Los Viracochas - Edward Rosset

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Una

novela histórica basada en la conquista del Perú y las disputas subsiguientes


entre los seguidores de Francisco Pizarro y Diego de Almagro.
«Como había sucedido anteriormente en México, los indígenas, con el Inca a la
cabeza, tomaron inicialmente a los conquistadores por dioses, y les dieron el
nombre de “viracochas”, de ahí el título del libro», explica el autor.
»Sin embargo no eran dioses, obviamente, sino hombres crueles y codiciosos.
»Ni siquiera eran héroes y, de hecho, no fue su valor el que salvó aquella
jornada, sino su desesperación. Eran, en definitiva, humanos, con todas las
consecuencias, y eso es lo que he querido reflejar en la novela.
Edward Rosset

Los Viracochas
No eran dioses ni héroes, tan sólo hombres crueles y
codiciosos

ePub r1.0
Titivillus 24.04.2021
Edward Rosset, 2005
Digitalizador: lvs008
Retoque de cubierta: lvs008

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Prólogo

C uando se escribe una novela histórica, siempre se corre el peligro de


inclinarse por uno de los bandos y favorecer sus acciones. Y esto ocurre
mucho más cuando la versión oficial de los conquistadores españoles ha sido
siempre complaciente con los protagonistas presentándolos de una forma un
tanto irreal.
En LOS VIRACOCHAS, el autor nos presenta, en cambio, unos personajes
completamente humanos con sus virtudes y sus defectos. En el libro no vemos
tanto al conquistador prototipo, sino a los hombres que empujados por su
ambición y codicia emprendieron un camino que no tenía marcha atrás. No
podían saber, cuando lo iniciaron, lo que supondría para ellos el internarse en
aquellas montañas, rodeados de enemigos decididos a no dejarlos pasar.
Y no fue precisamente su valor lo que salvó la jornada, sino su
desesperación. Una vez tomada una decisión a ciegas no tenían más remedio que
seguir adelante o morir en el empeño.
Por otro lado, los españoles tuvieron la inmensa suerte de encontrar al país
en plena guerra civil y con un Inca vacilante y dubitativo que los tomó por
dioses, tal como había ocurrido diez años antes en Méjico.
En este libro vemos que se enfrentan dos mundos diferentes; dos culturas que
nada tenían en común chocan frontalmente; dos ramas de la humanidad que
habían estado separadas durante milenios volvían a unirse para lo bueno y para
lo malo.
Y como en toda unión, hubo ajustes que resultaron en injusticias con los
vencidos. Los ganadores, esclavizaron a los que habían resultado derrotados, tal
como éstos lo habían hecho, anteriormente, con las etnias a las que habían
sometido.
Hechos crueles e inhumanos proliferaron por los dos bandos, mostrando la
parte más oscura del ser humano. Sin embargo, también hubo, como no podía ser
menos, actos heroicos y sacrificios personales que pusieron algo de color en la
oscura empresa de la conquista.

EL EDITOR
Capítulo I

Ejecución de Balboa

L a quietud de la madrugada en la ciudad de Nombre de Dios se vio rota


súbitamente por un redoble de tambores. Los pájaros, que apenas habían
comenzado a trinar, callaron asustados mientras el astro solar, indiferente al
ruido y al drama que se anunciaba, ya había comenzado a asomarse tímidamente
por el horizonte. El disco de fuego anunciaba un día tan caluroso como los
anteriores y, probablemente, igual de bochornoso que los que seguirían a aquel
fatídico 21 de agosto de 1517.
A pesar de lo temprano del día ya se habían agolpado los curiosos alrededor
del cadalso en la plaza de la capital de la Tierra Firme de las Indias, pues no
todos los días se podía presenciar un ajusticiamiento, y mucho menos, uno como
aquél.
Cien soldados estaban en posición de firmes en dos columnas, sosteniendo
los de la segunda fila unas largas picas, mientras que los de adelante aguantaban
el arcabuz en su mano derecha y la horquilla en la izquierda.
A un lado del cadalso, una docena de soldados con rostro imperturbable
batían sus tambores en un continuo redoble que anunciaba la inminente llegada
del reo.
Al mando de la tropa se encontraba un hombre de unos cuarenta años. Por
debajo del yelmo y celada se entreveía el rostro cetrino y seco de los
extremeños. Tenía la barba negra y poblada, enmarcando unos labios delgados y
firmes; sus ojos poseían el mirar profundo de los hombres acostumbrados a
mandar. Portaba una brillante armadura de cuyo lado izquierdo colgaba una
larga espada de fino acero toledano.
Aunque los ojos del capitán estaban fijos en el cadalso, su mente se
encontraba lejos…
—… Capitán Balboa. Gran agua otro lado montaña.
El indio que así hablaba señalaba la cima del alto monte que se levantaba en
su camino.
Vasco Núñez de Balboa se secó el sudor que perlaba su frente y con los ojos
brillando por la excitación se volvió hacia sus compañeros de expedición.
—Os lo dije. ¡El mar! ¡El mar del Sur! Lo tenemos a nuestro alcance. Sabía
que lo conseguiríamos.
Francisco Pizarro le animó.
—Magnífico, capitán. ¡Subamos a verlo!
Pero Balboa levantó una mano.
—Un momento —dijo—. Éste es un momento glorioso, casi comparable al
que vivió Colón cuando divisó tierra por primera vez. Os quiero pedir un favor.
Dejadme subir solo al monte y ser el primero en divisar el mar que baña a China
y a Cipango.
—Sea, capitán —concedió Pizarro—. Vos seréis el primero en ver lo que
tanto habéis estado ansiando, ¡los mares del Sur!
Una hora más tarde, un fatigado, pero emocionado Balboa, contemplaba
fascinado una inacabable superficie plateada que se extendía hasta más allá del
horizonte.
El descubridor español cayó de rodillas levantando los brazos al cielo.
—¡Gracias, Dios mío, gracias!
Por buenas daba ya Vasco Núñez de Balboa las penalidades y sufrimientos
que habían tenido que soportar él y sus veinte compañeros que le acompañaban
en la expedición. Atrás quedaban los territorios infestados de alimañas, las
ciénagas y los pantanos. Aunque no habían encontrado oro, habían descubierto
una cosa mucho más valiosa: el conocimiento de que la Tierra Firme en la que
estaban asentados era, en realidad, un enorme continente de unas dimensiones
impresionantes, y que el trozo de tierra que acababan de cruzar entre los dos
océanos era, seguramente, la parte más estrecha de aquel continente.
—¡Los mares del Sur! —exclamó extasiado cuando sus compañeros se
unieron a él—. ¡Lo hemos conseguido!
—¡Así que los indios tenían razón! —comentó el sevillano Pablo Gonzalo.
—Esperemos que también lo tengan cuando hablan acerca de ese famoso
reino donde abunda tanto el oro y las casas son de piedra —dijo Pizarro con ojos
soñadores.
—Pero dicen que está situado muy lejos —dijo Balboa.
—Por muy lejos que esté, llegaremos a él y lo conquistaremos —aseguró
Pizarro.
Cuando llegaron al mar el escribano real levantó acta del acontecimiento
inscribiendo el nombre de todos los presentes en el documento. Francisco
Pizarro, con mano torpe, hizo una cruz en segundo lugar.
La noticia de aquel hallazgo iba a romper con todo lo que hasta entonces se
creía que eran las tierras de las Indias. Las consecuencias administrativas,
políticas, geográficas y económicas serían de una importancia incalculable.
Era el 25 de noviembre de 1513.

Francisco Pizarro volvió al presente y sus ojos se enfocaron en el hacha del


verdugo.
Mientras Francisco Pizarro contemplaba el cadalso con ojos empañados por
las lágrimas, no pudo menos de recordar cómo el Rey le había dado a Balboa el
título de Adelantado de la Mar del Sur.
Al tiempo que el Rey concedía tal honor a Vasco Núñez de Balboa, había
nombrado Gobernador de la Tierra Firme a Pedro Arias de Ávila, más conocido
como Pedrerías Dávila, un hombre de toda su confianza, y que, a la larga, sería
el gran enemigo mortal de Balboa.
La Corona española había comprendido que aquellas tierras, aparentemente
improductivas, tenían su importancia, ya que los que iban a ellas regresaban a la
corte demandando más poder, más atribuciones y territorios mayores en las
concesiones de adelantamientos y gobiernos. Todo ello pese a las noticias de lo
duro del clima y las dificultades que ponían los indios con sus flechas
envenenadas con curare.
El rey Fernando había nombrado gobernador de Santo Domingo a Diego
Colón, el hijo mayor del Almirante —ya muerto—, y ahora enviaba a Pedrerías
a Tierra Firme.
La Corona sólo capitulaba con los que se comprometían —de su propio
bolsillo— a realizar descubrimientos y dominar territorios. En la metrópoli se
designaban los gobernadores en la Casa de Contratación que funcionaba desde
1504.
Pedrerías se hizo acompañar de su esposa y una corte de caballeros y
funcionarios. Era evidente que el nuevo gobernador sufrió un desencanto cuando
vio los pobres medios con que se contaba en su nueva gobernación.
Aunque las funciones y atribuciones de Balboa eran seguir explorando y la
del Gobernador organizar la administración del territorio, el choque entre los dos
hombres de recia personalidad era inevitable. Pues, si Balboa preparaba gentes
para explorar, Pedrarias se excedía en sus atribuciones y también organizaba
expediciones en las que a menudo figuraba Pizarro.
Las salidas más importantes habían sido: la de Gaspar de Morales, en busca
de Atarerequí, que descubrió el archipiélago de las Perlas; la de Juan Tabira, en
busca de otro reino mítico, el Dorado, navegando por el río Grande. Una crecida
de éste causó la muerte del jefe y Pizarro se hizo cargo del mando de la
expedición, regresando al punto de partida sanos y salvos; la de Luis Carrillo,
que volvió con un buen botín de oro y la del licenciado Espinosa a Comogre y
Pocorosa, siendo Pizarro el encargado de explorar por la costa, en tierra, y
Espinosa por mar.
La fama de Francisco Pizarro se había ido consolidando poco a poco, tanto
así que Pedrarias le nombró Capitán de su guardia en 1516, al tiempo que le
encomendaba un trabajo un tanto desagradable.
—Tengo una misión sumamente delicada para vos, capitán Pizarro.
El nuevo capitán de la guardia se cuadró en su brillante armadura.
—Estoy a vuestro servicio, señor Gobernador.
El Gobernador se arrellanó en su alto sillón de cuero que había traído con él
desde España.
—No estoy muy seguro si podréis llevar a cabo esta misión —dijo
tentativamente.
Pizarro apretó los labios hasta formar una línea fina y su mirada se
endureció.
—Podéis encargarme cualquier misión, por difícil que sea, señor. Sabéis
muy bien que no os fallaré.
—¡Quiero que traigáis encadenado a Vasco Núñez de Balboa!
Si una lombarda hubiera estallado a sus pies no habría hecho un impacto
mayor en el rostro del extremeño.
—¡Vasco Núñez de Balboa! —exclamó atónito.
—El mismo —dijo el gobernador tratando de ignorar la expresión de la cara
de Pizarro—. Sé que estuvisteis juntos en Santa María de la Antigua y le tenéis
gran aprecio.
Francisco Pizarro asintió, recordando los meses de luchas rodeados por
indios hostiles mientras Ojeda iba a La Española a por refuerzos. La famélica
tropa asediada había quedado a su cargo, pero poco podían saber entonces los
setenta hombres que quedaban en el fortín que Ojeda no volvería.
Dos meses más tarde, Pizarro había decidido salir en dos bergantines hacia
La Española, pero el mar tampoco se mostró clemente con los españoles. Uno de
los barcos se hundió, ahogándose la mitad de los expedicionarios. Al día
siguiente, sin embargo, los treinta y cinco hombres que iban con Pizarro
avistaron dos barcos que venían en su ayuda al mando del bachiller Enciso, socio
de Ojeda. En estos barcos venía un polizón llamado Vasco Núñez de Balboa,
que, curiosamente, se había escapado de sus deudores escondido en un barril.
Se dirigieron todos a tierra firme y fundaron una ciudad a la que
pomposamente denominaron villa de la Guardia. Consistía en un poblado de
chozas que esperaban convertir algún día en casas de piedra. Levantaron una
empalizada alrededor y se dispusieron a explorar el terreno. Cuando la mayor
parte de los españoles se hallaba ausente, atacaron los indios destruyendo lo
recién construido.
Los castellanos hicieron juramento que no se marcharían de allí otra vez y se
encomendaron a la Virgen. Rechazados, por fin, los indios, cambiaron el nombre
de la villa por el de Santa María de la Antigua.
Vasco Núñez de Balboa se había hecho con el mando, nombrando a Pizarro
su capitán.

Como si despertara de un sueño, Francisco Pizarro se quedó mirando al


Gobernador Pedrerías con ojos de incredulidad.
—¡Queréis que prenda a Vasco Núñez de Balboa!
—Exacto.
—Pero, ¿no habíais llegado a un compromiso matrimonial entre vuestra hija
y Balboa?
—Sí —asintió Pedradas Dávila—. Pero me he enterado que los preparativos
de Balboa en Acla con el pretexto de explorar, son, en realidad, una conspiración
para derrocarme.
—¿Y queréis que lo traiga preso?
—Quiero que lo traigáis encadenado. Lo juzgaremos en Nombre de Dios.
Pizarro se mordió el labio inferior casi hasta hacerse sangre y, por fin, asintió
lentamente.
—Os lo traeré.
Pedradas Dávila asintió satisfecho.
—¡A propósito! —dijo—. Acabo de firmar vuestro nombramiento como
Teniente de Gobernador.

Los ojos de Pizarro se tropezaron con el hombre que iba conducido en una
carreta hacia el cadalso. Cargado de cadenas, mantenía la cabeza erguida y la
mirada desafiante. Durante unos segundos los dos hombres se comprendieron sin
palabras. Éstas ya habían sido dichas la noche anterior.
—Siento haber sido yo quien os haya puesto en semejante situación —había
dicho Pizarro.
Balboa, encadenado a la pared asintió.
—No os culpo, capitán Pizarro. Sois, ante todo, un soldado, y todo soldado
debe cumplir con su deber.
—A veces el deber es muy doloroso.
—Tenéis razón, capitán. A veces lo es, y mucho.
—Si puedo hacer algo por vos…
—Quizá podáis hacer que estas cartas lleguen a su destino. Entre ellas hay
una para el Rey.
Pizarro recogió el manojo de manuscritos y asintió.
—Os prometo que haré lo posible por cumplir con vuestros deseos. ¡Si
aquella carta pudiera llegar a manos del rey instantáneamente…!

La muchedumbre guardó un silencio respetuoso al paso del hombre que


había sido el primero en posar sus ojos en el gran océano del Sur; el hombre que
había sido nombrado Adelantado de todas las tierras e islas que se descubrieran
en aquellos mares. Por ningún lado se oían los insultos e improperios que la
gente lanzaba habitualmente contra los condenados a muerte.
Los habitantes de Nombre de Dios, cada vez en mayor número, se apiñaban
en silencio, para ver de cerca al hombre que, según decían sus acusadores, se
había atrevido a confabularse contra el Gobernador; el hombre cuya cabeza iba a
rodar, muy pronto, por los suelos.
El verdugo, un hombre encapuchado con un enorme torso desnudo, se
apoyaba sobre un hacha de grandes proporciones en espera de la llegada del reo.
La comitiva avanzó lentamente por la plaza. Abrían el paso seis alabarderos
seguidos del clérigo que leía el Misserere mei de un misal. Inmediatamente
detrás, rodaba la carreta tirada por un mulo en la que el reo estaba encadenado y
guardado por dos soldados. Cerraba la comitiva otra media docena de
alabarderos.
Cuando la carreta llegó a la altura del patíbulo se detuvo y los soldados
ayudaron al condenado a descender. Tuvieron dificultades, pues la turba se
agolpaba sobre ellos. Todos parecían tener el morboso propósito de tocar al reo,
lo que, según la superstición, traía suerte.
Vasco Núñez de Balboa subió lentamente los escalones de la plataforma sin
ayuda alguna, rechazando, una vez arriba, la venda que le ofrecía el verdugo.
—No la necesito, gracias —dijo.
El padre franciscano se acercó a él.
—Arrodíllate, hijo mío, para que te dé la absolución por última vez.
Balboa se hincó de rodillas al tiempo que el fraile hacía la señal de la cruz
sobre su cabeza y pronunciaba las palabras rituales.
—Ego absolvo pecatis tuis in nomine Patri et Filii et Espiritui Sancti.
El redoble de tambores se hizo más intenso y rápido.
Vasco Núñez de Balboa, en pie, paseó una mirada indiferente por la
muchedumbre y por los soldados que le rodeaban, como si la ejecución no fuera
con él; posó los ojos durante un segundo en Francisco Pizarro y, a continuación,
se arrodilló de nuevo, esta vez apoyando la cabeza en el tronco.
El verdugo miró al jefe de la guardia.
Pizarro asintió lentamente.

Dos años más tarde, en 1519, Pedrarias Dávila tomó una decisión
trascendental que provocó grandes quejas entre los habitantes de la ciudad de
Nombre de Dios, pero que sería de importantes consecuencias para el futuro de
la acción de España en las Indias; fundó la ciudad de Panamá en la costa del mar
recién descubierto. Entre los fundadores se encontraba Francisco Pizarro, que
fue nombrado Regidor de la ciudad.
Nadie sabía, a ciencia cierta, por qué se eligió aquel lugar para levantar la
ciudad, como no fuera por la facilidad de pescar la chucha, una especie de
almeja muy alimenticia…
Edificada de levante a poniente, nada más salía el sol era imposible andar por
las calles, donde no se producía sombra, y hacía tanto calor que, si uno tenía que
hacer un esfuerzo físico durante las horas del día, lo más probable es que
enfermara.
En tales condiciones, no era de extrañar que pro hombres como Pizarro
simplemente se limitaran a vegetar, viendo cómo aumentaban sus haciendas
gracias al trabajo de los indios, sin inquietarse demasiado por las noticias que
llegaban de las expediciones enviadas a explorar otros territorios.
La vida del extremeño transcurrió plácidamente los siguientes cinco años, en
los que llegó a gozar de plena confianza del Gobernador, siendo nombrado
alcalde de la ciudad. Durante este tiempo trabó amistad con Hernando de Luque
y el juez Espinosa —el mismo que había condenado a Balboa—, personajes
ambos, que habían amasado una considerable fortuna en la nueva ciudad, gracias
al repartimiento de los indios.
Las cenas y banquetes que daban, tanto el Gobernador en su mansión, como
los demás hacendados, en las que se reunían hombres y damas de alcurnia,
españoles, se prolongaban en inacabables tertulias hasta la madrugada casi todos
los días. En ellas, los temas de conversación se derivaban siempre sobre los
mismos derroteros.
—Habría que montar una gran expedición hacia el sur —dijo Hernando de
Luque—. Ahí es donde está el oro.
El Juez Espinosa se llevó a los labios el rollo de hojas de tabaco que acababa
de encender, aspiró con deleite y exhaló una bocanada de humo hacia el techo.
—¿Para buscar ese famoso reino de casas de piedra del que todos los indios
hablan, pero que nadie sabe dónde está? —dijo—. ¿No será todo una fábula
inventada por los indios?
Pizarro tomó un sorbo de vino de su fina copa de cristal.
—¿Por qué va a serlo? ¿No tenemos el ejemplo de Hernán Cortés y
Tenochtitlán? ¿No acaba de conquistar él un reino tan grande como media
Europa con unas riquezas increíbles? ¿Por qué no puede haber otro reino
parecido más al sur?
Hernando de Luque asintió.
—Y, por otro lado, está la gran noticia del día.
—¿Os referís al descubrimiento del paso de Magallanes? —dijo Pizarro.
—¿A cuál si no? —asintió Luque—. ¿Sabéis lo que eso significa?
—Eso significa —dijo Espinosa—, que la Tierra Firme en la que estamos
situados es un inmenso continente de unas dimensiones increíbles. El tamaño de
nuestro planeta es muchísimo mayor de lo que nadie soñaba. Todos los cálculos
eran erróneos.
—Parece ser que Magallanes no llegó a disfrutar de su descubrimiento —
comentó Pizarro.
Luque asintió.
—Murió en el camino, pero un vasco, un tal Elcano, consiguió llegar de
vuelta a España, con uno de los navíos. Aunque el barco estaba hundiéndose,
lograron llegar a Sevilla con un cargamento que valía más de siete millones de
maravedís.
—¿De especias?
Luque volvió a asentir.
—De especias. Parece ser que cuatro o cinco pequeñas islas, Las Molucas,
producen una cantidad suficiente como para abastecer a toda Europa. Si hubiera
un paso por aquí, la riqueza que eso proporcionaría a las arcas de España sería
inimaginable.
—Y no sólo a las arcas del estado —sonrió Espinosa—. También llenaría la
de los particulares…
—Pero no hay tal paso —dijo Pizarro—. Y el dar la vuelta por el estrecho
que ha encontrado Magallanes, es tan costoso, o más, que el recorrido que hacen
los portugueses por el cabo de las Tormentas, es decir, dar la vuelta a África.
—Lo que está claro —exclamó Espinosa aspirando otra bocanada de humo
—, es que hay millones de millas cuadradas de territorio salvaje esperando a que
alguien lo reclame. Tanto al norte como al sur.
—Al norte ya está Hernán Cortés —dijo Pizarro—. Habría que ir al sur.
—Hablando de Cortés —exclamó Luque—. ¿Sabéis que uno de sus
capitanes se ha desplazado hacia lo que llaman Guatemala?
—Sí —dijo Espinosa—. Pedro de Alvarado. Es el que causó la matanza de
indios en Tenochtitlán y que más tarde costó la vida a la mayor parte de los
españoles.
—Sí, en la noche triste— asintió Pizarro.

En el tiempo que llevaba en las Indias, Pedrarias había eliminado a todos los
que le hacían sombra y había perseguido a los que le habían sido infieles y
rebeldes. Ahora, a sus ochenta años, con medio cuerpo paralizado, pero todavía
con una vitalidad increíble, quería emular a Hernán Cortés.
En una de las cenas que ofrecía en su casa sacó a colación el tema que le
preocupaba ante una veintena de terratenientes.
—Estoy pensando en planear una expedición hacia el sur —anunció—. Es
ahí donde parece que se encuentra el oro.
Cuando se apagó el murmullo de voces que siguió al esperado anuncio, una
voz preguntó.
—¿Y quién sería el que la capitaneara?
—Estaba pensando en Pascual de Andagoya —dijo Pedrarias—. ¿Qué les
parece a vuestras mercedes?
—¿Cree vuestra excelencia que aceptará? —preguntó Pizarro—. Yo creo que
no.
—¿Lo decís porque ya ha estado en varias expediciones?
—Sí —asintió el extremeño—. Ha estado varias veces en Urabá, el Darién y
la propia costa panameña.
—Además —dijo el juez Espinosa—, creo que está enfermo.
—Pues habría que pensar en algún otro hombre —dijo el gobernador—.
¿Alguna sugerencia?
—¿Por qué no Juan Basurto? —dijo Alonso Moreno, uno de los hacendados
más ricos del istmo.
Los demás también estuvieron de acuerdo.
—Parece el más adecuado —dijo José Díaz, otro hacendado enriquecido.
—Probemos —asintió el gobernador—. Estaré con él mañana.
Juan Basurto era un gaditano que había amasado una considerable fortuna en
sus salidas, pero cuya ambición no tenía límites. Escuchó atentamente al
gobernador Pedrarias y asintió lentamente.
—Para una expedición de tal tamaño —dijo—, hará falta mucho dinero.
¿Con quiénes podemos contar para invertir en este proyecto?
—Yo mismo estoy dispuesto a poner unos pesos de oro en la empresa, y hay
dos o tres amigos míos que también lo están.
—De acuerdo —dijo Basurto—. Planearemos una expedición hacia el sur
con unos trescientos hombres. Necesitaremos seis meses para tener todo listo.
Sin embargo, Juan Basurto no contaba con el destino y éste había decidido
que el peregrinar del gaditano por este mundo había tocado a su fin. Apenas los
planes de la expedición empezaron a plasmarse en acuerdos con varios socios
capitalistas cuando Basurto enfermó, muriendo a los dos meses.
Este infausto acontecimiento dejaba los planes del gobernador en el punto de
partida. Pero no era Pedrarias Dávila hombre que se dejara amilanar por los
acontecimientos. El problema de la financiación había sido resuelto ya, poniendo
él algún dinero ocultamente —pues como gobernador debía quedar por encima
de una negociación de aquel tipo—; el juez Espinosa había aportado otra parte
del capital, habiendo hecho Hernando Luque otro tanto. Ahora hacía falta
encontrar a la persona que sustituyera a Basurto.
—¿Por qué no ofrecemos a Pizarro el proyecto? —sugirió el juez Espinosa.
Dávila miró sorprendido a su amigo.
—¿A Pizarro? Pero si ya tiene cincuenta años…
—Quizá, pero posee la vitalidad de un hombre de treinta. Además, para que
se enrole la gente hace falta el reclamo de un buen capitán, y, ¿quién goza de
más fama en las Indias en este momento?
El gobernador movió la cabeza dubitativamente. Por fin, miró a su otro
amigo, el Maestrescuela Luque.
—¿Que opináis vos, Hernando?
Luque aspiró profundamente el humo de su rollo de hojas antes de
responder. Cuando lo hizo, su mirada parecía perdida en medio de las volutas de
humo que ascendían hacia el techo de la habitación.
—A primera vista parece un sinsentido el ofrecer una expedición semejante a
un hombre tan maduro, pero, conociendo a Francisco Pizarro, uno piensa que
todo es posible. Es duro y correoso donde los haya. Además, se sabe hacer
obedecer. Creo que podría ser interesante…

Cuando el gobernador le ofreció el mando de la expedición, Pizarro se


mostró sorprendido al principio, pero según iba la idea abriéndose paso en su
mente, todavía confusa, no le pareció tan descabellada.
—¿Y estarías dispuesto a arriesgar vuestro dinero en una expedición
capitaneada por mí?
Pedrarias asintió.
—Tanto yo como Luque y Espinosa arriesgaríamos un buen dinero en esta
entrada. Vos deberíais poner también algún capital.
Pizarro se quedó pensativo un momento.
—Si lográramos dar con ese país de las casas de piedra y oro…
—Confiamos en vos —dijo Pedrarias—. Si hay alguien capaz de
conseguirlo, ese hombre sois vos.
—Hay muchos capitanes más jóvenes… —murmuró Pizarro.
—Pero ninguno como vos.
Los ojos oscuros de Pizarro brillaban intensamente cuando contestó.
—De acuerdo —dijo—. Iré. Pero antes tengo que hablar con mi socio.
Pedrerías asintió. Sabía que Pizarro llevaba una hacienda de ganado a medias
con Diego de Almagro.
El rumbo de la historia pendía de una decisión.

Ese mismo día, Francisco Pizarro se dirigió a casa de su socio, que vivía en
una mansión en las afueras de la capital.
Diego de Almagro era un hombre pequeño, aparentemente débil, pero
paradójicamente, de una gran resistencia física, que nunca parecía estar cansado.
Había perdido un ojo luchando contra los indios en Cuba.
Almagro recibió a su socio en el porche de su casa.
—Hola, Francisco, toma un refresco.
Hizo sonar las palmas y una sirvienta negra acudió solícita.
—Tráenos una jarra de guayacate —ordenó.
Una vez estuvieron los dos hombres cómodamente sentados en unos
butacones de mimbre con unos largos vasos llenos de zumo fresco, Almagro
miró a su socio con una mirada inquisitiva.
—Te veo muy pensativo —dijo—. ¿Algún problema?
Francisco sorbió el refrescante líquido del vaso de fino cristal.
—He estado hablando con el gobernador.
Almagro asintió en espera de lo que seguiría.
—Sí…
—Me ha propuesto que ocupe el puesto de Juan Basurto.
Diego de Almagro tragó de golpe el líquido que tenía en la boca.
—¿Quiere…, quiere que te hagas cargo de la expedición?
—Exacto.
Almagro dejó el vaso sobre la mesa y se secó los labios con el dorso de la
mano.
—¿Y tú, qué le has contestado?
Pizarro respiró profundamente.
—Le he dicho que quería hablar antes contigo.
—Lo cual quiere decir que lo estás considerando positivamente.
—Me gustaría intentar algo que podía sacamos un poco de la monotonía de
la cría de caballos.
—Te das cuenta que ya no eres un jovenzuelo.
—Lo sé, y por eso, precisamente, me gustaría intentar algo grande por última
vez en mi vida.
—De acuerdo —dijo Almagro—. Estoy contigo. Podríamos hipotecar la
hacienda e ir a medias.
Antes de divulgar la noticia se constituyó una sociedad en la que estaban por
un lado los socios capitalistas, Luque y Espinosa —Pedradas no podía aparecer
en el documento—, y por otro, Pizarro y Almagro, que también contribuían a
partes iguales.
Una vez se supo que Pizarro iba a capitanear la expedición, no faltó gente
que acudiera a inscribir su nombre en la empresa. El extremeño tenía fama de ser
un buen capitán y tener un gran aguante ante las adversidades.
Pero, aparte de gente, era necesario tener bastimentos, barcos, armas y
elementos de colonización. Según el plan, la parte administrativa correría a
cargo de Luque; Pizarro saldría con una avanzadilla y Almagro organizaría un
barco con víveres y otros elementos que le seguiría poco después.
Diez meses se consumieron en los preparativos, pues los barcos —
paradójicamente uno de ellos era el que Balboa, tenía preparado para adentrarse
en los mares del Sur—, hubieron de ser comprados empleándose luego a muchos
carpinteros de ribera para acondicionarlos debidamente.
Desde el principio se empezó a pagar soldada a los que se habían inscrito,
amén de abonar a los carpinteros y calafateros dos pesos de oro diarios y
manutención.
Para cuando todo estuvo dispuesto para la partida, los socios, además de
haber agotado el capital inicial, se habían empeñado en seis mil pesos de oro.
La cosa empezaba mal.

Antes de partir, Pizarro fue a visitar a Andagoya, doliente y en cama, para


recabar información sobre su expedición, la última que se había llevado a cabo
hacia el sur.
—¿Qué me podéis decir sobre el territorio que explorasteis? —preguntó
sentándose en un taburete junto al enfermo.
La esposa del explorador colocó unos almohadones detrás de su espalda para
que Andagoya se pudiera incorporar en la cama. Era evidente que cada
movimiento le proporcionaba un fuerte dolor en las articulaciones.
—Esta gota no me deja vivir —suspiró—. Así que, capitán Pizarro, deseáis
proseguir explorando el territorio desde donde yo me volví…
—Así es —dijo el extremeño.
—¡En busca del reino de las casas de piedra y tejados de oro!
—Bueno —sonrió Pizarro—, al menos trataremos de cerciorarnos si
verdaderamente existe.
—Según los indios, desde luego que sí…, aunque, mucho más al sur.
—¿Qué me podéis decir sobre el territorio que explorasteis?
El enfermo reprimió un gesto de dolor al intentar mover una pierna.
—Era una tierra pobre. Desde luego no vimos ni rastro de oro o plata por
ningún sitio. Los habitantes llevaban una vida mísera, se alimentaban de maíz y
pesca. Tuvimos suerte de volver vivos…, los que conseguimos salir de aquel
infierno.
—¿Y pudisteis averiguar algo sobre el famoso reino?
—No mucho. Parece ser que existe, puesto que todos los nativos hablan de
él, pero no conocimos a nadie que hubiera estado allí.
—¿Cómo llaman a los habitantes de ese reino?
—Los «incas», o algo así. Hablan de grandes ciudades con edificios y
templos de piedra, muchos adornos y tejados de oro. Da la impresión de que
tienen una cultura muy avanzada, quizá tanto como la azteca.
—Bien —dijo Pizarro levantándose—. Espero deciros, de primera mano, si
lo que os contaron es cierto o no. Partiremos en breve hacia ese reino dorado…

El 14 de noviembre de 1524 estaba, por fin, todo dispuesto para la partida.


Ciento doce hombres y cuatro caballos buscaron acomodo en el viejo barco de
Balboa y en dos barcazas. Estaban de cara a la estación de las lluvias, pero como
ya todo estaba preparado, Pizarro quería partir cuanto antes. Decidieron que
sería mejor dejar atrás a Almagro para que le siguiera al cabo de unos meses con
alimentos frescos y otros bastimentos que les podrían hacer falta más adelante.
Los dos socios examinaron el mapa una vez más, antes de separarse. La
costa estaba dibujada, siguiendo la ruta de Andagoya, pasando por las Islas de
las Perlas —último lugar habitado por españoles—, hasta el cabo de Piñas. Más
abajo todo era desconocido. El pergamino estaba en blanco esperando que ellos
dibujaran el contorno.
—Yo creo que seis meses es un tiempo prudencial para que nos sigas con
avituallamiento y hombres de refresco —dijo Pizarro pensativamente.
—Lo difícil será encontraros —replicó Almagro con la vista clavada en el
mapa.
—No te preocupes —sonrió su socio—. Dejaremos grandes cruces en las
colinas cerca de la costa. Al pie de ellas enterraremos en una olla instrucciones
de adonde nos dirigimos y la fecha.
En el papel era muy fácil, pero no podían imaginarse las penalidades que les
esperaban…
Capítulo II

La partida

L a expedición siguió la ruta de Andagoya, pasando por las Islas de las


Perlas y el cabo de Pifias. Aquello era el límite de lo conocido. A partir de
ese momento los expedicionarios entraron a ciegas en la turbonada tropical de
las lluvias interminables. Apenas habían llegado a un río que los indígenas
llamaban Birú, cuando los cielos parecieron abrirse en cortinas de agua. Era
como si una inteligencia universal o una mano telúrica hubiera puesto un veto a
su paso hacia el sur, hacia el misterioso imperio de los indios que decían
llamarse «incas».
A pesar de la lluvia, Pizarro dio orden de desembarcar.
—Exploraremos la costa durante dos o tres días —dijo al capitán
Montenegro—. Mantened las naves cerca de la costa.
—¿No sería mejor esperar a que pare este diluvio? —preguntó el marino.
Pizarro sonrió, negando con la cabeza.
—Si dependiéramos del tiempo para explorar, más nos valía quedarnos en
casa.
Los cincuenta hombres elegidos por Pizarro caminaron por una ciénaga de
barro durante tres interminables días, sin descubrir otra cosa que cabañas de
indios que nada tenían que ofrecer. Todos parecían subsistir de la pesca y unos
míseros cultivos de maíz y yuca. Por fin, doce leguas más al sur, descubrieron
una gran ensenada. En ella se reunieron los expedicionarios de a pie con las
naves.
—Estableceremos la base en este puerto —decidió Pizarro.
—Las provisiones empiezan a escasear —comentó Montenegro—. Llevamos
un mes desde que salimos.
—Lo sé —asintió el extremeño—. Quiero que vayáis con la nave hasta las
Islas de las Perlas a comprar bastimentos. Podríais estar de vuelta en diez días…
Montenegro se acarició la barba.
—Yo no sería tan optimista. Todo depende de los vientos. Tened en cuenta
que la mitad del camino habrá que orzar o navegar de bolina con viento en
contra. Por otro lado, no será fácil que los isleños tengan disponibles los sacos de
harina o maíz que necesitaremos.
—Traed lo que tengan. Aunque sólo sean animales vivos. Os esperaremos
aquí explorando los alrededores.
La partida de la nave se hizo bajo un horizonte de lluvia y el fondo verde
oscuro de una selva que parecía no tener fin. Todo lo que alcanzaba la vista
estaba cubierto de una vegetación exuberante, ribeteado solamente por infinitas
cintas de plata que descendían serpenteando de las montañas.
Mientras esperaban la vuelta de Montenegro con las provisiones, los
españoles levantaron campamento en la playa. Hicieron chozas cubriéndolas con
grandes hojas de palmera de forma que, al menos, dentro de ellas pudieran
mantenerse secos.
Pizarro destacó un grupo de hombres para que se adentrara en el interior para
cazar, mientras otros tantos se dedicaban a coger moluscos y palmitos en la
costa. Los primeros, cada día que pasaba, se vieron obligados a internarse más y
más en la selva para encontrar piezas de caza, y pronto los resultados apenas
merecían el esfuerzo que hacían, con lo que la dieta de los expedicionarios se
limitó a moluscos y algo de pescado.
Martín Gómez, el curandero de la expedición, era un hombre preocupado
cuando acudió a ver a Pizarro.
—Los hombres están enfermando —dijo—. La dieta de moluscos no es muy
saludable, y el clima resulta nefasto para la salud de hombres que no están
acostumbrados a esta humedad. Por otra parte —añadió—, el hambre hace que
muchos soldados coman hierbas y raíces desconocidas que, a veces, resultan
venenosas.
—Lo sé —asintió Pizarro—. Pero hasta que regrese Montenegro no tenemos
otra solución que permanecer aquí. No tardará en llegar. Hace veinte días que
salió.
—Hay varios hombres que no resistirán otra semana sin recibir buenos
alimentos…
Los temores de Martín Gómez se vieron ampliamente confirmados al día
siguiente.
—Juan Nagore ha muerto, capitán.
Pizarro se volvió hacia el curandero con un gesto de contrariedad y amargura
en el rostro. Sabía que aquella frase iba a repetirse con harta frecuencia a partir
de aquel momento.
—¿Hay muchos enfermos graves?
Martín Gómez movió la cabeza con preocupación.
—La mitad de los hombres están enfermos. Algunos de ellos muy graves.
Fiebres, diarreas y vómitos son lo que más abunda.
Pizarro no respondió. Dejó la espada que estaba limpiando sobre la mesa y se
levantó en silencio.
—Le enterraremos —musitó quedamente al salir de su tienda.
Poco después, los hombres que no se encontraban enfermos formaron
delante de la fosa abierta con la cabeza inclinada. Pizarro se santiguó y levantó
los ojos al cielo encapotado.
—¡Padre! —dijo—. Acoge en tu seno a tu siervo Juan Nagore y perdónale
sus pecados. Pater noster qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum, adveniat
regnum tuum, fíat voluntas tuas, sicut in cáelo et in terra.
Los soldados, con los ojos fijos en el cuerpo todavía insepulto de su
compañero, respondieron con apenas un murmullo de voces.
—Panem nostrum cotidianum da nobis hodie et dimitte nobis debita nostra
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris et ne nos inducas in tentationem sed
liberanos a mal. Amen.
En la mente de todos estaba la misma pregunta: ¿cuántas veces tendrían que
rezar el Padre Nuestro?

Cuarenta fueron los días que tardó Montenegro en volver con la nave bien
provista de maíz y una piara de cerdos, recién importados de España. Para
entonces, diecinueve cruces más se habían unido a la que señalaba la tumba de
Juan Nagore.
Durante este tiempo, Pizarro se mostró todopoderoso. Era como un titán a
quien los dioses hubieran labrado con sus rayos. Sin el menor desmayo
compartía la suerte de sus hombres, marchaba el primero en busca de alimentos
a través de la peligrosa selva, prestaba sus auxilios a los moribundos y los
enterraba cuando morían. Se multiplicaba, alentando a unos y consolando a
otros. Con todo ello, su prestigio y su autoridad se afianzaron entre sus hombres.
Con la llegada providencial del navío con las provisiones, no tardaron los
expedicionarios en recobrar la salud. Las diarreas fueron rápidamente superadas
al dejar de ingerir hierbas ponzoñosas, y los ánimos de los soldados subieron al
punto más alto desde la partida.
—Seguiremos hacia el sur —anunció Pizarro al tercer día—. Partiremos al
amanecer.
Apenas la luz del alba había teñido de índigo el amanecer de otro día que
amanecía tan lluvioso como los anteriores, cuando la nave y las dos barcazas
largaban velas aprestándose para alejarse del Puerto del Hambre. Atrás
quedaban, en el borde de la selva las veinte cruces.
Las semanas que siguieron se caracterizaron por una profusión de
desembarcos y reembarcos bajo nubes plomizas que dejaban caer interminables
toneladas de agua sobre la mermada expedición. Los desembarcos los llevaban a
cabo cada vez que veían un poblado, e inevitablemente los reembarcos los
efectuaban cuando registraban el poblado y lo encontraban vacío.
Estaba claro que los indígenas no querían tener contacto con los españoles.
En cuanto divisaban las naves les faltaba tiempo para esconderse en las alturas o
adentrarse en la selva.
Los nativos parecían ser, en su mayoría, agricultores y pescadores, pues en
todas las chozas abundaba el maíz y el pescado. Sin embargo, en las ollas de
algunas de las chozas también se adivinaban restos de huesos humanos, lo que
indicaba la tendencia de sus habitantes, lo mismo que sus primos, los caribes
antillanos, a hacer buen uso de los cuerpos de sus enemigos.
A mediados de febrero de 1525 la expedición llevaba todos los signos de ser
un completo fracaso. Apenas habían avanzado ochenta kilómetros desde el
Puerto del Hambre y ya la nave se encontraba horadada por la carcoma.
—Esta nave está en mal estado, capitán —informó Montenegro—. La
maldita broma se la está tragando entera.
—¡Otra vez ese condenado gusano! —exclamó Pizarro enojado.
—Tendremos que hacer algo rápidamente —dijo Montenegro—, si no
queremos terminar como la última expedición de Colón, varados en una playa,
sin poder navegar.
—¿Que sugerís, capitán Montenegro?
—Lo único que podemos hacer es encontrar un buen puerto, con árboles de
madera resistente y sacarla a tierra.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Pizarro.
—Dos o tres semanas.
—Pues encontremos ese lugar cuanto antes —suspiró el capitán general.
No tardaron mucho los expedicionarios en dar con una amplia bahía que
formaba una playa de arena fina. A escasos metros de ella crecían extensos
palmerales que daban al lugar un aspecto paradisíaco. Entre los árboles se
levantaban numerosos bohíos cuyos techos estaban formados por anchas hojas
de palmera.
Reposando en la arena, unas canoas hacían de soporte para varias redes que
estaban extendidas para repararlas. Sin embargo, no se veía un alma.
Desde el puente de mando, Pizarro y Montenegro contemplaron el lugar.
—No parece éste un mal sitio —comentó el extremeño.
Montenegro asintió.
—No está mal. Y, por lo que veo, hay árboles interesantes no muy lejos del
poblado. Veamos lo que dicen los carpinteros.
Benito Rodríguez había estado construyendo barcos en el Guadalquivir la
mayor parte de sus cuarenta años. Cuando el capitán general le llamó al puente
de mando, el sevillano acudió inmediatamente, orgulloso de ser consultado.
—¿Qué te parece este lugar para reparar el barco? —preguntó Pizarro.
—Es bueno —asintió el carpintero andaluz paseando la mirada por la bahía.
—¿Y la madera?
Benito Rodríguez contempló los árboles que se divisaban al pie de las
colinas.
—Veo secuoyas, jarandás, tecas y cedros rojos entre otros muchos —dijo—.
Con cualquiera de ellos podemos hacer un buen arreglo.
—De acuerdo, entonces —asintió Pizarro—, desembarcaremos.
Mientras el maestre de Campo, Francisco Mejía, distribuía las guardias, los
soldados se establecieron en los bohíos vacíos del poblado al que pronto
empezaron a llamar Puerto Quemado.
—Ocupad solamente los bohíos junto a la playa —ordenó Pizarro—. Que
sean fácilmente defendibles.
—¿Creéis, capitán, que nos atacarán los nativos? —preguntó Montenegro.
Pizarro se encogió de hombros.
—Nunca se sabe. Hasta ahora han huido al vernos, pero si ven que nos
quedamos mucho tiempo en su poblado, quizá reúnan el valor suficiente como
para tratar de echarnos de aquí.
—Sería conveniente salir con algunos hombres a explorar los alrededores.
—No me parece mala idea —asintió el capitán general—. Coge treinta
soldados y sube a las colinas. Quizá desde allí veáis otro poblado, o al menos,
averiguad dónde diablos se ha metido esta gente.
Ninguno podía imaginar lo que les esperaba en aquella playa.

Los treinta soldados, cargados con sus armaduras, arcabuces, ballestas y


bastimentos desaparecieron detrás de una intensa cortina de lluvia adentrándose
en el verdor exuberante de la selva. Atrás quedaba el campamento, los bohíos y
el barco varado en la playa, apoyado sobre un costado.
Durante largas horas siguieron un sendero, hoyado por generaciones de
nativos, que se dirigía claramente hacia las montañas.
Domingo de Soraluce era un joven vasco, muy observador. Nacido en
Fuenterrabía, había llegado apenas hacía un año a Panamá. Como otros muchos,
estaba decidido a hacer fortuna en aquellas Indias inhóspitas.
—¿Os habéis fijado, capitán —dijo dirigiéndose a Montenegro—, que los
pájaros han dejado de trinar?
Montenegro se paró, al tiempo que aguzaba el oído. El sudor le caía a
chorros por la cara y cuello empapando su escalpuil. Miró a su alrededor. Los
treinta hombres que le seguían se habían detenido también y escudriñaban con
ojos desconfiados lo que se escondía detrás del tupido follaje.
—Alerta todos —musitó el capitán—. Cargad los arcabuces. Tengo la
impresión de que estamos siendo espiados por mil pares de ojos…
Aquella llamada de atención fue lo que salvó a la expedición.
De repente, como obedeciendo a una voz de mando, cientos de guerreros
pintarrajeados aparecieron de la nada dando alaridos. Desde los cuatro puntos
cardinales se abalanzaron sobre los castellanos.
—¡Fuego a discreción! —gritó Montenegro—. ¡No os separéis!
Los treinta mosquetes produjeron un trueno prolongado y mortífero que
sorprendió a los atacantes. Muchos de ellos cayeron como fulminados por un
rayo mientras otros se retorcían de dolor, sin saber qué les había golpeado.
Sin embargo, el cargar un arcabuz no era una cosa sencilla, y el minuto y
medio que se tardaba, dio tiempo a que los nativos se repusieran del terror que
les había producido el trueno. Además, los nativos contaban con un jefe al que
no parecían asustarle los fenómenos atmosféricos.
—¡Vuelven a la carga! ¡Manteneos juntos, hombro con hombro!
Esta vez los indios se acercaron con más precauciones, amparándose en
árboles y maleza, al tiempo que lanzaban sus jabalinas y flechas.
Los españoles dispararon una segunda andanada y después sacaron sus
espadas y rodelas.
Los dardos indios rebotaban en las corazas y rodelas de los soldados
produciendo un tintineo como si fuera una lluvia metálica. No producían por lo
general, grandes daños, pero, de vez en cuando, alguna flecha conseguía
introducirse en algún punto vulnerable, hiriendo, sobre todo, en piernas y
costados. Uno de los soldados, que luchaba junto a Domingo de Soroluce, dio un
alarido de dolor al tiempo que intentaba inútilmente arrancarse una flecha que la
había penetrado en un ojo.
Por fin, se produjo el cuerpo a cuerpo. Siguiendo las instrucciones de su
capitán, los españoles trataron de no separarse. Los indios intentaron una y otra
vez de romper el muro defensivo, pero poco podían hacer sus cuerpos desnudos
contra las corazas de hierro; sus lanzas de madera contra las afiladas espadas de
acero.
Al cabo de dos horas de lucha, más de cien cuerpos yacían desparramados
por entre los sicómoros, los jarandás y los secuoyas.
—¡Se retiran! —gritó alguien—. ¡Se van!
Uno tras otro, los expedicionarios se dejaron caer exhaustos al suelo, en
medio de los cadáveres sangrantes de sus enemigos. Jadeantes, se despojaron
pesadamente de cascos, armaduras y escapuiles, mientras buscaban
afanosamente los pellejos de agua con los que apagar la sed que les devoraba.
Montenegro inspeccionó su tropa con ojos preocupados. De los treinta que
formaban el grupo, tres hombres habían muerto y siete mostraban algún
miembro del cuerpo atravesado por una flecha.
—Hay que sacar esas flechas y vendar las heridas —dijo el capitán—. Tú,
Francisco, que te vanaglorias de haber sido curandero en tu pueblo, encárgate de
ello.
El llamado Francisco, un corpulento hombre de Medellín, se puso a trabajar
con un gruñido. Comenzó a arrancar flechas y vendar heridas haciendo caso
omiso de los gritos de dolor de los heridos. Mientras tanto, Montenegro
inspeccionó los cadáveres de los indios. Aunque la mayoría llevaba collares y
adornos hechos con dientes de peces y conchas de mar, había algunos que lucían
colgantes y brazaletes de oro.
—Recoged todo el oro que veáis —ordenó—. Éstos ya no lo necesitan.
Al tiempo que inspeccionaba los alrededores, Domingo de Soraluce se
acercó al capitán de la expedición.
—Estaba pensando, capitán —dijo el vasco—, que quizá piensen estos
salvajes que los que han quedado atrás, en el campamento, son los que están
enfermos, y son presa fácil.
Montenegro se volvió hacia el joven. En sus ojos había un destello de respeto
por aquel joven que, probablemente había salvado la vida de todos ellos con su
agudeza.
—¿Qué te hace pensar eso?
El joven se encogió de hombros.
—No lo sé…, pero es lo que haría yo si estuviera en la piel del jefe indio. Si
destruyen nuestro campamento y queman el barco…
No hizo falta que terminara de decir lo que pasaría si eso ocurriera.
Montenegro sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
—¡Por Dios! Puede que tengas razón, Domingo.
Domingo de Soraluce fue, sin duda, el héroe de la jornada. Por segunda vez,
aquel día, su premonición salvó de la catástrofe a la expedición.
Según se acercaban al campamento, llegaron a sus oídos, primero, los
disparos esporádicos de arcabuces y luego, el griterío producido por una batalla.
Los que no estaban heridos se lanzaron colina abajo a la carrera, mientras
que los que tenían alguna herida en las piernas bajaban a trompicones detrás.
Lo que se presentó a los ojos de los que primero llegaron al perímetro del
campamento era una fiel reproducción de lo que ellos mismos acaban de sufrir:
el ataque frontal de medio millar de indios, seguramente los mismos que les
habían atacado a ellos.
La diferencia estribaba en que los expedicionarios, fuertes y bien equipados,
habían podido mantenerles a raya, mientras que los que se habían quedado atrás,
en el campamento, estaban enfermos y apenas podían sostener un arma.
Unos minutos más y habrían sido masacrados.

Los refuerzos llegaron cuando todavía había alguien con vida. Lanzándose
con desesperación sobre los indios, que quedaron así cogidos entre dos fuegos,
los recién llegados sembraron entre los atacantes tal pavor que no tardaron en
darse a la fuga.
Pedro Alcón, un extremeño de Trujillo, se acercó tambaleándose hasta
Montenegro.
—¡Pardiez, hermano! ¡Qué justo habéis llegado! Poco más y no encontráis
nada más que las cenizas.
Montenegro miró alrededor consternado. Por todos los sitios se veían
cuerpos sin vida, tanto de españoles como de indios.
—¿Qué ha sido de Pizarro? —preguntó.
Alcón se pasó un peludo antebrazo por la frente sudorosa.
—No lo sé, pero la última vez que le vi tenía tres flechas clavadas en el
cuerpo.
—Busquémosle.
No tardó en aparecer el jefe de la expedición debajo de media docena de
indios muertos, el cuerpo de Pizarro estaba cubierto de sangre.
—¡Parece que todavía vive! —exclamó Montenegro—. ¡Ayúdame!
Entre los dos hombres le quitaron la armadura y el escalpuil.
—¡Por los clavos de Cristo! —balbuceó Alcón—. Tiene siete heridas… y
todas ellas graves. Es imposible que sobreviva a esto.
—¡Llevémosle al bohío, con los demás heridos…!
En la choza más grande del poblado, que seguramente habría servido como
centro comunal a los nativos, se amontonaban los heridos. Varios hombres se
afanaban arrancando flechas, vendando, suturando y cauterizando las heridas.
Montenegro se dirigió al curandero de Medellín que se hallaba vertiendo
aceite hirviendo sobre una fea herida en el cuello de un soldado.
—¡Francisco! Cuida de nuestro capitán general. A ver si puedes hacer algo
por él…
El de Medellín dio instrucciones a un ayudante para que terminara de vendar
al soldado y se aproximó a Pizarro. Después de breve examen movió la cabeza
con un gesto de impotencia.
—Poco vamos a poder hacer por su merced —exclamó—. Tiene heridas muy
graves —se dirigió a uno de los soldados que le ayudaban—. Trae todo el aceite
hirviendo que encuentres…

Pero, en contra de la opinión del curandero, una semana más tarde, Pizarro
abrió los ojos por primera vez, medio inconsciente. Todavía presa de la fiebre, se
dirigió a una figura borrosa que se inclinaba sobre él.
—¿Cómo… cómo va la batalla?
El soldado que cuidaba de los heridos se inclinó a su lado.
—¿La batalla? De eso hace ya siete días, capitán. Habéis estado inconsciente
todo este tiempo, luchando entre la vida y la muerte.
—¿Ganamos…?
—¡Por Júpiter, que si ganamos, capitán! ¡Más de cien muertos dejaron los
hideputas pintarrajeados alrededor del campamento!
—¿Y los nuestros…?, ¿cuántos…?
—Diecisiete muertos, capitán.
Pizarro cerró los ojos con fuerza al oír la cifra. Por fin, los entreabrió para
preguntar.
—¿Y heridos…?
—Más de cincuenta. Pero la mayoría se está reponiendo. Vos sois el que más
grave estaba. ¡Que me pelen las barbas si daba un maravedí por vos!
—Llama… a Montenegro…, quiero hablar…
—Enseguida viene, capitán. Pero no os esforcéis. Necesitáis descansar.
Habéis perdido mucha sangre.
Pero, para cuando Montenegro acudió, Pizarro se había sumido otra vez en la
inconsciencia. No parecía probable que volviera a recuperarla.

Sin embargo, milagrosamente, una semana más tarde, Pizarro estaba, no sólo
en condiciones de hablar, sino también de tomar decisiones. Y éstas, por
dolorosas que fueran, había que tomarlas inmediatamente. En cualquier
momento podían sufrir otro ataque indio, una vez repuestos éstos del descalabro.
Además, las provisiones se estaban agotando.
El capitán general mandó llamar a sus oficiales. Cuando todos estuvieron
sentados en troncos que hacían las veces de taburetes alrededor de su camastro,
Pizarro se dirigió a ellos.
—Quiero, caballeros, que me digáis vuestra opinión sobre la situación actual.
¿Qué creéis que deberíamos hacer?
Montenegro fue el primero en contestar, actuando de portavoz de todos.
—Los hombres están agotados y mal alimentados. Más de la mitad están o
heridos o enfermos. Vos mismo necesitáis una larga convalecencia. Creemos que
lo más prudente sería volver a Panamá a por refuerzos, ya que Almagro no
termina de aparecer.
Pizarro meditó un largo tiempo las palabras de su capitán.
—¿No hay señal de él, entonces?
El tesorero de la expedición, Nicolás de Rivera negó con la cabeza.
—No hay el menor rastro, ni de él, ni de su nave, ni de sus hombres…
—¡Nos vendrían bien ahora! —musitó Pizarro conteniendo un gesto de
dolor.
—No podemos esperarles más tiempo.
—De acuerdo —asintió Pizarro de mala gana—. Volveremos a Panamá para
preparar otra expedición y ver lo que le ha pasado a Almagro. De todas formas
—dijo—, pensándolo bien, yo me quedaré en el poblado de Chicama. Prefiero
no aparecer por la capital, no sea que Pedradas ponga reparos a una nueva
entrada. Vos, Nicolás de Rivera, iréis con el oro que hemos rescatado a ver a mis
socios. ¡Traedme noticias de Almagro!

Diego de Almagro era un hombre preocupado. Paseando, inquieto, por el


puente de mando del navío oteaba inquieto la costa tratando de ver algún atisbo
de los hombres de Pizarro. Habían encontrado las huellas de ellos en el Puerto
del Hambre y leído las instrucciones que les habían dejado, enterradas en una
olla, al pie de una gran cruz. Por esa nota, sabían que se dirigían al sur. Pero de
eso ya hacía muchos días.
Almagro maldecía el viento y las corrientes contrarias, que le hacían avanzar
con grandes dificultades. Orzando y navegando de bolina apenas avanzaban
cuatro o cinco leguas diarias.
Por fin, cuando ya desesperaban de encontrar nada, llegaron a una gran
bahía.
—¡Hay un poblado, capitán! —gritó el vigía—. ¡Parece desierto!
—Desembarcaremos —dijo Almagro.
—Veo una cruz en un promontorio —anunció el vigía.
No tardó Almagro en hacerse con la misiva que le habían dejado los hombres
de Pizarro.
—¡Hace una semana partieron de vuelta a Panamá! —exclamó el capitán de
la expedición—. ¡Llegamos tarde!
Irritado, Almagro se volvió hacia sus oficiales.
—Nos volvemos —gritó—. Levaremos anclas en cuanto hayáis terminado de
hacer aguada y coger leña.
En la Isla de las Perlas, Almagro se enteró que su socio y amigo estaba en
Chicama, ya en territorio panameño.
¡Tenían que reunirse!

Cuando Pizarro vio entrar a su socio en su habitación le tendió la mano desde


su lecho.
—¡Por fin nos vemos! —exclamó—. ¿Qué te retuvo?
—¡Vientos, corrientes, burocracia…! —dijo Almagro acercando una silla a
la cama—. Llegamos al poblado en el que tuvisteis la batalla con los nativos una
semana después de que os fuerais. Luego, en la Isla de las Perlas me dijeron que
estabas herido… ¿Es grave?
—No… —refunfuñó Pizarro, incorporándose con una mueca de dolor—.
Alguna flecha extraviada…
—No le creáis —interrumpió el tesorero Nicolás de Rivera—. ¡Siete heridas,
a cuál más grave! ¡Nadie daba un maravedí por su vida!
—¡Pardiez con la flecha extraviada! —ironizó Almagro—. Nunca mejor
dicho eso de que… «mala hierba nunca muere».
Nicolás de Rivera abrió un pequeño aparador y sacó una jarra de vino.
—Creo que es una buena ocasión —dijo con una sonrisa— para que
celebréis vuestro reencuentro. Además, seguro que un buen vaso de vino ayuda a
cicatrizar las heridas de nuestro capitán.
Pizarro levantó su vaso a la vez que asentía.
—¡Por la próxima expedición! —brindó.
Los tres apuraron sus vasos con evidente satisfacción.
—Bien —dijo Almagro depositando su vaso en la mesa—. ¿Y ahora qué?
—Ahora —dijo Pizarro—, necesitamos nuevos hombres, más bastimentos y
otras embarcaciones.
—¿Qué información has obtenido sobre ese hipotético reino que existe más
al sur? —preguntó Almagro.
Pizarro se recostó en la cama.
—Todos los indios a los que hemos preguntado insisten sobre lo mismo: un
reino en el que abunda el oro. Parece ser que un gran rey, descendiente del sol —
según dicen—, gobierna con mano dura a millones de súbditos.
—¿Y no podría ser todo una patraña para que les dejemos en paz y nos
dirijamos al sur?
—No —dijo el tesorero rotundamente—. Es imposible que todos nos
cuenten la misma historia a lo largo de la costa. Tendrían que haberse puesto
todos de acuerdo previamente. Incluso en los pequeños detalles.
—¿Qué pequeños detalles?
—Viracocha, por ejemplo.
—¿Viracocha?, ¿y qué es eso de Viracocha?
—Parece que es un dios. Un dios blanco con barbas negras que se fue hacia
el mar hace muchos años y que esperan vuelva algún día a enseñorearse del
reino.
—La misma historia que los Aztecas contaron a los españoles en Méjico —
dijo Almagro pensativamente—. ¿Y tú quieres ser ese dios blanco…?
—¿Por qué no? —dijo Pizarro.
—Bien —dijo Almagro—. Pues habrá que empezar a dar los primeros pasos
para conseguir que lo seas. Y el primero de todos es tener la autorización de
Pedradas Dávila.
—¿Habrá algún problema para conseguirla?
Nicolás de Rivera se sirvió un poco más de vino de la jarra.
—El ambiente en Panamá está enrarecido —dijo—. Francisco Hernández, el
capitán que el gobernador había mandado a Nicaragua, parece ser que se ha
rebelado contra la autoridad, y Pedradas está reclutando gente para perseguirlo y
castigarlo. No es fácil, pues, conseguir hombres para nuestra empresa. Por otro
lado, después del fracaso de Andagoya, las noticias sobre la dureza del territorio,
amén del número de bajas que hemos tenido en nuestra expedición, no se puede
esperar que los voluntarios hagan cola para enrolarse.
—¡Pues tenemos que conseguir hombres y permiso! —insistió Pizarro—. ¡Y
cuánto antes! —luego se volvió hacia su socio— ¡Diego, ve a ver a nuestros
socios y explícales la situación! ¡Consigue la aprobación de Dávila como sea…!
La presión ejercida por Almagro, Hernando Luque y por el juez Espinosa,
hizo que el gobernador cediera, por fin, a las pretensiones de los demás socios.
—Pero con una condición —dijo—, que Almagro tenga la misma autoridad
en la empresa que Pizarro.
Aunque no lo dijo, resultaba evidente para los que le conocían bien, que
Dávila tenía miedo de que surgiera un nuevo Balboa con prestigio (Pizarro) y le
hiciera sombra.
La sociedad volvió a constituirse ante el escribano público Hernando del
Castillo, entregando Luque a los capitanes 20.000 pesos en barras de oro. Éstos
se dieron por receptores. Juan de Panes firmó por Pizarro, y Álvaro de Quirós
por Almagro, ya que ninguno de los dos sabía escribir.
Después de este acto ya sólo quedaba poner a punto la expedición.
El 15 de enero de 1526 se celebró una solemne misa, oficiada por Luque, que
partió la hostia consagrada en cuatro partes, recibiendo cada socio una de ellas.
Por fin estuvieron prestos los tres navíos con una tripulación de ciento
sesenta hombres. La pequeña flota zarpó el 25 de enero dirigiéndose sin titubeos
hacia el río San Juan. La larga navegación en contra de vientos y corrientes
volvió a ser la triste protagonista de la jornada haciendo que las singladuras
fueran interminables. Debido a lo prolongado del viaje, los expedicionarios se
vieron obligados a recalar en la costa en numerosas ocasiones para hacer aguada
y recoger leña, al tiempo que trataban de aliviar el consumo de los víveres
mediante la pesca y la caza.
Por otra parte, los indios seguían siendo hostiles y les atacaban en cuanto
desembarcaban, produciendo continuas bajas. A esto se unía la hostilidad de la
naturaleza: víboras venenosas, boas, anacondas y, sobre todo, unos enormes
lagartos que los naturales llamaban caimanes, y que tenían veinticinco pies de
largo. Éstos, al sentir en el agua cualquier persona o animal, le cogían entre sus
fauces y llevaban al fondo donde los comían.
En el río San Juan se hizo un alto y se llevó a cabo un recuento de las
pérdidas. Éstas eran muchas, no sólo por los ataques de los indios, sino también
por enfermedades diversas debidas a picaduras de mosquitos y envenenamientos.
Había que tomar medidas.
—Creo —dijo Pizarro— que uno de los tres barcos tiene que regresar a por
provisiones.
Almagro asintió lentamente.
—Yo iré. Me llevaré a los más enfermos y los que deseen volver a casa. No
tardaré en regresar con más hombres y bastimentos.
—De acuerdo —concedió Pizarro—. Os esperaremos aquí, y… ¡por los
clavos de Cristo!, ¡no tardéis!
Bartolomé Ruiz, capitán al mando de la tercera nave, era un hombre
pequeño, pero de enorme resistencia física. Nacido en Huelva, llevaba
navegando desde los trece años. Era, sin duda, el mejor piloto de las Indias.
—Si no os importa, caballeros —dijo—, mientras esperamos la vuelta de
Diego de Almagro, yo podría hacer alguna singladura con mi nave hacia el sur.
Me llevaría una treintena de los hombres más fuertes.
—Eso podría ser interesante —asintió Pizarro vigorosamente—. Y si
pudierais traer alguna muestra de ese fabuloso reino, mejor que mejor.
—Trataré de capturar a alguien cubierto de oro —sonrió Ruiz—. Será una
señal inequívoca que estamos en el buen camino.
Aquella singladura iba a resultar decisiva en la expedición.

Al día siguiente, apenas había comenzado a asomarse una enorme bola de


fuego por el lejano horizonte cuando los capitanes de dos naves daban la misma
orden.
—¡Izad el ancla! ¡Largad velas!
Mientras una de ellas, dejaba caer todas las velas para aprovechar los vientos
que soplaban de forma permanente del sur, y tomar rumbo norte, la otra
maniobraba con la vela mayor para orzar y poder ganar a duras penas la dura
batalla que tenían que librar los marineros contra el viento. La nave de
Bartolomé Ruiz tomó rumbo Oeste esperando ganar algún grado para luego girar
al Este. Orzando de esa manera y navegando en bolina, el barco avanzaba
lentamente en contra del viento, rumbo sur.
Mientras los marineros se esforzaban por mantener las velas en un ángulo
apropiado, el grumete de turno desgranaba la cantinela del amanecer.
«Bendita sea la luz, y la Santa Veracruz
y el Señor de la Verdad, y la Santa Trinidad;
Bendita sea el alma, y el Señor que nos la manda;
Bendito sea el día, y el Señor que nos lo envía».
Al poco tiempo se oyó la cantinela del grumete que se encargaba de dar la
vuelta al reloj de arena cada media hora, junto al timón.
«Buena es la que va,
Mejor es la que viene.
Seis son pasadas y en siete muele.
Más molerá si Dios quisiere,
Cuenta y pasa, que buen viaje faza».
La navegación del barco de Bartolomé Ruiz siguió su curso errático durante
varias semanas descubriendo el pueblo de Cancebí, la punta de Passaos, una isla
que llamaron del Gallo, por ser un canto de ese animal lo primero que oyeron al
acercarse, después, una gran bahía que llamaron de San Mateo, y por fin las
tierras de Coaque.
Llevaban sesenta días de navegación y Bartolomé Ruiz estaba considerando
que había llegado el momento de dar la vuelta, cuando, de repente, la voz del
vigía le hizo salir de su camarote.
—¡Hay una pequeña embarcación a estribor, capitán!, ¡parece una balsa!
Ruiz miró en la dirección que señalaba el vigía, pero desde cubierta apenas
se podía ver una mancha que subía y bajaba con las olas. Ciertamente no era una
canoa de las que se veían por el litoral y que usaban los indios para pescar.
—Es una balsa —confirmó el vigía—, y está tripulada por unos seis
hombres.
—¡Una balsa! —exclamó Ruiz—. Una balsa significa transporte de
mercancías, cosa que hasta ahora no hemos visto en ninguna parte en las Indias.
¿Habremos llegado al fabuloso reino de los incas?
Según se acercaban, resultaba evidente el temor de los nativos, quienes
trataban de ganar la costa antes que les alcanzara aquel enorme monstruo que se
dirigía amenazador hacia ellos.
Se podía ya distinguir a simple vista el contenido de la balsa y sus
tripulantes. Eran seis, efectivamente, pero lo que más impresionó a los
castellanos fue que iban vestidos. Todos llevaban pantalones y camisas.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Ruiz—. ¡Van vestidos con ropa de
algodón y usan velas como las nuestras!
La balsa estaba formada por la unión de una serie de troncos enormes
fuertemente unidos entre sí. En el centro había una especie de choza donde la
tripulación se podía resguardar de los elementos. Y, fuertemente sujetos, se
encontraban unos fardos que contenían la mercancía que transportaban.
Curiosamente no se veía ningún timón o nada que se le pareciera.
—Usan unas tablas para cambiar de dirección —observó el piloto—. Tiene
cuatro en la popa y las sumergen más o menos según el rumbo que quieran
tomar. ¡Nunca había visto nada parecido!
Cuando, por fin, llegaron a la altura de la balsa, Ruiz no pudo contener un
silbido de asombro. Todos los tripulantes llevaban algún adorno de oro.
Colgantes, brazaletes, sortijas… Si unos simples braceros llevaban semejantes
joyas, ¿qué no habría en los templos y palacios de una civilización tan avanzada?
—¡Subidles a bordo! —ordenó—. ¡Subid, también esos fardos, si son
comida nos pueden venir muy bien!
Los seis nativos subieron a bordo con los ojos desorbitados por el terror.
Miraban a su alrededor como quien no daba crédito a lo que veía. Sólo se
adivinaba una palabra que repetían constantemente con labios trémulos.
—¡Viracochas!, ¡Viracochas!
—¿Qué querrán decir con eso de Viracochas? —exclamó el piloto.
—Creo que nos toman por dioses —dijo Ruiz—. Viracocha debió ser algún
personaje blanco como nosotros, de largas barbas negras, que elevaron al rango
de dios. Por lo tanto, nosotros somos sus descendientes.
—Está bien eso —rió el piloto—. ¡Pues a ver si nos adoran y nos dan un
poco de su oro!
Cuando subieron los fardos pudieron comprobar que se trataba de ropa en su
mayoría, pero para su alegría, también había uno que contenía orfebrería,
adornos, máscaras, y colgantes de oro macizo.
—¡Por San Blas! —gritó Ruiz alborozado—. Esto nos avala definitivamente.
¡Ya podemos volver y enseñar a todos lo que hay en este reino! ¡Oro!, ¡oro a
paladas!
Cuando se pasó el entusiasmo inicial, el contramaestre se dirigió a Ruiz.
—¿Qué hacemos con los nativos, capitán?
—Nos los llevamos. Quizá nos puedan servir como intérpretes.
—¿Y la balsa?
Ruiz se encogió de hombros.
—Dejadla a la deriva. No podemos llevarla con nosotros.
—¡Es una pena! —masculló el piloto—. Me gustaría saber cómo navegan
con semejante artilugio. ¿Qué clase de timón será ése?

Cuando Bartolomé Ruiz llegó a la desembocadura del río San Juan se


encontró con que la nave de Almagro hacía dos días había llegado con
provisiones de boca y ochenta hombres de refresco.
Evidentemente, las noticias que traía provocaron el entusiasmo de todos. Lo
que les mostraba era algo tangible. No eran rumores ni leyendas. Aquel reino
empezaba a tener visos de realidad.
Los seis prisioneros fueron interrogados una y otra vez, juntos y por
separado. ¡Había que conseguir que aquellos hombres aprendieran a hablar
castellano!
Por lo que pudieron sonsacarles, resultaba claro que venían de un gran reino
y que su tierra estaba regida por un gran monarca que tenía una enorme
autoridad y orden dentro de su territorio.
Las buenas nuevas que aportaba Bartolomé Ruiz se unieron a las que había
traído Almagro, que eran la destitución de Pedradas Dávila como gobernador de
Panamá. Le había sucedido en el cargo, Pedro de los Ríos, quien estaba tratando
de poner un poco de orden en el caos administrativo del istmo. El nuevo
gobernador consideraba a Almagro como el alma de la expedición y por aquella
razón le había sido posible reclutar nueva gente.
—¡Bien, señores! —exclamó Pizarro—. ¿A qué esperamos? ¡Partamos
inmediatamente rumbo sur!
—Sugiero que nos dirijamos a la bahía de San Mateo —dijo Ruiz.
—¿Hay algún poblado?
—Sí. Aunque no pudimos ver de cerca a los nativos, pues huyeron cuando
desembarcamos.
Pizarro miró a lo alto del mástil. Por un momento le pareció ver dibujada en
el cielo, la figura de un ángel. Con el brazo extendido señalaba hacia el sur.
—¡Nos esperan! —dijo.
Capítulo III

La isla del Gallo

C uando la pequeña flota llegó a la bahía de San Mateo, la recepción de los


nativos no fue diferente a la que había tenido Bartolomé Ruiz. Los indios
habían desaparecido de la faz de la tierra. Solamente quedaba de ellos los restos
de comida que no habían podido llevarse y unas gallinas y cabras deambulando
por entre las chozas.
—Hemos encontrado un par de indios que no han podido huir con los demás,
capitán.
Pizarro se volvió hacia el soldado que le hablaba. Era Domingo de Soraluce.
Venía al frente de un grupo de soldados y entre ellos caminaban con dificultad
dos nativos que deberían tener más de cien años a juzgar por las arrugas de sus
rostros.
—¡No me extraña que no hayan podido huir! —exclamó—, ¡lo increíble es
que puedan andar…!
—Los he traído, más que nada, porque quiero que veáis esto, capitán —dijo
el joven vasco señalando sus rostros—. Fijaos bien.
Pizarro miró atentamente entre las arrugas y se pasó pensativamente una
mano por la barba.
—¡Por Júpiter! —dijo—. Juraría que son granitos de oro lo que les brilla en
la cara.
—Lo son, capitán —afirmó Domingo—. Esta gente se hace agujeritos en los
carrillos donde introducen los granitos de oro. Seguramente se harán ésa
«cirugía» cuando son niños, pues ahora el oro forma ya parte de su piel.
—Me gustaría ver al resto de la tribu —musitó Pizarro.
Pero no tuvo ocasión el capitán general de ver cumplido su deseo, pues a los
pocos días de permanecer en aquel paraje resultó evidente que los nativos no
iban a volver mientras ellos estuvieran allí. Debían seguir hacia el sur lo más
rápidamente posible, si querían subsistir. Había que llegar al reino de los «incas»
mientras les quedaban víveres. Dieron al poblado el cristiano nombre de
Santiago y zarparon rumbo sur.
Las naves tardaron diez días en llegar a Catamez. Esta población era la más
importante que habían visto desde Panamá. A juzgar por el número de bohíos,
no bajarían de treinta mil habitantes.
Según se iban acercando las naves al puerto, contrario a lo que había pasado
en los otros poblados, los nativos se iban arremolinando en la orilla. Y,
ateniéndose a los gestos que hacían, no parecía que la recepción iba a ser muy
amistosa.
Estaba claro que había que hacer una demostración de fuerza si querían que
les respetaran.
—¡Cargad los cañones!
Cada nave llevaba una espingarda a proa y dos pequeñas lombardas, que los
artificieros se apresuraron a asomar por los pañoles. Los grumetes corrieron a las
bodegas para subir las pesadas bolas de hierro y cubos de pólvora.
—¡Arcabuceros!, ¡carguen sus armas!
Los soldados se apresuraron a introducir la pólvora en los cañones de sus
arcabuces. La aprisionaron con la baqueta, introdujeron la bola, añadieron un
poco de pólvora fina en la recámara y colocaron la mecha encendida en posición.
Pizarro esperó hasta que todos hubieran hincado la horquilla en la madera de
la cubierta y apoyado el pesado arcabuz en ella. Las mechas ardían
silenciosamente a escasos centímetros de la pólvora; un pequeño movimiento del
gatillo y pondría a ambos en contacto.
—¡Fuego!
Un trueno prolongado, reverberando en las cercanas colinas, hizo que un
millón de aves multicolores llenaran los cielos, al tiempo que inundaban el aire
de enérgicas protestas.
—¡Fuego a discreción!
Los miles de indígenas que se habían congregado en la orilla con actitud
amenazadora contemplaban incrédulos y atónitos a sus compañeros muertos y
mutilados sin que aquellos hombres desconocidos hubieran todavía puesto un pie
en tierra. ¿Quiénes eran semejantes seres que de tal forma dominaban el trueno y
los rayos?
Los indígenas que estaban en la parte de atrás comenzaron a retroceder
lentamente. Los que estaban cerca del agua se miraban entre sí inquietos y
contemplaban con ojos temerosos las negras bocas de aquellos objetos por donde
había salido el fuego mortal. En el suelo, retorciéndose de dolor, había más de
cien heridos cuyos alaridos se mezclaban con el chillido de los pájaros formando
un formidable estruendo cacofónico.
De repente, antes de que los nativos hubieran asimilado lo que aquello
significaba, comenzaron otra vez los truenos. Esta vez eran aislados, más
pequeños, pero continuos.
Aquello fue demasiado para el ánimo de los indígenas. Empujándose en
tropel, dieron media vuelta y se lanzaron en busca de su salvación en las
cercanas colinas.
Los españoles desembarcaron sin oposición, encontrándose con un pueblo
vacío y docenas de cuerpos mutilados en la playa.
Los dos capitanes, Almagro y Pizarro decidieron establecerse en aquel
poblado para intentar recuperar a los soldados enfermos.
—Tenemos que encontrar comida —exclamó Almagro—. A ver qué nos ha
dejado esta gente.
Pero, desgraciadamente para los castellanos, los nativos eran gentes que
vivían al día. No poseían cultivos de yuca o maíz. Y si los tenían, no había rastro
de estos cereales en el poblado. Parecían vivir de la pesca, los moluscos y los
frutos y verduras que proporcionaba la selva.
Los dos capitanes se reunieron con los oficiales una vez que se convencieron
de que no podrían conseguir mucho avituallamiento en Catamez.
—No podemos continuar mucho tiempo en este poblado —dijo Pizarro—.
Tenemos que continuar hacia el sur, hacia ese imperio de los «incas», donde la
gente teje y tiñe telas y se embarca en almadías.
Almagro se volvió hacia Ruiz.
—¿A qué distancia está de aquí ese lugar?
—La distancia no es mucha, pero teniendo siempre el viento en contra,
tardaremos todavía casi un mes en llegar.
—Es demasiado —dijo Almagro—. Tenemos muchos enfermos que no
resistirán. Habría que mandar un barco a por refuerzos, tal como lo hicimos
antes.
—¿Y dejar aquí a los demás?
—Es demasiado arriesgado. Los nativos no tardarían en atacar en cuanto
supieran que se han ido lo más fuertes. Antes ya lo hicieron en Puerto Quemado.
Bartolomé Ruiz pasó la mano por el mentón.
—Tenemos la Isla del Gallo, que os mencioné en su día. No está muy lejos
de aquí y no parece estar muy poblada. Los que se queden podrán defenderse
muy bien en ella.
—Vayamos allá y decidiremos —sugirió Pizarro.
Luchando siempre con vientos contrarios, las tres naves tardaron cuatro días
en poder desembarcar en aquel islote de diez leguas de perímetro.
—La defensa, desde luego, está garantizada —exclamó Pizarro—. Está
demasiado lejos de tierra firme para que los nativos se atrevan a acercarse con
sus canoas. Otra cosa es la comida, no parece que aquí haya mucha caza.
Bartolomé Ruiz se encogió de hombros.
—Esta gente subsiste de la pesca —dijo—. Los que se queden tendrán que
aprender a pescar. Los seis prisioneros incas podrían enseñarles.
Pizarro movió la cabeza dubitativamente.
—Me temo que no es tan sencillo. Los castellanos estamos acostumbrados a
otro tipo de comida, como tocino, morcilla, queso, pan y vino. En cuanto nos
falta eso, el cuerpo se resiente y enferma.
—¡Lo sé! —suspiró Almagro—, ¡lo sé! Por eso tenemos que regresar a
Panamá.
—¡Espero que el gobernador no ponga inconvenientes! —dijo Pizarro.
—Mal se puede oponer a que traigamos avituallamiento a los que se queden
aquí…
Pizarro torció el gesto.
—No me fío mucho de los gobernadores… Y más todavía cuando hay
mucho descontento entre los hombres. Hay que reconocer que, hasta ahora, lo
único que hemos tenido han sido padecimientos, desventuras, muertes,
enfermedades y hambre… mucha hambre. Y, por lo que veo, en esta isla vamos
a pasar mucha más.
Almagro asintió.
—No sería mala idea el prohibir a los que se queden en la isla que escriban a
sus familiares. Así nos evitaríamos que llegasen a Panamá noticias
descorazonadoras.
—Me parece bien —dijo Pizarro.
Finalmente se decidió que ochenta y seis hombres, la mayoría enfermos o
tullidos, se quedaran en la isla con Pizarro y que dos de los barcos, capitaneados
por Almagro y Ruiz volvieran a Panamá en busca de auxilio. Quedaba prohibido
escribir a casa.
Sin embargo, nadie contaba con un marinero llamado Sorabia, que, con el
pretexto de que le tejieran una manta en Panamá, envió un ovillo de algodón.
Dentro del ovillo iba una larga carta, con muchas firmas, en la que Sorabia
contaba los padecimientos experimentados, la pobreza de la tierra, la hostilidad
de los indios y el hambre que pasaban. Pedía a sus familiares que hicieran llegar
la carta a manos del gobernador.
En la misiva iba incluida una coplilla irónica:
Pues Señor Gobernador,
mírelo bien por entero;
que allá va el recogedor
y aquí queda el carnicero.
La coplilla iba a proporcionarles disgustos.

Cuando Almagro llegó a Panamá se entrevistó inmediatamente con Pedro de


los Ríos.
—Traemos buenas noticias, gobernador —dijo nada más entrar—. Sabemos
dónde está el famoso reino de los «incas».
Pedro de los Ríos ordenó a un sirviente que trajera un refresco y le acercó
una silla de madera repujada.
—Tomad asiento, maese Almagro —dijo amablemente—, y contadme todas
vuestras aventuras.
El socio de Pizarro le relató de forma detallada todo lo ocurrido desde que se
habían visto por última vez, evitando mencionar el número de bajas que habían
sufrido y los padecimientos que habían pasado los que se habían quedado atrás.
—Y os he traído —añadió— las joyas de oro y los fardos de ropa que los
«incas» llevaban en su almadía.
—¿Y qué habéis hecho con esos «incas»?
—Se han quedado en la Isla del Gallo, con Pizarro.
—Me habría gustado verlos y, quizá, interrogarles.
—Puedo responderos lo mismo que habrían hecho ellos, puesto que nosotros
les interrogamos infinidad de veces.
—¿Y qué dicen de ese reino tan fantástico?
—Dicen que les enseñorea un gran monarca cuyo reino se extiende hacia el
sur, abarcando un enorme territorio. Nadie parece pasar hambre en su reino, y el
orden impera en sus cuatro rincones. Dan a entender que el tal emperador posee
un enorme ejército compuesto por muchos miles de feroces guerreros, y que sus
territorios están entrecruzados por anchos y bien cuidados caminos reales.
—No parece que va a ser una cosa fácil apoderarse de semejante reino —
exclamó el Gobernador—. Os harían falta, por lo menos, mil soldados bien
pertrechados.
—Hernán Cortés conquistó Nueva España con la mitad…
—¿Y vuestras mercedes quieren imitarle?
—Creemos que es posible —asintió Almagro firmemente convencido.
—Dejadme pensarlo —dijo el gobernador.
Sin embargo, para desgracia de Almagro, el gobernador fue informado de la
carta de Sorabia. El gracejo extremeño de la coplilla disolvió prácticamente todo
lo que se había conseguido, a base de tantas vidas humanas y sacrificios de los
soldados.
Aquellas líneas hicieron meditar a Pedro de los Ríos sobre la tremenda
sangría de hombres que estaba sufriendo Panamá, por culpa de las expediciones
iniciadas en tiempos de Pedradas. En su opinión, el mandar a ochenta o cien
hombres a la conquista de los incas era como enviarles al matadero. Por lo que
se negó a autorizar la salida de Almagro.
Lo que hizo, por humanidad, fue enviar dos barcos para que fueran a recoger
a los hombres que habían quedado en la Isla del Gallo.
Una persona de su absoluta confianza, Juan Tafur, fue el encargado de llevar
a cabo la misión. Sus órdenes eran claras y concisas: había que repatriar a
Panamá a todos los que, siguiendo a Pizarro en su insistencia, permanecían
varados en una isla inhóspita.
Los barcos de recogida llegaron a la Isla del Gallo con órdenes tajantes de
que todos se embarcaran para Panamá. Pero…, tan sigilosamente como había
llegado la carta de Sarabia al Gobernador, iba en esta expedición de rescate una
misiva para Pizarro de sus socios Almagro y Luque. En ella le instaban para que
no regresara y esperara… aunque hubiere de reventar.

Cristóbal de Peralta era un hombre de treinta y tres años, hijodalgo de


Mondragón, villa de Guipúzcoa. Tal como lo había hecho Hernán Cortés,
también él había dejado los estudios en Salamanca para buscar la fortuna en las
Indias. Poseedor de una fuerte voluntad, no estaba dispuesto a volver a su tierra
hasta hacer fortuna, aunque en ello le fuera la vida.
Vasco, como el joven Domingo de Soraluce, había hecho gran amistad con
él.
—¿Qué estás escribiendo esta vez? —preguntó el joven de Fuenterrabía
señalando los folios que Peralta rellenaba incansablemente.
—La crónica de La Jornada de Pizarro. ¿Quién sabe si en un futuro me
puede proporcionar una fortuna?
—¿Crees tú que llevaremos a buen término esta expedición?
—No tengo ninguna duda de ello.
—¿Tienes confianza en Pizarro?
—Absoluta. Es el mejor.
—¿Qué sabes de él?, ¿por qué no me cuentas algo sobre sus inicios?
Peralta dejó la pluma de ave en el tintero y se puso cómodo. Los dos
hombres estaban en una de las muchas chozas que los hombres de la expedición
habían construido para protegerse del sol y de la lluvia.
—Pues, verás. Francisco Pizarro nació en Trujillo en el año 1468. Fue el hijo
bastardo de Gonzalo Pizarro, a la sazón alférez, y más tarde capitán, de los
tercios españoles en Flandes, y de Francisca González, que era sirvienta en un
convento de monjas, llamado de San Francisco del Real. Gonzalo Pizarro nunca
reconoció a Francisco como hijo suyo, ni nunca estuvo enamorado de «la
Ropera», como conocían a la joven madre. Ésta fue expulsada del convento al
notarse su embarazo, y tuvo a su hijo en la casa de su padrastro. Mientras ella
daba a luz, Gonzalo Pizarro marchaba a conquistar la gloria por medio de las
armas. Para conseguirla luchó durante largos años, aunque la muerte le alcanzó
sin que su nombre pudiera pasar a la posteridad.
»Así pues, el niño creció sin el cariño y el sostén de un padre. Y las puertas
de la casa solariega de los Pizarros estuvieron siempre cerradas para él. Con el
tiempo, su madre se volvió a casar con un tal Martín de Alcántara, de quien
también tuvo un hijo, llamado, así mismo, Francisco, aunque se apellidara
Martín de Alcántara González. Francisco Pizarro sabía que por sus venas corría
sangre noble, y que además tenía la certidumbre de su semejanza física con los
demás retoños de los Pizarros. Desde fuera, el joven Francisco contemplaba la
mansión paterna, dentro de la cual habitaban otros niños y niñas hermanos
suyos.
Cristóbal de Peralta tomó un pellejo de agua y echó un largo trago. Se secó la
boca con el dorso de la mano y respiró profundamente.
—¿Quieres que siga con la narración? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Domingo—. Es muy interesante. Al menos, así
sabré algo sobre el hombre que nos llevará a la fortuna o…
—Sí, a la muerte…
—Exacto. Sigue, por favor.
—Pues, como sabes, según la ley de la hidalguía, un hijo de hidalga y
villano, es villano; pero un hijo de hidalgo y villana es hidalgo. Por ese motivo,
el hijo de «la Ropera» disfrutó de la hidalguía y fue bautizado en la iglesia
parroquial de Trujillo bajo la invocación de San Miguel, y, por eso, se le impuso
el nombre de Pizarro, del padre, pese a que éste no le reconoció oficialmente.
»Poco cuenta nuestro capitán de su niñez, pero parece ser que creció bajo la
custodia de unos labradores, los cuales, si bien le enseñaron a rezar, nunca pudo
aprender a leer ni escribir. Su escuela fue la calle. Parece ser que el abuelo de
Francisco Pizarro a menudo atisbaba a su nieto desde la ventana, y un día pudo
más la sangre que el orgullo y le mandó llamar. Le recibió en secreto y le colmó
de regalos. Pero eso no significó que el niño se quedase a vivir con su abuelo
paterno. Con todos sus regalos, el niño volvió a casa de los labradores. Como
uno más de la familia, el mozuelo se ganaba su sustento ayudando en la siembra,
colaborando en la cosecha, guardando vacas, ovejas, cabras y puercos.
»Ocurrió que, cuando era ya mozo, la peste porcina atacó a la piara que
guardaba, cosa muy corriente en Extremadura, con la mala suerte de que se le
murieron todos los cerdos en dos días. Según dice él mismo, tuvo miedo de
volver a casa y se unió a unos caminantes que se dirigían a Sevilla. Parece ser
que allí juró que algún día, las puertas de la mansión solariega de los Pizarros se
abrirían cuando él regresara de conseguir ínsulas e imperios de los que en los
libros de caballería conquistaban los caballeros andantes.
—¿Y qué pasó en Sevilla? —preguntó impaciente Domingo.
Cristóbal de Peralta sonrió ante la impaciencia de su joven amigo, y echó
otro trago de agua.
—Con tanto hablar se seca la boca, ¿sabes?
—Sigue, anda, sigue.
—Pues, bien, según suele contar el capitán, allá en Sevilla vio por primera
vez lanzas y espadas, hierros y aceros. Pasó por allí un regimiento que iba a
embarcar en las galeras que les llevarían a tierras lejanas, donde la sangre
española se iba derramando para forjar —lo que le gustaba llamar—, «la gloria
imperecedera del imperio». Ésta era la respuesta a sus preguntas. Ésa era la
solución a sus problemas. La carrera de las armas sería el camino que le
conduciría a la ansiada gloria. Francisco Pizarro no vaciló y se alistó en las
huestes que marchaban hacia Italia. Fue a combatir al francés, a las órdenes de
Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.
»Aunque Pizarro nunca destacó en las luchas contra los franceses, Italia fue
donde nuestro capitán aprendió las artes de la guerra, teniendo nada menos, que
al Gran Capitán por maestro. Por aquellas fechas no se hablaba de otra cosa que
de los descubrimientos que un tal Cristóbal Colón había efectuado al otro lado
del océano. Se hablaba de enormes territorios por descubrir, y minas de oro por
explotar. No era de extrañar, pues, que nuestro capitán se sintiera tentado en
probar suerte en estas Indias como las llamaban. Así que se fue a España y
coincidió en Sevilla con Nicolás de Ovando, que iba a gobernar La Española por
encargo de los Reyes Católicos. Llevaba con él una armada de treinta naves.
Nuestro capitán se enroló al servicio del nuevo gobernador, llegando a La
Española en 1502.
—¿Qué años tenía entonces? —preguntó Domingo haciendo un esfuerzo
para calcularlos.
—La edad que tengo yo ahora, treinta y cuatro años.
—¿Y qué hizo en La Española?
—Francisco Pizarro colaboró durante cinco años en la pacificación de la isla.
En ese tiempo se distinguió como buen soldado, sereno y duro. Aquí, en las
Indias, no se concede importancia a que uno sea hijo natural o legítimo. En
cambio, sí se concede valor al hecho de que un individuo sea un buen soldado.
Pizarro lo es y por eso es amigo de todos. Además, en Santo Domingo se había
formado una especie de corte, aunque minúscula, y Pizarro fue admitido en ella.
Allí aprendió cortesanía, adquiriendo el porte noble y distinguido que tiene
actualmente. También allí conoció al impetuoso Alonso Ojeda, el Caballero de
la Virgen, el mismo que apresó al cacique indio Caonabó. Cuando Ojeda marchó
hacia Veragua, Pizarro marchó con él en calidad de lugarteniente.
»Es curioso notar que uno de los que se apuntaron para zarpar con Ojeda era
un tal Hernán Cortés, que no pudo hacerlo por causa de una enfermedad
inoportuna. El caso es que la flota, comandada por Ojeda y Juan de la Cosa,
zarpó hacia el golfo de Urabá. Juan de la Cosa, que ya había navegado por
aquellas aguas, aconsejó a Ojeda que no se adentrara en la selva ya que los
indígenas usaban un veneno mortal en la punta de sus flechas. Pero Ojeda,
impetuoso como siempre, no hizo caso de los consejos. Desembarcó dispuesto a
hacer prisioneros para venderlos luego como esclavos y así costearse una nueva
expedición. No tardaron en encontrarse con los indios, que, a los primeros
disparos, huyeron en desbandada.
»Entusiasmado por esta primera victoria, Ojeda persiguió a los fugitivos sin
hacer caso de los consejos de Juan de la Cosa, quien le siguió a pesar suyo.
Cuando los españoles del grupo de Ojeda llegaron a un inmenso claro, los
indígenas les estaban aguardando. Y aunque también en esta ocasión la victoria
sonrió a los españoles, fue allí cuando recibieron en su carne el resultado del
famoso curare. No obstante, Ojeda se empeñó en perseguir a los nativos hasta su
poblado, en medio de la selva. Una vez más, Juan de la Cosa le advirtió de la
temeridad de semejante acción, pero Ojeda siguió adelante hasta encontrarse con
el poblado abandonado. Pero cuando empezaron a registrar las cabañas, cayó
sobre ellos una multitud de indios que les impidió agruparse.
»Sólo entonces comprendió Ojeda la locura que acababa de cometer. El
pequeño espadachín se abrió paso entre la multitud de indios que le cercaban, e
increíblemente las flechas parecían respetarle. Todos los españoles que le
acompañaban habían ido cayendo —unos setenta—, cuando llegaron los
refuerzos de Juan de la Cosa. El piloto cántabro se lanzó en ayuda de su amigo
recibiendo una lluvia de flechas en su armadura. No obstante, a pesar de la
protección que ésta le proporcionaba, recibió un pinchazo que a la larga sería
mortal. Cuando Ojeda llegó a la costa, se dio cuenta de que nadie le seguía.
Todos los que le acompañaban y los que habían ido a rescatarle habían muerto
por su causa, incluyendo a Juan de la Cosa.
»Allí le encontraron, Pizarro y sus compañeros que le estaban buscando. Con
los refuerzos de Pizarro, Ojeda volvió de noche sobre el poblado, matando
absolutamente a todos, incluyendo a mujeres y niños. Poco después, Ojeda y
Pizarro levantaron un fuerte en un altozano, al que llamaron San Sebastián. Pero
los indios les atacaban casi diariamente y el aprovisionamiento era difícil. En las
salidas que hacían los españoles en busca de provisiones, morían siempre
algunos hombres debido al veneno en medio de espantosos sufrimientos. Ojeda
tenía fama de invencible pues nunca le tocaban las flechas por más que se
lanzase en medio de los indios. Sin embargo, un día, una flecha le atravesó una
pierna y Ojeda ordenó a Pizarro que le cauterizara la herida con una espada al
rojo. A continuación, le aplicaron unos paños empapados en vinagre.
»Aunque nadie creía que Ojeda sobreviviría a tan espantosa cura, el caso es
que pronto empezó a mejorar. Al cabo del tiempo, estaba claro que había que
marchar en busca de refuerzos. Ojeda fue el encargado de hacerlo, mientras
Pizarro se quedaba al mando del fuerte con un centenar de hombres. Le dijo que
si no volvía antes de cincuenta días es que nunca lo haría. Así pues, Pizarro
tendría que tomar una decisión si transcurría el tiempo establecido sin tener
noticias.
»Cincuenta días más tarde, Pizarro se embarcó con sus hombres en las dos
naves y consiguió llegar a Cartagena de Indias donde se preparaba una
expedición de socorro para los defensores del fuerte de San Sebastián. Cuando
Pizarro regresó al territorio de Veragua, halló que todo había sido destruido. Fue
en aquella expedición en la que nuestro hombre conoció a Vasco Núñez de
Balboa. Inmediatamente, los dos hombres se sintieron atraídos por una profunda
amistad y Balboa hizo de Pizarro uno de sus capitanes favoritos. Tanto así, que
fue uno de los hombres que le acompañaban cuando descubrió el mar del sur.
—Y, sin embargo, pocos años después tuvo que llevarle prisionero ante
Dávila quien lo mandó decapitar… —comentó Domingo.
—Así es —concedió Cristóbal de Peralta que aprovechó la interrupción para
echar otro trago de agua—. Y, a menudo, dice Pizarro, que ésa fue la tarea más
ingrata que ha tenido que realizar en su vida.
—El caso es que la carrera de Pizarro seguía su camino ascendente. Poco
después, como segundo del Capitán Gaspar de Morales, tomó parte en la toma
de posesión del Archipiélago de las Perlas. Y luego, marchó en una nueva
expedición en busca de oro y riquezas. Durante cinco años residió en Panamá,
marchando dos veces a templarse en las luchas para el sometimiento de las tribus
de Veragua. Fue durante estos combates que recibió el título de capitán.
Domingo de Soraluce asintió cuando su amigo hubo terminado el relato.
—Según tengo entendido, Pizarro posee una gran hacienda en Panamá que le
hace uno de los hombres más ricos del istmo…
—Bueno, sí que es verdad que tiene una hacienda a medias con Diego de
Almagro y que los dos se han hecho ricos, pero también es verdad, que han
puesto todo su dinero, y mucho más, en esta empresa.
—Así que si fracasan volverán arruinados…
—Así es. Por eso tengo tanta confianza en ese hombre. No puede fracasar.
La llegada de los barcos de Tafur, pilotado uno por Bartolomé Ruiz, provocó
una inmensa alegría y alborozo entre los hombres de Pizarro que abrazaron a los
marineros como si vinieran a liberarlos de la prisión más horrenda.
En el puente de mando de una de las naves estaba Bartolomé Ruiz. Pero por
ninguna parte se veía a Almagro. Pizarro subió al barco y se dirigió al piloto.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡No sabes cuánto me alegro de veros! ¿Dónde
está Almagro?
El piloto sacudió la cabeza.
—No le han dejado venir. El Gobernador ha enviado estas dos naves para
recogeros a todos.
—¿Recogemos?, ¿quién quiere que le recojan?; lo que necesitamos son
hombres y víveres.
Ruiz volvió a negar con la cabeza.
—De los Ríos ha enviado a Tafur, aquel hombre que está en el puente de
mando de la otra nave, con órdenes expresas: repatriación de todos, incluyéndote
a ti. De todas formas —añadió el piloto mirando a su alrededor—, tengo una
carta para ti de tus socios. Está en un baúl en mi camarote. Acompáñame.
Al leer la carta de Almagro y Luque, Pizarro comprendió que no todo estaba
perdido y que en Panamá sus socios continuaban con la idea de seguir adelante
con la empresa.
… no regreses y espera —decían— aunque hubieres de reventar…
No tardó mucho en venir al encuentro de Pizarro el enviado de Pedro de los
Ríos.
—Lo siento, capitán. Pero tengo órdenes del Gobernador de llevarme a todos
de vuelta a Panamá.
Pizarro miró con calma al hombre que tenía delante.
—No he arriesgado toda mi fortuna, mi vida y la de mis hombres para
volverme justo cuando tengo el éxito al alcance de la mano —dijo lentamente—.
Me quedo…
—Mirad a vuestros hombres —señaló Tafur—. No parece que nadie esté
dispuesto a quedarse con vos.
En efecto, en medio de una increíble algarabía y parafernalia, todo el mundo
trataba de hacerse un sitio en las embarcaciones como si se escapasen de tierra
de moros.
—¡Escuchadme todos! —gritó Pizarro—. ¡Escuchadme, atajo de cobardes!
¡Más parecéis un puñado de mujeres en un mercado callejero que unos soldados
del emperador que pretenden conquistar un imperio!
Pero los gritos de Pizarro se perdían en el griterío. Nadie le hacía caso.
Sin embargo, Pizarro no estaba dispuesto a que aquella chusma se saliera con
la suya. De un salto se plantó sobre la borda de la embarcación más cercana y
sacando su espada, tronó.
—¡Escuchadme, he dicho!
La vista de su aspecto decidido y su espada ondeante hizo que muchos
dejaran sus fardos en el suelo, para ver lo que tenía que decir su capitán.
Cuando se hizo el silencio, Pizarro habló con voz profunda y serena. Sus
palabras salieron de sus labios, lentas, pero con una decisión inquebrantable.
—¡Voy a hacer una raya en el suelo! —dijo—. ¡Los que la crucen y se
queden conmigo se harán famosos, obtendrán riquezas y títulos honoríficos!
¡Los demás podrán volver a sus casas como gallinas cluecas a esconderse en las
faldas de sus mujeres!
En medio de un gran silencio, Pizarro descendió de la borda y, una vez en
tierra, trazó una larga raya en el suelo con su espada. En medio de una gran
expectación, cruzó ostentosamente la línea que había trazado, avanzando en
dirección al sur.
—¡Por allá! —dijo señalando al norte—, se va a Panamá, a vivir con la
humillación de la derrota. ¡Por aquí —añadió apuntando al sur—, se va al
hambre y a la miseria de hoy, pero también a la hartura, a la riqueza y a la gloria
del mañana! ¡Los que sean valientes, que me sigan!
Desde el otro lado de la línea paseó unos ojos de acero por entre sus
hombres. Durante un largo rato, nadie se movió. Parecía que el tiempo se había
parado. Nadie se movía. De repente, Cristóbal de Peralta se abrió camino entre
sus compañeros y se dirigió derecho hacia la raya, cruzándola sin titubear.
—¡Estoy con vos, capitán! ¡Hasta la muerte!
Inmediatamente le siguió su amigo, Domingo de Soraluce.
Después, cruzaron la línea, Juan de la Torre, Alonso Briceño, Pedro Alcón,
Alonso de Trujillo, Francisco de Cuéllar, Martín de Paz, Antonio de Carrión,
Pedro de Gandía, Nicolás de Rivera, García de Jerez y Alonso Molina.
¡Trece en total!
—¡Gracias, compañeros! —dijo Pizarro abrazando uno a uno a los que
estaban con él al otro lado de la raya—. Yo os prometo que desde este día se os
recordará como ¡Los Trece de la Fama!
En ese momento, el piloto Bartolomé Ruiz se adelantó hacia ellos.
—Yo también me quedaría con vos, capitán, pero es mi obligación volver
con estos barcos, y, por otra parte, creo que os puedo ser más útil en Panamá que
aquí.
Pizarro le abrazó emocionado.
—Lo sé, Bartolomé, lo sé. No dudo ni por un momento que serás tú quien
pilote y dirija los barcos que envíen mis socios en nuestro socorro…
Aquella decisión iba a tener una repercusión histórica que ninguno de los
presentes se podía imaginar.
Capítulo IV

Los seis meses de plazo

U na vez que los navíos hubieron desaparecido en el horizonte, los catorce


españoles y los seis prisioneros, se miraron en silencio. ¡Diecinueve
hombres solos en un islote azotado por una lluvia continua en el que malamente
basaban su sustento en raíces, moluscos y peces! ¡Era como para desesperar al
más valiente!
Después del tiempo que habían pasado juntos, algunos de los incas habían
aprendido ya bastante castellano como para entenderse básicamente. Por su
parte, Cristóbal de Peralta había estado tomando nota de los sonidos del lenguaje
de aquella gente, escribiéndolos tal como los oía, de forma que ya sabía un gran
número de palabras.
—Quizá deberíamos consultar con nuestros socios indios acerca de nuestra
estancia en este maldito islote —comentó Peralta—. Puede que ellos sepan de
algún otro lugar más habitable que éste.
—Como quieras —dijo Pizarro—. Tú que te entiendes con ellos,
pregúntaselo.
El resultado de las largas entrevistas que Peralta sostuvo con los incas, fue el
enterarse de que pocas leguas mar adentro había otra isla mayor, prácticamente
también deshabitada.
—Intentaremos llegar a ella —decidió Pizarro—. Al fin y al cabo, nada se
pierde con probar. Difícilmente puede nada ser peor que esto.
Construyeron entre todos una gran balsa y se trasladaron a su nuevo hogar.
La nueva isla resultó ser tan lluviosa como la anterior —lo cual no era muy de
extrañar visto que distaban sólo seis leguas—, y le llamaron la Gorgona, porque
en su cúspide central vertían tantos ríos como las serpentinas hebras del cabello
del mito griego.
Su nuevo hogar estaba situado a tres grados del Ecuador y el clima era, si
fuera posible, aún peor que en la del Gallo.
Los días pasaron lentamente, convirtiéndose en semanas y las semanas en
meses. Desde el principio, Pizarro ordenó turnos de guardia permanente que
otearan la llegada de socorros. La dieta de pescado y cangrejos leonados que
sacaban de la arena, les había convertido a todos en esqueletos vivientes.
¿Cuánto tiempo podrían aguantar?

Cristóbal de Peralta echó un poco más de leña al fuego que acababa de


encender y se quedó mirando con cara de circunstancias la cesta que traían entre
Juan de la Torre, Alonso de Trujillo y Domingo de Soraluce. Detrás de ellos, los
seis incas extendían en la playa para secar y remendar, las redes que ellos
mismos habían fabricado con lianas y bejucos.
—Dejadme adivinar lo que tenemos para comer hoy —dijo con voz
sarcástica.
—No lo adivinarías ni en diez años —respondió Domingo dejándose caer
pesadamente a su lado.
—¡Pescado! —exclamó Peralta abriendo burlonamente los ojos como platos
—. ¡Es increíble! ¡Habéis traído pescado!
—Sí —ironizó Domingo—, el mismo que trajimos, ayer, y ante ayer y…
hace cinco meses.
—¿Pero, no ibais a traer hoy unas chuletillas de cordero?
—No —dijo el de Mondragón seriamente—. Las de hoy iban a ser chuletas
de cerdo, pero se nos ha escapado el maldito gorrino de la red a última hora. Te
prometo que mañana no le dejaremos irse.
Alonso de Trujillo sacó una enorme dorada del cesto todavía coleando.
—Os aseguro —dijo mirando al pez con disgusto—, que nunca había comido
pescado hasta que salí de mi pueblo. Y cuando vuelva a Trujillo y me compre
una hacienda, tendré la piara de cerdos más grande de Extremadura para mí
solito. Voy a hartarme de jamón y tocino hasta que me salga por las orejas.
—No os entiendo —temporizó Domingo de Soraluce—. No hay un manjar
más delicioso que el pescado. En Fuenterrabía todo el mundo lo comemos.
—¡Por las barbas de Judas! —escupió Juan de la Torre—. ¡El pescado
apesta!
—Quizá —concedió Domingo—, pero te habrás fijado que desde que
estamos en esta isla con una dieta alimenticia de pescado no ha habido
enfermedades. Todos estamos sanos y fuertes.
—Y más delgados que una espátula…
—¿Para qué quieres grasas? ¿Y menos, de cerdo…?
—¿Sabéis —interrumpió Cristóbal de Peralta esparciendo la hoguera para
formar rescoldos— que, según Marco Polo, los mandarines chinos se
alimentaban de una dieta a base de cereales, un poco de pescado y verduras?
—¡Qué asco! ¿Y por qué lo hacían, siendo inmensamente ricos?
—Según parece, ése era el gran secreto de su longevidad. Todos vivían más
de cien años. Y durante siglos lo mantuvieron como un secreto de estado tan
grande como la fabricación de la seda.
—Nunca he oído hablar de ello —exclamó Juan de la Torre.
—Pues hay textos escritos sobre el tema. Claro, que hay que leerlos…
—¡No te hagas el sabiondo! —gruñó Alonso de Trujillo—. Ya sabemos que
estuviste en Salamanca. Pero, ¡mira para qué te ha servido…!
—¡Escucha destripaterrones! —refunfuñó Peralta—. Tarde o temprano todos
tendréis que recurrir a mí. ¡A ver qué pasa cuando haya que repartir el botín de
los incas…!
—¡No me hará falta ningún leguilucho! —gruñó Alonso—. Me conformo
con las cuentas de la vieja: una onza de oro para ti y otra para mí, una para ti…

Huayna Cápac, hijo de Túpac Yupanqui y nieto de Pachacútec se sentía


cansado. Se miró en un espejo de metal bruñido y vio a un hombre anciano, con
largas y profundas arrugas en el rostro. Había envejecido, sí, pero nadie podría
quitarle la gloria de lo que había conseguido. Había llevado el Imperio a su
máximo esplendor. Con la conquista definitiva de Quito, su poder se extendía
desde las selvas hasta el mar. Con toda razón era llamado Hijo del Sol, Señor de
las Cuatro partes del Mundo, y Ordenador de la Tierra.
Él, Huayna Cápac, poderoso monarca, había cumplido el mandato divino del
sol, de quechuizar a los hombres, otorgándoles el divino soplo civilizador. Y,
aunque se sentía viejo y estaba agotado, continuaba conduciendo a su pueblo por
el camino de la gloria.
Sin embargo, en estos últimos años de su existencia, de un gobierno tan
dilatado, estaban ocurriendo hechos muy raros que le tenían intensamente
preocupado.
Los sucesos misteriosos se habían iniciado con la llegada de unos seres que
tenían el rostro blanco, con mucho pelo negro que les tapaba la mayor parte de la
cara. Cubrían su cuerpo con vestiduras de un metal muy extraño y usaban unos
tubos que escupían fuego. Habían llegado por el mar en dos grandes balsas, tan
grandes como casas, y que, a pesar de su tamaño, flotaban en el agua. Estas
balsas iban impulsadas por unas velas enormes.
Sus enviados le habían asegurado que estos hombres estaban interesados
únicamente en el oro.
Cuando Huayna Cápac se enteró de su llegada les envió mensajeros con
muestras de diversos productos de la tierra, pero los hombres de metal se habían
ido ya.
El Inca-Dios se había quedado meditabundo. ¿Sería posible que la tierra
fuese mayor de lo que creía? ¿Podían vivir en la misma seres completamente
distintos a los incas?
El enorme lago que se extendía hacia poniente sin poder llegar a ver su fin,
guardaba muchos secretos que a él le gustaría desvelar. Durante el reinado de su
padre Túpac Yupanqui, habían llegado hombres negros. Ahora eran blancos los
que venían. Quizá, al cabo de muchas lunas aparecieran hombres de otros
colores. El inca se intrigaba más y más al ver insatisfecha su curiosidad.
Hacía vigilar de cerca aquel gran lago salado, para ver qué sorpresas les
deparaba. Fue entonces que desde el Cuzco le llegó una noticia funesta. Los
nobles de la capital sagrada le enviaban a decir que durante la fiesta del Sol,
habían visto venir por los cielos un cóndor real perseguido por varios halcones
que lo atacaban sin dejarle volar. El cóndor había tratado de librarse de ellos,
pero, herido traidoramente por sus adversarios, había caído sangrante en la gran
plaza de Cuzco.
Los nobles le recogieron, pero de nada sirvieron sus cuidados. El cóndor
murió a los pocos días.
Consultado el hecho con los sacerdotes del Templo, éstos lo interpretaron
como el fin del Imperio.
Huayna Cápac trató de olvidar lo sucedido, no haciendo caso a los augurios
nefastos de sus sacerdotes, pensando que quizá éstos se habían equivocado.
No obstante, otro hecho funesto se lo impidió. Y ello ocurrió también en el
cielo de Cuzco. Fue un hecho debido a la luna, la divina Mama Quilla, siempre
esposa del Sol y madre generosa de los incas.
Esta vez —contaron los sacerdotes—, estando una noche el firmamento
claro, irrumpió la luna como «una mujer desesperada», mostrando tres divisiones
en su interior. La primera tenía el color de la sangre, la segunda era negra como
la oscuridad, y la tercera era grisácea, como el humo que subsiste a un gran
incendio.
Para los sacerdotes, estaba claro que todo aquello anunciaba la guerra, el
caos y la destrucción.
Otra noche fue el mismo Huayna Cápac el que divisó un gran cometa desde
la terraza de su palacio.
A los pocos días, los sacerdotes le hicieron saber que ya no contaba con el
favor de los dioses. Una nueva y terrible enfermedad había empezado a diezmar
la población del Tahuantinsuyo. Muchos pueblos estaban asolados. A los
enfermos se les desfiguraba el rostro. Más de doscientos mil incas habían
sucumbido ya a la terrible peste.
Y lo peor era que el mal no perdonaba a los propios parientes del Inca. Sus
hermanos Auqui Túpac y Mama Coca habían caído víctimas de la plaga, lo
mismo que su tío Apo Llaquita. La enfermedad parecía cebarse especialmente en
los miembros de sangre real. Nunca se había visto nada parecido.
Deseoso de hacer algo por su pueblo, Huayna Cápac se dispuso a someterse
a grandes ayunos y penitencias. A solas, sin beber ni comer, el monarca empezó
una complicada liturgia a fin de conseguir el perdón para su pueblo. Encerrado
en el Gran Templo, rezaba al Sol y a Viracocha largamente.
Un día, estando a solas en medio de sus arrebatos místicos, se presentaron
ante él tres enanos, a los que nunca había visto antes. Se quedó mirándolos con
asombro, mientras los diminutos personajes le espetaron:
—Igna. Hemos venido para llamarte.
Inmediatamente desaparecieron.
Huayna Cápac llamó a la guardia enojado por haber permitido la entrada de
aquellos enanos, pero éstos le respondieron que nadie había pasado por la puerta,
ni habían visto a enano alguno.
El Inca-Dios agachó la cabeza, resignado.
—Ha llegado mi hora —murmuró.
Efectivamente, al poco de llegar a Quito se contagió de la peste. Se enviaron
mensajeros al templo de Pachacamac, para interrogar al ídolo hablador sobre
cuál era la medicina que podría curar al Inca-Dios, pero no hubo contestación.
Huayna Cápac, ya en cama, dictó sus últimas medidas de gobierno. Su hijo
Ninan Coyuchi sería su sucesor y, en su defecto, Huáscar.
Con la ceremonia de la Calipa los dioses deberían manifestar su beneplácito.
Los sacerdotes mataron varias llamas, tratando de leer en sus vísceras si el
próximo reinado sería venturoso o, por el contrario, sería nefasto.
No tardó en presentarse el sumo sacerdote al Inca para rogarle que cambiara
su decisión y nombrara a otro príncipe, pero el monarca ya agonizaba y su
semblante, cubierto de pústulas, tenía una expresión monstruosa.
¡Huayna Cápac falleció sin que nadie pudiera ya cambiar su sucesión!
Mientras los sacerdotes se cubrían la cabeza con el manto y las mujeres
tocaban los tamboriles junto al cadáver, Cusí Túpac, que tenía el cargo de
Mayordomo Mayor del Sol, partió apresuradamente para Tumebamba para
notificar a Ninan Coyuchi lo sucedido.
Sin embargo, era evidente que los dioses seguían molestos, ya que al llegar a
la ciudad, Túpac encontró que Ninan Coyuchi acababa de morir de la peste.
Sin apenas descansar, Túpac emprendió el regreso a Quito donde todavía
estaban los sacerdotes celebrando los funerales del Inca. El difunto estaba
momificado y revestido con sus galas imperiales. A su alrededor, sus esposas,
concubinas y criados lloraban y pedían a gritos ser enterrados con su señor para
servirle en la otra vida.
Coya, la esposa legítima, era la más atribulada. Sentada, con la mirada en el
suelo no dejaba de llorar.
Cusí Túpac se acercó a ella.
—No estés triste, Coya, pues debes partir al Cuzco para decir a tu hijo
Huáscar que él es el legítimo heredero de su padre. Pronto será nombrado
Emperador.
Poco podía adivinar Huáscar el triste destino que le aguardaba.

—¡Velas, capitán! ¡Hay velas en el horizonte!


Pizarro alzó la vista del cesto que estaba tejiendo. A lo lejos, Alonso de
Molina bajaba a la carrera de la colina gritando y agitando los brazos como un
loco.
—¡Velas…! ¡Velas en el horizonte!
—¡Por la sangre de Cristo! —balbuceó el capitán—. ¿Has dicho velas?,
¿estás seguro?
—Velas son, capitán —respondió Molina jadeante—. Estoy seguro de ello…
He esperado hasta cerciorarme… ¡Venid, venid corriendo…!
Los catorce hombres partieron corriendo como si en ello les fuera la vida. El
joven Domingo de Soraluce fue el que coronó el montículo en primer lugar.
Acto seguido empezó a dar brincos como un mono.
—¡Cuerpo de Dios, que es verdad! ¡Es un barco! ¡Un barco que viene a
socorrernos…!
Según iban llegando los demás, todos estallaron en gritos de júbilo, dando
brincos y cabriolas, abrazándose y revolcándose por el suelo.
Sólo uno de ellos, el último en llegar arriba, controló sus emociones, aunque
no pudo evitar que una lágrima furtiva resbalara por su mejilla.
—¡Por fin!, ¡loado sea Dios! —exclamó Pizarro cayendo de rodillas.

Al primero que vieron fue a Bartolomé Ruiz que agitaba los brazos
frenéticamente desde el puente de mando respondiendo al griterío que le llegaba
desde la playa.
—¡Lo hemos conseguido! ¡El permiso! ¡Lo hemos conseguido!
Los gritos de entusiasmo se extendieron por la playa.
No tardó la nave en echar el ancla al tiempo que un bote con el piloto a
bordo se separaba del barco hacia la playa.
Después de abrazos y parabienes, por fin, pudo Pizarro hablar a solas con
Ruiz.
—Cuéntame, Bartolomé. ¿Qué ha pasado durante estos cinco meses?, ¿qué
es de mis socios?
El capitán del barco hizo un gesto ambiguo con las manos.
—Escalante se ha retirado de la sociedad, así como Pedrarias, que se siente
engañado. Sin embargo, Luque y Almagro siguen decididos a seguir adelante
con la expedición. Entre ellos dos y yo hemos conseguido la aprobación del
gobernador.
—¡Estupendo! —exclamó Pizarro.
—Sí, pero hay un pequeño problema. Pedro de los Ríos insiste en que debéis
estar de vuelta antes de seis meses.
—¡Seis meses!
—Ni un día más.
—¡Por Belcebú! ¡Cómo diablos voy a conquistar un imperio con trece
hombres en seis meses!
—Bueno —dijo Bartolomé—, para empezar, vuestros trece hombres, más los
veinticinco que llevo en el barco, suman…
—¡Treinta y ocho! ¿Quieres decir con eso que os unís a nosotros?
—Hasta el último grumete. Los elegí antes de salir.
Pizarro puso una mano sobre el hombro.
—Gracias, Bartolomé. Te aseguró que no te arrepentirás.
—Lo que está claro —dijo el piloto—, es que, visto el plazo que nos han
concedido, no debemos perder ni un solo minuto. Sugiero partir al amanecer.
—Partiremos al amanecer —prometió Pizarro, buscando algún signo en el
cielo…

No tardaron los expedicionarios en notar que la costa que bordeaban ya no


tenía el mismo aspecto, aunque las corrientes y los vientos seguían dificultando
el avance. Se divisaban frondosos valles que se perdían en el horizonte, y
comenzaban a vislumbrarse, tierras adentro, los nevados picos de enormes
montañas, que formaban una verdadera cordillera de una grandiosidad increíble.
—Esa cordillera de montañas parece que no tiene fin —explicó Bartolomé
Ruiz—. Corre paralela a la costa durante muchísimas leguas.
No tardaron en pasar por una isla, a la que bautizaron como Santa Clara. Dos
días más tarde, desembarcaron para hacer aguada en la punta de Santa Elena.
Mientras llenaba las barricas de agua, uno de los marineros descubrió unos
huesos de gran tamaño.
—¡Voto a tal! —exclamó asombrado—. ¡Huesos de gigantes! ¡Debemos
decírselo al capitán!
Pizarro llevó a los seis incas prisioneros a que vieran los huesos, que en
efecto eran enormes. Pero, a juzgar por la mirada de asombro era la primera vez
que ellos también veían huesos de tal tamaño.
—Debieron pertenecer a alguna raza de gigantes que vivió en estos parajes
hace muchos años —dictaminó Pizarro.
Siguieron costeando y pocos días más tarde llegaron a un gran golfo en el
que se levantaba una ciudad asombrosa. Era totalmente diferente a los poblados
indios que habían visto hasta ese momento, que sólo eran aglomeraciones
desordenadas de casas de madera y paja que ellos llamaban bohíos. Lo que se
extendía ante sus ojos era algo muy diferente.
Sobre una costa limpia, se asentaba una ciudad bien trazada, en cuyo puerto
se agrupaban almadías y balsas sólidamente construidas, en las que se afanaban
cientos de indios cargando y descargando fardos.
—¡Guaya! —exclamó uno de los indios señalando el río que desembocaba
en medio de la bahía—. ¡Río Guaya!
Ante la vista de aquellas casas construidas de piedra, Pizarro comprendió que
se hallaba ante algo similar a lo que pocos años antes había encontrado Hernán
Cortés en tierras del norte. Era evidente que había que proceder con mucho
tacto. El desembarco no podía tener aquí el mismo carácter que el que habían
realizado en los esteras y poblados de la costa anterior.
—Capitán —dijo Bartolomé Ruiz acercándose a Pizarro—. Quizá fuera
conveniente decir a los hombres que no manifiesten demasiado interés por el
oro, pues eso podría despertar suspicacias entre los indígenas, y, además, haría
que el valor de ese metal subiera muchos enteros a los ojos de los nativos.
Mientras asentía, los latidos del corazón de Pizarro se dispararon. ¡Había
llegado el momento!

La recepción que los nativos dieron a los españoles en el poblado del río
Guaya fue amistosa.
Los indígenas, acostumbrados a sus balsas, contemplaron atónitos aquella
enorme construcción, que, a pesar de su gran tamaño y su gran despliegue de
velas, flotaba tranquilamente sobre las aguas y avanzaba a una velocidad
asombrosa. Además, parecía venir del otro lado del gran lago salado, adonde se
había dirigido, hacía muchísimo tiempo el dios Viracocha…
Por otra parte, tampoco comprendían los nativos cómo aquellos hombres
podían ser tan diferentes a ellos. Parecían tener lana en la cara como las llamas o
las alpacas. Además, algunos se cubrían con vestiduras brillantes.
Pronto supo Pizarro por los seis nativos que llevaban consigo, que la ciudad
más importante en la costa era Túmbez, así que, después de varios días de
intercambios y adquisición de vituallas, ordenó levar anclas rumbo sur.
¿Cómo les recibirían en Túmbez?

Se podía decir que en el imperio inca las noticias viajaban a la velocidad del
viento. Los mensajeros eran hombres entrenados a correr a toda la velocidad a
que les llevaran las piernas. Había una casa de postas cada media legua, donde el
corredor, sin parar, daba el mensaje oral a otro corredor, se lo hacía repetir dos
veces, y, acto seguido se echaba a descansar olvidándose del asunto, hasta que le
llegaba otro mensaje para ir a otro sitio. De esta manera las noticias recorrían
increíbles distancias en veinticuatro horas. Para ser mensajero eran
indispensables dos cualidades: piernas y pulmones de hierro y memoria de
elefante. Las retribuciones y honores eran grandes, pero también el castigo en
caso de olvidarse el mensaje o darlo mal.
El curaca o jefe local de Túmbez se hizo repetir varias veces el extraño
mensaje:

Una casa flotante, tan alta como un templo, se acerca a Túmbez. Los
tripulantes son blancos con lana negra en la cara. Seis incas viajan con ellos.

