El Espíritu y La Palabra

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El Espíritu y la Palabra

En la primera carta a los tesalonicenses el apóstol Pablo da gracias a Dios que, cuando los recipientes de

esta carta había en un principio recibido la Palabra de Dios, la habían recibido no con palabra

meramente sino también con poder y con el Espíritu y con convicción (1 Tesalonicenses 1:4). Así que sus

vidas habían cambiado. Habían abandonado los ídolos vanos en que habían confiado para dirigir su

confianza y afecto al Dios verdadero y a Cristo (1:9, 10). Habían recibido el mensaje con gozo impartido

por el Espíritu a pesar de recibir oposición por su nuevo testimonio (1:6). Habían llegado a ser modelos

de fe y promulgadores de este nuevo mensaje centrado en Jesus de Nazaret, el Mesías prometido Quien

habían sido crucificado y quien había resucitado (1:7-9). Todo había cambiado.

Los tesalonicenses son ejemplos del efecto de la acción de la Palabra de Dios acompañada de su Espíritu.

El mensaje de Cristo que llega con poder y convicción en el Espíritu tiene poder para cambiar por

completo el rumbo de las personas y empezar a transformarlas a imagen de Cristo. La Palabra de Dios es

efectiva. Es “la espada del Espíritu” según Pablo en su descripción de la armadura de Dios (Efesios 6:17).

Es el Espíritu que según 1 Corintios capítulo 2 comunica y verifica el mensaje divino de Dios y hace

posible que el mensaje de la cruz, que el mundo considera una locura, sea recibido como digno de

confianza.

Hay entonces una relación muy estrecha entre la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios. Cuando las

escrituras hablan de nuestra regeneración, refieren a veces al Espíritu como el agente (Juan 3:8) y a

veces es la Palabra que se menciona como agente (Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23.) Cuando se trata de la

santificación, se puede hablar de la obra santificadora del Espíritu (1 Pedro 1:2). A la vez, Jesús cuando

ora por sus discípulos le pide al Padre que sean santificados por la verdad, siendo la Palabra de Dios esa

verdad (Juan 17:17). Se nota esta relación estrecha entre la Palabra y el Espíritu también en los pasajes

que refieren a una comunidad de creyentes que demuestran la plenitud de la presencia divina. En
pasajes paralelos que usan frases parecidas, Pablo exhorta a los creyentes en un caso a ser llenos del

Espíritu (Efesios 5:18-20) y en otro caso a dejar que la palabra de Dios more en abundancia en sus

corazones (Colosenses 3:16, 17). Así es que la vida de una iglesia saludable es una vida que es marcada

tanto por la plenitud de la Palabra como también por la plenitud del Espíritu. De hecho, no se debe

“divorciar” en nuestras mentes la efectividad de la Palabra de la accion del Espíritu.

Los que nos dedicamos a los ministerios de evangelismo, pastorear, o la enseñanza bíblica pronto

podemos darnos cuenta de la torpeza, indiferencia u hostilidad del ser humano al mensaje divino. El

mensaje de la Palabra de Dios, a pesar de su valor y belleza intrínsecos, queda inefectivo aparte de la

acción del Espíritu Santo. A la vez, no debemos pensar que el Espíritu Santo actúe de cualquiera manera

independientemente del mensaje de Cristo crucificado y resucitado. La revelación de las obras

maravillosas y manifiestas de Dios junto con su interpretación, es accion del Espíritu Santo. Esa

revelación ha sido dejada en forma escrita. A la vez esta verdad divina es revelada a los corazones de las

personas por el Espíritu de Dios.

