Ensayo-Sergio Ramírez en Busca Del Tiempo Perdido en
Ensayo-Sergio Ramírez en Busca Del Tiempo Perdido en
Ensayo-Sergio Ramírez en Busca Del Tiempo Perdido en
Fue enterrada primero de forma anónima en México, y luego traída a Costa Rica
sin pompa ni discursos y sin la menor placa en su tumba (120), como si fuese una
incógnita. Esta tumba alegórica de que en la muerte no somos nadie, bien muestra el
abandono en que murió aquella mujer que parece «no haber existido»: recordemos
que en Mil y una muertes, otra novela en la que la muerte ocupa un lugar esencial,
Sergio Ramírez titulaba uno de los capítulos «Un país que no existe» para calificar a
Nicaragua, como si le interesase más lo que ha sido condenado a la sombra, y
necesitase darles vida a los que el destino menosprecia, devolverles la existencia
negada y con ella la dignidad. Hacerles justicia en suma, lo que no sorprende por parte
de un hombre que se graduó en Leyes, y que si bien no ejerció, actúa en ese sentido
con sus novelas.
No es la primera vez que una novela de Sergio Ramírez se abre y se cierra con la
muerte: el introito concierne «Los restos mortales de Amanda Solano [...]» en un
primer capítulo que consiste en una descripción del cementerio, mientras el epílogo,
de una sola página, tiene que ver con el entierro, en una estructura circular que hace
que estamos «rodeados» por la muerte. Por lo demás, el narrador escribe al final del
primer capítulo: «[...] mi última ronda de visitas y entrevistas para documentar esta
novela termina precisamente aquí mismo en el Cementerio General donde, otra vez,
como en 1961, el cielo vespertino es de lluvia».
Cabe añadir que los títulos de los cinco capítulos tienen que ver, explícita o
implícitamente con la muerte, sea con términos como «muerte» o «agonía», sea con
elementos que recuerdan el sepelio: los «ángeles» del primer capítulo son las estatuas
del cementerio en el que reposa Amanda, y el «abigarrado conjunto de paraguas» del
último capítulo alude a la segunda inhumación. Esta muerte que estructura y enmarca
la novela, también aparece varias veces en la narración: de hecho, las amigas de
Amanda cuyos testimonios representan el cuerpo de la novela, son tres ancianas,
cercanas al «gran viaje»; el final del tercer testimonio incluso hace mención de
Mictlán, el nivel inferior de la tierra de los muertos en la mitología nahua -ya
encontrábamos esa referencia mitológica en el excipit de El cielo llora por mí, otra
novela en la que no faltan las «huellas» de la muerte -.
Sin embargo, contra el tiempo perdido, existen la memoria y la escritura:
valiéndose de testimonios de amigas de Amanda como Gloria Tinoco, Marina
Carmona, Manuela Torres -que son ficticias pero que se inspiran en personajes reales
puesto que Sergio Ramírez habló con muchas personas que conocieron a Yolanda
Oreamuno-, el narrador va recobrando algo del tiempo perdido. Tanto más cuanto que
la historia individual de Amanda Solano se inserta en la «gran» Historia, nacional o
continental, que influye en los personajes, y cuyos fragmentos representativos
elegidos por Sergio Ramírez pueden explicar en parte -en esta novela como en las
precedentes- la situación actual de los países centroamericanos: una Historia del
avasallamiento pero también de luchas, una Historia de tropelías y rebeldías.
(157)
Esta pregunta aparentemente ingenua por los clichés que contiene, es una alusión
apenas velada a dos mitos de Nicaragua: el rebelde nacionalista Sandino y el gran vate
Rubén Darío a los que Sergio Ramírez considera como los dos paradigmas de la
identidad nicaragüense (2004: 198). Esa glorificación de las grandes figuras de la
nación, ese orgullo nacional e identitario, contrastan con la vergüenza que sienten hoy
aquellos emigrantes nicaragüenses que abundan en San José y despiertan miedos entre
los ticos aunque lo hacen todo por esconder su origen, su nacionalidad, o sea parte de
su identidad, mimetizándose (20), como desdibujándose en tanto nicaragüenses,
renegando de sí mismos en cierto sentido, para protegerse.
