El Ocaso de Los Druidas - Luis Melero
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El Ocaso de Los Druidas - Luis Melero
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Luis Melero
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Título original: El ocaso de los druidas
Luis Melero, 2007
Retoque de cubierta: Titivillus
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Prólogo
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tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer
un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien
por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de
topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta
comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña.
El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida
han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y
hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una
tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen
celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión
con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni
Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés),
Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles
Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros
orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de
ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo).
Aceptamos como un dogma haber sido «civilizados» por Sumer y otras naciones
orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de
salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura,
lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan
superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es
probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú
religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de
nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de
desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los
europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con
profundidad y sin frivolidades.
Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza
una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí.
Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo
intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.
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Primer Libro
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MÁS ALLÁ de tres o cuatro brazas, era imposible ver nada. La niebla había
posado sobre la mar rizos como guedejas de algodón, unos mechones blancos
inmóviles, acariciados con suavidad por el paso leve de la barcaza. Los hombres se
deslizaban sigilosos y alelados, temiendo despertar a los monstruos de las
profundidades.
Aunque casi todos eran marineros avezados y supervivientes de horribles
temporales, la cortina de niebla les sobrecogía y por ello los nueve permanecían en
silencio, seis en los remos, uno al timón y dos con las artes de pesca preparadas para
echarlas en cuanto encontrasen un lugar propicio, cualquiera de los caladeros
conocidos que la tradición había transmitido de padres a hijos. Pero no conseguían
orientarse con los puntos habituales de referencia borrados por la niebla. La punta
rocosa que semejaba el pico de un águila; el carvallo que asomaba sobre el
acantilado, retorcido por las tormentas; las ruinas del castro de Santa Tecla en el
extremo sur, flanqueando la desembocadura del río; la gran cabaña cuadrangular que
era su refugio en la playa, el almacén donde guardaban las redes y, con frecuencia, la
alcoba de su solaz.
En esos momentos de escalofrío, no había nada que sus ojos avizores y expertos
pudieran distinguir más que el blanco grisáceo que todo lo velaba, como si hubiesen
inundado el mundo de leche.
La vela izada y desplegada del todo no les servía para avanzar en la calma chicha,
de modo que los remeros sudaban con las manos rotas, bogando afanosos aunque no
tenían claro el rumbo. Cada vez que los seis remos rompían la quietud del mar,
sonaba el chapoteo de las palas con la sincronía perfecta de quienes no tenían nada
más en que pensar.
El timonel murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
—Esto ha de ser el limbo entre el cielo y la tierra, del que hablaba el otro día el
anacoreta de la Cova do Mar.
Lo dijo muy bajo, pero su voz sonó como un graznido que rompió el tenso
silencio de la espera vigilante de una presa. Algo que aunque no les alimentase, les
aliviara al menos el desasosiego.
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—Tiene que ser cosa de brujería —dijo el primer remero de estribor, volviendo
un poco la cabeza hacia babor.
Aunque no lo había mencionado, todos en la barca comprendieron la alusión. El
que había hablado y otros cuatro giraron la cabeza hacia el tercero de los remeros de
babor, un joven forzudo, todavía adolescente, que no era natural del poblado del que
los demás provenían. Ese muchacho de cabello amarillo y ojos de mar era un ser
diferente, probablemente con necesidades, miedos y victorias distintas de la gente
normal. Lo habían aceptado en la tripulación porque les faltaba un par de brazos, pero
desde el primer día sentían su compañía como una presencia inquietante, a ratos
perturbadora y llena de malos presagios.
Los habitantes del bosque pertenecían a otra raza, a otro dios y a otra manera de
entender la vida. Eran seres misteriosos, capaces de hechizar a las personas con los
ojos y de transmutar las piedras en cualquier materia que necesitasen. Hablaban con
los pozos y los veneros, invocaban a diosas impúdicas que recorrían sus sueños y
encantamientos completamente desnudas, sedientas de la sangre inocente de niños
que debían serles sacrificados cada vez que se enfurecían. Por la inspiración de sus
diosas como demonios, esa gente indescifrable del bosque fabricaba elixires que les
proporcionaban vigor de titanes, y otros que sometían a sus caprichos a cualquier
forastero temerario que se dejase seducir.
Nadie de la aldea pescadora de la playa se aventuraba jamás por lo más intrincado
del bosque. Cuando necesitaban atravesarlo, lo hacían en grupo y por caminos
hollados durante generaciones en todo el tiempo que abarcaba su memoria.
Si Conall fuese un adulto, no lo habrían aceptado en el barco. Su juventud había
servido a medias como garantía de que no era temible, aunque no las tenían todas
consigo. Si los seres del bosque poseían facultades prodigiosas, ¿sería indispensable
haber alcanzado la edad adulta para servirse de ellas? ¿No era, en el fondo, tan
temible un niño celta como el más sibilino y fuerte de sus hombres?
Conall fingió no enterarse de las alusiones.
Continuó remando, impasible sólo en apariencia, porque siempre que oía esa
clase de comidillas se le desataba un vendaval en el pecho. La vida en el bosque
había llegado al ocaso, todo su pueblo arrastraba una existencia crepuscular sin
apenas esperanzas ni aliento. ¿Qué otra cosa podía hacer un joven ambicioso como él,
sino tratar de adaptarse a los tiempos? Los acontecimientos de las últimas
generaciones habían recluido a los celtas al margen del camino por donde avanzaba el
mundo. Ya no les quedaba más que ser espectadores de los nuevos tiempos y morir.
La única manera de salvarse era diluirse en las nuevas costumbres y estilos de vida.
Al fin y al cabo, ¿qué tenía de interesante vivir camuflado entre árboles y matorrales,
fundidos con el paisaje y mudos para no ser acosados ni exterminados? ¿Qué ventajas
presentaba esa clase de vida para un muchacho a quien le quedaba toda una vida por
vivir sin renunciar a sus ambiciones? Poderosas ambiciones intactas, fuesen cuales
fueran sus circunstancias. Mejor sería que los pocos supervivientes del clan que aún
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languidecían en el bosque se diluyeran en las prósperas comunidades del litoral,
confundiéndose con ellos y aceptando sus dioses, su lengua y sus costumbres. Él y
los suyos necesitaban acabar con los druidas vestidos de blanco, que eran quienes se
oponían con ferocidad suicida a la realidad del mundo presente; tenían que ignorarlos
para someterse a continuación a los monjes vestidos de negro que habían comenzado
a apropiarse de parcelas limítrofes del bosque, mediante el recurso de talar los árboles
y quemar la vegetación. En los espacios conquistados, desterraban toda la vida a fin
de vivir ellos según sus costumbres.
Un vago sentimiento de trasgresión le hizo temer que la diosa se dispusiera a
castigarle, porque en ese momento, sin transición, se desató un temporal tan
espantoso como una maldición divina. La niebla fue disuelta en pocos instantes y en
su lugar les envolvieron olas como montañas verdinegras.
—A éste, habría que mandarlo de nuevo a su bosque embrujado —dijo el timonel,
señalando sin recato a Conall con el hombro—. El señor Yago nos va a castigar por
darle cobijo y sustento.
Nadie respondió, pero tampoco le contradijeron.
Angustiado por el bamboleo que estremecía el navío, Conall resolvió que si
lograba poner pie en tierra de nuevo tendría que encontrar con urgencia una solución
para su vida.
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carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía
decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de
bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban
a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de
todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez
que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta
suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era
una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de
privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente
no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no
había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas.
Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del
bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz
estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para
su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos
cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de
proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros
y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores
bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las
alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había
encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos
de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían
muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque
todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que
ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible
de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía
imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada.
No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el
clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató
para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El
manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de
helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de
agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que
había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el
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oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal
vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su
clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía
rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía
encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a
la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria,
como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el
primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más
crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de
reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar
claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle
a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella
como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había
recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la
recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas
que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara,
pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de
tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su
mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación,
repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar
en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con
todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las
hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.
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—O TRA VEZ nos falta un hombre, y por eso te vamos a aceptar de nuevo en el
barco, Conall. Pero guárdate de hacer cosas raras, porque estaremos vigilándote. A la
menor sospecha de que intentas hacer esas brujerías que dicen que hacen los tuyos, te
machacaremos los huesos y te echaremos al agua para que mueras.
Rojo de rubor y con un sollozo bregando por emerger de su garganta, Conall
agachó la cabeza y se dispuso a empujar hacia el agua el barco varado en la arena.
Cuando sintió que flotaba, saltó ágilmente a bordo y ocupó su puesto en el tercer
remo de babor. No volvió a levantar el mentón hundido contra su pecho. Siempre que
le hacían esa clase de advertencias, e incluso cuando sólo se trataba de alusiones más
o menos veladas, en su ánimo se mezclaba la turbación con la ira, las ganas de llorar
con el impulso de matar a alguien. Si no hablaba ni gesticulaba, si lograba que
olvidasen que ocupaba ese banco bogando con ese remo, tal vez no repitieran unas
frases que le herían profundamente. Pasar inadvertido era su única posibilidad de
sobrevivir entre la gente que tanto gustaba de cruces y hogueras.
Sus alusiones y mordacidades, y los riesgos innumerables que corría junto a ellos,
eran preferibles al crepúsculo que oscurecía el mañana de la gente del bosque. Con
sus burlas y suspicacias, con sus maldades y amenazas, los de la playa parecían vivos,
resueltos a conquistar el futuro. Mientras tanto, el fatalismo se apoderaba de los celtas
del bosque, aunque trataran de disimularlo con sonrisas compungidas y palabras
grandilocuentes que habían perdido su significado hacía lo menos diez generaciones.
No querían reconocerlo, pero todos sabían que habían perdido el futuro.
Cuando el timonel entonó la cantinela con que acompasaban los remos, Conall
hizo la señal de la cruz a imitación de los demás. Notó a su derecha que el tercer
remero de estribor reía sarcásticamente antes de decir:
—A ver si no nos alcanza el castigo por esa blasfemia.
—¿De qué hablas, Tomás? —preguntó el remero que iba delante.
—Los selvícolas no adoran a nuestros dioses Jesús y Yago. Ellos creen en ninfas
del agua y otras supersticiones igual de infernales. Por lo tanto, el pagano que se
persigne aun creyendo esas patrañas, seguro que abre cada día un poco más las
compuertas por donde caerá hacia el infierno.
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Oyéndole, todos volvieron a santiguarse, excepto Conall.
Éste nunca tenía claro a qué atenerse. Su afán de supervivencia le hacía suponer
que tenía que imitar todo cuanto ellos hacían, pero si eso no bastaba, ¿entonces qué
posibilidades le quedaban? Un joven como él, ambicioso y fuerte, ¿tenía otra salida
que la de integrarse hasta fundirse con la gente de la playa?
El timonel era el más zaheridor de todos. Cuando fondeaban en un caladero,
como ya no era necesaria la cantinela para acompasar los remos, solía hacer
comentarios sobre todas las cosas y no paraba de hablar. Su trabajo era el menos
esforzado de los nueve tripulantes, lo que debía de resultarle aburrido. Como si
hubiera escuchado el pensamiento de Conall, dijo:
—Muchos selvícolas simulan aceptar a nuestros dioses Jesús y Yago, y tratan de
vivir entre nosotros fingiendo ser buenos cristianos. Pero llevan la marca del diablo
en la frente y a pesar de su hipocresía diabólica nunca renunciarán a sus habilidades
malignas. El otro día, tuvimos que quemar a una vieja y a sus tres nietos.
Conall se estremeció.
—¿En qué la pillaron? —preguntó el más viejo de los remeros.
—Haciendo conjuros para que el más chico de los nietos sanara. El niño de tres
años llevaba más de una semana con calentura y un vecino que la espiaba vio por una
rendija de la choza que le daba un bebedizo y luego trazaba extraños signos sobre su
frente, en invocación de esa diosa puta que los selvícolas adoran. Otro vecino, juró
por sus hijos que desde que el nieto estaba malo había visto pasar tres veces a la santa
compaña por delante de la choza, y vosotros sabéis demás que cuando pasa, se lleva
lo que se le antoja sin ningún distingo. Primero, nos cubrimos de cruces de arriba
abajo, pero al final no tuvimos otra salida que arrastrarla a la hoguera junto con los
tres niños, para que la maldición divina no nos alcanzara a nosotros.
Mientras hablaban, Conall notó las miradas de reojo al tiempo que el sollozo de
su garganta trataba de estallar. Ni aún integrándose y aceptando las costumbres de la
gente de la playa se redimían los celtas de su incierto futuro. ¿Qué podía hacer?
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EL PAISAJE era espléndido, un hogar precioso que los dioses habían otorgado
generosamente a su clan, pero esa tarde podía gozarlo sólo porque lo conocía de
memoria.
El druida Galaaz contaba cerca de cien años, y aún así conservaba la visión más
aguda de que hubiera noticia entre los habitantes del bosque. Su pueblo creía que era
un don otorgado por la madre Dana, pero él sabía que se trataba sólo de buenos ojos,
muy sanos y perspicaces, que siempre habían sido especiales y que toda su vida había
cuidado con esmero utilizando las fórmulas que todo buen druida debía conocer. Le
gustaba contemplar el mundo desde ese lugar, el viejo castro de los ancestros del
pueblo celta que los invasores cristianos llamaban «Santa Tecla». Hacía muchas
generaciones que habían dejado de habitarlo, porque exiliarse a las profundidades del
bosque era mucho más seguro dadas las circunstancias. Una especie de nostalgia
atávica le inclinaba a pasar varias horas a diario en ese mirador privilegiado, desde
donde el mar parecía cristal liso y el río, a su izquierda, era una formidable morada de
la diosa. Ese día, la niebla había alzado un velo demasiado tupido, a través del cual
veía más la imaginación que la mirada.
—Ved, señor —dijo Lugaro—. Alguien ha vuelto a construir una cabaña redonda.
—¿Estás seguro? La niebla lo tapa todo.
—Bueno, señor. No es que la vea… exactamente. Pero la vi esta mañana, cuando
me mandasteis a recoger caléndulas, y sé que está ahí, en el primer muro circular de
esta parte del castro. Ahora, si fuerzo la vista, creo que la veo. O su silueta, como una
mancha gris en la muralla de niebla.
—¿Tienes idea de quién pueda haberla levantado?
—No, señor.
—¿Crees que será uno de los nuestros?
—Por la forma de construirla, yo diría que sí. Es una cabaña celta, sin duda; no es
tosca ni retorcida como las de los cristianos de la playa, sino que su constructor ha
seleccionado muy bien los troncos, todos iguales, y también las trancas para los
remates. El techo de ramas y bálago es el más regular que he visto nunca.
—Porque has visto pocos, Lugaro. Cuando yo era niño ya no vivíamos
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habitualmente en el castro, pero muchos de los nuestros mantenían casas magníficas
ocupando casi todos los círculos de piedra. Había dejado de ser seguro vivir
permanentemente aquí, pero algunos celtas gustaban de pasar largas temporadas del
verano frente a la majestuosidad de este paisaje.
—También esa costumbre ha muerto.
La voz del ayudante del druida sonó casi como un quejido. Galaaz suspiró antes
de comentar:
—¿Sabes, Lugaro? Yo no estoy seguro del todo de que vivir camuflados en el
bosque sea una vida honorable. Es como si nos avergonzáramos de ser lo que somos.
En realidad, nos escondemos verdaderamente aunque nos cueste aceptarlo. Pero esta
tierra es nuestra hace más de dos mil años. Resulta muy triste considerar que tenemos
que ocultarnos ante unos recién llegados cuyas costumbres son tan bárbaras como su
aspecto. Nos llaman brujos como si esa palabra fuese la peor de las ofensas, porque
no conocen su significado ni la profundidad de la ciencia que entraña. Cuando me
entero de que han agredido a una de nuestras mujeres con la cobardía con que ellos
hacen tales barbaridades, el corazón me sangra, Lugaro, y aunque debería sentir
compasión de su ignorancia, no lo consigo. Sus insultos y agresiones nos están
empujando más y más a lo profundo del bosque, cada vez a lugares más inaccesibles.
—¿Deberíamos combatirlos?
Galaaz cabeceó de un modo que el criado no fue capaz de discernir si había
asentido o negado.
—En el pasado —respondió Galaaz—, los demás pueblos nos consideraban a los
celtas los guerreros más fieros del universo. Desde Galacia a Hibernia, desde
Valaquia a Galia, desde Helvecia a Hiperbórea, hemos tenido fama de feroces. Pero
ahora y aquí no estamos en condiciones de combatir. Nuestra única posibilidad de
sobrevivir en esta tierra es la discreción en la que nuestro clan lleva varios siglos
aposentado. Nos están exterminando, Lugaro, y la diosa no me da respuestas claras
de qué debo hacer. Presiento que está muy enojada conmigo, porque aún no he
comenzado a instruir a mi sucesor.
—¿Ya habéis elegido uno?
—Ese es el problema, Lugaro. ¿A quién crees tú que podría elegir en las
circunstancias que vivimos? Hay pocos jóvenes con nosotros. Los niños demasiado
niños no pueden ser iniciados y los viejos demasiado viejos no son capaces de
superar la iniciación.
El sirviente se encogió de hombros con desaliento.
Realmente, se trataba de una elección muy difícil. Era verdad que el poblado celta
camuflado con el bosque permanecía habitado mayoritariamente por viejos y niños.
Muchos hombres jóvenes estaban desertando no sólo del lugar, sino también de su
cultura y costumbres. Se disfrazaban con las vestimentas pardas de los invasores,
trataban de difuminarse entre los prósperos y crecientes poblados cristianos, que se
multiplicaban de año en año. De temporada en temporada disminuía la edad a la que
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los muchachos celtas desertaban del clan.
—Cada vez huyen más jóvenes, Lugaro. Ahí tienes a Conall, que dicen que ya, a
los dieciséis años, quiere abandonarnos. ¿Cómo voy a elegir a un aprendiz de druida
que antes de acabar su formación pudiera desaparecer? Cuando mi abuelo me eligió a
mí, había una generación de jóvenes soñando con ser druidas. Todavía cuando
nuestro buen Tito alcanzó su categoría de bardo, eran muy numerosos los jóvenes
aspirantes. Ahora, sin embargo, la elección es difícil no por la abundancia de
aspirantes, sino porque nadie aspira ya a este inmenso honor.
—¿Cómo hemos llegado a esta situación, señor?
—Hace mil años que nos sentenciaron, Lugaro. Habíamos convivido a lo ancho y
largo de Europa con culturas innumerables sin dejar de ser nosotros mismos en todo
el continente, conservando nuestros dioses, nuestro modo de vivir y nuestra lengua.
Pero el Imperio Romano odiaba las diferencias. No solamente trataba de someter a
los pueblos, sino que pretendía que todos se convirtieran en romanos. Y lo
consiguieron, Lugaro. Llevaron su afán uniformador al máximo del paroxismo,
porque la única alternativa que ofrecían era el exterminio. O te convertías en romano
o te masacraban. Con nosotros no pudieron en media Hispania, en la Galia profunda,
en Hibernia y en otros lugares diseminados por lo más recóndito de los bosques de
todo el continente y, como consecuencia, somos verdaderos espectros. Y desde el
hundimiento del Imperio Romano, los vencedores que lo combatían han acabado
adoptando su mismo proceder. Hemos podido sobrevivir al precio de ser casi
invisibles y de quedar incomunicados los clanes, sin apenas noticias los unos de los
otros. Durante mi iniciación, recorrí como sabes gran parte de la Hispania y, como
recordarás, encontramos muy pocos clanes que, además, resultaban a veces
irreconocibles de tanto como habían mimetizado a los pueblos hostiles que los
acosaban.
—Señor…
Galaaz llevaba todo el día notando que su fiel sirviente quería decirle algo sin
acabar de decidirse.
—Dime, Lugaro. Aquí nadie te va a oír y si lo que dices no me gusta, yo fingiré
no haberlo escuchado.
—Es que… esta mañana, cuando mandabais a vuestra nieta Divea…
—No es mi nieta. Es hija de mi nieta.
—Perdonad, señor, mi equivocación, pero ya sabéis que el clan suele llamarla
vuestra «nieta». Pues bien, cuando mandabais a Divea en busca de hierbas, notando
su aplicación para nombrarlas sin error, enumerarlas y establecer el plan y las
prioridades de recolección, se me ocurrió preguntarme si…
—Habla de una vez, Lugaro. Comienzas a enojarme con tus vacilaciones.
—¿No os parece que Divea sería la mejor cualificada para convertirse en druidesa
del clan, señor?
Galaaz sintió que subía a sus pómulos algo de rubor. La idea de instruir a Divea le
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había asaltado últimamente con frecuencia. Más por el parentesco y juventud que por
el hecho de ser mujer, venía desechando ese pensamiento que cada día era más
insistente. Había que iniciar la formación druídica muy pronto, antes de que la
demencia transitoria de la adolescencia pervirtiera el toque de la diosa de modo
irremediable. Divea se encontraba justo en esa frontera, pero él estaba obligado a
resistir el impulso de pensar en esa hermosa muchacha como sucesora. De un lado,
temía mostrar ante su pueblo un favoritismo hacia su familia que nadie había
practicado jamás entre los celtas. Por otro lado, una de las reglas para la designación
de alumnos druídicos exigía tener en cuenta la armonía o desarmonía de los tres seres
de cada individuo, consistentes en lo que cada uno opinaba de sí mismo, lo que
opinaban los demás y lo que en el fondo de su espíritu era en realidad. ¿Cómo podía
conciliar el ser de la opinión del clan con el de la visión que Divea tenía de sí misma
y lo que pudiera ser en esencia, cuestión que él aún no había entrado a dilucidar? Era
la diosa quien tocaba la frente del elegido y los celtas sólo tenían que descubrir el
signo y acatarlo. Pero ¿y si no había descubierto todavía la esencia verdadera de
Divea, y su toque divino, precisamente porque la muchacha era sangre de su sangre y
sólo tenía catorce años? Catorce años, una edad a la que él llevaba ya varios
preparándose, porque el clan en pleno descubrió el signo en su frente cuando sólo
contaba cuatro. Por seriedad, rigor, laboriosidad, carisma y disposición, Divea
merecía el honor. Y en resumidas cuentas, no había dudas de que en su clan era la
persona que mejor conocía los rudimentos físicos del druidismo.
—¿Hablas en serio, Lugaro? —preguntó Galaaz, sinceramente confuso—. ¿Sabes
a lo que yo me arriesgaría si favoreciera a un pariente mío sin merecerlo?
—Ella posee el toque, señor. Vos, que sois el más capacitado para descubrirlo, no
queréis verlo porque es vuestra… bisnieta. Pero hace casi un año que se comenta en
el bosque que Divea ha sido tocada por la diosa. Algunas de sus amigas cuentan
cosas que sólo pueden significar eso.
—¿Qué cosas, Lugaro?
—Los animales no temen su mirada, señor. Las bestias la rehuyen o se amansan y
postran ante ella. Todas las muchachas lo comentan con pasmo. Hace poco, el bardo
Tito comentó que se dan en ella las tres claves del conocimiento: saber, osar y callar.
Sabe mucho, como comprobé esta mañana cuando relacionaba las especies de vuestro
encargo; es valiente, pues se asegura que no teme ni a lo más recóndito y oscuro del
bosque; y, como todos sabemos sobradamente, es tan discreta y firme como los robles
milenarios. Tal vez nos ciega su hermosura, que de tanto deslumbrarnos nos impide
ver la luz que refulge en su pecho, señor.
Galaaz apretó los labios. Formar a un druida tomaba antaño más de quince años,
pero Divea llevaba toda su vida en contacto con las nociones fundamentales del
druidismo. Era posible que la muchacha hubiera desarrollado facultades sin él
apreciarlo y que, gracias a la modestia de su carácter, se hubiera guardado muy bien
de vanagloriarse. Pero al druida no le estaba permitido pasar por alto cuestiones tan
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graves como el toque de la diosa. ¿Había omitido apreciar lo que tenía dentro de su
propia casa? ¿Estarían perdiendo agudeza sus ojos?
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LOS ÚLTIMOS cinco días, Conall apenas había encontrado dificultades entre sus
compañeros en el barco. Ninguna indirecta ni alusiones, ni una sola mirada aviesa. Su
método para conseguirlo había sido camuflarse en la faena, y tratar de resultar
invisible con el silencio y la modestia. Tan efectivo había sido el eclipse, que los
últimos dos días ni siquiera el timonel le había zaherido.
Estaban viviendo jornadas muy duras, agotadoras. Desde que sus dioses Yago y
Jesús bendijeron a los marineros con un amanecer despejado, se estaban resarciendo
de cuanto no habían podido pescar mientras la niebla les distanciaba del mundo y sus
puntos de referencia. A partir del momento que alboreó un cielo con el color de las
flores de espliego, no habían parado de recobrar redes repletas a reventar. Para izarlas
fueron necesarios esfuerzos sobrehumanos, y cuando las fuerzas flaqueaban,
únicamente les permitía continuar faenando la alegría del alboroto plateado del
coleteo de los peces al vaciar cada arte en el barco. Les impulsaba un aliento
proveniente mucho más de la ambición y la rabia que de la fuerza de sus brazos.
A pesar de sus dieciséis años, Conall se suponía más fuerte que casi todos los
demás marineros, pues resistía el esfuerzo mejor que ellos. Aún así estaba
derrengado, con las manos sangrándole por múltiples sajaduras. Por esa razón, antes
de salir la sexta madrugada de su casa hurgó entre los frasquitos de elixires
reconstituyentes que su madre preparaba, en busca de uno que pudiera servir para
quien, como él, todavía no había alcanzado la edad adulta. Eligió el de color verdoso,
aunque no estaba demasiado decidido a llegar a tomarlo, porque se trataba de un
elixir poderoso. No era el más energizante de todos, pues existía otro cuya fórmula
sólo conocía el gran druida Galaaz, que era incomparablemente más efectivo porque
convertía a cualquier hombre adulto en algo parecido a un titán durante unas horas o
acaso un día completo. Pero el frasquito lleno de hierbas maceradas que elaboraba su
madre eliminaba el cansancio en pocos instantes.
