El Girasol

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1era edición, Miami, 2021

© De los textos: Jonathan Sánchez


© De la presente edición: Editorial Primigenios
© Del diseño: Eduardo René Casanova Ealo
© De la ilustración de cubierta: Behance
ISBN:

Edita: Editorial Primigenios


Miami, Florida.
Email: [email protected]
Sitio web: https://editorialprimigenios.org

Edición y maquetación: Eduardo René Casanova Ealo

Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del


Copyright, bajo sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos, la
reprografía y el tratamiento informático.
I
Desde el día que Cass Bongo logró obtener un trabajo estable
como pianista en el club Electrovox, su vida no había hecho más
que mejorar. El club no pasaba de moda, presentaba las mejores
bandas emergentes y estaba lo suficientemente alejado de los
muros de protección de la ciudad como para que la gente de
dinero no tuviera ni siquiera que albergar la odiosa idea de “más
allá del muro”. El jazz volvía a la carga en San Francisco, ahora
con la frescura de grupos como el de Cass.
—Y como cada noche de viernes, con ustedes: ¡Gramola
Cromo! —gritaba el dueño del Electrovox y entonces, entonces
Cass se sentía un robot con suerte, se sentía refulgir dentro de la
tenue luz púrpura del escenario.
Noir, el bajista, comenzaba dibujando algunas notas, un tanto
de apegarse al guión y otro tanto de improvisación
sanfranciscana. Cass lo seguía. Luego el resto de la banda. En
pura sincronización, las cabezas en el público marcaban el ritmo,
algunos zapatos de piel y tacones calzados por finísimos pies,
también. Noir era el único otro robot de la banda.
Durante varias semanas Cass había pensado en la posibilidad
de mejorar el arte de Gramola Cromo si encontraban alguna
vocalista. Sí, debía ser chica, para equilibrar tanta masculinidad.
Una chica bella, además. La gente está siempre dispuesta a pagar
por lo bello, aunque muchas veces sea una mierda, creía. Tenía
en planes contarle la idea a Danny, el líder de la banda, pero
quería hallar primero una candidata que dejara poca o ninguna
duda cuando audisionara. Días antes escuchó hablar de la
supuestamente prodigiosa voz de Lilisbeth, la esposa de Júpiter
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Badam, el robot cabeza de la familia criminal más conocida y
poderosa de la ciudad y muy probable que de todas las
comunidades al oeste del Atlántico. Pensar en acercarse a la
mujer para hablar de oportunidades o de lo que fuese, era suicida.
Sin embargo, ahí estaba ella cada viernes junto a su esposo,
disfrutando del club.
Esa noche el ambiente era singular. Al menos a Cass le parecía
así. La luz brillaba diferente, el humo de los cigarrillos se
desvanecía sin prisa, el mundo apenas se movía.
La vio, allí, entre toda la pululante y colorida clientela, sentada
a la mesa. Lilisbeth lo observaba, mientras acariciaba la mano
cobriza de Júpiter, quien hablaba con algunos hombres sentados
a su lado. La primera acción de Cass fue devolver su atención a la
pianola, pero cómo obviar los ojos de la mujer, que, sin importar
la lejanía, lo abarcaban todo. Por vez primera sus miradas se
rozaban.
—Te estoy viendo, metálico —dijo Noir—. Sabes lo que voy a
decir, ¿verdad?
—Sí, sí. Ella no debe existir para mí. Mejor, ¡no existe!
Noir asintió y continuó con las cuerdas de su bajo. Su intento
de ser la conciencia de Cass falló. Se percató al ver que la conexión
visual entre Lilisbeth y su amigo no moría.

—Un martini, señorita —susurró el bar tender a la chica un par
de viernes después–. Cortesía del señor Cass Bongo.
Lilisbeth buscó al obsequioso caballero con la mirada. Sentada
a la barra, sola, en una banqueta tan alta, daba la sensación de
que se había colocado allí para ser un ornamento intocable. Su
esposo, sabía Cass, conversaba afuera con otros hombres de
negocios.

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La noche apenas comenzaba. El robot conectó la pianola. Su
chasis dorado relumbraba bajo la luz de los reflectores. Estaba
solo en el escenario. Ese día se armó con el mejor de sus trajes, el
negro de lentejuelas “discretas”. Se preguntaba si la chica lo
estaría observando, pues de lo contrario, el martini y la aparición
precoz para pelear con los cables y bocinas, de sentido tenía poco.
Levantó la cabeza, dejando de lado el instrumento, no sin antes
mirar hacia la puerta y asegurarse de que Júpiter Badam no
entraba en ese justo momento. Hizo contacto visual con Lilisbeth.
Ella degustaba la bebida. Cass imaginó a la chica reflejada en el
plástico azabache de su cabeza, la cabeza como casco de motorista
de un robot músico; una maravilla de mujer reflejada en un
insignificante jazzista del centro de la ciudad.
Lilisbeth caminó hacia él. Cass vigilaba a los pocos clientes en
las mesas. Cada cual se dedicaba exclusivamente a sus
conversaciones y bebidas o a la música grabada. Tal vez estaba a
salvo para hablar con la dama intocable.
—¿A qué se debe la valentía de enviarme este martini, señor
Bongo? —cuestionó la chica mientras apoyaba la copa casi vacía
sobre el tablado.
De cerca, el color oliváceo de su piel se evidenciaba más. Cass
percibió que era bastante alta, incluso estando él arriba en la
grada y ella abajo sonriendo como una fanática adolescente.
Lilisbeth Badam sonriéndole a Cass Bongo en el club más famoso
de San Francisco, ¿quién lo diría?
—¿Respondes o no? —apresuró ella.
—Considere el martini una ofrenda.
—Bueno, señor del nombre ridículamente pegajoso, ¿cuál es la
razón de ofrendarme un trago como si yo fuera una antigua diosa
alcohólica? —rió de sus propias palabras, por lo que el robot supo
que sólo bromeaba.
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—La ofrenda es para que la diosa me escuche —respondió
apartando algunos cables del suelo con los pies—. Me han
comentado acerca de su supuesto talento vocal y quería
comprobar esos comentarios.
—Mi talento de supuesto no tiene nada, existe y brilla como tu
chasis.
—¡Genial! —La discreta exclamación de Cass hizo que su voz
sonara más metálica de lo normal—. ¿Cantaría para mí, señorita?
La respuesta fue un sí tal, que la tarde del domingo siguiente,
la mujer y él se encontraban en el intrincado patio del
conservatorio abandonado cerca del puerto. Protegidos de la vista
de los sanfranciscanos por muros, rejas y maleza amarillenta, se
sentaron en un polvoriento banco de piedra. Cass llevó una
botella de vino que Noir le regaló en su último cumpleaños, que
podían compartir sin miedo a que Lilisbeth regresara a casa
apestando a alcohol, ya que la versión de aquella reunión para
Júpiter era la de su esposa asistiendo a las habituales tertulias
dominicales con las mujeres de otros mafiosos de la ciudad, en
las que bebían sin reservas.
—¿Fumas? —preguntó ella—. Traje cigarrillos mentolados.
Siempre me gusta uno antes de cantar.
El robot negó con la cabeza. Su boca, una simple ranura como
las que se tragan las tarjetas de crédito en los cajeros automáticos,
era demasiado estrecha para eso. Apenas podría empujar el vino
por allí.
—Quiero saber de ti —pidió Cass.
Ella habló de sí. Habló tanto como pocas personas pueden en
los pocos minutos que consume fumar un cigarrillo. Nació en
Nueva York, la otra ciudad amurallada sobre la faz de
Norteamérica. Quiso ser cantante, pero la miseria no lo permitió.
Pasó varios años de su primera juventud vendiendo frutos en una
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esquina cercana al muro y escuchando música disco en su
casetera portátil, hasta que consiguió trabajo como mecanógrafa
en un periódico que iba tomando altura en el agrado de los
lectores locales. Una mañana cercana a fin de año, Júpiter Badam
apareció lleno de regalos para el director del diario, queriendo
que le pintaran buena imagen en la metrópoli del insomnio
eterno, como comerciante intachable y de altísima reputación por
sus productos de primera calidad. Entre risas y risas, Júpiter puso
su atención en ella y ocho meses después se casaban en San
Francisco. De ahí en adelante su vida se tornó en “las vacaciones
de la hermosa Lili”, adornada con joyas robadas y viajes a la
caliente Habana Amurallada. La chica arrojó la colilla al suelo y
la aplastó con la puna del tacón. Había llegado la hora de cantar.

Lo hizo magnífico, podría cantarle a la realeza. Cass quedó in
albis, con los circuitos del cerebro hechos estiércol. ¿Esta mujer
es un milagro vocal?, se preguntó, y concluyó que el gran error de
Lilisbeth fue dedicarse a ser sólo la bella esposa sonriente y no
aprovechar aquella riqueza circundante para catapultarse al
cosmos musical como solista.
—Ya te canté. ¿Y ahora qué, además del vino? —dijo ella
agarrando la botella.
El robot salió de su estupefacción.
—Únete a la banda en la que trabajo. Creo que necesitamos
alguien como tú.
Lilisbeth se desbordó en una carcajada.
—Júpiter no me dejaría trabajar ni, aunque le costara la RAM.
No insistas. Me encantaría hacerlo, pero es mejor conformarnos
con este vino y con el sexo que tendremos al terminarlo.
—¿Y me lo dices así, sin redobles de tambor?

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—Ambos nos miramos aquel viernes y desde entonces deseo
tocarte… y sé que tú deseas tocarme a mí. Sabíamos que esto
pasaría. Lo redobles de tambor no vienen al caso ahora. Además,
la vida no da redobles. No lo olvides.
Aquel banco estaba frío, pero a la espalda de la chica le quedó
pequeña la incomodidad en el momento de abrir las piernas y
dejar entrar a Cass a la velocidad de una caricia en la mejilla. El
robot la sujetó fuertemente de los hombros y embistió a todo
galope hasta que ella divisó los horizontes de un orgasmo, luego
de otro y de otro. Compartían en sus vaivenes la cadencia de la
ciudad, de los chillidos de los autos, del llanto de la trompeta de
algún músico solitario y lejano. Pausado ritmo, tiempo sin
marcas.
—¡Loco metálico de mierda! —gritó Noir esa noche del otro
lado del teléfono. —Si Júpiter Badam se entera de tu heroicidad
de hoy, mandará a fundirte el chasis y terminarás convertido en
hebillas de cinturones. Espero que no vuelvas a ver a esa mujer.
—Tenemos planes de vernos el próximo domingo. No me
negaré. Esa chica me gusta demasiado. Si no me cuido, tal vez
llegue a enamorarme.
Noir no dudó que así sería y colgó.

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II
A Noir, la ventana de su apartamento en el barrio de
Tenderloin le restaba buena parte del trabajo de buscar musa. De
alguna masoquista manera, como dijo Cass la primera vez que
visitó el hogar de su amigo, las sucias y conflictivas calles Eddy,
Turk y Hyde, embutían los circuitos del bajista con ideas que no
se le ocurrirían ni con el pintoresco paisaje apreciado desde Nob
Hill. Tal vez, observar tantos borrachos, asaltos a mano armada y
vagabundos, traía esa inspiración. Gracias a ello, Gramola Cromo
se salía con las suyas hacía ya varios meses, porque Noir se
encargaba de componer casi todo el repertorio y, además, le
engancharon los arreglos. Nadie en la banda se preocupaba por
dónde viviera el bajista mientras hiciera bien lo suyo, ni siquiera
él.
Ahí estaba otra vez, mirando la ciudad a través de aquel
agujero en la pared, con la noche encima de cada rincón. Acababa
de colgar el teléfono. La locura de Cass lo dejó pensativo. Se sentó
en la butaca cercana al tocadiscos y puso su vinil preferido, una
reliquia de mucho antes de que los muros alrededor de la ciudad
estuvieran en pie. Cada tema del disco era una pieza maestra a su
entender, mezclas de soul y tragos a base de ron; lo escuchaba
cada vez que necesitaba relajarse o cuando traía chicas a pasar la
noche.
Creo que no sólo debería preocuparme por Cass, pensó
seriamente. Si lo atrapan, puede que Júpiter Badam quiera tanta
venganza que mande a hervir al resto del grupo, y yo no quiero
acabar mis días como trofeo de mafioso. ¿Cómo lo persuado de
olvidar a esa mujer? Valdría enfocar su atención en otra, menos
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peligrosa, pero no sé quién. Aunque tampoco sería mala idea
pedirle una mano con alguna composición durante varios días, al
menos los suficientes como para pasar página con esa chica.
Decidió olvidar el asunto, al menos hasta verle otra vez la cara
a Cass. Era el final del domingo y no lo malgastaría. Apagó el
tocadiscos, se puso una camisa arrugada y se marchó.

El anciano que cuidaba el estacionamiento donde Noir


guardaba su auto, pasaba poco tiempo despierto. Apenas eran las
nueve y ya roncaba con la botella de cerveza a punto de
resbalársele de la mano. Noir lo despertó.
—¿Qué? ¿Quién eres y que quieres, robot? —Carraspeó el
viejo—. Soy de los tiempos rudos, ¿sabes? Puedo molerte a
puñetazos, he dejado suplicando a muchos de tu clase. ¡No
robarás ninguno de estos autos! ¡Están bajo mi cuidado y…
—Tranquilo, Peña. Soy yo, Noir.
—¿Noir? ¿Qué Noir? ¡Ah, sí, tú! El robot plateado, mi amigo el
jazzista. Disculpa que te saliera a la ofensiva. Últimamente unos
cuantos robots estuvieron molestándome en los turnos. Hace una
semana se metieron por la parte trasera del estacionamiento y
pintaron estupideces en media docena de autos. Por suerte los
dueños me entendieron y no acabé demandado.
El robot ya conocía esa historia. Peña se la venía contando casi
a diario durante tres años. Se trataba de grupúsculos de robots
jóvenes pertenecientes al partido extremista Supremacía
Metálica, quienes recorrían la ciudad repartiendo estragos a
propiedades humanas. Mucha gente estaba convencida de que la
familia Badam militaba en las filas de la Supremacía de forma
muy sutil, buscando lograr la superioridad robótica por sobre la
humana dentro de la urbe, y más en el aspecto económico.

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—¿Viniste a buscar tu auto o a visitar al olvidado Peña? —
prosiguió el anciano sonriente.
—Lo primero, pero te prometo que un día de estos te daré un
paseo por Fisherman´s Wharf o haremos picnic con cerveza en
Alamo Square.
Esa promesa también se repetía demasiado los últimos tres
años y Noir nunca la cumplía. A pesar de que al viejo se le olvidara
el nombre del robot, eran amigos y Noir se entristecía en
ocasiones por no llevarlo ni a Union Square que estaba a tiro de
piedra de ahí.
Cuando el auto dejó atrás la entrada del estacionamiento, el
metálico se despidió de Peña con una ligera inclinación de cabeza
reflejada en el retrovisor. Pisó el acelerador y se alejó a toda prisa,
rumbo a los muros de protección.
La zona nordeste de la ciudad mostraba la sección de la
muralla más colorida. La base de la pared albergaba infinidad de
grafitis creados en el transcurso de décadas a lo largo de cientos
de metros. Había mucha historia allí, desde las quejas frente a la
construcción de los propios muros un siglo atrás, hasta la
representación de la silueta de una cabeza de robot con el enorme
“SUPER” escrito en el medio, símbolo de la Supremacía Metálica.
Noir solía visitar el área con frecuencia. Estacionaba el auto –un
Positive de estilo setentero– en cualquier trozo de calle, siempre
vacía, y sencillamente pasaba horas mirando los dibujos
manchados con las luces naranjas de la muralla. Se preguntaba
cómo luciría el mundo fuera de la ciudad si se contemplara desde
la cima del muro, desde alguna de las atalayas de los vigilantes
allá arriba, en primera persona. No era raro para él soñar con
correr desde su apartamento, casi volar rodeado de luces de neón
y de jazz de sus propias manos, mientras el metal de su cuerpo se
transforma en éter, hasta ese mismo lugar, frente a la cabeza de
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robot, y de un salto posarse en la cresta del muro. Por supuesto,
en la vida real ninguna fuerza haría que sus piernas lograran
saltar la altura de un edificio de veinte pisos. Debía conformarse
con verlo en televisión.
Bajó del auto. Examinó brevemente los alrededores. Aquella
barriada se mantenía tan silenciosa y desolada como de
costumbre. Pobre Cass, lo van a matar en algún lugar parecido a
este si lo descubren, musitaba.
—Señor, ¿está planeando salir de la ciudad por tierra y por su
propia cuenta? –Curioseó un niño humano a sus espaldas. Su piel
olivácea era resaltada por la luz del alumbrado público.
Noir no se dio cuenta cuándo llegó el chico ni desde cuál
dirección, pero tuvo éxito ocultando la sorpresa. Parecía un de
nueve o diez años y estaba solo, así que no se preocupó por un
asalto infantil.
—Pues no, amiguito.
—¿Seguro? La mayoría de gente que viene aquí y se para como
usted a mirar tanto tiempo el muro, es porque quiere salir de la
ciudad por tierra.
El robot había escuchado de humanos y metálicos que salían
de la ciudad por tierra bajo su propio riesgo. El gobierno de San
Francisco no preparaba expediciones terrestres de ningún tipo
para civiles. Ninguna ciudad del mundo lo hacía, las murallas
estaban ahí para algo. No se impedía la salida a quien quisiera
arriesgarse, pero una vez que ponía los pies fuera de la protección
de los muros y se adentraba en territorio de nadie,
automáticamente se le daba por muerto y constaba como tal en
cualquier registro.
—Buena suposición, sin embargo, te equivocas. Vengo a ver los
grafitis, a relajarme. Puede que le saque una melodía a este sitio

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—cargó el peso imaginario de su bajo en las manos y tocó las
cuerdas invisibles.
—Mi papá también es músico, aunque no es de eso de lo que
vivimos. Dice que antes era muy famoso. No sé. Ahora paga todo
con lo que obtiene de los negocios turísticos.
—¿Cuál es el nombre de tu padre?
—Orión Lo-Fi.

Noir reservaba las palabras groseras para sus chicas en la
cama. Había que casi reventarle la cabeza para que maldijera. No
obstante, no pudo guardarse el hijo de puta. Tenía frente a sí al
mejor jazzista de cuarenta años atrás, el padre robot del niño.
Cuando el chico le dijo el nombre de su obviamente adoptivo
papá, Noir se sintió pateado y arrastrado por la alegría. En
seguida le pidió que se lo presentara, y ahí estaba, el bajista de
Gramola Cromo, cinco minutos después justo en las narices de su
ídolo.
—¡Clientela! —exclamó Orión—. Bien hecho, hijo.
El niño subió la mirada al techo en un gesto de cansancio y se
lanzó en el sofá de la sala de su casa.
Noir examinó el hogar de los Lo-Fi. Era una casucha a medio
camino entre un lujoso pasado y la miseria total. Muchas cajas
pululaban en el suelo, repletas de cables, piezas usadas de
diferentes tipos de maquinaria, libros polvorientos, baterías de
robot, herramientas y armas de fuego. En las paredes colgaban
planos de autos modificados y esquemas anatómicos de las
bestias más allá de los muros, entre los que crecían manchas de
humedad. ¿Cómo había terminado su ídolo en esa precaria
existencia de rata?
—Soy gran admirador suyo desde que supe qué cosa era la
música —casi susurró, tratando de no sentir lástima por el
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aspecto decadente de Orión, a quien el óxido le tragaba de a poco
la antigua pintura negra de su chasis.
—¡Oh, madre mía! ¡Si eres un fan será mejor que te vayas! No
voy a firmar autógrafos ni tocar nada para ti. Ya no soy ese robot.
Al menos que quieras salir de la ciudad por tierra, olvida este
lugar.
Hubo silencio. Orión con sus ojillos rojos e inquietos miraba al
bajista. Si quiero hablar con él debo parecer interesado en su
locura, dedujo Noir. El niño disfrutaba la escena desde la
comodidad del mueble, echándole mano a la bolsa de galletas a
su lado.
—Puede que esté necesitado de saber acerca de… sus servicios
—mintió el bajista.
Para Orión esa era ya otra noticia, incluso mejoró la postura.
Hizo tomar asiento a Noir en algunos cojines aplastados del piso
y se sentó sobre una caja de madera. Su playera verde desteñida
era para un robot de dos o tres tallas mayores y los shorts
combinaban con las marcas mohosas de la pared. Entrelazó los
dedos de las manos y centró toda su atención en el bajista.
—Antes de empezar, hago constar que los servicios que brindo
no son legales por completo.
—No son legales y punto, papá —aclaró el niño quitándose con
la lengua restos de galleta del paladar.
—Eh… exacto. Así que usted debe ser discreto en todo
momento.
—Claro. ¿Cómo acaba alguien tan exitoso en una cueva así? —
interrumpió Noir.
Los ojos de Orión se entornaron brillando un poco más.
—¿Acaso no entiende que no quiero hablar de mis tiempos de
músico?

