El Ocaso de Los Druidas - Luis Melero

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Una

aspirante a druidesa, un bardo y un guerrero celtas salen de su poblado


natal en el norte de la Península en un viaje que les llevará a recorrer el reino
de reinos que fue el continente europeo, en el que se compartían signos,
dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua.
Esta novela nos cuenta la aventura de un grupo de celtas —una muchacha
aspirante a druidesa, un joven misterioso que pretende ser bardo y un
guerrero— que sale de su poblado natal, en el norte de la península Ibérica,
para realizar un viaje iniciático que les llevará por media Europa. En su
periplo, el grupo sorteará numerosos peligros: el azote de los cristianos, que
ya eran la cultura predominante y querían acabar con todo vestigio celta; las
fuerzas de la naturaleza y sus propios miedos e inexperiencia. La civilización
celta, posterior a la de los constructores de dólmenes y menhires, fue
durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde
Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos
que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua.
Una civilización amante de la naturaleza y practicante ferviente de la armonía
de los hombres con su medio que Luis Melero ha querido recrear en esta
novela plagada de aventura y acción e imbuida de la filosofía de un pueblo
que vale la pena recrear y recordar.

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Luis Melero

El ocaso de los druidas


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Titivillus 21.09.17

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Título original: El ocaso de los druidas
Luis Melero, 2007
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


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Prólogo

EL EDÉN estaba aquí.


Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por
seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido
llamadas con razón «Capillas Sixtinas prehistóricas» y fueron pintadas más de diez
mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos
europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra,
son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides
y los zigurats.
La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y
menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde
Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que
compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad
continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará
varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y
practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar
conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante
funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la
conservasen durante muchos siglos.
Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los
invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano.
Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a
medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y
aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos
conocimientos poseían.
Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos
actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural
común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en
nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida.
Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a
escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización

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tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer
un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien
por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de
topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta
comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña.
El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida
han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y
hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una
tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen
celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión
con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni
Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés),
Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles
Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros
orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de
ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo).
Aceptamos como un dogma haber sido «civilizados» por Sumer y otras naciones
orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de
salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura,
lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan
superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es
probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú
religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de
nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de
desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los
europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con
profundidad y sin frivolidades.
Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza
una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí.
Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo
intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.

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Primer Libro

Castro de Santa Tecla


LA ELECCIÓN

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1

MÁS ALLÁ de tres o cuatro brazas, era imposible ver nada. La niebla había
posado sobre la mar rizos como guedejas de algodón, unos mechones blancos
inmóviles, acariciados con suavidad por el paso leve de la barcaza. Los hombres se
deslizaban sigilosos y alelados, temiendo despertar a los monstruos de las
profundidades.
Aunque casi todos eran marineros avezados y supervivientes de horribles
temporales, la cortina de niebla les sobrecogía y por ello los nueve permanecían en
silencio, seis en los remos, uno al timón y dos con las artes de pesca preparadas para
echarlas en cuanto encontrasen un lugar propicio, cualquiera de los caladeros
conocidos que la tradición había transmitido de padres a hijos. Pero no conseguían
orientarse con los puntos habituales de referencia borrados por la niebla. La punta
rocosa que semejaba el pico de un águila; el carvallo que asomaba sobre el
acantilado, retorcido por las tormentas; las ruinas del castro de Santa Tecla en el
extremo sur, flanqueando la desembocadura del río; la gran cabaña cuadrangular que
era su refugio en la playa, el almacén donde guardaban las redes y, con frecuencia, la
alcoba de su solaz.
En esos momentos de escalofrío, no había nada que sus ojos avizores y expertos
pudieran distinguir más que el blanco grisáceo que todo lo velaba, como si hubiesen
inundado el mundo de leche.
La vela izada y desplegada del todo no les servía para avanzar en la calma chicha,
de modo que los remeros sudaban con las manos rotas, bogando afanosos aunque no
tenían claro el rumbo. Cada vez que los seis remos rompían la quietud del mar,
sonaba el chapoteo de las palas con la sincronía perfecta de quienes no tenían nada
más en que pensar.
El timonel murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
—Esto ha de ser el limbo entre el cielo y la tierra, del que hablaba el otro día el
anacoreta de la Cova do Mar.
Lo dijo muy bajo, pero su voz sonó como un graznido que rompió el tenso
silencio de la espera vigilante de una presa. Algo que aunque no les alimentase, les
aliviara al menos el desasosiego.

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—Tiene que ser cosa de brujería —dijo el primer remero de estribor, volviendo
un poco la cabeza hacia babor.
Aunque no lo había mencionado, todos en la barca comprendieron la alusión. El
que había hablado y otros cuatro giraron la cabeza hacia el tercero de los remeros de
babor, un joven forzudo, todavía adolescente, que no era natural del poblado del que
los demás provenían. Ese muchacho de cabello amarillo y ojos de mar era un ser
diferente, probablemente con necesidades, miedos y victorias distintas de la gente
normal. Lo habían aceptado en la tripulación porque les faltaba un par de brazos, pero
desde el primer día sentían su compañía como una presencia inquietante, a ratos
perturbadora y llena de malos presagios.
Los habitantes del bosque pertenecían a otra raza, a otro dios y a otra manera de
entender la vida. Eran seres misteriosos, capaces de hechizar a las personas con los
ojos y de transmutar las piedras en cualquier materia que necesitasen. Hablaban con
los pozos y los veneros, invocaban a diosas impúdicas que recorrían sus sueños y
encantamientos completamente desnudas, sedientas de la sangre inocente de niños
que debían serles sacrificados cada vez que se enfurecían. Por la inspiración de sus
diosas como demonios, esa gente indescifrable del bosque fabricaba elixires que les
proporcionaban vigor de titanes, y otros que sometían a sus caprichos a cualquier
forastero temerario que se dejase seducir.
Nadie de la aldea pescadora de la playa se aventuraba jamás por lo más intrincado
del bosque. Cuando necesitaban atravesarlo, lo hacían en grupo y por caminos
hollados durante generaciones en todo el tiempo que abarcaba su memoria.
Si Conall fuese un adulto, no lo habrían aceptado en el barco. Su juventud había
servido a medias como garantía de que no era temible, aunque no las tenían todas
consigo. Si los seres del bosque poseían facultades prodigiosas, ¿sería indispensable
haber alcanzado la edad adulta para servirse de ellas? ¿No era, en el fondo, tan
temible un niño celta como el más sibilino y fuerte de sus hombres?
Conall fingió no enterarse de las alusiones.
Continuó remando, impasible sólo en apariencia, porque siempre que oía esa
clase de comidillas se le desataba un vendaval en el pecho. La vida en el bosque
había llegado al ocaso, todo su pueblo arrastraba una existencia crepuscular sin
apenas esperanzas ni aliento. ¿Qué otra cosa podía hacer un joven ambicioso como él,
sino tratar de adaptarse a los tiempos? Los acontecimientos de las últimas
generaciones habían recluido a los celtas al margen del camino por donde avanzaba el
mundo. Ya no les quedaba más que ser espectadores de los nuevos tiempos y morir.
La única manera de salvarse era diluirse en las nuevas costumbres y estilos de vida.
Al fin y al cabo, ¿qué tenía de interesante vivir camuflado entre árboles y matorrales,
fundidos con el paisaje y mudos para no ser acosados ni exterminados? ¿Qué ventajas
presentaba esa clase de vida para un muchacho a quien le quedaba toda una vida por
vivir sin renunciar a sus ambiciones? Poderosas ambiciones intactas, fuesen cuales
fueran sus circunstancias. Mejor sería que los pocos supervivientes del clan que aún

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languidecían en el bosque se diluyeran en las prósperas comunidades del litoral,
confundiéndose con ellos y aceptando sus dioses, su lengua y sus costumbres. Él y
los suyos necesitaban acabar con los druidas vestidos de blanco, que eran quienes se
oponían con ferocidad suicida a la realidad del mundo presente; tenían que ignorarlos
para someterse a continuación a los monjes vestidos de negro que habían comenzado
a apropiarse de parcelas limítrofes del bosque, mediante el recurso de talar los árboles
y quemar la vegetación. En los espacios conquistados, desterraban toda la vida a fin
de vivir ellos según sus costumbres.
Un vago sentimiento de trasgresión le hizo temer que la diosa se dispusiera a
castigarle, porque en ese momento, sin transición, se desató un temporal tan
espantoso como una maldición divina. La niebla fue disuelta en pocos instantes y en
su lugar les envolvieron olas como montañas verdinegras.
—A éste, habría que mandarlo de nuevo a su bosque embrujado —dijo el timonel,
señalando sin recato a Conall con el hombro—. El señor Yago nos va a castigar por
darle cobijo y sustento.
Nadie respondió, pero tampoco le contradijeron.
Angustiado por el bamboleo que estremecía el navío, Conall resolvió que si
lograba poner pie en tierra de nuevo tendría que encontrar con urgencia una solución
para su vida.

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2

LA TÚNICA era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría


hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil
desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la
semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo,
tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la
obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la
concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los
urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que
Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla
depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del
tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el
manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose
entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas
arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas
parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin
advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior
se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso
difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie
abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el
comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de
flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza
para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo
izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de
su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar,
pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un
adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la
mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió
seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una

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carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía
decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de
bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban
a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de
todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez
que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta
suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era
una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de
privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente
no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no
había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas.
Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del
bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz
estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para
su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos
cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de
proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros
y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores
bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las
alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había
encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos
de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían
muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque
todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que
ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible
de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía
imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada.
No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el
clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató
para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El
manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de
helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de
agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que
había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el

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oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal
vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su
clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía
rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía
encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a
la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria,
como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el
primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más
crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de
reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar
claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle
a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella
como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había
recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la
recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas
que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara,
pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de
tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su
mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación,
repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar
en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con
todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las
hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.

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3

—O TRA VEZ nos falta un hombre, y por eso te vamos a aceptar de nuevo en el
barco, Conall. Pero guárdate de hacer cosas raras, porque estaremos vigilándote. A la
menor sospecha de que intentas hacer esas brujerías que dicen que hacen los tuyos, te
machacaremos los huesos y te echaremos al agua para que mueras.
Rojo de rubor y con un sollozo bregando por emerger de su garganta, Conall
agachó la cabeza y se dispuso a empujar hacia el agua el barco varado en la arena.
Cuando sintió que flotaba, saltó ágilmente a bordo y ocupó su puesto en el tercer
remo de babor. No volvió a levantar el mentón hundido contra su pecho. Siempre que
le hacían esa clase de advertencias, e incluso cuando sólo se trataba de alusiones más
o menos veladas, en su ánimo se mezclaba la turbación con la ira, las ganas de llorar
con el impulso de matar a alguien. Si no hablaba ni gesticulaba, si lograba que
olvidasen que ocupaba ese banco bogando con ese remo, tal vez no repitieran unas
frases que le herían profundamente. Pasar inadvertido era su única posibilidad de
sobrevivir entre la gente que tanto gustaba de cruces y hogueras.
Sus alusiones y mordacidades, y los riesgos innumerables que corría junto a ellos,
eran preferibles al crepúsculo que oscurecía el mañana de la gente del bosque. Con
sus burlas y suspicacias, con sus maldades y amenazas, los de la playa parecían vivos,
resueltos a conquistar el futuro. Mientras tanto, el fatalismo se apoderaba de los celtas
del bosque, aunque trataran de disimularlo con sonrisas compungidas y palabras
grandilocuentes que habían perdido su significado hacía lo menos diez generaciones.
No querían reconocerlo, pero todos sabían que habían perdido el futuro.
Cuando el timonel entonó la cantinela con que acompasaban los remos, Conall
hizo la señal de la cruz a imitación de los demás. Notó a su derecha que el tercer
remero de estribor reía sarcásticamente antes de decir:
—A ver si no nos alcanza el castigo por esa blasfemia.
—¿De qué hablas, Tomás? —preguntó el remero que iba delante.
—Los selvícolas no adoran a nuestros dioses Jesús y Yago. Ellos creen en ninfas
del agua y otras supersticiones igual de infernales. Por lo tanto, el pagano que se
persigne aun creyendo esas patrañas, seguro que abre cada día un poco más las
compuertas por donde caerá hacia el infierno.

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Oyéndole, todos volvieron a santiguarse, excepto Conall.
Éste nunca tenía claro a qué atenerse. Su afán de supervivencia le hacía suponer
que tenía que imitar todo cuanto ellos hacían, pero si eso no bastaba, ¿entonces qué
posibilidades le quedaban? Un joven como él, ambicioso y fuerte, ¿tenía otra salida
que la de integrarse hasta fundirse con la gente de la playa?
El timonel era el más zaheridor de todos. Cuando fondeaban en un caladero,
como ya no era necesaria la cantinela para acompasar los remos, solía hacer
comentarios sobre todas las cosas y no paraba de hablar. Su trabajo era el menos
esforzado de los nueve tripulantes, lo que debía de resultarle aburrido. Como si
hubiera escuchado el pensamiento de Conall, dijo:
—Muchos selvícolas simulan aceptar a nuestros dioses Jesús y Yago, y tratan de
vivir entre nosotros fingiendo ser buenos cristianos. Pero llevan la marca del diablo
en la frente y a pesar de su hipocresía diabólica nunca renunciarán a sus habilidades
malignas. El otro día, tuvimos que quemar a una vieja y a sus tres nietos.
Conall se estremeció.
—¿En qué la pillaron? —preguntó el más viejo de los remeros.
—Haciendo conjuros para que el más chico de los nietos sanara. El niño de tres
años llevaba más de una semana con calentura y un vecino que la espiaba vio por una
rendija de la choza que le daba un bebedizo y luego trazaba extraños signos sobre su
frente, en invocación de esa diosa puta que los selvícolas adoran. Otro vecino, juró
por sus hijos que desde que el nieto estaba malo había visto pasar tres veces a la santa
compaña por delante de la choza, y vosotros sabéis demás que cuando pasa, se lleva
lo que se le antoja sin ningún distingo. Primero, nos cubrimos de cruces de arriba
abajo, pero al final no tuvimos otra salida que arrastrarla a la hoguera junto con los
tres niños, para que la maldición divina no nos alcanzara a nosotros.
Mientras hablaban, Conall notó las miradas de reojo al tiempo que el sollozo de
su garganta trataba de estallar. Ni aún integrándose y aceptando las costumbres de la
gente de la playa se redimían los celtas de su incierto futuro. ¿Qué podía hacer?

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4

EL PAISAJE era espléndido, un hogar precioso que los dioses habían otorgado
generosamente a su clan, pero esa tarde podía gozarlo sólo porque lo conocía de
memoria.
El druida Galaaz contaba cerca de cien años, y aún así conservaba la visión más
aguda de que hubiera noticia entre los habitantes del bosque. Su pueblo creía que era
un don otorgado por la madre Dana, pero él sabía que se trataba sólo de buenos ojos,
muy sanos y perspicaces, que siempre habían sido especiales y que toda su vida había
cuidado con esmero utilizando las fórmulas que todo buen druida debía conocer. Le
gustaba contemplar el mundo desde ese lugar, el viejo castro de los ancestros del
pueblo celta que los invasores cristianos llamaban «Santa Tecla». Hacía muchas
generaciones que habían dejado de habitarlo, porque exiliarse a las profundidades del
bosque era mucho más seguro dadas las circunstancias. Una especie de nostalgia
atávica le inclinaba a pasar varias horas a diario en ese mirador privilegiado, desde
donde el mar parecía cristal liso y el río, a su izquierda, era una formidable morada de
la diosa. Ese día, la niebla había alzado un velo demasiado tupido, a través del cual
veía más la imaginación que la mirada.
—Ved, señor —dijo Lugaro—. Alguien ha vuelto a construir una cabaña redonda.
—¿Estás seguro? La niebla lo tapa todo.
—Bueno, señor. No es que la vea… exactamente. Pero la vi esta mañana, cuando
me mandasteis a recoger caléndulas, y sé que está ahí, en el primer muro circular de
esta parte del castro. Ahora, si fuerzo la vista, creo que la veo. O su silueta, como una
mancha gris en la muralla de niebla.
—¿Tienes idea de quién pueda haberla levantado?
—No, señor.
—¿Crees que será uno de los nuestros?
—Por la forma de construirla, yo diría que sí. Es una cabaña celta, sin duda; no es
tosca ni retorcida como las de los cristianos de la playa, sino que su constructor ha
seleccionado muy bien los troncos, todos iguales, y también las trancas para los
remates. El techo de ramas y bálago es el más regular que he visto nunca.
—Porque has visto pocos, Lugaro. Cuando yo era niño ya no vivíamos

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habitualmente en el castro, pero muchos de los nuestros mantenían casas magníficas
ocupando casi todos los círculos de piedra. Había dejado de ser seguro vivir
permanentemente aquí, pero algunos celtas gustaban de pasar largas temporadas del
verano frente a la majestuosidad de este paisaje.
—También esa costumbre ha muerto.
La voz del ayudante del druida sonó casi como un quejido. Galaaz suspiró antes
de comentar:
—¿Sabes, Lugaro? Yo no estoy seguro del todo de que vivir camuflados en el
bosque sea una vida honorable. Es como si nos avergonzáramos de ser lo que somos.
En realidad, nos escondemos verdaderamente aunque nos cueste aceptarlo. Pero esta
tierra es nuestra hace más de dos mil años. Resulta muy triste considerar que tenemos
que ocultarnos ante unos recién llegados cuyas costumbres son tan bárbaras como su
aspecto. Nos llaman brujos como si esa palabra fuese la peor de las ofensas, porque
no conocen su significado ni la profundidad de la ciencia que entraña. Cuando me
entero de que han agredido a una de nuestras mujeres con la cobardía con que ellos
hacen tales barbaridades, el corazón me sangra, Lugaro, y aunque debería sentir
compasión de su ignorancia, no lo consigo. Sus insultos y agresiones nos están
empujando más y más a lo profundo del bosque, cada vez a lugares más inaccesibles.
—¿Deberíamos combatirlos?
Galaaz cabeceó de un modo que el criado no fue capaz de discernir si había
asentido o negado.
—En el pasado —respondió Galaaz—, los demás pueblos nos consideraban a los
celtas los guerreros más fieros del universo. Desde Galacia a Hibernia, desde
Valaquia a Galia, desde Helvecia a Hiperbórea, hemos tenido fama de feroces. Pero
ahora y aquí no estamos en condiciones de combatir. Nuestra única posibilidad de
sobrevivir en esta tierra es la discreción en la que nuestro clan lleva varios siglos
aposentado. Nos están exterminando, Lugaro, y la diosa no me da respuestas claras
de qué debo hacer. Presiento que está muy enojada conmigo, porque aún no he
comenzado a instruir a mi sucesor.
—¿Ya habéis elegido uno?
—Ese es el problema, Lugaro. ¿A quién crees tú que podría elegir en las
circunstancias que vivimos? Hay pocos jóvenes con nosotros. Los niños demasiado
niños no pueden ser iniciados y los viejos demasiado viejos no son capaces de
superar la iniciación.
El sirviente se encogió de hombros con desaliento.
Realmente, se trataba de una elección muy difícil. Era verdad que el poblado celta
camuflado con el bosque permanecía habitado mayoritariamente por viejos y niños.
Muchos hombres jóvenes estaban desertando no sólo del lugar, sino también de su
cultura y costumbres. Se disfrazaban con las vestimentas pardas de los invasores,
trataban de difuminarse entre los prósperos y crecientes poblados cristianos, que se
multiplicaban de año en año. De temporada en temporada disminuía la edad a la que

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los muchachos celtas desertaban del clan.
—Cada vez huyen más jóvenes, Lugaro. Ahí tienes a Conall, que dicen que ya, a
los dieciséis años, quiere abandonarnos. ¿Cómo voy a elegir a un aprendiz de druida
que antes de acabar su formación pudiera desaparecer? Cuando mi abuelo me eligió a
mí, había una generación de jóvenes soñando con ser druidas. Todavía cuando
nuestro buen Tito alcanzó su categoría de bardo, eran muy numerosos los jóvenes
aspirantes. Ahora, sin embargo, la elección es difícil no por la abundancia de
aspirantes, sino porque nadie aspira ya a este inmenso honor.
—¿Cómo hemos llegado a esta situación, señor?
—Hace mil años que nos sentenciaron, Lugaro. Habíamos convivido a lo ancho y
largo de Europa con culturas innumerables sin dejar de ser nosotros mismos en todo
el continente, conservando nuestros dioses, nuestro modo de vivir y nuestra lengua.
Pero el Imperio Romano odiaba las diferencias. No solamente trataba de someter a
los pueblos, sino que pretendía que todos se convirtieran en romanos. Y lo
consiguieron, Lugaro. Llevaron su afán uniformador al máximo del paroxismo,
porque la única alternativa que ofrecían era el exterminio. O te convertías en romano
o te masacraban. Con nosotros no pudieron en media Hispania, en la Galia profunda,
en Hibernia y en otros lugares diseminados por lo más recóndito de los bosques de
todo el continente y, como consecuencia, somos verdaderos espectros. Y desde el
hundimiento del Imperio Romano, los vencedores que lo combatían han acabado
adoptando su mismo proceder. Hemos podido sobrevivir al precio de ser casi
invisibles y de quedar incomunicados los clanes, sin apenas noticias los unos de los
otros. Durante mi iniciación, recorrí como sabes gran parte de la Hispania y, como
recordarás, encontramos muy pocos clanes que, además, resultaban a veces
irreconocibles de tanto como habían mimetizado a los pueblos hostiles que los
acosaban.
—Señor…
Galaaz llevaba todo el día notando que su fiel sirviente quería decirle algo sin
acabar de decidirse.
—Dime, Lugaro. Aquí nadie te va a oír y si lo que dices no me gusta, yo fingiré
no haberlo escuchado.
—Es que… esta mañana, cuando mandabais a vuestra nieta Divea…
—No es mi nieta. Es hija de mi nieta.
—Perdonad, señor, mi equivocación, pero ya sabéis que el clan suele llamarla
vuestra «nieta». Pues bien, cuando mandabais a Divea en busca de hierbas, notando
su aplicación para nombrarlas sin error, enumerarlas y establecer el plan y las
prioridades de recolección, se me ocurrió preguntarme si…
—Habla de una vez, Lugaro. Comienzas a enojarme con tus vacilaciones.
—¿No os parece que Divea sería la mejor cualificada para convertirse en druidesa
del clan, señor?
Galaaz sintió que subía a sus pómulos algo de rubor. La idea de instruir a Divea le

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había asaltado últimamente con frecuencia. Más por el parentesco y juventud que por
el hecho de ser mujer, venía desechando ese pensamiento que cada día era más
insistente. Había que iniciar la formación druídica muy pronto, antes de que la
demencia transitoria de la adolescencia pervirtiera el toque de la diosa de modo
irremediable. Divea se encontraba justo en esa frontera, pero él estaba obligado a
resistir el impulso de pensar en esa hermosa muchacha como sucesora. De un lado,
temía mostrar ante su pueblo un favoritismo hacia su familia que nadie había
practicado jamás entre los celtas. Por otro lado, una de las reglas para la designación
de alumnos druídicos exigía tener en cuenta la armonía o desarmonía de los tres seres
de cada individuo, consistentes en lo que cada uno opinaba de sí mismo, lo que
opinaban los demás y lo que en el fondo de su espíritu era en realidad. ¿Cómo podía
conciliar el ser de la opinión del clan con el de la visión que Divea tenía de sí misma
y lo que pudiera ser en esencia, cuestión que él aún no había entrado a dilucidar? Era
la diosa quien tocaba la frente del elegido y los celtas sólo tenían que descubrir el
signo y acatarlo. Pero ¿y si no había descubierto todavía la esencia verdadera de
Divea, y su toque divino, precisamente porque la muchacha era sangre de su sangre y
sólo tenía catorce años? Catorce años, una edad a la que él llevaba ya varios
preparándose, porque el clan en pleno descubrió el signo en su frente cuando sólo
contaba cuatro. Por seriedad, rigor, laboriosidad, carisma y disposición, Divea
merecía el honor. Y en resumidas cuentas, no había dudas de que en su clan era la
persona que mejor conocía los rudimentos físicos del druidismo.
—¿Hablas en serio, Lugaro? —preguntó Galaaz, sinceramente confuso—. ¿Sabes
a lo que yo me arriesgaría si favoreciera a un pariente mío sin merecerlo?
—Ella posee el toque, señor. Vos, que sois el más capacitado para descubrirlo, no
queréis verlo porque es vuestra… bisnieta. Pero hace casi un año que se comenta en
el bosque que Divea ha sido tocada por la diosa. Algunas de sus amigas cuentan
cosas que sólo pueden significar eso.
—¿Qué cosas, Lugaro?
—Los animales no temen su mirada, señor. Las bestias la rehuyen o se amansan y
postran ante ella. Todas las muchachas lo comentan con pasmo. Hace poco, el bardo
Tito comentó que se dan en ella las tres claves del conocimiento: saber, osar y callar.
Sabe mucho, como comprobé esta mañana cuando relacionaba las especies de vuestro
encargo; es valiente, pues se asegura que no teme ni a lo más recóndito y oscuro del
bosque; y, como todos sabemos sobradamente, es tan discreta y firme como los robles
milenarios. Tal vez nos ciega su hermosura, que de tanto deslumbrarnos nos impide
ver la luz que refulge en su pecho, señor.
Galaaz apretó los labios. Formar a un druida tomaba antaño más de quince años,
pero Divea llevaba toda su vida en contacto con las nociones fundamentales del
druidismo. Era posible que la muchacha hubiera desarrollado facultades sin él
apreciarlo y que, gracias a la modestia de su carácter, se hubiera guardado muy bien
de vanagloriarse. Pero al druida no le estaba permitido pasar por alto cuestiones tan

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graves como el toque de la diosa. ¿Había omitido apreciar lo que tenía dentro de su
propia casa? ¿Estarían perdiendo agudeza sus ojos?

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LOS ÚLTIMOS cinco días, Conall apenas había encontrado dificultades entre sus
compañeros en el barco. Ninguna indirecta ni alusiones, ni una sola mirada aviesa. Su
método para conseguirlo había sido camuflarse en la faena, y tratar de resultar
invisible con el silencio y la modestia. Tan efectivo había sido el eclipse, que los
últimos dos días ni siquiera el timonel le había zaherido.
Estaban viviendo jornadas muy duras, agotadoras. Desde que sus dioses Yago y
Jesús bendijeron a los marineros con un amanecer despejado, se estaban resarciendo
de cuanto no habían podido pescar mientras la niebla les distanciaba del mundo y sus
puntos de referencia. A partir del momento que alboreó un cielo con el color de las
flores de espliego, no habían parado de recobrar redes repletas a reventar. Para izarlas
fueron necesarios esfuerzos sobrehumanos, y cuando las fuerzas flaqueaban,
únicamente les permitía continuar faenando la alegría del alboroto plateado del
coleteo de los peces al vaciar cada arte en el barco. Les impulsaba un aliento
proveniente mucho más de la ambición y la rabia que de la fuerza de sus brazos.
A pesar de sus dieciséis años, Conall se suponía más fuerte que casi todos los
demás marineros, pues resistía el esfuerzo mejor que ellos. Aún así estaba
derrengado, con las manos sangrándole por múltiples sajaduras. Por esa razón, antes
de salir la sexta madrugada de su casa hurgó entre los frasquitos de elixires
reconstituyentes que su madre preparaba, en busca de uno que pudiera servir para
quien, como él, todavía no había alcanzado la edad adulta. Eligió el de color verdoso,
aunque no estaba demasiado decidido a llegar a tomarlo, porque se trataba de un
elixir poderoso. No era el más energizante de todos, pues existía otro cuya fórmula
sólo conocía el gran druida Galaaz, que era incomparablemente más efectivo porque
convertía a cualquier hombre adulto en algo parecido a un titán durante unas horas o
acaso un día completo. Pero el frasquito lleno de hierbas maceradas que elaboraba su
madre eliminaba el cansancio en pocos instantes.
¿Podía tomarlo sin sufrir efectos indeseables?
Decidió aplazar la determinación hasta ver si ese día el cansancio lo abatía
demasiado en el barco. Si por los sudores de la faena llegaba a sentirse exhausto, lo
tomaría con cuidado de que los marineros no se dieran cuenta.

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La jornada discurría con los mismos ritmos y azares de los cinco días anteriores,
hasta el momento en que Conall sintió que podía desfallecer. Permaneció mucho rato
atento a su mejor oportunidad de llevarse el frasco a los labios sin que nadie pudiera
sorprenderlo.
Entre tanto, el agotamiento general iba siendo más y más penoso; ríos de sudor
corrían por todos los rostros y brazos y la tripulación entera bufaba entre jadeos, casi
estertores, y parecían a punto de desfallecer. Apenas tenían tiempo de tomarse un
respiro, pero Conall decidió aprovechar la primera fugacísima pausa que se le
presentó. Acababan de recobrar una de las redes, tan repleta como las demás, y a
continuación los remeros debían mover el barco unas pocas brazas hasta la próxima
red, marcada con un tocón de árbol a modo de baliza. En el breve instante de fondear
y antes de alzarse para ayudar en la recogida, Conall giró la cabeza hacia el agua
como si estuviera a punto de vomitar y, simultáneamente, palpó a ciegas su pecho
para coger y destapar el frasquito que llevaba colgado del cuello, y se lo llevó a los
labios.
Creía haber sido tan rápido y reservado como se había propuesto, pero algo en sus
movimientos debió de alertar a sus compañeros. En el instante que sorbía con avidez
el contenido del frasco, sintió que uno de ellos le golpeaba ferozmente con el remo en
la espalda, casi en la nuca, al tiempo que gritaba:
—Brujo infernal, que ya te veía yo venir.
Siguió una barahúnda de voces y patadas, y un despiadado apaleamiento
propinado al unísono por los seis remos, hasta que el joven celta se desvaneció y
quedó encogido como un guiñapo ensangrentado, derrumbado entre las banquetas de
los remeros.
—Ha muerto… —dijo uno de ellos con voz trémula.
—No te angusties —aconsejó el timonel—, porque acabamos de hacer una de las
obras de caridad que nos manda la Santa Madre Iglesia. Hemos librado a la
cristiandad de un servidor de Satanás, un hechicero infernal que seguramente fue el
responsable de que pasáramos tantos días de niebla y sin pescar. Nuestro señor Yago
nos premiará en el cielo por haber salvado al mundo de este demonio del bosque.
Todos asintieron y a causa de la repugnancia, y por el temor a tocar un cuerpo
contaminado por el azufre y las miasmas del infierno, juntaron las palas de los seis
remos para alzar el cuerpo de Conall y lanzarlo al agua.

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6

MUY OPTIMISTA, Lugaro empujaba la carretilla donde transportaba a Galaaz


con destino al castro, tarareando una canción. Olía con intensidad a flores de retama,
el sol caldeaba el ambiente, la brisa les acariciaba el rostro con suavidad y el mar, allí
abajo, brillaba como una bandeja de plata.
—¿Te has acordado de pedirle a Tito que se nos una más tarde? —preguntó el
druida.
El druida había decidido hablar de Divea con su bardo, el único que en el
menguante clan podía contradecir su designación.
—Desde luego, señor —respondió Lugaro—. Me ha dicho que os ruegue que le
disculpéis hasta media mañana, porque desea terminar una canción que está
componiendo.
Galaaz evocó los ripios que pergeñaba últimamente el bardo del clan, carentes de
gracia y algo torpes. Disimulando un carraspeo, dijo:
—Magnífico; ojalá que su rima vuelva a ser tan inspirada como antaño. Mira la
extraña cabaña del castro. Se la ve mejor acabada cada día. ¿Ya has averiguado quién
la está construyendo?
—Nadie lo sabe en el bosque, señor.
—Quien sea, tiene que trabajar de noche. ¿Te acuerdas de aquella leyenda que
nos contaron cuando visitamos el clan de los vettones?
—¿La de los jabalíes de piedra que decían que los tallaba todas las noches el
propio dios Bran? —preguntó Lugaro.
—A mí no me parecían jabalíes —comentó Galaaz con un deje de nostalgia—.
Más bien un animal casi fantástico, a medio camino entre los toros y los uros. Y había
lascas y fragmentos de piedra alrededor, como ocurre cuando ha trabajado un
escultor; un dios no necesitaría producir tales restos. Pero éramos tan escépticos y tan
jóvenes entonces, ¿verdad?
—Vos señor, teníais veintisiete años y yo, diez. No podría describiros lo
terrorífica que fue, para el niño que yo era, aquella escena de cuando regresábamos
de vuestro viaje de iniciación.
—Tuvimos muchos tropiezos, Lugaro, y algunos fueron muy graves. ¿A cuál en

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concreto te refieres?
—El encuentro con los peregrinos que han invadido nuestro Camino al Fin de la
Tierra, el día que me estropearon esta cadera, por lo que cojeo desde entonces.
Galaaz asintió. Durante ese penoso itinerario superaron peligros tremendos, pero
aquella tarde estuvieron a punto de morir.
En el Camino al Fin de la Tierra confluían desde hacía varios milenios múltiples
vías europeas de peregrinación. En Hibernia como en Galacia, en Helvecia como en
Hiperbórea, todos los clanes celtas soñaban con recorrer ese camino y cada uno lo
llamaba a su manera, pero todas con el mismo significado; era la ruta que conducía al
final de la tierra firme conocida. Cuando llegaban a la pubertad, innumerables celtas
de todos los confines de Europa soñaban con visitar el fin del mundo, a ver si
conseguían oír el fragor de la catarata por donde el mar se precipitaba hacia las
entrañas de los siete infiernos. Se aseguraba que los días de calma chicha, cuando no
soplaba ni la brisa, era posible oírlo como un rumor muy lejano, hacia el punto donde
el Sol se hundía cada noche en su morada para descansar.
El viaje de iniciación de Galaaz, tras dieciocho años de afanosos estudios para
alcanzar su consagración de druida, había transcurrido con muchos peligros, pero
también con grandes satisfacciones. Acompañado de Tito y Lugaro, ambos más
jóvenes que él, visitó los clanes vaceos, vettones, cántabros y, al final, los astures,
antes de disponerse a volver a su bosque junto al mar. En todas partes los acogieron
con afabilidad y de cada uno de los druidas, vates y bardos aprendieron nociones
provechosas. Habían tenido que escapar de la acechanza de bestias salvajes y de la
hostilidad de algunas de las pequeñas tribus invasoras, pero, como bien decía Lugaro,
una de las peores experiencias les ocurrió en el Camino al Fin de la Tierra.
Ese camino pertenecía a los Celtas hacía doscientas generaciones, según las
crónicas conservadas en la memoria por los vates. Pero hacía ya muchos años que la
ruta, milenariamente transitada por celtas ataviados de blanco, estaba siendo invadida
por peregrinos vestidos de negro que creían que los barcos de piedra podían flotar y
navegar solos por medio mundo. Los celtas eran celosos de sus posesiones y llegaban
a defenderlas con ferocidad; una ferocidad legendaria entre los pueblos que habían
ido invadiendo Europa. Pero también eran hospitalarios, gentiles y generosos con
quienes se les acercaban en son de paz.
Durante varias generaciones, fueron aceptando poco a poco a aquellos peregrinos
tenebrosos, cubiertos de mantos oscuros y sombreros gigantescos, y compartieron
con ellos el camino a pesar de que no ansiaban alcanzar el mismo fin. Pero durante el
último siglo habían ido siendo cada año en más numerosos, hasta convertirse en
multitudes.
La tarde cuyo recuerdo estremecía a Lugaro, éste junto con Galaaz y Tito
abordaron el Camino al Fin de la Tierra en un punto que presentaba en aquel
momento una procesión muy nutrida de peregrinos oscuros. Los tres celtas acababan
de ultrapasar con muchos esfuerzos las montañas tras visitar a los astures, y llevaban

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retraso según sus planes. A pesar del cansancio y las prisas, sofrenaron los tres
caballos para no atropellar a nadie y los pusieron al paso, dispuestos a tardar lo que
hiciera falta con tal de no provocar a los invasores. Pero comenzaron a oír murmullos
entre el gentío:
—Míralos. Se visten de blanco para disfrazar la negrura de su alma infernal.
—Desde que cabalgan tan cerca, no paro de oler a azufre.
—Y eso, a pesar de que se bañan en esencia de flores de lavanda para disimular
su pestilencia satánica.
—Nuestro Señor Dios Yago nos va a castigar por tolerar su compañía.
Comenzaron con boñigas y pellas de barro, pero muy pronto los tres viajeros
fueron acribillados por una granizada de guijarros, entre maldiciones y conjuros.
Cuando los guijarros comenzaron a ser sustituidos por piedras de tamaño
considerable, Galaaz se vio obligado a hacer algo para lo que no tenía autorización,
puesto que aún no había recibido su consagración de druida. Tomó de la alforja
derecha dos frasquitos y un jarro, en el que mezcló precipitadamente los dos líquidos,
sin tiempo ni circunstancias para calcular adecuadamente las proporciones. Con
intensidad mucho mayor de lo necesario, les envolvió una densa nube azul que no
aplacó los ánimos de los peregrinos, sino todo lo contrario; pero los tres celtas
pudieron abandonar subrepticiamente el camino en busca de un escondite donde
aguardar la noche.
El griterío espantado que les acusaba de demonios, permaneció rodeando y
apedreando la nube azul hasta su desvanecimiento total, en tanto que los tres
conseguían escabullirse. Lamentablemente, Lugaro, que aún era un niño de diez años
con los huesos sin acabar de formar, había recibido una fortísima pedrada en la
cadera. La intolerancia le convirtió en un tullido para el resto de su vida.
—Pero nunca me he quejado, señor. Compasivo, Karnun ha sido bondadoso
conmigo pues facilita mi vida en el bosque con toda clase de favores, como sabéis.
Galaaz sonrió para borrar el rictus que le causaba el recuerdo del percance.
—Pero ello no ha sido porque el dios se apiade de ti, Lugaro. Premia a diario tus
inmensas virtudes y tu bondad.
El druida alzó la mirada hacia el cielo y añadió:
—Creo que nuestro buen Tito no encuentra inspiración. Es casi mediodía y no lo
veo acudir a nuestro encuentro.
Lugaro dudó un momento antes de preguntar:
—¿Os preocupa lo que el bardo pueda opinar sobre la posibilidad de que vuestra
bisnieta Divea sea iniciada en el druidismo?
—¿Debería preocuparme, Lugaro?
—Creo que no, señor. Tito, como todo el clan, conoce las virtudes maravillosas
de la muchacha.
Galaaz apretó los labios. El bardo de su clan era el más imprevisible de cuantos
había conocido en su vida. Si no fuera amigo suyo desde la infancia, tendría que

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considerarlo algo insolente, por la libertad con que se permitía discutir algunos de sus
designios, lo que últimamente venía complementándose con el hecho de que la edad
empezaba a convertirlo en un cascarrabias.

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7

DANA, LA DIOSA MADRE, le susurraba:


—Resiste. Tienes cosas fundamentales que hacer.
Era como un soniquete suave e insistente que Conall no percibía con los oídos,
sino muy dentro del espíritu. Las palabras llegaban a su corazón con forma de trinos
y gorjeos de pájaros, burbujeos del agua y música, una música deliciosa coreada por
millares de voces celestiales cuya melodía le resultaba completamente desconocida,
como si procediese del mundo inmaterial. No se trataba de la lira desafinada de Tito,
el bardo del clan, sino de armonías que ignoraba que fuesen posibles.
No conocía ningún lugar donde el cuerpo no pesara y la ausencia de dolor fueran
tan consoladora. ¿Se encontraría en la morada de los dioses? Siendo así, había
muerto, pero no sabía cuándo. Lo último que recordaba era el frasco con el elixir
verde. Había llegado a sus labios como una oleada de bienaventuranzas, como si
todas las esperanzas de vida del bosque se derramasen en su boca. Pero algo le había
hecho perder el conocimiento en seguida, inmediatamente después de aquella
prodigiosa explosión de estrellas en su paladar.
¿Qué había ocurrido?
Debía haber pecado de temeridad. Tal como pensara en el momento de cogerlo
del estante donde su madre guardaba sus elaboraciones, el elixir verde podía ser
demasiado poderoso para un joven de su edad, puesto que había sido preparado para
su padre, un hombre de casi cuarenta años.
¿Iba a ser castigado por los dioses aunque creyera en esos momentos encontrarse
en un territorio de redención de los males y las penas? ¿Habría actuado el elixir como
un veneno mortal en vez de favorecerle como un néctar fortalecedor?
La divina Dana repetía el murmullo:
—Te esperan misiones trascendentales. Resiste.
¿Qué tenía que resistir? No sentía nada, ni frío ni calor, ni dolor ni placer. Por
consiguiente, sólo podía estar muerto.
Igual que la reina loba cuando se arrojó de la torre, acosada por los campesinos
que había tiranizado. Él no había abusado de nadie, sólo pretendía solucionar su
porvenir, pero había muerto en el intento. No se había convertido en lobo ni tenía

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pezuñas que dejasen huellas en la harina; sencillamente había sido desposeído de sus
sentidos.
Pero una vaga sospecha de incertidumbre empezó a apoderarse de su conciencia,
por muy imprecisas y lejanas que le parecieran todas las cosas. Sus sentidos no
habían sido anulados completamente. Sabía que volaba pero, al mismo tiempo,
notaba de un modo tenue y remoto que le envolvía alguna clase de humedad, como si
se encontrara de regreso en el seno materno.
—Resiste, resiste, resiste.
Repentinamente, un obstáculo poderoso se interpuso en su vuelo. El balanceo fue
interrumpido por algo a medias áspero y a medias, muelle. Arena mojada. Sus
rodillas flotantes habían topado con un lecho de arena, en la orilla de la playa.
Entonces, el sonido del reflujo del agua en el rebalaje acabó de volverlo a la realidad
y sintió por fin el dolor, el frío y la humedad.
Los marineros debían de haberlo apaleado con crueldad, puesto que tenía
magulladuras sangrantes por todo el cuerpo, pero la diosa lo había salvado,
rescatándolo de una muerte cierta con la ayuda del elixir verde de su madre. Había
vuelto a levantarse la niebla lo que, sin duda, contribuía a fortalecer su fúnebre
ensoñación. Todavía, aun cuando ya sabía que no había muerto, continuaba
sintiéndose entre dos mundos, en un lugar que no estaba ni en la tierra ni en el cielo,
y hasta creía ver levitar no muy lejos la silueta de la diosa y, más allá, su cohorte de
ondinas. No era un cuerpo mortal lo que veía, de eso sí que estaba seguro, sino una
sombra, una esencia vigilante confundida con la niebla. Reptó rebalaje arriba, hacia la
parte seca de la playa.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el apaleamiento? ¿Unos momentos, un
día, varios días? No tenía la menor noción.
Los pescadores habían intentado matarlo y casi lo habían conseguido. No podía ni
plantearse volver junto a ellos. En el primer momento, lo tomarían por un espectro y
lo rechazarían entre cruces e invocaciones de sus dioses, pero al convencerse de que
su carne mortal continuaba viva se asegurarían de matarlo sin remedio.
Jamás podría convivir con los cristianos si no conseguía que su madre le
proporcionase un elixir que le convirtiera en otra persona, fundiendo su carne de
nuevo como hacían los orfebres con el metal. Siempre tendría impulsos, gestos o
reacciones que harían que esas personas supersticiosas e intolerantes lo despreciaran
y le agredieran.
Si no tenía porvenir en el bosque ni en la costa, ¿qué podía hacer con su vida?
¿No había esperanza en el mundo para un celta de su edad?

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—D IVEA, TE NOTO distraída. Ya has partido cuatro veces la hebra.


Hilaba lana junto a su madre. La muchacha alzó los ojos como si despertase de un
sueño y se encontrara en un lugar inesperado. Pero ese lugar era su casa, la rueca era
la de su madre y la ventana encuadraba un hermoso retazo de su bosque donde se
agitaban las copas de los castaños, movidas suavemente por la brisa del mar cercano.
Reconoció para sus adentros que bullía en su cabeza una pregunta inquietante sobre
lo ocurrido en el encuentro con el oso. La escena acudía una y otra vez a su mente
con todos los detalles, y lo que no había consentido que sucediera entonces, dejarse
impresionar, le ocurría si rememoraba la conducta insólita del feroz y enorme animal.
No le complacían las alusiones que sus amigas hacían de un supuesto toque de la
diosa; más bien le desconcertaban. Sentía mucho amor por la vida sencilla y le
agradaba sentirse alegre, ligera, despreocupada y sensual, lo que consideraba que no
estaba en sintonía con la vocación exigida por algo tan solemne y serio como la
consagración a la diosa. Porque el toque de Dana conllevaba necesariamente eso;
dedicarle la vida como virgen sacerdotisa.
Pero ¿cómo iba a ofrecer ella su vida a la diosa, cuando sentía tanta inclinación
por los muchachos que se preparaban para servir al dios Ogmios, el que guiaba a los
guerreros? Le maravillaba su arrogancia, e inclusive la marcialidad algo forzada con
que caminaban una vez terminado el entrenamiento diario. Se ruborizaba siempre al
cruzarse con uno de ellos en particular, el robusto, gallardo, exuberante y altísimo
Alban, frente a quien bajaba siempre los ojos; un sofoco que no le estaba permitido
sentir a una futura sacerdotisa.
—Perdona, madre.
—Algo te inquieta.
—Sí, madre. Trataré de prestar más atención.
—Te preocupan las preguntas del abuelo, ¿es eso?
Ciertamente, Galaaz, que además de su bisabuelo era el druida del clan, llevaba
dos jornadas mirándola a la hora de la cena como si quisiera penetrar en su cabeza, y
no paraba de hacerle preguntas. Por suerte, se trataba de cuestiones que estaban al
alcance de sus conocimientos y siempre había sabido responderle, pero le

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preocupaba, mientras tenía lugar, lo exhaustivo y la reiteración del interrogatorio. Sin
embargo, más tarde apenas sentía inquietud por ello. Lo que centelleaba en su mente
a todas horas era el episodio del oso, porque no había sido el primero. Todos los
lobos con los que se había encontrado a lo largo del último año reaccionaban de
modo semejante, lo que le había hecho recordar con frecuencia la leyenda de la reina
loba. Involuntariamente, se miró los pies para asegurarse de que no variaba su forma.
Inger, la madre, examinó el rostro de su hija con atención. Notó la tormenta que
ensombrecía su frente.
—¿Qué futuro crees tú que tiene nuestro clan, Divea?
La muchacha inspiró hondo. Su madre jamás le había hecho una pregunta de esa
clase, ¿por qué precisamente ahora?
—¿Tiene importancia mi opinión, madre?
—Sí. Mucha.
—No sé con qué futuro podría comparar el que parece que nos aguarda, madre.
No tengo más que catorce años, pero…
—Según para qué, podrías hasta ser un poco demasiado mayor, Divea.
—¿A qué te refieres, madre?
—No paran de desertar nuestros mejores hombres en cuanto alcanzan la edad
adulta. ¿Te desconsuela el desaliento que se aposenta entre los habitantes del bosque,
hija?
—Sí, madre. Me apeno cada vez que un muchacho nos deja, abandonando
nuestras costumbres para aceptar otras que van contra su naturaleza.
—Así es, hija. A veces, miro a la gente de mi generación, cuando exploramos el
bosque en busca de especies raras, y me da una tristeza enorme, porque parecemos
una cohorte de almas en pena exiliadas en este mundo nuestro, entre las sombras y la
niebla, entre las zarzas y los helechos. Confundidos todos con las brumas, como si
tratásemos de disolvernos en ellas. Pero el bosque es nuestro, siempre nos ha
pertenecido. No deberíamos renunciar a su dominio. Nos comportamos como si nos
manejasen fuerzas externas a nuestra voluntad, poderes que nada tienen que ver con
nuestros dioses, quienes siempre nos han guiado y amparado.
—Pues yo creo que nuestro peor enemigo es el abatimiento.
Inger asintió. Le conmovía descubrir en su hija sapiencia y facultades que hasta
pocos días antes ni imaginaba. Habían tenido que ser las preguntas de su abuelo las
que abrieran su mente al reconocimiento de esas virtudes.
—Así es, Divea. Tenemos que recuperar la esperanza y el orgullo. Nuestro clan
está necesitado de encontrar quien los reverdezca.
Divea bajó la cabeza. Le abrumaba y ruborizaba que su madre hablase con ella de
cuestiones propias de gente adulta.
—¿Te he contado alguna vez la historia de la valkiria Inger, de quien mis padres
tomaron mi nombre?
Divea alzó la mirada hacia los ojos de su madre con extrañeza. Parecía creer que

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sí le había hablado de tal valkiria; pero ella no guardaba el menor recuerdo de esa
deidad.
—No, seguramente nunca te hablé de ella —murmuró Inger tras una corta
vacilación—. Tal vez esperaba la ocasión propicia, y creo que ahora ha llegado. Es
una leyenda que se contaba en la tierra donde se originó la cultura celta hace tres mil
años, en el centro de Europa. Aquella Inger, igual que todas las valkirias, tenía la
misión de designar a los héroes que debían morir en la batalla, pero a ella no le
gustaba ese cometido, porque contaba sólo catorce años, como tú, amaba la vida y
creía que los hombres tienen cosas más interesantes que hacer que verter tontamente
la sangre en guerras perdidas. Igual que tú, era alegre y prefería cantar a llorar por
nadie.
Divea evocó al robusto aprendiz de guerrero Alban, ante quien solía ruborizarse.
Como a la valkiria llamada igual que su madre, le desconsolaría que muriese.
—Inger se rebeló —continuó la madre de Divea—. En vez de ponerles en la
frente una señal para que la diosa Gusdestrun reconociera en la batalla a aquellos
luchadores, vertió sobre sus cabezas cuantas esencias conocía que fuesen dadoras de
bendiciones y de vida. De manera que en la siguiente batalla, Gudestrun no encontró
a quien llevarse a su reino de sufrimiento y muerte, lo que la enfureció. Por ello,
mandó que Inger fuese expulsada de la morada de los dioses, y así se hizo. Pero la
diosa madre Dana se compadeció de la valkiria porque había demostrado bondad y
sabiduría elaborando elixires benéficos, y aunque no podía anular el designio de
Gudestrun, ordenó que se dotase a Inger con una luz muy fulgurante en la frente, para
que sirviera de guía a cuantos se sintieran perdidos en el camino entre la tierra y el
paraíso. Como Inger, querida hija mía, creo que tú has sido designada para guiar a
quienes se sientan perdidos en su tránsito por esta vida.
Divea trató de encogerse en el taburete. Esa frase de su madre había caído sobre
sus hombros como un risco desprendido de la cumbre de una montaña.

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—A HÍ LLEGA TITO —anunció Lugaro a Galaaz.


El druida giró la cabeza con objeto de ver aproximarse a su bardo, a quien sonrió
para darle la bienvenida. Pero Tito no advirtió el saludo. Se notaba que acudía muy
ensimismado, tarareando un poema al que trataba de poner música.
—Es como la tortuga encogida en reposo —murmuró Lugaro—, que uno nunca
sabe dónde tiene la cabeza.
Galaaz contuvo la risa. Le divertían los sarcasmos de Lugaro, pero sabía que a
Tito lo sacaban de quicio. Para vencer cuanto antes las ganas de reír, preguntó a voces
a su bardo:
—¿Es bella tu nueva canción?
Jadeando, y todavía a unos vente pasos de distancia, respondió Tito:
—Líbreme nuestra madre Dana de la presuntuosidad de responder que sí. Sois
vos y los celtas del bosque quienes podréis reconocer la exacta cadencia de sus rimas
y la gracia de sus metáforas.
La afirmación que la respuesta llevaba implícita alegró a Galaaz, aunque sin
convicción. Los últimos años, venía siendo frecuente que el bardo interpretara
canciones persuadido de que eran buenas, pero casi siempre resultaban ser tostones
insoportables. Tito llegó junto al druida, inclinó levemente la cabeza y se acomodó en
un pedrusco cercano a la carretilla.
—La canción de hoy está dedicada a vuestra bisnieta.
Galaaz lo miró con expresión perpleja.
—No debería asombraros, señor. No se habla de otra cosa en el bosque.
—Siempre hemos sospechado que habitan entre nuestros robles, fresnos, olmos y
pinos traviesos espíritus murmuradores —bromeó Galaaz—, que difunden las
noticias mucho antes de que se produzcan. ¿Qué cuenta de Divea tu canción?
—La relaciono con la valkiria Inger, la luz que guía a los desventurados entre las
tinieblas de la agonía.
Galaaz apretó los labios.
—¿Y es irónica tu canción o exaltadora?
—Ni lo uno ni lo otro, señor.

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—Si ese rumor… —Galaaz dudó—, resultara cierto. ¿Cuál sería tu opinión,
querido Tito?
—Con todos mis respetos, señor, mi opinión sería que deberíais ofrecernos, al
menos, una troica de donde elegir. Hay jóvenes que, por la sabiduría de sus padres,
pueden estar igualmente cualificados para aspirar a la iniciación druídica. Ya sabéis
cómo son las cosas en nuestro clan, que todos podemos decir sí en público, pero no
siempre los síes públicos coinciden con las negaciones privadas.
—Cita a esos jóvenes.
Tito carraspeó. La verdad era que había sido demasiado rotundo con la
afirmación, teniendo en cuenta que debía descartar a los jóvenes que habían desertado
últimamente del clan.
—Hay ese Conall…
—¡Quiere ser pescador y se viste como los de la playa! —protestó Lugaro.
—¿Rechazas a Divea por ser mujer? —preguntó Galaaz.
Tito apretó los labios. Si su tez no estuviera tan arrugada, Galaaz estaba
convencido de que podría notarse el rubor. Tito se apresuró a responder:
—La más grande de las diosas es Dana, nuestra bendita madre. También ella es
mujer.
—Así es —afirmó Galaaz—, y no siempre lo tomamos en consideración a la hora
de establecer juicios y tomar decisiones.
—Pero Conall… —protestó Tito.
Lugaro atajó:
—Ese muchacho díscolo baja todas las madrugadas a la playa, en busca de
amparo y aprobación de quienes se apoderan de nuestros símbolos y los pervierten.
¡Si hasta se han apropiado de una imagen de Dana y dicen que ahora se llama Ana y
es la madre de su diosa principal! Esos hombres oscuros y malhumorados de la cruz
contaminan cuanto tocan. A Conall lo hemos perdido ya, estoy seguro, como a tantos
otros…
—No seas tan tajante, Lugaro —ordenó Galaaz—. Tito tiene razón. El pueblo
celta no puede dar nunca nada por perdido, porque hemos sobrevivido a las peores
calamidades y aquí estamos, dispuestos a resistir. Hemos de considerar todas las
posibilidades.

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10

CON TODAS las probabilidades en contra y en situación extrema, la diosa lo


había salvado; ¿querría asignarle una misión?
Conall sentía aún dolor en todo el cuerpo. Y debilidad. Por desgracia, el frasquito
de elixir verde reconstituyente había desaparecido a pesar de lo resistente que era el
cordel que lo sujetara a su cuello. Se lo habían arrancado de mala manera, con
violencia innecesaria, puesto que tenía una rozadura llagada en la nuca que así lo
sugería. Al arrojarlo al agua, los marineros no habían querido que lo portase por
temor a que pudiera tomarlo y sobreviviera al linchamiento. Ignoraban que el
pequeño sorbo que ya había llegado a sus labios antes del apaleamiento debía de
haber preservado su vida cuando lo creyeron agonizante.
¿Le había librado de la muerte la diosa o el elixir preparado por su madre? A fin
de cuentas ¿no se trataba de lo mismo? Era el espíritu solidario del clan, con sus
creencias y su ciencia milenaria, lo que le había permitido sobrevivir. Y el otro
mundo que ansiara con tanta vehemencia conquistar lo había rechazado de modo
irreversible, intentando matarlo y arrojándolo al mar para que terminase de morir. Los
ocho marineros habían actuado como si cada uno de ellos fuese una especie malvada
de reencarnación de Banshea, el terrible espectro que nadie que él conociera había
visto jamás, pero eran innumerables los que escuchaban sus anuncios de muerte. Los
marineros hablaban constantemente de bondad, amor al prójimo y caridad, pero
jamás había imaginado que nadie pudiera ser tan cruel como ellos a la hora de dar
riendas sueltas a los delirios de su mente. Sí, eran como Banshea, la mujer de
cabellos negros, vestido de color musgo y capa gris que sobrevolaba los poblados
entre el alba y amanecer, dando gritos escalofriantes como aullidos de lobos rabiosos.
Él sólo lo había escuchado pocas horas antes de la muerte de su padre; revivirlo ahora
le estremecía y sus sentidos reproducían las mismas sensaciones de entonces.
Banshea le había avisado aunque su padre llevaba dos lunas ausente, lo que no fue
obstáculo para que él supiera con seguridad que iba a morir dondequiera que
estuviese. No lo supo con certeza hasta una luna más tarde, cuando, al volver de una
de sus ojeadas en busca de porvenir, encontró a su madre con el rostro cubierto de
ceniza y llorando con desconsuelo.

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A pesar de ser el único sostén de su madre, los últimos tiempos se había
comportado como un inconsciente, dedicando todos sus afanes a la pretensión de que
le acogiese gente deliberadamente tan poco acogedora. No lo intentaría más.
Ahora, tendría que superar los recelos de su propia gente, que había provocado y
estimulado con sus veleidades durante un tiempo excesivo, durante el que debía de
haber provocado muchas impaciencias. Tenía que reconquistar su favor, porque había
escuchado la voz consoladora de la diosa Dana; tenía sin duda un futuro entre los
celtas, aunque todavía no supiese cuál era.
Distraído con tales consideraciones, de improviso estuvo a punto de salir a un
claro artificial que no conocía. Retrocedió de un salto, a tiempo de no ser descubierto
por los tres monjes vestidos de negro que tumbaban árboles y desterraban fuentes de
vida. Lo primero que habían preparado era la gran cruz que pretenderían colocar
sobre la ermita que sin duda iban a comenzar a construir.
Iba a espiarlos, para decidir si debía tomar alguna iniciativa.
Murmuró una invocación a Karnun pidiéndole protección y permiso para hollar el
árbol sagrado, antes de trepar por un corpulento roble desde donde tendría mejor
visión del estropicio que estaban causando los tres monjes. Le pareció evidente que
odiaban la vida que latía en el bosque, porque después de talarlo todo, se apresuraban
a desnudar completamente el suelo con una especie de rastrillos, elaborados con
flexibles ramas de aliso y juncos.
Conall sintió rabia y ganas de llorar. Y tuvo que reprimir el impulso de lanzarse
contra los tres, porque estaba seguro de poder matarlos antes de que se diesen cuenta
de que eran atacados.
Pero eso acarrearía una guerra, más incendios y más víctimas celtas. Ya había
sucedido otras veces y no podía dejar de ocurrir de nuevo a la menor provocación. La
regla esencial de convivencia establecida por el gran druida Galaaz mandaba que
ningún celta pusiera en peligro a su pueblo con un ataque a lo enemigos.
Tras un largo rato de observación, levantó un puño al cielo, invocando a Ogmios
y Gundestrun. Pidió al dios de la guerra y a la diosa de la venganza que le dieran
fuerzas y perseverancia para expulsar algún día del bosque a todos los invasores.

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—¿ NO SERÁS TÚ quien construye esa cabaña, Tito? —preguntó Galaaz a su


bardo.
Éste no advirtió que el druida bromeaba. Una simple ojeada bastaba para
comprender que el anciano bardo no estaba para esos trotes.
—Tal vez la quiera para poder ensayar en completo silencio —secundó Lugaro la
broma—, y que no le distraigan las risas de los niños.
Los tres amigos sabían que esa cabaña, tan bien construida en medio del castro,
tenía que ser obra de alguien joven y fuerte que rehuía a la gente por alguna razón
extraña, un enigma que podría llegar a inquietarles si no tuvieran otras
preocupaciones más graves y urgentes. Galaaz no quiso entrar en conjeturas en ese
momento, porque temía que el bardo no aceptase de Lugaro las humoradas que sí le
aceptaba a él, por lo que ordenó a su sirviente personal:
—Lugaro, ¿querrías ir en busca de Divea? Mándale que prepare una merienda
para ella y nosotros tres, porque permaneceremos aquí hasta poco antes de anochecer.
Una vez solos, el druida pidió a su bardo:
—Tito, ¿querrías arrastrar esta carretilla más cerca de esa cabaña?
El bardo no respondió. Hizo lo que se le había pedido con un crujido de sus
hombros artríticos. Cuando llegaron junto a la construcción, comentó:
—Quien la está haciendo, no parece que la necesite para vivir.
—Tienes razón, Tito —concordó Galaaz—. No tiene ventanas ni puerta. Más que
de vivienda, tiene el aspecto de una ofrenda a los dioses. Yo también haría lo mismo
si pudiera, porque el castro conserva esencias milenarias de la vida celta que estamos
obligados a preservar.
—Señor, si me lo permitís, quisiera recitaros unos versos…
Galaaz sonrió al tiempo que asentía. Notó, sin embargo, que Tito vacilaba
mientras se aclaraba la garganta, carraspeaba, rasgueaba la lira con aspereza, como si
no acabara de decidirse y, por fin, entonó su poema:

Divea, que el mar ojeas


tras la verde celosía
de las ramas de ese roble

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impregnado de ambrosía…

Sin ser el verso ninguna maravilla, Galaaz se dijo que el afán de homenajear a su
bisnieta había hecho que el bardo se esforzara un poco más que últimamente. A ver
de qué modo aludía al futuro de la muchacha, que era en lo que casi todos pensaban
aunque no hablasen de ello. Tito continuó:

Divea que el amor deseas


detrás del marcial roble,
con los ojos enganchados
a los hombros de ese hombre…

Galaaz se sobresaltó. ¿Sugería Tito que Divea estaba enamorada, con objeto de
frustrar sus posibilidades de consagración? Tal vez había olvidado que no era lo
mismo una sacerdotisa que una druidesa, aunque a veces el sacerdocio hubiese sido
en el pasado la antesala de la consagración druídica. Prefirió no darse por enterado,
pero guardó la pregunta para cuando pudiera hacérsela a solas a la propia Divea.
—Muy bien, Tito —alabó—. La rima es redonda y la voz te ha flaqueado menos
que otras veces. Compruebo que los dioses te bendicen cada día con mejor salud.
Notó que el bardo apretaba los labios. ¿Le había contrariado no conseguir el
efecto que buscaba con la canción? Galaaz se dijo que una artimaña de esa clase sería
la culminación de una vida de pequeños disentimientos entre ambos. Siempre habían
conseguido ponerse de acuerdo en los asuntos esenciales, pero Tito había sido toda la
vida quisquilloso en extremo con los detalles.
—Necesitamos aspirantes a druida con urgencia, señor —dijo Tito con voz
rasposa—. No nos queda mucho tiempo.
—Sí, Tito. Trato de resolverlo cuanto antes.
—Ya veis lo que está pasando por las orillas del bosque. No sólo queman árboles
y desnudan la tierra, sino que para seducir y subyugar a los celtas incautos, se
apoderan de nuestros propios dioses y los disfrazan para que parezcan suyos. Que yo
sepa, ya nos han robado seis imágenes de nuestra madre Dana y las han vestido con
sedas, cubriéndolas de joyas de oropel, y ahora dicen que es madre de sus dioses en
vez de la diosa madre que es en realidad. Todas las noches, sangra mi corazón.
—No tardaremos en encontrar solución, Tito, te lo prometo.
Pese a su contundencia, Galaaz paseó la mirada por todo el contorno. El tiempo
había mejorado un poco respecto al del día anterior, pero no caldeaba el Sol un castro
que, a pesar del enigma de la cabaña redonda, parecía una ruina sin esperanza.
¿Estaba en sus manos centenarias la facultad de hacer que la esperanza renaciera?

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CONALL BAJÓ precipitadamente de su puesto de vigilancia en el roble, porque


uno de los tres monjes vestidos de negro lo había descubierto en el instante que paró
de rastrillar la tierra desnuda para enjugarse el sudor. Le había mirado de un modo
que parecía tener en los ojos cuchillos capaces de clavarse en su pecho.
El joven no sintió miedo. Contra tres podía salir airoso, sobre todo teniendo en
cuenta la ayuda que representaría para él la impedimenta de sus largas túnicas negras
y las capuchas. Corrió, sin embargo, porque quería ahorrarse las consecuencias de un
enfrentamiento que no iba a reportarle beneficio alguno y sí podía causar perjuicios al
clan. Contra su actitud desafiante de las últimas lunas, en esos momentos no deseaba
transgredir las reglas de Galaaz.
Se apresuró bosque adelante, pero miraba tanto atrás para asegurarse de que no le
seguían, que perdió pie y cayó por un pequeño barranco hacia un riachuelo. Ya no le
cupieron dudas, la diosa estaba amparándolo. Le ofrecía ese refugio como escondite
para librarlo de acechanzas, y tenía que ser porque le reservaba un cometido
importante.
Aguardó unos momentos al acecho de ruidos que pudieran revelar la persecución.
El silencio era total. No le habían seguido; podía seguir confiadamente su camino.
Trató de escalar el talud, pero era demasiado empinado y resbaladizo, y muy alto
para saltar sin ayuda hacia el exterior del barranco. Comprendió con fastidio que no
tenía más remedio que volver a mojarse la ropa para buscar salida al otro lado del
impetuoso torrente. Según su costumbre en tales casos, se quitó la túnica para evitar
nuevos daños, y se la enrolló en torno al cuello.
El talud y el pequeño retazo de orilla, muy fangoso y desnudo de vegetación, no
le permitieron dotarse de la tranca que habitualmente usaba para tantear el fondo de
todos los arroyos caudalosos que atravesaba. Aventuró un pie y luego el otro, y ya
confiadamente emprendió el cruce, pero se trataba de un torrente recrecido por un
aguacero reciente y calculó mal. Su tercer paso no tocó fondo a causa de una poza
indetectable, y de pronto fue arrastrado por la corriente.
Se reprochó a sí mismo por temerario y estúpido. No había muerto ahogado en la
inmensidad del mar, y ahora iba a ocurrirle en un torrente que no tenía más de diez

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pasos de anchura. Moriría en cuanto su cabeza topase con cualquier roca, de las
muchas sobre las que saltaba el río en rápidos y pequeñas cascadas. Pero al tiempo
que la corriente lo arrastraba, le estremeció un escalofrío de viejos designios que
acaso no sabía interpretar. Todas las corrientes de agua tenían su ondina, lo que
siempre representaría una ayuda para cualquier celta que se mantuviese fiel a sus
creencias, pero ésta debía de pertenecer a la propia Dana, porque percibió una
hermosa sonrisa entre la espuma y las blondas del agua, una sonrisa amable y
acogedora que parecía indicarle que se sosegara a fin de no malgastar energías. Poco
más tarde, sintió que una infinidad de brazos lo acunaban para mantenerlo a flote.
Más que sujetar su peso, le acariciaban; brazos y manos cálidas a pesar de la
temperatura casi gélida del torrente, que lo mecían con el mimo de una recién parida.
Con un esfuerzo de autocontrol, dejó de luchar contra la corriente y se abandonó, a la
espera de lo que la diosa le reservase, y en ese instante acudió a su mente la imagen
de Galaaz en medio de un fulgor incomprensible y absurdo, porque aún debía sumar
su atención a la ayuda de la diosa con objeto de lograr librarse del vértigo húmedo
que lo zarandeaba.
Más que dentro de su mente, le parecía ver al druida entre dos aguas, en una
aparición que reproducía uno de los ritos que Galaaz seguía celebrando, aunque tenía
que ser transportado en carretilla por su sirviente Lugaro. La escena era tan vívida
como si se hubiera materializado. ¿Por qué la diosa le obligaba a contemplarla? Tenía
que existir un significado.
Entonces, comprendió.
La madre Dana le ordenaba que se presentase ante Galaaz para ofrecerse como
aprendiz de druida. Sí, era eso. La visión inducida por la diosa no podía tener otro
sentido. Ella quería que renunciara al propósito de vivir entre los cristianos; debía
permanecer entre los suyos, mantener su lealtad con el clan y convertirse en druida.
Para esto lo había salvado ya dos veces de morir en el agua, que era la principal
morada de la diosa.
Volvió a sentir un escalofrío, porque inmediatamente después de iluminar su
pensamiento esa convicción, su hombro topó contra la orilla fangosa y en pocos
instantes consiguió librarse de la corriente.
¿Cómo no había pensado antes en ello?
Galaaz era tan viejo, que no podía faltarle mucho para volver a ser tierra y limo.
Entonces, como si respondiese a una pregunta que no había pronunciado, el
rumor del torrente se convirtió en la voz de la diosa para sus oídos:
—Preséntate a Galaaz.

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CON EL SOL de mediodía, el Castro de Santa Tecla exhibió tímidos visos


optimistas que atemperaron los pensamientos sombríos del druida. Siempre se resistía
a dejarse arrebatar el ánimo por emociones que no tuvieran fundamento en la razón,
pero el espíritu era libre de agorar y sentir miedo, porque su discernimiento no
siempre coincidía con el de la inteligencia. Suspiró; trataba de insuflarse a sí mismo
esperanza para poder inspirársela a su bisnieta cuando la tuviera delante.
Miró hacia el punto donde la cascada granítica del castro parecía juntarse con el
espejo del mar. Habiéndose despejado del todo la calima húmeda, el resol hacía
relumbrar las piedras como si estuvieran compuestas de pequeñas gemas, y la
misteriosa cabaña, cuyo constructor desconocían, pareció por un instante un
monumento a la bienaventuranza alzado en medio de la decadencia de los muros
circulares. Resultaban hermosos hasta los sillares desparramados y sacados de los
muretes por los temporales y la ambición de algunos pobladores de la costa, que los
empleaban como material de construcción de sus casas y ermitas. El otrora orgulloso
castro milenario de los celtas penaba en la actualidad el triste e indigno sino de servir
de cantera para gente con muy escasa sensibilidad.
—Creo que llegan vuestra bisnieta y Lugaro, señor —avisó Tito al druida, cuando
la muchacha y el sirviente no habían salido todavía del bosque a campo abierto.
—Ya lo sé. Ella acude asustada, abrumada por la incertidumbre.
—Aún tan lejos, ¿podéis percibir todo eso, señor? —preguntó el bardo con un
tinte de fingido asombro, aunque el druida creyó entrever ironía.
—Sabes que mis ojos son agudos, Tito, pero no hasta ese punto, los dioses me
ayuden y socorran. Afirmo que Divea viene asustada y perpleja, porque me lo dictan
la lógica y, sobre todo, la razón. Recuerda que conozco a mi bisnieta hace catorce
años. Todos los que ha vivido hasta ahora.
Tito sonrió, cabeceando. A lo largo de su vida, y a pesar de su insobornable
escepticismo, había presenciado infinidad de prodigios operados por Galaaz, pero
éste se empeñaba en darles siempre una explicación racional, exenta de cualquier
matiz portentoso. Siendo el druida encargado de realizar los milagros que
favoreciesen al clan, Galaaz iba a morir sin reconocer los prodigios que operaba ni

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jactarse de los poderes que poseía, otorgados por la madre Dana y todos los dioses
conocidos, junto a los que probablemente existían sin que los celtas lo supiesen.
Además del cesto donde transportaba la merienda, Divea portaba un esplendoroso
manojo de lysimachias, lo que no formaba parte de cuanto le había encargado el
druida por mediación del sirviente personal. Galaaz se preguntó el porqué de tomarse
la molestia de acudir con unas plantas cuya principal virtud, aparte de la belleza de
sus flores amarillas, era ayudar a cortar las hemorragias además de calmar las
calenturas. Si había en el bosque un enfermo de quien él no tuviera noticia, lo lógico
sería que Divea recolectase esas plantas cuando se dispusiera a regresar.
Al levantar la muchacha la cabeza tras la leve reverencia que hizo ante su
bisabuelo, el bardo, situado casi detrás del druida, contempló el rostro adolescente
iluminado de lleno por el Sol. Creía imposible que existiese en el mundo un rostro
más hermoso. No era fácil encontrar parecido al color de sus ojos, pues unas veces
parecían verdes y otras, azul casi violetas; la nariz era orgullosa, altiva, y tenía justo
el tamaño que mejor se adecuaba al resto de los rasgos. El pelo castaño claro caía en
catarata sobre sus hombros como si no necesitase ninguna otra ropa. Tito no había
contemplado jamás una boca mejor dibujada ni que alegrase tanto el espíritu al
sonreír.
El del bardo, ahora, se iluminaba de chiribitas haciéndole sentir como un
adolescente que caminase a través de un vergel cubierto de flores hasta el infinito, y a
pesar de ello no creía que fuese acertada su designación como futura druidesa.
—¿Por qué has recogido esas flores? —preguntó Galaaz.
—Lo ignoro —respondió Divea con embarazo—. He sentido que debía venir aquí
con ellas, sólo se trata de eso.
—¿Has sentido en tu interior la orden de la diosa?
—Oh, no —la expresión de la hermosa muchacha la mostró escandalizada—.
¿Por qué se iba a ocupar de mí nuestra madre Dana?
El druida sonrió y asintió, como si se respondiera a sí mismo. Observó que Divea
colocaba el ramo de flores sobre una piedra con cierta repulsión, como si mantenerlo
en sus manos supusiera el reconocimiento de una orden sobrenatural que estaba
segura de no haber recibido. Durante la ausencia de Lugaro, Galaaz había preparado
el discurso pero la presencia del manojo de lysimachias le distrajo. Carraspeó un
momento antes de decir:
—Querida Divea. Mira ese castro, que desde hace dos mil años ha sido el solar de
nuestros antepasados. Observa cómo se está desmoronando sin que podamos hacer
nada por impedirlo. Todos los días llegan hombres infames, venidos de la costa a
llenar de sillares sus carretillas. A pesar del misterio de esa cabaña que ves ahí, que
no sabemos quién la está construyendo, el castro es una ruina, un despojo donde
todos creen que pueden rapiñar. Y lo que nos roban no son piedras únicamente,
Divea; cada piedra que se llevan, transporta un retazo de nuestro espíritu, como si
fueran matándonos poco a poco. Todo se ha conjurado contra nuestra civilización.

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Hace más de mil años que intentan aplastarnos y nos obligan a vivir sometidos a toda
clase de penalidades. Pero hemos sobrevivido hasta ahora, aunque nuestra vida tenga
que ser discreta y casi fundida con las sombras del bosque. Todo se ha conjurado
contra nosotros, querida niña. Como hace muchos centenares de años que dejamos de
sacrificar vidas humanas a nuestros dioses, debemos forzar el ingenio, a ver si
encontramos el modo de contentar a Dana y todas las demás deidades. Estamos
obligados a poner la ley, los ritos y las esencias celtas en manos jóvenes, en busca de
un empuje que a Tito y a mí se nos ha agotado. Somos demasiado viejos, Divea, y no
podemos permitir que nuestra cultura muera con nosotros. ¿Lo comprendes, querida
mía?
—Sí, abuelo.
Buscaba una palabra que pudiera consolar al gran druida, pero seguramente no
existía.

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La luz se apaga, el limo se muere,


languidece el muérdago, mi piel se estremece.
Dioses de la jungla, siervos de Karnum,
dadnos los caminos, otorgadnos salud.
Madre Dana…

TITO MURMURABA el canto como una invocación. Ansiaba que los dioses
inspirasen las determinaciones de Galaaz, porque no quedaba tiempo para el error. A
nadie en el bosque le quedaba tiempo. Ni al druida ni a sus dos compañeros más
fieles, los que habían permanecido con él desde el día de su consagración, su bardo y
el sirviente personal. Pese a la resistencia de los tres, su etapa vital había terminado y
cuanto veía el bardo en su horizonte personal era lo que había verdaderamente en el
horizonte de todo su pueblo. Un eclipse definitivo como culminación del penoso
ocaso que estaban padeciendo.
Lo veía todas las noches. Les oía todas las madrugadas. Gundestrum, la temible
deidad de la venganza y la muerte, mandaba a sus cohortes de espíritus oscuros en
compaña, procesiones de sombras muertas ávidas de vida terrenal, espectros que
recorrían los vericuetos del bosque y pasaban rozando las cabañas de los celtas como
si quisieran ensañarse con ellos, sumándose al tormento de los enemigos siempre al
acecho.
¿Qué ofensa había podido cometer su pueblo contra Gundestrum y todos los
dioses?
¿Qué deuda habían contraído con Lugh, con Dana o el inofensivo y siempre
bienhumorado Bran? Últimamente, Tito sólo sentía a veces las inspiraciones de
Karnun, el dueño del bosque, mientras que de Aine, la diosa del amor y la pasión,
llevaba más de media vida sin sentir su aroma. El único que se les mostraba todos los
días, todas las lunas y todos los años era el furioso Ogmios, el dios de la guerra, el
menos ansiado y deseable, cuando el más leve suceso bélico ocasionaba terribles
sufrimientos a su pueblo y nunca, desde hacia demasiado tiempo, el placer de la
victoria.

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Siempre perdían. Jamás resultaban vencedores más que en escaramuzas
puntuarles, nunca en las batallas. Como resultado de las derrotas acumuladas, el
exilio hacia las penumbras más recónditas del bosque iba siendo cada vez más
ominoso. Los dioses les habían abandonado.
Rasgueando distraídamente la lira, permaneció largamente asomado al mar,
encaramado a uno de los muros circulares del castro, mientras observaba de reojo a
Galaaz en conversación con su bisnieta. Ambos, juntos, eran como una metáfora de la
primavera y el invierno, la vida y la muerte. El druida era la fortaleza que mantenía a
los tres viejos amigos con vida, Galaaz, Lugaro y Tito, pero se trataba de una
fortificación que, al final del agónico ocaso, había comenzado definitivamente la
cuesta abajo que conducía al más allá.
¿Cuántos años hacía que el druida había perdido la facultad de andar? Ni lo
recordaba, debía de ser casi media vida.
Continuó el canto, tañendo la lira tan desafinadamente como de costumbre, de lo
que se daba cuenta aunque los demás creyesen que no; pero no podía evitarlo. Sabía
que la voz se le quebraba en gallos de senectud hacía ya, lo menos, diez años. Era
demasiado viejo. Todos eran demasiado viejos. La mayoría de los poemas que
componía eran igual de pesimistas y desalentadores; sólo lograba juntar palabras
alegres cuando debía glosar una boda o festejar un natalicio, pero sin dejar de ser
completamente consciente de que estaba componiendo ripios indigestos, porque no
conseguía vislumbrar la menor esperanza en el futuro de quienes se unían ni en el de
quienes nacían.
Sabía que el asunto de la elección de un aspirante a druida se había vuelto muy
urgente, a pesar de su desacuerdo con la posible designación de una adolescente para
suceder a Galaaz, porque el futuro druida o druidesa debería superar una prolongada
iniciación. Por su formación familiar y cuando de ella se comentaba, era posible que
Divea no necesitase más que un par de años para alcanzar la meta de su consagración,
pero inclusive un periodo tan corto era un plazo excesivo que ninguno de los tres
amigos que gobernaban el clan iba a llegar a vivir.
Puesto que tan escasos eran los motivos de esperanza, si Galaaz muriera sin
sucesor el clan se desmoronaría.

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—¡ TRES DÍAS desaparecido! —reprochó Drea, al tiempo que amagaba una leve
bofetada—, y llegas sin nada. Ni un pescado ni un cesto de fruta… y, mientras, todos
los vecinos y yo, deslomándonos.
Sin comprender, Conall examinó el rostro de su madre a ver si bromeaba, porque
se trataba de una mujer habitualmente jovial y nunca se podía asegurar si hablaba o
no en serio. Pero su expresión denotaba un enfado que, a todas luces, reflejaba la
angustia que debía de haber sufrido por la desaparición aparente de su hijo, suceso
frecuente en el bosque en los últimos tiempos. Eran muchos los jóvenes de su edad
que desertaban sin dar explicaciones; un día cualquiera, sin aviso, decían que salían a
recoger setas o endrinos y ya nunca más volvían.
¿Llevaba tres días ausente? ¿Había pasado casi dos días en el mar, medio muerto,
y no sólo unos momentos, que era lo que a él le había parecido? ¿Podían los dioses
eclipsar del todo dos días en la mente de una persona, para ahorrarle sufrimientos?
—Madre, ¿estás segura de que salí de casa hace tres días?
—Se cumplirán la próxima madrugada.
O sea, que al menos había permanecido una tarde, una noche, todo el día anterior
y otra noche más mecido por el agua fría y procelosa de la mar, sin conciencia, a
merced no sólo de las olas y el frío, sino de cualquier monstruo de las profundidades
que quisiera devorarlo. Nunca había oído que alguien pudiera sobrevivir a algo
semejante. Tenía que tratarse de otra cosa; no había estado verdaderamente dormido a
merced de los peligros marinos; Dana lo había trasladado a una estancia de la morada
de los dioses, y allí lo había aleccionado para algo que luego le había hecho olvidar y,
finalmente, había vuelto a depositarlo en la orilla con las órdenes guardadas en un
rincón de su espíritu, de donde habrían de emerger cuando la divinidad lo considerase
conveniente. Ya no le cabían dudas, la diosa tenía un propósito del que él era
protagonista.
Recordó la visión tan vívida que había tenido mientras era arrastrado por la
corriente del río. Esa visión era una parte del aleccionamiento de Dana. Sin duda.
La extrema vejez de Galaaz era su oportunidad. ¡Qué tonto había sido! Tanto
buscar un porvenir ajeno a su mundo, cuando su mejor destino estaba en el bosque,

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entre su gente y sin renunciar a cuanto conocía.
Pero Galaaz le inspiraba algo parecido al terror. Se trataba de un sentimiento más
fuerte que la intimidación, pues jamás había podido resistir su mirada, como si el
druida pudiera penetrar en su pecho y saber lo que sentía, y recorrer el interior de su
cabeza parar enterarse de lo que pensaba, como si desnudase no sólo su cuerpo sino
lo más esencial de su persona. Siempre se había sentido culpable ante él, aunque no
tuviera culpa alguna, que él supiese. Era como si llevase una tara fundamental que el
gran druida había reconocido en el momento mismo de su nacimiento.
Pero debía sobreponerse para ganar su voluntad.
Galaaz era tan viejo, que seguramente sería sensible a los halagos y eso, cuando
él quería, sabía hacerlo como nadie. Tenía la habilidad de enredar a la gente mayor
con carantoñas, obsequios y mimos, y sabía que aunque no era la encarnación de la
hermosura, era vigorosamente sano y poseía una sonrisa que a todos encantaba.
Encontraría el modo de complacer y, en la medida de lo posible, seducir al druida
antes de intentar, siquiera, exponerle el deseo de ser su sucesor.
Tomó un pequeño cesto, que llenó apresuradamente de frutos silvestres en los
alrededores del poblado. Ensayó todas las frase más lisonjeras que se le ocurrían y
cuando se creyó preparado, fue en busca del anciano.
—Ya sabes que casi nunca pasa las tardes aquí —le informó una de las dos únicas
sacerdotisas que quedaban en el clan.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó Conall.
—En el castro. Si piensas ir por allí, llévale este manto, porque va a refrescar al
anochecer.

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EL BARDO TITO se preguntó si le gustaría su composición al druida. Se dirigió


hacia donde Galaaz permanecía sentado en la carreterilla, mientras canturreaba:
«La luz se apaga, el limo se muere…».
Mas cuando estaba ya a pocos pasos, decidió no agravar con el desaliento de su
canción la tristeza de su viejo amigo, porque oyó lo que el druida decía:
—Morimos, Divea, nuestro mundo sufre los últimos estertores, cercado por los de
la cruz y los de la media luna. Y yo no tardaré en morir, los dioses me socorran.
—Oh, abuelo, no digáis eso, por nuestra madre Dana. Sois el consuelo y la
esencia del clan, y no podéis abandonarnos.
—La Naturaleza es inexorable, muchacha. No pongas esa cara.
Galaaz sintió un escalofrío. El desconsuelo que reflejaba el rostro de Divea era la
declaración más expresiva de amor que había recibido nunca.
—Escucha, terca muchacha. Mi preparación de druida tomó dieciocho años.
¡Dieciocho años! ¿Tú crees que a mí me quedan tantos que vivir, como para esperar a
que un ignorante pueda, tal vez, convertirse en druida? Es indispensable apostar por
lo seguro, y lo único que parece seguro en las circunstancias actuales eres tú.
—Yo también soy muy ignorante, abuelo.
—Te equivocas. Sin saberlo tú y sin que los miembros de tu familia hayamos
pensado en ello, llevas catorce años preparándote; desde el día que naciste no has
parado de hacerlo, y según los testimonios que oigo, aprovechas muy bien esa
preparación. Todos aseguran que muestras el toque de la diosa…
—¡Oh, abuelo, perdonad, pero tal cosa es imposible! Yo no he oído su voz jamás.
—Afloja tu terquedad, Divea, o tendré que castigarte. ¿Tú crees que la voz de
nuestra madre Dana suena como la mía o la tuya? ¡No! Su voz fluye dentro de ti, de
tu espíritu, y no te habla con palabras, sino con impulsos y con actos. ¿Es que crees
que los dioses son de carne y hueso? Su voz es esencia, no sonido. Por otro lado,
muestras con humildad y sencillez conocimientos que a todos asombran. Reconoces
casi todas las plantas principales, sabes cómo operan sus efectos y tu madre me narra
de vez en cuando episodios que a ella la dejan con la boca abierta, cuando te ve
preparar elixires para los enfermos que yo no puedo atender. Vamos, no llores.

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Divea se había derrumbado de rodillas junto a la carretilla, con los brazos
apoyados en el regazo de su bisabuelo, y lloraba con desconsuelo.

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LA EXTRAÑEZA de Lugaro aumentaba todos los días. La cabaña edificada en el


castro era obra de un artesano muy bueno, no un simple constructor. Lo deducía no
sólo por la regularidad de los troncos que formaban las paredes o, más bien, la única
pared circular, sino por lo habilidoso del ensamblaje con las trancas que sujetaban el
techo y el trenzado primoroso del bálago que lo cubría. ¿Quién estaría tomándose la
molestia de un trabajo tan arduo y de apariencia tan inútil, y cuándo lo haría? De
noche, era imposible lograr un acabado tan preciosista y minucioso, y de día no
habían conseguido sorprenderlo todavía, y sin embargo cada jornada aparecía el
trabajo con retoques nuevos.
Lugaro se había alejado del grupo formado por el druida, su bisnieta y el bardo,
porque no quería que le preguntasen su parecer sobre nada. Galaaz era muy proclive a
consultar con sus amigos íntimos, lo que era su forma de homenajearlos, pues todos
tenían el convencimiento de que nadie en el clan poseía mayor sabiduría ni mejor
criterio. Pero las preguntas, aunque lo disimulase, incomodaban a Lugaro en el fondo.
Ya era demasiado viejo para romperse la cabeza con cuestiones de cualquier clase, y
la preparación de un nuevo druida no era precisamente cosa sencilla.
Entonces, lo vio.
El joven Alban apareció desde más allá de la cabaña y le miró de un modo que
parecía denotar desagrado y desconcierto, como quien es sorprendido en
circunstancias inconvenientes. Se había quedado parado, irresoluto, como si calibrase
sus posibilidades de disimular y dar un paso atrás si Lugaro no lo había descubierto.
Pero el cruce de miradas le convenció de que recular sería inútil. Tras un momento de
indecisión, echó a andar hacia el punto donde se encontraba el asistente personal del
druida.
Antes de que llegase hasta él desde la distancia de unos treinta pasos donde había
aparecido como emergiendo de la nada, Lugaro sintió una cascada de preguntas en su
mente a pesar de su determinación de no entrar en cavilaciones.
Alban era uno de los pocos jóvenes que en la actualidad recibían entrenamiento
para convertirse en oficial de guerreros; se trataba de un muchacho de anatomía muy
exuberante, fornido, altísimo, con anchos hombros sobre los que caía una cascada

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inmensa de rizos amarillos, puños como martillos y piernas robustas como troncos de
roble. Tenía unos diecisiete años y se suponía que latían por él la mitad del los
corazones jóvenes del clan.
¿Tendría algo que ver Alban con el misterio de la cabaña? ¿La estaría edificando
con un propósito oscuro?
Esas conjeturas no eran lógicas, porque la preparación que estaba recibiendo el
muchacho era militar y no tenía nada que ver con labores artesanales.
—Que la diosa te colme de favores, Lugaro.
—Ojalá que me socorra, como a ti y a tu familia. ¿Qué rondas por aquí, Alban?
El muchacho no respondió en seguida. Se mordió el labio inferior, descargó el
peso sobre su pierna derecha y, a continuación, sobre la izquierda, antes de comentar:
—Dicen que Galaaz quiere que Divea se convierta en druidesa…
De repente, la luz se hizo en la mente de Lugaro. El joven no tenía nada que ver
con la edificación de la cabaña; solamente la había usado en esta ocasión como
escondite para espiar al grupo, y probablemente no era la primera vez.
—¿Y qué te da si es verdad?
—Mucho.
—¿Te interesa esa muchacha?
El rostro rubicundo se volvió granate. Las aletas de la nariz de Alban temblaron
levemente al tiempo que suspiraba de modo ampuloso a causa de la enormidad de su
pecho, aunque sin emitir ningún sonido.
—¿No es Divea demasiado joven para entrar en una aventura tan peligrosa,
Lugaro?
—¿De qué aventura hablas?
—Si es verdad que es la elegida, deberá hacer el viaje de iniciación y, según he
oído, en ese viaje sólo pueden acompañar al futuro druida quienes van a entrar al
servicio de los dioses. Por mí, estaría encantado de acompañarla para servirle de
protector, pero me han dicho que no me estaría permitido.
—¡Quién sabe! —La exclamación de Lugaro sonó como un soplo enigmático.
—¿Qué tratas de decir?
Lugaro meditó un momento antes de responder:
—Por una conversación que tuve ayer con Galaaz, sé que le gustaría aprovechar
el viaje iniciático de quien vaya a sucederle, para entrar en contacto con clanes
lejanos. Mucho más lejanos que los visitados por él junto con Tito y conmigo, en
Hispania, cuando tuvo que iniciarse también. Sé que a quien elija, sea Divea o
cualquier otro, lo va a preparar intensamente hasta que muera el invierno próximo, y
en el equinoccio de la primavera ordenará comenzar el viaje con un doble objetivo;
formación intensiva y rápida al amparo de un gran número de druidas lejanos, y
averiguar si, por desgracia, somos nosotros los últimos celtas del mundo en nuestro
bosque, colgado del océano en el Fin de la Tierra. Aquí, parece que estuviésemos a
punto de perecer, Alban, como bien sabes; Galaaz quisiera saber si la esperanza

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habita todavía en algunos de los más antiguos reductos celtas de Europa.
—Parece un cometido demasiado ambicioso para una muchacha tan joven.
Lugaro sonrió con ternura. Divea era, con mucho, la muchacha más bella del clan.
Aunque abundaba la hermosura entre las muchachas celtas, lo de la bisnieta del
druida parecía reflejo de la belleza sobrenatural de los dioses. Por su parte, Alban
también sobresalía entre los de su generación. Lo suyo no era exactamente lindura,
sino un poderío físico excepcional, de otro mundo, comparable al de los más
extraordinarios héroes mitológicos. Parecía razonable que tantas cualidades
resumidas en dos jóvenes de edades parecidas pudieran atraerse y quisieran juntarse.
Acarició el mentón del muchacho mientras le decía:
—Te recuerdo, Alban, que nuestro gran druida no ha tomado todavía ninguna
decisión, en nombre de los dioses. No sabemos aún a quién elegirá como sucesor.
Los ojos de Alban brillaron esperanzados.
—¿Crees que existirá algún medio de convencerle de que no sea Divea la
elegida?
Lugaro sonrió con expresión sarcástica.
—¡Querido muchacho ingenuo! —ironizó—. ¿Tú crees que alguien en el clan es
capaz de convencer a Galaaz de algo que sea contrario a lo que él haya decidido?
Alban bajó la cabeza.
¿Qué podía hacer para impedir que Divea emprendiese ese viaje? O, si debía
hacerlo, ¿cómo lograría que se le permitiera acompañarla?