¿Podía tomarlo sin sufrir efectos indeseables?
Decidió aplazar la determinación hasta ver si ese día el cansancio lo abatía
demasiado en el barco. Si por los sudores de la faena llegaba a sentirse exhausto, lo
tomaría con cuidado de que los marineros no se dieran cuenta.
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La jornada discurría con los mismos ritmos y azares de los cinco días anteriores,
hasta el momento en que Conall sintió que podía desfallecer. Permaneció mucho rato
atento a su mejor oportunidad de llevarse el frasco a los labios sin que nadie pudiera
sorprenderlo.
Entre tanto, el agotamiento general iba siendo más y más penoso; ríos de sudor
corrían por todos los rostros y brazos y la tripulación entera bufaba entre jadeos, casi
estertores, y parecían a punto de desfallecer. Apenas tenían tiempo de tomarse un
respiro, pero Conall decidió aprovechar la primera fugacísima pausa que se le
presentó. Acababan de recobrar una de las redes, tan repleta como las demás, y a
continuación los remeros debían mover el barco unas pocas brazas hasta la próxima
red, marcada con un tocón de árbol a modo de baliza. En el breve instante de fondear
y antes de alzarse para ayudar en la recogida, Conall giró la cabeza hacia el agua
como si estuviera a punto de vomitar y, simultáneamente, palpó a ciegas su pecho
para coger y destapar el frasquito que llevaba colgado del cuello, y se lo llevó a los
labios.
Creía haber sido tan rápido y reservado como se había propuesto, pero algo en sus
movimientos debió de alertar a sus compañeros. En el instante que sorbía con avidez
el contenido del frasco, sintió que uno de ellos le golpeaba ferozmente con el remo en
la espalda, casi en la nuca, al tiempo que gritaba:
—Brujo infernal, que ya te veía yo venir.
Siguió una barahúnda de voces y patadas, y un despiadado apaleamiento
propinado al unísono por los seis remos, hasta que el joven celta se desvaneció y
quedó encogido como un guiñapo ensangrentado, derrumbado entre las banquetas de
los remeros.
—Ha muerto… —dijo uno de ellos con voz trémula.
—No te angusties —aconsejó el timonel—, porque acabamos de hacer una de las
obras de caridad que nos manda la Santa Madre Iglesia. Hemos librado a la
cristiandad de un servidor de Satanás, un hechicero infernal que seguramente fue el
responsable de que pasáramos tantos días de niebla y sin pescar. Nuestro señor Yago
nos premiará en el cielo por haber salvado al mundo de este demonio del bosque.
Todos asintieron y a causa de la repugnancia, y por el temor a tocar un cuerpo
contaminado por el azufre y las miasmas del infierno, juntaron las palas de los seis
remos para alzar el cuerpo de Conall y lanzarlo al agua.
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concreto te refieres?
—El encuentro con los peregrinos que han invadido nuestro Camino al Fin de la
Tierra, el día que me estropearon esta cadera, por lo que cojeo desde entonces.
Galaaz asintió. Durante ese penoso itinerario superaron peligros tremendos, pero
aquella tarde estuvieron a punto de morir.
En el Camino al Fin de la Tierra confluían desde hacía varios milenios múltiples
vías europeas de peregrinación. En Hibernia como en Galacia, en Helvecia como en
Hiperbórea, todos los clanes celtas soñaban con recorrer ese camino y cada uno lo
llamaba a su manera, pero todas con el mismo significado; era la ruta que conducía al
final de la tierra firme conocida. Cuando llegaban a la pubertad, innumerables celtas
de todos los confines de Europa soñaban con visitar el fin del mundo, a ver si
conseguían oír el fragor de la catarata por donde el mar se precipitaba hacia las
entrañas de los siete infiernos. Se aseguraba que los días de calma chicha, cuando no
soplaba ni la brisa, era posible oírlo como un rumor muy lejano, hacia el punto donde
el Sol se hundía cada noche en su morada para descansar.
El viaje de iniciación de Galaaz, tras dieciocho años de afanosos estudios para
alcanzar su consagración de druida, había transcurrido con muchos peligros, pero
también con grandes satisfacciones. Acompañado de Tito y Lugaro, ambos más
jóvenes que él, visitó los clanes vaceos, vettones, cántabros y, al final, los astures,
antes de disponerse a volver a su bosque junto al mar. En todas partes los acogieron
con afabilidad y de cada uno de los druidas, vates y bardos aprendieron nociones
provechosas. Habían tenido que escapar de la acechanza de bestias salvajes y de la
hostilidad de algunas de las pequeñas tribus invasoras, pero, como bien decía Lugaro,
una de las peores experiencias les ocurrió en el Camino al Fin de la Tierra.
Ese camino pertenecía a los Celtas hacía doscientas generaciones, según las
crónicas conservadas en la memoria por los vates. Pero hacía ya muchos años que la
ruta, milenariamente transitada por celtas ataviados de blanco, estaba siendo invadida
por peregrinos vestidos de negro que creían que los barcos de piedra podían flotar y
navegar solos por medio mundo. Los celtas eran celosos de sus posesiones y llegaban
a defenderlas con ferocidad; una ferocidad legendaria entre los pueblos que habían
ido invadiendo Europa. Pero también eran hospitalarios, gentiles y generosos con
quienes se les acercaban en son de paz.
Durante varias generaciones, fueron aceptando poco a poco a aquellos peregrinos
tenebrosos, cubiertos de mantos oscuros y sombreros gigantescos, y compartieron
con ellos el camino a pesar de que no ansiaban alcanzar el mismo fin. Pero durante el
último siglo habían ido siendo cada año en más numerosos, hasta convertirse en
multitudes.
La tarde cuyo recuerdo estremecía a Lugaro, éste junto con Galaaz y Tito
abordaron el Camino al Fin de la Tierra en un punto que presentaba en aquel
momento una procesión muy nutrida de peregrinos oscuros. Los tres celtas acababan
de ultrapasar con muchos esfuerzos las montañas tras visitar a los astures, y llevaban
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retraso según sus planes. A pesar del cansancio y las prisas, sofrenaron los tres
caballos para no atropellar a nadie y los pusieron al paso, dispuestos a tardar lo que
hiciera falta con tal de no provocar a los invasores. Pero comenzaron a oír murmullos
entre el gentío:
—Míralos. Se visten de blanco para disfrazar la negrura de su alma infernal.
—Desde que cabalgan tan cerca, no paro de oler a azufre.
—Y eso, a pesar de que se bañan en esencia de flores de lavanda para disimular
su pestilencia satánica.
—Nuestro Señor Dios Yago nos va a castigar por tolerar su compañía.
Comenzaron con boñigas y pellas de barro, pero muy pronto los tres viajeros
fueron acribillados por una granizada de guijarros, entre maldiciones y conjuros.
Cuando los guijarros comenzaron a ser sustituidos por piedras de tamaño
considerable, Galaaz se vio obligado a hacer algo para lo que no tenía autorización,
puesto que aún no había recibido su consagración de druida. Tomó de la alforja
derecha dos frasquitos y un jarro, en el que mezcló precipitadamente los dos líquidos,
sin tiempo ni circunstancias para calcular adecuadamente las proporciones. Con
intensidad mucho mayor de lo necesario, les envolvió una densa nube azul que no
aplacó los ánimos de los peregrinos, sino todo lo contrario; pero los tres celtas
pudieron abandonar subrepticiamente el camino en busca de un escondite donde
aguardar la noche.
El griterío espantado que les acusaba de demonios, permaneció rodeando y
apedreando la nube azul hasta su desvanecimiento total, en tanto que los tres
conseguían escabullirse. Lamentablemente, Lugaro, que aún era un niño de diez años
con los huesos sin acabar de formar, había recibido una fortísima pedrada en la
cadera. La intolerancia le convirtió en un tullido para el resto de su vida.
—Pero nunca me he quejado, señor. Compasivo, Karnun ha sido bondadoso
conmigo pues facilita mi vida en el bosque con toda clase de favores, como sabéis.
Galaaz sonrió para borrar el rictus que le causaba el recuerdo del percance.
—Pero ello no ha sido porque el dios se apiade de ti, Lugaro. Premia a diario tus
inmensas virtudes y tu bondad.
El druida alzó la mirada hacia el cielo y añadió:
—Creo que nuestro buen Tito no encuentra inspiración. Es casi mediodía y no lo
veo acudir a nuestro encuentro.
Lugaro dudó un momento antes de preguntar:
—¿Os preocupa lo que el bardo pueda opinar sobre la posibilidad de que vuestra
bisnieta Divea sea iniciada en el druidismo?
—¿Debería preocuparme, Lugaro?
—Creo que no, señor. Tito, como todo el clan, conoce las virtudes maravillosas
de la muchacha.
Galaaz apretó los labios. El bardo de su clan era el más imprevisible de cuantos
había conocido en su vida. Si no fuera amigo suyo desde la infancia, tendría que
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considerarlo algo insolente, por la libertad con que se permitía discutir algunos de sus
designios, lo que últimamente venía complementándose con el hecho de que la edad
empezaba a convertirlo en un cascarrabias.
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pezuñas que dejasen huellas en la harina; sencillamente había sido desposeído de sus
sentidos.
Pero una vaga sospecha de incertidumbre empezó a apoderarse de su conciencia,
por muy imprecisas y lejanas que le parecieran todas las cosas. Sus sentidos no
habían sido anulados completamente. Sabía que volaba pero, al mismo tiempo,
notaba de un modo tenue y remoto que le envolvía alguna clase de humedad, como si
se encontrara de regreso en el seno materno.
—Resiste, resiste, resiste.
Repentinamente, un obstáculo poderoso se interpuso en su vuelo. El balanceo fue
interrumpido por algo a medias áspero y a medias, muelle. Arena mojada. Sus
rodillas flotantes habían topado con un lecho de arena, en la orilla de la playa.
Entonces, el sonido del reflujo del agua en el rebalaje acabó de volverlo a la realidad
y sintió por fin el dolor, el frío y la humedad.
Los marineros debían de haberlo apaleado con crueldad, puesto que tenía
magulladuras sangrantes por todo el cuerpo, pero la diosa lo había salvado,
rescatándolo de una muerte cierta con la ayuda del elixir verde de su madre. Había
vuelto a levantarse la niebla lo que, sin duda, contribuía a fortalecer su fúnebre
ensoñación. Todavía, aun cuando ya sabía que no había muerto, continuaba
sintiéndose entre dos mundos, en un lugar que no estaba ni en la tierra ni en el cielo,
y hasta creía ver levitar no muy lejos la silueta de la diosa y, más allá, su cohorte de
ondinas. No era un cuerpo mortal lo que veía, de eso sí que estaba seguro, sino una
sombra, una esencia vigilante confundida con la niebla. Reptó rebalaje arriba, hacia la
parte seca de la playa.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el apaleamiento? ¿Unos momentos, un
día, varios días? No tenía la menor noción.
Los pescadores habían intentado matarlo y casi lo habían conseguido. No podía ni
plantearse volver junto a ellos. En el primer momento, lo tomarían por un espectro y
lo rechazarían entre cruces e invocaciones de sus dioses, pero al convencerse de que
su carne mortal continuaba viva se asegurarían de matarlo sin remedio.
Jamás podría convivir con los cristianos si no conseguía que su madre le
proporcionase un elixir que le convirtiera en otra persona, fundiendo su carne de
nuevo como hacían los orfebres con el metal. Siempre tendría impulsos, gestos o
reacciones que harían que esas personas supersticiosas e intolerantes lo despreciaran
y le agredieran.
Si no tenía porvenir en el bosque ni en la costa, ¿qué podía hacer con su vida?
¿No había esperanza en el mundo para un celta de su edad?
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preocupaba, mientras tenía lugar, lo exhaustivo y la reiteración del interrogatorio. Sin
embargo, más tarde apenas sentía inquietud por ello. Lo que centelleaba en su mente
a todas horas era el episodio del oso, porque no había sido el primero. Todos los
lobos con los que se había encontrado a lo largo del último año reaccionaban de
modo semejante, lo que le había hecho recordar con frecuencia la leyenda de la reina
loba. Involuntariamente, se miró los pies para asegurarse de que no variaba su forma.
Inger, la madre, examinó el rostro de su hija con atención. Notó la tormenta que
ensombrecía su frente.
—¿Qué futuro crees tú que tiene nuestro clan, Divea?
La muchacha inspiró hondo. Su madre jamás le había hecho una pregunta de esa
clase, ¿por qué precisamente ahora?
—¿Tiene importancia mi opinión, madre?
—Sí. Mucha.
—No sé con qué futuro podría comparar el que parece que nos aguarda, madre.
No tengo más que catorce años, pero…
—Según para qué, podrías hasta ser un poco demasiado mayor, Divea.
—¿A qué te refieres, madre?
—No paran de desertar nuestros mejores hombres en cuanto alcanzan la edad
adulta. ¿Te desconsuela el desaliento que se aposenta entre los habitantes del bosque,
hija?
—Sí, madre. Me apeno cada vez que un muchacho nos deja, abandonando
nuestras costumbres para aceptar otras que van contra su naturaleza.
—Así es, hija. A veces, miro a la gente de mi generación, cuando exploramos el
bosque en busca de especies raras, y me da una tristeza enorme, porque parecemos
una cohorte de almas en pena exiliadas en este mundo nuestro, entre las sombras y la
niebla, entre las zarzas y los helechos. Confundidos todos con las brumas, como si
tratásemos de disolvernos en ellas. Pero el bosque es nuestro, siempre nos ha
pertenecido. No deberíamos renunciar a su dominio. Nos comportamos como si nos
manejasen fuerzas externas a nuestra voluntad, poderes que nada tienen que ver con
nuestros dioses, quienes siempre nos han guiado y amparado.
—Pues yo creo que nuestro peor enemigo es el abatimiento.
Inger asintió. Le conmovía descubrir en su hija sapiencia y facultades que hasta
pocos días antes ni imaginaba. Habían tenido que ser las preguntas de su abuelo las
que abrieran su mente al reconocimiento de esas virtudes.
—Así es, Divea. Tenemos que recuperar la esperanza y el orgullo. Nuestro clan
está necesitado de encontrar quien los reverdezca.
Divea bajó la cabeza. Le abrumaba y ruborizaba que su madre hablase con ella de
cuestiones propias de gente adulta.
—¿Te he contado alguna vez la historia de la valkiria Inger, de quien mis padres
tomaron mi nombre?
Divea alzó la mirada hacia los ojos de su madre con extrañeza. Parecía creer que
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sí le había hablado de tal valkiria; pero ella no guardaba el menor recuerdo de esa
deidad.
—No, seguramente nunca te hablé de ella —murmuró Inger tras una corta
vacilación—. Tal vez esperaba la ocasión propicia, y creo que ahora ha llegado. Es
una leyenda que se contaba en la tierra donde se originó la cultura celta hace tres mil
años, en el centro de Europa. Aquella Inger, igual que todas las valkirias, tenía la
misión de designar a los héroes que debían morir en la batalla, pero a ella no le
gustaba ese cometido, porque contaba sólo catorce años, como tú, amaba la vida y
creía que los hombres tienen cosas más interesantes que hacer que verter tontamente
la sangre en guerras perdidas. Igual que tú, era alegre y prefería cantar a llorar por
nadie.
Divea evocó al robusto aprendiz de guerrero Alban, ante quien solía ruborizarse.
Como a la valkiria llamada igual que su madre, le desconsolaría que muriese.
—Inger se rebeló —continuó la madre de Divea—. En vez de ponerles en la
frente una señal para que la diosa Gusdestrun reconociera en la batalla a aquellos
luchadores, vertió sobre sus cabezas cuantas esencias conocía que fuesen dadoras de
bendiciones y de vida. De manera que en la siguiente batalla, Gudestrun no encontró
a quien llevarse a su reino de sufrimiento y muerte, lo que la enfureció. Por ello,
mandó que Inger fuese expulsada de la morada de los dioses, y así se hizo. Pero la
diosa madre Dana se compadeció de la valkiria porque había demostrado bondad y
sabiduría elaborando elixires benéficos, y aunque no podía anular el designio de
Gudestrun, ordenó que se dotase a Inger con una luz muy fulgurante en la frente, para
que sirviera de guía a cuantos se sintieran perdidos en el camino entre la tierra y el
paraíso. Como Inger, querida hija mía, creo que tú has sido designada para guiar a
quienes se sientan perdidos en su tránsito por esta vida.
Divea trató de encogerse en el taburete. Esa frase de su madre había caído sobre
sus hombros como un risco desprendido de la cumbre de una montaña.
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—Si ese rumor… —Galaaz dudó—, resultara cierto. ¿Cuál sería tu opinión,
querido Tito?
—Con todos mis respetos, señor, mi opinión sería que deberíais ofrecernos, al
menos, una troica de donde elegir. Hay jóvenes que, por la sabiduría de sus padres,
pueden estar igualmente cualificados para aspirar a la iniciación druídica. Ya sabéis
cómo son las cosas en nuestro clan, que todos podemos decir sí en público, pero no
siempre los síes públicos coinciden con las negaciones privadas.
—Cita a esos jóvenes.
Tito carraspeó. La verdad era que había sido demasiado rotundo con la
afirmación, teniendo en cuenta que debía descartar a los jóvenes que habían desertado
últimamente del clan.
—Hay ese Conall…
—¡Quiere ser pescador y se viste como los de la playa! —protestó Lugaro.
—¿Rechazas a Divea por ser mujer? —preguntó Galaaz.
Tito apretó los labios. Si su tez no estuviera tan arrugada, Galaaz estaba
convencido de que podría notarse el rubor. Tito se apresuró a responder:
—La más grande de las diosas es Dana, nuestra bendita madre. También ella es
mujer.
—Así es —afirmó Galaaz—, y no siempre lo tomamos en consideración a la hora
de establecer juicios y tomar decisiones.
—Pero Conall… —protestó Tito.
Lugaro atajó:
—Ese muchacho díscolo baja todas las madrugadas a la playa, en busca de
amparo y aprobación de quienes se apoderan de nuestros símbolos y los pervierten.
¡Si hasta se han apropiado de una imagen de Dana y dicen que ahora se llama Ana y
es la madre de su diosa principal! Esos hombres oscuros y malhumorados de la cruz
contaminan cuanto tocan. A Conall lo hemos perdido ya, estoy seguro, como a tantos
otros…
—No seas tan tajante, Lugaro —ordenó Galaaz—. Tito tiene razón. El pueblo
celta no puede dar nunca nada por perdido, porque hemos sobrevivido a las peores
calamidades y aquí estamos, dispuestos a resistir. Hemos de considerar todas las
posibilidades.
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A pesar de ser el único sostén de su madre, los últimos tiempos se había
comportado como un inconsciente, dedicando todos sus afanes a la pretensión de que
le acogiese gente deliberadamente tan poco acogedora. No lo intentaría más.
Ahora, tendría que superar los recelos de su propia gente, que había provocado y
estimulado con sus veleidades durante un tiempo excesivo, durante el que debía de
haber provocado muchas impaciencias. Tenía que reconquistar su favor, porque había
escuchado la voz consoladora de la diosa Dana; tenía sin duda un futuro entre los
celtas, aunque todavía no supiese cuál era.
Distraído con tales consideraciones, de improviso estuvo a punto de salir a un
claro artificial que no conocía. Retrocedió de un salto, a tiempo de no ser descubierto
por los tres monjes vestidos de negro que tumbaban árboles y desterraban fuentes de
vida. Lo primero que habían preparado era la gran cruz que pretenderían colocar
sobre la ermita que sin duda iban a comenzar a construir.
Iba a espiarlos, para decidir si debía tomar alguna iniciativa.
Murmuró una invocación a Karnun pidiéndole protección y permiso para hollar el
árbol sagrado, antes de trepar por un corpulento roble desde donde tendría mejor
visión del estropicio que estaban causando los tres monjes. Le pareció evidente que
odiaban la vida que latía en el bosque, porque después de talarlo todo, se apresuraban
a desnudar completamente el suelo con una especie de rastrillos, elaborados con
flexibles ramas de aliso y juncos.
Conall sintió rabia y ganas de llorar. Y tuvo que reprimir el impulso de lanzarse
contra los tres, porque estaba seguro de poder matarlos antes de que se diesen cuenta
de que eran atacados.
Pero eso acarrearía una guerra, más incendios y más víctimas celtas. Ya había
sucedido otras veces y no podía dejar de ocurrir de nuevo a la menor provocación. La
regla esencial de convivencia establecida por el gran druida Galaaz mandaba que
ningún celta pusiera en peligro a su pueblo con un ataque a lo enemigos.
Tras un largo rato de observación, levantó un puño al cielo, invocando a Ogmios
y Gundestrun. Pidió al dios de la guerra y a la diosa de la venganza que le dieran
fuerzas y perseverancia para expulsar algún día del bosque a todos los invasores.
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impregnado de ambrosía…
Sin ser el verso ninguna maravilla, Galaaz se dijo que el afán de homenajear a su
bisnieta había hecho que el bardo se esforzara un poco más que últimamente. A ver
de qué modo aludía al futuro de la muchacha, que era en lo que casi todos pensaban
aunque no hablasen de ello. Tito continuó:
Galaaz se sobresaltó. ¿Sugería Tito que Divea estaba enamorada, con objeto de
frustrar sus posibilidades de consagración? Tal vez había olvidado que no era lo
mismo una sacerdotisa que una druidesa, aunque a veces el sacerdocio hubiese sido
en el pasado la antesala de la consagración druídica. Prefirió no darse por enterado,
pero guardó la pregunta para cuando pudiera hacérsela a solas a la propia Divea.
—Muy bien, Tito —alabó—. La rima es redonda y la voz te ha flaqueado menos
que otras veces. Compruebo que los dioses te bendicen cada día con mejor salud.
Notó que el bardo apretaba los labios. ¿Le había contrariado no conseguir el
efecto que buscaba con la canción? Galaaz se dijo que una artimaña de esa clase sería
la culminación de una vida de pequeños disentimientos entre ambos. Siempre habían
conseguido ponerse de acuerdo en los asuntos esenciales, pero Tito había sido toda la
vida quisquilloso en extremo con los detalles.
—Necesitamos aspirantes a druida con urgencia, señor —dijo Tito con voz
rasposa—. No nos queda mucho tiempo.
—Sí, Tito. Trato de resolverlo cuanto antes.
—Ya veis lo que está pasando por las orillas del bosque. No sólo queman árboles
y desnudan la tierra, sino que para seducir y subyugar a los celtas incautos, se
apoderan de nuestros propios dioses y los disfrazan para que parezcan suyos. Que yo
sepa, ya nos han robado seis imágenes de nuestra madre Dana y las han vestido con
sedas, cubriéndolas de joyas de oropel, y ahora dicen que es madre de sus dioses en
vez de la diosa madre que es en realidad. Todas las noches, sangra mi corazón.
—No tardaremos en encontrar solución, Tito, te lo prometo.
Pese a su contundencia, Galaaz paseó la mirada por todo el contorno. El tiempo
había mejorado un poco respecto al del día anterior, pero no caldeaba el Sol un castro
que, a pesar del enigma de la cabaña redonda, parecía una ruina sin esperanza.
¿Estaba en sus manos centenarias la facultad de hacer que la esperanza renaciera?
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pasos de anchura. Moriría en cuanto su cabeza topase con cualquier roca, de las
muchas sobre las que saltaba el río en rápidos y pequeñas cascadas. Pero al tiempo
que la corriente lo arrastraba, le estremeció un escalofrío de viejos designios que
acaso no sabía interpretar. Todas las corrientes de agua tenían su ondina, lo que
siempre representaría una ayuda para cualquier celta que se mantuviese fiel a sus
creencias, pero ésta debía de pertenecer a la propia Dana, porque percibió una
hermosa sonrisa entre la espuma y las blondas del agua, una sonrisa amable y
acogedora que parecía indicarle que se sosegara a fin de no malgastar energías. Poco
más tarde, sintió que una infinidad de brazos lo acunaban para mantenerlo a flote.
Más que sujetar su peso, le acariciaban; brazos y manos cálidas a pesar de la
temperatura casi gélida del torrente, que lo mecían con el mimo de una recién parida.
Con un esfuerzo de autocontrol, dejó de luchar contra la corriente y se abandonó, a la
espera de lo que la diosa le reservase, y en ese instante acudió a su mente la imagen
de Galaaz en medio de un fulgor incomprensible y absurdo, porque aún debía sumar
su atención a la ayuda de la diosa con objeto de lograr librarse del vértigo húmedo
que lo zarandeaba.
Más que dentro de su mente, le parecía ver al druida entre dos aguas, en una
aparición que reproducía uno de los ritos que Galaaz seguía celebrando, aunque tenía
que ser transportado en carretilla por su sirviente Lugaro. La escena era tan vívida
como si se hubiera materializado. ¿Por qué la diosa le obligaba a contemplarla? Tenía
que existir un significado.
Entonces, comprendió.
La madre Dana le ordenaba que se presentase ante Galaaz para ofrecerse como
aprendiz de druida. Sí, era eso. La visión inducida por la diosa no podía tener otro
sentido. Ella quería que renunciara al propósito de vivir entre los cristianos; debía
permanecer entre los suyos, mantener su lealtad con el clan y convertirse en druida.
Para esto lo había salvado ya dos veces de morir en el agua, que era la principal
morada de la diosa.
Volvió a sentir un escalofrío, porque inmediatamente después de iluminar su
pensamiento esa convicción, su hombro topó contra la orilla fangosa y en pocos
instantes consiguió librarse de la corriente.
¿Cómo no había pensado antes en ello?
Galaaz era tan viejo, que no podía faltarle mucho para volver a ser tierra y limo.
Entonces, como si respondiese a una pregunta que no había pronunciado, el
rumor del torrente se convirtió en la voz de la diosa para sus oídos:
—Preséntate a Galaaz.
