Los Viracochas - Edward Rosset
Los Viracochas - Edward Rosset
Los Viracochas - Edward Rosset
Los Viracochas
No eran dioses ni héroes, tan sólo hombres crueles y
codiciosos
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Titivillus 24.04.2021
Edward Rosset, 2005
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Editor digital: Titivillus
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Prólogo
Ejecución de Balboa
Los ojos de Pizarro se tropezaron con el hombre que iba conducido en una
carreta hacia el cadalso. Cargado de cadenas, mantenía la cabeza erguida y la
mirada desafiante. Durante unos segundos los dos hombres se comprendieron sin
palabras. Éstas ya habían sido dichas la noche anterior.
—Siento haber sido yo quien os haya puesto en semejante situación —había
dicho Pizarro.
Balboa, encadenado a la pared asintió.
—No os culpo, capitán Pizarro. Sois, ante todo, un soldado, y todo soldado
debe cumplir con su deber.
—A veces el deber es muy doloroso.
—Tenéis razón, capitán. A veces lo es, y mucho.
—Si puedo hacer algo por vos…
—Quizá podáis hacer que estas cartas lleguen a su destino. Entre ellas hay
una para el Rey.
Pizarro recogió el manojo de manuscritos y asintió.
—Os prometo que haré lo posible por cumplir con vuestros deseos. ¡Si
aquella carta pudiera llegar a manos del rey instantáneamente…!
Dos años más tarde, en 1519, Pedrarias Dávila tomó una decisión
trascendental que provocó grandes quejas entre los habitantes de la ciudad de
Nombre de Dios, pero que sería de importantes consecuencias para el futuro de
la acción de España en las Indias; fundó la ciudad de Panamá en la costa del mar
recién descubierto. Entre los fundadores se encontraba Francisco Pizarro, que
fue nombrado Regidor de la ciudad.
Nadie sabía, a ciencia cierta, por qué se eligió aquel lugar para levantar la
ciudad, como no fuera por la facilidad de pescar la chucha, una especie de
almeja muy alimenticia…
Edificada de levante a poniente, nada más salía el sol era imposible andar por
las calles, donde no se producía sombra, y hacía tanto calor que, si uno tenía que
hacer un esfuerzo físico durante las horas del día, lo más probable es que
enfermara.
En tales condiciones, no era de extrañar que pro hombres como Pizarro
simplemente se limitaran a vegetar, viendo cómo aumentaban sus haciendas
gracias al trabajo de los indios, sin inquietarse demasiado por las noticias que
llegaban de las expediciones enviadas a explorar otros territorios.
La vida del extremeño transcurrió plácidamente los siguientes cinco años, en
los que llegó a gozar de plena confianza del Gobernador, siendo nombrado
alcalde de la ciudad. Durante este tiempo trabó amistad con Hernando de Luque
y el juez Espinosa —el mismo que había condenado a Balboa—, personajes
ambos, que habían amasado una considerable fortuna en la nueva ciudad, gracias
al repartimiento de los indios.
Las cenas y banquetes que daban, tanto el Gobernador en su mansión, como
los demás hacendados, en las que se reunían hombres y damas de alcurnia,
españoles, se prolongaban en inacabables tertulias hasta la madrugada casi todos
los días. En ellas, los temas de conversación se derivaban siempre sobre los
mismos derroteros.
—Habría que montar una gran expedición hacia el sur —dijo Hernando de
Luque—. Ahí es donde está el oro.
El Juez Espinosa se llevó a los labios el rollo de hojas de tabaco que acababa
de encender, aspiró con deleite y exhaló una bocanada de humo hacia el techo.
—¿Para buscar ese famoso reino de casas de piedra del que todos los indios
hablan, pero que nadie sabe dónde está? —dijo—. ¿No será todo una fábula
inventada por los indios?
Pizarro tomó un sorbo de vino de su fina copa de cristal.
—¿Por qué va a serlo? ¿No tenemos el ejemplo de Hernán Cortés y
Tenochtitlán? ¿No acaba de conquistar él un reino tan grande como media
Europa con unas riquezas increíbles? ¿Por qué no puede haber otro reino
parecido más al sur?
Hernando de Luque asintió.
—Y, por otro lado, está la gran noticia del día.
—¿Os referís al descubrimiento del paso de Magallanes? —dijo Pizarro.
—¿A cuál si no? —asintió Luque—. ¿Sabéis lo que eso significa?
—Eso significa —dijo Espinosa—, que la Tierra Firme en la que estamos
situados es un inmenso continente de unas dimensiones increíbles. El tamaño de
nuestro planeta es muchísimo mayor de lo que nadie soñaba. Todos los cálculos
eran erróneos.
—Parece ser que Magallanes no llegó a disfrutar de su descubrimiento —
comentó Pizarro.
Luque asintió.
—Murió en el camino, pero un vasco, un tal Elcano, consiguió llegar de
vuelta a España, con uno de los navíos. Aunque el barco estaba hundiéndose,
lograron llegar a Sevilla con un cargamento que valía más de siete millones de
maravedís.
—¿De especias?
Luque volvió a asentir.
—De especias. Parece ser que cuatro o cinco pequeñas islas, Las Molucas,
producen una cantidad suficiente como para abastecer a toda Europa. Si hubiera
un paso por aquí, la riqueza que eso proporcionaría a las arcas de España sería
inimaginable.
—Y no sólo a las arcas del estado —sonrió Espinosa—. También llenaría la
de los particulares…
—Pero no hay tal paso —dijo Pizarro—. Y el dar la vuelta por el estrecho
que ha encontrado Magallanes, es tan costoso, o más, que el recorrido que hacen
los portugueses por el cabo de las Tormentas, es decir, dar la vuelta a África.
—Lo que está claro —exclamó Espinosa aspirando otra bocanada de humo
—, es que hay millones de millas cuadradas de territorio salvaje esperando a que
alguien lo reclame. Tanto al norte como al sur.
—Al norte ya está Hernán Cortés —dijo Pizarro—. Habría que ir al sur.
—Hablando de Cortés —exclamó Luque—. ¿Sabéis que uno de sus
capitanes se ha desplazado hacia lo que llaman Guatemala?
—Sí —dijo Espinosa—. Pedro de Alvarado. Es el que causó la matanza de
indios en Tenochtitlán y que más tarde costó la vida a la mayor parte de los
españoles.
—Sí, en la noche triste— asintió Pizarro.
En el tiempo que llevaba en las Indias, Pedrarias había eliminado a todos los
que le hacían sombra y había perseguido a los que le habían sido infieles y
rebeldes. Ahora, a sus ochenta años, con medio cuerpo paralizado, pero todavía
con una vitalidad increíble, quería emular a Hernán Cortés.
En una de las cenas que ofrecía en su casa sacó a colación el tema que le
preocupaba ante una veintena de terratenientes.
—Estoy pensando en planear una expedición hacia el sur —anunció—. Es
ahí donde parece que se encuentra el oro.
Cuando se apagó el murmullo de voces que siguió al esperado anuncio, una
voz preguntó.
—¿Y quién sería el que la capitaneara?
—Estaba pensando en Pascual de Andagoya —dijo Pedrarias—. ¿Qué les
parece a vuestras mercedes?
—¿Cree vuestra excelencia que aceptará? —preguntó Pizarro—. Yo creo que
no.
—¿Lo decís porque ya ha estado en varias expediciones?
—Sí —asintió el extremeño—. Ha estado varias veces en Urabá, el Darién y
la propia costa panameña.
—Además —dijo el juez Espinosa—, creo que está enfermo.
—Pues habría que pensar en algún otro hombre —dijo el gobernador—.
¿Alguna sugerencia?
—¿Por qué no Juan Basurto? —dijo Alonso Moreno, uno de los hacendados
más ricos del istmo.
Los demás también estuvieron de acuerdo.
—Parece el más adecuado —dijo José Díaz, otro hacendado enriquecido.
—Probemos —asintió el gobernador—. Estaré con él mañana.
Juan Basurto era un gaditano que había amasado una considerable fortuna en
sus salidas, pero cuya ambición no tenía límites. Escuchó atentamente al
gobernador Pedrarias y asintió lentamente.
—Para una expedición de tal tamaño —dijo—, hará falta mucho dinero.
¿Con quiénes podemos contar para invertir en este proyecto?
—Yo mismo estoy dispuesto a poner unos pesos de oro en la empresa, y hay
dos o tres amigos míos que también lo están.
—De acuerdo —dijo Basurto—. Planearemos una expedición hacia el sur
con unos trescientos hombres. Necesitaremos seis meses para tener todo listo.
Sin embargo, Juan Basurto no contaba con el destino y éste había decidido
que el peregrinar del gaditano por este mundo había tocado a su fin. Apenas los
planes de la expedición empezaron a plasmarse en acuerdos con varios socios
capitalistas cuando Basurto enfermó, muriendo a los dos meses.
Este infausto acontecimiento dejaba los planes del gobernador en el punto de
partida. Pero no era Pedrarias Dávila hombre que se dejara amilanar por los
acontecimientos. El problema de la financiación había sido resuelto ya, poniendo
él algún dinero ocultamente —pues como gobernador debía quedar por encima
de una negociación de aquel tipo—; el juez Espinosa había aportado otra parte
del capital, habiendo hecho Hernando Luque otro tanto. Ahora hacía falta
encontrar a la persona que sustituyera a Basurto.
—¿Por qué no ofrecemos a Pizarro el proyecto? —sugirió el juez Espinosa.
Dávila miró sorprendido a su amigo.
—¿A Pizarro? Pero si ya tiene cincuenta años…
—Quizá, pero posee la vitalidad de un hombre de treinta. Además, para que
se enrole la gente hace falta el reclamo de un buen capitán, y, ¿quién goza de
más fama en las Indias en este momento?
El gobernador movió la cabeza dubitativamente. Por fin, miró a su otro
amigo, el Maestrescuela Luque.
—¿Que opináis vos, Hernando?
Luque aspiró profundamente el humo de su rollo de hojas antes de
responder. Cuando lo hizo, su mirada parecía perdida en medio de las volutas de
humo que ascendían hacia el techo de la habitación.
—A primera vista parece un sinsentido el ofrecer una expedición semejante a
un hombre tan maduro, pero, conociendo a Francisco Pizarro, uno piensa que
todo es posible. Es duro y correoso donde los haya. Además, se sabe hacer
obedecer. Creo que podría ser interesante…
Ese mismo día, Francisco Pizarro se dirigió a casa de su socio, que vivía en
una mansión en las afueras de la capital.
Diego de Almagro era un hombre pequeño, aparentemente débil, pero
paradójicamente, de una gran resistencia física, que nunca parecía estar cansado.
Había perdido un ojo luchando contra los indios en Cuba.
Almagro recibió a su socio en el porche de su casa.
—Hola, Francisco, toma un refresco.
Hizo sonar las palmas y una sirvienta negra acudió solícita.
—Tráenos una jarra de guayacate —ordenó.
Una vez estuvieron los dos hombres cómodamente sentados en unos
butacones de mimbre con unos largos vasos llenos de zumo fresco, Almagro
miró a su socio con una mirada inquisitiva.
—Te veo muy pensativo —dijo—. ¿Algún problema?
Francisco sorbió el refrescante líquido del vaso de fino cristal.
—He estado hablando con el gobernador.
Almagro asintió en espera de lo que seguiría.
—Sí…
—Me ha propuesto que ocupe el puesto de Juan Basurto.
Diego de Almagro tragó de golpe el líquido que tenía en la boca.
—¿Quiere…, quiere que te hagas cargo de la expedición?
—Exacto.
Almagro dejó el vaso sobre la mesa y se secó los labios con el dorso de la
mano.
—¿Y tú, qué le has contestado?
Pizarro respiró profundamente.
—Le he dicho que quería hablar antes contigo.
—Lo cual quiere decir que lo estás considerando positivamente.
—Me gustaría intentar algo que podía sacamos un poco de la monotonía de
la cría de caballos.
—Te das cuenta que ya no eres un jovenzuelo.
—Lo sé, y por eso, precisamente, me gustaría intentar algo grande por última
vez en mi vida.
—De acuerdo —dijo Almagro—. Estoy contigo. Podríamos hipotecar la
hacienda e ir a medias.
Antes de divulgar la noticia se constituyó una sociedad en la que estaban por
un lado los socios capitalistas, Luque y Espinosa —Pedradas no podía aparecer
en el documento—, y por otro, Pizarro y Almagro, que también contribuían a
partes iguales.
Una vez se supo que Pizarro iba a capitanear la expedición, no faltó gente
que acudiera a inscribir su nombre en la empresa. El extremeño tenía fama de ser
un buen capitán y tener un gran aguante ante las adversidades.
Pero, aparte de gente, era necesario tener bastimentos, barcos, armas y
elementos de colonización. Según el plan, la parte administrativa correría a
cargo de Luque; Pizarro saldría con una avanzadilla y Almagro organizaría un
barco con víveres y otros elementos que le seguiría poco después.
Diez meses se consumieron en los preparativos, pues los barcos —
paradójicamente uno de ellos era el que Balboa, tenía preparado para adentrarse
en los mares del Sur—, hubieron de ser comprados empleándose luego a muchos
carpinteros de ribera para acondicionarlos debidamente.
Desde el principio se empezó a pagar soldada a los que se habían inscrito,
amén de abonar a los carpinteros y calafateros dos pesos de oro diarios y
manutención.
Para cuando todo estuvo dispuesto para la partida, los socios, además de
haber agotado el capital inicial, se habían empeñado en seis mil pesos de oro.
La cosa empezaba mal.
La partida
Cuarenta fueron los días que tardó Montenegro en volver con la nave bien
provista de maíz y una piara de cerdos, recién importados de España. Para
entonces, diecinueve cruces más se habían unido a la que señalaba la tumba de
Juan Nagore.
Durante este tiempo, Pizarro se mostró todopoderoso. Era como un titán a
quien los dioses hubieran labrado con sus rayos. Sin el menor desmayo
compartía la suerte de sus hombres, marchaba el primero en busca de alimentos
a través de la peligrosa selva, prestaba sus auxilios a los moribundos y los
enterraba cuando morían. Se multiplicaba, alentando a unos y consolando a
otros. Con todo ello, su prestigio y su autoridad se afianzaron entre sus hombres.
Con la llegada providencial del navío con las provisiones, no tardaron los
expedicionarios en recobrar la salud. Las diarreas fueron rápidamente superadas
al dejar de ingerir hierbas ponzoñosas, y los ánimos de los soldados subieron al
punto más alto desde la partida.
—Seguiremos hacia el sur —anunció Pizarro al tercer día—. Partiremos al
amanecer.
Apenas la luz del alba había teñido de índigo el amanecer de otro día que
amanecía tan lluvioso como los anteriores, cuando la nave y las dos barcazas
largaban velas aprestándose para alejarse del Puerto del Hambre. Atrás
quedaban, en el borde de la selva las veinte cruces.
Las semanas que siguieron se caracterizaron por una profusión de
desembarcos y reembarcos bajo nubes plomizas que dejaban caer interminables
toneladas de agua sobre la mermada expedición. Los desembarcos los llevaban a
cabo cada vez que veían un poblado, e inevitablemente los reembarcos los
efectuaban cuando registraban el poblado y lo encontraban vacío.
Estaba claro que los indígenas no querían tener contacto con los españoles.
En cuanto divisaban las naves les faltaba tiempo para esconderse en las alturas o
adentrarse en la selva.
Los nativos parecían ser, en su mayoría, agricultores y pescadores, pues en
todas las chozas abundaba el maíz y el pescado. Sin embargo, en las ollas de
algunas de las chozas también se adivinaban restos de huesos humanos, lo que
indicaba la tendencia de sus habitantes, lo mismo que sus primos, los caribes
antillanos, a hacer buen uso de los cuerpos de sus enemigos.
A mediados de febrero de 1525 la expedición llevaba todos los signos de ser
un completo fracaso. Apenas habían avanzado ochenta kilómetros desde el
Puerto del Hambre y ya la nave se encontraba horadada por la carcoma.
—Esta nave está en mal estado, capitán —informó Montenegro—. La
maldita broma se la está tragando entera.
—¡Otra vez ese condenado gusano! —exclamó Pizarro enojado.
—Tendremos que hacer algo rápidamente —dijo Montenegro—, si no
queremos terminar como la última expedición de Colón, varados en una playa,
sin poder navegar.
—¿Que sugerís, capitán Montenegro?
—Lo único que podemos hacer es encontrar un buen puerto, con árboles de
madera resistente y sacarla a tierra.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Pizarro.
—Dos o tres semanas.
—Pues encontremos ese lugar cuanto antes —suspiró el capitán general.
No tardaron mucho los expedicionarios en dar con una amplia bahía que
formaba una playa de arena fina. A escasos metros de ella crecían extensos
palmerales que daban al lugar un aspecto paradisíaco. Entre los árboles se
levantaban numerosos bohíos cuyos techos estaban formados por anchas hojas
de palmera.
Reposando en la arena, unas canoas hacían de soporte para varias redes que
estaban extendidas para repararlas. Sin embargo, no se veía un alma.
Desde el puente de mando, Pizarro y Montenegro contemplaron el lugar.
—No parece éste un mal sitio —comentó el extremeño.
Montenegro asintió.
—No está mal. Y, por lo que veo, hay árboles interesantes no muy lejos del
poblado. Veamos lo que dicen los carpinteros.
Benito Rodríguez había estado construyendo barcos en el Guadalquivir la
mayor parte de sus cuarenta años. Cuando el capitán general le llamó al puente
de mando, el sevillano acudió inmediatamente, orgulloso de ser consultado.
—¿Qué te parece este lugar para reparar el barco? —preguntó Pizarro.
—Es bueno —asintió el carpintero andaluz paseando la mirada por la bahía.
—¿Y la madera?
Benito Rodríguez contempló los árboles que se divisaban al pie de las
colinas.
—Veo secuoyas, jarandás, tecas y cedros rojos entre otros muchos —dijo—.
Con cualquiera de ellos podemos hacer un buen arreglo.
—De acuerdo, entonces —asintió Pizarro—, desembarcaremos.
Mientras el maestre de Campo, Francisco Mejía, distribuía las guardias, los
soldados se establecieron en los bohíos vacíos del poblado al que pronto
empezaron a llamar Puerto Quemado.
—Ocupad solamente los bohíos junto a la playa —ordenó Pizarro—. Que
sean fácilmente defendibles.
—¿Creéis, capitán, que nos atacarán los nativos? —preguntó Montenegro.
Pizarro se encogió de hombros.
—Nunca se sabe. Hasta ahora han huido al vernos, pero si ven que nos
quedamos mucho tiempo en su poblado, quizá reúnan el valor suficiente como
para tratar de echarnos de aquí.
—Sería conveniente salir con algunos hombres a explorar los alrededores.
—No me parece mala idea —asintió el capitán general—. Coge treinta
soldados y sube a las colinas. Quizá desde allí veáis otro poblado, o al menos,
averiguad dónde diablos se ha metido esta gente.
Ninguno podía imaginar lo que les esperaba en aquella playa.
Los refuerzos llegaron cuando todavía había alguien con vida. Lanzándose
con desesperación sobre los indios, que quedaron así cogidos entre dos fuegos,
los recién llegados sembraron entre los atacantes tal pavor que no tardaron en
darse a la fuga.
Pedro Alcón, un extremeño de Trujillo, se acercó tambaleándose hasta
Montenegro.
—¡Pardiez, hermano! ¡Qué justo habéis llegado! Poco más y no encontráis
nada más que las cenizas.
Montenegro miró alrededor consternado. Por todos los sitios se veían
cuerpos sin vida, tanto de españoles como de indios.
—¿Qué ha sido de Pizarro? —preguntó.
Alcón se pasó un peludo antebrazo por la frente sudorosa.
—No lo sé, pero la última vez que le vi tenía tres flechas clavadas en el
cuerpo.
—Busquémosle.
No tardó en aparecer el jefe de la expedición debajo de media docena de
indios muertos, el cuerpo de Pizarro estaba cubierto de sangre.
—¡Parece que todavía vive! —exclamó Montenegro—. ¡Ayúdame!
Entre los dos hombres le quitaron la armadura y el escalpuil.
—¡Por los clavos de Cristo! —balbuceó Alcón—. Tiene siete heridas… y
todas ellas graves. Es imposible que sobreviva a esto.
—¡Llevémosle al bohío, con los demás heridos…!
En la choza más grande del poblado, que seguramente habría servido como
centro comunal a los nativos, se amontonaban los heridos. Varios hombres se
afanaban arrancando flechas, vendando, suturando y cauterizando las heridas.
Montenegro se dirigió al curandero de Medellín que se hallaba vertiendo
aceite hirviendo sobre una fea herida en el cuello de un soldado.
—¡Francisco! Cuida de nuestro capitán general. A ver si puedes hacer algo
por él…
El de Medellín dio instrucciones a un ayudante para que terminara de vendar
al soldado y se aproximó a Pizarro. Después de breve examen movió la cabeza
con un gesto de impotencia.
—Poco vamos a poder hacer por su merced —exclamó—. Tiene heridas muy
graves —se dirigió a uno de los soldados que le ayudaban—. Trae todo el aceite
hirviendo que encuentres…
Pero, en contra de la opinión del curandero, una semana más tarde, Pizarro
abrió los ojos por primera vez, medio inconsciente. Todavía presa de la fiebre, se
dirigió a una figura borrosa que se inclinaba sobre él.
—¿Cómo… cómo va la batalla?
El soldado que cuidaba de los heridos se inclinó a su lado.
—¿La batalla? De eso hace ya siete días, capitán. Habéis estado inconsciente
todo este tiempo, luchando entre la vida y la muerte.
—¿Ganamos…?
—¡Por Júpiter, que si ganamos, capitán! ¡Más de cien muertos dejaron los
hideputas pintarrajeados alrededor del campamento!
—¿Y los nuestros…?, ¿cuántos…?
—Diecisiete muertos, capitán.
Pizarro cerró los ojos con fuerza al oír la cifra. Por fin, los entreabrió para
preguntar.
—¿Y heridos…?
—Más de cincuenta. Pero la mayoría se está reponiendo. Vos sois el que más
grave estaba. ¡Que me pelen las barbas si daba un maravedí por vos!
—Llama… a Montenegro…, quiero hablar…
—Enseguida viene, capitán. Pero no os esforcéis. Necesitáis descansar.
Habéis perdido mucha sangre.
Pero, para cuando Montenegro acudió, Pizarro se había sumido otra vez en la
inconsciencia. No parecía probable que volviera a recuperarla.
Sin embargo, milagrosamente, una semana más tarde, Pizarro estaba, no sólo
en condiciones de hablar, sino también de tomar decisiones. Y éstas, por
dolorosas que fueran, había que tomarlas inmediatamente. En cualquier
momento podían sufrir otro ataque indio, una vez repuestos éstos del descalabro.
Además, las provisiones se estaban agotando.
El capitán general mandó llamar a sus oficiales. Cuando todos estuvieron
sentados en troncos que hacían las veces de taburetes alrededor de su camastro,
Pizarro se dirigió a ellos.
—Quiero, caballeros, que me digáis vuestra opinión sobre la situación actual.
¿Qué creéis que deberíamos hacer?
Montenegro fue el primero en contestar, actuando de portavoz de todos.
—Los hombres están agotados y mal alimentados. Más de la mitad están o
heridos o enfermos. Vos mismo necesitáis una larga convalecencia. Creemos que
lo más prudente sería volver a Panamá a por refuerzos, ya que Almagro no
termina de aparecer.
Pizarro meditó un largo tiempo las palabras de su capitán.
—¿No hay señal de él, entonces?
El tesorero de la expedición, Nicolás de Rivera negó con la cabeza.
—No hay el menor rastro, ni de él, ni de su nave, ni de sus hombres…
—¡Nos vendrían bien ahora! —musitó Pizarro conteniendo un gesto de
dolor.
—No podemos esperarles más tiempo.
—De acuerdo —asintió Pizarro de mala gana—. Volveremos a Panamá para
preparar otra expedición y ver lo que le ha pasado a Almagro. De todas formas
—dijo—, pensándolo bien, yo me quedaré en el poblado de Chicama. Prefiero
no aparecer por la capital, no sea que Pedradas ponga reparos a una nueva
entrada. Vos, Nicolás de Rivera, iréis con el oro que hemos rescatado a ver a mis
socios. ¡Traedme noticias de Almagro!
Al primero que vieron fue a Bartolomé Ruiz que agitaba los brazos
frenéticamente desde el puente de mando respondiendo al griterío que le llegaba
desde la playa.
—¡Lo hemos conseguido! ¡El permiso! ¡Lo hemos conseguido!
Los gritos de entusiasmo se extendieron por la playa.
No tardó la nave en echar el ancla al tiempo que un bote con el piloto a
bordo se separaba del barco hacia la playa.
Después de abrazos y parabienes, por fin, pudo Pizarro hablar a solas con
Ruiz.
—Cuéntame, Bartolomé. ¿Qué ha pasado durante estos cinco meses?, ¿qué
es de mis socios?
El capitán del barco hizo un gesto ambiguo con las manos.
—Escalante se ha retirado de la sociedad, así como Pedrarias, que se siente
engañado. Sin embargo, Luque y Almagro siguen decididos a seguir adelante
con la expedición. Entre ellos dos y yo hemos conseguido la aprobación del
gobernador.
—¡Estupendo! —exclamó Pizarro.
—Sí, pero hay un pequeño problema. Pedro de los Ríos insiste en que debéis
estar de vuelta antes de seis meses.
—¡Seis meses!
—Ni un día más.
—¡Por Belcebú! ¡Cómo diablos voy a conquistar un imperio con trece
hombres en seis meses!
—Bueno —dijo Bartolomé—, para empezar, vuestros trece hombres, más los
veinticinco que llevo en el barco, suman…
—¡Treinta y ocho! ¿Quieres decir con eso que os unís a nosotros?
—Hasta el último grumete. Los elegí antes de salir.
Pizarro puso una mano sobre el hombro.
—Gracias, Bartolomé. Te aseguró que no te arrepentirás.
—Lo que está claro —dijo el piloto—, es que, visto el plazo que nos han
concedido, no debemos perder ni un solo minuto. Sugiero partir al amanecer.
—Partiremos al amanecer —prometió Pizarro, buscando algún signo en el
cielo…
La recepción que los nativos dieron a los españoles en el poblado del río
Guaya fue amistosa.
Los indígenas, acostumbrados a sus balsas, contemplaron atónitos aquella
enorme construcción, que, a pesar de su gran tamaño y su gran despliegue de
velas, flotaba tranquilamente sobre las aguas y avanzaba a una velocidad
asombrosa. Además, parecía venir del otro lado del gran lago salado, adonde se
había dirigido, hacía muchísimo tiempo el dios Viracocha…
Por otra parte, tampoco comprendían los nativos cómo aquellos hombres
podían ser tan diferentes a ellos. Parecían tener lana en la cara como las llamas o
las alpacas. Además, algunos se cubrían con vestiduras brillantes.
Pronto supo Pizarro por los seis nativos que llevaban consigo, que la ciudad
más importante en la costa era Túmbez, así que, después de varios días de
intercambios y adquisición de vituallas, ordenó levar anclas rumbo sur.
¿Cómo les recibirían en Túmbez?
Se podía decir que en el imperio inca las noticias viajaban a la velocidad del
viento. Los mensajeros eran hombres entrenados a correr a toda la velocidad a
que les llevaran las piernas. Había una casa de postas cada media legua, donde el
corredor, sin parar, daba el mensaje oral a otro corredor, se lo hacía repetir dos
veces, y, acto seguido se echaba a descansar olvidándose del asunto, hasta que le
llegaba otro mensaje para ir a otro sitio. De esta manera las noticias recorrían
increíbles distancias en veinticuatro horas. Para ser mensajero eran
indispensables dos cualidades: piernas y pulmones de hierro y memoria de
elefante. Las retribuciones y honores eran grandes, pero también el castigo en
caso de olvidarse el mensaje o darlo mal.
El curaca o jefe local de Túmbez se hizo repetir varias veces el extraño
mensaje:
Una casa flotante, tan alta como un templo, se acerca a Túmbez. Los
tripulantes son blancos con lana negra en la cara. Seis incas viajan con ellos.
Cuando el mensajero, todavía jadeante, se aseguró de que el mensaje había
sido recibido, se retiró a la casa de postas a descansar. Pronto se olvidó del
asunto.
Así pues, cuando dos días más tarde la nave española se acercó al puerto, el
curaca tenía todo dispuesto para recibirles, incluyendo a medio millar de
soldados por si tenían que repeler alguna agresión. No obstante, los seis balseros
que viajaban con los españoles no tardaron en asegurarle que los castellanos eran
hombres pacíficos y muy pocos en número. No representaban, pues, ningún
peligro para el imperio.
Casualmente se hallaba en Túmbez por aquellos días un noble cuzqueño que
se llenó de curiosidad al oír hablar de aquella extrañísima casa flotante.
En una pequeña barca de totora se hizo llevar hasta el barco donde el atónito
inca fue de sorpresa en sorpresa. Todo era nuevo y extraordinario para él: los
vestidos, las armaduras, los arreos, el metal de las armas, los alimentos, el vino,
los cerdos que traían en las bodegas… Todo ello le fue mostrado con
hospitalidad castellana por Pizarro, quien evidentemente, estaba sembrando con
la esperanza de poder recoger la cosecha más adelante.
La discreción y el porte del noble cuzqueño produjeron en el extremeño una
honda impresión, pues estaba empezando a atisbar la naturaleza de la
organización de aquel reino, que, de alguna forma, había que añadir a la Corona
española, tal como había hecho Cortés con los aztecas.
Nadie había desembarcado todavía, pero ya había recibido la oferta de
alojamiento del curaca. Aunque no tenía ninguna intención de bajar a tierra él
mismo, sí que era, pues, imprescindible enviarle una embajada con algún
obsequio, tanto a él como al noble cuzqueño.
—¡Molina! —llamó—. Quiero que lleves unos regalos al alcalde de Túmbez
y a ese noble cuzqueño, que acaba de visitamos.
—¿Qué clase de regalos, capitán?
—Consultaremos con nuestros rehenes.
Después de muchas deliberaciones, decidieron entre todos enviar varios
cerdos, un gallo, collares de vidrio, espejos, tijeras, vasos de cristal de Bohemia
y telas de fina seda. También llevó Molina a un esclavo negro que habían traído
de Panamá, como nota curiosa.
—Llévate a los seis rehenes —dijo Pizarro—. Son libres para quedarse.
Aquél fue, sin duda, el primer contacto de dos mundos desconocidos, que
eran radicalmente diferentes no sólo en esencia sino en forma. Más que un
contacto fue un choque de emociones.
El curaca y los suyos se vieron incapaces de guardar el continente impasible
y poco impresionable, que era su característica racial. La negra barba del
extremeño, la negrura del africano, las vestiduras de ambos; todo era motivo de
admiración e incredulidad. Las mujeres se sentían atraídas como por un imán por
la apostura e hidalguía del español y no se recataban en demostrarlo, mientras
que los hombres trataban de quitarle el color al esclavo rociándolo de agua.
También los regalos produjeron una enorme sensación —sobre todo, cuando el
gallo se puso a cantar.
En el lado opuesto, estaba el entusiasmo con que Molina narró a su vuelta al
barco todo lo que había visto.
—¡Esto es un verdadero reino, capitán! —exclamó—. Este curaca es
solamente un súbdito de una autoridad superior, a la que debe acatamiento
político y obligaciones sociales y económicas… y, seguramente, también
militares, pues he visto una fortaleza con soldados.
—¿Cómo es su casa? —preguntó Bartolomé Ruiz con curiosidad.
—La mansión de ese curaca es soberbia. Es como un palacio. Tiene docenas
de criados. ¡Para sí la quisiera un marqués en España! Hay adornos de oro por
doquier, por estos lares el oro parece abundar tanto como el estiércol en
Extremadura. Vi también algunos de sus templos, y son sobrecogedores. Aunque
no pude entrar dentro, se adivinan grandes adornos de oro, pues los hay en las
fachadas. Incluso las puertas están repujadas de ese metal. ¡Esto es
impresionante, capitán. Os lo digo yo…!
Todos los expedicionarios escuchaban boquiabiertos el relato de su
vociferante compañero. ¡Aquello era, por fin, lo que tanto habían estado
ansiando escuchar! ¡Bien valía la pena todos los sacrificios y penalidades que
habían tenido que soportar!
—¿Y lleva la gente adornos de oro?
—¿Son las mujeres hermosas?
—¿Tienen las mujeres joyas?
—¿Qué clase de collares llevan?
Si insaciables eran las demandas de información de todos los presentes, más
presta era la disposición de Molina en proporcionar toda clase de detalles que
requerían sus oyentes. Habría sido difícil encontrar una audiencia más atenta que
los presentes.