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ALBAN NOTÓ que Lugaro había creído su historia del todo.


Pero se trataba de una verdad a medias. Sí era cierto que las frecuentes caídas de
ojos de Divea, cuando se cruzaba con él, habían hecho mella en su corazón. Pero no
lo era que fuera ésta la razón de su presencia en el castro esa tarde.
Miró de reojo la cabaña, pero no quiso volver la cabeza para que Lugaro no
siguiera la dirección de su mirada ni sospechara.
Últimamente, Divea era la persona de quien más se hablaba en el bosque. Eran
tan elogiosos los comentarios, que sentía a diario la tentación de mostrarse escéptico
y contradecirlos. Según decían, la increíblemente bella muchacha había recibido el
toque de la diosa y todas sus amigas afirmaban con asombrada incredulidad que se
negaba tercamente a reconocerlo. Pero no era ésa la virtud que más resaltaban. Las
comadres hablaban con pasmo y exclamaciones constantes de facultades naturales
nacidas con ella. Según su madre, elaboraba elixires prodigiosos que nadie le había
enseñado a combinar y cuando cocinaba, alcanzaba a sazonar con el mejor punto
concebible, como si sus dedos y su paladar hubieran sido signados con poderes
excepcionales. Cuanto pasaba por sus manos, sabía mejor que el más exquisito
manjar. Pero las jóvenes hablaban más en términos prodigiosos; aseguraban que los
animales se postraban ante Divea y le rendían homenaje y que sabía de antemano
dónde se encontraba una flor o una planta que buscase, y no por premonición
aleatoria sino demostrando convencimiento pleno. Por consiguiente, todos
consideraban que iba a ser la próxima druidesa sin ningún género de dudas.
Pero a Alban le estaba sucediendo algo para lo que ese destino sería un grave
impedimento. Si daba alas al sentimiento que germinaba en su pecho, no sería capaz
de dejarla marchar para emprender ese viaje tan peligroso, prolongado e incierto.
Temía hacer cosas que afectaran al futuro que se había marcado. Jamás abandonaría
el clan como hacían muchos jóvenes, porque su deber de guerrero era protegerlo y
defenderlo, no contribuir a destruirlo. Jamás haría nada que, cubriéndole de
indignidad, pudiera impedir su sueño de llegar a ser el general principal del clan.
Jamás podría seguir a Divea en su viaje de iniciación si no le autorizaban
expresamente.

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Tenía las manos fuertemente atadas. Y la voluntad.

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TITO ESCUCHABA la conversación de Galaaz con su bisnieta sin intervenir y


con mucha incomodidad. Deseaba apartarse, porque no abordaban tan sólo asuntos
relacionados con los dioses. También debatían cosas de familia. A través de las
parrafadas de los dos, estaba enterándose de cuestiones particulares que ignoraba y de
las que sería más discreto no saber.
Para obedecer la orden de no apartarse que le había dado el druida, pero
ahorrándose al mismo tiempo toda posibilidad de intervenir en el diálogo, se sentó en
una piedra, dándoles a medias la espalda a los dos.
Rasgueó suavemente su instrumento, con idea de entonar uno de sus muy
celebrados poemas viejos cuando el druida y su bisnieta diesen la conversación por
concluida.
La lira era una ruina. Se fijó en una de las razones por las que desafinaba tanto,
quizá la principal. De tanto tensarlo, el nudo inferior del bordón tenía ya demasiadas
revueltas. Necesitaba sustituirlo por una tripa nueva, que no había tenido la
precaución de curar ni preparar, porque su memoria flaqueaba cada día más. Decidió
probar a ver si podía desatar el nudo superior, aunque no era el que usaba
habitualmente para afinar esa cuerda, fundamental porque era la que marcaba el
ritmo.
Dado que el nudo de arriba no había sido rehecho nunca desde que instalara la
tripa actual, encontró muchas dificultades para desatarlo. Sujetando la cuerda con los
dedos índice y medio de la mano izquierda, trató afanosamente de soltar el nudo con
la derecha aferrando el minúsculo cabo que sobresalía del trenzado. Tiró varias veces
sin resultado, hasta que comenzó a perder la paciencia.
Quiso realizar un intento definitivo, para lo que pretendió tensar la tripa hacia
arriba con objeto de facilitar cierto aflojamiento de la sujeción superior.
Entonces, ocurrió.
Como si el bordón fuese un cuchillo, el índice de la mano izquierda quedó
rebanado por la yema casi hasta la falange. El bardo soltó una exclamación de dolor
al tiempo que manaba un impresionante torrente de sangre.
Antes de que Galaaz tuviera tiempo de girar la cabeza hacia su bardo, Divea se

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lanzó hacia el ramo de lysimachias olvidado sobre una piedra, tomó varias hojas y
flores y se las metió precipitadamente en la boca, poniéndose a machacarlas con los
dientes muy aprisa.

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SUPERADA la alarma dolorosa que, cosas de la edad provecta, le había atenazado


los hombros y el pecho con una tensión casi insoportable, el druida Galaaz sonrió con
enorme complacencia cuando su bisnieta consiguió contener la hemorragia del dedo
de su bardo. Todas sus dudas se despejaron en un instante. Le tocaba despejar
también las de la muchacha.
—Divea, hija mía, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
—No tenía otra salida, abuelo.
—No me refiero a la excelente cura, Divea, mediante ese emplasto que has
preparado en un instante con la pericia de una druidesa. Hablo de todo, desde el
momento que acudías hacia acá. Cogiste un ramo de lysimachias creyendo que lo
hacías sin ninguna razón y cuando parecía menos lógico, en el trayecto de venida y
no en el de vuelta. ¿No comprendes que la diosa te había inspirado el impulso, porque
ibas a necesitar esas plantas para que nuestro querido Tito no se desangrara?
Divea bajó la cabeza. El druida notó que la muchacha tenía un sollozo en la
garganta a punto de romperse.
—Escucha, hija. Hasta hace un momento, me preocupaba la posibilidad de
obligarte a iniciar un proceso de formación que es muy penoso y exige muchos
sacrificios, sin la garantía de que poseyeses el toque divino que todo druida necesita,
lo que convertiría tu iniciación y tus esfuerzos en inútiles. Ahora, ya ha dejado de
preocuparme. Tú tienes carne de druidesa y mi determinación y mi orden es, en este
momento, que comiences sin demora el proceso de aprendizaje. Emprenderás el viaje
cuando pasen el otoño y el invierno, al comienzo de la primavera. Debes emplearte
muy duramente hasta entonces, porque debemos condensar en siete lunas un trabajo
que debería habernos tomado siete años.
Divea tenía las mejillas rojas y los ojos llenos de lágrimas.
—En nombre de los dioses, a quienes suplico que me ayuden y socorran, te
ordeno que desdeñes el rubor y el llanto, Divea —continuó Galaaz—. Serás mi
sucesora. Estoy seguro de que sabes cuánto has de esforzarte antes de que te desvele
las palabras sagradas y te entregue los símbolos que te servirán para hacerte
reconocer por los druidas de todo el universo. Por ello, porque sé que te esforzarás

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con devoción, mi decisión es firme. Ya no bajes más la cabeza ni permitas que las
emociones nublen tu razón ni te agarroten.
Oculto detrás del tronco del más cercano de los robles situados en la linde del
bosque, Conall acababa de escuchar las órdenes y resoluciones del druida. Apretó
fuertemente contra su pecho y su cara el lujoso manto de lana blanca que le había
entregado la sacerdotisa Maelda, con el encargo de dárselo a Galaaz. Necesitaba
ahogar el grito de desesperación que había estado a punto de emitir y que le resultaba
dificilísimo contener. El sueño de ser druida se había esfumado en un instante. ¿Un
espíritu maligno se interponía entre él y su propio futuro? ¿Todo cuanto emprendiese
estaba condenado al fracaso?
Abandonó el manto, colgado en un tocón del árbol donde los acompañantes del
druida pudieran encontrarlo, y echó a andar de regreso al poblado. Sentía deseos de
matar y morir. No tenía porvenir, no había esperanza para él ni para nadie. ¿Qué
hacer?
Pocos pasos más adelante, notó que alguien andaba tras él. Giró la cabeza con
algo de alarma y se topó con la mirada de Alban, que se apresuraba para alcanzarle.
No le gustaba ese muchacho ni sus compañeros de armas; todos los aprendices de
guerreros le parecían que jugaban como niños a juegos demasiado peligrosos.
Consideraba que todos ellos eran altaneros, bobos y petulantes.
—¿Qué haces por aquí, Conall?
Se sintió cogido en falta.
—No… nada. Había venido a traerle un manto a Galaaz, por mandato de la
sacerdotisa Maelda, pero he visto que nuestro buen druida se encontraba muy metido
en conversaciones y no he querido interrumpirle. Le he dejado el manto allí, en aquel
roble. ¿Y tú, qué haces?
Alban titubeó un momento.
—Me habían dicho que tú también ibas a desertar del bosque, Conall —dijo
Alban tras una pausa—. ¿Sigues pensando hacerlo?
—¿Por qué me preguntas eso en vez de responder mi pregunta?
El joven cadete volvió a titubear.
—Varios de mis compañeros y yo tratamos de encontrar soluciones —dijo el
fornido futuro general después de cavilar—. Nos preocupa el desaliento que se
apodera de nuestro clan, Conall. ¿A ti no?
—Bueno… La verdad es que me desespera sentir que no tengo futuro.
—Ya… —murmuró Alban, mientras asentía con la cabeza.
Continuaron andando bosque adelante, ambos en silencio, pero casi podían oírse
los engranajes de sus cavilaciones. Incómodo por el mutismo compartido y con la
sensación de que Alban, como él, tenía muchas preguntas que hacer, dijo Conall:
—Esos compañeros que has mencionado, ¿son todos aprendices de guerreros?
—No. Si así fuera, no podría hablarte de ellos, porque el reglamento militar
impide desvelar a los civiles asuntos internos de la milicia. Algunos muchachos son

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también cadetes, pero la mayoría sólo son amigos, gente de nuestra generación…
Bueno, ya sé que somos un poco mayores que tú, pero nada más que uno o dos años,
¿no? En realidad, tú pareces mayor que los de tu edad.
Esta última frase sonó como elogio en los oídos de Conall, que sintió crecer su
interés.
—¿Y habéis pensado en alguna solución o un plan concreto que nos libre de ese
desaliento del que hablabas antes?
—Todos tenemos alguna idea, pero no acabamos de ponernos de acuerdo. ¿Te
gustaría venir a nuestras reuniones? No podrías hablar a nadie de ellas.
Conall se dijo que no tenía nada que perder, y menos habiéndose quedado otra
vez sin porvenir.
—No sé… Creo que sí.
—Entonces, tendrías que someterte a un ritual de juramentación, Conall, con el
que asegurarnos de tu lealtad y discreción. Es complicado y doloroso. ¿Te atreverías?
—A mí no me asusta nada —aseguró.
Pero había visto pasar detrás de Alban, como una exhalación, el espectro
gigantesco al que llamaban Estadea. ¿Se disponía a reunir a los espíritus del abismo
para salir en cortejo esa noche en busca de vidas que llevarse? Concretamente, ¿sería
la suya? Puesto que le habían dejado sin el único porvenir que le había ilusionado tras
el fracaso del intento con los pescadores, ¿iba la compaña a llevárselo al abismo antes
de alcanzar la madurez? Tenía que ser eso, porque no sabía de ningún celta que
hubiera sobrevivido a la visión diáfana del desfile oscuro de los recolectores de
almas. Sintió un escalofrío que le erizó todo el vello. No era verdad que no le
asustase nada. En ese momento, temblaba de terror.

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CASI ANOCHECIENDO el día que comenzó la preparación de Divea, Lugaro


empujaba la carretilla del druida con mayor optimismo que últimamente y la
sensación de que sus brazos hubieran recobrado parte de su antiguo vigor.
Sentado en la silla móvil, también Galaaz sentía un bienestar que no había tenido
oportunidad de disfrutar los años recientes. Ese día, a cada paso confirmaba con
mayor seguridad el acierto de la designación de su bisnieta para sucederle como
druidesa, y algunas de las circunstancias que más les habían entristecido los últimos
doce o quince años daban la impresión de que iban solucionarse de repente. Como si
los dioses quisieran proteger y amparar a Divea, y demostrar a los hombres su
predilección por ella, no se habían cruzado durante el paseo con ninguno de los
peregrinos oscuros de la cruz; ni siquiera habían detectado su proximidad ni los
habían presentido. Una ausencia que últimamente, por desgracia, era demasiado rara.
Otro portento sugeridor de la preferencia de los dioses era que el día había
amanecido muy nublado, pero en cuanto emprendieron la exploración de las zonas
más intrincadas del bosque, precedidos casi siempre por la muchacha, el cielo se
despejó y el Sol se decidió a brillar.
Ambos amigos sentían una eufórica levedad corporal y un aligeramiento del lastre
de los años, y en determinados momentos parecía que levitasen, deslumbrados por
cuanto iban descubriendo en las nociones y el temperamento de la muchacha. A los
dos ancianos les daba la impresión de que un espíritu previsor se hubiera encargado
de instruirla a escondidas de todos y, principalmente, de su bisabuelo, como si ese
duende quisiera proporcionar al druida la ocasión de maravillarse. De ser así, lo
estaba consiguiendo.
Ni para la mente más racional podía existir otra explicación.
Excepto una, Divea había identificado correctamente todas las hierbas que su
bisabuelo había decidido enseñarle esa primera jornada. De todas ellas conocía los
efectos y utilidades, provechos medicinales y valores mágicos, y los había recitado tal
como se fijaba en la memoria esotérica del clan, conservada por los servidores de la
diosa. Puesto que se negaban a poner ninguna ciencia por escrito para no desvirtuar ni
pervertir sus esencias, era como si la muchacha llevase un catálogo marcado a fuego

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en la mente y Galaaz se preguntaba a cada instante de dónde había podido sacar
conocimientos tan profundos y minuciosos si no habían actuado las manos y la
voluntad de los dioses. Sin olvidar que la madre, su nieta, no había recibido jamás
instrucción especial relacionada con el servicio de los dioses; y ella había sido desde
su nacimiento la única maestra de Divea.
Sólo la inspiración de los dioses podía explicar la amplitud de su saber.
Galaaz había estudiado de joven los veneros, torrentes y pozos no sólo de su
bosque, sino los de una amplia región en los territorios circundantes. No se trataba de
un conocimiento cuyas ventajas tuviera un druida que poner en práctica con
frecuencia, y por ello había olvidado muchos de esos lugares o se habían eclipsado en
sus recuerdos hasta el día que los necesitase. Asombrosamente, Divea, que sólo
contaba catorce años, había demostrado a lo largo del día conocer con precisión todas
las moradas de la diosa que habían recorrido o cerca de las cuales habían pasado.
Cada vez que el druida señalaba o estaba a punto de señalar un manantial de aguas
curativas o un pozo junto al que conversar en silencio con la madre Dana, Divea
asentía con naturalidad y dedicaba una larga parrafada a describir los beneficios y
ventajas particulares del lugar, siempre con exactitud propia, al menos, de una
sacerdotisa. Tal agua emergía a una temperatura abrasadora y había que tener cuidado
al recogerla, pero quien la tomaba se recuperaba de cualquier dolencia de las tripas,
inclusive de los envenenamientos. Tal pozo era el más propicio para comunicar las
penas a la diosa y recibir consuelo. Tal torrente era donde había que bañarse si se
buscaba la purificación plena. Tal otro, servía para curar las heridas, arañazos y
enfermedades de la piel.
A las capacidades y entendimiento de Divea no conseguía encontrarles Galaaz
más significado que el sobrenatural. Percepción reforzada en esos instantes con un
halo de sortilegios a causa de la aparición de la Luna llena, que comenzó a iluminar
espectralmente el bosque a través de las copas de los árboles, en competencia con la
menguante luz crepuscular.
—Se ha hecho de noche demasiado pronto —murmuró Lugaro con algo de
solemnidad y tono ronco, como si temiera soliviantar a los vigilantes espíritus
nemorosos de las sombras, que eran tenidos por los celtas por celosos y
malhumorados.
—No te preocupes, amigo —tranquilizó el druida—. Reconocería el camino de
regreso hasta con los ojos tapados. Y tú también, ¿verdad, Divea?
—No lo sé, abuelo.
—Sí que lo sabes, pero te niegas a verlo porque ese poder te asusta.
—No lo sé, de verdad, abuelo. Nunca he tratado de encontrar el camino de vuelta
a casa con los ojos cerrados.
—Pero, aun en las peores circunstancias de oscuridad o lluvia ¿has dudado alguna
vez sobre cuál era la mejor senda?
Divea trató de recordar. Efectivamente, no conseguía evocar ningún episodio de

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dudas o angustia en relación con la identificación del complicado entramado de
veredas que recorrían el bosque.
—Creo que no, abuelo. Pero somos parte del bosque, ¿no? Aprendemos a
conocerlo antes de saber andar y, casi, antes de pronunciar una palabra. Yo tengo la
sensación de haberlo recorrido millares de millares de millares de veces. Y cuando
cierro los ojos, creo que tengo dentro de la cabeza un dibujo de todos los recovecos y
casi de todos los árboles y matorrales.
Galaaz giró la cabeza hacia Lugaro, cuya cara ya resultaba difícil de distinguir
por la oscuridad progresiva, que los rayos de luna filtrados por la floresta no llegaban
a despejar. Sonrió, sin embargo, a su amigo, alzando un poco el hombro, y exclamó
más que preguntó:
—¿Ves?
Parecía referirse a algo que hubieran discutido entre sí apasionadamente cuando
Divea no estaba presente, algo que acababa de confirmarse.
—Hagamos la prueba.
—¿Qué? —preguntó Divea con alarma.
—Lugaro, anuda este paño tapándole los ojos a Divea —ordenó el druida.
La expresión de la muchacha era de gran preocupación. Sabía que no iba a
reconocer ningún camino con los ojos cegados, pero no sentía temor a exhibir su
ignorancia ni su incapacidad; lo que temía en realidad era decepcionar a su bisabuelo,
cuya fe en ella era incomparablemente superior a la que ella misma sentía. Permitió
que el fiel sirviente de su bisabuelo anudase el lienzo con bastante torpeza y un poco
más fuerte de lo necesario.
Durante unos segundos, se sintió confusa. Una mezcla de miedo, alarma, pudor y
desconcierto le hizo trastabillar en el recorrido inicial de unos diez o doce pasos. Pero
de repente e inesperadamente, sintió que veía, a pesar del paño, a través de sus
párpados aplastados por él. Se trataba de una forma diferente de visión. No había
imágenes, sino sensaciones. Oleadas de planos inmateriales se movían ante los ojos
de su mente sin color ni forma, ni relieve, pero a ella le parecían azules, llanos y
posesores de vida autónoma, y se iban organizando como si respondieran a un plan
establecido por la diosa. Sin meditarlo, echó a andar tras el primer alineamiento;
había dejado de preocuparle decepcionar a su bisabuelo y a Lugaro; no pensaba que
debía descubrir un camino a ciegas ni que tenía una responsabilidad que ejercer. Lo
único que sentía era el impulso de encaminase tras la ola de planos azules. A veces le
recordaban las ondas marinas al amaneces y otras, la reverberación espectral del Sol
del verano sobre los cantos rodados del río. Nada era material y todo lo era, pero se
trataba de una materialidad que no tenía relación con el mundo palpable. Tenía que
ser la esencia que residía en el pecho de los celtas y que tanto gustaba a los dioses.
Durante un tiempo imposible de determinar, no fue capaz de advertir nada más
que esa ola y no sabía que estuviera andando resueltamente bosque adelante, hasta
que, mucho más tarde, notó que una mano sujetaba su hombro y otra desataba en su

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nuca el nudo del paño. Aunque no restaba en el bosque más luz que los enigmáticos
rayos de la luna filtrados por el follaje, se sintió deslumbrada al abrir los ojos.
Galaaz sonreía, más complacido que maravillado. Lugaro, en cambio, mostraba
signos de alucinación.
—Hija —dijo el druida—, nos has conducido por el buen camino con los ojos de
tu conciencia. Ya no dudes más de ti misma ni de tus facultades. A partir de ahora,
ábrete del todo para que yo pueda ayudarte a desarrollarlas.
—Hemos llegado al poblado conducidos por los ojos cerrados de una niña —
Lugaro permanecía en el pasmo más absoluto.
—Así es, querido amigo —corroboró el druida—. Hemos vuelto a casa justo a
tiempo para los rituales de la cena. Que la madre Dana nos ampare y colme de
favores.
Ninguno de los tres, ni aun sumando las facultades e intuiciones, había percibido
la escolta ni el acecho de un persecutor en todo el recorrido, tanto de ida como de
vuelta.

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CONALL HABÍA fingido abrazar con entusiasmo la filosofía y los fines del grupo
de jóvenes que Alban lideraba. Tras la primera reunión, y antes de que lo sometieran
al ritual de ingreso, supo disimular todavía el escepticismo y ocultar el desdén hacia
unos muchachos demasiado rebosantes de salud y afectos a los ejercicios físicos
como para hacer otra cosa que jugar inocentemente. Tal era el grupo secreto, un
juego. Una especie de fraternidad juvenil sin más trascendencia que la de cualquier
corro de muchachos que bebiesen en compañía elixires embriagadores para reír, o
rondasen la cabaña de una muchacha bonita aparentando querer conquistarla pero sin
acabar de atreverse a intentarlo jamás.
Los nueve jóvenes que formaban el grupo, incluido Alban, eran todos grandes,
fornidos, jactanciosos de su musculatura y dotes físicas. Se exhibían los unos frente a
los otros comparándose y presumiendo de atributos, del volumen de sus bíceps, de la
anchura de sus hombros o de la facultad de romper con las manos una rama gruesa de
aliso. Conall no conseguía imaginar mayor simpleza. Pero la contención para no
despreciarlos, por temor a represalias, y la simulación, le resultaron muy caras.
Al acabar el primer encuentro, le pidieron que se ausentara durante un rato
mientras ellos deliberaban y votaban el acogimiento o el rechazo. Conall aguardó
fuera del círculo de troncos con fastidio. Se trataba de una especie de valla o
talanquera formada por troncos jóvenes de abedul y situada en un lugar muy
recóndito del bosque, que permanecía siempre cubierta de matorrales para que nadie
pudiera descubrirla. Tras haber salido el grupo del poblado simulando que iban a
festejar algo, la valla fue despejada en su presencia, descubriéndole un recinto
redondo solado con grandes piedras grises, casi planas, entre las que brotaba el
musgo. Bordeando los troncos, una especie de banqueta corrida, también de piedra.
Discutieron de cuestiones que no parecían tener propósito alguno. Le interrogaron
sobre cosas demasiado conocidas de todos. Pusieron gran énfasis en relatar la
repetida historia de la grandeza antigua de los celtas en todo el continente y del
heroísmo e importancia de su clan. Después de un tiempo que le pareció demasiado
largo y reiterativo, fue cuando le mandaron ausentarse para debatir su ingreso.
Mientras aguardaba un veredicto por el que no sentía interés, Conall se preguntó

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las consecuencias que podía acarrearle que el rehusara el acogimiento, si se producía.
Ellos parecían atribuir a su fraternidad carácter secreto, esotérico. Era posible que no
se le hubiera desvelado todo cuanto ocultaban, pero al menos había visto ya esa
talanquera que, evidentemente, trataban de que no fuese conocida por todos. ¿Se
ensañarían contra quien repudiara participar de su juego? ¿De qué magnitud podía ser
la venganza o, al menos, el castigo para amedrentarle a fin de que no revelase el
secreto a los demás habitantes del bosque?
Se torturaba con tales temores cuando Alban se le acercó, terminada la
deliberación del grupo. Puso las manazas sobre sus hombros y le sonrió con un
asentimiento. A continuación, lo empujó hacia el interior del círculo. Los otros ocho
repitieron el mismo gesto de Alban. Por turno, fueron poniéndole las manos sobre los
hombros con expresión sonriente, para abrazarle a continuación.
—Ahora —dijo Alban una vez que todos lo hubieron hecho—, debes desnudarte,
tomar este elixir y dejar que te vendemos los ojos.
Conall sentía de antiguo prevención contra los elixires. Según creía, casi todos
eran benéficos, pero sus efectos no podían ser previstos completamente dependiendo
de quien los tomase. Estaba seguro de que tales efectos eran diferentes según la edad
y la corpulencia de la persona. De reojo, observó el que Alban le ofrecía. Era verde,
como el reconstituyente que elaboraba su madre. Pero se trataba de un verde muy
intenso y no demasiado transparente. Con examen tan esquinado, no consiguió
detectar dentro del frasquito ningún tallo de hierba.
Lo bebió de un sorbo, tal como se le ordenó. La sensación de embriaguez fue casi
inmediata. Sintió que se precipitaba por un abismo y que un fuego lacerante le
recorría las tripas. Quería permanecer de pie, en el centro del círculo, pero al mimo
tiempo sentía que podía volar, su nariz se inundó con todos los aromas del bosque
como si hubieran multiplicado por mil su intensidad, y las piernas le flaquearon. Supo
que iba a derrumbarse en el suelo, pero antes de que sucediera perdió el
conocimiento.
Cuando despertó a medias, se encontraba en el centro de otro círculo, pero éste no
era una simple rotonda sin techo. Se trataba de una cabaña grande y muy sólida, sin
puerta ni ventanas y con el mejor acabado interior que había visto nunca. Nadie
poseía en el bosque una casa cuya pared hubiera sido recubierta interiormente de
cortezas de madera cortadas como si fuesen sillares de piedra ni, mucho menos, sin
puertas ni ventanas. Ni siquiera una tronera, como los graneros. ¿Por dónde habían
entrado? Lo veía todo desde una posición elevada, pero no sabía encima de qué lo
habían depositado, pues recuperaba los sentidos muy lentamente y todavía no
conseguía mover ningún miembro.
Ardían nueve antorchas, sujetas con piedras en el suelo. Le costó un largo rato
descubrir que, más allá de los fuegos respectivos, los nueve jóvenes estaban sentados
con la espalda apoyada en la hermosa pared de rectángulos de corteza. Todos le
miraban muy fijamente. La cabeza se le iba y no conseguía mantener los ojos abiertos

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más que algunos momentos fugaces, como destellos. Comenzó a notar cierta opresión
en los hombros y tirantez en ambos brazos. Sin embargo, no sentía las piernas. Era
como si flotase, aunque la sensación no se parecía a lo experimentado cuando creyó
estar muriéndose en el mar. Ahora no había humedad ni movimiento de las olas, ni
frío. Sintió calor y poco a poco comprendió que sudaba copiosamente.
Instantes después, recuperó la facultad de oír. Estaban recitando una salmodia al
unísono, sin dejar de mirarlo muy atentamente. Parecían aguardar algo que todavía
tenía que suceder. Tras el oído, volvió a experimentar el tacto en toda su plenitud, y
así descubrió que estaba colgado, suspendido en el aire; una gruesa soga envolvía sus
brazos extendidos y había sido aferrada fuertemente en torno a sus hombros y a sus
muñecas. La soga había sido atada a dos gruesas argollas clavadas en la pared, en los
dos puntos más extremos del círculo. Consiguió girar la cabeza hacia ambos lados, lo
que le permitió ver lo que le hacía sentir la rigidez de los hombros. Mediante nudos,
la soga formaba una especie de arnés que posibilitaba que pendiese sin morir
ahorcado.
Comenzó a resultarle inteligible la letanía que murmuraban los nueve. El canto
contenía casi los mismos versos y palabras usadas por las sacerdotisas y el druida,
pero todos los dioses que invocaban eran masculinos. El más mencionado era Ognios,
el dios de la guerra, pero también nombraban mucho a Lugh, el supremo, y a Karnun,
el protector del bosque. En cambio, el bonachón dios Bran no merecía su
consideración. Le pareció que lo que aguardaban era que recuperase la conciencia,
porque cuando comprobaron que había despertado completamente, callaron los
cánticos, se pusieron de pie y Alban le preguntó:
—¿Me oyes, Conall?
—Creo… que sí —le costó gran esfuerzo responder. Tenía la garganta y el
paladar secos como madera vieja.
—¿Eres capaz de resistir?
—¿Resistir, el qué?
—Permanecer colgado ahí arriba, sin suplicar que te bajemos.
Así que se trataba de eso. Debía demostrar resistencia, resolución, capacidad de
sufrimiento y entereza. Recordaba haber oído relatar esa ceremonia bárbara que
practicaban los antiguos, pero que ya hacía muchos siglos que los celtas la habían
abandonado, por despiadada y, a veces, mortal. Al menos, así se aseguraba, porque
hablaban de ello como si se tratase de una leyenda. Pues iba a aguantar. Si la diosa le
había permitido sobrevivir días a merced del mar, también le ayudaría ahora.
—Sí resistiré, Alban —respondió.
—¿No nos suplicarás que te bajemos ni preguntarás cuándo lo haremos?
—No.
—¿Soportarías el mayor de los martirios para no traicionar a tu pueblo?
Ahora, comenzó a comprender.
—Creo que sí.

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—¿No estás seguro?
—Sí, sí lo estoy. Soportaría el peor de los tormentos para no traicionar a los míos.
—Bien, Conall. Ahora, nos marchamos. Volveremos cuando nuestro padre
Ogmios nos lo ordene. No puedes gritar ni pedir ayuda. Te prohibimos desfallecer. Tu
única alternativa es resistir en silencio y sin quejas. De lo contrario, morirás,
ocultaremos tu cuerpo y todos creerán que has desertado del bosque, como tantos
otros.
Antes de marcharse, le acercaron a los labios un paño húmedo, atado a la punta de
una vara. Supo que le ofrecían de nuevo el mismo néctar y comprendió que también
debía vencer el hambre y la sed, además del dolor de sus miembros, que seguramente
iba a ser terrible cuando se le pasaran del todo los efectos del elixir.
Siguió una eternidad.
Vio pasar muchas veces la compaña de la Estadea, cada vez con aspecto más
tétrico, pero no era sólo el desfile de espectros lo que sacudía su espíritu. La reina
loba martirizaba a los campesinos exigiéndoles más de lo que podían tributarle y,
cuando los castigaba y ellos se rebelaban, tras el ataque a su torre saltaba la reina por
la atalaya más alta para convertirse en un monstruo con pezuñas tras la caída. Nadie
conseguía verla con forma de loba pero Conall distinguía con claridad las huellas de
sus pezuñas en un manto de harina extendido por el sendero del bosque. Y volvía tras
las huellas la compaña de andrajos pestilentes, mientras con sus brazos aprisionados
por la soga y suspendido en el aire creía ser Etain, la que una reina celosa había
convertido en mariposa. Pero en cuanto echaba a volar, tratando de escapar de la
prisión de sus brazos, volvía la procesión de espectros a hacerle perder el sentido con
su hedor.

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NUNCA LE DIJERON a Conall cuánto tiempo permaneció a solas, colgado en


aquel lugar que aún ignoraba dónde se encontraba. Cuando acordaron dar por
finalizada la prueba, no pudo darse cuenta de cómo podían entrar y salir de un
edificio sin puerta ni ventanas ni cuántos eran. Recordaba el rumor de sus voces
como algo muy lejano o sucedido en un sueño. Sintió que lo bajaban con brusquedad,
entre exclamaciones de sorpresa porque no agonizara aún. Lo desataron sin mucho
cuidado, lo tendieron en el suelo y le obligaron a sorber un nuevo elixir.
Despertó en su jergón, en la casa de su madre, que le espetó con mucha aspereza
en cuanto abrió los ojos:
—No me gusta que te embriagues hasta estos extremos, Conall, hijo revoltoso.
Llevas traspuesto ahí dos días, como un cadáver, y menos mal que te trajeron esos
amigos tuyos, porque de lo contrario habrías muerto devorado por una fiera. Hala, sal
en busca de alimentos.
A partir de entonces, el grupo lo acogió con mayor entusiasmo de lo esperado. Se
lo contó Alban al finalizar la tercera reunión con ellos, y después de una confidencia
que parecía esperar que le resultase halagadora, le confesó su enamoramiento eterno
de Divea. Conall tuvo que contener un inexplicable deseo de estrangularlo. Fingió
simpatía e hipócrita solidaridad, pero lo que sentía en realidad era desprecio por un
insensato tan grande y fuerte, y sin embargo tan frágil de corazón.
Había sobrevivido a la cruel ceremonia del extraño y desconocido edificio
circular, y aunque padeció molestias en brazos y hombros durante algún tiempo,
pronto fue reponiéndose y sólo le quedaron las marcas de varias rozaduras cerca de
las axilas.
Su cuerpo parecía igual, pero algo había cambiado en su interior aunque no fuera
capaz de identificarlo. Habiendo salido vivo de aquel tormento, se sentía capaz de
superarlo todo. Él no se conformaría con un porvenir pintado de desaliento y
anulación. Puesto que todos sus congéneres se iban acomodando mansamente a las
tinieblas del más incierto de los futuros, no se sentía obligado con ellos. Tenía que
procurar una solución para sí, aunque le obligara a renunciar a su pueblo, a su familia
y a su nombre.

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Sin dejar de asistir a las reuniones para las que Alban le convocaba, se dedicó a
espiar a Galaaz y a su bisnieta desde el primer día de instrucción, lo que le permitía
asimilar algunas enseñanzas. Cada acierto de Divea, muy notable por las
exclamaciones de su bisabuelo y el sirviente cojo, era un cuchillo de rabia que se le
clavaba en el pecho. Cada acierto suyo, cuando atinaba a murmurar para sí la
respuesta a la pregunta de Galaaz antes de que Divea hubiese contestado, era una
explosión de júbilo. A ratos, el colorido otoñal del bosque le inspiraba impulsos y
sentimientos inoportunos; bajo el deslumbrador toldo de hojas amarillas, naranjas,
rojas, ocres y marrones, saturado el aire de aromas negligentes y de agujas frías que
removían la sangre en sus venas, sintió muchas veces la tentación de luchar y morir
por la tradición celta. Ésa había sido la vida de los suyos desde el principio del
tiempo y nada era más apetecible. Pero desechó estos pensamientos con resolución.
Amar todo eso le exigiría una actitud pasiva de abandono y rendición, y él no se
rendiría jamás.
El grupo de fantoches formado por Alban y sus amigos no iba a proporcionarle
soluciones para el porvenir. Había tenido que descartar integrarse con los cristianos y,
más tarde, el aprendizaje druídico. Pero si la diosa lo había salvado de las aguas y del
tormento de la cabaña circular, tenía que haberlo hecho con un propósito que no
podía ser otro que convertirlo en druida.
Por lo tanto, Galaaz estaba cometiendo un pecado de soberbia al elegir a una
muchacha de su familia. El derecho era suyo y debía recuperarlo.
Durante dos meses, rumió su amargura y su decepción, hasta llegar a pergeñar un
plan.
Tenía que hacer méritos ante Galaaz y cuando consiguiera ganar su confianza,
simularía querer ayudar a Divea como futuro servidor y escudero o, acaso, bardo. Se
ofrecería para protegerla de los peligros que tendría que afrontar, y así recibiría una
formación muy semejante a la de druida, apenas un poco menos profunda. Juraría a
Galaaz su lealtad a Divea, su entrega sin contrapartidas y con todas las
consecuencias, para que confiase en él como acompañante único de la muchacha en
el viaje de iniciación.
Un viaje del que ella no regresaría. Ésa era su decisión.

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ERA EL INVIERNO más frío que ambos recordaban. A pesar de ello, Galaaz
exigía que Lugaro lo llevase algunas tardes al castro, cuando notaba que Divea se
extenuaba a causa del programa intensivo de estudios que le imponía; tomaba,
entonces, la decisión de concederle media jornada de descanso.
Cubiertos de nieve los círculos de piedra, que descendían en cascada como si
pretendieran sumergirse en el mar, parecían un ramillete de gigantescas flores
blancas, como una ofrenda a los gigantes antiguos. Esa imagen causaba honda
impresión en el ánimo de Galaaz, que se llenaba de evocaciones y añoranzas.
—Lugaro. ¿Recuerdas cuando cruzamos aquella inmensa montaña nevada, en
nuestra peregrinación en busca del bosque donde asesinaron a Viriato, el gran
oretano?
—Sí señor. Recuerdo que estuve a punto de quedarme sin pies, porque casi se me
congelaron. Y eso, después del frío mortal que habíamos pasado en el castro de
Ulaca, en lo alto de aquel monte infame.
Galaaz sonrió. Lugaro se quejaba siempre, pero jamás había dejado de hacer lo
que se le ordenaba.
—Pero la vista era preciosa, Lugaro. No puedes negarlo.
—Sí. Aunque nunca he comprendido la afición que tenían nuestros antepasados
por las alturas.
—No era afición, Lugaro. Bien sabes que era necesidad de fortificarse en lugares
casi inaccesibles, para defenderse mejor. Viriato, a pesar de su maravillosa formación
druídica, expuso demasiado su vida en millares de incursiones contra los invasores
romanos. Confió siempre en su pueblo más de lo conveniente; como sabes, querido
Lugaro, los celtas somos veleidosos cuando creemos que nos encontramos en
situación apurada. Viriato fue traicionado por dos hombres de su confianza y lograron
acabar con él precisamente porque vivía como uno más, en una tienda, en el bosque.
Debió resistir el acoso extranjero en un castro fuerte y orgulloso, situado en lo alto de
un monte, y de ese modo esta tierra nunca hubiera sido ocupada por el Imperio
Romano, porque él les venció siempre que lo intentó. Los clanes celtas seguiríamos
siendo los dueños ahora, más de mil años después de aquel percance terrible, y nadie

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habría usurpado nuestro gran Camino al Fin de la Tierra.
Lugaro pareció muy tímido al preguntar:
—Señor, ¿no deberíamos tratar de entrar en contacto con otros druidas de las
tierras más cercanas, para complementar la formación de vuestra bisnieta?
—¿Y dónde buscaríamos a esos druidas, Lugaro?
El ayudante bajó la cabeza, compungido.
—¿Tendríamos que aventurarnos hasta el lejano castro de Capote, en las tierras
calientes del sur? —preguntó Galaaz con un tono algo ácido, más que irónico—.
¿Deberíamos, tal vez, ir a Briteiros, un castro que nos queda más cerca pero con el
que hace varios siglos que no tenemos contacto? ¿Habría que ir a aquél de donde
trajimos los hermosos cristales de yeso…?
—Segóbriga —murmuró Lugaro, suponiendo que Galaaz había olvidado el
nombre.
—Sí, Segóbriga. ¡Qué belleza! Mandar explorar cualquiera de esos lugares nos
obligaría a esperar más tiempo del que tenemos para formar a Divea, sin contar que
ignoramos hace mucho si quedan o no druidas en esos sitios. ¿Por qué hablas de ello,
Lugaro? ¿Qué te inquieta?
—Es que, señor, cada vez que se acerca a vos ese muchacho, Conall, con sus
juramentos y súplicas, me echo a temblar.
Galaaz sonrió.
—¿Te disgusta Conall? Pues a mí me parece un joven muy entusiasta.
—No se lo permitáis, señor.
—¿Prepararse para sucederte, Lugaro? ¿O, inclusive, para que suceda a Tito?
¿Por qué no habría de permitírselo?
—No sé… señor. Me da mala espina.
—¿No serán celos, querido Lugaro? A todos nos conturba cuando llega la hora de
que alguien nos suceda, por temor a que nos supere. ¿No será tu caso?
—¡Señor!
Galaaz vio en la vehemencia de la exclamación la señal de que tales
mezquindades no habían pasado por la mente de Lugaro.
—Lo más probable —añadió Galaaz—, es que decida que reciba formación de
bardo, porque como tú mismo señalas, no posee el carácter necesario para ser
confidente y ayudante personal.
—Sólo os pediría, señor, que si aceptáis las lisonjas y obsequios de ese muchacho
enredador, me permitáis que disponga que lo vigilen.

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EL INVIERNO era tiempo de aletargamiento. Ciertos animales, como los osos,


entraban en un estado que más parecía muerte que sueño, y también la gente del
bosque se sumergía en cierta clase de modorra. Apetecía más encerrarse a ver el
tiempo pasar que moverse para actuar. En la temporada de la niebla permanente, las
tormentas y las nevadas se preñaban muchas más mujeres y se producían las
borracheras más escandalosas, porque bebían sin medida ni control en su apático
encierro, entre juegos de taba cuyas apuestas llegaban a ser desmesuradas y más de
uno llegaba a intentar pagar con el suicidio la vida que otro le había ganado.
Siempre que alguien apostaba su vida a la taba y perdía, lo vigilaban durante
muchas jornadas, porque había entre los celtas varones pocas cosas más deshonrosas
que no pagar las deudas de juego.
Hasta el invierno anterior, Conall codiciaba las francachelas de sus mayores y
trataba muchas veces de participar, siendo expulsado con abucheos, tarascadas en el
pelo y patadas en el culo. Sin embargo, el invierno presente no le había pasado tal
idea por la cabeza. Vivía la preparación de Divea y la suya propia con expectación
tensa y pasión en aumento. Pasión que a él mismo le sorprendía en ocasiones.
Una mañana, oyó un silbido al salir de su casa con destino al claro del bosque
donde tenían lugar las principales lecciones. Alban le llamaba desde un escondite,
tras un denso macizo de zarzas chamuscadas por las heladas.
—No habrás olvidado tu juramento, ¿verdad? —le preguntó el robusto joven con
tono admonitorio.
—Jamás —respondió Conall enfáticamente.
—Acepto que participar en la peregrinación druídica puede ser útil para nuestros
fines, pero deberías haber consultado al consejo.
Conall torció el ceño, pero contuvo a tiempo una exclamación de impaciencia.
—¿Debería, Alban? Tú mismo afirmas que esa peregrinación nos será útil. ¿Debo
pediros consentimiento hasta para mis goces solitarios?
Alban sonrió. Era posible que Conall no advirtiera que hablaba de ese modo.
Desde que recibía enseñanzas del druida, estaba desechando la mayoría de las
expresiones populares y comenzaba a emplear términos pedantes.

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—Tienes razón, Conall. Se trata de una gran oportunidad para los sagrados
propósitos de nuestro grupo. Todos tratamos de sumar y no de restar. Cuantos más
hombres nos esforcemos por el porvenir de nuestra raza y nuestra estirpe, más fuerza
tendremos y antes conseguiremos vencer la adversidad. Lo que ocurre es que te
envidio. Además del tiempo que compartes con ella en las lecciones, en cuanto
comencéis el viaje de iniciación tú permanecerás siempre junto a Divea, de día y de
noche, conocerás el mundo en sintonía con sus ojos y sus exclamaciones; conocerás
su hambre y su saciedad; aspirarás los mismos perfumes que ella y te azotará el
mismo viento. Vas a gozar un privilegio que a mí me está vedado.
Conall vio lo que estaba ocurriendo en el pecho de Alban. No había acudido a
recriminarle no haberle consultado, sino a tratar de consolar el naufragio de su
esperanza. Divea emprendería su viaje iniciático probablemente sin confirmar, ni
corresponder por tanto, el amor de Alban, lo que a éste le desesperaba. ¿Querría
Alban, en realidad, pedirle su mediación? Confiaba en que no lo hiciera. Si le pidiera
tal cosa, ignoraba cuál sería su reacción, pero estaba convencido de que no sería
beneficiosa para el futuro de su pertenencia al intrigante grupo de jóvenes cultores del
desvarío. Sin embargo, a Alban lo entrenaban en la severidad rigurosa del guerrero.
Al robusto muchacho que parecía crecer un poco más todos los días, no se le ocurriría
jamás suplicar ni rogar en beneficio de lo que bullese en su pecho. En relación con
Divea, jamás pediría la ayuda de un igual ni, mucho menos, la de alguien como
Conall, a quien en el fondo despreciaba según denotaban algunos de su rictus al
mirarle.
—¿Vas a tu lección? —preguntó Alban.
—Sí. Galaaz me exige que llegue el primero, porque no ha decidido si seré bardo
o asistente íntimo, y Lugaro ha amenazado con darme cincuenta trancazos si algún
día llego después que ellos.
—¿Puedo acompañarte?
Conall se encogió de hombros. A causa del aburrimiento invernal, había ido
sumándose mucho público a las lecciones, que Divea recibía casi siempre en
compañía de Conall, salvo las de carácter secreto. Cuidándose de no invadir el
espacio delimitado por guirnaldas de muérdago y solidagos secos que Lugaro había
dispuesto en el claro, se amontonaban alrededor hasta llegar a ser multitudes si el
tiempo no era demasiado gélido. La presencia de Alban no estorbaría a nadie. ¿O
podría sentirse ofendido Galaaz porque un cadete y aspirante a general asistiese a
algo tan espiritual como la preparación druídica? ¿No era el druida también el
supremo de los guerreros?

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26

GALAAZ DESCUBRIÓ a Alban entre la muchedumbre que asistía esa mañana a


los estudios druídicos. Era imposible no verlo, porque su estatura aventajaba la de la
mayoría de los hombres en un palmo y ocupaba el doble de espacio a lo ancho.
Sonrió, sorprendiendo con ello a su fiel Lugaro.
Comprendía Galaaz que las lecciones en el claro se hubieran convertido en un
espectáculo que rescataba al clan de su melancolía. Con los rigores del invierno, y a
falta de partidas de saltimbanquis y justas de trova, resultaba provechoso para el
ánimo y los humores de la gente del bosque tener algo más en que pensar que su
desánimo enfermizo. La presencia de Alban le agradó particularmente, porque
aunque no le gustaba opinar mediante prejuicios, ese chico era cadete y los
aprendices de guerreros, ya se sabía. Muy proclives a borracheras y pendencias, pero
poca sensibilidad. En relación con la tropa, que tan indispensable era para la
supervivencia del clan, a lo más que había aspirado durante sus setenta años de druida
era a que los guerreros aprendieran, al menos, a reconocer las hierbas que podían
salvarles la vida en las batallas.
En el centro del grupo formado por el druida, su sirviente y Conall, Divea se
sonrojó al descubrir al exuberante muchacho de los rizos de oro, sobre todo porque
notó la intensidad y el hambre de su mirada. Alban no advirtió ese rubor que hubiera
podido alegrarle el espíritu. Muy atento a lo que sucedía en el centro de corro,
escuchaba sin pretenderlo las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, en
murmullos:
—¿No puede haberse equivocado el gran druida esta vez?
—¿Por qué lo dices?
—Es que esa muchacha, la hija de Inger la lanera, me parece que ni siquiera sería
todavía capaz de quedarse preñada.
—No digas estupideces. Tú te preñaste la primera vez a los quince, que son los
que Divea cumplirá antes de emprender viaje. Y además, mírala, ella es más enérgica
de lo que tú has sido nunca.
—No sé, no sé…
—Lo que a mí sí que me preocupa es el escudero que el gran druida le ha

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asignado.
—¿Por qué?
—Conall es un atolondrado que se emborracha y se mete en pendencias. Para
colmo, rumorean que no hace mucho intentaba abandonarnos, para unirse a los
cristianos de la costa. Digo yo que un muchacho así, con ideas tan cambiantes como
las nubes, no debería cargar con tanta responsabilidad. ¿Y si a las pocas jornadas de
viaje se aburre y abandona a Divea?
Alban se llevó la mano al pesado machete colgado de su cintura. Que
mencionasen la posibilidad de tal abandono le puso la sangre a hervir, al tiempo que
una mano invisible apretaba un fuerte pellizco en su pecho. Tomó en ese instante una
determinación que condicionaría todo su futuro. Si para ir en pos de Divea le
obligaban a renunciar a la milicia, renunciaría. Si para ir tras ella tenía que hacerlo a
escondidas, lo haría. Si Galaaz no le concedía su permiso, desobedecería.
Puso atención al discurso que el gran druida estaba pronunciando, porque le
parecía un manifiesto que él y los miembros de su fraternidad suscribirían con
entusiasmo.
Erguido en su asiento de la carretilla, decía Galaaz:
—El mundo que nuestro bardo Tito, nuestro buen Lugaro y yo conocimos de
adolescentes muestra signos de agonía. Da la impresión de que todo se hubiera aliado
contra nosotros, y algunos de nuestros compañeros de clan parecen haberse resignado
a un destino que conduce a nuestra desaparición. No lo consentiremos. Cumpliremos
el viejo adagio celta de que si sabes lo que quieres, tienes que arriesgar. La
civilización celta es la más antigua del mundo. La civilización celta es la más dilatada
de la historia, sin haber tenido que recurrir jamás a conquistas cruentas ni el
exterminio de otros pueblos. Llevamos tres mil años siendo el fermento cultural y
social de Europa. No podemos morir, haya lo que haya que pagar. Vamos a vivir,
vamos a sobrevivir a todas las adversidades, como llevamos tres mil años
consiguiendo. Nuestra civilización es la más vieja, sabia y natural del mundo. No
permitiremos que se disuelva como un terrón de tierra bajo la tormenta. El desaliento
es provisional, lograremos que sea transitorio. Pronto volveremos a entrar en contacto
con otros clanes. Tiene que haberlos. Tienen que existir muchos otros druidas por ahí,
hablando de lo mismo que hablo yo. La esperanza no es una posibilidad, es nuestra
obligación. Y tú, Divea, serás quien nos la traiga convertida en un proyecto de vida.
Por ello, para asegurar tu éxito, alguien más te acompañará en el viaje, además de
Conall.
Éste tuvo un sobresalto. Una tercera persona dificultaría o imposibilitaría su
proyecto. ¿En quién estaría pensando Galaaz?

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EL EXAMEN final fue anunciado para el equinoccio de primavera. Un día que


todo el bosque aguardaba con ansiedad.
No era cuestión menor. Si Divea no demostraba el aprovechamiento exacto de las
enseñanzas, el gran druida Galaaz no le iba a permitir emprender el viaje de
iniciación, puesto que sin pleno conocimiento de las claves druídicas y el dominio
efectivo de su uso no tendría ninguna posibilidad de superarlo. En tal caso, los celtas
tendrían que abandonar todas las esperanzas, porque ya no les quedaría tiempo de
formar un nuevo druida antes de la desaparición de Galaaz.
No sería tan riguroso el juicio del aprendizaje de Conall. A un futuro asistente del
druida se le exigía más actitud que esencia, más carácter que personalidad. En el caso
de que su destino fuera el de bardo, se le exigiría algo más, pero, sobre todo, oído
musical y buena voz. Por ello, casi nadie pensaba en que él también debía esperar ese
día con incertidumbre. Toda la capacidad de consuelo del clan, por tanto, se dedicaba
a atemperar los nervios de Divea, que fueron intensificándose conforme el día temido
se aproximaba.
Al contrario, Conall tenía que rumiar a solas sus propias inseguridades y los
desalientos, que en la cercanía del equinoccio iban siendo día a día más frecuentes.
Paradójicamente, encontró alivio en las reuniones de la hermandad de los amigos de
Alban, a pesar de que el cadete grandullón venía comportándose las últimas dos lunas
de un modo enigmático y apenas asistía. Conall no se preguntaba la razón de
ausencia, porque estaba demasiado absorto en sus propias tensiones. Si se le hubiera
ocurrido investigar, tal vez habría buscado consuelo en otra parte.
Para quienes lo conocían en profundidad, sobre todo sus compañeros de
fraternidad, las costumbres de Alban habían experimentado cambios llamativos. Más
que nada, porque apenas le veían y había dejado repentinamente de participar en casi
todas las sesiones secretas, sin acompañarles tampoco en las francachelas públicas. A
nadie comunicó sus encuentros nocturnos con Galaaz y Lugaro ni las horas que
pasaba, a solas, en la caverna situada en las cercanías del castro, a donde había
trasladado todas sus armas personales.
El día en daban por terminado el invierno, prepararon al amanecer el sagrado

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claro de las ceremonias. Todas las mujeres adultas llevaron sus escobas de juncos y
los rastrillos, y empezaron a barrer con la primera luz del alba, hasta limpiar del todo
la tierra de un área central de veinte codos de diámetro. En cuanto ese espacio quedó
despejado de hojarasca y maleza, varios de los hombres más fuertes transportaron
grandes piedras con las que rodearon el perímetro, formando un círculo semejante a
los del castro en altura y dimensión. A continuación, situaron el ara muy
cuidadosamente en el centro, tras haber permanecido casi medio año envuelto en
paños y guardado en un cobertizo, para preservar su pureza de intermediario con la
divinidad. Por último, colocaron sobre el poyete de piedra una hilera de tablas
cubiertas en abundancia con muérdago, que había recogido el propio druida la tarde
anterior, al anochecer, ayudado por Lugaro y otros seis hombres que habían portado a
Galaaz en una silla gestatoria que, al ser levantada, le permitía alcanzar en los
tocones y ramas de los robles la planta más milagrosa de todas, que no podía ser
cortada con metal. Usó, por tanto, una de las hachas de sílex.
Con el muérdago recogido como mandaban los dioses, todo sería más fácil.
Cuando terminaron los preparativos materiales del rito, el claro y las ramas de los
árboles de alrededor se encontraban ya abarrotados de gente, prácticamente todos los
habitantes del bosque. Sólo faltaban quienes tenían misiones de vigilancia, los que no
podían abandonar tareas inaplazables y los muy enfermos.
Alban no estaba obligado a someterse a escrutinio, pues su preparación carecía de
carácter ritual; sin embargo, fue uno de los primeros en llegar. Quería estar muy
atento a las expresiones y ademanes de Conall según fuese respondiendo Divea bien
o mal las preguntas del druida.
Galaaz dio comienzo al acto situándose junto al ara. Fue alzado de la carretilla de
Lugaro con la ayuda de dos hombres, que permanecieron sujetándolo por la cintura
toda la duración del prolongadísimo ritual. El viejo gran druida bebió a pequeños
sorbos el elixir de color lechoso que el bardo Tito le ofreció en un cuenco; a
continuación, alzó la mirada al cielo y extendió ambos brazos. Todos notaron pocos
instantes después que la encogida figura del druida casi centenario ganaba volumen y
majestuosidad, para erguirse en seguida, arrogante, al menos sobre la cintura aunque
sus piernas continuasen siendo incapaces de sostenerlo.
Tito le ofreció el viejo cuchillo sagrado de obsidiana y otros dos hombres
colocaron sobre el ara un conejo con las patas atadas. Galaaz, a quien repugnaba todo
sufrimiento, incluido el animal, midió con cuidado el golpe con el que lo degolló,
para que fuese certero y no hubiera de repetirlo. La sangre fue vertida limpiamente,
todos murmuraron las plegarias y comenzó el interrogatorio de Conall, mientras las
dos sacerdotisas lavaban el ara deprisa, pero a conciencia.
Aparte de unas dudas insignificantes, el muchacho respondió con acierto. Se
equivocó muy poco y todos pudieron ver que Galaaz asentía al final en silencio,
mientras le señalaba con la cabeza y con la mano extendida el punto del círculo
donde debía sentarse para aguardar el veredicto final.

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En seguida que Conall se retiró, colocaron sobre el ara una nerviosa cabra vieja,
también con las patas atadas; pero su agitación hizo que se escurriera, yendo a caer en
el suelo en dos ocasiones, por lo que debieron sujetarla entre tres; uno por las patas
delanteras, otro por las traseras y el tercero tuvo que esforzarse para inmovilizar la
cabeza. Tras limpiarlo a fondo, Tito volvió a ofrecer a Galaaz el cuchillo sagrado, y el
druida se concentró esta vez con algo más de recogimiento que la anterior y con
actitud muy humilde y devota. Alzó la mano armada mientras extendía la izquierda
en busca del punto exacto donde el golpe pudiera matar al animal a la primera.
En ese momento, el silencio era absoluto, porque parecían haber enmudecido
hasta los rumores naturales del bosque. Todos fijaron la mirada en la mano derecha
del druida, tratando de sumar su energía espiritual para aumentar en conjunto la
fuerza física de esa mano, a fin de que el golpe fuese limpio, certero y mortalmente
efectivo, para estar así seguros de que el viaje iniciático de Divea comenzara bien y
llegase a buen fin. De ello dependía el futuro de todos.
Fueron unos momentos de parálisis completa, como si un espíritu burlón hubiera
decidido detener el tiempo. Todo permaneció inmóvil, hasta la brisa. Pero la mano
armada del druida cayó como si poseyese la fortaleza de un hombre joven y vigoroso,
la sangre manó abundantemente a la primera y el animal agonizó tan sólo un instante.
Por como se derramó la sangre, comprendieron que el misterioso e impredecible
Cernunnos, el dios cornudo, no les reprochaba el sacrificio de un semejante, y que la
madre Dana acogía la ofrenda complacida y todos suspiraron con alivio.
Con la ayuda de quienes lo sujetaban, Galaaz se giró hasta situarse de espaldas al
ara y contempló enternecido a su bisnieta, que aguardaba, muy piadosa, con la cabeza
gacha y gran devoción, sentada en el punto opuesto del círculo a donde Conall se
encontraba. Ataviada con una túnica suelta, cuyo vuelo llegaba a arrastrar, y coronada
muy profusamente de flores de nardo montano de valeriana y de centáurea real,
azules como sus ojos, no podía imaginar a una muchacha más hermosa. Aparte de la
invocación que pronunciaba en alta voz, oró mentalmente para que Bran, Karnun y
Lugh la iluminasen y protegieran.
El druida extendió ambos brazos mientras preguntaba:
—Responde, Divea, ¿darías la vida si te la pidieran los dioses al servicio de tu
pueblo?
—Sí. Conozco todos los precios que se me exige pagar.
—¿No retrocederás ante nada, siendo de la dimensión que sean los obstáculos que
se te puedan presentar en tu viaje?
—Nunca. El bien de mi pueblo es mi meta.
Galaaz alzó las manos mientras lo hacían girar quienes le sujetaban. Las manos
con las palmas vueltas hacia la gente expresaban la advertencia de que debían
reconocer la autoridad naciente de la futura druidesa.
—Recita todos los componentes y las proporciones de los siete elixires básicos —
ordenó Galaaz a su bisnieta.

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Pocos instantes después de comenzar Divea a enumerar las fórmulas, fue
extendiéndose entre los presentes la esperanza mezclada con la alegría. Por la
solemnidad del rito, no se les permitía exclamar nada ni aplaudir, pero todos tenían
ganas de hacerlo, admirados de la rapidez y la exactitud con que la muchacha
detallaba los preparados.
—Recita ahora los componentes y las proporciones de los siete elixires
principales —volvió a ordenar el druida.
En ese momento, los asistentes contuvieron el aliento. En las fórmulas de los siete
elixires principales no podía haber el menor error ni la más leve vacilación, porque
podían salvar vidas o arrebatarlas según el tino con que estuviesen combinados.
Terminada la exposición de Divea con la misma exactitud de la anterior, ansiaban
vitorearla y era casi doloroso reprimirse.
—Ahora, Divea, si deseas de verdad que se te permita buscar la luz para alcanzar
el sagrado estado supremo de druidesa —dijo Galaaz—, recita en mi oído los
componentes y las proporciones de los siete elixires excepcionales.
Estas siete fórmulas las ejecutaban exclusivamente los druidas y en muy pocas
ocasiones, dependiendo de circunstancias insólitas, por lo que los habitantes del
bosque no las conocían y les estaba prohibido prepararlas. Por esa razón, nadie salvo
los druidas sabía recitarlas de corrido. Divea inspiró hondo, carraspeó y se pasó la
mano derecha por la frente.
Todos dejaron de respirar, en tensión suma. Si Divea vacilaba tenía que ser
porque había olvidado una o varias fórmulas. Conall, que permanecía al otro lado del
círculo con la cabeza gacha aunque atento a los gestos de la aspirante a druidesa, no
era del todo capaz de controlar sus propias emociones; si Divea fallaba, él no tendría
druidesa a quien fingir de que deseaba servir, pero si acertaba de pleno, sentiría que
era tan superior como todos creían, lo que no imaginaba cómo podía afectarle. Por su
parte, y aunque a bastante distancia, Alban detectó la tensión en las extremidades de
Conall; le pareció evidente que tenía que mantenerlo bajo vigilancia.
Pero lo que había retrasado la respuesta de Divea era un ruego a Macha y la
plegaria que estaba dirigiendo mentalmente a la madre Dana.
Cuando acabó de recitar al oído del druida los componentes de los siete elixires
excepcionales sin un solo fallo, todos observaron el gesto feliz de aprobación que
compuso Galaaz y la multitud estalló en vítores y aclamaciones.
Aunque no brillaba el Sol con la esplendidez del día anterior, los árboles apenas
habían empezado a reverdecer y en esos momentos los agrisaba un velo de niebla no
muy densa, veían el futuro con mejor color.

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FALTABA SÓLO una jornada para la partida.


De madrugada, en el rincón más recóndito de la caverna, Alban cegó con piedras
y lodo el pasadizo que daba acceso a la cabaña circular del castro desde debajo del
cerco de piedra. Cuando le pareció el taponamiento lo suficiente sólido, extendió por
encima retazos de musgo y líquenes que había recogido en el bosque.
Puso unos pasos por delante la señal que sólo sus compañeros de hermandad
serían capaces de interpretar, tres piedras grabadas con espirales; con ellas, les
prohibía acceder al interior del edificio en su ausencia. Recogió las armas de su
propiedad y se dirigió al punto donde ya estaba la carreta dispuesta y cargada de ropa
y los avíos del viaje, a falta tan sólo de la comida, el agua y los elixires, que serían
añadidos momentos antes de la partida.
Galaaz lo saludó:
—Salve, Alban. Guarda tus armas en la carreta, conserva el machete en la cintura,
trae el caballo, que te espera detrás de ese matorral, llévalo a tu casa cuando os diga a
los tres lo que tengo que deciros, enjaézalo después y disponte para emprender la
partida la próxima madrugada.
Dado que tanto Conall como Divea ignoraban que él sería el tercero, se sintieron
sorprendidos. Divea oró mentalmente para que la presencia del vigoroso cadete no la
distrajese de su cometido. Conall se preguntó cómo podría llevar adelante el plan, con
la compañía imprevista de alguien tan superior a sus fuerzas. Pero encontraría el
modo, porque uno de los viejos proverbios celtas aseguraba que era mucho más útil la
maña que el poderío físico. Como sabía con claridad lo que quería, estaba dispuesto a
arriesgarse. Y él se sabía mucho más mañoso que Alban.
Tras una larga retahíla de recomendaciones prácticas, el druida ordenó a Conall y
Divea que se turnasen en llevar las riendas, y a Alban que nunca perdiera de vista la
carreta cuando tuviera que rastrear los peligros y obstáculos que irían encontrando.
—Y ahora, escuchadme los tres con atención, porque debéis aprender a lo largo
del día de hoy cuanto voy a ordenaros. Tenéis que esforzaros en asimilarlo bien, para
estar seguro de que si uno olvida un dato concreto, los otros dos podréis señalarlo.
¿Estáis dispuestos?

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Los tres asintieron. Galaaz les indicó que se sentasen en el suelo, frente a la
carretilla.
—El viaje de iniciación de la futura druidesa ha de conduciros a los clanes
astures, galos, anglos, galeses y, por último, los hiberneses. Es un viaje muy largo,
muy duro y muy peligroso. Encontraréis no sólo enemigos humanos, también la
Naturaleza os opondrá grandes obstáculos que deberéis salvar con determinación.
Podéis encontrar tribus terribles y feroces que han existido desde el principio del
tiempo y, por lo tanto, han de seguir existiendo. Y también hay tribus nuevas, como
los invasores del sagrado Camino celta al Fin de la Tierra. En los diferentes países
que habréis de recorrer, cuidaros especialmente de los hombres sin rostro, los que se
llaman a sí mismos «dioses guerreros», los cetrinos desmujerados y las cruces de
fuego sangrantes. Mantened sigilo y tratad de ser invisibles cuando sintáis que están
cerca los soldados de la cruz o los de la media luna. Jamás os dejéis capturar, porque
es mucho menos espantosa la muerte que los tormentos que los invasores del Camino
y todas esas tribus inflingen a sus víctimas. Será mucho más dulce volver a ser tierra
gracias a estos frasquitos que os doy. Los tres contienen el mismo elixir y os
permitirán escapar del dolor, la miseria y el mundo en pocos instantes y sin ningún
sufrimiento. Llevadlos siempre en vuestro cuello y jamás os desprendáis de ellos. Y
recuerda, querida Divea, que en todos los clanes has de escuchar las enseñanzas, al
menos, de un druida, a quien darás a conocer tu condición mediante las palabras y los
objetos que te entregaré en el momento de la partida. Bajo ninguna circunstancia ni
en el peor de los casos podrás confiar los símbolos ni comunicar las palabras a tus
dos acompañantes, pues representan privilegios exclusivos de los druidas que no
pueden ser compartidos. Mañana, por lo tanto, deberás tener la mente alerta para
aprender las palabras en pocos instantes y protegerás con tu vida los objetos que te
entregaré.
Mirando las pupilas azules de su bisnieta, Galaaz contuvo un gemido y continuó:
—Tú, Conall, has recibido preparación ambivalente que puede servirte para
convertirte en íntimo o en bardo. Dependerá de tu propia maduración durante el viaje
y de las dotes musicales que puedas poseer sin que los demás lo sepamos. Seréis
Divea y tú, pero sobre todo tú mismo, quienes habréis de decidirlo, pero mucho antes
de culminar el viaje. Cuando regreses aquí, ya deberás ser lo que serás para siempre.
Conall asintió, esforzándose por mantener una expresión neutra. El druida no
sospechaba el calado de lo que acaba de decir. Iba a ser lo que quería ser.
—Y tú, Alban —continuó Galaaz—, tienes por misión expresa la de proteger la
vida de la futura druidesa con la tuya, pero mi corazón confía en que vuelvas
incólume y convertido en algo más que un simple escudero.

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29

TRAS ESCUCHAR atentamente y reflexionar sobre cuanto el druida había dicho,


Conall hizo balance de las posibilidades de su plan, ahora que tenía que modificarlo a
causa de la presencia de Alban. Le iba a costar mucho superar la ira que le causaba el
obstáculo que el vigoroso joven representaría para sus proyectos.
Conservaba en el patrimonio de sus derechos la decisión de manifestar en el
último momento que no acompañaría a Divea. Nadie iba a matarlo por eso. Se
limitarían a expulsarlo del clan, lo cual no sería el fin del mundo. Pero, entonces,
¿qué iba a hacer con su vida?
Comprobado que existían para un celta muy pocas oportunidades al margen de su
pueblo y el bosque que era su hogar, no disponía de más proyecto que el de absorber
de Divea cuanto fuese adquiriendo en su iniciación y, al final, suplantarla librándose
al mismo tiempo de Alban.
El balance no era demasiado satisfactorio, pero tampoco escuálido.
Galaaz había aprobado su bagaje de conocimientos delante de todo el clan. Ello
había mejorado su fama y le ayudaría en el futuro a hacer olvidar pasadas veleidades.
Ni siquiera el propio druida se había dado cuenta de que, a pesar de la prohibición,
había escrito palabras claves en varias hojas secas; esas palabras escritas, entrevistas
de reojo, le habían servido para responder atinadamente muchas de las preguntas de
Galaaz, de cuya exactitud no hubiera sido capaz de acordarse de otro modo.
Se trataba de una trampa peligrosa, y no sólo porque la tradición prohibiera la
práctica del arte de la escritura que, sin embargo, a todos se les obligaban a aprender
de niños. El peligro principal consistía en lo que estaba por ocurrir. Durante el viaje,
cada vez que encontrasen a un clan y se presentasen ante su druida, hallarían también
un bardo y un ayudante íntimo que lo asaetarían a preguntas.
Conservaba las hojas que le habían servido de claves, y los primeros días de viaje
las consultaría siempre que pudiera apartarse un poco de Divea y Alban, a fin de
alcanzar el convencimiento de saber lo necesario cuando encontrasen el primer clan
astur.
Tenía ante sí, por consiguiente, tres retos:
Ser capaz de parecer sabio.

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Librarse de Alban.
Suplantar a Divea de modo creíble en el último momento del retorno.

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SE ALZÓ de un salto del catre reforzado con troncos, con la agilidad del guerrero
que permanecía siempre alerta. Todavía desnudo, entregó el machete a su padre y
bajó la cabeza para que dejase de ser la de un adolescente. De espaldas a ellos, no
pudo ver las lágrimas que sus padres derramaban mientras iban cayendo rizos al
suelo. Aunque ambos eran altos, habían procreado a un gigante con cuerpo de dios,
del que se sentían tan orgullosos que tenían que morderse los labios para no cantar a
todas horas alabanzas a sus habilidades físicas y proezas.
Después de cortado el pelo y habiendo vestido las galas propias de un guerrero,
todavía era de noche cuando Alban terminó de enjaezar su caballo. A pesar de la
intensa luz que iluminaba su esperanzada meta, una sombra había caído sobre su
corazón. Le causaba demasiado dolor abandonar a su familia, a su fraternidad, el clan
y el bosque. Le dolía mucho más de lo que había previsto. Al montar, murmuró una
plegaria a Ogmios, el dios de la guerra. Tras prometer entregarle su vida en combate
si se lo exigía, confió en que la agitación del inminente inicio del viaje le
proporcionase alivio y olvido antes de que el Sol brillase alto.
Conall tuvo que ser zarandeado insistentemente por su madre, pues la noche
anterior no conseguía dormir, desvelado por una indigesta mezcla de sentimientos,
ambiciones, esperanzas y miedos, y se había visto obligado a tomar un pomo
completo del quinto elixir básico, el que sosegaba las angustias e inducía el sueño. Se
desperezó con mucho fastidio. ¿Quién le mandaba a él meterse en tales berenjenales?
Después de todo, no era mal parecido, se expresaba bien, le atribuían gran
sensualidad, poseía una sonrisa cautivadora y su inteligencia era aceptable. Si se lo
propusiera, podría medrar en una de esas ciudades que había escuchado describir a
los pescadores, esos sitios donde nadie conocía a nadie y cualquiera que tuviese la
mano y las piernas ligeras conseguía sobrevivir. ¿No serían desmesuradas las
pretensiones depositadas en el viaje que estaba a punto de emprender? La meta que se
había marcado, convertirse en druida, ¿no iba a exigirle un esfuerzo exageradamente
penoso?
En esos momentos, Divea se encontraba ya equipada y dispuesta para el viaje,
postrada ante su bisabuelo y apoyadas las manos en sus rodillas, para oírle con la

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intimidad y reserva que él exigía. Galaaz se forzaba a sobreponerse a las quejas de su
corazón por verse obligado a dejar partir a la muchacha; tenía que hablarle muy
lentamente, para que no le delatara un suspiro:
—No sabemos si existe algún otro druida en cualquiera de los bosques cercanos.
Por mucho que lo hemos intentado Tito, Lugaro y yo, ni siquiera estamos seguros de
que sobrevivan los clanes celtas que conocimos de jóvenes en tierras no muy
distantes. Así que puedes suponer lo flacas que son las certezas sobre los clanes y
druidas que puedan quedar en esas tierras tan lejanas a donde vas.
—Mi madre me contó que una vez —dijo Divea—, cuando ella era tan joven
como yo, recibisteis una visita de emisarios de los celtas de Hibernia, que habían
venido en un navío hasta el pie del castro…
—Sí, hija mía, así fue. Pero esos supuestos celtas habían renunciado a las
doctrinas y las claves principales de nuestra cultura y también habían renegado de
nuestros dioses. Adoraban a uno nuevo, llamado Patricio. Hibernia es el final de tu
viaje de iniciación, posiblemente la visita más trascendental, pero no debes fiarte ni
aceptar cobijo de quienes adoran a ese dios. Utiliza cuanto te he enseñado para
descubrir a los celtas verdaderos, si es que quedan. Ahora, repite las palabras que te
he dicho antes al oído, pronunciando las tres frases en el mismo orden que yo.
Divea cerró los ojos. Galaaz le exigía demasiado. Solamente había recitado una
vez las claves que ella debería usar como contraseña ante todos los druidas que estaba
obligada a visitar. Apretó los párpados, porque no estaba segura de recordar todas las
palabras de la tercera frase ni su orden exacto. Por ello fue declamando según la
secuencia empleada por su bisabuelo, pero aún con mayor lentitud que él. Sabía que
la garganta se le rompería en un sollozo si descubría que se equivocaba en las
expresiones del viejo gran druida.
Pero no ocurrió con la primera ni con la segunda frase. Galaaz sonreía con
aprobación y asentía, aunque no llegaba a borrarse la lóbrega pincelada de tristeza
que había en sus ojos. Mas cuando Divea se detuvo, tratando muy evidentemente de
recordar con exactitud, venció el amor. No podía volver a recitárselas porque a ella se
le exigía aprender esas cosas tan sustanciales a la primera, pero sí podía
proporcionarle un atajo. Introdujo la mano en un pequeño zurrón que colgaba de su
cuello, para extraer en seguida una pequeña cruz celta tallada en piedra.
—Ésta es la marca-árbol de Karnun que debes poner en la mano derecha del
druida en el momento de pronunciar la primera frase.
Divea asintió. A continuación, Galaaz sacó del zurrón un pequeño cascabel de
bronce.
—Éste es el cascabel de Ogmios, que debes poner en la mano izquierda del druida
en el momento que comiences a pronunciar la segunda frase.
Divea sintió que iba a gritar de desolación. Efectivamente, comprobó que había
olvidado la tercera, porque su memoria se negaba a entregarle las palabras.
Notándolo, el druida sacó del zurrón un aro muy pequeño de bronce, del tamaño de

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un anillo; dentro del círculo, una figura humana con las piernas y los brazos muy
abiertos, hasta entrelazarse con el aro. Mirándolo, las palabras acudieron fluidas a la
mente de Divea:
—El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y sus manos en la
obra de los dioses.
Galaaz sonrió, sosegado de repente.
—Nunca repitas ésta ni las otras dos frases en voz tal alta, Divea. Cuando te toque
pronunciarlas, debes hacerlo pegando tus labios al oído del druida. No lo olvides. No
debes permitir que alguien más las oiga. ¿Está todo claro, hija mía?
—Sí, gran druida.
—¿Te sientes preparada para el camino?
—Sí, gran druida.
—Parte, pues.
Galaaz fue transportado en la carretilla hasta el claro por sus nietos, la madre de
Divea y su esposo. Antes de salir de la cabaña, la muchacha había abrazado a sus
padres y soltado unas lágrimas que se enjugó con pudor. Ya fuera, marchó delante del
asiento portátil de su bisabuelo sin volver la vista atrás, erguida, arrogante como una
sacerdotisa en un ritual. Llegados al claro donde ya aguardaban Conall, en el pescante
de la carreta con las bridas sujetas, y Alban, en su caballo, Divea se encaramó al
pescante con el mentón alzado.
Conall arreó a los bueyes y el viaje comenzó, sin que la futura druidesa girase ni
siquiera un poco la cabeza.
Había mucha gente observándoles, pero nadie ocupaba el claro. Les vieron partir
desde la maleza, desde detrás de los troncos de los robles y más allá de los peñascos,
y ninguno pronunció ni una palabra.
Galaaz sintió que se le partía el corazón. Se preguntó si ese corazón frágil y
envejecido resistiría la espera hasta el regreso de su sucesora.

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Segundo Libro

De los Astures a los Galos

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LOS BUEYES no eran tan mansos como les había asegurado el bardo Tito, que era
quien gobernaba a los responsables del ganado por delegación del druida. A pesar de
la castración domesticadora, tenían aspecto y reacciones de uros salvajes.
—No los azotes tanto, Conall, o se plantarán y nunca llegaremos a nuestro destino
—rogó Divea.
—Hubiera sido mejor que Tito nos diera caballos.
—No resistirían, Conall. En algunos de los sitios que vamos a visitar, hemos de
subir pendientes muy empinadas y bajarlas después, y mira la carga tan grande que
viaja ahí detrás. Necesitamos animales resistentes y poderosos.
—¿Es que has agorado que encontraremos graves problemas?
—No comprendo lo que quieres decir, Conall. ¿Supones que adivino el futuro,
que ésa es una condición indispensable para ser druida?
—Eso dicen.
—Pues quien lo afirme, se equivoca. Galaaz no ha presumido jamás de predecir el
futuro.
—Yo creo que sí lo predice. Todos lo afirman.
—No, Conall. Él transmite la voz de la madre Dana y de todos los dioses, que
nunca nos anuncian lo que ocurrirá, sino que nos aconsejan lo que nosotros, los
mortales, debemos hacer. Sus revelaciones no son más que caminos, nunca metas.
Sería espantoso saber de antemano lo que va a ocurrir, porque, en tal caso, seríamos
seres indolentes, sin iniciativa, ya que consideraríamos inútil cualquier esfuerzo ante
un porvenir que ha sido predeterminado. Cuando conoces el futuro, ya no tienes
futuro. ¿Es que no te das cuenta?
Conall apretó los labios. Menos mal que Divea no poseía esa facultad, pues de
otro modo ordenaría a Alban que le matase. Miró al cadete, que les precedía en el
camino; lo bastante cerca para avisarles si descubría algún peligro pero no lo
suficiente como para oír la conversación. No creía que hubiera en el mundo nadie
más jactancioso. Bajo su cuerpo erguido y tieso como un álamo, el pobre caballo
trotaba quejumbrosamente, casi aplastado por el peso, equivalente al de hombre y
medio. Algo azorado por el temor a que, de todos modos, ella pudiera descifrar sus

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pensamientos aunque no quisiera reconocerlo, preguntó:
—En ese caso, ¿no tienes ni idea de cómo es esa primera tierra que debemos
visitar?
—Sí, tengo idea —respondió Divea—. Porque Galaaz me ha hablado de ella con
detalles muy prolijos, no porque yo pueda agorarlos. Es tierra de muy altas y
hermosas montañas, llena de grutas e innumerables torrentes, que son todos morada
de la madre Dana. Allí, aparte de las de todos los celtas, tienen diosas propias a las
que llaman xanas. Cada río tiene la suya, hasta los menos caudalosos. Tú recibirás
también tu iniciación, aparte de la que a mí me den.
Conall compuso un rictus de desagrado. Si habían de recibir enseñanzas por
separado, nunca podría estar seguro de saber lo suficiente para poder suplantarla
cuando llegase el momento.
—Atención —les dijo Alban volteando de repente el caballo—. Conall, saca la
carreta del camino y trata de que quede bien oculta detrás de aquel matorral.
—¿Qué pasa? —preguntó Divea mientras Conall acataba la orden con el rostro
lívido.
—A unos doscientos pasos de distancia, viene hacia nosotros un grupo demasiado
grande de peregrinos de la cruz —respondió Alban—. Traen antorchas encendidas a
pesar de que brilla el Sol, así que no creo que sean para iluminar la senda. Sospecho
que no traen buenas intenciones. Lo mejor es que no te vean —se dirigía a Divea— y,
por si acaso, cúbrete el cabello con un lienzo que oculte su brillo. Corred a
esconderos. Yo también me esconderé, pero sin desmontar y en un punto donde
pueda vigilarlos a ellos sin dejar de protegeros a vosotros.
Temerosos de que los bueyes bufasen demasiado fuerte, tanto Divea como Conall
se dieron a acariciarlos, mientras acechaban los tres con la respiración casi
suspendida. El desfile de túnicas negras o pardas tenía algo de ensoñación, como si
ocurriera en una visión sobrenatural, pues se desplazaban con lentitud muy poco
natural.
—No comprendo por qué marchan así —murmuró Conall al oído de Divea.
—No van de peregrinación corriente, como los que se han apoderado de nuestro
Camino al Fin de la Tierra. Parece un ritual.
Aunque se habían escondido bien y a una distancia prudencial, veían con claridad
un recodo del camino y llegaban a oír un ininteligible rumor colectivo, como si los
peregrinos fuesen recitando algo.
—Mira, Divea. Creo que son celtas como nosotros, porque ésa es la imagen de la
madre Dana.
Dando la impresión de que se dispusiera a correr hacia el desfile para identificarse
pretendiendo ser acogido por los peregrinos, Conall señalaba una peana sujeta por
dos troncos que portaban seis hombres, encima de la cual, en efecto, llevaban una
imagen de Dana, reconocible a pesar de que le habían colocado un manto de tejido
teñido de púrpura y un tocado de metal brillante en la cabeza. Divea apretó los labios.

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—Para ellos no es Dana, Conall —mientras respondía, lo sujetó, puesto que el
muchacho parecía preparado para echar a correr—. Se habrán apoderado de la diosa
de algún clan que hayan exterminado por estos bosques y, como me contó Galaaz que
han hecho en muchos otros lugares, la han revestido como la diosa que ellos
consideran madre de sus dioses Yago y Jesús.
Cuando ya creían que el desfile había terminado y estaban a punto de reconducir
la carreta al camino, Alban les chistó torciendo el tronco desde su montura.
—Quedaos quietos. Llegan más.
Efectivamente, a una distancia de treinta o cuarenta pasos de los últimos
peregrinos que habían visto pasar, marchaba un pequeño grupo que parecía haberse
desgajado de la masa principal del desfile, retrasados por la renuencia de los bueyes
que tiraban de una carreta con una especie de jaula encima.
—Van a quemarlas —musitó Alban con tono de espanto.
Dentro de la jaula, lloraban desconsoladamente una anciana, dos niñas y una
mujer que debía de ser su madre.
—Ése es el destino que esos hombres ofrecen a las mujeres celtas que no se les
someten —dijo Conall con rabia—. Las van a quemar.
—Vamos a tropezarnos con demasiados peligros —lamentó Alban, sin querer
mirar ni de reojo a la futura druidesa, que era quien mayores riesgos iba a correr.
—Invoquemos a la madre Dana —ordenó Divea—. Ella nos aconsejará cómo
actuar.
—Hablad bajo —pidió Alban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Divea.
—He visto moverse aquel arbusto. Alguien nos acecha.

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32

CUANDO SE pusieron en marcha al amanecer de la cuarta jornada, los tres


jóvenes sabían que se acercaban a un pequeño valle bien conocido por las tradiciones
celtas, pues lo atravesaba uno de los tramos principales del Camino al Fin de la
Tierra. Un trecho muy especial, que representaba antaño la antesala de la meta.
Contuvieron el aliento, agarrotados por la emoción.
Divea chasqueó el látigo por encima de los bueyes para arrearlos, pero sin azotar
porque le repugnaba hacer sufrir a un animal. Cuando consiguió que arrastraran la
carreta cuesta arriba, una vez en la cima de la colina el valle se abrió a su mirada
velado levemente por la niebla matinal y las fumarolas de las pequeñas termas
naturales. Notó que Conall, sentado y medio adormecido a su lado en el pescante, se
desperezaba de pronto, impresionado por el misterioso encanto del paisaje que se
extendía a sus pies. Cruzado por un río en cuyas márgenes abundaban los manantiales
de agua caliente, ese paraje había sido durante dos milenios testigo de las ceremonias
de purificación y las libaciones con que se recuperaban los celtas de un viaje que,
según la procedencia, podía durar un año completo. Y había casos de mayor tardanza,
si procedían de lugares tan remotos como Galacia y no habían llegado en barco,
obligados por tanto a un azaroso y penoso recorrido que atravesaba toda Europa.
—No consigo verlo —dijo Alban—, porque sabe esconderse bien.
Volvía tras una corta cabalgada para la exploración del sendero que acababan de
recorrer. Frenó el caballo al emparejarse de nuevo con la carreta.
—Pero ¿estás seguro de que alguien nos sigue? —preguntó Divea, escéptica.
Consideraba que el entrenamiento militar de Alban le hacía permanecer siempre
demasiado alerta, lo que le privaba de disfrutar de cosas tan hermosas como el valle
que ahora contemplaba.
—Seguro sólo podré estarlo cuando lo cace. Pero siento desde anteayer una
presencia a nuestras espaldas.
—Será un espíritu burlón —bromeó Conall.
Mientras Divea cerraba los ojos a ver si era capaz, como aquella noche en el
bosque, de sentir lo que había detrás en el camino, el cadete no paraba de volver la
cabeza.

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—Creo yo que los espíritus no mueven los matorrales ni las ramas de los arbustos
—respondió secamente Alban, que jornada a jornada sentía aumentar la aversión por
Conall.
—El valle es una hermosura —comentó Divea, que notaba la antipatía creciente
entre los muchachos y trataba siempre de atemperarla desviando la atención de los
dos hacia otras cuestiones—. Pero mirad cuánto bosque han tenido que arrasar para
alzar aquellas edificaciones.
—Parece un campamento militar —dijo Alban.
—En realidad, es uno de esos poblados que llaman monasterios —terció Conall.
—Míralos —señaló Divea a un grupo de hombres vestidos con túnicas oscuras
arremangadas, que labraban el espacio donde el bosque había sido talado.
—Nada más que hay hombres —murmuró Conall como si temiese que le oyeran
aunque se encontraban lejos y muy por debajo de ellos—. ¿Serán los «cetrinos
desmujerados» contra los que nos advirtió Galaaz?
—No lo creo —contradijo Divea—. Creo que nuestro gran druida se refería a
seres monstruosos, y los hombres que vemos allí parecen normales. Pero mirad lo que
han hecho; aprisionan a los animales en cercas. ¡Qué horror!
Dentro del espacio despejado, los monjes oscuros habían levantado varias
empalizadas que servían de corrales para ovejas, cabras, cerdos y gallinas.
—Atención —les advirtió Alban—. Veo otro desfile con antorchas, y parece que
podemos cruzarnos con ellos. Hay que encontrar otro camino o escondernos. ¿Por
qué les habrá dado a todos por venir a nuestros bosques?
—Vienen a adorar a su nuevo dios —informó Conall—, al que llaman Yago. Los
pescadores de la playa me contaron que alguien descubrió su tumba cerca del Fin de
la Tierra.
—¿La tumba de un dios? —ironizó Divea—. Si hubiera tal cosa, no sería dios.
Los dioses no mueren.
—Pues más increíble es la manera como dicen que esa tumba llegó a estas tierras
—Conall escupió y luego sonrió—. No podéis imaginar lo difícil que es flotar en el
mar en barcos de madera. Lo sé porque lo he sufrido y varias veces estuve a punto de
morir ahogado. A pesar de ello, los cristianos dicen que la tumba de su dios Yago
viajó sola en un barco de piedra, y llegó aquí desde más allá de Galacia, después de
estar setecientos años flotando en el mar. Imaginad, un barco de piedra, flotando en el
mar y además, setecientos años.
—Callad —pidió Alban antes de poner el caballo a galope.
Retrocedió otra vez a inspeccionar el camino.