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jactarse de los poderes que poseía, otorgados por la madre Dana y todos los dioses
conocidos, junto a los que probablemente existían sin que los celtas lo supiesen.
Además del cesto donde transportaba la merienda, Divea portaba un esplendoroso
manojo de lysimachias, lo que no formaba parte de cuanto le había encargado el
druida por mediación del sirviente personal. Galaaz se preguntó el porqué de tomarse
la molestia de acudir con unas plantas cuya principal virtud, aparte de la belleza de
sus flores amarillas, era ayudar a cortar las hemorragias además de calmar las
calenturas. Si había en el bosque un enfermo de quien él no tuviera noticia, lo lógico
sería que Divea recolectase esas plantas cuando se dispusiera a regresar.
Al levantar la muchacha la cabeza tras la leve reverencia que hizo ante su
bisabuelo, el bardo, situado casi detrás del druida, contempló el rostro adolescente
iluminado de lleno por el Sol. Creía imposible que existiese en el mundo un rostro
más hermoso. No era fácil encontrar parecido al color de sus ojos, pues unas veces
parecían verdes y otras, azul casi violetas; la nariz era orgullosa, altiva, y tenía justo
el tamaño que mejor se adecuaba al resto de los rasgos. El pelo castaño claro caía en
catarata sobre sus hombros como si no necesitase ninguna otra ropa. Tito no había
contemplado jamás una boca mejor dibujada ni que alegrase tanto el espíritu al
sonreír.
El del bardo, ahora, se iluminaba de chiribitas haciéndole sentir como un
adolescente que caminase a través de un vergel cubierto de flores hasta el infinito, y a
pesar de ello no creía que fuese acertada su designación como futura druidesa.
—¿Por qué has recogido esas flores? —preguntó Galaaz.
—Lo ignoro —respondió Divea con embarazo—. He sentido que debía venir aquí
con ellas, sólo se trata de eso.
—¿Has sentido en tu interior la orden de la diosa?
—Oh, no —la expresión de la hermosa muchacha la mostró escandalizada—.
¿Por qué se iba a ocupar de mí nuestra madre Dana?
El druida sonrió y asintió, como si se respondiera a sí mismo. Observó que Divea
colocaba el ramo de flores sobre una piedra con cierta repulsión, como si mantenerlo
en sus manos supusiera el reconocimiento de una orden sobrenatural que estaba
segura de no haber recibido. Durante la ausencia de Lugaro, Galaaz había preparado
el discurso pero la presencia del manojo de lysimachias le distrajo. Carraspeó un
momento antes de decir:
—Querida Divea. Mira ese castro, que desde hace dos mil años ha sido el solar de
nuestros antepasados. Observa cómo se está desmoronando sin que podamos hacer
nada por impedirlo. Todos los días llegan hombres infames, venidos de la costa a
llenar de sillares sus carretillas. A pesar del misterio de esa cabaña que ves ahí, que
no sabemos quién la está construyendo, el castro es una ruina, un despojo donde
todos creen que pueden rapiñar. Y lo que nos roban no son piedras únicamente,
Divea; cada piedra que se llevan, transporta un retazo de nuestro espíritu, como si
fueran matándonos poco a poco. Todo se ha conjurado contra nuestra civilización.
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Hace más de mil años que intentan aplastarnos y nos obligan a vivir sometidos a toda
clase de penalidades. Pero hemos sobrevivido hasta ahora, aunque nuestra vida tenga
que ser discreta y casi fundida con las sombras del bosque. Todo se ha conjurado
contra nosotros, querida niña. Como hace muchos centenares de años que dejamos de
sacrificar vidas humanas a nuestros dioses, debemos forzar el ingenio, a ver si
encontramos el modo de contentar a Dana y todas las demás deidades. Estamos
obligados a poner la ley, los ritos y las esencias celtas en manos jóvenes, en busca de
un empuje que a Tito y a mí se nos ha agotado. Somos demasiado viejos, Divea, y no
podemos permitir que nuestra cultura muera con nosotros. ¿Lo comprendes, querida
mía?
—Sí, abuelo.
Buscaba una palabra que pudiera consolar al gran druida, pero seguramente no
existía.
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TITO MURMURABA el canto como una invocación. Ansiaba que los dioses
inspirasen las determinaciones de Galaaz, porque no quedaba tiempo para el error. A
nadie en el bosque le quedaba tiempo. Ni al druida ni a sus dos compañeros más
fieles, los que habían permanecido con él desde el día de su consagración, su bardo y
el sirviente personal. Pese a la resistencia de los tres, su etapa vital había terminado y
cuanto veía el bardo en su horizonte personal era lo que había verdaderamente en el
horizonte de todo su pueblo. Un eclipse definitivo como culminación del penoso
ocaso que estaban padeciendo.
Lo veía todas las noches. Les oía todas las madrugadas. Gundestrum, la temible
deidad de la venganza y la muerte, mandaba a sus cohortes de espíritus oscuros en
compaña, procesiones de sombras muertas ávidas de vida terrenal, espectros que
recorrían los vericuetos del bosque y pasaban rozando las cabañas de los celtas como
si quisieran ensañarse con ellos, sumándose al tormento de los enemigos siempre al
acecho.
¿Qué ofensa había podido cometer su pueblo contra Gundestrum y todos los
dioses?
¿Qué deuda habían contraído con Lugh, con Dana o el inofensivo y siempre
bienhumorado Bran? Últimamente, Tito sólo sentía a veces las inspiraciones de
Karnun, el dueño del bosque, mientras que de Aine, la diosa del amor y la pasión,
llevaba más de media vida sin sentir su aroma. El único que se les mostraba todos los
días, todas las lunas y todos los años era el furioso Ogmios, el dios de la guerra, el
menos ansiado y deseable, cuando el más leve suceso bélico ocasionaba terribles
sufrimientos a su pueblo y nunca, desde hacia demasiado tiempo, el placer de la
victoria.
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Siempre perdían. Jamás resultaban vencedores más que en escaramuzas
puntuarles, nunca en las batallas. Como resultado de las derrotas acumuladas, el
exilio hacia las penumbras más recónditas del bosque iba siendo cada vez más
ominoso. Los dioses les habían abandonado.
Rasgueando distraídamente la lira, permaneció largamente asomado al mar,
encaramado a uno de los muros circulares del castro, mientras observaba de reojo a
Galaaz en conversación con su bisnieta. Ambos, juntos, eran como una metáfora de la
primavera y el invierno, la vida y la muerte. El druida era la fortaleza que mantenía a
los tres viejos amigos con vida, Galaaz, Lugaro y Tito, pero se trataba de una
fortificación que, al final del agónico ocaso, había comenzado definitivamente la
cuesta abajo que conducía al más allá.
¿Cuántos años hacía que el druida había perdido la facultad de andar? Ni lo
recordaba, debía de ser casi media vida.
Continuó el canto, tañendo la lira tan desafinadamente como de costumbre, de lo
que se daba cuenta aunque los demás creyesen que no; pero no podía evitarlo. Sabía
que la voz se le quebraba en gallos de senectud hacía ya, lo menos, diez años. Era
demasiado viejo. Todos eran demasiado viejos. La mayoría de los poemas que
componía eran igual de pesimistas y desalentadores; sólo lograba juntar palabras
alegres cuando debía glosar una boda o festejar un natalicio, pero sin dejar de ser
completamente consciente de que estaba componiendo ripios indigestos, porque no
conseguía vislumbrar la menor esperanza en el futuro de quienes se unían ni en el de
quienes nacían.
Sabía que el asunto de la elección de un aspirante a druida se había vuelto muy
urgente, a pesar de su desacuerdo con la posible designación de una adolescente para
suceder a Galaaz, porque el futuro druida o druidesa debería superar una prolongada
iniciación. Por su formación familiar y cuando de ella se comentaba, era posible que
Divea no necesitase más que un par de años para alcanzar la meta de su consagración,
pero inclusive un periodo tan corto era un plazo excesivo que ninguno de los tres
amigos que gobernaban el clan iba a llegar a vivir.
Puesto que tan escasos eran los motivos de esperanza, si Galaaz muriera sin
sucesor el clan se desmoronaría.
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—¡ TRES DÍAS desaparecido! —reprochó Drea, al tiempo que amagaba una leve
bofetada—, y llegas sin nada. Ni un pescado ni un cesto de fruta… y, mientras, todos
los vecinos y yo, deslomándonos.
Sin comprender, Conall examinó el rostro de su madre a ver si bromeaba, porque
se trataba de una mujer habitualmente jovial y nunca se podía asegurar si hablaba o
no en serio. Pero su expresión denotaba un enfado que, a todas luces, reflejaba la
angustia que debía de haber sufrido por la desaparición aparente de su hijo, suceso
frecuente en el bosque en los últimos tiempos. Eran muchos los jóvenes de su edad
que desertaban sin dar explicaciones; un día cualquiera, sin aviso, decían que salían a
recoger setas o endrinos y ya nunca más volvían.
¿Llevaba tres días ausente? ¿Había pasado casi dos días en el mar, medio muerto,
y no sólo unos momentos, que era lo que a él le había parecido? ¿Podían los dioses
eclipsar del todo dos días en la mente de una persona, para ahorrarle sufrimientos?
—Madre, ¿estás segura de que salí de casa hace tres días?
—Se cumplirán la próxima madrugada.
O sea, que al menos había permanecido una tarde, una noche, todo el día anterior
y otra noche más mecido por el agua fría y procelosa de la mar, sin conciencia, a
merced no sólo de las olas y el frío, sino de cualquier monstruo de las profundidades
que quisiera devorarlo. Nunca había oído que alguien pudiera sobrevivir a algo
semejante. Tenía que tratarse de otra cosa; no había estado verdaderamente dormido a
merced de los peligros marinos; Dana lo había trasladado a una estancia de la morada
de los dioses, y allí lo había aleccionado para algo que luego le había hecho olvidar y,
finalmente, había vuelto a depositarlo en la orilla con las órdenes guardadas en un
rincón de su espíritu, de donde habrían de emerger cuando la divinidad lo considerase
conveniente. Ya no le cabían dudas, la diosa tenía un propósito del que él era
protagonista.
Recordó la visión tan vívida que había tenido mientras era arrastrado por la
corriente del río. Esa visión era una parte del aleccionamiento de Dana. Sin duda.
La extrema vejez de Galaaz era su oportunidad. ¡Qué tonto había sido! Tanto
buscar un porvenir ajeno a su mundo, cuando su mejor destino estaba en el bosque,
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entre su gente y sin renunciar a cuanto conocía.
Pero Galaaz le inspiraba algo parecido al terror. Se trataba de un sentimiento más
fuerte que la intimidación, pues jamás había podido resistir su mirada, como si el
druida pudiera penetrar en su pecho y saber lo que sentía, y recorrer el interior de su
cabeza parar enterarse de lo que pensaba, como si desnudase no sólo su cuerpo sino
lo más esencial de su persona. Siempre se había sentido culpable ante él, aunque no
tuviera culpa alguna, que él supiese. Era como si llevase una tara fundamental que el
gran druida había reconocido en el momento mismo de su nacimiento.
Pero debía sobreponerse para ganar su voluntad.
Galaaz era tan viejo, que seguramente sería sensible a los halagos y eso, cuando
él quería, sabía hacerlo como nadie. Tenía la habilidad de enredar a la gente mayor
con carantoñas, obsequios y mimos, y sabía que aunque no era la encarnación de la
hermosura, era vigorosamente sano y poseía una sonrisa que a todos encantaba.
Encontraría el modo de complacer y, en la medida de lo posible, seducir al druida
antes de intentar, siquiera, exponerle el deseo de ser su sucesor.
Tomó un pequeño cesto, que llenó apresuradamente de frutos silvestres en los
alrededores del poblado. Ensayó todas las frase más lisonjeras que se le ocurrían y
cuando se creyó preparado, fue en busca del anciano.
—Ya sabes que casi nunca pasa las tardes aquí —le informó una de las dos únicas
sacerdotisas que quedaban en el clan.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó Conall.
—En el castro. Si piensas ir por allí, llévale este manto, porque va a refrescar al
anochecer.
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Divea se había derrumbado de rodillas junto a la carretilla, con los brazos
apoyados en el regazo de su bisabuelo, y lloraba con desconsuelo.
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inmensa de rizos amarillos, puños como martillos y piernas robustas como troncos de
roble. Tenía unos diecisiete años y se suponía que latían por él la mitad del los
corazones jóvenes del clan.
¿Tendría algo que ver Alban con el misterio de la cabaña? ¿La estaría edificando
con un propósito oscuro?
Esas conjeturas no eran lógicas, porque la preparación que estaba recibiendo el
muchacho era militar y no tenía nada que ver con labores artesanales.
—Que la diosa te colme de favores, Lugaro.
—Ojalá que me socorra, como a ti y a tu familia. ¿Qué rondas por aquí, Alban?
El muchacho no respondió en seguida. Se mordió el labio inferior, descargó el
peso sobre su pierna derecha y, a continuación, sobre la izquierda, antes de comentar:
—Dicen que Galaaz quiere que Divea se convierta en druidesa…
De repente, la luz se hizo en la mente de Lugaro. El joven no tenía nada que ver
con la edificación de la cabaña; solamente la había usado en esta ocasión como
escondite para espiar al grupo, y probablemente no era la primera vez.
—¿Y qué te da si es verdad?
—Mucho.
—¿Te interesa esa muchacha?
El rostro rubicundo se volvió granate. Las aletas de la nariz de Alban temblaron
levemente al tiempo que suspiraba de modo ampuloso a causa de la enormidad de su
pecho, aunque sin emitir ningún sonido.
—¿No es Divea demasiado joven para entrar en una aventura tan peligrosa,
Lugaro?
—¿De qué aventura hablas?
—Si es verdad que es la elegida, deberá hacer el viaje de iniciación y, según he
oído, en ese viaje sólo pueden acompañar al futuro druida quienes van a entrar al
servicio de los dioses. Por mí, estaría encantado de acompañarla para servirle de
protector, pero me han dicho que no me estaría permitido.
—¡Quién sabe! —La exclamación de Lugaro sonó como un soplo enigmático.
—¿Qué tratas de decir?
Lugaro meditó un momento antes de responder:
—Por una conversación que tuve ayer con Galaaz, sé que le gustaría aprovechar
el viaje iniciático de quien vaya a sucederle, para entrar en contacto con clanes
lejanos. Mucho más lejanos que los visitados por él junto con Tito y conmigo, en
Hispania, cuando tuvo que iniciarse también. Sé que a quien elija, sea Divea o
cualquier otro, lo va a preparar intensamente hasta que muera el invierno próximo, y
en el equinoccio de la primavera ordenará comenzar el viaje con un doble objetivo;
formación intensiva y rápida al amparo de un gran número de druidas lejanos, y
averiguar si, por desgracia, somos nosotros los últimos celtas del mundo en nuestro
bosque, colgado del océano en el Fin de la Tierra. Aquí, parece que estuviésemos a
punto de perecer, Alban, como bien sabes; Galaaz quisiera saber si la esperanza
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habita todavía en algunos de los más antiguos reductos celtas de Europa.
—Parece un cometido demasiado ambicioso para una muchacha tan joven.
Lugaro sonrió con ternura. Divea era, con mucho, la muchacha más bella del clan.
Aunque abundaba la hermosura entre las muchachas celtas, lo de la bisnieta del
druida parecía reflejo de la belleza sobrenatural de los dioses. Por su parte, Alban
también sobresalía entre los de su generación. Lo suyo no era exactamente lindura,
sino un poderío físico excepcional, de otro mundo, comparable al de los más
extraordinarios héroes mitológicos. Parecía razonable que tantas cualidades
resumidas en dos jóvenes de edades parecidas pudieran atraerse y quisieran juntarse.
Acarició el mentón del muchacho mientras le decía:
—Te recuerdo, Alban, que nuestro gran druida no ha tomado todavía ninguna
decisión, en nombre de los dioses. No sabemos aún a quién elegirá como sucesor.
Los ojos de Alban brillaron esperanzados.
—¿Crees que existirá algún medio de convencerle de que no sea Divea la
elegida?
Lugaro sonrió con expresión sarcástica.
—¡Querido muchacho ingenuo! —ironizó—. ¿Tú crees que alguien en el clan es
capaz de convencer a Galaaz de algo que sea contrario a lo que él haya decidido?
Alban bajó la cabeza.
¿Qué podía hacer para impedir que Divea emprendiese ese viaje? O, si debía
hacerlo, ¿cómo lograría que se le permitiera acompañarla?
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Tenía las manos fuertemente atadas. Y la voluntad.
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lanzó hacia el ramo de lysimachias olvidado sobre una piedra, tomó varias hojas y
flores y se las metió precipitadamente en la boca, poniéndose a machacarlas con los
dientes muy aprisa.
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con devoción, mi decisión es firme. Ya no bajes más la cabeza ni permitas que las
emociones nublen tu razón ni te agarroten.
Oculto detrás del tronco del más cercano de los robles situados en la linde del
bosque, Conall acababa de escuchar las órdenes y resoluciones del druida. Apretó
fuertemente contra su pecho y su cara el lujoso manto de lana blanca que le había
entregado la sacerdotisa Maelda, con el encargo de dárselo a Galaaz. Necesitaba
ahogar el grito de desesperación que había estado a punto de emitir y que le resultaba
dificilísimo contener. El sueño de ser druida se había esfumado en un instante. ¿Un
espíritu maligno se interponía entre él y su propio futuro? ¿Todo cuanto emprendiese
estaba condenado al fracaso?
Abandonó el manto, colgado en un tocón del árbol donde los acompañantes del
druida pudieran encontrarlo, y echó a andar de regreso al poblado. Sentía deseos de
matar y morir. No tenía porvenir, no había esperanza para él ni para nadie. ¿Qué
hacer?
Pocos pasos más adelante, notó que alguien andaba tras él. Giró la cabeza con
algo de alarma y se topó con la mirada de Alban, que se apresuraba para alcanzarle.
No le gustaba ese muchacho ni sus compañeros de armas; todos los aprendices de
guerreros le parecían que jugaban como niños a juegos demasiado peligrosos.
Consideraba que todos ellos eran altaneros, bobos y petulantes.
—¿Qué haces por aquí, Conall?
Se sintió cogido en falta.
—No… nada. Había venido a traerle un manto a Galaaz, por mandato de la
sacerdotisa Maelda, pero he visto que nuestro buen druida se encontraba muy metido
en conversaciones y no he querido interrumpirle. Le he dejado el manto allí, en aquel
roble. ¿Y tú, qué haces?
Alban titubeó un momento.
—Me habían dicho que tú también ibas a desertar del bosque, Conall —dijo
Alban tras una pausa—. ¿Sigues pensando hacerlo?
—¿Por qué me preguntas eso en vez de responder mi pregunta?
El joven cadete volvió a titubear.
—Varios de mis compañeros y yo tratamos de encontrar soluciones —dijo el
fornido futuro general después de cavilar—. Nos preocupa el desaliento que se
apodera de nuestro clan, Conall. ¿A ti no?
—Bueno… La verdad es que me desespera sentir que no tengo futuro.
—Ya… —murmuró Alban, mientras asentía con la cabeza.
Continuaron andando bosque adelante, ambos en silencio, pero casi podían oírse
los engranajes de sus cavilaciones. Incómodo por el mutismo compartido y con la
sensación de que Alban, como él, tenía muchas preguntas que hacer, dijo Conall:
—Esos compañeros que has mencionado, ¿son todos aprendices de guerreros?
—No. Si así fuera, no podría hablarte de ellos, porque el reglamento militar
impide desvelar a los civiles asuntos internos de la milicia. Algunos muchachos son
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también cadetes, pero la mayoría sólo son amigos, gente de nuestra generación…
Bueno, ya sé que somos un poco mayores que tú, pero nada más que uno o dos años,
¿no? En realidad, tú pareces mayor que los de tu edad.
Esta última frase sonó como elogio en los oídos de Conall, que sintió crecer su
interés.
—¿Y habéis pensado en alguna solución o un plan concreto que nos libre de ese
desaliento del que hablabas antes?
—Todos tenemos alguna idea, pero no acabamos de ponernos de acuerdo. ¿Te
gustaría venir a nuestras reuniones? No podrías hablar a nadie de ellas.
Conall se dijo que no tenía nada que perder, y menos habiéndose quedado otra
vez sin porvenir.
—No sé… Creo que sí.
—Entonces, tendrías que someterte a un ritual de juramentación, Conall, con el
que asegurarnos de tu lealtad y discreción. Es complicado y doloroso. ¿Te atreverías?
—A mí no me asusta nada —aseguró.
Pero había visto pasar detrás de Alban, como una exhalación, el espectro
gigantesco al que llamaban Estadea. ¿Se disponía a reunir a los espíritus del abismo
para salir en cortejo esa noche en busca de vidas que llevarse? Concretamente, ¿sería
la suya? Puesto que le habían dejado sin el único porvenir que le había ilusionado tras
el fracaso del intento con los pescadores, ¿iba la compaña a llevárselo al abismo antes
de alcanzar la madurez? Tenía que ser eso, porque no sabía de ningún celta que
hubiera sobrevivido a la visión diáfana del desfile oscuro de los recolectores de
almas. Sintió un escalofrío que le erizó todo el vello. No era verdad que no le
asustase nada. En ese momento, temblaba de terror.
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en la mente y Galaaz se preguntaba a cada instante de dónde había podido sacar
conocimientos tan profundos y minuciosos si no habían actuado las manos y la
voluntad de los dioses. Sin olvidar que la madre, su nieta, no había recibido jamás
instrucción especial relacionada con el servicio de los dioses; y ella había sido desde
su nacimiento la única maestra de Divea.
Sólo la inspiración de los dioses podía explicar la amplitud de su saber.
Galaaz había estudiado de joven los veneros, torrentes y pozos no sólo de su
bosque, sino los de una amplia región en los territorios circundantes. No se trataba de
un conocimiento cuyas ventajas tuviera un druida que poner en práctica con
frecuencia, y por ello había olvidado muchos de esos lugares o se habían eclipsado en
sus recuerdos hasta el día que los necesitase. Asombrosamente, Divea, que sólo
contaba catorce años, había demostrado a lo largo del día conocer con precisión todas
las moradas de la diosa que habían recorrido o cerca de las cuales habían pasado.
Cada vez que el druida señalaba o estaba a punto de señalar un manantial de aguas
curativas o un pozo junto al que conversar en silencio con la madre Dana, Divea
asentía con naturalidad y dedicaba una larga parrafada a describir los beneficios y
ventajas particulares del lugar, siempre con exactitud propia, al menos, de una
sacerdotisa. Tal agua emergía a una temperatura abrasadora y había que tener cuidado
al recogerla, pero quien la tomaba se recuperaba de cualquier dolencia de las tripas,
inclusive de los envenenamientos. Tal pozo era el más propicio para comunicar las
penas a la diosa y recibir consuelo. Tal torrente era donde había que bañarse si se
buscaba la purificación plena. Tal otro, servía para curar las heridas, arañazos y
enfermedades de la piel.
A las capacidades y entendimiento de Divea no conseguía encontrarles Galaaz
más significado que el sobrenatural. Percepción reforzada en esos instantes con un
halo de sortilegios a causa de la aparición de la Luna llena, que comenzó a iluminar
espectralmente el bosque a través de las copas de los árboles, en competencia con la
menguante luz crepuscular.
—Se ha hecho de noche demasiado pronto —murmuró Lugaro con algo de
solemnidad y tono ronco, como si temiera soliviantar a los vigilantes espíritus
nemorosos de las sombras, que eran tenidos por los celtas por celosos y
malhumorados.
—No te preocupes, amigo —tranquilizó el druida—. Reconocería el camino de
regreso hasta con los ojos tapados. Y tú también, ¿verdad, Divea?
—No lo sé, abuelo.
—Sí que lo sabes, pero te niegas a verlo porque ese poder te asusta.
—No lo sé, de verdad, abuelo. Nunca he tratado de encontrar el camino de vuelta
a casa con los ojos cerrados.
—Pero, aun en las peores circunstancias de oscuridad o lluvia ¿has dudado alguna
vez sobre cuál era la mejor senda?
Divea trató de recordar. Efectivamente, no conseguía evocar ningún episodio de
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dudas o angustia en relación con la identificación del complicado entramado de
veredas que recorrían el bosque.
—Creo que no, abuelo. Pero somos parte del bosque, ¿no? Aprendemos a
conocerlo antes de saber andar y, casi, antes de pronunciar una palabra. Yo tengo la
sensación de haberlo recorrido millares de millares de millares de veces. Y cuando
cierro los ojos, creo que tengo dentro de la cabeza un dibujo de todos los recovecos y
casi de todos los árboles y matorrales.
Galaaz giró la cabeza hacia Lugaro, cuya cara ya resultaba difícil de distinguir
por la oscuridad progresiva, que los rayos de luna filtrados por la floresta no llegaban
a despejar. Sonrió, sin embargo, a su amigo, alzando un poco el hombro, y exclamó
más que preguntó:
—¿Ves?
Parecía referirse a algo que hubieran discutido entre sí apasionadamente cuando
Divea no estaba presente, algo que acababa de confirmarse.
—Hagamos la prueba.
—¿Qué? —preguntó Divea con alarma.
—Lugaro, anuda este paño tapándole los ojos a Divea —ordenó el druida.
La expresión de la muchacha era de gran preocupación. Sabía que no iba a
reconocer ningún camino con los ojos cegados, pero no sentía temor a exhibir su
ignorancia ni su incapacidad; lo que temía en realidad era decepcionar a su bisabuelo,
cuya fe en ella era incomparablemente superior a la que ella misma sentía. Permitió
que el fiel sirviente de su bisabuelo anudase el lienzo con bastante torpeza y un poco
más fuerte de lo necesario.
