Marilyn Paseo

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Hollywood

Babilonia es el libro de cotilleos más famoso de la historia del cine.


Anger lo cuenta todo con pelos y señales: orgías, heroína, borracheras, demencias,
asesinatos… Y cómo todos los escándalos de las estrellas del celuloide eran tapados
convenientemente por las productoras o la propia policía. ¿Ejemplos? A montones:
Charles Chaplin y su cuestionable amor por las jovencitas; la muerte no resuelta de
Thelma «Hot» Todd; las películas «porno» rodadas por Joan Crawford; las relaciones
homosexuales de Cary Grant; y un largo listado de actrices de segunda fila que
acabaron muertas o en el manicomio, enterradas para siempre en el olvido.
Hollywood Babilonia es morbo en estado puro. Anger utiliza la ironía para arremeter
contra la hipocresía del cine y ridiculizar a quienes se creían intocables por el mero
hecho de tener millones de fans. El libro fue censurado en Estados Unidos desde
1959 hasta 1974, pero ya circulaban copias pirata por todo el país desde que se
publicara en Europa en los años sesenta.

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Kenneth Anger

Hollywood Babilonia
ePub r2.2
Titivillus 26.02.2021

Página 3
Título original: Hollywood Babylon
Kenneth Anger, 1959
Traducción: Jorge Fiestas
Ilustraciones: Museum of Modern Art Department of Film, Bob Pike Photo Library, George Eastman
House Museum of Photography, Samson De Brier, Dan Price Collection, Tom Luddy Collection,
Sandy Brown Wyeth, United Press International, New York Public Library Theater Collection,
National Film Archive, Wide World Photos, Cinemabilia, Kenneth Kendall, Bill Ray, Time-Life Picture
Agency, Dan Faris, Art Institute of Chicago, Kenneth Anger Collection

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Cada hombre y cada mujer es una estrella.

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ALEISTER CROWLEY

Página 7
A la Mujer Escarlata.

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HOLLYWOOD

Hollywood, Hollywood…
Fabuloso Hollywood…
Babilonia de celuloide,
gloriosa, fascinante…
ciudad delirante,
frívola, seria,
audaz y ambiciosa,
viciosa y glamorosa.
Ciudad llena de dramas,
miserable y trágica…
inútil, genial
y pretenciosa,
tremendo amasijo…
Relumbrona, terrible,
absurda, estupenda;
falsa y barata,
asombrosamente espléndida…
¡¡HOLLYWOOD!!

DON BLANDING
(Recitado en 1935 por Leo Carrillo
en el musical de la Metro Goldwyn Mayer
Noche de estrellas en Cocoanut Grove).

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Índice de contenido

Amanece color púrpura


La mano que aprieta
«Gordo al agua»
Pánico en la Paramount
La fiebre de Hays
El encantador Wally
Baños de champagne
Heroínas heroinómanas
Los Nuevos Dioses
Las ninfas de Charlie
Lolita
El coche fúnebre de William Randolph
Rudy ataca
El cochino teutón
Titulares de Hollywood
Los Guapos de Clara
Saturno en Sunset
Dudas drásticas
«¡Adiós muchachos, compañeros de mi vida!»
Cotillas babilónicos
La monstruosa Mae
Diario azul
El garaje de la muerte
«In» como Flynn
¿Qué papaíto? Papaíto Cheques Largos
Santa Frances, hija de la furia
Un suicidio amortajado
Ha llegado Mister Bugs
Marea roja

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Pecadillos furtivos
Confidencialmente…
Sangre y jabón
Hollywoodämmerung
Agradecimientos
Sobre el autor
Notas

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Ilusión de ciudad elefantina

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Amanecer color púrpura

ELEFANTES BLANCOS (el Dios de Hollywood quería Elefantes blancos, y los tuvo) ocho
gigantescos elefantes de yeso y escayola plantados sobre efímeros pedestales,
dominando la colosal Corte de Belshazzar, una Babilonia de cartón piedra construida
al lado del polvoriento y serpenteante sendero conocido como Sunset Boulevard.
Griffith (director de cine erigido en Dios) reinaba, allá en lo alto, tan arriba como
jamás volvería a estar, sobre la ciudad de la ilusión, encaramado en la torre de cien
metros de altura, donde se hallaba la cámara, y provisto de un gigantesco megáfono
para gritar a los millares de individuos que se encontraban abajo las órdenes de
¡CÁMARA - AAACCIÓN! y convertir todo aquello en realidad…
Bajo azules cielos egipcios, el Festín de Belshazzar se desplegaba al sol
resplandeciente de la mañana californiana: más de cuatro mil figurantes reclutados en
Los Ángeles y remunerados con la hasta entonces impensable cifra de dos dólares
diarios, más una bolsa de comida y transporte gratis, para dar vida a hombres de las
milicias medas y asirias, danzarines de Babilonia, etíopes, indios del Este, númidas,
eunucos, damas de honor para la Amada Princesa, doncellas de los templos
babilónicos, sumos sacerdotes de Bel, Nergel, Marduk e Ishtar, esclavos, nobles y
ciudadanos en general. ¡Babilonia vista por Griffith!
Una falsa montaña de armazones, andamios, jardines colgantes, rampas por las
que se deslizarían las cuadrigas y elefantes que tocaban el cielo, en una increíble
Mesopotamia surgida en medio de una baraúnda de adormecidos bungalows
coloniales, flanqueados por bosquecillos de naranjos, que presagiaban, en 1919, los
futuros portentos de Hollywood.
Había nacido la Época Púrpura.
Y allí permanecería durante años, encallada como un sueño gargantuano, junto a
Sunset Boulevard. Mucho después del gran salto de Griffith hacia el olvido y del
fracaso de su epopeya, Intolerancia, cuando en la corte de Belshazzar ya habían
germinado toda clase de malas hierbas y los muros del decorado se habían
deformado, después de que el Departamento de Bomberos de Los Ángeles señalara
aquel lugar como propicio para los incendios, la Babilonia de Griffith aún se
mantenía allí como un reproche o un reto a la floreciente ciudad del cine.
La sombra de Babilonia se cernía sobre Hollywood, serpenteando en clave
cuneiforme; el escándalo estaba al acecho, lejos del alcance de la cámara de Billy
Bitzer.

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El festín de Belshazzar

Hollywood, colonia del cine, había cobrado vida gracias a un reducido grupo de
comerciantes judíos de la Costa Este, quienes pensaron que había futuro en el
nickelodeon y marcharon al Oeste atraídos por la fábula de una California de tierras a
precios irrisorios y trescientos sesenta y cinco días de sol al año.
El soñoliento lugar de Los Ángeles, rodeado de naranjales, que escogieron para
sentar sus raíces, pronto se vio inundado por unos no muy sólidos estudios al aire
libre, trampas soleadas para películas convencionales y faltas de imaginación. Tras
unos años de fabricar remuneradores productos de dos rollos, filmados con cámaras
piratas (siempre a la espera de ser denunciados por los vengativos creadores de la
fórmula original de Edison), los antiguos traficantes de chatarra y vendedores de
saldos se encontraron con que una operación, concebida por casualidad, se convertía
en fortuna emanada del celuloide.
Cuando se enteraron de que las masas de todo el país se agolpaban ante los
nickelodeons para ver las películas en las que intervenían sus intérpretes favoritos,
conocidos entonces como «La pequeña Mary», «El chico de la Biograph» o «La
Muchacha de la Vitagraph», los menospreciados actores, hasta entonces solo

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considerados personal de trabajo, súbitamente adquirieron conciencia de que, gracias
a ellos, se vendían las entradas. Entonces esos rostros famosos adoptaron nombres y
sus salarios comenzaron a elevarse: el star system, una problemática bendición,
acababa de nacer. Para bien o para mal. De allí en adelante, Hollywood tendría que
apoyarse en esa quimera fatal: LA ESTRELLA.
De la noche a la mañana, los oscuros y en ocasiones desacreditados intérpretes de
películas se vieron empujados a la adulación, la fama y la fortuna.
Ellos eran la nueva realeza, el círculo dorado. Algunos se las arreglaron para
sobresalir tirando fuerte de las riendas; otros no lo consiguieron.

Las “ruinas” de Babilonia en 1919

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Theda Bara: la primera Sex Queen

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Theda en Salomé: cotilleos

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Los años diez fueron para Hollywood un período de paz y tranquilidad. Una
nueva forma de arte se iba pergeñando día a día; la Séptima Musa, a medida que daba
sus primeros pasos, se iba fabricando a sí misma, pasándolo bien, y al mismo tiempo
ganando dinero. Y, si los nuevos ricos del cine se sentían cansados por la tensión de
su oficio, siempre podían recurrir al «polvo de la alegría», como en aquellos liberales
tiempos se llamaba la cocaína, un remedio seguro para levantar los ánimos. De
hecho, fue así cómo surgió ese nuevo estilo de comedietas locas y efervescentes, cuya
flor y nata eran las desenfrenadas cintas de «Triangle-Keystone»; así El misterio del
pez salteador con Douglas Fairbanks en el papel del chiflado detective Coke
Ennyday[1]. En 1916, la droga podía ser la base argumental de un film. El año de El
misterio del pez salteador, un especialista británico en narcóticos, Aleister Crowley,
pasó por Hollywood calificando a sus habitantes de «cocainómanos y maniáticos
sexuales».
Ya existía el chismorreo, como en cualquier otra comunidad de gente del
espectáculo, pero sin traspasar los umbrales del periodismo: Louella O. Parsons no
había montado aún su tenderete. Hasta en la intimidad, la diminuta colonia fílmica se
guardaba muy bien de especular sobre el Dios de Hollywood, Griffith, y su obsesión
por las adolescentes dentro y fuera de la pantalla. ¿Eran realmente tan virginales esas
esforzadas mujeres-niñas descubiertas por Griffith? ¿Sería posible? Y, pensando lo
impensable, ¿era Lillian Gish la amante de Dorothy?
Pero no había mala intención cuando, al hablar de Richard Barthelmess, se
afirmaba que había posado para «postales a la francesa» como un medio para
ascender, o se mentaba, con más fundamento, el sofá que jugaba una baza importante
para llegar a formar parte de las «Bellezas Acuáticas» de Mack Sennett (tan solo el
modelo primitivo de una larga serie). Si algunos pensaban que la «Escuela de
Sirenas» era el sucedáneo de un harén a la carta, ornado de pimpollos como Gloria
Swanson y Carole Lombard, eso, al Gran Mack, le tenía sin cuidado. Para hacer un
buen chiste siempre podía echarse mano de Theda Bara. Los iniciados sabían que la
primera vampiresa, arrojada a los consumidores como un demonio franco-arábigo de
Perversidad nacido a los pies de la Esfinge, solo era, en realidad, Theodosia
Goodman, hija de un sastre judío de Chillicothe, Ohio, y una pazguata criaturita sin
malicia.

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Lillian y Dorothy Gish: ¿Amantes?

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Hollywood: Babilonia

No pasarían muchos años sin que los predicadores de toda Norteamérica


maldijeran a la colonia fílmica y sus derivados: Hollywood, California, se convertiría
en sinónimo de Pecado. Los bienhechores de profesión marcarían con fuego la nueva
Babilonia, cuya maléfica influencia rivalizaría con la legendaria depravación de la
antigua; titulares acusadores y pontificadores editoriales condenarían por igual el
Sexo, las Drogas y las Estrellas de Cine. Sin embargo, mientras los fanáticos
organizadores exigían sangre y boicot, las masas, imperturbables, se agolpaban ante
las taquillas en número día a día creciente.
Los años veinte se consideran en general «La Época Dorada del Cine», y dorada era
en verdad la exuberante creatividad fílmica que redundaba en fabulosos ingresos. Se
describe a la gente de cine de dicho período como individuos a los que solo les
importaba, fuera de la pantalla, regocijarse en placeres sin fin. No obstante, la
leyenda pasaba por alto un hecho: el miedo. Ese temor siempre presente de que la
base de sus dorados sueños se derrumbase en cualquier momento.
En la década del «maravilloso sin sentido», los escándalos explotaban como
bombas de relojería, mientras, una tras otra, eran destruidas carreras
cinematográficas. Cada estrella se preguntaba a cuál le llegaría el turno de convertirse
en el nuevo chivo expiatorio. Porque, en Hollywood, la fabulosa «Era Dorada»

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significaba algo más que un deslumbrante
picnic al borde de un precipicio móvil; el
camino hacia la gloria se hallaba sembrado de
astutos cepos.
Y, sin

Theda: Pecado sintético


embargo, para su amplia audiencia, HO-LLY-WOOD se componía de tres mágicas sílabas
que evocaban el Irreal Universo de la Ilusión. Para los creyentes, era algo más que
una fábrica de sueños donde uno entre un millón podía llegar a obtener una
oportunidad. Era el País del Nunca Jamás, Algo Diferente, el Hogar de los Cuerpos
Celestiales, la Galaxia del Glamour, ¡Hollywood!
Los «fans» adoraban, pero también podían tornarse volubles y, si sus deidades
demostraban tener pies de arcilla, las destruían sin compasión. Fuera de la pantalla
siempre había una nueva estrella dispuesta a efectuar su entrada.

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Templo cinematográfico del Antiguo Egipto

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Olive Thomas: foto inocente

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La Mano que aprieta

Una nube, no mayor que la mano de una niña, cobraba forma en el horizonte.
Las chocantes noticias que, por primera vez, mostraron Hollywood bajo un
prisma de escándalo llegaron el 20 de septiembre de 1920 en forma de un radiograma
que despertó a Myron Selznick en mitad de la noche. El texto motivó titulares en
primera página:
OLIVE THOMAS MUERTA POR
ENVENENAMIENTO
Olive Thomas, vivaracha Reina
de las Follies de Ziegfeld,
estrella de Selznick Pictures
y Sra. de Jack Pickford…

El cable informaba al cabeza de Selznick Pictures que acababan de hallar muerta


en París a su máxima luminaria.
El apacible y afamado Hotel Crillón, en la Plaza de la Concordia, era el entorno
menos adecuado para el primer escándalo de Hollywood. En esa mañana de
septiembre, el camarero de habitaciones hizo uso de su llave maestra para penetrar en
la «Suite Real» del hotel con el carrito del desayuno. Lo que vio le dejó atónito. Una
capa de martas cibelinas se hallaba tirada en el suelo y sobre ella yacía una joven
desnuda. En una mano aprisionaba aún un frasco con cápsulas de bicloro de mercurio
tóxico. La suite estaba registrada a nombre de la Sra. de Jack Pickford, conocida por
millones de adoradores entusiastas como Olive Thomas, brillante estrella joven del
lienzo de plata.
¡Olive Thomas! Nueva York la recordaba como una de las más bellas morenas
jamás glorificadas por el gran Ziegfeld. Las coristas de éste eran, invariablemente,
jóvenes y, a los dieciséis años, Olive era una equilibrada y vivaz señorita, muy
requerida por la alta burguesía, musa de los clanes de «Vogue» y «Vanity Fair»,
ornamento de las fiestas organizadas por Condé Nast, editor de esos magazines del
mundo de la moda.
A través de los servicios de míster Nast, Olive había aparecido con frecuencia, en
calidad de modelo, en las páginas de «Vogue», y Ziegfeld, la había seleccionado para
posar desnuda ante el joven artista peruano Alberto Vargas. Otro pintor, Harrison
Fisher, la bautizó como «la mujer más bella del mundo». Su subsiguiente partida
hacia Hollywood se antojó de lo más lógica.
La burbujeante belleza de Broadway cayó de pie en la colonia fílmica y sus vibrantes
personificaciones de la juventud, en comedias ligeras como Betty takes a hand,
Prudence on Broadway e (inevitablemente) La chica del Follies, pronto le granjearon
un amplio culto. En 1919, Myron Selznick inauguró su recién formada compañía,

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captando a Elaine Hammerstein y Olive Thomas
con lucrativos contratos. En 1920, tras el éxito
de Olive en The Flapper y su muy publicitado
casamiento con Jack Pickford, hermano de Mary
y, asimismo, ídolo de la pantalla, el puesto de
Olive en el encantador círculo de la «Gente
Dorada» parecía asegurado.
El suicidio de Olive Thomas causó sensación
en el mundo entero y desencadenó furiosas
controversias. Olive solo había cumplido veinte
años cuando murió; poseía juventud, belleza,
fama, amor, riqueza y contaba, no solo con la
admiración de sus seguidores, sino con la
adoración de Jack Pickford. El joven Jack había
sido definido como «El Muchacho Ideal
Norteamericano» en películas como Seventeen,
Olive y Jack: “pareja ideal”
siendo Olive su contrapartida femenina en
Tomboy. En las revistas ambos habían sido
proclamados «La Pareja Perfecta». ¿Qué podía haber inducido a Olive a quitarse la
vida?
El estudio de Olive, cuyo slogan era «Las Películas Selznick contribuyen a
formar hogares felices», se vio materialmente inundado de cartas; la embajada
norteamericana en París y la policía francesa prometieron efectuar investigaciones
exhaustivas.
Lo que éstas revelaron sobre la muerta y los periódicos publicaron en primera
página fue una vida privada un tanto lóbrega que para nada se ajustaba a la imagen
dulzona de la diva. Estaba previsto que Jack Pickford se reuniera con Olive en París
tan pronto finalizara su trabajo en The little Shepherd of Kingdom Come. Habían
planeado un idilio parisino como sucedáneo de la luna de miel que su actuación ante
las cámaras retrasara tras la boda. Olive se había adelantado haciendo compras de
antigüedades y ropas, pero se desveló que sus pasos no se habían dirigido,
precisamente, a los salones chic. Algunos la vieron en clubs nocturnos como el
«Jockey» y el «Maldoror», en compañía de notorias figuras de los bajos fondos
franceses, así como en los antros más sórdidos de Montmartre.
Comenzaron a circular rumores acerca de los motivos que podrían haber
empujado a Olive hacia los mundos subterráneos parisinos: la muchacha trataba de
conseguir una generosa cantidad de heroína con destino a Jack, su esposo, un adicto
sin redención. No habiéndolo logrado, se suicidó.

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Olive en Hollywood

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Cuando esta historia apareció en la prensa norteamericana, Jack se encontraba
bajo tratamiento, por colapso nervioso, tras conocer la noticia de la defunción de su
esposa; no pudo rechazar las acusaciones. Su leal hermana Mary, que acababa de
emerger de la controversia provocada por un doble divorcio y la boda subsiguiente
con Douglas Fairbanks, se sintió obligada a intervenir en el asunto, haciendo desde
sus nuevos dominios, «Pickfair», una declaración pública en que negaba las
«enfermizas difamaciones» sobre la personalidad de su hermano. Poco tiempo
después, una investigación llevada a cabo por el gobierno de los Estados Unidos
sobre las actividades de cierto Capitán Spaulding de la Armada, arrestado por traficar
a larga escala con heroína y cocaína, reveló, entre los nombres de clientes regulares
de su agenda, el de la hasta entonces «Muchacha Ideal Norteamericana».

¡OLIVE THOMAS POSEÍDA POR LA DROGA!

Así fue cómo los titulares calificaron a la «hermanita» Olive, acusación ésta que
provocó un profundo shock. En 1920, la mayoría norteamericana aún rendía tributo a
la llamada «moralidad victoriana». Sociedades puritanas proliferaron para
contrarrestar la nueva amenaza que se cernía sobre la Castidad de la Mujer, y el
cardenal Mundelein de Chicago se creyó obligado a publicar un panfleto: «El peligro
de Hollywood: una advertencia para las jóvenes».

Muerte de Olive: copia buena

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En los años veinte, la recién nacida capital del celuloide, se vio inundada de
cargamentos de jóvenes ilusionadas procedentes de todos los rincones. Algunas
llegaban como ganadoras de concursos de belleza locales; en su mayoría eran
simplemente bonitas, pobres y atrevidas. Todas aspiraban a convertirse en estrellas,
pero muy pocas encontraban trabajo, ni siquiera como «extras» o elementos
decorativos. Para millares de jovencitas el viaje acabó destrozándoles el corazón.
La sensacional muerte de Olive Thomas hizo que otro suicidio «estelar» pasara
casi inadvertido en aquel septiembre de 1920. Bobby Harron, el sensible muchacho
de Intolerancia, se disparó un tiro en una habitación de hotel de Nueva York en la
víspera de la premiere de Way Down East. Griffith había prescindido de él en dicho
film, prefiriendo a su nuevo favorito, Richard Barthelmess, y eso le rompió el alma.
El deceso de Olive parecía hecho a la medida de las plañideras habituales que
nutrían titulares con sus mórbidas especulaciones. Olive Thomas estuvo en el
candelero durante todo el año que siguió a su muerte hasta verse desplazada por una
de las tantas esperanzadas aspirantes a Hollywood, una actriz de categoría inferior,
compañera del gordinflón cómico Fatty Arbuckle.

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Olive: la marimacho

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Arbuckle en el banquillo de testigos: se acabó la fiesta

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«Gordo al agua»

Roscoe «Fatty» Arbuckle era un rollizo ayudante de fontanero, descubierto por Mack
Sennett en 1913, cuando se personó en casa del productor de comedias para
desatascar un desagüe. Sennett midió de arriba abajo las 226 libras del afable Roscoe
e inmediatamente le ofreció trabajo. La similitud de Arbuckle con una bola de
mantequilla y su increíble agilidad eran cualidades perfectas para el tipo de cine de
Sennett: barro y parvas, resbalones y pasteles de nata.
En ruta ascendente desde los Keystone Cops, Fatty llegó a formar pareja con
Mabel Normand en Fatty’s Flirtations, con Charlie Chaplin en The Rounders y con
Buster Keaton en The Butcher Boy y otras populares comedias en dos rollos. El
talento natural de Fatty, sujeto jovial y un tanto impertinente, aseguró su éxito como
bufón de la pantalla y le procuró fortuna.
La capacidad de Fatty para desatar risas convirtió los tres dólares diarios que
percibía en 1913 en cinco mil a la semana en 1917, cuando firmó en exclusiva con la
Paramount. Una chistosa pancarta en la famosa puerta proclamaba: «Paramount da la
Bienvenida al Príncipe de las Ballenas»[2].
El festejo con abundantes bebidas, que, en conmemoración de la firma del
contrato, duró toda la noche del día 6 de marzo en Mishawn Manor, Boston, dio pie a
un escándalo público. Tuvo lugar en una posada, la Brownie Kennedy, donde el
grueso del espectáculo celebrado en honor de Fatty consistía en doce chicas de
alterne a quienes se les gratificaba con 1.050 dólares por su aporte al brillo de la
velada.
Un estirado metomentodo asomó la nariz a través de una ventana abierta en el
momento en que Fatty y las chicas se despojaban alegremente de sus ropas encima de
la mesa, y decidió que la «decencia» estaba siendo ultrajada y llamó a los guardias.
Invitados a este party se encontraban los magnates del cine Adolph Zukor, Jesse
Lasky y Joseph Schenck. Acabaron pagando cien mil dólares furtivos al fiscal del
Distrito de Boston, mayor James Curly, a fin de echar tierra sobre el incidente.
Fue cuatro años más tarde, durante otra de las jaranas de Fatty, cuando una oscura
starlet adquirió instantánea notoriedad. Desgraciadamente la damita no tuvo tiempo
para sacar tajada.
Virginia Rappe, una linda morena, modelo en Chicago, había conseguido cierta
fama al aparecer su sonriente rostro, debajo de una pamela, en la portada de la
partitura de la canción «Let me call you sweetheart». Mack Sennett le hizo una oferta
y comenzó a trabajar en su equipo interpretando papelitos. Su tiempo libre lo ocupaba
mariposeando de lecho en lecho y obsequiando con ladillas a la mitad de la
compañía. Esta epidemia dejó a Sennett tan apabullado como para cerrar el estudio y
fumigarlo concienzudamente. A pesar de ello, Virginia fue perdonada y pronto se la

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vio constantemente en compañía de Henry «Pathé» Lehrman, un veterano realizador
de Sennett, quien le ofreció un minúsculo personaje en Fantasía y más adelante se la
presentó a Arbuckle, al cual dirigía en Joe pierde una novia. La belleza de Virginia,
con sus cabellos color ala de cuervo, no pasó desapercibida para William Fox cuando
aquélla obtuvo el título de «La muchacha mejor vestida del cine», por lo que la tomó
bajo contrato. Se habló de lanzarla, ya en plan «estrella», en una producción de la
Fox, Twilight Baby. Virginia Rappe parecía bien encaminada.
Arbuckle ya le había echado el ojo y la había solicitado como partenaire
femenina en una de sus comedietas. También había insistido a su amiga, Bambina
Maude Delmont, para que la llevara a una fiesta conmemorativa de su nuevo contrato
con la Paramount, por valor de tres millones de dólares, para los próximos tres años.
Fatty adoraba por igual la bebida y las mujeres. Mientras más de ambas cosas, mejor.
En un antojo, Fatty eligió San Francisco
como escenario ideal para el banquete.
Ello le daría oportunidad para rodar su
nuevo coche Pierce-Arrow, hecho a
medida y por el que había pagado
veinticinco mil dólares.
Durante el fin de semana, que se
iniciaba con el Día del Trabajo, dos coches
cargados con gentes de cine en vacaciones
y buena disposición, transitaron, llenos de
alegría, las cuatrocientas cincuenta millas
que separaban la Carretera de la Costa de
la ciudad de las colinas. Fatty y sus
compadres, Lowell Sherman y Freddy
Fishback, se apretujaron en el
Fatty: se le van los ojos tras las faldas resplandeciente Pierce-Arrow, y Virginia
Rappe, Bambina Maude Delmont y unas
coristas escogidas hicieron lo propio en otro vehículo.
Al llegar a la ciudad de la bahía, entrada ya la noche del sábado, Arbuckle se
registró en el lujoso Hotel St. Francis, enviando a las chicas al Palace. Fatty alquiló
tres suites comunicantes en el piso 12 (suficiente espacio para cualquier
«acontecimiento»), llamó a su contrabandista proveedor de licores (Tom-Tom, el
botones) y seleccionó música de jazz en la radio… El party había dado comienzo…
El 5 de septiembre de 1921, en la sobremesa del Día del Trabajo, la fiesta se
hallaba en su apogeo. Aquello era «territorio libre» de Fatty, con gentes entrando y
saliendo, el grupo excediendo ya el número de cincuenta invitados y el anfitrión ebrio
y risueño. Virginia y el resto de sus compañeras tomaban orange blossoms
aderezados con ginebra, algunas de ellas despojándose de las prendas superiores para
poder bailar mejor el shimmy; los invitados se intercambiaban los pantalones de

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pijama, y las botellas (vacías) se iban amontonando. Alrededor de las tres y cuarto,
Arbuckle, bullendo de aquí para allá, en pijama y salto de cama, agarró a Virginia y
condujo a la ya trompa modelo hasta el dormitorio de la suite número 1221. Antes
guiñó un ojo a la concurrencia y, tras decir: «He aquí la oportunidad que he estado
esperando durante tanto tiempo», dio un portazo.
Bambina Maude Delmont testificaría más tarde que la fiesta se hallaba en su
clímax cuando, desde el dormitorio adjunto se escucharon gritos de angustia. Después
de varios golpes en la puerta, un risueño Arbuckle apareció con el pijama
desarreglado, llevando en la cabeza el sombrero de Virginia. Les dijo a las chicas:
«Entrad, vestidla y llevárosla al Palace. Hace demasiado ruido». Como Virginia
continuaba gritando, añadió descompuesto: «Cállate de una vez o te tiro por la
ventana».

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Virginia Rappe: la chica del sombrero

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Bambina y una amiga, Alice Blake, encontraron a Virginia en la cama
desordenada, casi desnuda, retorciéndose de dolor y gimiendo: «Me muero, me
muero… Me ha hecho daño». Alice declararía después: «Tratamos de vestirla, pero
sus ropas estaban destrozadas y tan retorcidas, que era imposible reconocer las
prendas».
Virginia solo tuvo fuerzas, antes de caer en coma, para musitar al oído de la
enfermera del muy exclusivo hospital de Pine Street adonde fue conducida: «Fatty
Arbuckle me ha hecho esto. Por favor, ocúpense ustedes de que se haga justicia».
El día 10 de septiembre, justo al año de la muerte de Olive Thomas, Virginia
Rappe fallecía, a los veinticinco, perdiendo definitivamente la oportunidad de
convertirse en la estrella de Twilight Baby.
La causa de su muerte estuvo a punto de no ser desvelada. El comisario general
de San Francisco, Michael Brown, tomó no obstante cartas en el asunto (tras una
llamada anónima desde el mismo hospital en la que se hacía referencia a una
autopsia) prometiendo encargarse personalmente de averiguar lo sucedido. Lo que se
gestaba era un frenético intento de encubrir el caso. Brown llegó a tiempo para ver
surgir de un ascensor a un empleado que llevaba hacia el incinerador una jarra de
cristal con los maltratados genitales de Virginia. Se los reclamó al reacio doctor para
verificar su propio examen. Así quedó al descubierto que la vagina de Virginia había
sido forzada de forma tan violenta como para causarle muerte por peritonitis. Brown
dio cuenta de los hechos a su superior, el coroner T. B. Leland y se acordó abrir una
investigación.

Fatty en su Pierce Arrow: a la mañana siguiente

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Los detectives Tom Reagan y Griffith Kennedy fueron designados para interrogar
a la plantilla del hospital (en no muy buena disposición) y averiguar quién o quiénes
trataban de echar tierra al asunto; y lo encontraron. También lo hicieron los
periódicos. Cuando Fatty Arbuckle fue acusado de violar y asesinar a Virginia Rappe,
todo el mundo murmuraba ya su nombre. El Estado de California achacó las causas
de su muerte a «presiones externas» causadas por Arbuckle durante un escarceo
sexual. Una efímera notoriedad para Virginia. Y un rudo golpe para Fatty: asesinato
en primer grado.

Suite 1221 del St. Francis: un rudo golpe

La marea de espanto llegada aquel septiembre desde San Francisco hizo


estremecer a Hollywood hasta sus recién plantados cimientos. Todo resultaba
demasiado increíble: Fatty, el favorito de los niños, el gordinflón manantial de risas,
el campeón de la sana carcajada, de repente convertido en un orgiástico asesino de
una luminaria estelar.
LA ORGÍA DE ARBUCKLE
EL VIOLADOR DANZA
MIENTRAS MUERE SU VICTIMA

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Al compás de los titulares, se extendían las hipótesis sobre una espantosa y
antinatural violación: Arbuckle, lleno de rabia ante su impotencia alcohólica, había
destrozado a Virginia con una botella de Coca-Cola o de champagne, después había
repetido el acto con un pedazo de hielo… o, ¿es que no era del dominio público que
Arbuckle era un hombre excepcionalmente bien dotado?…o, ¿era una simple
cuestión de exceso de peso, las 266 libras de Fatty aterrizando sobre Virginia y
aplastándola?
Lo único indudable fue el aumento en los
tirajes; los medios de comunicación
imprimieron todo tipo de especulaciones acerca
de la «botella party» de Arbuckle. El «San
Francisco Examiner» dijo en un editorial:
«Hollywood debe dejar de utilizar a San
Francisco como cubo de basuras». El
«coroner» pidió «medidas para prevenir la
posible repetición de acontecimientos que
hacen de San Francisco un lugar de cita para el
desenfreno y el gangsterismo». Las Iglesias de
la ciudad solicitaban penas para los «maníacos
sexuales hollywoodenses que se acogen a las
benevolentes leyes de San Francisco para la
práctica de sus aberraciones».
En
La testigo Maude Delmont
Hartford, Connecticut, damas agraviadas
rasgaron la pantalla de un local que exhibía
una comedia de Arbuckle, mientras que en
Thermopolis, Wyoming, varios vaqueros
dispararon contra el lienzo de una sala donde
se proyectaba un corto suyo. En otros sitios
se utilizaron como proyectiles huevos y
cascos de botellas vacías. Mientras la
consigna «Hay que linchar a Fatty» se
extendía por el país, grupos controlados
exigían una limpieza de toda la colonia
fílmica de Hollywood; resultado: las
películas de Fatty fueron retiradas de
circulación.
El toque mediático: Arte Arbuckle

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Mientras Arbuckle sudaba en una cárcel de San Francisco, permaneciendo bajo
custodia en el lúgubre Palacio de Justicia de Kearny Street, sus abogados luchaban
para trocar la acusación de asesinato en primer grado por la de homicidio casual.
Adolph Zukor, que había invertido millones en Arbuckle, se comunicó con el fiscal
del distrito, Matt Brady, en un intento de anular el caso. Lo único que consiguió fue
ofuscar a Brady, quien, posteriormente, denunció haber sido objeto de soborno. Otras
prominentes figuras de la industria cinematográfica llamaron a Brady, sugiriendo que
no debía crucificarse a Arbuckle por el simple hecho de que Virginia Rappe hubiese
bebido más de la cuenta antes de morir. El fiscal del distrito se enfureció aún más.
El juicio se inició a mediados de noviembre en el Tribunal Superior de San
Francisco, con Arbuckle en el estrado dispuesto a rechazar cualquier cargo de
culpabilidad. Su actitud parecía ser de una completa indiferencia hacia Virginia
Rappe; en ningún momento llegó a demostrar remordimiento o tan siquiera pena ante
su muerte. Sus abogados eran más realistas: hubo un deliberado intento de ensuciar el
comportamiento de Virginia, sugiriendo que era una chica más que ligera de cascos
que, no solo se había prostituido en Hollywood, sino también en Nueva York, París y
Sudamérica. Tras conflictivos y numerosos testimonios, el jurado acordó absolver a
Arbuckle por 10 votos a favor y 2 en contra, tras 43 horas de deliberaciones. Se
declaró nulo el juicio.
Un segundo juicio tuvo lugar, pero fue descalificado por 10-2. Fatty, que se
encontraba libre bajo fianza, se vio obligado a vender su vivienda de estilo
anglosajón en Adams Street, Los Ángeles, así como su flota de coches de fantasía
para poder sufragar las minutas de los abogados.
Pese a las protestas del indignado Brady, que deseaba machacar a Fatty costara lo
que costase, Arbuckle fue absuelto en otro juicio, el número tres, que finalizó el 12 de
abril de 1922, tras los un tanto confusos testimonios de cuarenta testigos presenciales
(ebrios la mayoría de ellos en el momento del incidente) y ante la ausencia específica
de pruebas (como la de la dichosa y sangrienta botella).
El jurado que absolvió a Fatty hizo este comentario: «La libertad no es suficiente
para Roscoe Arbuckle. Creemos que se ha cometido una grave injusticia en su
persona, y que no hay la menor evidencia para involucrarle en modo alguno con
ningún crimen».

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Juicio de Arbuckle en San Francisco

En la escalera del juzgado Arbuckle declaró a la Prensa: «Este es el momento más


trascendental de mi vida. La falsedad de la horrenda acusación esgrimida contra mí
ha sido demostrada… Quiero expresar mi sincero agradecimiento a mis compañeras y
compañeros. Mi existencia ha estado cifrada en la producción de un cine limpio para
felicidad de la gente menuda. Ahora trataré de ampliar este campo para que mi arte
pueda rendir un servicio todavía más amplio».
Sus esperanzas, sin embargo, fueron de
muy corta duración. Fatty había sido
liberado, pero no perdonado. Henry
Lehrman, un antiguo novio de Virginia,
hizo este amargo comentario: «Si pudiese,
ella se levantaría de entre los muertos para
defenderse de esta indignidad. En cuanto a
Arbuckle, esto es lo que sucede cuando se
recoge a gentuza procedente de las
alcantarillas, se les ofrece sueldos
desmesurados y se los convierte en ídolos.
Asuntos de faldas Ciertas personas no saben lo que significa
sacar provecho de la vida sino de una
forma bestial. Son los que después participan en orgías que sobrepasan las de una
Roma ya en decadencia».
O, podía haber añadido, Babilonia.
Madame Elinor Glyn, árbitro de la colonia fílmica y creadora de normas,
aprovechó la ocasión para pontificar acerca de las «manzanas podridas» de
Hollywood: «Si se demuestra que son inmorales, colgadles. No enseñéis sus

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películas, suprimidlos; pero no hagáis que paguen justos por pecadores. La fiesta de
Arbuckle ha sido vergonzosa y bestial. Cosas como ésta deben de ser desterradas.
Pero, personalmente, yo, en Hollywood, no he visto nada parecido y, si realmente
existen aquí esas orgías con droga, deben de constituir una infinitesimal excepción».
La Paramount canceló el contrato de Arbuckle, valorado en tres millones de
dólares. Sus películas aún sin estrenar fueron arrinconadas, causando al estudio la
escalofriante pérdida de más de un millón.
Fatty, el bufón, estaba acabado. El «Príncipe de las Ballenas» había sido
certeramente arponeado.
Arbuckle no consiguió actuar de nuevo. Solo unos escasos amigos, como Buster
Keaton, le permanecieron fieles. Fue Keaton quien le sugirió que cambiara su nombre
por el de «Will B. Good»[3]. Fatty adoptó el de William Goodrich y consiguió empleo
como director de comedias y guionista accidental. Pero Arbuckle añoraba la
interpretación. En el número de marzo de 1931 de «Photoplay» rogaba: «Dejadme
actuar. Quiero volver a la pantalla. Creo que todavía soy capaz de divertir y alegrar a
quienes me vean. Es lo único que deseo. Si consigo regresar va a ser algo grande. Y,
si no, bueno, pues de acuerdo».
Y de acuerdo se pusieron todos. A Fatty no le fue jamás permitido olvidar que
había caído en desgracia. Cuando lo reconocían en la calle, la gente le silbaba «I’m
coming Virginia»: un borrón en tinta negra que no llegaría a diluirse nunca. El único
personaje que pudo interpretar fue el de Pagliacci.
En su forzoso retiro, Arbuckle pronto se dio a la bebida. Parecía que las botellas
lo tenían hechizado. En 1931, Fatty fue arrestado en Hollywood por conducir en
estado de embriaguez. Cuando se le acercaron los motoristas, Fatty lanzó una botella
por la ventanilla al tiempo que, entre carcajadas, exclamaba: «¡Ahí va la evidencia!».
Se acordaba acaso de aquella otra botella que había salido disparada desde una
ventana del piso número doce del hotel San Francis en el Día del Trabajo de 1921?
Arruinado, hecho un guiñapo, falleció en Nueva York, a los cuarenta y seis años,
el 28 de junio de 1933. ¡Pobre Fatty! El affaire Arbuckle hizo madurar en diez años
al floreciente Hollywood, ahora algo más que el «País de los Sueños». A partir de ese
instante, en las mentes de millones de seres, Hollywood no dejó de estar asociado al
concepto de escándalo.