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—Q UÍTATE DE LA cabeza la idea de que nos persiguen —rogó Divea cuando


Alban llegó de nuevo junto a la carreta con el caballo al trote. Recordaba el momento
en que se vio frente al oso alzado feroz sobre el venero de la diosa—. No vamos a
poder alcanzar los objetivos de este viaje si nos agarrotan el miedo y la angustia.
—Alguien viene ahí detrás, Divea, y no recorre el mismo camino por casualidad,
sino porque nos persigue a nosotros. Son muchos los detalles que me hacen
sospecharlo y éste es el tercer día que noto su presencia. Si no te enfadaras, te pediría
un favor…
Divea torció el cuello en dirección al jinete.
—¿Qué favor, Alban?
—Hacer como hice yo antes de partir, cortarte el cabello. El tuyo es como un faro
encendido en las penumbras del bosque.
La idea era demasiado transgresora. Y un poco blasfema, considerando que iba a
convertirse en druidesa.
—¡Ni se te ocurra exigirle eso! —protestó Conall.
—Puedo recogérmelo en trenzas —ofreció Divea, a quien le angustiaba la
posibilidad de verse obligada a aceptar la recomendación—. Las leyendas más
antiguas cuentan que, en el río que cruza el país donde nació la cultura celta, eran
más las druidesas que los druidas, y todas poseían larguísimas melenas que trenzaban
por comodidad, para mejor moverse en los bosques. Yo ni siquiera soy druidesa
todavía, así que no creo que los dioses me reprochen que esconda el cabello.
—¿Dónde está esa tierra que dices, Divea? —preguntó Alban.
—Cuenta Galaaz que en el centro de Europa, en las márgenes de un río inmenso
cruzado a todas horas por grandes embarcaciones como las del mar. Los que se
aposentaron en estas tierras nuestras, que son nuestros antepasados, llegaron desde
allí hace más de dos mil años pretendiendo encontrar el fin de la Tierra.
—¡Por un camino que ya no nos pertenece! —lamentó Conall.
—Sí nos pertenece —proclamó Divea, rotunda—. El Camino al Fin de la Tierra
es nuestro desde hace más de dos mil años, por muchos hombres oscuros que ahora lo
usurpen. En él han pronunciado invocaciones a los dioses centenares de generaciones

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de celtas y a él deberemos volver. Es nuestro y recuperaremos su dominio, os lo
aseguro.
Alban sintió orgullo de la contundencia y el fervor de Divea, mientras observaba
la gracia con que componía un tocado con un paño oscuro, gracias al cual quedó
oculto su cabello. El futuro guerrero admiró la airosidad general de una cabeza que
no dejaba de ser hermosa ni aún cubierta. Entre tanto, Divea había comenzado un
relato:
—Hay una cueva que llaman Paralaia, muy cerca del peñasco que señala el Fin de
la Tierra, a escasa distancia de ese lugar sagrado para los celtas que los romanos
llamaban «Promontorium Nerum» y justo debajo del Ara Solis que, si regresamos
con bien de este viaje, nosotros tres deberíamos visitar algún día sean quienes sean
los que detenten su dominio. Aseguran las leyendas antiguas que la cueva de Paralaia
ha permanecido siempre repleta de tesoros inmensos, que sólo algunos pueden ver. Y
se cuenta que dos princesas habían sido convertidas en piedra por un druida malvado
y vengativo, enemigo del rey; las condenó a ser piedra siempre, menos una noche
cada cien años. La primera vez que recuperaron su cuerpo, jubilosas, se pusieron a
bailar de alegría y un hermoso príncipe las sorprendió. Tras galantearlas con gran
donosura, ellas le revelaron su condición, rogándole que las ayudase a romper el
hechizo. El príncipe asintió y ellas le indicaron que debía volver tras un nuevo
amanecer y adentrarse en la cueva, donde ellas les saldrían al paso con forma de
serpientes; él estaba obligado a no dejarse vencer por el terror, cogería las dos
serpientes y las metería en un saco para llevarlas lejos, a una jornada de viaje, donde
el hechizo del druida dejaría de tener valor. El príncipe no podía vacilar. Si lo hacía
todo según se le indicaba, recibiría la recompensa del tesoro fabuloso de la cueva. El
príncipe prometió hacerlo y volvió al día siguiente con buen ánimo, dispuesto a
cumplir a rajatabla la promesa, pero cuando vio llegar las víboras, que eran
monstruosas, se aterrorizó de tal modo que se apartó, invocó a los dioses y las
maldijo. Al instante, las dos serpientes se detuvieron aletargadas, como moribundas.
Creyendo expedito el camino, el príncipe entró al fondo de la cueva y pudo ver con
gran asombro la enormidad del tesoro, mas de improviso reaparecieron las dos
hermanas aún con forma de serpientes, ya reanimadas. Furiosas, le reprocharon su
cobardía y al instante se esfumaron ellas y el oro. Dicen que, para que se anule el
hechizo, las princesas deberán esperar en el Fin de la Tierra el fin de los tiempos. Yo
no tengo hechizo que deshacer, sino una misión que cumplir, y no puedo permitir que
mis compañeros se acobarden con supuestos persecutores imaginarios.
Alban no quiso desalentarla diciéndole que acababa de notar detrás de un
matorral, a su espalda, un brillo metálico que no podía ser más que el de un machete.

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CUANDO VEÍA aproximarse grupos numerosos de gente, Alban mandaba salir


del camino y ocultar la carreta. Pero a veces eran romeros solitarios los que se
cruzaban; algún anacoreta andrajoso, misántropo y vociferante que anunciaba la
inminencia del Apocalipsis, sangrando por los azotes que él mismo se aplicaba en la
espalda desnuda y en las pantorrillas; matrimonios que peregrinaban con el deseo de
que su unión fuese bendecida por sus dioses con una docena de hijos; en ocasiones se
trataba de corrillos de tres o cuatro hombres tan sólo, a los que el cadete no
encontraba temibles, y muy raramente se cruzaban con mujeres a excepción de las
que acompañaban a sus esposos, jamás solas.
En estos casos, Alban no creía olfatear peligro ni recelaba, por tanto, de seguir
camino adelante sin esconderse, pero a los tres les consternaban las miradas y gestos
de todos ellos. Nadie volvía los ojos hacia Alban o Conall. Era a Divea a quien
observaban con expresiones esquinadas y sombrías, y rictus de desagrado en los
labios que veían moverse sin emitir sonidos, como si murmurasen maldiciones o
conjuros. Cuando sucedía, Conall y Alban cruzaban la mirada con gravedad, en
guardia; ambos estaban seguros de lo que tales signos representaban. Si se
descuidaban, todas esas personas desearían atacar a Divea como hermosa y sugestiva
encarnación de lo que más temían y, si pudiesen, la arrastrarían bosque a través hasta
una pira donde someterla a los peores tormentos para, al final, quemarla.
Conall se decía que era demasiado pronto para que tal cosa sucediera. Ello
despejaría demasiado prematuramente su camino hacia la condición de druida,
porque aún no se había apoderado de las claves ni poseía conocimientos suficientes.
Alban, en cambio, pensaba que si alguien intentaba el menor daño contra Divea,
moriría al instante aunque después también lo matara a él.
—¿Cómo nos llaman a las mujeres celtas, Conall? —preguntó Divea con la
cabeza baja y tono rasposo, en un momento que no se cruzaban con nadie.
Su actitud recordaba la de una sibila dispuesta a maldecir al género humano.
—Brujas —respondió Conall.
—¿Qué significa?
—No lo sé —reconoció Conall, algo turbado—. Creo que el sentido de la palabra

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es algo así como diablesa. A ellos, todo lo nuestro les parece cosa del diablo. Creen
que los espíritus de la oscuridad nos dan los elixires y no comprenden ni aceptan que
seamos nosotros quienes los preparamos. Aunque te parezca una locura, ellos odian
sus cuerpos, porque dicen que son fuentes de pecado, y por lo tanto no consideran
que deban cuidarlos. No se lavan ni se despiojan, ni toman elixires reconstituyentes.
No cuidan sus heridas, ni siquiera las de guerra, más que con súplicas a sus dioses. Se
mueren muy jóvenes, comidos por la mugre y la podredumbre de su propia sangre, y
nadie admite que sea posible que alguien viva cien años, como tu bisabuelo. Una vez,
me dieron una paliza en el barco cuando les conté la edad que tenía nuestro «sumo
sacerdote», como ellos llamaban al gran druida.
—En nombre de la diosa —dijo Divea—, yo afirmo que esos seres no son
verdaderas personas.
—Cuidado —alertó Alban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Divea.
—Los últimos cuatro que nos hemos cruzado vuelven hacia acá. Estoy seguro de
que están calculando las posibilidades que tendrían de vencer si nos atacan. Sigamos
como si nada, pero, atención, no volváis la cabeza si yo no os aviso ni os comportéis
con temor, porque esa actitud les revelaría nuestra vulnerabilidad.
Orlado de vegetación muy densa, el camino subía una pendiente llena de curvas
que les haría abandonar el valle. Los bueyes jadeaban, bufando muy sonoramente su
protesta por el esfuerzo a que Conall los forzaba. En algunos tramos, disfrutaban de
un panorama extenso que les invitaba a maravillarse por su belleza, pero había largos
recorridos donde no podían ver más que el umbrío túnel verde bajo el que transitaban,
demasiado saturado de aromas y rumores como para detectar las acechanzas.
Inclusive para Divea era imposible percibir nada, aún apretando fuertemente los
párpados y forzando todas las facultades de su mente. Por tales razones, sólo en el
último instante se dio cuenta Alban de que los cuatro peregrinos les habían alcanzado
y se disponían a atacarles.
—¡Parad el carro! —ordenó—. Poneos de pie sobre la carga, con las lanzas
preparadas y tú, Conall, no consientas que ninguno se acerque a Divea.
Los cuatro hombres vestidos de negro habían calculado mal las fuerzas de cada
bando. Siendo hombres adultos, se suponían más poderosos que tres muchachos
aunque uno de ellos abultara por dos. Pero cuando Alban se alzó frente a ellos con su
escudo circular, blandiendo el pesado machete y en su rostro la expresión más furiosa
que habían tenido oportunidad de ver, cruzaron miradas entre sí, evitaron lanzarse
contra el que ese momento parecía un gigante sobrehumano y corrieron de dos en
dos, por ambos lados de la carreta, dispuestos a encaramarse encima para apoderarse
de Divea y huir hacia la espesura deprisa. Pero Alban habían interpretado
correctamente sus miradas y los movimientos de los mentones, por lo que saltó a lo
alto de la carga mientras gritaba de un modo que alteró por un momento la vida
natural del bosque, un alarido espeluznante que pareció capaz de arrasar el bosque.

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Uno de los asaltantes se detuvo, como si el grito lo paralizara, pero los otros tres
trataron de subir al carro.
Viéndolos, Alban sintió que su pecho estallaba de furia. Conall permanecía
alelado, paralizado de terror, y sólo Divea se mostraba dispuesta a luchar.
—¡Divea, agáchate un poco para ofrecerles un blanco menor y atraviesa con la
lanza al que intente tocarte! —gritó Alban mientras se lanzaba hacia los enemigos.
Los tres blandían sus machetes. Alban recibió varios cortes en el brazo izquierdo
mientras asestaba mandobles al primero por la derecha, que cayó al suelo con el
cuello rebanado. En ese momento, se oyó un grito al pie de la carreta y Divea torció
involuntariamente el cuello. El que no se había subido acababa de ser atravesado por
el machete inmenso de un desconocido, que en seguida saltó también al pescante y
acabó con uno de los asaltantes mientras Alban mataba al último.
Siguió un momento en suspenso, presos Divea, Alban, Conall y el desconocido
de una sensación de inminencia de peligro que no sabían si habían conjurado del
todo. Fue Divea la que rompió el silencio:
—Debemos decir una plegaria para que la madre Dana acoja toda la sangre que se
ha derramado aquí.
Como si aflojara la guardia porque ya no era necesaria, Alban se derrumbó sin
conocimiento. Había recibido múltiples cuchilladas en el brazo izquierdo y perdía
mucha sangre.
—Corre, Conall, por favor —rogó Divea—, apresúrate; tráeme todas las
lysimachias que encuentres.
—Quédate con ella y protégela —dijo con voz muy profunda el desconocido, a
quien ninguno de los dos recordaba, apremiados por la sangre que Alban perdía—.
Yo traeré lysimachias.
Desapareció entre la maleza.
—¿Quién será? —preguntó Divea a Conall, mientras trataba de contener la
hemorragia con un paño.
—Tiene que ser ése que decía Alban que nos seguía —apuntó Conall.
—Ha hablado como nosotros —dijo Divea.
—Pero se viste como ellos.
—Yo no lo había visto nunca. ¿Y tú?
—Es un celta renegado, Divea, apostaría mi vida y ganaría. Y está muy claro que
no es de nuestro clan, por lo que se supone que tiene que haber alguno más por estas
tierras diga lo que diga tu bisabuelo. Ahora, nuestro problema es que los renegados
son los peores enemigos de los celtas, porque se vuelven más fanáticos que el más
fanático de los cristianos. Deberíamos irnos antes de que vuelva.
Divea apretó los labios sin dejar de oprimir la mano con que trataba de que el
bello y gigantesco muchacho derrumbado no perdiera más sangre.
—No podemos, Conall. Alban se nos moriría. Hay que parar la hemorragia con la
lysimachias, curarlo lo mejor que podamos y rogar a la madre Dana que le conserve

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la vida, porque lo amamos y porque sin él, tú y yo solos no podríamos culminar con
bien nuestro viaje de iniciación.
El extraño apareció en ese momento, cargando un abundante ramo de las
medicinales flores amarillas. Divea se metió unas cuantas hojas en la boca y las
mascó apresuradamente. En seguida extendió el emplasto sobre las heridas de Alban.
—Ayúdame, Conall. No dejes de apretar con este paño para que la sangre se
detenga, te lo ruego en nombre de la diosa.
Viendo su desconsuelo por la suerte del gigantesco cadete, Conall sintió en su
pecho algo muy ácido que no supo definir. Tampoco quiso preguntarse qué podía ser,
porque su mente sólo debía fijarse en su meta.
El extraño subió junto a ellos y también posó su mano sobre los torrentes de
sangre.
—¡Va a morir! —gimió Divea.

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—M E LLAMO Fomoré —narró el desconocido—. Tengo treinta años y hace


uno que abandoné el bosque, creyendo que el futuro más conveniente era vivir como
cristiano.
Conall guiaba los bueyes con expresión muy sombría. La herida del guerrero
gigante podía constituir una ventaja para él, pero la presencia de ese extraño rompía
todos sus esquemas. Alban permanecía sin conocimiento y muy pálido, recostado
sobre la carga, mientras Divea sujetaba su cabeza en el regazo. Había dejado de
manar sangre del brazo. Después de un corto recorrido, una vez coronada la montaña
Fomoré abandonó el pescante para servir de contrapeso en la parte posterior de la
tartana, puesto que iniciaban el descenso por una cuesta muy empinada. Desde esa
posición, examinó atentamente el aspecto general del enorme muchacho para
anticipar si sobreviviría o no. Su examen le pareció misteriosamente experto a la
futura druidesa.
—¿Qué te hizo abandonar el bosque? —preguntó Divea.
Fomoré suspiró profundamente antes de responder con tono lúgubre:
—Mi compañera y mi hija fueron asesinadas durante un asalto que sufrió mi clan.
Yo creo que me volví loco de furor.
—No le encuentro sentido a lo que hiciste —se extrañó Divea—. Renegaste de
los tuyos para irte con quienes te habían quitado lo que tanto amabas.
—Yo tampoco lo comprendo, Divea. Creo que fui a refugiarme entre ellos al ver
que representaban la fuerza y el poder. Estaba decepcionado y lleno de rencor porque
mi clan no había podido defender a mi familia. Pero no he sido feliz. Más bien todo
lo contrario. Jamás me he podido identificar con su estilo de vida y ellos no te
permiten nunca que olvides quién eres. Hace tres días, iba con los cristianos en la
procesión y os vi pasar y ocultaros tal como sólo los celtas sabemos hacerlo. Sentí
tanta añoranza, que os seguí sólo por vivir el placer de oír vuestras palabras. He
pasado esos tres días a vuestras espaldas, sin atreverme a acercarme pero sin
conseguir sustraerme a la tentación de seguiros. Con lo que ha pasado con esos
cuatro, me alegro muchísimo de haber persistido a pesar de lo mucho que tuve que
escabullirme de este muchacho, que tantas veces volvió atrás con su caballo porque

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me había descubierto.
Divea sonrió sobre la máscara de preocupación que cubría su rostro.
—Es un gran guerrero —proclamó—. Todos en mi clan confían en que se
convertirá en un héroe celta muy famoso. Y tú, ¿qué vas a hacer ahora?
—Seguir con vosotros, si me lo permitís.
—Nos dirigimos a países muy lejanos, Fomoré. No creo que desees pasar tanto
tiempo lejos de estas tierras.
—Estar lejos de estas tierras es lo que más deseo, Divea, si los dioses te autorizan
para que me lo consientas. Viajar con vosotros muy lejos me ayudará a olvidar y a ver
mi vida con mejor perspectiva. Las montañas se ven mejor cuando te distancias.
—Así es —reconoció Divea—. Pero yo no puedo responderte afirmativamente,
en nombre de los dioses. Debemos esperar que Alban se restablezca, porque es él
quien vela por nuestra seguridad.
—Temo…
Divea siguió la mirada triste de Fomoré y comprendió con un pellizco en el pecho
el sentido de la palabra.
—¡No va a morir! —proclamó con firmeza—. Tiene que ayudarme a volver sana
y salva de mi viaje de iniciación.
Conall giró levemente la cabeza. El fervor de Divea le producía incomodidad y, al
mismo tiempo, le enojaba. No comprendía bien por qué, pero se dijo que la
explicación de su desazón tenía que ser el estorbo que el gigantón, en caso de
sobrevivir, representaría para sus planes. Y ahora, agravado por la compañía de ese
recién llegado tan enigmático, un peligroso renegado por partida doble. Si Divea no
permaneciera tan absorta en la gravedad de las heridas de Alban, habría caído ya en
la cuenta de que el retrato que Fomoré había hecho de sí mismo no se tenía en pie.
Estaba seguro de que se había guardado para sí lo fundamental, todo lo más grave.
¿Cuál sería su verdad? Desde luego, nada parecido a lo que había contado, porque
nada de ello explicaba su evidente destreza militar, su conocimiento obvio de las
plantas ni la sabiduría que destilaban sus palabras. Seguramente, representaba un
peligro. Tal vez para los tres pero, sobre todo, era un gran peligro para él, del que
tenía que librarse cuanto antes.

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36

POCOS DÍAS más tarde, pudieron asomarse por fin a la vertiginosa ladera que
caía sobre el mar remoto y todavía invisible, dibujando una sinfonía de verdes
veteados. En lo más profundo del paisaje, junto al curso de los ríos, el verde suave y
fresco de la primavera; pero sobre las colinas se volvía más brillante en franjas
onduladas, que se alternaban como jaspe; y llegaba a ser un verde intenso casi tan
negro como el azabache en las cumbres muy empinadas, como donde ahora se
encontraban. El torrente más cercano, a sólo unos mil pasos de distancia, debía de ser
la casa del agua de uno de los jardines reservados de la diosa, porque el verde daba
paso en las riberas a un radiante tapiz amarillo, rosa y blanco, una alfombra de flores
que parecía lo más hermoso que la Naturaleza era capaz de crear. Supusieron que ya
no se encontraban en la tierra de los mortales, sino en la morada de los dioses,
impresión que se tornaba amarga por la palidez extrema de Alban.
Iba a morir. Fomoré le hacía tomar cocimientos de centaura y de genciana y, vista
su inoperancia, Divea probaba a cada paso con empetrum nigrum y una infinidad de
remedios del bosque, y lo único que conseguían entre los dos era que siguiese
respirando, pero de un modo tan débil que no creían que pudiera hacerlo mucho más
tiempo. De vez en cuando, Divea acercaba los labios a su boca, tratando de insuflarle
la vida que a todas luces perdía.
Pero cuando se le aliviaba un poco la tensión por la espera de una curación que
día a día parecía más improbable, la futura druidesa examinaba con interés a Fomoré
siempre que creía que él no podía notarlo. A pesar de las explicaciones sobre su triste
pasado, resultaba demasiado enigmático por todo cuanto hacía; su buena disposición
era tan entregada y dinámica, que causaba recelo; sus conocimientos sobre las
ciencias de las plantas y los elixires resultaban excesivos para un hombre corriente;
hasta su aspecto físico presentaba notables desajustes con el pasado que narraba y
mucho más con sus circunstancias actuales. De joven debía de haber sido
excepcionalmente hermoso, y continuaba siéndolo aunque se tratara de una belleza
que comenzaba a marchitarse; su pelo era demasiado oscuro para un celta y sus ojos
miraban de modo desconcertante desde una profunda negrura que llegaba a producir
desasosiego. Por la delgadez de su cintura y la fineza muscular, su cuerpo era más

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propio de un adolescente que de un hombre de su edad, semejante al de los
volatineros que a veces llevaban fiestas al bosque, y sin parecido con el de un ojeador
o un leñador. Cuanto más lo miraba, más se convencía de que no podía haber contado
toda la verdad. Lo curioso era que aunque le confundía, ella no lo temía, al contrario
de Conall, que aprovechaba todas sus ausencias para denostarlo.
—Cualquier día, nos robará y no volveremos a verlos.
—¿Qué puede robarnos, Conall? —ironizaba Divea.
—No transportamos riquezas, pero él no lo sabe —razonaba Conall—. Sólo ve
que el carro va cargado de bultos. Se puede evitar una lanza, pero no un puñal
traicionero.
La cuesta descendente era demasiado pronunciada y Conall tenía que sofrenar con
severidad a los bueyes, que bufaban como si estuvieran a punto de desmandarse, pero
Fomoré les propuso una alternativa más razonable:
—Deberíamos cargar uno de los bueyes con los bultos más pesados. El otro
continuaría uncido, pero todos abandonaríamos el carro menos el gigante herido. De
ese modo, descargado, no empujaría tanto a los animales cuesta abajo y podríamos ir
más seguros y sin riesgo de despeñarnos.
Con deslumbramiento ante una idea que parecía tan sencilla, Divea se puso de pie
y pidió a Conall que ayudase a Fomoré a realizar cuanto había dicho. Para dar
ejemplo y que el joven no se revolviera ni reprochara nada, saltó desde la parte de
atrás de la carreta y ella misma descargó uno de los bultos, que trató de trasladar
penosamente hacia los animales. Sin embargo, Fomoré lo tomó de sus brazos y lo
situó a la orilla del camino, en la delantera del carro. Como si fuese él quien los había
anudado, desató sin dificultad todos los nudos de la gran soga que formaba el arnés y
liberó con pericia al animal, al que murmuró palabras al oído mientras acariciaba su
lomo. El buey se tranquilizó en un instante y a Divea le dio la impresión de que
entendía lo que Fomoré le decía. El inquietante personaje realizó cuando él mismo
había indicado, sin decir nada ni mirar a Conall, que permanecía a la expectativa, sin
decidirse a satisfacer la petición de la muchacha.
Con todos esos cambios, el descenso resultó mucho más fácil y tranquilo, y
llegaron sin más novedades al fondo de una vaguada cubierta de grama, que era como
la antesala de un bosque muy espeso, más allá del cual no veían más paisaje.
—Este bosque está habitado —dijo Fomoré muy bajo.
—¿Por qué bajas la voz? —preguntó Divea.
—Hay muchos signos de que estamos muy cerca de un poblado, y estoy seguro
de que se trata de un clan celta, pero ellos no nos conocen. Hay que aproximarse con
mucho cuidado. Somos celtas y sabemos cómo se las gastan nuestros iguales.
—¿Qué signos, Fomoré?
—Mira aquel roble. Le han cortado dos ramas bajas hoy mismo, hace pocas
horas; en aquel matorral, alguien ha recolectado hojas para algún elixir, y aquel
macizo de zarza no está vivo; es un engaño, una barrera, para que quienes lleguen

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desde las montañas se desvíen y elijan aquel sendero, ¿ves?; pero nosotros no vamos
a hacerlo. Despejaremos la zarza y seguiremos adelante sin cambiar de senda, pero
muy tranquilos, muy despacio y muy alertas.
Apartaron la zarza, efectivamente seca, y reemprendieron el viaje. Fomoré sugirió
a Divea que se sentara el pescante, donde pudieran verla junto con Conall; él tomó la
cabeza de Alban en su regazo a fin de que el moribundo no sufriera incomodidad.
—Habla normalmente a Conall, Divea, pero con suavidad y sin parar de sonreír
—dijo por último.
Aceptando el consejo, Divea emprendió lo que a los otros dos les pareció el
recitado de una lección del gran druida:
—Ésta es la hermosa y abrupta tierra de los astures, el país de los osos y las
cuevas, los torrentes y los picos como titanes, donde la belleza no es la excepción,
sino la norma. En todos sus veneros habitan ondinas que ellos llaman xanas, pero la
morada de la madre Dana se encuentra por doquier y ella bendice con prodigalidad
todos sus valles y montes, toda su gente y la abundante vida animal y vegetal.
Lo vieron inesperadamente. Antes, ninguno había oído más ruidos que los
propios del bosque. El flaco personaje de luengas barbas blancas apareció frente a
ellos en silencio y de repente, como si hubiera emergido de la nada. Su túnica blanca
rozaba la tierra, el cayado era una vara florida de mirto con muchas flores en la punta,
a modo del caduceo de Lugh. El cabello, tan blanco como la barba, le caía en cascada
sobre la cara, de manera que apenas podían ver sus expresiones ni sus ojos.
—¿Qué buscáis por aquí? —preguntó.
Por la seguridad de su tono, supuso Fomoré que debían rodearles muchos
hombres armados aunque no pudieran ver a ninguno.
—A nuestros queridos hermanos, los hijos de la madre Dana —respondió Divea
poniéndose de pie en el pescante, aunque Conall no había detenido el carro todavía.
—¿Traéis un apestado?
—¡Oh, no! Él es nuestro escolta. Le hirieron gravemente mientras nos defendía
de un ataque —a pesar de sus esfuerzos, a Divea se le quebró la voz—. Temo que
pueda morir, porque perdió mucha sangre.
—Detén la carreta —ordenó el barbudo a Conall—. Y tú muchacha, ven aquí.
Antes de hacerlo, Divea tomó de un zurrón los objetos que Galaaz le entregara.
Mientras se acercaba al hombre, fue recitando mentalmente las tres frases, para
recordarlas con exactitud. Cuando se detuvo ante él, no le cupo ninguna duda de que
se trataba de un druida aunque apenas podía verle parte de la cara. Le mostró por
turno la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, al
tiempo que declamaba con lentitud las frases, acercando los labios al oído derecho,
sin permitir que el intenso olor de las flores de mirto la distrajese.
Todos los signos revelaban la consagración druídica del barbudo. Un druida podía
parar un guerra, interponiéndose solo y desarmado entre los dos bandos. Podía
impedir que un hombre matase a otro sencillamente con una orden oral, sin

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amenazarlo con ningún arma. Podía paralizar con un movimiento de su mano a
serpientes en lucha y a los animales más feroces. Era, por tanto, normal que se
hubiera dispuesto a cerrar el paso a una carreta con cuatro personas aparentemente
solo y sin más arma que la rama de mirto, una bella especie de caduceo que
enarbolaba con la mano izquierda.
Terminada la recitación, Divea tuvo un instante de duda. El hombre barbudo no
mostraba ninguna señal de asentimiento, ni siquiera de comprensión, porque mantuvo
la cara al frente de manera que sólo le mostraba su perfil y no le dirigió una mirada.
Pero fue sólo un momento.
Divea notó que el rictus de sus labios se aflojaba y giraba muy despacio la cabeza
hacia ella. Cuando descubrió que le faltaba el ojo izquierdo, sus movimientos le
parecieron más comprensibles.
—¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
—Divea.
—Que la madre Dana y el padre Bran te iluminen. Yo soy Taliesin de Onix, que
es este bosque, donde las reglas celtas me obligan a acogeros. Manda a tus criados
que descarguen al enfermo, porque lo llevaremos a un nementone hasta donde vuestra
carreta no podría llegar, porque no hay caminos. No temas que te la roben, porque
estará bien guardada.
Fomoré no se inmutó por haber sido llamado «criado», pero Conall hubiera
saltado con una protesta muy importuna si Divea no lo hubiera detenido con la
mirada y un gesto. Un movimiento impulsivo era lo último que podían permitirse
ante desconocidos que podían ser celtas, como ellos, pero desconocían sus
costumbres locales.

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37

SIN DUDA, la última frase de Tasielin sugería que había gente rodeándoles oculta
en la espesura, pero no vieron a nadie más durante el resto del camino; sólo
empezaron a cruzarse algunos muchachos a punto de llegar al nementone. Divea
conocía la palabra como denominación general de cualquier lugar sagrado y
ceremonial celta, pero, quizá por su modestia, en su clan no la aplicaban nunca al
claro del bosque donde Galaaz presidía los ritos extraordinarios. El recinto sagrado de
Onix era prácticamente de las mismas dimensiones pero mucho más esplendoroso y
por ello pudieron sentir la presencia cercana de algún dios; por todos sus recovecos se
entreveía el juego de las ondinas, casi se oían sus cantos y se desparramaban oleadas
de intenso perfume a madreselva. En vez de improvisarlo para cada rito, el círculo de
piedra era una construcción sólida y bien acabada y, por lo tanto, permanente,
formada por sillares de granito labrados con regularidad y perfectamente encajados
entre sí. El ara tenía por base una piedra cuadrangular cubierta de hermosos
bajorrelieves esculpidos, enorme, muy pesada e imposible de desplazar.
Un roble gigantesco, el más grande que los visitantes habían visto nunca, bastaba
para dar cobijo a todo el claro bajo su copa inmensa. Junto a él, los demás árboles
parecían muy enclenques, ante los cuales ahora sí estaban agrupándose gran número
de personas. Entre ellas, muchos jóvenes y bastantes niños, lo que le pareció a Divea
la escena más alentadora y optimista que podía imaginar en un poblado celta. En ese
instante, ansió que Galaaz pudiera verlo para que se alegrara su corazón.
—Recostadlo bajo el roble sagrado —ordenó Taliesin a Conall y Fomoré, que
sostenían el cuerpo herido del cadete—, y despojadlo de ropa para descubrir sus
heridas.
Depositaron a Alban directamente en la tierra cubierta de hojas, musgo y grama,
sobre la que habían salpicado manojillos de una hierba que no reconocieron. Fomoré
tuvo que desnudarlo solo porque a Conall parecía repugnarle la idea de tocar al
fornido aprendiz de guerrero. Se produjo un rumor y exclamaciones contenidas de
consternación cuando quedaron visibles las heridas. Presentaban feos y numerosos
abultamientos oscuros y la piel de todo el brazo, incluido el hombro izquierdo, se
había vuelto negruzca y cárdena. Por el nerviosismo, las expresiones y el énfasis de

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los murmullos, comprendió Divea que sus anfitriones temían por la vida de Alban al
menos tanto como ella.
Ninguno de los tres escuchó orden alguna, pero las sacerdotisas acudieron
deprisa, como si acabaran de ser llamadas; eran cuatro, bellas y jóvenes. Igual que el
druida, vestían largas túnicas blancas resplandecientes, y su pelo iba trenzado
profusamente con prímulas; tan abundantes, que componían una especie de tocado
muy aparatoso cuyo aroma era perceptible aun a varios pasos de distancia. Se
arrodillaron dos a cada lado de Alban y se dieron a untarle un elixir blanquecino y
pastoso que portaban en dos cuencos, pero no sólo en el brazo y el hombro, sino en
todo el cuerpo. Parecían seguir una cadencia predeterminada e invocaban a los dioses
Mabon, Cernunnos, Belenus o Karnun según la zona del cuerpo que embadurnaban,
conforme iban descendiendo del cuello a los pies.
A continuación, dio comienzo un ritual que duró la noche entera. Por la
aparatosidad de cuanto fue sucediendo, tanto Conall como Divea permanecieron
hasta el amanecer con expresiones de perplejidad y, a veces, de cierto escándalo, pero
no Fomoré, a quien todo complacía mientras daba muestras de que nada podía
impresionarlo de modo especial. La primera parte de la ceremonia consistió en una
escena que Divea conocía de oídas, más por los relatos de Galaaz que por los de su
madre, y referidos a los antiquísimos buenos tiempos. Cuando el crepúsculo cubrió
de brumas el bosque, se oyó un canto coral delicioso, una melodía llena de
sugerencias que parecía compuesta e interpretada por los propios dioses. La música
se aproximó poco a poco hasta que fue entrando en el nementone un solemne desfile
de muchachos de ambos sexos casi desnudos, cubiertos tan sólo de pequeños
delantales florales en la cintura. Profusión de flores en sus cabezas componían
grandes tocados multicolores. Desfilaban acompañando con sus pies el ritmo de la
canción y cada tres pasos se detenían fugazmente, dando un suave golpe en el suelo,
para reanudar en seguida el ritmo. Portaba cada uno una luminaria que no parecía
muy pesada, pero las sujetaban con ambas manos, con ademanes llenos de gracia y
dulzura, adelantando alternativamente, a compás, un hombro y otro. Totalizaban
cuarenta y nueve, que formaron al pararse un nutrido redondel en torno al círculo de
piedra. Sin moverse del lugar, dieron lentamente media vuelta hacia la multitud y, ya
de cara a todos los presentes, entonaron canciones muy dulces en un idioma que los
recién llegados no consiguieron entender, aunque muchas de las palabras sonaban
como las celtas. Parecía un himno antiguo. A una señal de asentimiento de Taliesin,
reanudaron el desfile sin romper la formación y fueron colgando los candiles en
ramas y arbustos en todo el perímetro del claro.
Ni Divea ni Conall habían visto jamás tanta iluminación nocturna, pero,
extrañamente, la intensidad de la luz no desterraba el misterio ni la sensación de
presencias divinas cercanas. Entre las llamitas oscilantes, el perfume de las flores y la
música, el claro había sido tomado por algo inmaterial y enigmático que flotaba en el
aire, una atmósfera mágica que sólo ellos dos hallaban extraordinaria. Los naturales

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de Onix, y también Fomoré, mostraban gozo, satisfacción o inquietud compasiva,
según lo cerca que estuviesen del cuerpo yacente de Alban, pero no reflejaban sus
rostros la menor extrañeza. Sin embargo, Conall no lograba aligerar su temor ante
algo que no sabía reconocer y de lo que recelaba. Al mismo tiempo, Divea abría los
ojos y movía las ventanillas de la nariz como si presintiera la proximidad de una
deidad que ansiaba ver, sin conseguirlo.
Los últimos siete candiles de la procesión fueron colocados en torno al cuerpo
inmóvil de Alban. Como había tanta luz general en el nementone, la futura druidesa
comprendió que no se trataba de iluminar más intensamente al enfermo, sino de
proporcionarle calor.
Taliesin tomó asiento en el punto del círculo más cercano al tronco del roble
gigante y llamó a Divea, indicándole sólo con un gesto que debía sentarse a su lado.
Le murmuró al oído:
—Necesitas fijar en tu memoria las palabras de invocación que voy a pronunciar
ahora, así como lo que haré a continuación.
Al principio, el tono de voz del druida alcanzaba tan sólo para que Divea pudiera
oírlo recitar una plegaria a Lugh de la que ella conocía algunos pasajes. Pronunció
luego, un poco más alto, cortas invocaciones a la madre Dana, a Brida y a Bran, todas
las cuales se las había enseñado ya Galaaz a su bisnieta. Las dos últimas, sin
embargo, Divea no las había escuchado jamás. Se trataba de un conjuro en el que el
druida conminaba a Inger, la repartidora de mortandad, y a Gundestrun, el dios de la
venganza y la muerte, que pasaran de largo esa noche por el nementone de Onix.
Hubo un momento en que Divea sintió la tentación de escribir parte del conjuro
para no olvidarlo, pero la desechó a tiempo de no sentirse transgresora, porque
ningún alumno podía aprender lo que le convenía si desobedecía a su maestro.
Cuando se alzó para situarse junto al ara, Taliesin hizo una señal y cuatro
hombres depositaron un ciervo muy grande sobre la gran piedra labrada. El hermoso
animal no se debatía, por lo que en un primer momento le pareció a Divea que estaba
muerto, lo cual carecería de sentido puesto que iba a ser sacrificado. Pero ciertos
movimientos reflejos de las patas traseras le revelaron que había sido tranquilizado
con un elixir. De repente, su propio clan le pareció anticuado y bárbaro. ¿Por qué no
se le habría ocurrido a Galaaz hacer lo mismo? Al no resistirse el animal ni patalear,
el cuchillo de Tasielin abrió limpiamente su fuente de la vida del cuello, y sólo
agonizó unos instantes. La sangre fue recogida en un cuenco de madera por una
sacerdotisa muy joven, aún con los atributos de novicia, y se lo entregó a Taliesin con
una reverencia. A continuación, otra novicia le ofreció un frasco con una pequeña
cantidad de un elixir que Divea no reconoció, pues no distinguía el color a causa de
encontrarse todo en el nementone teñido por la luz dorada de las luminarias.
Tomando sangre del cuenco con un pequeño jarro, Taliesin colmó con ella la
capacidad del frasco y lo agitó enérgicamente. Alzó las manos a cielo mientras le
indicaba a Divea con el mentón que se acercase.

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—Apoya tus manos en mis brazos, hermosa druidesa.
Divea obedeció. Le satisfizo mucho reconocer la invocación que el druida
pronunciaba en esa extraña postura, y pudo recitarla a dúo con él. Al terminar,
Taliesin sonrió mirando a Divea a los ojos y le preguntó:
—¿Sabes de memoria la fórmula del segundo de los siete elixires excepcionales?
—Sí.
—Magnífico. En cuanto terminemos lo que vamos a hacer ahora, irás con mi
bardo al taller, donde te encerrarás a solas y lo prepararás. Él te aguardará en la
puerta, pero no tendrás que llamarlo para pedirle ingredientes, porque allí tienes todo
lo necesario. Antes de ir, ven primero conmigo junto a ese pobre muchacho.
Debemos ayudarle a beber completo el elixir de este frasco.
A Divea se le aceleró el corazón mientras un nudo de llano y desolación oprimía
su garganta. En el rostro lívido de Alban se habían desparramado los peores
presagios.

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38

EL RESTO de la noche lo recordaba Divea coloreado por la pátina de un sueño,


porque todo en el bosque de Onix estaba revestido de tintes prodigiosos. A ella
misma le maravilló el tino con que compuso el elixir al primer intento, y a partir del
acierto se sintió como si flotase sobre las brisas y los aromas de la morada de los
dioses. Taliesin lo olió y asintió con aprobación cuando le entregó el preparado en el
centro del nementone. Con expresión muy complacida, el druida tomó su mano para
acercarse a Alban, indicó a una sacerdotisa que le forzara la boca para mantenerla
abierta y le obligaron a beber todo el elixir, juntas en el borde del cuenco las manos
de Taliesin y Divea.
A partir de ese momento, dio la impresión de que los astures olvidaran al
moribundo, puesto que todos se agruparon en el centro del claro incluidas las cuatro
sacerdotisas que habían estado atendiéndolo. Siguieron inspiradas recitaciones del
bardo, que llamó a Conall a su lado y le puso una lira en las manos, aunque el joven
no fue capaz más que de marcar el ritmo. Continuaron mucho rato como si estuvieran
festejando una boda o un natalicio, con música, relatos de leyendas antiguas y baile.
Se mostraban tan jaraneros, que no parecía preocuparles lo que, de ocurrir, sería
prácticamente una resurrección.
Lo más chocante, tanto para Divea como para Conall, fue cuando, en una pausa
del baile, las cuatro sacerdotisas se desnudaron completamente para pasar a
continuación varias veces frente a la concurrencia, observándolos a todos. Tras el
escrutinio, cada una tomó a un hombre de la mano, siendo Fomoré uno de los
elegidos. Los cuatro hombres fueron invitados a desnudarse también y los condujeron
junto al cuerpo de Alban. Divea notó por vez primera el azoramiento de Fomoré,
quien hasta ese momento le había parecido incapaz de asombro o rubor. Además,
admiró la perfección de su cuerpo, que semejaba el legado de un héroe mitológico.
Las cuatro parejas se arrodillaron en torno a Alban; permanecieron largo rato todos
con las manos juntas, formando una rueda, y las cabezas bajas, murmurando
invocaciones y plegarias a Brida, Belenus, Lugh y Dana, terminadas las cuales
pasaron cada uno la mano por la frente del herido. Al final, salieron los ocho del claro
y desaparecieron en la oscuridad total de la espesura de donde no volvieron hasta el

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amanecer. Divea tenía ganas de preguntar al druida por lo que estuviesen haciendo,
puesto que las sacerdotisas tenían que permanecer vírgenes hasta la muerte y,
descartado el amor, no conseguía imaginar qué otra cosa podían significar los
emparejamientos, la desnudez y su prolongada ausencia.
Con las primeras luces, grupos de jóvenes introdujeron en el claro grandes
banquetas, pesadas mesas, capazos de alimentos y ánforas de vino. Prepararon el
festín con la soltura y la rapidez de quien lo hiciera con frecuencia. Taliesin llamó a
Divea a su lado y, a su vez, el bardo indicó a Conall que se sentara junto él. Conall
vio con desagrado que estaba demasiado lejos del druida como para oír lo que
hablase con Divea, principalmente porque el bardo comenzó en seguida a explicarle
lo que él consideraba que debía aprender, además de empeñarse en que le probara la
armonía de su voz, sobre lo que el joven tenía dudas razonables y por ello aceptó
cantar sólo al oído del bardo.
—¿Siempre dormís a los animales antes de sacrificarlos? —preguntó Divea.
—No —respondió Taliesin—. Sólo cuando no debe ser turbada la paz de un
moribundo y es indispensable que Mercurio acepte el homenaje.
La respuesta angustió y tranquilizó a Divea al mismo tiempo. Le angustió que
continuase llamando moribundo a Alban y le tranquilizó constatar que el clan de su
bisabuelo no era tan bárbaro.
—¿Quién es Mercurio?
—Oh, muchacha, discúlpame. Hablo de nuestro gran Lugh. Desde que los
romanos se lo apropiaron y lo llamaron Mercurio, muchos celtas se han
acostumbrado a invocarlo con ese nombre y a veces hasta los druidas nos
confundimos.
—¿Creéis que Alban morirá, gran druida?
Antes de responder, Taliesin desvió la mirada de su único ojo hacia el punto
donde reposaba el joven.
—En este momento, puedo ya asegurarte que no.
Divea giró la cabeza hacia Alban, porque comprendió que el druida había
detectado algún signo novedoso. El cuerpo del herido ya no se encontraba boca
arriba; echado sobre su costado derecho, había adoptado una posición casi fetal, pero
que se hubiera movido por sí mismo no era lo más llamativo. Su color era más
sonrosado, la inflamación del brazo se había reducido y sus labios sonreían,
seguramente a causa de un sueño placentero.
—¿Estáis seguro de que va a sobrevivir a heridas tan horribles, gran druida?
—Tranquilízate. Vivirá. ¿Le amas?
Divea bajó los ojos, sonrojada más por su irresolución que por un sentimiento que
no tendría nada de censurable. Taliesin sonrió y no quiso azorarla más. Encontraba
admirable el buen sentido y la profundidad de los conocimientos de quien todavía era
una niña si sólo se la miraba, sin escucharla.
—El clan de Onix está maravillosamente vivo, gran druida —alabó Divea—. Me

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asombra vuestro vigor, vuestra alegría.
Taliesin apretó los labios.
—No te engañes, querida muchacha. La vida no es aquí tan plácida como crees.
Vivimos acosados, Divea. Nos han ido empujando a lo más alto y remoto del bosque,
y aún así, constantemente tenemos que repeler ataques, cada vez más feroces. Según
mis noticias, sólo quedamos tres clanes en estas montañas, y eran diez en mi niñez.
Llevamos más de un milenio perseguidos y masacrados, pero últimamente el
fanatismo y la saña de nuestros enemigos se ha vuelto insoportable. Acechan con
perversidad alevosa a las mujeres que se desplazan solas, para raptarlas y someterlas
a humillaciones terribles antes de quemarlas en hogueras. Lo descorazonador es que
la desgracia no nos alcanza solamente a tu clan y a los de estas tierras. ¿Ves aquel
joven gálata, tan juguetón y sonriente?
Señalaba a un hombre de veinticinco años aproximadamente, con aspecto
agradable.
—¿Qué significa esa palabra, gran druida?
—Gálata es el natural de Galacia, una tierra celta situada más allá de la Dacia, al
sur del Mar Negro. También su clan ha sido exterminado.
Divea sintió arder sus mejillas, porque aunque no recordaba el gentilicio, había
una vaga huella en su memoria del lugar nombrado; supuso que su bisabuelo le había
descrito ese lejanísimo país. Al mismo tiempo, sintió enojo consigo misma. No debía
ruborizarse con tanta frecuencia, porque ese defecto debilitaba la autoridad que debía
transmitir un druida a todas horas. Se propuso aprender cuanto antes a dominar el
rubor.
Taliesin llamó con una señal a un criado y le ordenó:
—Pide a Fergus que se acerque a comer con nosotros.
Habían distribuido los primeros alimentos, a excepción del druida y Divea, unos
cestitos con frutas y nueces, y rebanadas de pan sobre las que iban colocando tajadas
asadas del ciervo sacrificado la noche anterior. Mientras el criado obedecía la orden,
les ofrecieron a Taliesin y la futura druidesa sendas bandejas plateadas, colmadas de
frutos, pan y tajadas de carne. Tanto las bandejas como el contenido resultaban más
distinguidos de lo que recibían los demás. También ofrecieron una bandeja igual al
hombre que llegó a sentarse junto a ellos.
—Decidme, señor, en qué puedo serviros —preguntó el gálata con acento exótico
y voz muy bien timbrada.
Divea sintió un leve estremecimiento que no supo explicarse. No era por el
atractivo viril y potente de ese hombre de mirada traspasadora y sonrisa burlona;
tampoco por la voz, que sonaba como había imaginado que sonaría la de los dioses.
Su proximidad le hizo escuchar dentro de su cabeza un mensaje de la madre Dana, un
aviso, pero no consiguió discernir si quería advertirle en su contra. También los
dioses Bran y Ogmios trataban de hablarle, pero les entendía aún menos; hasta el
mismísimo Lugh le señalaba al agraciado extranjero como si ella estuviera obligada a

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detectar en él algo que habría de temer o convenirle en el futuro. Supo que de nuevo
tenía el cutis completamente rojo y bajó la cabeza procurando taparse con la lustrosa
manzana que estaba a punto de morder, para que ni ese hombre extraordinario ni el
druida se dieran cuenta.
—No es para mi servicio por lo que te he llamado —respondió el druida—, sino
para el de esta dama que, como tú mismo puedes notar, lleva la marca de la madre
Dana en la frente y pronto ha de convertirse en druidesa. Ha llegado hasta nosotros en
la primera etapa de su viaje de iniciación y, por ello, estamos obligados a
proporcionarle todo el conocimiento de que seamos poseedores. Por mi parte, querido
Fergus, he comprobado a lo largo de la noche que es muy poco el saber que puedo
transmitirle, porque ella conoce ya casi todo cuanto necesita sobre atributos de los
dioses, ritos, elixires, plegarias e invocaciones. Por todo ello, que tú te encuentre
entre nosotros representa una gran ventaja, porque a la formación druídica de Divea
le beneficiará también saber de países lejanos y sus vicisitudes.

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39

—S ALÍ A PESCAR solo aquel día —narró el gálata—, porque nada anunciaba
que pudiésemos sufrir un ataque. Más de cien generaciones llevábamos cohabitando
con Bizancio sin dificultades insuperables. Sólo de vez en cuando teníamos algún
percance o un desencuentro con poblados vecinos, y era más por cuestiones
pecuniarias que por persecución religiosa. Es sabido en todo el orbe que Bizancio se
ha vuelto muy disoluto y a sus poderosos no les preocupa demasiado la defensa de la
ortodoxia cristiana ni hacen proselitismo en las tierras que domina su emperador.
Pero todo se está desmoronando últimamente. Creedme si os digo que el Imperio
Bizantino agoniza.
—¿También hay allí peregrinos de la cruz? —preguntó Divea.
—Sí, pero no son ellos los que hacen desmoronarse la autoridad de Bizancio. Ni
siquiera a nosotros nos atacan, porque llevamos muchas generaciones conviviendo no
sólo en mi bosque, sino también en la Capadocia, que debe ser el lugar del mundo
con mayor concentración de cenobios cristianos. El problema llegó de Oriente. Son
hombres de aspecto cetrino, desmujerados, que luchan artera y subrepticiamente por
apoderarse de Bizancio y del orbe. Por aquellas tierras, llevan dos o tres generaciones
ganando poco a poco terreno. Ellos dicen que su dios les exige expandir su religión
por todo el mundo, y afirman que para ese dios es lícito que maten al que no quiera
adorarle. Por tal razón, es la gente más temible de la que jamás he sabido. Todos los
que asolan esas tierras son hombres y a donde llegan, raptan a las mujeres para
vejarlas, usarlas y humillarlas, y luego las matan sin compasión ni sentimiento de
culpa, porque consideran que las mujeres no tienen alma. Salí aquel día a pescar en el
río Halys y nunca lo hubiera hecho, aunque estar ausente de nuestro bosque me salvó
la vida —Fergus suspiró—. A cambio, perdí la vida de mis padres y la de mi
hermana. Cuando volví al poblado, el bosque ardía y tuve que huir y ocultarme de los
cetrinos desmujerados que habían prendido el fuego. Vagué a partir de entonces más
de un año. Sabed que Bizancio domina un reino muy extenso; lo descubrí por el
tiempo tan prolongado que me tomó encontrar la capital. Una vez allí, y habiendo
convivido con ellos tres lunas, comprendí con desconsuelo que jamás sería aceptado
por los cristianos y que no conseguiría adaptarme a sus costumbres. Surgió entonces

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en mi mente la idea de descubrir si eran verdad dos de nuestras principales leyendas
celtas. La primera, el Camino al Fin de la Tierra. La segunda, Hibernia, el reino
donde los celtas son libres, felices y poderosos. Pero había perdido mis pertenencias
en la casa incendiada de mis padres y no tenía nada, ni siquiera información sobre
dónde podían estar esos lugares. Y la única ciencia que yo dominaba era la
navegación. Dado que el mar en Bizancio es como un río, no sospeché al principio lo
diferente que es gobernar un navío en mar abierto. Y no tuve otra ocurrencia que
robarles un dromon.
—¿Qué es eso? —preguntó Divea, disimulando su escándalo por el robo.
—Un navío muy grande, la invención más importante de Bizancio, que domina
toda la mitad oriental del Mar del Centro de la Tierra gracias a los dromones. Los hay
tan inmensos, que necesitan hasta doscientos remeros y llevan dos velas latinas, pero
en los más corrientes van unos sesenta remeros con un mástil y, por lo tanto, con una
sola vela triangular que es muy pesada e ingobernable. El que yo robé sólo necesitaría
veinticuatro remeros y otros diez tripulantes más. Imaginad la ayuda que han tenido
que prestarme Lugh y la madre Dana para que yo consiguiera navegar solo. Ignoro
cómo me fue posible llegar hasta aquí, porque el mar es el mundo más traicionero y
proceloso que existe. Nada hay seguro sobre el mar, podéis jurarlo. Vine caboteando,
a merced de los vientos por no disponer de remeros, sin acercarme jamás a los
puertos habitados, buscando celtas que pudieran orientarme. Después de penalidades
que no os cuento por no haceros sufrir, varé el navío en esta tierra astur por error,
porque calculé mal el punto donde la Tierra acaba. Tuve la suerte de encontraros a
vos, Taliesin, y a vuestro pueblo, pero, como sabéis, ya he desistido dos veces de
recorrer el Camino al Fin de la Tierra porque he visto lo sumamente peligroso que se
ha vuelto con tantos peregrinos de la cruz, tan diferentes de los bizantinos.
Descartado recorrer el Camino, debería seguir viaje a Hibernia, pero no acabo de
decidirme. He comprobado con graves quebrantos que pasadas las Columnas de
Hércules, el mar es todavía más espantoso y sé que necesitaría una tripulación que me
ayudase a continuar. Supongo que mi dromon seguirá intacto, porque conseguí
guardarlo en una playa muy recoleta y aislada por grandes acantilados, pero no acabo
de decidirme a reemprender viaje, aunque no debería tardar en hacerlo.
En la mente de Divea comenzó a brillar una luz muy lejana e imprecisa. Sospechó
que estaba a punto de entender el aviso de la madre Dana. Y el de Lugh.

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40

HABIENDO pasado la noche en vela, lo que se juntó al cansancio del viaje, tanto
Divea como Conall durmieron gran parte del día. Cuando despertaron a media tarde,
a la futura druidesa le dio el corazón un brinco. Alban estaba sentado en el sagrado
círculo de piedra, conversando con Fomoré, Fergus y Taliesin. También a Conall le
saltó el corazón, pero no de alegría. Divea corrió hacia el cuarteto.
—¡Alban —exclamó—, gracias y honor a nuestra madre Dana!
De cerca, notó lo profundas que eran las ojeras del cadete y la palidez cenicienta
que aún cubría su rostro. Parecía uno de los muertos vivientes de las leyendas y
aunque lo veía gesticular y casi sonreír, le costaba creer que estuviese vivo de un
modo natural porque acudían a su memoria antiguas y terroríficas fábulas sobre
conjuros infernales de ciertos druidas malvados, pervertidos por sus ambiciones, que
habían renegado de Dana y Lugh para someterse al dominio absoluto y excluyente de
Gundestrum, la diosa de la muerte y la venganza.
—Creo que la gloriosa Dana ha debido de necesitar mucha ayuda —respondió
Alban, cuyo humor era mejor que su aspecto aunque la voz chirriaba como si no
fuese humana—, porque he visitado las profundidades de la morada de Gusdestrun.
Divea sintió un escalofrío. Los muertos vivientes de las leyendas jamás
reconocerían el dominio de Gundestrun y ni siquiera la mencionarían, pero en el
fondo de su espíritu algo le inclinaba a permanecer en guardia ante Alban; se
sobrepuso evocando los sonrojos y los pellizcos en el corazón, en su bosque del
castro hasta pocas lunas antes, cada vez que se cruzaba con él.
—¿Hablas verdad? —preguntó a punto de gemir.
—Si, Divea. He visto la cara de todos los muertos de nuestro clan que conocí en
vida. Ha sido peor que la peor pesadilla. En la próxima batalla, querría antes morir
que volver a pasar por una experiencia igual. Ya sé que ahora debo mi vida a muchos
y en primer lugar a este nuevo amigo, Fomoré, que tan esquivo resultó todas las veces
que traté de encontrarlo cuando descubrí que alguien nos seguía. Pero asegura nuestro
anfitrión el gran druida Taliesin que sobre todo te debo la vida a ti.
La voz chirriante del cadete flaqueaba en falsetes a causa de la debilidad y los
jadeos, pero la última frase sonó con un énfasis muy especial. Volvió el rubor al

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rostro de Divea, lo que ya había llegado a considerar un problema serio. Fergus
detectó al instante el azoramiento de la muchacha y se compadeció. Decidió ayudarla
preguntándole:
—¿No te pesa la responsabilidad de haber sido elegida futura druidesa?
—Oh, sí. Mucho.
—Pero tiene el toque de la diosa —afirmó Alban, ufano y alzando el hombro, que
todavía presentaba visos amoratados—. ¿Hablas de ese peso por su juventud o porque
es mujer?
Desesperada en busca de argumentos en defensa de Alban contra la sombra
importuna del fondo de su espíritu, Divea sintió ahora que él estaba defendiéndola y
que, por lo tanto, esa sombra era absurda.
—Había oído leyendas de druidesas que moraban en el río originario de los celtas
—repuso Fergus—, allí donde dicen que late el corazón de Europa, pero nunca
conocí a ninguna. Mujeres druidas no son imaginables en Galacia, pues en Bizancio y
los países de su imperio los hombres se reservan la supremacía y hasta existen
lugares sagrados, como Athos, donde se prohíbe la entrada de mujeres y no sólo eso;
tampoco permiten entrar a los animales hembra. Ese viaje de iniciación que dices que
acabas de empezar, y del que todos hablan aquí, ¿dónde debería culminar?
—En Hibernia.
Fergus sonrió de un modo que todos hallaron cautivador, a excepción de Conall,
cuya expresión mostraba la alarma que el gálata le inspiraba.
—Entonces, los dioses han querido unirnos —afirmó Fegus con alegría. Tenía un
modo ampuloso de gesticular que a todos seducía, ya que añadía exuberancia a sus
gracias físicas—. Mi destino final también es Hibernia. Hemos de hablar sobre la
conveniencia de hacer juntos ese viaje.
—No creo que nuestro gran druida Galaaz lo aprobase —opuso Conall con tono
ronco y aprensión que Divea detectó.
La tez del futuro bardo había palidecido. No se le ocurría el medio de librarse de
Fomoré para sentirse libre de llevar adelante su plan, y ahora podía sumarse otro
obstáculo más.
—Mi bisabuelo —Divea recalcó la palabra mirando a Conall a los ojos— nos
detalló las tierras que ambos hemos de visitar, tú para alcanzar la condición de bardo
o íntimo y yo, la de druidesa. Pero nunca señaló los medios para llegar a ellas ni nos
prohibió ninguno.
Conall bajó la mirada, pero su percho ardía. Divea preguntó a Fergus:
—¿Si viajásemos en tu navío, irías directamente a Hibernia?
—No —respondió Fergus—. Es muy peligroso navegar en grandes mares abiertos
y yo sólo sé hacerlo de cabotaje. Si he entendido bien vuestra descripción —se dirigía
al druida Taliesin—, antes de Hibernia se encuentra Anglia y antes, la Galia, ¿no es
así?
—Exacto —respondió Taliesin y añadió dirigiéndose a Divea—: Precisamente,

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son ésas las tierras donde que me dijiste anoche que tu druida te ordenó buscar la
sabiduría.
—Así es señor. ¿Y sería más rápido viajar en el navío que en la carreta?
Divea había comprendido por fin el aviso de la diosa.
—Mucho más rápido —repuso el druida, aunque la pregunta se dirigía a Fergus
—. Ese navío puede ser para ti y tus compañeros como la vaca de cinco patas.
Los forasteros miraron al druida, interrogantes. Taliesin continuó:
—Se cuenta por estas tierras que, hace millares de años, los primeros fundadores
celtas perdieron toda noción del paisaje porque los cubría una niebla tan espesa que
no podían ver ni sus propias manos. Se encontraban desesperados, temerosos de
toparse con monstruos de los que no podrían huir porque no serían capaces de verlos,
y sin poder tomar decisión de dónde fundar su poblado. De pronto, escucharon el
sonido de un cencerro que se acercaba y, poco a poco, fue surgiendo de la niebla una
vaca con cinco patas. Sin hablar, les indicó claramente que se agarrasen a su rabo y
de tal modo les condujo a un maravilloso lugar donde organizar un hogar ideal para el
clan. El navío de Fergus es vuestra vaca de cinco patas.
—Entonces, hemos de viajar juntos —afirmó Divea.
—Espero que me permitáis ir con vosotros —dijo Fomoré.
Conall tenía los ojos desorbitados y miraba en torno como si buscase la orilla en
un mar agitado por la tempestad.
—Gran druida Taliesin —Divea inclinó la cabeza—, ¿podéis indicarme qué más
he de hacer para que esta etapa del viaje se considere cumplida?
—Ya te he dicho que no veo que yo pueda enseñarte más de lo que sabes. Quien
te instruyó, lo hizo muy bien. Entre los clanes astures solamente te falta dialogar con
la diosa en un venero, entregar tus secretos a un pozo y bañarte con las xanas para tu
purificación. Todo ello, podrás hacerlo en lugares muy cercanos a este bosque, pero
hemos de esperar a que este muchacho acabe de sanar del todo, porque tienes que
viajar bien protegida contra las acechanzas de los peregrinos de la cruz. Necesitarás ir
en la carreta y te acompañarán dos de mis sacerdotisas, que señalarán los caminos.
—Mañana estaré dispuesto para partir con ella —aseguró jactanciosamente
Alban.

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41

ALARMADO por la vehemencia de Alban y considerando que necesitaba más


reposo, Taliesin no les autorizó a partir hasta tres días más tarde.
La medianoche anterior, celebraron un ritual en que participaron los
expedicionarios y nadie más: Divea, Conall, Alban, Fomoré, Fergus y las dos
sacerdotisas, sentados en el círculo de piedra. Al contarlos, comprendió la futura
druidesa por qué le asignaba Taliesin dos sacerdotisas cuando bastaría con una para
indicarles el camino. El druida quería redondear el sagrado número siete. Todos
bebieron el quinto de los elixires excepcionales y permanecieron mucho tiempo en
recogimiento absoluto, pidiendo inspiración a los dioses.
A punto de emprender viaje, Taliesin encabezó el desfile hasta el lugar donde la
carreta aguardaba. Todos los bultos necesarios para el viaje, mantos y alimentos
principalmente, eran portados por sirvientes, pues los siete viajeros, a quienes se les
había vestido de oscuro para pasar inadvertidos, se desplazaban con la cabeza gacha y
las manos entrelazadas por indicación del druida.
Cuando estaban a punto de partir, Taliesin ofreció un caballo a Fergus,
aconsejándole que vigilase siempre un flanco mientras Alban guardaba el otro,
también a caballo. Las dos sacerdotisas llevaban sus propias monturas.
Partieron al amanecer. Divea, sentada junto a Conall en el pescante. Fomoré en la
trasera, con las piernas colgando sobre el estribo. Las dos sacerdotisas al frente de la
comitiva y los dos escuderos, a los lados de la carreta. El druida había ordenado que a
todos los varones se les proveyese de equipamiento abundante de armas. Por tanto, a
excepción de Conall, que por su aprendizaje de bardo le estaba prohibido, los
hombres iban armados con lanza, machete, puñal al cinto, arco y tahalí con carcaj en
la espalda, y hermosos escudos redondos celtas de metal labrado y pulimentado.
El viaje no fue demasiado largo y llegaron a su destino sin contratiempos.
Cuando el Sol brillaba ya en toda su plenitud, se detuvo la comitiva en un punto
que señalaron las sacerdotisas, el fondo de una quebrada rodeada de laderas muy
empinadas y, aún así, cubiertas de abundante vegetación. Los helechos llegaban
colgar a causa de la verticalidad del lugar donde brotaban y eran la planta más
abundante y visible, pero en las anfractuosidades de esas paredes vivían muchas otras

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especies, desde las turberas que envolvían las balsas del río, hasta grandes brezales y
rocas hermosamente tapizadas de musgo. En la parte superior de las dos laderas más
próximas podían verse en abundancia fresnos, arces, hayas y abedules. Daba la
impresión de que el hombre no hubiera tocado ni alterado esa floresta desde el origen
del tiempo.
Después de acampar los hombres en un pequeño meandro del río, Divea fue
conducida por las dos sacerdotisas a un manantial de agua caliente. Una vez que
localizaron el punto exacto donde manaba el agua, la dejaron sola. Permaneció
absorta en ese venero cubierto de vapor hasta el sol alto. Desde que abandonara su
bosque del castro, había tenido momentos de vacilación, porque no sentía la
presencia de la diosa. Ahora, advirtió en seguida que la estaba tocando, pero no en la
frente tal como decían los de su clan, sino en los hombros. Notaba las manos divinas
apoyadas en ellos, lo que le produjo una parálisis que no era desagradable; no
conseguía moverse, pero no deseaba hacerlo. Las palabras de la madre Dana brotaban
en su pensamiento con claridad. Debía vigilar a Conall pero se le prohibía prescindir
de él. Fergus podía salvarle la vida. Fomoré podía convertirla en druidesa. A Alban,
extrañamente, la diosa no le atribuía ninguna misión o había olvidado mencionarlo, lo
cual no tenía sentido puesto que era su principal protector. Divea no pudo evitar
volver a sentir un escalofrío. En el momento que notó que sus miembros recuperaban
el movimiento, supo con seguridad total y con desolación que no volvería a ver al
gran druida Taliesin. Por último, volvió a oír la orden de que jamás olvidara las tres
claves del conocimiento, saber, osar y callar.
Como si hubieran sido invocadas, las sacerdotisas supieron que Divea había
terminado y se aproximaron a ella; tomándola de ambas manos, la condujeron a la
boca de un pozo muy profundo y volvieron a apartarse.
Era demasiado joven para tener muchos secretos, de modo que sólo le tomó un
momento echarlos al pozo. Pese a la levedad de sus culpas, oyó que se precipitaban
por la profunda sima como grandes piedras. Sin esperar a que las sacerdotisas
llegasen, acudió a su encuentro.
—¿Dónde debo tomar el baño purificador con vuestras xanas?
—Es aquí cerca —respondió la más joven, llamada Nuadú—, pero nosotras sólo
podemos mostrarte la poza de lejos. Se nos prohíbe acercarnos a la orilla.
—Me gustaría bañarme con vosotras, pues tengo aún muchas preguntas que
hacer. ¿Qué puede ocurriros si desobedecéis la prohibición?
—Ignoramos cuántas xanas moran en esa poza, pero sabemos de una que es
terriblemente celosa. Acepta que los hombres entren en su morada y también una
niña, como tú, que sea pura y posea el conocimiento de los veintiún elixires sagrados,
incluidos los siete que son patrimonio exclusivo de los druidas. Pero no quieren a
mujeres adultas como nosotras, porque creen que venimos a apoderarnos de su casa.
Por consiguiente, no podemos acercarnos.
Sin más explicaciones, Nuadú señaló una hermosísima laguna escondida bajo las

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frondosas copas de castaños, olmos, sauces y densos matorrales y arbustos. El espejo
del agua se enmarcaba en una tupida alfombra de nenúfares en la mayor parte del
contorno y en grandes áreas de la superficie.
En el momento de desnudarse del todo aunque sin desprenderse del frasquito
colgado de su cuello, y mientras saltaba al agua, Divea supo que algo prodigioso iba a
ocurrirle a su cuerpo durante ese baño. No consiguió imaginar el qué, pero sí notó
que avanzaba por sus venas una especie de fuego que no quemaba, mientras el
corazón lentificaba sus latidos que se volvieron firmes como martillazos en la fragua.
Súbitamente, la Divea con quien había convivido desde su nacimiento era otra,
aunque no supiera quién. Pero ya no era la misma. Igual que un torrente interior,
fueron cayendo convicciones absolutas sobre su espíritu: jamás volvería a dudar,
jamás volvería a tener miedo y jamás vacilaría al tomar decisiones. Ante tanta
claridad y firmeza, anheló conocer el porqué de que la diosa no le hubiera mostrado
en el venero el destino de Alban a su lado. Preguntó a la catarata que sentía deslizarse
por el fondo de su pecho y sólo encontró el eco del vacío. Alban no estaba incluido
en su porvenir. Hasta el día anterior, esta noticia le habría partido el corazón; ahora la
recibió sin resignación ni acatamiento. La nueva Divea se respondió a sí misma que
cuando hubiera de dilucidar cualquier cuestión relacionada con Alban, debería actuar
no con pasión o sentimientos, sino con el tino y la sabiduría de una druidesa. Y así lo
haría.
Mientras retozaba en el agua, tibia por la cercanía del manantial, Divea consideró
que si la xana era tan celosa como Nuadú aseguraba, también era sigilosa, pues no
sintió su presencia en ningún momento. Sí notó otras presencias cercanas en el fondo
del agua, pero ninguna era hostil. Hasta percibió que en ocasiones le rozaban los pies
como si quisieran transmitirle seguridad y confianza.
De pronto, resonó una música muy triste en su cabeza, tan melancólica como la
última canción que había escuchado de los labios del bardo Tito. La diosa le
apremiaba para que se uniera a las sacerdotisas y, en seguida, corrieran las tres hacia
los hombres que aguardaban.
Cuando llegaron al meandro que albergaba el pequeño campamento, vio que
Fomoré se apresuraba a apagar el fuego con los pies mientras Fergus echaba tierra
por encima. Alban, sobre el caballo, estiraba el cuello y miraba con expresión seria
hacia la parte baja de la quebrada, por donde se abría al valle. Mientras, Conall
rehacía deprisa las ataduras de los bultos y los cargaba en la carreta.
—A pesar de lo lejos que estamos del camino principal —dijo Alban—, hemos
escuchado un tropel de gente que bajaba con dirección al bosque. Por el ruido, creo
que eran guerreros.
—A mí me han sonado como los ejércitos de cetrinos desmujerados —comentó
Fergus.
Divea recordó el anuncio de la diosa en relación con Taliesin. No sintió angustia
ni dolor como habría sido normal hasta poco antes, sino la necesidad de acudir a

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aportar lo que estuviese en su mano, porque esa advertencia le revelaba que habría
mucha gente sufriendo dentro de pocos momentos.
—Corramos tras ellos —dijo con impaciencia y un sollozo en la garganta que no
permitiría que apareciese en sus ojos.
—Nos masacrarían, Divea —opuso Fomoré.
—¿Teméis que ataquen nuestro bosque? —preguntó la sacerdotisa Nuadú.
Notando el asentimiento, añadió—: Pues no debéis agorar males para mi clan, porque
los guerreros de Onix son los más feroces y valientes del mundo. Llevamos muchas
generaciones sin que ningún ejército consiga vencernos, y esos hombres lo intentan
cada año.
—Vayamos entonces —dijo Divea—. Siendo así, no tenemos nada que temer.
—Vayamos —aceptó Alban—, pero muy lentamente. Ahora, las dos sacerdotisas
no encabezarán el cortejo, sino que viajarán en retaguardia porque seremos Fergus y
yo quienes vayamos al frente. En marcha.
Divisaron el fuego mucho antes de llegar al bosque de Onix.

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42

POCAS COSAS podían doler más a un celta que ver arder un bosque, salvo la
pérdida de seres queridos. Y si el fuego era apocalíptico y ocasionaba la desbandada
masiva de animales aterrorizados, el dolor se desbordaba en desconsuelo. Veían
correr los osos gruñendo con desesperación y la estampía de ciervos bramando con
voces casi humanas, y se les rompía el corazón. La mayor parte del paisaje era un
mar de llamas, cuya intensa luz se reflejaba en las nubes perezosas del atardecer
primaveral. Parecía que los dioses, furiosos, hubieran decidido exterminar la vida de
la Tierra.
Parados en un altozano hasta el que llegaban vaharadas de aire caliente como el
de un horno, todos lloraban a excepción de Divea. Permanecía demasiado absorta en
calcular las posibilidades que el clan de Tiliesin tuviese de sobrevivir a la catástrofe,
y en prever lo que a ella le correspondería hacer en cualquier caso.
—Nuadú —llamó a la sacerdotisa—, ¿consideras posible que los tuyos hayan
tenido ocasión de salvarse?
El llanto impedía a Nuadú responder. Divea se dirigió a la otra sacerdotisa:
—Acércate, Dagda. No conozco a fondo tu bosque, como sabes, e ignoro qué
ubicación tendría vuestro poblado en relación con las comarcas de alrededor.
—Vivíamos en lo más recóndito, Divea. Como te explicó nuestro gran druida
Taliesin, los celtas venimos sufriendo acoso hace muchas generaciones, y por ello
fuimos refugiándonos donde más difícil era dar con nosotros, lejos de los caminos,
del curso sagrado de los ríos y de los miradores donde pudiéramos ver o ser vistos. Si
recuerdas nuestro nementone y lo tortuoso que fue abandonarlo, comprenderás que no
puede haber en un bosque un lugar menos visible ni menos accesible. Sólo a pie o en
caballo es posible llegar y encontrarlo, y únicamente si conoces muy bien el camino.
—Entonces, ¿no han tenido tiempo de huir?
Ahora fue Dagda la que se echó a llorar. Negó con la cabeza.
—Pero alguna posibilidad tendrán —protestó Alban, consciente de que Taliesin
no sólo le había salvado la vida, sino que se la había regalado cuando apenas le
quedaba—. Es un pueblo demasiado hermoso y bueno como para ser exterminado y
desaparecer en el olvido.

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—No creo que haya sobrevivido ninguno —dijo Conall, cuyo humor ninguno de
los presentes era capaz de calificar a pesar de las lágrimas que manaban de sus ojos.
—¿Por qué lo afirmas tan rotundo? —preguntó Fomoré.
—Porque siento olor a carne quemada.
—Están muriendo millares y millares de animales abrasados —opuso Divea—.
¿Cómo no va a oler a carne quemada?
Las dos sacerdotisas miraron a Divea como si esperasen de ella un milagro.
—Disculpa, Divea —dijo Conall—. Yo he olido dos veces el hedor de las piras
donde queman a las mujeres celtas que ellos llaman brujas. El olor de la carne
humana chamuscada no se olvida jamás.
—Si alguien te mirase algún día con esas intenciones… —Alban titubeó.
—¿Qué? —preguntó Divea, enternecida por el titubeo del enorme muchacho.
—Ese individuo no podría volver a mirar a nadie nunca más, aunque yo muriese
con él.
Divea inspiró hondo. Ignoraba cuál sería el destino que la diosa reservaba a
Alban, y ello profundizaba mucho más la gratitud que su devoción y afecto le
inspiraban. Tendría que haberse ruborizado, pero se dio cuenta de que no sucedía.
Comprendió que ya no volvería a ocurrirle jamás.
Los siete guardaron silencio durante un largo rato. El desconcierto y el dolor no
vencían la fascinación del resplandor. Comenzaba a anochecer, y por contraste, el
incendio iba refulgiendo cada vez más, hasta que llegó a parecer imposible que
existiera algo más en el mundo.
—Voy a cabalgar por este lado —Fergus señaló con voz muy ronca una suave
ladera situada a la izquierda del mar de fuego—, a ver si logro ver a alguien. Este
pueblo me acogió y agasajó como un hijo muy querido, y siento que se me retuercen
las entrañas con la idea de no volver a estar con ellos.
Sin añadir nada más, puso el caballo a galope y se perdió de vista.

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43

SENTÍA GANAS de llorar, pero no iba a hacerlo.


A fin de cuentas, sólo era una muchacha de quince años, pero esta realidad, por
mucho que se la recordase a sí misma, no justificaría su flaqueza. Sobre todo, porque
si Taliesin había muerto ella sería lo más parecido a un druida que quedaría en los
contornos. Su deber era reconfortar a los demás.
—¿Qué haremos si nadie ha sobrevivido? —preguntó Alban.
—Seguir adelante, hacia nuestro destino —respondió Divea, pensando que tenía
que guardarse su propia tristeza y compartir sólo la alegría que pudiera encontrar en
la negrura de la tragedia.
—Pero habíamos resuelto viajar por mar —arguyó Conall—, y quién sabe si
Fergus volverá para conducirnos a su navío. Ahora sabemos que ir adelante por tierra,
hacia la Galia, puede llevarnos muchas lunas o años quizá, según aseguró Taliesin,
cosa que ignorábamos cuando salimos de nuestro bosque.
—Así es —afirmó Dagda—. El año pasado, llegó a Onix una familia celta
procedente de la Galia, que venía en busca del Camino al Fin de la Tierra. Dijeron
que el viaje en carreta les había tomado siete lunas.
—Yo estoy convencida de que Fergus regresará —afirmó Divea—.
Permaneceremos en este lugar hasta que no lo haga. Ahora, lo que nos conviene es
comer y dormir por turnos. Nos ocultaremos lo mejor posible junto a aquel carvallo y
velaremos por si merodean cerca peregrinos de la cruz. No creo que Fergus pierda el
camino de regreso para volver con nosotros, porque los marinos encuentran caminos
en el mar, donde no los hay, pero debemos estar atentos para que no pase de largo.
Ahora, por favor, Alban, busca algún animal pequeño que Nuadú, Dagda y yo
podamos ofrecer a nuestra madre Dana en sacrifico.
Cuando Alban volvió más tarde con un chivo casi recién nacido muy balador,
cuya madre había debido de morir en el incendio, las dos sacerdotisas y Divea ya
habían instalado un ara con la ayuda de Fomoré y Conall. Se trataba de una piedra
bastante plana apoyada sobre otras cuatro más pequeñas, de modo que el resultado
era aceptablemente digno. En cuanto llegó Alban, tras entregar a Divea el
quejumbroso animalito, se unió a los otros dos hombres para improvisar el círculo

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sagrado. En seguida que estuvo completo, corrió monte arriba en busca de un poco de
muérdago.
—La energía de ese joven es sobrehumana —comentó Nuadú.
Divea sonrió tristemente, antes de decir con orgullo:
—Sobre todo, si recordamos que hace cuatro días parecía que iba a morir.
Se preguntó si sería ése, de todos modos, el destino que le designaba la diosa. Se
sacudió el pensamiento agitando la mano derecha, como si con ello pudiera borrar la
preocupación que sentía por el leal y valiente guerrero.
Volvió Alban con abundantes arañazos en las manos, producidos al arrancar sin
cuchillo el muérdago, que colocaron sobre el círculo y en torno al ara. Divea dudó en
el momento de inclinar la cabeza sobre su pecho para comenzar las invocaciones;
recordó que vestía un ropón casi negro. Debería cambiarlo por una de las dos túnicas
blancas guardadas en el bulto atado en la carreta. ¿Sería indispensable? Notó que
tanto Dagda como Nuadú miraban esquinadamente su vestimenta y decidió que no
tenía más remedio que cambiarla.
Por suerte, atinó al señalar un primer fardo, que Conall desató. Oculta por las dos
sacerdotisas, que la cubrían sujetando en alto dos mantos para formar una especie de
tienda, Divea cambió el ropón por una túnica ceremonial.
Iba a ser el primer animal que sacrificase personalmente. ¿Cómo iba a superar su
repugnancia por la posibilidad de hacerle sufrir? ¿Cómo iba a desposeerlo de la vida?
No paraba de balar. Tenía hambre y seguramente sentía un abandono que no había
sido voluntario; la pobre cabra de cuernos rojos, de una raza que Divea había visto
por primera vez entre los astures, seguramente había muerto recordando a su cría.
Tenía que sobreponerse. En unas circunstancias como las presentes, la compasión
representaría una rémora muy grave, inaceptable en una druidesa.
A falta de un cuchillo de obsidiana, que habría de proveerse en cuanto pudiera,
Alban le ofreció el puñal que portaba en la cintura.
—Hazlo sin temor, pero no te hieras, porque es un cuchillo muy eficaz —le dijo.
Divea no dudó más. Alzó las manos al cielo, rogó a Lugh y a Bran inspiración,
suplicó a Dana que postergase todo lo posible el mal augurio de Alban y bajó los ojos
hacia el animal que sujetaban las dos sacerdotisas. Miró con fijeza el gaznate del
convulso animal antes de descargar el cuchillo.

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EL AMANECER los encontró exhaustos. Apenas habían conseguido dormir,


desvelados por el insoportable olor a humo y el recuerdo de la alegre gente del clan
de Taliesin. Cuando la oscuridad dio paso a la claridad, miraron abajo con pasmo. El
bosque se había convertido en una extensión negra y gris hasta donde alcanzaba la
vista, que el llanto nublaba. Los incendiarios habían desterrado la vida de uno de los
parajes más hermosos que existieran sobre la Tierra y, tal como había quedado,
tardaría generaciones incontables en renacer. El único movimiento que conseguían
notar era el de los pequeños troncos de arbustos calcinados que iban cayendo,
vencidos por los rescoldos, con un último crujido que era como un lamento.
El hedor resultaba tan insoportable como la visión.
—Nada ha podido sobrevivir ahí —dijo Fomoré con tristeza.
—Ni siquiera consigo ver a los que deben estar disfrutando su hazaña —comentó
amargamente Alban.
—Cuando incendian —aclaró Conall— no suelen esperar a ver los resultados. Se
alejan en cuanto terminan de invocar a sus dioses, a quienes les dejan el trabajo de
exterminar a los que llaman paganos pecadores.
—¿Qué dioses serán esos —reflexionó Divea en voz alta— capaces de tolerar que
unos locos tan fanáticos destruyan su obra?
—Noto algo que se mueve —alertó Nuadú.
Estrujadas por su dolor y abrazadas para consolarse mutuamente el desconsuelo,
las dos sacerdotisas astures no mostraban interés por la conversación y permanecían
cerca del camino, acechando con ojos nublados por el llanto el milagro de ver llegar
vivos a los miembros de su clan. Antes de reconocerlo, escucharon su voz:
—¡Divea, Nuadú, Dagda!, ¿estáis ahí?
Todos sintieron alborozo por el regreso del gálata a excepción de Conall, que
frunció los labios con desagrado cuando llegó por fin a la colina donde lo esperaban.
—¿Has encontrado a alguien? —preguntó Nuadú, anhelante.
Fergus bajó la cabeza al tiempo que negaba.
—Siento ganas de lanzarme desde un peñasco muy alto —dijo con un suspiro—.
Ya es la segunda vez que me ocurre esto; ver perecer por el fuego cuanto quiero y a

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los que amo. Me pregunto si los dioses me han maldecido por una mala acción que no
consigo recordar y piensan castigarme una y otra vez hasta que muera.
Divea observó la mirada baja del gálata. Su consternación estaba justificada, pero
era difícil imaginar que la compasiva madre Dana o el bonachón Bran, o el sabio y
comunicativo Lugh quisieran mal a un hombre con una voz tan maravillosa y una
bondad tan a flor de piel, combinada con su innegable simpatía. Consideró que
disponía de un arma que le levantaría el ánimo:
—Amigo de tierras tan lejanas, si no puedes evitar que los pájaros de la tristeza
vuelen sobre tu cabeza, impide al menos que aniden en tu cabello. Hay motivo para
que te alegres, porque ayer, cuando dialogaba con nuestra madre Dana, me reveló
algo que te concierne.
Fergus levantó la cabeza. La miró tristemente a los ojos, pero sonrió al preguntar:
—¿De veras?
—Sí. Como sabes, yo no puedo repetir sus palabras ni sus vaticinios, pero debo
decirte que sin tu ayuda, ninguna de mis metas podría realizarse. Si tú atentases
contra tu vida como has dicho, yo tendría que morir también, porque habría dejado de
tener una misión en la Tierra.
Fergus apretó un poco los labios. Durante el baño de purificación, había sentido
un deseo casi incontenible de acercarse a la poza para vigilarla. Ansiaba ver su
cuerpo desnudo, un ansia más fuerte que su voluntad. Se había contenido más por el
temor a ser descubierto por los demás hombres que por recato. Ahora, haber sentido
ese impulso le avergonzaba insoportablemente. Como si pensar fuese nocivo y
remolonear resultase inconveniente, decidió que había que ponerse en marcha.
—Si no calculo mal el tiempo, llegar al abrigo donde escondí mi dromon nos
llevaría toda una jornada. ¿Quiénes desean venir?
Todos asintieron, incluidas las dos sacerdotisas.
—Pues hemos de emprender camino inmediatamente, por si encontrásemos
razones para ocultarnos, lo que podría alargar mucho el viaje. Contando con vuestra
ayuda para tripular el dromon, llegaremos en pocos días a la Galia y no tendréis que
afrontar más horrores en tierra. Dado que yo llegué hasta aquí desde un lugar diez
veces más lejano, y sin que nadie me ayudase, estoy seguro de que llegaremos allí sin
tropiezos. Ahora tú, futura druidesa, te ruego que pidas a los dioses que consigamos
avistar el mar de los astures sanos y salvos.

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SÓLO TUVIERON que apartarse del camino una vez. Fue al principiar la tarde,
poco después de dejar atrás la tierra calcinada del bosque. Transitaban en silencio,
rumiando la amargura que les causaba la muerte de lo que había sido un paraíso. Casi
tan impresionante como la desolación era la extensión tan inmensa que ocupaba;
bordearla hacia el norte en busca del mar les tomó más de media jornada.
—Atención —alertó Alban—, veo ahí abajo peregrinos que suben para acá.
—No son peregrinos de la cruz —afirmó Fergus.
—Pero tampoco pertenecen al pueblo celta —afirmó Conall.
—Casi todos visten ropones oscuros —dijo Fomoré, y preguntó a Fergus: —
¿Quiénes crees tú que pueden ser?
—Cetrinos desmujerados.
—Cuando los mencionabas, creía que hablabas de gente del país lejanísimo de
donde vienes —comentó Fomoré.
—Ya os dije que los cetrinos desmujerados creen que tienen que apoderarse de
todo el mundo para su dios —dijo Fergus—. Y su principal obsesión es apoderarse de
la Europa de los celtas. Están por todas partes y todo lo arrasan. Lo que más odian es
la cruz de los peregrinos, pero están convencidos de que su dios les dice que deben
exterminarnos a todos los que no compartimos sus creencias.
—Pues no los veo yo venir con ganas de guerra —comentó Conall.
—¿Debemos temerlos a pesar de todo? —preguntó Divea.
—Sí —respondió Fergus—, mucho, y principalmente vosotras tres. Lo mejor será
que nos escondamos hasta perderlos de vista.
Condujeron la carreta hacia un pequeño altozano a la izquierda del camino,
cubierto de densos matorrales en los que se ocultaron. Los cetrinos desmujerados
comenzaron a pasar por el tramo de senda que podían observar a sus pies a través de
la espesura. Sus vestimentas eran demasiado diferentes de cuanto conocían, así como
los tocados y, sobre todo, su piel. Pronto comprobó Alban que no iban a descubrirles,
porque ni siquiera vigilaban sus flancos ni el camino que tenían delante; sus
centinelas sólo miraban atrás, como si les aterrorizara algo que les perseguía.
La piel de todos ellos tenía un color algo oscuro y lívido, con labios gruesos

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rodeados de barbas hirsutas y negras. Llevaban ampulosos tocados en la cabeza y
vestían varias túnicas, unas encima de las otras, como si prefiriesen portar todo su
equipaje en el cuerpo para no tener que transportarlo atado en carretas ni a la grupa
de sus monturas, vestiduras en las que predominaban los tonos oscuros o negros,
aunque el color de algunos mantos era el natural de la lana o el lino. Lo que resaltaba
más en su ropa eran los desgarros y la sangre que manchaba a la mayoría. Sus
expresiones eran tan tristes como el aspecto general del grupo.
—Creo que han sido derrotados —dijo Alban hablando en susurros— y regresan
al lugar de donde proceden con el rabo entre las piernas.
—Así parece —concordó Fergus— y ni imagináis de lo que se han salvado estas
tierras. Los espantos que causan los cetrinos desmujerados son peores que lo peor que
hayáis sabido jamás. No existe sobre la Tierra ningún pueblo capaz de mayores
atrocidades. Llegan a despellejar vivos a sus prisioneros mientras les exigen con
alaridos y azotes que adoren a su dios.
—¡Eso es imposible! —exclamó Conall—. ¿Cómo van a exigir adoración a
quien, por sufrir un suplicio tan terrible, sólo estaría pensando en morir cuanto antes?
¿No serás tú quien ha hecho esa clase de cosas?
Fergus apretó los labios. De los compañeros de Divea, ese muchacho retraído y
huraño era el que menos confianza le inspiraba. Le espetó acercando el índice a sus
ojos:
—Si quieres comprobar la realidad de lo que cuento, no tienes más que bajar ahí
y dejarte apresar por ellos. Ahora que vuelven derrotados, no sólo te harían eso, sino
cosas mucho peores, porque también es la gente más vengativa que existe.
Conall notó que el grupo daba mucho más crédito al gálata que a él. Pese a su
tristeza, las dos sacerdotisas sonrieron levemente ante el reto irónico de Fergus. Pero
él no podía tenerlas todas consigo. Ese hombre tan seductor y tan adornado por la
Naturaleza le inspiraba malos presentimientos. No sólo porque representaba un
obstáculo para sus planes, sino porque intuía que no había contado toda la verdad
sobre su pasado. Hallaba demasiadas sombras en su narración. Sombras que tanto
Divea como Alban parecían empeñados en ignorar. No descansaría hasta matarlo, y
lo haría cuando se encontrasen navegando en su barco y en cuanto consiguiera
aprender a gobernarlo.
—Creo que podemos seguir nuestro camino —dijo Fomoré.
—Esperemos un poco más —dispuso Alban—, hasta asegurarnos de que no llega
ninguno más ni les persigue otro ejército.

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46

CUANDO CONALL vio por vez primera la silueta del navío desde el acantilado,
ya no le cupieron dudas de que Fergus mentía y tenía mucho que ocultar. Aunque
estaba cubierto de matorrales para que resultase difícil de descubrir a primera vista,
su tamaño podía apreciarse con nitidez y le pareció enorme. La barcaza donde él
había trabajado con los cristianos, en las playas cercanas al Castro de Santa Tecla, la
tripulaban nueve hombres, a veces con dificultad si la mar se encrespaba. Un cálculo
somero le permitió estimar que serían necesarias cuatro barcazas iguales puestas en
fila para alcanzar la eslora del que el gálata llamaba «dromon».
¿Cómo iba a poder tripularlo él solo, tal como afirmaba? Mucho menos, durante
la travesía tan amplia que decía haber hecho. Ni aún creyendo que poseyera dones
prodigiosos como los héroes de las leyendas, podría nadie admitir que hubiese
gobernado sin ayuda un navío como aquél. ¿No habría navegado con un grupo grande
de hombres a quienes, mediante recursos arteros, había matado una vez que tomaron
tierra? Aunque no tan grande como Alban ni tan robusto, era un hombre físicamente
poderoso y parecía muy astuto. Seguramente, también era un pillo redomado y
alevoso, capaz de traicionar a su estirpe y hasta a su propia madre. Tenía por fuerza
que ser así, pues a la vista del navío no se le ocurría ninguna otra explicación.
Era espléndido y sólo observando lo recóndita que era la playa, y lo abruptos y
despoblados que parecían los alrededores, podía comprender que nadie lo hubiera
robado. Por alguna extraña razón que escapaba a sus cortos conocimientos náuticos,
el gálata había varado el dromon de popa, en vez de cómo había visto hacer a los
cristianos, que varaban sus barcazas de proa. Lo menos medía cuarenta pasos de
eslora y unos seis u ocho de manga. Aunque no se veían los remos, pese al embozo
de matorrales podían distinguirse doce amarres y doce anclajes en cada borda. Por lo
tanto, serían necesarios veinticuatro remeros para moverlo cuando no soplara el
viento. El mástil era grueso, aunque no demasiado alto, siendo, en cambio, anchísima
por la base la vela triangular, que estaba arriada y en posición casi de lado. En una
plataforma elevada, a proa, había una máquina cuya función no consiguió imaginar.
Notando la admiración del grupo, Conall sintió deseo de dejar en evidencia al
gálata preguntándole cómo había podido tripular él solo un barco tan grande y

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complicado, y si no se habría deshecho con perfidia de la gente llegada con él desde
un país tan remoto y a través de un mar tan peligroso. Pero de ese modo lo pondría en
guardia contra él, lo que no le convenía. Se reservó el reproche y dijo en cambio:
—Magnífico navío. Ardo en deseos de navegar a bordo.
Fergus ni siquiera lo miró. Se limitó a sonreír.
Por su parte, a Divea la dominaba el desconcierto. Hasta la madrugada
precedente, no había dejado de intuir cercana a la madre Dana, pero desde que
comenzara a oler el salitre marino ya no la sentía. ¿La había abandonado o se trataba
de algo nuevo que debía aprender a asimilar?
—¿Qué es aquella máquina? —preguntó Fomoré a Fergus.
—¿La de proa? Es la catapulta para lanzar el fuego griego, el arma más temible
que han inventado los bizantinos. Ya veréis.
—Nosotras no podemos viajar ahí —dijo Dagda, señalándose a sí misma y a
Nuadú.
—¿Por qué? —preguntó Divea.
—En ese mar tan temible y peligroso, no veo ríos ni fuentes donde poder invocar
y hablar con la madre Dana.
Divea sonrió.
—No te inquietes —aconsejó—. El mar es el río más inmenso de todos y, por lo
tanto, es también la morada de la diosa.
Conall apretó los labios. ¿Cómo había conseguido ser tan prudente, sabia y
ocurrente una niña que era más de un año menor que él? Desde que regresara de su
baño purificador en la poza del río, percibía en ella algo distinto que le causaba
desasosiego.

