Nikomi y La Tortuga Gigante
Nikomi y La Tortuga Gigante
Nikomi y La Tortuga Gigante
ISBN: 978–9974–95–219-5
Hecho el depósito que indica la ley.
Impreso en Uruguay. Printed in Uruguay
Primera edición: Noviembre de 2007, 1.000 ejemplares.
Mariano Arana
—¡Que se calle! ¡Que se calle! —suplicó la ballena
vieja, pero Nikomi no le hizo caso y siguió cantando.
A su lado, feliz, nadaba su enorme madre. Ella
siempre le decía que cantaba muy bonito. ¿Qué impor-
taba si todas las demás ballenas decían que desafinaba?
—¿Falta mucho, madre?
Nikomi estaba ansiosa por llegar a ese lugar don-
de podrían estar un buen tiempo en paz, a salvo de esos
enemigos que flotaban en grandes caparazones de ma-
dera y usaban largos pinchos. A salvo también de tibu-
rones y otros predadores.
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Su madre no contestó y siguió nadando, majes-
tuosa, en el agua clara. Nikomi sentía que no faltaba
mucho para llegar a ese lugar donde, según la leyenda
que las madres contaban a sus hijas desde que el mar
era mar, habían encontrado refugio las primeras balle-
nas, allá en los lejanos rincones del tiempo.
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En ese entonces, Nikomi se había quedado pen-
sando que si podían hacer todo eso, los humanos eran
muy poderosos. Pero eso había ocurrido el día ante-
rior, mientras nadaban juntas hacia el sur, cuando ella
se había encontrado con Quilla, una tortuga enorme y
muy graciosa, de la que se hizo muy amiga.
—¡Qué onda, ballena redonda! —la había saluda-
do Quilla, con una de sus aletas—. ¿Van para el borde
del Río de la Plata, para el sur? Dicen que no hay pro-
blemas ahí, que se puede estar bien; pero igual hay que
tener cuidado con las redes de los barcos ¿no?, así perdí
a mi primo y a una tía abuela que era medio sorda.
Nikomi había jugado un rato con Quilla que, cada
tanto, salía disparada para comerse una medusa, pero
su madre la había obligado a seguir viaje. Al parecer las
ballenas tenían que llegar todas juntas al lugar, para
conseguir novio o algo por el estilo. Ahora, mientras
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avanzaba, Nikomi miró a su madre y sonrió para sus
adentros. La suya era la mamá más linda de todas.
—¡Nikomi, arriba! —ordenó de pronto su ma-
dre, y ella enfiló hacia la superficie.
Y ahí estaba. Una larga extensión de arena, los ár-
boles altos hamacándose con el viento de la primavera,
los cerros… y también, amontonadas como mejillones
sobre las rocas, estaban esas construcciones de los hu-
manos, apiladas, apretadas unas al lado de otras.
—Ya llegamos —dijo la madre—. Podés jugar
tranquila, pero no te acerques demasiado a la costa.
Nikomi sintió una alegría inmensa y se alejó ve-
lozmente para juntarse con los otros jóvenes y jugar ca-
rreras y cantar y ver cuál podía dar el coletazo más fuer-
te sobre la superficie. Pero primero se sumergió porque
algo le había llamado la atención: eran unos caracoles
grandes, que se arrastraban por el fondo. Eran muchos,
cientos, y todos avanzaban hacia el oeste.
—¿Se puede saber adónde van ustedes? —pre-
guntó Nikomi.
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Los caracoles hablaron todos al mismo tiempo,
pero Nikomi no pudo entender qué decían. Al parecer
hablaban una lengua distinta. Aleteó un poco para des-
cender aún más. Algunos caracoles gritaron de miedo
porque creyeron que se los iba a comer.
—No molestal calacol, tú, ballena golda.
Uno de los caracoles, más grande que el resto, po-
día hacerse entender. Le contó a Nikomi que habían
llegado desde muy lejos, dentro del casco de un barco,
y que ahora no sabían dónde estaban.
—Yo decil a mi amigo: “ese balco no, ese balco lejos,
lejos”, y él: “no, tú venil conmigo, tú venil”... Y ahola, to-
dos peldidos acá, y tú, ballena golda, molestal.
Nikomi no se quedó a conversar con el caracol
enojado. Subió a toda carrera y se asomó a la superficie.
