Llave S Crecimient O Espiritual: OHN AC Rthu R
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Llave S Crecimient O Espiritual: OHN AC Rthu R
S
DEL
CRECIMIENT
O
ESPIRITUAL
J O H N M A CA RT H U
R
“Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conoci-
miento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la
estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños
fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia
las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad de amor,
crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo”.
Efesios 4:13-15
Agradecimientos 7
Introducción 9
1. La llave maestra 13
Presuposición
2. El propósito principal 20
La gloria de Dios
3. El plan maestro 38
Cómo glorificar a Dios
4. La obediencia 58
La apertura de las habitaciones de los criados
5. La llenura del Espíritu 75
La apertura de la central de energía
6. La confesión 89
La apertura de la cámara de los horrores
7. El amor 109
La apertura de la suite nupcial
8. La oración 119
La apertura del lugar santísimo
9. La esperanza 131
La apertura del cofre de la esperanza
10. El estudio bíblico 147
La apertura de la biblioteca
11. La comunión con los hermanos
159
La apertura de la sala
12. El testimonio 168
La apertura del cuarto de los niños
13. El discernimiento 178
El cierre de la puerta de entrada
Notas
10 < L l av e s d e l c r e c i m i e n t o e s p i r i
“en tlau a gracia
l y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo” (2 P. 3:18). Esta es nuestra obligación… ¡y nuestro pri-
vilegio! Día tras día podemos avanzar hacia un conocimiento más pleno,
elevado, personal y experimental de Dios y de Cristo. Nos es posible
llegar, a través de su Palabra, al Dios que la escribió, y conocerlo a Él
de un modo más íntimo.
Tengo la impresión de que muchas personas albergan ideas
equivocadas acerca de la madurez espiritual: no están creciendo
todo lo rápido que podrían hacerlo, o se encuentran atrapadas en
un nivel muy inferior al que deberían estar, porque entienden mal
lo que significa ser espiritualmente maduro y crecer en la gracia.
He aquí algunas pautas para que no nos desviemos.
El crecimiento espiritual nada tiene que ver con nuestra posi-
ción en Cristo. Dios nos ve ya perfectos en su Hijo Jesús: estamos
completos en Él (Col. 2:10). Tenemos todo lo que necesitamos
en cuanto a la vida y la piedad (2 P. 1:3); somos nuevas criatu-
ras (2 Co. 5:17); posicionalmente, gozamos de la perfección. Sin
embargo, en la práctica, no damos la talla. El crecimiento es ese
proceso mediante el cual lo que somos en Cristo se hace más y
más real en nuestra experiencia diaria.
El crecimiento espiritual nada tiene que ver con el favor de
Dios. Dios no nos quiere más porque seamos más espirituales.
Algunos padres amenazan a sus hijos diciéndoles que el Señor
no los amará si no se portan bien. Esto es ridículo: el amor de
Dios por nosotros no depende de nuestro comportamiento. Aun
cuando éramos “débiles”, “impíos”, “pecadores” y “enemigos”
(Ro. 5:6-10), Dios demostró su amor hacia nosotros enviando a
su Hijo a morir por nuestros pecados. Él no puede amarnos más
simplemente porque estemos creciendo.
El crecimiento espiritual nada tiene que ver con el paso del
tiempo. En el ámbito espiritual, la madurez no se mide por el
calendario: es perfectamente posible que una persona haya sido
cristiana durante cinco décadas y, sin embargo, aún sea un bebé
en Cristo. Hace varios años leí, en la revista Time, una encuesta
bíblica que se había llevado a cabo entre estudiantes de los últimos
años de la escuela secundaria. Según estos, Sodoma y Gomo-
Introduction < 11
LA LLAVE
M AESTR A
Presuposición
La Biblia está viva. La Epístola a los Hebreos dice que “la palabra
de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos
filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas
y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón” (He. 4:12). Para Pedro, la Palabra de Dios es “incorrup-
tible… vive y permanece para siempre” (1 P. 1:23). Y Pablo se
refiere a la Biblia como “la palabra de vida” (Fil. 2:16).