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47

—D ESCONFÍO DE que consigamos reflotar nunca ese navío tan grande —dijo
Conall cuando amaneció, pensando de nuevo en su experiencia entre los pescadores
cristianos.
El descenso a la playa había sido penoso, pues tardaron mucho en encontrar una
senda por donde los bueyes y los caballos pudieran bajar, y la noche cerró del todo en
cuanto pisaron la arena dorada. Durmieron amontonados, dándose calor entre sí para
vencer los tiritones que les causaba el relente marino porque no se atrevieron a
encender un fuego que podía descubrirles.
Cuando se pusieron en movimiento a la mañana siguiente, Conall repitió en voz
alta muchas veces su incredulidad, pero no encontró eco para un escepticismo que
todos se esforzaban por ignorar. Necesitaban aliento, no que él les desanimara. Las
dos sacerdotisas bajaban los ojos a fin de no verse obligadas ni siquiera a asentir o
negar con la cabeza. Alban y Fomoré fingían sordera mirando para otro lado. Divea
deseaba no tomar partido, pero la realidad era que también dudaba.
—Esperad a que suba la marea —propuso por fin Fergus—; yo digo que
navegaremos sin dificultad.
Dirigió con autoridad la operación de embarque de la carreta, los bueyes y los
caballos por una rampa de solidez asombrosa, cuyo posicionamiento mediante sogas
muy gruesas sujetas a un cabrestante del mástil, así como la apoyatura en el rebalaje,
les costó esfuerzos extenuantes a los siete, y tuvieron que vendar los ojos a los seis
animales para que no rehusaran subir a bordo. A media mañana, dieron por acabados
los preparativos y se derrumbaron sobre cubierta sudorosos y con el ánimo algo
menos pesimista; estaban listos para la travesía, a la espera de que el dromon flotase
libre.
Efectivamente, con la pleamar sólo tuvieron que unir fuerzas entre los siete para
que la nave desencallara del todo.
—Abordad deprisa —urgió Fergus—. Debemos izar la vela antes de que se le
ocurra rolar a este viento del sur tan favorable, que nos llevará a alta mar si no
remoloneamos y yo puedo estabilizar el timón.
Lo consiguieron antes del atardecer. Al principio, les parecía retroceder más de lo

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que avanzaban, a causa del bamboleo y los golpes de las grandes olas, pero a pesar de
esa percepción notaban que iban separándose de la playa. Lentamente, el barco
encontró acomodo en su medio natural y a todos les pareció que cobraba vida propia,
como si el espíritu bonachón de Bran lo gobernara en vez de Fergus, que era quien
aferraba sudoroso el timón, una simple palanca muy pesada y dura de manejar.
Cuando la nave estuvo por fin enrumbada y cesaron las órdenes a gritos y las
maldiciones desaforadas del gálata, pudieron examinar con admiración la hermosa
estructura de madera sobre la que se encontraban. Todos los detalles eran
espléndidos, incluidos los doce asientos vacíos de remeros a estribor y los doce a
babor, situados en un nivel por debajo de cubierta. Tenían que ser artesanos muy
habilidosos los que habían armado el navío y hombres muy sabios los que lo habían
inventado.
Navegaron toda la noche sin variar el rumbo por temor a los escollos litorales que
no serían capaces de descubrir en la oscuridad. Al amanecer siguiente, cuando Fergus
roló a estribor para navegar paralelamente a la costa desvaída por la distancia y la
calima, Dagda se echó a llorar:
—Ya no reconozco nuestras montañas —se lamentó.
Nuadú la abrazó para consolarla.
—Volveremos —prometió—. Tú tienes que regresar, ¿verdad, Divea?
—Sin duda.
—¿Ves, Dagda? Como Divea está obligada a volver convertida en druidesa,
nosotras también lo haremos.
Divea suspiró hondo, pero procurando no emitir ningún sonido. Ella no estaba tan
convencida de la seguridad del regreso. Viéndolo encogido, sentado en la cubierta
con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la borda, notaba que Alban
flaqueaba y no quería preguntarle si todavía sentía debilidad por sus heridas no
cicatrizadas del todo o si era que sufría mareos. Con la principal fortaleza del grupo
aparentemente abatida, todo le resultaba a Divea demasiado azaroso. Aunque había
asegurado a Dagda que el mar era también el hogar de Dana, a semejanza de
cualquier río, las certezas naufragaban en el fondo de su pecho, porque el mar era una
inmensidad devoradora de toda convicción donde nadie podía sentirse dominante.
Trataba con todas sus fuerzas de repetirse a sí misma las frases que la diosa le había
inspirado en la hermosa poza del río astur: jamás volvería a dudar, jamás volvería a
tener miedo y jamás vacilaría al tomar decisiones; pero las palabras se desdibujaban
en su mente, vencidas por la angustia.

Todo continuó así durante dos días. La costa les parecía siempre igual, una sucesión
de montañas mas o menos remotas, vagamente verdes con algún que otro pico blanco
de nieve. Pero al tercer día, notaron que cambiaban de rumbo y miraron todos hacia
Fergus con expresiones de interrogación.

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—Ahora, navegamos hacia el norte —dijo el gálata.
A pesar del cambio, no perdieron la costa de vista. El cuarto día dejó de haber
tantas montañas; la línea de la costa se volvió muy regular e indistinta. Sólo veían a
lo lejos embarcaciones pesqueras muy pequeñas. Ninguna que se pudiera comparar
con la suya.
—De aquí en adelante, podemos comenzar a tener tropiezos —dijo Fergus.
—¿Peligrosos? —preguntó Alban.
—Según Taliesin, a quien los dioses hayan acogido en su morada, los galos son
por aquí expertos navegantes.
—¿Ya estamos frente a la Galia? —preguntó Divea.
—No exactamente —respondió Fergus—. Según creo, llegaremos a la verdadera
tierra de los celtas galos manteniendo firme el rumbo norte. De ese modo, digo yo
que un día cualquiera veremos frente a nosotros uno de los países más sagrados de
nuestro pueblo. Se llama Armórica y ardo en deseos de llegar, porque dicen que
encontraremos maravillas y prodigios difíciles de creer.
Conall hallaba a cada paso motivos para reforzar sus sospechas sobre el gálata,
que se conducía con excesiva confianza en lugares que decía no conocer. Gobernaba
el navío como si llevase en la cabeza dibujada la ruta y ahora hablaba de países que
parecía haber visto. La convicción de que les mentía creía cada jornada en la mente
del joven aprendiz de bardo.
—Atención —alertó Alban—. Aquel navío viene directo a nosotros.
Todos se enderezaron para confirmar la observación del cadete. Si no había
perdido el timón, no cabían dudas de que el timonel de ese navío buscaba un
encontronazo.
—Y es el más grande que hemos visto hasta ahora —comentó Fomoré.
—No estamos en condiciones de luchar —afirmó Fergus—, porque somos muy
pocos y si se atreven a abordar un navío como éste será porque ellos son muchos.
Digo yo que si los dejamos acercarse podrían vencernos sin duda, así que no debemos
permitírselo. Por suerte, nosotros disponemos de recursos que ellos no pueden ni
imaginar. Así que necesito que tú, Conall, me sustituyas al timón. No tienes que hacer
nada, solamente mantenerlo tal como está, sin moverlo ni a babor ni a estribor. Para
ayudarte a fijarlo, sujétalo con ese taco de madera. Los demás, venid conmigo a proa,
a excepción de la futura druidesa, que permanecerá también junto al timón. Por
motivos de seguridad, si no le importa acatar las previsiones de un modesto marino.
Divea asintió, pero Conall estuvo tentado de negarse. Llevaba cuatro jornadas
viendo al gálata sudar para gobernar esa tranca tan pesada y no se creía capaz de
imitarle. Pero, por otro lado, sintió satisfacción porque confiara en él. No había
avanzado nada en la consecución de los tres retos que se había propuesto antes de
abandonar el bosque de Santa Tecla: Ser capaz de parecer sabio, librarse de Alban y
suplantar a Divea. Si conseguía gobernar el timón sin errores, lo consideraría una
señal de los dioses y sentiría que ayudaría a fortalecerse su espíritu para conseguir

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algún día mostrarse sabio. Tenía que timonear y salir airoso.
La galera se dirigía hacia ellos con evidentes propósitos hostiles. Ya se había
acercado lo suficiente como para distinguir que se amontonaban numerosos hombres
junto a las bordas, armados para la lucha. Debían de haber descubierto ya lo escaso
del personal a bordo del dromon. Alban, Fomoré, Dagda y Nuadú no abrían la boca,
convencidos los cuatro de que había llegado la hora de rendir cuentas ante
Gundestrum y suplicar la compasión de Lugh.
—Ayúdame a apuntar hacia ellos, Alban —la voz de Fergus les sobresaltó a los
cuatro.
El gálata estaba girando con gran esfuerzo la extraña máquina de proa, una
catapulta provista de una especie de caño. En vez de una piedra o cualquier otro
proyectil, lo que había preparado para ser empujado por el resorte era una simple
tinaja de barro con la boca sellada con estopa y algo que parecía cera, pero más
oscuro. Había otras muchas tinajas iguales amontonadas alrededor de la máquina.
Con la fuerza de Alban sumada a la de Fergus, consiguieron orientar el caño hacia la
galera.
—¿Quién maneja bien el arco? —preguntó el gálata.
—Yo —respondió Fomoré—. ¿Pero de qué va a servirnos un arco frente a esa
turba?
—Ya lo verás. ¿Eres certero?
—Para la caza, sí. En otros casos, no estoy tan seguro.
—¿Acertarías en el casco de la galera, cerca de la proa? —insistió Fergus.
—Cuando esté un poco más cerca, creo que sí —respondió Fomoré.
—Pues elige el que te parezca mejor de esos diez arcos. Nuadú y Dagda, atad
trozos de paño en las puntas de doce flechas, que impregnaréis con aceite de ese
ánfora. Tomad fuego del candil, y tenedlo preparado para ir prendiendo las flechas en
el momento que Fomoré y yo las disparemos. Atento, Fomoré, que pronto van a estar
a tiro de flecha. Alban, ayúdame a tensar la catapulta, y en cuanto yo lance,
apresúrate tú a tensar de nuevo dos veces más.
La máquina fue disparada y todo lo que ocurrió fue que la tinaja se convirtió en
añicos al impactar en el casco de la galera, derramando el líquido que contenía. Sonó
una carcajada general tan estridente, que pudieron escucharla en el dromon.
—¡Otra vez, Alban! —urgió Fergus.
Dispararon dos veces más con otras tantas tinajas. El concierto de risotadas llegó
a ser atronador.
—Ve prendiendo flechas para mí, Dagda, y tú, Nuadú, enciéndeselas a Fomoré.
Venga, amigo, contén la respiración y concéntrate, porque tenemos que acertar donde
las tinajas han impactado.
Las primeras dos flechas cayeron al agua y las risotadas aumentaron. Pero la
tercera golpeó en el casco aunque no con suficiente fuerza para clavarse. A pesar de
ello, a todos en el dromon les maravilló lo que ocurrió. La pequeña llama del paño

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impregnado de aceite se convirtió en una fogarada instantánea que obligó a
enmudecer a los burlones de la galera. Extrañamente, también ardía fuego sobre el
agua donde había caído el líquido de la tinaja.
—Fomoré, trata de acertar con otra flecha a la derecha de proa, donde todavía no
arde —apremió Fergus—. Yo tengo que correr a popa.
Con zancadas vehementes, el gálata llegó al timón y le gritó a Conall:
—¡Ayúdame a mover la palanca hacia aquel lado!
Echados ambos sobre la gruesa y pesada tranca, consiguieron hacer que basculara
hasta el límite en dirección a babor.
Unos momentos más tarde, cuando parecía que la galera, casi completamente
incendiada, iba a impactar contra el dromon, éste roló bruscamente y el encontronazo
fue evitado. Mientras se alejaban de los atacantes vieron que los marineros enemigos
estaban lanzándose al agua, desesperados.
Habían vencido. Los cuatro hombres se dejaron caer en cubierta, festejando el
triunfo con rebotes y palmadas, mientras Dagda y Naurú aplaudían. Ante los gritos de
júbilo de sus seis acompañantes, Divea se distanció un poco y se postró ante una
pequeña imagen de la madre Dana. Sentía vergüenza de sí misma por el miedo
paralizador que acababa de pasar. Agradeció a la diosa haber salido indemnes de una
situación tan peligrosa, y se repitió de nuevo que jamás volvería a dudar ni a tener
miedo, ni a vacilar en la toma de decisiones.
—¿Qué había dentro de esas tinajas? —preguntó Fomoré, acercándose a popa con
los ojos desorbitados. Más que curiosidad, había en ellos visos de alucinación.
—Eso es el fuego griego del que a lo mejor has oído hablar —respondió Fergus
—, porque es un secreto bizantino del que todos los marinos se asombran. Mientras
nos queden tinajas, digo yo que no tenemos nada que temer en estos mares.

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48

VARIOS DÍAS más tarde, avistaron una prolongada lengua de tierra llana a babor,
cuando la esperaban por el norte.
—No sé qué país será ése —dijo Fergus—. Yo diría que todavía no puede ser
Anglia, porque sé que está bastante más al norte y al otro lado de la Armórica, y es
más fría y brumosa de lo que ese lugar aparenta. Ésa tiene que ser una isla pequeña y
sin importancia. Sin variar el rumbo, digo yo que llegaremos pronto a la ansiada
tierra de los galos que debemos encontrar, ya lo veréis.
Como si los dioses le hubieran escuchado, poco más tarde se les reveló frente a
proa una línea intensamente verde. Conforme fueron acercándose, vieron que se
trataba de una costa muy recortada y llena de rías, radas, islotes y pequeñas
penínsulas. Peligrosos escollos abundaban por doquier.
—Hemos llegado a la Armórica —aseguró Fergus—, gracias y gloria a Dana.
¿Sabes lo que debes buscar aquí, Divea?
—Si lo quieren los dioses, en primer lugar, piedras clavadas en tierra; después, un
rito que ignoro, aquí mismo, y el saber de los galos, en un bosque llamado
Brocelandia. Al gran druida Galaaz le contaron que el clan celta más vital y
numeroso del continente vive en ese bosque, a una jornada de la costa de Armórica,
pero también le dijeron que Brocelandia es interminable y peligroso.
—Entonces, tendremos que desembarcar la carreta —afirmó Fergus—. ¿Con
cuántos necesitas viajar?
—Al menos, tiene que acompañarme Conall, pues también para su futura
condición de íntimo o de bardo es éste un viaje de iniciación.
—¡Y yo! —afirmó Alban con vehemencia—. Si hay peligros en ese lugar, mi
misión es protegerte.
—También deberíamos ir nosotras —apuntó Nuadú, indicando a Dagda y a sí
misma— para que los dioses no crean que les hemos abandonado.
—Tres mujeres y sólo dos hombres, uno de los cuales estaba a punto de morir
hace pocos días —ironizó Fergus—. Digo yo que no podemos deshacer este grupo,
pues por alguna razón habrán querido los dioses que seamos siete. Hay que encontrar
un abrigo donde el dromon no pueda ser avistado desde tierra ni por mar, porque

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tenemos que viajar los siete a ese legendario bosque de Brocelandia.
Al segundo día de búsqueda, encontraron una playa de sólo unos quince pasos de
ancho, encajonada entre una escarpadura de piedra gris y un islote alto y muy
empinado. Tras fondear, Fergus pidió a Fomoré que explorase lo que hubiera sobre
las encrespadas rocas del acantilado.
Habían escondido ya el dromon de modo que no pudiera ser avistado desde mar
abierto, y se encontraban, por consiguiente, muy cerca de tierra. Lo suficiente como
para poder ver con admiración la facilidad con que Fomoré escaló la pétrea pared
vertical, de unos cincuenta pies de alto.
—No consigo imaginar el pasado verdadero de ese hombre —comentó Alban.
—¿Algo te preocupa? —preguntó Divea.
—No. Tenemos pruebas de su lealtad y su decencia, y lleva con nosotros el
tiempo suficiente como para saber que no se trata de hipocresía, porque nos
habríamos dado cuenta pillándolo en cualquier error. Pero encuentro en él muchas
cosas raras. Su aspecto no es muy celta, como veis. Pero tampoco se parece a los
cristianos con quienes pescaba Conall. Ni, mucho menos, a los cetrinos desmujerados
que vimos pasar derrotados en la tierra de los astures. Además, sin duda posee
preparación guerrera. Dispara flechas mejor que el mejor arquero que yo haya visto, y
miradlo ahora. ¿No es como si estuviera entrenado para asaltar murallas?
Todos abundaron en esa apreciación. Divea miró intensamente a los ojos de
Alban, diciéndose que la madre Dana iba a causarle una pena muy honda cuando lo
apartase de su lado. Por suerte, no sabía cuándo sucedería y, por tanto, podía tratar de
no pensar en ello.
Fomoré regresó con el Sol alto.
—Los riscos forman una muralla también del lado de tierra —les informó—,
aunque no tan alta. Más allá, hay una llanura muy extensa, pero no he visto signos de
que esté habitada. No creo que tengamos la mala suerte de que alguien se asome a
esas peñas por casualidad y descubra el dromon.
—Entonces, aquí lo dejaremos —resolvió Fergus—. Primero, vamos a buscar una
playa cercana donde descargar la carreta y los caballos, con los cuales se quedarán las
tres mujeres y tú, Alban. A continuación, nosotros tres recogeremos todas las ramas y
matorrales que podamos a lo largo del día, para tapar la cubierta con ellos a fin de
embozar más aún nuestro navío. Es demasiado valioso para perderlo. Volveremos
aquí con él tan sólo Fomoré, Conall y yo. Una vez que nos aseguremos de que el
dromon no podrá ser descubierto, Fomoré nos ayudará a Conall y a mí a subir ese
acantilado para ir en vuestra busca. Divea, si no te opones al plan, digo yo que nos
encontraremos al amanecer para partir todos con destino al bosque de Brocelandia.
Divea asintió.
El lugar donde durmieron las tres mujeres, Alban, los caballos y la carreta,
presentaba un aspecto insólito. Casi desde la orilla del mar, partían tierra adentro
rectilíneas y largas formaciones de piedras altas y estrechas que no eran creación de

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la Naturaleza. Ni el cadete ni la futura druidesa, ni las dos sacerdotisas, consiguieron
imaginar su significado.
—Mi bisabuelo me avisó de que encontraría «piedras clavadas» —murmuró
Divea al oído de Alban, al amanecer—, pero no me explicó lo que son ni me avisó de
que serían tantas. Me ordenó que preguntase por el rito en honor de los constructores
de los pilares del cielo, que dijo ignorar, pero no veo con quién podríamos averiguar.
Y su orden era que lo celebrase entre las piedras clavadas.
—¿No lo conocerán las sacerdotisas? —preguntó Alban.
—Es un saber druídico, Alban.
—Pues también convendría tratar de enterarse de qué pueden significar unas
piedras tan numerosas y tan extrañas.
Dado que era Fergus quien mostraba mejor conocimiento de la Armórica, gracias
a sus conversaciones con Taliesin y las leyendas gálatas que no paraba de mencionar,
decidieron preguntarle en cuanto llegase. Se les sumó poco más tarde, en compañía
de Conall y Fomoré.
—Divea —dijo Fergus—, aseguraste que tenemos una jornada de viaje por
delante, así que lo mejor es partir deprisa, a ver si consiguiéramos encontrar ese clan
antes de anochecer.
—Primero, debo celebrar un rito entre esas piedras —arguyó Divea— y no puedo
partir hasta que lo haya hecho. El problema es que no lo conozco y el gran druida
Galaaz me ordenó averiguarlo.
—¿Qué denominación le dio el druida a ese rito? —preguntó Fomoré.
—«Ceremonia en honor de los constructores de los pilares del cielo» —respondió
Divea.
Fomoré asintió. Los miró a todos y, como si superase un obstáculo interior muy
poderoso, pidió a Divea:
—Quisiera apartarme un poco contigo, para hablarte a solas ante aquella piedra
de allí, la más alta.
—¡No, sola no! —exclamó Alban—. Yo iré también.
Fomoré miró fijamente los ojos de la futura druidesa que, en seguida, miró a
Alban negando con la cabeza. Se alejó en dirección a la gran piedra con el hombre
que más preguntas desconfiadas le inspiraba al cadete. Llegados junto al monolito,
que tenía la altura de más de tres personas, dijo Fomoré:
—Lo que voy a revelarte no puedes decírselo a los demás. En el caso de que lo
hagas, me veré obligado a huir y desapareceré para siempre, y moriré porque no creo
que yo sea capaz de sobrevivir en esta tierra tan alejada y tan diferente de la nuestra.
Ten la seguridad de que lo haría, Divea. ¿Comprometes tu silencio para siempre o he
de abandonarte aquí, y ahora mismo?
—Si lo que ocultas, y quieres que oculte yo, no perjudica a ninguno de los que
nos acompañan, cuenta con mi silencio.
Aupado encima del caballo, Alban miraba ansiosamente en dirección al gran

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monolito, dispuesto a galopar a la menor sospecha de que sucedía algo improcedente.
Pero todo lo que consiguió ver fue que Divea y Fomoré giraban varias veces en torno
a la piedra, ella detrás de él, mientras ambos alzaban las palmas de las manos al cielo
y recitaban algo que no le fue posible escuchar.
—¿Qué son estas piedras? —preguntó Nuadú a Fergus.
—Cuenta la leyenda que ya estaban aquí cuando llegaron los celtas —respondió
el gálata—. Son millares y millares, y nos parecen piedras pero no lo son.
—Sí son piedras —contradijo Conall—. Yo he tocado esas tres.
—Pero no eran piedras en el momento de alzarlas. Era una materia prodigiosa,
parecida al barro y moldeable como él, que iban amontonando y se solidificaba al
instante. Fijaos en que por algunos lados se notan todavía las pellas, unas sobre las
otras, como si en el origen hubieran sido fango. Son piedras milenarias, pero en algún
momento fueron reblandecidas por los hombres, que las levantaron gracias a
conocimientos que hemos olvidado. Así pudieron construir estos monumentos
increíbles. Tan pesados, que ni centenares de hombres podrían moverlos.
Cuando, acompañada de Fomoré, Divea regresó junto al grupo, notó que todos
tenían una pregunta en los labios en relación con lo que les habían visto hacer, y
presintió que no responderla le acarrearía alguna clase de conflictos futuros.
—Podemos partir —anunció sin añadir nada más.
El Sol no había remontado vuelo todavía.

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49

ERA EL BOSQUE más tenebroso que habían visto jamás y parecía no tener fin.
Más de media jornada viajando por él y no se cruzaban con nadie, pero sin embargo
presentían cercana la presencia de muchos. Estaban siendo vigilados prácticamente
desde el momento en que acamparon a la orilla de la gran espesura al atardecer del
día anterior. La lógica les sugería que si querían atacarles, habían tenido ya
oportunidades más que sobradas.
Cuando comenzó a pesarles sentirse vigilados, Divea decidió revelar quién era de
un modo que pudieran entenderlo desde dondequiera que estuviesen. Pidió a Conall
que frenase los bueyes y se situó de pie sobre el pescante al tiempo que extraía de un
zurrón el mayor de los objetos de identificación que le había dado Galaaz, una piedra
esculpida de un palmo de ancho, con una espiral en el centro y cuatro aspas. La sujetó
sobre su pecho con la izquierda, mientras levantaba la mano derecha portando la
marca-árbol y repetía tres veces el saludo a Karnun, dios de los bosques.
En seguida se oyó el galope de un caballo que se acercaba.
El jinete vestía la túnica blanca y resultaba visible una lira atada a la grupa. Tenía
unos cuarenta años, su pelo completamente amarillo colgaba libre y sus bigotes y su
barba eran los más largos que ninguno de ellos hubiera visto nunca.
—¿Quién eres? —preguntó a Divea, sin dirigirse ni mirar a nadie más.
—Este es mi viaje de iniciación para profesar como druidesa. Me llamo Divea y
vengo de las clanes galaicos, en Hispania, del lugar que los cristianos llaman Santa
Tecla.
—¿Cerca del Camino al Fin de la Tierra? —exclamó más que preguntó el
bigotudo.
—Sí —respondió Divea.
—Nos habían dicho que habíais sido exterminados y que en nuestro milenario
Camino al Fin de a Tierra campan ahora los peregrinos de la cruz. ¿Traes alguna
prueba de que procedes de allí?
—Sí. ¿Puedes llevarme ante tu druida?
—¿Quiénes son estos?
Divea fue señalándolos.

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—Conall también busca el saber para profesar de bardo o de íntimo. Alban es
nuestro guardián. Dagda y Nuadú son sacerdotisas de los clanes astures. Fomoré es
un… —Divea se mordió el labio— digno y destacado miembro de otro clan galaico
y, por último, Fergus es uno de los personajes más prodigiosos que habréis tenido
oportunidad de conocer. Viene de Galacia, es marino y su clan fue masacrado.
El bigotudo los escrutó un largo rato, durante el que rumió la prolija presentación
realizada por Divea.
—Mi nombre es Goiniu. Vosotros, Fergus y Alban, cabalgaréis cerrando el
cortejo. En el pescante iréis tú, Divea, junto a Dagda y Nuadú. Fomoré y Conall
seguirán el camino a pie, detrás de la carreta. Ahora, esperad un instante.
Goiniu batió las palmas varias veces, de un modo que parecía la secuencia de un
mensaje preestablecido. Debía de ser así, porque tras una larga espera, se acercaron
dos hombres y dos mujeres a caballo portando grandes ramos de hermosas flores
púrpuras de cyclamen y racimos de potentillas fruticosas amarillas. Todo el bosque
era una sinfonía de aromas, y a pesar de ello percibieron el de las flores que se les
ofrecían, a causa de su abundancia.
—Engalanaos todos la cabeza —el tono de Goiniu les pareció demasiado
autoritario para tratarse de un bardo—. Pero tú, futura druidesa, debes vestir de
blanco. ¿Llevas algo adecuado?
—Tendría que deshacer un hato.
—No podemos retrasarnos más —dijo Goiniu y volvió a batir las palmas.
En seguida se les acercó una amazona portando una hermosa túnica a la grupa,
que Divea vistió, sencillamente, encima del ropón oscuro. Se pusieron en marcha.
Poco más adelante, pasaron delante de un monolito parecido a los que habían
visto cerca de la playa, pero esculpido profusamente. Presentaba símbolos
innumerables y muchos grabados semejantes a los que abundaban en las cercanías de
Santa Tecla, pero lo que más destacaba era la figura de un hombre sentado, que
portaba un aro en la mano derecha y una serpiente en la izquierda.
Goiniu se dio cuenta de la mirada interesada e interrogante de Divea.
—¿Has oído hablar de Vercingetorix?
La muchacha negó con la cabeza. Ya nunca se ruborizaba, pero se sintió en
entredicho y no supo por qué.
—Es el mayor héroe de los celtas galos —informó Goiniu— y éste es uno de los
muchos monumentos que le dedicamos. Hace más de mil años, consiguió vencer
muchas veces al César de los romanos, pero no enfrentándose en batallas, sino
mermando su fuerzas en escaramuzas por todas partes. Llegó a ser tan temido, que lo
sitiaron en el reino de Alesia, de donde somos originarios muchos de nosotros; César
cercó la ciudad con doscientos mil hombres, aunque a Vercingetorix sólo lo
acompañaban unos tres mil. Después de muchos sufrimientos, y cuando los
habitantes de Alesia estaban muriendo de hambre y sed, Vercingetorix cabalgó hasta
el campamento de César y rindió sus armas ante él. Fue llevado a Roma, César lo

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exhibió como trofeo en un desfile y al final lo mandó decapitar.
—¡Cuánto se parece ese héroe a nuestro Viriato de Hispania! —exclamó Dagda.
—También para la memoria y el orgullo de los galos es Viriato un gran héroe —
aclaró Goiniu.
—Pero la traición cometida con él por los romanos fue más innoble —comentó
Divea.
—Así es —dijo Fomoré elevando la voz, pues se encontraba a cierta distancia, un
par de pasos tras la carreta—. Sedujeron a dos de sus más íntimos para que lo
traicionasen, y después de que lo mataran, cuando fueron a cobrar la recompensa les
dijeron los romanos una frase que ha quedado para la más ignominiosa historia de
nuestro pueblo: «Roma no paga a traidores». También en nuestra tierra de Hispania
hubo varios castros celtas que resistieron a los romanos con tantos en contra como
Alesia. El más dramático fue Numancia.
Sin parar de narrar heroicidades de los celtas antiguos, continuaron camino toda
la tarde, hasta el anochecer. Tenían la sensación de transitar por el fondo de un mar
vegetal; tan densa, oscura, abundante e interminable era la espesura de ese bosque, el
más extenso que cualquiera de los siete hubiera conocido.
Cuando la luz del día comenzó de declinar, Goiniu ordenó detenerse y batió las
palmas en una secuencia más prolongada y compleja que las del comienzo del viaje.
Pasados unos momentos, fueron acercándoseles jinetes deslumbrantes por su
aspecto. Vestían a medias de pieles blancas y a medias, de metal muy lustroso. Más
parecían dioses o héroes de leyenda que hombres. Formaron un gran círculo en torno
a los siete forasteros y entonces pudo Conall contarlos. Sumaban cuarenta y nueve,
siete veces siete, y no le cupieron dudas de que eran guerreros expertos y
seguramente temidos por sus enemigos. También él los halló temibles y no supo por
qué, hasta que recordó una frase de Galaaz: debían temer a los dioses guerreros y
Conall no fue capaz de imaginar ningún grupo que mereciera más ese calificativo.

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50

LOS GUERREROS celebraron una ceremonia sin desmontar, un juego muy


vistoso y emocionante en el que los caballos llegaban a saltar y bailar, alzados sobre
las patas traseras. El bardo Goiniu observaba de reojo a los siete visitantes, satisfecho
por el asombro que mostraban ante las evoluciones equinas. Cruzamientos de dos
hileras a un ritmo vertiginoso en los que llegaban a estar a punto de topar entre sí,
recogidas de objetos del suelo que otro jinete había lanzado y apeamientos a galope
para volver a montar de un salto tras haber puesto un solo pie en tierra. Más que un
rito, daba la impresión de ser una demostración de habilidad de equitación que a los
cuarenta y nueve guerreros les enorgullecía sobremanera, y que duró hasta que la
noche hubo cerrado del todo.
Consideró Conall que lo dieron por finalizado sólo porque la oscuridad impediría
contemplar todos los detalles y admirar pericia tan impresionante, a pesar de las
antorchas que habían ido encendiendo. Entonces, los guerreros rodearon a los cuatro
hombres; apartándolos de las mujeres, los condujeron junto a un arroyo y les
obligaron a desnudarse del todo.
Les indicaron que se sumergieran en el agua, en la que tiritaron y le castañetearon
los dientes durante un buen rato. Finalizado el baño, desmontó uno y les barrió y
sacudió toda la piel con manojos de juncos y flores blancas intensamente aromáticas,
recitando una salmodia como si realizara un rito de purificación que ninguno de los
cuatro conocía. Una vez enjugados con paños muy suaves y cálidos, les entregaron
cortas túnicas blancas y ofrecieron caballos a Conall y Fomoré, los dos que no
disponían de montura.
En seguida, guerreros y visitantes emprendieron la marcha al trote para llegar
muy pronto al nementone más grande que ninguno había imaginado. Un claro del
bosque muy extenso, abarrotado de gente sentada en el suelo, en banquetas y hasta en
las ramas de los árboles. La noticia de la llegada de celtas de lugares remotos debía
de haber circulado rápidamente por el bosque.
Conall no se podía quitar de la cabeza la pregunta de por qué él, Divea y Alban
debían temer a los dioses guerreros. ¿O pensaba Galaaz sólo en uno entre los tres?
Después de desmontar, siguieron a pie entre la multitud con dirección al sagrado

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círculo de piedra, donde Divea y las dos sacerdotisas se encontraban sentadas ya
junto a otras personas, y aunque las expresiones que vislumbraba Conall en los
presentes, al pasar, eran cordiales y muchas de ellas sonrientes, no conseguía librarse
de un vago temor. Intuía que estaba olvidando algún dato, cualquier anécdota o
leyenda que había oído contar y que ahora no conseguía recordar, pero que su espíritu
se esforzaba por traerle a la mente como si quisiera prevenirle de algo. ¿Podía ser que
sus percepciones se hubieran trastornado por las novedades, que les llegaban en
oleadas a cada paso en ese bosque tan magnífico y extraño, donde todo le olía a
hechizo?
El druida Partholon casi igualaba la edad de Galaaz, y aunque había más druidas
en el bosque de Brocelandia, era el de autoridad superior. Consideraba a la muchacha
ansiosa de conocimientos que acababa de acoger en el sagrado círculo, el ser más
bello que había visto en su dilatada vida, y había tenido que tratar con beldades
famosas en toda la Armórica. Admiraba la armonía perfecta de su rostro, la dulzura
de su sonrisa, la cascada dorada de su pelo y la gracia de su figura, pero le complacía
más su modestia y el notable esfuerzo de comportarse con humildad. Después de
tocar la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, y oír
recitar con exactitud las tres frases rituales, cuatro o cinco preguntas y un par de
gestos le habían bastado para comprender que la muchacha no era ignorante ni podía
considerarla una simple aprendiza. Pese a su juventud, apreciaba en ella fuerza,
dominio y autoridad. Haría cuanto estuviese en su mano para ayudarla.
—¿Dices que también debes visitar Anglia, Gales e Hibernia? —le preguntó.
—Es lo que me ordenó el gran druida Galaaz.
—Acertada decisión. De ese modo, completarás la más profunda y extensa
preparación druídica de que yo tenga noticia. Pero sería conveniente que
permanezcas aquí todo el tiempo que puedas, porque es mucho lo que deseamos darte
a conocer. Bastará con que llegues a Anglia justo antes del solsticio de verano, que te
conviene celebrar en un gran nementone de piedra que existe allí y que es viejo como
el tiempo. Previamente, nosotros te instruiremos en cuanto necesites y aún no
conozcas.
Divea agradeció la buena disposición con una inclinación de cabeza y una sonrisa
que aceleró el corazón del viejo druida. ¡Cuántas leyendas antiguas acudían a su
mente con sólo mirarla!
Partholon pidió a Goiniu que interpretara la canción de Tristán e Isolda, y a
Conall le ordenó que tomase una lira para acompañar el ritmo. En el instante que el
bardo tomó su instrumento y se puso de pie, cesó el murmullo y se hizo un silencio
tan completo, que podían oírse los rumores naturales del bosque. Goiniu tenía
razones para la arrogancia de su porte y el orgullo que demostraba a cada paso, pues
su voz estaba extraordinariamente bien timbrada, los versos fluían de su boca sin
vacilación, la melodía era muy hermosa y relataba una historia conmovedora.
Divea no estaba segura de que Galaaz se la hubiese contado, pero le resultó muy

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familiar el relato de los dos amantes ante quienes la vida había puesto obstáculos
insuperables. Marco, el rey de Cornualles, tenía un sobrino muy apuesto llamado
Tristán, a quien encargó viajar a Hibernia en busca de la bellísima princesa Isolda,
con cuyo padre había pactado tomarla en matrimonio. Cumplido el encargo y ya en el
navío que los llevaba de vuelta, Isolda y Tristán bebieron por error un elixir de amor
eterno destinado al futuro esposo de la princesa, el rey. Por ello, impensadamente el
amor mutuo cayó sobre sus pechos, intenso y arrollador como un terremoto. Un amor
imposible, porque el rey Marco se dio cuenta de la traición de su sobrino y mandó
matarlo. Desesperada, Isolda se valió de un ardid y logró ser enterrada junto con su
amado.
Acabada la canción, muchos de los presentes tenían lágrimas en los ojos y
también Alban, que miraba de soslayo a Divea como si encontrase en el relato alguna
afinidad con su porvenir y el de la futura druidesa. Como se encontraba en el centro
del corro, junto a Goiniu, Conall podía observarlos a todos y además de esa mirada
esquinada del gigante, se dio cuenta de que, muy atento al poema, Fomoré presentaba
una expresión más sombría que triste. Cuando notó que se levantaba
disimuladamente y abandonaba el nementone, dio una disculpa apresurada al bardo y
se escabulló tras él a ver si lo que se proponía hacer a escondidas le proporcionaba un
argumento con el que obligarlo a abandonar el grupo, apartándolo así de Divea.
Tuvo que seguirlo en una caminata más prolongada de lo que había previsto, por
lo que fue dejando señales que le permitieran encontrar el camino de regreso. En
cambio, tuvo la impresión de que Fomoré caminase iluminando el sendero con su
mirada, porque, además de no dudar, no mostraba signos de desear reencontrar el
modo de regresar, puesto que no señalaba árboles o arbustos que le sirvieran de
referencias. Tenía que haber indagado en el poco tiempo que llevaban con los galos,
para ser capaz de moverse a oscuras con la aparente seguridad con que lo hacía.
Cerca de un curso de agua del que se oía el rumor, cogió un manojo de flores
abundantes y lo hizo dando la impresión de que murmuraba plegarias antes de
arrancar cada una de ellas.
Desde que lo viera por primera vez durante aquel ataque, le había parecido un
hombre dinámico, una especie de aventurero experto en la lucha y, por lo tanto, en
pendencias de todas clases. Ahora, se comportaba con la devoción de un místico.
Llegó al arroyuelo sin la menor vacilación, como si conociera de antemano su
existencia. Recorrió unos pasos por la orilla, arriba y abajo, hasta dar con un lugar
que pareció satisfacerle. Entonces, se arrodilló y, tras unos momentos de
recogimiento, rozó la arena con la frente convulsionada por el llanto.
La extrañeza de Conall aumentaba por momentos. La Luna en cuarto creciente,
junto con el brillo de las estrellas, iluminaba fantasmagóricamente la escena, pero no
lo suficiente para apreciar todos los detalles. Además, no podía ver su cara, que en
todo momento permaneció vuelta hacia el curso del agua. No obstante, consiguió
distinguir que realizaba alguna clase de ritual desconocido, algo que aun guardando

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cierta similitud con las celebraciones celtas, parecía propio de otras culturas.
Permanecía todo el tiempo de rodillas, y extendía el tronco hacia delante y hacia
ambos lados de modo rítmico, como si estuviera interpretando una danza al compás
de una música que sonase en su cabeza. Eran sus movimientos tan enérgicos y
progresivamente rápidos, que Conall consideró que debía estar sudando a chorros. De
pronto, se detuvo y de nuevo tocó la arena con la frente. Según las convulsiones de
sus hombros, volvía a llorar pero no se oían sus gemidos.
Pasados unos momentos, cogió gran número de guijarros del fondo del arroyo
que colocó ordenados en un círculo en la parte seca, y fue clavando ramitas de
muérdago entre ellos. Postrado en el centro de esa especie de nementone
improvisado, se encogió sobre sí mismo y permaneció completamente inmóvil un
largo rato, aunque sus hombros seguían agitados por el llanto. Mucho después, se
puso de pie y echó flores en el curso del agua en un tramo de unos cien pasos.
Nada de ello se parecía a cuantos homenajes a la diosa había visto celebrar Conall
en su bosque de Santa Tecla.
¿Qué debía temer de ese hombre? ¿Se habría convertido al cristianismo y tenía
oscuras intenciones con relación a Divea? ¿Quién era, en realidad, Fomoré?

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51

LOS DÍAS SIGUIENTES, Conall no paró de rumiar su pálpito de que Fomoré


ocultaba secretos graves; una idea que iba creciendo estimulada más por sus gestos
que por sus actos. El joven aspirante a bardo miraba a sus compañeros de viaje para
constatar con asombro que él era el único que sospechaba. Pero, a fin de cuentas,
¿por qué se preocupaba? ¿Qué era lo peor que Fomoré podía hacer, matar a la futura
druidesa? En este caso, habría solucionado la mayor de sus preocupaciones. Sin
embargo, no conseguía librarse de la idea de que tenía que permanecer en guardia
ante ese hombre exageradamente reservado que tanto atraía a las mujeres. Entre los
cotorreos intrascendentes de las sobremesas, oía más comentarios alabando la
donosura de Fomoré que los dedicados a la mismísima Divea, quien, aunque no le
gustaba reconocerlo, poseía belleza de diosa.
Pero su atención se desvió de tales conjeturas, atraída por otra cuestión.
Él y los otros seis fueron descubriéndola poco a poco, según entablaban
conversación con gente diferente mientras comían o participaban en los ritos. Aunque
el caso no se mencionaba apenas, pocos días más tarde comprendieron que no eran
los únicos forasteros. Como si el bosque de Brocelandia y toda la Armórica fuesen el
refugio más deseado por los celtas supervivientes en Europa, día a día iban
conociendo a fugitivos procedentes de los más variados y remotos lugares. Llegados
de Helvecia, Dalmacia, Media, Dacia, Valacia, Tracia, Galia Belga y muchos otros
lugares, narraban con resignación las persecuciones atroces de las que habían huido.
Los incendios de bosques y la quema de mujeres celtas se habían convertido en una
epidemia que asolaba el continente de banda a banda.
Los relatos les parecían a los siete compañeros tragedias antiguas, porque sus
protagonistas, obligados a recorrer distancias enormes hasta llegar a la seguridad de
Brocelandia, habían tenido tiempo de sobra para digerir el dolor y convertirlo en
poesía. Aún así, Divea mostraba consternación oyéndolos; Alban giraba
habitualmente la cabeza para mirar hacia el vacío, como si no pudiera contener de
otro modo su gallardo impulso de correr a luchar contra las injusticias; las dos
sacerdotisas habían sido entrenadas para consolar a los dolientes, pero aún así se
notaba que tenían que reprimir el llanto; Fergus inclinaba siempre la cabeza, como si

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necesitase aislarse de cuanto les rodeaba para asimilar las narraciones y no sumarlas
al dolor de sus propios recuerdos; Conall afectaba indiferencia sin sentirla de verlas,
porque algo se agitaba a su pesar en su vientre y le retorcía las entrañas. Por su parte,
Fomoré siempre estaba al borde del llanto en esas ocasiones, pero sólo Conall lo
notaba porque él era el único que jamás dejaba de observarlo. Pese a cuanto
reflexionaba sobre la inutilidad de preocuparse por unas intenciones que, de ser
perversas, sólo podían beneficiarle, la vigilancia de Fomoré se había convertido en
una obsesión.
Constantemente descubría en sus ojos luces alternadas con sombras abismales
mientras escuchaba los relatos. Uno en particular le afectó de manera arrolladora,
aunque más parecía una leyenda y no tenía nada que ver con el sufrimiento de los
fugitivos. Lo relató un hombre muy viejo, cuyo acento, algo difícil de entender,
revelaba que su clan había vivido muy aislado en algún lugar remoto. Según pudieron
entender, hablaba de cierto anillo forjado con oro robado a la diosa del río, pero que
aún así un poderoso druida le había insuflado una facultad maravillosa; quien se lo
pusiera, sería el rey del bosque. Por consiguiente, fueron muchos los que lucharon
por su posesión en justas y en escaramuzas, a veces muy crueles. Finalmente, lo ganó
en buena lid un joven llamado Sigfrido, de quien se había enamorado la muchacha
más hermosa del clan, Brunilda. Sigfrido se convirtió en rey, pero cuando se disponía
a celebrar los esponsales con Brunilda, la noche anterior lo traicionó el mejor de sus
amigos, que le dio a beber un elixir fingiendo que brindaba por el acontecimiento.
Profundamente dormido Sigfrido por el efecto de ese licor, el traidor pudo quitarle el
anillo y lo mató. Mas el traidor fue sorprendido por la guardia del rey antes de tener
tiempo de ajustarse el anillo, que le arrebataron para entregárselo a Brunilda. Ésta,
desconsolada por la muerte de su amado, en vez de ponérselo para convertirse en
reina, corrió al río de la diosa y lo tiró al agua, donde desapareció para siempre.
Cuando al anciano terminó su narración entre toses y falsetes de la voz, Fomoré
lloraba desconsoladamente. Se cubrió el rostro con las manos y echó a correr para
escapar de la perplejidad del grupo.
A la memoria de Conall acudió de inmediato la escena que había sorprendido
aquella noche bajo la luz difusa de la Luna, junto al arroyo; el extraño rito que
terminó con el lanzamiento de flores sobre el curso del agua.

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EL DÍA QUE CONALL descubrió que Divea miraba a Fomoré con ternura, no
consiguió dormir en toda la noche, sorprendido de la intensidad de su nerviosismo,
porque no le encontraba explicación racional.
Había ocurrido cuando uno de los refugiados de Helvecia contaba su tragedia,
culminada con la quema de su casa, mujer e hijos, a excepción de la mayor, llamada
Gwynna, que estaba ausente cuando comenzó el ataque. En el centro del círculo de
oyentes, se abrazaron padre e hija mientras hacían el recuento de sus pérdidas; sus
palabras las trababan los hipidos del llanto. El padre, un hombre muy robusto y
velloso con voz atronadora, llamado Arthan, tuvo que beber un elixir que le ofreció el
bardo Goiniu, porque estaba a punto de caer fulminado por el dolor. Haciendo un
esfuerzo supremo para vencer los ahogos que le dificultaban el habla, pidió a su hija:
—Gwynna, cuéntales lo que viste cuando llegabas a casa.
De unos dieciocho años, la muchacha tenía ojos inmensos del color de las
profundidades de un lago. Cuando comenzó el relato, el lago se precipitó por un
torrente de llanto, lo que entristeció a cuantos la escuchaban, y muy especialmente a
Fomoré y Alban. Éste hizo algo que Conall nunca le había visto hacer antes;
apresuradamente, cogió todas las flores que pudo en los matorrales asomados al
claro, añadiendo a continuación unas ramas de muérdago, y corrió a depositar el ramo
ante los pies de Gwynna con delicadeza impropia de un guerrero. Tan perpleja como
todos los presentes por el homenaje, y aunque sin llegar a tranquilizarse del todo, el
llanto de la joven se volvió más moderado y su expresión se serenó. Pero las
expresiones de los otros seis miembros del grupo eran de asombro, maravillados por
un gesto tan insólito y desusado en la conducta habitual del cadete.
—Volvía de recolectar grosellas —narró Gwynna—, y estaba a punto de salir al
pequeño claro de mi casa cuando vi delante, en el camino, a un hombre vestido de
negro que no era uno de los habitantes del bosque. Se encontraba de espaldas a mí y
tenía la mano derecha alzada enarbolando una cruz. Su silueta se recortaba contra el
resplandor de un fuego muy grande y comprendí que mi casa estaba ardiendo.
Primero, me quedé paralizada de miedo, pero me sacudí a mí misma en seguida,
empujada por el temor de lo que estaría ocurriéndoles a mi madre y mis hermanos.

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Por suerte, ese hombre no se había dado cuenta de mi llegada. Me abrí paso a través
de la maleza para poder observar el claro desde otro sitio, escondida a cierta distancia
del hombre de la cruz. Lo que vi pudo hacerme gritar, aunque conseguí morderme los
labios y cerrarme la boca con las dos manos apretadas. Mi madre estaba desnuda,
rodeada por mis cinco hermanos, desnudos también. Alrededor de ellos, unos diez
hombres reían a carcajadas mientras los abofeteaban a los seis, que sangraban por la
boca, inclusive los dos más pequeños, los gemelos, que sólo tenían cuatro años de
edad. Ese carrusel de golpes y risotadas duró mucho. Yo quise salir a suplicarles que
dejaran en paz a los míos, pero mis piernas estaban siendo sujetadas por Karnun,
porque no podía moverlas. Y en el momento que más me desesperaba por no poder
correr hacia ellos, fue cuando lo hicieron…
En este punto, Gwynna volvió a gemir.
—Que la madre Dana me perdone, porque no fui capaz de ver todo lo que les
hicieron a mis hermanos; me sentía demasiado horrorizada por lo que hacían a mi
madre. Primero, rebanaron sus pechos con un machete muy grande y a continuación,
le clavaron ese mismo machete en el sexo, hasta la empuñadura. Sólo pude volver a
abrir los ojos después de mucho rato, cuando ya se habían marchado los hombres con
sus antorchas. Los cuerpos de mi madre y mis hermanos ardían en una hoguera.
Fijos en padre e hija, los ojos de Fomoré se llenaron de lágrimas, se cubrió la cara
con las palmas de las manos y trató de esconder la cabeza entre las piernas cruzadas,
como si estuviera avergonzado. Fue entonces cuando Divea lo miró de aquel modo.
Era posible que nadie más que Conall lo advirtiera; la futura druidesa fijó un buen
rato los ojos en los de Fomoré al tiempo que apretaba los labios reprimiendo un
sollozo.
A causa de sucesos parecidos, Conall sentía crecer los obstáculos y las
acechanzas, y por ello los monstruos del insomnio le hicieron reparar en detalles a los
que de día, y mientras tenían lugar, no les daba importancia. La ansiedad del desvelo
le obligó a realizar una especie de balance del tiempo transcurrido desde que llegaran
a la Armórica. Le pareció que algo muy importante había ocurrido durante aquel
extraño rito celebrado por Divea y Fomoré alrededor del monolito gigante, en el
campo de las piedras clavadas en la tierra. Desde aquel día, eran frecuentes las
miradas de inteligencia entre ambos, como si se comunicaran arcanos muy
herméticos que nadie más debía conocer. ¿Se había enamorado la muchacha de ese
hombre que tan graves secretos parecía ocultar?
Una vez que Conall hubo reflexionado, hasta los recuerdos más vagos le sirvieron
para reforzar su convicción. Estaba seguro de que durante la gran comida de la
mañana, no habían parado de dirigirse las miradas con las que tanto parecían decirse,
aunque no pronunciaran ni una palabra.
Y mientras, Alban en la inopia.
Se preguntó Conall si el cadete podía convertirse en su instrumento para empezar
a librarse de obstáculos. Alban era demasiado simple, sin dobleces ni prejuicios, un

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hombre todo fuerza pero sin malicia; tanto, que no había descubierto el
entendimiento, que a él le parecía indudable, de la futura druidesa con un hombre que
seguramente le doblaba la edad, y ello a pesar de que todos en el grupo estaban
convencidos del amor que Alban sentía por ella. ¿O ese amor flaqueaba? Porque el
homenaje del cadete a la helvética Gwynna, más que un intento de consolarla, había
parecido una ofrenda de amor, sobre todo por el añadido del muérdago.
Podía ser un simple espejismo, pero en cualquier caso, sabía Conall que,
continuara o no amando a Divea, lo que no dejaría nunca de hacer Alban sería
cumplir con su deber de proteger a la futura druidesa.
Por consiguiente, también querría protegerla del peligro que un hombre tan
misterioso como Fomoré podía representar para el buen fin del viaje de iniciación.
Conall celebró su propia capacidad de intriga. Bien manejado, Alban iba a ser una
herramienta para la realización de sus ambiciones.

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LAS REUNIONES en torno a los celtas desplazados de todo el continente se


convertían al atardecer en una especie de palestra donde daban la impresión de
competir con sus nostalgias, el tamaño de sus desventuras y la emoción de sus
leyendas.
Siempre que se encontraba presente, Partholon permanecía con los ojos fijos en
Divea, observando con atención todas sus reacciones, incluidos los gestos más
involuntarios. Ella se daba cuenta del escrutinio y le parecía lógico. El gran druida de
la Armórica no podía quedar en entredicho ni exponerse al ridículo dando su inmenso
saber a alguien que no lo mereciera. Pero esa mirada ejercía sobre ella un efecto que
le causaba mucha incomodidad. Partholon poseía un magnetismo especial, una
facultad que jamás había notado en su bisabuelo Galaaz. Seguramente, tenía que ver
con el hecho de que no era un simple druida, sino el supremo de un número
desconocido de druidas de toda la Armórica. Ignoraba cuántos serían, pero por los
comentarios y por las idas y venidas de los «dioses guerreros», calculaba que lo
menos había veinte clanes, lo que significaba que podían ser más de veinte los
druidas. Partholon encarnaba, por consiguiente, la cumbre del poder celta de un país
muy grande, además de ser el máximo depositario del conocimiento y la autoridad
moral.
No tenía nada que temer de él, sino todo lo contrario; por lo que ella había
observado, probablemente iba a ser el druida que mayores y más abundantes consejos
y conocimientos iba a proporcionarle. No obstante, cuando Partholon se acercaba a
las tertulias del anochecer, Divea trataba de estar arropada por los miembros de su
grupo, no sabía bien por qué. Solía sentarse entre las sacerdotisas Nuadú y Dagda,
teniendo detrás a Conall, Alban, Fergus y Fomoré. Y aún así, había momentos en los
que sentía que la mirada del gran druida laceraba su piel.
—En mi tierra, en el reino de Polonia, había un rey extraordinariamente
bondadoso a quien un druida le vaticinó que su hijo, el príncipe recién nacido,
llamado Segismundo, sería un soberano muy cruel. Por tal razón, lo mandó encerrar
en un torreón, para que creciera sin conocer su cuna y nunca ambicionara el trono.
Quien hablaba era una mujer que todos sospechaban que era sacerdotisa en su

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país y por alguna razón inexplicable se negaba a reconocerlo. Tenía unos veinticinco
años, se llamaba Brigit y bajo la holgada túnica se presentía uno de los cuerpos más
voluptuosos que Fergus había contemplado nunca. El rostro era atractivo sin que su
belleza fuese nada especial, a excepción del pelo de color cobrizo que le llegaba a la
cintura. La razón por la que intuían su condición sacerdotal era su fervor en los
rituales y la evidencia de que conocía de memoria las principales invocaciones.
Divea se lo repetía a los suyos en innumerables ocasiones, cuando expresaban la
extrañeza que Brigit les causaba. Les aseguraba que si no se trataba de una virgen que
había profesado, podía hasta haber recibido formación druídica, aunque acaso no
hubiera completado su preparación. Era Fergus quien más le preguntaba al respecto,
como si Divea pudiera darle respuestas que sólo Brigit poseía.
Hacía dos días que el gálata no paraba de mirarla, y los seis compañeros de su
grupo se dieron cuenta de su deslumbramiento. Sin embargo, presintieron que sería
mejor no hablar ni bromear, porque consideraban a Fergus capaz de reprimir el
impulso y negarse a sí mismo el brote de algún sentimiento, con tal de contradecirles.
Sin hablar entre ellos de la estrategia a seguir, decidieron darle alas precisamente
fingiendo ignorar sus expresiones de arrobo.
—Un día —continuó Brigit su relato— una dama sufrió un percance cerca de la
torre donde Segismundo estaba preso como resultado de la agorera profecía, y al
descubrir la luz a lo lejos, corrió en su dirección para pedir refugio. Descubrió al
apuesto prisionero encadenado, a quien oyó quejarse de su falta de libertad, en un
bosque donde todos eran libres, animales, personas y Naturaleza. Mientras se
compadecía de él, la dama fue sorprendida por el guardián del rey, y la hizo
prisionera porque sus órdenes eran terminantes: nadie debía conocer la existencia del
príncipe. Pero la casualidad juega con los seres humanos y ocurrió algo que ningún
adivino había pronosticado: la reina tomó a esa muchacha como doncella, y pocos
días más tarde, ésta abogó ante la soberana a favor del prisionero sin sospechar que
era su hijo. Oyendo el rey las súplicas de su esposa, decidió hacer una prueba. Mandó
dar un elixir a Segismundo para que durmiera profundamente y en tal estado fue
llevado al palacio donde, una vez despierto, le convencieron de que era rey. Y así
pudo cumplirse la profecía. Segismundo se comportó como el más perverso y cruel
de los reyes, ocasionando que su padre ordenase que le dieran un nuevo bebedizo y,
bajo sus efectos, volvió a ser encadenado en la torre, ahora dispuesto el rey a que
fuera para siempre. Pero entre tanto, el pueblo, que desesperaba porque la corona no
tuviera heredero, al enterarse de la existencia del príncipe organizó una revuelta y el
rey se vio obligado a liberar a su hijo. Le entregó la corona convencido del trato
terrible que daría a la gente que había suplicado por su libertad y le había derrocado a
él para aclamarlo como soberano. Pero la madre Dana, el padre Lugh y todos los
dioses concedieron su inspiración a Segismundo, que al comprender que su cruel
actuación como rey no había sido un sueño, sino desventurada realidad, se avergonzó
de sí mismo y, arrepentido, se arrodilló ante su padre para pedirle perdón y devolverle

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la corona. Y fue desde entonces un príncipe ejemplar. Así, se había cumplido
verdaderamente la profecía, pero sólo de manera transitoria.
Todos los presentes permanecieron unos momentos absortos en el rostro de
Brigit, esperando que hablase de alguna tragedia personal como culminación del
relato, porque era esto lo que muchos de los desplazados hacían, narrar una leyenda
para situar a sus oyentes en el clima y en el paisaje de su propia desgracia. Pero no
fue lo que hizo Brigit. En su lugar, miró hacia Conall con ojos que éste sintió como
cuchillos; el aprendiz de bardo sintió un escalofrío y bajó la cabeza para eludir esa
mirada penetrante, que parecía capaz de desentrañar sus anhelos más inconfesables.
Fergus, cuya fascinación había crecido oyendo el relato, preguntó:
—¿Existen en tu país las sibilas?
Brigit palideció y una intensa sombra cruzó por su rostro.
—¿Supones que he contado la historia de Segismundo para predisponeros a mi
favor, con el propósito de que no me rechacéis? ¿Crees que tengo el poder de la
adivinación y la profecía?
Durante unos momentos, los presentes parecieron esfumarse, como si una intensa
luz les otorgara cuerpo y materia solamente a ellos dos.
—¿No lo tienes? —preguntó Fergus a su vez.
Brigit bajó la mirada con los labios apretados. Si no se trataba de que poseía esa
facultad tan temida, resultaba evidente, sin embargo, que trataba de callar algo que
debía de ser muy grave. Partholon reprochó al gálata:
—No la conturbes si no quiere responderte. Si no es verdad lo que sospechas,
porque Brigit tiene derecho a procurar que nadie la tema sin justificación, y si es
verdad, porque de todos modos le asiste el derecho a reservárselo. Ser sibila es un
don que los dioses otorgan a muy pocas y muy raramente, porque la mujer que lo
reciba debe poseer fuerza descomunal, prácticamente sobrenatural, para poder
soportar el horror de sus propias predicciones. Pero de todos modos, existe entre
nosotros una profecía revelada, que debe de estar a punto de cumplirse: «Surgirá de la
oscuridad un héroe que conocerá vuestro porvenir. Ocurrirá después de un rojo
atardecer».
Sólo Fomoré y Divea miraron el pelo cobrizo de Brigit con un sobresalto.
Desde la postura que mantenía, Brigit miró a los ojos del druida de un modo que
sólo éste percibió. Partholon asintió imperceptiblemente.
Fergus no había advertido ese cruce de mensajes mudos, porque todo lo que le
preocupaba era la respuesta a otra pregunta. ¿Los dioses le habían impuesto el
calvario que tanto le avergonzaba y que callaba obstinadamente, aunque su corazón
casi lo había superado ya, para premiarle al final del desasosiego con el privilegio de
conocer a Brigit? Porque, en efecto, llevaba dos días agradeciendo a todos los dioses
que hubiesen puesto a Brigit en su camino.
Quien sí había advertido la comunicación muda entre la joven y el druida era
Divea. La sospecha se convirtió para ella en certeza en ese preciso instante, pero

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impuso silencio a sus labios, aunque sin dejar de repetirse que llegaría el momento en
que Brigit y ella tuvieran que hablar. Luego de hacerse varias veces a sí misma esta
observación, con objeto de no olvidarla, reparó en que Alban se había ausentado del
nementone en compañía de Gwynna, la helvética de los ojos como lagos. En vez de
sentir los celos que tal vez habría sentido sólo dos o tres lunas antes, la futura
druidesa sonrió con dulzura. Era exigible a todo druida saber, osar y callar, y por lo
tanto, no haría ningún comentario ni cometería indiscreciones sobre lo que estaba
ocurriendo en el pecho del principal de sus guardianes. Tal vez la madre Dana se
había compadecido de su tristeza por el vaticinio que le comunicara en el río astur, y
su anuncio de que Alban no continuaría con ella no significaba que iba a morir, sino
que decidiría quedarse a mitad de camino, rendido al amor.

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IBA A CUMPLIRSE una luna completa desde la llegada a la Armórica y los siete
comenzaban a tener la sensación de haber vivido desde siempre en el bosque de
Brocelandia. Era el más extenso y múltiple universo celta que cualquiera de ellos
hubiera conocido y todos encontraban allí espacio y facilidades que alentaban sus
sueños. Hasta el menos predispuesto, Conall, permitía sin pensarlo que se aflojasen
sus resistencias con el adormecimiento momentáneo de sus ambiciones, ante una vida
que no dejaba de ser bucólica, como en cualquier bosque, pero que era al mismo
tiempo dinámica y colmada de posibilidades. Los innumerables orígenes de los
refugiados añadían color y amenidad al conjunto, enriqueciéndolo.
En ese ambiente tan fecundo y favorable para su preparación druídica, Divea
llegó al convencimiento de que las siete sesiones a solas con Partholon habían sido
las más provechosas desde que comenzara el viaje en el castro de Santa Tecla.
Aunque antes de presentarse ante él dominaba la preparación de las tres series de
siete elixires, las invocaciones principales y las secundarias, así como muchos
arcanos, el druida armórico le enseñó a venerar al dios local Belenus y por su
inspiración aprendió a identificar con exactitud y curar los males de salud en el
cuerpo humano, nuevos medios para conseguir que las heridas cicatrizaran con
rapidez, el modo de entablillar los miembros con huesos fracturados, la lucha contra
los malos espíritus que a veces se apoderaban de las mentes, la predicción del clima,
los signos para descubrir veneros subterráneos de agua utilizando una delgada rama
seca de roble y muchas otras técnicas útiles para la vida cotidiana en los bosques.
Tendía, por lo tanto, a creer que ya disponía de la toda preparación necesaria para
recibir la consagración de druidesa y no le encontraba sentido a proseguir el azaroso
viaje a Anglia e Hibernia. Pero era esta clase de presunciones contra lo que más le
prevenía el gran druida:
—Cuando crees que lo sabes todo, demuestras tu ignorancia suprema. Un sabio
debe vivir por siempre con la mente abierta a los nuevos conocimientos y las
posibilidades desconocidas. Con mucha más razón un druida. Nuestra misión es
demasiado complicada, querida niña, y son incalculables nuestras responsabilidades.
Es nuestra misión cuidar del espíritu de nuestro pueblo y también de sus cuerpos.

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Somos jueces, sacerdotes, consejeros y curanderos, y muchas veces nos vemos
obligados a actuar también como si fuésemos reyes. Si lo piensas un poco,
comprenderás el peso de lo que se te avecina.
Divea asintió con una reverencia, y fue despedida por el druida con un último
consejo:
—Deberías comenzar a prepararte para el viaje a Anglia. Falta sólo media luna
para el solsticio.
Cuando se dirigía al claro del nementone, donde se reunían a charlar y festejar
todas las tardes, Divea vio que Fergus regresaba del dromon. Cada cuatro o cinco
días, el gálata iba a caballo a la costa, para revisar el estado del navío y comprobar
que nada ni nadie lo perjudicaba. Pero esta vez traía una compañera a la grupa. Tuvo
que esperar a verlo pasar para descubrir que se trataba de Brigit que, abrazada a su
cintura, sonreía con plenitud mientras, con el trote del caballo, se agitaba el cobre de
su melena como una especie de hechizo. En la posición algo forzada a que le
obligaba ir sentada de lado mientras giraba la cintura para abrazarse a la de Fomoré,
todos los relieves de su cuerpo resaltaban como bendiciones de los dioses, como si
Bran hubiera creado un modelo perfecto para que los hombres descubrieran la lujuria.
No podía dudar de que ella y Fomoré se entendían bien, y hacía varios días que lo
notaba. Pero hasta ese momento no había caído en la cuenta de que pudiera tratarse
de amor. Este pensamiento le causó mucha preocupación. En caso de que así fuera,
¿el enamoramiento del gálata podía afectar al viaje? ¿Trataría Fergus de convencer a
Brigit de viajar con el grupo o lo convencería ella para quedarse? Faltaban muy pocos
días para emprender la travesía hacia Anglia; necesitaba una respuesta.
Y además, estaba pendiente la conveniencia o, más bien, la necesidad de
mantener una conversación con Brigit en privado, porque una druidesa tenía que ser
advertida necesariamente si entre la gente que debía gobernar había una sibila. Si en
los próximos días los signos y los rumores confirmaban la existencia del romance,
pediría a Brigit hablar a solas.
En la tertulia del anochecer, todos escucharon con emoción los relatos de un
matrimonio llegado de Hiperbórea, porque esa mujer y ese hombre eran de los pocos
que no gemían con el relato de tragedias, ya que su viaje no lo había motivado la
destrucción de su clan ni nada parecido.
—Los clanes de Hiperbórea viven pacíficamente y se multiplican. Todos somos
felices en los bosques y lagos entre los que moramos. Nosotros hemos parado en este
bosque de paso a nuestro destino último, que es el Camino al Fin de la Tierra. Cuando
lo culminemos, volveremos al país donde nacimos.
Divea no quiso desalentarlos advirtiéndoles de cuanto ella y sus compañeros
habían presenciado en el camino milenario de los celtas. Viajando con los medios que
esa pareja llevaba, una carreta tirada por un único animal, tardaría todavía mucho en
llegar y a lo mejor la madre Dana permitía que cambiaran las cosas.
Se acomodó como de costumbre, rodeada por los de su grupo, aunque en esos

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momentos sólo eran cuatro puesto que faltaban Fergus y Alban. Por mucho que lo
intentó, no consiguió interesarse por las conversas ni escuchar los relatos de los
sucedidos de cada uno. Pensaba en el consejo de Partholon. Tenía que preparar el
viaje, pero no se le ocurría que debiera hacer nada distinto de lo habitual. Aunque la
conversación con Brigit sí estaría fuera de lo habitual y parecía claro que no podía
postergarla. ¿Tenía algo más que resolver con algún otro de los miembros de su
grupo? Ninguno de ellos había llegado a expresar de palabra la pregunta que detectó
en los labios de todos tras el rito celebrado a medias con Fomoré ante el gran
monolito, recién llegados a la Armórica; si era atinada su presunción de que ellos
desearon preguntar algo en aquel momento, entre los monolitos, lo habían olvidado.
Conall mostraba un semblante sombrío, ya a todas horas, y Divea se preguntó por
qué; como respuesta, recordó el consejo de la diosa, que le había prohibido prescindir
de él pero le sugería que lo vigilase. Fergus podía salvarle la vida, pero ¿cómo sería
posible que se cumpliera el vaticinio si, por amor a Brigit, decidía permanecer en
Brocelandia? De Fomoré esperaba mucho, pero no se sentía capaz de proponerle ni
exigirle nada; estaba segura de que él tomaría por su cuenta las iniciativas
pertinentes. Las dos sacerdotisas actuaban casi siempre como tales, y tampoco creía
que tuviera nada que pedirles. En cuanto a Alban, Divea seguía sin resolver el
misterio de lo que la diosa le había comunicado; extrañamente, la madre Dana no le
atribuía ninguna misión relacionada con ella, cuando era el que tenía un encargo más
concreto desde el comienzo, el deber de protegerla. No lo comprendía, puesto que era
su principal guardián y el más fiel, a pesar de que el fornido cadete parecía haberse
enamorado de la helvética Gwynna. No pudo evitar sentir un escalofrío, que tampoco
consiguió interpretar.

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FALTABAN SÓLO cinco días hasta la fecha elegida para abandonar Brocelandia y
sentían cierta tristeza y algo de vértigo por el temor a lo desconocido, dado que los
dos países a los que tenían que dirigirse residían en las brumas de todos los misterios
y las leyendas más terroríficas de las tradiciones celtas.
Tras un recuento de la luna y media pasada en ese bosque maravilloso, Conall
notaba que no había avanzado gran cosa en la consecución de sus planes, porque la
intensa preparación recibida del bardo Goiniu abarcaba sobre todo artes como la
poesía y la música, y aspectos formales de los ritos. Poco más. Nada que pudiera
servirle de verdad si un día se encontraba ante la oportunidad de ejercer de druida, y
por lo tanto continuaba pendiente su propósito de ser capaz de parecer sabio. El de
librarse de Alban, ahora le parecía una posibilidad inminente y sin tener que hacer
nada. El de prepararse para poder suplantar a Divea llegado el momento, cada vez le
parecía más inalcanzable.
Por su parte, Divea había confirmado que Fergus llevaría consigo a Brigit, y
todavía no había encontrado la oportunidad de hablar a solas con ella. No podía
postergarlo más sin faltar gravemente a sus responsabilidades de futura druidesa,
porque no le estaba permitido dudar ni sentir miedo, ni vacilar en la toma de
decisiones.
La predicción divina sobre la desaparición de Alban de su vida, no parecía que
fuese a cumplirse en el bosque de Brocelandia; por lo tanto debía concentrarse en la
resolución de lo relacionado con la enigmática mujer de pelo cobrizo. El problema
era que no convenía que ningún miembro del grupo supiera de esa conversación, pero
Brigit pasaba todo su tiempo al lado de Fergus, lo que hacia imposible la discreción
indispensable si ella deseaba mantener el secreto de su condición.
Tuvo que recurrir a la ayuda de Partholon.
—Señor, ¿me está permitido pediros un favor?
El druida sonrió. ¡Cómo admiraba a esa juiciosa y sabia muchacha, y cuánto iba a
sentir su marcha!
—Se te permite.
—No ignoráis que son muchas las voces que murmuran sobre la naturaleza

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verdadera de Brigit. Hay quien afirma que podría ser una sibila. Sabéis bien, porque
forma parte de las enseñanzas que tan generosamente me habéis dado, que yo tendría
que conocer esa condición si fuera cierta, a fin de cumplir de la manera más
conveniente mis cometidos de druidesa. Dado que se dispone a viajar con mi grupo a
Anglia, debería hablar a solas con ella sin conocimiento de quienes viajarán conmigo.
¿Existe alguna posibilidad de que vos me facilitéis que pueda mantener esa entrevista
en secreto?
—Sí, hija mía. Existe y así se hará. Ve con el Sol alto a la morada de Goiniu. Él te
conducirá a donde Brigit estará esperándote.
Llegada la hora en que el Sol brillaba en el centro de su recorrido diario, de
manera que los cuerpos apenas proyectaban sombra, Divea fue a visitar al bardo
Goiniu.
—Querida niña, el gran druida me ha dado una orden que ha modificado en parte
lo que te había dicho esta mañana. Yo no te conduciré a donde Brigit te espera,
porque tú debes descubrir ese lugar usando tus deducciones a partir de tres palabras
que yo te diré. Así, desea Partholon comprobar si has aprovechado sus enseñanzas.
¿Estás de acuerdo?
—Debo obedecer, Goiniu. Pero me da miedo decepcionar al gran druida.
—No temas, Divea. No lo harás.
—¿Cuáles son esas tres palabras?
—Agua, roca y amor.
—¡Oh!
El bardo sonrió.
—No te apures, muchacha. No es tan complicado…
—Pero es que en este bosque hay veneros de agua y arroyos por todas partes. He
visto peñascos magníficos, muy numerosos, en todos mis desplazamientos en busca
de hierbas. Y de amor, alabanzas sean dadas a la madre Dana, sobra en todos los
corazones. ¿Cómo voy a encontrar la solución en un momento, si se trata de que
Brigit está esperando?
—Sí, está esperándote ya. Y te repito que no te apures. Sólo tienes que pensar en
cuanto has visto en Brocelandia. Los dioses te inspirarán la solución. Ahora, ve.
Divea salió de la hermosa cabaña circular del bardo con la mente en blanco.
Pocos pasos más adelante, se detuvo. Agua, roca y amor. No eran tres pistas, sino una
sola. Tenía que pensar en un punto donde esas tres palabras cobraran sentido al
mismo tiempo y no por separado. Y debían referirse a un lugar no lejano ni
inaccesible. Sintió algo de vértigo, a causa del esfuerzo de pensar con rapidez y la
necesidad de hallar la solución a tiempo de que Brigit no llegase de desesperar. Pocos
días antes, habían celebrado un rito de la fertilidad en honor de Ainé, la diosa del
amor y la pasión, que no había tenido lugar en el nementone. Lamentablemente, ella
no había podido asistir, vetada por sus quince años. Casi estuvo a punto de
ruborizarse recordando los comentarios aislados que había escuchado sobre el

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desarrollo del ritual. ¿Dónde estaba ella cuando partieron hacia el sitio de la
celebración? Un pequeño esfuerzo bastó para caer en la cuenta de que no los había
visto partir, pero sí recordaba el retorno, aunque dado el estado de euforia ebria de los
celebrantes, habían regresado alborotando y desde varios puntos. Pero tenía clara la
dirección aproximada de donde procedían todos.
Echó a correr hacia ese punto y muy pronto tuvo que detenerse ante el cauce de
un arroyo tumultuoso que descendía veloz entre raudales. Agua y roca, pero todavía
no podía combinarlas con amor. Como no podían haber cruzado ese río, dedujo que
tenían que proceder de más arriba, siguiendo el torrente.
Encontrar el lugar sólo le costó unos momentos más. Descubrió antes el brillo
rojizo del pelo de Brigit que las características que resumían muy obviamente las tres
palabras del bardo. El río caía por una pequeña cascada en una poza de belleza
deslumbrante, encajada por el fondo entre rocas blanquecinas y por el lado donde
Brigit esperaba, bordeada de flores con una abundancia tal, que el verde quedaba
oculto por el bordado multicolor, en el que reconoció gran abundancia de camomila,
tomillo, hisopo y orégano, que llenaban en aire con un aroma penetrante. Aunque no
tan abundantes, vio también flores de lavanda y de salvia, por lo que un hálito de
magia hacía que el lugar pareciera irreal. Aislado casi en el centro del manto de
flores, había un monolito semejante a los del campo de las piedras clavadas, pero éste
era una pulida roca blanca coronada por una imagen muy hermosa de la diosa Ainé.
Brigit no le sonrió, pero no había hostilidad en su expresión.
—Sé lo que quieres, Divea.
—Pues si lo sabes, estás respondiendo afirmativamente mi pregunta.
—Así es.
—¿Te causa dolor?
—Desde que empecé a pensar, Divea, antes de conseguir andar. Pero con el paso
de los años, he aprendido a vivir con mi naturaleza.
Divea recordó que en la reunión donde la vio por primera vez Brigit no había
contado ninguna desgracia personal, y sólo habló de aquel príncipe encadenado por
su padre para que no se convirtiera en un rey perverso. Si había sufrido tanto como
decía, ¿por qué no hablaba de ello?
—Porque hay demasiado dolor sangrante entre los refugiados de este bosque —
respondió Brigit a la pregunta que Divea sólo había forjado en su pensamiento—. Las
que son como yo deben conseguir dureza de acero, para no sumar su dolor al que
tanto abunda en el mundo. ¿Guardarás mi secreto o tendré que huir de nuevo?
La pregunta sirvió para que Divea comenzara a sospechar cuál podía haber sido el
motivo de que la mujer de pelo rojizo se hubiera refugiado en Broceladia. Notó que
Brigit asentía muy levemente, como si confirmase esa sospecha, pero al momento vio
que se abatía igual que si recibiera un mazazo en la cabeza.
—Corramos, Divea. Algo tremendo ocurre.
No tardaron mucho en llegar al nementone, donde había mucho movimiento.

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Alzados como dioses guerreros sobre sus monturas, diez de los cuarenta y nueve que
hicieran aquella vistosa exhibición de monta el día de su llegada al bosque, llamaban
apresuradamente a los hombres.
—No somos suficientes para frenarlos —gritaban—. Debéis acompañarnos al
menos cincuenta a caballo. Daos prisa.
Divea y Brigit supieron en seguida lo que ocurría, gracias a los comentarios de la
multitud alborotada que se había reunido en el claro. Un ejército muy bien
pertrechado, cubiertos los hombres de armaduras y los caballos de lorigas, avanzaba
con dirección al principal poblado del bosque y no lo hacía con buenas intenciones.
En seguida comenzó a oírse desde todas las direcciones el trote de los caballos.
Los celtas respondían en masa la llamada de los dioses guerreros y Divea vio con
desolación que Alban, Fergus y Fomoré se sumaban al ejército improvisado. ¿Qué
iba a pasar con ellos y con la prosecución de su viaje de iniciación?
Sintió que Brigit acercaba los labios a su oído para susurrar:
—Partirás en la fecha prevista, pero con un hombre menos, y los invasores serán
derrotados antes de que el Sol despierte de nuevo.
De tal modo comprendió Divea por qué había dicho su bisabuelo que debía temer
a los dioses guerreros. Se cubrió el rostro echándose a llorar, convencida de que su
fiel escudero Alban no volvería de la expedición.

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CONALL SALIÓ de su escondite cuando el relente de la noche comenzó a


resultarle insoportable. Llevaba ocultándose desde el Sol alto, cuando los guerreros
del bosque acudieron a pedir voluntarios.
Día a día, sentía crecer y multiplicarse las contradicciones dentro de su pecho. A
lo que había sentido en el momento de oír la convocatoria no le encontraba
explicación. En primer lugar, experimentó rabia porque los invasores pretendieran
destruir un lugar donde los celtas vivían con tanta placidez. Segundo, una alegría
ácida, cuando vio partir a Alban y recordó la advertencia de Galaaz contra los dioses
guerreros, recuerdo que le hizo sospechar que jamás volvería a ver al gigantesco
muchacho. Tercero, miedo; pero se trataba de un miedo impreciso, porque no se
consideraba cobarde. Volvió de nuevo el presentimiento que le rondaba hacía tiempo
de que se olvidaba de algo.
Si no era cobarde, ¿por qué lo primero que pensó fue en buscar un lugar recoleto
donde no pudieran encontrarlo? Trató de convencerse de que el motivo debía de ser
su determinación de convertirse en druida a pesar de tener todas las posibilidades en
contra, y si se escondía en momentos de grave peligro era sólo para preservar la
sagrada vida de un futuro druida.
Por una razón que no supo explicarse, su memoria evocó la escena que había
protagonizado Fomoré en el riachuelo, el rito en medio de un nementone improvisado
en la orilla y el lanzamiento de flores al agua. ¿Qué tendría que ver el acto de Fomoré
con su miedo o con su futuro druídico? Cada vez se sentía más confuso.
Y esa confusión aumentó cuando, a la mañana siguiente, fueron volviendo los
dioses guerreros y los voluntarios. Gritaban aclamaciones victoriosas porque habían
conseguido rechazar a los poderosos invasores, pero transportaban a muchos heridos
y Alban entre ellos. Lo traían en unas parihuelas compuestas con un manto y dos
troncos de abedules jóvenes. Creyó por un instante que estaba muerto, tan extrema
era su palidez y tan enorme la extensión de las manchas frescas de sangre en su ropa.
Alban había dejado de ser un obstáculo en su camino, y en vez de júbilo sintió algo
semejante al cansancio.
¿Qué sucedía en su pecho? Temía sentir furor cuando Divea descubriera que su

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escudero regresaba moribundo y se volcara en lágrimas. Pero ¿por qué iba a sentir ese
furor? Echó a correr para alejarse del poblado cuando comenzó a oír los lamentos y
las invocaciones de quienes acogían a sus moribundos.
Gwynna fue una de las primeras en correr a recibirlos, puesto que una mirada
ansiosa le bastó para advertir que Alban no volvía a lomos de su caballo, ya que su
estatura descollante le haría ser visto de inmediato. La bella joven helvética había
pasado la noche en vela, resistiendo los reproches de su padre:
—Apenas lo conoces, Gwynna, y él está de paso. No tortures tu pecho con algo
que no puede ser.
Pero no quería evitarlo. El sentimiento era lo más fuerte que sintiera jamás. Le
daba vergüenza reconocer ante su propio pensamiento que ni siquiera el dolor de
haber visto el martirio de su madre y sus hermanos había sido tan poderoso como el
aturdimiento que se apoderó de su pecho desde que él depositara aquellas flores a sus
pies. Verlo en el estado que presentaba, en un manto sanguinolento colgado entre dos
troncos, retorció su corazón de tal modo, que ni siquiera llorar le fue posible. Perdió
el aliento en busca de ayuda para conducirlo a su cabaña, con el propósito de
acomodarlo sin daño, y suplicó a Goiniu y a Partholon remedios que le permitieran
retener la vida que se le escapaba.
Perplejo y sin saber qué hacer para consolar a su hija, Arthan fue en busca de
Divea y el resto del grupo. Una vez que se reunieron todos en torno al jergón donde
Alban agonizaba, la futura druidesa notó en la frente de su escudero la huella del
dedo indicador de Inger. Arrebatada más por la rabia que por el dolor, posó las manos
en esa frente pálida y sin calor apenas, rogó a Gundestrun que borrase la señal de la
valkiria, a Karnun que renovase el aliento del bosque en el pecho de Alban, a Ogmios
que le devolviera la sangre que había derramado en la guerra y a Dana, que no dejase
de ser la amantísima madre de quien tan generosamente la honraba.
Cerró los ojos con los párpados apretados, a ver si se le revelaba en mágicos
azules el camino que estaba a punto de emprender Alban, pero las formas que logró
entrever no representaban un camino ni se referían al magnífico escudero.
Significaban horror, y en el centro estaba ella.
Se acercaba la madrugada sin que los dioses respondieran la súplica. El enorme y
poderoso cuerpo derrumbado parecía ahora escuálido, desvalido. No había
movimiento que revelase que vivía y su pecho semejaba haber perdido la capacidad
de respirar. A los seis compañeros de Alban les pareció que Gwynna se preparaba
para morir en el momento que expirase quien le insuflaba un imprevisto deseo de
vivir.

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CINCO DÍAS más tarde, Divea fue a visitarlo por última vez junto con el resto
del grupo, dispuestos ya a emprender viaje. Aunque muy preocupada y devotamente
entregada a su cuidado, Gwynna sonreía serenamente feliz junto al cuerpo derrotado
de Alban. Pasada la que a todos les había parecido una prolongada agonía, ahora
tenían claro que la derrota iba a ser pasajera.
—Ve tranquila, aquí sanará pronto aunque creas que está muriéndose —le dijo
Gwynna a Divea—. Partholon me lo ha jurado.
—Lo cuidaré como si fuera mi hijo —aseguró Arthan, el padre de Gwynna—, te
lo prometo en nombre de los dioses. —Sé que Belenus me inspira.
Todos comprendieron que consideraba que el muchacho, con su inmensa
humanidad, podía llenar una parte del hueco que sus propios hijos muertos habían
dejado en su corazón.
—Cuando despierte —añadió Gwynna—, le diré lo mucho que sus compañeros
sentís que no vaya con vosotros.
Divea contemplaba la escena consciente de que no sentía más que preocupación
por la salud de Alban, y ninguna otra emoción. Se preguntó cuándo había dejado de
amar a su escudero si es que lo había amado alguna vez. Por más que rebuscaba en su
pecho, no hallaba la menor sombra de algo parecido a los celos mientras miraba a la
hermosa muchacha helvética, tan posesiva en esos momentos, abrazada al cuerpo
herido. El padre, no paraba de salir y volver con elixires preparados por Partholon, y
cada vez que abría un pomo, Gwynna preguntaba una y otra vez las indicaciones del
druida, para asegurarse de actuar con tino.
La futura druidesa llegó a la conclusión de que lo único que había sentido por
Alban era admiración y deslumbramiento juvenil ante un físico tan espectacular, del
que las amigas de su edad hablaban a todas horas. Evocaba los cruzamientos de
miradas en el bosque de Santa Tecla, sus ojos elusivos y sus rubores frente a él, y
aunque no había pasado tanto tiempo, le parecían actitudes demasiado pueriles,
impropias y lejanas, que le causaban algo de vergüenza.
Tenían todo preparado para el viaje.
La carreta iba muy sobrecargada, porque todos en Brocelandia habían querido

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obsequiarles algo. Conall, en el pescante, contenía con las rienda a los caballos con
los que el druida les había obligado a sustituir los bueyes, asegurándoles que los
territorios que iban a recorrer no eran muy escarpados y así podrían terminar antes de
que llegasen los rigores del invierno, muy duro en las islas de Anglia e Hibernia.
Sumaban más mujeres que hombres, porque Alban no iba con ellos y, en cambio, sí
lo hacía Brigit. Seguían siendo siete, pero ahora eran cuatro las mujeres. Fergus
expresó su temor de no poder gobernar bien el dromon con tan escasa ayuda, pero en
ese momento descubrieron otra faceta de Brigit:
—Si prefieres a un hombre en mi lugar, es que no me conoces ni me mereces.
Lo había dicho dulcemente, pero todos comprendieron la magnitud de su
determinación en su voz metalizada a causa del tono contenido de rabia.
La respuesta de Fergus fue echar a Brigit un brazo por los hombros, muy ufano.
Conall giró la cabeza hacia el gálata. ¿Cómo podía quejarse a esas alturas de no
poder manejar el navío con un hombre menos, si a todos les decía que había
atravesado de parte a parte el Mar del Centro de la Tierra, tripulándolo él solo?
Durante la travesía desde la tierra de los astures, había contemplado infinidad de
veces la cubierta del dromon y los veinticuatro bancos para remeros, vacíos,
diciéndose que era imposible que un hombre hubiera podido gobernarlo sin ayuda de
nadie. La convicción de que mentía se reforzó en el momento de la partida, mientras
se preguntaba en qué punto del viaje podría deshacerse de él.
Con todo preparado para echar a andar, tan sólo aguardaban que acudiese
Partholon para encomendarlos a la diosa y despedirles.
Esperaban su llegada, pero no el despliegue con que acudió. Le acompañaban
otros dos druidas, tres bardos y doce sacerdotisas, más un número impreciso de
sirvientes, difíciles de contar porque todos iban aparatosamente coronados de flores
de valeriana y campánulas, y llevaban grandes ramos en las manos de centaurium
blancas, amarillas y, sobre todo, rosadas, que fueron echando sobre la carga de la
carreta, entregando después ramitas de muérdago a cada uno de los siete. Los viajeros
se vieron rodeados por la comitiva, hasta formar un círculo perfecto, en cuyo centro
compusieron uno más pequeño a base de flores. Los tres bardos comenzaron a tañer
sus liras con una melodía alegre y melancólica a la vez. Consternada por tanta
aparatosidad, Divea estuvo a punto de expresar una queja desde su modestia, pero
una mirada de Brigit la detuvo. Se resignó al homenaje, que le parecía propio de una
reina, y aguardó con la cabeza inclinada que Partholon hablase desde el centro del
círculo de flores:
—Ya eres druidesa en la cabeza de los dioses, Divea, a pesar de que todavía no te
esté permitido oficiar, y no por tu juventud, sino porque primero debes completar este
viaje, pero llevas en la frente el signo de la madre Dana y en el corazón, el ímpetu y
la fuerza de Cernunnos. Quienes estamos obligados a ver donde otros son ciegos,
reconocemos en ti el poder que te ha sido concedido y por ello vaticino que serás
renombrada y celebrada en todo el continente. Tu bisabuelo, el druida Galaaz,

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descubrió que habías sido elegida por los dioses y ello no solamente lo honra, sino
que le hará ganar la consideración de mi pueblo y de todos los pueblos celtas de
Europa. Cuando vuelvas a él, y aunque yo no lo conozca, dale de mi parte este
obsequio —depositó una figurilla de oro en la mano de Divea— y felicítalo de mi
parte, por ser quien es y por la sabiduría que te ha transmitido. Por consideración a él
es doblemente indispensable que redondees tus aciertos culminando con bien este
viaje de iniciación.
En este punto, Partholon miró el elixir contenido en un cuenco que le ofrecía una
sacerdotisa que, después de tomar el druida un sorbo, lo fue ofreciendo también a los
siete viajeros.
—Siente en tu cuerpo el poder de Karnun y el fuego de Brida —en efecto, Divea
experimentó el paso del elixir por su esófago como si fuese un río de lava—, y graba
en tu mente tres deberes que debes acabar de cumplir en la próxima etapa de tu viaje,
antes de llegar a Hibernia. Has de dominar el saber sin jactarte de él; has de atreverte
a cuanto te exija la condición de druida, sin amilanarte; has de ser capaz de guardar
silencio sin revelar jamás lo que te sea confiado.
Partholon rebuscó entre los pliegues de su túnica. Extrajo un pequeño disco de
jade decorado con las cuatro madejas entrelazadas en una cruz gamada, el viejo y
universal signo de los celtas; lo depositó en la mano de Divea, que retuvo con su
izquierda mientras alzaba la derecha y decía:
—Madre Dana, conduce a tu hija Divea con bien hasta el gran nementone de
piedra de los anglos, revélale tu luz al amanecer del solsticio y vela por ella y sus seis
acompañantes, para que puedan afrontar sin temor ni contratiempos el encuentro con
la druidesa eterna, Morgana, a quien los mortales ignoramos si has perdonado. Mas
es Divea la única druidesa que yo conozca capaz de conmover a Morgana para que le
entregue los saberes que sólo ella posee y que hasta ahora se ha negado tozudamente
a compartir con ningún otro druida.
Divea estaba paralizada. No era capaz de expresión alguna y fue, por tanto,
imposible agradecer a Partholon sus bendiciones y obsequios. Nadie le había hablado
hasta ese momento de presentarse ante Morgana, la idea más terrorífica que podía
imaginar.

