Los Cazadores de Ratas - Horacio Quiroga
Los Cazadores de Ratas - Horacio Quiroga
Los Cazadores de Ratas - Horacio Quiroga
Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la
greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza
particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.
Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron.
Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban
observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que
la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose
mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.
—Van a vivir aquí —dijeron las víboras— Tendremos que irnos. En efecto, al día
siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres,
cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante
semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno
blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.
Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero
y rancho prontos aunque a este faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por
todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.
Las víboras, entre tanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta
la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en
que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se
aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta
curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.
Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las
tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces
tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las
veían, delatarían su presencia.
El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un
momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su
aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y
el colono halló solo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor buscando un
arma y llamó, los ojos fijos en el gran rollo oscuro:
En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció
en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin
se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se
detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en
girante alarma, y el osezno rubio avanzó.
Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó
la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido
desgarrador:
—¡Hijo mío!...