Cuando el mensajero, todavía jadeante, se aseguró de que el mensaje había
sido recibido, se retiró a la casa de postas a descansar. Pronto se olvidó del
asunto.
Así pues, cuando dos días más tarde la nave española se acercó al puerto, el
curaca tenía todo dispuesto para recibirles, incluyendo a medio millar de
soldados por si tenían que repeler alguna agresión. No obstante, los seis balseros
que viajaban con los españoles no tardaron en asegurarle que los castellanos eran
hombres pacíficos y muy pocos en número. No representaban, pues, ningún
peligro para el imperio.
Casualmente se hallaba en Túmbez por aquellos días un noble cuzqueño que
se llenó de curiosidad al oír hablar de aquella extrañísima casa flotante.
En una pequeña barca de totora se hizo llevar hasta el barco donde el atónito
inca fue de sorpresa en sorpresa. Todo era nuevo y extraordinario para él: los
vestidos, las armaduras, los arreos, el metal de las armas, los alimentos, el vino,
los cerdos que traían en las bodegas… Todo ello le fue mostrado con
hospitalidad castellana por Pizarro, quien evidentemente, estaba sembrando con
la esperanza de poder recoger la cosecha más adelante.
La discreción y el porte del noble cuzqueño produjeron en el extremeño una
honda impresión, pues estaba empezando a atisbar la naturaleza de la
organización de aquel reino, que, de alguna forma, había que añadir a la Corona
española, tal como había hecho Cortés con los aztecas.
Nadie había desembarcado todavía, pero ya había recibido la oferta de
alojamiento del curaca. Aunque no tenía ninguna intención de bajar a tierra él
mismo, sí que era, pues, imprescindible enviarle una embajada con algún
obsequio, tanto a él como al noble cuzqueño.
—¡Molina! —llamó—. Quiero que lleves unos regalos al alcalde de Túmbez
y a ese noble cuzqueño, que acaba de visitamos.
—¿Qué clase de regalos, capitán?
—Consultaremos con nuestros rehenes.
Después de muchas deliberaciones, decidieron entre todos enviar varios
cerdos, un gallo, collares de vidrio, espejos, tijeras, vasos de cristal de Bohemia
y telas de fina seda. También llevó Molina a un esclavo negro que habían traído
de Panamá, como nota curiosa.
—Llévate a los seis rehenes —dijo Pizarro—. Son libres para quedarse.
Aquél fue, sin duda, el primer contacto de dos mundos desconocidos, que
eran radicalmente diferentes no sólo en esencia sino en forma. Más que un
contacto fue un choque de emociones.
El curaca y los suyos se vieron incapaces de guardar el continente impasible
y poco impresionable, que era su característica racial. La negra barba del
extremeño, la negrura del africano, las vestiduras de ambos; todo era motivo de
admiración e incredulidad. Las mujeres se sentían atraídas como por un imán por
la apostura e hidalguía del español y no se recataban en demostrarlo, mientras
que los hombres trataban de quitarle el color al esclavo rociándolo de agua.
También los regalos produjeron una enorme sensación —sobre todo, cuando el
gallo se puso a cantar.
En el lado opuesto, estaba el entusiasmo con que Molina narró a su vuelta al
barco todo lo que había visto.
—¡Esto es un verdadero reino, capitán! —exclamó—. Este curaca es
solamente un súbdito de una autoridad superior, a la que debe acatamiento
político y obligaciones sociales y económicas… y, seguramente, también
militares, pues he visto una fortaleza con soldados.
—¿Cómo es su casa? —preguntó Bartolomé Ruiz con curiosidad.
—La mansión de ese curaca es soberbia. Es como un palacio. Tiene docenas
de criados. ¡Para sí la quisiera un marqués en España! Hay adornos de oro por
doquier, por estos lares el oro parece abundar tanto como el estiércol en
Extremadura. Vi también algunos de sus templos, y son sobrecogedores. Aunque
no pude entrar dentro, se adivinan grandes adornos de oro, pues los hay en las
fachadas. Incluso las puertas están repujadas de ese metal. ¡Esto es
impresionante, capitán. Os lo digo yo…!
Todos los expedicionarios escuchaban boquiabiertos el relato de su
vociferante compañero. ¡Aquello era, por fin, lo que tanto habían estado
ansiando escuchar! ¡Bien valía la pena todos los sacrificios y penalidades que
habían tenido que soportar!
—¿Y lleva la gente adornos de oro?
—¿Son las mujeres hermosas?
—¿Tienen las mujeres joyas?
—¿Qué clase de collares llevan?
Si insaciables eran las demandas de información de todos los presentes, más
presta era la disposición de Molina en proporcionar toda clase de detalles que
requerían sus oyentes. Habría sido difícil encontrar una audiencia más atenta que
los presentes.
Nadie se acordó de la cena esa noche. Con los ojos brillantes, los
expedicionarios se veían ya en posesión de montañas de oro y plata. Increíbles
adornos repujados de perlas y diamantes caían en sus manos. A todos les venía a
la memoria lo que habían oído del tesoro de Moctezuma. La habitación llena de
oro que había encontrado Cortés en el palacio de Axayacatl. ¿Por qué no se
podía repetir la historia en el imperio de los Incas?
—¿Podríamos bajar a tierra, capitán?
La pregunta había sido formulada por uno de los marineros, pero estaba en la
mirada de todos, el deseo de comprobar por sí mismos la fabulosa historia que
habían oído.
Pizarro negó con la cabeza.
—No me fío todavía. Pero si queréis, mandaré a otro emisario. Así serán dos
los que nos cuenten lo que han visto… ¿Algún voluntario?
Treinta manos se levantaron inmediatamente.
—Habrá que echar a suertes… ¿Alguien tiene una baraja?
Una docena de barajas aparecieron como por arte de magia.
—¡Menos mal que está prohibido el juego! —masculló Bartolomé Ruiz.
—El que saque la carta más alta será nuestro emisario mañana —dijo
Pizarro.
La suerte le sonrió al griego Pedro de Gandía, que —hombre presumido—,
se acicaló temprano por la mañana, dispuesto al desembarco apenas había salido
el sol.
Bajó a tierra con reluciente armadura. En la mano llevaba un arcabuz
preparado. Inmediatamente se vio rodeado por una multitud vociferante. Cuando
los tumbeemos le pidieron que hiciera uso del arma, —de cuya existencia ya
tenían noticias por los seis indios rehenes—, Gandía no se hizo rogar,
espantando a todos los presentes con el formidable estruendo de su mosquete.
Recibido por el curaca, que hizo de cicerone, Gandía visitó ampliamente la
ciudad, conoció la fortaleza de sus defensas y la solidez de sus construcciones.
Visitó la Mana-cuna, el lugar donde estaban recluidas las Vírgenes del Sol,
impresionado por la increíble riqueza con que los incas adornaban y engalanaban
sus lugares sagrados.
—Capitán —dijo a su vuelta—. Alonso Molina no nos dijo la verdad.
Durante un largo momento observó expectante las caras de decepción de los
hombres que le miraban ansiosos. Y, por fin, sonriente, siguió.
—Se quedó cortísimo. Sólo con el oro que hay en esta ciudad podríamos
vivir todos nosotros la vida más opípara que podamos imaginar. Esta gente todo
lo adorna con oro. Los edificios públicos y los templos rebosan de él. Los nobles
tienen joyas y adornos de oro por todos los sitios. Hay aquí más metal amarillo
que hierro en Castilla.
Cuando se hubo apagado el griterío entusiasta con que fue recibida la noticia.
Pizarro se dirigió a Gandía.
—¿Has visto vehículos o animales de tiro?
—Ni uno. Esta gente no conoce la rueda. Lo mismo que los aztecas, están
muy avanzados en algunas cosas, astronomía, por ejemplo, pues poseen un
calendario astronómico increíble; y, sin embargo, no conocen ni el hierro ni
siquiera la rueda, o el más simple de los carruajes.
—De todas formas —dijo Molina— tampoco les sería de demasiada utilidad,
pues, según dicen, este país está todo él en cuesta. Las ciudades sagradas están a
tres y cuatro mil metros de altura.
—Pues a pesar del esplendor de esta ciudad —dijo Gandía—, parece ser que
las ciudades del sur, sobre todo Chinea, son mucho más grandes y ricas.
—¡Vayamos a Chinea, capitán! —gritaron los castellanos al unísono—.
Veamos lo que hay allí.
Pizarro asintió.
—Saldremos pasado mañana. El día de mañana lo podéis dedicar a llevar a
cabo trueques y cambios con los nativos.
Pocos durmieron aquella noche, acariciando los adornos de oro que habían
cambiado por baratijas.
¡El sueño se hacía realidad!
El barco llevaba navegando varias horas cuando un marinero subió de la
bodega y se acercó a Pizarro.
—¡Capitán! Tenemos una pequeña sorpresa en la bodega.
—¿Una sorpresa?
—Sí. ¡Un polizón!
—¡Vaya! —exclamó Pizarro divertido—. ¿Y quién quiere viajar con
nosotros gratis?
—Un jovenzuelo se escondió entre las barricas en Túmbez.
—Traédmelo.
El indio que se presentó ante Pizarro no tendría más de dieciséis o diecisiete
años. De frente amplia, tenía ojos inteligentes y mirada despierta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán.
Atendiendo a los ademanes más que a las palabras el joven indio asintió.
—Hincar Lambachiclar.
—Hmm —gruño Pizarro—, demasiado complicado. Te llamaremos
Felipillo. Parece que quieres viajar con nosotros, ¿eh?
El chico pareció entender lo que se le decía, pues asintió con entusiasmo.
—Hincar, españoles —dijo al tiempo que hacía un gesto con la mano
indicando que le gustaría ir con ellos.
—De acuerdo —asintió el capitán—. Tú serás a Pizarro lo que Marina fue a
Cortés. Te enseñaremos castellano.
Pizarro se dirigió al marinero que le había traído al chico.
—Ten la merced de decirle a Cristóbal de Peralta que se acerque.
No tardó el vasco en entrar en el camarote de Pizarro.
—Sí, capitán.
—Quiero que te encargues de enseñar nuestro idioma a este jovencito.
Parece inteligente, seguro que aprende rápido. Tendremos nuestro intérprete lo
mismo que Cortés tuvo el suyo.
Peralta sonrió, cogiendo al indio por el hombro.
—De acuerdo, capitán. Empezaremos ahora mismo. Acompáñame,
jovencito. Ven con tu tutor.
Felipillo sonrió feliz.
Pizarro le miró pensativo. ¿Les daría suerte aquel chico?, o…

La nueva travesía continuó bajo el mismo signo de buena amistad y


entendimiento con los nativos, parando en Payta, Sechura, Tangarata, Motupe,
Chinea, Coaque y llegando hasta Santa, donde Pizarro decidió poner ya rumbo
norte, para informar en Panamá de todas las maravillas descubiertas.
En todos estos lugares se llevaron a cabo rescates o canjes de baratijas de
bisutería española por provisiones, sin demostrar, por orden expresa de Pizarro,
demasiado interés por el oro.
Habían llegado hasta 10° por debajo del Ecuador geográfico, y si querían
llegar a Panamá antes del plazo previsto de seis meses tendrían que darse prisa.
Durante el viaje de vuelta, el barco tocó en los valles de Lambayeque y de
Chiclayo, donde también fueron festejados los españoles.
En los banquetes, Pizarro invariablemente concluía instando a los indios a
que alzaran el pendón de Castilla en señal de acatamiento de la Corona española.
Los indios, sin comprender una palabra, daban gusto a sus huéspedes en esta
ceremonia, sin tener idea de qué significaba, pero eso le bastaba a Pizarro. Lo
importante para él era que los suyos fueran testigos de tales acatamientos para
poder luego testificar en el futuro.
La última parada del viaje de vuelta era Túmbez y, esta vez sí, Pizarro bajó a
tierra, dejándose homenajear y festejar por el curaca.
Curiosamente, en esa ciudad recibió una petición de Alonso Molina y de un
marinero llamado Ginés.
—Capitán, nos gustaría quedarnos en esta ciudad para esperar vuestra vuelta.
Pizarro les miró con preocupación.
—¿Queréis quedaros solos aquí? ¿Os dais cuenta el riesgo que corréis? Lo
que ahora son todo homenajes y parabienes se puede transformar de repente
en…
—Lo sabemos, capitán. Pero estamos dispuestos a correr ese riesgo. Nos
gustaría aprender el idioma y las costumbres del país. Imaginaos la ventaja que
sería para vos, el que a la vuelta supierais cómo está regido este país, cuál es la
oligarquía, quién es el que manda, dónde están las ciudades y defensas más
importantes. Y, sobre todo, cuál es su punto flaco si tenemos que luchar contra
ellos.
—Para la expedición sería fantástico —asintió Pizarro—, pero pensad en
vosotros. Pueden pasar muchos meses, e incluso años, antes de que hayamos
conseguido reunir los barcos y hombres necesarios para una empresa tan grande.
¿No tenéis a nadie que os aguarde?
—Los dos estamos solos en el mundo, capitán. Hemos hablado mucho sobre
el tema, y estamos decididos a quedarnos, si no tenéis inconveniente.
—¡Que Dios os asista, muchachos…! —dijo Pizarro con el corazón
compungido.

El viaje de vuelta a Panamá transcurrió sin incidentes, entrando la nave en el


puerto, curiosamente el mismo día en que se cumplían los seis meses de plazo
otorgados por Pedro de los Ríos.
Parecía que las desgracias tocaban a su fin. Casi tres años había estado
Pizarro luchando contra los indios, sufriendo enfermedades y penando entre
lluvias y tierras resecas. Había visto morir a infinidad de camaradas, a hombres
que se habían confiado a su liderazgo. Había sufrido, así mismo, deserciones y
abandonos, pero, una cosa había resultado evidente: aquellas luchas contra los
elementos; aquellas deserciones; aquellos sufrimientos, habían hecho una
selección de los más valientes. Pizarro regresaba rodeado de los mejores
hombres del momento.
Las noticias se extendieron por Panamá, antes, incluso que terminara de
fondear el barco. La monotonía de la colonia se rompía con la llegada de cada
nave, y, aunque en este caso, la línea de flotación del barco no venía baja por el
peso de un cargamento de oro o especias, las noticias que traían pesaban mucho
en el ánimo del que las recibía.
Como por arte de magia, antiguos detractores se convirtieron en paladines y
defensores de la entrada en aquel reino inca. Almagro, que tantos padecimientos
y vergüenzas había pasado, limosneando ayuda; tantas puyas que habían tenido
que soportar tanto él como Luque a causa de su «desastrosa» inversión, eran
ahora felicitados públicamente, recibiendo ofertas de gente que hasta ese
momento les había vuelto la espalda, llamándoles locos.
Los objetos y muestras que traía Pizarro habían sido hábilmente escogidos y
daban a conocer la cultura y riqueza de aquel país. La gente se maravillaba al ver
las llamas y alpacas que los Tumbeemos habían regalado a Pizarro. Causaba
verdadera impresión la calidad de las telas y aquella especie de «lana» con que
estaban tejidas. Lo mismo ocurría con la firmeza de los colores con que estaban
teñidas. Los jarrones de plata y los diversos objetos de oro formaban una
pequeña muestra de la riqueza de aquel reino.
Mientras los tripulantes del barco, junto a los «trece de la fama» se
encargaban de relatar las maravillas de lo que habían visto, Pizarro se encerró en
su casa con sus socios.
Había que comentar todos los acontecimientos hasta en su más mínimo
detalle. Debían planear lo que era preciso llevar a cabo para no dejar la empresa
a medio hacer. A lo largo de las siguientes horas se hizo un recuento de lo
conseguido en tres años de padecimientos, y de los gastos que la sociedad había
desembolsado para la empresa, en beneficio de la Corona de Castilla. Desde
Panamá se habían explorado 205 leguas de costa. Se contaba ya con toscos
mapas que los pilotos habían ido dibujando sobre la marcha.
—¿Por qué no empiezas relatándonos el itinerario que seguiste? —comentó
Luque.
Pizarro extendió un pergamino en el que estaba dibujado a lápiz y con mano
tosca, el contorno de aquel nuevo continente que se abría ante ellos.
—El primer paso —dijo Pizarro moviendo el dedo índice sobre el mapa—,
es la Isla de las Perlas; desde ahí se baja al Cabo de Pifias, y, una vez doblado el
Cabo Corrientes, se llega a la Isla de las Palmas, que está a tres leguas de la
Bahía de Buenaventura, encerrada entre altas y ásperas montañas.
Pizarro respiró profundamente mientras contemplaba aquella zona de la
costa.
—¡No quiero ni acordarme de las penalidades que sufrimos en esa maldita
costa y los compañeros que perdimos!
Siguió deslizando el dedo por el mapa.
—Otras veinticinco leguas y llegamos a la Isla del Gallo y a la Gorgona, un
poco más abajo está el río San Juan, cuyos habitantes viven en palafitos debido a
las frecuentes inundaciones. Después viene la Punta de los Manglares, ya en
plena línea equinoccial. Poco más abajo del Ancón de las Sardinas, a quince
leguas, el enorme río Santiago sale al mar, furioso y con un enorme caudal. La
desembocadura está llena de bancos y pozas de enorme profundidad.
Aunque Pizarro no sabía leer, su dedo avanzaba firme y seguro por la línea
de la costa, desgranando los nombres que se sabía de memoria.
Paso a paso, mostraba a sus socios lo que habían descubierto, uno tras otro,
aparecían más nombres: el cabo de Passaos, los cuatro ríos, las sierras de
Caoque, hasta Puerto Viejo, un grado al sur del equinoccio. Cinco leguas más
abajo estaba el Cabo de San Lorenzo, que distaba a su vez tres leguas de la isla
de la Plata, donde habían hallado la mayor parte de los objetos que habían traído
de ese metal. Quince leguas después, Pizarro y los suyos habían doblado la
Punta de Santa Elena, encontrándose veinticinco leguas más al sur, en la ciudad
de Túmbez… y así, hasta Santa.
—Esto nos va dando una idea de lo que puede ser aquella Quarta pars de
que hablaba Americo Vespucci en sus cartas, cuando hizo los viajes con Ojeda
por la Tierra Firme —comentó Almagro.
Luque asintió.
—Por la parte del Océano Atlántico ya sabemos lo inmenso que es este
continente, al menos desde Panamá hasta el estrecho que descubrió Magallanes
hace ocho años. Así que podemos imaginarnos lo que todavía queda por
descubrir en esta parte.
—Con estos mapas que vamos perfilando —dijo Pizarro señalando el tosco
pergamino—, podemos ver que las tierras entre los dos mares son amplísimas.
Queda por saber si el Imperio inca domina estas tierras de un mar a otro.
—Si así lo fuera —exclamó Luque—, la provincia o reino que se
incorporaría a la Corona Española sería inconmensurablemente más grande que
el conquistado por Hernán Cortés hace seis años.
—Pues lo que está claro —masculló Almagro— es que un imperio tan
grande y ordenado no se puede conquistar con los medios que tenemos. Es
necesario que lleguemos a un acuerdo con el Gobernador.
—Tendremos que solicitar una audiencia formal —dijo Pizarro—. Y no sé
por qué, pero me parece que vamos a tener problemas…

Hernando Luque, que era el que más predicamento tenía ante Pedro de los
Ríos, fue el encargado de ir a ver al Gobernador acompañado de Pizarro.
—Es un placer conoceros, capitán —dijo el Gobernador al saludar a Pizarro
—. Estaba impaciente por escuchar de vuestros labios el relato de tan increíbles
aventuras.
—Nos hemos permitido traer algunas muestras de objetos de oro y plata que
hemos obtenido en nuestro viaje —dijo Pizarro—. Nos gustaría que los vierais.
Los objetos, que previamente habían sido expuestos por los criados de Luque
en el gran salón de la mansión del Gobernador, fueron examinados con
minuciosidad por Pedro de los Ríos.
—Es verdaderamente increíble —exclamó—. Se diría que estamos
contemplando un Imperio tan grande como el de los Aztecas.
—Puede que mucho mayor —dijo Pizarro entusiasmado—. No sabemos
todavía cuántas leguas se extiende hacia el sur, ni si llega a las orillas del océano
Atlántico, pero lo que sí estoy seguro es que es enorme.
—Me gustaría que me acompañarais a comer —dijo el Gobernador—.
Durante la comida podíais contarme cómo os fue en vuestro viaje.
—Será un placer, excelencia —dijo Pizarro.
Ya en la mesa, Luque hizo un recuento de la autorización de Pedrarias
Dávila para que los dos capitanes, Pizarro y Almagro emprendiesen la
exploración del sur-sureste, que Andagoya había dejado pendiente. Por su parte,
Francisco Pizarro relató, de un modo escueto, cómo él, y muchos que ya habían
muerto a causa de las penalidades, se habían alimentado durante aquellos
últimos tres años de raíces, palmitos, sapos, culebras, sabandijas y cangrejos.
Y, aunque reconoció que lógicamente lo hacían, en parte, por su propio
interés, fundamentalmente la empresa estaba destinada a engrandecer los
territorios de la Corona. Y, visto, que el Gobernador era el representante del Rey
en Panamá, confiaban en tener su apoyo para llevar la empresa adelante.
Sin embargo, a pesar del entusiasmo y elocuencia de los dos hombres, y, ante
su sorpresa, el Gobernador dio de largas a su petición.
—Entiendo el entusiasmo que han despertado en vuestras mercedes los
hallazgos que me habéis mostrado, pero la empresa que me pedís que intervenga
está mucho más allá del alcance de mis manos. Sería necesario despoblar toda
mi gobernación, para ir a poblar nuevas tierras, haciendo que muriera en la
demanda mucha más gente de la que ya ha muerto. Y, eso, caballeros, no puedo
permitírmelo hoy por hoy. Quizá las cosas cambien en el futuro, cuando venga
más gente.
Los socios se miraron entre sí boquiabiertos.

Desanimados, los dos hombres volvieron a casa de Pizarro, desde donde


mandaron llamar a Almagro. Éste se quedó atónito e irritado ante la negativa del
Gobernador.
—Está bien —dijo cuando se hubo calmado—. Analicemos la situación. El
hecho es que hemos descubierto algo muy importante para los intereses de la
Corona y los nuestros propios.
—Y que tenemos todas las licencias y autorizaciones necesarias para la
jornada —dijo Pizarro.
—Por otro lado —concluyó Luque—, hemos actuado sacrificando nuestros
propios intereses y personas en beneficio de España.
—Y, sin embargo, carecemos de apoyo oficial en Panamá a pesar del
increíble tesoro que aguarda a la empresa, y que está demostrado que existe.
—Y no podemos llevar a cabo la empresa solos porque carecemos de medios
económicos —dijo Almagro pensativamente.
—¿Cuál es la solución, señores? —dijo Pizarro mirando a sus socios en
busca de respuestas.
Después de un momento de silencio, Luque dijo lentamente lo que estaba en
la mente de todos.
—El Rey.
—¿Le escribimos una carta? —sugirió Pizarro.
Almagro negó con la cabeza.
—No creo que nos respondiera. Y si lo hiciese algún secretario suyo, sería
para darnos evasivas. No —dijo—. Al Rey hay que darle hechos concretos.
Recordad lo que hizo Cortés, en su día. Mandó a Puertocarrero y Montejo con un
cargamento de oro valiosísimo. E incluso así, las intrigas palaciegas a favor del
Gobernador de Cuba, Diego de Velázquez, hicieron que no otorgara ningún
título a Cortés hasta dos años más tarde.
—No hay duda que las cosas de palacio van muy despacio —musitó Luque
pensativo.
—¿Qué hacemos entonces? —quiso saber Pizarro.
Durante un largo rato, nadie se atrevió a dar la respuesta que era obvia. Por
fin, Luque expresó su pensamiento en voz alta.
—Uno de nosotros debe ir a España.
Almagro se apresuró a rechazar la posibilidad de que fuera él la persona
idónea.
—Yo, desde luego, no. Además de mi timidez, y mi ruin facha, hay que
añadir a mi físico, la falta de un ojo. No me veo en la corte solicitando favores
con este aspecto.
—Yo tampoco estoy acostumbrado a tratar con gente de alcurnia —dijo
Pizarro—. De hecho, no sé escribir, y la juventud la pasé cuidando puercos…
—Pues, a mí me es imposible dejar Panamá debido a mis obligaciones
eclesiásticas. El obispo nunca me lo permitiría —sentenció Luque.
Otro largo silencio cayó sobre la sala. Por fin, Pizarro sacudió la cabeza
tratando de encontrar una solución.
—¿Por qué no encomendamos la embajada a alguien?
—¿A quién?
—A alguien que salga para España en el próximo barco.
Luque repasó en su mente a las personas que conocía y que fueran capaces
de exponer al rey los motivos de su audiencia con posibilidades de éxito.
—¿Qué os parece el licenciado Corral?
Pizarro y Luque miraron a Almagro buscando su aprobación, pero éste,
después de meditarlo un largo rato, negó con la cabeza.
—No —dijo señalando a Pizarro—. No es justo que quien ha tenido el coraje
de pasar tres años entre pantanos y manglares, sufriendo trabajos nunca oídos y
hambres increíbles, le falte el valor para ir a Castilla a pedir al Rey la
Gobernación, lo cual se negocia así mejor que por tercera persona…
Pizarro iba a protestar, pero algo, como una fuerza superior, le hizo callar en
el momento en que abría la boca. Siguieron unos segundos de silencio, y
aquellos segundos en los que no rehusó la oferta y que, por lo tanto,
implícitamente aceptaba el cargo, cambiaron el curso de la historia.

—Está decidido, entonces —sentenció Luque—. Tenemos que disponer para


el viaje. No puedes presentarte como un emigrante empobrecido. Tenemos que
conseguir dinero para que lleves un cortejo, por muy exiguo que sea.
Almagro estaba de acuerdo con aquello.
—Tienes que llevar, por lo menos, una docena de sirvientes, a poder ser
indios, para mostrar las riquezas incas al Emperador.
—Sí —dijo Pizarro con ironía—, ¿pero de dónde sacamos dinero si tenemos
empeñadas las haciendas y estamos los tres endeudados hasta las cejas?
—Ya me encargaré yo de pedir más dinero —dijo el animoso Almagro—, y,
además, podemos vender algunas de las piezas que trajiste de Túmbez…
—De acuerdo —dijo Luque—, si consigues reunir unos mil quinientos pesos
de oro, nos volveremos a reunir para hablar sobre los detalles.

Gracias al entusiasmo de Almagro y al crédito de su seriedad, los socios


consiguieron los pesos de oro necesarios para el viaje, por lo que no tardaron en
reunirse de nuevo. Esta vez, para detallar las condiciones en que deberían quedar
cada uno de los socios.
—Lo lógico —dijo Luque—, es que el Rey ofrezca la gobernación del
territorio conquistado a uno de los tres. Y, como el único que estará delante de él
será Pizarro, debemos esperar y suponer que se la ofrezca a él.
Almagro asintió lentamente.
—Lo entenderé y acataré la decisión —dijo—. Y para ti, solicitaremos el
obispado del nuevo territorio, como habíamos acordado.
Para la caída de la noche habían extendido unas capitulaciones por las que
Bartolomé Ruiz sería nombrado almirante de la Mar del Sur, mientras que los
trece de la fama serían recompensados de alguna forma especial, que dejaban en
manos de la Corona.
Pizarro afirmó solemnemente en aquellas capitulaciones que…
—… lo quería todo para ellos, prometiendo que negociaría
lealmente y sin ninguna cautela…
Fue entonces cuando Luque pronunció unas palabras con un tono que parecía
profético:
—Pluga a Dios, hijos, que no os hurtéis la bendición el uno al otro,
que yo al menos holgaría que fuerais siempre hermanos.
Se despidió, ya tarde, Pizarro de sus socios y salió, por el camino de mulas
que unía las dos costas del istmo, hacia Nombre de Dios, donde debía
embarcarse para España. Le acompañaban Pedro de Gandía, Cristóbal de
Peralta, Felipillo y varios indios más como criados. Consigo llevaban muestras
de oro, plata, tejidos de diversos colores y llamas y otras cosas del imperio inca.
Embarcado en la misma nave que el Licenciado Corral, el capitán Francisco
Pizarro llegaba a Sevilla en pleno agosto de 1528. Contaba cincuenta y un años
de edad.

La llegada de Pizarro a la patria que había abandonado hacía un cuarto de


siglo, no sólo no revistió la apoteosis, o al menos la bienvenida que cabía
esperar, sino que, por el contrario, Pizarro y el Licenciado Corral contemplaron
atónitos cómo unos alguaciles requisaban todo lo que llevaban a bordo y les
metían en la cárcel sin ninguna explicación.
Capítulo V

Pizarro en la Corte

¡
P or todos los diablos! —exclamó Pizarro con desesperación—. ¿Qué
significa esto?
El sargento mayor de los alguaciles se encogió de hombros con indiferencia.
—¡Ya os lo dirán! —dijo—. Yo solamente cumplo órdenes.
—Exijo una explicación —tronó por su parte Corral—. Soy el licenciado
Corral, y no permitiré que esto se quede así. Recurriré a las más altas instancias.
—No dudo que sus mercedes tendrán buenos amigos que no tardarán en
sacarles de esta prisión —afirmó el sargento mientras se atusaba tranquilamente
un enorme mostacho—, pero mientras tanto, no puedo sino obedecer las órdenes
del gobernador, y ésas son que todo vecino de Darién que desembarque en
España, debe ser encarcelado. No me pregunten vuestras mercedes por qué.
—Al menos —exclamó Pizarro angustiado— aseguraos que todo mi
equipaje y mis sirvientes están a buen recaudo. Son presentes que le llevo a su
Majestad procedentes de un nuevo Imperio que añadiremos a la Corona de
Castilla. Si falta una sola pieza os juro que el rey os lo hará pagar muy caro.
El sargento se volvió a atusar el bigote, pero esta vez un pequeño tic
nervioso en uno de sus ojos daba una indicación que las palabras de Pizarro
habían dado en la diana.
—Haré lo que pueda —dijo esperando que no fuera demasiado tarde.
El oficial que fue a verles al día siguiente les explicó la situación.
—Todo este proceso —dijo—, obedece a una ejecutoria que posee el
Bachiller Martín Fernández de Enciso, por la que puede mandar encarcelar a
todo vecino del Darién que desembarque en España. Vuestras mercedes están
empadronados en ese territorio, por lo que están incursos, aunque no sean
culpables, en las deudas que con Enciso contrajeron en su día los habitantes de
Tierra Firme cuando él fue expulsado de ella.
Pizarro maldijo a Enciso y a sus deudores. La impresión que había pensado
hacer con su desembarco y las rarezas que portaba, se oscurecían rápidamente
entre aquellas cuatro paredes. ¡Era exasperante! Como una fiera enjaulada, el
capitán extremeño se paseaba hora tras hora sin querer probar bocado de la
bazofia que les traían para comer.
Mientras consumía sus energías inútilmente en aquella mazmorra sevillana,
se desesperaba pensando qué hacer para recuperar su libertad. Realmente no
tenía a quién acudir. Por otro lado, ignoraba qué se había hecho con las cosas y
la gente que había traído y si las conservaban con cuidado.
—¡Por la sangre de Cristo! —rugía hablando consigo mismo—. ¡Pensar que
la empresa más grandiosa de todas las que se han dado en la historia de la
humanidad vaya a terminar así!; ¿qué maldición ha caído sobre mí para que esto
me ocurra cuando iba nada menos que a ver al Rey con regalos y presentes
nunca vistos?; ¿pero es que no hay justicia en este mundo?; ¿por qué tuve que
ser yo quien viniera a España? Nada de esto habría ocurrido si hubiera venido
alguno de mis socios, que no están empadronados en Darién…
—Pensad —le consoló Corral—, que si me hubieseis confiado a mí la misión
como estuvisteis a punto de hacer, ahora estaría yo en vuestro lugar. De todas
formas —añadió—, espero que se arregle este asunto pronto.
—Pero pensad —gimió el desgraciado Pizarro—, que aunque me vea libre,
el desdoro de haber estado preso me impedirá llegar hasta su Majestad. ¿Qué
pensará él de un hombre al que han metido en la cárcel nada más pisar suelo
español?

Mientras Pizarro se desesperaba en la cárcel, el destino, por fin, iba a


posicionarse a su favor bajo el aspecto de otro conquistador.
Hernán Cortés había desembarcado en Palos el 29 de mayo de 1528, con un
séquito numeroso a cuya cabeza destacaban Sandoval y Andrés de Tapia.
Acompañándole venían magnates indígenas, entre ellos un hijo de Moctezuma,
otro del obeso cacique de Cempal y un tercero de Xixotecatl. También traía
consigo una especie de exposición flotante de curiosidades de la Nueva España:
seres humanos, animales y objetos; desde liquidámbar y bálsamos extraños,
hasta pájaros exóticos; desde jaguares, hasta hombres y mujeres albinos; desde
enanos a titiriteros.
Entre sus regalos figuraban: oro en barras por valor de 200.000 pesos, 1.500
marcos de plata, oro en vajillas, en joyas, piedras preciosas de tamaño inaudito,
talladas con increíble artificio, vestidos y otras piezas de algodón, plumas y
objetos adornados con ellas; atavíos de magnífico aspecto; innumerables mantas,
plumas ventalles (abanicos), rodelas de pluma, espejos de piedra. Además, como
uno de sus propósitos era contraer matrimonio, enviaba principescos regalos a
Doña Juana de Zúñiga, hermana del conde de Aguilar, su prometida. Uno de
ellos fue una esmeralda gigantesca, valorada por los joyeros sevillanos en
cuarenta mil ducados.
El hombre que había salido de su país natal a los diecinueve años, pobre y
oscuro, regresaba a los cuarenta y tres en el esplendor de una gloria universal,
pero que los negros nubarrones de la envidia trataban de empequeñecer.
Recibido por el Rey Carlos, Cortés tuvo largas conversaciones con él,
quedando el Emperador convencido de que si hubo alguna extralimitación por
parte del conquistador no fue desobediencia a ninguna orden real, y que las
maledicencias eran producto de la envidia, ya que aquel hombre todopoderoso
en la Nueva España, venía sin cautela alguna a postrarse ante su Real Majestad.
El resultado fue la concesión del título de Marqués del Valle de Oaxaca y
capitán general de la Nueva España, otorgándole tierras, indios, cotos y otras
mercedes.
Bien era verdad, sin embargo, que a fin de evitar que tuviera demasiado
poder a su regreso a Nueva España, no le concedía la gobernación del territorio
conquistado por él. Hubo mercedes, también para los compañeros de Cortés y
sus auxiliares indios, como los tlaxcaltecas, a los que se les concedió fuero de
conquistador, equiparándolos a los españoles. Al franciscano Fray Juan de
Zumárraga, colaborador del nuevo Marqués en la evangelización de los aztecas,
se le concedía el obispado del nuevo país.
Éste era el hombre que iba a jugar un papel decisivo en el futuro de Pizarro.

El joven rey Carlos era un hombre alto, esbelto, de ojos oscuros y profundos,
barba negra bien recortada; sus miembros eran finos y bien proporcionados. Iba
vestido de terciopelo negro, como la mayoría de los Grandes de España.
—La Corona necesitaría una docena de capitanes como vos, Marqués —
comentó el Rey en una de sus innumerables conversaciones con Hernán Cortés.
—Estoy seguro que los tenéis, Majestad. Hay muchos buenos y fieles
soldados en las Indias, que, sin duda, conquistarán, no tardando mucho, otros
imperios tan grandes como el azteca.
—¿Qué opináis vos, don Hernando, sobre ese imperio inca del que se habla
últimamente?
—Es más que probable que exista otra cultura parecida a la azteca, majestad.
No tendría nada de extraordinario, teniendo en cuenta las colosales dimensiones
del continente que estamos explorando.
—¿Y conocéis vos al hombre que quiere conquistarlo?
—¿Francisco Pizarro? No, no le conozco personalmente, aunque sé que es de
Trujillo, no muy lejos de la tierra en que yo nací. Y, de hecho, estamos
lejanamente emparentados. He oído decir que su padre luchó en Italia a las
órdenes de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.
El Rey asintió.
—Estoy informado de ello. Sé que es hijo ilegítimo de Gonzalo Pizarro y una
sirvienta de convento, y que nació hace ya cincuenta y un años. ¿No os parece
una edad un poco avanzada para ir a conquistar un reino?
—Yo he tenido soldados a mis órdenes de sesenta años que tenían más
energía que algunos jóvenes de 20, Majestad. Más que la fortaleza física, es el
ansia de triunfar lo que cuenta.
—Claro —dijo el Rey—. Bien, pronto conoceremos a este hombre, pues ya
debe de haber llegado a Sevilla.
—A mí también me gustaría conocerle —dijo Cortés sonriendo— creo que
tendríamos muchísimas cosas de qué hablar…
El rey levantó una mano y el canciller del reino se acercó solícito.
—¿Podríais informarme si ha llegado ya el barco de Nombre de Dios, y si ha
venido en él un tal Francisco Pizarro?
El Canciller se pasó la mano por la barbilla.
—Creo que podré averiguarlo inmediatamente. Está en la corte la persona
que sabe todo sobre las Indias, el obispo Fonseca. Él nos informará.
Pocos minutos después, Fonseca se inclinaba ante el Rey.
—Decidme, Majestad, ¿qué deseáis saber?
—Todo sobre Francisco Pizarro y la «entrada» que pretende hacer en el
imperio de los «incas».
Fonseca asintió.
—Sé que es un capitán de unos cincuenta años, que luchó primero en Italia y
que luego marchó a las Indias cuando contaba más de treinta años. Allí se
distinguió por su valor en numerosas «entradas». Luchó al lado de Ojeda y de
Balboa. Ha sido siempre fiel a los gobernadores, primero Dávila y ahora Pedro
de los Ríos. Parece que posee una hacienda a medias con su socio Diego de
Almagro, que, por cierto, la hipotecaron para conseguir dinero para la
expedición al imperio de los incas. En la empresa de esta «entrada» intervino un
clérigo llamado Luque. Y eso es, de momento, todo lo que sé. Si deseáis que
averigüe más, lo haré gustoso.
El monarca negó con la cabeza.
—No es necesario, eminencia. Solamente me gustaría saber si este Pizarro ha
llegado ya a Sevilla, pues parece ser que tiene intención de venir a vernos con
algunos objetos curiosos de ese «imperio».
Fonseca frunció el ceño.
—Majestad —dijo—, me temo que, por lo que me acaban de informar hoy
mismo, un tal Francisco Pizarro, procedente de Darién ha sido apresado por los
alguaciles de Sevilla.
—¿Apresado?, ¿de qué ha sido acusado?, ¿qué ha hecho?
—Nada, en realidad —dijo Fonseca—, pero parece ser que hay una
ejecutoria de Fernández de Enciso, por la que se encarcela a todo vecino de
Darién que venga a Sevilla. Es a causa de las deudas que los habitantes de aquel
territorio contrajeron con él.
—¡Por todos los cielos! —exclamó el Rey—. ¿Quiere decir eso que un
hombre inocente, y además portador de regalos para su Rey, ha sido encarcelado
y sus bienes confiscados tan injustamente?
—Así es, Majestad. Ésa es la ley.
—Pues habrá que cambiarla. Haced que ese hombre quede en libertad
inmediatamente. Quiero ver lo que me trae y escuchar lo que tenga que decirme.
Fonseca rogó en su mente a todos los santos para que los guardianes no se
hubieran repartido los regalos del rey.

Pizarro recibió la orden de presentarse en Toledo a la mayor brevedad


posible. El Rey, después de ver todo lo que le había traído Cortés, estaba muy
interesado en las cosas de las Indias, y, además, tenía prisa porque debía
marcharse a Italia, adonde le acompañaría fray García de Loaysa, que hasta
entonces había sido Presidente del Consejo de las Indias, y quería despachar
rápidamente todo lo que estaba por resolver. Todavía tenía que pasar por las
Cortes de Monzón, dejando, además, debidamente informado al Conde de
Osorno, nuevo Presidente del Consejo.
Todo lo que Pizarro había preparado tan cuidadosamente para impresionar
favorablemente al Monarca y a la Corte, fue, de nuevo, puesto en marcha.
Afortunadamente, no faltaba nada. El capitán aleccionó a Pedro de Gandía.
—Quiero que cuentes todo lo que viste en Túmbez y en otras ciudades, las
enormes ovejas, las mantas hechas con su lana, los plumajes, los adornos de oro
y plata, la oligarquía, las defensas de las ciudades, los edificios de piedra…, en
fin, todo lo que pueda ser de interés y genere entusiasmo.
Durante todo el trayecto hasta Toledo, los indios lucieron su vestimenta
natural, atrayendo la atención de todo el mundo.
Unos creían que lo que decía Gandía era muy exagerado, y lo hacía para
atraer incautos, mientras que otros aceptaban la posibilidad de hubiera otro
reino, parecido al azteca y que empezaban a llamar Piró.
Aquéllas eran las circunstancias en las que el monarca imperial más
poderoso de Europa recibió personalmente a un oscuro soldado, capitán de
fortuna, aventurero, recién salido de una prisión.
Por un lado, estaba el Emperador, fino, elegante, un joven de veintiocho
años, curioso, agudo e intrigado, esperando al soldado en su salón de un palacio
toledano. Frente a él, un soldado, ancho de hombros, de figura alta, maciza de
cincuenta y un años, de descuidado vestir.
Frente a frente, quien dirigía el imperio y quien lo forjaba.
Estaba a punto de decidirse —a miles de kilómetros de distancia—, el
destino del imperio de los Incas, así como la grandeza colonial de España. De
aquella entrevista dependía, en gran parte, el futuro inmediato de las Indias.

El Emperador Carlos leyó atentamente los memoriales que le presentaba el


capitán Francisco Pizarro, arrodillado ante sus pies. Estudió con cuidado los
certificados, prohibiciones y trabas legales que habían tenido los exploradores en
sus «entradas», todo lo cual había sido ya previamente examinado por
concienzudos curiales de la Secretaría real.
—No me parece desacertada —dijo—, la actitud de Pedro de los Ríos, pues
los recursos de que dispone son pocos. Pero, de todas formas, su actitud será
investigada. Ya que estáis aquí, me gustaría que me contaseis con vuestras
propias palabras en qué consistieron vuestros trabajos, tanto en tierras de Urabá,
como del Darién, en los dominios del cacique Careta, en la fundación de Panamá
y ahora últimamente, las de… Pirú.
Pizarro, en pie, describió con sencillez las luchas y padecimientos que había
tenido que soportar al otro lado de los mares, primero al lado de Ojeda, después
de Balboa, siempre obedeciendo las órdenes del gobernador.
Por fin: llegó a lo que le interesaba, los últimos tres años de su vida. Los que
había dedicado a llegar al imperio Inca. Rogó al Emperador que se dignase mirar
detalladamente lo que había traído de aquel territorio a costa de tantos
sufrimientos.
Era indudable que el Emperador Carlos había comprendido enseguida lo que
tenía delante de sus ojos, la naturaleza exótica, y la riqueza intrínseca de lo que
veía, que, aunque diferente, tenía el mismo carácter que lo que le había regalado
Cortés.
Las consecuencias eran lógicas, si el Marqués le había proporcionado un
gran reino que añadir a su Imperio, Pizarro podía hacer exactamente igual…
—… y el imperio Inca puede ser tan inmenso —decía Pizarro—, que
podría alcanzar el otro mar, con lo que su tamaño sería tan grande
como toda Europa. Las riquezas que existan en un país semejante no
pueden ser calculadas, y supondrían que las arcas de la Corona
estarían siempre repletas. Los ejércitos de España serían invencibles.
Todos los estados europeos se tendrían que doblegar ante vuestros
tercios y vos seríais el Emperador más poderoso que haya existido
jamás…

Las enseñanzas que los más doctos geógrafos le habían proporcionado en su


niñez le hacían ver a Carlos las cosas con suma claridad. Hacía quince años,
Vasco Núñez de Balboa había hallado el Mar del Sur, y, apenas hacía ocho,
Magallanes había encontrado un paso en el extremo sur del continente. Era
lógico, pues, que entre ambos puntos hubiese una tierra extensísima, y esa tierra
era precisamente a la que había llegado el capitán Pizarro que seguía hablando
ante él.
—… y fuimos sin vestido ni calzado, los pies corriendo sangre, sin
ver el sol sino las lluvias, truenos y relámpagos, entre pantanos, sujetos
a la persecución de los mosquitos que, sin tener con qué defender
nuestras carnes, nos martirizaban, expuestos a las flechas
emponzoñadas de los indios, tres años seguidos, por serviros, Majestad,
por engrandecer vuestra corona, por honra de nuestra nación…
Carlos levantó la cabeza asombrado por la sencillez y, al mismo tiempo,
orgullo, con que Pizarro exponía, en frases punzantes y crudas, todos los
padecimientos por lo que habían pasado.
… y fueron éstos, unos trabajos increíbles, cuales nunca sufrieron
hombres humanos, ni bastaron otros que los castellanos a permanecer
tanto tiempo con la constancia que los padecieron…
Después de escucharle, Carlos prometió que se les concedería una
autorización para continuar la empresa, aunque de momento, sería el consejo de
Indias el que estudiaría todo el asunto. Se le tendrían en cuenta a Pedro de los
Ríos todas las dificultades que había puesto a la empresa —en contra suya— en
el Juicio de Residencia. Pizarro debería presentar sus proposiciones para que,
cuanto antes, se firmaran las capitulaciones. Éstas serían firmadas por la reina
Isabel, pues él partía para Monzón en breve.
Ninguno de los presentes se daba cuenta de la trascendencia de aquel
momento.

Hernán Cortés, luciendo jubón de terciopelo oscuro y cadena de oro macizo,


miró con curiosidad al hombre, siete años mayor que él, que le saludaba con una
ligera inclinación de cabeza en los pasillos de la Corte.
La pobre vestimenta y sencillo porte de su antagonista distaban
abismalmente de la opulencia y exquisito gusto que el nuevo Marqués de Oaxaca
exhibía en Palacio.
—¿Hernán Cortés, sin duda? —exclamó Pizarro.
—Y vos debéis de ser el hombre de quién tanto se habla, hoy en día, en la
Corte…
—Francisco Pizarro a vuestro servicio.
—Tenía enormes deseos de conoceros —exclamó Cortés.
—Seguro que no tantos como los que tenía yo de conoceros a vos —dijo
Pizarro.
—Y, sin embargo, nuestras vidas se entrecruzaron hace muchos años. En la
expedición de Ojeda, que vos partisteis como su lugarteniente, yo también tenía
un puesto en ella. Desgraciadamente —o quizá afortunadamente— una
enfermedad me retuvo en cama, y vi, impotente, partir las dos expediciones en
las que quería tomar parte: la de Alonso de Ojeda y la de Diego de Nicuesa.
—Efectivamente —asintió Pizarro—, el destino parece tener reservado para
cada uno el papel que debe representar en esta vida, y cuándo debe hacerlo. El
vuestro llegó a su debido tiempo, el mío está aún por llegar. Pero lo que es
seguro es que nada me detendrá, lo mismo que nada os detuvo a vos…, ni
siquiera la falta de una capitulación.
Cortés sonrió.
—Así fue, pero no os aconsejo que hagáis lo mismo. Sólo trae
complicaciones… Aunque veo en vuestros ojos la misma fuerza que me
impulsaba a mí. No hay duda de que tendréis éxito.
—Lo sé, pero esta espera insoportable me hace consumirme de impaciencia.
Y ahora todo parece estar en manos del Consejo de Indias.
—Me temo que así es —afirmó Cortés con la cabeza—. Un regimiento de
leguleyos que te dictan las normas de cómo llevar a cabo tus batallas y tus
conquistas, empezando por imponerte la obligación, antes de entrar en batalla, de
leer a los indios —en latín— la razón por la que deben someterse a su majestad
el emperador de España.
—Y muchas otras regulaciones que pesan como una losa en las espaldas de
los hombres que sufren y padecen en aquellas tierras infestadas de mosquitos y
plagadas de caimanes y anacondas.
—¿Por qué no venís a cenar conmigo un día de éstos? Creo que tendríamos
mucho que contamos —dijo Cortés.
—Pensaba irme mañana a Sevilla, ya que está visto que aquí no me queda
nada que hacer.
—Pues venid esta noche. ¿Vais a pasar por Trujillo?
Pizarro agitó la cabeza.
—De momento no. Cuando tenga las capitulaciones firmadas me acercaré
por allí.
—¿Viven vuestros padres?
—Ninguno de los dos vive. También murieron los labriegos que me criaron.
Así que sólo tengo hermanastros.
—Bien, os veré esta noche. Enviaré un carruaje a recogeros. ¿Habéis traído
algún oficial?
—Tengo a uno de mis capitanes conmigo, Pedro de Gandía.
—Traedle con vos. Yo tendré conmigo a Diego de Tapia.
—Será una velada inolvidable —musitó Pizarro.

Durante la cena, la conversación se centró principalmente en la conquista de


Nueva España. Cortés, por enésima vez, relató con todo detalle todo lo que había
sucedido desde su salida de Cuba sin el permiso del gobernador. La adquisición
de la esclava Malinalli, que luego bautizaron como Marina, siendo utilísima
como traductora; la batalla de Tabasco; la fundación de Vera Cruz; la quema de
las naves; Tlaxcala y sus batallas para conquistarla; Cholula y la traición de sus
habitantes; la entrada de Tenochtitlán y su encuentro con Moctezuma; el
hallazgo del tesoro de Axayacoatl; la expedición de Narváez; la batalla de
Cempoal en la que tuvo que enfrentarse con otros españoles en una lucha
fratricida; después recordó una vez más la «Noche Triste» y la sangrienta salida
de Tenochtitlán; el sacrificio de los españoles en el altar del templo; las batalla
de Otumba; el período que estuvieron lamiéndose la heridas en Tlaxcala; la
reconquista de Nueva España paso a paso; la llegada del embajador del rey; la
rendición de Tenochtitlán tras las luchas en el lago; la expedición a Las
Hibueras; las traiciones de los enviados por la Corona; tantas y tantas cosas que
habían sucedido en los últimos diez años, desde aquel lejano 18 de noviembre de
1518.
—Es fascinante —exclamó Pizarro—. Muchas veces había oído esta historia,
pero nunca de forma tan fidedigna… contada, nada menos que por su
protagonista principal.
—Esperemos que dentro de unos pocos años podáis vos contarme a mí la
vuestra.
—Yo también lo espero —añadió Pizarro con los ojos brillantes tanto por el
vino como por el entusiasmo.
—¿A quién adoran los Incas? —preguntó Tapia.
—Al Sol. Sus templos están dedicados al dios Sol. Tienen también vestales,
como nosotros tenemos monjas en España. También adoran a Pachacamac, que
parece ser el dios de los volcanes, y a Viracocha, su sumo hacedor.
—¿Quién es su emperador?
—Un viejo llamado Huayna Capac. Ha debido ser uno de los grandes
forjadores de ese imperio. Parece que están guerreando continuamente con otras
tribus y añadiéndolas a su imperio.
—Tal como hacían los aztecas —comentó Tapia.
—¿Llevan a cabo sacrificios humanos?
—No parece que sacrifican a las víctimas en el altar como hacían en México,
pero sí que tienen la curiosa costumbre de hacer tambores con la piel de sus
enemigos, después de despellejarlos vivos. Además, a los funcionarios que no
cumplen bien con su deber los arrojan a un barranco, tanto a él como a su familia
y criados.
Cortés no pareció impresionado.
—¿Tenéis algún plan para la invasión?
Pizarro hizo un gesto de ambigüedad.
—Poco se puede planear a estas alturas. Desembarcaremos en Túmbez y
seguiremos por el camino real hasta Cajamarca y luego bien a Quito o a Cuzco.
—¿No contaréis con ninguna fuerza auxiliar…, nativos de otras tribus
enemigas?
—En principio no, aunque cuando desembarquemos veremos cuál es la
situación real en el país. No parece, de todas formas, que haya divisiones en el
imperio. Todos obedecen al emperador como descendiente del dios Sol.
—¿Contáis con algún intérprete en el que tengáis confianza? —preguntó
Tapia.
Pedro de Gandía sonrió.
—Hemos traído varios indios, entre ellos un chico de dieciséis años, que es
sumamente inteligente. Estoy tratando de enseñarles español a marchas forzadas.
Y, a juzgar por la lentitud del Consejo de Indias, para cuando partamos para
Panamá, Felipillo y compañía sabrán español mejor que yo.
—Trataré que agilicen los trámites —dijo Cortés levantando el vaso—.
¡Brindo por el nuevo Imperio del Pirú!

Pero a pesar de los buenos oficios de Cortés, el tiempo pasaba y el Consejo


de Indias no terminaba de preparar las Capitulaciones.
Pizarro sabía que en la Casa de Contratación estaban saturados de trabajo y
no podían dar abasto ante eventos nuevos para todos, pero no podía evitar que la
espera le produjera incertidumbre y desasosiego. El dinero que había traído —
que además era prestado—, se iba agotando. Y en su mente estaban muy
presentes las Capitulaciones que la Corona había otorgado a Cristóbal Colón…
¡Ocho años había tardado en conseguir el permiso para ir a descubrir un Nuevo
Mundo!

Pedro de Gandía era el único que le consolaba de vez en cuando.


—¡Paciencia, capitán! Conseguiremos nuestro permiso.
—Sí, pero, ¿cuándo? No podemos esperar ocho años, como Colón…
—La situación es muy diferente. Colón ofrecía sueños, vos ofrecéis
realidades. Él pedía el oro y el moro, y vuestra merced sólo pide lo que le
corresponde legalmente como capitán.
—De todas formas, Pedro, me preocupan las Capitulaciones. No tienes nada
más que ver los pleitos que los hijos de Colón sostienen contra la Corona por
defender los derechos derivados de ellas.
—Todos sabemos que lo que pidió el almirante era algo exorbitante, y que si
los Reyes cedieron era porque no tenían nada que perder y mucho que ganar.
No obstante, nada de lo que le decían convencía a Pizarro, que se consumía
de impaciencia. Tampoco le ayudaba mucho la experiencia del propio Cortés,
que había actuado sin Capitulaciones —como ya era bien sabido—, y sólo
consiguió reconocimientos, premios y nombramientos muchos años después de
haber conquistado el imperio azteca.
Debido a esto, Pizarro había tomado la precaución de anotar todas sus
aspiraciones en los memoriales.
El tiempo iba pasando lentamente en Sevilla, donde el Consejo de Indias
tomaba decisiones que afectaban al buen o mal funcionamiento de las tierras
conquistadas. Y, entre los muchos legados que se amontonaban sobre las mesas
de sus funcionarios, se hallaba inmerso el de Pizarro, haciendo cola.
—¡Esto es como para volverse loco, Pedro! —exclamó Pizarro—. Llevamos
cuatro meses y todavía no hemos recibido ni una nueva de esta gente.
—¡Pues no será porque no les dais la lata! ¡En este tiempo ya habéis ido a
verles seis veces!
—Sí, pero la respuesta es siempre la misma. «Estamos en ello. Tened
paciencia. No sois vos el único que espera…».
—Pero sí el más impaciente —añadió Pedro Gandía con sorna—. Seguid
machacando y lo conseguiréis, aunque sólo sea para perderos de vista.

El 26 de junio de 1529, un año después de su llegada a España, Pizarro


firmaba las Capitulaciones en Toledo, al tiempo que lo hacía, por parte de la
Corona, la Reina Isabel, esposa de Carlos I.
Las Capitulaciones estaban divididas, en realidad, en dos partes: la referente
a la conquista misma, y lo que en la nueva tierra se había de hacer, y la otra
relativa a concesiones y prebendas personales, tanto para Pizarro como para
muchos otros, especialmente sus socios.
En la primera parte, se concedía lo que había ansiado Pizarro cuando llegó a
España, puesto que decía claramente que se continuaría el descubrimiento,
conquista y población de la tierra del Pirú o Perú. Se concedían doscientas
leguas desde Temumpala hasta Chincha.
Entraban las Capitulaciones en la organización misma de la expedición. La
Corona participaba en los gastos, haciendo un regalo de veinticinco caballos y
veinticinco yeguas de Jamaica, trescientos mil maravedís para municiones y
doscientos ducados para adquisiciones y transportes.
Se permitía llevar cincuenta esclavos negros y el ejército estaría constituido
por doscientos cincuenta hombres. De estos soldados, ciento cincuenta serían
reclutados en España y cien en Panamá o en las islas.
En la empresa podían participar todos los españoles que no estuvieran
comprendidos en las prohibiciones dadas por los Reyes Católicos, es decir:
gitanos, judíos, moriscos y cristianos nuevos.
También estaba previsto el aspecto religioso, y para la empresa se ordenaba a
Fray Reginaldo de Pedraza, dominico, que seleccionara a seis miembros de su
comunidad u orden para que tomasen parte en la jornada, se les proporcionaban
ornamentos, veinte ducados por cabeza para vestirse, más 45.000 maravedís y
cincuenta ducados en Panamá.
El plazo para la marcha estaba estipulado en seis meses desde la firma de la
Capitulación. Se preveía también el orden de las jerarquías o mandos,
precisándose que en caso de que falleciera Pizarro, el mando recaía en Almagro.
Era en las concesiones personales donde se daba una gran desproporción
entre Pizarro y su socio, que sería la que a la larga causaría problemas. A Pizarro
se le daba el título de Gobernador y Capitán General del nuevo distrito de por
vida, con un sueldo anual de setecientos veinticinco mil maravedís, en concepto
de gastos para el mantenimiento de su cargo y de los que había que sostener el
alcalde mayor y de los funcionarios reales. Sería Adelantado y mantendría la
vara de alguacil mayor a perpetuidad.
Se le daba autorización para levantar cuatro fortalezas para seguridad de la
tierra y tendría en ellas una tenencia vitalicia con su salario correspondiente. Se
le otorgaba, además, mil ducados anuales sobre las rentas de la tierra, para ayuda
de costos.
Se le concedía un escudo, además de las armas de su linaje —el de los
Pizarro—. Tenía un águila negra con dos columnas abrazadas, y la ciudad de
Túmbez, cercada y almenada, con un tigre y un león a la puerta, con una parte de
mar y de navíos, de la forma que los había en aquella tierra, y por las orlas
ciertos hatos de ganado, llamas, vicuñas, etc. Además, una leyenda que rezaba
Carolis Cesari auspicio, et labore, ingenio ac impensa ducis Pizarro inventa ac
pecata.
Estaba claro que el hecho de ennoblecer a Pizarro y no a su socio podría traer
problemas en el futuro. A Luque sí se le concedía el Obispado de Túmbez, si
bien mientras llegaban las bulas tendría el cargo de protector de los indios y
cobraría mil ducados al año.
Sin embargo, Almagro no recibía el título que había pedido de Adelantado,
sino la tenencia de la alcaldía de Túmbez, con cincuenta mil maravedís de
salario y doscientos mil de ayudas de costas. Se le otorgaba la condición de
hijodalgo y se le legitimaba un hijo, que había tenido con Ana Martínez, mujer
soltera, siendo también él soltero.
Saltaba a la vista el abismo que había entre lo otorgado a Pizarro y lo
concedido a su socio Almagro.
A todo aquel que se pasase al Pirú se le eximía del pago de diezmos durante
sus seis primeros años de estancia en aquel territorio, el beneficio de minas y
sólo un quinto en las presas que se hicieran.
A Bartolomé Ruiz se le daba el título de Piloto Mayor del Océano, y a su
hijo la escribanía de la ciudad de Túmbez, cuando tuviera edad para ello.
A los «trece de la fama» se les otorgó la hidalguía a los que no la tuvieran, y
a los que ya la tenían, se les nombró Caballeros de la Espuela Dorada. A Pedro
Gandía se le confió el mando de la artillería en la campaña de conquista.
Del largo contenido y la esencia de la Capitulación era digno de señalar la
minuciosidad con que se había preparado el conjunto de peticiones, y el hecho
de la certeza absoluta de que se iba a conquistar un imperio. Todo estaba
previsto, desde la gobernación suprema hasta el papel que desempeñaba el
último hombre de la hueste invasora.
Curiosamente, no había ninguna indicación de que Pizarro tuviera
intenciones de establecer relaciones, en plano de igualdad, con el monarca de
aquel imperio. Sencillamente se iba a invadir y conquistar un territorio
imponiendo, por fuerza de las armas, la soberanía española, además del
establecimiento de la religión católica.
Al mismo tiempo que las Capitulaciones, se entregaron a Pizarro patentes,
cartas y recomendaciones para Gobernadores, oficiales y ministros reales a fin
de que no entorpecieran las misiones que condujeran a la conquista. Ésta debía
comenzar inmediatamente.
Sin embargo, antes había que conseguir gente, comprar armas, barcos y
bastimento. Y eso no iba a ser fácil.
Mientras tanto, al otro lado del océano, en Panamá, se sabía muy poco sobre
cómo iba la gestión en la Corte. Durante un año, las noticias que se recibían de
España eran escasas y no muy alentadoras. No obstante, Almagro y Luque, así
como Nicolás Rivera y Bartolomé Ruiz, mantenían viva de alguna forma, la
llama sagrada de la empresa. Confiaban plenamente en que triunfaría Pizarro no
tardando mucho.
Por fin, en junio de 1529, recibieron la gran noticia de la concesión de las
Capitulaciones.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Almagro exuberante al encontrarse
con sus amigos—. ¡Acabo de recibir noticias de que el Rey nos ha concedido las
Capitulaciones!
—¡Loado sea Dios! —suspiró Luque—. ¡Mis oraciones han sido escuchadas!
—¿Han traído una copia de ellas? —preguntó Bartolomé Ruiz—. ¿Sabes
algún detalle?
—No. Solamente el encargo de Pizarro diciéndonos que ya tiene las
capitulaciones en la mano y que podemos reclutar gente, cien soldados. Perece
ser que él traerá ciento cincuenta de España.
—¡Doscientos cincuenta! —exclamó Ruiz—. No parece que sean muchos
para semejante empresa.
—¿Dónde conseguimos esos cien hombres? —dijo Nicolás Rivera
pensativamente—. No me parece que Panamá sea el lugar más idóneo mientras
Pedro de los Ríos siga como gobernador.
—Tienes razón —concedió Luque—. Lo de este hombre es un claro abuso
de poder. El muy canalla ha encarcelado incluso a Pascual de Andagoya por
criticarle.
—Lo mejor —dijo Almagro—, será buscar voluntarios en otro territorio,
Nicaragua, por ejemplo.
Luque echó un trago de vino de la jarra que tenía delante.
—¿Por qué no escribimos a Pedradas Dávila que está en esos territorios? Él,
como promotor de las expediciones hacia el sur, podría apoyar el alistamiento de
voluntarios. Además, ya sabéis que llegaron unas restricciones dadas por
Órdenes Reales, para que no se construyesen caminos entre Panamá y Nombre
de Dios, y entre Nicaragua y la ciudad de León.
—Sí —dijo Ruiz—. Parece ser que la mortandad era tan enorme en aquellas
zonas pantanosas y en aquellos manglares, que han decidido dejar el proyecto de
lado. Eso hará que haya más hombres dispuestos a apuntarse en nuestra
aventura.
—Si les parece a vuestras mercedes —dijo Nicolás Rivera—, levantaré en
Nicaragua un centro de reclutamiento, exhibiendo los objetos que trajimos del
territorio inca y que Pizarro no se pudo llevar a España.
—A mí me parece bien —dijo Almagro—. Podemos fletar un pequeño
bergantín.
—No te olvides de enumerar la belleza de las mujeres incas —dijo
Bartolomé Ruiz burlón.
—Por supuesto —respondió Rivera en el mismo tono—. También tengo en
mente otras cosas: propagaré a los cuatro vientos los adornos de oro en los
edificios, la riqueza de sus gentes, la solidez de sus construcciones, la perfección
de sus regadíos, sus telas de colores y mantas de vicuña.
—Suena increíblemente bello —dijo Bartolomé Ruiz—. ¿Y por qué no les
hablas sobre los peligros a los que tendrán que enfrentarse…?

Nicolás Rivera y Bartolomé Ruiz se entrevistaron en la ciudad de León con


gente importante como Hernando de Soto, Francisco Compañón y Hernán
Ponce. Alguno de ellos disponía incluso de astilleros para construir barcos del
tipo que se necesitaba para la jornada.
Los tres mostraron enseguida su interés y estuvieron dispuestos a participar
en la empresa, pero, al enterarse Pedrarias, les mandó llamar y acusó a Almagro
de tramposo y mal pagador. Argumentó que él y Pizarro le habían hecho perder
mucho dinero en las expediciones anteriores.
—¡No se fíen, vuestras mercedes de esos hombres! —dijo con encono el
Gobernador—, me estafaron en 1527. Me prometieron infinidad de cosas que
luego no se cumplieron. ¿Por qué no formamos, vuestras mercedes y yo una
sociedad, armamos unos barcos y llegamos a Túmbez antes que Pizarro?
Hernán Ponce torció el gesto.
—¿Y no sería eso tanto como robarle a alguien en sus propias narices lo que
es virtualmente suyo?
—Lo pensaremos —dijo Hernando de Soto, buscando una excusa para salir
de aquella habitación y respirar un aire menos viciado que aquél.
Los tres hombres salieron de la reunión del gobernador con la sensación de
que aquel hombre era como una araña venenosa. ¿Sería capaz de llevar a cabo su
plan?

Hernán Ponce se entrevistó al día siguiente con los enviados de Almagro a


quienes contó la deshonesta proposición del Gobernador.
—¡Y nosotros que veníamos con la idea que nos apoyara en el proyecto! —
exclamó Ruiz—. ¿Qué hacemos ahora? Este hombre es capaz de confiscarnos el
barco que hemos traído con los objetos incas.
—Debemos irnos lo antes posible —instó Rivera, y volviéndose hacia Soto
hizo una ligera inclinación con la cabeza—. En nombre de Francisco Pizarro y
sus socios, debo agradecerles a vuestras mercedes por su caballerosidad. ¿Tengo
vuestra palabra, entonces, de que no intentaréis nada hasta que vuelva Pizarro?
—La tenéis —dijo Soto—. Pero en cuanto esté de vuelta vuestro capitán,
decidle que queremos verle. Creo que podemos ayudarle con hombres y dinero.
Yo, por mi parte, estoy dispuesto a unirme a él en la empresa.
—Estad seguro de que así lo haremos.
Fue una suerte para ambos hombres que se dieran prisa en partir, pues en el
puerto tuvieron que sortear a dos alguaciles que pretendían impedir el embarco
de las mercancías. Por fin, a medianoche, consiguieron levar anclas y
desaparecer en la oscuridad.
Estaba claro que ni Pedro de los Ríos, en Panamá, ni Pedradas, en Nicaragua,
estaban por la ayuda, sino, más bien, por la usurpación.
La expedición misma estaba en peligro.
Capítulo VI

Trujillo

T rujillo no había cambiado nada en veintisiete años. Sus calles seguían tan
polvorientas como antaño; las piaras de cerdos tan ruidosas y sus calles
tan empinadas.
Las pocas mujeres que se reunían a la sombra de unos alcornoques en la
plaza miraron con curiosidad al jinete que se atrevía a desafiar al astro solar en
plena canícula. ¿Quién podía ser aquel caballero de porte tan distinguido,
montado en brioso alazán?, ¿qué le traería por Trujillo? No parecía haber duda
de que se dirigía a una de las casonas solariegas de la villa. Entre las más ilustres
estaban la de los Carvajal, los Orellana, los Mendoza, los Vargas o los Pizarro.
Con mano firme, el jinete condujo su caballo hacia la empinada y empedrada
calle que llevaba al viejo castillo. En la plazoleta de la Concepción Jerónima sus
ojos se fijaron en la casa solariega de los Pizarro. Estaba situada no lejos de la
iglesia de Santa María la Mayor.
Francisco Pizarro, con los ojos nublados por la emoción, miraba las casas de
piedra que tantos recuerdos le traían. No muy lejos, se levantaba el convento de
San Francisco el Real, en el que trabajaba su madre Francisca González cuando
se quedó embarazada.
Alguien le había dicho que había muerto hacía años. También sabía que
habían fallecido los labriegos en cuya casa vivió su niñez.
A media cuesta, detuvo su caballo para contemplar con ojos entornados el
escudo de los Orellana, primos de los Pizarro.
Siguió avanzando lentamente y no tardó en detenerse ante el gran portalón
que estaba buscando —la casa solariega de los Pizarro—, la casa a la que nunca
tuvo acceso.
Con un movimiento lento, calculado, saboreando aquel momento en el que
tanto había soñado, descendió de su caballo y se acercó a la puerta. Un grupo de
rapazuelos había interrumpido sus juegos en la plazoleta de la iglesia para
observarle con curiosidad. Cuatro o cinco mujeres le contemplaban, así mismo,
desde ventanas y portales. Dos viejas, vestidas de negro, sentadas a la sombra de
una higuera, le miraban tratando de adivinar quién era aquel apuesto caballero.
Sus rasgos se les hacían familiares.
Con movimiento firme, Francisco Pizarro golpeó por tres veces en la puerta
con la aldaba de hierro. El eco de los tres aldabonazos reverberó por las
estrechas callejuelas haciendo que más rostros curiosos se asomaran por las
estrechas ventanas.
Por fin, una joven criada abrió la puerta.
—Me llamo Francisco Pizarro —dijo el recién llegado—. Deseo hablar con
mi hermano Hernando.
—¿Vuestro… hermano, Hernando…? —consiguió balbucear la criada, con
los ojos abiertos de par en par—. Avisaré… avisaré a su merced. Aunque creo
que está echando la siesta…
—¡Despiértale! ¡Estoy seguro de que no le importará!
La voz autoritaria del recién llegado hizo que la criada se apresurara en
desaparecer en el interior de la casa, temblorosa.
El hombre que minutos más tarde se presentó ante Francisco ajustándose
todavía la camisa, era un joven de míos veintiséis años, robusto, de mirada dura.
Una barba bien recortada enmarcaba unos labios finos, que denotaban un
carácter fuerte y autoritario.
—¡Pluga a Dios que no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos! —exclamó
—. ¿Es verdad lo que me acaban de decir?; ¿eres en verdad mi hermano
Francisco?
Francisco asintió lentamente.
—Lo soy, Hernando, lo soy.
—Pues ven a mis brazos, hermano y sé bienvenido a ésta, tu casa.
Francisco estuvo a punto de decir que nunca lo había sido cuando era niño,
pero se contuvo y sonrió levemente mientras recibía el abrazo de su
hermanastro.
—Tenemos mucho que hablar —dijo cuando consiguió deshacerse de las
muestras de afecto del joven—. ¿Dónde están tus… nuestros otros hermanos?
—Los mandaré llamar. Cenaremos todos juntos esta noche. Serás nuestro
huésped. Estamos ansiosos de oír tus andanzas en las Indias.
—Te aseguro que no os defraudaré —sonrió Francisco—, pero antes
cuéntame algo sobre nuestra familia. Ten en cuenta que cuando salí para las
Indias corría el año 1502.
—Justo un año antes de venir yo al mundo —comentó Hernando—. Bien,
pero antes de nada, acompáñame a la sala y pongámonos cómodos. Tomaremos
un buen vino de la tierra.
Con una buena jarra de vino en la mano, Hernando comenzó el relato.
—Nuestro padre casó con su prima Isabel de Vargas el 29 de julio de 1503,
es decir, cuando tú apenas habías llegado a las Indias. Yo no tardé en venir al
mundo, pues, por lo visto, mi madre estaba ya embarazada. Parece ser que
nuestro padre era todo un elemento en cuanto a amores se refiere —sonrió—,
pues, muy poco después, nacía nuestro hermano Gonzalo…
—De diferente madre, claro —ironizó Francisco.
Hernando asintió.
—Su madre fue María Alonso, hija de unos molineros, con quien también
tuvo a Juan. Mi madre, Isabel tuvo posteriormente dos hijas, Inés e Isabel, esta
última casada con un tal Gonzalo Tapia, que estoy seguro que es un hombre que
te agradará. Le conocerás esta noche.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Francisco—. ¡Nuestro buen padre era todo
un semental! ¿Cuántos hermanastros más tenemos por ahí?
—Cuatro más, pero todas mujeres, y todas habidas fuera del matrimonio:
Francisca, María, Graciana y Catalina. Las cuatro son hijas de criadas o
sirvientas que pasaron por esta casa.
—¡Una pena que no sean hombres! —ironizó Francisco—. ¡Podríamos
formar un ejército con los vástagos de nuestro buen padre! ¿Cuándo murió?
—En 1522, hace siete años. Está enterrado aquí, en Trujillo, en la iglesia de
San Francisco. Yo mismo tuve que traer sus restos desde Pamplona donde
falleció.
—¡Todo un personaje! —exclamó Francisco—. Otro día me contarás su vida
y sus aventuras guerreras.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Hernando—, pero te advierto que son
extensas. Nos hará falta una tarde entera…
—Será fascinante —sonrió Francisco—. Escucharé con muchísimo gusto…
A propósito, ¿qué sabes de mi hermanastro, por parte de mi madre, Francisco
Martín de Alcántara?
—Está por Trujillo —dijo Hernando—. Le mandaré llamar. También vendrá
a la cena nuestro joven primo, Francisco de Orellana.

La reunión de los Pizarro, aquella noche marcó un hito en la historia de


Trujillo y de sus habitantes. Los relatos de Francisco Pizarro y la vista de las
Capitulaciones y Prebendas que el rey le había otorgado nombrándole
Adelantado de un territorio que prometía ser tan rico e inmenso como la Nueva
España de Cortés, hicieron acelerar el pulso a los hombres y soñar a las mujeres.
Todos se veían ya en posesión de títulos, riquezas increíbles y grandes territorios
que gobernar. Los descendientes del mítico y prolífico Pizarro se unieron como
una piña alrededor del nuevo paladín de su causa: Francisco Pizarro, el hijo
desheredado, ignorado por su padre y nunca admitido en aquella mansión.
—Necesito soldados —dijo Francisco Pizarro—, necesito capitanes, y sobre
todo necesito gente fiel que no me traicione en los momentos difíciles, como
sucedió en la isla del Gallo. Tal como os he contado, he pasado muchas miserias,
mucha hambre y muchas penalidades, lo mismo que las pasó Hernán Cortés,
pero eso es ya historia. Tengo ahora en mi mano algo que ni el mismo Cortés
tuvo: la autorización de su Majestad para llevar a cabo la conquista. Si todo sale
como está previsto y nos apoderamos de un gran Imperio, es más que posible
que el Rey me nombre Marqués, tal como ha hecho con el de Medellín. Y eso,
lógicamente, significará que mis capitanes, tal como ha ocurrido con Pedro de
Alvarado y Diego de Tapia, por ejemplo, gobernarán enormes territorios y se
convertirán en Grandes de España.
En el momento de silencio que siguió a la perorata de Francisco, todos los
presentes se vieron arrodillados ante su Majestad, el Emperador Carlos,
recibiendo honores, títulos y prebendas. Aquello era como vivir un sueño. Un
país de fantasía, de edificios de tejados de oro, de palacios con columnas de
mármol y capiteles dorados y de miles de sirvientes satisfaciendo sus menores
deseos. Sólo tenían que ir a cogerlo. Volverían a España ricos, riquísimos y
llenos de gloria y de fama. Sus nombres perdurarían por los siglos de los
siglos…, y cuando llegara el tiempo de entregar sus almas a Dios, todas las
iglesias del país celebrarían innumerables misas por ellos, que habían
contribuido a mostrar el camino a tantos paganos.
—Su Majestad me ha autorizado para llevar de España a ciento cincuenta
soldados —dijo Francisco Pizarro—. Espero conseguir una buena parte de ellos
en Extremadura.
Los ojos de Gonzalo Pizarro brillaban como ascuas, tanto por el entusiasmo
que le envolvía como por el vino consumido. Sin embargo, sus palabras no
estaban exentas de razón.
—No será fácil conseguir gente en Extremadura —dijo—. La tierra está
completamente esquilmada. Todos los jóvenes se fueron con Cortés o Alvarado
en su día, y, desde entonces, un verdadero río humano ha corrido estos años de
aquí a las Indias.
—Lo comprendo —asintió Francisco Pizarro—, pero para mí lo más
importante, como he dicho antes, es contar con buenos y fieles oficiales.
¡Decidme si puedo confiar en vosotros!
—¡Hasta la muerte, Francisco! —exclamó enardecido Hernando—. ¡Cuenta
conmigo! ¡Estaré contigo en los buenos tiempos y en los malos!
—¡Y yo! —gritó Gonzalo.
—¡Yo también iré! —dijo Juan.
—¡Cuenta conmigo! —exclamó Francisco Martín.
—¡Y conmigo! —dijo Gonzalo Tapia, el marido de Isabel Pizarro.
—Estaré a vuestro lado —afirmó Francisco de Orellana.
Francisco Pizarro se levantó solemnemente.
—¡Gracias, hermanos! —dijo con voz emocionada—. Os aseguro que no os
arrepentiréis del paso que acabáis de dar. Los Pizarro conquistaremos un Nuevo
Mundo para la Corona de España. Ahora debemos pensar cómo conseguir
soldados.
—Extenderemos la voz por todos los pueblos de alrededor —dijo Gonzalo.
—Y por Cáceres —dijo Hernando.
—Tenemos seis meses para tener todo preparado —dijo Francisco—.
Debemos damos prisa.
Pronto, a los hermanos Pizarro se unieron nombres que algún día se harían
famosos como: Orellana, Garcimanuel de Carvajal, Nuflo de Chávez, Francisco
de Carvajal…
Sin embargo, pocos se daban cuenta que la fama tenía un precio.
Los preparativos no exigían demasiado tiempo, y quizá, en los seis meses
convenidos habría podido estar todo dispuesto, pero en el cuartel general de
Sevilla no se cumplía el cupo de ciento cincuenta hombres. Además, los gastos
de estancia se acumulaban.
A causa de ello, y a fin de que en Panamá tuvieran noticias de cómo iban las
cosas, impidiendo al mismo tiempo que Pedradas se les adelantara, Francisco
Pizarro decidió llevar a cabo un primer envío de hombres. El capitán general
llamó a su hermanastro Francisco Martín.
—Dentro de unos días, a finales de noviembre, sale un barco con destino a
Nombre de Dios —dijo—. Quiero que vayas en él con veinte hombres. Serás un
testimonio vivo de que la empresa está en marcha. Llevarás copias certificadas
por escribano de todo lo tratado y capitulado.
—¿Quieres que vaya a ver al Gobernador?
—Preséntate ante mis socios. Ellos sabrán qué hacer.
—Hablando de tus socios —dijo Martín pensativo—. ¿No crees que las
Capitulaciones que te ha concedido el Rey son muy ventajosas para ti, pero no
tanto para Almagro?
—Sí —asintió Francisco—, pero espero aclararlo todo cuando llegue allí.
—De acuerdo —dijo Martín—. Así se lo diré. ¿Cuándo les digo que llegarás
con el resto de las fuerzas?
—Necesitaré todavía un par de meses más. Ya ves las dificultades que
estamos teniendo para reclutar gente.
—Bueno —dijo Martín con filosofía—. Siempre puedes decir a los del
Consejo de Indias que en este barco han salido por delante cincuenta o sesenta
hombres…
—Eso es precisamente lo que pienso hacer. Espero que me crean.

Tal como temía Pizarro, el Consejo de Indias ordenó llevar a cabo una
inspección a finales de enero, en los barcos en que se preparaba la empresa del
Perú.
Gonzalo Tapia se apresuró a ir a ver a su cuñado Francisco.
—Acabo de enterarme por un amigo que trabaja en la Casa de la
Contratación, que vendrán a inspeccionar dentro de cuatro días —informó.
Francisco se levantó de un salto.
—¡Lo que me temía! —bramó—. Alguien está atentando contra la empresa.
No hay razón alguna para que el Consejo tenga tanta prisa por una empresa que
aún no se ha iniciado.
—¿Crees que hay algún enemigo oculto?, ¿quizá Pedrerías o Pedro de los
Ríos?
—Podría ser. Sé que Pedrerías está deseando llevar a cabo la empresa por su
cuenta.
—¿Y por qué no sales tú con uno de los barcos antes de que vengan?
Francisco Pizarro asintió.
—Es una buena idea. En realidad, es lo mejor que podemos hacer. Cuando
vengan los inspectores les decís que entre el barco que salió en Noviembre y éste
ya tenemos ciento cincuenta hombres.
Gonzalo Tapia dio una palmada en el hombro de su cuñado.
—Eso haremos, no te preocupes. Todo saldrá bien —dijo con un exceso de
confianza.

El 19 de enero de 1530, el barco de Francisco Pizarro salvaba la barrera de


Sanlúcar de Barrameda, y ponía rumbo a la Gomera.
Pocos días después, los oficiales del Consejo pasaban la anunciada visita, y,
como no pudieron revisar el barco de Pizarro porque ya no estaba allí, tuvieron
que contentarse con las explicaciones de sus hermanos, quienes dijeron a modo
de excusa, que, como el barco de Francisco era mucho más lento, había salido
por delante para no entorpecer la travesía del otro.
Pocos días después, el último barco zarpaba rumbo a las Canarias con todos
los bastimentos, caballos y armamento que estaba esperando.
Tras reunirse con su hermano en La Gomera, las dos naves siguieron juntas
hacia las Indias.
Sin contratiempos en la navegación, llegaron las dos naves al puerto de Santa
Marta. Pero, si bien, no había habido problemas en la travesía causados por
elementos meteorológicos, sí los empezó a haber por elementos humanos.
Apenas hubieron desembarcado los hombres de la expedición en Santa
Marta, comenzaron a recibir informaciones drásticamente diferentes a las áureas
promesas que les habían hecho en España.
Para empezar, la impresión que recibieron los expedicionarios al poner pie
en tierra fue pobrísima, pues Santa Marta apenas estaba formada por unas
cuantas casas hechas de barro con techos de palmera en un clima agobiante.
Por otro lado, las gentes del mísero poblado y su gobernador, García Lerma,
contaron a todos los que quisieron escuchar, lástimas sin fin, historias de
padecimientos y sufrimientos, relatos de muerte y hambrunas. Trataron de
convencer a los recién llegados para que se quedasen en aquella ciudad y no
fueran a los mares del sur, donde, según ellos, sólo encontrarían cangrejos y
lagartos para comer, además de frutos y raíces venenosas, con lo que podrían
enfermar y morir, como les había ocurrido a muchos de los que habían
acompañado a Pizarro en sus primeras expediciones.
Ante un ambiente tan deprimente, Pizarro decidió levar anclas y dirigirse lo
antes posible a Nombre de Dios, y, desde allí, por tierra, a Panamá.
En Nombre de Dios les esperaban Luque, Nicolás de Rivera y Bartolomé
Ruiz.
Aunque la recepción fue apoteósica, y los naturales abrazos se mezclaron
con grandes gestos de efusiones, estaba claro que el ambiente, se hallaba
enrarecido.
—¿Dónde está Almagro? —preguntó Pizarro preocupado.
Luque le cogió de un brazo y se lo llevó a un lado con discreción.
—No quiere verte —dijo con un rictus de preocupación—. Se ha retirado a
sus minas. No quiere saber nada de la sociedad.
Pizarro le miró con asombro.
—¿Por qué?
El clérigo sostuvo la mirada del extremeño.
—Tú deberías saberlo mejor que nadie. Mientras tú recibías gobernaciones,
prebendas y capitulaciones, él sólo obtenía la alcaldía de Túmbez. ¡Bien poco
parece a simple vista!
Pizarro movió la cabeza.
—No es lo que se cree él. Era absolutamente necesario dar una imagen de un
solo jefe, aunque existiera detrás una sociedad. Y, en vista de los problemas que
han surgido en la Nueva España, con Cortés, estos últimos años, es
imprescindible que haya una cabeza visible al que todos sigan. Estaba claro que
la Corona apoyaría a un hombre, como Hernán Cortés, en el cual confían los
soldados y le siguen hasta el fin del mundo, pero no apoyaría un proyecto con
tres cabezas visibles. Por eso preferí conseguir las Prebendas y Capitulaciones a
nombre de quien fuera, pero conseguirlas, que era de lo que se trataba. Después,
cuando hayamos obtenido y conquistado el territorio inca, yo le prometo a
Almagro que nos lo repartiremos a partes iguales.
Luque suspiró.
—Bueno, Francisco, tendrás que explicar todo esto a Diego, y, sobre todo,
prometerle formalmente lo que me acabas de decir a mí. Tienes que jurar ante
testigos que conseguirás una gobernación para él a partir de los límites de la
tuya, y que, hasta que no consigas esto no harás nada para obtener beneficio o
privilegio alguno para tus hermanos.
—Así se lo diré. No te preocupes. Hazle venir.
—Enviaré a Nicolás de Rivera para que trate de convencerle.

Apareció Almagro en Nombre de Dios con cara de pocos amigos; pero,


después de hacerse mucho rogar, se dejó convencer por las promesas de Pizarro.
Un abrazo delante de su socio Luque, dejó el asunto zanjado, y, como en
otras ocasiones, Almagro se lanzó de cuerpo y alma a los preparativos de la
expedición; atendió a los recién llegados, consiguió nuevos préstamos y dispuso
lo preciso para construir embarcaciones contratándose carpinteros y talándose
árboles del Río de los Lagartos (caimanes) para hacer tablones.
Aunque todo parecía haber quedado resuelto entre los socios, y una buena
armonía parecía reinar entre ellos, un buen observador podría haber notado que
un elemento nuevo, discordante, había entrado a formar parte de aquél, hasta
entonces, compacto equipo: los hermanos de Francisco Pizarro, y, en especial, el
mayor de ellos.
Ya desde el primer momento se vio claramente que no se había perdido
ningún afecto entre Hernando Pizarro y Diego de Almagro. Incluso físicamente
existía entre ambos una gran diferencia, pues mientras el mayor de los Pizarro
era corpulento y bien proporcionado, Almagro era pequeño, tuerto y de porte
ruin. Pero era en la forma de ser de cada uno donde estribaba la mayor
diferencia, y, sobre todo, en el protagonismo que Hernando quería conseguir lo
antes posible en todas las acciones. Empezó tomando la palabra en todas las
reuniones de los socios, tratando siempre de imponer sus ideas y criterio. Era
evidente que se consideraba uno de los personajes más importantes de la
empresa, y veía con malos ojos todo lo que hacía Almagro. Esto, lógicamente,
provocaba un resentimiento en el socio de Francisco Pizarro.
La travesía del istmo se presentaba como un ensayo general de lo que
aguardaba a los recién llegados. El camino era infernal, lleno de marismas y
plagado de mosquitos. Además, antes de ponerse en marcha ocurrieron las
primeras deserciones de algunos de los hombres que habían venido de España,
asustados por lo que habían oído del gobernador y de las gentes del lugar.
Sin embargo, una vez en Panamá, las cosas cambiaron drásticamente. Los
astilleros comenzaron a trabajar febrilmente en la construcción de varios
bergantines para el traslado de los hombres, caballos y material. Por otro lado,
los oficiales con experiencia empezaron la larga tarea de convertir a aquellos
labradores en soldados disciplinados que supieran manejar toda clase de armas;
también debían acostumbrarse a soportar grandes marchas por terrenos
pantanosos y selváticos, aprender a subsistir en la selva; y, sobre todo, debían
perder el miedo a los indios y a sus flechas; había que inculcar a los novatos un
sentido de la disciplina y a aprender a obedecer sin rechistar y con rapidez.
Pero, sin embargo, lo que más preocupaba a Francisco Pizarro era el hecho
de que ninguno de sus hermanos tenía ninguna experiencia en batalla alguna, y
mucho menos como oficiales. Les exigió que todos ellos pasaran por los mismos
períodos de aprendizaje que los soldados, añadiéndoles la obligación de aprender
también a montar a caballo con soltura. Debían guiar la montura con las rodillas
mientras manejaban la espada o la lanza para abatir al enemigo.
A mediados de 1530 se recibió con alegría la llegada de gentes de Nicaragua,
al mando de Hernán de Soto y Ponce de León. Consigo traían barcos, caballos,
perros mastines y hombres veteranos en la lucha contra los indios.
La moral de la tropa subió muchos enteros con la llegada de aquellos
hombres de gran renombre. Pocos dudaban ya de la viabilidad de la empresa. El
alistamiento de nuevos reclutas aumentó y para finales de año había más de
doscientos cincuenta soldados impacientes por zarpar.
Nuevos nombres habían venido a sumarse a la empresa, y ya Pizarro contaba
con personas tan conocidas como Cristóbal de Molina, Diego Maldonado, Juan
de Padilla, Juan Alonso de Badajoz, Juan de Escobar, Diego y Melchor
Palomino, Francisco de Lucena, Juan Gutiérrez, Pedro de los Ríos, entre otros.
Tres religiosos franciscanos también se alistaron en la expedición, fray Vicente
Valverde, fray Reginaldo de Pedraza y fray Antonio de Gandía.
Los soldados iban bien dotados, gracias al dinero conseguido por Almagro y
por la diligencia del licenciado de la Gama. La novedad del armamento
defensivo eran unas rodelas, hechas con duelas de toneles, muy fuertes, que era
menester un buen brazo para atravesarlas con dardo o flecha, según los
expertos.
El 30 de diciembre de 1530 Pizarro hizo llevar todos los estandartes a la
iglesia de la Merced, donde Vicente Valverde celebró una misa solemne en la
que comulgaron todos los expedicionarios.
Tal como se había hecho en expediciones anteriores, se planeó una primera
salida de Pizarro con ciento ochenta hombres por delante, a quien, poco después,
seguiría Almagro con los restantes, uniéndose en la isla de las Perlas.
Los últimos preparativos se estaban llevando a cabo.
Poco faltaba para zarpar.
Era el momento culminante.
El 25 de enero de 1531 Pizarro dio la orden.
—¡Levad anclas! ¡Izad las velas! ¡Avante en nombre del Señor!

Huáscar se llamaba oficialmente Tupic Cusi Hualpa y pertenecía al bando de


los Hanan Cuscos. Entre los cincuenta hijos de su padre, Huayna Cápac, Huáscar
gozaba de prioridad por ser el único hijo legítimo. Por ello heredó la
mascapaicha colorada, símbolo del poder, siendo reconocido Inca por la
nobleza.
Tras la conquista de Quito, su padre la había convertido en segunda capital y
residencia del Inca, viviendo en ella con una princesa quiteña y el hijo que había
tenido con ella, Atahualpa.
Huáscar, por su parte, había seguido residiendo en Cuzco, junto a su madre.
A la muerte de su padre, en 1525, Huáscar había sido proclamado Inca con el
apoyo de la nobleza tradicional y en contra de la última voluntad de su padre.
Coronado en Cajamarca, fue reconocido en todo el imperio, excepto en el
reino de Quito, donde gobernaba su hermanastro Atahualpa, que fue elegido Inca
por el ejército y el pueblo.
El primer acto de Huáscar como gobernante constituyó en traer desde Quito
la momia de su padre, cosa que los orejones o nobles hicieron en solemne
procesión.
No vino con ellos su hermano bastardo Atahualpa, quien tenía sus propias
ambiciones y planes.
Por alguna oscura razón, Huáscar acusó a los miembros de la fúnebre
procesión de ser sus cómplices, y ordenó matar a todos, incluyendo a sus
familias. Este hecho indignó a los Hanan Cuscos, ya que los muertos eran de
aquel bando y le retiraron su favor.
El Inca, para no quedarse solo, renegó de su casta y se juntó con los Hurin
Cuscis, que eran los orejones o nobles de la dinastía anterior destronada.
Llegó, mientras tanto, una embajada de Atahualpa para rendirle acatamiento,
pero Huáscar, irritado con su hermano por no acudir en persona, recibió a los
embajadores con cara de pocos amigos.
—¿Por qué no ha venido él mismo a rendirme pleitesía?
El jefe de los embajadores se arrodilló humildemente, tocando el suelo con
su frente.
—Vuestro hermano nos envía por delante y os asegura que vendrá a
postrarse ante vos en cuanto se lo pidáis.
—Conozco a mi hermano y sé que está al acecho esperando apoderarse del
trono —rugió Huáscar—. El mandaros a vosotros es sólo una añagaza para
confiarme.
—Os aseguro, oh, descendiente del dios Sol, que mi Señor es un leal súbdito
del Emperador.
—¿Ah, sí?, ¿y por qué tiene preparado entonces todo un ejército?
—Sólo para defender Quito de un posible ataque de tribus rebeldes,
Emperador.
Huáscar contempló con ojos de hielo al hombre arrodillado a sus pies.
—¡Guardias! —llamó—. ¡Cortadles la nariz a todos los embajadores, y que
vuelvan a Quito desnudos de cintura para abajo!
Era lógico que cuando los embajadores llegaron a Quito de tal guisa,
Atahualpa montara en cólera.
—¡Llamad a mis generales, rápido!
No tardaron en acudir Quisuis, Calicuchima y Rumiñahui.
—¡Huáscar ha humillado a mis embajadores! —bramó en cuanto éstos
estuvieron en su presencia—. Está claro que quiere la guerra. Pues, bien, la
tendrá. ¿Con cuántos hombres contamos?
—Tenemos tres ejércitos bien preparados de unos diez mil soldados cada
uno, señor —respondió Rumiñahui.
—Bien —declaró Atahualpa solemnemente—. Desde este momento declaro
la guerra a mi hermano Huáscar. ¡Preparad planes para derrotar a los ejércitos
enemigos!

No tardó en enterarse Huáscar de las intenciones de su hermanastro y envió a


dos orejones, o nobles, a Tumebamba con el pretexto de recoger unos bienes y
mujeres de Huayna Cápac, pero, en realidad, lo que iban era a espiar.
Desgraciadamente para ellos, Atahualpa los hizo apresar, y, bajo tormento
confesaron la posición de las tropas de Huáscar.
—Muy bien —sonrió Atahualpa al recibir la noticia—. ¡Desolladles vivos y
haced sendos tambores con sus pieles!
Una vez encendida la hoguera de la discordia, los dos hermanos se
aprestaron a combatir. Una batalla sucedió a otra, con altibajos. El primer
enfrentamiento tuvo lugar en Riobamba y fue ganada por Quisuis, general de
Atahualpa.
—¡Levantad grandes pirámides con los huesos y cráneos de los vencidos! —
ordenó Atahualpa—. ¡Así aprenderán!
Pero aquella barbarie sólo sirvió para enardecer los ánimos de los hombres
de Huáscar que derrotaron, poco después, al ejército del cruel Calicuchima en
Tumebamba.
La guerra fratricida continuó con diversos altibajos, tanto para uno como
para otro bando, llegando hasta el decimoquinto enfrentamiento en el que
Huáscar, que parecía llevar la peor parte de la guerra en su conjunto, decidió
ponerse al frente de sus guerreros y salir a combatir en persona.
Mientras tanto, Atahualpa, ensoberbecido por sus últimos triunfos, entró
pomposamente en Cajamarca y Huamachuco. Inmediatamente fue a ver al Sumo
Sacerdote del templo de Catequil que tenía fama de ser el mejor oráculo del
reino.
—Quiero que me digas —exigió vanidoso—, cuándo será el momento más
propicio para mi coronación como Inca, a fin de llevar a cabo los preparativos.
¿Cuándo podré tener la respuesta?
—Miraré las estrellas esta noche —dijo pausadamente el anciano Sacerdote
—. Además sacrificaré una llama y una vicuña para examinar sus vísceras. Os
daré una respuesta mañana a esta hora, mi Señor, aunque no puedo garantizaros
que sea la que queréis.
—Os mandaré media docena de prisioneros para que sustituyan a los
animales —dijo Atahualpa—. Seguro que en sus entrañas podréis ver mejor los
augurios…
—Sacrificaré los animales —dijo el Sacerdote secamente.
Veinticuatro horas más tarde, el anciano oráculo envió a por Atahualpa para
decirle que los dioses ya le habían dado la respuesta. Ésta, sin embargo, estaba
muy distante de lo que pretendía Atahualpa.
—Lo siento, mi señor —dijo el Sumo Sacerdote mirando directamente a los
ojos del usurpador—. Los dioses no parecen estar de vuestro lado.
Atahualpa se acercó al oráculo enfurecido.
—¿Qué quieres decir con eso de que no están de mi lado?
El anciano sostuvo la mirada en un gesto de desafío.
—La respuesta de los dioses es que nunca seréis coronado Inca.
Atahualpa lanzó un rugido.
—¡Patrañas! —gritó fuera de sí—. Todos son confabulaciones. Estás a favor
de Huáscar y eso te costará caro, viejo inútil.
En un acceso de furia arrebató la lanza de uno de sus guardas y la arrojó
violentamente contra el oráculo atravesándole de parte a parte.
—¡Ahora sí que los dioses te podrán decir personalmente lo que ocurrirá! —
bramó.
A partir de ese momento, Atahualpa se convirtió en una fiera sanguinaria.
Ordenó matar, destruir, quemar y asolar cuanto se le ponía por delante.
Desde Quito a Guamachuco se llevaron a cabo, bajo sus órdenes, las
mayores tiranías y crueldades que jamás se habían conocido en aquella tierra.
Aborrecido por todos, pero victorioso, Atahualpa mandó sus tropas a
posesionarse de toda la cordillera. A sus generales Quisuis y Calicuchima,
encomendó la captura de la ciudad de Cuzco, la ciudad sagrada en donde quería
reinar.
Huáscar defendió su capital luchando de sol a sol, y, aunque al principio le
sonrió la fortuna y consiguió abrasar vivos a muchos de los soldados de
Atahualpa que se habían establecido en un enorme pajar, al final, acabó
derrotado cayendo prisionero de los soldados de Quisuis.
Una vez que Atahualpa se enteró que su hermano estaba en sus manos envió,
exultante, un mensajero con órdenes a sus generales.
—¡Quiero que quitéis la vida a todos los miembros de la familia y corte de
Huáscar con los métodos más crueles que se os ocurran! Además —seguía
recitando el «chasqui» o mensajero— Huáscar debe presenciar todos y cada uno
de los ajusticiamientos.
Quisuis y Calicuchima sonrieron al recibir aquellas órdenes, ellos eran
maestros en el arte de hacer sufrir. Hicieron hincar estacas de dos metros en el
camino de Jaquijahuana, y sacaron de la prisión a todas las mujeres del Inca
prisionero. Una por una, colgaron boca abajo en cada poste a todas las mujeres
junto a sus hijos. A las que estaban embarazadas, antes de colgarlas les abrieron
el vientre para que los fetos cayesen al suelo colgando del cordón umbilical.
A otros miembros de la familia imperial los hicieron empalar sobre estacas
afiladas, la punta de las cuales, penetrando por el ano, iba poco a poco,
introduciéndose en sus entrañas. Los dolores de las víctimas eran insoportables
mientras vivían. El terrible tormento duraba varios días.
De esta forma y otras muchas, mataron a más de ochenta hijos e hijas de
Huáscar. Asimismo, despellejaron vivos a todos los hermanos que le habían sido
fieles; después siguieron los nobles que le habían secundado.
Pero ni siquiera con esto se sació la sed de venganza de los quiteños. Los
generales ordenaron saquear el palacio de Túpac Yupanqui, y llevando su cuerpo
momificado a un descampado, lo prendieron fuego hasta reducirlo a polvo.
Siguiendo el mandato de Atahualpa, todas estas atrocidades se llevaron a
cabo en presencia de Huáscar, obligándole a mirar todos los detalles a escasos
pasos de distancia de la víctima. Aunque, pese a la crueldad de estos actos, el
Inca no dirigió la palabra a sus enemigos, presenciando todo aquel espantoso
cuadro con la entereza propia de su raza, hubo un momento en el que aquella
medida se colmó cuando le tocó el turno a una hermana que también era su
esposa favorita, llamada Coya Miro, a la que quería con locura. La joven, de una
gran belleza llevaba en brazos a un hijo de Huáscar. El niño le fue arrancado de
sus brazos y arrojado contra el suelo, mientras ella era colgada boca abajo
dejando que, con sus brazos extendidos, sus manos quedaran apenas a un palmo
del niño moribundo.
Junto a ella colgaron a otra hermosa joven, también hermana de Huáscar,
Chimbo Cisa.
El prisionero, maniatado, no pudo soportar el espectáculo, y rompiéndose las
entrañas al ver tales lástimas y crueldades, exclamó con un rugido:
—«¡Pachayachachi Viracocha, tú que por tan poco tiempo me favoreciste y
me honraste y diste ser, haz que quien así me trata se vea de esta manera y que
en su presencia vea lo que yo en la mía be visto y veo…!».

Curiosamente, como si el divino Viracocha le hubiese escuchado, a los pocos


días llegó un chasqui a Cuzco esparciendo una increíble noticia:
—¡Ha aparecido un dios en la costa!
Mientras Quisuis y Calicuchima se quedaron boquiabiertos de estupor y le
hacían repetir al mensajero aquellas increíbles palabras, Huáscar, que en su celda
también se había enterado de la noticia, miraba agradecido al cielo, creyendo
firmemente en la justicia divina.
Presionado por los generales, el chasqui añadió que, por noticias oídas a los
curacas de Túmbez, Poechos, Paita, Amotapo y Catacaos, se sabía que,
procedentes del mar, habían aparecido misteriosamente unos dioses armados con
rayos y truenos. Según el chasqui, se creía que el jefe de estos hombres blancos,
barbudos era el mismo Viracocha.
Los curacas insistían en que el dios Viracocha y sus acompañantes habían
salido del mar a la altura de Puerto Viejo, justamente en el sitio en el que
desapareció, hacía muchísimos años, el mismo dios que prometió que un día
volvería.
Estaba claro, pues, que se trataba del retorno del Hacedor de todo lo creado,
que volvía, cumpliendo su promesa.

Una vez en la isla de las Perlas, los barcos de Pizarro se aprovisionaron de


verduras, gallinas y cerdos, partiendo la pequeña armada rumbo a Túmbez donde
se proponían esperar a Almagro. Sin embargo, a la altura del puerto de San
Mateo, debido a vientos contrarios, se acordó que la caballería hiera por tierra,
para hacer que los caballos y los perros se ejercitaran, mientras los barcos
costeaban a duras penas.
En Coaque desembarcaron los expedicionarios, entrando los soldados
tumultuosamente en el poblado y poniendo en fuga a los habitantes que se
refugiaron en el interior.
Pizarro calmó los ánimos y mandó buscar al curaca, quien consiguió que los
nativos volvieran en paz. En aquel poblado los españoles encontraron una
cantidad de alimentos tan enorme, que, a decir de uno de los cronistas de la
expedición, les servirían para cuatro años.
En esta misma población consiguieron también un gran botín de oro —veinte
mil castellanos—, a cambio de la bisutería que llevaban —tijeras, espejos y
cintas de colores—. Pizarro ordenó que nadie retuviera nada, sino que todo el
oro rescatado fuera entregado para deducir el quinto real, como estaba
estipulado. También se consiguió un buen botín de esmeraldas, que muchos
hicieron desaparecer en bolsillos y cofres, sin acordarse demasiado de la parte de
la Corona.
Fray Reginaldo de Pedraza, que, curiosamente aconsejó a los soldados que
las golpeasen con un martillo para ver si eran buenas, se hizo con un buen lote
de estas piedras, que desaparecieron misteriosamente debajo de su sotana raída.
El cronista Miguel de Estese escribió en su diario … y no faltó quien dijese
que las guardaba…, extremo que más tarde se puedo comprobar al morir el buen
hombre, que era verdad.
Con un gran sentido práctico, Pizarro decidió establecerse en Coaque durante
algún tiempo por varias razones. En primer lugar, era lo más importante, a
aquellas alturas, demostrar a la Corona y a todo el mundo que la jornada
prometía ser muy rentable y que no había habido ninguna exageración en lo que
había prometido Pizarro al monarca español. Era, pues, importante, enviar
cuanto antes un barco con el quinto real del botín conseguido, al mismo tiempo
que cartas informando a la Corte de la buena ventura de la primera etapa.
En segundo lugar, convenía esperar la llegada de los barcos y gente de
Almagro con provisiones y armamento. Mientras tanto, los nuevos soldados
bisoños podrían aclimatarse al nuevo territorio, a su clima, y a la forma de lucha
que les esperaba.
La espera de los refuerzos de Almagro se prolongó mucho más de lo
esperado. Casi cinco meses estuvieron los hombres de Pizarro esperando en
Coaque. El alimento que consumían era casi exclusivamente, yuca, maíz y
pescado, que aunque lo había en grandes cantidades empezó a preocupar a los
encargados de velar por la salud de la expedición, que, curiosamente eran los
mismos que cuidaban de sus almas, los frailes franciscanos.
Fray Vicente Valverde no tardó mucho en hacérselo notar a Pizarro.
—¿Os habéis fijado, capitán, en la cantidad de verrugas malignas que les
están saliendo a muchos hombres?
El extremeño asintió.
—He notado que hay muchos soldados que se quejan de ellas últimamente.
¿A qué creéis que son debidas?
El franciscano se encogió de hombros.
—¡Ojalá lo supiera! Indudablemente debe tratarse de alguna clase de veneno,
bien sea injerido en el pescado, en el yuca o en el maíz. Yo me inclino a creer
que es alguno de los peces que comemos.
—¿No podría ser —sugirió Pizarro— que los nativos nos estén envenenando
lentamente con peces que ellos saben venenosos?
—Podría ser —dijo lentamente el clérigo—. Tenemos que fijarnos en qué
peces comen ellos y qué peces desechan.
—Encargaos de ello, os ruego, padre.
Cuando a todos les parecía haber estado media vida en aquel poblado, llegó
un barco en el que venían los oficiales reales nombrados en Panamá en
sustitución de los que no habían podido embarcarse en Sevilla debido a la
desaparición de las naves de Pizarro. Uno de ellos era el tesorero Riquelme, que
se haría cargo desde ese momento del quinto real y del dinero y presas de la
hueste conquistadora. Traía alimentos y el aviso de que Almagro vendría pronto
con refuerzos.
No había pues, razón para diferir la continuación del viaje.
—Seguiremos el viaje hasta Passaos —anunció Pizarro a sus oficiales.
Increíblemente, como muestra de la velocidad a que viajaban las noticias en
aquel país, antes de la partida de los barcos, llegó un chasqui enviado por el
curaca de aquella región para darles la bienvenida. Entre otras cosas, les regaló,
para moler maíz, una esmeralda tan grande como un huevo de paloma.
Pizarro estaba impaciente por llegar a Túmbez y lamentaba todas aquellas
dilaciones, pero, curiosamente, no podía saber el capitán general, que fueron
precisamente aquellos períodos de espera tan dilatados y que tanto le hacían
desesperar, los que salvaron de la aniquilación a todos los españoles.
De haber ido directamente a Túmbez se habrían encontrado en aquel
territorio con uno de los ejércitos de los incas —tanto de Huáscar como de
Atahualpa— que los habrían aplastado en un abrir y cerrar de ojos.
Tal como sucedió, el destino había calculado la llegada del minúsculo
ejército español justo en el momento exacto.
Capitulo VII

Túmbez

A unque, al principio, la llegada del dios Viracocha le había producido un


gran alborozo a Atahualpa, pensando que venía a bendecir su reinado,
poco a poco las dudas fueron minando su confianza. Un sombrío pensamiento le
comenzó a asaltar por las noches. ¿Y si el dios, en lugar de venir a bendecirle a
él, venía en cambio a reconfortar a Huáscar, que, aunque preso, no estaba
totalmente vencido?
De momento, la victoria le sonreía, pero Atahualpa ignoraba qué partido
tomaría Viracocha. No había duda sobre la presencia del dios en las costas del
Imperio, pero sí sobre sus intenciones. ¿Cómo podría saber si venía a verle a él?
Más derecho parecía tener a tal visita el cautivo Huáscar, que era el heredero
legítimo del Tahuantinsuyo, o Imperio inca.
Aquellos nefastos pensamientos llevaron a Atahualpa a un terreno muy
resbaladizo, y su cabeza se llenó de terribles conjeturas.
¿Y si el gran Viracocha venía a vengar al vencido en batalla y no a dar un
espaldarazo al vencedor?
Atormentado por tan siniestros pensamientos, Atahualpa decidió pedir
información sobre el dios hacedor de las estrellas, a través de la historia de los
Incas.
Sus consultas, sin embargo, no le sirvieron de gran consuelo. Los Sumos
Sacerdotes de los templos del dios Sol, con Yane Puma a la cabeza, le
proporcionaron toda la información que había pasado de boca en boca,
generación tras generación.
—Viracocha se confunde con el origen de la raza quechua —le dijeron—.
Manco Cápac, nuestro primer Inca, fundó la capital sagrada de Cuzco en nombre
del dios Viracocha y del dios Sol. El Tahuantinsuyo, nuestro Imperio, tuvo
comienzo, pues, bajo tan poderosa divinidad. La historia también indica que muy
pronto, el sol, tótem victorioso de los Incas, desplazó a su Hacedor. Este hecho
ocurrió en tiempo de los reyes Hurin Cuscos, pasando Viracocha a un segundo
plano de dios envejecido y anticuado. Por eso permaneció ajeno a toda idea de
venganza hasta los terribles días de la invasión chanca. Fue entonces, cuando,
dispuesto a salvar el Imperio de los Incas, se apareció al hijo de uno de esos
soberanos para ofrecerle la victoria.
Atahualpa escuchaba atentamente, aunque ya había oído contar aquella
historia muchas veces a los Quipu Kamayoc— hombres de una increíble
memoria, que eran capaces de recitar todos los acontecimientos importantes que
habían ocurrido en el Tahuantinsuyo desde sus comienzos—. Sin embargo, esta
vez, el entender el pasado le resultaba sumamente importante para comprender el
presente, y, sobre todo, para buscar una respuesta para el futuro…
—Sigue —ordenó—, ¿que pasó después?
—El dios se presentó ante el lampiño príncipe en actitud fantasmal —tenía
barbas en la cara de más de un palmo, y un vestido largo y suelto le cubría los
pies.
Yane Puma hizo una pausa en su relato y tomó una respiración profunda que
hizo más dramática su historia.
—Vencedor del culto felínico, el dios portaba un jaguar atado por el cuello,
echado a su lado. Siguiendo sus consejos, los quechuas derrotaron a los chancas,
ya que incluso las piedras se tomaron hombres para empuñar las armas. Después
de la lucha, el Inca reparó en la gran injusticia de sus antepasados: El Sol no
podía ser la deidad suprema porque estaba claro que cumplía una misión, diaria
y forzosa. Los dioses mandan, no obedecen. Resultaba evidente que alguien que
lo había creado lo hacía trabajar todos los días. Tenía la obligación de salir y
esconderse después de calentar e iluminar la tierra. El Sol era, por lo tanto, un
subordinado del Sumo Hacedor.
—¿Y qué hizo el nuevo Inca? —preguntó Atahualpa, aunque ya sabía la
respuesta.
Yane Puma se aclaró la boca con un vaso de agua fresca.
—El nuevo Inca, reconociendo a Viracocha como autor único de todas las
cosas creadas, trasladó su imagen al dorado Corichanca. Y, desde entonces,
cada vez que el Inca pedía algo al Sol, hablaba con él como con un amigo
familiar, y, cuando rogaba al dios Viracocha, suplicaba con humildad, como al
Señor Supremo.
Yane Puma dejó de hablar.
Atahualpa esperó un momento más, pero la historia se había terminado, y él
ya lo sabía. No había mucho más que contar. El usurpador se levantó lentamente
con el rostro triste. No parecía haber la menor duda. Viracocha no era sólo el
dios protector de los quechuas sino el aplastador de sus enemigos.
Era por eso por lo que la plaza del Cuzco estaba apisonada con arena marina.
Y era por eso, también, por lo que los incas arrojaban sus ofrendas a los ríos,
pues sabían que irían a parar al mar, el lugar por donde volvería Viracocha…
Y ahora, el mar les retribuía con generosidad sus sacrificios. Cumpliéndose
la vieja profecía, salía de entre las aguas del gran lago salado, un hombre blanco
y barbudo, de aspecto venerable, seguido de otros semejantes.
¡Estaba claro que era Viracocha que volvía!
¡Era el vengador de los quechuas!
Atahualpa se mesó sus largos cabellos lamentándose que fuera en su tiempo
cuando se cumpliese la profecía…
Esa noche, Atahualpa invitó a cenar a su general Rumiñahui y tuvo una larga
conversación con él sobre tan escabroso tema.
—¡Piensa —le dijo Rumiñahui—, que los dioses jamás mueren, pues cuando
lo hacen, resucitan…!
Atahualpa respetaba la inteligencia de su general, aunque a veces, no le
terminaba de entender. Miró fijamente al único ojo de Rumiñahui, pues el otro lo
tenía tapado, ocultando el agujero producido por una flecha enemiga.
—¡Explícate! —ordenó.
—Recuerda, Inca, que los súbditos del Chimo Cápac acogieron cortésmente
a un Viracocha. Lo asesinaron después, y no pasó nada.
Aquel suceso, ya olvidado, hizo pensar a Atahualpa. ¿Y si los extraños
hombres blancos y barbudos no fuesen dioses, sino sólo hombres? No era
seguro, pero sí, posible.
Aquel pensamiento levantó el ánimo al usurpador Inca.
—¿Qué sugieres que debería hacer? —preguntó.
—Ir a ver quiénes son estos hombres blancos y averiguar lo que pretenden
hacer.
—¿No es eso peligroso?
—¿Peligroso? —exclamó el general—. ¿Qué peligro pueden ocasionar
doscientos hombres a un ejército de cien mil?
—¿Y si son dioses?, ¿no has oído decir que dominan el rayo y el trueno?
—Entonces —replicó Rumiñahui— sería igual que lleváramos un ejército de
un millón de soldados.
Atahualpa decidió acudir a Cajamarca adonde parecía que se dirigían los
Viracochas. Su coronación podía esperar.

Los expedicionarios de Pizarro desembarcaron en la bahía de Caraques,


donde gobernaba la viuda del curaca que ya habían conocido en el viaje anterior.
Durante el tiempo que estuvieron allí aumentó el número de españoles que sufría
de verrugas infecciosas, por lo que el capitán decidió continuar hasta Puerto
Viejo.
A los pocos días de llegar a la desembocadura del río Guayas, los
expedicionarios tuvieron la gran alegría de verse alcanzados por un pequeño
bergantín. En él venían, de Guatemala, treinta hombres con treinta caballos,
soldados todos ellos curtidos en mil batallas, como Mogrovejo de Quiñones,
Juan de Porras y otros, a las órdenes del legendario Sebastián de Belalcázar.
Era evidente, que la vista del oro enviado al rey había surtido su efecto.
—No sabéis cuánto me alegro de veros, caballeros —exclamó Pizarro
abrazando a los treinta hombres uno a uno—. Vuestra presencia hará elevar la
moral de nuestros hombres todavía más.
—Estamos deseando entrar en acción —contestó Belalcázar—. Antes, sin
embargo, deberíamos averiguar todo lo posible sobre nuestros enemigos. ¿Quién
nos podría hablar sobre los incas?, ¿no tenéis algún intérprete?, ¿algún indio que
hable nuestro idioma?
Pizarro sonrió.
—¡Claro que lo tenemos! Felipillo estuvo en España conmigo. Habla
castellano casi tan bien como yo, e incluso ha aprendido a escribirlo, cosa de la
que yo no puedo vanagloriarme…
—Pues, ¿por qué no nos reunimos con él un día y nos cuenta todo lo que
sabe sobre este misterioso Imperio…?
—Me parece muy bien —asintió Pizarro—. Le convocaré para mañana a la
hora de cenar. Así tendréis tiempo para levantar campamento y descansar.

Felipillo resultó ser un joven que ya rondaba los diecinueve años, de una
gran inteligencia. Durante el tiempo que Pizarro había estado en la Corte, él y el
séquito que acompañaba al extremeño se habían hospedado en un monasterio, y
este hecho lo había aprovechado el joven inca para aprender no sólo a hablar
castellano, sino, con la ayuda de los frailes, a escribir y averiguar sobre la
historia del país en que se hallaba y los demás países europeos. El resultado era
espectacular. Estaba claro que Pizarro contaba con un elemento tan valioso como
lo había sido Marina para Hernán Cortés.
Rodeado de un impresionante círculo de oficiales, y sin dejarse impresionar,
Felipillo comenzó a hablar.
—Narraré a sus mercedes la historia tal como yo la he oído contar a los
Quipu Kamayoc.
—¿Y ésos quiénes son? —preguntó Hernando Pizarro.
—Personajes que están dotados de una memoria prodigiosa y que se
acuerdan de todo lo que ha sucedido en el Tahuantinsuyo desde sus comienzos.
—¿Y qué es el Tuhantin…, como se llame? —interrumpió Gonzalo Pizarro.
—Así llamamos nosotros al Imperio inca —respondió pacientemente el
joven indio—. Pues bien —continuó—, como decía, el emperador Inca ha sido
descendiente de los Hanan Cuscos, casándose siempre entre hermanos para
conservar la pureza de la sangre. El último Emperador y gran conquistador ha
sido Huayna Capac, que ha muerto hace poco. Su hijo legítimo, según la
costumbre inca, por ser hijo de la «coya», o reina, es Huáscar, quien estaba
apoyado por todos los nobles.
—¿Esos nobles —interrumpió Francisco Martín—, son lo que tienen las
orejas deformadas?
Felipillo asintió.
—Lo hacen para diferenciarse de la gente común.
—Pues nosotros les llamaremos «orejones» —dijo Hernando Pizarro.
Felipillo se encogió de hombros y prosiguió su historia.
—Pues bien, aunque Huáscar era el heredero legítimo, su hermano
Atahualpa tenía sus propias ambiciones, además de un fuerte ejército y buenos
generales.
—Y estalló la guerra civil, ¿no es eso? —dijo Belalcázar.
—Así es —dijo Felipillo—, y por lo que me dicen, ha habido muchos
enfrentamientos, y muy crueles. La mejor parte la lleva Atahualpa, que tiene
prisionero a su hermano.
—Ese Atahualpa —comentó Juan Pizarro— parece ser un tanto cruel…
—Lo es —admitió Felipillo—. Él y sus generales, sobre todo, Quisuis y
Calicuchima son sádicos. La gente les teme. Por donde pasan siembran el terror.
A las mujeres, hijos y parientes de Huáscar los mataron de la forma más cruel
que se les ocurrió, obligando a su hermano a ver cómo morían lentamente sus
seres más queridos.
—¡Por Belcebú! —exclamó Belalcázar—. ¡Cuánto me gustaría ponerle la
mano encima a semejante angelito!
—¿Y dónde tienen prisionero a Huáscar? —preguntó Francisco Pizarro.
—En una fortaleza cerca de Quito.
—¿Quiénes son los dioses de estos paganos? —preguntó fray Vicente
Valverde.
—Los incas adoran a Pachacamac, el dios de los volcanes, a la Luna, a
Venus, a las estrellas llamadas Pléyades, al Arco Iris, etc.; pero son, el Sol y
Viracocha sus dos principales dioses. Piensan que la Luna es la esposa del Sol.
También hay templos para la Madre Tierra, para el Dios Trueno, y para el Mar.
Adoran muchas cosas, como piedras con extrañas formas, puentes, colinas,
cuevas y las tumbas de sus antepasados.
—¡Viracocha! —exclamó Hernando Pizarro—. ¿Quién es ese personaje?
—El dios hacedor de todas las cosas —explicó Felipillo—. Según la leyenda,
Viracocha vino a la tierra bajo el aspecto de un hombre blanco, barbudo. Ayudó
a los primeros incas a crear un gran Imperio y luego se marchó por el mar,
prometiendo que algún día volvería a enseñorearse de la tierra de Tahuantinsuyo.
—¡Es curioso! —exclamó Juan—, ¡eso es una versión incaica de la leyenda
de Quetzalcoalt de los aztecas!
—Sí —asintió Francisco Pizarro—, es curiosísimo que coincidan las dos
leyendas.
—Lo cual puede suponer una gran ventaja para nosotros —exclamó
Hernando Pizarro—, tal como le sucedió a Cortés.
—Trataremos que así sea —dijo el capitán general—. Según me dijo Cortés,
los indios creían que caballos y jinetes formaban un solo ser, al que tenían pavor.
Felipillo asintió, pues durante su estancia en España había oído muchas
veces relatos de las hazañas de Hernán Cortés.
—En realidad —dijo—, hay una leyenda que asegura que Viracocha traerá
consigo seres de cuatro piernas y dos cabezas.
—¡Claro! —rió Juan Pizarro—, ¡tenemos aquí mismo un montón de
semejantes monstruos!
—Los caballos —dijo Felipillo— os vendrán muy bien para luchar en la
llanura, pero, pensad que de poco os servirán en las montañas. Recordad que
Quito y Cuzco están muy altos. Hay que subir durante muchos días y semanas
cruzando grandes acantilados y precipicios por medio de puentes colgantes.
—¡Puentes colgantes! —exclamó Juan—. ¿Qué clase de puentes colgantes?
—Hay muchos —contestó Felipillo—, alguno como el Huaca Chaca, cerca
del Cuzco, cruza un desfiladero de más de mil pies de profundidad. Está hecho
con cuerdas y lianas, y el suelo se bambolea al cruzarlo. Ningún animal se atreve
a pasar por estos puentes.
—¿Y no hay otro medio de cruzar al otro lado?
—No —dijo Felipillo—. Aquí las montañas no son pequeñitas como en
vuestro país.
—Será difícil obligar a cruzar a los caballos —musitó Hernando de Soto, que
como gran jinete, se veía perdido sin su caballo.
—Efectivamente, cruzar un cañón, por pequeño que sea, por un puente que
se bambolea, no parece tarea fácil —masculló Hernando Pizarro.
—¿Están bien cuidados esos puentes? —preguntó Francisco Pizarro—.
¿Resistirán el paso de una lombarda?
Felipillo asintió vigorosamente.
—Hay un equipo de reparación encargado de cada puente. Si un «Llaqta
Kamayoc», o inspector de trabajo, observa el mínimo deterioro en las cuerdas,
sus cuidadores y sus familias serán arrojados al vacío desde el medio del puente.
—¡Es una manera muy convincente de asegurarse de que el trabajo está bien
hecho! —dijo Juan Pizarro sarcásticamente—. Aquí, por lo que se ve, todo el
mundo tiene asignada una tarea que la tienen que cumplir escrupulosamente
bien, si quieren conservar el pellejo.
—Nunca mejor dicho —sonrió Felipillo—, pues uno de los castigos más
corrientes en nuestra tierra es arrancar la piel a una persona viva y hacer un
runantinya con ella.
—¿Un qué? —preguntó Soto.
—Runantinya, un tambor. Es todo un arte, os lo aseguro.
—¡Qué duda cabe que debe de serlo!
—¿Qué tal son los caminos? —preguntó Francisco Pizarro.
—Los caminos en Tahuantinsuya son mucho mejores que en Castilla —
aclaró el intérprete—. Hay una persona encargada de velar por las buenas
condiciones del camino cada pocas leguas.
—¡No me digas lo que le ocurrirá a él y a su familia si la superficie no está
como la palma de la mano…! —comentó irónico Soto.
—¿Cómo viaja la gente en este país? —preguntó Francisco Martín—, ¿y
cómo transportan las mercancías?
Felipillo asintió.
—Aquí se usa la llama como animal de carga. No existe la rueda. Por lo
tanto, no hay carretas. Todo se transporta a lomos de llamas o a hombros de
esclavos. Los nobles son transportados en literas.
—Y si tampoco existe la escritura ni los números, ¿cómo os acordáis de lo
que pasó hace años?, ¿y cómo calculáis el precio de las cosas?
—En cuanto a la primera pregunta —dijo Felipillo—, ya os dije que existen
los Quipu Kamayoc, capaces de acordarse de todo lo que ha ocurrido en la
historia de los incas. Y, por lo que respecta a las cuentas, los incas tenemos el
«quipus», que es un cordón del que penden cuerdecitas, cada una tiene un valor
diferente. Os aseguro que se pueden calcular las cantidades tan bien como con
vuestro sistema.
—He visto a algunos indios mascando hojas —dijo Juan—; ¿qué es?,
¿alguna costumbre como el tabaco?
—Eso es «coca» —respondió Felipillo—, es un arbusto que enviaron los
dioses a los incas. Solamente se permite su uso a los nobles o a los guerreros en
extremas circunstancias. Mascándolo con un poco de cal quita la fatiga y te
permite ascender a los montes sin sufrir el soroche o mal de las alturas.
—Parece una maravilla —dijo Soto irónico—. Me gustaría probarlo alguna
vez.
—Pues si lo haces, ten mucho cuidado —dijo Felipillo gravemente—, pues
su uso crea adicción. Puede llegar incluso un momento en el que no puedas
prescindir de él.
—Una última pregunta, Felipillo —dijo Francisco Pizarro—, ¿qué significa
Tahuantinsuyos?
—Como ya sabéis es el nombre que le damos nosotros al Imperio Inca, pero
que en realidad significa algo así como los cuatro puntos cardinales. Es decir, el
mundo entero, cuyo centro es Cuzco.