Hizo fuerza y expulsó un gran chorro. Le encantaba ha-
cer eso.
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En ese mismo instante vio que algo avanzaba a
toda velocidad hacia ella; unas aletas cortaban el agua
como cuchillos. Nikomi se puso en guardia, pero se
tranquilizó enseguida: eran nada más que delfines o
—como decían, medio burlonas, las ballenas— los “ce-
rebritos” del mar.
—Eh, ballena, ¿te llamás Nikomi? —preguntó
uno de los tres delfines que se acercaron a ella.
—Sí, y ¿quién quiere saber?
—Se llama Flipper —dijo uno de los delfines y se
rió como loco, pero Nikomi no entendió por qué aque-
llo era tan gracioso.
—Callate, dejame hablar a mí —dijo otro del-
fín—. ¿Conocés a una tortuga llamada Quilla? Es gor-
da, grande y…
—Sí, sí, la conozco —dijo Nikomi—. ¿Por qué?
El tercer delfín se puso serio.
—Bueno, parece que tu amiga se va para el paraí-
so de las tortugas.
—¿Mundo marino? —preguntó el delfín chistoso.
—No, el otro lado, el más allá.
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De pronto todos se quedaron muy serios.
—Pero ¿qué le pasa a Quilla?
—Se está muriendo —explicó el delfín—. Nos
pidió que te avisáramos.
—Sí —intervino el segundo delfín—, pero nos
tenemos que ir, se viene una ola gigante de comida y
tenemos que estar listos.
Nikomi le pidió a los delfines que le explicaran
dónde estaba su amiga y salió nadando en esa dirección.
¿Qué le habría sucedido a Quilla? ¿Por qué esta-
ría en peligro? Nikomi recordó que su madre le dijo que
no se alejara demasiado. Emitió entonces una señal lar-
ga, aguda, para avisar donde estaba. Luego enfiló hacia
la zona señalada por los delfines.
Pero algo se acercaba, algo grande, algo que hacía
vibrar el agua y producía un sonido ronco, fuerte, cada
vez más fuerte.
Nikomi recordó lo que había dicho
el delfín sobre una ola gi-
gante de comida. ¿Sería
eso? El ronquido de gi-
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gante aumentó. En la distancia, brilló una enorme nube
plateada bajo el agua.
Y de pronto, como salida de la nada, apareció esa
masa interminable de peces. Miles, decenas de miles,
cientos de miles de corvinas en todas partes, arriba, aba-
jo, adelante, atrás, a los costados. “Una ola de comida”,
pensó Nikomi y lamentó que las ballenas francas co-
mieran solo plancton.
—¡Ey, no empujen!
—¡El último es una hueva podrida!
—¡A un lado, ballena!
—¡Callate, Cholo!
—¡No me callo nada!
—¿Ya llegamos al Río de la Plata?
—¿Quién me metió la aleta en el ojo?
—¡Yo no fui!
—¡Fuiste vos!
Nikomi se quedó quieta y vio pasar el ruidoso y
peleador cardumen de corvinas que iban hacia el oeste
a poner sus huevos. Vio que detrás, entrando y saliendo
de la nube de peces, venían los delfines.
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—¡Hola, ballena!, ¿no querés un poco de corvi-
na? ¡Están riquísimas!
Pero Nikomi tenía que hacer algo importante y
se alejó nadando en busca de Quilla. Nadó y nadó du-
rante un buen rato hasta que creyó ver algo que flotaba
en la superficie, algo grande, redondo.
—¡Quilla! ¿Qué te pasó? —Nikomi salió a la su-
perficie al lado de su amiga.
La tortuga no respondió. Apenas podía respirar.
Movió lentamente una aleta y miró a su amiga con los
ojos brillosos.
—¿Qué te pasa? ¿Estás lastimada?
La tortuga no respondió.
Fue entonces que Nikomi se dio cuenta de algo:
una cosa blanca y blanda asomaba por la boca de Qui-
lla. Era una bolsa de nailon. Nikomi ya había visto esas
cosas flotando en el mar, cosas que los humanos tira-
ban. Seguro que la muy glotona de Quilla la había con-
fundido con un aguaviva, una medusa.
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¿Quién podría ayudarla? Nikomi no podía sacar
la bolsa. Pensó en los delfines y a toda velocidad co-
menzó a empujar a Quilla.