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Tercer Libro

Con los Anglos

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58

TENÍAN ANTE sí las etapas más amedrentadoras y, al mismo tiempo, más


fascinantes del viaje. Durante un corto y meditabundo paseo de despedida que quiso
hacer a solas entre los grandes monolitos clavados en la tierra, Divea compuso un
ramito de clavellinas y peonías para derramar buenos presagios sobre la cubierta del
dromon, lo que sirvió de consuelo a los demás pero no a ella. Tenía sólo quince años,
cuestión que nadie parecía recordar puesto que se tomaban su futura condición
druídica como si ya hubiera sido consagrada; pero aunque sentía crecer rápidamente
sus conocimientos, ella no podía evitar desfallecer a veces, como ante la idea
pavorosa de presentarse ante Morgana. Si existía en realidad y no era una quimera;
todas las leyendas celtas amalgamaban realidad y fantasía, lo que también podía
suceder con la de Morgana.
En la primera parte de la travesía, tuvieron que rodear una larga banda de tierra
que se adentraba en la extensión marina hacia el sur. En cuanto se enfrentaron al
océano al rolar hacia el norte, encontraron turbulencias aterradoras y les exigió a
todos crujidos de huesos y copiosos sudores conseguir contornear la Armórica,
porque el navío se balanceaba a merced de las olas como un carrusel enloquecido.
Obsesivamente al mando del timón, Fergus comparaba la gris y vertiginosa superficie
del agua con la que había surcado en su primera travesía desde Bizancio, casi siempre
de un terso color turquesa. Ahora, por contraste, recordaba aquel paisaje marino
como vivificante, a pesar de las circunstancias espantosas que sufría entonces. Todo
lo que ahora veía delante de la proa era un horizonte impreciso y agitado, limitando
un universo de montañas líquidas entre las que el dromon parecía una frágil
barquichuela en poder de un espíritu hostil.
Pero ese paisaje bamboleante se esfumó al llegar al punto situado más al norte de
la Armórica. Iba a comenzar el verano, pero allí parecía invierno. La capota gris que
cubría el firmamento era como un manto gélido tendido sobre los peores presagios,
aunque el movimiento del agua fuese menor, lo que muy pronto resultó ser la más
errónea de las estimaciones. En el punto donde descubrieron que el perfil isleño que
veían al otro lado del mar parecía más cercano que la costa situada al oriente de la
punta rocosa, el mar simulaba haberse rendido al poderío de las dos orgullosas tierras

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que lo encajonaban. Por ello, Fergus decidió cruzar cuanto antes lo que daba la
impresión de ser un gran río más que un brazo de mar.
Decidieron intentar el cruce con el primer viento favorable, tibio y saturado de
aromas del bosque de Brocelandia que todos comenzaban a añorar. Tenían ante sí
demasiadas dudas e incertidumbres y, por comparación, lo que dejaban atrás brillaba
en su ánimo como el paraíso perdido.
Pero el mar decidió contradecirse a sí mismo y lo que les parecía calma era
marejada; pronto el navío crujía como si un demonio quisiera desbaratarlo. Una
corriente muy fuerte, que resultaba imperceptible en la superficie más o menos lisa,
comenzó a escorarlo hacia estribor, a pesar de que tenían viento claro de popa.
—¡Desconfío que esto es una maldición de los dioses por algo impropio que
hemos hecho! —exclamó Conall, encogido de pavor junto al timón.
Fergus contuvo su ironía, porque le parecía ridícula esa actitud en un muchacho
fuerte y sano que estaba preparándose para adquirir el elevado rango de bardo.
—Los dioses nos exigen enfrentarnos a la Naturaleza tal como es —aseguró
Divea, con gran dulzura—, sin ajustarla a nuestras conveniencias. Yo afirmo que es el
libre albedrío lo que debe dictarnos la oportunidad de afrontar o no los riesgos, sin
dejar de invocar la ayuda de la madre Dana.
Mas todos creyeron durante el cruce hacia la isla que iban a naufragar y morir, a
despecho del convencimiento de que la presencia de la futura druidesa era una
garantía para sus vidas, ya que serían salvadas por lo dioses al tiempo que
preservaban la de la muchacha. Inclinado el casco del dromon hasta el punto de que
la horizontalidad de cubierta llegaba casi a situarse en vertical, todos estaban lívidos
y vomitaban hasta los muy curtidos, como Fomoré; sólo conservaron la compostura
Divea y Fergus. Nada se mantenía en pie en cubierta y, en el sollado inferior, los
caballos pugnaban por desatarse y correr de estampía, lo que habría duplicado el
peligro de naufragio.
Cuando, algo desviados del rumbo norte hacia estribor, avistaron en la costa un
sorprendente acantilado blanco, alguno de ellos llegó a preguntarse si habrían
naufragado sin notarlo sus sentidos y ahora sus espíritus se acercaban a la morada de
los dioses. En contraste con el oscuro cielo encapotado y el gris de apariencia sucia
del mar, ese acantilado refulgía de modo irreal.
—¿Has visto nada igual en algún sitio? —preguntó Divea a Fergus.
—Ciertamente, en Bizancio abundan las islas con acantilados verticales como
esos —respondió el gálata—, pero ninguno tan blanco. Nunca he visto nada parecido.
—Parece un castro construido para los dioses —dijo Conall.
—Pues aún así, no es donde me ha dicho Partholon que debemos buscar a
nuestros congéneres —declaró Divea con firmeza.
—Así es —afirmó Fomoré—. El gran bosque se encuentra cerca de una ribera
oculta detrás de un islote y, según las indicaciones del gran druida, tiene que estar
más hacia occidente, pero también al borde del canal que hemos cruzado.

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—¿Podemos navegar en esa dirección? —preguntó Divea a Fergus.
Conall apretó los labios. ¿Por qué aceptaba Divea el razonamiento de Fomoré sin
más discusión? Brigit se adelantó a cualquier otro argumento y, pidiéndole la venia
con una inclinación de cabeza, también se anticipó a la respuesta de la futura
druidesa:
—Debemos buscar un refugio para el navío y dormir, porque llegar a ese gran
bosque va a tomarnos toda una jornada. Está en aquella dirección.
Su mano alzada señalaba un punto muy concreto a babor del navío. Fergus sonrió,
ufano, pero buscó la mirada de Divea, que asintió de manera casi imperceptible.
Obtenida su conformidad, ordenó:
—Dagda, Nuadú y Conall, preparad el ancla, porque fondearemos cerca de aquel
abrigo, y tú, Fomoré, sitúate a proa y mira con mucha atención el mar, para avisarme
con tiempo si vieras escollos. Pronto, que no falta mucho para que oscurezca.
Tras una noche sin contratiempos, la navegación de cabotaje fue al día siguiente
mucho menos azarosa y encontraron con facilidad la boca que Partholon describiera a
Fomoré. Comenzaba de verdad la aventura en Anglia. Una vez fondeado el dromon,
descargaron en seguida la carreta y los animales. Fergus se empecinó en no
abandonar el navío, porque no había encontrado un escondrijo tan reservado como el
de la tierra de las piedras clavadas. Brigit quiso quedarse para acompañarlo, pero él
repuso:
—Divea va a necesitarte mucho más que yo. Ve tranquila, que me valgo solo y no
vais a tardar más que un par de días.
Mas en los ojos de la sibila había un abismo de sombras. Fergus notó que
apretaba los labios como si quisiera silenciarse a sí misma.
—¿Son malos tus presagios? —le preguntó.
—Veo fuego y acero a nuestro regreso, en el borde de esta playa. Veo el
sobrecogimiento de todos nosotros, pero no consigo distinguir nada más, porque en la
visión yo estoy alzada sobre un peñasco, gritando entre llamas al atardecer.

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59

PARTIÓ LA COMITIVA la segunda madrugada tras la llegada a Anglia y una


jornada antes del solsticio de verano. A todos les atenazaba una emoción muy intensa
que llegaba a dificultarles respirar, aturdidos por encontrarse en un país tan mitificado
por las tradiciones de su pueblo. Pero también era un lugar del que habían sabido
muy poco las generaciones más recientes. Por lo tanto, la imaginación de todos ellos
identificaba o recreaba la realidad circundante sólo a partir de leyendas antiguas, sin
información veraz de las vicisitudes presentes de los celtas del lugar.
Sentada en el pescante junto a Conall, Divea lo examinaba todo al pasar, tratando
de reconocer las referencias de Partholon. Los otros cuatro marchaban a caballo;
Fomoré cabalgaba emparejado con Brigit por la izquierda; las sacerdotisas Nuadu y
Dagda flanqueaban el carro por la derecha. La vegetación no era demasiado
abundante; se trataba de praderas extensas, de un verde que hallaban mustio, donde
los árboles eran escasos.
—No parece que podamos tropezarnos con clanes por aquí —dijo Conall muy
bajo, porque deseaba que sólo Divea le oyera.
—Partholon asegura que hemos de recorrer un bosque grande antes de encontrar
el gran nementone de piedra —repuso Divea—. No hace mucho que él recibió varias
visitas de parte del gran druida, que se llama Goibniu. Partholon me aseguró que no
era un druida muy viejo y, por lo tanto, debe vivir todavía.
—Pues a lo mejor no hemos tomado tierra en el punto correcto —Conall
detestaba los territorios demasiado despejados, como la campiña que atravesaban en
esos momentos, y ansiaba sentirse bajo el amparo del bosque.
—Sí lo hemos hecho —aseguró Brigit, y tanto Divea como Conall volvieron la
cabeza no sin sorpresa.
La sibila cabalgaba un poco por delante de Fomoré, pero los dos muchachos
consideraron imposible que hubiera oído su diálogo. Divea preguntó:
—¿Estás segura, Brigit? Partholon habló de un bosque muy grande, cerca de la
costa.
—Y ahí está —Brigit señaló con la mano derecha una ligera elevación que estaba
a punto de coronar el camino, bordeado de hierba pero sin árboles.

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Conall sonrió con ironía, pero Divea había digerido completamente lo que
conllevaba la especial naturaleza de Brigit. Decidió ser discreta y aguardar, porque
también ella presentía la existencia muy cercana de una extensa floresta. En efecto,
cuando la carreta llegó a lo alto de la colina, contemplaron a sus pies un bosque
denso, muy oscuro, con apariencia inhóspita y tétrica.
—¡Por fin! —exclamó la futura druidesa.
Impaciente por llegar, Conall alentó a los caballos restallando el látigo, pero sin
azotarlos de verdad puesto que Divea no lo permitía. Unos momentos más tarde, se
encontró por fin entre las brumas que ansiaba. Pero se trataba de brumas demasiado
espesas en la senda más tenebrosa y lúgubre que ninguno hubiera visto en cualquier
otro bosque. Y también lo eran las acechanzas. Todos ellos tenían experiencia de
haber visitado bosques que no eran el propio y poseían un sentido de alerta que nadie,
ni siquiera los druidas más famosos, había podido explicar de manera racional. Se
trataba de una capacidad tan espontánea como el respirar o el pestañear, y que por lo
tanto no eran capaces de utilizar a voluntad; sin apreciar signos como rotura de
ramas, hojarasca pisoteada o huellas en la tierra húmeda, eran capaces de detectar la
cercanía de guardianes ocultos que les acechasen.
En ese bosque, donde olía a ciénaga sin haber pantanos a la vista, los seis
sintieron muy pronto las presencias, mucho antes de confirmar visualmente que eran
vigilados. Por ello, hablaban en susurros.
—Son muchos —dijo Conall con angustia.
—Tendríamos que volver atrás —sugirió Fomoré.
—Sabes bien que no serviría de nada —opuso Divea—. Si pretenden cazarnos, ya
estamos cazados.
—Hay algo que no encaja —Brigit hablaba como si no pudiera creer lo que
presentía—, a no ser que algún espíritu nefasto quiera confundirme.
—¿El qué no encaja? —preguntó Naudú.
—Nos miran con hostilidad y mucho recelo, pero no desean hacernos daño de
veras —la voz de Brigit denotaba su confusión y perplejidad—. No veo que mane la
sangre en nuestro futuro inmediato.
—¿Estás segura? —preguntó Divea. Brigit asintió—. Entonces, sepamos cuanto
antes quiénes son, porque no disponemos de mucho tiempo. Mañana es el solsticio de
verano y, por lo tanto, hemos de pasar esta noche en el gran nementone de piedra.
Sin añadir nada más, se alzó de pie en el pescante, con la piedra que la
identificaba como futura druidesa, regalo de Galaaz, en la mano derecha, y en la
izquierda la más pequeña, de jade, que le había obsequiado Partholon.
Igual que en Brocelandia, en seguida notaron la aproximación de un hombre por
el golpeteo de los cascos de su caballo. Al aparecer ante ellos, los seis sintieron
desolación y espanto. Vestía túnica parda y llevaba al cuello una cruz grande tallada
en madera. Un peregrino como los que habían invadido el Camino al Fin de la Tierra,
pero con una apariencia física que, desnudo, podría retratarlo como celta. Sin duda,

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un renegado, lo más temible con lo que podían darse de cara. Tenía unos cuarenta
años, era delgado, de pómulos marcados y ojos muy claros rodeados de una aureola
sumamente oscura, como si mirase desde otro mundo.
Les habló entrecortadamente en una lengua que ninguno reconoció, pero
comprendieron las órdenes por sus gestos. Divea y Conall bajaron del pescante y los
otros cuatro se apearon de los caballos. En cuanto se encontraron todos de pie en
tierra, se vieron rodeados de un tropel de hombres con hábitos oscuros. Sólo el que
había llegado en primer lugar llevaba caballo. Ataron con presteza las manos y los
pies de las cuatro mujeres, y las echaron con brusquedad sobre la carga de la carreta.
Conall y Fomoré fueron amarrados entre sí, con una gruesa cuerda cuyos cabos
sujetaban otros dos hombres. Aseguraron los cuatro caballos a las varas del carro.
El único jinete gritó una orden con voz destemplada y se pusieron en marcha.

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60

LLEGARON A UN poblado muy parecido a los monasterios que los peregrinos


habían instalado en las cercanías de Santa Tecla. Gran profusión de cabañas, de
construcción tosca y poco depurada, delimitando un espacio abierto de forma
trapezoidal que se encontraba lleno de niños jugando y animales. En el momento que
llegaron, Conall observó que los niños eran empujados rápidamente al interior de las
cabañas, como si sus madres quisieran preservarlos de una plaga o de alguna clase de
maldición proferida por los seis prisioneros.
Había seis postes firmemente clavados en tierra, enfrentados tres contra tres. Con
suma rapidez, amontonaron leña abundante en torno a los cuatro situados en los
extremos hasta formar grandes piras y, en seguida, auparon a Divea y las otras tres
mujeres encima de la leña, donde fueron amarradas a los postes sin contemplaciones.
Oyeron trancas que eran colocadas precipitadamente tras las puertas, como si
todos los habitantes del poblado temiesen la inminencia de un horror que se
precipitaría sobre sus vidas al instante siguiente. Algo incomparablemente peor que
una epidemia de peste o el estallido de un volcán.
Como si el aire quisiera corroborar la proximidad del horror, todos notaron una
vaharada de brisa no refrescante, sino fétida; el vago hedor a ciénaga se intensificó,
tal como si los cadáveres de cien monstruos corrompidos estuviesen abandonando los
pantanos para devorar a víctimas propiciatorias que iban a serles ofrecidas. Divea
irguió el cuello tanto como su incómoda postura se lo permitía, a fin de que sus
huesos calcinados pudieran conservar cierta dignidad. Dagda y Naudú se miraban de
lejos, demasiado distantes para dedicarse algunas frases de consuelo entre sí. En
cambio, Brigit era el retrato de la perplejidad; no podía creer que sus desconcertantes
facultades, nunca asimiladas del todo, no hubieran podido predecir algo tan definitivo
como su muerte y la de sus compañeras.
Conall sentía tanta rabia, que no le era posible prestar atención al dolor. Ni
siquiera, al de su segura muerte inmediata. Miró con amargura a la aprendiza de
druidesa en lo alto de la pira; ella, en quien tanto conocimiento se había depositado,
iba a ser pronto una tinaja rota, cenizas barridas por el hálito cenagoso que les
ahogaba, y nadie aprovecharía tanto saber, ni siquiera él, que lo anhelaba más que a

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su propia vida. Por su parte, Brigit tenía el rostro demudado y había una luz muy
extraña en sus ojos, supuso Conall que asombrada hasta el espanto de su propia
incapacidad al haber predicho con tanta inexactitud lo que afrontaban.
Contradiciendo su afirmación de hacía no tanto rato, iba a haber sangre derramada de
los seis en seguida.
Observó varios detalles extraños. No hablaban apenas, y lo hacían en murmullos,
al oído los unos de los otros. En vez de acudir todos a zaherirles o maltratarlos, como
había visto hacer en las cercanías de su bosque de Santa Tecla, fueron ausentándose
como si les horrorizara la idea de presenciar el sacrificio, hasta quedar frente a ellos
tan sólo unos veinte hombres. Por último, los que portaban las antorchas para
encender las piras se habían ido distanciando, como si temieran prenderlas de manera
accidental. Supuso Conall que pretendían celebrar antes alguna clase de ritual que
exigía mucho tiempo. Un lapso durante el que las cuatro mujeres sufrirían no
imaginaba qué clase de vejaciones. Volvió a sentir rabia, aunque era mucho mayor la
compasión de sí mismo. ¿Por qué no les daban muerte sin más? ¿Exigía su dios el
tormento improductivo de los que no profesaban su fe?
El hombre que primero se había presentado ante ellos tomó una vara larga con
una cruz sujeta en la punta. Recitó una parrafada muy prolongada en su extraño
idioma y, a continuación, acercó la cruz a los labios de Divea. Ésta comprendió de lo
que se trataba. El hombre le daba una última oportunidad de agradar al dios que él
servía, antes de morir. Pero entre los muchos conocimientos que le habían sido
transmitidos durante los intensos meses de preparación impuestos por Galaaz, uno de
los principales era el sentido práctico de supervivencia en un medio tan lleno de
peligros como eran los bosques inexplorados. Ese sentido le decía ahora que no valía
la pena abjurar de toda una vida de convicciones si, de todos modos, iba a morir.
Mejor hacerlo con toda la gallardía que le fuera posible. Por lo tanto, ladeó el rostro,
rehusando que la cruz tocase sus labios. Con la cara vuelta hacia su derecha y retirada
de la cruz tanto como se lo permitían las ataduras y el poste, Divea oró en voz muy
alta para que sus compañeros la oyesen:
—Madre Dana, permíteme morir sin traicionarte ni flaquear. Dame fuerzas y
ruega a Gundestrum y Brigit que nos traten a los seis compasivamente en el tránsito.
—¡Menos mal! —exclamó el hombre delgado con la cruz al cuello—, gracias a la
madre Dana y a Karnun. No me habría gustado nada llevar esto hasta el final.
Los otros veinte rompieron el tétrico silencio con toses, algunas risas,
exclamaciones, juramentos y conversas repentinas. De las casas volvieron a salir las
mujeres y los niños, el claro se llenó de ruidos y el hálito cenagoso se evaporó.
Conall tardó unos momentos en darse cuenta de que el hombre flaco había
hablado en la lengua de los celtas. Pero seguía sin entender lo que sucedía. Y lo más
desconcertante de todo era que no conseguía descifrar sus propias emociones. Algo
muy inconveniente para sus planes había ablandado su espíritu.
—¿De qué hablas, hombre? —preguntó Divea con tono más imperativo de lo que

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convenía en sus circunstancias.
—De la prueba que no tenemos más remedio que hacer a cuantos penetran en
nuestro bosque, por razones de supervivencia.
Mientras hablaba, cuatro hombres desataron a las mujeres, las retornaron al suelo
y les ofrecieron ramilletes de un muérdago raro, diferente de los que conocían. Todos
los demás, reían.
—Somos celtas como vosotros —continuó el hombre flaco—, pero teníamos que
confirmar que lo sois de verdad, porque todas las lunas viene alguien pretendiendo
engañarnos, con intención de destruirnos desde dentro como caballos de Troya. Se
fingen celtas sin serlo, para tratar de cazarnos, porque habéis de saber que las tierras
de Anglia vuelven a ser escenario de persecuciones tan crueles contra los celtas como
cuando vinieron los césares de Roma por vez primera.
—¿Quién eres? —Divea presentía la respuesta.
—Mi nombres es Goibniu y soy el druida del clan del bosque de Boca Oscura.
Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de
bronce, y fue recitándole completas las tres frases rituales al oído. Observando que el
druida no reaccionaba y permanecía en silencio, le dijo:
—Te traigo saludos de Partholon, que…
—¡El gran Partholon, el hombre más sabio que los dioses me han permitido
conocer! Seáis bienvenidos y espero poder serviros, pues últimamente es un placer
muy poco frecuente recibir a una futura druidesa tan amparada por los dioses como tú
lo estás sin ninguna duda. Alabanzas y honor a la madre Dana.

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A PESAR DE LA vivacidad que sustituyó en seguida a la tétrica circunspección del


conato de sacrificio, el bosque de Boca Oscura tenía el aire cansino de la
desesperanza. No abundaban las flores tanto como en Brocelandia, el ánimo de la
gente también lucía mustio y gris, y daba la impresión de que no se atrevieran a reír a
carcajadas, como si permanecieran a la expectativa de algo horroroso que les
acechaba.
Por ello, la comida que organizaron tras desmontar las cuatro piras fue la menos
vistosa de cuantas habían agasajado a Divea y sus compañeros a lo largo del viaje.
Tal como se hacía en Santa Tecla, los hombres del druida Goibniu improvisaron un
nementone con toscas piedras en el centro de ese espacio mugriento, profanado por
las deposiciones de niños, cabras, gallinas, caballos y perros.
El druida celebró un rito breve antes de ofrecerles alimentos.
—Hemos de llegar al gran nementone de piedra antes de que anochezca —dijo
Divea cuando dieron por finalizada la frugal comida.
—Llegaréis a tiempo, no te apures —dijo Goibniu—. Os bastará que salgáis
cuando el Sol comience a declinar, pocos instantes después de llegar a su morada más
alta. Pero no vamos a dejaros ir solos, porque esta tierra está mucho más llena de
peligros que cualquier otro país celta del que hayáis oído hablar. Aunque parecen
celtas en su naturaleza y tiene casi nuestro mismo origen, los invasores sajones
demuestran odiarnos tanto como, antaño, los romanos. Están arrasando todos los
clanes que encuentran desprevenidos y por eso hemos tenido que organizar defensas
sutiles, fundirnos con el paisaje y convertirnos en comediantes simuladores. Y no
creáis que eso es lo peor. Hay clanes que han adoptado a los dioses cristianos y hasta
construyen templos de piedra en su honor, aunque mantengan secretamente nuestras
costumbres ancestrales. Éstos son los peores enemigos de los celtas verdaderos,
porque no hay peores fanáticos que los conversos, como sin duda sabéis. Desde que
llegaron los sajones, Anglia vive edades oscuras, porque antes los celtas éramos
respetados o, por lo menos, tolerados por los demás pueblos de estas islas, mas a
partir de la invasión sajona, hace ya cinco siglos, no han parado de acosarnos y
empujarnos más y más al secreto y la ocultación. Ya nadie puede estar seguro de

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nada, ni cuando ves a gente que empuña la cruz ni cuando ves venerar los símbolos
celtas. La traición y la mentira nos envuelven en un laberinto que no tiene salida.
—¡Qué diferente del tiempo de Caracatus —exclamó Fomoré— y cuánta
semejanza, sin embargo!
Todos giraron la cabeza hacia él. Divea y los demás compañeros del grupo con
perplejidad, porque no conocían ese nombre; los naturales de Boca Oscura, con
expresión que denotaba sorpresa y júbilo. Y hasta cierta incredulidad agradecida
porque un extranjero conociera esa parte tan venerable de su historia.
—¿Qué sabes tú de Caracatus? —preguntó Goibniu, maravillado.
—Es como nuestro Viriato —respondió Fomoré, mirando a Divea y Conall—, y
también parecido al héroe de los galos, Vercingetorix.
—Así es —afirmó Goibniu—. Son personajes celtas reales, no mitológicos;
hombres de carne y hueso que han vivido entre nosotros y que nadie se ha inventado,
y sin embargo sus historias son casi calcadas las unas de las otras, como si los dioses
los hubieran señalado para convertirlos en ejemplos.
—Yo creo que ello se debe al patrón de conducta del Imperio Romano —opinó
Fomoré, en torno a cuya cabeza brillaba en ese momento un halo inconcreto que no
era luz, sino fuerza—. Cuando el imperio no lograba vencer en las guerras, urdía
intrigas perversas para que sus enemigos se destruyeran a sí mismos mediante la
traición y el engaño. «Divide y vencerás», decían. Un truco que los peores poderes
imperialistas han aplicado con perfidia desde entonces.
El druida Goibniu miró a Fomoré con una expresión mezcla de curiosidad y
pasmo.
—¿Quién eres tú? —le preguntó.
Fomoré agachó la cabeza. Salvo Divea, los compañeros del grupo lo observaron
con expectación. Conall recordó con desasosiego la escena que había sorprendido de
noche en aquel riachuelo de la Armórica, cuando lanzó flores al agua tras un rito
demasiado elaborado para habérselo inventado. ¿Qué ocultaría ese hombre que,
atrayendo miradas tan apreciativas de las mujeres, se comportaba como un asceta?
Siempre retraído, siempre serio; colaborador y amable con sus compañeros pero
celoso de su privacidad y nada locuaz a la hora de hablar de sí mismo. El aprendiz de
bardo se reprochó estar postergando demasiado la realización del proyecto, para el
que resultaba indispensable ir librándose de testigos incómodos como ese hombre tan
extraño, antes de poder suplantar a Divea con éxito.
Con un propósito muy evidente de hacer olvidar la interrogación del druida, la
futura druidesa preguntó:
—¿Son realmente tan semejantes las historias de esos tres héroes?
—Yo no conozco todos los detalles referidos a Viriato y Vercingetorix —
respondió Goibniu.
—Yo sí —afirmó Fomoré con la voz quebrada por algo que taponaba su garganta
—. Había un bardo en mi clan que se preciaba de conocer a la perfección las

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biografías de los cincuenta héroes de Celtia. ¡Cuántas noches he soñado con nombres
como Cuchulain, Artus, Perceval o Vercingetorix! El drama de Caracatus posee los
mismos elementos, en general, de los de Vercingetorix y Viriato, a excepción de su
modo de morir. También él hizo rabiar a las huestes romanas atacándolas con sus
hombres como las moscas al frente de clanes como los ordovices y los silures, con
tácticas de guerrilla que volvían locos a los cónsules imperiales. Y también, como
hicieron con nuestro Viriato y con el héroe galo, corrompieron los romanos a sus
aliados para que lo traicionasen. Como Vercingetorix, Caracatus fue llevado a Roma,
donde trataron de humillarlo y arrastrarlo por la desdicha, pero no lo mataron, como
reconocimiento de su gallardía imbatible. Caracatus sobrevivió muchos años
viviendo como un romano en los aledaños de la capital. Pero esto no deshonra su
memoria, en mi opinión, porque él nunca abjuró de su condición ni de su gente.
La expresión de Goibniu era de gran complacencia.
—¿Quién eres tú, Fomoré? —volvió a preguntar.
—Soy quien no quiero ser —respondió Fomoré sin resolver el enigma.
Divea acudió en su auxilio:
—¿No deberíamos partir?
—Voy a dar las órdenes —respondió Goibniu—. Voy a organizaros una guardia
que podrá ser tomada por sajona, porque hemos de protegeros de las desdichas que
los sajones siembran por doquier. No sería capaz de describir en todo su horror las
hecatombes que provocan en el centro y el norte de Anglia, pero sí puedo proteger a
una druidesa que estoy convencido de que ha de maravillar al mundo. Dices, Divea,
que una vez que cumplas el rito del solsticio te propones buscar a Morgana, ¿no es
así?
—Es lo que Partholon me ordenó.
—Pues te regalaré tres consejos, aunque estoy convencido de que si llegaras a
encontrarla, Morgana jamás compartirá contigo su saber. Pero dudo que puedas llegar
a ella, porque tratarán de matarte las cohortes de bestias y los hombres sin rostro que
protegen su reino subterráneo. Mas si a pesar de todo lograses llegar a estar en su
presencia, estoy convencido de que te odiará por tu belleza sobrenatural, por tu saber
sorprendente y por tu exquisita prudencia. Ante Morgana, deberías parecer fea,
iletrada y boba. Mis tres consejos son estos: Acopia todo el saber que consigas en lo
que te resta de viaje, porque el saber es poder. Desarrolla tu capacidad de ser osada
calculando, al mismo tiempo, el límite donde el riesgo se convierte en mortal. Haz
que ni tu boca ni tus ojos, ni tus manos, desvelen los secretos que ningún druida debe
compartir.
—Gracias —murmuró Divea con la cabeza inclinada ante el druida.
—Ya está preparada la guardia que te protegerá y te conducirá al gran nementone
de piedra. Recibe esta joya como recuerdo y homenaje, pues en ella invoco el poder
de todos los dioses para tu protección.
Goibniu depositó en las manos de Divea un hermoso torques de plata maciza,

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cuyo cuerpo había sido trabajado primorosamente con grabados. La abertura estaba
rematada por dos cabezas de lobo enfrentadas. Era el objeto más valioso que jamás
había poseído. Forzando su elasticidad para que se abriese un poco más, se lo puso en
el cuello con un vago sentimiento de incredulidad por que algo tan bello pudiera
pertenecerle para siempre. Goibniu sonrió y dijo:
—Ruego a la madre Dana que guíe tus pasos y te permita culminar con éxito la
aventura y el viaje.
Tardaron poco en volver a salir a un paisaje ondulado de prados verdes y los seis
suspiraron con alivio. Todos inspiraron profundamente, con la sensación de que se
libraban de un aire lleno de miasmas letales.

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62

LLEGARON SIN tropiezos ante el gran nementone de piedra. Les decepcionó el


paisaje, que aunque verde, era como un páramo para la percepción de un celta, pues
no había ni un solo árbol a la vista. En cambio, la visión del monumento de piedra los
dejó a todos boquiabiertos. Atónitos, dieron en silencio varias vueltas alrededor para
convencerse de que los monolitos grises de piedra arenisca eran verdaderos y no una
invención de sus mentes hechizadas por el sortilegio de un mago que pretendiera
confundirles, tan inmensos e impresionantes eran. Todos llegaron al convencimiento
de era imposible que cuanto veían fuese obra de seres humanos.
Más grande que cualquier nementone de los que conocían, el conjunto se alzaba
en una suave elevación dominando la extensa llanura circundante. El monumento
mismo, con apariencia de templo, estaba constituido por grandes monolitos
desbastados, ordenados en un círculo de portales iguales a excepción del que
apuntaba al nordeste, que era bastante más ancho. Alrededor, habían excavado una
zanja y alzado un terraplén. En torno a esa zanja, y formando un anillo mayor, había
cincuenta hoyos, todos ellos también redondos.
Cuando traspusieron los tres círculos, encontraron dentro del formado por los
monolitos otro círculo de piedras mucho más pequeñas y una construcción interior
con forma de herradura. Los monolitos grandes estaban coronados en su mayoría por
piedras muy bien cortadas y regulares, sumando un total de treinta, que formaban
dinteles unos al lado de los otros. Algunos de ellos habían caído al suelo, daba la
impresión de que por obra de asaltantes y no por cataclismos. Todo era tan colosal y
armónico, que los seis visitantes fueron incapaces de imaginar el significado del
monumento ni quién podía haberlo ideado y erigido, como no fueran los propios
dioses.
Las piedras del círculo interior eran color azul, y menos pulidas que las grandes.
Parecía un añadido efectuado por constructores diferentes y, desde luego, más torpes,
porque ninguna había sido desbastada ni pulimentada.
Comenzaba a caer la noche, y las brumas crecientes añadían misterio al arcano
inexplicable que suponía el nementone para todos ellos, inclusive para los celtas de
Boca Oscura, que no lo veían por primera vez pero se mostraban igual de reverentes.

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A los seis miembros del grupo, sobre todo Conall y Divea, les hacía enmudecer.
—Esto no lo han hecho los hombres —afirmó Dagda.
—Pero es un nementone celta, sin ninguna duda —opinó Nuadú.
—Tendríamos que poseer mejor información del pasado y mayores
conocimientos de los que tenemos —aseguró Brigit—, para determinar qué fue
primero. Realmente, esta maravilla es un nementone, pero sería muy interesante
averiguar si los celtas no habremos construido nuestros lugares de culto en imitación
de éste.
—Pudiera ser —dijo suavemente Fomoré—. Porque ninguna de nuestras
tradiciones habla de los constructores de este sitio; todas afirman con rotundidad que
es un regalo que nos hicieron los propios dioses, antes de echarnos a andar a los
humanos por el mundo. Entre los demás pueblos, hay quien afirma que lo hicieron
unos hombres llegados del centro del océano, procedentes de un reino que la mar se
tragó, hombres muy sabios y capaces de dominar fuerzas que los actuales hemos
olvidado, pero yo me niego a creerlo. Ved esas piedras que, por su tamaño, ningún ser
humano ha podido traer aquí ni levantar en pie, y fijaos en los números que suman y
su significación. Hay cincuenta hoyos en el perímetro exterior y había originalmente
treinta dinteles en el círculo principal. Si partimos cada luna en sus cuartos: creciente,
llena, menguante y nueva, encontraremos que hay cincuenta cuartos lunares en un
año. De igual modo, son cincuenta los héroes que las tradiciones nos han legado a los
celtas y treinta son los días que dura una luna. Si multiplicamos cincuenta por nuestro
número sagrado, el siete, nos topamos con la cifra mágica del tránsito anual del Sol.
Lo que es, es. Nadie puede dudar de que lo que vemos no es otra cosa que un regalo
de los dioses.
Todos escuchaban a Fomoré con sobrecogimiento.
—Están encendiendo hogueras —murmuró Divea como si despertase de un sueño
— que podrían ser avistadas desde muy lejos. ¿No será arriesgado?
Efectivamente, los hombres de Boca Oscura que les servían de escolta habían
apilado hojarasca y leña menuda en los cincuenta hoyos y estaban prendiéndoles
fuego.
—Confiemos en ellos —sugirió Fomoré—. Ésta es su tierra y supongo que deben
de saber lo que se hacen y a qué se exponen.
—No hay peligro —afirmó Brigit tras un momento de concentración—. Por
alguna razón que no logro adivinar, sé que estos fuegos no pueden ser vistos por
nadie que se encuentre a más de cien pasos de distancia.
—Será por la configuración del terreno y la forma de ese terraplén —indicó
Divea—. Todo parece tener aquí significados desconocidos y efectos sorprendentes.
Ahora, hemos de descansar, para despertar antes de que el sol lo haga.
Acurrucados los unos contra los otros para soportar mejor el relente, intentaron
dormir pero no lo consiguieron. Sabían que les sería dado contemplar un prodigio al
amanecer y la espera de un acontecimiento tan especial les quitó el sueño. No así a

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los guerreros de la escolta, que dormían casi todos profundamente al lado de los
rescoldos de los fuegos que habían encendido, a excepción de tres que permanecían
de guardia.
Despiertos, aunque sin sentir cansancio ni molestias, los seis permanecían en
silencio, y sólo Conall tenía ganas de hacer preguntas, que callaba porque presentía
que su curiosidad podía desvelar no sólo unas inquietudes que no debía exteriorizar,
sino, también, la sacrílega esencia misma de lo que bullía en su espíritu desde el
comienzo del viaje. Una de las frases pronunciadas por Fomoré esa tarde se le había
enquistado en el pensamiento: «soy quien no quiero ser». Un enigma, sin duda, pero
del que Divea parecía conocer la solución, porque había notado la presteza con que
desviaba la conversación a fin de que nadie, y sobre todo Goibniu, continuase con esa
clase de preguntas. ¿Qué ocultaba Fomoré y qué sabía de ello Divea? Preguntárselo a
sí mismo le producía un malestar casi físico. Volvió a su mente la idea perturbadora
que le rondaba hacía varios días: si todas las mujeres se deslumbraban con los
innegables atractivos físicos de Fomoré, ¿qué podía estar frenándolo de actuar como
lo haría cualquier hombre?
Todos tenían grandes cúmulos de preguntas, dudas y expectativas en sus ánimos,
por lo que hablaron muy poco a lo largo de la noche y ni aún así consiguieron dormir,
y por ello notaron que iba a comenzar la opalescencia del alba.
—Amanecerá dentro de poco —avisó Brigit.
—Preparemos la ceremonia —dispuso Divea.
Los seis se pusieron de pie. Tomaron las vestiduras blancas del hato transportado
en la carreta y se despojaron de las túnicas pardas sin recatarse los unos de los otros,
porque no disponían de tiempo y, sobre todo, porque ya no sentían pudor entre sí.
Plateada de través por la sobrenatural luz del alba, Divea admiró la desnudez perfecta
de Fomoré con un sentimiento de confusión, convencida de que no podía haber
existido jamás un cuerpo más hermoso de varón y preguntándose por qué sus ojos
continuaban recreándose cuando la razón le exigía apartarlos de él. Conall admiró la
sensual desnudez de Brigit, mientras se preguntaba qué estaba ocurriendo en su
vientre y su pecho para que la voluptuosidad de ese cuerpo le turbase tanto, al
contrario de la etérea desnudez adolescente de Divea, que sólo le hacía pensar en una
ondina favorecida por la diosa. Naudú y Dagda contemplaron con mucha nostalgia, y
al unísono, la desnudez de Conall, un cuerpo fuerte, de hombros anchos, brazos
llenos de relieves y con el talle muy esbelto, y la sombra del incipiente vello dorado
por todo el pecho, los brazos y las piernas, vello que habría de ser muy abundante en
el futuro. Por su parte, Fomoré permaneció con los ojos cerrados, los párpados
apretados y la cabeza hundida sobre su pecho el tiempo que le tomó quitarse el sayo y
ponerse la túnica blanca. A todos les dio la impresión de que recitaba una plegaria,
aunque sus labios no se movían.
En la gris espesura del bosque de Boca Oscura no abundaba el color y se habían
visto obligados a elaborar las coronas con bastas flores de centaura sin acabar de

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abrirse; los racimos contenían capullos en su mayor parte, pues todo renacía en
Anglia más tarde que en la Armórica y mucho más que en Hispania, y hasta el
muérdago de robles parecía más pardusco. Divea recordaba que en las cercanías del
castro de Santa Tecla las centauras coloreaban el campo bastante más pronto, al
menos una luna antes del solsticio de verano.
Se vistieron deprisa, urgidos no sólo porque Brigit se mostraba muy impaciente,
sino, sobre todo, por la rapidez con que se acercaba el amanecer. Formaron con las
manos entrelazadas un círculo en el centro del nementone, Conall y Fomoré frente a
frente, Divea a la derecha de Fomoré y junto a Brigit, y las dos sacerdotisas astures a
la derecha de Conall, que entonó una hermosa canción de saludo al Sol que le había
enseñado Goiniu, el druida de Brocelandia; al principio cantó con inseguridad, pero
poco a poco su voz fue dominando los tonos y las desafinaciones dieron paso a una
armonía de la que él fue el primero en asombrarse.
Emocionados con intensidad inesperada, comenzaron a balancearse a un lado y
otro al compás de la música de Conall, levemente, sin soltarse las manos, mientras
Divea sumaba su voz a la del aprendiz de bardo para invocar la protección y la
iluminación de la madre Dana. Los seis sentían que nada era igual que en cualquier
otro de los nementones donde habían celebrado ritos. Ahora, notaban en la frente el
soplo de algún dios desconocido a quien no lograban poner nombre; sus pies
descalzos recibían del suelo descargas estimuladoras, como ondas de un agua
invisible que los acariciaran. Los seis ingresaron en un estado que ninguno había
experimentado antes ni siquiera celebrando el mismo rito del círculo divino. Las
manos se comunicaban entre sí calor y afecto sin mediar la voluntad de ninguno, y
por ello sintieron los seis, sin exclusión, que su futuro no podría desligarse jamás de
los otros cinco.
Cuando creían que levitaban en el aire, Conall entonó, ahora con seguridad
mucho mayor, un poema sencillo, el último que le había enseñado el bardo armórico:

“Entre la Tierra y el cielo


el Sol es el único nudo”.

—Ya llega —alertó Divea, interrumpiendo a Conall, y fue como si su aviso


despabilara a los demás, que se sobresaltaron igual que al despertar abruptamente de
un sueño.
En lo que pareció la concesión de una licencia, la futura druidesa señaló con la
mano a Fomoré, que murmuró:
—Tenemos que permanecer muy juntos, lo más en el centro del nementone que
podamos, tratando de no pensar más que en la bondad de los dioses. Hay que mirar
hacia aquella piedra.
Señalaba uno de los monolitos grises, que tenía en su cúspide una forma
particular. Con la mirada fija en ese punto, permanecieron sólo unos instantes mudos,
inmóviles y sin apenas pestañear. La claridad fue aumentando y, de repente, apareció

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una pequeña franja luminosa posada encima de la piedra; esa franja creció poco a
poco hasta que tuvieron que apartar la vista para que no les hiriese el fulgor. Con una
precisión que no podía ser casual, el Sol había surgido exactamente por el punto en
que esa piedra y el horizonte se alineaban del todo para sus ojos.
—¡Cuánta ciencia poseían! —murmuró Divea.
Las tres mujeres asintieron. Fomoré apretó los párpados como si quisiera ocultar
sus sentimientos. Por su parte, Conall se preguntó cómo iba a acercarse al
cumplimiento de su ambición, con las novedades que sentía operarse en su interior.
Divea buscaba en cuanto había aprendido hasta ese momento una explicación para lo
que acababa de experimentar; llevaba toda la vida negándose a reconocer que ningún
dios ni, mucho menos, la madre Dana, hubiera posado un dedo en su frente, y ahora,
en los fugaces momentos transcurridos desde que apareciera la franja de luz hasta que
se convirtió en cegadora, estaba convencida de haber visitado por un instante la
morada de los dioses. ¿Sería un mal presagio? Buscó la respuesta en los ojos de
Brigit, pero ésta los mantenía fuertemente cerrados mientras componía una expresión
inextricable.

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63

POR ENÉSIMA vez, Fergus acechó con gran concentración el punto por donde se
habían marchado los seis dos días y medio antes. La preocupación le acogotaba. A la
izquierda de la playa, acababa de ver asomarse sobre un acantilado a dos jinetes
cubiertos casi por completo de metal reluciente. Primero, le maravilló y le llenó de
incredulidad que los caballos pudieran soportar tanto peso. Después, llegó a la
conclusión de que esa abundancia de metal tendría que servir para defenderse; pero a
diferencia de las protecciones que había visto en Bizancio, que sólo guardaban la
cabeza y el pecho, a los dos jinetes les cubrían de arriba abajo, incluido el rostro.
¿Qué iba a hacer? El menor desplazamiento del dromon para distanciarse de ese
punto haría que Divea y los demás no fueran capaces de localizarlo. Por otro lado,
estando completamente solo no se creía capaz de conseguir que navegase. Convenía
intentar descubrir si eran sólo dos o había más. ¿No representaría un riesgo
demasiado grande abandonar el dromon durante el tiempo que durase la exploración?
Tendría que hacerlo, porque no se le ocurría otro modo de intentar asegurar la
supervivencia del navío y el encuentro con los seis. Por si estaban observándolo, se
echó al agua en un punto de la borda donde no sería visto desde tierra. Nadó entre dos
aguas, sin emerger, hasta confirmar que podía hacerlo tras un peñasco que le ocultaría
para quien mirase desde lo alto del acantilado. Agarrado a la roca, aguardó un buen
rato por si observaba algún cambio y viendo que nada nuevo sucedía, examinó la
pared de piedra en busca de resquicios por los que subir. Él no poseía la increíble
combinación de agilidad y fuerza que Fomoré había exhibido cuando llegaron a la
Armórica.
Encontró una trocha que ascendía las rocas verticales de modo vertiginoso, en
zigzag, gracias a la cual llegar a la cima no le resultó tan difícil como esperaba. A
punto de coronarla, se encaramó con cuidado a la meseta por si le sorprendían, pero
vio pronto que no había nadie cerca. Ya de pie, descubrió a cierta distancia a los dos
jinetes de metal, que se alejaban en sus caballos.
Volvió al dromon algo más tranquilo, pero sin abandonar el alerta. Los dos
extraños jinetes de acero se habían marchado, pero podían estar corriendo en esos
momentos en busca de más guerreros que les ayudasen a conquistar el navío. Había

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visto ya demasiadas veces la ambición de cuantos lo miraban por vez primera, pues
nadie que comparase un dromon con las embarcaciones de otros países podía hacer
otra cosa que desear apoderarse de él.
Entretanto, Divea y sus compañeros se acercaban a la costa con prisas, tratando
de abordar el dromon antes del anochecer. Habían culminado con éxito la visita al
gran nementone de piedra, una experiencia que les había transformado a partir de la
prodigiosa amanecida del solsticio sobre el monolito gris. Durante el día casi
completo que había transcurrido desde aquel instante mágico, Nuadú no dejaba de
preguntarse si iba a ser sacerdotisa para siempre, porque acababa de comprender que
existía más vida y había escuchado la voz de la diosa aconsejándole amar. Dagda
cavilaba sobre lo maravillosamente placentero que sería servir a un druida como
Goibniu. Aunque muy levemente, Fomoré sonreía de vez en cuando sin que hubiera a
la vista un motivo, gestos tan desusados en él que habrían causado el pasmo de los
demás si no permanecieran tan absortos en sus propias perplejidades. Brigit había
hecho una promesa a la diosa, y desde que abandonara el nementone meditaba sobre
su capacidad de cumplirla, porque no dependía de su voluntad. Aunque hubiera
conseguido cantar con musicalidad aceptable, esa madrugada Conall había sentido
revolverse todas sus convicciones al tiempo que se desmontaban la mayoría de sus
certezas y por ello se encontraba al borde de la desesperación. Divea había dejado
enterradas en el centro del extraordinario círculo de piedra hasta la más leve de sus
inseguridades. A partir de ese día, no volvería a dudar jamás, ya definitivamente.
—¿Veis aquello? —Conall señaló un punto de la pardusca campiña, cerca del
horizonte de ondulaciones verdegrises.
—¿A qué te refieres? —preguntó Divea.
—Creo que es un pequeño ejército —respondió el aprendiz de bardo—, y parece
que vienen con demasiadas prisas para este momento del día, la atardecida, tan poco
propicia para emprender una guerra.
En silencio, Fomoré se alzó sobre los estribos de la montura y, haciendo visera
con la palma de la mano contra el Sol del atardecer, forzó la mirada.
—Démonos prisa —urgió mientras ponía el caballo al trote.
Conall aceptó que tenía razón y era eso lo que había que hacer; azuzó a los
caballos con unos leves latigazos que Divea no le recriminó. Al verlos bajar una
ladera en fila, la futura druidesa había notado con claridad que se trataba de un grupo
numeroso de guerreros, tal vez treinta, que cabalgaban sin duda hacia el punto donde
les esperaban Fergus y el dromon. Sobrecogido, Conall preguntó a Fomoré:
—¿Llegaremos antes que ellos?
—Tenemos que correr todo lo que podamos. No se ve en ninguna parte un
objetivo para las prisas de esos hombres, como no sea que saben que el dromon está
allí y quieren apoderarse de él. ¿Qué crees que pasará, Brigit?
No hubo respuesta, y en ese momento descubrieron que la sibila de cuerpo
voluptuoso había puesto el caballo a galope en dirección al punto donde Fergus

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aguardaba. Giraba sin parar la cabeza a un lado y otro, como si buscase algo.
—Esos hombres deben de venir del reino de Danelaw —comentó Fomoré—,
donde dicen que viven los celtas renegados más feroces del orbe, hasta el punto de
que la ciudad es un mercado de mercenarios que se venden hasta a los reyes más
crueles.
—Deberíamos correr más —dijo Conall a Divea—. ¿No convendría abandonar la
carreta y desenganchar los caballos para que tú y yo cabalguemos?
Divea miró severamente a su compañero de pescante.
—¡Parece mentira, Conall! A estas alturas del viaje, y con tu preparación de bardo
tan avanzada, deberías saber ya que las vestimentas y los objetos que transportamos
son indispensables para terminar con éxito lo que hemos de hacer con este viaje. No
podemos abandonar el carro, Conall. Olvídalo.
—La alternativa es que nos cacen esos hombres terribles. Míralos. Relucen como
si fueran de acero.
—No, Conall. La alternativa es llegar al dromon cuanto antes podamos y estoy
segura de que vamos a poder. Arrea los caballos.
La orden sonó como el levantamiento de una veda. Sin decírselo, Conall entendió
que Divea le autorizaba a azotar a los animales, en un trance en el que los seres
humanos que transportaban podían morir si no corrían lo suficiente.

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64

LA IMPACIENCIA empujó a Fergus a escalar de nuevo el acantilado. El Sol


estaba muy cerca de su morada nocturna y pronto sería demasiado tarde; los seis no
conseguirían encontrar a oscuras el lugar donde esperaba el dromon, lo que
postergaría el encuentro hasta el siguiente día. El retraso sería extremadamente
peligroso, dado que, al menos, los dos hombres de acero conocían ya el escondite y la
permanencia una noche más en el mismo amarre les proporcionaría tiempo de avisar
a sus compañeros de armas. Sin duda, la noticia de la presencia de una embarcación
tan prodigiosa tenía que extenderse con rapidez por la comarca y si no eran los
propios guerreros sin rostro los que volvieran a apropiárselo, sobrarían quienes
trataran de hacerlo.
Cuando coronó por segunda vez esa tarde la cima del acantilado, descubrió en
seguida la magnitud de lo que se avecinaba. Desde el noroeste, llegaba en su
dirección un grupo de guerreros iguales a los dos primeros. Cabalgaban recortados
contra el Sol que rociaba su escarlata de la despedida, haciendo que parecieran
relucientes y pavorosos. Fergus lamentó que el cumplimiento de su pálpito se hubiera
acelerado de manera tan dramática, porque por la derecha, procedentes de un punto
situado más al este, Brigit y los cinco corrían tratando de adelantarse a los guerreros
de acero. Aún desde tan lejos, resultaba evidente que ambos grupos se habían
descubierto entre sí y pugnaban por ser los primeros en llegar. Brigit, Divea y los
otros cuatro estaban más cerca, pero no lo suficiente como para tener tiempo de
instalar la rampa ni de embarcar los caballos y el carro ni, sobre todo, para echar a
navegar el dromon.
De tanto recitar plegarias, Dagda y Naudú se habían quedado ya sin dioses a los
que encomendarse. Brigit se estrujaba la mente para comprender la lógica de la visión
que había tenido de sí misma, encaramada en una roca envuelta por el fuego. Fomoré
revivía un espanto del pasado a través del llanto incontenible. Conall tenía que
reprimir con todas sus fuerzas el impulso de mandar dar media vuelta a los caballos,
porque sospechaba que Divea le empujaría fuera del pescante para evitarlo y, acaso,
Fomoré podía atravesarlo con el machete del que no se separaba jamás. Divea
apretaba los párpados, a ver si los dioses le permitían ver la senda de la salvación tal

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como se la mostraron la noche que debía guiar a Galaaz y a Lugaro a través del
bosque; pero no ocurría y el único camino que había delante de la carreta conducía a
la muerte entre saltos y rebotes de la carreta sobre las piedras sueltas y las rodadas de
otros carromatos. Los siniestros jinetes de acero iban a caer sobre el grupo antes de la
llegada al dromon.
Fergus pensó que estaba obligado a hacer algo que les proporcionara ventaja,
aunque no se le ocurría qué, dado que todo el paisaje a la vista no era más que
ondulaciones de un mustio color verde, sin apenas árboles. ¡Qué indispensable era el
bosque para los celtas! Toda su vida estaba condicionada por la espesura; sin un techo
de copas arbóreas era como estar desnudo frente a la tempestad. Los enemigos
conocían su dependencia del bosque y por eso lo incendiaban cada vez con mayor
frecuencia. Tenía que forzar la mente y correr, porque no había tiempo para dudar.
Comenzó a bajar el acantilado pero, a media altura, la prisa le obligó a saltar al agua.
Sin tiempo apenas, no rodeó el casco del dromon en busca de la escala de cuerda; se
lanzó furiosamente contra el maderamen de babor y trepó ahogado por los estertores.
Por suerte, las armas más numerosas en el navío en el momento que se apoderó de él
eran las ballestas; aunque tan precisas y bien elaboradas como la máquina del fuego
griego, no iban a servirle de mucho frente a hombres revestidos completamente de
acero reluciente, pero no disponía de nada más.
Tras ajustarse el tahalí, se encajó en el hombro un carcaj que atiborró de flechas y
corrió con la ballesta en la mano, y saltó por la proa, donde sólo tuvo que recorrer
pocos pasos en el rebalaje para alcanzar la playa. Volvió a subir el acantilado, y su
corazón, aunque acelerado por el esfuerzo, estuvo a punto de paralizarse. A despecho
de la impedimenta que debían de representar las armaduras, tan aparatosas que
parecían capaces de aplastar a sus monturas, los hombres de acero habían ganado
terreno. Brigit y los demás seguían estando un poco más cerca, pero su ventaja no
podía bastarles.
Los seis compañeros habían llegado al mismo cálculo, y por ello presentaban
deprisa cuentas a los dioses de su preferencia mientras suplicaban compasión a Inger
y Gundestrun. Divea no paraba de tocar el frasquito colgado de su cuello, regalo de
Galaaz.
Fergus echó a correr por la meseta que descendía suavemente hacia el valle. De
cerca, el terreno no era realmente tan llano como aparentaba visto desde la cima del
acantilado. Abundaban las trochas bordeadas de matorral, pequeños macizos de
arbustos, peñascos descubiertos por la erosión de la lluvia y estrechos lechos de
arroyos encajonados, que fluían suavemente como si no tuvieran prisa por llegar al
mar. Le asombró que hubiera tantos tallos leñosos, aparentemente secos, cuando el
verano no había hecho más que comenzar. Había zarzas espinosas por todas partes,
alternadas con brezales y muchas enredaderas, pero con flores escasas. Al borde de
una trocha que le ofrecía buen abrigo, dio una última ojeada para asegurarse de que,
según la dirección de la cabalgada, los hombres de acero pasarían por ese punto.

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Cuando lo hubo confirmado, se agachó tras los matorrales que bordeaban la trocha
hasta suponer que no sólo resultaba invisible, sino también imposible de descubrir
para quien tratara de encontrar el origen de las flechas. Preparó la ballesta para un
primer disparo y se dispuso a esperar.
No quedaba lejos la senda por donde Brigit, junto con Divea y el grupo, se
aproximaban a la playa. Pasados unos instantes, le serenó un poco oír el relincho de
los caballos espoleados y la voz de Fomoré, que gritaba a pleno pulmón
«¡Cuchulainn!», supuso que con la pretensión de sentirse poderoso y hacer creer que
era tan invencible como el legendario héroe hibernés.
Fergus anticipó que iban a llegar a pie del dromon en seguida sin que los jinetes
de acero se les adelantaran, pero necesitarían tanto tiempo para todo lo que debían
hacer antes de zarpar, que los exterminarían. ¿Podría evitarlo? A fin de que al
alcanzar el navío no se alarmasen por su ausencia y, asimismo, para que ellos se
dispusieran a luchar, tenía que hacerles notar en seguida lo que estaba haciendo. En el
momento siguiente, tendría a tiro al primero de los guerreros. Pensó tan de prisa
como podía en tales circunstancias. Los hombres cubiertos de armadura sólo
presentaban dos puntos vulnerables, las rendijas del yelmo que les permitían ver y las
monturas. En movimiento, sería imposible atinar con una flecha en esas rendijas para
cegarlos; atacar a los caballos sería más fácil, pero una flecha sólo sería efectiva sin
conseguía acertar en la articulación de las manos delanteras. Alcanzado por una
flecha en cualquier otro lugar, un caballo podía seguir cabalgando mucho tiempo.
La primera que disparó pasó bajo el animal sin clavarse y se perdió entre la
hierba. Por suerte, los guerreros tenían la mirada demasiado fija en su objetivo como
para darse cuenta y, además, supuso Fergus que el ángulo de su visión a través de la
rendija del yelmo sería muy limitado. Tensó los resortes de la ballesta muy aprisa,
pero había dejado de tener a tiro al primer jinete. Al segundo caballo sí que le acertó
en el punto adecuado. Se derrumbó de golpe, lanzando al guerrero por encima de su
cabeza. Fue como si hubiera una trampa ante él y así les pareció a los guerreros que
lo seguían, que sofrenaron sus monturas instantáneamente, de modo que fueron
topando los unos con los otros y varios más cayeron a tierra.
En la confusión resultante, ninguno se percató de que se había tratado del disparo
de un venablo en la pata del animal. Por las trazas y por sus movimientos, parecieron
buscar el obstáculo invisible que le había hecho tropezar. Ahora, consideró Fergus
que no le convenía disparar de inmediato; debía esperar a que se pusieran en marcha,
lo que parecía que iba a demorar un poco, porque aunque trataban entre dos o tres de
aupar de nuevo a sus monturas a cada uno de los que habían caído, no resultaba la
tarea fácil.
Fergus recordó al guerrero que se había adelantado y pensó en el daño que podía
causar, aun solo. ¿Se atrevería Fomoré a plantarle cara? Anhelaba que sí, porque no
podría resistir una nueva pérdida tan dolorosa como sería la de quedarse sin Brigit.
Como si hubiera escuchado su pensamiento y quisiera hacerse notar airada, viva y

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vigorosa, Brigit gritó a los dos hombres del grupo:
—Apresuraos a subir al navío y disponer la carga para el viaje. Ese guerrero que
llega solo hacia nosotros será nuestra salvación.
Mientras hablaba, desmontó y, cogiendo un manojo de maleza leñosa, le prendió
fuego en el candil que siempre transportaban encendido en el carro. Con la antorcha
improvisada en la mano, les urgió a los cinco:
—¡Corred ahora, no os preocupéis por mí!
Se lanzó al encuentro del jinete mientras iba desparramando el fuego a su paso,
comunicándolo a la abundante maleza pardusca. Toda ella leñosa y en buena parte
seca, el fuego comenzó a avanzar en línea casi con la misma rapidez que Brigit
corría.
Cuando el jinete se detuvo, renuente el caballo por la proximidad de la barrera de
fuego, Brigit se apresuró alrededor de él extendiendo las llamas en un círculo del que
no podría escapar. En seguida, eligió el peñasco más grande que había a la vista, se
encaramó en lo alto y, erguida como una diosa, se puso a gesticular de modo
exageradamente teatral, y exuberantemente, en dirección al caballista prisionero de
las crecientes fogatas, mientras gritaba una retahíla de invocaciones muy sonoras
aunque inconexas.
Pronto vio que estaba ocurriendo lo que previera. Los guerreros escucharon los
gritos antes de ver las llamas y a su compañero en el centro. Sobrecogidos, todos
hicieron la señal de la cruz y juntaron las manos para suplicar protección. Vieron con
desolación que su camarada iba a morir si nadie le ayudaba a salir de la trampa que,
sin duda, era producto de un sortilegio; tan perfectamente trazado y repentino parecía
el círculo de fuego que no podía ser obra más que del mismísimo Belcebú. La bruja
maldita había conseguido su propósito y contra esa clase de poderes infernales no
había armadura que sirviera, por muy bueno que fuese el acero. Debían huir. Y lo
hicieron.
La escasa luz crepuscular restante les bastó a los siete para cargar y sacar el
dromon apresuradamente del abrigo.

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65

DESPUÉS DE fondear el dromon en un recoveco aún más discreto y seguro que el


de la Armórica, comenzaron de inmediato a buscar un camino que pudiera
conducirles al nebuloso reino de Morgana. Pero recibieron durante varias jornadas
docenas de respuestas evasivas, y con frecuencia hostiles, hasta que decidieron
cambiar el método gracias a una ocurrencia de Dagda, la discreta sacerdotisa astur.
—Me llamo Dagda porque mi madre amaba esta vieja leyenda celta: Un príncipe
se enamoró locamente de una muchacha que había visto sólo en sueños. Siguiendo
las pistas de lo soñado, deambuló mucho tiempo por distintos países hasta reconocer
los alrededores de un lago como el lugar donde su amada residía, pero encontró allí a
quinientas doncellas, aprisionadas por parejas con gruesas cadenas de oro. El príncipe
identificó en seguida a su adorada entre ellas, pero por mucho que intentó desligarla
de su compañera, no lo consiguió. Atormentado por el amor no consumado, el
príncipe suplicó ayuda a los reyes sin conseguir lo que tanto anhelaba, hasta que un
druida le aconsejó que pidiera su mano al dueño del lago, el rey Ethal. Éste reconoció
ser el propietario tanto del lago como de quienes allí vivían, pero no le concedió la
mano de la amada, que se llamaba Dagda, ni consintió librarla de su encadenamiento.
El príncipe penó noches y más noches intentando dormir para que el sueño se
repitiera y, al no lograrlo, se desvelaba hasta el amanecer. Sin poder soportarlo más,
declaró la guerra al rey Ethal y le venció. Tampoco entonces pudo éste entregarle a
Dagda; le informó de que ella y todo el lago eran presas de un sortilegio y la amada,
igual que sus compañeras, se convertía en cisne los años impares. Desesperado, el
príncipe corrió hacia el lago, pero llegó justo la noche de Halloween, cuando, por
comenzar el año, se producía el cambio, y por lo tanto no encontró a quinientas
doncellas sino quinientos cisnes. Desconsolado, el príncipe se arrodilló junto al agua
suplicando ayuda a los dioses, quienes se compadecieron e hicieron que él también se
convirtiese en cisne. Aun con la forma del ave, reconoció a Dagda y se puso su lado,
cosa que ella aceptó complacida. Se sentían tan felices el uno junto al otro, que
comenzaron a cantar y con ello se durmieron los demás cisnes, el lago y cuantos
vivían en sus contornos. Inclusive ellos mismos. Cuando despertaron, el sortilegio se
había desvanecido y el príncipe y Dagda estaban abrazados en la orilla con sus

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cuerpos verdaderos. Su amor había sido más poderoso que los hechizos y vivieron
desde entonces felices. Si, tal como aseguran, la druidesa Morgana posee tanto poder,
no seríamos nunca capaces de encontrar su reino ni el lago donde vive. Nos desviaría
con trucos y espejismos y nos confundiría a cada paso. Por ello, creo que no debemos
preguntar jamás por ella ni por su reino, porque muy pocos lo sabrán y quien lo sepa
nos mentirá por su influjo. Jamás pronunciemos el nombre de Morgana bajo ninguna
circunstancia. Preguntemos sólo por un lago donde podamos nadar como cisnes.
La propuesta resultaba descabellada para el sentido práctico de Fergus pero,
curiosamente, Fomoré se mostró de acuerdo. Naudú calló su opinión, pero no así
Brigit, que dijo:
—Ignoramos el camino que conduce a la druidesa eterna y nunca he visto un país
más tétrico que éste, en todos los sentidos. Hay tinieblas en el bosque, pero también
la gente parece envuelta en ellas y ni con todas mis fuerzas consigo ver más de lo que
cualquiera vería. Como si se sintieran apesadumbradas por algo que no pueden
soportar, estas personas no nos dan respuestas claras ni confían en nadie. Aunque
vestimos como si fuésemos cristianos, ya habéis visto el recelo con que todos nos
miran. Nunca nos van a dar una respuesta definitiva, y si, como afirma Dagda, están
sometidos al influjo de esa druidesa, jamás nos dirían la verdad aunque la conocieran.
Pero nosotros sabemos que Morgana reina en algún lugar cercano de estas tierras. Así
que ¿por qué no preguntar por cisnes? Aunque no los haya, por lo menos nos
informarán de dónde hay lagos. Si no a la primera ocasión, seguramente llegará un
momento en que encontremos un lago que sea verdaderamente el reino de Morgana.
—Eso haremos —dispuso Divea.
Con tal resolución, cruzaron distintos bosques sin resultado. Lagunas y ciénagas
había muchas, todas envueltas en la niebla y el miedo. Fracaso a fracaso, comenzó a
crecer entre los siete la impresión de que la espesura sin celtas era un lugar temible o,
al menos repelente. Eran consustanciales: los celtas no podían vivir sin bosques, pero
tampoco éstos eran acogedores ni alegres sin celtas. Cada jornada, el desaliento
ganaba espacio en su ánimo. Por turno, todos propusieron dar media vuelta y
abandonar el intento, y hasta la muy disciplinada y ferviente Divea sintió que
flaqueaba su determinación de obedecer los mandatos de los druidas que aceptaban
instruirla. Deseaba acatar la orden de Partholon, pero llegó un momento en que dudó
que pudiera visitar un lugar que parecía no existir.
Estaban a punto de abandonar la exploración cuando una campesina les habló de
un plácido lago donde los cisnes podían nadar, pero era imposible encontrarlo si no se
dominaban raras ciencias antiguas. Y aún poseyéndolas, el bosque se cerraría ante
ellos para impedirles el paso. Comprendieron que no podía ser otro que el reino de
Morgana y acordaron realizar un último intento.
Tal como la campesina les había anunciado, dieron con una espesura que,
existiendo, parecía no existir. Vislumbraban recortado en la niebla un hermoso árbol
y al instante siguiente ya no podían verlo. Era como si los robledales y hayedos

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retrocediesen conforme avanzaban hacia ellos y al final se disolviesen en la bruma
casi sólida. Pero poco a poco fueron comprendiendo que sus percepciones estaban
siendo afectadas por algo que no comprendían, aunque sabían con seguridad que ya
circulaban bajo la arboleda más lóbrega y misteriosa de sus vidas.
—Presiento que encontraremos en este bosque a muchos hombres sin rostro —
dijo Conall al oído de Divea, como si temiera alertar a un guardián celoso e iracundo
—. Galaaz nos previno en su contra, así que aún hemos de tropezarnos con ellos,
puesto que a los únicos sin rostro que nos hemos enfrentado hasta ahora bastó Brigit
para vencerles.
—No olvides que el aviso de Galaaz se ha cumplido, Conall —disintió Divea—.
También hemos visto ya a los cetrinos desmujerados, y ni siquiera tuvimos que
enfrentarnos a ellos. Así mismo, los dioses guerreros de Brocelandia no eran
enemigos que debiésemos temer excesivamente, salvo porque se llevaron a Alban
con ellos a una guerra cruel. Puede que todo lo que tuviéramos que temer de los
hombres sin rostro fuera aquella carrera tan angustiosa en busca del navío.
—De cualquier modo, nos falta enfrentarnos a las cruces sangrantes…
—Aún no nos toca ese encuentro —dijo suavemente Brigit, causando un
sobresalto a Conall y Divea, que viajaban en el pescante a cierta distancia de donde
cabalgaba la voluptuosa sibila—. Debemos temer mucho más lo que vamos a
encontrar en estos bosques tan fúnebres.
—¿Tienes idea…? —Divea no acabó la pregunta.
Daba la impresión de que la sibila intentaba que nadie más estuviera totalmente
seguro de su condición, y por ello la futura druidesa rozaba siempre ese aspecto de su
personalidad con discreción.
—Sí, Divea. Aún tendremos que superar esa clase de dificultades.
De improviso, un caballista cubierto de armadura se plantó ante ellos con
ademanes muy ampulosos, indicándoles que se detuvieran. Lo alarmante era que
llevaba la pesada espada desnuda blandiéndola en la mano derecha alzada.

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66

UNA VEZ QUE los siete se detuvieron, el extraño hombre sin rostro se quedó tan
inmóvil, que parecía una estatua. No conseguían ni siquiera entrever el brillo de sus
ojos por la rendija del yelmo.
—¿Crees que es el adelantado de un ejército? —preguntó Conall a Divea muy
suavemente, sin apenas mover los labios. El tono revelaba su pánico.
—No sé si será un ejército —respondió Divea—, pero probablemente habrá más.
Tal vez sean los guardianes del bosque, y la postura de ese guerrero, con la mano
alzada y tan inmóvil a pesar del peso de la espada, temo que pudiera indicar que no es
de verdad un hombre.
—Sí lo es —aseguró Brigit entre dientes, con suavidad—. Pero no tiene espíritu.
—¿Qué significa eso? —Con los ojos clavados en la figura revestida de acero,
Conall trataba de no mover los labios.
—Que no es dueño de su voluntad —aclaró Divea—. Brigit tiene razón. Para ser
capaz de mantener esa postura tanto tiempo, por fuerza tiene que encontrarse bajo los
efectos de un elixir muy poderoso. El segundo de los elixires excepcionales, cuyas
fórmulas sólo deben conocer los druidas y los que nos preparamos para serlo, tiene un
efecto muy parecido, pero no hasta esos extremos de inmovilidad. Creo que podría
ser uno de los que la leyenda asegura que es capaz de preparar Morgana y nadie más.
—Hablas con gran sabiduría, pero te equivocas.
La paradójica frase la había pronunciado un hombre joven muy hermoso, surgido,
a pie, de detrás del jinete inmóvil. Tenía unos veinticinco años; su pelo y su barba
poseían el color del oro y brillaban como si tuvieran fuego debajo. Vestía la túnica
blanca, su cabeza se tocaba con bellas flores a pesar de la escasez que apreciaban en
todo el país y su aire y ademanes eran propios de un druida.
—¿Quiénes sois y de dónde venís?
—Mi nombre es Divea, realizo mi viaje de iniciación druídica y vengo de la
Hispania, de un hermosísimo bosque no muy alejado del Camino al Fin de la Tierra.
Éste es Conall, que también viene del mismo país y se inicia como bardo. Los demás,
son compañeros que se nos han unido por afecto y deseos de saber. Ese jinete,
Fomoré es hispano como nosotros y es un hombre muy especial. La mujer que va a su

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lado es Brigit, una mujer extraordinariamente sabia a pesar de su juventud, llegada de
Polonia. El jinete de la derecha es Fergus, un refugiado gálata versado en marinería, a
quien los incendiarios de bosques arrebataron casa y familia. Sus dos compañeras,
Dagda y Naudú, son también hispanas y sacerdotisas del culto a la madre Dana.
—Yo soy Manam, el druida del bosque del Espejo. Éste es mi escudero.
Señalaba al jinete inmóvil.
—Seáis bienvenidos —añadió Manam—, pero os aconsejo que no os quedéis
aquí mucho tiempo.
A pesar de tener los ojos abiertos, Divea sintió algo parecido a cuando tuvo que
guiar a Galaaz y Lugaro a través del bosque con los ojos vendados. Era como si un
arcón cerrado se abriera sin abrirse, mostrándole un interior cuyo contenido eran
únicamente sensaciones y sentimientos. Sintió el picotazo de una aguja en la nuca y
sus manos comenzaron a sudar copiosamente. El hombre que decía ser druida no
mentía pero tampoco decía la verdad.
—¿Por qué no hemos de permanecer? —preguntó Divea.
—Porque en el bosque del Espejo nadie puede estar seguro de nada. Los peligros
acechan detrás de cada tronco de roble y no existe en todos sus árboles muérdago
suficiente para romper tantos maleficios. Lo mejor para vosotros es que no busquéis
más aquí.
—¿Qué es lo que no deberíamos buscar? —Divea se preguntaba si el hombre que
decía ser druida sería tan pelele de una voluntad ajena como el jinete de acero.
—Si os han dicho que aquí encontraréis a la druidesa eterna, os han mentido —
respondió Manam.
Todos cayeron en la cuenta de que ninguno había mencionado a Morgana. ¿Por
qué lo había adivinado? Como si respondiera a sus pensamientos igual que solía
hacer Brigit, Manam dijo:
—Es lo que buscan todos los forasteros que visitan este bosque. ¿Por qué ibais a
ser vosotros diferentes?
Una respuesta lógica que parecía ensayada, como si Manam hablase al dictado de
alguien. Brigit sentía oleadas de escalofríos, porque trataba de inspirar mentalmente a
Divea la idea de dar media vuelta y salir deprisa del bosque del Espejo. Pero no lo
conseguía. Sus facultades sólo funcionaban de manera espontánea, independientes de
su voluntad.
Manam continuó su discurso:
—Pero no la encontrarás aquí ni en ninguna otra parte, es completamente
imposible. Y si la encontrases por acaso, Morgana jamás compartiría su saber
contigo. De todas maneras, jamás llegarás a ella, porque si algún día dieras para tu
desgracia con el camino que conduce a su lago, no avanzarías ni un paso en su
dirección porque te matarían las cohortes de bestias a su servicio.
A cada palabra que pronunciaba, crecía la certeza de Divea de que estaban muy
cerca del lago de Morgana, pero trataba de que nada en su rostro revelase esa

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convicción. Recordó que, contrariamente a los demás bosques visitados, ninguno de
los siete había presentido la cercanía de un druida ni se había alzado ella en el
pescante a exhibir las pruebas de su condición. Había oído hablar de druidas
renegados que, habiendo entrado al servicio de intereses contrarios a los de los celtas,
mantenían los signos y la apariencia de su magisterio precisamente para confundir y
destruir a sus congéneres. Había realizado un largo y penoso viaje que ya no estaba
demasiado lejos de su culminación; no podía permitir que un druida apóstata
impidiese o malograse una etapa tan crucial. Puesto que Manam no había necesitado
los símbolos ni se los había exigido tras su truculenta aparición, debían de representar
algún peligro para él o para su impostura; por lo tanto, ella haría lo que todavía no
había hecho. Se alzó en el pescante y extrajo la piedra de Galaaz y el símbolo de
Partholon.
Fue como si cien ballesteros a sus espaldas apuntaran con sus flechas al pecho de
Manam. El hermoso druida desapareció instantáneamente tras un matorral.
—¡Era un impostor! —exclamó Conall.
—No lo es —afirmó Dana—. Es algo mucho peor que un impostor.
—Así es —corroboró Brigit—. ¿Es indispensable que trates de encontrar a
Morgana?
—Debo hacer todo lo que los druidas me ordenen. Partholon me dijo que debía
visitarla y lo vamos a hacer.
—¿Qué hacemos con ése? —preguntó Conall.
Señalaba al jinete de acero sin rostro, que continuaba igual de inmóvil. Antes de
que Divea tuviese tiempo de responder, Fomoré sacó el machete de la funda y se
lanzó hacia él. Esperaba una reacción defensiva u ofensiva, pero no lo que ocurrió.
De dentro del yelmo, y sonando como si emergiera de las profundidades de la
tierra, surgió un grito desgarrador. No terrorífico, sino aterrorizado.
—Hay dos hombres dentro de esa armadura —dijo Brigit—. El que nos cierra el
paso y el que desea fervientemente huir. Hace un momento, consideraba que
debíamos dar la vuelta, pero ahora creo que podemos seguir adelante.

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67

DADO QUE EL jinete paralizado obstaculizaba el camino, para poder continuar


tuvieron que retroceder un corto tramo y usar los tres hombres sus machetes, con los
que despejaron de maleza una senda nueva que vadeaba el lugar donde aún
permanecía estático el hombre de acero.
Pero observaron pronto un fenómeno difícil de creer, aunque todos habrían jurado
ante el más sabio y poderoso de los druidas del universo que mantenían el dominio de
sus facultades. Nada de ese Bosque del Espejo permanecía mucho tiempo en el
mismo lugar y el primer atisbo de ello lo tuvieron cuando consiguieron regresar al
camino principal por la trocha nueva; el jinete inmóvil había desaparecido. Los siete
estaban seguros de no haber oído ningún sonido semejante al de los cascos de un
caballo, de modo que tuvieron que volver atrás de nuevo para confirmar que el
camino era el mismo.
—Yo nunca he creído en encantamientos —dijo Fergus—, pero ¿qué otra
explicación puede tener lo que pasa aquí?
Después de una corta reflexión, dijo Divea:
—Las ciencias que me han transmitido los cuatro druidas que hasta ahora han
sido mis maestros, afirman que los encantamientos no existen y si existieran no sería
por inspiración de los dioses, sino de los espíritus oscuros. No es sabio quien en ellos
cree sin la más leve resistencia. Pero los cuatro me han enseñado también que hay
fuerzas que no conocemos y que ni siquiera podríamos comprender. Los zahoríes se
transmiten de padres a hijos intuiciones desde el origen del tiempo, pero ni siquiera
ellos explican por qué con un simple palito sujeto en la mano pueden descubrir
veneros de agua. En todas partes son conocidas rocas en cuyas cercanías ocurren
fenómenos extraños, y también ríos y manantiales. Tal podría ser la explicación de lo
que nos está ocurriendo, porque algo extraño nos ocurre, sin duda.
—Mientras permanezcamos aquí —murmuró Brigit— no deberíamos beber más
agua que la que llevamos en el carro. Y tampoco deberíamos comer nada de este
bosque.
—A mí hay una cosa que me ha llamado la atención desde que llegamos —afirmó
Dagda—; hay demasiado beleño por todas partes; tanto, que no parece natural.

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Las mujeres asintieron. Fergus, sin embargo, dio muestras de no comprender.
—Es esa planta de ahí —señaló Divea—, ¿ves? La de flores amarillas. Es verdad
que no parece natural que haya tantas, cuando no recuerdo haberlas visto en los
demás bosques de Anglia. Por otro lado, también he visto muchas plantas de
belladona. Y de ephedra, asimismo, que no sabía yo que la hubiera silvestres.
—Fíjate, Divea —indicó Brigit—, en que abunda la mandrágora y, más aún, el
estramonio. ¿Por qué se acumulan aquí tantas plantas con poderes extraños y, en
muchos casos, y según las dosis, con efectos tan peligrosos?
—¿Qué efectos? —insistió Fergus.
—Casi todas las que hemos mencionado —dijo Divea—, son plantas que pueden
ser venenosas o, al menos, capaces de producir alucinaciones.
—¿Entonces —preguntó Naudú—, será por esa razón por lo que no podemos
estar seguro de que cuanto vemos sea real?
Divea se lo preguntó a sí misma antes de responder. La acumulación en un único
bosque de tantas plantas que no en todos los casos eran propias de florestas, y todas
con cualidades muy especiales, podría ser producto de un plan. Se giró un poco hacia
Fomoré para preguntarle:
—¿Tantas de esas plantas, juntas, podrían causarnos efecto sin que tomemos sus
cocimientos ni las comamos?
Fomoré miró en derredor. Notó que había extrañeza en algunos ojos por el hecho
de que Divea le preguntase a él esa cuestión tan específica. Consideró que la futura
druidesa había sido algo imprudente. Pero no tenía más remedio que responder pues,
si callaba, aún inspiraría más preguntas.
—Nunca he oído que pueda ocurrir eso, Divea. Pero tampoco sabemos ninguno
de nosotros de otro bosque donde abunden tanto ni tan cerca las unas de las otras,
¿verdad? Así que no podemos afirmar rotundamente que sí ni que no.
Divea volvió a meditar unos instantes antes de decir:
—Sea lo que sea, es evidente que en este bosque no podemos confiar plenamente
en nuestros sentidos. Seguramente por eso lo llaman Bosque del Espejo, porque nadie
puede estar seguro de nada. Considero que no debo obligaros a correr los peligros que
seguramente encontraremos; tampoco tengo derecho a esperar que lo hagáis. Pero yo
debo continuar, porque es mi obligación presentarme ante Morgana y recibir sus
enseñanzas. Así que podéis volver atrás y salir del bosque.
—¿Dejándote aquí? —se exaltó Fomoré—. En lo que me concierne, ni lo pienses.
O sales con nosotros o permanezco contigo.
—Y yo —afirmó Fergus al tiempo que Brigit asentía.
Conall supuso que no podía más que proclamar:
—Yo también me quedo, por supuesto.
—Y nosotras —afirmaron Dagda y Nuadú al unísono.
Divea inspiró hondo. Se había emocionado, pero consideró que sería impúdico
demostrarlo. Tuvo que tragar saliva antes de decir:

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—En ese caso, es obligatorio que permanezcamos siempre muy juntos, sin el
menor resquicio ni distanciamiento. Por ninguna razón. Jamás nos separaremos,
jamás dejaremos a ninguno solo por ningún motivo. Por mucho que nos engañen los
sentidos influidos por estas plantas, no podrán engañarnos siempre a los siete ni en la
misma medida. Además, debemos seguir el consejo de Brigit y no beber ni comer
nada de este bosque.
Escuchándola, Conall hizo un esfuerzo por ver dentro de su pecho. El trío de sus
determinaciones continuaba allí, pero envuelto en una sustancia cuya naturaleza no
era capaz de identificar. Se preguntó si todo continuaba igual, y se respondió que sí:
tenía el reto de conseguir parecer sabio, la liberación de Alban ya se había producido
sin tener que hacer nada, y la hora de suplantar a Divea no había llegado todavía.
Pero esa sustancia desconocida que se había instalado en su pecho, desde el amanecer
en el gran nementone de piedra, le había producido cierta modorra anímica que tenía
la obligación de sacudirse. Ahora que todos eran víctimas de seducciones creadas por
la propia Naturaleza, tenía que ser más fiel a sí mismo y a sus ambiciones que nunca.
Debía permanecer muy atento a los espejismos, para ser capaz de evitarlos antes que
los demás y aprovecharse de su ventaja.

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68

ANTES DE ECHARSE a dormir, Divea pidió a Conall que colgase el disco grande
de piedra labrada, obsequio de Galaaz, mediante un cordel amarrado a la rama de un
haya donde germinaba un brote escuálido de muérdago. Luego, dispuso que todos se
acomodasen bajo el amparo de los símbolos del petroglifo, lo más pegados entre sí
que pudiesen, alternándose hombres y mujeres. El sueño llegó pronto y ni siquiera se
les ocurrió que uno debía permanecer de guardia. Ninguno cayó en la cuenta de lo
muy intensos que eran los aromas que saturaban el ambiente. Se durmieron al
instante, sin las conversas ni los comentarios sobre las metas del viaje con que solían
remolonear todas las noches.
Divea no solía recordar sus sueños. Había tenido tantos con apariencia de ser
mensajes o avisos de la diosa, que algún rechazo de su ánimo hacía que olvidase los
que nada significaban. Galaaz le había dicho que los sueños eran creaciones de la
mente para escapar de realidades poco propicias y ella, en realidad, no sentía la
menor necesidad de escapar de su realidad.
Pero vio en el primer duermevela que se acercaba una anciana muy andrajosa
cuyo hedor le alcanzó antes que su aspecto, superando el aroma intenso que había
advertido en el momento de echarse sobre la tierra. Cuando vio a la anciana inclinarse
hacia donde ella intentaba dormir, sufrió un escalofrío; su cara mostraba la calavera
en varias partes, con el cutis rasgado por la putrefacción. Ambos pómulos aparecían
como bolas mondas y la nariz era un triángulo de hueso sanguinolento de donde
emergían muchos gusanos retorciéndose. A Divea le asombró no sentir miedo ni
tampoco demasiada repugnancia; experimentaba, sobre todo, curiosidad. Saber quién
era constituía una necesidad perentoria y el deseo de enterarse de qué venía a decirle
la desvelaría toda la noche si no hablaba pronto. Como respuesta a este pensamiento,
oyó la voz de la anciana igual que el chasquido de la madera al romperse:
—Sal del Bosque del Espejo lo antes que pueda.
Divea sonrió. ¡Qué cosa más extraña, que viniera expresamente a pedirle lo
mismo que el hombre sin rostro y el druida Manam le habían ordenado! No iba a
aceptar el consejo de esa anciana porque no podía, pues estaba comprometida por la
orden de un druida muy sabio.

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—Entonces —dijo la vieja que, evidentemente, escuchaba su pensamiento—, no
sigas la dirección del sol naciente o morirás.
Según la ruta que traían desde que dieron el primer paso para entrar en ese
bosque, ir hacia el punto donde el sol emergía era la única posibilidad. Y era la
misma dirección que el guerrero sin rostro había pretendido impedirles seguir.
—Entonces —dijo la vieja con furor—, muchacha atolondrada y tozuda, no te
acerques jamás a la orilla de ningún lago.
Todos le habían dicho que el reino subterráneo de Morgana se encontraba en una
isla en medio de un lago. No podía hacer más que buscarlo, porque tal era su objetivo
en el bosque, hablar con Morgana y ningún otro. Debía convencerla de que le
entregase un saber que con nadie quería compartir. Tenía que seguir hacia el sol
naciente y no sólo acercarse al lago, sino cruzarlo.
—Entonces, no busques ninguna isla que, de todos modos, será imposible que la
encuentres.
En este punto sí que deseó Divea gritar con impaciencia que iba a buscar la isla,
encontrarla y llegar al reino de Morgana, le pesara a quien le pesase. Pero el grito no
salió de su garganta, que sentía algo reseca.
—Entonces, guárdate de tu bardo o te matará.
¿Bardo? Ella no era todavía druidesa y, por lo tanto, no recibía la ayuda ni el
auxilio de ningún bardo.
—Es ése de ahí —la anciana señaló a Conall.
Divea lo vio como si ella se encontrara suspendida en el aire. Echado sobre su
costado, Conall dormía a pierna suelta entre Naudú y ella. ¿Cómo podía ser que se
viera a sí misma allí abajo? Era imposible, tenía que estar soñando todavía, porque
comenzó a sobrevolar un jardín infinito cubierto con tantas flores, que sus brillantes
colores herían los ojos. Alguien a su lado, recitaba con voz muy melodiosa y en su
oído: «Observa esta tierra deliciosa, más allá de los sueños, más bella que nada que
jamás hayan contemplado los ojos humanos, donde siempre hay frutos en los árboles
y flores por doquier. Los árboles gotean miel salvaje y son inagotables el vino y el
hidromiel. Nadie conoce el dolor ni enferma y la muerte es una sombra lejana. Ahí
reinarás y te serán ofrecidos honores».
A pesar del placer indescriptible que experimentaba, recordó a quienes dormían a
su lado. Debía cuidar de ellos, era su obligación. Al expresarse a sí misma esta idea,
el paisaje igual que un paraíso desapareció, con tiempo de ver como un destello algo
que se parecía al castro de Santa Tecla, y volvió a contemplar a los siete durmientes,
incluida ella misma; seguía sobrevolándolos. No podía ser.
El rechazo a la incomodidad de tantos enigmas sin respuesta la despertó. Entre las
brumas espesas de la noche, debería resultar difícil ver nada alrededor, pero
distinguía a sus compañeros con claridad aunque velados por las oleadas de
perfumes. Dándole la espalda, Conall dormía profundamente, pegado a Naudú. Al
otro lado, Fomoré también dormía pero no con placidez, pues su expresión parecía la

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de alguien sometido a tortura. Buscó a tientas entre su ropa el aro de bronce a ver si
era capaz de serenar el sueño de quien tanto parecía sufrir; cuando lo tuvo entre sus
dedos, recitó para sí: «El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y
sus manos en la obra de los dioses». En ese momento, se dio cuenta de que el alba
comenzaba y había alguien de pie. Apretó las manos para convencerse de que había
despertado de verdad, porque los aromas continuaban produciéndole una clase de
embriaguez que sólo embotaba parte de sus sentidos. Alzó un poco la cabeza para ver
quién era de los seis y fue agitada por un sobresalto al ver que se trataba de un
guerrero de acero, que bajaba la cabeza de un modo muy forzado por estar obligado a
mirarles a través de una rendija que sólo medía el ancho de un dedo, abierta en el
pesado metal del yelmo. Con la misma incomodidad, levantaba la mirada de modo
igualmente forzado hacia el disco de piedra colgado del árbol, cuyos símbolos le
causaban prevención evidente. Divea soltó una exclamación de espanto que despertó
a los demás.
El primero en enderezarse fue Fergus, que saltó blandiendo ya el machete. Hacía
más de un milenio que en toda Europa se sabía que los celtas peleaban con fiereza
avasalladora, pero ello no mermó el asombro que la agilidad del gálata causó a sus
compañeros; se lanzó hacia el guerrero sin rostro como un ciclón y golpeó contra el
sólido acero sin importarle llevar el pecho casi desnudo; al hombre acorazado no le
dio tiempo de oponerle su espada y perdió el equilibrio. Cuando cayó en tierra,
Fergus clavó su ancho machete a través de la rendija del yelmo. Se oyó un grito
sobrenatural; tan terrorífico, que no quisieron ver lo que había dentro de la armadura.
Una vez que acabaron de desperezarse y acordaron reiniciar el camino, se dieron
cuenta con estupor de que el hombre sin rostro había desaparecido. El pesado
machete de Fergus estaba clavado en la tierra.