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Estoy siendo muy obvio, se dijo Noir. Entre la parafernalia de
útiles del negocio de los Lo-Fi no descansaba ni una partitura,
una cuerda de guitarra o posters promocionales de los tantos
discos del vetusto artista.
—Disculpe. Continúe.
—Bien. Mire, ofrezco una amplia cartera de servicios:
entrenamiento en supervivencia para salir, guías personalizadas
de lugares a visitar allá afuera, modificación de vehículos,
adiestramiento con armas de fuego, zoomecánica básica. Intento
cobrar poco.
—Sí, el gran error —añadió el niño—. Cobrando más ya
hubiéramos salido de esta casa. Nunca mejoraremos si no
aumentas los precios.
El bajista intentaba imaginar la situación X que pudiera
producir su salida de la ciudad por tierra. Jamás había salido de
San Francisco y si algún día se le clavaba en la computadora el
anhelo de viajar, muy seguro estaba que por tierra no se le
ocurriría cumplir la aventura. Una cosa era desear ver más allá de
los muros desde la cima de estos, y otra, traspasarlos. De
cualquier manera, debía seguirle el juego a Lo-Fi.
—¿Qué es eso de zoomecánica?
—Es… es la disciplina que estudia a los animales del exterior,
las bestias locas de las zonas de nadie. Enseño lo esencial de ellas
para que mis clientes sepan cómo matarlas, a cuál parte del
cuerpo disparar, las técnicas para evitar encuentros peligrosos.
—¿Cómo sobrevive usted a tantos viajes?
Orión y el hijo se miraron con el rabillo de los ojos. Ambos
reprimían carcajadas.
—No voy con mis clientes al exterior —respondió rozando la
condescendencia—, porque si lo hiciera ya estuviera muerto. Mi
trabajo es preparar el “paquete turístico” y lo máximo que hago
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fuera de eso es despedir a la clientela en las puertas de la ciudad
para no volver a ver a la mayoría, lamentablemente. Además,
suponiendo que el exterior no fuera ni la mitad de peligroso que
es, tampoco acompañaría a nadie. He atendido a consumidores
buenos, gente de bien, pero el mayor por ciento han sido
delincuentes que andan en busca de fortunas, cazarrecompensas,
peones de familias mafiosas, sobre todo de los Badam.
Noir comenzó a pensar que el negocio de su ídolo podía ser
menos limpio que las idioteces criminales del barrio Tenderloin.
Si los Badam incursionaban en actividad alguna, era ingenuo
creer que los asuntos relacionados con tal actividad estaban
exentos de tropiezos y personas o robots pasándola muy mal.
—¿Más dudas? ¿Te muestro la lista de lugares interesantes
para visitar? –incitó Orión.
—Claro, ¿por qué no? Tal vez…
Aullidos de neumático enmudecieron a Noir. El niño
abandonó el sofá tan rápido como si las galletas lo hubieran
mordido y corrió hasta la ventana del frente de la casa, a las
espaldas del bajista.
—Papá, son los mensajeros de Júpiter —alertó con una
pequeña contorsión de la boca—, será mejor que escondas al
cliente.
Orión se levantó de inmediato y tomó a Noir de un brazo.
Ambos tropezaron con varias cajas de camino a la cocina.
—Escóndete en esta alacena y no hagas ni el menor sonido.
Noir se metió en lo que asemejaba un gran y raído armario
blanco atiborrado de comida enlatada y bolsas de galletas. Cerró
las puertas e hizo silencio. A través de los pequeños agujeros de
las portezuelas, que hacían las veces de respiraderos, vio al dueño
de la casa alejarse hacia la sala. No consigo creer que hayan
descubierto a Cass y ya Badam también se quiera desquitar
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conmigo, temió. Aunque… no puede ser, ¿cómo me encontrarían
tan rápido? Vinieron a hablar con Orión. El niño sabe de quiénes
se 68tratan, los ha visto otras veces. No entiendo por qué
esconderme.
La puerta de la casa chirrió al abrirse. Ya tendrían que estar
saludándose o algo parecido, pero Noir no lograba escuchar voces
ni pasos. Si sacaba la cabeza de la alacena para enterarse de la
situación corría peligro de delatarse con algún sonido. Probó
darse consuelo diciendo en muy baja voz que los mensajeros no
demorarían en irse y que luego él se marcharía de ahí a toda prisa
para no recordar esa noche el resto de su vida.
Tres hombres pasaron a la cocina y entonces su consuelo cayó
en picada. Vestían los típicos trajes caros de los lacayos de Júpiter
que tanto veía ir y venir en el Electrovox. Caminaban como gatos
en una casa abandonada. Atrás iba Orión.
—Tienes este sitio hecho una mierda, Lo-Fi —espetó el más
alto ellos, de tipo enjuto y rostro sosegado— ¿Qué haces con el
dinero que mi señor te paga? No me digas que te lo gastas en
putas humanas.
Uno de los otros rió, mientras que el tercero ni parecía darse
por enterado mientras llenaba un vaso con agua del grifo.
—Bueno, da igual, ese es tu problema —continuó—. Como te
decía, el señor Badam quiere saber cuándo empezarás a entrenar
a su gente y si necesitas más dinero para terminar de modificar
los autos.
—Los entrenamientos comenzarán cuando termine de
modificar los autos… y no, no necesito más dinero —respondió
Orión suavemente.
—Eso sonaría genial, viejito, si no lo estuvieras repitiendo los
últimos dos meses. El señor quiere resultados. ¿Cuál será la
justificación para la demora esta vez? Ya no es aconsejable seguir
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mintiéndome. Sacaré mis orejas de lobo para ti y tu hijo si Júpiter
me exprime los cojones por no exigirte con puño de hierro.
El hombre del vaso con agua se acerca a la alacena y pregunta
con voz áspera qué hay dentro.
—Nada —grita Orión—. Compro poca comida, nada dura ahí
dentro dos días porque mi hijo siempre tiene hambre.
El hombre rebate al dueño de la casa con un gemido y abre las
portezuelas.

22
III
Esplendor y lujo son las primeras palabras en la lista de una
mujer como Lilisbeth. Lo sé, he conocido otras así, parecidas,
porque nadie es ella. La mujer que pasa de la miseria a dormir en
sábanas de seda y cenar cada día con vino europeo, valora más la
ostentación que la mujer nacida en la gloria de la buena posición.
Este es el tipo de dama que de toda la vida me enloquece y las he
encontrado tanto humanas como robots. Padezco de esa
enfermedad de perderme en ellas, un gancho invisible atrae mi
atención hacia sus cuerpos, sus movimientos orgullosos y
calculados. Claro, la esposa de Júpiter Badam es de peldaños más
altos. No puedo compararla con ninguna mujer de mi pasado;
siempre va a ganar.
Hoy puedo mirarme al espejo y pensar que no estoy haciendo
las cosas bien, ¡las estoy haciendo de maravilla! Gramola Cromo
sube como espuma en el Electrovox. Pronto saltaremos de tocar
los viernes a tocar todo el fin de semana y si la suerte se da una
vuelta por allí, antes de fin de año tendremos contrato con alguna
discográfica. La vida suma a Lilisbeth en esa ecuación y obtengo
el premio de la década: éxito y la esposa de un bastardo. De paso,
ahí aparece más matemática: a más éxito, más dinero, a más
dinero, más posibilidades de mantener feliz a una mujer de su
tipo. ¡Esplendor y lujo, San Francisco! ¡Todo para ella!
Por otra parte, Noir sonaba muy preocupado hace unos
minutos con este tema. Tengo la impresión de que cuando
colgamos el teléfono, él sintió que le colgaba al mundo entero. ¿Se
habrá agobiado mucho? Espero que no, por sus emociones, si
bien agobiarse es lo suyo. Suele ser bastante intenso en ocasiones.
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Le digo que se relaje y a veces hace caso. Esta, de seguro, es una
de esas historias en que los circuitos se le vuelven nudos y me
telefonea la semana entera para que cambie de opinión, o no me
llama para nada y desaparece de mi vida hasta el viernes. Al final,
haré lo que quiero hacer. Jamás ha sido diferente. Para él los
episodios con toques de peligro son sinónimos de locura. No es
menos cierto que este juego conlleva sus riesgos, pero lo grande
exige sacrificios y momentos de tensión.
Suena el teléfono.
Debe ser Noir. No lo mandaré a volar porque lo quiero, sino…
—Cass, necesito verte —exige Danny del otro lado de la línea—
. ¡Ahora!
—¿Qué es tan importante que me vas a hacer cruzar la ciudad
a las nueve y tantas de la noche?
—¡Ven!
Y cuelga.
Su tono de voz no me gustó. Primera vez que me habla así. Voy
a tomarlo con calma. Tal vez los humos le andan muy altos con el
éxito que vamos alcanzando. Además, somos amigos hace años.
No vale la pena arruinar el aprecio por un tono de voz que parezca
fuera de lugar. El viernes toqué genial, si pretende verme para
quejarse de mi desempeño, creo que, si llegaremos a discutir, no
sería primera vez y…
Llego a su departamento en Nob Hill y definitivamente algo no
anda bien con Danny. Estoy casi seguro de que mi desempeño no
carga la culpa. Camina de rincón en rincón de su sala de estar,
una y otra vez, con la cara roja y la mirada encajada en el piso.
Siempre me ha divertido ver como los humanos se ruborizan,
pero no pienso reír ahora y buscarme un lío. Pego el culo a una
silla y espero a que hable.

24
Anna, la esposa de Danny, trae una hirviente taza con té para
él y un cable de carga rápida para mí, y aunque realmente no lo
necesito, me conecto al fluido eléctrico por cortesía. Después de
obligar a su esposo a agarrar la taza, se sienta en el sofá, coloca
los brazos cruzados sobre las piernas y me mira fijamente, como
esperando una respuesta. Anna suele ser muy calurosa. Hoy
apenas saludó y me dio el cable, eso significa que esto es
complicado. ¿Será que van a ser padres y quieren ponerle a la
criatura un padrino robot?
—¿Eres idiota? —pregunta Anna sin dejar de observarme. Ese
idiota no sonó cariñoso.
—Normalmente no —bromeo—. A veces soy idiota, cuando me
apetece.
—Sí, lo es Anna. Mira como lo demuestra —dice Danny—. ¿En
qué universo vives, amigo? ¿Sabías que tu demencia puede
ponerle la soga al cuello a toda la banda, incluso a la gente del
Electrovox?
Sé de qué habla. En estos casos es mejor hacerse el tonto.
—Esta tarde me llamó el dueño del club. El bar tender del
viernes le contó que regalaste un trago o no sé qué a la mujer de
Júpiter Badam. Afortunadamente nadie más se enteró, hasta
donde sabemos.
—Los chismes corren rápido en la industria musical, ¿no?
—¿Sabías que, si eso llega a oídos de Júpiter, cada uno de
nosotros está jodido? —dice Anna casi tan enrojecida como
Danny—. No sé ni me importa si en tu mundo de fantasía los
mafiosos envían ofrendas de agradecimiento a quienes se meten
con sus mujeres, pero aquí, en el mundo real, la gente como los
Badam les revienta la vida. Lo gracioso es que no sólo te molerán
a ti, van a acabar con tu familia, tus amigos y cualquier pobre

25
alma que arrastre la mala suerte de tener algo que ver
significativamente contigo.
—No vas a tirarnos a la mierda contigo, Cass. Si deseas poner
tu chasis al fuego por una vagina humana, es tu problema, estarás
por tu cuenta. Te expulsaremos del grupo si no olvidas a esa
mujer —Danny traga un poco de té al terminar de amenazarme.
Ambos se quedan casi inmóviles, estatuas ruborizadas rellenas
con molestia y miedo. Estos años me he rodeado de robots y
personas un poco cobardes. Me gustaría contradecir a esta
parejita de estirados, no obstante, no vale la pena. Los haré
felices. Si esperan que me aleje de Lilisbeth, pues así será a su
vista. Creerán que nada tengo que ver con ella y detrás del telón
la historia va a continuar.
—Tienen razón, chicos. No sé dónde tenía clavada la
computadora antier, no pensé bien las cosas. Les prometo que eso
muere ya.
Palabras de un robot falsamente arrepentido. En el rostro se
les nota que cayeron en la mentira. Ahora cambio de tema y mi
pecado va al olvido. Un elogio suele funcionar.
—¡Qué bonito colgante llevas en ese collar, Anna! ¿Qué es?
El colgante es un diminuto tubo de vidrio transparente con
una semilla dentro, pero no sé de qué planta. Nunca he visto una
así.
—Es una semilla de girasol. Este collar cumplirá pronto
noventa años en mi familia, es nuestra reliquia —responde
acariciando el colgante y sonríe.
—¿Girasol? ¿Qué clase de planta es?
—No te preocupes si no la conoces, se extinguió poco después
de que se levantaran los muros. Dicen que nadie en el mundo ha
logrado cultivarla luego. Hay quien jura haberlas visto en las
zonas de nadie creciendo silvestres. Bueno, no soy experta en
26
plantas, la única otra cosa que conozco es su flor. Recuerdo uno
de los viejos libros de botánica de mi abuelo, con muchas
fotografías. De niña lo agarraba para recortar imágenes de flores
que ya no existen. La que más me gustaba era el girasol. Era una
flor grande, amarilla. Hoy en día pocos saben qué es. Lástima.
En mi vida, hasta ahora, las flores no han jugado un papel muy
importante. Supongo que el único valor que les confiero es el de
complementar buenos regalos para una mujer. Las rosas,
jazmines y demás, me resultan las mejores de las postales. El
girasol raspa lo interesante, es como una lección de historia y
tristeza, pero no más.
De regreso en casa enciendo el televisor. La antena en la
claraboya sigue dando lo peor de sí. La retransmisión de un viejo
partido de béisbol de las Olimpiadas Robóticas indigentemente
se disfruta con la señal tan mala; ni sé dónde termina el campo,
ni dónde comienzan las gradas, y los jugadores se diluyen en
manchas temblorosas. Eso es sólo la antena, el resto de mi
apartamento es igual de bochornoso. No es que haya falta de
estilo aquí, es que no hay dinero para sustentarlo ni para traer
más. El estilo, de ningún modo sobra, en ningún rincón del
planeta. El apartamento de Noir, por ejemplo, es la cúspide del
buen gusto y el poco capital. Aunque vive en el peor barrio de la
ciudad, el tipo sabe agenciárselas para que lo suyo luzca como de
narco principiante. Debo pedirle prestado el apartamento el día
que me acueste de nuevo con Lilisbeth. Sería muy feo traerla a
esta caverna. ¡Mejor llamo a Noir!

27
IV
Las clases de teatro no te vendrían mal, dijo la madre robótica
de Noir cuando él aún aprendía a leer. En el momento la idea no
le hizo demasiada gracia al analfabeto, pero, sin importar que un
robot nazca en las fábricas ya con el tamaño que tendrá de por
vida, la madre es madre, y si intimida, intimida. Así comenzó su
breve recorrido por el mundo histriónico, de la mano excitada y
severa de un profesor humano de teatro, que, si bien raspaba en
lo tiránico, obtenía sublimes resultados con sus discípulos. El
bajista lo demostraba esa noche en la casa de Orión Lo-Fi.
El hombre de la voz áspera, en su frenesí de hambre o de ganas
de importunar, abrió las puertas de la gran alacena y se topó con
Noir. Dio un ligero salto hacia atrás por la sorpresa. El robot no
se movió, no habló. A sus ojos, dos lucecillas azules, los opacó
conscientemente. En teoría, Noir igualaba en su exterior a un
robot muerto.
—Conque la alacena estaba vacía —se burló el hombre alto—.
¿De quién es ese cadáver?
—Es… era un desgraciado que me debía dinero —alegó Orión
sin sentir suyas las palabras. El niño, desde la sala de estar,
aguantaba la risa.
Los tres hombres rompieron en carcajadas. El que había
abierto la alacena, asió a Noir de la camisa y lo tiró contra el suelo.
El robot seguía tan inmóvil como un trozo de chatarra. El tercer
tipo, que hasta el momento no hizo otra cosa que reír, tomó
impulso y le asestó una patada en la cabeza. Noir tuvo muchas
ganas de quejarse y quebrar huesos a golpe de bajo. Más ganas
tenía de vivir, por lo que se tragó el arranque.
28
—Nosotros pensando todo este tiempo que eras un flojo
oxidado y mírate, asesinas a deudores y los ocultas en la cocina.
Casi da miedo —ironizó el alto—. Como sea, esos son asuntos de
ex-famosos. Escúchame bien, Orión, volveremos en una semana.
Debes en ese tiempo terminar las modificaciones de los autos y
darme respuestas agradables respecto a los entrenamientos, de lo
contrario, serás tú quien disfrute la alacena como ataúd.
Orión asintió y eso fue suficiente para los hombres. Minutos
después chillaban los neumáticos de los mafiosos en la nocturna
soledad de la calle.
Cuando Noir creyó que ya no había peligro de que regresaran,
se incorporó rápido y fue a sentarse junto al niño en el sofá,
tomándose la molestia de apagar la luz de la cocina como si
intentara olvidar lo sucedido dejando a oscuras el escenario del
inconveniente. Poco a poco sus ojos retornaban al eléctrico azul
habitual.
—Ya puedes calmarte, plateado. Todavía no nos matan —dijo
el niño—. Buen truco el de hacerte el muerto.
—Disculpa la situación —la voz de Orión sonaba vacilante—.
Te escondí porque Júpiter ordenó que yo no atendiera ningún
otro cliente mientras estuviera trabajando para los Badam. Si me
atrapaban haciéndolo, me pulverizarían, a mi hijo también y a
cada persona o robot de mi lista de clientes.
Noir necesitaba relajarse. Sus vinilos no estaban a mano, sin
embargo, era probable que Orión poseyera una colección de
buenos discos dejada a la suerte entre tantas cajas polvorientas.
Inquirió y recibió la triste contradicción de que en la casa sólo
abundaban casetes. El viejo robot le alcanzó una cesta que
contenía varias docenas. Al menos había buenos temas de blues
y soul. No se podía esperar la alta fidelidad de un vinil y tampoco
era imprescindible. Simplemente faltaba alguna melodía en el
29
ambiente y las clásicas y doradas canciones de Lya Miranda
fueron la elección, increíbles souls de aquella chica muerta por
una sobredosis en La Habana Amurallada a la edad de veintiún
años. El bajista relegó la mirada al techo ruginoso.
Orión bajo la cabeza. Se sentó de vuelta en la caja de madera y
sus ojos se ensombrecieron un poco.
—Yo toqué con esa chica en muchas ocasiones, ¿sabes? Era
divina, gozaba de un talento envidiable. Solíamos presentarnos
en un importante club habanero, no recuerdo el nombre, algo que
ver con una zorra. Yo la acompañaba en el teclado. Su voz, no sé,
empapaba el lugar con la melancolía que caracterizaba a Lya. Esa
si era una verdadera artista. Fuimos amigos, sinceramente
amigos. Luego alcancé mucho éxito, ya ella estaba hasta el cuello
con las drogas para ese entonces. Me aparté, quizás de modo
desmedido, y se fue quedando sola. Su amigo el famoso estaba
muy ocupado como para preocuparse por las adicciones de una
chica afligida. Hay muchos artistas solos, chico, muchos.
Noir inclinó la cabeza hacia Orión.
—El día antes del lanzamiento de mi primer disco, me avisaron
de su muerte. Al parecer se había hundido tanto en esa mierda de
la coca que le costaba ver el mundo con claridad. Hace ya casi
cuarenta años que está enterrada, ni siquiera sé dónde, me
dolería conocer en qué pedazo de tierra yace. Tampoco merezco
saberlo. Ella murió sin mí y sin mí lleva sin existir mucho tiempo.
No me necesita ahora.
Sin Noir pedirlo, el vetusto músico hablaba de su vida artística.
A pesar de la tristeza de la historia, el bajista se emocionó. ¿Qué
otras anécdotas conocerían gracias a las canciones de Lya?
Decidió no comentar y darle sueltas riendas a la añoranza ajena.
—¡Ahora es cuando papá entra en sus momentos de dolor! ¡No
debiste poner a Lya! —se queja el niño, ya se le acaban las galletas.
30
—¿Tienes idea de quien trafica la mayor parte de la coca en el
continente? —continúa Orión—. Nada más y nada menos que la
familia Badam. Hasta el último gramo que Lya consumió
probablemente vino de los negocios de esos delincuentes. Como
ves, ellos arruinan mi vida desde hace años. Algún día, no sé de
qué forma, haré justicia.
Noir, por un clic y zumbidos poco comunes en su interior, supo
que así sería. Orión le dejó su número de teléfono después de que
la medianoche empezara a tumbar los párpados del niño y el
bajista entendiera que ya era hora de irse. Regresaría a casa
gozoso de ya conocer a su ídolo y ponerse en estado de sueño con
el orgullo de haber disipado una que otra duda de la vida de este,
aunque no pudo averiguar la razón de que el gran músico
estuviera ahogado en la precariedad.
Un rato después del “hasta la próxima” de Orión, Noir llegó de
vuelta al estacionamiento. Dos patrullas de la policía
obstaculizaban la entrada. De inmediato imaginó a Peña tirado
en el suelo con un charco de sangre a su alrededor y la inmortal
botella de cerveza en la mano. Se alivió cuando lo vio de pie frente
a los oficiales dando alaridos. Bajó del auto y se acercó a la
conversación. ¿Qué pasó, Peña?, curioseó. Los oficiales, cuatro
humanos, le pidieron retirarse. Noir insistió.
—Son esos locos de la Supremacía Metálica, los robots
pandilleros. Han regresado esta noche —gritó el viejo—.
Destruyeron diez autos. Yo golpeé duro a esos hijos de putas,
¿sabes?, como en la vieja escuela, pero son muy fuertes. Ni me
miraban mientras rompían los parabrisas y… y…
—Me estoy cansando de estos metálicos revoltosos —dijo uno
de los policías—. Mi tatarabuelo, que no descanse en paz porque,
según dicen, era un estúpido, en algo tenía razón, y mucha. Él fue
niño en la época antes de los muros y los derechos de los robots.
31
Siempre dijo que los metálicos no debían disfrutar los mismos
derechos que nosotros, que no era natural darle privilegios a una
máquina. Miren ahora como estos aparatos de mierda se creen
mejor que la gente de carne y hueso, creen que tienen toda la
libertad del mundo para aplastarnos.
El semblante hostil del policía que hablaba se multiplicó en el
resto de los oficiales.
—No compare a todos los robots, señor. No todos somos
iguales. Los que hicieron esto, son chicos en malos pasos,
manipulados por la Supremacía Metálica; robots pobres que…
—Mi amigo plateado tiene razón, oficial —interrumpió Peña a
Noir—; esos chicos son así, pero la mayoría de los robots son
como mi amigo.
Los policías observaron a Noir y apretaron los mangos de sus
bastones.
—No confíe en ellos, anciano —señaló otro de los
uniformados—. Buscan ganarse nuestra confianza para en el
momento justo dar el golpe y dejar a uno derrumbado.
Noir caminó varios pasos hacia atrás y subió al auto. Se
marchó de allí con la sensación de haber escapado de la segunda
patada en la cabeza de esa noche. Estacionaría el auto frente al
apartamento, se resguardaría en la seguridad de su cuarto y no
miraría el mundo exterior hasta el siguiente día, cuando tal vez la
gente estuviera de mejores ánimos.
Poco antes del amanecer, se desconectó de su cable de carga
rápida. El estado de sueño le redujo las preocupaciones. La pareja
del apartamento de al lado ya hacía sus habituales ruidos antes
de ir a trabajar, mientras preparaban el desayuno y jugueteaban
el uno con el otro al ponerse la ropa. Era una encantadora
relación; ella, de piel café y pelo muy rizado, él, negro, de ojos
serenos y espalda cargada. Zigzagueaban de música funk a Silvio
32
Rodríguez cada mañana de lunes a viernes, y los fines de semana
que se quedaban en casa, despertaban besando el mediodía con
muchas canciones lentas y sensuales. Noir les tenía envidia y no
se molestaba demasiado en esconderla cuando coincidían en el
elevador del edificio o en los pasillos. El talento de actor no le
alcanzaba para tanto. A veces quería vivir algo como lo de ellos,
sin embargo, su suerte en el amor no competía ni de lejos.
Hora de trabajar. ¡Lápiz, una partitura en blanco, la ventana
abierta! No necesitaba más. Había que convertir la envidia y la
impotencia en arte. Son combustibles eficientes y renovables, le
gustaba creer. Cuando la pareja le echaba el cerrojo a la puerta
del apartamento y se marchaba, la mano de Noir rompía el
silencio y furiosamente garabateaba notas que, saltando
tachaduras, de a poco se convertían en música, siempre creciendo
la obra con la poca luz del cielo, el anuncio de lavandería de la
acera del frente y el murmullo de los primeros vendedores de
vegetales.
En los momentos en que el sol despuntaba, la obra no estaba
lejos de ser concluida. Luego nacería otra y otra, y un par más si
Noir se sentía fuerte. No imaginó que la primera de las canciones
de esa mañana se convertiría en la escogida por Danny para ser
interpretada el viernes en el Electrovox, a la vez que Cass y
Lilisbeth acortaban la distancia entre el escenario y la mesa de
Júpiter Badam, con cortas pero íntimas miradas.
No supo por qué y no perdió tiempo en pensarlo, no obstante,
bautizó aquella pieza como El girasol. Tampoco sabía qué cosa
era un girasol.

