La Enfermedad Como Simbolo

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Anselm Grün y Meinrad Dafne

La salud como tarea espiritual


Actitudes para encontrar un nuevo gusto por la vida

NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2006

La enfermedad como símbolo

La medicina psicosomática insiste cada vez más en la idea de que las alteraciones somáticas no se
producen fortuitamente, así porque sí, ni son meros fenómenos exteriores, sino que reflejan en el exterior
corporal fenómenos o situaciones interiores del sujeto sobre deseos y necesidades inconscientes,
represiones, marginaciones. El cuerpo exterioriza muchas veces deseos reales que el alma desearía
exteriorizar pero no se atreve a aceptarlos y los desplaza. Es por lo tanto muy importante estar atentos al
lenguaje exterior del cuerpo para conocerse mejor.
Existen cuatro fuentes de autoconocimiento humano:
— los pensamientos y afectos,
— los sueños como expresión en imágenes de un estado interior,
— el cuerpo como expresión del alma y
— el nivel de conducta, es decir, nuestro comportamiento, costumbres, estilo de vida ordinaria, trabajo
y eventos de la vida.
Sólo la mirada atenta a cuanto se produce en estas cuatro zonas permite llegar al conocimiento de la
situación real. La sola reflexión no abarca todas las zonas. Existen además en nosotros ciertos mecanismos
que ocultan a la percepción reflexiva lo doloroso e incómodo. El cuerpo es muchas veces un indicador
más fiable que el análisis de los pensamientos. Muchas veces creemos estar libres de ambición y sin
embargo hay algo en el cuerpo que grita lo contrarío: el rubor o los sudores, manifiestan las tensiones y
luchas internas por producir buena impresión y provocar buena acogida.

La enfermedad como expresión de un estado anímico


La enfermedad es un símbolo por el que se expresa el alma. El que es capaz de interpretar el lenguaje
simbólico de la enfermedad recibe a través de él una información directa y buena para conocerse mejor.
Puede comprender sus verdaderas necesidades y deseos, y puede ver hacia dónde los desplaza. El cuerpo
está indicando al sujeto, por el lenguaje simbólico de la enfermedad, la situación real, en qué sectores vive
en desacuerdo con sus pensamientos, sentimientos y representaciones de una vida plenamente realizada.
La enfermedad suministra una importantísima información sobre el verdadero estado de la persona.
Necesitamos ese mensaje informativo siempre que nos hacemos sordos a la voz de Dios que nos llega por
la conciencia o por los sueños. Si vivimos al margen de nosotros mismos, si desplazamos los pensamientos
que intentan aflorar para informarnos de que lo que estamos haciendo no coincide ni responde a nuestros
ideales de vida, estamos obligando a Dios a hablar más alto para que no tengamos más remedio que oírle.
Entonces tiene que decirnos la verdad pura y dura sobre nuestro estado y sobre nuestra vida sirviéndose
para ello del lenguaje simbólico de una enfermedad. La enfermedad podría convertirse, por lo tanto, en
importante fuente de información para el autoconocimiento.

1
Dios puede, por ejemplo, hablar por una tensión elevada para decir que estamos provocando nosotros
mismos una elevada tensión interior sin caer en la cuenta de que con ello estamos añadiendo nuevos
conflictos. La tensión corporal sería una señal de alarma dada por el cuerpo. Por ella quiere decir que
debemos controlamos mejor, que nos debemos enfrentar con los conflictos internos y liberarnos de las
propias exigencias11. De la misma manera que los sueños nos descubren cosas imposibles de detectar por
la reflexión racional, así también nos suministra el cuerpo por medio de ‘una enfermedad una valiosa
información sobre nuestro estado. Teegen opina que no se debería considerar la enfermedad como un
enemigo sino todo lo contrario, como un amigo y compañero que nos advierte de algo que nosotros hasta
ahora no hemos sido capaces de constatar y comprender. Hay que preguntar a la enfermedad qué pretende
decirnos. La enfermedad es un trastorno somático que apunta a otros trastornos psíquicos en el interior.
Teegen aconseja iniciar un diálogo libre con esos trastornos. ¿Qué mensaje traen los síntomas de la
enfermedad? ¿Qué cosas hay en mí que no funcionan bien? ¿En qué me estoy perjudicando yo mismo?
¿A qué cosas no presto la debida atención, qué otras necesito y qué podría hacerme bien? Podemos
dialogar con los síntomas de la enfermedad y preguntarles de qué quieren liberarnos, qué peso vienen a
quitarnos de encima.

Muchos de los síntomas tienen por finalidad modificar el medio y provocar determinadas reacciones.
Un determinado síntoma puede ser un medio ideal de manipulación de otros o de prevención contra
determinadas acciones en sí mismo, o para coaccionar a otros a que nos liberen de ellas. Ante una
alteración orgánica podemos preguntarnos: ¿De qué quieres liberarme o qué puedo hacer con tu ayuda?
¿Para qué te necesito? El que dialoga de esta forma con eventuales trastornos puede recibir
sorprendentes respuestas. Puede aprender, por ejemplo, que se pueden sacar indirectamente ventajas de
una molestia corporal, que este trastorno puede reforzar la decisión de modificar las conductas de
manera que por una parte ayuden positivamente al logro de los propios objetivos y por otra sean menos
destructivas2.

