GORDILLO - Fuentes Del Derecho Administrativo

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DA-2003/2004, núms. 267-268. AGUSTÍN GORDILLO. Las fuentes del Derecho Administrativo arge...

Agustín Gordillo

Las fuentes del Derecho


Administrativo
argentino1
SUMARIO: 1. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y LA CREACIÓN SINGULAR DEL
DERECHO. 2. EL RANGO NORMATIVO SUPRACIONAL. 2.1. LA INTERPRETA-
CIÓN DE LOS PACTOS DE DERECHOS HUMANOS . 2.2. LAS SOLUCIONES AMISTOSAS O
TRANSACCIONES INTERNACIONALES . 2.3. CONVENCIÓN INTERAMERICANA CONTRA
L A CORRUPCIÓN. 2 . 4 . LA CONVENCIÓN INTERNACIONAL CONTRA EL SOBORNO
TRANSNACIONAL (L EY 25319). 2.5. OTRAS FUENTES. 2.6. LA DEFENSA EN JUICIO
COMO PRINCIPIO JURÍDICO Y SUS APLICACIONES . 2.7. LOS VALORES Y PRINCIPIOS SU-
PREMOS . 2.8. EL PAÍS ANTE LOS TRIBUNALES ESTRANJEROS . 3. LEY Y FUNCIÓN
LEGISLATIVA. 4. REGLAMENTOS. 4.1. C LASIFICACIÓN Y ADMISIBILIDAD .
4.2. P ROBLEMAS Y CONTRADICCIONES . 4.3. L A EXACERBACIÓN REGLAMENTARIA .
4.4. L A RACIONALIDAD IRRACIONAL DE LA BUROCRACIA. 4.5. R EGLAMENTOS DE
NECESIDAD Y URGENCIA . 4 . 6 . R EGLAMENTOS DELEGADOS O DE INTEGRACIÓN.
4.7. R EGLAMENTOS AUTÓNOMOS . 4.8. R EGLAMENTO DE EJECUCIÓN . 4.9. E L RE-
GLAMENTO COMO FUENTE DEL D ERECHO A DMINISTRATIVO.

1. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y LA CREACIÓN


SINGULAR DEL DERECHO
En el estudio de las fuentes formales que integran el principio de
legalidad de la Administración conviene no olvidar que el Derecho no
1
El presente capítulo es un resumen de los capítulos VI y VII de nuestro Tratado de derecho
administrativo, t. 1, Parte general, Buenos Aires, FDA, 2003, 8.ª ed.; México, UNAM-Porrúa-FDA, 2004,
9.ª ed., preparado especialmente para el número de la Revista española Documentación Administrativa
dedicado al Derecho Administrativo argentino. Por razones de limitación de espacio, nos remitimos a la
bibliografía indicada en ese lugar, donde se encontrarán también las pertinentes citas y sus fuentes. Para
una mayor información puntual sobre aspectos conflictivos contemporáneos, ver nuestros artículos en
www.gordillo.com/Autor_Folletos-_Exterior_y_Argentina_htm, n.os 81, 85, 93, 100, 102, 111, 112, 115, 116, 120, etc.

Documentación Administrativa / n.º 267-268 (septiembre 2003-abril 2004)

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es sino solución de casos concretos y singulares, en los que se crea y no me-


ramente se aplica el Derecho2. Como hemos explicado en otro lugar, son
más importantes los grandes valores del Derecho o los principios jurídicos,
y los hechos del caso: de ellos depende uno u otro encuadre normativo; la
aplicación del Derecho no es un juicio axiomático deductivo a partir de las
fuentes, sino que parte de una hipótesis valorativa a partir de los hechos.
En las fuentes formales del Derecho se encuentran en primer lugar,
hoy en día, las supranacionales y supraconstitucionales.

2. EL RANGO NORMATIVO SUPRANACIONAL

El Derecho internacional público había sentado la superioridad de


sus normas (ius cogens) sobre el Derecho interno; ahora empieza a ad-
mitirlo el Derecho interno, ante la presión internacional. Más aún,
nuestros tratados bilaterales de promoción de inversiones extranjeras
autorizan al inversor a someter sus diferendos a un tribunal arbitral in-
ternacional, el cual aplicará las normas locales «y los principios perti-
nentes del Derecho internacional». Esto constituye una clara prelación
de los principios tradicionales y contemporáneos comunes a todo siste-
ma jurídico, por sobre eventuales normas concretas que se le opongan.
La Constitución de 1994 reconoce, como mínimo, su propio nivel
constitucional a diversos tratados de derechos humanos (art. 75, inc.
22), algunos de los cuales admiten expresamente la jurisdicción extran-
jera: así, los referidos al genocidio o a la tortura, art. 5.º; o posteriormen-
te, el relativo a la corrupción. La Ley 25319 aprueba la Convención
Internacional contra el Soborno Transnacional, cuyo art. 7.º reconoce
jurisdicción a cualquiera de las partes signatarias para juzgar tales deli-
tos de funcionarios públicos extranjeros, «sin tener en cuenta el lugar
en que ocurrió el cohecho» («without regard to the place where the bri-
bery occurred»).
La Constitución admite también la cesión de poderes en los acuer-
dos de integración (art. 75, inc. 24), lo cual da carácter normativo su-
pranacional a la miríada de normas del MERCOSUR y otros; ello
incluye las normas de segundo grado en los tratados, como lo admitió
la Corte en Cafés La Virginia S.A. y Dotti.
2
Nos remitimos a nuestro libro An Introduction to Law, o Une introduction au droit,
Londres, Esperia, 2003, con prefacio de Spyridon Flogaitis, director del Centro Europeo de
Derecho Público; hay versión castellana como Introducción al Derecho, de libre acceso en
www.gordillo.com; traducción portuguesa en preparación. Ver también el libro de Alejandro
NIETO y Agustín GORDILLO, Las limitaciones del conocimiento jurídico, Madrid, Trotta,
2003.

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Admite así el carácter supralegal y para nosotros supranacional de


los tratados y sus normas derivadas, algunos de los cuales también reco-
nocen inequívocamente la inexistencia de soberanía (Tratado Antárti-
co), llegando –en su máxima expresión actual– a la admisión de una
jurisdicción internacional para ciertos crímenes de lesa humanidad y
extranjera para otros ilícitos.
Las soluciones y opiniones consultivas de los órganos de aplicación
de los tratados son consideradas Derecho interno por la Corte (Giroldi;
Arce).
Igualmente, los acuerdos transaccionales o «soluciones amistosas»
que el país celebra en la Comisión Interamericana de Derechos Huma-
nos producen importantes mutaciones del Derecho interno. Y, cierta-
mente, es mejor transar a tiempo, antes que perder luego en la
CorteIDH, como nos pasó en Garrido y Baigorria.
El proceso continúa: una mala decisión jurídica, política o econó-
mica en violación al orden internacional puede costarnos puntos en la
tasa de interés de nuestra deuda externa, reducción de inversiones, etc.,
con efecto multiplicador. No es gratis violar el Derecho supranacional:
hay sanción económica, como mínimo.
En 1932, la Corte Permanente de Justicia declaró que un Estado no
puede aducir «su propia constitución para evadir obligaciones incum-
bentes para el derecho internacional o para los tratados en vigor».
El art. 118 de nuestra Constitución reconoce el principio de orden
público internacional (jus cogens), conforme al cual nuestros tribunales
tienen jurisdicción extraterritorial para juzgar aquí delitos contra el De-
recho de gentes cometidos fuera de nuestro territorio. Esto conlleva tan-
to la obligación del Estado de defender esa competencia como que, por
«razones de reciprocidad y para preservar dicha jurisdicción, la rama
ejecutiva del gobierno» –y lógicamente también la judicial, agregamos
nosotros– «no debe oponerse a que tribunales extranjeros ejerzan su
competencia extraterritorial cuando se trata de juzgar precisamente
aquellos delitos a los que se refiere el art. 118 de la constitución».
Nuestro país reconoce a la corrupción de sus funcionarios públicos
y el consecuente lavado de dinero como delitos de lesa humanidad. La
Ley 25246 establece en su art. 4.º, inc. 4.º: «Las disposiciones de este ca-
pítulo regirán aun cuando el delito precedente hubiera sido cometido
fuera del ámbito de aplicación especial de este Código, en tanto el he-
cho precedente también hubiera estado amenazado con pena en el lu-
gar de su comisión». Es el mismo principio de extraterritorialidad
jurisdiccional que tiene la Convención Internacional contra el Soborno
Transnacional de funcionarios públicos nacionales o extranjeros y el la-
vado de dinero proveniente de esos delitos: coinciden, pues, el Derecho
de gentes y su recepción en el Derecho interno.