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Fatty: obsesionado con las botellas

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William Desmond Taylor: punto muerto

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Pánico en la Paramount

Mientras Arbuckle sudaba tinta en medio de su segundo proceso y Hollywood bullía


a los ojos de la inflamada opinión pública, un nuevo escándalo estalló, justo en el
cogollo de la colonia fílmica.
En la noche del primero de febrero de 1922, alguien asesinaba a William
Desmond Taylor en el estudio de su bungalow de Alvarado Street, una calle del
tranquilo distrito de Westlake, en Los Ángeles. Taylor era el jefe supremo de la
Famous Players-Lasky, una compañía subsidiaria de la Paramount que, por si aún no
había tenido bastante con el caso Arbuckle, ahora podía agradecer a su mal sino este
nuevo escándalo. El cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por Henry Peavey,
el criado negro de Taylor.
El muerto yacía de espaldas en el suelo del estudio como si se hallase en trance,
con los brazos extendidos y una silla caída sobre las piernas. La intención no había
sido robarle; todavía relucía en uno de sus dedos el enorme diamante de la suerte que
le había acompañado siempre a partir del estreno de su primer éxito, El diamante
caído del cielo.
Peavey salió disparado, gritando con voz de soprano: «¡Han matado al amo!
¡Han matado al amo!» (tal y como fue descrito por el «Examiner» de Los Ángeles).
Con ello despertó a los otros residentes del distrito, incluida Edna Purviance, quien
inmediatamente telefoneó a Mabel Normand. Mabel, a su vez, llamó a Charles Eyton,
director general de la Famous Players-Lasky, el cual se puso en contacto con el capo
de la Paramount, Adolph Zukor. Edna efectuó otra llamada a la estrella de la
Paramount Mary Miles Minter. Sin embargo, no pudo localizarla. El mensaje fue
recibido por su madre, Charlotte Shelby. Ninguno de ellos encontró un hueco en su
tiempo para ponerse en contacto con la Policía. Al parecer, todos tenían cosas más
urgentes de qué ocuparse.
Mabel se precipitó a la casa de Taylor para recuperar a toda prisa un montón de
cartas suyas. Charles Eyton se apresuró igualmente a deshacerse de todas las
existencias de alcohol ilegal que había allí. Vivo o muerto, era inconcebible que un
director de la Paramount hubiese podido violar la Enmienda Décimo Octava. Adolph
Zukor, como alma que lleva el diablo, se apresuró a borrar cualquier evidencia de
frivolidades sexuales. Y Charlotte Shelby partió rauda en busca de su hija Mary, a
quien la noticia hizo proferir un torrente de histéricos aullidos. Henry Peavey (el
criado-soprano), anduvo a trompicones arriba y abajo de la hasta entonces plácida
calle Alvarado gritando incesantemente como un poseso «¡Han asesinado al amo!
¡Han asesinado al amo!» hasta que, más tarde, uno de los vecinos telefoneó a la
Policía para ver «si vienen a recoger a este pobre loco». Por fin llegaron los
representantes de la Ley.

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Mabel como Slim Princess

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Cuando por la mañana la policía hizo su aparición en el bungalow de Taylor, una
agitada escena tenía lugar ante sus ojos. Alegres llamaradas se desprendían de la
chimenea, atiborrada de documentos comprometedores para las jerarquías de la
Paramount, mientras Edna Purviance contemplaba el fuego. Mabel Normand, la
heroína de Sennett, registraba con laboriosidad todos los rincones y escondrijos en
busca de una desordenada correspondencia. El ojo del huracán era el cadáver de
Taylor, tendido en el suelo de su estudio con dos balas del calibre 38 en el corazón.
Hubiese cabido una mínima posibilidad de resolver el enigma, si los jeques de la
Paramount no se hubiesen precipitado a acudir a la casa del fiambre para
«cosmetizar» la escena. Era harto significativo que datos claves habían sido
incinerados por Zukor y Eyton en la chimenea de Taylor.
Sin embargo Zukor, Eyton y compañía no
dispusieron del suficiente tiempo para
completar su limpieza general. Cuando la
brigada de homicidios compareció en el
bungalow, salió a la luz todo tipo de
material. Los guardias descubrieron un
lugar semisecreto, un cajón en cuyo fondo,
mezclado con algunos guiones, había un
muestrario de fotos de carácter claramente
pornográfico. Eran poses un tanto
extravagantes y ridículas del muerto en
compañía de estrellas fácilmente
identificables que, ciertamente,
confirmaban tanto su fama de Lotario como
su discreción. Estas curiosidades
fotográficas no contribuyeron a solucionar
Lothario Taylor el caso; Mary Pickford manifestó que ella
«iba a rezar».
Cuando se interrogó a Mabel Normand acerca de su precoz curiosidad, admitió, toda
candor, que había ido para hacerse cargo de las cartas que ella había escrito a Taylor y
asegurarse personalmente de que no cayesen en manos ajenas. Y añadió: «Mi único
motivo ha sido el de asegurarme de que unas muestras de simple y pura amistad no
llegasen a ser malinterpretadas» (Las misivas fueron halladas bien escondidas en una
de las botas de montar de Taylor).

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Mary Miles Minter: ¿inocencia recatada?

Pistas posteriores en el estudio del difunto revelaron el contenido de otra carta,


camuflada entre las páginas de Manchas blancas, un librito erótico de Aleister
Crowley. Cuando la perfumada hoja revoloteó hasta el suelo, quedó descartado que
hubiese sido redactada por Mabel Normand. El papel color rosa pálido estaba
monografiado M. M. M., a la vista de lo cual se alzaron muchas cejas. Mary Miles
Minter era la respuesta de la Paramount a Mary Pickford, tirabuzones incluidos: la

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más genuina representación de la inocencia a secas. Sin embargo, de su puño y letra,
en la nota cariñosa se decía bien claro:
Mi muy querido—
Te amo— Te amo— Te amo—
X X X X X X X X X X X X X X X[4]
¡Tuya siempre!
Mary.

Interrogada, Mary confirmó: «Amé a William Desmond Taylor. Profunda,


intensamente, con toda la admiración que una muchacha puede sentir y ofrecer a un
hombre con la clase y la posición que él tenía» (M. M. M. contaba veintidós años;
Taylor, cincuenta).
En el transcurso del pomposo funeral, una
turbada Mary Miles Minter se aproximó al
féretro y besó los labios del cadáver. Al
retirarse, armó un considerable revuelo al
anunciar que el muerto había hablado. «Se
ha dirigido a mí y me ha dicho algo así
como: Siempre te amaré, Mary».
Las circunstancias que rodeaban la
muerte de Taylor eran tan chocantes que,
posteriormente, serían incorporadas en
algunos argumentos de novelas y guiones de
películas, con todos o gran parte de los
personajes de la vida real, incluyendo al
criado-soprano, Peavey, cuyo hobby era
tricotar chales y mantelitos de crochet.
Estaba también lo del mayordomo de Taylor,
un tal Sands, quien había desaparecido. Más
La X indica el lugar
tarde se descubrió que era el hermano
pequeño del realizador, una dudosa figura con un pasado escabroso, al margen de la
ley. Taylor le había enseñado hasta hacerle adquirir una apariencia impecable y servil
a la que contribuían en buen grado sus níveos cabellos. Sands, sospechoso de haber
falsificado cheques y de una posible implicación en el asesinato de su hermano, había
puesto pies en polvorosa y jamás volvió a saberse de él.
También se descubrió que tanto Mary Miles Minter como Mabel Normand habían
visitado a Taylor la noche del crimen. Mabel fue la última persona que le vio con
vida. Como regalo de despedida, el siempre galante Taylor le ofreció el último
volumen de Freud publicado en Estados Unidos.
Solo habían transcurrido diez minutos de la partida de la limusina de Mabel,
cuando una vecina, la señora Faith Cole McLean, escuchó un estruendo que la hizo
asomarse a la ventana que daba al bungalow de Taylor. McLean declaró a la policía:

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«La verdad es que yo no estaba muy segura de que aquello hubiese sido un disparo,
pues lo que oí parecía más bien una explosión. Entonces, al mirar por la ventana, vi a
un hombre que abandonaba la casa caminando por el sendero. Bueno, supongo yo
que debía ser un hombre. Al menos, vestía como tal, pero ¿sabe usted?, de una forma
peculiar. Llevaba un pesado abrigo con una bufanda alrededor del cuello y una gorra
que le caía sobre los ojos. Pero caminaba como lo haría una mujer. Ya sabe, a pasitos,
balanceando unas caderas anchas y con las piernas más bien cortas». (¿Podría tal vez
haberse tratado de la celosa progenitora de Mary Miles Minter, la señora Shelby,
disfrazada? Ella poseía una pistola calibre 38 con la que la habían visto practicando
pocos días antes del crimen. El caso es que, poco después, fue autorizada para
embarcarse rumbo a Europa sin haber pasado por ningún interrogatorio).

Taylor como director: un incidente devastador

El enigma hubiese resultado frustrante incluso para el mismo S. S. Van Dine.


El asesinato conmocionó a Hollywood. Y fue un incidente particularmente
perturbador para la colonia fílmica, dado que Taylor, prominente figura social, había
sido el presidente de la Screen Director’s Guild. Mundano, atractivo, bibliófilo,
supuestamente soltero y con una envidiable reputación como rompecorazones era, en
realidad, William Deane-Tanner, desaparecido desde 1908 de un hogar neoyorquino
en el que había dejado abandonadas a su esposa e hija.
Pronto se averiguó que, en su encarnación hollywoodense, Bill Desmond, había
mantenido affaires simultáneos con Mabel Normand, Mary Miles Minter y la madre
de ésta, Charlotte Shelby. El «cuadrángulo» contenía todos los ingredientes picantes
que la prensa pudiera desear, en el más sensacionalista de los sentidos. Los periódicos
insinuaron asimismo que Taylor había sido la causa del suicidio de una famosa

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guionista de la Famous Players, Zelda Crosby, con la que también había mantenido
relaciones íntimas.
Durante la búsqueda en el bungalow de Taylor, los inspectores dieron con un
nuevo y esotérico aspecto de las peculiaridades del occiso. En un hermético armarito
del dormitorio encontraron una colección sin parangón de ropa interior perteneciente
a diversas chicas de Hollywood, cuyas braguitas de encaje primoroso, se hallaban
clasificadas cada una con sus correspondientes iniciales y una fecha. (Estaba más que
demostrado que el viejo zorro se había propuesto retener un encantador souvenir de
cada encuentro sentimental). Cuando un camisón de seda rosa pálido, bordado y con
las iniciales M. M. M., salió a relucir, la imagen dulce y virginal de su propietaria,
Mary Miles Minter quedó hecha trizas y su carrera masacrada. (Retirada, muy a su
pesar, M. M. M. buscó consuelo en los placeres gastronómicos y, claro, ganó peso
con gran celeridad). Los Tambores del destino fue su última película.

La señora Shelby y su hija Mary

Como si todo ello no bastase, hubo un nuevo tema, el de la droga, para añadir más
miel sobre las hojuelas. Los sabuesos de profesión, alias reporteros, descubrieron que
el sorprendente Taylor había sido visto más de una vez en ciertos sitios de alterne de
Los Ángeles y Hollywood, covachas donde hombres afeminados y mujeres
masculinizadas, ataviados con pintorescos kimonos y sentados en círculo, eran
obsequiados con marihuana, morfina y opio junto con el té de las cinco.

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Implicada en el aspecto narcótico del caso Taylor, a Mabel Normand le llegó el
turno de hacer mutis por el foro de su carrera cinematográfica. Suzanna, el film que
acababa de rodar para Sennett, hubo de ser retirado de los cines tras soportar el
inevitable boicot.
El epitafio a su labor lo puso la revista «Good Housekeeping», al sugerir que
Mabel ya estaba demasiado «adulterada» para el consumo familiar. La deliciosa
comediante de tantas farsas Keystone ya no significaba nada para su antigua legión
de admiradores.
Pese a que tanto Mabel Normand como Mary Miles Minter fueron los principales
chivos expiatorios del caso Taylor, todo Hollywood se sintió alcanzado por el eco. Se
desparramaron lamentos por todo el país ante esta nueva prueba de la depravación de
Cinelandia. 1922 fue un año muy duro para el celuloide.
Avalanchas de prensa adversa continuaron vertiéndose; fueron formuladas
incontables denuncias desde los púlpitos. Lo que temían los magnates no era
precisamente la ira divina, sino la disminución de las ventas en las taquillas. El
espectro de un boicot colectivo a cargo de clubs femeninos, organizaciones clericales
y comités anti-vicio, se cernía amenazante. Ante este ataque frontal del puritanismo
profesional clamando por una limpieza, algo había que hacer para mejorar la imagen
de las películas. Y deprisa.

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Mary Miles Minter: culpable de asociación indebida

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Hays, el tramposo

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La fiebre de Hays[5]

La necesidad de mejorar la imagen de las películas derivó en una limpieza general,


que tomó como ejemplo la llevada a cabo en el mundo del baseball.
El multimillonario negocio de los deportes había estado al borde del colapso
cuando surgió a la luz el tongo amañado durante el Campeonato Mundial de 1919.
Los mandamás del baseball encontraron solución a sus apuros empleando cincuenta
mil dólares en la compra del juez Kenesaw Mountain Landis y convirtiéndolo en el
zar que garantizaba la pulcritud en el juego.
Los jefazos de Hollywood decidieron utilizar un cabeza de turco similar,
indispensable para arbitrar la moralidad de las películas. Y doblaron la apuesta.
De modo que, mediante cien mil pavos anuales, el puesto de Zar del Celuloide
fue ofrecido a un tipo afectado, con orejas de murciélago, tímido en apariencia y
cincel de políticos: Will H. Hays, miembro del poco afortunado Gabinete del
Presidente, quien, como representante del Comité Nacional Republicano, había
conseguido inclinar la nominación a favor de Harding. (En 1928 se descubrió que el
supuestamente puro Hays, había aceptado un «regalo» de 75.000 dólares y un
«préstamo» de otros 185.000 del magnate del petróleo Harry Sinclair, en señal de
gratitud por haber servido al afable Harding de trampolín hacia la Casa Blanca. El
retorcido Hays dio al Comité del Senado tres versiones diferentes acerca de estos
sobornos; el Senador Borah alegó que «Hays había obligado al Partido Republicano a
venderse a sí mismo frente a los saqueadores de la nación». Hays pudo escabullirse
de estas acusaciones por los pelos; en 1930, lo pillaron con las manos en la masa,
pagando sumas en calidad de honorarios a los líderes «morales», supuestos jurados
imparciales de la pureza de las películas de cara a diversas instituciones cívicas y
religiosas. El voluble Hays se las compuso muy bien en esta maniobra).

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Hays firmando con los padres fundadores de Cinelandia

En calidad de comandante en jefe de Harding, Hays añadió leña al fuego. Este


presbiteriano, miembro de los Caballeros de Pitias, Kiwanianos, Rotarios, y además
masón, supo presentarse como el único capaz de contentar a las ligas de la pureza.
Harding aceptó la dimisión de su astuto perro de presa y Hays marchó a su oficina
de Nueva York; una ciudad considerada «neutral», alejada de la carnalidad de
Hollywood, pero convenientemente cercana a los poderosos magnates del Cine.
En marzo de 1922, Hays se convirtió en el Zar de las Películas: le hicieron
presidente de la apresuradamente constituida Motion Pictures Producers and
Distributors of America Inc. En compañía de una compacta asamblea de Padres
Fundadores (Adolph Zukor, Marcus Loew, Carl Laemmle, William Fox, Samuel
Goldwyn, Lewis y Myron Selznick), convocó una conferencia de Prensa para
propagar a los cuatro vientos lo que a partir de ese instante sería el new look, la nueva
imagen de Hollywood. (Elinor Glyn predijo cínicamente: «Solo cambiará en aquello
que les dé más dinero, ya veréis»).
Los guardaespaldas de la moral en el cine comenzaron a proferir una sarta de
tonterías: «El poder del cine respecto a la moral y educación no tiene límite; por
tanto, su integridad debe ser protegida como hacemos con la de nuestros hijos en los
colegios; su calidad, desarrollada como la de nuestras instituciones escolares… Por

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encima de todo existe nuestro deber de cara
a la juventud. Hemos de tener presente esa
sagrada materia, la mente de un niño, un
campo limpio y virginal, una pizarra en
blanco. Nuestra postura tiene que ser de
idéntica responsabilidad, el mismo cuidado
que adoptaría el mejor de los sacerdotes, el
más inspirado educador de la juventud». A
medida que Hays iba recitando, los Padres
Fundadores de Cinelandia le apoyaban con
gestos, mostrando su asentimiento ante las
cámaras. La política ya había enseñado a
Hays todo lo que necesitaba saber acerca
de la hipocresía.
La oficina Hays publicó su primer
«manifiesto»: las películas iban a ser
Hollywood según el «Cinturón de la Biblia» purificadas. La inmoralidad en la pantalla
sería tijereteada: abajo la grosería, la ropa
interior, los besos lujuriosos, no más carnalidad; hacha para los que se atrevieran a
infringir estas normas fuera de la pantalla. La gente de cine tendría que obligarse a
observar una Cuaresma perpetua. Serían incluidas cláusulas moralistas en todos los
contratos, a fin de mantener incólume a la «Gente Dorada»; los astros se convertirían
poco menos que en curas y las estrellas en monjas. Los desobedientes serían
castigados severamente.
La «fiebre» Hays inundó las
administraciones. Pero los jefes supremos no
se hacían demasiadas ilusiones de que
dichas cláusulas morales fueran a alterar la
forma de vida de la colonia. Iniciaron
investigaciones secretas sobre todo bicho
viviente y lanzaron sobre Hollywood una
horda de detectives. Estos se valieron de los
mismos trucos de siempre, desde los
sirvientes bajo soborno, hasta las escuchas
telefónicas, sin olvidar a los especialistas en
espiar a través de ventanas abiertas. Cuando
las medidas dieron fruto, las oficinas
centrales se estremecieron. Aquello era peor,
mucho peor de lo que se habían imaginado. Hays según el New Yorker
Bajo la aprobación del Zar Hays, se recopiló un Libro Negro en el que se hallaban
incluidos un total de ciento diecisiete nombres de Hollywood considerados «no

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La «fiebre» Hays inundó las administraciones. Pero los jefes supremos no se hacían
demasiadas ilusiones de que dichas cláusulas morales fueran a alterar la forma de
vida de la colonia. Iniciaron investigaciones secretas sobre todo bicho viviente y
lanzaron sobre Hollywood una horda de detectives. Estos se valieron de los mismos
trucos de siempre, desde los sirvientes bajo soborno, hasta las escuchas telefónicas,
sin olvidar a los especialistas en espiar a través de ventanas abiertas. Cuando las
medidas dieron fruto, las oficinas centrales se estremecieron. Aquello era peor,
mucho peor de lo que se habían imaginado. Bajo la aprobación del Zar Hays, se
recopiló un Libro Negro en el que se hallaban incluidos un total de ciento diecisiete
nombres de Hollywood considerados «no recomendables» a causa de sus ya no muy
privadas costumbres.

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¿Se acabó la carnalidad?

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Ajeno a todo: el accidentado Wally Reid

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El encantador Wally

Cuando le mostraron a Adolph Zukor el Libro de los Malditos, el mandamás de la


Paramount tuvo motivos más que sobrados para alarmarse.
Encabezando la lista negra se encontraba el nombre de Wallace Reid, su astro más
taquillero. Zukor, cuyo estudio había tenido que apechugar con una sustanciosa
pérdida cuando a petición del respetable público, obligó a retirar de circulación todas
las cintas de Arbuckle y Mary Miles Minter, protestó amargamente al insinuársele la
conveniencia de que su actor más popular fuera prohibido: «Deberían ustedes saber
que lo que me piden es imposible. La medida nos reportaría una pérdida de dos
millones de dólares como mínimo; sería, simplemente un suicidio». Otros jefes de
estudio a quienes de momento no afectaba la lista negra sabían que había muchas
maneras de forzar la voluntad de alguien como Zukor, por muy poderoso que fuese, y
dejaron caer la píldora acerca de Reid en las eternamente ávidas rotativas. El
«Graphic» encabezó la campaña con este titular:
LOS ENGANCHADOS DE HOLLYWOOD

Se insinuaba que entre los adictos a la droga más prominentes de la colonia


fílmica figuraba un popularísimo astro de la Paramount. Estos rumores se
confirmaron de forma alarmante cuando Wally Reid, «el rey de la Paramount» fue
trasladado sin contemplaciones a un remoto sanatorio en marzo de 1922.
Los documentos para su internamiento habían sido rellenados y firmados por
Florence, la desgraciada esposa de Reid, a la sazón actriz secundaria de la Universal,
bajo el nombre artístico de Dorothy Davenport. Su superior, Carl «Papá» Laemmle,
entre otros, había aconsejado a Florence que la «cura» de Wally era cuestión de
máxima urgencia. Ella accedió de todo corazón y hasta Zukor, aun a su pesar,
concedió que era mejor mantener a Wally fuera de alcance. La Paramount puso en
circulación unos cuantos eufemismos sobre el «exceso de trabajo» de su actor, pero la
señora de Wallace Reid no tardó mucho en comunicar personalmente a la prensa que
su marido se hallaba sometido a una cura por adicción a la morfina.

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El «antro del vicio» de Wally: cocaína en la copa-trofeo

La sensacional noticia de que Wally Reid era drogadicto dejó sin aliento al
público norteamericano. Reid no solo era una popular estrella, sino el vivo exponente
del «Joven Ideal». De ojos azules y cabellos castaños, Wally era un jovial gigante de
1,90 de estatura, en posesión de un encanto que corría paralelo a su habilidad como
comediante, a su juventud y espléndida presencia. Ahora, su apodo, «el encantador
Wally» cobraba otro significado.
Bajo su nuevo papel de cirujano restaurador de imagen, Will Hays trató de parar
el golpe anunciando que «no se debía censurar, ni mucho menos evitar, al infortunado
señor Reid, sino tratarle como a una persona enferma».
Ciertamente como tal fue Wally Reid manipulado y puesto a buen recaudo. El
resto del año 1922 lo pasó dentro de una celda aislada en aquel sanatorio privado. La
súbita privación de su diaria dosis de morfina y el choque inesperado del
internamiento solo lograron desquiciarlo. Wally se vio obsesionado por la idea de
haber sido arrollado por un tren. No se equivocaba.

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Familia unida: Dorothy, Wally y los niños

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Mary Miles Minter sueña con su héroe: Wally Reid

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La Paramount lo había especializado en una serie de películas sobre el mundo del
motor: The Roaring Road, What’s your hurry?, Double Speed (que poco tenían de
recomendables, salvo la personalidad del astro situado tras el volante). Las había
rodado una tras otra sin interrupción, y pronto el cansancio dejó sentir su huella.
En 1920, cuando interpretaba Forever, a propuesta de un suave y caballeresco
compañero del equipo de Sennett, Wally probó su primera dosis de morfina para
combatir el cansancio y renovar las energías. Cuando la película se hallaba enlatada,
Wally ya se había enviciado. En su crepúsculo, cuando filmaba Clarence, tuvieron
que sostenerlo ante las cámaras para poder terminar el rodaje.
Wally falleció en su solitaria celda el 18 de
enero de 1923. Tenía treinta años. Entre la
colonia circuló el rumor de que lo habían
puesto «a dormir».
Tras la muerte, su esposa Florence se
apresuró a convocar una rueda de prensa.
Anunció que tenía la intención de vengar la
pérdida de su marido. Ella había denunciado a
la policía a los amigos de Wally, quienes (éstas
fueron sus palabras) «lo condujeron a una vida
en la que se mezclaban la bebida, la droga y la
corrupción». Se denominaban a sí mismos «los
golfos de Hollywood», pero Florence prefería
referirse a ellos como «bohemios». Wally se reunía con sus amigos bohemios para
beber, y pronto el hogar acabó convirtiéndose en una fonda. Llegaban en manadas a
cualquier hora, por intempestiva que fuese. Se quedaban y tomaban copas. Era una
fiesta detrás de otra, y de mal en peor. A esas alturas, Wally ya estaba minado. Y, para
colmo, lo que faltaba: morfina.
Florence aprovechó la conferencia de
prensa para dar la primicia de que su
próximo film sería Naufragio humano, con
un contenido argumental denunciatorio del
tráfico de drogas. Interpretaría esa película
para «poner en guardia a la juventud de la
nación», y al mismo tiempo la dedicaría a
la memoria de Wally. No mencionó para

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bajo control médico, naturalmente, habría podido salvarlo. Pero él se opuso».
En la subsiguiente campaña nacional de publicidad para alertar al público sobre
los peligros de la drogadicción y promocionar de paso Naufragio humano, Florence
figuró en los créditos del reparto como «Sra. de Wallace Reid».
Mary Pickford fue quien proporcionó a Wally su epitafio profesional: «Su muerte
es una gran tragedia. Porque yo sé que, de haber vivido, hubiera hecho lo imposible
por reparar todas sus faltas».

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Viuda profesional: La señora Wallace Reid, de viaje

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Corralito privado

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Baños de champagne

En 1923 Will Hays lanzó un comunicado augurando días más claros para Hollywood:
«Estamos allanando el camino para mejorar las cosas en el mundo del cine… pronto
existirá un Hollywood modelo… Abrigo la fe de que los desafortunados incidentes
recientes pronto serán solo un recuerdo…».
Estos piadosos pronunciamientos no disminuyeron el tono de las campañas
publicitarias de los exhibidores: películas como De mujer a mujer, Hombres y La
ventana de la alcoba, alardeaban de ofrecer un vistazo a «bellas jazz babies, baños de
champagne, banquetes de medianoche, fiestas hasta altas horas de la madrugada», así
como «escotes reveladores… besos castos… besos pasionales… vírgenes en busca
del placer, madres ávidas de sensaciones… La verdad audaz, desnuda, excitante».
Cuarenta millones de norteamericanos rendían semanalmente tributo en las taquillas a
lemas como «Toda la aventura, todo el romance, todas las sensaciones de las que Vd.
carece en su rutinaria existencia, las encontrará en las películas. Ellas le transportarán
a un nuevo mundo maravilloso, lejos de la cotidiana jaula en la que Vd. se encuentra.
Aunque solo sea por una tarde o una velada ¡evádase!». Las muchedumbres de los
años veinte estaban totalmente de acuerdo, pese a que, al final de cada film, Hays
plantara su mensaje moralizador.
Los Mandamientos del Zar fueron recibidos con desánimo por quienes creían de
buena fe en el cine como arte. Para éstos, el advenimiento del hombre de las grandes
tijeras y el cinturón bíblico era una verdadera catástrofe para el Séptimo Arte.
«Argumentos que se limitan a mostrar honestamente la realidad de la vida están
siendo barridos de las pantallas», señalaron con amargura, «mientras la escoria es
bendecida a cambio de que el final tenga una moraleja y el llamado sex-appeal sufra
una hipócrita reprimenda». (Se referían, claro, al chaquetero de Cecil B. De Mille).
La preocupación de Hays por la mente del niño, esa «pizarra en blanco», se
traducía en que el contenido de lo visible en pantalla se adaptara al nivel de una
criatura de diez años. Un anónimo descontento de Hollywood confeccionó un
chistoso foto-montaje en que se mostraba a Hays retozando como un bebé feliz con
su castillo de arena; circuló muchísimo en las fiestas, a las que él no asistía.

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¡A pasarlo bien!

Aunque el comportamiento en público se suavizó en cierto modo, los parties en la


colonia cinematográfica continuaban siendo tan alborotadores como siempre. Las
suites en los hoteles se habían desechado de mutuo acuerdo, por considerárselos poco
adecuados para las fuerzas de altos vuelos. La «Gente Dorada» poseía fastuosas villas
hispanomoriscas para sus expansiones privadas y se cuidaba bien de correr sus
brocadas cortinas y plantar guardas en las puertas de hierro forjado para eludir a los
reporteros o a posibles espías de sus Estudios. Tras estas medidas de seguridad, los
«dioses» ya podían soltarse el pelo.

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mercado propicio».
Aunque el diagnóstico del «Journal»
fuese correcto en cuanto al tráfico de
drogas, se equivocaba al asumir que las
gentes de cine encontraban dificultades
para conseguir alcohol. Cada estrella tenía
su propio proveedor, y escalar las colinas
de Hollywood con contrabando de este tipo
resultaba un pingüe negocio.

La colonia cinematográfica sació su sed durante la Prohibición, pero la mayoría


del alcohol ilícito que se consumía era de una calidad más que cuestionable. Art
Accord, la estrella caballista, llegó al extremo de suicidarse por las porquerías que
ingirió, y otra figura del western, Leo Maloney, fue prácticamente asesinado por el
mismo agente.

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La colonia cinematográfica sació su sed durante la Prohibición, pero la mayoría
del alcohol ilícito que se consumía era de una calidad más que cuestionable. Art
Accord, la estrella caballista, llegó al extremo de suicidarse por las porquerías que
ingirió, y otra figura del western, Leo Maloney, fue prácticamente asesinado por el
mismo agente.

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Barbara La Marr: …demasiado

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Heroínas heroinómanas

Tras el fallecimiento de Wally Reid, los consumidores de Hollywood no rompieron


con sus hábitos, pero aprendieron a usar la discreción.
Uno de los traficantes «clave» era un reposado y caballeresco actor a quien el
grupo Sennett apodaba «el conde». Él había sido quien se ofreciera a Wally Reid para
poner remedio a su resaca durante el rodaje de Forever y, asimismo, había iniciado en
la droga a Mabel Normand, Juanita Hansen, Barbara La Marr y Alma Rubens.
«La muchacha demasiado hermosa», Barbara La Marr, era la más rutilante e
incontinente adicta de Hollywood. Revoloteó picoteando en todas y cada una de las
distintas variedades de los narcóticos, hasta ingerir la sobredosis final, a los veintiséis
años, en 1926. Barbara guardaba la cocaína en una cajita dorada situada encima de su
piano de cola; su opio, con aromas de Benarés, era el de mayor calidad. Barbara, la
Bella del Sur, descubierta para la pantalla por Douglas Fairbanks en Los tres
mosqueteros, parecía haber adivinado que no permanecería mucho en este mundo.
Decidida a sacar a su vida el mayor partido posible, presumía de no malgastar más de
dos horas diarias en dormir: tenía «cosas más importantes que hacer». Sus amantes se
contaban por docenas («como si fueran rosas», decía ella), y durante su breve reinado
como estrella tuvo seis maridos.
Los títulos de películas que sentaban a la «Demasiado Bella» Barbara como anillo
al dedo, rezaban cual letanía como sigue: Almas en venta, Extraños de la noche, La
mariposa blanca. Su última personificación de mujer fatal, la hizo en El corazón de
una sirena. El suyo propio dejó de latir tras una dosis suicida. El Estudio achacó su
muerte a una dieta «demasiado rigurosa».
Tras Barbara La Marr, la sensible y dramática Alma Rubens perdió su «afianzada
posición en el escalafón de la fama» al zambullirse en el nocturno universo de los
narcóticos. La estrella de cabellos color ala de cuervo de La mestiza, El precio que
ella pagó y Teatro flotante se convirtió en una verdadera heroína de la heroína,
dedicando la mayor parte de su energía y fortuna a la obtención de drogas.
La dependencia de Alma no se hizo pública hasta un extraño incidente acaecido
en la tarde del 26 de enero de 1929 en Hollywood Boulevard. Aquel día la vieron
correr por la calle perseguida por dos hombres: «¡Me quieren secuestrar! ¡Me quieren
secuestrar!», gritaba, despojándose del sombrero y los guantes en su huida, y
tirándolos a la alcantarilla junto con su bolso.

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Alma Rubens: mucho dramatismo

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Corrió hasta una gasolinera para refugiarse entre los surtidores. Allí fue
acorralada por los dos hombres. Alma les agredió con un cuchillo que llevaba
escondido entre la ropa, apuñalando al más joven en la espalda. El encargado de la
estación se las compuso para arrebatarle el arma, mientras el hombre de más edad le
ataba los brazos tras la espalda. Sollozando, Alma fue conducida hasta una
ambulancia aparcada frente a su casa de Wilton Place.
Cuando el suceso apareció en la prensa, quedó de manifiesto que Alma Rubens
había apuñalado al conductor de la ambulancia y que el hombre mayor no era otro
que su médico de cabecera, el doctor E. W. Meyer. Alma había sido presa del pánico
al verles llegar a su casa para internarla en un sanatorio privado.
Tras unos meses de tratamiento en la clínica Alhambra, fue autorizada a regresar
a su hogar, bajo el cuidado de una enfermera. En abril de 1929 amenazó a su
guardiana con una navaja, siendo reducida tras un forcejeo. Alma fue trasladada al
departamento de psiquiatría del Hospital General de Los Ángeles y de allí pasó al del
Estado de California para enfermos mentales, en Patton, para una cura de seis meses.
Al abandonarlo, declaró: «Me siento de nuevo maravillosamente bien después de este
descanso. Voy a Nueva York y trataré de recomponer mi carrera empezando por el
teatro. Más adelante confío en regresar a Hollywood».
Las ilusiones de Alma de preparar su
retorno en Broadway no dieron el resultado
apetecido y durante su permanencia en
Nueva York inició los trámites de divorcio
de su tercer marido, el galán Ricardo
Cortez. Alma mantuvo su promesa y
regresó a Hollywood en 1931, pero nada
más llegar sintió deseos de visitar Aguas
Calientes al otro lado de la frontera
mexicana. Y allí se dirigió, conduciendo su
coche en compañía de Ruth Palmer, una
joven actriz que había traído consigo desde
Nueva York.
De vuelta a Hollywood hicieron un alto
en el Gran Hotel de San Diego, donde fue
arrestada el 6 de enero de 1931, acusada de hallarse en posesión de cuarenta ampollas
de morfina. El chivatazo provenía de Ruth Palmer, alarmada ante las explosiones de
violencia de Alma. La policía encontró las ampollas cosidas en el dobladillo de uno
de sus trajes. Cuando llegaron los gendarmes, Alma puso el grito en el cielo: «¡Me
han robado nueve mil dólares en joyas y esto es una emboscada! Vine a California
para volver a la pantalla… ¡y ahora tenía que sucederme esto!».
Tras el proceso, se diagnosticó que Alma estaba seriamente enferma y se la
autorizó a volver a su hogar, al lado de su

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madre y bajo permanente vigilancia médica.

Barbara La Marr

Alma Rubens, poco antes de su muerte

Comprendiendo que iba a morir, Alma telefoneó al «Examiner» de Los Ángeles


para ofrecer una postrera entrevista: «Me he sentido tan desdichada durante tanto
tiempo… Solo me dirigía a profesionales buscando aliviar mis penas. Me decían:
“Toma esto contra el dolor y te sentirás con fuerza para continuar”. Cuando me

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ofrecían ese terrible veneno, yo ignoraba de que se trataba. Fui de uno a otro. Uno de
ellos hasta se rió de mí cuando le confesé que me acobardaba la droga. Me dijo: “No
tengas miedo, una vez que te hayas recuperado no la volverás a necesitar”.
»Pero continuaron dándome más, y más. Mientras tuve dinero, podía pagarlas y
adquirirlas. Tenía miedo de contárselo a mi madre, a los amigos. Mi único deseo era
conseguir drogas y consumirlas en secreto. Ojalá hubiese podido arrodillarme ante la
policía o ante un juez y rogarles que endureciesen las leyes, para que sus propios
esbirros renunciasen a los asquerosos dólares que los traficantes les dan como precio
de la impunidad." El 22 de enero de 1931 Alma murió a los 33 años.
Otra heroína de la heroína fue una delicada
rubia, Juanita Hansen, «la chica Mack
Sennett» por antonomasia arrastrada a las
drogas junto con el elenco Keystone. El
Conde la había abordado en la mañana
tempranera de un lunes cuando ella se
hallaba aún bajo los efectos de un fin de
semana etílico. Usó su habitual carta de
presentación: «Encanto, ¿te sientes mal? Yo
puedo quitarte la resaquilla». La primera
dosis, faltaría más, era gratuita. La caída
era de cajón.
Bien pronto, Juanita pagaba setenta y
cinco pavos por una onza de lo que fuese.
Años más tarde recordaba en Los Ángeles
el encuentro con su camello: «Un
El regreso de Juanita Hansen
mercachifle, el mismo tipejo de aquel
infausto día, en el mismo lugar, y el que me había vendido el primer “ramillete” de
heroína. A partir de entonces fui una de sus mejores clientes. Él era un actor bastante
conocido, aunque no una estrella. Tomé una dosis allí mismo. Los médicos, el
hospital y los peligros a los que me exponía me traían sin cuidado. Lo único que
contaba era la heroína. Compré un buen repuesto». Así pudo el Conde añadir una
nueva luminaria al «Callejón de los Sabores».
Mientras Barbara La Marr y Alma Rubens habían conseguido de alguna forma
evadir la lista negra del Libro de los Malditos, que precedió a la muerte de Wallace
Reid, Juanita Hansen no fue tan afortunada. Su nombre fue encontrado en una carta
de cierto médico de Oakland, a quien ella había dirigido sus súplicas en busca de
tratamiento. Acto seguido, tras la muerte de Reid, Juanita fue arrestada y retenida en
prisión durante un período de setenta y dos horas, a fin de determinar si era o no
adicta. No lo era entonces, pero los titulares en primera plana acabaron con su
carrera. Juanita, la intrépida Reina de los Seriales y estrella de La ciudad perdida,
emprendió el camino hacia el olvido. Su «retorno» no fue en el lienzo de plata, sino

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dentro de la muy digna y responsable Fundación Juanita Hansen, cuya principal labor
era azuzar a los médicos para que declararan la guerra a la adicción «de la misma
forma que la cruzada contra la sífilis».