Sin embargo, el diálogo con el propio cuerpo en casos de trastornos psicosomáticos no debería
establecerse sólo a nivel racional, porque entonces se cedería fácilmente a la tentación de querer explicarlo
todo y frecuentemente de manera egoísta. Mucho mejor es considerar con atención interior el cuerpo como
órgano exterior del alma. Se puede, por ejemplo, aplicar la mano al lugar donde se sienten las molestias,
hacer llegar hasta allí el aliento e intentar percibir sensaciones. Ayuda cerrar los ojos, quedarse quieto
percibiendo el respirar y observar qué tipo de imágenes surgen dentro de nosotros. La enfermedad
entonces nos pone en contacto íntimo con nuestro cuerpo. Muchas veces aparecen enfermedades por falta
de atención a los mensajes del cuerpo, por no haber vivido de él y con él sino al margen de él. La
enfermedad que surge viene como un imperativo reclamando mayor atención a nosotros mismos y para
afinar la percepción del cuerpo como expresión exterior del alma.
Una enfermedad puede ayudar notablemente a descubrir nuestros puntos negativos, las propias
sombras3. Muchas veces es una enfermedad expresión viva de nuestras carencias, nos descubre qué hemos
excluido de nuestra vida. En la enfermedad lo excluido y lo anteriormente reprimido se hace presencia y
voz para indicar qué elementos necesitan ser integrados en la vida consciente. Estos son aspectos reales
de la enfermedad como medio de automedicación, porque se produciría una auténtica catástrofe espiritual
en el caso de no integrar en la vida también las propias sombras. La enfermedad debe ser considerada, por

1 Cfr. GANZEN F. TEEGEN: Ganzheitliche Gesundheit. Dar sanfte Umgang mit uns selbst. Hamburg, 1984, p. 256
2 Ibid, p. 256
3 Cfr. A. GRÜN: Nuestras propias sombras. Tentaciones. Complejos, Limitaciones. Narcea, Madrid, 1999. 3’ ed.

2
lo tanto, también en su aspecto positivo por cuanto sugiere a veces la solución más favorable de un
problema en un momento dado y ahorra al afectado lo peor en esas circunstancias4.
Overbeck llama a la enfermedad «un éxito de adaptación a las excesivas exigencias temporales del
exterior». Una enfermedad puede ayudar a detectar e integrar afectos hasta entonces desapercibidos. Las
partes desintegradas de la personalidad pueden hacerse conscientes durante la enfermedad. Con la
ampliación del campo de autopercepción puede una enfermedad ayudar a dar un importante paso adelante
en el camino de la madurez. A veces es la enfermedad una reacción de autodefensa sin la cual nos
sentiríamos psíquicamente desbordados. Los psicólogos actuales hablan de «la enfermedad de no poder
ponerse enfermo», que a veces desemboca en un grave y repentino derrumbamiento, en la muerte por
infarto en la flor de la edad después de largos años de salud sólo aparente. Por consiguiente, la posibilidad
de caer enfermo puede convertirse en protección contra la autodestrucción psíquica y en regulador
salvavidas. La enfermedad nos obliga a aceptar nuestras limitaciones y adaptar como norma de vida la
medida exacta que nos hace bien y nos conserva sanos.
Esta función positiva de la enfermedad sólo puede ser efectiva si se vive de manera reflexiva, con
atención a la enfermedad y a la interpretación de su lenguaje. Frecuentemente basta atender a la
descripción verbal para entender el mensaje de la enfermedad. Uno dice: «estoy hasta las narices» y quiere
significar que se siente desbordado. Otro dice: «estoy acatarrado», y está aludiendo a reacciones alérgicas.
Un tercero dice que «se ha contagiado» porque alguien se ha puesto a su lado cuando él deseaba estar
solo. Otro dice que «se ha resfriado» y lo que está haciendo es describir la frialdad de los demás a la que
es especialmente sensible. Se siente frío y se congela en la helada atmósfera del trato con los demás. Si
yo caigo enfermo y presto atención al mensaje de la enfermedad llegaré a comprender mejor mi situación
actual y eso me permitirá vivir una vida más auténtica.
Las causas más frecuentes de la aparición de enfermedades son las inhibiciones agresivas, la
inhibición del placer, de los deseos y las necesidades. El que no sabe controlar sus impulsos agresivos,
sus deseos de placer y sus necesidades, cae necesariamente enfermo. Un falso ascetismo, ampliamente
difundido entre los cristianos, es el responsable de estas inhibiciones. Ocurre cuando se yeta el placer y la
satisfacción de las necesidades. Una necesidad no atendida puede clamar por sus derechos de manera
simulada durante la enfermedad.
Una mujer, por ejemplo, que lleva una vida sacrificada a favor de su familia sin compensación de
ternura, verá inconscientemente en la enfermedad un medio de reclamar lo que se le debe. En la
enfermedad deberá ocuparse de ella su marido, y los hijos tendrán algo más que hacer que venir a ella con
exigencias imponiendo sacrificios. Se sentirá considerada, atendida. De manera indirecta y velada ha
hecho comprender a su familia la necesidad que tiene de ternura, de atenciones, de descanso. La
enfermedad es la única salida que les queda a muchas personas para hacer comprender su necesidad de
ternura y de clarificar situaciones. Hasta tales extremos puede ser útil una enfermedad. Cuando una mujer
no logra de manera permanente adaptarse a los modos de su marido, no le queda otra salida que la
resignación o la enfermedad como medio de hacerle ver que también ella tiene apetencias y deseos. Y éste
obraría entonces muy acertadamente si supiera reaccionar positivamente ante esta expresión de la
agresividad.
La enfermedad de un miembro de la familia se convierte siempre en expresión del estado general de
la familia entera. Es un espejo en el que deberían contemplarse los miembros sanos de la familia en lugar
de limitarse a compadecer al enfermo y a ver en él el punto quebradizo de la familia.
En las enfermedades psicosomáticas no se debe andar buscando la culpa en el enfermo tratando de
averiguar qué clase de problemas le afectan o trastornan. La enfermedad debería más bien ser aceptada