Créala
Son muchas las voces que compiten hoy día con las Escrituras
tratando de obtener nuestra lealtad. La ciencia, la psicología, el
humanismo y el misticismo constituyen fuentes de autoridad que
rivalizan con la Biblia, pidiendo a gritos nuestra atención. No siga-
mos en eso a la mayoría. Hay demasiadas personas en la iglesia
dispuestas, al parecer, a abandonar la Palabra de Dios a cambio de
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r i maestra <
tual 18
Estúdiela
Cada cristiano debería ponerse como meta ser, al igual que Apo-
los, “poderoso en las Escrituras” (Hch. 18:24). Hay demasiados
creyentes satisfechos con un estudio bíblico superficial o incluso
inexistente. Tal descuido del estudio metódico de la Biblia
puede dar como resultado errores doctrinales o una forma
equivocada de entender cómo vivir la vida cristiana. Las
Escrituras recompensan a quienes son estudiantes diligentes y,
mediante su estudio, pueden presentarse a Dios aprobados (2 Ti.
2:15).
Hónrela
Los ciudadanos de Éfeso honraban la estatua de Diana porque
pensaban que Júpiter la había enviado del cielo, y la adoraban por
muy obscena, horrorosa y fea que fuese. Sin embargo, algo ver-
daderamente hermoso ha bajado a la tierra enviado por Dios: su
preciosa Palabra, que es más valiosa que el oro y toda la pedrería
(Pr. 3:14-15). No honre, pues, la Biblia solo de palabra, mien-
tras dedica su vida a perseguir sustitutos mundanos; aunque sean
cosas tales como la diversión, la política, la filosofía, la psicología,
el misticismo y las experiencias personales.
Ámela
“¡Oh, cuánto amo yo tu ley! —escribió el salmista—. Todo el día
es ella mi meditación” (Sal. 119:97). ¿Puede usted decir lo
mismo?
¿Dedica a la Palabra tanto tiempo y atención como a otros objetos
de su gusto menos merecedores de ello? ¿Lee usted la Biblia como
si se tratara de una carta de amor que Dios le envía? ¿Es la
Palabra de Dios su pasión, aquello hacia lo cual se siente
arrastrado en sus
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s p illave
r i maestra <
tual 19
Obedézcala
La obediencia es, en última instancia, la única respuesta apro-
piada a la Palabra de Dios. De nada nos servirá creer, estudiar,
honrar y amar la Biblia si no la obedecemos. Los mandamientos
de Dios no son opcionales, sino obligatorios. No podemos abor-
dar la Biblia como si se tratara de una bandeja de aperitivos de
la que podemos escoger caprichosamente aquello que queremos
y no queremos obedecer. Nuestra obediencia debe ser implícita.
Samuel dijo al desobediente Saúl: “¿Se complace Jehová tanto en
los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras
de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios,
y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 S. 15:22).
De este modo descubriremos que la Palabra de Dios es la llave
maestra que abre todo lo demás en el terreno del espíritu. Nin-
guna estancia espiritualmente privilegiada está cerrada para esa
llave. A pesar de lo que muchos creen y enseñan en la actualidad,
nada que no sea la Palabra —ninguna experiencia espiritual o
solución mística, ningún secreto sobrenatural o fórmula metafí-
sica— puede abrir la puerta a algún poder espiritual inaccesible
para las Escrituras.
Ciertamente hay otras llaves, cada una de las cuales da libre
acceso a algún valioso y único principio de crecimiento espiritual;
pero todas ellas están basadas en esta gran llave maestra, puesto
que los principios en cuestión forman parte de la Palabra.
El gran avivamiento en tiempos de Nehemías comenzó cuando
el pueblo instó a Nehemías a que les leyera las Escrituras (Neh.
8). Mientras las escuchaban, sus corazones despertaron, y los que
oían fueron convencidos de pecado, limpiados, edificados, y res-
pondieron obedientemente.
Tal vez ansíe usted experimentar un avivamiento personal. Le
insto, entonces, a permitir que la llave de la Palabra de Dios le
abra ese gran almacén de las riquezas que son suyas en Cristo
Jesús.