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Gloria Swanson, como una Reina

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Los Nuevos Dioses

A pesar de la cláusula relativa a la moral, que había sido añadida a los contratos, de
las advertencias de Hays y de las oficinas centrales, las jaranas en los círculos
privilegiados, haciendo caso omiso de los ejemplos de las estrellas caídas,
prosiguieron sin disminución durante los violentos años veinte.
Los Nuevos Dioses estaban decididos a vivir sus propias leyendas hasta el
máximo ¡y al infierno con los Hays y las Doñas Purezas de Norteamérica! Los
excesos de las estrellas eran alardes de desenfado y cinismo característicos de la
imberbe Era del Jazz. La amargura y la sordidez permanecían latentes, pero la actitud
general parecía resumirse en un simple «Bueno, ¿y qué?». Edna St. Vincent Millay
resumió en una sucinta guía las características que distinguían a la Gente Dorada.
Mi vela se quema por ambos extremos;
No durará toda la noche;
Pero ¡ay, amigos y adversarios míos,
si vierais qué luz tan bella!

«¡Ay, las juergas que nos corríamos!», recordaría, más adelante la Swanson. «En
aquellos tiempos, el público deseaba que viviésemos como reyes y reinas. Y así lo
hacíamos. ¿Por qué no? Estábamos enamorados de la Vida. Ganábamos más dinero
del que jamás hubiésemos soñado, y no había el menor motivo para pensar que
aquello pudiese tener fin».

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Barbara, «la demasiado hermosa»

Mientras sus adversarios la denostaban, la pandilla «in» de Hollywood se agitaba


en una atmósfera de lujo vertiginoso: oníricos castillos hispano-moriscos, Valentino,
edificado en lo alto de una colina, con sus suelos de mármol negro y el dormitorio de
igual color; la casa de Marion Davies en la playa de Santa Mónica, con cien
habitaciones, salón dorado, dos bares, pinturas de viejos maestros, su salita de
proyección y la amplia piscina a la que se accedía por un puente de mármol; el baño
romano en el living de Pola Negri, y la enorme tina empotrada de Barbara La Marr,
con sus grifos de oro, en el cuarto de aseo, todo él en ónix; Greenacres, de Harold
Lloyd, una fortaleza de cuarenta y una habitaciones, con fuentes que podían rivalizar
con las de Tivoli; el baño de oro macizo de Gloria Swanson en un marco de mármol
negro; el comedor de Tom Mix con su fuente reflejando los colores del arco iris; «La
Tentadora», goleta de John Gilbert, «El Vampiro», su motora, «La Harpía», su bote
de vela, «La Bruja», su chalupa, los sirvientes polacos y una orquesta particular de
balalaikas; el rincón chino de Clara Bow y los pomos de oro puro en las puertas de
Charles Ray.

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Harold Lloyd: «antro chino»

Si el McFarlan de color azul de Wally Reid jamás volvió a cruzar el Sunset, había
suficientes cacharros capaces de reemplazarlo: el rojo convertible Kissel de Clara
Bow, con su pareja de perritos chow haciendo juego; el Voisin de Valentino, hecho a
medida, con el tapón del radiador en forma de cobra, el Pierce-Arrow amarillo
canario de Mae Murray, o su más formal Rolls Royce con chófer uniformado; el
sedán púrpura de Olga Petrova; el Lancia enteramente tapizado en leopardo de Gloria
Swanson.

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Boda real de Mae Murray

En esa época, los boudoirs de Joseph Urban


estaban empapados en Shalimar, los modelos
parisinos de más de tres mil dólares duraban
lo que una noche de fiesta, el dinero entraba
por arrobas y se iba a puñados, el licor era
clandestino pero abundante, y cualquier
estrella podía comprar la llave que abría las
puertas de un paraíso artificial.
Los astros trabajaban duramente toda la
semana; a las diez de la noche solían irse a la
cama, prevenidos para la temprana llamada
mañanera. Los fines de semana, sin embargo,
eran desenfrenados. Como si cambiarse a
cada momento de traje durante toda la semana
bajo la potente luz de los focos no fuese
suficiente, el pasatiempo favorito lo
Zapatos, joyas y vestidos de la Swanson:
constituían las fiestas de disfraces.
gustos caros Fue
célebre el baile de máscaras organizado por
Marion Davies en 1926 en el gran salón del
Ambassador, transformado para la ocasión en
un suntuoso escenario hawaiano. Mary Pickford
llegó como Lillian Gish en La Bohème;
Douglas Fairbanks era Don Q., el hijo del
Zorro; Charles Chaplin, Napoleón; John Gilbert
se presentó como Red Grange, con atavío de
futbolista y peluca rojiza; Lillian Gish era una
heroína de Jane Austen; Bebe Daniels, una
Juana de Arco en lamé de plata; Elinor Glyn,
Catalina de Rusia; Marshall Neilan y Allan
Dwan eran los barbudos Hermanos Smith,
inventores de las pastillas contra la tos, mientras
que la propia Davies representaba a una beldad
del siglo XIX. (John Barrymore se presentó
como un vagabundo tan realista que le negaron la entrada).
Las estrellas llevaban la moda hasta el último extremo para cualquier aparición en
público: la Swanson encabezaba el desfile en la Alameda de las Plumas. Las facturas
anuales de Gloria podían desglosarse así: abrigos de pieles, 25.000 dólares; otros

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tapados, 10.000: vestidos, 50.000; medias, 9.000; zapatos, 5.000; ropa interior,
10.000; bolsos, 5.000; blusas, 5.000, y otros 6.000 para nubes de perfume.
En aquel tiempo la Swanson ganaba 900.000 dólares al año bajo contrato con la
Paramount.

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Chaplin en compañía de dos bellezas: Gloria Swanson y Marion Davies

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Las ninfas de Charlie

Mientras la de por sí exhibicionista Gente Dorada irrumpía en los estruendosos años


veinte a un ritmo frenético, había entre ella una pequeña y solitaria figura dedicada al
cine como arte. Este hombre era británico, y británico seguiría siendo.
Charles Spencer Chaplin asistía a los festejos que daban los demás (los de
disfraces, no los «escandalosos») pero nadie recordaba que él hubiese ofrecido uno
jamás.
Este obsesivo del trabajo bien hecho prefirió erigir su propio estudio en un terreno
que había adquirido en la esquina del Sunset Boulevard con La Brea, y se pasaba
meses enteros perfeccionando las tomas de sus películas. Chaplin no solía ir en pos
del escándalo; era éste quien lo buscaba. A partir de su meteórico ascenso a la fama
había sido objeto de todo tipo de especulaciones en la colonia fílmica. Algunas de
ellas estaban relacionadas con su probada avaricia, pero el tema más popular para el
cotilleo era el gancho que este hombrecillo tenía con las mujeres. Su nombre había
estado vinculado a los de Edna Purviance, Lila Lee, Josephine Dunn, Anna
Q. Nilson, Thelma Morgan Converse, May Collins, Claire Windsor, Clare Sheridan y
Pola Negri.
Una ninfa relevante en la vida de Charlie fue una de las mujeres más ricas del
mundo; la primera corista buscadora de oro procedente del elenco Ziegfeld, Peggy
Hopkins Joyce. Se había instalado confortablemente en Hollywood con tres millones
de dólares en su cuenta corriente (procedentes de las asignaciones de sus cinco
maridos) en el año 1922, repleto de escándalos, solo para comprobar por sí misma si
la tan mentada ciudad del pecado hacía honor a su reputación.
Peggy se plantó en Hollywood con un elegante vestido negro y un generoso
muestrario de esmeraldas y diamantes; cierto joven acababa de suicidarse en París
por su amor. El luto de ella se limitó únicamente al guardarropa y muy pronto se
encontró cenando con Charlie, tête à tête. Su forma de presentarse tuvo el mismo
candor que el de una corista: ¿«Es cierto, Charlie, lo que afirman todas las chicas, que
estás mejor dotado que un semental»?.
La gran rubia y el pequeño cómico se apresuraron a gozar de un veraneo
anticipado en la Isla Catalina. Como coartada para este idilio, Chaplin aprovechó para
localizar los exteriores de Napoleón, su proyecto más inminente.
Peggy y Charlie encontraron una discreta ensenada en la parte más solitaria de la
isla, desde donde podían hacer excursiones y practicar el nudismo sin ser observados;
al menos eso imaginaban. La presencia de las dos celebridades en la islita no había
pasado sin embargo inadvertida, y algunos de los más curiosos nativos de Catalina
escalaron las montañas que dominaban la bahía equipados con potentes binoculares.
Al poco tiempo, las cabras salvajes oriundas de Catalina eran apodadas «Charlies».

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En el transcurso de su breve, pero intensa amistad, Peggy obsequió a Charlie con
el relato de su vida de «buscadora de oro». Él hizo buen uso de estas anécdotas, y

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algunos incidentes de la temprana carrera de la Hopkins-Joyce le aportaron la
necesaria inspiración para su film Una mujer de París.
Las «mujercitas» en la carrera hollywoodense
de Charlie establecieron su reputación como
«gallo de corral». La primera ninfa fue la rubia
y menuda Mildred Harris, que solo contaba
catorce años cuando encontró a Charlie en una
inocente fiesta playera en Santa Mónica.
Cuando Chaplin la pidió en matrimonio, ella
tenía solamente dieciséis años. Charlie había
sido debidamente informado de su estado de
embarazo, y el casamiento parecía ser la forma
más deportiva de encarar la cosa.
Solo habían transcurrido cuarenta y ocho
horas tras la ceremonia, cuando el jefazo de un
Estudio recién surgido, un ex-chatarrero
llamado Louis Mayer, ofreció a Mildred un
contrato. Ella lo firmó. Mildred poseía un rostro
agradable, pero no era actriz. Sin embargo a
Mildred Harris, la cándida
Mayer le pareció rentable lanzarla como
«señora de Charlie Chaplin».
Este contrato disgustó a Chaplin, que no había
sido consultado. Mayer anunció a bombo y
platillo que el primer vehículo estelar para Mrs.
Chaplin (Mildred Harris) sería una saga sobre
incompatibilidades domésticas titulada El sexo
débil.
Como pareja artística, Charlie, de
veintinueve años, y Mildred, de dieciséis, no
funcionaron demasiado bien.
Chaplin le confió a Fairbanks que su
jovencísima esposa no era precisamente un peso
pesado mental. Una ráfaga de tragedia se filtró
cuando Mildred escapó de la muerte por pelos al
dar a luz; el bebé, un niño, resultó un ente
deforme que solo sobrevivió tres días. Fue
enterrado en el Hollywood Memorial Park bajo
una losa en la que se leía «El Ratoncito» y sobre
Peggy Hopkins Joyce, la experta
cuyo dibujo el especialista había fijado una
encantadora sonrisa. La criatura no había sonreído jamás.

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Charlie: le gustan las mujeres

Al lanzar Mayer una campaña de publicidad


basada en la «famosa esposa del
comediante», el matrimonio Charlie-Mildred
hizo aguas y comenzaron a recriminarse
mutuamente (ella le acusaba de crueldad, él
alegaba infidelidad) en todos los titulares de
la nación. Chaplin era lo bastante discreto
como para atraer la atención sobre sus fugas
del lecho conyugal (a menudo solía pasar la
noche en compañía de Nazimova, la «Mujer
de los Mil Caprichos» de la Metro). Charlie
estaba indignado con la desaprensiva
explotación de su nombre para promocionar
las películas de Mildred, la segunda de las
cuales no era más que una barata imitación
de Mary Pickford titulada Polly, la del País
Amigas y rivales: Pola y Nazimova
de las Tormentas.

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Dado el carácter y el temperamento de Charlie,
era evidente que la chispa no tardaría en saltar.
El 8 de abril de 1920 tuvo lugar un encuentro
fortuito en el atestado comedor del concurrido
Hotel Alexandria. Sentados en mesas diferentes
pero una en frente de la otra, Chaplin acusó a
Mayer de envalentonar a Mildred respecto de los
preliminares del divorcio. Cuando Mayer se
levantó para dirigirse majestuosamente hacia el
vestíbulo, Chaplin le siguió. Mayer se volvió y le
gritó «¡Pervertido asqueroso!».
Chaplin le retó a que se despojase de sus
gafas, a lo que Mayer respondió quitándoselas
con su mano izquierda y noqueando a Charlie con
la derecha. Un atento Jack Pickford levantó a
Charlie del macetón con palmera en donde había
aterrizado y se lo llevó chorreando sangre. Mayer, Natacha Nazimova
que en sus difíciles años de chatarrero de New Brunswick había aprendido a
sacudirse a sus adversarios, le miró desdeñoso al verle partir: «Solo hice lo que
cualquier hombre hubiera hecho».

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Mayer de MGM: gruñidos y puñetazos

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Chaplin y Lita: esposa adolescente

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Lolita

Y llegamos al modelo original, la más legendaria de las ninfas: Lolita.


¿Quién era Lolita? Había nacido en Hollywood, de madre mexicana y padre
norteamericano con ascendencia irlandesa, el 15 de abril de 1908. Su nombre de pila
era Lillita McMurray. Se había criado en el sector pobre del Sunset, no muy lejos del
Estudio de Chaplin, en un cuchitril de alquiler muy bajo. Descarada, aunque no
inteligente, con un óvalo ancho y frente estrecha, no fue ninguna lumbrera en la
escuela.
Cuando Chaplin puso sus ojos por primera vez en Lolita, ella tenía siete abriles.
El año era 1915; el lugar, un conocido salón de té frecuentado por la gente de cine, la
posada Kitty’s Come-On, donde la señora McMurray (Nana) trabajaba como
camarera. La pequeña Lolita atrajo la atención de Charlie (ella sabía perfectamente
quién era él), allí, de pie; mirándole. Lo que Charlie vio fue una pequeña, vestida un
tanto frívolamente, en posesión de un par de ojos descarados. Él, improvisando una
pequeña y divertida pantomima, le hizo señas para que se acercara, le preguntó su
nombre, y pronto ambos se encontraron compartiendo pasteles y té servidos por una
vigilante camarera: Nana.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando Lolita ya actuaba como extra
infantil y aparecía como el angelito flirteador en la secuencia «celestial» de El Chico,
y más tarde como la virgen de La clase ociosa. Chaplin la ayudó mucho
concediéndole papelitos sin frase. Con la llegada de los cheques endosados a nombre
de su pequeña, la señora McMurray pudo renunciar a la tarea de servir mesas,
dedicando todo su tiempo a la «educación» de su hija. Nana, semestre a semestre,
solo se preocupó de enseñar a su retoño una asignatura: cómo casarse con un
millonario.
Lolita, a los doce, trece, catorce, quince añitos, y Chaplin, el gallo del corral, el
halcón de presa, nunca demasiado lejos, observando a distancia cómo florecía el
capullo. Y bien, Lolita se había desarrollado lo suficiente como para convertirse en
una primera dama.
Chaplin se encontraba en los preparativos de La quimera del oro. ¿No era Lolita
ideal para el personaje de la muchacha del salón de baile? Así lo creyó Chaplin;
alborozadamente la señora McMurray coincidió. En marzo de 1924, Lolita firmaba el
contrato brincando arriba y abajo y musitando alegremente: «¡Qué bien! ¡Qué bien!»,
mientras una complacida Nana la contemplaba. Ella comprendía que su hijita era
menor de edad, pero no demasiado para no retozar por ahí con quien estaba
instruyéndola en el arte interpretativo. (Lolita había sido ya sobradamente
aleccionada por Nana sobre el personaje que debería interpretar para Chaplin).

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Con tan devota mamá a sus espaldas, Lolita, a los dieciséis años, se convirtió de
la noche a la mañana en estrella de los Estudios Charlie Chaplin; su nombre fue
colocado en la puerta del camerino que antes perteneciera a Edna Purviance,
redecorado ahora al gusto de Nana.
Siguiendo una respetada tradición fílmica, su nombre había sido alterado y, a
partir de ahora, Lolita pasaba a ser Lita, y el McMurray se convirtió en Grey (Gris era
el color y el nombre del gatito de angora que Chaplin había regalado a su jovencísima
estrella-querida, pues en amantes se habían convertido hacía escaso tiempo). El gatito
acompañaba a Lita al Estudio Chaplin, como lo hacía la ambiciosa mamá, que jamás
perdía comba.
La prensa ensalzaba hasta las nubes la aparición de la nueva luminaria, por su
belleza, talento y «aristocráticas raíces hispánicas», y, cuando llegó el turno de que
La quimera del oro comenzase su singladura ante las cámaras, previamente Chaplin
había rodado ya millares de metros de Lita en la sala de baile. Fue un trabajo muy
arduo. Porque, a pesar de la obstinación de Charlie, ella no solo no se dejaba manejar,
sino que además era muy difícil de fotografiar. Lo que Charlie creía ver en ella, un
cierto encanto infantil, parecía evaporarse bajo los cegadores focos, y los trucos del
director no servían de nada para devolvérselo. Chaplin comenzó a pensar que la
aleteante presencia de la madre de la artista, Nana, hacía imposible que su capullo
floreciera.
Entonces, cierto monótono día, en el decorado de la atiborrada sala de baile, bajo
los reflectores, mientras Lita trataba por enésima vez de sacar adelante su tango, se
llevó las manos al estómago y soltó un grito. De esta forma, los equipos técnico y
artístico de La quimera del oro, incluyendo a su realizador, fueron informados de que
se hallaba encinta.
En lo que se refiere a la señora McMurray, siempre a prudente distancia, el feliz
acontecimiento se había anticipado. De modo que aquello le dio pie para montar su
número, invocar a todos los santos españoles e incluso fingir un desmayo.
Las cosas marchaban de acuerdo con su plan: había llegado el momento de que el
tío Edwin McMurray (por casualidad abogado de profesión) se entrevistase con
Chaplin y le recordara que el sexo prematrimonial con una menor de edad era, según
los estatutos, equivalente a la violación.
El subsiguiente matrimonio forzoso, consumado el 24 de noviembre de 1924,
alimentó a los titulares bajo la definición de «escándalo anual de Hollywood». Aquél
fue el bautismo de fuego de Chaplin. Él trató de evitar el tumulto, pero cincuenta
reporteros salieron en estampida tras la pareja cuando atravesaban la frontera de
México en pos de una anónima y rápida ceremonia. En lugar de ello, se vieron
obligados a practicar el juego del escondite en medio de una polvorienta ola de calor
y con la amenaza de una fastidiosa horda de periodistas.
No había un solo lugar donde esconderse en la andrajosa ciudad de Empalme
(Estado de Sonora) cuando en el recinto del Juez de Paz efectuaron su entrada Charlie

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Chaplin, de treinta y cinco años, y su embarazadísima novia de dieciséis, con todo el
mundo pendiente de ellos. La madre y el tío de Lita también estaban presentes… para
asegurarse de que el novio no pusiera pies en polvorosa. Lo que se dice toda una
historia.
Los reporteros dieron fe de que, mientras los recién desposados trataban de
abrirse paso a través de la nube de reporteros, Chaplin estaba lívido. Desviando las
preguntas impertinentes con su mejor sonrisa, alcanzó su limusina e inició la huida
dejando a los perros de presa mordiendo el polvo. Mientras el novio y su ninfa
atravesaban la frontera, un escritor de la plantilla de Hearst, telefoneaba su exclusiva
sobre la cacería de la boda a través de las llanuras.

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Lita con sus hijos

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A su regreso a Los Ángeles, se pudo escuchar a Chaplin, que se había sumado a
un grupo de amigos presentes en el tren donde pasaba su luna de miel, hacer este
comentario: «Bien, muchachos, esto es mejor que estar en la cárcel, pero no durará».
Cuando los titulares en primera página sobre Charlie y su niña-novia se
esparcieron por toda la nación, Lita Grey, que llevaba alas en su corta intervención en
El Chico y había rodado miles de metros inservibles a La quimera del oro, era ya tan
conocida como cualquier estrella de Hollywood. Pero, a partir de su encinto
matrimonio, hubo de «retirarse de la pantalla».
El alejamiento iba a brindarles, a Lita y al resto del clan de los McMurray, ciertas
compensaciones. Nana trabajaba en la sombra para asegurarse de que la carrera
cinematográfica a la que su pequeña había renunciado fuera reemplazada por algo
más sólido. Ella y tío Ed calculaban que Chaplin poseía bienes por valor de dieciséis
millones de dólares.

Chaplin en La clase ociosa: extras caros, la señorita McMurray y Lita de sirvientas

A su regreso a la mansión de cuarenta habitaciones en Beverly Hills, los recién


casados fueron escoltados hasta el porche por Nana. Y como si encarnara una
pesadilla, la suegra, señora McMurray, invitándose a sí misma, se instaló
cómodamente en la casa… durante dos atormentadores años (la mamá política
esgrimió como pretexto que Lita era una «criatura» incapaz de lidiar con todas las
facetas de un hogar).

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Los periódicos dieron cuenta del nacimiento de un
niño, Charles Spencer Chaplin hijo, el 28 de junio
de 1925, siete meses después del casamiento. Un
segundo vástago, Sydney Earle Chaplin, vio la luz
por primera vez el 30 de marzo de 1926, justo
nueve meses y dos días más tarde. Para entonces,
Chaplin ya no era dueño de su hogar. El clan
McMurray, de Beverly Hills, había tomado
posesión de la casa y el denominador común eran
unas enormes y alborotadoras fiestas (con
bebidas). En la noche del 1 de diciembre de 1926,
Charlie que regresaba al hogar tras un difícil día de
rodaje de El circo, se encontró con que otra carpa,
pero de borrachos, se había adueñado de su
refugio. Tuvo lugar la inevitable explosión y, tras
un intercambio de palabras airadas, Lita empacó a
sus nenes y se marchó seguida por el clan
McMurray y su escolta de invitados ebrios.
Para cuando Lita hizo la petición de divorcio el 10 de enero de 1927, el diabólico
plan urdido por la madre y la hija para sacar tajada de Chaplin y de su dinero se había
debilitado y era demasiado tarde. El dúo dinámico renunció a los derechos sobre su
presa por un precio: un millón limpio.
Durante los dos años de matrimonio infernal, la pequeña Lolita se había
metarfoseado en una feroz Jantipa, siempre bajo la dirección de Nana. Cada
movimiento de Chaplin en la casa, cada salida y entrada que oliese a pecadillo, cada
observación liberal o sugerencia íntima, compartidas con su esposa en el tálamo, eran
transmitidas de hija a madre y anotadas por ésta en su Gran Libro Mayor. Entonces
Nana llevaba la evidencia a tío Ed, el abogado de la familia.
Cuando Chaplin se evadió, interrumpiendo su trabajo en El circo para refugiarse
en el hogar de Nathan Burkan, su asesor en Nueva York, todas sus propiedades
fueron embargadas por el equipo legal que encabezaba el tío Ed. Chaplin sufrió una
depresión nerviosa y fue tratado en casa de Burkan por el doctor Gustav Tiek, un
eminente especialista en tales desequilibrios. Vuelto a su estado normal, Chaplin
creyó desfallecer al enterarse de que todo el país estaba virtualmente inundado de
maliciosos artículos inspirados en sus dos años de matrimonio infernal.
Cuarenta y dos páginas impresas en forma de panfletos bajo el título de Las
quejas de Lita Grey, fiel transcripción de las causas por las que Lita solicitaba el
divorcio, mantuvieron en vilo a todos los pazguatos del país y, de paso, se vendieron
miles de copias a razón de un cuarto de dólar semanales.

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El clan McMurray: haciendo cálculos

Según las Quejas, desde el primer momento de intimidad, «el Demandado jamás
había sostenido relaciones matrimoniales con la Demandante en la forma
acostumbrada entre marido y mujer». (Lo cual lleva a preguntarse cómo se las había
arreglado ella para concebir).
Casualmente había entre los textos un término latino, fellatio, que indujo a un
buen número de jovencitas a indagar en los diccionarios. Al parecer, a la señora de
Chaplin no le gustaba perpetrar este acto «anormal, contranatura, perverso,
degenerado e indecente» (tal como fue descrito por los abogados de Lita), pese a que
Chaplin la animaba con un «relájate querida, todos los casados lo hacen».
Durante los trámites del divorcio, los dos nenes fueron zarandeados ante el juez y
los fotógrafos en una conmovedora demostración de amor maternal. Los agravantes
en contra de Chaplin enumerados en las Quejas podían resumirse en cinco apartados
básicos:

1. La Demandante había sido seducida por el Demandado.


2. El Demandado no consintió en casarse con la Demandada hasta ser
apremiado y forzado a hacerlo y, siempre, reservándose la opción de
divorciarse.

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3. El Demandado había solicitado de la Demandante que se sometiese a un
aborto nada más confirmarse su condición de embarazada.
4. Para precipitar el divorcio, el Demandante sometió a la Demandada a un
calculador plan de cruel e inhumano tratamiento.
5. Las pruebas de estas acusaciones están suficientemente comprobadas por la
inmoralidad de la conversación cotidiana de Charles Chaplin, así como por
sus teorías relativas a las cuestiones más sagradas, a las que él no concedía el
menor respeto.

Para ilustrar la acusación número 5, Lita citó numerosas conversaciones en las cuales
Chaplin se expresaba frívolamente sobre la institución matrimonial y la legislatura
sobre el sexo en el Estado de California. En sus persistentes esfuerzos por «rebajar y
corromper sus impulsos morales, por aniquilar su código de decencia», Chaplin
incluso leía a Lita trozos de un libro tan «depravado» como El amante de Lady
Chatterley de D. H. Lawrence.
Otra tentativa de educar a la esposa, resultó igualmente denigrante:
«Por ejemplo, cuatro meses antes de la separación entre el Demandado y la
Demandante, el Demandado sugirió que una jovencita con una reputación basada en
la práctica de actos de perversión sexual, pasara la noche en el hogar. El Demandado
le dijo a la Demandante que entre los tres podrían pasar juntos un rato estupendo».
Lita dijo que, al rechazar ella tal proposición, Chaplin, exasperado le había gritado:
«¡Uno de estos días vas a colmar mi paciencia y soy capaz de matarte!».
Por su parte, Chaplin hizo las siguientes declaraciones
a la prensa: «Me casé con Lita Grey porque la amaba,
y cuanto peor se portaba conmigo, al igual que tantos
otros tontos, más la quería. Me temo que todavía la
amo. Me aturdió y estuve al borde del suicidio el día
en que me dijo que ya no me quería, pero que
deberíamos casarnos. La madre de Lita sugería
constantemente que nos desposáramos; yo le
contestaba que estaba dispuesto, a condición de que
pudiésemos tener hijos, pues me consideraba estéril.
Era su madre quien, continua y deliberadamente, ponía
a Lita en mi sendero, alentando nuestras relaciones».
La reacción de la prensa no fue enteramente
contraria a Chaplin. H. L. Mencken comentó en el
«Baltimore Sun»: «Los chaqueteros que hace seis
semanas se deshacían con Chaplin ahora se disponen a
bailar alrededor de la pira mientras él se quema; el
artista está aprendiendo algo sobre la psicología de las masas… De un juicio público,

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los Estados Unidos de América…».
La pandilla de Lita se apercibió de un giro en la tormenta a favor de Chaplin, de
modo que decidieron jugar la última baza. Amenazaron con desnudar en el Tribunal a
«cinco primerísimas figuras cinematográficas» con quienes Charles, durante su
matrimonio, había mantenido relaciones íntimas.
Aquello precipitó el desenlace. Para evitar que los nombres de esas actrices
fueran involucrados en el caso (particularmente el de Marion Davies, que había
ofrecido refugio a Chaplin en su casa de la playa durante numerosas noches, cuando
las cosas se ponían feas en el hogar), Chaplin capituló. Se llegó a un acuerdo en
dinero contante y sonante, y Lita cambió sus sensacionales «quejas» por una simple
acusación de crueldad mental.
El 22 de agosto de 1927, tras una actuación de veinte minutos en el estrado, Lita
era recompensada con seiscientos veintiocho mil dólares, y un vacilante Chaplin
regresaba a Hollywood para reanudar su labor en El circo, interrumpida durante un
año a causa del litigio. Estaba nuevamente soltero, pero había llegado a convertirse en
un amargado payaso que confesaría a Rollie Totheroh, su operador: «Todo lo que he
tenido que pasar me ha envejecido diez años».
Para retomar su personaje, Chaplin se vio obligado a teñir de oscuro sus cabellos;
como el superviviente del Maelstrom, su encuentro con Lilith-Lita le había hecho
encanecer.
Por lo demás, solo fue una consecuencia lógica que Lita se repartiese el botín con
la directora del espectáculo: Nana.

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Chaplin: testigo malhumorado

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A bordo del «Oneida», Marion Davies da la bienvenida a Tom Ince

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El coche fúnebre de William Randolph

El mismo mes del desastroso casamiento de Chaplin con Lita Grey, Hollywood se vio
amenazado por otro leve desastre. También éste involucraba íntimamente al bueno de
Charles, si bien acompañado de un nutrido reparto estelar. El nuevo caso hubiese
triplicado la tirada de cualquier periódico, pero solo una línea dio cuenta de él:
DISPARAN CONTRA PRODUCTOR DE CINE EN EL YATE DE HEARST. El artículo, aparecido en
el «Times» de Los Ángeles, fue eliminado en tiradas posteriores. Se estaba
produciendo un gigantesco enjuague.
William Randolph Hearst, lúgubre Señor de la Prensa, estaba entre bambalinas.
Era tan temido, que ni siquiera sus competidores se atrevían a enfrentarse
abiertamente con el formidable W. R. Pese a que su asociación con Marion Davies
era notoria, jamás sus nombres aparecían reunidos públicamente en los periódicos. La
fortuna de Hearst, de cuatrocientos millones de dólares, era como una mina de plata
que él manejaba a nivel de coloso. La Prensa había oído rumores acerca de algunos
periodistas que habían sido marginados de cualquier posible empleo después de
haberle disgustado. Aunque comentarios de su liaison habían aparecido
frecuentemente en la prensa amarilla, en esta ocasión se decidió hacer la vista gorda.
Hearst había fundado la Cosmopolitan Productions, para mayor gloria de Marion
Davies, en un supremo alarde de egolatría. Su cadena de diarios y revistas la
proclamaban incesantemente como el mayor milagro surgido en el mundo del cine;
un inmenso mausoleo georgiano había sido erigido por la varita mágica de Willie en
la playa de Santa Mónica para albergar a su atractiva querida. Los parties de Marion
en su casa de la playa eran los más extravagantes que la colonia fílmica jamás hubiera
presenciado; la Gente Dorada se deshacía ante la oportunidad de tener acceso a los
Hearst y concedía a Marion una excelente puntuación como anfitriona, aunque, en
privado, nada más volver ella la espalda, se mofaran de sus intentos histriónicos en la
pantalla.
Para renovar la diversión, Hearst había hecho traer desde el Canal de Panamá al
Oneida, su yate de 60 m (palacio flotante que había pertenecido al Kaiser), y lo
mantenía anclado en San Pedro. Las invitaciones para las fiestas íntimas a bordo del
barco eran todavía más codiciadas que las de la casa de la playa.
La crema de Hollywood recibió la invitación de Hearst para participar en una
travesía del Oneida a partir del 15 de noviembre de 1924, incluida una excursión a
San Diego. El pretexto era la celebración del cuarenta y tres cumpleaños de Thomas
H. Ince, pionero realizador-productor y padre del western. Hearst se encontraba a
mitad de las negociaciones con Ince para utilizar su Estudio en Culver City como
base de los futuros proyectos de la Cosmopolitan.

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Entre la quincena de elegidos figuraban algunos amigos de Ince, como su
administrador y consejero George H. Thomas y su amante, la actriz Margaret
Livingstone (su esposa Nell no estaba invitada, por supuesto). Otros huéspedes eran
la autora inglesa Elinor Glyn; las actrices Aileen Pringle, Seena Owen y Julanna
Johnston; el doctor Daniel Carson Goodman, jefe de ejecutivos de la Cosmopolitan;
Joseph Willicombe, secretario de Hearst; el editor Frank Barham y su esposa; Ethel,
Reine y Pepi, respectivamente hermanas y sobrina de Marion.

Marion Davies en una producción Hearst: The Red Mill

Marion Davies fue recogida en el plató de Zander the Great por otros dos
invitados, Charlie Chaplin y una periodista de Nueva York, especializada en cine,
Louella O. Parsons, por primera vez de visita en Hollywood. Los tres juntos hicieron
el viaje por carretera hasta San Pedro.
El Oneida se hizo a la mar con su cargamento de celebridades, una banda de jazz,
una buena provisión de champagne de inmejorable y rancia cosecha, y Marion (de
veintisiete años) y su Papaíto (de sesenta y dos) como anfitriones. El patrón, Hearst,
señaló una ruta hacia el Sur, dejando atrás Catalina y navegando hacia San Diego y
Baja.

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Tom Ince perdió el barco. Obligado a presidir el estreno de su última producción,
The Mirage, resolvió tomar el último tren a San Diego, donde subiría a bordo del
Oneida cuando éste atracara.
Se cuenta que el festejo de cumpleaños en cubierta fue divertidísimo… hasta
cierto punto. Más allá de ese punto, el Oneida se hizo a la mar hacia un banco de
niebla de confusas historias.
La versión oficial, emitida por la Casa Hearst, no podía ser más sencilla: el
infortunado Tom Ince, indigestado merced a la generosa y «hearstiana» hospitalidad,
había fallecido en el transcurso de su «escorpionesca» fiesta de cumpleaños.
La primera reseña aparecida en las publicaciones de la Cadena Hearst era una
engañifa sin ton ni son.
UN COCHE ESPECIAL TRASLADA A CASA
A UN HERIDO DESDE EL RANCHO

«Ince, en unión de Nell, su esposa, y sus dos hijos, se hallaba visitando a William Randolph Hearst en el
Rancho de éste, días antes de sobrevenirle el ataque. Cuando, súbitamente, la enfermedad se abatió sobre el
magnate, éste fue trasladado inconsciente a un coche especial, atendido por dos especialistas y tres
enfermeras, y conducido con toda celeridad a su hogar. Su esposa, hijos y hermanos Ralph y John se
encontraban a su lado al sobrevenir el desenlace».

Desgraciadamente para Hearst, existían testigos que habían visto a Ince abordar el
yate en San Diego. Y, para colmo de infortunios, Kono, el secretario de Chaplin, se
había dado perfecta cuenta, cuando el productor era desembarcado del Oneida, de
que en la cabeza de Ince había un agujero de bala. ¿Indigestión aguda?
Hearst guardaba en el yate un revólver todo incrustado en diamantes, un objeto un
tanto chocante teniendo en cuenta que públicamente se consideraba al millonario
como un anti-viviseccionista. Si nos atenemos a John Tebbel, Hearst era un tirador
más que experto: «Le divertía sorprender a los invitados en el Oneida abatiendo de
un solo disparo a una inocente gaviota».
Hearst era extraordinariamente celoso de las atenciones de otros hombres con
Marion; tenía sabuesos que ya le habían informado de los devaneos de la Davies con
Chaplin durante sus ausencias. De hecho, Chaplin había sido incluido en la relación
de invitados para que Hearst pudiera comprobar personalmente su comportamiento
con Marion.
Chaplin tal vez sintiera ciertos escrúpulos antes de unirse a la expedición, pero
decidió que lo mejor era representar una buena farsa. Y dejó en puerto a su
embarazadísima novia, Lita.
Se cree que durante la fiesta de cumpleaños, Hearst se percató de que Marion y
Chaplin se habían escabullido juntos, descubriéndolos in fraganti en la cubierta
inferior. En su famoso tartamudeo, Marion dejó escapar un profético grito: «C-c-c-
crimen» que arremolinó rápidamente a todo el personal, mientras Hearst corría en
busca de su revólver. En el maremágnum fue Ince, y no Chaplin, quien cayó abatido,
con un proyectil alojado en el cerebro.

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El 21 de noviembre se celebró el funeral de Ince en Hollywood, al que asistieron
su familia, Marion Davies, Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y Harold Lloyd.
Hearst, obviamente, no acudió. El cadáver fue inmediatamente incinerado.
Fue notable que no se hubiese celebrado
encuesta oficial alguna sobre la muerte de Tom
Ince. Ante la «evidencia» reducida a cenizas,
Hearst creía tener en sus manos el control de la
fea situación.
Claro que no contaba con las habladurías de
la Meca. A pesar de que todos los pasajeros del
Oneida, invitados y tripulación, hubieran jurado
mantener el secreto, persistentes rumores
ligaban a Hearst con la muerte de Ince. ¿Un
nuevo caso de hombre rico impune tras cometer
un asesinato?
Finalmente, los rumores precipitaron a
Chester Kemply, fiscal del distrito de San
Diego, a realizar una investigación. Por
chocante que parezca, entre todos los invitados
y la tripulación a bordo del Oneida, solo fue
Aileen Pringle: testigo muda
llamado a declarar el doctor Daniel Carson
Goodman, que era un empleado de Hearst. Esta fue su versión:
«El sábado 15 de noviembre, subí al Oneida, propiedad de la International Films Corporation, donde iba a
celebrarse una fiesta camino de San Diego. El señor Ince debía estar presente, pero no pudo presentarse el
sábado alegando que tenía trabajo, aunque se reuniría con nosotros el domingo por la mañana.
»Cuando subió a bordo, se quejaba de estar fatigado. Durante la jornada Ince discutió los detalles de un
acuerdo que acababa de tomar con International Films Corporation para producir películas conjuntamente.
Ince parecía no encontrarse mal. Cenó bien y se retiró temprano. A la mañana siguiente, él y yo nos
levantamos antes que todos los demás invitados para regresar a Los Ángeles. Ince afirmaba que durante la
noche había tenido una mala digestión, de la que aún se resentía. En el trayecto hasta la estación volvió a
quejarse, pero ahora de que le dolía el corazón. Nada más subir al tren, le dio un ataque en Del Mar. Pensé
que lo mejor era descender e insistí para que se tomara un descanso en un hotel. Telefoneé a la señora Ince y
le dije que su marido no se encontraba bien. Llamé a un médico y permanecí a su lado hasta bien entrada la
tarde. Entonces, continué viaje a Los Ángeles. El señor Ince me contó que ya anteriormente había padecido
ataques similares pero que no habían desembocado en nada serio. No mostraba señales de haber ingerido
licores de ningún tipo. Mis conocimientos como médico me autorizaron a diagnosticar que era un caso de
indigestión aguda».