4 G. OVERBECK: Krankheit als Anpassung. Der soziopsychosomatische ZirkeI. Frankfurt, 1984, p. 36

3
como una buena oportunidad para hacer un examen de conciencia. ¿En qué medida soy yo causa de esa
enfermedad? ¿Ha sido mi conducta respecto a él la que le ha puesto en el trance de enfermar como única
posibilidad de llamar la atención sobre sus íntimas necesidades personales que yo no he sabido advertir
hasta ahora? ¿Debo preguntarme en serio por qué enferma la gente que me rodea? En una familia es
frecuentemente la mujer la que enferma por no tener satisfechas sus necesidades. Pero también la
enfermedad del marido tiene algo que decir sobre las relaciones con la compañera o sobre la situación de
la familia. La enfermedad de uno puede convertirse en terapia del otro, porque le obliga a prestar atención
a cosas que hasta ahora le habían pasado desapercibidas. La enfermedad de una mujer puede obligar a su
marido a darle las muestras de cariño que no le permiten dar el enfrascamiento en los negocios, por
ejemplo.
Naturalmente, hay en la enfermedad una especie de abuso de poder que chantajea y tiraniza. El
enfermo impone al otro las reglas del juego. Si yo, por ejemplo, reacciono ante cualquier discusión con
dolores de cabeza o erupciones en la piel, estoy imponiendo mi opinión al otro. O cuando el padre no
tolera discrepancias porque podría excitarse y tiene peligro de infarto, en esos casos la enfermedad pasa a
ser chantaje y una verdadera tiranía.
Prestar atención a las voces de la enfermedad significaría reconciliarse con las propias sombras, con
todo lo negativo que cada uno tiene en sí mismo, aceptar las limitaciones no aceptadas anteriormente y
vivir con ellas de manera discreta. Comportarse en las necesidades y limitaciones de tal manera que
también los demás las entiendan y acepten. Pero hay que advertir que en la enfermedad tienden las
necesidades antes no aceptadas a convertirse en instrumento de poder, que actúa negativamente en el
individuo y en los demás que le rodean. La enfermedad vendría a ser una llamada de urgencia a aceptar
las propias sombras y a convivir con las propias necesidades. Es al mismo tiempo un reto para iniciar un
nuevo estilo de convivencia en el cual cada uno deja al otro espacios abiertos para expresión de sus
necesidades, apetencias y deseos. Decir que la enfermedad del otro tiene origen psíquico no sirve de nada.
Al enfermo le suena a sentencia de muerte. Porque es decirle que es el único culpable de todo y que yo
soy la víctima que debe ver en la enfermedad del otro una costosa oferta de convivencia. La enfermedad
puede abrirme los ojos a la verdadera situación del otro. Y si voy por la vida permanentemente ciego,
tiene Dios que enviarme enfermedades, las mías o las de mi consorte, para abrirme los ojos a la realidad.
Otra manera de preguntar por el mensaje de la enfermedad consiste en sumergirse afectivamente en
los trastornos que ocasiona para ponerse en contacto consigo mismo. No se trata de liberarse
inmediatamente de la enfermedad, sino de comprenderla lo antes posible.

Podemos comprender el mensaje de los trastornos si nos relajamos, cerramos los ojos y después
dirigimos la consciencia hacia dentro y desde allí la orientamos hacia los trastornos corporales
exteriores. Surgen percepciones e imágenes frecuentemente relacionadas con sentimientos, recuerdos,
pensamientos. Con la aparición de imágenes interiores se harán presentes también importantes
experiencias vitales mezcladas otra vez con sentimientos5.

Así se propuso el siguiente ejercicio a hombres y mujeres afectados por diversas enfermedades de la
piel:
Cerrar los ojos, relajarse, percibir la propia piel, introducirse sensiblemente en ella y hablar en
nombre de ella.
A todos los participantes tenía su piel algo que decirles. La piel se comportaba como quien
amonesta, previene, ayuda, y sus advertencias eran más o menos cariñosas.