2
<
EL
PROPÓSITO
PRINCIPAL
La gloria de Dios
La creación
El universo creado es un testigo silencioso de la gloria de su Crea-
dor. El salmista escribe al respecto: “Los cielos cuentan la gloria
de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal.
19:1). Isaías, por su parte, nos informa de que “toda la tierra está
llena de su gloria” (Is. 6:3); incluso el mundo animal glorifica a
su Creador (Is. 43:20).
¿Se ha preguntado alguna vez para qué creó Dios el universo?
Colosenses 1:16 nos da la respuesta: “Porque en él fueron creadas
todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra,
visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados,
sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él”. El
universo se creó para glorificar a Dios.
Todo lo que hay en este universo —desde las partículas suba-
tómicas más minúsculas hasta las estrellas más gigantescas— le
glorifica, salvo dos excepciones: los ángeles rebeldes y los hombres
caídos. Ya que el propósito de la creación entera es darle gloria a
Dios, las criaturas que no lo hagan serán arrojadas de su presen-
cia; de ahí que los ángeles y los hombres caídos vayan a pasar la
eternidad lejos del Señor. Aunque Dios no se deleita en semejante
castigo (Ez. 33:11), este le trae gloria porque revela su santidad.
Moisés
Seguidamente, Dios decidió manifestar su gloria a Moisés, un
hombre muy humilde (Nm. 12:3) con un concepto sumamente
modesto de su propia capacidad. Cuando Dios lo llamó para ser
su profeta y guiar a su pueblo, intentó escabullirse con la excusa
de que era un mal orador (Éx. 4:10). Pero el Señor le respondió:
27 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 27
bayas Knott’s, donde había una tienda que vendía todo tipo de
artículos que brillaban en la oscuridad. Para mí eran las cosas más
extraordinarias que jamás había visto, y papá y mamá me dijeron
que buscara algo de mi gusto y me lo comprarían. De modo que
escogí una figurilla y la guardé dentro de una bolsa durante el
resto del día. Cuando llegué a casa aquella noche, saque la figurita
y la puse sobre mi cómoda, pero me sentí decepcionado viendo
que no relucía.
“¿Sabes por qué no reluce? —me preguntó mi padre—. Has de
ponerla cerca de alguna otra luz, ya que no tiene brillo propio”.
De modo que mi padre la sostuvo junto a una bombilla durante
poco más o menos un minuto y luego la llevó otra vez a mi oscura
habitación. ¡Entonces funcionó a las mil maravillas!
Moisés era, en cierto modo, como esa figurilla fosforescente:
tampoco tenía luz propia; pero después de haber estado expuesto
a la luz más brillante del universo, resplandecía. Su rostro se había
cargado de la gloria divina. El Señor había querido despedir a su
siervo de la cumbre de aquel monte con un poco del resplandor
de la Deidad; y durante cierto tiempo Moisés tuvo que llevar un
velo puesto sobre la cara para que la gente pudiera acercársele.
Sin embargo, cuando entraba de nuevo en la presencia del Señor,
se quitaba el velo y hablaba con Él en comunión franca. Así, la
gloria que había en el rostro de Moisés pronto se renovaba, y este
tenía que volver a cubrirse para hablar con el pueblo (vv. 33-35).
¿Por qué llevaba Moisés aquel velo? No porque la gloria refle-
jada en su cara supusiera ningún peligro para nadie, sino más
bien porque el resplandor se iba desvaneciendo gradualmente y
no quería que la gente se distrajera con un tipo de gloria
evanescente. La figurilla que yo había puesto encima de mi
cómoda no brillaba durante más de una hora, sin que hubiera que
recargarla con otra fuente de luz; y eso era lo que le pasaba
también a Moisés. El Nuevo Testamento nos dice que Moisés se
ponía el velo “para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el
fin de aquello que había de ser abolido” (2 Co. 3:13). Él sabía
que la gloria en cuestión no era suya: se estaba desvaneciendo, y
no quería que los israelitas vieran cómo abandonaba su rostro.