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2.1. LA INTERPRETACIÓN DE LOS PACTOS DE DERECHOS HUMANOS

La CSJN ha dicho que su interpretación debe efectuarse «tal como


la Convención citada rige en el ámbito internacional y considerando
particularmente su efectiva aplicación jurisprudencial por los tribuna-
les internacionales competentes para su interpretación y aplicación».
«De ahí que la aludida jurisprudencia deba servir de guía para la inter-
pretación de los preceptos convencionales en la medida en que el Esta-
do Argentino reconoció la competencia de la Corte Interamericana
para conocer en todos los casos relativos a la interpretación y aplicación
de la Convención Americana (confr. arts. 75 de la Constitución Nacio-
nal, 62 y 64 Convención Americana y art. 2.º ley 23.054)», incluyendo
las opiniones consultivas del tribunal.

2.2. LAS SOLUCIONES AMISTOSAS O TRANSACCIONES


INTERNACIONALES

De las más de sesenta denuncias en trámite ante la Comisión In-


teramericana de Derechos Humanos, el país ha comenzado a transar
algunas a fines del segundo milenio y comienzos del tercero, con la
consecuente modificación legislativa y jurisprudencial de nuestro De-
recho interno. Algunas que no ha transado, comienza de todos modos
a cumplirlas.
No transarlas, cuando hay dictamen adverso de la Comisión, im-
plica que ésta da carácter de resolución pública a su pronunciamiento e
inicia la acción ante la Corte de San José, con el consiguiente bochorno
y reproche internacional, no desprovisto de efectos prácticos. No es una
situación que se pueda sostener sine die.

2.3. CONVENCIÓN INTERAMERICANA CONTRA LA CORRUPCIÓN

La Convención Interamericana contra la Corrupción reconoce la


jurisdicción de otros países sobre hechos acaecidos en nuestro territorio
(art. V), del mismo modo que lo hace el Tratado contra la Tortura (art.
5.º). Su expresa vinculación de corrupción, crimen organizado y nar-
cotráfico debe así ser un llamado de atención para quienes incurran
en tales delitos, ya que los tribunales norteamericanos, p. ej., han co-
menzado a juzgar hechos de soborno transnacional ocurridos fuera de
su país, al igual que admiten, en asuntos vinculados al terrorismo, nar-
cotráfico, etc., el principio male captus, bene detentus. La sumatoria de
tales delitos está generando un nuevo orden público internacional (jus

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cogens superveniens, in statu nascendi). Por cierto, es mejor un tribunal


internacional que uno simplemente extranjero. Ya se ha implementado
la Corte Penal Internacional, pero es probable que subsista durante una
etapa intermedia la jurisdicción nacional en temas tales como cohecho
internacional (Ley 25319). También cabe señalar que la Convención impo-
ne en el Derecho interno el principio de la publicidad, equidad y eficiencia
de las contrataciones públicas (art. III, inc. 5.º), lo que transforma de pleno
derecho en antijurídicas las adjudicaciones y los precios finales a su extin-
ción que no se publiquen en el Boletín Oficial, o que fueren inequitativas
para los usuarios (pacta tertiis non nocent), o impliquen dispendio incau-
sado de fondos públicos, etc., como también, desde luego, las teñidas
por soborno o corrupción nacional o transnacional, que arrastran la
responsabilidad de los fiscales.

2.4. LA CONVENCIÓN INTERNACIONAL CONTRA EL SOBORNO


TRANSNACIONAL (LEY 25319)

Esta Convención Internacional tiene por objetivo permitir a los de-


más Estados partes juzgar a nuestros funcionarios públicos por los deli-
tos de soborno transnacional y lavado de dinero vinculado al cohecho.
Aclara expresamente que cualquier Estado tiene jurisdicción, sin im-
portar el país donde el delito hubiere sido cometido. No poseemos el vi-
gor institucional de una democracia sólida, con poder rigurosamente
distribuido y compartido, como debe ser, por una miríada de órganos.
Nuestra excesiva centralización presidencial, imbuida de una vieja cul-
tura caciquista, hace difícil investigar, juzgar y castigar a nuestros gran-
des corruptos transnacionales. Es bueno que otro Estado pueda
hacerlo. Así, el Derecho tal vez pueda llegar a funcionar un poco más
cercano al ideal de cumplirse, ante la amenaza real y cierta de sanción
en caso de incumplimiento.

2.5. OTRAS FUENTES

También tienen importancia práctica y jurídica los compromisos y


transacciones que el país realiza ante la ComisiónIDH, para evitar ser
llevado ante la CorteIDH y que luego debe honrar como los propios fa-
llos. Así, en el caso 11012 (Verbitsky c. Belluscio) se arribó a una solución
amistosa por la cual el país derogaría por ley la figura del desacato;
otras recomendaciones de la ComisiónIDH llevaron al dictado de
las Leyes 24043, 24321 y 24411 (Birt). La causa 11012 permitió que
el actor hiciera desistir al país de un proyecto de ley limitativo de la

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libertad de prensa: anticipó así el resultado que en 1996, en materia di-


versa, lograra el Defensor del Pueblo con su sola presentación ante la
ComisiónIDH.
Del mismo modo pueden nacer otros órganos judiciales suprana-
cionales y nuevas normas reglamentarias o de segundo rango dentro
del orden jurídico supranacional, ya admitidas en Cafés La Virginia S.A.
y Dotti.

2.6. LA DEFENSA EN JUICIO COMO PRINCIPIO JURÍDICO


Y SUS APLICACIONES

El principio cardinal del Derecho público es el principio del debido


proceso en su doble faz adjetiva y sustantiva: como el derecho a ser oído,
tanto individual como colectivamente, antes de que se tome una decisión
adversa a sus derechos o intereses –incluidos los derechos de incidencia
colectiva– y como el derecho a que la decisión sea intrínsecamente ra-
zonable.
En los comienzos del Derecho europeo y del latinoamericano se
partía de una hipótesis distinta del Derecho anglonorteamericano: que
no se requería tutela jurisdiccional frente a la norma legislativa, pues
ésta era precisamente la protección del ciudadano. De allí el principio
de legalidad o facultad reglada de la Administración. El mismo tipo de
razonamiento se aplicó también a la norma reglamentaria, en tanto no
fuera contraria a un precepto legal. Ese viejo modo de ver las cosas no
se ajustaba a nuestro Derecho constitucional, construido sobre la base
del sistema estadounidense, con control judicial de la constitucionali-
dad, por ende de razonabilidad. Es que la norma no siempre es protec-
ción del particular frente a la Administración, sino potestad que se
confiere el funcionario, autor las más de las veces del proyecto que lue-
go hace sancionar por las autoridades políticas y, por ende, constituye
con frecuencia la fuente de arbitrariedad administrativa frente al parti-
cular. Se produce de este modo el germen de un retorno a las fuentes
del Derecho anglosajón y del canónico, en que los principios superiores
a la norma son la razón, la equidad, etc. Se pone entonces énfasis cre-
ciente contemporáneamente en los principios del orden jurídico, tanto
de la Constitución como del orden jurídico supranacional. Se va así
perfilando en distintos países, de uno u otro modo, el control de consti-
tucionalidad no sólo de la actividad administrativa particular y concre-
ta, sino también de la actividad legislativa y, desde luego, de la actividad
reglamentaria de la Administración; a ello cabe agregar el control del
poder monopólico privado o de abuso de poder dominante, el principio
de lealtad comercial y respeto a la libre competencia, etc. Pero no es en

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modo alguno un proceso que se encuentre terminado. Por lo demás, la


Convención Interamericana de Derechos Humanos, en sus arts. 8.º y
25, garantiza el principio jurídico supranacional del debido proceso. A
su vez, mientras el Derecho inglés funda el control de razonabilidad en
el principio de justicia natural –que guarda no poca analogía con la
idea de los principios generales del Derecho–, el sistema norteamerica-
no y el argentino invocan al mismo efecto la cláusula constitucional del
debido proceso, entendida en el doble sentido adjetivo (audiencia debi-
da) y sustantivo (razonabilidad, que es lo mismo que decir justicia).
Si trascendente es el lado adjetivo del debido proceso (garantía de
defensa), tanto o más aún lo es el sustantivo, como garantía de razona-
bilidad de los actos estatales y privados dictados en ejercicio de funcio-
nes administrativas públicas. Ella supone: a) Sustento fáctico suficiente
(o «causa», «motivo», etc., según distintas variantes y versiones en otros
enfoques); lo cual supone, desde luego, que los hechos invocados sean
ciertos, no sean nimios o insignificantes, estén suficientemente proba-
dos o acreditados, estén razonablemente apreciados; que no haya
«error de hecho»; que no haya falsa invocación de hechos; que no se ig-
noren o desconozcan hechos ciertos que hacen a la cuestión, etc. b) El
fin perseguido debe ser proporcionado a los hechos que lo sustentan,
debe ser una conclusión razonada de tales hechos, que no incurra en
falacias formales o informales, ni caiga en soluciones exageradas, des-
medidas o despropósitos de cualquier naturaleza. c) Del mismo modo,
los medios empleados deben ser congruentes y proporcionados tanto
con el fin razonablemente perseguido como con los hechos ciertos y de
entidad suficiente que los fundamentan.
El principio de razonabilidad es uno de los que mayor extensión
tiene dentro del sistema jurídico y se encuentra en vías de ser reconoci-
do como el más importante del orden jurídico. La doctrina ha partido
en el pasado de la idea de control de legalidad y debe ahora encarar el
fenómeno del control de la legalidad: la norma legal o reglamentaria, de
ser uno de los modos de control, pasa a constituirse en uno de los objetos
a ser controlados. El criterio de razonabilidad no es solamente un freno
a la discrecionalidad administrativa, sino también un límite a la arbitra-
riedad normativa tanto del legislador como del administrador o incluso,
desde luego, de los órganos jurisdiccionales en la medida que tengan
funciones normativas.