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Tom Ince: tragedia en el mar

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El fiscal del distrito de San Diego despachó el caso con estas palabras:
«Inicié esta investigación ateniéndome a los muchos rumores que habían llegado a mi despacho en
relación con el deceso. Los he estado sopesando hasta hoy mismo para poder pronunciarme definitivamente.
No se realizarán más indagaciones sobre esas historias de francachelas alcohólicas a bordo. De hacerlas,
tendrán que remitirse al condado de Los Ángeles, de donde se supone procedía el licor. Gentes interesadas
por la súbita muerte de Ince se han dirigido a mí pidiendo una investigación, y solo para satisfacerles me
decidí a iniciarla. Pero después de interrogar al médico y a la enfermera que atendieron en Del Mar al señor
Ince, doy por válido que la causa de su fallecimiento se debió a hechos naturales».

Semejante manera de zanjar el asunto no dejó nada satisfecho al editorialista del


«Long Beach News»:
«Aun a riesgo de perder su reputación de profeta, este escritor se atreve a predecir que algún día será
esclarecido un aromático escándalo ocurrido en la capital del cine. No es la primera vez que las altas esferas
fílmicas son salpicadas por acontecimientos parecidos. Se habla de muertes violentas o por causas
desconocidas que jamás fueron probadas. Si existe algún fundamento para achacar la muerte de Thomas Ince
a causas no precisamente naturales, debería iniciarse una investigación, en justicia no solo hacia el público,
sino a los demás implicados.
»Debería investigarse, por ejemplo, si había o no alcohol a bordo del yate de un millonario, fondeado en
el muelle de San Diego adonde Ince llegó ya enfermo. Un fiscal de distrito que deja pasar esta cuestión,
porque no ve motivos para una encuesta a fondo, es el mejor agente que los bolcheviques podían emplear en
este país».

Estaba bien claro que las pesquisas del señor


Kemply, fiscal del distrito, iban encaminadas a
determinar lo que había sucedido en el party que
precedió a la muerte del realizador. Antes de que
ninguno de los concurrentes pudiera ser
interrogado, la cosa quedó en suspenso.
Los mal pensados no dejaron de notar lo
significativo de que, por pura coincidencia,
Louella O. Parsons, poco después del incidente,
fuese premiada por Hearst con un contrato para
toda la vida que ampliaba notablemente su radio
de circulación. Se dijo que ella lo había visto
todo. Louella se sintió obligada de pronto a
fabricar una pequeña coartada de su puño y letra,
jurando que al ocurrir la desgracia ella se
encontraba en Nueva York. El único inconveniente fue que la doble de Marion
Davies, Vera Burnett, recordaba claramente haber visto a Louella reunirse en el
Estudio con Davies y Chaplin para iniciar juntos la marcha. (Vera sentía un lógico
apego a su trabajo y decidió por tanto no volver a insistir sobre el particular).

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Relación duradera: Marion bajo la mirada atenta de Hearst

La «diarquía» Hearst-Davies echó tierra al asunto saliendo del escándalo sin mácula,
pero como D. W. Griffith recordaría años después: «Si deseas ver a Hearst volverse
blanco como un fantasma, lo único que tienes que hacer es mentarle el nombre de
Ince. Hay ahí mucha basura, pero Hearst está demasiado alto para atreverse siquiera a
rozarla».
En los medios cercanos a Hearst se daba ya por descontando que, si a sus oídos
llegaba algún rumor que ligara su nombre con el de Ince, era segurísimo que el
responsable quedaría definitivamente excluido de las futuras fiestas en la casa de la
playa de Santa Mónica o el castillo de San Simeón.
Y así, el affaire Ince, aún hoy, permanece oculto en el misterio y sujeto a toda
clase de especulaciones.
Una perversa postdata concerniente a Ince salió a relucir cuando, a raíz de su
fallecimiento, su viuda puso la casa en venta. Se llamaba Días Dorados y era una
enorme mansión situada en Benedict Canyon y diseñada por él mismo, un lugar en el
que la crema se reunía para disfrutar de alegres fines de semana. Pero los
privilegiados desconocían una travesura: debajo de las habitaciones de los huéspedes,
existía una galería secreta en la que se hallaban, estratégicamente distribuidos,
disimulados agujeros a través de los cuales se contemplaba una magnífica
panorámica de cada lecho. De esta manera, algunas de las más celebérrimas parejas
de Hollywood habían devuelto, sin saberlo, la generosa hospitalidad de su anfitrión
con graciosas demostraciones de sus técnicas de boudoir. Solo el travieso mirón Tom
Ince poseía la llave de la escondida senda.

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Discretamente, Hearst proveyó a Nell, la viuda de Ince, con un usufructo en vida.
La Depresión se lo engulló, y Nell acabó sus días como conductora de taxis. ¿Y
Hearst? Todo el montaje quedó reducido a un chiste sardónico. En el ambiente, el
Oneida llegó a ser conocido como «el coche fúnebre de William Randolph» (William
Randolph’s Hearse).

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Marion y Willie

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Valentino en «Sangre y arena»: virilidad palpable

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Rudy ataca

El siguiente diluvio de rumores que inundó a Hollywood poseía similar tono


mortuorio. El tema era la defunción del sumo Amante de la pantalla, Rodolfo
Valentino, que había dejado de existir el 23 de agosto de 1926, en el Policlínico de
Nueva York, tres minutos después del mediodía.
La causa oficial del deceso fue una peritonitis producida tras una operación de
apéndice inflamado. Pero lenguas viperinas atribuyeron su muerte a la «venganza por
arsénico» de una conocida dama de la alta sociedad neoyorquina a quien Valentino
dejara plantada después de mantener con ella un efímero idilio durante su estancia en
la ciudad para promocionar su film El hijo del jeque. Otros chismes apuntaban hacia
un marido iracundo que le había disparado un tiro, o a la sífilis, que le había atacado
finalmente el cerebro.
Durante los últimos años, el amante ideal de millones de mujeres había sido
blanco de un buen número de insultantes ataques por parte de la prensa, basados en
sus anuncios recomendando Valvoline, una crema para el cutis, y en comentarios que
sembraban dudas acerca de su virilidad.
El ataque más despiadado provenía de un escritor del «Chicago Tribune» que
había escogido una aparición personal de Rudy en esa ciudad para lanzar una
descarga. El 18 de julio de 1926, el editorial de «El mayor periódico del mundo»
desnudaba a Valentino en términos nada ambiguos:
BORLAS DE POLVOS ROSADOS

Acaba de inaugurarse un nuevo salón de baile en el distrito Norte, un lugar realmente bello, dirigido de forma
irreprochable. Esta agradable primera impresión dura hasta que uno entra en los lavabos para caballeros y se
topa en la pared con un dispositivo de tubos de cristal con palancas, además de una ranura para la inserción
de monedas. Los tubos contienen un liquido rosado y debajo puede leerse esta pasmosa frase: «Introduzca
una moneda. Sostenga su polvera personal debajo del tubo. Empuje la palanca».
¡Una máquina que expulsa polvos en un cuarto de aseo para hombres! ¡Ah, homo americanus! ¿Cómo no
se le ocurrió a nadie hace años ahogar silenciosamente a Rudolph Gugliemo, alias Valentino?
¿Acaso esta máquina que vende polvos rosados ha sido retirada de su emplazamiento? Pues no. Se usa.
Hemos comprobado cómo dos «hombres» (pertenecientes a una raza que las damas contribuyentes a la «Voz
del Pueblo» no osarían describir) metían su moneda, sostenían sus pañuelos debajo del aparato, apretaban la
palanca y, a continuación, retiraban el encantador y rosado potingue para frotarlo en sus mejillas frente al
espejo.
Otro miembro de este departamento, individuo tolerante donde los haya, irrumpió furioso el otro día en
nuestra oficina porque había visto a un «hombre» en el ascensor alisándose los cabellos con pomada.
Pero somos testigos de que nuestra historia de los polvos color de rosa excede con mucho a la suya.
Si el Macho de las especies permite que ocurran estas cosas es que ha llegado el momento para un
matriarcado. Mejor será estar regidos por mujeres masculinizadas que por hombres afeminados. Hemos
llegado a creer que el hombre empezó a «desmaculinizarse» el día en que cambió la navaja por la maquinilla
de afeitar. Y no vamos a sorprendernos cuando escuchemos que la maquinilla cede ante los depilatorios.
Lo que me tiene intrigado es a quién debemos culpar. ¿Es esta degeneración una reacción consanguínea
con el pacifismo, en contra de las realidades y virilidades de la guerra? ¿Están relacionados de alguna forma
el color rosado de los polvos y el de los lavabos?

Página 126
¿Cómo se pueden conciliar los cosméticos masculinos, pantalones a lo árabe y esclavinas, con un total
desprecio por las leyes, estableciendo un paralelismo entre una metrópolis del siglo veinte y otra de hace
medio siglo?
¿Es que a las mujeres les puede gustar este tipo de «hombre» que en un lavabo público aplica polvos
rosados a su rostro o se arregla el cabello en un ascensor, en medio de todo el mundo? En el fondo de su
corazón ¿se consideran estas mujeres parte de la era wilsoniana de «Yo no crié a mi hijo para soldad»? ¿Qué
ha sucedido con la añeja tradición del hombre de las cavernas?
Extraño fenómeno sociológico éste que va tomando cuerpo no solo aquí, en Norteamérica, sino asimismo
en Europa. Puede que Chicago tenga sus borlas de polvos, pero Londres tiene sus bailarines y París sus
gigolós. Abajo el Decatur, arriba Elynor Glyn. Hollywood se constituye en Escuela Nacional de la
Masculinidad. Rudy, el bello hijito de un jardinero, es el prototipo del macho norteamericano.
Campanas del infierno. Dulzura inefable.

A Rudy no le hizo la menor gracia cargar con


las culpas a causa de los amaneramientos de un
ramillete de mariquitas de Clark Street y, lleno
de ira, desafió al verdugo del «Tribune»
retándolo a duelo o, si lo prefería, a un
combate de boxeo. Este y otros ataques por el
estilo tenían su origen en la bien conocida
inclinación de Valentino por la extravagancia
sartorial, su famoso brazalete de esclavo sin el
cual jamás se mostraba públicamente, sus joyas
de oro, su preferencia por los perfumes fuertes,
los abrigos ribeteados con chinchilla y su
pronunciada coquetería italiana.
Más adelante, su virilidad sería puesta en tela de juicio al saberse que sus mujeres
eran ambas lesbianas.
Cuando Natacha Rambova, la segunda esposa de Valentino (cuya pulsera de
esclava llevaba Rudy), se separó de él en 1926, salió a la luz que el matrimonio jamás
se había consumado.

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Rudy con Nazimova en Camille: rompiendo un matrimonio lesbiano

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Rudy y Natacha

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Pola Negri: duelo dramático

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Un cargo similar había formulado en 1922 su primera esposa, Jean Acker, quien
le había acusado de negligencia y rechazo en el aspecto sexual.
Rudy había contraído nupcias con su segunda lesbiana antes de que su decreto de
divorcio de la primera se hiciese definitivo. Esta equivocación dio pie a su arresto por
bigamia.
Ambas mujeres, Jean Acker y Natacha Rambova,
eran «protegidas» de la exótica e igualmente
lesbiana actriz Alla Nazimova (la más notable
importación femenina de Hollywood en aquella
época) cuyas bohemias asambleas en el Jardín de
Alá, famosa residencia del Sunset Boulevard,
dieron motivo a comentarios de todo tipo.
Natacha había diseñado los modelos tipo
Beardsley para la personal versión de la Salomé
interpretada por Alla, para la cual empleó
exclusivamente a actores homosexuales en
homenaje a Oscar Wilde y en la que Alla perdió
hasta la camisa. Fue la celestinesca Nazimova
quien presentó a Rudy sus dos mujeres y (así se
murmuraba en Hollywood) escenificó ambos
matrimonios erráticamente a juzgar por los
resultados.
Fascista de pega, cadáver real:
Rudy yace inerte
Puede que Rudy haya sido inducido por Alla
a perpetuar sus casamientos, pero de lo que no
cabe la menor duda era de que el galán buscaba a mujeres más fuertes que él; además
le atraían las damas equívocas. Valentino se refería a Natacha como «El jefe» y ella
se hacía acreedora a ese calificativo, inmiscuyéndose de tal forma en la carrera de su
esposo en la Paramount que Zukor tuvo que introducir una cláusula en el contrato
prohibiéndole la entrada en el plató. Ella se vengó obligando a Rudy a abandonar la
Paramount. A continuación escribió un guión original para Valentino, The Hooded
Falcon que resultó «improducible» tras una considerable pérdida de tiempo y dinero.
Sí vio la luz, en cambio, una colaboración entre Natacha y Rudy: un delgado
volumen de versos titulado Daydreams cuyas estrofas finales rezaban así:
Por desgracia,
a veces,
encuentro
una exquisita
amargura
en
tu beso.

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Cualesquiera que hubiesen sido los acuerdos privados entre él y sus varoniles
esposas, los públicos enigmas sobre su virilidad le causaron tanta amargura que,
incluso cuando se hallaba expirando, luchando estoicamente en medio de terribles
dolores, preguntaba a los médicos: «Pero ¿de veras tengo pinta de marica?».
Cuando se propagó la noticia de la muerte de Valentino, dos mujeres intentaron
suicidarse frente al Policlínico; en Londres, una chica ingirió veneno asida al
autógrafo de Rudy; un ascensorista del Ritz en París fue hallado muerto en su cama,
cubierto de fotos de Valentino.
Mientras el ídolo yacía inerte en la funeraria, las calles de Nueva York se
convirtieron en el escenario de un macabro carnaval: una muchedumbre de más de
cien mil personas luchaba para poder echar una última mirada al «supremo amante».
El cadáver se hallaba custodiado por una falsa guardia de Camisas Negras fascistas,
quienes flanqueaban una corona de flores en cuya banda podía leerse «De Benito»
[Mussolini]. Aquello no era sino un truco publicitario imaginado por un experto de
Campbell’s, la casa funeraria, cuyos maquilladores consiguieron que el cadáver se
asemejara realmente a una borla de polvos rosadísimos.
Entre aquellos que consiguieron abrirse
paso hasta el féretro rodeado de cirios, se
encontraba su ex-esposa Jean Acker, cuyos
alardes de desconsuelo hubiesen sido
bastante menos expresivos de haber sabido
que, en su testamento, Rudy solo la había
dejado un solitario dólar. Pola Negri
consiguió robar el show a todos, llegando en
volandas, desde Hollywood, disfrazada con
sus más elegantes tocas de viuda. A
continuación, deshaciéndose en lágrimas, se
desmayó ante el ataúd… y los fotógrafos.
Entre sollozos, Pola tuvo el suficiente
tiempo para declarar que había concedido su
mano a Rudy. Otra reclamación que tuvo inmediato eco en los periódicos fue la de
Marion Kay Brenda, una corista de Ziegfeld, que aseguraba que Valentino se le había
declarado, la noche anterior a sentirse enfermo, en el night club propiedad de Texas
Guinan.
Cuando el cadáver de Rudy fue embarcado rumbo al Oeste para ser depositado en la
Corte de los Apóstoles del cementerio Memorial Park de Hollywood, pudo
escucharse, a través de todas las emisoras de radio de la nación, una canción dedicada
a su memoria y entonada por Rudy Vallee: «Desde esta noche luce en el firmamento
una nueva estrella: R-u-d-y V-a-l-e-n-t-i-n-o».

Página 132
La pérdida de Valentino, a los treinta
y un años de edad, dejó un rastro de
inconsolables amantes de ambos sexos, a
juzgar por los torrentes de lágrimas
derramadas. Además de la famosa «Dama
Enlutada» que anualmente le llevaba
flores en la fecha de su óbito, el recuerdo
de Rudy era reverenciado por Ramón
Novarro, quien conservaba en una urna de
su dormitorio un consolador de grafito,
del más representativo art decó,
enaltecido por la firma autógrafa de
Valentino. Un regalo de Rudy.

Monumento a Valentino en el DeLongpre Park,


Hollywood.

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La «Dama Enlutada»

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Von: no es sólo pose

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El cochino teutón

Otro perenne manantial de fantásticos rumores, en el transcurso de los años veinte,


giraba en torno a la pregunta, sin respuesta aparente, sobre lo que realmente ocurría
durante la filmación de las notables escenas orgiásticas de las películas de ese
turbador individualista llamado Erich Von Stroheim.
Existía un ancho campo para la especulación en las lujosas escenas de burdel
dirigidas por Stroheim para El tío vivo, La viuda alegre, La marcha nupcial y la
inacabada Reina Kelly, que eran celosamente filmadas en platós a los que ni siquiera
los jefes de los Estudios tenían acceso.
No es de extrañar que estas sesiones bajo los ardientes focos fuesen consideradas
no ya dignas de «verlas para creerlas», sino de verdadera Lupercalia.
A veces el rodaje se prolongaba durante veinticuatro horas, sin pausa, en los
recintos cerrados. Stroheim «trataba» a los participantes a base de canapés y caviar,
sirviéndoles champagne auténtico a pesar de la Prohibición. Sus extras, elegidos
personalmente (exóticas mujeres y tipos aristocráticos, muchos de los cuales eran
genuinos emigrados), emergían vacilantes, con los ojos turbios y el aspecto de haber
pasado un fin de semana en Sodoma. Algunas de las chicas, al borde del histerismo,
mostraban evidencias de mordiscos o marcas de látigo.
Stroheim se cuidaba bien de que estos figurantes fueran generosamente
compensados por las horas extras; ellos, en cuanto salían del cerrado plató,
respetaban la ley del silencio hacia su director.
A menudo Stroheim empleaba semanas de trabajo, considerables sumas del
capital de la Universal, la Paramount y la Metro Goldwyn Mayer, y hasta parte de la
fortuna personal de Gloria Swanson y Joseph Kennedy, filmando atrevidas secuencias
de la Viena decadente que ningún censor de entonces se hubiese atrevido a dejar
pasar y muchísimo menos Will Hays, con su rígido «Código de Pureza» hecho de
sanciones y admoniciones.
Dado que el material completo de sus trabajos orgiásticos era visionado
únicamente por los compinches de Von Stroheim, y que los horrorizados jefes del
Estudio cortaban las escenas hasta reducirlas a trizas para acomodarlas a los cánones
de Hays (tras lo cual llegaban los censores, que añadían cortes adicionales, de modo
que a la postre solo quedaban de las orgías apenas unos flashes destinados a la copia
del estreno), la imaginación acerca de lo que realmente había en el contenido
primitivo se desataba.
Era de general creencia que, por ejemplo, el show incluido en La marcha nupcial,
que en la pantalla era seguido con avidez a través de agujeros voyerísticos, valía
verdaderamente la pena de ser contemplado.

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Diversión y juego en La marcha nupcial

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La viuda alegre: fetichismo fatal

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Se supo que, solo para una breve escena de ese film, Stroheim había importado
desde Viena a una dama profesional en sadismo y especializada en la aplicación de la
«araña».
En el abracadabrante burdel de La marcha nupcial figuraban prostitutas de todas
las razas, cada una de ellas con una especialidad erótica; las hadas de blanca peluca y
el níveo cuerpo maquillado, presentadas como instrumentos de cuerda, fueron
enmascaradas para preservar la identidad de las personas de buen tono presentes. Los
cinturones de castidad de las esclavas negras estaban sellados con candados en forma
de corazón; una pareja de pintorescos gemelos siameses ponían una nota de
refinamiento, debido más a la imaginación de Stroheim que a la depravación austro-
húngara.

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Se sospechaba que Stroheim derrochaba el dinero de la Metro Goldwyn Mayer
con intencionada malicia en esas inmostrables secuencias como revancha por la
destrucción de los miles de metros del negativo de Avaricia practicada por sus
enemigos mortales: Irwing Thalberg, jefe de producción de la Metro Goldwyn Mayer,
y su nuevo Mogul, Louie Mayer.
Thalberg se había granjeado la enemistad de Stroheim en 1923 cuando era
ejecutivo en la Universal y le había arrebatado a Stroheim la dirección de El tiovivo,
tras haberse éste permitido una serie de extravagancias tales como ordenar

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calzoncillos de seda con el distintivo de la Guardia Imperial, destinados a los
militares que figuraban en el film.

El director y la protagonista Lady Mae nunca congeniaron

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Reina Kelly: obra maestra inacabada

Pese a que su film para la Metro, La viuda alegre, constituyó un mayúsculo


triunfo comercial, los escrúpulos fanáticos de Stroheim no eran los más adecuados
para gentes como Mayer y Thalberg. Ambos se las arreglaron para deshacerse de él,
corriendo por toda la ciudad la voz de que Stroheim, además de anticomercial y
maníaco sexual, no era de fiar. La leyenda sobre su extravagancia, que se había
iniciado como un truco inventado por la Universal durante la filmación de Foolish
Wives, cuando su nombre era anunciado como «$troheim», se le volvía en contra
como un boomerang y, ahora, tenía dificultades para financiar sus producciones. Los
altos ejecutivos fueron de estudio en estudio haciéndose eco de que «trabajar con
Stroheim es como arrojar dólares dentro de un pozo».
La saga de Stroheim en Hollywood (batalla de un gigante contra pigmeos) estaba
condenada a terminar mal. Las mentes mezquinas de los ejecutivos disecaron lo que
de mejor había dentro de este feroz visionario.
A raíz de su desencantado retorno a Europa, Erich Von Stroheim declaró:
«Hollywood me ha asesinado». Y en verdad fue esto lo que Hollywood hizo con el
genio desconcertante que se atrevió a desafiar sus dogmas de cartón.

Página 142
Stroheim con su adorado celuloide

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Louella y Hedda: metiendo ponzoña

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Titulares de Hollywood

Si el poder de la prensa parecía que radicara en el Gran Padre Hearst y su «Mirror»


(un periódico de tintes amarillistas cuya fragancia era lo más parecido a la de las
manzanas podridas), su igualmente fétido competidor, Bernard Macfadden, a través
de su calumniador «GraphiC» o algún calenturiento editor de provincias, en general
todos los sabihondos chupatintas sabían que los TITULARES SOBRE HOLLYWOOD
VENDÍAN EJEMPLARES a condición de que fuesen picantes, atrevidos o decididamente
escandalosos.
Por mucho que Hays, desde el fondo de sus calzoncillos Hoosier intentase apelar
a la moderación en los comentarios sobre la colonia fílmica, la prensa dedicaba un
espacio mucho mayor a los catorce divorcios y tres separaciones cuyos protagonistas
eran nombres de campanillas, que a los veintitrés casamientos estelares ocurridos en
1926.
Canon Chase, uno de los más activos entre los mojigatos de profesión de los años
veinte, no cabía en sí de contento cuando, en 1926, se filtró la noticia de que Will
Hays había aceptado dinero bajo cuerda de Harry Sinclair, siendo miembro del
gabinete de Harding. Chase se despachó en la prensa contra Hollywood y Hays,
proclamando que la Ciudad del Celuloide seguía siendo tan indecente como siempre
y deslizando, de paso, que, en el departamento de limpieza, él podía hacer un buen
trabajo de poda.
Hays se mantuvo en un digno silencio ante el ataque frontal de su competidor.
Estaba demasiado ocupado procurando que todas las Iglesias de la nación fuesen
debidamente informadas de las sacrosantas intenciones del superpiadoso Rey de
Reyes, de Cecil B. de Mille, inminente sermón cinematográfico, y sobre todo de que
H. B. Warner, la «loquita», que hacía de Cristo, no fumase, bebiera o soltara
palabrotas. Y de que la actriz que interpretaba a la Virgen María olvidase de momento
sus planes para divorciarse.
Pero, a pesar de estas maniobras untuosas, la prensa continuó sus cargas contra
Hollywood a medida que los años veinte caminaban hacia su extinción. Los
cimientos ya se habían plantado con los escándalos Arbuckle-Taylor-Reid y se veían
coronados por los lascivos comentarios emanados de la cacareada separación de
Chaplin y Lita Grey.
Si los rotativos necesitaban algo con «gancho» para el suplemento dominical,
siempre podía encontrarse alguna exclusiva en un nuevo vicio o amenaza para la
doncellez norteamericana surgidos de Hollywood, Ciudad del Pecado. Siempre
existía por ahí alguna desilusionada «Reina de la Belleza» que no había conseguido
triunfar, deseando contar a quien la escuchase que los listillos de Hollywood habían

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sido la causa de su «caída» a cambio, naturalmente, de un precio estipulado y de su
retrato en primera página.
Esta imagen fue reforzada por Mae Murray que vendió sus sensacionales
Memorias, para ser publicadas en fascículos, al surrealista dominical de Hearst, «The
American Weekly». En una de las suculentas entregas titulada El teutón más cochino
de Hollywood contaba con todo detalle sus zipizapes con Stroheim durante la
filmación de La viuda alegre para la Metro Goldwyn Mayer.
El norteamericano medio fue sacudido un domingo al saber que «El hombre que
Vd. ama hasta el odio» era, en verdad, un monstruo en su vida cotidiana. Tan sádico
era que la Princesa Mae (la de los labios en forma de corazón) se vio forzada a gritar
en medio de mil extras emperifollados: «¡No eres más que un cochino teutón!»
abandonando a continuación con paso señorial el decorado de Chez Maxim. Cuando
la periodista-estrella Murray tuvo una charla con el jefe del estudio, Louis Bollocks
Mayer, éste se cebó en Stroheim; mientras el Niño Prodigio Irving Thalberg dejaba
fuera de combate, en el asalto número diez, al desgraciado Stroheim sobre la
alfombra de Louie en Culver City, los lectores dedujeron que todo aquello tendría
algo que ver con la proverbial «galantería» de L. B. M. La verdad era que Stroheim
había dejado caer en los oídos del maternalista Mayer su opinión de que «¡Todas las
mujeres son unas putas!». (Cara de Acelga Louie descargó su guadaña de segador
sobre Cabeza de Bala, al tiempo que vociferaba a su falange de secretarias: «¡Nadie
en mi presencia se atrevió jamás a hablar así de las mujeres y salirse con la suya!»).
A todo lo largo de los agitados años veinte, las publicaciones marcharon
acompasadamente al paso que marcaba el Desfile de Inmundicias del viejo y en el
fondo buen Hollywood, vertiendo océanos de tinta en torno a cosas como: LOCOS
PARTIES EN EL PAÍS DEL CINE, ORGIÁSTICOS FINES DE SEMANA DE LAS ESTRELLAS DEL LIENZO
DE PLATA, UNA STARLET DA EL AVISO DE QUE LOS TORTUOSOS CAMINOS DEL CELULOIDE SOLO
CONDUCEN A LA RUINA, LOS CAZADORES DEL PAÍS DEL CINE TIENDEN SU CEPOS.
Los
hambrientos de sensaciones y reprimidos sexuales devoraban lo que se les pusiera por
delante y se apresuraban a soltar la pasta pidiendo más y más.

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De visita a la chismosa Elsa Maxwell: Hollywood se arrodilla

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Clara Bow

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Lolly Parsons: la Paganini del disparate

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Esa demanda incesante era satisfecha, día a día, a golpes de pecho, por la mutante
y tecleante Enviada Especial desde Hollywood.
La enana antecesora de todas las Ronas[6] actuales era, por supuesto, la original y
pimpante Paganini de la superficialidad, Louella «Oneida» (He-Visto-Lo-Que-Has-
Hecho) Parsons, impuesta por W. R. como Suprema Corresponsal de Hearst en
Hollywood.
¡La rechoncha Louella! Su diaria columna
matutina de chismes contaba a la nación, a
la hora del desayuno, exclusiva a exclusiva,
todo lo que sucedía en Hollywood, el
Quién-Jodía-Con-Quién en la Costa Oeste,
donde las fortunas se multiplican. Lolly
llamaba a eso «salir con alguien», pero sus
seguidores sabían muy bien por dónde iban
los tiros. La gran masa de público podía
estarle también agradecida por informarle
quien en Hollywood estaba considerado
como IN y quién como OUT (ese temible
estado de Ostracismo que ella sabía resaltar
muy bien con la simple exclusión de una
persona de su columna, o bien con una
avalancha de comentarios poco piadosos y Lollyparsonescos) en caso de que dicha
persona, según su cruel criterio o el deseo de Papá William (Randolph Hearst) fuese
condenada a sufrir en carne propia el látigo vengador.
Mientras la inexorable L. O. P. y su legión de
imitadores baratos abastecían a toda la nación
de noticias impresas, los restantes
representantes de la Prensa echaban más
carne al asador: porque, por ejemplo, para el
«GraphiC» y Compañía no existía un lugar
más malvado que Hollywood-Babilonia
renacida, con Santa Mónica-Sodoma y
Glendale-Gomorra como suburbios. Los
charlatanes definían lúbricamente a las
Estrellas como sirenas desprovistas de alma
que deambulaban por lascivas orgías del
brazo de caballeros de etiqueta y belleza
turbadora, en un mundo perfumado y
materialista, flanqueado por los Espectros de
la Bebida, la Droga y el Desenfreno, la Locura, el Suicidio y el Crimen. Mientras

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tanto, se insinuaba que en esos suburbios de Sodoma y Gomorra, en ese Pantano de
Espliego, las formas de pecar eran bastante más peculiares que la fornicación o el
adulterio. Los consumidores obtenían más alimento a cambio de sus tres centavos.
Era cierto que, desde el momento en que Hollywood se erigió como la Meca de la
Cinematografía, sobre ella había caído toda clase de elementos sospechosos, como
una plaga de polillas en busca de luz. Gangsters de poca monta, contrabandistas,
apostadores, tramposos, chantajistas, vagabundos, pequeños y grandes extorsionistas,
todo tipo de pervertidos sexuales, especuladores, cultistas «tocados», astrólogos del
dólar, falsos mediums y evangelizadores, curanderos de pacotilla, echadores de cartas
y parásitos psicoanalistas, todos los cuales revoloteaban alrededor del círculo de los
elegidos.
Millares de estúpidos jóvenes embobados con el cine eran atraídos a Hollywood
por las vanas promesas de falsas escuelas promocionales: la Quimera del Oro para los
incautos, de la que no se obtenía metal alguno, sino amargas impurezas. Multitud de
caras bonitas, despojados de Sus sueños y con los bolsillos vacíos, se vieron
arrastrados a la prostitución.
Estos flamantes reclutas, que hacían la carrera en Hollywood, se hacían llamar
«extras cinematográficas» para eludir las leyes californianas sobre vagos y maleantes.
Si eran cazados por la Brigada Antivicio o arrestados en hoteles de poca monta, todos
los diarios de la nación reseñaban el incidente: BELLÍSIMA ESTRELLA DE CINE
SORPRENDIDA EN UN LUGAR DE DUDOSA FAMA. Los avispados reporteros describían a
continuación a una morena de buen ver, a una llamativa rubia o a una apabullante
pelirroja. Sus nombres eran suprimidos para dejar paso a la imaginación del lector,
quien no podía sustraerse a pensar en una cetrina Dolores del Río, una oxigenada
Alice White o en la más incandescente pelirroja de Hollywood: Clara Bow.

Página 152
El Harem de Hollywood: comparsa cinematográfica

Página 153
Estrella atrapada

Página 154
Clara y el vaquero con el que se casó: Rex Bell

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Los Guapos de Clara[7]

Hay que puntualizar que Clara, conocida desde 1926 en el cine como la «más
ardiente hija del jazz», pronto se hizo acreedora de sus propios titulares en todo el
país.
Los periódicos clamaban: EL IDILIO DE CLARA, UN UNGÜENTO AMOROSO, y pronto los
ávidos lectores supieron que la prolongada «terapia» que la chica recibiera para sus
«nervios e insomnio», de manos del atractivo y aristocrático médico William Earl
Pearson, consistía en la repetida aplicación del «dardo» del facultativo en el postrado
blanco de Clara. El «ungüento amoroso» se inyectaba en dosis nocturnas, hasta que la
esposa del especialista puso a un detective tras la pista de su marido. El rastro se
perdía en el pabellón chino de la finca de Clara en Beverly Hills.
A Clara se le acentuó el insomnio al aparecer como «la otra» en la solicitud de
divorcio donde la señora Pearson demandaba a la Bow por «apropiación indebida de
cariño». Los titulares supieron exprimir bien el jugo del escándalo protagonizado por
la «ardiente hija del jazz» hollywoodense, y Clara fue despojada de treinta mil
dólares por la despechada esposa del «buen Doc».
Clara volvió a ser noticia de primera plana a causa de sus deudas de juego en
Reno. Pero su escándalo más sonado no estalló hasta 1930.
En dicho año, la fiable secretaria privada de Clara, Daisy DeVoe, una pizpireta
rubia de dos caras, vendió todos los «in» y los «out» de la trepidante vida amorosa
que la Chica del «Eso» desarrollara a lo largo de cuatro frenéticos años, al mayor
postor, el casi pornográfico «GraphiC» de Nueva York. (Clara había puesto de patitas
a la calle a Daisy tras un intento de chantaje y aquélla fue la venganza de la
empleada).
Pronto los ansiosos lectores del «GraphiC» supieron hasta qué punto llegaba la
devoción de Miss DeVoe por su ama; había llevado la cuenta de todos los caballeros
que visitaran el pabellón chino de Clara. El bondadoso Buda que ocupaba el lugar de
honor no tenía por costumbre hablar, pero Daisy hizo por él. El registro de los
amantes de Clara durante esos cuatro años era lo más parecido a un inventario de la
potencia masculina. Sumándose el agradable doctor Pearson, la lista abarcaba desde
cómicos (Eddie Cantor) hasta malvados (Bela Lugosi) pasando por cowboys (Rex
Bell y el recién llegado Gary Cooper). Y no era todo.
La relación, según la definía «GraphiC», tal vez fuera demasiado extensa; ello
obligó a la pobre Clara a coger el toro por los cuernos. Había sido anfitriona del
plantel completo del Thundering Herd, un equipo de fútbol de la Universidad de
California del Sur, en alborotadoras fiestas de week-end aderezadas con cerveza,
probando a todos los risueños atletas desde el número uno hasta el doce, el robusto
defensa Marion Morrison, conocido más tarde como John Wayne.

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Los próceres decidieron que Clara se había pasado un poco de la raya, pues sus
considerables triunfos venéreos ya no eran una simple cuestión de chismes de
tocador, sino que habían sido bien explicados en primeras páginas. Salió a relucir que
la chica del «Eso» había obsequiado a sus amados Thundering Herd con gemelos y
pitilleras de oro; que había decorado muchos de los hogares que alojaban a sus atletas
con bebidas de contrabando y disipado su dinero en efectivo, jugándoselo por las
noches al póker en la cocina, en unión de su chófer, su cocinera y su doncella.
Clara llevó a Daisy ante los tribunales de Los
Ángeles. Tras una encarnizada batalla con
acusaciones nada agradables por ambas
partes, miss DeVoe acabó en la cárcel acusada
de distraer grandes sumas de la cuenta
corriente de Bow.
De poco le sirvió a Clara la victoria: el
abierto cotilleo le había hecho mucho daño.
La pelirroja incandescente se convirtió en un
material demasiado peligroso para manejarlo.
En un intento por enfriar la cosa, contrajo
matrimonio con Rex Bell, pero su carrera
tocó el techo mientras resbalaba al filo de una
serie de depresiones nerviosas. Antes de Clara y Rex
ingresar en una clínica, declaró: «Durante muchos años he trabajado muy duro y
estoy necesitada de un descanso. Así que pienso marchar a Europa por un año o más
en cuanto expire mi contrato». Cuando éste finalizó, algunos meses más tarde, la
escarmentada Paramount no intentó renovárselo.

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La suerte de Clara

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“It”

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Clara y compañía

El caso de las válvulas fundidas tampoco la había ayudado mucho. Su primera


cinta sonora, The Wild Party, trataba de mitigar los dichosos titulares. En la primera
escena se requería de ella que hiciera su entrada en un dormitorio para chicas
diciendo «¡Hola a todo el mundo!». El ingeniero de sonido, a resguardo en su sala de
sincronización, no estaba aún familiarizado con el acento de Brooklyn de Clara y no
ajustó correctamente los mandos al compás del saludo de Clara. Ella abrió la puerta,
gritó «¡HOLA A TODO EL MUNDO!» y fundió cada una de las válvulas del estudio de
grabación.
El ocaso de Clara Bow, quien durante toda una época fuera la personificación de la
ardiente juventud, confirmó la reputación de Hollywood como ciudad donde las
muchachas tropiezan.
El público lo dio por hecho: Clara no había aprendido lo suficiente como para
continuar su senda fraguada en el sedante y viejo Brooklyn. La ristra de políticos,
clérigos y ligas de pureza aprovechó para reavivar la pasión de los días del
linchamiento de Arbuckle: otra estrella entregada a las llamas.
Luego de que Clara fuese tildada de «Mala Mujer», un predicador, el Doctor
S. Parkes Cadman, condenó a Hollywood desde el púlpito como «Cementerio de la
Virtud».