Siguiendo los consejos de Cortés, Pizarro trató de conseguir aliados que


fueran enemigos del Inca.
—Nos estableceremos en la isla de Puna —informó a sus hombres—. Tengo
entendido que son enemigos acérrimos de los incas.
Cuando Felipillo supo de sus intenciones fue a verle.
—He oído decir que vamos a ir a Puna —comentó.
—Así es, Felipillo.
—Creo que debería pensarlo bien.
—¿Por qué?, ¿no son los habitantes de esa isla enemigos de los incas, según
tú mismo has reconocido más de una vez?; ¿no se cuenta incluso una historia en
la que los punaes ahogaron a todo un ejército de Huayna Capac que iba a
conquistar la isla cortando las amarras que unían las balsas a los flotadores?
—Sí, y recuerde vuestra merced también cuál fue el final de la historia.
—Sé que Huayna Capac mandó otro ejército mayor e hizo empalar a la
mitad de los isleños. Pero eso me da más la razón para creer que nos ayudarán
contra sus mortales enemigos.
—No son tan enemigos hoy en día —contestó Felipillo—. No os olvidéis
que yo soy tumbecino y los conozco bien. Los punaes estaban contra los incas,
es verdad, pero cuando Huáscar se enfrentó con su hermano, los isleños tomaron
partido y ayudaron a Atahualpa. No se fíe vuestra merced de ellos.
Pizarro puso una mano en el hombro del joven intérprete.
—Gracias, Felipillo. Tendré en cuenta tus advertencias. No me fiaré de ellos,
pero tampoco quiero dar la impresión de que les tenemos miedo.
Curiosamente, como si el curaca de Puna hubiera adivinado sus intenciones,
mandó un aviso a Pizarro invitándole a establecerse en la isla.
El capitán general aceptó, trasladándose los españoles con sus anfitriones. A
los pocos días se presentó lo que podía convertirse en una trampa. El jefe punae
invitó a una cacería a los oficiales españoles.
Felipillo se alarmó.
—No vayáis, capitán. Es una celada, os lo aseguro. Caerán sobre vuestra
merced y vuestros oficiales cuando estéis descuidados.
Pizarro sonrió al joven que tanto aprecio le demostraba.
—Pero no nos descuidaremos, Felipillo. Como dije antes, no vamos a
mostrarles miedo. Ahora, eso sí, iremos a la cacería como si fuéramos en
campaña, armados hasta los dientes, con armadura y a caballo.
Advertidos todos los españoles que participaron en la cacería de la posible
traición, se mostraron en todo momento alertas y vigilantes, con lo que las
posibilidades de una celada se extinguieron. Y, aunque la cacería tuvo un final
feliz, un desenlace insospechado estuvo a punto de crear problemas entre los
españoles. En el reparto del botín de caza —que, por cierto fue extraordinario—,
hubo una discusión agria entre el tesorero Riquelme y Hernando Pizarro.
Enfurecido, Riquelme abandonó el campamento para regresar al puerto.
Estaba decidido a volver a Panamá con una de las naves.
Francisco Pizarro, alertado sobre el incidente, envió a Juan Alonso de
Badajoz tras él. Después de una larga galopada, logró alcanzar y calmar al
tesorero real, convenciéndole para que regresara por el bien de la empresa. Y,
aunque la cosa no fue a más, le dio que pensar a Francisco Pizarro. Aquel
incidente fue un atisbo del temperamento sanguíneo de su hermano, un
temperamento que le iba a causar muchos problemas en el futuro.
Era un mal augurio aquel comienzo de rencillas entre los españoles.

Pasaron varios días sin que ocurriera nada, pero algo se cocía debajo de la
superficie, y de las sonrisas artificiales de los indios.
No llevaban los españoles una semana en la isla cuando Felipillo irrumpió
jadeando en la choza de Pizarro.
—¡Están reunidos…! —jadeó—. ¡Túmbala…!
—¿Túmbala?, ¿con quién está reunido? —preguntó Pizarro poniéndose en
pie.
—Con los demás jefes de la isla… Están planeando una traición… —el
joven intérprete consiguió recuperar el aliento y prosiguió—. Se han reunido
todos los jefes de Puná para acabar con vuestras mercedes…
—¿Dónde están?
—En un pequeño poblado. A varias leguas de aquí.
Pizarro se asomó a la puerta.
—¡Guardia! —dijo sin levantar la voz—. ¡Quiero a todos mis oficiales aquí
dentro de cinco minutos! ¡Rápido!
Apenas había transcurrido media hora cuando cincuenta jinetes,
completamente equipados, se dirigían hacia el interior al galope, siguiendo las
instrucciones de Felipillo.
La redada fue completa, más de doscientos indios fueron muertos y veinte
caciques hechos prisioneros.
Pizarro estaba dispuesto a dar un escarmiento por lo que no hubo piedad con
los traidores.
—¡Cortadles la cabeza a todos menos a Túmbala! ¡A él lo necesitamos como
rehén!
Pero si Pizarro esperaba que los nativos no atacaran viendo a su jefe
prisionero, se equivocó. La noticia de la muerte de los caciques había corrido
como un reguero de pólvora, y varios miles de nativos rodeaban el campamento
a la vuelta de los jinetes.
—¡Están atacando a los nuestros! —gritó Hernando—. ¡A por ellos!
Sin esperar a nadie, Hernando Pizarro lanzó a su caballo como un centauro
entre la multitud abriéndose paso a mandobles. Inmediatamente detrás le
siguieron Francisco de Orellana, Francisco Martín y Hernando de Soto, este
último manejaba y dirigía su caballo con una ligera presión con las rodillas, con
una facilidad increíble. No parecía sino que ambos formaban una sola pieza.
Todo indicaba que aquellos hombres eran Viracochas. Tras largas horas de
lucha, todos seguían en pie. ¡Eran, pues, inmortales!
Y aquellos seres de cuatro patas, con los que se unían cuando querían,
formando un solo ser único, también parecían tener el poder de la inmortalidad.
¡No era posible luchar contra ellos!
Además, estaban aquellos tubos que arrojaban rayos a distancia y mataban a
veces a varios guerreros a la vez. ¿Cómo podían luchar ellos, por muy valientes
que fueran, contra aquellos poderes que sólo pertenecían a los dioses?
Para la caída de la noche, sólo quedaban por tierra los cuerpos de los muertos
y de los heridos que no podían moverse por sí solos. Los demás habían
desaparecido.
El capitán general se quitó el casco con gesto fatigado.
—¿Cuántas bajas hemos tenido, Hernando? —preguntó.
—Una docena de heridos, hermano, pero ninguno de gravedad. Sólo ha
habido que lamentar la muerte de un caballo.
Francisco Pizarro torció el gesto. En campaña, un buen caballo valía por diez
soldados.
—Da órdenes de enterrarlo en secreto en cuanto oscurezca. Nadie debe saber
que los Viracochas o sus caballos son mortales.

La traición de los isleños obligó a los españoles a dar el paso decisivo: pasar
a tierra firme.
Para llevar a cabo el desembarco, Pizarro usó los barcos españoles y varias
balsas que los indios sabían manejar muy bien. Pero los españoles no contaban
con el mar embravecido que los empujó a los arrecifes.
Pizarro había previsto que los que iban en las balsas se hicieran fuertes en la
playa e impidieran cualquier ataque indio, pero las turbulentas aguas arrojaron
contra las rocas a casi todas las balsas. Hernando Pizarro que iba en una de ellas,
tuvo que atravesar un estero por el que subía hirviente la marea. Rechazaron el
ataque de un grupo de indios y se hicieron fuertes en dos casas de piedra.
Mientras tanto, Francisco Pizarro se adueñaba de las calles luchando casa por
casa.
La ciudad distaba mucho de ser la alegre urbe que habían visto la primera
vez. La guerra con los de Puna la había arruinado. Todos los tejados de las
viviendas habían sido incendiados y los depósitos de víveres saqueados.
Pizarro, ya en medio de la plaza de Túmbez, tomó posesión de la ciudad en
nombre de su Majestad el Emperador, e hizo levantar acta, no ya como capitán
de la hueste, sino como Gobernador de españoles e indios.
Éstos, sin embargo, no parecían estar muy dispuestos a acceder a los deseos
del español y se habían replegado al otro lado del río desde donde hostigaban sin
cesar a los castellanos.
Pizarro llamó a Hernando de Soto y Sebastián Belalcázar.
—Atacaremos a los indios por la espalda esta noche —anunció—. Necesito
voluntarios. Un grupo de veteranos bien escogido. ¿Podéis ocuparos?
—Por supuesto —dijo Belalcázar—. ¿Bastarán cincuenta?
—Bastarán —asintió Pizarro—. Saldremos a media noche y caeremos sobre
el campamento tumbecino antes del amanecer.

El curaca de Túmbez, Chilimisa, no tenía espíritu de lucha, y mucho menos


cuando ésta se llevaba a cabo contra Viracochas que atacaban de noche con
tubos que arrojaban fuego y truenos.
Al inicio de las primeras hostilidades envió un mensajero pidiendo la paz,
con ofrendas de oro. Explicó como pudo, que si habían abandonado Túmbez era
por miedo al castigo que los españoles podían darles por el asesinato de algunos
Viracochas cuya balsa había sido arrastrada contra las rocas.
—Los asesinos ya han muerto —aseguró.
Como no había ninguna posibilidad de identificar a éstos, Pizarro aceptó las
disculpas y dejó que los habitantes regresaran a sus destruidos hogares.
Sin embargo, antes de que se marchara Chilimisa, Pizarro le hizo una
pregunta que estaba en sus labios desde que había llegado a Túmbez.
—Hace varios años —dijo— dejamos aquí a dos de los nuestros. ¿Qué sabes
de ellos?
El curaca asintió.
—Uno de ellos murió poco después, víctima de una enfermedad.
—¿Qué clase de enfermedad? —quiso saber Pizarro.
El curaca hizo un gesto de desagrado.
—Hay muchas mujeres que venden sus favores —dijo— y que llevan
consigo ese mal. El que se une a una de esas mujerzuelas por una noche se
expone a coger esa terrible enfermedad, que acaba matándole.
Pizarro estaba muy al corriente de la sífilis que, desconocida en Europa,
había acabado con la vida de muchos de los primeros colonos venidos con
Cristóbal Colón. Era todavía una enfermedad maldita en algunas islas del
Caribe.
Era muy conocida la historia de la nave que había llegado a Madeira, donde
vivía Colón, con sus tripulantes enfermos de sífilis. Todos murieron, y el último
superviviente, sintiéndose morir, le había confiado a Colón su secreto. Le contó
sobre las tierras que habían descubierto al otro lado del atlántico, y le dio un
mapa que se suponía le había servido a Colón para descubrir algo que ya estaba
descubierto.
—¿Y el otro hombre? —preguntó.
—Se casó con una india —mejor dicho, con dos— y se marchó hacia el
interior. No he oído nada de él desde entonces.
Terminada la sumisión de los tumbecinos, Pizarro decidió emprender la
marcha. Dejó una veintena de soldados, la mayoría heridos, en los barcos con los
que se quedaron el contador Navarro y el tesorero Riquelme, poniendo a buen
recaudo el oro que los vencidos les habían entregado.
El 1 de mayo de 1532 salían ciento ochenta españoles camino de Cajamarca.
Atahualpa también se dirigía allí con cincuenta mil soldados.

Las primeras semanas de mayo fueron duras por la naturaleza misma del
terreno costero. Había valles formados por los ríos de desagüe de las sierras, que
eran como oasis, pero que entre los cuales el terreno era áspero e improductivo.
A los dieciséis días de marcha, las huestes españolas descubrieron un valle
amplio y bien cuidado, donde se veían las grandes terrazas de cultivo.
Los granjeros incas vivían apiñados en pequeñas aldeas en las laderas de las
montañas. A lo largo de su vida, un campesino normalmente salía un par de
veces del pueblo donde había nacido. La primera vez, quizá para construir una
carretera en la costa; posiblemente una segunda vez para sacar oro de una mina
en las alturas de los Andes durante seis meses.
Tanto hombres como mujeres llevaban túnicas; los hombres hasta media
pierna, y las mujeres hasta los tobillos, las de ellas iban repujadas y con ribetes,
además, se las ataban a la cintura. Sobre sus hombros, ellas portaban a veces una
capa que se abrochaban delante con un gancho de bronce. Tanto los vestidos
como las capas estaban hechos de lana de alpaca. Alrededor de la cabeza
llevaban una cinta. Mirando el color y la forma de la cinta, cualquier indio
podría saber de qué parte del Imperio eran. Los incas tenían la obligación de
llevar todos ellos el mismo vestido en cada región. El que quebraba esa ley era
castigado severamente.
Tanto hombres como mujeres llevaban sandalias hechas con piel de llama,
las cuales, lo mismo que su ropa, se las hacían ellos mismos.
Cada familia convivía en una choza cuadrada cuyas paredes estaban hechas
de piedras unidas con argamasa de barro. El tejado era de madera y cubierto con
hierba larga. La cabaña sólo tenía una habitación y no había ni ventanas ni
chimenea. Dentro estaba muy oscuro, pues la puerta era pequeña y baja.
En un extremo de la choza, sobre el suelo de tierra se amontonaban las
mantas y las pieles de llama, y era donde todos los miembros de la familia se
sentaban o dormían apiñados, sin quitarse la ropa que llevaban durante el día.
Almacenaban su comida y bebida en grandes vasijas de barro y cajas hechas
de arcilla y paja. En el centro de la estancia había un agujero tapado donde
guardaban su grano. Contra la pared reposaban las herramientas que usaban en
los prados. Grupos de seis chozas se construían alrededor de un pequeño patio.
En las otras cabañas vivían los abuelos, las hermanas, hermanos, tíos, etc.
Cuando se casaba una pareja, el curaca les regalaba un par de llamas y una
pequeña parcela en la que cultivar su maíz. Cada vez que tenían un hijo les
daban un poco más de tierra. Cuando los hijos se hacían mayores se las quitaban.
Toda la tierra pertenecía al Emperador. Sólo debido a su buen corazón se las
prestaba para que pudieran vivir de ella. A cambio de este favor, tenían que
trabajar parte de su vida para él, bien fuera sacando oro de las minas o haciendo
carreteras. Llamaban a este trabajo mita, y podía durar hasta cinco años. Muchos
jóvenes elegían ser soldados para el Emperador.
Al llegar Pizarro al valle, los curacas de la población se apresuraron a
agasajar al Viracocha blanco y a sus oficiales, quienes venían precedidos de una
gran fama.
A un kilómetro de la ciudad de Poechos estaba situado uno de los tambos
reales, que la administración inca tenía distribuidos en tramos equidistantes, para
servir de depósito a los ejércitos, o de albergue al Emperador Inca si pasaba por
ellos.
En aquel tambo decidió Pizarro establecer su campamento.
—Pasad la orden a los soldados de no molestar ni vejar a los indios —dijo a
los oficiales—. Es importante que los nativos estén con nosotros en estos
momentos tan delicados.
No muy lejos del tambo había dos pequeñas chozas, una a cada lado del
camino real; chozas similares se veían a lo lejos cada cuarto de legua.
Pizarro no pudo contener su curiosidad.
—¿Para qué son esas chozas? —preguntó a Felipillo.
El joven sonrió.
—Eso es el servicio de mensajería de los incas —dijo orgulloso—. Hay dos
chasquis o corredores en cada choza. Cuando ven a otro chasqui que se acerca
corriendo a su choza, uno de ellos se prepara y corre al lado del que viene hasta
que recibe el mensaje. Éste puede ser de viva voz o en un quipu. El nuevo
corredor sigue corriendo hasta la próxima posta donde se repite la historia. Y así,
día y noche. En un día, el mensaje puede recorrer doscientos cincuenta
kilómetros. A veces, este sistema también se usa para llevar pescado fresco al
Inca desde la costa…
—Muy interesante —dijo Pizarro—. Acabas de decir que el mensaje podría
ser un quipu. ¿Qué es eso?
—El quipu es la manera que usa el inca para grabar o recordar números.
Tened en cuenta, capitán, que los incas no tienen nada escrito. No conocen ni el
papel ni los números, así que usan una larga cuerda con muchos hilos de lana
atados a ella. Los funcionarios anotan un número haciendo nudos en cada uno de
los hilos. Cada año, los encargados de ello cuentan los habitantes en su distrito,
lo anotan en los quipus y se lo mandan al emperador en Cuzco. Así éste puede
decidir cuántos impuestos deben pagar los diferentes distritos del país, y cuántos
soldados deben mandar al ejército.
Aunque Pizarro no hizo uso de ningún chasqui, mandó, no obstante,
mensajes, por medio de los indios de Poechos, a los poblados de las
estribaciones de la vecina sierra. Pero sus habitantes se mantuvieron hostiles, por
lo que envió a Hernando de Soto —en cuya pericia y buen hacer, confiaba cada
vez más—, a fin de que le trajera a sus caciques, de grado o por fuerza.
Soto invitó a los serranos a establecer una relación pacífica, pero sólo recibió
ataques, por lo que decidió tomar la iniciativa. Estaba claro que los indios
estaban convencidos de poder derrotar a los intrusos, ya que contaban con un
mejor conocimiento del terreno y una abrumadora superioridad numérica.
Sin embargo, Soto demostró su valía y la de sus jinetes venciendo una y otra
vez a los indios, que, por otra parte, tampoco eran soldados, sino simples
agricultores.
Como le habían ordenado, condujo a los curacas de la región ante Pizarro,
haciendo, además, muchos prisioneros y obteniendo un gran botín.
Pizarro aseguró a los curacas que si venían como amigos recibirían bienes,
pero que si les hacían la guerra, ellos responderían con sus rayos de muerte. Él
representaba y servía a un gran Rey, al cual esperaba que todos le rindieran
homenaje.
Con aquello consiguió la sumisión de los curacas.
Mientras duró la expedición de castigo de Hernando de Soto, el capitán
general había mandado explorar el entorno, descubriendo un excelente puerto en
Paita, por lo que decidió hacer allí una fundación.
Su hermano Hernando fue el encargado de ir a Túmbez.
—Llévate a todos los jinetes y encárgate de que todos los barcos y todo el
fardaje que dejamos en Túmbez sea trasladado al puerto de Paita. Los demás
bajaremos por el río en barcazas. ¡A ver si ha llegado, por fin, Almagro con sus
hombres!
—Ese socio tuyo tiene toda la pinta de querer esperar a que hagas tú todo el
trabajo y luego venir a recoger su parte del botín —masculló Hernando.
—Algo le habrá ocurrido —dijo el general preocupado—. No tardará en
aparecer.
—Sí, claro —dijo Hernando con los labios apretados y los ojos enfurecidos
—. Nos veremos en Paita.

Cuando Francisco Pizarro y sus tropas llegaron a Paita se encontraron con


que todos los demás estaban ya allí. El reencuentro fue motivo de alivio no sólo
porque la pequeña hueste estaba de nuevo reunida, sino porque había llegado un
barco de Panamá con mercaderías y bastimentos que servirían de alivio a los
expedicionarios. En el lado negativo estaba la decepción al comprobar, una vez,
más que Almagro se retrasaba, sin saberse la causa. Además, los tripulantes del
barco decían que corrían rumores de que se había separado de la sociedad.
Por otro lado, también Hernando le dio malas nuevas.
—Fuimos atacados por los indios ayer noche —comentó—. Tuvimos que
pasarla en una especie de santuario con el arma al brazo.
Francisco torció el gesto.
—¿Alguna baja?
Hernando negó con la cabeza.
—No, ninguna.
—Bien. Haremos averiguaciones.
No se tardó en saber que los ataques habían partido de dos curacas llamados
Lachira y Almotaje, quienes, una vez interrogados, admitieron su culpabilidad.
El capitán general mandó ejecutar a uno, dejando al otro en libertad, aunque
con la amenaza de sufrir la misma pena, con lo cual, la ciudad recobró la
tranquilidad de momento.

Tal como estaban las cosas, y como siguiendo los pasos dados por Cortés,
Pizarro creyó que había llegado el momento de llevar a cabo una fundación, la
fundación de una ciudad, tal como Hernán Cortés había hecho en Vera Cruz.
Así pues, se eligió el valle de Tangarara para poner las primeras piedras de lo
que sería la ciudad de San Miguel. Fray Vicente Valverde bendijo la locación de
la primera población cristiana en territorio inca. Y a continuación, Pizarro
procedió a nombrar alcalde y regidores y dar título de vecinos a todos los que
allí habitaran. Pero una ciudad había de tener, además, un distrito, y como
gobernador, Pizarro hizo el reparto de tierras entre los soldados. El distrito
comprendía Túmbez, Paita y Piura, correspondiendo la primera demarcación a
Hernando de Soto, que con ello veía compensada su decepción al no haber
obtenido el título de maestre de campo. Pizarro se lo había dado a su hermano
Hernando.
Con esta fundación, los beneficiarios del repartimiento contraían la
obligación de vigilar el buen gobierno de los curacas y de ayudar a la difusión
del Evangelio.
Mientras tanto, el ejército inca llegaba a la vista de Cajamarca.

Una vez fundada la ciudad de San Miguel, había que dar un segundo paso
para dar a conocer en Panamá los logros de la expedición, para estimular a
Almagro a que se uniera a la empresa, y para infundir confianza a las gentes del
istmo y su gobernador. Y la mejor manera para hacerlo era, sin duda, enviar los
resultados tangibles de lo que se iba consiguiendo. A tal fin, mandó Pizarro
reunir lo adquirido y, en presencia de los oficiales reales, hizo fundir todo el oro,
separando el quinto real, y dejando lo necesario para el pago del barco y de su
carga, y, además, cantidades sobrantes para que se hiciera frente en Panamá a los
gastos que produjera la expedición de Almagro.
Pizarro envió cartas, asimismo, al licenciado De la Gama, que hacía de
Gobernador en Panamá y para Almagro, animándole a incorporarse a la
expedición.

Las tropas victoriosas de Atahualpa estaban acampadas en las montañas de


Cajamarca.
El Inca había sido puntualmente informado del desembarco de los españoles,
así como de todas las pequeñas batallas que habían tenido lugar en la costa, pero
Atahualpa estaba demasiado ocupado en la guerra civil como para preocuparse
por los movimientos de ciento ochenta extranjeros.
El Inca todavía no sabía si Quisuis había ganado o perdido la batalla de
Cuzco. Pero, de todas formas, envió a uno de sus colaboradores a investigar a los
blancos barbudos, no fuera que los rumores que les atribuían poderes de
Viracochas fueran ciertos.
El noble inca llegó al campamento español justo cuando Hernando de Soto y
Hernando Pizarro partían, cada uno por su lado, con un grupo de jinetes a las
montañas para investigar sobre las dimensiones de los ejércitos de Atahualpa.
La autoridad del noble cuzqueño impresionó a los españoles. Enseguida
notaron que el curaca local estaba aterrorizado en presencia del enviado de
Atahualpa, y se mantenía respetuosamente en pie, temblando como un azogado.
Como regalos, el enviado entregó a Pizarro un par de patos rellenos de lana y
despellejados, además de dos vasijas que representaban castillos.
Gonzalo Pizarro observó despectivamente los patos.
—Parece una advertencia de esta gente —dijo—. Es como si nos dijeran lo
que nos espera.
—Sí, despellejarnos vivos —comentó irónico Francisco de Orellana— y
hacer tambores con nuestra piel…
—Esperemos no darles ese gusto —dijo Juan Pizarro—. Parece también, por
lo que se ve en esas dos vasijas, como si nos advirtieran de los castillos y
fortalezas que hay en esta tierra…
—¿A qué habrá venido este hombre en realidad? —comentó Juan Pizarro—.
¿Creéis que era una visita de cortesía?
—Nada más lejos de eso —dijo el capitán general seriamente—. Está
advirtiéndonos claramente de lo que nos espera si seguimos adelante.
Orellana estaba de acuerdo con él.
—Este hombre ha venido a espiarnos. No hace falta nada más que observarle
con qué meticulosidad contempla todo, los caballos, las armaduras, los
mosquetes, las culebrinas. Nos cuenta una y otra vez. También he visto cómo
pedía a algún soldado que le enseñase la espada y la pica.
—Esta mañana —comentó Gonzalo con sarcasmo— le ha estado
manoseando la barba a un soldado y éste ha estado a punto de tumbarle de un
puñetazo.
El capitán general miró alarmado.
—Hay que evitar a toda costa que algo así suceda. Gonzalo, encárgate de
hacer una proclama ordenando que nadie debe tocar a este indio bajo ningún
concepto, haga lo que haga.
Resultó evidente que los dos días que el noble cuzqueño permaneció en el
campamento de los españoles, tomó nota mental de todo lo que pudiera interesar
al Inca.
Al despedirse, invitó a Pizarro a reunirse con Atahualpa en Cajamarca.
Pizarro aceptó y envió al Inca, como regalo, una delicada camisa holandesa y
dos vasos de fino cristal veneciano.
A pesar del presente, el enviado se despidió con una mirada tosca que no
presagiaba nada bueno.

Al poco tiempo de la marcha del «Orejón» volvieron, Hernando de Soto


primero y luego Hernando Pizarro. Ambos tenían la misma historia que contar.
—No quiero asustarte —le dijo De Soto a Pizarro—, pero hemos visto un
ejército que rondará los cincuenta mil hombres. La sierra parece cubierta de
tiendas de campaña.
El capitán general no mostró ningún signo de preocupación por la funesta
noticia.
—¿Dónde están? —se limitó a preguntar.
—En un lugar que se llama Cajamarca. La ciudad está en un valle y el
ejército en las montañas de alrededor.
—Bien —asintió Pizarro—, ahí es donde tendremos que ir. Cortés fue a
Tenochtitlán en su día a verse con Moctezuma; yo iré a Cajamarca para
encontrarme con Atahualpa.
—¿No han llegado todavía los refuerzos de Almagro? —preguntó de Soto.
Pizarro movió la cabeza con preocupación.
—No, todavía no —se limitó a responder sin hacer comentario alguno.
Al día siguiente, llegó al campamento otra visita. Esta vez se trataba de un
grupo de nobles de Quito.
Pizarro les recibió junto con varios de sus capitanes, entre ellos Orellana,
quien tenía tanta facilidad para aprender idiomas como Felipillo.
Los emisarios se presentaron.
—Nos envía el Inca Huáscar —dijeron—. Él es el verdadero Emperador
Inca.
Pizarro sintió que su corazón daba un vuelco al oír aquello. Le pareció que se
repetían en su mente las palabras de Hernán Cortés:
Trata de dividirlos. Alíate con unos para luchar contra los otros.
Era evidente que si estos hombres venían de parte de Huáscar, quien, según
se rumoreaba, estaba prisionero en una fortaleza de Cuzco, era porque querían su
ayuda contra Atahualpa. Y eso podía ser una gran baza a jugar.
Efectivamente, cuando el emisario habló, fue en esas líneas.
—¡Ayúdanos a derrotar a Atahualpa! —dijeron—, y el gran Inca, el
verdadero Emperador, será amigo vuestro. Tendréis todo el oro que queráis…

Aquella noche, Francisco Pizarro no durmió. Sentía que estaba ante una de
las encrucijadas más importantes de su vida y, quizá, de la historia de la
humanidad. La decisión que tomara por la mañana sería fundamental para el
bien o para el mal de la expedición y para el curso de la historia.
La razón le decía que esperara a recibir refuerzos. Almagro no podía
tardar…
Por otro lado, sentía como un presentimiento que los acontecimientos se
precipitaban. Atahualpa estaba a tiro de piedra. Si se alejaba con su ejército
quedaría fuera de su alcance. Su única posibilidad era —tal como había hecho
Cortés—, apoderarse del Emperador, cogerle como rehén.
¡Cajamarca! ¡Tenían que ir a Cajamarca cuanto antes! ¡Allí estaba su
destino!
Al amanecer saldría con sus soldados en busca de lo imposible… con ciento
ochenta soldados…
Domingo de Soraluce echó un tronco a la hoguera.
—¡Por todos los diablos!, ¡qué frío hace en este país!
Cristóbal de Peralta se acercó al fuego para calentarse.
—Pues espera que lleguemos a Cajamarca, que debe de estar a tres mil
metros de altura.
—¡Maldito país!, ¿pero es que todo tiene que ser, subir y bajar?
—Por lo que dicen, todas las ciudades importantes están situadas a cuatro
mil metros de altura.
—¡Por todos los cielos!, ¡tiene que hacer un frío terrible a esas alturas!
—Me imagino que sí. Habrá que abrigarse bien. Lo que más me preocupa, y
me parece que a Pizarro también, es que, a esas alturas, el aire es mucho menos
denso y produce una especie de mareo, lo llaman soroche. Así que, imagínate
que tengamos que luchar sin aclimatamos. No podríamos ni sostener la espada.
Gente que subió al Popocatepetl, en Méjico, dice que a esa altura a uno se le va
la cabeza y no consigue hacer entrar bastante aire en los pulmones. No se tiene
fuerzas ni para andar.
—¡Pues estamos apañados! ¿No se supone que tenemos que conquistar un
imperio?, ¿luchar contra ejércitos enormes que están completamente aclimatados
y son conocedores del terreno? ¿Cómo vamos a hacerlo mientras nos
tambaleamos por falta de aire?
—Bueno —dijo Peralta—, esperemos que la aclimatación sea rápida.
—¿Has oído hablar de la coca? —preguntó Soraluce.
Peralta mostró un puñado de hojas verdes que sacó de entre sus pertenencias.
—¿Te refieres a esto?
Soraluce se quedó mirando a su amigo.
—¿Cómo las has conseguido?
—Las cambié en Túmbez por unos collares de vidrio.
—Se supone que solamente las tienen los nobles… ¿Las has probado?
—Sólo una vez, porque oí decir a Felipillo que crean hábito, como las hojas
de tabaco de Cuba.
—¿Y qué sentiste?
—Bueno…, tienen un sabor muy amargo, pero, en cuanto a resultados, te
aseguro que parece que has estado durmiendo veinte horas seguidas. Te quita
toda la fatiga, y además no notas el hambre.
—Pues es una maravilla. Justo lo que necesitamos.
—Creo que Pizarro está en ello. Me parece que encargó al curaca de
Túmbez que nos consiguiera una buena cantidad para todos nosotros. Seguro que
no tardaremos en necesitarla.
Capítulo VIII

Cajamarca

P izarro se daba perfecta cuenta de lo que arriesgado que iba a ser el ir a


reunirse con Atahualpa en Cajamarca. Era como meterse en la boca del
lobo, pero a su entender no había alternativa. Era ahora o nunca. Sería ridículo
tratar de vencer en campo abierto a ejércitos de miles de soldados incas
disciplinados con ciento ochenta españoles.
Sin embargo, antes de seguir adelante quiso dejar bien claro cómo estaban
las cosas y dar opción a los hombres para volverse atrás. No quería cobardes que
sembraran cizaña entre los suyos. Así pues, mandó reunirse a toda la tropa.
—¡Soldados! —dijo—. Estamos ante un momento histórico. Ha llegado el
momento de dar el paso decisivo. El paso que nos puede convertir a todos en
inmortales…, además de proporcionarnos riquezas incalculables. ¡Esto era para
lo que os embarcasteis!; ¡las riquezas están ahí, pero nadie os las va a dar por las
buenas! ¡Hay que luchar por ellas! Pero recordad lo que Cortés consiguió en
Tenochtitlán hace diez años. Nosotros podemos conseguir lo mismo, o más, en
Cajamarca.
»Pero, por supuesto que hay un riesgo. Quizá tengamos que enfrentarnos con
varios miles de enemigos. Tendremos que luchar hasta que nuestros brazos estén
tan cansados que no puedan sostener la espada; hasta que nuestras piernas se
doblen por la fatiga; y hasta que nuestros ojos se cierren por falta de sueño. Yo
os aseguro que no va a ser fácil, pero ahí está el premio, al final de este camino
que vamos a emprender hoy mismo. No quiero engañaros, muchos de nosotros
no volverán, algunos caerán para siempre, pero su muerte no habrá sido en vano,
habrán contribuido a propagar la palabra del Evangelio. La Virgen estará
esperándoles para premiar su sacrificio.
»Somos pocos, lo sé. Y muchos piensan que deberíamos esperar refuerzos.
Pero, desgraciadamente, Atahualpa no va a esperar sentado en Cajamarca a que
acudan estos refuerzos. Lo que haya que hacer habrá que hacerlo ya, y con los
que tengan el valor de seguirme. El que quiera volverse, que lo haga ahora.
Nadie se lo echará en cara.
Silenciosamente y con los ojos bajos, un pequeño grupo se separó de las filas
y regresó a los barcos. Los demás siguieron a Pizarro.
Antes de ponerse en marcha, el capitán general quiso hacer un recuento de
los que le seguían.
El ejército que partía a la conquista de uno de los mayores imperios que
había existido jamás se componía de ciento dos hombres de a pie, veinte de ellos
ballesteros y siete arcabuceros, además de sesenta y dos de a caballo, un total de
ciento sesenta y cuatro hombres. Contaban, además con trescientos indios
porteadores. Llevaban con ellos dos pequeñas culebrinas.
—Se va a dar a cada uno un puñado de hojas de una planta que se llaman
coca —anunció—. La mayoría ya sabéis de qué se trata. Es una planta de efectos
sorprendentes. Masticándola con un poco de cal suprime la fatiga y quita el
hambre. Puede venimos muy bien cuando tengamos que subir a alturas que no
estamos acostumbrados, o, incluso, si tenemos que luchar después de una larga
caminata. Pero, una advertencia: no se puede abusar de ella, porque el efecto
sería nulo y contraproducente. Además, crea hábito, algo así como el tabaco, que
ya conocéis todos. Aquí, se supone que solamente la usan los nobles, aunque,
por lo que he visto estos días pasados, todos nuestros porteadores se las han
arreglado para conseguirlas. Insisto, usadlas solamente cuando estéis muy
cansados, o antes de una lucha.
Era el 23 de septiembre de 1532.
Un día que pasaría a la historia.

Atahualpa esperaba curioso la llegada de su enviado. Cuando le anunciaron


que ya había venido, le hizo pasar a su presencia rápidamente.
—Dime, Ciquinchara, ¿qué gente es ésta que de forma tan osada entra en mi
tierra? Si son los dioses hacedores del mundo estoy dispuesto a servirlos y
reverenciarlos como a tales, pues te aseguro de que me he holgado de su venida
por haber venido en mi tiempo. Espero que estén satisfechos de mi buen
gobierno y sustentación…
—Señor —contestó el emisario—, éstos son los regalos que me han dado.
Después de entregarle los presentes que Pizarro le había dado para él y que el
Inca miró con admiración y curiosidad, pero sin hacer comentario alguno, el
orejón pasó a contestar su pregunta dándole a conocer la impresión que los
blancos le habían causado.
—Son hombres como nosotros, Señor, porque comen y beben y visten y
remiendan sus vestidos y conversan con mujeres y no hacen milagro alguno, ni
hacen montañas, ni las allanan, ni hacen gentes, ni forman ríos, ni fuentes en las
partes donde hay necesidad de agua. Antes bien, he observado que son
aficionados a toda cosa que ven, y si les parece la toman para sí, bien sean
mujeres mozas, vasos de oro y plata, o ropas buenas.
Atahualpa escuchó la descripción de su enviado con gesto contrariado.
Seguía confiando en que los hombres barbudos fueran dioses, y como tales,
deseaba servirles y reverenciarles. No satisfecho con lo que escuchaba, volvió a
interrogar al orejón.
—¿Por qué, pues, les denominan Viracochas?
—Yo no les llamaría Viracochas, sino Supaicunas.
—¡Diablos! —exclamó Atahualpa sorprendido.
—Has de saber —dijo Ciquinchara— que traen unos animales como las
llamas, grandes y muy altas y se montan encima de ellas y adonde ellos quieren
que vayan allí van, y si quieren que corran, yendo ellos encima, así lo hacen.
Cuando así corren, hacen tanto estruendo que hacen temblar la tierra y parece
este estruendo como cuando llueve que se forma un ruido en el cielo. Y, así
mismo, traen un tubo que parece ser hecho de plata y es hueco. Echan dentro
cierta cosa como ceniza y le pegan fuego por un agujerito que tiene por debajo
de ella y cuando pega este fuego sale por el hueco de esta cosa de plata una gran
llamarada y luego da un sonido que parece al trueno del cielo…
Ante estas respuestas, el Inca quedó desconcertado.
—¿Qué crees que deberíamos hacer, entonces, con estas gentes?
—Yo creo —respondió el embajador— que deberíamos matarlos porque son
salteadores y mala gente. Sería muy fácil quemarlos mientras duermen, pues
tienen la costumbre de descansar todos juntos.
En principio, esto tranquilizó a Atahualpa: si no se mostraban como
deidades, al menos parecían humanos, igual que ellos; aunque en el fondo siguió
pensando en la vieja idea de que fuesen dioses y actuasen así por estar enojados.
Deseando tener más seguridad, mandó de nuevo al orejón para que observase
todo a su alrededor, bajo la excusa de obsequiar a Pizarro con unos vasos de oro.
—Di al capitán de esas gentes que le amo mucho y que tengo deseos de verle
para poder hablar… ¡Si supiéramos si son dioses! —agregó para sí—. ¿Y si
vinieran enojados? Ve de mi parte y da esos vasos de oro al señor de esas gentes,
y mira bien qué gente es porque no quisiera que nos sucediese alguna cosa por
no entender lo que son.
A continuación, el Inca salió para Cajamarca donde le esperaba el ejército.
Llegó tres días más tarde aposentándose en la mansión de los baños termales.
Sería allí donde se celebrarían las fiestas de Reime, que era donde se nombraban
orejones —una especie de caballeros— a los hijos de la nobleza. Habían llegado
del Cuzco muchos mancebos, hijos de señores naturales del Cuzco por tal
motivo.
A los pocos días, en plena celebración, un mensajero le comunicó que los
Viracochas se aproximaban.

La pequeña fuerza invasora se dirigió tierra adentro, alejándose de la costa,


en dirección a los Andes. Los españoles siguieron el camino real ascendiendo
por el río Chancay y pasando por la ciudad de Chongoyape. De las arenas del
desierto costero pasaron a extensas plantaciones de maíz y algodón. Según
subían por las laderas de los Andes, el valle se estrechaba hasta convertirse en un
cañón, cuyas laderas estaban cubiertas de prados y terrazas. En las fuentes del
río Chancay, las fuerzas de Pizarro giraron hacia el sur, cruzando una sábana
despoblada de árboles a unos trece mil pies de altura.
Conforme avanzaban, los españoles se maravillaban con lo que la mano del
hombre había hecho en la naturaleza. Los valles eran modelos de cultivo. Por
donde no pasaban los caminos reales, existían vías secundarias bien cuidadas.
Las poblaciones mostraban la huella de una organización superior, la riqueza
existente era cada vez más visible.
El valle donde se asentaba el pueblo del curaca Pavor, poseía una gran
fertilidad, y su cacique les recibió cordialmente.
Pavor les explicó que hacía algunos años, el padre de Atahualpa había
quemado y asolado veinte pueblos, matando a todos sus habitantes, por lo que la
gente de aquel valle no le tenía ningún amor al Inca. Explicó que tenía él un
hermano que era, no menos señor que él, en Piura, con valles llanos y muy
fértiles.
—Debo advertiros —les confió Pavor—, que a dos jornadas de aquí hay un
poblado llamado Cajas, por el cual tenéis que pasar. Allí ha dejado Atahualpa
una guarnición que os está esperando para mataros.
—¿Puedes proporcionarnos algún guía? —preguntó Pizarro.
—Los que queráis —contestó el cacique—. Dando una vuelta podéis coger a
los soldados de Atahualpa por la espalda.
Pizarro envió a Hernando de Soto para que sorprendiera a los apostados en
aquel lugar de Cajas. Él seguiría consolidando el terreno en retaguardia.
Efectivamente, mientras Hernando de Soto avanzaba con un puñado de
hombres por fragosidades, lejos del camino real, Pizarro ocupaba el pueblo de
Zarán, donde se atrincheró en un fortín.
En aquel lugar permaneció Pizarro ocho días, esperando inquieto la vuelta de
Soto. Al noveno día, cuando le anunciaron la vuelta de su lugarteniente, el
gobernador se apresuró a acudir a la entrada de las murallas.
—¡Lo conseguimos, capitán! —fueron las primeras palabras de saludo de
Hernando de Soto.
—¡Bien, Hernando, cuéntame!
—Dejad que me refresque el gaznate, primero, capitán. El subir y bajar por
estas montañas con todo el equipo, no es precisamente un juego de niños…
Cuando estuvieron acomodados los oficiales en una pequeña habitación, y ya
con una jarra de vino en la mano, Soto comenzó su narración.
—Dos días y una noche estuvimos andando sin parar subiendo grandes
montañas hasta que llegamos a Cajas. Conseguimos hacer prisioneros a algunos
indios que nos dijeron que acababa de irse de la población el recaudador de
tributos de Atahualpa, quien, además del tributo ordinario, se había llevado
también a muchos de sus hijos e hijas.
»No encontramos oposición ni enemistad entre la población, más bien, al
contrario, yo creo que en el fondo esperaban que fuéramos Viracochas y les
liberáramos del yugo del tirano. En la entrada del pueblo encontramos a varios
indios colgados por los pies, y el principal nos dijo que habían sido colgados por
orden de Atahualpa hacía varios días. Parece ser que el famoso Inca había estado
allí disfrutando de sus acllas.
—¿De sus acllas?
—Sí, son como novicias o monjas dedicadas a la adoración del dios Sol. Las
tienen ahí para satisfacer las necesidades del Inca cuando pasa por allí, porque al
fin y al cabo él es el descendiente del dios Sol. Parece ser que algunas de ellas
consiguen casarse con nobles, después de haber sido «catadas» por su señor.
Bueno, el caso es que Atahualpa se enteró que alguno había entrado en el
«convento» y mandó matar a todos los responsables, tanto a los que entraron
como a los que les dejaron entrar.
—¿Cuántas mujeres hay? —preguntó Juan Pizarro.
—Quinientas.
Su hermano Gonzalo dejó escapar un silbido.
—¡Quinientas mujeres! ¿Y todas vírgenes?
—Bueno, eso se supone, al menos. Pero esperad, todavía no he terminado.
—Sigue, sigue —apremiaron varias voces.
—Pues que el curaca de Cajas nos ha regalado doscientas de estas mujeres.
—¡Hurra por el curaca! —exclamó Juan.
Francisco Pizarro levantó la mano.
—¡Vale, vale! —dijo en tono pacificador—. ¡Contened vuestros impulsos
lascivos y lujuriosos! ¡Menos mal que no está por aquí el padre Valverde…!
Termina con tu historia, Hernando.
—Pues bien —siguió Soto—. Cuando hubimos pacificado aquel pueblo
fuimos al de Guancabamba, que está a una jornada de allí, y es mucho mayor
que Cajas, de mejores edificios y de una fortaleza mayor, toda de piedra bien
labrada y asentada, las piedras grandes de cinco o seis palmos de longitud, y tan
juntas que no había argamasa entre ellas. Tenía dos escaleras de piedra en medio
de dos aposentos principales de la fortaleza. Por medio del pueblo pasa un río
pequeño, del que la gente se sirve. Tienen puentes y calzadas, todas hechas de
piedra.
»Pasa por aquellos dos pueblos un camino real, que atraviesa toda aquella
tierra, viniendo desde Quito hasta el Cuzco, más de trescientas leguas. Es un
camino tan ancho que seis jinetes podrían ir a la par sin tocarse. Un canal de
agua baja paralelo para alivio de caminantes. A la entrada de este pueblo hay una
casa, a un extremo de un puente, donde reside un guarda que recibe el portazgo
de todos los que van y vienen. Es increíble el buen orden de estos pueblos, y de
la gente de ellos y de su limpieza y de su atavío y manera, muy aventajada de los
otros valles.
—¿Y recibiste la seguridad de la amistad de su curaca? —preguntó Pizarro.
—Sí —aseguró Soto—. No tendremos ningún problema.
—¿Pues a qué esperamos? —exclamó Gonzalo Pizarro—. ¡Vamos a ver esas
maravillas de Guancabamba…, pero antes pasaremos por Caja…!
La visión de doscientas jóvenes doncellas en la gran plaza del poblado a su
disposición creó entre los expedicionarios un soroche mucho más fuerte que el
que les había ocasionado la altura.

—¡Por las barbas de Judas! —exclamó Domingo de Soraluce pellizcándose


para asegurarse que estaba despierto—. Cuando oí lo de las doscientas vestales
creí que estaban bromeando.
—Francamente —balbuceó Cristóbal de Peralta—, yo tampoco me lo creí…
—¿Qué…, qué hacemos con ellas? —exclamó Domingo con la boca
semiabierta.
Peralta movió la cabeza de un lado para otro con un gesto que indicaba
incredulidad.
—Si tengo que empezar a enseñarte lo que puedes hacer con una de estas
beldades, joven amigo, es que te falta algo dentro de esa mollera…
—No…, bueno… lo que quiero decir es que…
Iba a contestar Peralta cuando Pizarro levantó el brazo para recabar atención.
Le hizo falta un rato largo para conseguir que todo el mundo le escuchase y
apartase la mirada de las jóvenes.
—Lo que tenéis delante vuestro —dijo Pizarro con una sonrisa— son
mujeres. Creo que ya sabéis de qué hablo…
El murmullo intercalado con algunas risitas de los soldados indicaba bien a
las claras que los soldados sabían muy bien de qué hablaba.
—… El curaca local ha tenido a bien regalárnoslas para que nos sirvan, por
lo que le debemos estar muy agradecido. Pueden haceros la comida, lavaros la
ropa…
—¿Pueden lavarme a mí, capitán? —interrumpió una voz.
—Pueden lavarte, Hernández, y por lo que huelo al pasar a tu lado, es lo
primero que deberían hacer…
Cuando las risotadas se hubieron apagado un tanto, Pizarro continuó.
—Podéis elegirlas ahora, pero siguiendo un orden. Primero irán los oficiales,
después los hidalgos, a continuación, los hombres de a caballo, y por fin, los
demás. Pero, no os preocupéis, habrá para todos.
—¿Se pueden coger dos, capitán?
—Una, Rodríguez —contestó Pizarro—, una. Y lamentablemente —añadió
—, recordad que no podemos llevárnoslas con nosotros.

Antes de dar la orden de seguir adelante, Pizarro aprovechó el descanso en


Cajas para escribir a los que se habían quedado en San Miguel, dándoles las
últimas nuevas de su avance y, al mismo tiempo, enviándoles muestras de las
piezas de lana de Cajas de una calidad increíble. Era difícil de ver si estaban
hechas de lana o de seda, por su fineza. Juntó también labores de oro y figuras de
tal forma asentadas en la ropa, que eran una maravilla. Aquellas obras de arte
alcanzarían precios muy altos en España.
Los expedicionarios llegaron a Motux, donde estuvieron cuatro días,
aclimatándose a la altura, llegando hasta el río de Saña, que atravesaron con
balsas que construyeron allí mismo.
Ya se empezaban a ver los destrozos de la guerra, las muertes y el castigo
que el nuevo Inca imponía a los que se resistían. Al otro lado del río, estaba
Cinto. Desde allí envió Pizarro a un indio noble de San Miguel que anunciara a
Atahualpa su próxima llegada. La comitiva siguió por el camino real hasta una
bifurcación, donde la vía principal continuaba hacia Chincha y Cuzco, mientras
otro ramal conducía directamente a Cajamarca.
Aquí había que tomar la última decisión, pues todavía había tiempo de
proseguir hacia Cuzco y evitar una confrontación directa con el ejército de
Atahualpa.
Aunque varios capitanes propusieron hacer esto último, Pizarro se mantuvo
en sus trece; ordenó la retaguardia con el capitán Salcedo, y tomó el camino a
Cajamarca.
La sierra era áspera y un frío intenso comenzó a dejarse sentir. La tierra, rasa
de monte, estaba cubierta de una hierba como el esparto corto, aquí y allá crecían
algunos árboles solitarios. La temperatura era tan baja que ni en Castilla en pleno
invierno hacía tanto frío.
Al mediodía llegaron a una fortaleza cercada, que estaba encima de una
sierra. Era un paso tan malo, que con un pequeño número de soldados se podría
haber resistido contra un gran número de enemigos. La angostura era tal que en
algunos sitios había que ascender como por escalera, y no había otra parte por
donde subir sino aquel camino.
Afortunadamente para los españoles, no había nadie guardando el paso. La
fortaleza estaba construida de piedra y asentada sobre una sierra cercada de peña
tajada toda a la redonda, salvo el camino por donde se subía.
Tal había sido la diferencia de temperatura del valle a la sierra, que muchos
de los caballos se habían resfriado. Las aguas bajaban tan heladas que no las
podían beber sin calentarlas antes.
Pizarro mandó acampar en aquel fuerte en espera del anuncio de llegada de
unos mensajeros del Inca. Y, por fin, llegaron éstos con un pequeño rebaño de
llamas y comida para la tropa.
El mensajero le comunicó que Atahualpa rogaba a Pizarro que le dijera
cuándo llegaría a Cajamarca, a fin de que le enviase comida para el camino.
Aleccionado, sin duda, por su Emperador, el embajador notificó a los
presentes sobre las guerras y las conquistas que había llevado a cabo su señor,
explicándoles cómo había derrotado al ejército de su hermano una y otra vez,
enseñoreando las provincias y tierras de Huáscar, hasta hacerle prisionero, y
junto a ello habían conseguido grandes cantidades de oro y plata. Toda la tierra
del Cuzco era ya suya, y sus territorios abarcaban más de cuatro mil leguas.
Estaba claro que el mensajero tenía instrucciones de amedrentarlos, pero no
era Pizarro la persona dispuesta a dejarse intimidar. Cuando el emisario hubo
acabado se dirigió a él por medio de Felipillo.
—Yo creo que todo lo que me has dicho es así, porque Atahualpa es un gran
Señor, y tengo noticias que es un hombre valiente y guerrero, mas te hago saber
que el Emperador que es Rey y señor de las Españas y de todas las Indias y
Tierra Firme de estas partes, tiene muchos criados que son mayores señores que
Atahualpa. Tiene también a muchos capitanes como yo, que envió a estas tierras
a verlas y a traer a los moradores de ellas el conocimiento de Dios Todopoderoso
que creó el cielo y la tierra para ponerlos bajo el señorío de Su Majestad. Y en su
nombre yo he venido y desbaratado con estos pocos españoles que traigo, otros
grandes señores. Y si Atahualpa quisiere mi amistad y recibirme en paz, como lo
han hecho todos esos otros señores que de mí han tenido noticia, yo le seré
amigo y le ayudaré en su conquista. Él se quedará aquí en su estado y señorío,
porque yo voy por esta tierra de paso hasta descubrir la otra mar del Mediodía.
Pero si quisiere guerra, yo se la haré como la he hecho al cacique de la isla de
Santiago, alias de la Puna, y al señor de Túmbez y a todos los demás que la han
buscado.
Ante tales palabras, los mensajeros quedaron un momento en silencio,
atónitos al oír que tan pocos españoles hacían tan grandes hechos. Al poco,
dijeron que irían a dar la respuesta a Atahualpa.
El Gobernador los despidió.

Durante varios días caminaron todavía los españoles por sierras y valles con
grandes dificultades y no poco cansancio. Extenuados, llegaron a un pueblo a
dos o tres días de marcha de Cajamarca, en el que reposaron un día entero.
—¡Capitán! —avisó uno de los centinelas—. Llega un mensajero en una
litera, el mismo que estuvo en Zaran y nos regaló aquellas fortalezas y patos
rellenos de lana.
Efectivamente, delante de Pizarro apareció el mismo inca rodeado de un
lúcido cortejo, con más llamas, con servicio de indios, vajillas de oro y odres
llenos de chicha.
Pizarro recibió al cuzqueño muy amablemente.
—¿Cómo está Atahualpa? —le preguntó.
El embajador sonrió humildemente.
—Mi Señor se encuentra muy bien. Os recibirá como amigo y hermano —
dijo—. Está deseando que lleguéis. Os envía estos vasos y platos de oro con los
que podéis comer y beber la comida y la chicha que también os traemos.
Pizarro le dio las gracias amablemente al tiempo que trataba de penetrar en el
rostro enigmático del indio. ¿Qué estarían tramando?
—¿Podré contar con el placer de teneros conmigo cuando entremos en
Cajamarca? —preguntó.
—Iré con vosotros —respondió el cuzqueño con la mirada inescrutable.

Al día siguiente un gran alboroto atrajo la atención del Gobernador.


—¡Capitán! —un soldado le llamó—, acaba de llegar el mensajero que
enviasteis a Atahualpa para avisarle que llegábamos. Ha cogido al embajador de
Atahualpa por las orejas y lo tiene por los suelos…
Pizarro corrió tras el soldado. Efectivamente, los dos embajadores estaban
enzarzados en una lucha en la que el cuzqueño de Atahualpa llevaba la peor
parte.
—¡Separadlos! —ordenó Pizarro.
Para cuando media docena de soldados consiguieron separar a los dos
contendientes, Felipillo estaba ya en su puesto, listo para traducir.
Pizarro se dirigió en primer lugar a su embajador.
—¿A qué se debe este proceder? ¡Explícate!
Cuando habló, el hombre estaba indignado.
—Este gran bellaco, mentiroso, verdugo de Atahualpa, que viene aquí a
hacerse el principal y a contar mil mentiras. Atahualpa está en pie de guerra, no
de paz. Su gente está rodeando Cajamarca. Todos sus habitantes han abandonado
sus casas, mientras que tiene tantas tiendas asentadas alrededor del pueblo que
no las pude contar. Y todos están con sus armas a punto de guerra. Me quisieron
matar, y casi lo hacen si no les digo que los cristianos matarían a los
embajadores de Atahualpa si no volvía. Con aquella amenaza me soltaron. Pero
no quisieron darme ni de comer.
»Insistí en que me dejasen ver a Atahualpa, pero me dijeron que estaba
ayunando y que no podía hablar con nadie. Un tío suyo salió a hablar conmigo y
yo le dije cómo era tu mensajero y le conté todo lo que me mandaste que le
dijese. Cuando terminé, me preguntó qué clase de gente erais y qué armas traías.
Yo les dije que erais hombres muy valientes y grandes guerreros y que vuestros
caballos corren como el viento; que los que van en ellos traen unas lanzas largas
y con ellas matan a todos los que topan, porque en dos o tres saltos los alcanzan.
Y los caballos, con los pies y con la boca matan a muchos.
»En cuanto a los cristianos que van a pie, dije que traen en el brazo una
rodela con la que se defienden de las armas de los indios, y que llevan unos
jubones de algodón que las lanzas no pueden atravesar. Sus espadas, muy
afiladas, cortan por ambas partes y de cada golpe parten por la mitad a un
hombre, y a una llama le llevan la cabeza. También tienen ballestas que tiran de
lejos y que pueden matar a dos hombres de un tiro. Tienen también —les dije—
tubos de fuego y truenos que arrojan piedras ardiendo que matan a mucha gente.
»Me respondieron que eso no era nada porque sois muy poca gente. Y que a
todos os matarán con sus lanzas, a vosotros y a vuestros caballos. Les aseguré
que sus lanzas no podrán penetrar en el cuero de los caballos. Volví a insistir
para que me dejaran ver a Atahualpa, pues sus mensajeros vienen aquí de su
parte y se les trata bien, pero se negaron y me trataron como a un perro. Como
verás tengo buenas razones para matar a este bellaco.
Pizarro se volvió al mensajero de Atahualpa.
—Bien —dijo—. ¿Tienes algo que decir?
El mensajero de Atahualpa, confuso y atemorizado, respondió como
espantado de ver cómo aquel principal hablaba con tanta osadía.
—Si no está la gente en el pueblo de Cajamarca —balbuceó—, es por dejar
las casas vacías para que os aposentéis; y si Atahualpa está en el campo
aposentado con su gente, es porque así lo tiene por costumbre después que
comenzó la guerra. Si estaba ayunando cuando llegó tu mensajero, es normal que
no le dejaran ver porque los días en que ayunamos no se debe hablar con persona
alguna. Y estando Atahualpa retraído, nadie osaría hacerle saber que había
llegado un mensajero.
El hombre tragó saliva con dificultad pues se le estaba secando la boca
rápidamente, y continuó como pudo.
—Yo…, yo os aseguro que Atahualpa os espera en paz y os dará plenas
satisfacciones y excusas del comportamiento con vuestro embajador.
Tanto a Pizarro como sus capitanes presentes se les hacía evidente la trampa
que les estaba tendiendo Atahualpa, pero no era hora de demostrar ni miedo ni
nerviosismo.
Pizarro se volvió con calma hacia su embajador mirándole fijamente a los
ojos.
—No debéis tratar así a un enviado de nuestro amigo y hermano Atahualpa
—dijo suavemente—. Yo confío en su palabra y sé que no nos defraudara.
Mañana nos guiará hasta Cajamarca donde el gran Inca nos estará esperando con
los brazos abiertos…

El 15 de noviembre de 1532 las fuerzas españolas emergieron de las colinas


y miraron al valle de Cajamarca. Lo que extendía ante los ojos de los ciento
setenta y cuatro hombres era de una belleza increíble. Tenía pocas millas de
anchura, pero era completamente llano, cosa muy rara en los Andes, donde la
mayoría de los ríos se precipitaban por cañones tempestuosos, y el único terreno
llano estaba en las áridas sabanas de las alturas.
A juzgar por el número de casas, Cajamarca contaría con unos dos mil
habitantes. Dos pequeños riachuelos lo cruzaban, teniendo cada uno un puente.
Su enorme plaza, mucho más grande que ninguna española, estaba
completamente cercada, con dos puertas que salían a las calles del pueblo.
Estaba formada por edificios de sólida construcción, sin argamasa, sobre los que
sobresalía una pequeña fortaleza con una torre, a la que se subía por escalones
exteriores.
Las tiendas del ejército de Atahualpa se extendían por las colinas alrededor
del pueblo en todo lo que abarcaba la vista.
El general Rumiñahui tenía órdenes de cercar la ciudad en cuanto todos los
españoles estuviesen dentro, a fin de que no escapara ninguno.
Pizarro dejó a las puertas de la ciudad todo el fardaje que llevaban, así como
al gran número de indios porteadores, y con los hombres escogidos, sin
impedimenta, avanzó lentamente hacia la plaza mayor. Llegó el primero cuando
el sol caía ya, avanzando hacia la plaza, a caballo.
—¡No desmontéis! —ordenó—. ¡Todos atentos a una emboscada!
Caía una fina lluvia de granizo, muy fría. El silencio era sepulcral.
Después de un rato en el que un grupo de soldados registró las casas
alrededor de la plaza, encontrándolas vacías, Pizarro decidió enviar a Hernando
de Soto con veinte jinetes a ver al Inca.
—Dile que le estamos esperando —dijo Pizarro.
Dejando a los soldados con las armas preparadas en la plaza, Pizarro subió a
la torreta. Desde ella podía ver cómo una multitud de indios esperaba a sus
veinte jinetes. Desde arriba llamó a su hermano.
—Hernando —llamó—, acércate con otros veinte hombres en ayuda de Soto.
Como poco después empezara a caer fuerte granizo, Pizarro mandó a los
españoles que se aposentaran en las casas que rodeaban la plaza, y el capitán de
artillería con las dos pequeñas culebrinas, en la fortaleza.
Estando en eso, llegó un enviado de Atahualpa para decides que se
acomodaran como quisieran, en tanto no subiesen a la fortaleza de la entrada de
la ciudad. Les comunicó que él no podía venir ese día porque ayunaba.
Estando el Inca relajándose en los baños, llegó un mensajero para decirle que
los Viracochas estaban ya en Cajamarca.
—Me holgaré mucho de verles —exclamó el Inca—. Tengo mucha
curiosidad por ver si son o no son dioses.
Esa misma tarde, otro mensajero le dijo que venía a verle un grupo de
aquellos hombres blancos enviado por el capitán, que se había quedado en
Cajamarca. Con ellos venía Cinquichara, el orejón que había enviado con los
vasos de oro.
Atahualpa, lleno de curiosidad, se asomó a una de las ventanas superiores
para ver qué aspecto tenían aquellos hombres encima de sus animales.
Según se aproximaban los españoles, los generales incas iban poniendo a
varios miles de soldados, a toda prisa, en orden de batalla, a los lados del
camino.
Una carretera pavimentada unía las tres millas entre Cajamarca y el edificio
de aguas termales del Inca. Los veinte jinetes españoles avanzaron con gran
estruendo a través de las filas silenciosas del ejército inca. Tenían que cruzar dos
riachuelos para llegar a Atahualpa. Hernando de Soto dejó a sus diecinueve
jinetes al borde del segundo riachuelo y avanzó junto con Felipillo y el orejón
Cinquichara, decididamente a encontrarse con el Inca.
La «Casa de Placer» tenía dos torres que sobresalían de cuatro cámaras, con
un patio en el medio. En este patio se había construido una piscina con dos
tuberías de agua, una caliente y una fría. Los dos tubos procedían de dos
manantiales diferentes, uno junto al otro.
La piscina era, evidentemente, para el uso exclusivo del Inca y su familia. A
la puerta del edificio se extendía un césped muy cuidado. En él se encontraba el
Atahualpa rodeado de sus mujeres.
Había llegado el momento en el que el primero de los españoles se iba a
enfrentar con el temido Inca, el Emperador de aquel vasto país.
Antes de acercarse, Soto envió a Cinquichara por delante, pensando que
intercedería por ellos.
El orejón, después de haber hecho acatamiento, iba a retirarse a un lado, pero
Atahualpa no le dejó irse.
—¿Cuál de estos hombres es su capitán y qué intención tiene? —le preguntó.
Cinquichara inclinó la cabeza al responder.
—Has de saber, Capa Inca, que el hombre que viene al frente es un enviado
del capitán. Trae un grupo de hombres encima de sus animales a los que han
puesto unos cascabeles en el cuello para poner espanto a nuestros soldados.
Todos vienen armados y traen sus lanzas en las manos y sus adargas colgando de
los asientos que tienen encima de los animales.
—¿Cómo les llaman a esos animales?
—Algo así como «cabillos».
—¿Y a qué dices que vienen?
—El capitán de esta gente quiere verte en Cajamarca.
El Inca hizo una seña a un capitán suyo.
—Ve al otro lado del arroyo y pregunta al capitán de esos hombres qué
quiere.
El oficial, llamado Unan Chullo pasó por encima de un puente estrecho por
encima del arroyo de agua hirviendo y se acercó adonde estaban los españoles
esperando. El capitán inca habría preferido que le hubiera tocado a otro aquel
trabajo que le llenaba de zozobra.
—¿Qué queréis? —preguntó sintiéndose diminuto ante la yegua de
Hernando de Soto.
—Hablar con Atahualpa —respondió Soto por medio del intérprete.
—El Inca no habla con gente como vosotros —respondió Unan Chullo—.
Cinquichara le ha dicho que sois gente de mala vivienda, ladrones y salteadores.
Si tenéis que decir algo, decídmelo a mí.
Soto miró de lejos, con ojos de pocos amigos, al traidorzuelo Cinquichara
que trataba de esconderse detrás del inca.
—Nada queremos contigo —dijo Soto haciendo que su caballo pateara
inquieto a un palmo de los pies del desosegado capitán—. Hemos venido a
hablar con Atahualpa.
En vista de su insistencia, el capitán volvió hacia el Inca.
—Insiste en veros, Señor.
Atahualpa hizo una seña con la mano indicando un vado, río abajo.
—Hazles pasar por el vado.
Unan Chullo indicó a los españoles el lugar por donde debían pasar.
En aquel lugar, el agua bajaba todavía a una temperatura altísima, y los
caballos relincharon de dolor al escaldarse. Subieron los escalones de piedra un
tanto desabridos, haciendo un gran estruendo al subirlos, y con las herraduras
hacían saltar lumbre de las piedras, todo lo cual los indios notaron con gran
admiración, no exenta de temor. ¿Serían, efectivamente Viracochas?
Soto vio ante sí a un hombre de unos treinta años, más bien bajo y muy
metido en carnes. Estaba claro que el descendiente del dios Sol prefería los
placeres de la carne a los sacrificios de la vida de campaña. Se encontraba
sentado en una especie de pequeño taburete, casi al ras del suelo, lo que
recordaba a Soto los de los árabes o turcos. Aquél era Atahualpa, con toda la
majestad del mundo rodeado de sus mujeres —unas cuarenta—, y muchos altos
jefes apiñados detrás de él.
Tenía el Inca una borla de lana, que parecía de seda, de muy fina grana, tan
ancha como dos manos, puesta en la frente, asida con sus cordones de la cabeza;
le bajaba junto a los ojos, lo cual le hacía parecer mucho más grave de lo que en
realidad era. Los ojos los tenía clavados en tierra, sin alzarlos para mirar a parte
alguna.
Hernando de Soto, por medio del intérprete, dijo que él era uno de los
capitanes que el Gobernador traía en su compañía. Y que venía de su parte a
verle y decirle el gran deseo que tenía de verse con él y que si Atahualpa se
dignara ir a verlo, se alegraría mucho.
Pero a pesar de éstas y otras razones, el Inca no alzó la cabeza ni para
mirarle. Hizo una seña a Unan Chullo y le indicó que les dijese que ese día no
estaba dispuesto a ir a Cajamarca, porque estaban en medio de unas fiestas, pero
que al día siguiente sí iría a ver a Pizarro.
Así se lo dijo Unan Chullo y a continuación, el Inca ordenó que sacasen
comida.
Casi por ensalmo aparecieron grandes fuentes de patos asados, corderos a la
brasa y tortillas de maíz. El Inca, secretamente, tenía unos enormes deseos de
verles desmontar y montar en sus caballos, así como observarles cómo comían.
Pero Hernando de Soto negó con la cabeza.
—No venimos aquí a comer —dijo—, sino por mandato de mi señor a
pediros que os reunáis con él en Cajamarca.
No se rindió el Inca, sin embargo, y ordenó que sacaran chicha en vasos de
oro fino. Quería ver si los españoles se llevaban los vasos al ser de oro, pues le
habían dicho lo mucho que codiciaban el metal amarillo.
Los españoles tomaron los vasos por cortesía, pero la mayoría no quiso
beber, por miedo a que la bebida estuviera envenenada. Otros, sin embargo,
bebieron sin temor, devolviendo los vasos a los indios que se los habían dado.
A fin de limar asperezas, Hernando de Soto, sin desmontar, sacó un anillo de
oro que llevaba en un dedo y se acercó al Inca para dárselo, pero Atahualpa, con
rostro grave, no quiso recibirlo ni hizo movimiento alguno para aceptar lo que se
le ofrecía.
Soto porfió, pero como el Inca viese eso ordenó a Unan Chullo que lo
cogiese él.
El capitán español entregó el anillo al indio diciendo que se lo diese al Inca.
Atahualpa se dirigió a su capitán.
—Dile que lo doy por recibido.
Sin embargo, Soto no quedó satisfecho y acercó tanto su caballo al Inca que
con el resuello que echaba el caballo por las narices levantaba la borla que, a
manera de símbolo real, Atahualpa tenía delante de los ojos.
Esto irritó un tanto a Atahualpa que mandó a Unan Chullo que le devolviese
el anillo y que les dijese que se fueran de allí. Mientras tanto, el Inca seguía sin
hacer movimiento alguno, ni demostrar temor por la presencia del caballo.
Atahualpa llamó a Cinquichara a su lado.
—Diles que se vayan. Mañana iré yo a Cajamarca.
En esto llegó Hernando Pizarro, que igualmente había dejado a sus jinetes
esperando en el arroyo. Cinquichara informó a Atahualpa que aquél que llegaba
era el hermano del gran jefe blanco.
Entonces fue cuando, por fin, el Inca alzó el rostro y habló, dirigiéndose al
recién llegado.
—Maicabalico, un capitán que tengo en el río de Turicaran, me envió a decir
cómo tratasteis mal a los caciques, y que los pusisteis en cadenas, y me envió
una collera de hierro, y me hizo saber que él había muerto a tres hombres
blancos y a un caballo; pero, sin embargo, yo iré mañana a ver al gobernador,
pues quiero ser amigo de él.
Hernando Pizarro miró fijamente al Inca desde lo alto de su caballo antes de
responderle.
—Maicabalico es un bellaco, cualquier español puede matarle a él y todos
los indios de aquel río. ¿Cómo puede él matar a uno de los nuestros y a un
caballo siendo todos ellos como gallinas? Ni el Gobernador ni los cristianos
tratan mal a los caciques ni a sus indios, si no quieren guerra con él, porque a los
que quieren ser sus amigos y se portan bien con él, los trata muy bien, pero a los
que quieren guerra, se la hace, hasta destruirlos. Cuando, en alguna ocasión en la
que te ayudemos contra tus enemigos, tú veas lo que hacemos en la guerra,
conocerás y verás cómo Maicabalico te mintió en todo lo que te envió a decir.
Atahualpa miró al español mientras reflexionaba, y, por fin, hizo una mueca,
que en su rostro imperturbable podía considerarse como una sonrisa.
—Hay un cacique que no quiere someterse a mi dominio —dijo—. Iréis con
mis indios a hacerle la guerra.
Muy seguro de sí mismo, Hernando Pizarro se pavoneó.
—Para un cacique, por mucha gente que tenga, no es menester que vayan tus
guerreros. Diez cristianos a caballo bastarán y no dejarán indio vivo.
Atahualpa plegó los labios en lo que podía considerarse una sonrisa.
—Cenaréis conmigo —dijo.
Los dos hombres se miraron inquietos.
—Nos es completamente imposible aceptar, Gran Señor, pues nuestras
órdenes son volver inmediatamente.
Atahualpa hizo un gesto de contrariedad. Resultaba evidente que no estaba
acostumbrado a que nadie rehusara una invitación suya, pero se repuso.
—Entonces beberéis conmigo —dijo al tiempo que hacía una seña a unas
jóvenes doncellas. De gran belleza.
—Traedles chicha para beber.
Los capitanes trataron, una vez más, de excusarse, pero tanto insistió el Inca
que acabaron por aceptar. Las jóvenes les trajeron grandes vasos de oro macizo
de la altura de un codo.
Después de beber, Hernando Pizarro pidió permiso para marchar, pues el sol
se ponía, consiguiendo la promesa del Inca que iría a ver al gobernador al día
siguiente en Cajamarca.
Durante la reunión, Atahualpa había estado examinando de cerca los
caballos. Resultaba evidente que el hombre estaba maravillado, contemplando
aquellos nobles animales y admirado por la forma que obedecían a sus dueños.
Hernando de Soto se dio cuenta de la debilidad del Inca y se dirigió a
Felipillo.
—Pregúntale si le gustaría ver lo que soy capaz de hacer con el caballo, aquí
mismo.
Al responder el Inca afirmativamente, el formidable jinete que era el de
Badajoz, hizo levantarse al animal sobre sus patas traseras, al tiempo que movía
las delanteras en el aire a modo de saludo. El jinete le hizo recular, andar de
costado, saltar, brincar, avanzar sobre dos patas. Inició, después, una serie de
maniobras que dejaron atónitos y maravillados a aquellas gentes que nunca
hubieran podido haberse imaginado que un animal, tan parecido a una llama,
pudiera hacer semejantes cabriolas. ¡Y todo aquello con un hombre sentado
encima…! ¿O no era un hombre sino un Viracocha…?
Miraban todos fascinados la prontitud y exactitud con que el noble bruto
obedecía las órdenes de su jinete sin que mediara palabra entre ellos, mientras el
animal arrojaba una blanca espuma por la boca.
Para terminar la exhibición, Soto lanzó su caballo al galope sobre el Inca,
parándolo con una maestría increíble a dos palmos del rostro imperturbable de
Atahualpa. Varios soldados de su guardia instintivamente retrocedieron
asustados al ver a aquel terrible animal lanzarse sobre ellos.
Los que así lo hicieron lo pagaron con sus vidas aquella noche, pues
Atahualpa ordenó que los mataran por haber mostrado miedo.
Una vez que se hubieron retirado los españoles, Atahualpa se quedó
admirado de la ligereza de los caballos y de las cosas que hacían. Ordenó que se
juntasen todos los capitanes en un gran aposento y llamó a Cinquichara para que
les dijese lo que sabía de los españoles, ya que había estado conviviendo con
ellos varios días.
Atahualpa pidió a sus capitanes que preguntasen al orejón todo lo que éste
sabía sobre los extranjeros, por si pudiesen ser dioses y no hicieran ellos nada
que pudiera enojarlos en caso de que lo fueran.
—Si fueran dioses —dijo Atahualpa—, les serviríamos y obedeceríamos,
pues podría ser, que viendo ellos que les damos obediencia, me hagan mayor
señor de lo que ya soy.
Sin embargo, Cinquichara no consideraba posible que fueran dioses, pues él
había visto correr a los caballos muchas veces, y había preguntado cosas sobre
los españoles a los indios que venían con ellos. Todos eran personas normales
que comían, bebían y hacían el amor con mujeres.
Además, añadió que le habían preguntado muchas cosas sobre el Inca, sus
familiares, y los nobles. Si fueran dioses no habrían preguntado tantas cosas,
pues ya las habrían sabido.
—Una y otra vez —dijo— me preguntaban si había mucho oro y plata en
nuestras ciudades, y si estaba lejos el Cuzco, Y cuánto tiempo se tardaría en
llegar. También hablé con uno de sus intérpretes, un joven de Túmbez, y me dijo
que había estado en la tierra de donde esta gente viene. A muchas lunas por
encima del mar, y me dijo que no eran Viracochas. Que viven y mueren igual
que nosotros.
Sin embargo, a pasar de las palabras de Cinquichara, Atahualpa no las tenía
todas consigo. Era de la opinión de dar obediencia a los extranjeros, por si acaso.
Durante largo rato se debatió la conveniencia de ir, de no ir, o de cómo ir a
Cajamarca. Por fin, se decidió que Cinquichara se acercara a la ciudad en cuanto
amaneciese para ver en qué disposición estaban los supuestos Viracochas y
volviese para informar.
Con todo, serían ya las cuatro de la madrugada cuando se disolvió la reunión.
La pregunta seguía sin resolverse. ¿Eran o no eran viracochas?
Por su parte, también los capitanes de Pizarro se reunieron para debatir lo
que deberían hacer al día siguiente. Ya habían tenido tiempo para entonces de
considerar lo serio de su situación, y, aunque lo trataban de disimular, todos
estaban llenos de temor, pues eran tan pocos y estaban completamente rodeados
de enemigos sin la mínima esperanza de recibir refuerzos.
Nadie durmió aquella noche. Todos, sin excepción, mantuvieron una guardia
tensa. No hubo distinción entre soldados de a pie y de a caballo, entre capitanes
o alabarderos. Todos formaron una piña con el arma en la mano. Pizarro iba de
uno en uno animando a todos. En aquel momento, todos se sentían Caballeros
Andantes.
Desde donde estaban, se podían divisar las hogueras del campamento inca.
Eran tan numerosas que parecía como si las innumerables estrellas del cielo
estuvieran reflejadas en la tierra.
Muchos de los hombres que no podían conciliar el sueño se daban cuenta
ahora de lo sofisticado que era el imperio en el que habían penetrado. Se
encontraban aislados del mar por unas montañas de muy difícil acceso en medio
de un ejército victorioso en perfecto orden de batalla —que Soto y Hernando
Pizarro habían estimado en unos cincuenta mil.
Y a todo aquello, había que añadir el miedo a lo desconocido, pues la
mayoría de los que estaban allí encerrados no tenían experiencia alguna de cómo
luchaban los indios o qué espíritu de disciplina tenían. Y, a juzgar por las
crueldades que habían visto cometidas en el camino, no tenían ninguna razón
para esperar una recepción amistosa.
—¡Caballeros! —dijo Pizarro paseando la vista por sus capitanes—. No
necesito deciros que lo que hagamos mañana será decisivo para nuestro futuro.
—En mi opinión —dijo Soto— hay que atacar por sorpresa. Cuando menos
lo esperan.
Hernando Pizarro era de su misma opinión.
—Ésta es una plaza idónea para nuestra caballería —dijo—. Imaginaos lo
que sesenta caballos al galope pueden hacer al enemigo…
—Mientras los de a pie cierran las salidas —dijo Orellana.
Francisco Pizarro asintió lentamente.
—Comprendo perfectamente lo que sucedería aquí dentro —dijo—. Sería
una verdadera masacre. El único problema es que ahí fuera quedarían otros
cuarenta y cinco mil indios más…, y estaríamos cercados por ellos.
—Por eso es esencial apoderarse del Inca —exclamó Gonzalo Pizarro.
—Tenemos el precedente de lo que ocurrió en Tenochtitlán —dijo Sebastián
Belalcázar.
El Gobernador se pasó la mano por la barba.
—También queda la opción de granjeamos la amistad de esta gente —dijo—.
En principio Atahualpa nos ha ofrecido su amistad si luchamos contra una tribu
de indios a los que su ejército no puede someter, ¿no es eso, Hernando?
La armadura de Hernando Pizarro produjo un tintineo al encogerse éste de
hombros.
—Eso es lo que dijo. Pero ese indio me inspira menos confianza que tu socio
Almagro, y ¡ya es decir!
Sin hacer caso del sarcasmo en el comentario de su hermano, Francisco
Pizarro movió la cabeza dubitativo.
—Me temo —dijo—, que nuestra mejor y, quizá, única opción, es coger el
toro por los cuernos. Trataremos de apoderamos de Atahualpa, tal como hizo
Cortés con Moctezuma.
—Habrá casi un centenar de indios por cada uno de nosotros —musitó
Nicolás de Rivera.
—Pero nosotros tendremos a Dios y a su bendita madre que nos ayudarán —
exclamó Pizarro.
Después de mucha discusión dando vueltas y revueltas a la situación se
decidió que sería Pizarro el que decidiese, en el momento preciso, el curso de la
acción a seguir, cuando Atahualpa se presentara en Cajamarca al día siguiente.
De todas formas, se estudió a fondo la situación de la plaza, y sus salidas y
entradas.
El ataque se llevaría a cabo, sólo si parecía posible su éxito, o si los nativos
hacían algún movimiento amenazador. Las opciones más pacíficas eran dos: se
podía tratar de persuadir a Atahualpa de hacer un acto de sumisión política o
espiritual; o, si los nativos parecían demasiado poderosos, se podría intentar
mantener la apariencia de amistad y esperar una oportunidad más favorable en el
futuro.
La plaza de Cajamarca era, desde luego, idónea para los planes de los
españoles. Edificios largos y de baja altura ocupaban tres lados, cada uno de
doscientos pies de largo. Pizarro colocó la caballería en dos de estos edificios.
Formó tres escuadrones entre quince y veinte jinetes, bajo el mando de
Hernando de Soto, Hernando Pizarro y Sebastián Belalcázar. Cada edificio tenía
unas veinte aperturas a la plaza, era— alguien comentó— como si hubieran sido
construidos con aquel propósito. La carga debería ser hecha al mismo tiempo.
Francisco Pizarro, que no se consideraba un gran jinete, se quedó en el tercer
edificio con veinte infantes y cuatro a caballo. Su misión sería la más
importante: capturar a Atahualpa.
Las dos calles que bajaban de la ciudad entraban en la plaza entre estos
edificios. Dos grupos de hombres a pie bloquearían la entrada y la salida, en
cuanto Atahualpa estuviera dentro. La parte más baja de la plaza estaba cerrada
por un largo muro, con una torre en el medio, a la que se subía por la parte de
fuera. Más allá estaba el campo abierto, una larga explanada. En el lado más alto
de la plaza había una estructura de piedra que los españoles consideraban como
un pequeño fuerte. Pizarro colocó al resto de la infantería, a las puertas de este
fortín, para preservarlo como un último refugio. Dentro, instaló al capitán Pedro
de Gandía con ocho arcabuceros y las dos culebrinas que habían traído consigo.
Ordenó la retirada de los indios cargueros al fondo de las casas, así como de
todo el fardaje.
—Los disparos de los arcabuces serán la señal para cargar contra el enemigo
—anunció gravemente.
Todos los presentes asintieron en silencio.
En la plaza silenciosa seguía cayendo una fría y fina lluvia helada.
Quedaba ya poco para que un nuevo día amaneciera en las cumbres de los
Andes.
Era el 16 de noviembre de 1532.
En un rincón, el padre Vicente Valverde oía en confesión a los soldados.

Cinquichara se acercó a Cajamarca poco después de amanecer y supo por los


porteadores que los españoles no habían dormido en toda la noche, incluso los
vio con los caballos ensillados y los frenos en las manos y las adargas en los
arzones y todos ellos armados. También se enteró de que los hombres de Pizarro
habían entrado en alguna de las casas que pertenecían al Inca en Cajamarca y se
habían apoderado de lo que había.
En cuanto a Atahualpa, serían las diez cuando se levantó, pidiendo
inmediatamente algo para comer y chicha para beber, y, mientras así lo hacía, el
engranaje de la comitiva se ponía en marcha. Una hora más tarde, la enorme
caravana se dirigía hacia Cajamarca.
A mitad de camino, se presentó Cinquichara para relatarle todo lo que había
averiguado.
El Inca, preocupado, llamó a los capitanes en consulta. Cinquichara era
partidario de presentarles batalla sin más dilación. Sin embargo, Atahualpa se
mostraba todavía reticente, incluso después de que alguien le comunicó que los
españoles habían hecho uso de sus mujeres en el santuario de Caja.
—Si no les damos batalla ahora —dijo Cinquichara—, esos hombres nos
tendrán en nada. Ahora que son pocos podemos hacerlos pedazos y prenderlos.
—Esperemos a ver lo que hacen los extranjeros cuando lleguemos a la
ciudad —decidió Atahualpa—. De todas formas, todo el mundo deberá llevar
armas escondidas bajo la túnica.

Mientras tanto, los españoles empezaban a ponerse nerviosos.


Por fin, llegó un mensajero del Inca.
—Mi señor me envía a decirte que está aderezándose para venir a verte, y
quiere traer consigo su gente armada, pues tú enviaste ayer la tuya a verlo con
sus armas, y que le mandes a uno de tus hombres con quien venir.
Pizarro escuchó la traducción gravemente.
—Dile a tu señor —contestó—, que venga como buenamente desee. Que de
la manera que venga le recibiré como amigo y hermano, y que no le envío a
ninguno de mis hombres porque no se usa entre nosotros enviar un señor a otro.
Con aquella respuesta tornó el mensajero.
Poco después, apareció otro mensajero, diciendo que los acompañantes de
Atahualpa vendrían desarmados.
El padre Valverde celebró una misa de campaña en la misma plaza,
encomendando a los soldados a Dios, rogándole les hiciera salir con bien de la
aventura para su mayor gloria. A continuación, todos los soldados comulgaron
piadosamente.
Por fin, el ejército inca comenzó a moverse a mediodía y, en poco tiempo,
toda la llanura se cubrió de hombres.
Los españoles se escondían en los edificios con órdenes estrictas de no salir
hasta que oyeran la señal de la artillería. Muchos de los soldados novatos,
aterrorizados, se orinaron en sus calzones sin apenas ser conscientes de ello.

El gobernador mandó a sus hombres que tuvieran sus caballos a punto y cada
uno en su sitio. Al capitán de artillería le encomendó que apuntase hacia la
multitud y que disparase cuando le hiciese una señal. Mandó a los soldados de a
pie a las entradas de la plaza, y finalmente, encomendó a sus veinte infantes que
se escondieran y que no se dejaran ver hasta no oírle a él gritar «Santiago».
Atahualpa había decidido convertir su visita a aquellos posibles Viracochas
en todo un desfile ceremonial.
Uno de los futuros cronistas escribiría más tarde:
Todos los indios llevaban grandes discos de oro y plata como si
fueran coronas sobre sus cabezas. Aparentemente, todos venían con sus
ropajes ceremoniales.
Los tres escuadrones de caballería capitaneados por Soto, Hernando Pizarro
y Belalcázar estaban ya posicionados en los galpones de la plaza. Los caballos
llevaban arneses con cascabeles que solían causar espanto en los indios en las
cargas.
El padre Valverde, con su crucifijo y una Biblia en la mano, no abandonaba
la sombra de Francisco Pizarro.

Sin embargo, por un momento dio la impresión de que todos estos


preparativos iban a ser innecesarios cuando la comitiva de Atahualpa se paró a
mitad del camino y empezaron a instalar sus tiendas. Era evidente que estaba
teniendo lugar una reunión, a juzgar por el ir y venir de nobles y oficiales. Entre
los primeros se distinguía al viejo conocido de los españoles, Cinquichara.
Se estaba haciendo tarde. Podría ser que el Inca decidiera pasar la noche en
ese lugar.
—¡Maldición! —exclamó el Gobernador mirando con incredulidad a la
comitiva parada a medio camino.
Lo último que quería Pizarro era pasar otra noche de incertidumbre,
temiendo, además, un ataque nocturno. En su desesperación Pizarro llamó a un
joven hidalgo, Hernando Aldana, que se encontraba junto a él.
—Galopa hacia el Inca y dile que entre en la plaza y que venga a visitarme
antes de que caiga la noche —ordenó.
Cuando el mensajero llegó a Atahualpa le hizo una profunda reverencia y le
dijo por señas que debería ir adonde el Gobernador.
—Os aseguro —dijo en castellano, sin el beneficio de ningún traductor—,
que nada os ocurrirá, ni recibiréis insulto alguno. Podéis acudir sin miedo. Estáis
bajo la protección de un capitán de su Majestad el Rey Carlos.
Aunque no era fácil que el Inca entendiera ni una palabra de lo que le decía
Aldana, increíblemente, dio órdenes de se pusiera en marcha toda la parafernalia
montada en torno suyo.
La comitiva era impresionante, un centenar de indios caminaban por delante,
vestidos de una librea de colores, hecha como escaques, barriendo y limpiando el
camino, colocando mantas para que pasara su Señor. Tras éstos, venían otros tres
escuadrones vestidos de otra manera, todos cantando y bailando. Detrás venía
mucha más gente con vestiduras y patenas de oro y plata.
A continuación portaban al Inca en una litera chapada de oro con piedras
preciosas incrustadas, y forrada por dentro y por fuera con plumas de papagayo
de muchos colores. La litera iba soportada por nobles de las antiguas estirpes.
Luego venían otros grandes dignatarios, también en literas. Por último, los
soldados, sin armas aparentes, aunque debajo de sus túnicas llevaban ocultas,
mazas, hachas y armas cortas.
El grueso del ejército, más de cincuenta mil soldados, se quedó en las afueras
de la ciudad. Acompañando a Atahualpa, entraron en el interior de la gran plaza
unos seis mil.
La entrada fue apoteósica. Un indio que iba delante con otros varios que
llevaban una especie de gallardete, trepó hasta donde estaba Gandía y, desde lo
alto, levantó su lanza haciendo una señal a los que estaban fuera. Los demás se
extendieron por la amplitud del recinto.
La litera entró en la plaza portada por ochenta mandatarios, todos vestidos
con lujosos trajes azules. El Inca estaba vestido con exquisitez, una especie de
corona de oro macizo relucía en su cabeza y un collar de grandes esmeraldas le
colgaba del cuello. Estaba sentado en su litera, en un pequeño taburete apoyado
sobre un rico cojín.
Detrás venían otras dos literas, también adornadas de oro y plata.
Los que habían entrado en la plaza se apartaron para dejar paso a las literas.
Cuando Atahualpa llegó al centro de la plaza ordenó parar.
Los españoles contuvieron el aliento.
Capitulo IX

La captura de Atahualpa

C uando Atahualpa llegó al centro de la plaza ordenó parar la comitiva. Tras


él, más indios seguían entrando en el recinto.
El Inca miró a su alrededor extrañado de no ver a ningún español. Pero antes
de que pudiera expresar su extrañeza, apareció el padre Valverde con su
breviario, y teniendo a Felipillo a su lado le dirigió un ampuloso discurso sobre
la grandeza del Rey de España y de las virtudes de la verdadera religión.
—Yo soy siervo de Dios —dijo—, y enseño a los cristianos las cosas de
Dios, y asimismo os las vengo a enseñar a vosotros. Lo que yo enseño es lo que
Dios nos habló, que está en este libro. Es, por tanto, una enseñanza de Dios a sus
seguidores, llamados cristianos. Te ruego que seas su amigo porque así lo quiere
Dios. Ven a sentarte con el gobernador, porque te está esperando.
Atahualpa miró con desagrado al religioso que con tanto desparpajo se
dirigía a él.
—Dame eso —dijo.
El religioso le dio el libro cerrado. Y como el Inca no acertara a abrirlo, fray
Valverde extendió el brazo para ayudarle a abrirlo, pero Atahualpa, con gran
desdén le dio un golpe en la mano, apartándoselo, pues no quería ayuda alguna.
Por fin, consiguió su propósito y lo estuvo hojeando con indiferencia y, luego,
con un gesto de desprecio, lo arrojó al suelo ante el espanto de Fray Valverde.
Felipillo la recogió y se lo entregó al fraile.
Éste besó el libro sagrado al tiempo que gritaba indignado, dirigiéndose a
Pizarro que había observado la tensa escena desde los soportales.
—¡Salid! ¡Salid, cristianos contra los esbirros de Lucifer que desprecian las
cosas de Dios! ¡El Inca ha arrojado nuestro libro sagrado al suelo! ¡Marchad
contra él! ¡Yo os absuelvo!
Pizarro —que ya había dado orden a Gandía de disparar cuando oyera el
grito de guerra castellano—, salió rápido, espada en mano, protegido por un
juboncillo almohadillado de algodón y su capa al brazo dirigiéndose al centro
donde se hallaba el Inca, gritando:
—¡Santiago! ¡Santiago!
Las dos pequeñas culebrinas de Gandía respondieron al instante barriendo
con metralla las filas de los incas.
Sonaron las trompetas y salieron al galope los sesenta caballos con grao
estruendo de cascos y cascabeles.
La muchedumbre de indios vio cómo se echaba sobre ellos un tropel de
caballos con una ferocidad nunca vista por ellos. Oían el estruendo de los
cañonazos y arcabuzazos y olían a pólvora. Olor que se imaginaban que procedía
de los truenos de aquellos seres, que ya pocos dudaban que eran Viracochas.
Nadie pensó en defenderse. Todos querían huir, salir de aquella plaza maldita,
pero las salidas estaban bloqueadas. Los cuerpos de los muertos se apilaban unos
encima de otros. Muchos buscaban la huida trepando por encima de los
cadáveres de los demás. Unos caían sobre los otros, y los caballos, a rienda
suelta, saltaban y pisoteaban aquel amasijo de carne humana.
Una enorme masa de indios se lanzó a ciegas contra el muro, derribando un
trozo, aplastando con ello a muchos de los suyos. Aquella parte daba a la
explanada exterior, pues en aquel lado no había edificios. La porción de muro
que se vino abajo tenía unos quince pies de largo por seis pies de grueso y de la
altura de un hombre.
La confusión era enorme. Los hombres que acompañaban a Francisco
Pizarro herían a los porteadores de las andas reales, pero éstos se resistían a dejar
caer la litera del Inca.
Pizarro había agarrado el brazo de Atahualpa, pero no podía sacarlo de las
andas porque estaba demasiado alto, mientras los españoles continuaban con la
matanza de los que sostenían la litera real.
A muchos de los indios que sostenían las andas les fueron cercenadas las
manos o brazos, pero todavía continuaron aguantando la litera con los hombros
para no dejar caer a su Inca. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron vanos, porque
todos fueron cayendo, uno a uno. La masacre continuó.
Uno de los jóvenes soldados españoles, con los ojos enrojecidos,
enloquecido, dirigió su espada contra el Inca, pero, afortunadamente para todos,
Francisco Pizarro, atento, paró el golpe con su espada, resultando herido en la
mano.
La litera cayó finalmente al suelo, por falta de soporte. Los ochenta nobles
que la llevaban sobre sus regios hombros habían muerto.
Ni uno sólo de los indios había sacado sus armas para defenderse.
La caballería, envalentonada por el éxito, saltó por encima del muro caído y
cargó contra los que se escapaban por la llanura.
—¡A por ellos! ¡Santiago y cierra España!
—¡Que no escapen!
—¡Lanceadlos!
El resto del ejército que había venido con el Inca estaba situado a menos de
una milla de Cajamarca y en orden de batalla, y, sin embargo, ni un solo indio se
movió, atenazados todos por el terror.
Cuando los que habían quedado en la llanura vieron cómo huían los que
habían entrado en la ciudad, presos de pánico, ellos también se contagiaron,
dieron media vuelta y corrieron, escapándose de una supuesta venganza de
Viracocha.
Era una vista increíble, pues el valle entero, de unas cuatro o cinco leguas,
estaba completamente cubierto de hombres que huían, sin saber de qué.
La noche ya había caído, y los hombres de a caballo continuaban lanceando a
los incas en los campos de cultivo, cuando sonaron las trompetas llamándoles
para que volvieran a la ciudad.
En un espacio de dos horas habían matado a más de siete mil indios y
muchísimos más escapaban como podían con graves heridas y amputaciones.
Las calles de Comarca eran ríos de sangre.

Atahualpa fue puesto bajo una fuerte guardia en el templo del Sol en las
afueras de Cajamarca, mientras parte de la caballería seguía patrullando, por si
alguien reunía a los fugitivos e intentaba un ataque nocturno.
Mientras los cuerpos de los muertos yacían en la plaza, los españoles
victoriosos prestaban mucha atención a su prisionero. Pizarro ordenó que le
proporcionaran ropa, pues la suya había sido desgarrada en el forcejeo para
bajarlo de la litera. Después, le trajeron algo para comer, y el mismo Gobernador
se sentó a su mesa, tratándole y haciéndole servir como a él mismo. También
ordenó que le trajesen las mujeres que desease, entre las que habían sido
capturadas, y que colocaran una cama en la misma habitación en que dormía él.
Atahualpa no terminaba todavía de creerse la desgracia que le había
acontecido. No podía concebir que tantos miles de soldados fueran derrotados
por un puñado de hombres aparentemente desorganizados.
Hundido, se mesaba los cabellos, mascullando palabras incoherentes y
dirigiéndose a los dioses que le habían abandonado.
Para consolarle, Pizarro se sentó a su lado, y con la ayuda de Felipillo se
dirigió a él.
—No os maravilléis de lo sucedido —le dijo—, pues con menos soldados he
señoreado yo otra mucha más tierra que la tuya, y otros mayores señores que tú,
poniéndoles debajo del señorío de mi Rey, el Emperador de los cristianos de
todo el mundo. Ando conquistando y atrayendo, para su real servicio, estas
tierras, para que todos vengáis en conocimiento de Dios y de su santa fe católica.
»Queremos que veáis el error en el que habéis vivido hasta ahora, y
conozcáis el beneficio de la fe que os traemos. No hallaréis que yo haya hecho
guerra sino a quien me la ha hecho a mí. Y, aun pudiendo destruirlos no lo hago.
Si tú fuiste preso, y tu gente muerta, fue porque venías con tan gran hueste
armada contra nosotros. Yo te envié a rogar, con el religioso, que entraras a
verme en paz y no solamente no lo hiciste, sino que con gran soberbia arrojaste
las palabras de Dios al suelo. Así permitió Él de echarte a ti por tierra y bajar tu
soberbia y que ninguno de los tuyos pudiera dañar a español alguno.
Atahualpa, con amargura en la voz, replicó que sus enviados le habían
engañado.
—Me dijeron que no erais Viracochas sino hombres ordinarios, y más
todavía, que no erais hombres de lucha, y estabais desorganizados. Y también
me informaron —reconoció con candidez— que hasta los caballos estaban
desensillados de noche. Cinquichara me aseguró que si hubiera tenido doscientos
guerreros os habrían traído atados.
—¿Qué pensabas hacer con nosotros? —preguntó Pizarro.
Atahualpa valientemente reconoció.
—Tenía grandes planes para vosotros, sobre todo para los caballos, pues son
animales que admiro mucho. Quería criarlos y enseñar a mis guerreros a
montarlos tal como lo hacéis vosotros.
—¿Y con respecto a nosotros?
El Inca se encogió de hombros.
—Pensaba castraros y poneros al servicio de mis mujeres. También quería
aprovechar los servicios de varios de vuestros hombres, que me han dicho tienen
ciertas artes, como fundidores, barberos, carpinteros. Pensaba obligaros a que
fabricarais esas grandes casas flotantes como en las que habéis cruzado el gran
lago salado.

El regreso de los hombres de a caballo fue apoteósico. Traían más de tres mil
prisioneros entre hombres y mujeres, además de un enorme tropel de llamas con
cargas de un botín abundantísimo. Oro de la vajilla de Atahualpa, ropas
finísimas, mantas, jubones acolchados para la guerra y mil cosas más de los
depósitos militares. Trajeron tal cantidad de oro y plata que la dejaron para
pesarla el día siguiente.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó Francisco Pizarro a su hermano.
Hernando sonrió exultante.
—Ni siquiera un herido —dijo—. Sólo un caballo ha recibido un pequeño
corte.
El Gobernador respiró profundamente y alzó los ojos al cielo.
—¡Gracias te doy, Señor, por el milagro tan grande que has hecho hoy, pues
pocos éramos para desbaratar tan gran ejército! ¡Plegó a ti, por tus misericordias
y por hacernos tantas mercedes! ¡Guíanos para hacer obras con las que te
sirvamos y alcancemos tu santo reino!
Se volvió al padre Valverde, cuyos ojos brillaban como ascuas por el fervor
que le embargaba.
El milagro que había realizado Dios con los israelitas cruzando el Mar Rojo
a pie enjuto, y destruyendo a sus enemigos, volvía a producirse. ¡Loado fuera el
Señor!
—¡Cantemos todos un Tedeum, padre, antes de retiramos a descansar!
Ciento sesenta y cuatro gargantas, con sus voces roncas y desafinadas, se
unieron en un canto de alabanza y de gracias al Rey de los Cielos por la victoria
obtenida ante la atónita mirada de miles de prisioneros acurrucados en la plaza.
Los ojos de los españoles brillaban de fe en la oscuridad, y en más de uno se
podían divisar gruesas lágrimas, que ahora sí, podían permitir que resbalaran por
sus mejillas, sin vergüenza.
Cuando terminaron, Pizarro se dirigió a los suyos.
—Id a reposar, señores, que bien merecido lo tenéis, pero mirad que la
victoria no os haga descuidar, pues más nos vale mantener una buena vigilancia
ahora que esa gente anda desbaratada. Hernando, encárgate de poner doble
guardia.
Aunque, no muchos lo habían notado, en aquel momento de tensión, todos
los caballos que el día anterior no podían tenerse en pie a causa de los resfriados
cogidos en la sierra, anduvieron tan sueltos y ligeros, con tanto ánimo y furia,
que parecía que estaban recién salidos de las caballerizas.

Después de la euforia de la batalla, los soldados se sintieron, de repente,


extenuados. Peralta y Soraluce a duras penas se quitaron las armaduras y se
dejaron caer en el sitio que habían elegido para dormir.
—¿Cómo te sientes, Domingo?
El joven hondabitarra fijó los ojos en el techo.
—Siento nauseas. En Puná y Túmbez fue diferente. Tuvimos que
defendernos y llegué a matar a algún indio, pero esto ha sido diferente. Era como
degollar corderos… —se llevó una mano, todavía ensangrentada, a la frente—.
He debido matar hoy… por lo menos a cincuenta seres humanos…, porque —tú
que has estado en Salamanca y has estudiado mucho—, los indios son seres
humanos y tienen un alma que nos empeñamos en salvar, ¿no?
—Eso dicen los teólogos. Pero deja la teología en manos del padre Valverde
y descansa un par de horas, que enseguida tienes guardia.
—No sé cómo voy a poder dormir después de esta degollina.
—Piensa que, si no hubiéramos actuado así, seríamos nosotros los muertos.
—Lo sé, pero a pesar de todo, uno tarda en acostumbrarse a degollar a
gente… aunque sean indios.
Al día siguiente de la desventurada jornada para Atahualpa, en cuanto
amaneció, envió Pizarro a treinta hombres de a caballo a recoger el campo. Les
mandó que quebrasen todas las lanzas y armas que los indios habían dejado
sembradas por tierra.
Entretanto, la otra gente que había quedado en el real, con los indios que
habían sido hechos prisioneros el día anterior, sacaron los cuerpos muertos de la
plaza arrojándolos lejos, donde no pudieran dar mal olor a los vivos.
Hernando, con los de a caballo, recogió todo lo que no se habían llevado del
campamento de Atahualpa los que habían huido durante la noche. Los españoles
volvieron antes de mediodía, llevando muchos prisioneros más, entre hombres,
mujeres, muchachos, llamas, ropa y objetos de oro y plata.
Juntando lo que traían con el oro recogido el día anterior, se contaron
ochenta mil pesos de oro y siete mil marcos de plata, además de catorce
esmeraldas de gran tamaño.
Tantas eran las llamas que recogieron que no sabían qué hacer con ellas.
—Echadlas al campo —ordenó Pizarro—, guardaremos sólo las que nos
hagan falta para comer.
—¿Qué hacemos con los prisioneros, hermano? —preguntó Hernando.
—¿Cuántos hay?
—Entre hombres y mujeres ocho mil. Apenas caben apretujados en la plaza.
—Que tomen nuestros hombres los que deseen para su servicio y soltad a
todos los demás. Sé que muchos proceden de tierras lejanas y son obligados por
el Inca a entrar en su ejército.
—¿No crees que deberíamos matar a todos los hombres de guerra, o, al
menos, cortarles las manos?
Pizarro respondió indignado.
—No permitiré tal crueldad —dijo—. Pues, si bien son muchos los hombres
con que cuenta Atahualpa, y mucho su poder, muchísimo mayor es el poder de
Dios, que ayuda a los suyos. Si ayer nos libró de este gran peligro, de muchos
mayores peligros nos librará otro día. De ninguna manera quiero que se lleven a
cabo crueldades y sacrificios en nuestras guerras. Basta con los que caen en
batalla, y a ésos, que como ovejas se les ha traído al corral, no está bien que
mueran ni que se haga otra injusticia más con ellos.
Hernando torció el gesto.

Los españoles encontraron en Cajamarca, ropa almacenada en grandes fardos


bien dispuestos y ordenados. Les dijeron que era ropa para el ejército de
Atahualpa. Cogieron lo que les apeteció, y todavía quedaron los depósitos llenos
a rebosar.
Al día siguiente, Pizarro quiso saber algo sobre el ejército inca y su forma de
guerrear, por lo que hizo llamar a uno de los oficiales capturados.
—Quiero que me digas algo sobre vuestro armamento, y la forma de pelear
que tenéis —dijo.
El hombre obviamente aliviado al conocer las intenciones de Pizarro, pues
había temido lo peor, se declaró dispuesto a informar al Viracocha sobre lo que
quisiera saber.
—Habrás visto —dijo a través de Felipillo— que nuestros soldados usan
lanzas, hondas, rodelas, jubones acolchados, porras y hachas. A la vanguardia
del ejército van los honderos, que tiran con sus hondas cantos de ríos lisos del
tamaño de un huevo de gallina. Estos hombres se protegen con rodelas que ellos
mismos hacen de tablillas angostas y fuertes, al tiempo que usan jubones
acolchados con el mismo fin. Tras ellos van los escuadrones armados con porras
y hachas de guerra. Las porras tienen unas astas largas como una braza y media
con la cabeza de metal. Ésta es gruesa como un puño y tiene seis puntas agudas.
La manejan con las dos manos. Las hachas son del mismo tamaño, e incluso
mayores; la cuchilla es de metal, de un palmo de anchura. —Los principales
llevan estas porras y hachas de oro y plata—.
»Tras ellos van otros escuadrones con venablos arrojadizos. En la
retaguardia vienen los piqueros con lanzas largas, entre veinticinco y treinta
palmos. Llevan en el brazo izquierdo una gruesa manga de algodón que hace de
escudo. Todos van divididos en escuadrones con sus capitanes y sus banderas
bien diferenciadas. Algunos se cubren la cabeza con capacetes grandes que les
tapan hasta los ojos, hechos de algodón, igual que la manga.
Pizarro pensó que aquel ejército podía ser temible en condiciones normales.
Quizá habían despreciado el potencial bélico de los incas…
Por la tarde, Pizarro se trasladó a ver la casa de aguas termales que tenía
Atahualpa.
Era, por mucho, la mejor vivienda que habían visto los españoles por
aquellas tierras. Tenía cuatro estancias y en medio de ellas un gran patio, y en
ese patio un estanque al cual venía agua por un caño tan caliente que quemaba al
poner la mano. Al lado, venía otra tubería de agua fría y ambas se juntaban en el
camino. Cualquiera de los dos caños se podía cerrar y hacer que el agua del
estanque se enfriara o calentara.
El estanque era grande, hecho de piedra de cantera. Fuera de la casa, a una
parte del corral había otro estanque, parecido al anterior.
Los aposentos, en donde Atahualpa se recreaba y permanecía durante el día,
daban al estanque y al patio. Las paredes estaban pintadas de un betumen
bermejo, y la madera con la que estaba hecha la casa era del mismo color. Otra
habitación daba a la otra parte del patio. Las cuatro bóvedas eran redondas como
campanas, todas encaladas de un blanco inmaculado. Junto a la casa principal
había otras dos casas de servicio con dormitorios para sus mujeres. Todo estaba
labrado con mucho primor y concierto. Un riachuelo cantarín discurría
plácidamente por delante de los edificios. Todo parecía indicar que aquello era
un remanso de paz que invitaba al reposo. Nada podía estar más alejado del
fragor de la guerra, muerte y destrucción que había caído sobre aquel lugar el día
anterior.

Atahualpa no era estúpido, y, en cuanto se dio cuenta de su situación, trató


por todos los medios de salir de aquel atolladero. Parecía evidente que los
españoles estaban interesados principalmente en oro y plata, materia de la que él
tenía grandes cantidades. Era cuestión de negociar. Se volvió a Pizarro.
—¿Es el oro todo lo que os interesa? —preguntó a través de Felipillo.
—Es lo que más se aprecia en mi país —reconoció Pizarro honestamente—.
Mi Emperador estará satisfecho con esto.
El Inca se quedó pensativo un momento.
—Quizá podamos hacer un trato —dijo por fin.
—¿Qué clase de trato?
—¡Oro!, ¡mucho oro!, ¡os daré enormes cantidades de oro por mi libertad!
El pulso de Pizarro se aceleró. A su mente vino el relato del tesoro de
Moctezuma. ¡Una habitación llena de objetos de oro! La historia de la conquista
de Nueva España por Cortés se estaba repitiendo…
—¿Cuánto oro estarías dispuesto a darnos por verte libre? —preguntó.
El Inca miró a su alrededor. La habitación en que estaba encerrado medía
veintidós pies de largo por diecisiete de ancho. Levantó la mano al tiempo que
decía:
—Llenaré esta habitación hasta esta altura con objetos de oro, y la llenaré
dos veces con objetos de plata.
Pizarro pensó que estaba viviendo un momento de delirio, pues encontraba
difícil de creer lo que estaba oyendo. Sin embargo, se guardó muy bien de
mostrar lo que pensaba.
—¿En cuánto tiempo podríais hacerlo? —preguntó.
—Dadme dos meses.
Pizarro no sabía sumar, pero no hacía falta saber mucha aritmética para ver
lo que aquello significaba.
Cuando Pizarro comentó la propuesta del Inca a sus capitanes, éstos se
quedaron sin aliento, aunque, una vez repuestos, hubo comentarios para todos
los gustos.
El secretario de Pizarro, Xerez, hizo un cálculo en un papel.
—¡Unos 88 metros cúbicos! —dijo con la voz entrecortada—. ¡Es una oferta
de un valor incalculable!; ¡se podrían comprar la mitad de los reinos europeos
con ese oro!
—¿Lo aceptamos entonces? —comentó Pizarro mirando a su alrededor.
—¿Y cuando tengamos el oro? —preguntó Orellana.
—Tendremos que forzarle a que vuelva a Quito, a la tierra que le dejó su
padre —dijo Soto.
—¿Y dejar las cosas como estaban antes de nuestra llegada? —dijo el
Gobernador—. Es decir, ¿un hermano gobernando en Quito y otra en Cuzco?
—Sería lo mejor —asintió Hernando Pizarro.
—¿Aceptarán sus súbditos las condiciones? —dijo Sebastián Belalcázar—.
¿Le obedecerán?
—A juzgar por los indicios —dijo Francisco Pizarro pensativamente—,
todavía conserva autoridad entre los suyos. Creo que harán lo que él ordene.
—Hagámosle jurar lealtad a nuestro rey —sugirió Juan Pizarro.
—¿Y será eso suficiente garantía una vez le liberemos?

Después del acuerdo alcanzado por las dos partes, había llegado un momento
de calma, de tensa espera. Los españoles necesitaban tiempo para que las
noticias de su hazaña y de su increíble éxito llegaran a Panamá, y enviaran
refuerzos con los que penetrar más en el imperio inca. Por lo tanto, cuanto más
tiempo tardara Atahualpa en conseguir su rescate, mejor para ellos. Aunque, por
otro lado, todos sentían impaciencia por apoderarse de aquella fortuna.
El Inca, por su parte, esperaba con aparente tranquilidad la llegada del oro
para conseguir la restauración de su libertad y la marcha de sus captores.
Sin embargo, la espera hizo que unos y otros se conocieran más a fondo.
Por el lado español, Pizarro aprovechó para insistir en que su Dios le había
otorgado la victoria sobre los falsos dioses e ídolos que adoraban los incas.
—No hay otro Dios verdadero sino el de los cristianos, que creó el cielo y la
tierra —dijo—, y todos los hombres del mundo, y de todas las cosas que hay en
él. Los que quieran entrar en el Reino de los Cielos deberán recibir el bautismo y
cumplir lo que Dios manda, y así alcanzarán su Reino, y no irán a los infiernos,
donde para siempre están ardiendo en fuego todos los que sirven al diablo y que
han hecho sacrificios y ofrendas de personas humanas.
»Por eso nos envía nuestro Emperador, Rey y Señor de los cristianos, para
enseñaros a vivir como nosotros vivimos y os apartemos de la vida pagana que
lleváis sin conocer a Dios. Fue así que permitió que con tanto poder de gente
como tenías, fuera tu ejército desbaratado y preso por tan poquitos españoles.
Fíjate bien cuán poca ayuda te hizo tu dios, que en tan breve fuiste caído de tan
gran estado donde te encontrabas. Está claro que es el diablo el que os engaña.
Atahualpa no sabía qué contestar a tales argumentos y se defendía como
podía.
—Nunca hasta ahora había visto yo a cristiano alguno —dijo—, ni mis
antepasados sabían nada de esto. Yo he vivido la vida que ellos han vivido, y
estoy espantado de lo que me dices. Bien veo que mi dios no es bueno, pues tan
poco me ayudó.

Poco después de su captura, Atahualpa fue informado que su hermano


Huáscar, que había caído prisionero de Calicuchima, estaba siendo traído a una
fortaleza cerca de Cajamarca.
—Me gustaría mucho conocer a tu hermano —le aseguró Pizarro.
Aunque no lo dijeran en otras tantas palabras, estaba claro, sin embargo, que
los españoles lo que deseaban era tener a los dos pretendientes del trono en su
poder. Atahualpa estaba todavía obsesionado con las políticas de la guerra civil y
no pensaba que los españoles representaban una amenaza seria de una invasión
externa. Por lo que, en vez de ordenar que soltaran a Huáscar para organizar la
resistencia nacional, sólo pensó en el peligro que representaba el tener a su rival
en Cajamarca. En secreto ordenó su muerte.
La ejecución se llevó a cabo en Andamarca, entre Huamachuco y Huaylas.
Cuando la noticia llegó a oídos de Pizarro, éste preguntó a Atahualpa si lo
había ordenado él, pero, el Inca lo negó rotundamente, pretendiendo estar muy
sentido por la muerte de su hermano.
—Esto ha sido responsabilidad de los capitanes —exclamó el Inca
mesándose los cabellos con gran pena—. Han obrado por iniciativa propia. Te
aseguro que lo pagarán con su vida.
Pizarro conmovido por aquella parodia que parecía tan real, aceptó lo que le
decía Atahualpa, aunque en el fondo le parecía muy difícil de creer que en aquel
país alguien obrara por iniciativa propia, y mucho más, en un tema tan delicado
como la muerte de un Emperador.
Atahualpa continuó suprimiendo posibles candidatos al trono del imperio.
Dos de sus hermanastros, Huaman Titu y Mayta Yupanqui fueron asesinados por
orden suya, pocos días después, cerca de Cuzco.
Otros dos hermanastros suyos vinieron a Cajamarca a ponerse bajo la
protección de los españoles pues no se sentían seguros en ningún sitio. Uno de
ellos era Tupac Huallpa, el hombre que mejor podía pretender suceder a
Huayna-Copac.
Llegaron en secreto, por miedo a su hermano y pidieron dormir cerca del
capitán general porque no se atrevían a hacerlo en ningún otro sitio.
El país se veía privado de liderazgo justo en el momento en que más lo
necesitaba. Si hubieran llegado los españoles un año más tarde se habrían
encontrado un Atahualpa gobernando todo el país sólidamente.
Y si la tierra no hubiera estado dividida por las guerras civiles, nunca los
españoles habrían podido conquistarla con menos de un ejército de varios miles
de hombres. Lo cual era completamente imposible juntar en las Indias.

Según pasaba el tiempo, los españoles fueron entendiendo mejor al Inca. A


pesar de su cautividad conservaba íntegramente sus facultades de gobernante.
Hablaba con gravedad y majestuosidad.
El Licenciado Gaspar Espinosa escribía a Carlos I de la siguiente manera:
—Es el indio más educado y capaz que jamás he visto. Le gusta
mucho saber sobre nuestras costumbres y ha aprendido a jugar al
ajedrez, bastante bien. Teniendo a este hombre en nuestro poder, todo
el territorio está en calma.
El prestigio del Inca entre los suyos se veía reforzado por la reivindicación
de que era descendiente del Sol, con quien se suponía estaba en constante
comunicación.
El status de divinidad de Atahualpa se ensalzaba al estar rodeado por una
camarilla de mujeres, y por el uso de los objetos más preciados para su uso
personal.
Las personas que estaban más cerca de él eran sus hermanas, entre las cuales
elegía su esposa o esposas, y eran las que le servían, y ellas, a su vez, eran
servidas por otras mujeres. Ningún hombre entraba jamás en sus aposentos
privados.
Estas mujeres eran tan respetadas que nadie se atrevía a mirarlas a la cara, y
si alguien lo hacía firmaba su sentencia de muerte.
Cuando Atahualpa comía, lo hacía sentado en un pequeño taburete de
madera, poco más de un palmo de altura. Este taburete era de una madera roja y
siempre estaba cubierto de una estera delicada.
Las damas le traían la comida en recipientes de oro y se la colocaban ante él
para que eligiera. Él señalaba lo que le apetecía y se lo acercaban. Una de las
damas sostenía el plato ante él mientras comía.
Cuando Atahualpa sentía deseos de expectorar, una de sus mujeres extendía
el brazo y él escupía en el hueco de la mano.
Otro de los quehaceres de las mujeres consistía en recoger todos los pelos
que le caían sobre la ropa, los cuales se los comían. Esto lo hacían para evitar
que nadie pudiera apoderarse de alguno de ellos y usarlo en algún conjuro.
Todo lo que el Inca tocaba, tanto ropa como restos de comida, era guardado
en cofres bajo custodia y quemado, pues nadie debía tener acceso a lo que había
tocado la divinidad.
Poco a poco, los caciques de las regiones vecinas, algunos de ellos teniendo
bajo su mando a treinta mil indios, vinieron a rendir homenaje a Atahualpa.
Cuando llegaban ante él, le hacían una gran reverencia, besándole los pies y las
manos. Él los recibía sin dignarse a mirarlos, comportándose ante ellos de una
manera principesca, mostrando no menos majestuosidad mientras estaba en
prisión y derrotado, que antes, en todo su esplendor.
Estaba claro que la deificación y glorificación del Inca eran partes esenciales
en el gobierno de tal gran imperio. Apenas dos siglos antes, los incas habían sido
una insignificante tribu, que habitaba en las montañas ocupando sólo el valle del
Cuzco. Un día fueron atacados por una tribu vecina Chanca, pero se defendieron
y ganaron una gran batalla en las llanuras del Cuzco. Aquel éxito los lanzó a una
carrera de expansión. La familia de gobernantes incas producía personajes que
combinaban un apetito insaciable de conquista con una habilidad militar y un
genio para gobierno y administración, de ahí el resultado espectacular del gran
imperio inca.
Se acercaba la Navidad cuando llegó a Cajamarca un enviado desde San
Miguel anunciando la llegada de seis barcos, tres de Nicaragua y tres de Panamá.
En estos últimos venía Almagro, por fin, con un refuerzo de ciento cincuenta
hombres y ochenta caballos.
A pesar de las dificultades que les había puesto el curaca de Túmbez, los
barcos habían conseguido establecer contacto con San Miguel. De esta forma,
Almagro cumplía su palabra de acudir en socorro de su socio y amigo a pesar de
haber estado enfermo varios meses en Panamá.
En cuanto Pizarro recibió las buenas nuevas se dirigió al mensajero.
—Vuelve cuanto antes y di a Almagro que se ponga en camino
inmediatamente.
Mientras esperaban, todos medían la altura que alcanzaba el oro. Unos por
codicia y otros por conseguir la ansiada libertad. Pero, aunque un río dorado
entraba continuamente en Cajamarca, resultaba evidente que aquella habitación
no se iba a llenar en dos meses.
Atahualpa, aunque impertérrito, contaba los días que faltaban para alcanzar
la raya en la pared. No dudaba que los españoles mantendrían su promesa y le
soltarían cuando consiguieran el oro prometido. Y una vez estuviera libre no le
sería muy difícil aniquilar a aquella banda de ladrones y recobrar el oro antes de
que lo embarcaran en San Miguel.