30 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 30
La gloria en el templo
Durante varios siglos Dios manifestó su gloria en el tabernáculo,
pero al igual que en el huerto del Edén o que en el rostro de
Moisés, aquella fue solo una situación transitoria. Con el tiempo,
durante el reinado de Salomón, el templo vino a sustituir al taber-
náculo. Así como Dios había dado instrucciones en cuanto a la
construcción de este último, también proporcionó los planos para
que se edificara el templo. El propósito de este era albergar la glo-
ria divina. Era un magnífico edificio que tardó casi ocho años en
construirse y probablemente tuviera un coste equivalente a varios
millones de dólares.
Finalmente, llegó el día de la dedicación, y ¡qué gran día fue
aquel! “Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube
llenó la casa de Jehová. Y los sacerdotes no pudieron permanecer
para ministrar por causa de la nube; porque la gloria de Jehová
había llenado la casa de Jehová” (1 R. 8:10-11). Otra vez, en su
condescendiente gracia, Dios volvía a manifestar su presencia en
medio de su pueblo.
Aunque el templo se construyó como morada permanente
para la gloria del Señor, el pueblo de Dios no siempre le dio a Él
la gloria que le era debida. De hecho, en una ocasión Salomón
se atribuyó el mérito que le correspondía únicamente a Dios. El
segundo libro de Crónicas narra la visita oficial de la reina de
Sabá a la corte del rey Salomón, y nos cuenta que, una vez que
la soberana hubo comprobado la sabiduría de este, examinado
todas sus riquezas y visto el templo que Salomón había hecho, “se
quedó asombrada. Y dijo al rey:… He aquí que ni aun la mitad
de la grandeza de tu sabiduría me había sido dicha” (2 Cr. 9:4-
6). Y prosiguió describiendo cuán maravillosa era la sabiduría
de Salomón, la gran suerte que tenían sus súbditos y las cosas
magníficas que él había hecho; incluyendo, sin duda, el imponente
templo que había construido. Evidentemente, la reina volvió a su
32 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 32
De la gloria a la ignominia
Cuando el pueblo de Dios pecó y no dio al Señor la honra debida,
Él les retiró su gloria. Ezequiel tuvo una visión de ello, que se
narra en el capítulo 8 de su libro. En dicha visión, Dios le mostró
al profeta el culto idolátrico que se estaba llevando a cabo dentro
de las propias instalaciones del templo. Y lo que vio Ezequiel le
desconcertó sobremanera: “Entré, pues, y miré; y he aquí toda
forma de reptiles y bestias abominables, y todos los ídolos de la
casa de Israel, que estaban pintados en la pared por todo alrede-
dor” (v. 10). Luego pasó al atrio interior de la casa del Señor y
allí vio hombres dando la espalda al templo, inclinados con el
rostro hacia el oriente y adorando al sol (v. 16).
No es extraño que Ezequiel se conturbara tanto: en vez de
adorar a Dios en su templo se estaba adorando a Satanás. Dios
no puede soportar la presencia del pecado (Hab. 1:13), de modo
que abandonó su propio templo. La retirada de la gloria divina
tuvo lugar en sucesivas etapas, casi como si Dios se marchara con
renuencia y enormemente afligido. Ezequiel relata cómo la gloria
se fue retirando poco a poco. Primeramente, se elevó de entre
los querubines esculpidos y se puso sobre el umbral de la puerta
(Ez. 9:3). En segundo lugar, la gloria se trasladó del umbral y
descansó encima de los querubines vivos de la visión del profeta
(Ez. 10:18). Desde allí sobrevoló la puerta oriental del templo (Ez.
10:19), y de en medio de Jerusalén, ascendió y se posó sobre un
monte situado al oriente (Ez. 11:23). Por último, la manifestación
33 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 33
La gloria encarnada
La gloria de Dios volvió muchos siglos después. Juan 1:14 nos
dice: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de
gracia y de verdad”.
La gloria divina regresó en la persona de nuestro Señor Jesu-
cristo. ¿Y cuándo se manifestó más plenamente dicha gloria? En
lo alto del monte de la transfiguración (Lc. 9:28-36); donde,
durante unos breves momentos y en presencia de tres de sus
discípulos, el Hijo de Dios permitió que su esplendor brillara.