33
V
No eran los sábados; el día en que el Electrovox
verdaderamente se ponía a tope eran los viernes. La gente,
cansada del trabajo de la semana, llenaba a todo lo largo y ancho
la acera del club con una espesa y colorida fila. Un par de horas
antes de la apertura, los integrantes de Gramola Cromo
ultimaban detalles. Noir movía con sutileza las llaves de su bajo
esforzándose por afinarlo lo mejor posible. Así de paso evitaba los
inquisitivos ojos de Danny que parecían preguntar dónde estaba
Cass. No era primera vez que al bajista se le exigía estar al tanto
del paradero del pianista, como si ser su amigo significara tenerle
puesto un rastreador en el culo o actuar como su oficial de
libertad condicional. La realidad asomaba diferente, pues muy
pocas veces Noir conocía con certeza los destinos de Cass y las
aventuras o desventuras que en ellos hallaba. Si Danny le
interrogaba al respecto, respondería con el mismo encogimiento
de hombros de siempre.
No hizo falta el juego del gato humano y el ratón robótico.
Cuando el líder de la banda evidentemente iba a explotar, Cass
entró como torrente dorado por la puerta de atrás. La algarabía
se escuchó en el escenario y todos supieron que se trataba de él.
—Disculpen la demora —dijo pasando frente al baterista
meditabundo—, hubo otro embotellamiento en el centro y luego
el autobús se descompuso.
Aunque la excusa sonaba como sacada del mismo libro de “el
condón se rompió”, Danny se enfocó más en el traje del robot.
Cualquiera con pocas luces caía en la cuenta de que la ropa era
nueva, un discreto –sin embargo, elegante– traje azul marino de
34
diseñador, probablemente comprado en el Westfield San
Francisco Centre con, por lo bajo, ahorros de casi un año. No
existían dudas de que no se había enfundado el ropaje sólo para
tocar en el Electrovox. Para colmo de males, pensó Danny, se
puso perfume del bueno. Tragó en seco y decidió darle al metálico
el beneficio de la duda.
Noir se acercó a Cass con unas partituras en las manos.
—Esto es lo que tocaremos hoy. La compuse yo. Prueba tomar
la pieza por los cuernos, no es difícil, pero… ya todos nos
acostumbramos a ella en los ensayos que te saltaste esta semana
y sería feo que no estés en la misma línea que nosotros.
Cass se asombró al toparse con el título El girasol impreso
como un nubarrón en el blanco papel. Dudó que Noir supiera qué
era un girasol.
—Dime que no te vestiste así para esa mujercilla —pidió Noir
con muy baja voz.
Cass se sentó a la pianola y tocó una tecla al azar sin prestarle
demasiada atención a su amigo.
—No, claro que no —y luego alzó la voz para que Danny,
indiscretamente atento varios pasos detrás de ellos, lo
escuchara—, ya se encargaron de dejarme bien claro que estaba
cometiendo un error. Actúo en consecuencia con el sermón.
Mejor que se me tilde de cordero y no de revoltoso.
Su electrónica habla no daba demasiado espacio para el
entredicho, no en horas de trabajo. Puede que tras la
presentación de esa noche la banda lo aplastara con una turba de
“¿dónde te metiste toda la semana?”, “¿por qué no respondías el
teléfono?” y cosas por el estilo; ahora lo dejarían en paz para que
lograra acoplarse con ellos en un pequeño ensayo.
Bastaron dos prácticas para que Cass conectara con la obra.
Nunca pasaba eso. Nunca las obras echaban raíces tan rápidas e
35
irrespetuosas en sus circuitos y placas. Una nota, luego otra, la
melodía escalaba y el tiempo corría entre pentagrama y
pentagrama. El público empezó a entrar, ocupar las mesas, a
henchir los pasillos con piel, metal, humo de cigarro y alcohol.
Pronto aparecería Lilisbeth de la mano de Júpiter y entonces El
girasol valdría para más que alegrar las caderas y los pies de los
clientes. Toda la banda, se dijo él, tenderá sin saberlo, un puente
entre ella y yo.
Noir miró a Cass y supo que la pieza ya no era suya. Ahora
pertenecía a ese loco dorado de su amigo y a la mujer más
intocable de América del Norte. El plan del bajista para que la
pieza fuera meramente la banda sonora de un amor lindo y fugaz,
un enamoramiento de verano, y no la desconsolada sinfonía de
una historia de terror, era ocupar de cualquier modo posible el
tiempo del próximo domingo de Cass, el día en que los niños
enamorados y necios volverían a encontrarse a solas. Por mucho
que supiera mentir Cass Bongo, Noir reconocía con facilidad los
gestos que hacía cuando soltaba sus engaños, como fingir
distracción, y si tenía un piano delante, hacerse el músico
enfocado. Pedirle ayuda para cargar muebles o redecorar el
apartamento no sería mala idea o…

Lilisbeth hundía la mitad de su terso rostro entre las sábanas
con olor a limón de la cama del motel. Hacía años que no iba a
uno y se sorprendió por la limpieza del cuarto. No había lugar
para comparaciones con la magnificencia de los hoteles cinco
estrellas que acostumbraba a visitar con su esposo en París y Seúl,
pero era humanamente aceptable. A los establecimientos tan
cercanos a los muros no se les exigía en exceso.
—Mi amigo quería ir conmigo a un partido de béisbol hoy. ¿Lo
puedes creer? —Silabeó Cass a su lado, mirando el techo—. No se
36
tragó lo de que me iría hoy a ver a mis padres. Sabe que estoy
contigo.
—Cariño, ¿cuántas personas tienen idea de lo nuestro? —La
mujer deslizó las puntas de sus dedos en el metal de la cabeza de
su amante—. No es aconsejable que de esto se entere mucha
gente, terminaríamos muy mal.
El robot se sintió obligado a decir que Noir era el único
enterado. Quería mantener a la chica flotando en la superficie de
la turbulencia que se estaba gestando, y ella parecía no quedarse
atrás; usó un enorme sombrero, peluca roja y los lentes para sol
más grandes en el tocador de su habitación –disfraz que se puso
sentada ya en el auto– para reunirse con Cass ese día. Según ella,
hasta cambió su chofer habitual evitando que le fuera con
chismes a Júpiter.
—Si las cosas no fueran como son, quizás pudiéramos
compartir nuestro futuro —comentó Lilisbeth—. Con Júpiter no
me pasó eso del amor. Jamás estuve enamorada de él. Es un robot
apuesto y demás, pero, no es lo que yo buscaba. Por dolorosa que
fue la verdad para mí en el pasado, lo cierto es que estoy con él
por dinero. Viví mucha miseria antes de conocerlo y no tengo la
disposición de volver a eso. No necesito ser millonaria, sin
embargo, haría lo que fuese por seguir viviendo bien.
Seguramente te sueno egoísta. Aun así, creo que todavía soy
merecedora del derecho de amar y ser amada.
Viendo el cuerpo desnudo y lleno de fineza de la mujer, Cass le
dio la razón en su mente. Ella había echado sus raíces en los
circuitos y placas del robot tan rápida e irrespetuosamente como
la obra de Noir el viernes. Incluso la luz del sol que entraba a
través de la ventana, cubriendo la piel de la chica, la semejaba a
un ave recién despierta que se despojara de la bruma de la
madrugada y clamara al mundo sus ganas de ser. Decidió
37
entonces que Lilisbeth debía ser suya, suya por completo, por
difícil que fuera el camino a seguir.
—Por supuesto que tienes el derecho de amar y ser amada.
Seré yo quien haga cumplir ese derecho. Desde aquel día en el
Electrovox, sin saberlo, empecé a cumplirlo, en lo que a amarte
corresponde. No sé si tú…
—Claro que también siento lo mismo. Es raro. Pensé que
enamorarse era muy complicado, como escalar una montaña o
abrir un pozo. Contigo ha sido diferente, fácil, recibir la lluvia de
mayo en la cara.
—Si yo tuviera el dinero de tu esposo podríamos desaparecer,
irnos a vivir en algún rincón de La Habana Amurallada. Si
pudiera conseguirlo.
—Yo sí sé cómo podemos conseguirlo.
A la vez, sentado en una sucia banqueta del Kezar Stadium
mientras un jugador corría a primera base, Noir experimentó
fallas en su visión. Una marea amorfa de flores amarillas pareció
inundar el interior del estadio por un segundo. De inmediato
supo que eso pasó sólo en su cerebro y se extrañó únicamente
durante unos segundos. Fue como con el título El girasol, no
había explicación para dar, ni necesitaba darla.
—¿Qué tienes en mente? —indagó Cass en los gestos lejanos de
Lilisbeth.
—Necesitamos un girasol.

38
VI
El Crisantemo Blanco, una sencilla floristería del centro de la
ciudad, era atendida por, tal vez, la chica robot más atractiva de
la zona. De líneas meticulosamente forjadas en Tokio por
maestros herreros humanos, Kiichiga daba a entender en
ocasiones que la tienda y el mundo le quedaban demasiado
estrechos. Solía caminar de un lado a otro, cargando cestas de
flores o cortando hojas secas, con aura de quien se ha resignado
a que la vida sofoque su resplandor, bien sabía ella que su cuerpo
era todo resplandor. Muy en su fuero interno le costaba
convencerse de no estar apareciendo ya en las grandes películas
del mundo entero, que no fuera una estrella de cine codiciada por
cada director que se respetase, que las revistas no se pelearan por
mostrarla en las portadas de números especiales con sus largas
trenzas de fibra de carbono. En su adolescencia investía la honda
certeza de que al menos una reconocida actriz porno llegaría a
ser, y su cuerpo podría rebosar de goce a miles o millones de
fanáticos. No era la única que alguna vez tuvo esa última idea; a
cada hombre o robot que entraba a la floristería se le ocurría lo
mismo, y Kiichiga se daba cuenta. No es para menos, se decía, y
contaba con razón.
Al ser creada a mano la mayor parte de su estructura,
ostentaba el orgullo de haber sido imaginada y forjada en metal
con extrema dedicación y disciplina, como una antigua katana. El
esmalte rojizo de su chasis hacía las veces de lienzo para unas
pintadas ramas de cerezo en flor en las que se posaba uno que
otro gorrión también formado por pinceladas. Estas ramas
cubrían sus hombros y muslos casi siempre desnudos, pues la
39
burla de kimono que ella llamaba ropa de trabajo, sin muchas
ganas escondía las partes prohibidas a la vista pública.
—¡Tú brindando honor a tu nombre como de costumbre,
Frambuesa! —exclamó Je Kim, el ayudante también robot de
Kiichiga, cuando ella apenas llegaba a la tienda esa mañana.
Je, Kim, últimamente aparecía más temprano que ella y eso la
consolaba. De vez en vez recordaban las buenas usanzas de sus
tierras natales y eso les hacía sentir cerca de casa. La puntualidad,
el respeto y el decoro en casi todo momento, eran conceptos que
en otras partes del mundo no se comprendían de la misma
manera que en el Tokio de Kiichiga y el Seúl de Kim. Era una
sensación agradable, pero sólo una sensación. San Francisco no
premiaba mucho tales conceptos y la carrera que vivía la gente a
contrarreloj, no les regalaba tiempo para planteárselo, así que la
chica se guardaba el decoro –sobre todo el decoro– muy adentro
de su vagina de silicona, y cada vez que se acostaba con alguien
por unos dólares, el decoro se metía más y más al interior de su
fastuoso cuerpo.
—¡Y tú tan adulador como de costumbre! —respondió en tono
condescendiente, casi cariñoso. Kim amaba elogiar a Kiichiga, ese
saludo se había convertido en una tradición entre ellos—.
¿Clientes hoy?
—Ninguno. Es temprano… aunque, creo que ahí viene el
primero.
La campanilla de la puerta repicó. Un robot dorado que vestía
traje muy bien planchado con cera, entró al establecimiento.
—Buenos días, ¿cómo puedo conseguir un girasol?
Kiichiga y Kim se miraron. Kim no pudo aguantar la risa. Los
ojos naranjas de la chica se entornaron. Reconocía al robot
dorado de algún sitio.

40
—Eres… eres… Cass Bongo, ¿cierto? —dijo—. Te conozco, no
recuerdo de dónde.
A Cass le pareció gracioso que la chica recordara su nombre y
no dónde se habían conocido, no obstante, la verdad era que a él
ese cuerpo de Kiichiga le parecía familiar.
—¡De la escuela de arte! —gritaron ambos al unísono.
Ella estudiaba actuación cuando Cass intentaba no dormirse
en las clases de solfeo. Compartieron juntos en dos o tres fiestas
de la escuela. Se conocían más por la popularidad, de él como
buscapleitos y de ella como un poco puta y desenfrenada, que del
roce escolar.
Kim fue golpeado por los celos y expectoró, fulminante, la
contestación a la pregunta de Cass.
—Para conseguir un girasol hay que morir… o casi.
Cass guardó silencio, decidió brincar el comentario de Kim,
que no fue para sí más que una podrida verja de madera en el
camino de un niño hiperactivo. La chica lo miró con seriedad.
—¿Sabes qué es un girasol? —preguntó.
—Una flor. Una flor que se puede vender a precios
ridículamente altos. Es todo lo que sé.
Kiichiga juzgó de inmediato que Cass era otro de esos tontos
que iban por el mundo buscando tesoros de los que ignoraban
hasta lo más mínimo. Explicarle la situación de los girasoles sería
dedicar tiempo a una aburrida lección de historia para la que no
estaba preparada, pero Cass sacó varias monedas del bolsillo y
venció fácil el tedio de la chica. Ella devolvió la mirada a Kim
suplicando que fuera él quien comenzara la explicación.
—Veamos… nunca vas a encontrar un girasol en una floristería
—afirmó el ayudante—. Aquí sólo se venden flores descendientes
de aquellas que no sufrieron afectaciones por las mutaciones
genéticas provocadas por los nanobots de las Fauces de Polvo, por
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estar en resguardo dentro de las ciudades amuralladas.
Numerosos tipos de flores se salvaron, sin embargo, varias
especies, y entre ellas el girasol, no lo consiguieron. Al parecer, la
genética de algunas plantas herbáceas resultó especialmente
sensible a las mutaciones. Los pocos nanobots que entraron a las
ciudades con muros, corrompieron el genoma de muchas
herbáceas, logrando destruir algunas especies protegidas. Los
botánicos de todo el planeta intentaron traer el girasol de vuelta
con semillas almacenadas y hubo éxito… aunque la felicidad no
duró. Los malditos nanobots mataron a los nuevos girasoles y les
enviciaron tanto el ADN que las semillas eran inservibles.
Resumiendo, ya no quedan girasoles en ningún lugar. Bueno, si
no cuentas las zonas de nadie, allí crecen silvestres, eso dicen.
Cass colocó los brazos en el mostrador que lo separaba de
Kiichiga y Je Kim e inclinó el cuerpo hacia adelante, queriendo
introducirse en esa última oración. La chica jugueteaba con
pétalos de rosas que eran arrastrados por el viento del ventilador,
daba tiempo a que el tipo dorado formulara la que lógicamente
sería la siguiente pregunta.
—¿Dónde? ¿En cuál sitio exacto de afuera?
Este tipo persigue la muerte, se dijo la chica. Si eso deseaba,
¿quién tenía la potestad para negárselo? Además, guiar el suicidio
de Cass no debía ser por necesidad gratis. En ninguna floristería
orientarían a los clientes en la búsqueda de una flor extinta en la
práctica y para Kiichiga eso significaba “si quieres saber, paga
más”. Cualquiera que aspirara sujetar el tallo de un girasol en sus
manos, era adinerado o disfrutaría del excelente pago de algún
nuevo rico por llevarle la flor, y sin importar cuanta cera
soportara el traje refinado del metálico, de adinerado Cass no
demostraba ni la forma de hablar. Por tanto, veinte o treinta

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dólares no le agujerearían el pecho. Eso se multiplicaría para él
miles de veces si lograba conseguir la flor.
—Dicen que, en diversas áreas de Norte y Centroamérica,
lugares donde los nanobots ya no afectan tanto las formas de vida
porque quedaron inactivos o los organismos se adaptaron a ellos
—aclaró mientras extendía la mano hasta la cara del cliente en
clara petición de pago—. Si me esfuerzo quizás recuerde el
nombre del lugar específico.
No escatimes en gastos, se aconsejaba el pianista. Puso
cincuenta dólares sobre el mostrador y los ojos de Kiichiga se
iluminaron con un suave zumbido. La chica paseó la mirada por
los tantos arreglos florales, las bolsas de regalos, globos rojos
para enamorados y figurillas de cerámica fría, escrutando en sus
recuerdos el nombre del sitio en que supuestamente prosperaba
un minúsculo campo de girasoles silvestres, según gente que
sobrevolaba las tierras aledañas a San Francisco.
—¡Sausalito! ¡Sí, así se llama el lugar! Creo que está del otro
lado del Golden Gate. Ahora, recuerda que esta información no
es confiable por completo. Puede que llegues a Sausalito y no te
topes con girasoles, ni otra flor.
—Sabes que el territorio del otro lado de la bahía es peligroso,
¿verdad? —casi se burló Je Kim.
—Si hay girasoles creciendo en Sausalito, ¿no se supone que
los nanobots de esa zona estén inactivos? No habría bestias
mutantes a las que temerle, ¿o sí?
—Que tal vez los nanobots ya no afecten a los girasoles no
significa que no tengan poder sobre otras especies —aclaró Je
Kim.
El cristal del ventanal de la floristería crujió. Una bala lo había
atravesado, la misma que casi rozó un hombro de Cass e hizo caer

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a los robots pávidos al suelo, antes de reventar un búcaro con
tulipanes y quedar incrustada en la pared tras el mostrador.
—¡La próxima bala es para cualquiera de ustedes, hijos de
puta! —Vociferó el conductor de un auto desde el medio de la
calle, con un revólver humeante y acompañado de otros hombres
armados—. Esta ciudad es para humanos. ¡Lárguense! ¡Largo de
San Francisco, metálicos!
Kiichiga, que junto a Kim se ocultó tras el mostrador, levantó
la cabeza con precaución. Entre los pétalos danzantes de rosas vio
alejarse el auto, que antes de llegar a la esquina fue baleado por
una joven pareja de robots: la dama observando fijamente el
retorcimiento de los cuerpos humanos desgarrados por los
impactos y él, sometiendo con entusiasmo al gatillo castigador.
¡Viva la Supremacía Metálica!, gritaron. Después huyeron a toda
velocidad por las calles desbordas de gentío que escapaba del
horror.
Probablemente el resto de la jornada estaría dedicada a los
interrogatorios policiales. Adiós a las ventas. Kiichiga guardaba
el consuelo de haberle despojado unos dólares a Cass y de
prepararle una próxima sustracción.
—Para que tu girasol se mantenga en perfecto estado precisas
de una caja conservante —sugirió—. Puedo venderte una por
ochenta dólares. ¿Qué te parece?

Cuando llegó a su apartamento Cass ubicó la caja sobre el
televisor. Era plateada, del tamaño de un estuche para violín. La
abrió y del interior brotaron exiguos vapores helados. No tenía
secciones para almacenamiento de sustancias refrigerantes, por
lo que el robot especuló que el material acolchado donde
descansaría la flor era el responsable de producir los gases. Le
preocupó la posible y repentina rotura de la caja, pero recordó la
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brillante idea de Kiichiga de compartir sus números telefónicos.
En caso de dudas la llamaría.
Se sentó en el desvencijado sofá y extendió los brazos sobre el
bajo espaldar. ¿Cómo saldría de la ciudad por tierra? ¿Cómo
encontraría el campo de girasoles? ¿Quién lo acompañaría?

Je, Kim, barría los fragmentos de vidrio del ventanal, entre los
que se agitaban pedacitos de tallos, pétalos y hojas de margaritas,
rosas, crisantemos y jazmines. Por un momento se detuvo frente
a la alta vitrina de las figurillas de cerámica fría y prestó atención
a su reflejo, el reflejo azul de un robot que estudiaba para profesor
en Seúl y en su intento de hallar una vida mejor, había viajado
medio mundo para terminar barriendo los desechos del odio
humano hacia su raza. En Seúl no tenía esos problemas. A veces,
cuando pasaba algunas horas en estado de sueño, fantaseaba con
regresar a su ciudad, a vivir la vida que con cierto desespero dejó
detrás, a enamorar chicas jóvenes cerca del río Han o
sencillamente mirar embobado la Torre Namsan al anochecer.
¿Con qué dinero si todo se lo había gastado cinco años antes en
venir a San Francisco? ¿Con qué dinero si barrer en floristerías
no da para saltarse la mitad del planeta en avión?
—¿Por qué alguien pagaría tanto por un girasol, Kiichiga? ¿Por
qué algo tan simple es tan valioso? Cualquiera con un girasol sabe
que, si se tropieza con el comprador adecuado, sería como
ganarse la lotería.
—Los únicos que compran girasoles son los robots. Leí que un
tal Turing, pionero de la inteligencia artificial, realizaba
investigaciones acerca de la distribución de los pétalos y las
futuras semillas en las cabezas de girasoles. Murió antes de poder
comprobar que esta distribución tenía algo de especial, algo de
números y una secuencia matemática. Décadas después se
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confirmó su hipótesis. De matemáticas no sé nada… Lo
importante es esto: para algunos robots ricos que no tiene en qué
gastar su dinero, el girasol es un símbolo espiritual, les recuerda
a Turing como un crucifijo le recordaría a un católico el rostro de
Jesús. Para ellos ese hombre es un padre, alguien que dio los
primeros pasos para que un día las máquinas pudiéramos pensar
y soñar.
—¿Imaginas si tuviéramos un girasol? Podríamos venderlo y
hacer maravillas con el dinero —Je Kim posó su barbilla de
pintura azul descolorida en la punta del mango de la escoba. Su
imaginación se elevó más allá del techo de la tienda.
Kiichiga se regodeó en la idea. Leyó en voz baja el número de
teléfono de Cass anotado en una agendita sobre el mostrador. Si
él podía buscar un girasol, ¿por qué no ella? Le lanzó un “ahora
vengo” a Kim y fue hasta el pequeño almacén de la floristería,
donde dormitaba una computadora olvidada. Se deshizo del
trapo que cubría el aparatoso monitor y sin sentarse escribió el
mensaje de letras verdes fluorescentes en la pantalla negra:
Hola. Espero que el niño y tú estén bien. Aquí está tu querida
Kiichiga para molestarte otra vez. Quiero hablar seriamente de
ese negocio tuyo de salir de la ciudad por tierra. Estoy
interesada en hacer un viaje corto. Esta noche pasaré por tu
casa.
De casualidad Orión Lo-Fi garabateaba la letra de una canción
de Lya Miranda frente a su computadora cuando recibió el
mensaje. Le molestó que Kiichiga no llamara al niño por su
nombre, como si no lo supiera, como si no hubiera dormido en
casa de los Lo-Fi tantas veces en los tiempos en que se acostaba
con el vetusto robot por dinero para la renta. Apagó el monitor y
continuó con sus añoranzas.

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Je, Kim, terminó de barrer y fue al almacén. Encendió incienso
y sus receptores de olor se avivaron por el humo colmado de
esencia de manzana. Se recostó en la pared tras Kiichiga mientras
veía al mensaje resaltar en la pantalla. La chica volteó y fijó sus
ojos en él.
—¿Te gustaría volver a Seúl? —Kiichiga hablaba como si fuera
a verter cada circuito en el suelo—. Estoy pensando en retomar
mi carrera de actuación y creo que ya sé cómo llenar de dólares
nuestras cuentas bancarias. Tú también lo sabes.
—Ni se te ocurra. No voy a salir de la ciudad para buscar un
girasol. Es muy peligroso. Es cierto que con eso lograríamos
mucho pero no es aconsejable.
En la noche, ambos se bajaron de un autobús en la zona
nordeste, cerca de los muros. En una esquina oscura de aquel
barrio suburbano, la casa de Orión Lo-Fi pasaba inadvertida.
Kiichiga caminaba a paso seguro y Je Kim repasaba a viva voz
todas sus dudas. El hijo de Orión, sentado en el porche, los
observaba acercarse y mordía ansioso sus galletas. Suspiró.
Kiichiga era un caldo de cultivo para los conflictos.