5 Cfr. TEEGEN: Ob. cit., p. 72


5
Ibid

4
Un individuo de treinta años que viene sufriendo desde hace veinte, dolores de herpes en la
garganta, cabeza y axilas, recibió de las lesiones de la piel este mensaje: Te advertimos que la
manera de comportarte con tu cuerpo no es correcta. Te sobrecargas de trabajo, tu situación no es
buena, debes acelerar lo más posible un cambio en esta situación, no te cierres a decisiones sobre
nuevas posibilidades. Notamos que no te dejas dominar ni sujetar demasiado, que tienes tus
intereses y se los haces notar a tus amigos.
Al comienzo, todos los participantes encontraban ridícula esta toma de contacto consigo
mismos. Pero al terminar la sesión quedaban profundamente impresionados por la intensidad de
sus vivencias y continuaban el diálogo con la piel para conocerse mejor interiormente6.
Si nos sumergimos en las sensaciones de los síntomas no necesitamos más que fijarnos bien en sus
simbolismos. Muchas veces salta inmediatamente a la vista el secreto escondido detrás de la enfermedad.
Una alergia, por ejemplo, puede ser en realidad una llamada de atención sobre un conato de protección
contra una situación de nuestra vida sin que nos atrevamos a confesar conscientemente la resistencia que
estamos ofreciendo ni saquemos las oportunas consecuencias. Puede naturalmente producirse una alergia
al mismo tiempo. Pero incluso en esos casos es equivocado decir: «No hay nada que hacer; es cosa de
herencia». Porque aunque la alergia no sea adquirida sino congénita, aun así debo ocuparme de ella. ¿Qué
hago yo con la alergia o qué hace ella conmigo? ¿Cuál es su mensaje y en qué consisten sus exigencias?
En el caso de una alergia, podría primero preguntarme por mis mecanismos interiores de defensa y luego
debería observar las prescripciones y dietas que podrían hacer desaparecer la enfermedad. El solo hecho
de someterse a la disciplina que esto supone es muy positivo para el alma. Porque entonces me ocupo de
mí y reacciono contra la enfermedad de manera activa y práctica. No se trata de curación de la alergia.
Puede verificarse que es para mí un permanente mensaje que me estimula a comportarme más
respetuosamente conmigo mismo y con el medio, a deponer mis actitudes de defensa y a aceptar la
situación como cosa de Dios.
Muchas enfermedades consideradas como psicosomáticas son resistentes a toda clase de terapia. No
desaparecen los síntomas aunque en la terapia se hayan puesto al descubierto sus motivaciones anímicas
y aunque se deje curso libre a las tendencias reprimidas. No debemos entonces pensar en fracasos ni en
que el problema es demasiado grave. No se trata sólo de combatir los síntomas permaneciendo atentos
únicamente a ellos, porque tal vez lo que precisamente pretenden enseñarnos los síntomas es la manera de
llevar una vida interior más rica. Los síntomas pueden durar hasta la muerte. Si vivimos con ellos y les
prestamos la debida atención, pueden convertirse en valiosos elementos de maduración y equilibrio por el
descubrimiento que hacen de las riquezas del alma. La terapia no siempre se orienta a la curación de los
síntomas, pero siempre puede curar el alma. La enfermedad se convierte en camino hacia el interior del
alma y permite ampliar las dimensiones de la vida. Puede convertir- se también en acompañante
permanente que a su debido tiempo nos hace las advertencias pertinentes sobre la vida.
Si, por ejemplo, queremos curar a toda costa y por medio de conversaciones psicológicas una tos de
origen psicógeno, nunca lo conseguiremos. Eso nos hará concentrarnos en la enfermedad y provocará la
repetición insistente de la tos. Tenemos que empezar primero por aceptar la tos, por ponernos a la escucha
de la voz de los síntomas y a la vez preguntarnos contra qué se dirigen nuestras agresiones del inconsciente,
en qué nos sentimos inhibidos y «contra quién» nos encantaría toser. Sería sumamente importante aceptar
la tos como una señal que me recuerda el cautiverio interior en que vivo y me empuja insistentemente a
escapar de él. Aquí no bastan la conversación y el análisis cerebral solo. Debemos dejar curso libre a las
agresiones y al latente deseo de vida, de libertad y de independencia oculto en ellas. Entonces podríamos
cometer algún género de locura, romper alguna lanza y en ese acto simbólico romper también todos los
yugos impuestos por los demás sobre nuestros hombros. Los profetas de Israel hicieron muchos gestos

5
simbólicos de este género no sólo para llamar la atención de otros sobre la presencia activa en general de
Dios sino también para experimentar ellos mismos su acción liberadora.
La enfermedad nos señala una tarea que debemos cumplir a base de mucho ejercicio. Sin embargo
puede suceder que los síntomas no desaparezcan ni después de haber cumplido meticulosamente todo lo
prescrito. ¿Qué hacer? No queda más remedio que aceptarlos. A fin de cuentas, toser no es una cosa
demasiado grave. Pero aun así nos sentimos liberados. Quizá algún día desaparezca la tos pero si no sucede
así, es posible vivir tosiendo. Y lo que nunca se debe hacer es valorar la situación interior por la
eventualidad de que la tos haya desaparecido o no. Lo importante es dejarse recordar por ella que tenemos
algo importante que cumplir: vivir ante los hombres la libertad recibida de Dios y disfrutar de los encantos
de la vida. En el comportamiento frente a los síntomas de una enfermedad necesitamos siempre una pizca
de buen humor, porque el humor nos libra de la tentación de la yana ilusión de querer liberarnos de la
enfermedad necesariamente y a cualquier precio, y de la peor ilusión de creer que para llevar una vida
auténtica y plena es necesario gozar de perfecta salud. El amor nos hace más humanos.
Una mujer que padecía asma y en esa enfermedad veía la concreción negativa de la opresión a que se
veía sometida en su familia, puso manos a la obra y consiguió una extraordinaria libertad interior. Pero el
asma reaparecía constantemente. Sería temerario deducir de ahí que no había tocado todavía el núcleo del
problema. El asma que reaparece es una prueba de que siguen vivos en ella los complejos de opresión
familiar y de carencia de libertad. Yo no me permito cuestionar los sentimientos internos de nadie ni
considerarlos como sospechosos reflejos condicionados de autodefensa. Sería injusto con esa señora.
Puede suceder que los síntomas duren mucho, incluso hasta la muerte. En ese caso podría convertirse en
fiel y útil acompañante con la misión de ir constantemente indicando en qué consiste la verdadera libertad.
Si los ataques de asma tienen lugar durante la noche, pueden ser ocasión para que se levante a hacer algo
que no está hecho, a poner en orden lo que está desordenado. El asma la ayudaría a cumplir mejor sus
tareas de ama de casa. Podría ver en el ataque de asma una oportunidad ofrecida para levantarse a hacer
oración y en ese gesto de persona orante presentarse a Dios con los brazos abiertos y caer en la cuenta de
la amplitud de horizontes que Dios le abre y que nadie le podrá estrechar. Sería un medio de familiarizarse
con el asma. Sería también una constante invitación de Dios a no utilizar la noche exclusivamente para
dormir sino también para velar y orar. Sería provechoso para su alma y para su cuerpo.
No hay por qué pensar que esa señora necesita inevitablemente verse libre del asma. ¿Por qué? Porque
puede servirle para vivir un dinamismo más activo y para prestar mayor atención a las riquezas interiores
ocultas en su alma. Es un signo por el que Dios pretende ayudarla a recordar que debe ponerse en sus
manos y estimular- la a hacerlo sintiéndose allí libre. Si acepta el asma con espíritu agradecido se verá
conducida a la maduración humana y al enriquecimiento espiritual, cosas que tal vez nunca podría alcanzar
sin la presencia de la enfermedad.