Nadie se acordó de la cena esa noche. Con los ojos brillantes, los
expedicionarios se veían ya en posesión de montañas de oro y plata. Increíbles
adornos repujados de perlas y diamantes caían en sus manos. A todos les venía a
la memoria lo que habían oído del tesoro de Moctezuma. La habitación llena de
oro que había encontrado Cortés en el palacio de Axayacatl. ¿Por qué no se
podía repetir la historia en el imperio de los Incas?
—¿Podríamos bajar a tierra, capitán?
La pregunta había sido formulada por uno de los marineros, pero estaba en la
mirada de todos, el deseo de comprobar por sí mismos la fabulosa historia que
habían oído.
Pizarro negó con la cabeza.
—No me fío todavía. Pero si queréis, mandaré a otro emisario. Así serán dos
los que nos cuenten lo que han visto… ¿Algún voluntario?
Treinta manos se levantaron inmediatamente.
—Habrá que echar a suertes… ¿Alguien tiene una baraja?
Una docena de barajas aparecieron como por arte de magia.
—¡Menos mal que está prohibido el juego! —masculló Bartolomé Ruiz.
—El que saque la carta más alta será nuestro emisario mañana —dijo
Pizarro.
La suerte le sonrió al griego Pedro de Gandía, que —hombre presumido—,
se acicaló temprano por la mañana, dispuesto al desembarco apenas había salido
el sol.
Bajó a tierra con reluciente armadura. En la mano llevaba un arcabuz
preparado. Inmediatamente se vio rodeado por una multitud vociferante. Cuando
los tumbeemos le pidieron que hiciera uso del arma, —de cuya existencia ya
tenían noticias por los seis indios rehenes—, Gandía no se hizo rogar,
espantando a todos los presentes con el formidable estruendo de su mosquete.
Recibido por el curaca, que hizo de cicerone, Gandía visitó ampliamente la
ciudad, conoció la fortaleza de sus defensas y la solidez de sus construcciones.
Visitó la Mana-cuna, el lugar donde estaban recluidas las Vírgenes del Sol,
impresionado por la increíble riqueza con que los incas adornaban y engalanaban
sus lugares sagrados.
—Capitán —dijo a su vuelta—. Alonso Molina no nos dijo la verdad.
Durante un largo momento observó expectante las caras de decepción de los
hombres que le miraban ansiosos. Y, por fin, sonriente, siguió.
—Se quedó cortísimo. Sólo con el oro que hay en esta ciudad podríamos
vivir todos nosotros la vida más opípara que podamos imaginar. Esta gente todo
lo adorna con oro. Los edificios públicos y los templos rebosan de él. Los nobles
tienen joyas y adornos de oro por todos los sitios. Hay aquí más metal amarillo
que hierro en Castilla.
Cuando se hubo apagado el griterío entusiasta con que fue recibida la noticia.
Pizarro se dirigió a Gandía.
—¿Has visto vehículos o animales de tiro?
—Ni uno. Esta gente no conoce la rueda. Lo mismo que los aztecas, están
muy avanzados en algunas cosas, astronomía, por ejemplo, pues poseen un
calendario astronómico increíble; y, sin embargo, no conocen ni el hierro ni
siquiera la rueda, o el más simple de los carruajes.
—De todas formas —dijo Molina— tampoco les sería de demasiada utilidad,
pues, según dicen, este país está todo él en cuesta. Las ciudades sagradas están a
tres y cuatro mil metros de altura.
—Pues a pesar del esplendor de esta ciudad —dijo Gandía—, parece ser que
las ciudades del sur, sobre todo Chinea, son mucho más grandes y ricas.
—¡Vayamos a Chinea, capitán! —gritaron los castellanos al unísono—.
Veamos lo que hay allí.
Pizarro asintió.
—Saldremos pasado mañana. El día de mañana lo podéis dedicar a llevar a
cabo trueques y cambios con los nativos.
Pocos durmieron aquella noche, acariciando los adornos de oro que habían
cambiado por baratijas.
¡El sueño se hacía realidad!
El barco llevaba navegando varias horas cuando un marinero subió de la
bodega y se acercó a Pizarro.
—¡Capitán! Tenemos una pequeña sorpresa en la bodega.
—¿Una sorpresa?
—Sí. ¡Un polizón!
—¡Vaya! —exclamó Pizarro divertido—. ¿Y quién quiere viajar con
nosotros gratis?
—Un jovenzuelo se escondió entre las barricas en Túmbez.
—Traédmelo.
El indio que se presentó ante Pizarro no tendría más de dieciséis o diecisiete
años. De frente amplia, tenía ojos inteligentes y mirada despierta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán.
Atendiendo a los ademanes más que a las palabras el joven indio asintió.
—Hincar Lambachiclar.
—Hmm —gruño Pizarro—, demasiado complicado. Te llamaremos
Felipillo. Parece que quieres viajar con nosotros, ¿eh?
El chico pareció entender lo que se le decía, pues asintió con entusiasmo.
—Hincar, españoles —dijo al tiempo que hacía un gesto con la mano
indicando que le gustaría ir con ellos.
—De acuerdo —asintió el capitán—. Tú serás a Pizarro lo que Marina fue a
Cortés. Te enseñaremos castellano.
Pizarro se dirigió al marinero que le había traído al chico.
—Ten la merced de decirle a Cristóbal de Peralta que se acerque.
No tardó el vasco en entrar en el camarote de Pizarro.
—Sí, capitán.
—Quiero que te encargues de enseñar nuestro idioma a este jovencito.
Parece inteligente, seguro que aprende rápido. Tendremos nuestro intérprete lo
mismo que Cortés tuvo el suyo.
Peralta sonrió, cogiendo al indio por el hombro.
—De acuerdo, capitán. Empezaremos ahora mismo. Acompáñame,
jovencito. Ven con tu tutor.
Felipillo sonrió feliz.
Pizarro le miró pensativo. ¿Les daría suerte aquel chico?, o…
Hernando Luque, que era el que más predicamento tenía ante Pedro de los
Ríos, fue el encargado de ir a ver al Gobernador acompañado de Pizarro.
—Es un placer conoceros, capitán —dijo el Gobernador al saludar a Pizarro
—. Estaba impaciente por escuchar de vuestros labios el relato de tan increíbles
aventuras.
—Nos hemos permitido traer algunas muestras de objetos de oro y plata que
hemos obtenido en nuestro viaje —dijo Pizarro—. Nos gustaría que los vierais.
Los objetos, que previamente habían sido expuestos por los criados de Luque
en el gran salón de la mansión del Gobernador, fueron examinados con
minuciosidad por Pedro de los Ríos.
—Es verdaderamente increíble —exclamó—. Se diría que estamos
contemplando un Imperio tan grande como el de los Aztecas.
—Puede que mucho mayor —dijo Pizarro entusiasmado—. No sabemos
todavía cuántas leguas se extiende hacia el sur, ni si llega a las orillas del océano
Atlántico, pero lo que sí estoy seguro es que es enorme.
—Me gustaría que me acompañarais a comer —dijo el Gobernador—.
Durante la comida podíais contarme cómo os fue en vuestro viaje.
—Será un placer, excelencia —dijo Pizarro.
Ya en la mesa, Luque hizo un recuento de la autorización de Pedrarias
Dávila para que los dos capitanes, Pizarro y Almagro emprendiesen la
exploración del sur-sureste, que Andagoya había dejado pendiente. Por su parte,
Francisco Pizarro relató, de un modo escueto, cómo él, y muchos que ya habían
muerto a causa de las penalidades, se habían alimentado durante aquellos
últimos tres años de raíces, palmitos, sapos, culebras, sabandijas y cangrejos.
Y, aunque reconoció que lógicamente lo hacían, en parte, por su propio
interés, fundamentalmente la empresa estaba destinada a engrandecer los
territorios de la Corona. Y, visto, que el Gobernador era el representante del Rey
en Panamá, confiaban en tener su apoyo para llevar la empresa adelante.
Sin embargo, a pesar del entusiasmo y elocuencia de los dos hombres, y, ante
su sorpresa, el Gobernador dio de largas a su petición.
—Entiendo el entusiasmo que han despertado en vuestras mercedes los
hallazgos que me habéis mostrado, pero la empresa que me pedís que intervenga
está mucho más allá del alcance de mis manos. Sería necesario despoblar toda
mi gobernación, para ir a poblar nuevas tierras, haciendo que muriera en la
demanda mucha más gente de la que ya ha muerto. Y, eso, caballeros, no puedo
permitírmelo hoy por hoy. Quizá las cosas cambien en el futuro, cuando venga
más gente.
Los socios se miraron entre sí boquiabiertos.
Pizarro en la Corte
¡
P or todos los diablos! —exclamó Pizarro con desesperación—. ¿Qué
significa esto?
El sargento mayor de los alguaciles se encogió de hombros con indiferencia.
—¡Ya os lo dirán! —dijo—. Yo solamente cumplo órdenes.
—Exijo una explicación —tronó por su parte Corral—. Soy el licenciado
Corral, y no permitiré que esto se quede así. Recurriré a las más altas instancias.
—No dudo que sus mercedes tendrán buenos amigos que no tardarán en
sacarles de esta prisión —afirmó el sargento mientras se atusaba tranquilamente
un enorme mostacho—, pero mientras tanto, no puedo sino obedecer las órdenes
del gobernador, y ésas son que todo vecino de Darién que desembarque en
España, debe ser encarcelado. No me pregunten vuestras mercedes por qué.
—Al menos —exclamó Pizarro angustiado— aseguraos que todo mi
equipaje y mis sirvientes están a buen recaudo. Son presentes que le llevo a su
Majestad procedentes de un nuevo Imperio que añadiremos a la Corona de
Castilla. Si falta una sola pieza os juro que el rey os lo hará pagar muy caro.
El sargento se volvió a atusar el bigote, pero esta vez un pequeño tic
nervioso en uno de sus ojos daba una indicación que las palabras de Pizarro
habían dado en la diana.
—Haré lo que pueda —dijo esperando que no fuera demasiado tarde.
El oficial que fue a verles al día siguiente les explicó la situación.
—Todo este proceso —dijo—, obedece a una ejecutoria que posee el
Bachiller Martín Fernández de Enciso, por la que puede mandar encarcelar a
todo vecino del Darién que desembarque en España. Vuestras mercedes están
empadronados en ese territorio, por lo que están incursos, aunque no sean
culpables, en las deudas que con Enciso contrajeron en su día los habitantes de
Tierra Firme cuando él fue expulsado de ella.
Pizarro maldijo a Enciso y a sus deudores. La impresión que había pensado
hacer con su desembarco y las rarezas que portaba, se oscurecían rápidamente
entre aquellas cuatro paredes. ¡Era exasperante! Como una fiera enjaulada, el
capitán extremeño se paseaba hora tras hora sin querer probar bocado de la
bazofia que les traían para comer.
Mientras consumía sus energías inútilmente en aquella mazmorra sevillana,
se desesperaba pensando qué hacer para recuperar su libertad. Realmente no
tenía a quién acudir. Por otro lado, ignoraba qué se había hecho con las cosas y
la gente que había traído y si las conservaban con cuidado.
—¡Por la sangre de Cristo! —rugía hablando consigo mismo—. ¡Pensar que
la empresa más grandiosa de todas las que se han dado en la historia de la
humanidad vaya a terminar así!; ¿qué maldición ha caído sobre mí para que esto
me ocurra cuando iba nada menos que a ver al Rey con regalos y presentes
nunca vistos?; ¿pero es que no hay justicia en este mundo?; ¿por qué tuve que
ser yo quien viniera a España? Nada de esto habría ocurrido si hubiera venido
alguno de mis socios, que no están empadronados en Darién…
—Pensad —le consoló Corral—, que si me hubieseis confiado a mí la misión
como estuvisteis a punto de hacer, ahora estaría yo en vuestro lugar. De todas
formas —añadió—, espero que se arregle este asunto pronto.
—Pero pensad —gimió el desgraciado Pizarro—, que aunque me vea libre,
el desdoro de haber estado preso me impedirá llegar hasta su Majestad. ¿Qué
pensará él de un hombre al que han metido en la cárcel nada más pisar suelo
español?
El joven rey Carlos era un hombre alto, esbelto, de ojos oscuros y profundos,
barba negra bien recortada; sus miembros eran finos y bien proporcionados. Iba
vestido de terciopelo negro, como la mayoría de los Grandes de España.
—La Corona necesitaría una docena de capitanes como vos, Marqués —
comentó el Rey en una de sus innumerables conversaciones con Hernán Cortés.
—Estoy seguro que los tenéis, Majestad. Hay muchos buenos y fieles
soldados en las Indias, que, sin duda, conquistarán, no tardando mucho, otros
imperios tan grandes como el azteca.
—¿Qué opináis vos, don Hernando, sobre ese imperio inca del que se habla
últimamente?
—Es más que probable que exista otra cultura parecida a la azteca, majestad.
No tendría nada de extraordinario, teniendo en cuenta las colosales dimensiones
del continente que estamos explorando.
—¿Y conocéis vos al hombre que quiere conquistarlo?
—¿Francisco Pizarro? No, no le conozco personalmente, aunque sé que es de
Trujillo, no muy lejos de la tierra en que yo nací. Y, de hecho, estamos
lejanamente emparentados. He oído decir que su padre luchó en Italia a las
órdenes de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán.
El Rey asintió.
—Estoy informado de ello. Sé que es hijo ilegítimo de Gonzalo Pizarro y una
sirvienta de convento, y que nació hace ya cincuenta y un años. ¿No os parece
una edad un poco avanzada para ir a conquistar un reino?
—Yo he tenido soldados a mis órdenes de sesenta años que tenían más
energía que algunos jóvenes de 20, Majestad. Más que la fortaleza física, es el
ansia de triunfar lo que cuenta.
—Claro —dijo el Rey—. Bien, pronto conoceremos a este hombre, pues ya
debe de haber llegado a Sevilla.
—A mí también me gustaría conocerle —dijo Cortés sonriendo— creo que
tendríamos muchísimas cosas de qué hablar…
El rey levantó una mano y el canciller del reino se acercó solícito.
—¿Podríais informarme si ha llegado ya el barco de Nombre de Dios, y si ha
venido en él un tal Francisco Pizarro?
El Canciller se pasó la mano por la barbilla.
—Creo que podré averiguarlo inmediatamente. Está en la corte la persona
que sabe todo sobre las Indias, el obispo Fonseca. Él nos informará.
Pocos minutos después, Fonseca se inclinaba ante el Rey.
—Decidme, Majestad, ¿qué deseáis saber?
—Todo sobre Francisco Pizarro y la «entrada» que pretende hacer en el
imperio de los «incas».
Fonseca asintió.
—Sé que es un capitán de unos cincuenta años, que luchó primero en Italia y
que luego marchó a las Indias cuando contaba más de treinta años. Allí se
distinguió por su valor en numerosas «entradas». Luchó al lado de Ojeda y de
Balboa. Ha sido siempre fiel a los gobernadores, primero Dávila y ahora Pedro
de los Ríos. Parece que posee una hacienda a medias con su socio Diego de
Almagro, que, por cierto, la hipotecaron para conseguir dinero para la
expedición al imperio de los incas. En la empresa de esta «entrada» intervino un
clérigo llamado Luque. Y eso es, de momento, todo lo que sé. Si deseáis que
averigüe más, lo haré gustoso.
El monarca negó con la cabeza.
—No es necesario, eminencia. Solamente me gustaría saber si este Pizarro ha
llegado ya a Sevilla, pues parece ser que tiene intención de venir a vernos con
algunos objetos curiosos de ese «imperio».
Fonseca frunció el ceño.
—Majestad —dijo—, me temo que, por lo que me acaban de informar hoy
mismo, un tal Francisco Pizarro, procedente de Darién ha sido apresado por los
alguaciles de Sevilla.
—¿Apresado?, ¿de qué ha sido acusado?, ¿qué ha hecho?
—Nada, en realidad —dijo Fonseca—, pero parece ser que hay una
ejecutoria de Fernández de Enciso, por la que se encarcela a todo vecino de
Darién que venga a Sevilla. Es a causa de las deudas que los habitantes de aquel
territorio contrajeron con él.
—¡Por todos los cielos! —exclamó el Rey—. ¿Quiere decir eso que un
hombre inocente, y además portador de regalos para su Rey, ha sido encarcelado
y sus bienes confiscados tan injustamente?
—Así es, Majestad. Ésa es la ley.
—Pues habrá que cambiarla. Haced que ese hombre quede en libertad
inmediatamente. Quiero ver lo que me trae y escuchar lo que tenga que decirme.
Fonseca rogó en su mente a todos los santos para que los guardianes no se
hubieran repartido los regalos del rey.
Trujillo
T rujillo no había cambiado nada en veintisiete años. Sus calles seguían tan
polvorientas como antaño; las piaras de cerdos tan ruidosas y sus calles
tan empinadas.
Las pocas mujeres que se reunían a la sombra de unos alcornoques en la
plaza miraron con curiosidad al jinete que se atrevía a desafiar al astro solar en
plena canícula. ¿Quién podía ser aquel caballero de porte tan distinguido,
montado en brioso alazán?, ¿qué le traería por Trujillo? No parecía haber duda
de que se dirigía a una de las casonas solariegas de la villa. Entre las más ilustres
estaban la de los Carvajal, los Orellana, los Mendoza, los Vargas o los Pizarro.
Con mano firme, el jinete condujo su caballo hacia la empinada y empedrada
calle que llevaba al viejo castillo. En la plazoleta de la Concepción Jerónima sus
ojos se fijaron en la casa solariega de los Pizarro. Estaba situada no lejos de la
iglesia de Santa María la Mayor.
Francisco Pizarro, con los ojos nublados por la emoción, miraba las casas de
piedra que tantos recuerdos le traían. No muy lejos, se levantaba el convento de
San Francisco el Real, en el que trabajaba su madre Francisca González cuando
se quedó embarazada.
Alguien le había dicho que había muerto hacía años. También sabía que
habían fallecido los labriegos en cuya casa vivió su niñez.
A media cuesta, detuvo su caballo para contemplar con ojos entornados el
escudo de los Orellana, primos de los Pizarro.
Siguió avanzando lentamente y no tardó en detenerse ante el gran portalón
que estaba buscando —la casa solariega de los Pizarro—, la casa a la que nunca
tuvo acceso.
Con un movimiento lento, calculado, saboreando aquel momento en el que
tanto había soñado, descendió de su caballo y se acercó a la puerta. Un grupo de
rapazuelos había interrumpido sus juegos en la plazoleta de la iglesia para
observarle con curiosidad. Cuatro o cinco mujeres le contemplaban, así mismo,
desde ventanas y portales. Dos viejas, vestidas de negro, sentadas a la sombra de
una higuera, le miraban tratando de adivinar quién era aquel apuesto caballero.
Sus rasgos se les hacían familiares.
Con movimiento firme, Francisco Pizarro golpeó por tres veces en la puerta
con la aldaba de hierro. El eco de los tres aldabonazos reverberó por las
estrechas callejuelas haciendo que más rostros curiosos se asomaran por las
estrechas ventanas.
Por fin, una joven criada abrió la puerta.
—Me llamo Francisco Pizarro —dijo el recién llegado—. Deseo hablar con
mi hermano Hernando.
—¿Vuestro… hermano, Hernando…? —consiguió balbucear la criada, con
los ojos abiertos de par en par—. Avisaré… avisaré a su merced. Aunque creo
que está echando la siesta…
—¡Despiértale! ¡Estoy seguro de que no le importará!
La voz autoritaria del recién llegado hizo que la criada se apresurara en
desaparecer en el interior de la casa, temblorosa.
El hombre que minutos más tarde se presentó ante Francisco ajustándose
todavía la camisa, era un joven de míos veintiséis años, robusto, de mirada dura.
Una barba bien recortada enmarcaba unos labios finos, que denotaban un
carácter fuerte y autoritario.
—¡Pluga a Dios que no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos! —exclamó
—. ¿Es verdad lo que me acaban de decir?; ¿eres en verdad mi hermano
Francisco?
Francisco asintió lentamente.
—Lo soy, Hernando, lo soy.
—Pues ven a mis brazos, hermano y sé bienvenido a ésta, tu casa.
Francisco estuvo a punto de decir que nunca lo había sido cuando era niño,
pero se contuvo y sonrió levemente mientras recibía el abrazo de su
hermanastro.
—Tenemos mucho que hablar —dijo cuando consiguió deshacerse de las
muestras de afecto del joven—. ¿Dónde están tus… nuestros otros hermanos?
—Los mandaré llamar. Cenaremos todos juntos esta noche. Serás nuestro
huésped. Estamos ansiosos de oír tus andanzas en las Indias.
—Te aseguro que no os defraudaré —sonrió Francisco—, pero antes
cuéntame algo sobre nuestra familia. Ten en cuenta que cuando salí para las
Indias corría el año 1502.
—Justo un año antes de venir yo al mundo —comentó Hernando—. Bien,
pero antes de nada, acompáñame a la sala y pongámonos cómodos. Tomaremos
un buen vino de la tierra.
Con una buena jarra de vino en la mano, Hernando comenzó el relato.
—Nuestro padre casó con su prima Isabel de Vargas el 29 de julio de 1503,
es decir, cuando tú apenas habías llegado a las Indias. Yo no tardé en venir al
mundo, pues, por lo visto, mi madre estaba ya embarazada. Parece ser que
nuestro padre era todo un elemento en cuanto a amores se refiere —sonrió—,
pues, muy poco después, nacía nuestro hermano Gonzalo…
—De diferente madre, claro —ironizó Francisco.
Hernando asintió.
—Su madre fue María Alonso, hija de unos molineros, con quien también
tuvo a Juan. Mi madre, Isabel tuvo posteriormente dos hijas, Inés e Isabel, esta
última casada con un tal Gonzalo Tapia, que estoy seguro que es un hombre que
te agradará. Le conocerás esta noche.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Francisco—. ¡Nuestro buen padre era todo
un semental! ¿Cuántos hermanastros más tenemos por ahí?
—Cuatro más, pero todas mujeres, y todas habidas fuera del matrimonio:
Francisca, María, Graciana y Catalina. Las cuatro son hijas de criadas o
sirvientas que pasaron por esta casa.
—¡Una pena que no sean hombres! —ironizó Francisco—. ¡Podríamos
formar un ejército con los vástagos de nuestro buen padre! ¿Cuándo murió?
—En 1522, hace siete años. Está enterrado aquí, en Trujillo, en la iglesia de
San Francisco. Yo mismo tuve que traer sus restos desde Pamplona donde
falleció.
—¡Todo un personaje! —exclamó Francisco—. Otro día me contarás su vida
y sus aventuras guerreras.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Hernando—, pero te advierto que son
extensas. Nos hará falta una tarde entera…
—Será fascinante —sonrió Francisco—. Escucharé con muchísimo gusto…
A propósito, ¿qué sabes de mi hermanastro, por parte de mi madre, Francisco
Martín de Alcántara?
—Está por Trujillo —dijo Hernando—. Le mandaré llamar. También vendrá
a la cena nuestro joven primo, Francisco de Orellana.
Tal como temía Pizarro, el Consejo de Indias ordenó llevar a cabo una
inspección a finales de enero, en los barcos en que se preparaba la empresa del
Perú.
Gonzalo Tapia se apresuró a ir a ver a su cuñado Francisco.
—Acabo de enterarme por un amigo que trabaja en la Casa de la
Contratación, que vendrán a inspeccionar dentro de cuatro días —informó.
Francisco se levantó de un salto.
—¡Lo que me temía! —bramó—. Alguien está atentando contra la empresa.
No hay razón alguna para que el Consejo tenga tanta prisa por una empresa que
aún no se ha iniciado.
—¿Crees que hay algún enemigo oculto?, ¿quizá Pedrerías o Pedro de los
Ríos?
—Podría ser. Sé que Pedrerías está deseando llevar a cabo la empresa por su
cuenta.
—¿Y por qué no sales tú con uno de los barcos antes de que vengan?
Francisco Pizarro asintió.
—Es una buena idea. En realidad, es lo mejor que podemos hacer. Cuando
vengan los inspectores les decís que entre el barco que salió en Noviembre y éste
ya tenemos ciento cincuenta hombres.
Gonzalo Tapia dio una palmada en el hombro de su cuñado.
—Eso haremos, no te preocupes. Todo saldrá bien —dijo con un exceso de
confianza.
Túmbez
Felipillo resultó ser un joven que ya rondaba los diecinueve años, de una
gran inteligencia. Durante el tiempo que Pizarro había estado en la Corte, él y el
séquito que acompañaba al extremeño se habían hospedado en un monasterio, y
este hecho lo había aprovechado el joven inca para aprender no sólo a hablar
castellano, sino, con la ayuda de los frailes, a escribir y averiguar sobre la
historia del país en que se hallaba y los demás países europeos. El resultado era
espectacular. Estaba claro que Pizarro contaba con un elemento tan valioso como
lo había sido Marina para Hernán Cortés.
Rodeado de un impresionante círculo de oficiales, y sin dejarse impresionar,
Felipillo comenzó a hablar.
—Narraré a sus mercedes la historia tal como yo la he oído contar a los
Quipu Kamayoc.
—¿Y ésos quiénes son? —preguntó Hernando Pizarro.
—Personajes que están dotados de una memoria prodigiosa y que se
acuerdan de todo lo que ha sucedido en el Tahuantinsuyo desde sus comienzos.
—¿Y qué es el Tuhantin…, como se llame? —interrumpió Gonzalo Pizarro.
—Así llamamos nosotros al Imperio inca —respondió pacientemente el
joven indio—. Pues bien —continuó—, como decía, el emperador Inca ha sido
descendiente de los Hanan Cuscos, casándose siempre entre hermanos para
conservar la pureza de la sangre. El último Emperador y gran conquistador ha
sido Huayna Capac, que ha muerto hace poco. Su hijo legítimo, según la
costumbre inca, por ser hijo de la «coya», o reina, es Huáscar, quien estaba
apoyado por todos los nobles.
—¿Esos nobles —interrumpió Francisco Martín—, son lo que tienen las
orejas deformadas?
Felipillo asintió.
—Lo hacen para diferenciarse de la gente común.
—Pues nosotros les llamaremos «orejones» —dijo Hernando Pizarro.
Felipillo se encogió de hombros y prosiguió su historia.
—Pues bien, aunque Huáscar era el heredero legítimo, su hermano
Atahualpa tenía sus propias ambiciones, además de un fuerte ejército y buenos
generales.
—Y estalló la guerra civil, ¿no es eso? —dijo Belalcázar.
—Así es —dijo Felipillo—, y por lo que me dicen, ha habido muchos
enfrentamientos, y muy crueles. La mejor parte la lleva Atahualpa, que tiene
prisionero a su hermano.
—Ese Atahualpa —comentó Juan Pizarro— parece ser un tanto cruel…
—Lo es —admitió Felipillo—. Él y sus generales, sobre todo, Quisuis y
Calicuchima son sádicos. La gente les teme. Por donde pasan siembran el terror.
A las mujeres, hijos y parientes de Huáscar los mataron de la forma más cruel
que se les ocurrió, obligando a su hermano a ver cómo morían lentamente sus
seres más queridos.
—¡Por Belcebú! —exclamó Belalcázar—. ¡Cuánto me gustaría ponerle la
mano encima a semejante angelito!
—¿Y dónde tienen prisionero a Huáscar? —preguntó Francisco Pizarro.
—En una fortaleza cerca de Quito.
—¿Quiénes son los dioses de estos paganos? —preguntó fray Vicente
Valverde.
—Los incas adoran a Pachacamac, el dios de los volcanes, a la Luna, a
Venus, a las estrellas llamadas Pléyades, al Arco Iris, etc.; pero son, el Sol y
Viracocha sus dos principales dioses. Piensan que la Luna es la esposa del Sol.
También hay templos para la Madre Tierra, para el Dios Trueno, y para el Mar.
Adoran muchas cosas, como piedras con extrañas formas, puentes, colinas,
cuevas y las tumbas de sus antepasados.
—¡Viracocha! —exclamó Hernando Pizarro—. ¿Quién es ese personaje?
—El dios hacedor de todas las cosas —explicó Felipillo—. Según la leyenda,
Viracocha vino a la tierra bajo el aspecto de un hombre blanco, barbudo. Ayudó
a los primeros incas a crear un gran Imperio y luego se marchó por el mar,
prometiendo que algún día volvería a enseñorearse de la tierra de Tahuantinsuyo.
—¡Es curioso! —exclamó Juan—, ¡eso es una versión incaica de la leyenda
de Quetzalcoalt de los aztecas!
—Sí —asintió Francisco Pizarro—, es curiosísimo que coincidan las dos
leyendas.
—Lo cual puede suponer una gran ventaja para nosotros —exclamó
Hernando Pizarro—, tal como le sucedió a Cortés.
—Trataremos que así sea —dijo el capitán general—. Según me dijo Cortés,
los indios creían que caballos y jinetes formaban un solo ser, al que tenían pavor.
Felipillo asintió, pues durante su estancia en España había oído muchas
veces relatos de las hazañas de Hernán Cortés.
—En realidad —dijo—, hay una leyenda que asegura que Viracocha traerá
consigo seres de cuatro piernas y dos cabezas.
—¡Claro! —rió Juan Pizarro—, ¡tenemos aquí mismo un montón de
semejantes monstruos!
—Los caballos —dijo Felipillo— os vendrán muy bien para luchar en la
llanura, pero, pensad que de poco os servirán en las montañas. Recordad que
Quito y Cuzco están muy altos. Hay que subir durante muchos días y semanas
cruzando grandes acantilados y precipicios por medio de puentes colgantes.
—¡Puentes colgantes! —exclamó Juan—. ¿Qué clase de puentes colgantes?
—Hay muchos —contestó Felipillo—, alguno como el Huaca Chaca, cerca
del Cuzco, cruza un desfiladero de más de mil pies de profundidad. Está hecho
con cuerdas y lianas, y el suelo se bambolea al cruzarlo. Ningún animal se atreve
a pasar por estos puentes.
—¿Y no hay otro medio de cruzar al otro lado?
—No —dijo Felipillo—. Aquí las montañas no son pequeñitas como en
vuestro país.
—Será difícil obligar a cruzar a los caballos —musitó Hernando de Soto, que
como gran jinete, se veía perdido sin su caballo.
—Efectivamente, cruzar un cañón, por pequeño que sea, por un puente que
se bambolea, no parece tarea fácil —masculló Hernando Pizarro.
—¿Están bien cuidados esos puentes? —preguntó Francisco Pizarro—.
¿Resistirán el paso de una lombarda?
Felipillo asintió vigorosamente.
—Hay un equipo de reparación encargado de cada puente. Si un «Llaqta
Kamayoc», o inspector de trabajo, observa el mínimo deterioro en las cuerdas,
sus cuidadores y sus familias serán arrojados al vacío desde el medio del puente.
—¡Es una manera muy convincente de asegurarse de que el trabajo está bien
hecho! —dijo Juan Pizarro sarcásticamente—. Aquí, por lo que se ve, todo el
mundo tiene asignada una tarea que la tienen que cumplir escrupulosamente
bien, si quieren conservar el pellejo.
—Nunca mejor dicho —sonrió Felipillo—, pues uno de los castigos más
corrientes en nuestra tierra es arrancar la piel a una persona viva y hacer un
runantinya con ella.
—¿Un qué? —preguntó Soto.
—Runantinya, un tambor. Es todo un arte, os lo aseguro.
—¡Qué duda cabe que debe de serlo!
—¿Qué tal son los caminos? —preguntó Francisco Pizarro.
—Los caminos en Tahuantinsuya son mucho mejores que en Castilla —
aclaró el intérprete—. Hay una persona encargada de velar por las buenas
condiciones del camino cada pocas leguas.
—¡No me digas lo que le ocurrirá a él y a su familia si la superficie no está
como la palma de la mano…! —comentó irónico Soto.
—¿Cómo viaja la gente en este país? —preguntó Francisco Martín—, ¿y
cómo transportan las mercancías?
Felipillo asintió.
—Aquí se usa la llama como animal de carga. No existe la rueda. Por lo
tanto, no hay carretas. Todo se transporta a lomos de llamas o a hombros de
esclavos. Los nobles son transportados en literas.
—Y si tampoco existe la escritura ni los números, ¿cómo os acordáis de lo
que pasó hace años?, ¿y cómo calculáis el precio de las cosas?
—En cuanto a la primera pregunta —dijo Felipillo—, ya os dije que existen
los Quipu Kamayoc, capaces de acordarse de todo lo que ha ocurrido en la
historia de los incas. Y, por lo que respecta a las cuentas, los incas tenemos el
«quipus», que es un cordón del que penden cuerdecitas, cada una tiene un valor
diferente. Os aseguro que se pueden calcular las cantidades tan bien como con
vuestro sistema.
—He visto a algunos indios mascando hojas —dijo Juan—; ¿qué es?,
¿alguna costumbre como el tabaco?