2.7. LOS VALORES Y PRINCIPIOS SUPREMOS

El primer nivel en las fuentes está claramente compuesto más de


principios que de normas. Se integra inexorablemente con los valores

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de todo orden jurídico, del Derecho internacional, etc. Es el momento


de percibir que se produce una inevitable mutación del modo de cono-
cer el Derecho. Los grandes valores de razonabilidad, justicia, buena fe,
son ahora admitidos como supremos. Los textos normativos son así ins-
trumentales para el logro de tales fines.

2.8. EL PAÍS ANTE LOS TRIBUNALES EXTRANJEROS

Todo lo expuesto es también obvio a partir del default del país en


2002 y la pesificación asimétrica, desviada y de mala fe realizada por su
gobierno en aquel entonces. Los jueces extranjeros han comenzado a
admitir su jurisdicción sobre la deuda externa argentina y han comen-
zado a inhibir bienes de argentinos en el exterior cuando existe la pre-
sunción de que en parte pertenecen al gobierno argentino; por ejemplo,
por tratarse de bienes presumiblemente producto de la evasión fiscal y
el lavado de dinero, por no estar declarados ante el fisco nacional. Los
bienes argentinos en el extranjero que no hayan sido declarados ante el
fisco nacional son así juris tantum producto de la evasión y el lavado de
dinero y, como tales, constituyen un crédito del Estado argentino em-
bargable por sus acreedores del default.

3. LEY Y FUNCIÓN LEGISLATIVA

Mientras que el concepto de función legislativa apuntaba esencial-


mente al hecho de que la misma era de contenido general, el concepto
predominante de ley tiende a prescindir del contenido del acto, para
atenerse exclusivamente al aspecto formal, y así es como se dice que
«ley» es todo acto sancionado por el Poder Legislativo de acuerdo con el
procedimiento previsto por la Constitución a tal efecto. De este modo,
se excluyen del concepto a los actos emanados de alguna de las Cáma-
ras del Congreso, e incluso de ambas, pero no de acuerdo con las for-
malidades prescritas en la Constitución para la «formación y sanción de
las leyes»; en cambio, quedan incluidos dentro de la noción de «ley»
tanto los actos legislativos de contenido estrictamente general como los
de contenido particular (p. ej., la Ley de presupuesto, o toda ley que se
refiera a un caso concreto). Como se ve, existe un cierto desajuste entre
el concepto de función legislativa y el concepto de ley, ya que esta últi-
ma no aparecería siempre como producto del ejercicio de la primera.
Pero ambos conceptos se mantienen con tales alcances por razones
prácticas y de comodidad para el uso.

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Las leyes se pueden clasificar en primer lugar según emanen del


Congreso de la Nación o de las legislaturas provinciales. Las primeras
pueden subclasificarse en: a) leyes locales, y b) leyes nacionales. Las le-
yes nacionales, a su vez, se subclasifican en: 1.º) leyes de Derecho co-
mún, y 2.º) leyes de Derecho federal.
Las leyes locales del Congreso de la Nación eran aquellas que éste
dictaba en su carácter de legislatura local, es decir, para la Capital Fede-
ral: la materia a que este tipo de leyes se refería era en general la misma
a que se refieren, o pueden referirse, las leyes provinciales; las cosas y
las personas a que se aplican son siempre exclusivamente aquellas que
están comprendidas en ese ámbito territorial.
A partir de la reforma constitucional de 1994 se establece una dico-
tomía que, al dar cuasi autonomía a la Ciudad de Buenos Aires, limita
las facultades del Congreso como legislatura local principalmente a los
lugares donde operan establecimientos de utilidad nacional. De ahora
en más, la única ley que la Nación puede dictar para la Ciudad de Bue-
nos Aires es la que delimita las competencias respectivas; dentro de ella
quedarán materias de exclusiva jurisdicción nacional, caso en el cual
las leyes a dictarse no serán ya locales del Congreso de la Nación, sino
leyes nacionales de carácter federal.
Las leyes nacionales del Congreso de la Nación se caracterizan por-
que son de aplicación en todo el territorio de la Nación. Se subclasifican
en leyes de Derecho común y leyes de Derecho federal; esta subclasifica-
ción está concebida en razón de la materia o contenido de tales leyes. Ob-
servamos así que mientras que la distinción entre leyes locales y nacionales
está dada en razón de territorio, la distinción entre leyes nacionales de De-
recho común y federal está dada, en cambio, en razón de la materia.
Leyes nacionales comunes. Son leyes de Derecho común las previstas,
p. ej., en el art. 75, inc. 12, de la Constitución argentina: el Código Ci-
vil, el Código Penal, el Código de Comercio, etc. Estas leyes se caracte-
rizan porque son aplicadas por los jueces locales, es decir, por jueces de
la respectiva jurisdicción en que la cuestión se produzca. La Ciudad de
Buenos Aires, en 1997, no recibió la devolución de sus jueces naturales
por la Nación. A pesar del exasperante déficit perpetuo del Estado na-
cional, persiste en sobrellevar los costos de una justicia que en verdad
ya no le compete.
Leyes nacionales federales. Las leyes nacionales de Derecho federal
son aquellas que hacen a la existencia y al funcionamiento de los pode-
res del Estado nacional, tales como las leyes de ciudadanía, servicio mi-
litar, elecciones nacionales, etc. Estas leyes, a diferencia de las de
Derecho común, son aplicadas por los jueces federales, es decir, los jue-
ces del Estado nacional, aunque los casos de que se trate se produzcan
en el territorio de las provincias.

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38 Agustín Gordillo

Como solución de principio se señala que el Derecho Administra-


tivo es local y que, por lo tanto, las leyes administrativas de la Nación
sólo rigen para ella misma y que cada provincia se dicta sus propias le-
yes de obras públicas, leyes relativas a la función pública, leyes de pro-
cedimiento administrativo y de Derecho procesal administrativo, leyes
de organización administrativa, entidades autárquicas, empresas del
Estado, etc.
Sin embargo, no debe olvidarse que no todo el Derecho Adminis-
trativo nacional es puramente local, de aplicación sólo para las provin-
cias o la Nación misma: hay algunas leyes administrativas que entran
dentro del ámbito del Derecho federal y que, en consecuencia, escapan
al ámbito provincial; p. ej., pueden citarse las leyes de aduana, servicio
militar, etc. Además, existen algunas facultades que son concurrentes del
Congreso Nacional y de las legislaturas locales, como ser lo referente al
bienestar general; pero, como es obvio, esa concurrencia, por razones
fácticas, muy a menudo se resuelve impropiamente en una cierta su-
premacía de la ley nacional. Si bien, de acuerdo con el art. 31 de la
Constitución, las leyes nacionales son «supremas», ello debe entenderse
sólo en tanto y en cuanto hayan sido dictadas dentro de las atribuciones
que la propia Constitución le otorga al Congreso de la Nación; por lo
demás, si no hay directa y absoluta incompatibilidad entre la ley pro-
vincial y la ley nacional, o sea, si no es inconciliable el ejercicio simul-
táneo de la potestad que acuerda la ley nacional con la que concede la
ley provincial, debe mantenerse la vigencia de la ley provincial, sin per-
juicio, desde luego, de mantener también la vigencia de la ley nacional en
cuanto ha sido dictada en el marco de sus atribuciones. La ley provincial
deberá ceder ante la ley nacional cuando exista esa incompatibilidad
que señalamos, o cuando el ejercicio de la atribución respectiva les está
expresamente prohibido a las provincias, o haya sido conferido por
la Constitución en forma exclusiva al Gobierno de la Nación.
Por lo demás, la ley de Derecho Administrativo no tiene ninguna
característica intrínseca que la diferencie de las demás leyes; en particu-
lar, es un error sostener que todas las leyes administrativas son de orden
público; ellas lo serán de acuerdo con los criterios y condiciones en que
cualquier otra ley puede ser considerada con aquel carácter.
El Congreso puede legislar sobre todas y cualquiera de las activida-
des realizadas por el Poder Ejecutivo, sin otra limitación que la de que
la ley establezca una regulación razonable. Salvo ese límite, que es por
otra parte común a todas las leyes del Congreso, éste puede dictar normas
para cualquier función realizada por la Administración: puede legislar so-
bre la función pública y el servicio civil, sobre la organización y el funcio-
namiento administrativo interno, sobre cualquiera de los actos que dicte
la Administración, incluso los así llamados «actos de gobierno».