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69

VAGARON POR el bosque un número de jornadas que ninguno de los siete era
capaz de determinar. A veces, se daban cuenta de que después de un largo recorrido
habían vuelto al mismo punto del camino, aun bajo la creencia de que no habían
cambiado de dirección y que, por lo tanto, no podían haber girado para volver atrás.
Caminos que no llevaban a ninguna parte. El lago que rodeaba el reino de Morgana
no aparecía, pero tampoco eran capaces de llegar al final del bosque; ni al comienzo.
Comenzaron a notar que la conducta de los caballos tampoco era la de siempre;
apenas relinchaban, no se impacientaban por la falta de agua o de alimentos ni
rehusaban ninguna carga. Ellos, como los siete, también mostraban sopor.
Divea recurría con frecuencia cada día mayor a tocar disimuladamente los tres
objetos de identificación que le entregara Galaaz. Murmuraba para sí las frase
correspondientes a la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de
bronce, como si haciéndolo invocase la presencia de un druida muy sabio que pudiera
enseñarle a despejar sus dudas y las de los seis, así como el desaliente progresivo.
Deambulaban sin rumbo claro, envueltos por una sensación de pesantez que les
aplastaba los hombros, los párpados y el entendimiento.
—Esto no puede continuar —dijo Conall y para hablar debió hacer un esfuerzo,
como si estuviese exhausto—. Tenemos que terminar de una vez con esta
peregrinación que puede convertirse en eterna. En mi opinión, deberíamos abandonar
el propósito de visitar el reino de Morgana.
Brigit miró muy severamente a Conall antes de decirle:
—He observado que siempre que tú insistes en que abandonemos, algo cambia a
nuestro alrededor. ¿Es que no te das cuenta?
—Yo también lo he notado —afirmó Divea.
—¿No comprendes el significado? —preguntó Brigit.
En los ojos de la sibila había algo que estremeció al aprendiz de bardo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Conall, muy a la defensiva.
—Siempre que propones que desistamos de la visita a Morgana —aclaró Brigit
—, es como si se aflojara la tensión que pesa sobre nosotros, como si ésa fuera
nuestra única posibilidad, dejarnos vencer y desistir. Pero tú, Divea, no vas a

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consentirlo, ¿verdad?
—Yo estoy obligada a intentar convencer a Morgana de que me entregue su saber
—dijo Divea con emoción contenida—. Pero esa obligación no os incluye a ninguno
de vosotros, ni siquiera a Conall, que también realiza conmigo su viaje de iniciación.
Tal vez se trata de eso. Quizá desea ella que yo continúe sola el viaje.
—Aunque fuese verdad que Morgana lo desea —dijo Brigit con vehemencia—,
no es lo que debemos hacer. De ninguna manera obedeceremos. Precisamente, uno de
los más viejos trucos de los magos malvados es dividir a los enemigos para, una vez
debilitados, vencerlos sin problemas. Nuestra fuerza consiste en permanecer juntos.
Y, además, no creo que ninguno de nosotros aceptase dejarte sola en este bosque tan
angustioso.
—Por mi parte, no —dijo Dagda.
—Ni por la mía —afirmó Naudú.
Los hombres abundaron también en la misma postura, aunque Conall lo hizo con
desgana más que notable. Fergus, afirmó que había que ingeniárselas para encontrar
alternativas a esa posibilidad que no podían aceptar. Según su costumbre, Fomoré
dejó varias frases sin terminar, alentando como siempre el misterio que le envolvía a
los ojos de los demás, a excepción de Divea.
Brigit retó afectuosamente a Fergus:
—¿No te gusta jactarte de ser el mejor marino que jamás haya nacido en un
bosque de tierra adentro? ¿No presumes de ingenio? Encuentra tú el camino.
Después de un rato de cavilación, y como respuesta, Fergus alzó los ojos hacia el
árbol que en ese momento tenía más cerca, un pino de tronco recto y muy alto. Sin
decir nada, tomó del carro una cuerda gruesa, que pasó como una lazada alrededor
del tronco y se la amarró a la cintura. Todos se maravillaron de su exhibición de
destreza. Abrazaba el tronco con las rodillas y, cuando se sentía firmemente sujeto,
destensaba la cuerda y, combando su tronco hacia atrás, la hacía deslizarse un palmo
hacia arriba. Entonces, él trepaba también un palmo, sudando a chorros. A
continuación, repetía la operación y, así, pocos momentos más tarde lo vieron
encaramarse a las primeras ramas, a unos cuarenta pies sobre sus cabezas. De ahí en
adelante, no le resultó difícil continuar el ascenso. Llegado a lo más alto, donde las
ramas eran demasiado flexibles para soportar su peso, echó una primera ojeada en
derredor y descubrió el lago.
Lo primero que sintió fue incomprensión, porque parecía que si saltaba desde esa
rama, caería en el agua, tan cerca se encontraba. Pero a continuación notó que se
precipitaba sobre su mente una catarata de preguntas imposibles de responder. ¿Cómo
podían estar tan cerca del lago sin notar su proximidad? La vecindad de una gran
masa de agua se advertía bastante antes de llegar a ella por la brisa, la humedad, la
limpieza del aire y por muchas otras sensaciones, la principal de las cuales, para un
celta, era el presentimiento. Los siete eran celtas y ninguno había sido capaz de
presentir algo que sus sentidos tenían que estar percibiendo. Aunque entre el grupo y

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el lago hubiese una muralla densa de árboles y maleza, no tenían más remedio que
alcanzarles la brisa y la humedad.
Dio una nueva ojeada al lago, ahora con delectación a causa de su belleza. Por la
hermosura y por la carencia de lógica de lo que estaba sucediéndoles, no conseguía
dar crédito a sus ojos. ¿A qué distancia podía encontrarse el agua de los compañeros
que le esperaban al pie del árbol? Sólo dos docenas de pasos. Miró hacia la izquierda
a ver si la superficie acuática se extendía también en esa dirección y así era, en
efecto. Por consiguiente, los siete podían llevar horas o, quizá, días circulando
prácticamente por la orilla sin darse cuenta de que estaba tan cerca. ¿Cómo era
posible?
Igual que el nombre que había proporcionado al bosque que lo rodeaba, ese lago
era realmente un espejo de agua, una superficie tersa y bruñida como el acero cuya
belleza no podía encerrarse en unas pocas palabras. Salvo en la parte más cercana de
la ribera, oculta por los árboles que tenía enfrente, Fergus calculó que nunca había
visto tantas flores juntas. Las orillas eran un tapiz multicolor hasta donde la vista se
perdía. Zonas de un rojo escarlata como la sangre y, sin transición, el violeta de un
atardecer daba paso a una sinfonía de amarillos y naranjas para, a continuación,
convertirse en extensiones azules y blancas. Algunos árboles del contorno se
inclinaban hacia el agua como queriendo acariciarla. Que él supiera, no había ni
podía haber en el mundo un vergel parecido, por lo que dudaba de sus ojos. Cualquier
descripción antigua sobre paraísos perdidos palidecía ante lo que ahora contemplaba.
Por contraste con tanto esplendor, el peñasco situado en el centro era lóbrego y
negro como las peores intenciones. En el esplendor del lago y sus alrededores, la
mancha negra del islote era una mácula difícil de soportar; sin duda, emanaban de él
los peores presagios que Fergus, tan poco crédulo, hubiera sentido jamás.

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70

—N O LO COMPRENDO —dijo Fergus al volver abajo, mientras se sacudía


las briznas prendidas a su ropa—. El lago es hermosísimo y está ahí.
—¿Dónde? —preguntó Divea con voz trémula.
—No creo que estemos a más de veinte pasos de la orilla —respondió Fergus con
pasmo, señalando hacia donde estaba el agua—. Considerando las ensenadas y
entrantes que forma, debemos de llevar varios días circulando prácticamente por la
orilla.
Lo acababa de ver pero aún no podía creerlo.
—¡Es imposible! —Discrepó Conall.
—Algo muy extraño nos ocurre, para que no hayamos conseguido verlo antes —
opinó Fomoré.
—¿Un sortilegio? —preguntó Nuadú.
—Todos sabemos que los sortilegios son improbables —dijo Conall— y sólo
tienen sentido si se trata de asustara los niños.
—Pero algo nos está obligando a dejar de lado ese lago —afirmó Divea—. No es
lógico que hayamos circulado junto a sus orillas sin darnos cuenta. Si no es un
encantamiento de espíritus malignos, es que algo nos nubla la razón.
—Tiene que ser eso, Divea —abundó Fomoré—. Nuestro entendimiento no se
comporta del modo habitual. Llevamos ya no recuerdo cuántos días vagando por este
bosque, que por alguna razón será llamado del Espejo. Todo ocurre como si
estuviésemos prisioneros en el reflejo de una realidad deformada.
—Maleficio, encantamiento, sortilegio o maldición —dijo Conall con
impaciencia—, o lo que quiera que sea, tenemos que liberarnos de una vez o
moriremos.
Divea volvió la cabeza hacia el que había sido elegido para acompañarle en su
futuro magisterio. Aunque habría de ser su bardo era, sin embargo, el que menos
creía conocer a esas alturas del viaje. Ahora, había hablado con gran determinación, y
no recordaba cuál referencia del pasado le hacía suponer que se trataba de una actitud
nueva. Pero fuese lo que fuese, le causaba un desasosiego que hizo esfuerzos por
superar cuando le preguntó con cierta severidad:

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—¿En qué estás pensando, Conall?
La pregunta tuvo un efecto curioso. El aprendiz de bardo viajaba siempre en el
pescante del carro, junto a Divea, y a todos les parecía el confidente de la futura
druidesa, pero ninguno había intimado con él. Los que montaban a caballo, con sus
constantes evoluciones, idas y retornos, habían alcanzado entre sí un mayor grado de
camaradería que con el joven aprendiz de bardo. Tampoco Divea se incluía en esa
camaradería, pero ello se debía al distanciamiento y veneración que les producía su
futura consagración druídica. Les resultó sorprendente que ahora ella, por el tono de
la pregunta y por su expresión, mostrase disentimiento con Conall.
—¿Cuál es tu sugerencia, Conall? —insistió Divea.
El joven se tocó el frasquito del cuello y carraspeó para responder:
—Si el bosque lleva tantos días engañándonos, seguirá haciéndolo por siempre y
moriremos aquí, prisioneros. Creo que él es verdaderamente el sortilegio; estas flores
de plantas mágicas, que más asemejan un jardín que un bosque silvestre, tienen que
estar trastornando todas nuestras percepciones y hasta nuestra capacidad de pensar
con lógica. Por lo tanto, la única solución sería librarnos de su influjo. Pero todos
sabemos dos cosas: primera, que tal como se nos distorsionan los sentidos, no
conseguiríamos encontrar jamás la salida y segunda, que aunque hallásemos cómo
abandonar esta espesura tan engañadora, Divea no lo permitiría, porque su
determinación de llegar hasta Morgana es inalterable. Por lo tanto, propongo que
busquemos un claro lo bastante extenso para salvarnos y quememos el bosque.
Estas últimas tres palabras sonaron en todos los oídos como la peor de las
blasfemias aunque algunos sentían la tentación de expresar su acuerdo. Realmente, no
parecía haber otra solución para las cadenas invisibles que les aprisionaban.
Temiendo que alguno pudiera llegar a aceptar la propuesta, Divea se plantó en el
centro del grupo y dijo con gran energía y alzando un poco la voz:
—Esa idea es inadmisible y ninguno de nosotros la admitirá. El bosque es vida, es
nuestra vida, la única que conocemos; la de nuestros ancestros, tradiciones y la
esencia de nuestra cultura. Quemar un bosque es lo mismo que masacrar un pueblo.
El bosque es nuestra casa y nuestra vitalidad. Morirían los árboles, perecerían los
animales y expulsaríamos a los espíritus de todas las fuentes y veneros. Perderíamos
el bosque, la sabiduría y la vida. Me niego siquiera a que nadie medite la posibilidad
de quemarlo, porque en el bosque residen las tres claves del conocimiento, el saber, la
osadía y la discreción. Pero si no pudiera evitarlo, me veríais morir con él porque
correría hacia las llamas y me sumergiría en ellas para siempre.
Todos bajaron la cabeza, impresionados, excepto Conall. Comprendió el futuro
bardo que no podía repetir esas tres palabras fatídicas: «Quememos el bosque».
Tras una pausa en que el silencio pareció solidificarse, propuso Fergus:
—Fomoré, voy a volver a subir al árbol y quiero que vengas conmigo. En lo alto,
con el lago a la vista, puede ocurrírsenos qué hacer para llegar a él.
—Estupenda idea —alabó Divea.

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Conall y las cuatro mujeres los vieron escalar con más expectación que esperanza,
por ver si Fomoré imitaba la destreza de Fergus. Dadas la agilidad y fuerza ya
demostrada por Fomoré en los acantilados, vieron con satisfacción que también
trepaba por el pino sin dificultad. Aunque se inclinaban a temer que el problema no
tenía solución, el modo como los dos hombres se afanaban tronco arriba les incitó a
imitar su afán con la misma resolución.
Llegados a un punto donde las ramas flaqueaban, Fergus invitó a Fomoré a
contemplar el lago, señalándolo con el mentón.
—¡Es increíble! —La exclamación de Fomoré sonó a revelación repentina, más
que a asombro—. Parece como si poseyera los tres seres del individuo, opinión
propia, opinión ajena y esencia verdadera. Yo que consideraba…
Como tantas veces, Fergus notó que había estado a punto de hablar de algo que
llevaba mucho tiempo callándose. El gálata decidió respetar su silencio y desechar la
pregunta que sentía impulso de hacerle. En su lugar, le dijo:
—Necesitaba que pensáramos los dos juntos, por si se nos ocurre un modo de
llegar a esa orilla que, como ves, da la impresión de estar completamente a nuestro
alcance. Pero hace tiempo que deseaba también preguntarte por ese muchacho,
Conall. ¿No crees que sus intenciones son pérfidas y que oculta algo grave?
Fomoré meditó un momento antes de responder:
—Desde el momento en que me uní a ellos, supe que no es agua limpia. Pero no
lo comenté con Divea ni con el otro muchacho, Alban, porque siempre he mantenido
la convicción de que un viaje de iniciación transforma a la gente y esperaba que a él
también le sucedería. Te aseguro que he visto metamorfosis increíbles después de
peregrinaciones iniciáticas; pusilánimes que se volvían valientes, seres grises que se
tornaban luminosos, ignorantes que se convertían en sabios. Pero comienzo a suponer
que a Conall, sin embargo, no pueda cambiarlo porque su punto de partida tal vez sea
demasiado oscuro. No sé. Que a estas alturas sienta deseos de incendiar un bosque
escapa a cuanto yo creía saber sobre los rituales iniciáticos y sus efectos. Para serte
franco, algunas de mis convicciones se tambalean a causa de ese muchacho.
—Habrá que mantenerlo vigilado —afirmó Fergus—, ¿estás de acuerdo?
—Sí. En cuanto al modo de llegar al lago, se me está ocurriendo una idea…
A Fergus le pareció que Fomoré retrasaba su propuesta como un juego, para
estimular su expectación. Le sorprendió que alguien aparentemente tan ensimismado,
quisiera bromear en cierta medida, y la sorpresa afloró a sus labios con un sonrisa.
Fomoré se dio cuenta de su impaciencia.
—Por lo que ha sucedido una y otra vez durante varias jornadas —dijo Fomoré
—, hemos de suponer que la maleza y los árboles se cierran a nuestro paso para
impedirnos no sólo llegar junto al lago, sino verlo siquiera. Mi pregunta es si
ocurriría lo mismo si permaneciésemos a alguna distancia los unos de los otros.
Según creo, aunque llamemos a Morgana «druidesa eterna» es una mujer mortal. No
es una diosa. Por lo tanto, no creo yo que por mucho poder que tenga sea capaz de

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dominar uno por uno todos los árboles y arbustos de este bosque tan grande.
Sospecho que podrá dirigir su poder solamente hacia un punto concreto…
—¿Hablas de un poder sobrenatural, Fomoré?
—No. Hablo de una sugestión que alguien podría provocar valiéndose de medios
que no soy capaz de imaginar. Lo que quiero decir es que esa sugestión puede no
tener efecto sobre una porción larga del camino. Como hemos decidido permanecer
juntos para protegernos y defendernos, mi idea es que nos atemos los unos a los otros
mediando una distancia de quince o veinte pasos entre cada uno. Puede que no ocurra
nada pero sospecho que ocupando tanto espacio no continuaríamos todos con la
misma visión del lago bloqueada, según ha ocurrido hasta ahora. Pudiera ser que sólo
algunos continuasen ciegos o, tal vez, que la sugestión se desvaneciera para todos.
Fergus sonrió, deslumbrado.
—Tu sabiduría es extraordinaria, Fomoré. ¿Quién eres, en realidad?
—Soy quien no quiero ser.

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71

EL ARDID LO pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del


árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un
gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni
mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el
convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención
de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga,
tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que
medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue
como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que
podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados
a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de
inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a
cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las
brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los
perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de
flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste
reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras
del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la
inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir.
Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
—Es mucha la distancia que nos separa de la isla —lamentó Conall—. ¿Cómo
vamos a cruzar?
—Tendremos que procurarnos una balsa —dijo Fergus.
—Eso nos llevaría demasiado tiempo —discrepó Divea—. Para construir una
balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría
que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.

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—Creo que va a mandar por nosotros —dijo Brigit.
—¿Lo crees o estás segura? —preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y
nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
—No lo sé —la expresión de Brigit denotaba sus titubeos—. Me llegan en
oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja,
porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos
habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención
y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor
ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de
todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
—Habrá que usar el ingenio —sugirió Divea.
—¡Mirad! —alertó Dagda—. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos
esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les
alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca
esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una
intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una
determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la
poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron
ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo,
un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una
abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto
podían ver de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no
tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza
hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
—Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué
habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el
impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues
donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la
respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de
sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la
respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre
verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa
sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría.
Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que
mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar
enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:

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—Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad
más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad
de un rey magnánimo.
—Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En
cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en
práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero.
Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les
ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera
darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
—Si la druidesa Morgana tiene quinientos años —susurró Nuadú al oído de
Divea—, ¿cuál será su aspecto?
—Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería
el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
—Pero es imposible que haya vivido cinco siglos —discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
—Los cristianos —comentó Conall— creen que muchos héroes de su pasado, que
ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
—Sí —afirmó Divea—. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay
leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible
que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una
certeza que no puedo explicar.
—Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla —dijo Brigit con tono
rasgado.

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72

SI NEGRO ERA el peñasco visto desde la orilla del lago, al acercarse parecía un
pozo sin fondo, una especie de agujero profundamente negro que se precipitara hacia
los mundos tenebrosos de las profundidades infernales. Daba la impresión hasta de
que absorbiese la luz, pues ninguna de las aristas y relieves reflejaba la menor
luminosidad, ni la del espejo del agua ni la del resplandor del cielo.
El barquero sin rostro saltó a tierra y amarró la barca a un noray de cristal, apenas
distinguible en el profundo negro general del atracadero.
—Éste es el reino de Mordred —dijo, señalando un punto del negro insondable
que tenían enfrente, igual que una ensoñación terrorífica.
—¿Y qué debemos hacer? —preguntó Divea.
—Entrar —respondió lacónicamente el barquero.
Aunque no era capaz de distinguir diferencia ni matiz alguno en la negritud
envolvente, Divea dio un resuelto paso en la dirección que el hombre sin rostro
señalaba. Los demás la imitaron. Un segundo paso les proporcionó la sensación de
que en la negrura hubiera un punto algo menos oscuro. Al tercer paso, pudieron
distinguir el umbral. No era más que un ligerísimo matiz de negro, pero se trataba de
la silueta de un arco bien perfilada. En cuanto se convenció de que era una puerta,
Divea avanzó hacia ella y ya sí consiguió ver que dentro, aunque muy lejos, había luz
y una escalera descendente.
Todos echaron a andar tras ella y al instante, descubrieron con un sentimiento de
horror más allá del umbral a otros hombres sin rostro, sustituida la cara por cicatrices
tan horrendas como las del barquero, que los mantos con que se cubrían la cabeza
ocultaban tan sólo a medias. No había a la vista ningún hombre que poseyera su
fisonomía normal y se notaba por las cicatrices, tan abundantes y tan distintas en cada
caso, que su monstruosidad era provocada y no producto de la Naturaleza. Superadas
las dudas porque no veían qué otra cosa podían hacer, comenzaron a descender la
ancha escalera de caracol. De peldaño en peldaño, la luz aumentaba un poco. A la
segunda revuelta completa, la iluminación procedente de abajo les permitía ver con
claridad las características de la construcción y los hombres apoyados en la pared
circular cada tres escalones. Llegados a una estancia, Fomoré murmuró:

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—Hemos bajado cuarenta y nueve peldaños. Siete veces siete. No lo olvidéis.
La sala donde se encontraban era un espacio amplio y desnudo, sin muebles ni
decoración sobre las paredes, el suelo ni el techo, todo construido a base de sillares de
piedra muy bien cortada y exactamente iguales. Alineados junto a las cuatro paredes,
casi hombro con hombro, más hombres sin rostro.
—Debéis acercaros más —ordenó una voz femenina.
Más que una voz solamente, sonó igual que un coro con varios registros. Como si
recibieran una orden, se retiraron dos de los hombres de un punto de la pared del
fondo y vieron los siete que más allá había una puerta que dejaba vislumbrar una luz
muy intensa al fondo de un largo pasillo. Echaron a andar por él y cuando salieron a
un salón enorme y muy fuertemente iluminado, Fomoré murmuró:
—Cuarenta y nueve pasos, siete veces siete. No lo olvidéis.
Resultaba difícil aceptar que se encontraran bajo tierra. Más bien, bajo el agua,
porque la distancia recorrida desde el pie de la escalera era muy superior a la anchura
perceptible en el exterior del islote. Por lo tanto, la sala inmensa a donde habían
llegado tenía que haber sido excavada en el fondo del lago. Había varias mujeres en
torno a una especie de templete central; mujeres de varias edades, pero todas
ricamente ataviadas y hermosas. Por contraste, los hombres sin rostro alineados junto
a las paredes resultaban tétricos y no sólo por su carencia de facciones; también la
ropa y el conjunto de sus figuras parecían el envés de una realidad donde la cara
luminosa la componían las mujeres y sus atuendos. Nadie prestó atención a los recién
llegados.
Al acercarse al templete, descubrieron en el centro algo estremecedor. Las siete
columnas, de un hermoso alabastro traslúcido, sostenían un domo revestido en su
interior de conchas de nácar. El conjunto había sido construido en torno a un
monolito de piedra gris apenas desbastada, muy semejante a los miles que habían
visto en el país de las piedras clavadas. En el pináculo del monolito, se alzaba un
trono de jade profusamente labrado con toda clase de símbolos celtas; espirales,
madejas en cruces gamadas, círculos y ondas, estrellas triespirales y flores de siete
pétalos junto a muchas figuras de animales y personas. Alrededor, a los pies del
fastuoso sillón, una gruesa guirnalda natural confeccionada con muérdago,
ranúnculos, rosas arvensis y rododendros. Sentado en el trono, el esqueleto de un
hombre del que sólo podían ver la calavera pues, a excepción de donde una vez
hubiera un rostro, la totalidad del cuerpo estaba revestida de una armadura de oro
bruñido. El yelmo, también de oro, tenía incrustaciones de perlas y piedras preciosas
en la visera levantada, y se remataba con un voluminoso airón de plumas rojas que
caía en cascada sobre el hombro izquierdo.
—¿Por qué venís a interrumpir nuestros quehaceres?
Era el mismo sonido que les había ordenado acercarse cuando aún se encontraban
en la estancia anterior. Una combinación de tres voces hablando en perfecta
sincronía, sin la menor disonancia.

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Oírlas les hizo reparar en que había tres mujeres sentadas delante del monolito;
hasta ese instante habían permanecido medio ocultas por las numerosas cortesanas
que las rodeaban, las cuales fueron abriendo un claro. Ocupaban tres sillones iguales
de alabastro muy decorado, situados a igual altura e iguales en importancia y lujo. La
del centro tendría unos sesenta años; a su derecha, otra que contaría entre treinta y
cuarenta y a su izquierda, una muchacha aproximadamente de la edad de Divea. Las
tres eran hermosas y sus rasgos hacían suponer que pudieran ser abuela, madre e hija.
Sus vestimentas parecían demasiado anticuadas, pero eran riquísimas; ninguno de los
siete había contemplado jamás, juntas, tantas alhajas, brocados y recamados de plata
y gemas. La profusión de oro, perlas, rubíes y topacios producía la impresión de que
no podrían moverse apenas, paralizadas por el peso.
Divea extrajo el disco grande de piedra de Galaaz y el pequeño de jade, regalo de
Partholon, y situó ambos ante su pecho.
—Mi nombre es Divea y vengo de Hispania, en mi viaje de iniciación, pues se me
ha exigido que alcance la consagración de druidesa para el gobierno y el amparo de
mi clan; también he recibido el mandato de llevarles noticias de los clanes de Galia,
Anglia e Hibernia. Éste es Conall, que también viaja en busca del saber, la música y
la poesía para su iniciación de bardo. Los otros cinco son acompañantes que han
llegada hasta aquí por amistad y afecto, movidos por el deseo de protegernos.
—¿Y cómo tienes el descaro de turbar nuestra paz?
Era un reproche, pero no detectaron enojo en las tres voces. Divea tocó los tres
objetos de identificación, que tenía dispuestos para mostrárselos a la druidesa en
cuanto la llevasen a su presencia. Respondió:
—Se me ha ordenado que contemple y me bañe en la luz inmensa e incomparable
del saber de Morgana, la druidesa más sabia de toda la historia celta.
Las tres mujeres callaron, con expresión indescifrable. A los siete les dio la
impresión de que Divea se había expresado de un modo que ellas no esperaban.
—¿Tendréis la bondad de decirme dónde puedo hallar a Morgana?
—Éste es el reino de Mordred —afirmaron las tres mujeres, hurañas pero no
iracundas.
A Fomoré se le iluminó la memoria de repente. Hasta ese momento, a pesar de
asaltarle muchas veces un vago recuerdo inaprensible, no había sido capaz de
recordar a quién pertenecía el nombre pronunciado por el barquero. Pero su mente
rasgó el velo de pronto, como un rayo. Situado a espaldas de Divea, muy cerca puesto
que los siete permanecían apiñados, susurró a su oído:
—Mordred es el hijo incestuoso que Morgana parió, preñada por su hermano
Arturo, que lo repudió horrorizado al descubrir que lo habían embrujado por el
influjo de un elixir, gracias a cuyo efecto había yacido con su propia hermana. El
muchacho murió en una batalla. Tiene que ser ése de ahí.
Señaló con el mentón el esqueleto vestido con coraza de oro, que Divea
contempló ahora con una mirada nueva. Continuó Fomoré murmurando a su oído:

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—Te recuerdo que Arturo fue un rey celta, protegido del gran druida Merlín, que,
sin embargo, y sin dejar de ser celta y aun respetando todos los signos, conocimientos
y símbolos de nuestra cultura, renegó de nuestros dioses. En el nementone de su
reino, que él y sus camaradas llamaban «tabla redonda», organizó una expedición de
caballeros para ir en busca de un objeto mítico del dios de los cristianos. Objeto que
jamás hallaron. Arturo fue muy desgraciado como castigo a su apostasía y, sobre
todo, a sus dudas e incoherencia. Desesperado por el horror de haber preñado a su
hermana, tampoco fue capaz de hacer feliz a la mujer que amaba, Ginebra, que le
traicionó con el mejor de sus amigos, Lanzarote, el paladín que más amaba Arturo.
Merlín, un druida galés con gravísimas responsabilidades, continuó sin embargo
amando y sirviendo a su rey a pesar del furor de Dana, Lugh y todos nuestros dioses.
Por lo tanto, la única de esa familia que siempre permaneció fiel a sí misma y a su
cultura fue Morgana.
Aunque creía que las tres mujeres no podían oírle, Fomoré notó que sonreían.
Entonces, Divea cayó en la cuenta de que no habían hecho ni dicho nada mientras él
le susurraba esa historia, como si aguardasen el final. Aún callaron durante una pausa
prolongada en que el silencio paralizó la escena. Todas las cortesanas se quedaron
inmóviles y los escalofriantes hombres a quienes les habían robado el rostro parecían
haberse convertido en estatuas. Mientras, las dos más jóvenes de las tres miraban
muy apreciativamente a Fomoré, sobre todo la que parecía tener la edad de Divea,
que se relamió los labios sin disimulo.
—Lástima que un hombre tan prodigiosamente hermoso y tan sabio haya de
perder su identidad —dijeron las tres—, aunque su semilla nos convendrá.
Brigit y Divea comprendieron al instante lo que esa frase significaba. Miraron
horrorizadas alrededor, hacia las paredes donde se apoyaban los hombres sin rostro.

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73

UN POCO DESPUÉS que Brigit y Divea, los tres hombres cayeron también en la
cuenta del significado de la espantosa frase. Desde que abordaron la barca, no habían
visto a ningún varón que conservase los rasgos de su rostro, y eso no podía tener otra
explicación que un mandato ex profeso de la poderosa y terrible mujer que gobernaba
el reino, Morgana, que plasmaba de ese modo alguna clase de rencor o fobia hacia los
hombres. La venganza más cruel y más carente de sentido que cualquiera de ellos
hubiera oído mencionar jamás. Pero ¿dónde estaría esa druidesa eterna? Permanecía
oculta sin duda, observándoles, acechándoles. Era inimaginable el alcance de sus
propósitos sobre los siete, independientemente del terrible designio que revelaba la
declaración de las tres mujeres sobre el destino de Fomoré. La enorme sala no
mostraba más salida que el largo pasillo por donde habían entrado. Ni ventanas que
pudieran dar a otras estancias ni troneras para que entrase el aire. Tampoco
consiguieron imaginar de dónde procedía la luz a tanta profundidad, puesto que no
había hogueras ni antorchas. El método de vigilancia de Morgana no podían
imaginarlo, puesto que la sala parecía haber sido vaciada en la roca viva.
Comprendieron simultáneamente que la enorme estancia era una ratonera de la
que no saldrían jamás. Aún consciente de esa realidad tan innegable, Divea decidió
no conformarse. Los cuatro druidas habían insistido mucho en que tenía que
desarrollar y utilizar su ingenio; a pesar de que no creía que el suyo fuera
sobresaliente, procuró tratar de servirse de él.
—Veo que sois tres y una sola —aventuró.
Realmente, aunque la había pronunciado ella misma, no creía que la frase tuviera
mucho sentido, pero sin embargo, a los rostros de las tres mujeres afloró un levísimo
gesto de sorpresa. Parecieron inspirar al unísono, como si tuvieran que digerir una
novedad fuera de todo pronóstico.
—¿Conoces la historia de la princesa Joanna? —preguntaron.
Divea meditó un instante y respondió:
—Creo que sí, pero no me parece que sea una historia. Creo que es una leyenda
que cuentan los celtas galeses.
—Así es. La cuentan los galeses, paisanos de algunos de nuestros antepasados,

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pero no es una leyenda. Es una historia real.
—La sabiduría que demostráis —dijo Divea, intentando no parecer lisonjera—,
hace que dude de mi propia memoria, pero aunque creo en el poder imbatible de los
dioses, me cuesta imaginar que a Joanna le pasara en realidad lo que cuentan. Porque
si esa princesa que, por discrepar del destino que su padre, el rey, le asignaba, huyó al
gran bosque cercano, hubiera tropezado con tan graves peligros, no habría
conseguido vencer a la reina del bosque.
—¿Recuerdas cuáles eran los peligros?
—Sí —afirmó Divea después de un ligero recuento de su memoria—. Eran tres.
Pero me parece que, en el fondo, eran uno solo: la determinación de la reina de que
no rescatase a su amor sino todo lo contrario, que la princesa se convirtiera también
en su prisionera.
—Dices bien. ¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
—Divea.
—Quien así te denominó, conocía muy a fondo el panteón de dioses, ninfas y
espíritus celtas. Nuestra memoria es flaca, Divea. Relátanos la historia de Joanna con
todos sus detalles.
Divea se aclaró la voz para darse tiempo de rememorar la leyenda que, en forma
de canción, había escuchado varias veces de labios del bardo Tito. Cuando consideró
que recordaba los detalles principales, relató:
—Joanna era la más hermosa de las princesas y vivía en un castillo a la orilla de
un gran bosque que tenía fama de ser muy peligroso. Para protegerla, su padre, el rey,
la sometía a un encierro severo donde ella se sentía prisionera. Un día descubrió una
tronera en la cerca del palacio y huyó deprisa, procurando que los guardianes del rey
no pudieran perseguirla. Para que no la encontrasen, desechó el campo abierto y se
refugió en el bosque. Corrió durante muchas horas hasta que el cansancio la obligó a
echarse en uno de los prados más hermosos que había contemplado jamás, iluminado
por un dorado rayo de sol que se colaba entre las densas copas de los árboles.
Recostada sobre la hierba, arrancó unas pocas de las bellísimas flores que crecían
alrededor y en ese instante oyó un ruido que le produjo miedo. Un apuesto joven se
deslizó por el tronco de un árbol cercano y le dijo: «Milady, siento tener que exigiros
que abandonéis ahora mismo este lugar». Ella, altanera, repuso que era la hija del rey
y no aceptaba órdenes de nadie. Él arguyó que el poder del rey no alcanzaba al
bosque; él servía a un hada que sí que era la verdadera reina del lugar y él tenía el
mandato de expulsar a los intrusos. «Mi nombre es Tam, y estoy obligado a apresaros
por vuestra osadía, pero no lo haré. Sólo os acompañaré hasta la linde del bosque para
que salgáis sin tropiezos». Ella agradeció el favor y le propuso que la visitase en
palacio, para que su padre le premiase. «Es imposible, milady; yo estoy condenado y
sólo un milagro podría darme la libertad». Joanna se había prendado de la belleza del
joven y por ello rogó; «Decidme cómo podría liberaros». «Es imposible, milady; de
niño, invadí este bosque por mi mala cabeza y fui hecho prisionero como podría

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apresaros yo ahora. Me criaron los servidores de la reina y estoy sometido a un
embrujo que me haría morir si saliera del bosque. Pero existe un medio de encontrar
la libertad gracias al amor de una dama, si ella fuese lo bastante valerosa y
consiguiera superar los tres horrores, que son el horror del poder demoníaco de la
reina del bosque». «¿Qué habría de hacer esa dama?». «En primer lugar, amarme
sobre todas las cosas». Joanna halló que Tam era tan hermoso, que nunca sería capaz
de amar a otro y, por ello, respondió: «Confiad en mi corazón, Tam». «Lo haré,
milady —repuso Tam con una sonrisa—. Pronto caerá la noche y la reina saldrá a
recorrer su reino hasta el amanecer, cuando celebrará el solsticio. Vos debéis acechar
con mucha atención, para que no os confundan las visiones; ella pasará rodeada del
boato de sus cortesanos; a continuación, marcharán los monstruos indescriptibles de
su guardia; por último, marcharemos los prisioneros sometidos a su voluntad. Yo
cabalgaré al frente de éstos. Me reconoceréis por esa cinta vuestra, que ruego que me
obsequiéis y que me anudaré en torno a la frente. Si vuestra valerosidad es tan grande
como decís, tendréis que atreveros a tomar las riendas de mi caballo para que,
frenando en seco, me haga volar hacia el suelo. Para que surta efecto, debo caer entre
vuestros brazos y, sin soltarme ni apartarme ni apartaros de mí, vos debéis resistir sin
desmayo los tres horrores que os asaltarán. Mientras tanto, no podréis gritar, ni
siquiera despegar vuestros labios. ¿Estáis dispuesta?». Joanna asintió. «Bien —dijo
Tam con una triste sonrisa no muy esperanzada—. Ahora oigo ya la voz de mi reina
que me reclama y me obliga a sumarme a su horrendo cortejo. Vos tendréis que
ocultaros tras aquellas zarzas, y aguardar». Mas Joanna sentía gran cansancio y casi
se adormeció por el tedio de la espera, aunque, por fortuna, fue despertada por un
ruido semejante al de la hojarasca arrastrada por la tormenta. Vio llegar una figura
deslumbrante, que resaltaba a pesar de la oscuridad. Era la reina del bosque, con sus
ojos refulgiendo como los de un gato. Iba escoltada por un grupo muy numeroso de
gente vestida con ropajes brillantes, aunque no tanto como los suyos, todos a caballo,
cuyos cascos no producían ni el más leve sonido. Pasaron de largo y pareció que todo
había terminado, pero entonces vio llegar un segundo cortejo, compuesto de seres con
formas muy diversas pero todos recubiertos de pesadas armaduras. Lo terrorífico era
que brotaban fantasmales y brillantísimas luces verdes de sus ojos. Portaban la mayor
y más terrible colección de armas que había visto jamás, cuyo brillo espectral
producía escalofríos. Pasaron de largo y de nuevo se produjo un silencio total en la
oscuridad más densa que podía imaginarse. Joanna consideró que ahora sí que todo
había terminado. Sin embargo, poco a poco comenzó a oír un rumor de cabalgada y
por lo tanto le pareció que ahora sí que se trataba de seres de carne y hueso. Surgió
para sus ojos el cortejo; todos los hombres iban con el rostro descubierto y vio en
seguida, al frente, a Tam con su cinta anudada en torno a la cabeza. Él no la miró ni
pareció capaz de notar su presencia, pero ella se acercó al caballo de un salto y,
consumada caballista al fin, le hizo frenar en seco. Tal como él le había dicho, el
parón repentino hizo volar al jinete, que cayó entre sus brazos. Él era como un

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muñeco sin vida y, a pesar de ello, notaba en el fondo de sus ojos una chispa de
reconocimiento. En ese instante, comenzó a soplar un viento terrible que los zarandeó
a los dos, entre truenos y relámpagos. Entre una nube alborotada de hojarasca, paja y
arena, apareció la reina en su caballo riendo como el peor de los horrores. Mas ni el
viento ni el temor a la reina consiguieron que Joanna soltara el cuerpo de Tam. El
viento cesó y cuando la princesa creyó que el horror había acabado, se dio cuenta de
que Tam había desaparecido y lo que abrazaba era un monstruo viscoso, a medias
serpiente y a medias, lagarto. Sintió repugnancia mortal, pero tampoco eso bastó para
que aflojase. En el momento que su mente le dijo que nada de lo que veía era verdad
y que sus brazos continuaban abrazando a Tam, el monstruo se esfumó, apareciendo
en su lugar un trozo de lava volcánica ardiendo, una especie de gigantesco carbón
encendido que abrasaba su piel. Sintió ganas de gritar y apartarse de un salto, pero su
mente fue más poderosa y aguantó el urente contacto del ascua. Sin embargo, se echó
a llorar a causa del dolor y sus lágrimas brotaron tan copiosas que, cayendo sobra la
lava, la enfrió. En ese momento, oyó un grito capaz de paralizar su corazón. De
nuevo era el cuerpo de Tam lo que abrazaba y el grito lo profería la reina del bosque;
desde el lomo de un caballo negro medio encabritado, les dijo: «Habéis logrado
vencerme por la fuerza del amor de una mujer humana. Mi deseo de venganza es
terrible, pero huid deprisa, lejos de aquí. Mi ira arderá mucho tiempo y tal vez nos
encontremos de nuevo, pero ahora me habéis vencido y debo permitiros marchar».
Llegados a palacio, el rey se alegró de tal modo por recuperar a su hija, que perdonó
su abandono, y en agradecimiento por el favor de Tam al no apresarla para la reina
del bosque, le concedió su mano y vivieron felices para siempre.
Las tres mujeres asintieron, pero con expresión severa.
—Tu relato ha descuidado varios matices —dijeron—, pero lo has contado bien
en general y vemos que comprendes la paradoja de que tres peligros sean el mismo
peligro y que, por consiguiente, comprendes el significado de la trinidad.
Fue en ese momento cuando la verdad se tornó diáfana en la mente de Divea.
—Comprendo.
—¿Comprendes? —preguntaron las tres voces.
Divea se limitó a asentir. Había comprendido pero era la suya una comprensión
zarandeada por una vorágine de dudas. Mientras, le dominaba un sentimiento vago de
ser observada desde algún punto que no conseguía localizar, igual que le había
ocurrido ya varias veces en los bosques cuando su grupo era vigilado por los
servidores de los druidas. Por si acaso, y respondiendo a un impulso completamente
irracional, puesto que no había un druida a la vista ni, mucho menos, había sido
llevada ante la eterna Morgana, extrajo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el
cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y según los mostraba fue pronunciando las
tres frases rituales.
Las tres mujeres sonrieron, ahora parecía que de verdad.
Como un rayo, cayó sobre la mente de Divea la convicción que no iban a llevarla

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a otra estancia a hablar con la druidesa eterna y que el templete, aunque de piedras
raras y muy ornamentadas y a pesar de no encontrarse al aire libre en un bosque, era
en realidad un nementone.
—Bien —dijeron las tres mujeres al unísono—, si has venido aquí en busca del
saber de Morgana, debemos discutir si lo mereces, pero sólo porque te muestras
dispuesta a asimilarlo; si hubiéramos descubierto tu incapacidad, habríais sido
arrojados al abismo. Sentaos los siete en aquel rincón, y esperad nuestro veredicto.

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74

—N O HE COMPRENDIDO nada —dijo Conall.


Esperaban sentados en unos troncos que, a modo de taburetes, les habían ofrecido
los hombres sin rostro, y se hallaban en el rincón más alejado del templete del
esqueleto con armadura de oro.
—Porque no lo has intentado —repuso Divea con tono de reproche—. Debes
esforzarte más, Conall, porque si tuviésemos la fortuna de salir de aquí con bien,
nuestro viaje se acerca al final. Y nunca dejes de tener presente que el bardo Tito es
casi tan anciano como mi bisabuelo. Ni a Tito ni a Galaaz les queda mucho tiempo.
—Yo tampoco he comprendido —era el gálata quien lo declaraba.
—Pero en ti la incomprensión no tiene la misma importancia, Fergus. Conall está
preparándose para profesar de bardo. Por ello, tiene obligaciones, y hasta los genios
sudan para conseguir sus metas.
—Nosotras somos sacerdotisas —arguyó Nuadú señalándose y señalando a
Dagda—, y tampoco hemos comprendido. ¿No puedes aclarárnoslo?
La futura druida suspiró hondo antes de responder:
—Morgana tiene y no tiene quinientos años.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fergus.
Conall no se atrevió a pronunciar la misma interrogación. Sabía que había
enrojecido a causa de los reproches de Divea, pero lo peor era su incapacidad de
aclarar para su pensamiento las crecientes contradicciones de su pecho.
—No vamos a ser llevados ante la presencia de la Morgana que vivió hace
quinientos años —aclaró Divea—, porque no existe. La druidesa eterna no es un
cuerpo que no muere, sino una institución, de ahí que haya nacido la leyenda de la
eternidad. Es la condición de druidesa lo que ha permanecido inalterable todo este
tiempo, y la heredan de madres a hijas. Las tres mujeres sentadas en lo que es
realidad una clase diferente de nementone, desconocida para nosotros, y ante el
monumento más extravagante al amor de madre que he visto jamás, son abuela,
madre e hija, descendientes directas las tres de Morgana. Supongo que forman una
trinidad para que el saber de la Morgana primitiva se transmita sin vacilaciones ni
errores. Entre las tres, al unísono, aseguran la preservación del legado de la gran

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druidesa.
—Pero no sólo muestran saber… —murmuró Fomoré con la cabeza agachada por
temor a que alguien pudiera leer sus labios de lejos.
—¿Estás pensando lo mismo que yo, Fomoré? —musitó Divea casi sin mover un
músculo de la cara.
—Creo que sí. Éste es un lugar real, podemos tocar la piedra, que es fría y dura
como corresponde a la piedra. Pero todo parece irreal, empezando por las dificultades
sostenidas e incomprensibles de encontrar el lago y siguiendo por la negrura casi
sobrenatural de la roca bajo la que estamos ahora. Llevo muchos años obsesionado
con la necesidad de encontrar explicación a las cosas que, en apariencia, no la tienen,
y creo que cuanto aquí ocurre podría tener una explicación sencilla. O, mejor dicho,
dos. Los celtas, al contrario que otros pueblos, vivimos en contacto con los misterios
de la Naturaleza, que está repleta de arcanos a los que los hombres han ido
encontrando poco a poco explicación a lo largo de los siglos, y así tendrá que
continuar siendo en el futuro hasta que todo sea desvelado, porque es
incomparablemente más lo que ignoramos que lo que sabemos. No obstante, fuimos
casi siempre nosotros los primeros en desentrañar los misterios que, hasta ahora, han
hallado solución. Pero pudiera ser que algún celta hubiera llegado aún más allá de lo
que sabemos y se lo haya callado. Si así fuera, todo lo que ocurre aquí quedaría
aclarado. Mi primera explicación es que este encierro de tantos años puede producir y
seguramente habrá producido locura; la segunda, que Morgana y sus sucesoras hayan
descubierto efectos y facultades en la materia que los demás no conocemos todavía.
Combinando la locura con los conocimientos ignorados, todo lo que nos ha ocurrido
en ese bosque de ahí fuera y cuanto ocurre aquí podría ser explicado y resultar de lo
más lógico.
Divea apretó un poco los labios. Coincidía con Fomoré en el sentido general de su
idea, pero discrepaba de su escepticismo. Aunque todos los misterios pudieran hallar
explicación algún día, ella opinaba que los hombres necesitarían de todos modos
mantener viva su capacidad de maravillarse y creer en la magia de la sobrenaturalidad
inaprensible.
—¿Quién estaría preso de esa locura que dices? —preguntó Conall a Fomoré.
—Todos. Y esas tres mujeres que Divea considera descendientes directas de
Morgana, las primeras.
—Entonces, estamos perdidos —opinó Conall.
—No lo estaremos —aseguró Divea—, si usamos nuestro ingenio. Oíd lo que
haremos.

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75

FUERON LLAMADOS de nuevo a la presencia de las tres mujeres sentadas ante


el monolito del nementone. Aunque todo permaneciese igual, casi todo había
cambiado. Las cortesanas que, a su llegada, cotorreaban y deambulaban sin orden
alrededor del templete, ahora habían formado un círculo perfecto y Fomoré pudo
contar que totalizaban cuarenta y nueve. Habían sacado de algún sitio gran cantidad
de muérdago para colgarlo en las siete columnas. Por último, los hombres sin rostro,
alineados a lo largo de las cuatro paredes, se habían sentado en el suelo en los
mismos lugares, con las cabezas reclinadas sobre sus rodillas y las espaldas apoyadas
en la piedra.
Las tres mujeres dijeron al unísono:
—Divea, vuelve a mostrarnos los tres símbolos claves y recítanos de nuevo las
plegarias.
La futura druidesa extrajo la cruz celta que representaba el árbol como marca de
Karnun, el cascabel que refrenaba con su tintineo los impulsos belicosos de Ogmios y
el anillo de bronce con una figurilla de hombre que apoyaba manos y pies en el aro
que simbolizaba la obra de los dioses. Al mismo tiempo, fue recitando las tres frases
muy cerca de los tres asientos para que sólo ellas pudieran escucharla.
Al finalizar, las tres movieron la cabeza con aprobación.
—Hemos decidido otorgarte el saber que has venido a buscar, con la condición de
que nunca olvides que te costaría la vida repetir para otros oídos un solo dato de los
que vas a conocer ahora. ¿Estás segura de desear correr el riesgo?
Divea asintió.
—¿Estás segura de que tus labios permanecerán sellados por toda la eternidad?
Divea volvió a asentir.
—Que todos los presentes ensordezcan —ordenaron las tres.
En el primer instante de incomprensión del grupo de Divea, nada ni nadie se
movió, ni ocurrió cualquier cosa que pudiera corresponderse con la extraña orden.
Pero unos momentos más tarde, apareció por el túnel de la entrada una fila de
muchachas de edades comprendidas entre los diez y los quince años, todas ataviadas
con túnicas blancas que sólo les llegaban a la rodilla, y coronadas de hermosas flores

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recién cortadas. Todas portaban pequeñas bandejas de plata. Fomoré las contó;
cuarenta y nueve.
A excepción de los hombres sin rostro, fueron acercándose uno a uno a todos los
presentes para introducir en sus oídos las bolas de cera que portaban en las bandejitas.
A todos, menos a Divea. Por consiguiente, ninguno de los seis acompañantes pudo oír
ni el más leve sonido de cuanto ocurrió a continuación.
De modo que les parecía que ocurriesen en una ensoñación y no en la realidad el
movimiento de los labios de las tres mujeres y los ademanes de Divea. La mayor de
las tres era la que más hablaba y parecía que ahora no lo hicieran nunca al unísono,
porque a largas parrafadas de la abuela seguían frases más cortas dichas a dúo por
madre e hija, como si pronunciasen jaculatorias que redondearan el discurso central
de la abuela. Al mismo tiempo, y siguiendo la misma cadencia de las palabras que no
podían oír, Divea se arrodillaba en el suelo, se volvía a poner de pie, a continuación
se tendía boca abajo y se alzaba prestamente para quedar, de nuevo, de rodillas.
Fomoré creyó contemplar una representación teatral de la locura de las tres
descendientes de Morgana. Fergus siguió todas las evoluciones con fervor,
convencido de presenciar la más hermética de las ceremonias en honor de los dioses.
Brigit trataba desesperadamente de leer los labios de la abuela, pues con los oídos
sentía que le hubieran taponado las demás facultades. Naudú y Dagda mantuvieron
todo el tiempo la cabeza inclinada sobre el pecho, en señal de respeto y veneración.
Con mayor desesperación que Brigit, Conall intentaba descifrar alguna frase que
pudiera servirle para el futuro que se había marcado.
Transcurrido un tiempo que a todos les pareció exagerado, vieron que las tres
mujeres daban una palmada simultánea que puso en movimiento, de nuevo, al cortejo
de las cuarenta y nueve muchachas. Desfilaron otra vez entre las cortesanas y los seis
compañeros de Divea, y fueron extrayéndoles las bolas de cera.
—Ahora —dijeron las tres a coro—, recibe este presente que deberás guardar el
resto de tu vida.
La abuela depositó en las manos de Divea un pectoral de oro grabado
profusamente con círculos y grecas celtas.
—A cambio, entréganos ese torques que luces.
Divea dudó unos instantes. El torques de plata maciza que le había regalado
Goibniu era el objeto más bello y valioso que hubiera poseído jamás. Según las
costumbres celtas, constituiría una ofensa muy grave contra el generoso druida dar a
otro lo que él le había obsequiado. Por lo tanto, posó la mano sobre su cuello
abarcando la parte más ancha del collar e inclinó la cabeza.
—Niña, no me hagas perder la paciencia —dijo la abuela, hablando sola—. Dame
de una vez el torques.
Como respuesta, Divea le tendió la mano izquierda con el pectoral de oro,
intentando que lo volviera a coger. Sentía desgarro interior, porque también el
rechazo de un regalo era una ofensa, pero ocurrió lo más inesperado. La abuela

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sonrió, aunque muy levemente, antes de decir:
—Veo que eres humilde y respetuosa de la tradición. Y observo con gran
complacencia y dicha que careces de ambición. Por lo tanto, puedes quedarte el
torques de plata y también el pectoral de oro. Póntelo.
Divea se dio cuenta de que todo había terminado y ahora tenían que afrontar los
siete el destino que ellas les hubieran asignado, y sospechaba que no sería el mismo
para los siete; sobre todo, para los hombres. Tenía que comenzar a poner en práctica
el plan.
—¿Puedo suplicaros, excelsa druidesa, un último favor?
Vislumbró enfado en los tres pares ojos, pero procuró permanecer serena.
—¿No crees que estás abusando de nuestra paciencia?
—Ruego que me perdonéis si así fuera. Pero es tan inmensa vuestra sabiduría,
que no querría abandonar este maravilloso reino sin conocer de vuestros labios la
explicación de un último enigma.
—La vida y el mundo están llenos de enigmas. ¿A cuál te refieres?
—Sólo podría preguntároslo arriba, en el embarcadero.
Las tres se miraron entre sí. Parecía ser bastante insólito que salieran al aire libre,
por lo que Divea añadió:
—Los celtas nos hemos adelantado a los demás pueblos en el conocimiento físico
de la materia porque nos hacemos preguntas y nos las respondemos desde el principio
del tiempo bajo el amparo del firmamento, enfrentados a la Naturaleza. Vos sois la
druidesa más sabia y longeva del mundo, por lo tanto no quiero ni imaginar siquiera
que podáis temer al aire libre. Mi corazón no podría soportar la decepción.

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76

POR SI LAS TRES poseyeran facultades telepáticas, Divea subió la escalera tras
ellas tratando de no pensar más que en cuestiones materiales y visibles, en vez de los
pasos que debían dar ella y los seis para materializar su plan de huida; cuando notaba
que su mente se inclinaba hacia la resolución del problema, se afanaba en recitar
mentalmente alguna de las ripiosas canciones del bardo Tito, mientras fijaba los en la
brillante y riquísima ropa de las tres mujeres, el basto y pestilente tejido de las túnicas
de los hombres sin rostro, la enormidad horripilante de las lanzas que portaban, el
negro sin reflejos de la piedra según se acercaban al exterior, las sandalias de hilos de
oro trenzados que calzaba la nieta, los zapatos de piel de armiño de la madre y las
babuchas recubiertas de pedrería de la abuela.
Al reaparecer en el embarcadero, se encontraron con que iba a anochecer al poco
rato. Divea trató angustiosamente de recordar la fecha, para determinar si tendrían
Luna llena o, al menos, un creciente o un menguante que les ofreciera alguna luz para
la huida, pero los esfuerzos de no revelar su pensamiento la habían bloqueado. Tal
como pronosticara Brigit durante el conciliábulo con sus seis compañeros, las tres se
situaron en línea. La abuela en el centro, a su derecha la madre y a la izquierda, la
hija. Era la más joven, por consiguiente, la que se encontraba al borde del agua.
Además de los seis compañeros del grupo, sólo habían subido con ellas dos hombres
sin rostro que ni siquiera terminaron de salir al exterior, permaneciendo más allá del
arco, en los dos primeros peldaños de la escalera como si hubiese fuera algo que no
eran capaces de afrontar. El barquero continuaba encogido en la barca, con la cabeza
agachada bajo el manto como si debiera protegerse del aire libre.
—¿Qué enigma es el que deseas aclarar, Divea? —Las tres volvían a hablar a
coro.
—Por qué la luz no escapa ni es reflejada por esta roca tan inmensamente negra,
que sin duda debe de tratarse de uno de los secretos más importantes y ocultos del
mundo. Pero antes de que me respondáis, quisiera que oigáis a la más prodigiosa de
mis compañeras, Brigit. Habéis de saber que posee facultades que los dioses otorgan
a muy pocos elegidos. Mientras aguardábamos el comienzo de vuestras enseñanzas,
ella me expresó vaticinios sobre vosotras tres que me parecen veraces y que, tal vez,

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os gustaría oír.
Las tres se miraron entre sí con perplejidad y, luego, asintieron.
Brigit se aproximó a la madre con las palmas de las manos vueltas hacia ella.
Hizo una genuflexión y, flexionada, sin alzar la cabeza, dijo:
—Tu sabiduría apenas tiene límites. Alcanza a cuanto existe sobre la tierra, bajo
ella y en el aire. Cuanto ampara el firmamento te ha sido revelado. Pronto alcanzarás
y hasta superarás la ciencia de tu madre. Pero hay algo que ignoras.
Las tres miraron a la sibila con enojo trufado de asombro.
—Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
La nueva pausa de Brigit pareció enfurecerlas de impaciencia.
—Yo afirmo que antes de dos solsticios de verano, habrás de ver nacer una
hermosa niña de esta hija tuya. Antes de dos solsticios tendrás entre tus brazos a la
más bella de las nietas.
La madre sonrió casi imperceptiblemente, pero en sus ojos había un fulgor de
felicidad. Brigit se acercó a la abuela, de nuevo mostrándole las palmas de sus manos,
y realizó una genuflexión aún más profunda. No alzó la mirada para decirle:
—Tu sabiduría es la mayor del mundo. Nadie existe entre los mortales que supere
la dimensión inabarcable de tu ciencia. Nadie, salvo tu propia hija, que habrá de
igualarte antes de siete solsticios de verano. Pero hay algo que ignoras.
La abuela no se dignó enfadarse siquiera; sonrió con suficiencia algo jactanciosa.
—Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
Ahora, la impaciencia de las tres estaba desprovista de furor.
—Yo afirmo que te verás agarrotada por la duda antes de tres solsticios de verano,
porque tu nieta parirá un varón…
Los ojos de las tres se desorbitaron. Brigit continuó:
—Tu nieta parirá un hermoso varón, heredero de las gracias y la inteligencia de
Mordred, y de la caballerosidad y arrogancia de Arturo. Como con tu sabiduría
inmensa sabrás reconocer sus virtudes al instante, dudarás más de dos lunas junto a
ese bisnieto como jamás has dudado.
—¿Y qué ocurrirá después de esas dos lunas? —preguntaron las tres a coro.
—La madre Dana me niega ese conocimiento. Por más que lo he intentado toda la
tarde, no consigo ver vuestra actuación posterior.
Brigit volvió a inclinarse en reverencia ante la abuela y, a continuación, fue a dar
un paso hacia su derecha para repetir la genuflexión ante la nieta. Pero por lo
pulimentado del suelo y la humedad del relente, fingió resbalar y fue a chocar contra
el cuerpo de la muchacha. Cayeron las dos en el agua. Brigit simuló no saber nadar y,
por si acaso, tenía sujeta la ropa de la joven bajo el agua, de manera que tampoco ella
pudiera hacerlo. Ambas manoteaban entre alaridos y los tres hombres se lanzaron al
agua. Mientras sujetaban a la nieta Fomoré y Fergus, dijo Conall:
—Divea, Dagda y Nuadu, bajad a la barca, para que podáis sacar entre las tres a
esta joven.

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Tal como Divea esperaba, los únicos dos hombres sin rostro que habían subido
con ellas permanecieron más allá del arco negro, inmóviles en los dos escalones,
aunque parecían torturados por el obstáculo que les incapacitaba para abandonar el
refugio. El barquero ni siquiera había alzado la cabeza. La abuela y la madre tenían
expresiones de terror y parecían no saber qué hacer. Por lo tanto, nadie impidió que
las tres mujeres abordaran la barca. Sacaron prestamente a la muchacha, pero
escenificando la pretensión de consolarla y parar sus tiritones simulaban palparla
sujetándola con firmeza. En seguida, subieron a bordo los tres hombres y Brigit.
Cuando ya se encontraban todos en la barca, Fergus y Fomoré preparados junto a los
remos mientras Conall sujetaba al barquero, Divea se alzó y dijo:
—Sabia Morgana, la eterna, la de las tres personas, la trinidad perfecta. Debo
agradecerte con todo mi corazón el saber que me has entregado y todos en el mundo
conocerán la dimensión inimaginable de tu generosidad y tu ciencia. Pregonaré tu
gloria en Gales, Hibernia y a mi regreso a Hispania. Ahora, tenemos la obligación de
marcharnos, porque nosotros siete somos como vosotras, indivisibles, y debemos
culminar juntos nuestro viaje. Con objeto de iluminar nuestro tránsito hasta la salida
de vuestro reino, hemos de llevar con nosotros a esta estrella inigualable, esta parte
indisoluble de vuestra trinidad. Nos acompañará en la travesía del lago, y también
atravesará con nosotros el bosque, para que ni los aromas ni los hombres sin rostro
obnubilen ni entorpezcan nuestro viaje. La dejaremos en la linde del bosque con
todos los honores y con todo nuestro afecto.

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Cuarto Libro

Entre Galeses e Hiberneses

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LA TRAVESÍA fue tan corta, que cuando entraron en una tranquila bahía del sur de
Gales les pareció que continuaban todavía en Anglia. Con las ocupaciones de a bordo
y el cuidado de los animales, ni siquiera les había dado tiempo de disfrutar ni
regodearse del triunfo aparente contra los poderes de Morgana, la triple druidesa
eterna. Ninguno preveía que fuesen a padecer consecuencias de la burla, porque
habían abandonado sana e intacta a la tercera de la trinidad en la linde del bosque
alucinante.
Mediaba el verano, por lo que Divea y Conall disponían tan sólo de dos lunas
para culminar el viaje de iniciación antes de que las veleidades imprevisibles del
otoño encresparan de modo insuperable las olas del mar, para volver de ese modo sin
percances a su bosque del castro de Santa Tecla. Si no querían verse obligados a
postergar el regreso hasta la primavera siguiente, tenían que darse prisa pero sin dejar
de cumplir todas las metas que les habían ordenado.
Fomoré permaneció parte de la travesía al lado del timón, simulando ayudar al
gálata, aunque lo que quería en realidad era conversar acerca de Conall.
—Tengo pálpitos muy inquietantes sobre ese muchacho, Fergus. Pero no querría
incurrir en irrespeto a Divea ni complicar al grupo con ninguna situación
desagradable. ¿Sigues convencido de que no es agua limpia?
—Bueno… La verdad es que durante la treta con que vencimos a Morgana,
Conall se comportó correctamente, y quizá seamos demasiado injustos sospechando
de él. Pero allá en Galacia, cuando nuestro bosque estaba vivo aún, decía mi abuelo
que un pálpito puede ser mil veces más certero que todas las palabras de un libro. Tú
tienes ese barrunto y yo también lo he tenido muchas veces, de manera que tal vez
habría que atajar el mal si es que existe en su pensamiento.
—¿Y si lo sometiéramos a una prueba? —sugirió Fomoré.
—Si a ti, que tan sabio pareces, se te ocurre alguna y necesitas que yo te ayude, lo
haré gustoso.
—Se me ocurren varias. Te propondré alguna según lo que nos encontremos en
tierra, sobre todo en ese bosque de Tywi que Divea está obligada a recorrer. Partholon
le habló de un riachuelo del que dicen que es la fuente de la juventud eterna, lo que a

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todos podría sernos muy provechoso. ¿Tú sigues con tu propósito de quedarte en
Hibernia para siempre?
—Ése era mi plan desde que me apoderé del dromon. Pero en ese tiempo han
ocurrido dos novedades. Primera, he descubierto que el clima en estas islas es
demasiado brumoso y frío en relación con el de mi juventud, lo que me hace dudar;
en segundo lugar, y mucho más importante, deseo pasar el resto de mi vida junto a
Brigit y todavía no le he preguntado dónde querría permanecer. Ya veremos.
—De todos modos —sugirió Fomoré—, no sería mala idea que nos enseñases a
navegar a los demás, por si decidieras finalmente quedarte en Hibernia. Además, allí
convendría reclutar a hombres que quisieran viajar con nosotros como remeros en
este navío tan grande, a ver si pudiéramos hacer la travesía directamente hasta mis
bosques del Fin de la Tierra.
—Tal como se comportaba el océano cuando salimos del abrigo de la tierra de las
piedras clavadas, creo que esa travesía directa sería muy peligrosa.
—Creo que con tu experiencia y unos cuantos hombres más, no correríamos
peligro. Pero aún sin ti habría que intentarlo. Noto en Divea impaciencia por volver
cuanto antes, así que supongo que cuando culmine la enseñanza con algún druida de
Hibernia, deseará regresar lo más rápido que sea posible.
Dejaron de hablar de Conall el resto de la travesía. Cuando vararon el dromon en
un rincón donde el mar parecía el embalsamiento de un río, ambos hombres se
miraron varias veces sabiendo ambos en lo que pensaban, pero sin hablar de ello.
—¿Qué nos toca hacer en este país, Divea? —preguntó Fergus mientras
descargaban el carro del dromon.
—Bastará con encontrar a un druida —respondió Divea— cuyo bardo pueda
recitarnos entero y sin fallos al menos uno de sus poemas, que denominan mabinogi.
Pero no sé si habría de recibir aquí nuevos conocimientos, puesto que tanto ignoro.
Sin embargo, siento que no me falta mucho para poder atreverme a recibir en mi
cabeza las palmas de las manos de Galaaz, mi bisabuelo que, si no el más sabio, es
por lo menos el druida más bondadoso que conozco.
Una vez que aseguraron el dromon en un lugar recóndito, a salvo de miradas
ambiciosas y, por lo tanto, de asaltos, emprendieron el camino bajo la convicción de
que la visita a Gales no iba a prolongarse mucho. En el momento de largar riendas de
sus caballos, Fomoré y Fergus cruzaron una mirada de inteligencia mientras el
primero señalaba con el mentón a Conall.

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CRUZARON EXTENSAS ondulaciones de colinas muy verdes alternadas con


algunos páramos amarillentos, pero notaron pronto a lo lejos la cercanía de bosques
extensos y feraces, donde los ríos y los lagos debían de abundar.
—Se me ha ocurrido una idea en relación con Conall —dijo Fomoré,
emparejando su montura con la de Fergus.
—¿Qué debo hacer yo?
—Todavía, nada. Esa idea sólo podría funcionar si el druida del bosque de Tywi
aceptase ayudarnos, lo cual no me parece que sea demasiado difícil de conseguir si
esgrimimos la necesidad de proteger a una futura druidesa. Por si acaso se
confirmaran nuestras sospechas, sería mejor que lo pongamos en práctica únicamente
después de visitar ese legendario río de la juventud eterna.
—¿Por qué, Fomoré? No comprendo.
—Si hemos de expulsar a Conall de nuestro grupo, lo conveniente sería hacerlo
cuando ya estemos a punto de partir hacia Hibernia, para no brindarle oportunidad ni
tiempo de maquinar su venganza.
Les bastó algo más de media jornada para alcanzar el bosque, umbroso pero no
lóbrego, húmedo y colmado de rumores, pero no tétrico. Los robles eran abundantes,
cubiertos de musgo que llegaba a colgar sobre sus cabezas, y grandes afloraciones de
muérdago; también vieron pinos de troncos rectilíneos, iguales a los de Anglia, y
numerosos acebos, avellanos y saúcos entre otras especies a las que no consiguieron
poner nombre. Tras un recorrido bajo la fronda no muy prolongado, tardaron poco en
presentir que eran observados por varios ojos, pero no se ocultaban con tanto cuidado
como en la entrada a los bosques de los países que ya habían visitado. Los siete
pudieron entrever las siluetas de tres figuras y ni siquiera estaban demasiado lejos.
Sin embargo, Divea actuó según su costumbre. Se alzó en el pescante y mostró con la
mano izquierda la piedra grande de Galaaz y con derecha, la pequeña de Partholon.
En vez de acercárseles un hombre solo, fueron tres los que lo hicieron. En el
centro, el que sin duda sería el gran druida de todo Gales, a juzgar por la riqueza de
su atuendo; un hombre de pelo y barba completamente blancos que tendría más de
setenta años. Junto a él y a su derecha, el bardo, un hombre todavía joven, de aspecto

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agradable y robusta complexión, que cargaba la lira en su espalda como si fuese un
carcaj. A la izquierda, un muchacho a quien no supieron atribuir rango ni función,
porque era excesivamente joven para ser el sirviente personal del druida y vestía
demasiado bien, un atuendo que sugería condición de guerrero pero muy vagamente,
ya que la ligera coraza sobre su pecho aparentaba ser de plata y estaba ornamentada
con grabados muy bellos; el resto de la vestimenta sugería condición principesca.
Sin cambiar su posición al sofrenar Conall a los animales, Divea dijo:
—Mi nombre es Divea, vengo de Hispania en mi viaje de iniciación para merecer
la consagración de druidesa. Éste es Conall, que también se inicia como bardo. Ahí, a
la izquierda, vienen el gálata Fergus y la polaca Brigit. A la derecha, se acercan
Fomoré, Dagda y Naudú; los tres son hispanos como yo. Salve, venerable druida.
—¿Tienes algo que mostrarme y decirme, bella muchacha?
Como respuesta, Divea descendió del carro y se acercó junto al caballo, del que
druida se apeó con la ayuda del joven. La futura druidesa fue extrayendo de su ropa la
marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, mientras iba
recitando las fórmulas ceremoniales al oído del druida.
Terminado el formulismo, dijo el hombre de cabellos resplandecientes de tan
blancos:
—Mi nombre es Llyfr y soy el druida de este bosque y los de alrededor. Mi
compañero bardo se llama Hergest y éste es Dydfil, mi hijo. Sed bienvenidos al
bosque de Tywi, la tierra deseada. Dime, hermosa Divea, lo que pretendes aprender
de mí.
Divea bajó la cabeza.
—Lo que vos, señor, halléis que merezco saber.
El druida sonrió casi a punto de soltar la carcajada.
—Veo que te han educado bien y que tú lo has aprovechado mejor. Emprendamos
el camino de regreso a nuestro nementone. Para amenizar el recorrido, Hergest, te
ruego que recites a esta bellísima druidesa uno de nuestros mabinogi.
—¿Cuál, señor?
—El de Pwyll creo que les interesará a ella y sus compañeros, y los entretendrá
durante la cabalgada.
Mientras organizaban el cortejo para emprender la marcha, Dagda cambió su
montura por el puesto de Divea en el pescante, para que la futura druidesa pudiese
cabalgar al lado del bardo. Con objeto de controlar la montura durante el recitado, el
joven Dydfil tomó las riendas del bardo y éste desenganchó la lira, para comenzar en
seguida a tañerla.
A la segunda estrofa, los siete se sintieron cautivados por la voz. Hergest cantaba
en un registro altísimo, sin dejar de ser su tono como seda que acariciara las hojas de
los árboles bajo los que transitaban. A los siete les dio la impresión de que todos los
animales del bosque se hubieran detenido, callando para oírle. Pero si deliciosa era la
voz y la melodía, más se lo pareció el romance.

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Contaba que un caballero llamado Pwyll había salido a cazar y se desorientó en
un lance, persiguiendo a la jauría, que perdió de vista. Cuando trataba de reencontrar
a sus compañeros de montería y a sus animales, el caballo que montaba corcoveó
medio espantado al ver aparecer un corzo acosado por una jauría enloquecida de
perros que no eran normales, pues aunque el pelaje era blanco como el alba, sus
orejas eran iguales que brasas ardientes, y como los galeses creen que el pelo rojo da
mala suerte…
En este punto, el bardo vaciló un instante, mirando de reojo la hermosa y
exuberante melena cobriza de Brigit, que le cubría más abajo de su cintura. Sonrió
levemente, alzó los hombros a modo de disculpa, y continuó.
Pwyll eludió acercarse a esa jauría, pero ya había traspasado las lindes del reino
de Annwn, llamado «Tierra de Muertos», y se encontró de pronto envuelto por la
niebla, entre la que llegó ante él un hombre que cabalgaba muy lentamente, como en
un sueño. Sin quitarse el reluciente yelmo de plata, le preguntó con voz que parecía
sonar desde muy lejos: «¿Por qué no habéis cazado ese corzo que tuvisteis a tiro?
Habéis permitido que escape». Apurado, Pwyll se disculpó: «Siento mi torpeza. Si en
algo pudiera serviros para complaceros os prometo que lo haré». El desconocido
repuso: «Me llamo Arawn y soy el rey de estas tierras. Acepto vuestra oferta. El
destino ha querido que os encuentre, pues hay un gran favor que podéis hacerme». El
rey Arawn, sabiéndolo prisionero de la promesa, le dijo a Pwyll que en el plazo de un
año habría de batirse en duelo en su lugar, contra un caballero que se había apropiado
de tierras que le pertenecían. Como había dado su palabra, Pwyll aceptó. El rey le
dijo que, entretanto, debían intercambiar sus identidades. Cada uno de ellos tomaría
la apariencia y el lugar del otro hasta que se dirimiese el duelo. Aceptó también Pwyll
esta extraña condición y se dispuso a tomar el puesto del rey Arawn, quien, tras la
despedida, le alcanzó a galope un momento más tarde para advertirle de que el
caballero con quien habría de batirse debía ser vencido de un solo golpe, pues si le
daba el de gracia reviviría aún más fuerte. Al fin se separaron y cada uno se dirigió a
la morada del otro. Así, tuvo que disponerse Pwyll a gobernar un reino que no era el
suyo, con la ropa de Arawn y simulando ser él. Pero se presentó un problema;
después de atender durante el primer día los asuntos de estado, al llegar a la alcoba
esa noche, la esposa de Arawn, creyendo que era su rey, le invitó a tomarla en el
lecho. Pwyll la halló seductora y hermosa, pero su compromiso era gobernar, no
mancillar la honra del rey, de manera que rehusó a pesar de los ruegos de la reina. Así
fue todas las noches durante el largo año comprometido, de modo que cuando llegó la
hora del duelo, Pwyll sintió que llegaba su liberación. Se batió con el horrendo
enemigo de Arawn, a quien rindió con el primer golpe. Caído en el suelo el enemigo,
suplicó a Pwyll que lo rematase para dejar de sufrir. Compadecido, estuvo a punto de
satisfacer el ruego, pero recordó a tiempo la advertencia del rey Arawn y no lo hizo.
Al vencer en el duelo, recuperó para éste las propiedades que le habían robado, y
entonces reapareció de súbito el rey, sonriendo con gran contento. Expresó a Pwyll su

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satisfacción y gratitud, y ya superado el compromiso, recuperaron sus verdaderas
identidades. Ambos se sintieron satisfechos de la conducta del otro, pues los dos
recibieron informes favorables de cómo habían sido gobernados los respectivos
asuntos durante ese año. Mas cuando Arawn se reunió con su esposa esa noche,
nostálgico de su calor la abrazó y la besó con mucha pasión, pero ella rehusó sus
caricias. Al preguntar el rey por qué lo hacía, ella le respondió que correspondía así
su frialdad, mantenida durante un largo y desconsolador año. De tal modo
comprendió Arawn la extraordinaria prueba de lealtad que Pwyll le había dado y que
por lo tanto no podía haber amigo mejor en el mundo. Desde entonces, Ambos
mantuvieron la más estrecha y afectuosa de las intimidades hasta el fin de sus días.
Todos rieron muy complacidos. Fergus le dijo a Brigit:
—Ya sabes que si una noche te niego mis mimos, tal vez sea porque yo no soy yo.
Ahora, rieron a carcajadas.
Mas cuando llegaron al nementone, los siete sintieron inquietud, asombro
mientras crecía en sus pechos la impresión de ser intrusos.

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DESCABALGARON tratando de que nadie notara que se sentían muy incómodos


y sumamente inquietos por el cerco de miradas. Muchas personas habían ido saliendo
de sus casas al escuchar que el bardo Hergest regresaba cantando, pero en cuanto
veían al grupo se sumaban a un corro que fue creciendo muy rápido, y cuando Divea
y los otros seis fueron a situarse en el círculo sagrado para la ceremonia de acogida,
el corro era una multitud, sobre todo de mujeres y niños que les miraban como si
pudieran traspasarles con los ojos. Asombrosamente, todas las mujeres en edad fértil
estaban embarazadas.
El nementone era de una hermosura extraordinaria. En vez de las pesadas piedras
que componían el de Partholon en Brocelandia, el del bosque de Tywi había sido
construido imitando un primoroso cenador de jardín principesco. Las piedras del
círculo formaban una especie de balaustrada, pues en vez de reposar directamente en
la tierra lo hacían sobre cilindros de mármol muy trabajado, que descansaban
incrustados en una losa circular semienterrada en la tierra. En el centro del gran
espacio que abarcaba el nementone, el ara consistía en una muy gruesa y sólida
columna con acanaladuras de estilo griego y de cuatro palmos de altura, alzada sobre
una primorosa basa labrada con figuras de hojas y bayas de muérdago que, a su vez,
se sostenía sobre una amplia plataforma circular de mármol blanco. El capitel de la
columna, también profusamente decorado con muérdago, soportaba el amplio vuelo
del ara propiamente dicho, una gran piedra circular semejante a una fuente, con una
muesca en el borde para que la sangre fuese vertida. Ninguno de los siete había visto
nunca nada tan hermoso.
Pero les abrumaba tanto el cerco de miradas, que no supieron qué hacer ni hacia
donde dirigir sus ojos mientras cuatro sacerdotisas vestían al druida Llyfr con una
riquísima túnica blanca de seda bordada con hilo de plata, sobre la que le colocaron
una aparatosa capa de pieles de armiño.
A pesar de estar amenizado el acto con la música y las canciones del bardo, les
pareció que el druida abreviaba el rito para dar paso en seguida a la festiva comilona,
que habían dispuesto con celeridad pasmosa.
—Es asombroso —murmuró Dagda en el oído de Dydfil, el hijo del druida, que

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comía a su lado.
—¿El qué?
—Las prisas con que han preparado este banquete.
Dydfil miró alrededor, como si tratara de ubicar lo que sorprendía a la bella
sacerdotisa.
—No han sido tantas las prisas —dijo volviendo los ojos hacia ella—. Todo
estaba dispuesto desde esta mañana; en realidad, no es demasiado extraordinario en
relación con lo que es habitual. Nuestras comidas nunca son demasiado distintas de
ésta. La principal diferencia es lo mucho que han decorado las mesas con flores y
muérdago, en vuestro homenaje.
—¿Lo teníais dispuesto desde esta mañana? —preguntó Dagda con incredulidad
—. ¿Sabíais que veníamos?
—Todo Gales sabe que habéis llegado. Se os vio varar en la playa, guardar el
navío, desembarcar la carreta y los animales y encaminaros hacia aquí. De todo
fuimos informados paso a paso y por eso acudimos a recibiros.
—¿Tan poderosos son vuestros adivinos?
—¿Adivinos? —Dydfil se echó a reír—. ¡Oh, no! Nos comunicamos a grandes
distancias, de colina en colina y de monte en monte, transmitiéndonos códigos con un
juego de espejos de plata, de manera que los mensajes circulan por toda nuestra tierra
en pocos instantes.
—¿Cómo sabían vuestros informadores que éramos celtas?
—¿Es que supones que podéis ser confundidos con otra clase de gente?
De nuevo rió Dydfil, ahora a carcajadas. Dagda no sabía qué pensar. Parecía
gente muy gozosa de vivir, sin preocupaciones, y sin embargo Partholon les había
comentado que tanto en Anglia como en Gales se producían graves persecuciones
contra los celtas, así como deserciones masivas. Aunque con algo de temor a incurrir
en descortesía, Dagda le preguntó a Dydfil:
—¿Cuál crees que será la razón de que tu pueblo nos mire con tanta fijeza, sin
dirigir sus ojos ni a tu padre ni al bardo, ni a ninguna otra cosa, ni siquiera lo que
están comiendo?
El muchacho volvió a reír.
—No os miran. La miran.
—¿Qué quieres decir?
—Esa mujer que se sienta al lado del hombre que está junto a ti. Existen entre
nosotros muchas consejas sobre los perjuicios y la mala suerte que causa el pelo rojo.
A todos nos produce mucho desconcierto que debajo de una melena roja pueda haber
una mujer tan seductora, que no parece sufrir ni avergonzarse por el color de su
cabello.
Ahora fue Dagda quien se echó a reír.
—¿No hay en Gales nadie con el pelo cobrizo?
—¡Oh, no! Yo nunca había visto a nadie. Hay rumores…

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—¿Qué quieres decir?
—Aseguran que si un padre tiene la mala suerte de ver nacer a un hijo con el pelo
de ese color, lo entrega en seguida a la tierra en nombre de Gundestrun.
—¿Matan a sus hijos?
—No son sus hijos. Los consideran hijos del infierno. Como a Merlín.
—¿Al gran druida del rey Arturo lo consideráis hijo del infierno? —Dagda se
mostró escandalizada.
Dydfil se encogió de hombros. Dejó de sonreír y su expresión se tornó sombría.
—Es un personaje galés que todavía, quinientos años después de su muerte y
vencido por Morgana, sigue ocasionando muchas controversias en mi país. Hay celtas
que lo veneran, pero son más los que abominan de él. Algunos dicen que no era
verdaderamente celta, y por lo tanto usurpó la condición de druida, porque era hijo de
una monja cristiana y un súcubo venido expresamente al mundo para engendrarlo.
Pero quienes peor hablan de su memoria son los moradores de los cenobios
cristianos, sobre todos los ocupados por mujeres. Merlín está tan vivo para el amor y
el odio de la gente como hace quinientos años. Si no era hijo de un diablo con forma
humana como dicen, desde luego tuvo que ser muy especial.
Dagda sentía algo de vértigo por unos comentarios tan negativos para un
personaje que ella veneraba. Por cambiar de asunto, dijo:
—Veo que, al contrario de lo que nos habían dicho antes de venir, vosotros sois
muy felices.
Dydfil miró ahora con perplejidad a Dagda.
—¿Crees que somos muy felices?
—Al menos, lo parecéis.
—Pues no te fíes tanto de las apariencias. Ya te contaré, porque creo que vamos a
tener tiempo de hablar puesto que la futura druidesa desea visitar el venero de la
juventud perpetua. Mañana conversaremos durante el viaje, ya que os acompañaré
junto con otros trece guerreros del clan.

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PARTIERON AL amanecer, tras invocar Llyfr en su honor la protección de la


madre Dana, Karnun y Ogmios.
A escasa distancia del nementone y el poblado, el camino abandonaba a medias lo
más intrincado del bosque para bordear un río caudaloso, junto a cuya ribera
emprendieron un camino que seguía la dirección contraria de la corriente.
Marchaban al frente siete guerreros, como si fuesen la vanguardia de un ejército
en un país que aparentaba ser el más plácido y tranquilo de cuantos habían visitado.
Seguían Divea y sus seis compañeros, todos a caballo, pues no necesitaban el carro ni
su carga puesto que los siete habían cambiado ya las toscas vestimentas neutras con
las que viajaban por las túnicas blancas, indispensables en cualquier ritual celta.
Cerrando el cortejo, otros siete guerreros con el mismo despliegue de armamento y
belicosidad de los de delante, aunque resultaba evidente que Dydfil forzaba su
posición tanto como podía con objeto de emparejar su caballo con el de Dagda.
—¿Sabrá ese joven que ella es sacerdotisa, y que fue consagrada a la madre
Dana? —preguntó Brigit a Divea.
—Supongo que no. Habrá que advertir a Dagda para que se lo aclare hoy mismo,
porque él parece estar entusiasmándose y será peor cuanto más tiempo pase en la
ignorancia.
Todos en el grupo habían notado el coqueteo del hijo del druida, que a cada paso
les inquietaba más.
—Quizá tengamos que afrontar un problema, Fergus —dijo Fomoré— a causa de
ese muchacho. No es cualquiera, sino el hijo de un druida que parece el más poderoso
que hayamos conocido.
—Ya me he dado cuenta. Habrá que estudiar cómo resolverlo sin que peligre el
favor que has de pedir al druida en relación con nuestras sospechas sobre Conall.
—Precisamente, éste puede ser el pretexto para solicitar al druida una
conversación reservada.
—Tienes razón. Es muy buena idea.
Llegaron a media mañana. A primera vista, el paraje parecía igual a cualquier otro
rincón del bosque; un matorral muy espeso ante una pequeña barrera de rocas negras

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cubiertas de musgo. Un recoveco particularmente umbrío, porque las espesas copas
veraniegas de los robles, avellanos y saúcos apenas dejaban pasar reflejos muy
filtrados y suaves de luz diurna. La característica más notable del lugar era que
ascendía abundante vapor más allá del matorral y se oía el murmullo de una corriente
de agua.
Descabalgaron cuatro de los guerreros que iban delante. Con asombro, vieron
Divea y sus compañeros que apartaban el matorral como si abrieran una puerta,
tirando hacia ellos de las finas ramas y enredaderas; lo sorprendente era que las
plantas que formaban el matorral tenían aspecto de estar completamente vivas y que
al jalar de ellas, se desplazaron junto con los cepellones de tierra llenos de raíces. En
cuanto pasaron los veintiuno, los guerreros volvieron a desplazar plantas y bases de
tierra, y dejaron todos de ver el camino por donde habían llegado. Lo que tenían ante
sí era una hondonada por la que circulaba un venero impetuoso de agua envuelta en
vapor, que emergía por el centro de la boca de una cueva.
—Hay que agacharse al entrar —dijo Dydfil—, pero se trata de un recorrido de
sólo diez o doce pasos. En seguida podréis enderezaros.
Quedaron siete guerreros al cuidado de los caballos y los demás se dispusieron a
entrar. Los mismos cuatro que habían franqueado el paso a través del matorral,
encendieron grandes antorchas e iniciaron la marcha. Mientras recorrían el incómodo
tramo inicial, encorvados y procurando no hundir los pies en el agua que discurría por
un estrecho canal en el centro, escucharon que uno de ellos recitaba:

“Una corona real se posará en vuestra frente,


y a vuestro lado un arma mágica siempre tendréis.
Pues la Fuente de la Juventud os convertirá en soberano”.

Cubierto el primer tramo, salieron a una sala inmensa que las antorchas no llegaban a
iluminar del todo a causa de su amplitud. Llena de estalagmitas y estactitas que
formaban encajes muy bellos y figuras que sugerían toda clase de fantasías, la mayor
parte de la superficie la ocupaba un lago de agua caliente, cuyo vapor dotaba al
conjunto de un onírico aire de irrealidad.
—Aunque emerja tanto vapor, la temperatura del agua es deliciosa —les dijo
Dydfil muy bajo, como si temiera despertar a las ondinas propietarias del lago—. La
sentiréis cálida como el baño más placentero. Habéis de sumergiros completamente,
incluido el cabello, en tres ocasiones y ni una más. La primera inmersión, mientras
invocáis el favor de Dana; la segunda, invocando a Bran y la tercera, pidiendo a
Mercurio que ponga alas a la memoria vital de vuestros cuerpos.
—¿Tú no te bañas? —preguntó Dagda.
—Ya lo hice en su momento. Todos nosotros —Dydfil señaló a sus compañeros
guerreros— tomamos nuestro baño hace tiempo. Los dioses prohíben repetirlo, salvo
en el caso de que se encuentre uno en grave peligro de muerte por una herida o por
enfermedad, lo cual es sumamente raro que le ocurra a quien se haya bañado aquí.

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—¿Tu padre también lo ha hecho?
—Os maravillaría conocer los años que mi padre cuenta. Todos en nuestro clan
disfrutamos los benéficos efectos de este lago de los dioses.
Los siete fueron entrando en el agua con la mente llena de preguntas. Todos
hacían esfuerzos por no dudar de cuanto les habían dicho sobre las propiedades
milagrosas de la fuente, pero habían visto ya lo suficiente a lo largo del viaje como
para intuir que las fuentes mágicas y leyendas con sucesos sobrenaturales formaban
parte del acervo cultural y las tradiciones particulares de cada clan, y no se
correspondían nunca con realidades demasiado consistentes.
Pero tras la primera inmersión, sintieron los siete que algo raro sucedía en sus
cuerpos. Fomoré se describió a sí mismo lo que notaba en las piernas como un
hormigueo que removía su sangre y todos los resortes de su vitalidad, de manera que
muchas de sus obsesiones de las últimas diez o quince lunas volvieron a
convulsionarse. A veces, suspiraba con deseo de hablar de ellas con alguien más que
Divea, porque ni siquiera a ella se lo había contado todo; pero se mantenía inalterable
el temor a los reproches y el rechazo que sus confidencias podían ocasionar. Aquel
joven que había quedado en la Armórica, Alban, hubiera sido un buen candidato a
confidente, con quien descargar su conciencia y ser capaz de ver el porvenir con
mayor claridad, y estaba seguro de que el joven gigantesco habría sabido
comprenderle. Lamentó que, ahora, él no participase también en ese baño, que
seguramente lo restablecería del todo de las heridas tremendas por las que lo había
visto a punto de morir dos veces.
Era tanta su necesidad de reconciliarse con su pasado, que últimamente había
sentido en varias ocasiones la tentación de sincerarse con Fergus. Lo miró. Retozaba
gozosamente, sin parar de contemplar la sensualidad prodigiosa del cuerpo de Brigit.

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CUANDO REGRESARON esa tarde al nementone, encontraron que habían


preparado una fastuosa fiesta en su honor. La más espectacular que habían
presenciado y, sin duda, la más aparatosa que les hubieran ofrecido durante
cualquiera de las etapas del viaje.
Todos los galeses del bosque se habían engalanado lujosamente y eran muchos
los que lucían torques de plata y hasta de oro. El druida Llyfr llevaba sobre la túnica
blanca el mayor pectoral de oro que ninguno de ellos hubiera contemplado jamás. En
todas las cabezas había coronas muy coloristas de rosas arvensis, rododendros,
ranúnculos y otras muchas flores de especies que nunca habían visto antes. Les
resultó asombrosa la cantidad extraordinaria de muérdago colocado sobre la
balaustrada del nementone y también sobre las mesas, dispuestas para la que habría
de ser la comilona más exuberante de sus vidas.
Siete adolescentes les aguardaban con veintiuna coronas de flores. A los catorce
guerreros se las dieron en mano, pero a Divea y sus seis compañeros se las colocaron
ellos mismos muy obsequiosamente, entre sonrisas y reverencias. Daba la impresión
de ser la gente más feliz que hubieran conocido jamás, lo que a Fomoré no dejaba de
producirle la sensación de estar presenciando un artificio muy desconcertante. Nuadú
le susurró al oído:
—¿Ni siquiera un homenaje tan hermoso como éste puede quitarte esa taciturna
expresión del rostro?
Fomoré giró la cabeza hacia la sacerdotisa astur con curiosidad.
—¿Tan transparente resulto?
—De ninguna manera. Todo lo contrario. Dagda y yo venimos haciendo
conjeturas sobre ti desde que te conocimos, y nos pareces impenetrable, de ningún
modo transparente ni previsible. ¿Necesitas hablar de lo que te pesa en el pecho?
—Gracias por tu bondad. Pero, por ahora, no tengo mucho de lo que hablar —se
apresuró a desviar el interés de la sacerdotisa hacia otros asuntos—. ¿No tienes la
sensación de que esta gente no es verdaderamente tan feliz, sino que hace esfuerzos
desesperados por parecerlo?
—¡Qué cosas se te ocurren! No había contemplado tanta placidez en mi vida.