Durante unos segundos, se sintió confusa. Una mezcla de miedo, alarma, pudor y
desconcierto le hizo trastabillar en el recorrido inicial de unos diez o doce pasos. Pero
de repente e inesperadamente, sintió que veía, a pesar del paño, a través de sus
párpados aplastados por él. Se trataba de una forma diferente de visión. No había
imágenes, sino sensaciones. Oleadas de planos inmateriales se movían ante los ojos
de su mente sin color ni forma, ni relieve, pero a ella le parecían azules, llanos y
posesores de vida autónoma, y se iban organizando como si respondieran a un plan
establecido por la diosa. Sin meditarlo, echó a andar tras el primer alineamiento;
había dejado de preocuparle decepcionar a su bisabuelo y a Lugaro; no pensaba que
debía descubrir un camino a ciegas ni que tenía una responsabilidad que ejercer. Lo
único que sentía era el impulso de encaminase tras la ola de planos azules. A veces le
recordaban las ondas marinas al amaneces y otras, la reverberación espectral del Sol
del verano sobre los cantos rodados del río. Nada era material y todo lo era, pero se
trataba de una materialidad que no tenía relación con el mundo palpable. Tenía que
ser la esencia que residía en el pecho de los celtas y que tanto gustaba a los dioses.
Durante un tiempo imposible de determinar, no fue capaz de advertir nada más
que esa ola y no sabía que estuviera andando resueltamente bosque adelante, hasta
que, mucho más tarde, notó que una mano sujetaba su hombro y otra desataba en su
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nuca el nudo del paño. Aunque no restaba en el bosque más luz que los enigmáticos
rayos de la luna filtrados por el follaje, se sintió deslumbrada al abrir los ojos.
Galaaz sonreía, más complacido que maravillado. Lugaro, en cambio, mostraba
signos de alucinación.
—Hija —dijo el druida—, nos has conducido por el buen camino con los ojos de
tu conciencia. Ya no dudes más de ti misma ni de tus facultades. A partir de ahora,
ábrete del todo para que yo pueda ayudarte a desarrollarlas.
—Hemos llegado al poblado conducidos por los ojos cerrados de una niña —
Lugaro permanecía en el pasmo más absoluto.
—Así es, querido amigo —corroboró el druida—. Hemos vuelto a casa justo a
tiempo para los rituales de la cena. Que la madre Dana nos ampare y colme de
favores.
Ninguno de los tres, ni aun sumando las facultades e intuiciones, había percibido
la escolta ni el acecho de un persecutor en todo el recorrido, tanto de ida como de
vuelta.
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CONALL HABÍA fingido abrazar con entusiasmo la filosofía y los fines del grupo
de jóvenes que Alban lideraba. Tras la primera reunión, y antes de que lo sometieran
al ritual de ingreso, supo disimular todavía el escepticismo y ocultar el desdén hacia
unos muchachos demasiado rebosantes de salud y afectos a los ejercicios físicos
como para hacer otra cosa que jugar inocentemente. Tal era el grupo secreto, un
juego. Una especie de fraternidad juvenil sin más trascendencia que la de cualquier
corro de muchachos que bebiesen en compañía elixires embriagadores para reír, o
rondasen la cabaña de una muchacha bonita aparentando querer conquistarla pero sin
acabar de atreverse a intentarlo jamás.
Los nueve jóvenes que formaban el grupo, incluido Alban, eran todos grandes,
fornidos, jactanciosos de su musculatura y dotes físicas. Se exhibían los unos frente a
los otros comparándose y presumiendo de atributos, del volumen de sus bíceps, de la
anchura de sus hombros o de la facultad de romper con las manos una rama gruesa de
aliso. Conall no conseguía imaginar mayor simpleza. Pero la contención para no
despreciarlos, por temor a represalias, y la simulación, le resultaron muy caras.
Al acabar el primer encuentro, le pidieron que se ausentara durante un rato
mientras ellos deliberaban y votaban el acogimiento o el rechazo. Conall aguardó
fuera del círculo de troncos con fastidio. Se trataba de una especie de valla o
talanquera formada por troncos jóvenes de abedul y situada en un lugar muy
recóndito del bosque, que permanecía siempre cubierta de matorrales para que nadie
pudiera descubrirla. Tras haber salido el grupo del poblado simulando que iban a
festejar algo, la valla fue despejada en su presencia, descubriéndole un recinto
redondo solado con grandes piedras grises, casi planas, entre las que brotaba el
musgo. Bordeando los troncos, una especie de banqueta corrida, también de piedra.
Discutieron de cuestiones que no parecían tener propósito alguno. Le interrogaron
sobre cosas demasiado conocidas de todos. Pusieron gran énfasis en relatar la
repetida historia de la grandeza antigua de los celtas en todo el continente y del
heroísmo e importancia de su clan. Después de un tiempo que le pareció demasiado
largo y reiterativo, fue cuando le mandaron ausentarse para debatir su ingreso.
Mientras aguardaba un veredicto por el que no sentía interés, Conall se preguntó
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las consecuencias que podía acarrearle que el rehusara el acogimiento, si se producía.
Ellos parecían atribuir a su fraternidad carácter secreto, esotérico. Era posible que no
se le hubiera desvelado todo cuanto ocultaban, pero al menos había visto ya esa
talanquera que, evidentemente, trataban de que no fuese conocida por todos. ¿Se
ensañarían contra quien repudiara participar de su juego? ¿De qué magnitud podía ser
la venganza o, al menos, el castigo para amedrentarle a fin de que no revelase el
secreto a los demás habitantes del bosque?
Se torturaba con tales temores cuando Alban se le acercó, terminada la
deliberación del grupo. Puso las manazas sobre sus hombros y le sonrió con un
asentimiento. A continuación, lo empujó hacia el interior del círculo. Los otros ocho
repitieron el mismo gesto de Alban. Por turno, fueron poniéndole las manos sobre los
hombros con expresión sonriente, para abrazarle a continuación.
—Ahora —dijo Alban una vez que todos lo hubieron hecho—, debes desnudarte,
tomar este elixir y dejar que te vendemos los ojos.
Conall sentía de antiguo prevención contra los elixires. Según creía, casi todos
eran benéficos, pero sus efectos no podían ser previstos completamente dependiendo
de quien los tomase. Estaba seguro de que tales efectos eran diferentes según la edad
y la corpulencia de la persona. De reojo, observó el que Alban le ofrecía. Era verde,
como el reconstituyente que elaboraba su madre. Pero se trataba de un verde muy
intenso y no demasiado transparente. Con examen tan esquinado, no consiguió
detectar dentro del frasquito ningún tallo de hierba.
Lo bebió de un sorbo, tal como se le ordenó. La sensación de embriaguez fue casi
inmediata. Sintió que se precipitaba por un abismo y que un fuego lacerante le
recorría las tripas. Quería permanecer de pie, en el centro del círculo, pero al mimo
tiempo sentía que podía volar, su nariz se inundó con todos los aromas del bosque
como si hubieran multiplicado por mil su intensidad, y las piernas le flaquearon. Supo
que iba a derrumbarse en el suelo, pero antes de que sucediera perdió el
conocimiento.
Cuando despertó a medias, se encontraba en el centro de otro círculo, pero éste no
era una simple rotonda sin techo. Se trataba de una cabaña grande y muy sólida, sin
puerta ni ventanas y con el mejor acabado interior que había visto nunca. Nadie
poseía en el bosque una casa cuya pared hubiera sido recubierta interiormente de
cortezas de madera cortadas como si fuesen sillares de piedra ni, mucho menos, sin
puertas ni ventanas. Ni siquiera una tronera, como los graneros. ¿Por dónde habían
entrado? Lo veía todo desde una posición elevada, pero no sabía encima de qué lo
habían depositado, pues recuperaba los sentidos muy lentamente y todavía no
conseguía mover ningún miembro.
Ardían nueve antorchas, sujetas con piedras en el suelo. Le costó un largo rato
descubrir que, más allá de los fuegos respectivos, los nueve jóvenes estaban sentados
con la espalda apoyada en la hermosa pared de rectángulos de corteza. Todos le
miraban muy fijamente. La cabeza se le iba y no conseguía mantener los ojos abiertos
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más que algunos momentos fugaces, como destellos. Comenzó a notar cierta opresión
en los hombros y tirantez en ambos brazos. Sin embargo, no sentía las piernas. Era
como si flotase, aunque la sensación no se parecía a lo experimentado cuando creyó
estar muriéndose en el mar. Ahora no había humedad ni movimiento de las olas, ni
frío. Sintió calor y poco a poco comprendió que sudaba copiosamente.
Instantes después, recuperó la facultad de oír. Estaban recitando una salmodia al
unísono, sin dejar de mirarlo muy atentamente. Parecían aguardar algo que todavía
tenía que suceder. Tras el oído, volvió a experimentar el tacto en toda su plenitud, y
así descubrió que estaba colgado, suspendido en el aire; una gruesa soga envolvía sus
brazos extendidos y había sido aferrada fuertemente en torno a sus hombros y a sus
muñecas. La soga había sido atada a dos gruesas argollas clavadas en la pared, en los
dos puntos más extremos del círculo. Consiguió girar la cabeza hacia ambos lados, lo
que le permitió ver lo que le hacía sentir la rigidez de los hombros. Mediante nudos,
la soga formaba una especie de arnés que posibilitaba que pendiese sin morir
ahorcado.
Comenzó a resultarle inteligible la letanía que murmuraban los nueve. El canto
contenía casi los mismos versos y palabras usadas por las sacerdotisas y el druida,
pero todos los dioses que invocaban eran masculinos. El más mencionado era Ognios,
el dios de la guerra, pero también nombraban mucho a Lugh, el supremo, y a Karnun,
el protector del bosque. En cambio, el bonachón dios Bran no merecía su
consideración. Le pareció que lo que aguardaban era que recuperase la conciencia,
porque cuando comprobaron que había despertado completamente, callaron los
cánticos, se pusieron de pie y Alban le preguntó:
—¿Me oyes, Conall?
—Creo… que sí —le costó gran esfuerzo responder. Tenía la garganta y el
paladar secos como madera vieja.
—¿Eres capaz de resistir?
—¿Resistir, el qué?
—Permanecer colgado ahí arriba, sin suplicar que te bajemos.
Así que se trataba de eso. Debía demostrar resistencia, resolución, capacidad de
sufrimiento y entereza. Recordaba haber oído relatar esa ceremonia bárbara que
practicaban los antiguos, pero que ya hacía muchos siglos que los celtas la habían
abandonado, por despiadada y, a veces, mortal. Al menos, así se aseguraba, porque
hablaban de ello como si se tratase de una leyenda. Pues iba a aguantar. Si la diosa le
había permitido sobrevivir días a merced del mar, también le ayudaría ahora.
—Sí resistiré, Alban —respondió.
—¿No nos suplicarás que te bajemos ni preguntarás cuándo lo haremos?
—No.
—¿Soportarías el mayor de los martirios para no traicionar a tu pueblo?
Ahora, comenzó a comprender.
—Creo que sí.
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—¿No estás seguro?
—Sí, sí lo estoy. Soportaría el peor de los tormentos para no traicionar a los míos.
—Bien, Conall. Ahora, nos marchamos. Volveremos cuando nuestro padre
Ogmios nos lo ordene. No puedes gritar ni pedir ayuda. Te prohibimos desfallecer. Tu
única alternativa es resistir en silencio y sin quejas. De lo contrario, morirás,
ocultaremos tu cuerpo y todos creerán que has desertado del bosque, como tantos
otros.
Antes de marcharse, le acercaron a los labios un paño húmedo, atado a la punta de
una vara. Supo que le ofrecían de nuevo el mismo néctar y comprendió que también
debía vencer el hambre y la sed, además del dolor de sus miembros, que seguramente
iba a ser terrible cuando se le pasaran del todo los efectos del elixir.
Siguió una eternidad.
Vio pasar muchas veces la compaña de la Estadea, cada vez con aspecto más
tétrico, pero no era sólo el desfile de espectros lo que sacudía su espíritu. La reina
loba martirizaba a los campesinos exigiéndoles más de lo que podían tributarle y,
cuando los castigaba y ellos se rebelaban, tras el ataque a su torre saltaba la reina por
la atalaya más alta para convertirse en un monstruo con pezuñas tras la caída. Nadie
conseguía verla con forma de loba pero Conall distinguía con claridad las huellas de
sus pezuñas en un manto de harina extendido por el sendero del bosque. Y volvía tras
las huellas la compaña de andrajos pestilentes, mientras con sus brazos aprisionados
por la soga y suspendido en el aire creía ser Etain, la que una reina celosa había
convertido en mariposa. Pero en cuanto echaba a volar, tratando de escapar de la
prisión de sus brazos, volvía la procesión de espectros a hacerle perder el sentido con
su hedor.
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Sin dejar de asistir a las reuniones para las que Alban le convocaba, se dedicó a
espiar a Galaaz y a su bisnieta desde el primer día de instrucción, lo que le permitía
asimilar algunas enseñanzas. Cada acierto de Divea, muy notable por las
exclamaciones de su bisabuelo y el sirviente cojo, era un cuchillo de rabia que se le
clavaba en el pecho. Cada acierto suyo, cuando atinaba a murmurar para sí la
respuesta a la pregunta de Galaaz antes de que Divea hubiese contestado, era una
explosión de júbilo. A ratos, el colorido otoñal del bosque le inspiraba impulsos y
sentimientos inoportunos; bajo el deslumbrador toldo de hojas amarillas, naranjas,
rojas, ocres y marrones, saturado el aire de aromas negligentes y de agujas frías que
removían la sangre en sus venas, sintió muchas veces la tentación de luchar y morir
por la tradición celta. Ésa había sido la vida de los suyos desde el principio del
tiempo y nada era más apetecible. Pero desechó estos pensamientos con resolución.
Amar todo eso le exigiría una actitud pasiva de abandono y rendición, y él no se
rendiría jamás.
El grupo de fantoches formado por Alban y sus amigos no iba a proporcionarle
soluciones para el porvenir. Había tenido que descartar integrarse con los cristianos y,
más tarde, el aprendizaje druídico. Pero si la diosa lo había salvado de las aguas y del
tormento de la cabaña circular, tenía que haberlo hecho con un propósito que no
podía ser otro que convertirlo en druida.
Por lo tanto, Galaaz estaba cometiendo un pecado de soberbia al elegir a una
muchacha de su familia. El derecho era suyo y debía recuperarlo.
Durante dos meses, rumió su amargura y su decepción, hasta llegar a pergeñar un
plan.
Tenía que hacer méritos ante Galaaz y cuando consiguiera ganar su confianza,
simularía querer ayudar a Divea como futuro servidor y escudero o, acaso, bardo. Se
ofrecería para protegerla de los peligros que tendría que afrontar, y así recibiría una
formación muy semejante a la de druida, apenas un poco menos profunda. Juraría a
Galaaz su lealtad a Divea, su entrega sin contrapartidas y con todas las
consecuencias, para que confiase en él como acompañante único de la muchacha en
el viaje de iniciación.
Un viaje del que ella no regresaría. Ésa era su decisión.
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ERA EL INVIERNO más frío que ambos recordaban. A pesar de ello, Galaaz
exigía que Lugaro lo llevase algunas tardes al castro, cuando notaba que Divea se
extenuaba a causa del programa intensivo de estudios que le imponía; tomaba,
entonces, la decisión de concederle media jornada de descanso.
Cubiertos de nieve los círculos de piedra, que descendían en cascada como si
pretendieran sumergirse en el mar, parecían un ramillete de gigantescas flores
blancas, como una ofrenda a los gigantes antiguos. Esa imagen causaba honda
impresión en el ánimo de Galaaz, que se llenaba de evocaciones y añoranzas.
—Lugaro. ¿Recuerdas cuando cruzamos aquella inmensa montaña nevada, en
nuestra peregrinación en busca del bosque donde asesinaron a Viriato, el gran
oretano?
—Sí señor. Recuerdo que estuve a punto de quedarme sin pies, porque casi se me
congelaron. Y eso, después del frío mortal que habíamos pasado en el castro de
Ulaca, en lo alto de aquel monte infame.
Galaaz sonrió. Lugaro se quejaba siempre, pero jamás había dejado de hacer lo
que se le ordenaba.
—Pero la vista era preciosa, Lugaro. No puedes negarlo.
—Sí. Aunque nunca he comprendido la afición que tenían nuestros antepasados
por las alturas.
—No era afición, Lugaro. Bien sabes que era necesidad de fortificarse en lugares
casi inaccesibles, para defenderse mejor. Viriato, a pesar de su maravillosa formación
druídica, expuso demasiado su vida en millares de incursiones contra los invasores
romanos. Confió siempre en su pueblo más de lo conveniente; como sabes, querido
Lugaro, los celtas somos veleidosos cuando creemos que nos encontramos en
situación apurada. Viriato fue traicionado por dos hombres de su confianza y lograron
acabar con él precisamente porque vivía como uno más, en una tienda, en el bosque.
Debió resistir el acoso extranjero en un castro fuerte y orgulloso, situado en lo alto de
un monte, y de ese modo esta tierra nunca hubiera sido ocupada por el Imperio
Romano, porque él les venció siempre que lo intentó. Los clanes celtas seguiríamos
siendo los dueños ahora, más de mil años después de aquel percance terrible, y nadie
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habría usurpado nuestro gran Camino al Fin de la Tierra.
Lugaro pareció muy tímido al preguntar:
—Señor, ¿no deberíamos tratar de entrar en contacto con otros druidas de las
tierras más cercanas, para complementar la formación de vuestra bisnieta?
—¿Y dónde buscaríamos a esos druidas, Lugaro?
El ayudante bajó la cabeza, compungido.
—¿Tendríamos que aventurarnos hasta el lejano castro de Capote, en las tierras
calientes del sur? —preguntó Galaaz con un tono algo ácido, más que irónico—.
¿Deberíamos, tal vez, ir a Briteiros, un castro que nos queda más cerca pero con el
que hace varios siglos que no tenemos contacto? ¿Habría que ir a aquél de donde
trajimos los hermosos cristales de yeso…?
—Segóbriga —murmuró Lugaro, suponiendo que Galaaz había olvidado el
nombre.
—Sí, Segóbriga. ¡Qué belleza! Mandar explorar cualquiera de esos lugares nos
obligaría a esperar más tiempo del que tenemos para formar a Divea, sin contar que
ignoramos hace mucho si quedan o no druidas en esos sitios. ¿Por qué hablas de ello,
Lugaro? ¿Qué te inquieta?
—Es que, señor, cada vez que se acerca a vos ese muchacho, Conall, con sus
juramentos y súplicas, me echo a temblar.
Galaaz sonrió.
—¿Te disgusta Conall? Pues a mí me parece un joven muy entusiasta.
—No se lo permitáis, señor.
—¿Prepararse para sucederte, Lugaro? ¿O, inclusive, para que suceda a Tito?
¿Por qué no habría de permitírselo?
—No sé… señor. Me da mala espina.
—¿No serán celos, querido Lugaro? A todos nos conturba cuando llega la hora de
que alguien nos suceda, por temor a que nos supere. ¿No será tu caso?
—¡Señor!
Galaaz vio en la vehemencia de la exclamación la señal de que tales
mezquindades no habían pasado por la mente de Lugaro.
—Lo más probable —añadió Galaaz—, es que decida que reciba formación de
bardo, porque como tú mismo señalas, no posee el carácter necesario para ser
confidente y ayudante personal.
—Sólo os pediría, señor, que si aceptáis las lisonjas y obsequios de ese muchacho
enredador, me permitáis que disponga que lo vigilen.
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—Tienes razón, Conall. Se trata de una gran oportunidad para los sagrados
propósitos de nuestro grupo. Todos tratamos de sumar y no de restar. Cuantos más
hombres nos esforcemos por el porvenir de nuestra raza y nuestra estirpe, más fuerza
tendremos y antes conseguiremos vencer la adversidad. Lo que ocurre es que te
envidio. Además del tiempo que compartes con ella en las lecciones, en cuanto
comencéis el viaje de iniciación tú permanecerás siempre junto a Divea, de día y de
noche, conocerás el mundo en sintonía con sus ojos y sus exclamaciones; conocerás
su hambre y su saciedad; aspirarás los mismos perfumes que ella y te azotará el
mismo viento. Vas a gozar un privilegio que a mí me está vedado.
Conall vio lo que estaba ocurriendo en el pecho de Alban. No había acudido a
recriminarle no haberle consultado, sino a tratar de consolar el naufragio de su
esperanza. Divea emprendería su viaje iniciático probablemente sin confirmar, ni
corresponder por tanto, el amor de Alban, lo que a éste le desesperaba. ¿Querría
Alban, en realidad, pedirle su mediación? Confiaba en que no lo hiciera. Si le pidiera
tal cosa, ignoraba cuál sería su reacción, pero estaba convencido de que no sería
beneficiosa para el futuro de su pertenencia al intrigante grupo de jóvenes cultores del
desvarío. Sin embargo, a Alban lo entrenaban en la severidad rigurosa del guerrero.
Al robusto muchacho que parecía crecer un poco más todos los días, no se le ocurriría
jamás suplicar ni rogar en beneficio de lo que bullese en su pecho. En relación con
Divea, jamás pediría la ayuda de un igual ni, mucho menos, la de alguien como
Conall, a quien en el fondo despreciaba según denotaban algunos de su rictus al
mirarle.
—¿Vas a tu lección? —preguntó Alban.
—Sí. Galaaz me exige que llegue el primero, porque no ha decidido si seré bardo
o asistente íntimo, y Lugaro ha amenazado con darme cincuenta trancazos si algún
día llego después que ellos.
—¿Puedo acompañarte?
Conall se encogió de hombros. A causa del aburrimiento invernal, había ido
sumándose mucho público a las lecciones, que Divea recibía casi siempre en
compañía de Conall, salvo las de carácter secreto. Cuidándose de no invadir el
espacio delimitado por guirnaldas de muérdago y solidagos secos que Lugaro había
dispuesto en el claro, se amontonaban alrededor hasta llegar a ser multitudes si el
tiempo no era demasiado gélido. La presencia de Alban no estorbaría a nadie. ¿O
podría sentirse ofendido Galaaz porque un cadete y aspirante a general asistiese a
algo tan espiritual como la preparación druídica? ¿No era el druida también el
supremo de los guerreros?
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asignado.
—¿Por qué?
—Conall es un atolondrado que se emborracha y se mete en pendencias. Para
colmo, rumorean que no hace mucho intentaba abandonarnos, para unirse a los
cristianos de la costa. Digo yo que un muchacho así, con ideas tan cambiantes como
las nubes, no debería cargar con tanta responsabilidad. ¿Y si a las pocas jornadas de
viaje se aburre y abandona a Divea?
Alban se llevó la mano al pesado machete colgado de su cintura. Que
mencionasen la posibilidad de tal abandono le puso la sangre a hervir, al tiempo que
una mano invisible apretaba un fuerte pellizco en su pecho. Tomó en ese instante una
determinación que condicionaría todo su futuro. Si para ir en pos de Divea le
obligaban a renunciar a la milicia, renunciaría. Si para ir tras ella tenía que hacerlo a
escondidas, lo haría. Si Galaaz no le concedía su permiso, desobedecería.
Puso atención al discurso que el gran druida estaba pronunciando, porque le
parecía un manifiesto que él y los miembros de su fraternidad suscribirían con
entusiasmo.
Erguido en su asiento de la carretilla, decía Galaaz:
—El mundo que nuestro bardo Tito, nuestro buen Lugaro y yo conocimos de
adolescentes muestra signos de agonía. Da la impresión de que todo se hubiera aliado
contra nosotros, y algunos de nuestros compañeros de clan parecen haberse resignado
a un destino que conduce a nuestra desaparición. No lo consentiremos. Cumpliremos
el viejo adagio celta de que si sabes lo que quieres, tienes que arriesgar. La
civilización celta es la más antigua del mundo. La civilización celta es la más dilatada
de la historia, sin haber tenido que recurrir jamás a conquistas cruentas ni el
exterminio de otros pueblos. Llevamos tres mil años siendo el fermento cultural y
social de Europa. No podemos morir, haya lo que haya que pagar. Vamos a vivir,
vamos a sobrevivir a todas las adversidades, como llevamos tres mil años
consiguiendo. Nuestra civilización es la más vieja, sabia y natural del mundo. No
permitiremos que se disuelva como un terrón de tierra bajo la tormenta. El desaliento
es provisional, lograremos que sea transitorio. Pronto volveremos a entrar en contacto
con otros clanes. Tiene que haberlos. Tienen que existir muchos otros druidas por ahí,
hablando de lo mismo que hablo yo. La esperanza no es una posibilidad, es nuestra
obligación. Y tú, Divea, serás quien nos la traiga convertida en un proyecto de vida.
Por ello, para asegurar tu éxito, alguien más te acompañará en el viaje, además de
Conall.
Éste tuvo un sobresalto. Una tercera persona dificultaría o imposibilitaría su
proyecto. ¿En quién estaría pensando Galaaz?
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claro de las ceremonias. Todas las mujeres adultas llevaron sus escobas de juncos y
los rastrillos, y empezaron a barrer con la primera luz del alba, hasta limpiar del todo
la tierra de un área central de veinte codos de diámetro. En cuanto ese espacio quedó
despejado de hojarasca y maleza, varios de los hombres más fuertes transportaron
grandes piedras con las que rodearon el perímetro, formando un círculo semejante a
los del castro en altura y dimensión. A continuación, situaron el ara muy
cuidadosamente en el centro, tras haber permanecido casi medio año envuelto en
paños y guardado en un cobertizo, para preservar su pureza de intermediario con la
divinidad. Por último, colocaron sobre el poyete de piedra una hilera de tablas
cubiertas en abundancia con muérdago, que había recogido el propio druida la tarde
anterior, al anochecer, ayudado por Lugaro y otros seis hombres que habían portado a
Galaaz en una silla gestatoria que, al ser levantada, le permitía alcanzar en los
tocones y ramas de los robles la planta más milagrosa de todas, que no podía ser
cortada con metal. Usó, por tanto, una de las hachas de sílex.