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Clara con papá

Clara y Rex: recién casados

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Clara: el regreso

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Norma Talmadge y su némesis: el endiablado micrófono

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Saturno en Sunset

La gran ilusión dorada quedó hecha trizas el 29 de octubre de 1929. «Variety» lo


describió de esta forma: WALL STREET PONE UN HUEVO.
Desde una perspectiva de veinte años, Mae Murray definió así a la Gente Dorada
de Hollywood: "Éramos como libélulas. Parecía que estábamos suspendidos en el aire
sin esfuerzo, pero en realidad nuestras alas se movían muy muy aprisa…
Para muchos de los privilegiados, de por sí atemorizados por la llegada del
sonoro, aquello parecía el Apocalipsis, el instante fatídico mentado por Solón:
«Tenemos que saber cuándo llega el fin; a menudo Dios concede al hombre un
relámpago de felicidad para sumergirlo a continuación en la ruina».
La caída de John Gilbert fue un caso extremo. Había sido el astro mejor pagado
de 1928, percibiendo de la Metro Goldwyn Mayer diez mil dólares semanales desde
que llegara al pináculo con El gran desfile. Cuando su idilio con Garbo se fue a
pique, Gilbert, de rebote, contrajo nupcias con Ina Claire, una actriz de Broadway. Se
encontraba de regreso de una luna de miel un tanto borrascosa en medio del
Atlántico, cuando de pronto estalló la bomba.
Gilbert desembarcó en Nueva York y descubrió que se había arruinado. Como les
ocurría a tantos otros hollywoodenses, su agente de bolsa le había invertido todo el
capital en acciones, convirtiéndolo así en una víctima más de los avispados sujetos
que se dedicaban a las inversiones y de los que Hollywood se hallaba infestado. (Más
le habría valido dormir sobre su dinero como lo hiciera Emil Jannings, quien durante
su efímera carrera llegó a guardar doscientos mil dólares en metálico dentro de su
almohada).
John Gilbert todavía tenía con la Metro un contrato «irrompible» para cubrirse las
espaldas, pero esto solo fue un momentáneo alivio tras la aparición de su primer film
sonoro (una fruslería titulada Su noche gloriosa) que alguien calificó de
«abominable».
Cuando la película se estrenó en el Capitol de Nueva York, sus «hinchas» se
removieron desconcertados en los asientos: una caricatura de su voz surgió a través
de los altavoces como un hiriente quejido metálico. En realidad la atiplada voz de
tenor de John no era tan mala. Prueba de ello la tenemos en una brillante comedia,
Downstairs, interpretada y escrita por él en 1932, donde su dirección es perfecta.
Pero el daño ya estaba hecho, y los periodistas y las revistas especializadas corrieron
la voz de que Gilbert estaba acabado. Su estupenda actuación en Downstairs induce a
dar crédito al rumor de que los ingenieros de sonido de la Metro Goldwyn Mayer,
bajo las órdenes de L. B. Mayer (quien deseaba machacar la carrera de Gilbert y
deshacerse de él), contribuyeron a su ruina, multiplicando por tres el volumen del
sonido y castrando deliberadamente la voz de Gilbert.

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John era un muchacho sencillo que había
crecido acostumbrado al agasajo de sus
admiradores. El súbito corte en esta
relación fue muy duro para él. Su mujer
le dio la puntilla. A medida que su
incipiente estrellato se agrandaba en el
Firmamento Sonoro gracias a una
impecable dirección de Beacon Hill, el
de Gilbert se derrumbaba. Ina no dudó
en aplicar sal a sus heridas recordándole
constantemente su situación. Y John se tomó entre pecho y espalda el vengarse de la
Prohibición, como hiciera otra estrella del mudo que también tuvo problemas con su
voz, Marie Prevost. Su romántica apariencia no casaba bien con su dialecto de
Brooklyn, y la rubia Marie trató de ahogar en bourbon su desdicha. John y Marie
protagonizaron una carrera etílica hacia la muerte que John ganó en 1936. Marie
aguantó hasta 1937, cuando lo que quedaba de su cuerpo fue hallado en su andrajoso
apartamento de Cahuenga Boulevard. Su perro salchicha logró sobrevivir comiéndose
a su ama a trocitos.

Las sobras

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A Hollywood siempre le había gustado canibalizarse a sí mismo. La historia de la
caída de Gilbert quedó plasmada en la pantalla en 1937 con Ha nacido una estrella
pese a que el suicidio en ese film estaba inspirado en otro de características similares,
el del desdichado John Bowers.
Paralelamente se producían ajustes de cuentas entre algunos ejecutivos; Wall
Street no era el único que se propasaba. En 1930, William Fox fue acusado de
«malversación en los libros de cuentas de su propia oficina, de manipulaciones y
apropiación indebida de fondos», siendo finalmente despedido del espléndido estudio
que él mismo había edificado. El retozón Adolph Zukor, que consiguiera extraer de la
montaña de la Paramount una pequeña fortuna valorada en unos cuarenta millones de
dólares, se encontró haciendo frente a la bancarrota. Incluso el mismo Hearst
navegaba en un mar de aguas turbias y, en esta ocasión, fue Marion Davies quien le
ayudó a salir a flote.

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Marie Prevost

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Marion Davies: vendió sus joyas para ayudar a Hearst

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Como el resto de la nación, Hollywood tuvo que bailar al son de la misma
música: «el mayor festín de la Historia» había llegado a su fin. En 1929 la mayoría de
los cientos de millones de espectadores habituales habían pasado de formar colas ante
las taquillas a engrosar las que esperaban el reparto del pan. En 1930, la asistencia a
los cines era de un cuarenta por ciento menos. Algunos locales hacían esfuerzos
desesperados: dos entradas por el precio de una en programas dobles, y cupones
gratis para una permanente «Marcel» para las espectadoras femeninas. Pero en el
transcurso del amargo crepúsculo de la Depresión, tales trucos resultaban
insuficientes para atraer a los aficionados. Eran demasiadas las puertas que se habían
cerrado definitivamente.
Campañas patrocinadas por el Club Permanente de California del Sur aparecían en
todas las publicaciones: «Si desea pasar unas gloriosas vacaciones, California le
espera». Si lo que desea usted es encontrar un trabajo, no venga, a menos que quiera
llevarse una decepción; pero si Vd. lo hace en plan turístico, las atracciones no tienen
límite".
Pese a haber sido sacudido por el crack y la llegada del Sonoro, Hollywood sacó
fuerzas de flaqueza y se lanzó hacia adelante. En la reconversión, los mitos del País
del Celuloide se llevaron un buen porrazo. Sobrevivió el star system (la Metro
Goldwyn Mayer disparó su slogan: «Más estrellas que en el cielo») pese a que las
luminarias en cuestión no hacían más que preguntarse por cuánto tiempo se
mantendrían en sus órbitas.
Veintinueve flamantes stars sonoras habían irrumpido en 1931; solo tres de ellas
pertenecían a la carnada de 1921.

Página 170
No
era la
carrera de
John
Gilbert la
única en
declive.

Ina Claire Gilbert


Louise Brooks
Compañeros de infortunio eran Conrad Bagel,
Charles Farrell, Buddy Rogers y William Haines. El siempre melodramático Ramón
Novarro se largó a «meditar» a un monasterio.
El desfile fue igualmente fuerte para las diosas silentes. Billie Dove, Colleen
Moore, Corinne Griffith y Norma Talmadge se esfumaron, sencillamente. Algunas,
como Talmadge, pretendían ser ya demasiado ricas como para dar importancia a la
cosa.
Para ciertas bellezas, el eclipse fue
brutal. Louise Brooks, una de las visiones
más radiantes que engalanase jamás una
pantalla, pasó vertiginosamente del
estrellato a despachar en un mostrador de
Macy’s. Una maldición aún más denigrante
que la de convertirse en una simple
dependienta cayó sobre otras. Mae Murray,
supermillonaire, fue repudiada por su
esposo noble, aunque dudoso, al perder su
fortuna. Tras un viacrucis de humillaciones,
fue arrestada por vagabundeo cuando la
encontraron, ¡Señor!, durmiendo en un
banco de Central Park. Grandes figuras de
los veinte, como Mae Murray, se hallaban
realmente convencidas de que su
«estrellato» era un don caído de los cielos.

Página 171
No fue Mae la única que intentó elevarse Mae Murray arrestada por vagabundeo

por encima de los mortales casándose con un noble. Gloria Swanson se convirtió en
marquesa de la Falaise de Coudray; Pola Negri (nacida Apolonia Chalupec) trocó su
título de condesa Dombska por el de princesa, casándose con el último Mdivani
disponible, el Príncipe Serge. Años después también ella acabaría en la fosa, arrojada
por las tres P: Paramount, Príncipe y Popularidad.

Página 172
La princesa Mdivani apuntando

Página 173
Joan Crawford: fe en sí misma

Página 174
Dudas drásticas

William Blake lo dijo bien claro: «Si una estrella dudara, de inmediato dejaría de
brillar». Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que ocurrió en Hollywood. A
paladas.
La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos grandes. En
lugar de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles, prefirieron escenificar su Gran
Final. Algunos, en dramáticos cuadros guiñolescos, se suicidaron como dioses
autodegollados al pie de sus altares. Fue durante este período cuando por primera vez
salió a relucir el concepto de has been[8]. Una etiqueta difícil de sacudirse por muy
injustamente adjudicada que estuviese.
Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble
holocausto crack/Cine Hablado, montando todo un show al proponerse hacer caso
omiso de la amarga realidad. Una de estas afortunadas luminarias fue una hija del
jazz con agallas: Joan Crawford.
En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford se sintió
llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto público en las
páginas de «Photoplay», valientemente titulado «¡Hay que gastar!», toda una
declaración de principios sobre los Derechos de una Estrella.
Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se alegaba que
las figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de una star residía en
mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba con su elevado puesto. Y con
férrea determinación se rodeó a sí misma con lo máximo en lujos, pieles de última
moda, deslumbrantes joyas y un renovado guardarropa de fabulosos modelos. Sería
ésta la única manera, y no otra, de hacer que sus fans se sintieran satisfechos y los
dólares continuaran circulando.
Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: «Yo, Joan Crawford,
creo en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto».
Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood; mansiones
espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de los Estudios, un
torbellino de cocktail-parties, románticos rendez-vous y bien publicitadas salidas
nocturnas.
Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado al
precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio (Joan sabía muy bien de dónde
procedía y no tenía la menor intención de regresar allí).

Página 175
Buster Keaton: Avenida de la desolación

El crack había hecho mella en la seguridad desvergonzada de Hollywood. En el


silencio nocturno de sus almas doradas, las estrellas supervivientes (Crawford entre
ellas) sabían que algo ajeno se había infiltrado en su privilegiado entorno: una rata
llamada miedo.
El escándalo hizo estruendosa entrada en 1930, a raíz de la batalla campal
protagonizada en los tribunales por Clara Bow y Daisy DeVoe. Pero el show se
representó en un local semivacío.
Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación se
hallaba demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow solo suscitó
miradas hacia atrás, sobre un festín que a todos les había producido resaca.
En 1931, mientras Clara era víctima de su primera depresión nerviosa, la mayoría de
sus antiguos admiradores se encontraban buscando trabajo por las calles. Y, mientras
ella trataba de recuperarse en un manicomio, una multitud se enfrentaba con una
música bastante más estridente que la del jazz. Pese a que su regreso al cine sonoro al
año siguiente fue brillante, Salvaje no la libró del desastre. Clara ya era una reliquia
del pasado, y el dolor que esto le produjo desembocó en la locura. Una vez más, pues,
el sanatorio, envuelta en sábanas heladas.
Muy pronto, y en el mismo hospital, se le uniría Buster Keaton, fuera de quicio
por los combinados traumas emanados de la llegada del sonido, la pérdida del control

Página 176
artístico sobre sus películas, los problemas
maritales y la bebida.

Buster Keaton: genio desquiciado

Daisy DeVoe (al centro)

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Clara en el juzgado: traicionada por Daisy

Página 178
El cuerpo de Paul Bern en el dormitorio de Harlow

Página 179
«¡Adiós muchachos, compañeros de mi vida!»

Aquellas estrellas a quienes sus destrozados nervios habían conducido a manicomios


más o menos privados, como Clara Bow y Buster Keaton, hicieron menos ruido que
las que optaron por diseñar sus propias caídas. Antes que plantar cara a la vida fuera
de la cúspide, Milton Sills prefirió escribir su propio finis en 1930, estrellando su
limusina último modelo en la curva del Hombre Muerto, en pleno Sunset Boulevard.
La radiante Jeanne Eagels se decidió por una deliberada sobredosis de heroína.
Robert Ames utilizó el tubo del gas. Karl Dane se disparó un tiro en la sien en 1932.
También empleó un revólver el Padre Confesor de Hollywood, en lo que fue el
suicidio más comentado de la década. Su entrañable carácter había ganado para Paul
Bern ese título, y seguramente ése había sido uno de los motivos que llevaron a Jean
Harlow a contraer matrimonio con un intelectual físicamente impresentable que le
llevaba veintidós años. Bern había sido ayudante de Thalberg en la Metro Goldwyn
Mayer y factor decisivo para la incorporación de Jean a la fábrica de sueños de
Culver City.
La singular pareja había unido sus destinos el 2 de julio de 1932. Dos meses más
tarde, 5 de septiembre de 1932, el mayordomo de Bern encontró su cadáver en el
blanquísimo dormitorio de su esposa en la conjunta mansión de Benedict Canyon.
Estaba desnudo, tendido frente a un espejo de cuerpo entero, bañado en aromas de
«Mitsouko», el perfume preferido de Jean, con un disparo en el cráneo procedente de
una pistola calibre 38 que yacía a un costado. Jean se hallaba de visita en casa de su
madre.
El mayordomo no llamó a la policía;
telefoneó en su lugar a la Metro
Goldwyn Mayer. En un santiamén se
personaron Louis B. Mayer y Thalberg.
Mayer encontró una nota autografiada
por Bern encima del tocador de su
esposa:
Mi muy querida,
Desgraciadamente, ésta es la única salida para
reparar el daño que te he causado y borrar mi
humillación. Te amo,
Paul.
Espero que entiendas que lo de anoche solo fue
una comedia.

Parecía ser que Bern tenía un


«problema» y había tratado de efectuar el coito por medios artificiales: un
contundente pene falso. Mayer se metió la carta en el bolsillo y, dado que la policía

Página 180
hizo su aparición dos horas y media más tarde, solo se decidió a mostrarla cuando
Howard Strickling, jefe de publicidad del Estudio le aconsejó que lo hiciese.
Al día siguiente, Dorothy Millette, una rubia aspirante a starlet que fuera la
primera esposa de Paul Bern, se suicidó arrojándose a las aguas del río Sacramento.
Dos actores, también en el olvido y convertidos en alcohólicos, eligieron idéntico
camino. John Bowers, caminó desnudo hacia su final entre las olas de la playa de
Malibú; James Murray saltó vestido a las aguas del East River. George Hill,
realizador de The Big House, se voló el cráneo, en 1934, con una escopeta de caza.

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Asistentes a la boda: Thalberg, Harlow, Shearer y Bern

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En 1935, el suicidio de Lou Tellegen no fue el único: su espantoso hara-kiri con
un par de doradas tijeras tenía su antecedente, diez años atrás, en el de Max Linder.
Esas tijeras de oro macizo con las iniciales de Tellegen grabadas, habían sido muy
usadas durante años en los recortes de prensa que cubrían tanto su carrera
cinematográfica como partenaire favorito de Geraldine Farrar como el posterior
romance y matrimonio de ambos. Totalmente olvidado en 1935, Lou se rodeó de sus
voluminosos álbumes de recortes ya amarillentos, con sus fotos más favorecedoras y
con los posters un tanto andrajosos de sus triunfos, The Long Trail y The Redeeming
Sin. Y, desnudo en el centro del ridículo círculo, se acurrucó al estilo japonés para
destrozar el olvidado ser en que se había convertido con feroces tijeretazos en el
pecho y el estómago. Se le encontró destripado, con el corazón abierto y los patéticos
souvenirs empapados en sangre.

Página 185
El cadáver de Bern hallado en Benedict Canyon

Los recortes de prensa también desempeñaron un papel en el suicidio de la exquisita


Gwili Andre, modelo y fracasada actriz de segunda fila que había conquistado mucho
espacio en las linotipias, pero muy escasos metros de celuloide. A Gwili Andre la
encontraron carbonizada en medio de una pira funeraria prendida con su inútil
publicidad.

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Una novedad fue la impuesta por Peg
Entwistle, quien escaló las húmedas laderas del
Monte Lee hasta el letrero de Hollywood
(constancia de un mal negocio de Mack Sennett,
quien había adquirido los terrenos en los años 30
denominándolos HOLLYWOOD LAND). Peg trepó
hasta el final de la letra número trece (poco antes
había conseguido un papelito en un film titulado
Trece mujeres que no le reportó gran cosa). No fue
capaz de seguir poniendo buena cara a la Ciudad
del Oropel, y se zambulló hacia la muerte. Otras
estrellitas desilusionadas siguieron a su pionera, y
el signo de Hollywood se convirtió en un notorio
mojón de despedida.
Las píldoras de Seconal, se hicieron también
populares al llevarse por delante al encantador
Gwili Andre: un final flamante
Ross Alexander, del elenco de la Warner Bros, en
1937, y también al realizador Tom Forman en
1938.

Trampolín de suicidas

Página 187
Peg Entwistle: saltadora

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La infame Mary Nolan: no escuchéis

Página 189
Cotillas babilónicos

Dejando aparte esos escándalos que eran pasto fresco para la prensa, Hollywood
nunca careció de otros muy particulares que, entre plano y plano, contribuían a aliviar
el tedio, pero que jamás llegaban a ver la luz en las columnas de chismorreo.
La inseguridad que trajo consigo la Depresión sacó a relucir lo que de peor había
en los Dioses Malévolos: estrellas que se golpeaban unas a otras, realizadores que
levantaban calumnias sobre sus compañeros, ejecutivos que despreciaban a todo el
que se pusiera a su alcance.
El molino de las insidias trabajaba horas extras en sitios nocturnos como
Trocadero, Cocoanut Grove, Casanova, Cotton Club, Hawaian Paradise, Club Marti,
Bali, Club Esquire, Century Club y Famous Door. Las lenguas de triple filo hacían su
agosto en bares tan concurridos como The Beachcomber, Seven Seas, Tropics,
Bamboo Room, Swing Club y Cine-bar. La chismorrería homosexual femenina
giraba en torno a Mary’s, el bar para lesbianas en el Strip, y su polo opuesto en otro,
arriba en la montaña, el Café Gala, lindante con los hogares de Cole Porter y Cecil
Beaton. Reputaciones enteras eran deglutidas junto con la cena en Brown Derby,
Cock and Bull, Avdeef’s, La Golondrina, Víctor Hugo, Dave Chasen’s, Cinegrill,
Biltmore, Gotham, Musso-Frank’s y La Maze, todo Hollywood tenía cabida en esos
banquetes caníbales.
Entre bocado y bocado se aireaban alegre y locamente las públicas imágenes y
vidas privadas de gentes como la famosa pareja romántica formada por Charles
Farrell y Janet Gaynor, en la cual ella era bastante más masculina que él.
Matrimonios como los de Farrell con Virginia Valli o Gaynor con Adrian, el modisto,
eran clasificados como «Tándems crepusculares», bicicletas de dos para encubrir la
homosexualidad.
Las uñas y lenguas se afilaban para encarnizarse en toda faceta íntima que se
saliera de lo corriente, como la vena sádica en Stroheim, Selznick, Victor McLaglen o
Wallace Beery, o las necesidades masoquistas de Jannings, Laughton y la desquiciada
y esplendorosa Mary Nolan, más conocida como «la bella masoquista». (Mary era la
notable ex-Imogene Wilson, una chica de Ziegfeld, cuyos psicodramas
sadomasoquistas con el cómico Frank Tinney habían conseguido escandalizar a
Nueva York. Ahí, como en Hollywood, Mary se las componía para poner de relieve
lo que cada hombre lleva de sádico en sí, con frecuencia hasta poder alcanzar la
Venganza de la Masoquista, como cuando demandó a un productor en quinientos mil
dólares por tratarla a lo bestia con exagerada crudeza).
Los chismes sobre genitales se cotizaban muy bien; Chaplin y Bogart figuraban en
cabeza de los bien dotados. Un tiempo similar se dedicaba a aquellos cuyas medidas
no correspondían a lo normal. Al aire salían a relucir los nombres de todas aquellas

Página 190
«Diosas del Amor» cuya devoción a
Príapo exigía que sus vaginas fuesen
restauradas quirúrgicamente de vez en
cuando. El malicioso sarcasmo de una
Carole Lombard o una Tallulah
Bankhead transformaba esos
comentarios en deliciosos chascarrillos.
La homosexualidad supuesta o real
era un tópico favorito. Muy pocos en el
Charlie Farrell y Janet Gaynor
entorno de la Fox desconocían que, a la
hora de preparar un reparto, F. W. Murnau favorecía a los gays. Su muerte en 1931
inspiró una marea de especulaciones.
Murnau había contratado como criado a
un bello muchacho filipino de catorce
años llamado García Stevenson. Cuando
ocurrió el fatal accidente, el chico se
hallaba al volante del Packard de su
amo. Las viperinas lenguas de
Hollywood no tardaron en afirmar que,
cuando el vehículo se salió de la
carretera, Murnau estaba practicando
una delicada fellatio sobre García. Solo
once almas caritativas asistieron al
funeral (Garbo entre ellas). Farrell y
Gaynor, a quienes Murnau había dirigido
en tres ocasiones, no se dignaron
presentarse para rendirle tributo. Garbo
encargó una máscara de escayola del rostro del muerto y conservó ese memento del
genio germano durante todos sus años de permanencia en Hollywood.
La genuina reserva de Greta Garbo, mantuvo a los chismosos a distancia durante
mucho tiempo. Se hacían, no obstante, ocasionales especulaciones sobre el grado
íntimo de su amistad con la escritora Salka Viertel.
Más adelante, la llegada de Marlene Dietrich proporcionó abundante pasto. Alegre
bisexual sin el menor género de dudas, con apetito suficiente como para muchos y
variados amores, Marlene sirvió para alimentar durante los años treinta los alegres
gorgojeos de la comunidad «diferente». Su enjambre de amiguitas se granjeó el
sambenito de «las costureras de Marlene». No eran lesbianas propiamente dichas,
como las de la «banda de Nazimova», aunque sí alegres vividoras que como Marlene,
se divertían en jugar a dos bandas. A Dietrich se le atribuyó un apasionado affair con
su compañera de la Paramount, Claudette Colbert, y otro con Lili Da mita, esposa de

Página 191
Errol Flynn en la vida real. La visión de una Marlene en
traje de etiqueta masculino resultaba irresistible para
ciertos miembros del jet-set internacional; pronto, la
autora Mercedes D’Acosta y la archimillonaria Jo
Carstairs se encontraron dentro de atavíos masculinos
como peces en el agua. Las dos efectuaban periódicas
peregrinaciones a Hollywood para rendir pleitesía al
«ángel azul». Fue en el transcurso de 1932 cuando
Marlene Dietrich decidió emplear su uniforme, reservado
hasta entonces a la pantalla, fuera de ella: así fue
implantada una moda que se extendió por todo el país: la
de la mujer que llevaba pantalones.

Página 192
Murnau: genio alemán

Página 193
Análisis de Hearst

Página 194
Lili Damita: alta tensión

Página 195
Cary Grant, “honrado” en una publicación obscena

El atractivo bisexual de Marlene vestida de hombre fue


magnificado por su particular Svengali, Josef Von
Sternberg, quien se las arreglaba para incluir en cada
una de las películas que realizaron juntos una escena,
por lo menos, en la que la actriz aparecía disfrazada de
varón. Que el suyo era un romance mental, artificio y
arte, era algo sobre lo que no cabía la menor duda. El
«fetiche» Marlene de Von Sternberg no obtuvo la
esperada aprobación universal.
«Vanity Fair» comentó tras el estreno de Capricho
imperial: «Sternberg ha traicionado su estilo simplista
en pro de una fantasía desbordante y centrada
primordialmente en las piernas enfundadas en medias de
seda y el trasero con encajes de Dietrich, de quien ha
conseguido hacer una monumental zorra. Por voluntad
propia, Sternberg es un hombre que combina el
pensamiento con la acción: pero, en lugar de abstraerse
contemplando el ombligo de Buda, su perseverancia Los pantalones de Marlene
umbilical le ha llevado a fascinarse exclusivamente con el de Venus». La señora de
Von Sternberg, Risa Royce, no debió de sentirse tampoco muy satisfecha cuando
presentó una demanda de divorcio, nombrando a Marlene como la responsable de
«desviar el cariño de mi esposo».
Marlene continuó su camino hasta convertirse en una leyenda viviente rodeada de
amantes femeninos o masculinos y de otros directores y operadores. Años más tarde,

Página 196
cuando alguno de éstos se mostraba incapaz de
iluminarla apropiadamente, podía escucharse a
la eterna glamour girl susurrar por lo bajo y
entre dientes: «Ay Joe, ¿dónde estás, ahora?».

Conversación de sobremesa: Clara Bow curiosea

Página 197
Sternberg: pionero de su propia obsesión

Página 198
Página 199
Mae West: toda una estrella

Página 200
La monstruosa Mae

Mae West irrumpió en Hollywood con una reputación de «perversa chica de


Broadway». Obras como Sex la habían precipitado en aguas turbulentas y le habían
costado ocho días en la cárcel. A su llegada se descolgó con esta frase: «No soy
ninguna tonta de pueblo que busca prosperar en la gran ciudad. Soy una mujer de una
gran ciudad que va a descollar en un pueblecito».
La apuesta de la Paramount por Mae resultó ganadora. En Noche tras noche, la
actriz se robó limpiamente la película con un papel secundario; a partir de ahí trató de
imponerse a los jefazos del estudio para que la dejasen libre de movimientos. Su
primer vehículo estelar, Nacida para pecar, que adaptó personalmente de su propia
obra Diamond Lil, batió records de taquilla en 1933. Recaudó dos hermosos millones
de dólares en solo tres meses y salvó al estudio de la bancarrota.
«Variety» resumió así el film: “La señorita West, con sombreros gigantescos,
embutida en modelos tipo camisa de fuerza y con tantas joyas encima que parece una
planta Knickerbocker, canta ‘Easy Rider’, ‘A guy who takes his time’ y ‘Frankie and
Johnny’ todas con las letras claramente pasteurizadas. Pero da igual: Mae no podría
cantar una nana sin convertirla en sexo puro. Repleta de risas, como un espía de
coartadas, la personalidad de esta luminaria se impone por encima de cualquier
vulgaridad. West acentúa sus diálogos de una forma tan especial que no tardará
mucho en ser imitada… Su dominio sobre amantes, pasados, presentes y futuros,
resume todo el contenido de su film”.
Mae no cayó bien al «todo» Hollywood. Una notable resistente fue Mary
Pickford, quien, desde su retiro en Pickfair, comentó: «Pasé por delante de la puerta
de mi encantadora sobrinita, educada con esmero, y ¡Dios mío!, estaba cantando
estrofas de esa canción de Diamond Lil y digo esa canción, porque me sonrojaría el
mencionar su título incluso aquí».

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Mae: Demasiado para legionarios decentes

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Los frívolos puntos de vista de Mae con respecto al sexo fueron objeto de una
fortísima diatriba del cardenal Mundelein de Chicago, quien ordenó a uno de sus
pedantes feligreses, el reverendo Daniel A. Lord, redactar un panfleto titulado «Las
películas traicionan a Norteamérica»; en él, las juventudes católicas eran conminadas
a boicotear las «ofensivas cintas» de Mae West. En adelante esos films integrarían la
lista negra de la revista del Padre Lord, «The Queen’s Work».
La Hermandad católica se sintió tan satisfecha ante la acogida que decidió
extender su boicot anti-sexo a nivel nacional. Bernard J. Sheil, obispo auxiliar de
Chicago, se dio buena maña para organizar un grupo; surgió así la Liga de la
Decencia, constituida en octubre de 1933, seis meses después de la presentación de
Nacida para pecar. Los inspiradores de la Liga adujeron la amenaza que Mae West
representaba como una razón de peso para la «necesidad» de su Organización.
A continuación de Nacida para pecar, Mae interpretó su película más popular, No
soy ningún ángel. Su desintegración se inició con su tercera película, No es pecado.
Cuando en Brodway se erigieron enormes vallas anunciando No es pecado, un
pelotón se formó para pasear arriba y abajo de las vallas con pancartas que llevaban
este escueto mensaje: «Sí que lo es». Los púdicos Legionarios obtuvieron una
victoria menor; el título de No es pecado tuvo que cambiarse por el de La bella del
Novecientos. El jefe de publicidad de la Paramount, a quien se le había ocurrido una
divertida campaña de promoción, se encontró de repente en posesión de cincuenta
papagayos sin trabajo a los que había contratado para que repitiesen una y otra vez
«No es pecado», «No es pecado».
Por esas fechas el Padre Lord había
desplazado su inquieto cuerpo a Hollywood,
dispuesto a adoctrinar a Hays acerca de un par
de cosas relacionadas con la Censura. Lord
desempolvó la vieja lista de los «Noes…» y,
con la ayuda de un católico seglar, Martin
Quigley, redactó una nueva ristra de absurdas
restricciones bajo el título de «Código
regulatorio para la creación de películas». Esta
monstruosidad que incluía cien maneras
diferentes de asexuar le fue entregada a Hays
por Lord y Quigley; Joseph L. Breen hizo su
aparición para reforzar la Liga con una nueva
arma: el Sello de la Pureza. Ninguna
producción podía ser exhibida sin pasar antes
por él.
La guerra de Mae contra los super-
censores comenzó en serio en el verano de 1934, cuando los nuevos guardianes de la
virtud norteamericana afilaron sus garras ante esta frase pronunciada por la estrella

Página 203
ante un gángster: «¿Qué te pasa en el bolsillo del pantalón? ¿Llevas una pistola o
simplemente te alegras de verme?».
Mientras No es pecado anduvo en fase de
producción, la Oficina Hays plantó a un
guardián en el plató para que le informase sobre
los diálogos y los desplazamientos de Mae. A
ella, para espantar al entrometido, se le ocurrió
una pequeña travesura.
Inventó una amenaza de bomba y se rodeó
de una cuadrilla de atléticos guardaespaldas
que, entre toma y toma, la escoltaban hasta su
lujoso camerino. Mientras el perro guardián
husmeaba, Mae colgó un cartelito en la puerta
que decía: «No molestar excepto en caso de
incendio».
Pese al constante mojigaterío, Mae se las
compuso para dotar a sus diálogos de un
tratamiento netamente West; por ejemplo: «Un
hombre en casa vale por dos en la calle».

Mae: Todo mujer

Página 204
Sala Mae West, de Dalí

Página 205
Hearst hizo su acto de presencia en 1936, cuando Mae se atrevió a hacer un chiste
sobre su sacrosanta dama, Marion, provocando su ira. Ciñéndose a Klondike Annie
como blanco, la cadena de periódicos de Hearst tachó a Mae de «monstruo de
lascivia» y «amenaza para la Sagrada Institución de la Familia Norteamericana». Y
añadían: «¿Cuándo llegará la hora de que el Congreso se decida a hacer algo con Mae
West?» (Una Marion un tanto trompa pudo ser observada divirtiéndose a lo grande en
el transcurso de la première de Klondike Annie, sin imaginarse siquiera la causa del
revuelo que había conmocionado a sus partidarios).
A Hearst le había sacado de sus casillas cierto comentario de Mae acerca de las
habilidades de Marion como comediante. Dado que el poderoso caballero tenía que
guardarse muy bien de revelar el porqué de su odio, su hipócrita actitud para limpiar
su honor derivó hacia la «concupiscencia» de los diálogos cinematográficos de Mae,
a fin de condenar lo que en la actualidad resultaría ingenuamente divertido: «Si tengo
que hacerlo, entre dos pecados elijo siempre el que nunca he probado». También se
sintió injuriado ante el tratamiento dado por Mae a un himno usado en las
Convenciones: «Mejor es dar que recibir». Y ordenó la inmediata prohibición de la
publicidad de las películas de West en su extenso circuito de publicaciones.
Más allá de lo que «la monstruosa Mae»
sugería desde la pantalla, su vida privada era
un dechado de discreción. Los tipos que le
gustaban solían ser, por lo general,
boxeadores, culturistas o individuos dotados
de especiales formas de masculinidad. Estos
sujetos, y no miembros de su propia
profesión, eran los admitidos en la intimidad
de su antecámara rosada en forma de
concha. Las persianas eran corridas y
descorridas incesantemente. Mae respetaba
la vida privada de los demás y le gustaba que
con la suya se hiciera otro tanto. Se mantenía
alejada del torbellino social de las fiestas de
Hollywood y solo era vista en público
ocasionalmente en los combates de boxeo de
algunos de sus favoritos, casi siempre en
compañía de su antiguo amigo y representante Jim Timony.
A pesar de ello, Hearst y la Liga de la Decencia aguijonearon sin cesar a la oficina
Hays para acobardarla durante la filmación de Every day’s a holiday. Estas frases
fueron censuradas: «No dejaría que me tocase ni con una vara de diez pies» y «Por
ese fulano no me quitaría ni el velo».

Página 206
Hearst se compinchó con Breen para que el
«Motion Picture Herald», que editaba
Quigley, publicase una relación de estrellas
consideradas como «veneno para las
taquillas». Esta falsa lista negra fue
diseñada para quitarse de encima a
intérpretes «desobedientes» o aquéllos que,
víctimas de la censura o del chismorreo,
eran considerados «no gratos». El folio
incluía a personalidades «difíciles» como
Katherine Hepburn y Fred Astaire o
«malas mujeres» como Marlene Dietrich y
Mae West. La realidad era que las películas
de Mae aún se vendían muy bien, aunque
la campaña había dejado su huella. Cuando
en 1938 llegó la renovación del contrato,
con Every day’s a holiday a punto de estrenar, la Paramount dejó que los puritanos
tuvieran la última palabra. Con su materia prima «pasteurizada», la calidad de los
últimos films de Mae West en otros Estudios declinó sin remedio.

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Mary Astor en el banquillo de testigos: su papel más dramático

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Diario azul

Los años treinta se vieron agraciados por otra luminaria femenina con una
pronunciada inclinación por los hombres, una belleza de cabellos castaño rojizos,
sofisticada y apacible, con una voz gutural y sensual: Mary Astor, una de las grandes
actrices de carácter de la pantalla.
Desde muy jovencita, el mejor amigo y confidente de Mary había sido su diario.
En él lo contaba todo, complaciéndose en reseñar cualquier experiencia sublime
mientras su recuerdo aún persistiera. Así podía revivir el momento y señalar los
puntos cruciales en su paso por la vida. Su diario hollywoodense estaba encuadernado
en azul, con las páginas repletas de magníficos y ultrafemeninos pasajes que los
grafólogos calificaban como admirables y desinhibidos. Su contenido era tan libre
como su propietaria. El volumen que abarcaba el año 1935 cubría sus citas
extramaritales con el agudo comediógrafo George S. Kaufman, en quien ella había
encontrado un exquisito poder de comunicación.
El librito azul estaba guardado en un rincón de la cómoda del dormitorio, al lado
de las braguitas de Mary. Cierto día, su esposo, médico, se hallaba a la caza y captura
de unos gemelos extraviados. Cuando el doctor Franklyn Thorpe abrió distraídamente
el volumen encuadernado en piel, su mirada se posó en determinado comentario en el
que se describía con sorprendida admiración: «Es increíble su potencia, su capacidad
para permanecer en situación durante tanto tiempo. ¡No comprendo cómo puede
hacerlo!». La admiración no la provocaba el doctor Thorpe.
A medida que éste repasaba las páginas pudo saber que el hombre con ese
fantástico poder de resistencia sexual no era otro que el urbano y neoyorquino
Kaufman. Mary lo había conocido en el hotel Algonquin durante unas vacaciones que
la actriz se regalara en 1933 con el pretexto de ir de compras. Lo cual demostraba que
el buenazo del doctor había sido un soberano cornudo durante dieciséis largos meses.
Mary entraba en detalles sobre el primer encuentro con su futuro amante (quien le
había sido presentado por su amiga Miriam Hopkins) en términos radiantes:
«Su primera inicial es la G. (George Kaufman), y yo me desplomé nada más verle como una tonelada de
ladrillos. Era un viernes… el sábado me recogió en el Ambassador y fuimos a almorzar al Casino. ¡Lo
pasamos de locura!».

Tras asistir en el teatro Music Box a una de las representaciones del musical de
Kaufman Of thee I sing, Mary y George se recorrieron la ciudad de cabo a rabo
durante las siguientes noches (clubs, fiestas, cenas). A medida que iba leyendo, los
desilusionados ojos del médico apenas podían dar crédito a los records que su esposa
había reseñado de su puño y letra en su itinerario sexual:
«Lunes: nos escabullimos de un party soporífero. Hacía mucho calor, de modo que tomamos un coche y
dimos varias vueltas alrededor del parque, y el parque, bueno, era… el parque. Me apretó con fuerza las
manos y me dijo que le gustaría besarme, aunque no lo hizo…

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»En la noche del martes, cenamos en el Veintiuno y, mientras llegábamos al teatro para ver Run Little
Chillun, me besó en el trayecto. No creo que ninguno de los dos recuerde ahora de qué trataba la obra.
Durante los dos primeros actos, jugábamos con nuestras rodillas, en el tercero mi mano no reposaba
precisamente en mi falda… Hacía un montón de años que yo no manoseaba a un hombre en público, pero es
que no pude contenerme… Después tomamos unas copas en algún lugar y a continuación fuimos a un pisito
de la calle 73 donde podíamos estar a solas y todo fue emocionante y bellísimo. Cuando George se quita y
deja a un lado sus gafas, es un hombre completamente distinto. Sus poderes de recuperación son asombrosos.
Hicimos el amor durante toda la noche… Todo funcionó a las mil maravillas y comenzaba a amanecer cuando
compartíamos nuestro orgasmo número cuatro…
»Durante el resto del tiempo apenas si vi a nadie. Asistimos a cada show de la ciudad, nos divertimos
mucho juntos y visitamos con frecuencia el apartamento de la calle 73 donde nos daban las claras del día en
un coito tras otro…
»Una madrugada, serían alrededor de las cuatro, tomamos un sandwich en Reuben; ya empezaba a salir el
sol, de modo que recorrimos el parque en un coche abierto, los pájaros trinaban, y la mañana era fría y
húmeda. Fue casi celestial estar acariciándonos y masturbarnos allí mismo… al aire libre…
»¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo? Tengo más que comprobado que George está en estado de
erección constantemente… Ignoro cómo lo consigue… pero es perfecto».