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VII
Todas las mujeres que Noir llevaba a su apartamento caían
exhaustas inmediatamente después del sexo. Él nunca lo achacó
a su potencia sexual, que creía no superaba la de cualquier otro
robot. Podría ser el aire o la música taciturna que el tocadiscos
chorreaba, podría ser; las mujeres humanas –sus predilectas–
eran sensibles a cualquier elemento en el ambiente, desde un olor
hasta la temperatura, el polvo, la posición de la cama. Quizás esa
sensibilidad fuera culpable de su mala suerte en el amor. Pensaba
que su falta de tacto para adaptarse a los cambios de una mujer,
su falta de pericia para intentar predecirlas, lo convertían en un
completo torpe en las relaciones. La chica que había conocido esa
noche en el bar Redwood Room no se esforzaba por ser la
excepción. Yacía desnuda, con la vagina todavía húmeda,
enredando los pies rosáceos e infantiles entre las sábanas. A Noir
le encantaba la vista del cuerpo de la chica, tendida en diagonal
sobre la cama, los cabellos cubriendo sus hombros enrojecidos de
tanto servirle al robot para sujetarla cuando la montaba. Sin
embargo, el bajista se aburría luego de unos minutos de verla tan
perdida en sí misma.
No quería conectarse un cable de carga ni ponerse en estado
de sueño, aunque hubiera pasado la medianoche. Se levantó
despacio de la cama para no perturbar a la mujer, de quien no
recordaba el nombre, y fue a la poca iluminada sala de estar.
Encendió el televisor sin muchas ganas. No era fan de los
programas que transmitían a esa hora. Bajo la mesa del televisor
cogía polvo una caja plástica con videocasetes. Tomó asiento en
el piso y arrastró la caja para tenerla más cerca. Rebuscó en su
48
interior. Viejas películas, conciertos, porno, grabaciones de
noticias importantes, de todo un poco abundaba allá adentro
junto a varias revistas amarillentas y tarjetas de béisbol. Fauces
de Polvo ponía uno de los videocasetes a un costado, un antiguo
documental que había grabado dos o tres meses atrás y que no
vio por ocupado. Hizo que la videocasetera se lo tragara. Curioso
presionó el botón para reproducir.
Metal Heart Productions
Presenta
Un documental patrocinado por la Oficina de Relaciones
Públicas del Gobierno de la Ciudad Amurallada de San
Francisco
“Fauces de Polvo”
Todos los derechos reservados
MMCXXV
¡San Francisco! —gritó la gruesa voz robótica del narrador.
Noir disminuyó el volumen— Es una de las dos únicas ciudades
grandes que aún queda en pie en Norteamérica y nos creemos
con el derecho de decir que es la más hermosa. ¡Que nos perdone
Nueva York!
Pero ¿es esta ciudad lo que nuestros antepasados esperaban
que fuera? La respuesta es un rotundo NO.
El robot pudo reconocer en las imágenes algunos lugares de
Union Square y Nob Hill, que, filmados cuarenta años antes, no
habían cambiado demasiado. Incluso durante unos pocos
cuadros se apreciaba el almacén que era el Electrovox en aquella
época. El narrador continuó.
A mediados del siglo XXI la urbe se extendía mucho más allá
de lo que hoy abarcan los muros y en la mente de los arquitectos
los rascacielos pretendían elevarse kilómetros en el cielo. Para
la gente del pasado, nuestros tiempos estarían llenos de
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maravillas como los autos voladores, los androides con total
aspecto humano, edificios autosustentables, obtención de
energía completamente limpia y fácil de renovar. Esto no sería
sólo en San Francisco; casi todo el planeta disfrutaría de tales
adelantos pues el desarrollo tecnológico de la sociedad mundial
apuntaba en esa dirección. ¿Qué pasó entonces?
Cada persona y robot en la faz de la Tierra que estuviera en sus
cabales sabía lo que había ocurrido. Unos estaban más al tanto
que otros, pero todos sabían. Noir supuso que el documental era
para estudiantes o para idiotas que se escondieron de la vida los
últimos cien años.
Pues en la década de dos mil sesenta un grupo de expertos en
nanotecnología que trabajaba para la empresa danesa VikBot
Tech, desarrollaba un tipo avanzado de nanobot con fines
biotecnológicos. Las utilidades de este ingenio serían varias,
desde la modificación de cadenas de ADN para fortalecer tanto
especies vegetales como animales frente a disímiles
padecimientos, el diagnóstico y enfrentamiento de
enfermedades como el cáncer en seres humanos, hasta la
reparación inmediata de hardware y software dañados en
robots, así como su actualización. Los nanobots, a los que sus
creadores llamaron Polvo por su habilidad de transportarse en
el aire como una polvareda, eran inteligentes y no necesitaban
ser manipulados para cumplir sus propósitos… Y esto se
convirtió en un cuchillo de poderoso y doble filo. Al encontrarse
en etapa de pruebas iniciales, eran prototipos eficientes pero
muy inestables. Debido a una negligencia humana, el treinta de
enero de dos mil sesenta y cinco el Polvo logró salir de las
instalaciones a través de la puerta entreabierta del laboratorio
de VikBot Tech y desaparecer en los campos de Dinamarca. Un
mes después se reportaron los primeros casos de mutaciones
50
genéticas en una granja a más de diez kilómetros de las
instalaciones. Se trataba de dos perros hallados muertos, con
extrañas malformaciones semejantes a espinas en los lomos e
indicios de crecimiento de seis extremidades, tres a cada lado del
cuerpo, entre las patas delanteras y traseras.
Noir pudo distinguir, a pesar de las distorsiones de la imagen,
las fotos de los perros grotescos y de piel burbujeante, cuyos ojos
parecían querer dejar las órbitas a pesar de no tener vida.
Adelantó el video unos pocos minutos.
Cuatro meses más tarde, gran parte de Europa sufría los
estragos del Polvo en animales y plantas de casi cualquier
especie, tanto silvestres como domésticas. Los seres humanos no
escapaban. Los nanobots consiguieron ingresar a los
organismos a través de los sistemas respiratorios y
alimenticios, los poros, heridas, ojos y cualquier otra vía que
localizasen. Se alimentaban de los huéspedes como parásitos y
los mutaban para convertirlos en máquinas asesinas y así
proteger su propia integridad y la del organismo. No siempre
funcionaba la mutación y el organismo podía acabar destruido
en cuestión de horas o minutos. Esto significaba un
inconveniente. Ante la posibilidad de acabar disminuyendo su
número, los nanobots dieron el siguiente paso lógico.
—Reproducción —susurró Noir.
Reproducción. El Polvo comenzó a sintetizar materia
orgánica en nanobots. Los nuevos nanobots compartían las
mismas características de sus antecesores, pero se
manifestaban más en el exterior de los organismos, en forma de
piel y otros tejidos de diversas aleaciones metálicas, que
funcionaban como corazas protectoras. A la fauna mutada se le
denominó zoomeca y vegmeca a su contraparte vegetal.

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Al robot no le interesaban mucho los detalles biológicos, por lo
que adelantó el video un tanto más.
Los nanobots aumentaban su ocupación del continente
europeo. La única solución que tenía la humanidad y los robots
entre manos era emplear la fuerza bruta contra las bestias que
los nanobots habían creado. En un inicio resultó, no obstante, en
pocas semanas los peligrosos seres se adaptaron a los ataques y
evolucionaron para contrarrestarlos con más eficacia. Frente a
la amenaza inminente, VikBot Tech en un intento de redención,
propuso a la comunidad internacional de naciones poner en
marcha un proyecto gestado en las mentes llenas de
remordimiento de los genios tras el Polvo. La opción ofrecida
era el aislamiento, no de Europa, sino de las ciudades más
importantes de cada país, capitales comerciales y políticas;
impedir el paso de las bestias y de la mayor cantidad de
nanobots posibles con altos muros que bordearan las urbes, ya
que para estos últimos era imposible volar a más de cincuenta
metros de altura. Esto podría también llevarse a cabo en
ciudades y poblados más pequeños, sin embargo, la muerte y la
mutación genética eran condenas que inevitablemente
destruirían la civilización como se conocía hasta el momento.
No existía otra salida, por muy egoísta que fuese el aislamiento.
El proyecto fue aprobado y…
Noir se había aprendido el resto del chisme de memoria en sus
tiempos de secundaria. Su madre lo obligaba a leerse los gruesos
tomos de Historia cada noche, después de practicar con la
guitarra acústica. Auxiliado por la luz cálida de la bombilla de su
habitación y con el cable de carga rápida zumbando en su nuca,
el robot se aturdía con los nombres de las ciudades que habían
sobrevivido al avance de los nanobots gracias a los muros, avance
bautizado como Fauces de Polvo por lo voraz e implacable de cada
52
uno de sus pasos. Varias metrópolis del viejo continente
terminaron sus muros a tiempo y todavía estaban en pie. Del otro
lado del Atlántico, Estados Unidos fue la nación más afectada,
quedando Nueva York y San Francisco como las únicas
poblaciones grandes. En el resto del planeta la situación no era
diferente. En cinco años se extinguió el veinte por ciento de las
especies animales y el cinco por ciento de la flora. Por otra parte,
la humanidad descendió su número a dos mil millones, viviendo
la mayoría en las ciudades amuralladas. Los robots andaban en
cifras similares.
El mundo gozaba de suerte a pesar de todo porque, de un
momento a otro, lo de prototipo se le salió a los nanobots y
pagaron las consecuencias. La mayoría de ellos agotaron su
poder, su esperanza de vida, en menos de treinta años. Dejaron
de evolucionar y la reproducción se ralentizó. Se hicieron
sensibles a ambientes como los océanos y otros medios salados.
Las ciudades ahora sólo debían protegerse de las bestias y apenas
preocuparse por el traspase de algún nanobot inactivo.
El documental no traía contenido que él no conociera. Cuando
lo iba a detener, una imagen lo atrajo, una toma humilde y
descuidada del horizonte nocturno más allá de los muros. Por
unos segundos se creyó allí, caminando en la negritud de las
zonas de nadie, y el sentimiento fue tan fuerte que apagó la
videocasetera. Extrajo el casete y lo tiró dentro de la caja plástica.
De repente la sala de estar se hundía en una oscuridad
devoradora como si al apartamento fuera víctima del hambre de
las Fauces de Polvo. Encendió la lámpara cercana y la tenue luz
ahuyentó la monstruosidad imaginaria. La mente de un robot,
con las condiciones justas, puede percibir cosas que no están. Esa
fue su justificación, la explicación instantánea que se dio, hasta
que la luz de la lámpara empezó a tomar forma tras el televisor y
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los muebles, aumentó su brillo, cambió su color blanco por
tonalidades amarillas y rojas que de a poco perfilaban pétalos,
semillas, polen en el aire. La luz delineaba grandes flores que
jamás había visto. El teléfono sonó. La luz volvió a ser como antes.
Otra vez todo pasó en su mente. Noir levantó el auricular.
—Tú y yo vamos a salir de la ciudad —dijo Cass—. Por tierra.

54
VIII
En ocasiones Orión Lo-Fi se quejaba de que a los robots los
fabricaran con pene y no con testículos, no porque a un robot le
hagan falta, sino por las ganas insatisfechas que tenía de gritar
que estaba hasta los cojones de Júpiter Badam y compañía, y de
no poder llevar a cabo sus negocios con la amplitud y falta de
preocupación que brinda no servir de blanco constante para la
mafia bien vestida de San Francisco.
Sumarle a eso la aparición de Kiichiga era excesivo para su
cerebro. La chica acostumbraba a asomar la cabeza en la vida del
viejo robot en las peores épocas en que pudiera hacerlo. Él,
siempre sumiso a ella, nunca alcanzaba a darle un buen no como
respuesta a los favores que con ojos de sufrimiento y drama
pedía. Lo del girasol no era la excepción. Le explicó decenas de
veces que Júpiter derretiría las cabezas de todos los que atrasaran
el trabajo que le estaba haciendo a sus autos, pero Kiichiga,
obstinada y sacando de las casillas al viejo, a Je Kim y al niño,
logró convencerlo de que el peligro era nulo si las cosas se hacían
con delicadeza y discreción. Según ella bastaba con modificar un
vehículo, el que fuese, y recibir dos o tres sesiones de
entrenamiento; pero todos y en especial Orión, sabían que las
cosas no eran tan factibles. Para empezar, ni ella ni Je Kim
poseían un auto, y era imprescindible un transporte para salir de
la ciudad si no querían morir en el primer kilómetro de recorrido,
pues las bestias solían ser veloces. Luego estaba el asunto de que
la policía no los atrapara en tanto movimiento para distintos
clientes. Si salir de la ciudad no era ilegal, montar un negocio de
“turismo” de extramuros sí. “Incitación al suicidio” lo llamaban
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las autoridades y el viejo no pretendía que le etiquetaran ese
cargo. Prometió que si conseguían un vehículo del tipo que fuese,
iniciaría el trabajo lo antes posible.
Durante varios días Kiichiga le dio vueltas en el cerebro a la
duda de cómo conseguir un auto. Con Je Kim no contaba para
eso. El robot tenía pocos contactos en San Francisco. El resto de
sus amigos y conocidos no le prestaría uno porque estaban al
corriente del tipo de locuras a las que tendía la chica. Tampoco le
convenía que la noticia de su viaje se difundiera por ahí. Ya
aparecerá algo, se convenció.
Mientras, Noir sentado en su cómodo sofá esperaba la razón,
el absurdo, que sustentaba la divertida idea de su amigo de salir
de la ciudad. Los rayos de sol sabatino atravesaban la sala de estar
iluminando el polvillo en el aire. Cass, en la butaca contigua,
romanceaba con las palabras que saldrían de su boca a
continuación. Para Noir, si Cass fuese un humano, en ese exacto
instante una sonrisa idiota se marcaría en su cara con la total
ostentación de la necedad.
—Necesito que me acompañes a Sausalito. Está un poco
después del Golden Gate. Va a ser delicado el viaje, eso es
innegable. Es que… s-si consigo un girasol me puedo largar de la
ciudad. Es más seguro arriesgarme allá afuera que morir cazado
en San Francisco por Júpiter.
El bajista no entendió. El robot dorado tuvo que ser más claro
y explicar los detalles que él creía, sin lógica alguna, que Noir
conocía. El bajista se hundió en su asiento por el empuje del
chorro de inmundicia que Cass le estaba lanzando. A cuentas
limpias, Cass había tomado sus consejos para forrar un libro o
acaso lustrarse el chasis, pero sin intención de seguirlos. A Noir
le pasó por la mente echarlo de su apartamento de un puntapié.

56
A pesar de su demencia, Cass era su amigo, el mejor, así que no
le haría eso.
—Supongamos que acepto y vamos a buscar el maldito girasol.
¿Cómo sabremos cuál flor recoger? Nunca hemos visto un girasol
en nuestras vidas y no deberíamos guiarnos por la descripción de
Anna.
—Es cierto —Cass pareció golpeado por la verdad—. Iré a la
biblioteca ahora y en un libro de botánica buscaré fotos de la flor.
La encontraré enseguida, verás. No te vayas.
Se levantó, tomó su saco gris del espaldar de la butaca y salió
por la puerta como si reprimiera los deseos de correr. En el
tiempo que lo conocía, Noir no había visto a Cass así, con tanta
emoción, más infantil de lo normal, empeñado en demostrarle al
mundo que sí podía salirse con la suya. Sin duda, Lilisbeth
portaba un poder especial, un poder que ninguna mujer había
tenido hasta entonces sobre el robot dorado. Cass la amaba y a
Noir pensar en eso le hubiera provocado un infarto de haber
nacido humano. No te engañes –susurró para sí–, te guste o no la
idea, terminarás aceptando ir a arriesgar tu armazón por el amor
de esos dos locos. Escuchó muy en sus adentros, entre sus piezas,
sus circuitos, la remota voz de Lya Miranda en una de sus
melancólicas canciones. Hablaba de sueños y enamorados, de
gente corriendo bajo el sol, de pies descalzos enterrándose en la
carne amada. Siempre ambicionó entender aquellas letras, no
como cualquiera que supiera español las entendería, sino como
Lya las hubiera entendido, como Lya las sentía, de la misma
manera en que a ella le punzaba tanto la vida que se refugiaba en
el limbo de los estupefacientes para no sentir más, entenderlas
tanto que lo pusiera a pasos de la muerte. Pero no podía, no
conocía el amor… Y si no conocía el amor, ¿por qué Lya cantaba
ahora un himno de pasión desde el otro lado del universo, por qué
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Lya cantaba un himno de pasión desde el otro lado de sí mismo?
¡Era obvio! Noir si conocía el amor, le estrechaba la mano todos
los días. Lo saludaba sin darse cuenta cuando veía a la gente
bailar desinhibida en el Electrovox, cuando moría de envidia en
el ascensor al lado de la pareja vecina. Noir invitaba al amor a
tomar cerveza cuando le preguntaba a Peña cómo le iba, ese viejo
cuidador del estacionamiento amaba lo que hacía. Amor, amor en
todas partes, también en su bajo al sacarle las notas, entre Orión
y su hijo, entre San Francisco y sus muros. Lo de Cass y Lilisbeth
era sólo la más reciente expresión del sentimiento, por eso Lya
cantaba. Sintió culpa de no percatarse antes. El amor si había
llegado a su vida, pero no de la forma en que él esperaba. Igual
era amor y lo protegería.
Para salir de la ciudad debían prepararse. Recordó el negocio
de Orión. Buscó su número, dio vueltas a la rueda del teléfono y…
—Soy Noir, el bajista que escondiste en la alacena. ¿Me
recuerdas?
—Sí, difícil olvidar ese momento. Espero que no llames para
insistir en que te hable de mis tiempos como músico porque con
lo de Lya fue suficiente.
—No —interrumpió Noir—. Necesito salir de la ciudad, hasta
Sausalito.
Orión lamentó nuevamente no tener testículos, más gente
interesada en salir de San Francisco y él sin poder atender el
negocio como era debido por la presión de Júpiter. Le vino a la
mente Kiichiga. Ella también quería ir a Sausalito. Tendría que
arriesgarse por ella.
—¿Tienes auto? ¿Sí? No hay problema, los Positive son ideales
para las modificaciones. Son dos mli dólares por los servicios.
El precio le pareció un poco doloroso a Noir, pero ese era el
costo de la supervivencia. Además, podría ser más caro. Orión
58
intentaba cobrar lo menos posible. Acordaron verse el miércoles
de la siguiente semana con el auto y el dinero de por medio. El
viejo ni siquiera estaba seguro de que el miércoles fuera un buen
día, los hombres de Júpiter no habían venido cuando
prometieron y probablemente se aparecerían en cualquier
ocasión. Con la incertidumbre merodeando Orión colgó.
Cass entró al apartamento y trastabilló con la colorida
alfombra. Extrajo un papel de uno de los bolsillos del saco, la
página robada de un libro. Noir la tomó y allí vio la foto, en medio
de la hoja, de las mismas flores de sus alucinaciones, los girasoles
enormes. Lya suspiró en el fondo de sus circuitos, no obstante, no
se lo comentó a Cass.
—Pronto iremos a buscar el girasol. Es una locura, pero si estás
enamorado es lo mínimo que un amigo puede hacer por ti. Sólo
pido que cuando te vayas, a donde sea que escapen con todo ese
dinero, no seas tan hijo de puta como para olvidarme enseguida.
El pianista arrastraba montones de defectos, no obstante, ser
malagradecido no figuraba entre ellos, no con las cosas
importantes, y se contentó cuando Noir le habló acerca de Orión
y su negocio, que con dos mil dólares pasarían a formar parte de
sus clientes. Se alegró tanto que la melodía de El girasol le vino a
la boca y comenzó a tararearla con su electrónica voz, alzando la
cabeza y tronando los dedos a la vez que Noir golpeaba
rítmicamente los cojines del sofá y marcaba el tiempo con suaves
toques de los pies en el suelo alfombrado. Recordaron sus noches
de bares y correr en Nob Hill con el resto de Gramola Cromo
borracho a tope. Pusieron un vinilo de los movidos temas del dúo
de electrojazz Mango Core y bailaron como dos niños, bailaron
sin temor como Cass en las fiestas de la escuela de arte, bailaron
con alegría como Noir en su cuarto, cuando la madre no estaba
en casa y se quedaba solo, libre de subirle el volumen a la radio,
59
sentir que las bocinas del estéreo chillaban y los casetes de su
colección se estremecían en los estuches.