—Eso es «coca» —respondió Felipillo—, es un arbusto que enviaron los
dioses a los incas. Solamente se permite su uso a los nobles o a los guerreros en
extremas circunstancias. Mascándolo con un poco de cal quita la fatiga y te
permite ascender a los montes sin sufrir el soroche o mal de las alturas.
—Parece una maravilla —dijo Soto irónico—. Me gustaría probarlo alguna
vez.
—Pues si lo haces, ten mucho cuidado —dijo Felipillo gravemente—, pues
su uso crea adicción. Puede llegar incluso un momento en el que no puedas
prescindir de él.
—Una última pregunta, Felipillo —dijo Francisco Pizarro—, ¿qué significa
Tahuantinsuyos?
—Como ya sabéis es el nombre que le damos nosotros al Imperio Inca, pero
que en realidad significa algo así como los cuatro puntos cardinales. Es decir, el
mundo entero, cuyo centro es Cuzco.
Pasaron varios días sin que ocurriera nada, pero algo se cocía debajo de la
superficie, y de las sonrisas artificiales de los indios.
No llevaban los españoles una semana en la isla cuando Felipillo irrumpió
jadeando en la choza de Pizarro.
—¡Están reunidos…! —jadeó—. ¡Túmbala…!
—¿Túmbala?, ¿con quién está reunido? —preguntó Pizarro poniéndose en
pie.
—Con los demás jefes de la isla… Están planeando una traición… —el
joven intérprete consiguió recuperar el aliento y prosiguió—. Se han reunido
todos los jefes de Puná para acabar con vuestras mercedes…
—¿Dónde están?
—En un pequeño poblado. A varias leguas de aquí.
Pizarro se asomó a la puerta.
—¡Guardia! —dijo sin levantar la voz—. ¡Quiero a todos mis oficiales aquí
dentro de cinco minutos! ¡Rápido!
Apenas había transcurrido media hora cuando cincuenta jinetes,
completamente equipados, se dirigían hacia el interior al galope, siguiendo las
instrucciones de Felipillo.
La redada fue completa, más de doscientos indios fueron muertos y veinte
caciques hechos prisioneros.
Pizarro estaba dispuesto a dar un escarmiento por lo que no hubo piedad con
los traidores.
—¡Cortadles la cabeza a todos menos a Túmbala! ¡A él lo necesitamos como
rehén!
Pero si Pizarro esperaba que los nativos no atacaran viendo a su jefe
prisionero, se equivocó. La noticia de la muerte de los caciques había corrido
como un reguero de pólvora, y varios miles de nativos rodeaban el campamento
a la vuelta de los jinetes.
—¡Están atacando a los nuestros! —gritó Hernando—. ¡A por ellos!
Sin esperar a nadie, Hernando Pizarro lanzó a su caballo como un centauro
entre la multitud abriéndose paso a mandobles. Inmediatamente detrás le
siguieron Francisco de Orellana, Francisco Martín y Hernando de Soto, este
último manejaba y dirigía su caballo con una ligera presión con las rodillas, con
una facilidad increíble. No parecía sino que ambos formaban una sola pieza.
Todo indicaba que aquellos hombres eran Viracochas. Tras largas horas de
lucha, todos seguían en pie. ¡Eran, pues, inmortales!
Y aquellos seres de cuatro patas, con los que se unían cuando querían,
formando un solo ser único, también parecían tener el poder de la inmortalidad.
¡No era posible luchar contra ellos!
Además, estaban aquellos tubos que arrojaban rayos a distancia y mataban a
veces a varios guerreros a la vez. ¿Cómo podían luchar ellos, por muy valientes
que fueran, contra aquellos poderes que sólo pertenecían a los dioses?
Para la caída de la noche, sólo quedaban por tierra los cuerpos de los muertos
y de los heridos que no podían moverse por sí solos. Los demás habían
desaparecido.
El capitán general se quitó el casco con gesto fatigado.
—¿Cuántas bajas hemos tenido, Hernando? —preguntó.
—Una docena de heridos, hermano, pero ninguno de gravedad. Sólo ha
habido que lamentar la muerte de un caballo.
Francisco Pizarro torció el gesto. En campaña, un buen caballo valía por diez
soldados.
—Da órdenes de enterrarlo en secreto en cuanto oscurezca. Nadie debe saber
que los Viracochas o sus caballos son mortales.
La traición de los isleños obligó a los españoles a dar el paso decisivo: pasar
a tierra firme.
Para llevar a cabo el desembarco, Pizarro usó los barcos españoles y varias
balsas que los indios sabían manejar muy bien. Pero los españoles no contaban
con el mar embravecido que los empujó a los arrecifes.
Pizarro había previsto que los que iban en las balsas se hicieran fuertes en la
playa e impidieran cualquier ataque indio, pero las turbulentas aguas arrojaron
contra las rocas a casi todas las balsas. Hernando Pizarro que iba en una de ellas,
tuvo que atravesar un estero por el que subía hirviente la marea. Rechazaron el
ataque de un grupo de indios y se hicieron fuertes en dos casas de piedra.
Mientras tanto, Francisco Pizarro se adueñaba de las calles luchando casa por
casa.
La ciudad distaba mucho de ser la alegre urbe que habían visto la primera
vez. La guerra con los de Puna la había arruinado. Todos los tejados de las
viviendas habían sido incendiados y los depósitos de víveres saqueados.
Pizarro, ya en medio de la plaza de Túmbez, tomó posesión de la ciudad en
nombre de su Majestad el Emperador, e hizo levantar acta, no ya como capitán
de la hueste, sino como Gobernador de españoles e indios.
Éstos, sin embargo, no parecían estar muy dispuestos a acceder a los deseos
del español y se habían replegado al otro lado del río desde donde hostigaban sin
cesar a los castellanos.
Pizarro llamó a Hernando de Soto y Sebastián Belalcázar.
—Atacaremos a los indios por la espalda esta noche —anunció—. Necesito
voluntarios. Un grupo de veteranos bien escogido. ¿Podéis ocuparos?
—Por supuesto —dijo Belalcázar—. ¿Bastarán cincuenta?
—Bastarán —asintió Pizarro—. Saldremos a media noche y caeremos sobre
el campamento tumbecino antes del amanecer.
Las primeras semanas de mayo fueron duras por la naturaleza misma del
terreno costero. Había valles formados por los ríos de desagüe de las sierras, que
eran como oasis, pero que entre los cuales el terreno era áspero e improductivo.
A los dieciséis días de marcha, las huestes españolas descubrieron un valle
amplio y bien cuidado, donde se veían las grandes terrazas de cultivo.
Los granjeros incas vivían apiñados en pequeñas aldeas en las laderas de las
montañas. A lo largo de su vida, un campesino normalmente salía un par de
veces del pueblo donde había nacido. La primera vez, quizá para construir una
carretera en la costa; posiblemente una segunda vez para sacar oro de una mina
en las alturas de los Andes durante seis meses.
Tanto hombres como mujeres llevaban túnicas; los hombres hasta media
pierna, y las mujeres hasta los tobillos, las de ellas iban repujadas y con ribetes,
además, se las ataban a la cintura. Sobre sus hombros, ellas portaban a veces una
capa que se abrochaban delante con un gancho de bronce. Tanto los vestidos
como las capas estaban hechos de lana de alpaca. Alrededor de la cabeza
llevaban una cinta. Mirando el color y la forma de la cinta, cualquier indio
podría saber de qué parte del Imperio eran. Los incas tenían la obligación de
llevar todos ellos el mismo vestido en cada región. El que quebraba esa ley era
castigado severamente.
Tanto hombres como mujeres llevaban sandalias hechas con piel de llama,
las cuales, lo mismo que su ropa, se las hacían ellos mismos.
Cada familia convivía en una choza cuadrada cuyas paredes estaban hechas
de piedras unidas con argamasa de barro. El tejado era de madera y cubierto con
hierba larga. La cabaña sólo tenía una habitación y no había ni ventanas ni
chimenea. Dentro estaba muy oscuro, pues la puerta era pequeña y baja.
En un extremo de la choza, sobre el suelo de tierra se amontonaban las
mantas y las pieles de llama, y era donde todos los miembros de la familia se
sentaban o dormían apiñados, sin quitarse la ropa que llevaban durante el día.
Almacenaban su comida y bebida en grandes vasijas de barro y cajas hechas
de arcilla y paja. En el centro de la estancia había un agujero tapado donde
guardaban su grano. Contra la pared reposaban las herramientas que usaban en
los prados. Grupos de seis chozas se construían alrededor de un pequeño patio.
En las otras cabañas vivían los abuelos, las hermanas, hermanos, tíos, etc.
Cuando se casaba una pareja, el curaca les regalaba un par de llamas y una
pequeña parcela en la que cultivar su maíz. Cada vez que tenían un hijo les
daban un poco más de tierra. Cuando los hijos se hacían mayores se las quitaban.
Toda la tierra pertenecía al Emperador. Sólo debido a su buen corazón se las
prestaba para que pudieran vivir de ella. A cambio de este favor, tenían que
trabajar parte de su vida para él, bien fuera sacando oro de las minas o haciendo
carreteras. Llamaban a este trabajo mita, y podía durar hasta cinco años. Muchos
jóvenes elegían ser soldados para el Emperador.
Al llegar Pizarro al valle, los curacas de la población se apresuraron a
agasajar al Viracocha blanco y a sus oficiales, quienes venían precedidos de una
gran fama.
A un kilómetro de la ciudad de Poechos estaba situado uno de los tambos
reales, que la administración inca tenía distribuidos en tramos equidistantes, para
servir de depósito a los ejércitos, o de albergue al Emperador Inca si pasaba por
ellos.
En aquel tambo decidió Pizarro establecer su campamento.
—Pasad la orden a los soldados de no molestar ni vejar a los indios —dijo a
los oficiales—. Es importante que los nativos estén con nosotros en estos
momentos tan delicados.
No muy lejos del tambo había dos pequeñas chozas, una a cada lado del
camino real; chozas similares se veían a lo lejos cada cuarto de legua.
Pizarro no pudo contener su curiosidad.
—¿Para qué son esas chozas? —preguntó a Felipillo.
El joven sonrió.
—Eso es el servicio de mensajería de los incas —dijo orgulloso—. Hay dos
chasquis o corredores en cada choza. Cuando ven a otro chasqui que se acerca
corriendo a su choza, uno de ellos se prepara y corre al lado del que viene hasta
que recibe el mensaje. Éste puede ser de viva voz o en un quipu. El nuevo
corredor sigue corriendo hasta la próxima posta donde se repite la historia. Y así,
día y noche. En un día, el mensaje puede recorrer doscientos cincuenta
kilómetros. A veces, este sistema también se usa para llevar pescado fresco al
Inca desde la costa…
—Muy interesante —dijo Pizarro—. Acabas de decir que el mensaje podría
ser un quipu. ¿Qué es eso?
—El quipu es la manera que usa el inca para grabar o recordar números.
Tened en cuenta, capitán, que los incas no tienen nada escrito. No conocen ni el
papel ni los números, así que usan una larga cuerda con muchos hilos de lana
atados a ella. Los funcionarios anotan un número haciendo nudos en cada uno de
los hilos. Cada año, los encargados de ello cuentan los habitantes en su distrito,
lo anotan en los quipus y se lo mandan al emperador en Cuzco. Así éste puede
decidir cuántos impuestos deben pagar los diferentes distritos del país, y cuántos
soldados deben mandar al ejército.
Aunque Pizarro no hizo uso de ningún chasqui, mandó, no obstante,
mensajes, por medio de los indios de Poechos, a los poblados de las
estribaciones de la vecina sierra. Pero sus habitantes se mantuvieron hostiles, por
lo que envió a Hernando de Soto —en cuya pericia y buen hacer, confiaba cada
vez más—, a fin de que le trajera a sus caciques, de grado o por fuerza.
Soto invitó a los serranos a establecer una relación pacífica, pero sólo recibió
ataques, por lo que decidió tomar la iniciativa. Estaba claro que los indios
estaban convencidos de poder derrotar a los intrusos, ya que contaban con un
mejor conocimiento del terreno y una abrumadora superioridad numérica.
Sin embargo, Soto demostró su valía y la de sus jinetes venciendo una y otra
vez a los indios, que, por otra parte, tampoco eran soldados, sino simples
agricultores.
Como le habían ordenado, condujo a los curacas de la región ante Pizarro,
haciendo, además, muchos prisioneros y obteniendo un gran botín.
Pizarro aseguró a los curacas que si venían como amigos recibirían bienes,
pero que si les hacían la guerra, ellos responderían con sus rayos de muerte. Él
representaba y servía a un gran Rey, al cual esperaba que todos le rindieran
homenaje.
Con aquello consiguió la sumisión de los curacas.
Mientras duró la expedición de castigo de Hernando de Soto, el capitán
general había mandado explorar el entorno, descubriendo un excelente puerto en
Paita, por lo que decidió hacer allí una fundación.
Su hermano Hernando fue el encargado de ir a Túmbez.
—Llévate a todos los jinetes y encárgate de que todos los barcos y todo el
fardaje que dejamos en Túmbez sea trasladado al puerto de Paita. Los demás
bajaremos por el río en barcazas. ¡A ver si ha llegado, por fin, Almagro con sus
hombres!
—Ese socio tuyo tiene toda la pinta de querer esperar a que hagas tú todo el
trabajo y luego venir a recoger su parte del botín —masculló Hernando.
—Algo le habrá ocurrido —dijo el general preocupado—. No tardará en
aparecer.
—Sí, claro —dijo Hernando con los labios apretados y los ojos enfurecidos
—. Nos veremos en Paita.
Tal como estaban las cosas, y como siguiendo los pasos dados por Cortés,
Pizarro creyó que había llegado el momento de llevar a cabo una fundación, la
fundación de una ciudad, tal como Hernán Cortés había hecho en Vera Cruz.
Así pues, se eligió el valle de Tangarara para poner las primeras piedras de lo
que sería la ciudad de San Miguel. Fray Vicente Valverde bendijo la locación de
la primera población cristiana en territorio inca. Y a continuación, Pizarro
procedió a nombrar alcalde y regidores y dar título de vecinos a todos los que
allí habitaran. Pero una ciudad había de tener, además, un distrito, y como
gobernador, Pizarro hizo el reparto de tierras entre los soldados. El distrito
comprendía Túmbez, Paita y Piura, correspondiendo la primera demarcación a
Hernando de Soto, que con ello veía compensada su decepción al no haber
obtenido el título de maestre de campo. Pizarro se lo había dado a su hermano
Hernando.
Con esta fundación, los beneficiarios del repartimiento contraían la
obligación de vigilar el buen gobierno de los curacas y de ayudar a la difusión
del Evangelio.
Mientras tanto, el ejército inca llegaba a la vista de Cajamarca.
Una vez fundada la ciudad de San Miguel, había que dar un segundo paso
para dar a conocer en Panamá los logros de la expedición, para estimular a
Almagro a que se uniera a la empresa, y para infundir confianza a las gentes del
istmo y su gobernador. Y la mejor manera para hacerlo era, sin duda, enviar los
resultados tangibles de lo que se iba consiguiendo. A tal fin, mandó Pizarro
reunir lo adquirido y, en presencia de los oficiales reales, hizo fundir todo el oro,
separando el quinto real, y dejando lo necesario para el pago del barco y de su
carga, y, además, cantidades sobrantes para que se hiciera frente en Panamá a los
gastos que produjera la expedición de Almagro.
Pizarro envió cartas, asimismo, al licenciado De la Gama, que hacía de
Gobernador en Panamá y para Almagro, animándole a incorporarse a la
expedición.
Aquella noche, Francisco Pizarro no durmió. Sentía que estaba ante una de
las encrucijadas más importantes de su vida y, quizá, de la historia de la
humanidad. La decisión que tomara por la mañana sería fundamental para el
bien o para el mal de la expedición y para el curso de la historia.
La razón le decía que esperara a recibir refuerzos. Almagro no podía
tardar…
Por otro lado, sentía como un presentimiento que los acontecimientos se
precipitaban. Atahualpa estaba a tiro de piedra. Si se alejaba con su ejército
quedaría fuera de su alcance. Su única posibilidad era —tal como había hecho
Cortés—, apoderarse del Emperador, cogerle como rehén.
¡Cajamarca! ¡Tenían que ir a Cajamarca cuanto antes! ¡Allí estaba su
destino!
Al amanecer saldría con sus soldados en busca de lo imposible… con ciento
ochenta soldados…
Domingo de Soraluce echó un tronco a la hoguera.
—¡Por todos los diablos!, ¡qué frío hace en este país!
Cristóbal de Peralta se acercó al fuego para calentarse.
—Pues espera que lleguemos a Cajamarca, que debe de estar a tres mil
metros de altura.
—¡Maldito país!, ¿pero es que todo tiene que ser, subir y bajar?
—Por lo que dicen, todas las ciudades importantes están situadas a cuatro
mil metros de altura.
—¡Por todos los cielos!, ¡tiene que hacer un frío terrible a esas alturas!
—Me imagino que sí. Habrá que abrigarse bien. Lo que más me preocupa, y
me parece que a Pizarro también, es que, a esas alturas, el aire es mucho menos
denso y produce una especie de mareo, lo llaman soroche. Así que, imagínate
que tengamos que luchar sin aclimatamos. No podríamos ni sostener la espada.
Gente que subió al Popocatepetl, en Méjico, dice que a esa altura a uno se le va
la cabeza y no consigue hacer entrar bastante aire en los pulmones. No se tiene
fuerzas ni para andar.
—¡Pues estamos apañados! ¿No se supone que tenemos que conquistar un
imperio?, ¿luchar contra ejércitos enormes que están completamente aclimatados
y son conocedores del terreno? ¿Cómo vamos a hacerlo mientras nos
tambaleamos por falta de aire?
—Bueno —dijo Peralta—, esperemos que la aclimatación sea rápida.
—¿Has oído hablar de la coca? —preguntó Soraluce.
Peralta mostró un puñado de hojas verdes que sacó de entre sus pertenencias.
—¿Te refieres a esto?
Soraluce se quedó mirando a su amigo.
—¿Cómo las has conseguido?
—Las cambié en Túmbez por unos collares de vidrio.
—Se supone que solamente las tienen los nobles… ¿Las has probado?
—Sólo una vez, porque oí decir a Felipillo que crean hábito, como las hojas
de tabaco de Cuba.
—¿Y qué sentiste?
—Bueno…, tienen un sabor muy amargo, pero, en cuanto a resultados, te
aseguro que parece que has estado durmiendo veinte horas seguidas. Te quita
toda la fatiga, y además no notas el hambre.
—Pues es una maravilla. Justo lo que necesitamos.
—Creo que Pizarro está en ello. Me parece que encargó al curaca de
Túmbez que nos consiguiera una buena cantidad para todos nosotros. Seguro que
no tardaremos en necesitarla.
Capítulo VIII
Cajamarca
Durante varios días caminaron todavía los españoles por sierras y valles con
grandes dificultades y no poco cansancio. Extenuados, llegaron a un pueblo a
dos o tres días de marcha de Cajamarca, en el que reposaron un día entero.
—¡Capitán! —avisó uno de los centinelas—. Llega un mensajero en una
litera, el mismo que estuvo en Zaran y nos regaló aquellas fortalezas y patos
rellenos de lana.
Efectivamente, delante de Pizarro apareció el mismo inca rodeado de un
lúcido cortejo, con más llamas, con servicio de indios, vajillas de oro y odres
llenos de chicha.
Pizarro recibió al cuzqueño muy amablemente.
—¿Cómo está Atahualpa? —le preguntó.
El embajador sonrió humildemente.
—Mi Señor se encuentra muy bien. Os recibirá como amigo y hermano —
dijo—. Está deseando que lleguéis. Os envía estos vasos y platos de oro con los
que podéis comer y beber la comida y la chicha que también os traemos.
Pizarro le dio las gracias amablemente al tiempo que trataba de penetrar en el
rostro enigmático del indio. ¿Qué estarían tramando?
—¿Podré contar con el placer de teneros conmigo cuando entremos en
Cajamarca? —preguntó.
—Iré con vosotros —respondió el cuzqueño con la mirada inescrutable.
El gobernador mandó a sus hombres que tuvieran sus caballos a punto y cada
uno en su sitio. Al capitán de artillería le encomendó que apuntase hacia la
multitud y que disparase cuando le hiciese una señal. Mandó a los soldados de a
pie a las entradas de la plaza, y finalmente, encomendó a sus veinte infantes que
se escondieran y que no se dejaran ver hasta no oírle a él gritar «Santiago».
Atahualpa había decidido convertir su visita a aquellos posibles Viracochas
en todo un desfile ceremonial.
Uno de los futuros cronistas escribiría más tarde:
Todos los indios llevaban grandes discos de oro y plata como si
fueran coronas sobre sus cabezas. Aparentemente, todos venían con sus
ropajes ceremoniales.
Los tres escuadrones de caballería capitaneados por Soto, Hernando Pizarro
y Belalcázar estaban ya posicionados en los galpones de la plaza. Los caballos
llevaban arneses con cascabeles que solían causar espanto en los indios en las
cargas.
El padre Valverde, con su crucifijo y una Biblia en la mano, no abandonaba
la sombra de Francisco Pizarro.
La captura de Atahualpa
Atahualpa fue puesto bajo una fuerte guardia en el templo del Sol en las
afueras de Cajamarca, mientras parte de la caballería seguía patrullando, por si
alguien reunía a los fugitivos e intentaba un ataque nocturno.
Mientras los cuerpos de los muertos yacían en la plaza, los españoles
victoriosos prestaban mucha atención a su prisionero. Pizarro ordenó que le
proporcionaran ropa, pues la suya había sido desgarrada en el forcejeo para
bajarlo de la litera. Después, le trajeron algo para comer, y el mismo Gobernador
se sentó a su mesa, tratándole y haciéndole servir como a él mismo. También
ordenó que le trajesen las mujeres que desease, entre las que habían sido
capturadas, y que colocaran una cama en la misma habitación en que dormía él.
Atahualpa no terminaba todavía de creerse la desgracia que le había
acontecido. No podía concebir que tantos miles de soldados fueran derrotados
por un puñado de hombres aparentemente desorganizados.
Hundido, se mesaba los cabellos, mascullando palabras incoherentes y
dirigiéndose a los dioses que le habían abandonado.
Para consolarle, Pizarro se sentó a su lado, y con la ayuda de Felipillo se
dirigió a él.
—No os maravilléis de lo sucedido —le dijo—, pues con menos soldados he
señoreado yo otra mucha más tierra que la tuya, y otros mayores señores que tú,
poniéndoles debajo del señorío de mi Rey, el Emperador de los cristianos de
todo el mundo. Ando conquistando y atrayendo, para su real servicio, estas
tierras, para que todos vengáis en conocimiento de Dios y de su santa fe católica.
»Queremos que veáis el error en el que habéis vivido hasta ahora, y
conozcáis el beneficio de la fe que os traemos. No hallaréis que yo haya hecho
guerra sino a quien me la ha hecho a mí. Y, aun pudiendo destruirlos no lo hago.
Si tú fuiste preso, y tu gente muerta, fue porque venías con tan gran hueste
armada contra nosotros. Yo te envié a rogar, con el religioso, que entraras a
verme en paz y no solamente no lo hiciste, sino que con gran soberbia arrojaste
las palabras de Dios al suelo. Así permitió Él de echarte a ti por tierra y bajar tu
soberbia y que ninguno de los tuyos pudiera dañar a español alguno.
Atahualpa, con amargura en la voz, replicó que sus enviados le habían
engañado.
—Me dijeron que no erais Viracochas sino hombres ordinarios, y más
todavía, que no erais hombres de lucha, y estabais desorganizados. Y también
me informaron —reconoció con candidez— que hasta los caballos estaban
desensillados de noche. Cinquichara me aseguró que si hubiera tenido doscientos
guerreros os habrían traído atados.
—¿Qué pensabas hacer con nosotros? —preguntó Pizarro.
Atahualpa valientemente reconoció.
—Tenía grandes planes para vosotros, sobre todo para los caballos, pues son
animales que admiro mucho. Quería criarlos y enseñar a mis guerreros a
montarlos tal como lo hacéis vosotros.
—¿Y con respecto a nosotros?
El Inca se encogió de hombros.
—Pensaba castraros y poneros al servicio de mis mujeres. También quería
aprovechar los servicios de varios de vuestros hombres, que me han dicho tienen
ciertas artes, como fundidores, barberos, carpinteros. Pensaba obligaros a que
fabricarais esas grandes casas flotantes como en las que habéis cruzado el gran
lago salado.
El regreso de los hombres de a caballo fue apoteósico. Traían más de tres mil
prisioneros entre hombres y mujeres, además de un enorme tropel de llamas con
cargas de un botín abundantísimo. Oro de la vajilla de Atahualpa, ropas
finísimas, mantas, jubones acolchados para la guerra y mil cosas más de los
depósitos militares. Trajeron tal cantidad de oro y plata que la dejaron para
pesarla el día siguiente.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó Francisco Pizarro a su hermano.
Hernando sonrió exultante.
—Ni siquiera un herido —dijo—. Sólo un caballo ha recibido un pequeño
corte.
El Gobernador respiró profundamente y alzó los ojos al cielo.
—¡Gracias te doy, Señor, por el milagro tan grande que has hecho hoy, pues
pocos éramos para desbaratar tan gran ejército! ¡Plegó a ti, por tus misericordias
y por hacernos tantas mercedes! ¡Guíanos para hacer obras con las que te
sirvamos y alcancemos tu santo reino!
Se volvió al padre Valverde, cuyos ojos brillaban como ascuas por el fervor
que le embargaba.
El milagro que había realizado Dios con los israelitas cruzando el Mar Rojo
a pie enjuto, y destruyendo a sus enemigos, volvía a producirse. ¡Loado fuera el
Señor!
—¡Cantemos todos un Tedeum, padre, antes de retiramos a descansar!
Ciento sesenta y cuatro gargantas, con sus voces roncas y desafinadas, se
unieron en un canto de alabanza y de gracias al Rey de los Cielos por la victoria
obtenida ante la atónita mirada de miles de prisioneros acurrucados en la plaza.
Los ojos de los españoles brillaban de fe en la oscuridad, y en más de uno se
podían divisar gruesas lágrimas, que ahora sí, podían permitir que resbalaran por
sus mejillas, sin vergüenza.
Cuando terminaron, Pizarro se dirigió a los suyos.
—Id a reposar, señores, que bien merecido lo tenéis, pero mirad que la
victoria no os haga descuidar, pues más nos vale mantener una buena vigilancia
ahora que esa gente anda desbaratada. Hernando, encárgate de poner doble
guardia.
Aunque, no muchos lo habían notado, en aquel momento de tensión, todos
los caballos que el día anterior no podían tenerse en pie a causa de los resfriados
cogidos en la sierra, anduvieron tan sueltos y ligeros, con tanto ánimo y furia,
que parecía que estaban recién salidos de las caballerizas.
Después del acuerdo alcanzado por las dos partes, había llegado un momento
de calma, de tensa espera. Los españoles necesitaban tiempo para que las
noticias de su hazaña y de su increíble éxito llegaran a Panamá, y enviaran
refuerzos con los que penetrar más en el imperio inca. Por lo tanto, cuanto más
tiempo tardara Atahualpa en conseguir su rescate, mejor para ellos. Aunque, por
otro lado, todos sentían impaciencia por apoderarse de aquella fortuna.
El Inca, por su parte, esperaba con aparente tranquilidad la llegada del oro
para conseguir la restauración de su libertad y la marcha de sus captores.
Sin embargo, la espera hizo que unos y otros se conocieran más a fondo.
Por el lado español, Pizarro aprovechó para insistir en que su Dios le había
otorgado la victoria sobre los falsos dioses e ídolos que adoraban los incas.
—No hay otro Dios verdadero sino el de los cristianos, que creó el cielo y la
tierra —dijo—, y todos los hombres del mundo, y de todas las cosas que hay en
él. Los que quieran entrar en el Reino de los Cielos deberán recibir el bautismo y
cumplir lo que Dios manda, y así alcanzarán su Reino, y no irán a los infiernos,
donde para siempre están ardiendo en fuego todos los que sirven al diablo y que
han hecho sacrificios y ofrendas de personas humanas.
»Por eso nos envía nuestro Emperador, Rey y Señor de los cristianos, para
enseñaros a vivir como nosotros vivimos y os apartemos de la vida pagana que
lleváis sin conocer a Dios. Fue así que permitió que con tanto poder de gente
como tenías, fuera tu ejército desbaratado y preso por tan poquitos españoles.
Fíjate bien cuán poca ayuda te hizo tu dios, que en tan breve fuiste caído de tan
gran estado donde te encontrabas. Está claro que es el diablo el que os engaña.
Atahualpa no sabía qué contestar a tales argumentos y se defendía como
podía.
—Nunca hasta ahora había visto yo a cristiano alguno —dijo—, ni mis
antepasados sabían nada de esto. Yo he vivido la vida que ellos han vivido, y
estoy espantado de lo que me dices. Bien veo que mi dios no es bueno, pues tan
poco me ayudó.
Francisco Pizarro estaba tomando conciencia del mapa militar del país y se
daba perfecta cuenta de las enormes dificultades que les esperaban, a pesar de la
increíble victoria obtenida. Estaba convencido de que, de alguna forma, tenían
que aprovechar la ventaja que poseían, y tenía que ser de una forma rápida. Una
vez que soltaran al Inca no durarían ni dos días con vida.
Su primo, Francisco de Orellana, le hizo tomar una decisión que resultó a la
larga trascendental.
—Ya que estamos aquí y no tenemos gran cosa que hacer, ¿por qué no
vamos a ver al general Calicuchima?
Hernando miró a su primo largamente. Tenía un gran respeto por él, pues le
sabía muy inteligente, poseedor de una facilidad increíble para aprender idiomas,
además de ser un gran jinete, y tener un coraje casi temerario, como lo había
demostrado en todas las batallas habidas anteriormente.
—Podríamos enviarle un mensajero, uno de esos chasquis, para encontramos
a medio camino.
—¿Y para qué quieres verle? —preguntó Hernando.
—Para decirle que el Inca le quiere a su lado.
—¿Que el Inca le quiere a su lado? ¡Pero eso sería tanto como decirle que se
entregue atado de pies y manos!
—Exacto. Pero si vemos la adoración que todos profesan por su Inca, no
sería descabellado pensar que haría cualquier cosa por él. Incluso una locura
como ésa.
Hernando se encogió de hombros.
—Podemos intentarlo —dijo por fin—. Nada se pierde con ello.
Pocos días más tarde, un chasqui llegó corriendo con la respuesta de
Calicuchima.
La muerte de Atahualpa
Por su parte, Pizarro temía las visitas que recibía el Inca prisionero, pues a él
le resultaba evidente, que una vez libre, el ejército inca se echaría encima de
ellos como una plaga de langosta.
Urgía enviar a España parte del botín para consolidar así la fama de la
empresa.
—He decidido —anunció a los capitanes—, que vamos a fundir el oro para
mandar rápidamente a España la quinta parte del Rey.
—¿Por qué tanta prisa? —inquirió Almagro.
—Por la sencilla razón que no me fío de nuestro rehén. En cuanto le
liberemos se nos echará encima todo el ejército inca como buitres. No daría un
maravedí por nuestro pellejo.
—¿Y crees que enviando a España una parte del tesoro nos libraremos?
—Al menos podremos dar muestra de la riqueza inconmensurable de este
país. Y de que teníamos razón al venir aquí. Además —añadió—, el que quiera
irse con su parte podrá hacerlo.
—¿Y quién irá a España con el oro? —preguntó Hernando Pizarro.
—Creo que tú eres el más indicado, Hernando. Podrás relatar en la Corte
todo lo que ha pasado de primera mano.
Aunque al principio Hernando no estaba muy de acuerdo con la elección, no
tardó en dar su consentimiento.
—Bien, hermano; como quieras. Iré a la corte con el quinto real. Nuestro
Rey se pondrá contento. Podrá armar el mayor ejército que se pasee por Europa
con este dinero.
Pocos días después, y mucho antes de que llegaran las últimas cargas de oro
de Cuzco, se habían designado ya los fundidores indios, y los jueces de
fundición. Y aunque lógicamente, las actitudes de distintos grupos eran tensas, y
más, en una ciudad asediada. Pizarro hizo uso de su buen criterio y se las ingenió
para apaciguar a sus hombres.
—Propongo —dijo—, que las joyas y las piezas más ricas e importantes se
destinen como regalo y vayan a parar a la corte de Carlos I, lo cual supone unos
cien mil pesos. Otros veinte mil deben destinarse para que Almagro pague todos
los préstamos que tenemos en Panamá. El quinto de la corona asciende a
150.096 pesos de oro y 5.048 marcos de plata. Apartaremos una gratificación
para los vecinos de San Miguel y para los recién llegados con Almagro. Como
jefe supremo de las fuerzas me corresponden a mí 57.000 pesos de oro y 2.000
marcos de plata, amén de las andas del Inca.