Con el muérdago recogido como mandaban los dioses, todo sería más fácil.
Cuando terminaron los preparativos materiales del rito, el claro y las ramas de los
árboles de alrededor se encontraban ya abarrotados de gente, prácticamente todos los
habitantes del bosque. Sólo faltaban quienes tenían misiones de vigilancia, los que no
podían abandonar tareas inaplazables y los muy enfermos.
Alban no estaba obligado a someterse a escrutinio, pues su preparación carecía de
carácter ritual; sin embargo, fue uno de los primeros en llegar. Quería estar muy
atento a las expresiones y ademanes de Conall según fuese respondiendo Divea bien
o mal las preguntas del druida.
Galaaz dio comienzo al acto situándose junto al ara. Fue alzado de la carretilla de
Lugaro con la ayuda de dos hombres, que permanecieron sujetándolo por la cintura
toda la duración del prolongadísimo ritual. El viejo gran druida bebió a pequeños
sorbos el elixir de color lechoso que el bardo Tito le ofreció en un cuenco; a
continuación, alzó la mirada al cielo y extendió ambos brazos. Todos notaron pocos
instantes después que la encogida figura del druida casi centenario ganaba volumen y
majestuosidad, para erguirse en seguida, arrogante, al menos sobre la cintura aunque
sus piernas continuasen siendo incapaces de sostenerlo.
Tito le ofreció el viejo cuchillo sagrado de obsidiana y otros dos hombres
colocaron sobre el ara un conejo con las patas atadas. Galaaz, a quien repugnaba todo
sufrimiento, incluido el animal, midió con cuidado el golpe con el que lo degolló,
para que fuese certero y no hubiera de repetirlo. La sangre fue vertida limpiamente,
todos murmuraron las plegarias y comenzó el interrogatorio de Conall, mientras las
dos sacerdotisas lavaban el ara deprisa, pero a conciencia.
Aparte de unas dudas insignificantes, el muchacho respondió con acierto. Se
equivocó muy poco y todos pudieron ver que Galaaz asentía al final en silencio,
mientras le señalaba con la cabeza y con la mano extendida el punto del círculo
donde debía sentarse para aguardar el veredicto final.
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En seguida que Conall se retiró, colocaron sobre el ara una nerviosa cabra vieja,
también con las patas atadas; pero su agitación hizo que se escurriera, yendo a caer en
el suelo en dos ocasiones, por lo que debieron sujetarla entre tres; uno por las patas
delanteras, otro por las traseras y el tercero tuvo que esforzarse para inmovilizar la
cabeza. Tras limpiarlo a fondo, Tito volvió a ofrecer a Galaaz el cuchillo sagrado, y el
druida se concentró esta vez con algo más de recogimiento que la anterior y con
actitud muy humilde y devota. Alzó la mano armada mientras extendía la izquierda
en busca del punto exacto donde el golpe pudiera matar al animal a la primera.
En ese momento, el silencio era absoluto, porque parecían haber enmudecido
hasta los rumores naturales del bosque. Todos fijaron la mirada en la mano derecha
del druida, tratando de sumar su energía espiritual para aumentar en conjunto la
fuerza física de esa mano, a fin de que el golpe fuese limpio, certero y mortalmente
efectivo, para estar así seguros de que el viaje iniciático de Divea comenzara bien y
llegase a buen fin. De ello dependía el futuro de todos.
Fueron unos momentos de parálisis completa, como si un espíritu burlón hubiera
decidido detener el tiempo. Todo permaneció inmóvil, hasta la brisa. Pero la mano
armada del druida cayó como si poseyese la fortaleza de un hombre joven y vigoroso,
la sangre manó abundantemente a la primera y el animal agonizó tan sólo un instante.
Por como se derramó la sangre, comprendieron que el misterioso e impredecible
Cernunnos, el dios cornudo, no les reprochaba el sacrificio de un semejante, y que la
madre Dana acogía la ofrenda complacida y todos suspiraron con alivio.
Con la ayuda de quienes lo sujetaban, Galaaz se giró hasta situarse de espaldas al
ara y contempló enternecido a su bisnieta, que aguardaba, muy piadosa, con la cabeza
gacha y gran devoción, sentada en el punto opuesto del círculo a donde Conall se
encontraba. Ataviada con una túnica suelta, cuyo vuelo llegaba a arrastrar, y coronada
muy profusamente de flores de nardo montano de valeriana y de centáurea real,
azules como sus ojos, no podía imaginar a una muchacha más hermosa. Aparte de la
invocación que pronunciaba en alta voz, oró mentalmente para que Bran, Karnun y
Lugh la iluminasen y protegieran.
El druida extendió ambos brazos mientras preguntaba:
—Responde, Divea, ¿darías la vida si te la pidieran los dioses al servicio de tu
pueblo?
—Sí. Conozco todos los precios que se me exige pagar.
—¿No retrocederás ante nada, siendo de la dimensión que sean los obstáculos que
se te puedan presentar en tu viaje?
—Nunca. El bien de mi pueblo es mi meta.
Galaaz alzó las manos mientras lo hacían girar quienes le sujetaban. Las manos
con las palmas vueltas hacia la gente expresaban la advertencia de que debían
reconocer la autoridad naciente de la futura druidesa.
—Recita todos los componentes y las proporciones de los siete elixires básicos —
ordenó Galaaz a su bisnieta.
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Pocos instantes después de comenzar Divea a enumerar las fórmulas, fue
extendiéndose entre los presentes la esperanza mezclada con la alegría. Por la
solemnidad del rito, no se les permitía exclamar nada ni aplaudir, pero todos tenían
ganas de hacerlo, admirados de la rapidez y la exactitud con que la muchacha
detallaba los preparados.
—Recita ahora los componentes y las proporciones de los siete elixires
principales —volvió a ordenar el druida.
En ese momento, los asistentes contuvieron el aliento. En las fórmulas de los siete
elixires principales no podía haber el menor error ni la más leve vacilación, porque
podían salvar vidas o arrebatarlas según el tino con que estuviesen combinados.
Terminada la exposición de Divea con la misma exactitud de la anterior, ansiaban
vitorearla y era casi doloroso reprimirse.
—Ahora, Divea, si deseas de verdad que se te permita buscar la luz para alcanzar
el sagrado estado supremo de druidesa —dijo Galaaz—, recita en mi oído los
componentes y las proporciones de los siete elixires excepcionales.
Estas siete fórmulas las ejecutaban exclusivamente los druidas y en muy pocas
ocasiones, dependiendo de circunstancias insólitas, por lo que los habitantes del
bosque no las conocían y les estaba prohibido prepararlas. Por esa razón, nadie salvo
los druidas sabía recitarlas de corrido. Divea inspiró hondo, carraspeó y se pasó la
mano derecha por la frente.
Todos dejaron de respirar, en tensión suma. Si Divea vacilaba tenía que ser
porque había olvidado una o varias fórmulas. Conall, que permanecía al otro lado del
círculo con la cabeza gacha aunque atento a los gestos de la aspirante a druidesa, no
era del todo capaz de controlar sus propias emociones; si Divea fallaba, él no tendría
druidesa a quien fingir de que deseaba servir, pero si acertaba de pleno, sentiría que
era tan superior como todos creían, lo que no imaginaba cómo podía afectarle. Por su
parte, y aunque a bastante distancia, Alban detectó la tensión en las extremidades de
Conall; le pareció evidente que tenía que mantenerlo bajo vigilancia.
Pero lo que había retrasado la respuesta de Divea era un ruego a Macha y la
plegaria que estaba dirigiendo mentalmente a la madre Dana.
Cuando acabó de recitar al oído del druida los componentes de los siete elixires
excepcionales sin un solo fallo, todos observaron el gesto feliz de aprobación que
compuso Galaaz y la multitud estalló en vítores y aclamaciones.
Aunque no brillaba el Sol con la esplendidez del día anterior, los árboles apenas
habían empezado a reverdecer y en esos momentos los agrisaba un velo de niebla no
muy densa, veían el futuro con mejor color.
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Los tres asintieron. Galaaz les indicó que se sentasen en el suelo, frente a la
carretilla.
—El viaje de iniciación de la futura druidesa ha de conduciros a los clanes
astures, galos, anglos, galeses y, por último, los hiberneses. Es un viaje muy largo,
muy duro y muy peligroso. Encontraréis no sólo enemigos humanos, también la
Naturaleza os opondrá grandes obstáculos que deberéis salvar con determinación.
Podéis encontrar tribus terribles y feroces que han existido desde el principio del
tiempo y, por lo tanto, han de seguir existiendo. Y también hay tribus nuevas, como
los invasores del sagrado Camino celta al Fin de la Tierra. En los diferentes países
que habréis de recorrer, cuidaros especialmente de los hombres sin rostro, los que se
llaman a sí mismos «dioses guerreros», los cetrinos desmujerados y las cruces de
fuego sangrantes. Mantened sigilo y tratad de ser invisibles cuando sintáis que están
cerca los soldados de la cruz o los de la media luna. Jamás os dejéis capturar, porque
es mucho menos espantosa la muerte que los tormentos que los invasores del Camino
y todas esas tribus inflingen a sus víctimas. Será mucho más dulce volver a ser tierra
gracias a estos frasquitos que os doy. Los tres contienen el mismo elixir y os
permitirán escapar del dolor, la miseria y el mundo en pocos instantes y sin ningún
sufrimiento. Llevadlos siempre en vuestro cuello y jamás os desprendáis de ellos. Y
recuerda, querida Divea, que en todos los clanes has de escuchar las enseñanzas, al
menos, de un druida, a quien darás a conocer tu condición mediante las palabras y los
objetos que te entregaré en el momento de la partida. Bajo ninguna circunstancia ni
en el peor de los casos podrás confiar los símbolos ni comunicar las palabras a tus
dos acompañantes, pues representan privilegios exclusivos de los druidas que no
pueden ser compartidos. Mañana, por lo tanto, deberás tener la mente alerta para
aprender las palabras en pocos instantes y protegerás con tu vida los objetos que te
entregaré.
Mirando las pupilas azules de su bisnieta, Galaaz contuvo un gemido y continuó:
—Tú, Conall, has recibido preparación ambivalente que puede servirte para
convertirte en íntimo o en bardo. Dependerá de tu propia maduración durante el viaje
y de las dotes musicales que puedas poseer sin que los demás lo sepamos. Seréis
Divea y tú, pero sobre todo tú mismo, quienes habréis de decidirlo, pero mucho antes
de culminar el viaje. Cuando regreses aquí, ya deberás ser lo que serás para siempre.
Conall asintió, esforzándose por mantener una expresión neutra. El druida no
sospechaba el calado de lo que acaba de decir. Iba a ser lo que quería ser.
—Y tú, Alban —continuó Galaaz—, tienes por misión expresa la de proteger la
vida de la futura druidesa con la tuya, pero mi corazón confía en que vuelvas
incólume y convertido en algo más que un simple escudero.
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Librarse de Alban.
Suplantar a Divea de modo creíble en el último momento del retorno.
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SE ALZÓ de un salto del catre reforzado con troncos, con la agilidad del guerrero
que permanecía siempre alerta. Todavía desnudo, entregó el machete a su padre y
bajó la cabeza para que dejase de ser la de un adolescente. De espaldas a ellos, no
pudo ver las lágrimas que sus padres derramaban mientras iban cayendo rizos al
suelo. Aunque ambos eran altos, habían procreado a un gigante con cuerpo de dios,
del que se sentían tan orgullosos que tenían que morderse los labios para no cantar a
todas horas alabanzas a sus habilidades físicas y proezas.
Después de cortado el pelo y habiendo vestido las galas propias de un guerrero,
todavía era de noche cuando Alban terminó de enjaezar su caballo. A pesar de la
intensa luz que iluminaba su esperanzada meta, una sombra había caído sobre su
corazón. Le causaba demasiado dolor abandonar a su familia, a su fraternidad, el clan
y el bosque. Le dolía mucho más de lo que había previsto. Al montar, murmuró una
plegaria a Ogmios, el dios de la guerra. Tras prometer entregarle su vida en combate
si se lo exigía, confió en que la agitación del inminente inicio del viaje le
proporcionase alivio y olvido antes de que el Sol brillase alto.
Conall tuvo que ser zarandeado insistentemente por su madre, pues la noche
anterior no conseguía dormir, desvelado por una indigesta mezcla de sentimientos,
ambiciones, esperanzas y miedos, y se había visto obligado a tomar un pomo
completo del quinto elixir básico, el que sosegaba las angustias e inducía el sueño. Se
desperezó con mucho fastidio. ¿Quién le mandaba a él meterse en tales berenjenales?
Después de todo, no era mal parecido, se expresaba bien, le atribuían gran
sensualidad, poseía una sonrisa cautivadora y su inteligencia era aceptable. Si se lo
propusiera, podría medrar en una de esas ciudades que había escuchado describir a
los pescadores, esos sitios donde nadie conocía a nadie y cualquiera que tuviese la
mano y las piernas ligeras conseguía sobrevivir. ¿No serían desmesuradas las
pretensiones depositadas en el viaje que estaba a punto de emprender? La meta que se
había marcado, convertirse en druida, ¿no iba a exigirle un esfuerzo exageradamente
penoso?
En esos momentos, Divea se encontraba ya equipada y dispuesta para el viaje,
postrada ante su bisabuelo y apoyadas las manos en sus rodillas, para oírle con la
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intimidad y reserva que él exigía. Galaaz se forzaba a sobreponerse a las quejas de su
corazón por verse obligado a dejar partir a la muchacha; tenía que hablarle muy
lentamente, para que no le delatara un suspiro:
—No sabemos si existe algún otro druida en cualquiera de los bosques cercanos.
Por mucho que lo hemos intentado Tito, Lugaro y yo, ni siquiera estamos seguros de
que sobrevivan los clanes celtas que conocimos de jóvenes en tierras no muy
distantes. Así que puedes suponer lo flacas que son las certezas sobre los clanes y
druidas que puedan quedar en esas tierras tan lejanas a donde vas.
—Mi madre me contó que una vez —dijo Divea—, cuando ella era tan joven
como yo, recibisteis una visita de emisarios de los celtas de Hibernia, que habían
venido en un navío hasta el pie del castro…
—Sí, hija mía, así fue. Pero esos supuestos celtas habían renunciado a las
doctrinas y las claves principales de nuestra cultura y también habían renegado de
nuestros dioses. Adoraban a uno nuevo, llamado Patricio. Hibernia es el final de tu
viaje de iniciación, posiblemente la visita más trascendental, pero no debes fiarte ni
aceptar cobijo de quienes adoran a ese dios. Utiliza cuanto te he enseñado para
descubrir a los celtas verdaderos, si es que quedan. Ahora, repite las palabras que te
he dicho antes al oído, pronunciando las tres frases en el mismo orden que yo.
Divea cerró los ojos. Galaaz le exigía demasiado. Solamente había recitado una
vez las claves que ella debería usar como contraseña ante todos los druidas que estaba
obligada a visitar. Apretó los párpados, porque no estaba segura de recordar todas las
palabras de la tercera frase ni su orden exacto. Por ello fue declamando según la
secuencia empleada por su bisabuelo, pero aún con mayor lentitud que él. Sabía que
la garganta se le rompería en un sollozo si descubría que se equivocaba en las
expresiones del viejo gran druida.
Pero no ocurrió con la primera ni con la segunda frase. Galaaz sonreía con
aprobación y asentía, aunque no llegaba a borrarse la lóbrega pincelada de tristeza
que había en sus ojos. Mas cuando Divea se detuvo, tratando muy evidentemente de
recordar con exactitud, venció el amor. No podía volver a recitárselas porque a ella se
le exigía aprender esas cosas tan sustanciales a la primera, pero sí podía
proporcionarle un atajo. Introdujo la mano en un pequeño zurrón que colgaba de su
cuello, para extraer en seguida una pequeña cruz celta tallada en piedra.
—Ésta es la marca-árbol de Karnun que debes poner en la mano derecha del
druida en el momento de pronunciar la primera frase.
Divea asintió. A continuación, Galaaz sacó del zurrón un pequeño cascabel de
bronce.
—Éste es el cascabel de Ogmios, que debes poner en la mano izquierda del druida
en el momento que comiences a pronunciar la segunda frase.
Divea sintió que iba a gritar de desolación. Efectivamente, comprobó que había
olvidado la tercera, porque su memoria se negaba a entregarle las palabras.
Notándolo, el druida sacó del zurrón un aro muy pequeño de bronce, del tamaño de
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un anillo; dentro del círculo, una figura humana con las piernas y los brazos muy
abiertos, hasta entrelazarse con el aro. Mirándolo, las palabras acudieron fluidas a la
mente de Divea:
—El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y sus manos en la
obra de los dioses.
Galaaz sonrió, sosegado de repente.
—Nunca repitas ésta ni las otras dos frases en voz tal alta, Divea. Cuando te toque
pronunciarlas, debes hacerlo pegando tus labios al oído del druida. No lo olvides. No
debes permitir que alguien más las oiga. ¿Está todo claro, hija mía?
—Sí, gran druida.
—¿Te sientes preparada para el camino?
—Sí, gran druida.
—Parte, pues.
Galaaz fue transportado en la carretilla hasta el claro por sus nietos, la madre de
Divea y su esposo. Antes de salir de la cabaña, la muchacha había abrazado a sus
padres y soltado unas lágrimas que se enjugó con pudor. Ya fuera, marchó delante del
asiento portátil de su bisabuelo sin volver la vista atrás, erguida, arrogante como una
sacerdotisa en un ritual. Llegados al claro donde ya aguardaban Conall, en el pescante
de la carreta con las bridas sujetas, y Alban, en su caballo, Divea se encaramó al
pescante con el mentón alzado.
Conall arreó a los bueyes y el viaje comenzó, sin que la futura druidesa girase ni
siquiera un poco la cabeza.
Había mucha gente observándoles, pero nadie ocupaba el claro. Les vieron partir
desde la maleza, desde detrás de los troncos de los robles y más allá de los peñascos,
y ninguno pronunció ni una palabra.
Galaaz sintió que se le partía el corazón. Se preguntó si ese corazón frágil y
envejecido resistiría la espera hasta el regreso de su sucesora.
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Segundo Libro
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LOS BUEYES no eran tan mansos como les había asegurado el bardo Tito, que era
quien gobernaba a los responsables del ganado por delegación del druida. A pesar de
la castración domesticadora, tenían aspecto y reacciones de uros salvajes.
—No los azotes tanto, Conall, o se plantarán y nunca llegaremos a nuestro destino
—rogó Divea.
—Hubiera sido mejor que Tito nos diera caballos.
—No resistirían, Conall. En algunos de los sitios que vamos a visitar, hemos de
subir pendientes muy empinadas y bajarlas después, y mira la carga tan grande que
viaja ahí detrás. Necesitamos animales resistentes y poderosos.
—¿Es que has agorado que encontraremos graves problemas?
—No comprendo lo que quieres decir, Conall. ¿Supones que adivino el futuro,
que ésa es una condición indispensable para ser druida?
—Eso dicen.
—Pues quien lo afirme, se equivoca. Galaaz no ha presumido jamás de predecir el
futuro.
—Yo creo que sí lo predice. Todos lo afirman.
—No, Conall. Él transmite la voz de la madre Dana y de todos los dioses, que
nunca nos anuncian lo que ocurrirá, sino que nos aconsejan lo que nosotros, los
mortales, debemos hacer. Sus revelaciones no son más que caminos, nunca metas.
Sería espantoso saber de antemano lo que va a ocurrir, porque, en tal caso, seríamos
seres indolentes, sin iniciativa, ya que consideraríamos inútil cualquier esfuerzo ante
un porvenir que ha sido predeterminado. Cuando conoces el futuro, ya no tienes
futuro. ¿Es que no te das cuenta?
Conall apretó los labios. Menos mal que Divea no poseía esa facultad, pues de
otro modo ordenaría a Alban que le matase. Miró al cadete, que les precedía en el
camino; lo bastante cerca para avisarles si descubría algún peligro pero no lo
suficiente como para oír la conversación. No creía que hubiera en el mundo nadie
más jactancioso. Bajo su cuerpo erguido y tieso como un álamo, el pobre caballo
trotaba quejumbrosamente, casi aplastado por el peso, equivalente al de hombre y
medio. Algo azorado por el temor a que, de todos modos, ella pudiera descifrar sus
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pensamientos aunque no quisiera reconocerlo, preguntó:
—En ese caso, ¿no tienes ni idea de cómo es esa primera tierra que debemos
visitar?
—Sí, tengo idea —respondió Divea—. Porque Galaaz me ha hablado de ella con
detalles muy prolijos, no porque yo pueda agorarlos. Es tierra de muy altas y
hermosas montañas, llena de grutas e innumerables torrentes, que son todos morada
de la madre Dana. Allí, aparte de las de todos los celtas, tienen diosas propias a las
que llaman xanas. Cada río tiene la suya, hasta los menos caudalosos. Tú recibirás
también tu iniciación, aparte de la que a mí me den.
Conall compuso un rictus de desagrado. Si habían de recibir enseñanzas por
separado, nunca podría estar seguro de saber lo suficiente para poder suplantarla
cuando llegase el momento.
—Atención —les dijo Alban volteando de repente el caballo—. Conall, saca la
carreta del camino y trata de que quede bien oculta detrás de aquel matorral.
—¿Qué pasa? —preguntó Divea mientras Conall acataba la orden con el rostro
lívido.
—A unos doscientos pasos de distancia, viene hacia nosotros un grupo demasiado
grande de peregrinos de la cruz —respondió Alban—. Traen antorchas encendidas a
pesar de que brilla el Sol, así que no creo que sean para iluminar la senda. Sospecho
que no traen buenas intenciones. Lo mejor es que no te vean —se dirigía a Divea— y,
por si acaso, cúbrete el cabello con un lienzo que oculte su brillo. Corred a
esconderos. Yo también me esconderé, pero sin desmontar y en un punto donde
pueda vigilarlos a ellos sin dejar de protegeros a vosotros.
Temerosos de que los bueyes bufasen demasiado fuerte, tanto Divea como Conall
se dieron a acariciarlos, mientras acechaban los tres con la respiración casi
suspendida. El desfile de túnicas negras o pardas tenía algo de ensoñación, como si
ocurriera en una visión sobrenatural, pues se desplazaban con lentitud muy poco
natural.
—No comprendo por qué marchan así —murmuró Conall al oído de Divea.
—No van de peregrinación corriente, como los que se han apoderado de nuestro
Camino al Fin de la Tierra. Parece un ritual.
Aunque se habían escondido bien y a una distancia prudencial, veían con claridad
un recodo del camino y llegaban a oír un ininteligible rumor colectivo, como si los
peregrinos fuesen recitando algo.
—Mira, Divea. Creo que son celtas como nosotros, porque ésa es la imagen de la
madre Dana.
Dando la impresión de que se dispusiera a correr hacia el desfile para identificarse
pretendiendo ser acogido por los peregrinos, Conall señalaba una peana sujeta por
dos troncos que portaban seis hombres, encima de la cual, en efecto, llevaban una
imagen de Dana, reconocible a pesar de que le habían colocado un manto de tejido
teñido de púrpura y un tocado de metal brillante en la cabeza. Divea apretó los labios.
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—Para ellos no es Dana, Conall —mientras respondía, lo sujetó, puesto que el
muchacho parecía preparado para echar a correr—. Se habrán apoderado de la diosa
de algún clan que hayan exterminado por estos bosques y, como me contó Galaaz que
han hecho en muchos otros lugares, la han revestido como la diosa que ellos
consideran madre de sus dioses Yago y Jesús.
Cuando ya creían que el desfile había terminado y estaban a punto de reconducir
la carreta al camino, Alban les chistó torciendo el tronco desde su montura.
—Quedaos quietos. Llegan más.
Efectivamente, a una distancia de treinta o cuarenta pasos de los últimos
peregrinos que habían visto pasar, marchaba un pequeño grupo que parecía haberse
desgajado de la masa principal del desfile, retrasados por la renuencia de los bueyes
que tiraban de una carreta con una especie de jaula encima.
—Van a quemarlas —musitó Alban con tono de espanto.
Dentro de la jaula, lloraban desconsoladamente una anciana, dos niñas y una
mujer que debía de ser su madre.
—Ése es el destino que esos hombres ofrecen a las mujeres celtas que no se les
someten —dijo Conall con rabia—. Las van a quemar.
—Vamos a tropezarnos con demasiados peligros —lamentó Alban, sin querer
mirar ni de reojo a la futura druidesa, que era quien mayores riesgos iba a correr.
—Invoquemos a la madre Dana —ordenó Divea—. Ella nos aconsejará cómo
actuar.
—Hablad bajo —pidió Alban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Divea.
—He visto moverse aquel arbusto. Alguien nos acecha.
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—Creo yo que los espíritus no mueven los matorrales ni las ramas de los arbustos
—respondió secamente Alban, que jornada a jornada sentía aumentar la aversión por
Conall.
—El valle es una hermosura —comentó Divea, que notaba la antipatía creciente
entre los muchachos y trataba siempre de atemperarla desviando la atención de los
dos hacia otras cuestiones—. Pero mirad cuánto bosque han tenido que arrasar para
alzar aquellas edificaciones.
—Parece un campamento militar —dijo Alban.
—En realidad, es uno de esos poblados que llaman monasterios —terció Conall.
—Míralos —señaló Divea a un grupo de hombres vestidos con túnicas oscuras
arremangadas, que labraban el espacio donde el bosque había sido talado.
—Nada más que hay hombres —murmuró Conall como si temiese que le oyeran
aunque se encontraban lejos y muy por debajo de ellos—. ¿Serán los «cetrinos
desmujerados» contra los que nos advirtió Galaaz?
—No lo creo —contradijo Divea—. Creo que nuestro gran druida se refería a
seres monstruosos, y los hombres que vemos allí parecen normales. Pero mirad lo que
han hecho; aprisionan a los animales en cercas. ¡Qué horror!
Dentro del espacio despejado, los monjes oscuros habían levantado varias
empalizadas que servían de corrales para ovejas, cabras, cerdos y gallinas.