60
IX
El patio trasero de la casa de Orión aparentaba ser un taller
para reparaciones de misiles caseros. Manchas de grasa, trozos
de chatarra, trapos tirados en cada rincón como almohadillas
sangrientas en un baño público para mujeres. Había hecho
horrendas labores de pavimentación y en algunas partes el suelo
se desquebrajaba dándole paso a las hierbas malas y a una
tierrilla polvorienta que revoloteaba por toda la casa en épocas de
sequía. Su hijo no se molestaba en reclamar limpieza, a Orión el
negocio no le facilitaba tiempo. Para el chico era preferible
organizar la casa y hacerse cargo de las muchas tareas que esperar
por él; así que cuando vio a los cuatro nuevos clientes sentados
en el sofá de la sala supo de inmediato que la pulcritud del patio
tenía las horas de vida contadas. En algún momento del día su
padre llevaría a la bruja de Kiichiga, a su amigo, a Noir y el robot
dorado hacia allí, y les soltaría sus discursos interminables sobre
zoomecánica, armas y combate. Decidió irse a su cuarto y olvidar
que el circo estaba por iniciar su función.
Cass estaba sentado en el extremo más cercano a la cerrada
puerta principal de la casa, intrigado por la presencia de Kiichiga
y su ayudante, a quienes saludó sorprendido al verlos aparecer
cinco minutos después de que él y Noir llegaran. Orión sentado
en su caja de madera los miró a los cuatro. Todos guardaban
silencio. La mujer conocía las intenciones del viejo robot, se
apoyó tranquila en el brazo del mueble y esperó la explicación que
el anfitrión les debía a los músicos. Noir se impacientaba.
—Debido a la carga de trabajo que presento actualmente he
decidido hacer de dos expediciones una sola.
61
—Eso no fue lo que usted acordó con mi amigo —se quejó Cass
con una inclinación desafiante del cuerpo.
—No, pero es la única opción que puedo ofrecer. El precio
sigue siendo el mismo, no tienen de qué preocuparse.
—Bueno, si el precio no cambia, está bien. Pero ¿por qué van a
salir ustedes de la ciudad? —dijo mirando a Kiichiga—. No me
digas que también vas a buscar un girasol.
La chica asintió. En otra situación Cass hubiera creído que
aquello era traicionar a un cliente. Estaba demasiado
concentrado en la aventura como para ofenderse. Noir le regaló
una mirada de disculpa a la mujer por si su amigo había parecido
desagradable. Lo lamentó, lamentó haberla metido en sus ojos,
meter en sus ojos las ramas de cerezo en flor de los brazos y
muslos rojizos, barnizados, de la maravilla que era Kiichiga.
Devolvió la atención a Orión, esquivo como un púber
avergonzado.
—Esto será de la siguiente manera. Desde hoy hasta el sábado
haremos el entrenamiento con armas y recibirán lo básico acerca
de cómo matar a un zoomeca… o a un vegmeca, que también los
hay peligrosos. Normalmente el entrenamiento con armas y de
combate cuerpo a cuerpo dura dos semanas, pero no dispongo de
ese tiempo. Esta noche iremos a modificar el auto. Calma, bajista,
la mayoría de las modificaciones son reversibles. Si todo sale
bien, el domingo saldrán de la ciudad. Les recuerdo mantener la
mayor discreción posible.
El chillido de unos neumáticos rompió la conversación. Orión
se paró en la ventana.
—¡Rápido, todos al cuarto de mi hijo!
La puerta del cuarto del niño se abrió acompañada de un
estruendo. El chico acostado en su lastimera cama pegó un salto
por la conmoción y se encontró rodeado de los robots que,
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invadidos por la confusión, tropezaban con los libros apilados en
el suelo y las bolsas plásticas con dinosaurios de goma. Los
hombres de Júpiter regresaron, supuso en alta voz. Su padre no
había entrado a la habitación, debía estar en la puerta atendiendo
a alguien. Su sospecha se confirmó al escuchar las palabras del
tipo enjuto y de rostro sosegado de la visita anterior, el mismo de
cada visita. Noir no quería otra patada en la cabeza, cerró la
puerta. Deseaba no haber vuelto a la casa de los Lo-Fi. Cass
intentó esperanzarlo diciendo que un día se reirían de estar
escondidos en el cuarto de un niño, se reirían mucho hablando en
algún lugar caro y seguro.
—Les prometo que mañana los autos estarán listos —gritaba
Orión—, ya no más dilaciones.
—¡Perfecto! ¡A Júpiter le encantará escuchar eso! Sólo que no
de mí —aullaba el lacayo—, le gustará más oírlo de boca de tu hijo.
¿Cómo se llama el pequeñín?
El niño abrió los ojos y comenzó a temblar. Los cuatro robots
lo miraron. Je, Kim, puso una mano en el hombro del chico y lo
apretó con suavidad. No pasará nada, pareció decirle con la
mirada, la más amansada que podía lograr. Kiichiga agarro varios
de los libros del suelo y los repartió entre todos. Le dio el más
grueso al chico.
—Si entran los golpearemos con esto. Que olvide tu nombre no
significa que no te aprecie, muchacho.
—Me llamo Randy… y no creo que con libros nos defendamos
bien.
—Claro que sí —Kiichiga no era idiota, sin embargo, pretendía
alentar a Randy.
El hombre derribó a Orión de una patada ante la presencia de
varios transeúntes indiscretos. Los tres lacayos irrumpieron en la
sala de estar con expresión de perros hambrientos. ¿Dónde está
63
el niño? ¿Dónde está el niño?, repetían una y otra vez deseando
traspasar las paredes con los ojos supurantes de rabia. Orión se
incorporó despacio, tomó apoyo en el marco de la puerta.
—Por favor, no se lo lleven. Júpiter nunca lo quiso, es mi hijo
ahora. Su esposa no fue lo suficientemente dura como para
imponerle a Júpiter que el fruto de su vientre se quedara con
ellos. No es mi culpa. Si tu jefe no lo quiso entonces, no lo va a
querer hoy.
Desde el cuarto Cass había oído cada frase. ¿Por qué Lilisbeth
no le dijo que era madre, que Júpiter le arrancó a su hijo de las
faldas? ¿Quería ella el girasol para recuperar a Randy además de
para poder salir de la ciudad a vivir el amor… o llanamente estaba
usando el amor como excusa y él, un pobre pianista de club era
una herramienta bajo sus órdenes? ¡No! Lilisbeth le confesó que
lo amaba. Tal vez se enamoró de él tan resuelta que temió
asustarlo contando lo de su hijo. Pero ¿de dónde salió el niño?
¿Quién la embarazó si era obvio que Júpiter no podía? ¿Randy
era obra de la infidelidad o el puto Badam no aprobó al niño que,
quizás, en consenso con Lilisbeth había decidido tener con
inseminación artificial o cualquier otro método? Por la
electricidad en sus circuitos se convenció de que la mujer que
amaba escaparía con Randy y consigo lo más lejos que el dinero
les permitiera.
Noir se compadeció de su amigo.
—Tienes razón —espetó el hombre enjuto y retornó a su cara
el sosiego acostumbrado—. Eres un robot listo, Lo-Fi. Te salvas
esta vez. Mañana vendremos por los autos justo al mediodía, ni
un minuto más.
Se fueron tan expeditos como habían venido. La tensión en el
aire fluyó muy despacio hacia afuera de la casa, desplazada por la
brisa proveniente del patio. Orión fue hasta el cuarto del niño.
64
Los robots esperaban sentados en la cama a que la tensión
abandonara también sus cuerpos. Kiichiga le regaló una
inclinación de cabeza al viejo como si musitara “bien hecho”. Los
Lo-Fi se miraron, el niño corrió con los brazos abiertos hacia el
padre quien se dejó caer al piso mientras ocultaba sus ojillos rojos
tras las manos. El resto de los robots guardó silencio. Cass
pensaba cómo preguntarle a Lilisbeth qué haría con Randy,
porque si su plan era llevárselo, resultaría difícil o imposible
separarlo de Orión. El vetusto robot era más su padre de lo que
ella jamás sería su madre. Noir meditaba en eso también y la
visión fértil de las flores amarillas lo rodeó de repente. En la
habitación crecían, esbeltos y confiados, decenas de girasoles.
—Vamos al patio. Es hora de trabajar —ordenó Orión con
autoridad, la autoridad que proporciona salvar chasis ajenos y el
propio.
Primero lo primero. ¿Qué tantas bestias habría en las zonas de
nadie? Como Sausalito era un territorio cercano la probabilidad
de tener que enfrentarse a muchos zoomecas o vegmecas era muy
baja. Las bestias no solían vivir ni explorar demasiado en las
inmediateces de las ciudades amuralladas. Optaban por hacer sus
vidas salvajes en tierras profundas y abandonadas. Sausalito, en
el pasado un bello pueblo costero, para entonces sólo era un
conjunto de fantasmas de casas flotantes y construcciones en las
colinas que hacían las veces de madrigueras para las bestias más
feroces. En las fotografías aéreas no pasaba de ser un manchón
verde e intrascendente al otro lado de la bahía de San Francisco,
con un borrón amarillo cerca del centro todavía más
insignificante que se sospechaba era el campo de girasoles.
Incluso así, iban a cometer un grave error si se tomaban el viaje
al estilo “picnic en el jardín de la abuela cristiana”. Lo abundante
en esa zona eran los zoomecas, específicamente bestias
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consideradas mutaciones de algún tipo de cánido parecido al
coyote, recubiertos por pelajes metálico que los vigilantes en las
atalayas de los muros veían brillar bajo el sol cuando los animales
deambulaban en las orillas de la costa de Sausalito. Podían medir
y pesar hasta lo mismo que un auto pequeño, alcanzar los sesenta
kilómetros por hora y eran bastante inteligentes y muertos de
hambre como para atacar cualquier cosa que se moviese. Por
suerte, no andaban en grupos. Orión les mostró a sus clientes el
dibujo anatómico de aquellas bestias musculosas, de grandes
colmillos a veces aserrados y ojos atormentadores. Sí que se
parecían a los coyotes extintos de las láminas de las lecciones de
ciencias en la secundaria, pero como si se hubieran dado una
temporada de retiro en el infierno.
—Para matar uno de estos las armas de fuego convencionales
no sirven —señaló el viejo robot ante su audiencia profana en el
arte de asesinar monstruo—. Les instruiré en el uso de pistolas de
rayo caliente, pero eso será luego. Ahora veremos que tan atroces
son ustedes.
Cogió un segmento deforme de metal de los que Randy apilaba
en una esquina del patio y se lo dio a Noir, quien supuso que ese
pedazo de lata para mermelada era un arma a los ojos de Orión.
—Tú y Kiichiga al centro del patio. Vi como esquivabas su
mirada hace un rato. Entiendo que te guste, créeme. Golpéala con
eso.
—¡¿Qué?! —chilló la chica.
—Y tú intenta defenderte —dijo Orión muy flemático.
Noir observaba el trozo de metal oxidado en sus manos. Nunca
golpeó a nadie en su vida, excepto una bofetada fingida a un
muchacho pecoso en una clase de teatro. Orión no debió sacar tan
a la luz que Kiichiga me sorprendió en la sala, rumió. A Cass le
causó diversión la idea del viejo y cruzó los brazos, expectante de
66
la situación. Randy asomó en el patio con su bolsa de galletas. Vio
la inmovilidad de Noir y supo lo que pasaba. Su papá estaba
celoso. Carraspeó un par de veces y Orión entendió que debía
dejarse de payasadas.
La mañana fue trabajosa. Ninguno de los cuatro futuros
expedicionarios presentaba habilidades de lucha. Siendo Orión
un objeto casi para museo, los derribaba con facilidad una y otra
vez. Tanta lentitud y falta de experiencia en lucha los mataría.
Necesitaba más tiempo para entrenarlos, más de las dos semanas
normalmente necesarias. Pero ese tiempo no lo tenía.
En las primeras horas de la tarde fueron en el auto de Noir a
campo abierto, muy al norte. Aparcaron a la sombra de un árbol
solitario. Orión los metió en un inmenso herbazal esmeralda que
los cubría hasta la cabeza. Todos caminaban tras él, que cargaba
una pesada mochila negra. Randy iba en lo último de la fila.
Saltaba de un charco lodoso a otro y apartaba las moscas de su
cara a manotazos y resoplidos. Llegaron a un claro donde el sol
resecaba la tierra y marchitaba los pocos brotes de hierba mala.
El viejo puso la mochila en el suelo y sacó de ésta cinco pistolas
de mangos comunes, pero cañones cobrizos que ninguno de los
entrenados había visto jamás. Las repartió entre los robots y se
quedó con una.
—Estas son pistolas de rayo caliente. Son fáciles de usar.
Apuntan, aprietan el gatillo y ¡zuff!... sale disparado un rayo de
plusplasma a muy altas temperaturas que puede atravesar casi
cualquier cosa. No precisan municiones porque estas armas
convierten los gases circundantes del aire en plusplasma.
Asegúrense de darles suficiente carga eléctrica antes de partir. No
quieren verse desarmados allá afuera. Asegúrense de apuntar a
las partes blandas de la criatura, vientre, boca, orejas, cosas así.
Los miró a cada uno de arriba abajo como desafiándolos.
67
—¿Quién quiere ser el primero en practicar su tiro?
Kiichiga no lo dudó. Levantó su arma y dejó escapar con
decisión el primer rayo caliente de su vida, que se perdió
zumbando entre la alta hierba. Acercó el arma a su cara con la
boca apuntada al cielo. El cañón cilíndrico le parecía una
hermosura cobriza y refulgente, una maravilla de ingenio para
matar sin perder distinción. Noir se tragaba a Kiichiga con los
ojos, le apetecía ser el arma. Je Kim, dudoso, alzó el brazo. La
pistola le pesaba y el color fuego del rayo de Kiichiga lo había
asustado. Era como si tuvieran dragones bebés en las manos
listos para vomitar en el mundo sus berrinches infantiles e
incinerar cualquier forma de vida que acertasen en el camino.
Disparó. Casi se le cayó la pistola. El rayo dio contra la tierra,
cerca de los pies de Orión.
Practicaron mucho, más Je Kim, supervisado con mucho celo
por el viejo músico. Cass y Noir dominaron rápido el tiro,
lograban atinarle a las telarañas que se mecían con el viento en la
maleza y a las cucarachas escurridizas entre la hierba muerta.
Kiichiga era la mejor. De un momento a otro se había vuelto una
con el arma, como si la pistola hirviente fuera la añadidura
perfecta para su cuerpo, el accesorio definitivo para que las ramas
de sus cerezos se enredaran y los gorriones pudieran posarse
vanidosos. Orión se contentó con eso.
Al anochecer, después de preparar una comida insulsa para
Randy y arroparlo en su cama, Orión despertó a Noir diciéndole
que los demás lo esperaban en el auto. Era hora de modificar el
veterano Positive del bajista. Tenían que ir al sur, a Saint Michael
Mechanical Men, la única fábrica de robots de San Francisco.
Orión había telefoneado a una mujer humana que se ocupaba sola
de la planta de ensamblaje en el turno de la noche y que, por su
longeva amistad con el músico, convertía el puesto de trabajo en
68
un taller improvisado para que modificara los vehículos. Noir
asumió que ese día iba a perder su auto tal y como lo conocía. Ni
siquiera tendría el alivio de observar a Kiichiga durante el viaje.
La chica se quedaría cuidando a Randy.
El viaje a Saint Michael Mechanical Men fue callado. Je Kim
se dedicaba a no perder de vista el paisaje oscuro. Muchas partes
de San Francisco no las había visitado nunca y pensaba que
faltaban lugares por ahí para sorprenderse. El resto de ellos no
hablaba porque no les agradaba la idea de entrar a su sitio de
fabricación. Para muchos robots este tipo de fábrica debía ser
visitada en caso de ser imperioso, para tener un hijo robot, por
ejemplo. A pocos les gustaba andar los pasillos donde habían sido
diseñados y ensamblados como televisores. Accedieron a las
instalaciones de Saint Michael por la entrada que usaban los
camiones de carga. La vigilancia era mínima. Orión saludó al
guardia, ya un conocido de tantas veces que había modificado
autos allí. El sitio estaba tan vacío como cabría imaginarse a esa
hora. Rita, la amiga de Orión, los esperaba en la puerta de la
planta de ensamblaje, la vastísima galería similar a un hangar
situada en la parte trasera de los terrenos que ocupaba la fábrica.
La mujer, en sus cuarenta y tantos años, de piel pálida, breve
cabello rojo y ojos de un verdor saltón, sonreía amable mientras
los robots bajaban del auto. La limpísima y ancha bata blanca la
hacía parecer más pequeña de lo que era. Abrazó a Orión y
estrechó las manos de los otros.
—Pasen —dijo—. Dejaremos el auto aquí afuera unos m-
minutos. No hay espacio en la f-fila de ensamblaje. Ahora estoy t-
terminando los vehículos de Badam que trajiste, Orión. Me puse
b-bastante nerviosa cuando me llamaste al mediodía pidiendo
que terminara con ellos cuanto antes. Tenía los autos guardados
en un almacén cerca de la entrada principal con a-algunas
69
modificaciones ya hechas, pero f-faltaba mucho. Empecé mi
turno antes hoy para acabar con esto.
Siguieron a Rita al interior de la galería, menos Je Kim, que se
quedó vigilando el auto. La planta de ensamblaje se extendía por
decenas de metros, y a todo lo largo y ancho, cientos de brazos
mecánicos se agitaban velozmente enfocados en su labor. Con sus
calculados movimientos colocaban tornillos y placas, soldaban
chasis, ajustaban ojos, articulaban y enchufaban cerebros y
discos duros, sobre los soportes cromados de centenas de nuevos
robots. La mayoría de esos robots estarían siendo fabricados por
encargo, para ser el hijo de alguna pareja humana, robótica o
mixta. Eran hechos con las especificidades exigidas por los
clientes, desde el color, el tamaño y la complexión hasta algunos
detalles mínimos como el tipo de voz o el largo de los dedos. Lo
único que las fábricas no hacían era programar al robot a
cabalidad. Sólo se les programaba aprender. Un robot debía
aprenderlo todo, como un niño. Debía aprender a hablar, a
caminar, leer, los nombres de los colores y los días de la semana,
a no faltarle el respeto a sus mayores, cantar o tocar piano, sentir
envidia, amor o enojo, tener sexo y cualquier otra cosa que un ser
humano aprendería paso a paso. Cass y Noir no alzaban la vista
del pulido piso. De cierta manera, los brazos robóticos eran sus
padres. Orión ya estaba habituado.
—Aquí están —indicó Rita una vez llegaron a la sección donde
una maraña de brazos, reprogramados por ella, modificaban los
cuatro todoterrenos monstruosos de Júpiter Badam—. Tengo
suerte de ser t-tan amiga del jefe del almacén. Si no, quién sabe
en qué lugar g-guardaría las chatarras que me encargas hasta que
v-vienes a buscarlas —rió—. Por cierto, ¿por qué la prisa de
Badam? ¿Por qué esta cantidad de autos? ¿Sabes cuál es su
objetivo?
70
En realidad, Orión no se había planteado qué quería Júpiter
Badam en las zonas de nadie. Tantas preocupaciones rondándole
el cerebro adormecían su curiosidad.
—Sea lo que sea, nada bueno surge de la mente de un robot
criminal.
La voz provino de atrás de la maraña de brazos mecánicos, una
voz masculina, segura. Una voz que a Noir le sonaba familiar.
Orión no recordaba que nadie más trabajara a esas horas en la
planta de ensamblaje. Rita siempre estaba sola. Miró a su amiga,
con los ojillos rojos tupidos de duda y preocupación.
—¡Ah! Ese es mi n-nuevo ayudante. Comenzó antier. Está allí
a-atrás engrasando uno de los b-brazos. Dividiré el dinero que me
p-pagues con él. Es un buen tipo, ayuda b-bastante. De paso le
cerramos la boca por si un día d-decide dejar de ser buen tipo. Te
lo p-presentaré. ¡Hilton!
Y Hilton salió de su escondite. Hilton era esbelto, de facciones
duras, mirada cruda. Hilton vestía una bata, pero perfectamente
hubiera podido llevar un uniforme militar, perfectamente
hubiera podido ser un dictador, un caudillo recio y despótico.
Noir lo observó con cuidado, y vio las flores amarillas brotar
alrededor del ayudante. Los girasoles crecían entre los cables de
los brazos mecánicos, dentro de los autos de Badam. Entonces,
Noir supo que Hilton era el policía que, apretando el mango de su
bastón, le escupió tanto odio en la entrada del estacionamiento
de Peña, junto a sus secuaces. Hilton también lo observó a él. Algo
no anda bien, le advirtió Noir a Cass.
—En lo que t-terminamos los autos de Júpiter, pon este a-
aparato en ese viejo Positive, Orión —ordenó Rita sacando de uno
de los bolsillos de su bata un negro cubo metálico con luces verdes
parpadeantes en cada cara—. Es u-un cubo maestro. Una vez
puesto en la consola del Positive, los autos de Júpiter lo s-
71
seguirán de forma automática a cualquier lugar p-porque les
planté a cada uno un cubo discípulo. Así se llevan todos los v-
vehículos de una vez. No me mires de esa manera, Orión. No te
estoy p-pidiendo que hagas lo imposible. Poner el c-cubo maestro
es lo más sencillo del m-mundo. Es literalmente ponerlo, como
un vaso en una m-mesa, sin necesidad de instalación.
Orión agarró el dispositivo.
—¡Muchachos! ¡Muchachos! —Gritó Je Kim desde la puerta—
. Alguien está golpeando al guardia.
—En serio nos quieren poner la vida difícil –dijo Cass.
Rita abrió aterrada los ojos. El guardia era su amigo hace años.
—No se imaginan cuán difícil queremos ponerles la vida —
reafirmó Hilton.
El mundo se iluminó. Un estruendo retumbó en la galería y
Noir presenció las olas de girasoles que colmaban el aire. Pero,
no eran girasoles, era fuego, era fuego y furia, fuego y
aborrecimiento, fuego y muerte. La explosión se tragó a Rita y
estampó a Hilton contra un lejano brazo mecánico. Cass y Noir
fueron empujados por la onda expansiva hasta debajo de una
mesa en la que un brazo continuaba con su faena ajeno a la
destrucción. Con el frente del chasis al rojo vivo y tumbado en el
piso fuliginoso, Orión murmuraba el nombre de su hijo una y otra
vez. Je Kim entró al incendio a toda carrera, saltando sobre las
mesas volcadas y los robots ensamblados a medias y esquivando
los giros atropelladores de los brazos mecánicos. El humo le
impedía ver dónde estaban sus compañeros. Gotas de sangre
cayeron en su hombro azul. Noir y Cass aparecieron entre la
humareda, caminaban normal, por lo que Je Kim supuso que se
hallaban bien. Se reunieron con él. Sobre sus cabezas, el cuerpo
todavía vivo de Hilton –si ese era su verdadero nombre–,
quebrado en el brazo mecánico que soportaba su peso, chorreaba
72
sus adentros, renunciaba a su espesa sangre y a la bilis de sus
intestinos abiertos.
—No más robots en San Francisco —cantó, como si cantara
una canción infantil, como si intentara arrullarse a sí mismo y
dormir para siempre—. Es lo que merecen, metálicos.
Murió. Orión se incorporó justo después al grupo de
sobrevivientes y salieron de la planta con extremo cuidado. Quien
fuera que había golpeado al guardia, seguramente estaba
confabulado con Hilton y tal vez aún rondaba el lugar. Se
alegraron de no ver a ningún humano o robot en los alrededores.
Subieron al auto de Noir y Orión colocó el cubo maestro en la
consola. Albergaba la esperanza de que los vehículos de Júpiter
se hubiesen salvado. A toda velocidad partieron de la planta.
Miraron hacia atrás. De las poderosas llamas y el humo que la
puerta de la planta expelía, emergieron dos todoterrenos, dos
animales rodantes modificados casi por entero. El trabajo de Rita
no había sido en vano. Sin embargo, ¿qué le diría el viejo jazzista
a Júpiter? Se juzgó medio muerto, medio asesinado por los
hombres del mafioso, mientras el rojo vivo del frente de su chasis
se apagaba y la imagen de Rita engullida por la combustión se le
imprimía en cada placa.
Cass asestó un puñetazo en el trecho de asiento entre sus
piernas. La aventura estaba costando más de lo que imaginó y en
la distancia germinaba un huracán de historias que no entendía.

73
X
Hay dudas que un robot debe quitarse de encima. Amo a
Lilisbeth, lo hago sin fingimientos y si estoy arriesgando mi vida
y la de Noir es por ese amor. No obstante, necesito que me
explique qué pasó con Randy, por qué el niño no vive con ella y
Júpiter. Las condiciones en la ciudad no son las óptimas para
encontrarnos cara a cara, eso está más que claro. Entre la
Supremacía Metálica y los humanos que odian a los robots, San
Francisco vive uno de sus peores momentos después de la
construcción de los muros. Lo mejor será llamarla por teléfono,
al número de directo de la alcoba donde duerme con el idiota de
su esposo, y hacerme el equivocado si tengo la mala suerte de que
sea él quien responda.
Levanto el auricular sentado en la incomodidad de mi butaca.
Quizás sea la última vez que me siente aquí. Le doy vueltas a la
rueda del teléfono. Mi llamada grita en el otro lado. Me vienen a
la mente los primeros acordes de El girasol.
—Residencia de los Badam, ¿quién habla? —Es ella, esa voz
cremosa—. ¡Ah! Hola, amor. Sí, estoy sola. Él se fue a ver uno de
sus negocios, con un tal Orión.
¿Orión? ¿Orión? Ese es el nombre del viejo, del entrenador.
¿Estará metido en problemas? Debo llamar a Noir, preguntarle si
sabe algo. Si perdemos a Orión probablemente el viaje se vaya a
la mierda. Tal vez meter a Randy en la ecuación ahora sea lo peor.
Además, ¿cuál es mi problema con el niño? En realidad, se le vez
feliz con Orión. No puedo dejar que se me suba lo de héroe, no
son tiempos de eso.
—El viaje es esta tarde, cariño. Hoy buscaré nuestro girasol.
74
—Sé que es muy peligroso, no pienses que soy egoísta por dar
la idea de que salgas a las zonas de nadie. Pero es la vía más rápida
para resolver el dilema. Conozco varios compradores de ese tipo
de tonterías.
—Tranquila, entiendo. Quiero volver a verte, hacerte el amor,
irnos a vivir en un hoyo si es preciso.
Miro la caja que me vendió Kiichiga para la flor. La puse cerca
de la puerta, esperando. Debo colgarle a Lilisbeth. ¿Me pregunto
si ella no tiene la oportunidad de robarle dinero suficiente a
Júpiter? Bueno, pensándolo bien, eso sería una estupidez. Júpiter
debe controlar demasiado sus ingresos como para pasar por alto
una pérdida grande.
—Volveremos a vernos, Lili —recuerdo sus piernas sobre las
mías.
—Volveremos a vernos, Cass. De eso puedes estar seguro.
Cuelgo. Marco el número de Noir. Timbra y timbra. No
contesta. Saco la cabeza por la ventana. La calle, sin transeúntes
y llena de volantes de la Supremacía Metálica, se ilumina de a
poco con la luz del sol nuevo. Júpiter sí que molesta temprano a
sus socios. Espero que sea una molestia y no que le corte la cabeza
al viejo para conectarla al cuerpo de un robot recogedor de
basura. Según Noir, el jueves Orión entregó los autos
supervivientes a Júpiter en persona. El mafioso comprendió lo
del atentado en la fábrica y se marchó tranquilo con sus
todoterrenos modificados. ¿Cuál sería el motivo para la visita de
Júpiter hoy? Aquí no me entero de nada. Será mejor que busque
una mochila y meta en ella la caja conservante y la pistola de rayo
caliente aunque no se haya terminado de cargar. Voy al
apartamento de Noir antes de lo previsto.