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Imagina. Mi clan fue exterminado y mi bosque, quemado ante nuestros propios ojos.
Y en todas partes hemos sabido de persecuciones y de mujeres celtas quemadas en
hogueras. Aquí, todo es tan maravilloso…
Fomoré se dio cuenta de que si continuaba insistiendo en esa cuestión, iba a
aguarle la fiesta a la inocente sacerdotisa. Intentó dejarse cautivar por la belleza del
espectáculo que les estaban ofreciendo.
Habían colgado guirnaldas de flores entre todos los árboles que rodeaban el
nementone, hasta formar una especie de telaraña florida, de cada uno de cuyos cruces
pendía un manojo grande de muérdago. Los candiles eran tan numerosos, que apenas
quedaban sombras. Adolescentes de ambos sexos servían las mesas pródigamente,
con evidente afán de que nadie dejara sin saborear ninguno de los alimentos
innumerables que habían cocinado a lo largo del día. Bastaba que Conall o Fergus,
que gozaban de magnífico apetito, hubieran mordido apenas un muslo de cabrito,
para que se lo arrebataran y les pusieran otra delicia en las manos. Había grandes
amontonamientos de frutos del bosque ante cada comensal, grosellas, moras, fresas y
endrinos entre otros muchos desconocidos para los siete. Los cuencos dispuestos para
tomar cerveza eran vueltos a llenar tan pronto como se consumían.
Pero a pesar de tanta abundancia y aparatosidad, los naturales del bosque de Tywi
no alzaban demasiado la voz. Extrañamente, la alegría era general y pródiga la
celebración, pero lo disfrutaban con escasa euforia, sin voces ni escándalo. Por lo
tanto, la voz del bardo Hergest sonó perfectamente audible cuando cantó sobre los
sones de la lira:

Un joven apacentaba su rebaño junto a un lago


en las incomparables Montañas Negras de Gales.
Un día vio a la más hermosa de las criaturas,
que atravesaba el lago en una barca toda de oro.
Se enamoró de súbito con todo su corazón
y le ofreció por ello el pan que llevaba en el zurrón.
Respondió ella que ese pan estaba demasiado duro.
Y por encantamiento, se disolvió en las aguas.
Al día siguiente, su madre le dio al joven enamorado
un trozo de masa sin cocer y él se la ofreció a la muchacha.
Pero ella se quejó de que estaba demasiado blanda
y de nuevo se esfumó en la profunda magia azul del lago.
Al tercer día, compadecida de su hijo, la madre le entregó
pan apetitoso y crujiente cocido para el más exigente paladar.
Y la muchacha lo aceptó, pero volvió a desaparecer.
Lamentaba el joven pastor su desgracia, cuando algo vio.
Surgían del lago tres figuras: un anciano con dos preciosas muchachas.
Éstas eran idénticas entre sí y el pastor no sabía a cuál mirar con amor.
El anciano le dijo que estaba dispuesto a entregarle a su hija,
si su corazón enamorado era capaz de acelerarse al reconocerla.
A punto de renunciar, desesperado, el pastor notó un ligero movimiento.
Una de las muchachas adelantó su hermosísimo pie,
con lo que el pastor fue capaz de identificar su chinela.
De tal modo ingenioso, mereció y consiguió su mano.
Y como el padre era generoso, entregó a su hija una rica dote.

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Así, vivieron felices en las Montañas Negras de Gales.

Los siete visitantes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los anfitriones no
celebraron el poema. Nada cambió en sus expresiones.
A pesar del despliegue de alimentos, música y color, Fomoré no olvidaba que
tenía que estar pendiente, por si se producía la ocasión de hablar con Llyfr sobre
Conall. En un momento de gran jolgorio, notó que Fergus le hacía señas con los ojos,
indicándole que en ese momento no se encontraba junto al druida ninguno de los
miembros del grupo. Divea, que tendría que recibir esa noche el conocimiento que
había ido a buscar en Gales, se hallaba muy ensimismada, sin prestar atención apenas
a los alimentos que colocaban ante ella. Brigit no se apartaba de Fergus si nada le
obligaba a ello. Conall, sin confraternizar con nadie, permanecía como siempre muy
atento al desarrollo del ceremonial y, sobre todo, a las notas de la lira.
Decidió Fomoré, por tanto, acercarse a Llyfr entre sonrisas, simulando saludarle
tan sólo. Pero después de la reverencia, le dijo muy bajo:
—Señor, querría hablar con vos en privado de dos asuntos, antes de que nos
dispongamos a partir mañana, con tiempo suficiente de que podáis hacerme un favor
muy importante si es que vuestra bondad os permite concedérmelo.
El druida examinó el rostro de Fomoré. Un hombre poseedor de un aspecto físico
excepcional y de atractivo muy sobresaliente que, sin embargo, parecía sentirse muy
triste por una antigua pena enquistada.
—Trataré de complacerte si está en mi mano. Acabada la comida, me
acompañarás a mi casa para ayudarme a vestir las galas que usaré para la lección
sagrada que he de dar a tu futura druidesa. Será la ocasión para hablar de eso que
deseas.

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82

EL INTERIOR DE la morada del druida no se parecía ni remotamente a nada que


Fomoré hubiera visto antes. Había logrado que Llyfr aceptase también la presencia de
Fergus, quien tuvo que recurrir a la simulación de necesidades privadas para poder
separarse de Brigit. El gálata mostró el mismo estupor que Fomoré. Aunque por fuera
parecía una cabaña sólo un poco más ostentosa que las demás, dentro resultaba
asombrosa por los riquísimos muebles dorados, los cortinajes de tejidos brocados de
oriente, las alfombras de lana teñida de varios colores y las grandes mesas situadas en
el centro, rebosantes de probetas e incontables vasijas de vidrio con líquidos de todos
los colores. Había velones inmensos, candiles y un fuego central, y tanta luz en
conjunto, que les hería los ojos, y el único punto en tinieblas era un enorme boquete
practicado en uno de los ángulos, en el que vislumbraron una escalera descendente
hacia el fondo de la tierra. Las paredes, exteriormente de troncos, tenían en el interior
recubrimiento de argamasa pintada de blanco, mediante algún artificio que ni el
gálata ni Fomoré consiguieron identificar. Ni siquiera eran capaces de imaginar la
procedencia de la materia que había servido para pintarlas ni si, tal vez, se trataría de
un prodigio operado por un druida que parecía capaz de crear riqueza con sus manos.
¿Dispondría Llyfr de ese objeto del que hablaban en voz baja los celtas de todo el
continente? Eran muchas las leyendas que mencionaban la piedra filosofal como algo
perfectamente real, que muchos druidas habían poseído a lo largo de la historia. Pero
aunque la llamasen «piedra» todos sabían que lo que permitía convertir cualquier
metal vulgar en oro era algo más, un sistema, un procedimiento, un conocimiento
hermético, un arcano al que los dioses habían permitido acceder a muy pocos
mortales. Llyfr debía de ser uno de ellos.
Tanto a Fergus como a Fomoré les resultaba imposible imaginar otra explicación
para la opulencia del druida y su clan. Mientras lo desvestían en tanto que él
permanecía inmóvil, como si se tratase de un poderoso rey, Llyfr preguntó:
—¿Cuáles son esos asuntos de los que deseas hablarme?
Fomoré miró a los ojos de Fergus para buscar su complicidad. Dijo al cabo:
—Señor, nos inquieta un hecho que hemos venido observando ayer y durante
todo el día de hoy. Vuestro inteligente y apuesto hijo muestra gran entusiasmo por

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una de nuestras compañeras…
—Sí, ya me lo ha dicho.
—Pero existe una gravísima dificultad, señor —dijo Fergus.
—Así es, señor —abundó Fomoré—. Dagda fue consagrada de niña a la madre
Dana, y lleva ejerciendo desde entonces como su sacerdotisa más fiel.
—Oh, ¿de veras? —El druida no se mostraba muy impresionado—. ¿Y cuál es el
problema?
—Su virginidad intocable, señor —respondió Fergus.
Llyfr soltó una carcajada antes de comentar:
—Bien, este asunto hemos de dirimirlo mañana de madrugada, en el momento de
vuestra partida. ¿Cuál es el otro?
Estupefacto por la desconcertante actitud del druida, Fomoré tardó en responder:
—Nuestro compañero Conall, quien ha solicitado arcanos a vuestro bardo
Hergest.
—Ya me he dado cuenta —dijo Llyfr.
—¡Ah! ¿Sí? —se asombraron al unísono Fergus y Fomoré.
—Es un joven que vive la zozobra de estar prisionero de sus propias
contradicciones. Hay que mantenerlo estrechamente vigilado.
—¿Nada más? —El tono de Fergus contenía cierto reproche.
—Nadie es asesino hasta que no mata —dijo el druida—. Veo que vuestra
preocupación es por lo que pudiera decidir hacer en vuestro perjuicio, en el futuro.
Pero que exista la posibilidad de que os perjudique no significa que lo haya hecho,
¿verdad?
Tanto Fomoré como Fergus se sentían escandalizados. En el fondo, Llyfr les
parecía un frívolo.
—Nuestros presagios sobre sus intenciones son terribles, señor —dijo Fomoré.
—Pero tú, precisamente tú, sabes perfectamente que los presagios son avisos de
los dioses, no advertencias. Tú, precisamente tú, conoces con exactitud la diferencia
entre aviso y advertencia, ¿verdad?
—¿Qué queréis decir, señor? —Fomoré sintió que estaba a punto de ruborizarse.
Mientras le ajustaban entre los dos la pesada túnica aparatosamente bordada de
oro, perlas y gemas, notaron que miraba a los ojos de Fomoré como si tratase de
penetrar en su pecho.
—¿Quién eres tú, Fomoré?
Éste bajó la mirada. Temblaba ligeramente al responder:
—Soy quien no quiero ser, señor.
Fergus observó con extrañeza la reacción del druida ante tan enigmática
declaración, pues Llyfr sonrió, asintiendo casi imperceptiblemente.

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83

A NINGUNO DE los naturales del bosque de Tywi le impresionó la aparición de


Llyfr, de regreso en el nementone. Pero a Divea, Conall, Naudú, Brigit y Dagda se les
desorbitaron los ojos.
Tanto Fomoré como Fergus habían tenido que aceptar el recubrimiento que lucían
como auxiliares eventuales del druida, una túnica corta, llena de ricos bordados,
echada por encima de la suya. Uno a cada lado, sujetaban las esquinas y la mayor
parte de la carga de un manto que, de otro modo, Llyfr no habría sido capaz de portar
solo, tan importante era su peso a causa de los bordados de hilo de oro, perlas y
piedras preciosas. Ninguno de los siete visitantes había visto jamás nada igual, pero
los naturales del bosque de Tywi observaban el manto y el resto del brillantísimo
atuendo con la misma indiferencia con que miraban las hojas de los árboles.
Tal boato era tan extraordinario, y tan inusual en los bosques celtas, que Divea no
pudo contener un comentario sin apenas mover los labios:
—Esto es como Babilonia.
Nadie podía haberla oído, salvo Conall, que estaba a su lado como coprotagonista
de la ceremonia, pero a la distancia de unos diez pasos donde todavía se encontraba,
Llyfr miró hacia sus ojos de un modo penetrante, como si la hubiera escuchado con
claridad. Su expresión no varió, pero la futura druidesa sintió angustia.
Sobre una alta plataforma de madera colocada tras el ara, habían dispuesto un
asiento muy elevado tapizado de pieles de lobo. Cubriendo el asiento a una altura de
diez pies, un palio de muérdago entretejido con gruesos hilos de lana. Tras
acomodarse Llyfr, el manto fue extendido hasta cubrir la plataforma y el asiento, de
manera que el druida aparentaba encontrarse suspendido del aire.
Catorce hermosos adolescentes de ambos sexos repartieron cuencos con un elixir,
que Divea reconoció como el tercero de los siete principales. Ella fue la primera en
beber, seguida de Conall, pues ambos habían sido acomodados casi en el centro del
nementone, dos pasos por delante del ara. Los demás fueron bebiendo también, y una
vez que todos lo hubieron hecho, a una señal del druida el bardo elevó su formidable
voz para recitar el canto ritual:

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El fértil Karnun nos acoge
y la bondad de Bran nos consuela,
la madre Dana nos ilumina
para merecer la sabiduría de Lugh.

Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes.
Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a
vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar,
sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta
que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero
aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó
cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer
en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el
druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a
continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi
hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la
voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos,
con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
—Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva
voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero
el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
—Sea vertida la sangre —dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir
quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos
mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
—No comprendo nada —murmuró Conall.
—Ni yo —confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida
indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga
perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en
seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para
visitar Gales.

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84

LOS SIETE durmieron mal. La extrañeza e incomprensión de la futura druidesa se


contagió a los demás, lo que les desveló a pesar de que Divea preparó para todos su
fórmula del quinto elixir básico, el que serenaba las angustias del espíritu.
—Cuanto ocurre en este bosque escapa a mi entendimiento —dijo Naudú—.
Sobre todo, después de lo que hemos visto esta noche. Mucho brillo y belleza para
envolver una burbuja de aire…
Divea asintió cabeceando un poco. Estaba abrumada y comenzaba a encontrar
sentido a muchas de las advertencias de su amado bisabuelo Galaaz sobre las
responsabilidades de un druida. Tras una corta vacilación, preguntó a Brigit:
—¿Tampoco tú encuentras explicación?
La hermosa sibila de pelo cobrizo bajó los ojos, consternada.
—Me pesan en los hombros las oleadas de malos presagios que caen sobre ellos,
pero no se forman imágenes luminosas en mi mente. Siento la amenaza cercana de
algo muy tenebroso, muy oscuro, aunque no se me desvela nada más. Sin embargo,
una cosa sí creo que tengo clara: saldremos con bien de este bosque y abandonaremos
Gales superando ciertas dificultades menores.
Mucho antes de que amaneciera, Dydfil acudió a despertarles; los halló despiertos
y conversando sobre las más variadas conjeturas.
—Mi padre desea hablaros a vosotros, Divea, Fomoré y Fergus, mientras los
demás disponéis todo para la partida.
Los demás eran Conall, Brigit, Dagda y Naudú. Una tarea demasiado pesada para
tres mujeres y un solo hombre. Dydfil se adelantó a la protesta que presintió:
—Dos de mis compañeros y yo vamos a ayudaros con la carga y los arreos de los
caballos, no os preocupéis. Acompaño a Divea y estos dos ante el gran druida, y en
seguida volveré.
Llyfr los esperaba sentado en el centro de la amplia sala de su casa. Vestía sólo la
túnica de lana blanca normal y, a pesar de ello, resultaba mucho más venerable que la
noche anterior para los ojos de Divea.
—La madre Dana te proteja, bella druidesa —saludó el druida—. Estos dos
valerosos y leales servidores tuyos —señalaba a Fergus y Fomoré— me expresaron

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ayer una grave preocupación sobre tu seguridad personal y tu futuro. Debes saber que
la lealtad de estos dos hombres es inquebrantable y has de contar con ellos toda tu
vida. De igual modo, escucha sus palabras con atención, aunque no te gusten
demasiado y hasta puedan desagradarte. A Fomoré y Fergus les inquieta la
posibilidad de que el elegido para ser tu bardo no te sirva con entera fe ni suficiente
amor. Y yo te digo, Divea, que ellos tienen razón pero no toda la razón. Existen
tinieblas en el ánimo de ese muchacho, pero es tu deber de druidesa sabia vencerlas.
Las que turba el espíritu de tu bardo y todas las sombras que has de encontrar durante
tu magisterio, el resto de tu vida. Confío en que lo consigas y me inclino a afirmar
que lo conseguirás. Ahora, una vez aclarado este punto, vosotros, Fomoré y Fergus,
salid a la puerta y esperad fuera con paciencia, pues debo conversar a solas con
vuestra druidesa.
Llyfr habló al oído de Divea hasta que el sol comenzó a iluminar el bosque,
cuando lanzó un rayo por la ventana que cubrió de oro la melena de Divea.
Maravillado por una belleza que le hacía pensar en las divinidades, el druida se
levantó de su asiento y echó su brazo izquierdo sobre los hombros de la muchacha
mientras la acompañaba hacia el exterior. De reojo, Divea observó la tronera circular
abierta en el suelo, en un ángulo de la estancia, donde descendía una escalera
semejante a la del reino de Morgana. Con un ligero escalofrío, se preguntó a dónde
conduciría.
Cuando vio salir a la joven abrazada por el druida, Fomoré se dio cuenta de que la
futura druidesa acababa de recibir de verdad las enseñanzas que procuraba obtener en
Gales, y dedujo, por consiguiente, que lo de la noche anterior había sido un simulacro
escenificado tan sólo para satisfacción y recreo del clan. Una bella representación
teatral en la que los aspirantes a druidesa y bardo habían sido simples comparsas.
Llegados junto al resto del grupo, todo estaba dispuesto ya. Mas les aguardaba
una sorpresa nueva; Dydfil y dos de sus compañeros guerreros iban a acompañarles,
supusieron que hasta la linde del bosque. Ya estaban pertrechados y dispuestos junto
a la carreta, esperando sobre sus monturas.
—Aúpame ahí encima, Dydfil —ordenó el druida a su hijo.
Ayudado por éste desde lo alto del caballo, Llyfr se encaramó a una roca que se
elevaba tres pies sobre el suelo. Todos creyeron que lo hacía sólo para la despedida,
pero el druida alzó las manos con ademán celebrante y dijo con tono ritual, como si
recitara una invocación a los dioses:
—Dagda, que fuiste consagrada a la madre Dana, has de saber que tu
consagración es nula, pues me han informado de que tus padres te ofrecieron al
servicio de la diosa antes de cumplir los siete años. Todo buen druida debe saber que
la cifra del siete no es sólo cabalística ni mística, ni mágica; es símbolo de algo tan
esencial para las personas como el sentido común, y por ello el druida Taliesin de
Onix, que aceptó tu consagración, cometió una falta inaceptable contra tus derechos
personales. Antes de los siete años, ningún ser humano dispone de su libre albedrío.

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Y sin libre albedrío, sin elección voluntaria y ansiada, no hay verdadera
consagración. Por lo tanto, Dagda de Hispania, yo te libero de tus votos en el nombre
de la madre Dana y de todos los dioses. Vive tu vida en paz como mujer libre, si tal es
tu deseo, o vuelve a consagrarte a la diosa si en ello consistiera tu vocación
verdadera.
El estupor hizo que los ojos de Dagda peregrinaran de uno a otro de sus
compañeros, como si pidiera auxilio. Mas de repente, cayó sobre su entendimiento
una verdad sólo presentida hasta ese momento. En lo más profundo de su corazón,
jamás había aceptado el sacerdocio más que como una obligación; no recordaba un
solo acto ritual donde hubiera actuado con pasión, con toda la plenitud del espíritu.
Siempre había pervivido en su interior la vaga angustia de sentirse prisionera y ahora,
de repente, recibía sin júbilo ni alegría el vértigo de la liberación. No iba a saber qué
hacer con su libertad.
Recibieron todos en abundancia manojos de muérdago de manos de siete
adolescentes, y emprendieron el viaje tras un corto ritual de despedida, para el que
invocaron la protección de los dioses. Llyfr permaneció sobre la roca con las manos
alzadas al cielo hasta que lo perdieron de vista.
—¿No debería tu padre tomar un baño en la Fuente de la Juventud? —preguntó
Fergus.
Le había parecido que a pesar del boato y de su prestancia, Llyfr sufría ciertos
achaques de la edad, pero la pregunta no era más que una ligera humorada, para
señalar la senilidad innegable del druida. Dydfil respondió:
—Ya os dije ayer que todos en Tywi tomamos el baño al llegar a la adolescencia.
¿Qué edad supones que tiene el gran druida, Divea?
Esta pregunta les desconcertó a todos. Dydfil continuó.
—Mi padre cumplirá pronto los ciento once años. Me engendró a los ochenta.
—¡Tienes treinta años! —La exclamación fue general, puesto que ninguno le
había calculado más de diecisiete.
La incredulidad teñida de estupor ensombreció el ánimo de los siete. Esas cosas
solamente ocurrían en las leyendas.
—Me doy cuenta —dijo Dydfil— de que no tenéis idea de lo que ocurrió ayer
con vuestros cuerpos. Pero ya lo iréis notando con el paso de los años.
Esta información les aplanó. Ninguno de los siete había creído estar sometiéndose
a ninguna fuerza mágica cuando se sumergieron en el lago de la hermosa cueva. Pero
si las edades que Dydfil declaraba eran ciertas, debían aceptar que algo de verdad
habría en la creencia de que ese lago era la Fuente de la Juventud.
—Deberíais habernos avisado —dijo Fomoré conteniendo su enfado—, para
saber si nosotros queríamos prolongar nuestra juventud. No es un privilegio tan
ansiable como se cree, y no es demasiado de ansiar para la gente común como
nosotros, porque no aporta ninguna ventaja mantenerse joven mientras envejecen
quienes amas. De saberlo, yo lo habría rechazado.

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—¿Alguien os engañó? —replicó Dydfil con severidad—. Desde el principio os
dijimos adónde os llevábamos y yo os expliqué cómo tomar el baño, explicación que
observé atentamente que respetabais sin ningún error ni rechazo. Por lo tanto, ¿por
qué me insultas tú, Fomoré, con tu reproche y tu filosofía?
Se mostraba tan digno y razonable, que Fomoré sintió vergüenza.
—Debo disculparme, amigo. Pero debes saber que nosotros siete nos bañamos
como si participásemos en un rito, no en espera de milagros. Estoy convencido de
que mi sentimiento ante ese privilegio no ansiado es compartido por todos mis
compañeros. Tal vez debimos escucharte con mayor atención y observación. Hecho
queda, y que los dioses nos amparen. Ahora, llegamos a la linde del bosque; es pues
llegado el momento de la despedida.
—¿La despedida? —preguntó Dydfil, perplejo—. Nadie va a despedirse.
Nosotros tres viajaremos con vosotros. Hemos de protegeros hasta subir a bordo y, a
continuación, hasta que dejéis de estar al alcance de las malas intenciones de algunos
religiosos y señores de mi tierra galesa.
Fomoré notó que esta noticia era una novedad sólo para él, así como para Divea y
Fergus. Los otros cuatro ya estaban al corriente antes de que regresaran de la casa del
druida. Presintió pésimas expectativas de esa compañía, aunque no supo en ese
momento lo que originaba el presentimiento.
Iban a salir de Gales sin enterarse del origen de tanta riqueza y boato en el bosque
de Tywi ni descubrir si sus pobladores eran o no felices.

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85

YA SUMABAN DIEZ en el dromon y los recién incorporados eran forzudos


jóvenes bien entrenados. Por ello, las operaciones de carga y zarpa resultaron
notablemente más fáciles que las veces anteriores que habían varado, ayudados ahora,
además, por la calma chicha que presentaba el agua en la recoleta ensenada, en cuyo
recodo más interior habían ocultado el navío.
Una vez que izaron la vela y una brisa suave empezó a empujarlos hacia mar
abierto, los siete notaron que los tres galeses permanecían tensos, con las manos
rígidas apoyadas en la borda de estribor, observando con intensa concentración la
costa frente a la que navegaban, muy cerca todavía y con muchos acantilados donde
podían anidar malas acechanzas. Una línea quebrada entre playas y escollos,
brillantemente verde en las suaves ondulaciones cercanas, empenachadas a lo lejos
por montañas oscuras recortadas en la pátina plateada de una calima húmeda que todo
lo desdibujaba. Ninguno de los tres disimulaba lo más mínimo su crispación ni lo que
parecía temor.
Fomoré, que ayudaba a Fergus con las maniobras del timón, se fijó en la extraña
actitud y cruzó unas frases con el gálata:
—Esos tres parecen angustiados de un modo horrible.
—¿No será que miran alejarse su tierra con tristeza?
—No, Fergus. Observa sus miradas, fijas en los promontorios que vamos
superando. Y mira sus hombros y brazos; parecen gatos dispuestos a saltar.
—¿Crees que temen algo?
—Creo que sí, y tenemos derecho a enterarnos.
Fomoré llamó a Dydfil junto a ellos. Notó que el hijo del druida acudía de muy
mala gana, sin dejar de girar la cabeza hacia tierra firme a cada paso.
—¿Ocurre algo que nosotros debiéramos saber?
En el rostro del muchacho que sólo lo era en apariencia, apareció un viso de
turbación.
—Sufrimos grandes tragedias en Tywi, y deberemos permanecer todavía en
guardia, hasta que podamos estar seguros de que, al menos nosotros tres, nos hemos
liberado.

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—¿De qué hablas, Dydfil? —preguntó Fergus.
—De los cañones que ahora deben de apuntar hacia este navío tan extraño, si es
que han descubierto que viajamos con vosotros. Si así fuera, estarán aguardando el
momento en que nos tengan a tiro.
Fergus estuvo a punto de ahogarse de rabia. Fomoré dijo:
—No consigo comprenderte, Dydfil. Este viaje dura ya cinco lunas, y te puedo
asegurar que en ningún lugar hemos visto tanta felicidad, placidez, opulencia y
belleza como en tu bosque.
—Es lo que debe parecer según se nos ordena —replicó Dydfil—. Pero todo es
una comedia.
—Antes de continuar —dijo Fomoré—, espera que vengan los demás, porque si
corremos riesgos, todos deben saberlo.
Comprendiendo que se avecinaban revelaciones que no sólo les ponían a los siete
en peligro, sino que podían aclarar todas las dudas y, sobre todo, las de Brigit y
Divea, Fomoré convocó a los integrantes del grupo a voces. Cuando todos se
reunieron en torno al timón, Dydfil les rogó que se agachasen bajo la protección del
castillo de popa para no ofrecer sus cuerpos como blanco accidental a los disparos de
ballesta que pudieran llegar de tierra. Tras convencerse de que todos se encontraban
razonablemente a salvo, dijo:
—Debéis perdonarnos por no avisaros, pero no podíamos obrar de otro modo.
Sabed que en el bosque de Tywi no somos libres de verdad. Habéis contemplado una
opulencia que no nos hace felices ni nos proporciona libertad. Los celtas somos en
esta tierra una especie de reliquia, tolerada mientras les sirvamos para sus propósitos.
Si nos negásemos a satisfacer sus exigencias, nos destruirían.
—¿Las exigencias de quiénes? —preguntó Fomoré.
—Yo no consigo entender nada de lo que dices —declaró Divea—. Cuando
llegamos, nos dijisteis que habíais recibido avisos mediante espejos de plata, por los
que os enterabais de cuanto sucede en todo el territorio de Gales. ¿Cómo podéis ser
prisioneros y parecer sin embargo tan libres y dominadores de esta tierra?
—Para los mensajes con espejos —informó Dydfil—, basta con un hombre en la
cumbre más alta de cada sierra y unos pocos en esta costa que frecuentan los navíos.
Quienes dominan de veras Gales son los superiores de los conventos.
—¿Hay conventos de la cruz en Gales? —preguntó Divea con enorme sorpresa.
—Ni imaginaríais cuántos. Toda la tierra es suya, lo mismo que los castillos y
demás propiedades. Mi padre, el gran druida, es sólo un servidor más, atado a
distancia para sus fines.
—Pues parecía anoche el soberano más poderoso de la tierra —ironizó Divea.
—Sí, mi padre se dio cuenta de que lo comparabas con Babilonia.
—¿Puede leer el pensamiento? —se asombró Divea, puesto que recordaba haber
murmurado ese comentario demasiado lejos del punto que ocupaba el druida.
—Puede leer los labios y también las miradas. Él emplea toda esa pompa sólo

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para mantener los símbolos externos y la ficción de un poder que no es suyo de
verdad. Vivimos en esclavitud, Divea, la más monstruosa de las esclavitudes que
podáis imaginar.
—Yo… —Fue a decir Fergus, pero se mordió el labio y calló.
—¿La más monstruosa esclavitud, Dydfil? —reprochó Fomoré—. Yo he visto
esclavos entre los cetrinos desmujerados que se han apoderado de gran parte de
Hispania. Esa vida sí que es terrible. Te aseguro que vosotros no os parecéis a ellos.
—Por eso es monstruosa —alegó Dydfil—, porque no lo parece y se reviste de un
falso esplendor. Pero habéis de saber que de cada diez de nuestros niños que cumplen
doce años, hemos de entregarles a siete. Para sobrevivir como pueblo, nos vemos
obligados a mantener preñadas a nuestras mujeres todos los años, pero la abundancia
de nacimientos no nos ahorra el dolor de estar obligados a cuidarlos, ayudarlos y
educarlos, para al final, verlos convertirse en nuestros propios enemigos. A partir de
los doce años, los encierran en sus cenobios y les insuflan el odio hacia nuestro
pueblo y nuestros dioses, de los que deben abjurar en el mismo instante que se los
llevan. Y no sólo eso, también están obligados a odiar a sus propios padres y
hermanos. Yo mismo, tengo dos hermanos que han crecido entre ellos a pesar de ser
hijos del gran druida, y que si ahora los tuviera delante tratarían de matarme por
escapar, aun sabiendo que soy su hermano mayor.
—¿Escapar? —preguntó Dagda.
Mostraba desorientación, a causa del sentido que ella le había atribuido al empeño
de Dydfil por viajar en el dromon.
—El deseo de estar a tu lado es lo que ha acelerado mi decisión, Dagda. Nosotros
tres venimos proyectando la huida hace tiempo, pero vuestra visita y, sobre todo, tu
presencia, es lo que ha hecho que ya no la postergásemos más. Pero debíamos
escapar para buscar el bien de nuestro clan. Las alforjas de nuestros tres caballos no
llevan alimentos ni ropa; sólo oro. Nos proponemos reclutar un ejército entre los
celtas de Hispania, para volver a Gales a liberar a nuestro pueblo.
—¿En Hispania? —se extrañó Conall—. ¿Por qué no en Hibernia, que está tan
cerca de vuestra tierra?
—En Hibernia sería imposible. Ya veréis por qué.
Comenzaban a distanciarse de tierra lo suficiente como para no temer los cañones
ni, mucho menos, los disparos de ballestas, y por ello notaron que los tres amigos se
serenaban y abandonaban la vigilancia.
—Tal vez sea que nadie nos ha traicionado —comentó Dydfil— o no han tenido
tiempo de movilizarse antes de que ganásemos distancia. Sabed que algunos padres
del bosque, desconsolados por el secuestro de sus hijos, se convierten en traidores de
sus hermanos los celtas bajo la promesa de recuperarlos, cosa que jamás ha ocurrido
ni ocurrirá. Pero con ese proceder tan ruin, esta tierra está minada de enemigos que
no somos capaces de identificar ni prever.
—Entonces —preguntó Fomoré con pasmo—, ¿de dónde viene esa riqueza

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alucinante que poseéis?
—Todo está en la casa de mi padre —respondió enigmáticamente Dydfil, que
ahora esbozó una leve sonrisa sobre su expresión triste.
—¿Fórmulas mágicas, alquimia? —preguntó Conall con tono algo rajado.
—No —respondió Dydfil—. Sencillamente, una mina. La mina de oro más
fabulosa que imaginar podáis se encuentra bajo la casa de mi padre.

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86

EL MAR ERA GRIS sin apenas matices, una extensión fría y desangelada que no
alentaba el optimismo. A pesar de ello, los tres galeses iban mostrando mayor
serenidad cuanto más se distanciaban de su país; mientras, los siete trataban de
sobreponerse al cúmulo de sorpresas. Sobre todo, las cuatro mujeres, que no habían
asimilado ni creían poder asimilar la noticia del secuestro de siete de cada diez
adolescentes. Eran incapaces de comprender cómo podían sobrevivir las madres a un
drama tan horrible y ser capaces de parecer todos tan felices como habían fingido
durante el pomposo ritual de Llyfr.
Durante la corta travesía, Dydfil trató machaconamente de desalentar las
esperanzas de los siete sobre Hibernia:
—Alguien ha fomentado en vuestro ánimo expectativas injustificadas. Hace
muchas generaciones que recibimos periódicamente en Gales oleadas de refugiados
celtas procedentes de Hibernia, también llamada Erin por sus naturales. Llegan
empujados todos ellos por los sufrimientos del acoso físico y moral, y la persecución
religiosa. En esencia, es verdad que Hibernia es un mundo celta casi en su totalidad
por raza y origen; lo terribles es que han dejado de ser celtas de verdad.
—Pero —discrepó Divea— todas nuestras tradiciones hablan de la isla verde
como la meta soñada, lo más semejante al edén de las fábulas; el lugar donde nuestra
cultura no solamente resiste, sino que prospera.
—Sí, querida druidesa —respondió Dydfil—. Pero las cosas han cambiado
mucho desde Jafet y, sobre todo, desde los Milesianos Uar, Eithear y Armegin, que
llegaron a la isla de Hibernia desde Hispania, a donde sus padres habían arribado
procedentes de Egipto. Desde la primera proeza de Armegin, los celtas hiberneses
permanecieron fieles a nuestros dioses y nuestra cultura, hasta hace pocas
generaciones.
—¿La proeza de Armegin? —preguntó Dagda.
Dydfil sonrió. Comprendió que la hermosa hispana de cabello oscuro que le había
robado el corazón trataba de acaparar su atención mediante preguntas. Le sonrió con
ternura antes de responder:
—Sí, Dagda, querida. Es una historia cierta. Cuando los descendientes de Jafet

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llegaron a Hibernia desde Hispania, se encontraron con un reino muy poderoso
llamado Tara, cuyo rey era el taimado Tuatha De Danann, quien reclamaba para sí la
propiedad exclusiva de toda la isla. A los recién llegados les ordenó que abandonasen
su país, pero Armegin encontró un subterfugio. Dijo que se retiraría con sus naves a
la distancia de nueve olas y que si Danann era tan poderoso, que les impidiera volver
a tomar tierra, pero si no podía impedírselo, ellos se asentarían en la isla para
siempre. Aceptado el reto, Armegin junto con sus compañeros navegaron hasta la
distancia indicada, y allí, el poder de Danann aliado con las profundidades, se puso de
manifiesto levantando una tormenta espantosa que a punto estuvo de hacer zozobrar
las naves. Pero Armegin resistió el temporal y, alzado sobre la proa de su navío,
pronunció la más maravillosa invocación druídica a la madre Dana. Con la última de
sus palabras, la tormenta cesó de súbito. Habiendo superado el reto, los Milesianos
desembarcaron de nuevo y fundaron su reino de Hibernia; era el decimoséptimo día
de la segunda luna de primavera.
—Es una leyenda emocionante —comentó Divea.
—Los hiberneses no le llaman leyenda —aclaró Fomoré—. Ellos consideran que
es el primero y el más importante de los anales de su historia.
Divea sonrió y asintió mientras miraba con entendimiento a los ojos del hombre
más misterioso de los siete. Ella había sido puesta al corriente, en el país de las
piedras clavadas, del porqué de que Fomoré poseyese conocimientos tan profundos,
pero habiendo comprometido su silencio, se daba cuenta de que los demás miembros
de su grupo solían mostrar estupor al oír algunas de sus frases. Concretamente, en ese
momento observó la mirada sombría de Conall, que oscilaba del hermoso rostro de
Fomoré al suyo, con deseo evidente de lanzar reproches.
Las miradas evasivas y algunos desplantes de Conall se estaban convirtiendo en
cotidianos, y aunque Divea comprendía que debía encontrarles solución, no se
decidía a abordar la cuestión francamente porque habían crecido juntos y le resultaba
incómodo hacer valer su autoridad. Sin embargo, tenía la obligación de seguir el
consejo del gran druida Llyfr. Sabía que debía emplear la sapiencia asimilada para
despejar las supuestas sombras de la mente de Conall que detectaran Fomoré y
Fergus.

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87

FERGUS ENRUMBÓ la proa hacia el abrigo más favorable de cuantos había


tenido el dromon bajo su mando. Una angosta cala de oscuras rocas verticales, casi un
desfiladero, con una pequeña playa en el fondo. El bamboleo del agua producía
rumores y espuma entre numerosas rocas desprendidas de la pared vertical, cubiertas
de algas y moluscos. Todo lo que veían más allá de los escollos emergidos era una
muralla oscura como el carbón donde no se apreciaba a simple vista más que
inaccesibilidad.
—No vamos a poder subir la carreta por esos acantilados —señaló Conall al
gálata— ni, mucho menos, los animales.
—Nunca te fíes de como parecen las cosas desde el mar —respondió Fergus con
una sonrisa—. Tú deberías saberlo de sobra, ya que presumes de haber sido pescador.
Debido a la distancia y el balanceo de las olas, y también por culpa del velo de la
calima que levantan las olas, los relieves de tierra se achatan y desfiguran para quien
mira desde un navío. Por mi experiencia en miles de islas del Mar del Centro de la
Tierra, puedo asegurar que no hay motivos para tus dudas. Con la agilidad fantástica
de Fomoré y la fuerza de los tres galeses, ya verás como nos las arreglamos. Algún
sendero o trocha tiene que haber.
Tras la charla del druida Llyfr, Fergus había decidido tratar de intimar con el
aprendiz de bardo a ver si era capaz de desenmascarar sus intenciones, y le daba
conversación tanto como podía. Notaba que también Fomoré seguía la misma táctica,
pero era difícil hablar de ello para establecer una estrategia común, puesto que Brigit
no se apartaba de su vera más que lo indispensable, y en todo caso ambos tenían
siempre alguien cerca desde la partida del bosque de Tywi. Supuso que habría
mejores posibilidades de conversar en un aparte una vez que estuviesen de nuevo en
tierra.
—Pero es que me angustia lo que Dydfil nos ha contado de las persecuciones que
sufren los celtas de este país —arguyó Conall—. Temo que si los hiberneses no nos
recibieran bien, sería demasiado imprudente que les dejemos vernos llegar desde una
posición tan ventajosa, encontrándose ellos en lo alto de las rocas y nosotros
atrapados en caminos tortuosos, por donde tendremos que subir demasiado

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lentamente y con muchas dificultades. ¿Tú te imaginas que los caballos van a aceptar
subir por ahí?
Fergus volvió a sonreír.
—Hombre, me alegra que seas tan precavido. Pero no te preocupes. No va a
suceder como has dicho.
—¡Ah! ¿No?
—Antes, he mencionado la agilidad de Fomoré porque espero que escale estas
murallas tan empinadas por algún recoveco que encuentre fuera de este abrigo, donde
no pueda ser descubierto desde arriba. Nosotros no desembarcaremos hasta que él no
llegue a lo alto de esas rocas y nos asegure que tenemos vía libre.
Ahora fue Conall quien sonrió, gesto que no prodigaba. Fomoré se preguntó por
qué lo haría tan poco, ya que poseía una sonrisa atractiva y luminosa. Supuso que el
motivo tenía que ser lo que le corroía las entrañas. Las tinieblas en que reservaba las
emociones de su pecho le ensombrecían la expresión.
En cuanto vararon, Fomoré se echó al agua por la popa, donde no podría ser visto
desde tierra. Aunque el agua estaba algo alborotada, no le resultó difícil nadar hacia
mar abierto y llegar al roquedal vadeando varios escollos. Permaneció unos instantes
en el primer relieve al que pudo encaramarse, para tomarse un respiro y aguardar la
señal afirmativa de Fergus, que en cuanto lo vio trasponer la punta pidió ayuda a los
demás a fin de examinar con atención el borde superior del acantilado, por si
observaban algún movimiento. Pasados unos momentos, dieron por cierto que nadie
les vigilaba y el gálata disparó con la ballesta una flecha que llevaba prendido un
pedazo de lienzo blanco.
Fomoré, que no podía ver el navío desde su posición, sí vio caer en el agua, muy
cerca, la ingeniosa señal de vía libre ideada por Fergus. Comenzó la escalada de
inmediato. Entretanto, Divea no paraba de mirar con preocupación hacia el saliente
tras el que Fergus había desaparecido.
Conall siguió la mirada angustiada y sintió en el pecho un raro escozor que trató
con todas sus fuerzas de disipar, lleno de desconcierto. Le molestaba que la futura
druidesa diera siempre la razón a ese hombre tan excepcionalmente hermoso, pero,
además, le producían desazón unas miradas que le parecían declaraciones de amor.
Debía sacudirse e impedir que le rondasen pensamientos tan molestos. Llevaba casi
dos lunas agarrotado por engorrosas contradicciones internas que le causaban vértigo;
no quería malograr su éxito personal en ese viaje de iniciación a dúo obstaculizado
por pasiones inmediatas y reacciones impulsivas que nada podían reportarle para el
porvenir. Un porvenir que tenía decidido desde antes de comenzar el viaje y nada
podía desviarle de él. A fin de pensar en otra cosa, se apartó un poco hacia donde
Naudú estaba oficiando una de sus frecuentes ceremonias. La sacerdotisa astur
encontraba en todos los sucesos y acontecimientos razones para quemar hierbas
aromáticas en un pebetero y elevar preces a Dana y demás dioses, entre los cuales
Bran era su favorito. Y lo hacía con mayor afán y devoción desde el momento en que

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Dagda había sido exonerada de sus votos por el druida Llyfr y tenía que oficiar sola.
En el momento que el futuro bardo se le acercó, recitaba una larguísima oración
dando gracias por el buen fin de la travesía, a pesar de su brevedad y de que el mar
había estado sereno todo el tiempo. Conall aguardó respetuosamente a que acabase.
Examinar su proceder también era para él un buen método de iniciación.
—¿Deseabas algo? —preguntó la sacerdotisa cuando terminó.
—Nada especial. Sólo, hacerte compañía.
—Acompáñame y terminemos el rito a dúo.
Mientras vertían las cenizas por la borda y las hacían volar sobre el mar, Naudú
volvió la mirada hacia Conall y dijo:
—Pareces raro.
—Todos decís lo mismo desde que emprendimos este viaje. Aunque al principio
me molestaba mucho, ya no me lo tomo a mal.
—No es eso lo que he querido decir, Conall. Me pareces raro esta tarde
precisamente porque no te veo como todos los días. Creo que estás cambiando en
algo que no consigo precisar.
—Esta madrugada me he recortado el pelo.
Nuadú se echó a reír. Conall acompañó sus risas.
—No seas bromista, Conall. Sabes bien que no es a eso a lo que me refiero.
No era la apariencia externa de lo que hablaba la sacerdotisa, sino de algo situado
bajo la piel y tras la mirada. Notando la incomodidad que al aprendiz de bardo la
causaba su escrutinio, volvió los ojos hacia el patrón del navío.
—Parece que podemos comenzar el desembarco —dijo en voz alta Fergus, al
tiempo que señalaba un punto en lo alto del acantilado.
Asomado al borde del precipicio, Fergus les hacía señales de asentimiento
moviendo en aspa los brazos alzados con las manos extendidas. A continuación les
indicó el punto mejor para intentar el ascenso.

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88

TODOS ESTABAN derrengados cuando lograron llegar a lo alto, donde


comprobaron que el acantilado era el corte repentino sobre el mar de una meseta
litoral llana, con muy escasa vegetación. El camino que acababan de coronar a duras
penas no presentaba huellas ni trazas de haber sido utilizado antes de su paso.
—Creo que somos los primeros en subir por ahí —comentó Conall— y no me
extraña, porque he creído todo el rato que en el momento más inesperado caeríamos
al vacío.
Divea comentó:
—Deberíamos preguntarnos si seremos capaces de bajar por el mismo sitio. Pero
mientras que los pesimistas creen que el viento llora; los pesimistas, creemos que
canta. Si duro ha sido conseguir que los caballos avanzaran hacia arriba sin
despeñarse, más complicado será obligarlos a bajar, y sin embargo sé que lo haremos.
—Encontraremos el modo —dijo Fomoré, sonriente—, no te preocupes.
La sonrisa que cruzaron éste y la futura druidesa extendió nuevas sombras sobre
el ánimo de Conall, que apretó los labios y miró hacia oro lado. No se comprendía a
sí mismo y su confusión aumentaba a cada paso.
—¿A qué bosque hemos de dirigirnos, Divea? —preguntó Fergus.
—Hibernia es el único país del cual ningún druida me ha adelantado el bosque
que debo buscar ni el nombre del druida de quien debo aprender.
—Si me permites —terció Dydfil—, hay dos cosas que no podemos hacer en
Hibernia. La primera, parecer demasiado fieles a las tradiciones celtas; la segunda,
vestir de manera que confirme esa sospecha. Como veis, nosotros tres hemos
cambiado nuestras galas guerreras por este sayo oscuro, y a vosotros os convendría
hacer lo mismo. Os advierto de que no vamos a encontrar fácilmente un clan
establecido en un bosque y gobernado por un druida, tal como conocemos a los
druidas.
—¿Qué será, entonces, lo que encontraremos? —preguntó Divea.
—Hace más de quinientos años —relató Dydfil— que un druida renegado
convenció a machamartillo a los hiberneses para aceptar los dioses cristianos y
despreciar los nuestros. Se llamaba Patricio y a partir de su muerte fue deificado

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como héroe particular de este pueblo, aunque no había nacido aquí. Unos dicen que
era un pastor natural de la Galia capturado por piratas hiberneses, y otros, que era
galés, lo que yo, personalmente, consideraría un baldón; también hay quien asegura
que pertenecía a una familia noble del fabuloso reino celta de Stratchlyde, que las
leyendas sitúan al norte de estas islas. Hasta hay quien llega a decir que, antes de
venir a Hibernia, había sido consagrado en Gales como su más poderoso arzobispo.
Lo indudable es que fue uno de los druidas más listos de aquellos tiempos. Dominaba
los recursos druídicos como nadie y, según demostraron los acontecimientos, mucho
mejor que sus grandes competidores coetáneos, Lucetmailh y Lochru. La cuestión es
que fuera pastor, noble o arzobispo, había acabado persuadido de que los dioses
cristianos eran más poderosos que los celtas y se empeñó por ello en convencer a los
reyes y nobles de renegar de la madre Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Para ello,
se valió de su iniciación druídica con astucia que yo describiría como alucinante. En
su tiempo, Hibernia estaba llena de reinos celtas muy poderosos y parece
comprensible, por tanto, que Patricio manejase en su favor todo cuanto había
aprendido de los conocimientos druídicos secretos. Cuando Lucetmailh lo retó a que
fabricase nieve siendo verano, Patricio lo rechazó diciendo que no deseaba actuar
contra la Naturaleza, por lo que Lucetmailh, muy contento, fabricó nieve al instante
para dejarlo en evidencia. Pero Patricio hizo que se derritiera, alegando que eso sí era
natural bajo el sol estival. También se valió de viejos trucos para conseguir que
Lochru, a quien detestaba porque siempre lo superaba en conocimientos, quedase
suspendido en el aire y, a continuación, lo hizo caer violentamente sobre el suelo, de
modo que el cráneo de Lochru se abrió y sus sesos quedaron desparramados. El más
alabado de los trucos de Patricio fue un prodigio de taimada habilidad. Para
demostrar el poder de los dioses cristianos sobre los nuestros, convocó a todos los
reyes diciéndoles que iban a poder convencerse personalmente de esa superioridad.
Antes de tenerlos reunidos, había mandado construir una casa cuya mitad derecha
había sido levantada con madera fresca, muy húmeda; la parte izquierda fue
construida con madera secada al sol durante años. Mandó a uno de sus discípulos
cristianos que se situase en la mitad derecha y a un aprendiz de druida que lo hiciera
en la izquierda y, entonces, prendió fuego a la casa. Como es natural, la parte
izquierda ardió rápidamente, muriendo el joven druida muy pronto entre las llamas,
mientras que la parte izquierda apenas se incendió, por lo que el cristiano pudo salir
ileso, ante el asombro y el pasmo supersticioso de los reyes.
Todos rieron.
—Lo que encontraremos —continuó Dydfil, respondiendo así la pregunta de
Divea—, querida druidesa, son numerosos y grandes conventos cristianos que te
parecerán los castillos más altivos, impresionantes e inaccesibles que hayas visto
nunca. En todos ellos mandan druidas poderosísimos que alaban a todas horas a los
dioses cristianos en letanías interminables. Según nos cuentan en el bosque de Tywi
los fugitivos hiberneses que a veces buscan refugio entre nosotros, entre letanía y

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letanía salen los monjes con sus hábitos oscuros en persecución de los clanes fieles a
las tradiciones celtas que pudieran haber sobrevivido. Por eso, resultará
prácticamente imposible que encontremos alguno. Esta situación tan dramática para
nosotros quizá sea el conocimiento que te han aconsejado venir a percibir: de qué
manera arrolladora está siendo arrasada deliberadamente la cultura celta. Pudiera ser
que contemplándolo, se te ocurran métodos para evitar que en tu país ocurra lo
mismo.
—En nuestro país —terció Conall—, los cristianos se han apoderado ya hace
tiempo del más importante de los patrimonios celtas, el Camino al Fin de la Tierra.
No creas que allí son las cosas más fáciles para nosotros.
—Vuestra ventaja —repuso Dydfil— es que no tuvisteis un Patricio y que según
aseguran los que lo han visitado, es un país muy extenso y cruzado por todas partes
de cordilleras que forman murallas infranqueables. Con tales características, nadie
podría ejercer un dominio tan severo ni tan absoluto como aquí y, así, quedarán
mayores espacios para la libertad. Por eso, mis dos amigos y yo iremos con vosotros,
con idea de poner en marcha la resistencia celta contra los desmanes que padecemos
en toda Europa.
—Con tales perspectivas, yo no querría vivir aquí —comentó Brigit.
Fergus sonrió. Sin pretenderlo, Brigit había respondido la pregunta que pensaba
hacerle al día siguiente. Habiéndose expresado de ese modo, la decisión era clara:
volverían a Hispania junto a Divea y asistirían a la consagración de la joven druidesa.

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89

MANTUVIERON UNA larga y farragosa discusión en busca del mejor método


para encontrar celtas donde tan arriesgado parecía emprender una exploración. Dydfil
propuso escenificar una procesión que imitase las que habían visto todos ellos, pues
eran muy semejantes las de sus respectivos países. Fomoré le contradijo:
—Ninguno de nosotros sería capaz de imitar convenientemente la actuación de
uno de sus druidas oscuros. Ni siquiera yo, que como bien saben Divea y Conall, he
estado en varias de esas procesiones simulando ser cristiano. Y, además, las
procesiones llaman demasiado la atención y siempre de un modo receloso en el
fondo, porque todas acaban con sangre y fuego. No creo que nos convenga.
—¿Y si fingiéramos que somos embajadores de países lejanos? —sugirió Brigit,
cuyo acento podía servirles para esa clase de impostura.
—Todos los embajadores llevan salvoconductos y credenciales en las faltriqueras
—señaló Dydfil—. Lo único que podríamos hacer de manera poco sospechosa sería
convertirnos en actores.
—¡Qué dices! —se escandalizó Divea.
Antes de que su autoridad se impusiera, Fomoré se apresuró a mostrarse de
acuerdo con Dydfil. Su argumento principal fue que a nadie como a los actores se les
abrían las puertas hasta de los castillos más inaccesibles.
Finalmente, acordaron fingirse cómicos de la legua.
Los que recitaban mejor, Fomoré, Conall, Nuadú, Dagda y Dydfil, ensayaron
durante dos días para conseguir contar epopeyas y leyendas que no contuvieran
referencias expresas a los dioses ni a las tradiciones más inmutables de los celtas.
Dydfil declamaba con tino, a pesar de que su voz se correspondía más con su
apariencia adolescente que con su edad verdadera; pero aunque el tono no resultara
demasiado cálido, enseñó a los otros cuatro las leyendas hibernesas de Deirdre y Cu
Chulainn, a fin de poder recitarlas a dúo en combinaciones varias. Entre actuación y
actuación, tratarían de localizar algún clan que permaneciera fiel a la tradición y cuyo
druida pudiera contribuir con su saber a la formación de Divea. Se dieron para ello
media luna de tiempo. Si acabado ese plazo no encontraban celtas fieles a sus dioses,
emprenderían el regreso directamente a Hispania. Esperaban que soplasen vientos

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favorables antes de que el otoño alborotase el mar en demasía.
Cuando consideraron que tanto su apariencia como su memoria eran las
adecuadas para la peligrosa simulación que se proponían, emprendieron la marcha en
busca de aldeas y fortalezas donde actuar. Lo que tenían ante sí era un paraje
desértico, casi cenagoso, muy poco propicio para el establecimiento de la población.
Sin embargo, se recortaban a lo lejos arboledas y colinas boscosas. Decidieron
dirigirse hacia el punto del horizonte donde parecía más probable encontrar aldeas y
fortificaciones.
En cuando se pusieron en movimiento a través de un prado salpicado de pequeñas
lagunas pantanosas, Fomoré emparejó su caballo con el de Fergus.
—Se acerca el momento de regresar a Hispania —dijo el hispano al gálata—.
¿Mantienes tu idea sobre el peligro que representa Conall para Divea?
Fergus se tomó un momento antes de responder:
—Para serte sincero, Fomoré, últimamente no sé qué pensar. Sin duda,
observando algunos gestos suyos uno siente la tentación de acusarle de malas
intenciones, pero tiene que reconocer que hablamos únicamente de presentimientos.
Ni siquiera Brigit consigue convertir mi pálpito en un pronóstico y no quisiera ser
injusto con él, que es tan joven.
—Por mi parte, lo que me importa es la seguridad de Divea. Que acabe con bien
su viaje de iniciación, en esta etapa de mi vida es mi único interés.
El gálata volvió la cabeza hacia su compañero de cabalgada.
—Tú tampoco resultas demasiado transparente, Fomoré.
Éste sufrió un sobresalto con expresión de azoramiento.
—¿Qué quieres decir?
—Esa frase que has dicho no tiene demasiado sentido, a menos que te hayas
enamorado de Divea, que casi podría ser tu hija.
—Tendría yo que haber corrido demasiado para ser su padre. Sólo cuento catorce
años más que ella.
—¿Quieres decir que es verdad que la amas?
—No exactamente como tú estás pensando. La amo como la druidesa
sapientísima que sé que va a ser y como tal la serviré si ella lo acepta. No puedo
amarla en el sentido que dices.
—Si es así, todavía te comprendo menos, amigo. ¿No puedes amarla, por qué? Es
bella, la muchacha más hermosa que he visto en mi vida, y una druidesa, aunque sea
mujer, no es una sacerdotisa y puede, por tanto, formar familia. En cuanto a ti,
considero que eres también el hombre más bello que he visto jamás. ¿Cómo es
posible que digas que no puedes amar a una mujer? He visto a muchas devorarte con
los ojos en todos los bosques que hemos visitado.
Fomoré apretó los labios y dijo con algo de enojo:
—Pues tú no eres lo que se dice el hombre más simple que yo haya conocido. ¿Es
que crees que no nos hacemos preguntas sobre ti? Afirmas desde el comienzo que

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robaste el dromon en Constantinopla y que llegaste a Hispania tripulándolo tú solo.
Te respetamos mucho y a estas alturas del viaje, sentimos por ti enorme afecto y por
eso nunca te hablamos de nuestras dudas. Pero reconocerás que no es creíble que
pudieras tripular ese navío tan grande sin ayuda de nadie, en una travesía tan
prolongada.
Ahora fue Fergus quien se mostró azorado. Como si pretendiera desviar la
atención de Fomoré de sus asuntos privados, preguntó:
—En cualquier caso, ¿consideras que debemos hacer algo respecto a Conall?
Fomoré notó que el gálata intentaba escabullirse de lo que le concernía. Decidió
respetar el deseo, aunque volvería sobre el mismo asunto a la primera ocasión. En
cuanto a Conall, continuaba opinando que sus actitudes no eran nada claras.
—No sé si podemos hacer algo más que vigilarlo y comunicarnos entre nosotros
todos los gestos y actos extraños que descubramos.
—Sí, Fomoré; claro que tenemos que hacer eso. ¿Pero no deberíamos avisar a
Divea?
Desde que comenzara a sospechar del retraimiento y algunas expresiones de
Conall, Fomoré se lo había preguntado muchas veces a sí mismo.
—Estoy convencido de que esa clase de advertencias nunca son útiles —
respondió—. Por un lado, podemos soliviantar a la futura druidesa en una etapa de su
vida que necesita sosiego. Por el otro, hablar de esas cosas tiene en ocasiones un
efecto perverso; pudiera ocurrir que la solidaridad con el que debe convertirse en su
bardo le hiciera rechazar nuestro aviso y hasta podría enemistarse con nosotros.

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90

LA PRIMERA SALIDA a escena le fue asignada a Fomoré por decisión unánime


de los otros cuatro rapsodas eventuales. La profundidad de su estupenda voz, su
prestancia y el atractivo indudable que tenía para las mujeres lo convirtieron en
primer actor por aclamación.
—Pero no voy a conseguir recordar toda esa historia —se resistió detrás del paño
que habían extendido a modo de telón.
—Yo saldré contigo imitando a un bufón —se ofreció Dydfil—. Si veo que
vacilas, cantaré repitiendo alguna de tus palabras como si fuera un eco tuyo, y así
tendrás tiempo de ir recordando.
Para llegar a la explanada intramuros donde montaron el artificio teatral, habían
cruzado un extenso robledal tras el cual se encontraron con una pradera donde crecían
aislados algunos alerces y abetos; un poco más hacia el norte, una fortificación
grande coronaba una colina. Por su tamaño aparente, era un buen lugar para el primer
intento, pero acordaron recomponer su aspecto antes de acercarse siquiera; lo
hicieron bajo el abrigo discreto de un pequeño soto de castaños. Brigit, la única de las
cuatro mujeres que había usado afeites en el pasado, ayudó a las otras tres a
colorearse las mejillas y los labios, y a darse sombra en los ojos con carbón. El más
cosmopolita de los hombres, Fergus, enseñó a los demás a recomponer sus
vestimentas con cintas y ajustes, para que resultasen menos severas y más festivas.
La caracterización de los diez resultó muy convincente, pues fueron invitados a
realizar una representación en cuanto llegaron ante la puerta principal de la muralla,
antes de identificarse como actores. En seguida, el jefe de la guardia les ofreció un
tablado un poco elevado sobre la irregular explanada, así como su colaboración:
—El señor del castillo se encuentra guerreando contra los infieles del Ulster —les
dijo— y aquí sólo nos queda aburrimiento. Aparte de la guarnición, nuestros
sirvientes y unos pocos campesinos que han acudido a mercar, no somos muchos,
pero os garantizo que obtendréis buenas ganancias.
El espacio donde se les invitó a actuar era el que mediaba entre la muralla exterior
de la fortaleza y la entrada principal del castillo. El terreno en ligero declive les
ofrecía la comodidad de poder ser vistos por todos a pesar de la insignificancia del

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tablado. Sin embargo, tendría que competir con los relinchos de los muchos caballos
que pastaban sueltos entre la yerba abundante que crecía en uno de los ángulos, el
ruido del mercado, el cloqueo de las gallinas, el gruñido de los cerdos y el
escandaloso juego de los niños. Además, no lejos del estrado había un lodazal de
excrementos cuyas emanaciones podían dejarles sin voz.
A pesar de todo, la apostura de Fomoré y su magnífica voz lograron generar cierto
interés, y que fueran acercándose y se hiciera algo de silencio en sus proximidades.
Eran mujeres mayoritariamente. Con vestimentas propias de campesinos sólo
contaron tres hombres en el auditorio, mientras que ellas sumaban más de veinte. De
los guerreros, acudieron los que no tenían servicio en esos momentos, y tampoco
fueron muchos los sirvientes a los que se les permitió asistir. Pero eran en total más
de tres docenas, un público demasiado amplio para alguien tan reservado y pudoroso
como Fomoré. En el momento de salir de detrás del lienzo colgado, ocurrió algo que
a él y los demás les cogió de sorpresa. Las mujeres se dieron a gritar:
—¡Hermoso, ven esta noche a mi cabaña para quitarme el frío!
—Hombre bello cual ángel, honra mi cama.
—Siembra tu semilla en mí, para que me convierta en la madre más afortunada de
Erin.
—¡Qué bien llenas esas calzas!
Los piropos desaforados y obscenos bloquearon la mente de Fomoré. Por suerte,
permanecía agachado Dydfil en un ángulo del tablado, y se dio cuenta de que le
paralizaba el sonrojo, por lo que el galés decidió actuar sin demora. Dio un salto,
dibujó una cabriola en el aire y realizó varias volteretas de campana sobre el estrado
con una agilidad que, antes que al público, maravilló a sus propios compañeros.
Parado de un salto al final en el centro de la escena, saludó ampulosa y teatralmente,
con lo que arrancó el primer aplauso, cuyo estruendo ejerció de revulsivo para
Fomoré. Reaccionó por fin y recitó:

Era hijo de una virgen inocente llamada Dectera,


en quien un ángel sembró su divina semilla.
Por ello, el niño que le nació, llamado Setanta,
poseyó desde el natalicio las dotes divinas.
A los doce años fue a visitar a sus parientes
y en llegando se vio obligado a matar una perra
que guardaba la herrería de Culam.
Mas viendo la desesperación del herrero,
se comprometió a guardarle como un perro
hasta que una cría de su animal fuese adulta.
Por eso, Setanta pasó a ser llamado Cu Chulainn…

—Cu Chulainn, Cu Chulainn, ¡Cu Chulainn! —cantó Dydfil con todas sus fuerzas.
Fomoré continuó:

Cuentan que enamorado de la princesa Emeth,


hija de Forgalh, poderoso rey de Lugach,

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fue rechazado por ella con este argumento:
«No siendo yo la primogénita, a mi hermana mayor has de amar».
Esta triste noticia destrozó el corazón de Cu Chulainn
y partió por ello a tratar de encontrar la muerte en guerras.
Pero su origen sobrenatural se manifestó y venció.

—Y venció, y venció. ¡Y venció! —cantó Dydfil.


Fomoré prosiguió:

Venció y venció en todas las batallas y en todas las guerras


y volvió victorioso, rico y poderoso ante el rey de Lugach.
Le entregó una cuantiosa dote para su primogénita,
manifestándole que a quien amaba en verdad era Emeth.
El rey consintió, y los dos fueron felices por siempre.

El público prorrumpió en un aplauso y cayeron sobre el estrado panes, gallinas,


manzanas y tortas. Sólo un par de monedas de cobre lanzaron los soldados. Lo
recogieron todo sin tener que fingir demasiado su contento, ya que las dádivas, sobre
todo las provisiones, les venían muy bien puesto que no habían conseguido contactar
con ningún clan verdadero.
—Hay entre el público un campesino que nos miraba de modo muy extraño —
comentó Fomoré—. Era como si tratara de decirnos algo con los ojos.
—¿También te has dado cuenta? —preguntó Dydfil.
—Desde el principio. Creo que deberíamos hablar con él.
No tuvieron que ir en su busca. Cuando acabó la representación de todos los
demás, el campesino se les acercó mientras recogían el paño que les había servido de
telón de fondo y guardaban los regalos echados sobre el tablado. En el pescante,
Divea y Conall habían comenzado a aprontar la carreta para la partida y los demás
enrollaban y ataban los bultos. El campesino era bastante joven y le acompañaba una
muchacha embarazada. Tenían expresiones muy tristes. Los dos poseían el buen
aspecto propio de los celtas que vivían en contacto con el bosque, pero ninguno de
los dos parecía un verdadero campesino.
—Me llamo Beltain y ésta es mi esposa, Bheir. Me ha sorprendido que
atribuyeseis a la leyenda de Cu Chualinn rasgos cristianos y, mirándoos recitar, se me
ha ocurrido que tal vez os complacería muchísimo saber en qué bosque del sur de
Erin crece el muérdago más abundante.
Todos, inclusive los que estaban muy atareados con la recogida, volvieron
prestamente la cabeza hacia el campesino con toda clase de expresiones, porque sus
palabras podían ser la señal de que por fin habían contactado con celtas fieles, pero
también existía el peligro de que se tratara de una trampa.
Debido a que notó su renuencia, el campesino añadió:
—Hay mucho muérdago, pero no suficiente para salvarnos de todos los peligros.
Ahora sí, dieron por seguro que habían encontrado a un camarada. Aún así,
continuaron mostrando la misma reserva y fue Divea quien habló:

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—Venimos de muy lejos en busca de las fuentes del conocimiento.
Beltain asintió. A pesar de la sutileza de la frase, había entendido que se refería a
los veneros y riachuelos habitados por la diosa. Convencidos todos ya de que no
había engaño, Divea se atrevió a decir:
—Deseo con mucha ansiedad bañarme en esas fuentes y escuchar con gran
atención los consejos de quien las habite. Sólo el que intenta cumplir su propósito
llega a descubrir si es capaz de hacerlo.
Sin extrañeza, Beltain inclinó la cabeza con la actitud propia de quien se
presentaba ante un druida.
—Permíteme, señora, que yo te guíe hasta esas fuentes.
Volviéndose hacia Dydfil, se mostraba poco dispuesto a seguir tras el campesino,
recitó Divea:
—Sólo consigue la libertad quien está dispuesto a morir por ella.

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91

—M I PADRE ASEGURABA ser tataranieto del propio Naois, y lo sostuvo


hasta que se cruzó en su vida un gato negro…
Beltain y Bheir viajaban en la trasera de la carreta. Todos escuchaban al
campesino con gran atención, intentando apreciar todos los matices de sus palabras
por si descubrieran todavía razones para dudar de su sinceridad y honradez.
—¿Qué significa que se cruzó en su vida un gato negro? —preguntó Fergus.
—En Erin creemos que los monstruos infernales se transforman en gatos negros
para venir a por nosotros cuando estamos a punto de morir. Normalmente, no veréis
gatos negros por los caminos y poblados de este país, pero guardaos si por casualidad
cruza uno ante vosotros.
—¿Y quién es Naois?
Era Dagda quien lo preguntaba.
—¿No conoces la historia de Deirdre? —preguntó dulcemente Dydfil, pero podía
notarse que le escandalizaba la ignorancia de la mujer que amaba.
Dagda bajó la cabeza. Comprendiendo que había sido algo torpe e
innecesariamente pedante, Dydfil tomó su mano y le sonrió antes de narrar:
—Celebraba una fiesta el rey Conacher, cuando se oyó un grito terrible. Su druida
le dijo que provenía del vientre de la esposa del arpista y quien había gritado era una
niña que estaba por nacer y que a causa de su belleza sería motivo de gravísimos
enfrentamientos entre reyes. Ante un vaticinio tan horrible, Conacher mandó encerrar
en una torre a la niña, Deirdre, en cuanto nació. Pero la veía crecer de lejos y pronto
quedó prendado de su belleza, y quiso hacerla su esposa. Mientras, Deirdre se había
acostumbrado a hablar con los pájaros, que le trajeron dos noticias; la primera, la
existencia de un hermoso joven llamado Naois, con quien debía desposarse; la
segunda, que Conacher querría impedirlo porque deseaba convertirla en su reina.
Deirdre consiguió huir de la torre y se encontró en el bosque con un grupo de
cazadores del reino vecino, entre quienes reconoció al instante a su enamorado,
Naois. Huyeron todos juntos, pues los otros cazadores eran hermanos del joven,
cruzaron el mar y se aposentaron en el País del Alba. Allí vivieron felices, pero
Conacher no cejó. Le mandó un mensajero, diciéndole que la perdonaba y que podía

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volver a Erin con su esposo y su familia. Ella se resistió, porque sentía malos
presagios, pero Naois y sus hermanos ardían en deseos de recuperar sus haciendas.
Regresaron, por tanto, pero en cuanto pusieron pie en tierra el rey Conacher los hizo
prender, mandó ejecutar a Naois y a sus hermanos, y a Deirdre la encerró de nuevo en
la torre hasta que consintiera en ser su esposa. Pero ella murió de pena a los treinta
días justos. La enterraron en la misma tumba de Naois y pronto brotaron dos tejos
que fueron entrelazándose y así viven aún para que nadie olvide a la hermosa pareja.
—¡Qué historia más triste! —lamentó Dagda.
Dydfil le lanzó un beso con una sonrisa. Dagda sonrió enternecida. De reojo,
contempló con delectación el perfil de Dydfil, asombrada de su buena suerte; no era
tan hermoso como Fomoré ni tenía los hombros tan anchos como Conall, pero poseía
la gallardía y la altivez de un príncipe. Él giró un poco el cuello para sonreírle de
nuevo y ella apartó la mirada bruscamente, ruborizada. Observó un ciervo que
cruzaba pausadamente el camino frente a ellos y se ponía a ramonear muy cerca, sin
el menor temor, como si presintiera que se acercaba gente amiga. También vio saltar
de rama en rama varias hermosas ardillas rojas, de un tipo que nunca había
contemplado antes. Todo resultaba tan idílico, que quiso convencerse de que la madre
Dana no le reprochaba haber desechado la posibilidad de permanecer a su servicio,
para echarse, en cambio, en brazos del amor. Un amor tan grande y tan
correspondido, que sentía a cada paso la inclinación de postrarse en el suelo para dar
gracias a la diosa.
—¿Queda muy lejos el bosque donde vivís? —preguntó Fomoré a Beltain.
—A media jornada de distancia, pero no es un bosque.
—¿Ah, no?
Beltain suspiró antes de decir:
—Hay en Erin tantos renegados dispuestos a traicionar a sus hermanos, que nadie
puede arriesgarse a vivir públicamente como celta en este país. Imaginad cuán grande
es nuestra desgracia… ¡la tierra donde más celtas llegó a haber! Los de mi clan nos
vimos obligados a ir alejándonos de los cenobios y ermitas y, al final, hemos tenido
que ocultarnos en una cueva, donde vivimos hace dos generaciones. Por eso, mi
padre suspiraba con las historias de sus antepasados libres, verdaderas o supuestas. Es
que no nos sentimos ni podemos sentirnos libres.
En vez de por el camino que habían recorrido en sentido contrario desde la costa,
abandonaron el gran bosque de robles por un sendero situado a su derecha y, después
de un corto trecho, notaron que comenzaban a subir varias colinas y, más adelante,
verdaderos montes tapizados de verde musgoso entre rocas oscuras y floresta muy
umbría. A lo largo del retorcido ascenso, el camino vadeaba cascadas y lagunillas, sin
dejar de cruzar a cada recodo frescos y muy numerosos arroyos. La vida animal era
abundante, ya que no paraban de ver gansos, cisnes y alguna nutria. Les extrañó, sin
embargo, que parecieran no existir ranas ni sapos. Tampoco veían serpientes por
ningún lado, tan frecuente como era cruzárselas en los demás países que habían

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visitado.
—Oigo una música que me parece celta —comentó Conall cuando pasaban por
un estrecho sendero abierto entre una turbera extensa y un bosque de abedules, bajo
los que crecían densos matorrales.
—Es música de nuestros antepasados —reconoció Beltain—, tienes razón. Pero
escucha con atención el canto y tendrás motivo para sentir rabia y dolor.
Pararon los animales para oír mejor las palabras. Sonaba como uno de los más
bellos recitados de los bardos, pero le habían cambiado ligeramente la letra para
expresar loas y alabanzas a los dioses cristianos.
—Ya veis —comentó Beltain cuando reemprendieron la marcha—. No sólo usan
nuestra música, sino que imitan todos nuestros estilos y ciertos modos externos de
vida, para que nadie rehúse aceptar su fe, puesto que todos son celtas en esencia. De
tal modo, habríais podido confundiros y exponeros a graves peligros si no viniera con
vosotros, porque podíais haber creído que descubríais un verdadero clan con su bardo
y su druida, cuando no son nada de eso. Son muy peligrosos y, por vuestro bien, ojalá
que no tengáis ocasión de ver de cerca las barbaridades que hacen.
Las mujeres suspiraron. Sorprendentemente, pareció que Conall se enjugaba una
lágrima y Fergus lo miró de reojo, encogiéndose de hombros mientras le recriminaba
con el pensamiento su hipocresía.

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92

ANTES DE LLEGAR a la cueva, tuvieron que atravesar un pantano pestilente


donde, sin embargo, abundaba una bella especie de plantas parecidas al loto. Beltain
iba delante, a pie, guiándoles por las zonas menos profundas a fin de que ni los
caballos ni la carreta quedasen atascados.
—Ya estamos —anunció ante un matorral de ribera con apariencia impenetrable.
Emitió el silbido más agudo y prolongado que habían oído nunca. En respuesta,
se oyeron otros dos, más cortos. Entonces, Beltain volvió a silbar, ahora de un modo
que parecía una melodía entrecortada y que se prolongó tanto como una canción.
En seguida que terminó, vieron abrirse una parte del matorral con sus cepellones,
tal como habían hecho los guerreros de Dydfil ante la Fuente de la Juventud. De
súbito, y como si suspendieran el alerta momentáneo, oyeron clamores, risas y
conversas muy excitadas y, según fueron saliendo del pantano, el olor de carne asada.
—Les he anunciado que llegabais y se apresuran a celebrarlo —comentó Beltain.
La cueva no era más que una oquedad en un terraplén. Apenas mediría unos
veinte o treinta pasos de profundidad, aunque era muy ancha. Bajo el refugio del
penacho de roca, se amontonaban más de veinte personas.
—Sólo faltan dos, que están cazando —les informó Beltain—. Este es mi clan y
aquél que acude a saludarnos es nuestro druida, Levarchim.
Divea bajó la cabeza cuando se paró ante ella. Se trataba de un hombre de unos
treinta años tan sólo. No había gente mayor en el grupo.
—¿Es cierto que vas a recibir la consagración de druida? —le preguntó.
Tras el primer instante de asombro, Divea comprendió que el prolongado silbido
de Beltain había adelantado al clan la información esencial de quienes llegaban con
él. Asombroso sistema de seguridad y, sobre todo, de comunicación. El hombre que
Beltain había señalado como druida no usaba signo externo alguno de su dignidad;
tenía la misma apariencia curtida de cualquiera de ellos y sólo por la intensidad y
profundidad de su mirada podía intuirse su saber. Por otro lado, no había a la vista
nada que recordara un nementone ni siquiera vagamente.
Como respuesta a la pregunta, Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el
cascabel de Ogmios y el anillo de bronce, y fue recitando al oído del druida las

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fórmulas ceremoniales. Levarchim sonrió con expresión de sorpresa pero muy
complacido.
—Permíteme, druidesa, que te pida que repitas las frases.
Divea sintió inquietud.
—¿Me he equivocado en algo?
—¡No! Es que… ¡ésta es la primera vez en mi vida que tengo el honor de que un
futuro druida venga a solicitarme conocimientos!
Con una sonrisa de comprensión, Divea repitió las tres fórmulas, murmurándolas
en el otro oído del druida.
—Lamentablemente para ti y para los esfuerzos de tu viaje —dijo Levarchim—,
no es mucho lo que puedes aprender de mí, pero te daré cuanto pueda aunque no
puedo casi nada. Te ruego que me concedas tiempo hasta la noche, a fin de que yo
fuerce mi memoria en tu honor.
Prodigaba a Divea un trato tan deferente, que la futura druidesa sintió
incomodidad y, sobre todo, compasión. Tal vez habían ido a topar con el último
vestigio auténtico de una vida celta en Hibernia que, observada de lejos, todos los
países del continente consideraban la más genuina, abundante y activa de Europa. La
actitud de Levarchim era más de deslumbramiento por la categoría de quien llegaba
ante él, que de la altivez correspondiente a su rango.
A excepción de los tres galeses, ante quienes exhibían los hiberneses cierto
desdén indisimulado, todos se desvivieron por agasajar a Divea y sus seis
compañeros. Una vez que volvieron los dos que habían salido a cazar, juntaron lo que
traían y, poco después, empezaron a servir el asado sobre gruesas rebanadas de pan
un poco rancio, tras colocar cestos llenos de frutas sólo ante los visitantes y ante
nadie más. Además, ninguno vestía túnicas blancas ni llevaban guirnaldas de flores
en la cabeza. A la futura druidesa le acongojó la modestia con que malvivían. Poco a
poco, una idea fue madurando en su cabeza conforme avanzaba la tarde.
Al anochecer, el druida ofreció un cuenco a Divea.
—No dispongo de ingredientes ni medios para elaborar elixir para todos —se
justificó, de nuevo con actitud muy respetuosa—, porque no podemos arriesgarnos a
recorrer el bosque en su busca. Te ruego que aceptes compartir esta pequeña cantidad
conmigo.
Al tiempo que cogía el cuenco, Divea murmuró:
—La voluntad hará que alcancemos nuestras metas.
Taliesin esperó a que ella tomase un sorbo para hacer él lo mismo. Transcurridos
unos instantes a la espera de que el elixir surtiera efecto, dijo:
—Como no dispongo de arcanos que transmitirte, permíteme que hable en alta
voz sin reservarme de mis hermanos ni de tus acompañantes. Para serte sincero, no
cuento con más sabiduría que la marca indeleble de las angustias que viene
padeciendo mi pueblo generación tras generación. Si nuestra amarga experiencia ha
de servirte de algo, estoy dispuesto a contarte nuestros anales uno por uno durante los

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próximos días, hasta que sepas de nosotros tanto como yo mismo.
—Será un honor para mí —respondió Divea—, y te escucharé todos los días que
quieras, hasta que consideres que sé lo suficiente. Y te agradezco tu empeño, que
muestra tu propósito de confirmar que no ayudar a quien lo necesita es maldad. Pero,
por la misma razón, permíteme una pregunta: ¿Qué planes tenéis para el futuro?
Esta pregunta llenó de perplejidad a todos los presentes, incluyendo al grupo de
visitantes.
—No sabría decirte, Divea —respondió Levarchim—. Si te fijas en cuanto te
rodea, verás que ya es bastante esfuerzo pensar en sobrevivir cada día. No podemos
decir que tengamos ningún plan para más allá de la luna próxima.
—Querido y venerable druida —dijo Divea tras una corta y pensativa pausa—, os
recuerdo que para ser libre, hay que ser implacable en defensa de la libertad. ¿Habéis
de permanecer aquí para siempre, escondidos, sin contacto con otros clanes?
—No tenemos otra posibilidad, Divea.
El tono de Levarchim era de suma tristeza.
—Yo sí tengo un plan —proclamó Beltain.
Todos giraron la cabeza hacia él; sentado con la espalda apoyada en la roca,
sujetaba la cabeza de su mujer junto a su pecho con mimo conmovedor.
—¿Tienes un plan? —se asombró el druida.
—Así es, señor. Mi plan es la razón por la que me arriesgué tanto esta mañana,
identificándome como celta verdadero ante desconocidos. Mi audacia fue impulsada
por mi desesperación. Ved a mi mujer; sólo le faltan dos meses para parir y ¿qué va a
ser de mi hijo? ¿Nacer para vivir como un prisionero hasta su muerte, sin ciencia ni
conocimiento, sin placeres ni relaciones con nadie más? Si os abordé en el fuerte, fue
para que hablándoles de vuestro países, convenzáis a mi clan de marchar a otro lugar
donde podamos sentirnos libres.
—De eso mismo pensaba hablar —dijo Divea—. Pero no para dar consejos. Que
la madre Dana me libre de tal arrogancia. Soy demasiado joven e inexperta para
aconsejar a nadie. Me limitaré a hacer una sugerencia. Hemos llegado a vuestro país
en un barco capaz de llevar a más de cincuenta personas y nosotros somos diez tan
sólo. ¿Por qué no nos acompañáis a Hispania?

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93

NADIE DURMIÓ esa noche en la cueva. A la primera reacción de pasmo y cierto


desbarajuste, siguieron varios asentimientos que, poco a poco, fueron siendo más
numerosos y que a medianoche se habían convertido en un clamor lleno de excitación
y frases entrecortadas.
—Debemos hacerlo —fueron las dos palabras más pronunciadas.
A primera hora de la madrugada, se produjo una especie de suspiro colectivo y
todos se dieron febrilmente a la tarea de preparar la partida. Cuando amaneció, había
desaparecido cualquier recelo y todo disentimiento, y treinta y una personas habían
atado sus ajuares y se encontraban dispuestas a viajar con los forasteros. Cualquier
cosa que les reservase Hispania no podía ser peor que la vida que llevaban.
En el momento en que, ya con el bosque iluminado por el Sol, había que iniciar el
viaje, Levarchim le recordó a Divea:
—Sabes que sufrimos persecución y estamos obligados, por lo tanto, a viajar con
discreción muy cuidadosa.
—Difícil será que un grupo de cuarenta y una personas pueda pasar inadvertido
—repuso Divea—. ¿Qué sugieres que hagamos, Beltain?
—¿Dónde nos aguarda ese navío vuestro?
Fue Fergus quien respondió:
—Oculto bajo un farallón de rocas muy oscuras, en la orilla de una llanura
despejada de árboles, situada más allá del robledal que abandonamos cuando
veníamos hacia aquí desde la fortaleza, a menos de media jornada del cruce.
—Ya me hago una idea —asintió Beltain—. Disfrazados de labriegos, hace años
que Bheir y yo recorremos el sur de Erin, en busca de una solución para nuestras
vidas y la de nuestro pueblo. Por lo tanto, conocemos muy a fondo el paisaje.
¿Recuerdas si hay algo especial junto a ese farallón que dices?
Fue Fomoré quien respondió:
—Muy cerca del lugar por donde subimos, recuerdo que había una pequeña
laguna, prácticamente un charco, casi perfectamente circular; al lado, como si fuese
un exiliado de los espléndidos bosques vuestros, un único árbol, uno de esos pinos de
tronco recto y oscuro que abundan en este país. Lo demás, nada más que

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ondulaciones muy suaves, verdes pero sin matorrales ni árboles.
—Conozco el lugar —repuso Beltain muy satisfecho—. Partid vosotros en primer
lugar, puesto que habréis de aprontar el navío, y nosotros nos dividiremos en tres
grupos para desplazarnos cada uno por caminos diferentes. Todos confluiremos junto
a ese pino tras cerrarse la noche. Podríamos llegar antes pero no debemos hacerlo,
porque en ese lugar tan despejado seríamos carne de cruces sangrantes.
—¿Qué? —Divea tuvo un sobresalto.
Hacía varios días que no había pensado en ello, pero eran las cruces sangrantes la
única advertencia de Galaaz que todavía no se había materializado.
—Es el suplicio que más practican con los celtas recalcitrantes como nosotros —
respondió Beltain—. En imitación del principal de sus dioses, clavan en una cruz a
los celtas que se niegan a adorarle y allí los dejan desangrarse, comidos por los
cuervos. Vi la primera cruz sangrante yendo de la mano de mi padre, a los ocho años,
y os aseguro que hay pocas cosas más horribles que un cadáver al que los pájaros
están sacándole los ojos. Hace ya tiempo que no he visto ninguna de esas cruces,
porque tal vez seamos los de mi clan los últimos celtas genuinos de Erin, y no querría
volver a verlas ahora desde arriba, clavado yo en una.
De inmediato, Beltain les acompañó para indicarles por dónde atravesar el
pantano.
Divea y sus nueve compañeros emprendieron el retorno. Abría la marcha Dydfil
junto a sus dos amigos guerreros. Los demás jinetes rodeaban la carreta, cada vez
más convencidos de que representaba un privilegio servir a una futura druidesa que a
diario les daba pruebas más consoladoras de sus dotes, conocimientos y preparación
para capitanear a la gente. Cuando llegaron al cruce del camino donde habían de
torcer con dirección a la costa, Dydfil, que no paraba de girar la cabeza atrás para
cruzar su mirada con la de Dagda, comentó en voz muy baja:
—Alguien nos sigue.
Conall reaccionó de modo inesperado:
—Sólo llevo un machete, Dydfil. ¿No podrías darme algún arma más poderoso?
—Tú no debes luchar, Conall —respondió el galés—. Tu obligación es preservar
tu vida de futuro bardo y, de paso, cuidar la de Divea. Déjanos a nosotros la guerra,
pues esa es nuestra función en la vida.
La convicción de que les seguía alguien fue afirmándose durante el largo
recorrido por el inmenso robledal. Cuando ya faltaba poco para salir a la extensión de
llanura y pequeñas lomas, estacionaron fuera del camino, ocultos tras los macizos de
matorral para aguardar que el sol declinase un poco más antes de decidirse a cruzar a
campo abierto. Fomoré murmuró:
—Yo tengo experiencia de haber ido detrás de un grupo acechando, como quien
nos persigue. Bien lo visteis vosotros, Divea y Conall, cuando viajabais hacia el país
de los astures; persiguiéndoos fue como entré en contacto con Alban. Por lo tanto,
soy el más capacitado para descubrir si nos vigila de verdad un espía. Aguardadme

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aquí, sin cambiar de posturas ni actitudes y no digáis nada de mí cuando notéis mi
ausencia. Ni mencionéis siquiera que uno de vosotros ha desaparecido.
Fomoré amarró el caballo a una vara del carro y un instante después, a todos les
pareció que se había desvanecido en el aire.
Tal como él había exigido, no hablaron de ello y sí de cuanto veían alrededor.
Dado que no le daban uso, había gran cantidad de muérdago en todos los robles, bajo
los que crecía la hierba más espesa que hubieran visto. Divea y Conall sólo
identificaron unas pocas y, entre ellas, ninguna de las que habían estudiado su valor
curativo; las demás, les resultaban desconocidas.
—Es un país muy hermoso —dijo Divea.
Todos pasearon la mirada alrededor. Ciertamente, el Sol del atardecer penetraba
entre la neblina y el verdor con forma de rayos que parecían provenir de la morada de
los dioses.
—Es un bosque tan húmedo —observó Fergus—, que da la impresión de que
nunca pudieran arder sus bosques. ¡Si conocierais Galacia! La luz allí es maravillosa,
pero este paisaje tan misterioso y verde me conmueve. Lo único temible es la
temperatura. Si pudiéramos encontrar un país con la tibieza del mío y el verde de
aquí, sería el paraíso.
—Polonia también es muy verde, pero me parece que es aún más frío que
Hibernia —aseguró Brigit—. Pasamos muchas lunas con los bosques cubiertos de
nieve.
—Gales es muy semejante a esto —señaló Dydfil—, como bien sabéis. ¿Cómo es
Hispania?
Conall inspiró hondo. Acababa de sentir una punzada de nostalgia en el pecho.
Como futuro bardo, le correspondía recurrir a la poesía para describir las bellezas de
su tierra, pero viéndolo vacilar fue Divea quien dijo:
—Es un país muy grande y según nuestro druida, Galaaz, posee gran variedad de
paisajes y de climas. Pero nuestro bosque, cercano al Castro de Santa Tecla, se
asemeja bastante a éste, aunque allí abundan más los helechos que el musgo y hay
más flores. Sin embargo, la temperatura es más templada. En estos momentos hará
todavía calor, siendo como es verano aunque esté a punto de acabar.
—¡Allí seré muy feliz! —exclamó Brigit tomando la mano de Fergus.
—Yo también seré muy feliz —afirmó Dydfil, mientras miraba a Dagda a los
ojos.
—¡Aquí lo tenéis! —les anunció Fomoré.
Apareció de repente, sujetando y empujando a un joven de unos veinte años que
tenía el sayo hecho jirones, por los que aparecía la carne amoratada y sanguinolenta.
También presentaba la cara cubierta de moretones y muchos arañazos por todas
partes. Era evidente que lo habían maltratado con crueldad, de lo que daban
testimonio innumerables latigazos, el andar encorvado por los apaleamientos y las
magulladuras ennegrecidas de las piernas. Con todo, lo más extraordinario del sujeto

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era que su cabello y cejas carecían de coloración. Tan absolutamente blancos, que no
parecían propios de un ser humano. Tampoco lo parecían sus pupilas casi incoloras;
apenas poseían un vago reflejo de azul.
—¿Quién eres y por qué nos sigues? —preguntó Divea.
Antes de responder, el joven los miró uno a uno sin levantar del todo la cabeza,
como si temiera que en cualquier momento fuesen a golpearle. Paseó su mirada
esquinada de rostro en rostro, como si tratara de calcular las dimensiones de los
golpes que cada uno de los hombres se preparaba para propinarle.
—¿Quién eres? —volvió a preguntarle Divea con gran dulzura.
El terror que lo dominaba resultaba casi palpable. La futura druidesa comprendió
que debía vencer sus recelos y por eso añadió:
—Abunda en la Tierra mucho más la tristeza que la alegría. Debes saber, buen
hombre, que nosotros tratamos de borrar la tristeza del mundo. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Joachim, porque así lo he querido yo mismo, puesto que nadie
me dio nombre jamás, y venía tras vosotros con intención de pediros ayuda, pero no
sé si puedo atreverme a hacerlo. No pretendéis maltratarme, ¿verdad? Os ruego que
no me azotéis, porque ya no podría resistirlo más. Ved lo que me han hecho y no es la
primera vez de mi vida, sino una de tantas.
De cerca, comprobó Divea con cuánta saña había sido torturado. Tal como él
afirmaba, durante toda su vida, pues donde la piel no estaba cubierta de sangre o de
mugre, afloraban cicatrices innumerables.
—¿Cuál es tu delito? —preguntó Divea.
—Bella dama, mira el color de mi pelo, ¿ves? ¡Éste es mi delito! Cuando nací,
mis padres me abandonaron en el bosque para que me comieran los lobos, pero ni
ellos me quisieron. Supongo que mis padres pensaban lo mismo que piensan todos,
que soy una criatura del demonio. Pero si lo intentáis, podéis comprobar que no es
verdad. Mi sangre es roja, no verde, ¿veis? El Sol me hiere los ojos como si me
clavaran dardos y tengo que moverme y vivir de noche, como los gatos, para
ahorrarme el sufrimiento insoportable de la luz. Soy humano, porque siento el dolor y
me desmayo cuando me martirizan, y también cuando paso demasiados días sin
comer. Aunque lo he intentado a ver si ello me ayudaba a librarme de tantos
latigazos, no consigo que mi aliento brote como llamas pestilentes. ¡Yo no puedo
lanzar llamas por la boca! Desgraciadamente, no soy un hijo de Satanás y no tengo el
poder de devolver multiplicado por mil el mal terrible que me hacen. No he salido del
infierno, pero tengo la desgracia de no saber quién soy. Mas a pesar de todo ello,
bella dama, he aprendido mucho y puedo ser para ti el sirviente más fiel que hayas
tenido jamás. Tu esclavo. Te lo juro. Acógeme, por tu dios, que enloqueceré si
vuelven a azotarme de esta manera que ves.
Divea asintió con lágrimas en los ojos, al tiempo que le abría los brazos.
Reemprendieron la marcha, puesto que el Sol se acababa de ocultar. Cuando se
agruparon todos al borde del acantilado, la futura druidesa cayó en la cuenta de que

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con la llegada de Joachim sumaban cuarenta y dos. Seis veces siete. Se preguntó si
ello formaría parte de un plan divino y si habría de considerar el cabalístico número
una bendición o un mal presagio.

