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Hacia una " Pedagogía de la Otredad".


Un ensayo sobre la relación entre
maestros y alumnos desde los aportes
de ...
Victoria Casco

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La formación de la subjet ividad polít ica y la ident idad escolar


Jorge Ramírez, Carlos Enrique Mosquera Mosquera

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LA DIMENSIÓN ÉT ICO-POLÍT ICA DE LAS PRÁCT ICAS DE ENSEÑANZA EN LA FORMACIÓN DOCENT E INIC…
Marcelo Ferrari
Hacia una “Pedagogía de la Otredad”

Un ensayo sobre la relación entre maestros y alumnos desde


los aportes de Emmanuel Lévinas1 2

María Victoria Casco3

Para que haya enseñanza, tiene que haber falta


de convicción, por lo que instruir es sacudir la quietud de
las co viccio es. … Sole os pe sa ue lo ue pe sa os
ha venido al mundo con nosotros y olvidamos el trabajo
paciente que ha construido esos cimientos. Nadie viene al
mundo con instrucciones: hay que procuráselas. Instruir
es, pues, examinar cómo se ha llegado a pensar lo que se
pie sa y a hace lo ue se hace.”
4

De acuerdo con Cantarelli-Graciano (2010), la Modernidad dio origen al


llamado “sentimiento de infancia”, que antes no existía como construcción. Este
permitió configurar a la misma como un soporte sobre el cual se depositaron los
discursos y dispositivos educativos. Los mismos tuvieron como objetivo desarrollar un
nuevo tipo de subjetividad basada en un uso de la razón como eje estructurante de
prácticas y modos de ser y de pensar para dar lugar a un nuevo tipo de sociedad. El
resultado de esto fue la creación de un discurso y una manera de obrar sobre esta
infancia que la fue visualizando desde la falta. Así la misma era vista como carente y
desvalida, a la espera de su “redención” a partir de la salvación que prometía la
educación significada desde el mundo adulto, que garantizaba la posibilidad de
adquirir un buen uso de la razón, de manera autónoma. Siguiendo a Kant (1978) y su
postulado sobre la minoría de edad, puede decirse que la salida de la minoría de edad
operaba en los niños como un arribo hacia el universo racional, andamiada por el
mundo adulto.

Si tenemos en cuenta que la crisis de la modernidad supuso un


cuestionamiento a la razón como fundamento, y por ende, una crisis en las
instituciones que durante este período se constituyeron como base para la formación
de nuevas sociedades y nuevos subjetividades, entre ellas la escuela; puede decirse
que el papel de esta última en la formación de los sujetos, está siendo también
cuestionado, porque ya no va a tratarse de un tipo de subjetividad racional al estilo
ilustrado, sino que, por el contrario, este modelo único (racional), se rechaza; porque,
siguiendo a Cullen (2004), el rol homogenizador de la escuela se enfrenta con un
mundo en el que las infancias son cada vez mas heterogéneas, diversas, y se

1
Para conocer vida y obra de Emmanuel Lévinas:
https://es.wikipedia.org/wiki/Emmanuel_L%C3%A9vinas
2
Hacia una "Pedagogía de la Otredad": Un ensayo sobre la relación entre maestros y alumnos desde los
aportes de Emmanuel Lévinas por María Victoria Casco se distribuye bajo una Licencia Creative
Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
3
Licenciada en Ciencias de la Educación (UBA). Especialista en Tecnología Educativa (UBA). Profesora
de Nivel Primario (Escuela Normal Superior N° 8 “Julio Argentino Roca”).
4
ANTELO, E. “Instrucciones para ser profesor: pedagogía para aspirantes”. Cap1: Instrucciones para
enseñar. Bs. As. Ed Santillana 1999. P 24

1
constituyen en contextos cada vez más desiguales y con mayor diversidad cultural.
Entonces, acompañando a Kohan (1996) en su pregunta acerca del tipo de
subjetividad que las instituciones educacionales contribuyen a formar, puede pensarse
que con la crisis de la Modernidad, la constitución de una subjetividad y, por ende, de
una infancia universal se pone en cuestión. Por lo tanto, una posible pregunta que
abarque esta problemática podría ser: ¿qué tipos de infancia pueden desarrollarse en
la actualidad, con un dispositivo moderno que antaño contribuyó a formarla para un
adecuado uso de la razón, y que ahora entra en crisis? ¿Qué subjetividades infantiles
podría producir la escuela y con qué características?