La enfermedad como oportunidad

Basta una sencilla mirada al Nuevo Testamento para caer en la cuenta de que la enfermedad puede ser
expresión exterior de un estado interior y al mismo tiempo lugar de cita en la que Dios querría
manifestarnos su gloria y tocarnos con su gracia. Los relatos de curaciones en los evangelios sinópticos
nos invitan a reconocernos descritos en cada enfermo y en cada enfermedad que se relata. El paralítico de
que habla el evangelio de Marcos en el segundo capítulo es una imagen de nuestra parálisis interior; el
leproso refleja la incapacidad que tenemos de aceptarnos con todo lo que tenemos y, como consecuencia,
lo no aceptado aflora a la piel y se manifiesta en forma de lepra. Las curaciones de Jesús se limitan siempre
a enfermedades psicosomáticas y en ellas se puede ver un cuadro descriptivo de nuestra propia situación.
Nuestro estado se corporaliza en los enfermos que aparecen en la Biblia. En el encuentro con Jesús podrían

6
curarse todos nuestros comportamientos de enfermos descritos en los enfermos de la Biblia en diferentes
clases de enfermedades: parálisis y bloqueos psíquicos, ceguera, petrificación, esclerosis, incapacidad de
aceptarnos, sordera, mudez, imágenes de falta de auténtica comunicación, todo lo anquilosado y curvo
que existe en nosotros y también el miedo ante la vida.
El evangelio de Juan nos sitúa en otra perspectiva que relativiza y cuestiona la actual comprensión de
las enfermedades psicosomáticas. En el capítulo 9 habla Juan de la curación de un ciego de nacimiento.
Los discípulos preguntan a Jesús si la causa de la ceguera es un pecado del ciego o de sus padres. Están
seguros de que la ceguera es necesariamente efecto de un pecado. Su comprensión de la enfermedad
coincide con la de la psicosomática. La única diferencia está en que hoy se desplaza la culpa del ámbito
moral al psicológico. Hoy se piensa que las causas de la enfermedad son las represiones, o que se deben a
complejos psíquicos, a equivocada educación o a desarrollo en un medio familiar enfermizo. Por muy
fundado que pueda ser este punto de vista es sin embargo igualmente peligroso si pretende dar una
explicación total y exclusiva ya que crea angustias de conciencia en el enfermo haciéndole creer que está
enfermo porque tiene problemas psíquicos que no se atreve a confesar. Esa manera de hablar con el
enfermo es gravemente injusta y puede causarle graves perjuicios.
Jesús deshace toda inculpación moral o psicológica. Dice: «Ni él pecó ni sus padres. Está ciego para
que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). La enfermedad puede tener otra finalidad además de
llamarnos la atención sobre problemas anímicos. Toda enfermedad, en efecto, puede convertirse en el
lugar en que se manifiesta la acción de Dios y resplandece su gloria. Por lo tanto, no tenemos por qué
andar escudriñándonos con angustia en cada enfermedad para intentar descubrir en qué hemos faltado o
qué estamos reprimiendo. Este examen para detectar las causas psicológicas de la enfermedad puede
verificarse como una actividad profundamente inhumana. Porque entonces tendríamos que vivir en
permanente estado de angustia por temor a que los demás pudieran enterarse en la enfermedad de nuestros
problemas. No podríamos encubrir nada. Nuestros problemas íntimos y personales quedarían patentes a
todo el mundo, quedaríamos expuestos durante nuestra enfermedad a las miradas ajenas, indefensos ante
el intento de buscar una interpretación psicológica a nuestros males, desnudos ante la curiosidad de
psicólogos de afición y despojados de toda dignidad humana. La visión de Jesús sobre la enfermedad era
mucho más humana y liberadora. La enfermedad puede ser la expresión exterior de un estado interior
aunque no tiene por qué serlo necesariamente. Una enfermedad puede ser simplemente el lugar al que
Dios nos cita para encontrarnos en la realidad de nuestro cuerpo y tocarnos en el lugar de la enfermedad
con su amorosa mano.
¿Cómo pueden manifestarse las obras de Dios en nuestra enfermedad? En el pasaje del capítulo 9 de
san Juan se manifiestan las obras de Dios en la curación de un ciego, es decir, en la desaparición de una
enfermedad. Cualquier enfermedad me habla de mi limitación y caducidad humana. Gozar de buena salud
no es cosa connatural, algo que deba darse por supuesto. La enfermedad me habla con lenguaje inequívoco
de mi real situación ante Dios: dependo de él, necesito su ayuda. Dios puede curarme. La salud es un
regalo suyo y nunca un merecimiento mío. La enfermedad me hace comprender que no tengo derecho a
exigir la salud, que tener buena salud es don de Dios.
La acción de Dios puede manifestarse en mí de dos maneras: o bien curándome o también haciéndome
comprender la verdad de lo que soy. ¿Qué causas apagan mi vida, qué es lo que le da su valor, a dónde va
a parar? En la enfermedad puedo experimentar en mi cuerpo que lo propio de mi vida no es la fortaleza,
ni la salud, ni mis logros, ni la duración de mis días, sino la permeabilidad a Dios. No es cuestión de llegar
a dar una explicación de todo en mi vida, de ser fuerte, de poder ayudar a otros. Se trata únicamente de
ponerme con mi vida y con todo cuanto tengo en manos de Dios, de presentarme ante él para que su
voluntad se cumpla en mí y disponga de mí para anunciar su palabra en el mundo por el tiempo que quiera.
Es imprescindible hacerse transparente a Dios, a su amor, a su misericordia, a su bondad y filantropía. Si