Siguiendo la sugerencia de Atahualpa, Pizarro envió a su hermano Hernando


con una veintena de jinetes a comprobar si, efectivamente, se estaban
desposeyendo de oro las estatuas de los templos de ciudades como Guamachuco
y Pachacamac, que se encontraban a varios días de camino. Con ellos fue un
pariente cercano de Atahualpa como garantía.
Poco después, el Inca mandó llamar a Pizarro.
—Estoy pensando —dijo— que también debías enviar a algunos de tus
hombres a Cuzco. Allá es donde está la mayor parte del oro.
Pizarro negó con la cabeza.
—No estoy dispuesto a arriesgar la vida de más hombres. Esperaré a tener
noticias de Hernando.
Las noticias que esperaba Pizarro llegaron a los tres días. El mensajero le
informaba que no habían encontrado ninguna oposición ni reunión de tropas por
ningún sitio. Aquello le decidió a enviar a algún voluntario a la capital.
Tres hombres, finalmente se prestaron para ir a Cuzco: Martín Bueno, Pedro
Martín y Pedro Zárate. Los tres iban transportados en literas y llevaban a un
pariente de Atahualpa con ellos.
A su llegada a Cuzco los enviados fueron recibidos fríamente por Quisuis, el
general que había conquistado Cuzco para Atahualpa. Los tres cristianos le
gustaron muy poco, aunque admiró su valentía.
Las órdenes del Inca eran muy explícitas. Había que arrancar el oro de los
templos, aunque nada que tuviera relación con la momia de Huayna-Capac debía
tocarse.
—Id al templo de Coricancha —dijo Quisuis—, allí encontraréis todo el oro
que queráis. Pero, os advierto, extranjeros, que si no dais libertad al Inca, iré yo
mismo con mis hombres a liberarle.
—Nuestro capitán cumplirá su palabra —dijo Pedro Zárate—. Llévanos
ahora hasta ese templo.
Tal como había dicho Quisuis, los tres españoles se quedaron boquiabiertos
al ver el templo.
—¡Por las barbas de Satanás! —exclamó Pedro Martín—. Aquí hay oro
suficiente como para comprar un reino.
—¡Sólo con lo que hay en este templo bastaría para llenar media docena de
habitaciones como la que nos prometió Atahualpa! —balbuceó Martín Bueno.
Los edificios del templo estaban cubiertos de grandes láminas de oro, más
gruesas donde salía el sol, más delgadas donde se ponía.
—¡Por Belcebú! Hay que poner a los indios a trabajar cuanto antes —musitó
Martín Bueno mirando ensimismado aquella maravilla.
Sin embargo, ante su sorpresa y decepción, los nativos se negaron en
redondo a tocar una sola lámina de un templo que pertenecía al dios Sol.
—Si lo hacemos moriremos —se excusaron.
—¡Pues lo haremos nosotros mismos! —bramó Martín Bueno—. ¡Cojamos
unas barras de hierro!
—No hay hierro en este país —le recordó Pedro Martín.
—¡Pues que sean barras de cobre o lo que sea!
En una semana, los tres hombres arrancaron, bajo la horrorizada mirada de
los cuzqueños, unas setecientas placas de unas cuatro libras y media cada una de
oro puro.
Aunque a los tres hombres no se les permitió visitar toda la ciudad, lo que
vieron les dejó extasiados y maravillados.
—¡Aquí hay verdaderas montañas de oro! —exclamó Martín Bueno con los
ojos encendidos de avaricia—. Si pudiéramos llevarnos todo esto…
—Ni lo sueñes —dijo Pedro Martín—. Estamos a doscientas cincuenta
leguas de nuestros compañeros. Tenemos que volver cuanto antes. Si algo le
ocurriera a Atahualpa nuestras vidas valdrían menos que las de un mosquito a
cinco mil metros de altura.
—¿Habéis visto el altar de oro sólido? —dijo Zarate—. ¡Por lo menos tenía
veinte mil pesos de oro!
Los tres hombres, antes de volver, visitaron un santuario que contenía las
momias de dos Incas. Una anciana, cubierta su cara con una máscara de oro,
tenía la responsabilidad de espantar las moscas de los cuerpos con un abanico. El
recinto, a su alrededor, estaba Heno de grandes vasijas y estatuas de oro macizo.
—¡Por las barbas de Belcebú! —exclamó Martín Bueno—. ¡Nadie nos
creerá cuando volvamos!
—Si volvemos…

La actitud de Quisuis hacia los enviados españoles revelaba el gran dilema


de los generales de Atahualpa. Para salvar la vida de su Inca debían cooperar con
sus secuestradores. Y, al mismo tiempo, tenían las manos atadas, pues, aunque
poseían grandes ejércitos, no podían abandonar las ciudades que acaban de
conquistar con tanto esfuerzo.
Mientras Quisuis retenía a su ejército en Cuzco, el general Calicuchima hacía
lo mismo en Jauja, una ciudad a mitad de camino entre la capital y Cajamarca.
Otras guarniciones de varios miles de hombres mantenían un control en puntos
estratégicos tales como Vilcashuaman y Bombón. Más al norte, entre Cajamarca
y Quito se encontraba Rumiñahui. Sus fuerzas se habían incrementado con parte
de la gente que Pizarro había enviado a casa al día siguiente de la batalla de
Cajamarca.
Rumiñahui era partidario del uso de la fuerza para liberar a su Inca.

Francisco Pizarro estaba tomando conciencia del mapa militar del país y se
daba perfecta cuenta de las enormes dificultades que les esperaban, a pesar de la
increíble victoria obtenida. Estaba convencido de que, de alguna forma, tenían
que aprovechar la ventaja que poseían, y tenía que ser de una forma rápida. Una
vez que soltaran al Inca no durarían ni dos días con vida.
Su primo, Francisco de Orellana, le hizo tomar una decisión que resultó a la
larga trascendental.
—Ya que estamos aquí y no tenemos gran cosa que hacer, ¿por qué no
vamos a ver al general Calicuchima?
Hernando miró a su primo largamente. Tenía un gran respeto por él, pues le
sabía muy inteligente, poseedor de una facilidad increíble para aprender idiomas,
además de ser un gran jinete, y tener un coraje casi temerario, como lo había
demostrado en todas las batallas habidas anteriormente.
—Podríamos enviarle un mensajero, uno de esos chasquis, para encontramos
a medio camino.
—¿Y para qué quieres verle? —preguntó Hernando.
—Para decirle que el Inca le quiere a su lado.
—¿Que el Inca le quiere a su lado? ¡Pero eso sería tanto como decirle que se
entregue atado de pies y manos!
—Exacto. Pero si vemos la adoración que todos profesan por su Inca, no
sería descabellado pensar que haría cualquier cosa por él. Incluso una locura
como ésa.
Hernando se encogió de hombros.
—Podemos intentarlo —dijo por fin—. Nada se pierde con ello.
Pocos días más tarde, un chasqui llegó corriendo con la respuesta de
Calicuchima.

—Os verá en Jauja —dijo.


Para los españoles el punto de reunión significaba subir por alturas por
encima de los cinco mil metros con nieves y hielos perpetuos. Ateridos de frío,
sufriendo terriblemente del soroche, y sin aire para respirar, los veinte españoles
pudieron sobrevivir gracias a la ración de coca que habían traído con ellos. Sin
embargo, y a pesar de todo, estaban tan débiles que apenas podían sostenerse
encima de sus caballos. Éstos, por su parte, no se encontraban en mejores
condiciones, pues, muchos de ellos, además, habían perdido o desgastado sus
herraduras.
Sin embargo, a pesar de todas dificultades, el 11 de marzo, Hernando llegaba
a Jauja con sus hombres.
—¡Estad preparados por si hay que luchar! —advirtió el capitán a sus
hombres—. ¡Avanzad en formación de combate!
Pese al innegable gran valor de los veinte hombres, a todos se les heló la
sangre en las venas cuando vieron la ciudad desde una colina. Era tan grande la
cantidad de gente que se divisaba que a todos les pareció estar reviviendo la
batalla de Cajamarca, sólo que esta vez eran veinte hombres sin fuerzas para
sostenerse a caballo.
Afortunadamente, según se acercaron comprobaron que los jaujanos estaban
celebrando un festival. Sin desmontar, Hernando Pizarro preguntó por
Calicuchima y le informaron que se había retirado al otro lado del río.
Hernando Pizarro tenía consigo a uno de los hermanos de Atahualpa,
llamado Quilliscacha, a quien envió para tratar que el general se aviniera a
hablar con él.
Mientras tanto, los españoles se hicieron un hueco con sus caballos entre
aquella muchedumbre y acamparon allí mismo para pasar la noche con los
caballos ensillados y las armas en la mano.
Calicuchima regresó con el príncipe a la mañana siguiente en una litera, iban
rodeados de doscientos soldados. Ambos líderes, inca y español, se saludaron
con frialdad, al mismo tiempo que con curiosidad.
—He venido a pedirte que vengas a Cajamarca con nosotros —dijo
Hernando Pizarro—. El Inca te necesita a su lado.
El general movió la cabeza rotundamente.
—Tengo órdenes suyas de quedarme en Jauja y de no moverme hasta que
reciba una contraorden.
—Ésta es la contraorden —insistió Hernando—, es su deseo que acudas a su
lado lo antes posible. Eso fue lo que nos dijo antes de salir.
—Si abandonase Jauja con mis hombres, el distrito se levantaría a favor de la
facción de Huáscar.
Los dos lados se mantuvieron en sus trece durante todo el día, llegando a la
caída de la noche sin haber alcanzado compromiso alguno.
Los españoles, de nuevo pasaron la noche con las corazas puestas, mientras
Calicuchima mantenía una lucha interna entre su corazón y su razón.
Ganó su corazón.
A la mañana siguiente, el centinela avisó a Hernando Pizarro.
—Capitán —dijo—. Viene una litera.
Sin dar explicaciones, Calicuchima se dirigió al capitán español.
—Iré con vosotros a ver a mi Señor —dijo—; dadme dos días para recoger el
oro y la plata de los templos.
Francisco de Orellana estaba junto a su primo al recibir las grandes nuevas.
—Esto parece un segundo milagro —exclamó—. Aquí tenemos al más
formidable comandante del ejército inca entregándose voluntariamente en
nuestras manos. No lo entiendo. Calicuchima es, en estos momentos, un general
victorioso en medio de su ejército. Para nosotros, su captura es casi comparable
a la del Inca mismo. La reputación de este hombre es tan grande que solamente
él podría conducir a un ejército contra nosotros. Nunca ha sido derrotado en
combate y ha conquistado más de seiscientas leguas de territorio enemigo. ¿Qué
le habrá hecho cambiar de parecer tan radicalmente durante la noche?
—¡Habrá consultado con la almohada! —exclamó Hernando
socarronamente.
—Todo esto es muy extraño…

Hernando aprovechó la buena disposición de Calicuchima para pedirle que


hicieran herraduras de plata y cobre para los caballos, a lo que éste accedió.
El viaje de Jauja a Cajamarca fue muy amistoso, y a lo largo de varias
semanas, los españoles tuvieron el privilegio de admirar el país y ver su
funcionamiento con su más grande general como guía. Alojamientos y
suministros para hombres y caballos estaban disponibles cada noche. Se
permitieron, incluso el lujo de disfrutar de varios festivales en el camino, como
el de Huanuco.
En un puente colgante sobre un impresionante cañón, Calicuchima describió
a sus compañeros de viaje cómo los hombres de Huáscar habían defendido el
paso durante días, quemando el puente y obligándoles a ellos a cruzar el río a
nado veinte millas río abajo. Y de eso hacía apenas unas semanas.
Por fin, después de una prolongada ausencia, Hernando Pizarro y sus veinte
jinetes llegaron a Cajamarca. Todos sus compañeros salieron a recibirlos con
grandes muestras de alegría.
—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó el capitán general—. ¡Cómo me
alegro de veros! ¿Qué tal os ha ido?
—Bueno —respondió Hernando con sorna—, en cuanto a la recogida de
grandes tesoros se refiere, regular. Sólo traemos ciento siete llamas cargadas de
oro…, pero traemos algo que nos puede ser mucho más útil que el oro.
—¿Te refieres a vuestro acompañante?; ¿quién es?
—Calicuchima.
El silbido de Francisco Pizarro fue de por sí elocuentísimo.
—¡El gran general de Atahualpa, nunca derrotado en batalla! ¡Lo habéis
conseguido! ¿Se ha entregado sin más… y apenas con una veintena de
criados…?
—Eso es —dijo Hernando con aire de importancia—. Le pedimos que nos
acompañara porque el Inca quería verle, y después de dos días de discusiones le
convencimos de que el gran Atahualpa necesitaba estar con él, y aquí lo tienes,
deseando arrojarse a los pies de su amo.
La entrevista de Calicuchima y el Inca fue presenciada con ojos asombrados
por varios capitanes españoles; el espectáculo fue increíble.
Al tiempo que Calicuchima entraba por la puerta donde estaba el Inca, tomó
una carga de uno de los indios que venían con él, la cual se echó al hombro. Lo
mismo que él, hicieron varios principales que le acompañaban. Así, cargados
todos, entraron donde estaba su señor.
Cuando el general vio al Inca, levantó los brazos al sol, dando gracias porque
había conseguido verle. Se acercó a él con gran reverencia, llorando y le besó en
el rostro, en las manos y en los pies. A continuación, los demás principales
hicieron lo mismo.
En todo momento, Atahualpa mostró tanta majestad —escribió
luego el veedor Miguel Estete—, que con no tener en todos sus reinos a
quien tanto quisiese, no le miró a la cara ni hizo más caso de él que
hiciera del más triste indio que tenía. Esta ceremonia de cargarse para
entrar a ver a Atahualpa, es ceremonia real que se hace a todos los
señores que han reinado en esta tierra.
A partir de aquel momento, Calicuchima fue encarcelado tal como lo estaba
el Inca, con no menos de veinte soldados españoles de guardia.
En frente de Cajamarca, las cimas de las colinas estaban cubiertas de
soldados incas a la espera de órdenes.
Capítulo X

La muerte de Atahualpa

S ólo once días después de la vuelta de Hernando Pizarro con Calicuchima,


por fin llegó Diego de Almagro a Cajamarca. Con él venían los ciento
cincuenta españoles y los ochenta caballos que había traído de Panamá.
—¡Por todos los santos, Diego! ¡Ya desesperaba de volver a verte! ¿Qué te
retuvo tanto tiempo?
—Estuve varios meses enfermo con fiebres en Panamá.
Los dos hombres se fundieron en un fuerte abrazo olvidadas las rencillas
anteriores.
Almagro se separó de su socio y le contempló de arriba a abajo.
—¡Que me pelen las barbas si no estoy viendo ante mí a otro Hernán Cortés!
¡Lo que me han contado de ti estos días, amigo mío, es tan difícil de creer que
ardo en deseos de oírte a ti mismo contarme los pormenores! ¿Es verdad que
toda esa cantidad de oro existe en el mundo? Me han estado hablando de una
habitación de ochenta metros cúbicos llena del vil metal hasta el techo.
Pizarro sonrió.
—Estamos en ello, aunque todavía no hemos alcanzado la altura prometida.
Ven y te lo enseñaré, pues me imagino que será eso lo que más te gustará ver
después de todo el trabajo que nos ha costado conseguirlo.
—Ya lo puedes decir, socio. Aunque debo reconocer que nunca soñé, ni en
mis «delirium tremens», en ver una habitación llena de oro.
—Pues aquí la tienes —Pizarro ordenó a los guardas que abrieran la puerta
—. Todavía nos queda bastante para alcanzar la altura correspondiente, pero
todos los días llegan de treinta o cuarenta mil pesos de oro. Y, todavía no ha
empezado a venir el oro de Cuzco.
El único ojo de Almagro pareció salirse de su órbita al contemplar aquella
visión.
—¡Por la Sangre del Cordero, no hay en las Cancillerías de todos los países
europeos tanto oro como en esta habitación! ¡Somos ricos, enormemente
ricos…! ¡Podremos…!
Pizarro puso una mano en el hombro de su amigo interrumpiendo sus
divagaciones.
—Antes de decidir en cómo gastar ese dinero —dijo sonriente—, hay que
empezar a pensar cómo salir de este atolladero.
—¿Cuál es la situación?
Pizarro hizo una seña al jefe de la guardia para que cerrara la puerta.
—Pues, verás —dijo mientras se alejaban—. Tenemos prisionero a
Atahualpa, y los ejércitos de Atahualpa nos tienen prisioneros a nosotros. En las
montañas que ves a nuestro alrededor, hay, por lo menos, treinta mil soldados
incas, esperando una orden de su Señor para caer sobre nosotros.
Afortunadamente, mi hermano Hernando trajo prisionero a uno de sus mejores
generales, lo cual siempre es un alivio.
Al oír el nombre de Hernando Pizarro, Almagro se puso tenso, aunque no
quiso, de momento, hacer ningún comentario sobre el joven vanidoso.
—Me gustaría conocer al Inca —dijo—, aunque, quizá mejor que me dé un
baño, primero. He oído decir que tenéis aguas termales aquí.
—Las tenemos. Te acompañaré y haré que te traigan ropa seca.
En cuanto Atahualpa vio a Almagro, y se enteró por Pizarro, que era «otro
gran capitán de su Majestad el Rey de España», y que venía acompañado de
otros ciento cincuenta hombres, empezó a dudar en su interior que ninguna
cantidad de oro le iba a comprar la libertad.

La amargura de la derrota total le hizo sentirse ansioso a Atahualpa y, por


primera vez, empezó a pensar en que iba a morir.
—Veo que estáis contemplando estableceros en mi país —dijo tratando de
disimular su preocupación.
—Quizá sí —admitió Pizarro.
—¿Y cómo pensáis hacerlo?
—Pensamos construir nuestras propias ciudades, donde estén los españoles
todos juntos y puedan seguir viviendo según acostumbran.
Al oírlo Atahualpa dejó escapar un quejido.
—Me mataréis —murmuró.
Pizarro lo negó.
—Cumpliré mi palabra —aseguró—. Te daré la provincia de Quito en la que
podrás gobernar. Los españoles cogeremos la tierra entre Cajamarca y Cuzco.
Atahualpa no replicó, pero se dio cuenta que todas las promesas que le
hiciera Pizarro no valían para nada. Era evidente que le estaban engañando.
A partir de ese momento trató de ganarse la amistad de Hernando Pizarro, de
quien consiguió la promesa de que no consentiría que le mataran.
El Inca se aferró a esta esperanza, confiando que el acuerdo de su rescate se
consideraría válido, pero se daba cuenta que los españoles habían estado
esperando con ansiedad la llegada de refuerzos para consolidarse en la tierra.

Por su parte, Pizarro temía las visitas que recibía el Inca prisionero, pues a él
le resultaba evidente, que una vez libre, el ejército inca se echaría encima de
ellos como una plaga de langosta.
Urgía enviar a España parte del botín para consolidar así la fama de la
empresa.
—He decidido —anunció a los capitanes—, que vamos a fundir el oro para
mandar rápidamente a España la quinta parte del Rey.
—¿Por qué tanta prisa? —inquirió Almagro.
—Por la sencilla razón que no me fío de nuestro rehén. En cuanto le
liberemos se nos echará encima todo el ejército inca como buitres. No daría un
maravedí por nuestro pellejo.
—¿Y crees que enviando a España una parte del tesoro nos libraremos?
—Al menos podremos dar muestra de la riqueza inconmensurable de este
país. Y de que teníamos razón al venir aquí. Además —añadió—, el que quiera
irse con su parte podrá hacerlo.
—¿Y quién irá a España con el oro? —preguntó Hernando Pizarro.
—Creo que tú eres el más indicado, Hernando. Podrás relatar en la Corte
todo lo que ha pasado de primera mano.
Aunque al principio Hernando no estaba muy de acuerdo con la elección, no
tardó en dar su consentimiento.
—Bien, hermano; como quieras. Iré a la corte con el quinto real. Nuestro
Rey se pondrá contento. Podrá armar el mayor ejército que se pasee por Europa
con este dinero.
Pocos días después, y mucho antes de que llegaran las últimas cargas de oro
de Cuzco, se habían designado ya los fundidores indios, y los jueces de
fundición. Y aunque lógicamente, las actitudes de distintos grupos eran tensas, y
más, en una ciudad asediada. Pizarro hizo uso de su buen criterio y se las ingenió
para apaciguar a sus hombres.
—Propongo —dijo—, que las joyas y las piezas más ricas e importantes se
destinen como regalo y vayan a parar a la corte de Carlos I, lo cual supone unos
cien mil pesos. Otros veinte mil deben destinarse para que Almagro pague todos
los préstamos que tenemos en Panamá. El quinto de la corona asciende a
150.096 pesos de oro y 5.048 marcos de plata. Apartaremos una gratificación
para los vecinos de San Miguel y para los recién llegados con Almagro. Como
jefe supremo de las fuerzas me corresponden a mí 57.000 pesos de oro y 2.000
marcos de plata, amén de las andas del Inca.
Aunque nadie protestó, más de uno calculó para sus adentros que aquella
litera valía unos 25.000 pesos de oro.
—A los capitanes les corresponde 20.000 pesos de oro y 500 marcos de plata
—continuó Pizarro—, mientras que los de a caballo recibirán 9 000 pesos de oro
y 300 marcos de plata. Los de a pie, aproximadamente, la mitad de eso.
En la plaza de Cajamarca, el 18 de junio de 1533, ante los escribanos Sancho
y Xerez, se procedió al reparto de las cantidades estipuladas, según las
proporciones dichas[1].
Aunque parecía increíble, a partir de aquel día se hicieron transacciones
rocambolescas: un caballo se vendió por 2.000 pesos de oro, cuando en España
podría valer apenas veinte o treinta pesos. Por una onza de azafrán se pagaban
doce pesos. Una botija de vino de tres azumbres costaba sesenta pesos de oro.
Una espada, cuarenta, una cabeza de ajo, medio. Muchos mercaderes que habían
venido con Almagro, se hicieron ricos cambiando oro fundido por monedas.
Muchos entregaban pedazos de oro para saldar sus deudas, sin tener en cuenta su
valor. Algunos que habían recibido lingotes de plata comprobaron con gozo que
contenía una buena parte de oro, debido a la rapidez con que se había hecho la
fundición.
La diversidad de las piezas de oro que se fundieron aquellos días sería
inacabable; había asientos de oro macizo que pesaban ocho arrobas de oro;
grandes fuentes con sus caños; llamas, alpacas, vicuñas, aves volando de
diversas maneras; figuras humanas… todo hecho de oro macizo.

Sancta se había sentido atraída por la gallarda figura de Felipillo la primera


vez que le vio desde una ventana en la mansión de aguas termales. Él reparó en
ella al día siguiente de la batalla de Cajamarca, cuando acudieron a la mansión a
recoger las mujeres de Atahualpa.
Al principio, sólo habían sido miradas fugaces; poco después, alguna sonrisa
camuflada; más tarde, señas; y, por último, ambos habían arriesgado sus vidas en
una reunión clandestina.
—¿Cómo te llamas? —había preguntado él embelesado ante la belleza de la
joven.
—Sancta —respondió ella con una tímida sonrisa—. ¿Y tú?
—Hincar, aunque los españoles me llaman «Felipillo».
—¿Y eso que quiere decir?
—Pequeño Felipe. Y ése es el nombre del hijo de su Emperador.
—¿De dónde eres, Hincar?
—De Túmbez, ¿y tú?
—De una tierra muy lejana; mi madre vivía en la selva cuando fue hecha
prisionera. Yo era un bebé entonces. Nos vendieron a las dos como esclavas.
Cuando yo tenía diez años nos separaron al comprarme una de las hermanas del
Inca. Así, ahora, yo le sirvo a ella, y ella sirve al Inca.
—¿Y el Inca no…? —Felipillo no se atrevió a terminar de formular la
pregunta, pues sabía de antemano la respuesta.
—¿Quieres decir si el Inca no ha puesto su agua de vida dentro de mi
cuerpo? —preguntó la joven con perfecta ingenuidad.
—Algo así —respondió azorado el intérprete.
—¡Pues claro, muchas veces! —respondió la joven con naturalidad—. Pero,
desde que te vi, me gustaría que lo hicieras tú, en vez de él.
Hincar Lambachiclar abrió la boca, pero no salió ningún sonido de su
garganta. Se humedeció los labios, tragó saliva y a duras penas consiguió
balbucear que a él también le gustaría.

De aquel encuentro furtivo habían pasado varios meses, y las entrevistas a


escondidas de los dos enamorados se habían convertido en encuentros
apasionados, casi diarios, a no ser que la joven fuese llamada por Atahualpa para
disponer de ella alguna noche. En tales ocasiones, el hecho de saber que su
adorada Sancta estaba en el lecho del que había llegado a considerar su enemigo
más mortal, suponía un tormento insufrible para el joven amante.
La primera vez que habían hecho el amor los dos jóvenes había supuesto
para Felipillo como si se hubiera abierto una puerta a otro mundo, el mundo
etéreo del amor. Era su primera vez, y ella, consciente de su torpeza, le mantuvo
en éxtasis tanto tiempo, que el joven habría jurado que se encontraba ya en el
paraíso. Después de aquella noche inolvidable juró que Sancta sería suya,
aunque tuviera que pasar por encima del mismo Inca.
No podía imaginar su vida sin la joven, y, por otra parte, no quería ni pensar
en qué pasaría si Pizarro dejaba en libertad a Atahualpa. Su Sancta le sería
apartada de él como si no existiera. Tenía que hacer algo para que eso no
sucediera. El Inca no debía recobrar nunca la libertad.

Ese mismo día, Felipillo fue a ver al curaca de Cajamarca.


—Vengo para avisarte de algo que preocupa al Gobernador blanco —le dijo
mirándole fijamente a los ojos—, a Viracocha.
Aunque el curaca tenía sus dudas sobre el hecho de que Pizarro fuera o no
Viracocha, estaba claro que no era cuestión de ponerse a discutir sobre el tema.
—¿Qué quiere el capitán cristiano? —preguntó inquieto.
—Está habiendo un gran movimiento de tropas últimamente en las montañas
alrededor de Cajamarca. Pizarro sabe que son tropas de Atahualpa, y que se
están reuniendo para caer sobre ellos y liberarle.
El curaca se movió inquieto. Se encontraba entre la espada y la pared, y no
sabía qué partido tomar. Si supiera quién sería el ganador final…
—No sé nada sobre eso —dijo con un hilo de voz.
—Pizarro está convencido de que tú tienes parte en el complot. Está a punto
de enviar a sus soldados a por ti. Yo me he adelantado para avisarte.
El curaca trató de humedecerse los labios sin conseguirlo.
—Pero… yo no sé nada.
—¿De veras? ¿Conoces los procedimientos de los españoles para hacer
hablar a los prisioneros?
El curaca los conocía. El más normal era quemarle la planta de los pies.
Comenzó a sentir un sudor frío en la frente.
—¿Qué… qué quieres que haga?
—Acompáñame a ver al Gobernador y cuéntale lo que sabes, antes de que
vengan sus soldados.
Pizarro saludó al intérprete Felipillo de buen humor cuando le anunciaron
que deseaba verle.
—Hola, Felipillo. ¿Qué te trae por aquí?
—Tengo que hablaros, capitán. Es importante.
Pizarro le ofreció una banqueta.
—Siéntate y habla.
—Se trata del curaca de Cajamarca, señor. Creo que tiene algo que deciros.
—¿Sobre qué?
—Un intento de liberar a Atahualpa.
—¿Dónde está este hombre?
—Aquí fuera.
—¡Hazle pasar!
Al entrar el cacique hizo una profunda reverencia e intentó besar las manos
de Pizarro.
—Dile que se deje de tantos besuqueos —bramó el capitán dirigiéndose al
intérprete—. Y que vaya al grano. Que diga lo que sepa. Pero, espera un
momento —dijo mientras se asomaba a la puerta y llamaba a la guardia—. Decid
a Almagro, a Francisco de Orellana y al escribano que los necesito aquí
urgentemente.
Ante un asunto de tanta importancia, Pizarro quería asegurarse de tener a uno
de sus capitanes, por lo menos, que supiera el quechua, para que no hubiera
luego malos entendidos.
No tardaron en venir los convocados.
—El curaca de Cajamarca —les informó Pizarro—, tiene algo que
contamos.
El hombre hizo otra profunda reverencia a los recién llegados antes de
empezar a hablar.
—Te hago saber, señor —dijo—, que después de que Atahualpa fue preso,
envió a Quito, su tierra, y a todas las otras provincias, a hacer junta de gente de
guerra para venir sobre ti, gran señor, para mataros a todos y que ahora viene
con su gran capitán que se llama Rumiñahui, que está muy cerca de este pueblo.
Que presto vendrán aquí y darán con este campamento de noche, quemándolo
por todas partes, y al primero que procurarán matar será a ti, señor gobernador.
Y sacarán de prisión a su señor Atahualpa. Y que vienen, con la gente natural
suya de Quito, doscientos mil hombres. Y que de otra provincia, que se dice
Pacta, y de otras partes viene también una gran junta de gentes.
Pizarro se levantó y puso su mano sobre el hombro del todavía tembloroso
curaca.
—Agradezco lo que estás haciendo por nosotros —dijo—. Será algo de lo
que no nos olvidaremos fácilmente.
Luego se dirigió al escribano.
—Os ruego levantéis acta de todo lo que se ha dicho en esta sala.
—Así lo haré, capitán —aseguró el escribano, mientras escribía ya sobre el
papel.
Almagro estaba evidentemente nervioso.
—¿Qué sugieres que hagamos? —dijo.
—En primer lugar —dijo Pizarro— quiero interrogar a varios principales,
cercanos a Atahualpa, y a otros indios allegados a nosotros.
Aunque los parientes más cercanos de Atahualpa negaron todo conocimiento
de ningún complot para liberarle, no tardaron en confesar una conspiración bajo
tortura.
Entonces Pizarro se acercó a hablar con el Inca.
—¿Qué traición es ésta que tenías armada? —le echó en cara—, ¿habiéndote
yo tratado como a un hermano y un gran señor que eres, confiándome yo de tus
palabras? He sabido que más de doscientos mil hombres están rodeándonos
dispuestos a caer sobre nosotros y a matarnos.
El Inca, sin perder la compostura, le miró entre serio y burlón.
—¿Cómo pueden tener miedo los Viracochas de unos simples seres
humanos, por muy numerosos que éstos sean? No tendrían nada más que usar
sus rayos y sus truenos para que los mortales huyan espantados, tal como lo
hicieron en Cajamarca, o ¿es que tenéis miedo de que esto no vuelva a suceder?,
¿quizá hayáis dejado de ser dioses ya…?
Sin contestar, Pizarro llamó al oficial de guardia.
—¡Ponedle una cadena al cuello! —ordenó—. ¡Así le será más difícil
escapar!
A continuación, Pizarro reunió a todos los capitanes para exponerles la
situación.
—Dicen que este ejército misterioso está a unas siete leguas de aquí —les
informó Pizarro—. Voy a mandar a varios indios para comprobarlo.
—Si estuvieran acampados en terreno llano —comentó Hernando de Soto—,
podríamos ir con cien caballos a darles un susto…
Pero los informes que les llegaron fueron negativos en ese sentido. El terreno
en el que se hallaban los incas era muy pendiente y agro. La caballería resultaba
inútil allí. No se podía hacer otra cosa sino esperar acontecimientos. En este caso
era muy difícil tomar la iniciativa.

Felipillo no tardó en averiguar los pasos que daba Atahualpa por medio de
Sancta.
—Dicen las esposas que le sirven —confió la joven a su amante—, que
después de que le pusieran la cadena, el Inca envió mensajeros a su capitán,
ordenándole que se retiraran. Sin embargo, poco después se arrepintió de aquel
mensaje y envió otro para decirles que vinieran con urgencia, dándoles el lugar y
la hora, porque él estaba vivo, y que si tardaban le encontrarían muerto.
Una vez al corriente Pizarro de todos estos mensajes, que su intérprete se
apresuraba a comunicarle, ordenó que todos los de a caballo estuvieran de
guardia toda la noche, mientras que los de a pie lo hacían de día.
Durante todas estas noches, ni el gobernador ni sus capitanes pegaron el ojo,
asegurándose que su prisionero no podría escaparse vivo por muchos asaltantes
que vinieran a sacarle de allí.
Cuatro días más tarde, sus indios espías aparecieron corriendo, diciendo que
el ejército inca estaba apenas a tres leguas de allí, en unas sierras fragosas. No
tardarían ni veinticuatro horas en caer sobre el real.
Pizarro les interrogó con la ayuda de Felipillo.
—¿Los habéis visto?
Los indios dijeron que ellos no habían visto directamente al ejército de
Rumiñahui, pero que otros indios que vivían por allá cerca, sí lo habían avistado.
En la traducción, sin embargo, Felipillo, no se molestó en matizar los
detalles, diciendo, sencillamente que sí les habían visto.
Pizarro mandó a por Hernando de Soto.
—Coge media docena de jinetes y a uno de esos indios y acércate para ver si
ves a ese ejército de Rumiñahui.
En cuanto supieron de qué se trataba, cinco hombres se mostraron dispuestos
a acompañar a Soto: Rodrigo Orgoñez, Pedro Ortiz, Miguel Estete, Lope Vélez y
Orellana.
Inmediatamente después de su partida, Pizarro mandó reunir a los demás
capitanes, además del tesorero, Alfonso Riquelme, el padre dominico, Vicente
de Valverde, el escribano, Pedro Sánchez, el inspector real y otros.
—¡Señores! —anunció con voz grave, mirando a su alrededor—. ¡Estamos
ante el momento más crucial de nuestras vidas!, ¡más, incluso, que en la batalla
de Cajamarca! Se calculan en doscientos mil los indios que nos tienen rodeados.
Nosotros somos trescientos. Y, es evidente, que esta vez no tendremos a nuestro
favor el factor sorpresa.
Almagro, como segundo al mando de la expedición, se levantó para hablar.
—Atahualpa nos ha traicionado —declaró enfáticamente—. Y, por lo tanto,
debe morir. Además, con su muerte, los incas se habrán quedado sin líder.
También el tesorero Riquelme estaba a favor de ajusticiar a Atahualpa.
—Conviene que muera —dijo—. Si le liberamos ordenará que nos aniquilen.
Hubo otros, sin embargo, que se opusieron a la muerte del Inca, pero sin la
convicción y empeño que ponían Almagro y Riquelme, principalmente.
Por el lado favorable al Inca faltaban los dos pesos pesados, que
indudablemente, habrían hecho valer su parecer: Hernando Pizarro de camino a
España y Hernando de Soto, que acababa de salir con sus jinetes.
Francisco Pizarro, al principio, se opuso al ajusticiamiento, pues, a pesar de
todo, durante el tiempo que Atahualpa había estado prisionero, había hecho una
gran amistad con él. Algo parecido a lo que había ocurrido en Tecnochtitlán,
entre Cortés y Moctezuma.
Francisco de Orellana habló en defensa del Inca.
—Todos debemos darnos cuenta —dijo— de que un Inca vivo nos servirá de
mucha más protección que un Inca muerto. Además, él ha cumplido su parte del
trato. Ha pagado su rescate, y no se puede decir que nos haya ocasionado ningún
daño, ni siquiera a uno de nosotros.
Sin embargo, los últimos llegados se mostraban menos sentimentales. Tenían
prisa por penetrar hasta el Cuzco, y apoderarse ellos mismo del oro de la ciudad.
Aquellos hombres parecían mostrar menos miedo al supuesto ejército que les
rodeaba, que al hecho de quedarse sin un botín como el que acababan de
conseguir sus compañeros.
—Con su muerte —aseguró Almagro—, toda lucha cesará y la tierra volverá
a la calma.
—Además —insistió Riquelme—, recordad las crueldades de este Inca:
incluso estando prisionero dio órdenes de matar a su hermano Huáscar, como
todos supimos más tarde; arrasó poblados enteros y mandó matar a las mujeres y
parientes de su hermano de la forma más cruel posible…
—¡El mantener a Atahualpa con vida es un riesgo para todos nosotros! —
insistió Almagro—. Hay que ajusticiarlo lo antes posible.
La mayoría de los presentes estaba de acuerdo con que deberían proseguir
hasta la capital del Imperio, pero se discutió largo y tendido sobre si serían
capaces de retener a su rehén en los desfiladeros y puentes cuando su gente
tratara de rescatarle.
Muchos creían que Atahualpa se había convertido en una carga, mientras
otros lo consideraban un escudo protector.
El mismo Pizarro y casi todos los que habían convivido con el Inca los ocho
meses anteriores querían respetarle la vida. Ellos sí se daban cuenta del valor que
tenía el cautivo como salvaguarda de sus vidas. Otros argüían que puesto que ya
había pagado su rescate, tenía derecho a seguir viviendo, y que los españoles
deberían hacer honor a su palabra. Algunos de ellos se habían encariñado con el
cautivo, con quien habían pasado muchas tardes agradables…
Los argumentos llegaron a un punto muerto y el debate se centró en lo que
más importaba en aquel momento: el ejército de Rumiñahui.
Nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba, y eso no contribuía, ciertamente, a
calmar la histeria colectiva en Cajamarca.
Cuando se empezaron a oír los primeros rumores de que el Inca podría ser
ajusticiado, un joven soldado, llamado Pedro Castaño, se indignó de tal manera
que fue a los aposentos del gobernador a protestar enérgicamente. Y fue tanto el
ardor que puso en defensa del prisionero, que Pizarro le mandó a prisión en
cadenas a fin de calmar un poco su pasión juvenil.
Sin embargo, tanto Almagro como Pizarro tuvieron que reconocer que aquel
joven tenía agallas, y al día siguiente le invitaron a cenar con los dos jefes y
demás capitanes.
Durante la cena hubo discursos emocionados en los cuales Pizarro felicitó al
joven soldado por el ardor que había puesto tratando de disuadirle de condenar al
Inca.
Castaño, emocionado, declaró que, en nombre de todos los conquistadores,
besaba las manos de Señoría por haber actuado de tal manera.
La cena fue seguida de una partida de cartas, y mientras estaban jugando, el
joven vasco Pedro de Anades entró en la habitación arrastrando consigo a un
indio.
—¡Capitán! —gritó excitado—. ¡Este indio asegura que ha visto a poca
distancia a un enorme ejército de incas avanzando hacia aquí!
Pizarro interrogó al indio, quien insistió en la historia, incluyendo pequeños
detalles.
Aquel crítico momento fue aprovechado por Almagro que estalló.
—¿Vas a permitir que nos maten a todos sólo por el afecto que Castaño
siente por el Inca? ¡Por todos los diablos, haz algo, Francisco! ¡No podemos
quedarnos cruzados de brazos mientras doscientos mil indios nos rodean!
Pizarro se levantó pesadamente de su asiento y salió de la habitación en
silencio, seguido, poco después por Almagro.
Más tarde, otros dos indios que estaban al servicio de los españoles llegaron
esa misma noche asegurando que se habían tropezado con varios nativos que
huían de las tropas que se acercaban —aunque ellos mismos no las habían
llegado a ver—. Parecían estar a unas tres leguas y esa misma noche o la noche
siguiente atacarían a los españoles.
Ante aquella crisis hubo una reunión de emergencia. Almagro volvió a
insistir sobre la necesidad de la muerte de Atahualpa, dando muchas razones por
las que debería morir. Así mismo, el tesorero y demás oficiales reales,
atenazados por el pánico, demandaron a voces la pena de muerte, juzgando que
la evidencia en contra del prisionero era suficiente.
Decidieron en contra de la voluntad de Pizarro —que en ningún momento
vio aquello con buenos ojos—, que Atahualpa debía morir puesto que había roto
del tratado de paz y estaba maquinando una traición al traer soldados para matar
a los españoles.
¡Había que ajusticiar a Atahualpa inmediatamente!
—¡Tienes que firmar su sentencia de muerte! —exigió Almagro.
—¡Debe morir esta misma noche —gritó Riquelme—, antes de que sea
tarde. Sólo así nos salvaremos!
El secretario le puso un documento preparado para su firma sobre la mesa y
una pluma de ave con un tintero a la mano.
—¡Firmad, capitán, y nosotros nos ocuparemos del resto!
Como si estuviera viviendo una pesadilla, Pizarro cogió la pluma y, sin
pensarlo dos veces, con la mirada perdida, trazó una cruz en el documento, que
fue ratificado, inmediatamente por el escribano y tesorero real como firmado por
el Gobernador.
Aquel acto, tan discutido posteriormente, no fue un juicio, sino una decisión
poco meditada por parte de Pizarro, quien se vio presionado por la desafortunada
injerencia de Almagro y de los oficiales reales, que invadidos por el pánico, y
ante la supuesta presencia de un poderoso ejército enemigo —que nunca fue
realmente divisado—, veían en este ajusticiamiento su posible salvación.
Ahora le quedaba a Pizarro pasar por un calvario tan amargo como el que
había atravesado cuando arrestó y llevó al cadalso a Vasco Núñez Balboa, con la
diferencia de que en esta ocasión, era él mismo el que había firmado la sentencia
de muerte.
Alguien tenía que comunicársela al preso.
—¡Yo se lo diré! —dijo Pizarro como un sonámbulo—. Su propia voz
sonaba a sus oídos como si viniera procedente de otra persona.
Cuando Atahualpa oyó lo que le dijo Pizarro por medio de un exultante
Felipillo, que apenas podía disimular su alegría, se quedó blanco y abrió la boca
para hablar sin que saliera de ella sonido alguno. Por fin, recuperó el habla y en
medio de un sollozo se aferró a la mano de Pizarro.
—¡No podéis matarme! —gimió—. No hay un solo inca en el país que se
mueva sin que yo lo ordene. Y puesto que soy vuestro prisionero, ¿a qué tenéis
miedo? Soy vuestro salvoconducto, conmigo estáis a salvo. Nadie levantará un
dedo contra vosotros sin mi permiso.
—¡Ése es precisamente el problema! —exclamó Pizarro abatido—. Tú has
dado orden de que ese ejército se nos eche encima y nos mate a todos.
—Yo no he dado tal orden —chilló Atahualpa asustado—. Al contrario, he
dado órdenes a mis generales para que se mantengan alejados. Si lo que queréis
es más oro y plata, os daré el doble de lo que os he dado hasta ahora.
Pizarro se dejó caer en un taburete tapándose la cara para ocultar sus
lágrimas.
—¡No puedo —gimió— garantizarte la vida por las consecuencias y riesgos
que supondría dejarte en libertad!
—¿Y tus promesas? ¿No significan nada para ti?
Pizarro sacudió la cabeza, apesadumbrado.
—He perdido mi honor —dijo con voz queda—. Di mi palabra y no puedo
cumplirla.
A pocos pasos de distancia, en la sala que hacía de barracón de los soldados,
éstos también estaban empeñados en una agria discusión. Por un lado, estaban
los veteranos que se habían encariñado con el rehén, por otro, los recién llegados
que sólo veían en el Inca una amenaza y un estorbo para seguir adelante en
busca de oro para sus bolsillos.
En un rincón, rumiando su tristeza, dos hombres mantenían un mutismo
descorazonados.
—No entiendo la actitud de Pizarro —dijo por fin, Cristóbal de Peralta—.
¿Por qué ha firmado ese maldito documento?
Su amigo Domingo de Soraluce también movió la cabeza con tristeza.
—Yo tampoco lo entiendo. Si es porque estamos amenazados por un ejército
enemigo, razón de más para mantener al rehén con vida. Si los incas están ahí
fuera, y se enteran que hemos matado a su jefe, querrán vengarse. Mientras que
si lo retenemos con vida, no se atreverán a atacar por miedo a que lo matemos.
—Eso parece lo lógico —reconoció Peralta—. Aunque en este asunto hay
muchas cosas que no están claras.
—Sí, eso me parece a mí, también.
—Una de ellas es ese famoso ejército de doscientos mil soldados. Me
parecen muchos soldados, incluso para los Incas. Y tampoco harían falta tantos
para aplastar a trescientos españoles. Sólo tenían que hacer que nos
despeñáramos uno a uno al cruzar algún desfiladero. Pero lo más curioso es que
ningún español los ha visto. Siempre han sido dos o tres indios que han venido
asustados, no por lo que han visto, sino por lo que les han dicho que han visto.
—Uno aseguró que había visto muchas hogueras de noche en la cumbre de
una montaña al otro lado del valle.
—Bien —concedió Peralta—, incluso suponiendo que así fuera, también
cabe la posibilidad de que alguien encendiera un centenar de hogueras para dar
la impresión de un ejército atacante.
—¿Y quién podía tener tal interés? —inquirió el joven vasco.
—El Inca tiene muchos enemigos —dijo Peralta pensativamente—. Uno de
ellos podría ser su posible sucesor.
—¿El Tupa Hualpa?
—Ése sería el que más se beneficiaría. Otro posible beneficiario, aunque por
diferentes motivos, sería nuestro flamante intérprete.
—¿Felipillo?
—Felipillo —asintió Peralta—. Se está viendo a escondidas con una de las
mujeres del Inca, y te puedes imaginar que una pasión incontrolada puede hacer
que un hombre cometa locuras, y una de ellas sería hacer lo imposible para
suprimir al contrincante, que en este caso es el Inca.
—¿Crees que Felipillo podría estar tramando todas estas intrigas?, ¿creando
un ejército invisible para provocar el pánico entre nosotros y hacer que
ajusticiemos al rehén?
—¿Por qué no? Ya ves, que si es así, lo está consiguiendo. Y también podría
ser que lo esté haciendo en combinación con Tupa Hualpa, o algún familiar de
Huáscar.
—Entonces —masculló Domingo de Soraluce lentamente—, ¿estamos en
peligro o es todo imaginario?
—Pronto lo sabremos —respondió Peralta—. No tardará en volver Soto con
alguna respuesta.
—¿Y esperará Pizarro a su vuelta antes de ajusticiar a Atahualpa?
El licenciado movió la cabeza dubitativamente.
—Me temo que no —dijo, por fin.
Una vez que la decisión hubo sido tomada, la junta que se había hecho cargo
de la ejecución se movió con una rapidez estremecedora. Era como si tuvieran
miedo de que Pizarro se lo pensase mejor si vacilaban.
La ejecución, pues, tuvo lugar el 26 de julio de 1533.
Atahualpa fue sacado de su prisión entre una impresionante procesión de
soldados en sus brillantes armaduras, y llevado al medio de la plaza, en la que
habían hincado un poste en el suelo. El sonido de las trompetas pretendía
proclamar la traición del condenado a muerte, mientras el otrora todo poderoso
Inca era atado a la estaca como un vulgar criminal.
A poca distancia, Pizarro volvía a rememorar la ejecución de Balboa.
Cuando Atahualpa vio las ramas preparadas para encender una hoguera se
dio cuenta de que tenían intención de quemarlo vivo.
—¡No podéis quemarme! —suplicó espantado—. A los Incas se les
embalsama para que puedan volver a la tierra. Si quemáis mi cuerpo también
quemaréis mi alma… —gimió—. ¡Estaré perdido para toda la eternidad…!
El padre Valverde que estaba junto a él con su breviario en la mano —el
mismo que Atahualpa había arrojado al suelo con despecho hacía ocho meses—,
se acercó solícito una vez que le tradujeron lo que decía.
—Podría hacer que se te conmutaran la forma de morir —dijo—. Si te
arrepientes de lo que has hecho de malo en tu vida y abrazas el cristianismo,
podría hacer que te den otra clase de muerte y embalsamaran tu cuerpo.
—¡Sí, sí! —gimoteó el inca—. Lo que quieras, pero que no me quemen.
—Arrodíllate, entonces —dijo fray Valverde—. ¿Renuncias a Satanás y
prometes ser un buen cristiano y seguir los mandamientos de la Santa Madre
Iglesia?
—Sí…, prometo —dijo un balbuceante Atahualpa con los ojos casi salidos
de sus órbitas.
—¿Te arrepientes de todo el mal que has hecho en tu vida?
—Sí… sí.
—En tal caso —dijo el sacerdote vertiendo agua sobre su frente—. Yo te
bautizo, Francisco y te recibo en el seno de la Iglesia. Hijo mío —dijo abrazando
al reo—. Ya eres cristiano. Y, como el buen ladrón, que murió al lado de Jesús
en la Cruz…, esta noche estarás a su lado en el Paraíso.

Uno de los cronistas de la expedición anotó la escena en su diario.


Pizarro, atendiendo a la conversión del Inca, le conmutó la pena de
hoguera por la de garrote. Alguien trajo inmediatamente el maligno
instrumento de madera, y por sus dos agujeros se deslizó una cuerda.
Se hizo meter al Inca la cabeza por entre la soga, de modo que quedara
a la altura del cuello, y se voceó la orden.
Un tambor redobló a la funerala, y el verdugo dio la primera vuelta
al torniquete. El Gobernador Francisco Pizarro, representando a la
justicia, presenciaba la ejecución.
Entonces el fraile cantó las preces de difuntos y todos bajaron la
cabeza, musitando el Credo. La cuerda se fue hundiendo en la garganta
del condenado, su boca se fue abriendo, y sus ojos, horriblemente
desorbitados, perdieron toda expresión. La nuca se partió con un
crujido escalofriante: ¡Atahualpa estaba muerto!
—¡Que Dios le tenga en la Gloria —dijo el sacerdote elevando la mirada a
los cielos—, pues ha muerto arrepintiéndose de sus pecados en la verdadera fe
cristiana!
El cuerpo del Inca fue dejado esa noche atado a la estaca con la cabeza
colgando para que lo viera todo el mundo y extendiera la noticia por todo el
imperio.
¡El Inca había muerto!
El cadáver fue velado toda la noche por guardias españoles, mientras las
mujeres del Inca lloraban y gemían.
A la mañana, mientras se celebraban las exequias por el difunto, Pizarro
despachó correos y chasquis a todos los lugares, para comunicar que el Inca
había muerto.
El inmediato resultado de la noticia que el ejército que se suponía estaba a su
alrededor se esfumó como por arte de magia. Los españoles que volvieron con
Soto, aseguraron que no habían visto nada más que restos de hogueras. Pero ni
un solo soldado, ni rastros de lo que un ejército habría dejado tras su paso.
Al tener noticias de que todo había sido un engaño, Pizarro se sintió
traicionado y amargado.
—Ahora me arrepiento de no haber esperado a que volvierais —dijo con
lágrimas resbalando por su mejilla.
—Podíamos haberle enviado a España, ya que aquí no se podía quedar —se
lamentó Soto.
Pizarro asintió en silencio con un nudo en la garganta, dándole la razón.
El cuerpo de Atahualpa fue llevado a hombros a la capilla que habían
construido en Cajamarca durante aquellos meses, y se le hizo un funeral con
gran pompa que duró toda la mañana, como si hubiera sido un general del bando
español.
Francisco Pizarro, el Gobernador, el absoluto señor del territorio, asistía
grave y taciturno. Había cumplido el deseo de los demás, no el suyo. Aquélla
había sido, quizá la única ocasión en que se había dejado influenciar por las
opiniones de los que estaban a su alrededor, en vez de imponer las suyas. Ahora
le penaba.
No tardaron en acudir los curacas de los alrededores con presentes para los
españoles, por haberles librado del tirano… Al menos eso era lo que aseguraban
para congraciarse con los nuevos señores de aquella tierra.
Ahora hacía falta nombrar un Inca títere —tal como había hecho Cortés en
Nueva España con Cuauhtemoc—, para que reorganizara la administración por
los cauces tradicionales.
Luego habría que esperar a ver qué hacían los generales incas. Uno de ellos,
Calicuchima, encadenado en una habitación a pocos pasos de allí, lamentaba
amargamente haberse dejado engañar y juraba venganza.
Capítulo XI

Culicuchima

P or muy injusta que fuera, la ejecución de Atahualpa, consiguió lo que


Almagro y los hombres que habían venido con él pretendían. El camino se
encontraba expedito para proseguir la conquista hasta el corazón mismo del
imperio.
La primera reacción a la muerte de Atahualpa fue de tremendo alivio entre la
población local. Les pareció que aquello marcaba el fin de la opresión de la
guerra civil. Pero, Pizarro no perdió tiempo en consolidar su aceptación entre los
partidarios de Huáscar, pues quería marchar hacia Cuzco y aparecer allí como su
libertador.
El capitán español se aseguró que el títere Inca, Tupac Hualpa era coronado
y revestido con todos los atributos tradicionales, antes de su partida.
Inmediatamente después de la muerte de Atahualpa, y después de entregar su
cuerpo a los suyos, Pizarro ordenó que todos los caciques y jefes incas presentes
en las exequias se reunieran en la plaza principal para darles un gobernante que
rigiera sus destinos en nombre de Su Majestad. Se decía que Tupac Hualpa era el
siguiente en la línea sucesoria por lo que sería aceptado por todos.
Tupac Hualpa aceptó gustoso la coronación que se llevó a cabo al día
siguiente, y, tras cuatro días de ayuno, según las tradiciones incaicas, se le
impuso la borla y se le izó sobre la tiana o trono. Todos los caciques presentes y
los orejones que le habían acompañado, le juraron obediencia, y él, a su vez, lo
hizo ante los estandartes que Pizarro le presentaba, como confirmación de un
tratado de amistad y vasallaje al Rey Carlos de España.
Durante la ceremonia, cada jefe acudió a ofrecerle una pluma blanca como
símbolo de vasallaje. Después de lo cual se cantó y bailó y se dio un gran
banquete. El general de Atahualpa, Calicuchima, se sentó con cara inescrutable,
junto al nuevo Inca, con varios hermanos de éste, a los lados. Todos comieron
sentados en pequeños cojines en el suelo, pues los incas no usaban mesas.
El nuevo Inca rindió el mismo homenaje a su Majestad que le habían rendido
a él: ofreció una pluma blanca, que Pizarro aceptó en su nombre. Tras lo cual el
Gobernador le abrazó con gran afecto.
Al día siguiente, les tocó a los españoles seguir con las ceremonias. Pizarro
se presentó con sus mejores galas acompañado por sus capitanes e hidalgos. El
Gobernador se dirigió a todos los caciques, uno por uno, tomando su secretario
nota de sus nombres y provincias. A todos les entregó una declaración conocida
como Requerimiento en la cual los capitanes españoles se suponía que debían
informar a las poblaciones nativas que los conquistadores habían sido enviados
por el Emperador Carlos a fin de llevarles la verdadera religión, y que todo
estaría bien si se sometían pacíficamente al Emperador y a su Dios.
Pizarro hizo que este Requerimiento fuese leído y traducido a todos, palabra
por palabra, a través de un intérprete. Después, les preguntó si habían entendido,
a lo que respondieron que sí. El Gobernador cogió el estandarte real y lo levantó
por encima de su cabeza tres veces, a continuación, les dijo que hicieran lo
mismo.
Los caciques le obedecieron bajo el sonido triunfal de las trompetas, tras lo
cual recibieron el abrazo de Pizarro, que les recibió encantado de su
incondicional sumisión.
Una vez concluido el protocolo, las celebraciones se prolongaron varios días
con banquetes y juegos.
Y mientras los nativos celebraban lo que a muchos les parecía como la
restauración de su legítima casa real, los españoles hacían preparaciones para la
conquista del corazón del imperio inca.
Pero no todos prosiguieron adelante, unos cuarenta soldados pidieron
permiso para volver a España con su parte del botín. Pizarro les dejó marchar
dándoles llamas e indios para transportar el oro hasta San Miguel. Una buena
parte de este oro se perdió en el camino cuando algunos indios y llamas
desaparecieron con él. Hasta 25.000 pesos de oro se perdieron de esa manera.
Los conquistadores zarparon desde San Miguel a Panamá y desde allí a
Sevilla, llegando el primer barco al Guadalquivir el 5 de diciembre de 1533 en el
que viajaba Cristóbal de Mena y el primer oro peruano en llegar a Europa.
Hernando Pizarro, retenido algún tiempo en Panamá por razones
burocráticas, llegó un mes más tarde, con la parte del rey.
La vuelta de los primeros conquistadores causó una intensa agitación. La
recepción en la corte a Hernando Pizarro fue magnífica y allí negoció unas
concesiones muy favorables para su hermano Francisco.
Cristóbal de Mena y Pedro Xerez escribieron unos relatos de la conquista
que fueron traducidos rápidamente a todos los idiomas europeos. Las cancillerías
del viejo continente se quedaron asombradas por el descubrimiento y repentina
conquista de tan increíble imperio.
¡Se había repetido la historia de Méjico!

El 11 de agosto de 1533 los españoles se pusieron en marcha hacia Cuzco.


En el cortejo iban en andas, con toda la pompa incaica, el nuevo inca, Tupac
Huallpa y el general Calicuchima.
Pero antes de salir, Pizarro, con un claro sentido práctico, del que
continuamente daba muestras, pensó que había que fortalecer la situación de la
ciudad de San Miguel, que, al fin y al cabo, era la entrada del Perú, como
comenzaba a llamarse el nuevo imperio. Así que decidió enviar a ella a uno de
los mejores hombres que tenía: Sebastián de Belalcázar, a quien dio
instrucciones por escrito.
Por el lado negativo, uno de los pilotos que había venido con ellos, Juan
Fernández, no contento con su parte del botín, partió hacia Nicaragua donde se
entrevistó con Pedro de Alvarado, que había regresado colmado de honores
desde España. Fernández le habló de las riquezas del Perú y le animó a que
realizara una expedición para apoderarse del norte del país, que seguramente no
habría sido conquistado todavía por Pizarro.
Alvarado, hombre de naturaleza inquieta, no perdió tiempo y se embarcó en
Nicaragua con doce buques.
Se gestaba un enfrentamiento entre españoles.
Las fuerzas de Pizarro pasaron dos días en Cajabamba y cuatro en
Huamachuco. El ejército se abrió paso entre valles y montañas por un área de
vistas espectaculares. Poco después, las fuerzas de Pizarro llegaron hasta
Andamarca, la ciudad donde Huáscar había sido asesinado por los hombres de
Atahualpa, y descansaron allí tres días. Decidieron no coger el camino a través
de los Conchucos hasta el este de la Cordillera Blanca, a causa de sus muchas
montañas. En vez de ello, descendieron a lo más profundo del valle de Huaylas,
en el punto donde el turbulento río Santa giraba hacia el oeste atravesando
profundas gargantas de roca rosada hacia el Pacífico.
Sobre este río había uno de los más famosos puentes colgantes de todo el
imperio.
—¡Por todos los santos! —balbuceó Cristóbal Peralta—. ¡No vamos a cruzar
eso!
Domingo de Soraluce, que caminaba junto a su amigo, sin apartarse de las
tres llamas que llevaban su parte del botín, tragó saliva.
—¡Por San Nicolás! —exclamó cuando hubo recobrado el aliento—. ¡Sufro
de vértigo!, ¡prefiero enfrentarme con los hombres de Quisuis que cruzar por
encima de esas maderas bamboleantes!
—¡Espero que no tengamos que hacer las dos cosas! —dijo Peralta—.
¡Acaso los hombres de Rumiñahui nos están esperando al otro lado…!
—Sí —gruñó Domingo—, tú dame ánimos…
El ejército se detuvo para determinar cómo podrían cruzar aquel obstáculo
formidable. El capitán de la caballería, Hernando de Soto, examinó atentamente
el puente con aire preocupado.
En el punto más estrecho, donde las aguas bajaban con un ímpetu aterrador,
los incas habían construido un gran soporte de piedra en cada lado, luego habían
tendido cable tras cable de grueso mimbre, trenzándolos y consiguiendo así
cuerdas de más de tres palmos de grosor. Cuando media docena de estas gruesas
maromas unieron los dos lados, las entrelazaron entre sí con cáñamo y las
reforzaron con palos. Y así yacía el larguísimo puente, por el que tenían que
pasar forzosamente, suspendido en el medio del aire. Toda la estructura se
bamboleaba mansamente a una altura de doscientos metros sobre unas aguas
turbulentas.
—Va a ser difícil —reconoció Soto ante la mirada inquisidora de Pizarro—,
pero no imposible.
Era evidente que no iba a ser fácil hacer que los caballos —animales
extremadamente excitables y timoratos— cruzaran algo suspendido en el aire y
moviéndose.
—Habrá que vendarles los ojos…
—¿Y las llamas con todo el oro? —demandó Pizarro.
—Pasarán —les aseguró Tupac Hualpa desde su litera.
Aunque los caballos se asustaron al principio y rehusaron cruzar, los
españoles consiguieron que se calmaran gracias a la infinita paciencia de sus
jinetes. Soto mandó fabricar una especie de ojeras que impedían a los animales
atisbar lo que había debajo suyo, permitiéndoles solamente ver la cara de su
dueño que les acariciaba y hablaba con voz tranquilizadora mientras les guiaba
del ronzal con mano firme. Así, cruzaron lentamente, uno tras otro, empleando
todo el día en hacer cruzar al ejército y su enorme impedimenta, entre la que
figuraban más de seiscientas llamas que transportaban la parte del botín de los
soldados.
Los expedicionarios descansaron ocho días en Huaylas y doce en Recuay,
antes de abandonar el fértil valle. La carretera trepaba ahora hasta alcanzar las
fuentes de los ríos Pativilca y Huaura, a través de Chiquián, Cajatambo y Oyón.
Los españoles se encontraban en la mitad del camino a Cuzco y apenas
habían tenido dificultades en esa primera mitad pues el territorio por el que
habían pasado era partidario de Huáscar, y los caciques y curacas de esa parte
del país habían dado una buena acogida a los hombres de Pizarro,
proporcionándoles lo que necesitaban. Pero, a partir de ese momento, las cosas
empezaron a cambiar. El Príncipe inca Huaritico, a quien se había mandado por
delante para encargarse de la reparación de los puentes y la preparación de la
ruta, fue asesinado por las tropas de Quito por su colaboración con los españoles.
Éstos inmediatamente sospecharon de Calicuchima, pero como no había pruebas
contra él, dejaron pasar el incidente.
A partir de aquel momento, muchos de los almacenes que los incas
mantenían llenos para el uso de los ejércitos imperiales, fueron encontrados
vacíos. Una vez más las sospechas recayeron sobre Calicuchima, pero él protestó
su inocencia. Estas sospechas se acrecentaron cuando los invasores llegaron a
Cajatambo y Oyón, pueblos que se estaban desiertos. Todos sus habitantes
habían huido ante el avance español.
Un indio llegó con malas noticias.
—El ejército de Calicuchima está preparándose para resistir bajo el mando
de Yucra-Hualpa.
—¿Estás seguro? —quiso asegurarse Pizarro.
El indio asintió.
—Hay patrullas por todos los caminos.
—Bien —dijo Pizarro dirigiéndose a sus capitanes—. Pondremos a
Calicuchima en cadenas para impedir que escape.
Pronto el ejército se vio cruzando el desolado puerto de montaña a cinco mil
metros de altitud que Hernando Pizarro había pasado en marzo. Había nieve
helada en el suelo y los españoles, poco acostumbrados a aquel terrible clima,
tuvieron que luchar no sólo contra el frío sino contra el mal de altura, el terrible
soroche. Al Este del puerto se extendía una meseta desnuda, sin árboles.
Solamente asomaban algunos líquenes entre las rocas cubiertas de un helado
manto blanco.
Apenas había vida animal en aquellas alturas, excepto un animalito parecido
a la liebre, cubierto de una gruesa capa de un pelo finísimo, al que los indios
llamaban chinchilla.
La esperanza de los expedicionarios de que al descender al otro lado, las
cosas mejorarían, se vio truncada por la noticia de que delante de ellos había un
pueblo completamente abandonado. Un indio cogido prisionero les confesó que
las tropas de Quito estaban esperándoles más adelante.
—No hay duda —comentó Pizarro a sus capitanes— que todo esto está
siendo movido por Calicuchima. Habrá que vigilarle muy estrechamente.
El 7 de octubre los españoles tomaron el camino imperial en Bombón en el
Lago Chinchaycocha.
En vista de los incesantes rumores de que se oían, Pizarro decidió ir por
delante con la caballería. Atrás quedaron, la artillería, la infantería, el botín de
oro, incluso las tiendas de campaña, bajo al mando del tesorero, Alonso
Riquelme, mientras él con 75 de a caballo entre los que se encontraban Diego de
Almagro, Hernando de Soto, sus hermanos Gonzalo y Juan, Francisco de
Orellana y Pedro Gandía avanzaba al encuentro del enemigo.
El camino subía por montañas heladas y bajaba a los profundos valles
cálidos de Tarma. Era ideal para una emboscada. Algunos de los puertos de
montaña daban la impresión de que nunca podrían ser coronados por los caballos
en unas caídas a pico de cientos de metros. Y en el descenso había que ayudar a
bajar a los animales. Un puñado de nativos podría haberles hecho desaparecer
del mapa en cualquiera de aquellos pasos, y, sin embargo, increíblemente, nadie
opuso resistencia en los puntos más críticos.
Todos estaban alerta, sin comer ni beber. Helados de frío, pues no habían
traído tiendas en las que refugiarse, mientras caía incesantemente un agua nieve
que penetraba por debajo de sus armaduras.
Al día siguiente, los setenta y cinco jinetes entraron en Yanamarca, donde
vieron los restos de cuatro mil soldados, muertos en una de las batallas de la
guerra civil.
Pizarro condujo a sus hombres por unas colinas cubiertas con las ruinas de
unos aposentamientos pre incas de indios Huanca, y, por fin, contemplaron
abajo, en el llano, el sorprendente valle de Jauja con la ciudad acunada entre dos
montes altos en el lado norte.
En las afueras de la ciudad había unos puntos negros que se movían como
hormigas.
—¡Ahí están! —exclamó Pizarro—. ¡Caballeros! ¡Ahí está el enemigo, a
orillas del río Mantaro!
—Yo diría que hay varios cientos de soldados que se dirigen a Jauja —dijo
Hernando de Soto.
—Me apuesto a que van a quemar la ciudad —exclamó Pedro Gandía.
—¡Pues, señores —dijo Pizarro—, vamos a por ellos!
Efectivamente, para cuando los jinetes españoles llegaron al llano, las
primeras llamaradas se levantaban ya de los techos de paja de algunas de las
casas, incluyendo un almacén.
Al entrar los españoles al galope entre las estrechas callejuelas de la ciudad
con sus lanzas en ristre, los indios se batieron en retirada hacia el río arrollados
por el ímpetu de los caballos.
Almagro y un grupo de los suyos entraron en las aguas que bajaban con las
primeras subidas de la estación de las lluvias. Los indios en la orilla opuesta no
tenían muy claro si luchar y defender su posición o huir para encontrar lugares
más ventajosos.
La división y la falta de un líder autoritario resultó fatal para ellos. Unos se
dirigieron al norte, a los montes, otros intentaron luchar y fueron masacrados. La
batalla terminó en un campo de maíz junto al río, con la matanza de los soldados
incas que habían ido a refugiarse allí.
El ejército indio se desmoralizó por completo después de aquel encuentro
salvaje. Sus jefes decidieron marchar hacia el sur y tratar de juntarse con las
fuerzas de Quisuis en el Cuzco. Pero los españoles actuaron rápidamente.
Después de un descanso de apenas veinticuatro horas en las que pudieron
rescatar objetos de oro de las casas quemadas por valor de 300.000 pesos, los
setenta y cinco españoles, con Pizarro a la cabeza, montaron en sus caballos y se
lanzaron en persecución del malparado ejército inca.
No tardaron en alcanzar el último campamento en el que todavía humeaban
las fogatas. La inacabable columna del ejército nativo bajaba por el valle de
Mantaro, a pocas millas de distancia.
—Parece que marchan en escuadrones de cien soldados —comentó Pizarro
desde su caballo.
Su hermano Gonzalo, un excelente jinete, sólo comparable a Hernando de
Soto, asintió a su lado.
—Sí, y han metido entre los escuadrones a las mujeres y a los criados.
El tercero de los hermanos se paró a su lado.
—Fijaras en la retaguardia —dijo señalando con el mentón los pequeños
puntos que se movían en el valle—. Debe de haber, por lo menos, diez mil
hombres protegiendo su impedimenta.
—Atacaremos cuando el camino se ensanche un poco para permitir
maniobrabilidad a nuestros caballos —dijo el Gobernador buscando un lugar
idóneo con la mirada.
El ataque lo llevaron a cabo por la tarde, casi cuando el sol se ponía ya detrás
de los altos picos de la cordillera andina.
Una carga de caballería para un soldado de a pie es algo terrorífico, y si ese
soldado nunca ha visto un caballo, el miedo se convierte en pánico; y si a eso se
le añade el hecho de que los hombres que montaban los monstruosos animales
eran prácticamente inmortales no era de extrañar que los incas estuvieran más
atentos en salvar la vida que en tratar de luchar con aquellos Viracochas.
La mayoría de las tropas incas buscaron su salvación en las laderas rocosas
que bordeaban el valle y los que no fueron lo bastante rápidos fueron lanceados
sin piedad por los jinetes españoles.
Poco después, uno de los españoles describió la escena en una crónica.
La persecución continuó durante cuatro leguas y muchos indios
fueron lanceados. Nos apoderamos de todos los criados y de las
mujeres… Hubimos un buen botín de oro y de plata. Y entre los cautivos
había muchas bellas mujeres, entre ellas dos de las hijas de Huayna-
Capac.

Francisco Pizarro decidió esperar en Jauja al resto de los expedicionarios que


llegaron unos días más tarde, el 20 de octubre. Durante la semana siguiente hubo
una incesante actividad. Jauja fue fundada como municipio español y designada
como la primera capital cristiana del Perú, nombre ya oficial de la nación, a
partir de aquel momento.
Ochenta españoles —la mitad de ellos con caballos—, se quedaron en la
ciudad como sus primeros ciudadanos. Se trazaron los contornos de una iglesia y
el ayuntamiento. El tesorero real Riquelme se quedaría al frente como alcalde,
guardando la ciudad con el enorme botín que llevaba consigo el ejército, más el
que acababan de conseguir hacía una semana.
Cristóbal de Peralta aprovechó la ocasión para escribir su crónica particular
sobre los hechos acaecidos hasta aquel momento. Se había adueñado de una casa
abandonada en la que habitaba junto con dos jóvenes nativas que había cogido
como criadas. A su lado, en grandes capazos, había oro y plata por tanto valor
que ya había perdido la cuenta de lo que valía. Si conseguía que todo aquel
tesoro llegara a España, sin daño, sería, sin duda, uno de los hombres más ricos
del país.
—Hola Cristóbal. ¿Me invitas a una jarra de vino?
—Pasa Domingo. No tengo vino, pero quizá te valga un poco de chicha.
Domingo de Soraluce se sentó al lado de su amigo con un suspiro.
—Si no hay más remedio…
—¡Cualquiera diría que no te gusta el brebaje…!
—Eso es lo malo, que bebes cuatro tragos y se te sube a la cabeza y ya no
sabes lo que haces.
—A los indios les encanta.
—Y así les va.
Peralta hizo una seña a una de las jóvenes que se afanaban en preparar una
torta de maíz y un guiso de carne de vicuña con papas para la cena. Por señas le
pidió que trajese una jarra de chicha.
—Son unas criadas muy atractivas, ¡eh! —sonrió Domingo—. ¿Te calientan
bien la cama?
Peralta se rió.
—¡Mira quién habló! ¿Es que tú no has cogido un par de «sirvientas» igual
que yo?
—Sí, pero no tan guapas como las tuyas.
—Eso es cuestión de darse prisa a la hora del reparto.
Los dos amigos rieron mientras alzaban sus jarras.
—Brindemos por la feliz conquista de un imperio —dijo Peralta.
—Y una vuelta a España sin problemas —dijo el hondabitarra.
Peralta dio un pequeño golpe con el pie a uno de los capazos llenos de oro
que llenaban la habitación.
—Esto es increíble —exclamó—. Si alguien me hubiera dicho hace un año
que iba a estar durmiendo en una habitación llena de oro…, me habría reído de
él.
—Y un oro que es tuyo —matizó Domingo.
Hubo un momento de silencio mientras los dos hombres sorbían el fuerte
licor indio.
—¿Qué vas a hacer con tanto dinero? —preguntó Peralta.
Domingo se estiró ruidosamente con ojos soñadores.
—Le compraré su hacienda a algún marqués o conde arruinado, allá por
Fuenterrabía…
—Eso lo puedes hacer con una sola palada de oro, y todavía te quedará para
comprar cien haciendas más.
—Pues quizá las compre —rió Domingo.
—¿Y no has pensado en quedarte en las Indias, aquí en el Perú, por ejemplo?
—No. Añoro el olor a salitre y el ver las olas romper contra las rocas en el
faro de Higuer. Me volveré a mi tierra.
—Yo quizá me quede —dijo Peralta pensativamente—, pero antes me
gustaría casarme con una española, traerla aquí y dedicarme a la cría de caballos.
—A los precios que se están vendiendo aquí, eso es el negocio del siglo —
asintió Domingo.
Los dos hombres siguieron bebiendo en silencio mientras en la cocina se oía
el crepitar del fuego y el borbotear del agua hirviendo.
—¿Vas a jugar a cartas esta noche? —preguntó el de Mondragón después de
un momento.
El joven hondabitarra hizo un gesto como dudando si debería o no jugar una
de aquellas partidas en las que el envite a una sola carta era más alto de lo que
una persona ganaba trabajando toda una vida.
—Ayer vi a un pobre diablo perder media docena de lingotes de oro —dijo
pensativamente— no me gustaría volver a ser pobre.
—Sí —reconoció Peralta—. Pero las noches se hacen largas sin un poco de
emoción.
—Un poco sí —dijo Domingo—, pero no tanta. Hay quien se juega mil
pesos de oro a la carta más alta.
—Lo sé —concedió el cronista—, o a los dados. Fortunas inmensas cambian
de manos todas las noches. Pero a nadie le importa, pues todos sabemos que en
el Cuzco encontraremos el doble de oro del que ya tenemos.
—Si es que no se lo han llevado ya. Seguro que Rumiñahui está poniendo a
salvo todo lo que puede.
—No tardaremos en salir para allá. Tú vendrás, me imagino, ¿no?
—Te perderías si te dejara solo.

Al día siguiente, Pizarro recibió una mala noticia. Pedro del Santo, el médico
de la expedición, se acercó a la casa del Gobernador.
—Tupac Hualpa ha muerto —dijo sin más preámbulos.
Pizarro se puso de pie de un salto.
—¡Muerto! ¿Cómo es posible?
—Se había estado sintiendo indispuesto últimamente —dijo Del Santo—,
pero no parecía que era nada grave.
Pizarro paseó por la habitación con las manos en la espalda. La muerte del
Inca títere rompía todos sus esquemas. Sus planes se venían abajo.
—¿De qué creéis que ha muerto?
—No me atrevería a acusar a nadie —dijo el médico—, pero por algunos
síntomas, podría ser veneno…
—¡Calicuchima! —masculló Pizarro—. Seguro que ha sido él.
—Pues no será fácil probarlo —dijo el médico.
Cuando se fue el médico, Pizarro pensó en las informaciones que le venían
desde todos los puntos cardinales del imperio: en Quito, los comandantes
militares de Atahualpa estaban considerando la coronación del hermano del Inca,
Quilliscacha, mientras que el general Rumiñahui estaba a punto de apoderarse
del poder para sí. En el Cuzco, Quisuis había ofrecido la corona real a Paullu,
otro hermano de Atahualpa, que había mostrado tener simpatías por la causa de
Quito.
Era necesario conseguir a alguien que sustituyera a Tupac Hualpa
rápidamente.
De forma casi milagrosa este alguien apareció a los pocos días.

El oficial de guardia vino a ver a Pizarro.


—¡Capitán! —dijo—, ha llegado un pequeño cortejo con una litera. En ella
va el que dice ser hermano de Atahualpa.
—Hazle pasar —dijo Pizarro intrigado.
El hombre que se presentó ante él era un joven de veinte años, agraciado, de
porte distinguido. Tenía algunos rasgos que recordaban vagamente al difunto
Atahualpa.
—Me llamo Manco Capac —dijo a través de Felipillo.
—¿De dónde venís? —preguntó Pizarro.
—He conseguido escaparme de las matanzas de Quisuis en Cuzco —dijo el
joven—, y espero que me protejáis de los generales de Atahualpa. He traído
conmigo algo que os puede interesar.
—¿Ah, sí? —dijo Pizarro—. ¿Y qué es?
El joven Manco hizo una señal y sus criados trajeron a un chasquis con las
manos atadas.
—Conseguimos interceptar a este correo —dijo el joven—. Quizá os interese
lo que tiene que decir.
Cuando el chasquis aterrorizado estuvo ante los españoles se echó al suelo
gimiendo.
—Di a los Viracochas lo que nos has dicho a nosotros, y no mientas si no
quieres que te quemen los pies.
El correo miró a la cara de Pizarro buscando un atisbo de merced, pero al no
verlo se puso a sollozar.
—No… no me queméis los pies —suplicó—. Soy chasqui y los necesito
para ganarme la vida.
—Habla pues —sugirió Pizarro.
—Calicuchima me ha estado dando mensajes secretamente para enviar a
Quisuis, informándole de la marcha de los extranjeros, y del momento en que
sería mejor atacarlos.
—Conque esas tenemos ¡eh! ¡Haced traer a Calicuchima inmediatamente!
Cuando estuvo el prisionero delante de él fuertemente custodiado, Pizarro se
encaró con él, furioso.
—Estabas mandando mensajes a Quisuis, ¿no? ¿Qué tienes que decir en tu
defensa?
—Nada —respondió el general con gesto despectivo. Con la mirada fulminó
al aterrado chasqui.
—Bien —dijo Pizarro calmándose—. Mañana serás ejecutado.

La pequeña fuerza de Pizarro partió a los dos días en lo que sería la parte
más difícil de la conquista: la marcha desde Jauja hasta Cuzco. Los
expedicionarios sumaban cien de a caballo y treinta de a pie más algunos
auxiliares nativos.
Pizarro tenía una idea bastante aproximada de los que les esperaba, pues los
tres hombres que habían ido a Cuzco en abril le habían proporcionado una idea
de las poblaciones que debían cruzar y de los rasgos físicos de la ruta.
La sección central de los Andes era un campo magnífico, pero salvaje. Unas
montañas, con unas caídas casi verticales, se veían cortadas por ríos
tempestuosos. Los viajeros debían coronar altas crestas con nieves perpetuas,
atravesar las planicies de la puna en altitudes de cuatro o cinco mil metros de
altura, y descender a los maravillosos valles andinos llenos de maizales y
campos de flores para tener que bajar luego, todavía más, a las oscuras
profundidades de los cañones donde el calor era agobiante y donde sólo crecían
los cactus.
La carretera desde Jauja corría durante algún tiempo a lo largo del río
Mantaro, subiendo y bajando por los valles de sus afluentes.
Esta región montañosa habría sido imposible de atravesar si no hubiera sido
por los magníficos caminos incas. Éstos habían dependido durante siglos de unas
buenas comunicaciones para controlar su imperio. El camino principal
transcurría durante miles de millas a lo largo de la cordillera andina, mientras
otro camino parecido corría paralelo por la costa. Los dos caminos se unían en
conexiones laterales, sobre todo desde el Cuzco hasta la costa por Vilcashuaman.
No existía nada parecido en Europa desde el tiempo de los romanos.
Sin animales de tiro, los incas habían construido caminos pavimentados para
caminantes y llamas. Las vías trepaban por las laderas de los Andes por medio
de escalones y túneles, que estaban pensados para las llamas. Demostró ser casi
imposible de pasar para los caballos.
Pedro Sancho, uno de los expedicionarios más tarde escribió:
… y tuvimos que trepar con los caballos una ladera tan empinada
que daba vértigo mirar hacia abajo. Mirando desde el fondo parecía
imposible que ni siquiera un pájaro pudiera subir hasta allí arriba
volando, conque… ¡qué decir de los caballos! La carretera subía en
zigzag con unos grandes escalones que agotaban a los animales y
destrozaban sus cascos. Los llevábamos de las riendas con infinito
cuidado.
En los pasos de montaña de tanta dificultad, el camino era muy estrecho,
apenas de tres pies de anchura. Afortunadamente, la pavimentación era buena,
aunque los interminables y agotadores tramos de escalones dejaban exhaustos a
hombres y animales.
Las fuerzas incas que habían sido derrotadas en Jauja continuaron hacia el
sur para unirse con el ejército de Quito que ocupaba Cuzco. Rumiñahui y
Quisuis estaban decididos a impedir que los españoles llegaran a Cuzco, por eso
se dirigían hacia el corazón del imperio en vez de retroceder hacia su base en
Quito, donde estarían entre su propia gente. Era una decisión valerosa, pues se
daban perfecta cuenta que la población local a la que habían masacrado muy
recientemente podría levantarse contra ellos. Cada vez era mayor el territorio
hostil que tenían entre su ejército y su tierra natal. Y cuando quemaban los
puentes colgantes ante el avance de Pizarro, también los quemaban contra su
propia posibilidad de retirarse.
La guerra civil estaba en aquel momento en su punto más álgido, y el hecho
de que los españoles hubieran ajusticiado a Atahualpa les había convertido en
abanderados de la causa de Huáscar.
Pizarro, por supuesto, era consciente de la situación y la explotaba en su
beneficio. Sus soldados eran recibidos en los poblados como libertadores. Y esto
había sido verdad, sobre todo en Jauja, donde sus habitantes, después de la
llegada de Pizarro, se habían vengado de los soldados de Quito persiguiéndolos
hasta acabar con ellos allá donde los encontraban.
Los de Quito, por su parte, en su retirada, quemaban no sólo puentes, sino
todas las casas de las poblaciones que encontraban en su camino, matando
primero a sus ocupantes.
Esta destrucción hizo difícil el avance de los hombres de Pizarro, pero, por
otra parte, era compensado por la ayuda que les proporcionaba la población
local.
Por debajo de Huancayo, el río bajaba con un ensordecedor estruendo por
una garganta espeluznante durante sesenta millas entre altas paredes de arcilla
amarilla y roca negra basáltica. La carretera inca cruzaba este cañón por la parte
más alta, y lógicamente el ejército de Quito había quemado el puente colgante.
Pero no se habían dado cuenta de que los guardianes del puente habían
escondido el material de recambio para los arreglos. Cuando los españoles
llegaron a aquel lugar, los guardianes pudieron construir un puente provisional
en poco tiempo. La estructura, aunque endeble, pudo soportar el peso de los
caballos y los españoles cruzaron sin demasiados problemas.
A la noche siguiente, los hombres de Pizarro acamparon en un pueblo
desierto que había sido quemado y saqueado por el ejército en retirada. Los
españoles se encontraban sin agua, pues los de Quito habían destruido el
acueducto. Sedientos, a la noche siguiente llegaron a un pueblo llamado Panaray
y consternados descubrieron que no había ni habitantes, ni comida, ni agua.
Sólo fue al día siguiente, en Parcos, cuando famélicos, y atormentados por la
sed, encontraron gente que les proporcionó alimentos.
Vilcashuaman era el núcleo importante más cercano, distante 250 millas, y
allá fue donde se dirigió el ejército inca en retirada. Los españoles cubrieron esta
distancia en cinco días sin encontrar resistencia alguna en el camino. Al caer la
noche entraron en la ciudad eludiendo a los centinelas. Una vez más, la
velocidad de sus movimientos sorprendió a los incas de Quito. La mayor parte
del ejército se había ido de caza, a hacer una redada de llamas y vicuñas salvajes.
En sus tiendas quedaban sus mujeres y unos pocos hombres que los españoles
capturaron sin oposición.
El Gobernador se dirigió a su hermano Gonzalo.
—Interroga a algunos de los prisioneros —le encomendó—. Debemos
averiguar dónde está el grueso del ejército.
No tardó mucho Gonzalo en conseguir lo que quería saber.
—Han ido de caza esta misma mañana. Deberían estar fuera un par de días.
—Me imagino que alguien habrá ido a avisarles, así que les tendremos aquí
al amanecer —dijo Pizarro—. Corre la voz de que todo el mundo tenga el
caballo ensillado y que no se desprendan de la armadura. Pondremos doble
guardia.
El Gobernador acertó de pleno. La primera alarma la dio un centinela cuando
el horizonte había justamente empezado a teñirse de rosa con la primera luz del
alba.
—¡Nos atacan! ¡A las armas!
Los hombres de a caballo saltaron rápidamente sobre las sillas, mientras que
los treinta hombres de a pie formaron rápidamente un cuadrado protegiendo su
campamento. Aunque de ellos, veinte eran ballesteros y los demás arcabuceros,
no había tiempo para cargar sus armas, pues una oleada de atacantes se les
echaba encima, atacando por todos los sitios a la vez.
Cristóbal de Peralta se colocó junto a su amigo Domingo de Soraluce.
—¡Suerte, Domingo! —gritó sacando su espada.
—¡Suerte, Cristóbal! —respondió el hondabitarra ajustándose la adarga en la
mano izquierda.
La caballería se lanzó inmediatamente al ataque, pero esta vez, a diferencia
de las anteriores, los indios les atacaban por todos los sitios a la vez, y sobre
todo, aprovechaban los sitios más abruptos. Muchos de ellos, se habían
parapetado detrás de rocas y árboles desde donde les lanzaban piedras con sus
hondas.
La ventaja de la caballería se veía muy reducida en un terreno que no le era
propicio por las irregularidades del lugar. No obstante, un pequeño grupo de
españoles ganaron la altura de un pequeño altozano donde se defendieron
bravamente. Entre ellos estaban, Hernando de Soto, Rodrigo Orgóñez, Juan
Pizarro, Francisco de Orellana y Juan Pancorbo.
La lucha se prolongó todo el día con altibajos, pero sin una clara ventaja para
ninguno de los dos bandos. A la noche, Pizarro ordenó con un toque de
trompeta, la retirada a la plaza de la ciudad abandonando el botín conseguido el
día anterior.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó Pizarro a Almagro.
Su socio se frotó su único ojo con aire agotado.
—Que yo sepa, ninguna. Aunque heridos hay muchos.
—Ha habido una baja, capitán —interrumpió Hernando de Soto, quitándose
el casco abollado—. Han matado el caballo de Alonso Tabullo.
Pizarro agitó la cabeza con pesar. La montura de Tabullo era una yegua
blanca, preciosa, con una crin y una cola larga que era el orgullo de su dueño.
Para ellos, la pérdida de un caballo era casi tan sentida como la de un
soldado.
—¡Maldita sea! —exclamó contrariado—. Montad la guardia en los
edificios. Y todo el mundo que descanse con las armas en la mano.

Al día siguiente, al amanecer, los indios atacaron con furia. Con las crines y
la cola del caballo muerto habían hecho una especie de pancarta, a fin de que
todos los suyos la vieran y se dieran cuenta que aquellos animales eran mortales.
Pero con los treinta de a pie parapetados en los edificios desde donde podían
usar sus armas con toda impunidad, y las batidas de los hombres a caballo, los
hombres de Quito optaron por una retirada digna hacia el Este, a unirse a sus
compañeros de Cuzco. En total sumaban veinticinco mil hombres.
Aunque los incas dejaban más de seiscientos hombres muertos en el campo
de batalla de Vilcashuaman, tenían ahora el consuelo de saber que los temidos
animales eran mortales. También habían aprendido mucho sobre las tácticas que
usaban los españoles, lo que les permitiría prepararles alguna emboscada en el
futuro.

Vilcashuaman estaba situada en una planicie que caía en un precipicio sobre


el río Vishongo a pocas millas de su desembocadura en el río Pampas. El terreno
por encima de Vilcas era una puna fría, sin árboles.
Por debajo, unos cañones impresionantes canalizaban torrentes de agua
helada hacia el fragoso río Pampas seis mil pies más abajo. Los hombres de
Pizarro pasaron el día 6 de noviembre descendiendo en una bajada espectacular,
con las cortantes piedras de los escalones destrozando los cascos de sus caballos.
—¡Capitán! —informó Soto—, el puente está cortado. Tendremos que cruzar
a nado.
—¡Pues a nado cruzaremos! —respondió el viejo Gobernador.
Afortunadamente para el pequeño ejército, aquél era el período seco y las
aguas no arrastraban las piedras y troncos que habitualmente se precipitaban por
el torrente.
Más adelante, la pequeña avanzadilla de Hernando de Soto con cuarenta
jinetes se encontró con el mayor obstáculo de todos, el gran cañón del Apurimac,
el río que en quechua significaba el Gran Hablador. La carretera inca lo cruzaba
a una altura de más de trescientos metros, en una caída completamente vertical.
Un túnel horadado en la roca daba directamente al puente.
Sin embargo, para cuando los españoles llegaron a él, las gruesas maromas
habían sido cortadas y quemadas, por lo que tuvieron que bajar hasta el fondo
del cañón y atravesar el río con enormes dificultades a causa de su enorme
corriente y lecho resbaladizo.
Increíblemente, no encontraron oposición en ninguno de los cruces, y los
cuarenta jinetes comenzaron el terrible ascenso del Vilcaconga.
Ruiz de Arce, después recordaba los incidentes de aquel día.
—Ascendíamos con gran dificultad, siguiendo el camino que
zigzagueaba por la pendiente ladera, rezando para que no nos
atacaran. A los caballos les habíamos infligido largos y duros días de
marcha y se encontraban agotados. Por eso los conducíamos por el
cabestro. Marchábamos en grupos de a cuatro…
Los hombres y los caballos estaban cansados por el calor agobiante del
mediodía. Los españoles pararon en un pequeño arroyo en la mitad de la ladera
para dar algo de maíz a los caballos. Justo en ese momento, Hernando de Soto
que se había adelantado a un tiro de ballesta, vio al enemigo aparecer por la cima
de la montaña.
—¡Atención! —gritó—. ¡Nos atacan!
Unos cuatro mil indios bajaban corriendo por la ladera. Cubrían el terreno
por completo.
—¡Formad línea de batalla!
Pero para entonces los incas les estaban arrojando una lluvia de piedras con
sus hondas. La primera reacción de los españoles fue tratar de evitar los
impactos de los proyectiles, mientras se ponían lo más aprisa que podían, cotas,
corazas, celadas, petos y coseletes. Corrieron a un lado y a otro del camino.
Algunos que tuvieron tiempo de montar, espolearon a sus monturas, colina
arriba con la esperanza de estar a salvo si conseguían alcanzar el mismo nivel
que sus enemigos. Pero los caballos estaban tan cansados y respiraban tan
fatigosamente que apenas podían mantenerse en pie. No había ninguna
posibilidad de hacer una carga, de lanzarse contra unos enemigos, que no
dejaban de arrojarles jabalinas, piedras y flechas.
Al apercibirse los nativos del enorme cansancio de los caballos, atacaron con
mayor furia todavía. Cinco de los españoles se vieron cogidos de esta manera.
Dos fueron abatidos sobre sus caballos, mientras los otros tres descabalgaban y
luchaban a pie, pero todos cayeron, uno tras otro, con sus cabezas aplastadas por
las mazas de los nativos.
La lucha terminó aquella nefasta jornada para los españoles, retirándose los
hombres de Soto, paso a paso, al fondo del valle. Aunque muchos indios les
persiguieron arrojándoles piedras con sus hondas, los españoles pudieron
contraatacarles y matar a veinte. Sin embargo, el grueso de las tropas incas se
retiró a la parte alta de la colina, mientras los treinta y cinco españoles pasaban
la noche reponiéndose del descalabro en un pequeño montículo, apenas a dos
tiros de ballesta de los incas.
Los españoles pasaron la noche con la armadura puesta y con el arma bajo el
brazo. Había once hombres y catorce caballos heridos, los cuales recibieron la
poquísima la atención que podían proporcionarles en aquel lugar húmedo, frío y
sin refugio alguno.
Las horas transcurrieron lentamente. Nadie pensaba en dormir. De repente, a
la una de la madrugada, uno de los hombres levantó la cabeza.
—¡Escuchad! —dijo—. ¡Por San Jorge bendito, escuchad!
—No oigo nada —dijo Soto—. ¿Qué se supone que tenemos que escuchar?
—¡Ahí, otra vez!, ¡es una trompeta!, ¿no oís?
Esta vez no hubo duda. El estridente sonido de una trompeta española se oía
claramente, aunque todavía muy lejana en la pegajosa neblina nocturna.
—¡Son los nuestros! ¡Por San Judas, son nuestros compañeros!, ¡loado sea
Dios!
—¡Vienen en nuestra ayuda!
Una hora más tarde, a la luz de la luna, aparecieron las primeras figuras
fantasmagóricas envueltas en la bruma. Los hombres de Soto parecieron cobrar
nuevas fuerzas y salieron a su encuentro entre gritos de alegría.
—¡Por todos los cielos! —bramó Hernando de Soto—. ¡Capitán!, ¡cuánto me
alegro de veros!, ¿cuántos venís?
Pizarro se apeó de su caballo.
—Sólo los de a caballo. Los hombres de a pie vienen detrás. ¿Cómo está la
situación?, un indio nos dijo que habían matado a muchos españoles…
—A cinco —puntualizó Soto—. Hernando de Toro, Miguel Ruiz, Gaspar de
Marquina, Francisco Martín y Juan Alonso.
Pizarro torció el gesto. Los conocía bien; los cinco eran jóvenes hidalgos,
llenos de vida, que habían hecho gala, en muchas ocasiones, de un valor rayano
a la temeridad. Calculó que entre los cinco dejaban en Jauja más de cien mil
pesos en oro que habría que hacer llegar a sus familias. Sabía, también, que
Miguel Ruiz, jugador de cartas empedernido, tenía en su bolsillo pagarés por
valor de dos mil pesos oro procedentes de otros jugadores no tan afortunados
como él.
—¿Y cómo estáis los demás?
—La mitad estamos heridos, aunque la mayoría son contusiones de pedradas.
—¿Y los caballos?
—Catorce heridos.
—¿Dónde están los indios?
—Ahí arriba. Debe de haber unos cuatro mil.
—Bien. Descansaremos, y a la mañana iremos a por ellos.
Mientras Pizarro se tendía en el húmedo suelo mirando a las miríadas de
tintineantes estrellas, se preguntaba qué haría él si estuviera en la situación de
Quisuis. Decidió que él tendría a la mitad de sus hombres lanzando piedras al
enemigo durante toda la noche, y cuando éstos hubieran agotado los proyectiles,
les haría relevar por la otra mitad.
Además, Pizarro no comprendía cómo no les esperaban agazapados al otro
lado de los ríos, cuando se veían obligados a cruzar corrientes tempestuosas. En
muchos momentos se veían completamente indefensos. Al llegar a la orilla
opuesta, los caballos llegaban tan agotados y helados de frío, que una docena de
defensores podría haberles impedido el cruce.
Resultaba evidente que los indios no habían descubierto todavía sus
flaquezas. Muchos creían que los caballos eran unos seres monstruosos e
inmortales y les tenían un pánico atroz. —Hasta ahora— pensó Pizarro—, pues
a partir de hoy ya saben que son tan mortales como cualquier otro animal.
Los indios saludaron el nuevo día con gritos de confianza en la victoria, pero
al poco se encontraron con la sorpresa que las fuerzas españolas, que tan
maltrechas estaban hacía pocas horas, se habían duplicado durante la noche
como por arte de magia.
Los jinetes españoles, con gesto ceñudo formaron en línea de batalla.
—¡Señores! —gritó Pizarro—. ¡Vamos a vengar nuestros muertos! ¡Santiago
y cierra España!
Aunque el terreno no era precisamente propicio para lanzar una carga de
caballería, los españoles avanzaron lenta pero tozudamente colina arriba lanza en
ristre con sus caballos descansados y las celadas bajadas. Los indios, que no
esperaban semejante reacción, retrocedieron y los que se quedaron para plantar
batalla fueron abatidos sin misericordia.
La batalla de Vilcaconga fue descrita más tarde por algunos de los españoles
como una lucha muy fiera, en un terreno muy peligroso en la que cinco
españoles perdieron la vida y otros muchos resultaron heridos, así como
numerosos caballos.
Desgraciadamente para los españoles, los hombres de Quisuis habían hecho
uso, por primera vez, de la ventaja que les proporcionaban las alturas. Y habían
visto con sus propios ojos que los españoles tenían su talón de Aquiles.
Una vez juntas, las tropas españolas avanzaron el 13 de noviembre sobre
Jaquijahuana, un pueblo a veinte millas de Cuzco.
El ejército de Quisuis era el único obstáculo que se interponía entre los
españoles y el Cuzco con sus templos de oro. Lo mismo podría presentarles
batalla en las colinas que rodeaban la ciudad, o encerrarse en el mismo Cuzco y
hacerse fuerte en él.
Sin embargo, la incertidumbre no se prolongó mucho, pronto trajeron
información de que el ejército de Quisuis había prendido fuego a los tejados de
paja de la ciudad, tal como habían intentado hacer en Jauja.
Pizarro se apresuró a dar la orden de marchar hacia la ciudad a marchas
forzadas. La ciudad de Cuzco estaba situada en el pliegue de un valle profundo y
resultaba invisible para un viajero que viniera del noroeste hasta que estaba
prácticamente encima. Pero, según se acercaba la columna española, una nube de
humo se hacía visible por encima de la línea que formaban las colinas.
El Gobernador se dirigió a Soto.
—Coge la mitad de los hombres, los que estén más enteros y adelántate.
Hernando de Soto sonrió ampliamente.
—Con mucho gusto, capitán.
Instantes más tarde, cuarenta españoles lanzaron sus caballos al galope para
tratar de impedir la completa destrucción de la ciudad.
Este grupo no tardó en encontrar el núcleo principal del ejército de Quisuis
en la entrada de la ciudad esperándolos.
Los cuarenta jinetes se abrieron en abanico y lanzaron sus caballos al galope
con sus lanzas en ristre. El choque fue estremecedor. No parecía sino que los
caballeros españoles nadaban sobre un mar embravecido que trataba de
tragarlos. Esta vez parecía que los nativos no tenían intención de volver la
espalda y luchaban con determinación y arrojo. Tanto así, que, a pesar del
elevado número de bajas que sufrían, no cejaban en su empeño de derribar a los
jinetes. Para ello trataban de herir a los caballos en sus partes más desprotegidas.
Para ellos, esos animales eran sus grandes enemigos.
Lentamente los indios consiguieron hacer retroceder a los españoles, quienes
dejaron tres caballos muertos en el campo de batalla, recibiendo heridas todos
los demás, tanto hombres como animales. Afortunadamente para los españoles,
los indios creyeron que les trataban de llevar a un terreno más llano,
preparándoles una emboscada y no les siguieron, prefiriendo quedarse en la
relativa seguridad de sus colinas.
Mientras tanto, Pizarro llegó con el resto de sus fuerzas.
Los dos ejércitos acamparon aquella noche en dos colinas, uno frente al otro.
Los invasores pasaron la noche con los caballos ensillados y con la brida
puesta, preparados para la batalla decisiva de Cuzco.

Aunque los incas no podían saberlo, se estaban enfrentando con los mejores
soldados del mundo, los tercios españoles. Ellos habían conseguido la expulsión
de los moros de España, muchos habían luchado en Flandes e Italia, tomando
parte en la derrota de Francisco I en Pavía o la de los aztecas en Méjico.
Además, los hombres que habían sido atraídos por las conquistas de las
Indias eran los más aventureros, más duros y más temerarios, entre todos. Y,
aparte de la avaricia y el deseo de enriquecerse, poseían un profundo fervor
religioso y la confianza de un cruzado que luchaba con los infieles por la
posesión de la Tierra Santa.
En batalla, la primera reacción de aquellos jinetes, era lanzarse como
centauros en medio del enemigo sin pensar en el peligro. Tal agresividad era una
táctica psicológica, y su efecto multiplicaba la reputación de los invasores en
cuanto a su invencibilidad y posible divinidad.
Años más tarde, un sobrino de Atahualpa describiría el terror que sentía su
gente al enfrentarse con aquellos extranjeros.
Parecían Viracochas, en parte porque eran tan diferentes a
nosotros tanto en su ropa como en su aspecto, y también porque les
veíamos cabalgar en unos enormes animales que tenían las patas de
plata. También les llamábamos Viracochas porque se comunicaban las
noticias en unas hojas blancas. Además, tenían objetos que tenían
muchas de estas hojas blancas juntas y que ellos veneraban mucho.
También les considerábamos Viracochas por su magnífico aspecto y
apariencia: unos tenían luengas barbas negras, otros rojizas. Además,
comían valiéndose de unos objetos de plata. Y sobre todo, porque
poseían truenos, que pensábamos los traían del cielo.
Sin lugar a dudas, la enorme ventaja que tenían los españoles consistía en los
caballos.
Cuando levantó la neblina matinal lo suficiente como para permitir distinguir
el campamento enemigo, los españoles se llevaron una sorpresa. Los incas
habían abandonado sigilosamente el campamento, dejando las hogueras
encendidas. ¿Dónde estaban?, ¿qué pretendían?
Amanecía el 15 de noviembre de 1533.
Capítulo XII

Cuzco

¡
I ncreíble!
¡El ejército de Quisuis había abandonado la ciudad!
Los españoles la observaron a sus anchas desde una altura.
La capital inca estaba situada al pie de varias colinas al final de un valle
verde y fértil. Pocas casas tenían más de un piso. La mayoría tenían empinados
tejados de paja o quincha, como muchas de las ciudades del norte de Europa. De
la mayoría de las chimeneas ascendían columnas de humo, casi en línea recta, a
causa de la falta de viento a aquella hora del mediodía.
Los primeros edificios que vieron los españoles eran simples rectángulos con
una base de piedra y las paredes de ladrillos de barro. Los tejados descansaban
sobre vigas de madera y las quinchas o juncos estaban atados por medio de
bejucos a las vigas. Las casas tenían amplios aleros para proteger los muros de
barro de las lluvias andinas. Las calles estaban pavimentadas y corrían de Norte
a Sur y de Este a Oeste. Por el centro de cada calle bajaba un pequeño canal de
agua. El único defecto que tenían las calles era su angostura. Sólo dos jinetes
podían cabalgar por ellas a la vez: uno a cada lado del canal.
La ciudad, de momento, no parecía que fuera gran cosa y fue, solamente
cuando llegaron al centro de la ciudad, que los españoles comenzaron a
maravillarse. Todos los edificios monumentales de la capital se apiñaban en una
especie de saliente que se proyectaba hacia el valle entre dos pequeños
riachuelos, el Huatanay y el Tuyumallo. Estos arroyos contribuían a la limpieza
de la ciudad y a darte un carácter casi austero. Una corriente de agua helada,
procedente de las nevadas cumbres de los Andes, bajaba cantarina por los
canales proporcionando una higiene perfecta.
El río Huatanay cruzaba la gran plaza central, dividiéndola en dos secciones.
En el lado oeste estaba Cusipata, la plaza donde la gente se reunía para celebrar
fiestas y festivales. Al Este se extendía la plaza de Aucaypata, más grande,
rodeada en tres de sus lados por los muros de granito de los palacios de los
Incas. El piso de la gran plaza estaba formado por grandes losas. Debajo, había
una serie de alcantarillas para evacuar las aguas de las lluvias, de los vertidos de
las fuentes ceremoniales y de las celebraciones desenfrenadas.
La columna de los hombres de Pizarro marchó en fila de a dos por las
estrechas calles hasta la plaza. A pesar del cansancio y de la falta de sueño, todos
se mostraban exultantes en aquel momento supremo. Más tarde, Pizarro hizo
tomar notas al escribano para describir su presa al rey:
Esta ciudad es la más grande y hermosa que se ha visto jamás en
este país o en ningún otro sitio de las Indias. Puedo asegurar a su
Majestad que es tan bella y tiene unos edificios tan hermosos que sería
una cosa extraordinaria, incluso en Castilla.
Pizarro montó campamento en la gran plaza.
—Estaremos alertas para rechazar cualquier ataque —advirtió a los hombres
—. No me fío de la retirada de Quisuis.
La gran plaza estaba flanqueada por los palacios y los edificios ceremoniales
de los Incas. Cada gobernante Inca se había construido un palacio durante su
reinado, y después de su muerte, el edificio se conservó como su mausoleo
particular. Estaban llenos de objetos de su propiedad, atendidos por sirvientes de
su propio linaje y presididos por la momia del Inca y su efigie. Los cuerpos
momificados a menudo se llevaban a la plaza para participar en las ceremonias y
se les ofrecía comida y bebida.
Los incas tenían tanta confianza en la seguridad de su imperio y en la
honradez de sus ciudadanos que en ningún momento escondían los tesoros de los
Incas difuntos.
Francisco Pizarro tomó posesión para sí de Casana, el palacio del gran
conquistador Inca Pachacuti, el gran artífice de la expansión inca. Su palacio
estaba situado al noroeste de la plaza y su rasgo predominante era su enorme
sala, casi doscientos metros de largo por sesenta de ancho, en la que cabían hasta
cuatro mil personas. Cuando el mal tiempo impedía la celebración de sus
festivales al aire libre, éstos tenían lugar en esta sala.
Sus dos hermanos, Gonzalo y Juan se acuartelaron junto a él, en edificios
que habían sido usados por Huayna Cápac.
Diego Almagro, como socio de Pizarro y segundo al mando de la expedición,
se aposentó en el palacio más nuevo que había sido construido para Huáscar en
la esquina norte de la plaza, justo detrás de los aposentos de los hermanos
Pizarro.
Otro gran palacio se levantaba al otro lado de la plaza con una torre de más
de sesenta pies de diámetro, Amaru Cancha. En él sentó sus reales Hernando de
Soto, reservando sitio para Hernando Pizarro que estaba todavía en España.
Sin embargo, había una cosa que preocupaba a Diego de Almagro.
—Se han repartido las mujeres de Atahualpa entre los soldados —dijo a
Pizarro—, pero, tal como ordenaste, se han respetado las hermanas del Inca.
¿Qué te parece que hagamos con ellas?
Pizarro no pareció darle demasiada importancia al tema.
—Que se las queden los oficiales.
—Eso había pensado —dijo Almagro pensativo—, pero no sería mala idea si
tú cogieses una para ti.
El gobernador se volvió a encoger de hombros.
—¿Para qué? Ya tengo varias criadas que vienen a mi cama cuando me
apetece.
—Ya lo sé —respondió Almagro—. Pero estoy pensando que deberías
casarte con una princesa por aquello de que tuvieras descendientes de sangre real
Inca. Ellos siempre tendrían derecho a un posible trono algún día.
Pizarro se quedó pensativo.
—Una especie de unión de conveniencia —dijo.
—Algo así.
Pizarro paseó por los jardines del palacio de Casana, deteniéndose junto a
una pequeña cascada de agua cantarina que caía sobre un estanque adornado por
orquídeas y nenúfares.
La idea no le desagradaba.
Quispe Cusi era una joven quinceañera de gran belleza. Como otras varias
hermanas de Atahualpa su vida estaba destinada a ser esposa de su hermano. Sin
embargo, a la muerte de éste, su destino se vio cambiado por completo. Hasta
que se decidiera su suerte, las jóvenes habían sido alojadas en el Templo del Sol.
—El capitán de los Viracochas desea hablar contigo, Quispe.
La joven miró a su vieja criada que le traía la noticia.
—¿Y qué quiere de mí? —dijo con aprehensión.
—No lo sé, niña. Pero si me dejas adivinar, seguro que querrá que compartas
su palacio.
—Pero yo soy hermana del Inca. Sólo puedo casarme con un hermano mío.
—Si los Viracochas se quedan entre nosotros, como parece que van a hacer,
más te valdría unirte a uno de ellos, y ¿quién mejor que su jefe?
Como había adivinado la criada, Pizarro pidió a Quispe que fuera a vivir con
él en el palacio de Casana.
—Me gustaría que vinieras a vivir conmigo —dijo Francisco Pizarro—,
quitándose el sombrero y barriendo el suelo con la pluma en una reverencia.
Aunque la joven veía delante de ella a un hombre de más de cincuenta años,
agradecía, por otra parte, dentro de su corazón que el jefe blanco hubiera ido a
pedirle lo que podía coger en cualquier momento por la fuerza.
—¿Me deseáis como esposa? —preguntó con timidez.
—Primero deberías convertirte a nuestra fe —dijo Pizarro.
—Yo… yo no sé nada de vuestra… fe.
—Daré instrucciones al padre Valverde para que te enseñe. Me gustaría que
te bautizaras con el nombre de Inés.

Pizarro no perdió tiempo; había que nombrar cuanto antes al Inca Manco
gobernador títere del imperio, así que, al día siguiente, en una rápida ceremonia
le proclamó el legítimo heredero de Huáscar, dejando para más adelante toda la
parafernalia de la coronación formal del joven como Inca. Así, los nativos no
tendrían posibilidad de unirse con los de Quito. Ahora ya tenían su propio Inca a
quien reverenciar y obedecer.
Además, Pizarro animó al nuevo Emperador.
—Creo, Majestad —dijo—, que sería una buena idea organizar un ejército
para perseguir a los hombres de Quisuis que todavía pudieran estar en la región
de Cuzco.
El joven Manco no quería nada mejor que tener soldados bajo su mando para
vengarse de la persecución que había sufrido su familia.
—Me parece bien —afirmó entusiasta—. No tardaré mucho en tener mi
propio ejército.
En realidad, tanto fue el entusiasmo que puso en el empeño el nuevo Inca
que, en apenas cuatro días, había reunido a cinco mil soldados, todos ellos bien
equipados y con su armamento correspondiente.
Cincuenta hombres de a caballo, bajo el mando de Hernando de Soto les
acompañaron en su persecución de las fuerzas de Quisuis, que se habían
refugiado en las montañas de Condesuyo, a unas veinticinco millas al sudoeste
de Cuzco.
La expedición aliada, que duró diez días, no fue el éxito que habían
pretendido, pues la retaguardia de Quisuis defendió bien un puerto de montaña y
avisó a su general de la llegada de la caballería de Soto. Quisuis retrocedió
atravesando la garganta del Apurimac, cerca de un pueblo llamado Capi, quemó
el puente colgante y repelió con una lluvia de proyectiles un intento aliado de
cruzar el río. El área era de lo más salvaje e inaccesible que jamás habían visto
los españoles.
Pero, por el lado positivo, los hombres de Manco habían recibido su
bautismo de fuego y no se arredraron ante los hombres de Quisuis, por lo que su
moral estaba alta.
Los de Quito, por el contrario, aunque habían conseguido eludir la
expedición punitiva, tenían la moral destrozada por esta tercera derrota. Estaba
claro que Quisuis ya no podía mantener un ejército cerca de Cuzco, y muchísimo
menos pensar en lanzar un contraataque. Lo único que querían sus hombres era
volver a casa.
Los soldados empezaron a desertar. Pronto comenzó la larga migración hacia
Quito.

La expedición contra Quisuis regresó a Cuzco a finales de diciembre,


después de asegurarse de que el enemigo había dejado de ser una amenaza para
ellos. Los españoles de Soto estaban deseosos de participar en el reparto del
botín, y los nativos querían asistir a la coronación del Inca.
A la celebración de la coronación se unió la de la victoria sobre los hombres
de Quito. Miguel de Estete escribió un relato sobre aquellas increíbles
celebraciones que duraron treinta días.
Se reunía una cantidad tan grande de esta gente en la plaza que
apenas había sitio para todos. Manco ordenó que todos sus
ascendientes tomaran parte en las festividades.
Después de acudir al templo rodeado de cantidad de esta gente para
orar al Sol, dedicaba la mañana para ir en rotación a visitar todas las
tumbas donde estaban embalsamadas las momias. Éstas eran llevadas
con gran veneración y reverencia a la ciudad y colocadas en sus tronos
en orden de precedencia. Había una litera para cada una, con hombres
uniformados para llevarla.
Los nativos acompañaban a la comitiva cantando baladas y dando
las gracias al Sol. Llegaban a la plaza seguidos de muchísima gente y
llevando al Inca a la cabeza en su litera. Su padre Huayna-Capac
estaba a su altura, y el resto, de la misma forma en sus literas,
embalsamados y con diademas en la cabeza.
Habían erigido un pabellón para cada uno, y los reyes muertos
estaba colocados en este orden, sentados en sus tronos y rodeados por
pajes y mujeres con espanta moscas, que les trataban con el mismo
respeto que si estuvieran vivos.
Al lado de cada una de las momias había un pequeño altar con su
insignia, en la cual había objetos personales como uñas, pelo, dientes,
etc.
Había tanta gente, y todos bebían tanto —hombres e mujeres—, que
la orina corría libremente por las losas, tan abundantemente como un
día lluvioso de primavera.
El espectáculo era increíble y así durante treinta días.

La ceremonia incluía una comida simbólica para cada momia. Se cocinaba


en un brasero delante de cada una y se vertía chicha en grandes vasijas de oro.
Los españoles, naturalmente, se aprovecharon de la coronación para llevar a
cabo una demostración de amistad y alianza entre nativos y europeos. Después
de que el padre Valverde hubo celebrado la misa, el gobernador se dirigió a
todos los presentes de la misma manera en que lo había hecho en ocasiones
similares: su secretario, Pedro Sancho y el escribano del ejército leyeron la
proclamación y el «Requerimiento» que había ordenado su Majestad. El
contenido fue traducido por un intérprete.
Al terminar, cada jefe levantó dos veces el estandarte real de España,
acompañado del sonido de las trompetas y Manco bebió de una taza de oro junto
con Pizarro. Los nativos cantaron baladas y dieron gracias al Sol por haber
permitido que sus enemigos fueran derrotados y expulsados de sus tierras, y por
enviar a los cristianos a que los gobernaran.
En su crónica, Estete puntualizó con honradez: aunque abiertamente daban
gracias por tenemos a nosotros como sus gobernantes, no creo que era ésa su
verdadera intención. Ellos sólo deseaban hacernos creer que estaban contentos
con nuestra compañía.
En un extremo de la plaza también había dos soldados que tenían sus dudas
sobre el documento leído.
Domingo de Soraluce miró de reojo a su amigo Peralta.
—Es curioso ese documento —comentó—. Y si no fuera por las
circunstancias, yo diría que es sumamente cómico. ¿A quién se le ocurriría
semejante bodrio?
Aunque los soldados estaban en posición de firmes, Cristóbal de Peralta
sonrió.
—Bueno —dijo—, ya sabes que ese documento fue el resultado de un gran
debate moral que pende sobre las conciencias de los grandes teólogos desde que
se descubrieron las Indias.
—¿Debate moral?
—Sí, muchos Padres de la Iglesia creen que no tenemos ningún derecho de
conquistar reinos nativos y deberíamos dejarle en paz.
—Pero el papa Alejandro dividió el mundo en dos mitades, una para
Portugal y otra para España…
—Sí, pero esa división era para evangelizar con la cruz, no para la conquista
e invasión. Se supone que no debemos ni robar, ni escandalizar ni destruir sus
tierras, pues esto causaría que los indígenas no abrazaran nuestra religión.
—Pues no parece que nadie les hace mucho caso.
—Así ocurre siempre. Ya en 1511 el dominicano Antonio de Montesinos
sacó todo a relucir en un sermón en La Española. Dijo a los feligreses que
estaban en pecado mortal. Que vivían y que morirían en él a causa de la crueldad
y tiranía que ejercitaban sobre los nativos.
—¿Ah, sí?, ¿y qué ocurrió?
—Pues que aquella idea tuvo un gran campeón en otro clérigo, Bartolomé de
las Casas.
—Sí, he oído hablar de él.
—Pues este hombre consiguió interesar sobre el tema a varios teólogos de la
Universidad de Salamanca, entre ellos a Matías de la Paz, que, por cierto, fue
profesor mío. Y después de muchas discusiones, se celebró un concilio en
Burgos sobre el tema en 1513. Después de este concilio, y por poco margen,
ganaron los que adoptaron la línea de Bartolomé de las Casas. Se proclamó un
tratado en el que se reconocía que el Rey tenía el derecho de propagar la fe pero
no debía aprovecharse de las riquezas halladas.
»Sin embargo, otros siguieron sosteniendo que los nativos eran como niños y
que necesitaban el paternalismo europeo. No faltaron, por supuesto, los que
sostenían que los nativos debían ser tratados lo mismo que los moros. De todo
esto salieron unas ordenanzas “muy razonables” en las que se impedía que los
indios trabajaran demasiadas horas. Pero, de todas formas, los nativos debían
trabajar nueve meses al año para sus dueños.
—Es decir, para nosotros.
—Sí. Y poco después, en el monasterio de Valladolid, se redactó el famoso
Requerimiento que acabas de oír.
Domingo de Soraluce hizo un gesto de incomprensión con las cejas.
—Lo que yo he oído es una breve historia del mundo y sus comienzos con
Adán y Eva. Una descripción de la venida de Jesús al mundo y el nombramiento
de los apóstoles como sus sucesores. Después, han explicado algo sobre la
monarquía española y la donación de las Indias por el papa al Rey de España.
—Has oído bien —sonrió Peralta—. Los indios que son así requeridos,
deben aceptar al Rey de España y permitir que se enseñe la religión católica o
apechar con las consecuencias.
—Es decir, la guerra.
Peralta se humedeció los labios, mientras asentía.
—Se dice que cuando Bartolomé de las Casas leyó este Requerimiento no
sabía si reír por lo ridículo que le parecía, o llorar por lo injusto que era.

El 15 de diciembre de 1533 llegó el gran día, el día que todos habían estado
esperando ansiosamente.
Después de asegurarse la obediencia de los jefes nativos, Pizarro tenía vía
libre para apoderarse de los enormes tesoros que encerraba la ciudad. Se
organizaron grupos de hombres para arrancar los adornos de oro de los templos
y recoger los cientos de figuras y objetos dorados y plateados de los mausoleos,
mientras otros se dedicaban a fundir y separar los dos metales.
Todos los trabajos se llevaron a cabo sin los apresuramientos de Cajamarca,
siendo controlados por el Tesorero Diego de Narváez y supervisados por
Jerónimo de Aliaga. Durante dos meses y medio los hornos de fundición
trabajaron día y noche produciendo lingotes de fácil manejo, pero que, al mismo
tiempo, hacían desaparecer para siempre objetos de increíble belleza. El día 2 de
marzo, el pregonero fue enviado a anunciar que todo el que tuviera oro o plata
todavía en su poder debía entregarlo para una última hornada. El botín obtenido
fue mucho mayor que el conseguido en Cajamarca, y, sin embargo, el que, por lo
visto, se habían llevado los incas de Quisuis, era todavía más importante. Entre
los grandes ausentes estaban numerosas imágenes del sol y de la luna que habían
adornado el templo de Coricancha. Una de ellas, según relataban los indios, era
un enorme sol de gran tamaño llamado Punchao, tallado en oro y adornado con
infinidad de piedras preciosas.
A mediados de marzo se llevó a cabo el esperado reparto que haría, más
adelante, inflamar la imaginación de todos los jóvenes europeos.
El quinto del rey ascendió a un millón de pesos de oro y plata.

Mientras sus hombres desmantelaban el oro de la ciudad, Pizarro miraba con


preocupación la situación de los españoles en Perú. Él se encontraba en Cuzco
con 150 de sus mejores hombres, Alonso Riquelme se había quedado en Jauja
con ochenta, y Sebastián Belalcázar, que había escoltado el oro desde Cajamarca
a la costa, estaba en San Miguel con poco más.
Por su parte, los ejércitos de Rumiñahui seguían en la ciudad de Quito,
mientras que sus espías le decían que Quisuis con unos siete mil hombres estaba
tratando de volver a casa a través de los Andes.
Pizarro se dirigió a sus oficiales.
—Los enviados de Manco me informan que Quisuis se dirige hacia el norte
por el río Apurimac para coger ahí el camino real. Como veréis —dijo señalando
un mapa dibujado sobre un pergamino—, eso representa una amenaza para los
hombres que hemos dejado en Jauja.
Diego de Almagro asintió preocupado.
—Tenemos allí a un cuarto de nuestras fuerzas —sin contar con el oro, que
quedaría en poder del enemigo—. Si permitimos que Quisuis se apodere de la
ciudad nos veríamos aislados aquí en Cuzco.
Gonzalo Pizarro también dio su opinión.
—Además, una derrota sería terrible para nuestra reputación. Les haría
pensar que no somos invencibles y eso restauraría de nuevo su espíritu de lucha.
Francisco Pizarro se acarició la barba, preocupado.
—Tenemos que evitarlo a toda costa. Voy a enviaros, a ti, Diego, y a ti,
Hernando, con cincuenta hombres de a caballo.
Hernando de Soto asintió.
—De acuerdo. Saldremos cuanto antes, aunque a los hombres no les va a
gustar mucho la idea de dejar Cuzco y su oro.
Diego de Almagro se ajustó el parche que le cubría el ojo izquierdo.
—Quizá deberíamos llevar algunas tropas auxiliares de indios.
—Sí —asintió el gobernador—. He hablado con Manco. Él y su hermano os
acompañarán con cuatro mil hombres.
Aunque Hernando de Soto había prometido salir lo antes posible, no lo
hicieron hasta finales de enero de 1534. Era la época de lluvias, y el agua caía a
cántaros todo el día, todos los días. Cuando finalmente, se inició la marcha, el
avance fue lento. Las lluvias habían hecho que los ríos bajaran caudalosos y
Quisuis había destruido todos los puentes detrás de él.
El río Papas, cerca de Vilcashuaman, demostró ser un obstáculo difícil de
vencer. Los hombres de Manco trabajaron durante veinte días para reconstruir el
puente colgante, luchando lo indecible por encima de una corriente turbulenta
que destruía cables y se cobraba vidas, una y otra vez.
Cuando, por fin, llegaron los hombres de Almagro y Soto a Vilcashuaman, a
primeros de marzo, se enteraron de que llegaban demasiado tarde, la batalla de
Jauja ya había tenido lugar.