Como las mismas pueden dar lugar a múltiples respuestas, podría recurrirse a
las ideas de Foucault quien, en su empresa de buscar deconstruir y cuestionar los
discursos que operan en la construcción de la “actitud” moderna, nos permitiría
preguntarnos más específicamente ¿qué tipo de discursos pueden constituir a la
infancia en una época en la que los primeros discursos constitutivos de la misma están
siendo cuestionados?

Aunque interesantes estos interrogantes, olvidan un aspecto importante.


Sabemos que el proceso educativo supone la presencia, por lo menos, de dos
personas: una que enseña y otra que aprende. Aunque este planteo parezca obvio,
nos posiciona frente a una problemática no tan obvia, que se relaciona con el lugar del
Otro en el proceso educativo. Y este Otro con mayúsculas (que siempre está ahí,
interpelándonos, pero al mismo tiempo pidiendo que no lo reduzcamos a nuestra
imagen siempre pobre de él), es a menudo olvidado en los análisis acerca de la
subjetividad que produce la escuela, en los cuales se suele dejar de lado que los
discursos escolares producidos por el dispositivo escolar moderno son generadores de
una especie de negación del Otro (de sus pautas culturales, de sus formas de crianza,
de sus deseos y proyectos) para transformarlo en un sujeto “a medida” de los
requerimientos sociales. Entonces, en función de la pregunta acerca del tipo de
subjetividades infantiles que genera la escuela en el contexto de crisis de la
modernidad, y qué tipos de discursos produce para desarrollar esas nuevas infancias;
se puede pensar como pregunta más ajustada ¿cómo crear desde la escuela un tipo
de subjetividad infantil andamiada por discursos, que permitan no reducir al otro a la
propia mismidad del mundo adulto? ¿Cómo desarrollar un nuevo sujeto apelando a
una pedagogía que se acerque al respeto por la otredad?

Intentaré esbozar algunas respuestas a estas pregunta intentando primero dar


cuenta de algunas características acerca de la relación entre docentes y alumnos,
para luego plantear qué rasgos creo que sería apropiado desarrollar en esta relación,
a fin poder esbozar algunos lineamientos que permitan un acercamiento hacia una
pedagogía de la otredad.

II

Puede decirse que la relación entre quien enseña y quien aprende es


básicamente una relación de comunicación. Dos subjetividades (o más) se ponen en
diálogo. Para Cullen (1997), los actores de esta relación comunicativa se ubican de
distinta manera: uno de ellos se posiciona en esa relación desde el deseo de aprender
(que a su vez se construye como un desafío del poder de lo ya sabido); y el otro,
desde el poder de enseñar, (que se sitúa en la frontera entre lo que se sabe y lo que
no). Puede decirse, siguiendo a este autor, que una consecuencia efectiva –real y
concreta- del ejercicio de esta relación supone lo siguiente: enseñar es negar el
derecho de no saber (quién ocupe este rol de enseñanza esa impidiendo que alguien
siga posicionado en su lugar de no saber); aprender es violar el derecho de saber ya
(lo que supone un proceso, en tanto pasaje del no saber al saber, que se requiere de

2
un tiempo, no es un proceso inmediato). Cuando se produce alguna actividad
denominada educación, lo que se está intentando es superar estas tensiones.