Aunque nadie protestó, más de uno calculó para sus adentros que aquella
litera valía unos 25.000 pesos de oro.
—A los capitanes les corresponde 20.000 pesos de oro y 500 marcos de plata
—continuó Pizarro—, mientras que los de a caballo recibirán 9 000 pesos de oro
y 300 marcos de plata. Los de a pie, aproximadamente, la mitad de eso.
En la plaza de Cajamarca, el 18 de junio de 1533, ante los escribanos Sancho
y Xerez, se procedió al reparto de las cantidades estipuladas, según las
proporciones dichas[1].
Aunque parecía increíble, a partir de aquel día se hicieron transacciones
rocambolescas: un caballo se vendió por 2.000 pesos de oro, cuando en España
podría valer apenas veinte o treinta pesos. Por una onza de azafrán se pagaban
doce pesos. Una botija de vino de tres azumbres costaba sesenta pesos de oro.
Una espada, cuarenta, una cabeza de ajo, medio. Muchos mercaderes que habían
venido con Almagro, se hicieron ricos cambiando oro fundido por monedas.
Muchos entregaban pedazos de oro para saldar sus deudas, sin tener en cuenta su
valor. Algunos que habían recibido lingotes de plata comprobaron con gozo que
contenía una buena parte de oro, debido a la rapidez con que se había hecho la
fundición.
La diversidad de las piezas de oro que se fundieron aquellos días sería
inacabable; había asientos de oro macizo que pesaban ocho arrobas de oro;
grandes fuentes con sus caños; llamas, alpacas, vicuñas, aves volando de
diversas maneras; figuras humanas… todo hecho de oro macizo.
Felipillo no tardó en averiguar los pasos que daba Atahualpa por medio de
Sancta.
—Dicen las esposas que le sirven —confió la joven a su amante—, que
después de que le pusieran la cadena, el Inca envió mensajeros a su capitán,
ordenándole que se retiraran. Sin embargo, poco después se arrepintió de aquel
mensaje y envió otro para decirles que vinieran con urgencia, dándoles el lugar y
la hora, porque él estaba vivo, y que si tardaban le encontrarían muerto.
Una vez al corriente Pizarro de todos estos mensajes, que su intérprete se
apresuraba a comunicarle, ordenó que todos los de a caballo estuvieran de
guardia toda la noche, mientras que los de a pie lo hacían de día.
Durante todas estas noches, ni el gobernador ni sus capitanes pegaron el ojo,
asegurándose que su prisionero no podría escaparse vivo por muchos asaltantes
que vinieran a sacarle de allí.
Cuatro días más tarde, sus indios espías aparecieron corriendo, diciendo que
el ejército inca estaba apenas a tres leguas de allí, en unas sierras fragosas. No
tardarían ni veinticuatro horas en caer sobre el real.
Pizarro les interrogó con la ayuda de Felipillo.
—¿Los habéis visto?
Los indios dijeron que ellos no habían visto directamente al ejército de
Rumiñahui, pero que otros indios que vivían por allá cerca, sí lo habían avistado.
En la traducción, sin embargo, Felipillo, no se molestó en matizar los
detalles, diciendo, sencillamente que sí les habían visto.
Pizarro mandó a por Hernando de Soto.
—Coge media docena de jinetes y a uno de esos indios y acércate para ver si
ves a ese ejército de Rumiñahui.
En cuanto supieron de qué se trataba, cinco hombres se mostraron dispuestos
a acompañar a Soto: Rodrigo Orgoñez, Pedro Ortiz, Miguel Estete, Lope Vélez y
Orellana.
Inmediatamente después de su partida, Pizarro mandó reunir a los demás
capitanes, además del tesorero, Alfonso Riquelme, el padre dominico, Vicente
de Valverde, el escribano, Pedro Sánchez, el inspector real y otros.
—¡Señores! —anunció con voz grave, mirando a su alrededor—. ¡Estamos
ante el momento más crucial de nuestras vidas!, ¡más, incluso, que en la batalla
de Cajamarca! Se calculan en doscientos mil los indios que nos tienen rodeados.
Nosotros somos trescientos. Y, es evidente, que esta vez no tendremos a nuestro
favor el factor sorpresa.
Almagro, como segundo al mando de la expedición, se levantó para hablar.
—Atahualpa nos ha traicionado —declaró enfáticamente—. Y, por lo tanto,
debe morir. Además, con su muerte, los incas se habrán quedado sin líder.
También el tesorero Riquelme estaba a favor de ajusticiar a Atahualpa.
—Conviene que muera —dijo—. Si le liberamos ordenará que nos aniquilen.
Hubo otros, sin embargo, que se opusieron a la muerte del Inca, pero sin la
convicción y empeño que ponían Almagro y Riquelme, principalmente.
Por el lado favorable al Inca faltaban los dos pesos pesados, que
indudablemente, habrían hecho valer su parecer: Hernando Pizarro de camino a
España y Hernando de Soto, que acababa de salir con sus jinetes.
Francisco Pizarro, al principio, se opuso al ajusticiamiento, pues, a pesar de
todo, durante el tiempo que Atahualpa había estado prisionero, había hecho una
gran amistad con él. Algo parecido a lo que había ocurrido en Tecnochtitlán,
entre Cortés y Moctezuma.
Francisco de Orellana habló en defensa del Inca.
—Todos debemos darnos cuenta —dijo— de que un Inca vivo nos servirá de
mucha más protección que un Inca muerto. Además, él ha cumplido su parte del
trato. Ha pagado su rescate, y no se puede decir que nos haya ocasionado ningún
daño, ni siquiera a uno de nosotros.
Sin embargo, los últimos llegados se mostraban menos sentimentales. Tenían
prisa por penetrar hasta el Cuzco, y apoderarse ellos mismo del oro de la ciudad.
Aquellos hombres parecían mostrar menos miedo al supuesto ejército que les
rodeaba, que al hecho de quedarse sin un botín como el que acababan de
conseguir sus compañeros.
—Con su muerte —aseguró Almagro—, toda lucha cesará y la tierra volverá
a la calma.
—Además —insistió Riquelme—, recordad las crueldades de este Inca:
incluso estando prisionero dio órdenes de matar a su hermano Huáscar, como
todos supimos más tarde; arrasó poblados enteros y mandó matar a las mujeres y
parientes de su hermano de la forma más cruel posible…
—¡El mantener a Atahualpa con vida es un riesgo para todos nosotros! —
insistió Almagro—. Hay que ajusticiarlo lo antes posible.
La mayoría de los presentes estaba de acuerdo con que deberían proseguir
hasta la capital del Imperio, pero se discutió largo y tendido sobre si serían
capaces de retener a su rehén en los desfiladeros y puentes cuando su gente
tratara de rescatarle.
Muchos creían que Atahualpa se había convertido en una carga, mientras
otros lo consideraban un escudo protector.
El mismo Pizarro y casi todos los que habían convivido con el Inca los ocho
meses anteriores querían respetarle la vida. Ellos sí se daban cuenta del valor que
tenía el cautivo como salvaguarda de sus vidas. Otros argüían que puesto que ya
había pagado su rescate, tenía derecho a seguir viviendo, y que los españoles
deberían hacer honor a su palabra. Algunos de ellos se habían encariñado con el
cautivo, con quien habían pasado muchas tardes agradables…
Los argumentos llegaron a un punto muerto y el debate se centró en lo que
más importaba en aquel momento: el ejército de Rumiñahui.
Nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba, y eso no contribuía, ciertamente, a
calmar la histeria colectiva en Cajamarca.
Cuando se empezaron a oír los primeros rumores de que el Inca podría ser
ajusticiado, un joven soldado, llamado Pedro Castaño, se indignó de tal manera
que fue a los aposentos del gobernador a protestar enérgicamente. Y fue tanto el
ardor que puso en defensa del prisionero, que Pizarro le mandó a prisión en
cadenas a fin de calmar un poco su pasión juvenil.
Sin embargo, tanto Almagro como Pizarro tuvieron que reconocer que aquel
joven tenía agallas, y al día siguiente le invitaron a cenar con los dos jefes y
demás capitanes.
Durante la cena hubo discursos emocionados en los cuales Pizarro felicitó al
joven soldado por el ardor que había puesto tratando de disuadirle de condenar al
Inca.
Castaño, emocionado, declaró que, en nombre de todos los conquistadores,
besaba las manos de Señoría por haber actuado de tal manera.
La cena fue seguida de una partida de cartas, y mientras estaban jugando, el
joven vasco Pedro de Anades entró en la habitación arrastrando consigo a un
indio.
—¡Capitán! —gritó excitado—. ¡Este indio asegura que ha visto a poca
distancia a un enorme ejército de incas avanzando hacia aquí!
Pizarro interrogó al indio, quien insistió en la historia, incluyendo pequeños
detalles.
Aquel crítico momento fue aprovechado por Almagro que estalló.
—¿Vas a permitir que nos maten a todos sólo por el afecto que Castaño
siente por el Inca? ¡Por todos los diablos, haz algo, Francisco! ¡No podemos
quedarnos cruzados de brazos mientras doscientos mil indios nos rodean!
Pizarro se levantó pesadamente de su asiento y salió de la habitación en
silencio, seguido, poco después por Almagro.
Más tarde, otros dos indios que estaban al servicio de los españoles llegaron
esa misma noche asegurando que se habían tropezado con varios nativos que
huían de las tropas que se acercaban —aunque ellos mismos no las habían
llegado a ver—. Parecían estar a unas tres leguas y esa misma noche o la noche
siguiente atacarían a los españoles.
Ante aquella crisis hubo una reunión de emergencia. Almagro volvió a
insistir sobre la necesidad de la muerte de Atahualpa, dando muchas razones por
las que debería morir. Así mismo, el tesorero y demás oficiales reales,
atenazados por el pánico, demandaron a voces la pena de muerte, juzgando que
la evidencia en contra del prisionero era suficiente.
Decidieron en contra de la voluntad de Pizarro —que en ningún momento
vio aquello con buenos ojos—, que Atahualpa debía morir puesto que había roto
del tratado de paz y estaba maquinando una traición al traer soldados para matar
a los españoles.
¡Había que ajusticiar a Atahualpa inmediatamente!
—¡Tienes que firmar su sentencia de muerte! —exigió Almagro.
—¡Debe morir esta misma noche —gritó Riquelme—, antes de que sea
tarde. Sólo así nos salvaremos!
El secretario le puso un documento preparado para su firma sobre la mesa y
una pluma de ave con un tintero a la mano.
—¡Firmad, capitán, y nosotros nos ocuparemos del resto!
Como si estuviera viviendo una pesadilla, Pizarro cogió la pluma y, sin
pensarlo dos veces, con la mirada perdida, trazó una cruz en el documento, que
fue ratificado, inmediatamente por el escribano y tesorero real como firmado por
el Gobernador.
Aquel acto, tan discutido posteriormente, no fue un juicio, sino una decisión
poco meditada por parte de Pizarro, quien se vio presionado por la desafortunada
injerencia de Almagro y de los oficiales reales, que invadidos por el pánico, y
ante la supuesta presencia de un poderoso ejército enemigo —que nunca fue
realmente divisado—, veían en este ajusticiamiento su posible salvación.
Ahora le quedaba a Pizarro pasar por un calvario tan amargo como el que
había atravesado cuando arrestó y llevó al cadalso a Vasco Núñez Balboa, con la
diferencia de que en esta ocasión, era él mismo el que había firmado la sentencia
de muerte.
Alguien tenía que comunicársela al preso.
—¡Yo se lo diré! —dijo Pizarro como un sonámbulo—. Su propia voz
sonaba a sus oídos como si viniera procedente de otra persona.
Cuando Atahualpa oyó lo que le dijo Pizarro por medio de un exultante
Felipillo, que apenas podía disimular su alegría, se quedó blanco y abrió la boca
para hablar sin que saliera de ella sonido alguno. Por fin, recuperó el habla y en
medio de un sollozo se aferró a la mano de Pizarro.
—¡No podéis matarme! —gimió—. No hay un solo inca en el país que se
mueva sin que yo lo ordene. Y puesto que soy vuestro prisionero, ¿a qué tenéis
miedo? Soy vuestro salvoconducto, conmigo estáis a salvo. Nadie levantará un
dedo contra vosotros sin mi permiso.
—¡Ése es precisamente el problema! —exclamó Pizarro abatido—. Tú has
dado orden de que ese ejército se nos eche encima y nos mate a todos.
—Yo no he dado tal orden —chilló Atahualpa asustado—. Al contrario, he
dado órdenes a mis generales para que se mantengan alejados. Si lo que queréis
es más oro y plata, os daré el doble de lo que os he dado hasta ahora.
Pizarro se dejó caer en un taburete tapándose la cara para ocultar sus
lágrimas.
—¡No puedo —gimió— garantizarte la vida por las consecuencias y riesgos
que supondría dejarte en libertad!
—¿Y tus promesas? ¿No significan nada para ti?
Pizarro sacudió la cabeza, apesadumbrado.
—He perdido mi honor —dijo con voz queda—. Di mi palabra y no puedo
cumplirla.
A pocos pasos de distancia, en la sala que hacía de barracón de los soldados,
éstos también estaban empeñados en una agria discusión. Por un lado, estaban
los veteranos que se habían encariñado con el rehén, por otro, los recién llegados
que sólo veían en el Inca una amenaza y un estorbo para seguir adelante en
busca de oro para sus bolsillos.
En un rincón, rumiando su tristeza, dos hombres mantenían un mutismo
descorazonados.
—No entiendo la actitud de Pizarro —dijo por fin, Cristóbal de Peralta—.
¿Por qué ha firmado ese maldito documento?
Su amigo Domingo de Soraluce también movió la cabeza con tristeza.
—Yo tampoco lo entiendo. Si es porque estamos amenazados por un ejército
enemigo, razón de más para mantener al rehén con vida. Si los incas están ahí
fuera, y se enteran que hemos matado a su jefe, querrán vengarse. Mientras que
si lo retenemos con vida, no se atreverán a atacar por miedo a que lo matemos.
—Eso parece lo lógico —reconoció Peralta—. Aunque en este asunto hay
muchas cosas que no están claras.
—Sí, eso me parece a mí, también.
—Una de ellas es ese famoso ejército de doscientos mil soldados. Me
parecen muchos soldados, incluso para los Incas. Y tampoco harían falta tantos
para aplastar a trescientos españoles. Sólo tenían que hacer que nos
despeñáramos uno a uno al cruzar algún desfiladero. Pero lo más curioso es que
ningún español los ha visto. Siempre han sido dos o tres indios que han venido
asustados, no por lo que han visto, sino por lo que les han dicho que han visto.
—Uno aseguró que había visto muchas hogueras de noche en la cumbre de
una montaña al otro lado del valle.
—Bien —concedió Peralta—, incluso suponiendo que así fuera, también
cabe la posibilidad de que alguien encendiera un centenar de hogueras para dar
la impresión de un ejército atacante.
—¿Y quién podía tener tal interés? —inquirió el joven vasco.
—El Inca tiene muchos enemigos —dijo Peralta pensativamente—. Uno de
ellos podría ser su posible sucesor.
—¿El Tupa Hualpa?
—Ése sería el que más se beneficiaría. Otro posible beneficiario, aunque por
diferentes motivos, sería nuestro flamante intérprete.
—¿Felipillo?
—Felipillo —asintió Peralta—. Se está viendo a escondidas con una de las
mujeres del Inca, y te puedes imaginar que una pasión incontrolada puede hacer
que un hombre cometa locuras, y una de ellas sería hacer lo imposible para
suprimir al contrincante, que en este caso es el Inca.
—¿Crees que Felipillo podría estar tramando todas estas intrigas?, ¿creando
un ejército invisible para provocar el pánico entre nosotros y hacer que
ajusticiemos al rehén?
—¿Por qué no? Ya ves, que si es así, lo está consiguiendo. Y también podría
ser que lo esté haciendo en combinación con Tupa Hualpa, o algún familiar de
Huáscar.
—Entonces —masculló Domingo de Soraluce lentamente—, ¿estamos en
peligro o es todo imaginario?
—Pronto lo sabremos —respondió Peralta—. No tardará en volver Soto con
alguna respuesta.
—¿Y esperará Pizarro a su vuelta antes de ajusticiar a Atahualpa?
El licenciado movió la cabeza dubitativamente.
—Me temo que no —dijo, por fin.
Una vez que la decisión hubo sido tomada, la junta que se había hecho cargo
de la ejecución se movió con una rapidez estremecedora. Era como si tuvieran
miedo de que Pizarro se lo pensase mejor si vacilaban.
La ejecución, pues, tuvo lugar el 26 de julio de 1533.
Atahualpa fue sacado de su prisión entre una impresionante procesión de
soldados en sus brillantes armaduras, y llevado al medio de la plaza, en la que
habían hincado un poste en el suelo. El sonido de las trompetas pretendía
proclamar la traición del condenado a muerte, mientras el otrora todo poderoso
Inca era atado a la estaca como un vulgar criminal.
A poca distancia, Pizarro volvía a rememorar la ejecución de Balboa.
Cuando Atahualpa vio las ramas preparadas para encender una hoguera se
dio cuenta de que tenían intención de quemarlo vivo.
—¡No podéis quemarme! —suplicó espantado—. A los Incas se les
embalsama para que puedan volver a la tierra. Si quemáis mi cuerpo también
quemaréis mi alma… —gimió—. ¡Estaré perdido para toda la eternidad…!
El padre Valverde que estaba junto a él con su breviario en la mano —el
mismo que Atahualpa había arrojado al suelo con despecho hacía ocho meses—,
se acercó solícito una vez que le tradujeron lo que decía.
—Podría hacer que se te conmutaran la forma de morir —dijo—. Si te
arrepientes de lo que has hecho de malo en tu vida y abrazas el cristianismo,
podría hacer que te den otra clase de muerte y embalsamaran tu cuerpo.
—¡Sí, sí! —gimoteó el inca—. Lo que quieras, pero que no me quemen.
—Arrodíllate, entonces —dijo fray Valverde—. ¿Renuncias a Satanás y
prometes ser un buen cristiano y seguir los mandamientos de la Santa Madre
Iglesia?
—Sí…, prometo —dijo un balbuceante Atahualpa con los ojos casi salidos
de sus órbitas.
—¿Te arrepientes de todo el mal que has hecho en tu vida?
—Sí… sí.
—En tal caso —dijo el sacerdote vertiendo agua sobre su frente—. Yo te
bautizo, Francisco y te recibo en el seno de la Iglesia. Hijo mío —dijo abrazando
al reo—. Ya eres cristiano. Y, como el buen ladrón, que murió al lado de Jesús
en la Cruz…, esta noche estarás a su lado en el Paraíso.
Culicuchima
Al día siguiente, Pizarro recibió una mala noticia. Pedro del Santo, el médico
de la expedición, se acercó a la casa del Gobernador.
—Tupac Hualpa ha muerto —dijo sin más preámbulos.
Pizarro se puso de pie de un salto.
—¡Muerto! ¿Cómo es posible?
—Se había estado sintiendo indispuesto últimamente —dijo Del Santo—,
pero no parecía que era nada grave.
Pizarro paseó por la habitación con las manos en la espalda. La muerte del
Inca títere rompía todos sus esquemas. Sus planes se venían abajo.
—¿De qué creéis que ha muerto?
—No me atrevería a acusar a nadie —dijo el médico—, pero por algunos
síntomas, podría ser veneno…
—¡Calicuchima! —masculló Pizarro—. Seguro que ha sido él.
—Pues no será fácil probarlo —dijo el médico.
Cuando se fue el médico, Pizarro pensó en las informaciones que le venían
desde todos los puntos cardinales del imperio: en Quito, los comandantes
militares de Atahualpa estaban considerando la coronación del hermano del Inca,
Quilliscacha, mientras que el general Rumiñahui estaba a punto de apoderarse
del poder para sí. En el Cuzco, Quisuis había ofrecido la corona real a Paullu,
otro hermano de Atahualpa, que había mostrado tener simpatías por la causa de
Quito.
Era necesario conseguir a alguien que sustituyera a Tupac Hualpa
rápidamente.
De forma casi milagrosa este alguien apareció a los pocos días.
La pequeña fuerza de Pizarro partió a los dos días en lo que sería la parte
más difícil de la conquista: la marcha desde Jauja hasta Cuzco. Los
expedicionarios sumaban cien de a caballo y treinta de a pie más algunos
auxiliares nativos.
Pizarro tenía una idea bastante aproximada de los que les esperaba, pues los
tres hombres que habían ido a Cuzco en abril le habían proporcionado una idea
de las poblaciones que debían cruzar y de los rasgos físicos de la ruta.
La sección central de los Andes era un campo magnífico, pero salvaje. Unas
montañas, con unas caídas casi verticales, se veían cortadas por ríos
tempestuosos. Los viajeros debían coronar altas crestas con nieves perpetuas,
atravesar las planicies de la puna en altitudes de cuatro o cinco mil metros de
altura, y descender a los maravillosos valles andinos llenos de maizales y
campos de flores para tener que bajar luego, todavía más, a las oscuras
profundidades de los cañones donde el calor era agobiante y donde sólo crecían
los cactus.
La carretera desde Jauja corría durante algún tiempo a lo largo del río
Mantaro, subiendo y bajando por los valles de sus afluentes.
Esta región montañosa habría sido imposible de atravesar si no hubiera sido
por los magníficos caminos incas. Éstos habían dependido durante siglos de unas
buenas comunicaciones para controlar su imperio. El camino principal
transcurría durante miles de millas a lo largo de la cordillera andina, mientras
otro camino parecido corría paralelo por la costa. Los dos caminos se unían en
conexiones laterales, sobre todo desde el Cuzco hasta la costa por Vilcashuaman.
No existía nada parecido en Europa desde el tiempo de los romanos.
Sin animales de tiro, los incas habían construido caminos pavimentados para
caminantes y llamas. Las vías trepaban por las laderas de los Andes por medio
de escalones y túneles, que estaban pensados para las llamas. Demostró ser casi
imposible de pasar para los caballos.
Pedro Sancho, uno de los expedicionarios más tarde escribió:
… y tuvimos que trepar con los caballos una ladera tan empinada
que daba vértigo mirar hacia abajo. Mirando desde el fondo parecía
imposible que ni siquiera un pájaro pudiera subir hasta allí arriba
volando, conque… ¡qué decir de los caballos! La carretera subía en
zigzag con unos grandes escalones que agotaban a los animales y
destrozaban sus cascos. Los llevábamos de las riendas con infinito
cuidado.
En los pasos de montaña de tanta dificultad, el camino era muy estrecho,
apenas de tres pies de anchura. Afortunadamente, la pavimentación era buena,
aunque los interminables y agotadores tramos de escalones dejaban exhaustos a
hombres y animales.
Las fuerzas incas que habían sido derrotadas en Jauja continuaron hacia el
sur para unirse con el ejército de Quito que ocupaba Cuzco. Rumiñahui y
Quisuis estaban decididos a impedir que los españoles llegaran a Cuzco, por eso
se dirigían hacia el corazón del imperio en vez de retroceder hacia su base en
Quito, donde estarían entre su propia gente. Era una decisión valerosa, pues se
daban perfecta cuenta que la población local a la que habían masacrado muy
recientemente podría levantarse contra ellos. Cada vez era mayor el territorio
hostil que tenían entre su ejército y su tierra natal. Y cuando quemaban los
puentes colgantes ante el avance de Pizarro, también los quemaban contra su
propia posibilidad de retirarse.
La guerra civil estaba en aquel momento en su punto más álgido, y el hecho
de que los españoles hubieran ajusticiado a Atahualpa les había convertido en
abanderados de la causa de Huáscar.
Pizarro, por supuesto, era consciente de la situación y la explotaba en su
beneficio. Sus soldados eran recibidos en los poblados como libertadores. Y esto
había sido verdad, sobre todo en Jauja, donde sus habitantes, después de la
llegada de Pizarro, se habían vengado de los soldados de Quito persiguiéndolos
hasta acabar con ellos allá donde los encontraban.
Los de Quito, por su parte, en su retirada, quemaban no sólo puentes, sino
todas las casas de las poblaciones que encontraban en su camino, matando
primero a sus ocupantes.
Esta destrucción hizo difícil el avance de los hombres de Pizarro, pero, por
otra parte, era compensado por la ayuda que les proporcionaba la población
local.
Por debajo de Huancayo, el río bajaba con un ensordecedor estruendo por
una garganta espeluznante durante sesenta millas entre altas paredes de arcilla
amarilla y roca negra basáltica. La carretera inca cruzaba este cañón por la parte
más alta, y lógicamente el ejército de Quito había quemado el puente colgante.
Pero no se habían dado cuenta de que los guardianes del puente habían
escondido el material de recambio para los arreglos. Cuando los españoles
llegaron a aquel lugar, los guardianes pudieron construir un puente provisional
en poco tiempo. La estructura, aunque endeble, pudo soportar el peso de los
caballos y los españoles cruzaron sin demasiados problemas.
A la noche siguiente, los hombres de Pizarro acamparon en un pueblo
desierto que había sido quemado y saqueado por el ejército en retirada. Los
españoles se encontraban sin agua, pues los de Quito habían destruido el
acueducto. Sedientos, a la noche siguiente llegaron a un pueblo llamado Panaray
y consternados descubrieron que no había ni habitantes, ni comida, ni agua.
Sólo fue al día siguiente, en Parcos, cuando famélicos, y atormentados por la
sed, encontraron gente que les proporcionó alimentos.
Vilcashuaman era el núcleo importante más cercano, distante 250 millas, y
allá fue donde se dirigió el ejército inca en retirada. Los españoles cubrieron esta
distancia en cinco días sin encontrar resistencia alguna en el camino. Al caer la
noche entraron en la ciudad eludiendo a los centinelas. Una vez más, la
velocidad de sus movimientos sorprendió a los incas de Quito. La mayor parte
del ejército se había ido de caza, a hacer una redada de llamas y vicuñas salvajes.
En sus tiendas quedaban sus mujeres y unos pocos hombres que los españoles
capturaron sin oposición.
El Gobernador se dirigió a su hermano Gonzalo.
—Interroga a algunos de los prisioneros —le encomendó—. Debemos
averiguar dónde está el grueso del ejército.
No tardó mucho Gonzalo en conseguir lo que quería saber.
—Han ido de caza esta misma mañana. Deberían estar fuera un par de días.
—Me imagino que alguien habrá ido a avisarles, así que les tendremos aquí
al amanecer —dijo Pizarro—. Corre la voz de que todo el mundo tenga el
caballo ensillado y que no se desprendan de la armadura. Pondremos doble
guardia.
El Gobernador acertó de pleno. La primera alarma la dio un centinela cuando
el horizonte había justamente empezado a teñirse de rosa con la primera luz del
alba.
—¡Nos atacan! ¡A las armas!
Los hombres de a caballo saltaron rápidamente sobre las sillas, mientras que
los treinta hombres de a pie formaron rápidamente un cuadrado protegiendo su
campamento. Aunque de ellos, veinte eran ballesteros y los demás arcabuceros,
no había tiempo para cargar sus armas, pues una oleada de atacantes se les
echaba encima, atacando por todos los sitios a la vez.
Cristóbal de Peralta se colocó junto a su amigo Domingo de Soraluce.
—¡Suerte, Domingo! —gritó sacando su espada.
—¡Suerte, Cristóbal! —respondió el hondabitarra ajustándose la adarga en la
mano izquierda.
La caballería se lanzó inmediatamente al ataque, pero esta vez, a diferencia
de las anteriores, los indios les atacaban por todos los sitios a la vez, y sobre
todo, aprovechaban los sitios más abruptos. Muchos de ellos, se habían
parapetado detrás de rocas y árboles desde donde les lanzaban piedras con sus
hondas.
La ventaja de la caballería se veía muy reducida en un terreno que no le era
propicio por las irregularidades del lugar. No obstante, un pequeño grupo de
españoles ganaron la altura de un pequeño altozano donde se defendieron
bravamente. Entre ellos estaban, Hernando de Soto, Rodrigo Orgóñez, Juan
Pizarro, Francisco de Orellana y Juan Pancorbo.
La lucha se prolongó todo el día con altibajos, pero sin una clara ventaja para
ninguno de los dos bandos. A la noche, Pizarro ordenó con un toque de
trompeta, la retirada a la plaza de la ciudad abandonando el botín conseguido el
día anterior.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —preguntó Pizarro a Almagro.
Su socio se frotó su único ojo con aire agotado.
—Que yo sepa, ninguna. Aunque heridos hay muchos.
—Ha habido una baja, capitán —interrumpió Hernando de Soto, quitándose
el casco abollado—. Han matado el caballo de Alonso Tabullo.
Pizarro agitó la cabeza con pesar. La montura de Tabullo era una yegua
blanca, preciosa, con una crin y una cola larga que era el orgullo de su dueño.
Para ellos, la pérdida de un caballo era casi tan sentida como la de un
soldado.
—¡Maldita sea! —exclamó contrariado—. Montad la guardia en los
edificios. Y todo el mundo que descanse con las armas en la mano.
Al día siguiente, al amanecer, los indios atacaron con furia. Con las crines y
la cola del caballo muerto habían hecho una especie de pancarta, a fin de que
todos los suyos la vieran y se dieran cuenta que aquellos animales eran mortales.
Pero con los treinta de a pie parapetados en los edificios desde donde podían
usar sus armas con toda impunidad, y las batidas de los hombres a caballo, los
hombres de Quito optaron por una retirada digna hacia el Este, a unirse a sus
compañeros de Cuzco. En total sumaban veinticinco mil hombres.
Aunque los incas dejaban más de seiscientos hombres muertos en el campo
de batalla de Vilcashuaman, tenían ahora el consuelo de saber que los temidos
animales eran mortales. También habían aprendido mucho sobre las tácticas que
usaban los españoles, lo que les permitiría prepararles alguna emboscada en el
futuro.
Aunque los incas no podían saberlo, se estaban enfrentando con los mejores
soldados del mundo, los tercios españoles. Ellos habían conseguido la expulsión
de los moros de España, muchos habían luchado en Flandes e Italia, tomando
parte en la derrota de Francisco I en Pavía o la de los aztecas en Méjico.
Además, los hombres que habían sido atraídos por las conquistas de las
Indias eran los más aventureros, más duros y más temerarios, entre todos. Y,
aparte de la avaricia y el deseo de enriquecerse, poseían un profundo fervor
religioso y la confianza de un cruzado que luchaba con los infieles por la
posesión de la Tierra Santa.
En batalla, la primera reacción de aquellos jinetes, era lanzarse como
centauros en medio del enemigo sin pensar en el peligro. Tal agresividad era una
táctica psicológica, y su efecto multiplicaba la reputación de los invasores en
cuanto a su invencibilidad y posible divinidad.
Años más tarde, un sobrino de Atahualpa describiría el terror que sentía su
gente al enfrentarse con aquellos extranjeros.
Parecían Viracochas, en parte porque eran tan diferentes a
nosotros tanto en su ropa como en su aspecto, y también porque les
veíamos cabalgar en unos enormes animales que tenían las patas de
plata. También les llamábamos Viracochas porque se comunicaban las
noticias en unas hojas blancas. Además, tenían objetos que tenían
muchas de estas hojas blancas juntas y que ellos veneraban mucho.
También les considerábamos Viracochas por su magnífico aspecto y
apariencia: unos tenían luengas barbas negras, otros rojizas. Además,
comían valiéndose de unos objetos de plata. Y sobre todo, porque
poseían truenos, que pensábamos los traían del cielo.
Sin lugar a dudas, la enorme ventaja que tenían los españoles consistía en los
caballos.
Cuando levantó la neblina matinal lo suficiente como para permitir distinguir
el campamento enemigo, los españoles se llevaron una sorpresa. Los incas
habían abandonado sigilosamente el campamento, dejando las hogueras
encendidas. ¿Dónde estaban?, ¿qué pretendían?
Amanecía el 15 de noviembre de 1533.
Capítulo XII
Cuzco
¡
I ncreíble!
¡El ejército de Quisuis había abandonado la ciudad!
Los españoles la observaron a sus anchas desde una altura.
La capital inca estaba situada al pie de varias colinas al final de un valle
verde y fértil. Pocas casas tenían más de un piso. La mayoría tenían empinados
tejados de paja o quincha, como muchas de las ciudades del norte de Europa. De
la mayoría de las chimeneas ascendían columnas de humo, casi en línea recta, a
causa de la falta de viento a aquella hora del mediodía.