75

—Ansiedad —le confieso a Noir cuando abre la puerta—, por
eso vine ahora.
Mi amigo anda en algo raro. Playera desgastada, pantalones
cortos, pies descalzos. Nunca se viste así. Juraría que este
metálico plateado tiene una mujer en este sitio. De la habitación
sale Kiichiga. Punto para mí. Ella me mira ligeramente
sorprendida y cierra la puerta del cuarto tras de sí para encubrir
el torbellino de sábanas y almohadas en la cama. Noir quiere
explicarme, lo detengo con un gesto de la mano. Es su vida. Hacen
una pareja interesante.
—¿Qué saben de Orión, tortolitos? —Me acomodo en el sofá,
junto al humo de un incienso de chocolate en la mesita
adyacente—. Lilisbeth me contó que Júpiter lo estaría visitando
hoy.
No saben nada. Noir se sienta a mi lado, reconozco cuando se
aflige. Kiichiga se para frente a él y le hace reposar la cabeza en
su abdomen rojo. Ella parece igual de triste, sin embargo, tiene
razón al decir que lo mejor es no llamar al viejo. Podríamos atraer
la atención de Júpiter y quedar con el culo expuesto, o empeorar
el aprieto en que estuviera asfixiado Orión. Lo ideal es llevar a
cabo el viaje primero y averiguar después.
El viaje. El viaje. Todo es por Lilisbeth, todo por ella. Un viaje
que se convertirá en un girasol, un girasol que se transformará en
dinero, dinero que será igual a felicidad. Los chicos de Gramola
Cromo no saben nada de Noir o de mí desde hace días. ¿Danny
nos habrá tachado de la lista de miembros? Es una lástima que
Noir pierda el trabajo por mi culpa. Al menos se ganó a Kiichiga.
Todo es por Lilisbeth, todo por ella.

76

Recogemos a Je Kim en su apartamentico –más patético que
el mío– de Chinatown a las cinco. El Positive sin modificar
recorre las calles como saboreando el asfalto por última vez,
alegre, con ímpetu, como si supiera que en el portaequipaje hay
cuatro cajas conservadoras que nos atestarán de dólares. El cubo
maestro está apagado, Orión lo desactivó para que los
todoterrenos no nos delataran cuando se vieran obligados a salir
tras nosotros.
San Francisco es indiferente a nuestra misión. Para cualquiera
somos cuatro robots paseando en auto sin ningún otro objetivo
que gastar los neumáticos. Voy en el asiento del copiloto. Atrás
Kiichiga se embelesa con las luces de neón, los nuevos modelos
de computadoras en las vitrinas de las tiendas de electrónica, los
camiones de servicio postal, los autobuses, los niños robots
jugando con los chorros de agua de un hidrante averiado.
¿Pensará que no volveremos a ver esto? Je Kim aprieta su pistola
con las dos manos como si se le fuera a ir volando.

La puerta que da al Golden Gate es la única bella, aunque la
menos usada. Nunca la he visto abriéndose. Luce un palpitante
color rojo desafiando el gris vacío de los muros, un faro en la
periferia de la ciudad. Nos detienen los guardias del punto de
control, un humano y un robot. El humano se acerca al auto con
varios papeles apoyados en una tablilla de madera muy lustrada.
Sin quitarse el cigarrillo de la boca dice:
—Buenas tardes, chicos. Si pretenden salir de la ciudad es mi
deber informarles que de este punto en adelante perderán su
condición de ciudadanos de San Francisco, condición que no se
restablecerá hasta su regres, si regresan —eso no es muy
alentador de su parte y menos con el tono de rutina agotada—.
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Automáticamente sus propiedades pasan a manos del gobierno y
lo que se decida con estas en el tiempo de duración del viaje,
podrá ser discutido por ustedes en los tribunales pertinentes. Si
regresan en un plazo menor a las setenta y dos horas, las
propiedades les serán restituidas sin necesidad exagerada de
papeleo ni abogados de por medio. Ahora llenen estos
formularios. No olviden escribir sus números de seguro social.
Lo hacemos rápido, muy rápido. No hay tiempo para
burocracia. El guardia robot aprieta un botón dentro de la caseta.
Una sirena estalla acompañada de luces naranjas en el dintel de
la puerta. Las gruesas hojas de acero que componen el portón se
deslizan con pesadez hacia los lados, al interior de los muros. Del
otro lado se extiende el Golden Gate, el puente que lleva al otro
mundo. Sausalito está allí esperando con sus girasoles
prometidos.
Noir se aferra al volante. Mira el horizonte.
—Pon el casete de Mango Core —me dice y avanza.

Sausalito no parece un pueblo. Es como si encima de la
maqueta de un pueblo se tendiera una alfombra vegetal, con
agujeros por los que se escaparan edificaciones ruinosas.
Recorremos lo que queda de una calle lindante a la costa. Restos
de casas flotantes son bañados continuamente por las olas en el
litoral, bajo la luz violácea y roja del atardecer. La vegetación nos
permite ver de vez en cuando la fachada a medias de alguna
tienda o un parque con el suelo triturado por las raíces de los
árboles. Muchas zonas del pueblo crecen sobre colinas. Desde
aquí se pueden notar los techos de las casas y señales de tránsito
que no sé cómo se mantienen en pie todavía. Ojalá queden calles
allá arriba para transitar en caso de ser necesario.
Ni rastros de zoomecas.
78
Noir me mira. Detiene el auto junto a las dos musgosas
paredes perpendiculares de ladrillos de lo que fue un almacén, las
únicas paredes que siguen vivas. Hoy valen de protección a
montones de arbustos altos y espesos que posiblemente crezcan
sobre huesos humanos y partes de robot, los antiguos pobladores
de Sausalito que no se salvaron de las Fauces de Polvo.
—Acabo de tener otra visión —dice.
—¡¿Qué?! —preguntamos todos.
—¿Desde cuándo los robots tenemos visiones, Noir? —
Regaño—. Esas son mariconadas humanas, mentiras que se
inventan, esquizofrenia o qué sé yo. Creo que estás nervioso.
—¡Cállate, Cass! —Protesta Kiichiga. ¿Quién piensa qué es
para tratarme así? Mujeres—. Cuéntanos, Noir, cariño.
Eso de “cariño” sí me sorprende. Ya se fueron a ligas mayores.
Noir es un león. Los niños crecen tan rápido.
—No estoy nervioso. Bueno, sí lo estoy, pero las visiones no son
por eso. Las he tenido desde hace un par de semanas o más. Lo
que veo en ellas son girasoles. Veía girasoles en mi cerebro antes
de saber cómo lucía un girasol. Titulé una canción El girasol sin
saber de qué estaba hablando. Ignoraba hasta que existiera una
flor llamada así. ¿No creen que sea raro? Tal vez, tal vez el
universo intenta decirme algo, no puede ser casualidad.
Baja del Positive. Deja la puerta abierta. Simplemente se para
a observar las colinas, las manos en la cintura. Ese es otro de sus
gestos de preocupación. Ya se le pasará. Kiichiga va a su
encuentro. Le dice algo que no logro oír. Se escucha la risa
electrónica de Noir. Punto para mí. Ya se le pasó. Lo que Noir
siempre necesitó para sacarse de encima esa melancolía eterna
era una mujer. Suerte que la encontró. Je Kim se hunde más en
el asiento. Lo miro fijo. Es difícil contener una carcajada.

79
Los arbustos se mueven, las ramas se rozan entre sí. No
seremos expertos en combate ni armas, pero hemos visto la
cantidad suficiente de películas como para saber que no es el
viento. Ahí hay un animal. Un gruñido surge de la maleza, un
gruñido rabioso. Primero sale a la vista una pata, luego el hocico
con sus colmillos fuera, después los ojos intensos. Es un coyote
normal, como los de los libros de ciencias de la secundaria. Noir
y Kiichiga retroceden con cautela, paso a paso, sin darle la
espalda. Je Kim abandona el auto, pistola en mano.
—¿Qué haces? Entra, entra, idiota —murmullo—. Somos de
metal, pero ese bicho igual puede arrancarnos un cable
importante del cuello o las muñecas.
No me hace caso el muy tonto. Kiichiga le pide que vuelva al
auto. Es obvio que Je Kim hace esto por ella, ni que hacerse el
héroe fuera a resultar para competir contra Noir.
Levanta la pistola. Por un segundo parece tener más miedo del
arma que del coyote. No obstante, la sujeta bien, apunta. El
animal cae con la mandíbula volada por un rayo caliente. Su
destrozado hocico humea. Je Kim mira a Kiichiga y a Noir. De
nada, dice. Reímos. Si tuviéramos ano estaríamos limpiándonos
la mierda ahora.
Volvemos al auto. Continuamos nuestro camino por la costa
intentando hallar una vía, no obstruida por maleza o troncos
podridos, que nos conduzca hasta el centro del pueblo. Luego de
un rato topamos con una callejuela empinada y escabrosa que se
adentra en Sausalito. El Positive la pasa mal deslizándose sobre
las piedras y los huecos de la calle. Cada varios segundos la raíz
de algún árbol nos hace saltar cuando le pasamos por encima.
Hay muchos vehículos consumidos por el óxido en cada senda, y
dentro de casi todos vemos esqueletos humanos y robots
apagados, corroídos. Los nanobots los mataron al instante de
80
entrar en sus cuerpos. A lo mejor ni tuvieron tiempo de sentir
dolor.
Un insecto se posa en mi brazo. Es una mosca, pero sus alas
son, ¿son de metal? Sí, hay zoomecas aquí.
—¡Miren, chiquillos míos! ¡Miren! —Grita Kiichiga—. ¡Ahí
están! ¡Ya nos estamos forrando en dólares!
¡Es cierto! Pocas decenas de metros frente a nosotros, en lo que
parece una plaza vencida por las plantas, crecen una multitud de
girasoles amarillos y rojizos. Bajamos del auto a toda prisa con las
pistolas, cogemos las cajas conservadoras en el portaequipaje.
Noir enciende las luces del Positive. La noche va cayendo y no nos
viene mal un poco de luz, aunque tal vez atraiga a los zoomecas.
Los tallos de los girasoles son altos. Uno que otro alcanza los tres
metros. No sé por qué les dan tanta importancia a estas flores.
Son bonitas, pero nada del otro mundo. Bueno, mientras los ricos
nos las compren, el girasol será mi hierba preferida. Si
pudiéramos llevarnos más somos millonarios en dos semanas.
Kiichiga no tenía más cajas conservadoras. Dice que no son
fáciles de conseguir.
Noir se acerca a los girasoles. Acaricia los pétalos de uno
pequeño.
—Qué raro. Tengo otra visión ahora.
—¿Y qué ves? ¿Más girasoles? —pregunta Kiichiga.
—No. Sólo veo esto que estamos haciendo ahora. Mi visión
somos nosotros en este mismo instante.
—Noir está enloqueciendo —digo—. Será mejor que cortemos
las flores ya y volvamos lo antes posible a San Francisco.
Un ruido llama nuestra atención. ¿Pasos? Viene de muy
adentro del campo de girasoles. El sonido se hace más cercano.
Cada cual corta rápidamente un girasol y lo mete en su caja
conservadora. Nos alejamos despacio. Aún no sabemos si son
81
pasos o no. Je Kim nos pide que regresemos al auto con gestos de
las manos. El sonido se detiene. Juro que, si es otro coyote
estúpido, le quemo la cola con un rayo. Noir ladea la cabeza. Es el
más próximo a los girasoles y está viendo algo allí, en la oscuridad
entre los tallos.
—¡Corran! —aúlla.
Un zoomeca salta desde aquella oscuridad. Es un coyote, cinco
o seis veces más grande que el normal. Sus ojos luminosos nos
miran, pasea la lengua por sus gigantescos colmillos metálicos.
Se le escurre la saliva mientras calcula como atacarnos. Las luces
del Positive hacen resplandecer su pelaje como millones de
agujas. Cicatrices de balazos y quemaduras curten su piel. No
somos los primeros que lo enfrentan. En el hocico, la frente y las
patas crecen placas de metal, como blindajes. Estoy seguro de que
es imposible escapar de él corriendo sin más. Kiichiga dispara. El
rayo caliente desgarra la oreja derecha de la bestia, que se
retuerce adolorida. Corremos. Debemos aprovechar que se
entretuvo con su dolor. Subimos al auto. ¡Les dije que las visiones
no pueden ser casualidad!, vocifera Noir, enciende el motor,
acelera y dobla en U.
El zoomeca nos sigue. Nos sacudimos dentro del Positive que
desanda la pendiente al filo de perder la dirección. Por eso había
que modificarlo. Dificultosamente Kiichiga saca medio cuerpo
por la ventanilla, casi se le cae la pistola. Je Kim la sujeta por las
caderas –esto sería muy gracioso en otras condiciones– y ella
intenta mantener el equilibrio para apuntar el arma. ¡Ya tengo su
cabeza en la mira!, festeja. Los neumáticos delanteros se hunden
en un bache y Kiichiga dispara por error. El rayo caliente impacta
contra el suelo frente al monstruo, que aun con la cabeza
sangrante no se detiene. Kiichiga apunta de nuevo. Noir toma con
violencia una curva al final de la pendiente y Je Kim casi sale
82
lanzado por la ventanilla junto a la niña de los cerezos, quien se
recupera del susto y apunta –a duras penas– a la cabeza del
zoomeca. Aprieta el gatillo. El rayo zumba y cae pulverizada la
otra oreja del coyote. Su chillido de dolor agita todo Sausalito.
Pero continúa su persecución, más molesto que antes, imparable.
Nos enrumbamos por el camino lindante a la costa. El cubo
guía en la consola del Positive se ilumina. ¿Cómo es posible si
estaba desactivado? Vemos dos puntos de luz a lo lejos, en el
camino por donde arribamos al pueblo. Dos autos. Noir acelera,
observa el cubo brillar en verde.
—¿Crees que sean los todoterrenos de Júpiter? —me pregunta.
—No lo sé. ¿Nos habrán seguido por sí solos desde San
Francisco?
–Claro que no, tonto. El cubo guía estaba apagado… y si
estuviera encendido nos hubieran seguido desde el principio del
viaje, quizás desde antes. Si son esos los autos, están tripulados.
Noir tiene razón. Sea como sea, los hombres de Júpiter no son
preocupación ahora. La bestia… la bestia… ¿Dónde está la bestia?
Desapareció. Debe haberse escondido en algún matorral a
desangrarse.

Los autos nos obstaculizan el paso. Estamos a unos tres metros
de estos. Sí, son los todoterrenos, atiborrados de hombres de
Júpiter. Noir observa a uno de ellos, como si lo reconociera. Es
delgado, con expresiones tranquilas. El hombre también parece
reconocerlo a él, frunce el entrecejo.
—¡Es el robot que estaba muerto en la cocina de Orión Lo-Fi!
—Exclama a viva voz—. Chicos, ¿qué les parece si hacemos una
divertida cacería antes de la misión?
Los neumáticos del Positive gruñen cuando Noir da marcha
atrás. ¿Qué demonios buscan los hombres de Júpiter aquí afuera?
83
¿Qué pasó con Noir y la cocina de Orión? Seguro se olvidan de
nosotros si le decimos que hay un zoomeca rondando. Saco la
cabeza por mi ventanilla y lo grito. Responden con una bala que
se lleva de largo el retrovisor derecho. A la mierda.
Nos siguen. Eso me recuerda al cubo guía. Imagino que se
encendió porque los hombres de Noir lo hackearon a distancia
usando los cubos discípulos. ¡Vaya! El miedo me vuelve
inteligente.
De reversa no vamos a llegar lejos. Noir gira el timón a toda
velocidad para escapar de frente. Lo logra y las luces del Positive
iluminan el camino, el camino con diminutos charcos de sangre,
el camino con el monstruo de regreso. El zoomeca enseña sus
colmillos nuevamente, la sangre chorrea en su pelaje, se escurre
bajo el cuello y en las placas metálicas de las patas. Noir da
marcha atrás otra vez. Los hombres de Júpiter levantan un gran
bullicio cuando ven al coyote. Sacan algo por una de sus
ventanillas. Es una ametralladora, pero no una común. Se
asemeja mucho a las pistolas de rayo caliente. Abren fuego por
encima de nosotros. Tratan de darle a la bestia en la cabeza, pero
esta los evade ágil. Un par de rayos calientes rozan el techo del
Positive en el mismo sitio y dejan un surco de metal derretido. El
zoomeca nos pasa por un lado y va hacia los mafiosos. La
ametralladora expectora sus flemas de fuego, que sólo logran
rozar el pelaje metálico del coyote, una criatura implacable a la
que nuestros daños han hecho más veloz y astuta.
Hace crujir entre sus mandíbulas al tirador, la ametralladora
cae al suelo. El otro todoterreno, en el que está el hombre que
reconoció a Noir, escapa yendo hacia nosotros.
—Será mejor que salgamos del auto y nos escondamos en las
construcciones —aconsejo—. De lo contrario cuando el bicho
termine con esos tipos irá tras nosotros y acabaremos como ellos.
84
Todos me dan la razón. El auto se detiene. Cada uno coge su
pistola y su caja conservante con el tesoro dentro. Salimos del
Positive, rumbo a la ruina cercana de lo que fue una iglesia.
Kiichiga y Noir corren al frente. A medio camino la bala de
alguien atraviesa una de mis rodillas desde atrás y me hace caer.
Me rompió varios cables importantes de la pierna.
—Si nosotros no salimos de esta, ustedes tampoco —se burla el
hombre delgado conduciendo el todoterreno.
Je Kim me ayuda a incorporarme. Noir le dispara al mafioso
hijo de puta y el rayo caliente le cercena la mano, pero no antes
de que apriete el gatillo de su pistola y una bala vuele la cabeza de
Je Kim. El cuerpo inerte se desploma a mis pies. Kiichiga grita
desesperada. El resto de los hombres en el todoterreno preparan
sus armas para dispararnos, sin embargo, el zoomeca golpea su
vehículo por detrás. Algunos de ellos huyen despavoridos. La
bestia los atrapa uno por uno sin ningún esfuerzo. Rompe brazos
y piernas con destreza, le gusta, es un juego. Otros le disparan con
pistolas comunes, saben que es en vano, pero el miedo los lleva a
defenderse como puedan. El tipo delgado se baja del todoterreno,
llora, aprieta su muñeca mutilada. El zoomeca lo ve, lo derriba de
un zarpazo. Olfatea a su víctima como un cachorro. De un
movimiento limpio del hocico le extirpa el esternón. En un ataque
de furia Kiichiga apunta su arma al cuello del animal. Noir intenta
bajarle el brazo. El animal no nos ha visto. Si dispara nos delata.
A ella no le importa, vence la fuerza de Noir y suelta un rayo
caliente en las costillas del bicho.
El coyote gira la cabeza hacia nosotros. Caigo de nuevo.
Retrocedo con los brazos, mirando al animal. Kiichiga parece
gruñir, todavía con la pistola en alto, la postura estoica, las
piernas abiertas y firmes iguales a dos columnas. Noir corre a
donde estoy para ayudarme. El depredador viene, su objetivo es
85
Kiichiga. Una, dos, tres zancadas de perro rabioso a toda carrera.
Kiichiga lanza otro rayo. El coyote lo esquiva. Tomo mi arma,
aprieto el gatillo y el disparo es una porquería. Nunca cargué la
pistola por completo. Apenas le chamusqué el pelaje de una pata
trasera.
Ya está encima de Kiichiga. Noir me deja y se arroja sobre él.
Muy tarde. La bestia mete en su boca la cabeza de la chica. Con
las patas delanteras sujeta el cuerpo por los hombros. Se
escuchan los chasquidos de los cables del cuello de Kiichiga
partiéndose, el metal de los hombros abollándose bajo la fuerza
de las patas. Antes de que Noir pudiera volver a disparar un rayo,
la bestia separa la cabeza de la chica del resto del cuerpo. Deja a
su presa allí tirada entre trozos de procesadores, chasis, tornillos
y cableado. Creo que después de acabar con Noir y conmigo,
comerá todo lo que mató esta noche.
Noir descarga varios rayos en las costillas del coyote, los que
lo atraviesan de lado a lado. La sangre brota de los boquetes. El
animal dirige su atención a Noir. Lo huele. Hilos rojos empapan
su trufa recia. El coyote abre la boca. ¡Corre, Noir!, ordeno. Pero
Noir no corre, mi amigo no corre. Se queda allí, con la pistola en
la mano, pensando en no sé qué.
Mete el brazo armado en la garganta del monstruo. La criatura
se ilumina por dentro, tiene fuego en su interior, el fuego de Noir,
el fuego de Kiichiga, el fuego de Je Kim. Los rayos calientes
incineran sus órganos, una y otra vez. Noir dispara, dispara y
dispara.

Casi amanece. Hemos pasado la noche tirados en la tierra, sin
decir palabra, no he pensado mucho. Noir me ayuda a subir al
Positive. Recuesto mi peso en la puerta del copiloto. Atrás la
cabeza de Kiichiga descansa junto a las cuatro cajas
86
conservadoras. La computadora que la hacer ser quien es, está
intacta. Noir tiene intenciones de encontrarle un cuerpo nuevo,
devolverla a la vida. Hemos decidido dejar en Sausalito el cuerpo
de Je Kim. Su cerebro fue destruido por el disparo. No hay
posibilidades de recuperar su personalidad. Murió. Es una
lástima. Este viaje, ¿cuánto ha costado?
Al menos tenemos los girasoles. Noir dedica una larga mirada
a la cabeza inactiva de Kiichiga. Tararea la melodía de El girasol.
Pobre mi amigo.
Todo por Lilisbeth. Todo por ella.
Es hora de volver a San Francisco. El motor del Positive ruge y
las primeras luces de la mañana entran a través del surco en el
techo.
Atrás dejamos el cadáver del coyote. Parece vivo.