Quisuis había planeado un movimiento en forma de pinza sobre Jauja. La


ciudad estaba situada entre el río Mantaro y un lugar donde el fértil valle se
interrumpía bruscamente cortado por unas colinas de roca gris.
Envió a mil de sus hombres a rodear la ciudad por las colinas, cruzando el
puente y apoderarse de las alturas detrás de la ciudad. Él con los restantes seis
mil avanzarían por campo abierto en el valle.
Pero, desgraciadamente para Quisuis el plan no funcionó como había
previsto. El elemento de sorpresa desapareció, pues un movimiento tan grande
de hombres no podía mantenerse en secreto durante mucho tiempo. Además, la
sincronización del ataque de las dos fuerzas tampoco se llevó a cabo como
estaba planeado. Cuando los mil hombres se encontraron temprano por la
mañana detrás de la ciudad, después de cruzar el puente hallaron a los españoles
esperándolos.
El capitán Gabriel de Rojas, que había llegado providencialmente desde la
costa hacía pocos días, les esperaba agazapado con diez jinetes y treinta
ballesteros.
Cuando la mitad de los indios hubieran cruzado el puente, el capitán español
levantó la mano y la bajó rápidamente. Como respuesta a su señal, treinta dardos
salieron de las ballestas abatiendo a los primeros indios y creando confusión
entre los demás.
Rojas no esperó más. Espoleó a su caballo con un grito.
—¡Santiago y cierra España! ¡A ellos!
Como una tromba se lanzó vertiginosamente contra el centro del grupo
enemigo seguido de sus diez jinetes. La reducida tropa de caballería, lanza en
ristre, sembró el terror por doquier. No eran ya mil soldados dispuestos a luchar,
sino mil hombres desesperados que trataban de salvar sus vidas como pudieran,
bajo aquella avalancha incontenible. Todos se agolparon sobre el puente tratando
de ganar la otra orilla. En su desesperación empujaron a los que les precedían
haciendo que una gran cantidad de ellos cayeran al río. Pero, cuando, por fin, los
supervivientes se hallaron al otro lado, tampoco, entonces, se encontraron a
salvo. Los once jinetes les persiguieron sin piedad, abatiéndoles por la espalda
como si estuvieran cazando conejos.
Los españoles pasaron el resto del día y la noche siguiente preparados para
rechazar cualquier otro ataque. El tesorero real, Riquelme, mandó poner el oro
en una casa de piedra protegida por los enfermos y heridos, que no estaban en
condiciones de salir a luchar fuera.
Por la mañana, temprano, recibieron aviso que Quisuis y sus hombres se
encontraban al otro lado de un río tributario del Mantaro a un par de millas de la
ciudad.
—¡Capitán Rojas! —llamó—. Saldremos a su encuentro antes de que crucen
el río. Si yo caigo en la lucha, vos me sustituiréis.
—De acuerdo —gritó Rojas—. Vamos a por ellos.
Veinticinco jinetes, cuarenta hombres de a pie y dos mil auxiliares indios, se
dirigieron a marchas forzadas hacia el lugar donde se divisaba el ejército
enemigo. Cuando los españoles llegaron a la orilla, los de Quito habían ya
empezado a cruzar la corriente, pero a la vista de los jinetes, se retiraron
precipitadamente a su orilla.
Riquelme, seguido de Rojas y otro capitán llamado Alonso de Mesa, espoleó
su caballo entrando en el río.
—¡Vamos a por ellos! —gritó.
Una lluvia de piedras y flechas les recibió en el medio de la corriente. Un
caballo desapareció con su jinete debajo de las aguas, mientras dos jinetes más
tuvieron que ganar la orilla a nado al recibir sus monturas varias heridas
mortales.
—¡Riquelme ha caído del caballo!
Al grito de alarma, Alonso de Mesa, que se hallaba cerca, dirigió su caballo
tras el caído tesorero consiguiendo rescatarlo cuando las aguas se llevaban al
inconsciente comandante.
—¡Ayudadme! —dijo de Mesa dirigiéndose a un par de ballesteros—. Ha
recibido un golpe en la sien, pero no está muerto.
Para cuando Alonso de Mesa se reintegró a la batalla, la mayoría de los
españoles y una buena parte de los auxiliares nativos habían cruzado el río. La
batalla se desarrollaba ahora en la orilla. Los ballesteros disparaban sus dardos a
un ritmo trepidante, infligiendo muchas bajas entre los incas, pero los grandes
protagonistas, una vez más, fueron los caballos. La pequeña, pero mortífera
caballería, capitaneada hábilmente por Gabriel de Rojas y Alonso de Mesa se
arrojó temerariamente entre el enemigo infundiendo un terror indescriptible
entre los incas.
Como había ocurrido el día anterior con sus compañeros, los incas, poco a
poco, fueron perdiendo los ánimos, al ver que no conseguían derribar a aquellos
centauros. Sus hondas y flechas nada podían contra aquellas corazas de acero y
aquellas monturas terribles que les aplastaban con sus cascos. Desmoralizados,
buscaron la salvación en la huida.
Perseguidos incansablemente por la caballería, los supervivientes del ejército
de Quisuis se refugiaron en las colinas. Aunque sus hombres estaban deseando
volver a su tierra, el general quítense estaba dispuesto a tratar de ocupar el centro
del país, por lo que se dirigió a una plaza fuerte, inexpugnable, cerca de
Bombón, sobre el lago Junín, a unos días de camino.
Por su parte, Almagro y Soto llegaron a Jauja dos semanas después de la
batalla. Al enterarse de lo ocurrido, decidieron perseguir al ejército enemigo.
—Trataremos de alcanzarles —dijo Almagro.
Pero cuando los tuvieron a la vista era ya demasiado tarde. Los hombres de
Quisuis se habían fortificado en un paso de montaña llamado Maracayllo, en la
carretera de Bombón. Un puñado de hombres podía defender indefinidamente la
empinada y retorcida senda que subía trabajosamente por las escarpadas laderas.
Allá los caballos resultaban un estorbo más que una ayuda.
Los españoles y sus aliados establecieron su campamento en el valle
mientras sus líderes se reunían para decidir el plan de acción.
—¿Hay alguna forma de llegar a sus espaldas? —preguntó Almagro a un
hermano de Manco Inca que había venido al frente del ejército.
Éste negó con la cabeza.
—Habría que dar una vuelta enorme que nos llevaría dos semanas, trepando
laderas, y, por supuesto, sin vuestros animales.
—Pues subir por este sendero serpenteante de uno en uno es tanto como
pedir que nos corten el cuello a todos, según lleguemos a lo alto —dijo Soto
pensativamente—. Los caballos justo podrían trepar llevándolos del cabezal.
—Y eso sin contar con el soroche— comentó Francisco de Orellana mirando
hacia arriba—. Aquella cima debe de estar a más de cinco mil metros de altura.
Se originó un silencio entre los capitanes.
—¿Alguna idea, caballeros? —preguntó Almagro.
—Para echar a esa gente de ahí —dijo Orellana— habría que montar un
asedio en toda regla. Impedir que reciban vituallas y, sobre todo, agua. Quizá
deberíamos consultar con Pizarro y Manco Inca. Una operación así no se monta
sobre la marcha.
—Tienes razón —asintió Almagro—. Dejaremos a un puñado de nativos
vigilándoles a distancia y nos volveremos a Jauja.

Mientras tanto, Pizarro y Manco habían ya terminado todo lo que tenían que
hacer en Cuzco. Los tesoros de la ciudad imperial habían sido fundidos en
lingotes que llevaban el sello real de España y el 19 de marzo se firmó el último
acto de distribución. Pocos días más tarde, el día 23, el gobernador español
presidió la ceremonia oficial de la «fundación» de Cuzco, como nuevo
municipio español.
Tres días más tarde, una vez terminadas las celebraciones, Pizarro y Manco
salieron para Jauja. El Inca iba en su litera mientras que Pizarro insistió en
cabalgar en su corcel. Al frente de la ciudad quedaban, Beltrán de Castro y Juan
Pizarro por parte española, y Paullu Inca al mando de los nativos.
Los dos líderes llegaron a Jauja a mitad de abril donde se enteraron que
Quisuis seguía enrocado en su baluarte.
—Según los espías —les informó Hernando de Soto—, la moral de las tropas
de Quito deja mucho que desear, pues todos están deseando volver a su tierra.
Yo creo que sólo hace falta un pequeño empujón para que el ejército entero se
derrumbe por su propio peso.
Pizarro mantuvo una reunión con Manco para planear un ataque sobre la
posición del enemigo.
—Necesitaremos cuatro mil soldados —dijo Pizarro—. ¿Puedes
conseguirlos?
El joven Inca asintió.
—Por supuesto. Y muchos más, si hacen falta.
Pizarro negó con la cabeza.
—No queremos basura. Para un ataque a un baluarte como el que defiende
Quisuis harán falta buenos soldados.
—Los conseguiré —aseguró Manco sonriendo con confianza.
Cumpliendo su palabra, no tardó el Inca en reunir los soldados prometidos.
Además, el curaca de Jauja, Guacra Paucar, aportó cuatrocientos diecisiete
hombres, y el de Hatun Jauja, Apo Cusicacha, acudió al frente de doscientos
tres. Con ellos, Pizarro envió a cincuenta jinetes y treinta soldados de a pie al
mando de Gonzalo Pizarro y Hernando de Soto para enfrentarse con los diez o
doce mil que debía tener Quisuis.
Los soldados se pusieron en marcha con gran euforia, a mediados de mayo,
decididos a acabar de una vez por todas con aquella amenaza, pero, para cuando
llegaron al paso defendido por los quiteños se encontraron con que éstos habían
abandonado su fortaleza, en parte obligados por la falta de alimentos y por las
condiciones extremas que tenían que soportar los soldados en aquella altitud.
Los espías les comunicaron que el ejército de Quisuis les llevaba una
delantera de diez días.
—Les alcanzaremos —dijo Gonzalo Pizarro bravucón—. ¡Voto a Satanás
que no dejaremos que huya ni uno sólo de esos gallinas!
El primer contacto con el enemigo tuvo lugar tres semanas más tarde. Pero
sólo consistió en una pequeña escaramuza, más bien una emboscada, que los de
Quisuis tendieron a las tropas que les perseguían. Los que recibieron el castigo
más fuerte fueron los hombres del curaca de Jauja, que iban en cabeza y que
perdieron la mitad de sus hombres.
Aunque los quiteños tuvieron importantes bajas en la escaramuza, estaba
claro que no iban a presentar batalla en campo abierto como pretendían los
españoles. El grueso del ejército de Quisuis se dirigió hacia el norte, protegido
siempre por una retaguardia que sólo luchaba aprovechando las irregularidades
del terreno.
Los españoles persiguieron al enemigo hasta Huánaco, pero les dejaron ir
cuando se vio claro que el ejército de Quisuis abandonaba el Perú central para
continuar su marcha hacia Quito donde podrían contar con el apoyo de la
población.
—A partir de ahora —comentó el curaca Guacra Paucar—, Quisuis está en
su terreno.
Solis asintió.
—Creo que ya va siendo hora de volver. Está claro que aunque no hemos
podido destruir el ejército de Quisuis, los hemos hecho huir de la parte del Perú
que pertenecía a Huáscar.
Con el ejército de Quito en desbandada hacia el norte, los españoles se
podían considerar dueños de la mitad del imperio inca.
Los expedicionarios regresaron a Jauja a mediados de junio.
Tanto Francisco Pizarro como Manco Inca se consideraban triunfadores de
una conquista sin precedentes, algo que habría sido considerado un sueño
irrealizable sólo unos meses antes. Pasaron juntos seis semanas en Jauja
disfrutando de su éxito y felicitándose ambos a sí mismos por estar convencidos
de haber manipulado al otro a fin de obtener el control del país.
Sólo habían pasado unos meses desde que Pizarro condujera su diminuto
ejército a Cajamarca y mucho menos todavía desde que Manco se refugiara entre
los españoles huyendo de los hombres de Quito.
Durante el tiempo que estuvo en Jauja, Pizarro aprovechó la ocasión para
fundar la ciudad de forma oficial, tal como había hecho en Cuzco el 23 de
marzo. Ordenó construir un rollo de madera en el medio de la plaza con una gran
cruz, que serviría tanto como signo de jurisdicción como para ejecutar a los reos.
Con todos los soldados presentes en formación y los incas como
espectadores curiosos, Pizarro levantó la voz con gran teatralidad.
—Para marcar la fundación que estoy llevando a cabo y la posesión
que estoy tomando —dijo—, hoy, 25 de abril de 1534, sobre el rollo que
he mandado construir en medio de esta plaza, sobre sus peldaños de
piedra, que todavía están sin terminar, usando la daga que llevo al
cinto, yo, Francisco Pizarro, hago una muesca en la piedra y otra en la
madera del rollo. También llevo a cabo otros actos de posesión y
fundación de esta ciudad, dándole como nombre: la más noble y real
ciudad de Jauja.
El Acto de Fundación describía la repartición de la ciudad entre los cincuenta
y tres soldados que eligieron permanecer allí como ciudadanos. El Acto también
nombraba un gobierno municipal que consistía en un alcalde y ocho regidores,
todos ellos oficiales del ejército invasor.
En el documento se requería a los nuevos ciudadanos que construyeran lo
antes posible una iglesia y un muro protector alrededor de la ciudad, y no
desposeyeran a los habitantes indios de sus viviendas. En un preámbulo, Pizarro
recordaba a sus hombres que los nativos de aquel país eran también hijos de
Dios, y, por lo tanto, sus hermanos, todos descendientes de Adán y Eva.
En el mismo documento, Pizarro concedió encomiendas de indios a los
españoles. A Alonso Riqueme, el tesorero, le concedió todos los indios de la
región de Bombón y Tarma. En la concesión, mandó escribir: Deposito estos
indios al cuidado de vuestra merced, para que podáis usarlos en vuestros
campos y haciendas, minas y granjas. Os doy licencia, poder y autoridad para
ello, con el entendimiento de que estáis obligado a convertirlos e instruirlos en
los artículos de nuestra Fe Católica y tratarlos bien, en conformidad con las
ordenanzas promulgadas por nuestro rey en 1520.

Por su parte, Manco Inca, que observaba y tomaba buena nota de todo lo que
hacían los españoles, al día siguiente se acercó al gobernador.
—Quiero invitarte, a ti y a tus oficiales, a una cacería —dijo—. Será algo
que nunca olvidaréis.
Pizarro sonrió.
—Me encanta la montería —dijo—. ¿Cuándo será?
—Dentro de unos días —respondió evasivamente el Inca sin darle
importancia.
Manco mantuvo en secreto los preparativos del evento pues quería darle una
sorpresa al español. En realidad, lo que estaba preparando era la cacería real o
«chaco» que se llevaba a cabo cada cuatro años. Miles de bateadores cercaban
una inmensa área y durante días se movían por encima de colinas, puna y valles,
reduciendo lentamente el tamaño del círculo. Según se iba apretando el cinturón,
los bateadores formaban líneas concéntricas para impedir que se escapara ningún
animal. Los gritos y el estruendo de los hombres hacían que los animales bajaran
asustados de las colinas a las tierras bajas. Allí los hombres cerraban el círculo,
sin permitir que ni un solo animal se escapara de la trampa.
Los animales capturados solían consistir en llamas, vicuñas, guácanos,
ciervos, zorros, liebres, e incluso pumas. Una vez que el círculo estaba cerrado,
un número de hombres entraba en el recinto con gruesos palos y cuerdas para
matar o capturar el número de animales que deseaba el Inca —entre diez y
quince mil cabezas, generalmente machos viejos— soltando al resto, y siempre
respetando las hembras y los pequeños. Sin embargo, antes de dejarles ir, los
cazadores esquilaban las vicuñas, quedándose con su preciosa lana.
Toda la población de la región tomaba parte en el «chaco», que era motivo
de grandes celebraciones pues los aldeanos tenían ocasión de proveerse de
enormes cantidades de carne y de lana.
Tan en secreto mantuvo Manco los preparativos que los españoles se
volvieron recelosos. Hernando de Soto sacó a relucir sus preocupaciones durante
la comida.
—¿Habéis observado la cantidad de preparativos que está llevando a cabo
esta gente? Fijaos en el movimiento de personal de un lado para otro.
Francisco Pizarro se llevó un trozo de carne de vicuña a la boca.
—Me imagino que tendrá que ver con la cacería que nos ha prometido
nuestro amigo Manco —dijo.
—Sí —asintió Soto—, pero yo estoy hablando de movimientos de cientos,
quizá miles de hombres. Todos armados con palos y machetes.
Gonzalo echó un trago de vino de una gran jarra.
—No me fío de esta gente —dijo—. Ese Manco no me inspira ninguna
confianza. Lo encuentro demasiado complaciente…
El Gobernador asintió.
—Yo tampoco me fío demasiado. Quizá tengáis razón. Estaremos ojo avizor.
Corred la voz a todos los hombres que extremen la vigilancia. Y, de todas
formas, acudiremos a la cacería con armadura y preparados para luchar.
Pero no hubo ocasión para la desconfianza. Cuando el círculo estaba ya casi
cerrado alrededor de los animales, Manco anunció a los españoles que al día
siguiente les tenía preparada una sorpresa.
—Mañana es el gran día —anunció triunfante—, os tengo preparado un
espectáculo que nunca olvidaréis.
Pizarro asintió, tratando de ocultar su preocupación con una sonrisa.
—Estaremos a tu disposición a primera hora —dijo.
Cincuenta jinetes se agolparon al día siguiente alrededor de su líder con
equipo completo, y lanza en ristre. Una cosa era segura: no les cogerían
desprevenidos. Pero no hubo trampa, al menos, no para los hombres. Desde una
colina, Manco, en su litera, ofreció a sus invitados, que se mantenían montados
en sus caballos, un espectáculo increíble. Cien mil animales de diversas especies,
entre ellos algunos predadores, se debatían dentro de un gran círculo que
inexorablemente iba apretándose cada vez más. El griterío y trompeteo de los
bateadores hacía que los animales se debatieran frenéticos buscando una salida
que no existía.
Cuando el encargado del «chaco» consideró que había llegado el momento,
levantó un brazo para hacer callar las diez mil gargantas, e inmediatamente un
gran silencio se extendió por las montañas. Los ecos dejaron de reverberar por
entre los valles y pareció como si un gran manto de quietud se apoderara de los
presentes.
Casi de inmediato, los animales parecieron apaciguarse y se mantuvieron con
las cabezas tiesas y las orejas erguidas, expectantes. Enseguida, varios cientos de
hombres penetraron en el círculo y, mientras unos sujetaban a los animales, otros
los esquilmaban. De tal manera, recogieron durante la mañana, cientos de cestos
de lana que no tardaría en convertirse en ropa de abrigo. Una vez terminada la
recolección de la lana, los cazadores eligieron los animales que serían
sacrificados para su carne, dejando marchar el resto.
A finales de agosto, Pizarro se acercó a la costa. Tenía la intención de ver el
templo de Pachacamac, pero a mitad de camino oyó un rumor sobre un posible
levantamiento de los indios y se apresuró a volver a Jauja. Aunque el rumor
demostró ser falso, durante el viaje de vuelta, el Gobernador tuvo ocasión de
contemplar una larguísima hilera de porteadores indios que acarreaban los
avituallamientos que acababan de llegar por barco a San Miguel desde Panamá.
—Es completamente ilógico —exclamó— tener la capital tan lejos de la
costa. Deberíamos buscar un sitio idóneo, no lejos del mar.
Francisco de Orellana, que cabalgaba a su lado, asintió.
—¿Por qué no enviáis a un par de españoles con algunos guías indios a
buscar un lugar apropiado?
—Creo que lo haré —contestó Pizarro—. Lo propondré en la asamblea de
Jauja.
El resultado de las pesquisas pronto proporcionó una gran llanura a
doscientos metros de altitud sobre el nivel del mar en la que se levantaba un
pequeño poblado al que los nativos llamaban «Lima».
Desde el momento en que Pizarro expuso su idea en la asamblea, el 29 de
noviembre hasta que se fundó la nueva ciudad transcurrió poco más de un mes.
El cinco de enero, fiesta de la Epifanía, la nueva capital española recibió el
nombre de Ciudad de los Reyes, en honor a los Reyes Magos.
A muchas leguas de distancia, Rumiñahui había decidido que había llegado
la hora de poner el tesoro de los incas a salvo…
Capítulo XIII

La jornada de Quito

F rancisco Pizarro y su aliado Manco Inca controlaban ya la sección central


del imperio inca, mientras que la zona sur, llamada Collasuyu se hallaba
bajo la influencia del hermano de manco, Paullu. La única región que estaba
todavía bajo las armas era la provincia de Quito. Quisuis dirigía a sus hombres
hacia allá, al tiempo que unos cinco mil hombres, restos de las tropas de
Atahualpa en Cajamarca, hacían lo mismo. Todas estas fuerzas quedaron al
mando del general Rumiñahui, que se había establecido como el máximo poder
militar de la zona.
Después de la ejecución de Atahualpa, Rumiñahui había enviado una fuerza
expedicionaria a Cajamarca para destruir la ciudad en un esfuerzo patético de dar
rienda suelta a sus deseos de venganza frustrada.
El cuerpo de Atahualpa fue desenterrado y transportado a Quito. Cuando el
cortejo fúnebre llegó a su destino, Rumiñahui ordenó una ceremonia en la que
como de costumbre, corrió a raudales la chicha. Tras lo cual, Rumiñahui ordenó
matar a Quilliscacha, hermano de Atahualpa, quien tenía pretensiones de reinar
en el Quito. El general mandó fabricar un tambor con la piel del ejecutado.
Rumiñahui quedaba así al mando de la zona. Sin embargo, el general sabía
que se aproximaban tiempos difíciles. Y no le faltaba razón, pues, aunque él no
lo supiera, a muchas millas de distancia, en Guatemala se estaba preparando una
armada para invadir el norte del Perú.
El adelantado Pedro de Alvarado, mano derecha de Hernán Cortés en la
conquista de México, había preparado una fuerza de quinientos soldados
españoles y cuatro mil guerreros auxiliares guatemaltecos.
La orden de partida se dio el 23 de enero de 1534.
Un mes más tarde, la armada desembarcaba en la bahía de Guayaquil. Desde
Puerto Viejo, el mismo Alvarado escribía a su amigo Francisco de Barrionuevo:
Salí de La Posesión en Guatemala el 23 de enero con doce velas y
quinientos soldados españoles, ciento diecinueve de ellos de a caballo y
cien ballesteros, el resto soldados de a pie, había entre ellos muchos
hidalgos y personas de calidad, todos acostumbrados a luchar en estas
partes y en expediciones al interior.
Curiosamente, cuando la carta llegó a su destinatario, éste ya había escrito al
Emperador.
… y Alvarado lleva consigo a cuatro mil guerreros guatemaltecos.
Pero, aunque son muchos, creo que no tardarán en morir, pues todos
son de un país muy cálido y van a uno muy frío. Además, Perú es estéril
en provisiones y bastimentos. Se dice que Guatemala y Nicaragua han
quedado despobladas en mucho.
Después de permitir que sus soldados mostraran mucha crueldad con los
nativos en la costa, Alvarado se dirigió al interior. Llevaban como porteadores a
varios cientos de nativos encadenados.

Cuando Pizarro salió de Cajamarca en agosto, envió a su capitán, Sebastián


de Belalcázar con nueve jinetes para acompañar y guardar el tesoro de los que
querían volverse a España con su parte del botín.
En el puerto de San Miguel, el capitán español se encontró con más de
doscientos españoles que habían llegado recientemente, ansiosos de engrosar las
tropas de Pizarro. Entre los recién llegados se encontraba el piloto Juan
Fernández, que fue a verle en cuanto se enteró de su llegada.
—Capitán —dijo—. ¿Dónde está Pizarro?
—En Cuzco, supongo —contestó Belalcázar—. ¿Para qué le quieres?
—¡Maldición! —exclamó el piloto—. Tengo malas noticias para él.
—¿De qué se trata?
Juan Fernández señaló un punto en el norte.
—Acabo de dejar a Alvarado en Guayaquil.
Belalcázar se puso serio.
—¡Por las barbas de Satanás!, ¿con cuánta gente?
—Quinientos soldados españoles y cuatro mil guatemaltecos.
—¡Por todos los diablos!, ¿qué se le ha perdido a ese hombre aquí?, ¿no
consiguió bastante oro en Nueva España?
—Quiere conquistar el norte del imperio. En este momento se dirige hacia
Quito.
—¿Desde Guayaquil? —exclamó Belalcázar—. Pues no lo va a tener fácil,
tendrá que subir casi a la cima del Cotopaxi.
—¿Podéis avisar a Pizarro?
Belalcázar movió la cabeza pensativamente.
—No hay tiempo. Para cuando llegue el aviso, será demasiado tarde.
Además, Pizarro cuenta con pocos efectivos. Tampoco sé cómo ha ido la
conquista del Cuzco. No —dijo—. Lo que haya que hacer lo tengo que hacer yo,
desde aquí.
—¿Y qué podéis hacer?
Belalcázar señaló con la cabeza los españoles que se apiñaban en los
muelles.
—Ahí está la respuesta: llevar a todos esos hombres sedientos de riquezas en
busca de ellas… a Quito. Cuando llegue Alvarado nos encontrará allí.
Aunque Belalcázar había dicho que las noticias llegarían demasiado tarde a
oídos de Pizarro, envió, no obstante, a Gabriel de Rojas, que se encontraba entre
los recién llegados, con un guía a Jauja.
Rojas, después de ayudar a Riquelme a defender la ciudad contra Quisuis,
siguió hasta Vilcashuaman para dar las malas nuevas a Almagro y después
continuó hasta Cuzco para comunicárselas a Pizarro.

Por su parte, Belalcázar salió de San Miguel a mediados de febrero al frente


de su recién formado ejército en el que se incluían sesenta caballos. Desde la
costa subieron al altiplano cruzando la temida puna, en la que no crecía un sólo
árbol y estaba siempre azotada de un viento helado. Sólo de vez en cuando se
cruzaban con un esquelético rebaño de cabras cuidadas por sufridos habitantes
del inhóspito paraje.
Pero, una vez que el ejército cruzó estos páramos, pronto entró en terreno
ondulado alcanzando la carretera real al norte de Cajamarca.
Rumiñahui, viendo que los españoles de Belalcázar se acercaban a su zona,
hizo su primer movimiento ofensivo cuando sus enemigos estaban en el
territorio de la tribu Palta, en Saraguro. Envió a un comandante inca llamado
Chiaquintinta contra ellos mientras los castellanos estaban acampados en un
lugar llamado Zoro Palta.
El ataque fue un fracaso total.
Chiaquintinta se tropezó con el mismo Belalcázar que se había adelantado
con treinta jinetes. Las tropas nativas se vieron presas de un pánico incontrolable
a la vista de los caballos y huyeron sin presentar batalla. En la persecución, los
españoles mataron a un gran número de ellos.

Los expedicionarios de Belalcázar se encontraban ahora en el territorio de


los cañari. Estos indios habían sido sometidos no hacía muchos años sufriendo
terribles matanzas por parte de los soldados del Inca, por lo que no sería
imposible conseguir que se aliasen con ellos.
Enterado de ello, Belalcázar hizo descansar a su ejército en Tumibamba,
ciudad que no desmerecía mucho de Cuzco por la suntuosidad de sus templos y
palacios, pero que estaban en decadencia en aquel momento.
Sin embargo, mucho más interesante que aquellas ruinas, era la alianza que
les ofrecieron los cañari, deseosos de vengarse de sus conquistadores, los incas.
Estaba todavía reciente en su memoria el recuerdo de las masacres de los suyos,
hombres, mujeres y niños, cuyos cuerpos habían sido arrojados al Yaguar Cocha
o Lago de Sangre. Todos se ofrecieron a ayudar a los españoles contra los
hombres de Rumiñahui, esperando, de esa manera, recobrar su perdida
independencia.
No tardaron dos mil guerreros en estar preparados para acompañar a los
españoles en su camino hacia el norte.
En pocos días, el ejército de Belalcázar cruzaba el paso de montaña de 5.000
metros de altura que separaba Cañar de Riobamba donde los ríos se dirigían
hacia la desconocida selva que se extendía a sus pies, camino del lejano
Atlántico. Allí arriba, en el páramo desolado, Rumiñahui había preparado a su
ejército para lo que parecía iba a ser la batalla definitiva. Ocupó la parte más alta
del puerto de montaña, en plena tuna, tierras sin árboles, azotadas por lluvia
helada y granizo —una tierra en la que coexistían hierbas duras, sumamente
resbaladizas con arbustos correosos, marismas musgosas y rocas cubiertas de
liquen. Todo estaba siempre empapado por una lluvia fría y una niebla pegadiza.
La batalla de Teocajas comenzó con una confrontación entre una pequeña
avanzadilla de diez jinetes españoles comandados por Rui Diaz y unos mil
guerreros incas. Los nativos comenzaron a gritar y lanzar alaridos precursores de
su forma de lucha.
Rui Díaz se volvió a uno de los suyos.
—¡Corre a avisar a los nuestros! Les mantendremos ocupados, entretanto.
Mientras el hombre galopaba en busca de ayuda los nueve españoles
corretearon por la planicie manteniéndose alejados de las hordas enemigas.
No tardó en aparecer Belalcázar con cuarenta jinetes. Sin que hiciera falta
ninguna orden de mando, los cincuenta jinetes se lanzaron al unísono contra sus
enemigos, lanza en ristre al grito de ¡Santiago y cierra España!
Aunque era indudable que los españoles sufrían del soroche, éste había sido
paliado por las hojas de coca que el precavido capitán les había proporcionado,
y, de todas formas, el campo de batalla estaba a su favor. Tenían los españoles
mucho sitio para que la caballería pudiera maniobrar en la amplia sabana.
El resultado fue terrible.
Los jinetes cabalgaron como centauros abrieron senderos sangrientos por
entre las filas de los incas. Los españoles atacaron con fiereza, aplastando a los
indios bajo sus caballos y causando un baño de sangre con sus lanzas. Se
protagonizaron por ambos bandos numerosos actos de valor y de furia. Los
indios sabían que éste era un momento decisivo para ellos si querían preservar su
libertad. Por su parte, los españoles luchaban por su vida.
La tenacidad de los incas era extraordinaria. Aunque veían que el campo de
batalla estaba cubierto de cuerpos ensangrentados y se daban cuenta de la
impotencia de sus esfuerzos por derribar a aquellos Viracochas, no cejaban, sin
embargo, en su empeño con una perseverancia digna de mejor suerte.
Los jinetes españoles se retiraron después de una carga devastadora, pero
según lo hacían, otra oleada de indios reemplazó a los muertos y se preparó para
la lucha. Al frente de ellos aparecía un jefe de magnífica figura. Llevaba un
emblema dorado en el pecho y otro en la cabeza. En la mano izquierda portaba
cuatro bastones de mando y una maza de guerra en la derecha. Los bastones
estaban todos adornados con bandas de oro.
Los incas avanzaron sobre los cuerpos de los muertos dispuestos para otro
ataque, mientras los españoles tiraban de las riendas de sus jadeantes monturas
haciéndoles girar para otra carga. Esta segunda acometida resultó tan
demoledora como la primera, consiguiendo abatir a su brillante jefe, pero, sin
embargo, varios caballos resultaron heridos. Sus movimientos no eran tan
rápidos y vivaces como en la primera carga, debido al cansancio acumulado y al
soroche.
Cuando los caballos se retiraban, agotados por el esfuerzo, los españoles
contemplaron consternados cómo un tercer comandante se acercaba con otros
quince mil hombres. Afortunadamente, también las tropas españolas de a pie y
los aliados cuñari estaban cerca y establecieron su campamento rápidamente,
formando un cordón protector alrededor de él. Todos se integraron
inmediatamente en la batalla. La lucha se generalizó en un combate cuerpo a
cuerpo que se extendió a lo largo del día.
Las tropas nativas estaban formadas por la élite del ejército de Rumiñahui y
los españoles se encontraron con muchas dificultades. Cuatro caballos
sucumbieron a causa de las heridas y sus jinetes fueron inmediatamente
golpeados con las mazas hasta morir. Los demás jinetes pudieron, sin embargo,
resistir y retroceder a su campo con muchos de los caballos heridos. Pero
incluso, mientras los jinetes desmontaban en su campamento, protegidos por sus
compañeros, más indios aparecieron a lo lejos dirigiéndose hacia los españoles.
Afortunadamente para los hombres de Belalcázar, el sol estaba ya cerca de
los picos lejanos de las montañas, y muy pronto, largas sombras comenzaron a
extenderse sobre los combatientes. Según anochecía, la actividad bélica fue
extinguiéndose y las dos fuerzas acamparon a tan poca distancia la una de la otra
que se podían oír perfectamente los gritos de los centinelas enemigos.
Pocos españoles consiguieron conciliar el sueño aquella noche, pero, al
menos, sus caballos sí pudieron descansar y recuperarse de sus heridas. Al alba,
después de un buen desayuno, los españoles montaron en sus caballos dispuestos
a reemprender la lucha.
—¡Usad las lanzas! —ordenó Belalcázar a los suyos— y manteneos unidos
en grupos de cuatro. No dejéis que os aíslen. Protegeos los unos a los otros.
Apoyados por los ballesteros, los jinetes se lanzaron, una vez más, en tromba
hacia el ejército enemigo al grito de «¡Santiago!». Esta vez la derrota fue
aplastante, pues, aunque los incas habían cortado las cabezas de los españoles y
de sus caballos muertos en la lucha el día anterior y los mantenían en alto para
infundir valor a los suyos, ese mismo espectáculo hacía crecer la rabia de sus
enemigos. Sus caballos aplastaron sin misericordia a los incas recién llegados la
noche anterior, haciendo que el pánico empezara a cundir entre sus filas.
Pronto los nativos, retrocediendo de una manera lo más ordenada posible,
buscaron la salvación en el refugio de las altas montañas que se levantaban a su
espalda.
Era el 3 de mayo de 1534.
De la batalla de Teocajas se podían sacar varias conclusiones. Aunque, por
un lado, los nativos no pudieron impedir el avance de los españoles, por otro
lado, tampoco éstos consiguieron destruir el ejército enemigo. Quedó claro, sin
embargo, que por muchos indios que les pusieran en frente —unos 50.000
tomaron parte en la lucha—, y por muy disciplinados que estuvieran, no estaban
a la altura de la superioridad militar de los españoles.
Una vez más, los temidos caballos habían inclinado la balanza a su favor en
una batalla a campo abierto.
Sin embargo, la lucha no había acabado. Todavía el grueso del ejército
enemigo ocupaba las alturas por encima de la puna de Teocajas, y, sobre todo,
guardaba la salida del paso de montaña hacia el norte.
El día 4 los españoles lo dedicaron a descansar y a curar heridas de hombres
y caballos, y aquella pausa les salvó.
—Un indio quiere veros, capitán.
Belalcázar terminó de vendar la pata de su caballo y se volvió. Ante él
apareció un viejo indio cuñari tirando de una llama casi tan vieja como él.
El capitán hizo una seña a uno de los intérpretes.
—Pregúntale qué quiere —dijo.
El intérprete no tardó en averiguar lo que deseaba el viejo.
—Dice que quiere salvar a los españoles.
—¿Salvamos?, ¿cómo?, ¿y de qué?
—Quiere que le acompañéis.
Belalcázar miró indeciso al viejo ¿sería una trampa?
—Pregúntale qué es lo que quiere enseñarme.
El intérprete escuchó las explicaciones y se volvió a Belalcázar que ya había
adivinado de qué se trataba por las gesticulaciones del viejo.
—Dice algo de agujeros y puntas de lanza.
—Así que quieren usar la vieja estratagema de cavar zanjas con puntas de
lanza para ensartar a los caballos cuando caigan en ellos… —murmuró
Belalcázar—. Bien, dile que me enseñe dónde las han colocado.
La contribución del viejo cuñari resultó providencial, pues no solamente
mostró a Belalcázar la zona donde habían puesto aquellas trampas mortales para
los caballos, sino que le indicó el punto exacto donde quinientos soldados incas
custodiaban la estrecha salida del oeste.
Esa misma noche, dejando atrás varios cientos de fogatas encendidas, un
numeroso grupo de españoles y nativos cuñari dio un rodeo sigiloso y cogió por
sorpresa a los desprevenidos vigilantes. Poco después, el grueso del ejército con
su impedimenta descendía por el tenebroso paso, dejando atrás la fría puna
donde había tenido lugar una de las más decisivas batallas de la conquista del
Perú.
Pero la lucha no había terminado.

Los expedicionarios descendieron hacia el Pacífico dando un gran rodeo


antes de subir por la carretera real al lago Colta y Riobamba.
Una vez más, los españoles se encontraron con los hombres de Rumiñahui
que se habían posicionado en unas defensas protegidas por agujeros disimulados.
Pero tal como había ocurrido en la puna de Teocajas, un indio traicionó a los
incas. Esta vez fue uno de los eunucos de Rumiñahui que salió al encuentro de
los hombres de Belalcázar para advertirles del peligro.
Los españoles se desviaron de la carretera subiendo directamente a las cimas
de las colinas, aunque no sin sufrir el ataque de una parte del ejército de
Rumiñahui. Si bien los indios fueron rechazados una vez más, cinco españoles
murieron a causa de las heridas recibidas.
En Riobamba los expedicionarios dispusieron de una semana para reponerse.
Pero, a partir de ahí la lucha fue casi continua hasta que llegaron a Quito. Grupos
de nativos lanzando gritos de guerra continuamente atacaban los flancos del
ejército durante la marcha. Los españoles tenían que cuidar donde pisaban, pues
había agujeros y trampas a lo largo de todo el camino.
Cuando llegaron al río Ambato los españoles se encontraron con cinco mil
indios que defendían el puente. Tuvieron que dar una vuelta de muchas millas
para encontrar un vado y atacar a los defensores por detrás.
Más adelante, en Latacunga, veinte mil indios les esperaban en pie de guerra,
repitiéndose la historia de Teocajas. También en Pancallo los nativos
defendieron un paso de montaña contra los invasores, teniendo éstos que
desviarse del camino real.
Pero a pesar de todo, el avance de los españoles era imparable e inexorable.
Los hombres de Belalcázar llegaron, por fin, a su destino, Quito, el 22 de junio.
Aunque la distancia entre San Miguel de Piura y Quito era cuatrocientas millas a
vuelo de pájaro, el viaje por tierra significaba subidas y bajadas continuas a
picos de montaña por encima de los cinco mil metros y bajadas vertiginosas a
valles profundos; también implicaba el cruzar y recruzar ríos torrentosos que
descendían tanto hacia el Atlántico como al Pacífico.
Cuatro meses habían tardado los españoles en llegar a su ansiada meta, y
cuando, por fin, lo consiguieron, se encontraron con que todos sus esfuerzos
habían sido baldíos.
Quito había sido evacuada, quemada y saqueada.
Todo el oro había sido arrancado de los templos y llevado por los hombres
de Rumiñahui con destino desconocido.
El general también se había llevado consigo a todos los parientes de
Atahualpa que tenía prisioneros, unos once, y a más de cuatro mil bellas jóvenes
vírgenes que habitaban en las casas del Sol.
Lleno de frustración, Belalcázar interrogó exasperado a los pocos habitantes
que quedaban en la ciudad.
—¿Hacia dónde se han dirigido? —preguntó ásperamente.
Un viejo inca apuntó con el dedo hacia el este.
—Hacia allí —dijo.
Belalcázar miró interrogativamente a uno de los intérpretes.
—¿Qué hay en esa dirección?
—Ahí provincia Yumbo —dijo el intérprete—. Terreno malo, mucha foresta,
montañas, barrancos.
—¿Hace cuántos días salieron?
El hombre extendió los dedos de la mano derecha.
—¡Cinco días! —masculló Belalcázar malhumorado. Se volvió hacia Díaz
—. Coge a todos los hombres de a caballo y parte de inmediato en busca de
Rumiñahui. No podrán caminar muy deprisa. Ese malnacido lleva consigo más
oro que el que conseguimos en Cajamarca y Cuzco juntos.

Pero, aunque los sesenta jinetes registraron el terreno equivalente a una


provincia durante los días siguientes, no consiguieron encontrar rastro ni del
general ni el oro. Más de veinte mil hombres y mujeres habían desaparecido
como si se los hubiese tragado la tierra.
Sin embargo, no tardó en volver a dar señales de vida el general
desaparecido al mando de quince mil guerreros. Se aproximó a Quito
aprovechando la oscuridad e intentó atacar la guarnición por sorpresa. No
obstante, los españoles estaban sobre aviso, pues sus auxiliares cañari tenían
espías por toda la región.
Belalcázar puso centinelas a lo largo del foso que habían construido los incas
para defender la ciudad, y, tal como habían hecho en Cajamarca, colocó a la
infantería y la caballería fuera de la vista alrededor de la gran plaza. Los cañari,
por su parte, se escondieron en una colina cercana a fin de atacar a los incas por
la espalda.
Los hombres de Rumiñahui se lanzaron contra la ciudad con desesperación,
prendiendo fuego a los tejados de paja. Los españoles se vieron obligados a
luchar codo a codo para defender sus posiciones, mientras los cañari
contraatacaban a la luz de las llamas. Fue una noche de lucha sin cuartel que la
luz del amanecer volvió a mostrar con el usual desequilibrio de aquella guerra.
La feroz lucha en la oscuridad había dado lugar a las habituales cargas de los
caballos castellanos y su sangrienta persecución de las tropas incas.
Rumiñahui fue obligado a huir una vez más, abandonando el campo a la
caballería española. La desbandada inca fue tan generalizada que todo su
campamento e impedimenta cayó en manos de los españoles.
Rui Díaz al frente de la caballería, dio las buenas nuevas a Belalcázar que se
había quedado guardando la ciudad.
—¡Capitán! El campamento de Rumiñahui ha caído en nuestras manos.
—¡Por las barbas de Judas! —exclamó Belalcázar—. ¡Magnífico! ¿Algo de
valor?
—¡Oro! —dijo Díaz—, ¡oro y mujeres!
—¡Oro y mujeres! —repitió Belalcázar como en un sueño—. ¿Cuánto oro y
cuántas mujeres?
—Medio centenar de cestos de vajillas y pequeñas figuras de oro y plata y
varios cientos de jovencitas.
—¡Estupendo! —gritó el capitán exultante—. Los hombres estarán
contentos. Por fin verán un pequeño pago por sus esfuerzos.
—Sí —dijo Ruiz—, pero, por lo que se ve, esto debe de ser sólo una pequeña
parte del tesoro que Rumiñahui se llevó de Quito.
—¡Por Belcebú que tienes razón! —asintió Belalcázar—. Está claro que el
muy zorro ha escondido la mayor parte del tesoro en alguna cueva en la región
de Yumbo. Tendremos que interrogar a los prisioneros.
Pero por mucho que los españoles aplicaran tormento a los prisioneros, ni
uno sólo pudo decirles dónde había escondido Rumiñahui el enorme tesoro que
incluía un gran sol con diamantes, de valor incalculable. Al parecer, a partir de
cierto lugar escabroso en el que habían depositado el tesoro, todos los guerreros
se habían vuelto con excepción de unos mil hombres, a quienes nadie había
vuelto a ver.
Belalcázar y sus hombres buscaron el tesoro frenéticamente durante el mes
de julio, interrogando sin piedad, y, a veces con crueldad, a los moradores de
aquella inmensa región, no sólo de Yumbo, sino de Cayambe y Otavalo. Pero,
nadie, absolutamente nadie, supo darles la información que precisaban.
El tesoro de Rumiñahui había desaparecido como por arte de magia.

Mientras esto ocurría en las abruptas provincias del norte, dos nuevos
personajes hicieron su aparición. Uno era Diego de Almagro, que había salido de
San Miguel de Piura con todos los hombres que había encontrado disponibles, a
principios de mayo, siguiendo los pasos de Belalcázar hasta Quito.
Almagro, que había sospechado que Belalcázar estaba obrando por su
cuenta, se vio profundamente aliviado al encontrar que seguía leal a Pizarro y a
él mismo, y que sencillamente había obrado por su cuenta a fin de llegar a Quito
antes que Alvarado.
El otro personaje era el mismo Pedro de Alvarado que con su flamante
ejército había desembarcado en Guayaquil, se había apoderado por la fuerza de
un gran número de indios para que le sirvieran como porteadores y se había
adentrado hacia el interior.
Alvarado, mal aconsejado, se internó en la selva por detrás del Daule. Sus
hombres se abrieron paso a machetazos hacia el río Macul, escasos de comida y
acosados por los insectos y la enfermedad, mientras que sus armas y armaduras
se oxidaban en aquel insoportable calor húmedo. Cuando llegaron a Tomabella
estaban famélicos y debilitados, habiendo incluso pasado por una lluvia de
ceniza volcánica de una erupción del Cotopaxi. Habían atravesado uno de los
pasos de montaña más elevados, entre el Chimborazo y el Carihuairazo. La nieve
y el frío habían causado que muchos hombres, mujeres y caballos se rezagaran y
se congelaran acurrucados y apiñados en las terribles noches andinas.
Ochenta y cinco españoles habían muerto, así como la mayoría de los
caballos, pero los que más sufrieron habían sido los indios de Guatemala y los de
Guayaquil, arrebatados de sus tierras tropicales y sin ropa con qué protegerse,
habían muerto todos.
Y, cuando por fin, los supervivientes del ejército de Alvarado llegaron al
camino real inca, se llevaron la última y desagradable sorpresa al ver las huellas
de los caballos de Belalcázar y Almagro.
Después de tanto sufrimiento, habían llegado tarde.

Mientras tanto, en la provincia de Quito no había cesado la lucha a pesar del


fracaso del contraataque de Rumiñahui. Cuando Almagro y Belalcázar salieron
de Quito con un ejército de doscientos hombres, la mitad de ellos a caballo, y un
millar de cañaris, no tardaron en encontrar una fuerte oposición nativa. Hubo
pequeñas escaramuzas en el valle de Chillo y en la orilla derecha del río Pinta. Y
cuando los españoles llegaron al río Chambo, encontraron el vado defendido por
una multitud de guerreros que les gritaban desafiantes desde la otra orilla.
Los cañaris estaban tan ansiosos de enfrentarse con sus enemigos que, al
tratar de cruzar el río a nado, casi un centenar murieron ahogados, arrastrados
por la corriente. Una docena de españoles, sin embargo, consiguió llegar a la otra
orilla con sus caballos, e inmediatamente dispersaron a los defensores mientras
los demás cruzaban el turbulento río.
Almagro estaba más preocupado por saber la posición de los hombres de
Alvarado que por los esporádicos ataques de los nativos.
—Hay que interrogar a los prisioneros —comentó—. Debemos saber dónde
están los hombres de ese intruso.
No tardaron mucho en averiguarlo.
—Parece que están a dos semanas de marcha siguiendo el camino real —dijo
Belalcázar—. No tardaremos en toparnos con ellos.
—¿Has averiguado cuántos hombres vienen? —preguntó Almagro.
—Unos cuatrocientos españoles.
—¿Tienen caballos?
—No muchos.
Almagro se atusó el parche sobre su ojo.
—Bien —dijo—, seguiremos adelante, pero antes fundaremos una ciudad
española aquí en Riobamba. Nombraremos, alcalde, regidores, juez y alguaciles.
Aunque las tropas nativas continuaron con una lucha desesperada, les faltaba
cohesión, y, sobre todo, un líder que aglutinara las bolsas aisladas de resistencia.
Había sido el propio curaca de Riobamba quien había conducido a sus hombres a
defender el cruce del río Bambo.
Zope-Zopahua, mano derecha de Rumiñahui, había retrocedido con sus
fuerzas a una colina fortificada cerca de Sicchos, mientras Rumiñahui al mando
de algunos contingentes del ejército profesional inca en el área de Quito buscaba
un reducto apropiado para continuar la defensa. Por fin, se estableció en un lugar
inaccesible llamado Pillare.
Mientras tanto, en el sur, el ejército de Quisuis —que había sido arrojado de
Bombón-Huánaco por Soto en junio—, marchaba hacia el norte a través de
Cajamarca en dirección a su base en Quito.

Así estaba la situación cuando Pedro de Alvarado llegó al camino real. A


pesar de su enojo al ver las huellas de caballos, siguió el rastro del ejército
español, que para entonces habían ya conquistado Quito.
Se enteró que Zope-Zopahua estaba fortificado en Sicchos a su flanco
izquierdo, y preparó a su ejército para marchar contra ellos. Los hombres de
Alvarado, aunque se habían quedado prácticamente sin caballos, contaban, no
obstante, con una importante fuerza de ballesteros y arcabuceros. Esta última era
un arma con la que los hombres de Pizarro apenas habían podido contar.
No tardaron mucho en encontrarse cara a cara las dos expediciones
españolas.
Alvarado tenía más hombres, y, además, era gente desesperada, que había
sufrido lo indecible para llegar allí. Habían perdido todo lo que poseían en el
camino y estaban, por lo tanto, deseosos de lanzarse al pillaje.
Por otro lado, Almagro representaba las fuerzas cristianas ya en posesión de
Quito. Y, más todavía, acaba de consolidar su posición fundando dos ciudades
españolas, la de Santiago de Quito y la de Riobamba, a poca distancia de allí.
La situación se presentaba fea.
Ambos ejércitos montaron doble guardia armada en sus campamentos,
mientras los soldados preparaban y engrasaban sus armas para una batalla que,
sobre el papel, estaba sumamente igualada.
El Adelantado de Guatemala envió una nota a Almagro anunciándole que
traía consigo una carta del Emperador Carlos en la que le autorizaba a descubrir
nuevas tierras en el Mar del Sur— sin embargo, añadía—, no quería dar enojo
al Adelantado Don Francisco Pizarro.
Estaba claro a los ojos de Almagro que aquella actitud contemporizadora de
Alvarado indicaba que no se sentía muy seguro de sus derechos.
Por otra parte, el portador de la carta, Francisco Picado, secretario de
Alvarado, le sorprendió gratamente pidiéndole asilo.
—Desearía quedarme con vuestra merced —dijo cuando Almagro hubo leído
la misiva—. No creo que Alvarado tenga ninguna razón en sus demandas.
Almagro sintió que acababa de ganar una baza en aquella partida.
—Sed bienvenido —dijo exhibiendo la mejor de sus sonrisas—. Cenaréis
con nosotros, mientras nos contáis detalles del viaje y nos informáis sobre la
moral de los soldados.
Durante la cena Picado les relató las grandes penalidades que habían sufrido
hasta llegar allí, tanto los hombres como las mujeres —pues venían muchas con
Alvarado—. Ochenta habían muerto de frío en las cordilleras andinas. También
habían perdido la mayoría de los caballos, despeñados en barrancos.
—Sin embargo —añadió—, le quedan todavía cuatrocientos soldados en
buena disposición de lucha, y cuenta con cien arcabuceros y otros tantos
ballesteros.
—¿Y creéis que está dispuesto a luchar?
—Desde luego no ha venido hasta aquí para irse de vacío; sobre todo,
después de las terribles penalidades por las que hemos pasado —repuso Picado
—. Lo único que se me ocurre es que le ofrezcáis una especie de compensación.
Almagro se atusó el parche sobre su ojo y carraspeó.
—Una compensación, ¡eh! ¿Creéis que podría aceptar un dinero por dejarnos
en paz?
—No os lo puedo asegurar, pero yo lo intentaría, antes de enfrentarme a él en
una lucha abierta de la que nadie puede salir ganador; máxime, teniendo en
cuenta que varios miles de indios nos vigilan desde las montañas. Además —
añadió—, si se va él, se irá solo, dejando aquí a sus cuatrocientos hombres.
Imaginaos el ejército que tendríais a vuestra disposición.
Al día siguiente, Almagro, envió un mensajero a Alvarado.

—Invítale a verse con nosotros —dijo—. Nos veremos en terreno neutral.


Alvarado aceptó a regañadientes la reunión porque no veía claro el resultado
de la batalla. Además, cualquier necio podía adivinar que los incas estaban al
acecho para ver el resultado de una posible lucha entre los Viracochas. Y
cualquiera que fuera el resultado, los supervivientes seguramente serían atacados
por los nativos.
Protegidos por una tienda de campaña, los tres hombres se saludaron antes
de sentarse en sendos taburetes de campaña.
—Me alegro de conocer a vuestra merced, don Pedro de Alvarado —dijo
Almagro—. Vuestras hazañas en Nueva España sobrepasan la más fértil
imaginación.
—Pues yo creo que las de vuestras mercedes no les van a la zaga —
respondió Alvarado cortésmente—. Lo que estáis haciendo en este país es
verdaderamente increíble.
—Gracias —dijo Almagro—, sois muy amable.
Se produjo un silencio incómodo entre aquellos tres hombres, que, a pesar de
su cortesía, estaban dispuestos a defender lo que consideraban suyo hasta la
muerte.
Por fin, Almagro, fue el primero en romper el silencio.
—Siento que hayáis hecho un tan largo viaje en vano —dijo—. Como veréis,
Quito ha caído ya en nuestras manos, y es ahora ciudad española, por lo que ya
no podéis conquistarla. Además, también Riobambo ha sido fundada
recientemente y cuenta con Alcalde y regidores.
—Por otra parte —añadió Belalcázar con sarcasmo—, no queda ya ni una
onza de oro por esta parte. Rumiñahui se lo ha llevado todo.
—Tengo entendido —insinuó Alvarado—, que el rey concedió unos ciertos
límites a vuestras mercedes, los cuales han sido excedidos con mucho.
—En España, los leguleyos no tienen ni idea de lo que es esto. Las rayas que
trazan a ciegas sobre un mapa en blanco no significan nada para unos hombres
que tienen que luchar contra miles de indios y conquistar palmo a palmo un
terreno árido y frío. Creo que vos deberíais saber mucho de eso.
Alvarado se removió inquieto en su asiento.
—Sin embargo, estaréis de acuerdo conmigo —dijo—, que hay mucho
territorio por conquistar y que hay sitio para todos.
—Si estuvierais dispuesto a luchar a las órdenes de Pizarro, quizá podríamos
considerar vuestra ayuda, pero otra cosa es que traigáis un ejército para intentar
arrebatarnos lo que es nuestro.
Alvarado exhibió la carta del rey todavía en su mano.
—Tengo autorización de su majestad.
—Dudo mucho que su majestad aprobara que dos ejércitos españoles se
enfrentaran en el Perú, y mucho menos, cuando los indios están todavía sin
someter. Deberías saber que en el camino desde Quito hemos tenido varias
confrontaciones con los nativos, y que hay, en este momento, tres ejércitos incas
todavía activos y que juntos suman más de treinta mil soldados.
Alvarado se movió inquieto en su asiento.
—No estoy dispuesto a volverme de vacío —dijo—. He tenido que comprar
y fletar una docena de barcos.
—Poned un precio a vuestros esfuerzos.
Alvarado se mantuvo en silencio durante un rato, calculando mentalmente
una cantidad exorbitante a fin de tener margen de maniobra para regatear cuando
llegara el momento.
—Cien mil castellanos de oro —dijo abruptamente.
Almagro no pestañeó.
—De acuerdo —dijo—. Os los pagaremos en Cuzco. Hasta entonces seréis
nuestro invitado. Haremos que el escribano real redacte el documento
inmediatamente. Este acuerdo, claro está, deberá ser refrendado por Pizarro, pero
os aseguro que no se opondrá.
Se acordó que los hombres que habían venido con Alvarado podían quedarse
si ésa era su voluntad, y que sólo tendrían que jurar lealtad a su nuevo caudillo
Francisco Pizarro.
Almagro envió a Belalcázar de vuelta a Quito con trescientos hombres,
mientras que él y Alvarado, con otros trescientos, se dirigían a Cuzco para ver a
Pizarro.
Mientras todo esto ocurría cerca de Quito, otro peligro se cernía sobre los
españoles. Quisuis estaba aproximándose a la región después de recorrer más de
mil millas desde que salieron de Condesuyo.

El ejército estaba todavía formado por unos quince mil hombres además de
llevar gran cantidad de porteadores y miles de llamas. Por allá donde pasaban,
los soldados de Quisuis arrasaban poblados y quemaban las cosechas para no
dejar nada que aprovechara a sus posibles perseguidores, Manco y Soto. Suponía
también, el golpe final de la guerra civil, un amargo castigo por la colaboración
de los partidarios de Huáscar.
Lo primero que se supo sobre la venida de las fuerzas de Quisuis vino de
mano de los cañaris, cuyo jefe avisó de aquel hecho a Almagro y Alvarado
cuando éstos pasaban por Tumibamba.
Casualmente, pocos días después, los hombres de Almagro sorprendieron la
vanguardia de las tropas de Quisuis al mando de Sotaurco en un paso en la
provincia de Chaparra. Sotaurco fue capturado y obligado, bajo tortura, a revelar
la posición del resto del ejército de los quiteños.
Después del interrogatorio, estaba claro para los españoles que Quisuis,
después de semanas de marcha sin problemas, no esperaba encontrar ningún
español en la zona.
—Les atacaremos con la caballería —decidió Almagro.
—Os acompañaré —dijo Alvarado—. Hace tiempo no tomo parte en una
buena batalla.
Unos sesenta jinetes cabalgaron toda la noche para llegar a la vista del
campamento de Quisuis temprano por la mañana.
Quisuis no vaciló cuando vio aparecer a los temidos jinetes españoles.
Dividió inmediatamente sus fuerzas, enviando a la mayor parte de sus guerreros
a la cima de una colina, al mando de uno de los hermanos de Atahualpa llamado
Huaypalcon, mientras él conducía a las mujeres y a los porteadores en dirección
contraria.
Los españoles persiguieron a los guerreros, rodeando la colina, pero los
hombres de Huaypalcon se habían fortificado en su baluarte y mantuvieron la
posición hasta el anochecer, ocasionando heridos con las rocas y peñascos que
enviaban rodando por la pendiente. Durante la noche siguiente, los incas
consiguieron escabullirse, uniéndose con Quisuis en algún lugar predeterminado.
La sorpresa de los españoles fue mayúscula cuando al día siguiente
comprobaron que la colina estaba desocupada.
—¡Por San Jorge! —exclamó Almagro—. ¿Cómo han podido desaparecer
diez mil hombres? ¡Vamos a por ellos!
Los españoles no tardaron en tomar contacto con la retaguardia de Quisuis.
Los incas se habían fortificado al otro lado del vado de un río e impidieron que
los castellanos lo cruzaran durante el día, mientras que una partida de ellos
atravesaba el río por encima de la posición española ocupando una colina muy
pendiente. Los españoles sufrieron muchas bajas cuando trataron de desalojarles
de su fortín. Tres caballos murieron y veinte hombres sufrieron heridas de
consideración.
Poco después, Almagro recibió otra mala noticia.
—Hemos perdido a catorce hombres, capitán. Están exhibiendo sus cabezas
en largos palos.
—¡Por Satanás! —rugió Almagro—. ¡Que no se separen los hombres!, ¡que
se mantengan unidos!
El ejército de Quisuis demostró su profesionalidad, pues, a pesar de haber
sido sorprendido sobre la marcha, había infligido un daño considerable a la
temida caballería española; habían evitado la matanza que solía ocasionar una
carga de caballería y se mantuvieron unidos en su marcha hacia Quito.
Únicamente se vieron obligados a abandonar una gran cantidad de ropa y otras
vituallas, así como quince mil llamas y unos cuatro mil esclavos porteadores,
tanto hombres como mujeres.
Quisuis no sabía que la provincia había sido ya conquistada y ocupada por
los extranjeros y supuso un golpe terrible para la moral de sus hombres el saber
que los españoles se habían apoderado de sus casas, y que el tan largamente
ansiado descanso en sus hogares les era negado.
Era cuestión de tiempo antes de que el ejército inca se viera atrapado entre
los hombres de Belalcázar en Quito y los de Almagro. En campo abierto, los
incas fueron derrotados completamente y su voluntad de lucha desapareció
incluso entre los oficiales. Llevaban dos años fuera de casa y sólo pensaban en
volver a sus hogares. Los mismos comandantes le pidieron a Quisuis que se
rindiera a los españoles puesto que eran invencibles.
Quisuis les trató de cobardes y les ordenó que le siguieran a algún baluarte
en un sitio inaccesible donde continuarían la defensa del país.
—¡No nos cogerán! —rugió—. Antes moriremos que caer en sus manos.
Pero los oficiales se rebelaron.
—No iremos a un lugar remoto a morirnos de hambre —dijeron.
El rostro de Quisuis se puso de color escarlata al oír a sus hombres.
—¡Juro que mataré a todos los rebeldes! —bramó—. ¡Haré un tambor con
sus pieles!
Huaypalcon, sin mediar palabra, le asestó un golpe con su lanza en el pecho.
Otros, a su vez, cogieron sus mazas y hachas con las que golpearon a su jefe
caído.
Fue un final trágico para uno de los más grandes generales que había tenido
el imperio, un hombre que se resintió de la amenaza y de la humillación de la
conquista. Fue igualmente negativo para la causa inca que uno de los hombres
que más experiencia había tenido en su lucha contra los invasores cayera de
aquella manera a manos de sus propios hombres.
Quisuis no había conseguido unir sus fuerzas con las de Rumiñahui o Zope-
Zopahua, y estos dos últimos generales pronto se encontraron con las mismas
dificultades que él. Los españoles persiguieron a Rumiñahui hasta su fortaleza en
Pillaro donde tuvo lugar una larga y dura batalla. A pesar de su ventajosa
posición en lo alto de una colina inexpugnable, los defensores agotaron las
piedras y lanzas que tenían en su poder. La mayoría, con Rumiñahui a la cabeza,
huyó de noche hacia Quijos, los demás se rindieron.
Rumiñahui intentó unir fuerzas para continuar la guerra, pero los incas
estaban extenuados y a falta de moral. Era difícil luchar contra hombres que
estaban protegidos por aquellas corazas en las que rebotan las flechas y las
piedras. Pero, sobre todo, era imposible luchar contra aquellos monstruos que se
les echaban encima pateándoles y aplastándoles sin defensa posible.
Uno de los centinelas avisó a Belalcázar.
—Un indio quiere veros, capitán.
—Que entre —dijo Belalcázar—. Pero antes asegúrate que está desarmado.
Y que venga un intérprete.
No tardó mucho Belalcázar en averiguar lo que quería el indio. Venía a
delatar a Rumiñahui.
—Sabe dónde Rumiñahui está —aclaró el intérprete—. Indio conduce sitio.
—¡Magnífico! —asintió el capitán español levantándose—. Dile que será
recompensado.
El capitán se asomó a la puerta y llamó al centinela.
—Quiero ver a Alonso del Valle dentro de cinco minutos —dijo.
Antes de una hora, treinta jinetes partían con el indio que les indicaba el
camino. No tardaron en descubrir un grupo de no más de cincuenta porteadores
que llevaban su bagaje.
Al ver a los españoles todos arrojaron los fardos al suelo y huyeron en
desbandada. El mismo Rumiñahui consiguió esconderse momentáneamente en
una pequeña choza entre los animales. Intentó, poco después, cruzar por encima
de las montañas nevadas entre Panzaleo y Umbicho en una intentona para unirse
con Zope-Zopahua, pero un espía le reconoció y corrió a avisar a Alonso del
Valle.
Inmediatamente, los españoles salieron en su persecución. Miguel de la
Chica se adelantó y según él mismo relató:
Cuando emergía por un estrecho sendero que conducía a un gran
lago, vi a un hombre apoyado contra un árbol, jadeando a causa del
ascenso. Le reconocí por la insignia que llevaba. Lancé mi caballo
sobre él y después de luchar durante algún tiempo le capturé.
Sólo quedaba ahora Zope-Zopahua fortificado en su colina en Sicchos, al
norte de Muliambato, con varios miles de soldados de la región y que contaba
con la ayuda de Quingalumba, jefe de los Chillos.
Los españoles atacaron la posición durante varios días, consiguiendo, por fin,
escalar la escarpada roca por medio de cuerdas y escaleras de mano. Con su
captura, la resistencia inca en la provincia de Quito había llegado a su fin.
Pero, a pesar de que se rindieron, los generales incas no habían terminado
con sus predicamentos. Los españoles estaban decididos a averiguar adonde
habían ido a parar los tesoros que habían desaparecido de Quito, y mientras
Almagro se dirigía con Alvarado al encuentro de Pizarro, Sebastián de
Belalcázar se dispuso a extraer de los prisioneros el lugar donde el tesoro había
sido escondido.
—¡Por Judas que les haré hablar! —dijo Belalcázar al despedir la partida de
Almagro—. Aunque tenga que quemarles los pies y las manos a fuego lento.
Cuando volváis tendremos aquí el tesoro desaparecido.
Pero, a pesar de la seguridad de Belalcázar en sus bárbaros métodos, la cosa
no fue tan fácil como se imaginaba. Uno tras otro, los generales, comandantes y
curacas locales fueron torturados para que hablaran sin que, bien fuera porque no
sabían nada sobre el tema o bien por estoicismo, nadie dio ninguna información
sobre el desaparecido tesoro.
Después de inacabables días de torturas, Rumiñahui fue conducido a la
picota en la plaza de Quito, llevándose su secreto a la tumba.
Él fue el último de los grandes generales de Atahualpa, el líder más decidido
a resistir la invasión extranjera.
A principios de diciembre, Belalcázar dividió la ciudad de Quito entre sus
hombres y en febrero de 1535 envió a Diego de Tapia a pacificar los indios
Quillacinga en el río Angasmayo. En junio, él mismo bajó con Francisco de
Orellana a la costa a fundar la ciudad portuaria de Guayaquil, y para ocupar, casi
sin derramamiento de sangre, la provincia de Huancavilca. Más tarde, seguido de
sus lugartenientes Pedro de Añasco y Juan de Ampudia, se dirigió hacia el norte,
a Pasto y Popayán, más allá de la frontera norteña del imperio inca. Con ellos,
los españoles habían sobrepasado ya, por mucho, el punto más lejano de las
conquistas de Huayna Copac.
—La lucha ha terminado —exclamó Diego de Almagro—. Ahora podremos
vivir en paz.
¡No sabía el socio de Pizarro lo equivocado que estaba!
Capítulo XIV

Manco Inca

U na vez establecido en Cuzco, Manco Inca trataba por todos los medios de
restaurar la fe ciega que el país había tenido en el Inca reinante durante
cientos de años. Tenía que hacerse con las riendas del poder y asentarse como
gobernante supremo. También tenía que restaurar el prestigio de Cuzco como
capital del imperio, de la religión oficial y de la administración. Todo ello había
saltado hecho añicos debido a la guerra civil y a la invasión de los españoles.
Unas incontrolables fuerzas centrífugas estaban deshaciendo el imperio, sobre
todo, en áreas como Jauja y Titicaca.

Los españoles se habían apercibido que los habitantes de Perú estaban


divididos en varias capas sociales, siendo la más baja la de los yanaconas. Esta
gente no trabajaba en la tierra ni pagaba tributos, habían sido generalmente
sirvientes de la nobleza inca. Los yanaconas se habían dado cuenta rápidamente
quiénes eran los nuevos amos del Perú y se habían acomodado a la nueva
situación. Formaban una fuente valiosísima para los invasores. A cambio de sus
servicios, los españoles les exoneraron de cualquier clase de tributo y les
proporcionaron la oportunidad de enriquecerse a costa de sus conciudadanos.
Otra comunidad poderosa que vivía en Cuzco era la de los cañaris, la tribu
que tanto había ayudado a Belalcázar. Con todo ello, Manco se encontró rodeado
en Cuzco de nativos de una lealtad muy dudosa, además de una muchedumbre
de yanaconas sirviendo a los españoles.
Los castellanos hacían caso omiso de los problemas con que tenía que
enfrentarse la administración inca, aunque tácitamente apoyaban los intentos de
Manco de reconstrucción imperial, puesto que confiaban en él y preferían
vérselas con un solo interlocutor que con una docena.
Manco comenzó a construirse un palacio en Cuzco, como era la costumbre
de cada nuevo gobernante. El lugar que se le concedió estaba situado en las
laderas por encima de la plaza principal, entre la parte de atrás de Casana, el
palacio de Francisco Pizarro y el palacio de Colcampata de Huáscar, que estaba
situado en el punto más alto de la ciudad, por debajo del despeñadero coronado
por una fortaleza llamada Sacsahuamn.
También se le concedió a Manco permiso para practicar las ceremonias del
calendario religioso inca. En abril de 1535 celebró la gran fiesta anual de Inti
Raymi, para celebrar la recogida del maíz.
Cristóbal de Peralta, que junto con su amigo Domingo de Soraluce se había
afincado en la capital, fue testigo de esta festividad y tuvo ocasión de relatarla en
sus crónicas.
El Inca dio comienzo a las fiestas que duraron ocho días. Se dieron
las gracias al Sol por pasadas cosechas y se rezó por las futuras. Se
sacaron todas las momias de los antepasados Incas y se colocaron en la
gran plaza mirando al sol al alba. Las momias más importantes se
colocaron bajo un toldo maravilloso hecho con plumas de ave. Estos
toldos se pusieron formando una avenida a cierta distancia unos de
otros. El espacio formaba una avenida de unos treinta pasos de ancho,
y todos los curacas y jefes de Cuzco estaban de pie respetuosamente en
ella… todos estos orejones llevaban magnífica vestimenta de túnicas y
capas bordadas en plata y oro con grandes medallones y adornos de
oro. Marcharon en parejas, en una especie de procesión… y esperaron
en silencio a que saliese el sol. En cuanto éste empezó a asomarse por
el horizonte, todos empezaron a canturrear con una armonía
espléndida. Mientras cantaban, sacudían uno de sus pies… y según se
asomaba más el sol, ellos seguían cantando cada vez más alto.
El Inca se encontraba bajo una especie de palio a alguna distancia
de los demás, y cuando llegó la hora de canturrear, se levantó con gran
dignidad, se puso a la cabeza de la procesión, y todos le siguieron.
Después de haber permanecido allí durante algún tiempo volvió a su
asiento para recibir a los que venían a verle.
Todos permanecieron allí canturreando, desde el momento en que
se asomó el sol basta que se puso. Según se elevaba el astro solar en el
firmamento basta mediodía ellos elevaban las voces. Y según iba
cayendo, por la tarde, ellos la bajaban basta que a la puesta de sol
callaron.
Durante todo el día se llevaron a cabo sacrificios y ofrecimientos.
En una plataforma en la que había un árbol, había indios que no hacían
otra cosa sino arrojar trozos de carne a un gran fuego. En otro lado de
la plaza se soltaron llamas salvajes para que las cogiera la
muchedumbre. Esto causó gran diversión.
A las ocho, más de doscientas jóvenes entraron en la gran plaza con
un recipiente cada una de arroba y media de chicha. Las doncellas
venían en grupos de cinco, con gran precisión y orden, pausando a
intervalos. Aparte de la bebida también ofrecieron al Sol y repartieron
entre la gente grandes cestas de hojas de coca.
Hubo muchas ceremonias y sacrificios. Cuando el sol estaba a
punto de ponerse, los indios mostraron un gran pesar por su partida, en
sus cánticos y expresiones. Sus voces se extinguieron según desaparecía
el astro detrás de las montañas. Justo antes de desaparecer el sol, los
incas levantaron las manos y lo adoraron con humildad. A
continuación, desmantelaron los toldos y plataformas. Todos volvieron
a sus casas y las momias a sus nichos.
Cada momia tenía una serie de hombres que les espantaban las
moscas con abanicos hechos de plumas de cisne. Tenía también cada
momia unas quince mamaconas, a su servicio, una especie de monjas,
que cuidaban de ella.

Todo esto se repitió durante ocho días seguidos, al término de los cuales
sacaron un gran número de arados. El Inca cogió uno de ellos y empezó a roturar
la tierra. El resto de los nobles hizo lo mismo. Siguiendo su ejemplo, ahora ya
todos los labriegos del imperio podían arar los campos. Ningún indio se habría
atrevido a abrir un surco en su campo antes de que el Inca diera ejemplo, y nadie
creía que la tierra daría ningún fruto sin que antes la roturara el Emperador.
El ritual de roturar la tierra por el Inca era una de las maneras con las que su
autoridad se reafirmaba por todo el imperio. Pero Manco tenía dificultades en
reestablecer esta autoridad. Había sido elevado al trono por unas tropas
extranjeras durante un período revuelto. Así que algunos miembros de la
aristocracia no estaban muy seguros de la idoneidad de Manco como Inca. La
aparente calma de los años 1534 y 35 ocultaba rupturas y tensiones dentro de la
comunidad nativa. Y tensiones más profundas todavía crecían entre los
comandantes españoles y los incas.
Mientras Pizarro estaba ocupado con la fundación de Lima, a principios de
1535, llegaron noticias al Perú de que el Emperador Carlos había concedido la
parte norte del país a Almagro. Los detalles exactos no se sabían, pero cabía la
posibilidad de que Cuzco estuviera dentro de la jurisdicción de Almagro, lo cual
era inadmisible para Pizarro.
En cuanto el regidor de San Miguel de Piura tuvo noticias del rumor, se
apresuró a ir tras el Mariscal a quien alcanzó en Abancay, para comunicarle que
el rey le había concedido Cuzco.
Esta situación tan ambigua condujo a los ciudadanos de Cuzco a tomar
partido entre Almagro y los dos hermanos de Francisco Pizarro, Juan y Gonzalo
que vivían en la capital.
Almagro había retenido consigo a muchos de los hombres que habían venido
con Alvarado y éstos se resentían de las riquezas ostentosas de los españoles de
Pizarro que vivían en Cuzco.
La fricción aumentó rápidamente hasta que en marzo de 1535, los seguidores
de Pizarro estuvieron a punto de provocar un enfrentamiento abierto. Llegaron,
incluso, a armarse, fortificándose en el palacio del Inca con artillería.
Juan Pizarro, por su parte, estuvo a punto de llegar a las manos con
Hernando de Soto, quien no congeniaba con los vanidosos hermanos, y, por lo
tanto, eso le hacía inclinarse a favor de Almagra. Afortunadamente para los
intereses españoles, un funcionario de la Corona, Antonio de Guzmán, medió
entre ellos.
—Señores —dijo severamente—, os aseguro que esto llegará a oídos de su
majestad. No es posible que en una situación tan inestable como en la que nos
encontramos, nos enfrentemos entre nosotros. Ruego a vuestras mercedes que se
comporten como caballeros.
Cuando estas noticias tan alarmantes llegaron a oídos de Francisco Pizarro,
éste se apresuró a ir a Cuzco para tratar de apaciguar tan explosiva situación.
El Gobernador llegó a la capital inca a últimos de mayo de 1535 e
inmediatamente trató de buscar soluciones a los muchos problemas que se
habían planteado.
Al poco de llegar tuvo una larga entrevista con su viejo socio Almagro. Nada
mejor para calmar los ánimos que mantener a la gente ocupada.
—Estoy planeando —dijo Pizarro— organizar una expedición hacia el sur.
¿Te gustaría ir al frente de ella?
—¿Más allá de las fronteras incas? —inquirió Almagro interesado.
—Sí —respondió el gobernador—. Todo el territorio caería bajo tu
jurisdicción y las riquezas que descubrierais serían compartidas.
—Puede ser interesante —respondió Almagro atusándose el parche sobre el
ojo—. ¿Y la financiación de la empresa?
—A medias.
El proyecto entusiasmó a Almagro y absorbió todas sus energías, con lo que,
de momento, se alejaba el peligro de una confrontación. La inquieta soldadesca,
recién llegada, veía en esta nueva empresa una fuente de ingresos que estimulaba
su imaginación. Además, los indios hablaban de otro reino, en el que un rey se
bañaba todos los días en un lago, espolvoreado su cuerpo de oro. Era el país del
oro, El Dorado.
Al mismo tiempo, Pizarro reabrió los hornos para fundir el oro y la plata que
se había ido acumulando en los últimos quince meses. Él mismo aportó el mayor
lote, mientras que su ambicioso hermano, Juan, conseguía casi tanto como él.
También aportaron una buena cantidad, Gonzalo Pizarro, Hernando de Soto y
Diego de Almagro. Todos ellos habían recogido grandes cantidades de oro y
plata en tumbas y templos, así como en las casas de los aristócratas.
La vista de aquel tesoro contribuyó en gran parte para calmar los nervios en
la ciudad, aunque sólo fuera de momento.

Manco Inca llevaba casi un año gobernando en Cuzco, pero le era muy difícil
reafirmar su autoridad teniendo en cuenta que los españoles ejercían un control
completo en la ciudad. Además, algunos de sus parientes aristócratas no estaban
en absoluto convencidos de su idoneidad. Y, por otro lado, también los nativos
tenían sus preferencias en cuanto a tomar bando con los españoles. Manco había
dejado bien claro que las suyas estaban al lado de Almagro, pues, si bien, no
tenía nada contra Francisco Pizarro que le había puesto en el trono, sí lo tenía
contra sus hermanos, quienes ejercían su autoridad de forma autoritaria y
abusiva. Manco, por otra parte, se llevaba muy bien con Hernando de Soto —
partidario de Almagro—, en cuya compañía había pasado dieciocho meses.
Soto apoyaba la reclamación de Almagro sobre Cuzco.
Pizarro trató de limar las diferencias entre los líderes incas, y, junto con
Almagro, convocó una reunión entre Manco, junto con algunos de sus
partidarios —entre los que se encontraba su hermano Paullu—, y sus opositores
capitaneados por un primo suyo llamado Pascac y, sobre todo, uno de sus
hermanos, Atoc-Sopa.
Manco y Paullu trataron de mantener que cualquier forma de discusión era
un insulto a la autoridad divina del Inca.
—¿Cómo os atrevéis a dirigiros así al Inca, miserables —estalló Paullu—,
diciendo lo que os venga en gana con el consentimiento de los cristianos?
¡Hincaos de rodillas ante él y pedidle perdón por vuestra ofrenda! ¡Comportaos
como os lo exige vuestro rango!
Cuando estas palabras explosivas fueron traducidas a Pizarro, éste furibundo,
golpeó al hermano del Inca por haber impedido el debate de tal manera.
—¡Estáis aquí para un debate —bramó—. No para que se haga vuestra
voluntad sin discusión!
Pero el altercado había servido para caldear los ánimos, y la afrenta causada
al hermano de Manco hizo que éste se enfureciera contra Pizarro. Después de
mucha discusión se vio que era imposible llegar a un acuerdo de paz entre el
Inca y sus parientes, pues las posiciones se agriaron de una manera
incontrolable.
Pocos días después, Manco pidió secretamente ayuda a Almagro para zanjar
el problema de una forma expeditiva.
—Necesito ayuda —dijo—, para acabar con Atoc-Sopa. Mándame dos o tres
hombres, les pagaré bien.
Almagro no era muy partidario de llegar a tales extremos, pero, en aquel
caso pensó que sería una solución de las menos malas.
—Te enviaré a un tal Martin Cote —dijo—. Él y alguno de sus amigos están
deseando hacerse con un poco de oro.
Esa noche Atoc-Sopa fue apuñalado en su cama mientras dormía.
Este asesinato aseguró la posición de Manco, aunque aumentó la tensión
entre la aristocracia nativa. Hubo muchas voces que amenazaron a Manco por su
parcialidad por Almagro.
El joven Inca se alarmó por estas amenazas y por la posibilidad de una
venganza. Lleno de temor, rogó a Almagro que le acogiera en su palacio,
llegando, incluso, a dormir en su propia habitación.
Pero esta deserción, ocasionó que los españoles partidarios de Pizarro
formaran una turba que asaltó y asoló la casa del Inca en su ausencia.
Al día siguiente, Almagro acudió a ver a Pizarro.
—Debes castigar a los asaltantes —exigió—. El Inca está atemorizado e,
incluso, se ha escondido debajo de mi cama.
—Poco puedo hacer —dijo Pizarro indiferente—, cuando él mismo ordenó
matar a su hermano.
—Si no se castiga a los culpables de asaltar la casa del mismo Inca, su
autoridad se vendrá por los suelos. No sé lo que pasará.
Pero, a pesar de la advertencia, Pizarro no hizo caso, o, al menos, no llevó a
cabo ninguna acción punitiva. Aquello marcó un punto decisivo entre las
relaciones de Manco con los españoles.
Los ciudadanos castellanos de Cuzco vieron que podían saquear al Inca con
impunidad, y muchos de ellos se olvidaron de la deferencia y el respeto que
debían al emperador nativo.
Manco, por su parte, estaba madurando rápidamente y haciéndose más
agresivo —potencialmente más peligroso, mientras aumentaba su sensibilidad
ante los insultos de los españoles.
La situación se había vuelto explosiva.

Dos soldados españoles, Cristóbal de Peralta y Domingo de Soraluce, veían


inquietos cómo la situación se deterioraba. Como era habitual en ellos se
reunieron en la finca que Peralta se había hecho construir en las afueras.
Cristóbal convivía con una nativa y tenía media docena de criados a su servicio.
En los corrales estaba el embrión de lo que esperaba fuera una gran hacienda un
día: un caballo y seis yeguas que había hecho traer de España.
—¿Qué tal van tus potrillos? —saludó Domingo al entrar.
—De maravilla —respondió Cristóbal—. ¿Quieres verlos?
—Luego, ahora, si no te importa, sácame algo de beber.
—Acabo de recibir unos pellejos de vino de Murcia. Haré que nos traigan
unas jarras de la bodega.
Pronto estuvieron los dos amigos brindando con vino español mientras las
criadas preparaban la cena.
—No está mal este vino —dijo Domingo saboreándolo—, aunque yo
prefiero el de Navarra. Cuando vuelva a mi tierra me compraré un viñedo.
—Llevas dos años diciendo que te vas a volver, pero nunca lo haces; ¿qué te
retiene?
Domingo se encogió de hombros.
—Por ahora estoy a gusto viviendo con Coya, en mi casa. Además, ya sabes
que está esperando un niño.
—Del cual espero ser padrino —dijo Cristóbal.
—¡Por supuesto! —exclamó el vasco—. ¡Y yo del tuyo!
Se hizo un silencio mientras los dos amigos bebían de las jarras el vino que
les traía el recuerdo de su lejana patria. Por fin, Domingo dejó la jarra sobre la
mesa mientras chasqueaba los labios con satisfacción.
—¿Qué opinas de la situación que se ha creado después del asalto de la casa
del Inca? —dijo.
Cristóbal también dejó la jarra sobre la mesa.
—Estamos metidos en un polvorín que puede estallar en cualquier momento
—dijo por fin—. Tenemos, por un lado, a los partidarios de Pizarro y por otro a
los de Almagro…
—Y en medio, el Inca…
Cristóbal asintió.
—Tú lo has dicho. En medio de todo, el Inca, que puede ser el
desencadenante de una guerra.
—¿Entre españoles?
—¡Dios sabe! Entre españoles…, entre españoles e incas…, quizá entre
españoles con unos incas a favor de unos y otros incas a favor de los otros… ¡Yo
qué sé!
—Pues no me lo pones muy atractivo…
—No lo es —dijo Cristóbal pensativo—. Y lo peor de todo es que tendremos
que tomar partido…

Almagro salió de Cuzco hacia el sur con quinientos setenta soldados, una
buena parte de ellos a caballo, perfectamente equipados. Además, el Mariscal
pidió a su protegido Manco un buen contingente de soldados nativos. Éste le
proporcionó doce mil, al mando de su hermano Paullu. Con ellos iba el Sumo
Sacerdote Villac Umu, que era pariente del difunto Huayna Cápac y una gran
autoridad. Los cronistas españoles le comparaban con el Papa. La expedición iba
apoyada por ocho mil porteadores, seis mil llamas y otros tantos cerdos.
Pocos días después, Francisco Pizarro salía para la costa a fundar otra ciudad
que llamaría como su pueblo natal, Trujillo, entre Piura y Lima. Con él volvió
Hernando de Soto, que poco después se embarcó para España dueño de una
fortuna fabulosa.
En el muelle se abrazaron los dos hombres.
—Te echaré de menos, Hernando —dijo Pizarro—. Sin tu colaboración las
cosas no habrían sido igual.
—Yo también os echaré de menos, capitán —dijo Soto emocionado—. Os
deseo suerte. Y dejadme que os dé un consejo. Cuidado con Gonzalo y Juan, son
dos jóvenes muy impulsivos y ambiciosos. Os pueden provocar muchos
quebraderos de cabeza.
—Lo sé —asintió Pizarro—. Trataré de controlarlos.
—Quizá me encuentre con vuestro hermano Hernando, en la Corte. ¿Deseáis
alguna cosa para él?
—No. Sólo que vuelva pronto con las concesiones del Rey.
—Así se lo diré si le veo.
—¿Qué planes tienes tú, Hernando?
—No lo sé —respondió Soto pensativo—. Pero me gustaría obtener permiso
de la corona para explorar al norte de Nueva España.
—Pues que tengas suerte —dijo Pizarro.
Antes de dirigirse hacia Trujillo, Pizarro organizó con la gente nueva que
llegaba de Panamá, varias expediciones para explorar los últimos rincones de su
nuevo imperio: Alonso de Alvarado fue al territorio de los Chachapoyas, Juan
Porcel a los de Bracamoros y Garcilaso de la Vega al valle de Cauca.
El imperio se ensanchaba, pero el mal estaba instalado en su corazón: Cuzco.

Con la rápida salida de todos los líderes españoles de Cuzco, Manco quedó
sólo en la ciudad administrada por los dos jóvenes y desaprensivos Pizarro, Juan
y Gonzalo. Estando ese par de jóvenes irresponsables al mando, Manco tuvo que
soportar durante los últimos meses de 1535 un inquietante aumento de insultos y
malos tratos. Y este trato despreciativo hacia el Inca se reflejó en la misma
actitud de los españoles hacia los incas en todo Perú. La actitud de respeto que
había ordenado Pizarro al final de la conquista, desapareció por completo. Con la
llegada de los hombres de Alvarado procedentes de Quito y un creciente número
de aventureros españoles que venían en grandes números de Panamá, gente en su
mayoría, sin escrúpulos, los conquistadores se sentían más seguros de sí mismos
y el trato hacia los nativos comenzó a hacerse brutal.
Y esto se hizo más palpable en los hombres que llevaba Almagro consigo, la
mayoría de ellos procedentes del ejército de Guatemala. El clérigo Cristóbal de
Molina, que iba en la expedición anotó en sus crónicas con disgusto:
Cualquier nativo que no quería ir con los españoles por su propia
voluntad se lo llevaban encadenado. Durante el día les obligaban a
llevar grandes pesos sin apenas nada que comer. Durante la noche los
hacinaban en espacios reducidos.
Cuando tenían noticia de que llegaban los españoles, muchos nativos se
escapaban de su poblado para verse libres de los grupos de reclutamiento, pero
eran perseguidos por los hombres de a caballo como si fueran animales. Cuando
los encontraban los traían encadenados por el cuello. Después se llevaban a las
jóvenes para su servicio personal.
Los indios trabajaban sin descanso acarreando grandes cargas por un puñado
de maíz y agua, mientras se veían encerrados bárbaramente de noche. Los
expedicionarios terminaron convirtiéndose en un puñado de ladrones que se
llevaban todo cuanto caía en sus manos.
Como resultado de estas crueldades, pequeños grupos de españoles que
quedaban aislados eran emboscados y matados por nativos en el altiplano. No
era una resistencia organizada tal como la había encontrado Belalcázar en su
camino a Quito, pero la expedición sufrió mucho y tuvo grandes pérdidas en los
altos puertos de montaña hacia el sur.
Asqueado y disgustado, el sumo sacerdote, Villac Umu se escapó en Tupiza
a finales de octubre y volvió a Cuzco. En la provincia de Copiapó huyeron, así
mismo, todos los indios que habían traído de Cuzco, y los españoles se quedaron
sin nadie que les llevara una jarra de agua.
La brutalidad que había aflorado en la expedición de Almagro se repetía por
todo Perú. La población nativa desaparecía cuando se acercaban los españoles,
pues éstos rapiñaban todo lo que podían a su paso. En muchos lugares, los indios
no lo toleraron y empezaron a rebelarse y a organizarse para defenderse.
Los extranjeros…, los Viracochas que habían sido bien recibidos como
aliados providenciales contra Atahualpa, estaban ahora resultando mucho peores
que los soldados de Quito. Los conquistadores exigían grandes cantidades de
productos locales —llamas, ropa, verdura, lana, metales preciosos— así como la
esclavitud de cientos de hombres y mujeres. Dondequiera que había minas, los
nativos eran puestos a trabajar, sobre todo en las minas de oro del Collao.
Por otra parte, los españoles habían venido sin mujeres europeas, por lo que
en la mayoría de los casos cogían para sí las nativas como concubinas.
Al principio, los indios no pusieron objeciones a ello, y las mismas nativas
no se mostraron reacias, más bien al contrario, pero los abusos de los invasores
deshicieron las estructuras sociales nativas. Era ya un milagro si alguna mujer
bien parecida escapaba de las manos de los españoles o de sus sirvientes
yanaconas.
Los líderes españoles seleccionaron para sí a las princesas incas, mujeres que
solamente habrían podido yacer con el mismo Inca o con príncipes de sangre
real. El mismo Francisco Pizarro vivía con Quispe Cusí, hija de Huyana Cápac,
conocida por los españoles como Inés Huayllas Ñusta. Huayllas era el nombre
que se daba a la familia real inca y «ñusta» significaba princesa real. Pizarro, que
a pesar de sus cincuenta y cinco años permanecía soltero, se mostró encantado
cuando la jovencita de quince años le dio una hija en Jauja a finales de 1534. La
niña fue bautizada con el nombre de Francisca. Hubo grandes celebraciones
entre los españoles y los nativos, todos encantados del fruto de la unión entre el
jefe español y la realeza inca.
Pizarro hizo que su hija fuese legitimada poco más tarde. En 1535, Inés dio a
Francisco Pizarro otro hijo al que llamaron Gonzalo.
Por su parte, Diego de Almagro esperó hasta 1535 para tener una concubina
nativa, pero cuando lo hizo, la unión fue extremadamente provechosa, se
emparentó con una hermana de Manco, que era la dama más importante del país.
Se llamaba Marca-Chimbo, era hija de Huayna Cápac y de la hermana de éste.
Habría heredado el imperio entero si hubiera sido hombre. Marca-Chimbo dio a
Almagro un pozo lleno de oro, que se convirtió en ocho lingotes cuando se
fundió.
Hernando de Soto también consiguió para sí una dama de una gran belleza
conocida como Curicuillor, «la estrella dorada». Tuvieron una hija a la que
llamaron Leonor de Soto.
Una de las hermanas de Atahualpa, llamada Azarpay, acompañó al nuevo
Inca Tupac Hualpa y al ejército español hasta Jauja. Cuando Tupac murió, el
tesorero real Navarro pidió permiso a Pizarro para llevársela —pensando que
ella le diría el paradero de tesoros desaparecidos. Pizarro aceptó, pero Azarpay
se escapó volviendo a Cajamarca. Fue descubierta allí por algunos españoles a
finales de 1535. El mismo Francisco Pizarro la instaló en su palacio con lo que
provocó los celos de Inés.
Aunque la mayoría de los españoles tenía bellas nativas como amantes,
pocos se casaron con ellas, preferían aguardar la llegada de mujeres españolas, y,
éstas no tardaron en llegar al Perú en grandes cantidades.
Los dos hermanos de Pizarro, Juan y Gonzalo, también tuvieron concubinas
nativas. Gonzalo decidió que él también tenía que hacerse con una princesa y
puso los ojos en Cura Ocllo, hermana/esposa el Inca Manco. Su demanda
desmedida escandalizó a la nobleza nativa. El Sumo Sacerdote Villac Umu y el
general Tiso rechazaron a Gonzalo con expresiones muy severas en sus caras,
pero la respuesta de Gonzalo fue muy típica en él.
—¿Quién os ha dicho que podéis hablar así a un corregidor del rey?, ¿no
sabéis qué clase de hombres somos los españoles? ¡Por Belcebú!, si no cerráis la
boca haré que tú y tus amigos os acordéis toda vuestra vida. ¡Juro que no pararé
hasta que os abran en canal y os despedacen!
Manco reunió una pequeña fortuna en oro y se la ofreció, pero Gonzalo
quería la otra parte de su demanda.
—Mirad, Señor Manco Inca —dijo con despecho—, dadme a la joven Coya.
Todo este oro y la plata están bien, pero es ella lo que yo realmente quiero.
Manco, desesperado, persuadió a una de las sirvientas de su hermana,
llamada Inguill para que se vistiera como su ama y se hiciera pasar por ella.
El engaño pareció ir bien al principio, y Gonzalo la abrazó y besó delante de
todos con grandes risotadas, mientras la joven trataba de huir horrorizada.
Manco se acercó a ella y le ordenó que obedeciese a su nuevo dueño, pero al día
siguiente, Gonzalo entró en el palacio del Inca como una furia, llevándose a la
verdadera Coya por la fuerza.
Estaba claro que Manco era el blanco ideal para los ambiciosos españoles en
Cuzco. Ellos sabían que Atahualpa había tenido en Cajamarca a su disposición
enormes fortunas, por lo tanto, asumían que su hermano debía tener así mismo
grandes tesoros escondidos en algún sitio. Los líderes españoles estaban
continuamente importunando al Inca para que les diera más oro, y durante algún
tiempo, Manco apaciguó los ánimos proporcionándoles objetos preciosos. Llegó
un momento en que incluso la soldadesca se unió a la persecución, haciéndose la
situación intolerable.
Por otro lado, Villac Umu volvió a Cuzco informando sobre la crueldad de
los soldados de Almagro en la expedición al sur. También el general Tiso, trajo
historias de cómo se hundía, de día en día, la administración inca por todo el
país, y los excesos que cometían los soldados españoles. Los incas estaban ahora
ya convencidos de que les habían engañado, incluso los que habían estado en
contra de Atahualpa se daban cuenta de que la ocupación de los de Quito era
mejor que aquello. La raza entera estaba sucumbiendo bajo el control de los
invasores extranjeros.
Manco se había aferrado a su título de Inca con la esperanza que, con la
eliminación de las familias rivales, pudiera restaurar el prestigio de la
monarquía. Pero ahora tenía que aguantar todos los insultos, vejaciones y
humillaciones de los españoles en Cuzco.
Tenía que hacer algo.

Su decisión se fortaleció por el consejo de Villac Umu, Tiso y Anta-Aclla,


líderes del ejército y de su iglesia. Todos animaron al joven Inca con un
apasionado patriotismo.
—¡No podemos pasar toda nuestra vida entre la miseria y la esclavitud!
Rebelémonos de una vez por todas. Muramos por nuestra libertad y por nuestras
esposas e hijos que nos arrebatan.
Estos argumentos dieron sus frutos. En el otoño de 1535, Manco Inca
alcanzó la decisión momentánea de oponerse a los españoles, tratar de liderar a
su gente y echar a los conquistadores del Perú.
Aquella decisión significaba dar marcha atrás a toda la política de
colaboración llevada a cabo hasta aquel momento. El joven Inca se vería, a partir
de aquel instante, encabezando una resistencia que antes había sido liderada por
Rumiñahui y Quisuis.
El primer movimiento de Manco fue convocar a una reunión secreta a los
jefes nativos, sobre todo a los del Sur.
—Tanto mi persona como mi pueblo estamos sufriendo una vejación y
humillación —dijo—. No pasa día sin que los españoles me insulten y me
desprecien. Y lo que hacen conmigo, hacen con mi pueblo. Creo que ha llegado
el momento de rebelamos. Ahora es el momento pues la capital Cuzco está
relativamente libre de españoles. Los que estén conmigo que levanten la mano.
Hubo unanimidad en la decisión. Aquella misma noche, bajo el manto de la
oscuridad, el Inca salió a escondidas de Cuzco en su litera, acompañado de
algunas de sus esposas, sirvientes y orejones. Pero, desgraciadamente para él, los
espías yanaconas informaron a Juan Pizarro de la reunión y cuando fueron a
investigar a casa del Inca la encontraron vacía.
Inmediatamente avisaron a Gonzalo y pronto un numeroso grupo de jinetes
salió en persecución de los fugitivos. No tardaron en alcanzar a algunos
rezagados.
Desde su caballo, Gonzalo agarró a un orejón por el pelo.
—Dime, miserable orejón. ¿Dónde está el Inca?
—No sé nada del Inca —respondió el orejón atemorizado.
—¡Conque no, eh! Atadle las pelotas con una cuerda y colgadle de un árbol,
a ver si se le refresca la memoria…
Ante tan disuasorio método de interrogación no tardó el orejón en gritar
señalando la dirección contraria a la que había tomado el Inca.
Pero para su desgracia, cuatro jinetes habían seguido cabalgando en aquella
misma dirección y habían dado ya con la litera del Inca.
Éste intentó dar una explicación plausible de su aventura nocturna, sin
mucho éxito.
—Voy al encuentro de Almagro —aseguró—. Me ha enviado recado.
Pero, a pesar de sus palabras, Manco fue encadenado, sin ningún miramiento
por su rango, y llevado de vuelta a Cuzco. A su paso por las calles los nativos se
hincaban de rodillas llorando al ver cómo trataban a su Inca. Ese día, todos los
habitantes de la ciudad ayunaron, hicieron sacrificios y ofrecieron oraciones
especiales a sus dioses para que los españoles soltaran a su Inca, pidiendo la
gracia de que los españoles fueran arrojados de su país.
Por su parte, los españoles en Cuzco se consideraban afortunados, pues si no
hubieran cogido al Inca tan a tiempo todos ellos habrían perecido, ya que
quedaban muy pocos castellanos en la guarnición. La mayoría estaba
inspeccionando su encomienda.
Durante el cautiverio del Inca los abusos por parte de los Pizarro y sus
amigos, Alonso de Toro, Gregorio Setiel, Alonso de Mesa, Pedro Pizarro y
Francisco de Solares, llegaron a límites insospechados.
—Tengo ganas de mear —dijo Gonzalo con una sonrisa malévola—. ¿Dónde
creéis que podría hacerlo?
Juan se rió señalando al Inca encadenado.
—¿Por qué no pruebas hacerlo encima de ese perro sarnoso?, creo que le
hace falta una buena ducha. Espera un poco, que yo también tengo ganas.
—Y yo —gritó Alonso de Mesa—. Dejadme sitio a mí.
—Y a mí —clamó Francisco de Solares.
Cuando todos hubieron vaciado la vejiga sobre el atormentado Inca,
Gregorio Setiel trajo una vela encendida.
—¿Qué os parece si le quemamos un poco el pelo? —dijo riéndose de su
propia gracia.
—¡Qué buena idea! —exclamó Gonzalo—. Trae la vela. ¡Sujetadle!
Manco le miró imperturbable mientras todavía le corría por el rostro la orina
de los españoles.
El sádico joven arrimó la llama a los ojos del Inca quemándole las pestañas,
sin que la cara de Manco cambiara de expresión.
—Me gustaría arrimar la llama un poco más —dijo—, pero quizá no le
gustara a mi hermano el tener un Inca ciego.
Juan le dio una patada en los testículos. Manco se retorció de dolor, pero
nada salió de su boca.
—Quizá esto te quite las ganas de burlarte de nosotros —escupió Juan—. No
me gusta tener que cabalgar de noche, ¿sabes? Estaba muy a gusto en la cama
con mi princesita.
—Ahora que hablas de princesas incas —dijo Gonzalo como si se le acababa
de ocurrir algo—. ¿Por qué no traemos a las esposas de este cerdo aquí abajo y
nos divertimos con ellas delante de sus narices? ¡A ver qué tiene que decir
entonces!
Todos los presentes corearon lo buena que les pareció la idea.
—¡Hagamos una fiesta! —dijo Mesa—. ¡Traigamos unas jarras de vino y un
trozo de jamón y queso! ¡La noche es joven!
—¡Eso! —gritó Juan—. ¡Que bailen las esposas del Inca para nosotros!
—¡Eso, eso! —repitió Gonzalo con el rostro encendido—. Que bailen, pero
desnudas.
Estaba claro que los insensatos estaban creando un clima apropiado para una
venganza futura. El general Tiso y los demás jefes habían conseguido escapar de
Cuzco cuando él fue capturado. Hicieron camino rápidamente hacia el norte de
Jauja y prepararon una revuelta en Bombón y Tarma, en la encomienda otorgada
por el Rey al tesorero Alonso Riquelme.
Francisco Pizarro se encontraba en la nueva ciudad de Lima cuando llegó a
sus oídos la insurrección.
Rápidamente llamó a uno de sus capitanes, Juan de Cervantes.
—Sal rápidamente al encuentro de los sublevados —dijo—, y aplasta la
rebelión como sea.
Sin embargo, Tiso eludió al capitán español escondiéndose en los bosques
del este. Mientras tanto, los jefes de la zona de Collao volvían a sus tribus y
ordenaban a todos los indios que se enfrentaran con los españoles que fueran a
inspeccionar los repartimientos.
El primer encomendero en caer fue un tal Pedro Martín de Moguer, seguido
muy pronto por Martín Domínguez. También llegaron noticias del asesinato de
Juan Becerril en el Condesuyo.
A Simón Pérez le dijeron los indios de su encomienda que le pagarían el
tributo si iba a recogerlo. A su llegada fue inmediatamente apaleado hasta morir.
De la misma forma murieron en los meses siguientes unos treinta españoles, en
encomiendas aisladas o en las minas reales.
Los españoles actuaron con su vigor acostumbrado. Gonzalo Pizarro salió al
frente de un grupo de jinetes para vengarse de la muerte de Pedro Martín de
Moguer, encontrando a los nativos encerrados en un pequeño fuerte llamado
Ancocagua, en un pico inaccesible.
Llamó a uno de los soldados.
—Ve a buscar a mi hermano Juan —dijo—. Que venga con refuerzos.
No tardaron los españoles en rodear la pequeña colina. Juan había traído
consigo a uno de los orejones.
—¡Di a esos miserables que se rindan! —dijo Gonzalo—. Si lo hacen quizá
les perdone la vida…
El orejón se adelantó hasta llegar al pie del murallón defendido por los incas.
—¡No os rindáis! —gritó enardecido—. ¡Más nos vale morir con honra que
vivir como esclavos!; ¡arrojadles piedras…!
No pudo terminar la frase porque Gonzalo le había atravesado con su espada.
—¡Asqueroso traidor! —bramó—. Os haré colgar a todos, sucios indios.
Un segundo orejón fue traído de Cuzco. Éste no se mostró tan bravo como su
predecesor.
—Os ayudaré —dijo con un temblor de voz—. ¿Qué queréis que haga?
—Cuatro de los nuestros te acompañarán disfrazados de indios —dijo—. Se
afeitarán y se tiznarán las caras de barro para no ser reconocidos. Pide a esa
gente que te abra las puertas a ti y a los cuatro que te acompañarán. Cuando las
abran, nuestros cuatro compañeros se encargarán de mantenerlas abiertas hasta
que lleguemos nosotros.
Tal como había dicho Gonzalo, los incas abrieron confiados las puertas y los
cuatro españoles, sacando las espadas que llevaban escondidas debajo de la ropa,
arremetieron contra ellos al tiempo que Gonzalo y sus hombres trepaban por la
colina. Muchos defensores saltaron por el precipicio para no ser cogidos. El resto
sufrió una cruel matanza a manos de los yanaconas, quienes les cortaron las
piernas y los brazos en un terrible baño de sangre, mientras los españoles no
mostraban mayor piedad.
Cuando hubieron acabado, los hermanos Pizarro con algunos de sus hombres
se dirigieron a vengar la muerte de Becerril. Su venganza no estaba satisfecha.

Hernando Pizarro contempló desde el puente de mando de la nave el puerto


de San Miguel de Piura. En dos años la ciudad había cambiado mucho. Yo no
era simplemente una docena de casas de madera con una pequeña capilla. Lo que
se extendía ante sí era un pueblo español de unas cien casas con una iglesia de
piedra. Varios barcos, descargando en el muelle, indicaban una actividad
incesante. Docenas de soldados de fortuna, venidos de Panamá, contemplaban
con curiosidad las naves que se acercaban a puerto. Muchos de ellos llevaban un
arcabuz al hombro que no dejaban ni a sol ni a sombra. Otros engrasaban sus
ballestas con sumo cuidado. Todos portaban una larga espada al costado.
También se veían las pisadas de numerosos caballos, que, sin duda, estaban
bien guardados en los establos.
Hernando sonrió. Con la llegada de aquellos nuevos contingentes de
aventureros y las gentes notables que traía consigo, poco tenían que hacer ya los
incas, por mucho que se rebelaran.
—Así que esto es San Miguel de Piura —dijo una voz detrás de él.
Hernando reconoció la voz sin necesidad de volverse. Se trataba de don
Alonso Enríquez de Guzmán, uno de los prohombres de España, y junto a él, sin
duda, se encontraría su amigo don Pedro de Hinoja. No había podido viajar con
mejor compañía.
—Ahí tienen vuestras mercedes —dijo con orgullo—, la ciudad fundada por
mi hermano hace menos de tres años. Apenas una decena de casas de madera
cuando yo partí.
—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó Pedro Hinojosa atusándose un
imponente bigote—. Tengo ganas de saludar a tu hermano.
—Y yo de abrazarle —dijo impulsivo Hernando.
El abrazo fraterno tuvo lugar en Lima poco tiempo después. Francisco
recibió a su hermano con gran alegría, no sólo por el cariño que le profesaba,
sino por las noticias que estaba deseoso de oír de la Corte.
—Tienes que contarme todo, Hernando. Todo lo que te dijo el Rey y todos
los comentarios de la Corte. Estoy deseoso de oír tus historias cortesanas.
—En cuanto nos sentemos en una buena mesa con una jarra de vino,
hermano —rió Hernando—. ¡No sabes cuántas cosas tengo que contarte!
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Francisco mientras se sentaban en
unas cómodas butacas en la mansión que se estaba construyendo. Hizo una seña
a un criado para que trajera unas jarras de vino—. ¿Cómo has permitido que el
Rey concediese a Almagro una gobernación en la que se incluía Cuzco?
Hernando se quedó inmóvil con la jarra a la altura de los labios, mirando
asombrado a su hermano.
—¿Y quién ha dicho que tal cosa haya sucedido? —exclamó dejando la jarra
sobre la mesa—. Tengo aquí mismo una gobernación para Almagro, firmada por
el Rey: una prolongación de la tuya, en setenta leguas más al sur, que es donde
comienza la del Mariscal. Resulta evidente que el Cuzco no entra en la
gobernación de la Nueva Toledo.
—Eso me tranquiliza. Hace unos meses, llegó Cazalleja de España trayendo
la concesión del Rey para Almagro, en la que insistía se incluía el Cuzco. Sin
embargo, cuando me leyeron el documento, no había en tal nada relacionado con
Cuzco. Cazalleja insistió que tú traerías los despachos para él y en ellos se
incluía el valle de Chinea, y el Cuzco.
Hernando negó con la cabeza.
—Pues estate tranquilo, porque no hay nada de eso.
—Me alegro —dijo Francisco, aliviado—. Cuéntame qué tal te ha ido en la
Corte.
Hernando le hizo un relato minucioso del asombro con que el Rey y los
cortesanos habían recibido sus regalos, y el cuantioso quinto real; de las
innumerables veces que había sido invitado a palacio y asistido a cenas
palaciegas en las que había relatado una y mil veces la batalla de Cajamarca y
demás encuentros con los incas; cómo había Atahualpa llenado una habitación
de oro para salvar su vida, que, por fin, no fue posible perdonar.
—¿Y qué opinó el Rey sobre el ajusticiamiento de Atahualpa? —preguntó
Francisco, inquieto.
—No le pareció bien —reconoció Hernando—, quizá deberíamos haberlo
enviado a España donde podía haber sido un rehén muy útil, pero no tardó en
pasar aquello por alto, en vista del oro que se acumulaba ante él. Además, la
cosa ya no tenía remedio.
Francisco asintió.
—¡Cuéntame más cosas!
—Has de saber —dijo Hernando orgulloso—, que el Rey tuvo a bien
concederme el hábito de Santiago por ser embajador de tan fantásticas nuevas.
—Enhorabuena —exclamó Francisco.
—También traigo treinta y siete células en blanco para la fundación de
nuevas ciudades.
—Bien.
—Y el obispado para fray Vicente Valverde que sustituirá así al difunto
Hernando Luque.
—Magnífico.
—Y la facultad que te otorga el Rey de designar sucesor en la gobernación,
que nadie pueda descubrir y conquistar por estas tierras (salvo la autorización
dada a Almagro).
—Has hecho una buena labor, Hernando.
—Y eso no es todo —dijo el más joven de los dos Pizarro—. Se rumorea en
los pasillos de la Corte que podrían darte, en un próximo futuro, el título de
Marqués.
—¡Marqués! —repitió Pizarro como en un sueño.
Satisfecho con las noticias traídas por Hernando, Francisco Pizarro creyó
que, alejado Almagro a la conquista de un reino que los indios habían
pronosticado riquísimo, podría dedicarse a las labores de la construcción del
templo principal de Lima, a la inspección de las gestiones de sus capitanes en las
ciudades recién fundadas y a trabajos de gobierno. Pero las noticias que
empezaron a llegar trasformaron aquel idílico cuadro.

Se supo de la sublevación de Tiso, tío del Inca Manco y —lo que era más
grave—, que el propio Manco tramaba una conspiración para acabar con los
españoles. Habiendo huido de Cuzco, fue perseguido por Juan Pizarro y
obligado a regresar como prisionero. Lo que no le dijeron fue el trato vejatorio
que le había dado su hermano.
Las noticias de asesinatos de españoles en poblados pequeños alejados del
Cuzco, hicieron que Pizarro designara a Hernando teniente general de la
gobernación de aquella región. Hernando partió en compañía de Juan de Rada,
amigo de Almagro y de otros españoles que querían llevar al Mariscal sus
despachos originales.
El grupo llegó a Cuzco en enero de 1536, encontrando que Juan y Gonzalo
Pizarro estaban ausentes en una expedición punitiva. Lo primero que hizo el
nuevo teniente general fue poner en libertad a Manco y tratar de ganarse su
amistad.
Quizá —pensó—, podría conseguir por las buenas lo que sus hermanos no
habían podido obtener por las malas: el paradero de muchos objetos de oro que
habían desaparecido a la llegada de los españoles, sin contar el tesoro de
Rumiñahui.
Aparentemente, Manco respondió muy favorablemente a su gesto
prometiéndole su amistad.
Los primeros meses del año transcurrieron con tranquilidad. Las revueltas
del Collao, Condesuyo y Tarma parecían haberse extinguido, pero Manco había
sufrido demasiados insultos y vejaciones y, además, se daba ahora cuenta de lo
que suponía para los incas la invasión española. Y, por si el joven necesitaba a
alguien para apoyar su decisión, detrás estaba el Sumo Sacerdote Villac Umu,
quien insistía que los españoles del Cuzco podían ser aniquilados.
Por una vez, entonces, era el Inca el que engañaba a los españoles. Manco
estaba sencillamente esperando el fin de las lluvias antes de reunir un gran
ejército popular contra los invasores. Por fin, llegó el momento y Manco y Villac
Umu despacharon chasquis a todo el país ordenando una movilización general.
Durante los últimos meses se habían estado fabricando grandes cantidades de
armas y se habían plantado suficientes cosechas como para tener bastante
comida en las guerras y asedios que se avecinaban.
Así, cuando acabó la estación lluviosa, un gran contingente de nativos se
dirigió hacia el Cuzco usando caminos secundarios. Así, pasaron completamente
inadvertidos por los españoles y sus colaboradores.
El cuartel general de las tropas incas se situaría en Calca, en el valle de
Yucay. Allí estarían protegidos de la caballería española por el río Yucay, y se
hallarían solamente a quince millas al norte de Cuzco.
Cuando se acercó el momento, Manco salió de Cuzco para presidir la
reunión de los principales jefes y lanzar la revuelta. Recordando su captura
cuando trató de escaparse de Juan Pizarro, Manco sencillamente pidió permiso a
Hernando Pizarro para ir a ver a Villac Umu a fin de llevar a cabo unas
ceremonias religiosas en el valle de Yucay. Prometió volver con una estatua de
oro macizo de su padre Huayna Cápac.
El brillo del oro en la retina de Hernando hizo maravillas y obtuvo el
permiso sin problemas. Así pues, el Inca y el sumo Sacerdote salieron de Cuzco
acompañados por dos españoles y el intérprete personal de Pizarro, Antoñico.
Manco partió de Cuzco el 18 de abril, miércoles de Semana Santa. En cuanto
se supo la noticia hubo una explosión de pánico en la ciudad. Los indios
yanacuna que habían colaborado con los españoles aseguraron que Manco
volvería al frente de un ejército para aniquilarlos a todos. Transmitieron su
aprehensión a los residentes españoles de tal forma que éstos formaron una
delegación para protestar ante Hernando Pizarro.
—No debéis temer —dijo Hernando intranquilo—. Tengo plena confianza en
el Inca.
Siguió acallando los miedos hasta dos días más tarde cuando Alonso García
Zamarilla vino con las nuevas que había visto al grupo del Inca en las Montañas
que conducían a Lares, a poca distancia de Calca.
—Manco me dijo que iba a recoger algún oro que habían escondido allí —
anunció.
—Eso suena plausible —respondió Hernando aliviado en cierto modo—. Me
prometió traer alguna estatua de oro. No tardará en volver.
Pero Lares era el sitio elegido por los incas como lugar de reunión. Manco
presidió la asamblea de los jefes militares incas. Sacaron dos grandes jarras
doradas llenas de chicha y cada participante en la reunión bebió un sorbo al
tiempo que juraba que daría su vida con el fin de que todos y cada uno de los
cristianos fueran expulsados de sus tierras.
Finalmente, el Sábado de Gloria, Hernando Pizarro fue informado, sin
ningún género de dudas, que el Inca se había rebelado y que sus intenciones eran
peligrosísimas.
El teniente general convocó asamblea general para anunciar las terribles
noticias, y al mismo tiempo, reconocer su propia culpa.
—Nos reuniremos todos los oficiales en mi casa para ver cuál es el mejor
curso de acción que debemos seguir —dijo gravemente.
Capítulo XV

La batalla de Cuzco

C omo era habitual en ellos, en cuanto los españoles se apercibieron de la


rebelión de los indios, trataron de coger la iniciativa.
Hernando envió a su hermano Juan con setenta de a caballo —casi todos los
que había en el Cuzco— al valle de Yucay.
—Dispersa a los indios que se han reunido en el valle —le encomendó—.
Hay que cortar de raíz la revuelta y evitar que vaya a más.
Mientras Juan y los suyos cabalgaban por la ondulante meseta cubierta de
hierba, que separaba el valle del Cuzco del de Yucay, se encontraron con los dos
españoles que habían acompañado a Manco.
—¿Dónde está Manco? —preguntó Juan—, ¿no estabais con él?
—Nos ha dicho que volviéramos al Cuzco. Él estará un par de días
celebrando no sé qué ceremonias religiosas.
—¿En qué dirección fue? —volvió a preguntar Juan.
Los hombres señalaron a lo lejos un sendero que descendía hacia el valle de
Yucay.
—Desaparecieron por allá.
—Venid con nosotros —ordenó Juan espoleando su caballo.
Una primera impresión de la magnitud de la oposición a la que debían de
enfrentarse la descubrieron los españoles cuando se asomaron al borde de la
planicie y miraron hacia el precioso valle que se extendía ante ellos. El río, al
fondo, serpenteaba caprichosamente por la ancha llanura cuyos lados rocosos se
elevaban bruscamente como si se tratara del fondo de un cuadro. Las laderas se
veían contorneadas con las líneas precisas de terrazas incas, y por encima de
todo ello, en la lejanía, los picos nevados de Calca y Paucartambo brillaban con
todo su esplendor en el fino aire de los Andes. Pero no era la belleza del paisaje
lo que sobrecogió a los españoles, sino la ingente masa de tropas nativas que
acampaba en él. El valle entero estaba cubierto por las tropas de Manco.
—¡Por la Virgen del Pilar! —exclamó Juan—. ¿Cómo ha podido llegar tanta
gente hasta aquí sin que nos enteráramos?
—¡Debe de haber cien mil indios! —exclamó Hernán Ponce de León.
—¿Qué hacemos? —dijo Gabriel de Rojas.
Hernando no lo dudó.
—Cruzaremos el río y nos abriremos paso hasta Calca —dijo señalando el
poblado—. Quizá podamos capturar al Inca tal como hicimos en Cajamarca.
Los setenta jinetes tuvieron que luchar hasta alcanzar la orilla a nado, pero
una vez en tierra los indios retrocedieron a las colinas donde se sentían más
seguros, dejando el pueblo en manos de los españoles.
Curiosamente, en Calca encontraron una gran cantidad de oro, plata y fardos
de ropa, así como muchas mujeres nativas.
—Está claro que esta gente lleva preparándose para la guerra desde hace
mucho tiempo —exclamó Juan enfurecido—. ¡Como coja al jodido Inca le
cuelgo por las pelotas!
—¡Por Belcebú, que nos ha engañado! —dijo Gonzalo Pizarro—. No
teníamos que habernos fiado de ese hijo de Satanás.
Los españoles permanecieron tres días en la ciudad durante los cuales los
indios hostigaron a los centinelas día y noche, pero no intentaron llevar a cabo
ningún ataque masivo.
Curiosamente, la masa de indios que rodeaba a los españoles parecía ir
disminuyendo paulatinamente. Debía haber una razón para ello, y los españoles
la entendieron perfectamente cuando al amanecer del cuarto día apareció al
galope un enviado de Hernando Pizarro.
—¡Juan, Gonzalo! —gritó saltando de un caballo que echaba espuma por la
boca—. ¡Una horda de indios rodea la capital!, ¡hay que apresurarse!
Antes de diez minutos, los setenta jinetes estaban montados a caballo con su
armadura completa.
—¿Qué hacemos con el oro y las mujeres, Juan? —preguntó Francisco de
Villacastín.
Juan dirigió una mirada al tesoro almacenado en una habitación.
—Tendremos que dejar ambos, de momento —bufó—. Pero, volveremos.
De eso no os quepa la menor duda. A estos hijos del engendro no les quedarán
ganas ni para mear cuando hayamos terminado con ellos.
En el viaje de vuelta, la caballería española fue hostigada continuamente,
pero consiguió entrar en la ciudad sin sufrir ninguna baja, con gran alivio de los
sitiados.
Uno de los jinetes, Pedro Pizarro, más tarde escribió:
Al retornar encontramos una ingente masa de guerreros que llegaba
como una gran marea, acampando en las laderas más pendientes
alrededor del Cuzco. Nadie atacaba pues parecían estar esperando una
asamblea de todos ellos. Cuando no hubo sitio en las laderas de las
colinas, acamparon en el llano. Tantas eran las tropas que se habían
reunido allí que cubrían los campos. De día, parecía una alfombra
negra que tapaba todo alrededor de la ciudad por media legua. Y de
noche había tantos fuegos que no parecía sino que el firmamento, lleno
de estrellas, se reflejaba en la llanura.
Aquél era, sin duda, uno de los grandes momentos del Imperio Inca.
Haciendo gala de un gran genio para la organización, los comandantes de Manco
habían conseguido reunir todos los hombres del país en condiciones de luchar,
habían fabricado armas y acaparado provisiones para un año de lucha, sin que ni
siquiera los yanaconas, los espías de los españoles, se hubiesen enterado. Y todo
ello se había llevado a cabo a pesar de que las comunicaciones del Imperio
habían sido interrumpidas y los depósitos de víveres y ropa destruidos.
Los españoles habían sido sorprendidos por una gran movilización a las
mismas puertas de la ciudad y se veían asombrados por su número —ciento
cincuenta mil nativos—. Curiatao, Coyllas, Taipi y otros comandantes se habían
acercado a la capital desde Carmenca… y habían sellado la entrada al valle con
sus hombres. Huaman-Quilcana y Curi-Hualpa habían entrado en el Condesuyo
viniendo de la dirección de Cachicachi, cerrando un hueco de más de media
legua. Llicllic y muchos otros jefes habían traído consigo un inmenso
contingente, el grupo más grande de todos. Anta-Aclla, Ronpa Yupanqui y otros
entraron en el Antisuyo para completar el círculo alrededor de los españoles.
Todos ellos estaban bien equipados y en línea de batalla.
El número de nativos siguió en aumento durante varias semanas después de
la vuelta de la caballería. El general Inquill fue dado el mando supremo de todas
las fuerzas incas, asistido por el Sumo Sacerdote Villac Umu y un joven
comandante, Paucar Huaman.
Mientras tanto, Manco se había establecido en su cuartel general de Calca,
tratando de coordinar otros ataques en diversas zonas del país.
Villac Umu había estado presionándole desde el primer momento para que
llevara a cabo un ataque por sorpresa a Cuzco cuando los setenta jinetes se
encontraban todavía en Calca, pero Manco se empeñó en esperar hasta que
hubieran llegado todas las fuerzas disponibles.
—No podemos arriesgarnos —dijo el dubitativo monarca—. Todos
conocemos la fuerza de los cristianos y el poder de su caballería. Nosotros sólo
podemos confiar en el número de nuestros guerreros. Esperaremos a que lleguen
los que faltan.
Umu agitó la cabeza.
—Ahora es la ocasión —insistió—. Podemos cogerlos por sorpresa. No están
preparados y tienen la caballería en Calca. Ataquemos Cuzco ahora.