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Las fuentes del Derecho Administrativo argentino 39

Por ello, si bien existe una zona de «reserva» legislativa, en el senti-


do de que en ciertas materias sólo el Congreso puede estatuir y en nin-
gún caso (ni siquiera por delegación) la Administración, no existe, en
cambio, en el Derecho latinoamericano un principio inverso de que
pueda haber zona alguna de la actividad administrativa «reservada» a
ella y exenta de la regulación legislativa. La «zona de reserva de la Ad-
ministración» carece de todo fundamento constitucional, mucho me-
nos en la Constitución de 1994, y resulta sorprendente ver cómo
distinguidos autores enuncian una concepción cesarista en un país
donde no nos ha faltado nunca nuestra cuota –generosa– de césares.
Hasta hay autores que la visten de doctrina garantista de los derechos
individuales. Cuesta entenderlo, pero así es. Todo tiene su origen en un
autor –dado a las afirmaciones axiomáticas ex-cátedra– que la tomó no
de otros sistemas constitucionales como el nuestro, sino de la Constitu-
ción francesa de 1958. Ella introdujo hace medio siglo una reforma ex-
presa y muy marcada en el punto, estableciendo que el Parlamento sólo
puede legislar en los puntos que taxativamente le indica la Constitu-
ción y que todo lo demás queda librado a la potestad reglamentaria del
Poder Ejecutivo.
Esto constituye una exacerbación de las facultades reglamentarias
del Ejecutivo y, de hecho, una destrucción del Parlamento, que nada
tiene ver con nuestro sistema constitucional, pero existen ya demasia-
dos autores nuestros que, a partir de un ilustre adelantado, intentan
adoptar esa repartición de funciones. Es franca y ostensiblemente in-
constitucional la tesis de que la Administración pudiera tener faculta-
des o actividades exentas de regulación legislativa: de allí la necesidad de
advertir expresamente acerca del punto y recordar que todo lo que es mate-
ria administrativa puede ser regulado por el Congreso, con la única salve-
dad de que tal regulación no sea irrazonable. En particular, no creemos que
se adecue a nuestro sistema constitucional la tesis de acuerdo con la cual el
Congreso no podría legislar sobre algunos aspectos de la actividad adminis-
trativa, o, lo que es lo mismo, que en tales materias sólo la Administración
podría dictar normas generales, pero no el Congreso.
Esta opinión ha sido emitida, p. ej., con relación a los denominados
«actos de gobierno», diciéndose que ciertos actos del Poder Ejecutivo
no estarían sujetos a regulación legislativa y también con relación a
ciertos aspectos internos de la actividad administrativa, sosteniéndose
que lo referente a la organización administrativa, al estatuto del personal
civil de la Administración, al procedimiento administrativo, etc., no pue-
de ser regulado por ley, sino que debe serlo por reglamento autónomo.
Estos criterios, como decimos, no se ajustan en nuestro concepto al
ordenamiento positivo actual ni tampoco al sistema constitucional que
nos rige.

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4. REGLAMENTOS

Por aplicación del principio de la separación de los poderes, el dic-


tado de normas generales corresponde por principio al Congreso y no
al Poder Ejecutivo; menos aún a sus órganos dependientes dentro de la
Administración central. Por ello, la facultad del Poder Ejecutivo para
dictar reglamentos debe entenderse siempre con reservas: no es una fa-
cultad que le pertenece como principio, jure propio, sino como excep-
ción, salvo el supuesto del art. 42; en ningún caso le corresponde a los
ministros o secretarios de Estado.
La Constitución de 1994 ha intentado limitarlos aún más, al menos
en dos de sus especies (reglamentos delegados y de necesidad y urgen-
cia), aunque todavía no se advierte en la práctica la disminución de la
existencia y vigencia de estas normas. Ello se debe a algunos caracteres
y problemas generales que son comunes a toda la actividad reglamen-
taria en cualquier país del mundo pero que se incrementan entre noso-
tros so capa de emergencia. El reglamento es una fuente perniciosa de
ilegalidad e injusticia, como veremos.
Debe advertirse liminarmente, con todo, que los juicios de valor y
las interpretaciones constitucionales son extremadamente divergentes.
Hay quienes postulan un acercamiento al régimen parlamentario y
quienes, a la inversa, consideran que nuestro sistema constitucional es,
incluso después de la reforma de 1994, «hiperpresidencialista», «donde
el Presidente colegisla». Las soluciones concretas habrán luego de dife-
rir, por inexorable consecuencia.

4.1. CLASIFICACIÓN Y ADMISIBILIDAD

Habitualmente se clasifica a los distintos tipos de reglamentos en


de ejecución, «delegados» o de integración, de necesidad y urgencia,
autónomos, aunque es de hacer notar que en la práctica los límites en-
tre unos y otros suelen ser borrosos. Basta tomar cualquier ejemplo del
Boletín Oficial para comprobarlo empíricamente. Por ello, toda genera-
lización de conceptos de reglamentos ha de tomarse como mera hipó-
tesis de análisis.
El principio general, a nuestro juicio, es que no existe una «potes-
tad reglamentaria» como tal en la Constitución: quienes antaño gusta-
ban decir que el reglamento era «materialmente» una ley no estarían
hoy acordes al texto constitucional. El art. 99, inc. 3.º, es categórico en
señalar que «el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de
nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislati-
vo». Se ha dicho, con razón, que en su consecuencia una ley no podría

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Las fuentes del Derecho Administrativo argentino 41

ratificarlos, atento que «los nuevos textos constitucionales han definido


que las nulidades de las disposiciones de carácter legislativo dictadas
por el Poder Ejecutivo es “absoluta e insanable”». La realidad, en estos
tiempos de emergencia perpetua, es caótica: se dictan muchos, sobre
materias prohibidas. Algunos se cumplen, otros quedan en un limbo
hasta su ulterior introducción por ley.
La regla es que no existe potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo,
y mucho menos de sus ministros o secretarios. En cambio, esa facultad
existe iure propio en los entes previstos en el art. 42 de la Constitución
en tanto cumplan con el procedimiento previo de audiencia pública y
tengan participación de los usuarios en su directorio y no se hallen, por
supuesto, intervenidos directa o indirectamente por el poder central.
En este último caso, sus facultades son de mera custodia de bienes y no
pueden en modo alguno modificar el régimen normativo del sistema de
que se trate.

4.2. PROBLEMAS Y CONTRADICCIONES

Por de pronto, el reglamento es a la vez la más extendida y la más


problemática de las fuentes del Derecho Administrativo. Su extensión
deviene de una tendencia sempiterna de la Administración a fijar con-
tinuamente, sin demasiado estudio ni reflexión, normas generales pro-
pias para todo lo que hace. La palabra «reglamentarista» del lenguaje
común es sinónimo de previsión detallada y cuasi absurda. Hasta los
pliegos de bases y condiciones de una licitación son reglamentarios, fre-
cuentemente modificatorios en minucias de textos anteriores y sin in-
novaciones reflexivas, con lo cual cada contrato de la Administración
tiene su reglamento propio, único, exclusivo y malo. También son re-
glamentos, válidos o no, razonables o irrazonables, las resoluciones de
cuanto órgano se le ocurra emitir normas generales. Los hay por mi-
les, de cientos de artículos cada uno, siempre cambiantes, nunca
iguales, nunca fácilmente hallables. Sólo el funcionario que habrá
de aplicárnoslo lo tiene, actualizado y «prolijo»: un viejo texto con
fotocopias adheridas en cada lugar para marcar las actualizaciones.
Poseer un reglamento actualizado es, las más de las veces, ser titular de
información privilegiada.

