Viaje Al Río de La Plata, de Ulrich Schmidel

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 2

Viaje al Río de la Plata, de Ulrich Schmidel (1535) – FRAGMENTO

VII

Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos
de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de
Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman Querandís, unos tres
mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También
estas mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos Querandís no tienen
paradero propio en el país sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país.
Cuando estos indios Querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces
encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y
cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en
algunos casos buscan una raíz que llaman cardo, y entonces la comen por la sed.

Cuando los dichos Querandís están por morirse de sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces
beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y
así lo dejo dicho en forma clara.

Los susodichos Querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce
días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir.
Entonces nuestro capitán don Pedro Mendoza envió enseguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con
él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro
campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal
modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento. Cuando
dicho alcalde volvió a campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don Pedro Mendoza envió a su
hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo
estuve en ese asunto. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza que su hermano
don Diego Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados
Querandís, ocupando el lugar donde éstos estaban. Cuando allí llegamos, los indios eran unos cuatro
mil, pues habían convocado a sus amigos. Y cuando quisimos atacarlos, se defendieron de tal manera
que nos dieron bastante que hacer; mataron a nuestro capitán don Diego Mendoza y a seis caballeros;
también mataron a flechazos alrededor de veinte soldados de infantería. Pero del lado de los indios
murieron como mil hombres, más bien más que menos. Los indios se defendieron muy valientemente
contra nosotros, como bien lo experimentamos en propia carne.

Dichos Querandís usan, como armas, arcos y flechas; éstas son como medias lanzas, que en la punta
delantera tienen un filo de pedernal. También usan una bola de piedra, sujeta a un largo cordel, como las
plomadas que usamos en Alemania. Arrojan esta bola alrededor de las patas de un caballo o de un
venado, de tal modo que éste debe caer; con esa bola he visto dar muerte a nuestro referido capitán y a
los hidalgos: lo he visto con mis propios ojos. A los de a pie los mataron con los aludidos dardos.

Allí se levantó una ciudad con una casa fuerte para nuestro capitán don Pedro Mendoza, y un muro de
tierra en torno a la ciudad, de una altura como la que puede alcanzar un hombre con una espada en la
mano. Este muro era de tres pies de ancho y lo que hoy se levantaba, mañana se venía de nuevo al
suelo; además la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo
que los caballos no podían utilizarse.

Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas;
hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles robaron un caballo y
se lo comieron a escondidas; y así que esto se supo, se les prendió y se les dio tormento para que
confesaran. Entonces se pronunció la sentencia de que se ajusticiara a los tres españoles y se los
colgara de una horca. Así se cumplió y se les ahorcó. Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche
y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de
los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron. También ocurrió entonces que un español
se comió a su propio hermano que había muerto. Esto sucedió en el año 1535, en el día de Corpus
Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires.

Después de esto, quedamos todos juntos en Buenos Aires durante un mes, con gran penuria y escasez,
hasta que estuvieron aprestados los buques. En este tiempo los indios asaltaron nuestra ciudad de
Buenos Aires con gran poder y fuerza. Eran como veintitrés mil hombres, y pertenecían a cuatro
nacionales, una llamada Querandís, otra Guaranís, la tercera Charrúas, la cuarta Chana-Timbús. Tenían
la intención de matarnos a todos, pero Dios Todopoderoso no les concedió tanta gracia, aunque
consiguieron quemar nuestras casas, pues estaban techadas con paja; excepto la casa del capitán
general, que estaba cubierta con tejas. De cómo quemaron nuestra población y casas, quiero contarlo
con brevedad para que se comprenda. Mientras parte de los indios marchaban al asalto, otros tiraban
sobre las casas con flechas encendidas, para que no tuviéramos el tiempo de atender a ambos y salvar
nuestras casas. Las flechas que disparaban estaban hechas de cañas y ellos las encendían en la punta.
También hacen flechas de otro palo que, si se la enciende, arde y no se apaga y donde cae, allí
comienza a arder. En el encuentro perecieron cerca de treinta hombres de entre nosotros los cristianos,
entre capitanes y gente de tropa. ¡Dios sea con ellos clemente y misericordioso, así como con nosotros
todos! Amén.

También podría gustarte