Pero Manco se mostró conservador, y Villac Umu tuvo que contentarse con
ocupar el fuerte de Sacsahuaman, y destruir los canales que regaban los campos
alrededor de la ciudad.
Dentro de Cuzco, los defensores sufrían una ansiedad extrema. Y, aunque
había en la ciudad ciento noventa españoles y unos cuatro mil indios auxiliares,
el peso de la lucha caía casi por entero en la caballería, ochenta jinetes. También
tenían los españoles unos doscientos mastines que habían sido amaestrados para
atacar a los indios.
Hernando Pizarro dividió la caballería en tres grupos de veinticinco: el
primero comandado por Gabriel de Rojas, el segundo por Hernán Ponce de León
y el tercero por su hermano Gonzalo.
—Haremos dos salidas diarias —anunció Hernando—. Un grupo cada vez.
Cuando entre un grupo, saldrá el siguiente, y luego el tercero. Repetiremos lo
mismo a la tarde.
Cuando llegó el momento de salir, los veinticinco primeros jinetes al mando
de Rojas, éste les dio las últimas instrucciones.
—Manteneos unidos en grupos de cinco, protegiéndoos mutuamente.
Mantened la lanza corta agarrada bien fuerte contra vuestro costado. Estos indios
tienen un increíble apego a la vida y aunque estén mortalmente heridos os
pueden arrebatar el arma. En tal caso, debéis acuñar la lanza entre el brazo y el
cuerpo y esperar que, con la rapidez del caballo, y la fuerza de la palanca así
obtenida, retengáis el arma en vuestro poder.
Entre los jinetes se encontraba Cristóbal de Peralta, quien en su nuevo rol de
criador de caballos, había visto con desesperación cómo los indios invadían su
hacienda. Justo había tenido tiempo de poner a salvo, dentro de la ciudad, a sus
potrillos, yeguas y semental.
Montado en «Elisa», para Peralta aquélla iba a ser la primera carga que
efectuaba en su vida. De Rojas se acercó a él.
—Levanta más las riendas con la mano izquierda —le dijo—, y no uses el
freno. Haz una ligera presión para las vueltas. Esa yegua tuya parece que gira
mejor hacia la izquierda. Cuando cargues, hazle sentir las espuelas antes del
golpe. Repite, si es necesario.
A continuación, se volvió a todos los jinetes.
—¡Vamos a ellos! —gritó—. ¡Santiago y cierra España!
Al abrirse las puertas, los veinticinco jinetes galoparon al encuentro de los
indios abriéndose en abanico. Los cascos de los caballos despedían grava y
arena, mientras que los cascabeles que llevaban los caballos colgando de los
arneses producían un ruido ensordecedor. A su vez, los perros atronaban el
espacio con sus ladridos y gruñidos amenazadores. Los jinetes se echaron hacia
delante, con las rodillas levantadas, cabalgando a la jineta, hundidas sus barbas
en los petos, con la punta de la lanza brillando al sol.
Para Peralta, que veía, muy a pesar suyo, cómo el enemigo se dispersaba a su
llegada, no era de extrañar que no alcanzara a un solo indio con su lanza.
Bastante tenía con mantenerse aferrado a una yegua que no paraba de dar
brincos y coces mientras iba corriendo.
De repente, el licenciado vio a un indio con su macana en alto que se
disponía a atacar a Rojas por la espalda, y con un golpe certero le atravesó de
lado a lado.
Peralta no sintió ni pena ni remordimientos. Una especie de fiebre que le
enturbiaba los sentidos y que le dificultaba incluso la respiración, se había
apoderado de él. Estaba en medio de la refriega. El caballo de Rojas corcoveó,
dio una vuelta y siguió a la yegua de Peralta. El capitán condujo a su pequeño
grupo a un extremo de la planicie. Los perros mordían rabiosos a los indios
caídos aumentando el griterío, el pánico y el desorden entre los nativos.
Domingo de Peralta sentía sangre sobre su rostro sin saber de quién era.
La lucha siguió durante media hora, al cabo de la cual se oyó una lejana
trompeta anunciando a los combatientes que su hora de retirada había llegado.
Ahora les tocaba el turno a los jinetes de Hernán Ponce de León.
Pero no fueron veinticinco jinetes los que volvieron de la lucha, sino
veinticuatro. Uno de ellos, Francisco Mejía no pudo seguir a sus compañeros. Su
caballo se vio trabado y cayó. Rápidamente, los indios le rodearon y le cortaron
la cabeza. Hicieron lo mismo con su montura, un magnífico alazán blanco, por el
que Mejía había pagado dos mil pesos de oro hacía seis meses.
La primera salida de la caballería, aunque ocasionó muchos muertos, no
supuso, ni de lejos, el éxito que habían esperado los españoles, sobre todo, los
que habían estado presentes en Cajamarca. Los indios luchaban ahora con una
determinación nueva, y, aunque carecían de armas con las que pudieran abatir a
un jinete, les arrojaban una lluvia de piedras y flechas poniéndose delante de los
caballos en un vano y desesperado intento de desmontar a los castellanos.
Las salidas de la caballería española mantuvieron una lucha equilibrada, pues
aunque muchos indios caían, eran inmediatamente retirados y reemplazados por
otros. Los españoles perdieron seis caballos y tres hombres durante los
siguientes días. Los perros fueron cayendo uno tras otro hasta que apenas
conservaron los españoles una docena que no dejaron salir a luchar.
Al cabo de una semana, había tantos caballos heridos que Hernando decidió
no hacer más salidas de momento.
—Dejaremos descansar a los caballos unos días —anunció—. Nosotros
también necesitamos un pequeño reposo.
Domingo de Peralta aprovechó el descanso para curar las heridas recibidas
por «Elisa» con la ayuda de Domingo de Soraluce.
—¡Pobre animal! —exclamó Soraluce acariciándole—, no tiene en su cuerpo
un solo centímetro cuadrado en el que no haya recibido una pedrada o herida de
flecha.
Peralta asintió mientras untaba heridas y magulladuras con grasa de llama.
—Menos mal que el peto protector les quita mucha fuerza a las piedras, pero
esos malditos indios tienen una destreza increíble con sus hondas. Cuando estás
luchando parece que está granizando y que todas las piedras caen sobre ti.
La ausencia de la caballería envalentonó a los atacantes. Se acercaron de tal
forma a la ciudad que acamparon junto al pie de las casas. Siguiendo una
costumbre ancestral trataron de desmoralizar a los enemigos, gritándoles insultos
y amenazas, levantando los puños en alto y demostrándoles de muchas maneras
lo mucho que les despreciaban.
Finalmente, el sábado 6 de mayo, los hombres de Manco lanzaron su gran
ataque. Bajaron de la fortaleza y de las colinas, avanzando a lo largo de las
estrechas callejuelas entre Colcampata y la gran plaza principal. Muchas de
aquellas calles estrechas terminaban en largos tramos de escalinatas de piedra
entre las casas blanqueadas.
Tal era la masa de atacantes que éstos se comportaban como si la lucha
estuviese ya a punto de concluir. Cargaron con un griterío ensordecedor por las
calles con sus mazos y hachas en alto con una gran determinación.
Los españoles y sus aliados salieron a su encuentro produciéndose una
interminable lucha mano a mano. Al cabo de la jornada, los incas consiguieron a
duras penas capturar el viejo recinto de Cora Cora que daba a la esquina norte de
la plaza.
Precisamente, Hernando Pizarro se había dado cuenta de la importancia que
tenía ese lugar y lo había mandado fortificar hacía unos días. No obstante, la
infantería española que la defendía fue obligada a retroceder, paso a paso.
Si bien el caballo era para los españoles el arma más efectiva, la honda era
para los indios la que más usaban. A corta distancia, una piedra de aquéllas
podía matar a un hombre, e incluso a un caballo, si le daba en un punto vital
desprotegido. Su efecto era casi tan grande como un disparo de arcabuz y su
frecuencia de tiro el doble que el mosquete.
En el ataque a Cuzco los nativos descubrieron otro nuevo uso para sus
hondas. Calentaron las piedras en las hogueras hasta que estaban al rojo, las
envolvieron en algodón para no quemarse y las arrojaron sobre los tejados de las
casas.
Pronto, la paja de los tejados se incendió, antes, incluso de que los españoles
se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo.
Cristóbal de Peralta anotó en su diario.
Hacía un fuerte viento aquel día y los tejados de las casas eran de
paja, y parecía en un momento como si la ciudad fuera una gran
llamarada. Los indios gritaban fuerte y había una tan grande nube de
humo que los hombres no podían ni verse ni oírse los unos a los otros…
Nos sentíamos tan cercados por los incas que apenas podíamos
defendernos de ellos.
Prendieron fuego a todo el Cuzco simultáneamente y todo se quemó
en un día pues los tejados eran de paja. El humo era tan denso que nos
sofocábamos: nos causó un gran sufrimiento. No habríamos podido
sobrevivir si un lado de la plaza no hubiera estado libre de casas. Si el
calor y el humo hubiesen venido de todos los lados, habríamos
perecido, sin duda, pues eran muy intensos.
Aquello marcaba el fin de la capital inca: arrancado su oro para el rescate de
Atahualpa y saqueada por los españoles, era ahora quemada por su propia gente.
Desde el bastión de Cora Cora los honderos indios arrojaban una lluvia de
piedras a la gran plaza, por lo que los españoles no se atrevían a aventurarse en
ella.
Los sitiados se veían arrinconados en dos edificios en el lado este de la plaza.
Uno era el gran Suntur Huasi, en el que Francisco Pizarro había planeado
construir una gran catedral algún día, y el otro era el enorme recinto de Atún
Cancha, donde todos los españoles guardaban su oro.
Hernando Pizarro estaba al mando de uno de estos edificios y Hernán Ponce
de León del otro. Nadie se atrevía a salir de ellos.
La lluvia de piedras que caía sobre los edificios era tan intensa que
parecía como una tormenta de granizo, sólo que esta tormenta parecía
no tener fin.
Cristóbal de Peralta escribiría días después.
La ciudad entera continuó ardiendo todo ese día y al día siguiente.
Los indios parecían confiados, pues nosotros ya no teníamos dónde
refugiarnos ni dónde defendernos.
Aunque fuera increíble, el tejado de paja de Suntur Huasi no se incendió a
pesar de que varios proyectiles incendiarios cayeron sobre el heno y éste empezó
a arder. Pronto, sin embargo, se extinguió solo.
Pedro Pizarro, quien también escribió las crónicas del día, escribiría más
adelante.
Fue un milagro. Vi a la Virgen María aparecer con su manto azul, e
iba extinguiendo las llamas con mantas blancas, mientras San Miguel
estaba a su lado, espada en mano, luchando con los demonios.
Los españoles estaban desesperados. No sabían qué hacer, ni adónde ir.
Aunque nadie se atrevía a exteriorizarlo, todos creían que estaban viviendo los
últimos días de su vida. Después de una semana luchando día y noche, agotados,
habían sido arrojados de la ciudad. Se mantenían justo en dos casas y una plaza.
Todos mostraban señales de agotamiento.
—Deberíamos de tratar de abandonar la ciudad —sugirieron algunos—.
Unos pocos podrían salvarse.
Hernando se mostró inflexible.
—No abandonaré Cuzco mientras me quede una gota de sangre en las venas
—bramó—. Lucharemos hasta el final, y, además —gritó—, venceremos. Les
demostraremos a esos malditos hijos de Satanás quiénes somos los españoles.
¡Pedro! —llamó—. ¡Diles a todos lo que viste en el tejado!
—Era la Virgen —exclamó el aludido—. Tenía un manto azul y estaba
apagando las llamas. El Arcángel San Miguel estaba a su lado con una espada.
Luchaba contra una horda de demonios.
—¿Lo veis? —bramó Hernando—. ¿Lo veis?; ¿qué creéis que eso significa?
—¡Significa que venceremos! —le apoyó su hermano Gonzalo—.
¡Venceremos a las hordas indias igual que San Miguel derrotó a las hordas del
averno!
Aquella visión contribuyó a levantar el ánimo de los sitiados.

En la lucha callejera, los indios demostraron ser ingeniosos y llenos de


recursos. Aunque no habían conseguido inventar un arma que pudiera matar a un
jinete español con armadura, sí desarrollaron una serie de tácticas para contener
y hostigar a sus terribles adversarios. Hicieron canales para desviar los ríos que
cruzaban el Cuzco, de forma que inundaran los campos alrededor de la ciudad,
de manera que se produjera tal cantidad de barro que los caballos se hundieran
en él. Otros se dedicaron a hacer toda clase de agujeros, grandes y pequeños para
impedir el avance de los caballos o intentar que se rompieran una pata en ellos.
Los sitiadores consolidaron su avance en las calles de la ciudad levantando
barricadas: pantallas de mimbre con pequeñas aperturas, a través de las cuales,
los incas podían lanzarse al ataque.
Tal era el incordio que tales artefactos causaban a los defensores que
Hernando Pizarro decidió que debían ser destruidas. Llamó a Diego Méndez,
Pedro del Barco y Francisco de Villacastín.
—Coged cada uno un destacamento de españoles y cincuenta cañaris. Quiero
que esta noche destruyáis esas barricadas. La caballería os protegerá.
Tal como había indicado Hernando, los jinetes cubrieron los flancos de los
infantes, pero no podían evitar que los indios les lanzaran una lluvia de piedras
desde las casas vecinas. Al quemarse los tejados de paja de las casas los muros
habían quedado al descubierto, y los nativos encontraron que podían correr por
la parte superior de ellos fuera del alcance de la caballería.
Dado un momento en que Alonso de Toro subía por una calle a la cabeza de
un grupo de jinetes, los nativos les arrojaron una lluvia de piedras y ladrillos de
adobe al tiempo que derribaban un muro. Algunos españoles fueron derribados
de sus caballos y quedaron medio enterrados en los escombros. Los jinetes justo
pudieron salvar la vida gracias a los cañaris que les sacaron arrastras.
Con la inventiva nacida de la desesperación, los nativos desarrollaron otra
arma contra los caballos. Le llamaron el ayllu. Consistía en tres piedras atadas a
los extremos de otras tantas cuerdas hechas con tendones de llama. El artefacto
se volteaba, lanzándolo entre las patas de los caballos con un efecto mortal. Los
nativos consiguieron derribar a muchos caballos de aquella manera. También
conseguían a veces enredar los movimientos de los jinetes con aquel artificio. A
menudo, los de infantería tenían que correr a desenredar al indefenso caballero,
cortando los duros tendones con gran dificultad.
Pero, pese a todo, los sitiados sobrevivieron a los incendios, las hondas, los
ayllus, las flechas y el barro. En todo momento trataron de compensar cada
estratagema de los nativos. Destrozaron las compuertas con las que los nativos
habían desviado los riachuelos. Desmantelaron las terrazas de agricultura de
manera que los caballos pudieran cabalgar por ellas, llenando los agujeros y las
trampas que habían hecho los indios. Y, en un desesperado esfuerzo empezaron
a recuperar partes de la ciudad. Los infantes españoles, apoyados por los cañaris
se apoderaron del reducto de Cora Cora después de una dura batalla. Poco
después, parte de la caballería se abrió camino bajo una cortina de piedras, a una
plaza al otro extremo de la ciudad donde tuvo lugar otra batalla.
Lo más recio de los ataques indios se producía por la pendiente colina debajo
de Sacsahuaman, y estaban dirigidos al espolón que formaba la parte central de
Cuzco. Villac Umu y otros generales habían establecido su cuartel general
dentro de la fortaleza. Así los ataques de sus tropas podían penetrar en el
corazón de Cuzco sin tener que cruzar los espacios abiertos, siempre peligrosos,
de otras partes de la ciudad.
Aunque tarde, Hernando Pizarro lamentaba, profundamente, no haber
defendido esa fortaleza.
—Mientras el Sacsahuaman permanezca en manos de los indios nuestra
posición es insostenible —exclamó el teniente general contemplando la ingente
mole del fuerte—. Debemos recuperarla a toda costa.
La fortaleza se encumbraba sobre el Cuzco, y los acantilados por encima de
Carmenca estaban cortados tan a pico que el fuerte sólo necesitaba un muro
defensivo de cara a la ciudad. Sus principales defensas estaban orientadas
mirando en dirección opuesta, más allá del borde del precipicio, donde el terreno
se suavizaba en una pendiente gradual hasta llegar a una meseta cubierta de fina
hierba.
En aquel lado, la parte superior del acantilado estaba protegida por tres
gruesos muros. Se elevaban, uno por encima del otro, en unos impresionantes
escalones grises, encajonando las laderas de la colina como un gigante
acorsetado.
Las tres terrazas estaban construidas en zigzag, como los dientes de una
sierra gigantesca, cuatrocientos pasos de largo, con no menos de veinticuatro
ángulos salientes y entrantes en cada nivel. Quienquiera que tratara de escalarlas
tendría el flanco expuesto a los defensores. Las sobrecogedoras sombras
diagonales que arrojaban aquellas ingentes muescas contribuían en gran medida
a la belleza de los terraplenes. Pero, el rasgo que hacía a todo el conjunto más
impresionante era el tamaño de los bloques de piedra y la calidad de su
mampostería. Al igual que los muros que sostenían las terrazas o terraplenes
incas, la masonería era poligonal: las grandes rocas se entrelazaban en un diseño
intrigante y complejo. Los tres muros se elevaban casi sesenta pies, estando las
piedras más voluminosas en la parte baja. El conjunto proporcionaba una
sensación de poderío y de serena invencibilidad.
En la parte superior de la colina, detrás de los muros de las terrazas se
levantaba una serie de edificios, los cuales estaban dominados por tres grandes
torres. La primera, llamada Muyu Marca era redonda y contenía una cisterna de
agua. Ésta llegaba a ella por medio de canales subterráneos. La torre principal se
levantaba sobre una base rectangular, sesenta y cinco pies de largo y tenía cinco
pisos. Era, sin duda, la estructura más alta jamás edificada por los incas.
Cuando Pascac, pariente y rival de Manco, que se había posicionado con los
españoles oyó los comentarios de Hernando Pizarro, se dirigió a él.
—Conozco la fortaleza —le dijo—. Quizá podríamos elaborar un plan de
ataque, aunque no será fácil.
—Muy bien —asintió Hernando—. Llamaré a mis capitanes.
Todo el mundo se daba cuenta que quizá aquélla fuera su última oportunidad
de salir con vida del atolladero. Si no conseguían romper el sitio y apoderarse de
la fortaleza, estaban perdidos. No podrían aguantar mucho más. Todos los
defensores estaban heridos y agotados. Éste sería su postrer esfuerzo.
Cristóbal de Peralta escribió:
Todos pasamos la noche en oración en la capilla, incluso los
centinelas oraban en sus puestos. Estuvimos horas de rodillas con las
manos entrelazadas. También nos acompañaron muchos de los indios
auxiliares que nos ayudaban pues muchos habían abrazado la
verdadera fe.
A la mañana siguiente, muy temprano, los españoles salieron de la iglesia —
Suntur Huasi—, y cincuenta de ellos se montaron en sus caballos, todos llevaban
sus armaduras puestas. Los nobles brutos marchaban al paso mientras sus jinetes
tenían la mirada fija al frente. De repente, a una voz de mando, clavaron
espuelas y lanzaron sus caballos al galope tendido. Como una marea
incontenible, irrumpieron a través de las barreras del enemigo y lanzaron sus
monturas jadeantes colina arriba.
La caballería atravesó como una avalancha incontenible el contingente indio
que defendía la salida hacia el norte defendida por los generales Curiatao y
Pusca. Los españoles galoparon por la carretera de Jauja, subiendo la colina, a
través de Carmenca. Ahí atravesaron otra barricada de los incas.
Cristóbal Peralta que estaba con aquel grupo, recordaba luego la
peligrosísima cabalgata, sorteando toda clase de obstáculos, incluyendo agujeros
y trampas para los caballos.
Y había tantos obstáculos que parecía imposible que pudiéramos
salir con vida de allí.
Cuando llegaron los españoles a la meseta se dirigieron hacia el noroeste.
Los nativos pensaron que intentaban alcanzar la libertad en la huida y enviaron
gente a destruir el puente colgante sobre el Apurimac. Pero en el pueblo de
Jicatica los jinetes dejaron la carretera y giraron a la derecha, abriéndose camino
detrás de las colinas de Queancalla y Zenca. Pronto alcanzaron las planicies por
debajo de las terrazas de Sacsahuaman.
De aquella forma, los españoles pudieron evadir todos los obstáculos y
trampas que los indios habían colocado entre la ciudad y la fortaleza. Gonzalo
Pizarro y Hernán Ponce de León atacaron con sus jinetes las defensas de tierra
que los indios habían construido en esa zona y que los españoles llamaron
barbicanas. Varios de los caballos fueron heridos y dos de los jinetes arrojados
de sus monturas. Justo pudieron evitar ser capturados con la ayuda de sus
compañeros.
Fue un momento en el que todo estaba en juego.
Juan Pizarro atacó con todos sus hombres en ayuda de su hermano. Juntos
consiguieron forzar las barricadas introduciéndose con sus caballos ante los
masivos muros de las terrazas. Al aproximarse los españoles fueron recibidos
con una lluvia de piedras, flechas y jabalinas. Uno de los hombres de Juan
resultó muerto al ser alcanzado por un peñasco. Los españoles atacaron
frontalmente la verja del fuerte. La entrada estaba defendida por muros que se
proyectaban en ambos lados, y los nativos habían cavado un agujero enorme
entre ellos. El pasaje que conducía a la verja estaba atestada de indios, unos
defendían la entrada y otros retrocedían de las barbicanas buscando la protección
de la fortaleza.
Juan Pizarro, que el día anterior había recibido una pedrada en la mandíbula,
no había podido ponerse su casco de acero debido al dolor que le producía la
herida y mientras arremetía contra la verja fue golpeado en la cabeza por una
roca lanzada desde los muros salientes.
—¡Ayudadme! —gritó Cristóbal de Peralta—. ¡Han herido a Juan!
Cogieron entre dos jinetes a Juan y le sacaron arrastras del centro del
combate. Uno de ellos movió la cabeza con pesar.
—Me temo que tiene la cabeza aplastada —dijo contemplando con horror la
masa encefálica que salía por la grieta.
Gonzalo había sido testigo de la muerte de su hermano, pero no había tiempo
para sentimentalismos. Apretó los dientes y señaló lo alto de una colina justo
enfrente del fuerte.
—Nos refugiaremos en la colina —gritó.
La confusión era terrible. Todos gritaban y todos estaban entremezclados,
luchando por la posesión de la colina. El momento era crucial.
Viendo la situación desde el Cuzco, Hernando envió al resto de la caballería
que había retenido con él —doce hombres—, dejando la ciudad desprotegida.
Manco, por su parte, había enviado cinco mil soldados de refuerzo, poniendo
a los españoles en una situación muy comprometida, pues las tropas indias
venían frescas y atacaron con gran determinación. Abajo, en la ciudad, también
los indios arremetieron contra las defensas de los españoles con tanta furia que
éstos se creyeron perdidos una y mil veces.
Sin embargo, sacando fuerzas de flaqueza, y pensando que la mejor defensa
era un buen ataque, esa misma noche, Hernando Pizarro subió con la infantería
hasta la colina donde estaba la caballería. Llevaban con ellos escaleras de mano
y usándolas durante la noche, los españoles consiguieron escalar los muros de
las terrazas de la fortaleza. Los nativos retrocedieron refugiándose en los
edificios y en las tres torres.
Domingo de Soraluce se vio a sí mismo trepando por una de las escaleras
bajo una lluvia de piedras que detenía como podía con su escudo. Se introdujo
por una de las pequeñas ventanas en el muro donde se encontró rodeado de
indios. Con su espada y rodela los hizo retroceder, encontrándose, de repente, al
pie de una de las tres torres. Mientras luchaba, observó que había una gruesa
cuerda colgado del tejado.
Encomendándose a la Virgen, envainó la espada y trepó por la cuerda
apoyándose con los pies en la sillería de la torre. A mitad del camino un indio le
arrojó una enorme roca que, afortunadamente, golpeó el escudo que malamente
manejaba con la mano izquierda. Por fin, llegó a la parte superior, apareciendo,
de repente, entre los defensores. Desde arriba animó a los suyos.
—¡Adelante, compañeros! —gritó—. La torre es nuestra.
La batalla por conseguir el control de las terrazas y edificios de Sacsahuaman
fue muy dura. Cuando llegó el alba, se había estado luchando todo el día y toda
la noche, sin descanso. Los indios se habían retirado a los edificios, pero
mantenían en su poder dos de las tres torres.
Sin embargo, la lucha no había terminado. Ahora los que estaban sitiados
eran los indios que se habían refugiado en las torres. Desprovistos de agua y
alimentos, y habiendo arrojado hasta su última piedra y flecha, comenzaron a
mostrar señales de debilidad.
Al atardecer del segundo día, los indios salieron de las torres dirigiéndose a
las puertas de la fortaleza con una gran algarabía. Atacaron a sus enemigos,
consiguiendo irrumpir a través de sus defensas y corrieron cuesta abajo hacia
Zapi y luego trepando hasta Carmenca. Escapándose, luego por el barranco de
Tullumayo, se dirigieron al campamento de Manco en Calca pidiendo refuerzos.
Pero, a pesar de todo, todavía quedaban todavía en Sacsahuaman dos mil
defensores. Si tenía éxito un contraataque nativo, los españoles podían quedarse
atrapados entre dos fuegos.
Sin embargo, los españoles y sus auxiliares, los cañaris y los chachapoyas, a
cuyo frente estaban Inquill y Huaspar, consiguieron detener el contraataque
indio en las verjas de la fortaleza.
Un orejón, al mando de una de las torres, se defendía con inmenso coraje del
ataque de los españoles y sus aliados, que intentaban apoderarse de ella por
todos los medios. Habían colocado una escalera de mano para escalarla y
acercaban otras tres. El inca corría de un lado para otro como un león herido,
repeliendo los ataques de los españoles y animando a los suyos con su ejemplo.
A los que trataban de rendirse les aplastaba la cabeza con su maza. Pronto se
quedó sólo. Se hizo con un escudo español, una espada y un casco que se colocó
en la cabeza. En cuanto un español se asomaba por las almenas corría hacia él
con la espada en una mano y el escudo en la otra. Recibió dos heridas de dardos
de ballesta que ignoró como si no le hubieran tocado.
Hernando Pizarro no pudo menos que admirar el coraje y valentía de aquel
hombre.
—¡Quiero a ese hombre vivo! —gritó.
Los españoles subieron por las cuatro escalas a la vez. La batalla seguía
encarnizada por ambos lados, aunque, poco a poco, uno tras otro, los edificios
estaban siendo tomados por los españoles y sus aliados que pasaron a cuchillo a
sus defensores.
El orejón, viéndose perdido, se cubrió la cabeza con su capa y saltó al vacío.
Otros muchos incas siguieron su ejemplo.
Increíblemente, tantos indios se tiraron desde los muros, que pronto
formaron una ingente montaña de cadáveres sobre los que aterrizaban, sin daño
alguno, los últimos en arrojarse.
Dos mil cuerpos ensangrentados yacían por toda la ciudadela.
Hernando Pizarro inmediatamente posicionó en la conquistada Sacsahuaman
a cincuenta y cinco soldados de a pie y quinientos cañaris. Habían conseguido lo
más difícil, ahora no podían permitirse el lujo de perder la fortaleza. Para ellos
era cuestión de vida o muerte.
Rápidamente, se dirigió a Inquill y Huaspar.
—Que todos los hombres disponibles suban agua y comida al fuerte —
ordenó—. Los incas no tardarán en volver con refuerzos. Hay que tapar, también
todos los agujeros y trampas que han cavado para los caballos entre el Cuzco y
el fuerte.
Tal como había supuesto Hernando Pizarro, el Sumo Sacerdote Villac Umu
volvió con refuerzos, pero era ya demasiado tarde para salvar la ciudadela.
Aunque contraatacó vigorosamente con un contingente de diez mil indios y
prolongó la batalla por Sacsahuaman durante varios días, no consiguió arrojar a
los españoles del fuerte, y para finales de mayo lo dejó por imposible.
Los dos lados sabían que la posesión de la ciudadela podía significar un giro
decisivo en la batalla final por el Cuzco. Los nativos no tenían ahora ninguna
base sólida en la que apoyarse en sus ataques a la ciudad y abandonaron algunos
distritos que habían ocupado.
Cuando el contraataque al Sacsahuaman fracasó, los españoles salieron de la
ciudadela y persiguieron a los desmoralizados nativos hasta Calca.
Manco y sus comandantes no podían entender por qué sus ejércitos, tan
enormes, habían fracasado en la conquista del Cuzco.
—¡No lo entiendo! —apostrofó Manco a sus generales—. ¡Teníamos tantos
hombres y ellos eran tan pocos! ¿Qué ha pasado?
Sus comandantes eludieron su mirada.
—Estamos tan avergonzados —dijo uno—, que no nos atrevemos a mirarte a
la cara… No sabemos la razón, excepto que cometimos una grave equivocación
por no haber atacado a tiempo. Debíamos haberlo hecho cuando ellos estaban
desprevenidos.
Indudablemente, los generales tenían razón. La insistencia de Manco en
esperar a que se reuniese todo su ejército significó que, cuando lo hicieron, los
incas habían perdido el elemento sorpresa que tan efectivamente habían
preservado durante el período de movilización. Aquello había significado que
los generales incas no pudieron atacar cuando la caballería española se hallaba
lejos del Cuzco, en el valle de Yucay. Por otra parte, las hordas de los labriegos
no añadieron mucho a la efectividad del ejército. Aunque el número era muy
grande, la efectividad era muy escasa. Y, lo que era peor, el pánico cundía
rápidamente entre ellos.
La caída de Sacsahuaman a finales de mayo no significó, sin embargo, el fin
del sitio. La lucha por la ciudad continuó durante otros tres meses más. Aunque
la mayor parte del tiempo se llevaron a cabo combates esporádicos.
Cristóbal de Peralta estaba de guardia a caballo, en una de las terrazas al
borde del Cuzco junto con otros dos jinetes más. A mediodía, su comandante,
Hernán Ponce de León fue a llevarles comida, al tiempo que le pedía que hiciera
una ronda pues no tenía a nadie más a quien enviar. Cristóbal se llevó a la boca
un puñado de maíz cocido y se dirigió obedientemente a otra terraza. Pero, para
su desgracia, en el camino, se acercó un contingente de guerreros indios. Al
verse rodeado trató de darse la vuelta, pero su caballo cayó en uno de los
agujeros que habían cavado los incas y él salió despedido.
Afortunadamente para él, Diego Maldonado, Juan Clemente y Francisco de
la Puente que estaban de guardia en otra terraza se apercibieron de su situación y
galoparon en su ayuda. Llegaron justamente a tiempo de salvar a su compañero,
que salió del agujero un tanto magullado. Su caballo, aterrorizado se escapó
hacia Cuzco mientras Cristóbal se defendía como podía con su espada y su
escudo. Sus compañeros cargaron contra los indios, y cogieron a su caído
compañero entre dos caballos.
—¡Agárrate a los estribos! —gritó Maldonado—. Te llevaremos fuera de
aquí.
Medio arrastras, medio al aire, el atontado cronista fue llevado a una cierta
distancia, pero se habían juntado tantos indios que les fue imposible alejarse.
El peso de la armadura, la carrera y la lucha habían agotado las fuerzas de
Cristóbal que resoplaba sudoroso.
—¡Dejadme! —jadeó—. Prefiero morir luchando que asfixiado…
El de Mondragón se volvió para hacer frente a los enemigos, mientras los
dos jinetes hacían lo mismo. La lucha continuó durante un largo rato, muy
nivelada, aunque los indios crecían en número por momentos.
Afortunadamente para los españoles, el griterío de la lucha llamó la atención
a un grupo de jinetes capitaneados por Gabriel de Rojas que pasaba a corta
distancia.
—¡Están atacando a tres de los nuestros! —gritó Rojas—. ¡Al galope!
La llegada de los diez jinetes salvó la vida de Peralta que ya había recibido
numerosos golpes y un flechazo en la pierna.

A lo largo de las siguientes semanas la lucha prosiguió de forma cruel por


ambos lados. Si bien Peralta había conseguido salvar la vida, pocos días después,
Pedro Cisneros fue hecho prisionero y los indios le cortaron las manos y los pies.
Alonso Enríquez de Guzmán escribía poco después.
Ésta es la lucha más cruel y despiadada del mundo. Entre moros y
cristianos hay algún sentimiento, y está en los intereses de ambos
bandos coger vivos a los prisioneros para conseguir rescate. Pero en
esta guerra con los indios no hay tal sentimiento por ninguno de los
lados. Unos dan a los otros las muertes más crueles que pueden pensar.
Si bien los indios cortaban brazos, piernas, orejas y narices a sus prisioneros,
además de hacer tambores con sus pieles, los españoles, por su parte, preferían
quemarlos vivos, arrojarlos a los perros o empalarlos.
En un momento de la lucha, Hernando Pizarro decidió dar un paso más en la
crueldad.
—A partir de ahora —ordenó—. Mataremos a todas mujeres y niños que
caigan en nuestras manos. Les quitaremos a los hombres el soporte moral que les
proporcionan sus familias.
Aquella nueva vuelta de tuerca en la lucha funcionó admirablemente y causó
un gran terror. Los indios tenían miedo de perder a sus hijos y mujeres y éstas
tenían miedo a morir.
Al poco tiempo, en agosto de 1536 se levantó el sitio definitivamente.
Aunque pocos días antes de retirarse, doscientos indios cayeron prisioneros de
Gonzalo Pizarro. A todos se les cortó la mano derecha en la plaza de la ciudad.
—¡Que sirva esto de escarmiento a los demás! —avisó Hernando Pizarro—.
¡Dejadles ir!
Estas tácticas terminaron de desmoralizar al ejército de Manco que, en su
inmensa mayoría estaba formado por granjeros. Todos ellos, además de que eran
muy poco efectivos, tenían que ser alimentados y vestidos.
Pero Cuzco no era el único teatro de operaciones en el levantamiento
nacional. En otras áreas, los nativos estaban consiguiendo mejores resultados.
Mientras él atacaba el Cuzco, Manco había confiado a sus generales Quizo
Yupanqui y Puyu Vilca la conquista de las tierras altas centrales. Otro general,
Tiso, llevaba a cabo el levantamiento de los alrededores de Jauja con éxito.
Además, un ingente ejército se dirigía a Tima.
Capítulo XVI

La batalla de Lima

L a primera noticia que tuvo Francisco Pizarro sobre el asedio de Cuzco fue
el 4 de mayo, en su nueva capital de Los Reyes, o Lima, como la conocían
los nativos. Inmediatamente temió por la suerte que pudieran correr sus
hermanos y demás españoles. Como medida de urgencia envió en primer lugar, a
sesenta hombres, casi todos a pie, al mando de Diego Pizarro, hacia el área de
Jauja. Pocos días después, envió a treinta jinetes al mando del Capitán Francisco
Morgovejo de Quiñones, uno de los dos alcaldes de Lima.
La pequeña fuerza salió a mediados de mayo con doscientos porteadores
indios. Siguieron por la carretera real. Alcanzando el estratégico cruce de
caminos de Cilcashuaman. Los jinetes cabalgaron por un país al parecer en paz
más allá de Jauja, llegando hasta Parcos, una ciudad importante en la garganta
del Mantaro.
Allí, Morgovejo de Quiñones se enteró que los nativos habían matado a
cinco españoles que se dirigían hacia el Cuzco.
—Se arrepentirán estos hijos de perra de levantar un dedo contra un español
—exclamó furioso—. Traedme aquí a todos los jefes y ancianos de la ciudad —
ordenó.
Cuando los tuvo reunidos, los mandó encerrar en una casa con techo de paja.
Eran en total veinticuatro.
—¡Prended fuego a la casa! —rugió—. ¡A ver si aprenden estos hijos del
engendro!
A continuación, Morgovejo se dirigió a Huamanga para tratar de unirse con
las fuerzas de Diego Pizarro.
Mientras esto ocurría en Jauja, Francisco Pizarro despachó otra fuerza de
setenta jinetes a las órdenes de un primo suyo llamado Gonzalo de Tapia. Estas
fuerzas tomaron la ruta que descendía por la costa durante unas ciento veinte
millas, subiendo luego hacia el interior por Huaitará, cruzando los Andes a
cuatro mil metros de altura, y llegando al norte de Huamanga. La caballería de
Tapia cruzó la desolada puna de Huaitará, pero tuvo la desgracia de tropezarse
con el ejército de Quizo Yupanqui, que marchaba hacia el norte de Cuzco.
En cuanto Quizo se enteró de la presencia de los españoles, esbozó una
sonrisa con satisfacción.
—Les prepararemos una emboscada en el desfiladero —dijo—. No quedará
ni uno vivo.
El desfiladero sobre el río Pampas era uno de los pasos más difíciles de todo
el imperio. La bajada hasta el río desde la altura de la puna, era tan
impresionante, que los españoles tenían que caminar con los caballos cogidos del
cabezal, durante horas, procurando que no vieran el escalofriante precipicio que
se abría a sus pies. El menor paso en falso precipitaría al animal a un abismo que
parecía no tener fin.
Cuando, por fin, las tropas de Gonzalo de Tapia llegaron al fondo de la
garganta y levantaron las miradas hasta las cumbres que se elevaban a cientos de
metros por encima de ellos, se les heló la sangre en las venas.
—¡Virgen Santa! —exclamó un jinete—. ¡Mirad las cumbres!
Pero no hacía falta que nadie lo dijera, pues todas las miradas estaban ya
fijas en los altos acantilados. En las cimas se veían mover miles de puntos
negros, que parecían hormigas, pero que no podían ser otra cosa más que incas,
incas decididos a aniquilarlos.
—¡Por todos los santos! —exclamó Tapia—. Tenemos que salir de aquí.
Miró con desesperación el camino que, después de cruzar el río, volvía a
subir en un penoso zigzag hasta alcanzar la misma altura de la puna que
acababan de cruzar. Les llevaría todo el día el subir por el estrecho sendero de
uno en uno.
—¿Qué hacemos, capitán?
La desesperada pregunta llegaba de la garganta de uno de los soldados.
Pero, poco había que Tapia pudiera hacer. No había escapatoria, pues el río
bajaba con un caudal tan torrencial que el arrojarse al agua significaría la muerte
instantánea.
—Subiremos por la otra ladera —dijo sabiendo positivamente que no tenían
ninguna posibilidad de sobrevivir.
—¡Han empezado a arrojar rocas!
Los ojos del Capitán estaban fijos, como hipnotizados, en las piedras de todo
tamaño que bajaban rodando por las pendientes. Era como una avalancha de la
que no había salida posible.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Apiádate de nosotros!

Después de aniquilar el grupo de Tapia, el general inca, Quizo, continuó su


marcha hacia el norte, en busca de los sesenta hombres de Diego Pizarro que
bajaban del Mantaro hacia Huamanga.
Quizo volvió a usar la ventaja de la topografía, y las fuerzas de Diego
Pizarro fueron completamente exterminadas de la misma manera que las de
Tapia, en un desfiladero cerca de Parcos, donde pocas semanas antes, Morgovejo
había quemado vivos a los veinticuatro jefes.
Las noticias de estas grandes victorias fueron enviadas a Manco junto con
dos españoles prisioneros, un negro, cuatro caballos, armaduras, espadas,
escudos, ballestas, arcabuces y muchas cabezas de los españoles muertos.
Los mensajeros llegaron a casa del Inca con su botín casi al mismo tiempo
que éste recibía las malas nuevas de la pérdida de Sacsahuamn a finales de
mayo.
Tanto fue el regocijo del Inca por las dos victorias tan aplastantes obtenidas,
que Manco envió a su general victorioso como premio, a una joven hermana
suya de gran belleza, además de una litera en la que pudiera viajar con
comodidad.

Para Francisco Pizarro estaba claro que, ya que la rebelión de Manco le había
dejado sin Inca títere, había que contrarrestar la ofensiva de éste, nombrando a
otro rival.
Eligió a un príncipe real, llamado Cusi-Rimac que estaba viviendo en Lima
con él.
—Manco nos ha traicionado —le explicó—. ¿Deseas ocupar su puesto?
Cusi-Rimac, un joven ambicioso de veinticuatro años, no lo dudó un
momento. Era su gran oportunidad.
—Acepto —dijo.
—Bien —asintió Pizarro—. Celebraremos la coronación cuanto antes.
La ceremonia se llevó a cabo sin el ceremonial ni parafernalia que la había
rodeado en el Cuzco con Manco, y, pocos días más tarde, el nuevo y flamante
Inca era despachado hacia Jauja en su litera dorada, protegido por treinta jinetes
bajo el mando del Capitán Alonso de Gaete y rodeado de un séquito de varios
cientos de sirvientes nativos y jóvenes esposas.
Apenas hubo partido Cusi-Rimac, los yanaconas trajeron a Pizarro rumores
alarmantes sobre la suerte que habían corrido las expediciones de Tapia y de
Diego Pizarro.
—¡Dios bendito! —gimió—. Hay que mandar más soldados para proteger al
Inca. ¡Llamad a Francisco Godoy!
El alcalde de Lima acudió rápidamente a la llamada de Pizarro.
—¿Qué se os ofrece, Capitán?
Francisco Pizarro le hizo sentarse.
—Quiero que reunáis a treinta soldados y marchéis tras el inca. Me temo que
necesita más protección.
—¿Treinta jinetes? —inquirió—. No quedan treinta jinetes en Lima en este
momento.
Pizarro asintió lentamente.
—Pues tendréis que ir con soldados de a pie.

El victorioso Quizo Yupanqui marchaba ya sobre Jauja.


Aunque la mayoría de los españoles habían bajado a la costa a refugiarse en
Lima, todavía quedaba un buen número de ellos viviendo arrogantemente en la
ciudad, con profundo desprecio por las noticias que les llegaban de un supuesto
ejército inca. Ni siquiera se molestaron en poner centinelas o hacer
preparaciones para defenderse.
Quizo llegó una mañana temprano, y antes de que los españoles se dieran
cuenta, estaban rodeados por todas partes. Muchos ni siquiera tuvieron tiempo
de vestirse, y mucho menos de armarse, pues estaban todavía en la cama.
La confusión fue terrible. Trataron de concentrarse en la plataforma del
templo que se podía considerar como fortaleza, con cualquier arma que tenían a
mano. Ninguno se había imaginado que los indios tuvieran el coraje de
atacarles…
La lucha duró todo el día. Cuando acabó, no quedaba ni un español vivo.
Cuarenta habían muerto, y con ellos un centenar de negros sirvientes, medio
millar de indios y veinte caballos.
Cuando los treinta soldados de Godoy se acercaban a Jauja se encontraron en
el camino con dos hombres ensangrentados y heridos. Uno de ellos venía
montado en una mula con la pierna rota.
—¿Quiénes sois? —preguntó el Godoy.
Uno de ellos respondió como pudo, con un hilo de voz.
—Me llamo Cervantes de Maculas —dijo—. Soy hermano del capitán Gaete.
—¿Qué ha pasado?, ¿dónde están los demás?
Mientras bajaban de la mula a su compañero con la pierna rota, Maculas
explicó lo sucedido.
—Nos atacaron los indios —dijo—. Muchos de los porteadores del Inca se
unieron a ellos. Nos cogieron desprevenidos. Sólo nosotros conseguimos
escapar.
—¿Y el Inca?
—No podría asegurarlo, pero creo que se unió a los atacantes.
—¿Sabes algo de los españoles en Jauja?
—Llegaron rumores que todos habían muerto.
Godoy se quedó pensativo. Si era verdad lo que le decían, no venía al cuento
arriesgarse a perecer también ellos.
—Volvemos a Los Reyes —anunció.

Quizo había conseguido aniquilar a casi todos los españoles entre Cuzco y la
costa, y eso incluía a los habitantes de Jauja y a todos los encomenderos que se
habían establecido por aquella zona.
Había, también, derrotado a tres grupos armados de caballería —más de
ciento sesenta hombres—. La única fuerza española que quedaba todavía libre,
vagando por la sierra, eran los treinta jinetes al mando de Morgovejo de
Quiñones.
Al cruzar uno de los ríos, los españoles de ese grupo fueron atrapados por
grandes hordas de guerreros nativos que ocuparon ambas orillas de un profundo
cañón. Cayó la noche y las tropas de Morgovejo acamparon junto al río. Dejaron
los fuegos ardiendo y pudieron escapar en la oscuridad.
Pocos días después tuvieron otro encuentro en un desfiladero antes de que la
expedición consiguiera llegar a Huamanga. Las fuerzas nativas, miles de
hombres, se agolparon en las laderas recogiendo grandes piedras, mientras que
en la cima se podían divisar varias literas elegantemente adornadas. Eran, sin
duda, las del General Quizo y su séquito.
Pero la suerte seguía protegiendo a los españoles, y, una vez más, pudieron
escapar amparados por la oscuridad de la noche.
Los expedicionarios, ya exhaustos y sin víveres, se dirigieron a la costa
cruzando los Andes. Tras ellos, un ejército fantasma les persiguió hostigándoles
siempre que podían. Cada barranco, cada cruce de un río era aprovechado por
los incas para atacarles. Las largas marchas y las luchas se sucedieron durante
largas semanas sobre el río Pampas. Los españoles, por fin, llegaron al último de
los desfiladeros que les separaba de las llanuras de la costa.
Los indios, sabedores que aquélla era su última oportunidad para acabar con
sus odiados enemigos, prepararon concienzudamente una emboscada
amontonando piedras en lo alto del acantilado.
Sin embargo, los españoles también habían aprendido algo sobre el cruce de
desfiladeros.
—Cruzaremos de uno en uno —dijo Quiñones mirando a lo alto—. Tratad de
protegeros cabalgando pegados a la pared.
En cuanto el primer español se asomó al desfiladero comenzó la lluvia de
piedras de todos los tamaños. Pero en este caso no había un gran grupo sobre el
que cayeran las rocas sino un solo jinete al que acertar y, además, moviéndose
con gran rapidez.
Cuando los primeros soldados consiguieron cruzar, se encontraron con un
gran número de indios que se oponían a su avance.
El caballo del capitán Morgovejo fue alcanzado por una roca, hiriendo
también al jinete en una pierna. Arrastrándose, el capitán consiguió salir del
desfiladero, pero allí, desangrándose malherido, tuvo que luchar con los indios
que les esperaban. Murió peleando dos horas más tarde. Con él cayeron otros
cuatro españoles. Los demás consiguieron huir, alcanzando la costa y llegando a
Lima.
Fueron los únicos supervivientes de los cerca de doscientos hombres que
había mandado Francisco Pizarro a la sierra con la idea de ayudar a los de
Cuzco.

Hacía meses que Francisco Pizarro no había tenido noticias de sus hermanos.
Mucho se temía que estuvieran todos muertos. El gobernador estaba
profundamente preocupado por la marcha de los acontecimientos. Cuatro de sus
mejores comandantes habían muerto, así como casi doscientos hombres y otros
tantos caballos.
Ahora tenía que confiar en que volvieran cuanto antes los hombres que había
enviado a consolidar su asentamiento en Perú. En cuanto estalló la rebelión les
había mandado aviso para que se apresuraran.
Alonso de Alvarado acudió con ochenta hombres y treinta caballos dejando
para más adelante la conquista de los chachapoyas; más allá de Cajamarca, al
norte del Perú, Gonzalo de Omos volvió con setenta de a caballo desde Puerto
viejo, en la costa. Garcilaso de la Vega, dejó para mejor ocasión el intento de
colonizar la Bahía de San Mateo y retornó con ochenta hombres a Lima;
Francisco de Orellana se apresuró a ir desde la Culata con cincuenta hombres.
Pizarro llamó a su hermanastro, Alonso Martín de Alcántara.
—Quiero que vayas con algunos hombres a avisar del peligro a todos los
colonos que se han establecido en la costa, —dijo poniéndole afectuosamente
una mano en el hombro—. Que vengan todos a Lima.
—De acuerdo —dijo Martín—, pero creo que, además de reunir a todos los
españoles aquí, deberías escribir pidiendo ayuda al exterior. La revuelta es
demasiado grande como para sofocarla con un puñado de soldados.
—Lo estoy considerando —asintió Pizarro pensativamente—. ¿A quién te
parece que deberíamos pedir auxilio?
—En primer lugar, al rey de España. Aunque dudo mucho que pueda hacer
algo con la urgencia necesaria. Después yo escribiría al gobernador de Panamá,
al de Guatemala…
—¡A Pedro de Alvarado! —gimió Pizarro.
—Me temo que no es hora de sentir ramalazos de orgullo —dijo Martín—.
También al gobernador o virrey de Nueva España.
—¡Hernán Cortés! —exclamó Pizarro—. Él sí que me enviará ayuda. Tienes
razón, Martín. Escribiré cartas a todas las colonias españolas en las Indias. Me
temo que necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir y más…
Ese mismo día, Diego de Ayala salía con una carta para Guatemala y
Nicaragua. Al mismo tiempo, el licenciado Pedro de Castañeda pasaba por
Panamá de camino a España, y Pascual de Andagoya se dirigía a Cuba para
reclutar hombres. Todos llevaban consigo una carta de Pizarro en parecidos
términos:
La rebelión se ha extendido por todas las provincias y todos los
indios se rebelan simultáneamente. Los ejércitos enemigos se dicen ya a
cuarenta leguas de Los Reyes. Imploramos ayuda. Qué la Santísima
Virgen nos proteja…

Para cuando las malas nuevas llegaron a España, ya hacía meses, en febrero
de 1536, el Obispo Berlanga, que había vuelto a España del Perú, informaba al
rey que el gobernador Pizarro permitía a los conquistadores dar un mal trato a
los nativos, violando todas las órdenes recibidas de España al respecto. Sobre
todo, en Cuzco, el Inca estaba recibiendo un trato vejatorio y a todas luces
injusto, que podría acarrear graves consecuencias en el futuro.
Estaba claro que ese futuro ya había llegado.
En abril, el licenciado Gaspar de Espinosa escribió desde Panamá, contando
al Rey cómo habían ocurrido ya las primeras matanzas de colonos españoles en
el área de Cuzco. Pero, las noticias del sitio de la capital inca no cruzaron el
Atlántico hasta últimos de agosto. Los primeros informes del levantamiento
decían que: Hernando Pizarro había sido el culpable de la rebelión ya que
había torturado al Inca para que les entregara oro y plata.
Lo cual, en vista de lo ocurrido, no era, en absoluto, exacto, pues si alguien
había tratado de granjearse la amistad del Inca había sido, precisamente,
Hernando.

Manco Inca, encantado con las victorias de Quizo, le ordenó que descendiera
a la costa y destruyera Lima, no dejando una sola casa en pie, y matando a todos
los españoles que encontrara, exceptuando Francisco Pizarro, a quien quería
vivo.
Sin embargo, aunque el Inca le apresuraba, Quizo quiso asegurarse que su
retaguardia quedaba asegurada. Por lo tanto, se pasó el mes de julio reclutando
Jaujas, Yauyos y Huancas, y tratando de persuadir a todos estos ancestrales
enemigos de los incas para que se unieran a la rebelión. En nombre del Inca les
prometió un trato de favor, por el que no tendrían que pagar impuestos en los
próximos veinte años.
Era muy comprensible que Quizo no quisiera enfrentarse directamente a los
españoles en la llanura de la costa, un terreno completamente desconocido para
él, hasta que no tuviera una superioridad numérica abrumadora.
Las primeras noticias del avance inca llegaron a Pizarro por boca de
Francisco de Orellana, que procedía de Guayaquil.
—Hay miles de indios que se dirigen hacia aquí —informó a Pizarro—. Y,
por lo que he oído decir a mis informadores, están reclutando gente entre sus
antiguos enemigos. Todas las haciendas españolas han sido incendiadas y los
pueblos que no se unen a ellos, destruidos.
—Se han confabulado todos contra nosotros —exclamó Pizarro preocupado
—. ¿Qué hemos hecho mal, por todos los santos?
Orellana aceptó un vaso de vino de manos de su primo.
—Por lo que me dicen los indios, todo empezó por las humillaciones que
Manco tuvo que pasar a manos de algunos españoles en el Cuzco.
A Francisco Pizarro no le hacía falta que le dijeran quiénes eran aquellos
españoles. Habían llegado a sus oídos las barbaridades que sus hermanos habían
cometido en aquella ciudad. Además, muchos otros encomenderos trataban a los
incas como animales. Ahora lamentaba haber permitido todo aquello.
—¿A qué distancia se encuentran? —preguntó.
Orellana se arrellanó en su asiento.
—A unas veinte leguas —respondió.
—¿Y cuántos calculas que son?
—Quizá doscientos mil.
Pizarro guardó silencio.
—Son muchos indios, y nosotros muy pocos españoles —sentenció.
—Tenéis cañones —comentó Orellana.
—Sí, dieciséis.
—¿Cuántos caballos hay disponibles?
—Quizá un par de cientos.
—Pues habría que sacar el mayor partido de ellos, aquí en el llano —
comentó Orellana—; tú, mejor que nadie, sabes lo que los caballos significan
para los incas.
Pizarro apuró el vino de un trago.
—Lo sé muy bien —dijo—. Enviaré a Pedro de Lerma con setenta jinetes al
encuentro de esa gente. Cuando vuelva, tú irás con otros setenta.
Al día siguiente, tuvo lugar el primer violento encuentro entre la caballería
de Lerma y las primeras avanzadillas de indios. El terreno era llano ya, pues
atrás quedaban las últimas estribaciones de los Andes, y en aquel terreno, la
ventaja volvía a estar de parte de los españoles. Los setenta jinetes penetraron,
lanza en ristre, entre las densas filas enemigas como si estuvieran luchando
contra la marea del mar. Durante algún tiempo mataron y aplastaron con sus
caballos una inmensa masa de enemigos. Pero, después de algún tiempo, el
cansancio comenzó a hacer presa de los españoles. Las pedradas y las flechas
que recibían habían herido a casi todos. Pedro de Lerma sangraba por la boca,
con varios dientes rotos. Uno de los jinetes había caído y otros muchos se
agarraban al cuello de su caballo, sin fuerzas para luchar.
—¡Nos volvemos! —gritó Lerma—. ¡Toca retirada!
Esa misma tarde, otro grupo de españoles, encabezado esta vez por Francisco
de Orellana, atacó a la ola de indios que avanzaban imparables como las olas en
el mar. Increíblemente, a pesar de la masacre que los caballos ocasionaban en los
indios, éstos no se detenían ante nada. Después de dos horas de lucha, más de
dos mil indios yacían aplastados por los cascos de los caballos o ensartados por
las lanzas de los caballeros. Los españoles, por su parte, habían sufrido dos bajas
y muchos heridos, entre ellos su capitán, Orellana, que perdió un ojo en la
refriega.
Cuando los españoles se retiraron, el ejército nativo continuó su avance hacia
Lima, dejando atrás la enorme llanura cubierta de sangre.
Cuando Francisco Pizarro vio la multitud de enemigos que venían hacia
ellos, no tuvo ninguna duda de que sus días estaban contados.
Los guerreros de Quizo avanzaron a través de la llanura e incluso algunos
penetraron en partes desguarnecidas de la ciudad. Sin embargo, la caballería
contraatacó a un momento dado, lanceando a un gran número de ellos, hasta que
se vieron forzados a retroceder y se refugiaron en las colinas.
Al caer la noche se montó una doble guardia, con la caballería patrullando
por la ciudad. Y al día siguiente, los españoles pudieron ver que los incas habían
tomado el cerro de San Cristóbal, una colina de muy difícil acceso al otro lado
del río Rimac. Otra colina también había sido tomada por las tropas incas
procedentes de los valles de Atavillos, al nordeste de Lima. Era gente de las
tierras bajas de la costa, más acostumbradas al nivel del mar que sus compañeros
de las tierras altas. Otros nativos habían ocupado todos los altos entre Lima y su
puerto, en Callao.
Los españoles se encontraban, pues, rodeados por todas partes, incluso sus
comunicaciones por mar habían sido cortadas.
—¡Hay que desalojar a los incas de San Cristóbal! —murmuró Pizarro
contemplando la abigarrada multitud que había invadido la colina.
—No podremos usar la caballería —comentó su hermanastro Martín—. Es
demasiado pendiente.
—Quizá un ataque nocturno funcione —dijo Pizarro pensativo—. Esa gente
es muy cobarde de noche.
—Podríamos construir un enorme armazón de madera que proteja a los
soldados de las piedras —sugirió Orellana que lucía un parche sobre un ojo.
Pizarro asintió.
—No es mala idea. Fabricaremos una especie de tejado.
Durante cinco días todos los hombres disponibles se emplearon a fondo para
construir un techo protector, que cuando lo quisieron usar, encontraron que era
demasiado pesado y engorroso para manejar.
Durante los primeros días del sitio, hubo una multitud de indios que no
sabían a qué carta quedarse, o a qué amo servir. Aunque muchos de los criados
de los españoles se mantuvieron fieles, otros se pasaron al bando contrario al ver
la suerte que iban a correr.
Entre los posibles traidores estaba una amante india de Pizarro, Azarpay,
hermana de Atahualpa. La joven india fue acusada por Doña Inés de espiar para
los indios.
—Se le ha visto salir de la ciudad en varias ocasiones y hablar con hombres
de Quizo —dijo la joven Inés mientras acunaba al hijo de ambos—. Es una
traidora.
Francisco Pizarro depositó en el suelo a su hija Francisca.
—¿Estás segura? —dijo preocupado.
—Sí —respondió la joven tratando de disimular el despecho en su voz.
—Si lo es, tendré que mandar ajusticiarla —murmuró Pizarro con disgusto.
—Te aseguro que está buscando tu perdición —insistió la joven—. Ordena
que la ejecuten antes de que lo consiga.
Aquella misma tarde, sin escuchar sus alegatos de defensa, Azarpay fue dada
garrote.
Cuando se enteró Francisco de Orellana le reprochó a su primo su decisión
un tanto precipitada.
—Podías haberla encerrado —dijo—. O haberla mandado al exilio. ¿Por qué
matarla?
Seis días después de haber rodeado la ciudad, Quizo decidió dar el paso
decisivo. Sus fuerzas ocupaban todos los altos alrededor de Lima y durante toda
la semana se habían preparado a conciencia. Cuando llegó el momento reunió a
todos sus capitanes.
—Intento entrar en la ciudad hoy mismo y matar a todos los españoles que
hay en ella —dijo—. Los que vengan conmigo tienen que entender que si yo
muero todos morirán, y si yo triunfo, todos triunfarán. Y yo os aseguro que
triunfaremos. Dentro de Lima, encontraremos muchas mujeres españolas —
añadió—. Éstas serán repartidas entre vosotros para que produzcan una nueva
raza de guerreros invencibles.
Cuando el murmullo de aprobación se extinguió, Quizo prosiguió.
—Lanzaremos un ataque simultáneo por todos los lados —explicó—. Las
tribus de Atavillos marcharán por la carretera de la costa desde Pachacamac. Yo
avanzaré desde las colinas en el Este.

El disco dorado de un sol, que prometía ser radiante, apenas había empezado
a teñir de púrpura un horizonte sin nubes, cuando todo el ejército nativo empezó
a moverse bajo una enorme variedad de banderas y estandartes multicolores. Los
que iban en cabeza, siguiendo la dorada litera de Quizo, eran la flor y nata del
ejército inca. Sólo los más valientes y aguerridos combatían a su lado. A medio
camino, el mismo general saltó de su litera empuñando una magnífica lanza
repujada en oro en su mano.
Por su parte, los españoles también se aprestaban para una defensa
numantina. Sabían que sus vidas dependían de lo que ocurriera ese día. Apenas
había amanecido, Pizarro llamó a todos sus capitanes.
—¡Que todo el mundo desayune fuerte! —ordenó—. Y que se aprovisionen
de agua. El día será largo y caluroso.
A continuación, tal como habían planeado previamente, distribuyó la
caballería en dos escuadrones, y cada escuadrón en grupos de cinco. La
caballería lucharía en la extensa llanura que se extendía alrededor de la ciudad.
Dentro de las calles lo harían los soldados de a pie y los indios auxiliares.
Arcabuceros y ballesteros se habían apostado en los tejados con abundante
pólvora y flechas. Media docena de lombardas, cargadas de metralla, apuntaban
sus negras bocas a lo largo de las largas calles principales. Otras doce se habían
montado en los tejados de las primeras casas apuntando directamente al llano.
Los hombres de Quizo se acercaban. El general cruzó las dos ramas del río
en su litera. Luego se bajó. La ciudad estaba ya apenas a mil pasos. Los indios
avanzaron primero al trote, luego a la carrera. Había entre ellos un ambiente de
victoria. El griterío aumentó en intensidad. Eran muchos miles de gargantas las
que lanzaban insultos y amenazas.
Los españoles esperaban agazapados entre las calles: la caballería dispuesta,
los caballos resoplando inquietos como si presintieran el decisivo papel que
estaban destinados a jugar. Los jinetes se santiguaron, se bajaron la celada y
apretaron su lanza contra el costado. Todos los labios musitaban una oración,
que podía ser la última.
De repente, a una orden de Pizarro, las lombardas lanzaron una andanada
mortífera de metralla. La primera oleada de indios vio aclararse sus filas al caer
muchos de ellos, heridos. Por un momento, pareció como si una mano detuviera
el ímpetu de la carga, pero eran muchísimos los que empujaban por detrás a los
que vacilaban. Pronto, los huecos se cubrieron y los que venían en segunda fila
pasaron por encima de los caídos. El avance continuó.
En ese momento salió la caballería al galope, cargando a ciegas contra la
multitud con la lanza baja.
—¡Abatid a los jefes! —gritó Orellana.
Los indios caían bajo los cascos de los caballos como el trigo bajo la
guadaña del segador. Por allá por donde pasaba un jinete, éste dejaba tras sí un
surco profundo de muerte en el inmenso mar que formaban los incas. Pero, a
pesar de todo, la ingente masa humana se agolpaba ya en las primeras calles de
la ciudad.
La suerte pareció favorecer a los españoles, pues el alarde de valentía
insensata que hizo gala el general Quizo le supuso caer bajo una lanza española.
Era una muerte que podía decidir la batalla antes de empezar, pues junto con él
cayeron, en los primeros momentos, cuarenta jefes.
Por otro lado, los indios que se adentraron en las calles de la ciudad
comenzaron a recibir los disparos de las lombardas y de los arcabuces y
ballesteros.
Durante todo el día, los españoles continuaron matando y aniquilando a
miles de indios, que poco a poco fueron retrocediendo hasta la colina de San
Cristóbal, donde se hicieron fuertes.
Los capitanes españoles se reunieron al anochecer.
—¡Hay que echarles de la colina esta misma noche! —exclamó Francisco de
Orellana.
Alonso Martín era de la misma opinión.
—Podemos subir por las laderas de la colina y cogerlos desprevenidos —
dijo.
Francisco Pizarro miró a los demás.
—¿Qué opináis?
—Se podría hacer —asintió Francisco de Orellana.
Los otros, aunque extenuados, también asintieron.
—Adelante, pues —dijo Pizarro—. Atacaremos de madrugada.
Pero cuando los más ágiles de los españoles treparon por los peñascos, se
encontraron que la colina estaba vacía. Los indios habían retrocedido hacia la
seguridad de las altas montañas.
Los incas no solamente habían perdido a su jefe, sino también la moral de
lucha. Y, por otro lado, estaban a disgusto en la costa, donde el calor era
agobiante y el aire demasiado denso para unos pulmones acostumbrados al
punzante aire de las alturas.
La lucha había sido corta pero intensísima. Se había demostrado, una vez
más, la inmensa superioridad de los españoles en la llanura. Los indios no tenían
arma alguna que oponer a una carga de caballería, y mucho menos a las armas de
fuego y cañones.
Por otra parte, los españoles habían retenido como rehenes a muchos curacas
de la costa con lo que se aseguraron la fidelidad en la lucha de muchas tribus
costeras. La mayoría de los que habían luchado eran del interior.
Después de aquella victoria parecía que la paz estaba asegurada. Pero,
aunque no lo supiera Pizarro, todavía tenía que derramarse mucha sangre
española, incluyendo la suya…
Capítulo XVII

La segunda batalla por el Cuzco

M ientras Francisco Pizarro luchaba por Lima, a muchas millas de


distancia, su hermano Hernando, se defendía como podía en Cuzco. En
aquel momento tenía dos objetivos urgentes. Uno de ellos era intentar dar a
conocer a sus compatriotas en la costa que seguían vivos. Y, el otro era llevar a
cabo una audaz incursión a los cuarteles del Inca en un intento de matar a los
hombres que dirigían el asedio.
Para llevar a cabo su primer objetivo se habían elegido a quince entre los
mejores jinetes para que cabalgaran hacia la costa siguiendo una ruta alternativa,
bajando hacia el sur, hacia el altiplano y después hacia el oeste a través de
Arequipa. Entre los jinetes estaban Hernando de Aldana, Alonso de Mesa,
Alonso de Toro, Tomás Vázquez y Pedro Pizarro, todos ellos considerados la
flor y nata de la caballería.
Pero había mucha gente que no estaba de acuerdo con la partida de aquellos
hombres.
—¡Es un suicidio! —exclamó Alonso Enríquez de Guzmán—. O, mejor
dicho, un asesinato. El enviarnos a través de todo un país en rebelión es igual
que enviarnos a una muerte cierta.
De aquella misma opinión era también el tesorero Riquelme, quien encabezó
una delegación para persuadir a Hernando Pizarro que reconsiderara la idea.
Además, en la mente de todos estaba la idea de que la mayoría de los hombres
que formaban el grupo no se llevaban muy bien con Hernando Pizarro.
—Creemos —dijo Riquelme—, que la partida de estos hombres debilitará
muchísimo las defensas de la ciudad. Os rogamos reconsideréis la idea.
Hernando, que ya tenía muchas dudas sobre el acierto de la misión, no tardó
en dejarse convencer.
—Bien —cedió—. Como deseéis.
El objetivo primario de Hernando quedó reducido, pues, a tratar de
descabezar la rebelión mediante un golpe de mano. Supo que Manco se había
trasladado de Calca a Ollantaytambo, una plaza fuerte prácticamente inaccesible
a treinta millas bajando por el río Vilcanota-Yucay-Urubamba.
A pesar de las informaciones tan negativas que le daban sobre el
impresionante fuerte, Hernando decidió que merecía la pena intentar el asalto.
Reunió a todos sus hombres: setenta jinetes, treinta de a pie y un gran
contingente de auxiliares nativos.
—Iremos a ese lugar y traeremos a Manco cargado de cadenas —aseguró—.
Ni un millón de esos perros sarnosos nos va a detener.
Al frente de la ciudad quedó Gabriel de Rojas con el resto de los españoles
—la mayoría de ellos, enfermos y heridos—, además de unos dos mil nativos.
Hernando Pizarro y sus hombres siguieron el curso del Yucay con muchas
dificultades, pues el serpenteante río chocaba a menudo con empinados muros
rocosos que encerraban su valle. Los expedicionarios se vieron obligados a
cruzar la impetuosa corriente siete veces y en cada uno de aquellos vados
helados se encontraron con un gran contingente de incas, arrojándoles piedras y
flechas.
Después de una continua lucha, los españoles llegaron, por fin, a
Ollantaytambo.
—¡Por todos los diablos! —exclamó Hernando contemplando boquiabierto
los impresionantes muros grises que se elevaban sobre unas gigantescas rocas—.
¡No exageraron un ápice al asegurar que era inexpugnable…!
La fortaleza se levantaba altiva y severa, segura de su inexpugnabilidad,
sobre la ciudad de Ollantaytambo, en un pequeño río tributario. La ciudad
consistía en cinco recintos aterrazados, todo contenido en una distribución
trapezoide, una forma muy estimada por los arquitectos incas.
El Patachanca afluía en el Vilcanota junto a la ciudad, y justo donde se
juntaban los ríos, se proyectaba un gran acantilado sobre el río principal. En
aquella enorme roca se levantaba la fortaleza-templo. Unos impresionantes
muros de granito encerraban la pendiente ladera en un extremo del espolón,
mientras que el lado que miraba a la ciudad se veía alineada por una serie de
amplias terrazas escalonadas. En la parte superior había fortificaciones
amuralladas —cosa no muy corriente en la arquitectura inca—, y en el interior
de aquel santuario se extendía una gran plataforma sobre la que se levantaban
siete grandes monolitos de pórfido claro, de once pies de anchura.
Desde donde estaban los españoles, toda la impresionante colina parecía
estar embellecida con hileras regulares de trabajos de mampostería poligonal.
Los hombres de Hernando Pizarro ocuparon la llanura que se extendía entre
la ciudad y el río Yucay.
Los indios les rodeaban por todas partes. Al otro lado del río se habían
instalado los honderos, mientras que en cada tejado, en cada terraza, y, sobre
todo, en la colina, había miles de soldados armados de arcos y lanzas. El inca, en
el interior de la fortaleza estaba rodeado de sus mejores guerreros.
Cristóbal de Peralta recordaba más tarde:
… y habían amasado tal cantidad de hombres contra nosotros que
no cabían en las laderas y en la llanura…
A la fortaleza solamente se podía acceder por una escalera de piedra muy
pendiente, y la verja que daba paso a ella había sido sellada con mampostería, de
tal manera que sólo un hombre podía entrar a la vez, y éste agachándose.
A pesar de todo, un grupo de jinetes intentó acercarse a los muros, pero, fue
tal la lluvia de flechas que cayó sobre ellos que tapaban el sol como si se tratara
de una nube. Otros atacaron las terrazas debajo de la fortaleza, pero los
defensores les arrojaron cantidad de piedras y rocas de forma que tuvieron que
retroceder a toda prisa.
Hernando Pizarro llamó a los hombres de a pie y les señaló las alturas que se
levantaban por encima de la fortaleza.
—¡Intentaremos apoderamos de aquellas alturas! —dijo.
Pero, igual que las veces anteriores, un impresionante granizo de piedras de
todos los tamaños les hizo retroceder precipitadamente.
Al ver que los españoles retrocedían, los incas cobraron ánimos y
contraatacaron. Miles de ellos se lanzaron a la llanura corriendo y dando alaridos
de victoria. Tal era el griterío que parecía como si la montaña entera se viniera
abajo. La lucha se recrudeció de una forma salvaje. Y, esta vez, los españoles se
encontraron que muchos de los nativos habían conseguido espadas y lanzas de
los españoles caídos en batallas anteriores y habían aprendido a usarlas.
Era impresionante —escribió Peralta más tarde—, ver cómo muchos
de ellos se enfrentaban a nosotros, empuñando espadas toledanas,
escudos y cascos…, otros trataban de disparamos con arcabuces y
ballestas…
El mismo Inca apareció de repente, rodeado de los suyos, montado en un
caballo blanco, lanza en ristre.
Animados por aquella increíble visión, los incas lucharon con ánimos
renovados a pesar de que estaban en desventaja en el llano.
Para añadir todavía más a las vicisitudes de los españoles, el Inca ordenó
utilizar su última arma secreta. Los ingenieros nativos habían preparado unas
compuertas de forma que al abrirlas, el río Patachanca inundara las llanuras
sobre las que luchaban los españoles.
No tardando mucho, los caballos se encontraron pateando en el barro, y poco
a poco, revolviéndose en agua helada que subía de nivel paulatinamente.
Hernando se dio cuenta que no era posible tomar aquella ciudad.
—Toca retirada —ordenó.
Las sombras de la noche salvaron a los españoles. Hernando mandó levantar
su campamento al otro lado del río.
—Encended hogueras —dijo—. Trataremos de alejarnos en la oscuridad.
Pero la columna de los fugitivos fue observada por los indios, quienes les
volvieron a atacar con gran furia, bajo la difusa luz de las estrellas.
No obstante, los españoles se defendieron ordenadamente, consiguiendo salir
del valle. Si bien, todavía tuvieron que luchar contra la última arma empleada
por los indios: la salida del valle había sido cubierta literalmente de espinas de
muguey que se clavaban cruelmente en las patas de los caballos.
Aunque el número de bajas de los indios había sido muy elevado en
comparación con los españoles que habían perdido sólo tres hombres y cuatro
caballos, no había duda que la victoria moral había caído del lado de los nativos.
O, al menos, así se reflejaba en el griterío de los incas, que hostigaban el paso de
los españoles mientras trataban de salir del valle.
Poco después de la batalla de Ollantaytambo ocurrió un hecho curioso, que si
en principio fue llevado a cabo por los indios para minar la moral de los
españoles de Cuzco, tuvo, en definitiva, el efecto contrario. En las expediciones
que había enviado Francisco Pizarro para ayudar a los de Cuzco, y que habían
sido aniquiladas por los incas, había un gran número de cartas y despachos.
Todo ello fue llevado a Manco. Éste iba a dar orden de quemar todo cuando
alguien le sugirió que no sería mala idea llevársela a los españoles de Cuzco
junto con la cabeza de algunos de sus compatriotas. Así, sabrían lo que les había
ocurrido a los que iban en su auxilio.
No tardó mucho un grupo de indios en aparecer por las colinas de Carmenca
la mañana del 8 de septiembre. Cuando los españoles salieron en su persecución
se encontraron que los incas habían dejado dos sacos que contenían las
apergaminadas cabezas de seis de sus compatriotas junto con los restos de varios
cientos de cartas.
Manco no había conseguido apreciar el valor de la escritura. Pues, la llegada
de aquellas misivas, aunque rotas y destrozadas, proporcionaron a los sitiados
amplia información de lo que estaba sucediendo en el país. Supieron que Lima
estaba todavía en manos españolas y que Pizarro intentaba enviarles socorros.
Curiosamente, también se enteraron de que su Majestad Carlos I había obtenido
una gran victoria contra los moros en Túnez.
Alonso Enríquez de Guzmán recibió una carta de Pizarro fechada el 4 de
mayo en la que el viejo Gobernador admitía que la rebelión inca le había
causado un gran pesar y una honda preocupación.
El recibo de aquellas cartas puso fin a cualquier intento de alcanzar la costa.
Ahora, sólo les quedaba esperar a que sus compatriotas sobrevivieran a la
rebelión y alguien fuera a socorrerles.

Manco Inca, animado por su victoria en Ollantaytambo, decidió lanzar otra


vez un ejército contra el Cuzco, que tan cerca habían estado de capturar cuatro
meses antes. Los granjeros que habían regresado a sus hogares fueron llamados
otra vez para un nuevo intento antes de la estación de las lluvias.
Mientras tanto, durante ese tiempo los españoles y sus indios aliados habían
reparado los tejados de la ciudad, reemplazado la paja original por vigas de
madera y Pizarro. Pero, aunque la vida se había normalizado hasta cierto punto,
la falta de avituallamiento era su mayor problema. Durante el sitio anterior, los
incas habían incendiado los graneros y almacenes donde guardaban toda su
comida y ropa, por lo que el hambre había sido su gran preocupación.
—Necesitamos aprovisionarnos —reconoció Hernando Pizarro—, antes de
que Manco lance otra ofensiva contra la ciudad.
Riquelme asintió.
—Aparte del maíz, que ya quedamos en recolectar a pocas millas de aquí, no
veo qué otra cosa podamos hacer.
—Es evidente que no podemos esperar a otra siembra y recolecta —comentó
Gabriel de Rojas—. Hay que pensar algo. Aunque eso signifique quitárselo al
enemigo.
—En primer lugar, nos concentraremos en ese maíz —dijo Hernando—. Un
destacamento de cincuenta jinetes escoltará a los nativos que lo traigan.
Aunque los guerreros de Manco trataron de interceptar la operación, el maíz
llegó a su destino protegido por los jinetes de Rojas.
Pero aquel maíz no era bastante. Podrían transcurrir meses antes de que
llegara algún auxilio de la costa.
—¿Por qué no cogemos algún prisionero y le interrogamos? —sugirió
Gonzalo Pizarro—. No sería difícil de averiguar dónde tiene el Inca su
avituallamiento.
Hernando miró a su alrededor.
—¿Qué os parece la idea?
—No sería difícil apoderarnos de unos nativos —concedió Riquelme—. De
todas formas, estamos en una situación desesperada y eso significa que tenemos
que recurrir a soluciones desesperadas. Yo estoy por el plan.
Todos los capitanes mostraron su aprobación.

Un grupo de jinetes al mando de Gonzalo Pizarro salió inmediatamente en


busca de incas. Estando rodeados de ellos no era muy difícil encontrarlos. Así
pues, a media tarde regresaban con media docena de prisioneros.
—Quemadles los pies —ordenó Hernando Pizarro—. Necesitamos
información urgente.
Los soldados capturados —más bien granjeros—, distaban mucho de tener el
estoicismo de Rumiñahui y no tardaron en revelar que los hombres de Manco
Inca habían reunido miles de cabezas de ganado, maíz y otras provisiones. Todo
ello no muy lejos de Cuzco.
Hernando encargó a Gabriel de Rojas la misión.
—Coge setenta jinetes y trescientos indios —dijo—, y ve a por esas llamas.
Cristóbal de Peralta relataba en su crónica:
Cuando llegamos al sitio señalado encontramos los animales,
cuidados por unos pocos cientos de incas que no tardaron en huir ante
nuestro ataque. Reunimos unas dos mil cabezas de ganado y retomamos
con ellas al Cuzco. En cuyo viaje tardamos veinte días. En este viaje
fuimos muchas veces atacados y nos tuvimos que defender fieramente…
La captura de estos animales fue recibida con inmenso gozo por los
habitantes de Cuzco, que veían alejarse así el espectro del hambre. Tal fue la
inyección de moral que recibieron los españoles que Hernando Pizarro decidió
enviar una misión de castigo al Condesuyo, al sudoeste del Cuzco.
—Vengaremos la muerte de Simón Pérez y otros encomenderos —dijo—. Y
al mismo tiempo tratad de no volver con las manos vacías. Traed toda la comida
que podáis.
Esta vez el encargado de llevar a cabo la misión fue Gonzalo Pizarro.
La incursión duró seis días, y aunque tuvo éxito, estuvo a punto de causar un
desastre. Manco, en cuanto se enteró de que un gran grupo de españoles había
dejado la ciudad, aceleró la movilización y colocó a dos ejércitos en una gran
meseta al norte de la ciudad. A la vuelta, los españoles pasaron, sin saberlo, entre
los dos contingentes. Ellos mismos se habían dividido en dos pequeños grupos al
mando de Gonzalo y Alonso de Toro.
Cuando despuntó el alba, los españoles se encontraron, cara a cara, con el
enemigo. Toro enfrentándose con los incas que venían del norte del imperio,
mientras que Gonzalo Pizarro tenía que vérselas con las fuerzas de Manco, los
mejores soldados del ejército.
—¡Por San Judas! —exclamó Gonzalo—. Tendremos que abrirnos paso
entre toda esta morralla. ¡Vamos a por ellos!
Era una batalla desesperada, y el pequeño grupo de jinetes trató de abrirse
camino entre el muro humano que se lo impedía, pero los españoles eran pocos y
los incas muchos. Aunque los castellanos se abrían hueco, paso a paso, eran
muchos los golpes y las heridas que recibían jinetes y caballos. Éstos pronto
empezaron a dar señales de cansancio, una espuma sanguinolenta caía de sus
fauces y la respiración se convirtió en una lucha por conseguir algo de oxígeno
en sus pulmones. Los indios más atrevidos se agarraban a la cola de los
animales. Otros se arrojaban entre las patas para impedir su avance.
De repente, una vez más, fue como si un ente divino tuviera a su cargo la
protección de los españoles, pues, en aquel momento, avisados por unos indios
cuñaris, llegaron de la ciudad los últimos ocho caballos que quedaban. Una carga
desesperada consiguió dispersar a los nativos lo suficiente como para dar un
respiro a los hombres de Gonzalo. Además, en aquel momento llegaban,
también, los hombres de Toro. Entre todos consiguieron volver a la ciudad,
maltrechos y agotados, pero vivos.
Aquélla había sido, sin duda, la hora más negra por la que habían pasado los
defensores de la ciudad. Pero, increíblemente, aquél fue el momento elegido por
los españoles para contraatacar. Cuando Manco les creía lamiéndose las heridas,
con el rabo entre piernas, los castellanos reunieron todos los caballos que podían
caminar.
—Atacaremos esta misma noche —anunció Hernando Pizarro a los agotados
jinetes—. Lo último que esperan esos hijos de perra es un ataque inmediato.
—Y no es de extrañar —dijo Alonso Enríquez de Guzmán con ironía—. Los
caballos están tan agotados que quizá tengamos que empujarlos cuesta arriba…
Hernando pasó por alto el sarcasmo.
—La sorpresa es el elemento clave para ganar cualquier batalla —solemnizó
—. Si ya de por sí tienen pánico de los caballos, imaginaos un ataque nocturno,
cuando estén profundamente dormidos, con un centenar de caballos llevando
cascabeles en los arneses. Nos limitaremos a cazarlos como a conejos. Acordaos
de Cajamarca.
El tiempo dio la razón a Hernando Pizarro. El ataque se lanzó en plena
madrugada sobre el contingente de Manco, las tropas de élite, y la sorpresa fue
completa. La caballería de Gonzalo alcanzó un éxito completo, masacrando a los
indios que huían en todas direcciones. La carga terminó en el lago de Chincheros
lanceando por la espalda a los nativos que se habían echado al agua.
Por su parte, el grupo de Hernando se enfrentó con arqueros que habían sido
reclutados en la jungla, diezmándolos, a pesar de las numerosas heridas
producidas por las flechas en jinetes y caballos.
Con esta acción, tan «in extremis», los españoles se encontraron que habían
ganado la iniciativa, desmoralizando al ejército de Manco, al derrotar a sus
mejores soldados. Varios cientos de ellos fueron llevados a Cuzco, prisioneros.
Para maximizar la victoria psicológica sobre los indios, Hernando Pizarro
hizo reunir a todos los cautivos en la gran plaza.
—¡Cortadles la mano derecha a todos ellos! —ordenó—. Así aprenderán a
no levantarla contra los españoles.
La batalla por el Cuzco había alcanzado un punto muerto. Los defensores
tenían ahora suficiente comida como para sobrevivir la estación de lluvias, pero
tenían cortada toda comunicación, así como la salida y entrada de vituallas de la
costa.
Manco se había convencido para entonces de que no podría tomar la ciudad
al asalto tal como estaban las cosas. Tendría que armarse de paciencia y esperar
a que los españoles y sus aliados efectuaran una salida en falso. Por otro lado, no
podía mantener un ejército tan enorme, indefinidamente. Tenía que reconocer
que su principal propósito de la rebelión: la aniquilación total y fulminante de
los españoles, había fallado.
Otra cosa que inquietaba profundamente a Manco era el balance total de las
fuerzas en el Perú. Pues, mientras en las grandes capitales las fuerzas se
mantenían en punto muerto, no era así en el conjunto, el puerto de San Miguel
era testigo continuo de la llegada de un gran contingente de tropas. Si bien, los
primeros habían tardado tres meses en enviar los primeros auxilios, éstos habían
empezado a llegar en grandes cantidades: Pedro del Río, hermano del
Gobernador de Nicaragua llegó con un enorme galeón con más de ciento
cincuenta hombres, armas y caballos; Hernán Cortés envió desde México dos
barcos llenos de hombres, armas, caballos y ropa al mando de Rodrigo de
Grijalba; el Licenciado Gaspar de Espinosa, Gobernador de Panamá envió
hombres y caballos; el presidente de la Audiencia de Santo Domingo, en la
Española envió a su hermano Alonso de Fuenmayor con cuatro barcos que
contenían doscientos soldados y cien de caballería.
Todo esto, en septiembre de 1536. En noviembre de aquel mismo año el
presidente de la Española anotaba en su diario que:

su ayuda alcanzaba una suma total de cuatrocientos soldados españoles,
doscientos negros —muy buenos en la lucha— y trescientos caballos.

La Corona también respondió a la llamada de auxilio de Pizarro. El 20 de


noviembre de 1536 llegó a Perú el capitán Penanzures con cincuenta arcabuceros
y otros tantos ballesteros.
Manco se había empeñado en expulsar de su país la cabeza de puente de un
gran imperio. Era una tarea gigantesca en la que se movían fuerzas enormes en
su contra.

Manco Inca esperaba volver a reunir un gran ejército después de la estación


lluviosa en 1537, pero lo que ignoraba era que dos grandes ejércitos españoles se
dirigían hacia la capital: el organizado por Francisco Pizarro y el de Almagro
que volvía de Chile.
El primero, al norte marchaba ya por las montañas. Aunque, sin grandes
esperanzas de volver a ver a sus hermanos con vida, el deber de Pizarro era
reconquistar el Perú.
El capitán general de aquella expedición era Alonso de Alvarado que había
vuelto del territorio de los Chachapoyas, dejando para más adelante la
pacificación de aquella zona.
La expedición había salido de Lima el 8 de noviembre de 1536 con
trescientos cincuenta hombres, perfectamente equipados —entre ellos, cien de a
caballo y cuarenta ballesteros. Con los españoles marchaban diez mil nativos
aliados de la tribu de los Huancas.
El primer encuentro con los incas de Manco tuvo lugar a veinticinco millas
de Lima, en el que los españoles mataron a más de treinta indios.
—¿Qué hacemos con los prisioneros, capitán?
Alonso de Alvarado miró al oficial que le hablaba.
—¿Cuántos tenemos?
—Cien hombres y veinte mujeres.
—Dádselos a los huancas. Que hagan con ellos lo que quieran.
No había cosa que más quisieran los huancas, nativos de la región de Jauja,
que habían sufrido en su carne el efectivo sistema de eliminación masiva que
llevaban a cabo los incas con las tribus conquistadas. Con el beneplácito de
Alvarado llevaron a cabo una mutilación sistemática de los prisioneros: a los
hombres les cortaron la mano derecha; a las mujeres los pechos y la nariz.
Pero si los españoles esperaban que aquella bárbara acción enfriara los
ánimos de los indios, se equivocaron. El 15 de noviembre un gran contingente de
nativos les esperaba en el paso de Olleros. La lucha fue despiadada, con
numerosas bajas por ambos lados, sobre todo, de los huancas. Por fin, los
expedicionarios consiguieron rodear a los incas y hacer un gran número de
prisioneros.
—Nos quedaremos en Jauja algún tiempo —decidió el cauteloso capitán—.
Daremos tiempo para recuperarse a los heridos.
Uno de los oficiales, Rodrigo de Salcedo, asintió.
—Podemos esperar a las fuerzas de Gómez de Tordoya —sugirió.
—Sí —dijo Alvarado—. Otros doscientos hombres nos vendrán bien.
—Mientras tanto podríamos reemplazar a los porteadores que han muerto en
el camino.
—Buena idea —asintió Alvarado—. Los indios de la costa no parece que
aguantan mucho en la montaña. Elige entre los prisioneros a los más fuertes.
—¡A ver cuántos quedan, porque los huancas todos los días queman vivos a
media docena, sobre todo a los orejones!
—Hmm —concedió Alvarado—. Está claro que les odian a muerte. Ahora se
están vengando de lo que les hicieron a sus padres…

Gómez de Tordoya llegó tres semanas más tarde con sus doscientos soldados
y cuarenta caballos. Todos acababan de llegar de Panamá y España. Una semana
más tarde, ya aclimatados y recuperados los heridos, los más de quinientos
soldados partieron con diez mil auxiliares, porteadores y un rebaño de llamas,
camino de Cuzco.
Aunque los hombres de Manco Inca no habían conseguido derrotar al
puñado de defensores de la capital, y mucho menos podían aspirar a destruir una
columna de quinientos soldados bien pertrechados, no dejaron de intentarlo. Un
contingente de más de cincuenta mil incas lanzaron un decidido ataque a las
tropas españolas según cruzaban el Rumichaca, el puente de piedra que cruzaba
el río Pampas, poco más abajo de Vilcashuaman. Si bien no consiguieron detener
a los expedicionarios, consiguieron matar a una docena de españoles, varios
caballos y medio millar de auxiliares.
Los españoles llegaron a Abancay continuamente hostigados por los incas
desde las alturas.

El otro gran ejército español que también se dirigía al Cuzco era la


expedición de Almagro que volvía de Chile.
Cuando veinte meses antes, los expedicionarios habían salido del Cuzco,
nadie sabía si la capital inca caía dentro de la jurisdicción de Pizarro o la de
Almagro. Los decretos reales decían que Pizarro gobernaría doscientas setenta
millas más allá del puerto de San Miguel, pero no especificaba si la distancia
había que medirla hacia el sur en latitud, o hacia el sudeste a lo largo de la línea
de la costa. Tampoco decía cómo había que calcular la distancia, si a vuelo de
pájaro o subiendo y bajando los Andes.
Cuando Almagro salió de Cuzco hacia el sur, todos esperaban que la
expedición fuese un éxito, con lo que el territorio conquistado pudiera satisfacer
la ambición de todos. Desgraciadamente, el viaje resultó un fracaso. Después de
veinte meses de exploración, cruzando el terrible desierto de Atacama y las
terribles sierras nevadas, volvían desengañados por la pobreza del territorio.
En el altiplano, en un lugar llamado Potosí, habían tropezado con algo de
plata, pero la desecharon como mineral muy pobre, y consideraron que no
merecía la molestia de hacerse con él. En todo aquel enorme territorio que
habían llamado La Nueva Toledo no encontraron una sola ciudad digna de tal
nombre, de la que pudieran sacar algún botín.
Así, hambrientos y famélicos, más espectros vivientes que soldados
dispuestos a la lucha, llegaron quinientos supervivientes al Collao, donde
Almagro empezó a recibir noticias contradictorias acerca de la sublevación del
Manco Inca. Unos afirmaban que Francisco Pizarro había muerto junto con
todos los cristianos en Lima y que en el Cuzco quedaban unos ochenta hombres
completamente cercados y sin resistencia. Otros aseguraban que había
doscientos cristianos que daban guerra al Inca y que el gobernador y los
cristianos en Lima estaban vivos. Otros decían cosas diferentes, de forma que era
imposible saber la verdad.
—Iremos a Arequipa lo antes posible —decidió Almagro—. Tenemos que
saber qué les ha sucedido a los españoles.
—Dicen los indios que tendremos que atravesar el río que va muy crecido —
comentó Rodrigo Orgóñez.
—Pues lo atravesaremos —contestó Almagro.
Por una vez, los indios se habían quedado cortos. Las aguas bajaban tan
turbulentas y tan crecidas que sólo el verlas causaba pavor. Para cruzarlo usaron
tres largas cuerdas atadas a gruesos árboles a ambas orillas, dos para apoyar los
pies y otra para las manos. A los caballos los encinchaban pendiéndolos de la
cuerda superior por la que resbalaba un puño de madera. Los pobres animales
aterrorizados quedaban suspendidos con las cuatro partas colgando a un metro
escaso de unas aguas marrones que arrastraban piedras y troncos de árbol.
Durante el cruce hubo que lamentar la muerte del joven Francisco de Valdés,
así como la de varios porteadores, que cayeron al río y fueron arrastrados por las
aguas sin que nadie pudiera hacer nada por salvarlos.
A la llegada a Arequipa, los españoles hallaron a los indios cautelosamente
pacíficos. Al frente de ellos estaba Paullu, el hermano de Manco. Cuando
Almagro quiso informarse sobre la situación actual, todos vacilaban y decían
cosas contradictorias.
No tardó el adelantado en darse cuenta de que tendría que sacarle la verdad a
Paullu.
—Coge una docena de hombres y tráeme a ese hombre —ordenó a Orgóñez.
Cuando tuvo delante al joven noble, Almagro no se anduvo con rodeos.
—¡Quiero que me digas toda la verdad! —amenazó—. No hago nada más
que recibir noticias contradictorias. ¿Qué les ha ocurrido a los españoles? ¡Te
juro que si me mientes ordenaré que te arrojen al fuego!
El semblante de Paullu permaneció inalterable.
—Te diré la verdad —dijo.
—Bien —asintió Almagro calmándose—. Si lo haces te trataré como a mi
propio hijo, pero si descubro que me has mentido ya sabes cuál será tu fin. Haré
que te vigilen las veinticuatro horas del día.
El inca asintió casi imperceptiblemente indicando que entendía la amenaza.
—La verdad es —dijo— que Francisco Pizarro ha muerto, y con él todos los
defensores de Lima, Pauta y Trujillo. En el Cuzco sólo quedan ochenta hombres,
los cuales es muy posible que estén acabados para ahora, pues se les da continua
guerra. La cabeza del Gobernador, así como la de varios cientos de cristianos ha
sido presentada al Inca, mi hermano.
Según hablaba Paullu, el semblante de Almagro se iba demudando. Todo
parecía perdido. Sintió profundamente la muerte de su socio, a quien, a pesar de
las diferencias últimas, todavía tenía cariño. Habían sido muchos años de larga y
sociable compañía y, sobre todo, planeando la conquista del imperio inca. Por
otro lado, la pérdida de tantos españoles suponía que ellos estaban poco menos
que aislados en medio del Perú, sin posibilidad de recibir ayuda alguna.
Se dirigió a Orgóñez que había estado presente en la entrevista.
—Haz que le vigilen día y noche —ordenó quedamente—, y luego vuelve,
tenemos que hablar.
No tardó en estar de vuelta su lugarteniente.
—Ya está a buen recaudo —dijo sentándose junto a Almagro—. ¿Qué tienes
en mente?
—Ya has oído cómo está la situación —dijo Almagro lúgubremente—. Si es
verdad todo lo que nos ha dicho Paullu, estamos perdidos.
—Yo no lo veo tan pesimista —dijo el lugarteniente—. Tenemos quinientos
hombres y casi doscientos caballos y eso es una fuerza considerable.
—Más que eso tenía Francisco, en Lima.
—Habría que saber si es verdad lo que nos ha contado este hombre. No me
fío de él.
—Tienes razón —asintió Almagro recuperando la moral—. En primer lugar,
debemos recobrar fuerzas, curar a los heridos, calzar a los caballos y vestir a los
soldados. Mientras tanto, escribiré al Inca. Era amigo mío y quizá podamos
recuperar la antigua amistad.
—Es buena idea —dijo Orgóñez—, pero ¿cómo entenderá lo que le escribes?
—Es seguro que tenga algún prisionero español, y, además, él ya hablaba
bastante español y entendía un poco la escritura. Es un hombre muy inteligente.
—Bien —asintió el lugarteniente—. Buscaré a alguien para que lleve la
misiva.
El primer problema con que se enfrentó Almagro fue la forma de dirigirse al
Inca, dada la diferencia de edad. Después de pensarlo mucho, dictó la carta a su
secretario.
Muy amado hermano e hijo mío, Manco Inca. Estando en Chile bien
descuidado, entendiendo en que aquellos caciques sirviesen al
Emperador nuestro señor y señor de la mayor parte del mundo, cuyo
capitán y vasallo yo soy, me dieron nuevas de los malos tratos que los
cristianos hacían a vuestra persona, y de los grandes robos de vuestra
hacienda y casa, y toma de vuestras queridas mujeres, de lo que yo
tengo más dolor y sentimiento que si se hubiera hecho conmigo, en
especial porque creí que esos tratos los recibiste sin causa. Y como yo
os aprecio y amo y os tengo por hijo y hermano verdadero, luego que lo
supe, determiné de venir con mil hombres cristianos y setecientos
caballos, que están en mi compañía, con cartas y mandato del Rey, mi
señor, para restituiros todo lo que tomaron, y castigar a los culpables
del mal tratamiento de vuestra persona, como sus delitos lo merecen.
Porque si os alzaste o distes guerra fue porque no lo pudiste sufrir; y
aunque con su castigo debéis estar satisfecho, yo quisiera ser el
ejecutor por mi mano para enviarlos presos al Rey que allá les
mandará matar, me parece que con mi venida debéis aseguraros y tener
por cierto que nunca os faltará mi ayuda. Y aunque la gente que tengo
es tanta y tan poderosa que bastaría para someter territorios en
cualquier parte del mundo, y en cualquier momento espero otros dos
mil hombres, no pienso alejarme de vuestro parecer y consejo, ni
negaros el amor y voluntad que siempre os tuve.

Yo os he enviado muchos mensajeros y asimismo he escrito al Rey
contándole lo ocurrido. Créeme que por esta vez aceptará el castigo
que los malos recibieron, siempre que vos le tengáis y acatéis por
señor.

Me han informado que tenéis en vuestro poder a Hernando Pizarro
y a otros españoles: no matéis a ninguno por amor de mí, y dadles buen
tratamiento, y especialmente a Hernando Pizarro, no tanto por él como
porque es criado del Rey y le quiere mucho.

A Paullu, vuestro hermano, tengo conmigo, y le amo como a mi hijo,
y él os quiere mucho y en todo os es buen hermano.
Como vengo de tan lejana tierra y todo se ha gastado, no tengo qué
enviaros como presente, y bien sé que de ropa y vino de Castilla estáis
rico y no habéis menester ninguna cosa: con todo, os traigo guardada,
para cuando nos veamos, una ropa para el frío, que me envió el Rey
que os diese.
Lo que yo os ruego mucho es que ahora sobreseáis la guerra y me
dejéis castigar a esos cristianos del Cuzco, porque haréis en ello mucho
placer y servicio al Emperador, y en presencia de sus hermanos y
deudos serán mejor castigados.
Yo deseo en gran manera que me vengáis a ver, si fuere posible,
pues tenéis razón de hacerme entera confianza, y que en tanto que yo
más me acerco, me enviéis vuestros mensajeros, con los cuales yo sea
avisado de vuestra voluntad, que yo os los tomaré a enviar seguros y
salvos, y de ello os doy mi palabra. Y esto sea con brevedad, porque
deseo saber de vuestra salud, la cual os dé Dios como vuestra persona
lo desea.
Al mismo tiempo que Almagro enviaba la carta, envió indios por toda la
comarca para que le trajesen a los curacas que quisieran la paz. Con ellos
consiguió que algunos caciques comarcanos, dejaran la rebeldía y juraran
obediencia a la Corona española.
Mientras se hacían armas y herraje, Almagro ordenó recoger maíz y ganado
para llegar hasta el Cuzco y socorrer a los asediados.
Por fin, partió con sus quinientos hombres y unos dos mil auxiliares y
porteadores hacia el Cuzco el 12 de marzo de 1537. A la segunda jornada de
salir de Araquipa, habían ascendido a la puna por la que marcharon durante doce
jornadas por un terreno lleno de nieve, en la que se hundían más de tres palmos.
Como no podían hacer lumbre, pasaron aquellos días comiendo maíz tostado y
bizcochos. Pero el mayor problema lo tuvieron cuando, debido al reflejo de la
nieve, todos empezaron a sentir tal ceguera que tuvieron que cubrirse los ojos
durante dos días enteros, en los que sufrieron lo indecible. Afortunadamente para
ellos, al tercer día se les pasó el mal a todos tan repentinamente como había
venido.
Resultó evidente para todos que durante aquel tiempo habían estado a
merced del enemigo, pues por mucho que se esforzaran no podían ver nada.
Pasada la nieve, llegaron a un pueblo llamado Canes a veinticinco millas del
Cuzco. La recepción fue pacífica y el curaca y los principales les recibieron con
alegría.
—Hemos tenido muy mal trato por parte de los españoles en el Cuzco —se
quejaron—. Se llevaron a nuestras hijas, nuestro ganado y nuestras cosechas.
Nos golpearon y se rieron de nosotros. Deben ser castigados.
—Yo os haré justicia —prometió Almagro—. Les obligaré a devolveros todo
lo que os han robado, mujeres y hacienda.
A aquel pueblo envió el Inca a sus mensajeros, para hacer saber a Almagro
que la causa de su levantamiento se debía a los malos tratos que había recibido, a
los robos y los abusos. Habían sido tantos los desafueros y menosprecios
recibidos que no había quedado mujer ni hermana a quien no forzasen, ni oro
que no robasen, ni ropa que no se llevaran. En su propia persona había sufrido
muy grandes oprobios y había rogado a los cristianos que tenía por amigos que
intercedieran ante Hernando y Juan Pizarro pues no daba abasto a entregarles el
oro que tenía. Les había suplicado que no le quemasen, pues ésa era una muerte
que temía, sino que le ahorcasen.
Almagro escuchó pacientemente todas las quejas con tristeza y dolor. Luego
les habló con mucho cariño, dándoles algunos regalos para que llevaran al Inca.
—Decidle al Inca que le prometo hacer justicia. Le entregaréis, también una
carta que hoy mismo escribiré.
Almagro para ahora estaba informado de lo que verdaderamente había
ocurrido y era consciente del balance de poder en la zona. Sabía que la
expedición enviada por Francisco Pizarro se acercaba a Cuzco desde la costa y
que se hallaba a una distancia parecida a la suya. Pero si él se hacía con la ayuda
del Inca, la situación sería muy distinta. Por eso había exagerado su fuerza. Sus
«mil hombres y setecientos caballos», más los dos mil, que se había inventado,
formaban un ejército fantasma invencible.
—Tenemos que ganamos al Inca —confesó el Adelantado a su hombre de
confianza, Orgoñez—. Hernando, Juan y Gonzalo Pizarro deben de ser acusados
ante el Rey de provocar la rebelión. Nosotros apareceremos como los salvadores
del Perú. Así yo podré conservar la gobernación del Cuzco.
—El Inca tiene todavía un gran ejército, y, por lo que veo, sigue movilizando
a los campesinos —dijo Orgóñez.
Almagro se atusó el parche sobre su ojo.
—Debemos ser realistas y examinar la situación —dijo—. Ahora que
sabemos que no es verdad lo que nos contó su hermano, Paullu, sobre la muerte
de Francisco Pizarro y la toma de Lima, creo que el mismo Inca se da cuenta que
nunca podrá echarnos del país. Tal como lo veo yo, tiene dos alternativas: una,
seguir luchando en un rincón remoto del país hasta que algún día le maten; y
dos, volver a ser un Inca títere, bajo los españoles. Sabiendo su odio por los
Pizarro, a causa de lo que le han hecho, yo me inclino a pensar que se decidirá a
prestarnos su ayuda, como el menor de los males.
—Le podéis asegurar el perdón del Rey por su levantamiento, puesto que se
vio obligado a hacerlo a causa del maltrato recibido.
—Eso haré —dijo Almagro—. Ahora voy a escribir esa carta. Búscame un
par de buenos soldados para entregarla.

Pedro de Oñate y Juan Méndez Malaver fueron los dos hombres que
acompañaron a los mensajeros del Inca y le entregaron la carta en su mano.
El joven Inca desplegó el papel lacrado y trató de leer lo que ponía, pero no
tardó en desistir.
—Léeme lo que dice mi hermano y padre —dijo.
Oñate hizo una pequeña reverencia, cogió el pergamino y leyó en voz alta.
Muy amado hermano e hijo, Manco Inca Inpangue. Por medio de
estos mensajeros que me enviaste he sabido los malos tratamientos,
fuerzas, robos, injurias y desacatos que Hernando y Juan Pizarro y
otras personas te hicieron, que fueron causa de tu rebelión y de que te
pusieras en camino de perderte. Porque pensando salvarte con el poder
de tus gentes, cometías cosas en gran perjuicio de tu honra y total
perdición de tu tierra y de la de tus súbditos. La voluntad del Rey, mi
señor y tuyo, es que tú seas muy bien tratado, favorecido y estimado,
como la autoridad de tu persona y estado lo requiere; y así por sus
cartas y provisiones me lo manda, y que seas desagraviado enteramente
de los daños recibidos, y restituido de tu hacienda y heredades. Pero, ya
que tú, por librarte de tantos agravios, y principalmente de la muerte,
hiciste lo que no querías. No por eso ahora he de desampararte ni dejar
de favorecerte; antes, acordándome de tu amistad, y porque el Rey, mi
señor, así lo manda y quiere, te mantendré toda la paz y justicia,
castigando a los culpables y favoreciendo a tus naturales y estimando tu
persona como de hombre de gran valor.
Por tanto, asegura y reposa tu corazón y juicio, y ten mucha
confianza, que mediante Dios Todopoderoso, y viniendo tú en paz, yo
cumpliré lo que digo; y estarás seguro que por los daños pasados, tanto
por las muertes de cristianos como las tomas de haciendas y de pueblos,
que tú y tus gentes habéis cometido, no serás castigado ni maltratado. Y
para mejor tratar de ello, yo te ruego me vengas a ver al pueblo de
Urcos, donde te aguardaré; que por ésta, en nombre del Rey, te aseguro
y prometo de dejarte volver como vinieres, libre y sin que recibas
ningún daño; y esto juro a Dios y a Santa María y a esta cruz de
mantener mi palabra. Mira bien lo que en ello te va, y lo que por la otra
te he escrito, que yo no te miento ni deseo tu daño, antes procuro tu
bien; el cual te dé Dios Todopoderoso, y alumbre tu juicio para salvar
tu alma.
Aquella carta alegró de tal manera al Inca que dio a los dos emisarios
algunas joyas y oro que habían tomado de los cristianos que habían matado en el
camino de Cuzco. Algunas todavía estaban manchadas de sangre española.
La noticia de que el ejército de Almagro volvía de Chile, fue recibida con la
natural alegría por los defensores del Cuzco. Sin embargo, esa alegría se vio
empañada por los increíbles rumores de que Almagro se había aliado con el Inca
para apoderarse de la ciudad.
—Coge unos hombres y acércate a Collao —dijo Hernando a su hermano
Gonzalo—. Tenemos que saber qué hay de verdad en esos rumores. No puedo
creer que ese tuerto hideputa se haya vuelto también contra nosotros.
—Nunca nos tuvo mucho afecto, ese malnacido —repuso Gonzalo—.
Cogeré unos cuantos indios en el Collao y los traeré para interrogar.
Los indios capturados, ante la amenaza de ser quemados vivos no tardaron
en contar todo lo que sabían: el inca había enviado unos mensajeros a Almagro y
éste había enviado a dos de los suyos con cartas.
—Ese hijo de perra va a pactar con el Inca —exclamó Hernando furioso—.
¿Qué sarta de mentiras le estará contando?
—Me imagino —dijo Gonzalo—, que le prometerá que hará justicia, etc.,
etc.
—¿Y quién es él para hacer justicia?, aquí el único que tiene autoridad es
Francisco, nuestro hermano. Sólo él es el representante del Rey.
—Pero Francisco está lejos. Tenemos que resolver la situación nosotros —
masculló Gonzalo—. Ya que ambos personajillos se escriben mutuamente, ¿por
qué no le escribes tú también al Inca diciéndole que no se fíe de Almagro, que él
no es nadie para administrar justicia? Quizá eso le haga pensar dos veces antes
de aliarse con el tuerto.
—No es mala idea —reflexionó Hernando en voz alta—. Como bien dices, al
menos, eso le hará pensarlo bien antes de lanzarse en brazos de Almagro.
La carta de Hernando llegó a manos del Inca en el momento más inoportuno.

Cuando el Inca había decidido confiar en Almagro, Hernando le aseguraba


que su hermano Francisco era el único que tenía autoridad para pactar en nombre
del Rey; que acudiera a él de paz y él le perdonaría todas las ofensas cometidas
por el Inca al rebelarse.
Tal fue la irritación y desasosiego del joven Inca que la furia se apoderó de
él. Se levantó de la mesa en la que había estado comiendo y arrojó al suelo el
plato.
—¡Que corten las manos al mensajero que ha traído la carta! —rugió—.
¡Mataré a todos los mensajeros de los cristianos, tanto de unos como de otros!
¡Todos me hablan con lengua de víbora! ¡Tratan de engañarme!
Uno de los nobles se acercó inclinando la cabeza hasta tocar el suelo.
—Señor, ¿por qué no preguntáis al cristiano?
Manco se acordó del hombre que le habían traído los curacas de la región.
Llevaba varios años viviendo en el Perú donde había formado una familia.
Desgraciadamente para él la guerra le había cogido entre los dos fuegos. Se
llamaba Alonso Molina y había pedido permiso a Pizarro para quedarse en tierra
en el primer viaje. Ahora, asesoraba a Manco en las costumbres de los españoles
e incluso le enseñaba el idioma.
—Traedlo —ordenó.
No tardó en acudir el español. El Inca le mostró la carta de Hernando.
—¿Qué opinas tú de Hernando y de Almagro? —preguntó Manco cuando
Molina hubo terminado de leer.
—Yo no conozco a los hermanos de Francisco Pizarro —dijo Molina
seriamente—. Pero, por lo que he oído, no son gente de fiar. Vuestra merced ha
tenido ocasión de conocerlos a fondo.
—Pero, ¿y Almagro?, ¿tiene él autoridad para representar a su Rey?
—Almagro tiene la misma autoridad que Pizarro. Son socios en esta
empresa.
—¿Crees que cumplirá y mantendrá su palabra?
Alonso Molina sabía que estaba en una posición delicada. Su vida, la de sus
dos mujeres y sus cuatro hijos dependía del tiento con que respondiera.
—Conozco a Diego de Almagro —respondió—. Y creo que hará lo que
pueda para mantener su palabra.
Manco paseó inquieto por la habitación con las manos en la espalda.
—Está bien —dijo—. Me escribirás una carta para él. Sus mensajeros se la
llevarán mañana.
No tardó Molina en conseguir pergamino y tinta capturados a los españoles
caídos y escribió:
Dice el Inca: ha de venir Almagro a verse conmigo al pueblo de
Yucay, camino del Cuzco, donde están mis guarniciones. En Yucay le
saldré de paz. Si yo me alcé fue por los malos tratamientos que me
hicieron más que por el oro que me tomaron. Me llamaban perro y me
dieron de bofetones, y me tomaron mis mujeres y tierras en que
sembraba. Le di a Juan Pizarro mil trescientos ladrillos de oro y dos
mil piezas de oro de puñetes y vasos y otras piezas menudas. A
Hernando Pizarro le di dos hombres de oro y siete cargas de oro, y
mucha plata. Me decían: «Perro, dame oro: si no, te quemaré vivo». Y
me amenazaban. Mesa, Toro, Solares y Maldonado me quitaron la ropa
y Gonzalo Pizarro, Jiménez y Setiel todos ellos me decían malas
palabras y me amenazaban con quemarme. Los otros cristianos del
Cuzco son poco bellacos, pero éstos son muy malos; y si me los
entregas o los castigas yo vendré a ti en son de paz. Y para poner orden
en todo te iré a ver. A Yucay llevarás la mitad de tu gente, y la otra
mitad se quedará en Urcos. Si no quisieres venir, envíame a Rodrigo
Orgóñez. A Paullu, mi hermano trae contigo. Yo soy hombre de
palabra. Almagro, tú eres mi padre: te tengo por hermano y por
verdadero amigo. Cuando me escribas, envíame muchos juramentos.
Ahí te mando un puerco para que te lo comas y si hubieres menester
alguna ropa de Castilla o armas, yo te las enviaré, que tengo mucho.
Oñate te hablará de mi parte: mira que te hablo bien y con buen
corazón. Manco Inca Inpangue. Y te aviso que no te fíes de los
cristianos del Cuzco, que son mentirosos.
El Adelantado recibió la misiva a su debido tiempo, y a fin de mantener vivo
el contacto y no hubiera malos entendidos, envió al capitán Ruy Díaz, hombre de
gran habilidad diplomática, para que asegurara al Inca cómo Almagro iba a
cumplir lo que él pedía en su carta y para que le comunicase sus buenas
intenciones.
—Mientras tanto —dijo Almagro—, me adelantaré con ciento cincuenta
hombres a Yucay.
Curiosamente, en una de las guarniciones incas en el camino, uno de los
curacas que les atendió llamado Paucal le echó a Almagro un discurso dándole
su versión de los hechos.
Era un clamor a los cielos:
Capitán Almagro: bien sé que tendrás indignación por el alzamiento
del Inca y de todos nosotros, y de los cristianos que en la guerra hemos
matado, porque eres cristiano como ellos, pariente y hermano de todos;
pero aunque sea justa la causa de tu pesar, te quiero dar a conocer
cuánto más justa fue la de nuestro alzamiento. Has de saber que antes
de que vinieseis los cristianos, el Inca era como el sol, señor y soberano
y nosotros los orejones, sus caballeros, temidos y honrados, comíamos,
bebíamos y holgábamos sin que nadie nos pidiese cuentas; otros
labraban y sembraban y nosotros lo comíamos. Nuestras mujeres e
hijas estaban seguras, y nuestras haciendas y casas jamás estaban en
peligro. Ahora, después de que vinisteis los cristianos, de libres nos
hicisteis esclavos, y de señores sus siervos. El Inca perdió su reputación
y autoridad, y nosotros la libertad: en lugar de ser servidos os
servíamos; y lo que no sabíamos ni acostumbrábamos a hacer,
aprendimos para nuestro contentamiento. Nos hicimos obreros y
fundamos vuestras casas; labramos y sembramos las tierras con
nuestras propias manos; residimos en vuestras casas dejando las
nuestras. Habéis sido tan mal agradecidos, que en lugar de tratamos
bien y mantener la justicia, tomasteis nuestras mujeres e hijas como
concubinas; robasteis nuestras haciendas, quemándonos y
golpeándonos; injuriando nuestras personas con malas palabras; y lo
que más sentimos y desmaya nuestros corazones es que un señor
natural que Dios nos dio, que tan estimado y querido ha sido, sea
tratado como el menor de nosotros.
Por estas causas os hemos hecho guerra. Y ahora vienes tú y dices
otras cosas: que os volvamos a servir y que así estaremos en paz. Únete
a nosotros, pues con tu venida hemos holgado y serás bien recibido. Si
piensas hacer lo que debes y lo que dices que tu Rey te manda,
declárate con nosotros. Te tenemos por padre y por señor y por
defensor de nuestros agravios. Ruego al sol todopoderoso te dé la
voluntad que lo cumplas, para que nosotros seamos bien tratados y tú
nos gobiernes con tranquilidad y sosiego.
Cuando el curaca dejó de hablar, volvió la cabeza para ocultar sus lágrimas,
dejando a Diego de Almagro emocionado, sin saber qué decir.
En cuanto recuperó el habla, prometió a aquel hombre que haría todo lo que
estuviese en su mano para poner las cosas en su sitio.
Al día siguiente prosiguió con sus tropas hasta Yucay, donde esperó la
llegada del Inca.
La guerra fratricida entre los españoles estaba un poco más cerca.
Cuando Ruy Díaz llegó a la impresionante fortaleza de Ollantaytambo, fue
bien recibido al principio. Sin embargo, de una forma inexplicable, la actitud de
Manco se endureció. Sus hombres habían capturado a cuatro soldados de
Hernando Pizarro y demandó a Díaz una prueba de su hostilidad contra ellos.
—Quiero que mates a estos hombres —le dijo Manco—. Así sabré si
verdaderamente lucharéis contra ellos cuando llegue el momento.
Díaz tragó saliva con dificultad. Mal podía matar a sus compatriotas a sangre
fría.
—No puedo hacer eso —dijo—. Es el capitán Almagro quién tiene que
decidir sobre su suerte.
El Inca le mostró un papel.
—Uno de los hombres capturados llevaba esta carta dirigida a Almagro.
—¿Una carta de Hernando Pizarro para Almagro?
—Sí —dijo Manco—. En ella se ve el acuerdo que tienen ambos para
apoderarse de mí para enviarme a España.
—Os aseguro —dijo Díaz alarmado por el cariz que se ponían las cosas—,
que no es ésa la intención de mi capitán en absoluto. Él cumplirá lo prometido.
Pero el mal estaba ya hecho. La negativa del enviado de Almagro a matar a
los prisioneros, junto con aquella carta misteriosa, hicieron que la fe del Inca se
tambaleara a última hora.
Decidió no fiarse de ningún cristiano.
Aunque Manco no mató a Ruy Díaz, sí permitió que sus hombres se
divirtiesen con él. Le ataron a un poste y le lanzaron toda clase de frutas maduras
con sus hondas. Le hicieron beber grandes cantidades de chicha y le cortaron la
barba y el pelo desnudándole mientras se burlaban de él.
A la mañana siguiente, cinco mil indios atacaban el campamento de Almagro
al grito de «¡Mentiroso! ¡Almagro es un mentiroso!».
Los españoles se defendieron con sus típicos contraataques y pudieron hacer
retroceder a los indios al otro lado del río.
Aquel ataque acabó con cualquier posibilidad de reconciliación con los
españoles. Manco se lo jugaba todo a una carta en su intento de expulsar a todos
los españoles de sus tierras. Ahora que la rebelión había fallado no podía esperar
volver a vivir en el Cuzco como Inca títere. La única alternativa que le quedaba
era vivir una vida de fugitivo —una existencia de la que la llegada de los
españoles le había rescatado hacía tres años.
Visto cómo se truncaba la posible alianza con los incas, Almagro envió al
Cuzco a dos mensajeros, Lorenzo de Aldana y Vasco de Guevara, hombres
hijosdalgo. Con ellos presentaba el Adelantado las Reales Provisiones que tenía
con él, dando a entender que se presentaba para reclamar sus derechos sobre la
ciudad.
Al verlas Hernando se enfureció.
—¡No hemos estado defendiendo la ciudad durante un año, para entregarla
ahora al primero que venga —rugió—. Si la quiere tendrá que venir a
quitárnosla!
Vasco de Guevara no se inmutó al responder.
—¡Ved que somos más de quinientos! —dijo—. Y según tengo entendido,
más de uno de los vuestros se pasará a nuestras filas.
—¡Eso lo veremos! ¡Y tened en cuenta que los hombres de Alvarado están a
punto de llegar!
—Lo sabemos —replicó Lorenzo de Aldana—, pero no estarán aquí antes de
que nosotros nos hayamos apoderado de la ciudad.
Al día siguiente, una delegación de Hernando acompañó a los dos
mensajeros al campo de Almagro. Junto con el tesorero, Alonso Riquelme iban
el licenciado Francisco de Prado, los capitanes, Hernán Ponce de León, Gabriel
de Rojas y varios amigos suyos.
Tomó la palabra Alonso Riquelme.
—Me alegro de volver a veros, Adelantado —dijo dirigiéndose a Almagro
—. Y espero que cuando las circunstancias sean más favorables, nos contaréis
cómo os fue en el viaje.
—Os lo puedo resumir en dos palabras —contestó Almagro secamente—.
¡Un infierno! No obstante —continuó—, no es por eso por lo que estamos aquí.
Queremos presentaros con las Provisiones Reales para gobernar la parte del Perú
que me corresponde con su capital en el Cuzco.
—Siento deciros —replicó Riquelme fríamente—, que el gobernador
Francisco Pizarro nos dio órdenes estrictas de no ceder la ciudad.
—En ese caso —dijo Almagro empequeñeciendo su único ojo—. La
tendremos que tomar por la fuerza.

A pesar de todas las amenazas de Hernando de defender la ciudad hasta la


última gota de su sangre, la verdad fue que el 18 de abril de 1537 Almagro se
apoderó del Cuzco sin derramamiento de sangre, pues, excepto por un puñado de
condicionales de los Pizarro, los demás no dispararon contra sus compatriotas.
La veintena de seguidores de Hernando se refugió en uno de los palacios de
donde fueron obligados a salir por medio de humo.
—Encerradles —ordenó el adelantado.
Por coincidencias del destino, los hermanos Pizarro fueron encerrados y
encadenados en la misma mazmorra donde había estado preso el Inca, en el
mismo sitio donde tanto se habían divertido a sus expensas.
Durante los días siguientes, fueron tantas las denuncias de agravios de los
ciudadanos de la capital contra Hernando Pizarro, su hermano y amigos, que
Almagro hizo que el escribano tomara nota de todo para enviar a España una
notificación de los hechos.
También dispuso que se enviara, lo más rápidamente posible, por medio del
tesorero Riquelme, el quinto de todo lo que había recaudado en la ciudad, para el
Rey.
Mientras todos estos hechos ocurrían en el Cuzco, las tropas de Alonso de
Alvarado, que hacía ocho meses que habían partido de Lima, se hallaban a
treinta millas de la capital, destruyendo la tierra, cogiendo esclavos y asolando
los pueblos, en una incesante rapiña de oro.

Diego de Almagro envió a varios mensajeros con un escribano y una copia


de la Provisión Real de Su Majestad sobre el cumplimiento del cabildo del
Cuzco.
—El Gobernador Almagro quiere veros, capitán Alvarado —dijo el portavoz
del grupo—. Desea vuestra ayuda en la lucha contra el Inca.
—No reconozco más gobernador que Francisco Pizarro —dijo Alvarado
desdeñosamente—. No quiero oír ni una palabra de ese usurpador.
—¿Qué le debemos decir a Almagro?, ¿rehusáis reuniros con él?
Alvarado hizo un gesto despectivo con la boca.
—No le diréis nada, puesto que no vais a volver. ¡Guardias! —llamó—.
Cargad de cadenas a esta gente.
No tardó en llegar a oídos de Almagro el trato que habían sufrido sus
emisarios.
Llamó al alcalde de la ciudad.
—Quiero que vayáis a ver a Alvarado —le pidió—. Espero que a vos os
escuche.
Daniel de Espinosa suspiró resignado.
—Eso espero yo también… Llevaré a un regidor y a un escribano.
Pero los deseos del alcalde no se cumplieron. Alvarado tampoco quiso
escucharle. Rompió despectivamente la vara del primer mandatario de la ciudad
tirando los dos trozos al suelo.
—Arrojad a los tres al río —ordenó—. Iré yo mismo a echar del Cuzco a ese
tuerto y liberar a Hernando Pizarro.
Pero la cosa no se presentaba tan fácil como creía Alvarado. Al día siguiente,
treinta de sus hombres fueron apresados por los de Almagro sin que opusieran
mucha resistencia.
—Nos haremos fuertes en el río —bramó Alvarado al enterarse—. Montad la
artillería, y puestos para los escopeteros y ballesteros.