7
la luz de Dios se difunde por el mundo, si brilla y calienta a través de mí, eso me basta. Nada importa si
esa luz se difunde y brilla por mi enfermedad o salud, debilidad o fortaleza. Debe dejarse a voluntad de
Dios la decisión sobre el tiempo y lugar que quiere iluminar con nuestra lámpara. Nuestra tarea consiste
en limpiar bien de polvo la lámpara para que la luz de Dios irradie mejor a través de ella. Esa luz puede
brillar también en un cuerpo enfermo, a veces quizá con mayor intensidad que en un cuerpo rebosante de
salud. En la enfermedad aprendemos que la salud no es cosa nuestra ni depende de nuestras fuerzas; es
cosa de Dios que quiere traspasarnos de su luz y llenarnos de su amor para hacerse sentir por nuestro
medio a los demás que nos rodean.
Sería un lamentable error pensar que la salud queda garantizada si se lleva un régimen sano de vida y
una vida espiritual intensa. Es imprescindible contar con la enfermedad. Pertenece a la esencia del ser
humano. Se trata naturalmente de una deficiencia, algo negativo que debería ser superado. Pero somos
exactamente eso, seres humanos con lagunas y faltas como partes integrantes de nuestro ser. No asumir la
enfermedad es como no resignarse a ser humano.

El que se propusiera esquivar toda enfermedad retiraría del hombre el fundamento de su ser. Si se
pensara en la posibilidad de hacer desaparecer toda enfermedad desaparecería también con ello la
posibilidad de comprender el sentido de la vida. En su enfermedad llega Job a dialogar con Dios y recibe
al fin de su vida el doble de lo que se le había quitado.
La enfermedad es una crisis en la que caemos para que nuestra vida pueda recibir un nuevo y mejor
fundamento. La enfermedad nos zarandea y desmiembra para articularnos de nuevo, para hacernos
totalmente hombres de Dios que se hacen trasparentes a su luz.
De la crisis sale la luz. Los que se creen blindados contra toda posibilidad de crisis no son verdaderos
hombres en el sentido del hombre creado por Dios 7.

Enfermedad y salud son como dos caras complementarias de una misma verdad. Cristo vino a
salvarnos y a curarnos. El que sabe lo que es desgracia puede comprender mejor la salvación; el que ha
estado enfermo está en condición de apreciar mejor la salud. Sin embargo, al caer enfermos no debemos
reaccionar enseguida con remordimientos de conciencia o sentimientos de culpabilidad. Al contrario,
debemos aceptar en ese hecho nuestra naturaleza humana. Somos seres humanos dependientes también
de Dios en nuestra salud, incapaces de lograrla por el propio esfuerzo. Por mucho que extrememos las
normas de la higiene no lograremos nunca evitar toda enfermedad.
Pero si consideramos la enfermedad como una crisis que pretende abrirnos los ojos a la verdadera
realidad, entonces la enfermedad se convierte en oportunidad de acercamiento a Dios. Nuestra ocupación
consiste en intentar reflejar en una vida sana la salvación de Dios. Los preceptos del Decálogo son recetas
para una vida sana. Y todas las normas ascéticas y dietéticas pretenden enseñar el arte de vivir así. Es
asunto nuestro cumplir esas reglas y preocuparnos de nuestra salud. Pero debemos asumir en cada
momento la posibilidad de caer enfermos, el hecho de no ser invulnerables, la verdad de que la salud no
es sólo el resultado feliz de nuestras preocupaciones sino también un don que no se puede lograr y sí
malograr. A la esencia humana pertenece la humildad suficiente para saber aceptar nuestra limitación,
nuestra condición pecadora, la dependencia en todo de la gracia y misericordia divina.
La enfermedad obliga a definirnos por nuestra relación a Dios y no por relación a nuestras fuerzas y
posibilidades. ¿Cuáles son los elementos constituyentes del auténtico valor? La enferme7dad nos pone
frente a un dique contra el que se estrellan y acaban nuestras posibilidades. Más allá nada podemos. El
valor del individuo lo constituye su filiación divina, el ser objeto del amor de Dios y morada suya. A