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Quinto Libro

Las dudas del retorno

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94

IMPULSADO EL dromon por veinticuatro remeros, hombres y mujeres, y sin verse


obligados a acechar la llegada de un viento favorable, la maniobra de leva fue la más
sencilla y rápida de cuantas habían realizado hasta ese día. De tal modo, que Fergus
pudo resolver que no fuera izada la vela hasta que no se hubieran alejado de los
peligrosos tajos costeros, orlados de escollos muy peligrosos.
Al tiempo que observaba los diferentes pasos de la operación, tan diferente de las
demás partidas y sin embargo tan bien organizada, Fomoré recordó que el gálata le
debía una explicación; la verdad sobre un viaje entre Bizancio e Hispania que nadie
en el grupo aceptaba que pudiera haber llevado a cabo él solo. Sin embargo, temía
exigírsela por miedo a verse obligado a corresponderle, entrando él también en
confidencias que le causarían dolor y posiblemente mucho rubor. Pero sí tenían
ambos la responsabilidad de resolver las incertidumbres sobre Conall, porque temía
por el futuro de Divea. Tenía que aprovechar un momento en que Brigit no estuviera
pegada al gálata.
La sibila de pelo cobrizo observaba con curiosidad los pasos que todos ejecutaban
para llevar el dromon a alta mar, cuya coordinación le hacía pensar en una danza. A
diferencia del recorrido entre la Armórica, Anglia, Gales e Hibernia, durante el que
nunca habían dejado de ver tierra bastante cerca, ahora se disponían a cruzar un mar
proceloso donde no tendrían costas a la vista durante varios días. La idea le producía
vértigo. ¿Y si equivocaban el rumbo, no conseguían recalar en las costas de Hispania
y se perdían entre las corrientes que se precipitaban por los profundísimos abismos
del fin de la Tierra? Hizo un esfuerzo de concentración, a ver si recibía uno de
aquellos destellos visionarios que los dioses le regalaban a veces, siempre de manera
inesperada. Pero algo estaba bloqueando sus facultades a bordo, y no sabía imaginar
qué podía ser. El primero en quien pensó fue Joachim, por si a fin de cuentas
resultase verdad que era hijo de los espíritus de las profundidades; pero el corazón del
muchacho con la piel salpicada de heridas aparecía limpio en su mente.
Joachim comenzaba a darse cuenta de que la gente que le había acogido estaba
tan al margen de la sociedad como él mismo. Había oído hablar mucho de ellos a los
viajeros de paso por los bosques, de sus brujas y curas endemoniados, y de que se

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comían crudos a los niños. Aunque de cerca le parecían amables y hospitalarios, ¿no
le habrían aceptado con objeto de, en llegada la noche, cocinarlo en un caldero para
comérselo como cena aunque ya no fuera un niño?
—Joachim está asustado —comentó Divea con Conall—. Pobre. Será muy difícil
que algún día llegue a superar el miedo a la gente que le han inculcado.
—¿Estás segura de que no tenemos nada que temer de él?
—El bien no se duda, un druida tiene que hacerlo. ¿Temerías a un perro apaleado
por un leñador cruel, Conall?
—Me preocupa que se le puedan ocurrir ideas extrañas. No quisiera…
—¿Qué?
Con enorme sorpresa, la futura druidesa descubrió que quien habría de
convertirse en su bardo se ruborizaba hasta encendérsele las mejillas. ¿A qué sería
debido? Para sacudirse la ligera inquietud de un sonrojo tan incomprensible, se
acercó a Naudú, que oficiaba preces a la madre Dana mientras quemaba hierbas
aromáticas en un pebetero.
—¿Quieres ayuda?
—¡Oh, no! Ésta es una cuestión demasiado insignificante para una druidesa.
Estoy pidiendo por todos los que van a bordo, para que la travesía acabe con bien,
pero sobre todo por ti. Porque tu consagración sea venturosa y tu magisterio discurra
lleno de aciertos.
—Gracias, Nuadú. Tu plegaria es poesía, porque a ella se llega haciendo lo que el
corazón siente. ¿Te ha comentado Dagda, por fin, cuál es su determinación? ¿Crees
que renovará los votos?
—Mírala, Divea, allí, sin apartarse ni un palmo de Dydfil, como de costumbre.
¿No te parece que ya no podemos abrigar esperanzas sobre su vuelta voluntaria al
sacerdocio?
—Si es para su felicidad, que la diosa la inspire.
Dydfil acababa de marearse. Comparado con la placidez de un viaje en barco a
escasa distancia de la costa, era realmente diferente navegar por mar abierto, donde
las olas semejaban colinas traslúcidas.
—¿No se te pasa? —preguntó Dagda.
—Creo que ya no me queda en el cuerpo nada de lo que comí las últimas tres
lunas. ¿Te ha dicho alguien cuánto durará esta tortura?
—Brigit comentó anoche, antes de partir, que Fergus calculaba que tardaremos
más de cuatro jornadas en llegar a Hispania.
—¡Más de cuatro días así! Que la madre Dana se apiade de mí.
—Voy a pedir a Divea que te prepare un elixir. Ya verás. Domina las fórmulas de
los veintiuno y seguramente habrá alguno que pueda aliviarte.
—¡Sí, por favor! ¡Pídele que me libre de este tormento!
Dagda se acercó donde Nuadú y Divea recogían las cenizas del rito recién
acabado.

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—Señora, ¿no podríais darme un elixir que alivie el mareo de Dydfil?
—No me llames señora todavía, Dagda. Aún no he recibido la consagración y
eres mi amiga con toda confianza. Bajemos al sollado donde no sople el viento y
elaboremos juntas ese elixir, que es uno de los siete básicos y te conviene saber
prepararlo.
—Yo me quedaré en cubierta, si tú, druidesa, me lo permites —dijo Nuadú—.
Quiero ver qué le pasa a Joachim. Desde que comenzó lo travesía, lo veo
ensimismado y sin hablar con nadie, y como si se escondiera de todos.
—Sí, ve con él —aceptó Divea—. Ese pobre muchacho ve a necesitar toda
nuestra ayuda para aprender a creer en la gente. Su recelo es una muralla de granito.
Al encaminarse hacia donde el joven de pelo blanco y extraños ojos se encogía
junto a la borda con la cabeza entre los brazos, vio que él descubría su aproximación
y echaba a correr hacia las bodegas inferiores, como si deseara esconderse. Sintiendo
un poco de desaliento, Nuadú se acercó a la popa, donde Fergus se mantenía aferrado
al timón con la mirada fija en el horizonte que se abría frente a proa. Sentada muy
cerca, en la borda, Brigit permanecía atenta a los gestos del gálata, pero mostraba
preocupación.
—¿Algo te inquieta? —preguntó la sacerdotisa.
Brigit tuvo un ligero sobresalto. No la había visto ni oído llegar.
—¿Qué? Oh, no es nada importante, Nuadú. Sencillamente, me preguntaba si las
cosas son diferentes cuando navegamos sobre el mar.
—¿Diferentes a qué?
—A cuando estamos en tierra.
—Está claro que sí, Brigit. Aquí, estamos más a merced de los elementos.
—Me refiero a otra cosa, Nuadú. Hablo de los poderes de nuestros dioses.
Cuando estamos en tierra, siento siempre la cercanía de la madre Dana aunque no
haya ningún venero ni arroyo a la vista. Pero aquí… ¡es como si los dueños del mar
fuesen dioses distintos! Trato de representarme el fin de este viaje, y no me permiten
verlo.
La sacerdotisa miró con preocupación a la sibila.
—¿Tienes malos presagios?
—Ese es el problema, Nuadú, que no me alcanza ninguna clase de
presentimientos.

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95

EL SEGUNDO DÍA en alta mar amaneció brumoso. El viento soplaba algo fuerte
de poniente sur y tuvieron por ello que arriar la vela y emplearse a fondo con los
remos. En cuanto hubo luz suficiente sobre cubierta, Brigit pidió a Nuadú que
oficiase un rito sencillo, para suplicar ayuda a Bran, Lugh y Dana.
—¿Sigues con tus temores, Brigit?
—No son temores, sino perplejidad por el vacío que siento en mi interior.
Ayúdame a conseguir que los dioses me iluminen.
Se dieron devotamente a los preparativos de un rito sencillo, pero empleando un
brasero con carbón recién encendido en lugar del pequeño pebetero. Pretendían
sahumar, al menos, toda la cubierta del navío rincón a rincón, y también el sollado
donde se esforzaban los remeros, a ver si de ese modo los dioses consentían en
comportarse igual que entre los aromas y brumas del bosque. Mientras iban
desplazándose, Brigit observó que Joachim, el muchacho de cabello blanco, las
seguía a pocos pasos, con ojos febriles y trazando cruces como si pretendiera
neutralizar un maleficio.
—Creo que Joachim nos teme —murmuró la sibila de pelo cobrizo.
—Ya lo veo —afirmó Naudú—. Es víctima de las calumnias que los monjes
echan sobre nuestras espaldas. Tendríamos que demostrarle lo equivocado que está.
—Sí. Lo intentaremos después del rito.
Aprovechando que Fergus se encontraba solo por fin, Fomoré se acercó junto al
timón para decirle:
—Finalmente, ¿tomamos alguna iniciativa en relación con Conall?
—Mira qué día más desapacible tenemos, Fomoré. Dejémoslo para mañana, a ver
si amanece más sereno.
—Disculpa, Fergus, pero yo creo que no deberíamos esperar a que el viaje haya
concluido, porque a bordo del navío Conall no tendría escapatoria, mientras que en
tierra, está claro que podría huir. Si consiguiéramos enfrentarlo con sus propios
demonios y descubrimos que nuestros pálpitos están justificados, en el navío
podemos someterlo a juicio y liberar a Divea del peligro que represente para ella.
Recuerda que según las tradiciones marineras, tú eres a bordo el rey y señor y

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podrías, por tanto, dictar la sentencia más conveniente. Míralo allí; hace muchos días
que no se despega de ella más que para dormir, como si necesitase saber lo que hace a
cada paso. La vigila, ¿ves?; no para de seguirla con la mirada.
—¿No será que sientes celos?
Fomoré pudo fulminar a Fergus con los ojos, pero en seguida, sin transición,
sonrió fingiendo haber entendido que se trataba de una broma. Sabía que cuando
sonreía, como ahora se forzaba en hacer, sus interlocutores se inclinaban siempre a su
favor.
—De lo que se trata —dijo— es que aunque hayamos llegado a ser cuarenta y dos
personas a bordo de este navío, la única razón del viaje es Divea, recuérdalo. Todos
nuestros desvelos deben encaminarse al objetivo de que ella regrese con bien y
alcance su consagración druídica sin trabas.
—Bien, de acuerdo —aceptó Fergus—. Si crees que es tan urgente resolver este
asunto, hagámoslo. Ve en busca de Beltain, que es uno de los más fuertes a bordo,
para que se haga cargo del timón. Así podremos hablar en el castillo.
Una vez que Beltain aprendió cómo mantener firme y en rumbo y, sobre todo, sin
cambios, la pesada palanca del timón, Fergus y Fomoré se acercaron a Conall, que se
encontraba apoyado en la borda casi rozando el hombro de Divea. El gálata le dijo:
—Conall, tenemos algunas consultas que hacerte pues, como sabes, yo nunca he
visitado la costa de tu tierra y me dice Fomoré que tú la conoces a fondo por tu
trabajo de pescador. Vayamos al castillo, donde podremos conversar tranquilamente
sin el estorbo de tanto ruido de las olas y el viento, que allí ha de ser menor.
Conall los miró a los dos con recelo. Tenía claro hacía tiempo que ambos podían
ser piedras en su camino. Y juntos, mucho más. Se encogió de hombros y fue tras
ellos, dispuesto a mantenerse tan firme como el Castro de Santa Tecla.
Una vez que se hubieron acomodado los tres en una banqueta con el futuro bardo
sentado en medio, dijo Fergus:
—Me han contado que la costa cercana a tu bosque es una de las más escabrosas
del mundo y muy peligrosa. ¿Puedes indicarme una ruta segura?
Conall miró a uno y otro lado. No había que ser demasiado perspicaz para darse
cuenta de que esa pregunta no era la razón verdadera por la que deseaban hablarle.
Respondió con expresión arisca:
—No creo que necesites tan pronto que te marque esa ruta. Cuando lleguemos
allí, yo seguiré en el navío y, por lo tanto, podré servirte de guía a través de las radas
y los escollos. Pero yo no creo que sea eso lo que vosotros dos pretendéis
sonsacarme. Os veía venir, ¿sabéis? No hace falta tener los dones de Brigit para darse
cuenta. ¿Por qué no sois francos y me preguntáis eso que tanto os interesa?
Ante la agudeza inesperada del joven, Fomoré se sintió un poco en evidencia, por
lo que decidió estudiar sus expresiones mientras reflexionaba el modo de plantear el
asunto de un modo sutil, pero Fergus se le adelantó:
—Los dos estamos convencidos de que el servicio de Divea no es tu principal

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objetivo en este viaje. Digo yo que ocultas tus verdaderas intenciones.
Conall no esperaba que fuese tan directo al meollo de la cuestión, pero él estaba a
punto de culminar también su viaje iniciático y había dejado de ser el muchacho torpe
e ignorante de seis lunas atrás.
—Los dioses nos dan tareas nuevas todos los días —repuso—, sin que la
obediencia de sus mandatos nos desvíen de los objetivos fundamentales.
Fomoré estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Conall sería un joven de
menos de diecisiete años, pero poseía ya la madurez de un hombre. Iba a ser muy
difícil vencer sus barreras. Tragó saliva para decir:
—Lo que a Fergus le preocupa es la posibilidad de recibir graves castigos de la
madre Dana y todos los dioses por no haber sido capaz de llevar incólume a Divea al
nementone donde ha de ser consagrada.
Conall apretó los labios.
—Ya. Habéis llegado a la conclusión de que yo soy un estorbo para ese propósito.
Fomoré lo examinó un momento antes de preguntar:
—¿Lo eres?
Conall se recreó en un larga pausa, durante la que miró a los ojos de los dos
hombres con mucha ironía. Tras levantar despectivamente los hombros, dijo:
—Yo voy a convertirme en bardo en la misma ceremonia que consagrará a Divea.
Eso es un futuro claro y diáfano, que todos conocéis. En cambio, de ninguno de
vosotros dos tenemos las ideas tan clara. Nadie en este navío cree la historia que tú,
Fergus, cuentas sobre tu aventura desde Bizancio a Hispania. Ni sabemos lo que tú,
Fomoré, escondes en el pecho, que presiento que ha de ser cosa muy grave. Por lo
tanto, ¿en qué sería yo diferente a vosotros si me guardara algún pensamiento?
Fergus consideró que había llegado la hora de revelar su verdad.

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96

EL TIEMPO PARECÍA mejorar. Seguía soplando viento con la misma dirección y


casi con igual intensidad, pero notaron sobre el toldo del castillo que se intensificaba
repentinamente la luz, porque el sol había surgido en un claro entre las nubes.
Fergus dijo:
—Voy a contaros la peor experiencia de mi vida, la que mayor vergüenza me
causa, pero lo hago considerando que los vuestros son oídos amigos y, puesto que os
abro mi corazón, espero de vosotros que me abráis el vuestro.
Fomoré asintió con una sonrisa. Conall se limitó a encoger los hombros.
—Cuando nos conocimos en el Bosque de Onix —continuó Fergus—, bajo el
amparo de aquel buen druida, Taliesin, a quien los dioses hayan acogido en su
morada, os conté la primera parte de mi aventura. Cómo me encontré después de ir a
pescar en el río Halys con que los cetrinos desmujerados habían quemado mi bosque.
Mi padre y hermana murieron, y el poblado fue arrasado, por lo que yo me quedé sin
ganas de vivir. Pero no os conté cuanto me ocurrió a continuación porque me
conturba demasiado recordarlo, imaginad lo que siento al contarlo porque es como
revivir todas mis penas y calamidades. Marché a Bizancio con la intención de
aparentar ser cristiano viviendo como ellos, pero no encajaba ni me adaptaba y sólo
resistí tres lunas. Ya que Bizancio me abrumaba, me di a merodear por los puertos
pequeños en busca de una vida que ya no me apetecía arrastrar, y un mal día, yendo
por un sendero en terreno despejado, fui asaltado por una partida de malhechores que
traficaban con esclavos. Me vendieron a los cetrinos desmujerados que tratan de
apoderarse del mundo y tienen, por ello, grandes navíos por todo el Mar del Centro
de la Tierra, preparados para invadir las ciudades cristianas, cosa que intentan luna sí
y luna no. El capitán que me compró alabó mi salud y mi fortaleza, lo que me valió
que mis cadenas fuesen más pesadas que las demás. Fui asignado a este dromon, en
aquel remo, el segundo de estribor; lo habían robado ellos, ya que se apoderan de
todos los navíos bizantinos que pueden porque son los mejores del mundo. Ese remo
me produjo todas estas cicatrices y encallecimientos en las manos, ¿veis? Tres años
serví como remero, lo que viene a ser un prodigio de supervivencia que a los dioses
debo agradecer, porque según lo que vi y por lo que comentaban los demás esclavos,

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nadie permanecía vivo más de dos años encadenado a un remo de los cetrinos
desmujerados. Mi espalda, nalgas y piernas están cruzadas de cicatrices por los
latigazos que me han dado, nunca por algún gesto de rebeldía que fuera nada más que
una simple mirada de rencor. No lo podía soportar, no sólo por la extenuación diaria y
la vida sin horizonte, sino por lo que veía hacer a mis dueños. Les llaman
«desmujerados» porque siempre van solos, ya que a sus mujeres las ocultan en sus
moradas sin ventanas y cuando las dejan salir a la calle deben ir cubiertas de mantos
que les tapan hasta la cara. Por ello, en los países que arrasan, raptan a las mujeres
para usarlas sexualmente y luego las matan. Pero si no encuentran mujeres, se
satisfacen entre ellos o, más frecuentemente, usando a los esclavos más jóvenes. De
ese horror, a mí me salvó mi corpulencia y el brillo acerado de mis ojos. Pero como
no se atrevían o no les apetecía someterme a esa humillación, en cambio me
castigaban más que a ninguno; creo que era porque notaban en mi rostro que jamás
me doblegarían. No podría describir punto a punto el sufrimiento de tres años sin
echarme a llorar. Os resumiré el resto de la historia, porque habré de comprobar de
aquí a poco si Beltain no equivoca el rumbo y seguimos con bien nuestro derrotero.
Nos encontrábamos en una ciudad del sur de Hispania que ellos llaman Rayya, una de
las urbes más hermosas del mundo, y parecía que el porvenir de nosotros, los
remeros, era holgar para siempre engordando al sol, cuando llegó un emisario del
califa, pidiendo refuerzos para el ejército que trataba de tomar una tierra que se
resistía con empeño a sus esfuerzos por conquistarla. Mi peso había aumentado
mucho gracias a la vida tan regalada que llevábamos en Rayya, donde la pesca es
abundantísima. Pero durante la media luna que tardamos en llegar al país de los
astures, nos obligaron a remar sin descanso, día y noche, pues su estrategia consistía
en atacar el principal puerto astur para distraer a sus guerreros, de modo que el grueso
del ejército cristiano se concentrara en la costa; entonces, el gran ejército califal
atacaría desde las montañas del sur y conseguiría conquistar por fin esa tierra, que les
obsesiona. Nosotros cumplimos nuestra parte. La dotación de guerreros del dromon
atacó el puerto, con escaramuzas que se prolongaron varios días sin que viéramos
llegar al gran ejército que iba a tomar la ciudad desde el sur. Llegó el momento en
que, habiendo muerto la mitad de la dotación militar del dromon, nuestros amos no se
atrevieron a persistir en la lucha, porque barruntaron que el ejército jamás nos
alcanzaría, y decidieron enrumbar de nuevo hacia Rayya. A cierta distancia del puerto
astur, nos obligaron a abrigar el navío en un refugio, para buscar provisiones que nos
permitieran volver sin escalas con el propósito de no acercarnos durante la travesía a
ningún puerto hostil. De los guerreros que, al comienzo, eran sesenta, quedaban sólo
veintinueve. Y de éstos, quince salieron a merodear por los alrededores, en busca de
provisiones. Transcurrió todo el día sin que los viéramos regresar y comenzó a cundir
la alarma entre los catorce que quedaban en el navío. Imagino que los otros quince
fueron sorprendidos por los cristianos y habrían muerto. Entre tanto, yo había
adelgazado de tal manera por los esfuerzos inhumanos de los últimos días, que las

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abrazaderas de las cadenas en mis muñecas se habían aflojado bastante. Como los
catorce cetrinos no podían mantener la vigilancia férrea de siempre sobre los dos
equipos de remeros, que sumábamos cuarenta y ocho hombres, yo aproveché cada
descuido para escupirme en la muñeca a ver si era capaz de conseguir liberar mi
mano derecha. Sucedió casi a medianoche y, en el primer momento, sentí una especie
de oleada de terror y júbilo, pero mi cabeza estaba a oscuras; no conseguía imaginar
cómo obrar a continuación. Mi cuerpo actuó solo ya que mi cabeza no funcionaba.
Sin el freno de la cadena, mi mano alcanzaba al remero de delante y al de atrás.
Mediante toques, suspiros y susurros, conseguí que ambos entendieran que debían
permanecer mudos e inmóviles mientras yo me retorcía, a ver si era capaz de alcanzar
las trabas que fijaban mis pies al sollado mediante dos argollas con pasadores.
Todavía permanecía mi mano izquierda sujeta por la otra cadena, pero aún así,
obligando a mi cuerpo con todo mi aliento, pude doblarme hasta alcanzar y descorrer
los dos pasadores. Salvo mi brazo izquierdo, era la primera vez en tres años que me
sentía casi libre. Me retorcí sobre mí mismo oculto por el remero de delante,
encogido para que ninguno de los cetrinos pudiera verme, y entonces lo hice; oriné
sobre mi muñeca izquierda hasta conseguir tras muchos esfuerzos liberarme del todo.
Tuve que acallar a los compañeros que presenciaron mi hazaña, porque en seguida
comenzaron a susurrarme que liberase sus pies, ya que para las abrazaderas de las
manos hubiésemos necesitado una tenaza que rompiera el gozne amartillado;
supongo que pensaban hacer lo mismo que yo, orinarse las muñecas para intentar
algo que no iban a lograr, pues ninguno de ellos había estado tan gordo como yo en
Rayya, cuando me colocaron las abrazaderas, ni había adelgazado tanto desde
entonces. Les supliqué paciencia y que disimularan mi falta aunque llegase uno de
nuestros dueños a preguntar por mí. Entonces, pude recuperar el eco lejano de mis
sentidos del bosque, esa facultad innata que tenemos los celtas de movernos a oscuras
con seguridad y tan sigilosamente como los gatos. Paso a paso y sin que cundiera la
alarma, antes de poder llegar a la bodega donde se encontraban encerrados los otros
veinticuatro remeros, conseguí matar a nueve de los catorce, pido a la madre Dana
que me perdone por haber matado a traición, a hombres que no me veían acercarme y
que no podían, por lo tanto, defenderse; ninguno de los que murieron a mis manos
tuvo la oportunidad de contemplar mi rostro y por ello me siento deshonrado y me
desvelo a veces por la noche. Cuando uno de los que permanecían vivos descubrió lo
que estaba pasando, sin imaginar que les atacaba un hombre nada más, ya sólo
quedaban cinco vivos y huyeron. Liberé a los de la bodega y ellos, a su vez, liberaron
a los demás con martillos y machetes. Todos los esclavos huyeron y nunca volví a
verlos; debían amar la vida que imaginaban que podían vivir. Yo, en cambio,
consideraba que no tenía vida que disfrutar, hasta que recordé el legendario Camino
celta al Fin de la Tierra. Donde estaba, oculté el dromon con arbustos y matorrales
hasta que me pareció que, asomado al acantilado, nadie se daría cuenta de que era un
barco. Decidí robar un caballo y tratar de encontrar el camino. Llegaría al mirador del

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Fin de la Tierra, escucharía el eco lejano de la catarata que se precipita en los abismos
y, luego, si tenía la suerte de encontrar a otros celtas, los convencería de rescatar el
dromon y llevarlo a un puerto donde pudiésemos venderlo a los reyes cristianos.
Fergus sonrió a Fomoré y Conall como si quisiera disculparse. Notó que ninguno
de los dos hallaba que hubiera en el relato nada vergonzoso y, agradecido, les dio a
ambos una palmada afectuosa en el hombro mientras se alzaba de la banqueta.
—Voy a comprobar que nuestro rumbo no ha derivado. El final de mi historia ya
lo conocéis. Me encontré con el Camino al Fin de la Tierra lleno de invasores hostiles
y, como por el camino había descubierto un vigoroso clan celta en el recóndito
Bosque de Onix, volví junto a ellos hasta que llegasteis vosotros. Ahora debo
ocuparme de seguir al mando de este navío, pero mañana hemos de volver a
reunirnos para que vosotros cumpláis vuestra parte y me contéis vuestros secretos
como justo pago por haberos revelado el mío.

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EL HIBERNÉS BELTAIN había llegado a dominar el timón con cierta pericia, lo


que permitía a Fergus disfrutar mucho más de la compañía de Brigit.
—¿Cuántos días nos faltan para llegar a tierra? —preguntó la sibila.
Había vuelto la cabeza hacia él tapando a medias el Sol naciente, cuyos rayos
horizontales recortaban su pelo rojo con un brillo metálico como una valiosa joya.
Con los ojos refulgiendo en el contraluz al mirarlo, sintió Fergus que su pecho se
inflaba hasta reventar de júbilo. A diferencia del día anterior, el tiempo era magnífico.
Estar apoyado en la borda junto a ella, con la mirada perdida perezosamente en el
horizonte marino, era para él la materialización de sus mejores sueños.
—Me parece que deberían ser dos —respondió—, pero nunca antes he hecho esta
travesía y no puedo asegurarlo.
—¿Crees que seremos felices en el bosque de Divea?
Fergus detectó una sombra en el fondo de los ojos de Brigit.
—¿Presientes dificultades?
Ella no quiso responder. Definitivamente, el poder de los dioses se amortiguaba
demasiado a bordo de un navío, lejos de los bosques y las fuentes, porque había
pasado toda la noche atormentada por las imágenes que se formaban en su cabeza.
Las desechaba por demasiado horribles, pero volvían pertinaces a quitarle el sueño.
Suponía que había podido sobrevivir al amanecer gracias a la tibieza de los brazos de
Fergus, pero le atormentaba la idea de tener que dormir varias noches más en el
dromon.
—A veces siento que estás lejos, Brigit —reprochó afectuosamente Fergus—, y
quisiera con todo mi corazón que aprendieras a confiar en mí.
—Confío en ti como nunca antes he confiado en nadie —respondió Brigit—, pero
hay momentos en que debo callar.
—Entonces, permanece un rato a solas con tus pensamientos, pues de he reunirme
con Fomoré y Conall.
Llamó a los dos hombres indicándoles por señas que debían reunirse en el
castillo. Notó que Fomoré acudía serio, sin entusiasmo, y Conall de muy mala gana.
—Desde aquel amanecer en el gran nementone de piedra de Anglia —dijo Fergus

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—, siento que os unió un vínculo indestructible a los seis que fuisteis iluminados por
el resplandor del solsticio. Algo nos entrelaza y nos convierte en hermanos
inseparables, creo que hasta la muerte, aunque yo no estuviera presente, porque Brigit
sí estaba. Por ello, me parece que deberían caer las barreras que aún queden entre
nosotros. Ayer, os confié la verdad de la etapa más negra de mi vida, la que todavía
me produce escalofríos cuando la recuerdo; la que tanto me avergüenza. Considero,
por tanto, que vosotros dos estáis en deuda conmigo.
Fomoré asintió. Tanto a Conall como Fergus les pareció que procuraba elegir muy
cuidadosamente sus palabras cuando dijo con lentitud:
—Tú afirmaste ayer que sólo era verdad la primera parte de tu historia y que
habías callado lo que te ocurrió desde entonces. En mi caso, es al revés. Yo os he
contado solamente el final de mi aventura, porque mi pasado sí es vergonzoso, no el
tuyo, amigo Fergus. No dudes que te siento como mi hermano y no sólo por el
solsticio milagroso del gran nementone de piedra. Entraste del todo en mi corazón al
conocer tus verdaderos sufrimientos. Lo tuyo fue un cúmulo de desgracias, una tras
otra, y no creo yo que los dioses hayan de presentarte cuentas demasiado severas por
evitar mostrar tu rostro a quienes tuviste que matar para ganar tu libertad. Al
contrario, a mí sí me pedirán cuentas, porque mis faltas no tienen justificación ni
perdón.
—Entonces —lo interrumpió Fergus, porque no recordaba con precisión lo que
sabía del pasado de Fomoré—, ¿no es exacto que quisieras convertirte en cristiano?
—Yo nunca pretendí renegar de nuestros dioses. Solamente traté de parecer
cristiano para vivir con ellos y adaptarme a sus costumbres, porque conozco a
muchos celtas que lo han hecho así, fingir que adoran a sus dioses, y han conseguido
convivir con los cristianos de la costa, medrar y ser felices. Inclusive, lo había visto
hacer a varios miembros de mi clan, antes de…
En ese momento, se oyó un fuerte escándalo en cubierta y salieron los tres con
presteza, a ver qué ocurría. El muchacho hibernés de cejas y cabello blancos,
Joachim, se encontraba de rodillas en la parte de cubierta más despejada, cerca de la
proa. Tenía las manos alzadas al cielo y sólo bajaba de vez en cuando la derecha para
hacer rápidamente la señal de cruz. En seguida, volvía a extenderla hacia el cielo.
Gritaba letanías y toda clase de invocaciones, extrañas e ininteligibles en su mayoría,
pero consiguieron entender algunas frases:
—Por los dioses Patricio, Jesús y Yago os ruego que me destruyáis de una vez. Ya
sé que no hay compasión en vuestros corazones, sé que sois bestias del averno y que
no tenéis misericordia divina, pero si no es por piedad, hacedlo para gozar vuestro
festín infernal. Matadme ahora; no esperéis más. No me hagáis perder otra noche de
sueño entre pesadillas demoníacas; no me obliguéis a continuar noche tras noche en
este navío del abismo pestilente, torturado por el terror. Si habéis de devorarme,
hacedlo prontamente y si algo en mí os hace dudar, decidme lo que es para corregirlo
y que así mi cuerpo os sea más apetitoso. No prolonguéis más mi agonía, por

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compasión. Sé que no conocéis el significado de esa palabra y por ello os pido que
me deis un arma con la que yo mismo pueda darme muerte. Padre mío Patricio, que
me creaste como soy para ser humillado, despreciado y maltratado, ruega a los demás
dioses, tus hermanos, que me ayuden a acabar con el tormento de mi vida y me
permitan, al menos, morir en paz. Y vosotros, hechiceros del demonio, matadme tal
como os proponéis y devoradme. Hace tres días que no como lo que me dais, sólo he
tomado un poco de agua, y por lo tanto mi cuerpo está limpio para vuestras fauces.
Divea había llegado ante Joachim mediada su perorata. Según pronunciaba las
terribles acusaciones, la tez de la futura druidesa fue palideciendo. Permaneció
dubitativa un buen rato, cabeceando un poco, hasta que vio a Fomoré aproximarse, y
comprendió que él sería la única solución. Le pidió con una señal que se acercase y,
tomando su mano, lo condujo hasta el ángulo último de la proa, donde los dos
parecían sobrevolar el mar. Se volvió hacia los demás en ese punto para decir:
—Aferrad a Joachim entre varios y aseguraos de que no hace ninguna locura.
Mantenedlo sujeto mientras Fomoré y yo hablamos, pero que ninguno de vosotros se
acerque a menos de diez pasos de nosotros hasta que yo no lo autorice.
A continuación, ofreció el oído para escuchar lo que Fomoré le iba a decir.
Mientras tanto, cuantos ocupaban la cubierta giraron hasta darles la espalda como
prueba de discreción y reserva.
Pasado un buen rato, Divea volvió hacia donde Joachim permanecía inmovilizado
por Conall y Dydfil. Pidió a Naudú que se acercase y, junto con Fomoré, tomaron
entre los tres al muchacho de pelo blanco por los hombros y lo condujeron hacia la
bodega. Antes de cerrar la puerta tras ellos, dijo Divea a voces:
—Ninguno de vosotros ha de acercarse aquí hasta que nosotros cuatro volvamos a
salir.

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98

FOMORÉ, NAUDÚ, Joachim y Divea pasaron la mayor parte del día en la


bodega. Salieron al atardecer, bajo unas ráfagas de viento muy fuertes que
comenzaban a producir alarma. En el sollado estaban siendo recogidos los remos con
prisas, y los aseguraban con las argollas para no perderlos. Fergus había mandado ya
arriar la vela y corría a lo largo y ancho de cubierta dando órdenes, que eran
obedecidas con algo de desconcierto y sin demasiada organización, pero todos se
apresuraban y sustituían con buena voluntad la carencia de experiencia marinera.
En el momento que los cuatro emergieron de la semipenumbra de la bodega,
Joachim lloraba, pero ya no lo sujetaban, lo que daba la impresión de ser innecesario
tras lo que hubiera sucedido en el interior. Tras Divea y Fomoré que salieron primero,
solamente Naudú iba a su lado con el brazo pasado por sus hombros, en enternecido
gesto maternal, sorprendente en una sacerdotisa virgen. La expresión del muchacho
hibernés de pelo blanco era en esos momentos, aparentemente, de serenidad y
bienestar completos. Ninguna de las treinta y ocho personas restantes fue capaz de
imaginar lo que había sucedido dentro de la bodega durante tantas horas; en realidad,
no tenían ganas ni oportunidades de entrar en conjeturas. El mar se había ido
alborotando progresivamente en el transcurso del día y caían ya algunas crestas
espumosas sobre cubierta; tenían cosas perentorias en las que pensar.
El temporal no fue excesivamente fuerte las primeras horas, a pesar de lo cual
casi todos fueron asomándose por turno a la borda para vomitar. Pero poco después
de la medianoche había ya quien se preguntaba si iban a conseguir salir indemnes del
tobogán de olas, tan inmensas y bajo un viento tan poderoso, que Fergus ordenó que
hubiera cuatro mujeres encerradas en la bodega, dedicadas exclusivamente a
mantener el fuego encendido, ya que todas las luminarias de cubierta se habían
apagado y no había posibilidad de conservar alguna luz bajo el ventarrón.
Ayudado de Beltain, el gálata trataba de dirigir la proa hacia la cumbre de las
olas, pues era lo que había visto hacer durante los tres años que permaneciera como
prisionero. Pero ni se trataba del mismo mar ni disponía de una tripulación experta.
El mar que atravesaban ahora se mostraba mil veces más proceloso y salvaje que el
del Centro de la Tierra y las cuarenta personas que le acompañaban ponían en las

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tareas de a bordo empeño y buena voluntad, pero ni siquiera eran capaces de
acompasar la cadencia de los remos. Su temor a zozobrar fue creciendo durante la
madrugada más convulsa y tensa que recordaba. Durante los temporales marinos que
había sufrido anteriormente, consideraba que su vida no tenía valor apenas; vivía la
miserable e infeliz existencia de un esclavo entre humillaciones y maltrato sangrante.
Ahora, por el contrario, tenía todos los motivos para pelear por su vida con fiereza; el
principal, Brigit, ante quien sentía a veces el impulso de postrarse como prueba de
agradecimiento por lo feliz que lo hacía; pero estaban también los demás, gente
buena que, a pesar de la variedad de sus orígenes, compartían una clase mágica de
camaradería; y, sobre todo, predominaba en su ánimo la obligación de llevar
incólume a la futura druida hasta el nementone donde habría de ser consagrada.
Demasiado valiosa era la carga del dromon como para aflojar los ánimos. Tenía
que llevarlos a salvo a su destino, que no podía encontrarse demasiado lejos. Fergus
observó cómo se ayudaban todos a asegurar los pertrechos contra la embestida de las
olas y los esfuerzos denodados para que nadie corriese peligro; en resumidas cuentas,
se comportaban como si para cada uno de ellos la vida del compañero fuese un tesoro
que había que conservar a toda costa. Hasta el extraño y enloquecido muchacho de
pelo blanco se afanaba en colaboración con otro de los hiberneses para transportar
uno de los toneles de cubierta al sollado inferior, con objeto de que no rodase hasta
caer por la borda. Mirándolos, recordó la sensación que Divea y cinco más habían
experimentado durante el amanecer del solsticio en el gran nementone de piedra de
Anglia, según lo que Brigit describía.
Ahora parecía estar produciéndose un milagro semejante, como si el temporal
constituyese una prueba ideada por los dioses para obligarles a actuar en sintonía,
como una gran familia, donde cada uno amaba y respetaba a todos los demás sin
excepción. El temporal estaba convirtiéndolos en un clan.

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99

LA SALIDA DEL SOL actuó cual lenitivo. Por la voluntad imperativa de Lugh, el
espíritu maligno que agitaba el temporal fue expulsado hacia un horizonte lejano en
seguida que un desgarrón en las nubes permitió al astro asomarse hacia el mar
convulso, que fue serenándose al poco rato de volverse azul de nuevo. Transcurrido
un cuarto de jornada, la superficie oceánica recuperó su horizontalidad. Según iban
comprobando que la adversidad había sido desterrada, los ocupantes del navío se
dejaban caer exhaustos en el suelo, sin fuerzas ni para hablar. Viéndolos derrengados
a los cuarenta y dos sobre la cubierta del dromon, los dioses se compadecieron, y con
la domesticación de la tempestad les regalaron un suave viento del norte. Con un
último esfuerzo, supremo para quienes no habían dormido y tenían las manos
desolladas, izaron prestamente la vela. Se aliados el mar calmo y ese viento amable y
favorable, con lo que antes del atardecer avistaron tierra. En cuanto percibió en el
horizonte la primera silueta de una montaña, Fergus mandó llamar a Conall a su lado,
junto al timón.
—Necesito que me guíes para llegar a un punto del litoral lo más cercano posible
al bosque de donde tú y Divea sois naturales.
—Estamos muy lejos todavía, Fergus. Aquella costa que se ve a lo lejos nos
queda al sur, mientras que donde vamos debe quedarnos a levante. Yo nunca navegué
muy lejos del Castro de Santa Tecla, pero de eso estoy seguro; la tierra siempre
estaba del lado por donde sale el Sol.
—Sí, más o menos lo recuerdo de cuando pasé hacia el norte, rumbo al país de los
astures. Tienes razón. Lo que haremos será dejar el barco al pairo toda la noche,
porque aquí, tan lejos de tierra, sería imposible fondear, y más cerca podríamos
zozobrar en los escollos con luz tan escasa. En cuanto amanezca, pondremos proa a
occidente, para contornear el cabo que nos abrirá la ruta hacia el sur y la punta del
Fin de la Tierra. De ahí en adelante tú serás capaz de indicarme el camino, ¿verdad?
Conall asintió. Le dominaba una emoción extraña. Ese gálata tan experto y
curtido, posesor de tan grandes conocimientos, le había pedido respetuosamente su
opinión sin la menor ironía. No había burla ni desdén frente a la bisoñez de un
adolescente, ni el menor sarcasmo en su voz.

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—Empiezas a comportarte con la sabiduría de un bardo —comentó Fergus.
Conall tuvo que girar violentamente el cuello para ocultar su turbación. ¿Debía
considerar esa especie de cumplido la materialización del sueño o su frustración? La
confusión que le dominaba desde el amanecer en el nementone se prolongaba
demasiado tiempo ya; casi tres lunas llevaba sintiéndose incapaz de explicarse
muchos de sus impulsos y en vez de despejarse, las dudas no hacían más que
aumentar.
Amaneció de nuevo un día luminoso. Aunque los remos estaban recogidos y la
vela arriada, descubrieron que las corrientes les habían empujado bastante cerca de
tierra. Pero les alentaba la cercanía del final del viaje, y a pesar del cansancio
remaron enérgicamente hacia poniente, de modo que no tardaron en encontrar el
punto donde virar hacia el sur. Entonces, como todavía les favorecía el viento del
norte, Fergus mandó izar la vela. Con los sucesivos golpes de timón del gálata, todos
festejaron encontrarse a punto de alcanzar la meta.
Conall, que desde la noche anterior permanecía en estado de perplejidad por la
incapacidad de descifrar sus sensaciones, permanecía al lado del timonel presto a
avisarle al primer promontorio que reconociera. Pero Divea lo mandó llamar. La
indicación de Beltain, que era quien le llevaba el mensaje, le hizo notar que se había
reunido un grupo numeroso en el centro de cubierta en torno a cinco banquetas. El
druida hibernés Levachim, acomodado en la central, y a su derecha, Divea. Los dos
asientos de su izquierda los ocupaban Fomoré y Naudú. Quedaba una banqueta libre
al lado de la futura druidesa, que ella le señaló cuando Conall volvió la cabeza al
enterarse de que tenía que unirse al grupo.
—Ve sin preocupación —le dijo Fergus—. En cuanto comiences a ver rasgos de
tierra conocida, bastará con que te pongas de pie y me hagas una señal con la mano,
pues yo no pararé de observarte.
Conall sintió recelo mientras iba acercándose. A excepción de Fergus y quienes
remaban en esos momentos, todos se habían sentado en el suelo, en un corro en torno
al druida, Divea, Fomoré y Nuadú. Le abrumó la idea de que iba estar en el foco de
atención, observado por todas las miradas, lo que le hizo dudar de pasar a través de
ellos para ocupar la banqueta reservada. La voz de Divea venció su última
resistencia:
—Abrid paso al bardo.
Tuvo el disparatado impulso de mirar tras de sí por si también acudía alguien
además de él, antes de que su mente asimilase la realidad de que había sido llamado
«bardo» por quien todos consideraban ya druidesa. Avanzó mecánicamente hacia el
asiento que le aguardaba, con los ojos bajos y las mejillas enrojecidas.
Mientras Nuadú encendía ante los cinco un pebetero lleno de hierbas aromáticas,
Divea se puso de pie, alzó las manos al cielo y dijo:
—Madre Dana y padre Lugh, amparadnos.
Volvió a sentarse con la cabeza recogida sobre su pecho, en actitud orante.

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Después de unos momentos, levantó poco a poco la mirada y abordó directamente el
asunto para el que les había convocado:
—Hace dos días, visteis que debimos encerrarnos para procurar que Joachim
descubriese sus errores, fuera capaz de reconocerlos y hallara por sí mismo la senda
de su propia paz espiritual. Era indispensable un druida para ello, pero cuando solicité
a Levarchim que oficiara la ceremonia, me hizo notar que su presencia exaltaría el
pánico irracional de Joachim, puesto que siendo natural del mismo país, encarnaba
para él la maldad suprema de los prejuicios que originaban ese pánico. Como todos
sabéis, yo no he sido consagrada todavía y no puedo, por tanto, oficiar determinados
ritos. Pero había en el navío quien sí podía aunque casi nadie lo supiera.
Conall y casi todos los demás comenzaron a comprender. El joven bardo revivió
involuntariamente la escena que había presenciado en la Armórica, junto al riachuelo,
aquella noche iluminada por la Luna.
—Por deseo expreso suyo, hemos debido silenciar durante todo mi viaje de
iniciación la naturaleza verdadera de nuestro compañero Fomoré y ahora, tras lo
oficiado con Joachim y ante la proximidad del regreso, ha llegado el momento de que
esa naturaleza sea conocida de todos.
Divea indicó con la mano a Fomoré que era su turno de hablar. Se agitó la nuez
de su cuello al tragar saliva y todos advirtieron que el hombre más deseado por las
mujeres a bordo realizaba enormes esfuerzos para no echar a correr y, en lugar de
ello, decir con tono que revelaba un sollozo contenido:
—El día en que yo habría de ser consagrado como druida, fue elegido por los
dioses también para que me uniese a la mujer que amaba. Había amanecido con Sol
jubiloso; nuestro bosque comenzaba a florecer y se alegraba con la primavera
naciente. Mi clan no era demasiado numeroso, pues sólo sumaba cincuenta y tres
personas, pero ellas eran mi mundo y no había más allá nada que yo pudiera amar. A
pesar de no ser muchos, se habían esforzado para que nuestro modesto nementone
luciera como la morada de los dioses que habría de ser durante aquella jornada. No
abundaban todavía las flores en el bosque y sin embargo habían compuesto
guirnaldas muy vistosas, y el muérdago colgaba por doquier sobre nuestras cabezas,
sujeto a hermosas trenzas de lana coloreada. Todos se habían afanado también por
vestir sus mejores galas; las mujeres portaban los torques y aretes heredados de sus
antepasadas y los hombres, los amuletos y preseas que la tradición había ido
acumulando en sus cofres.
En este momento, notaron que los ojos de Fomoré se llenaban de lágrimas.
—Ocurrió cuando ya había tomado el primer elixir de mi consagración. Epona, la
mujer que amaba, aguardaba el turno de nuestra unión con mirada embelesada y al
encontrarse mis ojos con los suyos pensé que no podía haber un hombre más
afortunado en el mundo. Ved qué terrible sarcasmo. Fue en ese preciso instante
cuando cayó la primera antorcha en el centro del nementone y se oyó el primer
alarido. Absortos los cincuenta y tres en la ceremonia, nadie advirtió que estábamos

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siendo asaltados hasta el último momento, cuando ni siquiera era posible la huida.
Fuimos pasados a cuchillo sin excepciones y sin misericordia. Niños, mujeres,
ancianos, todos fuimos masacrados. No sé cuánto tiempo después desperté, supongo
que fueron varios días; es seguro que me salvó el hecho de haber tomado ya el elixir.
Los demás habían muerto todos y ya la putrefacción comenzaba a apoderarse de sus
cuerpos; casi no fui capaz de reconocer el rostro adorado de Epona y en absoluto me
fue posible identificar los de mis padres. Desperté débil, convencido de estar muerto,
en un escenario que era el fondo tenebroso del país de los abismos. Ahogado por el
hedor, me aparté lejos de aquellos cuerpos corruptos arrastrándome, hasta que hallé
una fuente donde beber y raíces con las que recuperar mis fuerzas. Cuando un par de
días más tarde conseguí ponerme de pie, abominé de todos nuestros dioses y les
maldije, más por haberme permitido sobrevivir que por haber destruido a quienes
amaba. No deseaba vivir, no tenía vida ninguna que vivir. Pero hay algo en el fondo
de nosotros que nos hace continuar aun cuando la razón se niegue a ello. Avancé
bosque adelante, eludí los cenobios y ermitas donde podían reconocerme, erré por la
costa, robé vestidos y signos de cristianos, y un buen día descubrí que ya no eran
capaces de reconocerme como celta. Ni yo mismo era capaz de ello. Traté durante
cerca de un año de ser como ellos y convertirme en uno de ellos, hasta el día que vi
pasar la luz que precedía a Divea. Yo iba en un desfile que debía acabar con cuatro
mujeres en la hoguera, pero el fulgor de la que ha de ser la druidesa de la esperanza
celta me deslumbró y desperté de mi propio espanto. Abandoné el desfile para tratar
de que ella me aceptase entre sus servidores, pero dispuesto a ocultar mi
consagración druídica, que sólo me vi obligado a desvelarle en el país de las piedras
clavadas, cuando me di cuenta de que no le habían enseñado todavía el rito que debía
oficiar allí.

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TRANSCURRIERON DOS días más antes de avistar la meta.


Salvo los que remaban, los demás parecían haber sido paralizados por un
sortilegio, parados en cubierta, a babor, con los ojos fijos en la hermosa tierra que iba
pasando ante sus ojos, tan prometedora y amena con su abundancia de colinas, radas,
rías, islas y acantilados. Abundaban tanto los bosques, que nadie dudaba que uno de
ellos iba a convertirse pronto en su hogar. Para todos ellos era la tierra prometida por
los dioses, el paraíso que les otorgaban como alivio de las vicisitudes padecidas.
Permanecieron expectantes, quietos y mudos hasta que Conall localizó por fin el
promontorio que semejaba el pico de un águila y se lo indicó a Fergus.
—Mira aquella roca —le dijo—. Un poco a la derecha, se encuentra nuestro
bosque; lo reconoceremos por una vieja construcción celta que hay al lado.
Aunque Fergus no le encontró semejanza con el pico de un águila, se dio cuenta
de cuál era el hito que Conall señalaba. La roca emergía entre la suave calima y la
vegetación como un símbolo de felicidad tras el último cuarto de luna tan turbulento
que habían superado, y por lo tanto movió levemente el timón. Según fueron
acercándose a ese punto de referencia, aguardaban todos con ansiedad ver aparecer
un poco más adelante la silueta escalonada del Castro de Santa Tecla que Conall y
Divea les describían. En cuanto consiguieran identificarlo, habría llegado el momento
de iniciar la maniobra para enrumbar hacia una playa donde varar.
Continuaban sin hablar, pero el silencio se volvió tenso y muy solemne ante la
inminencia del desembarco. Una solemnidad semejante a la que se había instalado en
todos los pechos desde que oyeran el relato de Fomoré. Siempre lo habían respetado
por su gran atractivo físico y su serenidad melancólica. Ahora, se reprochaban no
haber sido capaces de reconocerlo como lo que era en realidad, un druida venerable
que aunque no hubiera completado su consagración, había sido consagrado
sobradamente por la vida al superar la prueba insoportable a la que los dioses lo
habían sometido. En la mente de todos se afirmaba el convencimiento de que él y
Divea iban a componer una pareja de druidas que llegaría a convertirse en legendaria.
Esperaban que declarasen su unión en una ceremonia solemne, poco después de
reencontrarse con quienes aguardaban en el bosque el retorno de la que habría de

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convertirse en su druidesa. El único a quien tal idea le causaba escozor era Conall,
cuya mirada sombría rehusaba fijarse en Fomoré por temor a ser cautivado también.
En el pecho del que habría de ser bardo pero creía no haber cumplido ninguna de sus
metas con el viaje, sólo anidaba un sentimiento de desconcierto y una congoja a la
que no sabía poner nombre. Ahora, mientras todos, arrebatados por la euforia, tenían
los ojos fijos en el punto por donde habría de aparecer la silueta del castro, Conall
observaba con pesimismo la costa que discurría lentamente frente al dromon.
¿Qué iba a ser de su vida después de tomar tierra? ¿Cuál iba a ser su futuro?
Se lo preguntó una y otra vez sin ira ni rencor, sólo con una perplejidad
insoportable. ¿Podría residir en el mismo bosque que ellos, viéndolos juntos y
triunfantes, druida y druidesa unidos para siempre?
De repente, observó algo que los demás estaban demasiado abstraídos para
descubrir; según avanzaban, ya con la vela arriada y sólo mediante unos suaves
golpes de remo, notó que galopaban dos jinetes en los caminos sobre los acantilados
y promontorios, y que se movían al ritmo que lo hacía el navío. Se trataba de una
embarcación demasiado vistosa como para pasar inadvertida por pescadores tan
expertos como él sabía que eran los cristianos de esa costa. Estaba seguro de que
jamás habrían visto nada igual tan cerca, aunque hubiesen vislumbrado navíos
grandes navegando a lo lejos. Si los conocía bien, y suponía que sí, pronosticó para sí
que tratarían de apoderarse del dromon.
—Nos vigilan dos caballistas, Fergus. Me parece que piensan intentar asaltarnos
para apropiarse de tu navío.
—¿Dos caballistas? ¿Tan sólo? ¿Qué van a poder contra nosotros, que somos
cuarenta y dos? —ironizó el gálata con escepticismo.
En el momento que avizoraron la vaga silueta del castro, mientras todos
prorrumpían en aplausos y vítores, Conall comenzó a desesperar.

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ENTRE LOS ISLOTES y profundos salientes de la costa, encontraron una playa


libre de escollos, donde a Fergus le pareció que el casco no sufriría desperfectos, y
entonces forzó el timón para obligar al dromon a varar. Golpe a golpe de remo, vieron
aproximarse la línea de arena clara, lamida por las olas suaves del mar encerrado
entre revueltas de roca, y pensaron que alcanzaban por fin la tierra prometida, el lugar
donde vivirían felices para siempre.
Todos echaban cuentas. Beltain vería nacer libre el hijo que Bheir portaba en sus
entrañas. Dydfil formaría una familia con Dagda, pero antes de un año organizaría la
semilla de un ejército que algún día le llevaría a reconquistar la libertad para su clan
galés. Joachim viviría, por fin, plácidamente y aceptado por sus vecinos, sin que
nadie señalara con horror su pelo blanco. Levarchim sabía que tendría que compartir
en lo sucesivo su magisterio con Fomoré y, sobre todo, con Divea, y ello no le
causaba pesar alguno; aunque su consagración había sido genuina, se sentía impostor
en cierta medida, porque no había tenido acceso a conocimientos comparables a los
de cualquier druida y ni siquiera había podido realizar un viaje de iniciación; por todo
ello, miraba con fruición la tierra de libertad que se acercaba, donde podría crecer y
afirmarse un clan formado casi exclusivamente por hiberneses. Fergus sentía la mano
de Brigit posada sobre la suya mientras sujetaba el timón; el cobre de ese pelo iba a
darle armas maravillosas con las que afrontar todo lo que el futuro quisiera depararle.
Pero en el momento que la quilla tocó la arena del rebalaje por proa, y sin tiempo
para volver atrás, descubrieron que se acercaban velozmente dos barcazas, una a
babor y otra a estribor. Conall comprendió que los jinetes habían tenido tiempo de
convocar a sus vecinos, que no habrían perdido ni un instante en organizar la
encerrona. Seguramente avisadas por vigías apostados en los acantilados, las barcazas
habían permanecido escondidas hasta ese momento en los pequeños entrantes del
laberinto pétreo que era el litoral. Antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de
saltar a la arena, los atacantes lanzaron cuerdas con garfios que se engancharon sin
dificultad a las bordas de babor y estribor. Comenzaba el abordaje.
Simultáneamente, fue apareciendo una multitud vociferante en la playa. Bajaban
en oleadas los empinados y estrechos senderos que desembocaban en la arena, con

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antorchas encendidas y enarbolando lanzas y machetes. Eran lo menos cien.
Habían sido cercados y si no organizaban una escabechina en el propio dromon,
iban a hacerlos prisioneros en pocos instantes.
Sin pensarlo, Conall saltó por popa al agua, encomendándose a todos los dioses
para que no lo hubieran visto saltar o, en caso de que sí, para que no pudieran
atraparlo. Buceó en el gélido fondo procurando alejarse lo más posible del navío.
Dando brazadas desesperadas, contuvo la respiración hasta sentir que los pulmones
iban a estallarle; cuando vio que ya no podía resistir más, buscó una roca que le
ocultase a la vista del dromon y emergió. Se asomó con mucho cuidado; la cubierta
estaba llena de campesinos con túnicas oscuras que empujaban sin miramientos a los
celtas fuera del navío, quienes iban siendo amarrados de dos en dos en cuanto pisaban
la playa.
No fue capaz de explicarse la rabia que arrebató su ánimo cuanto descubrió que
daban irreverentes empellones a Divea ni por qué sintió ganas de rebelarse y gritar.
La horda de túnicas oscuras le parecían los cortejos míticos de espíritus infernales en
las compañas que, según las consejas de las tertulias nocturnas del invierno, salían
capitaneadas por hombres malvados y traidores de sus propios hermanos, a recorrer
los bosques en busca de gente inocente que llevarse consigo a los abismos.
Cinco lunas y media de esforzado viaje iban a acabar en el más inútil y oprobioso
de los sacrificios. Un final terrible para tanta esperanza acumulada.
Siguió nadando en la dirección contraria del dromon para buscar un sitio al que
encaramarse, desde donde pudiera espiarles. Descubriría el punto concreto a donde
iban a conducir a los prisioneros y correría, a continuación, a avisar a su clan, para
ver si podían organizar el rescate.

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102

DESPUÉS DE CORONAR sin aliento el tajo que separaba su bosque de la costa


y tras correr a través de la fronda igual que si lo persiguiera una manada de lobos,
Conall se detuvo con los ojos velados por el llanto; se vio obligado a apoyar la frente
contra el áspero tronco de un olmo como cuando, de niño, trataba de hallar consuelo
tras un regaño de su madre. No podía ser. Le resultaba incomprensible cuanto veía.
Era como si se encontrase prisionero de una pesadilla monstruosa, en castigo por su
ambición, y los dioses no le permitieran despertar. Tocó el frasquito de Galaaz, que
siempre había permanecido colgado de su cuello, igual al que también pendía del
hermoso cuello de Divea. ¿Era ése el único camino que le quedaba?
Tenía la completa seguridad de haber llegado por el camino correcto y hasta podía
reconocer a medias el claro que siempre había servido de nementone a su clan. Tuvo
que mirarlo y recorrer todo el perímetro una y otra vez. Sí, no había duda; era el lugar
donde Galaaz les había examinado a él y a Divea casi seis lunas antes. Un nementone
demasiado modesto en comparación con todos los que había visto en Galia, Anglia y
Gales, pero era el amado lugar sagrado de su niñez, donde habían nacido sus
ambiciones y el embrión de sus conocimientos. El lugar de la Tierra donde radicaba
lo esencial de su vida y la de quienes constituían su razón de ser.
Las piedras con las que habían compuesto durante generaciones el sagrado
círculo, continuaban apiladas junto al tronco del roble donde solían estar, pero el ara
había desaparecido. Aunque las variaciones del paisaje eran sutiles, no podía dar
crédito a sus propios ojos a causa del vacío, la quietud y el silencio mortal. Parecía
acabar de pasar la mayor y más espantosa compaña de cualquiera de las leyendas,
llevándose todo rastro de vida celta. Ni risas de niños ni comadreos de mujeres
ociosas, ni martillazos de los herreros ni hachazos de los leñadores. Ningún ruido que
le permitiera conciliar el recuerdo con lo que veía. No había nadie.
Buscando con mirada ansiosa el menor signo de que alguno de sus vecinos
viviese, descubrió trazas de que varios matorrales habían ardido como si alguien
hubiese intentado incendiar el bosque, pero sin conseguirlo, tal vez gracias a un
chaparrón mandado por los dioses. No quedaban cabañas ni rastros de su clan. Trató
de localizar el lugar aproximado que antaño ocupaba su vivienda, donde residía

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aquella madre amorosa a quien tanto había reprochado sus regaños y consejas; ni
siquiera consiguió identificar en el suelo la silueta del hogar amado de su infancia.
El silencio era tan completo, que podía escuchar el rumor de las hojas acariciadas
por la brisa del mar cercano. El clan había sido exterminado, seguramente por los
mismos que ahora se disponían a masacrar a sus cuarenta y un compañeros del
dromon. Los que iban a quemar en una hoguera a quien no había conseguido volver a
tiempo de que su bisabuelo la consagrase como druidesa. Los que iban a destruir a las
dos personas más sabias que aún permanecían en el mundo de los vivos, Divea y
Fomoré.
¿Podía hacer algo para evitarlo?
Un leve ruido lo sobresaltó. No era uno de los rumores propios del bosque, estaba
seguro, porque la espesura de su hogar poseía una música propia que él podría
reconocer entre todos los sonidos del mundo. Alguien merodeaba, quizá tan asustado
como él mismo. Escuchó una voz hablando muy bajo pero con un tono recio y bronco
que le resultó vagamente familiar:
—¿Tú no eres el joven que acompañaba a Alban?
El corazón de Conall saltó en su pecho. Si quedaba uno de sus vecinos, era
posible que hubiera más, escondidos. Pero ¿por qué no le había llamado por su
nombre, utilizando, en cambio, el del guerrero gigantesco?
—¿Quién eres? —preguntó, todavía incapaz de localizar el punto de donde
procedía la voz.
Se trataba de alguien que sabía embozarse muy bien entre los matorrales.
—¿Portas armas? —preguntó el desconocido, y ahora detectó Conall un acento
extraño, una manera de hablar que no era propia de sus paisanos, y a pesar de todo
seguía pareciéndole una voz conocida.
—No.
—Muestra las manos y alza la túnica hasta tu pecho, para que lo compruebe.
Conall obedeció. Cuando hubo demostrado que iba desarmado, notó que se
movían las marañas de un zarzal y aparecía Arthan, el velloso y robusto padre de la
helvética de ojos como lagos. Medio agachado, se movió con mucha cautela,
portando una ballesta dispuesta para disparar en su dirección.
—¡Eres el padre de Gwynna! —exclamó Conall con pasmo.
—Y tú eres, en efecto, el amigo de Alban. ¿No traes malas intenciones?
—¿Sabes algo de mi clan?
—Vayámonos de aquí rápido, que este sitio es peligroso. Ven conmigo, deprisa.
En silencio y moviéndose con el sigilo y la agilidad de una ardilla, Arthan
precedió apresuradamente a Conall hacia el Castro de Santa Tecla. La cabaña circular
continuaba intacta. Vio que el helvético corría hacia un nivel inferior y se introducía
en una cavidad casi invisible para quien no conociera su existencia. Al seguirlo, se
vio a los pocos pasos en una cueva natural más amplia y, poco más allá, Arthan
apartó un montón de maleza seca que cubría un estrecho pasadizo ascendente, por

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donde treparon ambos. Emergieron en el interior de la cabaña sin ventanas ni puerta y
al instante reconoció Conall el lugar como la extraña habitación donde había
permanecido suspendido de una cuerda no sabía cuánto tiempo, en una ceremonia
que ahora le parecía un juego de niños. Gwynna se encontraba medio recostada en un
jergón y Alban estaba a su lado, de rodillas, refrescando su frente con un paño
húmedo.
—¡Conall! —Casi gritó con júbilo el gigante, lanzándose hacia él para abrazarlo.
En pocos momentos, contó el guerrero que, esperando un hijo de Gwynna, la
había convencido junto con su padre de volver al bosque de su familia. Tras un viaje
muy penoso que había durado cerca de tres lunas, habían llegado pocas jornadas
antes para descubrir el horror de la destrucción del clan. La cabaña era el único lugar
seguro porque nadie imaginaba lo que era y si la incendiaban, podían escapar
fácilmente a la cueva, donde nunca les descubrirían. Pero Gwynna había llegado
exhausta a causa de su embarazo y sufría de fiebres, por lo que tenían que turnarse él
y el suegro en su cuidado. Cada día salía uno de los dos en busca de alimentos.
—¿Habéis vuelto todos sanos? —preguntó Alban al final del relato.
Conall bajó la cabeza, negó y volvieron a llenarse sus ojos de lágrimas. Narró
cuanto acababa de sucederles.
—¿Dónde los han llevado? —preguntó Alban.
—Al poblado del pico del águila —respondió Conall.
—¿Son muchos?
—Unas diez docenas, creo. Por más que lo pienso, creo que no hay nada que
hacer. He subido a nuestro bosque a pedir ayuda a nuestro clan, confiando que
podríamos ir en su rescate y mira lo que me encuentro. Madre Dana, ¿por qué nos has
hecho esto?
—No invoques a la madre Dana —dijo Alban—, sino a nuestro dios guerrero,
Ogmios, porque vamos a sacarlos de allí. Tú eres el bardo y yo el guerrero; a mí me
corresponde pelear. ¿Ellos te vieron huir?
—Creo que no.
—Entonces, contamos con una pequeña ventaja —repuso Alban mientras cogía
varios objetos y los guardaba en un morral—, pues su confianza será total y, puesto
que los celtas de los contornos han sido exterminados, habrán descuidado el alerta.
Gwynna, debo marchar y tu padre también, porque hay entre esos prisioneros varias
personas que amo con todo mi corazón. También, porque no podemos consentir la
muerte del último druida de estas tierras y, asimismo, porque esas personas pueden
sustituir en el futuro los clanes que nosotros hemos perdido. Es nuestro porvenir,
querida mía, lo que está en juego, y el del hijo que esperas. ¿Resistirás media jornada
a solas?
—Sí, Alban, ve sin cuidado.
Echaron a correr sin precaución excesiva, porque el gigante y su suegro habían
comprobado muchas veces que los pescadores rehuían su bosque, acaso por su mala

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conciencia. Sin detenerse, Alban giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a
Conall con la mente llena de preguntas. Su transformación le apabullaba. Su estatura
había aumentado, o así se lo parecía, y en sus ojos brillaba una luz nueva aunque
ahora estuviesen anegados por el llanto. Recordó cuanto se comentaba sobre los
viajes de iniciación druídica; según las consejas, nadie era el mismo al regresar. Pero
el joven bardo era el primero que él tenía oportunidad de ver volver después de una
experiencia de esa clase. Conall había dejado de ser el joven distante y malhumorado
al que había convencido de formar parte de su hermandad de defensa de las esencias
celtas. Ahora, había emergido en él algo venerable, una pátina de autoridad que
estaba inclinándole a cederle el paso, aunque sus zancadas fuesen tan disparejas
Verdaderamente, el viaje había transformado a Conall.

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103

—¿ QUÉ HAS VISTO? —preguntó Alban a su suegro cuando regresó de la


exploración.
De los tres, era el más capacitado para cumplir ese cometido, gracias al sigilo y la
agilidad gatuna con que se movía, y por eso había sido enviado a espiar en un
recorrido que abarcaba todo el perímetro del poblado.
—Tienen a los hombres amarrados unos a otros —respondió Arthan—, todos
juntos en la misma cabaña y me parece que las mujeres también están todas en otra,
pero no he conseguido ver si ellas están, igualmente, amarradas entre sí. En la cabaña
donde tienen a los hombres sólo hay cuatro guardianes, pero la de las mujeres está
completamente cercada por hombres provistos de lanzas; yo diría que las odian
mucho más a ellas que a ellos. El poblado parece un campamento militar, pues no he
visto niños y sólo algunas mujeres. Pero mirad allí, ¿veis?; están preparando ocho
piras. Supongo que será porque el claro no permite instalar más sin riesgo de
incendiar las cabañas y todo el bosque. Por ello, digo yo que irán quemándolos en
tandas. ¡Qué horror, madre Dana, de nuevo me obligas a presenciar la masacre de
buenos celtas!
—Déjate de reproches a los dioses, Arthan —reconvino Conall—. No provoques
su ira ni su venganza contra seres conturbados como nosotros, porque lo que
necesitamos es su ayuda, y deprisa. ¿Cuatro guardianes tan sólo?
—¿En la cabaña donde tienen a los hombres? Sí.
—Alban, ¿no deberíamos empezar por allí? —indicó Conall.
—Lo primero es liberar a Divea —respondió el gigante con humildad, porque no
sabía si sería lícito contradecir a un bardo.
—Sí —aceptó Conall—, pero somos tres contra un ejército, y no podemos
irrumpir ahí en medio como un vendaval, porque moriríamos inútilmente.
—Yo soy más de un hombre —afirmó jactanciosamente Alban tensando los
hombros anchísimos.
Conall se contuvo de ironizar. Miró intensamente al guerrero que aventajaba su
estatura en más de un palmo; era el mismo cadete sin malicia que lo había querido
integrar en su hermandad de idealistas defensores de las esencias celtas; el mismo que

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lo había sometido a la más dura prueba física que había tenido que superar en toda su
vida y esperaba no tener que pasar en el futuro por nada igual. De improviso,
descubrió que mientras que a él lo había convertido en un adulto el viaje de
iniciación, y comenzaba a sentir ya en su espíritu la autoridad de un bardo, Alban
continuaba siendo el muchacho impulsivo, directo y maravilloso a quien aún le
faltaba mucho para madurar.
—Desde luego, eres el guerrero más fuerte y valiente que conozco —replicó
Conall— y por eso quiero que sobrevivas, porque aún no ha comenzado la leyenda en
que te vas a convertir y que yo seguramente cantaré cuando sea viejo. No tenemos
mucho tiempo para discusiones y creo que tan sólo disponemos de una posibilidad
entre mil. Una posibilidad que nos exige más astucia que fuerza.
Impremeditadamente, Alban adoptó la postura que debía adoptar ante un bardo.
Bajó la cabeza y dobló las piernas para que su oído quedase a la altura de los labios
de Conall, y poder así escuchar respetuosamente el plan.
Los tres se pusieron de acuerdo en pocos momentos y se dieron en seguida a su
puesta en práctica.
Con la misma habilidad de una serpiente, Arthan trepó a lo más alto del tronco de
un corpulento castaño con su ballesta colgada del hombro y el carcaj repleto. Una vez
que se sintió firme en el puesto elegido, echó el cordel hacia abajo, al que su yerno
ató una luminaria encendida dentro de su urna de cristal, cubierta con un paño para
que nadie pudiera verla subir. Alban aguardó a que esa pequeña candela fuese izada,
hasta convencerse de que había llegado intacta a manos del padre de Gwynna. A
continuación, el gigante se encaminó hacia la trasera de la cabaña donde tenían
encerrados a los hombres y Conall a la de las mujeres.
Arthan sabía que resultar ilocalizable era tan indispensable como su acierto al
disparar las dos flechas. Tenía que elegir con exquisitez el blanco de la primera, a fin
de que nadie pudiera deducir el lugar de donde procedía y tener, así, tiempo suficiente
para disparar la segunda sin que se lanzaran hacia él como cuervos enloquecidos.
Entre las dos, ocurriría lo más trascendental del ataque, de lo que iba a depender el
resultado final. Conall le había enseñado un modo sencillo de calcular el tiempo que
su yerno tardaría en llegar a la cabaña de los prisioneros; tenía que recitar
mentalmente cinco veces una vieja canción de juegos infantiles que todos los celtas
conocían. Preparó la primera flecha atando junto a la punta metálica un trozo de paño
impregnado de aceite y le prendió fuego. En cuanto vio que nada iba a obstaculizar la
trayectoria, disparó hacia la pira instalada en el lugar más alejado de la cabaña de los
prisioneros.
La propagación de las llamas fue casi instantánea, porque habían apilado gran
cantidad de broza en torno a todas las piras. El fuego fue tan repentino, que nadie
pudo darse cuenta de qué lo había iniciado. Arthan comprobó con gran contento que
había obtenido el efecto buscado, puesto que cuantos deambulaban y trajinaban por el
claro dirigieron su atención hacia la pira, y muchos de ellos acudieron junto a ella

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para intentar apagarla. Tarea muy ardua, porque la misma eficacia que habían
procurado al preparar las hogueras jugaba en su contra, ya que toda la leña menuda y
la hojarasca seca ardieron en seguida y el fuego empezó a contagiarse con rapidez a
los grandes leños.
Satisfecho de su éxito, las extremidades del helvético bullían de impaciencia por
disparar la segunda flecha, mientras ponía en práctica el método de espera que le
había explicado Conall.
Durante ese lapso, Alban consiguió abrir, literalmente, una esquina de la pared
trasera de la cabaña que era su objetivo. Lo hizo sin utilizar la palanca que Conall le
había sugerido, pues no lo consideró necesario; se limitó a apartar con sus manos las
robustas ramas entretejidas con bálago, que cedieron con un chasquido que
estremeció todo ese lado de la edificación, bastante más precaria y torpe que las casas
de los celtas, que sus constructores habían destruido con desprecio. Convencido de
que los cuatro guardianes iban a acudir prestamente por mucho que el fuego
provocado por Arthan les hubiera distraído, se introdujo sin pérdida de tiempo. Vio
llegar a dos sin tiempo aún de ponerse de pie.
—Cuidado —oyó que le advertía muy cerca la voz de Fomoré, amarrado, junto a
un hombre que no conocía, a uno de los pilares centrales de la construcción.
Rodó sobre sí mismo para eludir la rústica lanza con que uno trató de atravesarle,
una simple tranca con la punta afilada. Arrebatado por la rabia y aún desde el suelo,
pudo Alban apoderarse de esa lanza, con la que ensartó sucesivamente a los dos. A
partir de ese momento, se convirtió en una especie de torbellino en cuyo vórtice
resultaba muy difícil de ver. Fue cortando las ligaduras de los prisioneros que estaban
más cerca, pero sabiendo que los dos que, según las cuentas de Arthan, permanecían
vivos podían correr a avisar a los de fuera, se lanzó sin prevenciones hacia la puerta
de salida, a tiempo de detenerlos y tumbarlos simultáneamente con un solo golpe de
cada uno de sus puños. Aguardó vigilante por si quedasen más y un instante después,
justo en el tiempo que podía haber tardado su suegro en recitar cinco veces la
canción, corrió a desatar a los prisioneros.
—¿Quién eres tú, el mismísimo Ogmios? —preguntó un joven con expresión de
deslumbramiento y trazas de ser guerrero, vestido exactamente igual que otros dos
como si fueran parte de un ejército.
—Es humano, Dydfil, y se llama Alban —respondió Fomoré—, pero estoy
convencido de que su leyenda ha de mitificarlo a partir de este día, cuando el
equinoccio se halla tan próximo. Lo que acabamos de ver merece ser contado y
festejado con vino, cerveza y los elixires más maravillosos de todas las fábulas.
—No hagáis ruido —acalló Alban—. Coged todas las armas que encontréis y
salid muy lentamente, sin que puedan descubriros. Ocultos tras la maleza, pero a la
vista de este sitio, formad una fila de manera que consigáis veros entre vosotros de
uno en uno, para que podáis transmitiros las órdenes que os dará nuestro bardo
Conall. Vamos, no hagáis ruido ni perdáis tiempo.

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Mientras tanto, a Conall no le rodaban las cosas tan bien. Cuando vio el
resplandor del primer fuego que Arthan consiguió prender, trató de abrir a palanca un
hueco en la pared trasera de la cabaña de las prisioneras, pero le resultó imposible.
Miró en torno con desaliento. Era robusto y fuerte, como lo habían sido siempre los
celtas de ese bosque, pero no podía realizar hazañas ni parecidas a las de Alban; su
única ventaja residía en su mente. No merecía la pena esforzarse con algo que no
podría hacer por mucho que lo necesitara. La pared era muy larga; supuso que podía
tratarse de un granero o un almacén de pertrechos, de manera que el interior debía de
ser diáfano, sin ninguna pared divisoria. De ser de tal modo, todas las prisioneras se
verían entre sí. Asomó muy levemente la cabeza por una de las esquinas y observó
con desasosiego que también los flancos estaban fuertemente vigilados, además de la
parte delantera del edificio.
No tenía más posibilidad que el techo.
Había un pequeño alisar que limitaba el claro por uno de sus lados. Varios alisos
de talla mediana servían a la cabaña de puntales supletorios, dada la escasa solidez
general de la construcción. Trepó con rapidez por uno de los troncos y, gracias a que
las ramas se combaron con su peso, pudo posarse en el techo sin ruido. Impaciente
porque suponía que ya no le quedaba tiempo apenas, apartó deprisa varios de los
grandes haces de bálago que formaban la cubierta, hasta abrir una rendija lo bastante
ancha para mirar hacia abajo.
Hacía un rato que Divea presentía la inminencia de un cambio. Sufría grandes
molestias porque tenía los brazos muy forzados hacia atrás por las ligaduras, y ni
siquiera estaba en condiciones de cumplir la advertencia de su amado bisabuelo
Galaaz, tomando el elixir del frasquito colgado en su cuello para evitar las torturas y
humillaciones que iban a causarle. Sus compañeras de cautiverio se habían expresado
ya entre ellas todas las lamentaciones posibles y casi todas habían llegado a la
extenuación de sus gargantas, quebradas en ronquidos que, tras convertirse en
murmullos, ahora habían dado paso al silencio. En la quietud subsiguiente, oían con
claridad los rumores de cuanto ocurría fuera y, en los últimos instantes, el crepitar de
un fuego. Aunque no se había escuchado ningún grito ni la exigencia de renunciar a
los dioses celtas, alguno de los hombres estaba siendo sacrificado o estaba a punto de
serlo. Comprendieron que la muerte llamaba a su puerta, Inger había comenzado a
contar las vidas que se aprontaba a segar y nadie podría impedirlo. Por ello, cada una
trataba de ajustar sus cuentas con el dios del que era más devota.
Forzada por el presentimiento, Divea apretó los párpados como aquel día que
Galaaz la obligó a precederle por el bosque con los ojos vendados. Inmediatamente,
sintiéndose sumergida entre brumas azules que se movían en oleadas, identificó el
movimiento de haces que parecían de paja, y unas manos. Sin comprender muy bien
por qué, su mente evocó el rostro de Conall sonriendo consoladoramente. El bardo
destinado a complementar su magisterio poseía una sonrisa muy hermosa que no
prodigaba, pero en su mente parecía tratar de decirle con ella que resistiera, que no se

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dejara vencer por un importuno convencimiento de inexorabilidad. Pensó que había
poesía en ese consejo, la inspiración de los dioses en el corazón de un bardo, y su
espíritu, inexplicablemente, se alegró recreando la imagen del que habría debido
acompañarla toda la vida como uno de los bardos mejor preparados de los que tenía
noticia.
Un impulso le obligó a abrir los ojos y levantar la cabeza. En el silencio que
dominaba la estancia, sonó claro un roce en el techo y vio moverse una de las gavillas
que lo formaban. El rostro que su mente acababa de recrear la miraba desde lo alto
con expresión adusta, pero en seguida sonrió tristemente. Comprendió que Conall
trataba de hacerle comprender algo; no lo conseguía, pues era una abertura que ni
siquiera permitía ver la totalidad de la cara. Entonces, Conall retiró el rostro y asomó
la mano, con la que hizo un movimiento de vaivén, representando un cuchillo que
cortara algo. Divea comprendió al instante. Cuando Conall volvió a asomar el rostro,
le asintió vivamente.
Un momento después, vio bajar con lentitud hacia ella un cuchillo atado a un
cordel. Como no había espacio suficiente para que Conall pudiera introducir la mano
por la rendija y mirar al mismo tiempo, susurró:
—Dagda, no te alteres lo más mínimo y pide a las demás que tampoco lo hagan ni
digan una sola palabra. La poesía es la voz de los dioses y son ellos, por tanto,
quienes nos mandan el salvador. Alza la mirada, ¿ves? Nuestro bardo viene a
rescatarnos. No podemos guiar esa mano que sujeta el cordel, pero sí podemos actuar.
Que todas estén alerta y la primera que sea capaz de tocar el cuchillo que lo atrape
con fuerza y, si no puede cortar sus propias ligaduras, que corte las de su compañera.
Fue Bheir la que se liberó primero. Al notar su embarazo, el que la amarró había
sentido alguna clase de prevención atávica y no sólo no la había maltratado en
exceso, sino que tampoco apretó demasiado la soga. Fue, por lo tanto, fácil cortarla.
En silencio, soltó a la que tenía más cerca, otra hibernesa, y pocos momentos más
tarde todas pudieron moverse. Por señas, Divea les indicó que formasen un corro muy
juntas y les habló quedo:
—Hay mucha gente ahí fuera preparándose para quemarnos y no sabemos qué
ocurre con nuestros hombres ni donde están. Por lo tanto, hay que actuar con sumo
cuidado y sin producir el menor ruido.
En ese momento, se escucharon voces muy soliviantadas. Alguien gritó muy
cerca de la cabaña:
—¡Corred, hay fuego en la ermita!
Aunque era el edificio más alejado del castaño donde estaba encaramado, Arthan
había atinado con precisión en el tejado de lo que supuso desde el principio que era el
nementone de sus captores. El gran techo de madera y enormes fardos de bálago se
incendió inmediatamente y, unos momentos más tarde, las llamas se propagaron al
enramado que sostenía la campana y la parte superior de todas las paredes. Tal como
había previsto Conall, acudieron casi todos presurosos a apagar el fuego, porque se

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trataba del edificio más sólido y mejor construido, y resultaría demasiado arduo
construirlo de nuevo.
El caos se había adueñado del claro. El alboroto era enorme y se convirtió en
griterío y espanto cuando empezaron a arder al unísono las dos cabañas donde habían
encerrado a los prisioneros. Al principio con timidez pero en seguida como un
clamor, todos mencionaban con sus lamentos y gritos los poderes que atribuían
supersticiosamente a los celtas; mediante sus poderes otorgados por Satanás, se
habían desmaterializado en el aire antes de incendiar sus cárceles y ahora estarían
sobrevolándolos con sus escobas para exterminarlos; tenían que huir de ese lugar y no
regresar jamás, porque se había convertido en un pestilente reino de los abismos, una
vicaría del infierno en la Tierra.
Cuando salieron las mujeres, Conall ordenó que Bheir y otra embarazada, así
como dos mujeres demasiado mayores fuesen llevadas por Arthan con dirección a la
cabaña del castro. Las demás mujeres se sumaron alternativamente a los hombres, a
la distancia de unos cinco o seis pasos, para formar una fila que rodeaba todo el
poblado. El bardo dio la orden al primero de la formación:
—Impedid que huya ninguno, salvo con dirección al precipicio que cae a pico
sobre el mar. Nadie deberá escapar en cualquier otra dirección, porque uno solo
bastaría para alentar una movilización final contra nuestro pueblo. Con golpes de
trancas, procurad que se vayan hacia el abismo por sí solos para que ningún dios
desee presentaros cuenta, pero si tenéis que matar, hacedlo. Es nuestra vida y la de
nuestros hijos, o la de ellos.

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104

DOS DÍAS MÁS tarde, abandonaron el bosque y dejaron atrás la cabaña del
Castro de Santa Tecla con un sentimiento prematuro de nostalgia. Divea, Alban y
Conall, que eran los únicos naturales del lugar entre los cuarenta y cinco, lloraban sin
recato. Sería difícil volver a ver el amado solar de sus antepasados.
Suponían que habían muerto todos los habitantes del poblado que había sido su
prisión, pero no podían darlo por seguro ni permanecer, por tanto, en el bosque que
antaño gobernara Galaaz. Ni en sus contornos. Por decisión de Conall, confirmada
por Divea, habían multiplicado las precauciones y no se atrevieron siquiera a tratar de
recuperar el dromon ni su carga. Que supiera el bardo, los cuarenta y cinco eran los
últimos celtas de esas tierras. Estaban obligados a preservar sus vidas, porque eran
depositarios de tradiciones milenarias que podían perderse si desaparecían.
Tras provocar la desbandada del poblado, sólo encontraron tres caballos. Ninguna
carreta. Por lo tanto, en la partida hacia el exilio tenían que limitarse a llevar lo que
cada uno podía cargar consigo, porque las monturas fueron reservadas a las
embarazadas.
—¿Dónde nos asentaremos? —preguntó Divea.
—En cualquier lugar situado a la derecha del camino que recorrimos con
dirección a la tierra de los astures —respondió Conall.
—Sí —concordó Fomoré—. Debemos alejarnos del mar tanto como sea posible,
porque casi todas las poblaciones de esta tierra bordean la costa. Tierra adentro,
contaremos con muchos menos enemigos y mayores posibilidades de reconstituir un
clan y mirar con optimismo el futuro. Por suerte, todavía no ha terminado el año y
nos faltan tres lunas para el solsticio de invierno; nos dará tiempo a equiparnos contra
el frío cuando elijamos el bosque donde vivir.
Siete jornadas más tarde, encontraron el lugar en la falda de un monte que miraba
a Oriente. Un bosque perfumado de resina, casi todo él de pinares, abetales y
pequeños hayedos. Los castañares quedaban un poco más abajo, pero era muy
placentero y vivificante recorrer las veredas que conducían hasta ellos y hacia los
veneros y riachuelos donde habitaba la diosa.
Improvisaron varios refugios, pero lo primero que hicieron a continuación fue

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despejar un claro más o menos llano para que les sirviera de nementone. Localizaron
pronto entre todos cuarenta y nueve piedras suficientemente grandes y planas,
idóneas para formar el círculo sagrado.
Eufórico en cuanto consiguió acomodar confortablemente a Gwynna en una
choza, precaria pero decidido a ir reforzándola con el tiempo, Alban sintió el impulso
de bromear:
—Nuestros hijos van a desarrollar piernas formidables, de tanto correr arriba y
abajo por este monte.
Divea sonrió. Fomoré dijo:
—Pues hay que empezar desde ahora, porque debemos honrar sin más demora al
dios de la Naturaleza, Mabon, y al del bosque, Karnun; hay que celebrar hoy mismo
el magosto con una castañada, puesto que ya hemos fundado el poblado de nuestro
clan. ¿Quién viene conmigo a recoger castañas?
Emprendieron el descenso Beltain, Dydfil, Fomoré y Conall, provistos cada uno
de un saco vacío. Desde el comienzo de la caminata, el bardo trató de separarse un
poco del galés y el hibernés, porque necesitaba hablar con Fomoré:
—Debo decirte que cualesquiera que sean mis sentimientos, encontraré razonable
que formes familia con Divea.
Fomoré volvió hacia Conall sus ojos sorprendidos y sonrió, aunque tenía ganas de
soltar la carcajada.
—¿Qué te hace suponer que Divea y yo nos amamos?
Conall sintió que se ruborizaba.
—¿No es así?
—Querido bardo, ¿no te das cuenta de que casi podría ser su padre?
—¿No la amas?
—Claro que sí. La amo y la venero, como la druidesa sabia que es. Y la protegeré
con mi vida, si es necesario. Pero formar familia con ella… ¡vamos!
—Yo…
Conall no conseguía borrar el sonrojo de su cara. Sentía un ligero temblor en los
labios y le picaban los ojos. Fomoré le sonrió con ternura:
—Querido bardo Conall, vas a tener que revisar tus propias conclusiones y
preparar con cuidado lo que te espera dentro de tres jornadas, cuando termine el año.
Sabes que la ceremonia de tu consagración y la de Divea la presidirá Levarchim, pero
tendrá que ser precedida de la confirmación de la mía, pues el druida hibernés
confiesa que no se siente lo bastante sabio para consagraros y me ha pedido que yo lo
haga en su lugar. Al amanecer de ese día, tras la noche negra de los espíritus y los
conjuros, tendrás que pedirle a Divea que te permita acompañarla el resto de su vida,
y no sólo como bardo.

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DATOS EN LA NOVELA TOPÓNIMOS

A excepción de «Bosque de Onix», «Bosque del Espejo» y «Bosque de Boca


Oscura», todas las denominaciones geográficas se corresponden con realidades de la
civilización celta en diversos países a lo ancho de Europa. Aunque deliberadamente
los he juntado a pesar de su anacronía, todos son históricos y algunos de ellos
continúan vigentes, como es fácil constatar. La epopeya imaginaria del relato —que
ocurre a lo largo de unos dieciséis meses— exigió unirlos en un mismo espacio
temporal, pero no son coetáneos según los historiadores y se afirma que casi todos
ellos fueron dados por asolados antes de la época del relato, pero según las huellas
dejadas en las tradiciones es muy posible que sobreviviesen poblaciones diseminadas,
que nunca llegaremos a saber hasta cuándo pudieron resistir. Aunque resultaba
tentador, he renunciado a hacer aparecer los sitios capitales de La Tene y Hallstatt,
por tratarse de yacimientos cuya antigüedad arqueológica demostrada es muy
superior a las vivencias de mis personajes.

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NOMBRES

Todos los nombres propios de personas que aparecen en los cinco libros del relato los
he extraído de narraciones o referencias históricas sobre los celtas. Las leyendas
contadas por los personajes figuran, asimismo, en el folclore y las tradiciones de
Irlanda, Gales, Inglaterra, Francia, Bélgica, España, Alemania, Polonia, Turquía y
Suiza. Episodios importantes de las peripecias que viven en primera persona los
protagonistas han sido inspirados, asimismo, por leyendas de las mismas
procedencias. En cuanto a las plantas y flores, he tenido que recurrir a las
denominaciones actuales para no desorientar al lector y, sobre todo, porque los celtas
eran renuentes a escribir aunque sabían hacerlo, y lamentablemente no se conservan
datos sobre sus descubrimientos de alquimia, que eran tan trascendentales para sus
ritos y modos de vida.
Muy amablemente, me han proporcionado informaciones valiosas los
departamentos de cultura de las embajadas en España del Reino Unido y Francia, la
Oficina de Turismo del Ayuntamiento de El Grove (Pontevedra) y la Biblioteca de
Turón (Mieres, Asturias).
Con todo, el rigor histórico es propio de historiadores. Sobre un extenso sustrato
documental, en mi relato predominan la imaginación y la inventiva, como
corresponde a la creación literaria.

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LUIS MELERO Natural de Málaga. Tiene estudios de arte en Italia (Davide Ferrari,
Milán) y creación publicitaria y comunicación en Sao Paulo y Nueva York. Trabajó
en creación, dirección de arte y dirección creativa en agencias de Barcelona, Buenos
Aires, São Paulo, Caracas, Nueva York y Madrid. Posteriormente realizó numerosos
viajes por Europa, América y África.
Entre sus múltiples labores podemos nombrar: Articulista en el diario SUR, de
Málaga, columna fija durante varios años. Articulista y editorialista, cronista
municipal con sección propia y reportero sobre fiestas, folclore, cultura y
costumbrismo en El Diario de la Costa del Sol. Director del semanario Malagazín del
mismo periódico, donde realizaba también las funciones de entrevistador y
comentarista político. Articulista de cierre en el diario Málaga/Costa del Sol. Durante
dos temporadas fue comentarista, en clave de humor, de Hoy por hoy, Costa del Sol,
de SER. Reportero sobre turismo y viajes para diferentes revistas, como Geo,
Paisajes desde el tren, Playboy y Mercedes Benz. Reportero cultural y turístico en la
emisora Málaga Televisión. Guionista del programa La Sonrisa del Pelícano, de Pepe
Navarro, en Antena 3. Jefe de guión para la puesta en marcha del canal de Vía Digital
Canal Campero. Guionista de Así es la Vida, dirigido por Fernando Navarrete y
presentado por Carlos Herrera, La Primera, TVE.
Luis Melero también es conocido por sus novelas históricas, entre las que habría que
destacar obras como La desbandá, ambientada en la Guerra Civil, u Oro entre
brumas

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