En el Cuzco los dos viejos amigos, Cristóbal de Peralta y Domingo de


Soraluce comían en casa de este último.
—Tengo ganas de poder volver a mi hacienda —comentó Peralta sirviéndose
un vaso de chicha—. Por unos y por otros parece que esta guerra nunca va a
terminar.
—Ya sabes que puedes quedarte, tú y tu familia, todo el tiempo que queráis
en mi casa —dijo Soraluce—. Aquí hay sitio de sobra.
—Lo sé y te lo agradezco —dijo el cronista—. Pero tengo ganas de ver a mis
potrillos corretear por los prados. Y, sobre todo, enseñar a mi hijo a montarlos.
—¿Qué opinas del Inca?, ¿tendrá todavía ganas de lucha?
—No lo sé —dijo Peralta moviendo la cabeza—. Pero le tengo lástima. No
se merece todo lo que le está ocurriendo. Lo que le hicieron aquí fue una
verdadera vergüenza.
—Pero el caso es que Almagro le tendió una mano y no quiso cogerla.
—El hombre no se fía de nadie. «Del agua fría, gato escaldado huye».
—Sí. Pero eso va a significar que la guerra se prolongará Dios sabe cuánto
tiempo.
—No veo que sean los indios lo que más nos deban preocupar, sino las
rencillas entre nosotros mismos.
—No entiendo lo de este Alvarado. ¿Qué pretende?, ¿empezar una guerra
entre los españoles?; ¿cómo ha llegado la situación a este estado, siendo Pizarro
y Almagro tan amigos?
—Bueno —dijo Peralta dejando la jarra de chicha sobre la mesa—. Lo que
está claro es que la cizaña la han puesto los hermanos de Francisco Pizarro, y,
sobre todo, Hernando, que nunca vio a Almagro con buenos ojos.
—Por ser hombre de poco linaje, me imagino…
—Y tan poco, que ni siquiera sabe quiénes fueron sus padres. Y, sin
embargo, es un hombre de gran corazón.
—Sí, pequeño, tuerto, pero de un espíritu grande y emprendedor —asintió
Domingo.
—Además —dijo Peralta—, tiene una cosa que no poseen los Pizarro, es
muy liberal y reparte lo que tiene con todos. A su lado nadie pasa miserias si
puede evitarlo.
—Pues eso puede inclinar la balanza a su favor en esta lucha contra
Alvarado —musitó Domingo—. Me han dicho que se ha fortificado en el río.
—Por mucho que se fortifique, tendrá que convencer a sus hombres para que
luchen, y eso, por lo que se está viendo, le será muy difícil. Ya viste con qué
facilidad se rindieron los treinta hombres ayer.
—Creo que la decisión de Alvarado de encadenar a los enviados de Almagro
ha sido el mayor error que había cometido en su vida.
Poco tardaron los hechos en darle la razón.
Capítulo XVIII

El acuerdo

L os embajadores, tan injustamente encadenados, esparcieron la voz en el


campamento, de que tal era la bondad y liberalidad de Almagro que todos
estarían mucho más considerados bajo su mando. Aquello ocasionó la deserción
masiva de gente que estaba bastante harta de la tiranía de Alvarado. Grupos de
soldados empezaron a desaparecer en la oscuridad para presentarse en el Cuzco
y ponerse bajo las órdenes del Adelantado.
Cuando se presentó Rodrigo Orgóñez, lugarteniente de Almagro, con su
ejército ante el campamento de Alvarado, éste no tuvo más remedio que rendirse
incondicionalmente.
Era el 12 de julio de 1537.
Justo en el momento en el que los españoles estaban precipitándose hacia
una guerra civil, también se estaba produciendo una escisión entre los nativos. El
hermano del Inca Manco, Paullu, estaba empezando a ocupar el vacío dejado por
su hermano. Los dos eran de edad parecida y ambos eran hijos del Inca Huayna
Cápac.
Cuando Manco fue a Jauja con Francisco Pizarro en 1534, dejó a Paullu en
Cuzco como su lugarteniente. Éste siempre le había servido bien. Así que,
cuando Almagro le pidió que enviara con él a Chile un contingente de nativos,
había mandado a Paullu y al Sumo Sacerdote Villac Umu.
Por alguna razón, Paullu no se escapó con Villac Umu cuando éste regresó
para incitar a Manco a la rebelión. Al contrario, no hizo ningún gesto en contra
de Almagro, incluso le ayudó en el terrible viaje de vuelta a través del desierto.
En realidad, sin la ayuda de sus hombres que se adelantaban a los españoles para
abrir pozos de agua, éstos nunca habrían salido vivos de aquel infierno.
Además, su presencia hacía que los campesinos les prestaran una ayuda
inestimable, suministrándoles comida y ropa.
A la vuelta de la expedición de Almagro, aunque mintió sobre cómo iba la
guerra, y fue puesto bajo custodia, siguió, sin embargo, siendo leal a los
españoles, y, en especial al partido de Almagro. Le informó en todo momento
del avance de las tropas de Alvarado e impidió que ningún emisario de éste
llegase al Cuzco.
En la batalla de Abancay los diez mil auxiliares de Paullu ayudaron a
Almagro en todo excepto en la lucha. Cavaron trincheras, construyeron balsas
para cruzar el río y con sus gritos en la oscuridad contribuyeron a hacer creer a
los de Alvarado que los hombres de Almagro estaban en otro sitio.
Había llegado la hora, pues, que su ayuda fuera reconocida, y Almagro
aprovechó una de las fiestas del calendario inca para investirle, en un acto
público, de una orla roja que era parte de un bonete ducal, que uno de los
soldados hidalgos recién llegados había traído consigo de las guerras en Italia.
Así pues, Almagro proclamó nuevo Inca a Paullu, invistiéndolo con aquella
especie de corona.
En sus escritos uno de los cronistas la describió así:
Es esta borla roja tan fina como un excelentísimo carmesí, de
aquella lana preciosa que en estas partes no hay. No es inferior ni
menos hermosa que la seda. Y esta borla es tan ancha o más que una
mano, larga como un jeme, y arriba resumida como talle de escobilla
de limpiar la ropa, y de abajo ancho como el fleco que pende de la
cabeza hasta los ojos encima de la frente. Él la trae continuamente
puesta, y así cubre las cejas y parte de los párpados altos; de forma que
para poder ver, el Inca ha de alzar la barba o apartar la borla. Ésta es
una real insignia, y no permitida a ningún otro sino al Inca, como
soberano rey y señor. Dicen las gentes que ninguno es digno de ver
enteramente la cara del Inca, que es hijo del sol, ni es menos de muy
señalada merced mirar él al que quiere honrar y favorecer.
Antes de marchar para Lima a entrevistarse con Pizarro, Almagro quería
dejar bien pacificada la zona, y para ello debía de derrotar los restos del ejército
de Manco. Una vez más, su mano derecha, Orgóñez fue el elegido para marchar
contra el Inca.
—Coge quinientos hombres bien pertrechados —dijo—, y desaloja al Inca
de su fortaleza.
—¡Ollantaytambo! —masculló Orgóñez—, dicen que es invulnerable.
Veremos a ver hasta qué punto lo es.
Pero para cuando los hombres de Orgóñez llegaron a la impresionante
fortaleza, Manco había decidido que su posición estaba demasiado cerca de
Cuzco. Decidió retirarse a un sitio más inaccesible.
Ollantaytambo estaba situada en un punto crucial de la geografía peruana.
Era un punto de unión entre los Andes y la selva que se extendía hacia el
infinito. Río arriba estaba el valle de Yucay y era el hogar de las tribus de
montaña —en el que se entremezclaban suaves colinas de verde hierba de altura
con tachones de roca grisácea y terrazas de rica tierra abundantes en trigo y
patatas.
Pero río abajo todo cambiaba. Según descendía el terreno, el pie de la
cordillera andina se veía envuelto en una maraña de árboles, arbustos y una
densa vegetación. El tranquilo Yucay se convertía en el turbulento Urubamba, el
clima se hacía tropical con lluvias continuas, tormentas eléctricas y una neblina
pegajosa que envolvía como un sudario las verdes y pendientes colinas.
Había enjambres de moscas martirizantes y miles de víboras venenosas en un
bosque que se extendía en todo lo que alcanzaba la vista hacia el Atlántico.
Debajo de Ollantaytambo, el río Urubamba rugía a través de un impresionante
desfiladero de inmensos muros de granito. Poco después, otros dos ríos se le
unían casi enfrente uno del otro. Uno de ellos se llamaba Vilcabamba, nombre
con la que se había designado toda la región entre Urubamba y el Apurimac, al
noroeste del Cuzco. Al oeste, según descendía la carretera, se encontraba el
pueblo de Amaibamba; y en el centro, entre el río Lucumayo y el Vilcabamba, el
puente colgante de Chuquichaca cruzaba el río Urubamba. Más al oeste, en la
parte superior del valle, estaba la ciudad de Vitcos, a más de tres mil metros de
altura.
Cuando Manco decidió abandonar Ollantaytambo, se llevaron a cabo muchas
ceremonias y sacrificios. El Sumo Sacerdote, Villac Umu fue el encargado de
dirigir los rezos, sacrificios y lamentaciones en la llanura bajo la fortaleza
mientras los indios preparaban los ídolos para su transporte. Como despedida,
Manco se dirigió a la muchedumbre allí reunida.
—¡Volveré! —prometió—. Las provincias de la jungla llevan mucho tiempo
rogándome que vaya a visitarles. Pues bien, ha llegado la hora de complacerles.
Estaré con ellos algún tiempo y luego volveré para enfrentarme a los españoles.
Además —añadió—, es muy posible que los invasores se destruyan mutuamente,
pues hay noticias que Pizarro está reuniendo un gran ejército en Nazca para
atacar a Almagro.
Aunque, al principio, Manco había decidido refugiarse en una remota
fortaleza llamada Urocoto, al este del lago Titicaca, después de un mes de un
viaje terrible a través de una jungla plagada de mosquitos y alimañas, decidió
volver y refugiarse en el valle de Vilcabamba. Descendió por el valle de
Lucumayo debajo de Amaibamba, e hizo reconstruir el puente colgante
destruido sobre el Urubamba en Chuquichaca. Cruzó el río con los suyos y se
establecieron en la ciudad de Vitcos, en la cabecera del valle Vilcabamba.
Ahí estaría a salvo de momento. Al menos eso era lo que se imaginaba.
Pero Manco no contaba con la tenacidad de los españoles. En cuanto
Orgóñez regresó de su incruenta victoria en Abancay, Almagro le dio otro
encargo.
—Coge a trescientos de tus mejores hombres y sigue a Manco Inca. Ese
hombre es un peligro. Hay que destruirlo.
Orgóñez asintió lleno de confianza.
—Os lo traeré, capitán —prometió—. Vendrá encadenado a arrodillarse a
vuestros pies.
—No le trates mal —dijo Almagro—. Una cosa es que sea nuestro enemigo,
y otra que nos comportemos como viles asesinos. Si muere en la lucha mucho
mejor.
Los hombres de Orgóñez pronto llegaron a Amaibamba, aunque tuvieron
muchas dificultades en el camino, pues los incas habían destrozado las
carreteras, derribado árboles y puesto toda clase de obstáculos entre ellos y los
españoles.
En la primera confrontación, los incas que salieron a defender la ciudad
fueron puestos en fuga después de una breve lucha. Manco se escapó en su litera
atravesando el Urubamba, hacia Vitcos, dejando órdenes para la demolición del
puente que acababan de reconstruir.
Esto lo consiguieron sólo en parte a causa de la dura persecución de Orgóñez
que se les echaba encima.
Curiosamente, varios cautivos españoles, entre ellos, Ruy Díaz, sin barba y
sin pelo, pudieron escapar en la confusión.
Al día siguiente, Orgóñez pudo reconstruir el puente, que se sostenía sólo
con una cuerda, y seguir tras Manco. En Vitcos, los españoles encontraron, no al
Inca, pero sí una gran multitud de «Mamaconas» o vírgenes del sol, que
esperaban su llegada con una mezcla de temor y excitación. Así mismo,
consiguieron una buena cantidad de oro, entre el que destacaba una gran imagen
del sol en oro macizo.
Y fue ese botín lo que salvó a Manco, pues mientras los españoles rapiñaban
la ciudad, el Inca escapó de noche refugiándose en las montañas más allá de la
ciudad. Con él iba su esposa favorita y el Sumo Sacerdote, Villac Umu. Detrás
quedó la litera imperial abandonada a un lado del camino.
Y, aunque veinte jinetes cabalgaron toda la noche en su búsqueda, no
pudieron encontrar rastro de él.
Cuando Orgóñez volvió a Vitcos, se encontró a un jinete que venía sudoroso.
—Órdenes de Almagro —le dijo—. Debes volver a toda prisa.
—¿Qué pasa?
—Viene Francisco Pizarro con un gran ejército.
Orgóñez organizó rápidamente el regreso al Cuzco con un gran botín, que
cogieron de los templos de Huanacauri, Ollantaytambo y Vitcos. También
recuperaron una gran cantidad de ropa y armas españolas que los incas habían
capturado en las dos expediciones que habían tenido tan desgraciado fin.
Aquello fue un verdadero hallazgo y Orgóñez lo repartió en seguida entre los
suyos, muchos de los cuales habían llegado medio desnudos de Chile.
Los expedicionarios se llevaron consigo a Cuzco veinte mil prisioneros,
cincuenta mil llamas y doscientas «Mamaconas».
Quedaba claro, que si bien no se habían apoderado del Inca, éste no estaba en
condiciones de reunir un ejército en muchísimo tiempo, si es que lo hacía alguna
vez.
Apenas hacía cinco meses que Manco había tenido a sus órdenes un ejército
de casi medio millón de hombres.
Ahora, de repente, el enemigo era otro…, mucho peor.
Cuando Orgóñez regresó al Cuzco se encontró a Almagro negociando con
los enviados de Pizarro, Guillén Suarez, el juez Espinosa, el licenciado de la
Gama y Diego de Fuenmayor.
Era el 12 de julio de 1537.
Desgraciadamente, en plenas negociaciones, y cuando ya parecía que se
vislumbraba un acuerdo, moría el juez Espinosa, principal encargado de llevarlas
a cabo. Así pues, el resto de la embajada decidió volver a Lima para consultas
con Pizarro.
—Me dirigiré yo mismo a la costa para entrevistarme con Francisco —les
comunicó Almagro—. Decidle que llevaré conmigo a Hernando por si llegamos
a un acuerdo.
Pero, en la ausencia de Almagro, ocurrieron una serie de acontecimientos en
el Cuzco que hicieron cambiar el curso de la historia. Gonzalo compró la
voluntad de uno de los guardas a peso de oro.
—Sácanos de aquí, y te haré rico —le prometió—. Tendrás tanto oro que no
sabrás lo que hacer con él.
El hombre se humedeció los labios, nervioso.
—Pero, Pedro de Rojas me hará matar —dijo—. ¿De qué me servirá el
dinero?
—Ven con nosotros —le ofreció Gonzalo—. En Lima estarás a salvo.

En Lima, mientras tanto, se estaban tomando toda clase de medidas militares.


Pizarro avisó a los de Trujillo para que se fortificaran, y alrededor de la nueva
capital mandó hacer trincheras para la artillería. Como maestre de Campo
designó a Pedro de Valdivia, y distribuyó dádivas entre los recién llegados, de
modo especial entre aquellos que consideraba dudosos.
En medio de aquellos preparativos regresaron Guillén Suarez, el licenciado
de la Gama y Diego de Fuenmayor para comunicar a Pizarro que la comisión no
se había concluido a causa del fallecimiento del juez Espinosa. Si no se hubiera
producido esa muerte —dijeron—, el acuerdo se podía haber firmado el día 18
de agosto.
También llegaron poco después unos enviados de Almagro para
comunicarle, de parte de éste, que no entrara en su gobernación y que llamara al
obispo de Tierra Firme para que actuara como juez y mediador.
Apenas había Pizarro despachado a estos emisarios de Almagro cuando
recibió una buena noticia. Se trataba nada menos que su hermano Gonzalo y
Alonso de Alvarado habían conseguido huir y se acercaban a Lima, extenuados
y maltrechos, pero vivos.
Estas noticias y el saber a Almagro camino de la costa, movió a Pizarro a
enviar a un emisario a salirle al paso. Eligió a Alonso Álvarez para la delicada
misión.
—Debemos evitar que Almagro llegue a Lima —le dijo—. Quiero que cojas
a cien jinetes y le salgas al paso.
Los dos grupos se juntaron en la pequeña ciudad de Mala donde Álvarez
retuvo al grupo de Almagro hasta recibir nuevas instrucciones de Pizarro.
—Tratadlos bien —instruyó el gobernador—. Vienen como embajadores y
debemos honrarles como tales.
—¿Les dejaremos continuar hasta Lima? —demandó el mensajero.
Pizarro no respondió inmediatamente. No le agradaba la idea de tener gente
de Almagro en su ciudad. Cabía la posibilidad de que se hicieran con adeptos a
su causa.
—No —dijo por fin—. Yo saldré a su encuentro.
Cuando Pizarro llegó a Mala se encontró y oyó las proposiciones que le
enviaba Almagro.
—Almagro dice que hay que llegar a un acuerdo, pero insiste que Cuzco
debe quedar dentro de su gobernación. Quiere que sus representantes sean
Francisco de Godoy y Juan de Guzmán.
—De acuerdo —aceptó Pizarro—. Yo enviaré como representantes míos a
Fray Juan de Olías y a Francisco de Chaves.
El 10 de octubre se tomaba aquel acuerdo y se suspendía toda actividad por
ambas partes, mientras se reunían en Mala los cuatro representantes con el
asesoramiento de pilotos y entendidos.
Al mismo tiempo, Pizarro envió a Yllán Suarez y al provincial de la Orden
de la Merced, Padre Bobadilla, para que intercedieran ante Almagro y dejara en
libertad a Hernando.
Pero Almagro rehusó.
—Decidle que prefiero esperar hasta alcanzar un acuerdo con él —dijo.
La junta arbitraria se reunió en Lima el 28 de aquel mismo mes. A la reunión
asistirían los dos gobernadores, llevando cada uno a doce caballeros desarmados.
Se acordó también, que cada parte entregaría como rehenes a la parte contraria a
sus hijos. Almagro, el suyo, con su mismo nombre, y Pizarro, a Francisca.
Los litigantes llevarían los originales de los reales despachos de concesión de
las gobernaciones, y ambas partes no moverían tropas, ni enviarían, por tierra o
por mar, comunicaciones a otras provincias.
Al conocer esta decisión, Pizarro se indignó.
—¡Ya me han hecho suficientes agravios! —bramó—. ¡Y, en cuanto a los
rehenes, ya tienen a mi hermano!
Ante aquella oposición, el padre Segovia ordenó que se tomara pleito
homenaje a todos los que participaran en la deliberación, según el uso, estilo y
fuero de los hijosdalgo y caballería castellana, de que no se haría uso de armas,
ni habría engaño alguno.
Pizarro reunió a los suyos para pedirles consejo.
Gonzalo, impulsivo e irascible, fue el primero en hablar.
—Apresemos a ese tuerto y enviémosle a España para que lo juzgue el Rey
—dijo con voz llena de rencor.
Sin embargo, otros expresaron su opinión contraria. Alonso de Alvarado
entre ellos.
—No podemos hacer eso —dijo—. Sería una traición indigna de caballeros.
Pizarro estuvo de acuerdo con estos últimos y juró el pleito homenaje. Salió
para Mala el 10 de noviembre de 1537, coincidiendo casi en el aniversario de la
batalla de Cajamarca.
Y mientras, Francisco Pizarro iba a la reunión, su hermano Gonzalo, que no
estaba en absoluto de acuerdo con las reglas de caballería, preparaba un gran
ejército de setecientos hombres, dirigiéndose también a Mala, pero por caminos
menos frecuentados.

Gonzalo había dado órdenes secretas a dos de los hombres que iban con el
Gobernador, que tocaran las trompetas apenas llegara Almagro para que él lo
supiera.
Pizarro fue el primero en llegar a la cita, el 13 de noviembre. Acudía con
cincuenta hombres, todos ellos con armadura.
Poco después llegó Juan de Guzmán, quien al ver a los hombres de Pizarro,
se quejó.
—No es ése el acuerdo, Gobernador. Habíamos quedado en que cada parte
vendría con doce hombres, todos desarmados. Vos acudís con cincuenta y con
armadura.
Pizarro se irritó con Guzmán, contestándole en tono desabrido.
—Dejaos de pamplinas, maese Guzmán. ¿Dónde está Diego Almagro?, ya
tenía que estar aquí.
—No tardará en venir —contestó Guzmán en tono apaciguador—.
Acompañadme, os ruego, a la casa en que se celebrará la reunión. El padre
Bobadilla ya está allí.
En la gran mansión en la que se iba a celebrar la reunión estaba, no sólo el
padre Bobadilla, sino todos los que iban a arbitrar en el espinoso asunto.
Pizarro entró con doce hombres, todos con armadura.
Antes de que los árbitros pudieran protestar por el incumplimiento por parte
de Pizarro de lo pactado, llegó de fuera el ruido de cascos de caballos que se
acercaban.
—Ahí llega Almagro —dijo Bobadilla respirando aliviado.
Poco después descabalgaba el antiguo socio de Pizarro, sin armas, y
acompañado por doce hombres como habían acordado.
Los dos hombres se miraron. Uno, alto, con brillante armadura, mirada
altiva; el otro, pequeño, tuerto, desarmado. Su único ojo clavado en su viejo
compañero de armas. Hacía más de dos años que no se veían.
Al bajarse de su caballo, Almagro hizo un gesto como para abrazar a su
socio, pero éste sólo se limitó a llevarse la mano a la celada. Después se dirigió a
los acompañantes del adelantado, que venían sin armas ni cotas.
—¿Vais de rúa, señores?
Estaba claro que las conversaciones no empezaban, precisamente, en un
clima de cordialidad.
No tardaron los dos socios en enzarzarse en una agria discusión, antes,
siquiera, de haber empezado las negociaciones.
—O sea que quieres apoderarte de lo que con tanto sacrificio conquistamos y
fundamos nosotros —dijo Pizarro con una mirada fría.
—Todos hemos hecho sacrificios —contestó Almagro—. ¿Qué me vas tú a
hablar de sacrificios a mí, cuando hemos estado dos años atravesando las tierras
más hostiles del mundo?, y, encima, arruinándome en la empresa. Ahora veo
cuál era tu intención cuando querías que fuera a «conquistar» hacia el sur.
Querías quitarme de en medio, para hacer y deshacer a tu albedrío. Pues no lo
has de conseguir. Pues si bien has hecho que me haya gastado hasta el último
maravedí, no lograrás quedarte con Cuzco, que al fin y al cabo es lo único que
vale en las tierras que me ha dado el rey.
—Eso está por ver todavía —contestó Pizarro—. El Cuzco no es negociable.
Y mucho menos, después de lo que han pasado mis hermanos defendiéndolo un
año entero de los indios. Encima, cuando llegaste tú, lo primero que hiciste fue
intentar aliarte con el Inca en su contra.
—Eso es falso —protestó Almagro—. Traté, en todo momento, de
reconciliar a ambos bandos. Y, además, bien sabes tú, que fueron tus hermanos y
sus amigos los que maltrataron y vituperaron al Inca, obligándole así a rebelarse.
Esos hermanos tuyos son unos verdaderos canallas.
—¡No consiento que se hable así de mis hermanos! —explotó Pizarro—, y
mucho menos cuando tienes a uno encadenado como si fuera un asesino. ¡Exijo
su inmediata libertad!
—¡No estás en situación de exigir nada! —respondió agriamente el
adelantado—. Si quieres medir tus fuerzas con las armas nos veremos en el
campo de batalla.
—Pues así será si ése es tu deseo.
Cuando más agriados estaban los ánimos, entró en la casa Francisco de
Godoy. Sin decir palabra se acercó a Almagro y le habló al oído.
—Gonzalo Pizarro está a pocas millas de aquí con un gran ejército —susurró
—. Creo que haréis bien en montar a caballo y escaparos.
En ese momento se oyó el estridente sonido de una trompeta. Era, sin duda,
una señal. Diego de Almagro no lo dudó ni un instante. Salió corriendo de la
habitación, y saltó sobre su caballo.
—¡Huyamos, señores! —gritó—. ¡Es una celada!
Mientras los cascos de los caballos del adelantado y los suyos atronaban el
espacio, Pizarro se dirigió a Godoy.
—¿Qué significa esto? —preguntó desconcertado.
—Es vuestra merced la que tiene que dar explicaciones —contestó desabrido
Godoy—. ¿Qué significa ese ejército de setecientos hombres que tiene vuestro
hermano, Gonzalo, a un par de millas de aquí?
La cara de Pizarro reflejó desconcierto.
—¿Un ejército?, ¿Gonzalo? —levantó solemnemente la mano derecha—. Os
juro por Dios, que si mi hermano ha traído un ejército, lo ha hecho enteramente a
mis espaldas. Ordenaré ahora mismo que se vuelvan a Lima.
—Creo que será mejor para todos —asintió Godoy.
—Y, vos —dijo Pizarro—, os ruego salgáis en pos de Almagro. Dadle toda
clase de garantías. Mi palabra es sagrada.
Mientras Godoy salía tras Almagro, y Pizarro iba a ver a su hermano
Gonzalo, Bobadilla determinó seguir las diligencias en ausencia de los litigantes.
En primer lugar, se exhibieron las provisiones: las de Pizarro con la
concesión de doscientas leguas y la posterior de setenta; la de Almagro la de las
doscientas, que quedaban al sur de la frontera de la demarcación del Gobernador.
Uno de los pilotos, Hernando Galdín, aportado por Pizarro, fue el primero en
expresar su opinión.
—Teniendo en cuenta que cada grado son diecisiete leguas —dijo—, y que
Santiago está a un grado, Cuzco cae de lleno en la demarcación del Gobernador
Pizarro.
Otros pilotos, como Juan Roche y Juan Hernández le apoyaron. Sin embargo,
los traídos por Almagro insistían, sin aportar ningún razonamiento especial, que
la ciudad del Cuzco caía dentro de la concesión de la Nueva Toledo, que había
sido concedida por el rey al Adelantado.
Estas discusiones, pronto se convirtieron en diálogo de sordos, por lo que dos
días más tarde, el 15 de noviembre, Bobadilla daba su laudo, el cual no podía ser
más juicioso y justo.

1. Se tomará la altura, tanto por unos como por otros, en el puerto de


Santiago, en vista de las discrepancias.
2. Se devolverá Cuzco a Pizarro momentáneamente.
3. Pizarro proporcionará un navío a Almagro para que se pueda comunicar
con el Rey.
4. Ambos permitirán a los mercaderes hacer compras y ventas.
5. Se desharán los dos ejércitos, enviando a los hombres a poblar las tierras.
6. Almagro se retirará a Nuzca y Pizarro a Lima en espera del informe de
los pilotos.
7. El Rey será avisado de este pacto y concordia para que vea cómo sus
capitanes desean servirle.

Además de estos puntos, Pizarro insistía en la liberación de su hermano,


Hernando.
Sin embargo, cuando estos artículos le fueron presentados a Almagro, éste
no estuvo de acuerdo, y tampoco sus comisarios.
—Pediremos a Bobadilla una nueva sentencia —dijeron.
Orgóñez fue más allá.
—Creo que deberíais hacer ajusticiar a Hernando ahora que le tenéis en
vuestras manos —dijo—. Si accedéis a darle la libertad os arrepentiréis, os odia
a muerte y os desprecia profundamente.
—Calmemos un poco los ánimos —dijo Almagro paseando su único ojo por
los presentes—. Creo que aquí tenemos dos asuntos completamente distintos:
por un lado, está el laudo de Bobadilla sobre el Cuzco, que como bien decís,
debemos pedir a Bobadilla que dé una nueva sentencia, pues ésta será, sin duda,
origen de disturbios y pendencias.
—Exactamente —asintió Godoy.
—Y por otro lado —siguió Almagro—. Tenemos el problema de Hernando
Pizarro. ¿Qué hacemos con él?
—El retenerle prisionero siempre inclinará un poco la balanza a nuestro
favor —sugirió Guzmán—. Además, el Rey no vería con buenos ojos que
ajusticiáramos a uno de sus capitanes. En todo caso habría que mandarlo a
España a que lo juzgaran allá.
Almagro asintió.
—Estoy completamente de acuerdo contigo —dijo—. Le retendremos
prisionero.
Como habían acordado, los comisarios pidieron a Bobadilla que diera una
nueva sentencia, pero, éste se negó.
—He sido nombrado árbitro por ambas partes —dijo—, y mi sentencia es
inapelable.
En el otro bando, Pizarro estaba recibiendo muchas presiones para que
atacara Cuzco, pero el Gobernador no se decidía.
—No puedo arriesgar la vida de mi hermano —confesó—. Cualquier exceso
acarrearía su muerte.
Con aquel estado de ánimo recibió con gusto a los enviados de Almagro —
Francisco Godoy y Juan de Guzmán—. Éstos le propusieron nuevos puntos de
acuerdo que Pizarro firmó, conocida la postura de Rodrigo Ordóñez. Los puntos
acordados fueron los siguientes:

1. Almagro poseería un puerto.


2. Pizarro le daría un navío.
3. Almagro se quedaría con Cuzco hasta que el Rey dispusiera lo que había
de hacerse, o nombrase juez.
4. Se dividirían los indios encomendados.
5. Cada uno conservaría lo ocupado, hasta que el Rey dispusiera en firme.
6. Se despoblaría la ciudad de Almagro recién fundada por éste en Chicha.
7. El Adelantado dejaría una guarnición en el puerto.

El 24 de noviembre de 1537 se firmaban los acuerdos y se depositaba una


fianza de doscientos mil pesos —cien mil para el Rey y cien mil para la parte
obediente.
En caso de ruptura, se tomaban los requisitos judiciales pertinentes y se
prestaba pleito homenaje según el fuero de Castilla. Quedaba pendiente lo de la
libertad de Hernando, a lo que se oponía frontalmente, Rodrigo Orgóñez.
Sin embargo, Almagro pensó que sería suficiente garantía un depósito de
cincuenta mil pesos oro, así como la obligación de presentarse al Rey con el
proceso que se le había incoado en Cuzco, y de no salir de la gobernación hasta
que su hermano Francisco hubiera entregado el prometido navío.
—Cuando hayáis depositado las fianzas y prestado juramento y pleito
homenaje, podéis iros —le dijo Almagro—, pero antes permitid que os invite a
cenar.
Hernando Pizarro clavó una mirada llena de ira en el Adelantado que no
presagiaba nada bueno.
—No, gracias —contestó secamente.
Capítulo XIX

La batalla de las Salinas

L a Ciudad de los Reyes, o Lima —castellanización del río Limac—, estaba


convirtiéndose en una ciudad importante. Miles de aventureros,
carpinteros, albañiles, comerciantes o simples agricultores acudían a riadas
imparables desde Panamá, Guatemala o México. El puerto de El Callao se estaba
convirtiendo en uno de los más importantes de las Indias.
A principios del Año de Gracia de 1537 eran docenas las mansiones,
palacios, capillas, almacenes, e incluso una catedral, que se levantaban alrededor
del Palacio del Gobernador, el cual, a pesar de no estar concluido todavía, daba
albergue a Pizarro y sus criados.
Curiosamente, los hijos que había tenido el Gobernador con la india Inés, no
vivían con él, sino en casa de su hermanastro, Martín de Alcántara y de su mujer,
Inés Muñoz, que había sido la primera mujer casada que fue al Perú. Gran
emprendedora, había llevado consigo, muchas plantas europeas que no existían
en las Indias.
De esa manera, los dos hijos del Gobernador recibían una educación que su
padre nunca tuvo, al tiempo que estaban rodeados de gente de alcurnia, y se
habituaban al alto rango que su progenitor había adquirido con tanto esfuerzo
personal.
Francisco Pizarro había cumplido ya los sesenta y en su fuero interno veía
que era ya la hora de poner un poco orden al futuro de los suyos. Tenía que dejar
todo bien claro para el momento en que muriera. Al mismo tiempo quería donar
37.000 pesos de oro para que edificaran una iglesia en Trujillo, su ciudad natal, y
para ello debía hacerlo constar de un modo oficial ante testigos. Para ello, nada
mejor que un testamento.
Durante todo el mes de mayo estuvo pensando en él, dictando borradores a
su secretario, Picado, y consultando en lo espiritual al Padre Valverde. Cuando
se dio por satisfecho, el 5 de junio de 1537, convocó en su casa al notario
Cristóbal de Figueroa, a Francisco Salcedo, Rodrigo Núñez, Pedro Maldonado,
Juan de Berrio, Jerónimo Zurbano, Francisco Pinto y Gómez de Carabantes.
—Gracias, señores por venir —dijo Pizarro dirigiéndose a los presentes—.
Como sabéis, he hecho mi testamento y quiero que seáis todos mis testigos.
Todos asintieron en silencio, y al poco Figueroa empezó a escribir:
En la ciudad de los Reyes de la Nueva Castilla, a cinco días del mes
de junio de mil quinientos treinta y siete años, ante mí Expoval de
Figueroa, escribano y de los testigos de abajo mencionados, pareció
presente el muy magnífico señor don Francisco Pizarro, capitán
general y gobernador en estos Reinos por su Majestad y presentó esta
escritura cerrada y sellada, la cual dijo ser su testamento y última
voluntad…
Una vez leído el acta del testamento los testigos la firmaron. Aunque la
escritura estaba cerrada, no tuvo Pizarro inconveniente en que los testigos
conocieran que los albaceas eran el Padre Valverde —su agrio compañero de las
horas difíciles— y Francisco de Chaves.
El mayorazgo caía sobre la persona de su hermano Gonzalo, que llevaba el
mismo nombre que su padre, ordenaba mandas y fundaciones —en especial la
iglesia de Trujillo—, legando la mayoría de su capital a Francisca, su hija…
Curiosamente, dedicaba un párrafo entero a su socio, Almagro, contrastando el
tono pacífico, casi cariñoso con el que se refería a él, con las acciones que se
estaban llevando a cabo sobre el terreno.
… y mando que la carta de compañía que primeramente hicimos el
Adelantado don Diego de Almagro, Gobernador de la Provincia de
Toledo por su Majestad, mi compañero, y yo en el pueblo y provincia de
Pachacama el 14 de enero del pasado mil quinientos treinta y cinco
ante Bernardino de Valderrama, escribano de Sus Majestades, en que
hicimos compañía universal de todos nuestros bienes, aquélla se guarde
y se cumpla según en ella se contiene, que es mi voluntad que entre
dicho Adelantado, don Diego de Almagro y mis herederos se partan
universalmente todos nuestros bienes, cuanto habemos y tenemos… Y
ruego y encargo al dicho Adelantado, don Diego de Almagro, mi
compañero, que si yo muriere primero haga dicha la partición con mis
hijos y herederos, sin pleito ni contienda alguna…
Al redactar tal testamento, Pizarro sabía perfectamente que su «socio» había
gastado toda su fortuna en la expedición de Chile, y eso no se mencionaba en el
documento testamentario. Con ello, Pizarro cancelaba y compartía,
silenciosamente los grandes dispendios que había efectuado Almagro.
Cuando parecía que todo se iba a arreglar, y Almagro estaba ya camino del
Cuzco, que, según el último acuerdo, quedaba bajo su custodia, llegó de España
Pedro Ansúrez con células firmadas por la Reina el 13 de noviembre de 1536,
fecha en la que naturalmente se desconocían los últimos acontecimientos.
Sin saberlo, la reina había deshecho lo que con tanto trabajo acababan de
remendar Pizarro y Almagro. Negras nubes se volvían a cernir sobre Perú.

En la célula se les ordenaba que cada gobernador se mantuviera dentro de su


gobernación y explorara solamente dentro de la misma. Una de las células
desautorizaba la acción de Almagro de haber ocupado Cuzco.
Aquel documento sería de consecuencias imprevisibles.

En cuanto las células llegaron a manos de Pizarro, éste envió un mensajero


con las mismas a Almagro.
Éste, sin embargo, no se dio por aludido y escribió a su vez a Pizarro.
—No saldré de mi gobernación —decía en la carta—. Debemos
atenernos a lo pactado. Y si esto no se cumpliere, que no sea yo el
culpable de la guerra.
Era la primera vez que se mencionaba la palabra guerra.
Hernando, ya en libertad, también había leído las células recién llegadas.
—Deja que vaya a España con el quinto del Rey —dijo—. Con la excusa de
entregar a su Majestad sus 600.000 pesos en oro, puedo hablarle sobre la actitud
intransigente de ese viejo tuerto y de ese hijo de perra de Ordóñez.
Pizarro negó con la cabeza.
—No puedo desprenderme de ti —dijo—. En este momento necesito gente
de toda confianza a mi lado. La conquista no ha terminado, ni con mucho. Y eso,
aparte de los altercados que podamos tener con Almagro, aunque estoy
convencido de que al final llegaremos a un acuerdo con él.

El Adelantado, que había enfermado en el camino, intentaba llegar al Cuzco


antes que los hombres de Pizarro, quienes se dirigían a la sierra por otros
caminos. Los dos bandos se movían en la cercanía de Guaytara.
Almagro confiaba que una vez en Cuzco, los hombres de Pizarro no se
atreverían a atacarle y tarde o temprano su socio entraría en razón.
Sin embargo, no tuvo en cuenta el odio visceral que le profesaba Hernando
Pizarro, quien estaba decidido a atacarle allá donde le viera.
Una vez más, Francisco Pizarro había hecho mal en confiar en su hermano.
Le había otorgado el mando con la condición de que tratara de evitar un
enfrentamiento entre españoles.
Pero, en cuanto Hernando se despidió de su hermano mayor no tardaron en
dar comienzo a las escaramuzas.
Orgóñez ordenó fortificarse en la puna a sus capitanes Chávez y Salinas.
—Les atacaremos en las alturas —dijo Hernando.
—Si los nuestros suben con rapidez a las tierras altas sufrirán mareos y
vómitos —advirtió Gonzalo Pizarro—, todos habéis experimentado el soroche.
No estarán, en absoluto, en condiciones de luchar.
Sin embargo, él al igual que su hermano, también era partidario de una
acción rápida.
—Aunque si les dejamos llegar a Cuzco antes que nosotros será peor —
concedió—. Yo también opino que deberíamos adelantamos y atacar lo antes
posible.
Acordaron sorprender a los hombres de Salinas y Chávez, atacándolos de
noche. Y así lo hicieron, aunque la rapidez del ascenso a las tierras altas produjo
el temido soroche a la mayoría de ellos.
A pesar de lo cual, el grupo comandando por Valdivia cayó por la espalda
sobre los defensores de los pasos de Guaytara, poniéndolos en fuga.
La batalla había comenzado.
Almagro, enfermo y tiritando con fiebres, delegó el mando de las
operaciones en Orgóñez. Así pues, el enfrentamiento iba a ser entre los dos
lugartenientes: el de Pizarro y el de Almagro.
Unos espías indios informaron a Hernando sobre la situación en el bando
contrario.
—Almagro muy enfermo —le dijeron—. No puede sostener en caballo.
Ahora está Cuzco.
—Así que está enfermo, ¡eh! —masculló Hernando—. Bien, entonces nos
las veremos con el hideputa de Orgóñez. ¿Quién está de alcalde en la ciudad?
—Rojas. Y manda meter cárcel amigos Pizarro: Garcilaso y Tordoya.
—Ah sí, ¿eh? ¿Y qué más está ocurriendo por allá?
—Orgóñez mata Villegas.
—¡Ha matado a mi amigo, Villegas, ese hijo de Satanás! ¡Voto al diablo que
lo pagará muy caro!
Con ánimo de venganza y la sangre hirviéndole de ira, Hernando lanzó a sus
hombres hacia la capital, pasando el Apurimac por Cacha.
Ya era muy avanzada la cuaresma del año 1538.
Orgóñez no esperaba tan pronto la llegada de las tropas de Pizarro y tardó en
reaccionar. Hernando ya había posicionado a sus hombres a media legua de
Cuzco, en una gran llanura llamada Las Salinas.
El lugarteniente de Almagro reunió quinientos hombres, de los cuales
doscientos eran de a caballo, y los demás ballesteros. Tenía muy pocos
arcabuceros. A su lado combatían, también, unos seis mil indios a las órdenes de
Paullu Inca.
Por su parte, el ejército de Hernando estaba compuesto de setecientos
hombres, cien de ellos de a caballo, y más de doscientos arcabuceros. Contaba,
así mismo, con unos ocho mil indios auxiliares.
El día 6 de abril, víspera del Domingo de Ramos, amaneció plomizo, como si
el sol se hubiera ocultado para no ser testigo de la lucha fratricida que estaba a
punto de tener lugar en aquel recóndito paraje andino.
Curiosamente, en las laderas de las colinas vecinas, una multitud asombrada
de los habitantes de los pueblos vecinos se arremolinaba para presenciar aquel
espectáculo tan increíble como inédito para todos ellos: una lucha entre
cristianos.
Apenas había amanecido cuando la primera descarga de arcabuces atronó en
el aire, y mientras los arcabuceros cargaban sus armas, trescientos caballos
iniciaban una carga aterradora.
Aunque Orgóñez tenía ventaja en la caballería, los doscientos arcabuces de
Hernando inclinaban la balanza a su favor, pues tenían mayor alcance que las
ballestas. Y, cargándolos, como hacían la mayoría, con perdigón, producían
verdaderos estragos.
Durante dos horas, el resultado de la batalla fue incierto. La caballería de
Orgóñez trataba una y otra vez de atacar los flancos de sus enemigos, pero se
veían impotentes ante la resistencia de los grupos capitaneados por Francisco de
Orellana y Pedro de Valdivia, ambos excelentes jinetes y capitanes. Con
cincuenta jinetes cada uno defendían los flancos de manera que cerraban el paso
a los de Orgóñez, mientras que los arcabuces iban diezmando las filas de los
almagristas.
Los atónitos espectadores que contemplaban el espectáculo desde los
montes, pronto se transformaron en una multitud vociferante. Estaban viendo
cómo sus invasores, los cristianos que les habían usurpado las tierras y
convertidos en esclavos se estaban destruyendo mutuamente.
Para mediodía, algunos de los de Chile, empezaron a retirarse o desertar. Y,
aunque Orgóñez se multiplicaba y parecía estar en todos los sitios, incansable,
no había ya duda de los resultados. Los hombres de Hernando no tardaron en
adueñarse del campo. Un arcabuzazo acabó con el caballo del lugarteniente de
Almagro, y cuando éste rodaba por tierra, un tal Fuentes, criado de Hernando,
acabó con su vida de un lanzazo. A continuación, le cortó la cabeza con su
espada y la puso en la picota.
Los almagristas se rindieron, pero eso no impidió que los hombres de
Hernando traspasaran a los heridos con sus lanzas y espadas sin piedad. La
masacre, seguida del saqueo de la ciudad se prolongó durante todo el día. A
media tarde, Almagro, gravemente enfermo, fue llevado a presencia de
Hernando.
—¡Hombre, aquí tenemos al viejo cabrón que nos ha causado tantos
problemas!, ¿qué creías, vejestorio, que te ibas a salir con la tuya?
Almagro no contestó. Se limitó a mirar a su enemigo con ojos velados por la
fiebre y el dolor.
—¡Encerradlo en el mismo sitio donde estuve yo!, ¡echadle grillos y
cadenas!
—Tenemos también a su hijo —le dijo Fuentes.
—¡Magnífico!, encerradlo también.
Los días que siguieron fueron de cambios en Cuzco, Hernando destituyó a
los alcaldes y regidores, obligándoles a que abandonaran la ciudad
inmediatamente, perdiendo todos sus bienes, mientras nombraba a otros amigos
suyos para tales cargos. También incoó procesos tanto a Almagro como a
Gabriel Rojas y principales seguidores.
Una vez que se pacificó el territorio, Hernando escribió a su hermano
Francisco contándole lo sucedido, aunque no le mencionó el proceso que había
incoado a su antiguo socio.
—Escribo a Francisco —le dijo a Gonzalo—. ¿Tienes algo que decirle?
—Que se cuide —ironizó Gonzalo.
—Se lo diré.
—Tenemos que pensar qué hacer con toda la gente que tenemos aquí
holgazaneando.
Hernando asintió.
—Sí, efectivamente, algo hay que hacer con ellos.
—¿Por qué no aprovechamos, ahora que tenemos más de mil hombres
disponibles, para mandar un fuerte destacamento de soldados y acabar
definitivamente con el Inca? —sugirió Gonzalo.
—Ese Inca está acabado —dijo Hernando con un gesto despectivo—. No
merece la pena malgastar nuestro dinero en empresas que poco beneficio nos van
a proporcionar. Prefiero enviar a nuestros capitanes a pacificar la tierra.
—¿Has pensado adonde?
—Decidámoslo entre los dos.
Pocos días más tarde, Alonso de Alvarado salía hacia la tierra de los
Chachapoyas; Alonso de Mercadillo a la de los Cuancachupados; el capitán
Vergara a los Bracamores y Francisco de Orellana a la Culata de San Miguel y a
la isla de Puna.
Una vez salidas las expediciones, los hermanos Pizarro tenían tiempo para
dedicarse a su mortal enemigo, Almagro.
Se desharían de él de una vez por todas.

Si bien Hernando escribió a su hermano Francisco contándole su versión de


los hechos, no fue el único en hacerlo. El doctor Sepúlveda, que tanto trabajo
había tenido curando a los heridos de uno y otro bando, también le envió un
mensajero con una carta, explicándole cómo había Hernando hecho prisionero a
Almagro y que temía por su vida. Le rogaba que si quería hacer algo por su
socio se apresurara a llegarse hasta el Cuzco y juzgara él mismo a Almagro si
fuera menester. También le explicaba que el Adelantado se encontraba muy
enfermo, a pesar de lo cual le tenían encadenado.
Francisco Pizarro se alarmó ante los hechos y abusos que le relataba el
doctor, hombre que conocía bien y tenía por sensato. Y, sobre todo, se preocupó
por la suerte que pudiera correr su antiguo socio, a quien, a pesar de las
diferencias, todavía apreciaba.
Después de la Pascua de Resurrección, Pizarro partió para el Cuzco a toda
prisa.
Era una carrera contra el reloj.

Mientras tanto, en la capital imperial, Hernando había nombrado fiscal a un


escribano llamado Lope de Alarco.
—Quiero que incoes un proceso a Almagro. Consigue gente que jure que el
viejo tuerto entró en la ciudad por la fuerza. Tenemos que conseguir un veredicto
de culpabilidad.
—Pero vos no me podéis nombrar fiscal —dijo Alarco—. Eso sólo lo podría
hacer un representante de su Majestad. Quizá vuestro hermano Francisco…
—Mi hermano no está, y como yo le represento aquí, os nombro fiscal
acusador.
El hombre todavía dudaba.
—Pero, ¿y quién va a ser el juez? No hay nadie aquí que ejerza como tal.
Hernando sonrió.
—No os preocupéis de eso. Yo seré el juez.
—Pero vuestra merced no es un hombre de leyes…
—Os repito que no os preocupéis por eso. Todas las leyes necesarias las
llevo en mi cabeza. Empezad a rellenar folios con las acusaciones.

El doctor Sepúlveda era un hombre preocupado. Veía con indignación los


atropellos que los Pizarro estaban llevando a cabo en la capital. Todos los días
visitaba a Almagro, quien perdía fuerzas y ganas de vivir a ojos vistas.
—¿Cómo estáis hoy, Gobernador?
Almagro, tumbado en el suelo, estaba encadenado a la pared. Y eso a pesar
de que apenas podía moverse.
—He tenido días mejores —dijo tratando de sonreír sin conseguirlo.
—Os he traído un jarabe y una infusión de hierbas para tratar de bajar la
fiebre.
—Gracias Doctor Sepúlveda. Sé que sois un hombre honrado. ¿Habéis visto
a mi hijo, Diego?
—Le vi ayer, y puedo deciros que tenéis un hijo estupendo. Él sobrelleva el
cautiverio mejor que vos.
—No quisiera que le pasara nada. No me fío de Hernando.
—Hernando esperará a su hermano Francisco para juzgaros, y ya debe estar
en camino.
—Sé que le escribisteis para que viniera y os lo agradezco. Pero no sé si
llegará a tiempo. Me siento más débil cada día.
—Os pondréis bien, Gobernador. Os lo prometo.
Almagro sonrió débilmente.
—No sabéis mentir, Doctor Sepúlveda. Pero quiero pediros una cosa
encarecidamente.
—Decidme.
—Pedid, suplicad si es necesario de mi parte a Hernando Pizarro para que
deje partir a mi hijo a Los Reyes. Bajo la tutela de Francisco Pizarro, a quien el
chico considera «su tío», estará a salvo.
—De acuerdo —dijo el médico—. Ahora mismo iré a verle.
Contrario a lo que temía el Doctor Sepúlveda, Hernando no tuvo ningún
inconveniente en dejar ir al joven Diego de Almagro.
—Gómez de Alvarado parte mañana para Los Reyes con algunos soldados
—dijo—. Ese mocoso puede ir con ellos, por lo que a mí respecta.
—Gracias —respondió el Doctor aliviado.
Esa misma noche, Sepúlveda escribió otra larga carta a Pizarro rogándole
encarecidamente que se apresurara, pues temía seriamente por la vida de su
socio.
Antes de partir, le entregó la carta al joven Diego de Almagro.
—Entrega esta carta a tu tío, en cuanto le veas —dijo—. Es cuestión de vida
o muerte.
—¿Cómo está mi padre? —preguntó el joven inquieto.
—Muy débil. Con mucha fiebre. Las vulvas que le salieron en la ingle no
terminan de desaparecer y con todos estos jaleos se le han quitado las ganas de
vivir. Sólo quiere que tú salgas de aquí cuanto antes.
—¿Podré verle antes de irme?
—Me temo que no. Hernando no lo autoriza. Vete antes de que se arrepienta
de dejarte marchar.

Ese mismo día, el joven Diego, marchaba de la ciudad imperial. Semanas


más tarde, se topó con Francisco Pizarro en Jauja.
—¡Diego, hijo! —exclamó el viejo Gobernador abrazando al joven—.
¡Cuánto me alegro de verte!, ¿cómo está tu padre?
—Está muy mal, tío Francisco. Hernando lo tiene encadenado, a pesar de
estar muy enfermo. Dice el Doctor Sepúlveda que tiene unas vulvas malignas…
Pizarro movió la cabeza, desconsolado.
—¡Ese viejo cascarrabias…! —pasó una mano por el hombro del joven—. A
pesar de todas nuestras diferencias todavía le aprecio, ¿sabes…?
—Él también os aprecia —respondió Diego de Almagro—. Ojalá las cosas
volvieran a ser como estaban antes.
—Lo estarán, te lo aseguro —respondió Pizarro—. Trataré de llegar a tiempo
para que no le ocurra nada malo. Tú seguirás viaje hasta Los Reyes y vivirás con
tus primos.
Pizarro continuó el viaje con desasosiego. Su hermano Hernando no se
atrevería a ajusticiar a un Gobernador nombrado por el rey de España…

Encerrado en su mazmorra, Almagro solicitó la presencia de un sacerdote y


un escribano. Con el primero confesó sus pecados viendo ya que se aproximaba
su hora. Con el segundo, Juan Baeza, hizo testamento, en el que dejaba a la
Corona española como heredera universal.
Mientras tanto, Hernando se daba prisa en el proceso. Ya había negociado
con algunos regidores que requiriesen en cabildo que se ajusticiase a Almagro,
porque así cumplía al servicio de su Majestad y el bien de la tierra.
Sin embargo, más de uno se echó atrás al oír la proposición.
—Sólo su Majestad puede juzgar a uno de sus Gobernadores —dijo Felipe
Gutiérrez—. Hernando Pizarro no es quién para hacer de juez.
Cuando esto llegó a oídos de Hernando, éste se puso furioso, más todavía
cuando el tal Felipe Gutiérrez había sido hasta ese momento su mano derecha.
—¡Qué tratas de hacer, Felipe! —le increpó—. ¿Te opones a mí?
—No me opongo —replicó Gutiérrez—. Sólo, que no es justo que tratéis así
a un Gobernador de su Majestad. Y, tened en cuenta que antes o después, el Rey
os pedirá cuentas de lo que estáis haciendo.
Hernando, enojado, despidió a Felipe con malos modales.
—¡Déjame a mí preocuparme de mis negocios! Tú, preocúpate de los tuyos.
Aquello acrecentó todavía más su ira.

Como último intento, el doctor Sepúlveda, don Alonso Enríquez y el


licenciado Prado hablaron con Hernando Pizarro.
—Quisiéramos pediros, don Hernando, que llegarais a un acuerdo con
Almagro y le señaléis dónde está su gobernación, para que pueda él ir a poblar
allí donde dijereis con toda esa gente que anda desparramada por ahí.
Hernando les miró fríamente.
—No tengo yo poder para hacer conciertos —replicó—. Id a mi hermano,
Francisco, para ello.
—No tenéis poder para hacer conciertos, pero sí lo tenéis para juzgarle —
insistió Sepúlveda.
—Señores —dijo Hernando con una mirada dura—. No tenemos nada que
hablar sobre este asunto.
—¿Tengo vuestra autorización para ver al Adelantado? —preguntó el Doctor
Sepúlveda.
—La tenéis —concedió Hernando secamente.
Almagro se alegró de ver al Doctor, pues no le habían permitido que le
visitara últimamente ni siquiera en calidad de médico.
—Me alegro de veros —dijo Almagro con voz débil.
—¿Cómo estáis, Gobernador?
—Ya veis —trató de sonreír el Adelantado—. Me cuesta trabajo hasta el
respirar.
—Os pondréis bien —dijo Sepúlveda tratando en vano de animarle—.
Hemos estado hablando con Hernando para pedirle que llegara a un acuerdo con
vos a fin de concederos otra Gobernación.
—¿Otra Gobernación? —dijo Almagro—. No quiero otra. Ésta es la que me
corresponde. Prefiero morir antes de ceder mis derechos.
—De todas formas —dijo Sepúlveda—. Tampoco accedió.
Almagro movió la cabeza.
—Estoy convencido de que Hernando pronto mandará a alguien para
ajusticiarme.
—Os van a juzgar —dijo Sepúlveda—. Hernando esperará hasta que llegue
Francisco.
—¿Creéis que vendrá?
—Estoy convencido de ello.
—No llegará a tiempo —vaticinó Almagro—. ¡Mi viejo socio…! ¿Quién iba
a pensar que terminaríamos así…? ¿Sabéis algo de mi hijo?
—No. Solamente que salió de aquí para Los Reyes con una carta mía para
Pizarro.
—¡Pobre hijo mío!, ni siquiera podré darle un patrimonio. Todo me lo han
quitado.
Sepúlveda hizo una mueca amarga que trató de ser una sonrisa.
—Todo se arreglará… Cuando venga Pizarro…
—Lo siento por toda esa gente que confió en mí… Les he dejado a todos en
la miseria… Después de tantos esfuerzos que hemos hecho juntos…
Cuando Sepúlveda salió de la mazmorra tenía lágrimas en los ojos…

Los temores de Almagro se vieron confirmados por una serie de causas


imprevistas que desencadenaron los acontecimientos. La expedición de Pedro de
Gandía había resultado un fracaso, y su hueste empezó a regresar por el camino
del Collao.
Entre los que volvían había muchos partidarios de Almagro, como Mesa, que
comenzaron a organizar una conspiración para liberar al Adelantado y matar a
Hernando. Así se lo hizo saber alguien a Almagro en secreto.
—No quiero que uséis la fuerza para sacarme de aquí —le dijo Almagro—.
Nadie deber arriesgar la vida por mí. ¡Bastante habéis sufrido ya por mi culpa…!
Como era de temer, Hernando no tardó en tener noticia del intento de
conspiración para liberar al Adelantado. La noticia se la dio su hermano
Gonzalo.
—He sabido que los hombres de Mesa están tratando de liberar a Almagro
—dijo—. Y al mismo tiempo tratar de matarte a ti…
Hernando se volvió colérico hacia su hermano.
—Me estaba temiendo algo así —estalló—. Tenemos que acabar con ese
viejo decrépito de una vez por todas.
—¿Cómo va el proceso? —preguntó Gonzalo.
—Los escribanos tienen ya una pila de folios que llevaría una semana el
leerlos —dijo iracundo—. Les diré que den por cerrado el proceso.
Como era de esperar, el juicio fue una burla a la justicia y Hernando Pizarro
firmó la sentencia de muerte del Adelantado sin más dilación.
Como último deseo, Almagro pidió hablar con Hernando. Éste, muy a pesar
suyo, fue a ver al Adelantado. La entrevista, como se preveía, fue dura.
—¡Tanto me odias! —exclamó Almagro.
—Os habéis interpuesto demasiadas veces en mi camino —dijo Hernando
fríamente.
—Después de toda la amistad que he tenido con tu hermano, y de la
clemencia que tuve contigo, pese a la insistencia de Orgóñez que te ajusticiara.
¿Cómo puedes hacer ahora esto conmigo?
—Dejaos de pamplinas y preparaos a morir como un hombre —dijo
Hernando secamente—. Ya que Dios os ha otorgado la fortuna de ser cristiano,
poneos a bien con Él.
—Está bien —asintió Almagro pesarosamente—. Enviadme a un confesor, el
comendador de la Merced, Pedro de Vargas.
Ese mismo día, Almagro confirmó a Juan de Baeza sobre su testamento, en
el que dejaba todos sus bienes al Rey, incluso los que pertenecían a la general
sociedad hecha con Pizarro. A su hijo, Diego le dejaba la Gobernación para
cuando fuera mayor de edad.

Hernando organizó la ejecución pública en la plaza, poniendo guardias


dobles en las bocacalles. Pero su hermano Gonzalo le avisó del peligro que
aquello entrañaba.
—Se están juntando muchos amigos y partidarios del viejo en las calles —le
dijo—. Puede ocasionarse un intento de sublevación si le ajusticiamos en la
plaza.
Hernando se acarició la barba.
—Está bien —cedió—. Le daremos garrote aquí en la prisión. Luego
sacaremos el cuerpo a la plaza para cortarle la cabeza.
Instantes después, sentaron al débil Almagro en una silla sujeto entre dos
soldados, mientras el verdugo le pasaba un lazo por el cuello.
Almagro no pudo menos de acordarse de Atahualpa. ¡Qué poco tiempo hacía
que él mismo había recomendado a Pizarro darle garrote! ¡Ahora le tocaba a él!
Fijó los ojos en la soga y en el palo que sostenía el verdugo y tragó saliva.
—¡Hazlo rápido! —dijo.
El soldado que le iba a ajusticiar asintió.
—No sentiréis ningún dolor, os lo aseguro —dijo. Insertó el lazo en la
garganta e introdujo el palo entre la cuerda y el cuello. A una señal de Hernando
lo hizo girar rápidamente haciendo torniquete. Las vértebras se rompieron con
un crujido escalofriante y la cabeza del viejo Adelantado cayó a un lado, roto el
cuello.
A continuación, sacaron el cadáver a la plaza, donde se le cortó la cabeza,
mientras se leía el pregón:
¡Ésta es la justicia que manda hacer Hernando Pizarro, en nombre
del Rey, a los que se rebelan contra el poder legítimo!
Francisco Pizarro estaba en Abancay cuando le comunicaron lo que acababa
de ocurrir en el Cuzco.
—¡Almagro ha sido ajusticiado esta mañana!
Pizarro tiró de las riendas y se quedó mirando al mensajero con los ojos
desorbitados mientras el color huía de su rostro.
—¡Diego… ajusticiado…! ¡Dios mío…! —balbuceó.
Un nudo se formó en la garganta del Gobernador mientras unas lágrimas
furtivas resbalaban por sus mejillas.
—¡Cuéntame… cuéntame lo ocurrido!
Según iba el emisario dándole cuenta de los hechos acaecidos últimamente,
el dolor que traspasaba el corazón de Pizarro fue en aumento. No pudo evitar
que sus pensamientos volvieran atrás, a los tiempos felices en los que los dos
socios disfrutaban de una vida cómoda en su vacada en Panamá.
Diego de Almagro, de cuerpo ruin, pobre y abandonado como él por la
fortuna, se había elevado por su propio esfuerzo y una voluntad de hierro. A
pesar de haber perdido un ojo en las campañas iniciales, era valiente y animoso
en la guerra, generoso y espléndido en la paz.
Pizarro se mordió los labios pensando en la muerte infame que habían dado a
su socio, cuando ya su quebrada naturaleza le mantenía apenas con una chispa de
vida.
—¿Por qué Señor?, ¿por qué?

Cuando Pizarro entró en el Cuzco se encontró con que Hernando había salido
tras Mesa y Gandía, incitadores de la conspiración. Y, si bien, no pudo, de
momento, pedirle cuentas por sus acciones, sí que tuvo que enfrentarse con
Diego de Alvarado, que le habló en representación de los intereses del hijo de
Almagro.
—Debo pediros que ordenéis a vuestros hermanos que paren esta violencia, o
mejor todavía, que abandonen la ciudad de Cuzco —dijo— hasta que la Corona
dictamine la cuestión de los límites entre las gobernaciones.
Pizarro asintió lentamente.
—Veré lo que puedo hacer —dijo.
Diego de Alvarado apretó los labios hasta formar una línea recta.
—Debéis daros cuenta de que los hombres de Almagro están condenados a
una especie de exilio en el mismo Perú. En este momento, por ejemplo,
Hernando está persiguiendo a Mesa y Gandía como incitadores a una
conspiración, cuando lo único que hicieron fue defender los derechos de algo
que vos mismo firmasteis. Espero que, si les coge, les respete la vida.
—¡Yo también! —murmuró Pizarro en voz baja—. Debemos parar esta
sangría…
Pero, Hernando no respetó la vida de Mesa. En cuanto le tuvo en su poder
mandó ahorcarlo de un árbol, mientras que Gandía se exiliaba del Cuzco,
desposeído de todos sus bienes.
Poco después, Diego de Alvarado emprendía camino a la costa con la
intención de embarcarse para España y dar cuenta al Rey de todos los hechos.

El encuentro entre Francisco Pizarro y su hermano Hernando no tuvo nada


de fraterno.
—¡Por todos los cielos, Hernando!, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
Hernando aguantó la mirada furibunda de su hermano.
—He cumplido con mi deber y he aplastado una rebelión —replicó con
soberbia.
Francisco paseó por la estancia nervioso.
—Fuiste el responsable de una batalla entre españoles que se podía haber
evitado. ¿Qué crees que va a pensar el rey de esto?
—No tuve más remedio que defenderme. Orgóñez me atacó.
—No es eso lo que me cuentan a mí… ¿Y Almagro?, ¿qué autoridad tenías
para ajusticiar a un gobernador nombrado por el Rey?
Hernando se movió inquieto en la repujada silla sobre la que estaba sentado.
—Mesa se acercaba con sus hombres para liberarle. Además, se le hizo un
juicio justo. Hay más de dos mil folios escritos acerca del mismo…
—¡Un juicio justo…! —exclamó irritado Francisco—. ¡Dos mil folios…!
¡Por todos los Santos!, ¿cómo vamos a responder, primero ante el Rey, segundo
ante su hijo, y tercero ante la historia?, ¿cómo puedo justificar semejante
acción?, ¡mandar ajusticiar a mi socio…! Bien es verdad que tuvimos nuestras
disputas, quizá nuestras desavenencias, y admito, incluso, que tuviéramos que
luchar contra sus hombres… pero de ahí a mandar dar garrote a mi viejo
amigo… Eso es algo que no puedo concebir.
Hernando se defendió como un jabalí herido.
—¡Recuerda que tú mismo ordenaste dar garrote a Atahualpa!
—Lo recuerdo muy bien —bufó Francisco—, y bien que me arrepiento de
ello. No debí hacer caso a los que me aconsejaban que lo matara. De todas
formas, el caso era muy distinto. Estamos hablando aquí de un Gobernador
nombrado por el Rey y de una disputa sobre un territorio que debía resolver la
Corona.
—Ese hombre nos habría causado muchos disgustos en el futuro —replicó
Hernando.
Francisco se llevó las manos a la cara.
—¡Por todos los santos!, ¿qué le digo yo a su hijo, ahora?, apenas hace unos
días le prometí que no le pasaría nada a su padre…
Dos gruesas lágrimas rodaron sobre las curtidas mejillas del Gobernador del
Perú.
—¿Y ahora qué?
Capítulo XX

La segunda rebelión

D urante el año que siguió a su huida de Orgóñez, Manco Inca vivió


inquieto y abatido. Estaba asustado con la facilidad con la que los
españoles habían penetrado en Vitcos, una plaza fuerte que parecía
inexpugnable.
El joven Inca quería reorganizar sus fuerzas en un lugar todavía más remoto.
A tal fin, los chachapoyas le ofrecieron su ciudad, Rabantu, donde había una
fortaleza en la que se podría defender fácilmente de cualquier enemigo, y,
aunque el sumo Sacerdote Villac Umu prefería quedarse en las cercanías del
Cuzco, él pensó que cuanto más lejos estuviera de los cristianos, mejor.
Apenas se hubo retirado Rodrigo Orgóñez de Vilcabamba, Manco reunió a
todos lo que pensaban ir con él.
—Puesto que los dioses han permitido que nuestros enemigos conquisten el
imperio de nuestros antepasados, nos esconderemos en los rincones más
inaccesibles de los Andes —les dijo—. Allí viviremos seguros, sin miedo de
destrucción o de caer en manos de los cristianos.
Los indios y los nobles orejones escucharon con entusiasmo al Inca, estando
todos de acuerdo en ir con él a aquel exilio voluntario.
La propuesta de los chachapoyas era fascinante. La fortaleza de Cuelape
estaba edificada sobre una enorme roca a la orilla izquierda del río Urubamba y
era la respuesta perfecta al sueño de cualquier rey que quisiera esconderse de sus
enemigos. El área en sí, era remotísima, pues la región de Chachapoyas estaba
situada al Este del gran cañón del Marañón y de la carretera a Quito. Estaba al
final de un largo corredor abierto de la cordillera andina. A pocas millas de allí,
comenzaba la asfixiante jungla tropical que se extendía de forma infinita hacia
oriente. Los incas hacía pocos años habían añadido aquella zona a su imperio.
Curiosamente, aunque las colinas a sus pies tenían terrenos cultivados, y
aunque el lugar se elevaba a más de tres mil metros de altura, la fortaleza, que
tenía ochocientos pasos de longitud, estaba cubierta de una densa arboleda. Los
muros exteriores de Culape se elevaban a más de quince metros y estaban
hechos con enormes bloques rectangulares de granito. Constituía la entrada una
rampa muy pronunciada, sobre la que se elevaban y protegían unos muros a los
lados y que conducía al interior de la lúgubre fortaleza.
Por todos los sitios se divisaban torres, bastiones, muros y una multitud de
casas que no bajarían de trescientas.
Manco partió de Vitcos hacia el noroeste, hacia la ciudad de Rabantu. Él y
los suyos viajaron por terreno salvaje bordeando la parte baja del Apurimac,
cruzando las tierras de los indios Pilcosuni, que vivían entre el río y la meseta de
Pajonal. Después llegaron a la parte superior del Huayllaga y decidieron levantar
campamento temporal en Huanuco.
El Inca decidió que los intransitables recovecos de Vilcabamba, con sus
impenetrables selvas, ofrecían a los suyos suficiente refugio de los españoles y
sus temidos caballos, sin tener que llegar a los remotos parajes de los
chachapoyas.
Había llegado la hora de levantarse contra los españoles por segunda vez.
Manco todavía podía reunir un ejército de doscientos mil hombres.
—Llevaremos a cabo una campaña seria —dijo a sus capitanes—.
Enseñaremos a los cristianos el valor, la determinación y el coraje de un inca
cuando defiende su territorio. Empezaremos con una serie de levantamientos
locales, pequeñas revueltas a fin de que los españoles envíen unos pocos
hombres para sofocarlas. Mataremos a todos los que envíen, sin que escape
ninguno y nos apoderaremos de sus armas de duro metal, sus corazas y sus
monturas. También aprenderemos a montar sus caballos y usar sus arcabuces.
Pero Manco cambió en parte de idea cuando recibió la oferta de Illa Tupac.
Este general había tomado el mando del ejército de Quizo Yupanqui cuando éste
resultó muerto en el asalto de Lima, y no lo había disuelto.
No hacía mucho tiempo había atacado la columna de Alonso de Alvarado
cuando ésta se dirigía a Abancay y después se movió hacia el norte con sus
hombres para establecerse en el área de Huanuco Illa. Tupac había mantenido
diez mil hombres en pie de guerra en aquella área durante aquellos meses, y
cuando Manco le mandó llamar para iniciar un segundo levantamiento, le faltó
tiempo para acudir a su llamada.
—Atacaremos la ciudad de Trujillo en primer lugar —le anunció Manco—.
Les cogeremos completamente desprevenidos y mataremos a todos los
cristianos.
—Podemos emplear a mis hombres y a los de la tribu de los conchucos —
dijo Illa—. Así reuniremos más de veinte mil hombres.
—Bien —asintió el Inca.
El ataque a la ciudad de Trujillo cogió por sorpresa a los españoles. El lugar
resultó completamente arrasado, muriendo todos los cristianos y colaboradores
nativos. Las víctimas fueron sacrificadas al dios tribal Catequil.
Desde Trujillo, Manco se dirigió hacia Jauja para tratar de convencer a los
huancas que se unieran a su rebelión, pero no tuvo éxito, pues habían sufrido
mucha tiranía bajo el imperio inca, hasta tal punto que consideraron a los
españoles como sus libertadores. Muchos, incluso, ayudaron a Riquelme contra
el ejército de Quisuis.
Bien era verdad que se unieron a la primera revuelta de Manco, pero, más
urde, cuando éste fue derrotado, ayudaron a Alvarado en las represiones que
llevó a cabo contra los incas.
Viendo que no obtendría ninguna ayuda de los huancas, Manco se dirigió al
sur e instaló a sus hombres en un fértil valle en Ayacucho. Desde aquella base,
los hombres del Inca lanzaron una serie de ataques a los viajeros que se movían
por los caminos. No tardaron mucho los traficantes y mercaderes españoles en
negarse a viajar sin una fuerte escolta.
Decían los rumores que los indios torturaban a sus prisioneros empalándolos,
en venganza por los malos tratos recibidos.
El miedo se extendía por Perú.

En cuanto Francisco Pizarro tuvo noticia de las matanzas, envió desde el


mismo Cuzco al capitán Illán Suárez de Carvajal con doscientos hombres para
tratar de capturar al elusivo Inca.
Suárez marchó hacia Vilcashuaman, y de allí hacia el noroeste por la
carretera de Jauja.
Manco se encontraba en ese momento en un pueblo llamado Oncoy al
noroeste de Andahuaylas, en donde los habitantes le agasajaban y celebraban su
llegada con una gran fiesta.
No tardó Manco en recibir noticias de los doscientos soldados que habían
salido en su búsqueda. Y, por su parte, también Illán Suárez supo de la presencia
del Inca en la región.
El capitán español se salió de la carretera principal, enviando a treinta
arcabuceros con algunos nativos para apoderarse del puente sobre el turbulento
río Vilcas, a fin de cortar la retirada del Inca. Al frente de ellos iría el joven
capitán Roberto Villadiego. Él con sus jinetes cerraría la ruta más alta de posible
huida.
Las órdenes que tenía Villadiego eran las de aguardar junto al puente hasta
que estuviera listo el ataque. Pero el joven capitán, impaciente por alcanzar la
gloria, torturó a algunos prisioneros para averiguar dónde estaba el Inca y de
cuántos hombres disponía.
No tardó en averiguar que Manco se encontraba en el pueblo de Oncoy con
sólo ochenta hombres. Al oír eso, Villadiego pensó que no sería difícil
apoderarse del Inca o matarlo, lo cual le reportaría mucho honor y gloria.
—Subiremos hasta Oncoy y capturaremos nosotros solos a ese inca, hijo de
perra —dijo a sus hombres.
Sin esperar a oír la opinión de sus soldados, el capitán comenzó a subir por el
zigzagueante sendero que conducía hacia el pueblo.
Pero mientras los españoles subían jadeantes por la pendiente ladera, Manco
organizaba a sus hombres… y mujeres. Colocó a todas las mujeres del pueblo en
lo más alto del monte armadas con lanzas, de forma que parecieran soldados a lo
lejos, y, a continuación, mandó ensillar cuatro caballos capturados, en los que
montaron ágilmente, él y otros tres jóvenes nobles.
Cuando los treinta fatigados españoles llegaban al borde del acantilado se
encontraron atónitos ante una carga de caballería, seguida de una multitud de
indios. Intentaron cargar los arcabuces, pero fueron demasiado lentos. Además,
llegaban sin aliento de la pendientísima subida. Mientras encendían las mechas
los caballos se les echaron encima, haciéndoles probar su propia medicina.
Veinticuatro españoles murieron en la lucha, entre ellos Villadiego, cubierto
de heridas. Los otros seis pudieron escapar ladera abajo.
Manco, animado por esta victoria, se sintió bastante fuerte como para
castigar a los huancas por sus simpatías hacia los españoles. En una serie de
incursiones, destruyó varios poblados cerca de Jauja. Y, aunque los huancas
mandaron pedir ayuda a los españoles, los generales incas Paucar Huaman y
Yuncallo derrotaron, en una emboscada, a un importante escuadrón de
castellanos en Yuramayo, en los bosques al este de Jauja.
A continuación, Manco, animado por aquella segunda victoria, mandó
destruir el templo y las estatuas de los dioses huancas, mató a sus sacerdotes y
arrastró al ídolo de piedra hasta arrojarlo al río.
La lucha se recrudecía.

Cuando Francisco Pizarro tuvo noticias de la derrota de Villadiego y de la


actividad de los incas junto al lago Titicaca envió a su hermano Hernando a esa
zona, mientras él mismo salía del Cuzco el 22 de diciembre de 1538 con setenta
hombres de a caballo para reforzar las tropas de Illán Suárez y buscar al Inca,
pero éste había desaparecido.
—Está bien —decidió Pizarro—. Protegeremos la carretera principal en
Huamanga. Para ello quizá tengamos que fundar ciudades…
La primera población la fundaron el 9 de enero de 1539, llamándola San
Juan de la Frontera. Al mando quedó el capitán Francisco de Cárdenas con
cuarenta soldados. Y, además de ellos, veinticuatro ciudadanos decidieron
quedarse allí como residentes con sus familias.
Mientras tanto, el Inca se mostraba muy activo en los Andes centrales y sus
generales fomentaban la rebelión más al sur: en el Condesuyo, junto al lago
Titicaca y en las Charcas. Por su parte, el Sumo Sacerdote, Villac Umu operaba
en las montañas al sur y sudoeste del Cuzco, causando grandes daños e incitando
a los nativos a rebelarse en un área que había sido escenario del comienzo de las
hostilidades durante la primera revuelta.
Más al sur, los incas tenían todavía mayor éxito.

Hernando y Gonzalo Pizarro con un ejército de doscientos españoles y cinco


mil indios al mando de Paullu se dirigieron hacia el paso de Vilcanota.
Al otro lado del paso se extendía una gran llanura, un helado altiplano
desprovisto completamente de árboles y vegetación. La altura a la que estaba
situado el altiplano no permitía el cultivo del maíz, pero sí que producía
abundante patata y quinua, además de enormes cantidades de una hierba pálida
que proporcionaba sustento a grandes rebaños de llamas y alpacas. El área estaba
poblada densamente por los indios Aymara que vivían en pequeños pueblos
diseminados por la interminable llanura, y los Lupaca, comandados por el
rebelde Cariapaxa. En el extremo norte del altiplano estaba situado el enorme
lago Titicaca. El fino aire de las alturas era frío y cortante. Aquí y allá, los
solitarios pastores tocaban sus tonadillas melancólicas en flautas hechas con los
juncos del lago. Desde un nítido cielo azul que se reflejaba en las frías aguas del
lago, cóndores de enormes alas sobrevolaban las llanuras buscando incansables
sus presas.
Titicaca era la cuna de la civilización inca. Más todavía que el Cuzco. La
cultura Tiahuanaco se había extendido por todo el Perú siglos antes de que los
incas establecieran su imperio, y éstos consideraban la zona con veneración.
Todas las leyendas de la creación del hombre y del diluvio habían tenido lugar
en aquel altiplano.
Los dos hermanos contemplaron las lejanas montañas cubiertas de nieve a su
alrededor.
—¿Sabes? —comentó Gonzalo—. Me habría gustado ir en la expedición de
Pedro de Gandía.
Hernando le miró como si estuviera loco.
—¿En busca de ese misterioso Eldorado? ¿Crees que verdaderamente
existe?
Gonzalo asintió.
—¿No existe el oro de los Incas?, ¿por qué no va a existir un pueblo en el
que hay tanto oro que a su rey lo cubren de polvo dorado?
Hernando sonrió.
—Y luego se baña en un lago de aguas cálidas y en el que arrojan ofrendas
de oro…
—Sí.
Hernando se encogió de hombros.
—Hace varios meses salió Gandía del Cuzco con trescientos hombres. No
tardará en volver.
—Me gustaría que estuviera ya en el Cuzco para cuando volvamos nosotros.
Si él no encuentra nada, quizá organice yo otra expedición.
—¿Para conseguir más oro?; ¿no tienes bastante?
—Nunca es bastante…
—Pues no seré yo quien te acompañe en esa locura. En cuanto pueda,
volveré a España y me casaré con una dama de alcurnia, como hizo Hernán
Cortés.
—Pues que tengas suerte…, pero antes tenemos que terminar con estos
rebeldes…
«Los rebeldes» decidieron hacerse fuertes en el río Desaguadero, un
riachuelo que daba salida a las aguas del Lago Titicaca hasta el Lago Poopó
mucho más abajo. Aunque el Desaguadero ofrecía un aspecto pacífico, el río
tenía una corriente profunda y fuerte.
Las cosas empezaron mal para los españoles.
Uno de los soldados que iban en la avanzadilla fue capturado por los nativos
en las ruinas de Tiahuanaco y sacrificado en el altar del templo.
Para cuando las fuerzas de Hernando Pizarro llegaron al Desaguadero,
encontraron que el puente pontón, hechos con balsas, había sido retirado a la
orilla opuesta, y ésta estaba atestada de indios.
—Tenemos que cruzar el río —musitó Hernando mirando a su alrededor.
—No sé cómo —respondió Gonzalo—. No hay un solo árbol en diez leguas
a la redonda.
Paullu, que estaba cerca de los hermanos, salvó la situación.
—A no mucha distancia de aquí hay cientos de troncos.
—¿Cientos de troncos? —exclamó Gonzalo—. ¿Y de dónde han salido?
—Mi padre, Huayna Cápac. Mandó transportarlos a hombros desde el valle.
—Pues, ¡bendito sea tu padre! Nos vendrán estupendamente para hacer unas
balsas…
No tardaron los españoles en construir una balsa capaz de transportar a
veinte hombres.
Una lluvia de piedras y flechas les recibió cuando estaban todavía en medio
del río. Si bien los españoles llevaban armaduras y escudos, no ocurría lo mismo
con los remeros, quienes cayeron, en su mayoría, malheridos perdiéndose los
remos. La balsa se quedó dando vueltas inútilmente con su cargamento de
hombres de metal.
En la orilla, los de a caballo, viendo a sus compañeros en dificultades,
obligaron a sus monturas a meterse en las heladas aguas para acudir en su ayuda,
pero los juncos flotantes, el barro y el intenso frío dificultaron los movimientos
de los animales de tal forma que ocho se ahogaron. Por fin, después de grandes
esfuerzos, y gracias a los indios de Paullu, pudieron salvarse los veinte hombres
que iban arrastrados por la corriente, a la deriva, entre ellos, Hernando.
—Construiremos esta noche dos grandes balsas —dijo Hernando—, capaces
de transportar cuarenta hombres.
—Si echamos las balsas al agua en la misma cabecera del río Desaguadero
—dijo Paullu—, la corriente arrastrará la balsa hacia la otra orilla con poco
esfuerzo por parte de los remeros, que estarán además protegidos por aquellos
peñascos.
—Bien —dijo Gonzalo—. En la segunda balsa podrían ir los caballos y la
lanzaríamos al agua en cuanto los cuarenta hombres hayan establecido una
cabeza de puente.
—Creo que es lo mejor que podemos hacer en estas circunstancias —asintió
Hernando.
A la mañana siguiente, después de desayunar fuerte, los españoles pusieron
en práctica el plan, que esta vez les salió bien. Hernando fue el primero en saltar
con el agua a la altura del pecho. Con grandes dificultades se abrió camino entre
los juncos, alcanzando la orilla bajo un diluvio de piedras que tintineaban en su
escudo y armadura.
Tras él iban los cuarenta hombres, que inmunes a las flechas y piedras se
abrían paso con sus lanzas y espadas. Poco después llegó la segunda balsa con
una veintena de caballos, y detrás de ellos una flotilla de balsas de juncos en las
que venían los indios auxiliares.
Mientras los españoles contenían a los incas, los hombres de Paullu
reconstruyeron el puente pontón. Con ello, el equilibrio de la batalla cambió
completamente. Al caer la tarde, la lucha terminó con la huida en masa de los
incas perseguidos y cazados por toda la sabana por la caballería española. Su jefe
Quintiraura fue capturado y su aldea arrasada.
Los españoles siguieron su avance por el altiplano, de aldea en aldea,
aceptando la rendición de los nativos. Como viera Hernando que ya la lucha
parecía haber terminado, decidió dejar el mando de las tropas a su hermano y se
volvió al Cuzco.
Pero la lucha no había terminado.

Manco había mandado a su tío Tiso al Collao donde el viejo general ejecutó
al gobernador de Collasuyu, Challco por haber sido demasiado generoso con la
expedición de Almagro en 1536, en la que le había enseñado los caminos, y
había hecho que los indios le obedecieran a lo largo de la ruta. Luego, Tiso se
fortificó en la región.
Los pueblos de Consora y Pocona en las colinas orientales del altiplano,
inspirados por el poderoso general y por un sentido de auto preservación,
formaron una federación con los chichas, y bajo el liderazgo de Torinaseo, el
jefe chicha, se decidieron resistir el avance de los españoles.
Fue justamente entonces cuando Gonzalo Pizarro llegó, con sus hombres, a
Cochabamba. Una vez en el valle, los setenta españoles y cinco mil aliados
indios se encontraron rodeados de miles de nativos, que ocupaban todas las
salidas del valle.
En una de las hogueras, los capitanes españoles, Gonzalo Pizarro, Pedro
Oñate, Garcilaso de la Vega y Gabriel de Rojas, junto con el Inca Paullu,
miraban con inquietud los miles de fuegos que centelleaban en las colinas a su
alrededor.
—¿Creéis que atacarán de noche? —comentó Gonzalo.
Paullu negó con la cabeza.
—A los incas no les gusta pelear de noche. Prefieren hacerlo a la luz del día.
—De todas formas —dijo Garcilaso de la Vega—, he ordenado a los
hombres que duerman con las armas en la mano y mantengan los caballos
ensillados.
—Sí —comentó Oñate—, si es que alguien puede dormir…
En cuanto amaneció, los españoles formaron en cuatro grupos, uno bajo el
mando de Gonzalo Pizarro, otro bajo Oñate, el tercero bajo Garcilaso de la Vega
y el cuarto bajo Rojas. Los cinco mil indios seguían comandados por el Inca
Paullu.
Con las primeras luces del día, comenzaron las escaramuzas. Pero ya en la
penumbra del alba, los españoles se dieron cuenta de que había algo que
asustaba a los caballos, éstos se negaban a avanzar. No tardaron en darse cuenta
de que el campo estaba plagado de estacas. No podían usar su gran arma de una
manera efectiva hasta que los obstáculos desaparecieran.
—¡Paullu! —gritó Gonzalo—. Di a tus hombres que quiten las estacas.
Mientras unos indios se dedicaban a arrancar las estacas otros combatían con
furia. Las colinas reverberaban con los gritos de guerra de los combatientes, las
trompetas y los cascabeles de los caballos. El relinchar de los animales y el
estruendo de piedras y flechas al chocar contra el acero atronaba el aire. Según
arrancaban las estacas y los caballos tenían más espacio para desenvolverse, las
cosas iban declinándose muy ligeramente a favor de los españoles, causando con
sus lanzas una gran mortandad entre los hombres de Manco.
Gonzalo y Oñate se enfrentaron con los jefes de Consora y Pocona, quienes
disponían de ocho mil guerreros, mientras los chichas atacaban a la infantería
española que estaba protegida por la caballería de Gabriel de Rojas.
Durante horas, la batalla se mantuvo muy equilibrada, siendo la actitud de
firmeza de Paullu decisiva en el momento cumbre de la lucha. Llegó, incluso a
herir a alguno de sus propios indios con su espada para evitar una desbandada.
Obligó, así mismo, a varios caciques suyos a volver a la lucha.
Según comentó Alonso de Toro en sus crónicas:
Si Paullu no hubiere estado allá los españoles habrían sufrido
mucho. Y si hubiera elegido traicionarles, ningún español habría salido
con vida de la lucha.
Estaba claro que era una tragedia para la causa inca que Paullu eligiera
aliarse con los españoles con tal decisión. Pero el hermano del Inca estaba
convencido de que, a la larga, los españoles vencerían y se adueñarían del país.
Prefería, pues, aliarse con el ganador.
La batalla de Cochabamba duró todo el día y toda la noche, luchándose en
todo momento con gran tenacidad. El campo estaba cubierto de muertos y
heridos, que eran pisoteados por los caballos y los combatientes. Al romper el
alba, completamente desmoralizados y extenuados, los chichas comenzaron a
huir a las montañas. El resto de la mañana, la caballería se dedicó a perseguir a
los que escapaban lanceándolos por la espalda. Al caer la tarde, más de cinco mil
muertos cubrían los campos y todo lo que alcanzaba la vista. El olor a sangre y
heces inundaba el aire haciéndolo nauseabundo. Cientos de cóndores
revoloteaban por encima del campo de batalla esperando a que les dejaran dar
comienzo al festín.
A pesar de la derrota, los chichas habían luchado con gran valor y coraje,
ocasionando a los españoles varios muertos y muchísimos heridos —
prácticamente todos—. Y habían diezmado las tropas auxiliares.
Mientras los ganadores se dejaban caer por tierra, completamente
extenuados, sin fuerzas para quitarse la abollada armadura, Paullu se dirigió a
Gonzalo.
—Me temo que la lucha todavía no ha acabado —dijo—. Hemos ganado una
batalla, pero no les hemos derrotado.
—¿Qué crees que harán ahora? —preguntó Gonzalo limpiándose la sangre
que le había salpicado en la cara.
—Enviarán un mensajero a Tiso, el tío de Manco, que tiene el mando en esta
región, para darle cuenta de lo ocurrido. Estoy seguro de que Tiso tratará de
aprovechar el estado en que nos encontramos para remachar la obra.
—¿Cuántos hombres crees que puede reunir este Tiso?
—Podría reunir entre treinta y cuarenta mil hombres, aunque bien es verdad,
que la mayoría serían granjeros sin experiencia en la lucha.
Gonzalo se volvió a Gabriel de Rojas que se había despojado de su armadura
a duras penas con una mano. Trataba de vendarse cinco o seis heridas, una en la
frente y varias más en brazos y piernas con la ropa, hecha jirones de los muertos.
—Habrá que mandar a alguien a por ayuda —dijo Gonzalo—. ¿Puedes
ocuparte de encontrar a algún jinete con fuerzas para intentar llegar al Cuzco?
Rojas asintió.
—Buscaré a alguien que pueda sostenerse a caballo —dijo.
Cuando el emisario enviado por Gonzalo llegó a Cuzco, Francisco Pizarro
acababa de llegar de fundar la ciudad de San Juan de la Frontera en Huamanga.
Inmediatamente reunió a cuarenta y cinco hombres de a caballo y los envió en
ayuda de su hermano Gonzalo. No era mucho, pero era todo lo que había
disponible en aquel momento.
—¡Que aguanten hasta que pueda ir Hernando con un ejército más potente!
Pero no era sólo en Cochabamba donde se luchaba.
A principios de 1539 la rebelión de Manco se extendía como una mancha de
aceite. Grupos de nativos se habían levantado en armas en miles de millas, desde
las Charcas hasta Conchucos, pero también los españoles se estaban preparando
en todo el país para aplastar el levantamiento.
En Cochabamba, la llamada de auxilio a Tiso llegó demasiado tarde. Los
chichas y los charcas estaban completamente desmoralizados por la batalla
contra Gonzalo Pizarro. Además, Garcilaso de la Vega había infligido un duro
castigo a los indios de Pocona, matando a quinientos.
La rebelión dejó de ser una amenaza en la región cuando el ejército de
auxilio de Hernando y Martín Guzmán consiguió entrar en Cochabamba,
dejando la carretera principal y trepando por los montes.
El jefe de Pocona fue el primero en rendirse.
Hernando le recibió bien, dándole la bienvenida como aliado. Los demás
jefes de la zona, uno por uno, también prometieron vasallaje al Rey Carlos.
Poco después, ante la sorpresa general, el mismo Tiso mandó recado a
Hernando.
—Me rendiré con mi gente —dijo—, si Hernando Pizarro me da su palabra
de que no me hará daño alguno, ni a mí ni a mis hombres.
Hernando, naturalmente dio su palabra de que ningún mal le ocurriría al tío
de Manco, y el viejo general no tardó en entregarse.
Más tarde, Francisco Pizarro describió esta rendición como: un increíble
golpe de buena fortuna.
El 19 de marzo de 1539 entraban los hermanos Pizarro en el Cuzco con sus
importantes cautivos, con lo que la pacificación del valle de Cochabamba se
daba por concluida.
Sin embargo, no se podía decir lo mismo del resto del país. El sumo
Sacerdote Villac Umu estaba todavía en control del Condesuyo.

Francisco Pizarro envió a Pedro de los Ríos contra él con doscientos


cincuenta hombres y tres mil indios auxiliares. La lucha en aquel remoto distrito
fue dura y larga. La mayor parte de la lucha tenía que hacerse a pie, pues la zona
era salvaje y montañosa y durante ocho meses se libraron sangrientas y crueles
batallas y no fue hasta octubre de 1539 cuando el Sumo Sacerdote no tuvo más
remedio que rendirse.
La revuelta en el norte continuó todavía más tiempo. Lilac Tupac controlaba
toda el área al norte de Jauja, incluyendo Bombón, Tarma y Atavillos.
Alonso de Alvarado, el que había sido derrotado por Almagro en la batalla
de Abancay, había estado pacificando la zona de los chachapoyas en 1536
cuando Pizarro le llamó al inicio de la primera rebelión de Manco. Después de la
batalla de las Salinas, Alvarado había pedido permiso para reanudar la conquista
y Pizarro se lo concedió. Él y sus hombres salieron de Jauja a mediados del 38.
Cuando Illa Tupac supo de su venida reunió a su gente para resistir.
Sorprendieron a los españoles en la puna al norte del lago Junín e hirieron a
varios jinetes, pero, al final, fueron puestos en fuga.
Y, si bien Illa Tupac estaba dispuesto a oponer resistencia, no ocurría lo
mismo con los chachapoyas. Aunque Manco había enviado a uno de sus
orejones para convencerles que se unieran a ellos, no lo había conseguido. Su
jefe, Guarnan, rehusó unirse a las fuerzas de Manco, escarmentado de sus luchas
contra los españoles hacía dos años.
Alvarado fue, por lo tanto, bien recibido por los chachapoyas, y consiguió
asegurar la continuidad de la ciudad española que había fundado en Rabantu.
En Huanuco las cosas no marcharon tan pacíficamente, pues el capitán
Alonso Mercadillo, en vez de atacar a las fuerzas incas rebeldes, se quedó en
Tarma durante siete meses aterrorizando a sus pacíficos habitantes. Éstos
llegaron, incluso, a enviar una delegación al tesorero Riquelme.
El Capitán Mercadillo y sus hombres —dijeron— comen nuestro
maíz y nuestro ganado, abusan de nuestras mujeres, nos roban el oro y
la plata que poseemos, tienen a muchos de los nuestros encadenados y
los convierten en esclavos… abusan, extorsionan y torturan a nuestros
jefes para que les digan dónde tienen escondido el oro y la plata…

Otro punto caliente aquella primavera era Callejón de Juaylas, donde los
indios habían matado a varios encomenderos españoles. Parecía como si se
estuviera gestando otra rebelión. En ausencia de Pizarro, el Consejo de Lima
envió a Francisco de Chaves para aplastar la revuelta y castigar a sus líderes.
Chaves tomó muy a pecho su misión y durante tres meses cabalgó con su
ejército por los valles de Huaura, Huaylas, Conchucos y Huanuco, bañándolos
de sangre: sus soldados saquearon las casas, destruyeron los campos, ahorcaron
a hombres, mujeres y niños indiscriminadamente. Fue tan cruel aquella represión
que los indios temían que fueran a acabar con todos ellos.
Chaves ordenó degollar a más de seiscientos niños menores de tres años,
mientras empalaba, quemaba o ahorcaba a sus padres.

Todavía no había pasado aquella primavera tan llena de acontecimientos


cuando llegó un barco de España. Traía dos comunicados del Rey, uno para
Francisco Pizarro y otro para Hernando. Ambos hermanos recibieron al
mensajero en el Cuzco con ánimos bien distintos.
El licenciado Vargas hizo una reverencia ante el mayor de los Pizarro.
—Señor marqués… —dijo barriendo el suelo con la pluma de su sombrero
—. Traigo un comunicado de la Corona para vuestra excelencia.
—¡Marqués…! —repitió Francisco Pizarro como en un sueño—. Habéis
dicho, Marqués…
—Efectivamente, excelencia —dijo el licenciado—. Aquí tenéis los
documentos en los que se os otorga ese título. Podéis leerlo.
Pizarro cogió los documentos y posó unos ojos húmedos por aquellas líneas
que no podía descifrar. Pero si bien no podía leer la letra pequeña, sí que podía
ver su nuevo escudo. En él se veían nueve nativos unidos con cadenas de oro,
formando un círculo. En el medio estaba Atahualpa con un collar de metal en el
cuello y con las manos alargadas hacia dos cofres de oro —era el motivo
heráldico del vasallaje de los indios y de la captura de su tesoro.
—Su Majestad me comunicó que no ha puesto todavía nombre a vuestro
título hasta que vos mismo no se lo comuniquéis.
—Marqués de… —balbuceó Pizarro que todavía estaba viviendo un sueño
—. No lo sé —dijo—, tendré que pensarlo.
—Hacedlo —dijo Vargas—. Recordad que en el caso de Hernán Cortés, éste
eligió el nombre de una región de México.
—Sí, lo sé —dijo Pizarro—. Marqués del Valle de Oaxaca.
—Exacto —dijo el licenciado.
Hernando abrazó a su hermano efusivamente.
—Enhorabuena, hermano —dijo—. Ya tengo, nada menos que un hermano
Marqués…
—En cuanto al otro comunicado —dijo Vargas—, me temo que no es de la
misma naturaleza.
Los dos hermanos guardaron silencio, temiendo lo que venía.
El licenciado se volvió hacia Hernando.
—El Rey os ordena regresar a España para que deis explicaciones sobre la
muerte del Gobernador Almagro.
Hernando tragó saliva.
—Explicar la muerte de Almagro… —repitió.
—Me temo que sí —dijo Vargas—. Lo encontraréis todo en este
comunicado. Debéis estar en la corte antes de que el Rey parta para Nápoles este
verano.
—Entiendo —musitó Hernando.
—Ahora, caballeros —dijo el licenciado—. Os dejo solos. Estoy seguro de
que tendréis muchas cosas que comentar.
Cuando los dos hermanos estuvieron solos, Hernando se dejó caer en una
silla con las manos en la cara.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué he hecho!
—El matar a Almagro —sentenció Francisco—, ha sido, sin duda, el peor
error que hayas podido cometer en tu vida.
—¿Y qué puedo hacer ahora? —gimió Hernando.
Francisco se quedó pensativo un momento.
—Lo único que se puede hacer —dijo—, es tratar de endulzar un poco todo
este turbio asunto, llevando al Rey no sólo su quinto de este último año, sino
algún regalo especial, como el sol de oro y diamantes.
—Sí —asintió Hernando—. Eso haré.
Cuando se quedó solo, Francisco llamó a su secretario.
—Léeme el documento del Rey —dijo.
El secretario extendió el pergamino ante sus ojos y carraspeó antes de leer en
voz alta.
Nos, Carlos, Rey por la Gracia de Dios, quinto emperador del
Sacro Reino romano, Rey legítimo y Señor de allende el Océano,
agradecemos todos los servicios que nuestro vasallo, Francisco Pizarro
nos ha prestado con el fin de aumentar las posesiones de la Corona de
Castilla, así como de la propagación de nuestra Santa Religión
Católica.
Reconocemos todos los sinsabores y sufrimientos que nuestro
vasallo ha tenido que padecer, siendo nuestro deseo que por tales
heroicas acciones le sea otorgado el título de Marqués de…
El nuevo marquesado constará de veintitrés mil vasallos de los que
recibiréis derechos feudales y extensas propiedades en la capital,
Ciudad de los Reyes.
Así mismo, os nombramos Capitán General del Perú.
Nos, Carlos, Rey.
Mientras Hernando preparaba su regreso a España, con el miedo en el
cuerpo, su hermano menor, Gonzalo, al margen de los acontecimientos, se
dirigía con un fuerte contingente de trescientos españoles y cinco mil auxiliares
al mando de Paullu Inca, a dar el golpe de gracia a Manco, en Vilcabamba.
Los españoles tenían gran confianza en la expedición del menor de los
Pizarro.
Se creía —escribió Pedro Pizarro, primo de Gonzalo y cronista de la
expedición— que, como el Inca se había atrincherado en aquel
recóndito paraje, no podría evitar el ser tomado prisionero o muerto en
la refriega. Cuando aquello se hiciera, el orden volvería a ser
restaurado en el país. Hasta ese momento todo se mantendría en un
estado de guerra.
Desde el lado inca, un jovencísimo Titu Cusí, hijo de Manco, era, así mismo,
testigo y también futuro cronista del enfrentamiento que se avecinaba.
El joven Cusí había sido acogido por Pedro de Oñate en su casa, después de
la primera derrota de Manco y había recibido una educación europea,
aprendiendo a leer y escribir. Recientemente el joven se había esfumado del
Cuzco, apareciendo al lado de su padre, en Vilcabamba.
Los españoles avanzaron todo lo que pudieron en territorio Inca con sus
caballos, pero hubo un momento en el que tuvieron que dejar los animales, al ser
el terreno tan abrupto que les era imposible caminar por él.
—Seguiremos a pie —ordenó Gonzalo—. Veinte hombres se quedarán aquí
vigilando los animales.
Poco después, la expedición cruzó el río Urubamba por el puente de
Chuquichaca y subieron por el acantilado del río Vilcabamba hasta el paso detrás
de Vitcos. A partir de ese momento, la jungla se espesaba de tal manera que
apenas podían avanzar por ella.
A medida que se internaban en el valle de Vilcabamba, los invasores
comenzaron a tener escaramuzas con los nativos.
Una mañana pasaban en fila india por un montículo rocoso llamado
Chuquillusca con Gonzalo Pizarro en cabeza. La ladera era muy pendiente y
peligrosa, cubierta de arbustos y maleza que crecía entre el pedregal.
Gonzalo se detuvo un momento para sacarse una piedrita que se le había
metido en el zapato. Tras él caminaban trabajosamente, su primo Pedro Pizarro y
Pedro del Barco.
—Seguid vosotros —dijo—, ahora voy.
En aquel punto, el sendero cruzaba por encima de dos puentes sobre sendos
riachuelos. Y la jungla se abría en un claro de más de cien pasos de ancho al pie
del monte. Pedro Pizarro condujo la columna a través del claro y se internó en la
selva al otro lado.
Mientras Gonzalo veía alejarse a su primo, su mirada estaba perdida en los
dos puentes. Eran completamente nuevos, recién hechos. Para entrar en el claro
había que pasar por ellos.
¡El claro!
¡Más de cien pasos, al pie de una empinada cuesta por la que se podían
arrojar rocas con gran facilidad! ¡Aquello podía ser una trampa!
Trató de dar aviso, pero era demasiado tarde. Grandes peñascos rodaban ya
ladera abajo con gran estruendo. Tres españoles fueron barridos del sendero,
mientras que arqueros indios escondidos entre los árboles herían de muerte a
otros dos.
Los que iban en cabeza encontraron el camino bloqueado y los de la
retaguardia trataron de retroceder a toda prisa.
Gonzalo pensó que la vanguardia había sido completamente aniquilada.
—¡Todos atrás! —gritó.
Pero Paullu Inca le contuvo.
—Sería una equivocación abandonar a los que van adelante —dijo.
—Han muerto todos —exclamó Gonzalo.
—Quizá no —gritó Paullu por encima del estruendo.
Por un momento el pensamiento de una posible traición cruzó por la cabeza
de Gonzalo. Sabía que si retrocedía ahora salvaría a toda la retaguardia, pero
condenaría irremisiblemente a los que se habían quedado aislados adelante. Por
el contrario, si se mantenían donde estaban podrían salvar a los que habían
sobrevivido a la avalancha de piedras y al ataque de los indios, pero poniéndose
ellos mismo en peligro de otra emboscada.
Afortunadamente para las tropas españolas, los incas no presionaron su
ventaja, limitándose a observarles desde la seguridad en las alturas. A lo largo
del día los que habían quedado asilados fueron recuperados, retrocediendo toda
la expedición a donde habían dejado los caballos. Treinta y seis habían muerto.
Pedro Pizarro, uno de los que habían quedado en vanguardia no podía dar
crédito a su buena suerte.
—Esos incas han hecho una verdadera chapuza de su celada —dijo—. Si
hubieran esperado unos minutos más a que el grueso de sus fuerzas estuviera en
el claro, habrían aniquilado a la mitad del ejército sin esfuerzo alguno.
Gonzalo asintió.
—Y si no llego a hacer caso a Paullu, os habríamos perdido a todos los que
ibais en la vanguardia.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pedro Pizarro.
Mientras Gonzalo Pizarro esperaba refuerzos, intentó parlamentar con el
Inca. Como no sabía a quién mandar, se dirigió a Paullu.
—¿A quién podríamos enviar para parlamentar con Manco? —le preguntó.
El joven inca no lo dudó.
—Huaspar e Inquill. Son hermanos de la esposa de Manco, Cura Ocllo. No
creo que Manco se atreva a hacerles daño.
—Bien, irán con un mensaje mío.
Pero Paullu estaba completamente equivocado. Cuando Manco recibió a los
dos hombres y vio que los hermanos de su esposa estaban con los españoles se
enfureció tanto que ordenó su ejecución inmediata.
—¡Cortadles la cabeza a los dos!
Cura Ocllo se arrojó a sus pies para implorar clemencia para sus hermanos
pero, Manco se mostró inflexible.
—Están luchando contra mí —bufó—. No puedo dejarles marchar. Son mis
enemigos.
Cura Ocllo se abrazó a sus rodillas.
—No les mates —suplicó—. Son mis hermanos y han venido como
embajadores.
Manco se encogió de hombros.
—Es mejor que les corte yo a ellos la cabeza ahora, que ellos me la corten a
mí más adelante.
La joven se mostró tan deprimida por la muerte de sus hermanos que se negó
a moverse del lugar donde fueron ejecutados.

En cuanto Gonzalo Pizarro recibió refuerzos, se dirigió a la fortificación de


Chuquillusca, que estaba a catorce millas de Vilcabamba, donde, según los
espías de Paullu, se encontraba Manco en aquel momento.
El fuerte estaba edificado sobre la cumbre de un pico con un acceso muy
dificultoso, de fácil defensa, y con la parte de atrás protegida por un acantilado.
Las fuerzas españolas acamparon delante del fuerte durante dos días, en los
cuales Gonzalo Pizarro y los oficiales examinaron el terreno.
—Va a ser muy difícil entrar en este fuerte —reconoció Pedro Pizarro.
—Tal como lo veo —dijo Gonzalo—, sólo hay una forma de penetrar en él,
y es por la puerta trasera.
—¿Por detrás? —exclamó Pedro de Oñate—. ¿A qué llamas «por detrás»?
—Trepando por el acantilado.
—¡Trepando por el acantilado! —exclamaron varias voces.
—Sí, ¿por qué no?; ¿no habéis trepado nunca por un acantilado cuando erais
chicos?
—Sí, pero… —balbuceó Oñate.
—Lo único que dificultará un poco la cosa será que habrá que hacerlo de
noche —dijo Gonzalo.
—¡De noche!
—Ya sólo falta que trepemos con las corazas puestas —musitó Pedro
Pizarro.
—Creo que eso se puede evitar —sonrió Gonzalo—. Podremos izarlas luego
con cuerdas, y ponérnoslas una vez arriba.
—Estoy seguro que habrá algunos indios que escalarán las rocas mejor que
nosotros —sugirió Pedro Pizarro.
—Sí —concedió Gonzalo—. En realidad, ya he hablado con Paullu y está
eligiendo a sus hombres más ágiles. Así que, lo único que tendremos que hacer
será trepar por la cuerda que nos echen.
—Eso está mejor —suspiraron varias voces al unísono.
Gonzalo dibujó el perímetro del fuerte y sus muros.
—En cuanto anochezca cien indios de Paullu y cien de los nuestros
iniciaremos la escalada. Rojas se quedará al frente de los demás hombres e
iniciará el ataque al amanecer.
La noche transcurrió de forma desigual para los atacantes, pues mientras
unos descansaban, otros arriesgaban la vida en una escalada que producía
vértigo.
Cuando las primeras luces del alba teñían de un tinte rosáceo los altos picos
de la lejana cordillera, Rojas daba la orden de atacar. Arcabuceros y ballesteros
se posicionaron a unos cien pasos de las defensas, fuera del alcance efectivo de
las hondas y flechas de los defensores. Clavaron sus horquillas en el suelo y
apoyaron en ellas los pesados arcabuces.
—¡Fuego a discreción! —ordenó Rojas.
Curiosamente, desde las defensas también se asomaron doce o trece
arcabuces, manejados por manos un tanto inexpertas. Muchos de ellos
baquetearon la pólvora e introdujeron la bala, pero ésta se quedó, en algunos
casos en la boca del arma, y cuando consiguieron disparar, la bala cayó
inofensivamente a unos pocos pasos de distancia.
Mientras los soldados que atacaban el frente hacían el mayor ruido posible y
entretenían a los defensores, los que habían escalado el acantilado los atacaban
por la espalda provocando el caos y el pánico.
Manco, que todavía estaba en la fortaleza, no tardó en darse cuenta que la
situación se estaba volviendo desesperada y huyó con una pequeña escolta hasta
el río. Poco después, a salvo ya al otro lado del Vilcabamba, el Inca se volvió
hacia sus lejanos enemigos, agitando su puño cerrado y gritando:
«¡Yo soy Manco Inca! ¡Yo soy Manco Inca! Mis hombres y yo
hemos matado a dos mil españoles antes y ahora vamos a mataros a
todos. ¡Volveremos a tomar posesión de la tierra de nuestros
antepasados…!».
Por segunda vez, Manco Inca se les escapó a los españoles de entre los
dedos. Los hombres de Gonzalo Pizarro le siguieron la pista durante varias
semanas, pero Manco se escondió entre los indios del interior de la selva y no
pudieron encontrarle.
Seguía siendo una amenaza.

Sin embargo, aunque los españoles no consiguieron encontrar a Manco, sí


destruyeron por completo la fortificación y las casas de Vilcabamba antes de
iniciar el viaje de vuelta, en julio de 1539. Con ellos llevaron a uno de sus
hermanos, Cusi-Rimache, y a su primera esposa, Cura Ocllo, quien, siguiendo la
tradición era también hermana suya.
La mujer de Manco era una joven de gran belleza y valor, un valor que iba a
demostrar en los días venideros. Poco podía saber ella que el amargo trago que
acaba de pasar con la muerte de dos de sus hermanos era sólo un pequeño
anticipo de lo que el destino le guardaba.
En cuanto Gonzalo Pizarro la vio se encaprichó de ella.
—¡Vaya con el Inca! ¡Ese hijo de perra tiene un buen gusto! Ponte guapa,
india, que esta noche tú y yo vamos a divertirnos un rato —al tiempo que
hablaba, Gonzalo la atrajo hacia sí.
La joven se defendió como una gata arañándole en la cara y mordiéndole la
mano.
—¡No me toques cerdo cristiano! —gritó furiosa.
Gonzalo soltó una carcajada.
—Así me gustan las mujeres. Que se defiendan con uñas y dientes. Te veré
luego, gata salvaje.
Pero esa noche, cuando Gonzalo fue a recoger su premio se encontró que la
joven se había rapado el pelo y se había embadurnado el cuerpo en excrementos,
despidiendo un hedor insoportable.
Gonzalo salió de la tienda conteniendo la respiración.
—¡Maldita cerda asquerosa! —gritó—. Ya nos veremos otro día. No tendrás
más remedio que lavarte tarde o temprano.
Pero, increíblemente, la joven resistió todo el viaje, hasta Ollantaytambo,
echando un hedor nauseabundo, que alejaba a cualquier presunto violador más
efectivamente que una docena de espadas.
Mientras la expedición descansaba en esa plaza fuerte, llegó un chasqui con
nuevas diciendo que Manco estaba dispuesto a negociar su rendición.
Rápidamente, Gonzalo envió un mensajero a su hermano, Francisco, que se
encontraba fundando Arequipa. Inmediatamente, éste se apresuró a acudir a
Ollantaytambo, donde llegó a finales de septiembre.
Los dos hermanos se abrazaron efusivamente.
—O sea que, según parece, Manco está dispuesto a negociar su rendición…
—comentó Francisco separándose de su hermano.
—Eso dice ese hijo de la gran puta. Estuvimos a punto de cogerle, pero se
nos escabulló entre los dedos, el muy cabrón.
—Bien —dijo Francisco— saca algo para comer, que vengo hambriento, y
cuéntame en detalle, cómo te fue en la expedición de Chuquillusca.
Cuando Gonzalo hubo acabado el relato, Francisco apartó el plato en el que
había dado cuenta de un trozo de llama asada con maíz tostado y se llevó la jarra
de chicha a los labios.
—Así que tenemos a uno de sus hermanos y a su mujer favorita, que también
es hermana suya.
Gonzalo asintió sin comentar la forma tan drástica con la que la joven había
evitado el ser violada por él y sus soldados.
—Sí —dijo—, tenemos prisioneros a toda su familia. Sólo él pudo escapar
con un puñado de los suyos.
—No estaría mal —dijo Francisco— que junto con mi carta, enviara ella un
mensaje a su esposo diciéndole que está bien y que recibe un trato correcto.
—Bien —asintió Gonzalo.
—Le enviaré un potrillo de regalo y una pieza de seda. ¿Con quién
podríamos enviarlos?
—Tengo un criado negro que no tiene un pelo de tonto. Podría ir en
compañía de un par de nativos.
—Hagámoslo así —dijo Francisco. Bebió un largo trago y miró a su
hermano—. Hay otro tema que me preocupa.
—¿Ah, sí? —dijo Gonzalo—, ¿qué es?
—Quito. No hemos recibido noticias de Belalcázar desde hace mucho
tiempo. Y he oído rumores de que está planeando ir a España para hacerse con
una capitulación.
—Quiere independizarse, ¿eh? —bufó Gonzalo—. Saldré para allá y le
meteré en cintura.

Inexplicablemente, Manco, en un acceso de rabia incontrolada, ordenó matar


a los tres emisarios y al potrillo, enviando sus cabezas de vuelta a Pizarro.
Cuando el marqués recibió el macabro envío sintió que una nube de ira le
embargaba y ofuscaba sus sentidos.
—¡Hijo de Satanás! —exclamó—. ¿Con quién te crees que estás jugando?
Te vas a arrepentir de lo que has hecho… ¡Que venga el jefe de los Cañari!
Éste no tardó en aparecer.
—Coge a la esposa de ese hideputa y entrégala a tus hombres.
El Cañari sonrió.
—Hombres míos gran placer —dijo.
Cura Ocllo, después de ser violada por un centenar de hombres, fue atada,
desnuda, a una estaca y golpeada con ramas y juncos.
Mientras sufría aquel martirio, la joven no apartaba su mirada de los ojos de
los españoles que habían acudido a presenciar el suplicio.
—Decid a vuestro jefe —gritó como si de una predestinación se tratara—,
que sus días están contado y que no tardará en seguirme.
Después de aquello, permaneció en silencio sin proferir un solo grito de
dolor, incluso, cuando los indios comenzaron a dispararle flechas.
Entre los españoles hubo muchos que se apartaron asqueados por aquella
innecesaria brutalidad.
—¡Esto es un acto indigno de un cristiano! —masculló uno mientras se
alejaba.
Cuando notificaron a Pizarro la muerte de la joven, el marqués levantó la
cabeza.
—Que aten el cadáver a una balsa y lo dejen en medio del río Yucay. No
tardarán mucho los hombres de Manco en encontrarla.
Mientras veía alejarse el todavía sangrante cuerpo, Pizarro mantenía los
labios prietos en una línea delgada y los ojos acerados.
—¡Terminaré con Manco Inca, aunque sea la última cosa que haga en este
mundo! —juró—. ¡Quemad en la hoguera a todos sus capitanes!
El primero en ser quemado vivo fue el Sumo Sacerdote, Villac Umu. A
continuación siguió Tiso, tío de Manco, que llevaba ya nueve meses viviendo
pacíficamente entre los españoles. Después les tocó el turno a Taipi, Tanqui
Huallpa, Orco Varanca, Atoe Suqui, Ozcoc, Curiatao y así hasta dieciséis.
Todos ellos habían recibido la promesa tanto de Hernando como de Gonzalo
Pizarro de que su vida sería respetada.
Aquel acto, fue, sin duda, lo que ocasionó el borrón más grande sobre el
nombre del conquistador.
Lejos de allí, en un rincón de la selva, un hombre lloraba amargamente la
muerte de su amada.
Capítulo XXI

Muerte de Pizarro

D omingo de Peralta bajó de su caballo y mientras lo ataba al porche de la


hacienda de su amigo, dos niños salieron corriendo de la casa.
—Hola, tío Domingo —saludaron—. ¿Qué nos traes?
El vasco cogió a los pequeños en sus brazos.
—Hola Juan, hola Antonio —saludó—, ¡cuánto habéis crecido desde la
semana pasada!
—¿Qué traes en ese paquete? —preguntó Juan.
—¡Ah, esto! —dijo Domingo sin darle importancia—, son unos dulces que
ha hecho vuestra tía.
—¡Dulces! ¡Huy, qué ricos! —dijo Antonio relamiéndose los labios.
—Mirad lo que tengo también para los dos —dijo abriendo un enorme
paquete.
—¡Un barco! —exclamó Juan—. Además, tiene velas…
—¡Y timón! —exclamó Antonio—. ¿Puede navegar, tío?
—Claro —asintió Domingo—. Ponedlo en el abrevadero y veréis cómo
avanza con el viento.
En ese momento, Cristóbal Peralta salió del establo limpiándose las manos.
—Perdona que no haya salido a recibirte, pero estaba ayudando a una yegua.
Está a punto de parir.
—¡Ah, sí! Pues me encantaría ver salir al potrillo.
—Pues pasa —dijo Cristóbal—. Iba a llamar a los niños. Es bueno para ellos
ver nacer a una criatura de Dios. ¡Juan! ¡Antonio!, venid al establo, vamos a
tener otro potrillo.
—¡Un potrillo! ¡Huy, qué bien! —exclamó el pequeño Antonio corriendo
hacia su padre con el barco en la mano—. ¡Mira lo que nos ha regalado tío
Domingo!
Cristóbal sonrió.
—¡Qué barco tan bonito! Luego jugáis con él —se volvió hacia Domingo—.
Les tienes mal acostumbrados. Cada vez que vienes les traes golosinas y algún
regalo.
—¡Son unos chiquillos excelentes! —sonrió Cristóbal—. Además, mi mujer
siempre hace un montón de dulces para nuestras hijas.
—¿Y el barco?
—Bueno, llegó de la costa un mercader, el jueves. Traía un cargamento lleno
de juguetes. Compré unas muñecas para mis hijas y un barco para los tuyos.
—Gracias —dijo Cristóbal—. ¿Qué tal están, María y Juana?
—Deseando jugar con tus hijos.
—Con un poco de suerte acaso los emparejamos cuando sean mayores —
bromeó Cristóbal—. Vamos a ver la yegua… ¡Juana! —gritó—, prepara otro
plato para comer.

—¿Otro vaso de vino? —dijo Cristóbal cogiendo el pellejo—. ¿O prefieres


chicha?
—Me quedo con el vino —dijo Domingo alargando el vaso—. Felicita a tu
mujer. La comida estaba deliciosa. Es una cocinera excelente.
—Salgamos al porche. Dices que ha venido un comerciante a Cuzco. ¿Trae
alguna noticia?
—Bueno —dijo Domingo—, las cosas están tranquilas, dentro de lo que
cabe. Después de las dos revueltas de Manco, y de la guerra civil, estamos
viviendo un momento de calma.
—Esperemos que dure. No quisiera tener que enfrentarme otra vez contra
mis propios compatriotas.
—Sí —asintió Domingo—, y sobre todo eligiendo el bando perdedor…
—Sobre todo, eso —afirmó Cristóbal sorbiendo el vino de la Rioja y
chasqueando la lengua—. No me gustaría perder otra vez todo lo que tengo.
—Bueno —bromeó el de Fuenterrabía—. No se puede decir que perdiste
mucha cosa… Quizá una décima parte de lo que tenías escondido…
—Y tú lo mismo…
—Así es —confirmó Domingo.
—¿Como están las cosas en Lima? —preguntó Cristóbal.
Domingo estiró las piernas en la tumbona.
—Pues, aunque están tranquilas por fuera, parece que los almagristas están
inquietos, y sobre todo, muy pobres.
—Sí, hay que reconocer que no tuvieron mucha suerte. Primero, se perdieron
el oro de Cajamarca, luego, los que fueron a Chile, perdieron hasta los
pantalones.
—Sí, no es de extrañar que estén descontentos. Unos tienen tanto…
—Tenemos —rectificó Cristóbal.
—… tenemos tanto —asintió Domingo sonriendo—, y otros tan poco.
—Cambiando de tema —dijo Cristóbal—, ¿qué te pareció lo que hizo
Francisco Pizarro con la mujer de Manco y sus generales?
Domingo movió la cabeza.
—Creo que fue indigno de un hombre como él. Es una pena, porque su
nombre quedará manchado para siempre en las páginas de la historia.
—Sí —asintió Cristóbal—. Es un hombre con un gran fondo, pero al mismo
tiempo, puede ser muy duro y despiadado.
—Yo le vi llorar cuando lo de Atahualpa.
—Y, según parece, también tuvo que contener las lágrimas cuando le
comunicaron la muerte de Almagro.
Domingo bebió un sorbo y se secó los labios con la mano.
—Reconozco que un hombre tiene que ser duro para gobernar un país, pero
otra cosa es ser cruel, y en este caso, Pizarro lo ha sido, y mucho.
—Y hablando de gobernar, ¿quién le sucederá?, porque nuestro hombre ya
va siendo bastante mayorcito.
—No llegó a casarse con la princesa Inés, ¿no?
—No —dijo Cristóbal—, tuvieron a Francisca y Gonzalo, y cuando se cansó
de ella se la regaló a uno de sus capitanes, Francisco de Ampuero. Este Ampuero
dicen que es un hombre muy inteligente, pronto le hicieron regidor de Lima.
—Y Pizarro se juntó con alguna otra, ¿no?
—Bueno, ahora está con la también princesa Añas, a quien, cuando la
bautizaron, la pusieron Angelina Añas Yupanqui. Ya han tenido un hijo,
Francisco, y está esperando otro, que se rumorea le pondrán Juan.
—¿Ha legitimado a sus hijos?
—De momento ha legitimado a los dos primeros.
—El problema es… —musitó Domingo— ¿quién gobernará Perú cuando
Pizarro muera?
—Sí —asintió Cristóbal—, es una buena pregunta, que, por ahora, no tiene
respuesta.
—No quisiera que le sucediera Gonzalo.
—Espero que no —dijo Cristóbal—, ese hombre lo único que quiere es
matar indios y violar a sus mujeres.
—Pues, más difícil será que le suceda Hernando, quien a pesar de todos los
tesoros que llevó al rey, terminó encerrado en La Mota.
—Y bien merecido que lo tiene. ¿Cómo pudo ese hombre matar a Almagro?
Debía estar loco.
—Sí —asintió Domingo—. Almagro era uno de los pocos hombres íntegros
que tomaron parte en esta empresa.
Los dos hombres guardaron un momento de silencio.
—Así que Gonzalo se ha ido a Quito como Gobernador en sustitución de
Belalcázar —comentó Cristóbal.
Domingo asintió.
—Eso parece.
—Oí decir que pensaba emprender una expedición desde allí, en busca de
Eldorado.
—¿En busca de ese país del que tanto se habla?
—Sí, donde el caudillo se baña en un lago cubierto de una capa fina de oro.
—¿Y tú te crees eso? —preguntó Domingo.
—Podría ser verdad… ¿No te interesa la expedición?
—Se han terminado las expediciones para mí. A partir de ahora viviré una
vida tranquila. Y, de todas formas, ¿en qué dirección irán?
—Hacia el Este, internándose en la jungla.
—Una jungla que está plagada de mosquitos, víboras, anacondas y caimanes.
—Entre otras cosas —asintió Cristóbal.
Domingo sonrió blandamente.
—No, gracias. Tengo mucho más oro del que pueda gastar en media docena
de vidas.
—Haces bien —asintió Cristóbal—. Dales la oportunidad a otros de hacerse
ricos…
—Esa expedición es una locura.
—Pues, Francisco de Orellana va con él.
Con su hermano menor como gobernador de Quito y sin ninguna señal de
Manco, Francisco Pizarro, ya tranquilo, fundó la ciudad de Guamanga a medio
camino entre Lima y Cuzco. Y en el Alto Perú, sobre la población indígena de
Chuquisaca, hizo fundar la ciudad de Villa Rica de la Plata (Sucre), pues esa
zona estaba probándose muy rica en plata.
Curiosamente, a pesar de que el marqués había sentido profundo dolor por la
muerte de su socio, Almagro, no hacía partícipes de aquel dolor a los seguidores
del viejo Adelantado. No les concedía repartimientos ni les dejaba participar en
expedición alguna. Continuaba con la misma actitud adoptada frente a Diego de
Alvarado cuando éste le reclamó los derechos del joven Almagro.
Por fin, Francisco Pizarro se estableció definitivamente en Lima con su
nueva amante, Angelina Añas Yupanqui, dedicando gran parte del día a jugar a
los bolos, juego que le apasionaba.
En su casa seguía viviendo Diego Almagro, el Mozo, pero se hizo tan tirante
la situación, que el joven decidió irse a vivir a casa de Francisco de Chaves,
viejo amigo de su padre. Otros almagristas que formaban parte del clan eran:
Juan Balsa, Juan Rada, Alonso Sotomayor, Juan de Guzmán y Juan Saavedra.
Todos ellos vivían en una situación precaria. Cuando se hacían repartimientos
por defunción de alguno de sus titulares, se privaba de ellos a los almagristas
para darlos a parientes y amigos del Gobernador.
Tal era la extremada pobreza con la que vivían los antiguos amigos de
Almagro que el cronista Cieza relató al respecto:
En tal aprieto viven los de Chile que sólo tienen una capa para
todos, y cuando uno sale con ella cubierto, los otros se quedan en casa
quedos, y la capa nunca deja de servir.
Aunque aquel dicho anecdótico fuera una exageración, reflejaba, no
obstante, el abandono en que se encontraban los antiguos almagristas.
Era evidente que aquel ambiente era caldo de cultivo para una conspiración,
y aquello venía ya de tiempo atrás, tanto que, incluso, cuando Hernando estaba
preparando su viaje a España para dar cuentas al Rey, había aconsejado a su
hermano:
—Deja que me lleve el Mozo a España, hermano. Los de Chile están
tramando algo y te van a hacer la vida difícil. Envíale conmigo a Castilla y
apártalo de la influencia de sus amigos.
—No te preocupes, Hernando —le respondió Pizarro—. Sus cabezas
guardan la mía.
Hernando había insistido.
—Me voy con temor. Te aseguro que los enemigos van a hacer bandera del
Mozo y tratarán de quitarte la vida.
Pocos días después, Hernando había partido para España. Llevaba con él
gran cantidad de oro que esperaba «doraría» los actos reprensibles que había
realizado en Perú, pero si se basaba en los rumores que llegaban de España, ya
se sabía que el Rey estaba extremadamente enojado por los sucesos de la guerra
de Las Salinas, y mucho más por la muerte de uno de sus Gobernadores a manos
de un capitán español. También se sabía que el Licenciado Vaca de Castro
estaba a punto de embarcarse para Panamá, con plenos poderes para actuar en el
Perú.
Mientras todo esto ocurría, Pizarro envió a su Maestre de Campo, Pedro de
Valdivia, a la conquista de Chile. Aquello, en realidad, tampoco era de su
competencia, pues se trataba de la Nueva Toledo, que se había encomendado a
Almagra, y que, según el testamento del Adelantado, correspondía a su hijo.
Las cosas transcurrieron en una calma aparente hasta junio de 1541. Pero
debajo de aquella relativa tranquilidad, cada vez se difundían más los rumores de
que se tramaba una conspiración y un atentado contra la vida de Pizarro. Sin
embargo, el Gobernador se sentía tan confiado que apenas hizo caso alguno de
las habladurías. Como mucho, para acallar a su hermanastro, Martín de
Alcántara, mandó llamar a Juan de Rada.
—Me dicen que habéis comprado armas —dijo ofreciéndole un vaso de vino.
Rada le respondió con semblante serio.
—He comprado una cota de malla para defenderme, señor marqués, pues se
dice que hay quien quiere acabar con los de Chile.
—No será tal mientras yo esté con vida, señor Rada. Puede, vuestra merced,
estar tranquilo.
—Me gustaría tener la misma seguridad que tenéis vos…
—Nada os ocurrirá. Os lo aseguro… Tomad —dijo mientras arrancaba una
naranja de uno de los árboles del patio—. Los primeros frutos que dan estos
árboles en las Indias.
—Gracias —contestó secamente Rada—. Ahora, si no os importa, tengo
asuntos que atender.
—Vaya vuestra merced con Dios —respondió Pizarro tratando de adivinar
los pensamientos de aquel hombre.