4.3. LA EXACERBACIÓN REGLAMENTARIA

En nuestra realidad administrativa los reglamentos son la «fuente


de Derecho Administrativo» de mayor extensión: lo entrecomillamos

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porque son la mayor fuente normativa del funcionamiento real del apa-
rato administrativo, pero la más frecuentemente antijurídica.
De alguna manera, el reglamento es la fuente de más ilegalidad y
arbitrariedad en el campo de la Administración. En ninguna otra parte
del Derecho Administrativo se consagra tanto la arbitrariedad, el capri-
cho, la autocontradicción, la improvisación e imprevisión permanen-
tes, las contramarchas constantes, la desviación de poder.
No es en los actos individuales donde la Administración despliega
toda su arbitrariedad: es en la redacción de largos y pesados reglamen-
tos, seudonormas generales que luego maliciosamente alega limitarse a
cumplir, cuando ella misma los ha preparado y emitido.
Cuando la Administración quiere abusar de poder, dicta normas gene-
rales. Luego las cumple. También, cuando quiere eludir la responsabili-
dad de asumir en cada caso la justicia, equidad, eficiencia, razonabilidad
de su acto, procura «absolverse» de eventuales culpas a través de la pre-
determinación de sus futuras reglas, lo que espera la libere de la pesada
carga de decidir bien en cada caso concreto.
Si hay exceso o ilegalidad, arbitrariedad, inconstitucionalidad o
violación de tratados supranacionales o principios generales del Dere-
cho, es inútil pedirle a un simple funcionario o un gran ministro que
prescinda de aplicar el reglamento en aras a un principio jurídico supe-
rior.
En la inmediatez diaria de la vida administrativa, el reglamento es
la norma de mayor importancia momentánea. Se ha podido decir que
es la fuente cuantitativamente más importante del Derecho Adminis-
trativo, lo cual es ciertamente peligroso para la vigencia del Derecho
Administrativo y el Estado de Derecho. Ese peso cuantitativo del regla-
mento lleva al «procedimentalismo y leguleyismo» –«típica huida de la
responsabilidad de toda burocracia»– que caracteriza la «degradación
de la Justicia en burocracia».
Con todo ello se produce una «incapacidad disciplinada» que obli-
ga al funcionario «a acostumbrarse a depender de controles externos
desechando las ricas posibilidades de la autofijación de objetivos y la
autocrítica y se lo induce a una rutinización progresiva». «Lo impor-
tante pasa a ser la adhesión estrecha al reglamento y todo lo demás es
secundario»; «el sistema administrativo ejerce así múltiples presiones
sobre sus miembros, induciéndolos a un comportamiento absoluta-
mente ajustado a la norma».
«Algunas veces se exageran las formalidades, se multiplican sin ob-
jeto las intervenciones de distintos funcionarios, se hace tan complica-
da la tramitación de una gestión administrativa, que los particulares
renuncian en ocasión a su derecho, con tal de no tener que habérselas
con esa medusa de mil cabezas». «El procedimiento administrativo no

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ha sido ciertamente concebido por el legislador como una carrera de


obstáculos cuya superación sea requisito necesario para la adopción de
la resolución final». Lamentablemente, esto ocurre con demasiada fre-
cuencia en la práctica.

4.4. LA RACIONALIDAD IRRACIONAL DE LA BUROCRACIA

El principio de razonabilidad se hace también indispensable para


frenar el crecimiento de normas irrazonables, irreales, excesivas, super-
fluas, etc. que paralizan tanto a los particulares como a los propios fun-
cionarios públicos.
Se ha mencionado con frecuencia que en las Administraciones Pú-
blicas, luego de haber creado sus propias normas, «la tendencia es ajus-
tarse estrictamente a las disposiciones vigentes, más allá de toda
consideración de eficiencia». Durante un tiempo se procuró medir el
grado de eficacia del cumplimiento de los objetivos públicos en las em-
presas y actividades estatales, pero la tarea resultó casi imposible frente
al simple cálculo de rentabilidad privada; nunca se llegó a lograr una
medición del grado de efectividad de tales políticas públicas, impidien-
do el progreso de su racionalidad cuando ella existía.
Además, se comienzan a manejar conceptos de «racionalidad pú-
blica» y «racionalidad privada», con lo cual se llega a «la racionalidad
irracional de la burocracia»: lo más importante, en muchos casos,
previsible pero irrazonablemente, es cumplir «estrictamente» la
norma escrita, aunque sea claramente injusta, ineficaz, arbitraria, des-
proporcionada, incausada, etc., sin siquiera buscar interpretarla para
superar esos óbices a su validez constitucional y supraconstitucional.
Ello es una defectuosa aplicación del orden jurídico, pues desconoce
que los principios jurídicos tienen jerarquía sobre las pequeñas normas
o su lectura por una Administración también pequeña y mezquina.
Pero una cosa es que el burócrata adquiera esa «racionalidad irra-
cional» y otra que lo haga un órgano del Derecho; si ocurre que para
aquél «lo importante pasa a ser la adhesión estrecha al reglamento», no
puede sucederle lo mismo a éste. El jurista no puede caer en la trampa
burocrática de normas irracionales celosa y cumplidamente aplicadas,
sin renunciar con ello a su propia calidad de hombre de Derecho.
En cualquier caso, es claro que el jurista, juez, funcionario o tribu-
nal administrativo no necesita ni debe someterse ciegamente a la racio-
nalidad irracional de la norma burocrática: él debe aplicar el supremo
principio de Derecho de la razonabilidad, por encima de toda norma
que resulte arbitraria por excesiva o irreal.

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En suma, cabe reiterar el razonamiento del juez JACKSON, de la


Corte Suprema de Estados Unidos, que recuerda y suscribe W ADE, en
el sentido de que el debido proceso hace a la esencia indispensable de la
libertad: leyes severas en lo sustancial pueden ser soportadas si son apli-
cadas razonable e imparcialmente; y si tuviera que optarse entre vivir
bajo leyes soviéticas, aplicadas con las garantías del debido proceso, o
bajo leyes occidentales, aplicadas bajo el procedimiento soviético, sería
preferible lo primero a lo segundo.

4.5. REGLAMENTOS DE NECESIDAD Y URGENCIA

Cuando la urgencia está de antemano prevista en una ley que fa-


culta al Poder Ejecutivo a adoptar medidas de emergencia, el regla-
mento no es ya de necesidad y urgencia. En tales supuestos es
reglamento delegado o de ejecución, según los casos. El ejemplo más
importante es el conjunto de normas de este nivel que emerge en los úl-
timos años de las múltiples aplicaciones de la Ley 25414 (derogada por
Ley 25556) y de la Ley 25561 del año 2002, que continúa y profundiza
la recepción normativa de la emergencia primero declarada por la Ley
25344.
La admisibilidad del reglamento de necesidad y urgencia es excep-
cional. Fue de antaño admitido, a pesar de que no estaba previsto en la
Constitución, en base al «estado de necesidad». Ahora bien, la Consti-
tución de 1994 pone límites explícitos a la facultad de dictarlos, la causa
o sustento fáctico habilitante, el procedimiento, la ratificación, etc.
La Constitución no innova en cuanto a la causa habilitante de
competencia legislativa en el Poder Ejecutivo, que siempre debe ser
una real emergencia pública en la sociedad: no basta con invocarla,
debe existir verdaderamente y ser susceptible de comprobación juris-
diccional. Si la emergencia no existe, o lo que el reglamento resuelve
nada tiene que ver con la emergencia, entonces es inconstitucional sin
necesidad de recurrir a los nuevos textos constitucionales. Por lo demás,
la urgencia debe ser de tal índole «que circunstancias excepcionales ha-
gan imposible seguir los trámites ordinarios previstos en la Constitu-
ción para la sanción de las leyes».
Quien únicamente puede dictar reglamentos de necesidad y urgen-
cia es el Poder Ejecutivo, o sea, el Presidente, con acuerdo de Gabinete;
no puede dictarlos el Jefe de Gabinete. Asimismo, esta facultad no ad-
mite delegación.
Es en el objeto y en el procedimiento donde la Constitución intro-
duce limitaciones, algunas de las cuales estaban ya en la jurisprudencia
constitucional preexistente. En cuanto al objeto, dice ahora el art. 99,