Los reformadores referían al testimonio del Espíritu respaldando la veracidad de la Palabra, la belleza y

la suficiencia de Cristo, como el testimonium. Este testimonio llegaba entonces a llenar el papel que la

iglesia católica romana anteriormente había otorgado a sí misma. La iglesia oficial basaba la certeza de

nuestra fe en el testimonio de la iglesia institucional con su sede en Roma. Los reformadores negaban

esta pretensión y ofrecían más bien una base más segura de nuestra certeza: La Palabra de Dios, el

mensaje que Dios había revelado, constituía una base segura de nuestra fe, por encima aun de los

pronunciamientos de una iglesia visible y constituida. Los reformadores reconocían, sin embargo, que la

mente humana, cegada como había quedado, por sí sola no llegaba a apreciar esta revelación. El ser

humano, a pesar del valor intrínseco de la revleación, hallaba maneras de esquivar la autoridad de ese

mensaje, de negar su veracidad y credibilidad, de reinterpretarla, o de otra manera de dejar esa Palabra

sin consecuencias efectivas. Afortunadamente, Dios, habiendo por su Espíritu revelado su palabra,
también autentifica su Palabra por medio de su Espíritu. El Espíritu abre el entendimiento para creer y

apreciar y responder al mensaje bíblico en la manera que es debida. El Espíritu en particular da

testimonio a Cristo como Mesías, Hijo de Dios, Señor, Rey y Salvador suficiente. El Espíritu imparte

confianza de que por medio de Cristo uno llega a ser un hijo de Dios. Y así brota del corazón del

creyente, cuyos ojos han sido abiertos y cuyos oídos han sido destapados, el clamor, ‘Abba Padre.’

Este concepto del testimonio del Espíritu actuando juntamente con la Palabra no solo reemplazaba una

institución humana como base de nuestra confianza. También hizo ver la insuficiencia del razonamiento

humano para llegar a tal certeza. Se puede de veras presentar fuertes y contundentes argumentos

humanos para creer la biblia y poner la fe en Cristo. Sin embargo, es un mensaje tan contrario a las

tendencias humanas, que el ser humano no queda convencido, por más convincentes sean nuestros

argumentos. No basta presentar un buen caso racionalmente por mejor que sea y por más hábilmente

que se comunique. Se requiere una obra divina para convencer a las personas de verdades divinas. Y eso

es la obra del Espíritu Santo.

Este concepto del testimonium también niega cualquier intento de basar nuestra fe en revelaciones

privadas. En los tiempos apostólicos aparecían falsos profetas con revelaciones espurias. En el tiempo

de los reformadores, también había personas que ofrecían revelaciones privadas que se presentaban

como base para la fe y la obediencia de los oyentes. Se presentan tales revelaciones hoy día que

pretenden tener autoridad que corresponde con la de las escrituras como base de la fe y obediencia de

los creyentes. Respecto a estas pretensiones, hay que reconocer con el apóstol Juan, que “no todo

espíritu proviene de Dios (1 Juan 4:1-4).” No se debe actuar con fe en base de cualquiera revelación que

contradige el mensaje apostólico. En última instancia entonces basamos nuestra certeza y nuestra fe en

la Palabra de Dios revelada. Y reconocemos que Quien imparte la seguridad de nuestra salvación basada

en ese mensaje, es el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios penetra hasta lo mas profundo del ser humano,

comunicado certeza al pecador, dándole confianza de que la muerte de Cristo basta para perdonar sus
pecados. Da confianza de que Dios, habiendo dado su Hijo, no dejaría de darnos todo lo necesario para

esta vida y la vida que está por venir. El Espíritu es Quien nos da seguridad de que somos hijos de Dios y

de que nada, absolutamente nada, nos puede separar del amor de Dios en Cristo (Romanos 8:38-39).

Recientemente mi suegro, un creyente y siervo del Señor, falleció. Pasé personalmente muchas horas

acompañándole en los últimos meses mientras se iban disminuyendo sus fuerzas y la capacidad de su

corazón y sus pulmones. Recuerdo haber estado a su lado viendo su estado de salud decayendo. Vi los

tubos que lo conectaron a un tanque de oxígeno. Vi la condición de su cuerpo gastado. La realidad de su

muerte inminente me pegaba. Pasaban pensamientos oscuros por mi mente. ¿Cómo sé que es cierto lo

que él ha creído desde su niñez? ¿Cómo sé que es cierta y verídica esa fe en que yo mismo he sido

instruido? ¿Cómo sé que la biblia es la verdad y que en Cristo tanto mi suegro como yo tenemos

seguridad de la salvación? ¿Como sé que ni la vida ni la muerte le puede separar a mi suegro del amor

de Dios en Cristo?