—Atención —les advirtió Alban—. Veo otro desfile con antorchas, y parece que
podemos cruzarnos con ellos. Hay que encontrar otro camino o escondernos. ¿Por
qué les habrá dado a todos por venir a nuestros bosques?
—Vienen a adorar a su nuevo dios —informó Conall—, al que llaman Yago. Los
pescadores de la playa me contaron que alguien descubrió su tumba cerca del Fin de
la Tierra.
—¿La tumba de un dios? —ironizó Divea—. Si hubiera tal cosa, no sería dios.
Los dioses no mueren.
—Pues más increíble es la manera como dicen que esa tumba llegó a estas tierras
—Conall escupió y luego sonrió—. No podéis imaginar lo difícil que es flotar en el
mar en barcos de madera. Lo sé porque lo he sufrido y varias veces estuve a punto de
morir ahogado. A pesar de ello, los cristianos dicen que la tumba de su dios Yago
viajó sola en un barco de piedra, y llegó aquí desde más allá de Galacia, después de
estar setecientos años flotando en el mar. Imaginad, un barco de piedra, flotando en el
mar y además, setecientos años.
—Callad —pidió Alban antes de poner el caballo a galope.
Retrocedió otra vez a inspeccionar el camino.
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de celtas y a él deberemos volver. Es nuestro y recuperaremos su dominio, os lo
aseguro.
Alban sintió orgullo de la contundencia y el fervor de Divea, mientras observaba
la gracia con que componía un tocado con un paño oscuro, gracias al cual quedó
oculto su cabello. El futuro guerrero admiró la airosidad general de una cabeza que
no dejaba de ser hermosa ni aún cubierta. Entre tanto, Divea había comenzado un
relato:
—Hay una cueva que llaman Paralaia, muy cerca del peñasco que señala el Fin de
la Tierra, a escasa distancia de ese lugar sagrado para los celtas que los romanos
llamaban «Promontorium Nerum» y justo debajo del Ara Solis que, si regresamos
con bien de este viaje, nosotros tres deberíamos visitar algún día sean quienes sean
los que detenten su dominio. Aseguran las leyendas antiguas que la cueva de Paralaia
ha permanecido siempre repleta de tesoros inmensos, que sólo algunos pueden ver. Y
se cuenta que dos princesas habían sido convertidas en piedra por un druida malvado
y vengativo, enemigo del rey; las condenó a ser piedra siempre, menos una noche
cada cien años. La primera vez que recuperaron su cuerpo, jubilosas, se pusieron a
bailar de alegría y un hermoso príncipe las sorprendió. Tras galantearlas con gran
donosura, ellas le revelaron su condición, rogándole que las ayudase a romper el
hechizo. El príncipe asintió y ellas le indicaron que debía volver tras un nuevo
amanecer y adentrarse en la cueva, donde ellas les saldrían al paso con forma de
serpientes; él estaba obligado a no dejarse vencer por el terror, cogería las dos
serpientes y las metería en un saco para llevarlas lejos, a una jornada de viaje, donde
el hechizo del druida dejaría de tener valor. El príncipe no podía vacilar. Si lo hacía
todo según se le indicaba, recibiría la recompensa del tesoro fabuloso de la cueva. El
príncipe prometió hacerlo y volvió al día siguiente con buen ánimo, dispuesto a
cumplir a rajatabla la promesa, pero cuando vio llegar las víboras, que eran
monstruosas, se aterrorizó de tal modo que se apartó, invocó a los dioses y las
maldijo. Al instante, las dos serpientes se detuvieron aletargadas, como moribundas.
Creyendo expedito el camino, el príncipe entró al fondo de la cueva y pudo ver con
gran asombro la enormidad del tesoro, mas de improviso reaparecieron las dos
hermanas aún con forma de serpientes, ya reanimadas. Furiosas, le reprocharon su
cobardía y al instante se esfumaron ellas y el oro. Dicen que, para que se anule el
hechizo, las princesas deberán esperar en el Fin de la Tierra el fin de los tiempos. Yo
no tengo hechizo que deshacer, sino una misión que cumplir, y no puedo permitir que
mis compañeros se acobarden con supuestos persecutores imaginarios.
Alban no quiso desalentarla diciéndole que acababa de notar detrás de un
matorral, a su espalda, un brillo metálico que no podía ser más que el de un machete.
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es algo así como diablesa. A ellos, todo lo nuestro les parece cosa del diablo. Creen
que los espíritus de la oscuridad nos dan los elixires y no comprenden ni aceptan que
seamos nosotros quienes los preparamos. Aunque te parezca una locura, ellos odian
sus cuerpos, porque dicen que son fuentes de pecado, y por lo tanto no consideran
que deban cuidarlos. No se lavan ni se despiojan, ni toman elixires reconstituyentes.
No cuidan sus heridas, ni siquiera las de guerra, más que con súplicas a sus dioses. Se
mueren muy jóvenes, comidos por la mugre y la podredumbre de su propia sangre, y
nadie admite que sea posible que alguien viva cien años, como tu bisabuelo. Una vez,
me dieron una paliza en el barco cuando les conté la edad que tenía nuestro «sumo
sacerdote», como ellos llamaban al gran druida.
—En nombre de la diosa —dijo Divea—, yo afirmo que esos seres no son
verdaderas personas.
—Cuidado —alertó Alban.
—¿Qué ocurre? —preguntó Divea.
—Los últimos cuatro que nos hemos cruzado vuelven hacia acá. Estoy seguro de
que están calculando las posibilidades que tendrían de vencer si nos atacan. Sigamos
como si nada, pero, atención, no volváis la cabeza si yo no os aviso ni os comportéis
con temor, porque esa actitud les revelaría nuestra vulnerabilidad.
Orlado de vegetación muy densa, el camino subía una pendiente llena de curvas
que les haría abandonar el valle. Los bueyes jadeaban, bufando muy sonoramente su
protesta por el esfuerzo a que Conall los forzaba. En algunos tramos, disfrutaban de
un panorama extenso que les invitaba a maravillarse por su belleza, pero había largos
recorridos donde no podían ver más que el umbrío túnel verde bajo el que transitaban,
demasiado saturado de aromas y rumores como para detectar las acechanzas.
Inclusive para Divea era imposible percibir nada, aún apretando fuertemente los
párpados y forzando todas las facultades de su mente. Por tales razones, sólo en el
último instante se dio cuenta Alban de que los cuatro peregrinos les habían alcanzado
y se disponían a atacarles.
—¡Parad el carro! —ordenó—. Poneos de pie sobre la carga, con las lanzas
preparadas y tú, Conall, no consientas que ninguno se acerque a Divea.
Los cuatro hombres vestidos de negro habían calculado mal las fuerzas de cada
bando. Siendo hombres adultos, se suponían más poderosos que tres muchachos
aunque uno de ellos abultara por dos. Pero cuando Alban se alzó frente a ellos con su
escudo circular, blandiendo el pesado machete y en su rostro la expresión más furiosa
que habían tenido oportunidad de ver, cruzaron miradas entre sí, evitaron lanzarse
contra el que ese momento parecía un gigante sobrehumano y corrieron de dos en
dos, por ambos lados de la carreta, dispuestos a encaramarse encima para apoderarse
de Divea y huir hacia la espesura deprisa. Pero Alban habían interpretado
correctamente sus miradas y los movimientos de los mentones, por lo que saltó a lo
alto de la carga mientras gritaba de un modo que alteró por un momento la vida
natural del bosque, un alarido espeluznante que pareció capaz de arrasar el bosque.
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Uno de los asaltantes se detuvo, como si el grito lo paralizara, pero los otros tres
trataron de subir al carro.
Viéndolos, Alban sintió que su pecho estallaba de furia. Conall permanecía
alelado, paralizado de terror, y sólo Divea se mostraba dispuesta a luchar.
—¡Divea, agáchate un poco para ofrecerles un blanco menor y atraviesa con la
lanza al que intente tocarte! —gritó Alban mientras se lanzaba hacia los enemigos.
Los tres blandían sus machetes. Alban recibió varios cortes en el brazo izquierdo
mientras asestaba mandobles al primero por la derecha, que cayó al suelo con el
cuello rebanado. En ese momento, se oyó un grito al pie de la carreta y Divea torció
involuntariamente el cuello. El que no se había subido acababa de ser atravesado por
el machete inmenso de un desconocido, que en seguida saltó también al pescante y
acabó con uno de los asaltantes mientras Alban mataba al último.
Siguió un momento en suspenso, presos Divea, Alban, Conall y el desconocido
de una sensación de inminencia de peligro que no sabían si habían conjurado del
todo. Fue Divea la que rompió el silencio:
—Debemos decir una plegaria para que la madre Dana acoja toda la sangre que se
ha derramado aquí.
Como si aflojara la guardia porque ya no era necesaria, Alban se derrumbó sin
conocimiento. Había recibido múltiples cuchilladas en el brazo izquierdo y perdía
mucha sangre.
—Corre, Conall, por favor —rogó Divea—, apresúrate; tráeme todas las
lysimachias que encuentres.
—Quédate con ella y protégela —dijo con voz muy profunda el desconocido, a
quien ninguno de los dos recordaba, apremiados por la sangre que Alban perdía—.
Yo traeré lysimachias.
Desapareció entre la maleza.
—¿Quién será? —preguntó Divea a Conall, mientras trataba de contener la
hemorragia con un paño.
—Tiene que ser ése que decía Alban que nos seguía —apuntó Conall.
—Ha hablado como nosotros —dijo Divea.
—Pero se viste como ellos.
—Yo no lo había visto nunca. ¿Y tú?
—Es un celta renegado, Divea, apostaría mi vida y ganaría. Y está muy claro que
no es de nuestro clan, por lo que se supone que tiene que haber alguno más por estas
tierras diga lo que diga tu bisabuelo. Ahora, nuestro problema es que los renegados
son los peores enemigos de los celtas, porque se vuelven más fanáticos que el más
fanático de los cristianos. Deberíamos irnos antes de que vuelva.
Divea apretó los labios sin dejar de oprimir la mano con que trataba de que el
bello y gigantesco muchacho derrumbado no perdiera más sangre.
—No podemos, Conall. Alban se nos moriría. Hay que parar la hemorragia con la
lysimachias, curarlo lo mejor que podamos y rogar a la madre Dana que le conserve
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la vida, porque lo amamos y porque sin él, tú y yo solos no podríamos culminar con
bien nuestro viaje de iniciación.
El extraño apareció en ese momento, cargando un abundante ramo de las
medicinales flores amarillas. Divea se metió unas cuantas hojas en la boca y las
mascó apresuradamente. En seguida extendió el emplasto sobre las heridas de Alban.
—Ayúdame, Conall. No dejes de apretar con este paño para que la sangre se
detenga, te lo ruego en nombre de la diosa.
Viendo su desconsuelo por la suerte del gigantesco cadete, Conall sintió en su
pecho algo muy ácido que no supo definir. Tampoco quiso preguntarse qué podía ser,
porque su mente sólo debía fijarse en su meta.
El extraño subió junto a ellos y también posó su mano sobre los torrentes de
sangre.
—¡Va a morir! —gimió Divea.
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me había descubierto.
Divea sonrió sobre la máscara de preocupación que cubría su rostro.
—Es un gran guerrero —proclamó—. Todos en mi clan confían en que se
convertirá en un héroe celta muy famoso. Y tú, ¿qué vas a hacer ahora?
—Seguir con vosotros, si me lo permitís.
—Nos dirigimos a países muy lejanos, Fomoré. No creo que desees pasar tanto
tiempo lejos de estas tierras.
—Estar lejos de estas tierras es lo que más deseo, Divea, si los dioses te autorizan
para que me lo consientas. Viajar con vosotros muy lejos me ayudará a olvidar y a ver
mi vida con mejor perspectiva. Las montañas se ven mejor cuando te distancias.
—Así es —reconoció Divea—. Pero yo no puedo responderte afirmativamente,
en nombre de los dioses. Debemos esperar que Alban se restablezca, porque es él
quien vela por nuestra seguridad.
—Temo…
Divea siguió la mirada triste de Fomoré y comprendió con un pellizco en el pecho
el sentido de la palabra.
—¡No va a morir! —proclamó con firmeza—. Tiene que ayudarme a volver sana
y salva de mi viaje de iniciación.
Conall giró levemente la cabeza. El fervor de Divea le producía incomodidad y, al
mismo tiempo, le enojaba. No comprendía bien por qué, pero se dijo que la
explicación de su desazón tenía que ser el estorbo que el gigantón, en caso de
sobrevivir, representaría para sus planes. Y ahora, agravado por la compañía de ese
recién llegado tan enigmático, un peligroso renegado por partida doble. Si Divea no
permaneciera tan absorta en la gravedad de las heridas de Alban, habría caído ya en
la cuenta de que el retrato que Fomoré había hecho de sí mismo no se tenía en pie.
Estaba seguro de que se había guardado para sí lo fundamental, todo lo más grave.
¿Cuál sería su verdad? Desde luego, nada parecido a lo que había contado, porque
nada de ello explicaba su evidente destreza militar, su conocimiento obvio de las
plantas ni la sabiduría que destilaban sus palabras. Seguramente, representaba un
peligro. Tal vez para los tres pero, sobre todo, era un gran peligro para él, del que
tenía que librarse cuanto antes.
POCOS DÍAS más tarde, pudieron asomarse por fin a la vertiginosa ladera que
caía sobre el mar remoto y todavía invisible, dibujando una sinfonía de verdes
veteados. En lo más profundo del paisaje, junto al curso de los ríos, el verde suave y
fresco de la primavera; pero sobre las colinas se volvía más brillante en franjas
onduladas, que se alternaban como jaspe; y llegaba a ser un verde intenso casi tan
negro como el azabache en las cumbres muy empinadas, como donde ahora se
encontraban. El torrente más cercano, a sólo unos mil pasos de distancia, debía de ser
la casa del agua de uno de los jardines reservados de la diosa, porque el verde daba
paso en las riberas a un radiante tapiz amarillo, rosa y blanco, una alfombra de flores
que parecía lo más hermoso que la Naturaleza era capaz de crear. Supusieron que ya
no se encontraban en la tierra de los mortales, sino en la morada de los dioses,
impresión que se tornaba amarga por la palidez extrema de Alban.
Iba a morir. Fomoré le hacía tomar cocimientos de centaura y de genciana y, vista
su inoperancia, Divea probaba a cada paso con empetrum nigrum y una infinidad de
remedios del bosque, y lo único que conseguían entre los dos era que siguiese
respirando, pero de un modo tan débil que no creían que pudiera hacerlo mucho más
tiempo. De vez en cuando, Divea acercaba los labios a su boca, tratando de insuflarle
la vida que a todas luces perdía.
Pero cuando se le aliviaba un poco la tensión por la espera de una curación que
día a día parecía más improbable, la futura druidesa examinaba con interés a Fomoré
siempre que creía que él no podía notarlo. A pesar de las explicaciones sobre su triste
pasado, resultaba demasiado enigmático por todo cuanto hacía; su buena disposición
era tan entregada y dinámica, que causaba recelo; sus conocimientos sobre las
ciencias de las plantas y los elixires resultaban excesivos para un hombre corriente;
hasta su aspecto físico presentaba notables desajustes con el pasado que narraba y
mucho más con sus circunstancias actuales. De joven debía de haber sido
excepcionalmente hermoso, y continuaba siéndolo aunque se tratara de una belleza
que comenzaba a marchitarse; su pelo era demasiado oscuro para un celta y sus ojos
miraban de modo desconcertante desde una profunda negrura que llegaba a producir
desasosiego. Por la delgadez de su cintura y la fineza muscular, su cuerpo era más
SIN DUDA, la última frase de Tasielin sugería que había gente rodeándoles oculta
en la espesura, pero no vieron a nadie más durante el resto del camino; sólo
empezaron a cruzarse algunos muchachos a punto de llegar al nementone. Divea
conocía la palabra como denominación general de cualquier lugar sagrado y
ceremonial celta, pero, quizá por su modestia, en su clan no la aplicaban nunca al
claro del bosque donde Galaaz presidía los ritos extraordinarios. El recinto sagrado de
Onix era prácticamente de las mismas dimensiones pero mucho más esplendoroso y
por ello pudieron sentir la presencia cercana de algún dios; por todos sus recovecos se
entreveía el juego de las ondinas, casi se oían sus cantos y se desparramaban oleadas
de intenso perfume a madreselva. En vez de improvisarlo para cada rito, el círculo de
piedra era una construcción sólida y bien acabada y, por lo tanto, permanente,
formada por sillares de granito labrados con regularidad y perfectamente encajados
entre sí. El ara tenía por base una piedra cuadrangular cubierta de hermosos
bajorrelieves esculpidos, enorme, muy pesada e imposible de desplazar.
Un roble gigantesco, el más grande que los visitantes habían visto nunca, bastaba
para dar cobijo a todo el claro bajo su copa inmensa. Junto a él, los demás árboles
parecían muy enclenques, ante los cuales ahora sí estaban agrupándose gran número
de personas. Entre ellas, muchos jóvenes y bastantes niños, lo que le pareció a Divea
la escena más alentadora y optimista que podía imaginar en un poblado celta. En ese
instante, ansió que Galaaz pudiera verlo para que se alegrara su corazón.
—Recostadlo bajo el roble sagrado —ordenó Taliesin a Conall y Fomoré, que
sostenían el cuerpo herido del cadete—, y despojadlo de ropa para descubrir sus
heridas.
Depositaron a Alban directamente en la tierra cubierta de hojas, musgo y grama,
sobre la que habían salpicado manojillos de una hierba que no reconocieron. Fomoré
tuvo que desnudarlo solo porque a Conall parecía repugnarle la idea de tocar al
fornido aprendiz de guerrero. Se produjo un rumor y exclamaciones contenidas de
consternación cuando quedaron visibles las heridas. Presentaban feos y numerosos
abultamientos oscuros y la piel de todo el brazo, incluido el hombro izquierdo, se
había vuelto negruzca y cárdena. Por el nerviosismo, las expresiones y el énfasis de
—S ALÍ A PESCAR solo aquel día —narró el gálata—, porque nada anunciaba
que pudiésemos sufrir un ataque. Más de cien generaciones llevábamos cohabitando
con Bizancio sin dificultades insuperables. Sólo de vez en cuando teníamos algún
percance o un desencuentro con poblados vecinos, y era más por cuestiones
pecuniarias que por persecución religiosa. Es sabido en todo el orbe que Bizancio se
ha vuelto muy disoluto y a sus poderosos no les preocupa demasiado la defensa de la
ortodoxia cristiana ni hacen proselitismo en las tierras que domina su emperador.
Pero todo se está desmoronando últimamente. Creedme si os digo que el Imperio
Bizantino agoniza.
—¿También hay allí peregrinos de la cruz? —preguntó Divea.
—Sí, pero no son ellos los que hacen desmoronarse la autoridad de Bizancio. Ni
siquiera a nosotros nos atacan, porque llevamos muchas generaciones conviviendo no
sólo en mi bosque, sino también en la Capadocia, que debe ser el lugar del mundo
con mayor concentración de cenobios cristianos. El problema llegó de Oriente. Son
hombres de aspecto cetrino, desmujerados, que luchan artera y subrepticiamente por
apoderarse de Bizancio y del orbe. Por aquellas tierras, llevan dos o tres generaciones
ganando poco a poco terreno. Ellos dicen que su dios les exige expandir su religión
por todo el mundo, y afirman que para ese dios es lícito que maten al que no quiera
adorarle. Por tal razón, es la gente más temible de la que jamás he sabido. Todos los
que asolan esas tierras son hombres y a donde llegan, raptan a las mujeres para
vejarlas, usarlas y humillarlas, y luego las matan sin compasión ni sentimiento de
culpa, porque consideran que las mujeres no tienen alma. Salí aquel día a pescar en el
río Halys y nunca lo hubiera hecho, aunque estar ausente de nuestro bosque me salvó
la vida —Fergus suspiró—. A cambio, perdí la vida de mis padres y la de mi
hermana. Cuando volví al poblado, el bosque ardía y tuve que huir y ocultarme de los
cetrinos desmujerados que habían prendido el fuego. Vagué a partir de entonces más
de un año. Sabed que Bizancio domina un reino muy extenso; lo descubrí por el
tiempo tan prolongado que me tomó encontrar la capital. Una vez allí, y habiendo
convivido con ellos tres lunas, comprendí con desconsuelo que jamás sería aceptado
por los cristianos y que no conseguiría adaptarme a sus costumbres. Surgió entonces
HABIENDO pasado la noche en vela, lo que se juntó al cansancio del viaje, tanto
Divea como Conall durmieron gran parte del día. Cuando despertaron a media tarde,
a la futura druidesa le dio el corazón un brinco. Alban estaba sentado en el sagrado
círculo de piedra, conversando con Fomoré, Fergus y Taliesin. También a Conall le
saltó el corazón, pero no de alegría. Divea corrió hacia el cuarteto.
—¡Alban —exclamó—, gracias y honor a nuestra madre Dana!
De cerca, notó lo profundas que eran las ojeras del cadete y la palidez cenicienta
que aún cubría su rostro. Parecía uno de los muertos vivientes de las leyendas y
aunque lo veía gesticular y casi sonreír, le costaba creer que estuviese vivo de un
modo natural porque acudían a su memoria antiguas y terroríficas fábulas sobre
conjuros infernales de ciertos druidas malvados, pervertidos por sus ambiciones, que
habían renegado de Dana y Lugh para someterse al dominio absoluto y excluyente de
Gundestrum, la diosa de la muerte y la venganza.
—Creo que la gloriosa Dana ha debido de necesitar mucha ayuda —respondió
Alban, cuyo humor era mejor que su aspecto aunque la voz chirriaba como si no
fuese humana—, porque he visitado las profundidades de la morada de Gusdestrun.
Divea sintió un escalofrío. Los muertos vivientes de las leyendas jamás
reconocerían el dominio de Gundestrun y ni siquiera la mencionarían, pero en el
fondo de su espíritu algo le inclinaba a permanecer en guardia ante Alban; se
sobrepuso evocando los sonrojos y los pellizcos en el corazón, en su bosque del
castro hasta pocas lunas antes, cada vez que se cruzaba con él.
—¿Hablas verdad? —preguntó a punto de gemir.
—Si, Divea. He visto la cara de todos los muertos de nuestro clan que conocí en
vida. Ha sido peor que la peor pesadilla. En la próxima batalla, querría antes morir
que volver a pasar por una experiencia igual. Ya sé que ahora debo mi vida a muchos
y en primer lugar a este nuevo amigo, Fomoré, que tan esquivo resultó todas las veces
que traté de encontrarlo cuando descubrí que alguien nos seguía. Pero asegura nuestro
anfitrión el gran druida Taliesin que sobre todo te debo la vida a ti.
La voz chirriante del cadete flaqueaba en falsetes a causa de la debilidad y los
jadeos, pero la última frase sonó con un énfasis muy especial. Volvió el rubor al
POCAS COSAS podían doler más a un celta que ver arder un bosque, salvo la
pérdida de seres queridos. Y si el fuego era apocalíptico y ocasionaba la desbandada
masiva de animales aterrorizados, el dolor se desbordaba en desconsuelo. Veían
correr los osos gruñendo con desesperación y la estampía de ciervos bramando con
voces casi humanas, y se les rompía el corazón. La mayor parte del paisaje era un
mar de llamas, cuya intensa luz se reflejaba en las nubes perezosas del atardecer
primaveral. Parecía que los dioses, furiosos, hubieran decidido exterminar la vida de
la Tierra.
Parados en un altozano hasta el que llegaban vaharadas de aire caliente como el
de un horno, todos lloraban a excepción de Divea. Permanecía demasiado absorta en
calcular las posibilidades que el clan de Tiliesin tuviese de sobrevivir a la catástrofe,
y en prever lo que a ella le correspondería hacer en cualquier caso.
—Nuadú —llamó a la sacerdotisa—, ¿consideras posible que los tuyos hayan
tenido ocasión de salvarse?
El llanto impedía a Nuadú responder. Divea se dirigió a la otra sacerdotisa:
—Acércate, Dagda. No conozco a fondo tu bosque, como sabes, e ignoro qué
ubicación tendría vuestro poblado en relación con las comarcas de alrededor.
—Vivíamos en lo más recóndito, Divea. Como te explicó nuestro gran druida
Taliesin, los celtas venimos sufriendo acoso hace muchas generaciones, y por ello
fuimos refugiándonos donde más difícil era dar con nosotros, lejos de los caminos,
del curso sagrado de los ríos y de los miradores donde pudiéramos ver o ser vistos. Si
recuerdas nuestro nementone y lo tortuoso que fue abandonarlo, comprenderás que no
puede haber en un bosque un lugar menos visible ni menos accesible. Sólo a pie o en
caballo es posible llegar y encontrarlo, y únicamente si conoces muy bien el camino.
—Entonces, ¿no han tenido tiempo de huir?
Ahora fue Dagda la que se echó a llorar. Negó con la cabeza.
—Pero alguna posibilidad tendrán —protestó Alban, consciente de que Taliesin
no sólo le había salvado la vida, sino que se la había regalado cuando apenas le
quedaba—. Es un pueblo demasiado hermoso y bueno como para ser exterminado y
desaparecer en el olvido.
SÓLO TUVIERON que apartarse del camino una vez. Fue al principiar la tarde,
poco después de dejar atrás la tierra calcinada del bosque. Transitaban en silencio,
rumiando la amargura que les causaba la muerte de lo que había sido un paraíso. Casi
tan impresionante como la desolación era la extensión tan inmensa que ocupaba;
bordearla hacia el norte en busca del mar les tomó más de media jornada.
—Atención —alertó Alban—, veo ahí abajo peregrinos que suben para acá.
—No son peregrinos de la cruz —afirmó Fergus.
—Pero tampoco pertenecen al pueblo celta —afirmó Conall.
—Casi todos visten ropones oscuros —dijo Fomoré, y preguntó a Fergus: —
¿Quiénes crees tú que pueden ser?