Sergio Ramírez, para quien la Historia de Nicaragua es una burla sangrienta
(1987: 239), evoca otra vez en La fugitiva las sucesivas guerras de Nicaragua, sea con
Costa Rica a raíz de las invasiones patrocinadas por Somoza desde el territorio
nicaragüense en la Navidad de 1948, o más tarde en 1955 en busca de derrocar a
Figueres (158), sea por la defensa de la soberanía ante una Historia de agravios y de
desposeimientos simbolizados por la injerencia norteamericana; recurre también al
recuerdo del general Volio que peleó en Nicaragua en 1912 del lado de los patriotas
del general Zeledón contra las tropas de la marinería de guerra de Estados Unidos, y
se enfrentó a la dictadura de los hermanos Tinoco, sostenida por la United Fruit y los
grandes potentados de este país: «[...] hizo en 1926 un intento de regresar a Nicaragua,
donde había estallado una nueva guerra civil, a pelear en la columna del general
Sandino contra las tropas conservadoras respaldadas por las fuerzas de ocupación, otra
vez el Coloso del Norte de por medio» (149).
La lucha de los pequeños países de Centroamérica contra el poder abusivo y
destructivo de un capitalismo devastador, parece ser la de David contra Goliat. Pero
las ambiciones de aquellos «canalizadores yanquis» fustigados por Rubén Darío
(Ramírez 1985: 196) -que vuelven a aparecer en la evocación furtiva de la batalla
contra la Marina de Guerra de Estados Unidos (59), o la de Rivas contra los
filibusteros de William Walker (65)- permiten también rememorar a las figuras de
Zeledón y Sandino, héroes de la nación nicaragüense que supo rebelarse y luchar por
el derecho a existir por sí misma. No faltaron las batallas en ese país de contrastes
violentos y de grandes conmociones según Gloria (114).
Y si la novela no recuerda la revolución nicaragüense -¿porque se ha vuelto negra
la «leyenda»?-, se evoca la de Guatemala donde derrocaron al dictador Ubico (107),
mencionando así otros episodios de abusos de poder. Sin embargo, no todas las luchas
sociales de liberación desembocaron en un mejoramiento para el país, ocurrió que el
remedio fue peor que el mal porque el «libertador» puede ocultar a un dictador. Así,
en el segundo testimonio, Marina hace una crítica «humanista» del marxismo -y sin
duda de las revoluciones marxistas que sacudieron el continente- que a su juicio
apunta a lo colectivo y hace abstracción del ser humano; Lenin transforma la ideología
en una maquinaria implacable, sin hablar del terror estalinista (197-198): esas palabras
denuncian el reverso de la revolución que acaba por convertirse en un engranaje
infernal, una pesadilla que destruye al ser humano.
Y cuando la amiga de Amanda dice: «[...] si alguna lucidez me queda, la aplico a
revisar mis antiguos juicios de valor, sin abandonar el fundamento de mis
ideas» (198), ¿cómo no oír la voz de Sergio Ramírez, fiel a sus valores éticos pero
hoy muy prudente frente a cualquier credo inviolable y muy crítico con las derivas de
ciertos hombres de poder? Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua desde 1984
hasta 1990, sabe de qué habla, y «habita» las páginas de La fugitiva probablemente
más de lo que imaginamos.
(212)
(214)
(217)
Bibliografía
Entrevistas (vídeos)
<http://www.youtube.com/watch?v=cYr42pqETso>.
<http://www.youtube.com/watch?v=tYl2Br1KXFc&NR=1>.
<http://www.confidencial.com.ni/video/325>.