Ciertamente yo había creído en Cristo desde mi niñez y había experimentado la realidad del Señor en mi

vida. Había experimentado la presencia del Señor de una manera tan palpable en algunas ocasiones, casi

como si el mundo retrocediera frente a la realidad de su presencia. Había experimentado los cambios

que había hecho en mi vida. Fui conocedor de los fuertes argumentos que respaldan nuestra fe

cristiana. Sin embargo, fue obvio que nada de esto podría infaliblemente convencer a un incrédulo de la

veracidad de mi fe. Sabía que muchas personas tratarían la biblia, mi profesión de ser salvo, y mi Cristo

con desdén. Quedaba la pregunta: ¿Qué es la base de la certeza que nosotros tenemos en Cristo?

Regresando a mi casa mientras que otros cuidaban a mi suegro, busqué una biblia para tener una

lectura. Casi como si fuera por casualidad, agarré una biblia de mi esposa, una que escasamente uso.

Aunque tenía pensado leer una porción de los salmos, resulta que mis ojos encontraron estas palabras

en un artículo en esta biblia, una biblia de estudio.


“Dios mismo nos autentifica las Sagradas Escrituras como Su Palabra, yendo más allá de los

argumentos humanos (por muy fuertes que sean), y el testimonio de la iglesia (por

impresionante que sea). “…Dios lo hace, más bien, abriendo nuestros corazones e iluminando

nuestras mentes para percibir la luz que escudriña y el poder transformador mediante el cual la

Escritura se evidencia a sí misma como divina. Este impacto es en sí mismo el testimonio del

Espíritu "por y con la Palabra en nuestros corazones".

Estas palabras me llegaron con gran impacto. Restauraron plena confianza en mi corazón. Ofrecieron

una pieza del rompecabezas que me faltaba y me constataron dónde hallaba mi seguridad. Mi

confianza, la certeza de lo que creía, no descansaba en ninguna pretensión o razonamiento humano. Mi

confianza descansaba en nada menos que la Palabra de Dios, revelada por el Espíritu de Dios, y

respaldada a mí personalmente por ese mismo Espíritu, Quien me hacía ver la Palabra por lo que es. El

Espíritu daba testimonio al origen divino de la biblia, al Cristo a quien apuntan estas escrituras como Hijo

de Dios y Salvador, y al hecho maravilloso de que sólo por fe en El, soy hijo de Dios.

Tenemos, como dice el apóstol Juan, este testimonio en nuestros corazones (1 Juan 5:10). Es algo

interior, profundo y sentido. En ese sentido es “subjetivo,” de la manera en que cualquiera realidad

espiritual profunda y vital por definición tiene que ser subjetiva. Pero no es pura subjetividad, porque

ese testimonio es un testimonio a hechos que Dios ha realizado en el tiempo y en la historia. Es un

testimonio a una revelación atestiguada. El Espíritu dentro de nosotros da testimonio a estas realidades

concretas. Da testimonio a la extensa y detallada revelación que culmina en la vida, la muerte y la

resurrección de Cristo. Da testimonio a hechos y realidades tan seguros que podemos enfrentar la

muerte con confianza. Esa certeza nos hace capaces a seguir adelante frente a cualquier viento de

adversidad, confiados en la Palabra de Dios. Y como dijo Jesús, “los cielos y la tierra pasarán, pero mis

palabras jamás pasarán” (Mateo 24:35).


Tim Dahlin, D. Min., 4 de septiembre de 2019

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