Aquí aparece el problema. Situémonos en el contexto de la escuela como


espacio educativo (hay otros, pero ahora vamos a ocuparnos de este), sin perder de
vista que hablamos de ella en tanto dispositivo escolar moderno. Si pensamos que los
alumnos se sitúan en ella desde el deseo de aprender, buscando traspasar su propio
derecho al no saber, estamos suponiendo que ellos quieren -eligen- participar de las
prácticas educativas escolares para aprender lo que los docentes les enseñan. Eso
puede ser inmediatamente puesto en duda. Sabemos que puede no ser así, ya que
este dispositivo escolar moderno impone obligatoriedad, y por lo tanto, lo relativo al
deseo queda en un segundo plano. Por otra parte, si aceptamos que en las prácticas
educativas escolarizadas, el docente tiene el poder de enseñar, estamos aseverando
que viola el derecho de “no saber” de su alumno, y que por esto su rol se constituye
como un productor de imposiciones (básicamente simbólicas): puede decirse que
genera una imposición de contenidos que pueden no tener que ver necesariamente
con los intereses de los alumnos, y de pautas culturales (normas, valores, creencias)
que no pueden no relacionarse con sus deseos ni con su historia. Aclaro que no estoy
diciendo que los docentes “impongan” porque quieren, lo que quiero decir es que las
prácticas de la enseñanza propias de la escuela lo ubican necesariamente en ese
lugar, por la propia constitución del dispositivo y del sistema para el que trabaja.

Por lo tanto, tenemos siempre una acción de imposición. Desde ya, no estoy
sosteniendo que deseo de aprender no exista nunca en los alumnos, sino que las
prácticas educativas escolares, por la estructura obligatoria y verticalista del dispositivo
en el que se hallan insertas, tienen una tendencia a obrar desde la imposición de
contenidos, pautas, normas y creencias, a través de alguien que se ubica en el rol de
enseñanza: el docente. Se piensa en el aprender como derecho, pero, a través de la
enseñanza -legitimada públicamente por el derecho de cada uno de aprender- se
maneja -se operacionaliza- este derecho como una imposición. He aquí el quid de la
cuestión: esa imposición se da sobre Otro: el alumno.

Para abordar esta problemática, me interesaría retomar, a través de Melich


(1995), algunos aportes de Emmanuel Lévinas, que me parecen que pueden iluminar
un poco esta cuestión.

La obra de Lévinas es una crítica a cualquier forma de totalitarismo,


especialmente el nazismo; pero el autor, va más allá de los hechos históricos que
contextualizaron estas ideas, y de la idea misma; para pensar en otras prácticas que
puedan desarrollar esta tendencia totalizadora. Y entonces, enfoca su atención en las
prácticas educativas. Así, intenta mostrar que la educación puede NO ser
necesariamente totalizadora, domesticadora o adoctrinadora –como muchos la acusan
de ser-; y para que esto suceda, debe ser desarrollada como una práctica que debe
estar contra la totalidad, que es equivalente a decir que está contra el ser (el ser para
Lévinas representa el mal). Para que esto se logre, se requiere reconocer, en la
práctica educativa, la existencia de un Otro; que me llama, me interpela, se resiste al
poder, soberanía, orgullo del yo, de la propia mismidad. Este Otro desde su debilidad,
es fortaleza, porque mi actitud puede destruirlo y cosificarlo, pero su otredad me obliga
al respeto y a la responsabilidad, en tanto puedo responderle. Por eso, para Lévinas,
la responsabilidad está antes de la libertad. La responsabilidad opera para con el otro,
y la relación con el otro es responsabilidad. Este otro me trasciende infinitamente y no
lo puedo poseer. La autenticidad del yo supone la atención del otro pero sin querer
subrogarlo.

3
Ahora bien, si trasladamos esto a la relación entre quien enseña y quien
aprende podemos decir que cuando nos ubicamos en el lugar del docente, tenemos
que tener en cuenta que hay Otro – el alumno- que nos interpela, y al que no
podemos reducir, por más que queramos, a nuestra propia mismidad: es ese Otro que
nos excede, que nos llama y al que debemos responder.