7 F. WEINREB: Von Sinn der Krankheit. Weiler, 1979, p. 5 y 66

8
medida que la morada de nuestro cuerpo se va desmoronando exteriormente amenazando ruina total nos
debemos ir replegando hacia las habitaciones interiores del espíritu donde Dios mismo mora. El “castillo
del alma” de Teresa de Ávila y la “celda interior” de Catalina de Siena, el espacio interior ocupado por
Dios dentro de nosotros nunca puede ser destruido. El tiempo de la enfermedad debería ser tiempo de
reflexión hacia dentro, hacia estos espacios interiores y definirnos por relación a ellos.
Hay personas que han vivido constantemente enfermas desde su nacimiento. La mera sugerencia de
que su quebradizo estado de salud pudiera tener algo que ver con su psique sería una grosería mayúscula
y cruel. Han venido al mundo sin posibilidad de elegir su constitución física. En esa constitución somática
tienen un constante quehacer espiritual. La enfermedad les obliga a prestar mayor atención a su cuerpo,
les habla sin callarse y no les permite desentenderse de ella como desearían. Es para ellos como una
frontera que pone estrecho límite a sus posibilidades. El que la padece se siente inevitablemente
confrontado con su fragilidad humana. Puede resultar extremadamente duro para el enfermo porque
equivale a hacerle sentirse excluido del club de los fuertes y le hace muy difícil considerarse como un
valor y tener fe en sus posibilidades. Pero al mismo tiempo y por eso mismo le brinda la oportunidad de
penetrar en la vida hasta llegar a su más hondo significado. La enfermedad vendría a ser la herida en la
que Dios pone su mano, y esa herida sería a su vez puerta extraordinaria por la que hace su entrada la
gracia como fuente de bendiciones para el enfermo y para otros. El corazón traspasado de Cristo es un
símbolo. Su herida se convirtió en fuente de vida, de ella brotaron sangre y agua, símbolo de los
sacramentos y del Espíritu de Dios que se derrama en todo el mundo. Jesús cura a los hombres con sus
obras y mucho más con sus llagas. Las heridas de Cristo son una imagen elocuente que nos hace ver la
necesidad de renunciar a la inútil lucha de pretender curar nuestras heridas a toda costa, a vernos libres de
ellas, a obligarlas a cicatrizar. Las heridas pueden quedar abiertas. Lo importante es hacernos a la idea de
que son la puerta extraordinaria de la gracia y punto de contacto del amor de Dios. Cuando se llega a
entender así la enfermedad, ésta revitaliza al sujeto interiormente y le hace vigilante. Se convierte en
permanente evocación de Dios. Así le sucedió a Jacob en aquella noche de encuentro y lucha con Dios.
La más intensa experiencia de Dios en su vida terminó con el golpe de Dios en la cadera que le dejó cojo.
(Gen 32, 23-33). La cadera lesionada quedó como recuerdo del encuentro nocturno en el que Dios le
bendijo y nombró padre de los israelitas. Jacob herido se convierte en Israel, en contrincante de Dios, en
fuente de bendiciones para la humanidad.
Pero la enfermedad no pretende hacernos pensar sólo en Dios. Nos obliga también a pensar en la vida
y entenderla tal como Dios la ha planificado. La enfermedad no es retirada de la vida exterior con refugio
en la interior; es principalmente y sobre todo una invitación a vivir. Normalmente suelen hacer su
aparición las enfermedades por las brechas de lo no vivido, por las agresiones inhibidas, por el placer no
vivido y por las tendencias reprimidas. Cuando no se logra encontrar el camino apto de aislarse de los
demás por medio de las agresiones, ni se logra el justo equilibrio entre cercanía y distancia, entonces el
temor de las agresiones produce enfermedad. O también, cuando no se encuentra la forma adecuada de
vivenciar el placer se debe temer la aparición de una enfermedad como retención permanente del placer.
La prevención del placer conduce a su sustitución por sucedáneos disimulados. La enfermedad es por lo
tanto una llamada de Dios a aprender a encontrar el gusto por la vida. Ahora bien, a la vida pertenece una
saludable moderación de las agresiones de tal manera que me deje un espacio de refugio seguro frente a
los demás. Y pertenece también una cultura del eros que me permita disfrutar y experimentar el disfrute
como una manera de hacerme transparente a Dios. La enfermedad puede ser el medio de que se sirve Dios
para abrirme más a él limitando la vitalidad hacia fuera y abriendo caminos hacia las riquezas de dentro.
Puede hacerlo también dando valor para aumentar la vitalidad dentro del recto comportamiento frente a
las agresiones, placeres y deseos.