Fue entonces cuando el Doctor Thorpe descubrió que el temerario idilio neoyorquino
había continuado ante sus propias narices y en su propia casa.

Mary Astor: ¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo?

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Kaufman y Moss Hart pasaron unos días en Hollywood en febrero de 1934, antes
de establecer su cuartel general de escritores durante el invierno en Palm Springs.
Una mañana Mary le dijo a Thorpe que tenía que presentarse en la Warner para unas
pruebas de vestuario; en lugar de ello salió disparada hacia el Beverly Wilshire,
donde tuvo ocasión de ver por primera vez en varios días a George:
«Me recibió en pijama y caímos uno en brazos del otro. Se excitó en un instante y al momento todo
volvió a ser como en los viejos tiempos… Arrojó a un lado su pijama y, en cuanto a mí, jamás en toda mi
vida, nadie me había quitado la ropa tan rápidamente… Luego fuimos a almorzar a Vendôme, después a una
papelería y vuelta al hotel. Llovía y era hermoso… Fue maravilloso joder durante toda una tarde
encantadora… Me marché a eso de las seis».

Esto ocurriría durante los subsiguientes fines de semana en Palm Springs:


«Sentados al sol durante todo el día (almuerzo en la piscina con Moss, George y los Rogers) cena en el
“Dunes” (un brindis a la luz de la luna SIN Moss y Rogers). ¡Ah, las noches en el desierto, desnudos bajo las
estrellas y el cuerpo de George fundiéndose con el mío!».

Cuando Thorpe se encaró con su mujer para revelarle su descubrimiento, era de


suponer que el libro encuadernado en azul se quedara en blanco durante un tiempo
prudencial. Pero Mary no pudo resistirse a transcribir la reacción de su esposo:
«Durante varios días estuvo destrozado y al final usó su último cartucho: “Te necesito”, me dijo llorando.
»Para mantener la paz y dar una tregua a todo esta carga emocional, le dije que, de momento, no tomaría
ninguna decisión. Para ser sincera, el único motivo de mi respuesta era que deseaba seguir viéndome con
George durante el resto de su estancia sin que me molestase nadie. Y hecha unos zorros. Deseaba poder
gozarlo al máximo en estos últimos momentos…».

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Superviviente de las llamas

La negativa de Mary a romper el affair motivó el que Thorpe quisiera pagarle con
la misma moneda y pronto pudo vérsele en compañía de tal cantidad de starlets que
sus extravíos se convirtieron en la comidilla de la ciudad.
Cuando Thorpe, en abril de 1935, puso pleito de divorcio a Mary solicitando la
custodia de su hija Marilyn (a quien ella adoraba) se alzaron centenares de cejas.
Mary no se dio por aludida. Thorpe se había apropiado del locuaz diario, antes de
que ella saliera de la mansión de Beverly Hills. Fue una evidencia aplastante. Ella no
podía soportar la idea de que la despojaran de Marilyn. Y presentó a su vez un
recurso el 15 de julio para retener la patria potestad sobre la niña.

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George Kaufman: perseverancia

En el primer día del juicio, los abogados de Thorpe revelaron la existencia del
diario. El juez «Goody» Knight, echó un vistazo al librito y lo rechazó como prueba.
Pero los abogados de Thorpe mostraron a la prensa extractos que dejaban pocas
dudas acerca de su contenido; entre ellos estaba lo de «¡Ah, las noches en el
desierto…!» que, ipso facto, pasó a ocupar un lugar en el folklore nacional. Los
periódicos airearon el diario a los cuatro vientos, seleccionando entre comillas
extensas porciones del mismo. Y el respetable se lo pasó en grande echándole
imaginación a lo que solo quedaba insinuado.
Sus más constantes admiradores recordaron otro de los apasionados affaires de
coeur de Mary Astor, hacía ya una década y antes de su matrimonio, cuando, durante
el rodaje de Don Juan, de aspirante a estrellita pasara a convertirse en la jovencísima
querida de John Barrymore.
La Corte fue toda oídos cuando la niñera de la hija de Mary hizo un recuento de
todo lo que había pasado en casa de Thorpe a raíz de la salida de Madame. La nurse
describió, por ejemplo, la batalla campal de celos, desarrollada ante los ojos de la
niña, a cargo de la starlet Norma Taylor y el doctor, con Norma llevando como único
atuendo sus uñas laqueadas al rojo vivo. La niñera declaró también que no solo
Norma, sino otras rubias del conjunto de Busby Berkeley «habían dormido en el

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lecho del doctor» en sucesivas noches. ¿Dónde estaba Thorpe? La imperturbable
respuesta fue: «Pues allí, en su cama, naturalmente».
Mary consiguió que le devolvieran la casa y su Marilyn a pesar de todas las
revelaciones que el diario contenía sobre su pasión por Kaufman.
Sin embargo, la Corte no le restituyó a su «más querido amigo». El diario se
consideró «pornográfico» y fue destinado a la estufa del juzgado.
Resulta extraño que estas revelaciones no dañaran la carrera de Mary Astor; nada
más lejos de ello. Diez años antes, un caso similar hubiese significado el fin para
cualquier estrella; pero la Depresión era un factor que, aunque doloroso, contribuyó a
una mayor madurez de los espectadores. Transcurrirían solo unos años hasta que
Mary Astor se apuntara uno de sus mayores triunfos artísticos como la malvada
seductora en aquel inolvidable El halcón maltés.
Kaufman, que había puesto pies en polvorosa durante la realización del juicio, se
instaló con Hart en Nueva York. Había logrado zafarse de todas las preguntas
concernientes al caso, pero, una vez, acosado por los periodistas en la salida de
artistas del Music Box, dejó caer: «Pueden ustedes confiar en que yo no llevo ningún
diario».

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Mary tuvo a Marylin

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Thelma Todd: la rubia de los helados

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El garaje de la muerte

El año 1935, en que fue incinerado el explosivo diario de Mary Astor, finalizó con un
repugnante estampido: uno de los más desconcertantes asesinatos de Hollywood. Los
crímenes resueltos son, por lo general, archivados y olvidados. Los que no, dejan tras
de sí una estela semejante a una enfermedad que se niega a desaparecer. Esto fue lo
que ocurrió en el caso de la Rubia Merengue.
La deliciosa Thelma Todd, había trabajado con Laurel y Hardy, los Hermanos
Marx y su amiga del alma Zasu Pitts, en una serie de alegres farsas para Hal Roach.
Sus admiradores no hubieran reconocido a Thelma en su último papel (que solo llegó
a interpretar tras ardua lucha): el de un cadáver desplomado, con la boca, el traje de
noche y el abrigo de visón cubiertos de sangre. Su doncella descubrió al cadáver a las
10,30 del lunes 16 de diciembre en la puerta de entrada del garaje que Thelma
compartía con su amante, el realizador Roland West. La cochera estaba situada en
Palisades, sobre la autopista del Pacífico, entre Malibú y Santa Mónica. La llave de
encendido de su Packard estaba en el contacto y el motor en punto muerto, en tanto
Thelma yacía de bruces sobre el asiento frontal. En una macabra coincidencia, la
actriz había interpretado no hacía mucho una escena con Groucho Marx, en la que
éste le advertía: «Ahora, sé una buena chica o, de lo contrario, tendré que encerrarte
en el garaje».

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Thelma: su último papel

El Gran Jurado, tras muchas semanas de debate sobre evidencias contradictorias,


pronunció un extraño veredicto: «Muerte causada por envenenamiento con monóxido
de carbono». Esta conclusión un tanto negligente dejaba muchos cabos sueltos. Si
efectivamente Thelma había muerto asfixiada a su regreso del Trocadero, ¿cómo era
que sus ropas se hallaban en ese estado de desorden? ¿Quién o qué había causado las
salpicaduras de sangre en su rostro?
Si, como la policía aseguraba, la muerte se había producido en la mañana del
domingo, ¿por qué los testigos (uno de los cuales era Jewell Carmen, la esposa de
West) aseguraban haber visto a Thelma ese mismo domingo zumbando al volante de
su Packard descapotable entre Hollywood y Vine, con un apuesto moreno por
acompañante?
Thelma había sido durante algún tiempo la querida de West. Ambos eran socios
en el Thelma Todd’s Roadside Rest, un popular merendero en la playa situado bajo
las Palisades, en la carretera de la Costa, cercano al lugar del crimen. Tras un
exhaustivo interrogatorio, West admitió de mala gana haber sostenido con Thelma en
la madrugada de aquel domingo una violenta pelea, zanjada al empujarla él hacia
afuera. La comunidad de vecinos declaró haber escuchado a Thelma proferir
obscenidades contra West mientras golpeaba con los nudillos la pesada puerta de la
finca. El examen de la entrada principal reveló marcas frescas de golpes.

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En la encuesta salió a relucir que su
amiga de confianza y compañera en la
pantalla, Zasu Pitts, había prestado a
Thelma miles de dólares que habían sido
engullidos por las complicadas finanzas
del Roadside Rest y jamás restituidos a
Zasu. Ida Lupino testificó que, si bien en
la fiesta del Trocadero Thelma parecía
tan despreocupada como de costumbre,
le confió que estaba poniéndole los
cuernos a West con un hombre de
negocios de San Francisco.
El abogado de Thelma solicitó una
segunda investigación con el objeto de
demostrar su teoría: que la dama había
sido muerta por asesinos a sueldo de
Lucky Luciano. Por aquel entonces Luciano incursionaba en los establecimientos de
juego ilegales de California. Se había aproximado a Thelma con una oferta para
quedarse con la parte superior de su café e instalar un resguardado casino que, era de
suponer, ella se encargaría de llenar de clientes reclutados entre sus famosos amigos.
El abogado estaba convencido de que, al negarse a aceptar el ofrecimiento de
Luciano, Thelma había firmado su sentencia de muerte. Su productor, Hal Roach,
palideció ante la sola mención del nombre de Luciano. Y aconsejó al abogado que
abandonase el asunto.

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También se sospechó, aunque no llegara a probarse, que una especie de
representación había tenido lugar bajo la batuta de West, con la ayuda de una
amiguita a la que había hecho pasar por Thelma. Se decía que era la doble quien
había intervenido en toda la pantomima de los gritos y golpes ante la puerta, mientras
West, al otro lado, dejaba a Thelma sin sentido, la depositaba en su coche, abría la
espita del gas y cerraba el portón del garaje.
De acuerdo con esta teoría, West había querido dar un carpetazo definitivo a la ya
deteriorada relación entre ambos y cometer el crimen perfecto, como en su película
Alibi.
De todo esto no existieron pruebas reales, pero West, que había dirigido a Lon
Chaney en El monstruo y a Chester Morris en The Bat Whispers, uno de los más
extraordinarios thrillers jamás filmados, no volvió a realizar otra película. Contrajo
matrimonio con Lola Lane y murió olvidado en el año 1952.
Thelma había sido popularísima, no solo para sus admiradores, sino entre las
gentes de su profesión. Su funeral en Forest Lawn, convocó a una enorme
muchedumbre. Descansaba en féretro abierto, cubierto de rosas amarillas y, gracias a
los maquilladores de la funeraria, volvía a ser la Rubia Merengue con el corazón de
oro y siempre con un comentario divertido en los labios. Zasu Pitts, esa amiga
generosa, comentó: «Parecía que de un momento a otro Thelma iba a sentarse y
ponerse a charlar». Sin embargo, Thelma ya no volvería a hablar, ni siquiera diría una
frase chistosa para contar quién la había golpeado hasta la muerte.

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Su asesinato, como tantos otros, quedará para siempre como uno de los más
turbadores enigmas de Hollywood.

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Zasu Pitts: la amiga generosa de Thelma

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Funeral de Thelma en Forest Lawn

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Errol: el más querido

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«In» como Flynn

El tono de los alborotos de Hollywood sufrió una alteración cuando en 1942 acusaron
a Errol Flynn de estupro estatutario.
Peggy Satterlee y Betty Hansen, las muchachas implicadas, no habían cumplido
los dieciocho años. Una de ellas aseguraba que la habían violado en tierra, la otra
decía que en el mar.
El encantador, despreocupado Errol Flynn, era una de las figuras más estimadas
en Hollywood, dentro y fuera de la pantalla, desde que su imagen como espadachín
quedara fijada bajo la identidad del Capitán Blood. Había nacido en Tasmania y, tras
una tumultuosa adolescencia e innumerables expulsiones de colegios de su tierra
natal y de Australia, había causado un enorme impacto como Fletcher Christian en
The Wake of the Bounty (primera de las «rebeliones a bordo»). Tras una serie de
papeles sin consistencia en Inglaterra y en Hollywood, acertó en pleno con El
Capitán Blood y se convirtió en una superstar en películas como Robin de los
Bosques. Ídolo de la juventud, sus films eran tan divertidos de contemplar como de
interpretar, y generalmente incluían el rescate de una bonita muchacha (Olivia de
Havilland, era la más asidua) como corolario de un prolongado duelo a capa y
espada.
Mujeres de toda condición y edad no se privaban de correr tras el magnético
Errol. Su borrascoso matrimonio con la atractiva bisexual Lili Damita había hecho
aguas en 1942. Cierta noche de ese mismo año, una escena ciertamente cómica se
desarrolló en el salón del hogar de Flynn en Mulholland Drive. Un agente de policía
se presentó para informar al espadachín (que se daba el lujo de llevar a su cama a
cualquier fulanita que estimulara su fantasía) que le habían denunciado por
«violación estatutoria».
Flynn alegó que ni siquiera sabía de la existencia de ese animal. Se le explicó
entonces que en California regía una ley que prohibía el conocimiento carnal de
cualquiera que tuviera menos de dieciocho años, incluso con su consentimiento;
dejarse seducir por una menor podía costarle a uno cinco años en chirona.
Los polis habían arrestado a la joven Betty Hansen por vagabundeo. Entre otros
interesantes objetos le habían encontrado los números de teléfono de Flynn y su
compadre Bruce Cabot (el que salvara a Fay Wray de las garras de King Kong). Betty
había declarado que un partido de tenis mantenido con los chicos se había prolongado
en un party al que se había añadido natación y sexo. Y dijo que, aunque Flynn se
hubiese quedado en cueros, había conservado todo el tiempo los calcetines puestos.
Flynn negó en redondo la acusación, admitiendo, eso sí, que había coincidido con
Betty en una fiesta, nada más. Fue fichado y puesto en libertad bajo fianza. Nada más
regresar a su casa sonó el teléfono. Una voz desconocida manifestó: «Dile a Jack que

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quiero diez mil dólares», colgando a
continuación. El asunto podría haber
terminado allí mismo si Jack L. Warner, el
jefe de Flynn, hubiese aceptado las
condiciones del chantajista.
El Fiscal del Distrito no tenía mucho
material como para un caso, pero, debido a
motivos solo conocidos por él, se negaba a
que Flynn disfrutara de su carrera en paz
justo cuando se hallaba personificando a
Gentleman Jim[9], uno de los grandes
héroes del deporte. La madeja comenzó a
enredarse a causa de una bailarina de «Los
Jardines Florentinos» llamada Peggy
Satterlee. Era bien conocida por toda la
ciudad pero a causa de su obvia
Lili Damita: esposa bisexual experiencia y sus senos gigantescos; nadie
podía sospechar que aquella monada de
menor era una emprendedora de cuidado. Peggy se descolgó diciendo que en 1941
Errol la había conducido hasta su yate, el Sirocco, para penetrarla frente a cada una
de las escotillas.
Los titulares, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, proclamaban:
ROBIN HOOD ACUSADO DE VIOLACIÓN. Las fans se desbordaron cuando llegó Errol
dispuesto a enfrentarse al Gran Jurado. Pero lo que prometía ser un largometraje
dramático y con sexo quedó reducido a una farsa de un rollo. Betty, Peggy y Errol
contaron cada uno su distinta versión de los hechos. El Jurado se retiró para deliberar,
regresando con una rápida absolución para Errol.
Parecía que el caso estaba cerrado. Flynn se fue a casa, abrió una caja de botellas
de champagne y llamó a sus amigos y partidarios para que le ayudasen a celebrarlo.
El Estudio dejó escapar un suspiro de satisfacción: Jim seguía siendo un gentleman.
Entonces, ante la extrañeza de todos, la oficina del fiscal del distrito, de forma
inusitada, ignoró la decisión del Gran Jurado y decidió procesar a la estrella a pesar
de la absolución. El Estudio designó a Jerry Geisler, considerado el más sagaz
abogado de Hollywood, para asumir la defensa de Flynn.
Sabiamente, Geisler advirtió a Flynn que se preparase para un proceso largo. La
mejor defensa era atacar, aunque resultase fastidioso el lento desarrollo de los
acontecimientos. (A medida que el proceso avanzaba, la expresión «Arrojado como
Flynn» se convirtió en un apodo muy popular, especialmente entre la tropa, que por
lo demás divertía a su protagonista). El emplearse a fondo, daría tiempo a Geisler
para hacer pedazos la credibilidad de las chicas, rastreando todo lo que pudiera acerca
de sus dudosos pasados (y era mucho lo que había que rastrear).

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Peggy se extendió en un gran número de detalles sobre lo acontecido a bordo del
Sirocco, pero se pasó de lista, dando oportunidad a Geisler para interrogarla aparte
acerca de esta versión de los hechos (¿Cómo había tardado todo un año en descubrir
que la habían violado?). El juez tuvo que poner orden en la sala cuando ella describió
cómo Flynn le había susurrado al oído: «Esa luna se vería más bella contemplada a
través de una escotilla».

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Errol en Gentleman Jim

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Cuando le llegó el turno a Betty Hansen, ésta tomó asiento y declaró que Flynn la
había despojado de sus ropas. Geisler cargó como la brigada ligera. Primero, la
obligó a admitir que ella había consentido en quedarse como su mamá la había traído
al mundo; a continuación la fulminó con un «¿Acaso no deseaba Vd. que se las
quitara?». La tranquila respuesta de Betty ganó el proceso para Flynn: «Bueno, yo no
puse objeción alguna». Errol Flynn fue absuelto por los cuatro costados.

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Peggy, Errol y Betty ante el tribunal

Gentleman Jim, estrenada poco después, se convirtió en uno de los vehículos más
carismáticos de Flynn, gustando a público y crítica. Este escándalo estelar, que de
haber ocurrido solo diez años antes hubiera significado el ocaso de una carrera, con
cancelación de contratos y público deshonor (aunque su encartado hubiese sido
declarado inocente), no llegó a tal extremo.
La «moral» había cambiado. A los fácilmente impresionables hinchas les gustaba
la idea de estar «“in” como Flynn» y acudieron en manadas a ver la película. El
concepto de la moralidad había evolucionado tanto en los años de guerra que el caso
Flynn jamás volvería a repetirse ante un juzgado, a menos que fuese motivado por
presiones internas.
Los periódicos no se apercibieron entonces del aspecto subterráneo del asunto,
pero enseguida quedó claro para los implicados (Flynn, Geisler y Warner Bros) que la
persecución de Flynn formaba parte de una maniobra para corromper a los políticos
de Los Ángeles. Estos habían decidido que los Estudios, que tras la Depresión
volvían a ganar dinero a espuertas con el cine escapista fabricado durante la guerra,
no les ofrecían oportunidades de recibir de ellos los suculentos sobornos de otros
tiempos. Las recompensas eran generalmente distribuidas entre los «jefes», quienes,
en justa compensación, se aseguraban de que la policía tuviera su parte en el pastel.
Además, como agradecimiento, protegían a los estudios, anulando los cargos que
fuesen en el caso de que las estrellas se viesen mezcladas en algún lío.
La montaña que se hizo del caso Flynn habría quedado reducida a un grano de
arena si, antes de explotar todo, no se hubiesen efectuado ciertos cambios en quienes
manejaban el Ayuntamiento de Los Ángeles. Dado que Jack L. Warner no había
accedido a bajar la cabeza ante los nuevos jefes, el primer proceso por violación

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contra Errol se tomó como una advertencia; al no poder comprobarse nada, el
segundo fue claramente inducido por los policías, por si colaba.
Afortunadamente para Errol, el jurado (Geisler se aseguró de que nueve de sus
doce miembros fuesen mujeres) no se tragó la historia forjada por la policía, y Errol
Flynn se encontró libre para continuar deleitando a sus admiradores y disfrutar de
veinte años más de jarana.

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Errol: mujeriego de mar

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Chaplin y Joan Barry en el Juzgado: ningún cariño

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¿Qué Papaíto? Papaíto Cheques Largos

No transcurriría mucho tiempo sin que Jerry Geisler recibiese otra llamada: la de un
millonario de cincuenta y cuatro años que tenía problemas con una chica. Su nombre:
Charles Spencer Chaplin. El acto preliminar de lo que sería una larga batalla, un
drama a resolverse fuera del juzgado, había contado con el auspicio de otro
millonario: J. Paul Getty. Todo empezó cuando Joan Barry, «La Simple», llegó en
1940 a Hollywood dispuesta a comerse el mundo del cine.
Su nombre apareció en los titulares de primera plana durante 1943 y 1944, no por
su habilidad ante las cámaras, sino porque se hallaba en estado de buena esperanza y
señalaba a Chaplin como futuro padre. Antes había revoloteado por aquí y allá
desempeñando toda clase de trabajos, el más frecuente el de camarera. Cierto día fue
invitada a integrarse en un grupo de muchachas que iban a México para engalanar la
inauguración de Avila Camacho, propiedad del magnate del petróleo J. Paul Getty.
Allí conoció a Tim Durant, agente de la United Artists que la presentó a Chaplin,
quien se hallaba a la búsqueda de la actriz femenina para Sombra y sustancia, una
película que planeaba por entonces.
Chaplin dijo a la prensa que había descubierto a una nueva Maude Adams y firmó
a Barry un contrato por valor de setenta y cinco dólares a la semana. Mientras la
«preparaban» para el personaje, la estrella en embrión tuvo un par de abortos. Para
octubre de 1942, un año después, el distanciamiento de Chaplin respecto de ella,
tanto a nivel personal como profesional, era patente. Su salario quedó reducido a
veinticinco dólares. En Navidades, la muchacha apareció en casa de Chaplin
empuñando una pistola adquirida en una casa de empeños. El magistral actor y
realizador, encontró sumamente estimulantes y eróticos estos despliegues de
temperamento; se deshizo del revólver y penetró a su protegida sobre una alfombra
de piel de oso, frente a una chisporroteante chimenea.
Cuando, algunos días más tarde, ella regresó, dispuesta a montar otra escena, el
Gran Dictador llamó a la policía, quien conminó a Barry a abandonar la ciudad. A los
pocos meses, era descubierta escalando una ventana de la casa de Chaplin y
condenada a treinta días de reclusión.
Fue entonces cuando estalló la tormenta, gracias al poder de uno de los más
encarnizados enemigos de Chaplin.
Hedda Hopper y Louella O. Parsons, dos columnistas de armas tomar, eran tan
famosas en su día como las cautivadoras Garbo, Dietrich y el resto de las estrellas
sobre cuyas vidas escribían. Sin embargo, a su popularidad añadían un poder que les
había permitido erigirse en árbitros de la moral de la colonia fílmica. A través de sus
respectivas «sindicadas» secciones, habían alcanzado la cima de setenta y cinco
millones de lectores y ejercían una influencia difícil de imaginar hoy en día en una

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sociedad mucho más liberada, a la que tiene sin cuidado que un astro casado haya
sido visto en compañía de una corista y, desde luego, no equipara tan importante
noticia a la explosión de una bomba atómica.

Hedda, particularmente, había tratado a Chaplin durante muchos años como a


enemigo de la sociedad. Empuñando su patriótica hacha de guerra, lo acusaba de
haber llegado a los Estados Unidos como un perfecto desconocido, haber amasado
una fortuna y no haber tenido la decencia de convertirse en ciudadano
norteamericano. Una mañana, mientras Hedda iba desahogándose con su secretaria
de los cotilleos del día, una histérica pelirroja la llamó para soltarle de sopetón que
Chaplin acababa de arrojarla de su casa y que llevaba en las entrañas un hijo suyo.
Era el grano de trigo más extraordinario que hubiese salido del molino de Hedda.
Joan le dijo haber leído en uno de sus artículos cómo Hedda había lanzado el aviso
sobre la suerte que correría cualquier muchacha lo suficientemente alocada como
para aceptar la posición de protegida de Chaplin.
De inmediato Hedda vomitó la exclusiva a modo de advertencia para todas
aquellas gentes de cine que se hallasen envueltas en relaciones dudosas. El embarazo
de la «simple» Joan desencadenó una guerra de los medios. Charles tuvo que retrasar
su matrimonio con Oona O’Neill a causa del reportaje de Hedda. En venganza,
cuando más tarde pudo casarse con Oona, le dio la exclusiva a «Lolly», lo que sentó a
su rival como si alguien le hubiese restregado la lengua con sal. Raramente
transcurría un día sin un golpe bajo de Hedda a Charlie. Dejó correr el rumor de que,
durante su ceremonia de esponsales, Chaplin había insultado a la prensa, calificando
a sus componentes de retrasados mentales; dijo que Sombra y sustancia iba a ser
cancelada, y que el inminente juicio acerca de la paternidad de Chaplin que se le

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venía encima, sería en términos circenses, el mayor espectáculo que Hollywood
pudiera presenciar en años.
Cuando el pleito fue presentado, Chaplin negó categóricamente su paternidad, y
no puso objeciones en pasar por la prueba de la sangre. Pagó a Barry todas las
facturas del hospital, le concedió una prima de dos mil quinientos dólares y en un
convenio le asignó otros cien a la semana. Pero esto no impidió que Chaplin fuese
acusado por la Corte Federal de cuatro cargos. El FBI hizo irrupción en el caso. Y se
fotografió a Chaplin mientras le tomaban las huellas digitales.
La hija de Barry nació el 2 de octubre de 1943. La sentencia fue un modelo de
perplejidad. A pesar de que las pruebas sanguíneas demostraron que Chaplin no era el
padre de la criatura, el jurado, pese a los esfuerzos de Geisler, falló en su contra y lo
condenó a la manutención de la niña.
Resulta interesante tener en cuenta que, mientras Louella publicaba los resultados
de las pruebas de sangre, Hedda se encontraba alerta en el mismo lugar donde se
celebraba el juicio, pero no hizo la menor mención a aquéllas.
Más carnaza alimentó a los enemigos derechistas de Chaplin al saberse que,
durante el proceso, se celebraba en Moscú un «Festival Charles Chaplin». Los
soviéticos inauguraron el certamen echando la culpa de los recientes problemas de
Charlie ¡a los trotskistas! Ellos y no otros tenían la culpa, además de las
publicaciones de las cadenas Hearst y McCormick, especializadas en rebuscar en el
lodo. Un acontecimiento único: por primera vez en la historia el Kremlin inmiscuía
sus kopecks en un escándalo sexual típico hollywoodense.
Hedda continuó durante el resto de su vida lanzando dardos sobre Chaplin. Pero
hacia el declive de su carrera, sus opiniones, como las de su hermana rival en
parloteo, Lolly Parsons, no eran recibidas ya por la audiencia norteamericana como si
de acotaciones a los Diez Mandamientos se tratase.
A menudo, el genio posee una infinita capacidad de supervivencia. Chaplin
sobrevivió a sus procesos y otras tribulaciones, y llegó a producir cuatro películas
más, una de las cuales, Monsieur Verdoux, pese a constituir un desastre financiero
(fue prohibida en la mayoría de las plazas de Estados Unidos), incorporaba gran parte
de su amargura. El resultado fue una obra de arte, uno de los films que mayor culto
despiertan. Será visto una y otra vez, y admirado cuando las Heddas y Louellas sean
pasto del olvido.

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Chaplin, Joan y su hija en el juzgado

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Frances Farmer: la individualista

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Santa Frances, hija de la furia

La espectacular destrucción de la bella, sensitiva y emocional actriz Frances Farmer


aportó a Cinelandia otro drama sacado de la vida real que, en 1943, compitió en las
primeras planas de todo el país con la tumultuosa querella Chaplin-Barry y una
pequeñez llamada II Guerra Mundial.
En el año 1935 y tras vencer la Farmer en un concurso de popularidad
patrocinado por una revista, la Paramount tendió sus garras a la «nueva Garbo»
poniéndole por delante un contrato de siete años de duración. Frances, que se
consideraba una actriz seria y soñaba con interpretar a Chejov y a los clásicos (más
adelante trabajó brevemente con el Theatre Group de Nueva York actuando en
Golden Boy y La quinta columna a las órdenes de Elia Kazan y Clifford Odets)
encontró que su Estudio la emparejaba con Bing Crosby en Rhythm on the Range, y
codo a codo con Martha Raye y Bob Burns y su bazooka. Fue prestada a Samuel
Goldwyn (Paramount hizo un buen negocio con este alquiler, aunque ni un solo
penique fue a parar al bolsillo de Frances) para una película de época, Rivales. A ésta
siguieron Ídolo de Nueva York con Cary Grant, Ebb Tide con Ray Milland, El hijo de
la furia con Tyrone Power y su film más curioso, Among the living, con Albert
Dekker. Posteriormente la futura actriz «intelectual» fue malgastada en una cosa
titulada Al sur de Pago Pago al lado de Jon Hall.
Frances no volvería a ganar concursos de popularidad en el Sur de California.
Decidida individualista que se negaba a pasar por el aro del Hollywood tradicional,
repitió en más de una ocasión que aborrecía todo lo que la ciudad significaba, a
excepción del dinero. Se creó enemigos como Zukor y otros jeques y, cuando en 1943
le llegó la mala racha, la mayoría opinó que la chica se había querido pasar de lista,
recibiendo a cambio un merecido aunque inesperado castigo.
Su derrumbe empezó con un accidente banal: arresto por una violación de tráfico
sin importancia la noche del 19 de octubre de 1942, en Santa Mónica. Fue multada
por conducir sin licencia y ebria, llevando los faros apagados, en cierta zona de la
carretera de la costa del Pacífico. Frances odiaba a los policías; a partir de ese
momento se convirtieron en sus demonios personales. A los patrulleros que la
insultaron y trataron con arrogancia, se les enfrentó con paralela hostilidad, y tras el
combate verbal terminó arrastrada a la cárcel de Santa Mónica. Esa noche fue
sentenciada a ciento ochenta días y puesta a prueba en libertad condicional. (Si en
alguna ocasión alguien necesitó los servicios de un Jerry Geisler, esa fue Frances).
No mucho después, la arrestaron en el hotel Knickerbocker de Hollywood por
incomparecencia ante el oficial de guardia, al que debía haberse reportado; todo esto
ocurrió en medio de un comportamiento histérico, durante el cual dislocó la
mandíbula de su peluquera en el Estudio, perdió su jersey en medio de una etílica

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batalla en un club nocturno y, como guinda, salió
corriendo topless en medio del tráfico de Sunset Strip.
Los policías reavivaron su paranoia golpeando
violentamente su puerta y abriéndola con una llave
maestra para entrar armados y con esposas. Ella se
escondió en el cuarto de baño. Los agentes forzaron la
cerradura y, tras un salvaje forcejeo, la arrastraron
desnuda hasta el vestíbulo del Knickerbocker.
En la comisaría de Hollywood pegaron un
respingo cuando la «nueva Garbo» rellenó el espacio
dedicado a «Ocupación» con la palabra «mamona».
En el juzgado, mientras aguardaba la sentencia,
miró al enjambre de fotógrafos que la rodeaban y les
escupió: «¡Ratas, ratas, ratas!». Cuando el juez le
preguntó cómo había perdido su jersey en la batalla
campal del club nocturno, ella negó todo
conocimiento del hecho. Y, cuando Su Excelencia la
Frances: en el filo
interrogó acerca de su dependencia de la bebida,
Frances replicó en voz alta:
«Oiga usted, acostumbro a poner alcohol en mi leche. Y en mi café. Y en mi
zumo de naranja. ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me muera de hambre? Bebo todo lo
que puedo conseguir, incluida la benzedrina».
El juez Hickson, con rostro de acelga, no era
precisamente el bondadoso Harvey de la
pantalla[10].
Levantándose de su sillón, confirmó la
sentencia de ciento ochenta días.
«Maravilloso», gritó Frances. «¿Acaso a
usted nunca le han partido el corazón?» (Se
refería a su desgraciado idilio con Clifford
Odets y a su reciente divorcio de Leif
Ericson).
A continuación, y haciendo gala de una
espléndida puntería, lanzó un tintero a la
cabeza de Su Excelencia. La petición de
efectuar una llamada telefónica al abandonar
la Audiencia le fue denegada sin razón
alguna; esto provocó que Frances embistiese
a la matrona y tumbara a un policía. Fue
conducida a su celda en camisa de fuerza.

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Tras el desmadre: vuelta a la realidad en el Juzgado

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No recibió ayuda alguna de su productora de entonces, la Monogram Pictures
(Frances había caído ya de su pináculo en la Paramount al nadir de las firmas sin
prestigio). Monogram no tardó en sustituir a la Farmer por Mary Brian en el rol
protagonista de Sin salida.

Frances: desacato

Frances necesitaba ayuda profesional desesperadamente. Pero ésta no llegó. En su


lugar hizo entrada su mortal enemiga, la Némesis del pasado: la señora Lilian V.
Farmer, su madre (que nunca había querido tener hijos). Manifestó a los periodistas
en Seattle que los «problemas» de su hija solo se debían a un truco publicitario
destinado a proporcionarle una visión auténtica de las prisiones.
«Deben estar planeando un film para ella en el que existan secuencias rodadas en
la cárcel. Así podrá ofrecer una buena actuación basada en una experiencia real»
soltó amorosamente mamá.
La deliciosa mamá Farmer (que parecía una bruja salida de un cuento de hadas)
arrastró entonces su enorme trasero hasta Hollywood. Allí declaró a su hija

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mentalmente incapacitada y firmó los documentos para su internamiento. Echaba la
culpa del colapso de Frances al comunismo.
Frances se negó a participar en los trabajos manuales de la prisión. La empujaron
hasta una clínica privada, donde hubo de enfrentarse durante tres meses al pavoroso
tratamiento diario de la insulina (un método totalmente descartado hoy día). Tras los
horrores del sanatorio, quedaban aún por delante, diez años de infierno total en el
«Nido de Víboras»[11]. En 1944 fue declarada loca y confinada en Steilacoom,
Washington («Nenes, al fin y al cabo estoy de nuevo en casa»).
Su encierro fue la prueba más horrenda
que cualquier personalidad de la pantalla
haya debido soportar (la más
intolerablemente trágica entre todas las
tragedias de Hollywood). Frances no
había sido feliz en el Purgatorio del
Cine, donde su talento se encontró
desperdiciado por absurdos y
superficiales personajes en estúpidas
películas. Sus Hados, sin piedad, la
condujeron a un infierno poblado de
camisas de fuerza, correas de cuero y
sádicas guardianas tan diabólicas como
marimachos.
Frances Farmer: belleza de la Paramount
Su caída despertó escasa compasión
por parte de la ciudad del glamour. Frances era una actriz «difícil» y les encantó
quitársela de encima. (William Wyler llegó a opinar en cierta ocasión: «Lo más
agradable que puedo decir sobre Frances Farmer es que no hay quien la aguante»).
Por si fuera poco, había sido «roja».
Solo un periodista salió en su defensa. Fue John Rosenfield, quien escribió al
producirse su primer arresto:
«LO QUE HA OCURRIDO A FRANCES FARMER
NO DEBERÍA PERMITIRSE NUNCA MAS»

«Justo cuando la industria cinematográfica se iba granjeando la admiración general, Hollywood se


resquebraja ante una erupción de estúpidos escandalitos. Y no es precisamente un homenaje el que hay que
rendir a la prensa por su interés en divulgar algunos de estos episodios carentes de valor informativo.
»Ha sido muy poco sagaz por parte de la industria autorizar y permitir que estos affaires sean
agigantados.
»El incidente con Frances Farmer no debería haber sucedido nunca. Esta actriz, excepcionalmente dotada
por otra parte, no suponía amenaza alguna para la Ley, el Orden o la Seguridad Pública. Algo que comenzó
con una simple reprimenda a una infracción de tráfico ha crecido hasta convertirse en un caso de violencia
personal, seria acusación y sentencia carcelaria.
»Y todo, a causa de que una muchacha testaruda se encontraba al borde del colapso mental.
»Miss Farmer, que no es precisamente un prodigio de estabilidad emocional o de sapiencia en la
conducción de su carrera, necesitaba a un abogado cierta infausta noche del pasado invierno. Una mano

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bienhechora pudo haberla rescatado inmediatamente de algo tan simple como una violación de tráfico. Pero la
sobrecogedora realidad es que la dejaron sola y, naturalmente, perdió».

El artículo de Rosenfield fue la única nota de piedad. El resto de sus compañeros se


limitó a seguir a la mentalidad letal de Lolly Parsons quien, despreciativamente,
había escrito: «La Cenicienta de Hollywood ha regresado a sus cenizas por el
resbaladizo sendero de la bebida».
La creatividad está compuesta a partes iguales de Genio y Locura. De todas las
María Magdalena de Hollywood que bebieron del pozo de la Demencia (Clara Bow,
Gail Russell, Gene Tierney) desde ya, hay que nombrar como patrona a Santa
Frances.