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inc. 3.º, que ni siquiera existiendo necesidad y urgencia públicas puede el Po-
der Ejecutivo invocarlas para dictar reglamentos de esta especie en materias
penal, tributaria, electoral o del régimen de los partidos políticos. Ni qué de-
cirlo, a pesar de la prohibición, lo ha hecho en más de una oportunidad.
En cuanto al procedimiento, requiere el refrendo de todos los mi-
nistros y del Jefe de Gabinete en acuerdo general: no basta juntar la fir-
ma de todos, debe haber realmente una sesión de acuerdo general de
ministros. Para el control judicial y de la opinión pública de la veraci-
dad de la existencia de esta sesión, pensamos que ella debiera estar
abierta a la opinión pública y a la prensa.
Además del acuerdo general de ministros y refrendo de todos los
ministros y del Jefe de Gabinete, a) este último debe comunicarlo den-
tro de los diez días a la Comisión Bicameral Permanente del Congreso;
b) ésta, a su vez, debe producir despacho en diez días; c) elevarlo al ple-
nario de cada Cámara; d) para su expreso tratamiento, el que de inme-
diato considerarán las Cámaras. Dado el sentido restrictivo del texto
constitucional, pensamos que nos encontramos allí ante una serie suce-
siva de requisitos acumulativos de validez y vigencia del reglamento de
necesidad y urgencia.
Para que el reglamento de necesidad y urgencia tenga validez y vi-
gencia requiere no solamente: a) la causa habilitante de verdadero esta-
do de necesidad pública e imposibilidad de seguir el trámite
parlamentario común; b) no invadir las materias vedadas en forma ex-
presa (tributos lato sensu, partidos políticos, régimen electoral, Código
Penal) o implícita (Código Procesal, Código Civil, Código de Comer-
cio, etc.) por la Constitución, sino también: c) que se cumplan todos y
cada uno de los pasos previstos en ella, incluyendo la ratificación legis-
lativa expresa en la primera sesión del Congreso posterior al envío del
despacho de la Comisión Bicameral (y si no hay despacho ni envío, esto
ya es suficiente decaimiento del decreto; si no hay tratamiento o vota-
ción inmediata en el Congreso, lo mismo). Todo ello sin perjuicio de
que d) debe satisfacer todos los demás tests de razonabilidad constitu-
cional (existencia de sustento fáctico suficiente, adecuación de medio a
fin, proporcionalidad, etc.).
Si se omite cualquiera de los requisitos de procedimiento, algunos
de los cuales, como veremos, son también sustantivos y no meramente
formales, cae la validez y vigencia del reglamento, sea: a) porque no se
cumple la comunicación a la Comisión Bicameral; b) porque ésta no
produce su despacho en término, o c) porque cada una de las Cámaras
no le dan expreso tratamiento resolutivo en forma inmediata. Puede
ocurrir, en la práctica, que se cumplan los primeros pasos pero no el úl-
timo; o que en la sesión donde corresponde tratarlo las Cámaras no
arriben a ninguna decisión.

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Si bien en ocasiones se lo equipara a actividad legislativa, su control


judicial se realiza con las pautas aplicables a los actos y reglamentos ad-
ministrativos, pero sin el plazo de caducidad para iniciar la acción judi-
cial.
En el ya citado caso Video Club Dreams la Corte abandona, en los
considerandos 3.º y 16, la jurisprudencia esbozada en Rossi Cibils de
que un decreto de esta naturaleza pueda ratificarse por silencio le-
gislativo, y también excluye que pueda ser ratificado implícitamente en
la Ley de presupuesto, el viejo truco gubernativo para sacar de rondón
normas permanentes y que reprueba hasta la Ley de administración fi-
nanciera del Estado. Sin embargo, se trata de una materia muy inesta-
ble y que seguramente tendrá todavía muchas idas y vueltas en los años
venideros. En la práctica, el decreto de necesidad y urgencia opera
como una forma de presión política del Poder Ejecutivo sobre el Con-
greso, ante la opinión pública, obligándolo en cierto modo a pronun-
ciarse. Éste frecuentemente lo hace, en uno u otro sentido, en el corto o
mediano plazo. Con lo cual, muy tortuosa y deformadamente, se impo-
ne al final una versión casi folclórica del principio de legalidad.
Uno de los votos de Video Club Dreams destaca que la ulterior crea-
ción del mismo impuesto por la Ley 24377 no subsana la invalidez del
reglamento de necesidad y urgencia, atento que el art. 99, inc. 3.º, pá-
rrafo 2.º, dice que este tipo de disposiciones de carácter legislativo, en
manos de la Administración, son nulas «de nulidad absoluta e insa-
nable».
Si no se dan los recaudos de fondo y de forma para su validez, el re-
glamento cae automáticamente, porque el «expreso tratamiento» re-
querido por la Constitución no puede interpretarse de otro modo que
su ratificación o modificación legal. A falta de tratamiento y resolución
legislativa, cabe entender que la decisión parlamentaria es no sostener-
lo: no existe en el texto de esa norma constitucional aprobación tácita
del reglamento de necesidad y urgencia. Antes bien y al contrario, es de
clara aplicación el principio general del art. 82, pensado específica y
principalmente para este supuesto: «La voluntad de cada Cámara debe
manifestarse expresamente: se excluye, en todos los casos, la sanción tá-
cita o ficta». Pero más aún, si el reglamento de necesidad y urgencia ha
invadido las zonas prohibidas por la Constitución, una ley podrá reglar
ex novo la materia, con efecto ex nunc, pero no ratificar el decreto con
efecto ex tunc. Los tribunales deberán entonces declarar su nulidad con
efecto retroactivo.
Con o sin ratificación legislativa, el reglamento de necesidad y ur-
gencia debe tener adecuado sustento fáctico, adecuación de medio a fin,
ser proporcionado en las medidas que adopta y en el fin perseguido, no
adolecer de desviación de poder, etc. Si el reglamento se ha transforma-

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Las fuentes del Derecho Administrativo argentino 47

do en ley, es a ésta que se aplicarán tales principios de control constitu-


cional. Mientras está en trámite la ratificación legislativa, el reglamento
igual debe satisfacer los principios expuestos, no invadir las competen-
cias prohibidas, seguir el procedimiento administrativo y legislativo
preceptuado. La omisión de cualquiera de ellos implica la pérdida de
vigencia y validez de la norma.
Se interpreta uniformemente que al elegir el Poder Ejecutivo la vía
formal del decreto de necesidad y urgencia asume –bien o mal– una
potestad legislativa. En esa medida no puede invocar limitación alguna
a su impugnación judicial, sea en razón del tiempo (o hay plazo para
impugnar una ley) o del previo agotamiento de la vía administrativa.
Tampoco es procedente, por ello, su impugnación administrativa.

4.6. REGLAMENTOS DELEGADOS O DE INTEGRACIÓN

Tanto la doctrina como la jurisprudencia están conformes en que el


Congreso no puede delegar en forma amplia sus facultades al Poder
Ejecutivo, sino que sólo puede permitirle dictar ciertas normas dentro
de un marco legal prefijado por el legislador. Por ello es que resulta un
contrasentido hablar de reglamento «delegado», como habitualmente
se hace, y resulta tal vez más adecuado usar el término «reglamento de
integración», por las razones que se verán. En efecto, los casos en que
se admite como válida la atribución de facultades reglamentarias al Po-
der Ejecutivo se refieren invariablemente a las leyes que establecen
ellas mismas un determinado principio jurídico, dejando al adminis-
trador tan sólo el completar, interpretar o integrar ese principio, sea
precisando su concepto, sea determinando las circunstancias de hecho
a que deberá ser aplicado. Así, p. ej., la Ley de accidentes del trabajo
(9688) establecía en su art. 12 que el Poder Ejecutivo reglamentará «las
lesiones que deben considerarse como incapacidades absolutas y las
que deben conceptuarse como incapacidades parciales, teniendo en
cuenta en caso de concurrencia de dos o más lesiones, la edad de la víc-
tima y su sexo»: aquí la Ley da parte del principio jurídico y lineamien-
tos (edad y sexo) para la integración que deberá hacer el Poder
Ejecutivo de aquél. Así también puede la ley autorizar el cobro de una
tasa o impuesto dentro de un límite mínimo y otro máximo, facultando
al Poder Ejecutivo a determinar cuál es el monto de la tasa dentro de
esos límites; o establecer que estarán libres de impuestos y recargos
aduaneros las materias primas esenciales para una determinada indus-
tria (p. ej., siderurgia) y disponer que el Poder Ejecutivo determinará
cuáles son los materiales concretamente excluidos, etc. Ha dicho así la
Corte Suprema en el caso Delfino: «Que, ciertamente, el Congreso no