Los primeros edificios que vieron los españoles eran simples rectángulos con
una base de piedra y las paredes de ladrillos de barro. Los tejados descansaban
sobre vigas de madera y las quinchas o juncos estaban atados por medio de
bejucos a las vigas. Las casas tenían amplios aleros para proteger los muros de
barro de las lluvias andinas. Las calles estaban pavimentadas y corrían de Norte
a Sur y de Este a Oeste. Por el centro de cada calle bajaba un pequeño canal de
agua. El único defecto que tenían las calles era su angostura. Sólo dos jinetes
podían cabalgar por ellas a la vez: uno a cada lado del canal.
La ciudad, de momento, no parecía que fuera gran cosa y fue, solamente
cuando llegaron al centro de la ciudad, que los españoles comenzaron a
maravillarse. Todos los edificios monumentales de la capital se apiñaban en una
especie de saliente que se proyectaba hacia el valle entre dos pequeños
riachuelos, el Huatanay y el Tuyumallo. Estos arroyos contribuían a la limpieza
de la ciudad y a darte un carácter casi austero. Una corriente de agua helada,
procedente de las nevadas cumbres de los Andes, bajaba cantarina por los
canales proporcionando una higiene perfecta.
El río Huatanay cruzaba la gran plaza central, dividiéndola en dos secciones.
En el lado oeste estaba Cusipata, la plaza donde la gente se reunía para celebrar
fiestas y festivales. Al Este se extendía la plaza de Aucaypata, más grande,
rodeada en tres de sus lados por los muros de granito de los palacios de los
Incas. El piso de la gran plaza estaba formado por grandes losas. Debajo, había
una serie de alcantarillas para evacuar las aguas de las lluvias, de los vertidos de
las fuentes ceremoniales y de las celebraciones desenfrenadas.
La columna de los hombres de Pizarro marchó en fila de a dos por las
estrechas calles hasta la plaza. A pesar del cansancio y de la falta de sueño, todos
se mostraban exultantes en aquel momento supremo. Más tarde, Pizarro hizo
tomar notas al escribano para describir su presa al rey:
Esta ciudad es la más grande y hermosa que se ha visto jamás en
este país o en ningún otro sitio de las Indias. Puedo asegurar a su
Majestad que es tan bella y tiene unos edificios tan hermosos que sería
una cosa extraordinaria, incluso en Castilla.
Pizarro montó campamento en la gran plaza.
—Estaremos alertas para rechazar cualquier ataque —advirtió a los hombres
—. No me fío de la retirada de Quisuis.
La gran plaza estaba flanqueada por los palacios y los edificios ceremoniales
de los Incas. Cada gobernante Inca se había construido un palacio durante su
reinado, y después de su muerte, el edificio se conservó como su mausoleo
particular. Estaban llenos de objetos de su propiedad, atendidos por sirvientes de
su propio linaje y presididos por la momia del Inca y su efigie. Los cuerpos
momificados a menudo se llevaban a la plaza para participar en las ceremonias y
se les ofrecía comida y bebida.
Los incas tenían tanta confianza en la seguridad de su imperio y en la
honradez de sus ciudadanos que en ningún momento escondían los tesoros de los
Incas difuntos.
Francisco Pizarro tomó posesión para sí de Casana, el palacio del gran
conquistador Inca Pachacuti, el gran artífice de la expansión inca. Su palacio
estaba situado al noroeste de la plaza y su rasgo predominante era su enorme
sala, casi doscientos metros de largo por sesenta de ancho, en la que cabían hasta
cuatro mil personas. Cuando el mal tiempo impedía la celebración de sus
festivales al aire libre, éstos tenían lugar en esta sala.
Sus dos hermanos, Gonzalo y Juan se acuartelaron junto a él, en edificios
que habían sido usados por Huayna Cápac.
Diego Almagro, como socio de Pizarro y segundo al mando de la expedición,
se aposentó en el palacio más nuevo que había sido construido para Huáscar en
la esquina norte de la plaza, justo detrás de los aposentos de los hermanos
Pizarro.
Otro gran palacio se levantaba al otro lado de la plaza con una torre de más
de sesenta pies de diámetro, Amaru Cancha. En él sentó sus reales Hernando de
Soto, reservando sitio para Hernando Pizarro que estaba todavía en España.
Sin embargo, había una cosa que preocupaba a Diego de Almagro.
—Se han repartido las mujeres de Atahualpa entre los soldados —dijo a
Pizarro—, pero, tal como ordenaste, se han respetado las hermanas del Inca.
¿Qué te parece que hagamos con ellas?
Pizarro no pareció darle demasiada importancia al tema.
—Que se las queden los oficiales.
—Eso había pensado —dijo Almagro pensativo—, pero no sería mala idea si
tú cogieses una para ti.
El gobernador se volvió a encoger de hombros.
—¿Para qué? Ya tengo varias criadas que vienen a mi cama cuando me
apetece.
—Ya lo sé —respondió Almagro—. Pero estoy pensando que deberías
casarte con una princesa por aquello de que tuvieras descendientes de sangre real
Inca. Ellos siempre tendrían derecho a un posible trono algún día.
Pizarro se quedó pensativo.
—Una especie de unión de conveniencia —dijo.
—Algo así.
Pizarro paseó por los jardines del palacio de Casana, deteniéndose junto a
una pequeña cascada de agua cantarina que caía sobre un estanque adornado por
orquídeas y nenúfares.
La idea no le desagradaba.
Quispe Cusi era una joven quinceañera de gran belleza. Como otras varias
hermanas de Atahualpa su vida estaba destinada a ser esposa de su hermano. Sin
embargo, a la muerte de éste, su destino se vio cambiado por completo. Hasta
que se decidiera su suerte, las jóvenes habían sido alojadas en el Templo del Sol.
—El capitán de los Viracochas desea hablar contigo, Quispe.
La joven miró a su vieja criada que le traía la noticia.
—¿Y qué quiere de mí? —dijo con aprehensión.
—No lo sé, niña. Pero si me dejas adivinar, seguro que querrá que compartas
su palacio.
—Pero yo soy hermana del Inca. Sólo puedo casarme con un hermano mío.
—Si los Viracochas se quedan entre nosotros, como parece que van a hacer,
más te valdría unirte a uno de ellos, y ¿quién mejor que su jefe?
Como había adivinado la criada, Pizarro pidió a Quispe que fuera a vivir con
él en el palacio de Casana.
—Me gustaría que vinieras a vivir conmigo —dijo Francisco Pizarro—,
quitándose el sombrero y barriendo el suelo con la pluma en una reverencia.
Aunque la joven veía delante de ella a un hombre de más de cincuenta años,
agradecía, por otra parte, dentro de su corazón que el jefe blanco hubiera ido a
pedirle lo que podía coger en cualquier momento por la fuerza.
—¿Me deseáis como esposa? —preguntó con timidez.
—Primero deberías convertirte a nuestra fe —dijo Pizarro.
—Yo… yo no sé nada de vuestra… fe.
—Daré instrucciones al padre Valverde para que te enseñe. Me gustaría que
te bautizaras con el nombre de Inés.
Pizarro no perdió tiempo; había que nombrar cuanto antes al Inca Manco
gobernador títere del imperio, así que, al día siguiente, en una rápida ceremonia
le proclamó el legítimo heredero de Huáscar, dejando para más adelante toda la
parafernalia de la coronación formal del joven como Inca. Así, los nativos no
tendrían posibilidad de unirse con los de Quito. Ahora ya tenían su propio Inca a
quien reverenciar y obedecer.
Además, Pizarro animó al nuevo Emperador.
—Creo, Majestad —dijo—, que sería una buena idea organizar un ejército
para perseguir a los hombres de Quisuis que todavía pudieran estar en la región
de Cuzco.
El joven Manco no quería nada mejor que tener soldados bajo su mando para
vengarse de la persecución que había sufrido su familia.
—Me parece bien —afirmó entusiasta—. No tardaré mucho en tener mi
propio ejército.
En realidad, tanto fue el entusiasmo que puso en el empeño el nuevo Inca
que, en apenas cuatro días, había reunido a cinco mil soldados, todos ellos bien
equipados y con su armamento correspondiente.
Cincuenta hombres de a caballo, bajo el mando de Hernando de Soto les
acompañaron en su persecución de las fuerzas de Quisuis, que se habían
refugiado en las montañas de Condesuyo, a unas veinticinco millas al sudoeste
de Cuzco.
La expedición aliada, que duró diez días, no fue el éxito que habían
pretendido, pues la retaguardia de Quisuis defendió bien un puerto de montaña y
avisó a su general de la llegada de la caballería de Soto. Quisuis retrocedió
atravesando la garganta del Apurimac, cerca de un pueblo llamado Capi, quemó
el puente colgante y repelió con una lluvia de proyectiles un intento aliado de
cruzar el río. El área era de lo más salvaje e inaccesible que jamás habían visto
los españoles.
Pero, por el lado positivo, los hombres de Manco habían recibido su
bautismo de fuego y no se arredraron ante los hombres de Quisuis, por lo que su
moral estaba alta.
Los de Quito, por el contrario, aunque habían conseguido eludir la
expedición punitiva, tenían la moral destrozada por esta tercera derrota. Estaba
claro que Quisuis ya no podía mantener un ejército cerca de Cuzco, y muchísimo
menos pensar en lanzar un contraataque. Lo único que querían sus hombres era
volver a casa.
Los soldados empezaron a desertar. Pronto comenzó la larga migración hacia
Quito.
El 15 de diciembre de 1533 llegó el gran día, el día que todos habían estado
esperando ansiosamente.
Después de asegurarse la obediencia de los jefes nativos, Pizarro tenía vía
libre para apoderarse de los enormes tesoros que encerraba la ciudad. Se
organizaron grupos de hombres para arrancar los adornos de oro de los templos
y recoger los cientos de figuras y objetos dorados y plateados de los mausoleos,
mientras otros se dedicaban a fundir y separar los dos metales.
Todos los trabajos se llevaron a cabo sin los apresuramientos de Cajamarca,
siendo controlados por el Tesorero Diego de Narváez y supervisados por
Jerónimo de Aliaga. Durante dos meses y medio los hornos de fundición
trabajaron día y noche produciendo lingotes de fácil manejo, pero que, al mismo
tiempo, hacían desaparecer para siempre objetos de increíble belleza. El día 2 de
marzo, el pregonero fue enviado a anunciar que todo el que tuviera oro o plata
todavía en su poder debía entregarlo para una última hornada. El botín obtenido
fue mucho mayor que el conseguido en Cajamarca, y, sin embargo, el que, por lo
visto, se habían llevado los incas de Quisuis, era todavía más importante. Entre
los grandes ausentes estaban numerosas imágenes del sol y de la luna que habían
adornado el templo de Coricancha. Una de ellas, según relataban los indios, era
un enorme sol de gran tamaño llamado Punchao, tallado en oro y adornado con
infinidad de piedras preciosas.
A mediados de marzo se llevó a cabo el esperado reparto que haría, más
adelante, inflamar la imaginación de todos los jóvenes europeos.
El quinto del rey ascendió a un millón de pesos de oro y plata.
Mientras tanto, Pizarro y Manco habían ya terminado todo lo que tenían que
hacer en Cuzco. Los tesoros de la ciudad imperial habían sido fundidos en
lingotes que llevaban el sello real de España y el 19 de marzo se firmó el último
acto de distribución. Pocos días más tarde, el día 23, el gobernador español
presidió la ceremonia oficial de la «fundación» de Cuzco, como nuevo
municipio español.
Tres días más tarde, una vez terminadas las celebraciones, Pizarro y Manco
salieron para Jauja. El Inca iba en su litera mientras que Pizarro insistió en
cabalgar en su corcel. Al frente de la ciudad quedaban, Beltrán de Castro y Juan
Pizarro por parte española, y Paullu Inca al mando de los nativos.
Los dos líderes llegaron a Jauja a mitad de abril donde se enteraron que
Quisuis seguía enrocado en su baluarte.
—Según los espías —les informó Hernando de Soto—, la moral de las tropas
de Quito deja mucho que desear, pues todos están deseando volver a su tierra.
Yo creo que sólo hace falta un pequeño empujón para que el ejército entero se
derrumbe por su propio peso.
Pizarro mantuvo una reunión con Manco para planear un ataque sobre la
posición del enemigo.
—Necesitaremos cuatro mil soldados —dijo Pizarro—. ¿Puedes
conseguirlos?
El joven Inca asintió.
—Por supuesto. Y muchos más, si hacen falta.
Pizarro negó con la cabeza.
—No queremos basura. Para un ataque a un baluarte como el que defiende
Quisuis harán falta buenos soldados.
—Los conseguiré —aseguró Manco sonriendo con confianza.
Cumpliendo su palabra, no tardó el Inca en reunir los soldados prometidos.
Además, el curaca de Jauja, Guacra Paucar, aportó cuatrocientos diecisiete
hombres, y el de Hatun Jauja, Apo Cusicacha, acudió al frente de doscientos
tres. Con ellos, Pizarro envió a cincuenta jinetes y treinta soldados de a pie al
mando de Gonzalo Pizarro y Hernando de Soto para enfrentarse con los diez o
doce mil que debía tener Quisuis.
Los soldados se pusieron en marcha con gran euforia, a mediados de mayo,
decididos a acabar de una vez por todas con aquella amenaza, pero, para cuando
llegaron al paso defendido por los quiteños se encontraron con que éstos habían
abandonado su fortaleza, en parte obligados por la falta de alimentos y por las
condiciones extremas que tenían que soportar los soldados en aquella altitud.
Los espías les comunicaron que el ejército de Quisuis les llevaba una
delantera de diez días.
—Les alcanzaremos —dijo Gonzalo Pizarro bravucón—. ¡Voto a Satanás
que no dejaremos que huya ni uno sólo de esos gallinas!
El primer contacto con el enemigo tuvo lugar tres semanas más tarde. Pero
sólo consistió en una pequeña escaramuza, más bien una emboscada, que los de
Quisuis tendieron a las tropas que les perseguían. Los que recibieron el castigo
más fuerte fueron los hombres del curaca de Jauja, que iban en cabeza y que
perdieron la mitad de sus hombres.
Aunque los quiteños tuvieron importantes bajas en la escaramuza, estaba
claro que no iban a presentar batalla en campo abierto como pretendían los
españoles. El grueso del ejército de Quisuis se dirigió hacia el norte, protegido
siempre por una retaguardia que sólo luchaba aprovechando las irregularidades
del terreno.
Los españoles persiguieron al enemigo hasta Huánaco, pero les dejaron ir
cuando se vio claro que el ejército de Quisuis abandonaba el Perú central para
continuar su marcha hacia Quito donde podrían contar con el apoyo de la
población.
—A partir de ahora —comentó el curaca Guacra Paucar—, Quisuis está en
su terreno.
Solis asintió.
—Creo que ya va siendo hora de volver. Está claro que aunque no hemos
podido destruir el ejército de Quisuis, los hemos hecho huir de la parte del Perú
que pertenecía a Huáscar.
Con el ejército de Quito en desbandada hacia el norte, los españoles se
podían considerar dueños de la mitad del imperio inca.
Los expedicionarios regresaron a Jauja a mediados de junio.
Tanto Francisco Pizarro como Manco Inca se consideraban triunfadores de
una conquista sin precedentes, algo que habría sido considerado un sueño
irrealizable sólo unos meses antes. Pasaron juntos seis semanas en Jauja
disfrutando de su éxito y felicitándose ambos a sí mismos por estar convencidos
de haber manipulado al otro a fin de obtener el control del país.
Sólo habían pasado unos meses desde que Pizarro condujera su diminuto
ejército a Cajamarca y mucho menos todavía desde que Manco se refugiara entre
los españoles huyendo de los hombres de Quito.
Durante el tiempo que estuvo en Jauja, Pizarro aprovechó la ocasión para
fundar la ciudad de forma oficial, tal como había hecho en Cuzco el 23 de
marzo. Ordenó construir un rollo de madera en el medio de la plaza con una gran
cruz, que serviría tanto como signo de jurisdicción como para ejecutar a los reos.
Con todos los soldados presentes en formación y los incas como
espectadores curiosos, Pizarro levantó la voz con gran teatralidad.
—Para marcar la fundación que estoy llevando a cabo y la posesión
que estoy tomando —dijo—, hoy, 25 de abril de 1534, sobre el rollo que
he mandado construir en medio de esta plaza, sobre sus peldaños de
piedra, que todavía están sin terminar, usando la daga que llevo al
cinto, yo, Francisco Pizarro, hago una muesca en la piedra y otra en la
madera del rollo. También llevo a cabo otros actos de posesión y
fundación de esta ciudad, dándole como nombre: la más noble y real
ciudad de Jauja.
El Acto de Fundación describía la repartición de la ciudad entre los cincuenta
y tres soldados que eligieron permanecer allí como ciudadanos. El Acto también
nombraba un gobierno municipal que consistía en un alcalde y ocho regidores,
todos ellos oficiales del ejército invasor.
En el documento se requería a los nuevos ciudadanos que construyeran lo
antes posible una iglesia y un muro protector alrededor de la ciudad, y no
desposeyeran a los habitantes indios de sus viviendas. En un preámbulo, Pizarro
recordaba a sus hombres que los nativos de aquel país eran también hijos de
Dios, y, por lo tanto, sus hermanos, todos descendientes de Adán y Eva.
En el mismo documento, Pizarro concedió encomiendas de indios a los
españoles. A Alonso Riqueme, el tesorero, le concedió todos los indios de la
región de Bombón y Tarma. En la concesión, mandó escribir: Deposito estos
indios al cuidado de vuestra merced, para que podáis usarlos en vuestros
campos y haciendas, minas y granjas. Os doy licencia, poder y autoridad para
ello, con el entendimiento de que estáis obligado a convertirlos e instruirlos en
los artículos de nuestra Fe Católica y tratarlos bien, en conformidad con las
ordenanzas promulgadas por nuestro rey en 1520.
Por su parte, Manco Inca, que observaba y tomaba buena nota de todo lo que
hacían los españoles, al día siguiente se acercó al gobernador.
—Quiero invitarte, a ti y a tus oficiales, a una cacería —dijo—. Será algo
que nunca olvidaréis.
Pizarro sonrió.
—Me encanta la montería —dijo—. ¿Cuándo será?
—Dentro de unos días —respondió evasivamente el Inca sin darle
importancia.
Manco mantuvo en secreto los preparativos del evento pues quería darle una
sorpresa al español. En realidad, lo que estaba preparando era la cacería real o
«chaco» que se llevaba a cabo cada cuatro años. Miles de bateadores cercaban
una inmensa área y durante días se movían por encima de colinas, puna y valles,
reduciendo lentamente el tamaño del círculo. Según se iba apretando el cinturón,
los bateadores formaban líneas concéntricas para impedir que se escapara ningún
animal. Los gritos y el estruendo de los hombres hacían que los animales bajaran
asustados de las colinas a las tierras bajas. Allí los hombres cerraban el círculo,
sin permitir que ni un solo animal se escapara de la trampa.
Los animales capturados solían consistir en llamas, vicuñas, guácanos,
ciervos, zorros, liebres, e incluso pumas. Una vez que el círculo estaba cerrado,
un número de hombres entraba en el recinto con gruesos palos y cuerdas para
matar o capturar el número de animales que deseaba el Inca —entre diez y
quince mil cabezas, generalmente machos viejos— soltando al resto, y siempre
respetando las hembras y los pequeños. Sin embargo, antes de dejarles ir, los
cazadores esquilaban las vicuñas, quedándose con su preciosa lana.
Toda la población de la región tomaba parte en el «chaco», que era motivo
de grandes celebraciones pues los aldeanos tenían ocasión de proveerse de
enormes cantidades de carne y de lana.
Tan en secreto mantuvo Manco los preparativos que los españoles se
volvieron recelosos. Hernando de Soto sacó a relucir sus preocupaciones durante
la comida.
—¿Habéis observado la cantidad de preparativos que está llevando a cabo
esta gente? Fijaos en el movimiento de personal de un lado para otro.
Francisco Pizarro se llevó un trozo de carne de vicuña a la boca.
—Me imagino que tendrá que ver con la cacería que nos ha prometido
nuestro amigo Manco —dijo.
—Sí —asintió Soto—, pero yo estoy hablando de movimientos de cientos,
quizá miles de hombres. Todos armados con palos y machetes.
Gonzalo echó un trago de vino de una gran jarra.
—No me fío de esta gente —dijo—. Ese Manco no me inspira ninguna
confianza. Lo encuentro demasiado complaciente…
El Gobernador asintió.
—Yo tampoco me fío demasiado. Quizá tengáis razón. Estaremos ojo avizor.
Corred la voz a todos los hombres que extremen la vigilancia. Y, de todas
formas, acudiremos a la cacería con armadura y preparados para luchar.
Pero no hubo ocasión para la desconfianza. Cuando el círculo estaba ya casi
cerrado alrededor de los animales, Manco anunció a los españoles que al día
siguiente les tenía preparada una sorpresa.
—Mañana es el gran día —anunció triunfante—, os tengo preparado un
espectáculo que nunca olvidaréis.
Pizarro asintió, tratando de ocultar su preocupación con una sonrisa.
—Estaremos a tu disposición a primera hora —dijo.
Cincuenta jinetes se agolparon al día siguiente alrededor de su líder con
equipo completo, y lanza en ristre. Una cosa era segura: no les cogerían
desprevenidos. Pero no hubo trampa, al menos, no para los hombres. Desde una
colina, Manco, en su litera, ofreció a sus invitados, que se mantenían montados
en sus caballos, un espectáculo increíble. Cien mil animales de diversas especies,
entre ellos algunos predadores, se debatían dentro de un gran círculo que
inexorablemente iba apretándose cada vez más. El griterío y trompeteo de los
bateadores hacía que los animales se debatieran frenéticos buscando una salida
que no existía.
Cuando el encargado del «chaco» consideró que había llegado el momento,
levantó un brazo para hacer callar las diez mil gargantas, e inmediatamente un
gran silencio se extendió por las montañas. Los ecos dejaron de reverberar por
entre los valles y pareció como si un gran manto de quietud se apoderara de los
presentes.
Casi de inmediato, los animales parecieron apaciguarse y se mantuvieron con
las cabezas tiesas y las orejas erguidas, expectantes. Enseguida, varios cientos de
hombres penetraron en el círculo y, mientras unos sujetaban a los animales, otros
los esquilmaban. De tal manera, recogieron durante la mañana, cientos de cestos
de lana que no tardaría en convertirse en ropa de abrigo. Una vez terminada la
recolección de la lana, los cazadores eligieron los animales que serían
sacrificados para su carne, dejando marchar el resto.
A finales de agosto, Pizarro se acercó a la costa. Tenía la intención de ver el
templo de Pachacamac, pero a mitad de camino oyó un rumor sobre un posible
levantamiento de los indios y se apresuró a volver a Jauja. Aunque el rumor
demostró ser falso, durante el viaje de vuelta, el Gobernador tuvo ocasión de
contemplar una larguísima hilera de porteadores indios que acarreaban los
avituallamientos que acababan de llegar por barco a San Miguel desde Panamá.
—Es completamente ilógico —exclamó— tener la capital tan lejos de la
costa. Deberíamos buscar un sitio idóneo, no lejos del mar.
Francisco de Orellana, que cabalgaba a su lado, asintió.
—¿Por qué no enviáis a un par de españoles con algunos guías indios a
buscar un lugar apropiado?
—Creo que lo haré —contestó Pizarro—. Lo propondré en la asamblea de
Jauja.
El resultado de las pesquisas pronto proporcionó una gran llanura a
doscientos metros de altitud sobre el nivel del mar en la que se levantaba un
pequeño poblado al que los nativos llamaban «Lima».
Desde el momento en que Pizarro expuso su idea en la asamblea, el 29 de
noviembre hasta que se fundó la nueva ciudad transcurrió poco más de un mes.
El cinco de enero, fiesta de la Epifanía, la nueva capital española recibió el
nombre de Ciudad de los Reyes, en honor a los Reyes Magos.
A muchas leguas de distancia, Rumiñahui había decidido que había llegado
la hora de poner el tesoro de los incas a salvo…
Capítulo XIII
La jornada de Quito
Mientras esto ocurría en las abruptas provincias del norte, dos nuevos
personajes hicieron su aparición. Uno era Diego de Almagro, que había salido de
San Miguel de Piura con todos los hombres que había encontrado disponibles, a
principios de mayo, siguiendo los pasos de Belalcázar hasta Quito.
Almagro, que había sospechado que Belalcázar estaba obrando por su
cuenta, se vio profundamente aliviado al encontrar que seguía leal a Pizarro y a
él mismo, y que sencillamente había obrado por su cuenta a fin de llegar a Quito
antes que Alvarado.
El otro personaje era el mismo Pedro de Alvarado que con su flamante
ejército había desembarcado en Guayaquil, se había apoderado por la fuerza de
un gran número de indios para que le sirvieran como porteadores y se había
adentrado hacia el interior.
Alvarado, mal aconsejado, se internó en la selva por detrás del Daule. Sus
hombres se abrieron paso a machetazos hacia el río Macul, escasos de comida y
acosados por los insectos y la enfermedad, mientras que sus armas y armaduras
se oxidaban en aquel insoportable calor húmedo. Cuando llegaron a Tomabella
estaban famélicos y debilitados, habiendo incluso pasado por una lluvia de
ceniza volcánica de una erupción del Cotopaxi. Habían atravesado uno de los
pasos de montaña más elevados, entre el Chimborazo y el Carihuairazo. La nieve
y el frío habían causado que muchos hombres, mujeres y caballos se rezagaran y
se congelaran acurrucados y apiñados en las terribles noches andinas.
Ochenta y cinco españoles habían muerto, así como la mayoría de los
caballos, pero los que más sufrieron habían sido los indios de Guatemala y los de
Guayaquil, arrebatados de sus tierras tropicales y sin ropa con qué protegerse,
habían muerto todos.
Y, cuando por fin, los supervivientes del ejército de Alvarado llegaron al
camino real inca, se llevaron la última y desagradable sorpresa al ver las huellas
de los caballos de Belalcázar y Almagro.
Después de tanto sufrimiento, habían llegado tarde.
El ejército estaba todavía formado por unos quince mil hombres además de
llevar gran cantidad de porteadores y miles de llamas. Por allá donde pasaban,
los soldados de Quisuis arrasaban poblados y quemaban las cosechas para no
dejar nada que aprovechara a sus posibles perseguidores, Manco y Soto. Suponía
también, el golpe final de la guerra civil, un amargo castigo por la colaboración
de los partidarios de Huáscar.
Lo primero que se supo sobre la venida de las fuerzas de Quisuis vino de
mano de los cañaris, cuyo jefe avisó de aquel hecho a Almagro y Alvarado
cuando éstos pasaban por Tumibamba.
Casualmente, pocos días después, los hombres de Almagro sorprendieron la
vanguardia de las tropas de Quisuis al mando de Sotaurco en un paso en la
provincia de Chaparra. Sotaurco fue capturado y obligado, bajo tortura, a revelar
la posición del resto del ejército de los quiteños.
Después del interrogatorio, estaba claro para los españoles que Quisuis,
después de semanas de marcha sin problemas, no esperaba encontrar ningún
español en la zona.
—Les atacaremos con la caballería —decidió Almagro.
—Os acompañaré —dijo Alvarado—. Hace tiempo no tomo parte en una
buena batalla.
Unos sesenta jinetes cabalgaron toda la noche para llegar a la vista del
campamento de Quisuis temprano por la mañana.
Quisuis no vaciló cuando vio aparecer a los temidos jinetes españoles.
Dividió inmediatamente sus fuerzas, enviando a la mayor parte de sus guerreros
a la cima de una colina, al mando de uno de los hermanos de Atahualpa llamado
Huaypalcon, mientras él conducía a las mujeres y a los porteadores en dirección
contraria.
Los españoles persiguieron a los guerreros, rodeando la colina, pero los
hombres de Huaypalcon se habían fortificado en su baluarte y mantuvieron la
posición hasta el anochecer, ocasionando heridos con las rocas y peñascos que
enviaban rodando por la pendiente. Durante la noche siguiente, los incas
consiguieron escabullirse, uniéndose con Quisuis en algún lugar predeterminado.
La sorpresa de los españoles fue mayúscula cuando al día siguiente
comprobaron que la colina estaba desocupada.
—¡Por San Jorge! —exclamó Almagro—. ¿Cómo han podido desaparecer
diez mil hombres? ¡Vamos a por ellos!
Los españoles no tardaron en tomar contacto con la retaguardia de Quisuis.
Los incas se habían fortificado al otro lado del vado de un río e impidieron que
los castellanos lo cruzaran durante el día, mientras que una partida de ellos
atravesaba el río por encima de la posición española ocupando una colina muy
pendiente. Los españoles sufrieron muchas bajas cuando trataron de desalojarles
de su fortín. Tres caballos murieron y veinte hombres sufrieron heridas de
consideración.
Poco después, Almagro recibió otra mala noticia.
—Hemos perdido a catorce hombres, capitán. Están exhibiendo sus cabezas
en largos palos.
—¡Por Satanás! —rugió Almagro—. ¡Que no se separen los hombres!, ¡que
se mantengan unidos!
El ejército de Quisuis demostró su profesionalidad, pues, a pesar de haber
sido sorprendido sobre la marcha, había infligido un daño considerable a la
temida caballería española; habían evitado la matanza que solía ocasionar una
carga de caballería y se mantuvieron unidos en su marcha hacia Quito.
Únicamente se vieron obligados a abandonar una gran cantidad de ropa y otras
vituallas, así como quince mil llamas y unos cuatro mil esclavos porteadores,
tanto hombres como mujeres.
Quisuis no sabía que la provincia había sido ya conquistada y ocupada por
los extranjeros y supuso un golpe terrible para la moral de sus hombres el saber
que los españoles se habían apoderado de sus casas, y que el tan largamente
ansiado descanso en sus hogares les era negado.
Era cuestión de tiempo antes de que el ejército inca se viera atrapado entre
los hombres de Belalcázar en Quito y los de Almagro. En campo abierto, los
incas fueron derrotados completamente y su voluntad de lucha desapareció
incluso entre los oficiales. Llevaban dos años fuera de casa y sólo pensaban en
volver a sus hogares. Los mismos comandantes le pidieron a Quisuis que se
rindiera a los españoles puesto que eran invencibles.
Quisuis les trató de cobardes y les ordenó que le siguieran a algún baluarte
en un sitio inaccesible donde continuarían la defensa del país.
—¡No nos cogerán! —rugió—. Antes moriremos que caer en sus manos.
Pero los oficiales se rebelaron.
—No iremos a un lugar remoto a morirnos de hambre —dijeron.
El rostro de Quisuis se puso de color escarlata al oír a sus hombres.
—¡Juro que mataré a todos los rebeldes! —bramó—. ¡Haré un tambor con
sus pieles!
Huaypalcon, sin mediar palabra, le asestó un golpe con su lanza en el pecho.
Otros, a su vez, cogieron sus mazas y hachas con las que golpearon a su jefe
caído.
Fue un final trágico para uno de los más grandes generales que había tenido
el imperio, un hombre que se resintió de la amenaza y de la humillación de la
conquista. Fue igualmente negativo para la causa inca que uno de los hombres
que más experiencia había tenido en su lucha contra los invasores cayera de
aquella manera a manos de sus propios hombres.
Quisuis no había conseguido unir sus fuerzas con las de Rumiñahui o Zope-
Zopahua, y estos dos últimos generales pronto se encontraron con las mismas
dificultades que él. Los españoles persiguieron a Rumiñahui hasta su fortaleza en
Pillaro donde tuvo lugar una larga y dura batalla. A pesar de su ventajosa
posición en lo alto de una colina inexpugnable, los defensores agotaron las
piedras y lanzas que tenían en su poder. La mayoría, con Rumiñahui a la cabeza,
huyó de noche hacia Quijos, los demás se rindieron.
Rumiñahui intentó unir fuerzas para continuar la guerra, pero los incas
estaban extenuados y a falta de moral. Era difícil luchar contra hombres que
estaban protegidos por aquellas corazas en las que rebotan las flechas y las
piedras. Pero, sobre todo, era imposible luchar contra aquellos monstruos que se
les echaban encima pateándoles y aplastándoles sin defensa posible.
Uno de los centinelas avisó a Belalcázar.
—Un indio quiere veros, capitán.
—Que entre —dijo Belalcázar—. Pero antes asegúrate que está desarmado.
Y que venga un intérprete.
No tardó mucho Belalcázar en averiguar lo que quería el indio. Venía a
delatar a Rumiñahui.
—Sabe dónde Rumiñahui está —aclaró el intérprete—. Indio conduce sitio.
—¡Magnífico! —asintió el capitán español levantándose—. Dile que será
recompensado.
El capitán se asomó a la puerta y llamó al centinela.
—Quiero ver a Alonso del Valle dentro de cinco minutos —dijo.
Antes de una hora, treinta jinetes partían con el indio que les indicaba el
camino. No tardaron en descubrir un grupo de no más de cincuenta porteadores
que llevaban su bagaje.