Para Lévinas, el otro es un rostro que NO es conceptualizable; podemos


pensar que el rostro del Otro en tanto alumno, tampoco lo es. El otro -alumno- me
llama, puede ser que no responda a su llamado, pero el sigue reclamándome. Aunque
al rostro del Otro, yo no lo puedo conocer en su totalidad –porque siempre me excede,
de alguna manera-, soy rehén del otro, por la responsabilidad en la que me ubica su
interpelación. Para Lévinas, el llamado o interpelación de este Otro, supone una
respuesta de mi parte (de ahí viene la responsabilidad). La resistencia que impone el
Otro (esto de no reducirlo a la propia mismidad) es lo que en el pensamiento de
Lévinas opera como ética. Para que en la educación se de una relación ética se tiene
que romper la inmanencia del ser, o sea, se tiene que poder reconocer al Otro en tanto
Otro, sin intentar reducirlo a la propia mismidad, pero respondiendo a su llamado,
porque el Otro me interpela. Para Lévinas esto es central, porque sin ética no puede
darse acción educativa en sentido estricto, solo se da adoctrinamiento. En este último,
si quién enseña se apodera del otro; lo conoce, lo conquista, lo engulle y lo elimina. Al
desaparecer el otro, muere la ética y entonces muere la acción educativa.

Resumiendo, la acción educativa supone, en el caso específico de la relación


maestro-alumno, que el primero debería poder reconocer a este Otro -que es el
alumno- en tanto Otro, no intentar reducirlo a la propia mismidad, pero a la vez, debe
responder a su llamado, sin adoctrinarlo, porque sino muere la ética y entonces muere
la acción educativa. Sin embargo, la escuela originada en la modernidad hace todo lo
contrario: creada como dispositivo de adoctrinamiento para el buen uso de la razón y
para la incorporación del hombre a la sociedad, instala en el maestro la
responsabilidad de transformar a los infantes en sujetos capaces de aceptar y vivir en
un orden social establecido, para mantener ese orden social, a través de la imposición
de normas, contenidos, creencias, valores, etc. Todo esto cobra hoy especial
importancia porque, en el marco de crisis de la modernidad, de pérdida de
fundamentos racionales que den sentido a las prácticas educativas escolares como
fueron siempre entendidas, la escuela como productora de subjetividad empieza a
verse cuestionada.

Hasta aquí parece que hemos entrado en un callejón sin salida. ¿Podrá la
escuela redefinir su rol en tanto productora de subjetividades infantiles, en el marco de
una pedagogía que no siga insistiendo con el adoctrinamiento- que en última instancia
niega a la educación-; sino que, por el contrario, esboce los lineamientos de una
pedagogía del respeto por la otredad en la relación docente- alumno?

III

Creo que sí, por lo menos desde mi punto de vista, que intentare esbozar a
continuación. Para explicitar mis ideas, voy retomar algunos aportes de Lévinas
(Mélich, 1995).

Una idea que me parece importante, es que Lévinas establece una posibilidad
distinta del adoctrinamiento, en la relación maestro-alumno. Dice que entre maestros y
alumnos no debe haber poder, sino fecundidad. Si hay fecundidad, quiere decir que
esa relación -en tanto relación educativa- es posible; o sea, es posible que no se un
mero adoctrinamiento.

4
Pero, para que haya fecundidad tiene que haber trascendencia. En este
sentido, para el autor, en la enseñanza debe haber presencia de lo infinito, que hace
saltar el círculo cerrado de la totalidad (que es la productora de la imposición sin
reconocimiento), para abrirse a la trascendencia; porque sin la trascendencia, se
reduce al otro a la propia mismidad. Y para eso hay que entender que el Otro me
habla desde su altura y desde esa altura viene el lenguaje de la enseñanza. Entendido
así, el lenguaje de la enseñanza no reduce al otro, lo considera como una totalidad
que existe por afuera de sí (en este caso, del enseñante), y que lo excede; que
siempre está ahí interpelándolo, y que, por supuesto, supone responder a ese
llamado.