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Ha habido santos que entendieron la enfermedad como una llamada de Dios a intensificar la vida en
una doble dirección interior y exterior. El resultado fue por una parte una vida mística hacia dentro y una
extraordinaria y más intensa vitalidad hacia fuera con extraordinarios logros. Tres ejemplos pueden
demostrarlo:
Hildegarda de Bingen pasó en su vida repetidas veces por fases de malísima salud a pesar de haber
escrito libros muy apreciados sobre los medios para lograr una vida sana y de haber conocido por
experiencia propia la interacción entre el cuerpo y el alma. En su enfermedad se convirtió en profetisa de
Alemania con una extraordinaria fuerza de irradiación. Sus predicaciones conmovían ciudades enteras que
hacían penitencia. La mala salud en nada limitó ni disminuyó sus posibilidades antes al contrario, la
capacitó para suscitar y desarrollar vida con sus predicaciones. Hizo surgir en ella además una exquisita
sensibilidad ante la belleza de la vida, de la naturaleza y de la música. Por eso pudo escribir preciosos
libros de ciencias naturales y componer deliciosas canciones, testimonio hasta hoy de un singular
dinamismo.
Bernardo de Claraval fue indudablemente el hombre más prestigioso de su tiempo. Muchos jóvenes
quedaban fascinados por su personalidad y le seguían ingresando en su convento. Con sus predicaciones
sacudió la modorra de los hombres y puso en movimiento a todo occidente. ¿De dónde procedía su
dinamismo? Sus incomparables éxitos como abad, predicador ambulante, místico y consejero político
tenían su origen en su situación de enfermo permanente. Toda su vida fue enfermizo y débil.
Es lo mismo que sobre sí misma escribe Teresa de Ávila. Reformó el Carmelo en España a pesar de
su estado de precaria salud, permaneció firme frente a la oposición de la Iglesia institucional y fundó
muchos conventos. A pesar de sus sufrimientos corporales en sus viajes, pudo escribir libros que figuran
entre lo mejor de la literatura clásica española, y en su profundo contenido espiritual son maravillosos
orientadores para todos los que desean entrar por los caminos de la mística.
Al citar estos ejemplos no pretendemos otra cosa que prevenir contra el peligro de hacer precipitadas
equiparaciones de la enfermedad con deficiencias psíquicas. Un hombre corporalmente enfermo puede
gozar de excelente salud psíquica y llevar a cabo obras importantes. Lo contrario es igualmente válido:
una perfecta salud psíquica y espiritual no es garantía infalible de la salud del cuerpo. Sin embargo, hay
que decir que todos somos en buena parte artífices y responsables de nuestra salud. Una vida moderada la
favorece. Cuando hace su aparición la enfermedad corporal debemos sinceramente preguntarnos si hay
también algo enfermo en el alma, si estamos haciendo algo perjudicial, en qué medida nos estamos
desconectando de la vida por causa de la represión de nuestras agresiones, placeres y deseos. No cabe
duda de que la enfermedad es una excelente oportunidad para conocerse mejor porque a través de ella
descubrimos mejor los vacíos de la vida. Los síntomas de cada enfermedad son imágenes exteriores de un
estado interior del alma, por eso de alguna manera necesitamos caer enfermos para adquirir un auténtico
autoconocimiento. Porque no existe nadie tan sincero por naturaleza que se atreva a mirarse de frente en
su totalidad. Con excesiva frecuencia somos víctimas de mecanismos interiores de represión. El cuerpo
nos obliga a mirar de frente a las inhibiciones. Si lo hacemos así, quedarán bien al descubierto y en adelante
ya no será posible pasarlas por alto. Es un buen logro digno de agradecer. De lo contrario nunca llegaremos
a un perfecto conocimiento propio ni acertaremos con la medida exacta que es necesaria y aplicable a
nuestra salud.
Esta interpretación de la enfermedad sería igualmente importante dentro de las comunidades
religiosas. Pero sucede que en la vida religiosa se suelen cerrar ojos y oídos al verdadero mensaje de la
enfermedad, el mensaje que habla del estado real interior del paciente y sobre el estado de toda la
comunidad reflejado en él. Suele reaccionarse exclusivamente desde el punto de vista médico
desperdiciando la gran ocasión, ofrecida por la enfermedad, de enriquecer una espiritualidad beneficiosa
para todos, y la de crear una atmósfera saludable para la convivencia comunitaria.

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Pero la interpretación psicosomática de la enfermedad no es ni puede ser exclusiva. Frecuentemente
no nos queda más remedio que aceptar la enfermedad viendo en ella una señal de que nos habla de Dios
y nos recuerda nuestra dependencia de él. En ese caso actuará la enfermedad como impulso ascensional
desde las profundidades interiores del propio ser hacia el espacio mismo en que habita Dios al que no
tienen acceso las enfermedades psíquicas ni somáticas. Allí es todo salud y vida. Dios habita también en
un cuerpo enfermo y en el alma aunque esté enferma. Este es el fundamento de nuestra dignidad y
grandeza. La enfermedad ayuda a definirnos por referencia a ese lugar en que Dios mora al mismo tiempo
que amplía las dimensiones de nuestra condición humana. Entonces podemos entrar un poco en el misterio
de la vida, es decir, en la realidad de nuestro continuo peregrinar hacia Dios y de que, si se va por buen
camino, el grado de salud o enfermedad, lo mismo que la duración de la vida, son cosas de poca
¡importancia comparadas con la infinitud de Dios. Lo único grande, lo verdaderamente importante, es
saber que Dios nos ha llamado a cada uno por nuestro nombre y que estamos en camino hacia él para
hallar en él, al fin, la satisfacción plena de todos nuestros deseos.

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