Al ver a los españoles todos arrojaron los fardos al suelo y huyeron en
desbandada. El mismo Rumiñahui consiguió esconderse momentáneamente en
una pequeña choza entre los animales. Intentó, poco después, cruzar por encima
de las montañas nevadas entre Panzaleo y Umbicho en una intentona para unirse
con Zope-Zopahua, pero un espía le reconoció y corrió a avisar a Alonso del
Valle.
Inmediatamente, los españoles salieron en su persecución. Miguel de la
Chica se adelantó y según él mismo relató:
Cuando emergía por un estrecho sendero que conducía a un gran
lago, vi a un hombre apoyado contra un árbol, jadeando a causa del
ascenso. Le reconocí por la insignia que llevaba. Lancé mi caballo
sobre él y después de luchar durante algún tiempo le capturé.
Sólo quedaba ahora Zope-Zopahua fortificado en su colina en Sicchos, al
norte de Muliambato, con varios miles de soldados de la región y que contaba
con la ayuda de Quingalumba, jefe de los Chillos.
Los españoles atacaron la posición durante varios días, consiguiendo, por fin,
escalar la escarpada roca por medio de cuerdas y escaleras de mano. Con su
captura, la resistencia inca en la provincia de Quito había llegado a su fin.
Pero, a pesar de que se rindieron, los generales incas no habían terminado
con sus predicamentos. Los españoles estaban decididos a averiguar adonde
habían ido a parar los tesoros que habían desaparecido de Quito, y mientras
Almagro se dirigía con Alvarado al encuentro de Pizarro, Sebastián de
Belalcázar se dispuso a extraer de los prisioneros el lugar donde el tesoro había
sido escondido.
—¡Por Judas que les haré hablar! —dijo Belalcázar al despedir la partida de
Almagro—. Aunque tenga que quemarles los pies y las manos a fuego lento.
Cuando volváis tendremos aquí el tesoro desaparecido.
Pero, a pesar de la seguridad de Belalcázar en sus bárbaros métodos, la cosa
no fue tan fácil como se imaginaba. Uno tras otro, los generales, comandantes y
curacas locales fueron torturados para que hablaran sin que, bien fuera porque no
sabían nada sobre el tema o bien por estoicismo, nadie dio ninguna información
sobre el desaparecido tesoro.
Después de inacabables días de torturas, Rumiñahui fue conducido a la
picota en la plaza de Quito, llevándose su secreto a la tumba.
Él fue el último de los grandes generales de Atahualpa, el líder más decidido
a resistir la invasión extranjera.
A principios de diciembre, Belalcázar dividió la ciudad de Quito entre sus
hombres y en febrero de 1535 envió a Diego de Tapia a pacificar los indios
Quillacinga en el río Angasmayo. En junio, él mismo bajó con Francisco de
Orellana a la costa a fundar la ciudad portuaria de Guayaquil, y para ocupar, casi
sin derramamiento de sangre, la provincia de Huancavilca. Más tarde, seguido de
sus lugartenientes Pedro de Añasco y Juan de Ampudia, se dirigió hacia el norte,
a Pasto y Popayán, más allá de la frontera norteña del imperio inca. Con ellos,
los españoles habían sobrepasado ya, por mucho, el punto más lejano de las
conquistas de Huayna Copac.
—La lucha ha terminado —exclamó Diego de Almagro—. Ahora podremos
vivir en paz.
¡No sabía el socio de Pizarro lo equivocado que estaba!
Capítulo XIV
Manco Inca
U na vez establecido en Cuzco, Manco Inca trataba por todos los medios de
restaurar la fe ciega que el país había tenido en el Inca reinante durante
cientos de años. Tenía que hacerse con las riendas del poder y asentarse como
gobernante supremo. También tenía que restaurar el prestigio de Cuzco como
capital del imperio, de la religión oficial y de la administración. Todo ello había
saltado hecho añicos debido a la guerra civil y a la invasión de los españoles.
Unas incontrolables fuerzas centrífugas estaban deshaciendo el imperio, sobre
todo, en áreas como Jauja y Titicaca.
Todo esto se repitió durante ocho días seguidos, al término de los cuales
sacaron un gran número de arados. El Inca cogió uno de ellos y empezó a roturar
la tierra. El resto de los nobles hizo lo mismo. Siguiendo su ejemplo, ahora ya
todos los labriegos del imperio podían arar los campos. Ningún indio se habría
atrevido a abrir un surco en su campo antes de que el Inca diera ejemplo, y nadie
creía que la tierra daría ningún fruto sin que antes la roturara el Emperador.
El ritual de roturar la tierra por el Inca era una de las maneras con las que su
autoridad se reafirmaba por todo el imperio. Pero Manco tenía dificultades en
reestablecer esta autoridad. Había sido elevado al trono por unas tropas
extranjeras durante un período revuelto. Así que algunos miembros de la
aristocracia no estaban muy seguros de la idoneidad de Manco como Inca. La
aparente calma de los años 1534 y 35 ocultaba rupturas y tensiones dentro de la
comunidad nativa. Y tensiones más profundas todavía crecían entre los
comandantes españoles y los incas.
Mientras Pizarro estaba ocupado con la fundación de Lima, a principios de
1535, llegaron noticias al Perú de que el Emperador Carlos había concedido la
parte norte del país a Almagro. Los detalles exactos no se sabían, pero cabía la
posibilidad de que Cuzco estuviera dentro de la jurisdicción de Almagro, lo cual
era inadmisible para Pizarro.
En cuanto el regidor de San Miguel de Piura tuvo noticias del rumor, se
apresuró a ir tras el Mariscal a quien alcanzó en Abancay, para comunicarle que
el rey le había concedido Cuzco.
Esta situación tan ambigua condujo a los ciudadanos de Cuzco a tomar
partido entre Almagro y los dos hermanos de Francisco Pizarro, Juan y Gonzalo
que vivían en la capital.
Almagro había retenido consigo a muchos de los hombres que habían venido
con Alvarado y éstos se resentían de las riquezas ostentosas de los españoles de
Pizarro que vivían en Cuzco.
La fricción aumentó rápidamente hasta que en marzo de 1535, los seguidores
de Pizarro estuvieron a punto de provocar un enfrentamiento abierto. Llegaron,
incluso, a armarse, fortificándose en el palacio del Inca con artillería.
Juan Pizarro, por su parte, estuvo a punto de llegar a las manos con
Hernando de Soto, quien no congeniaba con los vanidosos hermanos, y, por lo
tanto, eso le hacía inclinarse a favor de Almagra. Afortunadamente para los
intereses españoles, un funcionario de la Corona, Antonio de Guzmán, medió
entre ellos.
—Señores —dijo severamente—, os aseguro que esto llegará a oídos de su
majestad. No es posible que en una situación tan inestable como en la que nos
encontramos, nos enfrentemos entre nosotros. Ruego a vuestras mercedes que se
comporten como caballeros.
Cuando estas noticias tan alarmantes llegaron a oídos de Francisco Pizarro,
éste se apresuró a ir a Cuzco para tratar de apaciguar tan explosiva situación.
El Gobernador llegó a la capital inca a últimos de mayo de 1535 e
inmediatamente trató de buscar soluciones a los muchos problemas que se
habían planteado.
Al poco de llegar tuvo una larga entrevista con su viejo socio Almagro. Nada
mejor para calmar los ánimos que mantener a la gente ocupada.
—Estoy planeando —dijo Pizarro— organizar una expedición hacia el sur.
¿Te gustaría ir al frente de ella?
—¿Más allá de las fronteras incas? —inquirió Almagro interesado.
—Sí —respondió el gobernador—. Todo el territorio caería bajo tu
jurisdicción y las riquezas que descubrierais serían compartidas.
—Puede ser interesante —respondió Almagro atusándose el parche sobre el
ojo—. ¿Y la financiación de la empresa?
—A medias.
El proyecto entusiasmó a Almagro y absorbió todas sus energías, con lo que,
de momento, se alejaba el peligro de una confrontación. La inquieta soldadesca,
recién llegada, veía en esta nueva empresa una fuente de ingresos que estimulaba
su imaginación. Además, los indios hablaban de otro reino, en el que un rey se
bañaba todos los días en un lago, espolvoreado su cuerpo de oro. Era el país del
oro, El Dorado.
Al mismo tiempo, Pizarro reabrió los hornos para fundir el oro y la plata que
se había ido acumulando en los últimos quince meses. Él mismo aportó el mayor
lote, mientras que su ambicioso hermano, Juan, conseguía casi tanto como él.
También aportaron una buena cantidad, Gonzalo Pizarro, Hernando de Soto y
Diego de Almagro. Todos ellos habían recogido grandes cantidades de oro y
plata en tumbas y templos, así como en las casas de los aristócratas.
La vista de aquel tesoro contribuyó en gran parte para calmar los nervios en
la ciudad, aunque sólo fuera de momento.
Manco Inca llevaba casi un año gobernando en Cuzco, pero le era muy difícil
reafirmar su autoridad teniendo en cuenta que los españoles ejercían un control
completo en la ciudad. Además, algunos de sus parientes aristócratas no estaban
en absoluto convencidos de su idoneidad. Y, por otro lado, también los nativos
tenían sus preferencias en cuanto a tomar bando con los españoles. Manco había
dejado bien claro que las suyas estaban al lado de Almagro, pues, si bien, no
tenía nada contra Francisco Pizarro que le había puesto en el trono, sí lo tenía
contra sus hermanos, quienes ejercían su autoridad de forma autoritaria y
abusiva. Manco, por otra parte, se llevaba muy bien con Hernando de Soto —
partidario de Almagro—, en cuya compañía había pasado dieciocho meses.
Soto apoyaba la reclamación de Almagro sobre Cuzco.
Pizarro trató de limar las diferencias entre los líderes incas, y, junto con
Almagro, convocó una reunión entre Manco, junto con algunos de sus
partidarios —entre los que se encontraba su hermano Paullu—, y sus opositores
capitaneados por un primo suyo llamado Pascac y, sobre todo, uno de sus
hermanos, Atoc-Sopa.
Manco y Paullu trataron de mantener que cualquier forma de discusión era
un insulto a la autoridad divina del Inca.
—¿Cómo os atrevéis a dirigiros así al Inca, miserables —estalló Paullu—,
diciendo lo que os venga en gana con el consentimiento de los cristianos?
¡Hincaos de rodillas ante él y pedidle perdón por vuestra ofrenda! ¡Comportaos
como os lo exige vuestro rango!
Cuando estas palabras explosivas fueron traducidas a Pizarro, éste furibundo,
golpeó al hermano del Inca por haber impedido el debate de tal manera.
—¡Estáis aquí para un debate —bramó—. No para que se haga vuestra
voluntad sin discusión!
Pero el altercado había servido para caldear los ánimos, y la afrenta causada
al hermano de Manco hizo que éste se enfureciera contra Pizarro. Después de
mucha discusión se vio que era imposible llegar a un acuerdo de paz entre el
Inca y sus parientes, pues las posiciones se agriaron de una manera
incontrolable.
Pocos días después, Manco pidió secretamente ayuda a Almagro para zanjar
el problema de una forma expeditiva.
—Necesito ayuda —dijo—, para acabar con Atoc-Sopa. Mándame dos o tres
hombres, les pagaré bien.
Almagro no era muy partidario de llegar a tales extremos, pero, en aquel
caso pensó que sería una solución de las menos malas.
—Te enviaré a un tal Martin Cote —dijo—. Él y alguno de sus amigos están
deseando hacerse con un poco de oro.
Esa noche Atoc-Sopa fue apuñalado en su cama mientras dormía.
Este asesinato aseguró la posición de Manco, aunque aumentó la tensión
entre la aristocracia nativa. Hubo muchas voces que amenazaron a Manco por su
parcialidad por Almagro.
El joven Inca se alarmó por estas amenazas y por la posibilidad de una
venganza. Lleno de temor, rogó a Almagro que le acogiera en su palacio,
llegando, incluso, a dormir en su propia habitación.
Pero esta deserción, ocasionó que los españoles partidarios de Pizarro
formaran una turba que asaltó y asoló la casa del Inca en su ausencia.
Al día siguiente, Almagro acudió a ver a Pizarro.
—Debes castigar a los asaltantes —exigió—. El Inca está atemorizado e,
incluso, se ha escondido debajo de mi cama.
—Poco puedo hacer —dijo Pizarro indiferente—, cuando él mismo ordenó
matar a su hermano.
—Si no se castiga a los culpables de asaltar la casa del mismo Inca, su
autoridad se vendrá por los suelos. No sé lo que pasará.
Pero, a pesar de la advertencia, Pizarro no hizo caso, o, al menos, no llevó a
cabo ninguna acción punitiva. Aquello marcó un punto decisivo entre las
relaciones de Manco con los españoles.
Los ciudadanos castellanos de Cuzco vieron que podían saquear al Inca con
impunidad, y muchos de ellos se olvidaron de la deferencia y el respeto que
debían al emperador nativo.
Manco, por su parte, estaba madurando rápidamente y haciéndose más
agresivo —potencialmente más peligroso, mientras aumentaba su sensibilidad
ante los insultos de los españoles.
La situación se había vuelto explosiva.
Almagro salió de Cuzco hacia el sur con quinientos setenta soldados, una
buena parte de ellos a caballo, perfectamente equipados. Además, el Mariscal
pidió a su protegido Manco un buen contingente de soldados nativos. Éste le
proporcionó doce mil, al mando de su hermano Paullu. Con ellos iba el Sumo
Sacerdote Villac Umu, que era pariente del difunto Huayna Cápac y una gran
autoridad. Los cronistas españoles le comparaban con el Papa. La expedición iba
apoyada por ocho mil porteadores, seis mil llamas y otros tantos cerdos.
Pocos días después, Francisco Pizarro salía para la costa a fundar otra ciudad
que llamaría como su pueblo natal, Trujillo, entre Piura y Lima. Con él volvió
Hernando de Soto, que poco después se embarcó para España dueño de una
fortuna fabulosa.
En el muelle se abrazaron los dos hombres.
—Te echaré de menos, Hernando —dijo Pizarro—. Sin tu colaboración las
cosas no habrían sido igual.
—Yo también os echaré de menos, capitán —dijo Soto emocionado—. Os
deseo suerte. Y dejadme que os dé un consejo. Cuidado con Gonzalo y Juan, son
dos jóvenes muy impulsivos y ambiciosos. Os pueden provocar muchos
quebraderos de cabeza.
—Lo sé —asintió Pizarro—. Trataré de controlarlos.
—Quizá me encuentre con vuestro hermano Hernando, en la Corte. ¿Deseáis
alguna cosa para él?
—No. Sólo que vuelva pronto con las concesiones del Rey.
—Así se lo diré si le veo.
—¿Qué planes tienes tú, Hernando?
—No lo sé —respondió Soto pensativo—. Pero me gustaría obtener permiso
de la corona para explorar al norte de Nueva España.
—Pues que tengas suerte —dijo Pizarro.
Antes de dirigirse hacia Trujillo, Pizarro organizó con la gente nueva que
llegaba de Panamá, varias expediciones para explorar los últimos rincones de su
nuevo imperio: Alonso de Alvarado fue al territorio de los Chachapoyas, Juan
Porcel a los de Bracamoros y Garcilaso de la Vega al valle de Cauca.
El imperio se ensanchaba, pero el mal estaba instalado en su corazón: Cuzco.
Con la rápida salida de todos los líderes españoles de Cuzco, Manco quedó
sólo en la ciudad administrada por los dos jóvenes y desaprensivos Pizarro, Juan
y Gonzalo. Estando ese par de jóvenes irresponsables al mando, Manco tuvo que
soportar durante los últimos meses de 1535 un inquietante aumento de insultos y
malos tratos. Y este trato despreciativo hacia el Inca se reflejó en la misma
actitud de los españoles hacia los incas en todo Perú. La actitud de respeto que
había ordenado Pizarro al final de la conquista, desapareció por completo. Con la
llegada de los hombres de Alvarado procedentes de Quito y un creciente número
de aventureros españoles que venían en grandes números de Panamá, gente en su
mayoría, sin escrúpulos, los conquistadores se sentían más seguros de sí mismos
y el trato hacia los nativos comenzó a hacerse brutal.
Y esto se hizo más palpable en los hombres que llevaba Almagro consigo, la
mayoría de ellos procedentes del ejército de Guatemala. El clérigo Cristóbal de
Molina, que iba en la expedición anotó en sus crónicas con disgusto:
Cualquier nativo que no quería ir con los españoles por su propia
voluntad se lo llevaban encadenado. Durante el día les obligaban a
llevar grandes pesos sin apenas nada que comer. Durante la noche los
hacinaban en espacios reducidos.
Cuando tenían noticia de que llegaban los españoles, muchos nativos se
escapaban de su poblado para verse libres de los grupos de reclutamiento, pero
eran perseguidos por los hombres de a caballo como si fueran animales. Cuando
los encontraban los traían encadenados por el cuello. Después se llevaban a las
jóvenes para su servicio personal.
Los indios trabajaban sin descanso acarreando grandes cargas por un puñado
de maíz y agua, mientras se veían encerrados bárbaramente de noche. Los
expedicionarios terminaron convirtiéndose en un puñado de ladrones que se
llevaban todo cuanto caía en sus manos.
Como resultado de estas crueldades, pequeños grupos de españoles que
quedaban aislados eran emboscados y matados por nativos en el altiplano. No
era una resistencia organizada tal como la había encontrado Belalcázar en su
camino a Quito, pero la expedición sufrió mucho y tuvo grandes pérdidas en los
altos puertos de montaña hacia el sur.
Asqueado y disgustado, el sumo sacerdote, Villac Umu se escapó en Tupiza
a finales de octubre y volvió a Cuzco. En la provincia de Copiapó huyeron, así
mismo, todos los indios que habían traído de Cuzco, y los españoles se quedaron
sin nadie que les llevara una jarra de agua.
La brutalidad que había aflorado en la expedición de Almagro se repetía por
todo Perú. La población nativa desaparecía cuando se acercaban los españoles,
pues éstos rapiñaban todo lo que podían a su paso. En muchos lugares, los indios
no lo toleraron y empezaron a rebelarse y a organizarse para defenderse.
Los extranjeros…, los Viracochas que habían sido bien recibidos como
aliados providenciales contra Atahualpa, estaban ahora resultando mucho peores
que los soldados de Quito. Los conquistadores exigían grandes cantidades de
productos locales —llamas, ropa, verdura, lana, metales preciosos— así como la
esclavitud de cientos de hombres y mujeres. Dondequiera que había minas, los
nativos eran puestos a trabajar, sobre todo en las minas de oro del Collao.
Por otra parte, los españoles habían venido sin mujeres europeas, por lo que
en la mayoría de los casos cogían para sí las nativas como concubinas.
Al principio, los indios no pusieron objeciones a ello, y las mismas nativas
no se mostraron reacias, más bien al contrario, pero los abusos de los invasores
deshicieron las estructuras sociales nativas. Era ya un milagro si alguna mujer
bien parecida escapaba de las manos de los españoles o de sus sirvientes
yanaconas.
Los líderes españoles seleccionaron para sí a las princesas incas, mujeres que
solamente habrían podido yacer con el mismo Inca o con príncipes de sangre
real. El mismo Francisco Pizarro vivía con Quispe Cusí, hija de Huyana Cápac,
conocida por los españoles como Inés Huayllas Ñusta. Huayllas era el nombre
que se daba a la familia real inca y «ñusta» significaba princesa real. Pizarro, que
a pesar de sus cincuenta y cinco años permanecía soltero, se mostró encantado
cuando la jovencita de quince años le dio una hija en Jauja a finales de 1534. La
niña fue bautizada con el nombre de Francisca. Hubo grandes celebraciones
entre los españoles y los nativos, todos encantados del fruto de la unión entre el
jefe español y la realeza inca.
Pizarro hizo que su hija fuese legitimada poco más tarde. En 1535, Inés dio a
Francisco Pizarro otro hijo al que llamaron Gonzalo.
Por su parte, Diego de Almagro esperó hasta 1535 para tener una concubina
nativa, pero cuando lo hizo, la unión fue extremadamente provechosa, se
emparentó con una hermana de Manco, que era la dama más importante del país.
Se llamaba Marca-Chimbo, era hija de Huayna Cápac y de la hermana de éste.
Habría heredado el imperio entero si hubiera sido hombre. Marca-Chimbo dio a
Almagro un pozo lleno de oro, que se convirtió en ocho lingotes cuando se
fundió.
Hernando de Soto también consiguió para sí una dama de una gran belleza
conocida como Curicuillor, «la estrella dorada». Tuvieron una hija a la que
llamaron Leonor de Soto.
Una de las hermanas de Atahualpa, llamada Azarpay, acompañó al nuevo
Inca Tupac Hualpa y al ejército español hasta Jauja. Cuando Tupac murió, el
tesorero real Navarro pidió permiso a Pizarro para llevársela —pensando que
ella le diría el paradero de tesoros desaparecidos. Pizarro aceptó, pero Azarpay
se escapó volviendo a Cajamarca. Fue descubierta allí por algunos españoles a
finales de 1535. El mismo Francisco Pizarro la instaló en su palacio con lo que
provocó los celos de Inés.
Aunque la mayoría de los españoles tenía bellas nativas como amantes,
pocos se casaron con ellas, preferían aguardar la llegada de mujeres españolas, y,
éstas no tardaron en llegar al Perú en grandes cantidades.
Los dos hermanos de Pizarro, Juan y Gonzalo, también tuvieron concubinas
nativas. Gonzalo decidió que él también tenía que hacerse con una princesa y
puso los ojos en Cura Ocllo, hermana/esposa el Inca Manco. Su demanda
desmedida escandalizó a la nobleza nativa. El Sumo Sacerdote Villac Umu y el
general Tiso rechazaron a Gonzalo con expresiones muy severas en sus caras,
pero la respuesta de Gonzalo fue muy típica en él.
—¿Quién os ha dicho que podéis hablar así a un corregidor del rey?, ¿no
sabéis qué clase de hombres somos los españoles? ¡Por Belcebú!, si no cerráis la
boca haré que tú y tus amigos os acordéis toda vuestra vida. ¡Juro que no pararé
hasta que os abran en canal y os despedacen!
Manco reunió una pequeña fortuna en oro y se la ofreció, pero Gonzalo
quería la otra parte de su demanda.
—Mirad, Señor Manco Inca —dijo con despecho—, dadme a la joven Coya.
Todo este oro y la plata están bien, pero es ella lo que yo realmente quiero.
Manco, desesperado, persuadió a una de las sirvientas de su hermana,
llamada Inguill para que se vistiera como su ama y se hiciera pasar por ella.
El engaño pareció ir bien al principio, y Gonzalo la abrazó y besó delante de
todos con grandes risotadas, mientras la joven trataba de huir horrorizada.
Manco se acercó a ella y le ordenó que obedeciese a su nuevo dueño, pero al día
siguiente, Gonzalo entró en el palacio del Inca como una furia, llevándose a la
verdadera Coya por la fuerza.
Estaba claro que Manco era el blanco ideal para los ambiciosos españoles en
Cuzco. Ellos sabían que Atahualpa había tenido en Cajamarca a su disposición
enormes fortunas, por lo tanto, asumían que su hermano debía tener así mismo
grandes tesoros escondidos en algún sitio. Los líderes españoles estaban
continuamente importunando al Inca para que les diera más oro, y durante algún
tiempo, Manco apaciguó los ánimos proporcionándoles objetos preciosos. Llegó
un momento en que incluso la soldadesca se unió a la persecución, haciéndose la
situación intolerable.
Por otro lado, Villac Umu volvió a Cuzco informando sobre la crueldad de
los soldados de Almagro en la expedición al sur. También el general Tiso, trajo
historias de cómo se hundía, de día en día, la administración inca por todo el
país, y los excesos que cometían los soldados españoles. Los incas estaban ahora
ya convencidos de que les habían engañado, incluso los que habían estado en
contra de Atahualpa se daban cuenta de que la ocupación de los de Quito era
mejor que aquello. La raza entera estaba sucumbiendo bajo el control de los
invasores extranjeros.
Manco se había aferrado a su título de Inca con la esperanza que, con la
eliminación de las familias rivales, pudiera restaurar el prestigio de la
monarquía. Pero ahora tenía que aguantar todos los insultos, vejaciones y
humillaciones de los españoles en Cuzco.
Tenía que hacer algo.
Se supo de la sublevación de Tiso, tío del Inca Manco y —lo que era más
grave—, que el propio Manco tramaba una conspiración para acabar con los
españoles. Habiendo huido de Cuzco, fue perseguido por Juan Pizarro y
obligado a regresar como prisionero. Lo que no le dijeron fue el trato vejatorio
que le había dado su hermano.
Las noticias de asesinatos de españoles en poblados pequeños alejados del
Cuzco, hicieron que Pizarro designara a Hernando teniente general de la
gobernación de aquella región. Hernando partió en compañía de Juan de Rada,
amigo de Almagro y de otros españoles que querían llevar al Mariscal sus
despachos originales.
El grupo llegó a Cuzco en enero de 1536, encontrando que Juan y Gonzalo
Pizarro estaban ausentes en una expedición punitiva. Lo primero que hizo el
nuevo teniente general fue poner en libertad a Manco y tratar de ganarse su
amistad.
Quizá —pensó—, podría conseguir por las buenas lo que sus hermanos no
habían podido obtener por las malas: el paradero de muchos objetos de oro que
habían desaparecido a la llegada de los españoles, sin contar el tesoro de
Rumiñahui.
Aparentemente, Manco respondió muy favorablemente a su gesto
prometiéndole su amistad.
Los primeros meses del año transcurrieron con tranquilidad. Las revueltas
del Collao, Condesuyo y Tarma parecían haberse extinguido, pero Manco había
sufrido demasiados insultos y vejaciones y, además, se daba ahora cuenta de lo
que suponía para los incas la invasión española. Y, por si el joven necesitaba a
alguien para apoyar su decisión, detrás estaba el Sumo Sacerdote Villac Umu,
quien insistía que los españoles del Cuzco podían ser aniquilados.
Por una vez, entonces, era el Inca el que engañaba a los españoles. Manco
estaba sencillamente esperando el fin de las lluvias antes de reunir un gran
ejército popular contra los invasores. Por fin, llegó el momento y Manco y Villac
Umu despacharon chasquis a todo el país ordenando una movilización general.
Durante los últimos meses se habían estado fabricando grandes cantidades de
armas y se habían plantado suficientes cosechas como para tener bastante
comida en las guerras y asedios que se avecinaban.
Así, cuando acabó la estación lluviosa, un gran contingente de nativos se
dirigió hacia el Cuzco usando caminos secundarios. Así, pasaron completamente
inadvertidos por los españoles y sus colaboradores.
El cuartel general de las tropas incas se situaría en Calca, en el valle de
Yucay. Allí estarían protegidos de la caballería española por el río Yucay, y se
hallarían solamente a quince millas al norte de Cuzco.
Cuando se acercó el momento, Manco salió de Cuzco para presidir la
reunión de los principales jefes y lanzar la revuelta. Recordando su captura
cuando trató de escaparse de Juan Pizarro, Manco sencillamente pidió permiso a
Hernando Pizarro para ir a ver a Villac Umu a fin de llevar a cabo unas
ceremonias religiosas en el valle de Yucay. Prometió volver con una estatua de
oro macizo de su padre Huayna Cápac.
El brillo del oro en la retina de Hernando hizo maravillas y obtuvo el
permiso sin problemas. Así pues, el Inca y el sumo Sacerdote salieron de Cuzco
acompañados por dos españoles y el intérprete personal de Pizarro, Antoñico.
Manco partió de Cuzco el 18 de abril, miércoles de Semana Santa. En cuanto
se supo la noticia hubo una explosión de pánico en la ciudad. Los indios
yanacuna que habían colaborado con los españoles aseguraron que Manco
volvería al frente de un ejército para aniquilarlos a todos. Transmitieron su
aprehensión a los residentes españoles de tal forma que éstos formaron una
delegación para protestar ante Hernando Pizarro.
—No debéis temer —dijo Hernando intranquilo—. Tengo plena confianza en
el Inca.
Siguió acallando los miedos hasta dos días más tarde cuando Alonso García
Zamarilla vino con las nuevas que había visto al grupo del Inca en las Montañas
que conducían a Lares, a poca distancia de Calca.
—Manco me dijo que iba a recoger algún oro que habían escondido allí —
anunció.
—Eso suena plausible —respondió Hernando aliviado en cierto modo—. Me
prometió traer alguna estatua de oro. No tardará en volver.
Pero Lares era el sitio elegido por los incas como lugar de reunión. Manco
presidió la asamblea de los jefes militares incas. Sacaron dos grandes jarras
doradas llenas de chicha y cada participante en la reunión bebió un sorbo al
tiempo que juraba que daría su vida con el fin de que todos y cada uno de los
cristianos fueran expulsados de sus tierras.
Finalmente, el Sábado de Gloria, Hernando Pizarro fue informado, sin
ningún género de dudas, que el Inca se había rebelado y que sus intenciones eran
peligrosísimas.
El teniente general convocó asamblea general para anunciar las terribles
noticias, y al mismo tiempo, reconocer su propia culpa.
—Nos reuniremos todos los oficiales en mi casa para ver cuál es el mejor
curso de acción que debemos seguir —dijo gravemente.
Capítulo XV
La batalla de Cuzco
Pero Manco se mostró conservador, y Villac Umu tuvo que contentarse con
ocupar el fuerte de Sacsahuaman, y destruir los canales que regaban los campos
alrededor de la ciudad.
Dentro de Cuzco, los defensores sufrían una ansiedad extrema. Y, aunque
había en la ciudad ciento noventa españoles y unos cuatro mil indios auxiliares,
el peso de la lucha caía casi por entero en la caballería, ochenta jinetes. También
tenían los españoles unos doscientos mastines que habían sido amaestrados para
atacar a los indios.
Hernando Pizarro dividió la caballería en tres grupos de veinticinco: el
primero comandado por Gabriel de Rojas, el segundo por Hernán Ponce de León
y el tercero por su hermano Gonzalo.
—Haremos dos salidas diarias —anunció Hernando—. Un grupo cada vez.
Cuando entre un grupo, saldrá el siguiente, y luego el tercero. Repetiremos lo
mismo a la tarde.
Cuando llegó el momento de salir, los veinticinco primeros jinetes al mando
de Rojas, éste les dio las últimas instrucciones.
—Manteneos unidos en grupos de cinco, protegiéndoos mutuamente.
Mantened la lanza corta agarrada bien fuerte contra vuestro costado. Estos indios
tienen un increíble apego a la vida y aunque estén mortalmente heridos os
pueden arrebatar el arma. En tal caso, debéis acuñar la lanza entre el brazo y el
cuerpo y esperar que, con la rapidez del caballo, y la fuerza de la palanca así
obtenida, retengáis el arma en vuestro poder.
Entre los jinetes se encontraba Cristóbal de Peralta, quien en su nuevo rol de
criador de caballos, había visto con desesperación cómo los indios invadían su
hacienda. Justo había tenido tiempo de poner a salvo, dentro de la ciudad, a sus
potrillos, yeguas y semental.
Montado en «Elisa», para Peralta aquélla iba a ser la primera carga que
efectuaba en su vida. De Rojas se acercó a él.
—Levanta más las riendas con la mano izquierda —le dijo—, y no uses el
freno. Haz una ligera presión para las vueltas. Esa yegua tuya parece que gira
mejor hacia la izquierda. Cuando cargues, hazle sentir las espuelas antes del
golpe. Repite, si es necesario.
A continuación, se volvió a todos los jinetes.
—¡Vamos a ellos! —gritó—. ¡Santiago y cierra España!
Al abrirse las puertas, los veinticinco jinetes galoparon al encuentro de los
indios abriéndose en abanico. Los cascos de los caballos despedían grava y
arena, mientras que los cascabeles que llevaban los caballos colgando de los
arneses producían un ruido ensordecedor. A su vez, los perros atronaban el
espacio con sus ladridos y gruñidos amenazadores. Los jinetes se echaron hacia
delante, con las rodillas levantadas, cabalgando a la jineta, hundidas sus barbas
en los petos, con la punta de la lanza brillando al sol.
Para Peralta, que veía, muy a pesar suyo, cómo el enemigo se dispersaba a su
llegada, no era de extrañar que no alcanzara a un solo indio con su lanza.
Bastante tenía con mantenerse aferrado a una yegua que no paraba de dar
brincos y coces mientras iba corriendo.
De repente, el licenciado vio a un indio con su macana en alto que se
disponía a atacar a Rojas por la espalda, y con un golpe certero le atravesó de
lado a lado.
Peralta no sintió ni pena ni remordimientos. Una especie de fiebre que le
enturbiaba los sentidos y que le dificultaba incluso la respiración, se había
apoderado de él. Estaba en medio de la refriega. El caballo de Rojas corcoveó,
dio una vuelta y siguió a la yegua de Peralta. El capitán condujo a su pequeño
grupo a un extremo de la planicie. Los perros mordían rabiosos a los indios
caídos aumentando el griterío, el pánico y el desorden entre los nativos.