Alguien podría esgrimir que es imposible responder al llamado del otro sin
producir un discurso o una práctica sobre él, y que por lo tanto, el peligro del
adoctrinamiento siempre está. Es cierto; pero respetar la “otredad del alumno” no
quiere decir que, como debo responder al rostro del otro en tanto alumno sin reducirlo
a mi propia mismidad, no puedo esgrimir ningún discurso o saber sobre este otro (que
puede suponer valores, creencias, contenidos etc.); sino que me llama a aceptar que
mi discurso, mi saber y mis prácticas como docente pueden ser contingentes, es decir,
provisorios, modificables.

Permítaseme explicitar un poco esta cuestión. No pretendo que renunciemos a


producir subjetividades desde la escuela, lo que sugiero es no seguir ubicándonos
desde los criterios modernos. Ya no se trata lograr simplemente disciplina social, para
adaptar a los sujetos a un orden determinado, a través de la enseñanza de un método
científico que muestre el conocimiento válido; y de un contrato social. No es sólo una
cuestión de aprender a usar bien la razón y la libertad, ni de una mera imposición de
normas, valores, y saberes a un sujeto; porque eso nos vuelve a poner de cara al
adoctrinamiento, y no olvidemos que, como dice Cullen (2004), la disciplina social, en
tanto adoctrinamiento, excluye, ordena, privilegia; y así la subjetividad queda
confinada a una racionalidad única. Y toda práctica con pretensiones educativas que
siga estos lineamientos, pierde tal carácter.

Se trata de abrir posibilidades para esbozar nuevas prácticas de la enseñanza


que habiliten el reconocimiento del otro, en términos de un encuentro situado con uno
mismo y con los demás; lo que implica mutualidad y solidaridad, de manera de generar
respeto por lo igual y lo diferente. Se trata de una enseñanza que permita mostrar la
libertad, como posibilidad de defender la diferencia no como opuesta a la propia, sino
de las diferencias respetadas en el seno de la igualdad.

También se trata de ofrecer, dentro de estas nuevas prácticas, nuevas


relaciones posibles con el conocimiento: mostrar que el mismo puede ser utilizado, en
el mundo para el que estamos educando, para transformarlo, y esa transformación
puede ser llevada a cabo por lo propios alumnos. Dice Cullen (1997) que muchos se
preguntan para qué enseñar en tiempos de escepticismo, de vacíos y de
incertidumbres que nos ha dejado la crisis de la modernidad. Él esboza una respuesta
a la que yo adhiero: el conocimiento puede orientarnos y nos permite transformar la
realidad. Y también puede ayudarnos a construir subjetividades solidarias y felices.
Dice el autor que estas metas son posibles mientras los docentes nos reconozcamos
como señales de un camino hacia la verdad, la justicia y la felicidad. No olvidemos
que todavía podemos ubicar a los alumnos en una conversación con saberes
acumulados, preguntas encadenadas y problemas que insten y persisten, siguiendo a
Cullen. Por esto, es importante que reconozcamos la importancia del deseo de
aprender; pero que intentemos destrabarlo para poder liberar el poder de enseñar. Si
criticamos, o sea revisamos, nuestro poder de enseñar, podemos liberar el deseo de
aprender. Y en esta relación dialéctica, los docentes, quedamos ubicados entre el