Los asuntos que Rada tenía que resolver estaban, curiosamente, relacionados
con Pizarro. Del palacio de éste fue derecho a reunirse con sus amigos.
—Hay que apresurarse —dijo—. Pizarro está al tanto de la conjura. Vengo
de su palacio y me ha preguntado claramente para qué estamos comprando
armas.
—¿Y tú qué le has dicho? —preguntó Juan de Guzmán.
—Le he asegurado que son para defendernos de nuestros enemigos que nos
rodean por doquier.
—Bien —dijo García de Alvarado seriamente—. Eso significa que habrá que
precipitar los acontecimientos.
—Pongamos una fecha —dijo Chaves.
—Digamos pasado mañana —sentenció Rada—. Todo el día de mañana lo
pasaremos planeando los detalles y preparando las armas.
—De acuerdo —respondieron todos al unísono.

El Padre Henao estaba acostumbrado a oír en confesión toda clase de


pecados, pero lo que estaba oyendo aquella noche sobrepasaba todos los límites
de lo normal y poco tenía que ver con la serie de auto culpaciones que los fieles
vertían en sus oídos.
—Pero lo que me estás diciendo, hijo, es monstruoso. ¡Estáis planeando nada
menos que asesinar al Gobernador…!
—Así es, Padre.
Henao se revolvió nervioso en el habitáculo de su confesionario, pues había
reconocido la voz del penitente.
—Pero…, pero, eso es monstruoso —repitió sin saber qué otra cosa añadir.
—Lo sé, Padre.
—¿Y no estás arrepentido?
—Sí, Padre, pero no tenemos más remedio. Él es el culpable de todos
nuestros males. Debe morir.
—No… no se puede matar a nadie… Va contra el quinto mandamiento. Y
mucho menos a un Gobernador… eso es un magnicidio.
—También era un magnicidio matar a Almagro y los Pizarro lo hicieron.
—Si no te arrepientes, hijo, no te puedo dar la absolución.
—No os preocupéis, Padre, volveré otro día.
Aquella noche el Padre Henao tuvo que resolver un gran problema de
conciencia. ¿Cómo podía salvar al Gobernador de una muerte cierta sin faltar al
secreto de confesión?
Después de dar muchas vueltas en la cama, sudoroso, llegó a un compromiso
con su conciencia.
Al día siguiente, salió de su casa embozado en la capa y penetró en el palacio
por la puerta excusada.
—Llama al gobernador —dijo a una de las criadas—. Es urgente.
—El señor Gobernador está desayunando —le respondió la criada.
—Dile que el Padre Henao quiere verle con urgencia.
Pizarro acudió a la cocina, alarmado.
—¡Padre Henao!, ¿qué os trae por aquí?; ¿habéis entrado por la puerta de
atrás?, por favor, pasad al comedor…, haré que os traigan…
El clérigo levantó la mano.
—No sigáis, os los ruego. Debo hablaros de una cosa de suma importancia,
en privado.
Pizarro le condujo a su despacho.
—Me tenéis intrigado. Por favor, sentaos.
El sacerdote tragó saliva con dificultad.
—Ayer vino alguien a confesarse…
—Sí… —concedió Pizarro—. Mucha gente se confiesa a diario…
—Efectivamente, pero éste se acusaba de un delito terrible.
—¿Un delito? —dijo Pizarro—. Y, por lo que veo, habéis venido a
comunicarme el delito, pero no el pecador, ¿no es así?
—Exactamente —dijo el cura aliviado en parte—. No puedo deciros su
nombre, pero sí debo advertiros que vuestra vida corre peligro.
Pizarro se acarició la barba tratando de controlar el creciente nerviosismo
que le invadía.
—Me estáis hablando, sin duda, de uno de los de Chile, ¿no es eso?
—Repito que no puedo indicaros quién era el que me advirtió de vuestro
peligro. Eso sería faltar al secreto de confesión, pero debéis hacerme caso y
proteger vuestra vida.
—Gracias, Padre —respondió Pizarro tratando de aparecer calmado—. Pero
no os preocupéis demasiado. Seguro que son habladurías y chismes de indias y
criadas. De todas formas, tomaré mis precauciones, os lo aseguro.
En cuanto el padre Henao hubo salido de la misma forma misteriosa en que
había entrado, Pizarro mandó llamar a su amigo Carvajal.
—Vete a ver a Juan de Rada —le dijo—, y asegúrale que no hemos
preparado nada contra él y los suyos. Dile que le doy mi palabra que su vida no
corre peligro alguno.
—¿Has sabido de alguna conjura? —le preguntó Carvajal.
—Parece ser que alguien está tramando asesinarme —asintió Pizarro—, y
éstos no pueden ser otros que los almagristas.
—Iré a verle inmediatamente —dijo Carvajal—. ¿Pero no sería mejor hacer
detener a todos ellos?
—No quiero alarmar a la población —respondió Pizarro—. Y tampoco
quiero que crean que tengo miedo. De todas formas, no pasarán de ser rumores.
Llevamos más de un año oyéndolos.
Cuando Carvajal salió, Pizarro mandó un criado a casa de su hermanastro
Martín de Alcántara.
—Dile a Martín que venga mañana a verme —le encargó.

Al día siguiente, el paje que le llevó las calzas se mostraba extremadamente


nervioso.
—Señor marqués… —se atrevió por fin a decir—, se oyen rumores…
—¿Qué rumores? —preguntó Pizarro frunciendo el ceño— y no me vengas
con cuentos de viejas…
El joven paje tragó saliva con dificultad.
—Se dice… se oye que… que…
—¡Habla! —estalló Pizarro de mal humor—. ¡Di de una vez qué es lo que se
oye y se dice!
—Quieren mataros, señor. Los de Chile están voceando por la ciudad que
van a daros muerte.
Pizarro malhumorado, le dio un empellón.
—Sal de aquí, pájaro de mal agüero, y déjame en paz de chismes.
Sin embargo, por prudencia, Francisco Pizarro no fue a la iglesia como solía
hacer habitualmente. En vez de ello, hizo llamar al obispo para que dijera misa
en la pequeña capilla del palacio. Por otro lado, envió a Juan de Blázquez para
que averiguara discretamente qué hacían los de Chile.
En ese momento llegaron Martín de Alcántara, Francisco de Chaves, el
veedor García de Salcedo, Luis de Rivera, Juan Ortiz de Zárate, Alonso de
Manjarrés, Pedro López de Cáceres, el Regidor Blázquez, Gómez de Luna,
Francisco de Ampuero, Juan Pérez, Hernán Núñez de Segura, Hernández de la
Torre, Juan Enríquez, Alonso Pérez de Esquivel y Rodrigo Pantojo.
Y mientras estaban todos charlando en el gran salón, uno de los pajes de
Pizarro entró gritando.
—¡Al arma, al arma. Vienen los de Chile a matar al marqués!
En efecto, se acercaban los de Chile. Tal como habían planeado, una
veintena de confabulados se habían reunido temprano, armados hasta los dientes.
Entre los reunidos destacaban, Juan de Guzmán. Arbolacha, Chaves y García de
Alvarado, además de Juan de Rada.
El grupo avanzaba rápidamente hacia el palacio gritando mientras agitaban
sus espadas al aire:
—¡Viva el Rey, mueran los tiranos! ¡Almagro, Almagro!
No tardaron en salvar la distancia que les separaba del palacio e irrumpieron
en él tras dar muerte a los dos soldados de guardia y a un criado de Pizarro, que
intentaron detenerles.
Ante aquella invasión, varios de los visitantes del Gobernador, se arrojaron
por las ventanas, entre ellos el regidor Blázquez, que para hacerlo con más
soltura sujetó su vara de mando entre sus dientes. Con ello cumplía la promesa
que había hecho en su día: nada le ocurrirá al Gobernador mientras yo tenga
esta vara en la mano, pues la llevaba en la boca.
Otros, sin embargo, protegieron la retirada de Pizarro hasta su dormitorio en
la planta alta, donde el marqués se ciñó la espada al cinto y se colocó peto y
coraza, mientras exclamaba en voz alta.
—Venid a mí, bellacos, os daré a probar el sabor de mi tizona.
En la parte superior de la gran escalinata, Francisco de Chaves, intentó
parlamentar con los invasores.
—¡Señores, ¿qué es esto?…! ¿Qué intentáis hacer? El marqués…
Pero Arbolacha no le dejó concluir la frase. Su espada le atravesó el cuello y
su cuerpo cayó rodando por las escaleras, donde quedó con la cabeza doblada,
sangrando profusamente.
Vencida aquella pequeña resistencia, los almagristas se desparramaron por la
planta alta buscando la cámara de Pizarro. A partir de ese momento, la lucha se
generalizó entre defensores y atacantes, mientras se oía la voz de Pizarro que
tronaba desde una habitación interior.
—¡Qué desvergüenza es ésta! ¿Por qué me queréis matar?
El viejo capitán general, a sus sesenta y cuatro años, detenía con mano firme
un aluvión de estocadas con una capa arrollada al brazo. A su lado, su
hermanastro Martín de Alcántara le defendía como podía.
La lucha, sin embargo, no podía durar mucho por la ventaja numérica de los
atacantes. Aunque Pizarro consiguió abatir a un enemigo y herir a varios, él, a su
vez, fue herido de muerte en el cuello.
Mientras caía, por su mente pasaron los momentos cumbres de su vida.
¡Después de tantas vicisitudes! ¡De tantos sufrimientos! ¿Iba a acabar todo
de una manera tan tonta? ¡Asesinado por sus propios compatriotas! ¿Tendría que
enfrentarse ahora con los que él había matado?
Por su mente pasaron varias imágenes ¡Atahualpa! ¡Almagro! ¡Tantos otros!;
¿estarían esperándole?, ¿le recibirían apuntándole con un dedo acusador? Pero,
por otra parte, él había traído la verdadera religión a esta gente… gracias a él se
salvarían millones de almas que, de otra forma, estarían condenadas para
siempre…
Pizarro, incapaz ya de mantenerse en pie, cayó lentamente al suelo, mientras
sus enemigos le acribillaban a estocadas. Una vez caído, casi inconsciente, trazó
una cruz con su propia sangre y la besó.
Poco después, caía a su lado su hermanastro, Martín de Alcántara y sus
pajes, Vargas y Cardona.
—¡Llevemos el cuerpo del traidor al Rollo! —gritó una voz.
—¡Sí, llevémosle! —respondieron varios de los conjurados.
Pero en ese momento entró en la habitación el obispo que contempló la
escena, horrorizado.
—¡En nombre de Dios! —exclamó colocándose delante del cuerpo caído de
Pizarro—. ¡Deteneos!, ¿no habéis causado ya bastante mal?
En vista de la actitud amenazadora de algunos de los rebeldes, el obispo
abrió las manos en cruz.
—¡Matadme! —gritó—. ¡Matadme, si queréis, pero os advierto que si os
atrevéis a levantar la mano contra un hombre de Dios os ganaréis la excomunión
y la condenación eterna!
Las palabras del prelado consiguieron aplacar el furor de los amotinados que
se dedicaron a saquear la casa, y pasear luego por las calles triunfantes al joven
Diego de Almagro, a quien proclamaron Gobernador y Capitán General del
Perú.
No tardaron los almagristas en apoderarse de toda la ciudad, nombrando
regidores y persiguiendo a sus enemigos. Entre ellos, muy especialmente se
encontraba el cobarde Picado, quien apenas dos días antes, luciendo su mejor
traje, había pasado a caballo frente a la casa de los caballeros de la capa,
arrojando al suelo frente a ellos unas monedas de oro como limosna.
Durante parte del día, el cuerpo de Pizarro permaneció desangrándose, sin
que nadie se atreviera a tocarlo por miedo a las represalias. Sólo a media tarde,
acudió doña Inés Muñoz, la esposa de Martín de Alcántara, y cuñada, por lo
tanto, de Pizarro.
Al ver el cuerpo de su marido, tumbado junto al de Pizarro profirió un grito
desgarrador.
—¡Miserables, traidores! —exclamó fuera de sí—. Pagaréis muy caro
vuestro crimen. Os lo juro. ¡Asesinos!
Su voz y la de Gómez Alvarado fueron las únicas que se alzaron contra los
asesinos. Éste último se encerró en la iglesia, triste por lo sucedido.
Poco después, Inés Muñoz, con la ayuda de criados y doncellas, amortajó los
dos cadáveres, y con la ayuda de Pedro López y Juan Barbarán, trasladó a
escondidas los restos de Pizarro a la iglesia, dándole una sepultura provisional.
El cadáver del marqués presentaba dieciséis estocadas.
—¡Preparad a los hijos del marqués! —ordenó a los criados—, me los llevo.
Esos asesinos son capaces de matarlos a ellos también. Los esconderé en algún
convento.
Anochecía el 20 de junio de 1541.
¿Qué iba a ser ahora de Perú?
Capítulo XXII

Segunda guerra civil

L a muerte de Pizarro marcó el final de la primera fase de la Conquista.


Francisco Pizarro había sido el líder indiscutido de la empresa desde el
principio. Era uno de esos hombres desconcertantes, empujado por la ambición,
pero sin un objetivo claro. No era un fanático religioso como Magallanes o
Cortés y se mostraba un tanto indiferente con respecto a la conversión o el
bienestar de los nativos.
Su ambición le aupó desde unos comienzos oscuros como hijo ilegítimo de
un capitán del Rey, hasta amasar una inmensa fortuna y gran poder. Se decía que
había conseguido más oro y plata que jamás nadie lo había hecho en la historia
del mundo hasta ese momento. Sin embargo, Pizarro no hizo un uso excesivo de
tal riqueza. Ni se vistió ni vivió de una manera suntuosa.
Su éxito le vino demasiado tarde en la vida para que pudiera adquirir
intereses extravagantes. Permaneció hasta su muerte como lo que era: un simple
soldado analfabeto. Sin embargo, fue profundamente respetado y obedecido por
los hombres que mandaba. Ese respeto estaba bien ganado y merecido, pues
Pizarro demostró ser un buen líder, muy tenaz y decidido, sobre todo en los
primeros años de exploración y decepciones antes del descubrimiento del Perú.
En los momentos decisivos de la conquista demostró una gran decisión y
frialdad. Fue un gran diplomático y mantuvo la calma en todo momento.
Pizarro se ganó el respaldo de la Corona para su dudosa empresa y mantuvo
una relación razonable con los Incas Atahualpa y Manco. A menudo, tuvo que
enfriar los ánimos de los ardientes aventureros que tenía a su lado.
Sin embargo, por otro lado, Pizarro podía ser cruel e insensible, y su falta
total de experiencia en la administración hizo de él un Gobernador irregular.
A su muerte, el joven rebelde Diego de Almagro y sus seguidores ocuparon
Lima desde la que controlaron el país durante un año. Pero estaba claro que las
cosas no podían seguir así.

Durante todo aquel tiempo, un personaje clave en la historia de Perú se había


embarcado en una aventura que le mantuvo perdido en las selvas amazónicas
durante año y medio, completamente ajeno e ignorante de las convulsiones que
conmovían al país.
A mediados de 1540, Gonzalo Pizarro salía de Quito para emprender la
aventura que había estado ansiando durante años: el descubrimiento del fabuloso
país de Eldorado. Con él llevó un ejército de cuatrocientos españoles, cien
caballos, cuatro mil indios auxiliares, varios miles de cerdos como despensa
ambulante, cientos de llamas de carga y dos mil mastines.
En el valle de Zumaco se unió a él un paisano y primo suyo, Francisco de
Orellana, que había tomado parte en la batalla de Las Salinas al lado de los
Pizarro.
Después de la batalla, el Gobernador le había enviado a La Culata, donde
consolidó la fundación de Guayaquil. Con veintitrés compañeros se incorporó a
la tropa de Gonzalo Pizarro en busca de Eldorado. Gonzalo le nombró teniente
general de la expedición.
No tardaron en llegar al país de la canela, donde esperaban encontrar gran
cantidad de estos árboles, pero sólo los había diseminados por la selva, de tal
forma que era imposible recolectar sus frutos.
En su avance hacia donde les aseguraban estaba Eldorado, toparon con el
caudaloso río Coca, donde construyeron un bergantín para ir a buscar
aprovisionamiento.
Orellana tomó el mando del barco que el 26 de diciembre de 1541 salió
corriente abajo para otra extraordinaria aventura —el descubrimiento del río más
grande del mundo.
Al ver que no regresaba el bergantín, y en vista de la penuria de su ejército,
Gonzalo Pizarro decidió retornar a Quito, adonde, después de muchos meses de
sufrimientos sin cuento, y completamente desnudos, apenas llegaron ochenta
esqueletos vivientes.
A su llegada, Gonzalo se enteró de la espantosa noticia de que su hermano
Francisco había sido asesinado, y, al mismo tiempo, le notificaron de la venida
de un emisario de la Corona.
Efectivamente, al norte había desembarcado el enviado del Rey, Cristóbal
Vaca de Castro, oidor de la Audiencia de Valladolid, persona supuestamente
competente y enérgica, con encargo de pacificar los espíritus, hacer justicia en
Nueva Castilla y prestar apoyo y asesoramiento al marqués que acababan de
asesinar. Este juez extraordinario era portador, además, de varias cartas dirigidas
a personalidades relevantes del Perú.
Con sentido profético y excelente conocimiento de la situación, la Corona
había añadido una provisión por la que se encargaba al pesquisidor el gobierno
efectivo del Perú, si el marqués, de edad ya madura, fallecía durante su visita.
Aquél era el hombre que se acercaba hacia Quito en compañía del ejército de
Alonso de Alvarado, teniente de Pizarro en la región nordeste de Chachapoyas.
Gonzalo Pizarro salió inmediatamente a su encuentro.
—Excelencia —saludó cortésmente—. Os doy la bienvenida al Perú.
Vaca de Castro, saludó a su vez haciendo una reverencia al joven Pizarro.
—Debo daros el pésame y transmitiros las condolencias de la Corona, de la
cual soy portavoz, por la muerte de vuestro hermano —dijo con voz grave.
—Gracias —respondió Gonzalo—. Ahora lo importante es castigar a los
culpables.
—Les castigaremos —aseguró el enviado.
—Contad para ello conmigo —declaró el menor de los Pizarro.
—Vuestra ayuda será bienvenida. En cuanto os unáis a nosotros
marcharemos hacia Lima. He enviado emisarios a todos los principales capitanes
y encomenderos del país y espero que se unan a nosotros por el camino.
Efectivamente, a partir de ese momento, y según avanzaban hacia el interior
del Perú, el ejército iba aumentando de tamaño, uniéndose a él no sólo los
pizarristas sino todos los aventureros cuyo instinto les hacía cobijarse bajo el
estandarte real.
En su carta al rey, Vaca de Castro escribió eufórico:
… por todo lo que veo, hasta las piedras se quieren levantar contra
esa gente…
No tardaron en unirse al creciente ejército, el capitán Juan Pérez, que hacía
una entrada no lejos de allí; el capitán Verdugo, que vigilaba en Cajamarca una
posible irrupción de los almagristas del Cuzco; y el veterano de las guerras de
Italia, el viejo, pero animoso, Capitán Francisco de Carvajal.
En el último momento, Sebastián de Belalcázar, que acababa de regresar de
España para tomar posesión del gobierno de la región de Popayán que le había
sido concedido por la Corona, se unió también al estandarte real.
El ejército, de tal manera engrosado, avanzó imparable sobre Lima, que se
entregó sin lucha, pues los almagristas habían retrocedido hasta los valles
andinos de Jauja para tratar de resistir, cerca de su propio nidal cuzqueño, a un
enemigo que les doblaba en número.
Los dos ejércitos se enfrentaron en los roquedales de Chupas, cerca de
Huananga, donde la artillería de los almagristas se enfrentó con la del veterano
Pedro de Gandía, el mismo que había destrozado a las masas del ejército incaico
en Cajamarca.
Era el 16 de septiembre de 1542.
Con los cañones bien dirigidos por Gandía, la caballería al mando de
Belalcázar y Alvarado —uno en cada flanco—, y la infantería tras el viejo
Carvajal, los almagristas no tenían muchas opciones.
Después de un día de intensa lucha, en la que dos ejércitos castellanos se
volvían a enfrentar en una segunda guerra civil, la victoria cayó inevitablemente
a favor de los realistas. Los almagristas quedaban así completamente
aniquilados.
Tal como había sucedido en la batalla de Las Salinas, numerosos nativos,
entre ellos muchos partidarios de Manco, se arremolinaron en las colinas para
contemplar la batalla entre españoles. Vieron consternados las modernas armas
de guerra: nuevos arcabuces de rueda y chispa; ballestas de cremallera capaces
de atravesar una plancha de acero; caballeros con brillantes armaduras
arremetiéndose con largas lanzas y escudos, y sobre todo, la artillería: poderosos
cañones que disparaban tanto bolas de hierro capaces de derribar un muro, como
metralla que podía matar a una veintena de hombres.
El espectáculo, esta vez, fue muchísimo más espeluznante que en Las
Salinas. Las luchas fueron mucho más sangrientas y crueles, dejando más de
trescientos muertos sobre el terreno.
Vaca de Castro demostró en esta batalla, no sólo ser un cobarde —se
mantuvo alejado, montado sobre su caballo para emprender una rápida huida en
caso de que las cosas fueran mal—, sino también ser cruel y despiadado.
Cuando el jovencísimo Diego de Almagro —apenas un adolescente—, fue
apresado, determinó el nuevo Gobernador que fuera llevado a la capital incaica
para ser ajusticiado, sin juicio alguno, en la plaza mayor de la ciudad que tanto
había ansiado su padre. Asimismo, ordenó ejecutar, no sólo a los principales
cabecillas de la revuelta y asesinos de Pizarro, sino también a un número tan
grande de prisioneros, que se empezó a ganar muchas antipatías entre los
veteranos por su innecesaria crueldad.
Pero no sólo Castro demostró ser cruel y cobarde, sino que también comenzó
pronto a distinguirse por su sed insaciable de riquezas. Pensando que su
Gobernación estaba segura y que había hecho un gran servicio a la Corona,
consiguió apropiarse, por medios un tanto dudosos, de propiedades ajenas, sobre
todo, de los que habían combatido contra él.
En el pináculo de su orgullo y soberbia mandó a los indios que le hicieran
tapicerías y mantos, con sus armas, de oro y plata, así como de lanas finísimas
como la seda.
Estas nuevas no tardaron en cruzar el océano, y con ellas, muchas quejas de
sus crueldades y robos, por lo que la Corona empezó a plantearse la necesidad de
enviar a otro Gobernador para sustituirle.
El período que siguió fue de un abuso total por parte de los españoles
pizarristas. Muchos de ellos habían recibido encomiendas exorbitantes y
maltrataban a los indios.
Luis de Morales, clérigo en el Cuzco, escribió al Rey diciendo que muchos
encomenderos marcaban a los indios en la cara como a las reses y los usaban
como esclavos en flagrante violación de las ordenanzas reales.
Un encomendero, Melchor Verdugo, confesaba en una carta que escribió a
su madre:
Vivo en una ciudad llamada Trujillo en la que tengo una gran
mansión y tengo un buen repartimiento de indios, entre ocho y diez mil.
No hay un solo año en el que no me proporcionen ganancias de seis mil
castellanos de oro…
Éste era un típico ejemplo de lo que ocurría con cada uno de los
cuatrocientos ochenta encomenderos que había en el país. Todos poseían una
enorme mansión de piedra, que llenaban de parientes o invitados. Los
encomenderos poseían muchos caballos, algunos esclavos negros, traídos de
África, y cientos o incluso miles de indios a su servicio. Generalmente, estos
hombres se casaban con una española por poderes, que educaba a sus hijos en la
mejor tradición española.
Por ley, los encomenderos debían proporcionar un clérigo para convertir y
catequizar a los indios de su encomienda, en la religión católica. Pero eso, en la
práctica, no se llevaba a cabo, pues apenas había sacerdotes misioneros
disponibles. Sólo los grandes encomenderos tenían un capellán privado. Los
demás nombraban a un mayordomo o criado como «misionero seglar».
Los peores eran los aventureros recién llegados de España. Violentos,
ambiciosos, jugadores, pero frustrados por no poseer una encomienda o fáciles
conquistas, esta gente formaba una escoria arrogante y abusiva con los nativos.
El clérigo Morales se quejaba en sus cartas al Rey.
… he visto con mis propios ojos que la mayor parte de las ciudades
y poblados de indios están desiertos y quemados, y que los españoles
hacen acarrear a los indios grandes fardos a grandes distancias…
También Morales se quejaba que…
… los cristianos se rodean de mujeres nativas «como si se tratara
de harenes musulmanes»…
Otro clérigo, Cieza de León admitía.
… se apoderan de las esposas e hijas de los nativos para sus
propios usos cometiendo atrocidades con ellas…
Todos estos informes escritos se vieron reforzados y dramatizados por un
grupo de reformistas encabezados por Bartolomé de las Casas, que había vuelto
a España de Guatemala en 1539. Las Casas y sus seguidores condenaban la
encomienda misma. Deploraban un sistema, bajo el cual «todo beneficio
derivado de los nativos» iba directamente a las arcas del encomendero.
Esto —decían—, es contrario al bienestar de los indios y contra
toda razón y prudencia humana; contra el servicio de nuestro Señor y
Rey, contrario a todas las leyes civiles y canónicas; contrario a las
reglas de filosofía moral y teóloga; está contra la voluntad de Dios y de
su iglesia.
Las Casas añadía que la autorización papal de conquistar las Indias era a fin
de mejorar la vida de los indios y conseguir su salvación, no para esclavizarlos
en encomiendas.
En su libro Breve Cuenta de la Destrucción de las Indias daba toda clase de
detalles de las atrocidades cometidas por los españoles y estadísticas exageradas
de su depredación.
Los rumores de estas atrocidades se esparcieron por toda Europa tan rápido
como lo fue las nuevas de la conquista.
Otras naciones estaban celosas del brillante imperio español, por lo que
aquellas atrocidades pronto se ganaron un enorme público lector y dieron como
resultado La leyenda negra. En ella se contaba la excesiva crueldad española, y
causó tanto una condenación apasionada, como una defensa a capa y espada del
proceder español.
Un poco forzado por todo esto, el 20 de noviembre de 1542, el Rey Carlos I
dictó en Barcelona las Leyes Nuevas para humanizar la conquista. Estas leyes
incluían la prohibición y cancelación de las encomiendas vitalicias, las
provisiones para asegurar la evangelización sistemática de los indios y la virtual
prohibición de efectuar entradas en son de guerra.
Las Leyes Nuevas contenían una cláusula especial contra las encomiendas ya
concedidas y organizadas en el Perú, que los pobladores españoles consideraron
vejatoria, sobre todo, después de que tantos de ellos habían pagado con la vida
su esfuerzo poblador, en la gran insurrección de los incas y en las dos primeras
guerras civiles.
… a todos los encomenderos del Perú que hubieren sido culpados
en las alteraciones y pasiones de Francisco Pizarro y don Diego de
Almagro les son quitados todos los repartimientos.
Prácticamente, todos los encomenderos habían tomado parte en las guerras
civiles, por lo que todos se sintieron amenazados por la nueva legislación, que
les cortaba las futuras perspectivas de una vida fácil y cómoda.
Un verdadero de torrente de protestas inundó las cancillerías españolas, tanto
de México como del Perú, donde estaba gestándose otra guerra civil.
Dos personajes iban a ser las figuras centrales de este nuevo y sangriento
episodio: Blasco Nuñez Vela y Gonzalo Pizarro.
La Corona designó como primer Virrey del Perú, a Nuñez Vela, que había
sido Corregidor de Málaga y Cuenca, veedor general de las guardias de Castilla
en la frontera navarra, y capitán general de la Armada para custodia de los
galeones que transportaban el oro de las Indias.
Este personaje acudía con la misión específica de hacer cumplir las Leyes
Nuevas por encima de todo. Acreditado ejecutor, gobernante inflexible, carente
de todo sentimiento político, don Blasco acudió a su alta representación indiana
completamente identificado con la misión que le había encomendado el Rey.
Venía poseído de la majestad más que del reflejo real. Nuñez no tenía reparos en
reconocer que no conocía nada sobre los problemas de la Nueva Castilla,
problemas que abordó inmediatamente con su carácter irascible e impetuoso. El
nuevo Gobernador no era nada propenso al diálogo y al compromiso.
Además de Virrey, Gobernador y Capitán General, Nuñez ostentaba el cargo
de presidente de la nueva Audiencia creada en la ciudad de los Reyes. Llegó de
España hasta Panamá acompañado de los oidores Lisón de Tejada, Juan de
Álvarez, Diego de Cepeda, Pedro Ortiz de Zárate y el contable real, Agustín de
Zárate.
El 10 de enero de 1544, desembarcó Nuñez en el puerto atlántico, Nombre
de Dios.
Apenas llegado a Panamá, y sin esperar a ir a Perú, Don Blasco proclamó a
los cuatro vientos sus ordenanzas con toda su crudeza. Era un desafío del que se
tuvo inmediatamente noticia en el Perú y que levantó grandes ampollas.
El mismo Gobernador de Panamá se mostró preocupado.
—Os aconsejo, Don Blasco, que tengáis sosiego y prudencia. La
proclamación de las Leyes Nuevas puede causar muchos problemas.
El Virrey se encogió de hombros con indiferencia.
—He venido a hacer cumplir la ley con todo rigor —dijo—, y haré todo lo
que haga falta para que así sea.
—No digo que no lo hagáis, pero tened en cuenta que se han levantado
verdaderas tempestades de protesta por todas las Indias.
—Haremos callar a todas esas voces —insistió el Virrey.
A fin de evitar interferencias, don Blasco Núñez se adelantó a los oidores en
su viaje al Perú. Desembarcó en Tumbez y fue anunciando las nuevas
disposiciones por todas las villas españolas con la consternación general
correspondiente.
Destituyó fulminantemente al anterior gobernador, Vaca de Castro, y se negó
a aceptar los recursos de súplica que le fueron elevados inmediatamente por
pobladores y autoridades, lo cual iba en contra del fundamento jurídico asentado
en una tradición del derecho español ancestral.
No esperó don Blasco Núñez de Vela para proclamar las Leyes Nuevas; lo
hizo al día siguiente de llegar a la Ciudad de los Reyes.
El procurador de la ciudad, Pedro de Linares, tenía preparado un
requerimiento pidiendo la suspensión provisional de las leyes por motivos de
orden público —al fin y al cabo, estaban en un territorio recientemente sacudido
por una insurrección general de los indígenas y dos guerras civiles entre
españoles—, pero accedió a retirarlo ante el ruego de una comisión mediadora,
que le aseguró poder conseguir la suspensión hasta la llegada de los oidores de la
nueva Audiencia.
—Hablaremos con el Virrey —le dijeron—. Tendrá que esperar la llegada de
los oidores.
—No sé si os hará caso —replicó Linares no muy convencido—. Es un
hombre terco como una mula.
Efectivamente, el Virrey se cerró en banda y no atendió la prudente
propuesta de la comisión. Ratificó la plena vigencia de las leyes, suscitando con
ello un enorme malestar en las encomiendas y ciudades en el Alto Perú. Sobre
todo, en la zona del Cuzco y de Charcas.
Ante tantos y tales desaciertos, desde la antigua capital inca, los españoles
invocaron la jefatura de Gonzalo Pizarro para que con su gran aureola y
prestigio, les defendiese ante el Virrey.
Dos graves acusaciones se extendieron por todo el país: su actitud poco real
ante los hechos establecidos ya en el Perú; y su talante dictatorial al exigir el
cumplimiento de las leyes sin haber oído a la Audiencia, que aún no había
podido hacerse cargo de la situación. En realidad, cuando llegaron a Lima se
encontraron ante una política de hechos consumados impuesta por el Virrey, lo
cual no les gustó en absoluto.
—Vos sois la cabeza —dijeron—, y nosotros los miembros; lo cual, todo
junto, forma un cuerpo que representa el nombre del Rey.
Pero ni aun así les hizo caso el vanidoso Virrey, quien, como primera
medida, mandó prender a Vaca de Castro y enviarlo en un barco a España, donde
le esperaba el tribunal del Consejo General de las Indias.
El caldo de cultivo estaba listo para otro enfrentamiento entre españoles.
El otro personaje que iba a influir en los dramáticos acontecimientos futuros
se encontraba en la ciudad del Cuzco adonde había acudido desde sus tierras de
Chaqui, para atender a la llamada de los pobladores y del Cabildo de la ciudad.
—Os nombraremos procurador de la ciudad ante el Virrey y ante el Rey —
propusieron.
Gonzalo Pizarro aceptó.
—De acuerdo —dijo—. Haré lo que pueda por vosotros.
Habían confluido en la antigua capital incaica numerosos encomenderos
fugitivos de Lima y de otros puntos del Perú que se sentían amenazados por las
iras de don Blasco. A sus anteriores tiranías y agravios, había añadido el Virrey
la amenaza de ahorcar, como había hecho con Illán Suarez de Carvajal, a todos
los que osaran presentar nuevos recursos de súplica.
Según pasaba el tiempo la situación fue agravándose y el clamor unánime de
los españoles se elevó de tono. Tanto era así, que Gonzalo Pizarro se consideró
obligado a dar un paso decisivo.
—Nos declararemos en rebeldía contra el Virrey —anunció—, tal como hizo
Hernán Cortés en Veracruz, cuando se alzó contra Diego Velázquez, Gobernador
de Cuba.
Cortés había estado respaldado por un Cabildo improvisado por él mismo en
un municipio creado para la ocasión. Ante el éxito de Cortés, la Corona revalidó
aquel acto de rebeldía provisional, terminando la jornada gloriosamente.
En este caso, el Cabildo que respaldaba a Gonzalo Pizarro no era una
improvisación como el de Villa Rica de la Vera Cruz, sino el que regía la ciudad
española y capital imperial del Cuzco.
—Para que mi gestión sea efectiva —exigió Gonzalo—, debéis nombrarme
capitán general y justicia mayor.
Aquello significaba concentrar en sus manos todo el poder. Era arriesgado,
pero más arriesgado resultaba estar a la merced de aquel demente de Virrey. Así,
pues, Gonzalo Pizarro se alzó como dictador de Cuzco nombrado unánimemente
por todo el Cabildo de la ciudad.
De aquella forma, se reproducía el planteamiento absoluto de las dos guerras
civiles anteriores. Con la rebelión de Gonzalo Pizarro quedaba ya convocada la
tercera.
Evidentemente, la amenaza que suponía Gonzalo Pizarro para Blasco Núñez
Vela era mucho más peligrosa que la que supuso la de los almagristas para Vaca
de Castro.
Como maestre de campo, Gonzalo Pizarro designó a Francisco de Carvajal,
que había sido el jefe de la infantería que había derrotado a los almagristas.
Increíblemente, aquel veterano de las guerras de Italia rozaba ya los ochenta
años, aunque seguía conservando la fuerza y resistencia de un joven de veinte.
—Joven Gonzalo —dijo el viejo soldado sonriendo ampliamente—. Vas a
tener el mejor ejército del mundo cuando termine con estos soldados.
—Ya veo que estás matándolos a marchas y entrenamiento con las armas —
asintió Gonzalo.
—Todos deben de tener una resistencia física mejor que un legionario
romano, y además tienen que saber usar toda clase de armas. Sobre todo, los
nuevos arcabuces de rueda y chispa.
—Y no tener miedo a usarlas —aprobó Gonzalo.
—Exacto.
—¿Estuviste muchos años con el Gran Capitán? —preguntó el joven Pizarro.
—Más de veinte. Era un hombre increíble. Nunca supo lo que era una
derrota. Sus ejércitos eran invencibles. Sus planteamientos de las batallas
recordaban a los de Aníbal, el gran genio cartaginés.
—Pues espero que hayas aprendido mucho de él, cuando presentemos batalla
a ese Virrey de pacotilla.
—Ese hombre es un fantasma —aseguró Carvajal—. No tienes nada que
temer de él. Ya ves la cantidad de gente que viene a unirse a nosotros. Te
aseguro que al vernos no parará de correr hasta Panamá.
No podía saber Carvajal, que, lejos de correr, el Virrey iba a tomar una
decisión que afectaría directamente a un hermano suyo.
Gonzalo Pizarro había enviado un embajador para parlamentar con don
Blasco a fin de llegar a un acuerdo antes que a un enfrentamiento. Incluso le
ofreció una gran fortuna si dejaba el país y regresaba a España. Pero el Virrey
despreció la oferta y mandó pregonar que nadie se atreviera a acudir a Gonzalo
Pizarro, so pena de horca.
Pero, no obstante, su pregón, varios sobrinos de Juan Juárez de Carvajal,
factor de su Majestad, con otros doce de a caballo se fueron a Cuzco pasándose
al bando de Gonzalo.
Cuando el Virrey se enteró, enfurecido, envió a llamar al factor.
—¿Os parece bien —le espetó—, esa traición que me habéis hecho vos y
vuestros sobrinos?
El factor, sorprendido oyéndose llamar traidor respondió airado.
—Ni he hecho traición, ni soy traidor, señor. Soy un fiel y leal servidor y
vasallo de su Majestad. Le sirvo y le serviré en mi oficio tan bien como vos en el
vuestro.
El semblante del Virrey se tornó lívido al oír semejante contestación. Cegado
por la ira sacó la daga que tenía al cinto y, sin mediar palabra, dio dos puñaladas
a su interlocutor que le dejaron malherido. Acto seguido, se volvió a los guardas.
—¡Matadlo! —ordenó.
Uno de ellos atravesó al herido con su pica antes de que pudiera defenderse.
—¡Echad el cuerpo a la calle! —dijo el Virrey con gesto despectivo.

No tardó en llegar a oídos de los Auditores la noticia del asesinato que había
cometido el Gobernador.
—Es inaudito —exclamó Cepeda—. Este hombre se ha vuelto loco.
—Es verdad —reconoció Álvarez—, se comporta en un completo deservicio
de su Majestad, y camino va de alterar, y no de pacificar la tierra.
—¡Prendámosle! —exclamó Tejada—, y se lo mandaremos de vuelta al Rey.
Después de mucha discusión acordaron los oidores de enviar a Cepeda con
gente armada a prenderlo.
Cogido por sorpresa en su alojamiento, aunque intentó defenderse, el Virrey
fue, por fin apresado y, cargado de cadenas, arrojado a la bodega de un navío
que salía para España.
—Uno de nosotros debería ir con él —dijo Cepeda—, a fin de dar a conocer
al Tribunal de las Indias las acusaciones contra él, firmadas por todos nosotros.
—Iré yo —se ofreció voluntario Álvarez.
Cada vez estaba más incierto el futuro de Perú. Unas nubes negras se cernían
en el horizonte.
Capítulo XXIII

La tercera guerra civil

C uando el barco estuvo ya en alta mar, y el Virrey liberado de sus cadenas,


Álvarez tuvo una larga conversación con Blasco Núñez, la cual cambió el
curso de la historia.
—Si me ofrecí voluntario para llevaros a España —dijo—, fue para salvaros
la vida.
—¿Para salvarme la vida? —repitió don Blasco con desconfianza.
Álvarez asintió.
—Los otros tres oidores estaban dispuestos a mataros. Yo tuve que
interceder por vos y prometerles llevaros a España ante el tribunal de las Indias
—dijo.
—No sé si no prefiero la muerte —exclamó el Virrey— antes que eso.
—No tiene por qué ser así —insinuó el oidor.
—¿Qué queréis decir?
—Todavía sois el Virrey de Perú. Os propongo desembarcar en el norte y
marchar desde allí a Quito.
—¿Haríais eso por mí?
—Lo haría siempre que luego vos correspondierais.
El virrey no lo dudó un momento.
—Os aseguro que el Rey sabrá recompensaros, y como yo soy su
representante aquí, lo tendré muy en cuenta.
—Gracias —asintió Álvarez satisfecho.
Pocos días después, los dos hombres y su séquito desembarcaban en Túmbez
camino a Quito. Allá se juntaron con Sánchez Dávila, primo hermano del Virrey,
Hernán Vela, primo suyo, Gonzalo Pereira, Hierónimo de Lerman y el capitán
Sema.
Desde allí envió el Virrey al contador Joan de Guzmán a Panamá para
conseguir gente; a Gonzalo Pereira a la provincia de Bracamoros, a cincuenta
leguas de San Miguel para que se trajese a los cien hombres que había allí; a
Quito, a don Alonso de Montemayor, para que recuperara el oro de su Majestad
y trajese la gente que pudiera.
El enfrentamiento se estaba gestando.

Por su parte, los otros tres miembros de la Audiencia enviaron una embajada
al Cuzco para pedir a Gonzalo Pizarro que se presentase en la Audiencia.
El nuevo capitán general de los rebeldes accedió, pero acudió con un ejército
de mil doscientos hombres. En un audaz golpe de mano se apoderó de Lima,
encargando a Francisco de Carvajal que ahorcase a todos los que pudieran
oponérseles.
El viejo maestre de campo se encargó con gusto de hacer aquella limpieza,
dándoles a elegir a las víctimas el árbol del que les colgarían.
Tan a fondo se encargó Carvajal de su tarea que ahorcó a un hidalgo que se
decía Antonio Prado, porque iba por la calle con las espuelas calzadas como para
montar a caballo, cuando Gonzalo Pizarro había dicho que nadie saliese de la
ciudad sin su permiso.
—Llevadlo a la picota —ordenó a dos negros que iban siempre con él—. Y
echadle una soga al cuello.
—¡Tened piedad de mí! —gritó el pobre hidalgo—. ¡Dejadme confesar mis
pecados!
—Pocos pecados puedes tú tener, pues mancebo eres —contestó Carvajal
riendo—. ¡Arriba con la soga!
El desgraciado, al sentirse morir pataleó de tal manera que la cuerda se
rompió.
—¡Voto al diablo! —dijo Carvajal enojado—. ¡De qué mala calidad hacen
estos materiales hoy en día!
Y mientras decía eso él mismo dio garrote al infeliz.
Al día siguiente, Carvajal recibió información de que había un hidalgo,
Rodrigo Núñez, servidor del Rey en el monasterio de Santo Domingo de Lima.
El viejo «demonio» se llevó a un par de soldados para prenderlo. Entraron en el
monasterio por la fuerza y descubrieron al desgraciado Núñez escondido debajo
del altar mayor.
—Ahorcadlo aquí mismo —ordenó a sus soldados.
El provincial de Santo Domingo trató de impedirlo, sin conseguirlo.
—¡Si hacéis lo que os manda este hombre —proclamó solemnemente—, os
prometo que moriréis los dos antes de un año!
Increíblemente, uno de ellos se ahogó pocos días después en dos palmos de
agua, y el otro murió ahorcado por el capitán Alonso Toro.

Los tres oidores, para evitar males mayores, y sobre todo, para conservar su
cuello, accedieron a nombrar a Gonzalo Pizarro gobernador del Perú.
Durante los meses siguientes, Gonzalo Pizarro se tomó en serio la
gobernación del país, haciendo las cosas con moderación; administró justicia con
seriedad; obligó a los encomenderos a cumplir las disposiciones reales sobre el
adoctrinamiento de los indios mediante clérigos; decretó que no se podía castigar
a los indígenas sin previa formación de proceso y se esforzó por mantener al día
las obligaciones del país con la Hacienda Real, y sobre todo, rechazó de manera
tajante las propuestas de independencia que muchos, temerosos de las
consecuencias de sus acciones, le proponían.
Parecía que la fortuna sonreía a Gonzalo Pizarro, pero…

Mientras Gonzalo Pizarro organizaba su gobierno en Lima, el irreductible


Virrey Blasco Núñez Vela llegaba a Quito para preparar la recuperación del
Perú. Pero, aunque hizo desesperadas llamadas a la población para que se
enrolara bajo el estandarte real, pocos querían arriesgar sus vidas en una
aventura desesperada. Se sabía que Gonzalo Pizarro se acercaba con un ejército
de seiscientos de sus mejores hombres, entre ellos trescientos arcabuceros.
Todos bien equipados.
El Virrey sólo había conseguido reunir trescientos hombres dispuestos a
luchar por la Corona.
Entretanto, los hombres de Gonzalo Pizarro engrosaban su número con
mesnadas españolas procedentes de Popayán y de Nueva Granada. También
pudo contar Pizarro con un buen contingente de indios auxiliares. Curiosamente,
cuando todo estaba listo para partir, llegó a oídos de Gonzalo que un tal Diego
Centeno se había sublevado contra él en Chuquisaca.
—¡Déjalo a mi cuenta! —le dijo Francisco Carvajal—. Enseguida le bajaré
los humos.
—¿Cuántos hombres necesitarás?
—Me bastarán con cien jinetes. Eso sí. Me llevaré los mejores.
—Vuelve pronto. Te esperaremos para partir hacia Quito. Has de saber que
mis dos hijos están en Quito, por lo tanto, en manos de ese Virrey.
—El pequeño Francisquito e Inés, ¿eh? —dijo Carvajal—. Bien, te aseguro
que estaremos aquí en un abrir y cerrar de ojos.
Carvajal, a quien muchos ya empezaban a llamar el Demonio de los Andes,
por su crueldad, cumplió su promesa y no tardó mucho en estar de vuelta.
—Tengo dos buenas noticias para ti, mi joven amigo —dijo, exultante, a
Gonzalo en cuanto le vio.
—La primera me la imagino —sonrió el menor de los Pizarro—. La otra, no.
—Como te supones bien, la primera es que la zona está pacificada. No creo
que el tal Centeno vuelva a dar problemas.
—¿Qué fue de él?
—Se escapó, aunque cogí a la mayoría de los suyos; a unos sesenta.
—¿Qué hiciste con ellos?
—Los colgué a todos. Aunque, eso sí. Como tengo un buen corazón, les dejé
elegir el árbol.
—Me parece muy bien —asintió jocosamente Gonzalo—. Era lo menos que
podías hacer. Y, ahora dime. ¿Cuál es la segunda cosa que querías decirme?
—He encontrado plata. Un enorme cerro de plata en Potosí.
—En Potosí, ¿eh? Ya se había encontrado algo de plata por esa zona antes.
¿Crees que hay mucha?
—Muchísima —respondió el viejo soldado—. Podías declararte
independiente de España con esa riqueza.
Gonzalo negó con la cabeza.
—No es mi intención declarar un estado independiente de la Corona.
Después de derrotar a Blasco Núñez todo volverá a su cauce normal.
Carvajal insistió.
—Nunca tendrás una ocasión como ésta. Tienes a toda la población
respaldándote. Aprovéchate y declárate rey del Perú.
Pero Gonzalo volvió a negar con la cabeza.
—No soy un traidor —dijo.
Carvajal guardó silencio un momento, como si estuviese reflexionando.
—Vi a tu sobrina, Francisca, el otro día —dijo, por fin—. Es una jovencita
preciosa de once años. Te aconsejaría que fueras pensando en casarla.
—¿Casarla? —repitió Gonzalo—. ¿Con quién?
—Ése es tu problema —dijo Carvajal—. ¿Por qué no tú mismo?
Gonzalo se quedó pensativo. Su hermano Francisco había tenido dos hijos
con la princesa Inés Huaylas, Francisca y Gonzalo y otros dos con la princesa
Añas, Francisco y Juan.
Cuando los almagristas asesinaron a su hermano, su tía, Inés Muñoz, viuda
de Martín de Alcántara, trató de esconderlos en un monasterio, pero no tardaron
los de Chile en descubrirlos. Enviaron a la viuda con los dos mayores
legitimados por Pizarro en un barco a España, con instrucciones al capitán de
dejarlos abandonados en una isla desierta. Sin embargo, el capitán los
desembarcó al norte de Perú.
Durante la guerra de Chupas, Inés Muñoz y los niños se habían refugiado en
Trujillo, volviendo a Lima tras la victoria de Vaca de Castro. La joven viuda
había nombrado guardián de los niños a Antonio de Rivera y poco después se
casó con él. Los otros dos hermanos fueron colocados bajo un viejo tutor
llamado Cano, quien también se encargaba de la educación de un tal Garcilaso
de la Vega.
Gonzalo Pizarro pensó en sus hijos. Hacía poco los había legitimado. Eran
poco más jóvenes que su sobrina. Quizá no fuera una mala idea casarse con la
jovencita. El matrimonio le uniría con la descendiente legítima del gran Marqués
y de la casa real de los incas, un buen partido si se decidía a colocarse la corona
de un Perú independiente…

Mientras esto ocurría en Perú, en el Consejo Real de Castilla se pronunciaba,


por fin, la sentencia contra Hernando Pizarro, preso en la fortaleza de La Mota
de Medina del Campo.
La acusación había sido hecha por un caballero llamado Diego de Alvarado,
y seguida por Iñigo López de Mondragón, procurador de causas en el Consejo
Real de Indias, como señor de la instancia. La sentencia fue dada a conocer de la
siguiente manera:
En el pleito y causa criminal que ante nos ha pendido y pende entre
Diego de Alvarado por sí y en nombre de Íñigo López de Mondragón
como señor de la instancia, de una parte, y de la otra Hernando
Pizarro, reo acusado sobre la muerte del dicho adelantado don Diego
de Almagro, solamente.
Fallamos, atento los autos y méritos del dicho proceso, que por la
culpa que resulta contra el dicho Hernando Pizarro sobre la dicha
muerte del dicho adelantado don Diego de Almagro, le debamos
condenar y condenamos a que de la prisión donde está, sea llevado a
uno de los lugares de la frontera de África, cual por Su Majestad fuere
señalado; y allí sea entregado al capitán o persona que por Su
Majestad estuviere, para que todos los días de su vida el dicho
Hernando Pizarro sirva a su costa, con su persona y armas y caballo,
en lo que por Su Majestad y por sus capitanes en su nombre le fuere
mandado, sin que pueda salir del dicho lugar y parte en lo que fuere
señalado, so pena de muerte natural. Le privamos e inhabilitamos para
que no pueda ejercer cargo ni oficio de Su Majestad. Le condenamos a
todas las costas y gastos de esta causa hechas la tasación de las cuales
nos reservamos. Y por ésta nuestra sentencia juzgando, así lo
pronunciamos y mandamos: con que debemos mandar y mandamos que,
entre tanto y hasta que se fenezcan y acaben los pleitos que contra el
dicho Hernando Pizarro se lleven a cabo, sobre los otros delitos y
acusaciones de que está acusado, esté preso y a buen recaudo —Doctor
Escudero. —El licenciado Alderete. —El licenciado Galarza. —El
licenciado Francisco de Montalvo.
Dada y pronunciada fue esta sentencia por los señores del Consejo
Real, que en ella firmaron sus nombres, en la villa de Valladolid, a tres
de marzo de mil quinientos y cuarenta y cinco años. Ochoa de Luyando.
No fue ésta la única sentencia que fue dictada contra Hernando Pizarro. Don
Antonio de Montemayor escribió al respecto:
Junto con esta sentencia, fue el autor de estas historias avisado que
estos procuradores de ambas partes suplicaron de ella, y fueron
recibidos a prueba con término de un año; y el Hernando Pizarro está a
buen recaudo preso en la Mota de Medina del Campo. Y después de
este litigio, le quedan otros muchos que se le piden civil y
criminalmente, así por parte del licenciado Villalobos, fiscal del
consejo Real de Indias, como por otras personas, y se cree que
Hernando Pizarro tiene pleitos para toda su vida, por muy larga que
ésta sea.

Desaparecido ya el último obstáculo, el ejército de Gonzalo Pizarro se puso


en marcha hacia Quito. En el suburbio de Añaquito levantaron el real, a un lado
del río Guallabamba, el 17 de enero de 1546, en espera del enemigo, los
hombres de Blasco Núñez.
Cinco leguas antes de llegar a ese paraje, los hombres de Pizarro habían
capturado a seis hidalgos de los del Virrey. Cuando llegó Gonzalo a ese lugar
encontró que sus cuerpos se balanceaban colgados de un árbol. Carvajal sonreía
debajo de ellos.
—¿Qué le parece a Vuestra Señoría, a qué gentil sombra estoy?
Pizarro se rió.
—Todo lo que Vuestra Merced hace, está bien hecho.
Hubo otros muchos hombres del Virrey que fueron también capturados, y
tenían ya la soga al cuello cuando Gonzalo Pizarro ordenó que les dejasen vivir.
—No debería Vuestra Señoría ser tan blando de corazón —dijo su Maestre
de Campo pesaroso.
Al día siguiente, estando un negrillo suyo, que hacía diez años que le servía,
con los pies hinchados, dijo a su amo que, poco a poco, iría con él.
—Ven cabalgando —rió Carvajal—. Monta en una acémila.
Se dirigió a otros negros.
—Montadle encima del animal.
Pero al mismo tiempo que decía eso le echó una soga al cuello y le dio
garrote.

En el otro campo, habían apresado a un hombre, un tal Oliveira, que había


intentado matar al Virrey. Puesto al tormento, confesó que Pizarro le había
enviado a matarle, prometiéndole muchas mercedes si tenía éxito.
Cuando le dejaron de atormentar, exclamó:
—¡Dios es servido de abrirme los ojos! —dijo—. Si deseáis, yo mismo iré al
campamento de Pizarro y le daré muerte.
—¿Y cómo vamos a saber que dices la verdad? —preguntó el Virrey—.
Quien miente una vez miente un ciento.
—¡Os juro que digo la verdad! —exclamó—. Para que vean Vuestras
Mercedes que no me echaré para atrás, propongo una cosa.
—¡Habla!
—El hijo de Gonzalo Pizarro, de diez años, a quien su padre adora, está aquí
en Quito. Entregádmelo y lo mataré. Luego iré adonde Pizarro y le diré que he
envenenado al Virrey y que no durará un mes. Esa misma noche yo daré la
alarma en su real, y cuando salga corriendo le mataré de un arcabuzazo. Bien
pueden ver Vuestras Señorías que habiendo matado al hijo, no puedo dejar de
quitar la vida al padre, para evitar su venganza.
—¿Serías entonces capaz de matar a un niño inocente por las culpas de su
padre?
—Lo haría por salvar a Su Señoría.
Blasco Núñez se volvió a su maestre de campo, asqueado.
—Cortadle la cabeza, y que una vez cortada le cuelguen de los pies, porque a
nueva forma de maldad, nueva forma de justicia se manifieste.
Pocos días después, enviaba el Virrey al hijo de Pizarro a Panamá por barco,
para tenerlo a buen recaudo, pero quiso el azar que Gonzalo Pizarro enviara a
uno de sus capitanes, Alonso de Hinojosa en un galeón al mismo tiempo. En
Túmbez se encontraron los dos barcos, y los hombres de Hinojosa se apoderaron
de la nave enemiga.
—Serás nuestro príncipe y conquistarás por el mar y vuestro padre por la
tierra— dijo Hinojosa cogiendo al chico en brazos.
Hecha la presa, el hombre de Pizarro partió con diligencia hacia Panamá.
Saltó a tierra con doscientos cincuenta hombres y, aunque en la ciudad había
más gente, nadie parecía dispuesto a luchar y la ciudad cayó en manos de los
hombres de Pizarro. A los pocos días, también se apoderaron de Nombre de
Dios, en el Atlántico.

Mientras esto ocurría, tanto el ejército del Virrey como el de Gonzalo


Pizarro, guardaban armas a ambos lados del río sin saber bien los efectivos que
formaban en el bando contrario. Blasco Núñez trató de envolver a los de Pizarro,
dando una vuelta de seis leguas, pero no pudo conseguirlo por ser un camino
muy árido.
Un grupo de los de Pizarro capturó a un clérigo y por él supieron la poca
gente que llevaba el Virrey y lo mal armados que iban, con lo que la moral de las
tropas rebeldes subió de tono.
Todo lo contrario ocurrió con el lado del Virrey, que al saber que las tropas
de Pizarro les doblaban en número y que, además, contaban con trescientos
arcabuces, cayeron en un desánimo grande.
Blasco Núñez les arengó:
—No desmayéis al ver tantas picas y arcabuces —dijo—, que la
causa que nosotros sustentamos es la justa y es en servicio de Dios y
nuestro Rey. Os ruego luchéis animosamente, como buenos servidores
de su Majestad.
Viendo que ya había llegado Gonzalo Pizarro con su gente, puso a los suyos
en orden y salió a un tiro de ballesta de la ciudad, gritando: «¡Libertad!
¡Libertad!».
No tardaron sus hombres en desplegarse en la llanura, pero en un número
mucho menor que sus enemigos: apenas alcanzaban trescientos hombres. Ambos
ejércitos contaban con la ayuda de un número parecido de indios auxiliares, unos
cinco mil.
El virrey confiaba en que la vista del estandarte real hiciera recapacitar a los
pizarristas y desertaran a su jefe, pero nada de eso ocurrió.
Los primeros en entrar en batalla fueron los arcabuceros, más del doble por
parte de Pizarro, y, además, con mucha más pólvora. No tardaron los hombres
del Virrey en gastar toda la que tenían. Y viendo, Blasco Núñez que les hacían
daño los tiros del enemigo a los que no podían ya replicar, se adelantó de la
vanguardia donde había estado hasta ese momento, a primera fila, diciendo en
voz alta:
—Caballeros, luchamos por nuestro rey. Hoy podéis quitar el poder a los
tiranos. La causa es Dios.
Repitió la frase hasta tres veces, mandó arremeter y salió al frente de los
jinetes.
La caballería de los dos ejércitos dio comienzo a una sangrienta batalla que
se alargó durante todo el día. Aunque al principio, los lanceros quiteños, con
largas lanzas de madera de fresno, bien trabadas, pusieron en aprietos a la
caballería de Pizarro, para mediodía, la batalla tenía ya, claramente, un vencedor.
Poco después, el Blasco Núñez cayó herido, y el sobrino del factor, Illán de
Carvajal, asesinado en Lima por el Virrey, bajó de su caballo para cortarle la
cabeza, pero Pedro Puelles, que se hallaba allí en ese momento se dirigió a él.
—No haga Vuestra Merced tan gran bajeza: córtesela un negro.
Así, llamaron a uno de los negros a su servicio y éste se dispuso a cortársela
mientras varios soldados retenían a Blasco Núñez por las manos y los pies. El
desgraciado Virrey comenzó a decir el salmo Misserere mei, Deus. Pero no se lo
dejaron acabar.
Después de cortada la cabeza muchos de los soldados presentes le arrancaron
las barbas para mostrarlas en Lima. Y como todos tiraban de aquí y de allá, no
sabía el negro cómo llevar la cabeza que se había quedado sin pelo. Así que, ni
corto ni perezoso, con el cuchillo le abrió un agujero en un carrillo y metiendo
un dedo por el orificio, se la llevó a la piqueta.
Poco después, la colocaba en el Rollo.
El cuerpo había quedado abandonado en el campo. Los soldados, en busca de
rapiña, le quitaron las armas y la ropa, quedando el cuerpo completamente
desnudo.
Algunos caballeros de Ávila, que estaban con Pizarro, tuvieron pena del
Virrey, y con licencia de Gonzalo juntaron el cuerpo con la cabeza llevándolo a
la casa de un vecino.
Más de doscientos españoles, de los dos bandos, yacían muertos en el campo
de batalla, y cerca de cien cayeron prisioneros.
—Si te parece, Gonzalo, me encargaré de los prisioneros —dijo Carvajal
quitándose la celada.
—¿Quieres decir con eso que les darás a elegir el árbol? —dijo Gonzalo
burlón.
—Creo que es lo menos que podemos hacer por ellos —replicó el viejo
soldado con semblante serio.
—¿Y si les dejáramos libres?
—No lo creo conveniente. Cuando se toma partido, se hace hasta sus últimas
consecuencias.
—Bien —contestó Gonzalo—. Adelante, pues. Mira a ver si tienes bastantes
sogas.
El maestre de campo del Virrey, que estaba herido en una de las casas, murió
a manos de Antonio de Robles, quien le remató de unas cuchilladas.
El oidor Álvarez tampoco salió mejor parado. Malherido, fue despachado de
un hachazo.
Don Alonso de Montemayor, salió de la batalla con una estocada que le
atravesaba el cuello, y habiéndole reconocido algunos de los caballeros que
estaban en el bando de Pizarro, le llevaron al Monasterio de la Merced,
dejándole allí con guardia.
Dos de los caballeros, Gómez de Alvarado y Juan de Saavedra, acudieron a
Pizarro para informarle de la captura y pedir por su vida.
—No hay merced para él —dijo Gonzalo—. Será ajusticiado.
—Está moribundo —rogó Saavedra—. Dejadle morir en paz.
Pizarro se encogió de hombros.
—Pues si es así, dejadlo que muera a sus anchas.
Aquellos mismos caballeros enterraron el cuerpo del Virrey en la iglesia, no
muy lejos del altar mayor. Y, curiosamente, el domingo siguiente, Gonzalo
Pizarro oyó misa, justamente encima de la sepultura del Virrey, como muestra de
desprecio por el enemigo vencido.
Unos días después de la batalla, mandó Pizarro cortar las cabezas de los
capitanes enemigos, Pedro de Heredia, Alonso Castellanos, Alonso Vello, Pedro
Antonio y Alonso de Rojas. Y un mes más tarde, ordenó sacar del Monasterio de
San Francisco, debajo del Santísimo Sacramento al capitán Diego de Torres y a
Sancho de la Carrera, vecinos de Quito; hizo cortar las cabezas de los cadáveres
y mandó arrojar sus restos a un barranco. Luego, casó a sus mujeres, por la
fuerza, con dos de sus soldados que se lo habían pedido.
A otros los desterró a Chile, que estaba a mil leguas de allí, incluyendo a un
fraile de la Merced, comendador de Quito y confesor del Virrey. A todos les
envió sin comida y con lo puesto, por el camino más difícil. Y, por increíble que
parezca, todos llegaron a su destino.
Tenían Gonzalo Pizarro y los principales de su campo, por mancebas a todas
las mujeres, casadas y solteras, a pesar de las protestas de los maridos y deudos.
Habiéndose encaprichado, Pizarro de la mujer de un tal Pedro de Frutos, a fin de
tenerla más disponible, envió al marido a trabajar a las minas, a cincuenta leguas
de allí. Al mismo tiempo envió recado al alcaide de las minas, Hernando de
Zavallos, para que aquel hombre no saliera con vida de ellas.
Sin embargo, el alcaide era un hombre de buena conciencia y no obedeció la
orden, dejándole en libertad.
—Diré a Pizarro que has muerto —le dijo—. Escóndete hasta que se vaya de
Quito.
No obstante, este hecho llegó a oídos de Pizarro y envió a prender a
Zavallos, bajo la acusación de que había hurtado oro en las minas. Cuando lo
traían preso, envió al sargento mayor con órdenes de que lo ahorcasen en el
camino; por otra parte, envió a un soldado para que matase a Pedro de Frutos.
Llevaba Pizarro dos meses en Quito cuando de nuevo tuvo noticias del
capitán Diego Centeno.
—Parece que tu viejo amigo, Centeno anda por los caminos del Cuzco con
doscientos hombres —le dijo—. Acércate por allí y termina con él.
—Será un placer —respondió Carvajal—. Esta vez no se escapará.
—Llévate cincuenta hombres contigo de aquí, el resto puedes cogerlos en
Lima. Tu amigo, Martín de Secilia te los proporcionará.
El alcalde de Lima, Martín de Secilia era un hombre alto, anguloso de rostro
cetrino y mirada fría. Amigo de Carvajal, rivalizaba con él en crueldad.
Le recibió con un gran abrazo.
—Bienvenido, amigo mío —exclamó exultante—. Me muero de ganas de
saber todos los detalles de vuestra batalla contra el Virrey.
—Invítame a una buena jarra de vino y te contaré todo lo que hicimos con lo
que quedó del tal Blasco Núñez.
Cuando los dos estuvieron cómodos en la mansión del alcalde, Carvajal le
contó a grandes rasgos cómo había ido la batalla.
—Y el cuerpo del viejo zorro quedó allí tendido, desnudo, sin cabeza y sin
pelotas —añadió riendo después de terminar el relato—. Era un buen
espectáculo.
—¡Qué pena que me lo perdí! —exclamó el sádico alcalde—. Aquí sólo
pudimos coger a varios hidalgos. A tres los colgamos, no sé si te acordarás de
ellos, eran Pero Girón, Pero Rodríguez y Antonio Bermúdez.
—No creo que tuve el gusto —dijo Carvajal echando un largo de vino y
limpiándose la boca con la mano.
—Y al capitán de la guarda del Virrey, que no pudo huir con él por estar
enfermo, un tal Juan Velázquez, le dimos tormento, íbamos a colgarlo luego,
pero media docena de mujeres nos rogaron que le dejáramos vivir, así que nos
limitamos a cortarle la mano derecha. Le dije que se metiese fraile que si no, le
mataría. El pobre hombre está ahora en el Monasterio de Santo Domingo. Sus
compañeros le tienen que dar de comer a la boca, pues no tiene mano derecha y
la izquierda no le funciona después del tormento…
»A otro hidalgo, un tal Cortés, le dimos tal tormento que ahora no puede usar
ni manos ni pies. El hideputa está en el Monasterio de la Merced…
—Vaya —exclamó Carvajal—. A este paso no van a caber en los
Monasterios. Así que también aquí os divertís…
—No tanto como tú. ¿A cuántos mandaste colgar?
Carvajal hizo memoria.
—Unos cien más o menos…
—No está mal —dijo apreciativamente el alcalde—. Una cifra difícil de
superar.

Carvajal estuvo un mes en Lima, reclutando gente y durante aquel tiempo


ordenó matar al provincial de Santo Domingo, porque predicaba el servicio de
Dios y del Rey.
—Se empeña en decir a los frailes que no absuelvan a los que van contra
ellos —dijo a su amigo el Alcalde como explicación.
—Bien hecho —dijo Martín de Secilia—. A propósito, tengo una noticia
para ti. He oído decir que Centeno está con doscientos hombres en Chalcas.
Dicen que cada día se le juntan más hombres realistas.
—En Chalcas, ¿eh? Eso no está muy lejos del Cuzco. Allí reclutaré a la gente
que me falta, no quiero llevar demasiados soldados desde aquí.
Cuando Carvajal llegó a la antigua capital inca reunió allí un ejército de
trescientos hombres bien aderezados y se fue a buscar a Centeno, no sin antes
ahorcar a tres vecinos, Hernando de Aldana, Diego de Narváez y Gregorio
Detiel, sin ponerles cargo alguno.
Al tener noticia Diego Centeno que se acercaba un poderoso ejército, trató de
huir, sin poder evitar que se produjeran algunas escaramuzas entre grupos de las
dos facciones. En una de las luchas cayó prisionero de los rebeldes un soldado
de los realistas.
Carvajal mandó que no lo matasen.
—Atadle bien de pies y manos y dejadle desnudo en la nieve —dijo.
El desgraciado soldado estuvo toda la noche dando grandes voces.
—¡Matadme! —gritaba—. No me dejéis morir de frío como un perro.
¡Tened piedad!
Cuando Carvajal se acercó al hombre por la mañana, el pobre diablo estaba
cubierto de nieve y convertido casi en un témpano de hielo. Apenas podía
articular sonido.
—Dadle garrote —ordenó.
El capitán Centeno se dirigió con sus hombres hacia el puerto de Arequipa,
donde creía que encontraría una nave para dirigirse a Guatemala, pero no pudo
evitar que varios de sus hombres cayeran en manos de su perseguidor. A nueve
de ellos ahorcó Carvajal en el camino.
Cuando los realistas llegaron al puerto se encontraron que no había una sola
nave a la vista, así que Centeno, desesperado, se dirigió a ellos.
—Será mejor que nos separemos —dijo—. Escondeos lo mejor que podáis
hasta que se vayan esos desalmados.
Pero apenas se habían escondido por los montes de los alrededores, apareció
el navío que estaban esperando, y casi al mismo tiempo, se presentó Carvajal en
la ciudad con sus trescientos hombres.
—Disparad unos arcabuzazos —ordenó—. Seguramente ésa será la señal que
espera el capitán para recoger a los hombres de Centeno.
Pero el capitán Rivadeneira no cayó en la trampa, pues no era aquélla la
contraseña que había concertado.
Viendo que la treta no daba resultado, Carvajal mandó a varios indios con
una balsa. Con ellos envió una carta, asegurando al capitán que les daría oro si se
ponía bajo su mando, pero Rivadeneira, como buen servidor del Rey, le
respondió con pocas palabras.
—No sirvo yo a tiranos.
Llevaban en aquel navío varios miles de bulas a Chile, y se las envió todas a
Carvajal con una nota.
Os envío las bulas porque tantos pecados y maldades habéis
cometido que bien las necesitaréis cuando el Señor os llame para
pediros cuentas.
A continuación, dio órdenes de levar anclas, hacia Chile, primero y luego de
vuelta a Guatemala para esperar órdenes de su Majestad.
Viendo alejarse el navío, y después de varios días de búsqueda infructuosa,
Carvajal recogió a toda la gente que tenía y se dirigió a las Chalcas, hacia las
minas de plata que había descubierto.
Allí encontraría más víctimas.

—Hombres, caballos, muchos, vienen, sierra…


Lope de Mendoza miró con preocupación al indio que le traía la nueva.
—¿Cuántos son? —preguntó.
El indio, aunque no sabía contar, le mostró las manos muchas veces, por lo
que el hacendado supo que serían más de cien, los hombres que se aproximaban
a sus tierras.
—¡Juana! —llamó—, voy al encuentro de unos españoles que se acercan.
Coge a los niños y escóndelos hasta que vuelva.
Preparó su caballo y se dirigió hacia la sierra, inquieto. No tardó en
divisarlos. Eran ciento cincuenta. ¿Serían los hombres de Francisco de Carvajal?
No le hacía ninguna gracia toparse con aquellos rebeldes en sus propias
tierras, y mucho menos si iban al mando del llamado Demonio de los Andes.
Tenía que averiguarlo.
—Buenos días nos dé Dios —saludó.
El que iba al mando de la tropa, ciertamente, no coincidía con la descripción
del temido azote de los realistas.
—Me alegro de ver a un alma civilizada —fue la extraña respuesta—. Y
como dice vuestra merced, Buenas nos dé Dios.
—A juzgar por lo que decís, hace tiempo no veis a ningún cristiano. ¿Cómo
es eso?
El hombre le examinó de arriba a abajo antes de responder.
—Me llamo Nicolás de Heredia —dijo por fin—, y volvemos de una entrada
después de dos años de haber salido del Cuzco.
—¿Habéis estado dos años en la selva?
—Sí.
—Así que no estáis al tanto de los últimos acontecimientos…
—¿Qué acontecimientos?
—Más vale que vengáis a mi casa y os los contaré.
Los ciento cincuenta hombres se acomodaron como pudieron en los establos
de la gran mansión que había construido Lope de Mendoza, mientras él comía
con los oficiales de la expedición en su casa. Durante la comida les explicó la
situación del país. Les contó cómo Gonzalo Pizarro se había hecho con el poder
y que había matado al Virrey. Le relató también, cómo Carvajal había
desbaratado a Centeno, amigo suyo.
—Si sois servidores del Rey —les dijo—, o queréis servirle, el tiempo es
llegado. Tengo ochenta mil ducados ahorrados, que estoy dispuesto a daros para
que nos ayudéis.
Nicolás de Heredia rechazó la oferta con un gesto de la mano.
—Veo que habláis como un caballero —dijo—. Si es cuestión de restituir la
tierra al Rey no cogeremos dinero de vuestra mano, si no que haremos lo que
haya que hacer por servir a su Majestad.
—Pues os puedo decir que Carvajal anda muy cerca de aquí, con más de
doscientos soldados.
—Ciento cincuenta somos nosotros, pero si les cogemos de sorpresa,
podemos ganar la jornada.
—Mandaré unos indios para que nos digan la posición del enemigo —dijo
Mendoza.
Pocos días más tarde, los setenta arcabuceros y otros tantos piqueros de
Heredia atacaban con gran ímpetu el real de Carvajal, pero fallaron en lo que
tenía que haber sido la parte más importante: la sorpresa. La lucha duró toda la
noche, combatiéndose en la oscuridad de forma feroz. Por la mañana, la victoria
se había decantado de lado del Demonio de los Andes. Más de cien cuerpos
yacían por tierra muertos o malheridos.
Lope de Mendoza había recibido tres heridas y se batía en retirada con otros
varios soldados de Heredia, también heridos. Iban seguidos de cerca por un
grupo de rebeldes.
Al cabo de varias leguas éstos les alcanzaron, luchando Mendoza y los suyos
hasta que cayeron todos por tierra, extenuados.
Carvajal llegó poco después y, viéndole en el suelo, se dirigió a él con
desprecio.
—Señor Lope de Mendoza, hábleme Vuestra Merced, que bien sé que traía
pensado darme la más cruel muerte que pudiese; mas yo le digo a Vuestra
Merced que pensaba yo otro tanto, y así lo efectuaré.
Lope de Mendoza caído en el suelo no le respondió. Carvajal llamó a un
negro atambor que le servía también de verdugo, llamado Peña.
—Peña —dijo sin expresar emoción alguna—, sírvete cortarle la cabeza al
señor Lope de Mendoza.
El negro se acercó al hombre caído y le dijo con una sonrisa:
—Señó Lopes de Mendosa, encomendaos a Dios que cortaos he la cabesa.
Mendoza respondió respirando fatigosamente.
—Haz lo que tengas que hacer, que preparado estoy.
El verdugo cumplió con su trabajo limpiamente y la cabeza del hacendado
rodó por los suelos. Carvajal la señaló a su maestre de campo, Dionisio de
Bobadilla.
—Llévala a Arequipa y ponía en la picota.
Un final parecido tuvo también el galante capitán Nicolás de Heredia, que,
asimismo herido, fue ahorcado junto con varios de sus hombres a un lado del
camino.
Parecía que el horror no tenía fin. Pero pronto se atisbo un resquicio de
esperanza.
Capítulo XXIV

Cuarta guerra civil

G onzalo Pizarro salió de Quito con cuatrocientos hombres, llegando con


todos ellos a Tomebamba, a unas cincuenta leguas. Desde allí mandó a dos
de sus capitanes, con ciento cincuenta soldados cada uno, a poblar y conquistar a
ciertos indios que no se habían sometido todavía a los españoles. Él, mientras
tanto, se quedó en el poblado con cien hombres.
A los pocos días de su estancia, según el cronista, Alonso de Montemayor,
que estaba todavía convaleciente de sus heridas, ocurrió una cosa notable en
Quito, que llenó de espanto a sus habitantes.
El cronista, avalado por dos frailes dominicos, Alonso de Montenegro y Fray
Luis de la Magdalena, escribió lo siguiente:
Se quedó Gonzalo Pizarro en Tomebamba con cien hombres, poco
más o menos. Y estando allí sucedió en Quito una cosa notable, y por la
gran alteración que Gonzalo recibió, mandó que no se publicase; pero
al fin se supo algo. Y fue que un día, a mediodía, se eclipsó el sol y se
hizo una nube muy grande en el lugar donde fue puntualmente la
batalla, y en la nube estaba formado un león, muy visible, y cercado de
mucha gente de a caballo, de pie y muchas armas, y toda ésa
imaginería en el cuerpo de la nube, y tan de cerca de tierra que parecía
no estar más alta que los tejados; y junto a ella se formó otra nube
pequeña con otro león dentro de ella, pero ni con mucho tan grande el
león, ni tan fiero como el otro. Y ambas nubes, con esos escuadrones se
pusieron encima de la ciudad, y la una con la otra pelearon, y quedó el
león grande con su gente por vencedor de la nube pequeña, y la
consumió con todo lo que traía. Ha sido esto tan público en toda la
tierra, que lo tomaron por testimonio de ciertos escribanos a Gonzalo
Pizarro en Tomebamba; y para acabar de certificar esto, preguntó a
dos frailes dominicos que estaban con Gonzalo Pizarro. Los frailes se
llamaban, el uno Fray Alonso de Montenegro y el otro Fray Luis de la
Magdalena. Y que otros muchos dicen que cuando se juntaron las
nubes, se oyó decir «Viva el Rey», y que cayeron a tierra algunas gotas
de sangre, y que de espanto murieron dos personas en la ciudad.
—En Castilla —decía el gran cronista Cieza de León—, la majestad
de Nuestro Rey es obedecida de tal manera que cualquier cosa, por muy
rigurosa que parezca se ejecuta y cumple sin excusa alguna.
Sólo la lunática manera de hacer las cosas del Virrey Blasco Núñez había
oscurecido la autoridad real. Pero ésta volvió a brillar de forma irresistible
cuando llegó al Perú en 1546 un representante digno: don Pedro de la Gasca.
Aquel personaje desconocido era, sin duda, la persona adecuada para
pacificar la Nueva Castilla. Nacido en el Barco de Ávila en 1485, alumno
destacado de Derecho y Teología en las Universidades de Salamanca y Alcalá,
miembro de la Inquisición y de la Hacienda Real en Valencia, se encontraba
organizando, con notoria eficacia, la defensa de las costas valencianas contra las
incursiones berberiscas cuando recibió de la Corte la difícil misión de imponer la
autoridad real en Perú.
Inmediatamente, recabó poderes decisivos, pero no aceptó más cargo que el
de presidente de la Audiencia de Lima, vacante por la ejecución del primer
Virrey.
A pesar de sus sesenta y un años tenía de la Gasca tanta energía como
prudencia. Sacerdote de hondo sentido político dominaba los secretos de la
comunicación y poseía un innato dominio de la guerra psicológica.
De la Gasca poseía un cuerpo alto y enjuto, pero su rostro, a pesar de poseer
un mentón prominente, irradiaba autoridad y serenidad. Cuando el Rey le
preguntó qué necesitaría para acabar con el rebelde, el sacerdote sonrió.
—Mis armas son mi breviario y mi manto —dijo—, y… células de perdón.
Cientos de células de perdón.
De Gasca llegó a Nombre de Dios en julio de 1546.
Nada más desembarcar supo del trágico desenlace de la tercera guerra civil,
con la muerte violenta del Virrey. Aquello le ahorraba el trabajo de destituirle y
enviarle de vuelta a España, como había previsto la Corte.
Su primera tarea al llegar a Panamá, al otro lado del istmo, fue la de
convencer a Pedro de Hinojosa —que estaba al mando de la flota de Pizarro—,
para que acatara las órdenes del Rey. Esto lo consiguió usando todo su poder de
persuasión.
—Debéis daros cuenta, maese Hinojosa, que tarde o temprano vendrá contra
vos una flota de México, Guatemala, España o Cuba, con lo que recomiendo os
unáis a nosotros ahora que estáis a tiempo. Os ruego que lo penséis
detenidamente.
Hinojosa se rascó la cabeza, pensativo.
—Os daré una respuesta dentro de dos días —dijo—. Tengo conmigo al hijo
de Gonzalo. ¿Qué haríais con él si me uno a vos?
—Le mandaremos a España. Con la fortuna que ha amasado su padre será
uno de los hombres más ricos del país.
Con gran alivio para de la Gasca, la respuesta de Hinojosa fue positiva: no
estaba dispuesto a arriesgar el pescuezo por una causa de muy dudoso futuro.
Una vez en posesión del istmo, con todo lo que aquello suponía en cuanto a
asegurarse las comunicaciones con Perú, de la Gasca dio un segundo paso. Envió
a Pero Hernández Paniagua con despachos para Pizarro que estaba en Lima en
aquel momento. En aquella misiva, el religioso le ofrecía el perdón real y
amplias bases para negociar un acuerdo siempre que acatara el poder real.
Sin embargo, aunque originalmente Gonzalo Pizarro había tenido intención
de volver a servir al Rey, las victorias de las últimas batallas le habían
ensoberbecido. Se veía ya como soberano absoluto de aquel enorme imperio.
—No aceptaré merced ni partido —respondió altanero al emisario—. Podéis
decirle a ese de la Gasca, que se vaya a casa si no quiere terminar como sus
antecesores.
Aunque todavía los cañones no habían salido a relucir, ya las armas
psicológicas y políticas empezaban a funcionar. Personas importantes tomaban
posiciones. Hinojosa ya lo había hecho. Otros hidalgos, llamados Diego de
Mora, Miguel de la Sema, Pero González y otros, acordaron servir a su Rey,
juramentándose para ello. Como por el pueblo que tenía a su cargo Diego de
Mora pasaban todas las cartas que iban para Gonzalo Pizarro de Quito, Puerto
Viejo y San Miguel, las abrían y tomaban buena nota de sus contenidos, al
tiempo que distribuían la información entre los suyos.
El 13 de abril de 1547, Diego Mora y sus consortes fueron los primeros en
alzarse por el Rey. Se apoderaron de un navío que llevaba diez meses en el
puerto y convocaron al pueblo para que sirviera a su Rey. Todo el mundo acudió
a la arenga de Mora y allí mismo, una población enfervorecida aclamó como
capitán al mismo Mora.
El viernes siguiente, cuarenta y ocho hombres se embarcaron con su nuevo
capitán dirigiéndose a Panamá de busca de la Gasca, pero no tuvieron que ir muy
lejos, pues a medio camino se encontraron con la armada que él enviaba por
delante con Lorenzo de Aldana, Juan Alonso Palomino, Hernando Mejía y Juan
de Illanes que se dirigían a Lima.
Entre todos acordaron tomar tierra en el arrecife de Guanchaco, para
proveerse de lo necesario. Mientras Diego Mora se quedaba en tierra con ciento
cincuenta hombres, reclutando más gente en nombre del Rey, la armada seguía
rumbo sur, hacia Lima.
El levantamiento se estaba rápidamente extendiendo por todo Perú. En
Quito, Rodrigo de Salazar se conjuró con otros en secreto para servir al Rey y
mató al capitán Pedro de Puelles que se había quedado al mando de la ciudad por
orden de Pizarro.
Por la misma razón, Francisco de Olmos mató en la Culata a Manuel
Destacio. En otras partes hubo levantamientos parecidos. No tardó el país, de
Lima para abajo, en ponerse de parte del Rey y a las órdenes de su general de la
Gasca.
Por su parte, Gonzalo Pizarro envió un navío a Guanape para enterarse de los
movimientos del Virrey. El barco estaba al mando del licenciado León. Sus
órdenes eran apoderarse de las haciendas de Diego de Mora y los suyos y
dárselas a los que estaban a favor de los rebeldes.
Hecho eso, debía ir hasta Panamá para entrevistarse con de la Gasca y volver
con la respuesta. Pero la armada real se apoderó del navío y obligaron a León y
los suyos a jurar lealtad al Rey si querían seguir con vida.
Hubo, sin embargo, dos hombres que huyeron del barco y dieron aviso a
Gonzalo de lo sucedido, eran, fray Pedro Huertas y Juan de Alcántara.
Viendo que las cosas iban por buen camino, de la Gasca embarcó hacia
Túmbez, donde fue bien recibido por la población, mientras, por el contrario, en
Lima, Gonzalo Pizarro recibía noticias diarias de continuos levantamientos
contra él.
Aldana llegó con sus naves al puerto de la capital, sin encontrar resistencia,
bloqueando la entrada o salida de él a las fuerzas del rebelde.
Por otra parte, llegaron nuevas que Diego Centeno había tomado Cuzco por
sorpresa tan sólo con cuarenta hombres, habiendo dentro, quinientos y había
ajusticiado a Antonio de Robles, capitán de Pizarro.
Tal como estaban las cosas, Gonzalo Pizarro decidió retirarse al interior con
novecientos hombres, pero los males del joven rebelde no habían hecho nada
más que empezar. Por el camino desertaron varios capitanes con muchos
soldados. A la cuarta jornada sólo le quedaban quinientos hombres.
Centeno, amo absoluto de Cuzco, envió una carta a de la Gasca en la que le
informaba que tenía a casi seiscientos hombres a su disposición y que viese qué
era lo que le mandaba que hiciese.
Con el mismo correo, el sacerdote le envió una orden, tanto verbal como
escrita.
—Dile que no ataque a Pizarro bajo ningún concepto. Que se mantengan
vigilantes sin tomar la iniciativa.
Rodeado por todas partes, daba la impresión de que la guerra llegaba a su fin
sin haber habido enfrentamientos, pero, el joven Gonzalo todavía no estaba
acabado. Envió al Padre Herrera para hablar con Centeno a fin de que no le
pusiera trabas para salir del Perú.
—Sírvase Vuestra Paternidad decirle a Centeno que me deje paso libre para
salir del Perú e ir a la demarcación de Diego de Rojas y que sepa, que si no lo
hace me defenderé y que los muertos y daños estarán a su cargo y no al mío.
Pero Centeno estaba ansioso de venganza por sus derrotas anteriores y se
negó rotundamente a dejarlos salir del país.
—Decidle a vuestro jefe —advirtió al clérigo—, que nos opondremos con
todas nuestras fuerzas a su salida del Perú. Aconsejadle que se rinda y se
entregue a las fuerzas del Rey.
Los dos ejércitos se encontraron en un llano a cuatro leguas del lago de
Titicaca el 21 de octubre de 1547.
Una vez más la tierra se tiñó con sangre española derramada por otros
españoles. La lucha sin cuartel, despiadada, duró todo el día.
Al final de la jornada, Centeno, gravemente enfermo, resultó vencido y
desbaratado, dejando a Gonzalo Pizarro como vencedor absoluto. Casi
doscientos hombres murieron por parte de los realistas, mientras que Pizarro
perdió ochenta.
Los perdedores se retiraron como pudieron hacia Jauja, que era donde se
había establecido el campamento de los realistas. Centeno pudo salvar la vida
ocultándose en una cueva.
Pero no todos los que habían caído derrotados se dirigieron a Jauja. Algunos
se encaminaron al galope hacia sus haciendas para poner a sus familias a salvo.
Entre ellos estaban, Cristóbal de Peralta y Domingo de Soraluce.
—Nos encontraremos en el refugio de la sierra —dijo Peralta—. Allí
podremos escondemos hasta que los realistas liberen la ciudad.
Soraluce asintió.
—Allí nos veremos.

Mientras unos huían, otros eran ajusticiados por sus despiadados captores,
Pizarro se dirigió a su lugarteniente Carvajal.
—Encárgate de colgar a todos —le ordenó.
El Demonio de los Andes enseñó una boca desdentada en una media sonrisa.
—¡Por Belcebú que será un placer! —dijo—. ¿Cuándo entramos en el
Cuzco?
—Mañana.
Cuando los rebeldes entraron en la ciudad, Pizarro continuó la purga
haciendo ahorcar a un clérigo que traía cartas para Centeno, al licenciado Martel,
al licenciado Guerrero y a otras ocho personas principales. Luego, envió a
Carvajal a Arequipa y Rábola donde supo que se habían refugiado algunas de las
mujeres de algunos capitanes que habían luchado con él.
—Tráeme a las mujeres de esos hideputas traidores. Veremos a ver qué
hacemos con ellas.
—Cuélgalas a todas —respondió Carvajal encogiéndose de hombros.
—Pues quizá hagamos eso mismo —contestó Pizarro.
Pocos días después, once mujeres colgaban arracimadas del Rollo de la plaza
mayor del Cuzco ante las miradas horrorizadas y llantos desgarradores de sus
amigos y deudos.
Aquella crueldad de Gonzalo Pizarro, quizá su última, sobrepasaba a todas
las demás.

La gran llanura que se extendía en frente de Andaguailas era un hervidero de


soldados. En medio del real se levantaba una tienda que en nada se distinguía de
las demás, pero que dentro despachaba incansable, veinticuatro horas al día, el
alma mater de aquel ejército, el clérigo Pedro de la Gasca. Pasaban ya de los mil
ochocientos los soldados —setecientos arcabuceros y cuatrocientos de a caballo,
además de once piezas de artillería— que se habían acogido a sus banderas, sin
contar con los miles de indios que se arrimaban al que les parecía el mal menor
de los dos.
Andaguailas se encontraba a veintiocho leguas del Cuzco donde ya se sabía
que los soldados del rebelde Pizarro se estaban haciendo fuertes.
El presidente, como le aclamaban sus tropas, demostró en todo momento
unas condiciones tácticas superiores a las de su experimentado enemigo,
consiguiendo siempre dominar las alturas andinas.
El 8 de abril de 1548 de la Gasca hizo un alarde, con gran derroche de fuego,
y, sobre todo, de insultos por parte de su tropa. Era el comienzo de la batalla
psicológica.
Los dos jefes tenían ya prisa por decidir la contienda. De la Gasca temía que
Pizarro se le escapara, y Pizarro temía perder todavía más hombres por
deserción.
El 9 de abril, de la Gasca mandó a Pedro de Valdivia que tomara las colinas
con toda su artillería. Protegido por ella, el grueso del ejército bajó
ordenadamente al valle de Xaquixahuana, donde acampaban las huestes de
Pizarro. Uno de los cañonazos alcanzó la tienda de Pizarro matando a un paje
que le estaba ayudando a ponerse la armadura. Sin inmutarse, Gonzalo salió,
como decía un cronista: muy apuesto y galán, porque iba caballero en un buen
alazán castaño oscuro y toda su persona bien armada con unos coracines
aforrados con terciopelo carmesí.
La artillería rebelde, al mando de Pedro de Soria, era muy inferior a las
piezas de Valdivia y apenas produjo efecto alguno en las tropas reales. Mientras
que los setecientos arcabuceros del presidente produjeron un espanto tal entre
los rebeldes que, dejando sus armas en tierra, se pasaban a docenas al bando de
los realistas que aireaban a lo lejos las células de perdón.
Nadie obedecía ya las órdenes enardecidas de Gonzalo Pizarro, que,
desesperado, cabrioleaba impotente con su caballo.
La caballería pizarrista avanzó lentamente hacia el enemigo con las lanzas
rendidas y se entregó sin lucha.
De la Gasca, gritó que nadie disparara.
El propio Gonzalo Pizarro, viendo ya inútil toda tentativa de evasión caminó
erguido en su caballo hacia la vanguardia del vencedor, donde reconoció a un
antiguo sargento suyo, un tal Villavicencio.
—Me vengo a entregar a su Majestad —dijo entregando las armas.
Por su parte, Carvajal intentó huir, pero fue apresado cuando se debatía en
una ciénaga.
Solamente un hombre murió por parte de los realistas.

El 11 de abril de 1548 fue dictada la sentencia contra el rebelde Gonzalo


Pizarro y su lugarteniente, Pedro de Carvajal, el Demonio de los Andes.
Vista y entendida por nos el mariscal Alonso de Alvarado, maestre
de campo de este real ejército, y el licenciado Andrés Cianea, oidor de
su Majestad de estos reinos, subdelegados por el muy ilustre señor el
licenciado Pedro de la Gasca, del Consejo de Su Majestad y de la
sancta y general Inquisición, presidente de estos reinos y provincias del
Perú, por lo susodicho y en declaración de los muy graves y atroces
delitos que Gonzalo Pizarro ha cometido y consentido cometer a los que
le han seguido, después que a estos reinos vino el visorrey Blasco
Núñez Vela…
Fallamos, atento lo susodicho, junto la disposición del derecho, que
debemos de declarar y declaramos al dicho Gonzalo Pizarro haber
cometido crimen «lesae majestatis» contra la corona real de Su
Majestad y de España, en todos los grados, después de que a estos
reinos vino el visorrey Blasco Núñez Vela; y así lo declaramos y
condenamos al dicho Gonzalo Pizarro por traidor, y haber incurrido él
y sus descendientes, nacidos después que él cometió el dicho crimen de
traición, por línea masculina hasta la segunda generación, y por la
femenina hasta la primera, en la infamia e inhabilidad e inhabilidades;
y como a tal condenamos al dicho Gonzalo Pizarro en pena de muerte
natural, la cual mandamos que le sea dada en la forma siguiente:
Que sea sacado de la prisión en que está, y caballero en una mula
de silla, atado de pies y manos, y traído públicamente por este real de
Su Majestad con público pregón que manifieste su delito, y sea llevado
al patíbulo que por nuestro mandado está hecho en este real, y allí sea
apeado y cortada la cabeza por el pescuezo. Y, después de muerto,
mandamos que la dicha cabeza sea llevada a la ciudad de los Reyes,
con un rótulo y letras grandes que diga: «Ésta es la cabeza del traidor
Gonzalo Pizarro, que se hizo justicia de él en el valle de Xaquixaguana,
donde dio batalla campal contra el estandarte real de Su Majestad,
queriendo defender su traición y tiranía: que se atreva a tocarla bajo
pena de muerte».
Le condenamos, además a la pérdida de todos sus bienes, de
cualquier calidad que sean y le pertenezcan, los cuales donamos a la
cámara y fisco de Su Majestad. Por ésta nuestra sentencia definitiva
juzgando, así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos. —El
licenciado Andrés de Cianea. —Alonso de Alvarado.
Gonzalo Pizarro murió como había vivido, con orgullo y con un increíble
valor. Subió sin ayuda de nadie al cadalso y se negó a que le vendasen los ojos.
Paseó una mirada llena de orgullo y desprecio hacia los que le rodeaban mientras
la multitud callaba, atemorizada, a la vista de aquellos ojos fríos y poderosos.
El fraile que le acompañaba le dio a besar el crucifijo, cosa que el rebelde
hizo, sin demostrar arrepentimiento alguno.
A continuación, con gran sangre fría se dirigió al verdugo encapuchado.
—¡Espero que la cuchilla esté bien afilada!
Éste asintió mudamente bajando los ojos.
Con un redoble de tambores, Gonzalo Pizarro avanzó hacia el tronco donde
debía apoyar la cabeza, se arrodilló y extendió el cuello.
—¡Cuando quieras! —gritó.

Al día siguiente le tocó el turno a Francisco de Carvajal. El viejo y cruel


Demonio de los Andes también demostró poseer un valor fuera de lo común
tanto en la vida como en la muerte.
Se negó a confesar y expulsó al sacerdote con una patada, fuera de su celda.
—Ve a confesar a quien quieras —bramó—, y déjame a mí en paz, que tanto
me da estar en el infierno como en el cielo. Nos veremos las caras ese Lucifer y
yo, a ver quién manda más, allá abajo…
Carvajal pasó la noche canturreando canciones obscenas como si nada fuera
con él.
Al día siguiente, cuando le llevaban a ahorcar dijo en voz alta.
—Espero que me deis a elegir el árbol. Eso fue lo que yo siempre hice con
los que colgué.
Y cuando un nervioso verdugo pasaba la cuerda por el cuello le echó en cara.
—Deja de temblar mozuelo, que es a mí a quien cuelgan.
A una orden del capitán de guardia, media docena de soldados tiraron de la
soga y el cuerpo culebreó en el aire mientras Carvajal abría la boca en un
espasmo agónico.
Cuando el cuerpo dejó de balancearse, Carvajal fue hecho cuartos y sus
restos esparcidos por los riscos para pasto de los cóndores.

Según los cronistas los capitanes traidores fueron ajusticiados a


continuación.
A Maldonado le cortaron la cabeza y le arrastraron. La cabeza se
puso en el rollo.
Al licenciado Guevara, que era casado en Sevilla, le cortaron la
cabeza y fue puesta en el rollo, por traidor.
Al capitán Guevara le cortaron la cabeza y fue hecho cuartos.
Todo lo cual se hizo en el valle ya dicho, donde se dio la batalla. Y a
los seis días, en la ciudad del Cuzco, ahorcaron al capitán Maldonado,
y se puso su cabeza en una jaula de hierro, en el rollo, con un rótulo
que decía: «Ésta es la cabeza del traidor de Maldonado».
Nidos, vecino del Cuzco, fue ahorcado porque no quiso pasarse a
servir a Su Majestad, pudiendo hacerlo.
El bachiller Castro fue hecho cuartos y le sacaron de la iglesia de
Santo Domingo.
Azotaron al padre Griego, fraile, porque hizo artillería a Gonzalo
Pizarro, y le enviaron a España.
Azotaron a setenta y siete hombres enviándolos a España, para que
sirvieran en galeras perpetuamente; y porque no son conocidos, por ser
extranjeros, no se dicen sus nombres.
Azotaron a un fraile de la orden de Santo Domingo, porque
predicaba absolución general a los de Gonzalo Pizarro, y le encerraron
dentro del monasterio, donde se hizo esa justicia públicamente.
Ahorcaron a Valencia, alguacil mayor de Lima.
Cortaron la cabeza a Carvajal, el galán, porque forzó a una mujer
casada y por deservidor de Su Majestad.
Ahorcaron a Diego Contreras, vecino del Cuzco y natural de
Triana, porque hizo pólvora para el tirano Gonzalo Pizarro.
Huyeron Bobadilla y Joan de la Torre, y Espinosa, adherentes al
tirano; pero se tuvo por cierto que no podrían escapar ni dejar de ser
ajusticiados por tales, como los susodichos.
Durante la batalla se pasaron al bando realista el licenciado Juan Núñez del
Prado, Garcilaso de la Vega, el licenciado Cepeda y un tal Francisco Martín,
alcalde de Lima.
El oidor, el licenciado Cepeda se presentó, herido, ante el presidente,
pidiendo misericordia.
Éste le contestó.
—Cómo, licenciado, ¿tan tarde venís…?
Cepeda siguió pidiendo clemencia con mucha humildad. El presidente le
replicó.
—Yo te perdono en nombre de Su Majestad, pero mejor te fuera que Dios te
hubiere llevado de esta vida que arrastrarte por ella con tal traición habiendo
sido oidor de Su Majestad y uno de los principales que vinieron con el Virrey
Blasco Núñez Vela.
Capítulo XXV

Manco

E l Inca Paullu dio la bienvenida a de la Gasca cuando entró en el Cuzco.


Paullu fue tan leal como siempre a la causa española en general, pero no
había sido fácil para él sobrevivir a una década de guerras civiles españolas entre
sus amigos europeos. Sólo un increíble equilibrio político le permitió cambiar de
bandos cuando era necesario. Ni por un momento durante aquellos años
turbulentos, estuvo Paullu enemistado con el gobernante del día.
Paullu apenas tomó parte en la rebelión de Diego de Almagro, el joven. Toda
su participación consistió en enviar un contingente de nativos para luchar al lado
de los almagristas en Chupas.
En cuanto pudo, se arrimó al victorioso Vaca de Castro, quien se sentía muy
orgulloso por haber conseguido que el Inca se bautizara.
Cuando el Virrey Blasco Núñez Vela llegó a Perú, traía instrucciones
especiales para favorecer a Paullu. Y, de hecho, éste se posicionó a favor de él al
principio de la rebelión de Gonzalo Pizarro, pero cuando éste último ocupó la
ciudad del Cuzco, Paullu no tuvo ninguna dificultad en cambiar de bando. El
capitán de Gonzalo, que quedó al mando de Cuzco era Alonso de Toro, un viejo
amigo suyo; por lo tanto, Paullu dio instrucciones a sus hombres para que
patrullaran la carretera de la costa a favor de él. Su bloqueo fue tan efectivo que
el Virrey en Lima nunca se enteró de los movimientos de Pizarro en las
montañas.
Pero con la llegada y el exitoso avance del licenciado de la Gasca, Paullu
astutamente percibió que el lado realista tenía las de ganar, por lo que hacía falta
cambiar otra vez de bando.
El Inca envió mensajes ofreciendo su ayuda al enviado real en cuanto éste
desembarcó en Perú, consiguiendo, al mismo tiempo, que no se enteraran de sus
intenciones los rebeldes que ocupaban el Cuzco.
El cuñado de Paullu, Pedro de Bustinza —marido de la princesa Beatriz de
Huayllas—, vigilaba el camino real para los rebeldes. Tenía con él una fuerza de
nativos al mando de Cayo Topa. Siguiendo instrucciones de Paullu, sus hombres
no avisaron a Bustinza ni a los suyos que se aproximaba la vanguardia del
ejército de la Gasca, con lo que los rebeldes fueron capturados y ejecutados.
Cayo Topa se unió entonces al ejército real en Huamanga, en noviembre de
1546, y se quedaron con él el resto de la campaña. Por lo tanto, aunque estaba
con los rebeldes en el Cuzco, Paullu ayudaba, en realidad, a de la Gasca.
Cuando el licenciado derrotó, por fin, a Pizarro, el prestigio de Paullu estaba
más alto que nunca.
Era un hombre de gran coraje, inteligencia y energía, amado por
los indios en toda la tierra.

Cristóbal de Peralta saludó a Domingo de Soraluce y a su familia.


—Hola, Domingo; hola, María; hola, pequeñas.
—Hola, Cristóbal —dijo Domingo mientras las mujeres se saludaban con un
beso, según la costumbre que habían adquirido de las españolas.
—¡Hola, tío! —exclamaron las pequeñas corriendo hacia él—. ¿Dónde están
los primos?
Cristóbal dio un beso en la mejilla a Juana y María y cogió en brazos a la
pequeña.
—¡Qué mozas estáis ya, jovencitas! Cada vez que os veo habéis crecido un
palmo… ¡Y esta pequeña preciosidad de criatura! Es una monada. —¡Qué suerte
tienes, Domingo! Estás rodeado de mujeres…
—¿Suerte? —repitió el hondabitarra—. Lo que yo quiero es tener hijos,
como tú.
—Uno o dos están bien —dijo Cristóbal—, pero cuatro…
—¡Pues mira que tres niñas…!; a ver si el que viene es varón…
—Tío, ¿dónde están los primos?
Cristóbal miró a la joven Juana, que ya le llegaba hasta el hombro, y señaló
los establos.
—Los dos mayores están con los caballos. Los otros dos gateando por la
casa.
Mientras los jóvenes se juntaban para jugar y las mujeres entraban en la
cocina para ver cómo iba la comida, los hombres se sentaron en el porche. Un
criado negro se acercó con unas jarras de vino fresco.
—Gracias, Panamá —dijo Domingo cogiendo una de las jarras.
Cristóbal cogió la otra e hizo una seña al criado para que se retirara.
—¿Qué tal va la vida en la ciudad? —preguntó.
—Bastante bien. Todo tranquilo, gracias a Dios…
—… a Dios, y un poco también a de la Gasca… —sonrió Cristóbal.
—También, también… Sabes que me he aburrido de no hacer nada y me voy
a dedicar a fabricante.
—¿Fabricante?, ¿qué quieres decir con eso de «fabricante»?
—Pues que voy a fabricar ropa. Me lo propuso uno de los recién llegados. Él
es de Barcelona y tiene experiencia en la fabricación de prendas de vestir, pero
no tiene dinero. Yo tengo dinero, pero no sé nada de fabricar ropa.
—Y me imagino que querréis fabricar ropa de abrigo con la lana de las
vicuñas y llamas, ¿no es eso?
—Exacto. Las enviaremos a España.
—Pues que tengáis suerte. Me alegro por ti.
—Esperemos que no haya más guerras y podamos hacer prosperar el país.
Cristóbal asintió sorbiendo el vino.
—¡Te das cuenta de que cinco veces se ha luchado en las cercanías del
Cuzco! Primero fue Huáscar contra Calicuchima en 1532; después, Francisco
Pizarro se enfrentó contra Quisuis; Manco luchó contra Hernando Pizarro en
1536; Hernando Pizarro contra Almagro en 1538 y en 1544, de la Gasca contra
Gonzalo Pizarro. ¡Ya está bien de guerras!
En ese momento se acercaron Juan y Antonio.
—¿Podemos sentamos con vosotros, padre?
Cristóbal sonrió.
—Claro. ¿Y las mozas?
—Están con los pequeños, dándoles de comer.
—Y vosotros queréis estar con los hombres, ¿no es eso?
Juan asintió.
—Pronto tendré trece años.
—No tengas demasiada prisa por hacerte hombre —sonrió Domingo.
—La juventud es una enfermedad que siempre tiene cura: el tiempo —
temporizó Cristóbal.
Juan se dirigió a Cristóbal.
—Padre nos ha contado muchas cosas sobre las luchas —dijo—, pero me
gustaría saber algo sobre Manco Inca, ¿dónde está?, ¿volverá a levantarse contra
nosotros?
Cristóbal se puso cómodo e hizo una seña a uno de los criados.
—Trae dos jarras de vino con agua —dijo—. Para los mozos.
Cuando todos estuvieron acomodados, Cristóbal se dirigió a su amigo.
—Corrígeme si me equivoco —dijo.
Domingo asintió.
—Lo haré —dijo.
—Veréis —comenzó Cristóbal—. Manco Inca nunca intervino directamente
en las guerras civiles, aunque siempre se mantuvo bien informado de su
progreso. Cuando Vaca de Castro derrotó a Diego de Almagro el joven, en
Chupas, ejecutó a muchos de los rebeldes, incluyendo al antiguo guardián del
hijo del Inca, Titu Cusí, Pedro de Oñate. Se decía que la zanja que había debajo
del cadalso de Huamanga estaba llena de cuerpos. Eso complacía mucho a los
nativos que trasmitían aquellas noticias a Manco en Vitcos.
»Después de la derrota, el joven Almagro vino escapándose al Cuzco con
uno de los asesinos de Francisco Pizarro, llamado Diego Méndez. Intentaba
llegar hasta el refugio de Manco donde estarían a salvo, pero el tal Méndez se
entretuvo demasiado con una dama y los perseguidores alcanzaron a los
fugitivos, unos siete u ocho hombres en total. Los cogieron prisioneros y los
trajeron al Cuzco donde ajusticiaron al joven Almagro. Esto ocurría sólo cuatro
años después de la muerte de su padre. A los demás los encerraron en la cárcel
hasta saber qué hacían con ellos. Pero antes de que se alcanzara una resolución,
los siete españoles prisioneros se escaparon de su prisión y huyeron hacia Vitcos
en diciembre de 1542.
»Manco les recibió bien y los condujo a una antigua ciudad-fortaleza en los
picos de los Andes, llamada Machu Picchu, allí ellos se ofrecieron a instruir a
sus hombres en el uso de las armas españolas: arcabuces, ballestas, picas y
enseñarles a montar a caballo. Los españoles recibieron a cambio, casas
confortables en las que vivir y sirvientas. El propio Inca comía con ellos y les
trataba como hermanos.
»Cuando Vaca de Castro hubo terminado de aplastar la rebelión de Almagro,
volvió su atención a Manco, esperando conseguir que se rindiera por medios
diplomáticos. Le envió regalos, un salvoconducto y perdón real. Le ofrecía la
gobernación de una región. Habían alcanzado casi un entendimiento, pero, al
final, no se llegó a nada, quizá debido a Méndez y compañía, a quienes no les
interesaba, en absoluto, que el Inca llegara a un entendimiento con Castro.
—¿Por qué? —preguntó Juan, que seguía con gran interés el relato.
—Porque ello pondría en peligro sus vidas —dijo Domingo.
—Exacto —siguió Cristóbal—. Pero las cosas cambiaron cuando don Blasco
Núñez Vela vino como Virrey. Los siete españoles pensaron que las Nuevas
Leyes cambiarían la situación. El nuevo enviado sería más compasivo con ellos.
El Inca le pidió a Diego Méndez que le explicara claramente quién era el gran
capitán que acababa de llegar, y si sería lo bastante fuerte como para defenderse
de Gonzalo Pizarro, y si permanecería como gobernador universal del reino.
»La respuesta fue rotundamente afirmativa en todos los sentidos, por lo que
decidieron escribir a Blasco Núñez solicitándole perdones tanto para el inca
como para los siete españoles. Enviaron a un indio con tal carta y no tardaron en
recibir contestación del propio Virrey con promesas de perdón. Mientras tanto,
Gonzalo Pizarro había ocupado el Cuzco y se declaraba en rebelión abierta, con
lo que, una vez más, se truncaban las demandas de Manco.
»Hubo una cosa que Manco no sabía y era que Diego Méndez había recibido
noticias de Alonso de Toro en el Cuzco, en las que le comunicaba que sus
posibilidades de conseguir el perdón se verían multiplicadas, e incluso, recibirían
una buena recompensa, si acababan con el Inca de una vez para siempre. Los
siete hombres decidieron, entonces, asesinar a Manco, y así lo hicieron cuando
estaban jugando a tejos.
—¿Al juego de la herradura? —preguntó el pequeño Antonio.
—Ese mismo —dijo Domingo—. Arrojáis herraduras a un palo clavado en el
suelo. Pues bien, a pesar de que habían sido bien recibidos por Manco y que les
había salvado la vida —continuó Cristóbal—, lo apuñalaron por la espalda. Su
hijo Tuti Cusi que tenía entonces nueve años, vio cómo su padre caía malherido
y quiso correr en su ayuda, pero Méndez y sus hombres le arrojaron una lanza
que no le mató por milagro. El niño consiguió esconderse entre la maleza.
Los asesinos escaparon a caballo, pero siguieron una senda que no tenía
salida, perdiéndose durante la noche y fueron alcanzados por un grupo de indios
en una cabaña. Los nativos prendieron fuego al tejado de paja y, según iban
saliendo, los mataron.
—¿Y Manco Inca? —preguntó Juan.
Cristóbal asintió.
—Estuvo tres días malherido, al final de los cuales murió, sabiendo que sus
asesinos habían sido ajusticiados. Y ahora, jóvenes, vamos a comer, vuestras
madres nos llaman.
Capítulo XXVI

Hernando Pizarro

P edro de la Gasca se estableció en Lima donde durante tres años administró


justicia sin ánimo de venganza, aunque confiscó las enmiendas a los
rebeldes más conspicuos.
Fundó la ciudad de Nuestra Señora de la Paz en el argentífero cerro de
Potosí. Pacificó todo el reino, aplicó con prudencia y realismo las Leyes Nuevas,
y consiguió grandes mejoras de humanización en el trabajo de los indios.
Fortaleció la autoridad de la Audiencia y designó a los corregidores de
ciudades y villas, ganándose el sobrenombre de Pacificador.
Impulsó el desarrollo de la agricultura, la ganadería y la minería
regularizando los copiosos envíos de metal precioso a España, al mismo tiempo
que impulsaba las expediciones de exploración y poblamiento.
De la Gasca también deseaba resolver para siempre la espinosa cuestión de
los descendientes de los Pizarro. Escribió al Rey sobre el hijo del Marqués,
Francisco, de nueve años. Deseaba darle la encomienda de Yucay, junto con las
plantaciones de coca de Avisca y recomendaba que fuera legitimado como había
sido su hermana. Podría dárselo al cuidado de su madre Angelina, ahora esposa
de Juan de Betanzos.
Isabel, la hija de Juan Pizarro, e Inés, la hija de Gonzalo recibirían seis mil
ducados cada una de su primo Francisco.
En cuanto al hijo de Gonzalo, Francisquillo, Gasca le consideraba como
peligroso para la seguridad del país. Nadie quería una rebelión como la de
Almagro el joven. Así que el Rey ordenó que fuera exilado en España junto con
su hermana Inés y su prima Isabel.
Los niños salieron de Lima en secreto a primeros de 1549. Una vez en
España fueron escoltados hasta Trujillo en Extremadura.
Un año más tarde, los otros dos hijos de Francisco Pizarro, Francisca y
Francisco, siguieron a sus primos a España. Los niños estuvieron al cuidado de
dos importantes ciudadanos: Antonio de Ribera, marido de su tía Inés Muñoz, y
Francisco de Ampuero, marido de la madre de Francisca, Inés Huayllas. Los
niños zarparon en abril de 1551, acompañados por Ampuero y llegaron a Sevilla
a finales de julio.
La llegada a Trujillo de los dos hijos del Marqués causo una enorme
excitación entre las tías y primos de Pizarro.
Esas mismas navidades, Francisca y Francisco fueron llevados a ver al jefe
de la familia, su tío Hernando, el único superviviente de los cuatro hermanos que
habían conquistado Perú, y el único hijo legítimo de la familia. Hernando tenía
cincuenta años y su sobrina era una bella joven de diecisiete; él no la había visto
desde que era una niña.
Para entonces, Hernando llevaba ya diez años encarcelado en La Mota, en
Medina del Campo. A su vuelta a España en 1539, Hernando había sido recibido
con un aluvión de protestas por la ejecución de Diego de Almagro en 1538. Sus
explicaciones y donaciones generosas a la Corona, estuvieron a punto de
salvarle, pero sus oponentes no se amilanaron y levantaron las voces: en 1540
fue puesto en prisión por tiempo indefinido, sin juicio.
Sin embargo, el encierro de Hernando era muy llevadero. Estaba en la misma
prisión y apartamentos que habían servido para retener al Rey Francisco I
después de su captura en Pavía en 1525.También pudo conservar los ingresos de
sus negocios peruanos, sobre todo, de las minas de plata en Porco, cerca de
Potosí.
El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, le describió como un hombre alto,
rudo, de gruesos labios y lengua; tenía demasiada carne en la punta de la nariz,
la cual estaba inflamada.
El cronista describía la prisión de Hernando con envidia:
La mesa de Hernando Pizarro y el servicio eran suntuosos, atendido
por muchos nobles caballeros. A menudo le visitaban personajes
importantes ofreciéndole sus respetos. Tenía toda clase de
entretenimientos y variedades musicales. Se levantaba al mediodía y en
su dormitorio colgaban ricos tapices. La cubertería era abundante con
oro y plata como tendría un príncipe. Se sabe que oía misa tarde: él
pensaba que tal pereza hacia Dios y su descanso en una cama blanda
enaltecía su posición y añadía a su dignidad.
No le faltaban los dados o las cartas para pasar el rato, con apuestas altísimas
—dinero, joyas y caballos—. Tampoco le faltaba a Hernando Pizarro compañía
femenina, disfrutó de un largo romance con una joven dama, llamada Isabel de
Mercado, con quien tuvo una hija, Francisca Pizarro Mercado.
Hernando tenía en su posesión el testamento escrito por su hermano
Francisco en 1539, en el que dejaba su fortuna a sus dos hijos mayores legítimos,
Francisca y Gonzalo. Con Gonzalo muerto, Francisca era la heredera de la
inmensa fortuna del Marqués. Al ver a la hermosa joven, Hernando no vaciló.
Mandó a su sobrino Francisco a vivir con sus tías en Trujillo; despidió a la
desconsolada Isabel de Mercado, quien se metió monja, y en junio de 1552 se
casó con su sobrina Francisca, a pesar de los treinta y tres años de diferencia y
de su encarcelamiento.
Francisca se trasladó a vivir con él a La Mota, y durante nueve años
compartió la prisión de su marido. Durante ese tiempo dio a luz a cinco niños, de
los que sobrevivieron tres: Francisco, Juan e Inés.
Finalmente, Hernando fue liberado por Felipe II en mayo de 1561 a la edad
de sesenta años y con mala salud. Volvió inmediatamente a Trujillo con su
familia y empezó inmediatamente la construcción del magnífico Palacio de la
Conquista en la plaza misma de la villa. Una de las esquinas del palacio fue
decorada con una escultura: la cabeza del mismo Hernando, hombre poderoso de
larga barba; de Francisco Pizarro igualmente barbudo; de la princesa inca, Inés,
con vestido europeo; y de su hija Francisca. Por encima estaba el escudo de los
Pizarro con las cabezas encadenadas de los gobernantes nativos conquistados.
Hernando se convirtió en un viejo amargado, cuya brillante carrera se vio
arruinada por lo que él consideró un encarcelamiento injusto. Todo lo que le
quedaba por hacer era consolidar su enorme fortuna. Cuando, finalmente,
publicó el testamento de su hermano, tuvo mucho cuidado en suprimir las
cláusulas que mencionaban obras pías y de caridad. Dio instrucciones a sus
agentes en Perú que exigieran el pago de todas las deudas pendientes que se le
debían a él o a su mujer. Compró propiedades y granjas alrededor de Trujillo.
También tuvo la audacia de pedir a la Corona la restitución de 300.000 pesos
que, según él, había gastado su hermano en la supresión de la revuelta de Manco,
y por los veinte mil vasallos indios que le prometieron a Francisco Pizarro al
otorgarle el marquesado.
La Corona nombró un fiscal para que resolviera esta exagerada petición. El
Fiscal, en contrapartida montó una Probanza en la que muchos testigos
testificaron de cada crimen, robo y abuso atribuido o imaginado contra los
Pizarro. El juicio siguió su curso durante años, pero la Corona no pagó un solo
ducado. Varias décadas más tarde, se otorgó un título a los descendientes de
Hernando a cambio de que se olvidaran de la reclamación.
Las fortunas de los otros Pizarro también se quedaron en la familia.
Francisco, el hijo del Marqués, se casó con su prima Inés, la única que quedaba
de los hijos de Gonzalo Pizarro. Esta pareja no era ni remotamente tan rica como
Hernando y Francisca, pues la mayor parte de la fortuna de Gonzalo había sido
confiscada cuando le ejecutaron, y el hijo más joven del Marqués no fue nunca
legitimado. El matrimonio no tuvo larga existencia pues el joven Francisco
murió en 1557; su viuda Inés se casó con uno de los primeros conquistadores,
Francisco de Hinojosa, dos años más tarde.

La catedral del Cuzco estaba engalanada para la doble boda. Nada menos
que dos hermanos se iban a casar con otras dos jóvenes que también eran
hermanas. En el atrio, nerviosos, los padres de los novios, lucían sus mejores
galas en las que parecían sentirse un tanto incómodos.
Cristóbal de Peralta pasó una mano por el hombro de Domingo de Soraluce.
—¡Así que consuegros, por fin, eh, viejo conquistador!
Domingo suspiró.
—Nos hacen viejos a marchas forzadas estos hijos que crecen tan
rápidamente. Dentro de nada te harán abuelo.
—¿A mí?, ¿y a ti, no?
El hondabitarra negó con la cabeza.
—He decidido no ser abuelo. No me gusta la idea de hacerme viejo.
—Pues ésa sí que es una enfermedad que el tiempo no ayuda, precisamente,
a curar…
—No —dijo pensativo Domingo—. Eso es muy cierto… ¿Te acuerdas
cuando entramos en el Cuzco por primera vez?
Cristóbal asintió con la cabeza.
—Parece que fue ayer. Era increíble la belleza de los templos y mansiones.
Todos relucientes, cubiertos de oro…
—¿Sigues escribiendo la crónica de aquellas jornadas?
Cristóbal asintió.
—Tengo todo anotado. Incluyendo la última batalla de Gonzalo Pizarro, así
como la muerte de manco Inca… ¡El último inca rebelde!
—Dedícame la primera copia cuando lo publiques.
—Cuenta con ello.
Domingo señaló un extremo de la gran plaza que había sido mudo testigo de
tantos dramas.
—Alísate el jubón. Ahí vienen las novias…
Bibliografía

Pizarro and the Incas Nicholas Tate

The Conquest of the Incas John Hemming

The Royal Hunt of the Sun Shaffer

Francisco Pizarro y la Conquista María Filomena Cerro y José Luis


del Perú Pereira

Mitos y Leyendas de los Incas R. R. Ayala

La Conquista del Perú La Gran Historia de América

Brevísima Relación de la Bartolomé de las Casas


destrucción de las Indias

Las Guerras Civiles del Perú La Gran Historia de América

Francisco Pizarro y Trujillo Pizarro Ediciones Studium, William Taylor

La Conquista del Perú Manuel Ballesteros

Francisco Pizarro Manuel Ballesteros

Historia General de las Indias Gonzalo Fernández de Oviedo

Historia del Descubrimiento Francisco Morales Padrón

Suma y Narración de los Incas Juan de Betanzos

Los Conquistadores del Imperio Jean Descola


Español
Historiadores de Indias Clásicos Océano

En el Encuentro de dos Mundos Carmen Martín Rubio


EDWARD ROSSET (Oñate, España, 1938). De padre inglés y madre española,
cursa sus estudios de bachillerato en el Colegio del Sagrado Corazón de San
Sebastián y La Salle de Irún.
A los dieciocho años, un repentino descalabro en los negocios familiares le
obliga a ganarse la vida en Francia, donde trabaja como estibador, talando
árboles, en una serrería, etc. No tarda mucho su espíritu aventurero en empujarle
a embarcarse en un carguero panameño; después, en un barco noruego, y, por
último, en un petrolero sueco. De esa manera, recorre todo el Mediterráneo y el
golfo Pérsico.
Poco después, es llamado a filas en Gran Bretaña y hace su servicio militar como
radio telegrafista, en la RAF. Destinado a Libia, pasa más de dos años en el
desierto, en la base de El Adem, cerca de Tobruk. Y es en Libia donde reanuda
sus estudios de periodismo, al mismo tiempo que empieza a escribir historias
cortas, unas sobre sus experiencias en el desierto y otras sobre sus andanzas en el
mar.
A partir de 1970 es colaborador «freelance» del periódico londinense Evening
News. También publica en la revista Weekend.
Sus novelas más destacadas tienen como tema principal la investigación sobre la
historia de la armada naval española, con títulos como Los Navegantes o
Cristóbal Colón.
Notas
[1] El cálculo del valor del oro que se repartió aquel día entre los soldados, en

moneda actual, es de unos cien millones de euros. <<

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