Domingo de Peralta sentía sangre sobre su rostro sin saber de quién era.
La lucha siguió durante media hora, al cabo de la cual se oyó una lejana
trompeta anunciando a los combatientes que su hora de retirada había llegado.
Ahora les tocaba el turno a los jinetes de Hernán Ponce de León.
Pero no fueron veinticinco jinetes los que volvieron de la lucha, sino
veinticuatro. Uno de ellos, Francisco Mejía no pudo seguir a sus compañeros. Su
caballo se vio trabado y cayó. Rápidamente, los indios le rodearon y le cortaron
la cabeza. Hicieron lo mismo con su montura, un magnífico alazán blanco, por el
que Mejía había pagado dos mil pesos de oro hacía seis meses.
La primera salida de la caballería, aunque ocasionó muchos muertos, no
supuso, ni de lejos, el éxito que habían esperado los españoles, sobre todo, los
que habían estado presentes en Cajamarca. Los indios luchaban ahora con una
determinación nueva, y, aunque carecían de armas con las que pudieran abatir a
un jinete, les arrojaban una lluvia de piedras y flechas poniéndose delante de los
caballos en un vano y desesperado intento de desmontar a los castellanos.
Las salidas de la caballería española mantuvieron una lucha equilibrada, pues
aunque muchos indios caían, eran inmediatamente retirados y reemplazados por
otros. Los españoles perdieron seis caballos y tres hombres durante los
siguientes días. Los perros fueron cayendo uno tras otro hasta que apenas
conservaron los españoles una docena que no dejaron salir a luchar.
Al cabo de una semana, había tantos caballos heridos que Hernando decidió
no hacer más salidas de momento.
—Dejaremos descansar a los caballos unos días —anunció—. Nosotros
también necesitamos un pequeño reposo.
Domingo de Peralta aprovechó el descanso para curar las heridas recibidas
por «Elisa» con la ayuda de Domingo de Soraluce.
—¡Pobre animal! —exclamó Soraluce acariciándole—, no tiene en su cuerpo
un solo centímetro cuadrado en el que no haya recibido una pedrada o herida de
flecha.
Peralta asintió mientras untaba heridas y magulladuras con grasa de llama.
—Menos mal que el peto protector les quita mucha fuerza a las piedras, pero
esos malditos indios tienen una destreza increíble con sus hondas. Cuando estás
luchando parece que está granizando y que todas las piedras caen sobre ti.
La ausencia de la caballería envalentonó a los atacantes. Se acercaron de tal
forma a la ciudad que acamparon junto al pie de las casas. Siguiendo una
costumbre ancestral trataron de desmoralizar a los enemigos, gritándoles insultos
y amenazas, levantando los puños en alto y demostrándoles de muchas maneras
lo mucho que les despreciaban.
Finalmente, el sábado 6 de mayo, los hombres de Manco lanzaron su gran
ataque. Bajaron de la fortaleza y de las colinas, avanzando a lo largo de las
estrechas callejuelas entre Colcampata y la gran plaza principal. Muchas de
aquellas calles estrechas terminaban en largos tramos de escalinatas de piedra
entre las casas blanqueadas.
Tal era la masa de atacantes que éstos se comportaban como si la lucha
estuviese ya a punto de concluir. Cargaron con un griterío ensordecedor por las
calles con sus mazos y hachas en alto con una gran determinación.
Los españoles y sus aliados salieron a su encuentro produciéndose una
interminable lucha mano a mano. Al cabo de la jornada, los incas consiguieron a
duras penas capturar el viejo recinto de Cora Cora que daba a la esquina norte de
la plaza.
Precisamente, Hernando Pizarro se había dado cuenta de la importancia que
tenía ese lugar y lo había mandado fortificar hacía unos días. No obstante, la
infantería española que la defendía fue obligada a retroceder, paso a paso.
Si bien el caballo era para los españoles el arma más efectiva, la honda era
para los indios la que más usaban. A corta distancia, una piedra de aquéllas
podía matar a un hombre, e incluso a un caballo, si le daba en un punto vital
desprotegido. Su efecto era casi tan grande como un disparo de arcabuz y su
frecuencia de tiro el doble que el mosquete.
En el ataque a Cuzco los nativos descubrieron otro nuevo uso para sus
hondas. Calentaron las piedras en las hogueras hasta que estaban al rojo, las
envolvieron en algodón para no quemarse y las arrojaron sobre los tejados de las
casas.
Pronto, la paja de los tejados se incendió, antes, incluso de que los españoles
se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo.
Cristóbal de Peralta anotó en su diario.
Hacía un fuerte viento aquel día y los tejados de las casas eran de
paja, y parecía en un momento como si la ciudad fuera una gran
llamarada. Los indios gritaban fuerte y había una tan grande nube de
humo que los hombres no podían ni verse ni oírse los unos a los otros…
Nos sentíamos tan cercados por los incas que apenas podíamos
defendernos de ellos.
Prendieron fuego a todo el Cuzco simultáneamente y todo se quemó
en un día pues los tejados eran de paja. El humo era tan denso que nos
sofocábamos: nos causó un gran sufrimiento. No habríamos podido
sobrevivir si un lado de la plaza no hubiera estado libre de casas. Si el
calor y el humo hubiesen venido de todos los lados, habríamos
perecido, sin duda, pues eran muy intensos.
Aquello marcaba el fin de la capital inca: arrancado su oro para el rescate de
Atahualpa y saqueada por los españoles, era ahora quemada por su propia gente.
Desde el bastión de Cora Cora los honderos indios arrojaban una lluvia de
piedras a la gran plaza, por lo que los españoles no se atrevían a aventurarse en
ella.
Los sitiados se veían arrinconados en dos edificios en el lado este de la plaza.
Uno era el gran Suntur Huasi, en el que Francisco Pizarro había planeado
construir una gran catedral algún día, y el otro era el enorme recinto de Atún
Cancha, donde todos los españoles guardaban su oro.
Hernando Pizarro estaba al mando de uno de estos edificios y Hernán Ponce
de León del otro. Nadie se atrevía a salir de ellos.
La lluvia de piedras que caía sobre los edificios era tan intensa que
parecía como una tormenta de granizo, sólo que esta tormenta parecía
no tener fin.
Cristóbal de Peralta escribiría días después.
La ciudad entera continuó ardiendo todo ese día y al día siguiente.
Los indios parecían confiados, pues nosotros ya no teníamos dónde
refugiarnos ni dónde defendernos.
Aunque fuera increíble, el tejado de paja de Suntur Huasi no se incendió a
pesar de que varios proyectiles incendiarios cayeron sobre el heno y éste empezó
a arder. Pronto, sin embargo, se extinguió solo.
Pedro Pizarro, quien también escribió las crónicas del día, escribiría más
adelante.
Fue un milagro. Vi a la Virgen María aparecer con su manto azul, e
iba extinguiendo las llamas con mantas blancas, mientras San Miguel
estaba a su lado, espada en mano, luchando con los demonios.
Los españoles estaban desesperados. No sabían qué hacer, ni adónde ir.
Aunque nadie se atrevía a exteriorizarlo, todos creían que estaban viviendo los
últimos días de su vida. Después de una semana luchando día y noche, agotados,
habían sido arrojados de la ciudad. Se mantenían justo en dos casas y una plaza.
Todos mostraban señales de agotamiento.
—Deberíamos de tratar de abandonar la ciudad —sugirieron algunos—.
Unos pocos podrían salvarse.
Hernando se mostró inflexible.
—No abandonaré Cuzco mientras me quede una gota de sangre en las venas
—bramó—. Lucharemos hasta el final, y, además —gritó—, venceremos. Les
demostraremos a esos malditos hijos de Satanás quiénes somos los españoles.
¡Pedro! —llamó—. ¡Diles a todos lo que viste en el tejado!
—Era la Virgen —exclamó el aludido—. Tenía un manto azul y estaba
apagando las llamas. El Arcángel San Miguel estaba a su lado con una espada.
Luchaba contra una horda de demonios.
—¿Lo veis? —bramó Hernando—. ¿Lo veis?; ¿qué creéis que eso significa?
—¡Significa que venceremos! —le apoyó su hermano Gonzalo—.
¡Venceremos a las hordas indias igual que San Miguel derrotó a las hordas del
averno!
Aquella visión contribuyó a levantar el ánimo de los sitiados.
La batalla de Lima
L a primera noticia que tuvo Francisco Pizarro sobre el asedio de Cuzco fue
el 4 de mayo, en su nueva capital de Los Reyes, o Lima, como la conocían
los nativos. Inmediatamente temió por la suerte que pudieran correr sus
hermanos y demás españoles. Como medida de urgencia envió en primer lugar, a
sesenta hombres, casi todos a pie, al mando de Diego Pizarro, hacia el área de
Jauja. Pocos días después, envió a treinta jinetes al mando del Capitán Francisco
Morgovejo de Quiñones, uno de los dos alcaldes de Lima.
La pequeña fuerza salió a mediados de mayo con doscientos porteadores
indios. Siguieron por la carretera real. Alcanzando el estratégico cruce de
caminos de Cilcashuaman. Los jinetes cabalgaron por un país al parecer en paz
más allá de Jauja, llegando hasta Parcos, una ciudad importante en la garganta
del Mantaro.
Allí, Morgovejo de Quiñones se enteró que los nativos habían matado a
cinco españoles que se dirigían hacia el Cuzco.
—Se arrepentirán estos hijos de perra de levantar un dedo contra un español
—exclamó furioso—. Traedme aquí a todos los jefes y ancianos de la ciudad —
ordenó.
Cuando los tuvo reunidos, los mandó encerrar en una casa con techo de paja.
Eran en total veinticuatro.
—¡Prended fuego a la casa! —rugió—. ¡A ver si aprenden estos hijos del
engendro!
A continuación, Morgovejo se dirigió a Huamanga para tratar de unirse con
las fuerzas de Diego Pizarro.
Mientras esto ocurría en Jauja, Francisco Pizarro despachó otra fuerza de
setenta jinetes a las órdenes de un primo suyo llamado Gonzalo de Tapia. Estas
fuerzas tomaron la ruta que descendía por la costa durante unas ciento veinte
millas, subiendo luego hacia el interior por Huaitará, cruzando los Andes a
cuatro mil metros de altura, y llegando al norte de Huamanga. La caballería de
Tapia cruzó la desolada puna de Huaitará, pero tuvo la desgracia de tropezarse
con el ejército de Quizo Yupanqui, que marchaba hacia el norte de Cuzco.
En cuanto Quizo se enteró de la presencia de los españoles, esbozó una
sonrisa con satisfacción.
—Les prepararemos una emboscada en el desfiladero —dijo—. No quedará
ni uno vivo.
El desfiladero sobre el río Pampas era uno de los pasos más difíciles de todo
el imperio. La bajada hasta el río desde la altura de la puna, era tan
impresionante, que los españoles tenían que caminar con los caballos cogidos del
cabezal, durante horas, procurando que no vieran el escalofriante precipicio que
se abría a sus pies. El menor paso en falso precipitaría al animal a un abismo que
parecía no tener fin.
Cuando, por fin, las tropas de Gonzalo de Tapia llegaron al fondo de la
garganta y levantaron las miradas hasta las cumbres que se elevaban a cientos de
metros por encima de ellos, se les heló la sangre en las venas.
—¡Virgen Santa! —exclamó un jinete—. ¡Mirad las cumbres!
Pero no hacía falta que nadie lo dijera, pues todas las miradas estaban ya
fijas en los altos acantilados. En las cimas se veían mover miles de puntos
negros, que parecían hormigas, pero que no podían ser otra cosa más que incas,
incas decididos a aniquilarlos.
—¡Por todos los santos! —exclamó Tapia—. Tenemos que salir de aquí.
Miró con desesperación el camino que, después de cruzar el río, volvía a
subir en un penoso zigzag hasta alcanzar la misma altura de la puna que
acababan de cruzar. Les llevaría todo el día el subir por el estrecho sendero de
uno en uno.
—¿Qué hacemos, capitán?
La desesperada pregunta llegaba de la garganta de uno de los soldados.
Pero, poco había que Tapia pudiera hacer. No había escapatoria, pues el río
bajaba con un caudal tan torrencial que el arrojarse al agua significaría la muerte
instantánea.
—Subiremos por la otra ladera —dijo sabiendo positivamente que no tenían
ninguna posibilidad de sobrevivir.
—¡Han empezado a arrojar rocas!
Los ojos del Capitán estaban fijos, como hipnotizados, en las piedras de todo
tamaño que bajaban rodando por las pendientes. Era como una avalancha de la
que no había salida posible.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Apiádate de nosotros!
Para Francisco Pizarro estaba claro que, ya que la rebelión de Manco le había
dejado sin Inca títere, había que contrarrestar la ofensiva de éste, nombrando a
otro rival.
Eligió a un príncipe real, llamado Cusi-Rimac que estaba viviendo en Lima
con él.
—Manco nos ha traicionado —le explicó—. ¿Deseas ocupar su puesto?
Cusi-Rimac, un joven ambicioso de veinticuatro años, no lo dudó un
momento. Era su gran oportunidad.
—Acepto —dijo.
—Bien —asintió Pizarro—. Celebraremos la coronación cuanto antes.
La ceremonia se llevó a cabo sin el ceremonial ni parafernalia que la había
rodeado en el Cuzco con Manco, y, pocos días más tarde, el nuevo y flamante
Inca era despachado hacia Jauja en su litera dorada, protegido por treinta jinetes
bajo el mando del Capitán Alonso de Gaete y rodeado de un séquito de varios
cientos de sirvientes nativos y jóvenes esposas.
Apenas hubo partido Cusi-Rimac, los yanaconas trajeron a Pizarro rumores
alarmantes sobre la suerte que habían corrido las expediciones de Tapia y de
Diego Pizarro.
—¡Dios bendito! —gimió—. Hay que mandar más soldados para proteger al
Inca. ¡Llamad a Francisco Godoy!
El alcalde de Lima acudió rápidamente a la llamada de Pizarro.
—¿Qué se os ofrece, Capitán?
Francisco Pizarro le hizo sentarse.
—Quiero que reunáis a treinta soldados y marchéis tras el inca. Me temo que
necesita más protección.
—¿Treinta jinetes? —inquirió—. No quedan treinta jinetes en Lima en este
momento.
Pizarro asintió lentamente.
—Pues tendréis que ir con soldados de a pie.
Quizo había conseguido aniquilar a casi todos los españoles entre Cuzco y la
costa, y eso incluía a los habitantes de Jauja y a todos los encomenderos que se
habían establecido por aquella zona.
Había, también, derrotado a tres grupos armados de caballería —más de
ciento sesenta hombres—. La única fuerza española que quedaba todavía libre,
vagando por la sierra, eran los treinta jinetes al mando de Morgovejo de
Quiñones.
Al cruzar uno de los ríos, los españoles de ese grupo fueron atrapados por
grandes hordas de guerreros nativos que ocuparon ambas orillas de un profundo
cañón. Cayó la noche y las tropas de Morgovejo acamparon junto al río. Dejaron
los fuegos ardiendo y pudieron escapar en la oscuridad.
Pocos días después tuvieron otro encuentro en un desfiladero antes de que la
expedición consiguiera llegar a Huamanga. Las fuerzas nativas, miles de
hombres, se agolparon en las laderas recogiendo grandes piedras, mientras que
en la cima se podían divisar varias literas elegantemente adornadas. Eran, sin
duda, las del General Quizo y su séquito.
Pero la suerte seguía protegiendo a los españoles, y, una vez más, pudieron
escapar amparados por la oscuridad de la noche.
Los expedicionarios, ya exhaustos y sin víveres, se dirigieron a la costa
cruzando los Andes. Tras ellos, un ejército fantasma les persiguió hostigándoles
siempre que podían. Cada barranco, cada cruce de un río era aprovechado por
los incas para atacarles. Las largas marchas y las luchas se sucedieron durante
largas semanas sobre el río Pampas. Los españoles, por fin, llegaron al último de
los desfiladeros que les separaba de las llanuras de la costa.
Los indios, sabedores que aquélla era su última oportunidad para acabar con
sus odiados enemigos, prepararon concienzudamente una emboscada
amontonando piedras en lo alto del acantilado.
Sin embargo, los españoles también habían aprendido algo sobre el cruce de
desfiladeros.
—Cruzaremos de uno en uno —dijo Quiñones mirando a lo alto—. Tratad de
protegeros cabalgando pegados a la pared.
En cuanto el primer español se asomó al desfiladero comenzó la lluvia de
piedras de todos los tamaños. Pero en este caso no había un gran grupo sobre el
que cayeran las rocas sino un solo jinete al que acertar y, además, moviéndose
con gran rapidez.
Cuando los primeros soldados consiguieron cruzar, se encontraron con un
gran número de indios que se oponían a su avance.
El caballo del capitán Morgovejo fue alcanzado por una roca, hiriendo
también al jinete en una pierna. Arrastrándose, el capitán consiguió salir del
desfiladero, pero allí, desangrándose malherido, tuvo que luchar con los indios
que les esperaban. Murió peleando dos horas más tarde. Con él cayeron otros
cuatro españoles. Los demás consiguieron huir, alcanzando la costa y llegando a
Lima.
Fueron los únicos supervivientes de los cerca de doscientos hombres que
había mandado Francisco Pizarro a la sierra con la idea de ayudar a los de
Cuzco.
Hacía meses que Francisco Pizarro no había tenido noticias de sus hermanos.
Mucho se temía que estuvieran todos muertos. El gobernador estaba
profundamente preocupado por la marcha de los acontecimientos. Cuatro de sus
mejores comandantes habían muerto, así como casi doscientos hombres y otros
tantos caballos.
Ahora tenía que confiar en que volvieran cuanto antes los hombres que había
enviado a consolidar su asentamiento en Perú. En cuanto estalló la rebelión les
había mandado aviso para que se apresuraran.
Alonso de Alvarado acudió con ochenta hombres y treinta caballos dejando
para más adelante la conquista de los chachapoyas; más allá de Cajamarca, al
norte del Perú, Gonzalo de Omos volvió con setenta de a caballo desde Puerto
viejo, en la costa. Garcilaso de la Vega, dejó para mejor ocasión el intento de
colonizar la Bahía de San Mateo y retornó con ochenta hombres a Lima;
Francisco de Orellana se apresuró a ir desde la Culata con cincuenta hombres.
Pizarro llamó a su hermanastro, Alonso Martín de Alcántara.
—Quiero que vayas con algunos hombres a avisar del peligro a todos los
colonos que se han establecido en la costa, —dijo poniéndole afectuosamente
una mano en el hombro—. Que vengan todos a Lima.
—De acuerdo —dijo Martín—, pero creo que, además de reunir a todos los
españoles aquí, deberías escribir pidiendo ayuda al exterior. La revuelta es
demasiado grande como para sofocarla con un puñado de soldados.
—Lo estoy considerando —asintió Pizarro pensativamente—. ¿A quién te
parece que deberíamos pedir auxilio?
—En primer lugar, al rey de España. Aunque dudo mucho que pueda hacer
algo con la urgencia necesaria. Después yo escribiría al gobernador de Panamá,
al de Guatemala…
—¡A Pedro de Alvarado! —gimió Pizarro.
—Me temo que no es hora de sentir ramalazos de orgullo —dijo Martín—.
También al gobernador o virrey de Nueva España.
—¡Hernán Cortés! —exclamó Pizarro—. Él sí que me enviará ayuda. Tienes
razón, Martín. Escribiré cartas a todas las colonias españolas en las Indias. Me
temo que necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir y más…
Ese mismo día, Diego de Ayala salía con una carta para Guatemala y
Nicaragua. Al mismo tiempo, el licenciado Pedro de Castañeda pasaba por
Panamá de camino a España, y Pascual de Andagoya se dirigía a Cuba para
reclutar hombres. Todos llevaban consigo una carta de Pizarro en parecidos
términos:
La rebelión se ha extendido por todas las provincias y todos los
indios se rebelan simultáneamente. Los ejércitos enemigos se dicen ya a
cuarenta leguas de Los Reyes. Imploramos ayuda. Qué la Santísima
Virgen nos proteja…
Para cuando las malas nuevas llegaron a España, ya hacía meses, en febrero
de 1536, el Obispo Berlanga, que había vuelto a España del Perú, informaba al
rey que el gobernador Pizarro permitía a los conquistadores dar un mal trato a
los nativos, violando todas las órdenes recibidas de España al respecto. Sobre
todo, en Cuzco, el Inca estaba recibiendo un trato vejatorio y a todas luces
injusto, que podría acarrear graves consecuencias en el futuro.
Estaba claro que ese futuro ya había llegado.
En abril, el licenciado Gaspar de Espinosa escribió desde Panamá, contando
al Rey cómo habían ocurrido ya las primeras matanzas de colonos españoles en
el área de Cuzco. Pero, las noticias del sitio de la capital inca no cruzaron el
Atlántico hasta últimos de agosto. Los primeros informes del levantamiento
decían que: Hernando Pizarro había sido el culpable de la rebelión ya que
había torturado al Inca para que les entregara oro y plata.
Lo cual, en vista de lo ocurrido, no era, en absoluto, exacto, pues si alguien
había tratado de granjearse la amistad del Inca había sido, precisamente,
Hernando.
Manco Inca, encantado con las victorias de Quizo, le ordenó que descendiera
a la costa y destruyera Lima, no dejando una sola casa en pie, y matando a todos
los españoles que encontrara, exceptuando Francisco Pizarro, a quien quería
vivo.
Sin embargo, aunque el Inca le apresuraba, Quizo quiso asegurarse que su
retaguardia quedaba asegurada. Por lo tanto, se pasó el mes de julio reclutando
Jaujas, Yauyos y Huancas, y tratando de persuadir a todos estos ancestrales
enemigos de los incas para que se unieran a la rebelión. En nombre del Inca les
prometió un trato de favor, por el que no tendrían que pagar impuestos en los
próximos veinte años.
Era muy comprensible que Quizo no quisiera enfrentarse directamente a los
españoles en la llanura de la costa, un terreno completamente desconocido para
él, hasta que no tuviera una superioridad numérica abrumadora.
Las primeras noticias del avance inca llegaron a Pizarro por boca de
Francisco de Orellana, que procedía de Guayaquil.
—Hay miles de indios que se dirigen hacia aquí —informó a Pizarro—. Y,
por lo que he oído decir a mis informadores, están reclutando gente entre sus
antiguos enemigos. Todas las haciendas españolas han sido incendiadas y los
pueblos que no se unen a ellos, destruidos.
—Se han confabulado todos contra nosotros —exclamó Pizarro preocupado
—. ¿Qué hemos hecho mal, por todos los santos?
Orellana aceptó un vaso de vino de manos de su primo.
—Por lo que me dicen los indios, todo empezó por las humillaciones que
Manco tuvo que pasar a manos de algunos españoles en el Cuzco.
A Francisco Pizarro no le hacía falta que le dijeran quiénes eran aquellos
españoles. Habían llegado a sus oídos las barbaridades que sus hermanos habían
cometido en aquella ciudad. Además, muchos otros encomenderos trataban a los
incas como animales. Ahora lamentaba haber permitido todo aquello.
—¿A qué distancia se encuentran? —preguntó.
Orellana se arrellanó en su asiento.
—A unas veinte leguas —respondió.
—¿Y cuántos calculas que son?
—Quizá doscientos mil.
Pizarro guardó silencio.
—Son muchos indios, y nosotros muy pocos españoles —sentenció.
—Tenéis cañones —comentó Orellana.
—Sí, dieciséis.
—¿Cuántos caballos hay disponibles?
—Quizá un par de cientos.
—Pues habría que sacar el mayor partido de ellos, aquí en el llano —
comentó Orellana—; tú, mejor que nadie, sabes lo que los caballos significan
para los incas.
Pizarro apuró el vino de un trago.
—Lo sé muy bien —dijo—. Enviaré a Pedro de Lerma con setenta jinetes al
encuentro de esa gente. Cuando vuelva, tú irás con otros setenta.
Al día siguiente, tuvo lugar el primer violento encuentro entre la caballería
de Lerma y las primeras avanzadillas de indios. El terreno era llano ya, pues
atrás quedaban las últimas estribaciones de los Andes, y en aquel terreno, la
ventaja volvía a estar de parte de los españoles. Los setenta jinetes penetraron,
lanza en ristre, entre las densas filas enemigas como si estuvieran luchando
contra la marea del mar. Durante algún tiempo mataron y aplastaron con sus
caballos una inmensa masa de enemigos. Pero, después de algún tiempo, el
cansancio comenzó a hacer presa de los españoles. Las pedradas y las flechas
que recibían habían herido a casi todos. Pedro de Lerma sangraba por la boca,
con varios dientes rotos. Uno de los jinetes había caído y otros muchos se
agarraban al cuello de su caballo, sin fuerzas para luchar.
—¡Nos volvemos! —gritó Lerma—. ¡Toca retirada!
Esa misma tarde, otro grupo de españoles, encabezado esta vez por Francisco
de Orellana, atacó a la ola de indios que avanzaban imparables como las olas en
el mar. Increíblemente, a pesar de la masacre que los caballos ocasionaban en los
indios, éstos no se detenían ante nada. Después de dos horas de lucha, más de
dos mil indios yacían aplastados por los cascos de los caballos o ensartados por
las lanzas de los caballeros. Los españoles, por su parte, habían sufrido dos bajas
y muchos heridos, entre ellos su capitán, Orellana, que perdió un ojo en la
refriega.
Cuando los españoles se retiraron, el ejército nativo continuó su avance hacia
Lima, dejando atrás la enorme llanura cubierta de sangre.
Cuando Francisco Pizarro vio la multitud de enemigos que venían hacia
ellos, no tuvo ninguna duda de que sus días estaban contados.
Los guerreros de Quizo avanzaron a través de la llanura e incluso algunos
penetraron en partes desguarnecidas de la ciudad. Sin embargo, la caballería
contraatacó a un momento dado, lanceando a un gran número de ellos, hasta que
se vieron forzados a retroceder y se refugiaron en las colinas.
Al caer la noche se montó una doble guardia, con la caballería patrullando
por la ciudad. Y al día siguiente, los españoles pudieron ver que los incas habían
tomado el cerro de San Cristóbal, una colina de muy difícil acceso al otro lado
del río Rimac. Otra colina también había sido tomada por las tropas incas
procedentes de los valles de Atavillos, al nordeste de Lima. Era gente de las
tierras bajas de la costa, más acostumbradas al nivel del mar que sus compañeros
de las tierras altas. Otros nativos habían ocupado todos los altos entre Lima y su
puerto, en Callao.
Los españoles se encontraban, pues, rodeados por todas partes, incluso sus
comunicaciones por mar habían sido cortadas.
—¡Hay que desalojar a los incas de San Cristóbal! —murmuró Pizarro
contemplando la abigarrada multitud que había invadido la colina.
—No podremos usar la caballería —comentó su hermanastro Martín—. Es
demasiado pendiente.
—Quizá un ataque nocturno funcione —dijo Pizarro pensativo—. Esa gente
es muy cobarde de noche.
—Podríamos construir un enorme armazón de madera que proteja a los
soldados de las piedras —sugirió Orellana que lucía un parche sobre un ojo.
Pizarro asintió.
—No es mala idea. Fabricaremos una especie de tejado.
Durante cinco días todos los hombres disponibles se emplearon a fondo para
construir un techo protector, que cuando lo quisieron usar, encontraron que era
demasiado pesado y engorroso para manejar.
Durante los primeros días del sitio, hubo una multitud de indios que no
sabían a qué carta quedarse, o a qué amo servir. Aunque muchos de los criados
de los españoles se mantuvieron fieles, otros se pasaron al bando contrario al ver
la suerte que iban a correr.
Entre los posibles traidores estaba una amante india de Pizarro, Azarpay,
hermana de Atahualpa. La joven india fue acusada por Doña Inés de espiar para
los indios.
—Se le ha visto salir de la ciudad en varias ocasiones y hablar con hombres
de Quizo —dijo la joven Inés mientras acunaba al hijo de ambos—. Es una
traidora.
Francisco Pizarro depositó en el suelo a su hija Francisca.
—¿Estás segura? —dijo preocupado.
—Sí —respondió la joven tratando de disimular el despecho en su voz.
—Si lo es, tendré que mandar ajusticiarla —murmuró Pizarro con disgusto.
—Te aseguro que está buscando tu perdición —insistió la joven—. Ordena
que la ejecuten antes de que lo consiga.
Aquella misma tarde, sin escuchar sus alegatos de defensa, Azarpay fue dada
garrote.
Cuando se enteró Francisco de Orellana le reprochó a su primo su decisión
un tanto precipitada.
—Podías haberla encerrado —dijo—. O haberla mandado al exilio. ¿Por qué
matarla?
Seis días después de haber rodeado la ciudad, Quizo decidió dar el paso
decisivo. Sus fuerzas ocupaban todos los altos alrededor de Lima y durante toda
la semana se habían preparado a conciencia. Cuando llegó el momento reunió a
todos sus capitanes.
—Intento entrar en la ciudad hoy mismo y matar a todos los españoles que
hay en ella —dijo—. Los que vengan conmigo tienen que entender que si yo
muero todos morirán, y si yo triunfo, todos triunfarán. Y yo os aseguro que
triunfaremos. Dentro de Lima, encontraremos muchas mujeres españolas —
añadió—. Éstas serán repartidas entre vosotros para que produzcan una nueva
raza de guerreros invencibles.
Cuando el murmullo de aprobación se extinguió, Quizo prosiguió.
—Lanzaremos un ataque simultáneo por todos los lados —explicó—. Las
tribus de Atavillos marcharán por la carretera de la costa desde Pachacamac. Yo
avanzaré desde las colinas en el Este.
El disco dorado de un sol, que prometía ser radiante, apenas había empezado
a teñir de púrpura un horizonte sin nubes, cuando todo el ejército nativo empezó
a moverse bajo una enorme variedad de banderas y estandartes multicolores. Los
que iban en cabeza, siguiendo la dorada litera de Quizo, eran la flor y nata del
ejército inca. Sólo los más valientes y aguerridos combatían a su lado. A medio
camino, el mismo general saltó de su litera empuñando una magnífica lanza
repujada en oro en su mano.
Por su parte, los españoles también se aprestaban para una defensa
numantina. Sabían que sus vidas dependían de lo que ocurriera ese día. Apenas
había amanecido, Pizarro llamó a todos sus capitanes.
—¡Que todo el mundo desayune fuerte! —ordenó—. Y que se aprovisionen
de agua. El día será largo y caluroso.
A continuación, tal como habían planeado previamente, distribuyó la
caballería en dos escuadrones, y cada escuadrón en grupos de cinco. La
caballería lucharía en la extensa llanura que se extendía alrededor de la ciudad.
Dentro de las calles lo harían los soldados de a pie y los indios auxiliares.
Arcabuceros y ballesteros se habían apostado en los tejados con abundante
pólvora y flechas. Media docena de lombardas, cargadas de metralla, apuntaban
sus negras bocas a lo largo de las largas calles principales. Otras doce se habían
montado en los tejados de las primeras casas apuntando directamente al llano.
Los hombres de Quizo se acercaban. El general cruzó las dos ramas del río
en su litera. Luego se bajó. La ciudad estaba ya apenas a mil pasos. Los indios
avanzaron primero al trote, luego a la carrera. Había entre ellos un ambiente de
victoria. El griterío aumentó en intensidad. Eran muchos miles de gargantas las
que lanzaban insultos y amenazas.
Los españoles esperaban agazapados entre las calles: la caballería dispuesta,
los caballos resoplando inquietos como si presintieran el decisivo papel que
estaban destinados a jugar. Los jinetes se santiguaron, se bajaron la celada y
apretaron su lanza contra el costado. Todos los labios musitaban una oración,
que podía ser la última.
De repente, a una orden de Pizarro, las lombardas lanzaron una andanada
mortífera de metralla. La primera oleada de indios vio aclararse sus filas al caer
muchos de ellos, heridos. Por un momento, pareció como si una mano detuviera
el ímpetu de la carga, pero eran muchísimos los que empujaban por detrás a los
que vacilaban. Pronto, los huecos se cubrieron y los que venían en segunda fila
pasaron por encima de los caídos. El avance continuó.
En ese momento salió la caballería al galope, cargando a ciegas contra la
multitud con la lanza baja.
—¡Abatid a los jefes! —gritó Orellana.
Los indios caían bajo los cascos de los caballos como el trigo bajo la
guadaña del segador. Por allá por donde pasaba un jinete, éste dejaba tras sí un
surco profundo de muerte en el inmenso mar que formaban los incas. Pero, a
pesar de todo, la ingente masa humana se agolpaba ya en las primeras calles de
la ciudad.
