monja dejó sobre las tumbas el periódico que llevaba doblado en la
mano y siguió hablándoles a aquellos que allí descansaban.
—La verdad es que aún no entiendo este mundo. ¿Por qué tenemos
que matarnos unos a otros? No lo entiendo en absoluto. Sólo sé una cosa:
que seguir así no es lo correcto.
La voz le temblaba ligeramente. ¿Sería por el frío del crepúsculo?
Los ojos de la muchacha brillaban con fuerza, como si en ellos estuviera
esculpido su propio destino.
—Por eso, Shahra..., me convertiré en la Santa.
Esther se puso de pie, mirando la foto de la Santa que adornaba el
periódico como si fuera la de una antigua enemiga, y les susurró a las
tumbas:
—Sí, me convertiré en la Santa... y arreglaré esos errores. Por favor,
cuidadme desde aquí.

—La Santa sale de nuevo de peregrinación...


El sol poniente teñía el cementerio de tonos anaranjados.
Mientras observaba a la muchacha a través de los cristales tintados
de la limusina, el caballero de traje negro sacó una botella de vino. El Egri
Bikavér era un vino húngaro cuya producción el marqués Gyula había
requisado para consumo propio, pero que después de la liberación no había
vuelto al mercado. Una botella alcanzaba entre los coleccionistas precios
astronómicos, pero el hombre se sirvió una copa como si nada.
—Salud. Que tengas buen viaje... Y que nuestros caminos vuelvan a
cruzarse.
Mientras vaciaba la copa de un trago, la muchacha se giró y echó a
andar de forma decidida entre la luz dorada del crepúsculo.
Con una expresión de beatitud, como si estuviera viendo una
estampa religiosa, el hombre se dirigió al conductor del vehículo.
—A veces, el destino nos prepara encuentros espléndidos. La vida
está llena de sorpresas y alegrías. ¿No te parece?
—...
Ante la pregunta del hombre, el joven sentado en el asiento del
conductor sólo le respondió con una mirada por el retrovisor. Bajo los
cabellos grises, tenía media cara vendada y uno de los ojos cubierto con
una gasa blanca.
Tras devolver la mirada con a aquellos ojos que le miraban con
intensidad casi monstruosa, el caballero se sirvió otra copa de vino.
Después de levantarla como para brindar con alguien invisible, se giró
hacia la ventana y sonrió.
—Este viaje nos ha traído mucho más de lo que imaginábamos. Ya
tengo muchas ganas de empezar la misión en Albión. ¿No está impaciente,
Guderian?
La risa satisfecha resonó el mismo tiempo que la limusina se ponía
silenciosamente en marcha. Tras el velo del crepúsculo, sombras funestas
se iban alejando y se oía el eco lejano del aullido de las bestias.
La noche caía de nuevo.
Palabras del autor

¡Cuanto tiempo sin vernos! ¿Cómo estáis todos? Yo he pasado por una
úlcera de estómago y diversas hemorragias nasales, pero por fin puedo
presentaros ROM IV. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a
mi ilustradora THORES Shibamoto, mi esforzado editor, la gente de la
editorial Kadokaga y la imprenta, quienes trabajan en la sombra para que
todo salga bien; y, por supuesto, a ti, que tienes ahora este libro en las
manos. Muchas gracias a todos.

Como viene siendo habitual, esta vez también he sufrido mucho para
cumplir los plazos. Hasta que se me desatascaron las ideas perdí mucho
tiempo. El propio día en que se me acababa el plazo aún estaba mirando a
la pantalla blanca del procesador de texto... Cuando uno está nervioso
nunca salen bien las cosas. Incluso en momentos así, o, mejor dicho,
precisamente en momentos así es cuando uno necesita distraerse.
Claro que si hay límites de tiempo, tampoco hay tantas opciones.
Podía ir al cine (últimamente hay buenas películas francesas; os
recomiendo Amélie y Pacto de lobos), hacer alguna figura de modelismo u
ocuparme de mis peces tropicales. Pero no hay mejor distracción cuando
uno necesita cambiar de aires que dar un paseo.
Mi casa en Tokio está justo al lado del río Kamogawa.
La orilla está bastante cuidada, no hay casi basura y el paisaje es
hermoso. Es idóneo para pasear. Caminar sobre la tierra en vez de asfalto
siempre es agradable y, cuando uno se cansa de andar, siempre se pueden
mirar los partidos de futbito o tenis que juegan allí o charlar con la gente
que pasea al perro. El fin de semana incluso se puede escuchar música,
porque hay gente que va a la orilla a practicar con sus instrumentos en un
sitio tranquilo donde no molesten a nadie. Hay quien toca instrumentos
clásicos como la guitarra o la trompeta, flautas tradicionales japonesas o
incluso instrumentos étnicos como la gaita o el tam-tam. Los instrumentos
y los músicos son de todas partes del mundo. La verdad es que vale más
pena ir a allí que no a cualquier mal concierto.
Así es que senté en un banco y, con la música de fondo de un hurdy-
gurdy, empecé a leer un libro y dejé que el tiempo se deshiciera poquito a
poco. Cuando me di cuenta, el viento que soplaba en la orilla empezó a
traer el aroma de la noche y las sombras de la gente que se apresuraba para
volver a casa se proyectaban alargadas.
¡Ah, qué gran día! Tras librarme del peso que me oprimía el corazón,
cerré el libro y me dispuse a volver, pensando en que me podía hacer para
cenar. Gracias al paseo había olvidado completamente lo que me
preocupaba. Llegué a casa con una gran sensación de felicidad.
Pero... un momento. Hoy tenía algo importante que hacer...

Me había olvidado completamente del plazo de entrega.

Pálido, corrí hacia casa, encendí atolondradamente el ordenador y empecé a


teclear como si me fuera la vida en ello. Mientras tanto, como tiene que ser,
hice una llamada a la editorial para contarles una excusa.
Y así, después de este episodio, que no tiene nada de heroico ni de
cultural, y gracias a las habilidades sobrehumanas de organización de mi
editor y al genio de la maestro THORES Shibamoto, pudimos acabar más o
menos el libro. La verdad es que los seres humanos podemos hacer
cualquier cosa que nos propongamos..., me digo yo, pero la verdad es que
siento un poco avergonzado (T-T).
Espero que volvamos a vernos. ¡Hasta la próxima!

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