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puede delegar en el Poder Ejecutivo o en otro departamento de la ad-


ministración, ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido ex-
presa o implícitamente conferidos. Es ése un principio uniformemente
admitido como esencial para el mantenimiento e integridad del sistema
de gobierno adoptado por la Constitución y proclamado enfáticamente
por ésta en el art. 29»; «Desde luego, no existe propiamente delegación
sino cuando una autoridad investida de un poder determinado hace
pasar el ejercicio de ese poder a otra autoridad o persona descargándolo
sobre ella»; «Existe una distinción fundamental entre la delegación de
poder para hacer la ley y la de conferir cierta autoridad al Poder Ejecu-
tivo o a un cuerpo administrativo, a fin de reglar los pormenores y de-
talles necesarios para la ejecución de aquélla. Lo primero no puede
hacerse, lo segundo es admitido aun en aquellos países en que, como
EE.UU., el poder reglamentario se halla fuera de la letra de la Consti-
tución». Dijo la CSJN en el caso Mouviel, del año 1957: «En el sistema
representativo republicano de gobierno adoptado por la Constitución
(art. 1.º) y que se apoya fundamentalmente en el principio de la divi-
sión de los poderes, el legislador no puede simplemente delegar en el
Poder Ejecutivo o en reparticiones administrativas la total configura-
ción de los delitos ni la libre elección de las penas, pues ello importaría
la delegación de facultades que son por esencia indelegables». No obs-
tante ese marco de previa limitación constitucional a la facultad del
Congreso para delegar materias al Poder Ejecutivo, el correr del tiempo
fue mostrando una Administración que cada vez más ampliamente
ejerció facultades delegadas por el Congreso, e incluso que encontró fa-
cultades delegadas allí donde no las tenía a tenor estricto de la ley. El re-
sultado ha sido que el orden jurídico se encuentra cuantitativamente
constituido en su mayor parte por reglamentos de toda clase, antes que
por leyes del Congreso de la Nación, con evidente detrimento del sistema
constitucional. Ello es exagerado en materia tributaria y evidente en lo que
hace a la regulación de los servicios en monopolio o exclusividad.
Para luchar contra esa tendencia, la Constitución establece en su
art. 76: «Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo
en materias determinadas de administración o de emergencia pública,
con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación
que el Congreso establezca. La caducidad resultante del transcurso del
plazo previsto en el párrafo anterior no importará revisión de las rela-
ciones jurídicas nacidas al amparo de las normas dictadas en conse-
cuencia de la delegación legislativa».
Esta norma constitucional se inserta en un pasado jurisprudencial
que niega al Congreso poder facultar a la Administración para hacer la
ley, lo cual es decir que no le puede autorizar, como de hecho lo hace, a
regular determinadas materias. La regulación debe, según la Constitu-

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ción, ser del propio Congreso y lo único que puede delegarse es, en
cada ocasión de modo excepcional, el perfeccionamiento de algún su-
puesto de hecho faltante en una norma legislativa puntual. Decir en la
ley que el Ministerio o Secretaría tal «fijará» las tarifas, «regulará» el
servicio, p. ej., sin parámetro alguno, no responde al principio constitu-
cional, menos a la luz del art. 42, pues es a estos entes que puede atri-
buirles tales facultades amplias, no a las Secretarías o Ministerios del
PE. Sin embargo, funciona y es aplicado, lo cual deja mal parado el
funcionamiento real de la Constitución en los tribunales.
Cabe preguntarse si las materias que la Constitución prohíbe que
el PE reglamente por necesidad y urgencia se encuentran también pro-
hibidas para la delegación. Dicho en otras palabras, ¿puede extenderse
por analogía la prohibición constitucional específica para uno, cuando
existe una prohibición genérica para el otro? Concretamente, la Cons-
titución prohíbe al PE asumir facultades legislativas por decreto de ne-
cesidad y urgencia en materia penal, tributaria y de partidos políticos.
¿Puede el Congreso delegar tales materias al Poder Ejecutivo? Es sabi-
do que en materia impositiva todo el régimen funciona a base de puro
reglamento y circulares de la DGI, supuestamente por facultades dele-
gadas del Congreso, pero las más de las veces por reglamentos múlti-
ples que son a la vez ejecutivos, autónomos, delegados y de necesidad y
urgencia. Más bien son actos generales dictados por alguien que se con-
sidera, «libremente», legislador. Ya nadie se pregunta más si la AFIP
(antes DGI) o el Ministerio de Economía y sus Secretarías pueden ha-
cer tal creación plurinormativa de nivel general. Discuten sólo su opor-
tunidad. Pero hacer tamaña afirmación es como sostener que los
hechos crean Derecho y que el Congreso es incapaz de dictar norma
tributaria alguna, con lo cual es indispensable que lo haga la AFIP o
todo el sistema cae. Parece muy difícil sostener ninguna de tales hipó-
tesis.
El gran desafío de la época es sobrevivir ordenadamente a la desapari-
ción de este derecho descartable del reglamento diario y constante de la
Administración central (decretos, disposiciones administrativas, reso-
luciones ministeriales, resoluciones de secretarios de Estado, etc.) y pa-
sar sin traspiés a un Derecho más estable, sea emanado del primer órgano
previsto en la Constitución para ello, que no es otro que el Congreso de la
Nación, o, en su defecto, de los entes regulatorios independientes del
art. 42. Nunca más, si el país se institucionaliza, de los integrantes del
Poder Ejecutivo. Es el esquema de la fractura del poder como garantía
de la libertad y la democracia. Lo más importante pasará entonces a ser
las facultades normativas de los órganos regulatorios independientes
previstos en el art. 42 de la Constitución, con participación decisoria en
el directorio tanto de los usuarios como de las provincias y audiencias

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públicas previas, todo ello como condición esencial de validez de las


normas que se dicten.
En suma, las prohibiciones del reglamento de necesidad y urgencia
también lo son del reglamento delegado, sin perjuicio de que además la
ley sólo puede autorizarlos por razones de emergencia y, a su vez, úni-
camente en lo que hace a materias de administración, sin afectar dere-
chos o deberes de los particulares. No es así viable el intento de sortear
la prohibición constitucional, distinguiendo, en lugar de los cuatro re-
glamentos tradicionales que el mismo autor postulaba antes de la refor-
ma, cinco después de ella. No resulta posible escapar, salvo por la
creación de entes regulatorios independientes, a la cesación de las fa-
cultades administrativas de regulación sobre los particulares.
El art. 76 admite en forma excepcional solamente la delegación al
Poder Ejecutivo y no cabe extender dicha excepción al Jefe de Gabinete,
los ministros o secretarios de Estado, ni tampoco admitir la subdelega-
ción. Es un principio demasiado antiguo de Derecho como para poder
ignorarlo: delegatas potestas non delegare potest. Puede, en cambio, atri-
buirse facultades a los entes previstos en el art. 42, a tenor de los marcos
regulatorios allí previstos, sin la limitación temporaria que tiene el Po-
der Ejecutivo, pues allí la delegación la hace el Congreso al ente regu-
lador en base a una previsión constitucional clara. Estos marcos, a su
vez, a veces autorizan en forma expresa al ente a subdelegar en sus pro-
pios órganos dependientes las facultades que la ley les otorga, lo que no
nos parece contrariar el texto ni el espíritu de la prohibición de delega-
ción al Poder Ejecutivo y a fortiori de subdelegación por parte de éste.
Un posible avance, que hasta ahora ningún ente ha decidido concretar,
es crear internamente tribunales administrativos independientes, para
resolver en sede administrativa los conflictos puntuales entre usuarios y
prestador del servicio. Ello permitiría mejorar la calidad e imparciali-
dad del control administrativo y, por ende, también facilitaría la calidad
de la ulterior revisión judicial.

4.7. REGLAMENTOS AUTÓNOMOS

Este tipo de reglamentos, que no está expresamente previsto en


las leyes ni en la Constitución, estaría constituido por aquellos dic-
tados para regir una materia en la que no hay normas legales apli-
cables (de ahí lo de «autónomo»). Pero la Constitución faculta al
Presidente a emitir los «reglamentos que sean necesarios para la eje-
cución de las leyes de la Nación», lo cual se refiere taxativamente a
los reglamentos de ejecución de las leyes, no a supuestos reglamen-
tos autónomos de toda ley. Puede admitírselos para regir exclusivamen-