La suerte pareció favorecer a los españoles, pues el alarde de valentía
insensata que hizo gala el general Quizo le supuso caer bajo una lanza española.
Era una muerte que podía decidir la batalla antes de empezar, pues junto con él
cayeron, en los primeros momentos, cuarenta jefes.
Por otro lado, los indios que se adentraron en las calles de la ciudad
comenzaron a recibir los disparos de las lombardas y de los arcabuces y
ballesteros.
Durante todo el día, los españoles continuaron matando y aniquilando a
miles de indios, que poco a poco fueron retrocediendo hasta la colina de San
Cristóbal, donde se hicieron fuertes.
Los capitanes españoles se reunieron al anochecer.
—¡Hay que echarles de la colina esta misma noche! —exclamó Francisco de
Orellana.
Alonso Martín era de la misma opinión.
—Podemos subir por las laderas de la colina y cogerlos desprevenidos —
dijo.
Francisco Pizarro miró a los demás.
—¿Qué opináis?
—Se podría hacer —asintió Francisco de Orellana.
Los otros, aunque extenuados, también asintieron.
—Adelante, pues —dijo Pizarro—. Atacaremos de madrugada.
Pero cuando los más ágiles de los españoles treparon por los peñascos, se
encontraron que la colina estaba vacía. Los indios habían retrocedido hacia la
seguridad de las altas montañas.
Los incas no solamente habían perdido a su jefe, sino también la moral de
lucha. Y, por otro lado, estaban a disgusto en la costa, donde el calor era
agobiante y el aire demasiado denso para unos pulmones acostumbrados al
punzante aire de las alturas.
La lucha había sido corta pero intensísima. Se había demostrado, una vez
más, la inmensa superioridad de los españoles en la llanura. Los indios no tenían
arma alguna que oponer a una carga de caballería, y mucho menos a las armas de
fuego y cañones.
Por otra parte, los españoles habían retenido como rehenes a muchos curacas
de la costa con lo que se aseguraron la fidelidad en la lucha de muchas tribus
costeras. La mayoría de los que habían luchado eran del interior.
Después de aquella victoria parecía que la paz estaba asegurada. Pero,
aunque no lo supiera Pizarro, todavía tenía que derramarse mucha sangre
española, incluyendo la suya…
Capítulo XVII
Gómez de Tordoya llegó tres semanas más tarde con sus doscientos soldados
y cuarenta caballos. Todos acababan de llegar de Panamá y España. Una semana
más tarde, ya aclimatados y recuperados los heridos, los más de quinientos
soldados partieron con diez mil auxiliares, porteadores y un rebaño de llamas,
camino de Cuzco.
Aunque los hombres de Manco Inca no habían conseguido derrotar al
puñado de defensores de la capital, y mucho menos podían aspirar a destruir una
columna de quinientos soldados bien pertrechados, no dejaron de intentarlo. Un
contingente de más de cincuenta mil incas lanzaron un decidido ataque a las
tropas españolas según cruzaban el Rumichaca, el puente de piedra que cruzaba
el río Pampas, poco más abajo de Vilcashuaman. Si bien no consiguieron detener
a los expedicionarios, consiguieron matar a una docena de españoles, varios
caballos y medio millar de auxiliares.
Los españoles llegaron a Abancay continuamente hostigados por los incas
desde las alturas.
Pedro de Oñate y Juan Méndez Malaver fueron los dos hombres que
acompañaron a los mensajeros del Inca y le entregaron la carta en su mano.
El joven Inca desplegó el papel lacrado y trató de leer lo que ponía, pero no
tardó en desistir.
—Léeme lo que dice mi hermano y padre —dijo.
Oñate hizo una pequeña reverencia, cogió el pergamino y leyó en voz alta.
Muy amado hermano e hijo, Manco Inca Inpangue. Por medio de
estos mensajeros que me enviaste he sabido los malos tratamientos,
fuerzas, robos, injurias y desacatos que Hernando y Juan Pizarro y
otras personas te hicieron, que fueron causa de tu rebelión y de que te
pusieras en camino de perderte. Porque pensando salvarte con el poder
de tus gentes, cometías cosas en gran perjuicio de tu honra y total
perdición de tu tierra y de la de tus súbditos. La voluntad del Rey, mi
señor y tuyo, es que tú seas muy bien tratado, favorecido y estimado,
como la autoridad de tu persona y estado lo requiere; y así por sus
cartas y provisiones me lo manda, y que seas desagraviado enteramente
de los daños recibidos, y restituido de tu hacienda y heredades. Pero, ya
que tú, por librarte de tantos agravios, y principalmente de la muerte,
hiciste lo que no querías. No por eso ahora he de desampararte ni dejar
de favorecerte; antes, acordándome de tu amistad, y porque el Rey, mi
señor, así lo manda y quiere, te mantendré toda la paz y justicia,
castigando a los culpables y favoreciendo a tus naturales y estimando tu
persona como de hombre de gran valor.
Por tanto, asegura y reposa tu corazón y juicio, y ten mucha
confianza, que mediante Dios Todopoderoso, y viniendo tú en paz, yo
cumpliré lo que digo; y estarás seguro que por los daños pasados, tanto
por las muertes de cristianos como las tomas de haciendas y de pueblos,
que tú y tus gentes habéis cometido, no serás castigado ni maltratado. Y
para mejor tratar de ello, yo te ruego me vengas a ver al pueblo de
Urcos, donde te aguardaré; que por ésta, en nombre del Rey, te aseguro
y prometo de dejarte volver como vinieres, libre y sin que recibas
ningún daño; y esto juro a Dios y a Santa María y a esta cruz de
mantener mi palabra. Mira bien lo que en ello te va, y lo que por la otra
te he escrito, que yo no te miento ni deseo tu daño, antes procuro tu
bien; el cual te dé Dios Todopoderoso, y alumbre tu juicio para salvar
tu alma.
Aquella carta alegró de tal manera al Inca que dio a los dos emisarios
algunas joyas y oro que habían tomado de los cristianos que habían matado en el
camino de Cuzco. Algunas todavía estaban manchadas de sangre española.
La noticia de que el ejército de Almagro volvía de Chile, fue recibida con la
natural alegría por los defensores del Cuzco. Sin embargo, esa alegría se vio
empañada por los increíbles rumores de que Almagro se había aliado con el Inca
para apoderarse de la ciudad.
—Coge unos hombres y acércate a Collao —dijo Hernando a su hermano
Gonzalo—. Tenemos que saber qué hay de verdad en esos rumores. No puedo
creer que ese tuerto hideputa se haya vuelto también contra nosotros.
—Nunca nos tuvo mucho afecto, ese malnacido —repuso Gonzalo—.
Cogeré unos cuantos indios en el Collao y los traeré para interrogar.
Los indios capturados, ante la amenaza de ser quemados vivos no tardaron
en contar todo lo que sabían: el inca había enviado unos mensajeros a Almagro y
éste había enviado a dos de los suyos con cartas.
—Ese hijo de perra va a pactar con el Inca —exclamó Hernando furioso—.
¿Qué sarta de mentiras le estará contando?
—Me imagino —dijo Gonzalo—, que le prometerá que hará justicia, etc.,
etc.
—¿Y quién es él para hacer justicia?, aquí el único que tiene autoridad es
Francisco, nuestro hermano. Sólo él es el representante del Rey.
—Pero Francisco está lejos. Tenemos que resolver la situación nosotros —
masculló Gonzalo—. Ya que ambos personajillos se escriben mutuamente, ¿por
qué no le escribes tú también al Inca diciéndole que no se fíe de Almagro, que él
no es nadie para administrar justicia? Quizá eso le haga pensar dos veces antes
de aliarse con el tuerto.
—No es mala idea —reflexionó Hernando en voz alta—. Como bien dices, al
menos, eso le hará pensarlo bien antes de lanzarse en brazos de Almagro.
La carta de Hernando llegó a manos del Inca en el momento más inoportuno.
El acuerdo
Gonzalo había dado órdenes secretas a dos de los hombres que iban con el
Gobernador, que tocaran las trompetas apenas llegara Almagro para que él lo
supiera.
Pizarro fue el primero en llegar a la cita, el 13 de noviembre. Acudía con
cincuenta hombres, todos ellos con armadura.
Poco después llegó Juan de Guzmán, quien al ver a los hombres de Pizarro,
se quejó.
—No es ése el acuerdo, Gobernador. Habíamos quedado en que cada parte
vendría con doce hombres, todos desarmados. Vos acudís con cincuenta y con
armadura.
Pizarro se irritó con Guzmán, contestándole en tono desabrido.
—Dejaos de pamplinas, maese Guzmán. ¿Dónde está Diego Almagro?, ya
tenía que estar aquí.
—No tardará en venir —contestó Guzmán en tono apaciguador—.
Acompañadme, os ruego, a la casa en que se celebrará la reunión. El padre
Bobadilla ya está allí.
En la gran mansión en la que se iba a celebrar la reunión estaba, no sólo el
padre Bobadilla, sino todos los que iban a arbitrar en el espinoso asunto.
Pizarro entró con doce hombres, todos con armadura.
Antes de que los árbitros pudieran protestar por el incumplimiento por parte
de Pizarro de lo pactado, llegó de fuera el ruido de cascos de caballos que se
acercaban.
—Ahí llega Almagro —dijo Bobadilla respirando aliviado.
Poco después descabalgaba el antiguo socio de Pizarro, sin armas, y
acompañado por doce hombres como habían acordado.
Los dos hombres se miraron. Uno, alto, con brillante armadura, mirada
altiva; el otro, pequeño, tuerto, desarmado. Su único ojo clavado en su viejo
compañero de armas. Hacía más de dos años que no se veían.
Al bajarse de su caballo, Almagro hizo un gesto como para abrazar a su
socio, pero éste sólo se limitó a llevarse la mano a la celada. Después se dirigió a
los acompañantes del adelantado, que venían sin armas ni cotas.
—¿Vais de rúa, señores?
Estaba claro que las conversaciones no empezaban, precisamente, en un
clima de cordialidad.
No tardaron los dos socios en enzarzarse en una agria discusión, antes,
siquiera, de haber empezado las negociaciones.
—O sea que quieres apoderarte de lo que con tanto sacrificio conquistamos y
fundamos nosotros —dijo Pizarro con una mirada fría.
—Todos hemos hecho sacrificios —contestó Almagro—. ¿Qué me vas tú a
hablar de sacrificios a mí, cuando hemos estado dos años atravesando las tierras
más hostiles del mundo?, y, encima, arruinándome en la empresa. Ahora veo
cuál era tu intención cuando querías que fuera a «conquistar» hacia el sur.
Querías quitarme de en medio, para hacer y deshacer a tu albedrío. Pues no lo
has de conseguir. Pues si bien has hecho que me haya gastado hasta el último
maravedí, no lograrás quedarte con Cuzco, que al fin y al cabo es lo único que
vale en las tierras que me ha dado el rey.
—Eso está por ver todavía —contestó Pizarro—. El Cuzco no es negociable.
Y mucho menos, después de lo que han pasado mis hermanos defendiéndolo un
año entero de los indios. Encima, cuando llegaste tú, lo primero que hiciste fue
intentar aliarte con el Inca en su contra.
—Eso es falso —protestó Almagro—. Traté, en todo momento, de
reconciliar a ambos bandos. Y, además, bien sabes tú, que fueron tus hermanos y
sus amigos los que maltrataron y vituperaron al Inca, obligándole así a rebelarse.
Esos hermanos tuyos son unos verdaderos canallas.
—¡No consiento que se hable así de mis hermanos! —explotó Pizarro—, y
mucho menos cuando tienes a uno encadenado como si fuera un asesino. ¡Exijo
su inmediata libertad!
—¡No estás en situación de exigir nada! —respondió agriamente el
adelantado—. Si quieres medir tus fuerzas con las armas nos veremos en el
campo de batalla.
—Pues así será si ése es tu deseo.
Cuando más agriados estaban los ánimos, entró en la casa Francisco de
Godoy. Sin decir palabra se acercó a Almagro y le habló al oído.
—Gonzalo Pizarro está a pocas millas de aquí con un gran ejército —susurró
—. Creo que haréis bien en montar a caballo y escaparos.
En ese momento se oyó el estridente sonido de una trompeta. Era, sin duda,
una señal. Diego de Almagro no lo dudó ni un instante. Salió corriendo de la
habitación, y saltó sobre su caballo.
—¡Huyamos, señores! —gritó—. ¡Es una celada!
Mientras los cascos de los caballos del adelantado y los suyos atronaban el
espacio, Pizarro se dirigió a Godoy.
—¿Qué significa esto? —preguntó desconcertado.
—Es vuestra merced la que tiene que dar explicaciones —contestó desabrido
Godoy—. ¿Qué significa ese ejército de setecientos hombres que tiene vuestro
hermano, Gonzalo, a un par de millas de aquí?
La cara de Pizarro reflejó desconcierto.
—¿Un ejército?, ¿Gonzalo? —levantó solemnemente la mano derecha—. Os
juro por Dios, que si mi hermano ha traído un ejército, lo ha hecho enteramente a
mis espaldas. Ordenaré ahora mismo que se vuelvan a Lima.
—Creo que será mejor para todos —asintió Godoy.
—Y, vos —dijo Pizarro—, os ruego salgáis en pos de Almagro. Dadle toda
clase de garantías. Mi palabra es sagrada.
Mientras Godoy salía tras Almagro, y Pizarro iba a ver a su hermano
Gonzalo, Bobadilla determinó seguir las diligencias en ausencia de los litigantes.
En primer lugar, se exhibieron las provisiones: las de Pizarro con la
concesión de doscientas leguas y la posterior de setenta; la de Almagro la de las
doscientas, que quedaban al sur de la frontera de la demarcación del Gobernador.
Uno de los pilotos, Hernando Galdín, aportado por Pizarro, fue el primero en
expresar su opinión.
—Teniendo en cuenta que cada grado son diecisiete leguas —dijo—, y que
Santiago está a un grado, Cuzco cae de lleno en la demarcación del Gobernador
Pizarro.
Otros pilotos, como Juan Roche y Juan Hernández le apoyaron. Sin embargo,
los traídos por Almagro insistían, sin aportar ningún razonamiento especial, que
la ciudad del Cuzco caía dentro de la concesión de la Nueva Toledo, que había
sido concedida por el rey al Adelantado.
Estas discusiones, pronto se convirtieron en diálogo de sordos, por lo que dos
días más tarde, el 15 de noviembre, Bobadilla daba su laudo, el cual no podía ser
más juicioso y justo.
Cuando Pizarro entró en el Cuzco se encontró con que Hernando había salido
tras Mesa y Gandía, incitadores de la conspiración. Y, si bien, no pudo, de
momento, pedirle cuentas por sus acciones, sí que tuvo que enfrentarse con
Diego de Alvarado, que le habló en representación de los intereses del hijo de
Almagro.
—Debo pediros que ordenéis a vuestros hermanos que paren esta violencia, o
mejor todavía, que abandonen la ciudad de Cuzco —dijo— hasta que la Corona
dictamine la cuestión de los límites entre las gobernaciones.
Pizarro asintió lentamente.
—Veré lo que puedo hacer —dijo.
Diego de Alvarado apretó los labios hasta formar una línea recta.
—Debéis daros cuenta de que los hombres de Almagro están condenados a
una especie de exilio en el mismo Perú. En este momento, por ejemplo,
Hernando está persiguiendo a Mesa y Gandía como incitadores a una
conspiración, cuando lo único que hicieron fue defender los derechos de algo
que vos mismo firmasteis. Espero que, si les coge, les respete la vida.
—¡Yo también! —murmuró Pizarro en voz baja—. Debemos parar esta
sangría…
Pero, Hernando no respetó la vida de Mesa. En cuanto le tuvo en su poder
mandó ahorcarlo de un árbol, mientras que Gandía se exiliaba del Cuzco,
desposeído de todos sus bienes.
Poco después, Diego de Alvarado emprendía camino a la costa con la
intención de embarcarse para España y dar cuenta al Rey de todos los hechos.
La segunda rebelión
Manco había mandado a su tío Tiso al Collao donde el viejo general ejecutó
al gobernador de Collasuyu, Challco por haber sido demasiado generoso con la
expedición de Almagro en 1536, en la que le había enseñado los caminos, y
había hecho que los indios le obedecieran a lo largo de la ruta. Luego, Tiso se
fortificó en la región.
Los pueblos de Consora y Pocona en las colinas orientales del altiplano,
inspirados por el poderoso general y por un sentido de auto preservación,
formaron una federación con los chichas, y bajo el liderazgo de Torinaseo, el
jefe chicha, se decidieron resistir el avance de los españoles.
Fue justamente entonces cuando Gonzalo Pizarro llegó, con sus hombres, a
Cochabamba. Una vez en el valle, los setenta españoles y cinco mil aliados
indios se encontraron rodeados de miles de nativos, que ocupaban todas las
salidas del valle.
En una de las hogueras, los capitanes españoles, Gonzalo Pizarro, Pedro
Oñate, Garcilaso de la Vega y Gabriel de Rojas, junto con el Inca Paullu,
miraban con inquietud los miles de fuegos que centelleaban en las colinas a su
alrededor.
—¿Creéis que atacarán de noche? —comentó Gonzalo.
Paullu negó con la cabeza.
—A los incas no les gusta pelear de noche. Prefieren hacerlo a la luz del día.
—De todas formas —dijo Garcilaso de la Vega—, he ordenado a los
hombres que duerman con las armas en la mano y mantengan los caballos
ensillados.
—Sí —comentó Oñate—, si es que alguien puede dormir…
En cuanto amaneció, los españoles formaron en cuatro grupos, uno bajo el
mando de Gonzalo Pizarro, otro bajo Oñate, el tercero bajo Garcilaso de la Vega
y el cuarto bajo Rojas. Los cinco mil indios seguían comandados por el Inca
Paullu.
Con las primeras luces del día, comenzaron las escaramuzas. Pero ya en la
penumbra del alba, los españoles se dieron cuenta de que había algo que
asustaba a los caballos, éstos se negaban a avanzar. No tardaron en darse cuenta
de que el campo estaba plagado de estacas. No podían usar su gran arma de una
manera efectiva hasta que los obstáculos desaparecieran.
—¡Paullu! —gritó Gonzalo—. Di a tus hombres que quiten las estacas.
Mientras unos indios se dedicaban a arrancar las estacas otros combatían con
furia. Las colinas reverberaban con los gritos de guerra de los combatientes, las
trompetas y los cascabeles de los caballos. El relinchar de los animales y el
estruendo de piedras y flechas al chocar contra el acero atronaba el aire. Según
arrancaban las estacas y los caballos tenían más espacio para desenvolverse, las
cosas iban declinándose muy ligeramente a favor de los españoles, causando con
sus lanzas una gran mortandad entre los hombres de Manco.
Gonzalo y Oñate se enfrentaron con los jefes de Consora y Pocona, quienes
disponían de ocho mil guerreros, mientras los chichas atacaban a la infantería
española que estaba protegida por la caballería de Gabriel de Rojas.
Durante horas, la batalla se mantuvo muy equilibrada, siendo la actitud de
firmeza de Paullu decisiva en el momento cumbre de la lucha. Llegó, incluso a
herir a alguno de sus propios indios con su espada para evitar una desbandada.
Obligó, así mismo, a varios caciques suyos a volver a la lucha.
Según comentó Alonso de Toro en sus crónicas:
Si Paullu no hubiere estado allá los españoles habrían sufrido
mucho. Y si hubiera elegido traicionarles, ningún español habría salido
con vida de la lucha.
Estaba claro que era una tragedia para la causa inca que Paullu eligiera
aliarse con los españoles con tal decisión. Pero el hermano del Inca estaba
convencido de que, a la larga, los españoles vencerían y se adueñarían del país.
Prefería, pues, aliarse con el ganador.
La batalla de Cochabamba duró todo el día y toda la noche, luchándose en
todo momento con gran tenacidad. El campo estaba cubierto de muertos y
heridos, que eran pisoteados por los caballos y los combatientes. Al romper el
alba, completamente desmoralizados y extenuados, los chichas comenzaron a
huir a las montañas. El resto de la mañana, la caballería se dedicó a perseguir a
los que escapaban lanceándolos por la espalda. Al caer la tarde, más de cinco mil
muertos cubrían los campos y todo lo que alcanzaba la vista. El olor a sangre y
heces inundaba el aire haciéndolo nauseabundo. Cientos de cóndores
revoloteaban por encima del campo de batalla esperando a que les dejaran dar
comienzo al festín.
A pesar de la derrota, los chichas habían luchado con gran valor y coraje,
ocasionando a los españoles varios muertos y muchísimos heridos —
prácticamente todos—. Y habían diezmado las tropas auxiliares.
Mientras los ganadores se dejaban caer por tierra, completamente
extenuados, sin fuerzas para quitarse la abollada armadura, Paullu se dirigió a
Gonzalo.
—Me temo que la lucha todavía no ha acabado —dijo—. Hemos ganado una
batalla, pero no les hemos derrotado.
—¿Qué crees que harán ahora? —preguntó Gonzalo limpiándose la sangre
que le había salpicado en la cara.
—Enviarán un mensajero a Tiso, el tío de Manco, que tiene el mando en esta
región, para darle cuenta de lo ocurrido. Estoy seguro de que Tiso tratará de
aprovechar el estado en que nos encontramos para remachar la obra.
—¿Cuántos hombres crees que puede reunir este Tiso?
—Podría reunir entre treinta y cuarenta mil hombres, aunque bien es verdad,
que la mayoría serían granjeros sin experiencia en la lucha.
Gonzalo se volvió a Gabriel de Rojas que se había despojado de su armadura
a duras penas con una mano. Trataba de vendarse cinco o seis heridas, una en la
frente y varias más en brazos y piernas con la ropa, hecha jirones de los muertos.
—Habrá que mandar a alguien a por ayuda —dijo Gonzalo—. ¿Puedes
ocuparte de encontrar a algún jinete con fuerzas para intentar llegar al Cuzco?
Rojas asintió.
—Buscaré a alguien que pueda sostenerse a caballo —dijo.
Cuando el emisario enviado por Gonzalo llegó a Cuzco, Francisco Pizarro
acababa de llegar de fundar la ciudad de San Juan de la Frontera en Huamanga.
Inmediatamente reunió a cuarenta y cinco hombres de a caballo y los envió en
ayuda de su hermano Gonzalo. No era mucho, pero era todo lo que había
disponible en aquel momento.
—¡Que aguanten hasta que pueda ir Hernando con un ejército más potente!
Pero no era sólo en Cochabamba donde se luchaba.
A principios de 1539 la rebelión de Manco se extendía como una mancha de
aceite. Grupos de nativos se habían levantado en armas en miles de millas, desde
las Charcas hasta Conchucos, pero también los españoles se estaban preparando
en todo el país para aplastar el levantamiento.
En Cochabamba, la llamada de auxilio a Tiso llegó demasiado tarde. Los
chichas y los charcas estaban completamente desmoralizados por la batalla
contra Gonzalo Pizarro. Además, Garcilaso de la Vega había infligido un duro
castigo a los indios de Pocona, matando a quinientos.
La rebelión dejó de ser una amenaza en la región cuando el ejército de
auxilio de Hernando y Martín Guzmán consiguió entrar en Cochabamba,
dejando la carretera principal y trepando por los montes.
El jefe de Pocona fue el primero en rendirse.
Hernando le recibió bien, dándole la bienvenida como aliado. Los demás
jefes de la zona, uno por uno, también prometieron vasallaje al Rey Carlos.
Poco después, ante la sorpresa general, el mismo Tiso mandó recado a
Hernando.
—Me rendiré con mi gente —dijo—, si Hernando Pizarro me da su palabra
de que no me hará daño alguno, ni a mí ni a mis hombres.
Hernando, naturalmente dio su palabra de que ningún mal le ocurriría al tío
de Manco, y el viejo general no tardó en entregarse.
Más tarde, Francisco Pizarro describió esta rendición como: un increíble
golpe de buena fortuna.
El 19 de marzo de 1539 entraban los hermanos Pizarro en el Cuzco con sus
importantes cautivos, con lo que la pacificación del valle de Cochabamba se
daba por concluida.
Sin embargo, no se podía decir lo mismo del resto del país. El sumo
Sacerdote Villac Umu estaba todavía en control del Condesuyo.
Otro punto caliente aquella primavera era Callejón de Juaylas, donde los
indios habían matado a varios encomenderos españoles. Parecía como si se
estuviera gestando otra rebelión. En ausencia de Pizarro, el Consejo de Lima
envió a Francisco de Chaves para aplastar la revuelta y castigar a sus líderes.
Chaves tomó muy a pecho su misión y durante tres meses cabalgó con su
ejército por los valles de Huaura, Huaylas, Conchucos y Huanuco, bañándolos
de sangre: sus soldados saquearon las casas, destruyeron los campos, ahorcaron
a hombres, mujeres y niños indiscriminadamente. Fue tan cruel aquella represión
que los indios temían que fueran a acabar con todos ellos.
Chaves ordenó degollar a más de seiscientos niños menores de tres años,
mientras empalaba, quemaba o ahorcaba a sus padres.
Muerte de Pizarro
Los asuntos que Rada tenía que resolver estaban, curiosamente, relacionados
con Pizarro. Del palacio de éste fue derecho a reunirse con sus amigos.
—Hay que apresurarse —dijo—. Pizarro está al tanto de la conjura. Vengo
de su palacio y me ha preguntado claramente para qué estamos comprando
armas.
—¿Y tú qué le has dicho? —preguntó Juan de Guzmán.
—Le he asegurado que son para defendernos de nuestros enemigos que nos
rodean por doquier.
—Bien —dijo García de Alvarado seriamente—. Eso significa que habrá que
precipitar los acontecimientos.
—Pongamos una fecha —dijo Chaves.
—Digamos pasado mañana —sentenció Rada—. Todo el día de mañana lo
pasaremos planeando los detalles y preparando las armas.
—De acuerdo —respondieron todos al unísono.
No tardó en llegar a oídos de los Auditores la noticia del asesinato que había
cometido el Gobernador.
—Es inaudito —exclamó Cepeda—. Este hombre se ha vuelto loco.
—Es verdad —reconoció Álvarez—, se comporta en un completo deservicio
de su Majestad, y camino va de alterar, y no de pacificar la tierra.
—¡Prendámosle! —exclamó Tejada—, y se lo mandaremos de vuelta al Rey.
Después de mucha discusión acordaron los oidores de enviar a Cepeda con
gente armada a prenderlo.
Cogido por sorpresa en su alojamiento, aunque intentó defenderse, el Virrey
fue, por fin apresado y, cargado de cadenas, arrojado a la bodega de un navío
que salía para España.
—Uno de nosotros debería ir con él —dijo Cepeda—, a fin de dar a conocer
al Tribunal de las Indias las acusaciones contra él, firmadas por todos nosotros.
—Iré yo —se ofreció voluntario Álvarez.
Cada vez estaba más incierto el futuro de Perú. Unas nubes negras se cernían
en el horizonte.
Capítulo XXIII
Por su parte, los otros tres miembros de la Audiencia enviaron una embajada
al Cuzco para pedir a Gonzalo Pizarro que se presentase en la Audiencia.
El nuevo capitán general de los rebeldes accedió, pero acudió con un ejército
de mil doscientos hombres. En un audaz golpe de mano se apoderó de Lima,
encargando a Francisco de Carvajal que ahorcase a todos los que pudieran
oponérseles.
El viejo maestre de campo se encargó con gusto de hacer aquella limpieza,
dándoles a elegir a las víctimas el árbol del que les colgarían.
Tan a fondo se encargó Carvajal de su tarea que ahorcó a un hidalgo que se
decía Antonio Prado, porque iba por la calle con las espuelas calzadas como para
montar a caballo, cuando Gonzalo Pizarro había dicho que nadie saliese de la
ciudad sin su permiso.
—Llevadlo a la picota —ordenó a dos negros que iban siempre con él—. Y
echadle una soga al cuello.
—¡Tened piedad de mí! —gritó el pobre hidalgo—. ¡Dejadme confesar mis
pecados!
—Pocos pecados puedes tú tener, pues mancebo eres —contestó Carvajal
riendo—. ¡Arriba con la soga!
El desgraciado, al sentirse morir pataleó de tal manera que la cuerda se
rompió.
—¡Voto al diablo! —dijo Carvajal enojado—. ¡De qué mala calidad hacen
estos materiales hoy en día!
Y mientras decía eso él mismo dio garrote al infeliz.
Al día siguiente, Carvajal recibió información de que había un hidalgo,
Rodrigo Núñez, servidor del Rey en el monasterio de Santo Domingo de Lima.
El viejo «demonio» se llevó a un par de soldados para prenderlo. Entraron en el
monasterio por la fuerza y descubrieron al desgraciado Núñez escondido debajo
del altar mayor.
—Ahorcadlo aquí mismo —ordenó a sus soldados.
El provincial de Santo Domingo trató de impedirlo, sin conseguirlo.
—¡Si hacéis lo que os manda este hombre —proclamó solemnemente—, os
prometo que moriréis los dos antes de un año!
Increíblemente, uno de ellos se ahogó pocos días después en dos palmos de
agua, y el otro murió ahorcado por el capitán Alonso Toro.
Los tres oidores, para evitar males mayores, y sobre todo, para conservar su
cuello, accedieron a nombrar a Gonzalo Pizarro gobernador del Perú.
Durante los meses siguientes, Gonzalo Pizarro se tomó en serio la
gobernación del país, haciendo las cosas con moderación; administró justicia con
seriedad; obligó a los encomenderos a cumplir las disposiciones reales sobre el
adoctrinamiento de los indios mediante clérigos; decretó que no se podía castigar
a los indígenas sin previa formación de proceso y se esforzó por mantener al día
las obligaciones del país con la Hacienda Real, y sobre todo, rechazó de manera
tajante las propuestas de independencia que muchos, temerosos de las
consecuencias de sus acciones, le proponían.
Parecía que la fortuna sonreía a Gonzalo Pizarro, pero…
Mientras unos huían, otros eran ajusticiados por sus despiadados captores,
Pizarro se dirigió a su lugarteniente Carvajal.
—Encárgate de colgar a todos —le ordenó.
El Demonio de los Andes enseñó una boca desdentada en una media sonrisa.
—¡Por Belcebú que será un placer! —dijo—. ¿Cuándo entramos en el
Cuzco?
—Mañana.
Cuando los rebeldes entraron en la ciudad, Pizarro continuó la purga
haciendo ahorcar a un clérigo que traía cartas para Centeno, al licenciado Martel,
al licenciado Guerrero y a otras ocho personas principales. Luego, envió a
Carvajal a Arequipa y Rábola donde supo que se habían refugiado algunas de las
mujeres de algunos capitanes que habían luchado con él.
—Tráeme a las mujeres de esos hideputas traidores. Veremos a ver qué
hacemos con ellas.
—Cuélgalas a todas —respondió Carvajal encogiéndose de hombros.
—Pues quizá hagamos eso mismo —contestó Pizarro.
Pocos días después, once mujeres colgaban arracimadas del Rollo de la plaza
mayor del Cuzco ante las miradas horrorizadas y llantos desgarradores de sus
amigos y deudos.
Aquella crueldad de Gonzalo Pizarro, quizá su última, sobrepasaba a todas
las demás.
Manco
Hernando Pizarro
La catedral del Cuzco estaba engalanada para la doble boda. Nada menos
que dos hermanos se iban a casar con otras dos jóvenes que también eran
hermanas. En el atrio, nerviosos, los padres de los novios, lucían sus mejores
galas en las que parecían sentirse un tanto incómodos.
Cristóbal de Peralta pasó una mano por el hombro de Domingo de Soraluce.
—¡Así que consuegros, por fin, eh, viejo conquistador!
Domingo suspiró.
—Nos hacen viejos a marchas forzadas estos hijos que crecen tan
rápidamente. Dentro de nada te harán abuelo.
—¿A mí?, ¿y a ti, no?
El hondabitarra negó con la cabeza.
—He decidido no ser abuelo. No me gusta la idea de hacerme viejo.
—Pues ésa sí que es una enfermedad que el tiempo no ayuda, precisamente,
a curar…
—No —dijo pensativo Domingo—. Eso es muy cierto… ¿Te acuerdas
cuando entramos en el Cuzco por primera vez?
Cristóbal asintió con la cabeza.
—Parece que fue ayer. Era increíble la belleza de los templos y mansiones.
Todos relucientes, cubiertos de oro…
—¿Sigues escribiendo la crónica de aquellas jornadas?
Cristóbal asintió.
—Tengo todo anotado. Incluyendo la última batalla de Gonzalo Pizarro, así
como la muerte de manco Inca… ¡El último inca rebelde!
—Dedícame la primera copia cuando lo publiques.
—Cuenta con ello.
Domingo señaló un extremo de la gran plaza que había sido mudo testigo de
tantos dramas.
—Alísate el jubón. Ahí vienen las novias…
Bibliografía