—Cetrinos desmujerados.
—Cuando los mencionabas, creía que hablabas de gente del país lejanísimo de
donde vienes —comentó Fomoré.
—Ya os dije que los cetrinos desmujerados creen que tienen que apoderarse de
todo el mundo para su dios —dijo Fergus—. Y su principal obsesión es apoderarse de
la Europa de los celtas. Están por todas partes y todo lo arrasan. Lo que más odian es
la cruz de los peregrinos, pero están convencidos de que su dios les dice que deben
exterminarnos a todos los que no compartimos sus creencias.
—Pues no los veo yo venir con ganas de guerra —comentó Conall.
—¿Debemos temerlos a pesar de todo? —preguntó Divea.
—Sí —respondió Fergus—, mucho, y principalmente vosotras tres. Lo mejor será
que nos escondamos hasta perderlos de vista.
Condujeron la carreta hacia un pequeño altozano a la izquierda del camino,
cubierto de densos matorrales en los que se ocultaron. Los cetrinos desmujerados
comenzaron a pasar por el tramo de senda que podían observar a sus pies a través de
la espesura. Sus vestimentas eran demasiado diferentes de cuanto conocían, así como
los tocados y, sobre todo, su piel. Pronto comprobó Alban que no iban a descubrirles,
porque ni siquiera vigilaban sus flancos ni el camino que tenían delante; sus
centinelas sólo miraban atrás, como si les aterrorizara algo que les perseguía.
La piel de todos ellos tenía un color algo oscuro y lívido, con labios gruesos
CUANDO CONALL vio por vez primera la silueta del navío desde el acantilado,
ya no le cupieron dudas de que Fergus mentía y tenía mucho que ocultar. Aunque
estaba cubierto de matorrales para que resultase difícil de descubrir a primera vista,
su tamaño podía apreciarse con nitidez y le pareció enorme. La barcaza donde él
había trabajado con los cristianos, en las playas cercanas al Castro de Santa Tecla, la
tripulaban nueve hombres, a veces con dificultad si la mar se encrespaba. Un cálculo
somero le permitió estimar que serían necesarias cuatro barcazas iguales puestas en
fila para alcanzar la eslora del que el gálata llamaba «dromon».
¿Cómo iba a poder tripularlo él solo, tal como afirmaba? Mucho menos, durante
la travesía tan amplia que decía haber hecho. Ni aún creyendo que poseyera dones
prodigiosos como los héroes de las leyendas, podría nadie admitir que hubiese
gobernado sin ayuda un navío como aquél. ¿No habría navegado con un grupo grande
de hombres a quienes, mediante recursos arteros, había matado una vez que tomaron
tierra? Aunque no tan grande como Alban ni tan robusto, era un hombre físicamente
poderoso y parecía muy astuto. Seguramente, también era un pillo redomado y
alevoso, capaz de traicionar a su estirpe y hasta a su propia madre. Tenía por fuerza
que ser así, pues a la vista del navío no se le ocurría ninguna otra explicación.
Era espléndido y sólo observando lo recóndita que era la playa, y lo abruptos y
despoblados que parecían los alrededores, podía comprender que nadie lo hubiera
robado. Por alguna extraña razón que escapaba a sus cortos conocimientos náuticos,
el gálata había varado el dromon de popa, en vez de cómo había visto hacer a los
cristianos, que varaban sus barcazas de proa. Lo menos medía cuarenta pasos de
eslora y unos seis u ocho de manga. Aunque no se veían los remos, pese al embozo
de matorrales podían distinguirse doce amarres y doce anclajes en cada borda. Por lo
tanto, serían necesarios veinticuatro remeros para moverlo cuando no soplara el
viento. El mástil era grueso, aunque no demasiado alto, siendo, en cambio, anchísima
por la base la vela triangular, que estaba arriada y en posición casi de lado. En una
plataforma elevada, a proa, había una máquina cuya función no consiguió imaginar.
Notando la admiración del grupo, Conall sintió deseo de dejar en evidencia al
gálata preguntándole cómo había podido tripular él solo un barco tan grande y
—D ESCONFÍO DE que consigamos reflotar nunca ese navío tan grande —dijo
Conall cuando amaneció, pensando de nuevo en su experiencia entre los pescadores
cristianos.
El descenso a la playa había sido penoso, pues tardaron mucho en encontrar una
senda por donde los bueyes y los caballos pudieran bajar, y la noche cerró del todo en
cuanto pisaron la arena dorada. Durmieron amontonados, dándose calor entre sí para
vencer los tiritones que les causaba el relente marino porque no se atrevieron a
encender un fuego que podía descubrirles.
Cuando se pusieron en movimiento a la mañana siguiente, Conall repitió en voz
alta muchas veces su incredulidad, pero no encontró eco para un escepticismo que
todos se esforzaban por ignorar. Necesitaban aliento, no que él les desanimara. Las
dos sacerdotisas bajaban los ojos a fin de no verse obligadas ni siquiera a asentir o
negar con la cabeza. Alban y Fomoré fingían sordera mirando para otro lado. Divea
deseaba no tomar partido, pero la realidad era que también dudaba.
—Esperad a que suba la marea —propuso por fin Fergus—; yo digo que
navegaremos sin dificultad.
Dirigió con autoridad la operación de embarque de la carreta, los bueyes y los
caballos por una rampa de solidez asombrosa, cuyo posicionamiento mediante sogas
muy gruesas sujetas a un cabrestante del mástil, así como la apoyatura en el rebalaje,
les costó esfuerzos extenuantes a los siete, y tuvieron que vendar los ojos a los seis
animales para que no rehusaran subir a bordo. A media mañana, dieron por acabados
los preparativos y se derrumbaron sobre cubierta sudorosos y con el ánimo algo
menos pesimista; estaban listos para la travesía, a la espera de que el dromon flotase
libre.
Efectivamente, con la pleamar sólo tuvieron que unir fuerzas entre los siete para
que la nave desencallara del todo.
—Abordad deprisa —urgió Fergus—. Debemos izar la vela antes de que se le
ocurra rolar a este viento del sur tan favorable, que nos llevará a alta mar si no
remoloneamos y yo puedo estabilizar el timón.
Lo consiguieron antes del atardecer. Al principio, les parecía retroceder más de lo
Todo continuó así durante dos días. La costa les parecía siempre igual, una sucesión
de montañas mas o menos remotas, vagamente verdes con algún que otro pico blanco
de nieve. Pero al tercer día, notaron que cambiaban de rumbo y miraron todos hacia
Fergus con expresiones de interrogación.
VARIOS DÍAS más tarde, avistaron una prolongada lengua de tierra llana a babor,
cuando la esperaban por el norte.
—No sé qué país será ése —dijo Fergus—. Yo diría que todavía no puede ser
Anglia, porque sé que está bastante más al norte y al otro lado de la Armórica, y es
más fría y brumosa de lo que ese lugar aparenta. Ésa tiene que ser una isla pequeña y
sin importancia. Sin variar el rumbo, digo yo que llegaremos pronto a la ansiada
tierra de los galos que debemos encontrar, ya lo veréis.
Como si los dioses le hubieran escuchado, poco más tarde se les reveló frente a
proa una línea intensamente verde. Conforme fueron acercándose, vieron que se
trataba de una costa muy recortada y llena de rías, radas, islotes y pequeñas
penínsulas. Peligrosos escollos abundaban por doquier.
—Hemos llegado a la Armórica —aseguró Fergus—, gracias y gloria a Dana.
¿Sabes lo que debes buscar aquí, Divea?
—Si lo quieren los dioses, en primer lugar, piedras clavadas en tierra; después, un
rito que ignoro, aquí mismo, y el saber de los galos, en un bosque llamado
Brocelandia. Al gran druida Galaaz le contaron que el clan celta más vital y
numeroso del continente vive en ese bosque, a una jornada de la costa de Armórica,
pero también le dijeron que Brocelandia es interminable y peligroso.
—Entonces, tendremos que desembarcar la carreta —afirmó Fergus—. ¿Con
cuántos necesitas viajar?
—Al menos, tiene que acompañarme Conall, pues también para su futura
condición de íntimo o de bardo es éste un viaje de iniciación.
—¡Y yo! —afirmó Alban con vehemencia—. Si hay peligros en ese lugar, mi
misión es protegerte.
—También deberíamos ir nosotras —apuntó Nuadú, indicando a Dagda y a sí
misma— para que los dioses no crean que les hemos abandonado.
—Tres mujeres y sólo dos hombres, uno de los cuales estaba a punto de morir
hace pocos días —ironizó Fergus—. Digo yo que no podemos deshacer este grupo,
pues por alguna razón habrán querido los dioses que seamos siete. Hay que encontrar
un abrigo donde el dromon no pueda ser avistado desde tierra ni por mar, porque
ERA EL BOSQUE más tenebroso que habían visto jamás y parecía no tener fin.
Más de media jornada viajando por él y no se cruzaban con nadie, pero sin embargo
presentían cercana la presencia de muchos. Estaban siendo vigilados prácticamente
desde el momento en que acamparon a la orilla de la gran espesura al atardecer del
día anterior. La lógica les sugería que si querían atacarles, habían tenido ya
oportunidades más que sobradas.
Cuando comenzó a pesarles sentirse vigilados, Divea decidió revelar quién era de
un modo que pudieran entenderlo desde dondequiera que estuviesen. Pidió a Conall
que frenase los bueyes y se situó de pie sobre el pescante al tiempo que extraía de un
zurrón el mayor de los objetos de identificación que le había dado Galaaz, una piedra
esculpida de un palmo de ancho, con una espiral en el centro y cuatro aspas. La sujetó
sobre su pecho con la izquierda, mientras levantaba la mano derecha portando la
marca-árbol y repetía tres veces el saludo a Karnun, dios de los bosques.
En seguida se oyó el galope de un caballo que se acercaba.
El jinete vestía la túnica blanca y resultaba visible una lira atada a la grupa. Tenía
unos cuarenta años, su pelo completamente amarillo colgaba libre y sus bigotes y su
barba eran los más largos que ninguno de ellos hubiera visto nunca.
—¿Quién eres? —preguntó a Divea, sin dirigirse ni mirar a nadie más.
—Este es mi viaje de iniciación para profesar como druidesa. Me llamo Divea y
vengo de las clanes galaicos, en Hispania, del lugar que los cristianos llaman Santa
Tecla.
—¿Cerca del Camino al Fin de la Tierra? —exclamó más que preguntó el
bigotudo.
—Sí —respondió Divea.
—Nos habían dicho que habíais sido exterminados y que en nuestro milenario
Camino al Fin de a Tierra campan ahora los peregrinos de la cruz. ¿Traes alguna
prueba de que procedes de allí?
—Sí. ¿Puedes llevarme ante tu druida?
—¿Quiénes son estos?
Divea fue señalándolos.
EL DÍA QUE CONALL descubrió que Divea miraba a Fomoré con ternura, no
consiguió dormir en toda la noche, sorprendido de la intensidad de su nerviosismo,
porque no le encontraba explicación racional.
Había ocurrido cuando uno de los refugiados de Helvecia contaba su tragedia,
culminada con la quema de su casa, mujer e hijos, a excepción de la mayor, llamada
Gwynna, que estaba ausente cuando comenzó el ataque. En el centro del círculo de
oyentes, se abrazaron padre e hija mientras hacían el recuento de sus pérdidas; sus
palabras las trababan los hipidos del llanto. El padre, un hombre muy robusto y
velloso con voz atronadora, llamado Arthan, tuvo que beber un elixir que le ofreció el
bardo Goiniu, porque estaba a punto de caer fulminado por el dolor. Haciendo un
esfuerzo supremo para vencer los ahogos que le dificultaban el habla, pidió a su hija:
—Gwynna, cuéntales lo que viste cuando llegabas a casa.
De unos dieciocho años, la muchacha tenía ojos inmensos del color de las
profundidades de un lago. Cuando comenzó el relato, el lago se precipitó por un
torrente de llanto, lo que entristeció a cuantos la escuchaban, y muy especialmente a
Fomoré y Alban. Éste hizo algo que Conall nunca le había visto hacer antes;
apresuradamente, cogió todas las flores que pudo en los matorrales asomados al
claro, añadiendo a continuación unas ramas de muérdago, y corrió a depositar el ramo
ante los pies de Gwynna con delicadeza impropia de un guerrero. Tan perpleja como
todos los presentes por el homenaje, y aunque sin llegar a tranquilizarse del todo, el
llanto de la joven se volvió más moderado y su expresión se serenó. Pero las
expresiones de los otros seis miembros del grupo eran de asombro, maravillados por
un gesto tan insólito y desusado en la conducta habitual del cadete.
—Volvía de recolectar grosellas —narró Gwynna—, y estaba a punto de salir al
pequeño claro de mi casa cuando vi delante, en el camino, a un hombre vestido de
negro que no era uno de los habitantes del bosque. Se encontraba de espaldas a mí y
tenía la mano derecha alzada enarbolando una cruz. Su silueta se recortaba contra el
resplandor de un fuego muy grande y comprendí que mi casa estaba ardiendo.
Primero, me quedé paralizada de miedo, pero me sacudí a mí misma en seguida,
empujada por el temor de lo que estaría ocurriéndoles a mi madre y mis hermanos.
IBA A CUMPLIRSE una luna completa desde la llegada a la Armórica y los siete
comenzaban a tener la sensación de haber vivido desde siempre en el bosque de
Brocelandia. Era el más extenso y múltiple universo celta que cualquiera de ellos
hubiera conocido y todos encontraban allí espacio y facilidades que alentaban sus
sueños. Hasta el menos predispuesto, Conall, permitía sin pensarlo que se aflojasen
sus resistencias con el adormecimiento momentáneo de sus ambiciones, ante una vida
que no dejaba de ser bucólica, como en cualquier bosque, pero que era al mismo
tiempo dinámica y colmada de posibilidades. Los innumerables orígenes de los
refugiados añadían color y amenidad al conjunto, enriqueciéndolo.
En ese ambiente tan fecundo y favorable para su preparación druídica, Divea
llegó al convencimiento de que las siete sesiones a solas con Partholon habían sido
las más provechosas desde que comenzara el viaje en el castro de Santa Tecla.
Aunque antes de presentarse ante él dominaba la preparación de las tres series de
siete elixires, las invocaciones principales y las secundarias, así como muchos
arcanos, el druida armórico le enseñó a venerar al dios local Belenus y por su
inspiración aprendió a identificar con exactitud y curar los males de salud en el
cuerpo humano, nuevos medios para conseguir que las heridas cicatrizaran con
rapidez, el modo de entablillar los miembros con huesos fracturados, la lucha contra
los malos espíritus que a veces se apoderaban de las mentes, la predicción del clima,
los signos para descubrir veneros subterráneos de agua utilizando una delgada rama
seca de roble y muchas otras técnicas útiles para la vida cotidiana en los bosques.
Tendía, por lo tanto, a creer que ya disponía de la toda preparación necesaria para
recibir la consagración de druidesa y no le encontraba sentido a proseguir el azaroso
viaje a Anglia e Hibernia. Pero era esta clase de presunciones contra lo que más le
prevenía el gran druida:
—Cuando crees que lo sabes todo, demuestras tu ignorancia suprema. Un sabio
debe vivir por siempre con la mente abierta a los nuevos conocimientos y las
posibilidades desconocidas. Con mucha más razón un druida. Nuestra misión es
demasiado complicada, querida niña, y son incalculables nuestras responsabilidades.
Es nuestra misión cuidar del espíritu de nuestro pueblo y también de sus cuerpos.
FALTABAN SÓLO cinco días hasta la fecha elegida para abandonar Brocelandia y
sentían cierta tristeza y algo de vértigo por el temor a lo desconocido, dado que los
dos países a los que tenían que dirigirse residían en las brumas de todos los misterios
y las leyendas más terroríficas de las tradiciones celtas.
Tras un recuento de la luna y media pasada en ese bosque maravilloso, Conall
notaba que no había avanzado gran cosa en la consecución de sus planes, porque la
intensa preparación recibida del bardo Goiniu abarcaba sobre todo artes como la
poesía y la música, y aspectos formales de los ritos. Poco más. Nada que pudiera
servirle de verdad si un día se encontraba ante la oportunidad de ejercer de druida, y
por lo tanto continuaba pendiente su propósito de ser capaz de parecer sabio. El de
librarse de Alban, ahora le parecía una posibilidad inminente y sin tener que hacer
nada. El de prepararse para poder suplantar a Divea llegado el momento, cada vez le
parecía más inalcanzable.
Por su parte, Divea había confirmado que Fergus llevaría consigo a Brigit, y
todavía no había encontrado la oportunidad de hablar a solas con ella. No podía
postergarlo más sin faltar gravemente a sus responsabilidades de futura druidesa,
porque no le estaba permitido dudar ni sentir miedo, ni vacilar en la toma de
decisiones.
La predicción divina sobre la desaparición de Alban de su vida, no parecía que
fuese a cumplirse en el bosque de Brocelandia; por lo tanto debía concentrarse en la
resolución de lo relacionado con la enigmática mujer de pelo cobrizo. El problema
era que no convenía que ningún miembro del grupo supiera de esa conversación, pero
Brigit pasaba todo su tiempo al lado de Fergus, lo que hacia imposible la discreción
indispensable si ella deseaba mantener el secreto de su condición.
Tuvo que recurrir a la ayuda de Partholon.
—Señor, ¿me está permitido pediros un favor?
El druida sonrió. ¡Cómo admiraba a esa juiciosa y sabia muchacha, y cuánto iba a
sentir su marcha!
—Se te permite.
—No ignoráis que son muchas las voces que murmuran sobre la naturaleza
CINCO DÍAS más tarde, Divea fue a visitarlo por última vez junto con el resto
del grupo, dispuestos ya a emprender viaje. Aunque muy preocupada y devotamente
entregada a su cuidado, Gwynna sonreía serenamente feliz junto al cuerpo derrotado
de Alban. Pasada la que a todos les había parecido una prolongada agonía, ahora
tenían claro que la derrota iba a ser pasajera.
—Ve tranquila, aquí sanará pronto aunque creas que está muriéndose —le dijo
Gwynna a Divea—. Partholon me lo ha jurado.
—Lo cuidaré como si fuera mi hijo —aseguró Arthan, el padre de Gwynna—, te
lo prometo en nombre de los dioses. —Sé que Belenus me inspira.
Todos comprendieron que consideraba que el muchacho, con su inmensa
humanidad, podía llenar una parte del hueco que sus propios hijos muertos habían
dejado en su corazón.
—Cuando despierte —añadió Gwynna—, le diré lo mucho que sus compañeros
sentís que no vaya con vosotros.
Divea contemplaba la escena consciente de que no sentía más que preocupación
por la salud de Alban, y ninguna otra emoción. Se preguntó cuándo había dejado de
amar a su escudero si es que lo había amado alguna vez. Por más que rebuscaba en su
pecho, no hallaba la menor sombra de algo parecido a los celos mientras miraba a la
hermosa muchacha helvética, tan posesiva en esos momentos, abrazada al cuerpo
herido. El padre, no paraba de salir y volver con elixires preparados por Partholon, y
cada vez que abría un pomo, Gwynna preguntaba una y otra vez las indicaciones del
druida, para asegurarse de actuar con tino.
La futura druidesa llegó a la conclusión de que lo único que había sentido por
Alban era admiración y deslumbramiento juvenil ante un físico tan espectacular, del
que las amigas de su edad hablaban a todas horas. Evocaba los cruzamientos de
miradas en el bosque de Santa Tecla, sus ojos elusivos y sus rubores frente a él, y
aunque no había pasado tanto tiempo, le parecían actitudes demasiado pueriles,
impropias y lejanas, que le causaban algo de vergüenza.
Tenían todo preparado para el viaje.
La carreta iba muy sobrecargada, porque todos en Brocelandia habían querido
POR ENÉSIMA vez, Fergus acechó con gran concentración el punto por donde se
habían marchado los seis dos días y medio antes. La preocupación le acogotaba. A la
izquierda de la playa, acababa de ver asomarse sobre un acantilado a dos jinetes
cubiertos casi por completo de metal reluciente. Primero, le maravilló y le llenó de
incredulidad que los caballos pudieran soportar tanto peso. Después, llegó a la
conclusión de que esa abundancia de metal tendría que servir para defenderse; pero a
diferencia de las protecciones que había visto en Bizancio, que sólo guardaban la
cabeza y el pecho, a los dos jinetes les cubrían de arriba abajo, incluido el rostro.
¿Qué iba a hacer? El menor desplazamiento del dromon para distanciarse de ese
punto haría que Divea y los demás no fueran capaces de localizarlo. Por otro lado,
estando completamente solo no se creía capaz de conseguir que navegase. Convenía
intentar descubrir si eran sólo dos o había más. ¿No representaría un riesgo
demasiado grande abandonar el dromon durante el tiempo que durase la exploración?
Tendría que hacerlo, porque no se le ocurría otro modo de intentar asegurar la
supervivencia del navío y el encuentro con los seis. Por si estaban observándolo, se
echó al agua en un punto de la borda donde no sería visto desde tierra. Nadó entre dos
aguas, sin emerger, hasta confirmar que podía hacerlo tras un peñasco que le ocultaría
para quien mirase desde lo alto del acantilado. Agarrado a la roca, aguardó un buen
rato por si observaba algún cambio y viendo que nada nuevo sucedía, examinó la
pared de piedra en busca de resquicios por los que subir. Él no poseía la increíble
combinación de agilidad y fuerza que Fomoré había exhibido cuando llegaron a la
Armórica.
Encontró una trocha que ascendía las rocas verticales de modo vertiginoso, en
zigzag, gracias a la cual llegar a la cima no le resultó tan difícil como esperaba. A
punto de coronarla, se encaramó con cuidado a la meseta por si le sorprendían, pero
vio pronto que no había nadie cerca. Ya de pie, descubrió a cierta distancia a los dos
jinetes de metal, que se alejaban en sus caballos.
Volvió al dromon algo más tranquilo, pero sin abandonar el alerta. Los dos
extraños jinetes de acero se habían marchado, pero podían estar corriendo en esos
momentos en busca de más guerreros que les ayudasen a conquistar el navío. Había
UNA VEZ QUE los siete se detuvieron, el extraño hombre sin rostro se quedó tan
inmóvil, que parecía una estatua. No conseguían ni siquiera entrever el brillo de sus
ojos por la rendija del yelmo.
—¿Crees que es el adelantado de un ejército? —preguntó Conall a Divea muy
suavemente, sin apenas mover los labios. El tono revelaba su pánico.
—No sé si será un ejército —respondió Divea—, pero probablemente habrá más.
Tal vez sean los guardianes del bosque, y la postura de ese guerrero, con la mano
alzada y tan inmóvil a pesar del peso de la espada, temo que pudiera indicar que no es
de verdad un hombre.
—Sí lo es —aseguró Brigit entre dientes, con suavidad—. Pero no tiene espíritu.
—¿Qué significa eso? —Con los ojos clavados en la figura revestida de acero,
Conall trataba de no mover los labios.
—Que no es dueño de su voluntad —aclaró Divea—. Brigit tiene razón. Para ser
capaz de mantener esa postura tanto tiempo, por fuerza tiene que encontrarse bajo los
efectos de un elixir muy poderoso. El segundo de los elixires excepcionales, cuyas
fórmulas sólo deben conocer los druidas y los que nos preparamos para serlo, tiene un
efecto muy parecido, pero no hasta esos extremos de inmovilidad. Creo que podría
ser uno de los que la leyenda asegura que es capaz de preparar Morgana y nadie más.
—Hablas con gran sabiduría, pero te equivocas.
La paradójica frase la había pronunciado un hombre joven muy hermoso, surgido,
a pie, de detrás del jinete inmóvil. Tenía unos veinticinco años; su pelo y su barba
poseían el color del oro y brillaban como si tuvieran fuego debajo. Vestía la túnica
blanca, su cabeza se tocaba con bellas flores a pesar de la escasez que apreciaban en
todo el país y su aire y ademanes eran propios de un druida.
—¿Quiénes sois y de dónde venís?
—Mi nombre es Divea, realizo mi viaje de iniciación druídica y vengo de la
Hispania, de un hermosísimo bosque no muy alejado del Camino al Fin de la Tierra.
Éste es Conall, que también viene del mismo país y se inicia como bardo. Los demás,
son compañeros que se nos han unido por afecto y deseos de saber. Ese jinete,
Fomoré es hispano como nosotros y es un hombre muy especial. La mujer que va a su
ANTES DE ECHARSE a dormir, Divea pidió a Conall que colgase el disco grande
de piedra labrada, obsequio de Galaaz, mediante un cordel amarrado a la rama de un
haya donde germinaba un brote escuálido de muérdago. Luego, dispuso que todos se
acomodasen bajo el amparo de los símbolos del petroglifo, lo más pegados entre sí
que pudiesen, alternándose hombres y mujeres. El sueño llegó pronto y ni siquiera se
les ocurrió que uno debía permanecer de guardia. Ninguno cayó en la cuenta de lo
muy intensos que eran los aromas que saturaban el ambiente. Se durmieron al
instante, sin las conversas ni los comentarios sobre las metas del viaje con que solían
remolonear todas las noches.
Divea no solía recordar sus sueños. Había tenido tantos con apariencia de ser
mensajes o avisos de la diosa, que algún rechazo de su ánimo hacía que olvidase los
que nada significaban. Galaaz le había dicho que los sueños eran creaciones de la
mente para escapar de realidades poco propicias y ella, en realidad, no sentía la
menor necesidad de escapar de su realidad.