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Frances: internada en el Infierno

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Lupe: compañera de Tarzán

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Un suicidio amortajado

El Síndrome de los Suicidios resurgió en los cuarenta con las muertes por
barbitúricos de Julian Eltinge, en 1941, y del payaso triste Joe Jackson, en 1942.
El suicidio por seconal de Lupe Vélez, en 1944, se llevó en los titulares la parte
del león. Lupe había comenzado a formar parte del ambiente de Hollywood a finales
de los años veinte, cuando la entonces decidida quinceañera se trasladó desde la
ciudad de México dispuesta a conquistar un puesto en el cine. Había sido descubierta
por Douglas Fairbanks, quien le ofreció un papel como oponente suya en El gaucho;
esto la puso en órbita. Pronto Lupe se ganó el cariñoso apodo de «la explosiva
mexicana» a causa de su incontenible alegría y fiero temperamento.
Ella no perdió el tiempo en probar al «Macho de Hollywood». Su primer romance
lo tuvo con John Gilbert (necesitado entonces de un antídoto fuerte para olvidar el
rechazo de Garbo). En 1929, puso sus ojos en su compañero en El canto del lobo, el
joven semental Gary Cooper. Fue un idilio tempestuoso, aunque, tras algunos meses
de insaciables asaltos por parte de Lupe, el exhausto Coop pidió que le relevaran.
Cuando un espléndido ejemplar de masculinidad llegó a Hollywood, todavía
chorreando agua tras su reciente triunfo en la piscina olímpica de Los Ángeles, Lupe
quedó noqueada y a partir de ese instante Johnny Weissmüller, «Tarzán», encontró a
su compañera de la vida real en una tormentosa unión que duró hasta su divorcio en
1938. Lupe, con su mentalidad un tanto infantil, no alcanzaba a comprender por qué
Johnny se ponía como loco cuando ella desplegaba sus encantos en fiestas y saraos
hollywoodenses, enroscándose los vestidos por encima de los hombros y casi sin ropa
interior, a la que era un tanto alérgica.
Las broncas en el hogar llegaron a oídos de la siempre vigilante Hedda Hopper,
que vivía justo en la calle de enfrente. La batalla más sonada tuvo lugar una noche en
el Ciro’s, cuando un exasperado Johnny vertió una mesa atiborrada de comida justo
encima de las partes íntimas de Lupe. El torbellino amor-odio de la intensa pasión
dejaba frecuentemente marcas de Lupe en el torso de dios griego de Weissmüller,
señales de color fresa en el poderoso cuello, mordeduras en los perfectos pectorales,
elocuentes rasguños en la marfileña espalda. El maquillador de la Metro asignado al
equipo de Tarzanes no tenía que esforzarse mucho en su trabajo. Aquello era un
ejemplo de amour fou entre casados.
Tras el inevitable divorcio de Weissmüller, los desesperados asaltos de la
machoadicta Lupe fueron tan numerosos como breves. De las estrellas, sus miradas
pasaron a posarse en una ronda que abarcaba desde cowboys, actores de segunda fila
o especialistas, a esa muchedumbre parásita de profesionales típicos de Hollywood,
especializados en complacer a damas un tanto maduras, chulos cuyo apellido
comenzaba con la «g» de gigoló. Paralelamente, su carrera descendió de las

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películas A a las B, mediocres films destinados a explotar a la «explosiva mexicana»
y farsas al lado de Leon Errol, en las cuales, parodiando su propia y picante
personalidad, ella ofrecía «guindilla con Lupe». La diminuta Lupe no era una mujer
feliz. Disminuida su popularidad, tuvo que comprar sus amores. Y, a pesar de que
todavía su aspecto continuaba siendo el de una traviesa gamine, era consciente de
haber cumplido los treinta y seis.
Un buen día dejó de tener sus períodos y se dio cuenta, horrorizada, de que
Harald Ramond, su último amante, le había propinado el golpe de gracia.
¿Qué hacer? ¿Llamar al Doctor Killcare (mote con el que era conocido el
especialista en abortos de la Ciudad Oropel[12])? Olvídalo. Lupe, atracción máxima y
símbolo sexual de todos los festejos, continuaba siendo en lo más hondo de su ser la
inmaculada virgen, blanca como la nieve desde su primera comunión en San Luís de
Potosí y fiel devota de Nuestra Señora de los Grandes Dolores: «¡Arrodíllate,
pecadora!». Igualito que su compadre Ramón Novarro, otro mexicano y ferviente
católico.
Ella no podía despachar así como así al feto del gigoló que anidaba en sus
entrañas. Antes, más valía ser condenada a tormentos eternos quitándose la vida. (Los
castigos que la esperaban al fin y al cabo no iban a ser peores que el vacío que en la
noche sentía al añorar a Johnny, minuto a minuto en su opulenta prisión de North
Rodeo Drive).
Sus acreedores surgían de todos los ámbitos en estos tiempos tan distintos a los
más refulgentes de su período «Zorro». Ahora, Lupe se hallaba endeudada hasta el
cuello. (Como Wagner, como Oscar Wilde e Isadora Duncan, ella, narcisista al fin,
pensaba: «¡Ahí me las den todas! No soy yo quien debo a mis acreedores, son ellos
quienes tendrían que estar encantados con ser clientes míos»).
Todavía en 1944 el nombre de una
estrella era un cebo para los nuevos ricos
que invadían Beverly Hills para alimentar
a sus moradores con tiendas de
delicatessen y similares a base de tarjetas
de crédito. De modo que hileras de carros
avanzaron hacia la finca de Lupe
cargados con vinos espumosos y
deliciosos platos mexicanos capaces de
satisfacer al más exigente gourmet: todos
los ingredientes para una suntuosa fiesta
del Día de los Difuntos. Llegaron flores
frescas en cantidad suficiente como para
adornar el funeral de un gángster:
gardenias a granel, manojos de jacintos
despidiendo fragancias como para hacer desmayar a toda la marina.

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Y todo a cuenta («Firme aquí, por favor, señorita Velez»). Por supuesto que ella
no iba a pagar nunca. ¿Qué era aquel pecadillo en el Infierno comparado con la culpa
para la que ya se aprestaba?

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Decorado de Tarzán: Johnny Weissmuller irreemplazable

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Lupe, Chips y Clayton Moore, substituto de Johnny

Lupe había planificado su Ultima Noche en la Tierra tan meticulosamente como


un antiguo flashback alegórico en los films de Cecil B. de Mille. (Tres noches antes,
mientras bebía su décimo Tequila Sunrise en el Trocadero, había confiado a sus
gorrones acompañantes: «Sé que no valgo nada, no sé cantar bien, ni bailar», hizo
una señal al camarero para que trajese otra ronda, «y esto mi corazón lo sabe mejor
que nadie; si no, no lo diría».
Consumada actriz fuera de la pantalla, daba así pie a que sus amigos imploraran
con ojos en blanco y se deshicieran en horrorizadas negativas, las justas, para
satisfacer su imperiosa necesidad de halagos: «¡No, no, querida, no digas esas cosas.
Si tú eres maravillosa, Lupita, chérie!».
La Mexicana Explosiva no había tenido la suerte de borrar de su mente al
sinvergüenza, al villano sin corazón, su particular Nicky Arnstein[13], Harald
Ramond, quien al saber la noticia se limitó a encogerse de hombros con un
despreciativo «¿Y a mí qué?» en los labios. Harald era un moreno muy guapo, alto y
bien dotado, pero no era un caballero (¿y qué es lo que ella podía esperar de una
Escuela de Hidalguía forjada en el Cinebar?).
Ramond telefoneó al diminuto Bo Roos, representante de Lupe, dejando bien sentado
que no tenía inconveniente en prestarse a una falsa ceremonia, a condición de un

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documento privado, con firma de Lupe, en el que se
especificase que él se casaba solo para dar nombre
al hijo que venía en camino.
Cuando Roos notificó a Lupe las malas nuevas,
ella estalló y telefoneó a Lolly Parsons, quien había
sido la primera en dar la noticia de su compromiso
con Harald; ahora Lolly podía tener otra exclusiva.
Todo había acabado.
Louella recordaría: «Lupe me dijo que habían
tenido una tremenda pelea y que ella lo había
echado de la casa. Y cuando le pregunté cómo se
escribía correctamente el nombre del tipejo me
contestó: lo ignoro, jamás lo supe. Y además ¿a
quién le importa?».
Lupe invitó para compartir la Última Cena a sus
dos mejores amigas, Estelle Taylor (ex mujer de
Jack Dempsey) y Benita Oakie (la esposa de Jack).
Después del festín mexicano, entre cigarrillos y brandy, Lupe confesó: «Estoy harta
de vivir. De luchar por todo. Me siento tan cansada. Desde que era una niñita, en
México, nadie me ha regalado nada. Ahora se trata de mi bebé. No podría cometer un
crimen y continuar viviendo en paz conmigo misma. Antes preferiría matarme».
A las tres de la madrugada, la «Explosiva»
se encontró nuevamente a solas en su
enorme finca de pacotilla en North Rodeo
Drive, y por última vez subió por la
escalera de hierro, embutida en un traje de
lamé plateado (impagado, como todo lo
demás).
Su dormitorio parecía la capilla de
Nuestra Señora de Guadalupe en el día de
su santo: velas y flores relucientes, por
todas partes aguardando a la estrella. Ella
redactó una nota de despedida, en su bloc
situado en la mesita de noche, que depositó
junto al teléfono laquedado en oro:
«Para Harald:
»Que Dios te perdone, y también a mí, pero
antes que traer a mi hijito al mundo con
deshonor, o asesinarlo, prefiero quitarme la vida y la de nuestro bebé.
»LUPE».

Al dorso de la hoja añadió una postdata:

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«¿Cómo pudiste, Harald, fingir tamaño amor por mí y nuestro hijito, cuando jamás nos
quisiste de verdad? No veo otro camino, de modo que adiós y buena suerte. Con amor,
»LUPE».

Abrió el frasco de seconal que estaba en la mesita de noche, tomó el vaso de agua y
tragó de un golpe los setenta y cinco billetes para el Olvido.
Se tendió en la cama de satén, sobre la que pendía un gran crucifijo, con las
manos cruzadas sobre el pecho en una postrer plegaria; cerró los ojos y trató de
imaginar las fotografías que aparecerían junto a los titulares: «La Bella Durmiente»,
por descontado. Y, dentro, la exclusiva de Louella sobre su última gran escena,
festoneada de negro como en las esquelas.

Lupe en Mexican Spitfire: autoparodia.

Naturalmente, en el «Examiner» del día siguiente Lolly O. describió el cuerpo sin


vida exhibido en la Casa Felicias de North Rodeo Drive:

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«Jamás Lupe había lucido tan bella; reposaba como si estuviese dormida… había una lánguida sonrisa en
sus labios, como si albergara secretos sueños… Parecía una niña a quien acaban de regalar su primera espuma
de azúcar en una fiesta… Pero ¡escuchad! ¡Han llegado sus perritos! Chops y Chips están arañando la puerta.
Y gimen… Quieren que su Lupita los saque de paseo para jugar, como siempre…».

La prosa de Parsons no iba acompañada de ninguna fotografía tomada en el lecho


mortuorio de Lupe. Lo que había ocurrido allí era bien distinto.
Cuando Juanita, la doncella, abrió la puerta del dormitorio de Lupe, a las nueve
de la mañana siguiente al suicidio, no encontró rastro de Lupe. La cama estaba vacía.
El aroma de los perfumados cirios y la fragancia de los jacintos no conseguían
prevalecer sobre un hedor de cuerpo abandonado por el desodorante y otras estéticas
costumbres de urbanidad.

Harald Ramond —el tacones— da su último adiós a Lupe

Juanita siguió una pista, la que llevaba desde el lecho hasta el cuarto de baño
empapelado en tilos y orquídeas, un camino salpicado por el vómito iniciado en la
cama. Allí, con la cabeza dentro del retrete, encontró ahogada a su amita.
La gran dosis de seconal había resultado fatal, pero no en la forma acostumbrada.
Las píldoras habían «colisionado» con la picante cena mexicana. La reacción en el
intestino, los violentos retortijones, habían reanimado a una mareada Lupe.

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Violentamente enferma, una última convulsión la había obligado a arrastrarse
tambaleando hasta el sancta sanctorum de su salle de bain donde había resbalado,
cayendo de bruces dentro de su excusado (modelo De Luxe, por supuesto, y, al estilo
egipcio, en onix color Chartreuse).
Allí había estado sentada Louella, y no en otro sitio, redactando su macabra
exclusiva.

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Lupe: nota certificada

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Ben Siegle: el gángster favorito de Hollywood

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Ha llegado Mister Bugs

Un apuesto canalla, Benjamín «Bugsy» («Sabandija») Siegel, el de los dientes


brillantes y los ojos azules de niño inocente, tuvo durante su apogeo más influencia
en Hollywood que cualquier director déspota o máximo jefe de Estudio. Siegel se
había criado en Nueva York, en la zona conocida como «Cocina del Diablo», al lado
de George Raft; sus andanzas de adolescencia cimentaron una amistad que duraría
toda la vida. Bugsy había empezado, como tantos otros matones de Gangsterlandia,
cuando tan solo era un muchacho, violando a chicas que se rendían a su magnetismo
personal. Su iniciación en el Sindicato del Crimen la había hecho como eficaz
contrabandista de heroína a las órdenes de Lucky Luciano; después, durante la
Prohibición, se pasó al tráfico, trabajando para Meyer Lansky. Bajo su máscara
atractiva latía un asesino a sangre fría; su líbido era potente y, en los comienzos de los
años treinta, sus atributos de chulo joven y psicópata proporcionaron más de una
noche brava a las coristas de Broadway.
Participó, al lado de Lansky, en una operación sin resultados positivos para quitar
de circulación a la pesadilla del hampa, Thomas Dewey, a la sazón en el bufete de
abogados adyacente a la Fiscalía Central de los Estados Unidos y posteriormente
gobernador de Nueva York. A lo largo de 1936, la mafia neoyorquina descubrió que
bandas rivales de Chicago planeaban el traslado de sus operaciones a la Costa Oeste
para hacerse dueños de los bajos fondos de Hollywood, inexplotados aún. Y
decidieron eliminar a sus competidores a la fuerza. De modo que Bugsy hizo las
maletas y tomó rumbo al Oeste en unión de media docena de matones. Alquiló la
mansión del astro del cine y la ópera Lawrence Tibbett.
A través de su cuate George Raft, Siegel se introdujo en la élite de la alta
sociedad hollywoodense y no tardó en encontrarse codo a codo con Richard
Barthelmess, Jean Harlow, Clark Gable, Gary Cooper y Cary Grant. Durante la
primera parte de su estancia, su más significativa relación la tuvo Siegel con la
condesa Dorothy Taylor De Frasso, rica heredera y anfitriona.
Llegada a Cinelandia pocos años antes que Bugsy, la condesa (para quien siempre
existía un hueco en las secciones de Hedda y Louella) había asumido como un
agradable pasatiempo el convertirse en la admiradora de los encantos de un Gary
Cooper, recogiendo las sobras a las que Lupe Vélez renunciara a la fuerza. Cuando
Cooper la dejó a su vez a un lado para contraer matrimonio con una mujer más joven,
la condesa se concentró por un tiempo en los pantalones de Bugsy. Uno de los
íntimos amigos de éste en la cuestión negocios era Marino Bello, padrastro de Jean
Harlow. Bugsy era repetidamente invitado por Bello al hogar de la rubia platino;
aunque ella resistió a sus avances y jamás hizo nada por alentarlos, Siegel fue la
única gran figura del hampa presente en su funeral, acaecido en 1937.

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Los turbios negocios de Bugsy, a costa
de figurantes y figuras de tercera fila,
marchaban aquel año viento en popa.
Estaba claro: esos regimientos de almas
soñadoras tendrían que decidirse por
pagar o quedarse sin trabajo. Bugsy
empleaba la misma técnica con los
grandes jeques, que también se veían
obligados a rendir su tributo. De no
hacerlo, trescientos figurantes podían
llegar a volatilizarse justo en el momento
en que se requería su presencia para una
secuencia de masas.
Estas presiones reportaban a Siegel
anualmente un millón de dólares netos.
Wendy Barrie Las ganancias eran invertidas, también
en Hollywood, en participaciones
relacionadas con el tráfico de drogas y la trata de blancas.
En 1939, Siegel, en compañía de otros cuantos, fue judicialmente demandado por
el asesinato de Harry Greenberg, un truhán asociado a Lepke, quien, ante la amenaza
de una sentencia larga, se había decidido a cantar nombres de personas, lugares y
detalles sobre diversos delitos.
Aunque Bugsy fue detenido sin que se le concediera fianza, su poder era tan
grande que se le otorgó un tratamiento fuera de serie a nivel de «Vip». Solo en un
mes y medio se le contabilizaron dieciocho entradas y salidas de su celda, como si se
hospedase en un hotel. Cierto día, esposado a un policía, se dirigió a efectuar «una
visita al dentista». Apareció en el café Lindy’s de Wilshire Boulevard todavía atado al
guardia, quien pronto le quitó las esposas para que Bugsy pudiese tener las manos
libres en su larga visita al odontólogo con su eventual amor, la actriz británica Wendy
Barrie.
Los cargos contra Bugsy por el asesinato de Greenberg fueron retirados muy
pronto. Su defensor en el asunto fue Jerry Geisler, as de los abogados de Hollywood
y famoso por sus defensas de Errol Flynn y Chaplin. Una razón decisiva de su
libertad fue el hecho de que Siegel, generosamente, donara cincuenta mil dólares para
la campaña de reelección de Dockweiler, fiscal del distrito de Los Ángeles.
Siegel tenía una esposa, prácticamente secreta, que permanecía la mayor parte del
tiempo alejada del lugar. Su siguiente y última gran conquista fue Virginia «Sugar»
Hill, conocida como «Reina de la Mafia». Esta voluptuosa muchacha entradita en
carnes, natural de Alabama que se iniciara en un circo ayudando a domar pulgas,
había llegado a adquirir cierta notoriedad como amiga y anfitriona de los negocios de
Luciano y Frank Costello. En 1941 trasladó su Cuartel General a Hollywood. Allí se

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las arregló para caerle en gracia a Samuel Goldwyn, consiguiendo un estupendo papel
en el film de éste, Bola de fuego cuyas estrellas eran Barbara Stanwyck y Gary
Cooper. Su liaison con el gángster iba ya viento en popa cuando terminó el rodaje de
la película. Siegel figuró como su acompañante en la première de gala y en el
posterior party donde los compinches y amantes alternaron con Dana Andrews, el
realizador Howard Hawks, Cooper y Stanwyck.

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El apuesto George Raft: buena amigo de Siegel

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Wendy Barrie y Virginia Hill: chicas del capo

Más adelante en ese mismo año, cuando


Bugsy fue acusado de alterar la
contabilidad de sus libros, George Raft
subió al estrado y testificó: «Conozco al
señor Siegel y lo he tratado durante
treinta años. Somos amigos desde hace
muchísimo tiempo…». A Georgie le
habían hipnotizado desde siempre los
azules ojos de su camarada. El día en
que a Bugsy lo cosieron a tiros, el único
amigo que dejó atrás fue el siempre fiel
Raft. A través suyo, y tras su última
absolución, Bugsy se convirtió en íntimo
amigo del irascible compadre de
Georgie, Leo Durocher, manager de los
Brooklyn Dodgers y de su encantadora
esposa, la estrellita de ascendencia mormónica Laraine Day.
Siegel no pasará a la Historia por ninguna de sus sórdidas actividades, la mayoría
de las cuales al fin y al cabo no fueron tampoco tan únicas. Pero, para bien o para
mal, legó un monumento enclavado en el cuerpo del continente norteamericano: ese
coloso del kitsch llamado Las Vegas.
Durante los años que duró la guerra, en California se manejaban montañas de
dinero. La predilección del público por las diversiones escapistas había sacado de la
depresión a la industria cinematográfica y los salarios se disparaban hacia arriba.
También el pillaje de las compañías aéreas, las municiones y el mercado negro
prosperaban al alimón. Fue aquél un período en que las autoridades se veían
enfrentadas a un resurgimiento del crimen y el juego. En 1944, Bugsy Siegel pasó por
Las Vegas, que entonces era una ciudad adormecida y sin desarrollar. Sus fundadores
y padres deseaban conservarla como una especie de pueblo fantasma del Far West,
implantando ordenanzas que obligaran a construir todos los nuevos edificios en una
línea arquitectónica que los asemejase a decorados de películas del Oeste; pensaban
así atraer a los turistas en busca de originalidad.
El grandioso plan de Siegel fue construir en Estados Unidos un hotel-casino al
lado del cual el de Montecarlo semejase un cacahuete. Pidió prestados algunos
millones de dólares a fuentes no muy claras y en 1945 compró un terreno, propiedad
hasta entonces de una viuda en bancarrota, que lindaba con un hotel de mala muerte.
Se trasladó con un ejército de arquitectos, decoradores, atracciones varias y bandidos
de todo tipo. Había nacido el Flamingo. Los materiales de lujo para la edificación
eran difíciles de conseguir en tiempos de guerra, pero no importaba. Bugsy se puso

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en contacto con Lucky Luciano, entonces exiliado en su nativa Italia. Luciano se las
arregló para conseguir toneladas de mármol de Carrara y enviárselas a Siegel al
Flamingo. La idea era desbancar a Miami, y Bugsy lo consiguió.
Una metrópolis de cuarta categoría surgió de entre las arenas. Siegel implantó un
estilo que se extendió como una salvaje epidemia, cancerosa e incontrolable; los
edificios continuaron creciendo después de su muerte hasta convertirse en el Las
Vegas que todos conocemos, e incluso tal vez amamos: esa enloquecida carretera a la
medida del nouveau riche norteamericano emblemático de «Playboy».
El Flamingo se hallaba listo para las Navidades de 1946; había costado seis
millones de dólares. A Siegel le llevó tiempo recuperar su inversión, pero se
encontraba con ánimos de sobra para continuar extendiéndose. Para los nativos de
Nevada estaba bien claro que, no solo intentaba apoderarse de Las Vegas, sino de
todo el Estado. Nuevos enemigos, a millares, se sumaron a la ya larga relación de los
que Bugsy podía vanagloriarse poseer. Tras una riña entre amantes en Las Vegas,
Virginia hizo su equipaje y dejó la ciudad en la primavera de 1947. Regresó a
California y alquiló un castillo de estilo hispano-morisco en Beverly Hills, en el 810
de Linden Drive. Bugsy se fue tras ella y tuvo efecto una semireconciliación. Ella
acababa de aceptar una invitación para marchar a Europa con un acaudalado amiguito
francés al que doblaba en edad. Dejó a Siegel las llaves de la casa. En la medianoche
del 20 de junio de ese año, Bugsy estaba cómodamente instalado en el salón de
Virginia, leyendo el diario. Una enorme explosión hizo añicos el ventanal que
separaba el living del jardín de «Sugar». Bugsy apareció tendido en el sofá, con su
atractivo rostro velado por un reguero de sangre y tres balazos en su cerebro. Sus
letales ojos azules ya no volverían a fascinar a los buscadores de emociones en
Hollywood.

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Lucky Luciano y objetivo: Adiós ojos azules

La investigación policial no sacó nada en claro. Había docenas de ex-colegas


suyos con suficientes motivos para querer sacarse a Bugsy de encima. Aunque se
formularon acusaciones de todo tipo, se pudo comprobar que lo habían asesinado por
no devolver las grandes sumas de dinero que le habían prestado para la construcción
del Flamingo.
Aunque en más de una ocasión Bugsy había asistido a funerales de estrellas, ni
siquiera una de cuarta fila hizo acto de presencia en el suyo.
Fue enterrado en el Cementerio de Beth Olam, cercano a los Estudios de la RKO
que, como Bugsy Siegel, pronto quedarían fuera de combate.

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Bogie y Bacall: dos contra viento y marea

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Marea roja

Hacia 1947, la campaña anticomunista capitaneada por el congresista J. Parnell


Thomas, había tendido sobre Hollywood un manto tan insidioso como la creciente
contaminación de Los Ángeles. Con el Comité de Actividades Antiamericanas
garantizándoles la temporada de caza, fanáticos derechistas de Cinelandia hicieron su
aparición y, envueltos en la bandera, se lanzaron a un ataque en el que cualquier
golpe bajo estaba permitido. Lela Rogers, su obediente retoño Ginger, y Howard
Hughes figuraban a la cabeza de esta superpatriótica actitud.
John Wayne, por unanimidad resultó elegido Presidente de una cuadrilla de
linchamiento autodeterminado Alianza Cinematográfica para la Preservación de los
Ideales Norteamericanos. Charles Coburn era el vicepresidente primero. El segundo,
Hedda Hopper. En 1947 Hedda ocupó sus vacaciones recorriendo los Estados Unidos
en coche para arengar a los clubs femeninos y conminarlos a boicotear aquellas
películas en las que interviniesen actores «comunistas». Un realizador, Leo
MacCarey, y un actor, Ward Bond, figuraron como privilegiados miembros de la
alianza. Y Paul Lukas, Robert Taylor, George Murphy y Adolphe Menjou entre los
más impacientes por denunciar a todos los Rojos que suponían escondidos bajo sus
camas en Beverly Hills. Menjou se hallaba convencido de que una invasión
comunista en el país era inminente, y declaró que se trasladaba a Texas… «porque los
tejanos, no dejarán un solo comunista vivo». Gary Cooper, agudo observador
político, se jactó de haber rechazado «un montón de guiones con ideales comunistas».
Horrorizados ante estas medidas, celebridades de otra mentalidad fletaron por su
cuenta un avión para ir a Washington a protestar por «esta invasión para privar a los
ciudadanos de los derechos sobre sus ideales o creencias». Eran: Bogart y Bacall,
Gene Kelly, June Havoc, J. Huston y D. Kaye.

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John Garfield: en la lista negra

El cargamento de este avión estelar no compareció ante una audiencia


condescendiente o admirada de sus dotes. El grupo de los tiradores al blanco, flechas
incluidas, no tardó en declarar no gratos a los Diez de Hollywood no Gratos. Estos
eran: Herbert Biberman, Albert Maltz, Edward Dmytryck, Adrian Scott, Ring
Lardner Jr., Samuel Ornitz, John Howard Lawson, Lester Cole, Alvah Bessie y
Dalton Trumbo. (Ironía de ironías: tras su condena, Trumbo se topó de bruces con un
compañero en desgracia que, curiosamente, no era otro que el congresista J. Parnell
Thomas, su antiguo acusador, sentenciado también a chirona por «inflar» su sueldo).
Aliados de estos Diez que prefirieron el autoexilio a la ignominia de aguantar en casa
la situación, fueron entre otros los directores Jules Dassin, Joseph Losey y John
Berry, quienes prosiguieron sus carreras en Europa.

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El destino de quienes se quedaron en casa fue mucho más sombrío. La lista negra
arruinó las vidas y las carreras de talentos magníficos como Anne Revere, Gale
Sondergaard, Jean Muir, John Garfield y J. Edward Bromberg. Dashiell Hammett y
Lilian Hellman se enfrentaron a sus inquisidores con honor y dignidad; Lionel
Stander, el actor con voz de rana, interpretó en beneficio del Comité un fantástico
número y les dijo bien claro adónde tenían que irse. Después se radicó en Italia,
donde continuó imperturbable su excéntrica profesión. Sidney Buchman, guionista de
Capra en Caballero sin espada se negó a comparecer. Fue declarado en rebeldía y se
quedó sin empleo en Hollywood.
La conciencia sirve a veces para algo. Pero algunas celebridades delataron y
continuaron alegremente en sus puestos a lo largo de esta época negra: Dmytryck,
Kazan, Robbins… Larry Parks fue un caso especial: admitió, para salvar la piel, su
afiliación al Partido Comunista.
A las masas no les divirtió la cosa. Para ellas, Hollywood y la política no
constituían una buena combinación.

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Gale Sondergaard: carrera truncada

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Carole Landis

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Pecadillos furtivos

Un 14 de julio, el cinéfilo se vio embarcado en el alboroto que acompañó al suicidio


de Carole Landis, consecuencia de una pasión no correspondida por Rex Harrison.
Éste encontró el cuerpo de Carole tendido en el suelo del cuarto de baño de su casa en
Pacific Palisades, con la cabeza reposando sobre un cofre de alhajas y una mano
aprisionando un arrugado envoltorio con una píldora contra el insomnio. En la
mesilla de noche había una nota dirigida a su madre:
“Queridísima mamá:
Siento, siento mucho realmente, tener que hacerte pasar por todo esto. Pero no hay forma
de evitarlo. Te quiero, mi amor. Has sido la más maravillosa de las madres. Y esto se puede
aplicar a toda nuestra familia. Los quiero mucho a todos y cada uno de ellos. Todo te
pertenece. Mira en mi archivo y allí verás un testamento en el que se especifica todo.
Adiós, ángel mío.
Reza por mí.
Tu nena”.

Poco tiempo antes, Carole había confesado a «Photoplay»: «Déjenme que les diga
una cosa: en este mundo cada chica sueña con encontrar al hombre ideal, alguien que
sea simpático, comprensivo, fuerte y desee ayudarla, alguien a quien poder amar
apasionadamente. Las estrellas no constituimos una excepción; las chicas atractivas
tampoco lo son, ciertamente. El glamour y las lentejuelas, la fama y el dinero, poco
significan si tu corazón está destrozado».
Otro escándalo rodeó al arresto de Robert Mitchum en la noche del 31 de agosto
de 1948 por hallarse en posesión de marihuana, tras un registro practicado en el
chalet de Lila Leeds, una rubia estrellita amiga suya. El revuelo fue tan considerable
como para cancelar la presencia de Robert prevista al día siguiente en la escalinata
del City Hall de Los Ángeles, donde lo requerían para inaugurar una asamblea de la
Semana Nacional de la Juventud. El lacónico Mitchum cumplió su sentencia de dos
meses en la cárcel. Cuando salió, su popularidad no se vio afectada en absoluto, y
Howard Hughes, de la RKO, compró a David O. Selznick su contrato exclusivo por
más de doscientos mil dólares.

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Veredicto: Reacciones de Lila Leeds, Bob Mitchum y Jerry Geisler ante la sentencia

En esa misma temporada, Gertrude Michael, que en los años treinta interpretase a
la atractiva Sophie Lang en una serie B sobre una desenvuelta ladrona de joyas (ya en
El crimen del vanidades ella se había robado el show cantando Dulce marihuana),
fue detenida en estado de embriaguez una noche en la playa de Venecia. Cuando fue
descubierta por la patrulla, sola y agarrada a una botella de scotch, Gertie sollozó y
musitó en voz baja: «Déjenme tranquila. No tengo amigos. Estoy sola y todos me han
olvidado. Quiero arrojarme al mar». Conducida a la estación de policía más próxima,
rogó a los fotógrafos que aguardaban: «No soy una víctima de los hombres como
Carole Landis. Háganme el favor de retocar mis fotografías. No quiero aparecer
como Frances Farmer».
Este período fue asimismo animado por una pelea en público, en el transcurso de la
cual el productor Walter Wanger disparó en la ingle a Jennings Lang, el amante de su
esposa Joan Bennett. El notable productor cumplió condena fuera de la celda, como
bibliotecario de la prisión. (Este caso ofrece un paralelismo con otros célebres
disparos, cuando en 1938 Moe «The Gimp» Synder, ex esposo de la cantante de blues
Ruth Etting, disparó en el umbral de su casa a su pianista y amante Myrl Alderman).

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Gertrude Michael: días pasados

El 2 de febrero de 1950, Ingrid Bergman, todavía señora de Lindstrom, presentó


al signor Rosellini un hermoso varón, Robertino. Su espíritu de independencia
escandalizó al público norteamericano; ella prefirió alejarse de la tormenta poniendo
rumbo a Europa e instalándose casi definitivamente en el viejo continente.

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Mitchum sale de la celda: popularidad impoluta

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Cobrar por trabajar

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Confidencialmente…

En 1951, la policía efectuó una redada en una casa de placer de superlujo, enclavada
en las colinas que dominan Sunset Strip, deteniendo a madame Billy Bennett e
interviniendo el Libro de Clientes. Este archivo se haría famoso, pues su contenido
era el no va más en cuanto a celebridades de Hollywood, asiduas todas ellas del
establecimiento; muchos habían dejado sus Óscar en el lugar de honor, en señal de
gratitud por los servicios prestados. (El chivatazo provenía de algunos honrados
dueños de restaurantes a lo largo del Strip, que se sintieron amenazados y ofendidos a
un tiempo al enterarse de que Billy planeaba entrar en el mundo del espectáculo y
abrir ella también un distinguido restaurante que competiría con el suyo). Astros por
decenas, y también productores y guionistas, se dispersaron súbitamente por los
cuatro puntos cardinales, aceptando ofertas para trabajar en Europa, o dispuestos a
disfrutar de unas precipitadas y repentinas vacaciones. Los Estudios se dieron buena
prisa por echar tierra sobre el asunto, y con éxito; a los pocos meses, los «turistas»
regresaban a California.
En 1952, cuando la capital del cine aún no se había repuesto del caso Billy
Bennett, una pequeña revista editada en Nueva York aparecía en todos los quioscos
del país. Esta nueva intrusión de la prensa amarilla no tardó en convertirse en la
comidilla de la ciudad; «Confidential» cobró forma de publicación con un contenido
cochambroso pero que muy pocos se resistían a leer.
Su lema era: «Contamos los Hechos y Citamos los Nombres». Este tipo de prensa
de escándalo no era una novedad. Durante décadas habían existido triunfadores,
chismosos de profesión, entre ellos el corrompido Westbrooke Pegler, el malévolo
Walter Winchell, ese sagrado terror consagrado que era Elsa Maxwell y, por
descontado, Hedda y Louella, máximas exponentes cinemaníacas de insinuantes
calumnias. Pero el pérfido «Confidential» fue mucho más allá que todos los
especialistas juntos; ahondaba en todos y cada uno de los detalles y no dudaba en
garantizar que sus artículos eran fiel recuento de los hechos.

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Por los “servicios prestados”

Robert Harrison, el editor de «Confidential», había concebido la línea a seguir de


su revista tras contemplar a diario por televisión la investigación sobre el caso
Kefauver. Cuando comprobó que esas crónicas sobre el crimen, la prostitución y el
vicio, superaban en audiencia al resto de los programas, dedujo que el público se
encontraba ávido de chismes y que una publicación que supiese presentar este tipo de
material de una forma picante, citando nombres, podía tener un brillante porvenir.
Harrison había dado sus primeros pasos en los años veinte como recadero en el
«Daily GraphiC», un diario sensacionalista, precursor hasta cierto punto de
«Confidential». Después trabajó para Martin Quigley, cuando éste era el beato editor
del «Motion Picture Herald». Ya por cuenta propia, se lanzó a una serie de
publicaciones aptas para fetichistas, ilustradas con mujeres con tacones altos y látigo
en las manos, pero cuya circulación comenzaba a declinar justo en el momento en
que concibió la idea del «Confidential». El primer número obtuvo una acogida
sensacional; llegaron a venderse doscientos cincuenta mil ejemplares. Ya en la
cumbre, «Confidential» vendía en los quioscos cuatro millones de ejemplares (todo
un récord para el «periodismo» americano).

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Celebridades bajo las balas

Harrison emprendió la invasión a gran escala de la vida privada de los ciudadanos


más famosos de Norteamérica. Su fórmula era sencilla: un nombre bien conocido,
una fotografía poco favorecedora y una historia no demasiado extensa que presentaba
cualquier episodio un tanto sórdido bajo un prisma humorístico. Él sabía lo que sus
clientes deseaban. Y confiaba a sus amigos: «A los norteamericanos les encanta leer
esas cosas que no se atreverían a hacer».
Con el éxito de la revista, sus víctimas se iban incrementando a base de aquellas
luminarias de Hollywood cuyas vidas privadas presentaban un mayor interés
morboso para el público. Harrison estableció en Hollywood una agencia, dirigida por
su sobrina Marjorie Mead, bajo el pretencioso nombre de Hollywood Investigation
Incorporated. Detectives privados de poca monta, aspirantes a starlets, estrellas en
desgracia y periodistas pasados de moda fueron contratados para traer y llevar,
chantajear y parlotear. El auge de «Confidential» permitía a Harrison pagar hasta mil
dólares por cada chisme, asegurándose así una magnífica cuadra de espías. Algunas
veces, eminentes personalidades del mundo del espectáculo le proporcionaron
información sobre sus propios colegas. En cierta ocasión, Mike Todd telefoneó a
Harrison desde California para pasarle una sugestiva anécdota concerniente a Harry
Cohn, el muy odiado presidente de la Columbia.

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Jane Mansfield: Revelaciones

Muchos de los rastreadores eran chicas de alterne. De hecho, el núcleo de la


organización estaba constituido por el corrillo de pin-up girls que adornaban los bares
de Sunset Strip. En la cama, estas chiquitas, espléndidamente pagadas, eran
receptoras de confidencias de astros famosos, mientras que un magnetófono en
miniatura dentro de sus bolsos, descuidadamente abiertos sobre la mesilla de noche,
se encargaba de grabar durante toda la noche indiscreciones que más tarde serían
devoradas por los ávidos lectores. Hollywood Investigation se hacía cargo de fotos y
películas comprometedoras y empleaba los últimos refinamientos de la técnica: rayos
infrarrojos, película ultra-rápida, teleobjetivos superpotentes. Fue así como se
captaron las peleas domésticas entre Anita Ekberg y Anthony Steele. Cuando se
estaba en posesión de un material particularmente comprometedor, un representante
de Hollywood Investigation visitaba a la estrella implicada llevando una copia de la
foto en la mano. A la víctima se le sugería que el original podía ser adquirido por la
revista. Algunos, muertos de miedo, pagaban; otros se negaban. Artículos que no
fueron comprados y agotaron la edición fueron, por ejemplo: «Lizabeth Scott, entre
chicas», «Dan Daily, travestí», «Errol Flynn y sus espejos dobles», «¿El mejor
«bombero»[14] de Hollywood?: ¡M-M-M Marilyn M-M-Monroe!», «Joan Crawford y
el apuesto barman».
Este reinado de terror duró cuatro años.
Considerables cargamentos de
información fueron suministrados a
Harrison por dos de los más acreditados
chismosos de Nueva York: Walter
Winchell y Lee Mortimer. Mortimer,
comentarista y crítico del ya
desaparecido «Daily Mirror» se citaba
con Harrison en una cabina telefónica, le
contaba una historia picante y si, por
casualidad, coincidían después en el
mismo local nocturno, ambos hacían
como que entre ellos existía una abierta
enemistad y se negaban el saludo el uno
al otro. Harrison solía conceder a
Winchell amistosos espaldarazos en la
«Confidencial»: material comprometedor
revista, en artículos en los que otra
persona parecía haber empuñado el hacha
(por ejemplo «Winchell llevaba toda la razón en lo de Josephine Baker», etc.). A
cambio, Winchell promocionaba el magazine en televisión.