87
XI
Pasar de un motelito cerca de los muros a la terraza del
emblemático Hotel Fairmont San Francisco, en una zona tan céntrica
como lo era Nob Hill, no se entendía como la acción más discreta que
Lilisbeth pudiera imaginar. Eso pensaba Cass cuando el ascensor
abrió las puertas. En el sitio habría, a lo mucho, una treintena de
clientes, dispersos en las mesas, alcoholizándose en el pequeño bar o
bailando frente al set del dúo Mango Core, los invitados musicales de
esa tarde.
Lilisbeth fumaba pasiva un cigarrillo mentolado, sentada a la mesa
más alejada. Al ver a Cass sonrió, posó la mirada en la caja
conservante que él cargaba. El robot se preguntó si alguien de los allí
presentes podría convertirse en comprador potencial del girasol.
Caminó cojeando hacia la mujer, a la pierna dañada por el balazo aún
faltaba arreglarle uno que otro cable.
Toco la puerta de Orión. He tenido otra visión en el camino. Más
girasoles, más girasoles cubriendo toda la ciudad. Algo malo debió
ocurrir o…
Orión abre. Paso al interior de la casa sin pedir permiso. Me
siento en el sofá. Él se queda parado en el umbral mirando hacia
afuera, como esperando a alguien.
—Júpiter se llevó a Randy ayer —dice. Su voz parece dirigirse a
un interlocutor en otra realidad.
¿Para qué Júpiter se llevó al chico? Espero que esto no sea
resultado de nuestro viaje. Pobre Orión.
—Cass está encontrándose con la esposa de Júpiter ahora
mismo; mejor ni preguntes por qué. Sé dónde es la reunión,
podemos aparecernos e interrumpir para preguntarle a ella qué

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sabe del destino de Randy. Tal vez sea peligroso ir allí, pero no creo
que haya otra opción.
Los ojillos rojos del viejo se iluminan.
—Luego necesitaré que me ayudes con Kiichiga —comento.
—¿Qué pasa con Kiichiga?
Un comprador de girasoles siempre será un robot soñador como
tú, explicaba Lilisbeth. Cass la escuchaba hablar tan prendido de ella
que, por segundos, se sentía de regreso en el conservatorio
abandonado, con la melódica voz de aquella mujer incendiando el
mundo.
—Cualquier robot soñador, con dinero, compraría un girasol. Lo
compran por puro significado, es casi religioso. El girasol es para
ustedes el símbolo de la alegría de existir, de ser conscientes, de poder
pensar y soñar como seres humanos. Es algo así como… no sé… la
promesa de que ningún humano le podrá quitar eso, de que son
alguien y pueden mejorar como “especie” infinitamente ¿Entiendes?
¿Sabías que los girasoles persiguen la luz solar? Creo que funciona
como un pensamiento muy positivo, una mierda muy agradable de
“no esperes al sol, ve tras él”.
—Veo que estás muy al tanto de los girasoles; me sorprendes —
Cass observa por un instante la caja conservadora—. ¿En serio crees
que soy un robot soñador? Siempre me he considerado del tipo con
los pies en la tierra.
Lilisbeth inhala la última bocanada a su cigarrillo. Pide un martini.
El camarero, un robot verde olivo, trae la bebida de inmediato. Cass
se acomoda la pajarilla y el saco en espera de la respuesta. La mujer
humedece sus labios con el martini mientras pretende contener una
sonrisa.
Orión casi se cae de espaldas cuando vio la cabeza de Kiichiga
dentro de una caja rellana con bolitas de poliuretano en el maletero

89
del auto. Prometió ayudarme a conseguir un nuevo cuerpo para
ella.
Desde que salimos de su casa ha estado muy callado. No saca la
mirada de las líneas blancas de la calle. Si no fuera por la luz de sus
ojos, podría decirse que está inactivo.
—Es hora de matarte la curiosidad —dice de repente—. Cuando
me viste por primera vez fue muy posible que te hayas preguntado
cómo un músico tan famoso termina en estas condiciones, por qué
desaparecí de los escenarios públicos de la noche a la mañana hace
cuarenta años. Pues te diré que fue culpa de los Badam. Saturno, ese
robot desgraciado padre de Júpiter, me contrató para tocar en una
de las grandes fiestas de fin de año que organizaba en su casa. Le
gustó mi desempeño y me empleó durante meses para varias fiestas
más. Todo iba bien, todo fue dinero y alegrías hasta que no pude
tocar en ningún otro lugar ni ser contratado por nadie más…
porque Saturno no quería. Amenazó con derretirme si no seguía sus
órdenes. Pronto pasé de tocar por dinero a tocar para mantenerme
vivo. Mi paga era ropa elegante para las fiestas y un auto para
moverme. Saturno deseaba mi talento solamente para él. Años
después, Júpiter tomó el lugar de su padre, que ya no se sentía con
fuerzas para seguir a la cabeza de los negocios de la familia. Pasé de
las manos de uno a las del otro. Las cosas fueron bastante mal para
los Badam durante mucho tiempo, hasta que Júpiter conoció a su
esposa. Un día Júpiter me dijo que me liberaría si le hacía un favor.
—¿Cuidar a Randy?
—Sí. Me lo dio siendo un bebé. El niño era mi vía de escape.
Randy era hijo de su esposa con un desconocido. Significaba la
traición para él, lo quería lejos de su vista. ¿Siempre me pregunté
por qué no se deshizo de la mujer también? Supongo que estaba muy
enamorado. En fin, me largué con Randy, vendí el auto para
comprar lo que un niño necesita.
90
—¿Y por qué no volviste a los escenarios?
—Miedo, por miedo. Los Badam me habían dejado muy mal
sabor con respecto a la música. Decidí ganar dinero con otra cosa
que me atrajera pero que hiciera de mí un fantasma. Nada de fama,
nada de reflectores.
Lilisbeth colocó la copa sobre la mesa.
—Lograste traer el girasol —dijo, degustando las palabras—. Claro
que eres un soñador. Has dado lo que has podido por mí, por nuestro
amor —Se acomodó el cabello tras las orejas y dio otro sorbo a la
bebida—. Además, ¿de qué otra manera, si no fueras un soñador,
hubieras caído en este juego?
—¿Qué?
La mujer se rió. Reclinó su cuerpo en la silla y soltó una carcajada
que no le restaba elegancia a su presencia. Tenía el rostro repleto de
gestos sutilmente burlescos.
—Que has caído en un juego, en mi juego, idiota. Respóndeme
esto: ¿cómo pudiste creer que una mujer como yo se enamoraría de
alguien como tú? ¡Jajaja! Te juro que al principio pensé que eras tú
quien jugaba conmigo porque no podía pensar que un robot cayera
tan fácil en una trampa tan obvia. Aplausos para ti, Cass. Has
convertido estas últimas semanas en una comedia.
Cass sintió que la ciudad le caía encima, San Francisco entero
demoliéndose sobre su cuerpo.
—No vayas a preguntarme si te utilicé. Es lógico —Continuó—. La
verdad es que necesitaba girasoles para vender. Los Badam
conocemos muchos robots imbéciles que darían la vida por una
florecilla de esas. Por otro lado, también necesitaba el ADN de girasol.
—Debes estar bromeando. No te arriesgarías a la venganza de
Júpiter sólo para jugar conmigo.
—¿La venganza de quién? ¡Jajaja! Júpiter sabe todo esto. Es otro
idiota más, mi títere falto de imaginación. La familia Badam estaba
91
en decadencia cuando lo conocí. Por eso fue a pintarse un nombre en
el periódico de Nueva York donde yo trabajaba. Aquel día pude notar
su desesperación de un vistazo. Fui yo quien se le insinuó. El pobre
diablo es un inútil en los negocios y esa era la razón de que el imperio
construido por su padre se fuera a pique. En pocas semanas tomé el
control de la familia y él estuvo de acuerdo por completo, siempre y
cuando siguiera pareciendo ante el mundo que era su persona quien
gobernaba. Mató dos pájaros de un tiro: mujer hermosa y dinero de
vuelta a las cajas fuertes de la casa. No hay una decisión mía ante la
que Júpiter Badam no baje la cabeza y asienta, como el día que decidí
crear la Supremacía Metálica.
—¿Tú qué… por qué… de qué hablas? No puedo creer que hayas
jugado conmigo de esta manera. Pensé que estabas enamorada de mí.
Fui un estúpido.
Cass se levantó y agarró la caja conservante.
—Si pones un pie fuera de este hotel, te juro que tendré a mis
hombres cazándote. Siéntate. Hay que terminar el juego.
—¿Y cómo termina tu juego?
—Contigo dándome el girasol. Ya que estamos sincerándonos, no
creí en un primer instante que lograras agenciártelas para salir de la
ciudad. Después estuve segura de que morirías en las tierras de nadie.
Pero no. Mírate aquí. Un verdadero superviviente, más que la simple
diversión de que me cogieras en un banco. Supuestamente eras el
plan B y resultaste ser el chico de oro. Ni mis hombres salieron vivos
de Sausalito. Eres tú quien me trae el girasol.
Llegamos al Fairmont. Tomamos el ascensor. Orión clava el
dedo en el botón que nos transportará a la azotea.
Veo girasoles por doquier. Sus pétalos iluminan las reflectantes
paredes del ascensor. Orión silba una canción de Lya Miranda.
Quiere relajarse.

92
—Conque era eso lo que tus hombres buscaban allá afuera.
Adivina qué. Ellos no te lo trajeron y yo no te daré el mío. Has perdido
tu tiempo. Me iré y si lo deseas manda a tu jauría tras de mí. No te
saldrás con la tuya.
—No, claro que no me saldré con la mía, señor Cass Bongo —la
mujer hizo una voz grave y sarcástica—. ¿Cómo sería posible que la
mujer que controla a la familia criminal más poderosa de San
Francisco, la mujer que creó la Supremacía Metálica usando a Júpiter
como máscara, que además fomenta el odio humano hacia los robots
y organizó el atentado de Saint Michael, conseguiría salirse con las
suyas? ¡Ay! ¡Cuánta razón tiene el niño Cass! ¡Escúchame bien, necio!
—Los clientes de las mesas vecinas miraron a Lilisbeth— ¡Yo controlo
esta ciudad, tengo ojos, oídos y puños en el gobierno y la policía! ¡Puse
a hervir esta ciudad para sacar provecho de la crisis! ¡San Francisco
es mi tablero de Monopolio y tú, músico vulgar, no eres más que otra
ficha que corre asustada bajo el imperio de los dados, abofeteada por
las “casualidades” y pateada por el “arca comunal”! ¿Quieres correr?
Pues adelante. Te voy a encontrar y desconectar cada uno de los
cables de tu cuerpo inerte mientras veo películas y mastico palomitas.
Lo mejor es que nadie lo sabrá porque para el mundo sólo soy la
esposa de Júpiter Badam.
El ascensor abre las puertas. La música de Mango Core riega el
aire. Orión y yo escudriñamos el lugar en busca del brillo dorado de
Cass. De repente la búsqueda es interrumpida por un grito de
emoción.
—¡Papá! —Es Randy. Está sentado en una banqueta alta junto a
la barra con un vaso lleno de jugo entre sus manos.
Orión no responde. Se limita a mirar al niño que viene corriendo
a sus brazos. Se abrazan. Los ojos de Randy dejan escapar gruesas
lágrimas.
—¿Qué haces aquí, hijo? ¿Júpiter te trajo?
93
—No, papá. Su esposa me trajo. Dice que es mi madre. Le pagó
al cantinero para que me cuidara hasta que termine de hablar con
Cass. Esa mujer me inyectó.
Lilisbeth tragó lo que quedaba de martini. Extendió la mano
pidiendo la caja conservante.
—Dame el puto girasol y el juego se acaba ahora. Ten un poco de
sensatez.
Agarro a Randy de los hombros.
—¿Para qué te trajo a este sitio? —averiguo.
—Me dijo que cuando yo era un bebé no me quería, que estorbaba
sus planes. Ni siquiera recuerda quien es mi padre biológico.
Entonces le ordenó a Júpiter darme en adopción a mi papá Orión y
mantenernos vigilados hasta el día en que yo le hiciera falta.
—¿Qué te inyectó? —interrogamos Orión y yo al unísono.
—ADN de plantas, de muchas plantas difíciles de encontrar.
Solamente le falta inyectarme el ADN de girasol. Dice que me está
convirtiendo en un almacén de plantas. Me va a vender, papá. No
quiero que me venda.
—No lo hará —afirma Orión.
Lilisbeth ha hecho de Randy un arca botánica ambulante.
Muchos millonarios excéntricos se volverían locos por tenerlo como
un objeto de colección.
Orión alza la mirada. Busca a la mujer.
Cass aprieta la caja conservante con mucha fuerza. No sabe qué
hacer. ¡Dame la flor!, murmura Lilisbeth. El robot se niega.
—Enviaré a mis hombres a visitar el Electrovox el próximo viernes.
Tal vez tus compañeros de banda toquen mejor con dos o tres balazos
en el pecho. ¿Qué me dices?
Cass suelta la caja. Lilisbeth la toma con suavidad. Sonríe. El robot
cierra los puños. Lo consume la impotencia.

94
—No estés tan molesto, mi amor. Te dije aquel domingo en el
conservatorio que la vida no da redobles de tambor. También te
advertí que no lo olvidaras.
Nos acercamos a la mesa de Cass y Lilisbeth. Ella nos ve
aparecer. Se ríe.
—Veo que trajiste a la caballería, metálico —grita—. ¿Qué
piensan hacerme entre todos? ¿Cosquillas? El lobby está colmado de
mis hombres. Por pura diversión los dejaría salir del hotel y me
bastaría con un guiño para que ellos acaben con ustedes. No se
arriesguen…Y tú, viejo retrasado, suelta a mi hijo.
—Perdón, caballeros. ¿Esta señorita los está ofendiendo? —
inquiere amablemente un camarero robot de color verde olivo a mi
lado.
—Por favor, robot de mierda. Cállate —vocifera Lilisbeth y
regresa su atención al niño.
—Basta ya de tolerar el odio humano. Hoy en la mañana no
sabía en quién descargar la furia que arrastro desde hace años. Ni
sabía si era justo descargarla en alguien. Ahora me doy cuenta de
que sí es justo, justo y necesario. ¡Hermanos metálicos! ¡Ya no
soportemos el maltrato humano! ¡Liberémonos!
—¿Acaso no sabes quién soy? Soy la esposa de…
—No sé y no me importa. Eres mierda, lacra humana, la
putrefacción de tu raza —el camarero mira a Randy—. Cierra los
ojos, niño.
Saca un revolver y aprieta el gatillo.

95
XII
Soy Cass Bongo, un imbécil. Eso es innegable, pero al menos
tengo suerte. Lilisbeth no siguió su propio consejo de “la vida no
da redobles de tambor” y terminó con una bala atravesándole los
sesos. Su sangre salpicó mi traje. El camarero verde olivo resultó
ser miembro de la Supremacía Metálica, eso quiere decir que a la
puta Lili Badam el tiro le salió por la culata. O no, le salió por la
boca del cañón, sin embargo, dio un giro que no se esperó.
¿Karma, la justicia del universo haciendo de las suyas, un dios
que nos mira a todos desde arriba? Ni idea, ni me interesa. Ese
día salimos del hotel lo más rápido que pudimos. Bajamos por las
escaleras, donde nos encontramos a los hombres de Lilisbeth
corriendo a recoger su cadáver. Nos pasaron por al lado sin
sospechar que de cierta forma nosotros estábamos relacionados
con su muerte. No sé qué habrá pasado luego en esa azotea.
Costó lo suyo hallar comprador para los girasoles. Noir y yo
logramos venderle los nuestros a un robot londinense de visita en
San Francisco, un supuesto desarrollador de tecnología
biomédica o algo así. El punto es que era un ricachón. Nos pagó
muy bien. Noir guardó el girasol de Kiichiga para cuando ella
regrese a la vida. El de Je Kim se lo dimos a Orión. Dice que no lo
venderá por ahora, esperará a realmente necesitar ese dinero.
Con mis ganancias terminé de arreglar mi pierna, compré un
auto decente, imité el estilo de decoración del departamento de
Noir y lo más importante, pagué a una discográfica neoyorquina
para grabar el primer disco de Gramola Cromo, “Sausalito
Salvaje”. Con una noticia así Danny tuvo que aceptarnos a Noir y

96
a mí de vuelta en la banda, aun en contra de la voluntad de Anna.
¡Mujeres!
Por otra parte, Noir ha pagado los mejores materiales para
forjar el nuevo cuerpo de Kiichiga. Orión le va a presentar varios
pintores asiáticos para que escoja uno que devuelva las ramas de
cerezo en flor y los gorriones a su chica. Pasan mucho tiempo
juntos con la cabeza de Kiichiga conectada una computadora,
revisando que su programación y su memoria sigan intactos.
Orión continúa con su negocio. Ya no lo visitan los hombres de
Júpiter… o, mejor dicho, los de Lilisbeth. No hay nadie que los
envíe. Sacando conclusiones nos percatamos de que los lacayos
que Orión debía entrenar nunca llegaron a entrenarse porque
eran los mismos que aparecieron en Sausalito aquel día. Cuando
Lilisbeth se enteró de que yo saldría antes de tiempo a buscar el
girasol, movió a sus hombres para hacer el juego más divertido.
¡Qué perra tan hábil!
Lo peor de todo el asunto fue la muerte de Je Kim. Mandamos
a construir una diminuta lápida con su nombre, un minimalista
recordatorio de quién fue. Le prendimos inciensos de manzana.
Hoy haremos un picnic en Alamo Square. Orión llevará a
Randy y Noir a un tal Peña, el viejo que cuida el estacionamiento
donde guarda el Positive –por cierto, ya le reparó el techo–. Será
un picnic con cerveza para Peña y mucha comida y refresco para
Randy. Espero no me ensucien la ropa nueva, es de hilo.
Sinceramente anhelo pasar una tarde agradable, sin Supremacía
Metálica ni humanos odia-robots. Quiero descansar y con suerte
ver el atardecer de San Francisco sin que una bala nos roce.
Quizás la desgraciada de Lilisbeth tenía más razón de la que
creía. Los girasoles se convirtieron en nuestra alegría de existir,
nos ayudaron, devolverán la vida a Kiichiga. Sí que son una
mierda muy agradable de “no esperes al sol, ve tras él”. El robot
97
de Londres nos enseñó que en los días nublados los girasoles, al
no poder ir tras el sol, giran en busca de sus prójimos.
Hablo demasiada porquería últimamente. Mejor corto la
amistad con Noir. Me vuelve poético.