Pero vio en el primer duermevela que se acercaba una anciana muy andrajosa
cuyo hedor le alcanzó antes que su aspecto, superando el aroma intenso que había
advertido en el momento de echarse sobre la tierra. Cuando vio a la anciana inclinarse
hacia donde ella intentaba dormir, sufrió un escalofrío; su cara mostraba la calavera
en varias partes, con el cutis rasgado por la putrefacción. Ambos pómulos aparecían
como bolas mondas y la nariz era un triángulo de hueso sanguinolento de donde
emergían muchos gusanos retorciéndose. A Divea le asombró no sentir miedo ni
tampoco demasiada repugnancia; experimentaba, sobre todo, curiosidad. Saber quién
era constituía una necesidad perentoria y el deseo de enterarse de qué venía a decirle
la desvelaría toda la noche si no hablaba pronto. Como respuesta a este pensamiento,
oyó la voz de la anciana igual que el chasquido de la madera al romperse:
—Sal del Bosque del Espejo lo antes que pueda.
Divea sonrió. ¡Qué cosa más extraña, que viniera expresamente a pedirle lo
mismo que el hombre sin rostro y el druida Manam le habían ordenado! No iba a
aceptar el consejo de esa anciana porque no podía, pues estaba comprometida por la
orden de un druida muy sabio.
VAGARON POR el bosque un número de jornadas que ninguno de los siete era
capaz de determinar. A veces, se daban cuenta de que después de un largo recorrido
habían vuelto al mismo punto del camino, aun bajo la creencia de que no habían
cambiado de dirección y que, por lo tanto, no podían haber girado para volver atrás.
Caminos que no llevaban a ninguna parte. El lago que rodeaba el reino de Morgana
no aparecía, pero tampoco eran capaces de llegar al final del bosque; ni al comienzo.
Comenzaron a notar que la conducta de los caballos tampoco era la de siempre;
apenas relinchaban, no se impacientaban por la falta de agua o de alimentos ni
rehusaban ninguna carga. Ellos, como los siete, también mostraban sopor.
Divea recurría con frecuencia cada día mayor a tocar disimuladamente los tres
objetos de identificación que le entregara Galaaz. Murmuraba para sí las frase
correspondientes a la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de
bronce, como si haciéndolo invocase la presencia de un druida muy sabio que pudiera
enseñarle a despejar sus dudas y las de los seis, así como el desaliente progresivo.
Deambulaban sin rumbo claro, envueltos por una sensación de pesantez que les
aplastaba los hombros, los párpados y el entendimiento.
—Esto no puede continuar —dijo Conall y para hablar debió hacer un esfuerzo,
como si estuviese exhausto—. Tenemos que terminar de una vez con esta
peregrinación que puede convertirse en eterna. En mi opinión, deberíamos abandonar
el propósito de visitar el reino de Morgana.
Brigit miró muy severamente a Conall antes de decirle:
—He observado que siempre que tú insistes en que abandonemos, algo cambia a
nuestro alrededor. ¿Es que no te das cuenta?
—Yo también lo he notado —afirmó Divea.
—¿No comprendes el significado? —preguntó Brigit.
En los ojos de la sibila había algo que estremeció al aprendiz de bardo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Conall, muy a la defensiva.
—Siempre que propones que desistamos de la visita a Morgana —aclaró Brigit
—, es como si se aflojara la tensión que pesa sobre nosotros, como si ésa fuera
nuestra única posibilidad, dejarnos vencer y desistir. Pero tú, Divea, no vas a
SI NEGRO ERA el peñasco visto desde la orilla del lago, al acercarse parecía un
pozo sin fondo, una especie de agujero profundamente negro que se precipitara hacia
los mundos tenebrosos de las profundidades infernales. Daba la impresión hasta de
que absorbiese la luz, pues ninguna de las aristas y relieves reflejaba la menor
luminosidad, ni la del espejo del agua ni la del resplandor del cielo.
El barquero sin rostro saltó a tierra y amarró la barca a un noray de cristal, apenas
distinguible en el profundo negro general del atracadero.
—Éste es el reino de Mordred —dijo, señalando un punto del negro insondable
que tenían enfrente, igual que una ensoñación terrorífica.
—¿Y qué debemos hacer? —preguntó Divea.
—Entrar —respondió lacónicamente el barquero.
Aunque no era capaz de distinguir diferencia ni matiz alguno en la negritud
envolvente, Divea dio un resuelto paso en la dirección que el hombre sin rostro
señalaba. Los demás la imitaron. Un segundo paso les proporcionó la sensación de
que en la negrura hubiera un punto algo menos oscuro. Al tercer paso, pudieron
distinguir el umbral. No era más que un ligerísimo matiz de negro, pero se trataba de
la silueta de un arco bien perfilada. En cuanto se convenció de que era una puerta,
Divea avanzó hacia ella y ya sí consiguió ver que dentro, aunque muy lejos, había luz
y una escalera descendente.
Todos echaron a andar tras ella y al instante, descubrieron con un sentimiento de
horror más allá del umbral a otros hombres sin rostro, sustituida la cara por cicatrices
tan horrendas como las del barquero, que los mantos con que se cubrían la cabeza
ocultaban tan sólo a medias. No había a la vista ningún hombre que poseyera su
fisonomía normal y se notaba por las cicatrices, tan abundantes y tan distintas en cada
caso, que su monstruosidad era provocada y no producto de la Naturaleza. Superadas
las dudas porque no veían qué otra cosa podían hacer, comenzaron a descender la
ancha escalera de caracol. De peldaño en peldaño, la luz aumentaba un poco. A la
segunda revuelta completa, la iluminación procedente de abajo les permitía ver con
claridad las características de la construcción y los hombres apoyados en la pared
circular cada tres escalones. Llegados a una estancia, Fomoré murmuró:
UN POCO DESPUÉS que Brigit y Divea, los tres hombres cayeron también en la
cuenta del significado de la espantosa frase. Desde que abordaron la barca, no habían
visto a ningún varón que conservase los rasgos de su rostro, y eso no podía tener otra
explicación que un mandato ex profeso de la poderosa y terrible mujer que gobernaba
el reino, Morgana, que plasmaba de ese modo alguna clase de rencor o fobia hacia los
hombres. La venganza más cruel y más carente de sentido que cualquiera de ellos
hubiera oído mencionar jamás. Pero ¿dónde estaría esa druidesa eterna? Permanecía
oculta sin duda, observándoles, acechándoles. Era inimaginable el alcance de sus
propósitos sobre los siete, independientemente del terrible designio que revelaba la
declaración de las tres mujeres sobre el destino de Fomoré. La enorme sala no
mostraba más salida que el largo pasillo por donde habían entrado. Ni ventanas que
pudieran dar a otras estancias ni troneras para que entrase el aire. Tampoco
consiguieron imaginar de dónde procedía la luz a tanta profundidad, puesto que no
había hogueras ni antorchas. El método de vigilancia de Morgana no podían
imaginarlo, puesto que la sala parecía haber sido vaciada en la roca viva.
Comprendieron simultáneamente que la enorme estancia era una ratonera de la
que no saldrían jamás. Aún consciente de esa realidad tan innegable, Divea decidió
no conformarse. Los cuatro druidas habían insistido mucho en que tenía que
desarrollar y utilizar su ingenio; a pesar de que no creía que el suyo fuera
sobresaliente, procuró tratar de servirse de él.
—Veo que sois tres y una sola —aventuró.
Realmente, aunque la había pronunciado ella misma, no creía que la frase tuviera
mucho sentido, pero sin embargo, a los rostros de las tres mujeres afloró un levísimo
gesto de sorpresa. Parecieron inspirar al unísono, como si tuvieran que digerir una
novedad fuera de todo pronóstico.
—¿Conoces la historia de la princesa Joanna? —preguntaron.
Divea meditó un instante y respondió:
—Creo que sí, pero no me parece que sea una historia. Creo que es una leyenda
que cuentan los celtas galeses.
—Así es. La cuentan los galeses, paisanos de algunos de nuestros antepasados,
POR SI LAS TRES poseyeran facultades telepáticas, Divea subió la escalera tras
ellas tratando de no pensar más que en cuestiones materiales y visibles, en vez de los
pasos que debían dar ella y los seis para materializar su plan de huida; cuando notaba
que su mente se inclinaba hacia la resolución del problema, se afanaba en recitar
mentalmente alguna de las ripiosas canciones del bardo Tito, mientras fijaba los en la
brillante y riquísima ropa de las tres mujeres, el basto y pestilente tejido de las túnicas
de los hombres sin rostro, la enormidad horripilante de las lanzas que portaban, el
negro sin reflejos de la piedra según se acercaban al exterior, las sandalias de hilos de
oro trenzados que calzaba la nieta, los zapatos de piel de armiño de la madre y las
babuchas recubiertas de pedrería de la abuela.
Al reaparecer en el embarcadero, se encontraron con que iba a anochecer al poco
rato. Divea trató angustiosamente de recordar la fecha, para determinar si tendrían
Luna llena o, al menos, un creciente o un menguante que les ofreciera alguna luz para
la huida, pero los esfuerzos de no revelar su pensamiento la habían bloqueado. Tal
como pronosticara Brigit durante el conciliábulo con sus seis compañeros, las tres se
situaron en línea. La abuela en el centro, a su derecha la madre y a la izquierda, la
hija. Era la más joven, por consiguiente, la que se encontraba al borde del agua.
Además de los seis compañeros del grupo, sólo habían subido con ellas dos hombres
sin rostro que ni siquiera terminaron de salir al exterior, permaneciendo más allá del
arco, en los dos primeros peldaños de la escalera como si hubiese fuera algo que no
eran capaces de afrontar. El barquero continuaba encogido en la barca, con la cabeza
agachada bajo el manto como si debiera protegerse del aire libre.
—¿Qué enigma es el que deseas aclarar, Divea? —Las tres volvían a hablar a
coro.
—Por qué la luz no escapa ni es reflejada por esta roca tan inmensamente negra,
que sin duda debe de tratarse de uno de los secretos más importantes y ocultos del
mundo. Pero antes de que me respondáis, quisiera que oigáis a la más prodigiosa de
mis compañeras, Brigit. Habéis de saber que posee facultades que los dioses otorgan
a muy pocos elegidos. Mientras aguardábamos el comienzo de vuestras enseñanzas,
ella me expresó vaticinios sobre vosotras tres que me parecen veraces y que, tal vez,
LA TRAVESÍA fue tan corta, que cuando entraron en una tranquila bahía del sur de
Gales les pareció que continuaban todavía en Anglia. Con las ocupaciones de a bordo
y el cuidado de los animales, ni siquiera les había dado tiempo de disfrutar ni
regodearse del triunfo aparente contra los poderes de Morgana, la triple druidesa
eterna. Ninguno preveía que fuesen a padecer consecuencias de la burla, porque
habían abandonado sana e intacta a la tercera de la trinidad en la linde del bosque
alucinante.
Mediaba el verano, por lo que Divea y Conall disponían tan sólo de dos lunas
para culminar el viaje de iniciación antes de que las veleidades imprevisibles del
otoño encresparan de modo insuperable las olas del mar, para volver de ese modo sin
percances a su bosque del castro de Santa Tecla. Si no querían verse obligados a
postergar el regreso hasta la primavera siguiente, tenían que darse prisa pero sin dejar
de cumplir todas las metas que les habían ordenado.
Fomoré permaneció parte de la travesía al lado del timón, simulando ayudar al
gálata, aunque lo que quería en realidad era conversar acerca de Conall.
—Tengo pálpitos muy inquietantes sobre ese muchacho, Fergus. Pero no querría
incurrir en irrespeto a Divea ni complicar al grupo con ninguna situación
desagradable. ¿Sigues convencido de que no es agua limpia?
—Bueno… La verdad es que durante la treta con que vencimos a Morgana,
Conall se comportó correctamente, y quizá seamos demasiado injustos sospechando
de él. Pero allá en Galacia, cuando nuestro bosque estaba vivo aún, decía mi abuelo
que un pálpito puede ser mil veces más certero que todas las palabras de un libro. Tú
tienes ese barrunto y yo también lo he tenido muchas veces, de manera que tal vez
habría que atajar el mal si es que existe en su pensamiento.
—¿Y si lo sometiéramos a una prueba? —sugirió Fomoré.
—Si a ti, que tan sabio pareces, se te ocurre alguna y necesitas que yo te ayude, lo
haré gustoso.
—Se me ocurren varias. Te propondré alguna según lo que nos encontremos en
tierra, sobre todo en ese bosque de Tywi que Divea está obligada a recorrer. Partholon
le habló de un riachuelo del que dicen que es la fuente de la juventud eterna, lo que a
Cubierto el primer tramo, salieron a una sala inmensa que las antorchas no llegaban a
iluminar del todo a causa de su amplitud. Llena de estalagmitas y estactitas que
formaban encajes muy bellos y figuras que sugerían toda clase de fantasías, la mayor
parte de la superficie la ocupaba un lago de agua caliente, cuyo vapor dotaba al
conjunto de un onírico aire de irrealidad.
—Aunque emerja tanto vapor, la temperatura del agua es deliciosa —les dijo
Dydfil muy bajo, como si temiera despertar a las ondinas propietarias del lago—. La
sentiréis cálida como el baño más placentero. Habéis de sumergiros completamente,
incluido el cabello, en tres ocasiones y ni una más. La primera inmersión, mientras
invocáis el favor de Dana; la segunda, invocando a Bran y la tercera, pidiendo a
Mercurio que ponga alas a la memoria vital de vuestros cuerpos.
—¿Tú no te bañas? —preguntó Dagda.
—Ya lo hice en su momento. Todos nosotros —Dydfil señaló a sus compañeros
guerreros— tomamos nuestro baño hace tiempo. Los dioses prohíben repetirlo, salvo
en el caso de que se encuentre uno en grave peligro de muerte por una herida o por
enfermedad, lo cual es sumamente raro que le ocurra a quien se haya bañado aquí.
Los siete visitantes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los anfitriones no
celebraron el poema. Nada cambió en sus expresiones.
A pesar del despliegue de alimentos, música y color, Fomoré no olvidaba que
tenía que estar pendiente, por si se producía la ocasión de hablar con Llyfr sobre
Conall. En un momento de gran jolgorio, notó que Fergus le hacía señas con los ojos,
indicándole que en ese momento no se encontraba junto al druida ninguno de los
miembros del grupo. Divea, que tendría que recibir esa noche el conocimiento que
había ido a buscar en Gales, se hallaba muy ensimismada, sin prestar atención apenas
a los alimentos que colocaban ante ella. Brigit no se apartaba de Fergus si nada le
obligaba a ello. Conall, sin confraternizar con nadie, permanecía como siempre muy
atento al desarrollo del ceremonial y, sobre todo, a las notas de la lira.
Decidió Fomoré, por tanto, acercarse a Llyfr entre sonrisas, simulando saludarle
tan sólo. Pero después de la reverencia, le dijo muy bajo:
—Señor, querría hablar con vos en privado de dos asuntos, antes de que nos
dispongamos a partir mañana, con tiempo suficiente de que podáis hacerme un favor
muy importante si es que vuestra bondad os permite concedérmelo.
El druida examinó el rostro de Fomoré. Un hombre poseedor de un aspecto físico
excepcional y de atractivo muy sobresaliente que, sin embargo, parecía sentirse muy
triste por una antigua pena enquistada.
—Trataré de complacerte si está en mi mano. Acabada la comida, me
acompañarás a mi casa para ayudarme a vestir las galas que usaré para la lección
sagrada que he de dar a tu futura druidesa. Será la ocasión para hablar de eso que
deseas.
Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes.
Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a
vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar,
sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta
que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero
aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó
cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer
en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el
druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a
continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi
hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la
voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos,
con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
—Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva
voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero
el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
—Sea vertida la sangre —dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir
quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos
mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
—No comprendo nada —murmuró Conall.
—Ni yo —confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida
indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga
perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en
seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para
visitar Gales.
EL MAR ERA GRIS sin apenas matices, una extensión fría y desangelada que no
alentaba el optimismo. A pesar de ello, los tres galeses iban mostrando mayor
serenidad cuanto más se distanciaban de su país; mientras, los siete trataban de
sobreponerse al cúmulo de sorpresas. Sobre todo, las cuatro mujeres, que no habían
asimilado ni creían poder asimilar la noticia del secuestro de siete de cada diez
adolescentes. Eran incapaces de comprender cómo podían sobrevivir las madres a un
drama tan horrible y ser capaces de parecer todos tan felices como habían fingido
durante el pomposo ritual de Llyfr.
Durante la corta travesía, Dydfil trató machaconamente de desalentar las
esperanzas de los siete sobre Hibernia:
—Alguien ha fomentado en vuestro ánimo expectativas injustificadas. Hace
muchas generaciones que recibimos periódicamente en Gales oleadas de refugiados
celtas procedentes de Hibernia, también llamada Erin por sus naturales. Llegan
empujados todos ellos por los sufrimientos del acoso físico y moral, y la persecución
religiosa. En esencia, es verdad que Hibernia es un mundo celta casi en su totalidad
por raza y origen; lo terribles es que han dejado de ser celtas de verdad.
—Pero —discrepó Divea— todas nuestras tradiciones hablan de la isla verde
como la meta soñada, lo más semejante al edén de las fábulas; el lugar donde nuestra
cultura no solamente resiste, sino que prospera.
—Sí, querida druidesa —respondió Dydfil—. Pero las cosas han cambiado
mucho desde Jafet y, sobre todo, desde los Milesianos Uar, Eithear y Armegin, que
llegaron a la isla de Hibernia desde Hispania, a donde sus padres habían arribado
procedentes de Egipto. Desde la primera proeza de Armegin, los celtas hiberneses
permanecieron fieles a nuestros dioses y nuestra cultura, hasta hace pocas
generaciones.
—¿La proeza de Armegin? —preguntó Dagda.
Dydfil sonrió. Comprendió que la hermosa hispana de cabello oscuro que le había
robado el corazón trataba de acaparar su atención mediante preguntas. Le sonrió con
ternura antes de responder:
—Sí, Dagda, querida. Es una historia cierta. Cuando los descendientes de Jafet
—Cu Chulainn, Cu Chulainn, ¡Cu Chulainn! —cantó Dydfil con todas sus fuerzas.
Fomoré continuó:
EL SEGUNDO DÍA en alta mar amaneció brumoso. El viento soplaba algo fuerte
de poniente sur y tuvieron por ello que arriar la vela y emplearse a fondo con los
remos. En cuanto hubo luz suficiente sobre cubierta, Brigit pidió a Nuadú que
oficiase un rito sencillo, para suplicar ayuda a Bran, Lugh y Dana.
—¿Sigues con tus temores, Brigit?
—No son temores, sino perplejidad por el vacío que siento en mi interior.
Ayúdame a conseguir que los dioses me iluminen.
Se dieron devotamente a los preparativos de un rito sencillo, pero empleando un
brasero con carbón recién encendido en lugar del pequeño pebetero. Pretendían
sahumar, al menos, toda la cubierta del navío rincón a rincón, y también el sollado
donde se esforzaban los remeros, a ver si de ese modo los dioses consentían en
comportarse igual que entre los aromas y brumas del bosque. Mientras iban
desplazándose, Brigit observó que Joachim, el muchacho de cabello blanco, las
seguía a pocos pasos, con ojos febriles y trazando cruces como si pretendiera
neutralizar un maleficio.
—Creo que Joachim nos teme —murmuró la sibila de pelo cobrizo.
—Ya lo veo —afirmó Naudú—. Es víctima de las calumnias que los monjes
echan sobre nuestras espaldas. Tendríamos que demostrarle lo equivocado que está.
—Sí. Lo intentaremos después del rito.
Aprovechando que Fergus se encontraba solo por fin, Fomoré se acercó junto al
timón para decirle:
—Finalmente, ¿tomamos alguna iniciativa en relación con Conall?
—Mira qué día más desapacible tenemos, Fomoré. Dejémoslo para mañana, a ver
si amanece más sereno.
—Disculpa, Fergus, pero yo creo que no deberíamos esperar a que el viaje haya
concluido, porque a bordo del navío Conall no tendría escapatoria, mientras que en
tierra, está claro que podría huir. Si consiguiéramos enfrentarlo con sus propios
demonios y descubrimos que nuestros pálpitos están justificados, en el navío
podemos someterlo a juicio y liberar a Divea del peligro que represente para ella.
Recuerda que según las tradiciones marineras, tú eres a bordo el rey y señor y
LA SALIDA DEL SOL actuó cual lenitivo. Por la voluntad imperativa de Lugh, el
espíritu maligno que agitaba el temporal fue expulsado hacia un horizonte lejano en
seguida que un desgarrón en las nubes permitió al astro asomarse hacia el mar
convulso, que fue serenándose al poco rato de volverse azul de nuevo. Transcurrido
un cuarto de jornada, la superficie oceánica recuperó su horizontalidad. Según iban
comprobando que la adversidad había sido desterrada, los ocupantes del navío se
dejaban caer exhaustos en el suelo, sin fuerzas ni para hablar. Viéndolos derrengados
a los cuarenta y dos sobre la cubierta del dromon, los dioses se compadecieron, y con
la domesticación de la tempestad les regalaron un suave viento del norte. Con un
último esfuerzo, supremo para quienes no habían dormido y tenían las manos
desolladas, izaron prestamente la vela. Se aliados el mar calmo y ese viento amable y
favorable, con lo que antes del atardecer avistaron tierra. En cuanto percibió en el
horizonte la primera silueta de una montaña, Fergus mandó llamar a Conall a su lado,
junto al timón.
—Necesito que me guíes para llegar a un punto del litoral lo más cercano posible
al bosque de donde tú y Divea sois naturales.
—Estamos muy lejos todavía, Fergus. Aquella costa que se ve a lo lejos nos
queda al sur, mientras que donde vamos debe quedarnos a levante. Yo nunca navegué
muy lejos del Castro de Santa Tecla, pero de eso estoy seguro; la tierra siempre
estaba del lado por donde sale el Sol.
—Sí, más o menos lo recuerdo de cuando pasé hacia el norte, rumbo al país de los
astures. Tienes razón. Lo que haremos será dejar el barco al pairo toda la noche,
porque aquí, tan lejos de tierra, sería imposible fondear, y más cerca podríamos
zozobrar en los escollos con luz tan escasa. En cuanto amanezca, pondremos proa a
occidente, para contornear el cabo que nos abrirá la ruta hacia el sur y la punta del
Fin de la Tierra. De ahí en adelante tú serás capaz de indicarme el camino, ¿verdad?
Conall asintió. Le dominaba una emoción extraña. Ese gálata tan experto y
curtido, posesor de tan grandes conocimientos, le había pedido respetuosamente su
opinión sin la menor ironía. No había burla ni desdén frente a la bisoñez de un
adolescente, ni el menor sarcasmo en su voz.
DOS DÍAS MÁS tarde, abandonaron el bosque y dejaron atrás la cabaña del
Castro de Santa Tecla con un sentimiento prematuro de nostalgia. Divea, Alban y
Conall, que eran los únicos naturales del lugar entre los cuarenta y cinco, lloraban sin
recato. Sería difícil volver a ver el amado solar de sus antepasados.
Suponían que habían muerto todos los habitantes del poblado que había sido su
prisión, pero no podían darlo por seguro ni permanecer, por tanto, en el bosque que
antaño gobernara Galaaz. Ni en sus contornos. Por decisión de Conall, confirmada
por Divea, habían multiplicado las precauciones y no se atrevieron siquiera a tratar de
recuperar el dromon ni su carga. Que supiera el bardo, los cuarenta y cinco eran los
últimos celtas de esas tierras. Estaban obligados a preservar sus vidas, porque eran
depositarios de tradiciones milenarias que podían perderse si desaparecían.
Tras provocar la desbandada del poblado, sólo encontraron tres caballos. Ninguna
carreta. Por lo tanto, en la partida hacia el exilio tenían que limitarse a llevar lo que
cada uno podía cargar consigo, porque las monturas fueron reservadas a las
embarazadas.
—¿Dónde nos asentaremos? —preguntó Divea.
—En cualquier lugar situado a la derecha del camino que recorrimos con
dirección a la tierra de los astures —respondió Conall.
—Sí —concordó Fomoré—. Debemos alejarnos del mar tanto como sea posible,
porque casi todas las poblaciones de esta tierra bordean la costa. Tierra adentro,
contaremos con muchos menos enemigos y mayores posibilidades de reconstituir un
clan y mirar con optimismo el futuro. Por suerte, todavía no ha terminado el año y
nos faltan tres lunas para el solsticio de invierno; nos dará tiempo a equiparnos contra
el frío cuando elijamos el bosque donde vivir.
Siete jornadas más tarde, encontraron el lugar en la falda de un monte que miraba
a Oriente. Un bosque perfumado de resina, casi todo él de pinares, abetales y
pequeños hayedos. Los castañares quedaban un poco más abajo, pero era muy
placentero y vivificante recorrer las veredas que conducían hasta ellos y hacia los
veneros y riachuelos donde habitaba la diosa.
Improvisaron varios refugios, pero lo primero que hicieron a continuación fue
Todos los nombres propios de personas que aparecen en los cinco libros del relato los
he extraído de narraciones o referencias históricas sobre los celtas. Las leyendas
contadas por los personajes figuran, asimismo, en el folclore y las tradiciones de
Irlanda, Gales, Inglaterra, Francia, Bélgica, España, Alemania, Polonia, Turquía y
Suiza. Episodios importantes de las peripecias que viven en primera persona los
protagonistas han sido inspirados, asimismo, por leyendas de las mismas
procedencias. En cuanto a las plantas y flores, he tenido que recurrir a las
denominaciones actuales para no desorientar al lector y, sobre todo, porque los celtas
eran renuentes a escribir aunque sabían hacerlo, y lamentablemente no se conservan
datos sobre sus descubrimientos de alquimia, que eran tan trascendentales para sus
ritos y modos de vida.
Muy amablemente, me han proporcionado informaciones valiosas los
departamentos de cultura de las embajadas en España del Reino Unido y Francia, la
Oficina de Turismo del Ayuntamiento de El Grove (Pontevedra) y la Biblioteca de
Turón (Mieres, Asturias).
Con todo, el rigor histórico es propio de historiadores. Sobre un extenso sustrato
documental, en mi relato predominan la imaginación y la inventiva, como
corresponde a la creación literaria.