Allí estaba la gloria; no como un resplandor en el huerto, como
un reflejo en el rostro de Moisés, o como el fulgor del tabernáculo
o del templo, sino la gloria inherente del Dios y hombre
Jesucristo.
Aunque la gloria de Cristo es permanente —como el resto de
sus atributos—, aquella manifestación duró solo cierto tiempo.
Más tarde, algunos hombres impíos lo arrestarían, lo llevarían
preso, lo condenarían falsamente, lo torturarían de un modo
espantoso y lo clavarían en la cruz donde moriría. Querían des-
hacerse de la expresión más grande que haya habido de la gloria
de Dios.
Pero no pudieron apagar esa gloria, ya que nuestro Señor
resucitó de entre los muertos e incluso las terribles heridas de su
cuerpo fueron glorificadas. Su obra en el mundo había concluido
y, entonces, Cristo ascendió al cielo.
34 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 34
La gloria venidera
¿Se manifestará nuevamente la gloria de Dios? Nuestro Señor
responde a esto en el capítulo 24 de Mateo, donde se nos relata
su gran sermón del Monte de los Olivos. Allí Jesús habla a sus
discípulos de un tiempo de gran tribulación que se aproxima, y
esboza para ellos los acontecimientos que rodearán su regreso a
este mundo. Cuando Jesús descienda físicamente del cielo, algo
muy espectacular sucederá: “Entonces aparecerá la señal del Hijo
del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de
la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del
cielo, con poder y gran gloria” (v. 30).
¿De qué señal nos habla Jesús? De la manifestación visible de
su gloria, del fulgor absoluto de Dios bajando del cielo en la per-
sona de nuestro Señor… Se trata de la gloria shekinah revelada
en su cuerpo, del mismo modo que la vieron brevemente aquellos
tres discípulos suyos en el monte de la transfiguración.
Una vez más los hombres pecadores intentarán acabar con su
majestad. Se opondrán a Él aunque venga como “Rey de reyes y
Señor de señores” (Ap. 19:16). Cuando vean descender del cielo
su fulgurante gloria, dispararán sus misiles esperando hacerla
saltar por los aires.
Pero no podrán conseguirlo: con una sola palabra Jesús exter-
minará a aquellos que traten de oponerse a su majestad. A partir
de entonces, Él gobernará las naciones con vara de hierro y rei-
nará sobre el trono de David con poder y gloria: una gloria mucho
mayor que aquella que manifestó en su primera venida.
Voy a señalarle algo emocionante: ¡los que le conocemos
estaremos allí! Todos los que murieron en Cristo, al igual que
aquellos que hayan sido arrebatados con Él en las nubes, regre-
sarán en gloria juntamente con Jesús. Esto fue lo que dijo Pablo
a los colosenses: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste,
entonces vosotros también seréis manifestados con él en glo-
ria” (Col. 3:4). La promesa se extiende a todo aquel que haya
confiado en Jesús. Cuando Él vuelva, nos proporcionará nuevos
cuerpos glorificados capaces de disfrutar su gloriosa presencia
eternamente.
35 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 35
La gloria en el presente
Hemos echado un rápido vistazo a la gloria de Dios en el pasado
y tenido una vislumbre de la gloria venidera tal y como se nos
revela en las Escrituras. Pero ¿qué hay de la gloria de Dios en este
tiempo?
En nuestros días, la gloria de Dios se manifiesta en su pueblo:
la Iglesia. Tenemos el privilegio, el propósito y la responsabilidad
de demostrar la gloria divina. Según nos dice Pablo, somos un
templo santo que alberga la gloria del Señor (Ef. 2:21-22). La
intención con la que Dios nos ha dejado en esta tierra es “para
iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de
Jesucristo” (2 Co. 4:6).
Aunque somos simples “vasos de barro”, en nuestro interior se
halla la gloria divina (2 Co. 4:7). Él ha escogido las cosas humil-
des de este mundo para glorificarse (1 Co. 1:26-31). Dios nos
transforma por el poder del Espíritu Santo y nos permite reflejar
su majestad. La única forma en que el mundo puede recibir el
36 < L l av e s d e l c r e c i m i e n tElopropósito
e s p i r i principal <
tual 36