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A medida que, a cada número de «Confidential», se incrementaban las ventas y
las obscenidades, ya no había estrella que pudiera mantenerse al margen de las
«revelaciones». Algunas eran víctimas de toda una ristra de artículos: Marilyn,
Orson, Lana, Ava, Frankie y Jayne. A buen recaudo en Nueva York, Harrison se
aseguraba de que cada artículo tuviese como base un trozo de película o cinta
grabada, «evidencia» que, antes de su publicación, era considerada por sus abogados
fulleros.
Pero, con el incremento del éxito, y sin que nadie le hiciera frente, se pasó de la
raya tratando de enriquecer los hechos con detalles pintorescos. Y se convirtió en uno
de los hombres más odiados del país. Durante una excursión cinegética en Santo
Domingo, a alguien se le escapó algún que otro disparo en dirección suya; otro día, el
padre de Grace Kelly se dejó caer por su oficina de Nueva York dispuesto a destrozar
el lugar y asestar a Harrison un buen golpe en cuanto apareció una exclusiva sobre la
futura princesa de Mónaco.
No fue sino hasta finales de 1957 cuando una estrella tuvo el valor de decidir que
ya estaba bien. Dorothy Dandridge puso un pleito a la revista, tras un artículo
aparecido sobre sus supuestas actividades forestales en una muy «naturalista»
compañía. Dandridge reclamaba dos millones de dólares.
Con el disparo del primer dardo, estaba declarada la guerra: docenas de estrellas
calumniadas recurrieron al juzgado. Cuando sucedió esto, los Grandes de la industria
del cine comprendieron que ante ellos se cernía un nuevo peligro (las más
importantes personalidades de Hollywood iban a ser interrogadas públicamente sobre
sus vidas privadas). Las Eminencias Grises intentaron una vez más poner en práctica
lo que ya habían realizado satisfactoriamente en anteriores escándalos: silenciarlos.

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Confidencial: Espías en el dormitorio

Robert Murphy, un relaciones públicas de Hollywood, fue designado para


trasladarse al Palacio del Congreso y mantener allí una charla con el fiscal general.
Llegó tan lejos como para amenazar con la suspensión de la ayuda financiera con que
la industria cinematográfica planeaba asegurar la inminente campaña de los
republicanos. Pero el Estado se mantuvo firme en su decisión de pasar a la acción.
Muchas de las luminarias encontraron muy recomendable tomarse unas buenas
vacaciones. Clark Gable marchó a Tahití para tomar el sol; otros a Europa o
Sudamérica.
Finalmente, el juicio tuvo lugar en Los Ángeles el 2 de agosto de 1957. En la
prensa fue calificado de «El Proceso de las Cien Estrellas». En realidad, salvo una
breve aparición de Dorothy Dandridge, que retiró su demanda tras un buen acuerdo
financiero al margen del Tribunal, el proceso solo contó con la presencia de otra
estrella, la bellísima pelirroja Maureen O’Hara.
«Confidential» había informado a sus lectores de cómo la señorita O’Hara se
había extralimitado en un juego conocido como Chinese Chest, celebrado en las
mullidas butacas del Teatro Chino de Hollywood, teniendo como contrincante a un
atractivo sudamericano. «Confidential» narraba así los hechos: «El acomodador vio a
una pareja que hacía desprender de su palco tanto calor como si estuviésemos en
julio. Maureen, con la blusa desabrochada y sus cabellos en desorden había asumido,
para contemplar la película, la más singular postura jamás contemplada en toda la
Historia del Cine. Estaba tumbada sobre tres asientos, con el afortunado
sudamericano en el de en medio, mientras por la pantalla desfilaba una cinta que
denunciaba la delincuencia juvenil…».

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El juez Walker consideró que faltaban
datos. Se reconstituyeron los hechos.
El manager del cine no tuvo
inconveniente en interpretar el papel del
sudamericano; una joven periodista hizo
de doble de la estrella. El manager tomó
asiento, la doble se tendió encima de las
butacas e incluso alzó sus piernas al aire.
El jurado quería más información. Sus
doce miembros (entre ellos seis viudas)
se aproximaron a la fila 35, donde, tras
una minuciosa investigación de los tres
asientos, llegaron a la conclusión de que
no se diferenciaban de los del resto del
Maureen O’Hara: imposible
local.
Maureen no hizo acto de presencia hasta el 17 de agosto. Demostró que en la
época de sus supuestos jugueteos en el palco del Grauman, ella se encontraba en
España filmando Málaga. La mejor prueba era su pasaporte. Pidió cinco millones de
dólares. Los testigos se mantuvieron en sus trece de que, a pesar de la coartada del
pasaporte con la fecha de su ausencia, era ella y no otra la actriz que habían visto en
el palco. Su hermana, una monja irlandesa, emergió del convento para declarar en
defensa suya. La Corte importó un detector de mentiras que NO probó que Maureen
dijera la verdad.
El desconcertado jurado llegó al fin a una decisión. Las acusaciones por
obscenidad fueron descartadas; «Confidential» solo tendría que soplar cinco mil
dólares. Hubo sin embargo multitud de «arreglos» millonarios por fuera de la
Audiencia. La revista pagó a Liberace cuarenta mil dólares y casi otro tanto a una
docena de celebridades.
El mayor drama del caso llegó con el suicidio de Polly Gould, que pertenecía al
equipo de la revista. Se mató en la noche del 16 de agosto; iba a testificar al día
siguiente. Más adelante se descubriría que Polly había estado jugando a dos barajas,
vendiendo secretos de la publicación al fiscal del distrito e informando a la vez a
Harrison de las maniobras de la policía.
Después del proceso, Howard Rushmore, redactor jefe de Harrison en
«Confidential» (ex-comunista paranoico, Rushmore acababa de iniciar una cruzada
contra los rojos), mientras paseaba a caballo con su esposa por la parte alta de Nueva
York, sacó una pistola y mató a su mujer antes de matarse él.
Harrison vendió «Confidential» en 1957. A continuación lanzó una publicación
de pocos vuelos llamada «Inside News». No llegó a alcanzar la fama de su
predecesora. Los días de este tipo de prensa estaban contados. La industria

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norteamericana del cine había degenerado; en la televisión se le da al público más
chismorreo del que es capaz de engullir y su capacidad de asombro es menor.
Ya no existen más estrellas en la Metro Goldwyn Mayer que en el firmamento. Si
puede decirse que ese estudio continua en pie, es para referirse a un desértico
planetario. Las escasas celebridades fílmicas que continúan en la brecha se sienten
más que satisfechas si consiguen atraer la atención cuando son invitadas a discutir sus
propias debilidades en programas televisivos en directo. De hecho, tras el caso
«Confidential», estrellas como Errol Flynn, Zsa Zsa Gabor y Diana Barrymore
comenzaron a promocionarse con sus propias y verborreicas autobiografías. ¿Por qué
dejar que otros se forraran a costa de sus vidas privadas cuando ellos podían llevarse
buena tajada? Ninguna revista podía competir con tamaña sinceridad.

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Visita del Jurado a Grauman

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Johnny en el salón: nota discordante

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Sangre y jabón

El teléfono de Jerry Geisler sonó el 4 de abril de 1958, Viernes Santo. El abogado


más famoso de Hollywood escuchó una voz familiar: «Soy Lana Turner. Ha ocurrido
algo terrible. ¿Puedes venir inmediatamente a mi casa, por favor?».
Cuando Geisler llegó a la mansión estilo colonial que en Beverly Hills poseía la
célebre chica del jersey ajustado. Lana se hallaba desconsolada llorando y su
jovencísima hija Cheryl al borde del histerismo. Enseguida Geisler conoció el motivo
(algo que contrastaba desagradablemente con los tonos rosados del coqueto boudoir
de Lana): el cadáver ensangrentado de Johnny Valentine, más conocido de todos
como Johnny Stompanato, antiguo guardaespaldas del gángster Mickey Cohen,
notorio gigoló y último amante de Lana.
Al poco tiempo de hacer su aparición en Hollywood, al apuesto supermacho
Stompanato se lo disputaban varias damas prominentes de la colonia fílmica; sus
aparentes encantos le habían granjeado el apodo de «Óscar» (aludiendo los 30 cm de
la estatuilla de la Academia). En la primavera de 1957, el atrevido Johnny, que jamás
fuera presentado a Lana, se las arregló para obtener su número telefónico privado y la
llamó. Sabía, como toda Norteamérica, que ella se había separado recientemente del
ex-Tarzán Lex Barker, y sospechaba que debía de encontrarse sola y disponible. Le
sugirió una cita a ciegas, nombrando a personas conocidas por los dos y dejando
escapar algunas insinuaciones acerca de «su Óscar».
En esa época él regentaba una elegante tienda de objetos de regalo en Los
Ángeles. En el transcurso de los siguientes quince esplendorosos meses, ya no volvió
a prestar atención a ese negocio.
Hasta después de su muerte, Lana no supo que Johnny había estado casado tres
veces y era padre de un niño de diez años. Sí estaba informada, en cambio, de sus
sólidas conexiones con elementos criminales, pero eso la tenía sin cuidado. El llevar
como acompañante a un auténtico gángster, con un arma dura debajo del smoking,
añadía emoción y espíritu de aventura a cualquier velada.
En ese momento de su vida, Lana se hallaba en un estado agudo de vulnerabilidad
emocional. Tras una deslumbrante carrera iniciada de modo fulminante en 1937 con
un pequeño papel en They won’t forget («¡Vaya par de tetas!», se escuchaba decir por
toda la nación cuando la colegiala Lana se paseaba por la plaza del pueblo, dispuesta
a ser violada y asesinada, en el primer rollo de aquel film «épico»), en 1946 Lana
Turner figuraba entre las diez mujeres mejor pagadas del país. En los comienzos de
los años cincuenta se convirtió en la reina de la Metro Goldwyn Mayer. Al mismo
tiempo, iba de hombre en hombre. Sus romances (Sinatra, Howard Hughes, Tyrone
Power, Fernando Lamas) habían constituido buena materia prima para llenar
columnas de prensa amarilla durante dos décadas. Sus matrimonios, sin embargo no

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habían servido para «realizarla» del
todo. Power había sido realmente el
único al que había amado pero su afán
de posesión había arruinado el idilio.
Tras el director de orquesta Artie Shaw,
llegó Steve Crane (en el altar Lana ya
llevaba dentro a Cheryl); después, el
millonario playboy Bob Topping. Quiso
a toda costa tener otro hijo con Lex
Barker, su más reciente esposo, pero solo
tuvo un aborto. Tras una racha de
películas mediocres, y al cabo de
dieciocho años en el mismo Estudio, la
Metro Goldwyn Mayer se desprendió de
Lana, Johnny, Cheryl ella.
Sus casamientos e idilios siempre
habían estado presididos por la violencia, provocada en algunos casos, y tal vez
secretamente deseada. Lana había sido arrojada escaleras abajo por uno de sus
maridos, abofeteada en público por otro y empapada con champagne en Ciro’s por un
tercero. En otra ocasión hubo de llevar el bello rostro oculto tras gafas oscuras para
disimular un ojo morado.
Entonces se le pudo oír decir en alguna ocasión: «Los hombres son terriblemente
excitantes y cualquier muchacha que opine lo contrario es una solterona anémica, una
prostituta o una santa». Al cumplir los treinta, esa necesidad de «excitación» se le
tornó obsesiva. Durante su separación de Johnny (ella se encontraba a la sazón en
Londres rodando Brumas de inquietud), las cartas que le dirigía mostraban la
añoranza de los «dulces tormentos» que él le infligía deliberadamente. Así que le
envió un billete de avión (otro de sus muchos regalos) y lo instaló en una espléndida
casa londinense situada en la «Calle de Los Millonarios».
Johnny, seguro de su poder, le exigía cada vez más: «Cuando yo diga arriba, tú te
levantarás. Cuando yo diga, salta, tú saltarás». La amenazó también con marcarla.
«Te mutilaré. Te haré tanto daño que te convertirás en un ser repulsivo y tendrás que
esconderte para siempre». Llegó un momento en que, en medio del plató, Johnny
apuntó con una pistola al oponente de Lana, Sean Connery, advirtiéndole que se
mantuviese alejado de ella. Connery lo ignoró. Y el Estudio, con la colaboración de
Scotland Yard, deportó a Stompanato fuera de Inglaterra.
Con todo, Lana continuaba echándole de menos. En sus cartas reclamaba sus
caricias: «Tan salvajes que me hacen daño… es todo tan terrible, pero al mismo
tiempo tan bello… Soy tuya y te necesito, MI HOMBRE». Terminado el rodaje, el idilio
sadomasoquista se reanudó en México, donde los huéspedes que lindaban con sus
habitaciones en el Hotel Vía Vera se quejaban

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de su ruidosa forma de hacer el amor. Después
regresaron a Hollywood, donde Cheryl les
esperaba en el aeropuerto. Como tantos otros
retoños de la fábrica de sueños, la hija de Lana
y Steve Crane, era una adolescente insegura y
complicada.

Lana en They Won’t Forget

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Lana y Johnny: vacaciones en México

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Drama cinematográfico: Lana enamorada de un gangster Robert Taylor en Johnny Eager

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Y cierta noche, en la mansión de
Bedford Drive, mientras Johnny abusaba
de Lana (ella se había negado a
continuar pagándole sus deudas de
juego), maltratándola de palabra y obra,
y jurando vengarse en toda su familia,
Cheryl escuchó detrás de la puerta: «Voy
a rajarte y después haré otro tanto con tu
madre y tu hija… esto es lo que voy a
hacer ahora mismo».
Cheryl (de acuerdo con sus
declaraciones y las de Lana) corrió hasta
la cocina, agarró el primer arma que
encontró (un cuchillo de cortar la carne
de nueve pulgadas) y voló en ayuda de
su madre.
Después Lana testificaría: «Todo sucedió tan rápido que ni siquiera vi que mi hija
tenía un cuchillo en sus manos. Pensé que le había golpeado en el estómago con los
puños. El señor Stompanato se separó y cayó de espaldas. Se llevó las manos a la
garganta, se ahogaba. Corrí hasta él y le levanté el jersey. Vi la sangre… De su
garganta escapaba un sonido terrible…».
A lo largo de su magistral actuación en el Tribunal, Lana lloró y casi se desmayó.
Prosiguió: «Traté de insuflar aire entre sus labios entreabiertos… mi boca contra la
suya…». Lana estaba a punto de desvanecerse. Geisler la sostenía. Un ayudante del
alguacil le trajo un vaso de agua. Terminó con voz trémula: «Estaba muriéndose».
En la prensa hubo unanimidad: Lana había representado la escena más dramática
de toda su carrera. El jurado solo necesitó veinte minutos para deliberar. Su veredicto:
homicidio justificado. Fue un día completo para los periodistas; el romántico pasado
de Lana fue desmenuzado y escudriñado. Sus cartas amorosas, descubiertas en casa
de Johnny por amigos del hampa, sirvieron para cubrir las primeras planas de los
periódicos de todo el país. Lana fue puesta en la picota por los columnistas, el clero,
los sociólogos y los psicoanalistas como una madre disoluta y antinatural. En cuanto
a Cheryl, era defendida por aquí y acusada por allá. «¡Mi corazón sangra por
Cheryl!» escribió Hedda Hopper.
Walter Winchell fue el único periodista de peso que asumió la defensa de Lana:
«Ella está hecha de rayos de sol, empezando por el techo de sus ojos azules, sus
cabellos color miel y siguiendo por sus cimbreantes curvas. Es Lana Turner diosa de
la Pantalla. Pero, repentinamente, la magia desaparece y las sombras ocupan su lugar.
Hace su entrada la acechante crueldad. Lana es azotada por comentarios malignos,
invadida por editoriales denigrantes y amenazada con la privación de su hija. Por
supuesto, es la escandalizada virtud la que grita más fuerte. Me parece sádico someter

Página 306
a Lana a cualquier otro tormento. Es imposible imaginar un castigo que pueda herirla
más que esta pesadilla. Y está condenada a vivir con él hasta el final de sus días…
Resumiendo, ofreced vuestro corazón a una muchacha que tiene el suyo destrozado».

Lana en el banquillo de testigos

Gloria Swanson se puso furiosa ante la defensa de Lana llevada a cabo por
Winchell. Y explotó: «Walter, me parece repugnante que trates de sublimar a Lana.
No eres un norteamericano leal… Estás acabado y todo el mundo lo sabe, excepto tú.
En lo que se refiere a Lana Turner, esa pobre chica, la única verdad que nos has
contado es que para dormir se pone un camisón de punto. No es ni siquiera una
actriz… Es solo una furcia».

Página 307
Souvenirs de Johnny: pistolas y fotos dedicadas

La publicación de las cartas de Lana causó sensación. Habían sido cedidas por
Mickey Cohen a un redactor del «Herald Examiner» de Los Ángeles en venganza
contra Lana. Cohen, jefe y compadre de Johnny, había tenido que cargar con los
gastos del funeral. Las doce misivas (algunas de ellas censuradas) acapararon los
titulares de la nación durante un par de días. Tal y como se publicaron, parecían
redactadas, no por una «mala mujer», sino por una fémina que intentaba desahogarse
emocionalmente como cualquier inmaduro espécimen de su raza necesitada de amor.
Con su exceso de asteriscos, era la primera vez, desde la publicación del diario de
Mary Astor, que la ropa sucia de una estrella se aireaba con tal detalle.
Lana capeó el temporal. En muchas salas, al verla reaparecer en la pantalla con
La caldera del diablo, el público aplaudía y gritaba: «¡Estamos contigo, Lana!». Poco
después intervino en un melodrama de la Universal, Imitación de la vida que, dirigido
por Douglas Sirk, constituyó uno de los mayores éxitos taquilleros de toda su carrera.

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Cartas de amor de Lana en primera plana

Página 309
El «Sueño Eterno» de Marilyn

Página 310
Hollywoodämmerung

Cuando llegaron los años sesenta, el Viejo Hollywood había muerto. Las almenas de
los Estudios, esos reinos feudales, fueron derribadas una tras otra por el enemigo. La
RKO fue adquirida por la televisión; nada más deshacerse de ella, Howard Hughes
pronunció este óbito: «Se acabó Hollywood». Los fans se dieron buena prisa en
acudir a la subasta de la Fox (los trajes de baño de Gable, la espada de Tyrone Power
(¿quién te empuñará ahora?) y a la de la Metro Goldwyn Mayer (los zapatos
abotinados de Judy Garland en Cita en San Luis, el traje de esquiar de Greta Garbo en
La mujer de las dos caras (¿Qué fanático admirador estará embutido en él, paseando
arriba y abajo ante el roto espejo de la memoria?). La calle neoyorquina de la Fox no
es más que un recuerdo. Han maltratado y derrumbado la casa de Andres Harvey… Y
sin embargo…
En 1962, el suicidio de Marilyn Monroe con somníferos evocaba los ya olvidados
de tantas otras: Lupe, Carole Landis, Abigail Adams, Lynne Baggett, Laird Cregar y
muchas más. Marilyn se había pasado de rosca (aunque en realidad ¿acaso durante su
vida había sabido controlarse?). Los malignos jefazos habían perdido cientos de miles
de «verdes» a causa de la tardanza o la no comparecencia de su reina con cabeza de
chorlito. Puede que Garbo prefiriese la soledad, pero siempre era puntual a la hora de
rodar, aunque fuese de madrugada. Barbara Stanwyck, considerada y responsable,
quien, con solo alzar una de sus cejas, podía expresar más que Monroe en todo un
guión, conseguía que sus tomas fueran dadas por buenas a la primera, y sin quejas de
nadie por accesos de ira.
En 1966 se declaró una avanzada epidemia de «normadesmonditis»[15] galopante.
Corinne Griffith, la aclamada actriz que en 1965 se casara con el cantante y actor
Danny Scholl en el día de San Valentín, solicitó una anulación basándose en que el
matrimonio no se había consumado. Al frágil Danny le dio un patatús en el banquillo
de los testigos, pero lo más sonado fue cuando Corinne Griffith (que sin lugar a dudas
era Corinne Griffith) manifestó ser una doble que había asumido la identidad de
Corinne Griffith al morir la verdadera. En 1966, Corinne Griffith había cumplido
setenta y un años y su no consumada pareja cuarenta y cuatro. La «doble» declaró
que ella tenía «cincuenta y uno, aproximadamente». Lo absurdo de este caso, en el
que la inveterada costumbre de ocultar la edad llegó a la destrucción de la identidad,
jamás ha sido superado.

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Muerte de Lewis Stone

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Muerte de Jane Mansfield

El juez Harvey (Lewis Stone), esa personificación de la bondad, murió de un


ataque al corazón al tratar de capturar a una pandilla de gamberros que lanzaban
piedras contra su chalet de Beverly Hills. La deslumbrante Jayne Mansfield, con su
carrera ya en el alero, se estrelló en una carretera enfangada por la lluvia en junio de
1967. Antiguos niños prodigio tuvieron finales tremendos: Bobby Driscoll con una
sobredosis de metedrina; Carl «Alfalfa» Switzer (de la Pandilla), cosido a tiros en una
reyerta por drogas. Montgomery Clift y Robert Walker terminaron tal y como habían
deseado.
En 1968 la espantosa muerte de Ramón Novarro a causa de una paliza recordó los
extraños crímenes del Hollywood de antaño. Ahí estaba ese hombre, muriendo tan
extravagantemente como había vivido, ahogado en su propia sangre y con el
consolador Art-decó que Valentino le regalara cuarenta y cinco años antes
introducido en la garganta. Un par de estúpidos bestias, hermanos y chulos de
Chicago, eligieron el 31 de octubre, Halloween, para jugar a Ángeles de la Muerte
con el primitivo Ben Hur de sesenta y nueve años. Lo único que los muchachos
querían era apoderarse de una fruslería en metálico, cinco mil dólares que, según
datos facilitados por otros chulos, Novarro tenía a buen recaudo en su hogar
hollywoodense allá en las colinas. Destrozaron la casa haciendo añicos los recuerdos
de una extensa carrera que para esos

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cretinos no tenía significado alguno.
Souvenirs empapados en sangre: un caso
análogo al de Lou Tellegen y su
harakiri.

Novarro

Paul y Tom Fergusson a juicio

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El cuerpo de Novarro sale de casa

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Pero el suicidio del «doctor Cíclope» en
1968 recordaba más aún al Viejo
Hollywood. Albert Dekker decidió de
una vez por todas demostrar que era el
Mayor Retorcido de Todos Los Tiempos,
el personaje que había interpretado en la
vida real y el único en el cual creía. Para
su última actuación, este actor de
carácter, de sesenta y dos años de edad,
eligió su vestuario favorito: ropa interior
femenina de seda. Y, con sumo cuidado
y lápiz de labios carmesí, escribió en su
abotargada anatomía las últimas críticas
aparecidas sobre él, todas ellas adversas.
Albert Dekker: suicidio fetichista Después, en una alegre pirueta, se las
arregló para ahorcarse llevando sus
gemelos favoritos ceñidos a las muñecas. En esta ocasión practicó su solitario
pasatiempo preferido, en su cuarto de baño hollywoodense. Ocho años antes, había ya
revelado su desencanto al crítico Ward Morehouse al reflexionar sobre una carrera
que abarcaba cuatro décadas: «El teatro es un lugar terrible para crearse un futuro. Te
ponen en una estantería durante años. Te sacan, te cepillan y después te devuelven a
ella». Estos sentimientos traicionaban la dedicación que se supone ha de profesar un
verdadero actor por su profesión y la servidumbre que ésta implica. Dekker no dejó
escrito ningún mensaje, solo un cuadro que cortaba la respiración al verlo: otro
singular muñeco para la colección del doctor Noguchi.
El suicidio en Castelldefels, España, de George Sanders, desposeído de todo
romanticismo, fue el de una persona avejentada anímicamente, solitaria y desnuda.
Su nota de despedida poseía el toque del perfecto cínico profesional: era el Adiós a la
Dulce Letrina, la vida en sí, que él había agotado hasta un mortal aburrimiento.
La masacre en casa de Sharon Tate en 1969 no pertenecía al Viejo Hollywood. Lo
que se derrumbó sobre la rojiza casa de Cielo Drive parecía más bien la devastación
causada por un jet al estrellarse: la nave de Satán pilotada por Charlie Manson (títere
programado, deidad de la basura).
Esto ocurrió en Benedict Canyon allí donde Paul Bern se había pegado un tiro; su
honorable espectro tendría a partir de entonces compañía. Las vidas inútiles no
generan tragedias, sino inutilidades.

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Sharon Tate: masacrada

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Sangre en la puerta de Sharon

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La última y voluntaria «snifada» de Judy tuvo lugar en un atrancado baño
londinense. La «Anfetamina Annie» de la Metro Goldwyn Mayer consiguió al fin su
propósito al cabo de innumerables tentativas: píldoras, venas cortadas en su
apartamento de Hollywood, cuello rajado con restos de vasos rotos. La Dorothy de El
Mago de Oz murió sentada en el retrete, nada apto para un viaje «sobre el arco iris».
Totalmente vestida, encorvada, como si estuviese rezando y con el rostro hecho un
revoltillo ensangrentado, parecía una máscara azteca. Tenía cientos de años; era la
más anciana de todas las estrellas, si uno se atenía a sus tormentas y al precio que por
ellas había tenido que pagar: dramas suficientes como para una docena de vidas. Ella
era «Ella, la Diosa del Fuego» de Ridder Haggard, la que se había sumergido
demasiadas veces en las llamas.
Ahora han vuelto a restaurar el cartel de
Hollywood, o al menos las nueve primeras letras.
H O L L Y W O O D. Han reforzado las estacas que las
sostienen y vuelto a pintar el metal. A propósito o
accidentalmente, las restantes letras originales
(LAND) han sido desechadas. Acaso se hayan
podrido. La letra número trece, la D final, ya no
está allí para tentar a una nueva Peg Entwistle.
Las nuevas generaciones que habitan en lo alto
de Hollywood ni se dan cuenta de que ese
monopolio enclavado en el Monte Lee llegó, en
cierta ocasión, a designar algo más que una ciudad
envuelta por la niebla que se eleva desde abajo y
hoy se parece tantííííííísimo a Miami Beach. PA-
RÁ-SIII-TOS.

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Judy: Vieja, vieja, vieja

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El cartel Hollywood: por reparar

En los desiertos platós de la Columbia,


allí donde se alzaban erguidos y
vigilantes los oídos de Harry Cohn,
ahora se juega al tennis. (Fuera, en
Gower Gulch, se desdibuja el cartel mal
clavado que anuncia: SE VENDE). Sin
embargo, cuando las torrenciales lluvias
y los vientos barren el cielo dejándolo
limpio, aún puede verse cómo reaparece
el azul egipcio sobre la colina de
tropicalísimas palmeras que se ciernen
sobre la citérea Isla Catalina. Entonces
se descubre, a lo lejos, en la franja azul
Harry Cohn de Columbia del horizonte, los macizos y
abandonados platós del sonoro que recuerdan secretas mastabas, y todavía podemos
imaginar qué trajo hasta aquí, hace ya un siglo, a esos hombres ambiciosos y sin
escrúpulos.

Página 322
• FIN DEL ROLLO •

Reliquias: teatros desiertos de Columbia

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¿Quién se apunta?

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HOLLYWOOD

ÉL: Cuando voy caminando por la acera y veo…


ELLA: Perdone, ¿no es usted Dick Powell?
ÉL: Sí, en efecto.
ELLA: Me pregunto si podría… Pensé que tal vez… (Sollozo).
ÉL: Vamos, vamos. ¿Qué le ocurre?
ELLA: ¡Oh, usted no lo entendería! Con usted Hollywood ha sido bueno.
ÉL: ¿Qué quiere decir con eso?
ELLA: Bueno, supongo que es una historia corriente… Hubo en Little Rock un
concurso de belleza. Yo gané el primer premio. Y me vine a Hollywood a conquistar
la fama. Y en lugar de eso, aquí me tiene usted, en Hollywood Boulevard a las dos de
la noche y sin tener adónde ir. (Sollozo).
ÉL: Pobrecita. ¿Por qué no vuelve a casa? Me gustaría ayudarla…
ELLA: ¡Oh, no puedo hacerlo después de haber fracasado! Usted no lo entendería,
pero…
ÉL: ¿Pero qué?
ELLA: Bueno, podrá parecerle ridículo después de todos los disgustos que me he
llevado, pero en realidad lo único que necesito es una oportunidad. Si pudiese
conseguirla…
ÉL: Pero, veamos, ¿no tiene a nadie en su casa que la eche de menos?
ELLA: ¡Ah!, allí… hay un chico… trabaja en un garaje y es realmente un muchacho
estupendo. El… él… quiere que nos casemos.
ÉL: Escúchame, hija, y hazme caso. De momento ya tienes más de lo que Hollywood
puede ofrecerte. ¿Sabes? Hay un montón de chicas de ésas a quienes tú envidias…
que darían lo que fuera por que un honesto muchacho las esperase en Little Rock. O
en cualquier otro sitio.
ELLA: Supongo que tiene usted toda la razón, señor Powell. ¡Ay!, y yo que estaba
convencida de que Hollywood era un enorme boulevard de sueños realizados!
ÉL: Pues lo siento, hija, pero estabas totalmente equivocada.

(Canta Dick Powell):


Voy caminando por la calle del dolor
El Boulevard de los Sueños Rotos,
Donde Gigoló y Gigolette
Pueden besarse (sin pudor).
Y así olvidar los sueños perdidos
Esta noche ríes y mañana lloras
Cuando contemplas las ruinas de tu fe
Y Gigoló (y Gigolette).
Despiertan con los ojos empañados

Página 325
Por lágrimas que hablan de sueños perdidos

Aquí me encontrarás siempre


Paseo arriba y abajo
Pero he dejado mi alma atrás
En una vieja ciudad con Catedral
Aquí el placer solo lo prestan
Al parecer no es duradero
Pero Gigoló y Gigolette
Aún cantan su canción
Y pasean sus ilusiones
Por el Boulevard de los sueños perdidos.

(Secuencia de Moulin Rouge, un musical de la Warner Bros del año


1934, suprimida por orden de Jack L. Warner, quien la consideró
«demasiado deprimente»).

La perrita muerta de Jane Mansfield

Página 326
Ginger Rogers sin maquillaje

Página 327
Página 328
Agradecimientos

El autor desea dar las gracias a las siguientes personas e instituciones por su generosa
ayuda: Elliott Stein; Samson De Brier; Dan Price; Charles Higham; James Card,
George C. Pratt, George Eastman House Museum of Photography; Mary Corliss,
Stills Collection, Museum of Modern Art Department of Film; Charles Silver,
Library, Museum of Modern Art Department of Film; Henry Langlois, Mary
Meerson, Lotte Eisner, Cinémathèque Française; Camille Cook, Film Center, School
of the Art Institute of Chicago; Tom Luddy, Pacific Film Archive; Sandy Brown
Wyeth; Dan Fans, The Cinema Shop; Bill Brandt, Saturday Matinee; The Memory
Shop; Movie Star News; Fabiano Canosa; Mark Stephenson, Cinemabilia; Photoplay;
Anton Szandor LaVey; el difunto Bob Pike; el difunto James Whale; la difunta Mae
Murray.
El autor reconoce gratamente el permiso a reproducir lo siguiente: “Hollywood”,
de Don Blanding, reproducido con permiso de Dodd, Mead Company, Inc.; “First
Fig” de Edna St. Vincent Millay, en Collected Poems, Harper & Row, copyright
1922, 1950 por Edna St. Vincent Millay; editorial de Chicago Tribune, “Pink Powder
Puffs”, reproducido, cortesía de Chicago Tribune; “Boulevard of Broken Dreams”
(Harry Warren-Al Dubin), © 1933 Remick Music Corp., copyright renovado,
reservados todos los derechos, y usado con el permiso de Warner Bros. Music.

Página 329
Tumba de Tyrone Power

Página 330
KENNETH ANGER (n. Kenneth Wilbur Anglemyer) es un cineasta y escritor
estadounidense. Nació en Santa Mónica (California) el 3 de febrero de 1927.
Su obra es de carácter polémico y perteneciente al movimiento Queercore.
Probablemente uno de los directores de cine más innovador y desconocido del
siglo XX.
Creador de cortometrajes cargados de iconografía pulp (revista), sadomasoquista,
fetichista y homosexual. Influyó enormemente en directores como John Waters o
Martin Scorsese.
Algunos de sus cortos rozan más el género del videoclip por su montaje y su
duración.
Estaba obsesionado por las obras y la vida del brujo inglés Aleister Crowley.

Página 331
Notas

Página 332
[1] Casi literalmente, Coca a Cualquier Hora. (N. del T.). <<

Página 333
[2] «Príncipe de las ballenas» (en el original, Prince of Whales). El autor efectúa un

paralelismo entre whales (ballenas) y Wales (Gales). (N. del T.). <<

Página 334
[3] Que suena «Seré B. Ueno». (N. del T.). <<

Página 335
[4] X, signos usados frecuentemente en las cartas amorosas, muy especialmente en

Estados Unidos y Gran Bretaña, donde cada X equivale a un beso. (N. del T.). <<

Página 336
[5] Hays fever («La fiebre de Hays»). El autor toma el título de Hay Fever («La fiebre

del heno»), una de las comedias más populares del autor británico Noel Coward. (N.
del T.). <<

Página 337
[6] El autor se refiere a Rona Barrett, una columnista bastante popular en la
actualidad, con numerosas publicaciones que llevan su nombre y apariciones bastante
frecuentes en programas en directo de la Televisión norteamericana, muy
especialmente en el espacio matinal «Good Morning America». Es un sucedáneo
bastante aproximado de lo que en su época representaron Louella O. Parsons y Hedda
Hopper. (N. del T.). <<

Página 338
[7] Claras Beaux. El autor hace un juego de palabras entre el nombre artístico, Bow, y

el término francés beaux, de similar pronunciación, que significa «guapos» y


también, por extensión, «amantes». (N. del T.). <<

Página 339
[8] Has been (ha sido): Se dice de las grandes estrellas que han caído en el descrédito

pero aún son reconocidas fácilmente por sus antiguos admiradores. (N. del T.). <<

Página 340
[9] Gentleman Jim: producción de la Warner Bros (1942) dirigida por Raoul Walsh e

interpretada por Errol Flynn sobre la vida de James J. Corbet, primer boxeador
«científico» y campeón mundial de los pesos pesados según las reglas del Marqués de
Queensberry. Uno de los personajes preferidos de Flynn en el cine, según su
Autobiografía. (N. del T.). <<

Página 341
[10] «El Juez Harvey» (en el original Juez Hardy): personaje basado en una famosa

serie de films de la Metro Goldwyn Mayer, en la que los protagonistas, encabezados


por el Juez Hardy y su hijo Andres, figuraban como prototipo de la familia ideal
norteamericana. Al ser doblados en España, el apellido Hardy fue sustituido por el de
Harvey. Lewis Stone interpretaba al magistrado y Mickey Rooney a su primogénito.
Algunos de los títulos estrenados aquí son: El juez Harvey y sus hijos, Las vacaciones
del Juez Harvey y Andrés Harvey Tenorio. (N. del T.). <<

Página 342
[11] Nido de víboras (en el original The Snake Pit): el autor se refiere al film del

mismo título basado en la novela de Mary Jane Ward, realizado por Anatole Litvak
para la 20th Century Fox en 1949, que narraba las condiciones sanitarias de una
institución mental en los Estados Unidos. El papel principal estaba interpretado por
Olivia de Havilland, que consiguió una nominación para el Óscar. (N. del T.). <<

Página 343
[12] Doctor Killcare: el autor establece una similitud entre Kill (asesinar) Care (tener o

estar al cuidado de alguien) y Kildare, apellido del médico protagonista de una


famosa serie cinematográfica de la Metro Goldwyn Mayer en los años cuarenta; más
adelante la serie fue convertida en un programa televisivo de múltiples episodios
cuyo protagonista encarnó Richard Chamberlain. De contenido moral y argumental
muy semejante a los ya posteriores Doctor Cannon y Marcus Welby. (N. del T.). <<

Página 344
[13] Nicky Arnstein: impenitente y atractivo jugador casado en la vida real con la

estrella de Ziegfeld Fanny Brice, cuyo nombre se vio frecuentemente implicado en


los escándalos de su esposo. Interpretado en el cine por Tyrone Power, bajo nombre
ficticio, en Es mi hombre, film de Gregory Ratoff en donde la figura de Fanny Brice,
también encubierta, estaba encomendada a Alice Faye. Y ya, bajo su verdadero
nombre, encarnado por Omar Sharif en Funny Girl y su continuación, Funny Lady
con Barbara Streisand en el papel de Miss Brice. (N. del T.). <<

Página 345
[14] Pumper también significa «mamona». (N. del T.). <<

Página 346
[15] El autor se refiere a Norma Desmond, el personaje estelar del film de Billy

Wilder El crepúsculo de los dioses interpretado por Gloria Swanson. Se trata de un


perfecto y acabado retrato de una antigua reina del cine mudo que desea regresar a la
pantalla y acaba perdiendo la razón. (N. del T.). <<

Página 347

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