5
deseo de aprender, que nos conecta con la singularidad y la diferencia de vida; y
nuestro poder de enseñar, que nos conecta con lo universal y lo común. Siguiendo
esta línea, también seguimos siendo responsables de poner a los sujetos en relación
con experiencias. Dice Eisner (1998) que para conocer algo, debemos ser capaces de
experimentarlo. La experiencia es una condición necesaria para conocer. La cualidad
de la experiencia dependerá de aquello a lo que nuestros sentidos tienen acceso y de
la forma en que seamos capaces de usarlos. Desde nuestro lugar, la posibilidad de
formación de subjetividades está vinculada a la capacidad de generar experiencias
significativas para los alumnos; experiencias que puedan sustentarse desde un diálogo
con saberes acumulados de la humanidad. Así, el conocimiento se transforma en
instrumento del pensamiento para operar en el mundo que nos rodea, y no en un
cúmulo de saberes doctrinarios que se imponen y deben aceptarse sin más.

Creo que por todo esto, Cullen (2009) sostiene que la ética es una condición
esencial de la tarea docente; porque sin ella, directamente no se produce educación. La
importancia de la ética radica en poder reconocer la responsabilidad de la tarea
docente; y somos responsables en la medida que somos capaces de responder a la
interpelación del otro, en su dignidad, en su valor en sí mismo, sin intentar reducirlo. Por
eso, no estamos hablando de una ética que se acerque al fundamentalismo moral
(aceptar la moral como dogmas o creencias fijas que no admiten críticas) o al
escepticismo moral (creer que no hay razones o argumentos para sostener críticamente
la inteligibilidad de la moral,), sino de una ética que permita poner a las propias
prácticas educativas (y porque no a las propia moral moderna educativa) como objeto
de reflexión crítica, y que no separe al leguaje moral de las prácticas sociales
discursivas. Por eso es tan importante la enseñanza de la ética para el futuro docente
como disciplina racional, en el marco del desarrollo del pensamiento crítico, para
contribuir a la formación de una ciudadanía reflexiva. Porque la ética plantea el
problema de la disciplina social, pone en juego principios de valoración de
fundamentación de obligaciones; y lo hace desde la lógica de la dignidad, que siempre
tiene rostro; y por esto supone un reconocimiento del mismo; es cuidado del otro en su
singularidad material y corporal. La relación con el otro es de entrada una relación ética,
de responsabilidad, en donde cualquier intento de reducir al otro a mis creencias o
supuestos, es violencia y totalitarismo.

IV

Dice Paulo Freire (2002) que para los humanos las posibilidades de
subjetivación solo pueden desarrollarse en dos direcciones opuestas: la humanización
o la deshumanización. El proceso de deshumanización se vincula con las condiciones
de opresión en las que las personas se hallan; sabemos que muchas de estas
condiciones de opresión son ofrecidas y facilitadas por la escuela. Por eso es tan
importarte ubicarnos en un lugar que permita reconocer nuestro discursos y prácticas
como contingentes y siempre sujetas a revisión, porque así podemos abrir espacios
para que, desde la reflexión sobre nuestra tarea docente, se esboce un camino que
avance en dejar espacio para el proceso de humanización de los alumnos. Para esto,
me gusta una metáfora levinasiana que dice que la forma de de acercarse al otro no
es tocándolo (porque sino lo reduzco, lo poseo), sino acariciándolo, como quién busca
algo, pero no sabe qué. Creo que esta es la clave de la humanización freiriana. Toda
operación discursiva y material sobre nuestros alumnos debería ser – a mí entender-
una caricia, no porque sea poco segura o poco comprometida, sino porque siempre
nos mantiene en una búsqueda del otro, de manera de tender puentes que nos
acerquen cada vez más, pero sin tratar de transformarlo en la imagen que tenemos de
él, a la cual siempre es irreductible. Esto ubica nuestra práctica y nuestros discursos
en el horizonte de la ética.

6
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pedagogía para aspirantes. Bs. As. Ed Santillana. 1999. P 24

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2002

-KANT, E. “¿Qué es la ilustración?” en Filosofía de la Historia. México. F.C.E. 1978.


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