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te el funcionamiento interno de la Administración (organización, de-


beres de los órganos, atribuciones, etc.), pero resulta inconstitucional,
en cambio, que se pretenda limitar los derechos de los particulares o la
potestad del Congreso sobre la Administración, por cuanto el art. 14 de
la Constitución establece claramente que la regulación, y por ende res-
tricción, de los derechos individuales puede hacerse «por las leyes», esto
es, por las leyes del Congreso y no por actos de la Administración. Con
todo, procediendo con la debida prudencia, es posible utilizar este me-
dio reglamentario dentro de sus límites; habrá de cuidarse de no fijar
obligaciones de los particulares hacia la Administración que no tengan
un sustento legal específico. Y tampoco sostener, desde luego, que per-
tenece a una esotérica «zona de reserva de la Administración» que no
existe en ninguna parte de nuestro sistema constitucional. Uno de los
supuestos del reglamento autónomo que excede los límites antes ex-
puestos se da en aquellas relaciones que la doctrina alemana llamaba
«especiales de sujeción», cuando determinados grupos de personas se
encuentran, voluntariamente o no, sometidas a un sistema administra-
tivo y normativo a la vez: los presos en la cárcel, los funcionarios en la
Administración (y, por ende, los militares en las fuerzas armadas, los
policías y gendarmes en las de seguridad, etc.), los alumnos en una es-
cuela o universidad. ¿Cabe también limitar de tal modo los derechos de
un enfermo en un hospital? En la práctica ciertamente ocurre, incluso
sin norma alguna; pero a medida que avancen los juicios de mala pra-
xis es posible que la vieja fórmula reglamentarista, que prevé todo a
favor de la Administración y casi nada como derecho del particular,
reasuma allí también el incierto rostro de sus mil cabezas de medu-
sa. Los ejemplos sirven para demostrar el dramatismo que supone
admitir con extensión esta potestad reglamentaria «autónoma», o
con delegaciones en blanco, que para el caso es lo mismo. En Fran-
cia, la nueva Constitución autoriza expresamente a la Administra-
ción el expedir reglamentos autónomos de carácter legislativo en
materias excluidas de las atribuciones del Parlamento (arts. 34 y
37). Cabe distinguir así entre los reglamentos externos: a) los autó-
nomos (o, más propiamente, los legislativos), y b) los subordina-
dos. Los primeros surgen directamente de la Constitución, sin que
una ley pueda determinar su contenido ni legislar sobre el punto:
tienen así la categoría de ley; los segundos sólo pueden dictarse para
la ejecución de las leyes o por autorización de ellas. Es un criterio
constitucional peligroso y ciertamente desaconsejable si no se
cuenta con gobiernos mesurados y pueblos vigilantes y celosos de
su libertad; en diametral oposición al mismo cabe recordar la Cons-
titución austríaca, que en su art. 18, ap. 2, prohíbe expresamente los
reglamentos autónomos y delegados.

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4.8. REGLAMENTO DE EJECUCIÓN

Está expresamente previsto en la Constitución, en el art. 99, inc. 2.º,


que, al fijar las atribuciones del Poder Ejecutivo, establece que éste «ex-
pide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecu-
ción de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con
excepciones reglamentarias». El Jefe de Gabinete, por su parte, expide
reglamentos sublegales para el ejercicio de las atribuciones del art. 100
(inc. 2.º). Es necesario efectuar varias observaciones respecto a los re-
glamentos de ejecución, que son la más importante manifestación
cuantitativa de la actividad reglamentaria del Poder Ejecutivo. Los
reglamentos de necesidad y urgencia son cualitativamente los más
graves.
En primer lugar, debe señalarse que las leyes deben cumplirse des-
de el momento de su promulgación y publicación, por lo que no de-
penden en modo alguno de que el Poder Ejecutivo decida reglamentarlas o
no: los jueces y la misma Administración deben acatar y ejecutar o hacer
ejecutar las leyes en los casos concretos, interpretándolas para salvar sus
vacíos en la medida que fuere necesario en los casos ocurrentes, pero
sin depender de que no hayan sido reglamentadas. Esto es así incluso
aunque la ley disponga en sus últimos artículos, como es de práctica,
que «el Poder Ejecutivo reglamentará la presente ley», pues de admitir-
se el principio opuesto quedaría librado al arbitrio del poder adminis-
trador el cumplir o hacer cumplir la ley, o no, mediante el simple
camino de no reglamentarla, lo que, por cierto, no sería admisible bajo
ningún punto de vista. Lo mismo cabe decir, con mayor razón aún, de
los reglamentos del Jefe de Gabinete.
El reglamento de ejecución es fundamentalmente un reglamento
dirigido a los propios agentes administrativos, para que éstos sepan a
qué atenerse y cómo proceder en los distintos casos de aplicación de la
ley, en lo que se refiere al aspecto puramente administrativo. Por ello no
son reglamentables por el Poder Ejecutivo las leyes que no serán ejecu-
tadas por la Administración: sería absurdo, p. ej., que el Poder Ejecuti-
vo pretendiera reglamentar el Código Civil, el Código de Comercio,
etc., salvo en lo que hace, p. ej., al Registro Civil de las Personas, la Ins-
pección de Personas Jurídicas, siempre y cuando no invada el ámbito de
los derechos y deberes de los particulares.
El reglamento de ejecución debe limitarse a ordenar el funciona-
miento y los deberes de los agentes de la Administración en lo que
respecta al cumplimiento y ejecución de la ley a través de la Adminis-
tración, sin poder adentrarse, p. ej., a definir el concepto legal; si lo
hace, no habiendo para ello autorización expresa de la ley, es ilegítimo
y no puede ser opuesto a los particulares en ese aspecto; si la ley lo au-

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toriza expresamente, entonces estamos en la hipótesis de un reglamen-


to «delegado» o de integración, a que nos referimos más arriba.
Además, cabe recordar que el Poder Ejecutivo al reglamentar la ley
debe cuidar de «no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias»;
es de observar que se habla (en la Constitución) del «espíritu» y no la
«letra» de la ley, por lo que se ha considerado que aunque la norma re-
glamentaria no aparezca en contradicción con el texto de la ley, será
igualmente ilegítima si transgrede su espíritu, esto es, la finalidad que
surge del contexto de la ley.
A la inversa, se ha admitido en ciertos casos que una norma regla-
mentaria que se aparte del texto de la ley pero se adecue al espíritu de
la misma puede también tener validez: «esta Corte ha decidido en for-
ma reiterada que el Poder Ejecutivo no excede su facultad reglamenta-
ria por la circunstancia de no ajustarse en su ejercicio a los términos de
la ley, siempre y cuando las normas del decreto reglamentario no sean
incompatibles con ella, propendan al mejor cumplimiento de sus fines
o constituyan medios razonables para evitar su violación y, en definiti-
va, se ajusten de ese modo a su espíritu».
De todas maneras, el sentido constitucional es prohibitivo y no su-
pone otorgarle al Poder Ejecutivo la facultad de definir los términos le-
gales (un vicio bastante frecuente), llenar supuestos vacíos o lagunas
(otro vicio constante), «corregir errores» ni interpretar con acciones po-
sitivas el supuesto espíritu de la ley, sino tan sólo abstenerse de violarlas
con aquellas excusas: debe cumplir fielmente sus disposiciones, de
acuerdo a la finalidad y objetivos del texto parlamentario.
Ante el texto constitucional mencionado, parece claro que el Poder
Ejecutivo carece de facultades para dictar unilateralmente reglamentos
de ejecución, ni siquiera en materia administrativa, respecto de los trata-
dos internacionales. Sin embargo, con el progresivo avance de la integra-
ción a nivel supranacional, existen comisiones intergubernamentales que
acuerdan criterios comunes de aplicación y, a veces, son elevados en cada
país a norma expresa de carácter administrativo. Los entes supranacio-
nales de sí dictan reglamentos administrativos de ejecución de los trata-
dos, que tienen igual fuerza que éstos.

4.9. EL REGLAMENTO COMO FUENTE DEL DERECHO


ADMINISTRATIVO

Por todo lo expuesto, el reglamento es casi siempre una fuente es-


pecífica de Derecho Administrativo. En la actualidad, deja un margen
de duda el reglamento de necesidad y urgencia, que tiene materias es-
pecíficamente prohibidas. En lugar de decir, como para el delegado,

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que solamente se pueden referir a materias de administración, los cons-


tituyentes optaron por el camino de prohibirlos en materia tributaria,
penal, de partidos políticos y régimen electoral. Con lo cual queda pen-
diente la pregunta de si el Poder Ejecutivo, en situación de emergencia,
puede modificar el Código Civil, el Procesal, el de Comercio, el de Mi-
nería, etc. Ello nos parece que sería una clara desinterpretación del sis-
tema constitucional, en primer lugar porque será virtualmente
imposible demostrar cómo alguna situación de emergencia pueda re-
querir la modificación de la legislación de fondo o de forma, cualquiera
que ella sea. Para nuestro entender, faltaría en todos los casos adecua-
ción de medio a fin, por lo cual preferimos sostener que el reglamento
de necesidad y urgencia tiene la misma limitación que el delegado y, en
consecuencia, sólo se puede referir a materias de administración o los
clásicos supuestos de calamidad pública. Extender el reglamento como
fuente a otras ramas del Derecho que el Derecho Administrativo o Pú-
blico en general, p. ej. al Derecho sustantivo civil, comercial, o incluso
al Derecho procesal, nos parece incompatible con el sistema constitu-
cional actual.

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