Una hora después, tras dejar a Quilla flotando,
Nikomi, guiándose por el sonido de las corvinas, alcan-
zó a los delfines.
—Necesito que me ayuden, mi amiga se muere
—les explicó.
Uno de los delfines
se ofreció.
—Yo voy, pero
ustedes guárdenme
algo para el postre —dijo.
De regreso junto a Quilla, el delfín nadó alrede-
dor de la gran tortuga. Trató una y otra vez de tirar de
la bolsa pero no pudo hacerla zafar. La tortuga respira-
ba muy agitadamente.
—No queda tiempo —dijo el delfín.
Nikomi estaba triste. ¿Por qué los humanos eran
tan destructivos? No sólo habían achicado la costa, en-
cerrado los médanos, cambiado los montes, tapado la
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tierra y construido esas cosas altas, sino que tiraban al
agua toda clase de porquerías.
—Tenemos que llevarla con los humanos —in-
sistió el delfín.
—¿Estás loco? La van a matar, los humanos son
malos y sucios, destruyen todo lo que tocan —a Niko-
mi no le gustaba la idea.
—No hay otra solución, es eso o tu amiga…
Nikomi miró a Quilla, que apenas movía sus ale-
tas y la miraba con ojos tristes. Respiró hondo y exhaló
un alto chorro.
—Bueno, vamos.
El delfín se puso delante y la guió. Nikomi em-
pujó y empujó a Quilla lo más cerca de la costa que
pudo.
Desde la costa, un grupo de pescadores observaba
con asombro. Nunca habían visto un ballenato tan cerca
de la costa. Y menos, empujando una tortuga gigante.
—Yo sigo desde acá —dijo el delfín y empujó a
Quilla, dejando atrás a Nikomi, que no pudo seguir
porque ya había poca profundidad.
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Los pescadores dejaron sus cañas en la arena y se
agolparon para ver a la enorme tortuga que ahora era
empujada por un delfín, que ellos llamaban tonina. Al-
gunos se dieron cuenta de que algo extraño sucedía y se
metieron al agua. Uno de ellos se acercó a la tortuga.
—¡Tiene algo trancado en la boca! —gritó, y tiró
de la bolsa.
Días después Nikomi nadaba, juguetona, cerca
de una isla. A unos metros de ella, moviendo sus aletas
velozmente, girando como un tirabuzón, Quilla hacía
toda clase de piruetas, mientras un poco más allá los
delfines bajaban en picada hasta el fondo y hacían ra-
biar a los caracoles que hablaban raro.
—¡Fuela, fuela de aquí, bichos naligones! —chilla-
ban los caracoles.
Nikomi reía. Se
sentía bien ahora. Ya le
había contado a su madre
que acababa de descubrir
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una cosa muy importante: que no todos los humanos
eran enemigos.
—Eso ya lo sabemos —le había dicho su madre—
. Por eso siempre venimos a este lugar y vamos a seguir
viniendo mientras el mar sea mar.
—¡Salgan de aquí, bichos malos, feos, goldos!
—chillaban los caracoles, y todos —Nikomi, Quilla y
los delfines— reían a carcajadas.
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Glosario
Publiqué varios libros, entre ellos Los telepiratas, Pateando lunas, Lucas, el fan-
tástico, Babú, Las aventuras del sapo Ruperto, Ruperto detective, Ruperto insiste,
Ruperto de terror III, Ruperto al rescate, El país de las cercanías (tomos 1 y 2) y
Ruperto y los extraterrestres.
Grabé algunos discos: El Conde de Saint Germain (Monitor, 1992), Pequeños
infiernos (Dakar, 1999), Lo que hay (Bizarro, 2002), Por fuera (Bizarro, 2005)
y 1000 Kms para ver (Bizarro, 2007).
SEBASTIÁN SANTANA
Nací en Argentina en 1977, pero vivo en Uruguay desde 1984. Soy ilustrador
de cuentos, poemas y carteles, trabajo que me gusta más que cualquier otro,
porque me permite hacer algo que llega de la misma forma a muchas personas;
también saco fotos, esculpo, pinto, hago diseño gráfico y he participado en
algunas obras de teatro como escenógrafo e iluminador. Además me interesa
mezclar mi trabajo con el de quienes lo hacen con palabras. Para Alfaguara ilus-
tré 21 poemas raritos, El cachorrito emplumado, Azul es el color del cielo y Nadie
les discute el trono.