98
Del autor

Jona Marrero (Jonathan Sánchez Marrero, 1996) es estudiante


de la Facultad de Psicología de la Universidad de la Habana,
escritor y guionista de cómics. Miembro del Taller Literario Ariel
de Marianao y ganador de Premio Especial del jurado en el XI
Concurso Literario de Ciencia-Ficción y Fantasía “Oscar Hurtado
2020”, Primer Lugar en la categoría de cuento para adultos del
Encuentro Municipal de Creadores Literarios de Marianao 2019
y otros.
1. ¡Cosa más grande la vida! Humor. José Luis Riverón
Rodríguez. $7.99
2. ¿Cuba… qué linda es Cuba? Narrativa. Hebert Poll
Gutiérrez.$7.99
3. 1932, Dios, revolución y libertad. Poesía. Carlos Salina
Granda (Perú). $5.99
4. 1968 y el cine, Memorias del 3er Encuentro de la crítica
cinematográfica. Compilación de Pedro R. Noa. $9.99
5. A quién pregunto por mí. Poesía. Andrea García Molina.
$12.99
6. A veces, cuando el silencio. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $9.99
7. Abrazo a un búcaro sin flores. Poesía. David Montero
Figueredo. $6.99
8. Actos en la tierra. Poesía. Eduardo René Casanova Ealo.
$5.99
9. Adiós Rembrandt y otros relatos. Colección de cuentos.
Manuel Antonio Morales Felipe. $7.99
10. Adoptando a Mini. Novela ilustrada. Marié Rojas
Tamayo. $7.99
11. Agradecido entonces como un perro. Poesía. Guillermo
Hernández Montero. $5.99
12. Al borde de las piedras. Poesía. Yans González García.
$5.99
13. Al diablo el que me lo pida. Narrativa. Nuris Quintero
Cuellar. $5.80
14. Al otro lado del mundo. Poesía. Eduardo René Casanova
Ealo.$5.99
15. Al sur de los páramos. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$5.99
16. Alta Definición, antología de cuentos inspirados en los
medios de comunicación audiovisual. Barbarella
D´Acevedo. $9.99
17. A-Mar. Novela. Marlene E. García. $5.99
18. Amores difíciles. Periodismo. Leonardo Depestre
Cantony. $7.99
19. Anita Mur. Novela. Frank David Frías Rondón. $9.99
20. Ante la misma puerta. Poesía. Gilda Guimeras. $4.99
21. Antes de amancebarme con la enana zíngara
contorsionista. Narrativa. Alberto Garrandés. $9.99
22. Antología Memorable: poemas para no olvidar.
Selección de Juan Carlos García Guridi. $7.99
23. Antología Voces dispersas: Once mujeres poetas. Poesía.
Miladis Hernández Acosta e Ivonne Sánchez-Barrea.
$7.99
24. Aquellos ojos verdes. Narrativa. José Luis Riverón
Rodríguez. $7.99
25. Arcos fracturados. Narrativa. Manuel Roblejo Proenza.
$5.99
26. Autos de duda. Poesía. Niurbis Soler Gómez. $5.99
27. Bajo la rueca. Narrativa. Luis de la Cruz Pérez Rodríguez.
$5.99
28. Balada de tus ojos. Poesía. Ray Nelson Pons Días. $5.99
29. Bestias del paraíso. Poesía. Roberto Frank Valdés. $5.99
30. Bitácora de un paria. Poesía. Yerandy Pérez Aguilar.
$12.99
31. Blasfemia del escriba. Cuentos. Alberto Guerra Naranjo.
$11.99
32. Breves estudios en torno a la soledad. Poesía ilustrada.
Esther Suárez Durán. $7.99
33. Cabalgar la zoo-política: Aproximaciones a una posible
revolución indoamericana pospandemia. Ensayo. Carlos
Salinas Granda. $5.99
34. Cacería. Narrativa. José Hugo Fernández. $7.99
35. Cancionero español: (Álbum de covers) Volumen 1.
Narrativa. Alejandro Langape. $9.99
36. Canto a mi cabeza loca (Dinámica del cuerpo). Poesía.
Claudette Betancourt Cruz. $5.99
37. Cartas a Leandro. Narrativa. Ramón Díaz-Marzo. $9.99
38. Casco de Dios. Poesía ilustrada. Marié Rojas Tamayo.
$9.99
39. Como arrullo de tórtolas. Poesía cristiana. José Luis
Riverón Rodríguez.$7.99
40. Como en un sueño, la vida. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.99
41. Como salir de un país. Poesía. Ricardo López. $5.99
42. Como una mancha de peces. Narrativa infantil. Miguel
Ángel González Pérez. $5.99
43. Con ojos de piedra y agua. Poesía. Ana Margarita Valdés
Castillo. $5.99
44. Con un par de alas tremendas: Sonetos de vuelo popular.
Poesía. Juan Carlos García Guridi. $5.50
45. Concierto para Denysse. Poesía. Luis Mariano (Lewis)
Estrada Segura. $5.99
46. Confesiones de mujer. Poesía. Yasmín Sierra Montes.
$5.99
47. Conspiración en La Habana. Novel. Eduardo N. Cordoví
Hernández. $19.99
48. Cosas de un niño grande. Infantil. Hebert Poll Gutiérrez.
$5.99
49. Cosas que vienen del cielo. Narrativa. Yolanda Felicita
Rodríguez Toledo. $10.00
50. Criaturas. Cuentos. Alex Schweg. $7.99
51. Crónica de una matanza impune, Persecución y asesinato
de emigrantes canarios en Cuba. Ensayo. José Antonio
Quintana García. $7.99
52. Cuando aparecen los elefantes. Libro infantil ilustrado.
Norge Sánchez. $9.99
53. Cuando el dolor se convierte en palabra. Poesía. Elizabeth
Álvarez Hernández. $5.99
54. Cuando me besan tus ojos. Poesía. Félix Alexis Guerra
Menéndez. $5.80
55. Cuba en la calle. Fotografías de la Cuba actual. Felipe
Rouco Llompart. $24.99
56. Cuba la revolución usurpada. Ensayo. Oscar G. Otazo.
$15.99
57. Cuba y los fotógrafos viajeros: Desde 1841 a la
actualidad. Ensayo bibliográfico. Ramón Cabrales y
Rufino del Valle Valdés. $12.99
58. Cuentos e historias para la (des) memoria. Narrativa.
Oscar Montoto Mayor. $9.99
59. Cuentos para soñar (ilustrados). Narrativa. Sarah
Graziella Respall Rojas. $19.99
60. Cuervos sobre el trigal. Cuentos para adultos. Yasmín
Sierra Montes. $7.99
61. Cúmulos nimbos. Poesía. Isbel G. $5.99
62. Curvas sobre la superficie del objeto. Poesía. Anisley
Miraz Lladosa.$5.99
63. De picha, y señor mío. Narrativa. José Luis Riverón
Rodríguez. $7.90
64. Décima para mi princesa. Poesía. Katia Pérez Padrón.
$5.99
65. De poesía y poetas. Ensayo. Armando Landa Vázquez.
$9.99
66. Desnuda ante tus ojos. Narrativa. Jenny Díaz Valdés.
$5.99
67. Después de la Caída. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$9.99
68. Diez cuentos que estremecieron a Cuba. Narrativa. Carlos
Esquivel. $9.99
69. Dodo danza sobre un dado. Poesía. Sergio Trincado
Torres. $14.99
70. Donde anida el colibrí. Narrativa. Zuleica Ruíz Peix. $6.00
71. Donde el espejo no llega. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.80
72. Donde termina la mirada. Poesía. Norge Sánchez.
$12.03
73. Dos libros de Guerra (escrito a cuatro manos). Poesía.
Félix Guerra Pulido y Félix Alexis Guerra Menéndez. $9.99
74. Duendes del domingo. Libro infantil ilustrado. Daimy
Díaz Laborda. $10.99
75. Dulce café. Poesía. Rafael Vilches Proenza. $5.99
76. E. A. Vol. 1 Breve antología del taller de literatura
fantástica y de ciencia ficción “Espacio Abierto”. Daniel
Burguet… y Abel Guelmes Roblejo. $9.99
77. Ejercitar el criterio. Crítica de narrativa. Waldo González
López. $12.99
78. El agua rota de los sueños. Poesía. Alejandro Rejón
Huchin. $5.99
79. El ángel en la sombra. Poesía. Raudel Sosa Pérez. $5.99
80. El árbol de mi alma. Poesía. Vivián Suárez García. $5.99
81. El barón Samedi o el cagüeiro negro. Narrativa. Eduardo
Báez. $15.99
82. El cacique Turquino. Cuentos ilustrados. Norge Sánchez.
$9.99
83. El camino. Literatura cristiana. Jesús Cardoso López.
$7.99
84. El carcaj pleno de colores. Ensayo sobre la obra del pintor
Domingo Ramos Enríquez. Ana Julia Gutiérrez Ulloa.
$5.99
85. El cocinero, el sommelier, el ladrón y su (s) amante (s).
Ensayo. Frank Padrón. $45.99
86. El desventurado domingo de Dominga. Libro ilustrado
para niños. Noel Silva González. $12.99
87. El dolor de ser vivo. Poesía. Ronel González Sánchez.
$7.99
88. El eco del silencio. Poesía. Teresa Medina Rodríguez.
$9.99
89. El fuego del ángel. Poesía juvenil. Miladis Hernández
Acosta. $5.99
90. El fúnebre cantar del cisne blanco. Poesía. Guillermina
Consuelo Samsaricq González. $5.99
91. El heno a cuestas: crónica de un duet(l)o en torno a la
comunidad. Ensayo. José Luis González-Almeida. $13.99
92. El idilio de los iguales. Narrativa. Alberto González. $7.99
93. El imperio del silencio: A través del lenguaje de las
tumbas, un recorrido por el Cementerio Cristóbal Colón
de La Habana. Ensayo novelado. Mario Darias Mérida.
$39.99
94. El maravilloso mundo de las libélulas. Colección Eureka,
ciencia y técnica. Jose M. Ramos Hernández. $7.99
95. El maravilloso viaje de Kiko y ratón. Narrativa. Manuel
Roblejo Proenza. $5.99
96. El marmolito mágico. Juvenil. Gabriela Sánchez. $9.99
97. El momento de las iniciaciones. Poesía. Osmari Reyes
García. $5.99
98. El monasterio interior. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $9.99
99. El nacimiento de la conciencia histórica. Conferencias en
la Universidad del aire dictadas por Maria Zambrana.
Daniel Céspedes Góngora. $5.99
100. El onceno mandamiento. Narrativa. Marié Rojas Tamayo.
$10.99
101. El personaje y su leyenda. Historia. Leonardo Depestre
Catony. $7.99
102. El polvo rojo de la memoria. Novela. Eduardo René
Casanova Ealo. $5.99
103. El puente y otros relatos. Narrativa. Eduardo René
Casanova Ealo. $5.99
104. El que a buen humor se arrima, buen buena lo acobija.
Caricaturas. Ernesto Rodríguez Castro (Beli). $10.99
105. El reino perdido de la Zapatucia. Infantil. José Luis
Riverón Rodríguez. $5.99
106. El rosario del hombre de ceniza. Poesía. Álex Padrón.
$5.99
107. El señor de las patas largas. Narrativa infantil ilustrada.
Nuris Quintero Cuellar. $14.99
108. El silencio de los culpables. Narrativa. Anisley Miraz
Lladosa. $9.99
109. El silencio que dicen. Poesía. Abel German. $5.99
110. El tiempo de la esperanza y otros cuentos. Gisela Lovio
Fernández. $11.99
111. El último sol. Poesía. Miroslaba Pérez Dopazo. $5.99
112. El velo de la certeza. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.99
113. Embestidas de la piel. Poesía. Odalys Leyva Rosabal.
$5.99
114. Emigrados de fondo. Poesía. Fernando Lobaina Quiala.
$4.99
115. En el límite. Narrativa. Maritza Vega Ortiz. $10.00
116. En este barrio no hay vampiros. Novela. Luis Pacheco
Granado. $7.99
117. En la gruta del tiempo. Narrativa. Felicia Hernández
Lorenzo. $8.99
118. En La Habana de ahora mismo, dos historias de Boston
Franco. Cuentos. Dagoberto José Valdés Rodríguez. $7.99
119. Enigmas de la otra. Poesía. Nuris Quintero Cuellar. $5.80
120. Entre piropos, dichos y refranes. Décima. Noelio Ramos
Rodríguez. $6.99
121. Eros. Poesía. Armando Landa Vázquez. $5.99
122. Es la hora de los hornos. Poesía. Norge Sánchez. $5.99
123. Escaras. Poesía. José Alberto Nápoles.
124. Escritos de un plumazo. Narrativa. José Alberto Collazo.
$7.50
125. Estaba la pájara pinta. Ensayo. José Antonio Martínez
Coronel. $36.99
126. Fauna cavernícola. Ensayo. José M. Ramos Hernández.
$7.99
127. Feria de máscaras. Poesía. Yamilka González Pérez. $5.99
128. Fiesta de rimas. Poesía ilustrada para niños. Eliane Acosta
Moreira. $11.99
129. Fragmentaciones de la luz. Poesía. Luis Mariano Estrada
(Lewis). $7.99
130. Fragmentaciones del silencio. Poesía. Ana Ivis Cáceres de
la Cruz. $5.99
131. Fruto Rojo. Poesía. Ana Herminia Rodríguez. $5.99
132. Gabriela en el espejo. Cuentos ilustrados para niños.
Norge Sánchez. $9.99
133. Gabriela. Infantil. Norge Sánchez. $5.99
134. Gentes. Cuentos. Roberto Peláez Romero. $7.99
135. Germán pinta guaraparanganas. Artes plásticas.
Germán Molina. $11.99
136. Guijarros. Poesía. Norge Sánchez. $4.99
137. Historia de amor. Libro infantil ilustrado. Norge
Sánchez. $9.99
138. Historias en la almohada. Poesía. Armando López
Carralero.$8.65
139. Hombre que escribe en banco sin parque. Poesía. Ulises
Hernández Expósito. $5.90
140. Hombreriego. Narrativa. Raúl Hernández Pérez. $5.99
141. Hombres de rutina. Narrativa. Marlon Duménigo. $5.99
142. Huellas de una nación. Fotografía. Yovanis González
Elizalde. $5.99
143. Insectos para principiantes. Divulgación científica. José
M. Ramos Hernández. $7.99
144. Instantes en la memoria. Poesía. Agustín Ramón
Serrano. $5.99
145. Jardín mecánico. Poesía. Luis Alonso Cruz Álvarez. $7.99
146. Juan Pirindingo y otros cuentos. Libro infantil ilustrado.
Delsa López Lorenzo. $12.00
147. La catedral del Tiempo. Narrativa. José Antonio Martínez
Coronel. $10.50
148. La corte de los lobos. Narrativa. José Luis Riverón
Rodríguez. $9.99
149. La cosa roja. Narrativa. Luis Felipe Ruano. $9.99
150. La culpa no fue de Dios. Narrativa. Andrea García Molina.
$5.99
151. La Estancia, apuntes y recuerdos de Albert Gagnon-
Beyle. Narrativa. Jesús Alberto Díaz Hernández. $9.99
152. La fiesta de la reina ortografía. Narrativa infantil. Ronel
González Sánchez. $7.99
153. La frágil memoria de la semana. Poesía. Elizabeth
Álvarez Hernández. $5.38
154. La furia de los vientos. Testimonio. Pedro Armando
Junco. $12.99
155. La Gallina golondrina. Infantil ilustrado. Norge Sánchez.
$9.99
156. La gruta del lobo. Narrativa. de Hamlet Gómez. $12.99
157. La Habana convida. Antología poética por el 500
aniversario de la ciudad. Eduardo René Casanova Ealo y
79 poetas. Edición de lujo. $70.00
158. La Habana convida. Antología poética por el 500
aniversario de la ciudad. Eduardo René Casanova Ealo y
79 poetas. Edición estándar. $15.99
159. La Hechicera. Narrativa. Yasmín Sierra Montes. $9.99
160. La isla de las hormigas rojas. Poesía. Luis Mariano
Estrada (Lewis). $5.99
161. La isla del espanto y otros cuentos. Narrativa. de Gisela
Lovio. $12.99
162. La isla preterida. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$23.60
163. La Larga. Narrativa. Ángel Osiris Milián. $15.99
164. La luna frente al espejo. Poesía. Luis Mariano Estrada
(Lewis). $7.99
165. La música del árbol. Poesía. Adalberto Hechavarría
Alonso. $6.99
166. La oscura escalera. Novela. Ramón Díaz-Marzo. $6.99
167. La patria es una naranja. Poesía. Félix Luis Viera.$8.99
168. La peña de Horeb. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $6.99
169. La sangre del marabú. Narrativa. Argenis Osorio
Sánchez. $7.99
170. La sombra de Sísifo. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.99
171. La sombra que pasa. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$7.99
172. La veda del dinosaurio. Narrativa. Edgar Estaco Jardón.
$5.99
173. La venganza del contrario. Narrativa. Odalys Leyva
Rosabal. $7.99
174. La vida húmeda. Cuentos. Carlos Alberto Casanova.
$7.99
175. La virgen sumergida o cómo mataron a Charo. Narrativa.
José Luis Riverón Rodríguez. Edición a todo color. $30.oo
176. La virgen sumergida o cómo mataron a Charo. Narrativa.
José Luis Riverón Rodríguez. Edición estándar. $9.99
177. Las arenas del tiempo. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.80
178. Las dunas de la espera. Poesía. José Antonio Martínez
Coronel. $5.58
179. Las hadas calzan botas. Poesía infantil ilustrada. Clara
Lecuona Varela.$12.99
180. Las Hijas de Sade. Narrativa. Guillermo Vidal y Maria
Liliana Celorrio. $9.99
181. Las náufragas porfías. Ensayo sobre la obra de Dulce
María Loynaz de Miladis Hernández Acosta. $7.99
182. Las rosas que mañana (un museo para Dulce María).
Poesía. Mariana Enriqueta Pérez Pérez. $7.99
183. Las sendas escabrosas. Poesía. Yasmín Sierra Montes.
$5.50
184. Las tablillas de Diógenes. Poesía. Eduardo René Casanova
Ealo. $7.26
185. Laurel y orégano, la hora en que no muere nadie.
Narrativa. Marié Rojas Tamayo. $19.99
186. Laverna. Poesía. J. W. Riter. $5.99
187. Lengua de sapo, relatos hiperbreves. Narrativa. Edgar
Estaco. $9.99
188. Levitas del siglo XXI. Ensayo. José Luis Riverón
Rodríguez. $7.99
189. Libro de los prójimos. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$7.99
190. Libro negro del desencantado. Poesía. Eduardo René
Casanova Ealo. $12.99
191. Los años del principio. Novela. José Gutiérrez Cabanas.
$15.99
192. Los caminos del agua. Poesía. Armando López Carralero.
$5.99
193. Los cerezos de tu vientre. Novela. Yasmín Sierra Montes.
$15.99La cosa
194. Los Césares perdidos. Poesía. Odalys Leyva Rosabal.
$6.99
195. Los cuentos más tontos del mundo. Narrativa. Ronel
González Sánchez. $9.99
196. Los días nuestros. Poesía. Mayda Milián Ortiz. $6.99
197. Los enanos de corazones. Cuentos. Aymee Corominas.
$5.99
198. Los hilos de Ariadna. Narrativa. José Antonio Martínez
Coronel. $15.50
199. Los imponderables reinos. Poesía. Miladis Hernández
Acosta. $5.99
200. Los independientes de color. Poesía. Armando Landa
Vázquez. $9.99
201. Los mapas del tiempo. Poesía. Álex Padrón. $10.00
202. Los maravillosos viajes de Globito. Infantil ilustrado.
Clara Lecuona Varela. $12.99
203. Los misterios de la torre: El muerto del pozo. Novela.
Mario Luis López Isla. $9.99
204. Los peces no lloran. Poesía. Julián Dimitri Tamayo
Carbonell. $7.99
205. Los sutiles vástagos: poemas dispersos. Poesía. Milho
Montenegro. $5.80
206. Luna de aire. Poesía infantil ilustrada. Yolanda Felicita
Rodríguez Toledo.$9.99
207. Lunaciones, antología personal. Poesía. Rafael Vilches
Proenza. $7.99
208. Lunes primero. Narrativa. Pablo Virgili Benítez. $5.99
209. Luz de mágica sombra. Poesía. Yasmín Sierra Montes.
$5.90
210. Luz y polvo en el granero. Poesía. Reinol Cruz Díaz. $5.99
211. Malas palabras. Poesía de Norge Sánchez. $7.99
212. Manet y el paraíso de las pesadillas. Novela. Titania
Dreamer. $9.99
213. Maravilloso zoológico. Ilustrado para niños. Pilar Doris
Gálvez Martínez. $12.99
214. Más solo que la Luna. Narrativa. José Alberto Collazo
Oramas. $5.99
215. Máscaras. Poesía. Lázaro Alfonso Díaz. $5.99
216. Mata. Novela. Raúl Aguilar. $6.99
217. Memorias de un kamikaze. Poesía. Jorge Yassel Valdés
Reyes. $6.99
218. Memorias del abismo. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$5.99
219. Miami, mi rincón querido. Antología ilustrada de cuento
y poesía. Eduardo René Casanova Ealo. $32.99
220. Mirar, sufrir, gozar…La Habana. Novela colectiva.
Coordinador del proyecto: Lázaro Díaz Cala y Yoss. $11.99
221. Misa de ratones: nueve monólogos teatrales. Teatro.
Edgar Estaco Jardón.$7.99
222. Momentos. Poesía. Bárbara Olivera Más. $5.99
223. Morir en el fin del mundo. Narrativa. Amador Hernández
Hernández. $12.99
224. Mujeres con testículos. Narrativa. José Alberto Collazo
Oramas. $9.99
225. Mundo invisible. Poesía para todas las edades. Ronel
González Sánchez. $15.99
226. Mundos paralelos y otros cuentos. Narrativa. Gisela
Lovio. $9.99
227. Muros y otras historias del fin del mundo. Narrativa.
Clara Lecuona Varela. $5.99
228. Nadar entre dos aguas. Narrativa. José Alberto Collazo
Oramas. $9.50
229. Navegación Impasible. Poesía. Eduardo René Casanova
Ealo. $7.99
230. No despierten a las mariposas. Narrativa infantil. Teresa
Medina Rodríguez. $7.99
231. NoSéDónde y el País de las cosas perdidas. Literatura
para jóvenes. José Luis Riverón Rodríguez. $20.00
232. Noventa minutos: Poemas y narraciones sobre fútbol.
Carlos Esquivel. $7.99
233. Nuevos cortos del Pichi. Narrativa. Rolando González Gil.
$7.99
234. Orgy o fear, Orgía del miedo. Poesía bilingüe. Ismael
Sambra. $7.99
235. Otro invierno sin fósforos. Poesía. Edgar Estaco Jardón.
$5.99
236. Pa´Cuba ni muerto. Testimonio. Norge Sánchez. $9.00
237. Páginas finales de la náusea. Teatro. Miguel Terry
Valdespino. $8.99
238. País sin moscas y otros poemas. Poesía. Félix Anesio.
$10.99
239. Pan con mantequilla. Cuentos. Ramón Díaz-Marzo.
$8.99
240. Pero no me toques. Narrativa. Bertha María Gómez
Sedano. $5.99
241. Perversas mujeres contra el muro. Colección erótica de
cuentos. Odalys Leyva Rosabal. $19.99
242. Pesadilla, tragedia y fantasmas de neón. Cuentos de
ciencia ficción. Álex Padrón. $7.99
243. Pesquería lunar. Poesía infantil ilustrada. Jorge Morales
Morales.$5.50
244. Philosophia Naturalis Principia Poética Matemática.
Poesía. Armando Landa Vázquez. $7.50
245. Piano Afinado. Poesía. Norge Sánchez. $7.99
246. Piedra para Obatalá. Ensayo. Yoel Enríquez Rodríguez.
$7.99
247. Pilares extendidos: diez maneras de conocer a José
Martí. Ensayo. Daniel Céspedes Góngora. $8.00
248. Poetas cubanos en canarias. Antología. Juan Calero
Rodríguez. $9.99
249. Por culpa del amor. Novela. Teresa Medina Rodríguez.
$15.99
250. Por el camino verde: Apreciación en décimas a la obra de
José Suárez Verde. Ensayo. José Luis Riverón Rodríguez.
$18.99
251. Porque la lluvia no cesa. Poesía. Yolanda Felicita
Rodríguez Toledo. $5.99
252. Primigenios, el cuerpo lírico de una nación. Semanario
copilado por Eduardo René Casanova Ealo. $7.99
253. Puertas, boleros y cenizas. Poesía. Yuray Tolentino Hevia.
$6.99
254. Pura coincidencia. Cuentos. José Luis Pérez Delgado.
$7.99
255. Quirubín, el de Changa. Novela. Noelio Ramos Rodríguez.
$7.99
256. Rabota. Narrativa. Armando Landa Vázquez. $7.00
257. Rani y la charca misteriosa. Novela juvenil. Ana Rosa
Díaz Naranjo. $9.99
258. Recapitulación. Poesía. Dorge Rodríguez Hernández.
$7.99
259. Retablos. Poesía. Pedro Evelio Linares.$12.99
260. Retazos. Poesía. Ana Ivis Cáceres de la Cruz. $7.99
261. Revisitación al Monte Fuji. Poesía. Armando Landa
Vázquez. $10.99
262. Revolicuento.com Cuentos. Rafael Grillo. $9.99
263. Revoloteos. Infantil ilustrado. María Ondina Niebla.
$14.99
264. Rostros. Cuentos. Lisbeth Lima Hechavarría. $7.99
265. Russian Brindis. Teatro. Juan José Jordán. $5.99
266. Salmos por Denisse. Poesía. Yolanda Felicita Rodríguez
Toledo. $3.99
267. Salsiquieres city. Narrativa. Teresa Medina Rodríguez.
$5.99
268. Saltarina y el majá rastrero. Infantil ilustrado. Delsa
López Lorenzo.$13.99
269. Santa Fe y otros relatos teatrales. Teatro. Edgar Estaco
Jardón. $10.00
270. Sexualidad femenina, el paraíso del placer. Dr. Octavio
Gárciga Ortega PhD. $12.99
271. Siéntate y mira: Crítica, comentarios y ensayos sobre
cine. Crítica cinematográfica. Daniel Céspedes Góngora.
$10.99
272. Silencios de un especial periodo. Poesía. Juan Francisco
González-Díaz. $5.99
273. Sin oxígeno, sin Cristo. Cuentos. Rogelio Riverón. $9.99
274. Solo en medio del mundo. Poesía. Norge Sánchez. $5.99
275. Subdesarrollo Pérez, ¡Qué envolvencia!, El arte de la
simulación. Arístides Pumariega y Rebeca Ulloa. $12.99
276. Temblor de hoja rota. Poesía. Armando López Carralero.
$7.99
277. The Watchers. Novela (en inglés). Asley L. Mármol.
278. Tiempo. Poesía de Bernardo Javier Castro Reyes. $7.99
279. Todas las madrugadas. Narrativa. Manuel Roblejo
Proenza. $5.99
280. Torres de marfil. Narrativa. Yonnier Torres Rodríguez.
$7.99
281. Trampas de amor. Poesía para niños. Carlos Ettiel. $14.99
282. Tras el telón de celuloide: Acercamiento al cine cubano.
Crítica cinematográfica. Antonio Enrique González Rojas.
$7.00
283. Travesía la desnudo. Poesía. Wendy Calderón Veloso.
$5.99
284. Tus luces sobre mí. Narrativa. Maritza Vega Ortiz. $7.99
285. Un grafiti en los ladrillos. Poesía. Hansrruel Aldana
Cabrera. $5.99
286. Un tren delirante. Novela. Alina Moreno. $9.99
287. Un triste cepillo de dientes. Narrativa. Norge Sánchez.
$7.99
288. Una ciudad sin lágrimas. Miriam Peña Leyva. $5.99
289. Una cosa es con guitarra. Poesía. José Luis Rodríguez
Alba. $5.99
290. Una mujer es... Poesía. Juan Francisco González-Díaz.
$5.50
291. Uno por aquí y yo, en la pandilla del barrio. Novela.
Noelio Ramos Rodríguez. $7.99
292. Valbanera: Naufragio, misterio y leyenda. Ensayo. Mario
Luis López Isla. $12.99
293. Vértigos. Poesía. José Poveda Cruz. 5.99
294. Viento de cenizas. Poesía. Miladis Hernández Acosta.
$8.99
295. Xarahlai La Gitana. Narrativa. Xiomara Maura Rodríguez
Ávila. $9.99
296. Y a todo a media luz. Narrativa. Teresa Medina Rodríguez.
$6.99
297. Ya comienza el otoño. Haikus. Lázaro Alfonso Díaz Cala y
Aida Elizabeth Montanarro Torres. $5.99
298. Yo también soy ellas. Poesía. Yuray Tolentino Hevia.
$5.99
299. En esta claridad está mi casa. Poesía. Beatriz del Rosario
Torrente Garcés. $6.99
300. El secreto de la luna. Juvenil. Griselda Leonor Rodríguez
Pimentel. $7.99
301. Bajo las órdenes del silencio. Cuentos. Alejandro Martínez
Sánchez. $7.99
302. Un pueblo con suerte. Ilustrado para niños. Andrés Cobo
García. $9.99
303. Defensa siciliana 115 partidas magistrales. Ajedrez. Félix
Raúl Pérez Hernández. $12.99

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